Las ninfas a veces sonríen - Ana Clavel


'En ese entonces me daba por tocarme todo el tiempo. Fluía. Me desbordaba. Jugueteaba con mis aguas'. Así comienza Las ninfas a veces sonríen, nueva novela de Ana Clavel, una escritora que en cada libro cambia de piel. Ahora vuelve como una pequeña diosa, más viva que el deseo, una ninfa que nos seduce con su inocencia como hace con un 'caballero de manos dulces', mientras corta flores del camino.
Novela de iniciación de una adolescente que borda con fantasías su propio paraíso, erótica y sensual, Las ninfas a veces sonríen nos presenta un juego de perversiones desde una mirada femenina. Cuenta con detalles un despertar sexual a veces con otras 'ninfas' o 'ángeles' o 'faunos', a quienes les da por besar, sorber o tocar. 'En ese tiempo le daba por tocarme todo el tiempo. Era un bardo de un mundo ajeno', murmura antes de encontrar a su príncipe.

La brevedad es una virtud en las novelas de Ana Clavel, quien ha recurrido al travestismo literario al escribir como hombre en Cuerpo náufrago y ha declarado que 'el narrador se disfraza, al momento de narrar, a veces asumiendo un género diferente respecto al que firma el escrito'. En su nueva novela, sigue explorando la sexualidad y el éxtasis a través de sus personajes, que se atreven a transgredir sin dejar de ser encantadores







I. Apenas tenue
¿Sabré callar bastante bajo el peso de todo lo que calla la hermosura?
TOMÁS SEGOVIA

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En ese entonces me daba por tocarme todo el tiempo. Fluía. Me desbordaba. Jugueteaba con mis aguas. Claro, era una fuente. Pero no se crea que hablo en sentido figurado. Era transparente. Inmediata. Entera. Rotunda. También era una diosa. En plenitud de poderes. Decía “viento” y los céfiros mecían el aire. Decía “belleza” y las aguas me devolvían mi imagen. Por supuesto, tuve que ir entendiendo cada cosa en su momento. Mis hermanas mayores me reñían: “Te miras demasiado, terminarás por descubrir la muerte”. Las desoía y entonces volvía a tocarme. Me envolvía en mis pétalos, me gozaba sintiéndome. Aspiraba mis olores. Respiraba. Latía. Bullía. Y vuelta a fluir.
Yo era mi Paraíso.

            2

Me gustaba recoger flores camino del templo. En ese entonces, en el trayecto, había grandes extensiones sin edificios ni fábricas y los prados crecían a su aire por entre las vías abandonadas de un tren. Amapolas, margaritas, oropéndolas, alcatraces, se inclinaban a mis pies, suplicándome que les concediera un lugar en mi regazo. Las elegía según el arrebato del color, una transpiración salvaje, el laberinto desnudo de una corola que empezaba a desflorarse. Era una abeja letal zumbando el placer de segarlas y hacerlas mías. Llegaba al templo cargada con un ramo copioso que no depositaba a los pies de ninguna efigie. Ahí tenían vasijas y floreros votivos con lanzas de gladiolas y penetrantes nardos. Así que, antes de entrar, sacudía mis sandalias y abandonaba el ramo entre los jardines de rosas y narcisos cultivados que miraban con desdén la agonía lánguida de sus hermanas silvestres.
Una ocasión en que emprendía el camino de las vías del tren, me di cuenta que un hombre desconocido me seguía. De hecho, lo descubrí al salir de la dulcería que estaba a un lado de mi casa, adonde había ido por la diaria ración que don Eliseo me obsequiaba de corazones de caramelo, mis favoritos. Eran corazones encarnados y macizos pero se podían ir deshaciendo en la lengua con una suave succión. A don Eliseo le encantaba que le mostrase el avance de los dulces reducidos en mi boca, sobre todo porque —decía— los labios entintados se me volvían más coquetos que los de una muñeca.
Recuerdo que aquella vez traía yo puesto un vestido de gasa con unas cintas entretejidas a manera de corsé y un ramito de violetas de fantasía en el nacimiento del pecho. “Parece que vas a una cita y aún no estás en edad”, me reprendió una de mis hermanas mayores. No le hice caso, feliz del vuelo de la gasa que me envolvía como un capullo. Pero cuando atisbé que el hombre desconocido me había visto al salir de la dulcería, supe que Teresa tenía razón: Destino se aprestaba a dar uno de sus pasos certeros.
Cierto es que yo también le ayudaba al Destino: me detenía de tanto en tanto para verificar que el hombre me iba siguiendo. Le marcaba el camino. Tampoco podía evitarlo: el hombre me recordaba a mi padre, el mismo aire de titanes que saben lo que quieren y decírtelo con el pálpito de una sola mirada. Y así lo fui llevando por el sendero de las flores.
Recuerdo que me inclinaba para cortar un diente de león cuando percibí que el hombre estaba a mis espaldas y me tenía a su alcance. Me giré para ofrecerle las flores que había segado hasta el momento y él se apresuró a tomarlas con todo y mi mano. Todo un señor titán pero cayó de rodillas ante mí y pude verlo a los ojos. Era la mirada que después he visto en otros: un fervor sufriente, apremiante. Claro, yo era una diosa. Dispensadora de dones. Apartó las flores y me alzó la gasa tenue del vestido apenas lo suficiente para dar con mis pantaletas. Devoto, se inclinó hasta hacerlas bajar a los tobillos. Entonces me tocó. Conocí un nuevo Paraíso: ese que comienza en ser juguete del deseo de los otros —y disfrutarlo—. Aún puede quitarme el aliento recordar su respiración entrecortada en mi vientre. O sus dedos tenues abriéndome en flor. O sus labios bebiéndome apenas sin pausa.

            3

Nada que ver con los episodios que le escuché contar a otras diosas en el bosque. Niñas violentadas con el vientre despanzurrado como muñecas inservibles. Olas pubescentes que se habían quedado atoradas en miasmas de dolor y ultraje. Fue el caso de Jazmín y el jardinero. Un hombre hermoso como el vigor de su piel, que afilaba las cuchillas de la podadora y la aceitaba con un esmero de amante solícito. Comenzó por ofrecerle granadas que Jazmín atrapaba en la falda del vestido, luego nísperos con los que le fue señalando el camino a una covacha, situada en la tapia de las plantas en sombra. Claro, se trataba de un juego. Siempre es un juego. ¿En qué momento dejó de serlo? Jazmín se llevó las manos a la boca como para acallar un gemido. Con los ojos bajos dijo: “Por eso no tolero que venga un héroe cualquiera y quiera montarme por detrás... De cualquier otro modo, menos por detrás”. Durante el relato, estaban presentes sus hermanas. Un claro en el bosque y en la memoria de todas. Entonces habló Dalila y contó que, en vez de nísperos, el jardinero había usado con ella galletas y suspiros de dulce. Y luego Rosa que confesó que a ella sólo tuvo que guiñarle un ojo. Era un sátiro en toda la extensión de su miembro. Rosa reconoció recostándose en la hierba húmeda: “Y sin embargo... se mueve”. Las otras la miraron con furia.

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Confieso que era ambiciosa. Un par de monedas podían hacerme sonreír sólo de pensar en otros dones: ya lo he dicho: dulces con forma de corazón, un lazo para el cabello, una caja de diamantinas, un frasco para hacer burbujas. Él debió de saberlo desde que me vio en la dulcería. El caso es que me esperó a la salida de la tienda, lejos de la mirada de don Eliseo, y sin que nadie pudiera percatarse en la calle, ni el portero de palacio, ni los pretendientes de mis hermanas que hacían corro en el cofre de un Mustang estacionado, me mostró una reluciente moneda de plata. Por supuesto, lo seguí cuando se introdujo en el corredor central de esa ciudadela donde vivíamos. Atravesamos el primer foso. De un lado, apareció la mujer del vigía con su cara de dragona enfurruñada y me dijo: “Acuérdate que a tu mamá no le gusta que juegues en los patios de atrás”. El hombre había seguido su camino y yo tuve que cortar hacia un pasadizo lateral. Era un mundo de pasadizos, no sé cómo conseguía llegar alguna vez a mi torre. A punto de subir las escaleras, con un pie en el borde del primer escalón, descubrí una mancha de lodo en mis botines de charol negro. Con toda la elegancia de una principessa, saqué un pañuelito de la manga y preparé un buen trago de saliva que dejé estampar directamente sobre la mancha de lodo. Acto seguido, me apliqué a limpiar con el pañuelito la zona del estropicio que parecía haber aumentado. La mancha se había tornado luminosa y comenzó a bailar de un lado a otro por la superficie lustrada del botín. Después, subió por el tobillo hacia la calceta gris y luego a la rodilla y de ahí ascendió en ráfaga hacia mis piernas que el vestido rabón no podía cubrir del todo. Me incorporé de un brinco. El brillo me saltó al rostro y de ahí a la mirada. No pude verlo, pero lo adiviné: desde el patio de luz en aquel mediodía fragante, el hombre de las monedas de plata las hacía espejear resplandores como un experto mago trashumante. Cuando me empujó suavemente al cubo sombrío de las escaleras, yo iba con el sí de una sonrisa plena. Quería las monedas mágicas. Me dejé tocar por el mago que también era un caballero de manos dulces. Las monedas de plata me fueron conferidas. Juro que resplandecían en la penumbra con el fulgor de las promesas.

Entonces, me llamaron mis hermanas. Primero, Clío; después, Teresa. Sus gritos eran tan fuertes que tuve que zafarme del mago. Él hizo aparecer más monedas entre sus dedos —o sólo una más, pero la hacía serpentear entre uno y otro como si fueran varias—. Le prometí: “Volveré por más”. Pero mis hermanas me encerraron: “No te das cuenta... Una vez más, te hemos salvado”. Y escondieron la llave hasta que llegó el Padre omnipotente.

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Padre omnipotente —fulgurator, lucetius, pluvius, celestial, stator, terminus, tonante, victorioso, summanus, feretrius, optimus maximus, alias el magnánimo— me mandó llamar. Estaba en su trono y escuchaba el recuento del día cuando entré a la sala de audiencias. Hice las reverencias necesarias y con su venia me acerqué. “Así que otra vez has hecho de las tuyas...”. Bajé la mirada. Me dio tres nalgadas y un jalón de orejas que era vehemencia, puro beso contenido.

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Había placer por todos lados. Hasta en recoger chicles pegados del suelo y volver a mascarlos. Competencias entre Pancho Pantera y Juan Pistolas para ver quién terminaba primero el tazón de ambrosía con cereal. Me gustaba mi nombre delicado y etéreo —papá había elegido el eco de un nombre con alas y poderes mágicos— pero no tenía empacho en convertirme en Juan Pistolas o en Aquiles Magno con tal de que reflejase todo mi poderío. El ímpetu de mis piernas bullentes, la entereza de mi espalda, el goce del aire en mi pecho, sin necesidad de coraza alguna. Sola la fuerza de mi espada... o de mis pistolas.
Unos trabajadores del servicio de calderas del palacio habían hecho apuestas sobre quién entre todos los delfines se arrojaba desde el primer balcón sin romperse una costilla. Hicimos cola para medir nuestras destrezas en el arte de rebotar trovando pues además había que cantar una cancioncilla antes de estamparse. Quisieron negarme el paso y sacarme de la fila: “Dijeron delfines, no infantas infantiles”, me espetaron. Yo les dije: “Infantes ustedes, yo soy hija de monarcas, ¿no conocen a las delfinas?” Entonces David, que traía su envidiada chamarra de cuero, blandió su honda ante los ojos de mis rivales: “Déjenla en paz, si quiere despanzurrarse... ella sabrá”. Pero no me despanzurré: caí perfecta sobre mis piernas de sílfide amaestrada y les gané a todos porque a la hora de la caída se lastimaban un hombro, la cadera, un tobillo. Sólo David, que era de mi tamaño, cayó como pastorzuelo experimentado de barrancos y precipicios. Pero se le olvidó entonar el himno: “Cuando se muere por una sirena, se va con ella al fondo del mar”, que coreaban como buenos piratas los de la caldera. Y así, con el título de Delfín Juan Pistolas, princesa Ada para más señas, me coronaron vencedor de abejorros y picaflores.
Por supuesto, los chicos se molestaron. Sólo David, que ya he dicho era de mi tamaño, me invitó a jugar con él, traspuesta la honda y una montañita de piedras por si los otros se acercaban. Le compartí un caramelo acorazonado que chupamos por turnos. Me prestó un caleidoscopio mágico de letras que formaban mensajes cifrados. Cada vez nos íbamos acercando más. Nos estampamos besos de vampiro en los brazos que quedaron con huellas amoratadas de tanta succión y en los que después me volvería toda una especialista. Nos frotamos la piel hasta extraernos un exquisito eau de parfum no. 5 de gallina concentrado. De pronto, me cobijó entre el compás de sus piernas. El cuerpo y la piel eran una alegría rotunda, como en el principio de los tiempos, la piel y sus abismos, siempre la piel. El cuerpo que se enciende y cuyo goce es el más profundo de los saberes.
Sólo estábamos sentados, uno adentro del otro. Yo recostaba la frente en su hombro para calmar tanto Paraíso, cuando llegaron a interrumpirnos. “Míralos, están jugando a papá y mamá...” Por supuesto, fueron a acusarnos. Esta vez llegaron Talía y el arcángel Azrael, que al igual que padre, trabajaba todo el día, blandiendo nubes y truenos. David se asustó y sin que le pidieran explicación alguna, confesó: “Sólo jugábamos a las cebollitas...” “Así que muy hortelanos, ¿no?”, nos amenazó Azrael secundado por Talía, “pero la próxima vez, los expulsamos del Paraíso”.

            7

Pepe Satán me inquietaba desde antes de apellidarse Satán. Era amigo de Azrael y durante los sabbat, cuando mi hermano mayor no trabajaba, solían hacer cosas juntos: salir de cacería de ciervas en la Zona Rosa, ir al cine Lux en su función triple, o hasta al estadio de los Pumas a presenciar un torneo de soccer.
Mi hermano y otros amigos le habían puesto Satán no porque fuera un verdadero demonio, sino porque su madre —una española muy persignada—, cuando se enteraba de alguna de sus aventuras, le espetaba apretando los dientes: “Eres un diablo...”. Por lo demás, era más bien un ángel encantador, no tenía que esforzarse para caer bien o resultar incluso guapo.
Me sucedía que cuando estaba presente me le quedaba viendo sin darme cuenta. Mis hermanas me decían: “Te tiene hechizada...”. También Azrael me regañaba: “De verdad, no estás en la edad” y se llevaba a su amigo para no compartirlo con nadie. Pepe Satán lo escuchaba, sonreía y comenzaba a verme cada vez más de fijo.
No sé cómo pero él y yo solíamos adivinarnos el pensamiento. Una vez que su madre le había reñido y a mí acababan de liberarme de un calabozo, nos encontramos en el patio central. Se quejó él de la española, me dolí yo de los grilletes, y luego, mientras cada uno emprendía su camino en dirección contraria, soltamos al unísono: “Es que nadie nos quiere...”
Cosas así nos volvieron cómplices. Fue el único que me creyó cuando los demás dijeron que lo que había pasado con el apóstol Santiago había sido pura invención mía. El apóstol Santiago era un abonado de la madre celestial, venía de una universidad del sureste y les simpatizaba al padre tonante y a mis hermanas. Era joven pero ya lucía un bigote bien dibujado y su gesto suave recordaba la inocencia inerte de las efigies del templo. No se había hecho novio de ninguna de mis hermanas nada más porque era un tipo listo: así las tenía a todas, incluida la madre, dándole de comer en la boca. Pero se notaba que le gustaban las mejillas de Clío, las caderas de Talía, los pechos de Teresa. Yo lo había visto mirarlas y aprendía esas lecciones silenciosas del deseo y sus anatomías, sin entenderlas del todo, pero con la conciencia de que ahí se urdía un hambre desasosegada, agonizante.
Por eso me sorprendió cuando empezó a tocarme. Recuerdo que estábamos frente a la televisión. Teresa preparaba un pastel en la cocina, Talía planchaba su falda de olanes en el cuarto de lavado, Urania se había refugiado en el estudio de papá a estudiar biología con sus compañeros bachilleres, así que nos quedamos él y yo solos. Yo estaba recostada en el sillón con unos bermudas y los pies descalzos y comenzó a hacerme cosquillas en las plantas. Me reía sin hacerle caso, pendiente de las travesuras de la genio Jenny. En un momento determinado, sentí que el cosquilleo ascendía y recogí las piernas, sin prestarle mayor importancia. El apóstol Santiago se sentó más cerca. En una escena en que encerraban a la genio en un frasco de perfume y ella nadaba extasiada en aquella alberca de aroma, deslizó su mano hasta mi entrepierna. Comenzó a darle golpecitos y a caminar en dos dedos. Lo miré sin entender qué se proponía, si él era todo un santo caballero que gustaba de arremeter con moras y cristianas de mayor calibre. Me topé con su sonrisa bonachona y condescendiente, diríase que con su diestra en mi entrepierna sólo estaba sobando el manto de la Virgen. Con la otra mano, alzó el índice contra sus labios, indicándome que callara. No era la primera vez que alguien me tocaba pero este apóstol ni siquiera me había invitado a compartir con él su santa cena, ni me había prodigado caramelos o monedas. Era del todo, por completo, únicamente su juego. Arremetí con él a patadas, tendida sobre el sofá le alcancé a golpear incluso la quijada. Así nos encontró Teresa cuando se asomó porque escuchó mi respiración agitada y a él dar traspiés hacia el otro extremo del sillón. Ahora era yo la que lo perseguía. Teresa corrió a sujetarme las piernas. Luego dio voces a las otras infantas.
—No sé qué le pasó. De pronto comenzó a patearme... —dijo Santiago más apóstol y santurrón que todo lo que yo le había visto desde que venía a visitarnos, ocultándose en el interior de su casulla episcopal.
—No es cierto. Estaba tocándome... —dije airada.
Teresa se echó a reír y luego las otras le hicieron coro. Fue Urania la que estrenó su glosario metamórfico recién aprendido de un libro de alta biología.
—Pero si sólo eres un huevito... una oruga... una cresa... una larva... una pupa... apenas una ninfa —dijo por fin, enumerando entre risa y risa.
El apóstol asomó la cabeza por entre la casulla al sentir que lo rescataban. Entonces se animó a decir ya completamente recuperado:
—Muy cierto. ¿Y qué puede tocársele a una nínfula?

            8

Cuando se enteró del desaguisado, Pepe Satán fue el único que se puso de mi parte. Y en vez de Apóstol lo llamó Chancho, Remiendo, Cojuelo, Escupitajo. Fue mi cómplice hasta que se hizo novio de una muchacha germánica que vivía con sus abuelos y que un día se le ocurrió arrojarse de la azotea con un paracaídas que tenía una leyenda de tal en el saco pero que dentro sólo guardaba harina. Fue una suerte que se quedara trabada en el único fresno que se aposentaba en el jardín interior de la ciudadela y así amortiguó la caída. También acostumbraba escaparse de su casa cuando su abuela la reñía porque sacaba malas calificaciones. En una ocasión tardó toda una semana en aparecer. Heide, así se llamaba la chica, contó después que unos donceles la habían invitado a subirse a su auto y que luego, eso sí, de un modo muy caballeroso, no la dejaron bajar. Pepe Satán tuvo que defenderla de las acusaciones que le hacía toda la ciudadela porque para entonces ya se había enamorado y le creía todo lo que ella se inventaba para salir del paso. Como que los muchachos del Opel le habían dicho que su abuela los había mandado a recogerla y ella se había subido sin más. Y del tiempo que tardó en regresar pues los donceles le habían dicho que la abuela se había mudado a un palacio allende el mar. Yo lo veía perderse en los dulces rasgos de Heide como un abejorro atolondrado por la miel y a mi vez me perdía en la mirada acuosa de mi amigo como si yo misma nadara en su mirada.
Pero no se crea que estaba yo enamorada. Lo mismo me sucedía con mi primo Gabriel Arcángel. Tenía siete años más que yo e iba a nuestra casa a ver los torneos que transmitían por la televisión. Sólo mirarlo y ya podían hablarme la virgen madre o mis hermanas, sin que yo pudiera apartar la vista y el aliento. Era tan evidente que Gabriel Arcángel se dio cuenta y en la primera ocasión que se pudo me llevó con él a una de las recámaras. Con señas me propuso que nos metiéramos bajo la cama. Yo reía en silencio, acallada por su mano sobre mis labios. Cuando pasaron a buscarnos, nadie se dio cuenta que permanecíamos ocultos y tras gritar nuestros nombres en otros aposentos, cerraron la puerta y se olvidaron de nosotros. Entonces comenzó a acariciarme y a frotarme con un dedo secreto que se guardaba en los pantalones. Conocí la alegría más profunda. Aún puede abismarme, plena de gracia, el recuerdo de su dedo erecto sonriendo en la comisura de mis nalgas.

No sé cómo nos descubrieron. De seguro, los celos de mis hermanas o la envidia de mis primas, que también comenzaron a merodear. El caso es que nos castigaron: a él lo tuvieron en el cepo días enteros, a mí me azotó padre tonante con su cuero. Y los dos, avergonzados ante el resto de la familia, salimos expulsados de ese Paraíso de debajo de la cama para ya no reencontrarnos más.

            9

Tenía yo un hermano menor: Serafín el Cordero. No lo había mencionado no porque no lo quisiera, sino porque había surgido de la nada como un hongo. No estaba y de pronto estaba ahí. Un hongo muy pequeño y delicado, por cierto. Con unos ojos risueños que lo hacían parecer un oriental. También él tuvo sus aventuras y aprendizajes sin que los demás nos enteráramos. Mucho tiempo después me lo dijo. El recuerdo más endeleble le sucedió en uno de los viajes que los padres nos hacían emprender más allá de nuestro reino. A veces para que nos distrajéramos porque era verano. Otras, porque arreciaba el invierno y querían deshacerse un rato de nosotros y procrear más infantes. No siempre nos enviaban en manada. La vez que Serafín recordaba y habría de confiarme años después, lo enviaron solo, en compañía del chofer y una mucama que también era novia del chofer. El camino era largo y había que detenerse en una posada y luego en otra. El chofer y la mucama se daban besos cada vez que podían. Nada más recostaban a Serafín y se ponían de cirqueros y saltimbanquis toda la noche. Hubieran podido montar un espectáculo funambulesco entre aldea y aldea, con un cartel que dijera “Atracciones y saltos mortales para caer en el otro”. Les gustaba tener contento a mi hermanito menor, mi consentido, y le compraban palanquetas y alegrías, helados de sorbete y leche quemada, coronados de tuna roja. En medio de tanto recorrido a uno de los caballos se le desinfló la herradura y hubo que llevarlo al mecánico. Serafín y la mucama quedaron a la espera en medio de un despoblado. No había pasado ni un cuarto de hora, cuando ella comenzó a desvestirlo y acariciarlo. Serafín, acostumbrado a que ella lo bañara y lo tocara, no protestó aunque no veía ninguna pileta cercana. Lo extraño vino después, cuando ella se subió las enaguas y lo obligó a lamer el fruto oscuro, de sabor agrio, que tenía entre las piernas. Serafín el Cordero recordaba el ardor de su hociquito corderil estragado por tanto roce y lloraba de rabia por no haber podido desprenderse todavía.
Entonces yo le conté lo que me había pasado con nuestro soberano tío, por esas tierras veraniegas que daban al mar. De cómo yo lo veía confiada porque me había salvado un día que me atrapó una corriente y cómo luego con el pretexto de que me enseñaría a nadar bien, me acariciaba por debajo del agua, sujetándome siempre de la entrepierna. No le dije que a mí el soberano hombre me recordaba a nuestro padre y que, como él, tenía un aire de majestuosidad irreductible. Tampoco dije que en sus manos aprendí a nadar con el gozo de las sirenas que se saben por fin en su elemento. No había pasado nada más porque en la playa, su consorte embarazada de siete meses y sus otras infantas nos saludaban con el abanico de sus rostros sonrientes. Pero entre sus toqueteos, la punta de mi aleta caudal vibró resplandeciente.
Yo no guardaba un mal recuerdo de todo aquello y así se lo dije a mi hermanito menor, mi consentido. “Ay, Ada”, me dijo Serafín Cordero, “es que a ti nunca te forzaron. Tú, como buena diosa, siempre has tenido suerte.”

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Pero el episodio de cuando me salvó el soberano tío no fue en la playa, sino en el brazo de un río al que nombraban río de la Arena. Tenía fama de caudaloso pero en la época de secas se podía atravesar sin tanto problema. De todos modos, la hija mayor de mi tío, con todo lo alta que era, tuvo que pasarnos en hombros a toda la infantada, uno por uno. Recuerdo que habían capturado un alacrán marino y lo tenían cautivo en un coco vacío, riéndose de sus vanos intentos por escalar la superficie blanquecina, cuando decidí merodear por un caminito que se adentraba en un paraje de lianas y espesura. Se podían seguir las huellas saltarinas de la luz que se colaba por el enrejado de las hojas, pero yo sabía que era un hada que andaba jugando y haciendo de las suyas. Decidí seguirla. Cada vez que le pisaba los talones escuchaba su risilla burlona en un lugar más distante, provocando que me alejara más. Yo sabía que quería perderme —eso cualquiera lo sabe—, pero lo que ella no sabía era que se enfrentaba con una auténtica diosa. Y que bastaba que yo soplara sobre mis pasos para que se dibujara el camino de regreso. Quiero decir que no tenía miedo de perderme. Y eso a algunas dríadas puede molestarlas, pero a otras las seduce todavía más. De pronto se hizo presente y descubrí que no era una sino todo un corrillo de mozuelas que revoloteaban alrededor de un hombre sin camisa que hacía leña con un machete. Una le jalaba el pañuelo que traía en la bolsa del pantalón, otra le tocaba el hombro para que se volviera, varias le movían los leños para que no atinara el golpe. Pero el hombre no se dignaba hacerles caso. Una de ellas, pensé que la que me había guiado hasta ahí, le susurró algo al oído. El hombre detuvo el machete y se volvió hacia mí. Se me quedó mirando unos instantes, como midiéndome. Oteó el horizonte libre de testigos y me invitó a que me acercara con un movimiento de cabeza. Yo me mantuve en mi sitio por más que las dríadas comenzaron a empujarme hacia él. Observé que tenía un gesto adusto y que si no lo obedecía, me amenazaría con el machete. Me di la vuelta y corrí. El hombre comenzó a perseguirme. La verdad es que era un poco juego y otro poco no. Sentía la fuerza de mis piernas, el furor de los movimientos del hombre a mis espaldas y escuchaba a las hadas gorjear por el sacrificio que se avecinaba. De todos modos, en mí crecía una excitación punzante como el aroma de ciertas flores, un deseo flotante que me llevaba a seguir huyendo para prolongar el goce de ser perseguida. No imaginaba que el deseo del hombre no tenía resquicios, era un solo impulso hacia delante, un acoso deliberado y sin contemplaciones. Llegamos a la vera del río, jadeantes, desfallecientes, apremiados. Él no había soltado el machete, y a mí me tenían las dríadas sujeta de los brazos. Di un paso hacia atrás, sobre una piedra que se asomaba al borde del río. El hombre soltó por fin el arma y se abalanzó sobre mi cuerpo dócil. Pero entonces la piedra cedió y caímos al río. No supe qué fue del hombre. A mí la corriente me llevó entre hipos y saltos para mantener el aire. Cuando desfilé por la zona del ágape familiar en una veranda que asomaba al río, alguien exclamó: “Miren qué bien nada esa niña...” Mi tía Demetria que me tenía a su cuidado, recordó: “Pero si Ada no sabe nadar”. Fue entonces que el soberano tío bajó corriendo la ladera, se metió en las aguas y me rescató.
Por supuesto, las hadas dejaron de gorjear.
II. Toda fuente
En todo corazón hay una llaga hay una flor, hay una zona de denso follaje y sombra...


ADRIANA DÍAZ ENCISO

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Me pasaba horas contemplándome al espejo. Miraba mis labios carnosos, el arco perfecto de mis cejas, los dominios de la mirada, los pómulos y el mentón altivos... una verdadera diosa. Mi hermano menor estaba de acuerdo. Me veía con devoción y arrobamiento. Se la pasaba hablándoles de mí a sus amigos. Como le dio por ser monaguillo del templo, también le contó al padre sunción, el capellán del feudo. Al grado que el reverendo quería conocerme. Cuando me vio por fin en el atrio, me confesó: “Pensé que eras más grande”. Yo me miré los senos que el día anterior habían empezado a desflorar y no le hice caso.
Otro de los amigos mayores de Serafín el Cordero comenzó a llamarlo “cuñado” y mi hermanito menor fue a contármelo. Unos días después, le propuso que nos viéramos en el atrio del templo porque aunque él no era monaguillo, tomaba clases de religión por las tardes. Yo había visto al amigo Tal que casi tiraba a pelirrojo, con sus pecas también rojizas y sus pantalones de tweed a cuadros que lo hacían verse muy elegante, y me gustó la idea. Ahora tenía un pretendiente cuñado de mi hermano y así se lo confié a Paloma, una princesa enana de mi salón de clases, con quien llevaba semanas de hacer buenas migas, algunas piezas de suculento pan, como quien dice, y hasta un turrón de lodo con almendras, para más señas. Paloma se mostró inquieta cuando se lo dije en el recreo: “¿Y qué piensas hacer, Ada?, me preguntó sin quitarme los ojos de encima. “Por supuesto que iré a verlo, pero... sin Serafín el Cordero”, le respondí mientras ella abría el pico en un gesto involuntario de asombro. Antes de que añadiera algo, continué: “Pero no iré sola. Tú vas a acompañarme. ¿Quieres?” La princesa Paloma me cubrió de besos con su pico. “Sí, lo veremos las dos”, gorjeó moviendo sus patitas.
He dicho ya que Paloma era diminuta. Tan pequeña que había que ayudarla con un banquito para que trepara al estribo de su caballo o se sentara en su nido. Pero era una delicia mirarle la boquita apetitosa o los capullos que tenía por senos y que se le insinuaban con los corsés de camiseta que había comenzado a usar por entonces. Nos dimos cita esa tarde en el atrio, después de terminar los ejercicios ortográficos y las sumas de quebrados que nos habían dejado de tarea. Cuando llegué, Paloma se hallaba ya conversando con el cuñado Tal, y bromeaba y sonreía cuando él se inclinaba para secretearle algo al oído. Apenas me vieron llegar, se apartaron un poco para hacerme sitio. Cuñado Tal propuso que jugáramos a las escondidas. Echamos a suertes quién empezaría a buscar. Me tocó a mí iniciar la cuenta con los ojos cerrados mientras ellos corrían a ocultarse. Tras varios intentos, di con cada uno sin mayor problema. Íbamos a echar de nuevo a suertes a quién le correspondería buscar de nuevo, pero el cuñado Tal se ofreció a hacerlo. Paloma se alejó dando saltitos rumbo al claustro, pero antes me lanzó un beso. Yo me metí en un confesionario. Pasaron minutos y más minutos sin que el buscador apareciera. Asomé la cabeza por entre las telas que me ocultaban pero no había nadie en la iglesia. Extrañada, salté fuera y comencé a buscar al buscador y a la otra forajida. Recorrí toda la nave y los altares aledaños pero no encontré ningún rastro. Finalmente, cuando estaba por darme por vencida y regresar a mi casa sin entender qué había pasado, escuché unos cuchicheos tras la puerta de la sacristía. Me animé a entrar y descubrí a Paloma en el hueco de un nicho. Por su tamaño, cabía perfectamente en el hueco, pero era obvio que cuñado Tal la había alzado para colocarla en aquel sitio del que sólo colgaba uno de sus piecitos desnudos. Cuñado Tal le había quitado la zapatilla y la calceta y le besaba los deditos de alabastro como si fuera un peregrino frente a una efigie. Afiebrada, Paloma dejaba escapar unos gemidos de su boquita apetitosa echa ya toda gula. Di un paso hacia atrás y mi cuerpo golpeó contra el marco de la puerta. Ambos se me quedaron mirando un instante. Cuñado Tal ordenó: “Cierra la puerta”. No supe si lo decía para invitarme o para que me fuera, pero no lo pensé dos veces. Me alejé dando un portazo que llamó la atención del sacristán que se aproximaba porque era casi la hora del rosario. Así fue como mi hermano menor se quedó sin cuñado y yo perdí las migas de pan y almendra que le había arrojado a una paloma que parecía una princesa que se hacía pasar por mi amiga.

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Había un escudero que me encantaba. A pesar de ser muy joven calzaba espuelas de plata y barba afilada. Mis hermanas decían que lo habían visto sin jubón una vez que lavaba el auto de su caballero padre y que su pecho era de vellocino puro. Yo sólo me lo había encontrado vestido pero su quijada recia, su cuello ancho que se resolvía en el comienzo de un pecho como coraza de armadura, me confirmaban una virilidad rotunda que me arrancaba suspiros rumiantes. No sé en qué momento se me ocurrió confiarle a Serafín Cordero que aquel doncel me subyugaba, pero la siguiente vez que lo vio pasar frente a nosotros, mi hermanito menor no se lo pensó dos veces: detuvo al escudero a unos pasos de mí y sin más preámbulo le espetó mientras me señalaba: “Tú le gustas a ella”. El escudero me dirigió una mirada de asombro, como si me viera por vez primera. Perdí todo mi aplomo de dríada y me volví transparente. Pero él siguió mirándome como si calculara el nivel de mis aguas. A partir de entonces comenzó a seguirme.
Una vez que andaba yo sola por uno de los pasadizos menos transitados del palacio, apareció y me cerró el paso. Sin darme tiempo a escapar, me tomó del brazo. Me preguntó entonces, forzándome: “¿Es cierto que te gusto?” Forcejeé con él y sólo conseguí que me hiciera más daño. Al borde del llanto, le dije: “No, no es cierto”. Me apretó más y preguntó acercando su boca a la mía: “¿De verdad que no?” Volví a negar con la cabeza. Sin soltarme, infligiéndome más dolor que era ya también gozo en creciente, inquirió: “¿Todavía no?” Sus labios en mis labios eran provocación de orilla. Ya podía sentir que las aguas me rebasaban y me envolvían, pero aún así, testaruda, inaccesible, repetí: “No...”
Me soltó de inmediato y lo oí alejarse arrastrando su espuela de plata y su barba ya para siempre esquiva.

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Jugábamos Rosa y yo en el patio de su palacio cuando llegó el par de Ángeles. Hay ángeles de distintos tamaños, sexos y jerarquías pero estas eran doncellas casi mayores. Nos invitaron a su casa y no pudimos negarnos: ¿quién puede resistir una proposición semejante? Nos tomaron de la mano, nos sentaron en sus piernas desnudas, nos dieron de comer en la boca papillas de nube y ralladuras de aire, nos dieron golpecitos en la espalda para hacernos eructar. Y entre tanto hacer (peinarnos porque éramos muñecas, frotarse las narices porque eran Ángeles esquimales), los roces deliciosos, ese cosquilleo en ausencia que van dejando los dedos o la lengua.
Decidieron bañar a Rosa: sus bocas de Ángeles se deslizaron por debajo del vestido, la camiseta, el calzón, sorbiendo la mugre y las manchas de mi cochinísima, marrana, puerca amiga. Sentí hambre. Miré en derredor y descubrí un plato de manzanas en el centro del mantel de flores. Alargué la mano y me llevé la fruta a la boca. Una de las Ángeles se acercó a mí, me miró con su mirada cristalina mientras yo succionaba la pulpa y pulverizaba su cáscara resistente. La otra ángel dejó a Rosa para ver cómo la manzana empezaba a desaparecer en el interior de mi boca. Pensé que, en su calidad de Ángeles, les resultaba imposible un acto de magia tan sencillo. Entonces me acorralaron.
“No debiste comerla. Sólo estábamos jugando”, dijo una de ellas. “Ajá, dijo la otra, ahora, ¿qué le diremos a nuestra madre cuando venga?”. Yo quise decirles que no era para tanto, se trataba sólo de una fruta, pero ellas cernieron sobre mí la espada de los pecados capitales. Me encogí de terror y la manzana cayó de mi mano, irremediablemente mordida. Me sacaron de su casa. Yo les pedía perdón, les sugería que acomodáramos la manzana de nuevo en el platón con la huella de mis dientes oculta. Pero ellas seguían con vuelo firme atravesando el patio, rozando con sus alas el cubo de la escalera que conducía hacia la casa de Rosa. Iban a acusarnos.
A unos cuantos escalones del abismo, Rosa suplicó por ambas.
—Por favor... por favor...
Los ceños fruncidos de las Ángeles no se desarrugaron. Rosa insistió:
—Voy a decirles algo... un secreto.
Las Ángeles alargaron sus cuellos y agitaron levemente sus alas. El silencio se extendió como una cuerda. Esperaban.
Rosa dijo casi en un susurro:
—Dios castiga a las ninfas malas.
Las Ángeles se enderezaron como si en verdad un rayo de Dios tonante las hubiera alcanzado.
—¿Eso es todo? —y se rieron con esa carcajada sonora y hueca que me reveló su verdadera esencia.
—Mejor vámonos, son tan... infantiles.
Y se marcharon abrazadas. Rosa y yo las vimos desde el balcón del rellano: seguían riendo. Les busqué las colas puntiagudas pero fue inútil: sus alas les cubrían los talones.



14

A las Ángeles terminaron por expulsarlas de la escuela. Fue un episodio lastimoso porque la prefecta se encargó de difundir los detalles. Se habían dado cita con unos tritones del turno vespertino en la bodega que estaba cerca de los baños de doncellas. Luego de libar néctar y ambrosía y fumar cigarrillos de fama rubia y delicada, se habían dejado tocar por los mancebos ya audaces en cazar pescadillas y hasta alguna que otra sirena. La prefecta, alertada por una infanta de quinto grado que quería cobrarse los desplantes que habían tenido las hermanas con ella, los había encontrado a unos en otras, con las ropas y las carnes en desorden. La verdad es que, aunque me daban miedo, a mí las Ángeles me gustaban. Eran mellizas muy parecidas pero no iguales. Una más morena que la otra, otra más engreída que la una. Y ambas traían siempre una tiara de flores en la cabeza para marcarles a los demás su condición de diosas. Con esa dignidad fue como salieron de la escuela, sin bajar la mirada, ni esconder la cabeza entre los hombros. Eso sí, iban siguiendo a sus padres que las escoltaron hasta la salida, en medio de una corte de curiosos y malpensados. No alardeaban como en otros momentos de sus encantos, pero para quien quisiera mirarlas con atención, era evidente el suave compás de sus colas punticurvas balanceándose más allá de sus níveas alas.
Muy pronto una de ellas tuvo un querubín, con alas de ternura pero cola de pescado, y cuando lo amamantaba en su regazo, era la más perfecta madona así en la tierra como en los cielos: el rostro pleno de gracia por el placer que le infligía la caricia hambrienta de su pequeño amado.

            15

El tritón tuvo que hacerse cargo de la Ángela melliza y su vástago, aunque él tampoco era todavía mayor de liviandad. Lo contrataron de ayudante de cocinero en una posada. Le decían: “Pinche tritón para acá... Pinche tritón para allá”. En venganza, él les preparaba una receta producto de sus no pocas andanzas oceánicas cada vez que podía. Los contertulios, cuando probaban el potaje, apenas conseguían llegar a sus casas, urgidos por hundir a sus mujeres en la tina de baño, o de plano, lanzarse de culo al mar.

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CALDO LARGO DE COLA DE SIRENA


Ingredientes:

            1 sirena, vivita y coleando.

            Agua de mar.

            1 jitomate.

            1 cebolla.

            4 dientes afilados de ajo.

            Hierbas de olor.

            Culantro muy picado.


Sabido es que el pez por la boca muere,

pero a la sirena hay que pescarla con

un anzuelo en el que habrá de

disponerse un peine de

ámbar. Una vez que

la haya reservado

en la pileta de la

cocina, cuídese

de mirarle la

punta de la

aleta caudal,

o

de lo contrario,

nunca llegará

a preparar

el delicioso

caldo de

cola de

sire

na


*

            17


Me solía pasar cuando contemplaba a la belleza, máxime que no sabía que esa era su manera secreta y paralizante de actuar. Siempre es así: la belleza actúa sin perdonar. Aquella vez que la vi, también me provocó asombro, deseo boquiabierto. Se erguía plena de ternura y suavidad. Turgencia erecta. Me miró con su único ojo, cíclope desbordante, enhiesto depositario de todo anhelo.
No por desconocida la belleza me dejó de maravillar. Tenía una boca, me interpelaba como un pez. Jugamos entonces boca a boca. Y yo a besarla y ella a dejarse besar. “Es propio del amor el saber sin haber aprendido”, me susurró en la oreja un escarabajo zumbador, pero yo seguí con la mía. A acariciarla y vuelta a besar. Era también una muñeca dócil. Al final, se quedó dormida entre mis manos. La contemplé como un narciso desmayado, pero yo sabía que volvería a despertar.

            18

Por él supe que esta boca es mía. No la línea de esas princesas pálidas y desfallecientes, sino labios reventados y punzantes. Probé a ensangrentarlos de rosa tiziano, rojo primordial, violeta de los vientos, granate ciruela. Así dispuestos, adonde fuera se convertían en señal. Los faunos me decían: “Pase usted por acá...” y me señalaban su bulto de auténtico vellocino cabrío. A mí me gustaba verles las patitas poderosas de animal, pero sólo me reía de sus intentos. En cambio un muchacho que viajaba en el metro me hizo trastabillar: miré que entre la muchedumbre descubría mi boca y adentro de él otra boca comenzaba a aullar algo como un dolor, una sed hiriente. Le hice una señal para que descendiéramos juntos en la siguiente estación. Lo esperé junto a la pared de mosaicos debajo del gran reloj central, mientras el grueso de las cohortes terrenales se dispersaba rumbo a sus diarias labores.
Temeroso, desfalleciente, el mancebo tocó mi boca y sin que fuera preciso nada más, yo morí en la punta de sus dedos.

            19

Un día organizaron un baile en el palacio. Mis hermanas se prepararon confeccionando trajes de ondinas de marea alta y las hermanas de Rosa tejieron guirnaldas de diente de león que con cada vuelta exhalaban su esplendor. Dispusieron para cada quien una pareja de baile según los dictados de su antojo. A mí me tocó un chambelán salamandra de sombras tornasoles pero que se encorvaba a cada paso como si siempre estuviera disculpándose. Miré al acompañante de Rosa con saquito de librea y sus botines de charol relucientes y no pude contenerme. Arrojé a mi salamandra al fuego de la chimenea para que al menos ahí luciera su tintura tornasolada en todo su fulgor, y me acerqué a la posición de mi amiga y su compañero. Aunque ensayaban tomados de la mano, me apresté a separarlos. “Tú te vienes conmigo”, le ordené al chico de los botines. Rosa me miró con asombro: “Pero si tú ya tienes a tu salamandra con manchas de oro y carbón”. Era mi amiga pero daba igual: “Pues yo quiero al tuyo”, le dije resuelta. El suyo me miró con ojos sonrientes de membrillo codiciado. Yo lo tomé de la mano y comencé a conducirlo a mi lugar. Rosa me detuvo: “Si te lo llevas, no volveremos a ser prendas íntimas”, dijo mordiendo un pedacito de amenaza, con más dolor que enojo. “Pues así será por siempre jamás y todas las vestiduras celestiales”, contesté tajante y me llevé al membrillo de botines de charol. Bailó conmigo toda la noche y Rosa tuvo que contentarse con la salamandra que había yo arrojado al fuego de la chimenea para que ardiera más. Mi bailarín de botines rebosantes me miraba con veneración, feliz de que dispusiera de él a mi capricho. Al final lo cambié por unas pulseras fosforescentes que otra de las infantas me ofreció. Me alejé en dirección al patio y su laberinto de setos y pasadizos. Hasta allá me siguió Rosa que también había abandonado a su salamandra saltarina. “No te entiendo, Ada, ¿por qué me haces esto?” La miré a los ojos donde un fulgor de lágrimas se apretaba contenido: “Ay, Rosa. No sé qué decirte. Es que somos yo y mi voluntad.”

            20

Me gustaba nadar en el mar de la tina. Surgir sirena o diosa con el agua adhiriéndose amorosa a mi cuerpo desnudo. Sus manos líquidas delineando la plenitud que bullía en cada uno de mis resquicios. Sus boquitas sedientas hacerme cosquillas o abrevar el misterio de mi piel anfibia. Me sumergía en las profundidades, con el eco del corazón como único faro. Emergía con el gozo de la primera respiración y el primer vértigo. Permanecía tanto tiempo en el agua —piratas me raptaban, engullía yo embarcaciones en el abismo de mi furia—, que los dedos de pies y manos se llenaban de diminutas caracolas ásperas y rugosas.
En una ocasión estaba yo encadenada a un acantilado. Una bestia marina saldría de las profundidades clamando por mi sangre, pero los céfiros me tranquilizaban: un jinete alado vendría a rescatarme. Ya emergía la monstruosidad con su cuerno de unicornio escamado, ya me revolvía yo medio cuerpo fuera de la tina, contra la piedra inclemente a la que cadenas me tenían esposada, ya la bestia se relamía los bigotes saboreando la carne nacarada de su víctima, ya gritaba yo a los impertérritos cielos excitada por el juego y la espera. Entonces apareció David entornando la puerta del baño pero en vez de la honda que lo caracterizaba, traía un yelmo cobrizo, una espada fulgente en la diestra y calzaba unos tenis grises pero alados. Con la punta de la espada apartó la cortina de humo y enfrentó a la fiera. Se quedó petrificado como si hubiera visto el rostro del abismo. Articuló en un hilo de voz: “Sólo estaba jugando con Serafín Cordero y los otros delfines a las escondidas...”.
Yo seguía con los brazos en alto, las manos sujetas por grilletes. “¿Qué te pasa? ¿No puedes moverte?”, preguntó mi héroe todavía asustado. Apenas un susurro, le solicité indefensa: “¿Podrías quitarme las cadenas?”.
Pero él no se atrevía a moverse. “Nunca he estado cerca de una mujer desnuda”, repuso al fin.
Me deshice yo sola de cadenas y grilletes y tomé su rostro en mis manos. Entonces le dije: “Pues yo nunca había estado con un héroe de a de veras”.
Por supuesto, salió corriendo tan pronto lo besé.

            21

Tenía yo una amiga vegetal, medio vampira ella. La habíamos llamado Clarimonda porque su entraña bulbosa y secreta se transparentaba en el matraz de vidrio donde tía Aura la tenía en parte sumergida. A Clarimonda le gustaba mi sangre. Tres gotitas cada vez que iba a visitarla no eran nada comparadas con la petición de un mancebo mi primo. La súplica de Clarimonda era silenciosa y se acompañaba del perfume espeso que casi me hacía olvidar el ruido de la gota de mi sangre obediente al romper el silencio del agua. La súplica del mancebo primo, en cambio, tenía ojos lastimosos de perro desfavorecido e iba acompañada de esos arrebatos suyos que lo hacían aprisionar mi pubis por encima del vestido cuando tía Aura no estaba a la vista.
Era extraño pero ambos olían mi sangre a distancia. Sólo percibirme, y la excitación de Clarimonda era tal que alguna de sus flores caía y perturbaba la tranquilidad del agua. El púrpura de sus propias flores o la turbulencia que estas provocaban al caer, seguro la engañaban porque los pelos absorbentes de sus dos raíces comenzaban a moverse antes de tiempo. Pero Clarimonda no toleraba las burlas ni la falta de sumisión a su singular vampirismo: despedía una emanación más intensa y entonces mi voluntad se deslizaba gota a gota.
Con el mancebo mi primo era diferente. Dos años mayor que yo, algo tan secreto como las entrañas bulbosas de Clarimonda le inflamaba cierta parte del pantalón y las ganas que dormían con él y que se le despertaban apenas verme.
El mancebo primo no, pero yo sí por ser ninfa. Mis hermanas graznaban cada vez más en aumento: no juegues a las coleadas, no bajes las escaleras con pasos tan largos, camina como una diosa celeste: derechita y no te distraigas. Una caída podía rasgar el secreto que sin ser yo Clarimonda también guardaba. Mejor entretenerse en la cocina, en la biblioteca o en el herbario de tía Aura. Mejor aún con Clarimonda sustraída del herbario y trasplantada a un frasco de vidrio con mucha agua y sin nada de tierra para mirar mejor y comparar los secretos.
El mancebo primo sí, pero yo no porque él era cazador. También a él lo alcanzaron los secretos; o mejor dicho, los secretos de su oficio. Quizá por eso un olfato de vampiro, semejante al de mi amiga vegetal, le azuzaba la mirada con toda su jauría de perros irreverentes apenas atisbaba el perfil de mi mano decantarse sobre el vientre cristalino y teñirlo momentáneamente de rojo. U olfatear el perfume espeso que mi doble raíz hendida emanaba a borbotones.
Un día hubo que el olfato de mi primo el cazador mancebo hizo de las suyas. Tía Aura se había ido al doctor y no llegaría hasta la noche. Clarimonda también parecía haberse dado cuenta. Los estremecimientos en uno y en otra al percibir mi cercanía me confirmaban en esa certeza; me producía vértigo saber hasta dónde podrían llegar. De seguro me imaginaban una corza semilla. Desconocían el esfuerzo de días en que lo más fácil hubiera sido abandonarse por entero a cualquiera de sus súplicas. Intuían que por entonces ya era más sombra que sus deseos en penumbras.
Ignoro cómo consiguieron ponerse de acuerdo. La complicidad que puede trabarse entre una planta vampira y un primo cazador de sangres. El resultado fue mi muñeca derramándose sin medir el precipicio, mi doble raíz abierta de par en par. En ambos casos algo estalló. Una, dos, tres; mil o un millón. El oleaje del mar fue expirando dentro de mí.

            22

Me observaba con embeleso, veía mis ojos rasgados, las cejas bien dibujadas, el afilado óvalo del conjunto, los labios carnosos que se parecían a los del soberano padre. Me gustaban tanto mis labios que probaba a acariciarlos con la punta de la lengua y a mordérmelos hasta que se amorataban como una ciruela recién mordida. También probaba a peinarme de diferentes modos, a asumir poses de estatua del templo, a probarme las túnicas y peplos de mis hermanas mayores. Para que dejara de contemplarme, me habían contado la historia de un primo lejano: Narciso, moribundo de amor por su propia imagen. También probaron a decirme que mis labios podían corregirse si metía un poco el labio superior hacia adentro: “Podrías tener una boca de efigie clásica”. Yo las miraba como si estuvieran locas y les respondía: “Mira tú lo que puede hacer la envidia. Ustedes tienen boca de pez, todo lo que me digan será al revés”. Y me mantenía fiel a mi culto. Debo confesarlo: mi mirada en el espejo era el más amoroso y violento de los besos.
(De hecho, si levanto la vista ahí está ella contemplándome desde la superficie acuosa del espejo. Ahora sólo espero, quietecita a que sus manos se extiendan para desabotonarme la blusa y la falda del colegio. Cada dedo que me roza va probando mi condición de estatua de marfil. Uno, dos y tres, así, el que se mueva pierde el fin. Inesperadamente expertos, sus dedos despiertan abismos sutiles de la piel. Un gemido, de uno u otro lado del cristal, provoca que el espejo tiemble y se estremezca en ondas inusitadas. Ella está ya por salir, pequeña Anadiomene del manso oleaje mercurial. Su belleza me lleva a doblar el cuello, a dejar caer lo que resta de ropa. Los menudos hombros al aire, un tibio pudor y orgullo también. Entonces imploro: primo Narciso fragante, no permitas que muera sin tus flores. Ya ella se aproxima. Deposita el beso de su mirada en la punta de mis pudores. Ahora soy yo la imagen del espejo que se remueve en ondas de placer acuoso. Más... más... Sus palmas extendidas y mis manos, su boca y mis labios, su lengua y mi saliva, sus senos en mi pecho. Bebo en su aliento el olor dulce y acre de mi sangre.)

            23

Asomarse al fondo del agua con el corazón fuera de sitio. Las manos atadas a la espalda para jugar una sospecha. No sentía miedo. Había aprendido que el horror era tan deleitable como la belleza. Recuerdo otros recuerdos: filos reptantes de piel áspera me rozaban los sueños; una podadora me atravesaba sin ruido y sin dolor; manecitas transparentes de salamanquesa me hurgaban la boca hasta convertirla en espuma. Ignoro por qué pero siempre me mantenía firme: la piel arremolinada en un solo atrevimiento. Solamente ojos me inclinaba sobre el borde para tocar la punta de un asombro.
Frente a mí una mascada luminosa se hundía en el agua con la indiferencia de una puesta de sol. Toda labios atrapaba la tela húmeda para refrescarme una sed no sospechada. Apenas jalar y una línea de tensión dibujaba una mascada en abandono a su nuevo destino. Pero a punto de salir algo la detenía. Jalé más fuerte sólo para reconocer las patas de un insecto prendidas a su luminosidad engañosa. El insecto se resolvía en mariposa. Repentinamente sus alas doradas agitaron una agonía en el filo del agua, rebelándose contra la muerte que es toda entrega. También en mí un impulso que no era voluntad sino abandono y obediencia me llevaba a jalar nuevamente con los labios. Lenguas habían decretado que el polvo de las alas de una mariposa ciega. Esas maldiciones no me alcanzaron: mis ojos desaparecieron y no fui sino un pliegue de mis propios labios, esforzándome por preservar intacto el oro de sus alas para que luego encandilara y cegara a otros. Jalaba, entonces, la mascada-mariposa pero cuando estaba a punto de sacarla del agua, algo volvía a retenerla. Seguí tirando sólo para descubrir la boca de un pez que aprisionaba un ala de la mariposa. Desde una profundidad abisal, los ojos membranosos del pez provocaban una repulsión que hipnotizaba. Descubría entonces, fascinada, que se trataba de mi propio rostro.

            24

(Duerme que vela encendida. Tu luz irradia oscuridades del deseo. Estoy aquí, pero no sé dónde. Escucho pasos que vienen hacia mí. Entonces huyo. Un jardín desbordado me esconde entre alhelíes y banderas y hojas-lanza de lirio. El cuarto del jardinero emite una luz vagabunda. Quiero entrar pero un candado me lo impide. Una ventana lateral me obliga a ponerme de puntas para alcanzarla. Desde ahí, observo al jardinero de espaldas que engrasa una podadora. Sus dedos se deslizan sobre las aspas sin cortarse. Un temblor me sacude las rodillas mientras el hombre hurga el interior del artefacto. Saca rondanas, mete tornillos, pequeños muelles saltan libres y al final la podadora escurre aceite por todos lados. El hombre echa un vistazo antes de salir: tengo que agacharme para impedir que me vea. Por fin se acerca a la puerta. Su cabeza roza el marco: tan alto y grande es. Lo sigo hasta el interior de una casa inmensa. Lleva manchas de grasa en los pantalones y de una de sus manos cuelga una gota de aceite. Subo escaleras tras él; en silencio, me confundo sombra en sus huellas. En el descanso de las escaleras un jarrón chino tiene atrapado a un dragón. Su bocaza es oscura como mi cuarto a solas por la noche cuando los cocodrilos reptan bajo las camas. O a lo mejor son dragones diminutos, lagartijas o salamanquesas con su doble maldición: si tocas su transparencia te perseguirán durante el día y también durante el sueño. Yo no he tocado ninguna con la mano. Pero los ojos también tienen tacto. Por eso estoy aquí, sin poder moverme, en esta oscuridad de la que mis ojos se alimentan y desde donde puedo ver al jardinero llegar al piso de arriba, donde, ahora lo sé, está una recámara que reconozco como propia. Quiero escapar, bajar las escaleras a saltos antes que sea demasiado tarde. Inútil. En vano. Noche luminosa de los cuerpos que se palpan y conocen y crepitan y se maceran implacables. Ahora sí sé dónde estoy. Aquí frente al jardinero que planta un árbol con flores de mi interior.)

            25

Jugábamos a ser mayores. Nos calzábamos las zapatillas de nuestras respectivas matronas, nos calábamos las medias de seda, nos fajábamos el liguero con cintillas, ajustábamos los sostenes de copa rellenándolos de algodones. Estaban de moda las pelucas y las madonas solían tener al menos una. Las intercambiábamos: a turnos éramos la rubia platinada superior o la pelirroja rompecorazones. Nos probábamos los collares largos, los aretes más vistosos, y desfilábamos en las pasarelas de las camas. Por supuesto, echábamos llave para que los hermanos y hermanas no fueran a sorprendernos frente al espejo.
“Perla” tomó su nombre del collar de varios hilos que prefería por encima de los otros. Elegí “Ámbar” por un prendedor de la soberana madre en forma de mariposa, pero sobre todo porque la palabra “ámbar” resonaba oleajes en mi oído. También nos maquillábamos con todas las sombras, coloretes y bilés del tocador imperial. No siempre éramos Perla y Ámbar. Del diario retomábamos la apariencia de una princesa y su paje, sobre todo a partir de la vez que nos descubrieron y nos prohibieron repetir el carnaval.
Entonces decidimos obrar con mayor cuidado. Aprovechar las ausencias familiares sólo cuando conseguíamos que nos dejaran en casa por un castigo o por exceso de tarea. Un poco de mayor edad y decidimos salir a la calle. Aún resonaban en nuestros oídos los piropos, las escenas de celos de otras diosas, el deseo testicular de súbitos Príapos, faunos y donceles, cuando regresábamos al palacio. Claro, nos habíamos esmerado en el arreglo. Vestidos entallados, zapatillas de aguja, el porte real que le habíamos visto a otras princesas y modelos. Para rematar nos pintamos una bella boca rojo carmesí y luego nos dimos un beso de espejo antes de salir al bosque.
Tomadas de la mano parecíamos un par de enamoradas. Las ninfas siempre despiertan desasosiego pero debo reconocer que Perla se llevaba los laureles y el mirto. Aunque hubiera que rellenarle más el sostén, o acomodarle el bulto de la entrepierna para que su vientre luciera plano. Los sátiros la miraban y ya no tenían reposo. Los otros dioses desempolvaban disfraces y metamorfosis para atisbarla mejor.
Y por supuesto llegó el día en que un águila de legendaria memoria descendió hasta ella y la estupró. “No hay mayor placer que el del abismo. Disolverse. Dejarse horadar...”, me confesaría después como la buena amiga, la melliza de sí misma, la hermafrodita que a fin de cuentas era.

            26

Tal vez porque había escuchado de mi amistad con Clarimonda, mi hermanito menor, mi consentido Serafín Cordero, comenzó a proponerme que mutuamente nos hiciéramos unas chupaduras de vampiro. Probábamos a succionar con dientes y labios sobre la piel del otro y el resultado se revelaba en unas huellas cárdenas que figuraban una boquita amoratada —granada: boca ensangrentada—, y más allá de la piel, el placer torbellino de dejarse sorber por el goce y la voluntad del otro, sumirse en su asombro laberinto de ecos abisales. Un hermano de Rosa que era bachiller consumado y que como ya iba a la alta universidad casi no veíamos, nos miró las huellas sin entender cómo nos las habíamos infligido, pensando en traumatismos más severos. Yo le aseguré que eran besos vampíricos y que si quería podía sembrarle uno. Aguijoneado por la curiosidad o porque alguna vez había jugado a la reata y algo como una ola de viento lo empujaba a saltar por más que se diera aires de pesado, me pidió repentinamente uno en el cuello. Yo apliqué toda mi ciencia y potencia: chupé profunda, entregada, amorosamente. Al contacto de su piel, al succionar su turgencia, fui por entero una boca que se perdía en la espiral de su propia función y goce. El resultado fue ejemplar: la línea de unos labios en ojiva abierta dibujados con tinta sangre en el músculo terso, tenso, expectante del bachiller hermano mayor de Rosa. Supe en ese momento, como si el eco de un recuerdo me hubiera dado un coletazo letal desde dentro, que su nombre completo me pertenecía sólo a mí, que lo amaría por toda la eternidad, que el beso vampiro no lo había despojado de la vida a él como solía suceder en las leyendas, sino que me había convertido a mí en una sombra deseante de los misterios de su aroma. Y claro, tuvo que desaparecer para que yo entendiera más de los misterios de su aroma.*

            27

* (Ps. Se me olvidaba decirte que, a pesar de todas mis muertes, todavía te sueño. Claro, en un mensaje de tan pocas líneas como el que escribí antes de despertar, cómo dar cabida a las turbulencias que aún provoca tu aroma. Pero cuando te sueño no te pareces. En cada sueño eres alguien diferente. No sé cómo es que a la postre termino por entender que siempre se trata de ti.
Por ejemplo, el sueño donde te creí mi soberano padre. Íbamos por el sendero de arena que conducía al arroyo. Las hormigas se me subían a las chinelas que él me había regalado en otro sueño cuando era niña. Me retrasaba el cosquilleo y papá regresaba su mirada paciente a mis pasos. Entonces me subía en sus hombros y mi cuerpo era una sonrisa que florecía en cada milímetro de la piel. Llegábamos por fin a la orilla. Mis chinelas eran barquitos de seda china que me hacían flotar en el agua. Papá me las quitaba para que me hundiera bien. Abajo del agua, su rostro ya no era el que yo conocía. Ahora era un rey tritón con sus barbas cuajadas de perlas y corales. Me daba un peine de ámbar para que le desenredara cada hilo. Al hacerlo una música desconocida se desprendía de sus barbas. Y cada acorde era una vibración que se acomodaba en mi costado haciéndome cosquillas. “Detente, papá”, le decía adolorida por tanto goce. En respuesta, él se transformaba en un pez de escamas azules que nadaba a mi alrededor con suaves coletazos. Me decía en una voz de ecos abisales que no sé cómo conseguía yo entender: “Súbete a mi grupa”. Al obedecerlo y sentir la piel jabonosa entre mis flancos, me daba cuenta de que no se trataba ya de mi padre. Boca sin labios, ojos membranosos e hipnóticos, cabalgadura a prueba de princesas, pero me percataba de que eras tú.
O la vez que te confundí con la vendedora de flores, con mi hermana Teresa que acababa de dar a luz, con el gato del vecino francés que nunca aprendió a hablar bien español aunque llevaba treinta años de vivir en México...
Pero este dilatado post scriptum no es sino el recuento de mi reincidencia. Ahora que el día hiende espadas de fuego, sé que dejaré para después este mensaje perenne dirigido, en el sentido más literal, al hombre de mis sueños —que es, por supuesto, otra manera para referirme al hombre de mi vida, que es, ¿necesito insistir?, el hombre de mi muerte—. Siempre deseé morir y que mi muerte de ninfa no fuera sino un río desbocado hacia tu reencuentro. El epitafio perfecto sería ese que escribiría alguna vez en una novela, uno que dijera de mi muerte única y personal: “Su cuerpo no la contiene”. Así, incontenible, fuente toda, voy a despertar para encontrarte. ¿Cuál será ahora tu nuevo rostro en fuga?)

            28

Tendría que decir que, sobre todas las cosas, me abismaba su aroma. Era un asunto de cabalgar nubes, de alientos cortados por el hachazo sutil del instinto, y de pronto el vértigo mismo de la sangre: sonoro, táctil, veleidoso, envolvente, animal. Me salían patas y bocas por toda la piel y al golpe de hélice de una nueva emanación de sus fábricas de aroma, las patas se volvían élitros, alas, membranas volátiles, y la abeja zumbaba embebida de su secreta miel. Bastaba pasar a su lado para volverme carne, jugos, obediencia, para intoxicarme y olvidarlo todo. Por eso comencé a seguirlo. El bachiller acudía a mítines con otros donceles y doncellas rebeldes que conspiraban para cambiar el reino de este mundo. Por fortuna, en mi calidad de fuente, era yo capaz de transparentarme hasta parecer invisible.
Fue en una de esas reuniones que el bachiller que después sería también Arcángel Mayor, como más adelante se verá, conoció a una sirena fata de cabellera de algas rojizas y se enamoró de ella. Yo podía percibirlo porque su olor se hacía más intenso, casi dolor, casi fuego en cuanto la avistaba. Y por supuesto, yo me inflamaba con él, pero su amor también me dolía, me quemaba.
Tuve que huir la primera vez que se besaron, temerosa de incendiarme con ellos.

Pero más tarde reincidí. La tentación de que su aroma recorriera mis laberintos, arrecifes donde la sangre golpeaba tumbos ignorados, fue mayor. Se encontró con la sirena fata en un mitin de silencio: eran caravanas de muchachos y doncellas con pancartas que vociferaban indignación, pero de sus labios no brotaban las palabras. Algunos hasta parecían médicos y socorristas celestiales con el esparadrapo o el parche que les clausuraba la boca. Pero cuando el bachiller hermano de Rosa y la sirena fata de algas rojizas volvieron a encontrarse, el mundo se volvió relámpago.
Los vi tocarse, fundirse en un beso, hablar su lengua de piel e instinto. Entonces, en consecuencia, a la par, por primera vez, de mi fuente brotaron chorros de fuego y no agua castálida y cristalina. Sabía por experiencia ajena que hay ninfas de todos los saberes y sabores. Ninfas del bosque, ninfas de los ríos, ninfas de los mares, ninfas de los aires y la alta montaña, pero no que todas en algún momento manan y se trasmutan en incendio.

(Como aquella con cuyo cuerpo incendiado se fundó una ciudad: una sirena alada que, transformada en llama ardiente, se arrojó al mar porque un hombre llamado Ulises se resistió a su canto.)

            29

Lo que de verdad te penetra te pertenece, murmuraron entonces los céfiros a mi oído.
Hacerlo propio no es tarea de titanes. Primero, porque lo involucra a uno en un terreno de profundidad incandescente; segundo, porque sólo hay un placer mayor a esa pasividad voluntaria y soberana de la entrega. Tercero, porque te permite vislumbrar tu muerte con ojos serenos.
Hacerlo agua y fuego vivos no es tarea de titanes y hecatónquiros, sino oficio de ninfas, sirenas, tritones, cervatillos, sátiros y todo aquel capaz de entregar en el sometimiento el laurel de su victoria.
Lo que de verdad te penetra, te toca, te hiere, te hurga, te traspasa. Se vuelve tuyo. Murmuraron las dríadas impelidas por los vientecillos. Me dejé llevar también. Me arrastraron hasta el claro de un bosque, que era lago, que era valle, que era plaza. Me hicieron flotar como un beso tenue en el filo del agua. Después, abrieron las compuertas para que me abismara.

            30

Ada fue una ciudad vehemente como el deseo que le dio origen. Esto se cuenta de su fundación: los cazadores de una tribu tuvieron un mismo sueño y una misma sed. Vieron a una muchacha que dormía en las aguas de un lago. Soñaron que la forzaban y que ella, sin despertarse, respondía a sus caricias y a su violencia. La tomaban una y otra vez pero ella no despertaba del sueño de agua y ellos en realidad no la poseían.
Al despertar, los cazadores buscaron aquel lago. Peregrinaron de un sitio a otro pero no encontraron rastros del sueño y, en cambio, su sed por la mujer iba en aumento. Un día, exhaustos, llegaron a un valle rodeado de montañas y volcanes. Entonces la vieron: una muchacha de agua dormía recostada en el lecho del valle. Los hombres corrieron a su encuentro pero cuando creían tenerla entre sus manos, sólo tocaban el agua cristalina.
Decidieron permanecer ahí donde un espejismo casi había hecho realidad su sueño.
En la construcción de la ciudad cada uno recordó a la ninfa: la gravidez de las caderas, el horizonte de su rostro, sus párpados tenues; también la brutalidad del asedio, la violencia al someterla. Así, lenguas de tierra y argamasa penetraron las aguas, barcas afiladas rasgaron los canales recién formados, palacios y chinampas flotaron como besos perennes. Los cazadores, medio cuerpo en el agua, se volvieron pescadores. Y en las redes que arrojaban al lago las noches de luna llena, intentaban apresar aquella ninfa de plata que brillaba en la superficie del agua.
Hoy Ada es una ciudad extinta como el deseo que le dio origen. A fuerza de buscar poseerla, los pescadores y los viajeros, siempre sedientos, terminaron por beberla.
Hoy los visitantes se detienen en alguna de las montañas áridas que rodean el desierto. Sólo aves rapaces, cactáceas y reptiles se asientan en sus arenas ardientes. Entonces los visitantes huyen: presienten el cuerpo de la mujer de agua que dormía en el lecho del valle y se descubren una sed rotunda y desesperanzada, capaz de secarles el alma.

            31

Como eran alados y se rebelaron, los hicieron pasar por ángeles réprobos. Se negaron a tomar la mano que el padre celestial les tendiera desde su torre erecta. Ellos eran puros e inocentes, pero no tontos. Así que la rechazaron, a la mano, a la cerrazón con que mentía esa mano, a su falta de corazón. El hermano de Rosa estaba entre ellos. Tenía el grado de Arcángel Mayor aunque sólo fuera un bachiller de diecinueve. Como el resto, acudió a la Plaza de los Sacrificios, ahí donde el padre celestial había dispuesto a sus huestes demenciales para acorralar a los rebeldes, y lo inmolaron.
Ese otoño de aciaga memoria comenzó la epopeya. Apenas el olor de la sangre y la pólvora se extendió desde la Plaza de los Sacrificios, la gente del pueblo, los padres, los hermanos, las novias, los amigos, los enemigos, los desconocidos se levantaron en armas en la ciudad de los palacios y los castillos en el aire de la región más transparente. Hasta los querubines tomaron parte en la lucha llevando y trayendo mensajes entre los insurrectos; pequeñas ninfas vertieron gasolina en la calle de las Delicias, por donde tenían que alejarse los tanquecitos de plomo, y les prendieron fuego; donceles imberbes asaltaron barricadas con botellas de petróleo ardiente en las manos. El pueblo agraviado sostuvo la lucha de la indignación. “¿Por qué peleas tú?”, había preguntado la periodista Rosa Falaci a un joven combatiente. La respuesta fue una mirada que taladró la vergüenza de la reportera por preguntar cosas tan obvias. “¿No te queda claro?... Pues por la libertad”. Se les llamó los Combatientes de la Libertad: había burócratas, tronos, enfermeras, potestades, obreros, serafines, señoras de vecindad que declararon también: “Es que esto no se le hace a los hijos de la Patria, a las hijas del Reino soberano”.
En las calles de Oprobio Mayor, bajo el Castillo de la Inquisición y para perpetuar su memoria, se descubrieron los cuarteles infernales de la policía subterránea. Eran galerías de varios pisos de profundidad, con muros de concreto de un metro ochenta de espesor, puertas que cerraban herméticamente, instrumentos rudimentarios de tortura, todo un sistema de sótanos que se extendía hasta la sede celestial.

Estudiantes con cananas en bandolera, empleados de las cantinas y centros nocturnos de la zona, albañiles de ocasión que solían ofrecer sus servicios a un costado de la nave alada de Catedral, vaciaron camiones de armamento y se apercibieron de ametralladoras y granadas de mano.
Para cuando el padre celestial y sus huestes pudieron reaccionar la revuelta se había extendido más allá del valle. Durante esos días de libertad, sólo abrieron algunas tiendas de víveres; cines, bancos, teatros y restaurantes permanecieron cerrados. Aparecieron nuevos frentes de lucha y también nuevos periódicos. Los jóvenes llevaban poemas, noticias, artículos y escenas de la guerrilla a los diarios.
Al hotel Embajadores, donde se hospedaban la mayoría de los heraldos internacionales, llegaron rumores sobre la intervención militar del reino del país vecino. Se decía que avanzaban seiscientos tanques y treinta mil soldados y marines. Al amanecer del día de la invasión, desde las montañas del Tepeyac y de Chapultepec, cañones extranjeros bombardearon la Ciudad de los Palacios hasta convertirla en el Valle de los Escombros. El comunicado que repitieron los altavoces declaraba: “Nuestras tropas están restableciendo el orden. Los soldados y oficiales invasores somos vuestros desinteresados amigos”.
Al finalizar la acometida militar de ese día cientos de cadáveres yacían en las calles del Epicentro junto a montones de cascajo, cristales, cartuchos gastados y cascos vacíos de municiones. A despecho de las enormes pérdidas, la gente mantuvo una lucha desesperada y valiente. Trabajadores, virtudes, estudiantes, soldados desertores, dominaciones, padres y madres de familia, juraron resistir hasta el fin. Cada día se decían unos a otros: “Mañana todo habrá terminado”, pero mientras tanto, arremetían con furia contra los tanques y fuerzas militares.
La reportera italiana atravesó la línea de resistencia y se introdujo en una zona cercana a la sede celestial, donde proseguía vivo el combate. Rosa Falaci, prima de Oriana y del Amadís de Gaula, escribiría más tarde en una crónica de la resistencia que se publicó días después en tabloides de todo el mundo:
Los tanques merodeaban por todos lados y las balas perdidas me obligaban a caminar encogida. Me aventuré en una calle, Delicias, sitio de encarnizadas luchas. Un Combatiente de la Libertad, un joven que traía una molotov casera en las manos, me gritó que me largara de ahí.
Minutos después pasé frente a un hotel derruido. Era el cuartel general de un destacamento de guerrilla en la Plaza de la Corregidora. Mientras los tanques estaban sólo a la vuelta de la esquina, varios jóvenes de no más de veinte años rasgueaban las culatas de sus ametralladoras como si de verdad fueran guitarras. Al acercarse los tanques, se guarecían en el interior del hotel, donde había un depósito bien abastecido de armas, así como obreros y estudiantes prestos a deslizarse por la acequia del Pirú para seguir la lucha si el hotel era atacado. Al mirarme con la cámara al pecho me invitaron a ver al comandante, un muchacho apenas mayor que ellos que traía una sotana enfundada en pantalones militares. Reconoció que la resistencia era desesperada, pero dijo que resistirían hasta el fin. Afirmó que dominaba y dirigía la lucha en la zona. Como me mostrara descreída, me envió con el muchacho de la molotov a recorrer “su” territorio. En el trayecto aproveché para hacerle unas preguntas al joven combatiente. Mi entrevistado tenía diecinueve años, había nacido en un pueblo de Michoacán, pero desde niño había emigrado a la Ciudad de los Palacios extintos. Se había iniciado en el movimiento por equivocación: uno de sus cónclaves amorosos había tenido lugar en el desaparecido Museo de Antropología, de donde había partido la histórica Manifestación del Silencio. De hecho, el teniente Arcángel Mayor —así lo llamó el comandante cuando le encargó acompañarme—, reconocía que los mítines eran el lugar perfecto para noviar y conocer muchachas. De uno a otro acto, la cita podía ser: “Nos vemos en la próxima manifestación”. Así conoció a Ondina Menor, una ninfa sutil en su forma de manar pero resuelta en sus afluencias. Era una lástima que no hubiera llegado dos minutos antes, me decía el teniente Arcángel Mayor, porque se había ido a ligar soldados invasores para atraerlos a zonas de emboscada. Ondina había salvado al teniente durante la masacre de la Plaza de los Sacrificios escondiéndolo en el lecho de su seno de río subterráneo. Ahora, combatían juntos.
Dos semanas después, era evidente que la lucha había terminado, aunque la resistencia continuara en zonas aisladas. La periodista italiana terminaba su nota así: “La revolución fue vencida, ahogada en sangre y enterrada entre ruinas y mentiras, pero...”

(—¡Detente! Ya no inventes más —gritó Rosa tapándose los oídos para no escucharme—. ¿Entiendes? ¡No más!
—Pero Rosa... Podemos darle otro final, componer el mito —le dije saltándome páginas de un libro del Arcángel Mayor que había quedado fuera de las cajas adonde habíamos metido parte de sus cosas.
—¡Qué mito ni qué ocho cuartos! Eso sucedió en el reino de Hungría en 1956, así lo dice el libro. Dámelo de una vez.
Y me lo arrancó de las manos para destrozarlo. Cuando terminó de deshacerlo —en algunas tiras que quedaron regadas todavía podía leerse La tragedia de Hungría—, me espetó con odio:

—No vuelvas a componer la historia. Tus cuentos no sirven de nada. Aquí la gente no hizo nada después de la matanza, ni se levantó en armas, ni clamó por la verdad, ni mi hermano es ningún Combatiente de la Libertad, ni mucho menos tú eres una Ondina menor, ni tampoco pudiste salvarlo. Es más: aquí no hubo muertos ni heridos. No hubo cuerpos ni sangre... Yo nunca he tenido un hermano llamado Arcángel Mayor. Yo no estoy aquí y tampoco te conozco. Es más: no te veo.
Como si sus palabras fueran hipnóticas, comencé a desaparecer. Me busqué las manos y el cuerpo pero sólo encontré el vacío. De seguro soñaba, porque así de fácil resultaba desmaterializarme. ¿Volverse invisible nada más que por no estar de acuerdo y dar otra versión de la historia? En cambio Rosa sugería que eso pasaba por hacerse cómplice con la indiferencia y el olvido. Sentí una rabia que me devoraba y creo que por eso no me disolví del todo. Yo que siempre había creído que ser invisible era un don... Pero en todo caso, ¿por qué sólo a mí? Miré a Rosa alejarse para siempre. Entonces me dije: Debiera haber legiones de invisibles.)

            32

Todo era fuente pero también herida. Fulgurante. Resplandeciente. En ese entonces me daba por sangrar todo el tiempo. Todo me tocaba y me desbordaba. Los seres, imágenes, sombras, intenciones me hincaban sus dientes dulces y afilados. Yo me dejaba hacer: que la vida hundiera sus dientes en mi carne dispuesta que comenzaba a tatuarse de cicatrices luminosas. La belleza y su rostro oculto de Medusa acechaban por todas partes. Y yo manaba. Fluía con el mundo. Ignoraba pero empezaba a descubrirlo: que el espanto y la belleza podían ser las caras intercambiables del Paraíso.
III. Después del Paraíso
...y vendrá el atardecer del domingo, y el guardabosques silbará bajo su ventana...


VIRGINIA WOOLF

            33

En ese entonces le daba por tocarme todo el tiempo. Era un bardo de un mundo ajeno. Asistía como yo a las tertulias de artes trovadorescas que se organizaban en el Palacio Central. Ahí llevé mis primeros cuadernos de noche, poblados de sueños y constelaciones: los deslumbramientos iniciales, los más recientes llamados de la sombra. Él se mostraba ligeramente interesado: me miraba desde sus lentes de microscopio y se mordía los pelillos del bigote en una mueca extraña y autodevoradora como si se estuviera comiendo sus propios labios. No me lo dijo frente a todos, sino después, cuando se ofreció a acompañarme en el trayecto a mi casa. Se sorprendía de que siendo una simple ninfeta tuviera tal poder con las palabras. Lo miré desde el remolino de mis aguas mansas. No lo sabía él, pero yo era una diosa arcaica. Bastaba que escribiera “luz” para que el mundo se deshiciera en paraísos trémulos e inexplorados.
—Pero no conoces el semen... —me espetó a bocajarro en medio de una sonrisilla doctoral y condescendiente. Luego añadió entre paternal y disculpándose—: Se nota por la parca descripción que hiciste en tu historia...
No pude contenerme. Tengo primas Amazonas, soy de estirpe de Dríadas, y si me rascan un poco tengo sangre de Ménade a la primera provocación... Arremetí entonces:
—No los he visto de todos los colores, pero sí los he probado de muy diversos sabores —murmuré con una osada sonrisa tutti fruti para ocultar mis doctos conocimientos de Diccionario Larousse, de donde efectivamente había abrevado una descripción vasta y general.
No pudimos continuar en esa ocasión porque ya estábamos cerca del feudo familiar y en la parada vi descender a mi hermano Azrael que regresaba de su trabajo en el alto Olimpo, con el saco en el hombro y la corbata y el malestar del transporte público en el puño. Me despedí como pude de mi bardo y corrí a su encuentro. De todos modos, mi hermanito mayor ya me había divisado y me amenazó con prohibirme ir a las tertulias si no me acompañaba Serafín el Cordero menor. Padre celestial estuvo de acuerdo e impuso su venia y su sello. Bonita me veía yo con todos mis años de liviandad precedida de mi paje. Al grado de que el maestranza de la tertulia prefirió incorporar a mi hermanito menor el consentido para que también hiciera coplas y piruetas propias. Serafín se divertía con sus recién descubiertas dotes de juglar improvisado y así pude yo desaparecerme con mi bardo en un pajar cercano varias veces. Una tarde, mientras él componía dulces baladas en el laúd de mi vientre, me confesó que regresaría a su mundo ajeno. Que me amaba pero que debía fidelidad a una alta señora con quien se había comprometido en mieles y saberes. Yo no respondí nada: me gustaban sus lecciones de juglaría en mi cuerpo, me divertían sus frases de picardía aséptica e hiriente, me distraían sus lentes de escrutinio microscópico, pero no estaba enamorada. Entonces, ante mi silencio, de buenas a primeras me espetó:
—¿Y qué piensas de la virginidad?
Me di cuenta de que me la adjudicaba como una marca indeleble. Escurridiza, quién era él para hurgar en mis laberintos sin mi permiso, le respondí:
—¿Por qué lo preguntas? ¿Es que te gustaría perderla conmigo?
Me miró con furia y la dulzura del laúd se templó con embestidas y violencia. Pura ansia de dominio y entrega. Fue también un duelo de ojos abiertos. Yo no quería dejar escapar la victoria sin mirarla en su goce. Entonces, cuando el relámpago se descargó en su interior, mi bardo ajeno cerró los ojos completamente cegado. Vi cómo su rostro se dulcificaba y sentí a mi vez la alegría de los paraísos primeros. Nos mantuvimos unidos un tiempo que quedó anulado en gerundios, sin prisas, sin pronombres.
—¿Cómo supiste mi secreto? —me preguntó por fin cuando ya nos habíamos separado y tanteaba en el pajar sus calzas y el jubón.
Lancé un suspiro sobre su espalda desnuda, donde una brizna de paja hubiera podido pasar por una pluma recién nacida. Muy docto, muy bardo de otras tierras y otras damas, y no se había percatado.
—¿Es que no lo sabes? Siempre somos vírgenes...

            34

Yo, diosa, capullo, fuente, declaro: he amado a este hombre desde toda la eternidad —aunque, sobra decirlo, acabo de conocerlo—. Apenas intenta sentarse a mi lado en el avión con su portafolios incluido y ya conozco la gravedad con que se toma las cosas importantes, sus trabajos de Hércules contemporáneo, cuando su corbata pregunta: “¿Puedo aterrizar a su lado?” Le sonrío apenada porque tendré que quitar todo mi tinglado del asiento y apresurarme para que no descubra un pedazo de pan con miel y ambrosía que he dejado envuelto en una servilleta por si me apremiaba el hambre. ¿Aterrizar ha dicho? Dudo un instante. Pero si yo sé que debajo del traje lleva alas. ¿Empleó la palabra para el asiento o para mi cuerpo?
Su sonrisa me convence. Entre ambos ponemos orden, recogemos las migas y por fin se cala el cinturón de seguridad. Apenas a tiempo antes de las turbulencias. Entonces su mirada se vuelve un naufragio que urge mi mano. Se ha transformado de súbito de héroe disfrazado en traje de oficina en un chiquillo: le tiendo la mano y comienza a apretarme como si fuera yo su única salvación. Cierro los ojos mientras el vértigo me crea remolinos por dentro. En el bamboleo el héroe a quien he amado desde toda la eternidad roza sus labios en mi pelo. Abro los ojos: su nariz me apunta excitada. Sigue apretándome. Casi grito cuando un tumbo del avión nos hace brincar de los asientos.
Por fin regresa la calma. El avión se desliza para aterrizar. Cuando la azafata nos comunica que ya podemos quitarnos los cinturones, el hombre de mi vida me planta de súbito un beso en la mejilla y me da las gracias. Toma su portafolios y se aleja antes que los otros pasajeros comiencen a levantarse. Su figura se pierde en el pasillo.
Veo su asiento vacío a mi lado. Se ha dejado una pluma fuente que debió de salírsele del saco. La acaricio y la hago manar tinta sobre mi palma.
Es todo lo que me resta del mítico hombre a quien he amado desde toda la eternidad.

            35

“Quiero tu pubis de nínfula”, dijo mi hombre mientras conducía el auto que nos llevaría esa noche hasta su casa. Después de recogerme en el aeropuerto se había dirigido a un restaurante donde cenamos sonrientes y silenciosos. Bueno, la verdad es que las miradas también nos alimentaron luego de meses en los que sólo habíamos mantenido contacto por teléfono y correo electrónico.
Con certeza, sólo sabía tres cosas de él: que le gustaban los autos deportivos, que no bailaba tango aunque era argentino y que le apasionaban los libros que hablaban de la memoria. Había sido arriesgado viajar para conocerlo pero me decidió su indecisión, su escamoteo de agente viajero pernoctando en diferentes ciudades, su irrefrenable postergar nuestras citas.
Una mañana tomé el teléfono y lo enfrenté: “Iré a California...”. “¿Cuándo?”, me preguntó sobresaltado. “Cuando tú estés...”. No tuvo más remedio que aceptar.
Entre los preparativos del viaje una amiga me sentenció: “Cuidado porque los argentinos prefieren ninfas depiladas”. Ante mi sorpresa, ella insistió: “Sí, depiladas, rasuradas, ni un pelo en la sopa o cuando más una raya a lo Hitler...” Me negué rotunda: “Pues por ahí empezaremos a discrepar. O me acepta con pelos y señales o no habrá trato”.
Pero mi deseo crecía conforme los días que nos separaban para el encuentro se deshojaban. Alguna vez él me había dicho que desde su departamento se veía el mar. Imaginé que mi deseo era una marejada que se alzaba hasta el piso 22, que mi hombre abría la puerta del balcón y que mi ola gigantesca lo inundaba.
Salimos del restaurante y jugamos en el trayecto. “Te voy a devorar toda la noche”, amenazó sin miramientos. Me besaba en los altos y toqueteaba mis senos y mis piernas. Ya casi para llegar escondió su mano en mi pubis y lanzó su súplica que era orden que fue promesa: en sus manos volvería a ser púber otra vez.
Urgidos por tanta espera comenzamos a desvestirnos desde el elevador. Apenas entramos al departamento me condujo al baño entre besos y caricias sedientas. Entonces me apartó un instante para hacerse de tijeras, rastrillo, espuma. De modo que no era mentira. Obediente, lo dejé hacer. Se aplicó a la tarea de rasurarme como si podara un jardín de flores: cuidadoso, intransigente. En el espejo descubrí que mi pubis, albeante salvo por una misericorde línea central, sonreía con un virginal pudor neofascista.
Me cargó en brazos hasta la cama. Comenzó a besarme con besos cortos y saltarines. Me tocaba con una delicadeza vehemente como si fuera yo una muñeca de porcelana y temiera romperme. De pronto, se detuvo: al pie de la cama hincó la rodilla y me ofreció hacerme un pastel, llevarme al acuario, mostrarme el final del arco iris si me abría de piernas y lo dejaba contemplarme.
Mi pubis esbozó una carcajada franca, gozosa, impúdica para él. Yo me saboreaba su fascinación, su mirada eréctil que me esculpía como una estatua viviente. No pude resistir más. Al borde del naufragio, intenté atraerlo hacia mi interior para que juntos nos ahogáramos. Mi hombre dio un salto hacia atrás. Su cuerpo antes vigoroso era ahora el de un chiquillo: “Nunca he violado a una niña”, gimoteó incapaz.
Una hora más tarde estaba de regreso en el aeropuerto. Me marché con mi deseo. Tan intocado como una núbil ninfa adolescente.

            36

Este hombre despierta mi hombre. Llega tarde a la cena de autores a la que he sido invitada. Inapetente, apenas si he tocado un par de bocadillos. Saluda y entre el alboroto, queda a mi lado. Es sencillamente un encantador. Toca su flauta y ya me bamboleo y salgo de la cesta. Su olor me abre.
Platicamos sin ocuparnos de los otros: de las anguilas que discurren ciegas por su deseo en un libro de Cortázar, de los mingitorios del Bar del Diego “tan inodoros y límpidos que se podría beber agua de ellos”.
De pronto me pasa la mano por debajo de la mesa. Descubre el bulto que sólo para algunos me crece. “No sabía que las mujeres tuvieran pene”, susurra a mi oído. Siento la presión en la entrepierna, casi dolorosa, y le sonrío porque también ha despertado mi hambre. Un camarero coloca un plato de cerezas y ambrosía en la mesa. Tomo uno de los frutos entre mis dedos y, golosa, comienzo a devorarlo.
Mi hombre se levanta y se dirige al baño. Luego de unos segundos en que contesto una pregunta de otro de los invitados, me excuso para ir al tocador. Abro el que no me corresponde. Ahí está mi hombre. No se sorprende al verme pero tiembla y se sonroja con una fiebre repentina. Me aproximo a él y le acaricio sus tímidos senos de doncella encantada. Por fin despiertan. Le digo: “Vaya, vaya... están crecidos” y me inclino a sorberlos.
Mi hombre gime rotundamente abierto. Con urgencia, palpa otra vez mi bulto de fauno, cada vez más hambriento. Ahora sus ojos son una súplica ardiente. Entonces le ordeno: “Date la vuelta”. Sus manos se apoyan en el borde del mingitorio mientras le confieso: “Ahora sí, voy a comerte...”.

            37

Volvimos a encontrarnos después del Paraíso. La verdad es que nunca habíamos perdido contacto del todo aunque nos expulsaron a los dos de la misma forma vergonzante que la pareja original. No me habían formado del barro de su costilla, pero éramos primos consanguíneos y nos separaban siete años de edad. A escondidas del resto de la familia, conocí con él que el asombro y el abismo son hermanos incestuosos de la pureza y las alas. Agazapados debajo de la cama, ocultos en un clóset, me presentaba un soldado firme y yo descubría refugios para guarecerlo. También era un dedo silencioso y cómplice, terso como una pluma, que me arrancaba la sonrisa apenas tocarme. Por supuesto mi primo tenía un nombre de ángel superior pero de nada le valió cuando nos descubrieron y nos arrojaron del Jardín de las Delicias.
Fueron pasando los años. Yo sabía de sus andanzas de ángel caído, sus afanes de fauno irredento, él llegó a enterarse de mis veleidades con la escritura de papiros. Siguieron otros aprendizajes, nuevas cicatrices, viajes por el mundo interior. Un día volvimos a avistarnos en una fiesta del feudo familiar. Reconocí en su mirada silenciosa y cómplice que seguía siendo mi dulce ángel tutelar, mi tierno fauno de la guarda.
Lo cité en mi departamento unos días después. Conversamos y bebimos sin prisas, sin interrupciones. Llegado el momento preciso, lo conduje a mi recámara. Toqué su bulto por encima de la ropa. Me miró un poco sorprendido, pero los dos sabíamos que no tanto.
—Cuando fui nínfula, no me dejaron elegir... Pero ahora soy yo la que decide. ¿Lo prefieres en el clóset, abajo o arriba de la cama?
Unas horas después, con su dulzura de ángel irredento todavía perenne en mi entraña, supe por qué vale la pena sobrevivir al Paraíso.

            38

A este hombre le gustan las nubes límpidas y los cielos azules. Corre en las mañanas en el parque que está a espaldas de su casa; no fuma, se duerme temprano. Es un hombre saludable.
Llega a mi casa montado en una sonrisa. Se preocupa por mis días y mis noches —si avanzo en mi trabajo, si duermo bien a pesar de la luna llena—. Es un hombre atento.
En sus labios radiofónicos, toda mujer es por principio de cuentas “una dama”. No me pregunta “¿quieres algo?” sino que opta por un refinado “¿gustas esto otro?”. Le agrada sentirse un hombre educado.
Adora los buenos modales, las actitudes positivas, la música clásica más melodiosa, las diosas que saben servir una mesa —como soy maleducada, neurótica, prefiero a Bowie y P. J. Harvey y puedo ser la menos bendita entre todas las mujeres, supongo que también ha desarrollado un gusto por las excepciones—. Eso sí, ama a ultranza y a trasmano y trasmontadamente los arco iris —a pesar de que el día que nos conocimos, yo le advirtiese: “Ningún arco iris es del todo inocente. Míralos ahora haciéndole guiños a la diversidad gay... Aunque, claro, reconocí, todos lo somos un poco”—. Es un hombre tolerante.
Bastan unas cuantas cosas para hacerlo feliz. Ya lo dije: nubes límpidas, cielos azules —aunque en esta ciudad sean escasos—, noches estrelladas, un poco de lluvia fresca, la sonrisa casi imposible de una vendedora de boletos del metro. Es un hombre bienintencionado.
Casi siempre que camina a mi lado no le cuesta mayor esfuerzo adaptarse a mi ritmo: lo mismo si me agito entre centellas hormonales que si me acuno con el céfiro. Puede conversar con mi soberana madre y terminar dándole la razón sin hacerme sentir traicionada. Es un hombre razonable.
Por supuesto, sabe que me gusta un poco de violencia cuando hacemos el amor y me fuerza sólo hasta el límite de hacerme creer lo que yo quiera. Para qué negarlo, sin aspavientos, no será un veleidoso Zeus, no será un Indra de mil bocas, pero es un buen amante. Tiene un cuerpo delgado aunque vigoroso. Si lo contemplo desnudo por atrás, sentado en el borde de mi cama, la doble luna de sus nalgas de donde emerge, descomunal, la envergadura de su espalda, me provoca fantasías sin aliento. Entonces lo abrazo con la fascinación de poseer por fin todo lo que me hace falta. En ese sentido, pero también en otros, es de pies a cabeza un hombre fálico. Si tuviera que mandarlo hacer a la medida, sería exactamente así: siempre desnudo y visto de espaldas: enhiesto depositario de mi deseo.
También es cierto que casi bostezo cuando enhebro nuestros días de nubes sosegadas y cielos aborregados, cuando la melancolía lo invade y su mirada aúlla verdes prados más allá de la montaña mágica. Su tristeza suele ser en esos momentos rumorosa. Sentados en la terraza a la que da su estudio, con un té de menta entre las manos, nos miramos resignados, sabiendo que cada uno ha sobrevivido al otro, sin invasiones ni tormentas excesivas.
Entonces, de súbito, un par de palomas se posan juntas en la reja que nos separa de la calle. Él las observa sin pestañear. En sus labios aflora, encarnada, violeta, subida de tono, una obscenidad sobre la amatoria anal de las aves. Una pareja de novios se detiene al otro lado de la reja y entonces surge, cantarina, otra vulgaridad. No se ha movido ni un milímetro: ahí están su sonrisa educada, su tono radiofónico, su aire comprensivo. De todos modos sigue siendo un hombre sutil.
Me agrada su familiaridad, la manera en que me confía esos pensamientos sucios y me hace cómplice. Ajá. Pero una vez que el asunto empieza, el mundo y su gente, los animales y las flores, los artefactos y las cosas, el universo entero se convierte en ensamblaje de un gran orgasmo estelar. Todo entra y sale, aceitoso, en una mecánica febril. Y él consigna los apareamientos, el acoplarse y embonar de cuerpos y objetos de un modo tan suave, tan entusiasta, tan educadamente. No puedo evitar un cierto grado de consternación y sonrojarme: a fin de cuentas yo soy siempre una ninfa de aguas transparentes. Entonces me confía: entre sus amigos —cuando se sienten solos y sin riesgo—, después de contarse mil y un ciento de procacidades y chistes de cantina como los que sólo se atreven a decir los hombres entre ellos, mi hombre de cielos límpidos se lleva el reconocimiento mayor. Con admiración, le dicen ellos: “Tú sí que estás enfermo...” Y me cuenta todo esto con una sonrisa de arco iris, de esas en que se montan los hombres gay y los que no lo son tanto, cuando se sienten plenos.
Es un hombre contento. No puedo ver su sonrisa porque justo ahora acaba de sentarse en el borde de mi cama. Un rayo de luz se cuela por las cortinas e incide como una flecha lúbrica en su espalda. Cualquiera diría que ha descubierto mi fascinación por esa parte de su anatomía y que le gusta que lo admire así: erecto, carnoso, vertebral. Yo acaricio ahora la hondonada de su nuca, deslizo la boca por la cadena montañosa que articula el ancho vigor de su espalda y que culmina en el arco iris dual de su trasero. Entre mis labios palpita gloriosa su alegría cuando le escucho suplicar con fervor, dulce, reverencialmente: “No te detengas, paloma emputecida.”

            39

Era alto y erecto como la verga de un barco. Su profesión no estaba relacionada, sin embargo, con la marina sino con la medicina. Fue mi ginecólogo cuando estuve embarazada. Tenía manos grandes y dedos largos que palpaban mi interior. Sus ojos presagiaban la melancolía del marino que ha hurgado todos los mares en busca de la imposible perla de los vientos... Qué remedio: lo amé desde el fondo de mis entrañas. Nos citábamos cada mes; después, cada semana. No era yo la única que suspiraba. En la sala de espera del consultorio otras diosas, flanqueadas por maridos ingenuos, aguardaban ansiosas su profanación.
Una vez, cercano el parto, me auscultó y mi vientre curvo se precipitó en leves oleajes. Su rostro emergió excitación entre mis piernas mientras deslizaba dos de sus largos dedos. “Ya casi, Ada...”, susurró a modo de promesa.
Yo quería estar en mis cinco sentidos cuando tuviéramos por fin el esperado encuentro: deseaba un parto psicoprofiláctico, sin anestesia, sin la violencia de ser rasurada, sin corte quirúrgico para evitar desgarramientos. Él me escuchaba con paciencia mientras desviaba la vista hacia el ventanal del consultorio como el vigía que sabe que, aunque la encuentre, no dará jamás con la tierra prometida: antes de mí, de cada cien mujeres que lo intentaban, sólo una llegaba al final. Las enfermeras y el constante repiqueteo del teléfono nos interrumpían. Pero sí: él me ayudaría y juntos arribaríamos a buen puerto.
El plazo se cumplía. Lo desperté en la madrugada y quedó de alcanzarme en el hospital. Su ayudante me auxilió con las respiraciones mientras el anestesista intentaba seducirme con la promesa de aminorar el dolor. Pero no era para tanto: cada centímetro de dilatación me traía a la mente la brisa de su mirada. Por fin llegó y me alzó en brazos para cambiarme de posición. En realidad, me izó con él hasta el lugar del vigía donde avizoré el mar y la isleta al fin posibles. Me tendió en la camilla, me separó las piernas y se inclinó para masajearme en una caricia intensa que me quitaba el aliento. Al borde del grito me confesó: “Tengo que hacerlo para que no te desgarres... ¿Recuerdas que así lo querías?”
No pude resistirlo más. De pronto mi cuerpo se abrió y un relámpago se deslizó como un pez luminoso entre mis piernas. Jadeante, le entregué mi goce. Lo recibió con sus manos inmensas y unos ojos que eran la brisa triste que sopla el deseo colmado. Se dio la vuelta y entregó mi orgasmo a la enfermera que, diligente, lo envolvió en pañales.
Lo vi un par de veces más y confirmé el naufragio: nuestra historia de desamor entre una diosa y un mortal por fin había comenzado.

            40

“Quiero hacer el amor con estas dos mujeres”, dijo a mis espaldas el que sería mi nuevo hombre por el resto de la noche. Estábamos en medio de una fiesta de amigos mutuos pero yo ni siquiera había reparado en su presencia, de modo que lo enfrenté ajustándome los anteojos: no, no parecía haber tomado alcohol en exceso como para desenfocarme y convertirme en dos. Sólo su sonrisa volátil recordaba la alegría de los aviones cuando están a punto de alzar el vuelo.
—¿Y cómo sabes que somos sólo dos? —le contesté porque me había puesto de buen humor su modo de abordarme.
—Pues yo sólo veo dos: tú y la de la orquídea...
Me hizo gracia. Por la mañana, inexplicablemente, el cajero del banco había confundido mi nombre con el de Orquídea.
—¿Y dónde se supone que traemos la flor esa que dices?
Él murmuró en mi cuello:
—No está a la vista, pero si nos alejamos un poco, puedo mostrártela...
Salimos de la estancia rumbo al jardín frondoso. Tras unas palmeras de abanico, intentó besarme. Lo esquivé:
—Primero la flor...
—La flor o la vida, ¿no? —contestó apuntándome con el índice como si fuera un revólver del viejo oeste. Tras otra sonrisa que alzaba el vuelo, me confió:
—Lo siento pero ya no puedo mostrarte la flor. Esa mujer se fue. Ahora te acompaña una chica con un gato, bastante huraño, por cierto.
Hice un gesto de desencanto. Sus manos ingresaron en los bolsillos del saco, dispuesto a emprender la retirada.
Los hombres que se declaran vencidos me dan rabia y ternura. Lo detuve.
—Espera... ¿Cuántas mujeres más hay?
Me miró a los ojos y escudriñó como en una bola mágica.
—A ver... Regresó la de la orquídea... Veo a una altiva perra afgana... Hay una ninfa del bosque que lleva su propia fuente... Hay otra que trae un látigo... ¿o es más bien una tremenda cola? —dijo e intentó inspeccionarme por detrás.
Lo detuve en seco: la vulgaridad puede ser deliciosa pero la reservo para los momentos más íntimos, no antes. Estaba por alejarme cuando me tomó por la nuca. “Está bien... tú ganas. Eres única”, dijo y me obligó a recibirlo. Por supuesto, sonreímos toda.

            41

Nunca había hecho el amor con un príncipe. No era especialmente guapo pero tenía un aire indolente de haber pasado por todo, esa suerte de condescendencia con que uno pensaría que mira la realeza desde su trono.
Le ayudaba que todos sabían de su pasado ilustre, heredero de una de las casas de Europa central que por azares de un destino socialista en vez de hacerse mecenas como sus antepasados, tuvo que trabajar para sostenerse a sí mismo convirtiéndose en un escritor sarcástico de los regímenes y de las ideologías.
Cuando me lo presentaron en un congreso de escritores y me retuvo la mano entre las suyas, giré su antebrazo pues en esa piel interior se reconoce mejor el color de las venas. En efecto, las suyas eran azules. Yo había leído que en otros tiempos la gente del pueblo, acostumbrada a la falta de baño, veía a los acicalados nobles y les atribuía una realeza de sangre por el simple hecho de que sus venas se transparentaban en la piel limpia, sin rastros de mugre ni sudor. Él entendió mi gesto y giró entonces mi brazo señalando el cauce cerúleo que se ensanchaba en la muñeca. “Tú también eres de sangre azul...”, sonrió en un inglés fragmentado. Así que nos reconocimos.
A pesar de las deficiencias del lenguaje —él sólo hablaba húngaro y alemán y masticaba un poco de inglés— conseguimos comunicarnos. También ayudaba el hecho de que todos se plegaban a sus deseos: era el invitado de honor en el congreso y además, su currículum con abolengo le sacaba a la gente ese espíritu servil y de clase que obra hasta en los más revolucionarios. Así que bastó que hiciera ademán de: “Quiero a la princesa Ada a mi lado” para que el organizador del encuentro fuera por mí a mi mesa y me dispusiera un lugar al lado del aristócrata escritor durante la cena de clausura.
Antes, sólo había habido escarceos. Miradas cálidas y sonrientes que casi recordaban las buenas maneras con que la realeza otorga la gracia de su aquiescencia. Bueno, también un encuentro intempestivo después de la mesa de presentación de otros colegas, en que se me acercó por atrás y acarició mi nuca. De seguro, pero no se me ocurrió entonces, buscaba el lugar exacto donde podría caer la guillotina. De todos modos no dejó de extrañarme la manera con que se concedía el derecho de estirar la mano y tomar lo que se le antojara. Me di la vuelta con un pudor que rayaba en el rechazo: “Por menos de eso, en mi reino ya te habrían cortado la mano. ¿Acaso en el tuyo no saben que para llegar al cuello de una mujer hay que esperar a que ella misma lo doblegue?”
Sonrió porque no había entendido más que a medias mis palabras, pero sí por completo mi actitud. Sus ojos brillaron sed de cacería. Supuse que así se les iban los ojos a los nobles de su raza tras una gacela esquiva en los bosques donde antaño se ejercitaban en el arte de la cetrería.
También hubo ocasión para que se diera el lujo de ponerse romántico: luego de mi lectura, cuando llegué a mi habitación, me encontré con una flor aposentada en la almohada. Junto a la flor, una hoja de papel con unas líneas a mano plagadas de diéresis. Lo había escrito en otro idioma que ambos sabíamos yo no conocía, pero era obvio que se trataba de un poema. “Vaya, vaya, me dije, así que los nobles también pueden ser galantemente cursis”, y sonreí halagada.
Sin embargo, fue hasta la cena de clausura que ya no me dejó escapatoria: tomó mi mano y no la soltó más que para besarme y tocarme primero al pie de las escalinatas que conducían a las habitaciones, después en la suite que como personaje de honor le habían destinado en el hotel. Sus besos eran golosos y no pude evitar pensar en esos “bocados reales” que ineludiblemente uno no puede dejar de llevarse a la boca por más que no se tenga antojo. Lo mismo me pasaba con él. No me atraía particularmente pero me intrigaba un prejuicio de clase: ¿había algo diferente en la manera de hacer el amor de un caballero noble?
Confieso que sus maneras amatorias eran delicadas en extremo. Tal vez nadie me había hecho el amor con tanta suavidad y esmero. Como si quisiera dejar en las actas de mi cuerpo el sello de su real proceder y poderío. Por supuesto, para evitar problemas —cómo sería eso de ir dejando bastardos por todos los pueblos del orbe—, en el último momento se vertió fuera de mí.
Durante los minutos que tardamos en salir del Paraíso, comenzó a acariciar mi nuca doblegada.
—¿Sabes que la decapitación era un privilegio de los nobles? —farfulló mi príncipe entre un inglés primitivo y la suerte de mímica que habíamos adoptado para comunicarnos.
Asentí. En un libro sobre el doctor Monsieur Joseph Guillotin me había enterado que, aunque no había sido el verdadero inventor del instrumento que lo hiciera famoso, había propuesto su uso para aminorar el dolor de los condenados a muerte. Así, sus esfuerzos sirvieron más bien para “democratizar” la decapitación por cuchilla que antes sólo se concedía a la realeza: poco antes de la Revolución francesa también los plebeyos pudieron morir de un modo menos innoble como antes por la horca o el garrote.
—¿Sabes también que a las amantes se las mandaba matar si hablaban demasiado? —me dio a entender con un gesto con el que selló mis labios con sus dedos para después hacer la seña de un corte en el cuello.
Sonreí porque ambos sabíamos que no había amenaza real de por medio. Al contrario, era un Casanova y le agradaba que su fama se extendiera más allá del Danubio. Prometí recordarlo en mis memorias de ninfa como uno de mis cortesanos más avezados. Entonces me tomó por el cuello, buscó mi nuca y dejó caer debajo de la segunda cervical un beso cortante que fue pacto e invitación para reiniciar el sacrificio. Por supuesto, me doblegué no a su majestad y poderío, sino a mi propia potestad y deseo.

            42

Mi hombre no se conforma con sentar en sus rodillas a la belleza. En vez de decir piropos a las mujeres, les arroja sugestivas y exóticas flores del mal.
“Quiero tu pubis de niña”, fue el nenúfar de aguas turbias que le escuché murmurar a un hombre que me impartió mis primeras lecciones de ninfulomanía.
“Me encantaría hacer el amor con estas dos mujeres”, fue un ramo de narcisos que me regaló un editor que había adivinado la multitud contradictoria de mujeres que me habitan.
Uno de los más recientes se lo debo a un hombre diestro en el acto de hurgar. Sin que nadie se diera cuenta caló mis sandalias y descubrió en mi pie izquierdo el dedo rebelde que sólo para algunos hombres me crece. Una flor de iris, morada y mórbida, salió de sus labios cuando me dijo: “No sabía que las mujeres tuvieran dedos tan perversos”. Así que me había visto, tocado, manoseado sin que yo me diera cuenta. Supe entonces que la violación comienza con la mirada... Y los piropos, como las flores, los poemas y las canciones, son una forma de sublimarla.

            43

Confiaba en él porque había sido mi ginecólogo, mi atlante, mi hombre ideal. Ya lo he dicho, alto y hegemónico como la verga de un barco. Volví a verlo después de varios años. Para entonces era un hombre mayor pero, tan pronto detenía la mirada en un cuerpo, seguía exudando esa animalidad certera e irrevocable del instinto. Nos habíamos encontrado en un bar cercano a su consultorio, en una zona lujosa de la ciudad, con rascacielos y palmeras de boulevard. Entre sus dedos expertos jugueteaba un whisky en las rocas. Cada vez que posaba sus ojos en mi persona podía aún sentir rastros de aquella rosa de los vientos que alguna vez marcó mis días, dejándome sin voluntad y sin aliento. Tenía que pensar en otras cosas, distraerme con los bocadillos de jamón serrano, para ensordecerme a ese pulso abismal, unívoco, perentorio del deseo y sus bocanadas todavía húmedas y ardientes.
Pensar que tantas mujeres habían pasado por sus manos de obstetra irredento y voyeur consumado... “Ustedes guardan un secreto...”, comenzó a decirme con esos ojos transparentes que parecían no tener fondo y que la desnudaban a una de toda ambigüedad. Tras darle un largo trago a su bebida, me confió: “Todas ustedes vuelven a su estado original cuando se entregan”. El reservado doctor K, de indudable cepa germánica, continuó: “Ninfas dulces e inocentes... La verdad es que todas las mujeres, aun las más ancianas o las más fieras, se transfiguran y recuperan esa gracia de criaturas celestiales cuando hacen el amor. Y ustedes lo saben”. Entonces calló. Y, como recordando el fulgor de otros momentos, volví a verme en sus ojos transparentes, sometida por la fiereza de su deseo que me llenaba de gracia y gravedad, convertida en un ángel adolescente, bienaventurada y virginal, en medio de mi propio éxtasis y mi propia muerte.

            44

Se transformaba a cada instante. Huía sin remedio. Era como mi primo catador de sangres: un cazador profesional. Capaz de introducirse en una sinagoga con dulces para ofrecer a los presentes mientras atisbaba la apartada sección de mujeres, convertida en un súbito harem. O de aprender húngaro para conversar con la madre de su siguiente conquista. También le daba por asumir formas proteicas: pez, chupamirto, lobo, araña. Yo lo amaba en cada una de sus facetas y lo esperaba después de cada cambio. Mientras tanto, me derramaba en otros continentes, pero en cada travesía siempre lo buscaba a él. Me maravillaban sus artes metamórficas, su capacidad líquida para escurrirse entre las manos, a mí que conozco de fuentes y saber manar. Por supuesto, deseaba apresarlo, proclamar que ese hombre múltiple era sólo mío.
Un día llegó a mi casa extenuado. Sus ojos urgían una tregua. Se quedó dormido entre mis brazos como agua escondida. Cabía en un cuenco, un simple vaso. Podía beberlo sin prisa. Pero me contuve, sospeché la tristeza de Circe, el dolor de Salomé y me contuve.
“Tuve un sueño raro”, me dijo al despertar. “Ada: eras una mujer de agua que dormía en el lecho de un valle. Hombres que venían del desierto te descubrían y te deseaban: querían poseerte —yo entre ellos—. Te forzábamos. Te resistías. La sed iba en aumento, imperiosa, tiránica: terminábamos por beberte. Aún paladeaba el último sorbo —el cuenco líquido de tu cadera, creo— cuando de pronto lo supe: una nueva sed, rotunda y desesperanzada, comenzaba a secarme el alma”.
Y guardó silencio. Busqué sus ojos y él los míos. Por primera vez desnudos desde la última ocasión en que escapamos juntos del Paraíso.




45


En la punta de la rama estoy. Mi hombre me toma en su mano y tira. En realidad, nunca hubo otra manzana. Me lleva a sus labios y comienza a comer. Nuestro amor siempre ha sido hambre y fuente. Ahora recorro su interior, desciendo a la cascada de los jugos gástricos, me pierdo en los corales de sus arterias más ínfimas. Por fin habito su entrañado corazón, su ensoñado vientre.
Ahora soy yo quien lo ha preñado. Le devuelvo la mirada. Frente al mundo devastado e incesante, le toca a él darme a luz.