“La Insoportable Levedad Del Ser” es uno de los grandes libros del autor checo Milan Kundera.
Cuenta, básicamente y tras una divagación sobre el eterno retorno de Nietzsche, la interacción amorosa y sentimental entre cuatro personajes: Tomás, Teresa, Sabina y Franz.
Primera parte - La levedad y el peso
1
La idea
del eterno retorno es misteriosa y con ella Nietzsche dejó perplejos a los
demás filósofos: ¡pensar que alguna vez haya de repetirse todo tal como lo
hemos vivido ya, y que incluso esa repetición haya de repetirse hasta el infinito!
¿Qué quiere decir ese mito demencial?
El mito
del eterno retorno viene a decir, per negationem, que una vida que desaparece
de una vez para siempre, que no retorna, es como una sombra, carece de peso,
está muerta de antemano y, si ha sido horrorosa, bella, elevada, ese horror,
esa elevación o esa belleza nada significan. No es necesario que los tengamos
en cuenta, igual que una guerra entre dos Estados africanos en el siglo catorce
que no cambió en nada la faz de la tierra, aunque en ella murieran, en medio de
indecibles padecimientos, trescientos mil negros.
¿Cambia
en algo la guerra entre dos Estados africanos si se repite incontables veces en
un eterno retorno?
Cambia:
se convierte en un bloque que sobresale y perdura, y su estupidez será
irreparable.
Si la
Revolución francesa tuviera que repetirse eternamente, la historiografía
francesa estaría menos orgullosa de Robespierre. Pero dado que habla de algo
que ya no volverá a ocurrir, los años sangrientos se convierten en meras
palabras, en teorías, en discusiones, se vuelven más ligeros que una pluma, no
dan miedo. Hay una diferencia infinita entre el Robespierre que apareció sólo
una vez en la historia y un Robespierre que volviera eternamente a cortarle la
cabeza a los franceses.
Digamos,
por tanto, que la idea del eterno retorno significa cierta perspectiva desde la
cual las cosas aparecen de un modo distinto de como las conocemos: aparecen sin
la circunstancia atenuante de su fugacidad. Esta circunstancia atenuante es la
que nos impide pronunciar condena alguna. ¿Cómo es posible condenar algo fugaz?
El crepúsculo de la desaparición lo baña todo con la magia de la nostalgia;
todo, incluida la guillotina.
No hace
mucho me sorprendí a mí mismo con una sensación increíble: estaba hojeando un
libro sobre Hitler y al ver algunas de las fotografías me emocioné: me habían
recordado el tiempo de mi infancia; la viví durante la guerra; algunos de mis
parientes murieron en los campos de concentración de Hitler; ¿pero qué era su
muerte en comparación con el hecho de que las fotografías de Hitler me habían
recordado un tiempo pasado de mi vida, un tiempo que no volverá?
Esta
reconciliación con Hitler demuestra la profunda perversión moral que va unida a
un mundo basado esencialmente en la inexistencia del retorno, porque en ese
mundo todo está perdonado de antemano y, por tanto, todo cínicamente permitido.
2
Si cada
uno de los instantes de nuestra vida se va a repetir infinitas veces, estamos
clavados a la eternidad como Jesucristo a la cruz. La imagen es terrible. En el
mundo del eterno retorno descansa sobre cada gesto el peso de una insoportable
responsabilidad. Ese es el motivo por el cual Nietzsche llamó a la idea del
eterno retorno la carga más pesada (das schwerste Gewicht)
Pero si el eterno retorno es la carga más
pesada, entonces nuestras vidas pueden aparecer, sobre ese telón de fondo, en
toda su maravillosa levedad.
¿Pero es
de verdad terrible el peso y maravillosa la levedad?
La carga
más pesada nos destroza, somos derribados por ella, nos aplasta contra la
tierra. Pero en la poesía amatoria de todas las épocas la mujer desea cargar
con el peso del cuerpo del hombre. La carga más pesada es por lo tanto, a la
vez, la imagen de la más intensa plenitud de la vida. Cuanto más pesada sea la
carga, más a ras de tierra estará nuestra vida, más real y verdadera será.
Por el
contrario, la ausencia absoluta de carga hace que el hombre se vuelva más
ligero que el aire, vuele hacia lo alto, se distancie de la tierra, de su ser
terreno, que sea real sólo a medias y sus movimientos sean tan libres como
insignificantes.
Entonces,
¿qué hemos de elegir? ¿El peso o la levedad?
Este fue
el interrogante que se planteó Parménides en el siglo sexto antes de Cristo. A
su juicio todo el mundo estaba dividido en principios contradictorios:
luz—oscuridad; sutil—tosco; calor—frío; ser—no ser. Uno de los polos de la
contradicción era, según él, positivo (la luz, el calor, lo fino, el ser), el
otro negativo.
Semejante
división entre polos positivos y negativos puede parecemos puerilmente simple.
Con una excepción: ¿qué es lo positivo, el peso o la levedad?
Parménides
respondió: la levedad es positiva, el peso es negativo.
¿Tenía
razón o no? Es una incógnita. Sólo una cosa es segura: la contradicción entre
peso y levedad es la más misteriosa y equívoca de todas las contradicciones.
3
Pienso
en Tomás desde hace años, pero no había logrado verlo con claridad hasta que me
lo iluminó esta reflexión. Lo vi de pie junto a la ventana de su piso, mirando
a través del patio hacia la pared del edificio de enfrente, sin saber qué debe
hacer.
Se
encontró por primera vez a Teresa hace unas tres semanas en una pequeña ciudad
checa. Pasaron juntos apenas una hora. Lo acompañó a la estación y esperó junto
a él hasta que tomó el tren. Diez días más tarde vino a verle a Praga. Hicieron
el amor ese mismo día. Por la noche le dio fiebre y se quedó toda una semana
con gripe en su casa.
Sintió
entonces un inexplicable amor por una chica casi desconocida; le pareció un
niño al que alguien hubiera colocado en un cesto untado con pez y lo hubiera
mandado río abajo para que Tomás lo recogiese a la orilla de su cama.
Teresa
se quedó en su casa una semana, hasta que sanó, y luego regresó a su ciudad, a
unos doscientos kilómetros de Praga. Y entonces llegó ese momento del que he
hablado y que me parece la llave para entrar en la vida de Tomás: está junto a
la ventana, mira a través del patio hacia la pared del edificio de enfrente y
piensa:
¿Debe
invitarla a venir a vivir a Praga? Le daba miedo semejante responsabilidad. Si
la invitase ahora, vendría junto a él a ofrecerle toda su vida.
¿O ya no
debe dar señales de vida? Eso significaría que Teresa seguiría siendo camarera
en un restaurante de una ciudad perdida y que él ya no la vería nunca más.
¿Quería
que ella viniera a verle, o no quería?
Miraba a
través del patio hacia la pared de enfrente y buscaba una respuesta.
Se
acordaba una y otra vez de cuando estaba acostada en su cama: no le recordaba a
nadie de su vida anterior. No era ni una amante ni una esposa. Era un niño al
que había sacado de un cesto untado de pez y había colocado en la orilla de su
cama. Ella se durmió. El se arrodilló a su lado. Su respiración afiebrada se
aceleró y se oyó un débil gemido. Apretó su cara contra la de ella y le susurró
mientras dormía palabras tranquilizadoras. Al cabo de un rato sintió que su
respiración se serenaba y que la cara de ella ascendía instintivamente hacia la
suya. Sintió en su boca el suave olor de la fiebre y lo aspiró como si quisiera
llenarse de las intimidades de su cuerpo. Y en ese momento se imaginó que ya
llevaba muchos años en su casa y que se estaba muriendo. De pronto tuvo la
clara sensación de que no podría sobrevivir a la muerte de ella. Se acostaría a
su lado y querría morir con ella. Conmovido por esa imagen hundió en ese
momento la cara en la almohada junto a la cabeza de ella y permaneció así
durante mucho tiempo.
Ahora
estaba junto a la ventana e invocaba ese momento. ¿Qué podía ser sino el amor
que había llegado de ese modo para que él lo reconociese?
Pero
¿era amor? La sensación de que quería morir junto a ella era evidentemente
desproporcionada: ¡era la segunda vez que la veía en la vida! ¿No se trataba
más bien de la histeria de un hombre que en lo más profundo de su alma ha
tomado conciencia de su incapacidad d e amar y que por eso mismo empieza a
fingir amor ante sí mismo? ¡Y su subconsciente era tan cobarde que había
elegido para esa comedia precisamente a una pobre camarera de una ciudad
perdida, que no tenía prácticamente la menor posibilidad de entrar a formar
parte de su vida!
Miraba a
través del patio la sucia pared y se daba cuenta de que no sabía si se trataba
de histeria o de amor.
Y le dio
pena que, en una situación como aquélla, en la que un hombre de verdad sería
capaz de tomar inmediatamente una decisión, él dudase, privando así de su
significado al momento más hermoso que había vivido jamás (estaba arrodillado
junto a su cama y pensaba que no podría sobrevivir a su muerte).
Se
enfadó consigo mismo, pero luego se le ocurrió que en realidad era bastante
natural que no supiera qué quería:
El
hombre nunca puede saber qué debe querer, porque vive sólo una vida y no tiene
modo de compararla con sus vidas precedentes ni de enmendarla en sus vidas
posteriores.
¿Es
mejor estar con Teresa o quedarse solo?
No
existe posibilidad alguna de comprobar cuál de las decisiones es la mejor,
porque no existe comparación alguna. El hombre lo vive todo a la primera y sin
preparación. Como si un actor representase su obra sin ningún tipo de ensayo.
Pero ¿qué valor puede tener la vida si el primer ensayo para vivir es ya la
vida misma? Por eso la vida parece un boceto. Pero ni siquiera boceto es la
palabra precisa, porque un boceto es siempre un borrador de algo, la
preparación para un cuadro, mientras que el boceto que es nuestra vida es un
boceto para nada, un borrador sin cuadro.
“Einmal
ist keinmal”, repite Tomás para sí el proverbio alemán. Lo que sólo ocurre una
vez es como si no ocurriera nunca. Si el hombre sólo puede vivir una vida es
como si no viviera en absoluto.
4
Pero
luego, un día, en un descanso entre dos operaciones, la enfermera le avisó que
le llamaban al teléfono. En el auricular oyó la voz de. Teresa. Le llamaba
desde la estación. Se alegró. Era una lástima que para esa misma noche ya
hubiera quedado en ir a visitar a unos amigos, de modo que la invitó a venir a
su casa al día siguiente. En cuanto colgó se arrepintió de no haberle dicho que
viniera en seguida. ¡Si aún tenía tiempo de aplazar la visita! Se puso a pensar
en qué podría hacer Teresa en Praga teniendo que esperar nada menos que treinta
y seis horas hasta verlo, y le dieron ganas de coger el coche e ir a buscarla
por las calles de la ciudad.
Llegó al
día siguiente al anochecer, llevaba un bolso colgado del hombro con una correa
larga y le pareció más elegante que la otra vez. Tenía en la mano un libro
grueso. Era Ana Karenina de Tolstoi. Su comportamiento era alegre, incluso un
tanto ruidoso, y trataba de que pareciera que había ido a verle por casualidad,
gracias a una feliz coincidencia: estaba en Praga por motivos de trabajo o
quizá (sus explicaciones eran muy confusas) para ver si encontraba un trabajo.
Estaban
acostados, más tarde, desnudos y fatigados, los dos juntos en la cama. Era ya
de noche. El le preguntó dónde se alojaba, para llevarla en coche. Le respondió
tímidamente que todavía no había buscado hotel y que la maleta la tenía en la
consigna de la estación.
Ayer
mismo había tenido miedo de que, si la invitaba a visitarle en Praga, viniera a
ofrecerle toda su vida. Cuando ahora le dijo que tenía la maleta en la
consigna, se dio cuenta de inmediato de que en esa maleta estaba toda la vida
de ella y de que la había dejado momentáneamente en la estación antes de
ofrecérsela.
Cogió el
coche que estaba aparcado delante del edificio, fue hasta la estación, recogió
la maleta (era grande y enormemente pesada) y regresó a casa, con la maleta y
con ella.
¿Cómo es
posible que se decidiera con tanta rapidez cuando había estado casi catorce
días dudando y sin ser capaz de enviarle ni siquiera una postal con un saludo?
El mismo
estaba sorprendido. Estaba actuando en contra de sus principios. Hace diez años
se divorció de su primera mujer y vivió el divorcio con el ánimo festivo con
que otros celebran su boda. Se daba cuenta de que no había nacido para convivir
con una mujer y de que sólo podía encontrarse plenamente a sí mismo viviendo
como un solterón. Puso todo su empeño en organizarse tal sistema de vida que
nunca pudiera ya entrar en su casa una mujer con su maleta. Ese era el motivo
por el cual no tenía en su casa más que una cama. A pesar de que era una cama
bastante ancha, Tomás les decía a todas sus amantes que era incapaz de dormir
si compartía la cama con alguien y las llevaba a todas a medianoche a sus casas.
Por lo demás, la primera vez que Teresa se quedó en su casa con la gripe, nunca
durmió con ella. La primera noche él la pasó en un sofá grande y la noche
siguiente se marchó al hospital, donde tenía su despacho y en él una camilla
que utilizaba durante las guardias.
Pero
esta vez se durmió a su lado. Por la mañana se despertó y comprobó que Teresa,
que aún dormía, lo tenía cogido de la mano. ¿Habrían estado así durante toda la
noche? Le parecía difícil creerlo.
Ella
respiraba profundamente entre sueños, apretaba su mano (con fuerza, no fue
capaz de lograr que se la soltara), y la maleta enormemente pesada estaba a su
lado, junto a la cama.
Temía
intentar que le soltara la mano, por no despertarla, y con mucho cuidado se dio
media vuelta hasta apoyarse en un costado para poder observarla mejor.
Volvió a
imaginar que Teresa era un niño al que alguien había colocado en un cesto
untado con pez y lo había mandado río abajo. ¡No se puede dejar que un cesto
con un niño dentro navegue por un río embravecido! ¡Si la hija del faraón no
hubiera rescatado de las olas el cesto del pequeño Moisés, no hubiera existido
el Antiguo Testamento ni toda nuestra civilización! Hay tantos mitos que
comienzan con alguien que salva a un niño abandonado. ¡Si Pólibo no se hubiera
hecho cargo del pequeño Edipo, Sófocles no hubiera escrito su más bella
tragedia!
Tomás no
se daba cuenta en aquella ocasión de que las metáforas son peligrosas. Con las
metáforas no se juega. El amor puede surgir de una sola metáfora.
5
Vivió
apenas dos años con su primera mujer y concibió con ella un hijo. Cuando
tramitaron el divorcio, el juez otorgó el niño a la madre y condenó a Tomás a
pagar por él un tercio de su sueldo. Al mismo tiempo le garantizó que tendría
derecho a ver al niño un domingo de cada dos.
Pero
cada vez que tenía que ver a su hijo, la madre inventaba alguna excusa. Si les
hubiera llevado costosos regalos, seguramente habría habido menos obstáculos
para los encuentros. Comprendió que tenía que pagarle a la madre, y pagarle por
anticipado, por el cariño del hijo. Se imaginó cómo iba a pretender
quijotescamente inculcar en el futuro al hijo sus opiniones, que eran
diametralmente opuestas a las de la madre. Ya se sentía cansado de antemano. Un
domingo, cuando la madre volvió a anular en el último momento una cita con su
hijo, decidió de repente que ya no quería volver a verle nunca en la vida.
Además
¿por qué iba a tener que sentir por este niño, al que no lo unía nada más que
una noche imprudente, algo más que por otra persona cualquiera? ¡Pagará
puntualmente lo que le corresponda, pero que nadie le pida que luche por el
derecho a su hijo en nombre de quién sabe qué sentimientos paternales!
Por
supuesto que nadie estuvo de acuerdo con semejante postura. Sus propios padres
condenaron su actitud y dijeron que, si Tomás se negaba a interesarse por su
hijo, ellos harían lo propio con el suyo.
Mantuvieron
en cambio excelentes relaciones con la nuera, jactándose ante los amigos de su
comportamiento ejemplar y de su sentido de la justicia.
De ese
modo consiguió librarse en poco tiempo de su mujer, su hijo, su madre y su
padre. Lo único que le quedó de todos ellos fue el miedo a las mujeres. Las
deseaba, pero les tenía miedo. Entre el miedo y el deseo no tenía más remedio
que buscar una especie de compromiso; lo denominaba “amistad erótica”. A sus
amantes les decía: sólo una relación no sentimental, en la que uno no
reivindique la vida y la libertad del otro, puede hacer felices a los dos.
Quería
tener la seguridad de que la amistad erótica nunca llegaría a convertirse en la
agresividad del amor, y por eso mantenía largas pausas entre los encuentros con
cada una de sus amantes. Estaba convencido de que éste era un método perfecto y
lo propagaba entre sus amigos: “Hay que mantener la regla del número tres. Es
posible ver a una mujer varias veces seguidas, pero en tal caso no más de tres
veces. También es posible mantener una relación durante años, pero con la
condición de que entre cada encuentro pasen al menos tres semanas”.
Este
sistema le daba a Tomás la posibilidad de no separarse de sus amantes
permanentes, teniendo al mismo tiempo una considerable cantidad de amantes
pasajeras. No siempre encontraba comprensión. La que mejor le entendía de todas
sus amigas era Sabina. Era una pintora. Le decía: “Te quiero porque eres el
polo opuesto al kitsch. En el reino del kitsch serías un monstruo. No hay
ninguna película rusa o americana en la que pudieras existir más que como
ejemplo de maldad”.
A ella
acudió cuando necesitó encontrar un empleo en Praga para Teresa. Tal como lo
exigían las reglas tácitas de la amistad erótica, Sabina le prometió que haría
lo posible y, en efecto, pronto encontró un puesto en el laboratorio
fotográfico de un semanario. El puesto no requería preparación especial, sin
embargo elevó a Teresa del status de camarera al del gremio de la prensa. Ella
misma acompañó a Teresa a la redacción, mientras Tomás decía para sus adentros
que jamás había tenido una amiga mejor que Sabina.
6
El
acuerdo tácito sobre la amistad erótica presuponía que Tomás dejaba el amor
fuera de su vida.
En
cuanto incumpliese esta condición, sus demás amantes se encontrarían en una
posición secundaria y se rebelarían.
Por eso
buscó para Teresa un piso de alquiler al que ella tuvo que llevar su pesada
maleta. Quería velar por ella, defenderla, disfrutar de su presencia, pero no
sentía necesidad de cambiar su estilo de vida. Por eso no quería que se supiera
que Teresa dormía en su casa. Dormir juntos era, en realidad, el corpus delicti del amor.
Nunca
dormía con las demás amantes. Cuando iba a verlas a sus casas, la cuestión era
sencilla, podía irse cuando quería. Peor era cuando ellas estaban en casa de él
y había que explicarles que a medianoche debía llevarlas a sus casas porque
tenía problemas de insomnio y era incapaz de dormir en la inmediata proximidad
de otra persona. Aquello no estaba muy lejos de la verdad, pero la causa
principal era peor y no se atrevía a contársela: en el mismo momento en que
terminaba el acto amoroso sentía un deseo insuperable de quedarse solo;
despertarse en medio de la noche junto a una persona extraña le desagradaba;
levantarse por la mañana junto con alguien le producía rechazo; no tenía ganas
de que nadie oyese cómo se limpiaba los dientes en el cuarto de baño y la
intimidad del desayuno para dos no le atraía.
Por eso
se sorprendió tanto cuando se despertó y Teresa cogía con fuerza su mano. La
miraba y no podía entender qué había pasado. Se acordaba de las horas que
acababan de pasar y le parecía que de ellas se desprendía el perfume de quién
sabe qué felicidad desconocida.
Desde
entonces los dos disfrutaban durmiendo juntos. Diría casi que el objetivo del
acto amoroso no era para ellos el placer sino el sueño que venía después de
aquél. Ella, en particular, no podía dormir sin él. Cuando alguna vez se
quedaba sola en su piso alquilado (que iba convirtiéndose cada vez más en una
simple tapadera), no podía conciliar el sueño en toda la noche. En sus brazos
se dormía por más excitada que estuviera. El le susurraba al oído historias que
inventaba para ella, cosas sin sentido, palabras que repetía monótonamente,
consoladoras o chistosas. Aquellas palabras se convertían en visiones confusas
que la transportaban hasta el primer sueño. Tenía el sueño de ella totalmente
en su poder y ella se dormía en el instante que él elegía.
Cuando
dormían, se aferraba a él como la primera noche: se cogía con fuerza de su
muñeca, de su dedo, de su tobillo. Si quería alejarse sin despertarla, debía
utilizar algún truco. Liberaba el dedo (la muñeca, el tobillo) de su encierro,
lo cual siempre la despertaba a medias, porque ni aun dormida dejaba de vigilar
atentamente lo que él hacía. Se calmaba cuando en lugar de su muñeca ponía en
su mano algún objeto (un pijama retorcido, un zapato, un libro) que ella luego
apretaba firmemente como si fuera parte del cuerpo de él.
Una vez,
mientras la adormecía y ella no había pasado aún de la primera antesala del
sueño, de modo que todavía era capaz de responder a sus preguntas, le dijo:
“Bueno. Yo ahora me voy”. “¿Adónde?”, le preguntó. “Me voy”, dijo con voz
severa. “¡Voy contigo!”, dijo y se incorporó. “No, no puedes. Me voy para
siempre”, dijo y salió de la habitación al vestíbulo. Ella se levantó y con los
ojos entrecerrados fue tras él. No llevaba más que un camisón corto, sin nada
debajo. Su cara permanecía impasible, inexpresiva, pero sus movimientos eran
enérgicos. Él salió del vestíbulo al pasillo (el pasillo común del edificio) y
cerró la puerta.
Ella la
abrió bruscamente y fue tras él, convencida en su sueño de que quería irse para
siempre y de que debía detenerlo. El bajó las escaleras hasta el primer
descansillo y allí la esperó. Ella llegó hasta él, lo cogió de la mano y se lo
llevó de regreso a la cama.
Tomás se
decía: hacer el amor con una mujer y dormir con una mujer son dos pasiones no
sólo distintas sino casi contradictorias. El amor no se manifiesta en el deseo
de acostarse con alguien (este deseo se produce en relación con una cantidad
innumerable de mujeres), sino en el deseo de dormir junto a alguien (este deseo
se produce en relación con una única mujer.
7
En medio
de la noche empezó a gemir en sueños. Tomás la despertó, pero al ver su cara le
dijo con odio:
“¡Vete!
¡Vete!”. Después le contó lo que había soñado: estaban en algunos lugares juntos
ellos dos y Sabina.
Entraron
en una habitación grande. En medio había una cama, como en un escenario de
teatro. Tomás le ordenó que se quedara de pie en un rincón y después, delante
de ella, hizo el amor con Sabina. Esa visión le producía un dolor que no podía
soportar. Quería interrumpir el dolor del alma mediante el dolor del cuerpo y
se metía agujas en las uñas. “Dolía tanto”, decía, y mantenía los puños
cerrados como si los dedos estuvieran heridos de verdad.
La
abrazó y ella lentamente (aún estuvo mucho tiempo temblando) fue durmiéndose en
sus brazos.
Cuando,
al día siguiente, volvió a pensar en aquel sueño, recordó algo. Abrió el cajón
del escritorio y sacó un paquete de cartas que le había enviado Sabina.
Pronto
encontró el siguiente párrafo: “Quisiera hacer el amor contigo en mi estudio,
como en un escenario. Alrededor habría gente y no podrían acercarse ni un paso.
Pero no podrían quitarnos los ojos de encima...”.
Lo peor
era que la carta llevaba fecha. Era reciente, de una época en la que hacía
tiempo ya que Teresa vivía en casa de Tomás.
“¡Has
estado revolviendo mis cartas!”, le espetó.
No lo
negó y dijo: “¡Entonces échame!”.
Pero no
la echó. Tenía la imagen de ella ante los ojos, pegada a la pared del estudio
de Sabina, clavándose agujas bajo las uñas. Cogió sus dedos, los acarició, se
los llevó a los labios y los besó como si aún hubiera en ellos huellas de
sangre.
Pero a
partir de entonces fue como si todo se aliara en contra suya. Casi todos los
días ella se enteraba de algún detalle de la vida amorosa secreta de él.
Al
principio él lo había negado todo. Cuando las pruebas se hicieron demasiado
evidentes, procuró de—mostrar que su poligamia no era en nada contradictoria
con su amor por ella. No era consecuente: a ratos negaba sus infidelidades y a
ratos volvía a justificarlas.
Una vez
llamó a una mujer para quedar con ella. Al terminar la conversación oyó un
extraño sonido que venía de la habitación contigua, como un sonoro castañeteo
de dientes.
Por
casualidad, ella había ido a su casa sin que él lo advirtiese. Llevaba en la
mano un frasco de calmante, se lo estaba bebiendo y el temblor de la mano hacía
que el cristal le golpeara los dientes.
Se lanzó
hacia ella como si la salvara de un naufragio. El frasco con la valeriana cayó
al suelo y estropeó la alfombra. Ella se resistió, quería soltarse, y él tuvo
que mantenerla abrazada durante un cuarto de hora como con una camisa de fuerza
antes de conseguir calmarla.
Sabía
que la situación en la que se encontraba no tenía justificación posible, porque
se asentaba en una absoluta desigualdad.
Antes de
que ella descubriera su correspondencia con Sabina habían estado con un grupo
de amigos en un bar. Celebraban el nuevo empleo de Teresa. Había dejado el
laboratorio y se había convertido en fotógrafa del semanario. Como a él no le
gustaba bailar, un joven colega se hizo cargo de Teresa. El aspecto que tenían
en la pista de baile era estupendo y Teresa le parecía más hermosa que nunca.
Advertía asombrado con qué precisión y obediencia Teresa se adelantaba en una
fracción de segundo a la voluntad de su compañero.
Era como
si aquel baile demostrara que su espíritu de sacrificio, aquella especie de
deseo entusiástico de hacer todo lo que quería Tomás, antes de que él lo
dijera, no estuviera ni mucho menos necesariamente ligado a la personalidad de
Tomás, sino a punto para responder a la llamada de cualquier otro hombre que
encontrara en su lugar. Nada más fácil que imaginar que Teresa y su compañero
eran amantes. ¡La facilidad con que podía evocarse aquella imagen le dolía! Se
dio cuenta de que el cuerpo de Teresa, sin el menor inconveniente, era
imaginable unido amorosamente a cualquier otro cuerpo masculino y le dio un
ataque de malhumor. No reconoció que estaba celoso hasta muy entrada la noche,
cuando regresaron a casa.
Aquellos
celos absurdos, que no se referían más que a una posibilidad teórica, eran la
prueba de que consideraba que su fidelidad era una condición imprescindible.
¿Cómo podía entonces reprocharle que ella tuviera celos de sus amantes, éstas
sí absolutamente reales?
8
Durante
el día, Teresa trataba (aunque con éxito sólo parcial) de creer en lo que decía
Tomás y de estar alegre como lo había estado hasta entonces. Pero los celos
domados durante el día se manifestaban con tanta mayor fiereza en sus sueños,
que terminaban siempre en un lamento del que él tenía que despertarla.
Los
sueños se repetían como variaciones sobre temas o como seriales de televisión.
Con frecuencia se reiteraban, por ejemplo los sueños sobre gatas que le saltaban
a la cara y le clavaban las uñas.
Podemos
encontrar una explicación bastante sencilla para esto: en el argot checo, gata
es la denominación de una mujer guapa. Teresa se sentía amenazada por las
mujeres, por todas las mujeres.
Todas
las mujeres eran amantes en potencia de Tomás y ella les tenía miedo.
En otro
ciclo de sueños, la enviaban a la muerte. Una vez, en medio de la noche, él la
despertó cuando gritaba aterrorizada y ella le contó: “Había una gran piscina
cubierta. Seríamos unas veinte. Todas mujeres. Todas estábamos desnudas y
teníamos que marchar alrededor de la piscina. Del techo colgaba un cesto y
dentro de él había un hombre de pie. Llevaba un sombrero de ala ancha que
dejaba en sombras su cara, pero yo sabía que eras tú. Nos dabas órdenes.
Gritabas. Mientras marchábamos teníamos que cantar y hacer flexiones. Cuando
alguna hacía mal la flexión, tú le disparabas con una pistola y ella caía
muerta a la piscina. Y en ese momento todas empezaban a reírse y a cantar en
voz aún más alta. Tú no nos quitabas los ojos de encima y, cuando alguna volvía
a hacer algo mal, le disparabas. La piscina estaba llena de cadáveres que
flotaban justo debajo de la superficie del agua. ¡Y yo me daba cuenta de que ya
no tenía fuerza para hacer la siguiente flexión y de que me ibas a matar!”.
El
tercer ciclo de sueños se refería a ella ya muerta.
Yacía en
un coche fúnebre grande como un camión de mudanzas. A su lado no había más que
mujeres muertas. Había tantas que las puertas tenían que quedar abiertas y las
piernas de algunas sobresalían.
Teresa
gritaba: “¡Si yo no estoy muerta! ¡Si lo siento todo!”.
“Nosotras
también lo sentimos todo”, reían los cadáveres.
Reían
exactamente con la misma risa que aquellas mujeres vivas que alguna vez le
habían dicho con satisfacción que era del todo normal que ella tuviera un día
los dientes estropeados, los ovarios enfermos y arrugas en la cara, porque
ellas también tenían los dientes estropeados, los ovarios enfermos y arrugas en
la cara. ¡Con la misma risa ahora le explicaban que estaba muerta y que así es
cómo tenía que ser!
De
pronto sintió ganas de hacer pis. Gritó: “¡Pero si tengo ganas de hacer pis!
¡Eso prueba que no estoy muerta!”.
Y ellas
volvieron a reírse: “¡Es normal que tengas ganas de hacer pis! Todas esas
sensaciones permanecerán durante mucho tiempo. Es como cuando a alguien le
amputan una mano y sigue sintiéndola mucho después. Nosotras ya no tenemos
orina y sin embargo siempre tenemos ganas de hacer pis”.
Teresa
se abrazó en la cama a Tomás: “¡Y todas me tuteaban, como si me conocieran de
toda la vida, como si fueran amigas mías y yo sentía pánico de tener que
quedarme con ellas para siempre!”.
9
Todos los idiomas derivados del latín forman la
palabra “compasión” con el prefijo “com-“ y la palabra pas-sio que significaba
originalmente “padecimiento“ Esta palabra se traduce a otros idiomas, por
ejemplo al checo, al polaco, al alemán, al sueco, mediante un sustantivo
compuesto de un prefijo del mismo significado, seguido de la palabra
«sentimiento»; en checo: sou-cit; en polaco: wspól-czucie; en alemán:
Mit-gefühl; en sueco: med-kánsla.
En los
idiomas derivados del latín, la palabra “compasión” significa: no podemos mirar
impertérritos el sufrimiento del otro; o: participamos de los sentimientos de
aquel que sufre. En otra palabra, en la francesa pitié (en la inglesa pity, en
la italiana pieta, etc.), que tiene aproximadamente el mismo significado, se
nota incluso cierta indulgencia hacia aquel que sufre. Avoir de la pifié pour
une femme significa que nuestra situación es mejor que la de la mujer, que nos
inclinamos hacia ella, que nos rebajamos.
Este es
el motivo por el cual la palabra “compasión” o “piedad” produce desconfianza;
parece que se refiere a un sentimiento malo, secundario, que no tiene mucho en
común con el amor. Querer a alguien por compasión significa no quererlo de
verdad.
En los
idiomas que no forman la palabra “compasión” a partir de la raíz del
“padecimiento” (passio), sino del sustantivo “sentimiento”, estas palabras se
utilizan aproximadamente en el mismo sentido, sin embargo es imposible afirmar
que se refieran a un sentimiento secundario, malo. El secreto poder de su
etimología ilumina la palabra con otra luz y le da un significado más amplio:
tener compasión significa saber vivir con otro su desgracia, pero también
sentir con él cualquier otro sentimiento: alegría, angustia, felicidad, dolor.
Esta compasión (en el sentido de jvspó/czucie, Mitgefübl, madkansldj significa
también la máxima capacidad de imaginación sensible, el arte de la telepatía
sensible; es en la jerarquía de los sentimientos el sentimiento más elevado).
Cuando Teresa soñó que se clavaba agujas entre
las uñas, reveló así que había espiado en los cajones de Tomás. Si se lo
hubiera hecho alguna otra mujer, no hubiera vuelto a hablar con ella en la
vida. Teresa lo sabía y por eso le dijo: “¡Entonces, échame!”. Pero no sólo no
la echó, sino que le cogió la mano y le besó las yemas de los dedos, porque en
ese momento él mismo sentía el dolor debajo de las uñas de ella, como si los
nervios de sus dedos condujeran directamente a la corteza cerebral de él. Un
hombre que no goce del diabólico regalo denominado compasión no puede hacer
otra cosa que condenar lo que hizo Teresa, porque la vida privada del otro es
sagrada y los cajones que contienen su correspondencia íntima no se abren. Pero
como la compasión se había convertido en el sino (o la maldición) de Tomás, le
pareció que había sido él mismo quien había estado arrodillado ante el cajón
abierto del escritorio, sin poder separar los ojos de las frases que había
escrito Sabina. Comprendía a Teresa y no sólo era incapaz de enfadarse con
ella, sino que la quería aún más.10
Los
gestos de Teresa se volvían cada vez más bruscos y alterados. Habían pasado dos
años desde que descubrió sus infidelidades y la situación era cada vez peor. No
tenía salida.
¿Es que
realmente no podía abandonar sus amistades eróticas? No podía. Eso le hubiera
destrozado.
No tenía
fuerzas suficientes para dominar su apetito por las demás mujeres. Además le
parecía innecesario. Nadie sabía mejor que él que sus aventuras no amenazaban
para nada a Teresa. ¿Por qué iba a prescindir de ellas? Le parecía igualmente
absurdo que pretender renunciar a ir al fútbol.
¿Pero
podía aún hablarse de satisfacción? En el mismo momento en que salía a ver a
alguna de sus amantes, notaba una sensación de rechazo hacia ella y se prometía
que era la última vez que iría a verla.
Tenía
ante sí la imagen de Teresa y para no pensar en ella necesitaba emborracharse
rápidamente.
¡Desde
que conocía a Teresa era incapaz de hacer el amor con otras mujeres sin
alcohol! Pero precisamente el aliento que sabía a alcohol era la huella que le
permitía a Teresa comprobar con mayor facilidad sus infidelidades.
Había
caído en la trampa: en cuanto iba tras ellas, desaparecían sus apetencias, pero
bastaba un día sin ellas para que marcara algún número de teléfono y fijara un
encuentro.
Con
Sabina se sentía un poco mejor, porque sabía que era discreta y que no había
peligro de que lo pusiera en evidencia. Su estudio le daba la bienvenida como
un recuerdo de su vida pasada, la idílica vida de un hombre soltero.
Quién
sabe si él mismo se daba cuenta de cuánto había cambiado: tenía miedo de llegar
tarde a casa porque allí le esperaba Teresa. En cierta ocasión, Sabina advirtió
que Tomás observaba el reloj mientras hacían el amor y trataba de acelerar su
culminación.
Ella se
dedicó entonces a pasearse lentamente por el estudio y se detuvo ante un cuadro
que estaba sin terminar en el caballete mirando de reojo a Tomás que se vestía
apresuradamente.
Ya
estaba vestido, sólo tenía un pie descalzo. Echó una mirada a su alrededor y se
puso a gatas, buscando algo debajo de la mesa.
Ella le
dijo: “Cuando te miro, tengo la sensación de que te estás convirtiendo en el
eterno tema de mis cuadros. El encuentro entre dos mundos. La doble exposición.
Tras la silueta de Tomás el libertino reluce la increíble figura del enamorado
romántico. O al revés: a través de la figura del Tristán que no piensa más que
en su Teresa se vislumbra el hermoso mundo traicionado por el libertino”.
Tomás se
puso de pie; oía las palabras de Sabina sin prestarles atención.
— ¿Qué
estás buscando? —le preguntó.
—Un
calcetín.
Registraron
juntos la habitación y él volvió a ponerse a gatas y a buscar debajo de la
mesa.
—Aquí no
hay ningún calcetín tuyo —dijo Sabina—. Seguro que no lo has traído.
—Cómo no
lo iba a traer —gritó Tomás mirando el reloj—. ¡No iba a venir con un solo
calcetín!
—Es una
posibilidad que no hay que descartar. Últimamente andas muy distraído. Siempre
vas con prisa, mirando el reloj y no es de extrañar que te olvides de ponerte
un calcetín.
Estaba
ya decidido a ponerse el zapato sin calcetín.
—Afuera
hace frío —dijo Sabina—. Te presto una media mía.
Le dio
una media larga blanca, de ganchillo.
El sabía
perfectamente que aquélla era una venganza por haber mirado el reloj mientras
hacían el amor.
Sabina
había escondido su calcetín en alguna parte. Hacía frío de verdad y no le
quedaba más remedio que aceptarla. Se fue a su casa con un calcetín en un pie y
una media blanca de mujer en el otro, arremangada sobre el tobillo.
Su
situación no tenía salida: para sus amantes estaba marcado con la oprobiosa
señal de su amor a Teresa y, para Teresa, con la oprobiosa señal de sus
aventuras con sus amantes.
11
Para
mitigar sus sufrimientos se casó con ella (por fin pudieron dejar el piso de
alquiler en el que hacía tiempo ella ya no vivía) y le consiguió un cachorro.
La madre
era una San Bernardo de un compañero suyo. El padre de los cachorros, el pastor
alemán de los vecinos. Nadie quería a los pequeños bastardas y a su compañero
le daba pena sacrificarlos.
Tomás
elegía uno de los cachorros a sabiendas de que los que no eligiera iban a tener
que morir.
Se
sentía como un presidente de la república cuando tiene ante sí a cuatro
condenados a muerte y sólo puede indultar a uno. Al fin eligió un cachorro, una
perrita cuyo cuerpo parecía recordar al del pastor mientras que la cabeza era
la de la madre, la San Bernardo. Lo llevó a Teresa. Cogió la perrita, la apretó
contra su pecho e inmediatamente le meó la blusa.
Se
pusieron a buscarle un nombre. Tomás quería que por el nombre se supiera que el
perro era de Teresa y se acordó del libro que llevaba bajo el brazo cuando
llegó a Praga sin avisar. Propuso que al cachorro lo llamaran Tolstoi.
—No
puede llamarse Tolstoi —replicó Teresa— porque es una señorita. Podría ser Ana
Karenina.
—No
puede ser Ana Karenina, porque ninguna mujer puede tener un morro tan chistoso
como éste dijo Tomás—. Se parece más bien a Karenin. Sí, el señor Karenin. Así
es como me lo imaginaba.
— ¿Pero
no afectará a su sexualidad que la llamemos Karenin?
—Es
posible que una perra a la que sus amos llaman permanentemente como a un perro
desarrolle tendencias lesbianas.
Las
palabras de Tomás se hicieron realidad de un modo curioso. A pesar de que
habitualmente las perras tienen más apego a sus amos que a sus amas, en el caso
de Karenin era al revés. Decidió enamorarse de Teresa. Tomás le estaba
agradecido. Le acariciaba la cabeza y le decía: “Haces bien Karenin. Esto es
precisamente lo que yo quería de ti. Si yo solo no basto, tú tienes que
ayudarme”.
Pero ni
aún con la ayuda de Karenin logró hacerla feliz. Se dio cuenta de ello
aproximadamente al décimo día en que su país fuera ocupado por los tanques
rusos. Era el mes de agosto de 1968 y a Tomás le llamaba todos los días por
teléfono el director del hospital de Zurich con el que se habían hecho amigos
en alguna conferencia internacional. Temía por lo que le pudiera pasar y le
ofrecía un puesto de trabajo.
12
Si Tomás
rechazaba la oferta del suizo casi sin pensarlo era por Teresa. Suponía que no
iba a querer marcharse. Además ella había pasado los siete primeros días de la
ocupación en una especie de éxtasis que casi parecía felicidad. Andaba por la
calle con su cámara repartiendo fotos a los periodistas extranjeros que se
pegaban por obtenerlas. En cierta ocasión, mientras con excesivo descaro
fotografiaba de cerca a un oficial que apuntaba con su revólver a la gente, la
detuvieron y le hicieron pasar la noche en un puesto de mando ruso. La
amenazaron con fusilarla, pero en cuanto la dejaron en libertad, volvió a salir
a la calle y volvió a hacer fotos.
Por eso
Tomás se quedó sorprendido cuando al décimo día de la ocupación le dijo:
— ¿Y tú
por qué no quieres ir a Suiza?
— ¿Y por
qué iba a tener que irme?
—Aquí
tienen cuentas pendientes contigo.
— ¿Y con
quién no las tienen? —dijo Tomás con un gesto de despreocupación—. Pero dime:
¿tú serías capaz de vivir en el extranjero?
— ¿Y por
qué no?
—Te he
visto arriesgar tu vida por este país. ¿Cómo es posible que ahora estés
dispuesta a abandonarlo?
—Desde
que volvió Dubcek todo ha cambiado —dijo Teresa.
Era
verdad: la euforia general sólo duró los siete primeros días de la ocupación.
Las autoridades del país habían sido capturadas por el ejército ruso como si
fueran criminales, nadie sabía dónde estaban, todos temblaban por su vida y el
odio a los rusos embriagaba cual alcohol a la gente. Era una fiesta ebria de odio.
Las ciudades checas estaban adornadas con miles de carteles pintados a mano,
con textos irónicos, epigramas, poemas, caricaturas de Brezhnev y su ejército,
del que todos se reían como de una banda de analfabetos. Pero no hay fiesta que
dure eternamente. Mientras tanto, los rusos obligaron a los representantes del
Estado detenidos a firmar en Moscú una especie de compromiso. Dubcek regresó
con ellos a Praga y después leyó en la radio su discurso. Tras seis días de
cárcel estaba tan destrozado que no podía hablar, se atragantaba, se quedaba
sin aliento, de modo que entre frase y frase había pausas interminables que
duraban casi medio minuto.
El
compromiso alcanzado salvó al país de lo peor: de los fusilamientos y de las
deportaciones en masa a Siberia que espantaban a todos. Pero una cosa ya estaba
clara: Bohemia iba a tener que inclinarse ante el conquistador; iba a tener que
atragantarse ya para siempre, que tartamudear, que quedarse sin aliento como
Alexander Dubcek. Se había acabado la fiesta. Habían llegado los días hábiles
de la humillación.
Todo
esto se lo decía Teresa a Tomás y él sabía que era verdad, pero que por debajo
de esa verdad había otro motivo más, aún más esencial, para que Teresa quisiera
irse de Praga: no era feliz con la vida que había llevado hasta entonces.
Los días
más hermosos de su vida los había vivido fotografiando en las calles a los
soldados rusos y exponiéndose al peligro. Fueron los únicos días en los que el
serial televisivo de sus sueños se interrumpió y sus noches fueron felices. Los
rusos le trajeron en sus tanques el equilibrio interior. Ahora, terminada ya la
fiesta, vuelve a tener miedo de sus noches y querría huir de ellas. Sabe ya que
hay situaciones en las que es capaz de sentirse fuerte y satisfecha y por eso
desea ir a recorrer el mundo, con la esperanza de volver a encontrar
situaciones similares.
— ¿Y no
te importa —le preguntó Tomás— que Sabina también haya emigrado a Suiza?
—Ginebra
no es Zurich —dijo Teresa—. Seguro que allí me molestará menos de lo que me molestaba
en Praga.
La
persona que desea abandonar el lugar en donde vive no es feliz. Por eso Tomás
aceptó el deseo de emigrar de Teresa, como el culpable acepta la condena. Se
sometió a ella y un buen día se encontró, con Teresa y Karenin, en la mayor
ciudad de Suiza.
13
Compró
una cama para el piso vacío (aún no tenían dinero para los demás muebles) y se
puso a trabajar con la furia de una persona que empieza una nueva vida después
de los cuarenta.
Llamó
varias veces a Sabina a Ginebra. Había tenido la suerte de que una exposición
de cuadros suyos se inaugurara una semana antes de la invasión rusa, de modo
que los suizos amantes de la pintura se dejaron llevar por la ola de simpatía
hacia el pequeño país y compraron todos sus cuadros.
“Gracias
a los rusos me he hecho rica”, bromeaba por teléfono e invitaba a Tomás a
visitarla en su nuevo estudio que al parecer no era muy distinto del que Tomás
conocía ya de Praga.
Le
hubiera gustado visitarla pero no encontraba disculpa alguna que justificara su
viaje ante Teresa. Así que Sabina vino a Zurich. Se alojó en un hotel. Tomás
fue a visitarla al terminar su jornada de trabajo, llamó por teléfono desde la
recepción y subió a su habitación.
Ella le
abrió la puerta y apareció ante él con sus hermosas y largas piernas, sin
vestir, sólo con el sujetador y las bragas. En la cabeza llevaba un sombrero
hongo negro. Le miró largamente, inmóvil y sin decir palabra.
Tomás
también permanecía en silencio. De pronto se dio cuenta de que estaba
emocionado. Le quitó el sombrero y lo colocó encima de la mesa, junto a la
cama. Después hicieron el amor sin decir ni una sola palabra.
Cuando
salió del hotel hacia su casa de Zurich (en la que ya desde hacía tiempo había
una mesa, sillas, sillones, alfombra) se dijo, feliz, que llevaba consigo su
modo de vida igual que un caracol su casa. Teresa y Sabina representaban los
dos polos de su vida, dos polos lejanos, irreconciliables, y sin embargo ambos
hermosos.
Sólo que
precisamente porque él llevaba consigo su modo de vida a todas partes, como
parte de su cuerpo, Teresa seguía teniendo los mismos sueños.
Llevaban
ya en Zurich seis o siete meses cuando llegó una noche tarde a casa y encontró
encima de la mesa una carta. Ella le comunicaba que había regresado a Praga.
Regresaba porque no tenía fuerzas para vivir en el extranjero. Sabía que debía
haberle servido de apoyo a Tomás, pero sabía también que no era capaz de
hacerlo. Había pensado ingenuamente que en el extranjero cambiaría. Había
creído que después de lo que había vivido durante los días de la ocupación ya
no volvería a ser puntillosa, que se volvería mayor, sagaz, fuerte, pero se
había sobreestimado. Es para él una carga y no quiere serlo. Quiere sacar las
conclusiones pertinentes antes de que sea demasiado tarde. Y le pide disculpas
por haberse llevado a Karenin.
Tomó
un somnífero fuerte y a pesar de eso no se durmió hasta la madrugada. Por
suerte era sábado y podía quedarse en casa. Analizaba la situación por
quincuagésima vez: las fronteras entre su país y el resto del mundo ya no están
abiertas como cuando emprendieron el viaje. Ya no hay telegrama ni teléfono
alguno que sea capaz de devolverle a Teresa. Las autoridades no la dejarán
salir. Su partida es increíblemente definitiva.
14
La
conciencia de que era absolutamente impotente le hizo el efecto de un mazazo,
pero al mismo tiempo lo tranquilizó. Nadie le obligaba a tomar ninguna
decisión. No tiene que mirar a la pared del edificio de enfrente y preguntarse
si quiere o no vivir con ella. Teresa lo ha decidido todo por su cuenta.
Fue al
restaurante a almorzar. Estaba triste pero durante la comida pareció como si la
desesperación inicial se hubiera fatigado, como si hubiera perdido fuerza y no
hubiera quedado de ella más que melancolía.
Miraba
hacia atrás, hacia los años que había vivido con ella, y le parecía que su
historia común no podía haberse cerrado mejor de lo que se había cerrado. Si
aquella historia la hubiera inventado otra persona, no hubiera podido
terminarla de otro modo:
Teresa
llegó un día a su lado sin que él la hubiera invitado. Otro día, del mismo
modo, se fue. Llegó con una pesada maleta. Con una pesada maleta se fue.
Pagó,
salió del restaurante y se puso a pasear por las calles, lleno de una
melancolía que se hacía cada vez más hermosa. Había pasado siete años de su
vida con Teresa y ahora comprobaba que aquellos años eran más hermosos en el
recuerdo que cuando los había vivido.
El amor
que había entre él y Teresa era bello, pero también fatigoso: tenía que estar
permanentemente ocultando algo, disfrazándolo, fingiendo, arreglándolo,
manteniéndola contenta, consolándola, demostrando ininterrumpidamente su amor,
siendo acusado por sus celos, por su sufrimiento, por sus sueños, sintiéndose
culpable, justificándose y disculpándose. Aquel esfuerzo había desaparecido
ahora y permanecía la belleza.
Se
acercaba la noche del sábado, por primera vez paseaba solo por Zurich y
aspiraba al perfume de su libertad. Detrás de cada esquina se escondía la
aventura. El futuro había vuelto a convertirse en un secreto.
Su vida
de soltero le había sido devuelta, una vida para la cual antes estaba seguro de
haber nacido, seguro de que era la única que le permitía ser tal como de verdad
era.
Hacía ya
siete años que vivía atado a Teresa y cada uno de sus pasos era observado por
los ojos de ella.
Era como
si le hubiera atado al tobillo una bola de hierro. Su paso era ahora, de
pronto, mucho más ligero.
Casi
flotaba. Se hallaba en el campo mágico de Parménides: disfrutaba de la dulce
levedad del ser. (¿Tenía ganas de telefonear a Sabina a Ginebra? ¿De llamar a
alguna de las mujeres que había conocido en Zurich en los últimos meses? No, no
tenía la menor intención de hacerlo. Intuía que, si se reuniera con alguna
mujer, el recuerdo de Teresa se haría al instante insoportablemente doloroso.)
15
Aquel
extraño encantamiento melancólico duró hasta el domingo por la noche. El lunes
todo cambió.
Teresa
irrumpió en su mente: sentía el estado de ánimo de ella cuando le escribía la
carta de despedida; sentía cómo le temblaban las manos; la veía arrastrando la
pesada maleta en una mano, la correa de Karenin en la otra; se la imaginaba
abriendo la cerradura de la casa de Praga y sentía en su propio corazón la
orfandad de la soledad que la envolvía al abrir la puerta.
Durante
aquellos dos hermosos días de melancolía su compasión no había hecho más que
descansar. La compasión dormía, como duerme el minero el domingo después de una
serrana de trabajo duro para el lunes poder bajar otra vez al tajo.
Atendía
a un paciente y, en lugar de verlo a él, veía a Teresa. El mismo se lo
reprochaba: ¡no pienses en ella! ¡No pienses en ella! Se decía: precisamente
porque estoy enfermo de compasión, es bueno que se haya ido y que ya no la vea.
¡Tengo que liberarme, no de ella, sino de mi compasión, de esa enfermedad que
antes no conocía y con cuyo bacilo me contagió!
El
sábado y el domingo sintió la dulce levedad del ser, que se acercaba a él desde
las profundidades del futuro. El lunes cayó sobre él un peso hasta entonces
desconocido. Las toneladas de hierro de los tanques rusos no eran nada en
comparación con aquel peso. No hay nada más pesado que la compasión. Ni
siquiera el propio dolor es tan pesado como el dolor sentido con alguien, por
alguien, para alguien, multiplicado por la imaginación, prolongado en mil ecos.
Se hacía
reproches para no rendirse a la compasión y la compasión lo oía con la cabeza
gacha, como si se sintiera culpable. La compasión sabía que se estaba
aprovechando de sus poderes y sin embargo se mantenía calladamente en sus
trece, de modo que al quinto día de la partida de ella Tomás le comunicó al
director del hospital (al mismo que después de la invasión rusa le llamaba a
diario a Praga) que debía regresar de inmediato. Le daba vergüenza. Sabía que
su actitud tenía que parecerle al director irresponsable e imperdonable. Tenía
ganas de confesárselo todo, de hablarle de Teresa y de la carta que había
dejado para él en la mesa. Pero no lo hizo. Desde el punto de vista de un
médico suizo, la actuación de Teresa tenía que parecer histérica y antipática.
Y Tomás no estaba dispuesto a permitir que nadie pensase mal de ella.
El
director estaba verdaderamente afectado.
Tomás se
encogió de hombros y dijo: “Es muss sein!. Es muss sein!”.
Era una
alusión. La última frase del último cuarteto de Beethoven está escrita sobre
estos dos motivos:
Para que el sentido de estas palabras quedase
del todo claro, Beethoven encabezó toda la frase final con las siguientes
palabras: “Der schwer gefasste Entschluss”: “Una decisión de peso”.
Con
aquella alusión a Beethoven, Tomás volvía a referirse, en realidad, a Teresa,
porque había sido precisamente ella la que le había obligado a comprar los
discos de los cuartetos y las sonatas de Beethoven.
La
alusión resultó más adecuada de lo que él hubiera podido suponer, porque el
director era un gran aficionado a la música. Se sonrió ligeramente y dijo en
voz baja, imitando la melodía de Beethoven: “Muss es sein!?”
Tomás
dijo una vez más: “Ja, es muss sein!”.
16
A
diferencia de Parménides, para Beethoven el peso era evidentemente algo
positivo. “Der Schwer gefasste Entschluss”, una decisión de peso, va unida a la
voz del Destino (“es muss sein!”); el peso, la necesidad y el valor son tres
conceptos internamente unidos: sólo aquello que es necesario, tiene peso; sólo
aquello que tiene peso, vale.
Esta
convicción nació de la música de Beethoven y, aunque es posible (y puede que
hasta probable) que sus autores hayan sido más bien los comentaristas de
Beethoven y no el propio compositor, hoy la compartimos casi todos: la grandeza
del nombre consiste en que carga con su destino como Atlas cargaba con la
esfera celeste a sus espaldas. El héroe de Beethoven es un levantador de pesos
metafísicos.
Tomás
partió hacia la frontera suiza y yo me imagino al propio Beethoven, melenudo y
huraño, dirigiendo la orquesta de los bomberos locales y tocándole, para su
despedida de la emigración, una marcha llamada “Es muss sein!”.
Pero
luego Tomás atravesó la frontera checa y se topó con una columna de tanques
soviéticos. Tuvo que detener el coche en un cruce de caminos y esperar media
hora a que pasaran. Un horrible soldado en uniforme negro dirigía el tráfico en
el cruce, como si todas las carreteras checas fueran de su propiedad.
“Es muss
sein!”, repetía Tomás, pero pronto empezó a dudarlo: ¿de verdad tenía que ser
así?
Sí, era
insoportable permanecer en Zurich e imaginarse a Teresa viviendo sola en Praga.
¿Pero
cuánto tiempo le torturaría la compasión? ¿Toda la vida? ¿O todo un año? ¿O un
mes? ¿O sólo una semana?
¿Cómo
podía saberlo? ¿Cómo podía comprobarlo?
Cualquier
colegial puede hacer experimentos durante la clase de física y comprobar si
determinada hipótesis científica es cierta. Pero el hombre, dado que vive sólo
una vida, nunca tiene la posibilidad de comprobar una hipótesis mediante un
experimento y por eso nunca llega a averiguar si debía haber prestado oído a su
sentimiento o no.
Con
estos pensamientos abrió la puerta de la casa. Karenin le saltó a la cara y le
hizo así más fácil el momento del encuentro. Las ganas de abrazar a Teresa
(unas ganas que aún sentía en Zurich, en el momento de subir al coche) habían
desaparecido por completo. Le parecía que estaba frente a ella en medio de una
planicie nevada y que los dos temblaban de frío.
17
Desde el
primer día de la ocupación, los aviones rusos volaban durante toda la noche
sobre Praga.
Tomás se
había desacostumbrado a aquel ruido y no podía dormir.
Daba
vueltas en la cama mientras Teresa dormía y se acordaba de lo que había dicho
hacía tiempo en una conversación intrascendente. Estaban hablando de su amigo
Z. y ella afirmó: “Si no te hubiera encontrado a ti, seguro que me hubiera
enamorado de él”.
Ya en
esa ocasión aquellas palabras le produjeron a Tomás una extraña melancolía. Y
es que de pronto se dio cuenta de que era mera casualidad el que Teresa lo
amase a él y no a su amigo Z. Se dio cuenta de que, además del amor de ella por
Tomás, hecho realidad, existe en el reino de lo posible una cantidad infinita
de amores no realizados por otros hombres.
Todos
consideramos impensable que el amor de nuestra vida pueda ser algo leve, sin
peso; creemos que nuestro amor es algo que tenía que ser; que sin él nuestra
vida no sería nuestra vida. Nos parece que el propio huraño Beethoven, con su
terrible melena, toca para nuestro gran amor su “es muss sein!”.
Tomás se
acordaba del comentario de Teresa sobre el amigo Z. y constataba que la
historia del amor de su vida no iba acompañada del sonido de ningún “es muss
sein!”, sino más bien por el de “es kónnte auch anders sein!”: también podía
haber sido de otro modo.
Hace
siete años se produjo casualmente en el hospital de la ciudad de Teresa un
complicado caso de enfermedad cerebral, a causa del cual llamaron con urgencia
a consulta al director del hospital de Tomás.
Pero el
director tenía casualmente una ciática, no podía moverse y envió en su lugar a
Tomás a aquel hospital local. En la ciudad había cinco hoteles, pero Tomás fue
a parar casualmente justo a aquél donde trabajaba Teresa. Casualmente le sobró
un poco de tiempo para ir al restaurante antes de la salida del tren.
Teresa
casualmente estaba de servicio y casualmente atendió la mesa de Tomás. Hizo
falta que se produjeran seis casualidades para empujar a Tomás hacia Teresa,
como si él mismo no tuviera ganas.
Regresó
a Bohemia por su causa. Una decisión tan trascendental se basaba en un amor tan
casual que no hubiera existido si su jefe no hubiera tenido la ciática hacía
siete años. Y aquella mujer, aquella personificación de la casualidad absoluta
yace ahora a su lado y respira profundamente mientras duerme.
Estaba
ya bien entrada la noche. Sentía que le empezaba a doler el estómago, tal como
solía ocurrirle en los momentos de angustia.
La respiración de ella se transformó una o dos
veces en un suave ronquido. Tomás no sentía en su interior ninguna clase de
compasión. Lo único que sentía era la presión en el estómago y la desesperación
por haber regresado.Segunda parte - El alma y el cuerpo
1
Sería
estúpido que el autor tratase de convencer al lector de que sus personajes están
realmente vivos.
No
nacieron del cuerpo de sus madres, sino de una o dos frases sugerentes o de una
situación básica. Tomás nació de la frase “einmal ist keinmal”. Teresa nació de
una barriga que hacía ruido.
Cuando
entró por primera vez en casa de Tomás, empezaron a sonarle las tripas. No es
de extrañarse, no había almorzado ni cenado, sólo había comido a media mañana
un sandwich en la estación antes de tomar el tren. Concentrada en su arriesgado
viaje, se había olvidado de la comida. Pero aquel que no piensa en el cuerpo se
convierte más fácilmente en su víctima. Era terrible encontrarse delante de
Tomás y oír a sus propias vísceras hablar en voz alta. Tenía ganas de llorar.
Por suerte Tomás la abrazó al cabo de diez segundos y ella pudo olvidar los sonidos
de su vientre.
2
Teresa
nació por lo tanto de una situación que desvela brutalmente la irreconciliable
dualidad del cuerpo y el alma, de la experiencia humana esencial.
Hace
mucho tiempo, el hombre oía extrañado el sonido de un golpeteo regular dentro
de su pecho y no tenía ni idea de su origen. No podía identificarse con algo
tan extraño y desconocido como era el cuerpo. El cuerpo era una jaula y dentro
de ella había algo que miraba, escuchaba, temía, pensaba y se extrañaba; ese
algo, ese resto que quedaba al sustraerle el cuerpo, eso era el alma.
Hoy, por
supuesto, el cuerpo no es desconocido: sabemos que lo que golpea dentro del
pecho es el corazón y que la nariz es la terminación de una manguera que
sobresale del cuerpo para llevar oxígeno a los pulmones. La cara no es más que
una especie de tablero de instrumentos en el que desembocan todos los
mecanismos del cuerpo: la digestión, la vista, la audición, la respiración, el
pensamiento.
Desde
que sabemos denominar todas sus partes, el cuerpo desasosiega menos al hombre.
Ahora también sabemos que el alma no es más que la actividad de la materia gris
del cerebro. La dualidad entre el cuerpo y el alma ha quedado velada por los
términos científicos y podemos reírnos alegremente de ella como de un prejuicio
pasado de moda.
Pero
basta que el hombre se enamore como un loco y tenga que oír al mismo tiempo el
sonido de sus tripas. La unidad del cuerpo y el alma, esa ilusión lírica de la
era científica, se disipa repentinamente.
3
Ella
trataba de verse a sí misma a través de su cuerpo. Por eso se miraba con
frecuencia al espejo. Como le daba miedo que la sorprendiera su madre, sus
miradas al espejo tenían el cariz de un vicio secreto.
No era
la vanidad lo que la atraía hacia el espejo, sino el asombro al ver a su propio
yo. Se olvidaba de que estaba viendo el tablero de instrumentos de los
mecanismos corporales. Le parecía ver su alma, que se le daba a conocer en los
rasgos de su cara. Olvidaba que la nariz no es más que la terminación de una
manguera para llevar el aire a los pulmones. Veía en ella la fiel expresión de
su carácter.
Se
miraba durante mucho tiempo y a veces le molestaba ver en su cara los rasgos de
su madre. Se miraba entonces con aún mayor ahínco y trataba, con su fuerza de
voluntad, de hacer abstracción de la fisonomía de la madre, de restarla, de
modo que en su cara quedase sólo lo que era ella misma. Cuando lo lograba,
aquél era un momento de embriaguez: el alma salía a la superficie del cuerpo
como cuando los marinos salen de la bodega, ocupan toda la cubierta, agitan los
brazos hacia el cielo y cantan.
4
No sólo
era físicamente parecida a su madre, sino que a veces me parece que su vida no
era más que una prolongación de la vida de la madre, poco más o menos como la
trayectoria de una bola de billar es sólo la prolongación del movimiento de la
mano del jugador, ¿Dónde y cuándo empezó aquel movimiento que posteriormente se
convirtió en la vida de Teresa?
Probablemente
en el momento en que el abuelo de Teresa, un comerciante praguense, empezó a
manifestar en voz alta su adoración por la belleza de su hija, la madre de
Teresa. Ella tendría entonces tres o cuatro años y él le contaba que se parecía
a una de las madonas de Rafael. La madre de Teresa, con sus cuatro años, lo
recordó perfectamente y cuando, más tarde, estaba sentada en el banco del
colegio, en lugar de prestar atención al profesor, pensaba en cuál sería el
cuadro al que se parecía.
Cuando
llegó el momento de casarse tenía nueve pretendientes. Todos se arrodillaban en
círculo a su alrededor. Ella estaba en medio como una princesa y no sabía a
cuál elegir: uno era más guapo, el segundo más gracioso, el tercero más rico,
el cuarto más deportivo, el quinto era de buena familia, el sexto le recitaba
versos, el séptimo había viajado por todo el mundo, el octavo tocaba el violín
y el noveno era de todos el más varonil. Pero todos estaban arrodillados del
mismo modo y tenían los mismos callos en las rodillas.
Si al
final eligió al noveno no fue tanto porque fuera de todos el más varonil, sino
porque, cuando ella le susurró al oído “¡ten cuidado, ten mucho cuidado!,
mientras hacían el amor, él, intencionadamente, no tuvo cuidado y ella tuvo que
casarse a toda prisa con él, porque no consiguió a tiempo un médico que le
hiciera un aborto. Así nació Teresa. Sus numerosísimos parientes vinieron de
todos los rincones del país, se inclinaban sobre el cochecito y murmuraban. La
madre de Teresa no murmuraba. Callaba. Pensaba en los otros ocho pretendientes
y todos le parecían mejores que aquel noveno.
Al igual
que su hija, también la madre de Teresa disfrutaba mirándose al espejo. Un día
comprobó que tenía un montón de arrugas alrededor de los ojos y se dijo que su
matrimonio era un absurdo. Encontró a un hombre nada varonil, que llevaba ya
varias estafas y dos divorcios. Odiaba a los amantes que tienen callos en las
rodillas. Tenía unas ganas furiosas de ser ella quien se arrodillase. Cayó de
rodillas ante el estafador y dejó al marido y a Teresa.
El
hombre más varonil se convirtió en el hombre más triste. Estaba tan triste que
todo le daba lo mismo. Decía en todas partes en voz alta lo que pensaba y la
policía comunista, estupefacta ante sus desorbitadas afirmaciones, lo detuvo,
lo condenó y lo encarceló. A Teresa la echaron de la casa precintada y fue a
parar a la de su madre.
El
hombre más triste murió al poco tiempo en la cárcel, y la madre, el estafador y
Teresa se trasladaron a un piso pequeño en un pueblo de montaña. El padrastro
de Teresa trabajaba en una oficina, la madre, de vendedora, en una tienda.
Parió otros tres hijos. Después volvió a mirarse al espejo y comprobó que era
vieja y fea.
5
Cuando
constató que lo había perdido todo, se puso a buscar al culpable. Todos tenían
la culpa: culpable era el primer marido varonil y no amado, que no le hizo caso
cuando le susurró al oído que tuviera cuidado; culpable era el segundo marido,
no varonil y amado, que la arrastró de Praga a una pequeña ciudad y que
perseguía a una mujer tras otra, de modo que ella no dejaba nunca de estar
celosa. Ante ambos maridos era impotente. La única persona que le pertenecía y
no podía huir, el rehén que podía pagar por todos los demás, era Teresa.
Por lo
demás es posible que ella fuera efectivamente la culpable del destino de su
madre. Ella, es decir ese absurdo encuentro entre el espermatozoide más varonil
y el óvulo más hermoso. En ese instante fatal que se llama Teresa fue dada la
señal de partida de la larga carrera de la vida arruinada de la madre.
La madre
le explicaba permanentemente a Teresa que ser madre significa sacrificarlo
todo. Sus palabras resultaban convincentes porque tras ellas estaba la vivencia
de una mujer que lo había perdido todo por su hija. Teresa la oye y cree que el
principal valor de la vida es la maternidad y que la maternidad es un gran sacrificio.
Si la
maternidad es el Sacrificio personificado, entonces el sino de la hija
significa una Culpa que nunca es posible expiar.
6
Claro
que Teresa no conocía la historia de la noche en la que su madre le susurró a
su padre que tuviera cuidado. La culpabilidad que sentía era oscura como el
pecado original. Hacía todo lo posible para expiarla. La madre la sacó del
Instituto y ella se puso a trabajar de camarera desde los quince años y todo lo
que ganaba se lo entregaba. Estaba dispuesta a hacer lo que fuera por merecer
su amor. Se ocupaba de la casa, atendía a sus hermanos, limpiaba y lavaba la
ropa todos los domingos. Fue una lástima, porque en el Instituto era la mejor
dotada de toda la clase. Le hubiera gustado llegar más alto, pero en esa
pequeña ciudad no existía para ella ningún más alto. Teresa lavaba la ropa y
junto el fregadero tenía un libro apoyado.
Pasaba
las hojas y sobre el libro caían gotas de agua.
En su
hogar no existía la vergüenza. La madre andaba por casa en ropa interior,
algunas veces sin sostén, algunas veces, en los días de verano, desnuda. El
padrastro no andaba desnudo, pero entraba en el cuarto de baño cada vez que
Teresa se estaba bañando. Una vez cerró la puerta del baño por ese motivo y la
madre le hizo un escándalo: “¿Quién te crees que eres? ¿Qué te has creído? ¿Te
piensas que alguien va a comerse tus encantos?”.
(Esta
situación demuestra claramente que el odio hacia la hija era en la madre más
fuerte que los celos hacia el marido. La culpa de la hija era infinita e
incluía también las infidelidades del marido. Y el que la hija quisiera
emanciparse y reclamase algunos derechos —por ejemplo el de cerrar la puerta
del cuarto de baño— era para la madre más inaceptable que un eventual interés
sexual del marido por Teresa.)
En cierta
ocasión la madre se paseaba en invierno desnuda con la luz encendida. Teresa se
apresuró enseguida a correr las cortinas para que no viesen a la madre desde la
casa de enfrente. Oyó detrás de sí la risa de ella. Un día más tarde vinieron a
visitar a su madre unas amigas: la vecina, una compañera de la tienda, la
maestra local y unas dos o tres mujeres más que tenían la costumbre de reunirse
periódicamente.
Teresa,
junto con el hijo de una de ellas, que tenía dieciséis años, entró a verlas un
momento a la habitación.
La madre
lo aprovechó inmediatamente para contar que la hija había pretendido defender
su intimidad el día anterior. Se rió y todas las mujeres rieron con ella. Luego
la madre dijo: “Teresa no quiere hacerse a la idea de que el cuerpo humano mea
y echa pedos”. Teresa estaba roja de vergüenza pero la madre continuaba: “¿Hay
algo de malo en eso?” y ella misma respondió de inmediato a su pregunta: soltó
una sonora ventosidad. Todas las mujeres se rieron.
7
La madre
se suena la nariz ruidosamente, le habla a la gente de su vida sexual, enseña
su dentadura postiza. Con la lengua sabe darle la vuelta dentro de la boca con
asombrosa habilidad, de modo que, en medio de una amplia sonrisa, el maxilar
superior cae hacia la parte inferior de la dentadura, adquiriendo su cara de
repente un aspecto horrible.
Su actuación no es más que un solo gesto
brusco, con el cual se desprende de su belleza y de su juventud. En la época en
que nueve pretendientes se arrodillaban en círculo a su alrededor, ella cuidaba
celosamente su desnudez. Es como si el nivel de vergüenza pretendiera expresar
el nivel de valor que tiene su cuerpo. Ahora, cuando prescinde de la vergüenza,
lo hace de modo radical, como si con su desvergüenza quisiera hacer una solemne
tachadura sobre su vida y gritar que la juventud y la belleza, que había sobre
valorado, no tienen en realidad valor alguno.
Me
parece que Teresa es una prolongación de ese gesto con el que su madre arrojó
lejos de sí su vida de mujer hermosa.
(Y si la
propia Teresa tiene movimientos nerviosos y gestos poco armoniosos, no podemos
extrañarnos: aquel gran gesto de la madre, salvaje y autodestructivo, ha
quedado dentro de Teresa, ¡se ha convertido en Teresa!)
8
La madre
pide justicia para sí y quiere que el culpable sea castigado. Por eso insiste
en que la hija permanezca con ella en el mundo de la desvergüenza, donde la
juventud y la belleza nada significan, donde todo el mundo no es más que un
enorme campo de concentración de cuerpos que se parecen el uno al otro y en los
que las almas son invisibles.
Ahora
podemos comprender mejor el sentido del vicio secreto de Teresa, sus frecuentes
y prolongadas miradas al espejo. Era una lucha contra su madre. Era un deseo de
no ser un cuerpo como los demás cuerpos, de ver en la superficie de la propia
cara a los marinos del alma que salieron corriendo de la bodega. No era fácil,
porque el alma, triste, tímida, atemorizada, estaba escondida en las
profundidades de las entrañas de Teresa y le daba vergüenza que la vieran.
Así
ocurrió precisamente el día en que encontró por primera vez a Tomás. Iba
sorteando a los borrachos en su restaurante, con el cuerpo inclinado bajo el
peso de las cervezas que llevaba en la bandeja y el alma estaba en algún lugar
del estómago o del páncreas. Y precisamente entonces la llamó Tomás. Aquella
llamada fue importante porque provenía de alguien que no conocía ni a su madre
ni a los borrachos que diariamente le dirigían los mismos comentarios vulgares.
Su condición de forastero lo situaba por encima de los demás.
Y había
otra cosa más que lo situaba por encima del resto: tenía en la mesa un libro
abierto. En ese restaurante nunca nadie había abierto un libro en la mesa. El
libro era para Teresa la contraseña de una hermandad secreta. Para defenderse
del mundo de zafiedad que la rodeaba, tenía una sola arma: los libros que le
prestaban en la biblioteca municipal; sobre todo las novelas: había leído
muchísimas, desde Fielding hasta Thomas Mann. Le brindaban la posibilidad de
una huida imaginaria de una vida que no la satisfacía, pero también tenían
importancia para ella en tanto que objetos: le gustaba pasear por la calle
llevándolos bajo el brazo. Tenían para ella el mismo significado que un bastón
elegante para un dando del siglo pasado.
La
diferenciaban de los demás.
(La
comparación entre el libro y el elegante bastón de un dandy no es totalmente
exacta. El bastón no sólo diferenciaba al dandy, sino que además hacía que
fuera moderno y estuviera a la moda. El libro diferenciaba a Teresa pero la
hacía pasada de moda. Claro que era demasiado joven para que pudiera tener
conciencia de que estaba fuera de la moda. Los jovencitos que pasaban junto a
ella llevando sus ruidosos transistores le parecían tontos. No se daba cuenta
de que eran, modernos.)
El que
la había llamado era al mismo tiempo forastero y miembro de la hermandad
secreta. La llamó con voz amable y Teresa sintió que su alma pugnaba por salir
por todas las arterias, las venas y los poros para mostrársele.
9
Cuando
Tomás regresó de Zurich a Praga, le invadió una sensación de malestar al pensar
que su encuentro con Teresa había sido producido por seis casualidades
improbables.
¿Pero un
acontecimiento no es tanto más significativo y privilegiado cuantas más
casualidades sean necesarias para producirlo?
Sólo la
casualidad puede aparecer ante nosotros como un mensaje. Lo que ocurre
necesariamente, lo esperado, lo que se repite todos los días, es mudo. Sólo la
casualidad nos habla. Tratamos de leer en ella como leen las gitanas las
figuras formadas por el poso del café en el fondo de la taza.
Tomás
apareció ante Teresa en el restaurante como la casualidad absoluta. Estaba
sentado junto a un libro abierto. Levantó la vista hacia Teresa y sonrió: “Un
coñac”.
En ese
momento sonaba la música en la radio. Teresa fue a la barra a buscar el coñac y
giró el botón de la radio para que sonase aún más alta. Reconoció a Beethoven.
Le conocía de cuando vino a su ciudad un cuarteto de Praga. Teresa (quien, como
sabemos deseaba algo “más elevado”) fue al concierto. La sala estaba vacía.
Además de ella sólo estaban el farmacéutico local y su mujer. De modo que en el
escenario había un cuarteto de músicos y en la sala un trío de oyentes, pero
los músicos fueron tan amables que no suspendieron el concierto y tocaron toda
la noche, para ellos solos, los tres últimos cuartetos de Beethoven.
Después
el farmacéutico invitó a los músicos a cenar y le pidió a la oyente desconocida
que les acompañara. Desde entonces Beethoven se convirtió en la imagen del
mundo al otro lado, del mundo que deseaba. Mientras le llevaba el coñac a Tomás
desde la barra, trataba de interpretar aquella casualidad: ¿cómo es posible que
precisamente mientras le lleva el coñac a ese desconocido que le gusta, oiga a
Beethoven?
No es la
necesidad, sino la casualidad, la que está llena de encantos. Si el amor debe
ser inolvidable, las casualidades deben volar hacia él desde el primer momento,
como los pájaros hacia los hombros de San Francisco de Asís.
10
La llamó
para decirle que quería la cuenta. Cerró el libro (la contraseña de la
hermandad secreta) y a ella le dieron ganas de preguntarle qué estaba leyendo.
—¿Me lo
puede apuntar a mi habitación? —preguntó él.
—Sí—dijo—.
¿Qué número tiene?
Le
enseñó la llave, a la cual estaba atada una plaquita de madera y en ella
pintado un seis de color rojo.
—Es
curioso —dijo ella— la número seis.
—¿Qué
tiene de curioso? —preguntó él.
Se había
acordado de que, cuando vivía en Praga y sus padres aún no se habían
divorciado, su casa llevaba el número seis. Pero dijo otra cosa (y nosotros
podemos valorar su astucia):
—Usted
tiene la habitación número seis y yo termino de trabajar a las seis.
—Y mi
tren sale a las siete —dijo el hombre desconocido.
No sabía
qué decir, le dio la cuenta para que la firmase y la llevó a la recepción.
Cuando terminó de trabajar, el forastero ya no estaba sentado a la mesa.
¿Habría comprendido su discreto mensaje? Salió del restaurante muy nerviosa.
Enfrente
había un parquecillo ralo, el pobre parquecillo de una pequeña y sucia ciudad,
que siempre había representado para ella una pequeña isla de belleza: había un
trozo de césped, cuatro chopos, algunos bancos, un sauce llorón y una mata de
forsythia.
Estaba
sentado en un banco amarillo desde el cual se veía la entrada al restaurante.
¡Precisamente en aquel banco había estado sentada ayer con un libro en el
regazo! En aquel momento supo (los pájaros de la casualidad volaban hacia sus
hombros) que aquel hombre desconocido le estaba predestinado. La llamó, la
invitó a que se sentase junto a él. (Los marinos de su alma salieron corriendo
a la cubierta del cuerpo.) Luego lo acompañó a la estación y, al despedirse él,
le dio su tarjeta con su número de teléfono:
“Si
alguna vez viene por casualidad a Praga...”.
11
Mucho
más que la tarjeta que le entregó en el último momento, fueron las
instrucciones de la casualidad (el libro, Beethoven, el número seis, el banco
amarillo del parque) las que le dieron el valor para irse de casa y cambiar su
destino. Fueron posiblemente aquellas casualidades (por lo demás bastante
modestas, grises, francamente dignas de aquella ciudad insignificante) las que
pusieron su amor en movimiento y se convirtieron en una fuente de energía que
ella no agotará hasta el fin de su vida.
Nuestra
vida cotidiana es bombardeada por casualidades, más exactamente por encuentros
casuales de personas y acontecimientos a los que se llama coincidencias.
Coincidencia significa que dos acontecimientos inesperados ocurren al mismo
tiempo, que se encuentran: Tomás aparece en el restaurante y al mismo tiempo
suena la música de Beethoven. La gente no se percata de la inmensa mayoría de
estas coincidencias. Si en el restaurante estuviera el carnicero local en lugar
de Tomás, Teresa no se hubiera dado cuenta de que en la radio sonaba Beethoven
(aunque el encuentro entre Beethoven y un carnicero es también una interesante
coincidencia) Sin embargo, el amor, que se estaba aproximando, había exacerbado
su sentido de la belleza y ella ya nunca olvidará aquella música. Cada vez que
la oiga se conmoverá. Todo lo que ocurra en ese momento a su alrededor estará
iluminado por aquella música y se hará hermoso.
Al
comienzo de la novela que llevaba bajo el brazo cuando llegó a casa de Tomás,
Ana se encuentra con Vronsky en circunstancias extrañas. Están en un andén en el
cual alguien ha caído bajo las ruedas del tren. Al final de la novela, la que
se lanza bajo las ruedas del tren es Ana. Esta composición simétrica, en la que
aparece el mismo motivo al comienzo y al final, puede parecer muy “novelada”.
De acuerdo, pero con la condición de que la palabra “novelado” no se entienda
en el sentido de “ inventado”, “artificial”, “que no se parece a la vida”.
Porque es precisamente así como se componen las vidas humanas.
Se
componen como una pieza de música. El hombre, llevado por su sentido de la
belleza, convierte un acontecimiento casual (la música de Beethoven, una muerte
en la estación) en un motivo que pasa ya a formar parte de la composición de su
vida. Regresa a él, lo repite, lo varía, lo desarrolla como el compositor el
tema de su sonata. Ana se hubiera podido quitar la vida de otro modo. Pero el
motivo de la estación y la muerte, ese motivo inolvidable unido al nacimiento
del amor, la atraía con su oscura belleza en el momento de la desesperación.
Sin saberlo, el hombre compone su vida de acuerdo con las leyes de la belleza
aun en los momentos de más profunda desesperación.
Por eso
no es posible echarle en cara a la novela que esté fascinada por los secretos
encuentros de las casualidades (como el encuentro de Vronsky, Ana, el andén y
la muerte o el encuentro de Beethoven, Tomás, Teresa y el coñac), pero es
posible echarle en cara al hombre el estar ciego en su vida cotidiana con
respecto a tales casualidades y dejar así que su vida pierda la dimensión de la
belleza.
12
Tras
haber sido despertada por los pájaros de la casualidad, que se posaban en sus
hombros, y sin decirle nada a su madre, cogió una semana de vacaciones y tomó
el tren. Iba con frecuencia al retrete a mirarse al espejo y pedirle a su alma
que en el día decisivo de su vida no abandonase ni por un segundo la cubierta
de su cuerpo. Mientras estaba así, mirándose, de pronto se asustó: sintió una
punzada en la garganta. ¿Iría a enfermarse en el día decisivo de su vida?
Pero ya
no haría marcha atrás. Le llamó desde la estación y, cuando él abrió la puerta,
su barriga empezó a hacer un ruido horrible. Le daba vergüenza. Era como si
tuviera en el vientre a su madre riéndose para estropearle su encuentro con
Tomás.
Al
comienzo tuvo la sensación de que por culpa de esos sonidos de mal gusto él iba
a echarla, pero la abrazó. Ella se sentía agradecida de que no hiciera caso de
sus ruidos y por eso lo besaba apasionadamente y se le nublaba la vista. No
había pasado un minuto y ya estaban haciendo el amor. Mientras hacían el amor
ella gritaba. En ese momento ya tenía fiebre. Era una gripe. La embocadura de
la manguera que lleva el oxígeno a los pulmones estaba taponada y enrojecida.
Después
llegó por segunda vez con una pesada maleta en la que había metido todas sus
cosas, decidida a no volver nunca más a la pequeña ciudad. La invitó a que
fuera a su casa al día siguiente.
Durmió
en un hotel barato y por la mañana llevó la maleta a la consigna de la estación
y el resto del día lo pasó vagando por Praga con Ana Karenina bajo el brazo. A
la noche tocó el timbre, él abrió la puerta y ella no soltó el libro de la
mano, como si fuera la entrada al mundo de Tomás. Era consciente de que no
tenía nada más que esta mísera entrada y le daban ganas de llorar. Para no
llorar, hablaba más que de costumbre, en voz más alta y reía. Y nuevamente la
tomó en sus brazos a poco de llegar e hicieron el amor. Penetró en una niebla
en la que no se veía nada, sólo se la oía gritar a ella.
13
Aquello
no era un suspiro, no era un gemido, era realmente un grito. Gritaba tanto que
Tomás separó la cabeza de su cara. Creía que la voz que sonaba justo al lado de
su oído le iba a romper el tímpano.
Aquel
grito no era una expresión de sensualidad. La sensualidad es la máxima
movilización de los sentidos: una persona observa atentamente a la otra y
escucha cada uno de los sonidos que produce. En cambio su grito pretendía
aturdir a los sentidos para que no vieran ni oyeran. Quien gritaba era el
propio idealismo ingenuo de su amor que quería ser la superación de todas las
contradicciones, la superación de la dualidad entre el cuerpo y el alma y quién
sabe si la superación del tiempo.
¿Tenía
los ojos cerrados? No, pero no miraba con ellos hacia parte alguna, los tenía
fijos en el vacío del techo. Por momentos giraba bruscamente la cabeza hacia
uno y otro lado.
Cuando
se acabó el grito, se durmió a su lado y le tuvo la mano cogida durante toda la
noche.
Desde
los ocho años se dormía ya con las manos entrelazadas, imaginando que tenía
cogido al hombre que amaba, al hombre de su vida. Podemos entender ahora que
apretara la mano de Tomás con tal terquedad: desde la infancia se había estado
preparando y entrenando para ello.
14
Una
chica que, en lugar de llegar “más alto”, tiene que servir cerveza a borrachos
y los domingos lavarles la ropa sucia a sus hermanos acumula dentro de sí una
reserva de vitalidad que no podrían ni soñar las personas que van a la
universidad y bostezan en las bibliotecas. Teresa había leído más que ellos,
había aprendido de la vida más que ellos, pero nunca será consciente de eso. Lo
que diferencia a la persona que ha cursado estudios de un autodidacta no es el
nivel de conocimientos, sino cierto grado de vitalidad y confianza en sí mismo.
El entusiasmo con el cual Teresa se lanzó a vivir en Praga era al mismo tiempo
feroz y frágil.
Como si
esperara que algún día alguien le dijera: “¡Tú no tienes nada que hacer aquí!
¡Regresa por donde has venido!”. Todas sus ganas de vivir pendían de un hilo:
de la voz de Tomás que una vez hizo que saliese a la superficie su alma
tímidamente escondida en sus entrañas.
Teresa
consiguió un puesto en el laboratorio fotográfico, pero eso no le bastaba.
Quería ser ella misma quien hiciera las fotografías. Sabina, la amiga de Tomás,
le prestó tres o cuatro libros de fotógrafos famosos, quedó con ella en una
cafetería y le fue explicando lo que había de interesante en las fotografías de
cada libro. Teresa la escuchaba con una silenciosa concentración, como la que
pocos profesores han visto jamás en las caras de sus alumnos.
Gracias
a Sabina comprendió el parentesco entre la fotografía y la pintura, obligando a
Tomás a que la acompañara a todas las exposiciones que había en Praga. Pronto
consiguió colocar en el semanario sus propias fotos y un día pasó del
laboratorio al equipo de fotógrafos profesionales de la revista.
Esa
misma noche fueron a celebrar su ascenso con los amigos a un bar y estuvieron
bailando.
Tomás se
puso de mal humor y, al insistir ella en que le dijese qué había pasado,
terminó confesándole, cuando llegaron a casa, que había sentido celos al verla
bailar con su compañero.
“¿De
verdad que tuviste celos?” le preguntó casi diez veces, como si le estuviera
comunicando que le habían dado el premio Nóbel y ella no pudiera creérselo.
Luego le
cogió por la cintura y empezó a bailar con él por la habitación. Aquél no era
un baile como el que había bailado una hora antes en el bar. Era como una
especie de bailoteo de aldea, un brincar enloquecido durante el cual levantaba
las piernas en el aire, daba grandes saltos desmañados y lo arrastraba por la
habitación de un lado a otro.
Por
desgracia, al poco tiempo ella misma empezó a tener celos y sus celos no fueron
para Tomás como un premio Nóbel, sino como una carga de la que no se libraría
hasta poco antes de su muerte.
15
Marchaba
alrededor de la piscina, desnuda, junto a un montón de mujeres desnudas. Tomás
estaba arriba en un cesto que colgaba del techo de la piscina, les gritaba, las
obligaba a cantar y a hacer flexiones.
Cuando
alguna hacía mal un ejercicio, le disparaba.
Quiero
volver una vez más a ese sueño: el terror no empezaba en el momento en que
Tomás disparaba el primer tiro. El sueño era horroroso desde el comienzo. Ir
desnuda junto a las demás mujeres desnudas, marcando el paso, era para Teresa
la imagen básica del horror. Cuando vivía en casa de su madre no la dejaban
cerrar con llave la puerta del cuarto de baño. De ese modo, la madre quería
decirle: tu cuerpo es como los demás cuerpos; no tienes derecho alguno a la
vergüenza; no tienes motivo alguno para ocultar algo que se repite en decenas
de millones de ejemplares. En el mundo de la madre todos los cuerpos eran
iguales y marchaban en fila uno tras otro. La desnudez era para Teresa, desde
su infancia, el signo de la uniformidad obligatoria del campo de concentración;
el signo de la humillación.
Y aún
había otro horror, nada más empezar el sueño: ¡todas las mujeres tenían que
cantar! No era sólo que sus cuerpos fuesen iguales, igualmente despreciables,
que fueran meros mecanismos sonoros sin alma, ¡sino que además las mujeres se
alegraban de ello! ¡Aquélla era la alegre solidaridad de los imbéciles! Las
mujeres estaban felices de haberse deshecho de la carga del alma, de ese
ridículo orgullo, de la ilusión de la excepcionalidad, felices de ser por fin
todas iguales. Teresa cantaba con ellas pero no se alegraba. Cantaba por temor
a que, si no lo hiciera, las mujeres la mataran.
¿Pero
qué significado tenía que Tomás les disparara y que cayeran una tras otra
muertas a la piscina?
Las
mujeres que se alegran de ser idénticas e indiferenciadles celebran en realidad
su muerte futura, que hará que su identificación sea absoluta. Por eso el
disparo no era más que la feliz culminación de su marcha acabara. Por eso,
después de cada disparo de la pistola, empezaban a reír alegremente y, mientras
el cadáver se hundía bajo la superficie, ellas cantaban aún más alto.
¿Y por
qué era precisamente Tomás el que disparaba y por qué quería matar también a
Teresa?
Porque
había sido él mismo quien había hecho que Teresa fuera a parar allí. Eso era lo
que quería decirle a Tomás el sueño, ya que Teresa era incapaz de decírselo por
su cuenta. Ella había venido a buscarlo para huir del mundo de la madre, donde
todos los cuerpos eran iguales. Había venido a buscarlo para que su cuerpo se
volviese único e irremplazable. Y ahora él volvía a dibujar el signo de la
igualdad entre ella y las otras: a todas las besa igual, las acaricia igual, no
hace ninguna, ninguna, ninguna diferencia entre el cuerpo de Teresa y otros
cuerpos. De ese modo la había mandado de vuelta al mundo del que quería
escapar. La había mandado a marchar desnuda junto a otras mujeres desnudas.
16
Soñaba
alternadamente tres seriales de sueños: el primero, en el que la atacaban las
gatas, hablaba de sus sufrimientos mientras vivía; el segundo serial mostraba
su ejecución en innumerables variaciones; el tercero hablaba de su vida después
de muerta, en la cual su humillación se convertía en una situación que no tenía
fin.
En estos
sueños no había nada que descifrar. Las acusaciones que iban dirigidas a Tomás
eran tan claras que lo único que él podía hacer era callar y acariciar la mano
de Teresa con la cabeza gacha.
Además
de explícitos, aquellos sueños eran hermosos. Esta es una circunstancia que se
le escapó a Freud en su teoría de los sueños. El sueño no es sólo un mensaje
(eventualmente un mensaje cifrado), sino también una actividad estética, un
juego de la imaginación que representa un valor en sí mismo. El sueño es una
prueba de que la fantasía, la ensoñación referida a lo que no ha sucedido, es
una de las más profundas necesidades del hombre. Esta es la raíz de la
traicionera peligrosidad del sueño. Si el sueño no fuera hermoso, sería posible
olvidarlo rápidamente. Pero ella regresaba constantemente a sus sueños, volvía
a proyectárselos, los transformaba en leyendas. Tomás vivía bajo el hipnótico
encanto de la atormentadora belleza de los sueños de Teresa.
“Teresa,
Teresita, ¿adonde te me escapas? Si sueñas todos los días con la muerte, como
si de verdad quisieras irte...” le dijo mientras estaban sentados uno frente al
otro en un bar.
Era de
día, la razón y la voluntad estaban de nuevo en el poder. Una gota de vino se
deslizaba lentamente por el cristal de la copa y Teresa decía: “No es culpa
mía, Tomás. Lo entiendo. Sé que me quieres. Sé que lo de las infidelidades no
es ninguna tragedia...”.
Lo
miraba con amor, pero tenía miedo de la noche siguiente, tenía miedo de sus
sueños. Su vida estaba desdoblada. El día y la noche luchaban por ella.
17
Aquel
que quiere permanentemente “llegar más alto” tiene que contar con que algún día
le invadirá el vértigo.
¿Qué es
el vértigo? ¿El miedo a la caída? ¿Pero por qué también nos da vértigo en un
mirador provisto de una valla segura? El vértigo es algo diferente del miedo a
la caída. El vértigo significa que la profundidad que se abre ante nosotros nos
atrae, nos seduce, despierta en nosotros el deseo de caer, del cual nos
defendemos espantados.
La
comitiva de mujeres desnudas alrededor de la piscina, los cadáveres en el coche
fúnebre, que se alegraban de que Teresa estuviese muerta como ellos, ése era el
“abajo” que la espantaba, del cual ya había huido una vez, pero que la seducía
en secreto. Ese era su vértigo: era la llamada de una dulce (casi alegre)
renuncia a su destino y a su alma. Era la llamada de la solidaridad de los
imbéciles y en sus momentos de debilidad sentía ganas de obedecer a esa llamada
y volver a casa de su madre. Sentía ganas de ordenar que los marinos del alma
se retirasen de la cubierta del cuerpo; de sentarse con las amigas de la madre
y reírse de que una de ellas ha soltado una sonora ventosidad; de marchar con
ellas desnuda alrededor de la piscina y de cantar.
18
Es
cierto que hasta que se fue de casa Teresa había estado luchando con su madre,
pero no olvidemos que al mismo tiempo sentía por ella un amor no correspondido.
Hubiera sido capaz de hacer por ella cualquier cosa con tal de que la madre se
lo hubiera pedido con voz amorosa. Y si encontró la fuerza necesaria para
marcharse, fue porque nunca llegó a oír esa voz.
Cuando
la madre comprendió que su agresividad había perdido su poder sobre la hija,
empezó a escribirle a Praga cartas llenas de lamentaciones. Se quejaba del
marido, *del jefe, de su salud, de sus hijos y decía que Teresa era la única
persona que le quedaba en la vida. A Teresa le pareció que por fin oía la voz
del amor materno, de ese amor que había estado deseando durante veinte años, y
tuvo ganas de volver. Sus ganas de volver aumentaban porque se sentía débil.
Las infidelidades de Tomás le descubrieron de pronto su propia impotencia, y de
la sensación de impotencia nació el vértigo, el inmenso deseo de caer.
Una vez
la llamó la madre. Parece que tiene cáncer. Apenas le quedan ya unos meses de
vida. Aquella noticia transformó en rebelión la desesperación de Teresa por las
infidelidades de Tomás; se echaba en cara haber traicionado a la madre por un
hombre que no la amaba. Estaba dispuesta a olvidar todos los sufrimientos que
la madre le había producido. Ahora estaba dispuesta a comprenderla. En realidad
las dos estaban en la misma situación: la madre ama al padrastro igual que
Teresa ama a Tomás y el padrastro hace padecer a la madre con sus infidelidades
igual que Tomás tortura a Teresa. Si la madre había sido mala con Teresa, fue sólo
porque sufría demasiado.
Le habló
a Tomás de la enfermedad de la madre y le comunicó que se tomaría una semana de
vacaciones para ir a verla. Su voz estaba llena de rebeldía.
Como si
intuyese que lo que atraía a Teresa hacia la madre era el vértigo, a Tomás le
disgustó la idea del viaje. Llamó al hospital de la pequeña ciudad. El sistema
de control de los casos de cáncer es muy preciso en Bohemia, de modo que le fue
muy fácil comprobar que a la madre de Teresa nunca le habían encontrado nada
que fuese sospechoso de cáncer y que, además, durante el último año no había
ido nunca al médico.
Ella le
hizo caso a Tomás y no fue a ver a su madre. Pero ese mismo día se hizo un
raspón en la rodilla al caerse en la calle. Su andar se volvió inseguro y casi
todos los días se caía en algún sitio, se lastimaba con algo o, por lo menos,
dejaba caer algo que tenía en la mano.
Había en
ella un deseo insuperable de caer. Vivía en un vértigo permanente.
Aquel
que se cae está diciendo: “¡Levántame!”. Tomás la levantaba pacientemente.
19
“Quisiera
hacer el amor contigo en mi estudio, como en un escenario. Alrededor habría
gente y no podrían acercarse ni un paso. Pero no podrían quitarnos los ojos de
encima...”
Con el
paso del tiempo, aquella imagen iba perdiendo su crueldad inicial y empezaba a
excitarla. Varias veces le recordó al oído aquella situación a Tomás mientras
hacían el amor.
Se le
ocurrió que existía una manera de escapar de la condena que veía en las
infidelidades de Tomás: ¡que la lleve consigo!, ¡que la lleve cuando vaya a ver
a sus amantes! Quizás ésa sea la manera de convertir otra vez a su cuerpo en el
primero y el único de todos. El cuerpo de ella se volvería un alter ego de él,
su ayudante y su asistente.
“Yo te
desnudaré, te lavaré en el baño y después te las traeré”, le susurraba mientras
estaban abrazados.
Deseaba
que se convirtieran en un ser hermafrodita y que los cuerpos de las demás
mujeres fuesen su juguete compartido.
20
Convertirse
en el alter ego de su vida poligámica. Tomás no quiere entenderlo, pero ella no
podía librarse de aquella imagen y trataba de estrechar relaciones con Sabina.
Le propuso hacerle unas fotos.
Sabina
la invitó a su estudio y ella pudo ver, por fin, aquella amplia habitación en
medio de la cual había una cama ancha en forma de cuadrado, como un podio.
“Es una
vergüenza que no hayas venido nunca a mi casa”, le decía Sabina y le enseñaba
los cuadros que estaban apoyados contra la pared. Incluso sacó de alguna parte
una obra antigua que había hecho cuando aún estaba en la escuela. Representaba
una fábrica en construcción. La había pintado en una época en que la escuela
exigía el más severo realismo (el arte no realista era considerado entonces
como una subversión del socialismo) y Sabina, llevada por el espíritu deportivo
de la apuesta, trataba de ser aún más severa que los profesores y pintaba sus
cuadros de modo que no se reconociesen las huellas del pincel y pareciesen
fotografías en color.
“Este
cuadro se me estropeó. Me cayó una mancha de pintura roja. Al principio estaba
muy disgustada, pero luego aquella mancha empezó a gustarme, porque parecía una
grieta. Era como si la obra en construcción no fuese una obra de verdad, sino
un decorado teatral cuarteado, sobre el cual la fábrica en construcción no
estaba más que dibujada. Empecé a jugar con la grieta, a ampliarla, a inventar
lo que se podría ver a través de ella. Así pinté mi primer ciclo de cuadros, a
los que llamé tramoyas. Por supuesto que nadie podía verlos. Me hubieran echado
de la escuela. Delante había siempre un mundo realista perfecto y detrás, como
tras la tela rasgada de un decorado, se veía otra cosa, misteriosa o
abstracta.”
Hizo una
pausa y luego añadió: “Delante había una mentira comprensible y detrás una
verdad incomprensible”.
Teresa
la escuchaba nuevamente con esa increíble concentración que pocos profesores
han visto en la cara de un alumno suyo y constataba que, en efecto, todos los
cuadros de Sabina, antiguos o actuales, hablan siempre de lo mismo, que son
todos el encuentro simultáneo de dos temas, de dos mundos, que son como
fotografías producidas por una doble exposición. Un paisaje detrás del cual
reluce una lámpara de mesa. Una mano que rasga desde atrás el lienzo sobre el
que está pintado un bodegón idílico, con manzanas, nueces y un árbol de navidad
iluminado.
Sentía
admiración por Sabina y, dado que la pintora se comportaba muy amistosamente,
aquella admiración no iba acompañada por el miedo ni la desconfianza y se
convertía en simpatía.
Casi
olvidó que había venido a hacerle fotos. La propia Sabina se lo tuvo que
recordar. Quitó la vista de los cuadros y volvió a ver la cama que estaba en
medio de la habitación como en un escenario.
21
Junto a
la cama había una mesa de noche y encima de ella una pieza en forma de cabeza
humana.
Precisamente
como las que emplean los peluqueros para las pelucas. Pero en aquella cabeza no
había una peluca, sino un sombrero hongo. Sabina sonrió: “Era el sombrero de mi
abuelo”.
Teresa
sólo había visto un sombrero como aquél, negro, duro, redondo, en película.
Chaplin llevaba un sombrero de ésos. Sonrió, cogió el sombrero y lo estuvo
examinando durante mucho tiempo. Luego dijo:
—¿Quieres
que te haga una foto con el sombrero puesto?
Sabina
se rió de aquella pregunta durante largo rato. Teresa dejó a un lado el
sombrero, cogió la cámara y empezó a hacer fotos.
Cuando
ya llevaban casi una hora, dijo de pronto:
—¿No
quieres que te fotografíe desnuda?
—¿Desnuda?
—se rió Sabina.
—Sí
—repitió Teresa valientemente su proposición.
—Para
eso necesitamos beber algo —dijo Sabina y abrió una botella de vino.
Teresa
se sentía débil, permanecía callada, mientras Sabina se paseaba por la
habitación con un vaso de vino y hablaba de su abuelo que había sido alcalde de
un pequeño pueblo; Sabina no le había conocido; lo único que le había quedado
de él era ese sombrero y una fotografía en la que hay una tribuna en la cual
están de pie, unos al lado de otros, varios dignatarios de pueblo; uno de ellos
es el abuelo, no queda nada claro qué hacen en aquella tribuna, a lo mejor
participan en alguna celebración, a lo mejor están inaugurando un monumento a
otro dignatario que también lleva sombrero hongo en las celebraciones.
Sabina
estuvo largo rato hablando del sombrero y el abuelo, y cuando terminó el tercer
vaso, dijo:
“Espera”
y se fue al cuarto de baño.
Volvió
vestida con un albornoz. Teresa cogió la cámara y la apoyó contra la mejilla.
Sabina abrió el albornoz ante ella.
22
La
cámara le servía a Teresa simultáneamente como ojo mecánico con el cual
observaba a la amante de Tomás y como velo con el cual se cubría la cara ante
ella.
Sabina
necesitaba algo de tiempo antes de decidirse a quitarse del todo el albornoz.
La situación en la que se hallaba era algo más complicada de lo que había
previsto. Cuando llevaban ya varios minutos de fotografías, se acercó a Teresa
y le dijo: “Ahora te sacaré fotos yo a ti. Desnúdate”.
La
palabra “desnúdate” la había oído Sabina muchas veces en boca de Tomás y se le
había quedado grabada. Era por lo tanto una orden de Tomás que ahora le dirigía
la amante de Tomás a la mujer de Tomás. El había unido a las dos mujeres con la
misma frase mágica. Era su manera de transformar inesperadamente una inocente
conversación con mujeres en una situación erótica: no mediante una caricia, un
contacto, un elogio o un ruego, sino con una orden que daba de repente,
inesperadamente, con voz suave pero con energía y autoridad, y manteniendo la
distancia física: en esos momentos nunca tocaba a la mujer. También a Teresa le
decía con frecuencia, exactamente en el mismo tono, “¡desnúdate!” y, aunque lo
dijera con suavidad, aunque apenas lo susurrase, era una orden y ella se sentía
siempre excitada al obedecerla. Ahora oía la misma palabra y el deseo de
obedecer era quizás aún mayor, porque obedecer a una persona extraña es
particularmente demencial, una demencia que en este caso resultaba aún más
hermosa porque la orden no la daba un hombre sino una mujer.
Sabina
cogió su cámara y Teresa se desnudó. Estaba ante Sabina desnuda y desarmada.
Literalmente desarmada, es decir, sin la cámara con la que hasta hacía un
momento se cubría la cara y apuntaba a Sabina como con un arma. Estaba
entregada a la amante de Tomás. Aquella hermosa entrega la embriagaba. Deseaba
que los instantes durante los cuales estaba desnuda ante ella, no acabaran
nunca.
Creo que
Sabina también percibió el particular encanto de la situación; la mujer de su
amante estaba ante ella, curiosamente entregada y tímida. Apretó dos o tres
veces el disparador y luego, como si aquel encanto le hubiera dado miedo y
quisiera alejarlo de sí, se echó a reír sonoramente.
Teresa
también rió y las dos mujeres se vistieron.
23
Todos
los anteriores crímenes del imperio ruso tuvieron lugar bajo la cobertura de
una discreta sombra. La deportación de medio millón de lituanos, el asesinato
de cientos de miles de polacos, la liquidación de los tártaros de Crimea, todo
eso quedó en la memoria sin documentos fotográficos y, por lo tanto, como algo
indemostrable, de lo que más tarde o más temprano se afirmará que fue mentira.
En cambio, la invasión de Checoslovaquia en 1968 fue fotografiada y filmada por
completo y está depositada en los archivos de todo el mundo.
Los
fotógrafos y los cámaras checos se dieron cuenta de que sólo ellos podían hacer
lo iónico que todavía podía hacerse: conservar para un futuro lejano la imagen
de la violencia. Teresa se pasó siete días enteros en la calle fotografiando a
los soldados y oficiales rusos en todas las situaciones que resultaban
comprometedoras para ellos. Los rusos no sabían qué hacer. Habían recibido
instrucciones precisas acerca de cómo debían comportarse cuando alguien les
disparase o les tirase piedras, pero nadie les había dicho qué tenían que hacer
cuando alguien les apuntase con el objetivo de una cámara.
Sacó un
montón de carretes. La mitad de ellos se los regaló sin revelar a periodistas
extranjeros (la frontera seguía abierta, los periodistas venían al menos por
unos días y agradecían cualquier documento que pudieran conseguir). Muchas de
aquellas fotos aparecieron en los más diversos periódicos extranjeros: había
tanques, puños amenazantes, casas semiderruidas, muertos cubiertos con la
ensangrentada bandera roja, blanca y azul, jóvenes que iban en moto a una
enloquecida velocidad alrededor de los tanques y agitaban banderas nacionales
con largos mástiles, jovencitas con faldas increíblemente cortas que provocaban
a los pobres soldados rusos, sexualmente hambrientos, besándose ante sus ojos
con viandantes desconocidos. He dicho ya que la invasión rusa no fue sólo una
tragedia sino también una fiesta del odio, llena de una extraña (y ya
inexplicable) euforia.
24
Teresa
se llevó a Suiza unas cincuenta fotografías que reveló ella misma
cuidadosamente con todo su arte.
Fue a
ofrecerlas a un gran semanario. El redactor la recibió con amabilidad (todos
los checos llevaban aún alrededor de la cabeza la aureola de su desgracia, que
enternecía a los buenos suizos), la invitó a sentarse en un sillón, miró las
fotos, las elogió y le explicó que ahora, cuando ya había transcurrido cierto
tiempo desde los acontecimientos, no había (“¡a pesar de que son muy
hermosas!”) posibilidad alguna de publicarlas.
“¡Pero
en Praga nada ha terminado!”, protestó e intentó explicarle en mal alemán que
ahora, precisamente cuando el país está ocupado, se crean en las fábricas, pese
a todo, consejos de autogestión, que los estudiantes están en huelga en
protesta por la ocupación y que todo el país sigue viviendo a su modo.
¡Eso es
lo que resulta increíble! ¡Y ya no le interesa a nadie!
El
redactor se puso contento al ver entrar en la habitación a una mujer enérgica,
que interrumpió su conversación. La mujer le entregó una carpeta y le dijo:
—Aquí
está el reportaje de la playa nudista.
El
redactor era una persona fina y temía que la checa que había fotografiado los
tanques considerase que retratar a gente desnuda en la playa era una
frivolidad. Por eso colocó la carpeta muy lejos, al borde de la mesa y le dijo
en seguida a la mujer que acababa de llegar:
—Te
presento a una compañera tuya de Praga. Me ha traído unas fotos preciosas.
La mujer
le dio la mano a Teresa y cogió sus fotos.
—Échele
mientras tanto una mirada a las mías —dijo.
Teresa
estiró el brazo hasta la carpeta y sacó las fotos.
El
redactor le dijo a Teresa con voz casi de disculpa:
—Esto es
exactamente lo contrario de lo que ha fotografiado usted.
Teresa
dijo:
—Qué va.
Si es lo mismo.
Nadie
entendió aquella frase y a mí mismo me causa cierta dificultad explicar lo que
quería decir Teresa al comparar a una playa nudista con la invasión rusa.
Estuvo observando las fotografías y se fijó durante largo rato en una en la que
aparecían los cuatro miembros de una familia: la madre desnuda, inclinada hacia
los hijos, de modo que le colgaban unas grandes tetas, como le cuelgan a las
cabras o a las vacas; detrás, el padre igualmente inclinado, cuyo paquete
parecía también una especie de ubre en miniatura.
—¿No le
gusta? —preguntó el redactor.
—Está
estupendamente hecha.
—Más
bien parece que es el tema lo que le choca —dijo la fotógrafa—. Se le nota en
seguida que usted no es de las que van a una playa nudista.
—No
—dijo Teresa.
El
redactor sonrió:
—Al fin
y al cabo, se nota de dónde viene. Los países comunistas son terriblemente
puritanos.
La
fotógrafa dijo con maternal amabilidad:
—¡No hay
nada de particular en los cuerpos desnudos! ¡Son normales! ¡Todo lo que es
normal, es bello!
Teresa
recordó a su madre cuando andaba desnuda por la casa. Oía en su interior una
risa que sonaba en algún lugar a sus espaldas, mientras corría a cerrar las
cortinas para que nadie viese a la madre desnuda.
La
fotógrafa invitó a Teresa a tomar un café. —Las fotos que ha hecho son muy
interesantes. He notado que tiene un enorme sentido del cuerpo femenino. ¡Ya
sabe a lo que me refiero! ¡Esas jóvenes en posturas provocativas!
—¿Las
que se besan frente a los tanques rusos? —Sí. Sería usted una estupenda
fotógrafa de moda.
Claro
que para eso necesitaría ponerse en contacto con alguna modelo. Lo mejor es que
sea alguien que esté empezando, como usted. Luego podría hacer una serie de
fotos de muestra para alguna firma. Claro que le haría falta algo de tiempo
antes de salir adelante. Mientras tanto, sólo hay una cosa que podría hacer por
usted. Presentarle al redactor que lleva la sección de jardinería. Es posible
que allí necesiten fotos de cactus, rosas y cosas de ésas. —Muchas gracias
—dijo Teresa sinceramente, porque notaba que la mujer que estaba frente a ella
tenía buena voluntad.
Pero
luego se dijo: ¿por qué iba a tener que hacer fotos de cactus? Y le repugnó la
idea de tener que pasar una vez más por lo que había pasado ya en Praga: la
lucha por el puesto, por la carrera, por cada foto publicada. Nunca había sido
ambiciosa por orgullo. Lo que quería era escapar del mundo de la madre. Sí, lo
tenía completamente claro: fotografiaba con gran ahínco, pero podía dedicar
aquel ahínco a cualquier otra actividad, porque la fotografía no era más que un
medio para llegar “más lejos y más alto” y vivir junto a Tomás. Dijo:
—Sabe,
mi marido es médico y puede mantenerme. No necesito dedicarme a la fotografía.
La
fotógrafa dijo:
—¡No
entiendo cómo puede dejar la fotografía después de haber hecho unos retratos
tan hermosos!
Sí, las
fotografías de los días de la invasión fueron otra cosa. Aquéllas no las había
hecho motivada por Tomás, sino por pasión. Pero no por la pasión por la
fotografía, sino por la pasión del odio. Una situación así nunca volverá ya a
repetirse. Además, aquellas fotografías, que hizo apasionadamente, nadie las
quiere ya porque no son actuales. Sólo el cactus es eternamente actual. Y los
cactus no le interesan.
Dijo:
—Es
usted muy amable. Pero prefiero quedarme en casa. No necesito un empleo.
La
fotógrafa dijo:
—¿Y se
encuentra a gusto quedándose en casa?
Teresa
dijo:
—Más que
fotografiando cactus.
La
fotógrafa dijo:
—Aunque
fotografíe cactus, es su vida. Si vive sólo para su marido, no es su vida.
Teresa
se sintió repentinamente irritada:
—Mi vida
es mi hombre y no los cactus.
También
la fotógrafa hablaba con irritación:
—¿Es
capaz de decir que se siente feliz?
Teresa
dijo (con la misma irritación):
—¡Claro
que me siento feliz!
La
fotógrafa dijo:
—Eso
sólo lo puede decir una mujer muy... —no quiso terminar de decir lo que
pensaba.
Teresa
lo completó:
—Quiere
decir: una mujer muy limitada.
La
fotógrafa se contuvo y dijo:
—Limitada,
no. Anacrónica.
Teresa
dijo pensativa:
—Tiene
razón. Eso es exactamente lo que mi hombre dice de mí.
26
Pero
Tomás pasaba días enteros en el hospital y ella estaba sola en casa. ¡Suerte
que tenía a Karenin y podía salir a dar largos paseos con él! Cuando regresaba
a casa se sentaba a estudiar los manuales de alemán y francés. Pero estaba
triste y le costaba trabajo concentrarse. Con frecuencia se acordaba del
discurso que pronunció Dubcek por la radio cuando volvió de Moscú. Había
olvidado ya lo que dijo pero seguía oyendo su voz temblorosa. Pensaba en él:
soldados extranjeros le detuvieron, a él, al jefe de un Estado independiente,
en su propio país, se lo llevaron, lo tuvieron cuatro días en algún lugar de las
montañas de Ucrania, le dieron a entender que iban a fusilarlo como habían
hecho veinte años antes con su antecesor húngaro Imre Nagy, después lo llevaron
a Moscú, le ordenaron que se bañase, se afeitase, se vistiese, se pusiese la
corbata, le anunciaron que ya no estaba destinado al fusilamiento, le ordenaron
que siguiese considerándose jefe del Estado, lo sentaron a una mesa frente a
Brezhnev y le obligaron a negociar.
Volvió
humillado y habló para una nación humillada. Estaba tan humillado que no podía hablar.
Teresa nunca olvidará aquellas terribles pausas en medio de sus frases. ¿Estaba
tan exhausto? ¿Enfermo?
¿Drogado?
¿O no era más que desesperación? Aunque no quedase nada de Dubcek, esas largas
y horribles pausas, cuando no podía respirar, cuando trataba de recuperar el
aliento ante toda la nación, que estaba pegada a los receptores, esas pausas
quedarán. En aquellas pausas estaba todo el horror que había caído sobre su
país.
Era el
séptimo día después de la invasión, escuchaba aquel discurso en la redacción de
un diario que en aquellos días se había convertido en un periódico de la
resistencia. Todos los que oían allí a Dubcek, lo odiaban en aquel momento. Le
echaban en cara el compromiso que él había tolerado, se sentían humillados por
su humillación y su debilidad les ofendía.
Cuando
recordaba ahora, en Zurich, aquel momento, ya no sentía desprecio hacia Dubcek.
La palabra debilidad ya no suena como una condena. Cuando hay que hacer frente
a un enemigo superior en número, siempre se es débil, aunque se tenga un cuerpo
atlético como Dubcek. Aquella debilidad, que entonces le había parecido
insoportable, repugnante, y que los había expulsado del país, de repente la
atraía. Se daba cuenta de que formaba parte de los débiles, del campo de los
débiles, del país de los débiles y que tenía que serles fiel precisamente
porque eran débiles y se quedaban sin aliento en mitad de la frase.
Se
sentía atraída por esa debilidad como por el vértigo. Atraída porque ella misma
se sentía débil. De nuevo empezó a tener celos y de nuevo le temblaban las
manos. Tomás lo vio e hizo un gesto que ella conocía bien, cogió las manos de
ella entre las suyas para tranquilizarla, apretándoselas. Ella las retiró
bruscamente.
—¿Qué te
pasa? —dijo.
—Nada.
—¿Qué
quieres que haga por ti?
—Quiero
que seas viejo. Diez años mayor. ¡Veinte años mayor!
Quería
decir: Quiero que seas débil. Quiero que seas tan débil como yo.
27
Karenin
nunca había deseado ir a vivir a Suiza. Karenin odiaba los cambios. El tiempo
de un perro no transcurre en línea recta, no avanza siempre hacia adelante, de
una cosa a la siguiente. Transcurre en círculo como el tiempo de las manecillas
del reloj, que tampoco corren enloquecidas siempre hacia adelante, sino que dan
vueltas alrededor de la esfera, todos los días por el mismo camino. Bastaba que
en Praga compraran una silla nueva o cambiaran de sitio una maceta para que
Karenin lo registrase con disgusto. Aquello perturbaba su tiempo. Era como si
alguien le estuviese cambiando permanentemente a las manecillas los números de
la esfera.
A pesar
de eso, pronto consiguió rehacer en la casa de Zurich el viejo orden y las
viejas ceremonias.
Al igual
que en Praga, por las mañanas saltaba encima de la cama para darles la
bienvenida al nuevo día, acompañaba luego a Teresa a hacer las compras y
exigía, como en Praga, su paseo habitual.
Era el
reloj de sus vidas. En los momentos de desesperanza, ella se hacía el propósito
de aguantar por él, porque él era aún más débil que ella, quizás aún más débil
que Dubcek y su patria abandonada.
Habían
vuelto del paseo y estaba sonando el teléfono. Levantó el auricular y preguntó
quién era.
Era una
voz de mujer, hablaba en alemán y preguntaba por Tomás. Era una voz impaciente
y a Teresa le pareció que tenía un deje de desprecio. Cuando dijo que Tomás no
estaba en casa y que no sabía cuándo volvería, la mujer que estaba al otro lado
del teléfono se rió y colgó sin despedirse.
Teresa
sabía que no había pasado nada. Podía ser una enfermera del hospital, una
paciente, una secretaria, cualquiera. Sin embargo estaba excitada y era incapaz
de concentrarse. Fue entonces cuando se dio cuenta de que había perdido hasta
aquel poco de fuerza que le quedaba aún en Bohemia y de que ya no era capaz de
sobrellevar ni siquiera un incidente insignificante como ése.
El que
está en el extranjero vive en un espacio vacío en lo alto, encima de la tierra,
sin la red protectora que le otorga su propio país, donde tiene a su familia,
sus compañeros, sus amigos y puede hacerse entender fácilmente en el idioma que
habla desde la infancia. En Praga sólo dependía de Tomás con el corazón. Aquí
depende por completo. Si la abandonase, ¿qué le pasaría? ¿Va a tener que vivir
toda su vida temiendo perderlo?
Piensa:
Su encuentro estuvo basado desde el comienzo en el error. La Ana Karenina que
llevaba bajo el brazo era una contraseña falsa que había engañado a Tomás. Cada
uno de ellos había creado un infierno para el otro, pese a que se querían. El
hecho de que se quisieran demostraba que el error no residía en ellos, en su
comportamiento o en la inestabilidad de sus sentimientos, sino en que no
congeniaban porque él era fuerte y ella débil. Ella es como Dubcek, que hace en
medio de una sola frase una pausa de medio minuto, es como su patria, que
tartamudea, pierde el aliento y no puede hablar.
Pero es
precisamente el débil quien tiene que ser fuerte y saber marcharse cuando el
fuerte es demasiado débil para ser capaz de hacerle daño al débil.
Así se
decía apretando contra su cara la cabeza peluda de Karenin: “No te enfades,
Karenin. Vas a tener que volver a cambiar de casa”.
28
Estaba
sentada en un rincón del compartimiento, la pesada maleta sobre su cabeza.
Karenin se apretaba contra sus piernas. Estaba pensando en un cocinero del
restaurante en el que trabajaba cuando vivía en casa de su madre. Aprovechaba
cualquier oportunidad para darle una palmada en el trasero y con frecuencia la
invitaba, en presencia de todos, a acostarse con él. Era curioso que pensase
precisamente en él. Representaba un ejemplo directo de todo lo que le
repugnaba. Pero en lo único que pensaba ahora era en localizarle y decirle: “Tu
decías que querías acostarte conmigo. Aquí estoy”.
Tenía
ganas de hacer algo para que ya no le quedara escapatoria. Tenía ganas de
destruir brutalmente todo el pasado de sus últimos siete años. Era el vértigo.
El embriagador, el insuperable deseo de caer.
También
podríamos llamarlo la borrachera de la debilidad. Uno se percata de su
debilidad y no quiere luchar contra ella, sino entregarse. Está borracho de su
debilidad, quiere ser aún más débil, quiere caer en medio de la plaza, ante los
ojos de todos, quiere estar abajo y aún más abajo que abajo.
Trataba
de convencerse de que no se quedaría en Praga y ya no trabajaría como
fotógrafa.
Regresaría
a la pequeña ciudad de la cual la sacó una vez la voz de Tomás.
Pero
cuando llegó a Praga, no tuvo más remedio que quedarse allí durante algún
tiempo para resolver muchas cuestiones prácticas. Empezó a postergar su
partida.
Así
pasaron cinco días y en la casa de pronto apareció Tomás. Karenin estuvo un
largo rato saltándole a la cara, de modo que durante bastante tiempo les libró
de la necesidad de decirse nada.
Se
sentían como si estuviesen en medio de una planicie nevada, temblando de frío.
Luego se
aproximaron como dos enamorados que aún no se han besado.
El le
preguntó:
—¿Estaba
todo en orden?
—Sí
—contestó.
—¿Has
pasado por la revista?
—Llamé
por teléfono.
—¿Y?
—Nada.
Estaba esperando.
—¿Qué?
No le respondió. No podía decirle que le
esperaba a él.Tercera parte - Palabras incomprendidas
29
Volvemos
a un instante que ya conocemos. Tomás estaba desesperado y le dolía el
estómago. No se durmió hasta muy entrada la noche.
Poco
después se despertó Teresa. (Los aviones rusos sobrevolaban Praga y con ese
ruido no se podía dormir.) Su primer pensamiento fue: Ha vuelto por culpa de
ella. Por su culpa cambió su destino. Ahora no tendrá él que hacerse
responsable de ella, ahora tiene ella que hacerse responsable de él.
Aquella
responsabilidad le parecía superior a sus fuerzas.
Pero
luego se acordó de que ayer, poco después de aparecer él en la puerta de la
casa, sonaron en una iglesia de Praga las seis de la tarde. La primera vez que
se vieron, ella terminaba de trabajar a las seis. Lo había visto sentado en el
banco amarillo y había oído sonar las campanas de la torre.
No, no
fue la superstición, fue su sentido de la belleza el que la liberó de la
angustia y la llenó de ganas de vivir. Los pájaros de la casualidad volvían a
posarse en su hombro. Tenía lágrimas en los ojos y estaba inmensamente feliz de
oírle respirar a su lado.
1
Ginebra
es una ciudad de surtidores y fuentes, de parques con glorietas en las que, en
otros tiempos, tocaba la orquesta. Hasta el edificio de la universidad se
pierde entre los árboles. Franz terminó hace poco su clase de la mañana y salió
del edificio. De las mangueras salía agua pulverizada que mojaba el césped y él
estaba de un humor excelente. Fue directamente de la universidad a casa de su
amante. Vivía a un par de manzanas de allí.
Iba a
verla con frecuencia, pero sólo como amigo galante, nunca como amante. Si
hiciera el amor con ella en su estudio de Ginebra, pasaría en un mismo día de
una mujer a otra, de la esposa a la amante y de la amante a la esposa y, dado
que en Ginebra los matrimonios duermen en una misma cama, a la francesa,
pasaría por lo tanto en unas pocas horas de la cama de una mujer a la cama de
otra mujer. Creía que, de ese modo, humillaría a la amante y a la esposa y, al
fin y al cabo, se humillaría a sí mismo.
El amor
que sentía por la mujer de la que se había enamorado hacía unos meses era para
él algo tan preciado que trataba de crear para ella un espacio independiente en
su vida, un territorio inaccesible de pureza. Con frecuencia era invitado a dar
conferencias en diversas universidades extranjeras y ahora aceptaba
fervientemente todas las invitaciones. Y como no eran bastantes, se inventaba
además congresos y simposios ficticios, ara poder justificar sus ausencias ante
la esposa. La amante, que disponía libremente de su tiempo, lo acompañaba. Así
hizo posible que ella conociera, en breve plazo, muchas ciudades europeas y una
norteamericana.
—Dentro
de diez días, si no te parece mal, podríamos ir a Palermo —dijo.
—Prefiero
Ginebra —respondió.
Estaba
ante el caballete, con un cuadro a medio hacer, y contemplaba su obra.
—¿Cómo
pretendes vivir sin conocer Palermo? —intentó bromear.
—Ya
conozco Palermo —dijo. —¿Y eso? —preguntó casi celoso. —Una amiga mía me mandó
una postal desde allí. La pegué en el water. ¿No te has fijado? —Luego añadió—:
Había un poeta de principios de siglo. Era ya muy viejo y su secretario lo
llevaba a pasear. “Maestro”, le dice, “¡mire al cielo! ¡Hoy vuela sobre nuestra
ciudad el primer avión!”. “Me lo puedo imaginar”, dijo el maestro a su
secretario y no levantó los ojos del suelo. Ves, pues yo me puedo imaginar
Palermo. Hay los mismos hoteles y los mismos coches que en las demás ciudades.
Al menos en mi estudio hay siempre cuadros diferentes.
Franz se
puso triste. Se había acostumbrado a que existiera una relación tan directa
entre la vida amorosa y los viajes que su invitación “¡vamos a Palermo!”
contenía un mensaje inequívocamente erótico. Por eso la afirmación “¡prefiero
Ginebra!” tenía para él un sentido claro: su amante ya no le quiere como
amante.
¿Cómo es
posible que se sienta tan inseguro ante ella? ¡No había el menor motivo! Fue
ella y no él la que tornó la iniciativa erótica poco después de que se
conocieran; él era un hombre guapo, estaba en la cima de su carrera científica
e incluso era temido por sus colegas, porque en las discusiones científicas era
orgulloso y empecinado. Y entonces, ¿por qué piensa todos los días que su
amante va a abandonarlo?
La única
explicación que encuentro es la de que el amor no era para él una prolongación
de su vida pública, sino el polo opuesto. Significaba para él el deseo de
ponerse a merced de la mujer amada. Quien se entrega a otro como un soldado que
se rinde, debe hacer previamente entrega de cualquier tipo de arma. Y si se
queda sin defensa alguna ante un ataque, no podrá evitar preguntarse: ¿Cuándo
llegará el ataque? Por eso puedo decir. Para Franz el amor significaba la
permanente espera de un ataque.
Mientras
él se entregaba a su angustia, su amante dejó el pincel y se fue a la
habitación contigua.
Volvió
con una botella de vino. Sin decir palabra la abrió y sirvió dos vasos de vino.
Sintió
una sensación de alivio; se daba risa a sí mismo. La frase “prefiero Ginebra”
no significa que no tenga ganas de hacer el amor con él, sino, por el
contrario, que ya no quiere limitar los momentos de amor a las ciudades
extranjeras.
Ella
alzó la copa y se la bebió de un trago. Franz también levantó la copa y bebió.
Naturalmente, estaba muy contento de que la negativa a viajar a Palermo hubiera
resultado ser una invitación a hacer el amor, pero, al mismo tiempo, lo
lamentaba un poco: su amante había decidido dejar el hábito de pureza que él
había instaurado en sus relaciones: no había comprendido su angustioso esfuerzo
por salvar al amor de la trivialidad y separarlo radicalmente de su hogar
conyugal.
En
realidad, lo de no hacer el amor con la pintora en Ginebra era un castigo que
se había impuesto a sí mismo por estar casado con otra mujer. Vivía aquello
como una especie de culpa o defecto. Aunque su vida erótica con su mujer no valía
gran cosa, lo cierto era que dormían en una misma cama, se despertaban por la
noche al oír uno la respiración acelerada del otro y aspiraban mutuamente los
olores de sus cuerpos. Claro que hubiera preferido dormir solo, pero la cama
compartida seguía siendo el símbolo del matrimonio y los símbolos, como
sabemos, son intocables.
Cada vez
que se metía en la cama con su esposa pensaba en que su amante se lo imaginaba
metiéndose en la cama junto a su esposa. Cada vez que pensaba aquello, sentía
vergüenza y precisamente por eso pretendía distanciar lo más posible en el
espacio la cama en la que dormía con la esposa de la cama en la que hacía el
amor con la amante.
La
pintora volvió a servirse vino, tomó un poco, y luego, en silencio, con una
especie de extraña indiferencia, como si Franz no estuviera allí, comenzó a
quitarse la blusa. Se comportaba como un alumno de una escuela de teatro que
tiene que hacer un ejercicio mostrando lo que hace cuando está solo en una
habitación y no lo ve nadie.
Se quedó
sólo con la falda y el sostén. Después (como si acabara de darse cuenta de que
no estaba sola en la habitación) miró largamente a Franz.
Aquella
mirada lo descolocó porque no la entendía. Entre todos los amantes se crean
rápidamente unas reglas de juego de las que no son conscientes, pero que son
válidas y no pueden infringirse. La mirada que en aquel momento le dirigió ella
no respondía a aquellas reglas; no tenía nada en común con las miradas y los
gestos que habitualmente precedían a sus actos amorosos. No había en ella ni
incitación ni coquetería, sino más bien una especie de interrogación. Sólo que
Franz no tenía ni idea de lo que podía significar aquella mirada.
Luego se
quitó la falda. Cogió a Franz de la mano y le dio la vuelta para que quedara de
cara al gran espejo que estaba a un paso de ellos apoyado contra la pared. No
soltó su mano, observando en el espejo, siempre con aquella mirada prolongada e
interrogativa, a ratos a sí misma, a ratos a él.
Junto al
espejo había en el suelo un soporte que llevaba puesto un viejo sombrero hongo
negro de hombre.
Se
agachó a cogerlo y se lo puso en la cabeza. La imagen en el espejo cambió
repentinamente: ahora se veía a una mujer en ropa interior, bella, inaccesible,
indiferente y que llevaba puesto en la cabeza, un sombrero hongo horrorosamente
fuera de lugar. Tenía cogido de la mano a un hombre de traje gris y corbata.
Tuvo que
volver a reírse de su incapacidad para comprender a su amante. No se había
desnudado para incitarlo a hacer el amor, sino para llevar a cabo una especie
de extraña broma, un happening privado para ellos dos solos. Sonrió comprensiva
y aprobatoriamente.
Esperaba
que la pintora respondiera a su sonrisa con una sonrisa pero no hubo tal. No
soltó su mano, mirando en el espejo, alternativamente, a sí misma y a él.
El
tiempo del happening había llegado a su límite. A Franz le pareció que la broma
(aunque estaba dispuesto a considerarla encantadora) duraba demasiado. Por eso
cogió delicadamente el sombrero con dos dedos, se lo quitó con una sonrisa a la
pintora y volvió a colocarlo en su soporte. Era como si estuviese borrando con
una goma el bigote que un niño travieso le había dibujado a la Virgen María.
Ella
permaneció unos instantes inmóvil mirándose al espejo. Luego Franz la besó con
ternura. De nuevo le pidió que se fuera con él diez días a Palermo. Esta vez se
lo prometió sin objeciones y él se marchó.
Volvió a
estar de muy buen humor. Ginebra, a la que había maldecido toda la vida como
capital del aburrimiento, le parecía hermosa y llena de aventuras. Estaba en la
calle y miraba hacia atrás, a la amplia ventana del estudio, en lo alto. Eran
los últimos días de primavera, hacía calor, en todas las ventanas estaban
extendidos los toldos a rayas. Franz llegó hasta el parque sobre el cual, a lo
lejos, flotaban las áureas cúpulas de la iglesia ortodoxa, como balas de cañón
doradas, que una fuerza invisible hubiera detenido antes de caer, dejándolas
fijas en el aire. Era hermoso. Franz bajó hacia la orilla del lago para tomar
la lancha de la empresa municipal de transportes y cruzar hasta la orilla norte
del lago, donde vivía.
2
Sabina
se quedó sola. Regresó al espejo. Seguía en ropa interior. Volvió a ponerse el
sombrero y estuvo largo rato observándose. A ella misma le resultaba extraño
llevar ya tantos años persiguiendo un instante perdido.
Una vez,
hace ya muchos años, vino a verla Tomás y le llamó la atención el sombrero. Se
lo puso y se miró en un gran espejo que, como ahora, estaba entonces apoyado a
la pared de su estudio praguense. Quería comprobar qué tal quedaría de alcalde
del siglo pasado. Cuando Sabina empezó a desnudarse lentamente, le puso el
sombrero en la cabeza. Estaban ante el espejo (siempre estaban delante de él
mientras se desnudaban) y se miraban. Ella estaba sólo en ropa interior y en la
cabeza llevaba el sombrero hongo. De pronto comprendió que aquella imagen los
excitaba a los dos.
¿Cómo
podía haber sucedido? No hacía más que un momento, el sombrero que llevaba
puesto le parecía una broma. ¿Es que no hay más que un paso de lo ridículo a lo
excitante? En efecto. Aquella vez, al mirarse al espejo, no vio en los primeros
instantes más que una situación graciosa. Pero inmediatamente lo cómico quedó
oculto tras lo excitante: el sombrero hongo no representaba una broma, sino una
violencia; una violencia respecto a Sabina, a su dignidad femenina. Se veía con
las piernas desnudas, con las bragas de tela fina, a través de la cual se
transparentaba el pubis.
La ropa
interior resaltaba sus encantos femeninos y el duro sombrero masculino negaba,
violaba, ridiculizaba aquella feminidad. Tomás estaba a su lado vestido, de lo
cual se desprendía que la esencia de lo que veían los dos no era la broma (en
ese caso él también debería haber estado en ropa interior y sombrero hongo),
sino la humillación. Ella, en lugar de rechazar la humillación, la ponía en
evidencia orgullosa y provocativamente, como si permitiera que la violaran
pública y voluntariamente, y de pronto ya no pudo más y arrastró a Tomás al
suelo. El sombrero hongo rodó debajo de la mesa, mientras ellos se estremecían
en la alfombra al pie del espejo.
Volvamos
una vez más al sombrero hongo:
Primero
fue un confuso recuerdo del abuelo olvidado, alcalde de una pequeña ciudad
checa en el siglo pasado.
En
segundo lugar fue un recuerdo del papá. Tras el entierro, su hermano se apoderó
de todas las propiedades de la familia y ella, por orgullo, se negó a hacer
valer sus derechos. Dijo sarcásticamente que se quedaba con el sombrero hongo
como única herencia de su padre.
En
tercer lugar fue un instrumento para los juegos amorosos con Tomás.
En
cuarto lugar fue un signo de la originalidad que ella cultivaba
conscientemente. No pudo llevarse demasiadas cosas al emigrar y coger aquel
objeto voluminoso y nada práctico significó renunciar a otros más prácticos.
En
quinto lugar: en el extranjero el sombrero hongo se convirtió en un objeto
sentimental. Cuando fue a Zurich a ver a Tomás, llevó el sombrero hongo y lo
tenía puesto al abrirle la puerta de la habitación del hotel. Aquella vez
sucedió algo con lo que no contaba: el sombrero hongo no fue ni alegre ni
excitante, se convirtió en un recuerdo del tiempo pasado. Ambos estaban
emocionados.
Hicieron
el amor como nunca lo habían hecho antes: no había sitio para juegos obscenos
porque aquel encuentro no era la continuación de sus reuniones eróticas, en las
que siempre inventaban alguna pequeña depravación nueva, sino una
recapitulación del tiempo, un canto a su pasado común, el resumen sentimental
de una historia no sentimental que se perdía en la lejanía.
El
sombrero hongo se convirtió en el motivo de la composición musical que es la
vida de Sabina.
Aquel
motivo volvía una y otra vez y en cada oportunidad tenía un significado
distinto; todos aquellos significados fluían por el sombrero hongo como el agua
por un cauce. Y puedo decir que aquél era el cauce de Heráclito: “¡No entrarás
dos veces en el mismo río!”; el sombrero hongo era el cauce por el cual Sabina
veía correr cada vez un río distinto, un río semántico distinto: un mismo
objeto evocaba cada vez un significado distinto, pero, junto con ese
significado, resonaban (como un eco, como una comitiva de ecos) todos los
significados anteriores. Cada una de las nuevas vivencias sonaba con un
acompañamiento cada vez más rico. Tomás y Sabina se emocionaron en el hotel de
Zurich al ver el sombrero hongo e hicieron el amor casi llorando, porque
aquella cosa negra no era sólo un recuerdo de sus juegos amorosos, sino también
un recuerdo del padre de Sabina y del abuelo que había vivido en un siglo sin coches
ni aviones.
Ahora
podemos entender mejor el abismo que separaba a Sabina de Franz: él escuchaba
con avidez la historia de su vida y ella lo escuchaba a él con la misma avidez.
Comprendían con precisión el significado lógico de las palabras que se decían,
pero no oían en cambio el murmullo del río semántico que fluía por aquellas
palabras.
Por eso,
cuando se puso el sombrero hongo delante de él, Franz se quedó descolocado,
como si alguien le hubiera hablado en un idioma extranjero. No lo encontraba ni
obsceno ni sentimental, era sólo un gesto incomprensible que lo descolocaba por
su carencia de significado.
Mientras
las personas son jóvenes y la composición musical de su vida está aún en sus
primeros compases, pueden escribirla juntas e intercambiarse motivos (tal como
Tomás y Sabina se intercambiaron el motivo del sombrero hongo), pero cuando se
encuentran y son ya mayores, sus composiciones musicales están ya más o menos
cerradas y cada palabra, cada objeto, significa una cosa distinta en la
composición de la una y en la de la otra.
Si yo
hubiera seguido todas las conversaciones entre Sabina y Franz, podría elaborar
con sus incomprensiones un gran diccionario. Contentémonos con un diccionario
pequeño.
3 Pequeño
diccionario de palabras incomprendidas (primera parte)
MUJER: Ser mujer era para
Sabina un sino que no había elegido. Aquello que no ha sido elegido por
nosotros no podemos considerarlo ni como un mérito ni como un fracaso. Sabina
opina que hay que tener una relación correcta con el sino que nos ha caído en
suerte. Rebelarse contra el hecho de haber nacido mujer le parece igual de
necio que enorgullecerse de ello.
Una vez,
durante uno de sus primeros encuentros, Franz le dijo con especial énfasis:
“Sabina, es usted una mujer”. No comprendía por qué se lo anunciaba con el
gesto jubiloso de Cristóbal Colón viendo por primera vez las costas de América.
Más tarde comprendió que la palabra mujer, en la que había puesto un énfasis
particular, no significaba para él la denominación de uno de los dos sexos
humanos, sino un valor. No todas las mujeres son dignas de ser llamadas
mujeres.
Pero si
Sabina es para Franz una mujer, ¿qué es entonces para él Marie-Claude, su
verdadera esposa? Hace más de veinte años, algunos meses después de conocerse,
le amenazó con quitarse la vida si la abandonaba. Franz se quedó prendado de
aquella amenaza. Marie-Claude no le gustaba demasiado, pero su amor le parecía
maravilloso. Le parecía que no era digno de tan gran amor y que debía
inclinarse profundamente ante él.
De modo que
se inclinó hasta el suelo y se casó con ella. Pese a que Marie-Claude nunca
volvió ya a manifestar tal intensidad de sentimientos como en el momento en que
le amenazó con el suicidio, en lo más profundo de él siguió vivo un imperativo:
no debe hacerle nunca daño y tiene que valorar a la mujer que hay en ella.
Esta
frase es interesante. No decía “valorar a Marie-Claude”, sino “valorar a la
mujer que hay en Marie-Claude”.
Pero si
la propia Marie-Claude es mujer, ¿quién es esa otra mujer que se esconde dentro
de ella y a la que debe valorar? ¿Es quizá la idea platónica de la mujer? No.
Es su mamá. Nunca se le hubiera ocurrido decir que en su madre valoraba a la
mujer.
Adoraba
a su mamá y no a una mujer que estuviera dentro de ella. La idea platónica de
la mujer y la mamá eran la misma cosa.
El tenía
doce años cuando el padre de Franz la abandonó repentinamente. El niño supuso
que estaba ocurriendo algo grave, pero la mamá veló el drama con palabras
neutrales y suaves para no excitarlo. Ese día fueron a la ciudad y al salir de
casa Franz se dio cuenta de que la madre llevaba en cada pie un zapato
distinto. Se sentía confuso, tenía ganas de advertírselo, pero al mismo tiempo
le daba miedo que una advertencia de ese tipo pudiera herirla. Así que pasó dos
horas en la ciudad sin poder apartar los ojos de sus zapatos. Aquella vez
empezó a entender qué era el sufrimiento.
FIDELIDAD: La amó desde la
infancia hasta el momento en que la acompañó al cementerio, y la amaba hasta en
el recuerdo. De ahí nació en él la idea de que la fidelidad es la primera de
todas las virtudes; la fidelidad le da unidad a nuestra vida que, de otro modo,
se fragmentaría en miles de impresiones pasajeras como si fueran miles de
añicos.
Franz le
hablaba a Sabina con frecuencia de su madre, quién sabe si hasta con cierta
intención subconsciente no del todo desinteresada: suponía que Sabina quedaría
subyugada por su capacidad de ser fiel y que de aquel modo la conquistaría.
No sabía
que lo que subyugaba a Sabina era la traición y no la fidelidad. La palabra
fidelidad le recordaba al padre, un puritano que vivía en una pequeña ciudad y
los domingos pintaba para entretenerse puestas de sol en el bosque y rosas en
un florero. Gracias a él empezó a pintar siendo aún una niña. Cuando tenía
catorce años, ella se enamoró de un muchacho de la misma edad. El padre se
horrorizó y no la dejó salir sola de casa durante todo un año. Un día le enseñó
unas reproducciones de cuadros de Picasso y se rió de ellas. Ya que no la
dejaban amar a su compañero de clase, al menos se enamoró del cubismo. Después
de la reválida, se fue a Praga con la alegre sensación de que por fin tenía la
oportunidad de traicionar su hogar.
TRAICIÓN: desde pequeñitos
el padre y el maestro nos decían que es lo peor que puede imaginarse.
¿Pero
qué es la traición? Traición significa abandonar las propias filas. Traición
significa abandonar las propias filas e ir hacia lo desconocido. Sabina no
conoce nada más bello que ir hacia lo desconocido.
Estudiaba
en la academia de pintura, pero no le estaba permitido pintar como Picasso. Era
una época en la que se cultivaba obligatoriamente el llamado realismo
socialista y en la escuela se fabricaban retratos de los gobernantes
comunistas. Su deseo de traicionar al padre quedó insatisfecho, porque el comunismo
no era más que otro padre, igual de severo y de estrecho, que prohibía el amor
(era una época puritana) y a Picasso. Se casó con un mal actor de un teatro de
Praga sólo porque tenía fama de gamberro y les resultaba inadmisible a los dos
padres.
Después
murió la madre. Al día siguiente de su regreso a Praga, tras el entierro,
recibió un telegrama: el padre no había podido soportar el dolor y se había
suicidado.
Le
remordía la conciencia: ¿Era algo tan ruin que papá pintase floreros con rosas
y no le gustase Picasso? ¿Era tan digno de reproche que tuviese miedo de que su
hija volviese a casa, a sus catorce años, embarazada? ¿Era tan ridículo que no
fuese capaz de seguir viviendo sin su mujer?
El deseo
de traicionar la invadió de nuevo: de traicionar su propia traición. Le
comunicó al marido (ya no veía en él a un gamberro, sino tan sólo a un borracho
importuno) que lo abandonaba.
Pero, si
traicionamos a B, por cuya causa habíamos traicionado a A, de eso no se
desprende que nos reconciliemos con A. La vida de la pintora divorciada no se
parecía a la vida de sus padres traicionados. La primera traición es
irreparable. Produce una reacción en cadena de nuevas traiciones, cada una de
las cuales nos distancia más y más del lugar de la traición original.
MÚSICA: para Franz es el
arte que más se aproxima a la belleza dionisíaca entendida como embriaguez.
Uno no
puede embriagarse fácilmente con una novela o un cuadro, pero puede embriagarse
con la novena de Beethoven, con la sonata de Bartok para dos pianos y percusión
o con las canciones de los Beatles. Franz no distingue entre la llamada música
seria y la música moderna.
Esa
diferenciación le parece anticuada e hipócrita. Le gusta tanto el rock como
Mozart.
Para él
la música es una liberación: lo libera de la soledad, del encierro, del polvo
de las bibliotecas, abre en su cuerpo una puerta por la que su alma entra al
mundo para hermanarse. Le gusta bailar y lamenta que Sabina no comparta esta
pasión con él.
Están
los dos en un restaurante y mientras comen se oye por los altavoces una sonora
música rítmica.
Sabina
dice:
—Esto es
un círculo vicioso. La gente se vuelve sorda porque pone la música cada vez más
alto. Y como se vuelve sorda, no le queda más remedio que ponerla aún más alto.
—¿No te
gusta la música? —le pregunta Franz.
—No
—dice Sabina. Luego añade—: Puede que si viviera en otra época... —y piensa en
el tiempo en que vivía Johann Sebastian Bach, cuando la música era como una
rosa que crecía en una enorme planicie nevada de silencio.
El ruido
disfrazado de música la persigue desde su infancia. Cuando estudiaba en la
academia de pintura, tuvo que pasar unas vacaciones enteras en la llamada Obra
de la Juventud. Vivían en unas habitaciones comunes y trabajaban en la
construcción de una siderurgia. La música aullaba desde los altavoces a partir
de las cinco de la mañana y hasta las nueve de la noche. Le daban ganas de
llorar, pero la música era alegre y era imposible escapar de ella, ni en el
retrete, ni en la cama bajo la manta, los altavoces estaban por todas partes.
La música era como una jauría de perros de presa que hubieran soltado tras
ella.
Entonces
pensaba que esta barbarie musical sólo imperaba en el mundo comunista. En el
extranjero comprobó que la transformación de la música en ruido es un proceso
planetario, mediante el cual la humanidad entra en la fase histórica de la
fealdad total. El carácter total de la fealdad se manifestó en primer término
como omnipresente fealdad acústica: coches, motos, guitarras eléctricas,
taladros, altavoces, sirenas. La omnipresencia de la fealdad visual llegará
pronto.
Cenaron,
subieron a la habitación, hicieron el amor y a Franz se le confundían las ideas
en el umbral del sueño. Se acordó de la ruidosa música durante la cena y pensó:
“El ruido tiene una ventaja. No se oyen las palabras”. Se dio cuenta de que
desde su infancia no hace otra cosa que hablar, escribir, dar conferencias,
inventar frases, buscar expresiones, corregirlas, de modo que al final no hay
palabras precisas, su sentido se difumina, pierden su contenido y se convierten
en residuos, hierbajos, polvo, arena que vaga por su cerebro, que le duele en
la cabeza, que es su insomnio, su enfermedad. Y en e se momento sintió el
anhelo, oscuro y poderoso, de una música inmensa, de un ruido absoluto, un bullicio
hermoso y alegre que lo abrace, lo inunde y lo ensordezca todo y en el que
desaparezca para siempre el dolor, la vanidad y el nihilismo de las palabras.
¡La música, la negación de las frases, la música, la antipalabra! Anhelaba
estar durante mucho tiempo abrazado a Sabina, callar, no decir ya nunca más una
sola frase y dejar que el placer se funda con el estruendo orgiástico de la
música. En medio de aquel feliz ruido imaginario se durmió.
Luz Y OSCURIDAD: para
Sabina vivir significa ver. La visión está limitada por una doble frontera: una
luz fuerte, que ciega, y la total oscuridad. Posiblemente esto es lo que
determina el rechazo de Sabina a cualquier extremismo. Los extremos son la
frontera tras la cual termina la vida y la pasión por el extremismo en el arte
y en la política es una velada ansia de muerte.
La
palabra “luz” no despierta en Franz la imagen de un paisaje sobre el cual
descansa el blando resplandor del día, sino la de la fuente de luz en sí; el
sol, la lámpara.
Franz
recuerda las conocidas metáforas: el sol de la verdad, el deslumbrante
resplandor de la razón, etc.
Al igual
que la luz, le atrae la oscuridad. Sabe que en nuestro tiempo se considera
ridículo apagar la luz mientras se hace el amor y por eso deja encendida una
pequeña lámpara encima de la cama. Pero cuando penetra a Sabina, cierra los
ojos. El gozo que le inunda requiere oscuridad. Esa oscuridad es pura, limpia,
sin imágenes ni visiones, esa oscuridad no tiene final, no tiene fronteras, esa
oscuridad es el infinito que cada uno de nosotros lleva dentro de sí. (¡En
efecto, quien busque el infinito, que cierre los ojos!)
En el
momento en que siente que el gozo se extiende por su cuerpo, Franz se estira y
se diluye en el infinito de su oscuridad, él mismo se vuelve infinito. Pero
cuanto mayor se vuelve un hombre en su oscuridad interior, más disminuye en su
apariencia externa. Un hombre con los ojos cerrados es una ruina de hombre. A
Sabina le desagrada esa visión, no quiere mirar a Franz y por eso cierra
también los ojos. Pero esa oscuridad no significa para ella el infinito, sino
simplemente la disconformidad con lo que se ve, la negación de lo visto, el
rechazo a ver.
4
Sabina
se dejó convencer para visitar una asociación de compatriotas. Discutían una
vez más acerca de si se debía haber luchado contra los rusos con las armas en
la mano o no. Por supuesto que aquí, en la tranquilidad de la emigración, todos
decían que se tenía que haber luchado. Sabina dijo:
—Entonces
vuelvan y luchen.
No debía
haberlo dicho. Un hombre con el pelo cano y ondulado la señaló con un largo
dedo índice:
—No diga
eso. Todos ustedes son responsables de lo que pasó. Usted también. ¿Qué hizo
usted allí contra el régimen comunista? Pintar cuadros, eso es todo...
La
evaluación y el examen de los ciudadanos es una actividad permanente, la
principal de las actividades sociales en los países comunistas. Si a un pintor
se le ha de autorizar una exposición, si un ciudadano debe obtener un visado
para poder ir durante las vacaciones al mar, si un futbolista debe formar parte
de la selección nacional, primero hay que reunir todos los dictámenes e
informes sobre él (de la portera, de los compañeros de trabajo, de la policía,
de la organización del partido, de los sindicatos), luego éstos son analizados,
sopesados y resumidos por funcionarios especiales designados para esos fines.
Pero aquello de lo que hablan esos dictámenes no se refiere a la capacidad del
ciudadano para pintar, jugar al fútbol o a si su salud necesita que pase las
vacaciones junto al mar. Se refiere única y exclusivamente a lo que se dio en
llamar “perfil político del ciudadano” (o sea, a lo que el ciudadano dice, a lo
que piensa, al modo en que se comporta, a si participa en reuniones y en
manifestaciones del primero de mayo). Dado que todo (la vida cotidiana, la
carrera profesional y hasta las vacaciones) depende de la evaluación que se
haga del ciudadano, todo el mundo (si quiere jugar al fútbol en el equipo
nacional, exponer sus cuadros o pasar las vacaciones junto al mar) tiene que
comportarse de modo que la evaluación sea positiva.
En eso
pensaba ahora Sabina, mientras oía hablar al hombre del pelo cano. No se
preocupa de si sus compatriotas juegan bien al fútbol o pintan bien (ninguno de
los checos se preocupaban por saber cómo pinta Sabina), sino de si su postura
en contra del régimen comunista era activa o sólo pasiva, de verdad o fingida,
de toda la vida o de ahora mismo.
Como era pintora, se fijaba mucho en la cara
de la gente y conocía, por sus experiencias en Praga, la fisonomía de aquellos
cuya pasión es examinar y evaluar a los demás. Todos ellos tenían el índice un
poco más largo que el dedo del corazón y apuntaban con él a las personas con
las que hablaban. Por lo demás, el presidente Novotny, que mandó en Bohemia
durante catorce años, hasta 1968, también llevaba el pelo exactamente igual,
con un ondulado de peluquería y tenía el índice más largo de todos los
habitantes de Europa Central.
Cuando
el prestigioso emigrante oyó, en boca de una pintora cuyos cuadros no había
visto nunca, que se parecía al presidente comunista Novotny, enrojeció,
palideció, volvió a enrojecer, volvió a palidecer, no dijo nada y permaneció en
silencio. Todos se quedaron callados al mismo tiempo, hasta que por fin Sabina
se levantó y se fue.
Estaba
consternada, pero en cuanto llegó a la calle, pensó: ¿Y por qué iba a tener que
relacionarse con los checos? ¿Qué la une a ellos? ¿El paisaje? Si cada uno de
ellos tuviera que explicar lo que le dice la palabra Bohemia, las imágenes que
tendrían ante los ojos serían totalmente heterogéneas y no formarían unidad
alguna.
¿O la
cultura? Pero ¿qué es? ¿Dvorak y Janacek? Sí. Pero ¿qué ocurre cuando un checo
no tiene sentido musical? La esencia de lo checo se diluye rápidamente.
¿O los
grandes hombres? ¿Jan Hus? Ninguno de ellos había leído ni un solo renglón de
sus libros.
Lo único
que eran capaces de entender todos a una eran las llamas, las gloriosas llamas
en las que ardió como hereje en la hoguera, las gloriosas cenizas en las que se
convirtió, de modo que la esencia de lo checo, piensa Sabina, no es para ellos
más que cenizas. Lo que une a esa gente no es más que su derrota y los
reproches que se hacen mutuamente.
Andaba
deprisa. Más que la ruptura con los emigrantes, lo que ahora la excitaba eran
sus pensamientos.
Sabía que
eran injustos. Entre los checos hay también personas diferentes a aquel señor
del índice largo.
El
silencio que se produjo tras sus palabras no significaba, ni mucho menos, que
todos estuviesen en contra suya. Más bien estaban confundidos por ese odio repentino,
por esa incomprensión de la que aquí en la emigración todos son víctimas. ¿Por
qué, mejor, no se compadece de ellos? ¿Por qué no ve en ellos a personas
enternecedoras y abandonadas?
Nosotros
sabemos ya por qué: Ya al traicionar a su padre, la vida apareció ante ella
como un largo camino de traiciones, y cualquier traición nueva la atraía como
un vicio y como una victoria, ¡No quiere permanecer en sus filas! ¡No quiere
permanecer en esas filas siempre con la misma gente y las mismas conversaciones!
Por eso la excita tanto lo injusta que es. La excitación no le resulta
desagradable, al contrario, Sabina tiene la sensación de haber vencido y de ser
aplaudida por alguien invisible.
Pero
inmediatamente después de aquella embriaguez llegó la angustia: ¡Este camino
tiene que terminar en algún sitio! ¡Alguna vez tiene que dejar de traicionar!
¡Algún día tiene que detenerse! Era de noche e iba de prisa por el andén. El
tren para Amsterdam ya está en la estación. Buscaba su vagón. Abrió la puerta
del compartimiento hasta el cual la había conducido un amable revisor y vio a
Franz sentado en la cama, que ya estaba hecha. Se levantó para darle la
bienvenida y ella lo abrazó y lo cubrió de besos.
Tenía
unas ganas terribles de decirle, como la más trivial de las mujeres: ¡No me
abandones, no dejes que me vaya, dómame, esclavízame, sé fuerte! Pero eran
palabras que no podía y no sabía pronunciar.
Después
de abrazarlo lo único que dijo fue: “Estoy tan contenta de estar contigo”. Era
lo más que podía decir una persona de un carácter tan reservado como el de
ella.
5 Pequeño diccionario de palabras incomprendidas (continuación)
MANIFESTACIONES: En Italia
o en Francia la cosa es sencilla. Cuando los padres obligan a alguien a ir a la
iglesia, éste se venga ingresando en el partido (comunista, maoísta,
trotskista, etc.). Pero a Sabina su padre primero la hizo ir a la iglesia y
después, él mismo, por temor, la obligó a apuntarse en la Unión de Jóvenes
Comunistas.
Cuando
iba a las manifestaciones del primero de mayo, no sabía llevar el ritmo de la
marcha, de modo que la chica que iba detrás le gritaba y le daba pisotones a
propósito. Cuando se cantaba durante el desfile, nunca sabía el texto de las
canciones y no hacía más que abrir la boca sin emitir sonido. Pero sus compañeras
se dieron cuenta y la acusaron. Desde pequeña odiaba todas las manifestaciones.
Franz
estudiaba en París y, como tenía un talento excepcional, su carrera científica
estaba asegurada prácticamente desde sus veinte años. Desde entonces sabía que
se iba a pasar la vida dentro de un gabinete universitario, de las bibliotecas
públicas y de dos o tres aulas; aquella idea le producía una sensación de
asfixia. Tenía ganas de salirse de su vida, tal como se sale de una casa a la
calle.
Por eso,
mientras vivía en París, le gustaba tanto asistir a manifestaciones. Era
precioso celebrar algo, reivindicar algo, protestar contra algo, no estar solo,
estar al aire libre y estar con otros. Las manifestaciones que bajaban por el
bulevar Saint Germain o desde la plaza de la República a la Bastilla, le
fascinaban. La masa marchando y gritando era para él la imagen de Europa y su
historia. Europa es la Gran Marcha. Marcha de revolución en revolución, de
lucha a lucha, siempre adelante.
También
podría decirlo de otro modo: A Franz su vida entre libros le parecía irreal.
Anhelaba una vida real, el contacto con el resto de las personas que van con él
codo con codo, sus gritos. No era consciente de que precisamente lo que
considera irreal (el trabajo en la soledad del gabinete y de las bibliotecas)
es su vida real, mientras que las manifestaciones que representaban para él la
realidad no son más que teatro, danza, fiesta, dicho de otro modo: sueño.
Durante
sus estudios Sabina vivía en una residencia. Los primeros de mayo todos tenían
que estar desde muy temprano en el punto de partida de la manifestación. Para
que no faltase nadie, los funcionarios de la organización de estudiantes
controlaban que la residencia quedase vacía. Por eso se escondía en el retrete
y, cuando hacía mucho tiempo que los demás ya se habían ido, volvía a su
habitación. Había un silencio como nunca. Sólo a lo lejos se oía a las bandas
de música. Era como si estuviera escondida dentro de una concha y a lo lejos
resonase el mar del mundo hostil.
Un año
después de abandonar Bohemia se encontraba casualmente en París, precisamente
en el aniversario de la invasión rusa. Se celebraba una manifestación de
protesta y no fue capaz de resistir a la tentación de participar. Los jóvenes
franceses levantaban el puño y gritaban consignas contra el imperialismo
soviético. Aquellas consignas le gustaban, pero de pronto comprobó con sorpresa
que era incapaz de gritar a coro con los demás. No aguantó en la manifestación
más que unos pocos minutos.
Les
confió su experiencia a sus amigos franceses. Se extrañaron: “¿Es que no
quieres luchar contra la ocupación de tu país?”. Tenía ganas de decirles que
detrás del comunismo, del fascismo, de todas las ocupaciones y las invasiones,
se esconde un mal más básico y general; para ella la imagen de ese mal es una
manifestación de personas que marchan, levantan los brazos y gritan al unísono
las mismas sílabas. Pero sabía que no sería capaz de explicárselo. Perpleja,
cambió el tema de la conversación.
BELLEZA DE NUEVA YORK:
Anduvieron por Nueva York durante horas; a cada paso variaba el espectáculo
como si fueran por una estrecha vereda de un paisaje montañoso arrebatador: en
medio de la acera un joven se inclinaba y rezaba, a poca distancia de él
dormitaba una negra hermosa, un hombre vestido con un traje negro atravesaba la
calle dirigiendo con gestos ampulosos una orquesta invisible, el agua brotaba
de una fuente y alrededor de ella almorzaban sentados unos obreros de la
construcción. Las escaleras verdes trepaban por las fachadas de unas casas feas
de ladrillos rojos, pero aquellas casas eran tan feas que en realidad
resultaban hermosas, junto a ellas había un gran rascacielos acristalado y,
detrás de aquél, otro rascacielos en cuyo techo habían construido un pequeño
palacio árabe con sus torrecillas, sus galerías y sus columnas doradas.
Sabina
se acordó de sus cuadros: en ellos también se producían encuentros de cosas que
no tenían nada que ver: una siderurgia en construcción y detrás de ella una
lámpara de petróleo; otra lámpara más, cuya antigua pantalla de cristal pintado
está rota en pequeños fragmentos que flotan sobre un paisaje desértico de
marismas.
Franz
dijo:
—La
belleza europea ha tenido siempre un cariz intencional. Había un propósito
estético y un plan a largo plazo según el cual la gente edificaba durante
decenios una catedral gótica o una ciudad renacentista. La belleza de Nueva
York tiene una base completamente distinta. Es una belleza no intencional.
Surgió sin una intención humana, algo así como una gruta con estalactitas.
Formas que en sí mismas son feas, se encuentran casualmente, sin planificación,
en unas combinaciones tan increíbles que relucen con milagrosa poesía.
Sabina
dijo:
—Una
belleza no intencional. Sí. También podría decirse: la belleza como error.
Antes de que la belleza desaparezca por completo del mundo, existirá aún
durante un tiempo como error. La belleza como error es la última fase de la
historia de la belleza.
Y se
acordó del primer cuadro que pintó, ya como pintora madura; surgió gracias a
que sobre él cayó por error pintura roja. Sí, sus cuadros estaban basados en la
belleza del error, y Nueva York era la patria secreta y verdadera de su
pintura.
Franz
dijo:
—Es
posible que la belleza no intencional de Nueva York sea mucho más rica y
variada que la belleza excesivamente severa y compuesta de un proyecto humano.
Pero ya no es una belleza europea. Es un mundo extraño.
¿Resultará
que hay al menos algo acerca de lo cual los dos piensen lo mismo? No. Hay una
diferencia. Lo ajeno de la belleza neoyorquina atrae tremendamente a Sabina. A
Franz le fascina, pero también le horroriza; despierta en él la añoranza de
Europa.
Sabina
comprende la aversión de él hacia América. Franz es la personificación de
PATRIA DE SABINA:
Europa:
su madre era de Viena, su padre era francés, él es suizo.
Por su
parte, Franz admira la patria de Sabina. Cuando le habla de sí misma y de sus
amigos de Bohemia, Franz oye las palabras cárcel, persecución, tanques en las
calles, emigración, octavillas, literatura prohibida, exposiciones prohibidas,
y siente una extraña envidia mezclada de nostalgia.
Le
confiesa a Sabina: “Una vez un filósofo escribió acerca de mí que todo lo que
digo son especulaciones indemostrables y me llamó un Sócrates casi inverosímil.
Me sentí tremendamente humillado y le respondí en un tono furibundo.
¡Imagínate! ¡Este episodio ridículo fue el mayor conflicto que jamás he vivido!
¡Fue entonces cuando mi vida alcanzó el máximo de sus posibilidades dramáticas!
Nosotros dos vivimos a dos escalas distintas. Tú has entrado en mi vida como
Gulliver en el país de los enanos”.
Sabina
protesta. Dice que el conflicto, el drama, la tragedia, no significan
absolutamente nada, no representan valor alguno, nada que merezca respeto o
admiración. Lo que todo el mundo le puede envidiar a Franz es el trabajo que ha
podido hacer tranquilamente.
Franz
hace un gesto de negación con la cabeza: “Cuando la sociedad es rica, la gente
no tiene que trabajar con las manos y se dedica a la actividad intelectual. Hay
cada vez más universidades y cada vez más estudiantes. Los estudiantes, para
poder terminar sus carreras, tienen que inventar temas para sus tesinas.
Hay una
cantidad infinita de temas, porque sobre cualquier cosa se puede hacer un
estudio. Los folios de papel escrito se amontonan en los archivos, que son más
tristes que un cementerio, porque en ellos no entra nadie ni siquiera el día de
difuntos. La cultura sucumbe bajo el volumen de la producción, la avalancha de
letras, la locura de la cantidad. Por ese motivo te digo que un libro prohibido
en tu país significa infinitamente más que los millones de palabras que vomitan
nuestras universidades”.
En este
sentido podríamos entender la debilidad de Franz por todas las revoluciones.
Tiempo atrás había sentido simpatía por Cuba, luego por China y, cuando la
perdió debido a la crueldad de sus regímenes, se acostumbró melancólicamente a
la idea de que ya no le quedaba más que aquel mar de letras que no tienen
ningún peso y no son la vida. Se hizo profesor en Ginebra (donde no se celebran
manifestaciones) y, en una especie de vida ascética (solo, sin mujeres ni
manifestaciones), publicó con considerable éxito varios libros científicos. Un
buen día llegó Sabina como una aparición; venía de un país en el que desde
hacía mucho tiempo no florecía ningún tipo de ilusiones revolucionarias, pero
donde se conservaba lo que él más admiraba de las revoluciones: el riesgo, el
coraje y el peligro de muerte, una vida vivida a gran escala.
Sabina
le había devuelto la fe en la grandeza del destino del hombre. Resultaba aún
más bella porque detrás de su figura se trasparentaba el doloroso drama de su
país.
Pero a
Sabina no le gustaba aquel drama. Las palabras cárcel, persecución, libros
prohibidos, ocupación, tanques, son para ella palabras feas, carentes del menor
perfume romántico. La única palabra que suena en su interior dulcemente, como
un recuerdo nostálgico de su patria, es la palabra cementerio.
CEMENTERIO: En Bohemia los
cementerios parecen jardines. Las tumbas están cubiertas de césped y flores de colores.
Las humildes sepulturas se pierden entre el verde de las hojas. Cuando
oscurece, los cementerios se llenan de pequeñas velas encendidas, de modo que
es como si los muertos hubieran organizado un baile infantil. Sí, un baile
infantil, porque los muertos son inocentes como niños.
Aunque
la vida estuviera llena de crueldad, en los cementerios siempre ha reinado la
paz. Incluso en tiempos de guerra, en la época de Hitler, en la de Stalin,
durante todas las ocupaciones. Cuando estaba triste, cogía el coche y se iba
lejos de Praga, a pasear por alguno de los cementerios de pueblo que le
gustaban. Aquellos cementerios, con montes azulados al fondo, eran hermosos
como una canción de cuna.
Para
Franz un cementerio es un desagradable depósito de huesos y piedras.
—Yo no
iría jamás en coche. ¡Les tengo pánico a los accidentes! ¡Aunque uno no se
mate, tiene que quedarle un trauma para toda la vida! —dijo el escultor y se
cogió inconscientemente el dedo índice que por poco no había perdido hacía
tiempo, mientras labraba una escultura en madera. Lo conservó de milagro.
—¡Qué
va! —Rió Marie-Claude, que estaba en forma—: ¡Una vez tuve un accidente grave y
fue estupendo! ¡Lo mejor de todo fue el hospital! No podía dormir, así que leía
sin parar, de día y de noche.
Todos la
miraban con un asombro que a ella le producía un evidente placer. Franz sentía
una sensación en la que se mezclaban el disgusto (sabía que tras el mencionado
accidente su mujer se había quedado muy deprimida y no había parado de
quejarse) y una especie de admiración (su capacidad para transformar todo lo
que le pasaba era una muestra de su imponente vitalidad). Continuó:
—Allí
fue donde empecé a dividir los libros en diurnos y nocturnos. De verdad que hay
libros que sólo se pueden leer por la noche.
Todos
manifestaban un asombro admirativo, menos el escultor que seguía apretando su
dedo y tenía la cara llena de arrugas por el desagradable recuerdo.
Marie-Claude se dirigió a él:
—¿Qué
categoría le adjudicarías a Stendhal?
El
escultor no prestaba atención y se encogió de hombros sin saber qué responder.
El crítico de arte que estaba a su lado manifestó que a su juicio Stendhal era
una lectura diurna.
Marie-Claude
hizo un gesto de negación con la cabeza y afirmó con voz sonora: —te equivocas.
¡No, no, no, te equivocas! ¡Stendhal es un autor nocturno!
Franz
participaba en la discusión sobre el arte nocturno y diurno sin apenas
dedicarle atención, porque no pensaba más que en cuándo aparecería Sabina.
Habían estado dudando los dos muchos días si debían aceptar o no la invitación
a este cóctel. Marie-Claude lo organizaba para todos los pintores y escultores
que habían expuesto alguna vez en su galería. Desde que conoció a Franz, Sabina
evitaba encontrarse con su mujer. Pero tenían miedo de quedar en evidencia y al
final llegaron a la conclusión de que 'sería más natural y menos sospechoso que
ella asistiese.
Miraba
disimuladamente hacia la antesala y entonces se dio cuenta de que en el otro
extremo de la sala resonaba constantemente la voz de su hija Marie-Anne, que
tenía dieciocho años. Abandonó el grupo dominado por su mujer para incorporarse
al círculo dominado por su hija. Algunos estaban sentados en sillones, otros de
pie; Marie-Anne estaba sentada en el suelo. Franz estaba seguro de que
Marie-Claude, al otro extremo del salón, tampoco tardaría mucho en sentarse en
la alfombra. Sentarse en el suelo en presencia de los huéspedes era en aquella
época un gesto que significaba naturalidad, soltura, progresismo, amistosidad y
espíritu parisino. Marie-Anne se sentaba en todas partes en el suelo con tal
pasión que Franz temía con frecuencia que se sentase en el suelo en el estanco
al que iba a comprar cigarrillos.
—¿En qué
está trabajando ahora, Alan? —le preguntó Marie-Anne al hombre a cuyos pies
estaba sentada.
Alan era
una persona ingenua y honesta y quiso responder con sinceridad a la hija de la
dueña de la galería. Empezó a explicarle su nuevo modo de pintar, que es una
unión de fotografía y pintura al óleo.
No había
dicho más de tres frases cuando Marie-Anne empezó a silbar. El pintor hablaba
despacio y concentrado, de manera que no oyó los silbidos. Franz le dijo al
oído:
—¿Me
puedes decir por qué silbas?
—Porque
no me gusta cuando hablan de política —respondió en voz alta.
En
efecto, dos de los hombres que formaban parte del mismo círculo hablaban de las
próximas elecciones en Francia. Marie-Anne, que se sentía obligada a dirigir la
diversión, les preguntó a los dos si irían la semana próxima al teatro a ver la
ópera de Rossini que ponía en Ginebra una compañía italiana.
Mientras
tanto, el pintor Alan buscaba formulaciones cada vez más precisas para explicar
su nuevo modo de pintar, y Franz se avergonzaba de su hija. Para acallarla
afirmó que se aburría infinitamente en la ópera.
—Eres
terrible —dijo Marie-Anne, tratando desde el suelo de golpear a su padre en la
barriga—, el actor principal es hermoso. ¡Ay, qué hermoso es! Lo he visto dos
veces y estoy enamorada de él.
Franz
constató que su hija se parecía terriblemente a su madre. ¿Por qué no se parece
a él?
No hay
nada que hacer, no se le parece. Ha oído ya a Marie-Claude innumerables veces
decir que está enamorada de tal O cual pintor, cantante, escritor, político y
una vez hasta de un ciclista. Por supuesto que aquello era pura retórica de
cenas y cócteles, pero a veces, en esos momentos, él se acordaba de que una vez
hace veinte años dijo lo mismo de él mientras lo amenazaba con suicidarse.
En ese
momento entró Sabina en el salón. Marie-Claude la vio y fue a su encuentro. Su
hija seguía hablando de Rossini, pero Franz sólo prestaba atención a lo que se
decían las dos mujeres. Después de unas frases amistosas de bienvenida,
Marie-Claude cogió un colgante de cerámica que Sabina llevaba al cuello y dijo
en voz muy alta:
—Y esto
¿qué es? ¡Es muy feo! Aquella frase llamó la atención de Franz. No fue
pronunciada con agresividad, por el contrario, una sonora risa pretendía
aclarar inmediatamente que el rechazo al colgante no cambiaba en nada la
amistad que Marie-Claude sentía por la pintora, pero era sin embargo una frase
que no cuadraba con la forma en que Marie-Claude hablaba con los demás.
—Lo he
hecho yo misma —dijo Sabina. —Es feo, de verdad —repitió Marie-Claude en voz
muy alta: No deberías llevarlo.
Franz
sabía que a su mujer no le importaba nada que el colgante fuese feo o no. Feo
era aquello que ella quería ver feo, hermoso era lo que quería ver hermoso. Los
adornos de sus amigos eran hermosos a priori. Pero aunque, pese a todo, los
encontrase feos, se lo callaría, porque hacía tiempo que el halago se había
convertido en su segunda personalidad.
Entonces
¿por qué había decidido que el colgante que Sabina se había hecho iba a ser
feo?
Franz lo
tiene completamente claro: Marie-Claude dijo que el colgante de Sabina era feo
porque se lo podía permitir.
Para ser
más preciso: Marie-Claude dijo que el colgante de Sabina era feo para que
quedase claro que se podía permitir decirle a Sabina que su colgante era feo.
La
exposición de Sabina, hace un año, no tuvo gran éxito y a Marie-Claude no le
interesaba demasiado ganarse el favor de Sabina. Por el contrario, Sabina tenía
motivos para desear ganarse el favor de Marie-Claude. Sin embargo, su actitud
no daba esa impresión.
Sí,
Franz lo tenía completamente claro: Marie-Claude había aprovechado la
oportunidad para poner de manifiesto ante Sabina (y los demás) cuál era la
verdadera relación de fuerzas.
7 Pequeño
diccionario de palabras incomprendidas (terminación)
IGLESIA ANTIGUA EN AMSTERDAM: De un lado están las casas y en las grandes ventanas de los pisos
bajos, que parecen escaparates de comercios, están las pequeñas habitaciones de
las putas, quienes, en ropa interior, están sentadas justo al lado de los
cristales, en sillones con almohadones. Parecen grandes gatas aburridas.
La parte
de enfrente de la calle está formada por una enorme iglesia gótica del siglo
catorce.
Entre el
mundo de las putas y el mundo de Dios, como un río entre dos reinos, se
extiende un in tenso olor a orina.
Lo único
que ha quedado del antiguo estilo gótico adentro de la catedral son las altas
paredes desnudas, las columnas, la bóveda y las ventanas. En las paredes no hay
ni un solo cuadro, ni una sola escultura. La iglesia está vacía como un
gimnasio. Lo único que hay en el medio son filas de sillas formando un gran
cuadrado que rodea un ínfimo estrado con una mesa para el predicador. Detrás de
las sillas hay unas cabinas de madera, son los palcos para las familias de
ricos burgueses.
Las
sillas y los palcos están puestos sin la más mínima consideración para con la
forma de las paredes y la situación de las columnas, como si quisieran
expresarle a la arquitectura gótica su indiferencia y desprecio. La fe
calvinista convirtió hace ya siglos la iglesia en un simple Cobertizo que no
tiene otra función que la de proteger la Oración de los creyentes de la lluvia
y la nieve.
Franz
estaba fascinado: “por esta enorme sala había pasado la Gran Marcha de la
historia.”
Sabina
se acordó de cuando, tras el golpe de Estado de los comunistas, todos los
palacios de Bohemia fueron nacionalizados y convertidos en escuelas de
formación profesional, en asilos de ancianos, pero también en establos. Visitó
uno de esos establos: en las paredes estuca das estaban empotrados los soportes
de las argollas de hierro a las que estaban atadas las vacas que miraban como
en sueños por las ventanas al parque del palacio por el que corrían las
gallinas.
Franz
dijo:
—Este
vacío me fascina. La gente acumula altares, estatuas, cuadros, sillas,
sillones, alfombras, libros y después viene ese momento de alivio feliz en el
que lo sacuden todo como migas de una mesa. ¿Te imaginas cómo sería esa escoba
de Hércules que barrió esta iglesia?
Sabina
señaló uno de los palcos de madera:
—Los
pobres tenían que estar de pie y los ricos tenían palcos. Pero había algo que
unía al banquero y al pobre: el odio a la belleza.
—¿Qué es
la belleza? —dijo Franz y ante sus ojos apareció la inauguración de la
exposición en la que tuvo que participar recientemente en compañía de su mujer.
La infinita vanidad de los discursos y las palabras, la vanidad de la cultura,
la vanidad del arte.
Cuando
ella trabajaba como estudiante en la Obra de la Juventud y tenía el alma
envenenada por las alegres marchas que sonaban sin interrupción por los
altavoces, cogió un domingo la motocicleta y se dirigió hacia las lejanas
montañas. Se detuvo en un pueblecito perdido en medio de los montes. Apoyó la
motocicleta en la pared de la iglesia y entró. Estaban oficiando la misa. En
aquella época la religión estaba perseguida por el régimen y la mayor parte de
la gente se mantenía alejada de la iglesia. Los únicos que estaban sentados en
los bancos eran los viejos y las viejas, porque ésos no le temían al régimen.
Sólo le temían a la muerte.
El
sacerdote pronunciaba con voz cantarína una frase y la gente la repetía a coro.
Eran letanías. Las palabras, siempre iguales, volvían como un peregrino que no
puede despegar los ojos del paisaje o como un hombre que no es capaz de
despedirse de la vida. Ella estaba sentada en el último banco, a ratos cerraba
los ojos, sólo para oír la música de aquellas palabras y luego los volvía a
abrir: veía arriba la cúpula pintada de azul y sobre el azul unas grandes
estrellas doradas. Estaba como encantada.
Lo que
repentinamente había encontrado en aquella iglesia no era a Dios, sino a la
belleza. Sabía perfectamente que aquella iglesia y aquellas letanías no eran
bellas en sí mismas, sino precisamente en relación con la Obra de la Juventud,
en la que pasaba sus días en medio del ruido de las canciones. La misa era
bella porque se le había aparecido, repentina y secretamente, como un mundo
traicionado.
Desde
entonces sabía que la belleza es un mundo traicionado. Sólo podemos encontrarla
cuando sus perseguidores la han dejado olvidada por error en algún sitio. La
belleza está oculta tras los bastidores de la manifestación del primero de
mayo. Si la queremos encontrar, tenemos que rasgar el lienzo del decorado.
—Esta es
la primera vez que me fascina una iglesia—, dijo Franz.
Lo que
despertaba su entusiasmo no era ni el protestantismo ni el ascetismo. Era otra
cosa, algo muy personal, de lo que no se atrevía a hablar delante de Sabina. Le
parecía oír una voz que lo exhortaba a coger la escoba de Hércules y barrer de
su vida las inauguraciones de Marie-Claude, los cantantes de Marie-Anne, los
congresos y los simposios, los discursos vanos, las palabras vanas. El gran
espacio vacío de la iglesia de Ámsterdam aparecía ante él como la imagen de su
propia liberación.
FUERZA: En la cama de uno
de los muchos hoteles en los que hacían el amor, Sabina jugaba con los brazos
de Franz:
—Es
increíble —dijo— que tengas esos músculos.
Franz se
alegró por el elogio. Se levantó de la cama, cogió una pesada silla de roble
por la parte de abajo de la pata, junto al suelo, y la levantó lentamente.
—No
tienes que tener miedo de nada —dijo—, yo podría defenderte en cualquier
situación. Antes participaba en competiciones de judo.
Consiguió
levantar el brazo con la pesada silla por en cima de la cabeza y Sabina dijo:
—Es
agradable ver lo fuerte que eres. Pero para sus adentros añadió lo siguiente:
Franz es fuerte, pero su fuerza se dirige sólo hacia afuera. Con respecto a las
personas con las que vive, a las que quiere, es débil. La debilidad de Franz se
llama bondad. Franz nunca podría darle órdenes a Sabina. No le mandaría, como
en tiempos hizo Tomás, que coloque un espejo en el suelo y ande encima de él
desnuda. No es que le falte sensualidad, pero le falta fuerza para mandar. Hay
cosas que sólo pueden hacerse con violencia. El amor físico es impensable sin
violencia.
Sabina
miraba a Franz que caminaba por la habitación con la silla levantada, aquello
le parecía grotesco y la llenaba de una extraña tristeza.
Franz
dejó la silla en el suelo y se sentó en ella mirando a Sabina.
—No es
que no me agrade ser fuerte —dijo—, pero ¿para qué necesito estos músculos en
Ginebra?
Los
llevo como un adorno. Como unas plumas de pavo real. En la vida me he peleado
con nadie.
Sabina
continuó con su meditación melancólica: ¿Y si tuviera un hombre que le diera
órdenes? ¿Alguien que quisiera ser su amo? ¿Cuánto tiempo iba a aguantarlo? ¡Ni
siquiera cinco minutos! De lo cual se deduce que no hay hombre que le vaya
bien. Ni fuerte ni débil. Dijo: —¿Y por qué no utilizas nunca tu fuerza contra
mí? —Porque amar significa renunciar a la fuerza —dijo Franz con suavidad.
Sabina
se dio cuenta de dos cosas: en primer lugar, de que aquella frase era hermosa y
cierta. En segundo lugar, de que, al pronunciarla, Franz quedaba descalificado
para su vida erótica.
VIVIR EN LA VERDAD: Ésta
es una fórmula que utiliza Kafka en su diario o en alguna carta. Franz ya no
recuerda dónde. Aquella fórmula le llamó la atención. ¿Qué es eso de vivir en
la verdad? La definición negativa es sencilla: significa no mentir, no
ocultarse, no mantener nada en secreto. Desde que conoció a Sabina, Franz vive
en la mentira. Le habla a su mujer de un congreso en Amsterdam y de unas
conferencias en Madrid que jamás han tenido lugar y le da miedo ir con Sabina
por la calle en Ginebra. Le divierte mentir y esconderse, precisamente porque
no lo ha hecho nunca. Se siente agradablemente excitado, como un buen alumno
que hubiera decidido hacer novillos por una vez en su vida.
Para
Sabina, vivir en la verdad, no mentirse a sí mismo, ni mentir a los demás, sólo
es posible en el supuesto de que vivamos sin público. En cuanto hay alguien que
observe nuestra actuación, nos adaptamos, queriendo o sin querer, a los ojos
que nos miran y ya nada de lo que hacemos es verdad.
Tener
público, pensar en el público, eso es vivir en la mentira. Sabina desprecia la
literatura en la que los autores delatan todas sus intimidades y las de sus
amigos. La persona que pierde su intimidad, lo pierde todo, piensa Sabina. Y la
persona que se priva de ella voluntariamente, es un monstruo. Por eso Sabina no
sufre por tener que ocultar su amor. Al contrario, sólo así puede “vivir en la
verdad”.
Por el
contrario, Franz está seguro de que la división de la vida en una esfera
privada y otra pública es la fuente de toda mentira: el hombre es de una manera
en su intimidad y de otra en público. “Vivir en la verdad” significa, para él,
suprimir la barrera entre lo privado y lo público. Le agrada citar la frase de
André Bretón acerca de que le gustaría vivir “en una casa de cristal” en la que
nada sea secreto y en la que todos puedan verlo.
Cuándo
oyó a su mujer decirle a Sabina “¡qué feo es ese colgante!”, comprendió que ya
no podía seguir viviendo en la mentira. En aquel momento debía haber salido en
defensa de Sabina. Si no lo hizo fue porque tenía miedo de poner en evidencia
su amor secreto.
Al día
siguiente del cóctel iría con Sabina a pasar dos días a Roma. Seguía resonando
en sus oídos la frase “qué feo es ese colgante” y veía a su mujer de una manera
distinta a como la había visto durante toda su vida. Su agresividad,
invulnerable, ruidosa y temperamental, lo liberaba del peso de la bondad que
había cargado pacientemente durante veintitrés años de matrimonio. Se acordó
del enorme espacio interior de la iglesia de Amsterdam y volvió a sentir dentro
de sí el extraño, ininteligible entusiasmo que en él despertaba aquel vacío.
Estaba
haciendo la maleta cuando entró Marie-Claude a buscarlo a la habitación; empezó
a hablarle de los invitados del día anterior, elogiando enérgicamente algunas
opiniones que había oído de ellos y condenando sarcásticamente otras.
Franz la
miró largamente y luego dijo: —No hay ninguna conferencia en Roma. No entendía:
—¿Y entonces a qué vas? Dijo:
—Hace ya
nueve meses que tengo una amante. No quiero que nos veamos en Ginebra. Por eso
viajo tanto. He pensado que debías saberlo.
Después
de pronunciar las primeras palabras se asustó; el coraje que tenía al comienzo
lo abandonó.
Apartó
la vista para no ver en la cara de Marie-Claude la desesperación que suponía
que le iba a causar con sus palabras.
Tras una
pequeña pausa se oyó:
—Sí, yo
también opino que debía saberlo.
La voz
sonaba firme y Franz levantó la vista: Marie-Claude no se había derrumbado.
Seguía pareciéndose a aquella mujer que ayer había dicho con voz chillona “¡qué
feo es ese colgante!”.
Siguió:
—Y ya
que eres tan valiente para comunicarme que hace nueve meses que me engañas,
¿podrías decirme con quién?
El
siempre había pensado que no debía hacerle daño a Marie-Claude, que tenía que
valorar a la mujer que había en ella. ¿Pero adonde había ido a parar aquella
mujer que había en Marie-Claude? Dicho de otro modo, ¿adonde había ido a parar
la imagen de su madre que él relacionaba con su mujer? La madre, su triste y
traicionada mamá, que llevaba en cada pie un zapato diferente, se había ido de
Marie-Claude y quién sabe si ni siquiera se había ido, porque nunca había
estado en ella. Se dio cuenta de aquello con repentino odio.
—No
tengo ningún motivo para ocultártelo —dijo.
Aunque
no la había herido la noticia de que le era infiel, no dudaba de que la heriría
la noticia de quién era su rival. Por eso le habló de Sabina sin dejar de
mirarla a la cara.
Poco
después se reunió con Sabina en el aeropuerto. El avión levantó el vuelo y él
se sentía cada vez más liviano. Pensaba en que, después de nueve meses, por fin
vivía en la verdad.
8
Sabina
se sentía como si Franz hubiera forzado la puerta de su intimidad. Como si de
pronto se hubieran asomado la cabeza de Marie-Claude, la cabeza de Marie-Anne,
la cabeza del pintor Alan y la del escultor que anda siempre apretándose el
dedo, las cabezas de todas las personas que conoce en Ginebra. Se convertirá,
contra su voluntad, en la rival de no sé qué mujer, que no le interesa en lo
más mínimo. Franz se divorciará y ella ocupará un lugar a su lado en la cama de
matrimonio. Todos podrán observarlo de cerca o de lejos, se verá obligada a
hacer una especie de teatro; en lugar de ser Sabina, va a tener que desempeñar
el papel de Sabina e inventar cómo se juega ese papel. El amor, cuando se hace
público, aumenta de peso, se convierte en una carga. Sabina ya se encorvaba por
anticipado al imaginarse ese peso.
Cenaron
en un restaurante romano y bebieron vino. Ella estaba silenciosa.
—¿De
verdad que no te enfadas? —preguntó Franz.
Le
aseguró que no se enfadaba. Estaba confusa y no sabía si debía alegrarse o no.
Se acordaba de su encuentro en el compartimiento del tren en Amsterdam. Aquella
vez tuvo ganas de caer de rodillas ante él y pedirle que la retuviera aunque
fuera por la fuerza y que nunca la dejase ir. Aquella vez deseó que terminara
de una vez ese peligroso camino de traiciones. Deseó detenerse.
Ahora
trataba de evocar con la mayor intensidad posible el deseo de entonces, de
invocarlo, de apoyarse en él. Era en vano. La sensación de disgusto era más
fuerte.
Regresaban
al hotel andando, ya de noche. Los italianos que pasaban junto a ellos hacían
ruido, gritaban, gesticulaban, de modo que ellos podían andar juntos sin decir
palabra y no oír su propio silencio.
Después
Sabina se lavó largamente en el cuarto de baño mientras Franz la esperaba en la
cama tapado con la colcha. La lamparita estaba encendida como siempre.
Al
regresar del cuarto de baño la apagó. Fue la primera vez que lo hizo. Franz
debía haber registrado mejor aquel gesto. No le prestó atención porque no tenía
significado alguno para él. Como sabemos, prefería cerrar los ojos cuando hacía
el amor.
Y debido
precisamente a aquellos ojos cerrados, Sabina apagó la lamparita. Ya no quería
ver aquellos párpados cerrados ni un segundo más. Los ojos, como dice el
proverbio, son la ventana del alma. El cuerpo de Franz, que se movía siempre
encima de ella con los ojos cerrados, era para ella un cuerpo sin alma. Parecía
un cachorro que aún está ciego y emite sonidos de impotencia porque tiene sed. Franz
jodiendo, con sus hermosos músculos, era como un enorme cachorro que mamase de
sus pechos. ¡Además era cierto que tenía en la boca un pezón suyo como si
estuviera chupeteando leche! Esa idea de que por abajo era un hombre maduro y
por arriba un lactante que mamaba, de que por lo tanto estaba jodiendo con un
bebé, la ponía al borde de la náusea. ¡No, ya no quiere ver nunca más cómo se
mueve desesperadamente encima de ella, ya nunca más le ofrecerá su pecho como
una perra a su cachorro, hoy es la última vez, irrevocablemente la última vez!
Sabía,
por supuesto, que su decisión era el colmo de la injusticia, que Franz es el
mejor de los hombres que jamás ha tenido, que es inteligente, que comprende sus
cuadros, que es guapo, que es bueno, pero cuanto más lo sabía, más ganas tenía
de violar aquella inteligencia, aquella bondad, de violar aquella fuerza
impotente.
Aquella
noche lo amó con mayor intensidad que nunca porque la excitaba saber que era
por última vez.
Hacía el
amor con él y estaba ya muy lejos de allí. Volvía a oír a lo lejos la trompeta
dorada de la traición y sabía que era una voz a la que no podría resistir. Le
parecía que había aún ante ella un enorme espacio para la libertad, y la
lejanía de aquel espacio la excitaba. Hacía el amor con Franz locamente,
salvajemente, como nunca lo había hecho con él.
Franz
gemía sobre su cuerpo y estaba seguro de entenderlo todo: Pese a que Sabina
había estado callada durante la cena y no le había dicho lo que pensaba de su
decisión, ahora le respondía. Ponía de manifiesto su alegría, su pasión, su
aprobación, su deseo de vivir para siempre con él.
Se
sentía como un jinete que va montado a caballo hacia un vacío maravilloso,
hacia un vacío sin esposa, sin hija, sin hogar, hacia un maravilloso vacío
barrido por la escoba de Hércules, hacia un maravilloso vacío que llenaría con
su amor.
Ambos
iban encima del otro como quien va a caballo. Ambos iban hacia la lejanía que
anhelaban. Ambos estaban unidos por la traición que los liberaba. Franz iba en
Sabina y traicionaba a su mujer, Sabina iba en Franz y traicionaba a Franz.
9
Durante
más de veinte años había visto en su mujer a su madre, a un ser dulce al que es
necesario defender; aquella idea estaba demasiado arraigada en él como para que
pudiera librarse de ella en dos días. Al regresar a casa sintió remordimientos,
tuvo miedo de que tras su partida se hubiera derrumbado y estuviera torturada
por la tristeza. Abrió tímidamente la puerta, entró en su habitación. Se detuvo
un momento en silencio, escuchando: sí, estaba en casa. Tras un momento de duda
fue a verla para saludarla, como era su costumbre.
Alzó las
cejas con una sorpresa fingida:
—¿Has
vuelto aquí?—. “¿Y adonde iba a ir?” Tuvo ganas de decir (con auténtica
sorpresa), pero no dijo nada. Ella continuó—: Para que todo quede claro. No
tengo nada en contra de que te traslades en seguida a su casa.
Cuando
se lo confesó todo, el día de la partida, no tenía un plan preciso. Estaba
dispuesto a discutir amistosamente al regreso cómo hacer las cosas para causarle
el menor daño posible. Pero no contaba con que ella misma insistiese fría y
obstinadamente en que se fuese.
A pesar
de que aquello le facilitaba las cosas, no pudo evitar la decepción. Toda la
vida había tenido miedo de herirla y sólo por eso se había impuesto
voluntariamente la disciplina de una monogamia idiotizante. ¡Y al cabo de
veinte años de pronto comprueba que sus reparos han sido completamente inútiles
y que se había privado de otras mujeres sólo por culpa de un malentendido!
Por la
tarde tenía una clase y de la universidad fue directamente a casa de Sabina.
Quería pedirle que le permitiese quedarse en su casa por la noche. Llamó al
timbre pero no abrió nadie. Se fue al bar de enfrente y estuvo durante mucho
tiempo mirando hacia la entrada de su casa.
Había
anochecido ya y él no sabía qué hacer. Toda su vida había dormido con
Marie-Claude en la misma cama. Si ahora regresara a casa, ¿dónde se acostaría?
Podría acostarse, por supuesto, en el tresillo de la habitación contigua. ¿Pero
no sería un gesto exagerado? ¿No parecería una manifestación de enemistad? ¡Él
quiere seguir siendo amigo de su mujer! Pero acostarse a su lado tampoco era
posible. Podía oír por adelantado su irónica pregunta: cómo no prefiere dormir
en la cama de Sabina. Por eso buscó una habitación en un hotel.
Al día
siguiente volvió a llamar en vano a la puerta de Sabina durante todo el día.
Al
tercer día fue a ver a la portera. No sabía nada y le indicó que se dirigiera a
la propietaria de la casa, que era quien le había alquilado el estudio a
Sabina. La llamó por teléfono y se enteró de que Sabina había rescindido el
contrato dos días antes.
Fue
varios días más a ver si localizaba a Sabina en su casa hasta que un día
encontró la casa abierta, tres hombres vestidos con monos cargaban los muebles
y los cuadros en un gran camión de mudanzas aparcado delante de la casa.
Les
preguntó a donde llevaban los muebles.
Le
contestaron que tenían orden expresa de mantener en secreto la dirección.
Ya
estaba a punto de ofrecerles unos cuantos billetes para que le desvelaran el
secreto, cuando de repente sintió que no tenía fuerzas para hacerlo. La
tristeza lo había paralizado por completo. No entendía nada, no era capaz de
explicarse nada, lo único que sabía era que había estado esperando aquel
momento desde el instante en que conoció a Sabina. Había pasado lo que tenía
que pasar. Franz no se resistía.
Encontró
un piso pequeño en el casco antiguo. En un momento en que sabía que no iban a
estar ni la mujer ni la hija, visitó su antiguo hogar para llevarse la ropa y
los libros más importantes. Se cuidó mucho de no coger nada que pudiera hacerle
falta a Marie-Claude.
Un día
la vio a través del cristal de una cafetería. Estaba sentada con otras dos
señoras y su cara, en la que una gesticulación incontrolada había marcado hace
tiempo muchas arrugas, se movía temperamentalmente. Las damas la escuchaban y
se reían sin parar. Franz tenía la impresión de que les estaba hablando de él.
Seguro que se habría tenido que enterar de que Sabina había desaparecido de
Ginebra precisamente en la misma época en que Franz decidió irse a vivir con
ella. ¡Era una historia verdaderamente cómica! No podía extrañarse de ser
objeto de diversión de las amigas de su mujer.
Regresó
a su piso, hasta donde llegaba cada hora el sonido de las campanas de la
iglesia de Saint—Pierre. Aquel mismo día le habían traído la mesa de la tienda.
Olvidó a Marie-Claude y a sus amigas. Y por un momento olvidó también a Sabina.
Se sentó a la mesa. Estaba contento de haberla elegido él mismo.
Había
vivido veinte años rodeado de muebles que no había elegido él. De todo se
encargaba Marie-Claude. En realidad es la primera vez que dejaba de ser un
muchacho y se independizaba. Al día siguiente había quedado con el carpintero
para que le hiciese una biblioteca. Llevaba ya varias semanas entretenido
dibujando su forma, tamaño y ubicación.
Entonces
se percató con sorpresa de que no era desdichado. La presencia física de Sabina
era mucho menos importante de lo que había supuesto. Lo importante era la
huella dorada, la huella mágica que había dejado en su vida y que nadie podría
quitarle. Antes de desaparecer de su vista tuvo tiempo de poner en sus manos la
escoba de Hércules, con la cual barrió de su vida todo lo que no quería.
Aquella inesperada felicidad, aquella comodidad, aquel placer que le producían
la libertad y la nueva vida, ése era el regalo que le había dejado.
Por lo
demás, siempre prefería lo irreal a lo real. Del mismo modo en que se sentía
mejor en las manifestaciones (que como ya he dicho son sólo teatro y sueño) que
en la cátedra desde la que les daba clase a sus alumnos, era más feliz con la
Sabina que se había convertido en una diosa invisible que con la Sabina con la
que recorría el mundo y por cuyo amor temía constantemente. Le había dado la
inesperada libertad del hombre que vive solo, le había regalado la luz de la
seducción. Se había vuelto atractivo para las mujeres; una de sus alumnas se
enamoró de él.
Y así,
en un período de tiempo increíblemente breve, se transformó por completo el
escenario de su vida. Hasta hacía poco tiempo vivía en una gran casa burguesa
con criada, hija y esposa, y ahora reside en un piso pequeño del casco antiguo
y su joven amante se queda a dormir en su casa casi todos los días. No necesita
recorrer con ella los hoteles de todo el mundo y puede hacer el amor con ella
en su propio piso, en su propia cama, en presencia de sus libros y de su
cenicero que está encima de la mesa de noche.
¡La
chica no era ni guapa ni fea, pero era tanto más joven que él! Y admiraba a
Franz igual que hasta hacía poco tiempo admiraba Franz a Sabina. Aquello no era
desagradable. Y si acaso podía interpretar el haber cambiado a Sabina por una
estudiante con gafas como una pequeña degradación, su bondad era suficiente
como para que la nueva amante hubiera sido bien recibida, para que sintiera por
ella un amor paternal que antes nunca había podido satisfacer debido a que
Marie-Anne no se comportaba como una hija, sino como una segunda Marie-Claude.
Un día
visitó a su esposa y le dijo que le gustaría volver a casarse.
Marie-Claude
hizo un gesto negativo con la cabeza.
—¡Pero
si el divorcio no va a cambiar nada! ¡No pierdes nada! ¡Te dejo todas las
propiedades!
—No se
trata de las propiedades —dijo.
—Entonces,
¿de qué se trata?
—Del
amor —sonrió.
—¿Del
amor? —se extrañó.
—El amor
es un combate —sonreía Marie-Claude—. Combatiré todo lo que sea necesario.
Hasta el final.
—¿Que el
amor es un combate? No tengo el menor deseo de combatir —dijo Franz y se
marchó.
10
Después
de cuatro años pasados en Ginebra, Sabina se fue a vivir a París y no era capaz
de recuperarse de la melancolía. Si alguien le hubiera preguntado qué le había
pasado, no habría encontrado palabras para explicarlo.
Un drama
vital siempre puede expresarse mediante una metáfora referida al peso. Decimos
que sobre la persona cae el peso de los acontecimientos. La persona soporta esa
carga o no la soporta, cae bajo su peso, gana o pierde. ¿Pero qué le sucedió a
Sabina? Nada. Había abandonado a un hombre porque quería abandonarlo. ¿La
persiguió él? ¿Se vengó? No. Su drama no era el drama del peso, sino el de la
levedad. Lo que había caído sobre Sabina no era una carga, sino la insoportable
levedad del ser.
Hasta
ahora, los momentos de traición la llenaban de excitación y de alegría, porque
ante ella se abría un camino nuevo y, al final de éste, la nueva aventura de
una traición. ¿Pero qué sucederá si ese camino se acaba un buen día? Uno puede
traicionar a los padres, al marido, al amor, a la patria, pero cuando ya no hay
ni padres, ni marido, ni amor, ni patria, ¿qué queda por traicionar?
Sabina
sentía a su alrededor el vacío. Pero ¿qué sucedería si ese vacío fuese
precisamente el objetivo de todas sus traiciones?
Por
supuesto, hasta ahora no había sido consciente de ello: el objetivo hacia el
cual se precipita el hombre queda siempre velado. La muchacha que desea
casarse, desea algo totalmente desconocido para ella. El joven que persigue la
gloria no sabe qué es la gloria. Aquello que otorga sentido a nuestra actuación
es siempre algo totalmente desconocido para nosotros. Sabina tampoco sabía qué
objetivo se ocultaba tras su deseo de traicionar. ¿Es su objetivo la
insoportable levedad del ser? Al abandonar Ginebra se le acercó
considerablemente.
Llevaba
ya tres años en París cuando recibió una carta de Praga. La escribía el hijo de
Tomás. De algún modo se había enterado de su existencia, había conseguido su
dirección y se dirigía a ella como a “la amiga más próxima” de su padre. Le
comunicaba la muerte de Tomás y Teresa. Al parecer habían pasado los últimos
años en un pueblo donde Tomás trabajaba como conductor de un camión. Solían ir
de cuando en cuando a la ciudad más próxima y pasaban la noche allí en un hotel
barato. El camino serpenteaba por los montes y el camión en el que iban se
precipitó por una escarpada ladera. Sus cuerpos quedaron totalmente
destrozados. La policía comprobó posteriormente que los frenos estaban en un
estado catastrófico.
Era
incapaz de sobreponerse a aquella noticia. El último vínculo que aún la ataba
al pasado quedaba truncado.
Siguiendo
su antigua costumbre pensó en calmarse paseando por un cementerio. El que
estaba más próximo era el cementerio de Montparnasse. Se componía de una serie
de casitas estrechas, de capillitas en miniatura construidas encima de cada
tumba. Sabina no entendía por qué los muertos querían tener encima estas
imitaciones de palacios. Aquel cementerio era la soberbia convertida en piedra.
En lugar de haberse vuelto más razonables después de muertos, los habitantes del
cementerio eran aún más necios que cuando vivos. Exhibían su importancia en
esos monumentos. Los que descansaban ahí no eran padres, hermanos, hijos o
abuelitas, sino dignatarios y hombres públicos, portadores de títulos,
distinciones y honores; hasta los empleados de correos exponían aquí a la
admiración pública su posición, su importancia social —su dignidad.
Paseando
a lo largo de la alameda del cementerio vio que estaban enterrando a alguien en
aquel preciso momento. El jefe de ceremonias llevaba un gran ramo de flores y
entregaba a cada uno de los deudos una flor. También le dio una a Sabina. Ella
se sumó a los demás. Dieron un rodeo alrededor de muchos mausoleos hasta llegar
a una tumba a la que le habían quitado la lápida. Se inclinó sobre el foso. Era
profundísimo. Dejó caer la flor. Fue describiendo pequeños círculos hasta
llegar al ataúd. En Bohemia las tumbas no son tan profundas. En París las
tumbas son tan profundas como altas las casas. Su mirada cayó sobre la lápida
que yacía a un costado de la tumba. Aquella lápida le dio pánico, de modo que
se dio prisa por volver a casa.
Se pasó
el día pensando en aquella lápida. ¿Por qué la había asustado tanto?
Se
respondió: Si una tumba está cubierta por una lápida, el muerto ya nunca podrá
salir.
Pero si
el muerto nunca sale, ¿no da lo mismo que esté cubierto de tierra o de piedra?
No da lo
mismo: Cuando cubrimos la tumba con una piedra, significa que no queremos que
el muerto regrese. La pesada lápida le dice al muerto: “¡Quédate donde estás!”.
Sabina
se acuerda de la tumba de su padre. Encima del ataúd hay tierra, de la tierra
crecen flores y el arce estira sus raíces hacia el ataúd, de modo que podemos
imaginarnos que, a través de esas raíces y esas flores, sale de la tumba. Si su
padre hubiese estado cubierto por una lápida, nunca hubiera podido ir a hablar
con él después de su muerte, nunca hubiera podido oír en la corona del árbol su
voz que la perdonaba.
¿Qué
aspecto tendrá el cementerio donde yacen Teresa y Tomás?
Volvió a
pensar en ellos. Solían ir a la ciudad más próxima a pasar la noche en el hotel
que allí había.
Aquel
párrafo de la carta llamó su atención. Indicaba que eran felices. Volvió a ver
a Tomás como si fuera uno de sus cuadros: delante, Don Juan como un decorado
falso pintado por un pintor ingenuo; a través de una grieta en el decorado,
podía verse a Tristán. Había muerto como Tristán, no como Don Juan. Los padres
de Sabina murieron en una misma semana. Tomás y Teresa en un mismo instante.
Sintió nostalgia de Franz.
En
cierta ocasión, le había hablado de sus paseos por los cementerios, se
estremeció de asco y dijo que los cementerios eran depósitos de huesos y
piedras. En ese momento se abrió entre ellos un abismo de incomprensiones.
Hasta hoy, en Montparnasse, no había entendido qué quería decir. Le da pena
haber sido impaciente. Es posible que, si hubieran permanecido más tiempo
juntos, hubieran empezado lentamente a comprender las palabras que decían. Sus
vocabularios se habrían ido aproximando tímida y lentamente como unos amantes
muy vergonzosos, y la música de cada uno de ellos hubiera empezado a fundirse
con la música del otro. Pero ya es tarde.
Sí, es tarde y Sabina sabe que no se quedará en
París, que seguirá avanzando, aún más allá, porque, si muriera aquí, le
pondrían una lápida encima y, para una mujer que nunca tiene sosiego, la idea
de que su huida vaya a detenerse para siempre es insoportable.11
Todos
los amigos de Franz sabían de Marie-Claude y todos sabían de su estudiante con
grandes gafas. Pero de quien no sabían era de Sabina. Franz se equivocaba al
pensar que su esposa hablaba de ella con sus amigas. Sabina era una mujer
hermosa y Marie-Claude no quería que la gente comparara mentalmente la cara de
las dos.
El temía
que los descubriesen y por eso nunca tuvo ningún cuadro suyo, ningún dibujo, ni
siquiera una pequeña fotografía. De modo que desapareció de su vida sin dejar
huella. No existían pruebas tangibles de que hubiera pasado con ella el mejor
año de su vida.
Por eso
le gustaba aún más serle fiel.
Cuando
se quedan solos en la habitación, su joven amante levanta a veces la vista del
libro y le mira inquisitivamente: “¿En qué piensas?”, pregunta.
Franz
está sentado en el sillón y tiene los ojos fijos en el techo. Cualquiera que
sea la respuesta que le dé, seguro que piensa en Sabina.
Cuando
publica algún trabajo en una revista especializada, su estudiante es la primera
lectora y quiere discutirlo con él. Pero él piensa en qué diría Sabina si lo
leyese. Todo lo que hace lo hace para Sabina y lo hace de modo que le guste a
Sabina.
Es una
infidelidad muy inocente, como hecha a medida para Franz, que nunca sería capaz
de hacerle daño a la estudiante de las gafas. El culto a Sabina era para él más
una cuestión de religión que de amor.
Además,
de la teología de esa religión se desprende que su joven amante le ha sido
enviada por Sabina.
Por eso
entre su amor terrenal y su amor celestial reina una paz absoluta. Y si el amor
celestial contiene necesariamente (por ser celestial) una elevada proporción de
elementos inexplicables e incomprensibles (recordemos el diccionario de
palabras incomprendidas, ¡esa larga lista de malentendidos!), su amor terrenal
está basado en una verdadera comprensión.
La
estudiante es mucho más joven que Sabina, la composición musical de su vida
está apenas esbozada y en ella incluye, agradecida, motivos tomados de Franz.
La Gran Marcha de Franz también es su credo. La música es para ella una
embriaguez dionisíaca, igual que para él. Van con frecuencia a bailar. Viven en
la verdad, nada de lo que hacen ha de ser secreto para nadie. Frecuentan la
compañía de amigos, compañeros y hasta personas desconocidas, disfrutan
estando, bebiendo y charlando con ellos. Con frecuencia hacen excursiones a los
Alces. Franz se agacha, la muchacha salta sobre su espalda y él corre
llevándola por los prados y recitando a gritos un largo poema alemán que le
enseñó su mamá cuando era niño. La muchacha se ríe, se abraza a su cuello y
admira sus piernas, su espalda y su torso.
Lo único
que a ella se le escapa es la particular simpatía que siente Franz por ese país
ocupado por los rusos. En el aniversario de la ocupación, una especie de
sociedad checa de Ginebra organiza una celebración conmemorativa. En la sala
hay poca gente. El orador tiene el pelo cano ondulado, de peluquería. Lee un
largo discurso que aburre hasta a los pocos entusiastas que han ido a oírlo.
Habla en un francés sin faltas pero con un acento terrible. De vez en cuando,
para subrayar una idea, levanta el dedo índice, como si amenazara a la gente
que está en la sala.
La chica
de las gafas está sentada al lado de Franz, tratando de no bostezar. En cambio
Franz sonríe feliz.
Mira al
hombre de pelo cano, que le resulta simpático con su curioso dedo índice y
todo. Le parece que ese hombre es un mensajero secreto, un ángel, que mantiene
la comunicación entre él y su diosa. Cierra los ojos tal como los cerraba
encima del cuerpo de Sabina en quince hoteles europeos y uno norteamericano.
Cuarta parte - El alma y el cuerpo
1
Teresa,
a la una y media de la mañana, se metió en el cuarto de baño, se puso el pijama
y se acostó junto a Tomás. Dormía. Se inclinó sobre la cara de él y al besarlo
notó en su pelo un perfume extraño. Volvió a olerlo otra vez y otra más. Lo
olfateó como un perro y entonces comprendió: era el olor de un sexo de mujer.
A las
seis sonó el despertador. Era la hora de Karenin. Se despertaba mucho antes que
ellos, pero no se atrevía a molestarlos. Esperaba impaciente al campanilleo que
le daba derecho a saltar encima de la cama, pisarlos y empujarlos con la
cabeza. Hace mucho tiempo trataron de impedírselo, echándolo de la cama, pero
él fue más testarudo que ellos y al final conquistó sus derechos. Además ella
había llegado últimamente a la conclusión de que era agradable que Karenin la
invitara a empezar el día. Para él el momento de despertarse era pura
felicidad: se extrañaba ingenua y tontamente de estar otra vez entre los vivos
y se alegraba sinceramente de ello. Ella, en cambio, se despertaba con una
sensación de desagrado, deseando que la noche continuase para no abrir los
ojos.
Ahora
estaba en el vestíbulo mirando hacia el perchero del que colgaba la correa con
el collar. Ella se lo abrochó al cuello y se fueron juntos a la tienda. Compró
leche, pan, mantequilla y, como siempre, un panecillo para él. Al volver, el
perro iba a su lado con el panecilio en la boca. Miraba con orgullo y
seguramente le sentaba muy bien que la gente se fijase en él e hiciese
comentarios.
Al
llegar a casa se acostaba con el panecillo a la entrada de la habitación,
esperando que Tomás lo viese, se agachase, empezase a gruñir y a fingir que
quería robarle el pan. Aquello se repetía todos los días: se perseguían por
toda la casa por lo menos durante cinco minutos, hasta que Karenin se metía
debajo de la mesa y engullía rápidamente el panecillo.
Pero
esta vez sus exigencias de que la ceremonia matinal se llevase a cabo fueron
vanas. Tomás tenía en la mesa un pequeño transistor y lo escuchaba.
2
En la
radio emitían un programa sobre la emigración checa. Era un montaje de
conversaciones privadas grabadas en secreto por algún espía checo que se había
infiltrado entre los emigrantes y después había regresado a Praga con gran
revuelo. Eran conversaciones sin importancia en las que a veces se oía alguna
palabra fuerte sobre el régimen de ocupación, pero también frases en las que un
emigrante le llamaba a otro idiota o estafador. Eran precisamente estas frases
las que ocupaban la parte principal del reportaje: pretendían demostrar no sólo
que las personas en cuestión hablan mal de la Unión Soviética (lo cual no
hubiera indignado a nadie en Bohemia), sino que además se calumnian mutuamente
y que para ello emplean palabras groseras. Es curioso, la gente emplea palabras
groseras de la mañana a la noche pero, cuando oye hablar por la radio a una
persona conocida, a la que aprecia, utilizando la palabra “mierda” en cada
frase, se siente decepcionada.
—Esto empezó con Prochazka —dijo Tomás y
siguió escuchando.
Jan
Prochazka fue un novelista checo, un hombre de cuarenta años con la vitalidad
de un toro, que antes ya de 1968 empezó a criticar en voz muy alta la situación
política. Era uno de los hombres más populares de la primavera de Praga, de
aquella vertiginosa liberalización del comunismo que acabó con la invasión rusa.
Poco después empezó el acoso contra él en todos los periódicos, pero cuanto más
lo acosaban, más lo quería la gente. Por eso la radio empezó (en 1970) a emitir
un serial con conversaciones que Prochazka había mantenido dos años antes (o
sea en la primavera de 1968) con el profesor Vaclav Cerny. ¡Ninguno de los dos
sospechaba entonces que en la casa del profesor hubiera un sistema secreto de
escucha y que cada paso que daban estuviera vigilado! Prochazka divertía a sus
amigos con hipérboles y exageraciones. Ahora esas exageraciones podían oírse en
forma de serial por la radio. La policía secreta, que era la que dirigía el
programa, había subrayado cuidadosamente los párrafos en los que el novelista
se reía de sus amigos, por ejemplo de Dubcek. La gente, aunque aprovecha
cualquier oportunidad para hablar mal de sus amigos, se indignaba más con su
querido Prochazka que con la policía secreta.
Tomás
apagó la radio y dijo:
—La
policía secreta existe en todo el mundo. ¡Pero que se permita emitir
públicamente sus grabaciones por la radio, eso no existe más que en Bohemia!
¡Eso no tiene punto de comparación!
—Sí lo
tiene —dijo Teresa—. Cuando yo tenía catorce años, escribía en secreto mi
diario. Tenía pavor de que alguien lo leyese. Lo guardaba en el desván. Mi
madre lo localizó. Un día a la hora de comer, mientras estaban tolos inclinados
sobre el plato de sopa, lo sacó del bolsillo y dijo: “¡Prestad todos atención!”
y lo leyó, y a cada frase se partía de risa. Todos se reían tanto que no podían
ni comer.
3
Siempre
trataba de convencerla de que le dejara desayunar solo y siguiera durmiendo. No
dio su brazo a torcer. Tomás trabajaba desde las siete hasta las cuatro y ella
desde las cuatro hasta medianoche. Si no desayunase con él, no hubieran podido
charlar más que los domingos. Por eso se levantaba a la misma hora que él y,
cuando se marchaba, volvía a acostarse y seguía durmiendo.
Pero
esta vez tenía miedo de quedarse dormida porque a las diez quería ir a la sauna
en los baños de la isla de Zofín. Había muchos candidatos, poco sitio y la
única manera de entrar era con enchufe. Por suerte, la que vendía las entradas
era la mujer de un profesor al que habían echado de la universidad. El profesor
era amigo de un antiguo paciente de Tomás. Tomás se lo dijo al paciente, el
paciente se lo dijo al profesor, el profesor sé lo dijo a su mujer y Teresa
tenía siempre, una vez por semana, una entrada reservada.
Iba a
pie. Odiaba los tranvías permanentemente repletos, en los que los pasajeros se
apretujaban en abrazos llenos de odio, se pisaban los pies, se arrancaban los
botones de los abrigos y se gritaban insultos.
Lloviznaba.
Los apresurados peatones abrían los paraguas y en un momento la acera estuvo
repleta. Los paraguas chocaban unos contra otros. Los hombres eran amables y,
cuando pasaban junto a Teresa, levantaban la empuñadura del paraguas por encima
de la cabeza para que pudiera pasar.
Pero las
mujeres no se apartaban. Miraban hacia delante con dureza y cada una de ellas
esperaba que la otra reconociese su debilidad y retrocediese. El encuentro
entre paraguas era una prueba de fuerzas.
Teresa
al principio se apartaba, pero cuando comprendió que su amabilidad nunca era
correspondida, cogió el paraguas con la misma firmeza que las demás. Varias
veces chocó violentamente contra el paraguas de enfrente, pero nadie dijo
“disculpe”.
Por lo
general nadie decía nada, dos o tres veces oyó decir “¡imbécil!” o “¡mierda!”.
Entre
las mujeres que iban armadas de paraguas las había jóvenes y viejas, pero las
más decididas luchadoras eran precisamente las jóvenes. Teresa recordó los días
de la invasión. Las muchachas con minifaldas llevaban mástiles con banderas
nacionales. Aquél era un atentado sexual contra los soldados, mantenidos
durante varios años en régimen de abstinencia. Debían sentirse en Praga como en
un planeta inventado por un autor de ciencia ficción, un planeta de mujeres
increíblemente elegantes que demostraban su desprecio subidas a unas piernas
largas y hermosas como no se habían visto en toda Rusia durante los cinco o
seis últimos siglos.
Hizo
entonces muchas fotos de aquellas mujeres jóvenes con los tanques al fondo.
¡Las admiraba! Y precisamente esas mismas mujeres eran las que chocaban hoy con
ella, insolentes y malvadas. En lugar de banderas llevaban paraguas, pero los
llevaban con el mismo orgullo. Estaban dispuestas a luchar contra un ejército
enemigo con la misma obstinación que contra un paraguas que no está dispuesto a
cederles el paso.
4
Llegó
hasta la plaza de la Ciudad Vieja, con la severa iglesia de Tyn y las casas
barrocas formando un cuadrilátero irregular. El antiguo Ayuntamiento del siglo
catorce, que alguna vez ocupó todo un lado de la plaza, llevaba ya veintisiete
años en ruinas. Varsovia, Dresden, Colonia, Budapest fueron terriblemente destruidas
en la última guerra, pero sus habitantes volvieron después a edificarlas y
reconstruyeron generalmente con todo cuidado los viejos barrocos históricos.
Los praguenses se sentían acomplejados ante esas ciudades.
El único
edificio famoso que la guerra les destruyó fue el Ayuntamiento de la Ciudad
Vieja. Decidieron dejarlo en ruinas como eterno recuerdo para que ningún polaco
o alemán pudiera echarles en cara que habían padecido poco. Ante las gloriosas
ruinas, que debían ser un eterno alegato contra la guerra, habían construido
con tubos metálicos la tribuna para alguna manifestación a la que el partido
comunista había mandado ir ayer, o mandaría ir mañana, a los habitantes de
Praga.
Teresa
observaba el Ayuntamiento derruido cuando de pronto le recordó a su madre:
aquella perversa necesidad de mostrar sus escombros, de vanagloriarse de su
fealdad, de mostrar su miseria, de desnudar el muñón de la mano amputada y
obligar a todo el mundo a mirarlo. Últimamente todo le recuerda a la madre. Le
parece que el mundo de la madre, del que escapó hace diez años, regresa a ella
y la rodea por todas partes. Por eso había hablado por la mañana de cuando la
madre leyó a la hora del almuerzo su diario íntimo ante la familia divertida.
Cuándo una conversación privada ante una botella de vino se emite públicamente
por la radio, ¿qué explicación puede darse sino la de que el mundo entero se ha
convertido en un campo de concentración?
Teresa
utilizaba aquella palabra desde la infancia cuando quería explicar la impresión
que le producía la vida en su familia. El campo de concentración es un mundo en
el que las personas viven permanentemente juntas, de día y de noche. La
crueldad y la violencia no son más que rasgos secundarios (y no
imprescindibles). El campo de concentración es la liquidación total de la vida
privada.
Prochazka,
que no podía charlar tranquilamente con su amigo, junto a una botella de vino,
en la intimidad, vivía (¡sin saberlo, ése fue su fatal error!) en un campo de
concentración. Teresa vivía en un campo de concentración cuando estaba en casa
de su madre. Desde entonces sabe que el campo de concentración no es algo
excepcional, digno de asombro, sino, por el contrario, algo dado de antemano,
básico, en lo que el hombre nace y de lo que sólo logra huir poniendo en juego
todas sus fuerzas.
En tres
bancos ubicados uno más alto que el otro, en forma de terraza, estaban sentadas
las mujeres, tan juntas unas de otras que se tocaban. Al lado de Teresa sudaba
una señora de unos treinta años con una cara muy bella. De los hombros le
colgaban dos pechos increíblemente grandes, que se balanceaban al menor
movimiento. La señora se levantó y Teresa comprobó que su trasero se parecía a
dos enormes bolsas y que no guardaba relación alguna con la cara.
Es
posible que aquella mujer también se mire con frecuencia al espejo, que observe
su cuerpo y quiera entrever a través de él su alma, tal como lo intenta Teresa
desde la infancia. Seguro que alguna vez ha creído ingenuamente que podría
utilizar el cuerpo como reclamo del alma. Pero ¡cuan monstruosa tenía que ser
el alma que se pareciera a ese cuerpo, a ese colgador con cuatro bolsas!
Teresa
se levantó y fue a ducharse. Después salió al exterior. Seguía lloviznando. Se
detuvo encima de un tablero de madera bajo el cual fluía el Moldava, eran unos
cuantos metros cuadrados en los que una alta valla de madera defendía a las
damas de las miradas de la ciudad. Miró hacia abajo y vio en la superficie del
río la cara de la mujer en la que había estado pensando poco antes.
La mujer
le sonreía. Tenía una nariz delicada, grandes ojos castaños y una mirada
infantil.
Subió
por la escalerilla y, bajo el tierno rostro, volvieron a aparecer las dos
bolsas que se balanceaban y esparcían a su alrededor pequeñas gotas de agua
fría.
6
Entró a
vestirse. Estaba ante un gran espejo.
No, en
su cuerpo no había nada monstruoso. No tenía bolsas colgantes bajo los hombros,
sino unos pechos bastante pequeños. La madre se reía de ella porque no eran
debidamente grandes, de modo que tenía complejos, de los que no se libró hasta
conocer a Tomás. Pero, aunque hoy era capaz de aceptar su tamaño, le molestaban
los grandes círculos demasiado oscuros que rodeaban los pezones. Si hubiera
podido diseñar su propio cuerpo, tendría unos pezones poco llamativos, tiernos,
que apenas atravesaran la cúpula de los pechos y que por su color apenas se
diferenciaran del resto de la piel. Aquella gran diana de color rojo intenso le
daba la impresión de haber sido pintada por un pintor de pueblo con la
pretensión de hacer arte erótico para los pobres.
Se
miraba y se imaginaba qué sucedería si su nariz aumentase un milímetro diario.
¿Cuántos días tardaría su cara en no parecerse a sí misma?
Y si las
distintas partes de su cuerpo empezasen a aumentar y disminuir de tamaño hasta
que Teresa dejase por completo de parecerse a sí misma, ¿seguiría siendo; ella
misma, seguiría siendo Teresa?
Claro.
Aunque Teresa no se pareciese en nada a Teresa, su alma, dentro, seguiría
siendo la misma y lo único que ocurriría es que observaría con asombro lo que
le pasaba al cuerpo.
Pero
entonces ¿qué relación hay entre Teresa y su cuerpo? ¿Tiene su cuerpo algún
derecho al nombre de Teresa? Y si no tiene derecho, ¿a qué se refiere el
nombre? ¿Sólo a algo incorpóreo, inmaterial?
(Estas
son las preguntas que le dan vueltas en la cabeza a Teresa desde la infancia. Y
es que las preguntas verdaderamente serias son aquéllas que pueden ser
formuladas hasta por un niño. Sólo las preguntas más ingenuas son
verdaderamente serias. Son preguntas que no tienen respuesta. Una pregunta que
no tiene respuesta es una barrera que no puede atravesarse. Dicho de otro modo:
precisamente las preguntas que no tienen respuesta son las que determinan las
posibilidades del ser humano, son las que trazan las fronteras de la existencia
del hombre.)
Teresa
está ante el espejo como hechizada y mira su cuerpo como si fuera ajeno; ajeno
y sin embargo adjudicado precisamente a ella. Aquel cuerpo no tenían fuerzas
suficientes como para ser el único cuerpo en la vida de Tomás. Aquel cuerpo la
había decepcionado y traicionado. ¡Hoy tuvo que estar toda la noche oliendo en
su pelo el perfume del sexo de una mujer extraña!
De
pronto tiene ganas de despedir a ese cuerpo como a una criada. ¡Permanecer
junto a Tomás sólo como alma y que el cuerpo saliera a recorrer el mundo para
comportarse allí tal como otros cuerpos femeninos se comportan con los cuerpos
masculinos! Si su cuerpo no es capaz de convertirse en el único cuerpo para
Tomás y si ha perdido la batalla más importante de su vida, ¡que se vaya!
7
Regresó
a casa, almorzó sin ganas, de pie en la cocina. A las tres y media le puso el
collar a Karenin y se fue con él (otra vez andando) al barrio donde estaba su
hotel. Trabajaba allí de camarera en el bar desde que la echaron de la revista.
Fue unos meses después de su regreso de Zurich; no le perdonaron los siete días
que estuvo fotografiando a los tanques rusos. Consiguió aquel puesto gracias a
la ayuda de unos amigos: se refugiaron allí junto a ella otras personas a las
que habían echado entonces del trabajo. En la caja había un antiguo profesor de
teología; en recepción, un embajador.
Volvía a
temer por sus piernas. Antes, cuando trabajaba en el restaurante de la pequeña
ciudad, veía con horror los muslos de sus compañeras, llenos de varices. Era la
enfermedad de todas las camareras, obligadas a pasar la vida andando, corriendo
o de pie y llevando una pesada carga. Ahora el trabajo era más cómodo que antes
en la pequeña ciudad. Pese a que antes de empezar su turno tenía que cargar con
los pesados cajones de cerveza y agua mineral, luego ya no tenía otro trabajo
que permanecer tras la barra, servir licores a los clientes y limpiar entre
tanto los vasos en una pequeña pila instalada a un costado del bar.
Karenin
yacía durante todo el tiempo pacientemente a sus pies.
Cuando
terminaba de sacar las cuentas y le llevaba el dinero al director del hotel,
era ya bastante más de medianoche. Después iba a despedirse del embajador que
tenía el servicio nocturno. Detrás del alargado mostrador de la recepción había
una puerta que conducía a una pequeña habitación en la que había una cama
estrecha en la que podía echar una cabezada. Encima de la cama había unas
fotografías enmarcadas: en todas aparecía él con otras personas que sonreían al
objetivo o le daban la mano o estaban sentadas a su lado tras una mesa y
firmaban algo. Algunas de las fotografías estaban provistas de firma y
dedicatoria. En lugar destacado colgaba una foto en la cual, junto a la cabeza
de! embajador, sonreía la cara de John F. Kennedy.
Esta vez
el embajador no charlaba con el presidente de los Estados Unidos, sino con un
desconocido de unos sesenta años que dejó de hablar al ver a Teresa.
—Es una
amiga —dijo el embajador—, puedes hablar con tranquilidad —después se dirigió a
Teresa—:
Acaban
cíe condenar a su hijo a cinco años.
Se
enteró de que el hijo del sexagenario había estado vigilando, en los primeros
días de la ocupación, la entrada de un edificio en el que se alojaba un
servicio especial del ejército soviético. Estaba claro que los checos que
salían de allí eran agentes al servicio de los rusos. Les seguía junto con sus
amigos, identificaba las matrículas de sus coches y les pasaba la información a
los redactores de la emisora ilegal checa, que advertía de ello a la población.
A uno de los agentes le dieron una paliza con la ayuda de los amigos.
El
sexagenario dijo:
—Esta
fotografía fue el único cuerpo del delito. Lo negó todo hasta que se la
enseñaron.
Sacó del
bolsillo de la chaqueta un recorte:
—Salió
en el “Times”, en el otoño de 1968.
En la
foto había un joven que cogía a un hombre por el cuello. La gente lo miraba.
Debajo de la foto decía: castigo al colaboracionista.
Teresa
suspiró con alivio. No, la fotografía no era suya.
Después
se fue a casa con Karenin, andando por la Praga nocturna. Pensaba en los días
que había pasado fotografiando los tanques. Qué ingenuos, pensaban que estaban
arriesgando la vida por la patria y, sin saberlo, trabajaban para la policía
rusa.
Llegó a
casa a la una y media. Tomás ya dormía. Su pelo olía a sexo de mujer.
8
¿Qué es
la coquetería? Podría decirse que es un comportamiento que pretende poner en
conocimiento de otra persona que un acercamiento sexual es posible, de tal modo
que esta posibilidad no aparezca nunca como seguridad. Dicho de otro modo: la
coquetería es una promesa de coito sin garantía.
Teresa
está detrás de la barra y los clientes a los que sirve bebidas, coquetean con
ella. ¿Le desagrada esa permanente marea de piropos, frases ambiguas,
anécdotas, ofrecimientos, sonrisas y miradas? En absoluto.
Siente
un deseo irrefrenable de que su cuerpo (ese cuerpo extraño que debería irse a
recorrer el mundo) se exponga a ese oleaje.
Tomás
siempre ha pretendido convencerla de que el amor y la sexualidad son dos cosas
distintas. Nunca quiso entenderlo. Ahora está rodeada de hombres por los que no
siente la menor simpatía. ¿Qué pasaría si hiciese el amor con ellos? Tiene
ganas de hacer la prueba, al menos en esa forma de promesa sin garantías a la
que se llama coquetería.
Para que
no haya confusiones: No pretende tomarse la revancha con Tomás. Lo que quiere
es encontrar una salida al laberinto. Sabe que se ha convertido en una carga
para él: se toma las cosas demasiado en serio, por cualquier cosa hace una
tragedia, no es capaz de comprender la levedad y la divertida intrascendencia
del amor físico. ¡Quisiera aprender a ser leve! ¡Desea que alguien le enseñe a
dejar de ser anacrónica! Si para otras mujeres la coquetería es una segunda
naturaleza, una rutina sin importancia, para Teresa se ha convertido en el
punto clave de una importante investigación que tiene por objeto enseñarle de
qué es capaz. Pero precisamente por ser para ella algo tan importante y serio,
su coquetería carece de levedad, es forzada, voluntaria, exagerada. El
equilibrio entre la promesa y su falta de garantías (¡en el que reside
precisamente el virtuosismo en la coquetería!) queda roto. Promete con
demasiado fervor, sin dejar suficientemente clara la falta de garantías de la
promesa. En otras palabras, le parece a todo el mundo excepcionalmente
accesible. Y cuando los hombres reclaman después el cumplimiento de lo que a su
juicio les fue prometido, topan con una violenta resistencia que no pueden
explicarse más que suponiendo que Teresa es mala y taimada.
9
En una
banqueta vacía junto a la barra se sentó un chico que tendría unos dieciséis
años. Dijo unas cuantas frases provocativas que quedaron en la conversación
como queda en un dibujo un trazo equivocado que ni se puede borrar ni puede
prolongarse.
—Tiene
unas piernas preciosas —le dijo.
Ella le
respondió cortante:
—No se
cómo hace para verlas a través de la barra.
—Se las
vi en la calle —explicó, pero en ese momento ella ya no le prestaba atención y
se dedicaba a atender a otro cliente.
El le
pidió que le sirviera un coñac. Ella se negó.
—Tengo
ya dieciocho años —protestó.
—Entonces,
enséñeme su documentación —dijo Teresa.
—No se
la enseño —dijo el chico.
—Entonces,
tómese un zumo —dijo Teresa.
El chico
se levantó sin decir palabra de la banqueta del bar y se marchó. Al cabo de
media hora regresó y volvió a sentarse junto a la barra. Sus gestos eran
desmedidos y olía a alcohol a tres metros de distancia.
—Una
limonada —dijo.
—¡Está
borracho! —dijo Teresa.
El chico
señaló hacia un letrero impreso colgado en la pared, detrás de Teresa:
Prohibido servir bebidas alcohólicas a los menores de dieciocho años.
—Está
prohibido que me sirva bebidas alcohólicas —dijo señalando a Teresa con un
amplio gesto de la mano—, pero lo que no dice en ningún sitio es que yo no
pueda estar borracho.
—¿Dónde
se ha puesto usted así? —preguntó Teresa.
—En el
bar de enfrente —se rió y volvió a pedir su limonada.
—Entonces,
¿por qué no se quedó allí?
—Porque
quiero verla —dijo el chico—. ¡Estoy enamorado de usted!
Lo dijo
con una extraña mueca en la cara. Teresa no comprendía: ¿se ríe de ella?,
¿coquetea?, ¿bromea?, ¿o simplemente está borracho y no sabe lo que dice?
Le puso
una limonada y dedicó su atención a los demás clientes. La frase “estoy
enamorado de usted” parecía haber agotado al muchacho. Ya no dijo nada más,
dejó silenciosamente su dinero encima de la barra y desapareció sin que Teresa
lo advirtiera.
Pero en
cuanto se fue, se encaró con ella un calvo bajito que llevaba ya tres vodkas:
—Señora,
usted sabe perfectamente que a los menores no se les puede servir alcohol.
—¡Si no
le di nada! ¡Sólo limonada!
—¡Me
fijé perfectamente en lo que le ponía en la limonada!
—Pero
¿qué dice? —gritó Teresa.
—Otra
vodka —dijo el calvo y añadió—: Hace tiempo que la vengo observando.
—Entonces,
aproveche que le dejan mirar a una mujer guapa y cierre el pico —respondió un
hombre alto que se había acercado a la barra poco antes y había estado
observando la escena.
—¡Usted
no se meta! ¡Esto no tiene nada que ver con usted! —gritó el calvo.
—Pues a
ver si me explica qué tiene usted que ver con esto.
Teresa
le sirvió al calvo la vodka que había pedido. Se la bebió de un trago, pagó y
se marchó.
—Muchas
gracias —le dijo Teresa al hombre alto.
—No
tiene importancia —dijo el hombre alto y también se marchó.
10
Unos
días más tarde volvió a aparecer por el bar. Al verle le sonrió como a un viejo
amigo:
—Tengo
que darle otra vez las gracias. Ese calvo viene aquí con frecuencia y es muy
desagradable.
—Olvídese
de él.
—¿Por
qué se habrá metido conmigo?
—Es un
pobre borracho. Se lo ruego una vez más: olvídese de él.
—Si
usted me lo pide, entonces me olvidaré.
El
hombre alto la miró a los ojos:
—Prométamelo.
—Se lo
prometo.
—Es
precioso oírla decir que me lo promete —dijo el hombre y siguió mirándola a los
ojos.
La
coquetería estaba presente: un comportamiento que pretende comunicarle al otro
que la aproximación sexual es posible, aunque al mismo tiempo esa aproximación
sea sólo teórica y sin garantías.
—¿Cómo
es posible que en el barrio más feo de Praga se encuentre uno con una mujer
como usted?
Y ella:
—¿Y
usted? ¿Qué hace usted en el barrio más feo de Praga?
Le dijo
que no vive lejos de allí, que es ingeniero y que se detuvo allí la primera vez
por pura casualidad al volver del trabajo.
11
Estaba
mirando a Tomás, pero su mirada no iba dirigida a sus ojos, sino, diez
centímetros más arriba, a su pelo que olía a sexo ajeno. Decía:
—Tomás,
ya no puedo soportarlo. Yo sé que no tengo derecho a quejarme. Desde que volviste
a Praga, por mi culpa, me he prohibido a mí misma tener celos. No quiero tener
celos, pero no tengo fuerza, suficiente para impedirlo. ¡Por favor, ayúdame!
La cogió
del brazo y la llevó hasta el parque al que, años atrás, solían ir a pasear.
Los bancos eran azules, amarillos, rojos. Se sentaron en uno de ellos y Tomás
dijo:
—Te
comprendo. Sé lo que quieres. Está todo preparado. Ahora irás a la colina de
Petrin.
De
repente se sintió angustiada:
—¿A
Petrin? ¿Por qué a Petrin?
—Llegarás
hasta arriba y lo entenderás todo.
Le
pesaba terriblemente tener que ir; su cuerpo estaba tan débil que no podía
levantarse del banco. Pero era incapaz de desobedecer. Se incorporó con
esfuerzo.
Miró a
su alrededor. Seguía sentado en el banco y le sonreía casi con alegría. Le hizo
con la mano un gesto que pretendía animarla a que fuera.
12
Cuando
llegó a la ladera de Petrin, esa colina verde que se alza en medio de Praga,
advirtió con sorpresa que no había nadie. Era extraño, porque otras veces se
paseaban permanentemente por allí masas de praguenses. Sentía angustia en el
corazón, pero la colina estaba tan silenciosa y el silencio era tan consolador
que no se resistió y se confió al regazo de la colina. Subía, a ratos se
detenía y observaba: veía abajo muchos puentes y torres; los santos amenazaban
con sus puños y elevaban la vista hacia las nubes. Era la ciudad más hermosa
del mundo.
Llegó
hasta la cima. Más allá de los quioscos de helados, postales y dulces (en los
que no había ningún vendedor) se extendía el césped con unos pocos árboles. En
el césped había unos hombres. Cuanto más se acercaba a ellos, más despacio iba.
Eran seis. Estaban quietos o se paseaban muy lentamente, como jugadores en un
campo de golf, que examinan el terreno, sopesan los palos y procuran estar en
forma antes de empezar el partido.
Llegó
hasta donde estaban ellos. De los seis, reconoció perfectamente a tres que
desempeñaban allí el mismo papel que ella: estaban inseguros, como si quisieran
hacer muchas preguntas pero les diera miedo molestar y por eso prefirieran
quedarse callados, dirigiendo a su alrededor una mirada interrogativa.
Los
otros tres irradiaban una indulgente afabilidad. Uno de ellos llevaba en la
mano un fusil. Al ver a Teresa le hizo un gesto afirmativo y sonriente:
—Sí, éste
es el sitio.
Lo
saludó con una inclinación de cabeza y sintió una horrible angustia.
El
hombre añadió:
—Para
que no haya equivocaciones. ¿Es a petición suya?
Hubiera
sido fácil decirle “¡no, no es a petición mía!”, pero era incapaz de imaginar
que pudiera decepcionar a Tomás. ¿Qué explicación podría darle si regresara a
casa? De modo que dijo:
—Sí. Por
supuesto. Es a petición mía.
El
hombre del fusil continuó:
—Para
que sepa por qué se lo pregunto, esto sólo lo hacemos si tenemos la seguridad
de que las personas que vienen son ellas mismas las que desean expresamente
morir. El servicio es sólo para ellas.
Miró a
Teresa inquisitivamente, de manera que tuvo que volver a confirmarle:
—No, no
tema. Es a petición propia.
—¿Le
gustaría ser la primera? —preguntó.
Quería
postergar al menos un poco la ejecución, así que dijo:
—No, no
por favor. Si fuera posible preferiría ser la última.
—Como
quiera —dijo, y se reunió con los demás.
Sus dos
ayudantes iban desarmados y sólo estaban allí para atender a la gente que había
venido a morir. Los cogían del brazo y paseaban con ellos por el césped. El
parque era muy amplio y se extendía hasta perderse en la lejanía. Los que iban
a ser ejecutados podían elegir su propio árbol. Se detenían, miraban a su alrededor
y no acertaban a decidirse. Por fin, dos de ellos eligieron dos plátanos, pero
el tercero siguió hacia adelante como si ningún árbol le pareciese adecuado
para su muerte. El ayudante lo cogió suavemente del brazo y lo acompañó
pacientemente hasta que el hombre perdió por fin el valor para seguir avanzando
y se detuvo junto a un robusto arce.
Después
los ayudantes ataron a los tres hombres una venda alrededor de los ojos.
Y así
quedaron sobre el extenso parque tres hombres de espaldas a tres árboles, cada
uno de ellos con una venda tapándole los ojos y la cabeza vuelta hacia el
cielo.
El
hombre del fusil apuntó y disparó. No se oyó sino el canto de los pájaros. El
fusil tenía silenciador.
Sólo se
vio cómo el nombre apoyado en el arce empezaba a derrumbarse.
Sin
alejarse del sitio en el que estaba, el hombre del fusil se volvió en otra
dirección y uno de los hombres que estaban apoyados en los plátanos se derrumbó
en un silencio absoluto y unos momentos más tarde (el hombre del fusil no hizo
más que girar otra vez sin moverse de su sitio) cayó en el césped el tercer
ejecutado.
13
Uno de
los ayudantes se acercó en silencio a Teresa. Llevaba en la mano una venda de
color azul oscuro.
Comprendía
que quería vendarle los ojos. Hizo un gesto negativo con la cabeza y dijo:
—No,
quiero verlo todo.
Pero
aquél no era el verdadero motivo de su rechazo. No tenía nada en común con esos
héroes decididos a mirar valientemente a los ojos al pelotón de fusilamiento.
Lo único que quería era alejar el momento de la muerte. Sentía que en el
momento en que tuviera los ojos vendados se encontraría en la antesala de la
muerte, de la cual no existe camino de regreso alguno.
El
hombre no insistió y la cogió del brazo. Y fueron así por el extenso parque y
Teresa no era capaz de decidirse por ningún árbol. Nadie la obligaba a
apresurarse, pero ella sabía que de todos modos no tenía escapatoria. Cuando
vio un castaño en flor frente a ella, se detuvo. Apoyó la espalda contra el
tronco y miró hacia arriba: veía el verde iluminado por el sol y a lo lejos oía
el sonido de la ciudad, ligero y dulce, como si en ella sonaran miles de
violines.
El
hombre levantó el fusil.
Teresa
sintió que su coraje se agotaba. Su debilidad la desesperaba, pero era incapaz
de controlarla.
Dijo:
—Es que
no es mi voluntad.
El bajó
inmediatamente el cañón del fusil y dijo muy suavemente:
—Si no
es su voluntad, no podemos hacerlo. No tenemos derecho.
Y su voz
era amable, como si le pidiera disculpas a Teresa por no poder fusilarla si
ella misma no lo deseaba. Aquella amabilidad le destrozaba el corazón y ella se
volvió de cara al tronco del árbol y se echó a llorar.
14
Todo su
cuerpo se estremecía de dolor y ella se abrazaba al árbol como si no fuese un
árbol sino su padre, al que había perdido, su abuelo, a quien no conoció, su
bisabuelo, su tatarabuelo, algún hombre tremendamente viejo, llegado desde las
más distantes profundidades del tiempo para ofrecerle su cara en forma de
rugosa corteza de árbol.
Se giró.
Los tres hombres ya estaban lejos, caminaban por el césped como jugadores de
golf y el fusil que llevaba uno de ellos parecía, en efecto, un palo de golf.
Bajó por
las veredas de Petrin y en su alma quedaba la nostalgia por aquel hombre que
debía haberla fusilado y no la había fusilado. Deseaba que estuviera allí.
¡Alguien tiene por fin que ayudarla! Tomás no va a ayudarla. Tomás la envía a
la muerte. ¡Tiene que ser otro quien la ayude! Cuanto más se aproximaba a la
ciudad, más nostalgia sentía de aquel hombre y más miedo tenía de Tomás. No le perdonará
el que no hiciera lo que había prometido. No le perdonará el no haber sido
valiente y el haberlo traicionado. Estaba ya en la calle en la que vivían y
sabía que dentro de poco le vería. Le dio tanto miedo que sentía la angustia en
el estómago y tenía ganas de devolver.
15
El
ingeniero la invitaba a que fuera a visitarle a su casa. Ya se había negado dos
veces. Esta vez aceptó.
Almorzó
como siempre de pie en la cocina y se marchó. Aún no eran las dos.
Se
aproximaba a la casa y sentía que sus piernas, sin atender a su voluntad,
aflojaban ellas mismas el paso.
Pero
después pensó que en realidad había sido Tomás quien la había enviado a su
casa. Era precisamente él quien le explicaba siempre que el amor y la
sexualidad no tenían nada que ver, y ahora ella va a comprobar y a confirmar
sus palabras. Le parece oír su voz: “Te comprendo. Sé lo que quieres. Lo he
preparado todo. Llegarás hasta arriba y lo entenderás todo” Sí, no hace otra
cosa que cumplir las órdenes de Tomás.
Sólo
quiere quedarse un momento en casa del ingeniero; sólo para tomar una taza de
café; sólo para saber lo que es llegar hasta el límite mismo de la infidelidad.
Quiere empujar su cuerpo hasta ese límite, dejarlo ahí un momento como en la
picota y después, cuando el ingeniero quiera abrazarlo, le dirá, como le dijo
al hombre del fusil en Petrin: “Es que no es por mi voluntad”.
Y el
hombre bajará el cañón del fusil y le dirá con voz amable: “Si no es su
voluntad, entonces no puede pasarle nada. No tengo derecho”.
Y ella
se volverá hacia el tronco del árbol y se echará a llorar.
16
Era un
edificio suburbano construido a comienzos de siglo en el barrio obrero de
Praga. Penetró en un pasillo de paredes sucias pintadas con cal. Unas
desgastadas escaleras de piedra con la barandilla de hierro la condujeron hasta
el primer piso. Allí dobló a la izquierda. Era la segunda puerta, sin nombre ni
timbre. Llamó con los nudillos.
Le
abrió.
El piso
se componía de una única habitación, dividida a unos dos metros de la puerta
por una cortina, que creaba así una especie de sucedáneo de antesala, en la que
había una mesa con un infiernillo y una nevera.
Al
atravesar la cortina se encontró frente al rectángulo vertical de una ventana,
al final de una habitación estrecha y alargada; a un costado había una
biblioteca, al otro una cama y un sillón.
—Es un
piso muy modesto —dijo el ingeniero—, espero que no le haya sorprendido.
—No, no
me sorprende —dijo Teresa mirando la pared completamente cubierta de estantes y
libros.
Este
hombre no tiene una mesa apropiada, pero tiene cientos de libros. Esto le
resultaba simpático a Teresa y la angustia con la que había llegado se suavizó
un poco. Desde la infancia considera los libros como contraseña de una
hermandad secreta. Un hombre que tiene en casa esta biblioteca, no puede
hacerle daño.
Le
preguntó qué podía ofrecerle, ¿vino?
No, no,
no quiere vino. En todo caso, café.
El
atravesó la cortina y ella se acercó a la biblioteca. Le llamó la atención uno
de los libros. Era una traducción de Edipo de Sófocles. ¡Es curioso que este
libro esté aquí! Hace muchos años, Tomás se lo dio a Teresa para que lo leyera
y le habló mucho de él.
Después
publicó sus opiniones en un periódico y por culpa de aquel artículo toda su
vida quedó patas arriba. Observó el lomo de aquel libro y al mirarlo se
tranquilizó. Era como si Tomás hubiera dejado a propósito una huella, un recado
diciendo que todo lo había organizado él. Sacó el libro y lo abrió. Cuando el
ingeniero vuelva de la antesala, le preguntará por qué tiene ese libro y si lo
ha leído y qué opina de él.
De ese
modo, mediante una estratagema, la conversación se desplazará del peligroso
territorio de un piso ajeno al mundo familiar de las ideas de Tomás.
Entonces
sintió una mano en el hombro. El ingeniero le quitó el libro de las manos,
volvió a colocarlo en la estantería sin decir palabra y la llevó hacia la cama.
Volvió a
acordarse de la frase que le había dicho al verdugo de Petrin. Ahora la dijo en
voz alta: “¡Es que no es por mi voluntad!”.
Creía
que era una fórmula mágica que modificaría instantáneamente la situación, pero
en esa habitación las palabras habían perdido su poder mágico. Incluso me
parece que aquello lo incitó a actuar con mayor decisión: la atrajo hacia sí y
le puso una mano sobre el pecho.
Cosa
curiosa: aquel contacto la liberó inmediatamente de la angustia. El ingeniero,
al tocarla, le señaló su cuerpo y ella se dio cuenta de que no se trataba para
nada de ella (de su alma) sino única y exclusivamente de su cuerpo. De un
cuerpo que la había traicionado y al que ella había mandado a recorrer el mundo
junto con los demás cuerpos.
17
Le
desabrochó un botón de la blusa y le dio a entender que ella misma se
desabrochara los demás pero ella no respondió a aquella indicación. Había
mandado su cuerpo a recorrer el mundo, pero no estaba dispuesta a asumir
responsabilidad alguna en su nombre. No se resistía, pero tampoco le ayudaba.
El alma pretendía así poner en evidencia que no estaba de acuerdo con lo que
sucedía, pero que había decidido mantenerse neutral.
Él la
desnudaba y ella permanecía mientras tanto casi inmóvil. Cuando la besó, los
labios de ella no respondieron al contacto de los suyos. Pero entonces sintió
de pronto que su sexo estaba húmedo y se asustó.
Sentía
su excitación, que era aún mayor porque estaba excitada en contra de su
voluntad. El alma ya estaba en secreto de acuerdo con todo lo que sucedía, pero
también sabía que, para que durase aquella gran excitación, su aquiescencia
debía seguir siendo tácita. Si dijese que sí en voz alta, si quisiese
participar voluntariamente de la escena amorosa, la excitación disminuiría.
Porque lo que excitaba el alma era precisamente que el cuerpo actuara en contra
de su voluntad, que la traicionara y que ella estuviera presenciando aquella
traición.
Luego le
quitó las bragas y ella se quedó completamente desnuda. El alma veía el cuerpo
desnudo en brazos de otro hombre y le parecía increíble, como si estuviera
mirando de cerca al planeta Marte. El resplandor de lo increíble hacía que su
cuerpo perdiera para ella, por primera vez, su trivialidad; por primera vez lo
miraba hechizada; todo lo que tenía de personal, de único, de inimitable, se
ponía de manifiesto. No era el más vulgar de todos los cuerpos (tal como lo
había visto hasta ahora), sino el más extraordinario. El alma no podía separar
la vista de una marca de nacimiento, una mancha castaña redonda situada justo
encima del vello del pubis; le parecía como si aquella marca fuese un sello que
ella misma (el alma) le hubiese impreso al cuerpo y que un miembro extraño se
aproximaba sacrilegamente a ese sello sagrado.
Pero al
mirar después a la cara de él, se dio cuenta de que nunca había autorizado que
el cuerpo, sobre el que el alma había grabado su firma, se hallase en brazos de
alguien a quien no conocía y no deseaba conocer. La inundó un odio embriagador.
Reunió saliva en la boca para escupirla a la cara de ese hombre desconocido. El
la observaba con la misma avidez que ella a él; registró la furia de ella y sus
movimientos se aceleraron. Teresa sintió que desde lejos se aproximaba el
placer y empezó a gritar “no, no, no”, se resistía al placer que llegaba y, al
resistírsele, el gozo retenido se derretía largamente por su cuerpo, porque no
podía escaparse por ninguna parte; se extendía dentro de ella como morfina
inyectada en la vena. Se estremecía en sus brazos, golpeaba a su alrededor con
los puños y le escupía a la cara.
18
Las
tazas de water en los cuartos de baño modernos se elevan del suelo como flores
blancas de nenúfar.
El
arquitecto hace todo lo posible para que el cuerpo olvide sus miserias y el
hombre no sepa qué pasa con los residuos de sus entrañas cuando rumorea por
encima de ellos el agua violentamente salida del depósito.
Los
tubos de la canalización, aunque llegan con sus tentáculos hasta nuestras
casas, están cuidadosamente ocultos a nuestra vista y nosotros no sabemos nada
de la invisible Venecia de mierda sobre la cual están edificados nuestros
cuartos de baño, habitaciones, salas de baile y parlamentos.
El
retrete del antiguo edificio suburbano de un barrio obrero de Praga era menos
hipócrita; el suelo era de baldosa gris; la taza del water se elevaba del suelo
abandonada y mísera. Su forma no semejaba la de la flor del nenúfar, sino que
aparentaba aquello que era: la terminación ampliada de una tubería. Hasta
faltaba el asiento de madera y Teresa tuvo que sentarse sobre el frío metal
esmaltado.
Estaba
sentada en la taza y el deseo de vaciar las tripas, que de repente la invadió,
era un deseo de ir hasta el límite de la humillación, de ser cuerpo lo más
plenamente posible, ese cuerpo del cual decía la madre que no sirve más que
para comer y defecar. Teresa vacía sus tripas y tiene en ese momento una
sensación de infinita tristeza y soledad. No hay nada más mísero que su cuerpo
desnudo sentado encima de la terminación ampliada de una tubería de desagüe.
Su alma
había perdido la curiosidad del espectador, su malicia y su orgullo: volvía a
estar en algún sitio de las profundidades del cuerpo, en su más lejana entraña
y aguardaba desesperada por si alguien la llamaba para que saliera a la
superficie.
19
Se
levantó de la taza, tiró de la cadena y entró en la antesala. El alma temblaba
dentro del cuerpo desnudo y rechazado. Aún sentía en el ano el tacto del papel
con el que se había limpiado.
Y en ese
momento sucedió algo inolvidable: sintió el deseo de penetrar en la habitación
para oír la voz d e él, su llamada. Si le hablara con voz suave, profunda, el
alma se atrevería a salir a la superficie del cuerpo y ella se echaría a
llorar. Le abrazaría igual que en el sueño había abrazado el tronco del
castaño.
Estaba
en la antesala y procuraba dominar aquel inmenso deseo de echarse a llorar
delante de él.
Sabía
que, si no lo dominaba, ocurriría algo que no deseaba. Se enamoraría de él.
En ese momento
se oyó desde el interior su voz. Al oír ahora aquella voz ¡en sí misma (sin ver
al mismo tiempo la alta figura del ingeniero), se sorprendió: era aguda y alta.
¿Cómo es posible que no lo hubiera notado nunca?
Quizá
sólo logró ahuyentar la tentación gracias a esa impresión sorprendente y
desagradable que le produjo su voz. Entró, se agachó a recoger la ropa tirada,
se vistió rápidamente y se marchó.
20
Regresaba
de la tienda con Karenin, que llevaba en la boca su panecillo. Era una mañana
fría, helaba ligeramente. Pasaban junto a unos bloques a cuyo lado la gente
había convertido las grandes superficies que quedaban entre los edificios en
pequeños jardines y huertos. Karenin se detuvo de pronto y miró fijamente en
aquella dirección. Ella también miró, pero no vio nada de particular. Karenin
la arrastró y ella se dejó llevar. Tardó un poco en advertir sobre la tierra
helada de un surco vacío la cabeza negra de una corneja con su gran pico. La
cabeza sin cuerpo apenas se movía y el pico emitía de vez en cuando un sonido
triste, ronco.
Karenin
estaba tan excitado que dejó caer el panecillo. Teresa tuvo que atarlo a un
árbol porque temía que le hiciese daño a la corneja. Después se arrodilló en el
suelo y trató de escarbar la tierra aplastada alrededor del pájaro al que
habían enterrado vivo. No era fácil. Se rompió una uña, sangró.
En ese
momento cayó junto a ella una piedra. Echó una mirada y vio a dos chicos de
apenas diez años junto a la esquina de una casa. Se incorporó. La vieron
moverse, se fijaron en el perro junto al árbol y huyeron.
Volvió a
arrodillarse en el suelo escarbando en la tierra hasta que logró liberar la
corneja de su tumba.
Pero el
pájaro estaba lastimado y no podía andar ni levantar el vuelo. Lo envolvió en
una pañoleta roja que llevaba al cuello y lo apretó con la mano izquierda
contra su cuerpo. Con la derecha desató a Karenin del árbol y tuvo que hacer
uso de toda su fuerza para que se calmara y se mantuviera junto a su pierna.
Llamó a
la puerta porque no tenía las manos libres para buscar la llave en el bolsillo.
Tomás le abrió. Le pasó la correa de Karenin. “¡Sujétalo!”, le ordenó y llevó
la corneja al cuarto de baño. La puso en el suelo debajo del lavabo. La corneja
se agitaba pero no podía moverse. Fluía de ella una especie de espeso líquido
amarillo. Le puso unos trapos viejos debajo del lavabo para que no le dieran
frío los baldosines. El pájaro agitaba a cada rato el ala herida y su pico
apuntaba hacia arriba como un mudo reproche.
21
Estaba
sentada en el borde de la bañera y no podía dejar de mirar la corneja
moribunda. Veía en su absoluto desamparo la imagen de su propio sino. Se dijo
varias veces: no tengo en el mundo a nadie más que a Tomás.
¿Había
llegado a la conclusión, tras el episodio con el ingeniero, de que las
aventuras no tienen nada que ver con el amor? ¿De que son leves y no pesan
nada? ¿Ya está más tranquila?
En
absoluto.
Vuelve a
su mente la siguiente escena: Salió del retrete y su cuerpo estaba en la
antesala desnudo y rechazado. El alma temblaba, asustada, en algún lugar en la
profundidad de las entrañas. Si en aquel momento el hombre que estaba en la
habitación le hubiera hablado a su alma, se hubiera echado a llorar, hubiera
caído en sus brazos.
Se
imaginó que en su lugar hubiese estado en la antesala junto al retrete alguna
de las amantes de Tomás y que en lugar del ingeniero hubiese estado dentro
Tomás. Le habría dicho a la chica una sola palabra y ella lo hubiera abrazado
llorando.
Teresa
sabe que así es el momento en que nace el amor: la mujer no puede resistirse a
la voz que llama a su alma asustada; el hombre no puede resistirse a la mujer
cuya alma es sensible a su voz. Tomás no está protegido ante los peligros del
amor y Teresa ha de temer por él a cada hora y a cada minuto.
¿Cuál es
su arma? Únicamente su fidelidad. Se la ofreció desde el comienzo, desde el
primer día, como si supiera que no tenía otra cosa que darle. El amor que hay
entre ellos es de una arquitectura extrañamente asimétrica: descansa sobre la
seguridad absoluta de su fidelidad como un palacio mastodóntico sobre una sola
columna.
La
corneja ya no movía las alas, sólo a veces le temblaba la patita herida,
quebrada. Teresa no quería separarse de ella, como si velase junto al lecho de
una hermana suya moribunda. Al fin fue a la cocina a almorzar rápidamente algo.
Cuando
volvió, la corneja había muerto.
22
Durante
el primer año Teresa gritaba cuando hacían el amor y aquellos gritos, como ya
he dicho, pretendían cegar y ensordecer los sentidos. Más tarde, ya gritaba
menos, pero su alma seguía ciega de amor y no veía nada. Sólo cuando se acostó
con el ingeniero, la ausencia de amor permitió que su alma viese con claridad.
Había
ido otra vez a la sauna y estaba ante el espejo. Se miraba y veía la escena
amorosa en el piso del ingeniero. Lo que de ella recordaba no era al amante.
Francamente, no sería capaz de describirlo, posiblemente no se había fijado en
su aspecto cuando estaba desnudo. De lo que se acordaba (y lo que ahora,
excitada, veía en el espejo) era su propio cuerpo; su pubis y la mancha redonda
situada inmediatamente encima de él. Aquella mancha que hasta entonces había
sido para ella un simple y prosaico defecto de la piel, se le había grabado en
la mente. Deseaba volver a verla una y otra vez en aquella increíble proximidad
del miembro de un extraño.
Es
necesario que lo subraye una vez más: lo que deseaba no era ver el sexo de un
extraño. Quería ver su pubis en compañía de un miembro extraño. No deseaba el
cuerpo de un amante. Deseaba a su propio cuerpo, repentinamente descubierto, el
más próximo y el más extraño y el más excitante.
Observaba
su cuerpo lleno de pequeñas gotas que le habían quedado de la ducha y pensaba
que el ingeniero volvería a pasar por el bar dentro de poco. ¡Deseaba que
viniera, que la invitara a su casa! ¡Lo deseaba enormemente!
Atendía
a los clientes. Estaba entre ellos el calvo que una vez se había metido con
ella diciéndole que servía alcohol a menores. Estaba contando en voz alta un
cuento verde, el mismo que había oído ya cien veces a los borrachos a los que
servía cerveza, tiempo atrás, en la pequeña ciudad. Una vez más le parecía que
el mundo de la madre volvía a ella y por eso interrumpió al calvo con muy malos
modos.
El
hombre se ofendió:
—Usted
no me va a decir a mí lo que tengo que hacer. Puede estar muy contenta de que
nosotros la dejemos seguir aquí detrás de esta barra.
—Nosotros
¿quiénes? ¿Quiénes son nosotros?
—Nosotros
—dijo el hombre y pidió otra vodka—. Y recuerde que no le voy a permitir que me
ofenda después señaló el cuello de Teresa, que llevaba un collar de perlas
baratas—: ¿De dónde sacó esas perlas? ¡Seguro que no se las dio su marido que
limpia escaparates! ¡Ese no tiene dinero para comprarle regalos! Se lo dan los
clientes, ¿eh? Y a cambio ¿de qué? —¡Calle la boca inmediatamente! —le gritó
Teresa.
El
hombre intentó coger con sus dedos el collar:
—¡No
olvide que en nuestro país está prohibida la prostitución! Karenin se levantó,
se apoyó con las patas delanteras en la barra y gruñó.
23
Todos
los días tenía miedo de que el ingeniero apareciese por el bar y de no ser
capaz de decirle “no”. Con el paso de los días el temor a que viniera fue
reemplazado por el miedo a que no viniera.
Pasó un
mes y el ingeniero no apareció. A Teresa aquello le parecía inexplicable. El
deseo frustrado pasó a segundo plano y fue reemplazado por la intranquilidad:
¿por qué no vino?
24
El
embajador dijo:
—Es de
la social.
—Si es
de la social, debería comportarse con discreción —arguyó Teresa—. ¡Qué clase de
policía secreta es ésta si ya no es ni secreta!
El
embajador se acomodó en su canapé, con las piernas debajo del cuerpo, tal como
se lo habían enseñado en los cursos de yoga. Encima de él sonreía Kennedy en el
marquito y les daba a sus palabras un tono de particular consagración.
—Señora
Teresa —dijo paternalmente—, los sociales cumplen varias funciones. La primera
es la clásica.
Oyen lo
que la gente dice e informan de ello a sus superiores. La segunda función es la
de intimidar.
Nos
hacen ver que nos tienen en su poder y pretenden que tengamos miedo. Eso es lo
que perseguía el calvo en cuestión. La tercera función consiste en organizar
montajes que puedan comprometernos. Hoy ya no tiene sentido acusarnos de
conspirar contra el Estado, porque lo único que lograrían es que la gente simpatizara
aún más con nosotros. Es más probable que intenten encontrar hashish en nuestro
bolsillo o que procuren demostrar que hemos violado a una niña de doce años.
Siempre se encuentra a alguna niña dispuesta a atestiguarlo.
Volvió a
acordarse del ingeniero. ¿Cómo es posible que no haya vuelto nunca? El
embajador continuaba:
—Necesitan
hacer caer a la gente en la trampa para captarla para su servicio y con su
ayuda preparar trampas para más gente y convertir así poco a poco a toda la
nación en una sola organización de confidentes.
En lo
único en que pensaba Teresa era en que el ingeniero había sido enviado por la
policía. ¿Quién era aquel chico tan extraño que se había emborrachado en el bar
de enfrente y le había declarado su amor? El calvo de la social se metió con
ella por su culpa y el ingeniero la defendió. Los tres jugaban su papel en una
escenografía preparada de antemano, cuyo objetivo era despertar en ella
simpatía hacia el hombre que tenía la misión de seducirla.
¿Cómo es
posible que no se le hubiera ocurrido? ¡Era un piso raro, que nada tenía que
ver con aquel hombre! ¿Por qué iba a vivir un ingeniero tan bien vestido en un
piso tan mísero? ¿Sería ingeniero?
Y si era
ingeniero, ¿cómo es que no tenía que trabajar a las dos de la tarde? ¿Y cómo es
que un ingeniero leía a Sófocles? ¡No, aquélla no era la biblioteca de un
ingeniero! Aquélla parecía más bien la habitación de un intelectual pobre
detenido. Cuando ella tenía diez años y detuvieron a su padre, también le
incautaron el piso y toda su biblioteca. Quién sabe para qué habrán utilizado
después el piso.
Ahora ya
sabe por qué nunca volvió. Había cumplido ya su misión. ¿Cuál? El social,
cuando estaba borracho, le confesó sin querer: “¡La prostitución está prohibida
en nuestro país, no lo olvide!”. ¡Aquel supuesto ingeniero atestiguaría que
ella se ha acostado con él y que le pidió dinero a cambio! La amenazarán con
montar un escándalo y le harán chantaje para que denuncie a la gente que se
emborracha en su bar.
—Esa
historia no encierra ningún peligro —la tranquilizaba el embajador.
—Espero
que no —dijo ella con voz ahogada y salió con Karenin a las calles de la Praga
nocturna
25
La
gente, en su mayoría, huye de sus penas hacia el futuro. Se imaginan, en el
correr del tiempo, una línea más allá de la cual sus penas actuales dejarán de
existir. Pero Teresa no ve ante sí rayas como ésas. Lo único que puede
consolarla es mirar hacia atrás. Otra vez era domingo. Cogieron el coche y se
fueron lejos de Praga.
Tomás
estaba sentado al volante, Teresa a su lado y Karenin se acercaba a ellos de
vez en cuando desde el asiento trasero y les lamía las orejas. Al cabo de dos
horas llegaron a un balneario donde habían pasado unos días hacía seis años.
Querían pasar la noche allí.
Pararon
el coche en la plaza y bajaron. No había cambiado nada. Frente a ellos estaba
el hotel en el que habían vivido tiempo atrás y delante de él un antiguo tilo.
A la izquierda del hotel arrancaba un antiguo paseo, construido en madera, al
final del cual brotaba de una fuente de mármol el manantial sobre el que hoy,
tal como entonces, se inclinaba la gente con sus vasos en la mano.
Tomás
señaló de nuevo el hotel. Algo había cambiado. Antes se llamaba Grand y ahora
llevaba un cartel que decía Baikal. Se fijaron en la placa que había en la
esquina del edificio: Plaza de Moscú. Y recorrieron después (Karenin los seguía
sin correa) todas las calles que conocían, mirando sus nombres: había una calle
de Stalingrado, una de Leningrado, otra de Rostov, la de Novosibirsk, la de
Kiev, la de Odesa, había un sanatorio Chaikovski, un sanatorio Tolstoi, un
sanatorio Rimski-Korsakov, un hotel Suvorov, un cine Gorki y un café Pushkin.
Todas las denominaciones estaban sacadas de la geografía y la historia rusas.
Teresa
recordó los primeros días de la invasión. La gente quitaba en todas las
ciudades las placas con los nombres de las calles y eliminaba en las carreteras
los indicadores en los que figuraban los nombres de las ciudades. El país se
volvió anónimo en una sola noche. Siete días deambuló el ejército ruso por el
territorio sin saber dónde estaba. Los oficiales buscaban los edificios de los
periódicos, de la televisión, de la radio, querían ocuparlos pero no podían
encontrarlos. Le preguntaban a la gente, pero la gente se encogía de hombros o
les daba nombres falsos y direcciones falsas.
Al cabo
de los años, de pronto, parece que aquel anonimato fue peligroso para el país.
Las calles y los edificios ya no podían recuperar sus nombres originales. Y
así, de pronto, un balneario checo se convirtió en una especie de pequeña Rusia
imaginaria y Teresa se encontró con que el pasado que había venido a buscar le
había sido confiscado. Ya no les apetecía pasar la noche allí.
26
Regresaron
al coche en silencio. Ella reflexionaba: Todas las cosas y las personas
aparecen disfrazadas. Una vieja ciudad checa se cubrió de nombres rusos. Los
checos que fotografiaban la ocupación trabajaban en realidad para la policía
secreta. El hombre que la había enviado a la muerte llevaba la máscara de
Tomás. El policía aparecía como ingeniero y el ingeniero quería jugar el papel
del hombre de Petrin. La señal del libro en su piso era falsa y su función era
conducirla por el camino equivocado.
Ahora
que se acordaba del libro que había cogido, se dio de pronto cuenta de algo y
se sonrojó:
¿Cómo
era aquello? El ingeniero dijo que iba a traer café. Ella se acercó a la
biblioteca y sacó el Edipo de Sófocles. Después el ingeniero regresó. ¡Pero sin
café!
Volvía a
recordar aquella situación una y otra vez: ¿Cuánto tiempo había estado fuera
cuando fue a buscar café? Al menos un minuto, probablemente dos, quizá tres.
¿Pero qué había estado haciendo durante tanto tiempo en aquella antesala de
miniatura? ¿Habría ido al water? Teresa trata de recordar si había oído
cerrarse la puerta o correr el agua. No, seguro que no oyó el agua, si no lo
recordaría. Y está casi segura de que la puerta no hizo ruido alguno. Entonces,
¿qué hizo en aquella antesala?
De
pronto todo le parecía claro, demasiado claro. Si quieren cogerla en la trampa,
no les basta el simple testimonio del ingeniero. Necesitan una prueba que sea
irrefutable. Durante aquel período sospechosamente prolongado, el ingeniero
instaló una cámara en la antesala. O, lo que es más probable, le abrió la
puerta a alguien provisto de una cámara fotográfica y que les hizo fotos oculto
tras la cortina.
No hace
más de un par de semanas aún se reía de Prochazka por no saber que vivía en un
campo de concentración, en el que no existe vida privada. ¿Y ella? Cuando
abandonó la casa de la madre, pensó, qué ingenua, que se había convertido de
una vez para siempre en dueña de su intimidad. Pero el hogar de la madre se
extiende por todo el mundo y alarga sus manos hacia ella. Teresa nunca podrá
escapar de él.
Bajaban
por las escaleras atravesando los jardines hacia la plaza en la que habían
dejado el coche.
—¿Qué te
pasa? —le preguntó Tomás.
Antes de
que tuviera tiempo de responderle alguien saludó a Tomás.
27
Era un
hombre de unos cincuenta años, un campesino al que Tomás había operado en una
ocasión.
Desde
entonces lo mandaban todos los años a curarse a ese balneario. Invitó a Tomás y
a Teresa a tomar una copa de vino. Dado que en Bohemia los perros tienen
prohibida la entrada en los sitios públicos, Teresa fue a llevar a Karenin al
coche y los hombres se sentaron mientras tanto en la cafetería. Cuando regresó,
el campesino estaba diciendo:
—En
nuestro pueblo la situación está tranquila. Hasta me eligieron hace dos años
presidente de la cooperativa.
—Le
felicito —dijo Tomás.
—Ya sabe
usted, el campo. La gente quiere irse. Los de arriba tienen que conformarse con
que haya alguien, al menos alguien, que quiera quedarse. A nosotros no nos
pueden echar del trabajo.
—Sería
un sitio ideal para nosotros —dijo Teresa. —Se aburriría usted, joven. Allí no
hay nada. No hay absolutamente nada.
Teresa
miraba la cara curtida del agricultor. Le resultaba muy simpático. ¡Después de
tanto tiempo, por fin alguien volvía a serle simpático! Tenía ante los ojos la
imagen del campo: un pueblecito con la torre de la capilla, las tierras, los
bosques, el conejo que corre junto a un surco, el cazador con el sombrero
verde. Nunca había vivido en el campo. Aquella imagen era de oídas. O de
lecturas. O se la habían impreso en la conciencia sus antepasados lejanos. Y
sin embargo la imagen era clara y precisa, como una fotografía de la
tatarabuela en el álbum familiar o como un grabado antiguo.
—¿Aún
siente algún dolor? —preguntó Tomás.
El
agricultor indicó un lugar detrás del cuello, allí donde el cráneo se une a la
columna:
—A veces
me duele aquí.
Sin
levantarse de la silla, Tomás le palpó el lugar señalado y estuvo un rato
haciéndole preguntas.
Después
le dijo:
—Yo ya
no tengo derecho a recetar. Pero cuando llegue a casa, dígale a su médico que
habló conmigo y que le recomendé esto.
Sacó del bolsillo de la chaqueta un bloc y
arrancó un papel. Con letras de imprenta escribió el nombre del medicamento.28
Volvieron
a Praga.
Teresa
pensaba en la fotografía en la que su cuerpo desnudo es abrazado por el ingeniero.
Se consolaba: Aunque existiese tal fotografía, Tomás no la verá nunca. El único
valor que tiene para ellos esa foto es que, gracias a ella, van a poder
extorsionar a Teresa. En cuanto se la enviasen a Tomás, la foto perdería para
ellos todo su valor.
¿Pero
qué sucederá si la policía llega a la conclusión de que Teresa no tiene para
ellos ningún interés? En ese caso la foto puede convertirse para ellos en un
simple objeto de entretenimiento y nadie podrá impedir que alguien, quizá sólo
para divertirse, la meta en un sobre y la envíe a la dirección de Tomás.
¿Qué
pasaría si Tomás recibiese semejante fotografía? ¿La echaría de su lado? Es
posible que no.
Probablemente
no. Pero la frágil construcción de su amor se derrumbaría por completo. Porque
esa construcción tiene por única columna su fidelidad y los amores son como los
imperios: cuando desaparece la idea sobre la cual han sido construidos, perecen
ellos también.
Tenía
ante los ojos una imagen: el conejo corriendo por el surco, el cazador con el
sombrero verde y la torre de la capilla por encima del bosque.
Deseaba
decirle a Tomás que debían irse de Praga. Dejar a los niños que entierran vivas
a las cornejas, dejar a los sociales, dejar a las jóvenes armadas con paraguas.
Deseaba decirle que debían irse al campo. Que aquél era el único camino de la
salvación.
Volvió
la cabeza hacia él. Pero Tomás callaba y miraba la carretera ante él. Teresa no
sabía cómo salvar aquel silencio entre ambos. Se sentía como aquella otra vez,
al bajar de Petrin. La angustia le oprimía el estómago y tenía ganas de
devolver. Tomás le daba miedo. Era demasiado fuerte para ella y ella demasiado
débil. Le daba órdenes que ella no comprendía. Procuraba cumplirlas, pero no
sabía.
Deseaba
regresar a Petrin y pedirle al hombre del fusil que le permitiese atarse la
venda ante los ojo s y apoyarse en el tronco del castaño. Deseaba morir.
29
Se
despertó y comprobó que estaba sola en casa.
Salió a
la calle y fue andando hasta el río. Quería ver el Vltava. Quería detenerse
junto a la orilla y mirar largamente las olas, porque la visión del fluir del
agua tranquiliza y cura. El río fluye de una edad a otra y las historias de la
gente transcurren en la orilla. Transcurren para ser olvidadas mañana y para
que el río siga fluyendo.
Se apoyó
en la barandilla y miró hacia abajo. Estaba en la periferia de Praga, el Vltava
había atravesado ya la ciudad, había dejado atrás la gloria del castillo de
Hradcany y de las iglesias, era como una actriz después de la representación,
cansada y pensativa. Fluía entre dos orillas sucia s que lindaban con
alambradas y muros, tras los cuales había fábricas y campos de juego
abandonados.
Estuvo
mirando durante mucho tiempo al agua, que allí parecía más triste y oscura y de
pronto vio en medio del río una especie de objeto, un objeto rojo, sí, era un
banco. Un banco de madera con las patas de metal, uno de los tantos que se
encuentran en los parques praguenses. Navegaba lentamente por el medio del
Vltava. Y tras él otro banco. Y otro y otro, y es ahora cuando Teresa se da
cuenta de que los bancos de los parques de Praga se van de la ciudad río abajo,
son muchos, son cada vez más, flotan en el agua como en otoño las hojas que el
agua se lleva del bosque, son rojos, son amarillos, son azules.
Miró a
su alrededor como si quisiera preguntarle a la gente qué quería decir aquello.
¿Por qué se van río abajo los bancos de los parques de Praga? Pero todos
pasaban a su lado indiferentes y les daba exactamente lo mismo que hubiera un
río fluyendo de una edad a otra por en medio de su efímera ciudad.
Volvió a
mirar el río. Se sentía inmensamente triste. Comprendía que lo que estaba
viendo era una despedida.
La mayor
parte de los bancos desapareció de su vista, aún aparecieron algunos más, los
últimos rezagados, otro banco amarillo más y después otro más, azul, el último.
Quinta parte - La levedad y el peso
1
Cuando
Teresa llegó inesperadamente a ver a Tomás a Praga, hizo el amor con él, como
ya he escrito en la primera parte, ese mismo día o esa misma hora, pero inmediatamente
después le dio fiebre. Ella estaba en cama y él de pie a su lado, con la
intensa sensación de que ella era un niño al que alguien había colocado en un
cesto y lo había enviado río abajo.
Por eso,
la imagen del niño abandonado se convirtió en algo precioso para él y le hizo
pensar frecuentemente en los viejos mitos en los que aparecía. Ese fue
seguramente el motivo por el cual un día cogió una traducción del Edipo de
Sófocles.
La
historia de Edipo es conocida: un pastor lo encontró abandonado cuando era un
niño de pecho, se lo llevó a su rey Pólibo y éste lo educó. Cuando Edipo era ya
adolescente, se cruzó en un camino de montaña con una carroza en la que iba un
dignatario desconocido. Surgió una disputa, Edipo mató al dignatario. Más tarde
se convirtió en esposo de la reina Yocasta y en señor de Tebas. No sospechaba
que el hombre a quien había matado en las montañas era su padre y que la mujer
con la que dormía era su madre. Mientras tanto, la desgracia se cebó en sus
súbditos y los castigaba con enfermedades. Cuando Edipo comprendió que él mismo
era el culpable de sus padecimientos, se hirió los ojos con dos broches y,
ciego, abandonó Tebas.
2
A los
que creen que los regímenes comunistas en Europa Central son exclusivamente
producto de seres criminales, se les escapa una cuestión esencial: los que
crearon estos regímenes criminales no fueron los criminales, sino los
entusiastas, convencidos de que habían descubierto el único camino que conduce
al paraíso. Lo defendieron valerosamente y para ello ejecutaron a mucha gente.
Más tarde se llegó a la conclusión generalizada de que no existía paraíso
alguno, de modo que los entusiastas resultaron ser asesinos.
En aquel
momento todos empezaron a gritarles a los comunistas: ¡Sois los responsables de
la desgracia del país (empobrecido y despoblado), de la pérdida de su
independencia (cayó en poder de Rusia), de los asesinatos judiciales!
Los
acusados respondían: ¡No sabíamos! ¡Hemos sido engañados! ¡Creíamos de buena
fe! ¡En lo más profundo de nuestra alma, somos inocentes!
La
polémica se redujo por lo tanto a la siguiente cuestión: ¿En verdad no sabían?
¿O sólo aparentaban no saber?
Tomás
seguía atentamente esta polémica (la seguían los diez millones de habitantes de
la nación checa) y opinaba que había comunistas que no eran del todo inocentes
(inevitablemente tenían que haber sabido algo de los horrores que habían
ocurrido y no cesaban de ocurrir en la Rusia posrevolucionaria). Sin embargo,
es probable que la mayoría de ellos, en efecto, no supiera nada.
Y llegó
a la conclusión de que la cuestión fundamental no es ¿sabían o no sabían?, sino
¿es inocente el hombre cuando no sabe?, ¿un idiota que ocupa el trono está
libre de toda culpa sólo por ser idiota?
Supongamos
que un fiscal checo que a comienzos de los años cincuenta pidió la pena de
muerte para un inocente fue engañado por la policía secreta rusa y por el
gobierno de su país. Pero ¿cómo es posible que hoy, cuando sabemos ya que las
acusaciones eran absurdas y los ejecutados inocentes, ese mismo fiscal defienda
la limpieza de su alma y se dé golpes de pecho? ¡Mi conciencia está limpia, no
sabía, creía de buena fe! ¿No reside precisamente su irremediable culpa en ese
“¡no sabía!, ¡creía de buena fe!”?
Y fue
entonces cuando Tomás recordó la historia de Edipo: Edipo no sabía que dormía
con su propia madre y, sin embargo, cuando comprendió de qué se trataba, no se
sintió inocente. Fue incapaz de soportar la visión de lo que había causado con
su desconocimiento, se perforó los ojos y se marchó de Tebas, ciego.
Tomás
oía los gritos de todos los comunistas que defendían su limpieza interior y se
decía: Por culpa de vuestro desconocimiento este país ha perdido quizá por
siglos su libertad, ¿y vosotros gritáis que os sentís inocentes? ¿Cómo sois
capaces de seguir presenciándolo? ¿Cómo es que no estáis aterrados? ¿Es que
conserváis la vista? ¡Si tuvieseis ojos, deberíais atravesároslos y marcharos
de Tebas!
Aquella
comparación le gustaba tanto que la utilizaba con frecuencia en las
conversaciones con sus amigos y, con el paso del tiempo, iba expresándola con
formulaciones cada vez más precisas y elegantes.
Leía
entonces, como todos los intelectuales, el semanario editado por la Unión de
Escritores Checos, con una tirada de alrededor de 300.000 ejemplares, que habla
logrado una considerable autonomía dentro del régimen y hablaba de cosas de las
que otros no podían hablar públicamente. Por eso en el periódico de los
escritores se hablaba también de quién y cómo era culpable de los asesinatos
judiciales durante los procesos políticos al comienzo del régimen comunista.
En todas
estas polémicas se repetía siempre la misma pregunta: ¿sabían o no sabían?
Tomás creía que esta cuestión era secundaria y por eso escribió un día sus
ideas sobre Edipo y las envió al semanario. Al cabo de un mes recibió
respuesta. Le invitaron a que pasara por la redacción. Cuando llegó, lo recibió
un redactor de escasa estatura, erguido como una regla, y le propuso que
modificase la sintaxis en una frase. El texto se publicó en la penúltima
página, en la sección de cartas de los lectores.
Tomás no
quedó satisfecho. Se habían tomado la molestia de invitarle a visitar la
redacción para que les autorizase a modificar la sintaxis, pero después, sin
preguntarle nada, recortaron notablemente su texto, de modo que sus ideas se
vieron reducidas exclusivamente a la tesis básica (considerablemente
esquemática y agresiva) y dejaron de gustarle.
Eso
sucedió en 1968. En el poder estaba Alexander Dubcek y con él los comunistas
que se sentían culpables y estaban dispuestos a reparar de algún modo las
culpas contraídas. Pero los otros comunistas, los que gritaban que eran
inocentes, tenían miedo de que la nación indignada los juzgara. Por eso iban
diariamente a quejarse a la embajada rusa y a pedir ayuda. Cuando se publicó la
carta de Tomás, gritaron: ¡Hasta aquí podíamos llegar! ¡Ya se escribe
públicamente que nos tienen que arrancar los ojos!
Y dos o
tres meses más tarde los ruso s decidieron que en su virreinato las discusiones
libres eran intolerables, y una noche su ejército ocupó la patria de Tomás.
3
Cuando
Tomás regresó de Zurich a Praga, volvió a trabajar en su hospital como antes.
Pero un buen día lo, llamó el director.
—Al fin
y al cabo, colega —le dijo—, usted no es un escritor ni un periodista, ni un
salvador de la nación, sino un médico y un científico. No me gustaría perderlo
y haré todo lo posible por mantenerlo aquí. Pero es necesario que retire lo que
ha dicho en el artículo sobre Edipo. ¿Tiene usted mucho interés en ese
artículo?
—Señor
director —dijo Tomás recordando cómo le habían amputado una tercera parte del
texto—, jamás ha habido nada que me importase menos.
—Ya sabe
de qué se trata —dijo el director. Lo sabía En la balanza había dos cosas, por
una parte su honor (que consistía en no retirar las afirmaciones que había
hecho), por la otra aquello que se había acostumbrado a considerar como el
sentido de su vida (su trabajo científico y médico). El director continuó:
—Esto de
exigir que la gente reniegue públicamente de lo que ha dicho tiene algo de
medieval. ¿Qué significa “renegar”? En nuestra época una idea sólo puede ser
refutada y no tiene sentido renegar de ella.
Y dado
que, estimado colega, renegar de una idea es algo imposible, sencillamente
verbal, formal, mágico, no encuentro ningún motivo para que no haga usted lo
que desean. En una sociedad gobernada por el terror, no hay ninguna declaración
que sea vinculante, son declaraciones forzadas y las personas honradas están
obligadas a no tomarlas en cuenta, a no oírlas. Tal como le digo, colega, es
importante para mí, y lo es para sus pacientes, que continúe usted trabajando.
—Creo
que tiene razón —dijo Tomás con cara de infelicidad.
—¿Pero?
—preguntó el director tratando de adivinar su pensamiento.
—Temo que me daría vergüenza.
—¿Tiene
usted una opinión tan elevada de la gente que le rodea como para que le importe
lo que vayan a pensar?
—No, la
opinión que tengo de ellos no es demasiado elevada.
—Además
—añadió el director—, me han asegurado que no se trata de una declaración
pública. Son unos burócratas. Lo que necesitan es tener en sus expedientes
constancia de que usted no está en contra del régimen para poder defenderse en
caso de que alguien los atacase por haberle dejado trabajar en su puesto. Me
han dado garantías de que la declaración será una cuestión privada entre usted
y ellos y de que no está previsto hacerla pública.
—Déjeme
una semana para pensarlo —dijo Tomás para terminar la conversación.
4
Tomás
estaba considerado como el mejor cirujano del hospital. Se decía que el
director, al que ya le faltaba poco para jubilarse, le dejaría pronto su
puesto. Cuando se supo la noticia de que los organismos directivos le habían
pedido una declaración autocrítica, nadie puso en duda que Tomás fuera a
obedecer.
Eso fue
lo primero que le sorprendió. Pese a que nunca había dado motivo para ello, la
gente se sentía más inclinada a apostar por su inmoralidad que por su
moralidad.
La
segunda cuestión sorprendente era la reacción que producía su supuesta actitud.
Podríamos dividir esas reacciones en dos tipos básicos:
El
primer tipo de reacciones era el que manifestaban aquellos que se habían visto
obligados (ellos mismos o quienes los rodeaban) a renegar de algo, a manifestar
su apoyo al régimen de ocupación o estaban dispuestos a hacerlo (aunque fuera a
disgusto; nadie lo hacía por placer).
Esta
gente le sonreía con una sonrisa especial, que hasta entonces desconocía: con
la tímida sonrisa de aprobación del conspirador. Es la sonrisa de dos hombres
que se encuentran por casualidad en un burdel; les da un poco de vergüenza y al
mismo tiempo se alegran de que la vergüenza sea mutua; surge entre ellos una
especie de fraternidad que los une.
Le
sonreían aún más contentos porque él nunca había tenido fama de conformista.
Por eso su prevista aceptación de la propuesta del director era una muestra de
que la cobardía iba convirtiéndose en norma de conducta y de que pronto dejaría
de ser vista como tal. Esta gente nunca había sido amiga suya. Tomás advirtió
con temor que, si en efecto hiciese la declaración que le había pedido el
director, lo invitarían a tomar una copa a su casa y pretenderían hacerse
amigos suyos.
El
segundo tipo de reacciones se refería a la gente que había sufrido (ellos
mismos o quienes los rodeaban) persecuciones, a quienes se negaban a aceptar
ningún tipo de compromiso con el régimen de ocupación o a aquellos a los que
nadie les exigía que aceptaran ningún compromiso (que hicieran ninguna
declaración), quizá porque eran demasiado jóvenes para haberse visto implicados
en nada y estaban convencidos de que, si se lo hubieran pedido, no lo habrían
hecho.
Uno de
ellos, el médico S., un joven de mucho talento, le preguntó a Tomás:
—¿Qué,
ya la hiciste?
—¿De qué
me hablas? —le preguntó Tomás.
—De tu
declaración —dijo S.
No lo
decía con mala intención. Incluso sonreía. Era una sonrisa completamente
distinta, otra de las sonrisas del voluminoso herbario de las sonrisas: una
sonrisa de feliz superioridad moral.
Tomás
dijo:
—Oye ¿tú
qué sabes de mi declaración? ¿La has leído?
—No
—respondió S.
—Entonces
no hables de lo que no sabes —dijo Tomás.
S.
seguía sonriendo tranquilamente:
—Todos
sabemos cómo funciona esto. Esas declaraciones se escriben en forma de carta al
director o al ministro o al que sea, y éste promete que la carta no se
publicará para que el que la escribe no se sienta humillado. ¿Es así?
Tomás se
encogió de hombros y siguió escuchando.
—Después
archiva la declaración tranquilamente en su cajón, pero el que la escribió sabe
que puede publicarse en cualquier momento. Por eso nunca podrá decir nada, ni
criticar nada, ni protestar por nada, porque en ese caso se publicaría su
declaración y él quedaría deshonrado ante todos. A decir verdad es un método
bastante amable. Los hay peores.
—Sí, es
un método muy amable —dijo Tomás—, pero me gustaría saber quién te dijo que yo
he aceptado entrar en semejante juego.
Se
encogió de hombros pero la sonrisa no desapareció de su rostro.
Tomás se
dio cuenta de una cosa curiosa. ¡Todos le sonríen, todos desean que escriba esa
declaración, todos se alegrarían! ¡Los primeros se alegran de que la inflación
de cobardía trivialice su actitud y les devuelva el honor perdido. Los otros ya
se han acostumbrado a considerar su honor como un privilegio especial al que no
quieren renunciar. Por eso tienen por los cobardes un amor secreto; sin ellos
su coraje se convertiría en un esfuerzo corriente e inútil que no suscitaría la
admiración de nadie.
Tomás no
podía soportar aquellas sonrisas y le daba la impresión de que las veía en
todas partes, incluso en la cara de los desconocidos que pasaban por la calle.
No podía dormir. ¿Y eso? ¿Es tal la importancia que les atribuye? No. La
opinión que esa gente le merece no es buena y se enfada consigo mismo por
sentirse tan afectado por esas miradas. Es algo que carece de lógica. ¿Cómo es
posible que alguien que estime tan poco a la gente, dependa tanto de su
opinión?
Su
profunda desconfianza hacia la gente (sus dudas con respecto a que tengan
derecho a decidir acerca de lo que a él le concierne y a juzgarlo) tuvo
probablemente algo que ver en la elección de su profesión, que descartaba
cualquier posibilidad de relación con el público. Cuando alguien elige, por
ejemplo, una carrera política, opta libremente por hacer del público su juez, en
la ingenua y manifiesta confianza de que logrará su favor. Un eventual rechazo
de las masas le estimula para lograr metas aún más difíciles, del mismo modo en
que la dificultad de un diagnóstico estimulaba a Tomás.
El
médico (a diferencia del político o del actor) sólo es juzgado por sus
pacientes y por sus colaboradores más próximos, o sea entre cuatro paredes y a
la vista de sus jueces. Puede responder inmediatamente a las miradas de quienes
lo juzgan con su propia mirada, puede explicarse o defenderse.
Pero
ahora Tomás se encontraba (por primera vez en la vida) en una situación en la
que se fijaba en él un número de ojos mayor de lo que era capaz de registrar.
No podía responderles ni con una mirada suya ni con palabras. Estaba a su
merced. Se hablaba de él en el hospital y fuera del hospital (en aquella época,
Praga, nerviosa, comunicaba las noticias acerca de quién había defraudado,
quién había denunciado, quién había colaborado, con la extraordinaria rapidez
de un tam-tam africano), y él lo sabía pero no podía hacer nada por remediarlo.
El mismo estaba sorprendido de lo insoportable que aquello le resultaba y de la
sensación de pánico que le invadía. El interés que aquella gente sentía por él
le resultaba tan desagradable como una aglomeración o como el contacto de la
gente que nos arranca la ropa en nuestras pesadillas.
Fue a
ver al director y le comunicó que no escribiría nada.
El
director apretó su mano con mucha mayor fuerza que otras veces y le dijo que
había previsto esa decisión. Tomás dijo:
—Señor
director, quién sabe si no será posible que usted me mantenga aquí aunque yo no
haga esa declaración —dándole a entender que sería suficiente que todos sus
colegas amenazasen con presentar la dimisión en caso de que obligasen a Tomás a
marcharse.
Pero a
nadie se le ocurrió amenazar con la dimisión y al cabo de un tiempo (el
director le estrechó la mano aún con mayor fuerza que la vez anterior, le dejó
marcas) Tomás tuvo que abandonar su puesto en el hospital.
5
Primero
fue a parar a una clínica rural a unos ochenta kilómetros de Praga. Tenía que
coger el tren todos los días, y regresaba con un cansancio mortal. Un año más
tarde consiguió un puesto mucho más cómodo, aunque de menor importancia, en un
ambulatorio de la periferia. Ya no podía dedicarse a la cirugía y tenía que
ejercer como médico de cabecera. La sala de espera estaba repleta, apenas podía
dedicarle cinco minutos a cada caso; les recetaba aspirinas, escribía los
certificados de baja para sus empresas y los mandaba al especialista. Ya no se
consideraba médico sino oficinista.
Allí fue
a visitarlo en una ocasión, cuando ya terminaba de pasar consulta, un hombre de
unos cincuenta años; una ligera obesidad le añadía cierta prestancia. Se
presentó como funcionario del Ministerio del Interior e invitó a Tomás al bar
de enfrente.
Pidió una botella de vino. Tomás se resistió:
—He
venido en coche. Si me coge la policía, me quitarán el carné de conducir.
El
hombre del Ministerio del Interior se sonrió:
—Si le
pasase algo, basta con dar mi nombre— y le dio a Tomás su tarjeta en la que
figuraba su nombre (seguro que falso) y el teléfono del Ministerio.
Después
se puso a hablar, durante largo rato, de lo mucho que apreciaba a Tomás. En el
Ministerio todos lamentan que un cirujano de su talla tenga que recetar
aspirinas en un ambulatorio de la periferia. Le dio a entender indirectamente
que la policía, aunque no puede decirlo en voz alta, no está de acuerdo con el
procedimiento excesivamente drástico por el cual se priva a destacados
especialistas de sus puestos de trabajo.
Hacía
mucho tiempo que a Tomás no lo elogiaba nadie, así que oía muy atentamente al
señor obeso y se sorprendía de la precisión y el detalle con que estaba
informado de sus éxitos profesionales. ¡Qué indefenso está el hombre ante los
elogios! Tomás no podía evitar tomar en serio lo que decía el hombre del
Ministerio.
Pero no
era sólo por vanidad. Era más que nada por falta de experiencia. Si está usted
sentado cara a cara con alguien que es afable, respetuoso, cortés, es muy difícil
darse cuenta permanentemente de que nada de lo que dice es verdad, de que
ninguna de sus afirmaciones es sincera. No creer (permanente y
sistemáticamente, sin un momento de duda) requiere un enorme esfuerzo y exige
entrenamiento, es decir interrogatorios policiales frecuentes. A Tomás le
faltaba este entrenamiento. El hombre del Ministerio seguía:
—Sabemos,
estimado doctor, que tenía usted en Zurich una excelente posición. Y valoramos
su actitud al regresar. Eso ha sido estupendo. Usted sabía que su sitio era
éste —y después añadió, como si le estuviera echando algo en cara a Tomás—:
¡Pero su sitio está en el quirófano!
—Estoy de acuerdo —dijo Tomás.
Se
produjo una breve pausa y el hombre del Ministerio dijo con voz compungida:
—Pero
dígame, doctor, ¿usted cree de verdad que habría que atravesarles los ojos a
los comunistas?
¿No le
parece raro que pueda decir eso una persona como usted que le ha devuelto la
salud a tanta gente?
—Esto es
absurdo —objetó Tomás—. Lea atentamente lo que yo escribí.
—Lo he
leído —dijo el hombre del Ministerio con una voz que pretendía ser muy triste.
—¿Y
acaso escribí que hay que atravesarles los ojos a los comunistas?
—Todos
lo entendieron así —dijo el hombre del Ministerio y su voz era cada vez más
triste.
—Si hubiera
leído usted el texto completo, tal como lo escribí, jamás se le hubiera
ocurrido eso.
—¿Cómo?
—aguzó el oído el hombre del Ministerio—. ¿No publicaron el texto tal como
usted lo escribió?
—Lo
recortaron.
—¿Mucho?
—Como un
tercio.
El
hombre del Ministerio parecía sinceramente indignado:
—Pues
eso no fue juego limpio por parte de ellos.
Tomás se
encogió de hombros.
—¡Debía
haber protestado! ¡Debía haber exigido una rectificación!
—No ve
que inmediatamente después llegaron los rusos. Todos teníamos otras
preocupaciones —dijo Tomás.
—¿Pero
por qué tiene que creer la gente que usted, un médico, quería que alguien le
arrancara los ojos a la gente?
—Pero si
mi artículo se publicó en la parte de atrás, con las cartas de los lectores.
Nadie se fijó en él.
Únicamente
la embajada rusa, porque le vino bien.
—¡No
diga eso, doctor! Yo mismo he hablado con mucha gente que había leído su
artículo y estaba asombrada de que usted lo hubiera podido escribir.
Pero
ahora todo está mucho más claro al explicarme usted que el artículo no fue
publicado tal como usted lo escribió. ¿Fueron ellos los que se lo encargaron?
—No
—dijo Tomás—, se lo mandé yo.
—¿Usted
los conoce?
—¿A
quiénes?
—A los
que publicaron su artículo.
—No.
—¿No
habló nunca con ellos?
—Me invitaron
una vez a la redacción.
—¿Para
qué?
—Por lo
del artículo.
—¿Y con
quién habló?
—Con uno
de los redactores.
—¿Cómo
se llamaba?
Hasta
ese momento Tomás no se había dado cuenta de que estaba siendo interrogado. De
pronto le dio la impresión de que cualquier cosa que dijera podía poner a
alguien en peligro. Por supuesto sabía el nombre de aquel redactor, pero lo
negó: “No lo sé”.
—Pero
doctor —dijo el hombre con un tono lleno de indignación por la insinceridad de
Tomás—: ¡Le habrá dicho su nombre al recibirle!
Resulta
tragicómico que nuestra buena educación se convierta en aliada de la policía.
No sabemos mentir. El imperativo “¡di la verdad!” que nos inculcaron mamá y
papá actúa hasta tal punto de forma automática que incluso ante el policía que
nos interroga nos da vergüenza mentir. Es más fácil para nosotros discutir con
él, insultarlo (lo cual no tiene sentido alguno) que mentirle descaradamente
(que es lo único lógico que podemos hacer).
Cuando
el hombre del Ministerio del Interior le reprochó su falta de sinceridad, Tomás
estuvo a punto de sentirse culpable; tuvo que superar una especie de obstáculo
interno para continuar mintiendo:
—Seguramente
se presentó —dijo—, pero el nombre no me decía nada y enseguida lo olvidé.
—¿Qué
aspecto tenía?
El
redactor que había hablado con él era pequeño y tenía el pelo rubio muy corto.
Tomás trató de elegir los rasgos opuestos:
—Era
alto. Tenía el pelo largo y negro.
—Ah
—dijo el hombre del Ministerio—, ¡y la mandíbula saliente!
—Sí
—dijo Tomás.
—Un poco
encorvado.
—Sí
—coincidió Tomas una vez más y se dio cuenta de que el hombre del Ministerio
había identificado a la persona en cuestión.
Tomás no
sólo acababa de delatar a un pobre redactor, sino que además su delación era
falsa.
—¿Y por
qué le llamaron? ¿De qué hablaron?
—Se
trataba de una modificación de la sintaxis.
Aquello
sonaba como una excusa ridícula. El hombre del Ministerio volvió a indignarse y
asombrarse de que Tomás no quisiera decirle la verdad:
—¡Pero
doctor! ¡Hace un rato me dijo que le habían recortado una tercera parte del
texto y ahora me dice que estuvieron discutiendo de un cambio en la sintaxis!
¡Eso no es lógico!
Para
Tomás la respuesta ya era más fácil porque lo que decía era la pura verdad:
—No es
lógico pero es así —sonrió—: Me pidieron que les permitiese modificar la
sintaxis en una frase y después redujeron el artículo en un tercio.
El
hombre del Ministerio volvió a hacer con la cabeza un gesto como si no pudiera
comprender una actitud tan inmoral y dijo:
—Esa
gente no se ha comportado correctamente con usted.
Terminó
su copa de vino y concluyó:
—Estimado
doctor, ha sido usted víctima de una manipulación. Sería una lástima que
tuvieran que pagar las consecuencias usted y sus pacientes.
Nosotros
sabemos de su nivel profesional. Ya veremos lo que se puede hacer.
Le
estrechó cordialmente la mano a Tomás. Después salieron del bar y cada uno
cogió su coche.
6
Tras el
encuentro Tomás se quedó con un humor de perros. Se reprochaba haber aceptado
el tono jovial de la conversación. ¡Ya que no se había negado a hablar con el
policía (no estaba preparado para semejante situación, no sabía qué prescribía
la ley), al menos tenía que haberse negado a tomar una copa de vino con él en
el bar, como si fuese un amigo! ¿Qué pasaría si lo hubiese visto alguien que
conociera a aquel hombre?
¡Pensaría
que Tomás está al servicio de la policía! ¿Y por qué ha tenido que decirle que
el artículo fue recortado? ¿Para qué le dio, sin ninguna necesidad, esa
información? Estaba absolutamente descontento de sí mismo.
Dos
semanas más tarde el hombre del Ministerio regresó. Pretendía que fueran otra
vez al bar de enfrente, pero Tomás le pidió que permaneciera en el consultorio.
—Comprendo,
doctor —sonrió.
Aquella
frase despertó la atención de Tomás. El hombre del Ministerio había hablado
como un ajedrecista que le confirma a su contrincante que en la jugada anterior
ha cometido un error.
Se
habían sentado en dos sillas, uno frente al otro y entre ambos estaba el
escritorio de Tomás. Al cabo de unos diez minutos, durante los cuales hablaron
de la epidemia de gripe que alcanzaba en aquel momento su apogeo, el hombre
dijo:
—He
estado meditando sobre su caso, doctor. Si se tratase únicamente de usted, la
cosa sería sencilla.
Pero
tenemos que tener en cuenta la opinión pública. Queriendo o sin querer, con su
artículo contribuyó a impulsar la histeria anticomunista. No puedo ocultarle
que incluso hemos recibido una propuesta para que se le exijan a usted
responsabilidades penales por ese artículo. Hay un párrafo que lo contempla.
Incitación
pública a la violencia.
El
hombre del Ministerio se calló y miró a Tomás a los ojos. Tomás se encogió de
hombros. El hombre volvió nuevamente al tono amistoso:
—Hemos
rechazado esas propuestas. Cualquiera que sea su responsabilidad, a la sociedad
le interesa que trabaje en el puesto en el que mejor provecho puede sacar a su
capacidad. Su director lo estima a usted mucho. Y también tenemos información
de sus pacientes. ¡Es usted un gran especialista, doctor!
Nadie
puede exigirle a un médico que entienda de política. Usted se dejó engañar.
Habría que dejar las cosas en su justo lugar. Por eso querríamos proponerle un
texto para la declaración que, a nuestro juicio, debería hacer para la prensa.
Ya nos ocuparíamos nosotros de que se publicara en el momento adecuado —y le
dio a Tomás un papel.
Tomás
leyó lo que estaba escrito y se horrorizó. Era mucho peor que lo que dos años
antes le había pedido su director. Aquello no era solamente una retractación
total con respecto al artículo sobre Edipo.
Había
frases sobre el amor a la Unión Soviética, sobre la fidelidad al partido
comunista, había una condena a los intelectuales que al parecer querían
arrastrar al país a una guerra civil, pero, sobre todo, había una denuncia contra
los redactores del semanario de la Unión de Escritores, incluido el nombre del
redactor alto y encorvado (Tomás no había hablado nunca con él pero sabía su
nombre y le conocía de ver su foto en la prensa), que habían deformado
conscientemente su artículo para cambiarle el sentido y transformarlo en una
proclama contrarrevolucionaria; según parece eran demasiado cobardes para
escribir ellos mismos un artículo así y trataron de aprovecharse de un ingenuo
médico.
El
hombre del Ministerio percibió el gesto de horror que había en los ojos de
Tomás. Se inclinó y le dio una amistosa palmada en la rodilla por debajo de la
mesa:
—¡Estimado
doctor, eso no es más que una sugerencia! Tómese tiempo para pensarlo y, si
quiere modificar alguna frase, por supuesto podemos llegar a un acuerdo. ¡Al
fin y al cabo el texto es suyo!
Tomás le
devolvió el papel al policía como si le diese miedo tenerlo un segundo más en
sus manos.
Era casi
como si creyera que alguien fuera algún día a buscar en él sus huellas
dactilares.
En lugar
de coger el papel, el hombre del Ministerio extendió con fingida sorpresa los
brazos (era el mismo gesto que emplea el Papa para bendecir a las masas desde
su balcón):
—Pero
doctor, ¿por qué me lo devuelve? Quédeselo. Ya lo meditará tranquilamente en su
casa.
Tomás
hizo un gesto de negación con la cabeza, manteniendo pacientemente el papel en
la mano extendida. El hombre del Ministerio dejó de imitar al Papa durante la
bendición y al fin tuvo que coger el papel.
Tomás
tenía la intención de decirle con toda energía que no pensaba escribir ni
firmar jamás ningún texto de ese tipo. Pero finalmente optó por otro tono. Dijo
con suavidad:
—No soy
un analfabeto. ¿Por qué iba a firmar algo que no he escrito yo mismo?
—Bien,
doctor, podemos hacerlo al revés. Usted primero lo escribe y después lo
revisamos los dos juntos. Lo que ha leído podrá servirle al menos como modelo.
¿Por qué
no rechazó enseguida la proposición del policía con toda energía?
Seguramente
le pasó por la cabeza la siguiente idea: Este tipo de declaraciones sirve para
desmoralizar a todo el país (ésa es evidentemente la estrategia general de los
rusos), pero en su caso la policía persigue probablemente algún objetivo
concreto: es posible que estén preparando un proceso contra los redactores del
semanario en el que Tomás escribió su artículo. Si eso es así, necesitan la
declaración de Tomás como prueba en el juicio y como parte de la campaña de
prensa que organizarán contra los redactores. Si ahora se negase tajante y
enérgicamente, correría el riesgo de que la policía publicase el texto, tal
como estaba preparado, falsificando su firma. ¡Ningún periódico publicaría una
rectificación suya! ¡No habría nadie en el mundo que creyese que no lo había ni
escrito ni firmado!
Comprendió
que la gente, al ver a alguien moralmente humillado, se alegraba demasiado como
para permitir que sus explicaciones le privaran de su placer.
Al darle
a la policía esperanzas de que fuera a escribir algún tipo de declaración,
había logrado ganar tiempo. Al día siguiente presentó por escrito la dimisión a
su puesto. Suponía (correctamente) que en cuanto descendiese voluntariamente al
puesto más bajo de la escala social (al que en aquella época habían descendido,
por lo demás, miles de intelectuales de otras especialidades), la policía
perdería todo poder sobre él y dejaría de ocuparse de su persona. En tales
circunstancias no iban a poder publicar una declaración suya, porque carecería
de credibilidad. Y es que esas vergonzosas declaraciones públicas van siempre ligadas
al ascenso y no a la caída de los firmantes.
Pero en
Bohemia los médicos son empleados del Estado y el Estado puede admitir o no sus
dimisiones. El empleado con el que Tomás trató el tema de su dimisión conocía
su nombre y le apreciaba.
Trató de
convencerlo de que no dejase su puesto. De pronto Tomás se dio cuenta de que no
estaba en absoluto seguro de haber decidido correctamente. Pero se sentía
ligado a su decisión por una especie de promesa de fidelidad y la mantuvo. Y
así se convirtió en limpiador de escaparates.
7
Hace
años, al partir de Zurich hacia Praga, Tomás se decía en silencio “es muss
sein!” y pensaba entonces en su amor por Teresa. Pero aquella misma noche
empezó a dudar de si, en verdad, había tenido que ser: se daba cuenta de que lo
que lo había llevado hacia Teresa era sólo una cadena de ridículas casualidades
que le habían sucedido siete años atrás (el principio fue el lumbago de su
jefe) y de que sólo por esa causa regresaba ahora a una jaula de la que no
habría escapatoria.
¿Quiere
decir eso que en su vida no hubo ningún “es muss sein!”, que no hubo nada
realmente ineluctable? Creo que sí lo hubo. No fue el amor, fue la profesión. A
la medicina no lo condujo ni la casualidad ni el cálculo racional sino un
profundo anhelo interior.
Si es
posible dividir a las personas de acuerdo con alguna categoría, es de acuerdo
con estos profundos anhelos que las orientan hacia tal o cual actividad a la
que dedican toda su vida. Todos los franceses son distintos. Pero todos los
actores del mundo se parecen, en París, en Praga y en el último teatro de
provincias. Actor es aquel que desde la infancia está de acuerdo con pasar toda
la vida exponiéndose a un público anónimo. Sin este acuerdo básico que no tiene
nada que ver con el talento, que es más profundo que el talento, no puede
llegar a ser actor. De un modo similar, médico es aquel que está de acuerdo con
pasar toda la vida y hasta las últimas consecuencias, hurgando en cuerpos
humanos. Es este acuerdo básico (y no el talento o la habilidad) lo que le
permite entrar en primer curso a la sala de disección y ser médico seis años
más tarde.
La
cirugía lleva el imperativo básico de la profesión médica hasta límites
extremos, en los que lo humano entra en contacto con lo divino. Si le pega
usted con fuerza un porrazo a alguien, el sujeto en cuestión cae y deja
definitivamente de respirar. Pero de todas formas alguna vez iba a dejar de
respirar. Un asesinato así sólo se adelanta un poco a lo que Dios se hubiese
encargado de hacer algo más tarde. Se puede suponer que Dios contaba con el
asesinato, pero no contaba con la cirugía. No sospechaba que alguien iba a
atreverse a meter la mano dentro del mecanismo que él había inventado,
meticulosamente cubierto de piel, sellado y cerrado a los ojos del hombre.
Cuando Tomás posó por primera vez el bisturí sobre la piel de un hombre
previamente anestesiado y luego atravesó esa piel con un gesto decidido y la
cortó con un tajo recto y preciso (como si fuese un trozo de materia inerte, un
abrigo, una falda, una cortina), tuvo una breve pero intensa sensación de
sacrilegio. ¡Pero era precisamente eso lo que le atraía! Ese era el “es muss
sein!” profundamente arraigado dentro de él, al que no lo había conducido
casualidad alguna, el lumbago de ningún médico—jefe, nada externo.
¿Pero
cómo es posible que se deshiciera de algo tan profundo con tal rapidez, con tal
energía, con tal facilidad?
Nos
hubiera respondido que lo hizo para que la policía no lo utilizara. Pero
sinceramente, aunque en teoría era posible (y aunque en efecto se produjeron
casos similares), no era demasiado probable que la policía publicase una
declaración falsa con su firma.
Claro
que uno también tiene derecho a temer que le suceda algo aunque ello sea poco
probable.
Admitamos
esto. Admitamos también que estaba furioso consigo mismo, que estaba furioso
por su propia torpeza y que quería evitar cualquier contacto con la policía
para que no se incrementase su sensación de impotencia. Y admitamos incluso que
de todas formas había perdido ya su profesión, porque el trabajo mecánico que
realizaba en el ambulatorio, recetando aspirinas, no tenía nada que ver con lo
que la medicina representaba para él. Sin embargo me llama la atención la
vehemencia con que adoptó su decisión. ¿No se esconde tras ella algo más, algo
más profundo, algo que se escapaba a su razonamiento?
8
A pesar
de que gracias a Teresa se había aficionado a Beethoven, Tomás no entendía
demasiado de música y dudo que conociera la verdadera historia del famoso
motivo “muss es sein!, es muss sein!”.
Es la
siguiente: cierto señor Dembscher le debía a Beethoven cincuenta marcos y el
compositor, que jamás tenía un céntimo, se los reclamó. “Muss es sein!” suspiró
desolado el señor Dembscher y Beethoven se echó a reír alegremente: “Es muss
sein!”; inmediatamente anotó aquellas palabras y su melodía y compuso sobre
aquel motivo realista una pequeña composición para cuatro voces: tres voces
cantan “es muss sein!, es muss sein!, ja, ja, ja”, “tiene que ser, tiene que
ser, sí, sí, sí”, y la tercera voz añade: “Heraus mit dem Beutel”, “¡Saca el
monedero!”.
Ese
mismo motivo fue un año más tarde la base de la cuarta frase de su último
cuarteto opus 135.
Beethoven
ya no pensaba entonces en el monedero de Dembscher. La frase “es muss sein!” le
sonaba cada vez más majestuosa, como si la pronunciara el propio Destino. En el
idioma de Kant, hasta el “buenos días”, con la entonación precisa, puede
adquirir el aspecto de una tesis metafísica. El alemán es un idioma de palabras
pesadas. De modo que “es muss sein!” ya no era ninguna broma, sino “der schwer
gefasste Entschluss”.
De ese
modo, Beethoven transformó una inspiración cómica en un cuarteto serio, un
chiste en una verdad metafísica. Esta es una interesante historia de
transformación de lo leve en pesado (o sea, según Parménides, de transformación
de lo positivo en negativo). Sorprendentemente, semejante transformación no nos
sorprende. Por el contrario, nos indignaría que Beethoven hubiese transformado
la seriedad de su cuarteto en el chiste ligero del canon a cuatro voces sobre
el monedero de Dembscher. Sin embargo, estaría actuando plenamente de acuerdo
con Parménides: ¡convertiría lo pesado en leve, lo negativo en positivo! ¡Al
comienzo (como un boceto imperfecto) estaría la gran verdad metafísica y al final
(como la obra perfecta) habría una broma ligera! Sólo que nosotros ya no
sabemos pensar como Parménides.
Me
parece que aquel agresivo, majestuoso, severo “es muss sein!” excitaba
secretamente a Tomás desde hacía ya mucho tiempo y que existía dentro de él un
profundo deseo de convertir, de acuerdo con Parménides, lo pesado en leve.
Recordemos de qué modo, tiempo atrás, se negó en un mismo instante a ver a su
mujer y a su hijo y el sentimiento de alivio que le produjo la ruptura con sus
padres. ¿Qué fue aquello sino un gesto violento, y no del todo razonable, de
rechazo a lo que se le presentaba como una pesada responsabilidad, como “es
muss sein!”?
Claro
que aquél era un “es muss sein!” externo, planteado por las convenciones
sociales, mientras que el “es muss sein!” de su amor por la medicina era
interno. Peor aún. Los imperativos internos son aún más fuertes y exigen por
eso una rebelión mayor.
Ser
cirujano significa hender la superficie de las cosas y mirar lo que se oculta
dentro. Fue quizás este deseo el que llevó a Tomás a tratar de conocer lo que
había al otro lado, más allá del “es muss sein!”; dicho de otro modo: lo que
queda de la vida cuando uno se deshace de lo que hasta entonces consideraba
como su misión.
Pero
cuando se entrevistó con la amable directora de la empresa praguense de
limpieza de escaparates y ventanas, percibió de pronto el resultado de su
decisión en toda su concreción e irreversibilidad y estuvo a punto de
asustarse. Sin embargo, en cuanto superó (tardó aproximadamente una semana) la
sorpresa producida por lo inhabitual de su nuevo modo de vida, comprendió de
repente que le habían tocado unas largas vacaciones.
Las
cosas que hacía no le importaban nada y estaba encantado. De pronto comprendió
la felicidad de las gentes (hasta entonces siempre se había compadecido de
ellas) que desempeñaban una función a la que no se sentían obligadas por ningún
“es muss sein!” interior y que podían olvidarla en cuanto dejaban su puesto de
trabajo. Hasta entonces nunca había sentido aquella dulce indiferencia. Cuando
algo no le salía bien en el quirófano, se desesperaba y no podía dormir. Con
frecuencia perdía hasta el apetito sexual. El “es muss sein!” de su profesión
era como un vampiro que le chupaba la sangre.
Ahora
andaba por Praga con la pértiga de lavar escaparates y constataba con sorpresa
que se sentía diez años más joven. Las vendedoras de las grandes tiendas le
llamaban “doctor” (el tam-tam praguense funcionaba a la perfección) y le pedían
consejos para sus constipados, sus espaldas doloridas y sus menstruaciones
irregulares. Le miraban casi con vergüenza mientras él echaba agua al cristal,
colocaba el cepillo en la pértiga y empezaba a limpiar el escaparate. Si
hubieran podido dejar solos a los clientes en la tienda, seguro que le hubieran
quitado la pértiga y hubieran lavado el cristal en su lugar.
Tomás
tenía que atender sobre todo los grandes almacenes, pero la empresa lo enviaba
con frecuencia también a casas de particulares. La gente aún vivía la
persecución masiva de los intelectuales checos con una especie de euforia
solidaria. Cuando sus antiguos pacientes se enteraban de que Tomás limpiaba
escaparates, llamaban a la empresa y solicitaban sus servicios. Lo recibían
entonces con una botella de champán o de slivovice, apuntaban en la factura que
había limpiado trece ventanas y se pasaban dos horas charlando y brindando con
él. Las familias de los oficiales rusos iban a vivir a Bohemia, por la radio se
oían los discursos amenazantes de los funcionarios del Ministerio del Interior
que habían reemplazado a los redactores despedidos y él se tambaleaba borracho
por Praga y tenía la sensación de que iba de fiesta en fiesta. Eran sus grandes
vacaciones.
Regresaba
a su época de soltero. Y es que de pronto estaba sin Teresa. Sólo la veía de
noche, cuando ella volvía del restaurante y él se despertaba ligeramente del
primer sueño y luego otra vez por la mañana, cuando era ella la que estaba
adormilada y él tenía prisa por llegar al trabajo. Tenía dieciséis horas para
sí mismo y aquél era un ámbito de libertad inesperadamente conquistado. Todo
ámbito de libertad significaba para él, desde su temprana juventud, mujeres.
9
Cuando
sus amigos le preguntaban alguna vez cuántas mujeres había tenido en su vida,
respondía con evasivas y si insistían decía: “Pueden haber sido unas
doscientas”. Algunos envidiosos afirmaban que exageraba. El se defendía: “No es
tanto. Tengo relaciones con las mujeres desde hace unos veinticinco años.
Dividid doscientos por veinticinco. Os saldrán unas ocho mujeres por año. No
creo que eso sea tanto”. Pero desde que vivía con Teresa, su actividad erótica
topaba con dificultades organizativas; sólo podía dedicarles (entre la mesa de
operaciones y el hogar) un estrecho espacio de tiempo que, aunque intensamente
utilizado (tal como labra afanosamente su angosta parcela el agricultor en la
montaña) no tenía comparación con el ámbito de dieciséis horas que había
recibido repentinamente de regalo. (Digo dieciséis horas porque las ocho horas
que empleaba en limpiar ventanas también estaban repletas de nuevas
dependientas, empleadas y amas de casa a las que conocía y con las que podía
quedar.)
¿Qué
buscaba en ellas? ¿Qué era lo que le llevaba hacia ellas? ¿No es el acto
amoroso la eterna repetición de lo mismo?
No.
Siempre queda un pequeño porcentaje inimaginable. Claro que, cuando veía a una
mujer vestida, era capaz de imaginarse aproximadamente qué aspecto iba a tener
desnuda (en este sentido su experiencia como médico complementaba su
experiencia como amante), pero entre lo aproximado de la imagen y la precisión
de la realidad quedaba la pequeña rendija de lo inimaginable que le
intranquilizaba. Además, la persecución de lo inimaginable no termina con el
descubrimiento de la desnudez, sino que continúa más allá: ¿cómo se comportará
cuando la desnude?, ¿qué dirá cuando le haga el amor?, ¿en qué tonos sonarán
sus suspiros?, ¿qué muecas tendrá grabadas en la cara en el momento del placer?
El
carácter único del “yo” se esconde precisamente en lo que hay de inimaginable
en el hombre. Sólo somos capaces de imaginarnos lo que es igual en todas las
personas, lo general. El “yo” individual es aquello que se diferencia de lo
general, o sea lo que no puede ser adivinado y calculado de antemano, lo que en
el otro es necesario descubrir, desvelar, conquistar.
Tomás, que en los últimos diez años de
ejercicio de la medicina se había ocupado exclusivamente del cerebro humano,
sabe que no hay nada más difícil de aprehender que el “yo”. Entre Hitler y
Einstein, entre Brezhnev y Solzhenitsin, hay muchas más similitudes que
diferencias. Si se pudiera expresar con números, hay entre ellos una
millonésima de diferencia y novecientas noventa y nueve mil novecientas noventa
y nueve millonésimas de similitud.
Tomás
está poseído por el deseo de apoderarse de esa millonésima y cree que ése es el
sentido de su obsesión por las mujeres. No está obsesionado por las mujeres,
está obsesionado por lo que hay en cada una de ellas de inimaginable, en otras
palabras, está obsesionado por esa millonésima diferencial que distingue a una
mujer de las demás mujeres. (Posiblemente aquí conectaba su pasión de cirujano
con su pasión de mujeriego. No soltaba el escalpelo ni cuando estaba con sus
amantes. Deseaba apoderarse de algo que estaba en lo profundo de ellas y para
lo cual era necesario hender su superficie.)
Por
supuesto podemos preguntarnos, con toda razón, por qué buscaba esa millonésima
diferencial precisamente en el sexo. ¿Es que no podía encontrarla, por ejemplo,
en la forma de andar, en los placeres culinarios o en las preferencias
artísticas de tal o cual mujer?
Por
supuesto, la millonésima diferencial está presente en todos los campos de la
vida humana, sólo que en todos los demás está a los ojos del público, no es
necesario descubrirla, no ha ce falta el escalpelo. El que una mujer prefiera
el queso a las tartas y otra no soporte la coliflor es también un síntoma de
originalidad, pero esa originalidad nos convence inmediatamente de que es
completamente superflua, inútil, y de que no tiene sentido dedicarle nuestra
atención ni buscar en ella valor alguno.
Únicamente
en la sexualidad la millonésima diferencial aparece como algo extraordinario,
porque no está al alcance del público y es necesario conquistarla. No hace más
de medio siglo era necesario dedicar a semejante conquista mucho tiempo
(¡semanas y hasta meses!), de modo que el período dedicado a la conquista era
la medida del valor de lo conquistado. Y aún hoy, aunque la época de conquista
se ha reducido enormemente, la sexualidad sigue siendo la caja de caudales en
la que está oculto el secreto del yo de la mujer.
De modo
que no era el deseo de placer (el placer llegaba como un premio, por
añadidura), sino el deseo de apoderarse del mundo (de hendir con el escalpelo
el cuerpo yacente del mundo) lo que le hacía ir tras las mujeres.
10
Entre
los hombres que van tras muchas mujeres podemos distinguir fácilmente dos
categorías. Unos buscan en todas las mujeres su propio sueño, subjetivo y
siempre igual, sobre la mujer. Los segundos son impulsados por el deseo de
apoderarse de la infinita variedad del mundo objetivo de la mujer.
La
obsesión de los primeros es lírica: se buscan a sí mismos en las mujeres,
buscan su ideal y se ven repetidamente desengañados porque un ideal es, como
sabemos, aquello que nunca puede encontrarse.
El
desengaño que los lleva de una mujer a otra le brinda a su inconstancia cierta
disculpa romántica, de modo que muchas mujeres sentimentales pueden sentirse
conmovidas por su terca poligamia.
La
segunda obsesión es épica y las mujeres no ven en ella nada conmovedor: el
hombre no proyecta sobre las mujeres un ideal subjetivo; por eso todo le
resulta interesante y nada puede desengañarlo. Y es precisamente esa
incapacidad para el desengaño la que contiene algo de escandaloso.
La obsesión
del mujeriego épico le produce a la gente la impresión de que no se ha pagado
nada a cambio de ella (no se ha pagado con el desengaño).
Debido a
que el mujeriego lírico persigue siempre al mismo tipo de mujeres, nadie se da
cuenta de que cambia de amantes; los amigos le crean permanentemente conflictos
porque no son capaces de diferenciar a sus amigas y les atribuyen siempre el
mismo nombre.
Los
mujeriegos épicos (y por supuesto que Tomás es uno de ellos) se alejan cada vez
más, en su búsqueda del conocimiento, de la belleza femenina convencional, de
la que se han hartado rápidamente, y terminan indefectiblemente como
coleccionistas de curiosidades. Saben que lo son, les da un poco de vergüenza
y, para no poner a los amigos en aprietos, no suelen salir públicamente con sus
amantes.
Hacía ya
dos años que limpiaba ventanas cuando recibió un encargo de una clienta nueva.
Su rareza despertó de inmediato en él su interés en cuanto la vio al abrirle la
puerta. Era una rareza discreta, que se mantenía dentro de los límites de una
agradable trivialidad (la predilección de Tomás por lo curioso no tenía nada
que ver con la predilección de Fellini por lo monstruoso): era
extraordinariamente alta, algo más alta que él, tenía una nariz fina y muy
larga y su cara era hasta tal punto fuera de lo corriente que no podía decirse
que fuera guapa (¡todo el mundo hubiera protestado!), pese a que (al menos a
juicio de Tomás) no era fea. Estaba vestida con un pantalón y una blusa blanca,
parecía una curiosa combinación de tierno adolescente, jirafa y cigüeña.
Lo
observaba con una mirada insistente, atenta e indagadora, en la que no faltaba
un destello de inteligente ironía.
—Adelante,
doctor —dijo.
Comprendió
que la mujer sabía quién era él. Prefirió, sin embargo, no reaccionar y
preguntó:
—¿Dónde
podría llenar el cubo de agua?
Le abrió
la puerta del cuarto de baño. Se encontró con el lavabo, la bañera y la taza
del water; delante de la bañera, del lavabo y de la taza había unas pequeñas
alfombrillas de color rosado.
La mujer
que parecía una jirafa y una cigüeña sonreía, sus ojos se entrecerraban, de
modo que todo lo que decía parecía lleno de un sentido oculto o de ironía.
—El
cuarto de baño está a su completa disposición, doctor —dijo—. Puede hacer con
él lo que le plazca.
—¿Puedo
incluso bañarme? —preguntó Tomás.
—¿Le
gusta bañarse? —le preguntó.
Llenó el
cubo de agua caliente y regresó al salón.
—¿Por
dónde prefiere que empiece?
—Eso
sólo depende de usted —se encogió de hombros.
—¿Puedo
ver las ventanas de las demás habitaciones?
—¿Quiere
conocer mi casa? —sonrió, como si lo de lavar las ventanas fuese una manía de
él que no tuviese interés para ella.
Entró en
la habitación contigua. Era un dormitorio con una ventana grande, dos camas
juntas y un cuadro con un paisaje otoñal con abedules y un sol poniente.
Al
regresar había una botella abierta encima de la mesa con dos vasos.
—¿No
prefiere reponer fuerzas antes de semejante trabajo? —preguntó.
—Encantado
—dijo Tomás y se sentó.
—Tiene
que ser una experiencia interesante para usted conocer tantas casas —dijo.
—No está
mal —dijo Tomás.
—En
todas partes le esperan mujeres cuyos maridos están trabajando.
—Son
mucho más frecuentes las abuelas y las suegras —dijo Tomás.
—¿Y no
echa en falta su anterior profesión?
—Mejor
explíqueme cómo se ha enterado de mi profesión.
—Su
empresa se jacta de contar con usted —dijo la mujer parecida a una cigüeña.
—¿Todavía
siguen? —se asombró Tomás.
—Cuando
llamé por teléfono para que alguien me viniera a limpiar las ventanas, me
preguntaron si quería que viniera usted. Me dijeron que es usted un gran
cirujano y que lo echaron del hospital.
Naturalmente,
me llamó la atención.
—Es
usted muy curiosa —dijo.
—¿Se me
nota?
—Sí, en
la mirada.
—¿Cómo
miro?
—Entorna
los ojos. Y no para de preguntar.
—¿Y a
usted no le gusta responder?
Desde el
comienzo, ella le había dado a la conversación la gracia de la coquetería. Nada
de lo que decía tenía que ver con el mundo que les rodeaba, todas las palabras
se referían directamente a ellos mismos. Y ya que él y ella eran desde el
comienzo el tema principal de la conversación, nada más fácil que completar las
palabras con roces y Tomás, al hablar de sus ojos entornados, se los acarició.
Ella también le retribuía cada caricia con otra suya. No lo hacía
espontáneamente, sino más bien con una especie de perseverancia deliberada,
como si estuviese jugando al juego de “lo que usted me haga a mí, yo se lo haré
a usted”. Así estaban sentados frente a frente, las manos de cada uno en el
cuerpo del otro.
No
empezó a resistirse hasta que intentó tocarle el sexo. Tomás no tenía manera de
saber hasta qué punto la resistencia iba en serio, pero de todos modos había
pasado ya demasiado tiempo y en diez minutos tenía que estar en casa de otro
cliente.
Se levantó
y le explicó que tenía que marcharse. Ella tenía la cara roja.
—Tengo
que firmarle la factura —dijo.
—Pero si
no he hecho nada —protestó.
—La
culpa ha sido mía —dijo y luego añadió con voz queda, lenta, inocente—: Voy a
tener que volver a encargarle el trabajo, para que pueda terminar lo que por mi
culpa ni siquiera pudo empezar.
Al
negarse Tomás a darle la factura para que la firmara, dijo con ternura, como si
le estuviese pidiendo un favor:
—Démela, por favor —y añadió entornando los
ojos—: No la pago yo, sino mi marido. Y no la cobra usted, sino la empresa
estatal. Esta transacción no tiene nada que ver con nosotros dos.11
Las
curiosas desproporciones de la mujer parecida a una jirafa y a una cigüeña
seguían excitándolo cuando se acordaba de ella: la coquetería unida a la
torpeza; el sincero deseo sexual complementado por una sonrisa irónica; la
vulgaridad convencional de la casa y no convencionalidad de su propietaria.
¿Cómo
será cuando hagan el amor? Trataba de imaginárselo pero no era fácil. Se pasó
varios días sin pensar en otra cosa.
Cuando
ella le llamó por segunda vez, el vino ya estaba dispuesto encima de la mesa
con las dos copas. Pero esta vez todo fue muy rápido. Pronto estuvieron los dos
en el dormitorio (en el cuadro de los abedules se ponía el sol) besándose. Le
dijo su habitual “¡desnúdese!”, pero ella, en lugar de obedecerle, le
respondió: “¡No, usted primero!”.
No
estaba acostumbrado a aquello y se quedó un poco perplejo. Empezó ella a
quitarle los pantalones. El volvió a darle varias veces la orden (su fracaso
resultaba cómico) de que se desnudase, pero al final no le quedó más remedio
que aceptar un compromiso; de acuerdo con las reglas del juego que ya le había
impuesto la vez pasada (“lo que usted me hace a mí, yo se lo hago a usted”),
ella le quitó el pantalón y él la falda, luego le quitó ella la camisa y él la
blusa, hasta que al fin los dos estuvieron desnudos, frente a frente.
Él tenía
la mano en su húmedo sexo y deslizó luego los dedos hasta el orificio anal, que
era lo que más le gustaba en el cuerpo de todas las mujeres. El de ella era
especialmente saliente, de modo que le recordaba de un modo muy sugerente la
imagen del largo tubo digestivo que termina allí y apenas sobresale. Palpó ese
firme y sano círculo, la más hermosa de todas las sortijas, denominada en el
idioma médico esfínter, y de pronto sintió los dedos de ella en el mismo lugar
de su propio trasero. Repetía todos sus gestos con la precisión de un espejo.
A pesar
de que, como ya dije, él había conocido a unas doscientas mujeres (y desde que
había empezado a lavar ventanas aquel número había aumentado bastante), nunca
le había sucedido que una mujer más alta que él, de pie delante de él,
entornara los ojos y le palpara el orificio anal. Para superar su perplejidad
la empujó rápidamente hacia la cama.
Su
movimiento fue tan brusco que la sorprendió. Su alta figura caía de espaldas,
con la cara cubierta de manchas rojas y la expresión asustada de quien ha
perdido el equilibrio. De pie frente a ella, cogió por debajo de las rodillas
sus piernas ligeramente abiertas y las levantó, de modo que de pronto parecían
las manos levantadas de un soldado que se rinde temeroso ante un arma a punto
de disparar.
La
torpeza unida al fervor, el fervor unido a la torpeza, excitaron
maravillosamente a Tomás. Hicieron el amor durante mucho tiempo. Tomás
observaba mientras tanto su cara cubierta de manchas rojas y buscaba en ella
esa expresión asustada de mujer a la que alguien le ha hecho una zancadilla y
cae, una expresión inimitable que hace un rato le había hecho subir a la cabeza
la sangre de la excitación.
Después
fue a lavarse al cuarto de baño. Ella le acompañó y le estuvo explicando
largamente dónde estaba el jabón, dónde la toalla y cómo había que abrir el
agua caliente. Le llamaba la atención que le explicara con tanto detalle cosas
tan sencillas. Por fin le dijo que lo había entendido todo y le dio a entender
que prefería estar a solas en el cuarto de baño. Ella le dijo suplicante:
—¿No me
permite auxiliarle en su limpieza?
Finalmente
logró echarla. Se lavó, hizo pis en el lavabo (costumbre generalizada entre los
médicos checos) y le pareció que ella paseaba impaciente delante de la puerta,
pensando en qué hacer para entrar. Cuando cerró el grifo del agua y la casa
quedó en completo silencio, tuvo la sensación de que alguien le observaba desde
alguna parte. Estaba casi seguro de que en la puerta del cuarto de baño había
algún orificio y que ella arrimaba allí su hermoso ojo entornado.
Salió de
la casa de excelente humor. Intentaba acordarse de lo esencial, buscando la
forma abstracta del recuerdo en una especie de fórmula química que le
permitiera definir lo que en ella había de único (aquella millonésima
diferencial). Al fin obtuvo una fórmula compuesta de tres datos:
1.
torpeza unida a fervor;
2. cara
asustada de alguien que ha perdido el equilibrio y cae;
3.
piernas levantadas como las manos de un soldado que se rinde ante un arma a
punto de disparar.
Al
repetir la fórmula tuvo la feliz sensación de que había vuelto a apoderarse de
un trozo de tela del mundo; de que había recortado con su escalpelo imaginario
parte del infinito tejido del universo.
12
Más o
menos en la misma época le ocurrió la siguiente historia: se veía con una chica
joven en un apartamento que un viejo amigo suyo le dejaba todos los días hasta
la medianoche. Al cabo de uno o dos meses ella le recordó uno de sus
encuentros: al parecer habían hecho el amor en la alfombra, bajo la ventana,
mientras afuera relucían los relámpagos y estallaban los truenos. ¡Habían hecho
el amor durante toda la tormenta y al parecer había sido inolvidablemente
bello!
Tomás
casi se asustó: sí, recordaba que había hecho el amor con ella en la alfombra
(su amigo sólo tenía en el apartamento una cama estrecha en la que no se sentía
a gusto), ¡pero había olvidado por completo la tormenta! Era extraño: podía
recordar todas las citas que había tenido con ella, había registrado incluso,
con precisión, el modo en que había hecho el amor (se negó a hacerlo desde
atrás), recordaba algunas frases que ella pronunció mientras hacían el amor (le
pedía constantemente que le apretara las caderas y protestaba porque él la
miraba), hasta se acordaba de cómo era su ropa interior, pero de la tormenta no
sabía nada.
Su
memoria registraba, de sus historias amorosas, sólo la empinada y estrecha
senda de la conquista sexual: la primera agresión verbal, el primer roce, la
primera obscenidad que le dijo él a ella y ella a él, todas las pequeñas
perversiones a las que había ido conduciéndola gradualmente y las que ella
había rechazado. Todo lo demás (casi como con cierta pedantería) había sido
eliminado de la memoria. Hasta había olvidado el lugar donde había visto por
primera vez a aquella mujer, porque ese instante transcurrió antes de su propio
ataque sexual.
La chica
hablaba de la tormenta, sonreía al recordarla y él la miraba asombrado y casi
sentía vergüenza: ella había vivido algo hermoso y él no lo había vivido con
ella. El doble modo en que la memoria de los dos había reaccionado ante la
tormenta nocturna contenía toda la diferencia que hay entre el amor y el
no—amor.
Al
emplear la palabra no—amor, no quiero decir que tuviera una relación cínica con
esa chica ni que, como suele decirse, no reconociese en ella más que un objeto
sexual: por el contrario, la apreciaba como amiga, estimaba su carácter y su
inteligencia, estaba dispuesto a echarle una mano siempre que lo necesitase. No
fue él quien se comportó mal con ella, la que se comportó mal fue su memoria
que, por su cuenta y sin la intervención de él, la expulsó de la esfera del
amor.
Parece
como si existiera en el cerebro una región totalmente específica, que podría
denominarse memoria poética y que registrara aquello que nos ha conmovido,
encantado, que ha hecho hermosa nuestra vida. Desde que conoció a Teresa
ninguna mujer tenía derecho a imprimir en esa parte del cerebro ni la más fugaz
de las huellas.
Teresa
ocupaba despóticamente su memoria poética y había barrido de ella las huellas
de las demás mujeres. No era justo, porque por ejemplo la chica con la que
había hecho el amor en la alfombra durante la tormenta era tan digna de poesía
como Teresa. Le gritaba: “¡Cierra los ojos, cógeme de las caderas, apriétame
fuerte!”; no podía soportar que Tomás tuviera los ojos abiertos, concentrados y
observadores, mientras hacía el amor, que su cuerpo, ligeramente levantado por
encima de ella, no se apretase contra su piel. No quería que la examinase.
Quería arrastrarlo a la corriente del encantamiento, a la que no puede
penetrarse más que con los ojos cerrados. Por eso se negaba a ponerse a gatas,
porque en esa posición sus cuerpos no se tocaban en absoluto y él podía verla
casi desde a medio metro de distancia. Odiaba esa distancia, quería confundirse
con él. Por eso afirmaba tercamente que no se había corrido aunque toda la
alfombra estuviera mojada de su orgasmo: “No busco el placer”, decía, “busco la
felicidad, y el placer sin felicidad no es placer”. En otras palabras, golpeaba
a la puerta de su memoria poética. Pero la puerta permanecía cerrada. En la
memoria poética no había sitio para ella. Para ella sólo había sitio en la
alfombra.
Su
aventura con Teresa había empezado precisamente en el mismo punto en que
terminaban las aventuras con otras mujeres. Tenía lugar al otro lado del imperativo
que le impulsaba a conquistar a mujeres. No pretendía descubrir nada en Teresa.
A Teresa la recibió descubierta. Hizo el amor con ella antes de que le diese
tiempo de coger el escalpelo imaginario con el que abría el cuerpo yacente del
mundo. Antes aun de que tuviera tiempo de preguntarse cómo sería cuando hiciera
el amor con ella, ya le estaba haciendo el amor.
La
historia de amor empezó después: le dio fiebre y él no pudo mandarla a su casa
como a otras mujeres. Se arrodilló junto a su cama y se le ocurrió que alguien
se la había enviado río abajo en un cesto. Ya dije que las metáforas son
peligrosas. El amor empieza por una metáfora. Dicho de otro modo: el amor
empieza en el momento en que una mujer inscribe su primera palabra en nuestra
memoria poética.
13
Hace
unos años volvió a inscribírsele en la mente: volvía por la mañana a casa con
la leche, como siempre, y, cuando le abrió, apretaba contra su pecho una
corneja envuelta en una pañoleta roja. Así es cómo llevan las gitanas a sus
hijos. No lo olvidará nunca: el enorme pico acusatorio de la corneja junto a su
cara.
La había
encontrado enterrada en el suelo. Eso es lo que hacían en otros tiempos los
cosacos con sus enemigos. “Lo han hecho los niños”, dijo y en aquella frase no
había sólo una simple constatación, sino también un repentino rechazo hacia la
gente. Se acordó de que hacía poco le había dicho: “Empiezo a estarte
agradecida de que nunca hayas querido tener hijos”.
Ayer se
había quejado de que en el trabajo la había molestado un individuo. Le había
echado la mano al collar barato que llevaba y había dicho que debía ser
producto de la prostitución. Se había puesto muy nerviosa. Más de lo necesario,
pensó Tomás. De pronto se horrorizó al pensar que en los últimos años la había
visto tan poco y había tenido tan pocas oportunidades de estrechar largamente
las manos de ella entre las suyas para que dejaran de temblar.
Con
estas ideas en la cabeza fue por la mañana a la oficina en la que una empleada
repartía a los limpiadores el trabajo para todo el día. Un particular había
insistido para que fuera precisamente Tomás a limpiarle las ventanas. Fue a
aquella dirección a disgusto, temía que volviera a llamarle alguna mujer. No
pensaba más que en Teresa y no tenía ganas de ninguna aventura.
Cuando
le abrieron la puerta, respiró. Vio ante sí a un hombre alto, ligeramente
encorvado. Aquel hombre tenía una barba larga y le recordaba a alguien. Sonrió:
—Adelante,
doctor —y lo condujo a la habitación.
Allí
estaba un joven. Tenía la cara roja. Miraba a Tomás y trataba de sonreír.
—Creo
que no necesito presentarles a ustedes dos —dijo el hombre.
—No
—dijo Tomás sin sonreír y le dio la mano al joven.
Era su
hijo. Después se presentó el hombre de la barba larga.
—¡Ya
sabía yo que me recordaba a alguien! —dijo Tornas — ¡Claro! Por supuesto que le
conozco. De nombre.
Se
sentaron en unos sillones entre los cuales había una mesita baja. Tomás era
consciente de que los dos hombres que estaban sentados frente a él eran
involuntarias criaturas suyas. A su hijo se lo había obligado a hacer su
primera mujer y los rasgos de aquel hombre los había dibujado, contra su
voluntad, al policía que le había interrogado.
Para
alejar aquellos pensamientos dijo:
—¿Bueno,
por qué ventana tengo que empezar?
Los dos
hombres que estaban sentados frente a él se echaron a reír abiertamente.
Sí,
estaba claro que no se trataba de ninguna limpieza de cristales. No había sido
invitado a limpiar ventanas, había sido invitado a una trampa. Nunca había
hablado con su hijo. Hoy era la primera vez que le daba la mano. No lo conocía
más que de vista y no quería conocerlo de otro modo. Deseaba no saber nada de
él y quería que su hijo deseara lo mismo.
—Bonito
cartel, ¿verdad? —dijo el redactor señalando hacia un dibujo enmarcado en la
pared frente a Tomás.
Hasta
entonces Tomás no se había fijado en el aspecto del piso. En las paredes había
cuadros interesantes, muchas fotografías y carteles. El dibujo que el redactor
le señaló había sido publicado en 1969 en uno de los últimos números del
semanario, antes de que los rusos lo clausuraran. Era una imitación del famoso
cartel de la guerra civil rusa de 1918 que llamaba a las filas del ejército
rojo: un soldado con una estrella roja en la gorra y un gesto
extraordinariamente severo le mira a uno a los ojos y extiende su brazo con el
índice señalándolo. En texto ruso original decía: “Ciudadano, ¿ya te has
alistado en el ejército rojo?”. Este texto fue reemplazado por un texto checo:
“Ciudadano, ¿tú también has firmado las dos mil palabras?”.
¡Era un
chiste estupendo! Las dos mil palabras fue un célebre manifiesto, el primero,
de la primavera del 68, en el que se llamaba a una radical democratización del
régimen comunista. Lo había firmado una gran cantidad de intelectuales y la
gente corriente también empezó a firmarlo, de modo que se juntó tal cantidad de
firmas que nadie era capaz de contarlas. Cuando el ejército rojo invadió
Bohemia y empezaron las purgas políticas, una de las preguntas que les hacían a
los ciudadanos era: “¿Tú también has firmado las dos mil palabras?”. Los que
reconocían que habían firmado eran despedidos de su trabajo sin más
discusiones.
—Hermoso
dibujo. Lo recuerdo —dijo Tomás.
El
redactor sonrió:
—Esperemos
que el soldado rojo no esté oyendo lo que decimos— y luego añadió en tono
serio—:
Para
aclarar la situación, doctor. Esta no es mi casa. Es la casa de un amigo. De
modo que no es seguro que la policía nos esté oyendo. Sólo es posible. Si lo
hubiera invitado a mi casa sería seguro.
Después
continuó en un tono más distendido:
—Pero yo
parto de la premisa de que no tenemos nada que ocultar a nadie. ¡Además
imagínese la ventaja que tendrán los historiadores checos en el futuro!
¡Encontrarán en los archivos de la policía la grabación de la vida de todos los
intelectuales checos! ¿Sabe usted el esfuerzo que le cuesta a un historiador de
la literatura imaginarse en concreto la vida sexual, digamos, de Voltaire o de
Balzac o de Tolstoi? En el caso de los intelectuales checos no habrá ninguna
duda. Todo estará grabado. Hasta el último suspiro.
Luego se
dirigió a los imaginarios micrófonos de la pared y dijo en voz más alta:
—Señores,
como siempre en estos casos, deseo alentarles en su trabajo y darles las
gracias en mi nombre y en el de los futuros historiadores.
Rieron
los tres un rato y el redactor empezó luego a contar cómo habían cerrado la
revista, a qué se dedicaba el dibujante que había hecho aquella caricatura y lo
que hacían los demás pintores, filósofos y escritores checos. Después de la
invasión rusa todos habían sido expulsados de sus trabajos y se habían
convertido en limpiadores de Ventanas, guardianes de aparcamientos, porteros de
noche, encargados de la calefacción de los edificios públicos y, en el mejor de
los casos, casi por recomendación, en taxistas.
Lo que
el redactor decía no carecía de interés, pero Tomás era incapaz de concentrarse
en aquello.
Pensaba
en su hijo. Recordaba que hacía ya varios meses que lo veía por la calle. Al
parecer no era casual. Le sorprendió verle ahora en compañía de un redactor
perseguido. La primera mujer de Tomás era una comunista ortodoxa y Tomás
suponía automáticamente que el hijo estaría bajo su influencia. No sabía nada
de él. Claro que podía preguntarle directamente cuáles eran sus relaciones con
su madre, pero no le parecía elegante hacerlo en presencia de un extraño.
Finalmente
el redactor entró en el meollo de la cuestión. Dijo que había cada vez más
gente presa sólo por mantener sus ideas y terminó su exposición diciendo:
—Por eso
hemos pensado que habría que hacer algo.
—¿Qué
quieren hacer? —preguntó Tomás.
En ese
momento habló su hijo. Era la primera vez que le oía hablar. Comprobó con
sorpresa que tartamudeaba.
—Tenemos
noticias —dijo— de que maltratan a los presos políticos. Algunos de ellos están
en un estado verdaderamente crítico. De modo que pensamos que sería bueno
escribir una solicitud que firmarían los principales intelectuales checos cuyos
nombres tienen aún algún peso.
No, no
era tartamudeo, era más bien un leve atragantamiento que detenía el fluir de
sus palabras, de modo que cada una de las palabras que decía era subrayada y
retenida contra su voluntad.
Evidentemente
él lo notaba y su cara, que un rato antes había palidecido, volvía a estar
roja.
—¿Y
quieren ustedes que les aconseje a quién dirigirse en mi especialidad?
—preguntó Tomás.
—No —rió
el redactor—. No queremos su consejo. ¡Queremos su firma!
¡Una vez
más se sintió halagado! ¡Una vez más estaba contento de que alguien no se
hubiera olvidado cíe que había sido cirujano! Se resistió sólo por modestia:
—¡Un
momento! ¡Que me hayan echado del trabajo no demuestra que yo sea un médico
importante! —No nos hemos olvidado de lo que escribió para nuestro semanario
—le sonrió a Tomás el redactor.
Con una
especie de entusiasmo que Tomás probablemente no captó su hijo suspiró:
—¡Sí!
Tomás
dijo:
—No sé
si mi nombre en una petición puede servirles de algo a los presos políticos.
¿No deberían firmarla más bien los que aún no han caído en desgracia y
conservan un mínimo de influencia sobre los que están en el poder?
El
redactor se rió:
—¡Claro
que deberían!
También
se rió el hijo de Tomás, con la risa de quien ha comprendido ya muchas cosas.
—Lo malo
es que ésos nunca la firmarán.
El
redactor prosiguió:
—Eso no
significa que no vayamos a verles. No somos tan amables como para ahorrarles el
mal trago —rió—. Debería usted oír sus disculpas. Son fantásticas.
El hijo
rió confirmando sus palabras. El redactor continuó:
—Desde
luego todos nos dicen que están totalmente de acuerdo con nosotros, sólo que
las cosas hay que hacerlas de otro modo: con más táctica, con más prudencia,
con más discreción. Tienen miedo de firmar y al mismo tiempo temen que, si no
firman, pensemos mal de ellos.
El hijo
y el redactor volvieron a reírse juntos.
El
redactor le pasó a Tomás un papel con un texto breve, en el que, con un tono
relativamente respetuoso, se pedía al presidente de la República que amnistiara
a los presos políticos.
Tomás
trataba de pensar con rapidez: ¿Amnistiar a los presos políticos? ¿Pero va a
darles alguien la amnistía porque la gente desechada por el régimen (o sea
nuevos presos políticos en potencia) se lo pidan al presidente? ¡Una petición
así sólo puede servir para que no se amnistíe a los presos políticos, aunque
diera la casualidad de que quisieran amnistiarlos ahora!
Su
meditación se vio interrumpida por su hijo:
—Lo
principal es que la gente se entere de que sigue habiendo en este país un
puñado de personas que no tienen miedo. Dejar en claro, también, la posición de
cada uno. Separar la paja del grano.
Tomás
pensaba: Sí, es verdad, ¿pero eso qué tiene que ver con los presos políticos? O
se trata de conseguir la amnistía o de separar la paja del grano. Esas dos
cosas no son idénticas.
—¿Duda,
doctor?—preguntó el redactor.
Sí,
dudaba. Pero tenía miedo de decirlo. Frente a él, en la pared, estaba el
retrato de un soldado que le amenazaba con el dedo y decía: “¿Aún dudas de
alistarte en el ejército rojo?”, o: “¿Aún no has firmado las dos mil
palabras?”, o: “¿Tú también has firmado las dos mil palabras?”, o: “¿Tú quieres
firmar una petición en favor de la amnistía?”. Dijera lo que dijera, amenazaba.
El
redactor había dicho ya hacía un momento su opinión acerca de las personas que
pensaban que los presos políticos debían ser amnistiados pero eran capaces de
presentar mil motivos en contra de la firma de una petición. A su juicio,7
semejantes motivos no eran más que excusas tras las cuales se ocultaba la
cobardía. ¿Qué podía decir Tomás?
Se hizo
un silencio y de pronto se echó a reír: señaló el dibujo en la pared.
—Ese me
está amenazando, me pregunta si firmo o no. ¡Bajo esa mirada es difícil pensar!
Los tres
rieron durante un rato.
Tomás
añadió entonces:
—Bien.
Lo pensaré. ¿Podríamos vernos dentro de unos días?
—Estaré
siempre encantado de verle —dijo el redactor—, pero para esta petición ya sería
tarde.
Queremos
llevarla mañana al presidente.
—¿Mañana?
Tomás
recordó el momento en que el policía gordo le dio el papel con el texto escrito
para que denunciara precisamente a este hombre alto de la barba larga. Todos le
fuerzan a firmar textos que él mismo no ha escrito.
El hijo
dijo:
—Aquí no
hay nada que pensar.
Las
palabras eran agresivas pero el tono era casi suplicante. Se miraban ahora a
los ojos y Tomás advirtió que, al centrar la mirada en un punto, se le
levantaba ligeramente la parte izquierda del labio superior. Conocía esa mueca
de su propia cara cuando se miraba atentamente al espejo para controlar si iba
bien afeitado. No pudo impedir cierta sensación de malestar al verla en una
cara ajena.
Cuando
los padres viven con sus hijos desde la infancia, se acostumbran a esas
semejanzas, les parecen triviales y, si de vez en cuando las perciben, pueden
parecerles divertidas. ¡Pero Tomás hablaba con su hijo por primera vez en la vida!
¡No estaba acostumbrado a sentarse frente a su propio labio torcido! Imagínese
que le amputaran a usted una mano y se la trasplantaran a otra persona. Esa
persona se sentaría luego frente a usted y gesticularía con esa mano en su
inmediata proximidad. Usted miraría esa mano como si fuera un fantasma. ¡A
pesar de ser su propia mano, a la que conoce íntimamente, tendría pánico de que
lo tocara! El hijo continuó:
—¡Al fin
y al cabo tú estás del lado de los perseguidos!
Tomás se
había estado preguntando todo el tiempo si su hijo le tutearía. Hasta ahora
había formulado las frases de modo que pudiese evitar la decisión.
Finalmente
se había decidido. Le tuteaba y Tomás estaba seguro de que en esta escena no se
trataba de los presos políticos, sino de su hijo: si firma, sus dos vidas se
unirán y Tomás se verá más o menos obligado a aproximarse a él. Si no firma, su
relación seguirá siendo nula como hasta ahora, pero ya no por su voluntad, sino
por la voluntad de su hijo que renegará de su padre por su cobardía.
Estaba
en la situación del ajedrecista que no tiene ningún movimiento para evitar la
derrota y tiene que abandonar la partida. Al fin y al cabo da exactamente lo
mismo que firme o que no. Eso no cambiará para nada su suerte ni la de los
presos políticos.
—Déme
eso —dijo y cogió el papel.
14
Como si
quisiera premiarlo por su decisión el redactor dijo:
—Aquel
artículo sobre Edipo estaba muy bien escrito.
El hijo
le dio la pluma y añadió:
—Hay
ideas que son como un atentado.
El
elogio que le hizo el redactor le había complacido, pero la metáfora utilizada
por el hijo le pareció exagerada y fuera de lugar. Dijo:
—Lamentablemente
ese atentado sólo me afectó a mí. Gracias a aquel artículo no puedo seguir
operando a mis pacientes.
La frase
sonaba fría y casi hostil.
Probablemente
para eliminar esa pequeña disonancia, el redactor dijo (y sonaba como si
pidiera disculpas):
—¡Pero
su artículo le sirvió de ayuda a mucha gente!
Las palabras “ayudar a la gente” no le
sugerían a Tomás, desde la infancia, más que una sola actividad: la medicina.
¿Que un artículo ayuda a la gente? ¿De qué quieren convencerle esos dos? Han
reducido su vida a una pequeña idea sobre Edipo y quizás a algo aún menor: a un
“¡no!” primitivo que le había espetado a la cara al régimen.
Dijo (y
su voz seguía sonando con la misma frialdad, aunque ni siquiera lo notaba):
—Ignoro
que aquel artículo haya ayudado a alguien. Pero como cirujano les he salvado la
vida a algunas personas.
Hubo
otro momento de silencio. Lo interrumpió el hijo:
—Las
ideas también pueden salvarle la vida a la gente.
Tomás
veía en la cara de su hijo su propia boca y pensaba: Es curioso ver tartamudear
a la propia boca.
—En
aquel artículo había una cosa magnífica —continuó el hijo y se notaba que le
costaba hablar—: el rechazo a los compromisos. Ese sentido, que ya estamos
perdiendo, para distinguir el bien del mal. Nosotros ya no sabemos qué es
sentirse culpable. Los comunistas tienen la excusa de que Stalin los engañó. El
asesino se excusa diciendo que su madre no le quería y se sentía frustrado. Y
tú de pronto dijiste: no existe excusa alguna. Nadie era más inocente en su
interior que Edipo. Y a pesar de eso se castigó a sí mismo al ver lo que había
causado.
Tomás
arrancó con esfuerzo la vista de su propio labio en la cara del hijo y trató de
mirar al redactor. Estaba irritado y tenía ganas de que sus opiniones no
coincidieran. Dijo:
—¿Saben
una cosa?, todo esto es un malentendido. La frontera entre el bien y el mal es
terriblemente confusa. Y yo no pretendía en absoluto que alguien fuera
castigado. Castigar a alguien que no sabía lo que hacía es una barbaridad. El
mito de Edipo es hermoso. Pero castigarlo así...
Hubiera
querido añadir algo, pero se dio cuenta de que en la casa podía haber
micrófonos ocultos.
No le
apetecía nada ser citado por los historiadores de los próximos siglos. Más bien
tenía miedo de que le citara la policía. Esa era precisamente la retractación
que le pedían. Le desagradaba que ahora hubieran podido oírla de su boca. Sabía
que todo lo que una persona dijera en este país puede ser emitido en cualquier
momento por la radio. Se calló.
—¿Qué le
indujo a cambiar así de opinión? —preguntó el redactor.
—Más
bien me pregunto qué me indujo a escribir aquel artículo... —dijo Tomás y en
ese momento lo recordó: ella había atracado junto a su cama como un niño
enviado en un cesto río abajo. Sí, por eso cogió aquel libro: volvió a las
historias sobre Rómulo, sobre Moisés, sobre Edipo. Y ya estaba otra vez con él.
La veía apretando contra su pecho una corneja envuelta en una pañoleta. Aquella
imagen le produjo placer. Como si le hubiera venido a decir que Teresa vive,
que está en ese preciso momento en la misma ciudad que él y que todo lo demás
carece por completo de significado.
El
redactor rompió el silencio:
—Le
comprendo, doctor. A mí tampoco me gusta que se castigue. Pero nosotros no
pedimos castigo —sonrió—, nosotros pedimos el levantamiento del castigo.
—Ya lo
sé —dijo Tomás.
Ya se
había hecho a la idea de que en los próximos instantes iba a hacer algo
posiblemente altruista pero sin duda inútil (porque no les iba a servir de nada
a los presos) y para él personalmente desagradable (porque se producía en unas
circunstancias que le habían sido impuestas).
El hijo
añadió (casi suplicante):
—¡Tienes
la obligación de firmarlo!
¿Obligación?
¿Su hijo le va a recordar cuáles son sus obligaciones? ¡Esa era la peor palabra
que nadie podía decirle! Volvió a tener ante sus ojos la imagen de Teresa
cogiendo la corneja en su regazo. Recordó que ayer la había molestado un social
en el bar. Le vuelven a temblar las manos. Ha envejecido. Ella es lo único que
le importa. Ella, nacida de seis casualidades, ella, que floreció del lumbago
del médico jefe, ella, que está al otro lado de todos los “es muss sein!”, ella
es lo único que le importa.
¿Por qué
sigue pensando si debe firmar o no? No existe más que un solo criterio para
todas sus decisiones: no debe hacer nada que pueda perjudicarla. Tomás no puede
salvar a los presos políticos, pero puede hacer feliz a Teresa. No sabe hacer
ni eso. Pero si firma la petición, lo más seguro es que los sociales irán a
visitarla aún con mayor frecuencia y que las manos le temblarán aún más. Dijo:
—Es
mucho más importante desenterrar a una corneja que mandarle una petición al
presidente.
Sabía
que la frase era incomprensible pero precisamente por eso le gustaba aún más.
Experimentaba una especie de repentina e inesperada embriaguez. Era la misma
negra embriaguez de cuando, tiempo atrás, le comunicó a su mujer que ya no quería
verla más, ni a ella ni a su hijo. Era la misma negra embriaguez de cuando echó
al buzón la carta en la que renunciaba para siempre a la profesión médica.
No tenía
la seguridad de estar actuando correctamente, pero tenía la seguridad de estar
actuando tal como quería actuar. Dijo:
—No se
ofendan ustedes. No voy a firmar.
15
A los
pocos días ya podía leer artículos sobre la petición en todos los periódicos.
Por
supuesto no decían que se trataba de una amable solicitud que intercedía por
los presos políticos y solicitaba su liberación. Ninguno de los periódicos citó
ni una sola frase de aquel breve texto. En lugar de eso hablaban extensa,
confusa y amenazadoramente de una especie de manifiesto contra el Estado, que
pretendía convertirse en la base de una nueva lucha contra el socialismo.
Nombraban a los que habían firmado el texto y acompañaban los nombres de
calumnias y ataques que le pusieron a Tomás la piel de gallina.
Claro,
era previsible. En aquella época cualquier acción pública (reunión, petición,
manifestación callejera) que no estuviera organizada por el partido comunista
era considerada automáticamente ilegal y significaba un peligro para quienes
participaban en ella. Eso lo sabían todos. Pero quizá por eso le fastidiaba aún
más no haber firmado la petición. ¿Y por qué no la había firmado? Ya ni
siquiera es capaz de recordar exactamente los motivos de su decisión.
Y vuelvo
a verlo tal como apareció ante mí no bien empezaba la novela. Está de pie junto
a la ventana y mira, a través del patio, la pared del edificio de enfrente.
Esa es
la imagen de la que nació. Como dije ya, los personajes no nacen como los seres
humanos del cuerpo de su madre, sino de una situación, una frase, una metáfora
en la que está depositada, como dentro de una nuez, una posibilidad humana
fundamental que el autor cree que nadie ha descubierto aún o sobre la que nadie
ha dicho aún nada esencial.
¿Acaso
no es cierto que el autor no puede hablar más que de sí mismo?
Mirar
con impotencia el patio y no saber qué hacer; oír el terco sonido de las
propias tripas en el momento de la emoción amorosa; traicionar y no ser capaz
de detenerse en el hermoso camino de la traición; levantar el puño entre el
gentío de la Gran Marcha; hacer exhibición de ingenio ante los micrófonos secretos
de la policía; todas esas situaciones las he conocido y las he vivido yo mismo,
sin embargo de ninguna de ellas surgió un personaje como el que soy yo, con mi
currículo vitae. Los personajes de mi novela son mis propias posibilidades que
no se realizaron. Por eso les quiero por igual a tocios y todos me producen el
mismo pánico: cada uno de ellos ha atravesado una frontera por cuyas
proximidades no hice más que pasar. Es precisamente esa frontera (la frontera
tras la cual termina mi yo), la que me atrae. Es más allá de ella donde empieza
el secreto por el que se interroga la novela. Una novela no es una confesión
del autor, sino una investigación sobre lo que es la vida humana dentro de la
trampa en que se ha convertido el mundo. Pero basta. Volvamos a Tomás.
Está
solo en casa y mira a través del patio la sucia pared del edificio de enfrente.
Extraña a aquel hombre alto de la barba larga, a sus amigos, a los que no
conoce y entre los cuales no se cuenta. Se siente como si hubiera encontrado en
el andén a una hermosa desconocida y, antes de haber podido dirigirle la
palabra, ella hubiera subido al coche—cama en dirección de Estambul o Lisboa.
Trató de
recapacitar sobre lo que hubiera sido correcto hacer. Aunque procuraba dejar de
lado todo lo que tenía que ver con los sentimientos (la admiración que sentía
por el redactor o la irritación que le producía el hijo), no estaba seguro
todavía de si debía haber firmado el texto que le presentaron.
¿Es
correcto levantar la voz cuando a uno lo acallan? Sí.
Pero por
otra parte: ¿Por qué le habían dedicado tanto espacio los periódicos a aquella
petición? La prensa (totalmente manipulada por el Estado) podía haber mantenido
un silencio absoluto sobre el asunto y nadie se hubiera enterado. ¡Si había
hablado de la petición era porque les había hecho el juego a los que gobernaban
el país! Les había llegado como caída del cielo para justificar y poner en
marcha una nueva serie de persecuciones.
¿Qué era
entonces lo correcto? ¿Firmar o no firmar?
La
pregunta puede formularse también del siguiente modo: ¿Es mejor gritar y
acelerar así la propia muerte? ¿O callar y lograr así una muerte más lenta?
¿Puede
haber alguna respuesta para estas preguntas?
Y se le
vuelve a ocurrir una idea que ya conocemos: La vida humana acontece sólo una
vez y por eso nunca podremos averiguar cuáles de nuestras decisiones fueron
correctas y cuáles fueron incorrectas. En la situación dada sólo hemos podido
decidir una vez y no nos ha sido dada una segunda, una tercera, una cuarta vida
para comparar las distintas decisiones.
Con la
historia sucede algo semejante a lo que ocurre con la vida. La historia de los
checos es sólo una.
Un día
concluirá, igual que la vida de Tomás, y nunca podrá ya repetirse por segunda
vez.
En 1618
los estados checos le plantaron cara a la situación, decidieron defender sus
libertades religiosas, se enfadaron con el emperador que residía en Viena y
tiraron por la ventana del castillo de Praga a dos de sus altos funcionarios.
Así empezó la guerra de los treinta años que condujo a la casi completa
destrucción de la nación checa. ¿Debieron haber tenido los checos en aquella
ocasión más prudencia que arrojo? La respuesta parece sencilla, pero no lo es.
Trescientos
años más tarde, en 1938, tras la conferencia de Munich, el mundo decidió
sacrificar su país a Hitler. ¿Debieron haber intentado luchar por su propia
cuenta contra una fuerza ocho veces superior? A diferencia de 1618, aquella vez
tuvieron más prudencia que arrojo. Con su capitulación empezó la segunda guerra
mundial que condujo a la pérdida definitiva de la libertad de la nación por
muchos decenios o siglos.
¿Debieron
haber tenido entonces más arrojo que prudencia? ¿Qué debían haber hecho? Si la
historia de Bohemia pudiera repetirse, sería sin duda bueno intentar la otra
eventualidad y comparar después los resultados. Sin un experimento de este
tipo, todas las reflexiones no son más que un juego de hipótesis.
Einmal ist keinmal. Lo
que sólo ocurre una vez es como si no hubiera ocurrido. La historia de los
checos no se repetirá por segunda vez, la de Europa tampoco. La historia de los
checos y la de Europa son dos bocetos dibujados por la fatal inexperiencia de
la humanidad. La historia es igual de leve que una vida humana singular,
insoportablemente leve, leve como una pluma, como el polvo que flota, como
aquello que mañana ya no existirá.
Tomás se
acordó una vez más, con cierta nostalgia, casi con amor, del alto y encorvado
redactor. Aquel hombre actuaba como si la historia no fuese sólo un boceto,
sino un cuadro terminado. Actuaba como si todo lo que hacía tuviera que
repetirse incontables veces en un eterno retorno y como si estuviera seguro de
que nunca dudaría de lo que había hecho. Estaba convencido de que tenía razón y
no creía que eso fuera un síntoma de limitación mental, sino un signo de
virtud. Aquel hombre vivía en una historia distinta de la de Tomás: en una
historia que no era un boceto (o que no sabía que lo era).
16
Unos
días más tarde se le ocurrió la siguiente idea, que registro como complemento al
capítulo anterior:
En el
universo existe un planeta en el que todas las personas nacerán por segunda
vez. Tendrán entonces plena conciencia de la vida que llevaron en la tierra, de
todas las experiencias que allí adquirieron.
Y existe
quizás otro planeta en el que todos naceremos por tercera vez, con las
experiencias de las dos vidas anteriores.
Y quizás
existan más y más planetas en los que la humanidad nazca cada vez con un grado
más (con una vida más) de madurez.
Esa es
la versión de Tomás del eterno retorno.
Claro
que nosotros, aquí, en la tierra (en el planeta número uno, en el planeta de la
inexperiencia), sólo podemos imaginar muy confusamente lo que le ocurriría al
hombre en los siguientes planetas. ¿Sería más sabio? ¿Es acaso la madurez algo
que pueda ser alcanzado por el hombre? ¿Puede lograrla mediante la repetición?
Sólo en
la perspectiva de esta utopía pueden emplearse con plena justificación los
conceptos de pesimismo y optimismo: optimista es aquel que cree que en el
planeta número cinco la historia de la humanidad será ya menos sangrienta.
Pesimista es aquel que no lo cree.
17
Julio
Verne escribió una famosa novela que Tomás adoraba cuando era niño y que se
titula Dos años de vacaciones y, en efecto, dos años son el plazo máximo para
unas vacaciones. Tomás llevaba ya tres años limpiando ventanas.
Precisamente
por entonces comprobaba (en parte con tristeza, en parte sonriendo
calladamente) que estaba ya físicamente cansado (tenía todos los días uno y a
veces hasta dos torneos amorosos) y, aun sin perder el apetito, para hacer el
amor tenía que poner en juego las últimas fuerzas que le quedaban. (Añado: no
se trataba de las fuerzas sexuales, sino de las físicas; no tenía problemas con
el sexo, sino con la respiración; y era precisamente eso lo que resultaba un
tanto cómico.)
Un día
estaba intentando organizar una cita para la tarde, pero, como a veces ocurre,
no conseguía localizar por teléfono a ninguna mujer, de modo que la tarde
amenazaba con quedar vacía. Estaba desesperado.
Ese día
llamó unas diez veces a una chica, una encantadora estudiante de arte dramático
cuyo cuerpo se había bronceado en alguna de las playas nudistas de Yugoslavia
con tal regularidad que parecía que hubiera estado dando vueltas lentamente en
algún asador asombrosamente preciso.
La llamó
en vano desde todas las tiendas en las que trabajó y al terminar su jornada,
alrededor de las cuatro de la tarde, cuando volvía a la oficina a entregar las
facturas firmadas, lo detuvo de pronto en una calle del centro de Praga una
mujer desconocida. Le sonrió:
—Doctor,
¿dónde se había metido? ¡Lo había perdido completamente de vista!
Tomás se
esforzaba por recordar de dónde la conocía. ¿Sería una antigua paciente? Se
comportaba como si fueran amigos íntimos. El trataba de comportarse de modo que
ella no advirtiera que no la había reconocido. Estaba pensando en cómo
convencerla para que fuera con él al piso del amigo, cuyas llaves llevaba en el
bolsillo, cuando por un comentario casual comprendió quién era aquella mujer:
era la estudiante de arte dramático, maravillosamente bronceada, a la que había
estado llamando desesperadamente por teléfono durante todo el día.
Aquella
historia le hizo reír y le aterró: no sólo está cansado física, sino también
psíquicamente; dos años de vacaciones no pueden prolongarse indefinidamente.
18
Las
vacaciones sin quirófano eran también vacaciones sin Teresa: durante seis días
a la semana apenas se veían y sólo estaban juntos el domingo. A pesar de que
los dos deseaban estar juntos, tenían que ir acercándose desde una gran
distancia, poco más o menos como cuando él volvió al lado de ella desde Zurich.
Hacer el amor les producía placer pero no les daba consuelo. Ella ya no gritaba
y en el momento del orgasmo su cara parecía expresar dolor y una extraña
ausencia. Sólo mientras dormían permanecían cada noche tiernamente unidos. Se
cogían de la mano y ella olvidaba el abismo (el abismo de la luz del día) que
les separaba. Pero las noches no bastaban para que la protegiera y la cuidara.
Cuando la veía por la mañana se le encogía el corazón con un nuevo temor: tenía
mal aspecto y parecía enferma.
Un
domingo ella le pidió que fueran a dar un paseo en coche fuera de Praga.
Llegaron al balneario en el que vieron todas las calles con los nombres
cambiados por nombres rusos y se encontraron con el antiguo paciente de Tomás.
Aquel encuentro le afectó mucho. De pronto alguien volvía a hablarle como a un
médico y él sentía la voz distante de su antigua vida, con su agradable
regularidad, con la atención a los enfermos, con sus miradas llenas de
confianza, a las que no parecía prestar atención pero que en realidad le
producían placer y que ahora añoraba.
Volvían
en coche a casa y Tomás iba pensando que el regreso de Zurich a Praga había
sido para ellos un error catastrófico. Miraba fijamente la carretera porque no
quería ver a Teresa. Sentía rabia hacia ella. La presencia de ella a su lado
aparecía ahora en toda su insoportable casualidad. ¿Por qué estaba junto a él?
¿Quién la había metido en el cesto y la había enviado río abajo? ¿Y por qué la
habían mandado precisamente a la orilla de su cama? ¿Y por qué precisamente a
ella y no a alguna otra mujer?
Durante
todo el camino ninguno de los dos habló.
Regresaron
a casa y cenaron en silencio.
El
silencio yacía entre ellos como una desgracia. Era cada minuto más pesado. Para
librarse de él fueron pronto a dormir. Por la noche la despertó, ella lloraba
en sueños.
Le
contó: “Estaba enterrada. Hace ya tiempo. Venías a verme todas las semanas.
Siempre golpeabas con los nudillos en la tumba y yo salía. Tenía los ojos
llenos de tierra.
“Decías:
'Así no puedes ver' y me quitabas la tierra de los ojos.
“Y yo te
decía: 'De todos modos no veo. Si tengo agujeros en vez de ojos'.
“Y un
día te fuiste y no volviste durante mucho tiempo y yo sabía que estabas con
otra mujer. Pasaban las semanas y tú no volvías. Tenía miedo de no verte y por
eso no dormía nunca. Por fin volviste a llamar a la tumba, pero yo estaba tan
cansada después de un mes sin dormir que no tenía fuerzas para salir a la
superficie. Cuando lo conseguí, tú me miraste decepcionado. Me dijiste que
tenía muy mal aspecto. Sentí que te desagradaba terriblemente, que tenía la
cara hundida y hacía unos gestos muy bruscos.
“Te pedí
disculpas: 'No te enfades, no he dormido en todo el tiempo'.
“Y tú
dijiste con voz falsa, tranquilizadora: 'Ya ves. Tienes que descansar. Deberías
tomarte un mes de vacaciones'.
“Y yo
sabía perfectamente qué querías decir con lo de las vacaciones. Sabía que no
querías verme en todo el mes porque estarías con otra mujer. Te fuiste y yo
bajé a la tumba y sabía que pasaría otro mes sin dormir para estar despierta
cuando vinieses y que, cuando llegases al cabo de un mes, estaría aún más fea
que hoy y que tu estarías aún más decepcionado.”
No había
oído nunca un relato más torturado que aquél. Apretó a Teresa contra su pecho,
sintió su cuerpo que temblaba y le pareció que era incapaz de soportar su amor.
La
tierra puede estremecerse por las explosiones de las bombas, la patria puede
ser expoliada cada día por un invasor distinto, todos los habitantes de la
calle contigua pueden ser conducidos ante el pelotón de ejecución, todo eso lo
soportaría con mucha mayor facilidad de lo que estaría dispuesto a reconocer.
Pero era incapaz de soportar la tristeza de un solo sueño de Teresa.
Regresó
al interior del sueño del que ella le había hablado. Se imaginaba que le
acariciaba la cara y, disimuladamente, para que no se diese cuenta, le quitaba
la tierra de las órbitas de los ojos. Después oyó que le decía aquella frase
increíblemente torturada: “De todos modos no veo. En vez de ojos tengo
agujeros”.
El
corazón se le estrechaba de tal modo que creyó que estaba al borde del infarto.
Teresa
había vuelto a dormirse pero él no podía conciliar el sueño. Se imaginaba su
muerte. Está muerta y tiene pesadillas; pero como está muerta él no puede
despertarla. Sí, eso es la muerte: Teresa duerme, tiene pesadillas, pero él no
puede despertarla.
19
En los
cinco años que han pasado desde que el ejército ruso invadió la patria de
Tomás, Praga ha cambiado mucho: la gente a la que Tomás encontraba por la calle
era distinta de la de antes. La mitad de sus amigos había emigrado y de la
mitad que se había quedado la mitad había muerto. Ese es un hecho que no será
registrado por ningún historiador: los años que siguieron a la invasión rusa
fueron años de entierros; la frecuencia de los fallecimientos fue mucho mayor
que antes. No hablo sólo de los casos (más bien infrecuentes) en los que
alguien era perseguido hasta la muerte, como Jan Prochazka. A los catorce días
de que la radio emitiera a diario sus conversaciones privadas, ingresó en el
hospital. El cáncer que probablemente dormitaba desde antes en su cuerpo
floreció de pronto como una rosa. Le operaron en presencia de la policía que,
cuando comprobó que el novelista estaba condenado a muerte, cesó de interesarse
por él y le dejó morir en brazos de su mujer. Pero también morían los que no
eran directamente perseguidos por nadie. La desesperanza que se había apoderado
del país penetraba por las almas hasta los cuerpos y los destrozaba. Algunos
huían desesperadamente del favor del régimen que quería obsequiarles honores y
obligarles así a aparecer junto a los nuevos gobernantes. Así murió, huyendo
del amor del partido, el poeta Frantisek Hrubin. El ministro de Cultura, ante
el cual se escondía desesperadamente, lo alcanzó cuando ya estaba en el ataúd.
Pronunció ante él un discurso sobre el amor del poeta a la Unión Soviética.
Quizá pretendiera despertar a Hrubin con aquel escándalo. Pero el mundo era tan
feo que nadie tenía ganas de levantarse de entre los muertos.
Tomás
fue al crematorio a presenciar el funeral por un famoso biólogo expulsado de la
Academia de Ciencias. En la nota necrológica no se permitió publicar la hora de
las honras fúnebres para que el acto no se convirtiese en una manifestación, y
sus deudos no se enteraron hasta el último momento de que la cremación sería a
las seis y media de la mañana.
Cuando
entraron en la sala del crematorio, Tomás no comprendía qué pasaba: la sala
estaba iluminada como un estudio de cine. Miró sorprendido a su alrededor y
comprobó que habían colocado cámaras en tres sitios. No, no era la televisión,
era la policía la que filmaba el funeral para poder estudiar a los
participantes. Un antiguo compañero del científico, que seguía siendo miembro
de la Academia de Ciencias, tuvo el valor de despedir al féretro. No contaba
con que ese día se convertiría en actor de cine.
Cuando
terminaba el acto y ya todos habían estrechado las manos de los familiares del
muerto, Tomás vio en un rincón de la sala a un grupo de personas y, entre
ellas, al redactor alto y encorvado. Volvió a añorar a aquellas personas que no
tenían miedo a nada y estaban seguramente unidas por una gran amistad. Avanzó
hacia él, le sonrió, quería saludarlo, pero el hombre encorvado dijo: “Cuidado,
doctor, es mejor que no se acerque”.
La frase
era curiosa. Podía explicársela como una sincera advertencia amistosa
(“Cuidado, nos están filmando, si habla con nosotros, tendrá un interrogatorio
más”) o podía tener también un sentido irónico (“¡Si no ha tenido el valor
suficiente para firmar la petición, sea consecuente y no se junte con
nosotros!”). Cualquiera que hubiera sido el significado real, Tomás obedeció y
se alejó. Tenía la sensación de que veía a una hermosa mujer subir al
coche—cama de uno de los grandes expresos y de que, en el momento en que iba a
expresarle su admiración, ella ponía el dedo sobre los labios y no le permitía
hablar.
20
Ese
mismo día por la tarde tuvo otro encuentro interesante. Estaba limpiando el
escaparate de una gran zapatería y justo a su lado se detuvo un hombre joven.
Se inclinó hacia el escaparate y se puso a mirar los precios.
—Han
subido —dijo Tomás sin dejar de secar el agua del cristal con su aparato.
El
hombre lo miró. Era aquel compañero suyo del hospital al que he bautizado con
la letra S., el mismo que en otros tiempos sonreía enfadado porque Tomás
hubiera firmado su declaración autocrítica. Tomás se alegró de aquel encuentro
(con la simple e ingenua alegría que nos producen los acontecimientos
inesperados), pero observó en la mirada de su colega (durante el primer
segundo, mientras S. aún no había tenido tiempo de controlarse) un gesto de
sorpresa y desagrado.
—¿Cómo
te va? —preguntó S.
Antes de
que Tomás tuviera tiempo de responder, ya se había dado cuenta de que S. se
avergonzaba de su pregunta. Era una evidente tontería que un redicho que sigue
trabajando le preguntara “¿cómo te va?” a un médico que limpia escaparates.
Para que
no se sintiese avergonzado, Tomás le respondió con el tono más alegre que pudo:
“¡estupendamente!”, pero advirtió de inmediato que ese “estupendamente” sonaba,
a su pesar (y precisamente por haber procurado pronunciarlo con alegría), como
una amarga ironía. Por eso añadió en seguida:
—¿Qué
hay de nuevo en el hospital?
S.
respondió:
—Nada.
Todo normal.
Esta
respuesta, aunque pretendía ser lo más neutral posible, también estaba
totalmente fuera de lugar, y los dos lo sabían y sabían que lo sabían: ¿cómo es
posible que todo sea normal cuando uno de los dos limpia escaparates?
—¿Y el
jefe? —preguntó Tomás.
—¿No os
veis? —preguntó S.
—No
—dijo Tomás.
Era
verdad, desde que se fue del hospital no había vuelto a ver al médico jefe, a
pesar de que trabajaban muy bien juntos y tendían a considerarse casi como
amigos. Hiciera lo que hiciera, el “no” que acababa de pronunciar llevaba
cierta carga de tristeza y Tomás intuía que S. estaba disgustado por la
pregunta que le había hecho, porque al igual que el médico jefe, él tampoco
había ido nunca a preguntarle a Tomás cómo le iba y si le hacía falta algo.
La
conversación entre los dos antiguos compañeros de trabajo se había vuelto
imposible, aunque ambos lo lamentaran y Tomás en particular. No estaba enfadado
porque sus compañeros de trabajo se hubieran olvidado de él. Le hubiera gustado
explicárselo a aquel joven. Tenía ganas de decirle: “¡No sientas vergüenza! ¡Es
normal y totalmente correcto que no os relacionéis conmigo! ¡No te acomplejes
por eso! ¡Estoy encantado de verte!”, p ero hasta de decir e so tenía miedo,
porque todo lo que había dicho hasta entonces había sonado de un modo distinto
al que pretendía y su compañero de profesión hubiera sospechado que esta
sincera frase también era irónica y agresiva.
—Perdona
—dijo finalmente S.—, tengo una prisa horrible —y le dio la mano—. Te llamaré.
Antes,
cuando sus compañeros de trabajo lo miraban despectivamente por su previsible
cobardía, todos le sonreían. Ahora que no pueden mirarlo despectivamente, que
están incluso obligados a reconocer su valor, lo esquivan.
Por lo
demás, tampoco los antiguos pacientes lo invitaban ya, ni lo recibían con
champán. La situación de los intelectuales desplazados había dejado de ser
excepcional; se había convertido en algo duradero y desagradable a la vista.
21
Llegó a
casa y se durmió antes que de costumbre. Una hora más tarde le despertó el
dolor de estómago. Eran sus antiguas molestias que reaparecían siempre en los
momentos de depresión. Abrió el botiquín y maldijo. No había ningún
medicamento. Había olvidado renovarlos. Trató de superar el ataque a fuerza de
voluntad y fue lográndolo pero no consiguió dormirse. Cuando Teresa volvió a
casa, a la una y media de la mañana, tenía ganas de charlar con ella. Le habló
del entierro, del redactor que no había querido dirigirle la palabra, de su
encuentro con su colega S.
—Praga
se ha vuelto fea —dijo Teresa.
—Fea
—dijo Tomás.
Al cabo
de un rato Teresa dijo en voz muy baja:
—Sería
mejor que nos fuéramos de aquí.
—Sí
—dijo Tomás—, pero no tenemos adonde ir.
Estaba
sentado en la cama, en pijama, y ella se sentó a su lado y se abrazó a su
cuerpo. Dijo:
—Al
campo.
—¿Al
campo? —preguntó extrañado.
—Allí
estaríamos solos. Allí no te encontrarías ni con el redactor ni con tus
antiguos compañeros. Allí la gente es distinta y la naturaleza sigue siendo
igual que siempre.
En ese
momento Tomás volvió a sentir un suave dolor en el estómago, se sentía viejo y
le parecía que lo único que deseaba era un poco de tranquilidad y de paz.
—Puede
que tengas razón —dijo dificultosamente, porque el dolor le impedía respirar.
Teresa
seguía:
—Tendríamos
una casa y un pequeño jardín, y Karenin por lo menos podría correr a gusto.
—Sí
—dijo Tomás.
Después
se imaginó qué pasaría si de verdad se fueran al campo. En un pueblo sería
difícil tener todas las semanas a una mujer diferente. Allí se acabarían sus
aventuras eróticas.
—Lo malo
es que en un pueblo, a solas conmigo, te aburrirías —dijo Teresa como si le
leyese los pensamientos.
El dolor
había vuelto a aumentar. No podía hablar. Se le ocurrió pensar que su hábito de
ir tras las mujeres era una especie de “es muss sein!”, un imperativo que lo
esclavizaba. Anhelaba unas vacaciones. ¡Pero unas vacaciones totales, en las
que le dejaran en paz todos los imperativos, todos los “es muss sein!” Si había
sido capaz de descansar (y para siempre) de la mesa de operaciones del
hospital, ¿por qué no descansar de esa mesa de operaciones del mundo, sobre la
cual abría con un escalpelo imaginario la funda en la que las mujeres guardaban
la ilusoria millonésima diferencial?
—¡A ti
te duele el estómago! —advirtió entonces Teresa.
Asintió.
—¿Te has
puesto la inyección?
Hizo un
gesto de negación:
—Me
olvidé de pedirlas.
Se
enfadó con él por su dejadez y le acarició la frente, en la que el dolor había
hecho aparecer algunas gotas de sudor.
—Ahora
está un poco mejor —dijo.
—Acuéstate
—dijo ella y lo cubrió con la manta.
Después
fue al baño y al cabo de un momento se acostó a su lado. El giró hacia ella la
cabeza, apoyada en la almohada, y se quedó asombrado: la tristeza que
reflejaban sus ojos era insoportable. Dijo:
—Teresa,
dime, ¿qué te pasa? A ti te está pasando algo. Lo siento. Lo veo.
Negó con
la cabeza:
—No, no
me pasa nada.
—¡No lo
niegues!
—Es lo
de siempre —dijo.
“Lo de
siempre” significaba los celos de ella y las infidelidades de él. Pero Tomás
siguió insistiendo.
—No,
Teresa. Esta vez es otra cosa. Nunca habías estado tan mal.
Teresa
dijo:
—Bien,
te lo diré. Vé a lavarte la cabeza.
No le
entendía.
Lo dijo
con tristeza, sin agresividad, casi con ternura:
—Hace ya
varios meses que tu pelo huele intensamente. Huele al sexo de alguna mujer. No
te lo quería decir. Pero hace ya muchas noches que tengo que respirar el
perfume del sexo de alguna de tus amantes.
En
cuanto lo dijo el estómago volvió a dolerle. Estaba desesperado. ¡Se lava
tanto! Se frota con tanto cuidado el cuerpo, las manos, la cara, para que no le
quede ni una huella de olor ajeno. Evita los jabones perfumados en los cuartos
de baño ajenos. Lleva a todas partes su propio jabón sin perfume. ¡Pero olvidó
el pelo! ¡No, no se le ocurrió pensar en el pelo!
Y
recordó la mujer que se le sienta en la cara y quiere que le haga el amor con
toda su cara y hasta con la nuca. Ahora la odiaba. ¡Qué ocurrencia más idiota!
Sabía que ahora no era posible negar nada y que lo único que podía hacer era
reír estúpidamente e ir al baño a lavarse la cabeza.
Ella
volvió a acariciarle la frente:
—Quédate
acostado. Ya no vale la pena. Ya estoy acostumbrada.
Le dolía
el estómago y anhelaba tranquilidad y paz. Dijo:
—Le
escribiré a aquel paciente mío que encontramos en el balneario. ¿Conoces la
región donde está su aldea?
—No
—dijo Teresa.
A Tomás
le costaba mucho trabajo hablar. No logró decir más que: “Bosques...
montes...”.
—Sí, lo haremos. Nos iremos de aquí. Pero deja
de hablar— y seguía acariciándole la frente. Estaban los dos juntos, acostados,
y ya no decían nada. El dolor desaparecía lentamente. Pronto se durmieron los
dos.22
En medio
de la noche se despertó y recordó con sorpresa que no había tenido más que
sueños eróticos.
Sólo
recordaba con claridad el último: en una piscina nadaba de espaldas una enorme
mujer desnuda, al menos cinco veces mayor que él, con una barriga toda cubierta
de espeso vello, desde la entrepierna hasta el ombligo, la miraba desde la
orilla y estaba terriblemente excitado.
¿Cómo
podía estar excitado cuando su cuerpo se hallaba debilitado por un ataque al
estómago? ¿Y cómo pudo excitarse mirando a una mujer que, despierto, sólo
hubiera podido producirle asco?
Se dijo:
En el sistema de relojería de la cabeza dan vueltas en sentido contrario dos
ruedas dentadas. En una de ellas están las visiones, en la otra las reacciones
del cuerpo. El diente en el que está la visión de una mujer desnuda toca el
diente opuesto, en el que está inscrito el imperativo de la erección. Si por
algún descuido las ruedas se desplazan y la rueda de la excitación se pone en
contacto con el diente en el que está pintada la imagen de una golondrina volando,
nuestro sexo se empinará al ver a una golondrina. Conocía además las
investigaciones de un colega suyo que estudiaba el sueño de las personas y
afirmaba que en el hombre se produce la erección con cualquier sueño. Eso
quiere decir que la relación entre la erección y una mujer desnuda es sólo uno
de los mil modos en que el Creador pudo haber ajustado el mecanismo de
relojería de la cabeza del hombre.
¿Pero
qué tiene que ver el amor con esto? Nada. Si en la cabeza de Tomás la rueda se
desplaza por algún motivo y él, a partir de entonces, se excita al ver a una
golondrina, nada cambia en su amor por Teresa.
Si la
excitación es el mecanismo mediante el cual se divierte nuestro Creador, el
amor es, por el contrario, lo que nos pertenece sólo a nosotros y con lo que
escapamos al Creador. El amor es nuestra libertad. El amor está al otro lado
del “es muss sein!!”.
Pero
esto no es del todo cierto. Aunque el amor sea algo distinto a la maquinaria de
relojería del sexo con el que se divierte el Creador, queda sin embargo
amarrado a esa maquinaria. Está amarrado a ella como una tierna mujer desnuda
al péndulo de un enorme reloj.
Tomás
piensa: Amarrar el amor al sexo ha sido una de las ocurrencias más
extravagantes del Creador.
Y
después piensa esto también: La única manera de salvar el amor de la estupidez
del sexo hubiese sido la de ajustar de otro modo el reloj de nuestra cabeza y
excitarnos viendo una golondrina.
Se
durmió con aquella dulce idea. Y en el umbral del sueño, en ese mágico
territorio de imágenes confusas, de pronto se sintió seguro de haber
descubierto la solución de todos los misterios, la llave del secreto, la nueva
utopía, el paraíso: un mundo donde el hombre se excita al mirar a una
golondrina y donde puede querer a Teresa sin verse interrumpido por la agresiva
estupidez del sexo.
Se
durmió.
23
Había
varias mujeres semidesnudas, daban vueltas a su alrededor y él se sentía
cansado. Para escapar de ellas, abrió la puerta de la habitación contigua. Vio
en el sofá de enfrente a una muchacha.
También
estaba semidesnuda, sólo en bragas. Estaba reclinada de costado y se apoyaba en
un codo.
Le
miraba con una sonrisa, como si supiera que iba a venir.
Se
acercó a ella. Recorrió su cuerpo una sensación de inmensa felicidad por
haberla encontrado y poder estar con ella. Se sentó junto a ella, él le dijo
algo y ella también le habló. Irradiaba serenidad. Los gestos de su mano eran
lentos y acompasados. Toda la vida había anhelado aquellos gestos serenos. Era
precisamente aquella serenidad femenina la que había echado en falta toda la
vida.
Pero en
ese momento se produjo el deslizamiento del sueño al despertar. Se encontró en
ese noman'sland en el que el hombre ya no duerme y aún no está despierto. Le
aterró que la muchacha desapareciera ante sus ojos y se dijo: ¡Por Dios, no
debo perderla! Intentó desesperadamente recordar quién era la muchacha, dónde
la había encontrado, qué experiencia había tenido con ella. ¿Cómo es posible
que no lo sepa, conociéndola tanto? Se hizo la promesa de llamarla por teléfono
en cuanto amaneciese. Pero nada más pensarlo se alarmó, porque había olvidado
su nombre y no podía llamarla. ¿Pero cómo puede olvidar el nombre de alguien a
quien conoce tanto? Estaba ya casi despierto del todo, tenía los ojos abiertos
y se preguntaba: ¿Dónde estoy? Sí, estoy en Praga, pero y esa muchacha, ¿es de
Praga?, ¿no la habré visto en otro sitio?, ¿no será una suiza? Tardó un rato en
comprender que no conocía a aquella muchacha, que no era de Suiza ni de Praga,
que era la muchacha de un sueño, que no era de ninguna otra parte.
Estaba
tan excitado que se incorporó en la cama. Teresa respiraba profundamente a su
lado. Pensaba que la muchacha del sueño no se parecía a ninguna de las mujeres
que jamás había visto. La” muchacha que le había parecido íntimamente conocida
era precisamente una completa desconocida. Pero era precisamente la que siempre
había anhelado. Si existe para él algún paraíso personal, en ese paraíso
tendría que vivir con ella. Esa mujer del sueño es el “es muss sein!!” de su
amor.
Recordó
el conocido mito de El banquete de Platón: los humanos eran antes hermafroditas
y Dios los dividió en dos mitades que desde entonces vagan por el mundo y se
buscan. El amor es el deseo de encontrar a la mitad perdida de nosotros mismos.
Admitimos
que eso es así; que cada uno de nosotros tiene en algún lugar del mundo a su
mitad, con la que una vez formó un solo cuerpo. La otra mitad de Tomás era la
muchacha con la que había soñado. Lo que sucede es que el hombre no encuentra a
la otra mitad de sí mismo. En su lugar le envían, en un cesto aguas abajo, a
Teresa. ¿Pero qué sucede si se encuentra realmente con la mujer que le
corresponde, con la otra mitad de sí mismo? ¿A quién dará prioridad? ¿A la
mujer del cesto o a la mujer del mito de Platón?
Se imaginó
que estaba viviendo en un mundo ideal con la muchacha del sueño. Junto a las
ventanas abiertas de su residencia pasa Teresa. Está sola, se detiene en medio
de la acera y desde allí lo mira, con una mirada de infinita tristeza. Y él no
soporta aquella mirada. ¡Siente otra vez el dolor de ella en su propio corazón!
Está otra vez en poder de la compasión y se hunde en el alma de ella. Atraviesa
de un salto la ventana. Pero ella le dice amargamente que se quede allí donde
se siente feliz y hace aquellos gestos bruscos y crispados que le disgustaban
en ella y que siempre le habían molestado. Coge aquellas manos nerviosas y las
estrecha entre las suyas para calmarlas. Y sabe que abandonaría en cualquier
momento la casa de su felicidad, que abandonaría en cualquier momento su
paraíso en el que vive con la muchacha del sueño, que traicionaría el “es muss
sein!!” de su amor para irse con Teresa, la mujer nacida de seis ridículas
casualidades.
Seguía
incorporado en la cama y miraba a la mujer que yacía a su lado y apretaba en
sueños su mano. Sentía hacia ella un amor indescriptible. Ella debía tener en
aquel momento un sueño muy frágil porque abrió los ojos y lo miró con asombro.
—¿Qué
miras? —preguntó ella.
Sabía
que no debía despertarla, que tenía que hacer que volviese a dormirse; por eso
trató de responder de tal modo que sus palabras creasen en su mente la imagen
de un nuevo sueño.
—Miro
las estrellas —dijo.
—No
mientas, no miras las estrellas. Estás mirando hacia abajo.
—Porque
estamos en un avión. Las estrellas están por debajo de nosotros —respondió
Tomás.
—Ah, en
un avión —dijo Teresa.
Apretó
aún más la mano de Tomás y volvió a dormirse. Tomás sabía que ahora Teresa
estaba mirando por la ventana redonda de un avión que vuela muy por encima de
las estrellas.
Sexta parte - La Gran Marcha
1
Fue en
1980 cuando pudimos leer por primera vez, en el “Sunday Times”, cómo murió
Yakov, el hijo de Stalin. Preso en un campo de concentración alemán durante la
segunda guerra mundial, compartía su alojamiento con oficiales británicos.
Tenían el retrete en común. El hijo de Stalin lo dejaba sucio. A los ingleses
no les gustaba ver el retrete embadurnado de mierda, aunque fuera mierda del
hijo de quien entonces era el hombre más poderoso del mundo. Se lo echaron en
cara. Se ofendió. Volvieron a reprochárselo una y otra vez, le obligaron a que
limpiase el retrete. Se enfadó, discutió con ellos, se puso a pelear.
Finalmente solicitó una audiencia al comandante del campo. Quería que hiciese
de juez. Pero aquel engreído alemán se negó a hablar de mierda. El hijo de
Stalin fue incapaz de soportar la humillación. Clamando al cielo terribles
insultos rusos, echó a correr hacia las alambradas electrificadas que rodeaban
el campo. Cayó sobre ellas. Su cuerpo, que ya nunca ensuciaría el retrete de
los ingleses, quedó colgando de las alambradas.
2
El hijo
de Stalin no tenía una vida fácil. Su padre lo había concebido con una mujer a
la que, después, según todos los indicios, asesinó. El joven Stalin era por
tanto hijo de Dios (porque su padre era venerado como un Dios) y, al mismo
tiempo, réprobo. La gente lo temía por partida doble: podía hacerles daño con
su poder (al fin y al cabo era hijo de Stalin)” y con su favor (el padre podía
castigar a sus amigos en lugar de hacerlo con el hijo réprobo).
La
reprobación y el privilegio, la felicidad y la infelicidad, nadie sintió de un
modo más concreto hasta qué punto estos contrarios son intercambiables y hasta
qué punto no hay más que un paso desde un polo de la existencia humana hasta el
otro.
Nada más
empezar la guerra lo capturaron los alemanes, y otros prisioneros, que
pertenecían a una nación que siempre le había sido profundamente antipática por
su incomprensible introversión, lo acusaron de ser sucio. ¿El, que debía
soportar el peso del mayor drama imaginable (ser al mismo tiempo hijo de Dios y
ángel réprobo), debía ser ahora sometido a juicio, no por cuestiones elevadas
(referidas a Dios y a los ángeles), sino por asuntos de mierda? ¿Está entonces
el más elevado drama tan vertiginosamente próximo al más bajo?
¿Vertiginosamente
próximo? ¿Es que la proximidad puede producir vértigo?
Puede.
Cuando el polo norte se aproxima al polo sur hasta llegar a tocarlo, la tierra
desaparece y el hombre se encuentra en un vacío que hace que la cabeza le dé
vueltas y se sienta atraído por la caída.
Si la
reprobación y el privilegio son lo mismo, si no hay diferencia entre la
elevación y la bajeza, si el hijo de Dios puede ser juzgado por cuestiones de
mierda, la existencia humana pierde sus dimensiones y se vuelve
insoportablemente leve. En ese momento el hijo de Stalin echa a correr hacia
los alambres electrificados para lanzar sobre ellos su cuerpo como sobre el
platillo de una balanza que cuelga lamentablemente en lo alto, levado por la infinita
levedad de un mundo que ha perdido sus dimensiones.
El hijo
de Stalin dio su vida por la mierda. Pero morir por la mierda no es una muerte
sin sentido. Los alemanes, que sacrificaban su vida para extender el territorio
de su imperio hacia oriente, los rusos, que morían para que el poder de su
patria llegase más lejos hacia occidente, ésos sí, ésos morían por una tontería
y su muerte carece de sentido y de validez general. Por el contrario, la muerte
del hijo de Stalin fue, en medio de la estupidez generalizada de la guerra, la
única muerte metafísica.
3
Cuando
yo era pequeño y hojeaba el Antiguo Testamento adaptado para niños y adornado
con grabados de Gustav Doré, veía ahí a Dios sobre una nube. Era un anciano,
tenía ojos, nariz, una larga barba y yo me decía que, si tenía boca, debía
comer. Y si come, también tenía que tener tripas. Pero aquella idea me asustaba
porque, aunque era hijo de una familia más bien no creyente, sentía que la idea
de las tripas de Dios era una blasfemia.
Sin
ningún tipo de preparación teológica, espontáneamente, comprendí desde niño la
incompatibilidad entre la mierda y Dios y, de ahí, cuan dudosa resulta la tesis
básica de la antropología cristiana según la cual el hombre fue creado a imagen
y semejanza de Dios. Una de dos: o el hombre fue creado a semejanza de Dios y
entonces Dios tiene tripas, o Dios no tiene tripas y entonces el hombre no se
le parece.
Los
antiguos gnósticos lo sentían igual que yo cuando tenía cinco años. Valentín,
gran maestro de la Gnosis en el siglo segundo, decía para resolver este
enrevesado problema que Jesús “comía, bebía, pero no defecaba”.
La
mierda es un problema teológico más complejo que el mal. Dios les dio a los
hombres la libertad y por eso podemos suponer que al fin y al cabo no es responsable
de los crímenes humanos. Pero el único responsable de la mierda es aquel que
creó al hombre.
4
En el
siglo cuarto, San Jerónimo rechazaba por completo la idea de que Adán y Eva
fornicaran en el paraíso. Por el contrario, Juan Escoto Erígena, gran teólogo
del siglo noveno, admitía semejante idea.
Pero
imaginaba que a Adán se le elevaba el miembro tal como se eleva el brazo o el
pie, cuando quería y como quería. No busquemos en esta imagen el eterno sueño
del hombre obsesionado por la amenaza de la impotencia. La idea de Escoto
Erígena tiene otro sentido. Si el miembro puede elevarse por una simple orden
del cerebro, la excitación carece de utilidad. El miembro no se yergue porque
estemos excitados, sino porque se lo ordenamos. Lo que al gran teólogo le
parecí a incompatible con el paraíso no era la fornicación y el placer ligado a
ella. Lo incompatible con el paraíso era la excitación. Recordémoslo bien: en
el paraíso existía placer, no excitación.
En esta
meditación de Escoto Erígena podemos encontrar la clave de una especie de
justificación teológica (dicho de otro modo, de una teodicea) de la mierda.
Mientras se le permitió al hombre permanecer en el paraíso, o bien (al modo de
Jesús, según afirmaba Valentín) no defecaba o, lo cual parece más probable, la
mierda no se entendía como algo asqueroso. Cuando Dios expulsó al hombre del
paraíso, hizo que conociera el asco.
El
hombre empezó a ocultar aquello de lo que se avergonzaba y, cuando levantó el
velo, le cegó un resplandor. De ese modo conoció, inmediatamente después del
asco, la excitación. Sin mierda (en sentido literal y figurado) no existiría el
amor sexual tal como lo conocemos: acompañado de palpitaciones del corazón y
ceguera de los sentidos.
En la
tercera parte de esta novela hablé de Sabina semidesnuda, con el sombrero hongo
en la cabeza, junto a Tomás, vestido. En aquella ocasión silencié algo. En el
momento en que se miró al espejo y se sintió excitada por su ridiculización, se
le cruzó por la cabeza la ocurrencia de que Tomás la cogería así, con el
sombrero hongo en la cabeza, y la sentaría en la taza del water y ella cagaría
delante de él. En ese momento empezó a palpitarle el corazón, perdió la
conciencia de lo que ocurría, tumbó a Tomás en la alfombra y poco después
gritaba de placer.
5
La
disputa entre quienes afirman que el mundo fue creado por Dios y quienes
piensan que surgió por sí mismo se refiere a algo que supera las posibilidades
de nuestra razón y nuestra experiencia.
Mucho
más real es la diferencia que divide a los que dudan acerca del ser que les fue
dado al hombre (por quien quiera que fuera y en la forma que fuera) y a los que
están incondicionalmente de acuerdo con él.
En el
trasfondo de toda fe, religiosa o política, está el primer capítulo del
Génesis, del que se desprende que el mundo fue creado correctamente, que el ser
es bueno y que, por lo tanto, es correcto multiplicarse. A esta fe la
denominamos acuerdo categórico con el ser.
Si hasta hace poco la palabra mierda se
reemplazaba en los libros por puntos suspensivos, no era por motivos morales.
¡No pretenderá usted afirmar que la mierda es inmoral! El desacuerdo con la
mierda es metafísico. El momento de la defecación es una demostración cotidiana
de lo inaceptable de la Creación. Una de dos: o la mierda es aceptable (¡y
entonces no cerremos la puerta del water!), o hemos sido creados de un modo
inaceptable.
De eso
se desprende que el ideal estético del acuerdo categórico con el ser es un
mundo en el que la mierda es negada y todos se comportan como si no existiese.
Este ideal estético se llama kitsch.
Es una
palabra alemana que nació en medio del sentimental siglo diecinueve y se
extendió después a todos los idiomas. Pero la frecuencia del uso dejó borroso
su original sentido metafísico, es decir: el kitsch es la negación absoluta de
la mierda; en sentido literal y figurado: el kitsch elimina de su punto de
vista todo lo que en la existencia humana es esencialmente inaceptable.
6
La
primera rebelión interna de Sabina contra el comunismo no tuvo un carácter
ético, sino esté tico.
Pero lo
que le producía rechazo era mucho menos la fealdad del mundo comunista (los
palacios destrozados convertidos en establos) que la máscara de belleza que se
ponía o, dicho de otro modo, el kitsch comunista. Su modelo es la festividad
denominada primero de mayo.
Había
visto las manifestaciones del primero de mayo en la época en que la gente aún
estaba entusiasmada o aún fingía plenamente el entusiasmo. Las mujeres vestían
camisas rojas, azules, blancas, de modo que, vistas desde los balcones y las
ventanas, formaban diversas figuras: estrellas de cinco puntas, corazones,
letras. En medio de las distintas partes de la manifestación iban pequeñas
orquestas que tocaban marchas. Cuando los manifestantes se acercaban a la tribuna,
hasta las caras más aburridas se iluminaban con una sonrisa, como si quisiesen
demostrar que se alegraban convenientemente o, más exactamente, que estaban
convenientemente de acuerdo. Y no se trataba de un mero acuerdo político con el
comunismo, sino de un acuerdo con el ser en tanto que tal. La festividad del
primero de mayo bebía de la profunda fuente del acuerdo categórico con el ser.
La consigna tácita, implícita, de la manifestación no era “¡viva el
comunismo!”, sino “¡viva la vida!”. La fuerza y la astucia de la política
comunista consistían en haberse apoderado de esta consigna. Era precisamente
esta estúpida tautología (“¡viva la vida!”) la que atraía a la manifestación
comunista incluso a aquellos que eran indiferentes a las tesis comunistas.
7
Diez
años más tarde (cuando vivía ya en Norteamérica), un amigo de sus amigos,
senador norteamericano, la llevaba en su enorme automóvil. En el asiento
trasero se apretujaban cuatro niños. El senador detuvo el coche; los niños
bajaron y corrieron por el amplio césped hacia el edificio de un estadio en el
que había una pista de patinaje sobre hielo. El senador, sentado al volante,
miraba enternecido a las cuatro figuritas que corrían y se giró luego hacia
Sabina: “Mírelos”. Dibujó con la mano un círculo que pretendía abarcar el
estadio, el césped y a los niños: “A esto lo llamo felicidad”.
Tras
aquellas palabras no sólo había felicidad porque los niños corrieran y el
césped creciera, sino también una expresión de comprensión hacia una mujer que
procedía de uno de los países del comunismo donde, a juicio del senador, el
césped no crece y los niños no corren.
Pero
Sabina se imaginaba precisamente en aquel momento al senador en la tribuna de
la plaza praguense. Tenía en la cara precisamente la misma sonrisa que los
gobernantes comunistas dirigían desde lo alto de su tribuna a los ciudadanos
que sonreían del mismo modo, abajo, en la manifestación.
8
¿Cómo
sabía aquel senador que los niños son la felicidad? ¿Es que podía ver sus
almas? ¿Y si en el momento en que desaparecieran de su vista, tres de ellos se
lanzaran sobre el cuarto y empezaran a pegarle?
El
senador tenía un solo argumento para su afirmación: sus sentimientos. Allí
donde habla el corazón es de mala educación que la razón lo contradiga. En el
reino del kitsch impera la dictadura del corazón.
Por
supuesto el sentimiento que despierta el kitsch debe poder ser compartido por
gran cantidad de gente. Por eso el kitsch no puede basarse en una situación
inhabitual, sino en imágenes básicas que deben grabarse en la memoria de la
gente: la hija ingrata, el padre abandonado, los niños que corren por el
césped, la patria traicionada, el recuerdo del primer amor.
El
kitsch provoca dos lágrimas de emoción, una inmediatamente después de la otra.
La primera lagrima dice: ¡Qué hermoso, los niños corren por el césped!
La
segunda lágrima dice: ¡Qué hermoso es estar emocionado junto con toda la
humanidad al ver a los niños corriendo por el césped!
Es la
segunda lágrima la que convierte el kitsch en kitsch.
La hermandad
de todos los hombres del mundo sólo podrá edificarse sobre el kitsch.
9
Nadie lo
sabe mejor que los políticos. Cuando hay una cámara fotográfica cerca, corren
en seguida hacia el niño más próximo para levantarlo y besarle la mejilla. El
kitsch es el ideal estético de todos los políticos, de todos los partidos
políticos y de todos los movimientos.
En una
sociedad en la que existen conjuntamente diversas corrientes políticas y en la
que sus influencias se limitan o se eliminan mutuamente, podemos escapar más o
menos de la inquisición del kitsch; el individuo puede conservar sus
peculiaridades y el artista crear obras inesperadas. Pero allí donde un solo
movimiento político tiene todo el poder, nos encontramos de pronto en el
imperio del kitsch totalitario.
Cuando
digo totalitario, eso significa que todo lo que perturba al kitsch queda
excluido de la vida: cualquier manifestación de individualismo (porque toda
diferenciación es un escupitajo a la cara de la sonriente fraternidad),
cualquier duda (porque el que empieza dudando de pequeñeces termina dudando de
la vida como tal), la ironía (porque en el reino del kitsch hay que tomárselo
todo en serio) y hasta la madre que abandona a su familia o el hombre que
prefiere a los hombres y no a las mujeres y pone así en peligro la consigna
sagrada “amaos y multiplicaos”.
Desde
ese punto de vista podemos considerar al denominado gulag como una especie de
fosa higiénica a la que el kitsch totalitario arroja los desperdicios.
10
El
primer decenio posterior a la segunda guerra mundial fue el período más
horrible del terror estalinista.
Fue
entonces cuando detuvieron por alguna tontería al padre de Teresa y echaron de
la casa a su hijita, que tenía diez años. En la misma época Sabina, a sus
veinte años, estudiaba en la Academia de Bellas Artes. El profesor de marxismo
le explicaba a ella y a sus condiscípulos esta tesis del arte socialista: la
sociedad soviética ha llegado tan lejos que la contradicción básica ya no se da
allí entre el bien y el mal, sino entre lo bueno y lo mejor. Por eso la mierda
(es decir, lo que es esencialmente inaceptable) sólo podía existir en “otra
parte” (por ejemplo, en América) y sólo desde allá, desde fuera, como algo
extraño (por ejemplo, en forma de espías), podía introducirse en el mundo de
“los buenos y los mejores”.
En
efecto, las películas soviéticas, que precisamente en aquella época
extremadamente cruel inundaron los cines de todos los países comunistas,
estaban impregnadas de una increíble inocencia. El mayor conflicto que podía
producirse entre dos rusos era un malentendido amoroso: él cree que ella ya no
le quiere y ella opina lo mismo de él. Al final caen uno en los brazos del otro
y gotean lágrimas de felicidad.
La
interpretación convencional de aquellas películas es actualmente la siguiente:
mostraban el ideal comunista mientras la realidad comunista era peor.
Sabina
protestaba siempre por semejante interpretación. Cuando se imaginaba que el
mundo del kitsch soviético tuviera que hacerse realidad y que a ella pudiera
tocarle vivir en él, sentía escalofríos. Daba prioridad, sin la menor
vacilación, al régimen comunista verdadero, con todas sus persecuciones y sus
colas para comprar carne. En el mundo comunista real se puede vivir. En el
mundo del ideal comunista hecho realidad, en ese mundo de idiotas sonrientes,
con los que no sería capaz de cambiar ni una palabra, moriría de horror en una
semana. Me parece que la sensación que despertaba en Sabina el kitsch soviético
era semejante al horror que experimentaba Teresa en el sueño cuando marchaba
con las mujeres desnudas alrededor de la piscina y tenía que cantar canciones
alegres. Bajo la superficie del agua flotaban los cadáveres. Teresa no podía
dirigirle a ninguna de las mujeres ni una sola palabra, ni una sola pregunta.
Por respuesta no hubiera oído más que otra estrofa de la canción. Ni siquiera
podía hacerle un guiño secreto a alguna de las mujeres. En seguida hubieran
empezado a hacerle señas al hombre que estaba de pie en el cesto sobre la
piscina para que la matase.
El sueño
de Teresa descubre la verdadera función del kitsch: el kitsch es un biombo que
oculta la muerte.
11
En el
imperio del kitsch totalitario las respuestas están dadas de antemano y
eliminan la posibilidad de cualquier pregunta. De ello se desprende que el
verdadero enemigo del kitsch totalitario es el hombre que pregunta. La pregunta
es como un cuchillo que rasga el lienzo de la decoración pintada, para que
podamos ver lo que se oculta tras ella. Así fue, por lo demás, cómo Sabina le
explicó una vez a Teresa el sentido de sus cuadros: delante hay una mentira
comprensible y tras ella reluce una verdad incomprensible.
Sólo que
quienes luchan contra los llamados regímenes totalitarios difícilmente pueden
luchar con interrogantes y dudas. Ellos también necesitan su seguridad y sus
verdades sencillas, comprensibles para la mayor cantidad posible de gente y
capaces de provocar el llanto colectivo.
En
cierta ocasión, una organización política le preparó a Sabina una exposición en
Alemania. Sabina cogió el catálogo: se encontró con que encima de su fotografía
habían dibujado alambres de espino. En el interior publicaban su biografía, que
se parecía a las biografías de los mártires y los santos: padeció, luchó contra
la injusticia, tuvo que abandonar la patria destrozada y sigue luchando, “Lucha
con sus cuadros por la libertad”, decía la última frase de aquel texto.
Protestó,
pero no la comprendieron.
¿No es
verdad que en el comunismo se persigue al arte moderno?
Dijo con
rabia:
—¡Mi
enemigo no es el comunismo sino el kitsch!
Desde
entonces empezó a inventar su propia biografía y cuando, más tarde, llegó a
Norteamérica, logró incluso ocultar que era checa. Aquello no era más que un
desesperado intento por huir del kitsch en el que la gente quería convertir su
vida.
12
Estaba de pie ante un caballete en el que había un
cuadro a medio hacer. En un sillón detrás de ella estaba sentado un hombre
mayor que observaba cada uno de los trazos de su pincel.
El hombre miró al reloj:
—Creo que deberíamos ir —dijo.
Dejó la paleta y fue al cuarto de baño a lavarse.
El anciano se levantó del sillón y se inclinó para coger el bastón que estaba
apoyado en la mesa. La puerta del atelier conducía directamente al parque.
Oscurecía. Enfrente, a veinte metros de distancia, había una casa blanca de
madera, con las ventanas de la planta baja iluminadas. Aquellas dos ventanas
iluminando el ocaso emocionaron a Sabina.
Se ha pasado la vida diciendo que su enemigo es el
kitsch. ¿Pero no lo lleva dentro de sí misma? Su kitsch es la imagen de un
hogar, tranquilo, dulce, armónico, donde imperan una madre amable y un padre
sabio. Aquella imagen surgió dentro de ella al morir sus padres. Cuanto menos
se parecía la vida a aquel dulce sueño, más sensible era a su encanto, y varias
veces le saltaron las lágrimas al ver en la televisión una historia sentimental
en la que una hija desagradecida abrazaba a un padre abandonado y en el ocaso
del día brillaban las ventanas de la casa de la feliz familia.
Conoció al anciano en Nueva York. Era rico y le
gustaba la pintura. Vivían él y su mujer solos en una villa en el campo. Frente
a la villa, en sus terrenos, había un viejo granero. El lo arregló como atelier
para Sabina, la invitó a pintar allí y se pasaba los días observando los
movimientos de su pincel.
Ahora mismo están cenando los tres. La vieja
señora le llama a Sabina “¡mi niña!”, pero todo parece indicar que la realidad
es exactamente al revés: Sabina hace aquí el papel de mamá, con dos hijos que
dependen de ella, la admiran y estarían dispuestos a obedecerla si quisiera
darles órdenes.
¿Encontró entonces en el umbral de la vejez a sus
ancianos padres, a quienes cuando niña se les había escapado de la mano?
¿Encontró por fin a los hijos que ella misma nunca tuvo?
Sabía bien que aquello era una ilusión. Su
estancia junto a los ancianos no es más que una breve parada. El viejo señor
está gravemente enfermo y su mujer, cuando se quede sin él, irá a vivir con su
hijo al Canadá. El camino de traiciones de Sabina continuará y, en medio de la
insoportable levedad del ser, se oirá de vez en cuando, desde las profundidades
de su alma, una canción sentimental acerca de dos ventanas iluminadas tras las
cuales vive una familia feliz.
Esa canción le emociona, pero Sabina no se toma su
emoción en serio. Sabe muy bien que esa canción es una hermosa mentira. En el
momento en que el kitsch es reconocido como mentira, se encuentra en un
contexto de no-kitsch. Pierde su autoritario poder y se vuelve enternecedor,
como cualquiera otra debilidad humana. Porque ninguno de nosotros es un
superhombre como para poder escapar por completo al kitsch. Por más que lo
despreciemos, el kitsch forma parte del sino del hombre.
13
La fuente del kitsch es el acuerdo categórico con
el ser.
¿Pero cuál es la base del ser? ¿Dios? ¿El hombre?
¿La lucha? ¿El amor? ¿El hombre? ¿La mujer?
Las opiniones sobre este tema son diversas y por
eso hay también diversos tipos de kitsch: católico, protestante, judío,
comunista, fascista, democrático, feminista, europeo, americano, nacional, internacional.
Desde la época de la Revolución francesa la mitad
de Europa se denomina izquierda mientras la otra mitad se llama derecha. Es
casi imposible definir la una o la otra a partir de algún tipo de principios
teóricos en los que se apoyen. Eso no es nada extraño: los movimientos
políticos no se basan en posiciones racionales, sino en intuiciones, imágenes,
palabras, arquetipos, que en conjunto forman tal o cual kitsh político. La idea
de la Gran Marcha, por la que se deja embriagar Franz, es el kitsch político
que une a las personas de izquierdas de todas las épocas y corrientes. La Gran
Marcha es ese hermoso camino hacia delante, el camino hacia la fraternidad, la
igualdad, la justicia, la felicidad y aún más allá, a través de todos los
obstáculos, porque ha de haber obstáculos si la marcha debe ser una Gran
Marcha.
¿Dictadura del proletariado o democracia? ¿Rechazo
a la sociedad de consumo o incremento de la producción? ¿Guillotina o supresión
de la pena de muerte? Eso no tiene la menor importancia. Lo que hace del hombre
de izquierdas un hombre de izquierdas no es tal o cual teoría, sino su
capacidad de convertir cualquier teoría en parte del kitsch llamado Gran Marcha
hacia adelante.
14
Por supuesto Franz no es una persona para la cual
el kitsch sea esencial. La idea de la Gran Marcha juega en su vida
aproximadamente el mismo papel que desempeña en la vida de Sabina la canción
sentimental sobre las dos ventanas iluminadas. ¿A qué partido político votará
Franz? Me temo que no vota a ninguno y que el día de las elecciones prefiere
irse de excursión a la montaña. Pero eso no significa que la Gran Marcha haya
dejado de emocionarlo. Es hermoso soñar que somos parte de una masa que marcha
a través de los siglos y Franz no olvidó nunca ese hermoso sueño.
Un día le llamaron por teléfono unos amigos desde
París. Dicen que están organizando una marcha a Camboya y lo invitan a que se
sume a ellos.
Camboya había pasado ya en aquella época por la
guerra civil, por los bombardeos norteamericanos, por la devastación producida
por los comunistas locales que habían reducido en una quinta parte a la
población y, finalmente, había sido ocupada por el vecino Vietnam, que a su vez
ya no era en aquella época más que un instrumento de Rusia. En Camboya había
hambruna y la gente moría sin atención médica. La Organización Internacional de
Médicos había pedido ya muchas veces autorización para entrar en el país, pero
los vietnamitas se negaban. Por eso los grandes intelectuales de Occidente
debían marchar a pie hasta la frontera de Camboya y forzar así, con este gran
espectáculo representado ante los ojos de todo el mundo, la entrada de los
médicos al país ocupado.
El amigo que llamó por teléfono a Franz era uno de
aquellos con quienes había ido a las manifestaciones por las calles de París.
Al principio le entusiasmó la invitación, pero después dirigió la vista hacia
la estudiante de las grandes gafas. Estaba sentada frente a él y sus ojos, tras
los gruesos cristales, parecían aún mayores. Franz tenía la sensación de que aquellos
ojos le rogaban que no fuera a ninguna parte. Así que se disculpó.
Pero en cuanto colgó el auricular, lo lamentó.
Había satisfecho, en efecto, a su amante terrenal, pero descuidaba al amor
celestial. ¿No era Camboya una variante de la patria de Sabina? ¡Un país
ocupado por el ejército de un país comunista vecino! ¡Un país sobre el que cayó
el puño de Rusia! Franz imagina de pronto, que su casi olvidado amigo le ha
llamado siguiendo unas instrucciones secretas de ella.
Los seres celestiales todo lo ven y todo lo saben.
Si participara en aquella marcha, Sabina lo vería y estaría orgullosa de él.
Comprendería que le ha sido fiel.
“¿Te enfadarías mucho si fuese?” le preguntó a su
chica de las gafas, que no quiere estar ni un solo día sin él, pero es incapaz
de negarle nada.
Unos días más tarde estaba en un gran avión en el
aeropuerto de París. Había veinte médicos, acompañados por unos cincuenta
intelectuales (profesores, escritores, parlamentarios, cantantes, actores y
alcaldes) y todos ellos acompañados por cuatrocientos periodistas y fotógrafos.
15
El avión
aterrizó en Bangkok. Cuatrocientos setenta médicos, intelectuales y periodistas
se dirigieron a la sala principal de un hotel internacional donde les esperaban
otros médicos, actores, cantantes y filósofos, y con ellos varios cientos de
periodistas con sus blocs de notas, magnetófonos, aparatos fotográficos y
cámaras de cine. La sala estaba presidida por un podio, encima del cual había
una mesa alargada y, tras la mesa, unos veinte norteamericanos que habían
empezado ya a dirigir la reunión.
Los
intelectuales franceses, con los que Franz entró en la sala, se sentían
desplazados y humillados. La marcha a Camboya era idea suya y de repente están
allí los norteamericanos que, con maravillosa naturalidad, se han hecho con la
dirección y, por si fuera poco, se ponen a hablar en inglés sin siquiera
ocurrírseles pensar que pueda haber franceses o daneses que no les entiendan.
Claro que los daneses olvidaron hace tiempo que antaño fueron una nación, de modo
que los únicos europeos capaces de protestar eran los franceses. Aquélla era
una cuestión de principios, de modo que se negaron a protestar en inglés,
dirigiéndose a los norteamericanos que estaban en el podio en su lengua
materna. Los norteamericanos reaccionaron con sonrisas de aceptación y
simpatía, porque no entendían ni una palabra. Al fin, los franceses no tuvieron
más remedio que formular sus objeciones en inglés: “¿Por qué se habla en esta
reunión sólo en inglés si también hay franceses?”.
Los norteamericanos
se asombraron mucho por tan extraña objeción, pero no dejaron de sonreír y
estuvieron de acuerdo en que todos los discursos se tradujeran. Se tardó mucho
en encontrar a un traductor para que la reunión pudiera continuar. A partir de
ese momento cada frase había que decirla en inglés y francés, de modo que la
reunión duraba el doble y en realidad más del doble, porque todos los franceses
hablaban inglés, interrumpían al traductor y discutían con él por cada palabra.
El
momento cumbre de la reunión fue cuando subió al podio una famosa actriz
norteamericana. Su aparición provocó la entrada en la sala de más fotógrafos y
cámaras, y cada una de las sílabas que pronunciaba iba seguida por el disparo
de algún aparato. La actriz hablaba de los niños que sufrían, de la barbarie de
la dictadura comunista, del derecho de los hombres a la seguridad, del peligro
que corrían los valores tradicionales de la sociedad civilizada, de la
irrenunciable libertad del individuo y del presidente Cárter, que estaba apenado
por lo que sucedía en Camboya. La última frase la dijo llorando.
En ese
momento se levantó un joven médico francés con un bigote pelirrojo y empezó a
gritar: “¡Hemos venido a curar a la gente que se está muriendo! ¡No hemos
venido a homenajear al presidente Cárter! ¡Esto no es un circo norteamericano!
¡No hemos venido a protestar contra el comunismo, sino a curar a los
enfermos!”.
Otros
franceses se sumaron al médico con bigote. El traductor se asustó y no se
atrevía a traducir lo que decían. Los veinte norteamericanos del podio
volvieron a mirarlos con sonrisas llenas de simpatía y muchos de ellos hacían
gestos de aprobación, con la cabeza. Uno de ellos levantó incluso el puño,
porque sabía que eso es lo que hacen los europeos en los momentos de euforia
colectiva.
16
¿Cómo es
posible que los intelectuales de izquierdas (entre los cuales se contaba
precisamente el médico del bigote pelirrojo) estén dispuestos a participar en
una marcha contraria a los intereses de un país comunista, a pesar de que el
comunismo siempre hubiera formado parte de la izquierda?
Cuando
los crímenes del país llamado Unión Soviética se hicieron demasiado
escandalosos, las personas de izquierdas se encontraron con dos posibilidades:
escupir sobre lo que hasta entonces había sido su vida o (con mayores o menores
titubeos) incluir la Unión Soviética entre los obstáculos de la Gran Marcha y
seguir andando.
Como ya
dije, lo que hace que la izquierda sea la izquierda es el kitsch de la Gran
Marcha. La identidad del kitsch no viene dada por una estrategia política, sino
por imágenes, metáforas, por un vocabulario. Por eso es posible transgredir la
costumbre y participar en una marcha en contra de los intereses de un país
comunista. Pero no se puede reemplazar una palabra por otras. Es posible
amenazar con los puños al ejército vietnamita. Pero no es posible gritarle
“¡abajo el comunismo!”. Porque “¡abajo el comunismo!” es la consigna de los
enemigos de la Gran Marcha y quien no desee perder su identidad debe permanecer
fiel a la pureza de su propio kitsch.
Digo
esto solamente para explicar el malentendido entre él médico francés y la
actriz norteamericana, que en su egocentrismo pensaba que había sido víctima de
la envidia o la misoginia. En realidad lo que el francés había manifestado era
un fino sentido estético: palabras como “el presidente Cárter”, “nuestros
valores tradicionales”, “la barbarie comunista”, formaban parte del vocabulario
del kttsch norteamericano y no tenían nada que hacer en el kitsch de la Gran
Marcha.
17
Al día
siguiente subieron todos a los autobuses y atravesaron toda Tailandia hasta la
frontera con Camboya. Por la noche llegaron a una pequeña aldea, donde habían
alquilado unas casas construidas sobre pilotes. El río que amenazaba con
inundaciones obligaba a la gente a vivir arriba, mientras abajo, entre los
pilotes, se apiñaban los cerdos. Franz durmió en una habitación con otros
cuatro profesores.
En
sueños oía el gruñido de los puercos, que venía de abajo y, a su lado, el
ronquido de un famoso matemático.
Por la
mañana volvieron a subir todos a los autobuses. Dos kilómetros antes de llegar
a la frontera estaba ya prohibida la circulación. No había más que una estrecha
carretera vigilada por el ejército que conducía al puesto fronterizo. Allí se
detuvieron los autobuses. Al bajar, los franceses comprobaron que los
norteamericanos habían vuelto a adelantárseles y que les esperaban ya formados,
encabezando la marcha. La situación era gravísima. Ya llegó el traductor y la
discusión está al rojo vivo. Al final se logró un acuerdo: forman la cabeza de
la marcha un norteamericano, un francés y la traductora camboyana.
Después
van los médicos y todos los demás van tras ellos; la actriz norteamericana se
encontró a la cola de la marcha.
La
carretera era estrecha y estaba flanqueada por campos de minas. A cada rato
topaban con una valla: dos bloques de cemento rodeados de alambre de espino y
entre ello s u n paso estrecho. Tenían que ir en fila india.
Unos
cinco metros delante de Franz iba un famoso poeta y cantante pop alemán, que
había escrito ya novecientas treinta canciones contra la guerra y por la paz.
Llevaba una larga pértiga con una bandera blanca que hacía juego con su barba
negra y lo diferenciaba de todos los demás.
A lo
largo de la extensa columna corrían los fotógrafos y los cámaras. Disparaban
sus aparatos, hacían zumbar sus cámaras, corrían hacia delante, se detenían, se
alejaban, se ponían en cuclillas y volvían a levantarse y a correr hacia
delante. De vez en cuando llamaban por su nombre a un hombre o una mujer
famosos, de modo que se volviesen instintivamente hacia ellos y en ese momento
apretaban el disparador.
18
Algún
acontecimiento flotaba en el aire. La gente aminoraba el paso y miraba hacia
atrás.
La
actriz norteamericana, a la que habían situado al final de la marcha, se había
negado a seguir soportando la humillación y se había decidido a atacar. Echó a
correr. Era como cuando en una carrera de cinco mil metros un corredor, que
hasta el momento había estado ahorrando fuerzas y permanecía al final del
pelotón, de pronto salta y adelanta a todos los demás corredores.
Los
hombres sonreían perplejos y se hacían a un lado para permitir la victoria de
la famosa corredora, pero las mujeres gritaban:
— ¡A su
sitio! ¡Esto no es una marcha de estrellas de cine!
Pero la
actriz no se dejaba amedrentar y seguía corriendo acompañada por cinco
fotógrafos y dos cámaras.
Entonces
una francesa, profesora de lingüística, cogió a la actriz por la muñeca y le
dijo (en un inglés horrible):
— ¡Esta
es una marcha de médicos que quieren curar a los camboyanos que están
mortalmente enfermos y no un espectáculo para estrellas de cine!
La
actriz tenía la muñeca cogida por la mano de la profesora de lingüística y le
faltaba fuerza para soltarse.
Dijo (en
un inglés excelente):
—
¡Váyase al diablo! ¡Yo he estado en cientos de marchas como ésta! ¡En todas
partes hace falta que aparezcan estrellas! ¡Ese es nuestro trabajo! ¡Es nuestra
obligación moral!
—Mierda
—dijo la profesora de lingüística (en un francés excelente).
La
actriz norteamericana la entendió y se echó a llorar.
—No te
muevas —gritó un cámara y se arrodilló delante de ella. La actriz miró
prolongadamente al objetivo mientras las lágrimas corrían por su cara.
La actriz norteamericana nunca había oído hablar
de él, pero en un momento de humillación era mucho más sensible que nunca a las
manifestaciones de simpatía y echó a correr hacia él. El cantante cogió con la
mano izquierda el mástil de la bandera y apoyó el brazo derecho sobre el hombro
de la actriz.
Alrededor
de la actriz y el cantante seguían saltando los fotógrafos y los cámaras. Un
famoso fotógrafo norteamericano quería captar con su objetivo las caras de los
dos con bandera y todo, lo cual era complicado porque el mástil era largo. Por
eso corrió hacia el arrozal que tenía detrás. Así fue cómo pisó una mina. Se
oyó una explosión y su cuerpo, deshecho en pedazos, voló por los aires,
salpicando con una ducha de sangre a los intelectuales europeos.
El
cantante y la actriz estaban aterrorizados y no podían moverse. Después
levantaron la vista hacia la bandera. Estaba salpicada de sangre. Al ver
aquello volvieron a sentirse aterrados. Después miraron nuevamente unas cuantas
veces, tímidamente, hacia arriba y empezaron a sonreír. Sentían un orgullo
extraño y hasta entonces desconocido al ver que la bandera que llevaban estaba
manchada de sangre. Se pusieron nuevamente en marcha.
19
La profesora de lingüística soltó finalmente la
muñeca de la actriz norteamericana. En ese momento la llamó el cantante alemán
con la barba negra y la bandera blanca.
La actriz norteamericana nunca había oído hablar
de él, pero en un momento de humillación era mucho más sensible que nunca a las
manifestaciones de simpatía y echó a correr hacia él. El cantante cogió con la
mano izquierda el mástil de la bandera y apoyó el brazo derecho sobre el hombro
de la actriz.
Alrededor de la actriz y el cantante seguían
saltando los fotógrafos y las cámaras. Un famoso fotógrafo norteamericano
quería captar con su objetivo las caras de los dos con bandera y todo, lo cual
era complicado porque el mástil era largo. Por eso corrió hacia el arrozal que
tenía detrás. Así fue cómo pisó una mina. Se oyó una explosión y su cuerpo,
deshecho en pedazos, voló por los aires, salpicando con una ducha de sangre a
los intelectuales europeos.
El cantante y la actriz estaban aterrorizados y no
podían moverse. Después levantaron la vista hacia la bandera. Estaba salpicada
de sangre. Al ver aquello volvieron a sentirse aterrados. Después miraron nuevamente unas cuantas veces, tímidamente, hacia arriba
y empezaron a sonreír. Sentían un orgullo extraño y hasta entonces desconocido
al ver que la bandera que llevaban estaba manchada de sangre. Se pusieron
nuevamente en marcha.
20
La frontera estaba formada por un pequeño
riachuelo que no se veía porque a lo largo de él se extendía un muro de un
metro y medio de alto sobre el cual había sacos con arena para los tiradores
tailandeses. La pared sólo se interrumpía en un punto. Allí un puente
atravesaba el riachuelo. Nadie podía llegar hasta él. Al otro lado del río
estaba el ejército de ocupación vietnamita, pero no se veía. Sus posiciones
estaban perfectamente camufladas. Pero era evidente que, si alguien llegase
hasta el puente, los invisibles vietnamitas empezarían a disparar.
Los miembros de la marcha llegaron hasta la pared
y se pusieron de puntillas. Franz se apoyó en la ranura entre dos sacos y trató
de ver algo. No vio nada porque le empujó uno de los fotógrafos que se
consideraba autorizado a ocupar su sitio.
Franz miró hacia atrás. En la poderosa corona de
un árbol solitario, como una bandada de grandes cuervos, estaban sentados ocho
fotógrafos con los ojos puestos en la otra orilla.
En ese momento la traductora que encabezaba la
marcha se llevó a la boca un tubo ancho y llamó en Kmer hacia el otro lado del río: Aquí están
unos médicos que piden que se les permita entrar en territorio camboyano para
llevar ayuda sanitaria; esta acción nada tiene que ver con intervención
política alguna; lo único que les preocupa es la vida de la gente.
La respuesta del otro lado fue un silencio
increíble. Un silencio tan completo que todos se sintieron angustiados. Lo
único que se oía en aquel silencio era el sonido de las cámaras fotográficas,
como el canto de una especie de insectos exóticos.
Franz tuvo de pronto la impresión de que la Gran
Marcha había llegado a su fin. Alrededor de Europa se cierran las fronteras del
silencio y el espacio por el que transcurre la Gran Marcha no es más que un
pequeño podio en medio del planeta. Las masas que antes se apretujaban
alrededor del podio hace tiempo ya que se han vuelto de espaldas, y la Gran
Marcha continúa a solas y sin espectadores. Sí, piensa Franz, la Gran Marcha
continúa, a pesar del desinterés del mundo, pero se vuelve nerviosa y febril,
ayer contra los norteamericanos que ocupaban Vietnam, hoy contra Vietnam que
ocupa Camboya, ayer a favor de Israel, hoy a favor de los palestinos, ayer a
favor de Cuba, mañana contra Cuba y siempre contra Norteamérica, siempre contra
las masacres y siempre en apoyo de otras masacres, Europa marcha para no perder
el ritmo de los acontecimientos y que ninguno se le escape, su paso se hace
cada vez más rápido, de modo que la Gran Marcha es una marcha de gentes que dan
saltos, que tienen prisa y el escenario es cada vez menor, hasta que un día se
convierta en un mero punto sin dimensiones.
21
La traductora gritó por segunda vez su llamada con
la bocina. En respuesta volvió a oírse un inmenso e interminable silencio
indiferente.
Franz miró a su alrededor. El silencio desde la
otra orilla del río había sido para todos como una bofetada. Incluso el
cantante con la bandera blanca y la actriz se sienten angustiados, dubitativos,
sin saber qué hacer.
Franz comprendió de pronto que todos eran
ridículos, él y los demás, pero aquella comprensión no lo separaba de ellos, no
lo llenaba de ironía, al contrario, era ahora cuando sentía por ellos un
inmenso amor, como el que sentirnos por quienes han sido condenados. Sí, la
Gran Marcha se acerca a su fin ¿pero es ése un motivo para que Franz la
traicione? ¿No se aproxima también su propia vida a su fin? ¿Es justo que se
ría del exhibicionismo de los que acompañaron a los valientes médicos hasta la
frontera? ¿Qué más puede hacer esa gente que teatro? ¿Les queda alguna otra
posibilidad?
Franz tiene razón. Estoy pensando en el redactor
que organizaba la recogida de firmas para la amnistía de los presos políticos
en Praga. Sabía perfectamente que aquello no ayudaría a los presos. El
verdadero objetivo no era liberar a los presos, sino demostrar que aún había
gente que no tenía miedo. Lo que hacía era teatro. Pero no tenía otra
posibilidad. No podía elegir entre actuar o hacer teatro. La elección era:
hacer teatro o no hacer nada. Hay situaciones en las que las personas están
condenadas a hacer teatro. Su lucha contra el poder silencioso (el poder
silencioso al otro lado del río, la policía convertida en silenciosos
micrófonos en la pared) es la lucha de un grupo de comediantes peleando contra
un ejército.
Franz vio a su amigo de la Sorbona levantando el
puño y amenazando a aquel silencio de la orilla de enfrente.
22
La traductora gritó por tercera vez su llamada con
la bocina.
El silencio que nuevamente le respondió transformó
de pronto la angustia de Franz en una rabia furiosa. Estaba muy cerca del
puente que separa Tailandia de Camboya y le invadió un inmenso deseo de
cruzarlo corriendo, de gritar al cielo terribles insultos y de morir en medio
del inmenso estruendo de los disparos.
Ese repentino deseo de Franz nos recuerda algo; sí
nos recuerda al hijo de Stalin, que corrió a colgarse a las alambradas
electrificadas al no poder soportar la visión de los polos de la existencia
humana acercándose hasta tocarse, sin diferencia ya entre lo elevado y lo bajo,
entre el ángel y la osca, entre Dios y la mierda.
Franz no podía aceptar que la gloria de la Gran
Marcha fuese lo mismo que la cómica vanidad de quienes participaban en ella y
que el magnífico estruendo de la historia europea se perdiese en un silencio
interminable sin que hubiese ya diferencia entre la historia y el silenció. En
ese momento quiso poner su propia vida en el platillo de la balanza para
demostrar que la Gran Marcha pesa más que la mierda.
Pero el hombre no es capaz de lograrlo. Sobre uno
de los platillos de la balanza estaba la mierda, encima del otro se puso el
hijo de Stalin con todo su cuerpo y la balanza no se movió.
En lugar de hacerse matar, Franz agachó la cabeza
y regresó, a paso ligero con todos los demás, hacia los autobuses.
23
Todos necesitarnos que alguien nos mire. Sería
posible dividirnos en cuatro categorías, según el tipo de mirada bajo la cual
queremos vivir.
La primera categoría anhela la mirada de una
cantidad infinita de ojos anónimos, o dicho de otro modo, la mirada del
público. Ese es el caso del cantante alemán, de la actriz norteamericana y
también del redactor con largas barbas. Estaba acostumbrado a sus lectores y,
cuando un buen día los rusos cerraron su semanario, tuvo la sensación de que el
aire era cien veces más enrarecido. Nadie podía reemplazarle la mirada de los
ojos desconocidos. Le pareció que se ahogaba. Entonces fue cuando advirtió que
la policía vigilaba todos sus pasos, que oían sus conversaciones por teléfono y
que hasta le sacaban en secreto fotos en la calle. ¡De pronto los ojos anónimos
estaban otra vez en todas partes y él podía respirar de nuevo! ¡Estaba feliz!
Se dirigía con voz teatral a los micrófonos de las paredes. Había encontrado en
la policía al público perdido.
La segunda categoría la forman los que necesitan
para vivir la mirada de muchos ojos conocidos. Estos son los incansables
organizadores de cócteles y cenas. Son más felices que las personas de la
primera categoría quienes, cuando pierden a su público, tienen la sensación de
que en el salón de su vida se ha apagado la luz. A casi todos ellos les sucede
esto alguna vez. En cambio, las personas de la segunda categoría siempre
consiguen alguna de esas miradas.
Entre éstos están Marie-Claude y su hija.
Luego está la tercera categoría, los que necesitan
de la mirada de la persona amada. Su situación es igual de peligrosa que la de
los de la primera categoría. Alguna vez se cerrarán los ojos de la persona
amada y en el salón se hará la oscuridad. Pertenecen a este grupo Teresa y Tomás.
Y hay también una cuarta categoría, la más
preciada, la de quienes viven bajo la mirada imaginaria de personas ausentes.
Son los soñadores. Por ejemplo Franz. El único motivo de su viaje hasta la
frontera de Camboya fue Sabina. El autobús traquetea por la carretera
tailandesa y él siente que su larga mirada se fija en él.
A la misma categoría pertenece también el hijo de
Tomás. Lo llamaré Simón. (Se alegrará de
tener un nombre bíblico como su padre.) Los ojos que anhela son los de
Tomás. Cuando se comprometió en la recogida de firmas lo echaron de la
universidad. La chica con la que salía era sobrina de un cura de pueblo. Se
casó con ella, se hizo tractorista en la cooperativa, católico practicante y
padre. Después se enteró por medio de algún amigo de que Tomás también vivía en
el campo y se alegró: ¡el destino había logrado que sus vidas fuesen
simétricas! Aquello lo impulsó a escribirle una carta. No pedía respuesta. Lo
único que quería era que Tomás dirigiera su mirada hacia su vida.
24
Franz y
Simón son los soñadores de esta novela. A diferencia de Franz, Simón no quería
a su madre. Buscaba desde su infancia a su papá. Estaba dispuesto a creer que
alguna injusticia cometida contra su padre antecedía y explicaba la injusticia
que éste había cometido con él. Nunca se había enfadado con él porque no quería
convertirse en aliado de la madre, que calumniaba sistemáticamente al padre.
Vivió
con ella hasta que cumplió los dieciocho y después de la reválida se fue a
estudiar a Praga. En aquella época Tomás ya lavaba escaparates. Simón le esperó
muchas veces con la intención de preparar un encuentro casual en la calle, pero
el padre nunca se detuvo junto a él.
Trabó
amistad con el antiguo redactor de la barba larga sólo porque su historia le
recordaba a la de su padre. El redactor no conocía el nombre de Tomás. El
artículo sobre Edipo había quedado en el olvido y el redactor se enteró de él
por medio de Simón, quien le rogó que fueran juntos a pedirle a su padre la
firma. El redactor asintió sólo por darle gusto a un muchacho al que apreciaba.
Cuando
Simón se acordaba de aquella reunión, se avergonzaba de su timidez. Seguro que
a su padre no le había gustado. En cambio su padre le gustó a él. Se acordaba
de cada una de las palabras que había dicho y le daba cada vez más la razón.
Sobre todo se le quedó grabada una frase: “Castigar a los que no sabían lo que
estaban haciendo es una barbaridad”. Cuando el tío de su chica puso en sus
manos una Biblia, le llamaron la atención sobre todo unas palabras de Jesús:
“Perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Sabía que su padre no era creyente,
p ero en la similitud de ambas frases veía una señal secreta: su padre está de
acuerdo con el camino que ha elegido.
Llevaba
en el pueblo unos tres años cuando recibió una carta en la cual Tomás le
invitaba a visitarlo.
El
encuentro fue amable, Simón se sintió a gusto y no tartamudeó nada. Quizá ni
siquiera advirtió que no se habían entendido demasiado. Unos cuatro meses más
tarde le llegó una carta. Tomás y su mujer habían muerto aplastados bajo un
camión.
Fue
entonces cuando se enteró de la existencia de una mujer que había sido amante
de su padre y vivía en Francia. Consiguió su dirección. Necesitaba desesperada;
mente un ojo imaginario que siguiera observando su vida ¡y por eso, de tiempo en tiempo, le escribía largas cartas!
25
Hasta el
final de su vida Sabina seguirá recibiéndolas de ese triste corresponsal rural.
Muchas de ellas quedarán sin leer, porque el país del que provienen le interesa
cada vez menos.
Él anciano
murió y Sabina se fue a vivir a California. Aún más al oeste, aún más lejos de
Bohemia.
Vende
bien sus cuadros y le gusta Norteamérica. Pero sólo la superficie. Lo que está
debajo es un mundo extraño. No tiene allí abajo ni a un abuelo ni a un tío. Tiene
miedo de ser encerrada en un féretro y sepultada en tierra americana.
Por eso
un día escribió un testamento en el que estableció que su cuerpo debía ser
quemado y las cenizas esparcidas. Teresa y Tomás murieron bajo el signo del
peso. Ella quiere morir bajo el signo de la levedad.
Será más
leve que el aire. Según Parménides ésta es una transformación de lo negativo en
positivo.
26
El
autobús se detuvo ante un hotel de Bangkok. Nadie tenía ganas ya de organizar
reuniones. La gente andaba en grupos por la ciudad, algunos visitaban los
templos, otros iban a los burdeles. El amigo de la Sorbona invitó a Franz a
salir por la noche, pero él quería estar solo. Estaba oscureciendo cuando bajó
a la calle.
Seguía
pensando en Sabina y sentía su larga mirada que siempre le hacía dudar de sí
mismo, porque no acababa de saber qué pensaba Sabina. Esta vez también se
sentía perplejo bajo aquella mirada. ¿No se ríe de él? ¿No cree que el culto
que de ella hace es una tontería? ¿No quiere decirle que ya debería ser por fin
mayor y dedicarse plenamente a la amante que ella misma le ha enviado?
Se
imaginó la cara con las grandes gafas redondas. Se dio cuenta de lo feliz que
era con su estudiante.
De
pronto el viaje a Camboya le parecía ridículo e insignificante. ¿Para qué había
venido? Ahora lo sabe.
¡Vino
para darse cuenta de una vez por todas de que no eran las marchas, de que no
era Sabina, sino su chica de las gafas la que constituía su vida real, su única
vida real! ¡Vino para darse cuenta de que la realidad es más que un sueño,
mucho más que un sueño!
Entonces
salió de la penumbra una figura y le dijo algo en un idioma desconocido. La
miró con cierta extrañeza compasiva. El desconocido se inclinaba, sonreía y
mascullaba constantemente algo muy urgente.
¿Qué le
diría? Le pareció que lo invitaba a ir a algún lugar. Lo cogió del brazo y lo
condujo. A Franz se le ocurrió que alguien necesitaba su ayuda. ¿Quizás no ha
venido en balde? ¿Quién sabe si está destinado a ayudar aquí a alguien?
Y de
pronto junto al hombre que mascullaba había otros dos y uno de ellos le pedía
en inglés que les diese dinero.
En ese
momento la chica de las gafas desapareció de su mente y volvió a mirarlo
Sabina, la irreal Sabina con su gran destino, la Sabina ante la que se sentía
pequeño. Sus ojos le miraban enfadados y descontentos:
¿Otra
vez se había dejado engañar? ¿Otra vez se habían vuelto a aprovechar de su
estúpida buena voluntad?
Se soltó
bruscamente del hombre que le cogía la manga. Sabía que a Sabina siempre le
había gustado su fuerza. Cogió el brazo que otro nombre extendía hacia él. Lo
apretó con fuerza e hizo volar al hombre por encima de él en una perfecta toa
de judo.
Ahora
está satisfecho de sí mismo. Los ojos de Sabina seguían fijos en él. ¡Nunca
volverán a verle humillado! ¡Nunca volverán a verle retroceder! ¡Franz ya no
volverá a ser blando y sentimental! Le invadió un odio casi alegre hacia
aquellos hombres que habían pretendido reírse de su ingenuidad.
Estaba
ligeramente agachado sin quitarle los ojos de encima a ninguno de ellos. Pero
entonces algo pesado le golpeó en la cabeza y se desplomó. Se dio cuenta
vagamente de que lo llevaban a alguna parte. Después cayó. Sintió un golpe
fuerte y perdió el sentido.
Se
despertó en el hospital en Ginebra. Sobre su cama se inclinaba Marie-Claude.
Quería decirle que no deseaba verla. Quería que avisaran inmediatamente a la
estudiante de las gafas grandes. No pensaba más que en ella. Quería gritar que
no soportaba a su lado a nadie más que a ella. Pero comprobó con horror que no podía
hablar. Miró a Marie-Claude con odio infinito y quiso girarse hacia la pared
para no verla. Pero no podía mover el cuerpo. Quiso volver al menos la cabeza.
Pero tampoco podía mover la cabeza. Por eso cerró los ojos, para no verla.
27
Franz,
muerto, pertenece por fin a su legítima esposa, más de lo que hasta entonces le
había pertenecido nunca. Marie-Claude lo decide todo, se encarga de organizar
el entierro, envía las esquelas, compra las coronas, encarga un vestido negro
que es en realidad un vestido de bodas. Sí, el entierro del marido es para ella
su verdadera boda; la culminación de su camino en la vida; la recompensa por
todos sus sufrimientos.
Por lo
demás, el pastor lo capta perfectamente y sobre la tumba habla de la fidelidad
del amor que tuvo que pasar por muchas pruebas hasta llegar a ser para el
finado, al final de su vida, el puerto seguro al que pudo regresar en el último
momento. El colega de Franz, al que Marie-Claude le pidió que hablase en el
entierro, también rindió homenaje, ante todo, a la entereza de la mujer del
finado.
En algún
lugar al fondo, sostenida por una amiga, estaba la chica de las gafas grandes.
El llanto reprimido y la cantidad de pastillas consumidas hicieron que antes de
que terminase el funeral sufriera un espasmo. Está encogida, se coge el vientre
con las manos y su amiga tiene que llevársela del cementerio.
28
En
cuanto recibió del presidente de la cooperativa el telegrama, cogió la moto y
vino. Se hizo cargo del entierro. En la tumba mandó grabar, bajo el nombre del
padre, la siguiente inscripción: Quiso el reino de Dios en la tierra.
Sabe
perfectamente que el padre no lo hubiera dicho nunca con esas palabras. Pero
está seguro de que la frase expresa correctamente lo que el padre quería. El
reino de Dios en la tierra significa la justicia. Tomás deseaba un mundo en el
que reinase la justicia. ¿No tiene derecho Simón a expresar la vida del padre
con su propio vocabulario? ¡Ese es el eterno derecho de los deudos!
Tras
tanto andar errante, el regreso, está escrito en el panteón sobre el féretro de
Franz. La frase puede interpretarse como un símbolo religioso: andar errante
por la vida terrenal, el regreso al seno de Dios.
Pero los
informados saben que la frase tiene también su sentido plenamente profano.
Además, Marié-Claude habla de ello a diario:
Franz,
el bueno de Franz, no soportó la crisis de los cincuenta. ¡En manos de qué
pobre chica fue a caer! Ni siquiera era guapa. (¿Visteis esas enormes gafas que
la tapaban casi por completo?) Pero un hombre, cuando llega a los cincuenta,
vendería su alma por un pedazo de cuerpo joven. ¡La única que sabe lo que
sufría por ese motivo es su propia mujer! ¡Para él era una verdadera tortura
mora l! Porque Franz era, en el fondo de su alma, una persona buena y honrada.
¿Cómo explicarse, si no, ese absurdo, desesperado viaje a no sé que parte de
Asia? Fue a buscar la muerte. Sí, Marie-Claude lo sabe con seguridad: Franz
buscaba conscientemente la muerte. En el último momento, cuando se estaba
muriendo y ya no tenía necesidad de mentir, no quería verla más que a ella. No
podía hablar, pero al menos le daba las gracias con los ojos. Con la mirada le
pedía que le perdonase. Y ella le había perdonado.
¿Qué
quedó de Beethoven?
Un
hombre huraño con una melena inverosímil que afirma con voz profunda: “Es muss
sein!”.
¿Qué
quedó de Franz?
Una
inscripción: Tras tanto andar errante, el regreso.
Etcétera,
etcétera. Antes de que se nos olvide, seremos convertidos en kitsch. El kitsch
es una estación de paso entre el ser y el olvido.
29
¿Qué quedó de la gente que moría en Camboya?
Una gran
fotografía de la actriz norteamericana con un niño amarillo en brazos.
¿Qué quedó de Tomás?
Una inscripción: Quiso el reino de Dios en la
tierra.
¿Qué quedó de Beethoven?
Un hombre huraño con una melena inverosímil que
afirma con voz profunda: “Es muss sein!”
¿Qué quedó de Franz?
Una inscripción: Tras tanto andar errante, el
regreso.
Séptima parte - La sonrisa de Karenin
1
Desde la
ventana se veía la ladera en la que crecían los cuerpos retorcidos de los
manzanos. En la ladera el bosque cerraba el horizonte y la línea de montes se
extendía en la lejanía. Al anochecer salía la luna en el cielo pálido y ése era
el momento en que Teresa salía al umbral. La luna colgando de un cielo aún no
oscurecido le parecía como un lámpara que han olvidado apagar y que ha estado
encendida todo el día en la habitación de los muertos.
Los
manzanos retorcidos crecían en la ladera y ninguno de ellos podía abandonar el
sitio en el que había crecido, al igual que ni Teresa ni Tomás nunca podrían ya
abandonar este pueblo. Habían vendido el coche, el televisor, la radio, sólo
para comprar una casita pequeña con un jardín a un agricultor que se había ido
a vivir a la ciudad.
Vivir en
el campo era la única posibilidad de huir que les quedaba, porque aquí había
una permanente escasez de gente y un exceso de alojamiento. Nadie tenía interés
en investigar el pasado político de alguien que estaba dispuesto a ir a
trabajar al campo o al bosque y nadie le tenía envidia.
Teresa
era feliz por haber abandonado la ciudad, con los clientes borrachos del bar y
las mujeres desconocidas que le dejaban a Tomás en el pelo el perfume de su
sexo. La policía había dejado de interesarse por ellos y la historia del
ingeniero se le mezclaba con la escena de Petrin, de modo que casi no
distinguía ya lo que había sido sueño y lo que había sido realidad. (Además,
¿estaba el ingeniero de verdad al servicio de la policía? Puede que sí, puede
que no. Los hombres que emplean para sus citas pisos prestados y que no quieren
hacer el amor con la misma mujer más de una vez, no son tan escasos.)
De modo
que Teresa era feliz y tenía la sensación de que había logrado su objetivo:
estaban juntos ella y Tomás y estaban solos. ¿Solos? Debo ser más preciso: lo
que he denominado soledad significaba que habían roto todas las relaciones con
los amigos y conocidos que hasta entonces tenían. Cortaron su vida como si
fuera un trozo de cinta. Pero se sentía a gusto en compañía de los campesinos
con los que trabajaban y a los que de vez en cuando visitaban en sus casas o
invitaban a la suya.
Cuando,
aquel día, en el balneario cuyas calles tenían nombres rusos, conoció al
presidente de la cooperativa local, Teresa descubrió de pronto la imagen del
campo que habían dejado en ella los recuerdos de sus lecturas o sus
antepasados: un mundo de vida en común, en el que todos forman una especie de
gran familia unida por intereses y costumbres comunes: los domingos misa en la
iglesia, la taberna en la que se reúnen los hombres solos y la sala de esa
misma taberna, donde los sábados toca la banda y todo el pueblo baila.
Pero en
el régimen comunista las aldeas ya no se parecen a esta antigua imagen. La
iglesia estaba en la aldea vecina y nadie la frecuentaba, la taberna se había
convertido en oficinas, los hombres no tenían dónde reunirse a beber cerveza,
los jóvenes no tenían dónde bailar. Las festividades religiosas no podían
celebrarse, las estatales no interesaban a nadie. El cine estaba en la ciudad,
a veinte kilómetros. De modo que al terminar la jornada, durante la cual la
gente gritaba alegremente y charlaba en los minutos de descanso, todos se
encerraban entre las cuatro paredes de sus casas con sus muebles modernos, que
destilaban a chorros mal gusto, y miraban la pantalla encendida de los
televisores. No se hacían v isitas, todo lo más se detenían unos minutos en
casa del vecino antes de cenar. Todos soñaban con irse a vivir a la ciudad. La
aldea no les ofrecía nada que se pareciese un poco a una vida interesante.
Quizá
precisamente porque nadie quería echar raíces aquí, el Estado perdía poder
sobre la aldea. Un agricultor, al que ya no le pertenece la tierra y que no es
más que un obrero que trabaja en el campo, que no siente apego ni por el
paisaje ni por su trabajo, no tiene nada que perder, no tiene nada por qué
temer.
Gracias
a esta indiferencia, el campo conserva una considerable autonomía y cierta
libertad. El presidente de la cooperativa no había sido nombrado desde fuera
(como todos los directores en las ciudades), sino elegido por los campesinos y
era uno de ellos.
Debido a
que todos querían irse de aquí, Teresa y Tomás tenían entre ellos una situación
excepcional: habían llegado voluntariamente. Si los demás aprovechaban
cualquier oportunidad para ir a la ciudad al menos por un día, Teresa y Tomás
no tenían más interés que el de permanecer donde estaban y, por eso, pronto
conocieron a los campesinos mejor de lo que ellos mismos se conocían entre sí.
El
presidente de la cooperativa se hizo verdaderamente amigo suyo. Tenía mujer,
cuatro hijos y un cerdo al que criaba como a un perro. El cerdo se llamaba
Mefisto y era el orgullo y la atracción del pueblo. Obedecía las órdenes, iba
limpio y rosado; andaba con sus pezuñas como una mujer de piernas gordas con
zapatos de tacón.
Cuando
Karenin vio por primera vez a Mefisto, se excitó y estuvo largo rato dando
vueltas a su alrededor y olfateándolo. Pero pronto se hizo amigo de él y
prefería su compañía a la de los perros del pueblo, a los que despreciaba
porque estaban atados a sus casetas y ladraban estúpidamente, s in descanso y
sin motivo. Karenin comprendió adecuadamente el valor de lo exclusivo y podría
afirmar que estaba orgulloso de su amistad con el cerdo.
El
presidente de la cooperativa está contento de poder ayudar a su antiguo
cirujano y, al mismo tiempo, triste por no poder hacer algo más por él. Tomás
se convirtió en conductor del camión que llevaba a los campesinos al campo o
transportaba las herramientas.
La
cooperativa tenía cuatro establos grandes y además otro menor para cuarenta
terneras. Se las encargaron a Teresa y las sacaba a pastar dos veces al día.
Los prados próximos y de fácil acceso estaban destinados a la siega y, por eso,
Teresa tenía que llevar el ganado a los montes de los alrededores. Las terneras
iban comiendo paulatinamente el pasto de los prados lejanos y de ese modo
Teresa recorría con ellas toda una amplia zona alrededor del pueblo. Al igual
que en otras épocas en la pequeña ciudad, llevaba siempre algún libro en la
mano y lo abría para leerlo en los prados.
Karenin
siempre la acompañaba. Aprendió a ladrarle a las terneras jóvenes que eran demasiado
alegres y pretendían alejarse de las demás; lo' hacía con visible satisfacción.
Era, con seguridad, el más feliz del trío.
Su
oficio de “guardián del reloj” nunca había sido tan respetado como aquí, donde
no cabía improvisación alguna. El tiempo en el que vivían Teresa y Tomás se
aproximaba a la regularidad de su tiempo.
Un día,
después de comer (es decir, cuando ambos tenían dos horas de tiempo libre para
sí mismos), fueron los tres a dar un paseo a la ladera detrás de su casa.
—No me
gusta cómo corre —dijo Teresa.
Karenin
cojeaba de una pata trasera. Tomás se agachó y le miró la pata. Descubrió en el
muslo un pequeño bulto.
Al día
siguiente lo sentó a su lado en el camión y se detuvo en el pueblo más próximo,
donde vivía el veterinario. Volvió a visitarlo al cabo de una semana y regresó
con la noticia de que Karenin tenía cáncer.
Tres
días más tarde lo operó él mismo con el veterinario. Cuando lo trajo a casa,
Karenin aún no se había despertado de la anestesia. Yacía junto a la cama en la
alfombra, tenía los ojos abiertos y se quejaba. En el muslo tenía los pelos
afeitados y una cicatriz con seis puntos.
Trató de
incorporarse. Pero no pudo
Teresa
se asustó, pensó que ya no iba a volver a andar.
—No
temas —dijo Tomás—, aún está bajo los efectos de la anestesia.
Trató de
levantarlo pero le lanzó una dentellada. ¡Jamás había intentado morder a
Teresa!
—No sabe
quién eres —dijo Tomás—, no te reconoce.
Lo
pusieron junto a la cama y se durmió rápidamente. Ellos también se durmieron.
Eran las
tres de la mañana cuando de pronto los despertó. Movía el rabo y pisoteaba a
Teresa y Tomás.
Jugaba
con ellos salvaje e insaciablemente.
¡Jamás
los había despertado! Siempre esperaba a que uno de ellos se despertase antes
de atreverse a saltar a su cama.
Pero
esta vez no había sido capaz de controlarse al volver plenamente en sí, en
medio de la noche. ¡Quién sabe de qué lejanías habría vuelto! ¡Quién sabe con
qué fantasmas habría luchado! Al ver ahora que estaba en casa y reconocer a sus
seres más próximos, tenía que comunicarles su terrible alegría, la alegría del
regreso y del renacer.
2
En el
mismo comienzo del Génesis está escrito que Dios creó al hombre para confiarle
el dominio sobre los pájaros, los peces y los animales. Claro que el Génesis
fue escrito por un hombre y no por un caballo. No hay seguridad alguna de que
Dios haya confiado efectivamente al hombre el dominio de otros seres. Más bien
parece que el hombre inventó a Dios para convertir en sagrado el dominio sobre
la vaca y el caballo, que había usurpado. Sí, el derecho a matar un ciervo o
una vaca es lo único en lo que la humanidad coincide fraternalmente, incluso en
medio de las guerras más sangrientas.
Ese
derecho nos parece evidente porque somos nosotros los que nos encontramos en la
cima de esa jerarquía. Pero bastaría con que entrara en el juego un tercero,
por ejemplo un visitante de otro planeta al que Dios le hubiese dicho:
“Dominarás a los seres de todas las demás estrellas”, y toda la evidencia del
Génesis se volvería de pronto problemática. Es posible que el hombre uncido a
un carro por un marciano, eventualmente asado a la parrilla por un ser de la
Vía Láctea, recuerde entonces la chuleta de ternera que estaba acostumbrado a
trocear en su plato y le pida disculpas (¡tarde!) a la vaca.
Teresa
va con la manada de terneras, las hace caminar delante de ella, a cada rato
debe imponer disciplina a alguna de ellas porque las vacas jóvenes son alegres,
se escapan del camino y corren hacia los campos. Karenin la acompaña. Hace ya
dos años que va con ella a diario a los prados. Siempre le había resultado
divertido tratar a las terneras con severidad, ladrarles e insultarlas. (Su
Dios le había confiado el dominio sobre las vacas y está orgulloso de ello.)
Pero esta vez anda con grandes dificultades y salta sólo con tres patas; en la
cuarta tiene una herida que sangra. Teresa se agacha hacia él a cada rato y le
acaricia el lomo. A los catorce días de la operación estaba claro que el cáncer
no se había detenido y que Karenin estaría cada vez peor.
Por el
camino encuentran a una vecina que, con botas de goma, va hacia el establo. La
vecina se detiene:
—¿Qué le
pasa a su perro? ¡Parece que cojea!
Teresa
dice:
—Tiene
cáncer. No hay salvación —y siente una opresión en la garganta que le impide
hablar.
La
vecina ve las lágrimas de Teresa y casi se enfada:
—¡Por
Dios, no va a ponerse a llorar por un perro!
No lo
dice con mala intención, es una buena mujer y más bien pretende consolar a
Teresa con sus palabras. Teresa lo sabe, lleva además suficiente tiempo en la
aldea para comprender que, si los campesinos amasen a cada conejo como ella ama
a Karenin, no podrían matar a ninguno y morirían pronto de hambre con animales
y todo. Pero, aun así, las palabras de la vecina le suenan a enemistad.
—Ya sé —responde
sin protestar, pero se aleja rápidamente de ella y sigue su camino.
Se
siente aislada en su amor por el perro. Piensa con una sonrisa triste que tiene
que mantenerlo en secreto, más que si se tratase de una infidelidad. La gente
ve con malos ojos el amor por los perros. Si la vecina se enterase de que le es
infiel a Tomás, le daría una palmadita en la espalda en señal de secreta
complicidad.
Así que
sigue su camino con las terneras, que van frotándose mutuamente las ancas, y
piensa que son unos animalitos muy agradables. Tranquilas, ingenuas, algunas
veces puerilmente alegres: parecen señoras gordas de cincuenta años que fingen
tener catorce. No hay nada más conmovedor que las vacas cuando juegan. Teresa
las mira con simpatía y piensa (es una idea recurrente desde hace ya dos años)
que la humanidad vive a costa de las vacas, del mismo modo en que la tenia vive
a costa del hombre: se ha enganchado a su teta como una sanguijuela. El hombre
es un parásito de la vaca, así definiría probablemente un no—hombre al hombre
en su zoología.
Podemos
considerar esta definición como una simple broma y reírnos amablemente de ella.
Pero cuando Teresa se ocupa seriamente de ella, se encuentra en una situación
comprometida: sus ideas son peligrosas y la alejan de la humanidad. Ya en el
Génesis, Dios le confió al hombre el dominio sobre animales, pero esto podemos
entenderlo en el sentido de que sólo le cedió ese dominio. El hombre no era el
propietario, sino un administrador del planeta que, algún día, debería rendir
cuentas de esa administración. Descartes dio un paso decisivo: hizo del hombre
el “señor y propietario de la naturaleza”. Pero existe sin duda cierta profunda
coincidencia en que haya sido precisamente él quien negó definitivamente que
los animales tuvieran alma: el hombre es el propietario y el señor mientras que
el animal, dice Descartes, es sólo un autómata, una máquina viviente, “machina
animata”. Si el animal se queja, no se trata de un quejido, es el chirrido de
un mecanismo que funciona mal. Cuando chirría la rueda de un carro, no
significa que el eje sufra, sino que no está engrasado. Del mismo modo hemos de
entender el llanto de un animal y no entristecernos cuando en un laboratorio
experimenta con un perro y lo trocean vivo.
Las
terneras pastan en el prado, Teresa está sentada sobre un tocón y Karenin se
apretuja contra ella con la cabeza sobre sus rodillas. Y Teresa se acuerda de
que una vez, quizás hace diez años, leyó una noticia de dos líneas en el
periódico: decía que en una ciudad rusa habían matado a tiros a todos los
perros del lugar. Aquella noticia, poco llamativa y aparentemente
insignificante, le hizo sentir por primera vez miedo de ese país vecino,
excesivamente grande.
Aquella
noticia fue una anticipación de todo lo que sucedió después: durante los
primeros años que siguieron a la invasión rusa, no se podía hablar aún de
terror. Dado que casi todo el país estaba en contra del régimen de ocupación,
los rusos tuvieron que buscar a personas nuevas entre la población checa y
auparlas al poder. ¿Pero dónde iban a buscarlas si tanto la fe en el comunismo
como el amor hacia Rusia habían muerto? Las buscaron entre quienes deseaban
vengarse de la vida por algún motivo. Hacía falta unificar, cultivar y mantener
alerta su agresividad. Hacía falta ejercitarlas primero en objetivos
provisionales. Esos objetivos fueron los animales.
Los
periódicos empezaron entonces a publicar series de artículos y a organizar la
recepción de cartas de los lectores. Se pedía, por ejemplo, que se eliminasen
las palomas en las ciudades. Y se las eliminó. Pero la campaña principal se
orientaba contra los perros. La gente aún estaba desesperada por la catástrofe
de la ocupación, pero los periódicos, la radio y la televisión no hablaban más
que de los perros, que ensucian las aceras y los parques, ponen en peligro la
salud de los niños, no tienen utilidad alguna y sin embargo se los alimenta. Se
creó tal psicosis que Teresa tenía miedo de que la chusma azuzada le hiciera
daño a Karenin. La maldad acumulada (y entrenada en los animales) tardó un año
en dirigirse a su verdadero objetivo: la gente.
Empezaron
a echar a la gente de sus trabajos, a detener, a montar procesos judiciales.
Los animales ya podían respirar tranquilos.
Teresa
acaricia constantemente la cabeza de Karenin, que descansa tranquilamente sobre
sus rodillas.
Para sus
adentros dice aproximadamente esto: No tiene ningún mérito portarse bien con
otra persona.
Teresa
tiene que ser amable con los demás aldeanos porque de otro modo no podría vivir
en la aldea. Y hasta con Tomás tiene que comportarse amorosamente, porque a
Tomás lo necesita. Nunca seremos capaces de establecer con seguridad en qué
medida nuestras relaciones con los demás son producto de nuestros sentimientos,
de nuestro amor, de nuestro desamor, bondad o maldad, y hasta qué punto son el
resultado de la relación de fuerzas existente entre ellos y nosotros.
La
verdadera bondad del hombre sólo puede manifestarse con absoluta limpieza y
libertad en relación con quien no representa fuerza alguna. La verdadera prueba
de la moralidad de la humanidad, la más honda (situada a tal profundidad que
escapa a nuestra percepción), radica en su relación con aquellos que están a su
merced: los animales. Y aquí fue donde se produjo la debacle fundamental del
hombre, tan fundamental que de ella se derivan todas las demás.
Una de
las terneras se acercó a Teresa, se detuvo y la miró largamente con sus grandes
ojos castaños.
Teresa
la conocía. Le llamaba Marqueta. Le hubiera gustado ponerle nombre a todas sus
terneras, pero no podía. Eran demasiadas. Antes, y seguro que hasta hace
cuarenta años, todas las vacas de este pueblo tenían nombre. (Y dado que el
nombre es el signo del alma, puedo afirmar que la tenían, a pesar de
Descartes.) Pero luego se hizo cargo del pueblo una gran fábrica cooperativa y
las vacas pasaron a llevar su vida en dos metros cuadrados, en el establo.
Desde entonces no tienen nombres y se han vuelto “machinae animatae”. El mundo
le ha dado la razón a Descartes.
Sigo
teniendo ante mis ojos a Teresa, sentada en un tocón, acariciando la cabeza de
Karenin y pensando en la debacle de la humanidad. En ese momento recuerdo otra
imagen: Nietzsche sale de su hotel en Turín.
Ve
frente a él un caballo y al cochero que lo castiga con el látigo. Nietzsche va
hacia el caballo y, ante los ojos del cochero, se abraza a su cuello y llora.
Esto
sucedió en 1889, cuando Nietzsche se había alejado ya de la gente. Dicho de
otro modo: fue precisamente entonces cuando apareció su enfermedad mental. Pero
precisamente por eso me parece que su gesto tiene un sentido más amplio.
Nietzsche fue a pedirle disculpas al caballo por Descartes. Su locura (es
decir, su ruptura con la humanidad) empieza en el momento en que llora por el
caballo.
Y ése es
el Nietzsche al que yo quiero, igual que quiero a Teresa, sobre cuyas rodillas
descansa la cabeza de un perro mortalmente enfermo. Los veo a los dos juntos:
ambos se apartan de la carretera por la que la humanidad, “ama y propietaria de
la naturaleza”, marcha hacia adelante.
3
Karenin
parió dos panecillos y una abeja. Miraba sorprendido a su curiosa prole. Los
panecillos se comportaban con serenidad, pero la abeja se puso a dar vueltas
mareada y después se echó a volar y se marchó.
Fue un
sueño que tuvo Teresa. En cuanto se despertaron se lo contó a Tomás y ambos
encontraron en él una especie de consuelo: aquel sueño transformaba la
enfermedad de Karenin en un embarazo y el drama del parto en un resultado a la
vez ridículo y tierno: dos panecillos y una abeja.
Se
apoderó de ella una infundada esperanza. Se levantó y se vistió. Aquí, en el
pueblo, el día también empezaba yendo a comprar a la tienda leche, pan,
panecillos. Pero esta vez, cuando llamó a Karenin para que la acompañara,
apenas si levantó la cabeza. Era la primera vez que se negaba a participar en
una ceremonia que antes era el primero en exigir.
De modo
que se fue sin él. “¿Dónde está Karenin?”, preguntó la dependienta, que ya
tenía el panecillo preparado para él. Esta vez se lo llevó Teresa en la bolsa.
Nada más llegar a la puerta lo sacó y se lo enseñó. Quería que fuera a por él.
Pero se quedó acostado sin moverse.
Tomás se
dio cuenta de lo afectada que estaba Teresa. Cogió el panecillo con los dientes
y se puso a gatas delante de Karenin. Se acercó lentamente a él.
Karenin
lo miraba, parecía que alguna chispa de interés le iluminara los ojos, pero no
se levantaba.
Tomás
acercó su cara justo hasta la boca de él. Sin mover el cuerpo, el perro cogió
con los dientes la parte del panecillo que sobresalía de la boca de Tomás.
Entonces Tomás soltó el panecillo para que Karenin se lo quedase todo.
Tomás,
que seguía a gatas, retrocedió, se agachó y empezó a gruñir. Simulaba querer
pelear por el panecillo. En ese momento el perro le respondió a su amo con un
gruñido. ¡Por fin! ¡Cuánto habían tenido que esperar! ¡Karenin tiene ganas de
jugar! ¡Karenin aún tiene ganas de vivir!
Aquel
gruñido era la sonrisa de Karenin y ellos querían que la sonrisa durase el
mayor tiempo posible. Por eso Tomás volvió a acercarse a él a gatas y mordió un
trozo de pan que sobresalía de la boca del perro. Sus caras estaban juntas,
Tomás sentía el olor del aliento del perro y en la cara le hacían cosquillas
los largos pelos que le crecían en el hocico a Karenin. El perro volvió a
gruñir y dio un tirón con la boca. Cada uno se quedó con una mitad del
panecillo en la boca. Y entonces Karenin volvió a cometer un viejo error. Soltó
su mitad del panecillo y quiso apoderarse de la mitad que tenía su amo en la
boca. Olvidó, como siempre, que Tomás no era un perro y tenía manos. Tomás no
soltó el panecillo de la boca y levantó del suelo la mitad que Karenin había
dejado caer.
—Tomás
—gritó Teresa—, ¡no irás a quitarle el pan!
Tomás
dejó caer las dos mitades al suelo delante de Karenin, que se tragó rápidamente
una de ellas y se quedó con la otra en la boca, enseñándola para jactarse ante
el matrimonio de que había ganado la lucha.
Volvieron
a mirarlo y a pensar que Karenin reía y que mientras riera seguiría teniendo un
motivo para vivir, aunque estuviera condenado a muerte.
Además
al día siguiente pareció mejorar. Almorzaron. Era el momento en que los dos
disponían de una hora de tiempo libre y solían sacarlo a pasear. El lo sabía y
siempre correteaba inquieto a su alrededor. Pero esta vez, cuando Teresa cogió
la correa y el collar, no hizo más que mirarlos y no se movió. Estaban frente a
él, tratando de parecer alegres (por él y para él), procurando levantarle un
poco el ánimo. Al cabo de un rato, como si se hubiera compadecido de ellos, se
les acercó saltando sobre tres patas y dejó que le pusieran el collar.
—Teresa
—dijo Tomás—, ya sé que odias la máquina de fotos. ¡Pero hoy deberías cogerla!
Teresa
obedeció. Abrió el armario para buscar la perdida y olvidada cámara de fotos y
Tomás añadió:
—Algún
día nos alegraremos de tener fotos de él. Karenin ha sido parte de nuestra
vida.
—¿Cómo
que ha sido? —dijo Teresa como si la hubiera mordido una víbora.
La
cámara yacía ante ella en el fondo del armario pero no se agachó a cogerla:
—No la
llevo. No quiero pensar en que Karenin ya no estará. ¡Tú ya hablaste de él en
pasado!
—No te
enfades —dijo Tomás.
—No me
enfado —dijo Teresa sin irritarse—. Yo ya me he sorprendido tantas veces
pensando en él en pasado. Ya me he tenido que reprimir a mí misma tantas veces.
Y precisamente por eso no cogeré la cámara.
Fueron
andando sin hablar. No hablar era la única manera de no pensar en Karenin en
pasado. No le quitaban los ojos de encima y estaban siempre con él. Esperaban a
que sonriera. Pero él no sonreía, no hacía más que andar, y sólo con tres
patas.
—Sólo lo
hace por nosotros —dijo Teresa—. No tenía ganas de pasear. Vino nada más que
para darnos el gusto.
Lo que
había dicho era triste y, a pesar de eso, sin darse cuenta, estaban felices. No
estaban felices a pesar de la tristeza, sino gracias a la tristeza. Iban
cogidos de la mano y los dos tenían la misma imagen ante los ojos: un perro
cojo que representaba diez años de su vida.
Anduvieron
otro poco. Luego Karenin, para su gran decepción, se detuvo y dio la vuelta. Tuvieron
que regresar.
Quizás
ese mismo día o al día siguiente Teresa entró inesperadamente en la habitación
y vio que Tomás leía una carta. Al oír que la puerta se abría, dejó la carta
junto a otros papeles. Ella se dio cuenta.
Cuando
salía de la habitación, no pasó desapercibido para ella el que Tomás metiera la
carta disimuladamente en el bolsillo. Pero olvidó el sobre. Cuando se quedó
sola en casa, lo examinó. La dirección estaba escrita con una letra
desconocida, muy prolija y que atribuyó a alguna mujer.
Cuando
volvieron a verse le preguntó, como si nada, si había venido el correo.
“No”,
dijo y la desesperación se apoderó de Teresa, una desesperación aún mayor
porque había perdido ya la costumbre. No, no cree que Tomás tenga alguna amante
secreta. Es prácticamente imposible. No dispone de ningún rato libre del que
ella no sepa. Pero parece que le queda alguna mujer en Praga y que piensa en
ella, aunque no pueda dejarle el perfume de su sexo en el pelo. No cree que
Tomás pueda abandonarla por esa mujer, pero le parece que la felicidad de estos
dos últimos años de vida en el campo ha quedado nuevamente degradada por la
mentira.
Volvió a
su mente una antigua idea: Su hogar no es Tomás, sino Karenin. ¿Quién le dará
cuerda al reloj de sus días cuando él no esté?
Teresa
vivía en el futuro, en un futuro sin Karenin, y en ese futuro se sentía
abandonada.
Karenin
yacía en un rincón y se quejaba. Teresa salió al jardín. Se fijó en el césped
que crecía entre dos◙ manzanos y se imaginó que enterraban allí a Karenin.
Clavó el tacón en la tierra y dibujó un rectángulo en el césped. Era el sitio
para su tumba.
—¿Qué
haces? —le preguntó Tomás, que la había sorprendido en aquella actividad tan
inesperadamente como ella lo sorprendiera unas horas antes leyendo la carta.
No le
respondió. Tomás notó que, después de tanto tiempo, volvían a temblarle las
manos. Se las cogió. Ella se soltó.
—¿Es la
tumba de Karenin?
No
respondió.
Su
silencio lo enervaba. Explotó:
—¡Me echas
en cara que piense en él en pasado! Y tú ¿qué haces? ¿Ya lo quieres enterrar?
Le dio
la espalda y se dirigió a la casa.
Tomás se
metió en su habitación y dio un portazo.
Teresa
abrió la puerta y dijo:
—Ya que
no piensas más que en ti, al menos ahora podrías pensar en él. Estaba durmiendo
y lo despertaste. Volverá a quejarse.
Sabía
que era injusta (el perro no dormía) y sabía que se comportaba como la más
vulgar de las mujeres cuando pretende herir a alguien y sabe cómo hacerlo.
Tomás
entró de puntillas en la habitación en la que estaba Karenin. Pero ella no
quería dejarlo a solas con él. Los dos se agacharon hacia él, cada uno a un
lado. En aquel movimiento conjunto no había reconciliación. Por el contrario.
Cada uno de ellos estaba solo. Teresa con su perro, Tomás con su perro.
Temo que
se queden con él, así, separados, cada uno solo, hasta el último momento.
4
¿Por qué
es tan importante para Teresa la palabra idilio?
Nosotros,
que hemos sido educados en la mitología del Antiguo Testamento, podríamos decir
que un idilio es la imagen que nos ha quedado como recuerdo del Paraíso: la
vida en el Paraíso no semejaba una carrera en línea recta que nos conduce a lo
desconocido, no era una aventura. Se movía en círculo entre cosas conocidas. Su
uniformidad no era un aburrimiento, sino un motivo de felicidad.
Mientras
el hombre vivió en el campo, en la naturaleza, rodeado de animales domésticos,
en el regazo de las épocas del año y de su repetición, quedaba aún dentro de él
al menos un reflejo de ese idilio paradisíaco.
Por eso
Teresa, cuando se encontró en el balneario con el presidente de la cooperativa,
vio de pronto ante sus ojos la imagen de la aldea (de una aldea en la que nunca
había vivido, que no conocía) y quedó maravillada. Era como si mirara hacia
atrás, en dirección al Paraíso.
Adán, en
el Paraíso, cuando se inclinaba sobre una fuente, aún no sabía que aquello que
veía era él mismo. No habría comprendido a Teresa cuando, de niña, se ponía
ante el espejo y trataba de ver su alma a través de su cuerpo. Adán era como
Karenin. Teresa se divertía con frecuencia poniéndolo frente al espejo. No
reconocía su imagen y se comportaba con increíble desinterés y distracción.
La
comparación entre Karenin y Adán me lleva a pensar que en el Paraíso el hombre
aún no era hombre.
Más
exactamente: el hombre aún no había sido lanzado a la órbita del hombre.
Nosotros hace ya mucho que hemos sido lanzados y volamos por el vacío del
tiempo que transcurre en línea recta. Pero aún sigue existiendo dentro de
nosotros una estrecha cuerdecilla que nos ata al lejano y nebuloso Paraíso en
el que Adán se inclina sobre la fuente y, siendo totalmente distinto de
Narciso, no intuye que esa pálida mancha amarilla que ha aparecido allí es en
realidad él mismo. La nostalgia del Paraíso es el deseo del hombre de no ser
hombre.
Cuando,
siendo niña, encontraba las compresas de la madre manchadas por la sangre de la
menstruación, le daban asco y odiaba a su madre por no tener la vergüenza
necesaria para esconderlas. Pero Karenin, que era perra, también tenía
menstruaciones. Le venían una vez cada medio año y duraban quince días. Para
que no ensuciase la casa, le colocaba entre las patas un gran trozo de algodón
y le ponía unas bragas viejas suyas, que le ataba ingeniosamente con un cordón
al cuerpo. Se pasaba catorce días riéndose de la forma en que iba vestida.
¿Cómo es
posible que la menstruación del perro despertase en ella una alegre ternura
mientras que la suya propia le daba asco? La respuesta me parece sencilla: el
perro nunca ha sido expulsado del Paraíso. Karenin no sabe nada de la dualidad
entre el cuerpo y el alma y no sabe qué es el asco. Por eso Teresa se siente
tan a gusto y serena con él. (Y por eso es tan peligroso transformar el animal
en “machina animata” y la vaca en un autómata que produce leche: el hombre
corta así el hilo que lo ataba al Paraíso y en su vuelo por el vacío del tiempo
ya nada podrá detenerlo ni consolarlo.)
De la
confusa mezcla de estas ocurrencias, crece ante Teresa una idea blasfema de la
que no puede librarse: el amor que la une a Karenin es mejor que el que existe
entre ella y Tomás. Mejor, no mayor. Teresa no quiere culpar a Tomás ni
culparse a sí misma, no pretende afirmar que pudieran quererse más. Pero le da
la impresión de que la pareja humana está hecha de tal manera que su amor es a
priori de peor clase de la que puede ser (al menos en su caso, que es el mejor)
el amor entre una persona y un perro, esa extravagancia en la historia del
hombre, probablemente no planeada por el Creador.
Es un
amor desinteresado: Teresa no quiere nada de Karenin. Ni siquiera le pide amor.
Jamás se ha planteado los interrogantes que torturan a las parejas humanas: ¿me
ama?, ¿ha amado a alguien más que a mí?, ¿me ama más de lo que yo le amo a él?
Es posible que todas estas preguntas que inquieren acerca del amor, que lo
miden, lo analizan, lo investigan, lo interrogan, también lo destruyan antes de
que pueda germinar. Es posible que no seamos capaces de amar precisamente
porque de seamos ser amados, porque queremos que el otro nos dé algo (amor), en
lugar de aproximarnos a él sin exigencias y querer sólo su mera presencia.
Y algo
más: Teresa aceptó a Karenin tal como era, no pretendía transformarlo a su
imagen y semejanza, estaba de antemano de acuerdo con su mundo canino, no
pretendía quitárselo, no tenía celos de sus aventuras secretas. No lo educó
porque quisiera transformarlo (como quiere el hombre transformar a su mujer y
la mujer a su hombre), sino para enseñarle un idioma elemental que hiciera
posible la comprensión y la vida en común.
Y luego:
El amor hacia el perro es voluntario, nadie la fuerza a él. (Teresa piensa
nuevamente en su madre y todo le da lástima: ¡Si la madre fuera una de las
desconocidas de la aldea, es posible que su alegre brusquedad le resultara
simpática! ¡Ay, si la madre fuera una persona extraña! Teresa se avergonzó
desde su infancia de que la madre hubiera ocupado los rasgos de su cara y
confiscado su yo. ¡Pero lo peor era que el antiguo imperativo “¡ama a tu padre
y a tu madre!” la obligaba a estar de acuerdo con aquella ocupación y a llamar
a aquella agresión amor! La madre no tenía la culpa de que Teresa hubiera roto
con ella. No rompió con ella porque la madre fuera como era, sino porque era la
madre.)
Y lo
principal: Ninguna persona puede otorgarle a otra el don del idilio. Eso sólo
lo sabe hacer el animal, porque no ha sido expulsado del Paraíso. El amor entre
un hombre y un perro es un idilio. En él no hay conflictos, no hay escenas
desgarradoras, no hay evolución. Karenin rodeó a Teresa y a Tomás con su vida
basada en la repetición y eso mismo era lo que esperaba de ellos.
Si
Karenin hubiera sido un hombre y no un perro, seguro que hace tiempo ya que le
hubiera dicho a Teresa:
“Haz el
favor, estoy aburrido de llevar todos los días el panecillo en la boca. ¿No
puedes inventar algo nuevo?”.
En esta
frase está encerrada toda la condena que pesa sobre el hombre. El tiempo humano
no da vueltas en redondo, sino que sigue una trayectoria recta. Ese es el
motivo por el cual el hombre no puede ser feliz, porque la felicidad es el
deseo de repetir.
Sí, la
felicidad es el deseo de repetir, piensa Teresa.
Cuando
el presidente de la cooperativa, al volver del trabajo, saca a pasear a su
Mefisto y se encuentra con Teresa, nunca olvida decir: “¡Señora Teresa! ¿Por
qué no la habré conocido yo antes? ¡Hubiéramos salido a ligar juntos! ¡No hay
mujer que se resista a dos marranos!”. El cerdito estaba adiestrado de tal
manera que, cuando terminaba de decir estas palabras, gruñía. Teresa se reía aunque
sabía de antemano lo que el presidente iba a decir. El chiste no perdía su
gracia con la reiteración. Al contrario. En el contexto del idilio, hasta el
humor está sometido a la dulce ley de la repetición.
5
Los
perros no tienen muchas ventajas con respecto a las personas, pero hay una que
vale la pena: en su caso, la eutanasia no está prohibida por la ley; los
animales tienen derecho a una muerte caritativa. Karenin andaba con tres patas
y pasaba cada vez más tiempo en el rincón. Se quejaba. El matrimonio estaba de
acuerdo en que no podían hacerle sufrir inútilmente. Pero la aceptación de ese
principio no era suficiente para eliminar la angustiosa inseguridad: ¿cómo
reconocer el momento en que el sufrimiento es ya inútil?, ¿cómo determinar el
momento en que ya no vale la pena vivir?
¡Si al
menos Tomás no fuera médico! Entonces podría esconderse detrás de alguien.
Podría ir al veterinario y pedirle que le pusiera una inyección.
¡Qué
terrible es asumir el papel de la muerte! Tomás insistió durante mucho tiempo
en que él no le pondría la inyección, en que llamaría al veterinario. Pero
después comprendió que podía otorgarle un privilegio que no tiene hombre
alguno: la muerte tendrá para él el aspecto de aquellos a quienes quiere.
Karenin
pasó la noche quejándose. Cuando Tomás lo auscultó por la mañana, le dijo a
Teresa: “Ya no esperaremos más”.
Era de
madrugada, pronto iban a tener que irse los dos de casa. Teresa entró en la
habitación a ver a Karenin. Hasta entonces había estado acostado sin moverse (ni
siquiera le había prestado atención a Tomás mientras lo auscultaba) pero ahora,
al oír que se abría la puerta, levantó la cabeza y miró a Teresa.
Era
incapaz de soportar aquella mirada, casi la asustaba. Nunca miraba así a Tomás,
así sólo la miraba a ella. Pero nunca con tanta intensidad como esta vez. No
era una mirada desesperada o triste, no. Era una mirada de terrible,
insoportable confianza. Aquella mirada era una ansiosa interrogación. Toda la
vida había esperado Karenin la respuesta de Teresa y ahora le comunicaba (aún
con mayor urgencia que nunca) que seguía preparado para oír de ella la verdad.
(Todo lo que proviene de Teresa es para él verdad: incluso cuando le dice
“¡siéntate!” o “¡acuéstate!”, para él éstas son verdades con las que se identifica
y que le dan sentido a su vida.)
Aquella
mirada de terrible confianza fue breve. Al cabo de un momento volvió a apoyar
la cabeza sobre las patas. Teresa sabía que nunca nadie más volvería a mirarla
así.
Nunca le
daban dulces, pero hace unos días le había comprado unas tabletas de chocolate.
Les quitó el papel de plata, las partió y las puso junto a él. Añadió también
un cuenco con agua para que no le faltara nada, ya que tendría que quedarse
unas horas solo en casa. Era como si la mirada que le había dirigido hacía un
rato lo hubiera fatigado. Aunque estaba rodeado de chocolate, no levantaba la
cabeza.
Se
tendió en el suelo junto a él y lo abrazó. Lenta y fatigosamente la olisqueó y
le lamió una o dos veces la cara. Acogió la lamida con los ojos cerrados, como
si quisiera recordarla para siempre. Volvió la cabeza para que le lamiera
también la otra mejilla.
Tuvo que
ir a cuidar a sus terneras. Volvió después de mediodía. Tomás todavía no estaba
en casa.
Karenin
yacía rodeado de chocolate y, cuando la oyó llegar, ya no levantó la cabeza. Su
pata enferma estaba hinchada y el tumor había reventado en otro sitio más.
Entre los pelos aparecía una gotita de color rojo claro (que no parecía
sangre).
Volvió a
tumbarse en el suelo junto a él. Tenía un brazo encima de su cuerpo y los ojos
cerrados. Alguien llamó a la puerta. Se oyó: “¡Doctor, doctor! ¡Han venido el
cerdo y su presidente!”. Era incapaz de hablar con nadie. No se movió ni abrió
los ojos. Volvió a oírse: “¡Doctor, han venido los marranos!” y después,
silencio.
Al cabo
de media hora llegó Tomás. Fue silenciosamente a la cocina a preparar la
inyección. Cuando entró en la habitación, Teresa ya estaba de pie y Karenin se
levantaba con esfuerzo del suelo. Al ver a Tomás movió débilmente la cola.
—Mira—dijo
Teresa—, ¡aún sonríe!
Lo dijo
como una súplica, como si con aquellas palabras quisiera pedir un pequeño
aplazamiento, pero no insistió.
Puso
lentamente una sábana sobre la cama. Era una sábana blanca con un estampado en
forma de florecillas lilas. Todo lo tenía preparado y pensado, como si se
hubiera imaginado la muerte de Karenin con muchos días de antelación. (¡Ay, qué
terrible, en realidad, soñamos por adelantado con la muerte de aquellos a
quienes amamos!) Ya no tenía fuerzas para saltar a la cama. Lo cogieron en
brazos y lo levantaron entre los dos. Teresa lo colocó de costado y Tomás le
examinó la pata. Buscaba el lugar en el que la vena se nota más. Luego recortó
en ese sitio los pelos con una tijera.
Teresa
estaba arrodillada junto a la cama y sostenía con las manos la cabeza de
Karenin junto a su cara.
Tomás le
pidió que le apretara la pata trasera por encima de la vena, que era fina y
hacía difícil clavarle la aguja. Apretaba la pata de Karenin pero no separaba
la cara de la cabeza de él. Le hablaba sin cesar en voz baja y él no pensaba
más que en ella. No tenía miedo. Le lamió dos veces más la cara. Y Teresa le
susurraba:
“No
tengas miedo, no tengas miedo, allá no te dolerá nada, allá vas a soñar con
ardillas y conejos, habrá vaquitas y estará Mefisto, no tengas miedo...”.
Tomás le
pinchó la vena con la aguja y apretó el émbolo. Karenin dio un pequeño tirón
con la pata, respiró aceleradamente durante un par de segundos y de pronto su
respiración se detuvo. Teresa estaba arrodillada en el suelo junto a la cama y
apretaba su cara contra la cabeza de él.
Los dos
tuvieron que ir a trabajar y el perro quedó tendido en la cama sobre una sábana
blanca con florecillas lilas.
Volvieron
por la noche. Tomás salió al jardín. Encontró entre dos manzanos las cuatro
rayas del rectángulo que Teresa había dibujado hacía unos días con el tacón.
Empezó a cavar allí. Mantuvo exactamente las dimensiones marcadas. Quería que
todo fuese tal como lo había querido Teresa.
Ella se
quedó en casa con Karenin. Tenía miedo de que lo enterraran vivo. Acercó el
oído a su hocico y le pareció que oía una respiración muy débil. Se alejó y vio
que el pecho de él se movía ligeramente.
(No,
había oído su propia respiración, que le imprimía un ligero movimiento a su
cuerpo y le hacía creer que el pecho del perro se movía.)
Encontró
en el bolso un espejito y se lo acercó al hocico. El espejito estaba tan
manoseado que creyó ver que lo empañaba la respiración del perro.
—¡Tomás,
está vivo! —gritó cuando Tomás volvió con los zapatos embarrados del jardín.
Se
inclinó sobre el perro e hizo con la cabeza un gesto negativo.
Cada uno
cogió un extremo de la sábana sobre la que yacía. Teresa por las patas; Tomás
por la cabeza.
Lo
levantaron y lo sacaron al jardín.
Teresa
notó que la sábana estaba mojada. Llegó a nosotros con un charquito y con un
charquito se fue, pensó y se alegró de sentir en las manos aquella humedad, el
último saludo del perrito.
Lo
llevaron hasta los manzanos y lo depositaron en el hoyo. Se inclinó sobre él y
arregló la sábana de modo que lo cubriera por completo. Le parecía insoportable
que la tierra, que dentro de un momento iban a echar encima de él, cayera sobre
su cuerpo desnudo.
Después
volvió a la casa y regresó con el collar, la correa y un puñado de chocolate
que había quedado desde la mañana intacto en el suelo. Lo tiró todo por encima
de él.
Junto al
hoyo había un montón de tierra fresca. Tomás cogió la pala.
Teresa
se acordó de su sueño: Karenin parió dos panecillos y una abeja. De pronto
aquella frase le sonaba como un epitafio. Imaginó entre los dos manzanos un
panteón con este texto: “Aquí yace Karenin. Parió dos panecillos y una abeja”.
El
jardín estaba en penumbra, era el momento que va del día a la noche, en el
cielo brillaba una luna pálida, la lámpara olvidada en la habitación de los
muertos.
Los dos
tenían los zapatos manchados de barro y llevaban la azada y la pala al
cobertizo en el que estaban las herramientas: el rastrillo, el pico, el azadón.
6
Estaba
en su habitación, se había acostumbrado a leer allí, sentado a la mesa. Teresa
solía acercarse entonces a él, se inclinaba hacia él, apretaba desde atrás su
cara contra la de él. Ese día, al hacerlo, vio que Tomás no estaba leyendo
libro alguno. Tenía ante sí una carta y, aunque no fueran más que cinco líneas
escritas a máquina, la mirada de Tomás se mantenía fija e inmóvil en ellas.
—¿Qué es
? —preguntó Teresa llena de angustia.
Sin
girarse Tomás cogió la carta y se la dio. Decía que tenía que presentarse ese
mismo día en el aeropuerto de la ciudad más próxima.
Por fin
giró la cabeza y Teresa advirtió que en sus ojos había el mismo horror que
había sentido ella.
—Iré
contigo —dijo.
Hizo con
la cabeza un gesto de negación:
—La
citación sólo se refiere a mí.
—No, iré
contigo —repitió.
Fueron
con el camión de Tomás. Al cabo de un rato llegaron a la pista de aterrizaje.
Había niebla. Frente a ellos se perfilaban, muy borrosamente, varios aviones.
Los examinaron uno tras otro, pero todos tenían las puertas cerradas, eran
inaccesibles. Por fin encontraron uno con la puerta abierta y unas escalerillas
adosadas que conducían hasta ella. Subieron, en la puerta apareció un auxiliar
de vuelo y los invitó a pasar. El avión era pequeño, apenas para treinta
pasajeros, y estaba completamente vacío. Avanzaron por el corredor entre los
asientos, sin perder el contacto entre los dos y sin demasiado interés por lo
que sucedía a su alrededor. Se sentaron en dos asientos contiguos y Teresa
apoyó la cabeza en el hombro de Tomás. El horror del comienzo se diluía y se
convertía en tristeza.
El
horror es un impacto, un momento de absoluta ceguera. El horror está
desprovisto de toda huella de belleza. No vemos más que la intensa luz del
acontecimiento desconocido que aguardamos. La tristeza, por el contrario,
presupone que sabemos. Tomás y Teresa sabía qué les esperaba. La luz del horror
perdió intensidad y el mundo empezó a verse bajo una iluminación azulada,
tierna, que hacía las cosas más bellas de lo que eran antes.
En el
momento en que Teresa leyó la carta, no sentía amor por Tomás, lo único que
sabía es que no debía abandonarlo ni por un momento: el horror había sofocado
todos los demás sentimientos y sensaciones. Ahora, cuando estaba pegada a él
(el avión volaba en medio de las nubes), el susto había pasado y ella percibía
su amor y sabía que era un amor sin fronteras y sin medida.
Por fin
el avión aterrizó. Se levantaron y fueron hacia la puerta que les abrió el
auxiliar de vuelo. Seguían abrazados por la cintura y se detuvieron en la parte
superior de la escalerilla. Vieron abajo a tres hombres con capuchas y fusiles
en la mano. Era inútil dudar, porque no había escapatoria. Descendieron
lentamente y cuando pusieron el pie en el suelo del aeropuerto, uno de los
hombres levantó el fusil y apuntó. No se oyó ningún disparo, pero Teresa sintió
que Tomás, que un segundo antes estaba pegado a ella y la cogía por la cintura,
caía a tierra.
Lo
estrechó contra su cuerpo pero no pudo sujetarlo: cayó sobre el cemento de la
pista de aterrizaje. Se agachó hacia él. Quería lanzarse encima de él y
cubrirlo con su cuerpo, pero en ese momento vio algo extraño: su cuerpo
disminuía rápidamente de tamaño. Era algo tan increíble que se quedó paralizada
y como clavada al suelo. El cuerpo de Tomás era cada vez más pequeño, ya no se
parecía en nada a Tomás, no quedaba de él más que algo muy pequeño y aquella
cosa pequeña empezó a moverse y echó a correr y salió huyendo por la pista de
aterrizaje.
El
hombre que había disparado se quitó la máscara y le sonrió amablemente a Teresa.
Después se giró y corrió tras aquella cosa pequeña que correteaba, confundida,
de un lado a otro, como si retrocediese ante alguien y buscase desesperadamente
un escondite. Corrieron durante un rato hasta que de pronto el hombre se lanzó
a tierra y la persecución terminó.
Se
levantó y volvió adonde estaba Teresa. Llevaba aquella cosa en la mano. Aquella
cosa temblaba de miedo. Era un conejo. Se lo dio a Teresa. Y en ese momento
desaparecieron el susto y la tristeza y se sintió feliz de tener al animalito
en su regazo, de que el animalito fuese suyo y de que pudiera apretarlo contra
su cuerpo. Se puso a llorar de felicidad. Lloraba y lloraba, las lágrimas no la
dejaban ver y se llevaba al conejo a casa con la sensación de que ahora ya
estaba cerca del objetivo, de que estaba donde quería estar, en ese lugar del
que ya no se escapa.
Iba por
las calles de Praga y encontró su casa sin dificultad. Había vivido allí con
papá y mamá cuando era pequeña. Pero ahora no estaban ni mamá ni papá. La
recibieron dos ancianos a los que nunca había visto, pero de quienes sabía que
eran su bisabuelo y su bisabuela. Los dos tenían la piel arrugada como la
corteza de los árboles y Teresa estaba contenta de ir a vivir con ellos. Pero
ahora quería estar a solas con su animalito. Encontró fácilmente su habitación,
en la que había vivido desde los cinco años, cuando sus padres decidieron que
merecía una habitación propia.
Había
una cama, una mesilla y una silla. En la mesilla había una lámpara encendida
que había estado esperándola todo ese tiempo. Encima de la lámpara se había
posado una mariposa con las alas abiertas, en las que estaban pintados dos
grandes ojos. Teresa sabía que había llegado a la meta. Se acostó en la cama y
apretó el conejo contra su cara.
7
Estaba
sentado a la mesa junto a la que solía leer. Ante él había un sobre abierto con
una carta. Le dijo a Teresa:
—Recibo
de cuando en cuando cartas de las que no he querido hablarte. Me escribe mi
hijo. He tratado de que su vida y la mía no entraran nunca en contacto. Y
fíjate cómo se ha vengado de mí el destino. Hace unos años lo expulsaron de la
escuela. Trabaja de tractorista en un pueblo. Mi vida y la suya no están en
contacto pero corren una al lado de la otra como dos paralelas.
—¿Y por
qué no me querías decir nada sobre esas cartas? —dijo Teresa sintiendo dentro
de sí un gran alivio.
—No sé.
Me desagradaba.
—¿Te
escribe con frecuencia?
—De
tarde en tarde.
—¿Y de
qué te habla?
—De sí
mismo.
—¿Es
interesante?
—Sí. La
madre, como sabes, era una comunista fanática. Hace tiempo que rompió con ella.
Se hizo amigo de gente que está en la misma situación que nosotros. Intentaban
alguna actividad política. Algunos están ahora en la cárcel. Pero con éstos
también ha roto. Habla de ellos con cierta distancia como de “eternos
revolucionarios”.
—Y él
¿se ha reconciliado con el régimen?
—No. En
absoluto. Cree en Dios y piensa que ésa es la clave de todo. Según parece,
todos debemos vivir en nuestra vida cotidiana de acuerdo con las normas
establecidas por la religión y no tener en cuenta para nada al régimen.
Ignorarlo. Si creemos en Dios, somos capaces, al parecer, de crear con nuestra
propia actuación, en cualquier circunstancia, lo que él llama “el reino de Dios
en la tierra”. Me explica que en nuestro país la Iglesia es la única
organización voluntaria que escapa al control del Estado. Me gustaría saber si
forma parte de la Iglesia para hacerle frente al régimen o si de verdad cree en
Dios.
—¡Pregúntaselo!
Tomás
prosiguió:
—Siempre
he admirado a los creyentes. Pensaba que estaban dotados de un don especial de
percepción ultra—sensorial del que yo carecía. Algo así como los videntes. Pero
mi hijo me demuestra que creer es en realidad muy fácil. Cuando estaba en
apuros, le echaron una mano los católicos y de pronto apareció la fe. Es
posible que haya decidido cree r por agradecimiento. Las decisiones de los
hombres son muy simples.
—¿Y tú
no le has contestado nunca?
—No me
ha puesto el remitente —pero luego añadió—: Claro que en el matasellos figura
el nombre del pueblo. Bastaría con enviar una carta a la dirección de la
cooperativa local.
Teresa
sentía vergüenza ante Tomás por sus sospechas y quería purgar sus culpas con
una repentina amabilidad hacia su hijo:
—Entonces,
¿por qué no le escribes? ¿Por qué no lo invitas?
—Se
parece a mí —dijo Tomás—. Cuando habla, tuerce el labio superior exactamente
igual que yo. Ver propio labio hablando de Dios me parece demasiado raro.
Teresa
se echó a reír.
Tomás
rió con ella.
Teresa
dijo:
—¡Tomás,
no seas infantil! Es una historia muy antigua. Tú y tu primera mujer. ¿Qué
tiene que ver él con esa historia? ¿Qué tiene en común con ella? ¿Cómo vas a
hacerle daño a alguien simplemente porque cuando eras joven tenías mal gusto?
—Para
serte sincero, me da miedo ese encuentro. Ese es el motivo principal de que no
tenga ganas de verle. No sé por qué he sido tan terco. Uno decide algo, ni
siquiera sabe muy bien cómo, y esa decisión se mantiene luego por su propia
inercia. Cada año que pasa es más difícil cambiarla.
—Invítale
—dijo.
Ese
mismo día, cuando volvía del establo, oyó voces en la carretera. Al acercarse
vio el camión de Tomás. Tomás estaba agachado y desmontaba una rueda. Alrededor
había un grupo de hombres que miraban y esperaban que Tomás terminase el
trabajo.
Se quedó
allí sin poder apartar la mirada: Tomás tenía un aspecto avejentado. Su pelo
era canoso y la torpeza con la que actuaba no era la torpeza de un médico que
se ha convertido en chofer, sino la de una persona que ya no es joven.
Recordó
una reciente conversación con el presidente. Le había dicho que el camión de
Tomás estaba en un estado deplorable. Lo decía en broma, no era una queja, pero
reflejaba una preocupación. “Tomás sabe más de lo que hay dentro del cuerpo que
de lo que hay dentro del motor”, rió. Después reconoció que había ido varias
veces a pedirle a la Administración que le permitiesen a Tomás volver a ejercer
su profesión en aquella provincia. Comprobó que la policía no estaba dispuesta
a permitirlo.
Ella se
ocultó tras el tronco de un árbol para que ninguna de las personas que estaban
alrededor del coche pudiera verla, pero no dejó de mirarle. Los remordimientos
le oprimían el corazón: Por su culpa había vuelto de Zurich a Praga. Por su
culpa se había ido de Praga. Y ni siquiera ahora lo dejaba en paz y, mientras
Karenin se estaba muriendo, ella lo hacía sufrir con sus sospechas.
Siempre
le había reprochado secretamente que no la amaba bastante. Su propio amor
estaba para ella fuera de toda sospecha, mientras que consideraba el amor de él
como simple amabilidad.
Ahora ve
lo injusta que ha sido: ¡Si de verdad hubiera sentido por Tomás un gran amor,
hubiera tenido que permanecer con él en el extranjero! ¡Allí Tomás estaba
contento, allí se le abría la perspectiva de una nueva vida! ¡Y a pesar de eso
se fue de allí! Es verdad que trató de convencerse a sí misma de que lo hacía
por generosidad, para no molestarlo. ¿Pero no era la generosidad tan sólo una
disculpa? ¡En realidad sabía que vendría tras ella! Lo atraía cada vez más
hacia abajo, como atraen las ninfas a los campesinos hacia los pantanos para
dejarlos morir allí. ¡Utilizó el momento en que él tenía espasmos de estómago
para obtener la promesa de que se irían a vivir al campo! ¡Cómo sabía
engañarlo! Le hacía ir tras ella como si quisiese comprobar permanentemente que
la amaba, hizo que fuera tras ella hasta llegar a este sitio: con el pelo cano,
cansado, con las manos medio destrozadas, que ya nunca podrán coger un bisturí.
Llegaron
a un lugar del que ya no pueden ir a ninguna parte. ¿Adonde podrían ir? Al
extranjero nunca les dejarán salir. Ya no encontrarán el camino de regreso a
Praga, nadie les dará trabajo allí. Y no tienen motivo alguno para irse a otro
pueblo.
Dios
mío, ¿era necesario llegar hasta aquí para que creyera que la quería?
Finalmente,
Tomás logró volver a montar la rueda. Se sentó al volante, los hombres saltaron
al camión y se oyó el ruido del motor.
Teresa
se fue a casa y llenó la bañera de agua. Se sumergió en el agua caliente
pensando que toda la vida había utilizado sus propias debilidades en contra de
Tomás. Todos tendemos a considerar la fuerza como culpable y la debilidad como
víctima inocente. Pero Teresa ahora lo comprende: ¡en su caso ha sido al revés!
¡Hasta sus sueños, como si conociesen las únicas debilidades de ese hombre
fuerte, le mostraban los sufrimientos de Teresa para hacerlo huir en retirada!
Su debilidad era agresiva y le obligaba a constantes rendiciones, hasta que por
fin dejó de ser fuerte y se convirtió en un conejito en su regazo. No dejaba de
pensar en aquel sueño.
Salió de
la bañera y fue a buscar un vestido que ponerse. Quería ponerse el vestido más
bonito para gustarle, para darle una alegría.
Apenas
se había abrochado el último botón cuando entró Tomás ruidosamente junto con el
presidente de la cooperativa y un joven campesino llamativamente pálido.
—¡Venga
—dijo Tomás—, algún licor fuerte! Teresa salió corriendo y trajo una botella de
slivovice. Sirvió un vasito y el joven se lo tomó inmediatamente.
Mientras
tanto se enteró de lo que había sucedido: el joven se había dislocado un brazo
y gritaba de dolor; nadie sabía qué hacer, así que llamaron a Tomás, que le
volvió el brazo a su sitio con un solo movimiento.
El joven
bebió de un trago otro vasito y le dijo a Tomás:
—¡Tu
mujer está guapísima hoy!
—Tonto
—dijo el presidente—, la señora Teresa siempre está guapa.
—Ya sé
que siempre está guapa —dijo el joven—, pero hoy se ha puesto muy elegante.
Nunca la habíamos visto con ese vestido. ¿Van a salir?
—No
vamos a salir. Me lo puse por Tomás.
—Doctor,
tú sí que lo pasas bien —rió el presidente—. Mi mujer nunca hace eso de
vestirse así para que yo la vea.
—Claro,
por eso sales siempre de paseo con el cerdo y no con tu mujer —dijo el joven y
se rió mucho.
—¿Y qué hace Mefisto? —dijo Tomás—, hace por
lo menos... —se puso a pensar—, ¡una hora que no lo veo!
—Es que
me añora cuando no estoy —dijo el presidente.
—Ahora
que la veo con ese vestido, me dan ganas de bailar con usted —le dijo el joven
a Teresa—. ¿Me dejarías bailar con ella, doctor?
—Vamos
todos a bailar —dijo Teresa.
—¿Vienes?
—le dijo el joven a Tomás.
—¿Pero
dónde? —preguntó Tomás.
El joven
dio el nombre del pueblo vecino, en el que había una sala de baile.
—Vienes
con nosotros —le ordenó al presidente y, como llevaba ya tres vasitos, añadió—:
¡Si Mefisto te añora, nos lo llevamos! ¡Llevaremos a dos marranos! Todas las
mujeres se van a caer sentadas cuando vean a dos marranos! —y volvió a reírse
mucho.
—Si no
les da vergüenza Mefisto, voy con ustedes —dijo el presidente y subieron todos
al camión de Tomás.
Tomás se
sentó al volante, Teresa a su lado y los dos hombres detrás con la botella de
slivovice a medio beber. Hasta que no salieron del pueblo, el presidente no se
acordó de que se habían dejado a Mefisto. Le gritó a Tomás que volvieran.
—No hace
falta, con un marrano basta —le dijo el joven y el presidente quedó conforme.
Oscurecía.
El camino trepaba por la montaña.
Llegaron
a la ciudad y detuvieron el camión frente al hotel. Teresa y Tomás no habían
estado nunca allí.
Bajaron
por la escalera al sótano, donde había una barra de bar, una pista de baile y
varias mesas. Un
Señor de
unos sesenta años tocaba el piano y una señora de la misma edad tocaba el
violín.
Interpretaban
canciones que habían estado de moda hacía cuarenta años. En la pista bailaban
unas cinco parejas.
El joven
lanzó una mirada a su alrededor y dijo:
—No me
vale ninguna de éstas —e inmediatamente invitó a bailar a Teresa.
El
presidente se sentó con Tomás junto a una mesa libre y pidió una botella de
vino.
—¡No
puedo beber! ¡Soy el que conduce! —recordó Tomás.
—Tonterías
—dijo el presidente—, nos quedaremos a pasar la noche —y fue inmediatamente a
la recepción a reservar dos habitaciones.
Después
volvió Teresa de la pista con el joven, la sacó a bailar el presidente y por
último bailó con Tomás.
Mientras
bailaban le dijo:
—Tomás,
todo lo malo que hay en tu vida ha sido por mi culpa. Yo tengo la culpa de que
hayas llegado hasta aquí. Tan bajo que ya no es posible ir a ninguna otra
parte.
Tomás
dijo:
—¿Estás
loca? ¿De qué bajo hablas?
—Si nos
hubiéramos quedado en Zurich, estarías operando a tus pacientes.
—Y tú
estarías haciendo fotos.
—Esa es
una comparación tonta —dijo Teresa—. Para ti tu trabajo lo era todo, mientras
que yo puedo hacer cualquier cosa y me da exactamente lo mismo. Yo no perdí
nada. Tú lo perdiste todo.
—Teresa
—dijo Tomás—, ¿no te has dado cuenta de que aquí soy feliz?
—Tu
misión era operar —dijo.
—Teresa,
la misión es una idiotez. No tengo ninguna misión. Nadie tiene ninguna misión.
Y es un gran alivio sentir que eres libre, que no tienes una misión.
Era
imposible no confiar en la sinceridad de su voz. Recordó la imagen de esa misma
tarde: lo vio arreglando el camión y le pareció viejo. Ella había llegado
adonde quería llegar: siempre había deseado que fuera viejo. Volvió a acordarse
del conejito al que apretaba contra su cara en su habitación infantil.
¿Qué
significa convertirse en conejito? Significa perder toda fuerza. Significa que
uno ya no es más fuerte que el otro.
Daban
pasos de baile al sonido del piano y el violín, y Teresa apoyaba la cabeza en
su hombro. Así tenía la cabeza cuando iban en el avión que los llevaba a través
de la niebla. Sentía ahora la misma extraña felicidad y la misma extraña
tristeza que en aquella ocasión. Esa tristeza significaba: hemos llegado a la
última estación. Esa felicidad significaba: estamos juntos. La tristeza era la
forma y la felicidad, el contenido. La felicidad llenaba el espacio de la
tristeza.
Volvieron
a la mesa. Bailó otras dos veces con el presidente y una vez con el joven, que
ya estaba tan cansado que se cayó con ella en la pista.
Después
subieron todos y fueron a sus habitaciones.
Tomás
dio vuelta al interruptor y encendió la lámpara. Ella vio dos camas juntas; al
lado de una de ellas, una mesa de noche con una lámpara, de cuya pantalla,
espantada por la luz, voló una mariposa nocturna que se puso a dar vueltas por
la habitación. De abajo llegaba tenue el sonido del piano y el violín.