La mujer que buceó dentro del corazón del mundo - Sabina Berman


Karen es una fierecilla abandonada que ni siquiera sabe hablar cuando su tía Isabelle se hace cargo de la industria atunera que acaba de heredar, y descubre con sorpresa su existencia. Gracias al tesón y al cariño de Isabelle, la niña empieza a hablar y va a la escuela, pero se le diagnostica una suerte de autismo funcional. Ello no le impedirá llegar a la universidad o tener ideas brillantes para el negocio familiar, aunque sus comportamientos y puntos de vista chocarán siempre con las ideas establecidas y serán causa de situaciones embarazosas o cómicas.







 1


... el mar...
... la playa de arena blanca...

El mar con chispas de sol hasta el horizonte.
Luego la playa blanca, adonde llegan, deshechas en espuma, las olas del mar. Y luego, en el cielo, un sol de tanta lumbre blanca, que se desborda de su círculo.
Tengo sed.
Dejo de escribir para ir a tomar un vaso de agua.

Y luego, de pronto, un día, una niña sentada sobre una tela roja en la arena blanca, las rodillas contra el pecho, con calcetas y huaraches, una niña desgarbada y flaca meciéndome hacia atrás y hacia adelante, y murmurando:
Yo.
Una y otra vez:
Yo.
Yo.
Una niña flaca en una ancha camiseta blanca que el viento infla, las piernas flexionadas, las rodillas contra el pecho. Una niña que murmura contra el viento y el mar:
Yo.
Yo.
Entonces una ola se alza muy alta y se desploma y con el estruendo la niña ya no sabe de sí, desaparece para sí, no está, ¿dónde ha quedado ese Yo?: esa estructura frágil formada de palabras se ha esfumado y en su espacio queda un No Yo enorme: el mar.
Voy por otro vaso de agua.

Alguien la lleva contra el viento de la mano, a la niña flaca y desgarbada, la camiseta blanca hasta los muslos, tiende una tela roja en la arena y sienta a la niña, y le dice lo que debe decir. Repetir.
Yo.
Yo.
Esto sucede varias veces, cada tarde de cada día. Este aparecer sentada en la arena meciéndose y diciendo Yo y este ser borrada por el rugido de la ola que se desploma y se deshace en la espuma que se desliza rápida sobre la arena.

Mi tía Isabelle, luego me lo contaría, llegó de Berkeley, California, a Mazatlán, Sinaloa, a tomar posesión de su herencia, una fábrica de atunes llamada Consuelo. Atunes Consuelo. El nombre más inadecuado de la industria pesquera del planeta, como nos habría de informar un especialista en mercadotecnia muchos años después.
Un día, mi tía Isabelle bajó de un avión que brillaba bajo el sol en la pista de aterrizaje del pequeño aeropuerto de Mazatlán, vestida de blanco, en pantalones y camisa de lino blancos, con un sombrero de paja de alas anchas y lentes grandes y negros, y cruzó la pista con la mano diestra en la nuca, para que no se le volara el sombrero de paja de alas anchas.
Y del aeropuerto fue directo a la fábrica de atunes. Su herencia valuada en varios millones de dólares. La fábrica ocupaba 2 cuadras completas, contaba con 2 moles de cemento y un edificio de cristal, iba desde la calle hasta sus propios muelles, 4 muelles paralelos donde 20 barcos atuneros se bamboleaban en el agua, anclados.
La detestó, mi tía, la fábrica. Su olor salitroso mezclado con el olor podrido de los peces muertos.
Vestida enteramente de lino blanco entró al primer bloque de cemento sin ventanas y se detuvo junto a las mesas de trabajo donde bajo el zumbido de una nube de moscas y a lo largo de 8 mesas las obreras destripaban metódicamente los atunes.
Prefirió alzar los ojos a la nube de moscas y preguntó:
¿Por qué diablos no ponen flit?
Porque los atunes, le contestó su guía, se impregnarían de los químicos del flit, señora.
Entonces se atrevió a bajar la vista.
En las mesas, las obreras destripaban metódicamente los atunes. Una abría un atún por el costado con un machete, como si le abriera un zíper en el costado. Y lo pasaba a la siguiente obrera, que le metía ambas manos enguantadas en látex rosa hasta los codos para de un jalón arrancarle las vísceras y lanzarlas al frente de la mesa, al montón de vísceras rojas, rosas y violetas que cubrían el piso. La tercera le cortaba de un machetazo la cabeza, y la tiraba en un tambo que tenía a un lado.

Asqueada, mi tía Isabelle se cubrió la boca, y sobre sus sandalias blancas de tacón de madera se apresuró por el piso encharcado de agua espumosa rosa, agua de mar mezclada con sangre de atún, entró a un baño donde revoloteaban 100 moscas y al olor del pescado muerto se le unía el olor de la mierda fresca, y antes de poder llegar a algún escusado, vomitó en un lavabo.
Le esperaba lo peor a mi elegante tía Isabelle.
Un taxi la llevó por un pueblo de casas chaparras de cemento y calles de asfalto agujerado a cada tramo, un asfalto al que tanto sol lo hacía espejear como el acero, y la depositó frente a la casa que mi bisabuelo, el abuelo de mi tía, le había heredado.
Detrás de un patio de pasto seco y amarillo, y palmeras gigantes de largas hojas secas y abatidas, el palacete blanco, estilo francés, de 2 plantas, con orgullosas almenas en su borde superior, estaba derruido. Un palacete con pisos de mármol ajedrezado, blanco y negro, donde el aire se enfriaba, pero de techos arruinados, con trabes de acero colgando en el aire y ventanales sin vidrio o con el vidrio cuarteado y con postigos de madera rota. Un palacete francés construido en el siglo 19 por mi bisabuelo, el fundador de Atunes Consuelo.
En el dormitorio con ventanal al mar los 2 colchones de la gran cama matrimonial estaban podridos y uno tenía en el centro un agujero, el cráter de lo que se había convertido en el nido de un hormiguero de hormigas rojas cuyas filas bajaban por las 4 patas de la cama y pasaban bajo las ranuras de 4 puertas para adentrarse por 4 pasillos a las 12 habitaciones del segundo piso.
Así que esa primera noche mi tía durmió en una hamaca que encontró en la sala, tendida entre una columna dórica y otra columna dórica y cerca de otro ventanal sin vidrio donde otra vez asomaba el mar.
Y a medio sueño, según me ha contado mi tía Isabelle, escuchó unos pasos y luego sintió un aliento en sus narices.
Aterrada, abrió los ojos y ahí estaba este ser de pelo enmarañado que le cubría media cara. Era una criatura oscura y desnuda, los ojos grandes se le adivinaban tras la greña, una cosa salvaje que la miraba con fijeza.
¿Tú quién eres?, murmuró la tía Isabelle.
Y la cosa dio 2 pasos atrás.
La tía Isabelle se alzó aprisa de la hamaca y la cosa caminó hacia atrás 2 pasos más.
La tía Isabelle dio 2 pasos adelante y la criatura echó a correr, porque tenía más miedo de la tía Isabelle que la tía Isabelle de ella.
La tía Isabelle la vio correr como una sombra en el aire azul oscuro escaleras abajo hacia el sótano, la oyó cerrar la puerta de madera con una tranca, oyó un ruidazal de cosas estrelladas contra las paredes del sótano, un ruidazal que duró, cuenta mi tía Isabelle, 203 horas, a veces mezclado con aullidos terribles y que no la dejó distraerse con nada más: fue a sacar de su maleta una botella de whisky, se tiró en la hamaca y se empinó a sorbos largos media botella y ni así el ruidazal la dejó sumergirse en el sueño, hasta que de madrugada cesó por fin, luego de un último aullido y un último golpazo.

Al despertar, el mármol del piso y las paredes blancas reflejaban la luz del mediodía y un traqueteo seco venía desde la cocina.
Era la Gorda, la sirvienta de la casa, moliendo en un molinillo granos de café. Las 2 mujeres se saludaron, la Gorda vació el polvo de café en una jarra de agua recién hervida, sirvió el café a través de un colador en un jarro, y después en otro, todo en silencio, y aunque no se conocían más que por referencias de terceros, las 2 mujeres se sentaron a la mesa y de inmediato se pusieron a enlistar las necesidades de la casa.
Los víveres y los implementos de limpieza urgentes, y la lista de gente que tendrían que contratar. Un jardinero, un mozo y un chofer, permanentes, y por 1 semana un exterminador de hormigas, por 1 mes un pulidor de pisos de mármol y por 2 meses 12 albañiles que remozaran las paredes, pusieran vidrios en las ventanas y cargaran dentro los muebles, cuando llegaran en un tráiler.
En cierto momento, la tía se alzó de la mesa, prendió un cigarro y recargada contra la estufa le contó a la Gorda de su encuentro la noche anterior con la cosa.
Ah, la niña, dijo la Gorda, riéndose quedito.
¿La niña?
Acá vive. ¿No le dijeron?
¿Quién me iba a decir?
Pues su hermana.
La Gorda se reía quedito todavía:
¿De veras se le olvidó a su hermana contarle de la niña?
No hablé con mi hermana antes de que muriera, dijo mi tía. Estábamos distanciadas.
Ah, mire.
¿Y por qué vive acá la niña?
La Gorda lo pensó antes de contestar:
Por caridad, yo creo.
En la pared de la cocina colgaba de un clavo un machete. Mi tía Isabelle lo empuñó y bajó con la Gorda las escaleras al sótano, tras cuya puerta se encontró con una bodega tenebrosa que apestaba. Estaba regada con maderos quebrados y pedazos de mueble y botellones rotos, y a la vuelta de una esquina la luz la deslumbró: en una pared, un boquete lleno de luz daba a un remanso de mar con un corral de maderos en cuya esquina más distante se veía parada, con el mar hasta la cintura, delgadita como una línea negra en el agua azul turquesa, la cosa.
La cosa se hundió en el agua y resurgió con algo en la mano vibrante y rojo, un pez rojo que se le resbaló de la mano para volver al agua. Alcanzaba a escucharse que se reía a carcajadas.
Parece contenta, dijo la tía.
Ah, sí. O está feliz o está encabronada o está ida. No hay otra. ¿La llamo?
Llámela.
La Gorda se llevó 2 dedos a la boca y chifló como un arriero.
La niña oscura se volvió a verlas. Muy despacio fue caminando hacia ellas. Pero a cada 3 pasos se detenía asustada.
No habla, informó la Gorda, nada más gruñe. No come con cubiertos, come con las manos, lo que se le dé, o por su cuenta arena mojada. Se pasa los días en su cueva del sótano o en su corral de mar, siempre en cueros. Y le da miedo cualquier presencia, menos la mía, conmigo es muy dócil.
La Gorda se sonrió al decir:
Dócil como un perrito.

Por órdenes de la tía la Gorda la bañó en la tina de mármol del cuarto matrimonial. La talló con un cepillo de lavar pisos y jabón de lavar trastes, hasta sacarle de debajo de la costra de mugre una piel rosa. La mata espesa de pelo estaba tan rígida y enredada que la tía renunció a cortársela con algún estilo premeditado y ordenó que se le cortara como fuera, a tijeretazos a partir del cráneo, y luego la misma tía le rasuró la cabeza con un rastrillo de afeitar, mientras dentro del vapor del agua caliente de la tina la cosa babeaba, ida.
La sacaron de la tina así, pelona y desnuda, le limpiaron la baba de la boca y la sentaron en un banco: las rodillas eran igual de gruesas que sus muslos, así de flaca estaba, el costillar del torso podía vérsele costilla por costilla, y las uñas de las manos y de los pies se le enrollaban como caracoles.
Para cortárselos tuvieron que usar una pinza de albañil, de las que sirven para cortar cable de cobre.
Mi tía se quedó mirando a la cosa ahora pelona y limpia y olorosa a jabón de trastes y con los ojos idos y entonces fue que le distinguió en la espalda una llaga. La llaga cruzaba del hombro derecho al extremo izquierdo de la cintura. Le notó además, en el muslo izquierdo, otra cicatriz larga. Y en el brazo derecho, como en el brazo izquierdo, varias cicatrices redondas.
Se horrorizó.
Y sus ojos se encontraron con los ojos idos de la niña. Eran verdes. Verde claro.
Como los de la tía.
La tía prendió un cigarro y llamó a la Gorda al cuarto matrimonial.
A ver, Gorda, repítame por qué vive acá esta cosa.
Pues la verdad, quién sabe. Yo lo que digo cuando me han preguntado es que porque su hermana le tuvo piedad.
Y vuélvame a decir, ¿cuánto lleva viviendo así?
Toda la vida, que yo sepa. Cuando llegué ya estaba en la casa. O más bien, ahí abajo en el sótano y en su corral de mar, y cuando venían visitas, su hermana me la hacía llevar hasta la casita donde se guarda la leña, muy al fondo de la huerta, para que si se enojaba no se oyera su escándalo.
La tía Isabelle sopló despacio el humo del tabaco al aire.
¿Y le pegaba?, preguntó.
¿Su hermana?
O usted. O alguien. Usted dígame, ¿quién le hizo esas llagas?
Yo no, se defendió la Gorda.
¿Entonces mi hermana?, exigió saber mi tía.
Había días en que la señora le pegaba, dijo la Gorda viendo hacia otro lado. La encerraba en un cuarto y le pegaba con un cinturón, con el lado de la hebilla, yo nada más escuchaba los gritos de la niña y seguía cocinando, ¿qué más podía hacer?
La tía Isabelle se quedó fumando mirando el mar por el ventanal.
La Gorda retomó:
Y es que nació lela, yo creo que era por eso.
¿Lela qué es?
Tontita. Ya sabe, dañada.
¿Y por eso era qué?
Por eso su hermana se desesperaba con ella y por eso le pegaba y por eso la tuvo encerrada toda la vida.
Pero ésas son quemaduras, dijo mi tía. Golpear a una niña ya es terrible, pero quemarla: habría que encarcelar a quien quema a una niña.
La Gorda no separó los labios.
Luego murmuró:
Aunque le digo qué. Si una duerme tirada en el suelo como la niña, las cucarachas la muerden a una. Parte de las cicatrices pueden ser de eso.
La tía resopló. Tenía otra pregunta.
Cuando mi hermana murió, ¿mandó llamar a la niña para despedirse?
La Gorda bajó los ojos:
Su hermana de usted era muy dura, si me disculpa que se lo diga. Su hermana se murió a solas. Después de la embolia, cuando ya estaba muy tiesa, caminaba muy extraño, una pierna primero, después de un rato largo la otra, las manos las tenía engarrotadas, y hasta respirar le costaba trabajo, así que hizo que 2 chalanes de la atunera la montaran en su jeep y agarró por la carretera al monte. Luego la policía dijo que las marcas en el pavimento mostraron que en una curva muy alta se siguió derecho, como si hubiera camino pa' delante.
La tía pidió:
No pare, Gorda.
Pues no hay mucho más que contar. Mucho después encontraron su esqueleto al fondo de una barranca, entre los nopales, y nada más los puros huesos. Y tampoco completos. La caja de las costillas, el cráneo, los huesos de los brazos y los huesitos de los dedos de una mano. No más. La carne se la habrán comido los zopilotes, y los otros huesos, pues igual se los llevaron los coyotes.
Corre por las venas de la familia, dijo la tía Isabelle.
¿Qué cosa, señora?
Lo duro. ¿Y enterraron los huesos?
Los enterramos en el jardín, pero si ve la lápida no dice más que su nombre. No pusimos cruz ni nada. No sabíamos la religión de la señora.
No tenía, dijo la tía Isabelle. Los Nieto no tenemos religión. Ahora piénselo bien antes de contestarme, Gorda.
Sí, señora.
Es la hija de mi hermana, ¿no es cierto?
¿La cosa?
La cosa.
La Gorda no contestó en un rato.
No, dijo. Cómo cree. Lo hubiera dicho algún día su hermana, ¿no cree? Y nunca lo dijo.

¿Cuándo se hizo a la idea mi tía de que la cosa era su sobrina? No lo sé. Pero se hizo a la idea y se dio a la tarea de convertirla en un ser humano.
Para empezar, inició el esfuerzo para que dijera una primera palabra:
Yo.
Yo.
Yo.
La tomaba de la mano y la llevaba a la playa, ponía una tela roja sobre la arena ardiente y la sentaba ahí, las rodillas contra el pecho, y la cosa debía decir Yo, Yo, contra el viento y el mar.
Y así es como nací Yo, un 21 de agosto de 1978, ante el mar, gritando a todo pulmón Yo, completamente formada y pelona, y con todo y calcetas y huaraches puestos.


 2


Tú.
Cuenta mi tía que fue igual de difícil enseñarme la segunda palabra:
Tú.
Me tenía sin dar de comer, me sentaba a la mesa de palo de la cocina, ella también se sentaba, frente a mí, con un plato lleno de nueces peladas a su lado.
Se señalaba el pecho y decía:
Tú.
Tú, decía Yo.
Me alargaba una nuez que Yo masticaba aprisa.
Ahora otra vez, decía. ¿Yo?, preguntaba señalándose a sí misma.
No, protestaba Yo, señalando mi pecho, ¡YO!
No me daba una nuez y me tronaban los intestinos del hambre.
Tú, decía señalándome.
Me embroncaba terrible. ¡YO!, gritaba y golpeaba con el puño mi propio pecho. ¡YO, YO, YO!
No, tú eres tú para yo, y yo soy yo para yo, insistía ella, y no hagas berrinches.
Pero los hacía, grandes y terribles. Tiraba la silla, gritando, y me ponía a patear la pata de la mesa 1, 3, 30 veces, gritando y gritando, mientras mi tía, ante la mesa temblorosa, me miraba hacer, o se ponía a leer un periódico, hasta que de pronto ella misma gritaba:
¡Siéntate YA!
Yo volvía a sentarme, respirando duro todavía por lo que me quedaba de furia.
Aunque a veces la furia era demasiada y al grito de mi tía Yo aprisa tomaba de la alacena un vaso y lo lanzaba contra una ventana, que estallaba en mil pedazos mientras Yo corría a robar el plato de nueces, que mi tía me arrebataba, las nueces caían al suelo y Yo me tiraba a recogerlas, pero ella me alzaba abrazándome la cintura y Yo berreaba como los perros cuando están muertos de hambre.
Qué mierdas quería de mí, no lo entendía Yo.
Escapaba de sus brazos a la playa, caía de rodillas y me llevaba un puño de arena a la boca. Arena caliente y salada. Que al segundo lamido se me saltaba de la mano con el manazo de mi tía, que ya estaba ahí precisamente para evitar que comiera arena.
Dejaba al mozo ahí parado, vigilándome, listo para patearme el puño si lo volvía a subir con arena a mi boca, y Yo me desgastaba llorando y aullando mientras me mecía de adelante hacia atrás, babeando por las comisuras de los labios.
Hasta evaporarme, hasta desaparecer.

Nada más de recordar nuestras furiosas clases de Yo y Tú me duele ahora mismo la cabeza. Confesaré además 2 cosas.
1. Ahora, 32 años después, sigo dudando que alguien, aparte de Yo, pueda de verdad ser Yo,
y
2. sigue pareciéndome el ruido más feliz del mundo el de un cristal explotando en mil pedazos transparentes.

Pero mi tía no soltó la terquedad de convertirme en humana. O en una cosa que podía pasar por humana.
Cómo, no sé, inventó lo de la conexión eléctrica. Mandó traer un cable eléctrico de muchos metros, con una clavija de plástico negro en un cabo y en el otro cabo 3 alambres pelones, uno rojo, otro amarillo, otro azul.
Me amarraba los alambres al cinturón del pantalón y conectaba la clavija al enchufe eléctrico de la pared. Así teníamos la clase. Y si empezaba a irme de ahí, a esfumarme, me gritaba que estaba conectada, que estaba prendida, jaloneaba el cable eléctrico, y Yo volvía.
Por qué funcionaba eso, no lo sé, pero funcionaba. Supongo que porque había entendido que la licuadora y la aspiradora encendían y producían sus grandes ruidos con tal que estuvieran enchufadas a la electricidad, y Yo no era distinta para Yo que la licuadora o la aspiradora.
En fin, así conectada desde mi cinturón a algún enchufe podía aventurarme sola por la casa de cuarto en cuarto sin tener pánico de perderme o entrar en terror si me encontraba algo raro, como un albañil trepado en una escalera encalando una pared, o para no perderme de Yo misma, como el día en que siguiendo a gatas a una hormiga me olvidé por completo de mí misma.
Me despertaron unas palmadas en la cabeza y me despabilaba cuando llegó a mi cara la luz de una linterna: ya era la noche y Yo estaba sentada en una playa desconocida, cubierta de hormigas desde la greña hasta los dedos de los pies, mientras la voz de alguien susurraba da da da da.
La voz de alguien que era Yo misma.
Con el tiempo, ante la inminencia de desaparecer o de un ataque de pavor, de inmediato agarraba con ambas manos mi cable y siguiéndolo regresaba hasta mi enchufe.

Luego llegaron las otras palabras. Mi nombre: Karen. El nombre de mi tía (Isabelle) y el de la Gorda (la Gorda). También: silla, mesa, ventana, piso, lámpara.
Mi tía pegaba con gomina papelitos de colores a las cosas y en los papelitos escribía sus nombres, para acordarse ella misma de cómo las nombraba. Pero algo misterioso sucedió.
Un día dije:
Piso, y dibujé con el dedo índice en el aire: p i s o.
Mi tía se quedó boquiabierta.
Señaló la silla y dije:
Silla, y dibujé en el aire: s i l l a.
Mi tía hizo una fiesta esa noche, con pastel y vasos de leche, para la Gorda, el mozo y Yo. Es cierto que aprender a hablar y a leer y a escribir cuando una tiene más de un metro de alto no es estadísticamente una proeza, pero fue fabuloso, para mí y para mi tía.
Me enseñó a usar un lápiz en una hoja de papel y era verdad, había memorizado las letras de los nombres de las cosas y llenaba hojas y hojas con mi letra, que era una copia torpe y grandota de la de mi tía.
La casa se llenó de etiquetas de colores. En las puertas. En las hamacas. En la cocina cada cosa tenía una etiqueta y para cocinar la Gorda tenía que quitar las etiquetas, lavar las cosas, volverles a pegar la etiqueta de color. Incluso el chofer, el jardinero y el mozo llevaban sus etiquetas en el pecho, donde estaba escrito chofer, jardinero, mozo. Y mi cuarto en el segundo piso, cerca del de mi tía, estaba siempre regado de hojas llenas de palabras sueltas.
Mi tía compró etiquetas de plástico de colores y entonces los nombres empezaron a pegarse a las cosas del aire libre. Una tarde mi tía salió a su balcón y vio en el fondo del agua de la alberca una etiqueta, y una etiqueta en cada uno de los troncos de los fresnos, los aguacates y los sauces, y etiquetas en algunas ramas y en algunas hojas, y en un nido, y en la punta de la rama más alta del sauce más alto del jardín, vislumbró rodeando la patita de un pájaro negro con el pecho rojo una etiqueta amarilla, que seguramente tendría escrito: p e t i r r o j o.
Digo que fue fabuloso, para mi tía y para mí, hasta que tomé confianza con las palabras y se volvió un tormento. De pronto hablaba a todas horas. Juntaba palabras sin ton ni son.
Silla rosa carne refri licuadora ventana día. Ventana noche farol foco luna mariposa negra.
Me carcajeaba y me aplaudía a mí misma al cabo de cada tirada de palabras.
Mi tía compró un radio para que a todas horas estuviera encendido. No se equivocó, todo lo empecé a repetir. El estado del tiempo que se espera para esta tarde de invierno, de invierno, es un poco de lluvia y sol, y sol, tras de las nubes, las nubes.
La repetición de palabras a cargo de una ecolalia que nunca he logrado dominar: una suerte de eco que me hago a mí misma a veces cuando hablo.
Me despertaba a mí misma hablando. El señor gobernador ha determinado que una presa, una presa, se abra en la zona sur-oriente del Estado para uso de las comunidades indígenas que ahí, que ahí habitan y ahora unos anuncios de nuestros patrocinadores cocacola cuando la pausa ocurre refresca cocacola.
¿Qué quiere decir presa y sur-oriente y comunidades y pausa?, iba a sonsacar a mi tía en la biblioteca de su tecleo en la máquina de escribir.
Un día me señaló un libro gigantesco abierto en un atril de madera.
Ahí están todas las cosas del mundo, dijo.
Era el gigantesco diccionario del abuelo, un diccionario de tapas de cuero café pálido y hojas delgadísimas llenas de letras pequeñas, y donde, desde luego, no había todas las cosas del mundo, nada más sus nombres y muchos dibujos a colores.
Lo apunto porque ésa ha sido la gran diferencia entre Yo y mi tía: ella cree que las palabras son las cosas del mundo y en cambio yo sé que son sólo pedazos de sonido y las cosas del mundo existen sin necesitar de las palabras.
De cualquier forma, el atril con el gigantesco diccionario se me volvió un lugar para estarme quieta. Sólo dejaba de hablar para buscar con la boca abierta una palabra en sus hojas, o cuando desaparecía, o cuando estaba dormida, que es también desaparecer, pero en posición horizontal.
Pero al regresar, lo dicho, era una máquina de hablar, un radio con 2 patas, me dormía hablando y riéndome de algunas palabras que me parecían divertidas y, como dije, me despertaba a mí misma hablando, era el tormento de la Gorda y del mozo, que me veían llegar y me ignoraban mientras Yo llenaba el espacio de mi voz.
Si por lo menos cantaras las canciones del radio, dijo la Gorda, vaciando un saco de papas en el mostrador de la cocina.
No las cantaba. Recitaba las canciones que oía en la radio con mi voz nasal y monótona, sin modulaciones. Por qué se fue porque murió porque el señor, el señor, me la quitó, se ha ido al cielo y para poder ir Yo, Yo, Yo, debo también ser bueno para estar con mi amor.
Amorrr, repetí, observando la palabra enrollar mi lengua hacia atrás. Amorrrrr, repetí. ¡Amorrrrrrrrrrrrrr!, y solté otra carcajada.
La Gorda siguió pelando una papa en el lavabo, resignada.
Tal vez es hora de llevarla a la escuela, dijo mi tía.

Entré al aula el primer día, vi puras personas raras y chaparras y fui directo a pararme con la cara contra una esquina. Así que no sé cómo estuvo mi primera semana de clases, porque me la pasé mirando donde 2 paredes se juntan.

Bueno, era rarísimo. Era como si hubieran recogido a todos los niños chistositos del pueblo y sus alrededores. O mejor dicho, es lo que exactamente hacían, traer ahí a todos los niños lelos de Mazatlán y pueblos vecinos, catalogarlos y tenerlos entretenidos.
Todos eran niños retardados mentales o locos, o locos y retardados. Había 4 niños que parecían chinos, y eran, según luego supe, mongoles, y se reían de todo y realmente se reían de nada. Estaba este loquito alto y flaco que se sacudía de pronto como si lo hubieran conectado de veras a la electricidad y luego se caía al piso sacudiéndose y entonces Miss Alegría le metía una cuchara en la boca y se pasaba las siguientes horas babeando. Estaban los tembeleques, como les decían, 5 niños que se la pasaban en sillas de ruedas y a los que se les iba del lado la cabeza y del otro lado una pierna, y todo el día sacudían una mano como si quisieran abanicarse aire en la cara, pero la mano se les caía hacia abajo. Y estaba una retardada que traía un cable eléctrico atado al cinturón y cuya clavija iba cambiando por los enchufes de las paredes del salón hasta que encontraba el mejor y entonces, ya enchufada, se pasaba mirando por la ventana el patio de baldosas rojas y paredes amarillas, y esa loca de los enchufes era Yo.
En el patio una gata blanca solía darse vueltas por las baldosas rojas y tumbarse al sol. A veces por el cielo pasaba una parvada de gaviotas. O un ratón subía hecho la mocha por el tronco del único árbol del patio y Yo lo miraba saltar de una rama a otra, hasta que de un salto gigante desaparecía tras la barda del patio.
Cosas así, que me tenían embobada y babeando todo el día con la frente pegada al vidrio de la ventana.

De pronto, cuando más sol había y sin decir ahí va, estallaba la locura de todos: algunos giraban sobre su eje una y otra vez, gritando, el loquito eléctrico tenía su ataque de sacudidas, los mongoles se tiraban al piso y rodaban, los tembeleques se tembelequeaban en sus sillas de ruedas, Yo recitaba el canal de la hora a todo pulmón y la Miss Alegría sacaba su tejido y tejía muy tranquila sentada en una silla.
No me gustó nada la escuela.
Todos se parecían mucho a mí, pero eso nada tiene que ver. Yo no me gusto a mí misma mucho.
Cada mañana el chofer me sacaba de la camioneta a tirones y abrazándome la cintura me cargaba hasta la escuela mientras yo pataleaba, y en el aula me depositaba sobre una mesa, toda llorosa y cansada de luchar y con el pelo mojado de sudor.
Miss Alegría me sonreía y decía:
Buenos días, Karen, bienvenida.
Pero había algunas cosas interesantes. Metíamos las manos en botes con pintura y pintábamos las paredes con las manos. Nos enseñaban a atarnos las agujetas de los tenis. O a ponernos las calcetas. Y a ponernos primero las calcetas y luego los tenis, que es mejor.
Nos sacaban en una hilera, cada uno amarrado a la hilera con un resorte, a caminar por la calle y teníamos que leer los nombres de las calles o mirar que el semáforo se pusiera en rojo para cruzar ante los automóviles a la otra esquina.
O íbamos a un museo para aprender a ir al baño en un lugar público. Al baño de mujeres nos metían a las mujeres y al de los hombres a los hombres, cosa en la que es muy importante no equivocarse, decía la Miss Alegría. Y teníamos que cagar y orinar dentro de los escusados, no fuera.
Cosa en la que también es muy importante no equivocarse, decía la Miss.
Era un lío porque los mongoles jalaban el papel higiénico de los rollos de papel por todo el baño. O el eléctrico metía su pene en cualquier agujero de la pared de mosaicos y se sacudía contra los mosaicos hasta soltar un líquido blanco y pastoso y quedarse con los ojos en blanco. O un tembeleque desde su silla de ruedas rociaba los espejos de orín usando su pene, que era de 15 centímetros, como una manguera. O los incansables mongoles ya estaban regando el piso de mosaicos con el jabón líquido de las jaboneras y nos llamaban a todos, a hombres y a mujeres, al baño de la travesura y todos patinábamos de pared a pared, sacándole espuma al piso.
Así conocimos todos los museos de Mazatlán, que son en total 4.
El Museo del Folclore de Mazatlán, donde se guardan en vitrinas huaraches, sonajas, ollas y monitos de barro y cosas así. El Museo de Arqueología de Mazatlán, donde se guardan en vitrinas huaraches, ollas, monitos de barro, pero todo muy viejo. El Museo de los Beneméritos Alcaldes de Mazatlán, donde se guardan en aparadores ropa vieja y papeles viejos, y donde nunca vimos a nadie más que a nosotros mismos y a un ancianito, que era el cuidador, y nos seguía de salón en salón como si quisiera ser de nuestro grupo de lelos, pero, siempre, a la salida del museo la Miss Alegría lo mandaba de regreso dentro. Y el Museo de las Ciencias Naturales de Mazatlán, un lugar oscuro con animales muertos y con las garras en alto dentro de vitrinas iluminadas, que hacían estallar en llanto a todo el grupo de lelos y locos, y a mí me dejaban vacía y boquiabierta del susto.
Encabezados por Miss Alegría los cruzábamos en fila amarrados por el elástico blanco rumbo a lo que realmente le interesaba de los museos a Miss Alegría, a decir: los baños públicos, y recuerdo que ver tanto cristal brillando en las vitrinas y aparadores se me antojaba como para romper algunos cuantos.
Nunca rompí ningún cristal en los museos, pero aún ahora, ya siendo adulta, si visito algún museo, la tentación me aprieta el puño y me hace salivar.
Pero volviendo a Miss Alegría.
Miss Alegría nos enseñaba con su paciencia infinita de monja que todo lo que uno hace de la cintura para abajo y de las rodillas para arriba debe hacerlo en secreto, a solas.
¿Cómo debe uno hacerlo?
¡A solas!, gritábamos a un tiempo los locos.
Porque todo lo que uno hace en esa parte del cuerpo es feo. Feo, repetía. ¿Cómo es? Es...
¡Feo!, gritábamos todos.
¿Y a quién se le cuenta lo feo?
¡¡A nadie!!, gritábamos como un coro de imbéciles, que eso era lo que éramos.
¿Y cuáles son las 2 partes prohibidas del cuerpo?
Todos nos agarrábamos entre las piernas, al frente primero, luego nos señalábamos con un dedo entre las nalgas, para indicar el ano.
Muy bonito, nos felicitaba Miss Alegría.
Creo que nos tenían en la escuela nada más para que en nuestras casas descansaran de nosotros.

A veces Yo me escapaba del salón al patio y atrapaba a la gata blanca. Una gata con mucho pelo, siempre muy limpio, muy blanco, con sus orejitas de puntas rosas y sus piececitos rosas también. Me sentaba en las baldosas y le rascaba el lomo y la panza, y la gata maullaba. Me tiraba de cara al sol y ella me caminaba encima con sus patitas en punta y entonces Yo maullaba.
Miss Alegría me llamaba al aula y entonces la gata me seguía, metiéndose entre mis patas a cada paso, sin que la machucara al cerrar el paso.
Nos habíamos vuelto amigas y cuando Yo me sentaba en una silla ella se sentaba en mis piernas y se me metía bajo la camisa a lamer el sudor de mi piel y se me salía al cuello y se sentaba en mi cabeza, como un sombrero pesado.
Una mañana, al mongol número 3 se le ocurrió jalarla de la cola por toda el aula, como si estuviera trapeando el piso con ella, a pesar de que la gata chillaba como loca. Le di un tremendo madrazo en la cabeza al idiota mongol, que lo tumbó, y lo jalé por una pata por toda el aula, como si fuera un trapeador, a pesar de que chillaba como loco.
Bueno, eso fue el comienzo de una historia inexplicable.
Una tarde, estando ya en la casa de mi tía, hete aquí que me encuentro, sentada en un cuadro negro del piso de mármol blanco y negro de la sala, ladeando la cabeza, sus ojitos azules claros, a la gata blanca.
Mi tía Isabelle me lo preguntó varias veces:
¿Cómo llegó acá la gata blanca?
Ni idea, le contesté varias veces.
¿Cómo llegó, Karen? ¡Concéntrate! ¿Te la robaste? ¿Te siguió?
¡Ni idea!
¡No me digas que cruzó medio Mazatlán sola y dio con tu casa!
¡NI IDEA!, grité.
Mi tía sabe que no miento. No es que no quiera mentir, es que no puedo. Como habría de enterarme mucho tiempo después, es que no tengo las conexiones neurológicas adecuadas para mentir.
Así que mi tía ya no insistió.
Desde entonces, algunas cosas que me gustan mucho, mucho, se aparecen luego en mi casa. Ésa es la única cosa en la que tengo suerte.
Mi tía me preguntó qué nombre le pondríamos a la gata y dije:
Tú.
Mal nombre, dijo la tía.
La Gorda ofreció otro nombre, Nunutsi, que quiere decir en huichol, la lengua materna de la Gorda, niña chiquita. Mi tía le dijo que sí con la cabeza a la Gorda y luego a mí:
Ahora ella es la niña chiquita, ya no tú.

En la casa, por la tarde, yo leía los libros de mi bisabuelo. Entendía casi nada pero lo que me importaba eran las palabras nuevas. Cada palabra nueva la escribía en una hoja con mi letrota y luego iba a pararme ante el atril del diccionario, donde la buscaba. Después pegaba en las paredes de mi cuarto con chinches de colores las hojas de las palabras nuevas.
Las que más me gustaban, y me siguen gustando más, son los sustantivos, o sea, el nombre de las cosas más cosas que hay. Cosas que son agarrables, oíbles, olibles, y a veces además tienen la gracia de que están vivas, como los pájaros, las gatas, los peces, las hormigas, las tortugas.
También me gustan mucho los nombres de los colores, que son cosas que casi no son. Quiero decir, los colores son cosas que por un poco y no existen. Que entre ser y no ser, son como de milagro. El verde, el azul, el amarillo, el negro, el blanco, el rojo. Me hace reír mucho que los colores sean, cuando sería muy fácil que no fueran.
Pero los verbos conjugados en futuro me eran imposibles. ¿Cómo podía hablarse de un tiempo que no existe y nadie sabe cómo será cuando sí exista? Algo en mí era incapaz de pensar en futuro, el mismo hueco que me impide mentir.
Cada noche, acostada en mi cama, releía las nuevas palabras de las hojas pegadas a las paredes en voz alta, para terminar de hacerlas parte de Yo, hasta que los ojos se me cerraban.

Una tarde estaba en la biblioteca de mi bisabuelo con mi tía. Una biblioteca con 4 paredes altas cubiertas de libros y una mesa grande en el centro. En algún momento me di cuenta que mi tía había dejado de teclear en la máquina de escribir y observaba cómo Yo leía.
Con mi dedo índice seguía la línea de letras, luego subrayaba una palabra con el lápiz, luego iba al atril y movía las hojas del diccionario gigante del bisabuelo, encontraba la palabra, la apuntaba con mi letra lenta y grandota en una hoja, y luego regresaba al libro y a colocar la hoja con la nueva palabra en un altero de hojas.
¿Qué lees?, preguntó mi tía.
Mujercitas, de Louise M. Alcott.
Ése es el primer libro que yo leí, me dijo mi tía contenta. A verlo, dijo.
Se lo di. Le dio vuelta en sus manos. Un libro de pastas verdes ya muy gastadas y hojas amarillentas. Lo hojeó. Acarició una hoja en especial.
Sí, es mi libro, murmuró. ¿Y te gusta, Karen?
No sé.
¿Cómo que no sabes? A ver, dime, ¿de qué trata, Karen?
De... una niña que se llama Jo...
Correcto.
Que tiene un novio y entonces Jo se corta su trenza de pelo para venderla y comprar comida para su familia que tiene hambre y entonces su hermana que es más bonita que Jo se casa con el novio que es muy rico. Eso es todo.
Pero cuéntame la historia, Karen.
Ésa es la historia, dije tensándome.
¿Pero qué me dices de las cosas que van en medio?
Pues sólo van en medio, no sirven de nada, las quitas y es la misma historia.
Mi tía lo meditó achicando los ojos. Así piensa cuando piensa fuerte. Y por fin concluyó:
Pues tienes razón. Tu inteligencia es muy especial, ¿lo sabes? Pero dime algo más. ¿Te gusta?
¿Me gusta?, le pregunté, porque no entendí la pregunta.
¿Qué sientes cuando la lees?
Que la leo, contesté ya embroncándome.
¿No sientes tristeza, a veces, o no sé, no sientes ganas como de llorar?
¡NO!; golpeé con el puño la mesa.
Y a mi tía se le inundaron de lágrimas los ojos. No sientes nada, dijo muy quedo.
Bueno, es una exageración, algo sí siento. 28 años después, ahora que recuerdo y escribo lo dicho por mi tía, ya sé qué responderle. Siento miedo, eso muy seguido. Siento alegría, siempre y cuando algo alegre pase. Y siento dolor, si me pegan o me pego con algo.
Además, cuando llega la noche siento sueño y siento hambre cuando me da hambre.
Pero es verdad, no parezco sentir todas esas cosas, más complicadas o fantasiosas, que los humanos standard sienten.
Standard: normal, típico.
Humanos standard: humanos dentro de la norma.
No siento esas mil y una cosas que les suceden en los intermedios entre el dolor, el miedo y la alegría, o entre el hambre y el sueño. Por lo demás, creo que ésa es mi ventaja.
Quiero decir, sé que soy una lenta mental, por lo menos comparada a los humanos standard. Sé que en las pruebas standard de IQ alcanzo el sitio intermedio entre los idiotas y los imbéciles, pero mis virtudes son 3 y son grandes.
1. No sé mentir.
2. No tengo fantasía. Es decir, que no me duelen cosas ni me preocupan cosas que no existen.
3. Y sé que sé sólo lo que sé, y lo que no sé, que es muchísimo más, estoy segura que no lo sé.
Y eso, como antes decía, a la larga me ha dado una gran ventaja sobre los humanos standard.
Mi tía seguía mirándome. Había dejado de llorar pero seguía sobándose con la mano derecha el hombro, como si de verdad alguien la hubiera golpeado.
Me dijo:
Karen, escucha esto y nunca lo olvides. No dejes que nadie te diga nunca que eres menos. No eres menos, nada más eres diferente. ¿Lo has entendido, Karen?
Le dije:
Tía, voy a cagar.
Fui al baño, pero recién saliendo de la biblioteca me encontré a la gata, le grité, ¡Nunutsi!, me hinqué para chocar mi nariz con la suya, de un salto estuvo en mi hombro, vi de un lado cómo la tía todavía con sus ojos achicados no se perdía detalle de cómo le rascaba el lomo y ella me lamía la cara, y por fin me fui con la gatita sobre el hombro, a cagar.
Cuando regresé, mi tía Isabelle había ya decidido de qué se trataría el resto de mi vida.
No iría ya a la escuela de lelos, un maestro privado me enseñaría por las tardes nada más lo que a mí me interesara, y en la mañana empezaría a ir a la atunera.
¿Te gusta el plan?, preguntó mi tía.
Ni idea, dije Yo.
Ven, dijo ella.
Me abrazó y Yo me quedé tiesa dentro del abrazo.


 3


El ingeniero Rodrigo Peña, director general de Atunes Consuelo S. A. de C. V., usaba lentes de cristales de fondo de botella y marco de pasta gruesa, y una camisa de mangas cortas sudada en la esquina de ambos sobacos, y mientras me hablaba se ocupaba de colocar 3 lápices al centro del escritorio, separar uno a un lado, otro a otro lado, volverlos a juntar al centro, abrir un cajón y sacar otros 3 lápices, meter 2 en un vaso y el 3° en una maquinita maravillosa de donde el lápiz salió con punta: todo eso era lo que Yo observaba asombrada mientras él, como dije, hablaba y hablaba de quién sabía qué.
Creo que el ingeniero Peña era más autista que Yo.
La cosa es que por fin me preguntó qué opinaba Yo de esa grave crisis a la que se enfrentaría en el futuro próximo la atunera.
Torcí la boca.
Él se acarició la barbilla.
Dijo:
Sí, por supuesto es difícil saberlo a ciegas.
Preguntó:
¿Y por dónde prefiere usted empezar a investigarlo?
De veras el muy autista no se daba cuenta que además de autista Yo tenía apenas 15 años.
Yo con toda sinceridad le respondí:
Yo lo que quiero es ver si me quedan los uniformes de la fábrica.
Peña me vio con cuidado.
Vuelvo en un instante, dijo.
Salió de la oficina, lo vi por el cristal hacer una llamada de teléfono, cuando volvió dijo:
Muy bien, su tía lo ha aprobado y así será, y me extendió su mano.
Le dije:
No doy manos, no toco a la gente.
Ah. Muy bien también, dijo él, y guardó la mano en la bolsa de su pantalón.
Así que mi primer trabajo en la atunera fue probarme todos los uniformes.

El de chofer de camión. Una camiseta gris con Atunes Consuelo S. A. de C. V. en letras rojas en la espalda.
El de cargador de cajas de latas de atún. Que era idéntico al de los choferes.
El de afanadora o destripadora de atún o empleada de la sección de enlatados, un uniforme todo blanco y con muy elegantes accesorios, todos blancos: una gorra de plástico para guardarse el pelo de la cabeza, un tapabocas, un delantal de plástico tieso, pantalones grandotes guardados en botas de plástico y guantes de látex, estos últimos de un elegante color rosa.
El de marinero. Camiseta blanca, camisa y pantalones de mezclilla y botas de plástico blancas.
El de buzo. Un traje de neopreno azul con un maravilloso zíper dorado al centro, aletas verdes, visor verde también, y una boquilla conectada por un tubo a un gran tanque de oxígeno color naranja que se carga a la espalda.

El traje de buzo fue un descubrimiento que marcó mi vida. El traje de neopreno me apretaba la piel, el visor me cubría los ojos y la nariz, la boquilla apenas me dejaba respirar por la boca, el peso de los tanques parecía clavarme al piso, pero en conjunto me hacía sentir, no sé por qué, segura. Protegida. A salvo. A la distancia adecuada de los seres humanos standard. Con una presión uniforme en el cuerpo que me hacía sentir firme.
Y a todos en la fábrica mi traje de buzo les gustó mucho también.
Caminaba por toda la fábrica de atunes vestida de buzo, dando pasotes con las aletotas de rana verdes, y se reían las destripadoras de las mesas de destripar atunes y todo el departamento de facturación alzaba las cabezas de sus escritorios y se reían, y en el muelle los estibadores, que cargaban desde los barcos a las bodegas los atunes recubiertos de sal, se detenían y Yo, detrás del cristal del visor, los escuchaba reírse.
Era la alegría de Atunes Consuelo S. A. de C. V. en mi traje de buzo.

Un día vi en el muelle algo que me cambió la vida. Ya sé que hace una hoja escribí que el traje de buzo me cambió la vida y creo que hace otra hoja escribí que trabajar en la atunera de mi bisabuelo me cambió la vida. Pero es que de verdad en ese tiempo la vida se me cambió para siempre a cada rato.
3 marineros subieron de una lancha al muelle un pez espada que tiraron al piso de cemento mojado. El pez se movía todavía: sacudió la cola golpeteando el cemento, se enchuecó hacia un lado, abrió una aleta, la otra aleta luego, y todo mientras jalaba aire por su boca, debajo de la espada.
Yo, detrás del visor de mi traje de buzo, los miré hacer, a los marineros. Con un gancho de acero ensartaron la cola del pez espada y el pez se retorció, y con otro gancho engancharon su boca, que soltó un resuello feroz.
En ese momento llegó el ingeniero Peña con grandes pasos, eufórico ordenó por su radio que trajeran una cámara de fotografiar y con el zapato le dio 3 patadas al pez espada.
No se muere el cabrón, oí tras el visor que decía Peña.
Los marineros y Peña se rieron.
Y Peña siguió dándole pataditas al pez con la punta del zapato, mientras se pusieron a platicar entre sí, siempre viéndose a los ojos unos a los otros, y tocándose los antebrazos, y sonriéndose unos a los otros, encerrados en su mundo de humanos standard, y a nuestros pies el pez espada seguía resollando por la boca abierta y sus branquias ahora palpitaban muy rápido.
Su mundo de humanos standard: una burbuja donde nada sino lo humano es oído o visto realmente, donde nada más que lo humano importa y lo demás es paisaje, mercancía o comida.
Yo temblaba de enojo, o de miedo, no estaba segura, el corazón latiéndome fuerte, a golpes. Les hubiera dado un madrazo, a cada uno, pero entendía que no eran como el mongol, al que había tumbado de un trancazo para que dejara de dañar a la gata blanca: eran 5 hombres, cada uno más fuerte que Yo.
Peña me vio alejada de ellos y con un ademán me indicó que me acercara. Como no me moví, fue a tomarme del codo y me jaló a su círculo de humanos. Pero encerrada en mi traje de buzo Yo estaba muy lejos.
Y ahí, cerca de ellos pero lejos, me di cuenta que así sería siempre. Estaría cerca de los humanos pero lejos.

Muchos años después, muchas palabras después, muchos libros después, encontré en una hoja de un libro antiguo, escrito por un filósofo francés, una oración que pone en palabras mi distancia con los humanos.
Pienso, luego existo.
La oración me dejó la boca abierta, porque es, evidentemente, increíble. Basta tener 2 ojos en la cara para ver que todo lo que existe, primero existe y luego hace otras cosas.
Pero lo más increíble es esto, que el filósofo no propone que así sea, sino que sólo pone en palabras lo que los humanos creen acerca de sí mismos. Que primero piensan y luego existen.
Y lo peor es lo que sigue. Que como los humanos viven así, creyendo que primero piensan y luego existen, piensan que todo aquello que no piensa no existe del todo.
Los árboles, el mar, los peces dentro del mar, el sol, la luna, un cerro o una enorme cordillera: no, no existen del todo, existen con un segundo nivel de existencia, una existencia menor. Por lo tanto merecen ser mercancía o alimento o paisaje de los humanos, y nada más.
¿Yquién les asegura a los humanos que el pensamiento es la actividad más importante del universo? ¿Quién les asegura que el pensamiento es la actividad que distingue todas las cosas entre superiores e inferiores?
Ah, el pensamiento.
En cambio, Yo nunca he olvidado que primero existí y luego aprendí, y muy trabajosamente, a pensar.
Y cada día para mí ésa es la realidad. Yo primero existo y luego, y sólo a veces, y con una lenta dificultad, y nada más cuando es estrictamente necesario, pienso.
Bueno, y ésa es mi distancia con los humanos.
Subieron al pez espada por fin a un arnés de metal pintado de negro. Goteaba gotas de sangre, las branquias ya no le palpitaban, sino por momentos en que revivían y se hinchaban y desinflaban, para volverse a quedar quietas.
Llegó la cámara y Peña nos llamó para que nos reuniéramos debajo del pez muerto, nos reunimos y alguien nos tomó la foto.
Ese diciembre llegó por correo la foto a casa de mi tía con un encabezado:
Feliz Navidad le desea la familia Peña.
Unas semanas después, creo que fue en un febrero, vino a la atunera la Secretaria de Pesca del país, y le regalaron el cadáver plateado del pez espada. Lo habían pegado a todo lo largo de una charola de madera. La señora Secretaria, que tenía unos dientes muy especiales, como del doble de grande del standard, recibió el cadáver con ambos brazos abiertos y cargándolo así, con los brazos abiertos, se volvió para posar ante los fotógrafos de la prensa, la sonrisota abierta donde se le veían esos dientes del doble del tamaño grande standard.
Su foto salió en la primera plana del periódico de Mazatlán bajo el encabezado:
La industria atunera al borde de la ruina.

Pero volviendo al pez espada colgado en el arnés de metal pintado de negro y goteando aún sangre. Ya estaba rígido cuando lo bajaron y se lo llevaron 4 estibadores encabezados por el alegre ingeniero Peña, entonces Yo le pedí a otros estibadores que me colgaran del arnés.
Quería estar ahí colgada como el pez espada, aunque sólo ya colgada entendí por qué.
Ahí colgada en mi traje de buzo, respirando despacio, podía ver el mar lustroso y dorado en la tarde, como si estuviera hecho de pura luz, un mar de luz líquida, y el cielo era azul pálido, casi blanco. A veces pasaba un velerito muy lejos y se perdía al cruzar el horizonte. A veces una V de pájaros negros se adentraba en el azul del cielo, hasta esfumarse.
Yo estaba absolutamente tranquila pero sin perderme de mí misma, y sin miedo de algún humano peligroso.
Se me volvió una fijación. Aprendí a colgarme sola del arnés y me colgaba seguido.
¿Dónde está la señorita Karen?, preguntaba el chofer que venía a recogerme en las tardes para llevarme a casa donde el profesor me esperaba.
Me voceaban por los altavoces de la atunera. Si no me apersonaba, el chofer iba por mí al último muelle, en cuyo extremo estaba seguramente Yo, colgada del arnés. El chofer se sentaba en un medio poste de cemento a fumarse un cigarro y a esperarme.
Creí que no había algo mejor que flotar en mi traje de buzo colgada del arnés. Me equivocaba, había algo todavía mejor.
Bucear.

En el traje de buzo me sentaba en el borde de la barca y me dejaba caer de espaldas, para entrar con la cabeza primero dentro del agua, y bajar así en vertical.
A los 5 metros, el agua azul turquesa del mar de Mazatlán se va volviendo verde.
A los 15 metros pierde más amarillo y es azul clara.
A los 30 metros es azul azul, azul como la tinta azul, azul marino se le llama, o azul profundo.
En lo azul profundo, aleteando, he encontrado los peces más elegantes.
El pez ángel, de forma como de plato, cubierto de una cuadrícula verde y rosa, y con labios blancos.
La bola gris, de 2 metros de diámetro, que girando sobre su eje se le viene a una encima, como si fuera a engullirla a una de pronto, pero que la cruza a una sin más daños que mil coletazos, porque está formada de mil macarelas grises de un decímetro de largo.
El pez piedra, que parece una piedra roja, pero de pronto da un salto en cámara lenta por el agua, y cae y se queda quieto como una piedra roja en el moho rojo de una piedra grande.
Un caballito de mar es del tamaño de mi dedo cordial y vive y duerme parado siempre en la arena blanca del fondo del mar, moviéndose al desenrollar la espiral de su cola y al enrollarla.



Son gente silenciosa los animales marinos, por eso me gusta estar entre ellos. No hablan, y por eso no inventan cosas que no son.
Son lo que son y no más. Tampoco menos. Piensan con las aletas y las colas y los ojos y las bocas, que al abrir piensan burbujas plateadas.
Y no son crueles. Una langosta se mueve con sus 8 patas y se traga de un bocado una macarela extraviada, pero antes no le da pataditas, ni se ríe al verla morirse de miedo de morirse. Nada más se la traga, y ya fue.
Y las medusas.


Me da risa escribir sobre las medusas, hay más tinta negra en la palabra medusa que color en toda una medusa. Son de agua. Agua transparente que se ve luminosa en el agua azul marina. Sin corazón ni esqueleto ni cerebro ni ojos, bajan en grupos de 10 o 12 como si fueran paracaídas de agua, una cabezota de la que cuelgan listones de agua.
Verlas bajar en grupos me emboba, debo sacudir la cabeza para despertar, desenfundar de mi cinturón la pistola y apuntarles.
Porque el diccionario marino de mi bisabuelo lo advierte: algunas medusas son muy venenosas, y otras son fatales, un rozón y en un momento se te cierra la garganta y te estallan los pulmones.
Cuando disparo un chorro de tinta negra se fugan hacia arriba abriendo y cerrando la cabezota para impulsarse.
A veces busco una piedra plana y pongo en ella mi cabeza y espero a que mi cuerpo baje a tenderse en la arena blanca. Reviso el reloj del tanque, coloco la alarma para que pulse cuando quede apenas oxígeno suficiente para volver a la superficie.
Y toda Yo tumbada en el fondo de la arena del océano, me dedico a existir. A estar.
Y a la mayor felicidad posible: a ver.

El ingeniero Peña se presentó en casa de mi tía, y en la cocina, en la mesa de palo pintada de azul marino, se pusieron como cada mes a hablar de dinero.
La Gorda les sirvió té de jazmín y fue a pararse a una esquina, por si necesitaban otra cosa. Yo entraba y salía, oyendo retazos de conversación. En esta ocasión, sin embargo, la reunión no fue corta. Estaban muy dolidos, se sobaban a sí mismos, la tía un hombro o el pecho, el centro de sus senos, Peña se frotaba las manos entre sí.
Mire, doña Isabelle, dijo Peña adelantando sus manos gordas y despellejadas, las tengo excoriadas de los nervios.
Essscoreadas, repetí Yo. ¿O exxxxcoriadas? ¿O escorrrrrrrrrrrrriadas?
¡No, Karen!, alzó mi tía la voz. Ahorita no, por favor.
Ven y siéntate con nosotros, dijo luego. Quiero que oigas esto.
Esto era esto: estábamos hundiéndonos en el carajo. Estados Unidos estaba por cerrar sus aduanas al atún mexicano, porque un grupo de personas llamado Mares Limpios lo exigía, y para nosotros sería un desastre. La mitad de las ventas de Atunes Consuelo, que eran a Estados Unidos, desaparecerían, y habría que pensar en despedir a la mitad de los empleados.
¿Qué habría hecho mi abuelo?, preguntó mi tía. Se mordió el labio inferior.
El ingeniero los hubiera corrido antes del desastre, dijo Peña, no después, y sin pagar liquidaciones, como lo permite la ley en crisis como éstas.
La Gorda en su rincón chasqueó los labios.
Estamos hablando de mil empleados, dijo mi tía Isabelle. Estamos hablando de la comida de mil familias.
Yo sé, dijo Peña. Pero 1 menos 1 son cero y 1 más 1 son 2.
¿Es decir?, preguntó mi tía.
Es decir, dijo el autista de Peña, que si Atunes Consuelo quiebra, no habrá trabajo ni para ellos ni para los otros mil empleados ni para nosotros.
La tía Isabelle se pasó la tarde fumando y caminando la casa, abriendo puertas, como si del otro lado de alguna puerta pudiera encontrar quién le aconsejara, pero en los cuartos y salones vacíos, por donde el mar se asomaba en cada ventanal o balcón, nada más me encontraba de vez en cuando a mí, su sobrina lela.
Entrada la noche habló por teléfono 10 veces. Y más entrada la noche, se sirvió un whisky y al rato otro y otro.
A media noche la encontré en la oscuridad de la sala, zigzagueando entre los muebles de terciopelo en un camisón azul claro de seda, la tomé de la mano y la llevé escaleras arriba. Estaba tan sorprendida que Yo la tomara de la mano a ella que se dejó llevar.
Se dejó caer en su cama. Me acosté a su espalda y le acaricié el lomo con una mano tensa, no estaba acostumbrada a tocar a nadie. Estaba fría y quieta, la abracé y le dije lo que Yo creía al oído.
Siempre decides bien, no te preocupes.
Suspiró. Olía a perfume de rosas y a whisky. Me acerqué y la envolví en mis brazos, tensos por el contacto.

La tía dijo que ni hablar, Yo no podía ir de vaqueros y camiseta, mi atuendo usual, ni con la melena engreñada, como la llevaba a diario.
Después de bañarme, me senté desnuda en un banco ante el espejo de cuerpo entero. Mi tía llegó tras de mí con una rasuradora eléctrica, y rasuró mi pelo castaño al rape.
Después, con un rastrillo, me afeitó por atrás el cuello.
A ver, mírame, dijo.
Pelona, me volví a verla.
Very elegant, dijo ella. ¿Te acuerdas de la última vez que te corté el pelo así?
Ni idea, dije.
Qué bueno que no te acuerdas, dijo.
Me alcé a su lado y en el espejo de cuerpo entero por primera vez noté que ya era más alta que mi tía.
Yo: flaca y enjuta, con los músculos marcados en la piel morena, el pecho plano, y ahora el cráneo cubierto por un centímetro de cabello café. Ella: con una mata de pelo grueso rubio, flaca también bajo su bata de toalla blanca, pero con 2 senos frondosos.
Y los 2 pares de ojos de un verde idéntico, un verde claro, que era la única razón para afirmar que éramos sobrina y tía.
O tal vez, lo pienso ahora al escribirlo, eran las quemaduras redondas de color guinda en mis antebrazos, la llaga vertical en mi entrepierna y la llaga que cruzaba de derecha a izquierda mi espalda las que me aseguraban la protección de mi supuesta tía.
Ya te crecerán los senos, dijo ella.
Dije preocupada:
¿Es necesario?
Lo que hizo reír a mi tía.
Me dio un traje suyo, chaqueta y pantalones de lino blanco, pero los pantalones me quedaban cortos. La Gorda les soltó los dobladillos y me quedaron bien, y me calcé unas sandalias blancas planas, también de mi tía. Ella misma iba de blanco, en un vestido que era como una camiseta sin mangas, igual de lino, y le llegaba pasadas las rodillas.
En el quicio de la salida de la casa me puso un par de lentes negros y se puso un par de lentes negros a sí misma. Me vi en sus lentes, ella se vio en los míos, y asintió.
Me tomó del brazo y caminamos el jardín de palmeras gigantes en cuyo borde nos aguardaba el chofer al pie del automóvil negro descapotado.

La Secretaria de Pesca, una señora de pelo negro en casquete y los dientes extra grandes que ya he mencionado, seguida del alcalde de Mazatlán, avanzó paso a paso ante nuestros 20 capitanes de barco, todos de blanco y cuadrados, la diestra a la visera del gorro marinero, al llegar al ingeniero Peña le dio la mano, después me la extendió a mí pero mi tía adelantó la cabeza para susurrar:
No da manos, es una enfermedad que tiene.
Y le ofreció a cambio su delicada mano de dedos largos y huesudos, para seguidamente conducirla con su encanto maravilloso por la escalerilla del barco La Chula Bonita, en cuya proa tocaba la Banda de Vientos de Sinaloa un son de Heitor Villa-Lobos, según dejé apuntado en mi diario.
En la cubierta esperaban de pie los otros dueños de atuneras mexicanas y sus ejecutivos principales, todos vestidos con guayaberas blancas, algunos con sombreros panamá.
Tomamos todos asiento, los ejecutivos de nuestra empresa y los del gobierno sobre una tarima, los dueños de las otras atuneras y su gente en el área de sillas que encaraban la tarima.
Ante el podio con micrófono, habló primero el alcalde, un bigotón gordo, que durante 10 minutos dijo de varias maneras lo mismo en distintas formas, pero cada vez encabronándose más. Que el mar de México era el mar de México. Que de México era su mar y no de los gringos. Que de los gringos era su mar pero no el de México. Etcétera.
Habló después el ingeniero Peña de algo que llamó la dignidad nacional con su voz de autista, plana y sin inflexiones, y Yo por poco me pongo a dormir.
Habló entonces la Secretaria. Primero mandó saludos a mucha gente no presente. Al Presidente del país, al Secretario de Gobernación y a los Presidentes de cada uno de los países latinoamericanos, nuestros hermanos, a decir de ella. Segundo, saludó a los atuneros presentes. Y tercero, cuando ya arreciaba el calor del mediodía y los primeros abanicos aparecieron entre el público, habló de los 5 buques estadounidenses que el Presidente de México había mandado capturar con todo derecho porque pescaban nuestros atunes en nuestro mar mexicano y de la injusta reacción de Estados Unidos, que ahora bloqueaba la entrada de nuestros atunes a su territorio, so pretexto de que en su caza morían delfines y morían atunes de manera cruel.
¡Ja!, exclamó la señora al micrófono. ¿No eran esos mismos atunes los que querían robar los estadounidenses?
Y el público de atuneros le respondió a un tiempo:
¡Ja!
¡Pues claro que mueren delfines!, afirmó la Secretaria. Los delfines migran con los atunes de aleta amarilla y claro que algunos mueren en la pesca, así es la pesca del atún desde tiempos de nuestros tatarabuelos aztecas. Por lo demás, ¿cómo van a morir los atunes si no es que cruelmente? ¿Es que la muerte misma no es algo cruel?
Los presentes, todos lustrosos de sudor, se rieron no sé de qué y la Secretaria siguió.
Nos acusan además de que los atunes mueren estresados, y yo desde acá les digo a nuestros puritanos vecinos del norte: sí, así mueren, de hecho mueren muy estresados, y es que la muerte suele ser una actividad muy estresante.
Los atuneros volvieron a reírse, aplaudiendo.
En cuanto a Mares Limpios, dijo la Secretaria adelantando su dedo índice, esto les digo desde el heroico puerto de Mazatlán: limpien ustedes sus mares, que nuestros mares son en efecto nuestros.
Aplausos fortísimos y el gordo alcalde de Mazatlán alzando el puño cerrado en alto.
La Secretaria prometió resolver en poco tiempo el problema ante la corte de justicia de una organización internacional cuyo nombre larguísimo no logré memorizar, y a continuación invitó al podio a la dueña de la empresa líder del atún en el mundo.
Nunca antes había visto a mi tía hacerse chiquita. Encogida en su silla, negó con la cabeza, tenía cara de espanto, y para salvarla alcé la mano y antes de que notara si me daban o no la palabra fui directo al micrófono.
Las reuniones de más de 3 personas me angustiaban, aún me angustian. Ésa era una reunión de 154. Ya ante el micrófono me paralicé. El silencio, los rostros mirándome, Peña sacándose y metiéndose una pluma de la bolsa de la camisa, para volver a sacarla, mi tía prendiendo un cigarro con manos temblorosas.
Clavé la mirada en el micrófono para no ver a nadie y me solté hablando, demasiado alto por el miedo, con mi voz tensa y plana.

Los barcos de Atunes Consuelo S. A. de C. V. son 20 y cada uno vale en promedio 17 millones de dólares, 17 millones de dólares. En alta mar, cada uno con un promedio de 30 marineros se queda de 2 a 30 días, realizando un promedio de 100 lanzamientos de redes. A 5 barcos les falla el radio y se pierden durante un promedio de 18 días anualmente, precisamente ésos, ésos.
Alcé un solo instante la vista. Los atuneros me atendían con enorme interés. La clavé otra vez en el micrófono.
Los barcos vuelven con los atunes ya muertos, pintados de la sal de la salmuera en que nadan en las bodegas. Los atunes se meten entonces en contenedores rojos, azules, verdes o amarillos, según los 4 tamaños en que se catalogan a los atunes —muy grandes, grandes, medianos y chicos—, contenedores que se apilan, apilan, en una primera cámara de cemento, donde las columnas de contenedores se bañan con mangueras de agua hirviendo y se dejan escurriendo el agua salada con sangre fresca, agua salada con sangre fresca.
Oí que alguien en el sillerío repetía:
Agua salada con sangre fresca, muy cierto.
En una segunda cámara, los atunes pasan a las mesas, donde las obreras vestidas de blanco, con tapabocas y el pelo en una gorra de plástico, los destripan, les cortan las cabezas, les sacan los ojos, les arrancan las espinas dorsales, y se transportan en un diablito a la tercera cámara, donde los pasan por un sistema de 5 máquinas a ser trozados, trozados, trozados, envasados en latas, en latas, en latas que se inyectan de aceite de oliva o de agua, de vegetales cortados o de rodajas finas de chiles, se inflan con vapor, se sellan las latas y se etiquetan con etiquetas de Atunes Consuelo Tuna Fish producto hecho en México, en México, hecho en México.
En México, dijeron varias voces dispersas, hecho en México, y sonó una risa por ahí y otra por allá.
Empecé a llorar de terror, pero cuando Yo me programo para hacer algo lo hago hasta su última letra, simplemente no sé cómo desprogramarme. Entonces pues seguí, con un nudo en la garganta, la voz quebrada, lágrimas en los ojos.
70 obreras, 70 obreras, 70 obreras, colocan las latas en charolas de cartón café, charolas de 14 latas o 28 latas y las extragrandes de 56 latas, las mismas que van apilando en uno de los 39 camioncitos eléctricos que llevan las pilas de charolas de latas al estacionamiento donde los tráilers son llenados mientras un inspector contabiliza el número de charolas de latas de atunes.
Los tráilers son 35 y durante todas las horas con luz van saliendo del estacionamiento hacia alguna de las 5 carreteras que entroncan en una estrella en las afueras de Mazatlán. Una carretera va al centro del país, otra al sureste, otra al norte y la otra viaja al noroeste para entrar por Ciudad Juárez directamente a Estados Unidos de América, de América.
¡Eso!, grité ya perdiendo todo control, ¡eso!, ¡3 turnos cada día eso!, ¡¡eso es el negocio de la Atunes Consuelo desde tiempos en que mi bisabuelo la fundó en el siglo 19 en México, en México, en el siglo 19!!
Ya no separé los labios. Absorta en el micrófono, oía el mar. Chocaba suave, rítmicamente, contra el costado de metal del barco. Mi saco de lino estaba ensopado de sudor y de lágrimas, mis lentes negros estaban completamente empañados y tenía urgencia de orinar.
Me fui a sentar a ciegas, mirando nada más a través de la neblina de los lentes el piso de madera de la tarima. Pero la Secretaria se adelantó para ponerme la mano en el hombro, que encogí instintivamente, asustada, encorvé la espalda y me desplomé en mi silla, a un lado de mi tía, que escuché que lloraba quedito.
Me quité los lentes y vi al frente que otras personas del público lloraban, no sé por qué si ellos no habían pasado el trauma de hablar en público, y otros tenían las caras en blanco y los labios desprendidos, como bobos profundos.
De nuevo ante el micrófono, la Secretaria agradeció mi emotivo, así lo llamó, discurso.
La joven Karen nos ha conmovido, dijo, recordándonos qué es lo que defendemos. Otra vez gracias, joven Karen.
Los presentes se pusieron en pie para aplaudir.
La Secretaria siguió:
Y acá me comprometo contigo, Karen: nuestros atunes entrarán a Estados Unidos, ni lo dudes, cueste lo que cueste y caiga quien caiga.
Le aplaudieron más fuerte.
Y todavía de pie, los atuneros cruzaron las manos diestras, con la palma hacia abajo, sobre sus corazones al tiempo que las trompetas de la Banda de Vientos de Sinaloa entonaban un himno que todos cantaron a voz en cuello y que a mí me aterró desde su primera y amenazadora estrofa:
Meeeexicanos al grito de gueeerra...
... al sonoro ruuuugir del cañón...
... y retiemble en su ceeeeeentro la tieeeeeeerra...
Y luego fue lo del cadáver del pez espada pegado a una charola de madera.

Se lo entregó Peña, la Secretaria lo recibió con los brazos abiertos y la sonrisota de dientes doble standard, se volvió a los fotógrafos, que dispararon sus cámaras, la foto salió en primera plana del periódico con el encabezado de que nos íbamos a la ruina y en los meses que siguieron mi tía fue rematando 10 buques y despidiendo a 1000 obreros y empleados, la mitad de nuestro personal, igual proporción que fueron despidiendo las otras atuneras de la Costa del Pacífico mexicano, muchas tiendas y talleres que surtían a las atuneras se clausuraron y en cada esquina de Mazatlán fue apareciendo un pordiosero con una cajita de chicles para vender o una estopa para limpiar los parabrisas de los coches por una moneda de cobre, mi tía me dio por fin permiso de salir a la pesca en alta mar, a condición de que intentara aprender el idioma inglés, y a la Secretaria de Pesca no la volvimos a ver en Mazatlán sino años más tarde, también en la primera plana de un periódico.
La habían electo presidenta del partido político que por entonces cumplía 59 años de gobernar el país, el PRI.


 4


Todo comienza en alta mar, cuando el vigía instalado en la cofa de un mástil avista por sus binoculares los chorros verticales de agua, aproximándose.
Son los delfines, grises, lustrosos bajo el sol, que siempre nadan cerca de la superficie respirando por los agujeros en sus cabezas. Metros abajo, ocultos, van los atunes. Plateados y rápidos.
Desde el avistamiento, todo se mueve aprisa en el barco.
Suben por unas escalerillas marineros y bajan por otras escalerillas marineros, vestidos en rompevientos amarillos y botas de plástico blancas. En su subir y bajar y subir cruzan por el pasillo ante el altar de la Virgen del Atún, e hincan en el piso la rodilla.
Una virgen de cerámica azul con un atún plateado en los brazos. Un atún con un ojo que es un foquito amarillo. Se persignan pidiendo suerte, los marineros, y se apresuran a seguir su faena.
Desde cubierta se lanza la red al mar. Una red con flotadores amarillos. Las 4 lanchas de motor ya han sido bajadas al mar y en cada lancha los marineros atan la red a horquillas.
Las lanchas entonces se mueven para desplegar la gran red: desplegada, forma un círculo de medio kilómetro de diámetro. Ésa es la trampa.
Luego, las lanchas se mueven para acortar el diámetro y sumergir la trampa: quedan visibles únicamente los flotadores amarillos, y viene la espera. El barco y las lanchas y los flotadores amarillos suben y bajan con la superficie del mar, en silencio. Como si nada fuera a suceder.
Pero sucede.
Los delfines van entrando en la trampa y también, más abajo, la tribu de los atunes: una cuadrilla ordenada, primero van los atunes maduros, mayores de 7 años, luego los viejos, mayores de 10 años, al final los jóvenes y entre ellos las crías.
Cuando todos han entrado a la trampa, el capitán da la orden de matar sacudiendo en cubierta una campana.
Y sobre la superficie del agua recomienza la operación de la tribu de los humanos.
Las lanchas vuelven a desplazarse, ahora para ir cerrando el diámetro de la trampa. El ruido de los motores y las estelas espumosas de las lanchas alertan a los peces: los delfines saltan alto por el aire, los atunes asoman los ojos, asustados. Las lanchas los acosan, como los vaqueros acosan al ganado para compactarlo, 3 marineros con arpones alzados en cada lancha.
Los arpones se clavan en los peces. Sin soltar el timón del motor, con la mano libre los pilotos lanzan bombas de humo hacia los peces. Y los arpones se hunden una y otra vez en los costados de los atunes, que sangran. El agua se vuelve espumosa y rosa.
Entonces sucede la ruidosa maniobra de retroceso, implementada a raíz del embargo estadounidense.
El barco se atrasa y las lanchas se adelantan para formar con la red un canal, una suerte de resbaladilla inclinada desde el barco hacia el mar. Aterrados, los atunes y los delfines reaccionan aprisa, cada especie con su propia táctica de sobrevivencia: los atunes se juntan cuerpo contra cuerpo y escapan hacia el fondo, para su desgracia, porque al fondo se topan de nuevo con la red, mientras que en la superficie y en el extremo del canal los delfines saltan la red y huyen por el mar abierto, casi todos, salvo alguno al que el ritmo inexorable de la matanza apresa.
Las lanchas vuelven a moverse rápido para formar otra vez un círculo y viene la operación de cierre.
Hay que imaginar una bolsa de red cuya boca se cierra: así la red circular va cerrándose para formar una bolsa de 50 metros de diámetro repleta de una carga inquieta que las lanchas van aún cerrando más y más.
Hay en cubierta un cucharón de 5 metros de diámetro: por un mecanismo de palanca, los marineros lo bajan a la red para llenarlo de los peces plateados, ahora bañados de sangre; lo alzan repleto y entonces con un ¡zaz! el cucharón se desfonda para dejar caer los atunes en una escotilla abierta en la cubierta.
Es un escándalo: el griterío de los marineros intercambiando órdenes, el griterío de triunfo cuando un atún grande, del doble del tamaño de un marinero, emerge en la cuchara; el resuello, como si fuera de trompetas destempladas, de los atunes desesperados, sus coletazos mientras se desangran por las heridas en la cuchara y rocían de sangre a los marineros; las sacudidas del barco cuando los atunes caen desde la escotilla por un tobogán a la bodega inundada de salmuera blanquecina que va volviéndose rosa con la sangre.
Un escándalo que no cesa cuando en cubierta se tapa la escotilla y la bodega se oscurece: entonces el moridero de atunes se vuelve bajo las suelas de los marineros un traqueteo frenético, que dura y dura y dura.
Hasta que se debilita y lo cubre el motor del sistema congelador.
Cuando la salmuera se congela, los atunes han muerto asfixiados. Los atunes y algún que otro delfín con mala suerte.
Entonces el barco gira despacio su rumbo, y despacio emprende el viaje para encontrar otro cardumen, tal vez a días de distancia, con los atunes en la salmuera de la panza del barco cambiando de color.
Ya no plateados, se van volviendo rosas. Días después, verdes. Cuando se descargan en el muelle y los cargadores los echan sobre sus hombros, bajo una pátina de sal, ya son negros.

Fijación: pegar una cosa a otra cosa.
Como a mi cabeza se fijó toda la vida el mismo corte de pelo, al rape. O como al arnés de hierro del que solía colgarme se fijó mi tranquilidad. O bucear se asoció a mi alegría. Así, igual, sin entender al principio por qué o para qué, adquirí otra fijación. A la sangre derramada en el mar.

Acabada la matanza, el mar quedaba rojo y lustroso, de horizonte a horizonte, 360 grados de un mar de sangre. Quedaba alzándose y descendiendo despacio, lleno de sangre, como si respirara por fin en calma, bajo el cielo perfecto, azul y lleno de luz.
Embarcaban 3 lanchas y Yo me quedaba abajo en la cuarta lancha, una de casco color blanco, en el mar de sangre. El buque lentamente giraba para corregir el rumbo. Ya lo alcanzaría Yo más tarde.
No sé cómo fue sucediendo que el mismo marinero fue siendo el que siempre se quedaba conmigo en la lancha. Un tipo moreno con mucho pelo café en la cabeza.
Ahí esperábamos en silencio que el mar fuera muy poco a poco volviéndose azul de nuevo. Que la sangre de la matanza fuera diluyéndose en el agua.

La matanza: fue el marinero quien me contó que así se llama a la pesca del atún con red en Sicilia, donde él había nacido. Un método que viene de hace muchos siglos, me contó. De por lo menos hace 4 mil años, cosa que se sabía porque en una cueva de Sicilia, en la pared ocre que a mediodía el sol ilumina, hay un dibujo de hace 4 mil años de unos hombres con arpones alzados cerca de un óvalo grande, que es un lago, en cuyo centro hay unos rombos, que son los atunes, y un rombo tiene clavado un arpón.
También fue el marinero quien me dijo que los italianos llaman frutos de mar a los mariscos y los peces. Fruti di mare. Como si el mar fuera un árbol con una fronda de agua y los mariscos y los peces sus frutos. Una metáfora que me molestó, por inexacta.
¿Y dónde está el tronco?, pregunté.
¿Qué tronco?
El del árbol de agua.
El marinero no contestó.

Otro día, ahí, en el mar rojo de sangre, destapó una botella forrada con paja.
Chianti, dijo.
Olió el tapón de la botella, sirvió 2 vasos de plástico transparente y me enseñó a tomar vino rojo a sorbos pequeños.
El vino rojo es el jugo fermentado de la vid, me explicó, como si recitara algo aprendido de memoria. Pero el vino rojo es también la sangre de la tierra. Hay que beberlo a sorbos pequeños, para darle tiempo al vino de entrar al corazón.
De joven, en el mes de mayo, tomaba de su pueblo un camión para llegar a tiempo a la matanza del atún de la aleta azul en Palermo. Una matanza que no había cambiado en siglos. 4 barcos largos de madera llenos de pescadores extendían en alta mar una red y la hundían. Una red con varias cámaras, que desembocaban en una sola. La cámara de la muerte.
Los atunes azules entraban sin saberlo a la trampa, los barcos de madera se iban acercando, la red iba cerrándose, quedaba únicamente la cámara de la muerte, repleta de atunes desesperados, que los marineros desde los barcos de madera jalaban fuera del agua con la pura fuerza de los brazos, acompasada al ritmo de un canto antiguo.
El marinero cantó con voz ronca en italiano un canto de un tal Jesús y de una tal Virgen y de ángeles del mar y de cosas así, según dejé escrito en mi diario.
Le brillaban los ojos al cantarlo y Yo me di cuenta que Yo me daba cuenta que le brillaban, Yo que a nadie miraba a los ojos, excepto a mi tía.
Unos ojos café claro, dejé escrito en mi diario.
Pero eso es cosa del pasado, dijo de pronto el marinero, y se sirvió más vino en el vaso.
Cada año llega menos atún, dijo, y ya no alcanza para que marineros de otros pueblos vayamos a pescarlo con los de Palermo. Cada año llegan menos atunes y son atunes cada año más chicos.
Además, dijo, yo quería ver mundo.
Había sido marinero en cruceros de lujo pero odiaba a los turistas.
¿Por qué?, pregunté.
Porque los odio, dijo. Putos turistas.
Me dieron risa las palabras y las repetí:
Putos turistas.
En todo caso, prefirió las ayudantías. Se contrataba de mercenario en alguna operación de pesca especial, una ballena para un zoológico, unas focas bigotonas en los glaciares para un millonario, la caza de un tiburón asesino en las Bahamas, un cargamento de armas que debía cruzar el canal de Panamá en la panza secreta de un barco camaronero.
Cobraba bien y podía pasarse el resto del año en su pueblo rascándose las pelotas bajo el sol.
¿Qué pelotas?, pregunté.
Los cojones, me tradujo.
Éstos, añadió, y se agarró en medio de las piernas los cojones.
Pregunté:
¿Te pasabas un año rascándote los cojones?
Un año, asintió.
Un día estaba en una marisquería de la playa de Barcelona comiendo con un tenedor en una mano una tortilla de sardinas y con la otra rascándose los cojones cuando otro marinero le dijo:
Hay plazas en una ayudantía en la boca del golfo de California. Es pesca de atún amarillo. Pero la joda, Ricardo, es que hay que quedarse el año entero.
Así llegó a la atunera Consuelo y se hizo capitán de un barco.
Mira, te enseño, me dijo el capitán Ricardo.
Se alzó el pantalón y en lugar de un tobillo standard tenía sólo ¾ de tobillo: le faltaba el cuarto de carne de atrás del tobillo.
La mordida de un tiburón asesino, dijo contento. Y mira también.
Se abrió la camisa y le vi, en la piel morena, bajo el vello rubio y sobre el corazón, una cruz roja del tamaño de una mano, pero él me señaló su panza, donde había, a 10 centímetros del ombligo, otro agujero, como un segundo ombligo.
Un balazo de la policía estadounidense de Panamá. Pasó rozándome el hígado. Y mira esta otra, dijo.
Se desabotonó el pantalón y se bajó el resorte de los calzones y me enseñó: otra cicatriz recta como de 15 centímetros le cruzaba desde el hueso de la cadera hasta perderse en el vello rubio de su pubis.
Apendicitis, dijo, y se rió a carcajadas. Operación de emergencia en un barco en alta mar. Sin anestesia. Con un puto cuchillo de cocina.
¿Y esa cruz roja en el pecho?, le pregunté.
Ésa no importa, dijo Ricardo, de golpe cerrado.
Mira, dije Yo.
Me desabotoné la camisa de mezclilla y me la quité. Los ojos de Ricardo bajaron a mis pechos, a los pezones de mis pechos, y cambiaron de color, del café claro a un café oscuro, me di la vuelta en la banca para mostrarle mi espalda, la cicatriz que cruzaba en diagonal de mi hombro a mi cintura, una cicatriz como un zíper mal cosido, medio chueco y con magulladuras en los bordes.
No le escuché decir nada por un rato largo.
El horizonte ya era azul oscuro, casi azul turquesa, lo rojo formaba ahora una mancha redonda a nuestro alrededor, como de 100 metros de diámetro.
Volví a pasar las piernas del otro lado de la banca y Ricardo tenía los labios separados.
Dijo:
¿Y cómo pasó eso?
Ni idea, dije y volví a ponerme la camisa. Dice mi tía que ya la tenía antes de saber hablar.
Ricardo se llevó la mano a la bolsa del pecho y sacó una cartera delgada. Juré que me enseñaría una foto, pero no, sacó 2 hojas muy verdes, y me dio una.
Rómpela así, dijo, y rompimos a la mitad cada cual su hoja.
Frótala, dijo frotando una mitad de hoja entre el dedo gordo y el dedo índice, y la froté.
Ahora huélela, dijo llevándose su hoja a la nariz.
La olí.
Hoja de limonero, dijo Ricardo.
Me iba a volver a poner la camisa de mezclilla pero me pidió que no lo hiciera.
Se queda entre nosotros, dijo muy quedo.
No entendí de qué hablaba, pero como eso me sucedía seguido, que no entendía de qué hablaban los humanos standard, me despreocupé: me recosté en la banca, la cabeza sobre el borde de la lancha y cerré los ojos.
Me gustaba, y me gusta, sentir caer la luz en mi cara mientras mi cabeza sube y baja con el mar.
Oí un ruido lento, abrí un ojo y vi al capitán Ricardo, moreno, el pelo café oscuro con las puntas doradas, viéndome y respirando profundo y despacio.

Otro día, cada cual tendido de cara al sol en su banca de la lancha, los 2 oliendo hojas de limonero, Ricardo me contó del misterioso ángel de los marineros.
¿Qué es un ángel?, pregunté.
¿No has ido a una iglesia?
No, dije.
No puede ser, dijo.
Nunca he entrado a una iglesia, repetí.
Pero hace semanas te mencioné un ángel del mar y no me preguntaste nada.
No le contesté, que a menudo es la mejor respuesta para que el otro siga hablando.
Me dijo pues qué era un ángel:
Una criatura con alas que Dios envía a la Tierra.
Al final de la explicación, Yo tenía una nueva pregunta.
¿Quién es Dios?
Bueno, dijo Ricardo, su cabeza a un metro de la mía, en la banca, ¿te cuento o no te cuento del ángel de los marineros?
No contesté y él me contó.
Cuando un marinero se ahoga, el ángel baja al fondo del mar para bendecirlo. Le toca la frente y luego le toma con la mano una mano y lo alza del lecho del mar como si no pesara y ambos flotan hacia arriba, cruzan el techo del mar y siguen flotando por el aire hasta cruzar el techo del cielo.
Dije:
No es cierto.
Ricardo apretó la cara.
Si fuera cierto, dije, el ángel tendría aletas en la espalda, no alas.
Está bien, dijo Ricardo, embroncado. Lo que tú mierdas ordenes.
Y se quedó mirando a otro lado el mar mientras Yo miraba al otro lado el mar.

A veces, cuando la pesca había sido abundante y había buen clima, Ricardo separaba un atún y ordenaba que lo treparan a nuestra lancha. El barco se iba y los 3 nos quedábamos solos. Yo y Ricardo y el atún. Ricardo y yo en las bancas de la lancha y el atún en el piso. De pronto, el atún abría la boca y azotaba la cola: entonces era como si un latigazo gigante tronara en el centro del mar de sangre.
Ricardo se abría la camisa de mezclilla, se le miraba el pelo dorado en el pecho moreno y él miraba con sus ojos café claro el sol.
Cuando nuestro atún dejaba de moverse, Ricardo le encajaba su navaja suiza y gimiendo por el esfuerzo le arrancaba un pedazo de la piel; luego cortaba una lonja de carne roja. La ponía en sus rodillas, la lonja, y ahí la fileteaba en filetes delgados y cortos, como lenguas rojas. Sacaba de su navaja 2 palillos de plástico y cada uno con un palillo comíamos las lenguas de atún.
Por un atún así de fresco pagan 60 mil dólares, dijo Ricardo.
Dije:
No es cierto.
Apretó la cara. Dijo:
¿Qué sabes tú, si no has salido de tu puto Mazatlán? Un restaurante en Japón paga eso por un atún que puedas comer sin que haya sido congelado ni guardado en salmuera o vaporizado. Y lo comen exactamente así, en trozos del tamaño de un bocado, sin condimentos. Te ponen también una taza de arroz blanco con unas gotas de vinagre, para limpiar el paladar entre trozo y trozo. 60 dólares el plato con 3 trozos delgados de atún perfectamente fresco.
Ahí lo teníamos, a nuestros pies en la lancha, un tesoro de 60 mil dólares. Bueno, eso según Ricardo.
En la boca, cada trozo se deshacía como un mazapán.
El sol bajaba al horizonte, anaranjado, y Ricardo se rascó la barba, y yo me quedé pasmada porque de pronto me di cuenta que la barba le había crecido quién sabía cuándo, una barba café de filos dorados.
Me he puesto triste, me informó.
Lo bueno, dijo después de una pausa, es que estoy contigo. Nadie sabe escuchar como tú.
¿Cómo te escucho?, me dio curiosidad.
Me escuchas. Eso es lo que quiero decir. Me escuchas sin juzgarme. Soy un tipo de pocas palabras, agregó él, a pesar de que la realidad era la contraria: hablaba y hablaba, abriendo pausas largas, pero era él quien sobre todo hablaba cuando estábamos juntos en la lancha.
Por eso, siguió Ricardo, aprecio cuando alguien me escucha, como tú. Especialmente porque nunca he hablado tanto con una mujer. ¿Sabes por qué?
Ni idea.
Bueno, porque las mujeres son para otra cosa, ya sabes, no para hablar, ya sabes.
Te digo que ni idea.
Ya. Bueno, son para. Para cogértelas, ya sabes. Para aparearte con ellas. Ya sabes.
No, no sabía, pero qué importaba.
O así pensaba yo, se corrigió Ricardo, con los ojos húmedos y muy emocionado consigo mismo. Así lo pensaba antes de hablar tanto contigo.
Clavé el palillo en un trocito de atún y me lo llevé a la boca.
Quiero que sepas, dijo viéndome despacio, que para mí eres muy especial.
Soy diferente, precisé.
Gracias a Dios, dijo Ricardo.
Prendió un cigarro al estilo marinero. Se abrió la camisa y la puso contra el viento suave de esa tarde, luego tras la camisa encendió un encendedor y agachó la cabeza con el cigarro en los labios y jaló el fuego a la punta del cigarro.
Me preguntó, echando humo:
¿Puedo tocarte?
Adelantó su mano grande a mi muslo y Yo asustada subí mi bota para ponerla entre Yo y su cara.
Está bien, dijo él bajo mi suela.
Y regresó hacia sí su mano y sacó de la bolsa del pecho de su camisa su cartera y de ahí 2 hojitas muy verdes y me ofreció una y hasta entonces Yo bajé mi bota.
Cada uno frotó su hojita fresca entre 2 dedos, la rompió, olió su olor a limón recién cortado. Todo sin hablar en el mar quieto.
Ricardo dijo entonces:
Qué cosa. Recién ahora entendí porque me pongo triste cuando estamos juntos. Porque podría ser tu padre.
Me enervó saberlo. Empecé a clavarme las uñas de la mano derecha una por una en la palma de la mano.
Ricardo dijo aprisa:
No, no. Tranquila. Espérate. Nada más quiero decir que tu padre podría tener mi edad. ¿Qué tienes?, ¿17 años? Yo tengo 34.
Murmuró:
La puta madre que me parió.
Me quedé muy confundida con sus declaraciones, primero lo de mi padre que podría ser él, luego lo de su madre que era una puta, el corazón me latía fuerte y tomé aire profundo. Ricardo me imitó, tomó aire despacio y profundo.
Sí, dijo él, como si estuviéramos de acuerdo en no sé qué.
Qué tranquilidad, agregó. Mira, ya no hay sangre.
Tenía razón. El mar se había vuelto azul. Azul turquesa otra vez. Todo azul turquesa: como si nunca hubiera ocurrido la matanza.
Me reí. Me alegraba que nada, ni una gota de sangre, quedara de la matanza ¿Podemos irnos ahora?, preguntó Ricardo. Ya comprobaste que el mar olvidó completamente la matanza.
Dije:
¿Es eso? ¿Quiero ver que el mar olvidó la matanza?
Él dijo:
Quieres ver si al mar se le cerró la herida. Me quedé pensando en esas palabras. Luego dije:
Sí, podemos irnos.
Pero ni él ni Yo nos movimos.
Los 2 en una lancha pequeña en el mar azul turquesa y grande.


 5


Después de cenar en el comedor del barco, los marineros ocupaban sus horas de descanso. Jugaban cartas ahí en el comedor. O leían revistas, alguno un libro, alguno iba al cuarto de radio a hacer alguna comunicación. Yo me ponía los audífonos de mi tocacintas y aprendía palabras en inglés mientras caminaba en cubierta en mi rompevientos amarillo. O en mi camarote, tendida en la cama. Las oía por los audífonos y las repetía en voz alta y cuando en la cinta las deletreaban, las escribía en etiquetas de plástico de colores y pegaba las etiquetas a las paredes de mi camarote.
Me dormía deletreando las nuevas palabras en el nuevo idioma.

Pero lo que me gustaba más eran las noches en que luego de cenar, nos demorábamos hablando.
Se servía café en tarros, los marineros prendían cigarros y algunas botellas de ron se movían de mano en mano, para servirse en vasos de plástico transparente, aunque Ricardo se la pasaba con su mano rodeando su botella de Campari, que empinaba sobre los hielos de su vaso.
Me encantaba estar ahí con ellos mientras contaban sus historias de marineros.
Una noche, Ricardo contó de cuando torpedeó un barco equivocado. Enfocó en la mira al barco que en la distancia se veía del tamaño de una mosca..., apretó el botón del lanzador..., el torpedo salió derecho marcando una línea recta de espuma en el mar... y entonces el capitán gritó:
¡Ése no era el barco, coño! ¡Ése es un barco hospital de la Cruz Roja!
Se quedaron mirando al horizonte: ahí, donde estaba el barquito, apareció una chispa roja. Había explotado. Pero era el barco equivocado, y Ricardo y después el capitán murmuraron:
Coño.
Coño.
Así fue, concluyó Ricardo. Así fue como la jodí también en el mar Negro, yo que todo lo que es bueno lo jodo.
Me miró directamente a mí un rato largo, todos los marineros miraron cómo me miraba, y un marinero preguntó:
¿Y entonces, capitán?...
Y entonces nada, dijo Ricardo todavía viéndome. Entonces la puta madre que me parió. Entonces me tatué una cruz roja sobre el corazón, para acordarme de no joder todo lo bueno, y eso es todo.
Nadie dijo más, Ricardo se sirvió más Campari sobre los hielos de su vaso de plástico, y luego otro marinero contó otra historia.

Una medianoche caminaba por la cubierta pronunciando palabras en inglés cuando decidí atreverme a visitar a los otros ocupantes del barco. Los atunes.
Bajé a la panza del barco, sosteniéndome con una mano del barandal de la escalerilla y con una linterna en la otra mano. Apreté el interruptor, 10 focos se encendieron, el hielo se iluminó.
Dentro del hielo iluminado, los atunes eran unos borrones negros. Unos pegados a otros, unos encimados a otros. Caminando sobre ellos, mis pasos sonaban en el hielo, plus plus plus, produciendo ecos contra las paredes metálicas de la panza del barco, plaf plaf plaf.
No sé cómo, de pronto, se quebró el hielo y mi bota estaba junto a un atún, un atún cuyo ojo negro se movió, y todos los ojos de todos los atunes se movieron al tiempo en que abrieron sus fauces rosas.

Golpeé con los nudillos en el camarote de Ricardo.
Estaba en calzones bóxers blancos, el torso velludo, el pelo revuelto. Me dejó pasar y entré cojeando, porque me había quitado la bota y el calcetín mojado, nos sentamos en 2 sillas, de cara a la cama, y Yo todavía temblaba.
Ricardo dijo, la voz ronca:
Te faltó oxígeno, eso es todo. Ahí en la panza del barco no hay oxígeno. Y sin oxígeno uno ve visiones.
¿Visiones?
Uno alucina. Ve cosas que no están.
Tengo, tengo, traté de decir Yo, la ecolalia encendida por el miedo, tengo miedo porque matamos, matamos atunes.
Ricardo era de color azul, junto a la claraboya en el camarote oscuro. Dijo, muy quedo:
¿Te da miedo que los atunes cobren venganza?
Un escalofrío me hizo temblar. Él dijo:
Tranquila. No pueden cobrar venganza. Te lo aseguro.
No. Creo, creo que, que es miedo a, a otra cosa.
A otra cosa, dijo él. Sí, ya sé, a otra cosa más grande. Sí, eso pasa cuando matas. Se te abre como un agujero acá.
Se tocó la cruz roja tatuada bajo su vello y sobre el corazón.
Un agujero por donde te entra el terror. Un terror uno no sabe a qué. Y eso es lo peor, que es un miedo grande y quién sabe a qué.
Escúchame ahora con cuidado, dijo Ricardo. Para vivir los humanos tenemos que comer y para comer tenemos que matar. Dios nos dio licencia para matar a otras especies, si es para comer. Eso es todo. Recuérdalo cuando sientas ese miedo grande porque es su único remedio.
¿Puedo, puedo ver la, la licencia?, pregunté.
Ricardo volvió el rostro para verme con cuidado.
Cómo no, dijo. Voy a fotocopiártela. Está en la primera hoja de la Biblia y dice así, más o menos. Dios creó primero la luz, los mares y la tierra, después los árboles y las plantas y los animales, y al final creó a Adán y a Eva, los primeros humanos, y les dijo a Adán y a Eva, acá les entrego el planeta entero para que lo dominen y se lo coman.
Yo dije:
El otro día le pregunté a mi tía qué era Dios. Me contestó que, que Dios es todo lo que no conocemos. A todo lo que no conocemos le ponemos una etiqueta: Dios.
No voy a contradecir a mi patrona, dijo Ricardo. Pero no tiene ni puta idea de qué habla. ¿Te molesta si fumo?
No contesté.
Él prendió un cigarro. Se fumó en silencio la mitad.
Dijo:
El sacerdote de mi iglesia de niño lo ponía en estas palabras. Dios es la luz.
¿Y qué más?, pregunté.
Nada más, Dios es la luz.
Me volví a ver la claraboya, en cuyo centro estaba una mitad de luna.
No esa luz, dijo Ricardo. Una luz distinta. Una luz especial.
Yo iba a preguntarle algo pero alzó la mano.
No, no debemos hablar de esa luz especial. Un día, de pronto la ves y lo entiendes todo, todo, y ya está. A propósito, dijo, pasa la noche conmigo.
Paró la colilla que restaba del cigarro sobre su filtro en la mesa.
Dijo luego: Si quieres.
Y un rato después:
Dicen que te vas a estudiar lejos.
Dije:
Sí. En otro país.
¿Por qué?
Porque mi tía quiere.
¿Y tú qué quieres?
Me miró tan fuerte a los ojos que tuve que mover los míos a una pared.
No sé, dije, y en serio no sabía si quería irme lejos.
Ricardo se acostó en la cama y Yo lo pensé y fui y me acosté a su lado en la cama, tiesa.
Y en algún momento, entre dormida y despierta, sentí bajo mi camisa que Ricardo me besaba la espalda. La herida en mi espalda. Ponía a lo largo de mi herida 1, 3, 5 besos. Y luego nada. Ni me volvió a besar ni se movió ni nada. Y entonces escuché a mi Yo decir dentro de mi cabeza:
Dos asesinos.



 6


Las etiquetas de plástico de colores con las palabras en inglés escritas en mi letrota torpe las fui pegando desde mi dormitorio hasta las aulas donde serían las clases.
Puerta, pasillo, escaleras, árboles (numerados del 1 al 67), edificio de la facultad de zootecnia, pasillo, aulas (numeradas del 1 al 35).
Hacía mis recorridos gimoteando de pavor a perderme. Distrayéndome a veces para observar una luz que me parecía especial por algo, todavía recordando la frase de Ricardo.
Dios es una luz especial...
Y hubo de hecho 2 veces en que por distraerme con 2 luces muy especiales que me perdí hasta de mí misma. Una, que vi a través de un cuadrito de vidrio en una puerta: cruzaba la oscuridad del otro lado de la puerta: un haz de luz que bajaba al piso marcando un cuadrado de luz. Otra, un cilindro larguísimo de luz donde flotaba polvo.
Mi tía me encontró la primera vez en un clóset oscuro, con la frente pegada al vidrio de una ventanita cuadrada llena de luz, entre escobas, cubetas y cajas de detergente. La segunda vez me encontró directamente en la luz que bajaba de un tragaluz redondo en un auditorio enorme, meciéndome en una butaca, la cara hacia arriba, hacia el polvo suspendido en la luz, babeando, ida de mí misma.

Habíamos llegado 1 mes antes del inicio de clases. Además de dominar poco a poco el recorrido de mi dormitorio a las aulas, y de regreso, recibía clases de caras en una computadora, con mi tía Isabelle sentada a mi lado.
Yo sólo tenía 4 caras. De pánico, de alegría, neutral y de haberme ido de mí misma. Si iba a relacionarme con otras personas en la universidad, debía aumentar mis caras.
Observa la computadora, dijo mi tía. La prendes y suena una música, como si dijera acá estoy, acá estoy lista. Abres un archivo y suena piiiiiin. Si le pides algo y se tarda, aparece un reloj de arena que te dice dame tiempo, estoy pensando. La verdad es que la computadora no necesita hacer ruidos ni dar señales, pero nadie usaría una computadora si no diera señales de que hay una comunicación entre el usuario y ella. Lo que quiero decir es que debes dar más señales a los otros, Karen, dar más caras.
Mi tía había cargado en la computadora vídeos de un minuto de humanos standard con distintas expresiones. Imitándolas, Yo debía aprender a mostrar: enojo, ira, hostilidad, tristeza, asco, felicidad, sorpresa, vergüenza, celos, envidia, desprecio, desesperación, aburrimiento, desconfianza. Pero sobre todo: placer, amistad, curiosidad, sorpresa, deseo, adoración, orgullo.
Y todo eso debía lograrlo combinando la acción de los músculos de los párpados, las cejas y los labios.
Era un trabajo extenuante, que me empapaba la camiseta de sudor.
Acordamos por fin que Yo misma podía prenderme en «modo de relación» (y estar alerta para emplear alguna de esas 21 caras humanas) o podía apagar ese modo y ser Yo misma, es decir, estar en «modo de no relación» (con mis 4 caras de siempre), porque si toda mi conciencia se iba a ir en relacionarme con otros, a qué horas iba a aprender otras cosas en la universidad.
En las viejas computadoras de entonces aparecía en la pantalla a cada rato una caricatura de Albert Einstein caminando alegre y cabeceando, después tomaba una foto o abría un libro y lo hojeaba. Cada vez que aparecía el monito de Einstein, Yo soltaba la carcajada, saltaba en pie y lo imitaba, caminando entre risas, a pasitos, y cabeceando, y mi tía se enojaba conmigo.
¡No, no, no!, subía la voz. No puedes reírte tan alto. Cierra la boca, aprieta los labios, ríete pero cerrando los labios, todas tus emociones deben ser pequeñitas.
Parecerme a un humano standard iba a costarme mucho esfuerzo, muchos años, mucha disciplina. De hecho, ahora, a mis 41 años, todavía sigo en el intento.
Bueno, quedaba sudorosa y embroncada de hacer chiquitas las emociones y de expresar tantas cosas inciertas para mí, y sólo con los músculos de los párpados, los labios y las cejas. Y por las noches soñaba con peces rojos y libres y bolas grises que en un instante se dispersan en mil macarelas rápidas y 3 delfines saltando lustrosos por el aire.

Mi tía me contó de Albert Einstein, el matemático. Como Yo, Einstein tenía fijaciones. Se había pasado años y años sentado en una oficina de patentes en Berna, Suiza, reflexionando en una sola cosa, el Universo. Y había descubierto una teoría sobre el Universo muy elegante y sencilla que no entendí, y que mi tía, luego de tratar de explicármela 3 veces, me confesó que ella tampoco entendía.
Como Yo, Einstein era incapaz de repetir algo que no le parecía verdad, también hacía las cosas despacio y con suma atención, y también solucionaba los problemas de maneras nuevas y muy personales. Y ganó el premio Nobel, el premio más codiciado en el planeta Tierra.
Probablemente era un autista, dijo mi tía clavando con su tenedor una papita redonda.
Cenábamos en un restaurante.
Autista como probablemente lo fue también Charles Darwin, que de muchacho pasó 5 años viajando de una isla a otra de Sudamérica, y en cada isla dibujó cada tipo de planta o de animal que encontró, y así fue llenando de dibujos su camarote en el buque en que viajaba, hasta que un día el capitán le dijo: basta muchacho, se va a hundir el barco con tanto papel, y luego dedicó 3 décadas a pensar con cuidado en lo que había dibujado hasta que un día un amigo le dijo: basta Charles, ya estás canoso y medio ciego y resulta que otro naturalista está por publicar lo que debías haber escrito tú, y entonces Charles se sentó a escribir deprisa la teoría que explica por qué las distintas especies vivas se parecen entre sí y al mismo tiempo son distintas.
O Beethoven, el músico, que era a veces explosivo e intratable, como tú, el terror de sus vecinos, a los que les gritaba desde la puerta de su departamento que le dieran silencio para componer, silencio para escuchar el ruido de las estrellas, denme por piedad silencio, gritó y gritó Beethoven, hasta que un día se quedó sordo.
Quiero decir, dijo mi tía, que probablemente todos estos genios tenían algún grado de autismo, como tú. Aunque en sus tiempos no se usara todavía esa palabra, autista.
Se metió a la boca otra papita redonda, la masticó, tomó un sorbo de vino rojo, dijo:
Son las personas con capacidades diferentes las que aportan cosas diferentes a la humanidad.
Le pregunté:
¿Y si tú estás loca, tía?
Eso es lo que no estoy, dijo ella con una alegría inexplicable, y se limpió los labios con una servilleta.
Y Yo sentí un escalofrío recorrer mi espina dorsal.
Noté que al levantarnos de la mesa y cruzar el restaurante para irnos, la gente se volvía a verla. En su traje sastre gris, delgadísima, la melena rubia como un casquete rubio hasta medio cuello, mi elegante tía Isabelle, seguida por su alta sobrina de pelo al rape, vaqueros y botas de estibador, que caminaba esquivando el contacto con los ojos ajenos, mirando mejor las paredes, y con el andar de los marineros. Pegando las suelas completamente al piso a cada paso, para no perder el equilibrio.

Por la mañana, mi tía se fue, y tumbada a solas en el dormitorio, me quedé viendo el techo. Nada más el miedo me recordaba que estaba ahí, viva.
Saqué mis herramientas, un taladro mecánico y tornillos, me paré sobre la cama, me puse a fijar mi arnés al techo, me puse mi traje de buzo y me colgué del arnés vestida de buzo sobre la cama.
Por la ventana podía ver el jardín grande de la universidad. Empezaban a aparecer por sus veredas estudiantes.
Cada uno era para mí un latido en falso, un pequeño susto.
De pronto, la puerta se abrió y ahí estaba una estudiante, cargando una maleta en cada mano. Me vio colgada del arnés en mi traje de buzo de neopreno azul. Supongo que era mi compañera de dormitorio.
No lo sé, porque se fue y nunca volvió.

Horas después entró otra estudiante, ésta pecosa y rubia, igual con 2 maletas, una en cada mano. Las colocó en la cama. Yo desde la tina, en donde flotaba en agua caliente con mi traje de buzo, la vi abrir las maletas y empezar a desempacar la ropa. Iba y venía de la maleta al clóset, donde colgaba sus prendas. Salí de la tina y entré al cuarto a pasotes porque traía puestas las aletas y ella caminó hacia atrás boquiabierta hasta estrellarse con una pared.
Me pidió disculpas, no sé de qué, sobándose la cabeza.
Me pidió si por favor me quitaba el visor, me lo quité, miré a otro lado.
Me dijo que seguro jugaba basquetbol, porque era muy alta y fuerte, o más bien, se corrigió, debía ser del equipo de natación o no, ya sabía, mejor en el equipo de buceo, si es que había equipo de buceo en la universidad, y sin hacer una pausa me preguntó qué estudiaría Yo.
Le contesté:
Zootecnia.
Dijo alegrísima:
¡Qué fantástico, yo tengo un perro labrador en mi casa!
Y de nuevo sin pausar me preguntó si ahora Yo quería conocer su nombre y qué estudiaría ella.
No es necesario, dije.
Reempacó sus cosas rápido y se fue y tampoco volvió.
Así fue como tuve un cuarto con 2 camas para mí sola.

Antes de salir a las clases, me ponía en el pecho una etiqueta amarilla con 2 palabras:
Capacidades diferentes.
Ésa era una de mis tácticas de sobrevivencia.
Otra táctica. En las aulas, para no ver directamente a los profesores, colocaba en el pupitre la videograbadora y miraba la clase por su breve pantalla.
Otra táctica. En los pasillos, si alguien me hablaba, Yo miraba hacia la ventana más cercana, o le daba cuerda a mi reloj, para no tener que mirar a los ojos al desconocido hablador.
Resultó, por desgracia, que la principal actividad de los estudiantes era hablar y hablar y hablar, estar parados en los pasillos o el jardín o las escaleras, creando con la boca campos sonoros entre uno y otro y mirándose a las pupilas. Encerrados en su mundo de humanos standard. Así que era frecuente que alguien insistiera en llenarme la cara con su voz buscándome las pupilas: le aferraba con una mano un hombro, lo recorría para sacarlo de mi campo de visión y ponía cara de extrema sorpresa (labios y ojos muy abiertos: 000, como si recién hubiera visto algo imposible que me obligara a escapar.
Además, los estudiantes decían seguido idioteces. Un estudiante me dijo en una ocasión, cuando le pregunté dónde estaba la ciudad de Nueva York:
¿Conoces la estación de tren? Bueno, la ciudad de Nueva York está a 8 minutos hacia el sur.
Bueno, fui a la estación del tren y caminé hacia el sur, consultando a veces mi reloj de pulsera. Lo que había a los 8 minutos era todavía el andén de la estación del tren. Y donde acababa el andén caminé otros 15 minutos. Nada. Los rieles, árboles y nada.
Qué mejor mundo sería si la gente no usara metáforas.
O eufemismos.
Metáfora: decir una cosa para decir otra cosa.
Eufemismo: disfrazar una cosa grande de una cosa pequeña; o disfrazar una cosa terrible de una cosa buena.
Ejemplo. La clase de métodos para asesinar a distintas especies animales se llamaba «Industria de la Carne (primeros conceptos)».
Ejemplo. La clase para aprender a ganar dinero de matar animales o comerciar con ellos o con trozos de ellos (la piel, las vísceras, las córneas de los ojos, las pezuñas, el cabello, los dientes, las glándulas) se llamaba «Economía de la Industria Animal».
Ejemplo. Las clases donde enseñaban a torturar a animales vivos (intoxicándolos con sustancias o dándoles toques eléctricos o crucificándolos para abrirlos vivos con un bisturí) se llamaban «Experimentación Científica parte 1, parte 2 y parte 3».
Ejemplo. La clase en la que se explicaba la licencia del homo sapiens para matar animales se llamaba «Inteligencia Humana».

El profesor Huntington era el profesor más valioso de la facultad, o así se decía, y le llamaban El Asesino, porque:
1. Era el experto número 1 en mataderos del continente americano.
2. Era el profesor que más alumnos reprobaba. Era un tipo huesudo, de 60 años, más o menos, con la cara tan pálida que parecía de cera, usaba camisas blancas de manga corta y siempre corbata, siempre negra y delgada siempre. Tal vez incluso dormido, o así lo imaginaba Yo: dormido sobre su cama en su camisa blanca y su corbata delgada negra, sus pantalones de tubo grises, con la línea planchada perfectamente recta.
Usaba lentes de marco de pasta.
Era la estrella de la facultad, como antes lo mencioné. A él se debía ni más ni menos que la famosa pistola de aturdimiento de ganado.
Una pistola de aire comprimido que colocada en la frente de un animal lo aturde por 1 minuto.
Digamos a un buey. Se coloca al buey en un cubículo y por medio de un sistema mecánico-eléctrico las rejas del cubículo se acercan para prensar los costados del buey hasta inmovilizarlo. Y prensado el buey no se estresa, por el contrario, se tranquiliza.
Entonces se calcula el punto medio entre los ojos del buey, se coloca ahí la pistola, se dispara y el buey pierde la conciencia. Entonces el matarife tiene 1 minuto, ni más ni menos, para pasarle el cuchillo por el cuello y colgarlo de un gancho para que se desangre.
Lo que es un método menos doloroso que degollarlo vivo. O degollarlo después de aturdirlo de un martillazo o clavándole una lanza en la frente o un clavo largo o electrocutándolo con 2 electrodos en las sienes, como se solía hacer antes del invento de Huntington.
Precisamente para matar bueyes con un mínimo de estrés, que envenena con toxinas la sangre de los bueyes, fue inventada la pistola Huntington de aire comprimido, pero rebasó toda expectativa cuando Huntington demostró en una feria a la que asistieron 5 mil rancheros de todo el planeta que servía igual para matar vacas, caballos, borregos, marranos, y en general para cualquier mamífero cuadrúpedo, y que para su uso no era indispensable el cubículo de aislamiento de rejas movibles.
La pistola podía usarse al aire libre directamente en la frente del cuadrúpedo si se disparaba rápido. Es decir, antes de que el animal se diera cuenta de que algo raro sucedía. La pistola se colocaba en su frente, al dispararse sonaba zzzoc, y ya está.
150 marranos fueron amarrados a una cinta móvil de hule y Huntington personalmente les fue disparando en la frente a un ritmo de 4 por minuto: zzzoc, zzzoc, zzzoc, zzzoc: los marranos iban cayendo tumbados en la cinta de hule mientras los rancheros asentían con las cabezas, 1 metro más adelante los degolladores pasaban por el cuchillo a los marranos tumbados y un par de asistentes los alzaban para colgarlos de un gancho.
Por ello, la invención de Huntington puede encontrarse en todo matadero que se precie de ser sensible al estrés de los cuadrúpedos y al paladar de los humanos carnívoros.
Decían que la patente de la maravillosa pistola de aturdimiento de cuadrúpedos le había redituado a Huntington la medalla del Comité en Pro-Matanzas Humanitarias de Animales, la condecoración más codiciada del negocio del asesinato humanitario, además de cientos de miles de dólares. Lo que explicaba, también decían, su desprecio por los alumnos.
A veces, Huntington no se presentaba en el salón de clases y mandaba a su asistente, Gabriel Short, un hombre chaparro, como su nombre bien capturaba, y calvo, que leía de las notas de su jefe sin agregar una palabra y mencionando los puntos y las comas. Huntington había preferido irse a dar una conferencia o a revisar uno de los mataderos del que era diseñador o simplemente no se había dignado a asistir al aula.
Se decía que por esas ausencias las autoridades universitarias no estaban complacidas. Le daba igual a Huntington. Vivía del porcentaje que recibía de la venta de cada pistola aturdidora de ganado.
Preguntaba con seriedad, pero escuchaba las respuestas con una sonrisita, porque como él mismo explicó en una de las clases, la estupidez ajena nunca dejaba de divertirle.
Recibía las preguntas con la misma sonrisita, pero las contestaba con seriedad y con un lenguaje fluido y de una precisión que a mí me parecía imposible: era como si lo que dijera estuviese ya impreso en un libro.
Y seguido hablaba dirigiéndose al lente de mi videograbadora.
Una clase de pronto dijo directamente a la lente:
Señorita Capacidades Diferentes. Sépaselo. Mis palabras gozan de propiedad intelectual. Todo uso público de ellas causará honorarios.

El curso de Inteligencia Humana consistía en lo siguiente. El profesor Stern, que era apodado La Morsa por los estudiantes, porque era gordo, de gestos lentos y grandes y bigote despeinado, como una morsa, nos daba a leer textos que marcan la diferencia entre los humanos y los otros animales, y nosotros debíamos escribir un ensayo.
Por qué era importante marcar una diferencia entre los humanos y los otros animales no lo entendí en un principio, pero sí entendí que para los humanos era muy importante puesto que habían escrito al respecto durante siglos.
Sobre el texto de un tal señor Aristóteles, que afirma que los humanos son únicos por tener alma, sentimientos e inteligencia, mientras los otros animales son robots complejos sin almas, sin mentes, sin razonamiento y sin las capacidades de sufrir o sentir, escribí una sola palabra en una hoja.
Estúpido.
La Morsa alzó con su lentitud usual mi hoja ante todos los estudiantes y exclamó:
¡Conciso, contundente, firme! ¡Excelente!
Y las ratas de las jaulas que flanqueaban a la derecha y la izquierda el laboratorio cambiaron de lugar, asustadas.
Sobre el estudio de un señor Giscard del siglo 18 que marca la diferencia en que los humanos saben hacer y usar instrumentos y los otros animales no, escribí:
Estúpido.
La Morsa volvió a levantar la hoja de mi ensayo y a decir:
¡Excelente!
Y las ratas volvieron a correr en sus jaulitas. Pero ahora La Morsa agregó:
Pero debiera armar usted mejor su caso. Mencionar las excepciones que derrumban la universalidad de la regla. En este caso, por ejemplo, mencionar a los animales que hemos descubierto que también usan instrumentos, como los chimpancés o los monos bonobos o los delfines o los elefantes.
Luego nos encargó leer de corrido varias otras tesis famosas del siglo 20 de por qué los humanos son únicos.
1. Saben resolver problemas en su mente antes de ejecutar las resoluciones.
2. Tienen conciencia de ser en el pasado y el futuro.
3. Tienen un lenguaje.
4. Comprenden el concepto de número.
5. Reconocen su imagen en un espejo.
Y Yo volví a escribir Estúpido acercade cada tesis, seguida del ejemplo o los ejemplos que me constaba que desdecían las tesis.
1. Gata y Ardillas y Gaviotas y Hormigas.
2. Ardillas y Gata y Delfines y Hormigas.
3. Delfines y Gata.
4. Gata.
5. Gata.
Y ya en clase, La Morsa aterró a las ratas golpeando con el puño el escritorio y exclamando entre los golpes como un desesperado:
¡No!, ¡no!, ¡no! ¡Deme más palabras, Karen! ¡Más gramática! ¡Más bibliografía! ¡Desarrolle su opinión! ¡Sabemos que ya tiene amplia experiencia con animales, pero su arrogancia es inaceptable! ¡Le doy una F por cada ensayo!
La última frase me aterró también a mí.
Alcé la mano temblando, me puse en pie, y pregunté:
¿No tengo razón?
La Morsa dijo muy quedo:
Sí, pero le dije ya que necesita volverse convincente.
Y cambió de tema y esa tarde busqué en el diccionario la palabra convincente y de ahí empezó a fallarme la confianza: además de no entender qué mierda importaba localizar la diferencia entre los humanos y los otros animales, no entendía por qué leíamos tantos textos equivocados.
Por fin leímos a un tal René Descartes del siglo 17 y entonces escribí, con sumo cuidado:
Descartes escribe «Pienso, luego existo». Eso es, definitiva y evidentemente, estúpido. Cualquiera con 2 ojos en la cara sabe que cualquier cosa primero existe y luego hace otras cosas, como aletear o respirar o difundir su polen o pensar.
El ser humano como cualquier cosa que existe, primero existe, y luego por instantes piensa. Prueba de ello es que Yo he visto muchos seres humanos existir cuando estaban dormidos y he oído de otros que existían cuando estaban ya muertos.
No ha entendido nada, dijo seco La Morsa a la siguiente clase.
Se recargó en el escritorio con sus manotas, grandes como las aletas de una morsa, y bajo su bigotote de morsa, dijo más:
Todo mi curso ha estado construido para desembocar, de manera natural, en la única e indiscutible diferencia entre humanos y animales, la que Descartes enuncia, y de la cual usted, señorita Nieto, no ha entendido ni mierda.

23 años más tarde, entré a una estancia blanca para conocer a un perico no sólo pensante, sino muy hablador, Max.
De plumas de un color gris perla, cara blanca y cola roja, de 30 centímetros de cola a pico, Max estaba parado en un trapecio y me siguió con la mirada mientras me sentaba en una silla. El piso estaba cubierto de las hojas del periódico del día. Saqué de una bolsa de papel blanco 2 donas glaseadas con sabor a chocolate y se las mostré, una en cada mano, y Max, aleteando, bajó a posarse en una dona y comentó con su vocecita rasposa, como de radio mal sintonizada:
¡Rrrrico!
Luego:
¡Dooooona rrrrica!
Y luego de darle entre sus patas un picotazo a la dona:
¡Ketchup!
Porque a Max, dueño de 50 sustantivos, más los nombres de 7 colores y de 11 números, del 1 al 10, más el número más misterioso, el 0, le gusta todo con salsa de tomate dulce.
Cero ketchup, dije Yo.
Dando un aletazo, Max saltó a mi cabeza. Luego cayó a mi hombro, parado, y desde ahí le dio otro picotazo a su dona, y Yo me acordé de Descartes y de las Fs con las que La Morsa me reprobó en Inteligencia Humana.

Pero aclaro. El perico Max no desdice al filósofo Descartes. Cierto, Max piensa. Si uno lo saca sobre un hombro al jardín y le pregunta señalando al pasto: Max, ¿de qué color es el pasto?
Y a continuación le enseña una galleta, Max lo piensa un rato, unos 30 segundos, tal vez se pregunte para qué diablos hay que saber de qué color es el pasto, pero como Max quiere la galleta, contesta:
¡Verrrrrde!
Pero lo que es absolutamente seguro es que Max no piensa:
Pienso verde, luego existo.
Por lo tanto, tiene razón Descartes en que el único ser que piensa esa locura es el ser humano.
Y ahora sí siento la confianza para explayar qué pienso Yo de eso. Creo que sostener a diario la fantasía de que uno primero piensa y luego existe es lo que hace tan cansado ser un ser humano, o en mi caso pretender serlo.
Creo que es lo que hace a los humanos estar siempre incómodos ahí en donde están; y creo que esa incomodidad es lo que los hace estar siempre pensando en otras cosas en lugar de lo que tienen ante los ojos.
Otra cosa: el cuerpo humano siempre está incómodo y soñando por dentro otras cosas que sí lo harían feliz.
Otras cosas que ya existen o que el ser humano siente que debe inventar para estar por fin cómodo. Camas, mesas, sillas, casas. Calles, edificios, ciudades. Trenes, buques, aviones, cohetes que lo lleven a otros planetas. Libros que lo hagan pensar que está en otra parte, bibliotecas, universidades.
Cosas humanas que durante siglos han ido llenando el espacio alrededor del ser humano: que han ido acumulándose para formar un mundo exclusivamente humano que le tapa la vista del mundo no humano.
Un mundo humano tan complicado que un crío de la especie necesita ser amaestrado de 10 a 19 años para poder moverse en él sin tropezar.
Bueno, para cuando ese crío se ha convertido en un adulto bien amaestrado para vivir en el mundo humano, 2 cosas le han pasado:
1. Ya está apresado en el pensamiento que le dice que primero piensa y luego existe,
y
2. ya no ve sino lo humano.
Ahora, ¿es superior un humano al perico Max?
Bueno, uno debe preguntarse esto con mucha seriedad. Lo digo porque desde mis años de universidad a cuando esto escribo, he oído este tipo de pregunta muchas veces y siempre despierta muchas risas.
Para responder hay que preguntarse algo más concreto, por ejemplo: ¿puede el perico Max inventar un teléfono?
Por supuesto que no. Incluso usar un teléfono le tomaría 2 años de entrenamiento. Entonces, pues, un humano es superior a Max.
Pero igual hay que preguntarse: ¿es superior ese mundo humano al mundo donde el perico Max vive, el mundo natural?
Para responder, Yo pregunto antes: ¿puede un humano usar un teléfono sin que exista el planeta Tierra?
Me parece que no. Entonces por lo tanto la Tierra es superior al mundo humano.
Y, por último, si la pregunta es quién vive más feliz, el perico Max o un humano, la respuesta es, en definitiva: el perico Max. Y eso sencillamente porque un humano standard vive separado por su pensamiento de las cosas naturales, incluso de su propio cuerpo, y como nada puede ser feliz si no es en su cuerpo real, el ser humano no es feliz.

Huntington se acercó a mi pupitre y se detuvo a un lado y Yo seguí viendo la pantalla de la videograbadora donde no estaba ya Huntington. Su mano cruzó por mi cara para agarrar de mi camisa de mezclilla la etiqueta Capacidades diferentes. La desprendió.
Bajó los escalones para volver al frente de los alumnos y habló de mí, la señorita Capacidades Diferentes mostrando la etiqueta amarilla.
No sé cuánto dijo, alcancé a escuchar nada más algunas oraciones mientras la angustia iba cerrándome y los golpazos de mi corazón iban subiéndome a las orejas.
Esto es lo que no salvará a nadie en mi curso, fue una oración de Huntington.
Hizo con la etiqueta una bolita que quedó entre su dedo anular y su dedo gordo, apuntó a un basurero y la pelotita amarilla cayó en el basurero con un diiing.
Otra frase que logré escuchar:
9 segundos y 5 décimas es el récord mundial en la carrera de 100 metros planos. Y quien no los corra en ese tiempo no es el campeón del mundo, y a joder a otra parte con la mierda de las capacidades diferentes.
Clavé la vista en el pupitre, en una marca en la madera hecha tal vez con una navaja.
Es peor, oí que decía muy a lo lejos Huntington, porque en la Industria de la Carne no tenemos una categoría especial para las mujeres, que en atletismo pueden ganar la medalla olímpica de oro corriendo los 100 metros en 15 minutos, ni tenemos olimpiadas de subnormales o maricones. En la Industria de la Carne el juego es limpio, nadie contrata a un ingeniero zootécnico por lástima, ni siquiera para construir una facilidad de producción de huevos de gallinas. Préndelo, Short.
Short prendió un proyector y ahí, en la pantalla sobre el pizarrón, estaba el plano que Yo había dibujado para el curso, el plano de una trampa para golondrinas: una red que envolvía la fronda de un fresno.
Se soltaron las risas de los alumnos. Mi cuerpo empezaba a mecerse en el pupitre y mi Yo se evaporaba.
Observen, dijo como desde otro mundo Huntington. Admiren la torpeza del trazo. Pero sobre todo, admiren la idiotez siguiendo las flechas de esta supuesta trampa de golondrinas. Repito, trampa, trampa, trampa.
Mis flechas indicaban el vuelo de una golondrina de rama en rama. Su detención en una rama, marcada con los segundos de la detención. Su rápida caída a una rama inferior y su aleteo a una rama más alta, y ahí de nuevo su detención, con su número de segundos y la palabra Canto. Y por fin otra flecha larga y roja indicaba su vuelo por una abertura de la red, hacia el cielo.
Las risas apenas me eran audibles, de tan cerrada como estaba en mí, pero lo último que dijo Huntington, aunque sonó casi sin volumen, hasta el día de hoy me acelera de pánico el corazón:
Sean misericordiosos. Cuando encuentren un pajarito con un ala rota, quiébrenle la otra ala.
Fue lo último que le escuché decir a El Asesino antes de desaparecer.

Necesito un vaso de agua.


 7


Una mañana se abrió la puerta de mi dormitorio y entró una mujercita morena con el pelo negro en una trenza y una maleta en cada mano. Me vio sentada a una mesa, absorta en la pantalla de una videograbadora donde la mano de Huntington dibujaba un plano.
La mujercita morena dijo:
Esperaba verte colgada de ese arnés vestida de buzo.
Sonrió.
No le contesté. Ahora Huntington sacaba punta a su lápiz de grafito HB con un sacapuntas de acero. Regresé la cinta, preparé mi sacapuntas y mi lápiz, idénticos a los de él. Prendí la videograbadora. Calqué cómo Huntington sacaba la punta sin detenerse mientras la rebaba de madera florecía por el sacapuntas y cómo luego se llevaba la punta del lápiz a los labios, y le soplaba 2 veces, para librarlo de cualquier mota de grafito.
En tanto la mujercita había colocado sus maletas en una cama y había empezado a desempacar y mientras iba y venía de sus maletas al clóset, me informó que estudiaba psicología y sabía todo sobre mi caso y lo encontraba fas-ci-nan-te y, de hecho, sabía que estaríamos juntas en el curso de Psicometría de la profesora Paulina Glickman, que era chilena, es decir hispana como Yo y como ella, que era mexicana también, y se llamaba Selma, mucho gusto.
Me alcé de la silla y me fui azotando tras de mí la puerta.
No, no me gustó nada perder el cuarto para mí sola.

Sociable: inclinado al trato con los humanos.
Selma era la persona más sociable que Yo había conocido. Corrijo, que he conocido. Mirarle las pupilas a alguien era para ella vivir. Si era domingo y no había clases y no había Mezclador de alumnos o no tenía cita con alguien, una amiga, pero de preferencia un novio, prendía la televisión o abría una revista, para seguir mirando pupilas y enterarse de otra vida ajena más.
Ya en el colmo, iba al cine y pagaba 5 dólares por ver rostros de 3 por 4 metros en la pantalla.
Y si esos miles de rostros en las pantallas o impresos en papel la dejaban «vacía», como solía decir, hablaba por teléfono con alguien que la hiciera sentir «llena», como decía.
Y si todavía eso no era suficiente, se metía conmigo y me forzaba a llamar por teléfono a alguien, que en mi caso sólo podía ser mi tía.
Se sentaba en el borde de una cama a vigilar que Yo, sentada en el borde de la otra cama, tuviera por teléfono «contacto íntimo» con mi tía. Sonreía, se entristecía, pasaba por una secuencia de 15 caras de distintas emociones.
Un día de plano me tomó el teléfono y me acusó delante de mi tía Isabelle de recibir cartas con 2 hojas de limonero y andarlas oliendo durante días y días, pero de no querer escribirle una carta a quien me las enviaba.
Mi tía le explicó que Yo no hacía eso, responder cartas.
Bueno, ahí empezó una relación íntima entre Selma y mi tía Isabelle, y en esa relación, cuyo tema era Yo, decidieron cosas sobre mí.
Por ejemplo, que sencillamente tenía que ir alguna vez a un Mezclador. Otro ejemplo, que tenía que dejar de pensar que El Asesino era un genio y debía darme cuenta que pasarme noches enteras copiando cómo él sostenía su lápiz al dibujar, era una tontería.
No era una tontería. Si no aprendía a dibujar planos como Huntington, no aprobaría Planos parte 1, parte 2 y parte 3, y no me graduaría. Pero Selma y mi tía no lograban entenderlo.
En el dormitorio había 2 libreros. Uno en una pared, contigua a la ventana, que era mi librero, otro junto a la cama de Selma, que era el suyo.
Mi librero fue llenándose de libros sobre animales y el suyo de libros sobre las relaciones entre humanos. Ahora era Yo la que no entendía: cómo era posible que ni siquiera uno de sus libros tratara de algo que existe fuera del círculo interminable de rostros. Que tratara, digamos, del mar o el desierto ardiente o la nieve de los polos del planeta.
No, nada fuera de la burbuja de los rostros humanos existía para Selma, la psicóloga.

El Mezclador era una reunión de noche en un patio levemente iluminado donde se cocinaban hamburguesas y se ponía música y los estudiantes en shorts y camisetas se paraban de 2 en 2 o de 3 en 3 para hablar y reírse y hablar más y sudar en el calor del verano viéndose a las pupilas y bebiendo de vasos de alcohol disfrazado con refresco de sabores artificiales, buscando básicamente con quién formar un 2 estable, es decir, con quién aparearse.
En cierto momento, en que ya se habían formado varias parejas, la música se volvía lenta y sus letras daban instrucciones para aparearse e iniciaba la etapa 2 del apareamiento:
Las parejas se abrazaban y se movían un paso para acá, otro para allá, la zona púbica de los genitales de uno pegada a la zona púbica de los genitales del otro, aunque con algunas capas de tela intermedia.
Los desapareados seguían hablando entre sí, ahora más alto, y bebiendo más seguido, angustiados de que la noche se les iba sin encontrar con quién aparearse. De pronto, alguno se tambaleaba de ebrio y caía al pasto. De pronto, 5 salían en fila india del Mezclador, cabizbajos y derrotados. De pronto en algún rincón oscuro, 4 o 5 se turnaban un cigarro de marihuana y se iban cayendo al pasto, derrotados.
Todo mientras los apareados seguían abrazados en la zona de baile, un paso para allá, otro para acá, las zonas púbicas pegadas con ropa intermedia, las canciones dándoles instrucciones de apareamiento.
Iniciaba la fase 3.
Algunas parejas entraban tomadas de las manos a la casa donde sucedía la fiesta y subían por la escalera a los dormitorios y cerraban la puerta, y como lo pude mirar por las cerraduras de varias puertas, hacían esto: se apareaban ahora sí en serio.
Técnicamente: por fin unían sus pubis sin ropa y el macho le introducía a la hembra el pene erecto por el agujero vaginal y se cabalgaban enérgicamente, gritando, sollozando, gimiendo, lamiéndose, etcétera, como ocurre en todas las cópulas de los mamíferos de 4 extremidades.
Mientras tanto, abajo, en el pasto del jardín, los derrotados, todavía vestidos, se habían enfermado. Alguno lloraba, otro se tambaleaba de árbol en árbol, buscando un poco de soledad para devolver el estómago, otro argumentaba abrazado a un tronco que extrañaba y, entre sollozos, que extrañaba a alguien que era su verdadera pareja de apareamiento y vivía muy lejos, o cualquier otra cosa improbable.

Selma era la número 1 de la universidad en este proceso del apareamiento. Raramente repetía pareja y nunca le faltaba una. Lo lograba así. Mantenía «contacto íntimo», como ella le llamaba a hablar de cosas personales, con un 30% de la universidad (son porcentajes aproximados), y de ese 30% siempre encontraba en los Mezcladores a alguien nuevo para entrar en contacto genital. De manera que para cuando dejé de verla, Selma había ya intercambiado fluidos sexuales con el 10% de los estudiantes de la universidad.
Hay que señalar que era una universidad grande.
Pero lo que aún me hace reír es esto. Selma no se daba cuenta de lo bien que lo hacía. Algunas noches en la oscuridad de nuestro dormitorio, las 2 tendidas en la cama, decía:
Ay, Karen, qué sola estoy. No logro encontrar mi pareja.
Pero como ya escribí, es algo común con los humanos. Además de que andan por la vida pensando que piensan antes de existir, usualmente están pensando en otra cosa distinta de la que tienen frente a los ojos.
O decía algo todavía más raro:
Ay, Karen, tengo que encontrarme a mí misma.
Lo que me parecía el colmo. ¿Dónde iba a encontrarse a sí misma sino ahí donde estaba, tumbada en la cama, diciéndolo?
La cosa es que Selma salía 3 veces a la semana a las 6 de la tarde con la firme intención de buscarse.
Se vestía una falda escocesa y calcetas altas blancas y se recogía en 2 trenzas el pelo negro y caminaba hasta la facultad de psicología, donde en el piso 4 entraba a la oficina de un terapeuta de 75 años y se tendía en un diván para buscarse a sí misma por 50 minutos exactos.
Increíble: durante 50 minutos se dedicaba a buscarse en un cuarto de 4 metros por 4.
Por qué se vestía así, como una alumna de alguna secundaria, no lo sé, pero volvía llorosa porque esa tarde tampoco se había encontrado.
Ay, Karen, me dijo una noche tendida en la cama, cada día me pierdo más.

En uno de esos Mezcladores, a eso de la 1 de la mañana, Selma desmontó a su pareja, se vistió los vaqueros entallados y la camiseta y fue a buscarme a mí.
Me encontró muy adentro de un pinar, parada frente a una línea de focos de colores que colgaba entre los pinos, de lejos se oían, apenas, las canciones del apareamiento.
La sentí pararse a mi lado.
¿Qué haces?, preguntó muy alegre, que era como estaba siempre, excepto las horas en que desesperadamente se buscaba.
¿Qué haces?, digo que dijo muy alegre. O sea, además de ver los focos.
Veo también las moscas, dije.
Había moscas en el aire pintado de luz de colores. Me expliqué:
Veo cómo las moscas se acercan a los focos y algunas se paran en los focos.
Ah, dijo Selma.
Seguí explicándole. Eran focos que salvaban electricidad, por ello irradiaban luz fría y no calentaban su cristal, y por ello las moscas, atraídas por la luz, podían pararse sin quemarse sobre el cristal de los focos rojos, azules y amarillos.
Si además los focos fríos condujeran electricidad, le dije a Selma, electrocutarían a las moscas, que caerían muertas al piso.
Ay, Karen, dijo Selma riéndose. Qué cosas se te ocurren.
Entonces se puso en puntas y alcanzó a ponerme un beso en el cuello y Yo salté asustada y di un paso al lado, nadie excepto mi tía y Ricardo me habían besado, aunque él me había besado en la espalda y cuando dormía Yo.
Vuelvo por ti en media hora, dijo Selma feliz, y la sentí irse sobre sus pasos.
Pero fui a pocos Mezcladores. Una vez que noté el diseño del proceso de apareamiento en los Mezcladores, me desinteresé y preferí seguir aprendiendo a dibujar planos de mataderos de la Industria de la Carne y el Pescado.

El profesor de Teoría de la Evolución era un tipo alto y flaco, que usaba vaqueros negros y camisetas negras de manga corta, tenía brazos peludos y la boca ancha y grande y al que los alumnos llamaban el Primate.
La primera clase, el Primate caminó por los pasillos de los pupitres repartiendo un libro delgado mientras decía y repetía:
Vayan y léanlo. Vayan y léanlo. Si tienen dudas, búsquenme en mi cubículo. Vayan y léanlo.
El libro era El origen de las especies, de Charles Darwin y nunca me repuse de leerlo. Es decir, de leerlo y releerlo. Y releerlo.
Selma solía entrar al dormitorio y cerrar los ojos y decir:
No me digas qué haces, yo lo adivino. Tratas de dibujar como El Asesino o estás leyendo a Darwin.
Y de seguro era así.
Bueno, ahora que lo escribo, décadas más tarde, lo primero que debo decir de Darwin, es que ya entiendo su Origen de las especies, o casi, y por eso estoy convencida de que habría que quemar todos los libros de Descartes dado que Darwin anula a Descartes por completo.
Trataré de explicarme.
No sé cómo explicarme.
Se me hace un revoltijo el lenguaje cuando toco este tema, mi tema preferido: la diferencia entre Descartes y Darwin.
Voy a salir a dar un paseo para aflojar el cuerpo y mientras camino, tomar el ritmo para escribir sobre la diferencia entre Darwin y el maldito loco de Descartes.

Bueno, el maldito loco de Descartes tenía una capa negra que le llegaba a los tobillos. Cuando decidía pensar, se envolvía en la capa, para que el mundo no lo distrajera de su pensamiento. Decía: Voy a pensar, luego vuelvo al mundo.
Lo que explica su estúpida frase: Pienso, luego existo.
Y también explica por qué sus pensamientos, pensados bajo su capa negra, son pensamientos oscuros.
En cambio a Darwin le gustaba caminar al aire libre. Era un caminador de kilómetros. En su juventud caminó con sus botas de explorador y bajo el sol a lo largo y lo ancho de las islas Galápagos, en el sur del océano Pacífico, y en sus caminatas se detuvo a dibujar en su cuaderno cuanto animal encontró.
Y por eso lo que Darwin piensa de la vida está lleno de sol y movimiento y de todo tipo de animales.
El desquiciado de Descartes dijo bajo su capa negra:
Hay una raya entre el ser humano y los animales.
Abrió su capa y dijo:
Ningún humano podrá jamás cruzar esa raya.
En cambio, Darwin nunca vio tal raya. Al contrario, lo que vio por todos lados fueron semejanzas, las semejanzas que existen entre los seres vivos.
Vio que los distintos tordos de las distintas islas Galápagos se parecían tanto entre sí que a pesar de ser de distintas especies podrían haber sido hace siglos una única especie que había ido cambiando al estar en lugares con distintas floras y faunas.
Vio también que algunos de los pájaros se parecían tanto a los reptiles que tal vez habían sido reptiles cuyas escamas a lo largo del tiempo se habían convertido en plumas y en algún momento de alegría habían levantado el vuelo por el aire.
Vio que lo mismo podría haberles sucedido a otros reptiles pero de otra forma: que se hubieran convertido a través de millones de años en animales peludos de sangre tibia, es decir, en mamíferos.
Vio que los mamíferos cuadrúpedos tal vez en algún momento remoto se hubieran puesto en 2 patas y se hubieran vuelto primates bípedos.
Y entonces, muchos años después, cuando ya sus botas de explorador llevaban 30 años guardadas en una caja dentro de un clóset de su casa en Inglaterra, vio algo que lo dejó muy quieto: vio que igual era probable que entre los bípedos primates los chimpancés hubieran ido cambiando hasta ser él mismo, un señor científico, un primate pensativo fumando una pipa bajo el sol de un jardín inglés.
Un primate pensativo y parlante, que dijo:
Lo que no es raro. Es decir, no es raro que Yo descienda de un mono superior. Y es que todas las especies vivimos el mismo planeta Tierra, interactuando y cambiándonos entre sí.
Lo que es evidente, pero hasta que él lo puso en palabras nadie lo había visto así de claro.
No sé si lo escribí antes: Darwin lo publicó en 1859 y desde entonces en todas las universidades se aprende como un hecho. Y sin embargo Yo no conozco a ningún ser humano que lo crea de verdad.
Quiero decir, conozco a muchos que si uno les pregunta, ¿qué dijo Darwin de la vida?, lo recitan con más o menos exactitud, pero no conozco a ni un solo ser humano cuya vida diaria muestre que de verdad cree que no hay una raya imposible de cruzar entre él y los seres que no piensan en palabras.
Esto es lo curioso. Descartes vivió en el siglo 17 y Darwin en el siglo 19, y sin embargo los humanos siguen siendo educados por Descartes. Siguen siendo amaestrados durante las 2 primeras décadas de sus vidas para pensar que son su pensamiento, y que el pensamiento es la cosa superior entre las cosas y es lo que los separa, sin remedio, de las otras especies.
Y es cierto, el pensamiento los separa de todo lo demás, pero eso es porque han sido educados por Descartes y no por Darwin.

La doctora Paulina Glickman llegó en una bicicleta amarilla al aula, desmontó y la dejó contra una pared. Lentes cuadrados grandes, flequito gris, zapatos de niño con agujetas, sonrisa de castor: enseñaba los 2 dientes frontales al reír.
Me hizo subir con ella a la tarima junto al pizarrón y me presentó al grupo de estudiantes de Psicometría así:
Ante ustedes, Karen, diagnosticada como una autista altamente funcional.
Por el entusiasmo de la presentación creí que me iban a aplaudir, no fue así. Pero desde un pupitre Selma se volvió a sus condiscípulos y murmuró: es mi amiga es mi amiga, como si Yo fuera su regalo a la clase.
La doctora siguió:
Karen sabe la lista de todos los Premio Nobel de Ciencias. Por favor, Karen, toma asiento junto a la mesa y dínoslos.
Tomé asiento junto a la mesa y los dije. Los Premio Nobel de Física, los Premio Nobel de Química, los Premio Nobel de Medicina, los Premio Nobel de Economía, de 1901 a 1994, año en el que vivíamos.
Al terminar el larguísimo enlistado de nombres recibí un gran aplauso de los alumnos puestos en pie.
Pedí un vaso de agua, y en un minuto lo tenía ante mí.
Lo bebí de un largo y lento sorbo.
Al golpe del vaso en la mesa, un alumno alzó la mano y me pidió, de pie y con gran respeto:
¿Podrías decirnos ahora los reyes de las distintas dinastías de la historia de Francia, por favor?
No los sé, dije.
Se escuchó un aaaah de decepción en el público, pero qué podía hacer Yo, de verdad no los sabía.
Dije:
Pero puedo recitarles 3 capítulos de El origen de las especies de Charles Darwin.
No hoy, dijo la doctora, y dio por terminada esa clase.

Debía asistir cada lunes a la clase de psicometría, los otros días eran otros los casos de estudio. Sentada a una mesa en la tarima, contestaba los exámenes que la doctora, sentada ante mí, me administraba.
Recuerdo bien la prueba de las láminas con manchas de tinta. La doctora me las fue mostrando y Yo fui contestando:
Mancha de tinta. Mancha más grande de tinta. 2 manchas de tinta, una negra, otra roja. Manchas diversas de tinta negra.
Al final de la prueba pregunté cuál era mi calificación y la doctora me dijo muy alegre:
No te preocupes, todo está perfecto.
Y Yo tuve la seguridad de que ella también era una autista altamente funcional, pero mucho más apta que Yo en deshacerse de las personas inoportunas.
Recuerdo en especial la prueba de los triángulos.
Me dio unos triángulos de madera de colores y con ellos Yo debía copiar los diseños que la doctora me iba mostrando en láminas. Pero ahora prendía un cronómetro y sosteniéndolo cerca de mi cara me daba sólo un minuto para armar el diseño.
Varias veces no pude completar el diseño cuando ella dijo:
¡Tiempo!
Y apagó con el dedo gordo el cronómetro. Lo que me fue enervando, y al final me dejó furiosa.
Así que en la semana siguiente llegué después de haber estudiado y pedí que de nuevo me hiciera la prueba de los triángulos.
No, gracias, dijo la doctora, hoy haremos otra prueba.
Yo quiero hacer otra vez la de los triángulos, insistí.
No, Karen, dijo la doctora con cara hostil,
Puse a mi vez mi cara hostil,

Karen, me amenazó la doctora, no seas terca.
Pero terca es lo que soy: saqué de mi mochila la caja de los triángulos que había comprado en la tienda de la universidad, precisamente en la sección de psicometría, la destapé y la volví hacia abajo y los triángulos de colores cayeron con un ¡plaz! a la mesa.
Me senté y armé despacio y con cuidado uno por uno los diseños hasta completar de memoria los 35 que la sesión anterior la doctora Paulina me había mostrado.
La doctora había ido a sentarse en un pupitre y ella y los alumnos me dejaron hacer en silencio. Cierto, en lugar de 35 minutos había tardado en lograrlo 7 días, pero nunca he negado que soy lenta.

Entonces la doctora me envió a un hospital.
Me metieron en un tubo de metal blanco. En la siguiente clase todos los asistentes al curso, incluida Yo, teníamos en la mano una foto a color de mi cerebro.
La doctora dijo:
Noten la materia blanca entre los 2 hemisferios. Como saben, ésa es la materia que comunica las distintas funciones cerebrales. Noten que la materia blanca de Karen es más estrecha que la de un cerebro de una persona neurotípica. ¿Por qué es más estrecha? ¿Viene en su programación genética que sea así o es así porque en el momento de su vida donde debió recibir ciertos estímulos para crecer, no los recibió?
Creí que me preguntaba a mí y dije:
No lo sé, doctora.
Ni nadie nunca lo sabrá, Karen, dijo la doctora, y dio 3 pasitos hacia los alumnos.
Por eso, les dijo a ellos, su cerebro hace menos conexiones entre sus distintas áreas que el cerebro normal. Pero también por ello Karen tiene ciertas capacidades anormales envidiables. Por ejemplo, una memoria superior, como nos consta. O por ejemplo, también tiene...
Empezó la frase, pero en lugar de terminarla se mordió con sus 2 dientes de castor el labio inferior y se rascó la mollera, y dio por terminada la clase.
Siguieron pruebas en papel. Pruebas con fotos. Pruebas y más pruebas.
Así se fue el curso.
Al final de la última clase, la doctora me prometió que recibiría una A plus y Yo le pedí que me diera los resultados de los exámenes psicométricos.
No es útil ni recomendable, me contestó. Te repito, eres perfecta.
Estaba por replicarle, pero montó su bicicleta amarilla, y Selma y Yo la vimos irse pedaleando por el pasillo, y después por la ventana la vimos irse por una vereda entre los pinos, y entonces Selma me invitó a lonchear.
En la cafetería me dijo que estaba orgullosa de ser mi mejor amiga, que por su mejor amiga haría cualquier cosa, que le dijera cuál era mi mayor deseo, y de pronto, esa misma noche estábamos a orillas de una carretera en otro estado de los Estados Unidos de América, en Pensilvania, Yo y Selma en una camioneta destartalada tomando café negro de un termo plateado y esperando que amaneciera.

El cielo claro fue subiendo del horizonte y pudimos ver el complejo más humanitario para la matanza de reses del continente americano.
Bueno, es una forma inexacta de hablar. Desde la camioneta destartalada en realidad nada se veía más que una barda de cemento gris que se recortaba desde la hierba verde y contra las montañas de roca amarillas.
Es enorme, murmuró Selma.
Fuera de la camioneta, sobre el traje de buzo, pero sin visor ni aletas, me puse el overol y la chamarra grises y el casco amarillo que había comprado en el pueblo vecino. Selma me detuvo la mochila para poder montármela a la espalda, levanté de la hierba con una mano mi cámara de vídeo y con la otra la cuerda con gancho de alpinista, y eché a andar.
Pero regresé sobre mis pasos para preguntarle a Selma:
¿Y si no le gusta a El Asesino que haga mi examen final sobre su complejo?
Se sentirá halagado, dijo ella. ¿No es su mayor orgullo esta planta?
Lo repensó y dijo con voz temblorosa:
Oye, Karen, pero te pido algo. No me cuentes lo que veas ahí adentro.
Se paró en las puntas de los pies para ponerme los labios en la mejilla, pero di un paso al lado y no pudo.
Correcto, dije.
Regresé sobre mis pasos. Olía a clorofila y sonaban los grillos y los silbidos de los pájaros.
Resultó que la barda no era tan alta. Enganché la cuerda a su borde, la trepé, me detuve de pie en el borde de la barda.
Sí, era enorme el complejo.
Ante mí se extendían unos 2 kilómetros de pastura y el complejo en sí estaba más allá. A la izquierda, un corral redondo donde las reses, a la distancia, parecían hormigas cafés, moviéndose lentas y tranquilas. Del corral desaparecían por un corredor de paredes altas de ladrillos rojos que iba a dar a una mole de concreto blanco, sin ventanas, como de 1/2kilómetro. Y, por fin, a la derecha de la mole de cemento, reaparecían en el estacionamiento, es decir: reaparecían convertidas en paquetes de carne ya trozada, empaquetada y refrigerada, que los diminutos empleados transportaban en diablitos e iban subiendo a 55 camioncitos rojos, cada uno con unas letras casi microscópicas en los costados:


Food, Co., stress free meat


Mis botas cayeron firmes en el suelo de barro.

Los planos de los otros estudiantes eran de 1,5 por 0,70 metros, cada uno enrollado y colocado en un portaplanos de 0,8 metros. El mío era de 5 por 7 metros, enrollado y colocado en un portaplanos de 5 metros.
Cuando Gabriel Short llamó mi nombre y bajé con ese tubo de 5 metros de largo se abrió un silencio en el salón. Gabriel sólo indicó con una mano que lo dejara sobre el escritorio con los otros planos.
Vi a Short irse con los planos metidos en una especie de cubeta de cuero que cargaba a la espalda. Mi plano lo llevaba bajo el brazo. En la esquina donde se propuso doblar, tuvo que maniobrar un rato con mi plano, para, por fin, lograr doblar.
A la semana fui al aula 37 por mi calificación. Me asomé a la hoja de calificaciones pegada al pizarrón. La mitad de los alumnos aparecían reprobados, y al lado de mi nombre no había una calificación, y en cambio sí una nota escrita en lápiz.
Búsqueme en mi casa el sábado a las 12 AM.
Fui al escritorio donde Short regresaba los planos a los cabizbajos estudiantes.
Mi plano, le pedí.
Short dijo:
Busca al doctor en su casa el sábado a las 12 AM.

Una casa de 2 pisos hecha de ventanales unidos por aristas de hierro negro, rodeada de pinos verdes. Una casa que, según había escuchado decir a alguien no sé dónde, había sido construida por un famoso arquitecto. El arquitecto Wright.
En fin, me abrió Short. Miré el techo, él miró mis botas de piel amarilla.
Pasa, dijo, y me franqueó el paso.
En las escaleras me detuve para mirar la famosa condecoración del Comité Pro-Matanzas Humanitarias de Animales. Dentro de un marco con cristal, colgaba de un listón azul celeste, una moneda grande de oro, con el perfil de un señor en bajorrelieve y la leyenda Nihil consensui tam contrario est, quam vis atque metus: quem comprobare contra bonos mores est, que es latín, y como Yo no hablaba latín, ni hablo, no supe qué significaba, ni lo sé ahora.
No lo hagas esperar, musitó Short, 4 peldaños arriba.


 8


Huntington estaba de pie en su estudio de la segunda planta, mi mapa estaba extendido en el piso, tan grande como un tapete.
Dijo:
Se necesitan bolas o mucha estupidez. Perdón, señorita, ovarios. Se necesitan ovarios del tamaño de bolas. Dibujar el plano de mi instalación para carne de res y presentarlo como examen.
Se reacomodó los lentes, gruesos como lupas.
El detalle de tu dibujo es..., ¿cómo decirlo?, enloquecedor. Dibujaste uno por uno los ladrillos del corredor por donde entran las reses.
Es de ladrillos, ladrillos, dije.
Sí, dijo él, de ladrillos rojos.
Rojos, afirmé Yo.
Dibujaste la bomba de agua que está en la parte exterior del corredor de entrada al matadero. Dibujaste los ductos de agua del techo de la cámara de baño de las reses. Dibujaste los letreros con los logos de la empresa que están por todas partes. Cada uno de los 33 jodidos logos de latón. Dibujaste una jerga de 2 metros que colgaba accidentalmente de un tubo en la cámara de muerte. ¿No asististe a mi curso, Karen?
Ya son 3 cursos. Asistí a cada clase de los 3 cursos. Y dibujé planos cerca de 1000 horas, para prepararme.
Huntington resopló, las aletas de las narices se le movían muy aprisa y Yo no entendía su rabia.
Un mapa es una abstracción, alzó la voz. Debe contener solamente información útil. ¿Por qué no hiciste de una vez un mapa de 30 metros cuadrados?
No conseguí papel de ese tamaño.
¡Concéntrate!, gritó. ¡Un mapa útil ignora los detalles, para capturar el diseño general!
Esto es..., dijo más suave El Asesino y con el zapato alzó el borde del plano, esta mierda es inútil.
Es útil para las reses, reses, murmuré Yo.
¿Perdón? Repítelo, no te oigo.
¡Es útil para!, alcé la voz, ¡para las reses!
Huntington enarcó ambas cejas por arriba de los lentes, sorprendido.
¡Las reses no saben leer planos!
Tragué saliva, y tensa, seguí gritando.
¡Quiero decir que se ve en el plano todo lo que ven o escuchan las reses!
¡¡¿Y cómo mierdas sabes tú qué diablos ven o escuchan las reses?!!
¡¡Caminé con las reses por toda la instalación hasta la cámara de muerte!!
¡¡¿Caminaste?!!...
Huntington apretó los labios. Se rascó la cabeza.
Habló de nuevo en un volumen normal:
¿Y quién te dejó pasar? Está prohibido el acceso.
Salté la barda.
Y dentro, ¿nadie te paró?
Usaba un uniforme igual al de los trabajadores.
¿Y cómo mierdas lo conseguiste?
Lo compré en la tienda del pueblo donde viven.
Es un delito, dijo Huntington amenazándome con el dedo índice, has traspasado propiedad privada. Es un delito grave que amerita cárcel.
Pero luego puso cara de amigo
Bueno, ¿y qué, señorita Capacidades Diferentes? Las reses no pagan los mataderos.
Ah, dije.
¡Ironía!, exclamó él. Y siseó entre los dientes, creo que era una risa. En todo caso, una risa furiosa. Y por fin se jaló la corbata negra.
Eso fue ironía, repitió. Mierda, olvídalo. Eres un robot. Un androide extraterrestre. Bueno, olvídalo.
Bajó la voz al decir:
Está bien. Cuéntame qué viste.
Las reses, empecé Yo, las reses reaccionan con temor a los ladrillos porque no los reconocen, nunca han estado en un túnel de ladrillos rojos, y además se sienten encerradas y sin saber adónde van. Las reses, después, se aterran con el ruido del motor de la bomba de agua, que suena muy alto, como un animal grande y furioso. Ya aterradas, las reses sienten que la jerga roja y larga oscilando del ducto de agua arriba es otro peligro y al verla ahí arriba, oscilando y goteando, retroceden y se atropellan entre ellas y sienten más miedo. Las reses, con cada lámina de latón de la empresa, donde el sol se refleja, se deslumbran y se angustian todavía más, y berrean. Las reses se estrellan, se estrellan, unas contra otras, contra otras, en esta curva, aullando. Las reses llegan muy estresadas, muy estresadas a la cámara de muerte y entonces ven, tienen que ver mientras esperan su turno, cómo les aplican la pistola aturdidora a otras reses, otras reses que son sus amigas, con quienes se han pasado los últimos días, ven cómo les disparan, disparan, y se estresan entonces mucho más, y, y, y.
¿Puedes hablar sin tartamudear?, me interrumpió con violencia Huntington.
No, no ahora, dije. Estoy muy, muy estresada.
Agregué:
Por eso necesitaba un plano, un plano tan grande, para todos esos detalles.
Huntington echó a caminar alrededor del mapa, nervioso, diciendo:
Está bien, tartamudea lo que quieras, pero tenme piedad y deja de decir imbecilidades como: las reses sienten esto o lo otro, las reses sienten terror, las reses ven a sus amigas. Deja de decirlo, si quieres sonar como una zootécnica y no como una idiota. Nadie puede sentir como una res sino una res. Nada más estás interpretando antropocéntricamente. Aullaban, y tú traduces que tenían pánico. Tal vez lo que tenían era hambre. O tal vez le cantaban al Dios de las reses.
Siseó, es decir, creo que se reía.
De todos modos, dijo deteniéndose en seco, esto, tu plano, es en suma una jodida idiotez.
Jodida: del verbo joder, traducción del inglés al español del verbo fuck, que esa tarde Huntington usaría muchas veces en distintas derivaciones.
Detrás de él noté una vitrina con un rifle de doble cañón y bajé la vista, angustiada.
Él siguió:
Para empezar, para ver realmente lo que miraban las reses, tendrías que tener los ojos en los costados de la cara, como las reses, ¿no es cierto?
Lo pensé 2 minutos. Y contesté:
Puede ser.
¡No, no puede jodidamente ser!, exclamó él, ¡es jodidamente, absolutamente, cierto! ¡Tener los ojos a los costados de la cabeza es totalmente distinto que tenerlos al frente como tú! ¡Es ver con un ángulo muy abierto y sin profundidad, mientras tú miras con un ángulo estrecho y con profundidad! ¡Está bien! Está bien, está bien, se tranquilizó a sí mismo. Quédate a comer.
¿A comer?, pregunté.
Sí, a comer, dijo todavía tenso. Quiero hacerte una propuesta, señorita Res. Aunque primero tomaremos un whisky.
 
Lo tomó él y Short en el primer piso, porque Yo no bebo, y por fin con whiskys en las manos me flanquearon para sentarme a la mesa del comedor.
No sé de dónde apareció una sirvienta y nos sirvió una sopa. Puse en la sopa la mirada, era de tomate. Oí a Huntington decir:
Recuerdas lo que alguna vez dije en clase sobre un pajarito con un ala quebrada. Dije que lo misericordioso es romperle la otra ala, para que no se esfuerce en volar, en vano. Bueno, tú has logrado tener, nadie puede negarlo, una capacidad para el dibujo que yo jamás he visto.
Fotográfica, musitó Short.
Fotográfica, confirmó Huntington. Ésa es tu ala buena. Pero tienes una inteligencia inferior. Ésa es tu ala quebrada. Nadie toma sopa, pasemos a la carne.
La sirvienta, que se movía a pasitos apanicados, se apuró en cambiarnos el plato de sopa por el de carne.
 
Huntington cortó con el cuchillo de plata un trozo de su filete. Se lo llevó con el tenedor a la boca y masticó. Todavía masticando señaló con su cuchillo mi plato:
Come, ordenó.
No como carne, dije.
Él dijo:
Una zootécnica vegetariana. Jodida cursilería.
Bueno, dijo Huntington después de un silencio en que se oyeron los cubiertos trabajar en la losa, he aquí el dilema que se le plantea al maestro que soy. Te disuado de seguir estudiando, es decir, te lo impido, es decir, te repruebo y recomiendo vivamente a la dirección de la universidad que se te cese. O bien...
Cortó otro trozo de carne. Se metió la carne a la boca y masticando completó la idea.
... o bien te doy alas, Karen. ¿Conoces la expresión: te doy alas?
¿Me da alas?, dije, tratando de pensar rápido si Huntington podía darme realmente alas.
Te doy una oportunidad maravillosa, dijo él, y tragó la carne. Te doy una oportunidad que supla el ala quebrada que te falta. Te doy un ala prestada, pues. ¿Me entiendes?
No sé, dije.
Short alargó la mano para tomar el molinillo de pimienta.
Quiero decir, dijo Huntington, que te doy un camino para ser una persona de importancia en nuestro campo. En breve, estoy ofreciéndote trabajar conmigo.
No lo podía creer y lo dije:
No lo puedo creer, doctor Huntington.
Créelo. De nada te sirve dibujar bien algo que ya existe. Con esa virtud puedes volverte paisajista, exponer en ferias de arte de pueblitos, pero no puedes convertirte en una verdadera técnica en Zoología. Lo que sí puede suceder es que dibujes los planos de Charles Huntington.
Alisé frente a mí el mantel, atenta a destruir las bolsas de aire que se habían formado.
Yo imagino el diseño, explicó Huntington, te lo describo, hago los trazos generales, y tú lo rellenas. Lo vuelves verosímil para el comprador. Incluso podríamos publicar un libro juntos de gran formato.
Short, muéstrale nuestro libro, dijo Huntington, y Yo no moví la mirada del mantel.
Bajo mis ojos, Short deslizó un libro grande y en la portada blanca estaba escrito con letras rojas:
 
MATAR CON PIEDAD



de

Charles Huntington

 
¿Qué te parece el libro de Short y yo?, oí que preguntaba Huntington.
Dije sin alzar la vista:
No aparece el nombre de Short.
Vi de reojo que Huntington movía su plato vacío 10 centímetros hacia el centro de la mesa y oí su voz exasperada:
Dentro del libro está el nombre de Short.
Oí disculparse a Short:
No convenía poner en la portada mi nombre. Estrategias del editor.
Así que ya está dicho, oí decir a Huntington. Quiero emplearte como mi mano derecha. Mi dibujante de planos. Con un sueldo considerable, además. 3 mil dólares al mes por medio día de trabajo diario. Más la mitad de los créditos de la carrera. Trabajas acá, no tienes que tomar mis cursos, que son los cursos centrales y difíciles de la carrera, porque como digo te regalo los créditos, y obtienes un título, que de otra forma me temo que nunca obtendrías. ¿Qué te parece?
La mano de Short sacó de mi campo de visión el libro.
¿Karen?, preguntó Huntington. Contesta, ordenó. ¿Qué te parece?, ¿estás contenta?
Alcé la mirada y pregunté mirando a una pared, pero teniendo en una esquina de mi campo de visión a Huntington:
¿Y la calificación del curso de planos?
Siempre distraída por el jodido detalle, masculló Huntington, las aletas de la nariz de nuevo inquietas. Vale mierdas el curso de planos, Karen.
Necesito una A en este curso, dije.
¿Qué es lo que no entiendes, Karen?, dijo él acodándose en la mesa, los músculos de la cara apretados, los ojos como de sapo tras los lentes. Estoy ofreciéndote ser la dibujante del doctor Charles Huntington. Dime de inmediato qué mierdas no entiendes.
Necesito una A, repetí.
Muy bien, murmuró El Asesino. Te doy una A, si aceptas. O una F, si no aceptas.
¿Si no acepto la A?, pregunté mirando al techo.
Me asustó un tintineo: Huntington con una cucharita golpeaba su copa. La sirvienta vino con sus pasitos de terror a retirar los platos.
Pregunté otra vez:
¿Me va a poner una A? Necesito una A.
Gabriel Short intervino:
Que lo piense durante las vacaciones, profesor.
Todo se relajó con esa idea.
Pero me sobresaltó un campaneo. Un campaneo grave, sonoro, misterioso, que nadie en la mesa producía.
Es el reloj de la sala, explicó Short.
Huntington dijo:
De acuerdo, Karen. Piénsatelo durante las vacaciones. Pero el primer día de clases espero un sí.
Se rió entre dientes, siseando, y vi de reojo que se alisaba el pelo gris con ambas manos. Agregó:
Te digo qué. Mientras tanto te pondré una A. Como señal de buena fe. ¿Ahora sí estás contenta, Karen?
Dije que sí con la cabeza varias veces.
Junto a la puerta, me extendió la diestra con cara de amigo.
No hago eso, dije también con cara de amiga. Dar la mano.
Él adelantó entonces la diestra para tomar la perilla y abrir la puerta que daba al jardín.
Disfruta tus vacaciones, dijo.
¿Puede regresarme ahora mi plano?, pedí.
Ah, tu plano. ¿Dónde quedó?
Arriba en su estudio, dije.
Ah, sí, arriba. Te lo regreso cuando vuelvas de las vacaciones. Buenas tardes.
Es que, empecé, pero me interrumpió con voz firme:
No quiero subir por él, Karen. Me dejaste muy fatigado. ¿Sabes que puedes ser extenuante, señorita Res?
Short puede, empecé Yo, pero me interrumpió otra vez:
¡Short no es mi mandadero, Karen! Te lo regreso cuando nos veamos en diciembre. De nuevo, felices vacaciones.
Y ya cuando estaba Yo 3 pasos en el jardín oí que decía algo extrañísimo:
Yo también disfrutaré las mías, muchas gracias.
 
Nunca fantaseo. Excepto cuando sí fantaseo. Es tan raro para mí fantasear, que lo que imagino lo tomo como algo sólido, como un hecho.
En cuanto abrí la puerta y vi a Selma sentada con las piernas cruzadas en la cama viendo televisión, estuve segura: Huntington me había robado el plano. Nunca volvería a ver mi plano. Mi plano que probaba que su planta de matanza humanitaria era una casa de terror.
Huntington lo cortaría con una segueta en 5 trozos, metería los 5 trozos en su chimenea y les prendería fuego, se calentaría las palmas de las manos con la hoguera de mi plano, y mi plano terminaría convertido en cenizas, en su chimenea.
Salté de 3 en 3 los escalones del edificio de dormitorios. Pulsé el timbre de la casa de Huntington, me abrió Short, lo aferré por un hombro, lo corrí a un lado, pasé por las escaleras junto a la condecoración colgada en su listón azul celeste, en el piso del estudio no estaba ya mi plano, estaba probablemente en su portaplanos de cartón rojo que estaba en la mano de Huntington, fui directo a tomárselo, pero lo movió a un lado, diciendo:
Calmada, Karen, regálamelo, ¿qué más te da? Además, es más mío que tuyo, ¿entiendes?
¿Por qué?, dije.
Piénsalo con cuidado. Es un plano de mi instalación para reses.
Lo grité palabra por palabra:
¡YO! ¡LO! ¡QUIERO! ¡HUNTINGTON!
Y mi mano atenazó la muñeca de la mano con que Huntington sostenía el portaplano. La apreté hasta que él lo dejó caer al piso y entonces me agaché para cogerlo, pero Huntington lo pateó y rodó hasta una pared y ahí él llegó antes que Yo, lo recogió, abrió una ventana y lo lanzó fuera.
Short, le dijo a Short, que había aparecido en el quicio del estudio, ve por el plano al jardín. Y tú, Karen, vete por favor.
Tanto entrenamiento para controlar el tamaño de mis emociones, para hacerlas pequeñas, civilizadas, como decía mi tía Isabelle, y en un instante explotó toda mi rabia. Fui directo a Huntington y le agarré el cuello con la diestra, lo hice retroceder hasta una pared y con la rodilla le solté un golpazo en los cojones, es decir, técnicamente la parte más blanda del cuerpo del macho humano.
Huntington se aflojó completamente pero lo sostuve por el cuello contra la pared y con la otra mano le clavé un puñetazo entre los lentes.
Y ahora sí lo solté.
Cayó al piso como si fuera un saco de papas, con la cara contra la duela y los lentes cuarteados a un lado, y ya no se movió.
No se movió mientras una mancha de sangre iba formándose bajo su cabeza y alcanzaba las suelas de mis botas.
Di un paso atrás para no manchar las suelas de sangre.
Y entonces fue que Huntington se movió: de un tirón se alzó sobre las rodillas y las palmas de las manos y con la cara llena de sangre y la corbata rozando la duela empezó a gatear hacia la esquina donde en una vitrina estaba el rifle de doble cañón.
Antes que él llegué Yo, saqué de la vitrina el rifle, apunté, y al disparar contra un ventanal la explosión me aventó hacia atrás: al caer sentada en un sillón, el rifle se me volvió a disparar, como resultó contra otro ventanal, que se cuarteó como el primero.
Al tercer ventanal le disparé ya por puro gusto de verlo cuartearse: se cuarteó y después cayó en pedazos al jardín.
En el jardín estaba Short más corto de estatura que hacía unos minutos, parado entre los añicos, y con mi portaplanos rojo. Me lo entregó muy amablemente y a cambio Yo le entregué el rifle.
Le dije:
Dile que no quiero ser su jodida dibujante.
Y es por eso que me expulsaron de la universidad.
 
2 días después bajaba con mi traje de buzo por las escaleras de la casona de Mazatlán, las aletas al hombro y la Nunutsi haciendo eses entre mis pasos, con esa gracia exacta que impide que nunca la atrape al cerrar el paso, unos señores colgaban en la pared de la sala mi plano gigante, enviado a enmarcar en un marco de madera negra por mi tía, salí a la terraza donde mi tía Isabelle desayunaba con un señor pelón, su nueva pareja de apareamiento según me había anunciado, le puse un beso en la mejilla, a mi tía, no al Pelón, crucé el patio de la alberca y llegué a la playa con los árboles limoneros que Ricardo había plantado para dejarme un recuerdo antes de irse por el mar nadie sabía adónde, en el muelle de madera bajé a la lancha y arranqué su motor y perseguí el horizonte hasta que en alta mar apagué el motor y por fin reencontré el paisaje de mi tranquilidad.
Nadie ni nada humano a la vista.
Mar y cielo.
De pronto una Y de diminutas aves negras.
El sol, una bola de fuego blanco.
Sentada al borde de la lancha, me dejé caer de espaldas para entrar con el visor atunero primero al mar.
El visor atunero: había tapado la vista frontal del visor con 2 espejos ladeados, que me permitían mirar a mis flancos, como si fuera un atún, y así seguí descendiendo, viendo a los costados el agua verde.
Descartes no sólo escribió sobre la forma humana de pensar. Escribió otros libros sobre la forma de hacer ciencia, que nunca leí, afortunadamente. Y también escribió, al final de su vida, un libro muy delgado sobre la felicidad, que sí leí, y que es por desgracia menos famoso que los otros.
Después de muchas palabras y 25 hojas, Descartes escribió que la felicidad es un asunto de los sentidos. Ver, oír, tocar, oler, saber con la lengua: ésa es la felicidad. Después, Descartes escribió muchas otras hojas llenas de palabras, lo que es una lástima porque ya había llegado a la verdad en la página 25.
Sí, la felicidad más sencilla, y más feliz, es sentir con los sentidos. Pensar con los ojos y la piel y la lengua y las narices y el oído.
En la capa azul turquesa me estiré de costado para descender mirando por el visor atunero y a través del techo de agua iluminada las nubes blancas.
Y mirando a 6 peces rojos viajar de nube en nube, volvió a serme poco claro para qué la fantasía es necesaria.
¡Ups! Un pez amarillo tapó el sol. Por un momento.
Y en la capa azul profundo una bola gris vino girando hacia mí, y golpeándome delicadamente en mil partes, toc toc toc toc toc toc, se dispersó en mil macarelas color acero que se fugaron hacia lo azul oscuro.
De nuevo, ¿para qué es necesaria la fantasía? La fantasía: la filosofía o la religión o las historias de cosas que no existen.
¿Para qué habiendo una realidad y teniendo sentidos?
Para ser feliz basta sentir con los sentidos y sin Descartes. Con los sentidos y sin palabras. Basta estar con el cuerpo entero en la realidad.
Y para ser más feliz hay que abrirse a la realidad como si la realidad fuese lo que uno piensa.
Pensar con las aletas de esa barracuda que asciende en diagonal dejando tras de sí una estela de burbujas.
Entre los listones rojos de un bosque rojo de algas, encontré un claro de arena con una piedra plana verde en un borde, coloqué ahí mi cabeza y esperé a que mi cuerpo bajara a la arena.
Un triángulo blanco: una mantarraya blanca: mientras su sombra recorría a lo largo mi cuerpo, fijé la alarma del reloj contador del tanque, para que sonara cuando sólo quedara suficiente oxígeno para volver al aire, y me fui de mi Yo: mi Yo se diluyó en el agua pesada, azul y lenta, ese No Yo enorme y feliz, el mar.
 
Algo curioso. Una mañana de mucho sol, hete aquí que encontré, colgada de un clavo en la pared de mi dormitorio, brillando como un pequeño foco plano y redondo, la medalla de oro del Comité Pro-Matanzas Humanitarias.
Como ya he contado, todo me ha costado a mí mucha constancia, mucha perseverancia, mucha ansia pura, pero tengo esa pequeña suerte, que las cosas que me gustan mucho se aparecen luego en mi casa, de pronto.
 
 
 9


Los atunes de aleta amarilla siempre viajan. Nunca duermen.
De verdad, nunca se detienen a dormir o siquiera a descansar. Si se detuvieran, se hundirían y morirían, así que pasan sus vidas enteras migrando.
Sus vidas enteras: entre 7 y 11 años.
Migran en tribus por aguas calientes siguiendo la costa del continente americano, desde Estados Unidos hasta Chile, y de vuelta, hacia el norte. No tienen calendario como otros tipos de atunes, no siguen una ruta fija anual y sus sitios de desove no se repiten, pero esto sí hacen: nunca dejan de migrar.
Migran, dicen algunos biólogos, para buscar alimento, porque consumen 1/3 de su peso cada día mientras migran. Que es lo mismo que decir: viajan por el océano para alimentarse para seguir viajando. En algún momento del largo viaje de miles de kilómetros se les unen los delfines, nadando arriba. Respirando arriba por los agujeros que tienen en la testa. Guiando arriba. Vigilando arriba la temible llegada de algún tiburón o una ballena comeatunes.
Metros abajo, la tribu de los atunes captura peces menores. Al masticarlos, trozos de alimento suben a la capa de los delfines, que se alimentan de esos restos.
A medio viaje está la costa de México. Y los barcos atuneros mexicanos, acechando.
Y muy alto, a más de 35 mil kilómetros de la superficie del mar, flota en el silencio del espacio celeste un satélite poliédrico, con capacidad para fotografiar ciudades, puertos, islas del Pacífico mexicano, y también movimientos discretos en el mar, como una procesión de aletas y columnas de vapor, es decir, una procesión de delfines, es decir, el aviso de una tribu submarina de atunes.
 
En alta mar, a la altura de Mazatlán, el horizonte de 360 grados estaba a la derecha rayado con una luz roja y a la izquierda la luna redonda y blanca flotaba en la noche. Entonces las vi, las primeras aletas asomando.
Me dejé caer de la lancha y, sumergida, nadé hasta la tribu de atunes, que de inmediato se inquietaron.
Uno me aventó, con su costado, otro me recibió con otro empujón, un tercero me dio un lento coletazo que me envió metros atrás, hacia el final de la tribu.
Me dejé rebasar por todos los atunes y bajo la sombra de los últimos delfines encendí el motor cilíndrico colocado en mi espalda, a un lado del tanque de oxígeno, para seguirlos.
2 atunes grandes se retrasaron para nadar a mis costados. Sin tocarme, me sentían a medio metro de distancia. Durante una hora de viaje no hice nada para distinguirme de ellos, excepto existir con otra forma, lo que esperé que no los ofendiera o estresara.
Bueno, a la hora de nadar a mis costados me olvidaron y se adelantaron para tomar su lugar intermedio en la tribu.
Miré mi reloj de tiempo de pulsera.
Si en los 2 buques varados en alta mar los capitanes habían seguido atentamente las imágenes del satélite, ahora mismo estarían bajando las lanchas al agua, que se deslizarían para extender la red de medio kilómetro de diámetro, pero esta vez sin flotadores amarillos, sino azules, del color del mar.
Sumergida la red, apagarían todos los motores, y empezaría la parte más enervante de la pesca, la espera.
Podía imaginar a los marineros, recargados contra el borde del casco de la cubierta, alguno encendiendo un cigarro, preparados para la pesca de atún más lenta en que jamás hubiesen participado. La idea de la sobrina lenta de la dueña de Atunes Consuelo.
 
Entramos los delfines y los atunes y Yo a la red. Podía verla debajo de mí: la red que empezó a tirones a alzarse.
Desde 10 poleas en cada uno de los 2 barcos, la red se alzaba a tirones. Las lanchas a media velocidad rodeaban el cerco, y los marineros clavaban los arpones solamente en los atunes tercos en escapar. Los delfines, en cambio, sin que nadie los molestara y con suficiente tiempo en esta pesca lenta, fueron saltando por encima de la red.
3 buzos, conmigo 4, abrazamos a los pocos delfines desorientados para jalarlos fuera de la red. Una lucha tremenda cuerpo a cuerpo por hacerlos escapar, a los delfines rejegos.
Los delfines están fuera, voceó por un altavoz un capitán.
Del buque 1 la red se fue elevando y una compuerta se abrió en el costado del buque 2. La red convertida en resbaladilla hizo caer a los atunes plateados uno tras otro dentro del buque 2 a una piscina de agua de mar en su panza, ventilada por claraboyas abiertas.
Los atunes se hundían en la piscina buscando salidas, chocaban contra el barco, en cubierta sentíamos sus arremetidas irse espaciando y suavizando.
Hasta cesar.
Habían vivido algo muy inesperado, pero rápido, y la sangre derramada había sido poca.
En el mar quedó sólo una mancha de espuma rosa de aproximadamente 400 metros de diámetro.
Media hora después, la mancha rosa se había diluido.
 
Okey.
Eso les dije por el radio a Peña y mi tía, que esperaban las noticias en la torre del muelle de la atunera.
Me gusta mucho ese término: Okey. Viene de la guerra civil estadounidense, en el siglo 19. Los generales lo escribían en sus reportes de novedades de guerra cuando nadie en esa jornada había muerto.
Zero killed — O killed = OK = okey.
Okey, respondió mi tía, y cortó.
Fuera de la cabina de radio, en la cubierta del barco, el tipo de Greenpeace se zafó la caperuza del traje de buzo. Tenía el pelo café con las puntas doradas, como Ricardo.
Dijo:
La pesca más libre de estrés de atún del planeta Tierra, felicidades.
Lo corregí:
Si uno descuenta las de Palermo, que todavía se hacen con métodos preindustriales.
Aún más pacífica que ésas, sonrió él.
Agregó:
Y 100% segura para los delfines.
 
Junto al muelle 4 habíamos sumergido en el mar una espaciosa jaula para los atunes. ¿Para qué encerrarlos en espacios chicos?
Porque cuestan menos, había dicho el ingeniero Peña cuando le ordené el tamaño de la jaula. Se sacó los lentes, se los volvió a poner.
Porque cuestan menos, le insistió a mi tía Isabelle varias veces. ¿Por qué usar tanto metal si los atunes pueden estar en una jaula chica?
Pero mi tía le dijo:
No sea cuentacentavos, Peña.
El río de atunes, 80 en total, entraron en la jaula, y antes de que se toparan con los barrotes, soltamos desde arriba la carga de sardinas. Se pusieron a comérselas, olvidados de los barrotes.
Entré a la jaula en mi traje de buzo, con mi visor atunero para revisar que todos estuvieran bien, y una cesta de camarones a la espalda. Los atunes fueron volviéndose a verme. Me fueron rodeando. Sus ojos negros, redondos, las pupilas agrandadas, fueron endureciéndose, fijas en mí.
El término técnico es mirada depredadora: cuando los animales grandes rodean a un animal más chico, que en este caso era Yo, la mirada depredadora precede a que se lo almuercen.
¿Me reconocían?, me pregunté. ¿Entendían que Yo los había conducido a esa cárcel?
Me fijé en particular en un atún, en cuyo ojo negro palpitaba, milimétrica, una mancha amarilla y que a mí me pareció de pronto amenazante. Giré despacio lanzando puñados de camarones y para mi alivio los atunes abrieron las fauces para zamparse los camarones.
Lo que pasó a continuación fue de lo más inesperado.
El atún con la mancha amarilla en el ojo negro acercó a mí su hocico, y despacio me aventó, como si quisiera ver cómo reaccionaba Yo.
Bueno, adelanté la cabeza y a mi vez empujé al puto atún, aunque igual sin fuerza, nada más para que supiera que Yo también sabía empujar.
Entonces los otros atunes se acercaron y uno de ellos volvió a aventarme con el hocico, otra vez despacio, y Yo regresé a aventarlo a él con la cabeza.
Estuvimos jugando así un rato, a los cabezazos, como buenos amigos, amnésicos de la pesca ocurrida hacía días.
 
Habíamos instalado una cinta móvil a lo largo del muelle 4, desde el extremo donde estaba sumergida la jaula de atunes hasta la acera de la atunera, donde se levantó un graderío para el público:
Nuestros 10 capitanes, nuestros empleados principales, el rabino Chelminsky, de Maine, Estados Unidos, y su matarife, de cuyo nombre no me acuerdo, el nuevo Secretario de Pesca del país y el nuevo alcalde de Mazatlán.
3 marineros sacaron al primer atún de la jaula, lo amarraron a la cinta de hule, un cuarto marinero lo deslumbró con el flashazo de una lámpara de neón, prendieron el mecanismo y la cinta de hule llevó al atún hasta mí, que lo esperaba en mi traje de destripadora, blanco y con botas blancas, y con una pistola de aire comprimido en la mano.
Coloqué mi otra mano en el costado del atún, que palpitaba como si tuviera un tambor dentro, lo presioné, y mi caricia firme lo tranquilizó, aunque no dejó de boquear, porque se asfixiaba, ni sus ojos dejaron de moverse inquietos, porque seguramente alucinaba por la asfixia, entonces me apresuré a colocarle la pistola junto a un ojo negro que de pronto se fijó en mí, húmedo.
Disparé.
El atún se arqueó para arriba, luego se aflojó de golpe.
2 marineros lo cargaron a un contenedor alargado, de plástico naranja, relleno con rebaba de hielo.
El siguiente atún llegó. Lo acaricié con firmeza para sosegarlo.
Le disparé.
Lo metieron en otro ataúd congelador.
Mientras el tercer atún venía en la cinta de hule, el rabino y el matarife se acercaron. Venían en overoles y guantes blancos de carnicero, ambos con barbas hasta el pecho, el rabino usaba además un elegante sombrero panamá de alas grandes. Tendieron una colchoneta de plástico para hincarse en ella.
Bajo mis indicaciones, el matarife tranquilizó con caricias de presión intensa al atún.
Dije en inglés:
Dispare.
Un momento, respondió el rabino en inglés.
El matarife dijo no sé qué en hebreo, la mano enguantada en blanco sobre el atún que se asfixiaba y los ojos en el cielo perfecto de esa mañana, parecía que sucedía una eternidad mientras seguía hablando en ese idioma extraño, Yo alcancé a ver la gradería, donde nuestros invitados miraban hacia el piso o hacia la atunera, es decir, hacia cualquier otro lado menos al lugar del asesinato; de hecho, mi tía Isabelle, sentada a un lado de su pareja el Pelón, con lentes grandes y oscuros y bajo su sombrero de tela blanca, miraba al lugar más lejano posible, el horizonte del mar plateado.
El matarife terminó por fin su oración pronunciando una palabra:
Amén.
Y disparó la pistola de aire al cerebro del atún.
Así hasta matar al resto de los 80 atunes. Yo y el rabino y el matarife matando, los invitados en la gradería mirando a otro lado, platicando entre sí, haciendo como si estuvieran en otro lugar y por otras razones.
Nada más el penúltimo atún fue difícil de matar, y es que reconocí en su ojo negro un punto amarillo, asustada lo solté precisamente en el momento en que el rabino disparó la pistola de aire: en el agujero desapareció el ojo entero del atún y un chisguete de sangre nos empapó al rabino, al matarife y a mí.
Al final de la ceremonia, el rabino Chelminsky se paró ante el graderío, la cara, el sombrero y la barba ensangrentados. Mientras pusieron ante él un micrófono goteaba sangre y sudor al piso de cemento.
Dijo en inglés al micrófono:
Queda certificado que éstos son atunes kosher. Kosher, es decir, correctos, apropiados. Y podrán ser comidos por todos los judíos del mundo.
Peña se alegró de pronto. Sacó de su bolsa del pecho su calculadora. Había entendido por fin para qué diablos mi tía había pagado los altos honorarios del rabino y el matarife.
El tipo de Greenpeace tomó su turno ante el micrófono y dijo:
Y queda igualmente certificado por Greenpeace que estos atunes están libres de delfines (dolphin safe), así como libres de estrés (stress free), y podrán ser comidos por todos los seres humanos ecológicamente conscientes.
Peña tecleó frenético en su calculadora mientras todo el público, ensopado de sudor y mareado de sol, se paró para aplaudir. Entonces el Secretario de Pesca, a quien nadie había invitado a hablar, bajó del graderío y se encaminó al micrófono y todos en el graderío se volvieron a sentar de muy mala gana, para seguir bajo el sol.
Alto, canoso, en un traje gris perla y corbata roja, como si estuviese en algún salón elegante de una ciudad, se inclinó para decir al micrófono:
Seré breve.
Supimos entonces que nos esperaba un discurso largo, de esos que estilan los Secretarios de Pesca.
Lamento no ser marinero, dijo, sino economista.
Largo silencio.
Una persona aplaudió tentativamente, pero por desgracia el Secretario tenía más que decir.
Sin embargo, celebro estar con ustedes para declarar oficialmente roto el embargo que Estados Unidos impuso a nuestros atunes mexicanos. Por lo menos queda roto, unilateralmente, desde nuestro lado mexicano.
Mi tía Isabelle abrió su parasol rojo, lo que todos quisimos interpretar como el punto final del discurso del Secretario de Pesca, y nos apuramos a la torre hexagonal de cristal del muelle en cuyo piso 4 se sirvieron cervezas en tarros helados y martinis de tamarindo y empanaditas de atún con adobo rojo.
Apenas pude escucharlo. En un rincón se lo murmuraba el ingeniero Peña a uno de los capitanes de nuestra flota:
3 millones de dólares, contando salarios, instalaciones nuevas, la transportación de los ataúdes congeladores por avión. Una puta extravagancia, si me preguntas.
El capitán se sacó el gorro marinero, lo puso bajo el sobaco y dijo:
Pero rompimos el embargo.
Peña:
Qué puta madre importa si rompimos el embargo. Si no resultan las cuentas, nos vamos a pique y cerramos la atunera.
El capitán:
¿Pero la patrona lo entiende?
La patrona sólo escucha a su sobrina débil mental. Te cuento más...
Peña abrió la boca para contar más, pero el Secretario de Pesca se le acercó y hablaron de otra cosa.
 
Tarros de cerveza en mano y haciendo eses al caminar, mi tía se llevó a los invitados especiales a una visita a la atunera. Pasaron a la sala de destripamiento de atunes y la tía señaló el techo, donde colgaba mi lámpara matamoscas. Una espiral de tubo de luz de neón de 1 metro de diámetro en su base.
Las moscas se acercaban atraídas por la luz azulosa y no eran rechazadas por el calor quemante, como hubiera sucedido con otras lámparas. Alegremente se paraban en el tubo de luz azulada, que al instante las electrocutaba con un zzzzz, y caían muertas directamente a una gran charola de plástico con agua fresca colocada en el suelo.
El Secretario de Pesca y el rabino se quedaron viendo mi invento, alelados.
A ver rabino, lo retó el Secretario de Pesca, una oración sagrada por las moscas.
El rabino se empinó su tarro de cerveza. Dijo luego, con espuma en los bigotes:
No hay, Secretario, porque no nos las comemos. Pero puedo citarle lo que el gran maestro Maimónides escribió sobre los asesinatos en legítima defensa.
Ah, caray, dijo mi tía.
El rabino carraspeó para aclararse la garganta.
Espere, dijo mi tía. Y mandó callar a las destripadoras de atunes.
Las mujeres permanecieron quietas con sus tapabocas y los guantes de látex sobre los atunes a medio destazar.
Y el rabino entonó con su voz grave y melodiosa una serie de cosas que todos supusimos que en hebreo se referían a los asesinatos en legítima defensa.
 
La fiesta siguió en la arboleda de limoneros que en la playa Ricardo plantó para ser recordado. Bajo las frondas, en una mesa larga y angosta.
Los meseros trajeron en grandes charolas ovaladas la comida. Los atunes baby, montados en hojas santas y bañados en una salsa delgada de chile morita y limón, montañas de arroz salvaje, sardinas ahumadas y grillos asados rebozados en clara de huevo. Luego llegaron los platos con cuartos de limón, las botellas de vino rosa que se fueron sirviendo en las copas de cristal, las botellas de mezcal oaxaqueño y los vasitos para servirlo.
En una de las cabeceras de la larga mesa, Yo sorbía el vino y observaba con cuidado a nuestros invitados llevarse a la boca el tenedor con la carne tierna del atún que no habían soportado mirar cuando estaba todavía entero y vivo y con la pistola de aire junto a un ojo.
El rabino se puso en pie, una copa en mano.
Pero que no nos hable en hebreo, pidió el Secretario de Pesca, que seguía con su corbata, pero en mangas de una camisa que se le pegaba al cuerpo por el sudor.
Tradúcelo, oí que mi tía me pedía desde la otra cabecera de la mesa.
Hoy, dijo el rabino en inglés y yo traduje al español, he aprendido cuán preciosa es la vida. Cuán frágil y preciosa es.
Se oyó a lo lejos una ola desplomarse y luego un toc toc entre los árboles con los que colindaba la arboleda de limoneros.
Matando 80 atunes, uno tras otro, siguió el rabino, sentí la muerte muy cerca, de hecho en mi mano, en la pistola de aire comprimido que sostenía en mi mano. Y sentí también a Dios muy cerca. Sentí, el santo me perdone la presunción, que era el ángel que guarda las rejas del paraíso, con una espada flamígera en la diestra.
Mi tía bajó decepcionada su copa. Cada vez que se hablaba de Dios se desinteresaba. Entre las frondas de los limoneros el cielo se volvía naranja y otra vez, como cualquier tarde, empezaba el vaciado de la noche en el día, y ese exceso de energía que se libera en el vaciado y aviva la Naturaleza.
Las chicharras empezaron a encenderse, los pájaros subieron el volumen de sus silbidos y el rabino creció el volumen de su voz, para dejarse oír:
El grandísimo, loado sea, nos ha otorgado el dominio sobre los animales, para usarlos y comerlos, pero los animales son igualmente su creación, y nuestra obligación humana es tratarlos con dignidad. Matarlos sin tortura. Sin sufrimiento innecesario.
He pensado, siguió el rabino, compitiendo contra el ruidazal de las olas crecidas del mar, las chicharras, los silbidos, el toc toc entre las ramas, que Atunes Consuelo debe ser un sitio de visita para quienes desean hacer sus paces con la muerte y con los animales. Respeta al animal. Mátalo con respeto. Cómelo con compasión y agradecimiento.
Lo distinguí por fin: el toc toc insistía entre las ramas de un flamboyán, era un pájaro carpintero golpeando el tronco.
Soy judío, anunció a todo pulmón el rabino, y pareció que iba a empezar a cantar como otro pájaro, un pájaro de casi 2 metros y con barba, luchando con su vozarrón contra la Naturaleza. Soy judío y los judíos fuimos masacrados, sistemáticamente, por los nazis, como si fuéramos animales. En mi congregación, los feligreses son o bien sobrevivientes de aquel holocausto o hijos o nietos o bisnietos de esos sobrevivientes. Quiero proponerles a esos judíos precisamente que visiten Atunes Consuelo este verano y atiendan la bella ejecución de los atunes, sin pólvora ni bala ni cuchillo, para que aprendan lo que hoy yo he aprendido, es decir, si ustedes me lo permiten.
Peña entusiasmado se puso en pie para replicarle que por supuesto se lo permitíamos, es más, podíamos organizarles a los judíos visitantes un tour en veleros y unas clases de buceo submarino, y para no quedarse sentado el alcalde de Mazatlán se paró también, pero sólo después del derrumbe de una ola tremenda logramos descifrar que les ofrecía a los judíos hospedaje a precio especial en los extraordinarios hoteles de Mazatlán, lo que provocó la risa de los comensales y uno preguntó qué hotel en Mazatlán no era una pocilga, y entonces el Secretario de Pesca se puso en pie y unió su voz a la competencia entre los humanos y de los humanos contra el mar, los silbidos y el toc toc toc toc del pájaro carpintero.
Ahí estaban los 4 señores fatigándose a gritos y ahí estaba la Naturaleza borrándolos a estruendos y chiflidos y zumbidos. Me serví otro vasito de mezcal, me lo tomé. Me serví otro. Y entonces lo vi.
De una rama de un flamboyán, una ardilla saltó a la rama de otro flamboyán, y entre las flores anaranjadas apresó con los dientes al pájaro carpintero, saltó al vacío, cayó en la arena y corrió alejándose con el pájaro entre las fauces por la playa que ya era azul como la noche del cielo donde distinguí muy alto 3 puntos de luz, 2 blancos, 1 azul.
Miré mi reloj de pulsera, las 8.23.
Era el avión que se llevaba los 80 ataúdes congeladores, y mi futuro.
Bebí de golpe un tercer vasito de mezcal.
De pronto en el cielo había 2 lunas.
 
   

 
 
 10


Luego, el lento vaciado del amanecer blanco dentro de la noche negra: vacié leche caliente y humeante en el café negro y humeante de un tarro y se lo alargué al rabino, mientras fuera de la cocina el mar retrocedía, ola tras ola, de la playa, envuelta en una brisa blanca.
Nos habíamos trasnochado juntos a la mesa de palo pintada de azul, él pidiéndome detalles del buen asesinato de atunes, Yo preguntándole del buen asesinato de los peces, en general, según la religión judía.
Bueno, resultó que según la religión judía a todos los peces puede matárseles como sea, y por lo general simplemente se les deja asfixiarse en el aire, pero sólo los peces con escamas y con aletas pueden comerse. Por lo que el trabajo del matarife en Atunes Consuelo sería de lo más tranquilo. Venir cada mes para ver que los atunes no se mezclaran con otros pescados sin escamas y sin aletas, y para comprobar que a los atunes ya trozados y enlatados no les añadiéramos aceite no kosher u otra sustancia no correcta según la ley judía.
Serán como vacaciones para el matarife, dijo el rabino aceptando el tarro de café con leche. Vigilar eso y después firmar los papeles donde se asegura que todo fue kosher.
Ah, dije Yo. ¿Y para qué hicimos todo lo que hicimos en el muelle?, ¿enseñarles Yo a matar a los atunes y el rezo y todo lo demás?
Lo pidió la señora Isabelle, respondió el rabino acariciándose la barba negra. Tal vez para que se notara que habíamos venido desde Maine.
Lejos, los perros despertaban a ladridos, los silbidos de los pájaros se cruzaban con los silbidos de otros pájaros, un gallo quiquiriqueaba en algún rancho en la loma.
¿Por qué hay tanto alboroto en la Naturaleza al amanecer?, preguntó el rabino.
Por lo mismo que al anochecer, dije.
¿Es decir?
Es el exceso de energía que se libera en el cambio de la noche al día o del día a la noche.
El rabino ojeroso y descalzo, en sus pantalones negros y la camisa blanca arrugada, dio un trago al café con leche y dijo de pronto:
Te confío algo, Karen. Acá entre nosotros, Adán y Eva eran vegetarianos. Hasta donde nos cuenta la Biblia, sólo sabemos que comían manzanas. Me refiero en el paraíso, antes de la caída de la gracia de Dios y su expulsión del paraíso.
Le pedí precisiones. En contra del consejo de mi tía Isabelle, esa mañana me interesaba vivamente la religión. O puede ser, ahora que lo escribo se me ocurre, que lo que me interesaba era el rabino, que me recordaba, con su barba espesa, sus piernas largas, sus pies grandes de mono superior y su plática de ángeles, a Ricardo.
¿En serio no sabes qué es el paraíso?, preguntó el rabino.
Ni idea, dije.
Se rió cabeceando.
Bueno, te mando por correo una Biblia. Una Biblia correcta, no corrompida por las interpretaciones cristianas de 2 mil años. La Biblia de Jerusalén. Si me prometes leerla.
Lo prometí, y de todos modos me habló entonces del paraíso:
Los montes y las colinas levantarán una canción de júbilo, dijo con su voz grave y los ojos entrecerrados, y me pareció que hablaba de memoria. El mar y las nubes del cielo se moverán tranquilamente al recorrer el círculo de cada día, desde un amanecer a otro amanecer. En lugar del peligroso espino crecerá el benigno ciprés, y en lugar de la ortiga odiosa crecerá el mirto. El lobo habitará en la misma cueva con el cordero y el leopardo dormirá abrazado con el cabrito, porque la ferocidad se habrá evaporado de la Tierra.
Me gustó la oración y la repetí:
La ferocidad se habrá evaporado de la Tierra.
Y nadie, dijo el rabino, nadie nunca tendrá hambre ni sed, porque la comida y el agua y el vino serán distribuidos sin dinero.
Tras un instante dijo:
Amén.
Qué bien, asentí Yo. ¿Y en qué fecha sucederá eso?
No se sabe, dijo él.
¿Y en dónde?
En todas partes.
¿Y cuánta gente está organizándolo?
El rabino me miró largo y no contestó.
¿O es un cuento?, pregunté. ¿Una fantasía?
El rabino dijo:
Será un milagro.
¿Qué es un milagro?, pregunté.
Algo que sucede sin causas. Dios lo hace suceder porque sí. ¿Puedo tener más café con leche?, preguntó.
Y Yo supe entonces que lo del paraíso era un cuento, una fantasía. Le serví un tarro de leche y café, y al entregárselo, humeante, le hice otra pregunta:
Oye, rabino, ¿estás apareado? ¿Casado, dices? Sí, suspiró. Estoy muy apareado, dijo muy quedo.
Y luego, casi sin voz:
3 hijos nos atan con 3 cuerdas gruesas a mi mujer y a mí.
Me pareció algo muy cruel y se lo dije:
Eso es muy cruel.
El rabino dijo:
Sí, la vida no es fácil.
Tamborileó sus dedos sobre la mesa y luego de un rato dejó de hacerlo y dijo:
Te quedaste en silencio. Dime en qué piensas.
¿Ahora?
Sí, ahora.
En la suerte de mis 80 atunes.
 
Dicho en corto, fue un desastre. A la semana nos habían devuelto los ataúdes congeladores con una nota.
Los atunes más caros del planeta, ja ja ja ja.
Además, ni siquiera se rompió el embargo. La organización ecologista Mares Limpios alegó que los delfines que salvaron su vida en nuestra pesca habían quedado tan estresados que no podrían reproducirse el resto de sus vidas.
¿Cómo supieron tan rápido eso, que en todas sus vidas los delfines de nuestra pesca habrían de quedar estériles?: ni idea, pero hicieron una marcha en Washington y aunque era una marcha de sólo 54 personas la que cruzó ante la Casa Blanca con máscaras de delfines, su foto se publicó en los periódicos del mundo, incluso en el de Mazatlán, donde Yo la observé embobada, y quedó mundialmente establecido su dicho, que habíamos arruinado la vida sexual y reproductiva de esos delfines.
Además, así como de paso, en esos mismos periódicos, Mares Limpios estableció que eran ellos los que pondrían al atún entero o en latas la etiqueta de Dolphin safe (libre de delfines) y que la etiqueta sería necesaria para que se vendiera en supermercados estadounidenses y que únicamente se le daría al atún pescado en buques que ni siquiera hubieran lanzado una red para pescarlo en asociación con delfines, lo que llevó a Peña a preguntar un día:
¿Y cómo carajos convencemos nosotros a los atunes de aleta amarilla que naden sin delfines?
Lo pensé durante meses sin dar con la respuesta y entonces las latas de la marca norteamericana Chicken of the sea empezaron a aparecer con la frase 100% dolphin safe 100% y todo estuvo perdido: Chicken of the sea invadió todos los anaqueles de todos los supermercados del norte de la frontera de México y Peña nos sometió a una junta urgente de negocios que realmente consistió en oírlo putear 3 horas de Chicken of the sea:
Tramposos, dijo. Le dan a la gente atún por pollo. Tramposos. Le dan a la gente albacora barato en lugar de nuestro atún color oro. Tramposos. Son cómplices de Mares Limpios, qué raro que les preocupen tanto los delfines y que la albacora no migre con delfines y migre lejos de México.
Lo único que a mí me quedó claro es que Chicken of the sea en efecto vendía atún blanco, o atún albacora, con nombre de pollo y que por alguna razón que Yo no entendía los delfines les importan más a los ecologistas que los propios atunes o las tortugas marinas o las delgadas y pequeñas anchoas, que por cierto el atún blanco traga por kilos cada día.
Mi tía remató 5 buques, la mitad de los 10 que nos quedaban, despidió a la mitad de nuestros marinos y obreros y canceló los contratos de los tejedores de redes ecológicas, en cada tercera cuadra de Mazatlán apareció otro vendedor con una cajita de chicles o un nuevo limpiador de parabrisas con su estopa y su botellita de agua enjabonada y Atunes Consuelo abrió un comedero para pobres de sopa de polvo de esqueleto de atún y las filas de pobres con un plato en la mano para entrar al comedero se volvieron más largas semana a semana.
En la casona mi tía Isabelle empezó a beber ron de caña desde media tarde hasta ya la noche profunda y un amanecer muy rojo sacó cargando al jardín de las palmeras gigantes las 3 maletas y el sombrero panamá de su novio el Pelón y llamó a un taxi para que se los llevara a todos, a las maletas, al sombrero y al Pelón, pero mi tía no corrió al ingeniero Peña de la gerencia de Atunes Consuelo, aunque Yo se lo rogué.
Así que volvimos a dedicarnos al viejo asunto de las latas de atún herborizado para el estrecho mercado nacional y Yo con demasiado tiempo libre una tarde en las rocas grises de la playa empecé a leer la Biblia de Jerusalén, que me había enviado por correo el rabino.
Pero me decepcionó luego de la primera hoja, la hoja donde Dios crea la luz, el cielo y la tierra y los mares, los astros y los animales y el hombre y la mujer. Preciso: me decepcionó en la línea 28, en la que Dios nombra a los 2 humanos, de golpe y sin explicación, «dueños del mundo», y les pide u ordena, no sé cuál es el caso, «multiplíquense para llenarlo todo», y «sojuzguen y dominen toda criatura viva».
Lo que al parecer hacen durante el resto del muy grueso libro, donde todas las historias al parecer tratan de Dios y los humanos y los humanos y Dios, y donde las otras criaturas vivas aparecen sólo en forma de comida o de ropa o medio de transporte o para ser sacrificadas o, lo más tonto, para ser usadas como metáforas de algo humano o divino.
2 cosas aprendí de la Biblia:
1. Su Dios es muy curioso. Primero crea el mundo y los astros, pero luego se encierra en la burbuja humana.
Y
2. La locura humana no viene desde Descartes, viene de más lejos, de por lo menos 3 milenios atrás, de cuando fue escrita la Biblia, si no es que de antes.
Bueno, quién sabe dónde perdí ese viejo libro, la Biblia. Pasan unos días, tal vez unas semanas, y una mañana bajo a la playa y lo que veo en la arena blanca es una línea de minúsculas letras caminando.

Hormigas aserreras habían trozado con sus fauces filosas la Biblia de Jerusalén y se la llevaban letra por letra al cráter del hormiguero donde se integraban al remolino de otras 7 líneas de hormigas que cargaban los pedacitos de una hoja muy verde, antes de meterse arena adentro.
De lo poco alegre que sucedió en esos años que mi tía Isabelle llamó los años del No y del Nunca.
Nunutsi se cruzó con un gato atigrado pero en lugar de preñarse se fugó quién sabe adónde. Los judíos sobrevivientes del holocausto nunca se aparecieron en el muelle 4 para ver los cadáveres negros de los atunes. Y en cuanto al Secretario de Pesca, no lo volvimos a ver, sino hasta 5 años más tarde, cuando Mazatlán amaneció con la foto de su melena blanca y su sonrisa perfecta colgada en cada poste.
Era el candidato del PRI a la presidencia del país y el periódico de Mazatlán salió ese mismo día con el encabezado:

Fallarle a Mazatlán: seguro ascenso político.

En esos tiempos en que todo falló, también falló ese augurio. El PRI perdió por primera vez en 70 años la elección para la presidencia.
Por suerte, mucho antes que eso, vinimos a enterarnos con más precisión de cómo fracasó la venta de nuestros atunes libres de estrés y delfines. Eso ocurrió 2 años después de su pesca, cuando el señor Gould apretó con su dedo índice el timbre de la casona de mi tía Isabelle.
La Gorda se tardó lo que suele tardarse en ir a abrir la puerta, 5 minutos.
El señor Gould dijo que venía buscando a la señorita Capacidades Diferentes y la Gorda lo pensó duro, achicando los ojos, y después le respondió que sí, sí vivía ahí, pero no, no estaba en ese momento.
Voy a esperarla dentro, dijo el señor Gould con tal autoridad que a la Gorda ni se le ocurrió discutirlo y le franqueó el paso.
El señor Gould se quitó la cachucha roja de beisbol en medio de la sala de piso de mármol ajedrezado y oteó el plano enmarcado en madera negra. Se detuvo ante otro cuadro, un óleo color naranja de una mujer desnuda rodeada de penes, se inclinó a leer la plaquita en el marco en la que estaba escrito «Mujer amenazada por peces», la Gorda sonrojada se disculpó diciendo que lo había pintado el nuevo novio de la señora Isabelle, que era un indio zapoteco, Gould fue a acomodarse en el mejor sofá, un sofá de terciopelo rojo, y se quedó mirando la lámpara matamoscas que para entonces había instalado Yo colgando del techo de la sala.
3 moscas tocaron la espiral del tubo de luz azulosa, se achicharraron con un zumbido y cayeron en vertical a la bandeja de níquel con agua fresca que las esperaba en el piso.
Gould dijo:
Excellent.
Tendría 70 años, la cabeza ovalada y perfectamente pelona, como un huevo, sus piernas fuertes recubiertas de vello rubio salían de sus bermudas blancos con mil arrugas y aterrizaban en unos huaraches negros con suela de llanta de tráiler.
Tráigame un tequila con sal y un cuarto de limón, le mandó a la Gorda, en su español de acento rarísimo, y ya en plena posesión de la casa.


 11


Según habría de contármelo Gould, el mundo puede verse de 2 formas. Como un reloj donde las cosas ocurren puntualmente, regidas por una voluntad superior. O como un plano con infinitos puntos dispersos, que pueden unirse según desee uno.
Gould era un conector de puntos.
De niño su madre le regaló una de esas planas que se vendían en las tlapalerías de Escocia por 10 centavos, planas donde aparecen 100 puntos numerados en desorden. Un niño va uniendo con un lápiz los puntos ordenadamente y aparece un árbol o un castillo o un cohete rumbo a la luna.
Gould niño lo que hizo fue olvidarse de los números e ir uniendo los puntos como le dio la gana. Tal vez el árbol que dibujaba no era el mejor árbol, pero era su árbol. Tal vez su cohete a la luna parecía una manguera soltando una gota de agua, pero era su manguera. Tal vez su castillo parecía más bien un edificio simplote, una de esas cajas de cemento con ventanitas de vidrio, pero eso es lo que quería Gould, trabajar en un moderno rascacielos de cemento y vidrio.
A los 35 años citó al que era su jefe en una compañía de electrodomésticos y le dijo que se fuera por el tubo del desagüe.
Go down the drain: váyase por el tubo del desagüe, o por el sistema de ductos del alcantarillado por donde viaja el agua sucia de mierda de una ciudad.
¡Váyase por el desagüe!, le dijo Gould treintañero a su jefe, él se iba a fundar su propio negocio porque estaba harto de gastar su energía en una empresa que de por sí ya estaba yéndose por un tubo del desagüe.
Debo decir que Yo cuento lo que Gould me contó según él me lo contó y según lo apunté fielmente en mi diario, traducido del inglés y sin anotar mis dudas, las de entonces y las de hoy, cuando acá lo escribo.
Bueno, su jefe lo ascendió a ser su segundo de abordo en la oficina de Escocia y a los pocos años dirigía ya la compañía de electrodomésticos en su sede global, en Seattle, Estados Unidos, pero decidió que estaba harto de vender planchas y tostadoras y televisiones, campo en donde de cualquier forma eran una empresa menor, mejor cambiarían su sede a Londres y harían programas de televisión y cine y ropa y pan, y cada año dividirían sus empresas en 3 grupos.
En las que tenían ganancias importantes, invertirían más dinero y entusiasmo; en las que tenían una ganancia mediocre, invertirían nuevas ideas y entusiasmo pero no dinero; y las empresas que no ganaban dinero, serían enviadas por el tubo del desagüe.
Y es que Gould odiaba el fracaso y amaba el éxito.

Se creó muchos enemigos, los miles de empleados que desempleó maldecían su nombre, incluso periodistas y políticos lo maldecían, y una frase se volvió prácticamente su segundo apellido: Gould El-bastar-do-del-desagüe.
Pero Gould mandó a todos a irse por el desagüe y durante 20 años los accionistas lo adoraron y 3 veces aprobaron que se doblara el salario, y eso porque como él amaban el éxito y odiaban el fracaso.
Cuando cumplió 63 años, los accionistas votaron en una asamblea que debía jubilarse.
Miserables, les replicó Gould, se fue de la asamblea y los mandó a todos por el famoso desagüe.
Pero al cabo de 3 años de luchar para no dejar que lo mandaran por el desagüe, estando en un campo de golf, preparando con el palo un golpecito para meter la bolita de golf en un agujerito a 30 centímetros de distancia, tuvo un ataque cardíaco que lo tumbó en el pasto y ahí de cara al cielo, mirando a las nubes blancas pasar despacio, cambiando despacio de forma, decidió que lo que necesitaba era cambiar de cuerpo.
O tener varios nuevos cuerpos de reemplazo.
Los consiguió, pero no sin dificultad. Fue así.
Se operó del corazón. Se operó la próstata. Se operó las ojeras. Se cambió una rótula por otra de titanio. Se implantó en el cuello una glándula de chango para rejuvenecer. Y se propuso dedicar su nueva vida de desempleado a contemplar los prodigios del mundo y a pasar más tiempo con su familia, porque se dio cuenta que no la conocía.
Para empezar compró un yate para surcar los mares conviviendo de cerca con su familia.

Resultó que ya de cerca su familia no le gustó. Sus 2 hijos tenían 2 esposas y 8 hijos en total. Era gente que andaba con la nariz muy alta y caminaba de puntitas en zapatos italianos y hablaba con desprecio de casi todo, y de lo que no hablaba con desprecio hablaba con envidia.
Que si Tal tiene un jet privado marca Tal, que si Zutano tiene el castillo de Tal, que si el Presidente de Tal País es un idiota.
No decían algo novedoso ni por accidente, ni deseaban agregar nada al planeta. Sólo 2 actividades consumían las horas de sus días, las ya dichas: envidiar o despreciar.
Por fin, después de una cena en el comedor del yate, entre Cuba y España, sus hijos le informaron ante sus nueras y nietos que eran así como eran, gente amarga, dijeron, porque él, Gould, el padre, había sido así como había sido, un padre ausente, un padre que prefirió los negocios a sus hijos, un padre que los traumó con su no presencia.
En una silla rodeado de su quejosa familia, Gould bajó la cabeza ante las acusaciones y pensó:
Con todo mi corazón, quisiera no estar entre esta horrible gente.
Faltaba lo peor.
A medio camino entre Japón y las islas Fidji, Gould se metió bajo las sábanas de su cama y al tocar con una mano la pelvis de la mujer que había sido su esposa de 37 años, ella le confesó que amaba a otro hombre.
¿Desde cuándo?, preguntó Gould.
10 años, confesó ella.
¿Cómo es posible?, se enojó Gould. ¿Has tenido un amante durante 10 años sin que lo sepa?
O tal vez me equivoco e interpreto mal la escritura rápida de mi diario y más bien fue la señora Gould quien lo dijo así, y supongo que también muy enojada:
¿Cómo es posible? He tenido un amante durante 10 años sin que lo sepas. Así es cómo.
Gould bajó del yate a una lancha y dio instrucciones al capitán de que se los llevara a todos por un tubo del desagüe.
Así que a los 67 años se descubrió desempleado, sin familia y con días interminables para el ocio.
No hay trabajo más duro para una persona activa que el ocio, me dijo Gould (?). Previsiblemente tanto tiempo libre lo deprimió (???).
(Las interrogaciones son mías: aparecen en mi diario y al día de hoy no sabría responderlas.)
Por fortuna, mujeres y hombres de todo el mundo empezaron a llamarlo para invitarlo a citas con otras mujeres, lo que le dio algo que hacer, viajar en su nuevo jet a las citas.
Ser multimillonario a los 67 años es como ser un actor de cine de ojos azules y pelo rubio, me explicó Gould (?????). Cosa bastante inverosímil, pero que él creía cuando en una tarde de ocio me contó su historia en el vestíbulo de un piso 132 de un rascacielos del centro de Shanghái, en China.
Inició así a los 67 años su vida de actor de ojos azules y pelo rubio, por más que fuera en realidad un tipo chaparro de cuerpo cuadrado y calva de 360 grados.
Y así fue que consiguió no 1 sino 3 cuerpos nuevos, los de sus parejas de apareamiento.
Empezó a salir con una y la otra y la otra, y en sus salidas conoció gente muy rica que se dedicaba al duro oficio de no hacer nada (?), como él, y se enteró de las actividades con que mataban el tedio de no hacer nada. Como ellos, compró cuadros carísimos. Compró un castillo para guardar los cuadros. Compró 5 departamentos en 5 ciudades, para desaburrirse del castillo lleno de cuadros.
Al fondo, me dijo Gould, todo me aburría como a un ostión (???).
En una subasta compró la pistola de un famosísimo pirata cuyo nombre no apunté en mi diario, una pistola de cañón de hierro y cacha de oro. Una noche en su castillo tendido junto a su pareja de apareamiento número 2 pensó en meterse el cañón de la pistola del pirata en la boca como si fuera un popote y jalar el gatillo, pero entonces se dijo en voz alta:
Yo era el niño que conectaba los puntos a mi antojo, ¿qué infiernos le pasó a mi antojo, a mi deseo? ¿Quién ha unido tan estúpidamente estos puntos (el castillo, la pareja 2, la pistola del pirata en mi boca)? No ha sido mi deseo, eso es seguro. Me he vuelto un conformista que dibuja las líneas del punto 3 al 4 al 5, sin desearlo. ¡Necesito de vuelta mi deseo!
Lo dijo destapándose de las sábanas.
En la torre del castillo gritó al cielo:
¡Mi deseo, mi deseo, mi deseo! ¡Necesito de vuelta mi deseo!
¿Un whisky?, me ofreció Gould en el mirador de ventanales del piso 132 de la torre de cristal en Shanghái.
No bebo, le dije.
Gould le pidió a la joven china que estaba sentada junto a nosotros un whisky.
Una tarde estaba en una playa de quién sabe qué isla, tumbado en un sillón de plástico, cuando una anciana de ojos rasgados y pies descalzos vino a venderle un collar formado de semillas engarzadas.
La hubiera mandado por el desagüe en otra ocasión, me dijo Gould. En esta ocasión, Gould no sabía qué demonios hacer con su tiempo, así que se hizo el propósito de entender cómo la anciana había formado el collar, dónde había conseguido las semillas rojas, las bellotas ocres y diminutas, las semillas ovaladas de girasol. Miraba esas cositas de color moverse entre los dedos oscuros y con cien líneas de edad de la mujer, moverse como un rosario católico, dijo Gould, y se descubrió a sí mismo muy conmovido y preguntándole cuánto valía el collar.
Valía 1 dólar.
Gould le pagó por adelantado 10, y le mandó a su domicilio unas bolitas bañadas en oro que había comprado por 10 dólares la docena en algún mercado de Túnez.
Los 10 collares se los envió a un amigo que los vendió en el departamento de accesorios de su tienda de departamentos en Nueva York en 100 dólares cada uno.
La ganancia, descontando envío y la comisión para el revendedor, era de 79 dólares por cada collar.
Ahí empezó Gould Trade Co.
En un parque de Shanghái vio a un niño chino con una cuerda en cuyos cabos había 2 pelotas de acero sólido. El niño ponía el dedo índice a la mitad de la cuerda y movía el índice verticalmente, para arriba y para abajo, y las pelotas de metal se golpeaban entre sí, a cada golpe apartándose un centímetro más. Gould le compró el juguete por 10 dólares, cambió las pelotas de metal por pelotas de plástico sólido y translúcido, con más capacidad de rebote y menos costo. Fabricó y ensambló en Filipinas las bolas y la cuerda, y las vendió en las tiendas de juguetes de todo Occidente con una ganancia del 81%.
2 bolas y una cuerda, me dijo Gould, y sacudió la cabeza. El juguete más vendido durante 2 años en el planeta Tierra.
Gould Trade Co. estaba lista para expandirse.
Diversificó sus líneas de juguetes y de accesorios de moda y se interesó por las cosas blandas, líneas de ropa de moda a precios bajos, y abrió un portal de internet para recibir ofertas de patentes de cosas recién inventadas.
Las materiales de sus productos eran fabricados y cortados en China, su ensamblaje ocurría en Filipinas, porque las mujeres filipinas tienen las manos más hábiles y baratas del mundo, las cajas de empaque se hacían en Milán, porque los italianos son maestros de hacer ver lujosa cualquier bagatela, la publicidad en Londres, donde hay genios que saben venderte un borrego hundido en una vitrina llena de formol como arte de vanguardia (???), y la venta en 1/2 millón de tiendas de departamentos del redondo planeta.
Lo que Gould no haría era repetir sus equivocaciones. Nada de estúpidas corbatas diarias, nada de escritorios fijos al piso y oficinas con renta, nada de accionistas ingratos, y sobre todo nada de empleados y obreros resentidos porque no eran igual de ricos que Gould.
Nada de nada.
Nada más un equipo de 10 capitanes cada uno a cargo de 10 muy jóvenes graduados en alguna buena facultad de negocios, cada uno con 2 celulares y 1 computadora portátil, para estar bien interconectados.
Claro, me explicó Gould, después de 3 años de que un producto se vende con un superávit de más del 50%,siempre surgen los competidores. Los copiadores eternos, los conformistas envidiosos.
A esos codiciosos despreciables les vendía la cadena de producción y los clientes con una ganancia de 250% sobre la inversión original.
Soy el mejor otra vez, me confío Gould. Soy el mejor. Soy el mejor.
Ven, dijo a continuación, te enseño mi única oficina personal.
Nos pusimos en pie, pero me mareó ver por los ventanales 132 pisos abajo los automóviles como hormigas y las personas como milímetros, así que Gould tuvo que esperar mientras Yo avanzaba muy poco a poco: me agarraba a un sofá y luego caminaba a una silla, de la que me agarraba para atreverme hasta otro sofá.
En su oficina, por 2 ventanales de techo a piso, se miraba el piso 132 del edificio vecino en construcción. Entre columnas de metal negro, 102 albañiles chinos se movían rápido y sin hablar, manchados de cal, empujando carretillas y vaciando sacos de cemento, que caía al piso levantando nubes blancas.
El edificio tendrá 150 pisos, me informó Gould. Y estará listo para el año que viene. Cada semana terminan un piso y cada trabajador cobra 1 dólar diario, ¿no es maravillosa China?
No contesté, absorta ahora en contar uno por uno a los albañiles chinos y verificar mi primera impresión de que eran 102.
Quiero decir, dijo Gould, que China es la potencia capitalista más admirable de la historia. Algunos dicen que estos albañiles son esclavos, pero te digo qué. Lo eran bajo el régimen comunista. Hoy, bajo el régimen mixto de la China del siglo 21, cobran por su trabajo.
Gould no dijo más durante un rato. Nos quedamos de pie viendo a los albañiles moviéndose por el piso vecino.
¿Qué me dijiste que querías de beber?, preguntó de pronto, y se movió al escritorio, que era en realidad una placa de mármol verde sobre unas columnas de madera.
Agua está bien, dije.
¿Y de comer? ¿Un sándwich está bien? ¿De jamón y queso?
Dije:
Un sándwich sin jamón y sin queso pero con jitomate y lechuga.
Gould dijo al teléfono:
Un sándwich de jamón y queso y un sándwich sin jamón y sin queso pero con jitomate y lechuga y un vaso de agua y otro whisky. Siéntate, me dijo a mí señalando 2 sofás de cuero negro.
Y los 2 regresamos a sentarnos y a su relato.

Una noche, Gould salió a cenar en Roma con su pareja de apareamiento número 3 y enredaba en su tenedor el espagueti cuando oyó que en la mesa vecina un tipo se carcajeaba y se golpeaba el muslo diciendo:
Los atunes más caros del planeta, ja ja ja ja.
Gould encendió su puro, reclinó la espalda y alargó la cabeza para escuchar.
El tipo contó entonces la historia de una pobre mujer con capacidades diferentes que había enviado desde un puerto llamado Mazatlán al mercado de Nueva York los atunes amarillos más caros del planeta Tierra en unos ataúdes de lujo.
Una señora de la mesa le reclamó al tipo que la historia no era divertida.
Al contrario, es muy triste, dijo la mujer.
Entonces el tipo se disculpó diciendo que se la había escuchado narrar a una eminencia en una conferencia de la Industria de la Carne y el Pescado.
¿Y cómo se llama esa eminencia hijo de puta?, preguntó la señora.
El profesor Charles Huntington, contestó muy serio el tipo.
Gould tomó nota en una servilleta de lino egipcio, que se robó del restaurante.
Y es así como el señor Gould aterrizó su jet blanco en la pista plateada por el sol de Mazatlán.
Al llegar a la aduana respondió a la pregunta del aduanero sobre si tenía algo que declarar con un No, nada, no traigo siquiera equipaje, y a su vez le preguntó con aire casual por una señorita de capacidades diferentes que era dueña de una atunera.
15 minutos después, apretaba con el índice el timbre de la casa de mi tía Isabelle.


 12


Cortemos la mierda de toro, dijo Gould.
(Sigo traduciendo directo del inglés.)
La ubicación de Atunes Consuelo es un error.
Lo dijo Gould en sus bermudas blancos infinitamente arrugados, las manos en ambos bolsillos, caminando por la sala en sus huaraches negros a los que Yo les miraba las suelas de llanta de tráiler.
En el siglo 19, en los tiempos en que se fundó, la ubicación tal vez era adecuada, pero en el siglo 21 es un jodido error, insistió Gould.
Mi tía encendió un cigarro.
Ahora bien, el producto, el atún de cola amarilla, ése es otro jodido error. Un producto depreciado y sin porvenir. Y por último el mercado, la gran Norteamérica, es desde luego el mayor jodido error. Un mercado hostil a los productos alimenticios extranjeros.
Pero lo que ustedes tienen, dijo deteniéndose, lo que tienen ustedes es lo más preciado que se puede tener, una idea. Una idea original y simple, una idea cuya pura belleza deslumbra. Véame a los ojos señorita Capacidades Diferentes.
Mi tía intervino:
No hace eso, hasta que le tiene a uno confianza.
Ajá, dijo Gould.
Y los dedos robustos de sus pies se alejaron de mi cuadro de visión.
Y esa idea, le escuché decir, la idea de matar peces sin los tóxicos con que la crueldad amarga su carne y sin el congelamiento, que le apaga el sabor, vale la pena de realizarse.
Mi tía:
¿Entonces?... Gould:
Entonces es muy simple, hay que cambiar de océano, de producto y de mercado. Mi tía alzó las cejas.
Y Gould se explicó:
Hay que trasladar la flota a una isla del océano Atlántico, una isla africana, por ejemplo. Hay que pescar otro tipo de atún, el de aleta azul, que vive muchos más años, hasta 30 años, y por ello alcanza mayor tamaño, y no migra en asociación con delfines, que son la especie mimada por los ecologistas. Y hay que venderlo en Japón, donde la panza del atún azul es considerado el caviar de los océanos.
Formuló el plan en menos de un minuto. Nos advirtió sin embargo que implementarlo nos llevaría un poco más a los marineros de nuestra flota y al ejército de graduados en Negocios de su compañía.
¿Es un negocio seguro?, preguntó mi tía.
Querida, dijo Gould, lo único seguro en la vida es la muerte.
Y mostró todos sus dientes en una sonrisa.
Pero dividimos las pérdidas a la mitad, si ocurren, dijo Gould, y si ocurren ganancias, las dividimos a la mitad igual.
Sacó de la bolsa del pecho de su camisa un puro. Le mordió la punta. Masticó la punta de tabaco y guardó el puro dentro de la bolsa de su camisa otra vez.
Le dijo a mi tía:
Hazlo como yo, querida amiga. Actualmente yo divido mis negocios en 2. La mitad que son éxitos moderados o fracasos claros, los mando al caño. Y me quedo únicamente con la mitad que son éxitos rotundos. De ahí que sea un hombre 100% exitoso.
Vi de reojo a mi tía chupar de su cigarro, lanzó el humo en un chorro. Mi tía Isabelle no tenía más negocio que Atunes Consuelo. Todavía más, de Atunes Consuelo, su herencia, le quedaban sólo 5 de los 20 buques originales. Ahí estaba un desconocido proponiéndole que apostara ese resto en una sola jugada.
Ah, y eso también me interesa, oí decir a Gould.
Alcé la vista y lo vi en el centro de la sala de piso ajedrezado mirando mi lámpara matamoscas.
Pero la bandeja..., pasó su diestra por encima de su calva para rascarse la oreja izquierda.
La bandeja, dijo Gould, debe estar integrada a la lámpara, deben formar una unidad. En cuanto al tubo...
¿El tubo de luz qué?, pregunté. No sé, yo tengo algo contra los tubos, dijo. Primera duda, ¿por qué el tubo está en espiral?
Bueno, ése fue el tema de nuestra primera plática y ocurrió en el comedor, durante la cena. El tubo en espiral del matamoscas de luz.
En la madrugada, Gould llenó con su letra rápida e inclinada hacia adelante 2 papeles.
1. El contrato en que Yo le vendía la patente del matamoscas eléctrico.
2. Un cheque por 100 mil dólares.

En el banco pedí que me cambiaran el cheque por los billetes mexicanos más baratos que hubieran, que resultaron ser muy bonitos, azules y de 20 pesos. Me llenaron con billetes azules una bolsa de plástico negro, de las que se usan para la basura. Caminé con la bolsa negra al hombro por la calle principal de Mazatlán bajo un mediodía tan blanco que los autos estacionados parecían desaparecer por momentos en su propio brillo.
No sé por qué me acuerdo tan bien de eso, los autos desapareciendo en su brillo.
Vacié la bolsa sobre mi cama y la montaña de fajos de billetes la ocultaron completamente y entendí que Gould era un tipo tan real como los bonitos billetes azules.
Regresé la bolsa de basura al banco y por supuesto que de ahí en adelante le creí todo al señor Gould.

No así mi tía Isabelle y Peña.
Peña se apersonó una mañana con 3 libros gigantes bajo el brazo.
A la mesa de la cocina fue leyendo en los librotes los números del declive de Atunes Consuelo, los lentes de fondo de botella puestos, que le hacían parecer tan autista como de verdad era, el dedo índice señalando cada número que leía en voz alta.
A la media hora mi tía lo interrumpió para decirle:
Ya, Peña. Ya está claro. En suma, usted opina que no hagamos nada y nos sigamos yendo al carajo.
Bueno, sí, doña Isabelle, pero gradualmente, y no arriesgando todo de golpe, dijo Peña. Lo que nos permitirá ensayar nuevas estrategias acá en el mercado nacional. Por ejemplo, doña Isabelle, permítame mostrarle el plan que he desarrollado con una empresa de publicidad.
Colocó en la mesa unos panfletos y explicó:
Podemos regalar por toda la República estos recetarios, para que la gente aprenda que puede comer atún de lata de muchas maneras novedosas.
Mi tía dio un largo sorbo de su vaso de ron y Peña desdobló un recetario para leerlo en voz alta:
Atún en ravioles. Tacos de atún. Sopa de atún con frijoles. Ensalada de atún con manzana picada. Atún derretido en el horno.
Bueno, en suma, eran 33 las nuevas maneras de comer atún de lata, la última de las cuales era atún con garbanza espolvoreado con azúcar glas, como postre.
Ahora lo más novedoso, nos advirtió Peña levantando su dedo índice. Hemos descubierto una propiedad del atún muy prometedora. Da energía pero no engorda. Así que lanzaremos por todo el país otra campaña, también en panfletos, para que la gente que quiera bajar de peso coma el atún, sin espagueti ni arroz, el atún sin nada.
Peña sonrió inexplicablemente y mi tía se acabó el ron de otro largo sorbo y volvió a llenar, hasta la mitad, su vaso.
¿Qué piensas?, me preguntó, sus ojos llenos de agua.
Disculpe, doña, la interrumpió Peña, no quiero ser grosero, pero.
¿Pero qué?, preguntó mi tía.
Pero qué importa qué piensa alguien con la inteligencia de una niña de segundo año de primaria.
Hasta Yo entendí que se refería a mí.
Usted misma me enseñó las pruebas psicométricas de ese alguien, dijo Peña, y, usted corríjame si me equivoco, eso dicen.
La tía Isabelle condujo a Peña a la puerta principal y mandó a la Gorda a que me llevara a mí a la biblioteca.

Yo estaba ida. Enterarme por fin del resultado de las pruebas psicométricas que la doctora Glickman me había aplicado en la universidad me había borrado del planeta, así que la Gorda me tomó de la mano y me fue jalando a tirones por la sala y escaleras arriba y en el pasillo me fue empujando por la espalda, hasta depositarme dentro de la biblioteca en la silla a un lado de mi tía, a la cabecera de la mesa de caoba.
Mi tía encendió la computadora. Tecleó un rato y la pantalla se llenó de palabras y números.
Globalmente eres una débil mental, dijo mi tía.
Me palmeó la cara.
Karen, Karen, tienes que escuchar, dijo.
Repitió:
Globalmente eres una débil mental.
No contesté.
Ahora, veamos dónde están tus calificaciones bajas.
Dio otro teclazo y las palabras y los números se recolocaron y se pintaron de colores, de rojo y de azul. Las discapacidades y las capacidades de mi Yo traducidas a cifras incomprensibles.
Mi tía dijo:
Mira, en todas las secciones de las pruebas hechas a contrarreloj, estás, efectivamente, al nivel de una niña de segundo año de primaria.
No contesté.
Pero en todo lo que se refiere a aparear imágenes o conceptos según similitudes, estás al nivel de una niña de primer año de primaria.
¿Por qué me haces esto, tía?, pregunté.
Mi tía ignoró la pregunta.
Ahora veamos esta categoría: en todo lo que supone proyectar tu subjetividad en una imagen, estás a nivel de una niña de kinder.
Te odio, sollocé.
Y empecé a mecerme, suave, en la silla, pero mi tía no me dejó en paz:
Aunque no proyectar tu subjetividad en las cosas a mí me parece una virtud, no una discapacidad. Ahora bien, en memoria estás en el 2% superior de la población mundial. ¿Escuchaste, Karen?
¿El 2% superior?, pregunté, todavía alelada.
Veamos ahora tu comprensión espacial. Es tan alta que la prueba no alcanza a medirla completamente, sólo indica que probablemente estés en el 0,1% de la población mundial.
Me reí.
En consistencia de atención a una cosa, de nuevo estás más allá del cielo de las mediciones de la prueba.
¿El cielo?, pregunté.
El tope más alto, tradujo mi tía y tecleó en la computadora.
Dijo:
La doctora Glickman anota en cuanto a la persistencia de tu atención: cuando se fija en una cosa hace más que fijarse, se cae dentro de la cosa.
Palmeé la mesa, feliz, reconociéndome en esas palabras, y seguí palmeando la mesa mientras oía entre los aplausos a mí misma el siguiente resultado.
Tu capacidad de organización del espacio está en el 3% superior de la población.
Me alcé con las manos en alto para recibir mi propio grito de júbilo.
Eres un genio en la organización del espacio, repitió mi tía, y yo apalabré mi grito:
¡Yo soy un genio!
Y finalmente tu retención de las sutilezas de situaciones complejas es la de un chango.
Me volví a sentar, sobria.
En suma, dijo entonces mi tía, en el 90% de las medidas standard de inteligencia estás entre la imbecilidad y la idiotez, pero en el 10% estás en el pico de la población. Así que seguiremos la doctrina Gould y esto es lo que haremos. Ven, asómate y veme hacerlo.
Me asomé a la pantalla de la computadora. Mi tía dio un teclazo y quedaron nada más mis calificaciones azules.
Olvidaremos el 90% rojo de tus incapacidades y apostaremos al 10% azul de tus capacidades sobresalientes. ¿Qué te parece?

Le llamó a Gould y le dijo:
Aceptamos, con una condición. Vamos los 3 socios, usted, mi sobrina y yo, a partes iguales en las ganancias.
Gould dijo:
Imposible. Vamos así: la mitad yo, ustedes la otra mitad.
Mi tía dudó antes de replicar:
Bueno, entonces, Karen tiene el 25% y yo el 26%.
Ajá, dijo Gould. ¿Se trata de tener juntas el control?
Yo, que escuchaba por otro auricular, dije:
No, se trata de tener más que tú.
Gould se rió y dijo:
Adoro una respuesta directa.
Y así fue como mi tía apostó su destino y el mío y el de 800 trabajadores del atún al 10% brillante del cerebro de una mujer entre idiota e imbécil en un juego de todo contra nada que habría de llevarnos a la pequeña isla de Nogocor, en el mar Mediterráneo africano.

Voy a tomar otro vaso de agua.


 13


La campana de bronce amarillo.
La detenía sobre su rodilla el delgado joven japonés parado en una caja de madera en la bodega del mercado de Tsukiji en la ciudad de Tokio un lunes a las 5 de la mañana.
Alzó la campana de bronce describiendo un arco y por encima de su hombro muñequeó para soltar el primer campanazo. Muñequeó una y otra vez, campanazo tras campanazo.
Yo, Gould y la señorita Yasuko, doctora en Negocios, capitana de este negocio de Gould, en parkas azules y con orejeras verde limón, estábamos parados detrás de una cuerda, entre los espectadores de la subasta, y tras el campanero, alineados en 3 filas, estaban los 50 ataúdes congelador color naranja, cada uno con su número de serie en un costado y con nuestros atunes de aleta azul sumergidos en rebaba de hielo.
Los campanazos pararon y el delgado campanero empezó a gritar en japonés leyendo de un cuaderno cuadriculado los números de los atunes azules. A 5 metros de él, sobre un mostrador de madera cubierto con una placa de hielo, estaban 5 rodajas de uno de nuestros atunes azules.
5 compradores vestidos en uniformes azules, con mandiles también azules y botas de plástico negro, se abrieron paso entre los ataúdes del piso, y entre los espectadores se alzó un oooooooh.
Son los compradores más severos, me sopló al oído Yasuko con su voz como de niña, delgada y con cada sílaba pronunciada aparte.
Los 5 compradores más severos se acercaron al mostrador. Observaron las rodajas.
Con el dedo gordo presionaron la carne roja. Sacaron lupas y linternas de sus mandiles para iluminar la carne y ver de más cerca sus estrías. Uno pellizcó con 2 dedos la zona de grasa, talló la grasa entre las yemas y se la acercó a la nariz, para olfatearla. Otro de ellos, alto y con un mechón negro sobre los ojos, sacó de una funda en su cinturón un cuchillo y otro oooooh recorrió a los espectadores.
Es Atsuko Yamura, sopló Yasuko, y sacar su cuchillo significa que está muy interesado.
Pregunté:
¿Y quién es Atsuko Yamura?
El maestro mayor del mercado de Tsukiji, en lo que toca a atún azul, el puesto de su familia en el mercado tiene 15 generaciones de antigüedad.
La voz de Yasuko, entrecortada, formaba volutas de vapor, y la aparté con la diestra un poco para que no siguiera reclinándose sobre mí.
El maestro cortó un centímetro de atún, lo picó con la punta del cuchillo y se lo llevó a la boca.
Los músculos de la panza del atún azul son muy aceitosos. Al tocar el cálido paladar humano, se derriten en un aceite. Se dice que nadie en el planeta lo cata mejor que los maestros del mercado de Tsukiji: los maestros pueden discernir con el paladar cuánto ha quemado el frío del hielo el sabor del atún, cuánto tiempo desde la muerte del animal ha transcurrido, cuánto sufrimiento padeció el animal al morir.
Sufrimiento, horas de ausencia de vida, frío: cada evento deja un resabio en el atún.
Los otros maestros compradores también cortaron un centímetro cúbico de carne roja y lo guardaron en sus bocas, los rostros quietos, inexpresivos.
El campanero volvió a mecer sobre su hombro la campana de bronce.
Y entre los campanazos empezó a gritar, según tradujo Yasuko, los números que catalogaban a cada uno de nuestros atunes.
Atsuko Yamura alzó sus 2 manos abiertas, las giró para enseñarlas al revés, luego nada más mostró la diestra con el dedo cordial erguido y los otros dedos doblados, igual que en Norteamérica indican métete el dedo en el culo.
Oooooh, coreó la multitud.
Y se inició un intenso intercambio: el gritón sobre la caja de madera gritó la oferta de Atsuko Yamura y la repitió y la repitió hasta que otros compradores alzaron igual las manos con otras señales de dedos que el gritón gritó, y la traducción de Yasuko se fue rezagando y enredando hasta que dijo:
Explico cuando acabe subasta. En total, vendimos 35 atunes a precios altos y 15 a buen precio.
Gould le preguntó a Yasuko:
¿Entonces, cómo en el infierno nos fue?
Bien, dijo ella, no mal.

Era la madrugada aún cuando recorrimos el extenso mercado, los comerciantes destapaban las lonas de los puestos, carritos industriales viajaban en los pasillos cargando cajas de peces o mariscos, algunos todavía vivos. El mercado más grande del mundo para el comercio de animales marinos.
En una calle envuelta en vapor, aledaña al mercado, entramos a una tienda a beber algo caliente.
Ningún dependiente pero sí 15 máquinas que cubrían las paredes y por un yen expendían: café (frío o caliente, y en distintas combinaciones de leche y azúcar), té (igual frío o caliente, y en distintas combinaciones), chocolate (frío o caliente), pastelitos (30 variedades), enseres para la higiene personal (cepillos, de dientes y de pelo, rastrillos, para mujeres u hombres).
¡Karen!, me llamó la atención Gould, y golpeó con los nudillos la mesa de tapa de formica a la que se había sentado con Yasuko para agregar:
La acción está acá, Karen. No venimos hasta Tokio para que te enamoraras de sus máquinas, vamos a discutir nuestra situación.
Fui a sentarme con 3 latas. Una de café negro caliente, otra con chocolate frío, otra con un cepillo de pelo.
Gracias, me dijo Yasuko, y Yo no entendí por qué.
Hasta que Gould y Yasuko, sin dejar de hablar, tomaron cada uno una de mis latas, y Yo por desgracia me quedé con la lata del cepillo de pelo, Yo, que uso el pelo al rape.
En fin, Yasuko expuso el asunto. Haber vendido toda la carga era bueno, en definitiva no malo, pero lo que importaba era si este mismo día nuestros compradores del mercado podrían vender a su vez los atunes a los compradores de los restaurantes más honorables de sushi y sashimi de Tokio, los sushi ya san.
Todo eso en esa voz delgada y separando cada sílaba, y acercando su mejilla a la mía. La tomé del hombro, la moví a un lado.

Desde el ventanal de mi cuarto de hotel en el piso 37, el distrito empresarial de Tokio parecía un hormiguero de mármol café claro, miles de diminutos humanos vestidos de negro caminando por las banquetas.
El cuarto era todo en distintos tonos de gris, desde el gris perla al gris carbón, y tenía una cantidad fascinante de cosas eléctricas. Un reloj digital, otro reloj redondo y de manecillas con pila eléctrica; un aparato de sonido con AM, 4 FM y toca CD; el control central de luz tenía 6 intensidades; la TV tenía 304 canales; la cama, 7 posiciones de acomodo.
Había encendido música en la radio y en la TV iba de un canal a otro, mientras cambiaba las posiciones de la cama, cuando por un mal tecleo en el control remoto descubrí que la pantalla podía partirse en 2 y podían verse 2 canales a un tiempo, también 4 canales, también 12 canales.
Pero lo que más recuerdo es el inodoro.
Era un animal vivo. Al acercarme, se destapó solo, lo que me asustó. Me bajé el pantalón y al sentarme, el asiento se calentó, lo que me hizo ponerme en pie, angustiada. Me senté y lo sentí tibio y descubrí un delgado tablero en su borde derecho con 9 botones, cada botón rotulado en japonés.
Yo, que había pasado mi infancia en un sótano con un boquete abierto al mar, comiendo arena a puños, me encanté con los botoncitos del inodoro.
Un botón lanzó un chorro de agua directo a mi ano, que me hizo reír, otro botón me lanzó un chorro al clítoris, que me hizo angustiarme, otro botón no pareció hacer nada un rato, hasta que vi entre mis piernas elevarse un vapor perfumado a flores, y otro botón arreció todos los chorros.
Apreté varios botones para detener toda esa actividad, pero lo que pasó fue que arreció todavía más y entonces sucedieron 2 cosas.
1. Sentí una gran alegría en mi ano y en mi clítoris, que fue escalándome las vértebras de la columna vertebral y arqueándomela, cerré los ojos agobiada por la sensación, empecé a gemir, inexplicablemente, y a sudar, hasta que mi cuerpo gritó.
2. Al abrir los ojos estaba en una nebulosa perfumada y asfixiante, y al levantarme del asiento, mareada y desorientada, los chorros de agua golpearon el techo y el espejo, Yo no encontraba la salida y entonces el inodoro rugió, haciéndome caer de espaldas contra una cortina de plástico. Aterricé en una tina donde perdí el conocimiento, no sé si por el golpe o el terror.
Al despertar, la locura del baño seguía. Me alcé de la tina chorreando agua, decidí llamar a la administración, y palpando la asfixiante neblina olorosa a flores por fin di con el marco de la puerta, pero al cruzarlo, el inodoro cerró dócilmente por sí solo su tapa, y todo paró de golpe.
En mi diario esta aventura aparece titulada así. De cómo me perdí en un baño en Tokio y tuve lo que creo fue mi primer encuentro sexual.

La honorable tienda de pescado crudo estaba en un piso 60. Cuando las puertas del elevador se descorrieron, Gould me ordenó girarme del rincón, donde había viajado con la cara escondida en la escuadra formada por 2 paredes de acero, y salir.
Pero al salir del elevador, 10 señores vestidos de rojo me aterraron gritando al unísono:
¡UUUUUUuuuuooooOOOOOO!
Yasuko me sopló al oído con su vocecita:
Un grito de guerra, para darnos la bienvenida.
Diré algo de los japoneses. Es una raza con algún grado de autismo. No se dan la mano. Se saludan de lejos asintiendo uno frente a otro las cabezas. O bien son amistosos y dulces como patitos recién salidos del huevo o son feroces como tiburones. Y viven más atentos a las cosas que a la gente.
Bueno, me aterró el maldito grito de bienvenida, de lo que resultó, según Yasuko, eran los meseros.
Gould se inclinó entonces ante un señor japonés dormido en un sillón, o por lo menos con los ojos cerrados. Yo en cambio fui a buscar nuestra mesa, porque desde nuestra llegada la media noche anterior a Tokio no había comido y tenía un hambre enorme, y no había una sola mesa a la vista.
Yasuko murmuró:
Imítame.
Se arrodilló en el piso ante una tarima de 30 centímetros de alto que resultó ser la mesa.
Bueno, me arrodillé a un lado de Yasuko, exactamente ante el señor dormido, o con los ojos cerrados. Era difícil decirlo porque bajo sus cejas la carne se abultaba cubriéndole los párpados y sus ojeras eran abultadas, de manera que entre el bulto de debajo de sus cejas y el de sus ojeras no había ni ojos ni nada.
Gould tocó con los nudillos la mesa y dijo:
Karen, por favor, la acción no está en la cara del señor.
Bajé la mirada a la mesa.
La conversación que siguió entre Gould y el señor dormido la tradujo Yasuko a uno y al otro:
Señor dormido:
Alegría que me haya invitado al primer plato de su toro servido en Asia.
Gould:
Es nuestro el honor, amigo. Un honor también para mi socia Karen Nieto. Pídalo usted, el toro, nuestro placer será invitarlo, ¿no es cierto, Karen?
Alcé los ojos pero el señor dormido no me miró, su mano se alargó para tomar el menú del centro de la mesa.
Lo estudió un instante y dijo:
Magoro.
Es decir, la parte menos grasosa del toro, según Yasuko me dijo al oído, por tanto la menos costosa.
No, pida lo mejor, insistió Gould.
¡Chu-toro!, exclamó el señor dormido.
¡Jotoro!, exclamó Gould.
Jotoro, me dijo Yasuko al oído, la parte más grasosa y la más cara.
Jotoro para todos, dijo Gould, y volviéndose a mí añadió: ¿Estás de acuerdo Karen?
Pero por más que hizo Gould para incluirme en la plática, el señor dormido nunca dirigió a las mujeres su rostro.

Lo sirvieron en platos blancos, 2 bocados de carne roja de atún azul pescado hacía 20 horas, del otro lado del mundo, sin violencia excesiva, con breve agonía del atún y sin congelamiento.
120 dólares por 2 bocados.
Pensé en Ricardo, que hacía años, en una lancha pequeña en el mar enorme, me había contado de restaurantes donde un bocado de atún cuesta lo que su peso en plata.
A un lado del plato de jotoro, los meseros colocaron un tazón blanco de arroz blanco, un platito mínimo con un montecito verde de wasabi, raíz picante pulverizada y mezclada con agua, y otro platito con salsa de soja. Y al frente, un vaso de cerámica blanca con humeante té color verde claro.
Como no como pescado ni ninguna carne de animal, bebí del té, muerta de hambre.
Y al primer sorbo, volví a sumergirme en el recuerdo de mis tardes con Ricardo en la lancha en alta mar, aunque el té no era de hojas de limón.
De pronto, 5 fotógrafos nos rodeaban.
Flashearon a Gould y al señor dormido, ambos llevándose a la boca un bocado entre los palillos japoneses.
Al segundo flashazo al señor dormido se le abrieron en la cara 2 ranuras por las que asomaron 2 ojitos negros y exclamó muy alegre que le había agradado, mucho, mucho, el jotoro, que era de cierto el mejor jotoro que había paladeado en su vida, los fotógrafos volvieron a flashearlos y se retiraron caminando hacia atrás y sin ruido para salir todavía caminando de espaldas por una puerta roja al fondo del restaurante.
Y el señor volvió a cerrar los ojos.
Gould extrajo entonces de adentro de su saco un cheque doblado en 2, y lo deslizó en una bolsa exterior del saco del hombre, y dijo:
¡Happy origami!
El señor dormido asintió, sin expresión en el rostro.
Bebimos en silencio té verde, el señor se puso en pie, inclinó el cuerpo hacia Gould, ignorándonos a Yasuko y a mí, caminó directo al elevador que lo esperaba con las puertas descorridas y a la mañana siguiente en el comedor del hotel volví a verlo en la primera plana de un periódico, el bocado de nuestro jotoro sostenido entre los palillos a 2 centímetros de su boca.
Era un periódico en japonés y Yasuko me tradujo el pie de la foto:
El ministro de Agricultura, Ganadería y Pesca se reunió con el importante empresario escocés Earnest Gould para discutir la construcción de una fábrica multimillonaria de electrodomésticos en Kyoto.
No entiendo, dije. ¿No estamos acá para vender atunes?
Yasuko susurró:
Es mentira lo de la fábrica de electrodomésticos. Lo que importa es que en el artículo se menciona que se reunieron en un restaurante honorable en donde ayer cenamos, y que el ministro exclamó que era el mejor jotoro que había comido en su larguísima vida.
Qué bueno, dije Yo, sin terminar de entender.
Buenísimo, me sonrió Yasuko.
Así cada mañana Yasuko me recibía en el desayunador del hotel con otra noticia de periódico donde nuestro jotoro aparecía, fotografiado entre 2 japoneses y mencionado en la nota escrita.
Estamos entrando en la conciencia colectiva, me anunció.
Y se tardó media hora explicándome qué quería decir eso.
Al mes, en la portada de una revista indescifrable, aparecieron 2 personas de pelo negro largo, cara a cara llorando sobre 2 platos desashimi de atún azul.
Yasuko dijo:
Son 2 famosos actores de cine, muy queridos por todos los japoneses. El tempestuoso rompimiento de su amor, en otro honorable restaurante mientras comían nuestro jotoro, está en todos los canales de televisión y todas las revistas.
Qué suerte hemos tenido, dije.
Dijo Yasuko:
Sí, mucha suerte. Y la mitad de los japoneses está por lanzarse al mar.
Una mujer rara, Yasuko, al menos para mí. Delgadísima, muy pálida, en contraste con sus trajes sastre negros, de pantalones, y sus botines de cuero negro y tacón alto y delgado. Con esa vocecita capaz de enunciar con extrema suavidad una noticia brutal, como ésa:
La mitad de los japoneses está por lanzarse al mar.
¿En serio?, pregunté.
Yasuko suspiró. Dijo con cara triste:
No te angusties, Karen, no es verdad, es nada más un deseo mío.

No sé por qué odiaba a los japoneses Yasuko, si ella misma era japonesa. Creo que alguna vez me lo informó, pero en ese momento me desconecté del lenguaje humano y nada más la vi llorando muchas lágrimas por causas ausentes.
En cambio a mí, y creo que esto ya lo escribí, los japoneses me parecen los humanos más simpáticos del planeta, por esas razones ya dichas a las que añado algunas, que fui descubriendo en el año que pasamos en Tokio.
No dan la mano. Se mantienen siempre alejados de otra persona a más de 50 centímetros. No miran a los ojos. Nunca te invitan a cenar a sus casas y no preguntan nunca por tu vida personal. Son, el 99%, más bajos de estatura que Yo. Bueno, sí hablan mucho, como todos los humanos, y en un tono agudo que puede ser muy doloroso al oído, es decir, si se atiende con cuidado, pero hablan afortunadamente en japonés, que Yo no entiendo, de manera que pude estar entre ellos en las calles y las tiendas y el tren subterráneo como si me paseara en un bosque de arbustos chaparros y caminadores repletos de pajaritos gorjeando.
Algo más que me gusta de los japoneses. Festejan las festividades de la religión sintoísta, porque son en su mayoría sintoístas, y festejan las festividades de la religión budista, porque ser sintoístas no les impide ser budistas, y festejan además la Navidad de la religión cristiana, porque les gusta mucho festejar cualquier cosa.
De hecho, nunca he oído más veces cantar Jingle bells que en la Navidad de 2002 en Tokio.

El 24 de diciembre, mientras los japoneses jugaban a ser cristianos en sus casas y festejaban el nacimiento de un dios que el resto del año no veneran, Gould nos citó en la suite que ocupaba en el último piso del hotel, el piso 70.
En la estancia de sillones gris pálido, dijo para empezar que era tiempo que él dejara Tokio.
Y nos lo explicó así, por turnos, a Yasuko y a mí. A Yasuko:
La demanda por nuestro atún es mayor a nuestros envíos semanales, por tanto el precio nada más puede subir. Mi trabajo pues está terminado.
A mí:
No queremos pescar más atún y abaratarlo, ¿o sí?
Le confirmé:
La belleza de mi idea es que el asesinato humanitario de atunes conserva a la especie del atún.
Así es, me confirmó a mí Gould. Ahora bien, voy a elevarte de nivel, Karen. Vas a ocupar esta suite del piso 70 y Yasuko estará contigo acá. ¿Correcto?
Yasuko reunió las manos ante sus labios, emocionada.
Y por último, dijo Gould, tengo un regalo para ti, Karen.
Nos pusimos en pie y seguimos a Gould hasta una pared.
Éste es el regalo, dijo Gould.
Un cuadro negro de 4 metros por 4, con una gota circular de oro en su centro.
Es de Yoshida, anunció Gould. El más trascendente pintor japonés del siglo 20.
Yo, Gould y Yasuko de pie ante el cuadro guardamos silencio.
Se llama La fuerza vital, retomó Gould. Y esto es muy interesante, así se llama cada uno de todos los cuadros que Yoshida ha pintado en su vida: La fuerza vital.
¿Y éste por qué no lo pintó?, pregunté Yo, que por más que observaba sólo veía una gota de oro en un cuadrado negro.
Gould prendió un puro y lo reflexionó largo.
Dijo echando humo:
No sé, pero vale 500 mil dólares y es mi manera de expresarte cuánta confianza tengo en ti como socia.
Gould sirvió 2 whiskys, para él y Yasuko, y una leche para mí.
Los 3 de pie, Gould adelantó hacia mí su whisky y dijo muy serio:
Karen, querida, te quiero como a la hija que no tuve.
Una de esas frases imposibles que nada más la fantasía humana puede cuajar: Gould me quería tanto como a una inexistente hija. En fin, después de beber un trago y de que los 3 tomáramos asiento en los cómodos sofás gris perla, Gould añadió:
Dado que no te conmovió el óleo de Yoshida, mandaré a recogerlo, y ahora pídeme lo que tú quieras. El cielo es el límite.
Dije:
El premio Nobel.
Gould soltó la carcajada, Yasuko se rió quedito bajando los ojos.
Primer chiste que te oigo, dijo Gould, los ojos azules chispeando. Si sigues esforzándote, dejarás de ser autista.
No es cierto, dije angustiándome.
Está bien, se rió Gould otra vez, nunca serás como nosotros, afortunadamente, señorita Capacidades Diferentes.
Él y Yasuko se dedicaron a otros temas y Yo me puse en modo de no relación y me dediqué a existir sentada en el cómodo sillón, bebiendo sorbitos de leche y viendo nevar por la ventana.
Corrijo: las ventanas.
Eran 15 ventanas las de la suite y girando despacio la cabeza podía ir viendo en cada una de las 15 los mismos copos caer y caer, blancos y blancos, entre las estrellas, fijas.

Fue extraño, en el momento que Gould salió por la puerta a las 5 a.m., vestido en vaqueros azules y en un enorme abrigo negro, se inició mi inquietud.
Llovía.
Llamé a mi tía por teléfono, pero me respondió su novio zapoteco, adormilado, y me dijo que era el principio de la noche en Oaxaca, al otro lado de la esfera del mundo.
Isabelle duerme, dijo como si le doliera, y yo no puedo dormir para no dejar de verla. Es la mujer más bella que la vida me ha regalado.
Okey, dije, y colgué.
Aproveché el tiempo ocioso para rasurarme en el baño.
Ante el espejo del lavabo, con la máquina eléctrica me uniformé los 4 centímetros de pelo castaño sobre el cráneo. Cargué mi rastrillo de acero con una navaja y me rasuré la parte posterior del cuello. Luego sentada en el borde de la tina me rasuré con el rastrillo las axilas y las piernas. De pie, me borré el triángulo de vello del pubis.
Afuera, en la estancia, Yasuko había ya conectado y abierto 6 computadoras portátiles: en cada una se veía una gráfica de barras de distintos colores.
Me preguntó:
¿Te explico qué son?
Le dije:
No es necesario.
Y fui al dormitorio principal para acostarme desnuda en la cama y tratar de dormir.
No pude.
Saqué de mi maleta mi arnés portátil, que no había sentido necesidad de usar en toda mi estancia en Japón. Parada sobre la cama lo atornillé del techo, y vestida en mi traje de buzo me colgué del arnés.
Yasuko me miraba desde el quicio de la puerta y Yo colgada del arnés, flotando en el aire en el abrazo intenso, uniforme y cálido del traje de buzo, miraba 70 pisos abajo la ciudad de Tokio movilizándose bajo el cielo todavía nocturno y la lluvia, para empezar su jornada de trabajo.
Bajo un gajo de luna, sus oscuros rascacielos de mármol y cristal, sus periféricos de 2 o de 3 pisos entrecruzados, repletos de automóviles diminutos con puntos de luz al frente, las manchas verdes de sus parques públicos, los agujeros del subterráneo por los que surgían cientos de milimétricos humanos para integrarse a los miles que caminaban ya por las banquetas e iban entrando a los edificios, que ventanita a ventanita se iban encendiendo.


 14


Ni siquiera entendí cómo fue sucediendo. De pronto estábamos sentadas en un honorable restaurante japonés en Moscú, hablando con el gordo dueño ruso, concertando envíos de Blue Tuna.
De pronto estábamos en otro restaurante de lujo japonés en Montreal o Toronto o Las Vegas o París o Dubái. Siempre ante alguien que nos pedía másBlue Tuna.
¿Por qué tengo que conocer los restaurantes?, me quejé con Gould por el celular.
Para que conozcas todo el proceso del atún, contestó él en otro continente. Lo que ve el ojo, no lo discute el cerebro.
Entonces, seguimos conociendo restaurantes y en medio viajábamos en aviones y caminábamos por los largos y ruidosos pasillos de aeropuertos.
Yo observaba a los comensales sentados ante las mesas abrir el menú. Sus ojos se iban y volvían a la etiqueta plateada del True Blue Tuna: la idea de adherir una etiqueta plateada al menú había sido mía, la patente para el uso exclusivo de la palabra true asociada a blue tuna la había logrado Gould, para distinguir nuestro atún pescado sin crueldad ni congelamiento. Y si los comensales por fin se decidían por pedirlo, y entre la lista de 4 zonas de carne del atún por fin elegían la más cara, el famoso jotoro true blue tuna, cuando llegaba a la mesa el plato blanco con dos bocados rojos sin adorno, se abría un silencio.
En silencio recogían con los palillos un bocado, lo metían entre sus labios, cerraban los ojos y hacían ruidos extraordinarios.
Mmmmmmm. Aaaaaah. Ooooooh.
Mientras el bocado de atún se licuaba en aceite entre su lengua y paladar.
60 dólares por bocado. Más valía que lo consumieran sin prisa.
Yasuko dijo:
Es la oblea en la misa de los ricos.
Me tuvo que explicar su metáfora media hora para que la entendiera. Trataré de explicarla acá más rápido.
Ocurrió que por esos primeros años del siglo 21 se multiplicó el número de millonarios en el planeta y por lo tanto el número de los humanos que podían comer 2 bocados de vientre de atún de aleta azul por 120 dólares. Corrijo: no nada más que podían, sino que querían comerlos. Corrijo: que creían que comerlos era la certificación de su triunfo en la vida.
Ir a un restaurante de lujo japonés y pedir eljotoro true blue tuna, el así llamadofoie gras de los mares, y no sus versiones más baratas, era para alguien proclamar ante los otros comensales de la mesa, y ante sí mismo, y aquí cito a Yasuko, «que podía de un bocado comerse lo que alimentaría a una familia completa en África un mes».
La crueldad de Yasuko. O de los ricos. O del dinero. No sé.
En fin, con ese precio ridículo nuestra ganancia era ridículamente grande y pudimos comprar varias atuneras desvencijadas en la ruta del atún azul, para transformarlas en lugares de pesca natural, el otro eufemismo que Gould prefería al de asesinato humanitario de atunes.

Yo dibujaba los planos en el piso 70 de Tokio, en un cuarto con persianas siempre cerradas y con una lámpara de techo siempre encendida, de forma que el ciclo de los días y las noches no interfiriera con mi ritmo de dibujo.
Planos de 7 metros por 10 metros que ocupaban el piso entero de la habitación mientras en una pared, cubriéndola igual por completo, se proyectaba la imagen aérea de la costa y el mar donde sucedería la pesca.
Me tendía sobre ese tapete de papel y con mi pluma Variety pilot de tinta negra iba dibujando, la cara muy cerca al papel, cada parte del proceso, con precisión en las cosas grandes y en las chicas. Un círculo para aterrizaje de helicópteros o una bolla de polietileno me dilataban igual, y a cada cosa grande o chica le apuntaba notas casi microscópicas.

«Boya de polietileno azul, del tono exacto del azul del mar de ahí».
«Polea de plástico negra con ruido mínimo».
«Tapete de hule móvil color atún de aleta azul».
«Lámpara de flashazos de luz neón, no de otra luz».

Viajaba luego a confirmar que cada cosa estuviera en su sitio. Más probablemente a corregir las cosas que no lo estaban. Enloquecía a los marineros y ellos me enloquecían a mí.
Pero ¿por qué demonios las jaulas submarinas deben ser tan amplias?, me reclamó un enano portugués disfrazado de capitán de fragata manoteando el aire, esto en la atunera de Puerto de Caeiro, Portugal.
¡Joder!, siguió en su español difícil, ¡son de 10 metros por 7 cada jaula y son 30 jaulas!
Lo tuve que ver con cuidado, por un momento creí que el autista de Peña se había presentado en mi vida otra vez, con su estúpida avaricia.
¡¿Cuál es su objeción, señor?!, le alcé la voz. ¡Haga el favor de expresar en palabras su objeción! ¡No entiendo el lenguaje de sus manotas moviéndose en el aire!
¡¡Es mucho fierro, joder!!
Mire usted, le dije bajando la voz para bajar la violencia entre Yo y el puto enano imbécil, le explico, escúcheme, ¿me escucha?
La escucho, dijo.
Le dije con mi voz más amable:
Le doy 2 razones.
1. Las jaulas son así de grandes porque no son para usted.
Y
2, qué jodidos le importa, si usted no las paga.
Pero le importaba. E igualmente, y esta casualidad es muy curiosa, tenía para ello 2 razones.
1. No estaba de acuerdo en que los atunes tuvieran más metros cuadrados para vivir que él y su familia en el departamento de un multifamiliar proletario donde vivían.
¡Y 2, señora, es mucho fierro!, me aulló en la cara.
Le tomé por la visera el gorro marinero y lo tiré al mar, digo al enano portugués, no al bonito gorro blanco, que era propiedad de nuestra compañía, Blue Tuna.
Es decir, con una mano sostuve en el aire el gorro, con la otra abracé al enano, lo cargué hasta el borde del muelle y lo tiré al mar.
Lo cuento por lo que me habría de suceder ahí en el Puerto de Caeiro, algo que por desgracia habría de darle la razón al maldito enano portugués y por fortuna me cambiaría a mí la vida.
Adelantaré que sí, en efecto, era mucho, demasiado fierro.

Unas semanas después del incidente con el enano portugués, una tarde en el mar quieto de la bahía, a un kilómetro del muelle, un mar bañado esa tarde de luz ámbar, vestida en mi buzo azul, la canasta de mimbre de alimento a mi espalda, repartía bonitos a los 7 atunes de una jaula, cuando me sorprendí.
La puerta de barrotes de la jaula se abría muy poco a poco hacia fuera.
¿Había olvidado cerrarla firmemente y con el pasador tras de mí o su mecanismo se había zafado por sí mismo?
Sostenía por la cola a un bonito anaranjado y un atún venía a zampárselo de un bocado. Luego ofrecía otro bonito y otro atún plateado me lo desaparecía de la mano y daba una vuelta en U para irse a masticarlo.
Y la puerta al gran mar la tenían abierta y los atunes no lo notaban.
No sé por qué lo hice. Como he contado, las cosas más inteligentes que he hecho, las ha hecho mi cuerpo sin consultar a mi pensamiento: aleteé para salir de la jaula y los atunes salieron uno tras otro los 7 tras de mí.
Me rodearon.
Seguí ofreciendo un bonito y otro bonito, ellos siguieron zampándose un bonito y otro bonito.
Todo en calma, sin que escaparan.
Mecí las aletas de mis pies para regresar dentro de la jaula. Bajé al lecho de arena y dejé la canasta de bonitos. La destapé. Una nube de bonitos emergió de la canasta y se esparció y los atunes se esparcieron tras los bonitos, para zampárselos.
Murmuré dentro de mi visor:
¿Y si dejo para siempre abierta la jaula?
Me acordé de El Asesino en el aula de la universidad burlándose de mi trampa para pájaros sin trampa, es decir, sin cámara de muerte. Los otros estudiantes se habían reído al notar la estupidez: mi trampa era una red, es decir, una jaula de cuerda alrededor de una fronda de un fresno donde los pájaros entrarían para pasearse, silbar, saltar de rama en rama y por fin escapar al cielo. Lo dicho: una trampa sin trampa, una trampa sin presas, y por tanto idiota, según El Asesino.
Pero ahí entre los atunes no había nada gracioso ni idiota. Los atunes nadaban en la jaula porque ahí nadaban los sabrosos bonitos, estaban cómodos en el agua cálida y ámbar de la tarde y por lo pronto no tenían para qué escapar.
Simple entenderlos, sencillamente no conocían el plano completo del proceso en el que participaban. No adivinaban lo que sucedería 3 meses adelante, al final de la primavera.
Engordados, crecidos, los músculos saturados de grasa, los alzarían a la banda de hule, un flashazo de neón los pasmaría 20 segundos, al recobrar la vista estarían asfixiándose, la pistola de aire comprimido dispararía en sus cabezas, al siguiente amanecer cada uno estaría en un ataúd de plástico anaranjado lleno de escarcha en algún mercado, y esa misma noche, su músculo ventral, o más bien un cuadradito de su músculo ventral, se licuaría en la boca caliente de un señor rico y se deslizaría por su faringe a la cueva roja de su estómago.
Los atunes todavía perseguían a los últimos peces dorados dentro de la jaula y Yo volví a pensar:
Estoy por pensar una idea muy grande, muy, muy grande...
Me quedé esperando que el pensamiento grande asomara.
No asomó.
Pasé el resto de la tarde de jaula en jaula, alimentando a los grupos de atunes.
En la décima jaula, recién un atún me tomaba un bonito de la mano, pensé:
¿Para qué los separamos en grupos? ¿Tenemos miedo de un motín de atunes?
Mi carcajada sacó una nube de burbujas plateadas de mi visor.
Ya en el muelle, avanzando a zancadas con mis aletas de rana, me levanté el visor y dije en voz alta:
Hagamos esta atunera en Portugal con muy poco fierro. Con muchos menos barrotes. Nada más hagamos una sola gran jaula para que todos los atunes vivan a gusto dentro y los barrotes sirvan sólo para protegerlos de los tiburones.
Hagamos, pensé en el elevador del hotel, ya vestida en vaqueros y camiseta blancos, un paraíso de agua llena de sol durante el día, tibia en la noche. Con alimento regular. Plantemos un bosque submarino de algas negras y otro bosque de anémonas, rojas. Para que se diviertan más los atunes. Y para enriquecer el sabor de su carne y colorearla de rojo más intenso. Un paraíso de atunes, sin hambre, sin miedo, sin peligro.
Sin fiereza.
Un paraíso sin fiereza: las 4 palabras que le había aprendido al rabino Chelminsky una madrugada en Mazatlán, cuando me habló del paraíso.
En el hotel, en el baño, en la tina con agua caliente, Yo sumergida, me escuché pensar:
¿Se reproducirían en ese paraíso sin fiereza?
Pensé:
En Japón se ha intentado hacer desovar a las hembras atunes en tanques de agua, con éxito. En Bali se han creado piscinas en el océano, para hacerlas desovar, igual con éxito. En Panamá, en tanques, se ha logrado que las hembras desoven y además algunos machos eyaculen para fertilizar los huevos. Pero nunca se ha logrado ir más allá. Más allá: nunca se ha logrado que los huevos se vuelvan larvas de atunes. Eso a pesar de los estrictos controles de la temperatura del agua y de su salinidad.
Pensé, contra toda esa experiencia de la especie humana:
Pero ¿qué tal si sí se reproducen acá? ¿Qué tal si el truco es hacer menos que los granjeros de Japón y Bali y los laboratoristas de Panamá? ¿Qué tal si, en lugar de tenerlos amontonados en tanques o piscinas humanas, los tenemos en el mar en una gran jaula, dejándolos hacer su vida en paz, sin controlarlos a ellos o al agua? ¿Si sembramos además una gran isla de corales rojos en el centro de la gran jaula?
Me reí.
¿Para qué diablos la isla de corales rojos?, me pregunté en voz alta.
Me respondí en voz alta:
Ni idea.
Pensé:
Tal vez para tentarlos a procrear en el momento preciso en que si estuviesen libres y hubieran llegado al final de su ruta, las hembras estarían desovando en alguna cálida isla de corales, tal vez, roja.
No tenía sentido científico lo que pensaba, pero todo mi cuerpo me daba la razón.
Si fuera Yo un atún, pensé en la tina de agua caliente, me encantaría poder meter la nariz en los corales rojos y me encantaría poder deslizarme en un bosque de algas negras y de pronto detenerme a mordisquear unas arándanas, es decir, esa especie de lechugas color azul celeste que se dan a veces al fondo del mar azul oscuro. Ya está: también habría que sembrar arándanas celestes en el piso del paraíso.
Me alcé del agua en un estado de ligereza, como si el aire fuera agua y Yo fuera un atún que flotara erecto.
Salí a la estancia, donde Yasuko trabajaba rodeada de 4 computadoras abiertas llenas de barras de colores, y goteando agua le dije:
Yasuko, se me acaba de ocurrir la idea más grande que jamás se me ha ocurrido.
Bueno, me equivocaba.
La idea de hacer paraísos para atunes era nada más que una de las partes de una idea mayor. Una idea de verdad grande que tardaría todavía 3 años en acabar de formárseme en la cabeza.
Ahora que lo escribo, me doy cuenta que 3 años parecen demasiados para pensar una sola idea, pero nunca he negado que soy mentalmente lenta.

Y mientras tanto sucedieron otras cosas, grandes y pequeñas. Lo primero, un suicidio.
Alguien que tiene una filosofía lo hubiera visto de otra manera. Alguien que tiene una religión lo hubiera visto todavía de otra manera. Yo, que no uso eso, ni una filosofía ni una religión, porque sé que las cosas son lo que son, y existen fuera de mi cabeza y aún afuera del lenguaje humano, lo vi nada más con miedo:
En la página de noticias de la BBC en internet se informaba que el primer ministro de Agricultura, Ganado y Pesca del Japón, el mismo señor dormido que había exclamado en Tokio que nuestro jotoro era el mejor que había comido en su larga y honorable vida, había aparecido ahorcado en un pijama blanco con rayas azules.
Se suicidó así, en esa pijama, con una correa para pasear a su perro, de una puerta de un salón en su departamento en el centro de Tokio. Ese día estaba previsto que asistiera al parlamento para responder a la acusación de corrupción. Se decía que había recibido sobornos de grandes empresas, pero antes de ir a defenderse, bueno, lo dicho, se suicidó en pijama.
Para la BBC, como para otras agencias de noticias, y por supuesto para la policía japonesa, todo estaba claro: el ministro no quiso afrontar su deshonra en el Parlamento y se suicidó, y ahí dejaron el asunto. Para mí, sin embargo, se volvió una obsesión.
¿Cómo se cuelga uno de una puerta con una correa de perro? En internet no había foto alguna del ministro colgado, nada más aparecían fotos de cuando su cuerpo fue sacado de su edificio en una camilla y envuelto en una sábana, así que me propuse investigarlo Yo misma. Tomé uno de mis cinturones de cuero, rodeé con el cinturón mi cuello y lo pasé por la hebilla y enredé el cabo del cinturón en la perilla de la puerta y traté de ahorcarme así. Y esto es lo que descubrí.
De la perilla al piso no hay espacio para ahorcarse.
Por otra parte, colgando la correa desde la esquina superior de la puerta, la correa se desliza, porque no hay de dónde se atore.
Por lo tanto, no es posible suicidarse rápido y por uno mismo de una puerta con una correa de perro. Hay que conseguir una escalera y subir para clavar el cabo de la correa de cuero con clavos y un martillo, para lo que se necesita tener tiempo y calma.
Además, si uno quiere salvar su honorabilidad, ¿se ahorca en pijama y de una puerta?
Le llamé por celular a Yasuko y me dijo algo muy interesante:
Suicidarse en Japón es muy honorable, pero ser visto en pijama en Japón no es honorable. Por lo tanto, ahorcarse en pijama es una pendejada: es mezclar algo muy honorable con algo poco honorable. Pero lo que de plano es una enorme deshonra, es morir estrangulado por una correa de perro.
En Japón, me explicó Yasuko, lo más honorable es hincarse y acuchillarse las vísceras con un cuchillo y luego que un amigo le corte a uno la cabeza, de un tajo, con una espada de samurái.
Seguí buscando precisiones en internet. ¿Qué compañías transnacionales sobornaron al ministro?
Rápido salió el nombre de Miau Co., una transnacional de latas de comida para gato. Busqué en la página de Miau Co. Miau había recibido el permiso del ministro de cazar todas las ballenas que quisiera en el mar de Japón, a pesar de que las ballenas son una especie en extinción, para luego trozar su carne y enlatarla y vender las latas como alimento para gatos con la ingeniosa, me pareció a mí, marca de Miau, comida natural para gatos.
La búsqueda por internet me llevó luego a una extraña página. La de ALF, Animals's Liberation Front, el Frente de Liberación de los Animales, una página humorística me pareció, porque tenía fotos de gatos, perros, changos y ratas con boinas negras y fusiles y ametralladoras en ristre. Y también una foto que me dejó boquiabierta: la foto del ministro en pijama colgado de una correa de perro de la esquina alta de una puerta.
No, no era un suicidio honroso, en definitiva. El tipo tenía la lengua colgando fuera de la boca unos 10 centímetros y de la bragueta de la pijama colgaba su pene flácido otros 10 centímetros.
Cosa natural dado un estrangulamiento en cualquier mamífero con lengua y pene. Técnicamente, la compresión de la tráquea avienta hacia fuera de la boca la lengua y la compresión de las arterias carótidas del cuello interrumpen el flujo de sangre al cuerpo, lo que provoca una erección del pene. Así que el pene erecto se le debió de escapar por la bragueta al ministro y pasados 20 minutos se le debió de haber quedado colgando afuera.
Aumenté los píxeles de la imagen para averiguar lo que en realidad me intrigaba: cómo la correa se había sostenido de la puerta. No se alcanzaba a ver sino que la correa estaba definitivamente adherida a la parte superior de la esquina, clavada con clavos o algo así, como lo había supuesto. Con los píxeles aumentados busqué una escalera o un banquito y entonces noté en el piso, como a 40 centímetros de un pie desnudo del ahorcado, una cosita blanca con detalles negros.
Aumenté todavía los píxeles: era una ballena de juguete, y tenía algo escrito en un costado.
Aumenté todavía los píxeles, pero en la pantalla la imagen se volvió borrosa.
Bueno, lo que quedó muy claro para mí, es que habían suicidado al ministro. ¿Quiénes? Los gatos con boinas negras de ALF.
Me reí. Eso último era poco probable, pero ALF tenía algo que ver.
En todo caso, volví a tenderme sobre el plano que cubría el piso de mi cuarto como un tapete, el plano del paraíso de atunes para Nogocor, y me olvidé del asunto. Y no volvería a acordarme de él todo ese año y el siguiente, mientras terminábamos de construir los paraísos de atunes en nuestras 7 atuneras.

Mucho antes, en París, me otorgaron un premio. El codiciado Coup de Coeur, el premio que los franceses otorgan cada año al mejor producto gastronómico, algo así como el Premio Nobel Culinario.
Feliz, y tensa, me alcé de la butaca del teatro para subir al escenario. Yasuko y mi tía habían convenido que vistiera de blanco. Una camisa de seda gruesa blanca sin cuello y vaqueros blancos y mis botas de trabajo de piel amarilla de siempre, pero nuevas. Entre los más prestigiados chefs del mundo, caminé pues de la única forma que sé caminar, como marinera, pegando a cada paso la suela completa en el piso.
Subo a la luz de la escena y oigo rebuznos entre el público. Silbidos. Palabras exaltadas en francés. Como no hablo francés, supuse que eran de alabanza. Me daban el Premio Nobel Culinario los franceses, hasta donde Yo entendía. Alzo un brazo y pongo cara de orgullo (sonrisa y ojos extremadamente abiertos).
El maestro de ceremonias, un tipo flaco y de pajarita roja al cuello, con ambas manos adelanta hacia mí un trofeo dorado.
Supongo que debo ir a tomárselo, lo tomo, y los rebuznos se multiplican, igual los chiflidos.
Merci, digo al micrófono, la única palabra que sé en francés.
Entonces entre los rebuznos que vienen de las cabecitas negras del público surge una voz en español de España:
Que te están silbando porque has comprado el premio. Porque dicen que te lo ha comprado tu gobierno, el mexicano.
Me inclino al micrófono y digo en español con mi voz monocorde de autista, un poco chillona por los nervios:
Ni idea. No he estado en México hace unos 5 años, aunque sí conocí a un candidato a la presidencia del país, aunque perdió las elecciones, y otro señor que no conozco es el presidente.
Hay risas por acá y por allá.
Alguien grita con acento francés:
¡Viva Mazatlán!
Los rebuznos y relinchos arrecian y el español entre el público me explica, la voz muy alta:
Que ahora dicen que el premio se lo has robao a un granjero francés que cultiva trufas en caca de puercos. Y que además no es siquiera foie gras tufoie gras de atún, que cómo coños un foie gras sin ganso, y que eres una ladrona y una mentirosa.
Me dan ganas de orinar por el miedo. El maestro de ceremonias se pone a intercambiar frases y gestos misteriosos con la gente de las butacas y Yo me inclino para dejar el trofeo en el piso de duela, porque los franceses se oyen muy enojados y son muchos y tengo que ir a orinar y además que Yo sepa nunca me inscribí a ningún puto concurso Coup de Coeur, que finalmente es como el Premio Nobel pero no lo es, así que me bajo del escenario y voy directo a la salida del teatro donde avanzando sobre la alfombra roja recibo en un ojo un jitomatazo y con el otro ojo logro ver el bonito estandarte de Mares Limpios, un círculo azul que representa al planeta Tierra.
¡Murderer!, me gritan en inglés, que sí entiendo.
¡Asesina!, en español.
¡Assassin!, en francés.
Los puños en alto, tras 12 policías que tomados de las manos evitan que se me vayan encima.
Entonces alguien de los de Mares Limpios escupe en el asfalto y todos supongo que piensan: puta, qué formidable ocurrencia, y escupen todos en el asfalto, y a mi derecha Yasuko está llamándome, sosteniendo desde adentro abierta la puerta de una limusina blanca.

A la mañana siguiente cuelgo en un gancho de madera mi bonita camisa blanca de seda manchada de rojo, abro la puerta para colgarla en su perilla exterior, para que la tintorería del hotel la recoja, y frente a mí, recargado contra la pared, con lentes negros, en impermeable caqui, hay un tipo rarísimo, fumando, las botas cruzadas por los tobillos.
Me dice en un inglés cargado de acento francés, echando humo al hablar:
Estoy esperándote, vámonos.
Retrocedo de un paso dentro del cuarto y cierro aprisa la puerta, pero el tipo mete su bota vaquera entre la puerta y el marco y a continuación mete su mano con una placa dorada con las letras resaltadas Département de Justice.
Reabro la puerta y me entrego a las órdenes del Departamento de Justicia de Francia.
Sigue mis pasos, ordena el tipo.
Obedezco, voy a su lado imitando sus pasos grandes, al centímetro.
Entramos al elevador, salimos al vestíbulo del hotel donde una señorita toca un arpa, nos esperan otros 2 franceses con lentes negros fumando sentados a una mesa con tapa de mármol blanco, se alzan y entre ellos salgo a la calle donde se apea un jeep destartalado y sin techo.
Me extraña que el Departamento de Justicia de Francia use vehículos tan estropeados y doy un paso atrás.
Es un transporte secreto, me dice uno de los tipos, y me agarra el codo y Yo asustada le suelto un codazo y él me dice:
Entonces trepa tú sola.
Trepo al jeep, trepan todos.
El jeep arranca y entonces el mismo tipo, que ahora va sentado a mi lado, se me acerca y Yo me echo para atrás y él me ordena:
Quieta.
Trago saliva y me aquieto y él me pone sobre un ojo una curita y sobre el otro ojo otra curita y otra vez me ordena:
Abre los ojos.
De verdad hay gente idiota: por supuesto no puedo abrirlos, las curitas no me dejan alzar los párpados.
Entonces, me cubre los ojos cerrados con curitas con unas gafas de plástico negro y mis pensamientos se oscurecen:
Qué joda con estos franceses. Sus premios culinarios son una porquería y los transportes secretos de su Departamento de Justicia, peor. No tienen ventanillas ahumadas y ni siquiera techo, pero, me viene el pensamiento, he ahí la astucia.
¿Quién sospecharía que un jeep todo descubierto que circula en el tráfico de París es un vehículo secreto?
En 30 minutos hemos dejado atrás el ruido de motores de la ciudad, y ciega tras los lentes negros reconozco con la nariz el campo abierto.
El olor de la clorofila, arriba. El olor de la paja, en medio. A ras de suelo, el olor dulce y picante del excremento de los mamíferos cuadrúpedos.


 15


Me quitan las gafas.
Me ordenan que me quite las curitas de los ojos.
Estamos en una cabaña de paredes de madera, Yo a una mesa con 2 de los tipos raros del jeep y otro todavía más raro, todos ellos sí llevan puestas gafas negras.
Me susurra el tipo 1:
Hace 15 años los atunes de aleta azul eran el doble de grandes.
Le informo:
Es verdad. Pero nosotros en Blue Tuna los crecemos, en las jaulas de nuestros ranchos.
El tipo 1 añade:
Los crecen una tercera parte a lo largo, aunque a lo ancho sí los engordan hasta el doble. Y les condimentan y pintan la carne con algas picantes y rojas, para hacerlas más atractivas y sabrosas y vendibles.
Pongo cara de orgullo y le informo:
Es correcto. Ésa es mi aportación a la industria del atún.
El tipo 2 interviene:
Hija de puta.
Retoma el 1 :
Además, hace 15 años los atunes azules eran 3 veces más abundantes en los mares.
El 2:
Grandísima hija de puta.
Les informo:
Sospecho que ustedes no son del Departamento de Justicia francés.
El tipo 3 replica:
El infierno que lo somos. (Traduzco literal del inglés.) Somos el Departamento de Justicia de ARM. ¿Has oído de ARM?
Pregunto:
¿ARM o ALF?
3, embroncadísimo:
¡ARM! Acrónimo de Animals Rights Militia.
Quién sabe de qué lugar profundo me viene el recuerdo. Sí, en alguna feria de la industria de la carne alguien se refirió a ellos, y los llamó esos locos terroristas, y contó que una noche abrieron una por una las miles de jaulas de una granja industrial de gallinas y se llevaron 900 mil gallinas, y otra noche otros locos de ARM se llevaron los minks de una granja de minks.
Sí, he oído de ustedes, respondo. Ustedes roban gallinas y minks.
El 2 acerca sus lentes negros a mi cara:
No, perra. Los liberamos. Los conducimos a una mejor vida. A las gallinas las repartimos entre granjeros pobres para que vivan en patios al aire libre y den huevos en establos amplios, y a los minks los soltamos en un bosque.
Trato de hacer sentido de lo que me dicen:
Ya veo, digo. Son como Mares Limpios, pero se ocupan de las gallinas y los minks.
El de 3 se embronca al instante:
¡Los maricones de Mares Limpios! ¡Ellos creen en hacer mítines y hablar con senadores!, ¡ellos creen en conmover a la opinión pública con artículos en revistas!, ¡ellos creen en reformar las leyes gradualmente, para que en 100 años algo pase! ¡Ellos, los pobres pendejos, se paran frente a una peletería a chillar: no compren cadáveres, no compren! ¡Fueron ellos los que ayer te lloraron con los puñitos en alto, asesina, asesina!
Toma un respiro antes de confiarme en voz queda:
No, nosotros no somos ellos.
Yo:
Ya entiendo.
3:
Nosotros somos los que hemos perdido la paciencia, los que hemos cruzado la raya de la ley. Nosotros somos la mano armada de los animales no humanos. Somos la extensión del Yo de los animales torturados y sacrificados. Por lo tanto actuamos en legítima defensa cuando actuamos por ellos.
2:
¿Ya entendiste, perra?
Me informa el 1:
Somos el ejército clandestino de la compasión activa. Nuestro lema es: terror con terror se paga, asesinato con asesinato. Y tú, que eres una de las mayores asesinas del planeta, eres uno de nuestros principales blancos.
Informo a mi vez:
Necesito, necesito un vaso de agua.
2:
Muérete, jodida perra.
Trago saliva y las rodillas me tiemblan.
1:
Debes saber, Karen Nieto, que somos gente mortalmente seria. Inyectamos con veneno de rata 700 cadáveres de pavos en Vancouver este año y lo advertimos por internet, el resultado fue que se vendieron pocos cadáveres de pavos este diciembre en Vancouver, pero 700 cabrones que sí se entercaron en comer pavo con mermelada de frambuesa pasaron su navidad vomitando y con convulsiones. ¿Qué te parece?
No, no, no sé, digo.
Mierda, mi antigua ecolalia se ha encendido.
1:
Envenenamos igual un cargamento de Mars bars en Londres.
Yo:
¿Mars bars: las, las barras de, de chocolate?
2:
Sí, son ricas, ¿verdad?
Yo:
¿Por qué las envenenaron?, ¿también defienden al chocolate?
2:
¡Nada de ironía o te vuelo los sesos, perra!
2 saca una pistola y me pone el cañón frío en la oreja. Empiezo a mecerme, suave, en la silla.
2:
Mars experimentaba en changos el proceso de putrefacción de los dientes. Imagínate a un chango en una jaula con dolor de muelas que nadie le atiende. ¿Te imaginas? Estoy preguntándote, ¿te imaginas?
Me, me, me imagino bien, digo aterrada sin dejar de mecerme.
3 se alegra:
Pues Mars bars ya no experimenta con la dentadura de changos. ¿Qué te parece?
Yo, casi sin voz:
Qué, qué bueno.
1:
Pero hablemos ahora de True Blue Tuna. Para eso te hemos traído acá.
Yo:
Pero podría bajar su, su, este señor su.
2: ¿Bajar mi pistola?
3:
Baja tu pistola, pendejo.
2 baja su pistola y 1 retoma:
Ustedes han aniquilado en 10 años 2/3 de la especie del atún.
No, no True Blue Tuna, le informo. Hay 523 compañías atuneras, atuneras en el planeta.
1:
Pero la peor es True Blue Tuna. Por mucho es la mayor y pesca el 40% de los atunes, pero además es la que ha elevado el valor del atún a la estratosfera. Lo ha vuelto el tesoro más codiciado de los mares. Dame la revista.
1 lo dice y 2 va a un estante y trae una revista. The Economist. Con una foto en portada de Gould mostrando todos sus dientes en una sonrisa.
1 abre la revista y dice:
Cito a tu socio, Earnest Gould, de una entrevista. «El éxito de Blue Tuna es sobre todo conceptual. Lo que hemos hecho es valuar el atún azul al nivel de la plata.»
Ahora, me dice 1, y baja la revista a la mesa, déjame preguntártelo con sinceridad.
Y 2 intercala:
Perra.
1:
¿Cómo convences a unos pobres pescadores de Libia de que no salgan al mar con sus barquitos sardineros a pescar todo el atún que se encuentren?, ¿cómo si 1 atún adulto de 2 metros y 30 centímetros puede venderse en 173 mil dólares?
Contesto:
Con cuotas, cuotas internacionales de pesca, detienes la pesca, la pesca excesiva.
3:
Ah, sí, las cuotas del ICCAT. La Conspiración Internacional para Cazar Todo el Atún. (The International Conspiration to Catch All the Tuna)
Perdón, lo corrijo Yo muy quedo, ICCAT significa International Comission for the Conservation of Tunas, Tunas.
1:
A este ritmo de pesca, en el año 2015 no habrán atunes azules en los océanos. Otra especie extinguida, pero ¿qué importa? Ya encontrarás qué otra especie valuar al precio de la plata, ¿no es cierto? En 1950 empezó la masacre industrial de las especies marinas y para 2050 el océano será una piscina inmensa de muerte, pura agua con sal y plancton lamiendo con sus lenguas las costas de los continentes.
Quiero, digo, orinar, orinar.
2, en mi oreja:
Orina como los orangutanes en sus jaulas de zoológico.
3:
En el año 2070, el planeta Tierra estará habitado sólo por los humanos. Acaso habrán perros y gatos, hormigas y ratas, y en el mar sólo aguamalas gelatinosas. Aunque tampoco es seguro.
2:
Ja, si lo permitimos nosotros.
1 entrelaza los dedos de ambas manos ante su cara y me dice:
Éste es el trato que te ofrecemos, Karen Nieto. Tienes 6 meses para cerrar tus atuneras, si no quieres que en 6 meses el avión donde viajas explote en medio del cielo en mil pedazos.
2:
¡PUM!
Mi orina resbala por una pernera de mis vaqueros negros y forma un charco bajo mi bota.

El tipo del pelo grasiento me quita los lentes negros no translúcidos, y luego me quita una curita y luego la otra. Estamos otra vez ante el hotel, ya ambos en la acera, y me entrega una tarjeta.

ARM

Animalrightsmilitia.net


Le entrego la mía.

Karen Nieto

Engineer in human slaughter

0044 5678 9055


¿Tu dirección?, pregunta.
No tengo casa.
¿Vas de hotel en hotel?
Sí.
Pero ¿te localizamos en tu celular?
Es correcto.
Toma, dice el tipo. Un regalo de despedida. A ver, abre tu mano.
La abro.
Y el tipo deposita en mi palma un avión, de 10 centímetros.
Es de acero y con ventanillas transparentes y de su panza asoman 2 rueditas de hule. Estoy aún inspeccionando la miniatura cuando el tipo me dice:
Otra cosa, no hables con la policía, o las consecuencias serán salvajes.
Trepa al jeep desvencijado, lo arranca.

Toma de mi palma, con una pinza, por una ala, el avioncito, y lo guarda en una bolsa de plástico, cuyo broche cierra, y lo guarda dentro de su saco. El detective de la Interpol.
Supongo que usted lo tocó por todas partes, dice.
Digo que sí.
Lástima, dice él. De todos modos puede haber quedado alguna otra huella dactilar. Por lo demás, despreocúpese. Son torpes.
Y se pasa la mano por la mata de cabello negro. El traje gris claro, la corbata negra, la barbilla partida, el inglés de Inglaterra impecable, aunque él es portugués.
Sentados en sillas de mimbre en la terraza al centro de mis 3 cuartos del piso 6 del hotel Caeiro del Puerto de Caeiro. Mi cuarto para dormir. Mi cuarto para trabajar. El cuarto de mi asistente, Yasuko.
El cielo sin una nube. Las tejas rojas de las casas chispeando en la luz.
¿Por qué dice que son torpes?, pregunto.
Imagínese. Una organización sin líder. Sin jerarquía. Sin dinero. Sin control central. Con una página de internet, eso es todo lo que poseen. Una organización en suma desorganizada.
Sigue:
Le narro uno de sus primeros éxitos. Un tipo puso una bomba casera en la bolsa de un abrigo de piel de foca y lo colgó entre las prendas de una peletería, y cuando explotó, reclamó para ARM el triunfo en su página de internet. Otro tipo en otro país lo leyó, imprimió de internet un manual de bombas, fabricó su bomba en el baño de su casa, lo metió en otra prenda de piel, éste, un chaleco de piel de borrego, que coló a otra peletería y dejó entre los ganchos de otras prendas de piel, pero el muy bruto no armó bien la bomba, así que no estalló y nadie se enteró del fracaso, sino nosotros, a quienes un año más tarde nos llamó el dueño de la peletería, histérico, porque encontró una bomba.
Operan como un hormiguero entonces, digo.
¿Un hormiguero?, ¿qué quiere decir?
Así opera un hormiguero. Sin control central. Sin metas fijas. Por imitación. Una hormiga forra un hueco subterráneo con un pedazo de hoja y otras hormigas se detienen a observar. Si les parece buena idea, cooperan, si no siguen de largo por el túnel.
Ah, dice el detective. Pero ¿la hormiga reina?
¿Qué con la hormiga reina?, pregunto.
¿La hormiga reina no tiene el control central del hormiguero?
No. La hormiga reina pone miles de huevos, técnicamente es la madre de todas las hormigas del hormiguero, de ahí su importancia. Pero no tiene sobre las otras hormigas ningún control.
Y entonces ¿por qué es la reina?
Porque cuando los humanos empezaron a estudiar los hormigueros, hace 24 siglos, se preguntaron, ¿y quién manda en esta sociedad? Alguien tenía que mandar, según ellos, porque los humanos nunca habían inventado sociedades donde no mandara alguien y los demás obedecieran. Y entonces notaron que las hormigas cuidaban mucho a la hormiga madre y ella no hacía nada más que estar tumbada reproduciéndose y dijeron: claro, esa que no hace nada y todas atienden debe ser quien manda, y la llamaron reina.
Ajá, dice el detective. Eso fue hace 24 siglos, pero ¿ahora por qué le seguimos llamando hormiga reina?
Idiotez, digo yo.
Ajá, vuelve él a decir. Claro, claro, y se rasca la mollera. Perdón por la tontería, dice.
Y luego pregunta algo muy curioso:
¿Y hay hormigas policías? Quiero decir, hormigas que vigilan que todas las otras hagan su trabajo y no se salgan de las líneas de hormigas. Seguro alguien vigila por lo menos que no se salgan de las líneas de hormigas. Quiero decir, si no fuera así, no habría ese orden tan notable en los hormigueros.
No, le digo. No hay hormigas policías.
Se queda muy preocupado por la falta de policías hormigas, el policía de la Interpol.
Luego dice, el cejo apretado:
Pues sí, así es de hecho con estos anarquistas. No tienen control central ni jerarquía y sí, actúan por imitación. En 2004, por ejemplo, se dio un contagio de asaltos a gallineros. Una célula liberó las gallinas de una granja industrial en Canadá, una noticia que se propagó por internet. Inspiradas en ello, otras células hicieron lo mismo en Dinamarca, Bélgica, Suecia, Finlandia y Norteamérica. Quiero decir que estos hijos de perra soltaron millones de gallinas de decenas de gallineros, se perdieron millones de dólares y en la industria del huevo cundió el pánico. Finalmente, cerca de San Petersburgo otra célula estaba abriendo las jaulas de un gallinero, pero ahí intervino la policía rusa, los capturó y los mandó a Siberia y en Siberia los liberadores de gallinas desaparecieron. Así, se esfumaron en la nieve. Y se acabaron las liberaciones de gallinas. Es decir, se han acabado hasta hoy.
Un mesero deposita dos vasos de jugo de naranja en la mesita entre nosotros.
Ahora, que eso también nos impide destruirlos, dice el detective de nuevo preocupado. Eso, que sean como un hormiguero, sin control central. En otras organizaciones uno descabeza al jefe, y la organización se deshace. Uno roba el archivo de miembros, y tiene su organigrama. Con ellos no hay jefe o archivo, ni sirve infiltrarlos porque ningún miembro conoce más que a los miembros de su célula.
Alza su vaso y bebe un sorbo de jugo y Yo pienso que ARM más que torpe es una organización muy efectiva. Y me pongo en modo de no relación mientras el detective sigue con su bla bla bla sentado a mi izquierda.
Hasta que distingo entre su bla bla bla unas palabras que me despiertan:
Sobre la amenaza a su vida.
¿Qué cosa?, pregunto otra vez angustiada.
Mire, olvídelo. Una de las contadas reglas de los terroristas ecológicos es no dañar nada vivo. Dañar propiedades, tal vez. Amenazar, por supuesto, ésa es su actividad principal, aterrorizar. Pero nunca han matado a alguien. Sería un contrasentido que mataran si son el brazo de la compasión activa, como proclaman ellos mismos.
¿Aunque me hayan dicho que van a matarme?, pregunto.
El detective da el último sorbo al jugo y deposita el vaso en la mesita entre nosotros.
Así es, dice, aunque se lo hayan dicho. Nuestras estadísticas indican que usualmente amenazan una sola vez. Localizan a alguien que odian, lo amenazan, incluso de muerte, se regocijan publicándolo en su página de internet, y se acabó. Se lo pongo así. Si en 6 meses no oye de ellos otra vez, es que usted se ha convertido en una anécdota para fiestas de ecologistas.
Le digo:
¿Y qué con el asesinato del ministro de Pesca y Agricultura de Japón?
¿A qué se refiere?
Le resumo a qué me refiero.
Como no termina de entenderme, saco mi libreta y dibujo una puerta y un ahorcado en pijama colgando de una correa de perro clavada a la esquina superior de la puerta, con la lengua y el pene de fuera, mientras explico la improbabilidad de que el ministro haya decidido ahorcarse así.
El detective observa mi dibujo largo rato.
Parece una fotografía, dice aún viéndola.
Preciso:
Casi una fotografía.
La pijama del ministro tiene incluso rayitas, dice él.
Tenía rayitas. Era blanca con rayitas verticales azules.
¿Puedo guardarla?, pregunta.
Le digo que sí y el detective sube a sus rodillas su portafolios y lo abre, saca un sobre de papel café tamaño carta y guarda mi dibujo en el sobre que guarda en el portafolios.
Yo le insisto:
Un mes después del suicidio, en la página de ARM apareció la noticia y lo llamaron un asesinato, y lo atribuyeron a una de sus células en Japón.
Ah, sí, dice él, eso hacen ellos. Reclaman las más diversas acciones. ¿Sabe que reclamaron el tsunami en Sumatra?
Me angustio:
¿De verdad?
Así es. Las olas gigantescas arrasaron los poblados de la isla, mataron a decenas de miles de seres humanos y a otros los dejaron en la indigencia, y estos desgraciados propagaron la explicación de que la Madre Naturaleza cobraba venganza por el asesinato de las ballenas y claro, ellos se consideran familiares directos de la Madre Naturaleza.
Me quedo pensando en la posibilidad de esa cadena de causas y efectos y esa enunciación de parentescos, que no habría que desechar tan pronto, pero el detective reinicia:
En fin, tomo nota de su, digamos, hipótesis, respecto al ministro japonés, pero le reitero que según nuestros informes ni ALF ni ARM han matado nunca a nadie. Más allá de algunos accesos de rabia retórica, los activistas ecológicos son enfáticos en declarar su amor por la vida.
Recoloca sus ojos en los míos y Yo miro hacia otro lado.
No se ofenda, dice. Discúlpeme si la ofendí. Le prometo que circularé su hipótesis en la agencia.
Retoma:
En cuanto a sus propiedades, ésas sí pueden intentar dañarlas y tengo órdenes de su socio, el señor Gould, de no reparar en gastos para protegerlas. Reforzaremos la seguridad contra incendios de las atuneras, instalaremos alarmas y controles con guardias y arcos detectores de metales en los accesos, y colocaremos cámaras de vídeo para tener el registro de la actividad en cada área. Lo que, por cierto, además de protección les ayudará a controlar a sus empleados.
Hace algo rarísimo: me cierra un ojo y Yo miro la punta de una de mis botas.
Y sobre su seguridad personal, oigo que sigue, yo en persona hablaré con la administración de los hoteles donde usted suele hospedarse sobre algunas medidas precautorias.
¿Como cuáles?, pregunto.
La principal, les daré escaneadores de cartas, si no tienen. En el pasado, por los años 90 del siglo pasado, ARM envió cartas bombas a varios científicos y a la primera ministra de Inglaterra. Ninguna con mayor consecuencia que una quemadura de cara y de manos para los receptores y muchas notas en la prensa, que es lo que aprecian más, la publicidad.
Toma de la bolsa de su pecho el pañuelo de seda blanco, se limpia el sudor de la frente.
Qué calor el de Puerto de Caeiro, dice. Muy bueno para vacacionar, muy malo para trabajar. Usted tuvo un maestro en la universidad, el doctor Charles Huntington, ¿cierto?
Yergo la espalda en mi silla de mimbre:
Sí. ¿Tiene algo que ver con ARM?
Demasiado para su propio bien. En 2003, en el estado de Nueva York, ARM le explotó su automóvil, y le ofrecieron paz si dejaba de construir mataderos. Los ignoró y le quemaron su casa, pero cuando él estaba fuera, dando clase en una universidad cercana, de manera que él no sufrió ninguna quemadura. Después exhumaron el cadáver de su madre y se lo dejaron en la cama de su cuarto, en el motel donde se había cambiado a vivir. Bueno, algo se le zafó acá en la cabeza a Huntington. Desde que encontró a su madre muerta en su cama padecía ataques de pánico. Le dio por caminar descalzo en la noche al borde de la carretera. Se jubiló, tenía 82 años después de todo, y se retiró a vivir en un asilo psiquiátrico. Lo interesante fue quiénes conformaban la célula que lo aterrorizó hasta desquiciarlo.
¿Quiénes?
Adivine. Usted los conoce.
¿Sus ex alumnos?
No. Vuelva a intentarlo.
Ni idea.
La célula estaba formada por una sola persona. Su asistente de 30 años, un tal Gabriel Short.
No sé qué decir, digo.
Sí, es para asombrarse, ¿no es cierto?
¿Y Short podría estar conectado a mi secuestro?
Imposible. El pobre diablo está en la cárcel, y ahí estará durante los próximos 19 años.
Cruza una pierna sobre otra, sus zapatos negros parecen de ballet, de piel delgada y flexible.
Así se me va la mañana, enterándome por el monólogo del detective Iñaki Belloso de las hazañas y los fracasos de ARM.

Al final me da algunas encomiendas.
Avísenos de inmediato de cualquier contacto que tengan con usted, si es que la contactan. Dice usted que sólo usa un celular y no otro teléfono, entonces guarde el número de teléfono que se registre en su celular. Por otra parte, si recibe una carta sin remitente, o de un remitente desconocido, no la abra. Y me llama de inmediato. Finalmente, un detalle sobre sus maletas, cuando viaja.
Viajo sin maletas, le digo. Nada más cargo un portafolio con unos pantalones vaqueros y una camiseta de repuesto, y mi computadora.
Ah, dice.
Y de pronto alegre me pregunta:
¿Me firma su dibujo?
Pone en la mesita entre nosotros el dibujo del ministro ahorcado en pijama y lo firmo en una esquina.
Siempre habrán desadaptados, me asegura ya de pie el detective elegante. Ociosos pendencieros. Discapacitados mentales.
Me sonríe, y miro mis botas y me preparo para explicarle que aun siendo discapacitada en algunas cosas en otras tengo capacidades sobresalientes, pero entonces rae hace las 2 preguntas más sorprendentes de esa mañana:
¿Conoce usted el pequeño bar Alberto de la Punta Azul de Puerto de Caeiro? Un bar en una terraza que da al mar y donde se puede tomar una copa de champaña y platicar a la luz de la luna.
Le respondo:
No, no bebo.
Ah, dice él. Ya veo. ¿Y le gusta el cine?
Nada, respondo.
Hay un silencio en el que pasa arriba en el cielo una golondrina negra.
Iñaki Belloso dice:
Un placer haber dialogado con una dama tan gentil.
Inclina el torso y se va sobre sus zapatos flexibles como zapatillas.


 16


Una tarde suena mi celular en mi cuarto en Puerto de Caeiro.
Doña Karen, buenos tardes, están desovando.
En 10 minutos estoy en el muelle en mi buzo azul, el visor en la frente, rodeada de los pescadores y los capitanes, igual de excitados que Yo.
¡Están desovando las hembras, doña Karen!
¡Jamás habían desovado atunes en cautiverio, doña Karen!
¡No es exacto!, contesto excitada. ¡En 3 lugares del planeta sí! ¡Pero habrá que ver si acá sí nacen atunes!
De todos modos nadie repara en mis precisiones de autista, ni siquiera Yo, y ordeno:
¡La cámara de vídeo! ¡Una lancha! ¡Tú, tú y tú: alcáncenme debajo del agua!

Bajo de la lancha, la pesada cámara a la espalda, y me sumerjo 5, 10 metros, y aleteo para acercarme a los barrotes del paraíso.
Alzo la cámara, pulso el zoom in: más allá de los barrotes de la jaula, los atunes están circulando alrededor de la isla de los corales rojos en una evidente conducta ritual.
Conducta ritual: se llama a la conducta ordenada y reiterativa de un grupo vivo.
De pronto, de la tribu que sigue circulando la isla, 5 atunes se separan y acelerando se alejan. Luego, lejos, desaceleran. Y vuelven a acelerar persiguiéndose entre sí, describiendo al perseguirse 8s acostados.
Es decir:




Un atún expulsa una nube rojiza. Son los huevos microscópicos, supongo. Una nube rojiza que queda flotando mientras los 5 atunes entran de nuevo en la fase de aceleración.
Cruzan rapidísimos la nube rojiza y entonces los otros 4 atunes expelen algo blanco.
Los 3 capitanes en sus buzos aletean hasta mí. Alzan sus prismáticos hacia donde apunta mi cámara.
Y entonces otro grupo, éste de 4 atunes, se desprende de la tribu que sigue circulando la isla roja. Y otra vez el grupo se aleja y se persigue en accesos de velocidad formando ∞.
La hembra expele una nube roja de huevecillos invisibles al ojo. Los machos cruzan la nube roja y la invaden con su nube blanca de semen.
Así, 7 grupos de atunes fertilizan huevos esa tarde en Puerto de Caeiro. Esa tarde que se nos vuelve noche.
El agua se ha enfriado y se ha oscurecido, subimos a las lanchas, bajo el cielo con estrellas volvemos a la atunera hablando de los miles de años en que la vida tardó en perfeccionar el desove de los atunes: la fertilización ocurre al atardecer tibio y anaranjado para que en la noche el mar frío y oscuro sirva de incubadora.
Nos cambiamos a ropas secas, revisamos contra una pared blanca el material de vídeo con el resto de los capitanes.

Cada nube roja o blanca expelida por nuestros atunes nos hace aplaudir y lanzar bravos a los que vemos la proyección en el cuarto de juntas.
Encendida la luz, un capitán descorcha una botella de sidra. ¡Pum! Y de la botella cae espuma en un vaso y en otro y en otro mientras otro capitán reparte puros.
Fúmese un puro, patrona, dice con su acento uruguayo. Después de todo, estos huevos con semen son sus hijos.
No, le preciso. Sólo si de ellos nacen larvas que luego crecen a volverse atunes. Lo que nunca ha sucedido en cautiverio.
Pero al optimismo de los capitanes no le importan razones. Se ríen y Yo no. Tomo seria el puro, lo pongo entre mis labios, me acercan un encendedor, chupo y el humo me atraganta.
La patrona es el Mago de Oz de los atunes, se ríe un capitán.
Todos asienten echando humo.
La patrona es la Flautista del atún del Atlántico, dice otro capitán.
No entiendo de qué hablan y los dejo bebiendo y fumando y me voy a dormir.

En la madrugada, me despierta la llamada de Gould a mi celular.
Karen, recibí el vídeo. Es la primera grabación del desove de atunes de la historia. ¿Te das cuenta?
Me doy cuenta, le digo, la cabeza bajo las sábanas.
Karen, querida, escucha con cuidado. Esto es igual de trascendente que la primera pisada del hombre en la Luna.
No es correcto, le digo al celular. Lo será, le digo, si de estas fertilizaciones nacen en efecto atunes.
Si nacen atunes en cautiverio, le explico a mi tía Isabelle ese mediodía, paseándome por el muelle que entra al mar lleno de chispas de sol, será el inicio de una nueva forma de relación entre los atunes y los humanos.
Tienes que escribirlo, dice ella, desde la noche que sucede en Oaxaca. Déjame llamar a una amiga que escribe en la revista Nature.

Esa tarde vuelve a suceder. La tribu de los atunes circula ritualmente la isla roja. Los grupos de 3 o 5 machos y 1 hembra se desprenden a hacer sus ∞s y a desovar y a eyacular.
Y el grupo de vigías de la tribu humana, más ese híbrido que soy Yo, videamos en las afueras del paraíso.
Así 14 tardes en el mar de Puerto de Caeiro.

Hasta que una tarde la cámara captura la primera larva de atún flotando a solas en el agua: es una larva azul translúcido, un atún en miniatura con cada parte en su lugar y de este tamaño.




Cuando reviso con los capitanes el vídeo de las 54 larvas de atún, el silencio es tan claro que se escucha el zumbido del proyector.
Al encender la luz del salón, de nuevo descorchan botellas de sidra y de nuevo alguien ofrece puros. Entonces el capitán uruguayo me pide que vayamos todos al comedor contiguo porque me tienen una sorpresa.
Llenando toda una pared del comedor está la imagen de una larva de atún.
Lo pienso 30 segundos y por fin lo descifro:
Amplificaron una imagen de vídeo, digo.
El uruguayo se quita el gorro de capitán, lo pone bajo su sobaco y alza su vaso de sidra.
¡Por el hijo primogénito de la doña!, exclama.
Me pongo furiosa:
¡BAJEN SUS COPAS!, ordeno.
Como tantas veces, me parece sumamente peligrosa la inclinación humana a las metáforas y trato de hacérselo comprender. Les pregunto:
¿Qué pasará si se filtra a la prensa que he tenido un hijo atún? Eso sí contradiría a Darwin, y a toda la experiencia de la especie humana. Así que les prohíbo repetir que soy la madre de esa larva. O su Mago de Oz o su Flautista o toda esa mierda de metáforas.

Al mes, 103 larvas de atún están aumentando de talla a un ritmo sostenido. Cada 3 días doblan su tamaño. Y los atunes ya formados han cesado su conducta ritual y en cambio hay brotes de exasperación entre ellos. Coletazos, cabezazos.
En tierra también las cosas han cambiado.
La prensa nos visita a diario, entrevista a los capitanes y se lleva las fotografías de las larvas que los capitanes les regalan. La noticia se reproduce en internet en las páginas de apicultura y zootecnia. El canal de televisión de National Geographic pasa algunas fotos de larvas volviéndose peces y es en Japón donde sí aparece en televisión un reportaje en el que por fin sucede el desastre que tanto temía.
Según me traduce Yasuko por celular, mientras las 2 vemos en la computadora el vídeo del reportaje, se asevera que Karen Nieto es madre de cientos de atunes y que los alimenta cada tarde desde una barca dándoles a uno por uno leche en mamaderas para bebé.
Con razón esta puta imagen, le digo.
La imagen de una barca en la distancia donde una mujer pelona en camiseta blanca está inclinada sobre la proa con una mamadera de bebé de la que un atún joven, asomando apenas la cabeza del mar, mama.
Me dice Yasuko:
Te ves bien. Musculosa, delgada.
¡¿Cómo te explico?!, alzo la voz. Es un puto fotomontaje. Una puta metáfora se volvió una puta mentira más. Por eso Yo no dejo entrar al sistema de mi lenguaje metáforas. Las metáforas descuadran tu información de la realidad. ¿Por qué carajos no pueden ustedes vivir fuera de las metáforas?
La voz de Yasuko dice por el celular:
Porque así es. Porque la realidad simple es insuficiente.
¿De qué hablas? ¿Insuficiente para qué?
No sé, Karen. Para sentirse protegida, supongo. La realidad simple da miedo.
La realidad da miedo, digo Yo, y es peor. La realidad da hambre. Da terror. Puede enfermarte. Y seguro te matará. Pero la realidad es lo único real, lo otro son ¡metáforas dentro de tu puta cabeza!
Vuel-ves a gri-tar-me, dice Yasuko con su vocecita, separando cada sílaba, y te renuncio.
Lanzo el celular contra la pared, cae al suelo despedazándose.
Y una tarde sucede lo que colma mi rabia: capturamos a un espía: un buzo armado con una cámara submarina cerca del paraíso.
Me lo traen al hotel, con todo y el visor puesto, las aletas verdes colgadas de un hombro y del otro hombro colgada la pesada cámara submarina, y en la terraza el tipo no se quiere zafar el visor ni entregarme la cámara.
Quíteselo y démela, le insisto.
Flanqueado de 2 capitanes, niega con la cabeza. Un tipo fornido de mi estatura, es decir, 1,85 aproximadamente.
Me acerco, con una mano le aferró el cuello y con el pulgar presiono su arteria carótida y con la otra mano le arranco primero el visor de la cabeza y luego le arranco de la correa la cámara.
Cuando lo suelto grita en un inglés que suena a maullidos de gato que me va a demandar y otras cosas estúpidas. Resulta que tiene los ojos rasgados y es chino.
Reviso la cámara. Es buena, una Olympus 8080, pero la mía es mejor, una Sony 9556, así que pido un hacha a la administración para destruirla.
Me traen algo aproximado, un bate de beisbol. Pongo la Olympus en el piso y la destrozo a batazos. Todo mientras el puto espía chino sigue desgañitándose y los 2 capitanes cruzados de brazos esperan.

Esa tarde me reúno con los capitanes de la flota en el muelle. Están sonrientes en sus trajes y sus gorros impecablemente blancos.
Bueno, les digo Yo, que en cambio estoy rígida y nerviosa. Es tiempo de moverse.
Doña Karen, me exige el capitán uruguayo, salúdenos antes de empezar a soltarnos órdenes. Después de todo hemos procreado con usted ya casi 110 niños atunes.
Está bien, resoplo, tratando de no emputarme. Buenas tardes, capitanes. Responden a coro: Buenas tardes, mamá Karen.
Y la risa les gana a todos.
Espero a que se callen y de nuevo se oiga al mar de la tarde estrellándose a pausas en el cemento del muelle.
Bueno, retomo, ahora que se reprodujeron, los atunes quieren irse y están inquietos.
Todos asienten.
Y ustedes también están inquietos. Y Yo. Se llama técnicamente: conductas de incertidumbre.
Asienten otra vez.
Por lo tanto, digo Yo, hay que pasar a nuestras conductas de certeza. Preparar la cinta de hule, las pistolas de aire, los ataúdes con hielo, programar los aviones, avisar a los mercados.
Los capitanes no se mueven, me miran con las caras en blanco, menos el uruguayo, que hace girar entre las manos su gorro, y por fin pregunta:
¿Los vamos a matar?
Respondo:
A todos los adultos.
¿Y a los recién nacidos?
Cuando sean adultos, digo. Que Yo sepa, vivimos de matarlos.
Pasa un instante en que el gorro sigue girando.
Luego, todos a un tiempo nos movemos hacia nuestros quehaceres de asesinos.


 17


En los próximos meses, la vida vuelve a ser un pasar de cosas grandes y pequeñas, sin sobresaltos.
Me otorgan la medalla del Comité Pro-Matanzas Humanitarias de Animales, la misma que cuelga de un clavo en la pared de mi dormitorio en Mazatlán, pero pertenece a Charles Huntington, y Yasuko viaja a recibirla en mi lugar.
Termino de reformar las 7 atuneras de la costa del Mediterráneo y en cada una opera un paraíso de atunes, un paraíso provisional, hasta que llega el día de la matanza.
Escribo el artículo para la revista Nature con un título que sé de antemano es fuerte. Dinámica del desove, cortejo, fertilización y crecimiento de larvas del atún azul en cautiverio.
¡Escándalo en la Industria de la Carne y el Pescado!, ¡caos en las facultades de biología del planeta!
Como lo muestran los cientos de e-mails a Nature, 2 cosas en especial escandalizan. Que mi texto no contiene referencias y que mis cuadros sinópticos y mis gráficas ocupan la mayor parte del artículo.
Entonces Nature me invita para seguir publicando lo que desee y cuando desee.
Mi siguiente artículo se llama Dinámica del amaestramiento del homo sapiens según el instructivo de Descartes (o por qué Darwin no ha sido asimilado al repertorio de conductas de la especie humana).
No me lo publican, quieren que escriba nada más sobre lo que ellos llaman «las formas del siglo 21 de pesca y de hacer granjas». Eso hago, pero en mi siguiente artículo cuelo, así como si nada, al pie de página este párrafo como si fuera una referencia:
Luego de la publicación de El origen de las especies, de Darwin a finales del siglo 19, es una lástima que no se juntaron todos los libros de Descartes en una montaña y se les prendió fuego. Si hubiera sucedido, estas formas nuevas de relación con los animales se hubieran inventado en el siglo 19 y no hasta el siglo 21, cuando peligra la fauna del planeta. Hay que hacer esa hoguera con los libros de Descartes de una vez. ¡Quemémoslos!
El artículo se publica, pero sin el párrafo, y me escriben un breve e-mail:
Nature no publica discursos de odio, y mucho menos discursos que incitan a quemar libros.
Francamente no entiendo por qué no quemar los libros equivocados. Nada más distraen de los libros que cometen menos errores de pensamiento, y pensar debiera ser una ciencia progresiva. Quiero decir, la especie humana debiera aprender a pensar cada vez mejor y más fácil y más felizmente.
Quiero decir, si Yo fuera Secretaria de Educación del Mundo, quemaría todos los libros de Descartes, pero no únicamente, también todos los libros de todos los escritores que piensan como Descartes, que son aproximadamente el 99%de los que se han publicado en los últimos 3 siglos, lo que me agradecerían los estudiantes, los árboles y la fauna.
Por su parte, Gould publica su libro Profit (a love story): Ganancia (una historia de amor). El libro se mantiene en el primer lugar de ventas de Norteamérica durante 11 meses y es traducido a 17 idiomas. Quién sabe si alguien gana millones de dólares gracias a leerlo, lo que sí es seguro es que Gould sí: con su ganancia de autor se compra un jet nuevo y me regala su anterior jet, con todo y un piloto de uniforme negro con insignias doradas.

Caminamos Yo y Yasuko por la pista de aterrizaje hacia el avión blanco, con una G en la cola, en cuya puerta nos espera el elegante piloto vestido en un uniforme negro con insignias doradas, y Yasuko murmura:
Gould te miente.
Gould nunca miente, me enojo.
Ja ja, dice Yasuko con sequedad. No son las ganancias del libro lo que lo han vuelto así de generoso contigo. Es la ganancia de tu lámpara matamoscas, el mejor negocio que ha hecho Gould en su vida.
Subimos por la escalerilla y reflexiono que puede ser cierto. Mi matamoscas eléctrico, del que raramente me acuerdo Yo, está por el mundo entero, en un mejor diseño que une los tubos de luz y la charola de agua en una pieza única.
En restaurantes pequeños y grandes, en plantas de empaque de comida, en hoteles de zonas calurosas. Incluso está en la Satchi Gallery de Londres, donde un artista ha colgado un matamoscas eléctrico dentro de una vitrina junto con una costilla podrida de res, que asegura un flujo perpetuo de moscas a los tubos de luz, donde con un zzzzzz se achicharran.
Por cierto el mismo artista que metió años antes un borrego en una vitrina llena de formol, que también está en esa misma galería y se considera el origen del arte posmoderno (!), y de quien Gould hace 5 años en su oficina de un piso 132 en Shanghái me dijo:
Es un genio de la publicidad.
Yasuko me dice al entrar al avión:
Eres la socia ideal para Gould. Trabajas y duermes, y no haces otra cosa. No vigilas los depósitos de tu porcentaje de ganancias y tus gastos de representación son mínimos, que te lleven al cuarto del hotel yogur helado.
El elegante piloto nos invita a sentarnos en los asientos de piel color miel y nos sentamos y le pido un martini, con mucho alcohol, preciso, y mientras Yasuko sigue hablando muy molesta de cómo Gould me engaña, Yo me desconecto del lenguaje humano y la oigo como un zumbido y aprieto los botoncitos en el brazo del asiento, que hacen el espaldar para atrás, levantan el descansapiés, vuelven horizontal el asiento como una cama, y lo regresan a ser un sofá.
Cuando el capitán regresa con el martini en una charolita de plata, le digo:
Es para Yasuko.
Y Yasuko por fin deja de quejarse de Gould para beberlo.
Bueno, Yasuko es una doctora en Negocios, pero a mí no me parece nada mal un jet blanco a cambio de un matamoscas.

Algo más que sucede esos meses. Cada día 15 del mes, esté en el puerto en donde esté, recibo en el hotel donde me halle un sobre blanco sin remitente y con 2 navajas de afeitar.
Sí, ya sé, ya sé, ahora que lo escribo ya sé que debí haber informado al detective de la Interpol de inmediato, pero la primera vez que recibo el sobre se transparentan las 2 cosas planas que contiene, pienso en Ricardo y las hojas de limonero que me envió durante años a la universidad en un sobre blanco, y lo abro.
Pero ¿por qué sigo abriendo los otros sobres sin avisar al detective? Por varias razones, todas muy personales.
1. Lo dicho. Me hacen recordar a Ricardo y las 2 hojas de limonero que me enviaba.
2. Soy de las últimas personas del planeta que usa navajas de afeitar sueltas, y sé qué difícil es encontrar dónde comprarlas.
y
3. De nuevo: son 2 simples navajas y por donde se les vea no llevan escrita ninguna amenaza.

En fin, no llamar a la Interpol tendrá consecuencias irreparables, para mí y para mucha gente, pero lo que hago cada mes cuando recibo las navajas es guardarlas, y una noche en que noto en un espejo mi pelo crecido 7 centímetros a partir del cuero cabelludo, abro mi portafolios, tomo uno de los 5 sobres con navajas que reúne un clip, saco una navaja y le doy por fin un uso.
La inserto en mi rastrillo de acero y me rasuro de los tobillos al cuello. Las piernas, el vello púbico, las axilas y la parte posterior del cuello. Luego con la máquina eléctrica me corto 6 centímetros de cabello.
Y entonces suena mi celular.
Es la Gorda y me pongo feliz.
Hola, Gorda, le digo. Nunca me habías llamado por teléfono. ¿Ahí en Mazatlán es de día?
Tu tía está muy enferma, responde.
Vuelo en dirección opuesta a los husos horarios y el día anterior entro a la casa de Mazatlán y me recibe el aroma intenso de los nardos blancos: en floreros colocados por toda la casa hay nardos blancos.

Nardos en la repisa de la entrada. Nardos en la mesa central de la sala de piso de mármol ajedrezado. Nardos en un cubo de latón a un lado del ventanal abierto por el que distingo en la playa al pintor zapoteca ante un atril, pintando, su camisa blanca brillando en el mediodía.
Nardos en la mesa de biblioteca donde el Pelón alza de un libro los ojos, enrojecidos.
Siento un miedo terrible al abrir la puerta del dormitorio de mi tía. Ahí un tercer hombre, mayor de edad, el pelo cano, en un traje color crema de 3 piezas, asiente al verme.
Es usted el doctor, digo.
Sí. Y también soy el primer marido de tu tía.
Me lo dice en inglés.
Noto sobre su hombro el parasol rojo abierto en la terraza. Salgo. Mi tía Isabelle está tendida dándome la espalda, en un camastro de madera con colchón blanco, la camisa de lino inflada por el viento, y el mar del mediodía es color de acero.
Me siento en una esquina del colchón y le toco el hombro con la mano. La oigo decir:
No puedes verme, así de golpe. Espérate 10 minutos, y yo despacio me iré volviendo, ¿está bien?
Está bien, digo Yo.
A ver si me reconoces, dice mi tía.

Bajo el centímetro de cabello blanco, cortado uniformemente, la piel de su cráneo es rosa. En su mollera hay una cicatriz roja de 9 centímetros. Cuando mi tía Isabelle se vuelve un poco más, para dejar que la vea, encuentro sus ojos verdes, grandes como siempre, pero ahora en una cara flaca, con la piel untada a los pómulos y a la dentadura, sus ojos verdes parecen más grandes que nunca.
Soy casi, dice, y se detiene para tragar saliva.
Completa:
Casi una calavera, ¿verdad?
Le digo:
Es correcto.
Me sonríe:
Parecemos gemelas, Karen. El mismo corte de.
De pelo, le completo. ¿Qué pasó?, le pregunto.
Habla tan despacio que entre sus frases el mar tiene espacio para sonar.
Un puto derrame cerebral.
Las mujeres Nieto.
Sangramos entre las piernas a los 15 años, en punto.
A los 67 tenemos un puto.
Un puto derrame cerebral. Genética.
A los 67 tu madre murió, ¿te acuerdas?
No, digo, no me acuerdo.
Le tomo una mano flaca y muy blanca, con los nudillos de los huesos más gruesos que el resto de cada dedo. En mi mano parece una manita de niña, y pesa 100 gramos, aproximadamente.
Le digo:
No me acuerdo de nada, antes de ti.
Sí, tu madre tuvo un puto derrame como éste, y luego se fue en su jeep a la carretera.
Toma aire profundamente, para poder completar:
Se siguió derecho en una curva para lanzarse al vacío.
Me acuesto tras su espalda. Mi cuerpo contra su cuerpo. Como lo hacía de niña. Le alzo la cabeza y pongo bajo ella mi cabeza. Para que su cabeza descanse en la mía.
La oigo decir:
Voy a extrañar esto.
El sol.
El mar.
Mis 3 esposos.
Y sobre todo a ti.
Cometí un solo error contigo. La atunera.
Te gustaban más los animales que los humanos y te envié al matadero de atunes, qué tremendo error, pero.
Pero nacemos en un mundo viejo. Lleno de cosas hechas por nuestros padres. Y por los padres de los padres de nuestros padres.
Nacemos en una bodega de vejestorios. De palabras viejas. De oraciones hechas. De costumbres hechas. De formas de vivir ya vividas.
La atunera de mi abuelo ya estaba ahí, antes de que naciera yo. La idea de que tú, mi sobrina, la heredara de mí, ahí estaba igual, desde hace siglos.
Dios me perdone, solloza mi tía Isabelle.
Me río bajo su cabeza:
Ahora hablas de Dios, tía.
No he cambiado de opinión, dice. Dios es todo lo que no sabemos. Si una pregunta no tiene respuesta...
La respuesta es Dios, le completo la frase que ella me enseñó.
Por eso, dice ella. Que Dios, que es inmenso, me perdone, a mí que soy así de pequeñita.
Nos estamos así, viendo el sol, el mar, hablando por momentos, mi cuerpo contra su cuerpo, su cabeza sobre mi cabeza, hasta que ya no habla más.
Se ha dormido y su cabeza ronronea sobre mi cabeza.
Así atardece, el cielo y el mar se llenan de colores naranjas, un gajo de luna se dibuja en el este, aparece el diminuto rombo de luz de Venus.


 18


En los días que siguen, mi tía Isabelle va perdiendo las palabras. Se desliza en su silla de ruedas, vestida en un vestido de lino blanco, el pelo blanco al rape, y al centro del mármol ajedrezado de la sala detiene la silla y mira alrededor con extrañeza.
Encuentra mis ojos.
Se lame los labios secos. Quiere decirme algo. No encuentra las palabras.
Pronuncia:
Aeropuerto.
No, no es ésa la palabra que buscaba y sacude la cabeza y se ríe. Me río con ella. Sus hombres nunca se ríen, cada vez que mi tía falla en encontrar las palabras ponen cara de espanto.

El pintor zapoteco se la pasa paseando en la playa con las manos en las bolsas del vaquero y los hombros muy altos, descalzo, llorando.
El Pelón ha tomado un súbito interés por catalogar alfabéticamente la biblioteca del abuelo, 10 mil libros que han existido desordenados 120 años.
El doctor le toma la presión a mi tía 16 veces al día. La desviste y acuesta en la cama de sábanas frescas y la inyecta 4 veces. Le oye con el estetoscopio el corazón otras 16 veces. Analiza una gota de orina en su microscopio cada 8 horas. Luego en la noche se asoma por un telescopio que ha montado en la terraza para vigilar, según dice, el nacimiento de una estrella, que está anunciada para empezar a nacer este mes de septiembre y tardará un año en alcanzar su tamaño estable.
Del microscopio para ver una gota de orina de su esposa al telescopio para mirar el nacimiento de una estrella que no termina de nacer, así pasa sus días el doctor. Y entre cada cosa, le lee libros. Los descubro en la terraza o en el dormitorio o a un lado de la alberca, el doctor y mi tía sentados lado a lado, él leyendo en voz alta de un libro verde, o de otro azul, o de otro amarillo. Hasta que descubre que mi tía ronca.
Corrijo: ronronea, porque mi tía es tan elegante que cuando ronca lo que hace es ronronear.

En la cena el doctor y el Pelón cuentan anécdotas donde sólo cada cual y la tía Isabelle estuvieron presentes. Mi tía a la cabecera de la mesa, aprueba con la cabeza.
A veces lo certifica, con cualquier expresión aproximada a un «sí»:
Completo.
O:
Paloma.
Y el de la voz sigue narrando cómo él y ella comieron en un restaurante de la torre Eiffel unos ostiones extraordinarios y luego pasearon junto a tal río y esto o lo otro y aquello más, y el amante que no estuvo ahí se embronca y va preparando la siguiente historia donde él y mi tía recorrieron toda la India y aprendieron de memoria unos murales que muestran 57 formas de ayuntarse y luego hicieron la forma 15 y después la 32.
Y el pintor zapoteco nada cuenta, dibuja con el dedo en el mantel cosas invisibles.
Una noche, mi tía murmura:
Karen, dale una.
Se queda oteando el aire, buscando en el aire la palabra, su mirada se engancha con una mosca, que va a dar a mi lámpara matamoscas, se achicharra y cae en la bandeja.
Mi tía lo reintenta:
Dale un cuchillo. No, la pinza.
Voy a traer una de mis plumas Variety pilot de tinta negra y al ver cómo se la entrego al pintor los ojos verdes de mi tía se iluminan.
Eso, dice. Eso. Una...
Pluma, le completo.
¡Pluma!, exclama, alegre. ¡Pluma!, ¡pluma!
Así desde esa noche, durante las cenas, mientras las parejas hablantes de mi tía compiten por contar historias, el pintor mudo dibuja en el mantel conejos, venados, toros cogiéndose por atrás a venados, lagartijas ensartadas con señoras desnudas, señoras desnudas con zapatos de tacón empiernadas entre sí, estrellas y caballitos de mar entre estrellas del cielo y caballitos de tierra.
Nos levantamos de cenar y él se queda ahí dibujando.
Por las mañanas, la Gorda extiende en el piso a los pies de la silla de ruedas de mi tía el mantel y ella se deleita mirando los dibujos, y se entristece con los borrones de tinta donde el pintor ha llorado, el pintor de pie y descalzo junto a mi tía, mudo y con cara de terror, las manos en los vaqueros y los hombros altos.
El amante mudo de mi tía es el que finalmente captura más de su tiempo.
La Gorda guarda en un clóset, doblado, el mantel, y cada tarde cubre la mesa con un mantel blanco nuevo.

Un mediodía estamos en su dormitorio juntas, mi tía a una mesita comiendo avena, y una cucharada de avena se le cae de la boca al pantalón de lino blanco.
Se queda mirando la suciedad: la avena en una pernera de lino.
Voy por una toalla. Me hinco para limpiar el desastre. Me siento en una silla junto a ella y le doy de comer, una cucharada, luego otra. Una lágrima se resbala por la comisura de su ojo verde.
Karen, me dice, quiero enseñarte mi.
Busca las palabras. Las dice:
Enseñarte mi ejido.
Niega con la cabeza.
Lo de los ejidatarios, insiste, desesperada. Las, las parcelas, las, las esas cosas. El plan del reparto agrario. Puta madre. El proyecto de.
Tu testamento, adivino Yo.
Ella asiente.
Voy a la caja fuerte por el testamento. Se lo leo. Asiente a cada cláusula. Y de pronto ya no asiente. Se ha ido con los ojos abiertos. Respira pero se ha ido.
Despierta, me reconoce, reconoce el testamento en mis manos, dice:
Ahora, diles que. Que.
Lo piensa. Sacude la cabeza. Otra lágrima se desborda de su ojo verde. La fatiga su propia torpeza mental. Se lleva las puntas de 3 dedos a los labios y luego con los 3 dedos hace la señal de adiós.
Los reúno, a los amantes de mi tía, en la biblioteca y se los digo:
Quiere que se vayan.
El doctor, el Pelón bibliotecario, el pintor, cada uno pasa a estar a solas con ella en su dormitorio, y luego los 3 salen por la puerta de la casona en fila india y cargando sus maletas.
En una ventana mi tía Isabelle los ve abordar 3 distintos taxis que llegarán, supongo Yo viéndolos por la ventana de la cocina, al mismo tiempo al aeropuerto.
Y es en ese momento en que la Gorda me alarga el sexto sobre blanco: ha llegado a Mazatlán a mi nombre y sin remitente y con 2 navajas dentro.
Úsalas en algo, le pido a la Gorda regresándole el sobre. Yo ya tengo otras 9 navajas de ésas.

Curioso, en cuanto se van sus amantes, la tía Isabelle se vuelve muy parlanchina.
La mar, la mar, dice en la terraza viendo el mar. Amar y ya. Amarilla la mar armando maravillas de olas y sal y sol. Y sol y edad. Y soledad.
Me explica:
Son trozos de poemas que aprendí en mi.
En mi.
De niña, le digo.
¡De niña!, exclama. Eres una niña y volteas y ya eres una. Una. Puto derrame de mierda.
Una anciana, le completo Yo.
Se ríe.
Una ancianita, dice.
Más curioso, durante esa semana puede recitar poemas que aprendió de niña en la escuela, o por lo menos recordar sus ritmos, pero no puede armar frases nuevas.
Abre sus alas el sueño, abre sus salas el sueño, sus lalas, sus lelas, sus mamas abre sus sueños.
A la siguiente semana ya nada más juega con sílabas:
Bla ble blu blo, plo pla, ple.
En todo caso, a la semana siguiente se le evaporan las ganas de ocupar el espacio sonoro. Nos estamos en silencio en la terraza sentadas mirando el mar y el sol, de pronto una repentina V de gaviotas.
Un velerito en el horizonte.
A veces se inquieta y mueve 2 dedos, el anular y el índice, sé que quiere un cigarro, lo prendo, se lo doy, lo fuma sin prisa, de pronto lo ve con extrañeza y dice:
Puta cosa, y lo deja caer al piso de adoquines rojos.
Esos días, los más largos de mi vida, los más tranquilos, nos dedicamos, ella y Yo, cuidadosamente, a existir.

A existir, que es para mí desaprender la prisa. Soltar los músculos de mi corazón y dejarlo latir a su ritmo. Volver a estar en el calor del sol sin pensar el calor. Comer cuando el hambre tiene hambre y obedecer el sueño que llega cuando la noche llega y la oscuridad cubre las cosas, y las cosas en la oscuridad pueden descansar.
De nuevo estar. Estar y ver. Y verlo todo lo que está tal como es, sólo mientras está hoy, como no sabemos si estará.

Leo en mi diario:

Me explicó el doctor Brody, su primer esposo, que a mi tía se le reventó una arteria y la sangre empapó la zona de la corteza cerebral que regula el lenguaje.
En un principio, él pensó que podría chuparse la sangre con un extractor y le abrió el cráneo en el lugar de la mollera para introducir un extractor milimétrico.
No fue posible extraer la sangre, así que le introdujo un lente milimétrico por el que videó el daño.
Más tarde, en la televisión del cuarto del hospital, ambos miraron el vídeo y él le dio a decidir si quería que le cortaran, con una tijera milimétrica, la zona empapada de sangre, lo que le produciría la pérdida parcial, o completa, de la conciencia.
Imposible saberlo. El cerebro, confesó el doctor, es una de las zonas del planeta de las que todavía desconocemos la mayor parte.
La tía Isabelle dijo que no quería perder su conciencia ni completa ni parcialmente. Dijo que para qué viviría sin conciencia plena. Que ella era su conciencia.
Entonces el doctor la trajo a la casona de Mazatlán, con la esperanza de que el cerebro reabsorbería por sí solo la mancha de sangre.
Ocurrió algo distinto. La mancha se corrió por el tejido blando de la corteza cerebral. Una semana le nublaba los sustantivos. Otra semana la sintaxis. Otro día le desbarataba el equilibrio del cuerpo.
Antes de que el doctor se fuera, mi tía ya no podía caminar ni comer sola ni leer ni escribir ni hablar claro. Peor, no podía pensar claro. Pero el mismo día que el doctor se fue, empezó a recitar poemas que aprendió de niña.
Cada mañana me despierto preguntándome adónde se movió la mancha de sangre en la corteza cerebral de mi tía. ¿Estará la tía lúcida o no?, ¿podrá hablar y entender o de nuevo estará fuera de la esfera del lenguaje?
Anoche, dormida, se volvió de pronto hacia mí, abrió grandes los ojos y me dijo:
¿Qué más, Dios mío?
Y sin embargo hoy ha despertado perfecta. No camina ni coordina sus movimientos, pero habla con precisión y soltura. Está feliz. Estoy feliz. Cuando llamó el doctor y se lo dije, me contestó que era totalmente posible que así se quedará algún tiempo.
¿Un año?, le pregunté.
Tal vez, me contestó. ¿Por qué no? Pero podría durar sólo algunas horas.

La cargo en brazos al baño, la siento en el inodoro. Me mira con ojos risueños. Le cuento del inodoro de Japón, se ríe de que Yo haya tenido un orgasmo gracias al chorro de agua de un inodoro.
Me pregunta si nunca volví a ver a Ricardo. Le digo que no. Me dice que lo busque. Me confía que tiene un teléfono de una casa en Sicilia donde tal vez viva o sepan de él.
Llámale, me insiste.
¿Para qué necesito a Ricardo?, le pregunto.
¿De verdad no se te ocurre para qué?, pregunta mi tía.
Ni idea, digo.
Y mi tía se ríe de mí.
Luego, juntas, completándonos las oraciones, recordamos que Miss Alegría se quejaba de que Yo no entendía que es una vergüenza cagar y quería cagar en los baños de los museos de Mazatlán con la puerta del cubículo del inodoro abierta, para no sentirme atrapada.
Dice muy seria y hablando con frases completas que me alelan:
Ése es el otro error de pensamiento que cometí contigo.
¿Otro más? ¿Cuál?, pregunto.
Dejar que Miss Alegría tratara de avergonzarte de tu ano. Pero eso es un error de pensamiento de la especie, antiguo también. Lo que cagamos está prohibido al ojo de los humanos civilizados. Cómo matamos para comer y cómo lo comido lo cagamos está prohibido a la conciencia de los humanos civilizados. Somos ciegos de los mataderos y las aguas negras, y es esa ceguera, ese asco y esa ceguera, lo que nos separa de lo no humano.
Te digo un secreto, me dice adelantando su cabeza hacia la mía. En relación a lo no humano, los humanos civilizados somos autistas.
Me río con ella, porque es tan cierto.
Te digo otro secreto, me susurra acariciando con ambas manos mi cabeza pelona. Nunca he oído al mar, a pesar de haber vivido años en esta casa junto al mar.
No es cierto, le digo.
Lo es, lo es, me asegura. Nunca lo he oído más que 30 segundos completos. Muy ebria, tal vez 1 minuto y 30 segundos. Lo he escuchado 1 minuto y medio ebria o 30 segundos sobria, y entonces el pensamiento me ha llevado a otro lugar.
¡Qué cosa!, exclamo.
¡Qué cosa!, exclama mi tía. El ruido del pensamiento en mi cabeza redonda y pequeña me ha borrado al enorme mar.
No, dice luego con cara triste, nunca he oído de verdad al mar.
Por eso tú, sigue mi tía sentada en el inodoro, hablando con la soltura de una maestra universitaria y esperando que su débil intestino expulse la mierda, por eso tú, que no estás separada de los mataderos ni de la mierda, tú, que no te dejaste separar por nadie de la Naturaleza, tú, que entras al lenguaje pero puedes salirte del lenguaje horas y días, tú eres mi esperanza para la especie humana.
Me río de las grandes palabras de mi tía Isabelle.
Tú, insiste ella, y vuelve a acariciarme la cabeza, tú eres la mediadora entre los animales que hablan y los que no. Tú eres la mutación de la especie para lograr otro pacto con la realidad.
¿Me entiendes?, pregunta.
No sé, respondo.
Ya me entenderás, dice mi tía, y sabrás que es cierto. O quién sabe, tal vez nunca me entiendas y tal vez no sea cierto. Es lo angustiante de la realidad, nada está escrito, nada es seguro, cualquier cosa puede suceder, o no.
Y acabada su reflexión, cae al agua, de un golpe, su mierda.
La cargo dentro del dormitorio y cruzo a la terraza, donde la deposito en su silla de ruedas, ante el mar.

Le doy de comer una cucharada y otra de avena. Pero a la cucharada 10 está ida. Se ha esfumado. La avena se derrama por las comisuras de sus labios.
La meto a la tina a mi tía. La saco y la envuelvo en una toalla grande y blanca y la seco, y luego la siento desnuda en el borde de la cama. Es delgada y frágil, como una niña, aunque su cara es vieja como la de una anciana. Le tuso el pelo blanco. Le corto las uñas de cada dedo de cada mano. Me hinco en el piso para cortarle las uñas de cada dedo rosa de cada pie.
La perfumo con su perfume de rosas tras las orejas y en los codos.
Me acuesto, vestida, en la cama, junto a ella, desnuda, a mirar el techo blanco, hasta que la oscuridad de la noche lo borra.

Esa noche me despiertan sus palabras en mi oído:
Adiós.
Que te vaya bien.
A ver si hay más allá.
A ver si hay masa allá.
Si puedo, me comunico.
O te mando un recado.
Y si no puedo, pues no.
Oigo su respiración ahondándose y afuera el mar tronando.

En la mañana al despertar la toco bajo la sábana.
Está fría.
Me levanto de la cama y la destapo, tiro a un lado las sábanas blancas, y la miro tendida sobre el cubrecamas blanco. Flaca, el costillar dibujándose bajo la piel.
El pasto verde de la arboleda de limoneros se ha llenado de pequeños cangrejos rosas que mis botas van aplastando mientras cargo a mi tía desnuda y muerta.
Con una pala excavo entre 2 troncos la zanja.
Parada en la zanja, jalo por los pies el cuerpo de mi tía hacia mí. Lo coloco en la tierra oscura.
El primer palazo de tierra negra cae en su cara blanca y me reclino en la pala incapaz de seguir dándola por muerta.
Después, los otros palazos de tierra van ocultándola.
Recorto con un machete las orillas de pasto de la tierra fresca para formar un cuadrángulo. Lo voy llenando de piedritas blancas, hasta rellenarlo.
Mi tía me pidió que la enterrara sin ataúd dentro de la tierra:
Para evitarte ilusiones, me sopló en la cara que sostenía entre sus manos.
Yo cubro de piedritas blancas el lugar para no olvidarlo.

El cero, el 0, a Max, el loro, le ha sido el número más difícil de aprender, de aprehender.
Mira, 3 manzanas, ¿cuántas Max?
3, responde su voz de vitriola antigua.
Quito ahora una manzana, Max, ¿ahora cuántas hay?
2, dice Max, y abre las alas gris perla y las cierra.
¡Ketchup!, grazna.
Espérate, Max. Luego te doy ketchup. Ahora quito 2 manzanas de las 2 manzanas, ¿cuántas manzanas quedan?
Max clava los ojitos en la mesa donde no hay nada.
Pasan 30 segundos y sigue con la mirada clavada en donde nada hay.
Cero, le digo. Hay cero. Cero.
¡Cero!, grazna ronco por fin Max.
Le ofrezco un cacahuate, que su pico arrebata de entre mis dedos.
3 años para aprender, aprehender, el cero, eso le tomó a Max.
El 0: el número imposible.
Yo me tardo también en aprender que si entierro a mi tía Isabelle, ya no está en la terraza ni en su cama ni en el comedor y no tiene el menor caso seguirme cambiando de ropa cada día, ni seguir bañándome, o contestar el teléfono de la casa o mi celular, que no tiene caso abrir la computadora ni ver el periódico, ni hablar para mí sola, ni pensar para quién diablos.
Así que me esfumo. Donde estaba Yo, ahora hay nadie.

Un día me despierta el teléfono. Me descubro sentada en un cuadro negro del piso de mármol ajedrezado de la sala.
En el aire lleno de luz amarilla, 29 mariposas negras en hilera vuelan despacio y se van pegando a las paredes agrisadas entre las que los ventanales están cuarteados y Yo me doy cuenta que no hay siquiera un mueble en la sala y hasta llegar a la cocina donde tampoco está la mesa y donde sobre el mostrador el viejo teléfono negro sigue sonando y entonces Yo vuelvo a desaparecer.

Otro día vuelve a despertarme el teléfono y estoy sentada y meciéndome en la duela de madera de mi dormitorio, una línea de hormigas camina a mi lado. Sigo la línea de hormigas.
La boca del hormiguero, donde se reúnen y arremolinan 15 líneas de hormigas, está en la playa.
Tengo hambre. Mucha hambre. Tomo un puño de arena y lo chupo. Está salada. Recuerdo al chofer que de niña me pateaba el puño para que tirara la arena. Pero estoy sola y no tiro la arena. La mastico. Pienso en la Gorda, que se ha desaparecido de la casa. Y pienso que no me faltará comida, toda la playa es comestible, y sólo para Yo, ese animal hambriento que soy Yo.

Otro día el teléfono de nuevo me regresa a la conciencia. Levanto un auricular en la cocina. Es Gould.
Karen, dice. Siéntate.
¿Para qué?
Porque esto va a ser duro.
Pongo atención y me doy cuenta de que estoy sentada en las losetas azules del piso de la cocina vacía, el auricular al hombro. Así que respondo:
Bueno, estoy sentada.
Han explotado las atuneras, dice Gould.
¿Dónde?
¿Cómo dónde? Donde estaban. Karen, pon atención. Han dinamitado las 7 atuneras. Todas explotaron la misma noche.
No sé qué decir, le digo.
La Interpol está investigando, dice Gould. Tú mantente en calma. Estaban aseguradas, pero habrá que reconstruirlas ahora sí que desde el cascajo.
Ya. Desde el. Es decir. ¿Y los atunes?
¿Los atunes qué? No sé nada de los atunes, Karen.
Los atunes están en el mar, en los paraísos, digo. No creo que hayan sido dañados.
Te digo que no pregunté todavía por los atunes, Karen.
¿En qué mes estamos?, pregunto.
Enero, responde la voz por el teléfono. Háblame mañana, Karen. Tenemos mucho que hacer.
Cuelgo.
Pero esta vez no vuelvo a desaparecer. Me retienen los atunes. Pienso otra vez en ellos, los atunes. Una y otra vez en los atunes y los atunes.
Pienso: debo bañarme para ir a ver qué les pasó a los atunes.

No sé cómo llega a mi tina esa cosa. Estoy por abrir el agua para bañarme y lo recojo de la porcelana blanca de la tina. Un pececito de juguete, de plástico hueco. Es un atún, de aleta azul, plateado, con la boquita abierta donde se distinguen los diminutos dientes puntiagudos y la entraña roja.
Lo giro en mi mano y distingo en un costado 3 letras diminutas marcadas con tinta roja:
ARM
La puerta del baño entonces se abre poco a poco. Espero algo terrible.
Pero no, nadie entra.
Salgo y no hay nadie en las escaleras. La puerta se ha abierto por sí sola.

En la biblioteca, entro en la computadora al sitio de ARM. No me sorprende encontrar en la portada un mensaje en inglés para la prensa y para Karen Nieto, presidenta y fundadora de True Blue Tuna, ingeniera de matanzas humanitarias.

¡Felicidades, Karen Nieto!
Siete fiestas de colores iluminaron ayer, sucesivamente, la noche en siete costas de la ruta de migración de los atunes.
Primero, ruidosas, las explosiones que reventaron los edificios; después, los incendios, el hermoso crepitar de las llamas, los golpes de trabes cayendo, el escándalo de las paredes derrumbándose; y al amanecer las columnas grises de humo, ascendiendo...
Te lo advertimos, somos gente mortalmente seria. Luchamos por la victoria y luchamos por los inocentes, hemos cruzado la línea de la no violencia y ya nada nos detendrá.
Terror con terror se paga. Asesinato con asesinato. Éste es nuestro cálculo: doce asesinos de animales morirán para que la humanidad se entere de que sus crímenes ya no serán impunes: tres vivisectores, tres «científicos» torturadores, tres grandes comerciantes de carne y piel animal y tres ingenieros en matanzas.
Ahora, querida Karen Nieto, es tu turno de morir.
Por los animales siempre, hasta la victoria.
ARM


 19


Según habría de contármelo Yasuko, el avión tocó con sus ruedas la única pista del pequeño aeropuerto de Puerto de Caeiro mientras el sol apenas asomaba una raja de fuego en el horizonte.
Gould bajó la escalerilla en bermudas caqui, con sus eternos huaraches de suela de llanta de tráiler y la cachucha de beisbol roja, seguido de ella, Yasuko, muy formal en un traje sastre gris, la correa del portafolio al hombro.
Bajaron del taxi en el lugar donde habían estado las construcciones de la atunera y ahora una huerta de olivos y limoneros brillaba con la luz plateada de la madrugada.
Donde antes estuvo el muelle de los buques, estaba una banqueta de piedras blancas, pero antes, bajo la última hilera de limoneros esperaba Yo, de pie a un lado de una mesa de madera, en camiseta y vaqueros y sandalias blancas, el mar sereno a mis espaldas, liso.
Les alargué la mano y entonces supieron que algo importante me había ocurrido desde la última vez que nos encontramos, porque nunca les había ofrecido mi mano.
Gould me la tomó con la suya, se la apreté con cuidado sintiéndole con el dedo gordo cada uno de los 5 huesos que parten de la muñeca, y Yasuko dudó antes de darme también su mano. Se la apreté también con sumo cuidado.
Desde mi llegada a Puerto Caeiro, había estado practicando durante 2 semanas cómo tomar manos ajenas. La del portero disfrazado de almirante de la entrada del hotel. La de los 4 recepcionistas detrás del mostrador de mármol blanco. La de las camareras que entraban a limpiar mis cuartos. Cada mañana y durante una semana la de cada obrero de los que se llevaron el cascajo de la atunera explotada. Y a la semana siguiente, la de cada obrero de los que forraron el suelo de pasto y plantaron los limoneros.
Hola, decía Yo, y alargaba la mano.
Y debía vencer primero el miedo y luego la repugnancia de tomar una cosa tan desnuda y tan tierna y tan llena de huesos como una mano de mamífero bípedo.

¿Cuándo plantaron los árboles?, empezó Gould la conversación, los ojos azules chispeando.
Y Yo le solté por fin la mano a Yasuko y los 3 nos sentamos a la mesa.
Le informé:
Se llevaron las ruinas y hace una semana mandé traer los limoneros y plantarlos. Ya estaban así de crecidos cuando los plantamos, precisé.
No me digas, dijo Gould, que estaba de buen humor. Cuéntanos ahora de ti. ¿Cuánta gente fue al entierro de tu tía?
Nada más Yo.
¿Invitaste a más gente?, preguntó Yasuko, que siempre hace preguntas muy agudas.
No, dije. Mi tía era la sociable, y ya estaba muerta.
Ajá, dijo Gould. ¿Y cómo estás tú, querida Karen?
Sentada.
Muy cierto, dijo Gould, sonriéndome. Estás muy sentada.
Yo me casé, me informó él, y se quitó la gorra roja de beisbol y me pareció que algo raro tenía.
Me casé con la jefa de mi oficina en Shanghái, te acuerdas de ella, una mujer china alta, delgada, que te recibió la última vez que me visitaste en las oficinas de China.
No la recuerdo, dije.
Cómo no, dijo Gould. Alta, delgada, con pelo negro y un chongo. Una belleza.
No la recuerdo, insistí.
No puede ser, insistió Gould. Te llevó a lonchear, Karen.
No la recuerdo, repetí.
Yasuko medió entre nosotros:
Sigamos adelante.
Bueno, sigamos, dijo Gould, pero volvió a la señora china para informarme:
La cosa es que se embarazó, nos casamos, compré una casa en San Francisco, en la playa, y desde ahí trabajo. A diario corro por la playa y monté un gimnasio en la casa. Debo prepararme físicamente para criar a este hijo inesperado. Quiero decir, necesito vivir otros 25 años por lo menos.
¿Hasta los 104?, le pregunté, sumando a sus años 25 más.
¿Por qué no?, dijo Gould. Mi madre tiene 96 y está lúcida y llena de planes.
Entonces noté lo que tenía de nuevo Gould:
Te salió pelo en la cabeza, dije.
Gould se rió:
Sexo diario hizo que me saliera de nuevo pelo.
¿De verdad?, pregunté.
No, dijo él. Me lo implantó un cirujano.
Lo dijo y lejos en el mar saltaron muy alto y a un tiempo 3 delfines.
¿Qué fue eso?, preguntó Yasuko.
3 delfines, dije. Amplié el paraíso un ciento de metros y dejé entrar delfines también.
¿Y cuándo comenzamos la construcción de la atunera?, preguntó Gould.
Una persona con dones diplomáticos seguramente lo hubiera expresado de otra forma, pero mis conexiones neurológicas son otras, y dije:
Nunca.
Gould puso cara de preocupación    . Yasuko de sorpresa 000. Yo no me preocupé por poner ninguna cara, pero me expliqué.
He tenido una idea original en toda mi vida, empecé. Una idea que me ha tomado 13 años pensar.
Que de hecho ni siquiera he pensado Yo en mi cabeza, sino en colaboración con otros. Enumeraré las partes en que se nos fue ocurriendo.
Me encanta tu orden mental, dijo Gould. Continúa. Dije:
1. Hace 13 años pensé en una pesca del atún sin violencia ni congelación. Una pesca de atún amarillo humanitaria.
2. Hace 11 años, Gould se apareció en mi casa de Mazatlán y cambió varias cosas en la idea. Cambió el atún de aleta amarilla por el de aleta azul, cambió el océano Pacífico donde pescábamos por el océano Atlántico y cambió el mercado de la pesca, pensó cómo venderla en Asia, Europa, Australia y América.
Así es, intervino Gould.
3. Luego, hace 4 años, gracias a una sugerencia de los atunes, se me ocurrió construir en nuestras 7 atuneras paraísos para engordar la grasa de los atunes y condimentar sus carnes.
4. Hace 3 años, los atunes colaboraron desovando en los paraísos y fertilizando los huevos.
Así es, dijo Gould. Hay que aplaudirles la cooperación a los atunes.
Seguí:
5. Y este año, ARM colaboró destruyendo la fase industrial del proceso.
Yasuko abrió grande la boca, luego preguntó:
¿ARM colaboró?
Es correcto, dije.
Silencio, le ordenó Gould.
Me preguntó amistosamente:
¿Dices que esos terroristas cooperaron con nosotros... en qué?
Al destruir la fase industrial de la matanza, repetí.
Gould se frotó las manos, enervado, y dijo:
¿Y a ti te parece una colaboración?
Es correcto, confirmé. Gracias a ellos, ahora estamos agrandando las jaulas de los paraísos en las 7 atuneras y dejando entrar delfines. En Nogocor también han entrado tortugas, que es también una buena idea, porque comen aguamalas.
A lo lejos en el mar, 4 atunes saltaron cerca de la isla de corales, y cayeron con un chasquido al agua, como si estuvieran oyéndonos hablar de ellos.
¿Y los buques de pesca?, preguntó de pronto Yasuko paseando la mirada por el mar sin buques.
Ya no son necesarios, dije. Los envié a Mazatlán, donde vendrán a visitarlos algunos posibles compradores.
Gould volvió la cabeza a la derecha y se sobó el cuello, para destensarse. Luego me miró a los ojos, y Yo naturalmente desvié la mirada.
Karen, dijo con firmeza. No entiendo qué propones.
¿Cuál es la fase 6 y final de mi gran idea?
Eso, ¿cuál es, Karen?
Respondí:
Ya no pescar atunes.
Yasuko:
Pero somos una empresa atunera.
Yo seguí:
Pero ya no es necesario pescar más atunes. En los paraísos, cada año vamos a cuadriplicar la población de atunes, y cada 2 años, según calculo, vamos a aumentar un tercio su tamaño.
Ajá, dijo Gould, ya entiendo. Sí, sí, ya entiendo. En los paraísos van a aumentar los atunes, en número y tamaño, así que no es necesario pescar más atunes.
Eso es correcto, asentí.
Ajá, estoy entendiéndote más y más, dijo Gould. Vamos a lograr eso y precisamente mientras el atún en mar abierto cada año estará achicándose y encareciéndose más.
Así es, dije.
Gould siguió haciendo cuentas:
Es decir, que si en 2 años desaparece el atún de los mares, como pronostican tus amigos locos de ARM, o si es en 10, como pronostica el ICCAT, nosotros tendremos la única reserva viva del planeta.
Eso es correcto, dije.
Gould reunió las palmas de sus manos, feliz.
Eres un genio, querida Karen. Será un tesoro. Con los precios actuales, 180 mil euros por un atún de 200 kilos, ya lo sería, pero para cuando desaparezcan los atunes en mar abierto los nuestros valdrán 10 o 20 o 30 veces más.
¡Joder!, exclamó Gould, y se golpeó varias veces el muslo con la palma, los ojitos azules encendidos. ¡Joder! ¡Joder, Karen! Podemos estar hablando de 6 millones de euros por un atún de 300 kilos.
Querida Karen, dijo muy suave, será como tener en un banco lingotes de oro de 300 kilos, nada más que nuestros lingotes tendrán aletas.
Se carcajeó, encantado.
Luego preguntó:
¿Y luego, cuándo los matamos?
De nuevo, alguien diplomático hubiera dado más vueltas antes de responder como Yo:
Nunca.
Ajá, dijo él.
Sacó de la bolsa de su camisa un puro. Preguntó con cara de curiosidad:
¿Y si ya nunca hay matanza, cómo ocurre la ganancia?
La ganancia, dije exasperándome, está en multiplicar los atunes y su peso. Es obvio, ¿o no?
No, no es obvio, dijo Gould.
Mordió el puro, le acercó la flama de un encendedor, jaló aire, sopló un chorro de humo oloroso a vainilla, e insistió:
Te vuelvo a preguntar lo mismo de otra manera. ¿Dónde está el superávit de la operación? ¿Dónde está la diferencia entre el costo y el cobro? ¿Estoy hablándote en arameo, Karen? ¿Dónde está la jodida ganancia para True Blue Tuna?
Ahora él también se había exasperado.
Dije, alzando la voz:
No hay ganancia para True Blue Tuna, nada más hay ganancia para los atunes. Para True Blue Tuna de hecho habrán sólo costos, los costos de mantener los paraísos.
Yasuko se cubrió la cara con una mano.
Ajá, dijo Gould. Cambió su posición en la silla.
Ajá, volvió a decir. Se abrazó el pecho con ambos brazos, como para protegerse de un golpe mío.
Le reclamé:
¿Qué es lo que no se entiende? Es una idea muy sencilla.
No, Karen, dijo apretándose Gould más el pecho con sus brazos, es una idea extraordinariamente difícil de entender. Es más, está doliéndome la cabeza de tratar de entenderla. ¿Vamos a multiplicar atunes nada más para multiplicarlos?
Eso es correcto, le confirmé.
Gould dijo:
Pues entonces no es posible.
¡Por supuesto es posible!
Gould alzó la voz aún más que Yo:
¡¡No lo es, Karen!! True Blue Tuna es una empresa movida por su propio interés. Sus socios y sus empleados trabajamos por propio interés. El interés propio mueve al mundo. Según nos enseñó Darwin hace 150 años, las especies todas se mueven por propio interés. Combaten o colaboran por propio interés.
Yo no tengo Dios, confesó como de la nada Gould.
Y se desabrazó y lanzó, furioso, el puro al mar.
Siguió:
Mi única guía para determinar si lo que hago es bueno o malo es si opera para mi interés propio. Así que veto el proyecto, querida Karen, es decir, hasta que logremos imaginar la manera en que haya ganancia para ti y para mí y para los empleados de True Blue Tuna, no sólo para los atunes.
Respiró profundo para serenarse y dijo:
Ahora que no será difícil, si uno toma en cuenta que tendremos esa reserva de lingotes de oro con aletas.
Sonrió.
Y Yo le grité en la cara:
¡¡Ay, ya Gould!!
Sorprendido, él preguntó con suavidad:
¿Ay, ya Gould qué?
Se lo dije:
Éstos son los hechos: tú tienes otros negocios y te vas a morir pronto de todos modos, aunque tengas pelo nuevo, y Yo también me voy a morir pronto de todos modos.
Gould estalló:
¡No me digas tú cuándo voy a morirme! ¡Y no me digas que mi dinero pagará 7 reservas gigantescas de atunes me guste o no me guste! ¡Lee mis labios, Karen!
Me fijé en sus labios, para leerlos.
Pronunciaron:
El proyecto está vetado. Es mi derecho como socio mayoritario.
No, dije tranquila, mirando al cielo, que se había nublado. Mi tía me heredó sus acciones. Yo soy la socia mayoritaria de True Blue Tuna.
Una gota cayó en mi nariz.
De sesgo miré a Gould, sus ojitos azules se movían inquietos, pasaban y repasaban la mesa con la mirada. Mirada que busca la fuga, se llama técnicamente.
Una gota cayó en la mesa.
Dime una cosa, dijo Gould volviéndose hacia el mar, y sus ojitos buscaban todavía la fuga. ¿Cuándo se te ocurrió esta fantástica idea?
Después de que enterré a mi tía y de que las atuneras explotaron, fui a alta mar a bucear. Y ahí, con media cabeza fuera del agua, pensé la parte 6 de mi gran idea.
¿Así que te vino el pensamiento a la mente, sin más?
Una gota cayó sobre Yasuko.
No, fue muy despacio, dije, se me terminó de formar 3 días y 3 noches después.
Ajá, dijo Gould.
Y sus ojitos se clavaron, con fijeza, en los míos: mirada depredadora, se llama técnicamente. Susurró:
Voy a matarte.
Me alcé en pie y di 3 pasos atrás.
¡Voy a lanzarte un ejército de abogados!, amenazó Gould, poniéndose a su vez en pie. ¡Seguro existe una figura legal para este abuso!
Lo que me hizo entender que lo de matarme era sólo una metáfora y Gould seguía encerrado en la burbuja humana, así que regresé a sentarme en la silla y él también se sentó y dijo:
Y cuando mis abogados terminen contigo, no tendrás ni una moneda en el banco y probablemente estarás en una cárcel. Por lo pronto sólo te digo esto. Eres una idiota.
Lo pensé con cuidado y dije:
Eso es correcto.
Pero Gould siguió con cara de furia:
Sólo a una idiota se le puede ocurrir invertir dinero para ganancia exclusiva de los atunes.
Dije otra vez:
Correcto.
No, no me estás escuchando, idiota, dijo Gould. ¡Escúchame, idiota!
Puse cara de escucharlo.
Antes de firmar los contratos de True Blue Tuna tu tía Isabelle me lo advirtió: quiero que sepa, me dijo, que mi sobrina es una persona peculiar, una idiota con áreas brillantes. Por si no lo creía, me mostró tus pruebas psicológicas donde se te clasifica entre los imbéciles y los idiotas, en efecto con unas áreas de inteligencia superior. Pero no sé por qué dudé siempre de que fueras una idiota. Bueno, ahora lo sé con certeza, Karen: eres una idiota profunda y yo debo de tener algo también de idiota para no haber supuesto que al final una idiota haría algo brutalmente idiota como esto.
Hasta una idiota como Yo me daba cuenta de que Gould quería dañarme con sus palabras y le dije:
Te pido un favor, Gould. No me digas otra vez idiota.
Dijo:
Imbécil.
Y 9 gotas cayeron, una tras otra, sobre nosotros.
Me alcé de la silla. Temiendo lo peor, Gould se alzó a su vez de la silla y retrocedió 2 pasos, lo que fue su manera de colaborar para que lo peor, en efecto, sucediera: lo abracé por la cintura, lo deposité sobre mi hombro, pataleaba cuando lo cargué a la orilla de la banqueta.
¡No lo hagas!, gritó Yasuko. ¡Tiene 79 años!
Lo dejé caer al agua picada de gotas de lluvia, al ancianito Gould.

Llovió la mañana entera sobre Puerto de Caeiro.
Y en la tarde llovió. Y en la noche. Y siguió lloviendo los días y las noches que siguieron.
Una lluvia gruesa y pesada y constante.
Se le escuchaba golpear los techos de teja roja de Puerto de Caeiro y golpear las hojas de los árboles y el asfalto de la calle y en los canales de agua que recorren el pueblo sonaba pluf pluf pluf.
La lluvia trepó las escaleras de la catedral de la plaza central y desde mi cuarto la vi abrir sus puertas de madera y entrar al templo.
El día 3 de la lluvia torrencial, granizó.
Bajo el bombardeo de los granos de hielo, el pueblo retumbaba. Los perros ladraban detrás de las puertas, asustados, y un hombre salió de la casa de enfrente con un paraguas para cruzar la calle, pero el paraguas se le agujereó y corrió bajo la granizada muerto de miedo de vuelta a la puerta.
Luego ya nada más siguió la lluvia, densa, tupida, borrando el cielo y el mundo, y colándose por los techos a los cuartos. Me trajeron al cuarto cubetas y ollas que coloqué por todo el tapete. Goteaba dentro de ellas y había que vaciarlas en la tina, una y otra vez.
La lluvia subió al inodoro, burbujeando y café.
Los perros se paseaban cabizbajos encerrados en las casas. En la ventana del piso 2 de la casa de enfrente, un hombre pasaba las horas fumando y con las 2 palmas de las manos en el cristal. A veces, su mujer lo jalaba por el hombro y él se apartaba del cristal y entonces él y ella se rondaban como animales enemigos. A veces se soltaban bofetadas y patadas y a veces pateaban también a sus hijos y a su perro y Yo veía que abrían grandes las bocas para gritar, o eso parecía desde lejos, porque ningún otro sonido existía sino el de la lluvia.
Pensé en Nunutsi, a quien se le erizaba el pelaje blanco un instante antes de los relámpagos. Pensé en mi tía, enterrada bajo el sol seco de Mazatlán. Pensé en los atunes del paraíso de Puerto de Caeiro, refugiados de seguro en la capa 2 del mar, la capa verde, viendo el techo del mar picado por la lluvia desde hacía una eternidad.
Cesaron los teléfonos, se cortó la luz.
En el vestíbulo del hotel, donde los muebles estaban cubiertos con plásticos gruesos y uno se tropezaba a cada rato con ollas y cubetas, alguien iluminado por una vela dijo que esto ocurría por el cambio climático, y por lo tanto era culpa de los países desarrollados, alguien más desde la oscuridad dijo que no, era el diluvio que bajaba y la culpa era de los humanos, que habían irritado a Dios, por bígamos y alcohólicos, porque no aman a sus hijos ni a sus padres, y que deberíamos construir un Arca de Noé, y Yo los dejé discutiendo si al centro de todas las causas que circulan el Universo está el ser humano y sólo el ser humano o está el ser humano y Dios, obsesionado por lo que hace o no el ser humano.
Esa noche tuve un recuerdo o una fantasía terrible. Yo, que no tengo casi nunca fantasías o recuerdos.
Llovía en algún lugar de mi memoria, o de mi fantasía, Yo bajaba corriendo unas escaleras como las de la casona de Mazatlán y una mujer terrible con el pelo negro enmarañado venía tras de mí con un cigarro encendido en los labios. Yo era una niña, estaba desnuda y sucia, la mujer estaba en un camisón rosa de seda, y olía a un perfume picante, y me lo colocaba en el pecho, el cigarro encendido, Yo gritaba pero la lluvia borraba mis terribles gritos, me tiraba contra el vidrio de una ventana, caía 2 pisos abajo, en el lodo, y un triángulo de cristal caía y se clavaba en mi espalda, ahí donde ahora está mi herida rugosa como un zíper torcidamente cocido, la sangre brotaba de la larga herida al tiempo que la lluvia la limpiaba.
Abrí la ventana, saqué mi cabeza a la lluvia y ya nada pensé, la lluvia no dejaba espacio para que sonara ningún pensamiento.
Entonces vi en la casa de enfrente a un niño en camiseta y calzones jugando a ser su padre. Fumando y con ambas palmas en la ventana. Luego se movió y no lo vi, se abrió la puerta de la casa y el niño en calzones y camiseta sacó a la lluvia una caña de pescar.
Hola, autista, lo saludé con la mano, pero con tanta lluvia no me escuchó.
Le llamé por celular al piloto de mi avión, para que lo preparara para partir esa tarde, pero me respondió en San Francisco, Estados Unidos, que Gould le había ordenado olvidarse de mí y el avión ya no era mío, así que salí en un taxi bajo la lluvia al aeropuerto y tomé el primer avión que se atrevió a levantar el vuelo entre la lluvia.
Mientras cruzábamos las nubes gris plomo, hice algunas cuentas sobre mi vida, entre relámpagos:
Cumplo en una semana 42 años. Terminaré de convertir las atuneras en paraísos aptos para el nacimiento de atunes a mis 45. Las mujeres Nieto sufrimos un derrame cerebral a los 67. Por lo tanto, terminada la reforma de los paraísos, me restarán pues 22 años de vida. Me restan también varios millones de dólares en el banco. Puedo pues mantener los paraísos de atunes vivos hasta mis 66 años.
Entonces, en ese enero todavía remoto, mandaré abrir las rejas de cada paraíso, y la multitud de delfines y atunes saldrán al mar abierto, entusiasmados por el tamaño de su nuevo hogar, el mar enorme, y emprenderán aprisa la ruta de miles de kilómetros de su migración, inscrita como un mapa en su ADN.
O no. Tal vez el mapa de su migración no esté escrito en su ADN. Tal vez nada más estará escrita en la memoria de los atunes más viejos de la tribu, los atunes cercanos a los 30 años, y los atunes jóvenes asomarán de las rejas abiertas con temor, hasta que los atunes viejos tomen la delantera y titubeantes avancen, guiando, tratando de reconocer las señales del viaje.
O tampoco. Tal vez la ruta del norte helado al sur cálido se haya extraviado aún de la memoria de los atunes viejos y no esté escrita en ninguna parte, como es cierto de buena parte de lo que sucede en el planeta. Entonces habrá que escoltar con 2 buques a la numerosa y vacilante tribu de atunes ese año 1 de su nueva libertad.
Defenderlos de los tiburones y las ballenas asesinos que puedan acercarse, si es que para entonces todavía existen en el mar ballenas y tiburones. Rociar el mar con anchoas y camarones cuando ese día no encuentren alimento. Viajar despacio a sus flancos cuando la tormenta reviente durante días y noches el cielo y sacuda el techo del mar. Y consultar a menudo la brújula y la información satelital, para redirigirlos hacia el calor.
En fin, tenerles paciencia, como si fueran de lento aprendizaje, es decir, como si fueran Yo, mientras aprenden a moverse de nuevo rápidos y seguros en ese año 1 de su nueva libertad.
Tal vez igual en el año 2. Incluso en el año 3.
Después no sé cuál será la suerte de los atunes. De lo que suceda después de mi muerte, no puedo hacerme cargo, supongo.

Por lo pronto en Mazatlán me dediqué a cumplir con los deseos del testamento de mi tía Isabelle.
Le llevé a la Gorda un cheque. Resultó que vivía en una barriada de pobres en una casa de cemento y techo de lámina con 2 hijas, 8 nietos y 10 gatos atigrados. Me recibieron todos afuera de la casa, en un patiecito de piso de polvo bordeado de cactus, con las caras en blanco. Le entregué el cheque a la Gorda y esperé que me dijera gracias o algo así, pero ella nada más miraba el cheque, como si jamás hubiera visto un cheque o no lograra descifrarlo, así que me eché a andar hasta que oí una conmoción y me volví y la vi desmayada en brazos de su gente.
En su vieja oficina le entregué a Peña las escrituras de Atunes Consuelo S. A. de C. V. Creí también que el maldito autista me diría gracias, o algo así, pero contestó:
Ahora vuelvo, y salió de la oficina llevándose las escrituras y dando un portazo.
Por la ventana polvosa miré los 4 muelles paralelos con 20 barcos. Así, con 20 barcos los había conocido Yo. Luego de ir rematando 15 barcos, mi tía había reinvertido sus ganancias de Blue True Tuna para resarcirlos a la atunera de su abuelo y ahora le regalaba todo a su gerente general.
Peña volvió con la cara muy colorada y las escrituras en una mano y tomó asiento al escritorio.
De nuevo esperé que dijera gracias o algo así, pero lo que hizo fue ponerse a ordenar excitadamente los 10 lápices de su escritorio, reuniéndolos en grupos de 5, luego en grupos de 3, y toda esa febril actividad lapicera mientras me explicaba por qué mi tía Isabelle lo que le heredaba era un problema imposible.
El embargo estadounidense a los atunes mexicanos por fin se había levantado, me contó. Se pagó una fortuna a cabilderos para que por fin los congresistas norteamericanos reconocieran que los delfines habían dejado de ser asesinados en las pescas mexicanas, pero lo que a nadie se le ocurrió es lo que sucedió a continuación. Las latas de atún mexicano cruzaron la frontera, previsiblemente Mares Limpios les negó otra vez la etiqueta dolphin safe bajo el viejo argumento de que aún si en las pescas mexicanas no eran dañados delfines, sí había delfines presentes que se traumaban de por vida, pero lo incomprensible fue que los dueños de las cadenas de supermercados prefirieran el dictamen de Mares Limpios al de su Congreso y sus anaqueles siguieron repletos de latas de Chicken of the sea y otras marcas de atún blanco y nuestras latas fueron recibidas nada más en los pequeños supermercados de las zonas de inmigrantes mexicanos, que las prefieren porque les recuerdan su patria, y donde los dueños mexicanos tienen que repeler ataques de pandillas ecológicas.
¿Repeler ataques?, pregunté. No entiendo, dije.
Repeler heroicamente ataques, confirmó Peña, y metió un lápiz nuevo y sin punta en su viejísimo sacapuntas eléctrico. Los ecologistas gringos llegan a los supermercados a robarse todas las latas de atún mexicano y los dueños mexicanos los corren a escobazos. Y es por eso que yo no puedo aceptar 2 cláusulas de la cesión de Atunes Consuelo S. A. de C. V.
1.a cláusula no aceptable: ¿por qué debe Atunes Consuelo reformar el museo de Ciencias Naturales de Mazatlán?
Lo dijo, y sacó por fin del sacapuntas el lápiz que había sido nuevo y ahora era una mitad de lápiz, y lo guardó con cara de orgullo en un vaso repleto de medios lápices de punta picuda.
Qué idiota este Peña: lo pensé y le respondí: Para que sea de ciencias naturales del planeta Tierra.
Y 2.a cláusula no aceptable, siguió Peña, ignorándome, ¿por qué Atunes Consuelo debe mantener mientras exista el comedero de sopa de atún para los muertos de hambre?
Le respondí:
Porque si no regréseme las escrituras, Peña.
Alargué la mano y tomé las escrituras, pero Peña me las arrebató y las guardó en un cajón de su escritorio, que el puto autista cerró de golpe.
Y es por eso que Mazatlán tiene un respetable museo de ciencias naturales y un comedero gratuito donde a diario se sirven alrededor de 1200 platos de sopa de atún.

Luego, les deposité a las parejas de mi tía su dinero. De lo que hizo el Pelón con él nada supe, lo que no es raro dado que no supe nada de él durante todos los años que vivimos juntos Yo, él y mi tía. Del doctor recibí una carta de 8 hojas, que perdí sin haber leído. Y de las inversiones del pintor zapoteco sí me interesé.
En su pueblo natal, Nopaltepec, en Veracruz, compró la ruinosa catedral y el convento vecino que ocupan la cima de un cerro. Los vació de crucifijos, santos y reclinatorios, y plantó en toda la superficie de los suelos un jardín de cactáceas y piedras poblado de lagartijas, iguanas y camaleones. Desconectó los cables de la empresa federal de electricidad y forró los techos con celdas solares para convertir el sol en energía, tumbó de las 3 cúpulas rojas de la catedral las cruces de piedra y en el lugar de cada cruz puso una turbina con sus aspas móviles en forma de Y para transformar el viento en electricidad. Se reservó una celda de monja para dormir, otra para guardar sus lienzos y una azotea para pintar, y el resto del espacio se encuentra abierto a los reptiles y la gente, que se pasean por ese jardín botánico como si fuera suyo.
Un templo darwinista, lo llamo Yo.
Algunas noches no alcanza la electricidad generada por las celdas solares y las turbinas y todo se queda oscuro y quieto y nada más se oye a las chicharras chirriar: me lo escribió el pintor, y también su ingenioso remedio para sobrevivir esas largas noches oscuras.
Meterse en la cama y dormir.
Por esos días arrestaron a 5 tipos en Londres. Los 5 juraron que no sabían qué era ARM, ni mucho menos True Blue Tuna, pero en el departamento donde cohabitaban la Interpol encontró 3 kilos de dinamita y en una computadora más de 100 consultas a la página builtyourownbomb.com.
El detective Iñaki Belloso me escribió pidiéndome un dibujo de cada uno de los hombres que me secuestraron en París. Le envié los dibujos de los 5 señores con sus lentes negros cubriéndoles la mitad del rostro.
Los 5 fueron fotografiados con los lentes negros que también se encontraron en su departamento. Las fotografías se pusieron lado a lado de mis dibujos. Eran idénticos, me escribió Belloso. Y Yo entendí que exageraba, hacía una metáfora. Pero el juez juzgó que mis dibujos eran suficiente prueba para encarcelarlos.
Los 5 están pues en la cárcel esperando juicio, sin confesar su culpa ni el nombre de los cómplices que estallaron mis atuneras, y se han declarado en huelga de ayuno, porque comer las salchichas y el caldo grasoso de pollo que les dan de comer a los reclusos les parece una violación a sus derechos humanos, pero sobre todo a los derechos de los pollos y los cerdos, y mientras tanto en la página de ARM aparecen los datos de una cuenta de banco para cooperar con un comité que pretende llevarles cada día comida vegetariana.
Cooperé con 2 libras esterlinas.

Y de nuevo, en Puerto de Caeiro, llovía.
Pregunté y me informaron que no, no era la misma lluvia de hacía 10 días, había escampado, todo el mundo se había ido a la playa o a velear, y ahora la lluvia había vuelto.
Así que en mi cuarto de hotel empecé a escribir este libro.
Este libro tecleado al ritmo de la lluvia.
Cuando lo termine, me dedicaré a los paraísos de atunes de aleta azul y cuando los termine, aún me sobrarán 22 años de vida, pero no me angustia. Dejar en paz a los atunes en sus paraísos para que crezcan y se multipliquen será muy sencillo, cosa básicamente de dejarlos en paz, y qué haré con el resto de mi tiempo, ya mi cuerpo lo hará.
Igual que los pájaros cantan al amanecer por exceso de energía, igual que una rama por exceso de savia va formando el tallo y luego un limón redondo, así Yo también tendré qué agregar al planeta Tierra.
Y lo dicho, en algún momento, igual que un limón por exceso de peso se desprende de la rama y cae a la tierra maduro, Yo caeré a la tierra por un derrame cerebral.
Sobre el título de este libro, recorrí varias posibilidades mientras lo escribía.

1. Yo y el atún, que somos los protagonistas de esta historia.
2. Yo y el atún y mi tía, porque me gustaría invitar a mi tía al título del libro.
3. Existo, luego (y con dificultad) pienso, que describe lo que ha sido mi condición y mi ventaja sobre los humanos standard.
4. La fascinante coincidencia de ser Yo.
5. Y por fin, Yo que buceé dentro del centro del mundo, un título al que le veo algunas dificultades.
a. Suena raro, creo. Está mal escrito o no sé qué.
b. No tiene nada que ver con lo que he escrito hasta acá, y es que se refiere a la tarde en alta mar en que con media cabeza fuera del agua terminé de pensar la fase 6 y final de la única idea original que he tenido en mi vida, una experiencia que he decidido no contar, porque me da pudor.

Pero, bueno, sigue lloviendo en Puerto de Caeiro, así que sí contaré de esa tarde. Y en cuanto al título de este libro, dejaré que algún experto en títulos, que los debe de haber, elija el de este libro.


 20


El comunicado de ARM, dirigido a mí, decía:

Éste es nuestro cálculo: doce asesinos de animales morirán para que la humanidad se entere que sus crímenes ya no serán impunes: tres vivisectores, tres «científicos» torturadores, tres grandes comerciantes de carne y piel animal y tres ingenieros en matanzas.
Ahora es tu turno de morir.

La verdad, el plan de ARM me pareció convincente.
Convincente: capaz de mover a alguien para hacer algo.
Pensé: tal vez esto es lo mejor que pueda hacer Yo por los atunes y los otros peces grandes del mar: morirme.
Me arrodillé ante el cuadrángulo de piedritas blancas de la tumba de mi tía y le pregunté qué opinaba. Pero no tenía ninguna opinión mejor que el silencio.
Así que decidí acatar la sentencia de ARM. Finalmente, muerta mi tía no se me ocurría para qué vivir.
Vestida en mi traje de buzo trepé entonces a la lancha, encendí el motor y enfilé en línea recta hacia el horizonte.
En alta mar, me colgué a la espalda el tanque naranja, me calé el visor, mordí la boquilla y revisé según la rutina usual mis relojes: el de profundidad, el de tiempo y el de presión del tanque de oxígeno.
Estaba por fijar la alarma del reloj del tanque, para que me alertara cuando restaran 5 minutos de aire y Yo pudiera entonces volver a la superficie, pero me acordé que el plan era matarme, y no fijé la alarma.
Me senté en el borde de la barca y me dejé caer hacia atrás, dentro del agua.

Crucé la primera capa turquesa.
Seguí cayendo por la segunda capa verde.
Crucé la capa azul clara.
Y en la capa azul profundo, aleteé buscando una piedra lisa.
Como siempre, deposité en la piedra lisa la cabeza, y esperé que mi cuerpo bajara despacio a la arena. Inhalé hondo el oxígeno, lo exhalé y una efervescencia de burbujas plateadas me envolvió la cabeza al tiempo en que solté la esfera del pensamiento.
Me quedé ida, mezclada con el mar, como otra piedra azul en el mar azul.
Ahora viene la parte que me da pudor contar.
Me volvió en mí una oración:
La muerte no sirve de nada.
La escuché como una voz delgada dentro de mí. Una voz que venía desde mi pecho, no mi cabeza. Una voz que pronto se mezcló con el sonido de mi corazón golpeando.
Me toqué el pecho, y aunque estaba oculto por mi traje de neopreno, sentí que bombeaba fuerte y arrítmicamente. Así que supe 2 cosas a un tiempo:
1. Había recién decidido siempre no morirme,
y
2. técnicamente estaba en medio de un ataque cardíaco.
Como para responderme que así era, un dolor se extendió desde mi pecho y me atrapó todo el cuerpo. Jalé aire por la boquilla, pero apenas salió aire, el aire del tanque se acababa.
Y me oí otra vez pensar desde mi corazón:
Mierda, necesito ayuda. Necesito llamar una ambulancia. O necesito al menos 2 aspirinas. Pero estoy al fondo del mar. Mierda.
Dificultosamente desprendí la cabeza de la piedra plana, la clavé hacia adelante y aleteé, jalando por la boquilla hilitos de oxígeno, pero mi cuerpo, sin fuerzas, no se alzaba del piso marino, y de pronto lo más extraño ocurrió.
Flotando sin prisa, vino hacia mí una nube de luz. Más preciso, una cosa de unos 40 centímetros que irradiaba luz.
La cosa tenía un halo de luz que se hacía grande y luego pequeño alrededor de un rostro luminoso y tranquilo.
Un ángel, pensé, y el dolor me soltó completamente.
El ángel de los náufragos del que me habló Ricardo, volví a pensar.
Putísima, he muerto, pensé.
El ángel alargó, despacio, una de sus luminosas extremidades hacia mí.
Y Yo levanté mi brazo izquierdo y con 2 dedos de la mano alcancé a tocar la punta de la mano del pequeño ángel luminoso, que me envolvió los dedos y luego la mano entera y de pronto una descarga de electricidad me cruzó el esqueleto.
Luego todo se volvió ligero.
El pequeño ángel de luz me alzó sin esfuerzo fuera de la capa azul profundo y en la capa azul claro siguió llevándome por un túnel de luz a la capa verde.
Entonces mi corazón volvió a golpear fuerte y en desorden y el dolor volvió a atraparme entera y pensé:
La falta de oxígeno produce alucinaciones. Lo que ven los que están asfixiándose son alucinaciones. Los mismos atunes, antes del balazo de aire que los mata, ya boqueando en el aire, mueven los ojos ya ciegos, porque ven alucinaciones. Por lo tanto, estoy asfixiándome y este ángel es una alucinación.
Pensado lo cual, todo poco a poco fue corrigiendo sus formas.
No, no era un túnel por el que seguía ascendiendo tomada de la mano del pequeño ángel. Era una recta columna de intensa luz que cruzaba el agua y en cuyo centro ascendía Yo tomada de la mano del ángel. Y no, tampoco era un ángel el que me llevaba hacia el techo del mar, sino una medusa de cabezota pulsante, luminosa y posiblemente venenosa, que me había resucitado con una descarga eléctrica y que de ninguna forma me llevaba, más bien huía lo mejor que podía de mí, que la perseguía aleteando.
Solté a la pobre medusa, que liberada se clavó de un tirón hacia lo profundo, y con mi último esfuerzo pataleé y mi cabeza cruzó la superficie del mar.
Escupí la boquilla, me zafé el visor, y entonces lo que vi es de seguro el mayor milagro que alguien haya visto.
360 grados de mar azul turquesa, y en el cielo de arriba las nubes blancas, abriéndose sin prisa y dejando más espacio al sol, esa esfera de fuego, del que descendía no un túnel sino un cono de luz que a mi alrededor pintaba de dorado el mar.
Milagro: lo que existe porque sí, sin causa alguna.
Lo extraño, pensé, es que precisamente Yo hubiera imaginado algo sobrenatural, un ángel.
Tomé más aire.
Lo extraño, pensé, es que alguien necesitara imaginar un ángel o cualquier otra cosa sobrenatural, si la realidad lo llena todo.
Si cada cosa está donde está, y cada cosa es lo que parece ser.
El mar, pensé, es el mar. El sol es el sol. Y Yo soy Yo.
Ése es el milagro y no hay más que agregar.
Y sin embargo mi pensamiento agregó:
Yo soy Yo, pero la novedad es que Yo pienso desde mi pecho. No desde mi cabeza. Y desde mi pecho pienso por primera vez sin borrar la realidad y sin que la realidad me borre a Yo.
Más bien la realidad se piensa en Yo.
Y lo que piensa no me separa de la realidad. Dije en voz alta, sintiéndome hablar desde el músculo de mi corazón:
Yoooooo.
El truco, volvió a pensar la realidad en Yo, parece ser no matar.
No matar la realidad ni dejar que la realidad me mate a Yo.
Pensé:
¿Podrá ser posible existir así?
Existir Yo en el centro de todo lo demás.
Éste es el truco, pensó la realidad desde mi pecho en el centro de 360 grados de mar y sol:
No matar.
Distinguí mi lancha, un puntito rojo en el horizonte, y sentí dentro de mi traje de buzo los primeros escozores del envenenamiento de la medusa.

En el borde del mar, en la casona blanca de Mazatlán, en mi dormitorio de paredes azul claras, colgada del arnés, a 1 metro sobre la cama, desnuda, con ronchas desde el cuero cabelludo hasta las plantas de los pies, me dediqué durante 3 días y 3 noches a sudar el maldito veneno de la angelical medusa.
A sudarlo y a fijarme bien cómo conservar mi nueva alineación con la realidad. Éste es el instructivo que diseñé:
1. Estar siempre centrada en mi pecho.
2. Escuchar cómo ahí la realidad se piensa en mí.
3. Cuando la realidad se suelta de Yo o Yo de la realidad, agarrar otra vez la realidad. Agarrarla con cada sentido. Es decir, agarrar con las manos lo que esté cerca, las cadenas del arnés, por ejemplo. Oler y escuchar con cuidado lo que esté cerca, por ejemplo, por el ventanal, el mar. Y mirar con paciencia la realidad, por ejemplo, el mar, el cielo, el horizonte, o lo que haya cerca. Es decir, enchufarse con cada sentido del cuerpo otra vez a la realidad.

Una mañana desperté sin una roncha y con un hambre furiosa. Desprendí el seguro de la polea del arnés y con un golpe caí al colchón, bajé de la cama y me vestí.
Guardé en mi portafolios mi cambio de camiseta y vaqueros blancos, mi rasuradora eléctrica, mi rastrillo y mi celular, mi cepillo de dientes y mi computadora, es decir, mis pertenencias indispensables, y fui al hospital.
El doctor de urgencias me alargó por encima del escritorio 2 fotos en blanco y negro de mi corazón.
Compárelas, dijo. Una es de hace 10 años y la otra de hoy.
Como ve, siguió el doctor, la aurícula derecha del corazón está expandida. Debe de ser como lo dice usted, tuvo un infarto agudo de miocardio debido a una sobrecarga de estrés que bloqueó la vena cava superior. La aurícula derecha bombeó intensamente y por suerte logró desbloquear la vena cava superior y el torrente sanguíneo volvió a entrar a la aurícula, pero en el esfuerzo, lo dicho, su corazón quedó expandido.
El doctor era un señor con la cara hinchada redonda y lentes de aro redondos. Le dije:
No por suerte. Por el choque eléctrico de una medusa.
Su cara se enrojeció y luego se miró en ella la cara de enojo. Tomó de entre mis dedos las 2 fotografías de mi corazón y poniéndose en pie me ordenó:
Sígame. Vamos a realizarle varias pruebas de resistencia para conocer su estado físico y posteriormente recetarla.
Salimos de la oficina a un largo pasillo blanco por el que el doctor se adelantó con pasos decididos, mientras Yo, con cuidado de no hacer ruido, me di media vuelta sobre las suelas de goma de mis botas amarillas y fui al elevador que me llevó a la planta baja del hospital.
Yo soy mi estado físico, ¿para qué necesitaría una prueba para conocer mi estado físico?
Estaba muy bien, con el corazón expandido dentro del costillar y ya está.
Desayuné en la cafetería del aeropuerto 8 yogures naturales con miel. Y ahí, cucharada tras cucharada y desde mi aurícula derecha expandida, fue pensándose en mí el plan que le ofrecería a mi socio Gould, un plan que confié que a Gould le gustaría mucho.
Y así fue como se completó por fin la gran idea que me tomó toda mi vida adulta pensar.

Ya no llueve en Puerto de Caeiro.
El sol de la mañana es el sol más amarillo jamás visto y relumbra en la capa de agua que aún cubre la calle. Los humanos salen de las casas a ejercer la actividad que les es más esencial, a saber: hablar unos con otros, cosa que hacen muy sonoramente mientras se abrazan y se dan las manos y se toquetean los torsos, como si quisieran comprobar que unos y otros no desaparecieron en los días y las noches del diluvio.
Los niños caminan sobre el agua de la calle, plaf, plaf, plaf, con las mochilas a la espalda, plaf, plaf, plaf, ahí va entre ellos el autista con su caña de pescar al hombro, plaf, plaf, plaf, y las golondrinas negras bajan de los techos de tejas rojas a la glorieta de pasto empapado, donde compiten con las palomas en picotearlo buscando lombrices, locas de hambre porque no han comido decentemente durante los días y las noches de lluvia.
En los canales, las primeras barcas se mueven rumbo al mercado y bajo el agua las primeras carpas rojas nadan en dirección contraria hacia la boca del mar.
En la distancia, el mar es una franja de plata, en la capa turquesa del mar del paraíso de True Blue Tuna los atunes desayunan bonitos amarillos y en el marco de mi ventana se viene a parar un pájaro rojo de alas negras, un petirrojo.
Que chifla.
Chi chi chi chifla.
Y Yo acabo este libro.

Con permiso, voy a tomar un vaso de agua.