Vine al mundo
un martes de otoño de 1880, bajo el techo de mis abuelos maternos, en San
Francisco. Mientras dentro de esa laberíntica casa de madera jadeaba mi madre
montaña arriba con el corazón valiente y los huesos desesperados para abrirme
una salida, en la calle bullía la vida salvaje del barrio chino con su aroma
indeleble a cocina exótica, su torrente estrepitoso de dialectos vociferados,
su muchedumbre inagotable de abejas humanas yendo y viniendo de prisa. Nací de
madrugada, pero en Chinatown los relojes no obedecen reglas y a esa hora
empieza el mercado, el tráfico de carretones y los ladridos tristes de los
perros en sus jaulas esperando el cuchillo del cocinero. He venido a saber los
detalles de mi nacimiento bastante tarde en la vida, pero peor sería no
haberlos descubierto nunca; podrían haberse extraviado para siempre en los
vericuetos del olvido. Hay tantos secretos en mi familia, que tal vez no me alcance el tiempo para despejarlos
todos: la verdad es fugaz, lavada por torrentes de lluvia. Mis abuelos
maternos me recibieron conmovidos –a pesar de que
según varios testigos fui un bebé horroroso– y me pusieron sobre el pecho de
mi madre, donde permanecí acurrucada por unos minutos, los únicos que alcancé
a estar con ella. Después mi tío Lucky me echó su aliento en la cara para
traspasarme su buena suerte. La intención fue generosa y el método infalible,
pues al menos durante estos primeros treinta años de mi existencia, me ha ido
bien. Pero, cuidado, no debo adelantarme. Esta historia es larga y comienza
mucho antes de mi nacimiento; se requiere paciencia para contarla y mas
paciencia aún para escucharla. Si por el camino se pierde el hilo, no hay que
desesperar, porque con toda seguridad se recupera unas páginas más adelante.
Como en alguna fecha debemos comenzar, hagámoslo en 1862 y digamos, al azar,
que la historia empieza con un mueble de proporciones inverosímiles.
La cama de
Paulina del Valle fue encargada a Florencia, un año después de la coronación de
Víctor Emanuel, cuando en el nuevo Reino de Italia aún vibraba el eco de las
balas de Garibaldi; cruzó el mar desarmada en un transatlántico genovés,
desembarcó en Nueva York en medio de una huelga sangrienta y fue trasladada a
uno de los vapores de la compañía naviera de mis abuelos paternos, los
Rodríguez de Santa Cruz, chilenos residentes en los Estados Unidos. Al capitán
John Sommers le tocó recibir los cajones marcados en italiano con una sola
palabra: náyades. Ese robusto
marino inglés, del cual sólo queda un desteñido retrato y un baúl de cuero muy
gastado por infinitas travesías marítimas y lleno de curiosos manuscritos, era
mi bisabuelo, como averigüé hace poco, cuando mi pasado comenzó por fin a
aclararse, después de muchos años de misterio. No conocí al capitán John
Sommers, padre de Eliza Sommers, mi abuela materna, pero de él heredé cierta
vocación de vagabunda. Sobre ese hombre de mar, puro horizonte y sal, cayó la
tarea de conducir la cama florentina en la cala de su buque hasta el otro lado del continente americano. Debió sortear el bloqueo
yanqui y los ataques de los confederados, alcanzar los límites australes
del Atlántico, cruzar las aguas traicioneras del estrecho de Magallanes, entrar
al océano Pacífico y después de detenerse brevemente en varios puertos
sudamericanos, dirigir la proa hacia el norte de California, la antigua tierra
del oro. Tenía órdenes precisas de abrir las cajas en el muelle de San
Francisco, supervisar al carpintero de a bordo mientras éste ensamblaba las
partes como un rompecabezas, cuidando de no mellar los tallados, colocar encima
el colchón y el cobertor de brocado color rubí, montar el armatoste en una
carreta y mandarlo a paso lento al centro de la ciudad. El cochero debía dar
dos vueltas a la Plaza de la Unión y otras dos tocando una campanilla frente al
balcón de la concubina de mi abuelo, antes de dejarlo en su destino final, la
casa de Paulina del Valle. debía realizar esta hazaña en plena Guerra Civil,
cuando los ejércitos yanquis y los confederados se masacraban en el sur del
país y nadie estaba en ánimo de bromas ni de campanillas. John Sommers impartió
las instrucciones maldiciendo, porque en los meses de navegación esa cama llegó
a simbolizar lo que más detestaba de su trabajo: los caprichos de su patrona,
Paulina del Valle. Al ver la cama sobre la carreta dio un suspiro y decidió que
sería lo último que haría por ella; llevaba doce años a sus órdenes y había
alcanzado el limite de su paciencia. El mueble aún existe intacto, es un pesado
dinosaurio de madera policromada; a la cabecera preside el dios Neptuno rodeado
de olas espumantes y criaturas submarinas en bajo relieve, mientras a los pies
juegan delfines y sirenas. En pocas horas media ciudad de San Francisco pudo
apreciar aquel lecho olímpico; pero la querida de mi abuelo, a quien el
espectáculo estaba dedicado, se escondió mientras la carreta pasaba y volvía a
pasar con su campanilleo.
–El
triunfo
no me duró mucho –me confesó Paulina
muchos años más tarde, cuando yo insistía en fotografiar la cama y conocer los detalles–. La broma se me dio vuelta.
Creí que se burlarían de Feliciano, pero se burlaron de mi. Juzgué mal a la
gente. ¿Quién iba a imaginar tanta mojigatería? En esos tiempos San Francisco
era un avispero de políticos corruptos, bandidos y mujeres de mala vida.
–No
les
gustó el desafió –sugerí.
–No. Se espera que las mujeres cuidemos la
reputación del marido, por vil que sea.
–Su marido no era vil –la rebatí.
–No, pero hacía tonterías. En todo caso, no me
arrepiento de la famosa cama, he dormido en ella durante cuarenta años.
–¿Qué hizo su marido al verse descubierto?
–Dijo que mientras el país se desangraba en la
Guerra Civil, yo compraba muebles de Calígula. Y negó todo, por supuesto.
Nadie con dos dedos de frente admite una infidelidad, aunque lo pillen entre
las sábanas.
–¿Lo dice por experiencia propia?
–¡Ojalá fuera así, Aurora! –replicó Paulina
del Valle sin vacilar.
En la primera
fotografía que le tomé, cuando yo tenía trece años, Paulina aparece en su cama
mitológica, apoyada en almohadas de satén bordado, con una camisa de encaje y
medio kilo de joyas encima. Así la vi muchas veces y así hubiera querido
velarla cuando se murió, pero ella deseaba irse a la tumba con el hábito triste
de las carmelitas y que se ofrecieran misas cantadas durante varios años por el
reposo de su alma. «Ya he escandalizado mucho, es hora de agachar el moño», fue
su explicación cuando se sumió en la invernal melancolía de los últimos
tiempos. Al verse cerca del fin se atemorizó. Hizo desterrar la cama al sótano
y colocar en su lugar una tarima de madera con un colchón de crin de caballo, para morir sin lujos, después de
tanto derroche, a ver si san Pedro hacía borrón y cuenta nueva en el
libro de los pecados, como dijo. El susto, sin embargo, no le alcanzó para
desprenderse de otros bienes materiales y hasta el último suspiro tuvo entre
las manos las riendas de su imperio financiero, para entonces muy reducido. De
la bravura de su juventud, poco quedaba al final, hasta la ironía se le fue
acabando, pero mi abuela creó su propia leyenda y ningún colchón de crin ni
hábito de carmelita podría perturbarla. La cama florentina, que se dio el gusto
de pasear por las calles más principales para hostigar a su marido, fue uno de
sus momentos gloriosos. En esa época la familia vivía en San Francisco bajo un
apellido cambiado –Cross– porque ningún norteamericano podía pronunciar el
sonoro Rodríguez de Santa Cruz y del Valle, lo cual es una lástima, porque el
auténtico tiene resonancias antiguas de Inquisición. Acababan de trasladarse al
barrio de Nob Hill, donde se construyeron una disparatada mansión, una de las
mas opulentas de la ciudad, que resultó un delirio de varios arquitectos
rivales contratados y despedidos cada dos por tres. La familia no hizo su
fortuna en la fiebre del oro de 1849, como pretendía Feliciano, sino gracias al
magnífico instinto empresarial de su mujer, a quien se le ocurrió transportar
productos frescos desde Chile hasta California sentados en un lecho de hielo
antártico. En aquella tumultuosa época un durazno valía una onza de oro y ella
supo aprovechar esas circunstancias. La iniciativa prosperó y llegaron a tener
una flotilla de barcos navegando entre Valparaíso y San Francisco, que el
primer año regresaban vacíos, pero luego lo hacían cargados de harina californiana;
así arruinaron a varios agricultores chilenos, incluso al padre de Paulina, el
temible Agustín del Valle, a quien se le agusanó el trigo en las bodegas porque
no pudo competir con la blanquísima harina de los yanquis. De la rabia, también
se le agusanó el hígado. Al término de la fiebre del oro miles y miles de
aventureros regresaron a sus lugares de origen más pobres de lo que salieron,
después de perder la salud y el alma en persecución de un sueño; pero Paulina y
Feliciano hicieron fortuna. Se colocaron en la cumbre de la sociedad de San
Francisco, a pesar del obstáculo casi in-salvable de su acento hispano. «En
California son todos nuevos ricos y mal nacidos, en cambio nuestro árbol
genealógico se remonta a las Cruzadas», mascullaba Paulina entonces, antes de
darse por vencida y regresar a Chile. Sin embargo, no fueron títulos de nobleza
ni cuentas en los bancos lo único que les abrió las puertas, sino la simpatía
de Feliciano, quien hizo amigos entre los hombres más poderosos de la ciudad.
Resultaba, en cambio, bastante difícil tragar a su mujer, ostentosa, mal
hablada, irreverente y atropelladora. Hay que decirlo: Paulina inspiraba al
principio la mezcla de fascinación y pavor que se siente ante una iguana; sólo
al conocerla mejor se descubría su vena sentimental. En 1862 lanzó a su marido
en la empresa comercial ligada al ferrocarril transcontinental que los hizo
definitivamente ricos.
No me explico
de dónde sacó esa señora su olfato para los negocios. Provenía de una familia
de hacendados chilenos estrechos de criterio y pobres de espíritu; fue criada
entre las paredes de la casa paterna en Valparaíso, rezando el rosario y
bordando, porque su padre creía que la ignorancia garantiza la sumisión de las
mujeres y de los pobres. Escasamente dominaba los rudimentos de la escritura y
la aritmética, no leyó un libro en su vida y sumaba con los dedos –nunca restaba– pero todo lo que tocaban sus
manos se convertía en fortuna. De no haber sido por sus hijos y parientes
botaratas, habría muerto con el esplendor de una emperatriz. En esos años se
construía el ferrocarril para unir el este y el oeste de los Estados Unidos.
Mientras todo el mundo invertía en acciones de las dos compañías y apostaba a
cuál colocaba los rieles más rápido, ella,
indiferente a esa carrera frívola, tendió un mapa sobre la mesa del
comedor y estudió con paciencia de topógrafo el futuro recorrido del tren y los
lugares donde había agua en abundancia. Mucho antes de que los humildes peones
chinos pusieran el último clavo uniendo las vías del tren en Promotory, Utah, y
que la primera locomotora cruzara el
continente con su estrépito de hierros, su humareda volcánica y su bramido de
naufragio, convenció a su marido de que comprara tierras en los sitios
marcados en su mapa con cruces de tinta roja.
–Allí fundarán los pueblos, porque hay agua, y
en cada uno nosotros tendremos un almacén –explicó.
–Es mucha plata –exclamó Feliciano espantado.
–Consíguela prestada, para eso son los bancos.
¿Por qué vamos a arriesgar el dinero propio si podemos disponer del ajeno?
–replicó Paulina, como siempre alegaba en estos casos.
En eso estaban,
negociando con los bancos y comprando terrenos a través de medio país, cuando
estalló el asunto de la concubina. Se trataba de una actriz llamada Amanda
Lowell, una escocesa comestible, de carnes lechosas, ojos de espinaca y sabor
de durazno, según aseguraban quienes la habían probado. Cantaba y bailaba mal,
pero con brío, actuaba en comedías de poca monta y animaba fiestas de magnates.
Poseía una culebra de origen panameño, larga, gorda y mansa, pero de
espeluznante aspecto, que se enrollaba en su cuerpo durante sus danzas exóticas
y que nunca dio muestras de mal carácter hasta una noche desventurada en que
ella se presentó con una diadema de plumas en el peinado y el animal,
confundiendo el tocado con un loro distraído, estuvo a punto de estrangular a
su ama en el empeño de tragárselo.
La bella Lowell
estaba lejos de ser una más de las miles de «palomas mancilladas» de la vida
galante de California; era una cortesana altiva cuyos favores no se conseguían
sólo con dinero sino también con buenos modales y encanto. Mediante la
generosidad de sus protectores vivía bien y le sobraban medios para ayudar a
una caterva de artistas sin talento; estaba condenada a morir pobre, porque
gastaba como un país y regalaba el sobrante. En la flor de su juventud
perturbaba el tráfico en la calle con la gracia de su porte y su roja cabellera
de león, pero su gusto por el escándalo había malogrado su suerte: en un arrebato
podía desbaratar un buen nombre y una familia. A Feliciano el riesgo le pareció
un incentivo más; tenía alma de corsario y la idea de jugar con fuego lo
sedujo tanto como las soberbias nalgas de la Lowell. La instaló en un
apartamento en pleno centro, pero jamás se presentaba en público con ella,
porque conocía de sobra el carácter de su esposa, quien en un ataque de celos
había tijereteado piernas y mangas de todos sus trajes y se los había tirado en
la puerta de su oficina. Para un hombre tan elegante como él, que encargaba su
ropa al sastre del príncipe Alberto en Londres, aquello fue un golpe mortal.
En San
Francisco, ciudad masculina, la esposa era siempre la última en enterarse de
una infidelidad conyugal, pero en este caso fue la propia Lowell quien la
divulgó. Apenas su protector daba vuelta la espalda, marcaba con rayas los
pilares de su lecho, una por cada amante recibido. Era una coleccionista, no
le interesaban los hombres por sus méritos particulares, sino el número de
rayas; pretendía superar el mito de la fascinante Lola Montez, la cortesana
irlandesa que había pasado por San Francisco como una exhalación en los tiempos
de la fiebre del oro. El chisme de las rayas de la Lowell corría de boca en
boca y los caballeros se disputaban por visitarla, tanto por los encantos de
la bella, a quien muchos de ellos ya conocían en el sentido bíblico, como por
la gracía de acostarse con la mantenida de uno de los próceres de la ciudad.
La noticía alcanzó a Paulina del Valle cuando ya había dado la vuelta completa
por California.
–¡Lo más humillante es que esa chusca te pone
cuernos y todo el mundo anda comentando que estoy casada con un gallo capón!
increpó Paulina a su marido en el lenguaje de sarraceno que solía emplear en
esas ocasiones.
Feliciano Rodríguez de Santa Cruz nada sabía de aquellas actividades
de
la coleccionista y el disgusto casi lo mata. Jamás imaginó que amigos, conocidos y otros que le debían inmensos favores,
se burlaran así de él. En cambio, no culpó a su querida, porque aceptaba
resignado las veleidades del sexo opuesto, criaturas deliciosas pero sin
estructura moral, siempre listas para ceder a la tentación. Mientras ellas
pertenecían a la tierra, el humus, la sangre y las funciones orgánicas, ellos
estaban destinados al heroísmo, las grandes ideas y, aunque no era su caso, a
la santidad.
Confrontado por
su esposa se defendió como pudo y en una tregua aprovechó para echarle en cara el pestillo con que trancaba la puerta de
su pieza. ¿pretendía que un hombre como él viviera en la abstinencia? Todo era
su culpa por haberlo rechazado, alegó. Lo del pestillo era cierto, Paulina
había renunciado a los desenfrenos carnales, no por falta de ganas, como me
confesó cuarenta años más tarde, sino por pudor. Le repugnaba mirarse en el
espejo y dedujo que cualquier hombre sentiría lo
mismo al verla desnuda. Recordaba exactamente el momento cuando tomó
conciencia de que su cuerpo se estaba convirtiendo en su enemigo. Unos años
antes, al regresar Feliciano de un largo viaje de negocios a Chile, la cogió
por la cintura y con el mismo rotundo buen humor de siempre quiso levantarla del suelo para llevarla a la cama, pero no pudo
moverla.
–¡Carajo, Paulina! ¿Tienes piedras en los
calzones? –se rió.
–Es grasa –suspiró ella tristemente.
–¡Quiero verla!
–De ninguna manera. De ahora en
adelante sólo podrás venir a mi pieza de noche y con la lámpara apagada.
Durante un
tiempo esos dos, que se habían amado sin pudicía, hicieron el amor a oscuras.
Paulina se mantuvo impermeable a las súplicas y rabietas de su marido, quien
no se conformó nunca con encontrarla debajo de un cerro de trapos en la negrura
del cuarto, ni con abrazarla con prisa de misionero mientras ella le sujetaba
las manos para que no le palpara las carnes. El tira y afloja los dejaba extenuados y con los nervios
al rojo vivo. Por fin, con el pretexto del traslado a la nueva mansión de Nob
Hill, Paulina instaló a su marido en el otro extremo de la casa y trancó la
puerta de su habitación.
El disgusto por
su propio cuerpo superaba el deseo que sentía por su marido. Su cuello
desaparecía tras la doble papada, los senos y la barriga eran un solo
promontorio de monseñor, sus pies no la sostenían más de unos minutos, no podía
vestirse sola o abrocharse los zapatos; pero con sus vestidos de seda y sus
espléndidas joyas, como se presentaba casi siempre, resultaba un espectáculo
prodigioso. Su mayor preocupación era el sudor entre sus rollos y solía
preguntarme en susurros si olía mal, pero jamás percibí en ella otro aroma que
el de agua de gardenias y talco. Contraria a la creencia tan difundida entonces
de que el agua y el jabón arruinan los bronquios, ella pasaba horas flotando en
su bañera de hierro esmaltado, donde volvía a sentirse liviana como en su
juventud.
Se había
enamorado de Feliciano cuando éste era un joven guapo y ambicioso, dueño de
unas minas de plata en el norte de Chile. Por ese amor desafió la ira de su
padre, Agustín del Valle, quien figura en los textos de historia de Chile como
el fundador de un minúsculo y cicatero partido político ultra conservador,
desaparecido hace más de dos décadas, pero que cada tanto vuelve a resucitar
como una desplumada y patética ave fénix. El mismo amor por ese hombre la
sostuvo cuando decidió prohibirle la entrada a su alcoba a una edad en que su
naturaleza clamaba más que nunca por un
abrazo. A diferencia de ella, Feliciano maduraba con gracia. El cabello
se le había vuelto gris, pero seguía siendo el mismo hombronazo alegre,
apasionado y botarata.
A Paulina le
gustaba su vena vulgar, la idea de que ese caballero de retumbantes apellidos provenía de judíos sefarditas
y bajo sus camisas de seda con iniciales bordadas lucía un tatuaje de
perdulario adquirido en el puerto durante una borrachera. Ansiaba oír de nuevo
las porquerías que él le susurraba en los tiempos cuando todavía chapaleaban en
la cama con las lámparas encendidas y habría dado cualquier cosa por dormir una
vez más con la cabeza apoyada sobre el dragón azul grabado con tinta indeleble
en el hombro de su marido. Nunca creyó que él deseaba lo mismo. Para Feliciano
ella fue siempre la novia atrevida con quien se fugó en la juventud, la única
mujer que admiraba y temía. Se me ocurre que esa pareja no dejó de amarse, a
pesar de la fuerza ciclónica de sus peleas, que dejaban a todos en la casa
temblando. Los abrazos que antes los hicieran tan felices se trocaron en
combates que culminaban en treguas a largo plazo y venganzas memorables, como
la cama florentina, pero ningún agravio destruyó su relación y hasta el final,
cuando él cayó herido de muerte por una apoplejía, estuvieron unidos por una
envidiable complicidad de truhanes.
Una vez que el
capitán John Sommers se aseguró de que el mueble mítico estaba sobre la carreta
y el cochero entendía sus instrucciones, partió a pie en dirección a Chinatown,
como hacía en cada una de sus visitas a San Francisco. Esta vez, sin embargo,
los bríos no le alcanzaron y a las dos
cuadras debió llamar un coche de alquiler. Se montó con esfuerzo, indicó
la dirección al conductor y se recostó en el asiento, jadeando. Hacía un año
que habían empezado los síntomas, pero en las últimas
semanas se habían agudizado; las piernas apenas lo sostenían y la cabeza
se le llenaba de bruma, debía luchar sin reposo contra la tentación de
abandonarse a la algodonosa indiferencia que iba invadiendo su alma. Su hermana
Rose había sido la primera en advertir que algo andaba mal, cuando él todavía
no sentía dolor. Pensaba en ella con una sonrisa:
era la persona más cercana y querida, el norte de su existencia trashumante, más real en su afecto que su hija
Eliza o cualquiera de las mujeres que abrazó en su largo peregrinaje de
puerto en puerto.
Rose Sommers
había pasado su juventud en Chile, junto a su hermano mayor, Jeremy; pero a la
muerte de éste regresó a Inglaterra para envejecer en tierra propia. Residía
en Londres, en una casita a pocas cuadras de los teatros y de la opera, un
barrio algo venido a menos, donde podía
vivir a su regalado antojo. Ya no era la pulcra ama de llaves de su
hermano Jeremy, ahora podía dar rienda suelta a su vena excéntrica. Solía
vestirse de actriz en desgracia para tomar té en el Savoy o de condesa rusa
para pasear su perro, era amiga de mendigos y músicos callejeros, gastaba su
dinero en baratijas y caridades. «Nada hay tan liberador como la edad», decía
contando sus arrugas, feliz. «No es la edad, hermana, sino la situación
económica que te has labrado con tu pluma», replicaba John Sommers.
Esa venerable
solterona de pelo blanco había hecho una pequeña fortuna escribiendo
pornografía. Lo más irónico, pensaba el capitán, era que justamente ahora que
Rose no tenía necesidad de ocultarse, como cuando vivía a la sombra de su
hermano Jeremy, había dejado de escribir cuentos eróticos y se dedicaba a
producir novelas románticas a un ritmo agobiador y con un éxito inusitado. No
había mujer cuya lengua madre fuera el inglés, incluyendo la reina Victoria,
que no hubiera leído al menos uno de los romances de la Dama Rose Sommers.
El titulo
distinguido no hizo más que legalizar una situación que Rose había tomado por
asalto desde hacía años. Sí la Reina Victoria hubiera sospechado que su autora
preferida, a quien otorgó personalmente la condición
de Dama, era responsable de una vasta colección de literatura indecente
firmada por Una Dama Anónima, habría sufrido un soponcio. El capitán opinaba
que la pornografía era deliciosa, pero esas novelas de amor eran basura. Se
encargó durante años de publicar y distribuir los cuentos prohibidos que Rose
producía bajo las narices de su hermano
mayor, quien murió convencido de que ella era una virtuosa señorita sin
otra misión que hacerle la vida agradable. “Cuídate, John, mira que no puedes
dejarme sola en este mundo. Estás adelgazando y tienes un color raro», le había repetido Rose a diario
cuando el capitán la visitó en Londres. Desde entonces una implacable
metamorfosis estaba transformándolo en un lagarto.
Tao–Chien terminaba de quitar sus agujas de acupuntura de las orejas y brazos de un
paciente, cuando su ayudante le avisó que su suegro acababa de llegar. El zhong–yi
colocó cuidadosamente las agujas de oro en alcohol puro, se lavó las manos
en una palangana, se puso su chaqueta y salió a recibir al visitante, extrañado
de que Eliza no le hubiera advertido que su padre llegaba ese día. Cada visita
del capitán Sommers provocaba una conmoción. La familia lo esperaba ansiosa,
sobre todo los niños, que no se cansaban de admirar los regalos exóticos y de
oír los cuentos de monstruos marinos y piratas malayos de aquel abuelo colosal. Alto, macizo, con la piel curtida por la sal
de todos los mares, barba montaraz, vozarrón de trueno e inocentes ojos
azules de bebé, el capitán resultaba una
figura imponente en su uniforme azul, pero el hombre que Tao–Chien vio
sentado en un sillón de su clínica estaba tan disminuido, que tuvo dificultad
en reconocerlo.
Lo saludó con
respeto, no había logrado superar el hábito de inclinarse ante él a la usanza
china. Había conocido a John Sommers en su juventud, cuando trabajaba de
cocinero en su barco. «A mi me tratas de señor. ¿Entendido, chino?», le había
ordenado éste la primera vez que le habló. Entonces ambos teníamos el pelo
negro, pensó Tao–Chien con una punzada de congoja ante el anuncio de la muerte.
El inglés se puso de pie trabajosamente, le dio la mano y luego lo estrechó en
un breve abrazo. El zhong–yi comprobó que ahora él era el más alto y
pesado de los dos.
–¿Sabe Eliza
que usted venía hoy, señor? –preguntó.
–No. Usted y yo
debemos hablar a solas Tao. Me estoy muriendo.
El zhong–yi así
lo había comprendido apenas lo vio. Sin decir palabra lo guió hasta el
consultorio, donde lo ayudó a desvestirse y tenderse en una camilla. Su suegro
desnudo tenía un aspecto patético: la piel gruesa, seca, de un color cobrizo,
las uñas amarillas, los ojos inyectados en sangre, el vientre hinchado. Empezó
por auscultarlo y luego le tomó el pulso en las muñecas, el cuello y los
tobillos para cerciorarse de lo que ya sabía.
–Tiene el
hígado destrozado, señor. ¿Sigue bebiendo?
–No puede
pedirme que abandone un hábito de toda la vida, Tao. ¿Cree que alguien puede
aguantar el oficio de marinero sin un trago de vez en cuando?
Tao–Chien
sonrió. El inglés bebía medía botella de ginebra en los días normales y una
entera si había algo que lamentar o celebrar, sin que pareciera afectarlo en lo
más mínimo; ni siquiera olía a licor, porque el fuerte tabaco de mala clase
impregnaba su ropa y su aliento.
–Además, ya es
tarde para arrepentirme, ¿verdad? –agregó John Sommers.
Puede vivir un
poco mas y en mejores condiciones si deja de beber. ¿Por qué no toma un
descanso? Venga a vivir con nosotros por un tiempo, Eliza y yo lo cuidaremos
hasta que se reponga –propuso el zhong–yi sin mirarlo, para que el otro
no percibiera su emoción. Como tantas veces le ocurría en su oficio de médico,
debía luchar contra la sensación de terrible impotencia que solía abrumarlo al
confirmar cuán escasos eran los recursos de su ciencia y cuán inmenso el
padecer ajeno.
–¡Cómo se le
ocurre que voy a ponerme
voluntariamente en manos de Eliza para que me condene a la abstinencia! ¿Cuánto
tiempo me queda, Tao? –preguntó John Sommers.
–No puedo
decirlo con certeza. Debería consultar otra opinión.
La suya es la
única opinión que me merece respeto. Desde que usted me sacó una muela sin
dolor a medio camino entre Indonesia y la costa del África, ningún otro médico
ha puesto sus malditas manos sobre mí.
– ¿Cuánto hace de eso?
–Unos quince
años.
–Agradezco su
confianza, señor.
–¿Sólo quince
años? ¿Por qué me parece que nos hemos conocido toda la vida?
–Tal vez nos
conocimos en otra existencia.
–La
reencarnación me da terror, Tao. Imagínese que en mi próxima vida me toque ser
musulmán. ¿Sabía que esa pobre gente no bebe alcohol?
–Ese es
seguramente su karma. En cada reencarnación debemos resolver lo que dejamos
inconcluso en la anterior –se burló Tao.
–Prefiero el
infierno cristiano, es menos cruel. Bueno, nada de esto le diremos a Eliza
–concluyó John Sommers mientras se ponía la ropa, luchando con los botones que
escapaban de sus dedos temblorosos–. Como ésta puede ser mi última visita, es
justo que ella y mis nietos me recuerden alegre y sano. Me voy tranquilo, Tao, porque nadie
podría cuidar a mi hija Eliza mejor que usted.
–Nadie podría
amarla más que yo, señor.
–Cuando yo no
esté, alguien deberá ocuparse de mi hermana. Usted sabe que Rose fue como una
madre para Eliza...
–No se
preocupe, Eliza y yo estaremos siempre pendientes de ella –le aseguró su yerno.
–La muerte...
quiero decir... ¿será con rapidez y dignidad? ¿Cómo sabré cuándo llega el fin?
–Cuando vomite
sangre, señor –dijo Tao–Chien tristemente.
Ocurrió tres
semanas mas tarde, en medio del Pacifico, en la privacidad del camarote del
capitán. Apenas pudo ponerse de pie, el viejo navegante limpió los rastros del
vómito, se enjuagó la boca, se cambió la camisa ensangrentada, encendió su pipa
y se fue a la proa del barco, donde se instaló a mirar por última vez las
estrellas titilando en un cielo de terciopelo negro. Varios marineros lo vieron
y esperaron a la distancia, con las gorras en la mano. Cuando se le terminó el
tabaco, el capitán John Sommers pasó las piernas por encima de la borda y se
dejó caer sin ruido al mar.
Severo del
Valle conoció a Lynn Sommers durante un viaje que hizo con su padre de Chile a
California en 1872, para visitar a sus tíos Paulina y Feliciano, quienes
protagonizaban los mejores chismes de la familia. Severo había visto un par de
veces a su tía Paulina durante sus esporádicas apariciones en Valparaíso, pero
hasta que no la conoció en su ambiente norteamericano, no comprendió los
suspiros de cristiana intolerancia de su familia. Lejos del medio religioso y
conservador de Chile, del abuelo Agustín clavado en su sillón de paralítico, de
la abuela Emilia con sus encajes lúgubres y sus lavativas de linaza, del resto
de sus parientes envidiosos y timoratos, Paulina alcanzaba sus verdaderas
proporciones de amazona. En el primer viaje, Severo del Valle era demasiado
joven para medir el poder o la fortuna de esa pareja de tíos célebres, pero no
se le escaparon las diferencias entre ellos y el resto de la tribu Del Valle.
Fue al regresar años más tarde, cuando comprendió que se contaban entre las
familias más ricas de San Francisco, junto a los magnates de la plata, el
ferrocarril, los bancos y el transporte. En ese primer viaje, a los quince
años, sentado a los pies de la cama policromada de su tía Paulina, mientras
ella planeaba la estrategia de sus guerras mercantiles, Severo decidió su
propio futuro.
–Debieras
hacerte abogado, para que me ayudes a demoler a mis enemigos con todas las de
la ley –le aconsejó ese día Paulina, entre dos mordiscos de pastel de hojaldre
con dulce de leche.
–Si, tía. Dice
el abuelo Agustín que en toda familia respetable se necesita un abogado, un
médico y un obispo –replicó el sobrino.
–También se
necesita un cerebro para los negocios.
–El abuelo
considera que el comercio no es oficio de hidalgos.
–Dile que la
hidalguía no sirve para comer, que se la meta por el culo.
El joven sólo
había escuchado esa palabreja en boca del cochero de su casa, un madrileño
escapado de una prisión en Tenerife, quien por razones incomprensibles también
se cagaba en Dios y en la leche.
–¡Déjate de melindres, chiquillo, mira qué
culo tenemos todos! – exclamó Paulina muerta de risa al ver la expresión de su
sobrino.
Esa misma tarde
lo llevó a la pastelería de Eliza Sommers. San Francisco había deslumbrado a
Severo al atisbarlo desde el barco: una ciudad luminosa instalada en un verde
paisaje de colinas sembradas de árboles que descendían ondulantes hasta el
borde de una bahía de aguas calmas. De lejos parecía severa, con su trazado
español de calles paralelas y transversales, pero de cerca tenía el encanto de
lo inesperado. Acostumbrado al aspecto somnoliento del puerto de Valparaíso,
donde se había criado, el muchacho quedó aturdido ante la demencia de casas y
edificios en variados estilos, lujo y pobreza, todo revuelto, como si hubiera
sido levantado de prisa. Vio un caballo muerto y cubierto de moscas frente a la
puerta de una elegante tienda que ofrecía violines y píanos de cola. Entre el
tráfico ruidoso de animales y coches se abría paso una muchedumbre cosmopolita:
americanos, hispanos, franceses, irlandeses, italianos, alemanes, algunos
indios y antiguos esclavos negros ahora libres, pero siempre rechazados y
pobres. Dieron una vuelta por Chinatown y en un abrir y cerrar de ojos se encontraron en un país poblado de celestiales, como
llamaban a los chinos, que el cochero apartaba con chasquidos de su fusta
mientras conducía el fichare a la Plaza de la Unión. Se detuvo ante una casa de
estilo victoriano, sencilla en comparación a los desvaríos de molduras,
relieves y rosetones que solían verse por esos lados.
–Este es el
salón de té de la señora Sommers, el único por estos lados –aclaró Paulina–.
Puedes tomar café donde quieras, pero para una taza de té debes venir aquí. Los
yanquis abominan de este noble brebaje desde la Guerra de Independencia, que
empezó cuando los rebeldes quemaron el té de los ingleses en Boston.
–Pero, ¿no hace
como un siglo de eso?
–Ya ves, Severo, lo estúpido que puede ser el patriotismo.
No era el té la
causa de las frecuentes visitas de Paulina a ese salón, sino la famosa
pastelería de Eliza Sommers, que impregnaba el interior con una fragancia
deliciosa de azúcar y vainilla. La casa, de las muchas importadas de Inglaterra en los primeros tiempos de San Francisco, con
un manual de instrucciones para armarla como un juguete, tenía dos pisos
coronados por una torre, que le daba un aire de iglesia campestre. En el
primer piso habían juntado dos habitaciones para ampliar el comedor, había
varios sillones de patas torcidas y cinco mesitas redondas con manteles
blancos. En el segundo piso se vendían cajas de bombones hechos a mano con el
mejor chocolate belga, mazapán de almendra y varias clases de dulces criollos
de Chile, los favoritos de Paulina del Valle. Servían dos empleadas mexicanas
de largas trenzas, albos delantales y cofias almidonadas, dirigidas
telepáticamente por la pequeña señora Sommers, quien daba la impresión de
existir apenas, en contraste con la
impetuosa presencia de Paulina. La moda acinturada y con espumosos
pollerines favorecía a la primera, en cambio multiplicaba el volumen de la
segunda; además Paulina del Valle no ahorraba en telas, flecos, pompones y
plisados. Ese día iba ataviada de abeja reina, en amarillo y negro de la
cabeza a los pies, con un sombrero terminado
en plumas y un corpiño a rayas. Muchas rayas. Invadía el salón, se
tragaba todo el aire y con cada desplazamiento suyo las tazas tintineaban y
las frágiles paredes de madera gemían. Al verla entrar, las criadas corrieron a
cambiar una de las delicadas sillas enjuncadas por un sillón más sólido, donde
la dama se acomodó con gracia. Se movía con cuidado, pues consideraba que nada
afea tanto como la prisa; también evitaba los ruidos de vieja, jamás dejaba
escapar en público jadeos, toses, crujidos o suspiros de cansancio, aunque los
pies estuvieran matándola. «No quiero tener
voz de gorda», decía, y hacía gárgaras diarias de jugo de limón con miel
para mantener la voz delgada. Eliza Sommers,
menuda y derecha como un sable, vestida con una falda azul oscuro y una blusa color melón abotonada en los puños y el cuello, con un discreto collar de perlas como único adorno, parecía
notablemente joven. Hablaba un español oxidado por falta de uso y el inglés con
acento británico, saltando de una lengua a otra en la misma frase, tal como
hacía Paulina.
La fortuna de la señora Del Valle y su sangre de aristócrata la
colocaban muy por encima del nivel social de
la otra. Una mujer que trabajaba por gusto sólo podía ser un marimacho,
pero Paulina sabía que Eliza ya no pertenecía al medio en que se había criado
en Chile y no trabajaba por gusto, sino por necesidad. Había oído también que
vivía con un chino, pero su demoledora
indiscreción nunca le alcanzó para preguntárselo directamente.
–La señora Eliza Sommers y yo nos conocimos en
Chile en 1840; entonces ella tenía ocho años y yo dieciséis, pero ahora somos
de la misma edad –explicó Paulina a su
sobrino.
Mientras las
empleadas servían té, Eliza Sommers escuchaba divertida el parloteo incesante
de Paulina, interrumpido apenas para zamparse otro bocado. Severo se olvidó de
ellas al descubrir en otra mesa a una preciosa
niña pegando estampas en un álbum a la luz de las lámparas a gas y la
suave claridad de los vitrales de la ventana, que la alumbraban con destellos
dorados. Era Lynn Sommers, hija de Eliza, criatura de tan rara belleza que ya
entonces, a los doce años, varios fotógrafos de la ciudad la usaban como
modelo; su rostro ilustraba postales, afiches y calendarios de ángeles tocando
la lira y ninfas traviesas en bosques de cartón
piedra. Severo todavía estaba en la edad en que las niñas son un
misterio más bien repelente para los muchachos, pero él se rindió a la
fascinación; de pie a su lado la contempló boquiabierto sin comprender por qué
le dolía el pecho y sentía deseos de llorar. Eliza Sommers lo sacó del trance
llamándolos a tomar chocolate. La chiquilla cerró el álbum sin prestarle
atención, como si no lo viera, y se levantó liviana, flotando. Se instaló
frente a su taza de chocolate sin decir palabra ni alzar la vista, resignada a
las miradas impertinentes del joven, plenamente consciente de que su aspecto la
separaba del resto de los mortales. Sobrellevaba su belleza como una
deformidad, con la secreta esperanza de que se le pasaría con el tiempo.
Unas semanas
más tarde Severo se embarcó de vuelta a Chile con su padre, llevándose en la memoria la vastedad de California y la visión de
Lynn Sommers plantada firmemente en el corazón.
Severo del Valle no volvió a ver a Lynn
hasta varios años más tarde. Regresó a
California a finales de 1876 a vivir con su tía Paulina, pero no inició
su relación con Lynn hasta un miércoles de invierno en 1879 y entonces ya era demasiado tarde para los dos. En su
segunda visita a San Francisco, el
joven había alcanzado su altura definitiva, pero todavía era huesudo,
pálido, desgarbado y andaba incómodo en su piel, como si le sobraran codos y
rodillas. Tres años después, cuando se plantó sin voz delante de Lynn, ya era
un hombre hecho y derecho, con las nobles facciones de sus antepasados
españoles, la contextura flexible de un torero andaluz y el aire ascético de
un seminarista. Mucho había cambiado en su vida desde la primera vez que viera
a Lynn. La imagen de esa niña silenciosa con languidez de gato en reposo, lo
acompañó durante los años difíciles de la adolescencia y en el dolor del duelo.
Su padre, a quien había adorado, murió prematuramente en Chile y su madre, desconcertada ante ese hijo aún imberbe, pero demasiado
lúcido e irreverente, lo envió a terminar sus estudios en un colegio católico
de Santiago. Pronto, sin embargo, lo devolvieron a su casa con una carta explicando
en secos términos que una manzana podrida en el barril corrompe a las demás, o
algo por el estilo. Entonces la abnegada madre hizo una peregrinación de
rodillas a una gruta milagrosa, donde la Virgen, siempre ingeniosa, le sopló la solución: mandarlo al servicio militar
para que un sargento se hiciera cargo del problema. Durante un año
Severo marchó con la tropa, soportó el rigor y la estupidez
del regimiento y salió con rango de oficial
de reserva, decidido a no acercarse a un cuartel nunca más en su vida. No bien
puso los pies en la calle volvió a sus antiguas amistades y a sus erráticos
raptos de humor. Esta vez sus tíos tomaron cartas en el asunto. Se reunieron en
consejo en el austero comedor de la casa del abuelo Agustín, en ausencia del
joven y su madre, quienes carecían de voto en la mesa patriarcal. En esa misma
habitación, treinta y cinco años antes Paulina del Valle con la cabeza
afeitada y una tiara de diamantes, había desafiado a los hombres de su familia para casarse con Feliciano Rodríguez de Santa
Cruz, el hombre escogido por ella. Allí se presentaban ahora ante el abuelo
las pruebas contra Severo: se negaba a confesarse y comulgar, salía con
bohemios, se habían descubierto en su poder libros de la lista negra; en pocas
palabras, sospechaban que había sido reclutado por la masonería o, peor aún, por los liberales. Chile pasaba por un
periodo de luchas ideológicas irreconciliables y en la medida en que los
liberales ganaban puestos en el gobierno, crecía la ira de los ultra
conservadores imbuídos de fervor mesiánico, como los Del Valle, que pretendían
implantar sus ideas a punta de anatemas y
balas,
aplastar a masones y anticlericales,
y acabar de una vez por todas con los
liberales. Los del Valle no estaban dispuestos a tolerar un disidente de su
propia sangre en el seno mismo de la familia. La idea de enviarlo a Estados
Unidos fue del abuelo Agustín: «los yanquis
le curarán las ganas de andar metiendo bulla», pronosticó. Lo embarcaron
rumbo a California sin pedir su opinión, vestido de luto, con el reloj de oro
de su difunto padre en el bolsillo del chaleco, un escueto equipaje, que incluía un gran Cristo coronado
de espinas, y una carta sellada para sus tíos Feliciano y Paulina.
Las protestas
de Severo fueron meramente formales, porque ese viaje calzaba con sus propios
planes. Sólo le pesaba separarse de Nívea, la muchacha a la cual todo el mundo
esperaba que desposara algún día, de acuerdo a la vieja costumbre de la
oligarquía chilena de casarse entre primos. Se ahogaba en Chile. Había crecido
preso en una maraña de dogmas y prejuicios, pero el contacto con otros estudiantes
en el colegio de Santiago le abrió la imaginación y despertó en él un fulgor patriótico. Hasta entonces
creía que había sólo dos clases sociales, la suya y la de los pobres,
separadas por una imprecisa zona gris de funcionarios y otros «chilenitos del
montón», como los llamaba su abuelo Agustín. En el cuartel se dio cuenta de
que los de su clase, con piel blanca y poder
económico, eran apenas un puñado; la vasta mayoría era mestiza y pobre;
pero en Santiago descubrió que existía también una pujante clase medía
numerosa, educada y con ambiciones políticas, que era en realidad la columna
vertebral del país, donde se contaban inmigrantes escapados de guerras o
miserias, científicos, educadores, filósofos, libreros, gente con ideas
avanzadas. Quedó pasmado con la oratoria de sus nuevos amigos, como quien se
enamora por primera vez. Deseaba cambiar a Chile, darle vuelta por completo,
purificarlo. Se convenció de que los
conservadores –salvo
los de su propia familia, que a sus ojos no actuaban por
maldad sino por error– pertenecían a
las huestes de Satanás, en el caso hipotético de que Satanás fuera algo más
que una pintoresca invención, y se dispuso a participar en política apenas
pudiera adquirir independencia. Comprendía que faltaban algunos años para eso,
por lo mismo consideró el viaje a los Estados Unidos como un soplo de aire
fresco; podría observar la envidiable democracia de los norteamericanos y
aprender de ella, leer lo que le diera la gana sin preocuparse de la censura
católica y enterarse de los avances de la modernidad. Mientras en el resto del
mundo se destronaban monarquías, nacían nuevos estados, se colonizaban
continentes y se inventaban maravillas, en Chile el parlamento discutía sobre
el derecho de los adúlteros a ser enterrados en cementerios consagrados.
Delante de su abuelo no se permitía mencionar la teoría de Darwin, que estaba
revolucionando el conocimiento humano, en cambio se podía perder una tarde
discutiendo improbables milagros de santos y mártires. El otro incentivo para el
viaje era el recuerdo de la pequeña Lynn Sommers, que se atravesaba con
abrumadora perseverancia en su afecto por Nívea, aunque él no lo admitiera ni
en lo más secreto de su Severo
alma. del Valle no supo cuándo ni cómo surgió la idea de
casarse con Nívea, tal vez no lo decidieron ellos, sino la familia, pero ninguno
de los dos se rebeló contra ese destino
porque se conocían y se amaban desde la infancia. Nívea pertenecía a una
rama de la familia que había sido adinerada
cuando el padre vivía, pero a su muerte la viuda empobreció. Un tío de
fortuna, que habría de ser figura prominente en tiempos de la guerra, don
Francisco José Vergara, ayudó a educar a esos sobrinos. «No hay peor pobreza
que la de la gente venida a menos, porque se debe aparentar lo que no se
tiene», había confesado Nívea a su primo Severo en uno de esos momentos de
súbita lucidez que la caracterizaban. Era cuatro años menor, pero mucho más
madura; fue ella quien marcó el tono de ese cariño de niños, conduciéndolo con
mano firme a la relación romántica que compartían cuando Severo partió a los
Estados Unidos. En los caserones enormes donde transcurrían sus vidas sobraban
rincones perfectos para amarse. Tanteando en las sombras, los primos
descubrieron con torpeza de cachorros los secretos de sus cuerpos. Se
acariciaban con curiosidad, averiguando las diferencias, sin saber por qué él
tenía esto y ella aquello, aturdidos por
el pudor y la culpa, siempre callados,
porque lo que no formulaban en palabras era como si no hubiera sucedido y fuera
menos pecado. Se exploraban de prisa y asustados, conscientes de que no
podrían admitir esos juegos de primos ni en
el confesionario, aunque por ello se condenaran al infierno. Había mil
ojos espiándolos. Las viejas criadas que los vieran nacer protegían esos
inocentes amores, pero las tías solteras velaban como cuervos; nada escapaba a
esos ojos secos cuya única función era registrar cada instante de la vida
familiar, a esas lenguas crepusculares que divulgaban los secretos y aguzaban
las querellas, aunque siempre en el seno del clan. Nada salía de las paredes de
esas casas. El primer deber de todos era preservar el honor y buen nombre de la
familia. Nívea se había desarrollado tarde y a los quince años todavía tenía
cuerpo de niña y un rostro inocente, nada en su aspecto revelaba la fuerza de
su carácter: de corta estatura, regordeta, con grandes ojos oscuros como único
rasgo memorable, parecía insignificante hasta que abría la boca. Mientras sus
hermanas se ganaban el cielo leyendo libros píos, ella leía a escondidas los artículos y libros que su primo
Severo le pasaba bajo la mesa y los clásicos que le prestaba su tío José
Francisco Vergara. Cuando casi nadie hablaba de eso en su medio social, ella
sacó de la manga la idea del sufragio femenino. La primera vez que lo mencionó
en un almuerzo de familia, en casa de don Agustín del Valle, se produjo una
deflagración de espanto. «¿Cuándo van a votar las mujeres y los pobres en este país?», preguntó Nívea de sopetón,
sin acordarse de que los niños no abrían la boca en presencia de los
adultos. El viejo patriarca Del Valle dio
un puñetazo sobre la mesa que hizo volar las copas y le ordenó ir de
inmediato a confesarse.
Nívea cumplió calladamente
la penitencia impuesta por el sacerdote y anotó en su diario, con su pasión
habitual, que no pensaba descansar hasta conseguir derechos elementales para
las mujeres, aunque la expulsaran de su familia. Había tenido la suerte de
contar con una maestra excepcional, sor María Escapulario, una monja con un
corazón de leona escondido bajo el hábito, quien había notado la inteligencia
de Nívea. Ante esa muchacha que todo lo absorbía con avidez, que cuestionaba
lo que ni ella misma se había preguntado nunca, que la desafiaba con un
razonamiento inesperado para sus años, y que parecía a punto de estallar de
vitalidad y salud dentro de su horrendo uniforme, la monja se sentía
recompensada como maestra. Nívea valía por si sola el esfuerzo de haber
enseñado por años a una multitud de niñas ricas con mente pobre. Por cariño
hacia ella, sor María Escapulario violaba sistemáticamente el reglamento del
colegio, creado con el propósito especifico de convertir a las alumnas en
criaturas dóciles. Mantenía con ella conversaciones que hubieran espantado a la
madre superiora y al director espiritual del colegio.
–Cuando yo
tenía tu edad había sólo dos alternativas: casarse o entrar al convento –dijo
sor María Escapulario.
–¿Por qué
eligió lo segundo, madre?
–Porque me daba
más libertad. Cristo es un esposo tolerante...
–Las mujeres
estamos fritas, madre. Tener hijos y obedecer, nada más –suspiro Nívea.
–No tiene que
ser así. Tú puedes cambiar las cosas –replicó la monja
–¿Yo sola?
–Sola no, hay
otras chicas como tú–, con dos dedos de frente. Leí en un periódico que ahora
hay algunas mujeres que son médicos, imagínate.
–¿Dónde?
–En Inglaterra.
–Eso está muy
lejos.
–Cierto, pero
si ellas pueden hacerlo allá, algún día se podrá hacer en Chile. No te
desanimes, Nívea.
–Mi confesor
dice que pienso mucho y rezo poco, madre.
–Dios te dio cerebro
para usarlo; pero te advierto que el camino de la rebelión está sembrado de
peligros y dolores, se requiere mucho valor para recorrerlo. No está de más
pedir a la Divina Providencia que te ayude un poco... –la aconsejó sor María
Escapulario. Tan firme llegó a ser la determinación de Nívea, que escribió en
su diario que renunciaría al matrimonio para dedicarse por completo a la lucha
por el sufragio femenino. Ignoraba que tal
sacrificio no sería necesario, pues se casaría por amor con un hombre
que la secundaría en sus propósitos políticos.
Severo subió al barco con
aire agraviado para que sus parientes no sospecharan lo contento que estaba de
irse de Chile –no fueran a cambiar de idea– y se dispuso a sacar el mayor
provecho posible a esa aventura. Se despidió de su prima Nívea con un beso
robado, después de jurarle que le enviaría libros interesantes por medio de un
amigo, para eludir la censura de la familia,
y que le escribiría cada semana. Ella se había resignado a una
separación de un año, sin sospechar que él había hecho planes para quedarse en
los Estados Unidos el mayor tiempo posible. Severo no quiso amargar mas la
despedida anunciando esos propósitos, ya se lo explicaría a Nívea por carta,
decidió. De todos modos ambos estaban demasiado jóvenes para casarse. La vio de
pie en el muelle de Valparaíso, rodeada por el resto de la familia, con su
vestido y su bonete color aceituna,
haciéndole adiós con la mano y sonriendo a
duras penas. «No llora y no se queja,
por eso la amo y la amaré siempre», dijo
Severo en voz alta contra el viento, dispuesto a vencer las veleidades de su
corazón y las tentaciones del mundo a punta de tenacidad. «Virgen Santísima,
devuélvemelo sano y salvo», suplicó Nívea, mordiéndose los labios, vencida por
el amor, sin acordarse para nada que había jurado permanecer célibe hasta
cumplir su deber de sufragista.
El joven Del
Valle manoseó la carta de su abuelo Agustín desde Valparaíso hasta Panamá,
desesperado por abrirla, pero sin atreverse a hacerlo, porque le habían inculcado
a sangre y fuego que ningún caballero pone ojo en carta ni mano en plata.
Finalmente la curiosidad pudo más que el pundonor –se trataba de su destino,
razonó– y con la navaja de afeitar rompió cuidadosamente el sello, luego expuso
el sobre al vapor de una tetera y lo abrió con mil precauciones. Así descubrió
que los planes del abuelo incluían mandarlo a una escuela militar norteamericana.
Era una lástima, agregaba el abuelo, que Chile no estuviera en guerra con algún
país vecino, para que su nieto se hiciera hombre con las armas en la mano, como
era debido. Severo tiró la carta al mar y escribió otra en sus propios
términos, la colocó dentro del mismo sobre y vertió laca derretida sobre el
sello roto.
En San
Francisco su tía Paulina lo esperaba en el muelle acompañada por dos lacayos y
Williams, su pomposo mayordomo. Iba ataviada con un sombrero de disparate y una
profusión de velos volando al viento, que de no haber sido ella tan pesada la
habrían elevado por los aires. Se echó a reír a gritos cuando vio al sobrino
descender por la plancha con el Cristo en brazos, luego lo estrechó contra su
pecho de soprano, ahogándolo en la montaña de sus senos y en su perfume de
gardenias.
–Lo primero
será deshacernos de esa monstruosidad –dijo señalando al Cristo–. También habrá
que comprarte ropa, nadie anda en esa facha por estos lados –agregó.
–Este traje era
de mi papá –aclaró Severo, humillado.
–Se nota,
pareces un enterrador –comentó Paulina y apenas lo hubo dicho recordó que no
hacía mucho que el muchacho había perdido a su padre–. Perdóname, Severo, no
quise ofenderte. Tu padre era mi hermano preferido, el único en la familia con
el cual se podía hablar.
–Me ajustaron
algunos de sus trajes, para no perderlos –explicó Severo con la voz quebrada.
–Empezamos mal.
¿Puedes perdonarme?
–Está bien,
tía.
–A la primera oportunidad que se presentó, el joven
le pasó la falsa carta del abuelo Agustín. Ella le echó una mirada más
bien distraída.
–¿Qué decía la
otra? –preguntó.
–Con las orejas coloradas, Severo intentó negar lo
que había hecho, pero ella no le dio tiempo de enredarse en mentiras.
–Yo habría
hecho lo mismo, sobrino. Quiero saber qué decía la carta de mi padre para
contestarle, no para hacerle caso.
–Que me mande a
una escuela militar o a la guerra, si es que hay una por estos lados.
–Llegas tarde,
ya la hubo. Pero ahora están masacrando a los indios, en caso que te interese.
No se defienden mal los indios; fíjate que acaban de matar al general Custer y
a más de doscientos soldados del Séptimo de
Caballería en Wyoming. No se habla de otra cosa. Dicen que un indio
llamado lluvia en la Cara, mira qué nombre tan poético, había jurado vengarse
del hermano del general Custer y que en esa batalla le arrancó el corazón y se
lo devoró. ¿Todavía tienes ganas de ser soldado? –se rió entre dientes Paulina
del Valle.
–Nunca he
querido ser militar, ésas son ideas del abuelo Agustín.
–En la carta
que falsificaste dice que quieres ser abogado, veo que el consejo que te di
años atrás no cayó en el vacío. Así me gusta, niño. Las leyes americanas no son
como las chilenas, pero eso es lo de menos. Serás abogado. Entrarás de aprendiz
al mejor bufete de California, para algo han de servir mis influencias –aseguró
Paulina.
–Estaré en
deuda con usted por el resto de mi vida, tía –dijo Severo, impresionado.
–Cierto. Espero
que no se te olvide, mira que la vida es larga y nunca se sabe cuándo tendré
necesidad de pedirte un favor.
–Cuente
conmigo, tía.
Al otro día
Paulina del Valle se presentó con Severo en la oficina de sus abogados, los
mismos que la habían servido por mas de veinticinco años ganando enormes
comisiones, y les anunció sin preámbulos que esperaba ver a su sobrino
trabajando con ellos a partir del lunes próximo para aprender el oficio. No
pudieron negarse. La tía instaló al joven en su casa, en una asoleada
habitación del segundo piso, le compró un buen caballo, le asignó una mesada,
le puso un profesor de inglés y procedió a presentarlo en sociedad, porque
según ella no había mejor capital que las conexiones.
–Dos cosas espero
de ti, fidelidad y buen humor.
–¿No espera
también que estudie?
–Ese es tu
problema, muchacho. Lo que hagas con tu vida no me incumbe para nada.
Sin embargo, en
los meses siguientes Severo comprobó que Paulina seguía de cerca sus progresos
en la firma de abogados, llevaba la cuenta de sus amistades, contabilizaba sus
gastos y conocía sus pasos incluso antes que él los diera. Cómo hacía para
saber tanto, era un misterio, a menos que Williams, el impenetrable mayordomo,
hubiera organizado una red de vigilancia. El hombre dirigía un ejército de
criados, que hacían sus tareas como silenciosas sombras, vivían en un edificio
separado al fondo del parque de la casa y tenían prohibido dirigir la palabra a
los señores de la familia, salvo que fueran llamados. Tampoco podían hablar con
el mayordomo sin pasar antes por el ama de llaves. A Severo le costó entender
esas jerarquías, porque las cosas en Chile eran mucho mas simples. Los
patrones, aun los más déspotas como su abuelo, trataban a sus empleados con
dureza, pero atendían sus necesidades y los consideraban parte de la familia.
Nunca vio que despidieran a una criada. Esas mujeres entraban a trabajar en la
casa en la pubertad y se quedaban hasta la muerte.
El palacete en Nob Hill era muy distinto a los caserones conventuales
en
los cuales había transcurrido su infancia, de gruesos muros de adobe y lúgubres
puertas acerrojadas, con escasos muebles atracados a las paredes desnudas. En
casa de su tía Paulina habría sido tarea imposible llevar un inventario de su contenido, desde los picaportes y llaves de
los baños de plata maciza, hasta las colecciones de figurillas de
porcelana, cajas rusas lacadas, marfiles chinos, y cuanto objeto de arte o de
codicia estaba de moda. Feliciano Rodríguez de Santa Cruz compraba para
impresionar a las visitas, pero no era un bárbaro, como otros magnates amigos
suyos que adquirían libros por peso y cuadros por color para combinarlos con los sillones. Por su lado Paulina
no sentía apego alguno por aquellos tesoros; el único mueble que había
encargado en su vida era su cama y lo había hecho por razones que nada tenían
que ver con la estética o el boato. Lo que le interesaba era el dinero, simple
y llanamente; su desafío consistía en ganarlo con astucia, acumularlo con tenacidad e invertirlo sabiamente. No se fijaba en
las cosas que adquiría su marido ni dónde las colocaba y el resultado
era una casona ostentosa, donde sus habitantes se sentían extranjeros. Las
pinturas eran enormes, macizos los marcos,
esforzados los temas –Alejandro
Magno a la conquista de Persia– pero también había cientos de cuadros menores
organizados por temas, que daban nombre a las habitaciones: el salón de caza,
el de las marinas, el de las acuarelas. Las cortinas eran de pesado terciopelo
con abrumadores flecos y los espejos venecianos reflejaban hasta el infinito
las columnas de mármol, los altos jarrones de Sévres, las estatuas de bronce,
las urnas rebosantes de flores y frutas. Existían dos salones de música con
finos instrumentos italianos, aunque en esa
familia nadie sabía usarlos y a Paulina la música le daba dolor de
cabeza, y una biblioteca de dos pisos. En cada rincón había escupideras de
plata con iniciales de oro, porque en esa ciudad fronteriza era perfectamente
aceptable lanzar escupitajos en público.
Feliciano tenía
sus habitaciones en el ala oriental y su mujer las suyas en el mismo piso, pero
en el otro extremo de la mansión. Entre ambas, unidas por un ancho pasillo, se
alineaban los aposentos de los hijos y los huéspedes, todos vacíos menos el de
Severo y otro que ocupaba Matías, el hijo mayor, el único que aun vivía en la
casa. Severo del Valle, acostumbrado a la incomodidad y al frío, que en Chile
se consideraban buenos para la salud, demoró varias semanas en habituarse al
abrazo oprimente del colchón y las almohadas de plumas, al verano eterno de las
estufas y la sorpresa cotidiana de
abrir la llave del baño y encontrarse con
un chorro de agua caliente. En la casa de su abuelo los retretes eran casuchas
malolientes al fondo del patio y en las madrugadas de invierno el agua para
lavarse amanecía escarchada en las palanganas.
La hora de la
siesta solía sorprender al joven sobrino y a la incomparable tía en la cama mitológica, ella entre las
sábanas, con sus libracos de contabilidad a un lado y sus pasteles al otro. y él sentado a
los pies entre la náyade y el delfín,
comentando asuntos familiares y negocios. Sólo
con Severo se permitía Paulina tal grado de intimidad, muy pocos tenían acceso
a sus habitaciones privadas, pero con él se sentía totalmente a gusto en
camisa de dormir. Ese sobrino le daba satisfacciones que nunca le dieron sus
hijos. Los dos menores hacían vida de herederos, gozando de empleos simbólicos
en la dirección de las empresas del clan,
uno en Londres y el otro en Boston. Matías, el primogénito, estaba
destinado a encabezar la estirpe de los Rodríguez de Santa Cruz y del Valle,
pero no tenía la menor vocación para ello; lejos de seguir los pasos de sus
esforzados padres, de interesarse en sus empresas o echar hijos varones al
mundo para prolongar el apellido, había hecho del hedonismo y el celibato una
forma de arte. «No es más que un tonto bien vestido», lo definió Paulina una
vez ante Severo, pero al compro-bar lo bien que se llevaban su hijo y su
sobrino, trató con ahínco de facilitar esa naciente amistad. «Mi madre no da
puntada sin hilo, debe estar planeando que me salves de la disipación», se
burlaba Matías. Severo no pretendía echarse encima la tarea de cambiar a su
primo, por el contrario, le hubiera gustado parecerse a él; en comparación se
sentía tieso y fúnebre. Todo en Matías lo asombraba, su estilo impecable, su
ironía glacial, la ligereza con que gastaba dinero sin reparo.
–Deseo que te familiarices con mis
negocios. Ésta es una sociedad materialista y vulgar, con muy poco respeto por
las mujeres. Aquí sólo valen fortuna y contactos, para eso te necesito: serás mis ojos y orejas – anunció Paulina a su sobrino, a los pocos meses de su
llegada.
–No entiendo
nada de negocios.
–Pero yo si. No
te pido que pienses, eso me toca a mí. Tú callas, observas, escuchas y me
cuentas. Luego haces lo que yo te diga sin hacer muchas preguntas, ¿estamos
claros?
–No me pida que
haga trampas, tía replicó dignamente Severo.
–Veo que has
oído algunos chismes sobre mi... Mira, hijo, las leyes fueron inventadas por
los fuertes para dominar a los débiles, que son muchos más. Yo no tengo
obligación de respetarlas. Necesito un abogado de total confianza para hacer lo
que me dé la gana sin meterme en líos.
–En forma
honorable, espero... –le advirtió Severo.
–¡Ay, niño! Así no vamos a llegar
a ninguna parte. Tu honor estará a salvo, siempre que no exageres –replicó
Paulina.
Así sellaron un
pacto tan fuerte como los lazos de sangre que los unían. Paulina, quien lo
había acogido sin grandes expectativas, convencida de que era un tunante, única razón para que se lo enviaran desde Chile, se
llevó una favorable sorpresa con ese sobrino listo y de nobles sentimientos.
En pocos años Severo aprendió a hablar inglés con una facilidad que nadie más
había demostrado en su familia, llegó a conocer las empresas de su tía como la
palma de su mano, cruzó dos veces los Estados Unidos en tren –una de ellas
amenizada por un ataque de bandoleros mexicanos– y hasta le alcanzó el tiempo
para convertirse en abogado.
Con su prima
Nívea mantenía una correspondencia semanal, que con los años fue definiéndose
como intelectual, más que romántica. Ella le contaba de la familia y de la política chilena; él le compraba libros y recortaba artículos sobre los avances de las sufragistas en Europa y
los Estados Unidos. La noticia de que se había presentado al Congreso norteamericano
una enmienda para autorizar el voto femenino fue celebrada por ambos en la
distancia, aunque estuvieron de acuerdo que imaginar algo semejante en Chile
equivalía a la demencia. «¿Qué gano con estudiar y leer tanto, primo, si no hay
lugar para la acción en la vida de una mujer? Dice mi madre que será imposible
casarme porque ahuyento a los hombres, que me arregle bonita y cierre la boca
si deseo un marido. Mí familia aplaude la menor muestra de conocimiento en mis
hermanos –y digo menor porque ya sabes cuán brutos son– pero lo mismo en mí se
considera jactancia. El único que me tolera es mi tío José Francisco, porque le
doy ocasión de hablarme de ciencia, astronomía y política, temas sobre los
cuales le gusta perorar, aunque mis opiniones nada le importan. No imaginas
cómo envidio a los hombres como tú, que tienen el mundo por escenario»,
escribía la joven. El amor no ocupaba más que
un par de líneas en las cartas de Nívea y un par de palabras en las de
Severo, como si tuvieran el tácito acuerdo de olvidar las intensas y
apresuradas caricias en los rincones. Dos veces al año Nívea le enviaba una
fotografía suya, para que viera cómo iba convirtiéndose en mujer, pero él prometía hacerlo y siempre lo olvidaba, tal como
olvidaba decirle que tampoco esa Navidad regresaría a casa. Otra más apurada
por casarse que Nívea habría afinado las antenas para ubicar un novio menos
escurridizo, pero ella jamás dudó de que Severo del Valle sería su marido. Tal
era su certeza, que esa separación arrastrada por años no la preocupaba
demasiado; estaba dispuesta a esperar hasta
el fin de los tiempos. Por su parte Severo guardaba el recuerdo de su
prima como símbolo de todo lo bueno, noble y puro.
El aspecto de
Matías podía justificar la opinión de su madre de que era sólo un tonto bien
vestido, pero de tonto nada tenía. Había visitado todos los museos importantes
de Europa, sabía de arte, podía recitar cuanto poeta clásico existía y era el
único que usaba la biblioteca de la casa. Cultivaba su propio estilo, mezcla de
bohemio y de dandy; del primero tenía el hábito de la vida nocturna y del
segundo la manía por los detalles del vestir. Era considerado el mejor partido
de San Francisco, pero se profesaba resueltamente soltero; prefería una
conversación trivial con el peor de sus enemigos, a una cita con la más
atrayente de sus enamoradas. Con las mujeres lo único que había en común era la
procreación, un propósito de por si absurdo, decía. Ante los apremios de la
naturaleza prefería una profesional, de las muchas que existían a mano. No se concebía velada entre caballeros que
no concluyese con un brandy en el bar y una visita a un burdel; había
más de un cuarto de millón de prostitutas en el país y un buen porcentaje de
ellas se ganaba la vida en San Francisco, desde las míseras sing–song girls de Chinatown, hasta
finas señoritas de los estados del sur, lanzadas por la Guerra Civil a la vida galante. El joven heredero,
tan poco permisivo con las debilidades femeninas, hacía gala de
paciencia con la grosería de sus amigos bohemios; era otra de sus
singularidades, como su afición a los delgados cigarrillos negros, que
encargaba a Egipto, y a los crímenes literarios y reales. Vivía
en el palacete paterno de Nob Hill y disponía de un
lujoso piso en pleno centro, coronado por una buhardilla espaciosa, que llamaba
la garvonniere, donde pintaba de vez en cuando y hacía fiestas con frecuencia.
Se mezclaba con el mundillo bohemio, unos pobres diablos que sobrevivían
sumidos en una escasez estoica e irremediable,
poetas, periodistas, fotógrafos, aspirantes a escritores y artistas,
hombres sin familia que pasaban la existencia medio enfermos, tosiendo y conversando, vivían a crédito y no usaban
reloj, porque el tiempo no se había inventado para ellos. A espaldas del
aristócrata chileno se burlaban de sus ropas y modales, pero lo toleraban
porque siempre podían acudir a él para unos cuantos dólares, un trago de Whisky
o un lugar en la buhardilla donde pasar una noche de neblina.
–¿Has notado
que Matías tiene modales de marica? –comentó Paulina a su marido.
–¡Cómo se te
ocurre decir una barbaridad tan grande de tu propio hijo! Jamás ha habido uno
de ésos en mi familia o en la tuya! –replicó Feliciano.
–¿Conoces algún
hombre normal que combine el color de la bufanda con el papel de las paredes?
–bufó Paulina.
–¡Bueno,
carajo! ¡Eres su madre y a ti te toca buscarle novia! Este muchacho ya tiene
treinta años y sigue soltero. Más vale que consigas una pronto, antes que se
nos vuelva alcohólico, tuberculoso o algo peor – advirtió Feliciano, sin saber
que ya era tarde para tibios recursos de salvación.
En una de esas
noches de ventisca helada propias del verano en San Francisco, Williams, el
mayordomo de chaqueta con colas, golpeó a la puerta de la habitación de Severo
del Valle.
–Disculpe la
molestia, señor –murmuro con un discreto carraspeo, entrando con un candelabro
de tres velas en su mano enguantada.
–¿Qué pasa,
Williams? –preguntó Severo alarmado, porque era la primera vez que alguien
interrumpía su sueño en esa casa.
–Me temo que
hay un pequeño inconveniente. Se trata de don Matías – dijo Williams con esa
pomposa deferencia británica, desconocida en California, que siempre sonaba
más irónica que respetuosa.
Explicó que a
esa hora tardía había llegado a la casa un mensaje enviado por una dama de dudosa reputación, una tal
Amanda Lowell, a quien el señorito solía frecuentar, gente de «otro
ambiente», como dijo. Severo leyó la nota a la luz de las velas: sólo tres
líneas pidiendo ayuda de inmediato para Matías.
–Debemos avisar
a mis tíos, Matías puede haber sufrido un accidente – se alarmó Severo del
Valle.
–Fíjese en la
dirección, señor, es en pleno Chinatown. Me parece preferible que los señores
no se enteren de esto –opinó el mayordomo.
–¡Vaya! Pensé
que usted no tenía secretos con mi tía Paulina.
–Procuro
evitarle molestias, señor.
–¿Qué sugiere
que hagamos?
–Si no es mucho pedir, que se vista, coja sus
armas y me acompañe.
Williams había
despertado a un mozo de cuadra para que alistara uno de los coches, pero
deseaba mantener el asunto lo más callado posible y él mismo tomó
las riendas y se dirigió sin vacilar por
calles oscuras y vacías rumbo al barrio
chino, guiado por el instinto de los caballos, porque el viento apagaba a cada
rato los faroles del vehículo. Severo tuvo la impresión de que no era la
primera vez que el hombre andaba por esas callejuelas. Pronto dejaron el coche
y se internaron a pie por un pasaje que desembocaba en un patio en sombras,
donde imperaba un extraño y dulce olor, como
a nueces tostadas. No se veía ni un alma, no había más sonido que el
viento y la única luz se filtraba entre las rendijas de un par de ventanucos a
nivel de la calle. Williams encendió una cerilla, leyó una vez más la dirección
en el papel y luego empujó sin ceremonias una de las puertas que daba al
patio. Severo, con la mano en el arma, lo siguió. Entraron a una habitación
pequeña, sin ventilación, pero limpia y ordenada, donde apenas se podía
respirar por el aroma denso del opio. Alrededor de una mesa central había
compartimientos de madera, alineados contra las paredes, uno encima de otro
como las literas de un barco, cubiertos por una esterilla y con un pedazo de madera
ahuecado a modo de almohada. Estaban ocupados por chinos, a veces dos por
cubículo, recostados de lado frente a pequeñas bandejas que contenían una caja
con una pasta negra y una lamparita ardiendo. La noche estaba muy avanzada y ya
la droga había surtido su efecto en la mayoría; los hombres yacían aletargados,
deambulando en sus sueños, sólo dos o tres aún tenían fuerzas para untar una
varilla metálica en el opio, calentarlo en la lámpara, cargar el minúsculo
dedal de la pipa y aspirar a través de un tubo de bambú.
–¡Dios mío! –murmuró Severo, quien había oído
hablar de eso, pero no lo había visto de cerca.
–Es mejor que el alcohol, si me permite decirlo –replicó Williams–. No induce a la violencia y
no hace daño a otros, sólo al que fuma. Fíjese cuánto más tranquilo y limpio es
esto que cualquier bar.
Un chino viejo
vestido con túnica y anchos pantalones de algodón les salió al encuentro cojeando. Los ojillos rojos apenas asomaban entre las
arrugas profundas de la cara, tenía un bigote mustio y gris, como la trenza
flaca que le colgaba a la espalda, todas las uñas, menos la del pulgar y el
índice, eran tan largas que se enrollaban sobre si mismas, como colas de algún
antiguo molusco, la boca parecía un hueco negro y los pocos dientes que le
quedaban estaban teñidos por el tabaco y el opio.
Aquel bisabuelo patuleco se dirigió a los recién llegados en chino y
ante la sorpresa de Severo, el mayordomo inglés le contestó con un par de
ladridos en la misma lengua. Hubo una pausa larguísima en la que nadie se movió.
El chino mantuvo la mirada de Williams, como si estuviera estudiándolo y
finalmente estiró la mano donde el otro depositó varios dólares, que el viejo
se guardó en el pecho bajo la túnica, luego cogió un cabo de vela y les hizo
señas de seguirlo. Pasaron a una segunda sala y enseguida a una
tercera y una cuarta, todas similares
a la primera, caminaron a lo largo de un retorcido corredor, bajaron por una
breve escalera y se encontraron en otro pasillo. Su guía les hizo señas de
esperar y desapareció por algunos minutos, que parecieron interminables.
Severo, sudando, mantenía el dedo en el gatillo del arma amartillada, alerta y
sin atreverse a decir ni media palabra. Por fin volvió el bisabuelo y los
condujo por un laberinto hasta que se hallaron frente a una puerta cerrada, que
se quedó contemplando con absurda atención, como quien descifra un mapa, hasta
que Williams le pasó un par de dólares más, entonces la abrió. Entraron a una
pieza más pequeña aún que las otras, más
oscura, mas llena de humo y más oprimente, porque estaba bajo el nivel
de la calle y carecía de ventilación, pero en lo demás idéntica a las
anteriores. En las literas de madera había cinco americanos blancos, cuatro
hombres y una mujer madura, pero aún espléndida, con una cascada de pelo rojo
desparramado a su alrededor como un escandaloso manto. A juzgar por sus finas
ropas, eran personas solventes. Todos estaban en el mismo estado de feliz
estupor, menos uno que yacía de espaldas respirando apenas, con la camisa
desgarrada, los brazos abiertos en cruz, la piel color de tiza y los ojos
volteados hacia arriba. Era Matías Rodríguez de Santa Cruz.
–Vamos, señor,
ayúdeme –ordenó Williams a Severo del Valle. Entre los dos lo levantaron con
esfuerzo, cada uno paso un brazo del hombre inconsciente sobre su cuello y así
lo llevaron, como un crucificado, la cabeza colgando, el cuerpo lacio, los
pies arrastrando por el piso de tierra apisonada. Rehicieron el largo camino de
vuelta por los estrechos pasillos y atravesaron uno a uno los sofocantes
cuartos, hasta que se hallaron de pronto al aire libre, en la pureza inaudita
de la noche, donde pudieron respirar a
fondo, ansiosos, aturdidos. Acomodaron a Matías como pudieron en el
coche y Williams los condujo a la garvonniere cuya existencia Severo suponía que el empleado de su tía ignoraba. Mayor fue su
sorpresa cuando Williams sacó una llave, abrió la puerta principal del edificio
y luego sacó otra para abrir la del ático.
–Esta no es la
primera vez que usted rescata a mi primo, ¿verdad, Williams?
–Digamos que no
será la última –respondió.
Colocaron a
Matías sobre la cama que había en un rincón, detrás de un biombo japonés, y Severo procedió a empaparlo con paños mojados y sacudirlo para que regresara del cielo donde estaba instalado, mientras
Williams partía en busca del médico de la familia, después de advertir que
tampoco sería conveniente informar a los tíos de lo que había ocurrido.
–¡Mi primo se
puede morir! –exclamó Severo, todavía tembloroso.
–En ese caso habrá que decírselo a los señores –concedió Williams cortésmente.
Matías estuvo
cinco días debatiéndose en espasmos de agonía, envenenado hasta el tuétano.
Williams llevó un enfermero al ático para que lo cuidara y se las arregló para
que su ausencia no fuera motivo de escándalo en la casa. Este incidente creó
un extraño vinculo entre Severo y Williams, una tácita complicidad que jamás se
traducía en gestos o palabras. Con otro individuo menos hermético que el
mayordomo, Severo habría pensado que compartían cierta amistad o al menos se
tenían simpatía–, pero en torno
al inglés se alzaba una muralla impenetrable de reserva. Comenzó a observarlo.
Trataba a los empleados bajo sus órdenes con la misma fría e impecable cortesía
con que se dirigía a sus patrones y así lograba atemorizarlos. Nada escapaba a
su vigilancia, ni el brillo de los cubiertos de plata labrada ni los secretos
de cada habitante de esa inmensa casa. Resultaba imposible calcular su edad o
sus orígenes, parecía detenido eternamente en la cuarentena de su vida y salvo
el acento británico, no había indicios de su pasado. Se cambiaba los guantes
blancos treinta veces al día, su traje de paño negro lucía siempre recién
planchado, su alba camisa del mejor lino holandés estaba almidonada como
cartulina y los zapatos relucían como espejos. Chupaba pastillas de menta para
el aliento y usaba agua de colonia, pero lo hacía con tanta discreción, que la
única vez que Severo percibió el olor de menta y lavanda fue cuando se rozaron
al levantar a Matías in-consciente en el fumadero de opio. En esa ocasión
también notó sus músculos duros como madera bajo la chaqueta, los tendones
tensos en el cuello, su fuerza y flexibilidad, nada de lo cual calzaba con la
actitud de lord inglés venido a menos de ese hombre.
Los primos
Severo y Matías sólo tenían en común las facciones patricias y el gusto por los deportes y la literatura,
en lo demás no parecían de la misma sangre; tan hidalgo, arrojado e ingenuo era
el primero, como cínico, indolente y libertino el segundo, pero a pesar de sus
temperamentos opuestos y los años que los separaban, hicieron amistad. Matías
se esmero en enseñar esgrima a Severo, quien carecía de la elegancia y
velocidad indispensables para ese arte, e iniciarlo en los placeres de San
Francisco, pero el joven resultó mal compañero para la juerga porque se dormía
de pie; pasaba catorce horas al día trabajando en el bufete de abogados y en el tiempo sobrante leía y estudiaba.
Solían nadar desnudos en la piscina de la casa y desafiarse en torneos de lucha
cuerpo a cuerpo. Danzaban uno en torno al otro, expectantes, aprontándose para
el salto y finalmente se agredían brincando enlazados, rodando, hasta que uno
conseguía someter al otro, aplastándolo contra el suelo. Quedaban mojados de
sudor, jadeando, excitados. Severo se
apartaba de un empujón,
desconcertado, como si el pugilato hubiera sido un inadmisible abrazo. Hablaban
de libros y comentaban los clásicos. Matías amaba la poesía y cuando estaban
solos recitaba de memoria, tan conmovido por la belleza de los versos que corrían
lágrimas por sus mejillas. También en esas ocasiones Severo se turbaba, porque
la intensa emoción del otro le parecía una forma de intimidad prohibida entre
hombres. Vivía pendiente de los adelantos científicos y los viajes
exploratorios, que comentaba con Matías en un vano intento de interesarlo,
pero las únicas noticias que lograban mellar la armadura de indiferencia de su
primo eran los crímenes locales. Matías mantenía una curiosa relación, basada
en litros de Whiskey, con Jacob Freemont, un viejo e inescrupuloso periodista,
siempre corto de dinero, con quien compartía la misma mórbida fascinación por
el delito. Freemont todavía conseguía publicar reportajes policiales en los
periódicos, pero había perdido definitivamente su reputación hacía muchos años,
cuando invento la historia de Joaquín Murieta, un supuesto bandido mexicano en
los tiempos de la fiebre del oro. Sus artículos crearon un personaje mítico,
que exaltó el odio de la población blanca contra los hispanos. Para aplacar los
ánimos, las autoridades ofrecieron recompensa a un tal capitán Harry Love para
dar caza a Murieta. Después de tres meses recorriendo California en su
búsqueda, el capitán optó por una solución expedita: mató a siete mexicanos en
una emboscada y volvió con una cabeza y una mano. Nadie pudo identificar los
despojos, pero la hazaña de Love tranquilizó a los blancos. Los macabros
trofeos aún estaban expuestos en un museo, aunque había consenso en que Joaquín
Murieta fue una monstruosa creación de la prensa en general y de Jacob Freemont
en particular. Ese y otros episodios en que la pluma falaz del periodista
embrolló la realidad, acabaron por darle bien ganada fama de embustero y
cerrarle las puertas. Gracias a su extraña conexión con Freemont, reportero de
crímenes, Matías lograba ver las víctimas asesinadas antes de que fueran
levantadas del sitio y presenciar las autopsias en la morgue, espectáculos que
repugnaban su sensibilidad tanto como la excitaban. De esas aventuras al
submundo del crimen salía borracho de horror, se iba directamente al baño
turco, donde pasaba horas sudando el olor de la muerte pegado a su piel, y
después se en-cerraba en su garvonniere a pintar desastrosas escenas de gente
despedazada a cuchillazos.
–¿Qué significa todo esto? –preguntó Severo la primera vez que
vio los dantescos cuadros.
–¿No te fascina la idea de la muerte? El homicidio es una
tremenda aventura y el suicidio es una solución práctica. Juego con la idea de
ambos. Hay algunas personas que merecen ser asesinadas, ¿no te parece? Y en cuanto a mi, bueno, primo, no
pienso morir decrépito, prefiero poner fin a mis días con el mismo cuidado con
que escojo mis trajes, por eso estudio los crímenes, para entrenarme.
–Estás demente
y además no tienes talento –concluyó Severo.
–No se requiere
talento para ser artista, sólo audacia. ¿Has oído hablar de los impresionistas?
–No, pero si
esto es lo que pintan esos pobres diablos, no van a llegar lejos. ¿No podrías
buscar un tema más agradable? ¿Una chica bonita, por ejemplo?
Matías se echó
a reír y le anunció que el miércoles habría una chica verdaderamente bonita en
su garvonniere–, la más bella de San Francisco, según aclamación popular,
agregó. Era una modelo que sus amigos se
peleaban por inmortalizar en arcilla, lienzos y placas fotográficas, con
la esperanza adicional de hacerle el amor. Se cruzaban apuestas a ver quien
sería el primero, pero por el momento nadie había logrado ni tocarle una mano.
–Sufre de un
defecto detestable: la virtud. Es la única virgen que queda en California,
aunque eso es de cura fácil. ¿Te gustaría conocerla?
Así fue como
Severo del Valle volvió a ver a Lynn Sommers. Hasta ese día se había limitado a
comprar en secreto postales con su imagen en las
tiendas para turistas y esconderlas entre las páginas de sus libros de
leyes, como un vergonzoso tesoro. Rondó muchas veces la calle del salón de té
en la Plaza de la Unión para verla de lejos y llevó a cabo discretas
indagaciones a través del cochero, quien a diario buscaba los dulces para su
tía Paulina, pero nunca se atrevió a presentarse honradamente ante Eliza
Sommers a pedirle permiso para visitar a su hija. Cualquier acción directa le
parecía una irreparable traición a Nívea, su dulce novia de toda la vida; pero
otra cosa sería encontrarse con Lynn por casualidad, decidió, puesto que en ese
caso sería una jugarreta de la fatalidad y nadie podría hacerle reproches. No
se le pasó por la mente que la vería en el estudio de su primo Matías en tan
raras circunstancias.
Lynn Sommers
resultó el producto afortunado de razas mezcladas. Debió llamarse Lin–Chien,
pero sus padres decidieron anglicanizar los nombres de sus hijos y darles el
apellido de la madre, Sommers, para facilitarles la existencia en los Estados
Unidos, donde los chinos eran tratados como perros. Al mayor lo llamaron
Ebanizer, en honor de un antiguo amigo del padre, pero le decían Lucky
–afortunado– porque era el chiquillo con más suerte que se había visto en
Chinatown. A la hija menor, nacida seis años más tarde, la llamaron Lin como
homenaje a la primera mujer de su padre, enterrada en Hong Kong muchos años
atrás, pero al inscribirla le dieron ortografía inglesa: Lynn. La primera
esposa de Tao–Chien, que
legó su nombre a la niña, fue una frágil criatura de minúsculos pies vendados,
adorada por su marido y muy joven derrotada por la consunción. Eliza Sommers
aprendió a convivir con el recuerdo pertinaz de Lin y acabó por considerarla un
miembro más de la familia, una especie de invisible protectora que velaba por
el bienestar de su hogar. Veinte años antes, cuando descubrió que estaba encinta
una vez más, rogó a Lin que la ayudara a llevar el embarazo a término, porque
ya había sufrido varias perdidas y no cabían muchas esperanzas de que su
naturaleza agotada retuviera a la criatura. Así se lo explicó Tao–Chien, quien
en cada ocasión había puesto al servicio de su mujer sus recursos de zhong–yi
además de llevarla a los mejores especialistas en medicina occidental de
California.
–Esta vez
nacerá una niña sana –le aseguró Eliza.
–¿Cómo sabes?
–preguntó su marido.
–Porque se lo
pedí a Lin.
–Eliza siempre
creyó que la primera esposa la sostuvo durante el embarazo, le dio fuerzas
para dar a luz a su hija y luego, como un hada, se inclinó sobre la cuna para
ofrecer al bebé el don de la hermosura. «Se llamará Lin», anunció la agotada
madre cuando tuvo por fin a su hija en los brazos; pero Tao–Chien se asustó: no
era buena idea darle el nombre de una mujer muerta tan joven. Finalmente
transaron en cambiar la ortografía para no tentar a la mala suerte. «Se
pronuncia igual, es lo único que importa», concluyó Eliza.
Por el lado de su madre, Lynn Sommers
tenía sangre inglesa y chilena, por el de su padre llevaba genes de los chinos
altos del norte. El abuelo de Tao–Chien, un humilde curandero, había legado a
sus descendientes varones su conocimiento de plantas medicinales y conjuros
mágicos contra diversos males del cuerpo y de la mente. Tao–Chien, el último
en esa estirpe, enriqueció la herencia paterna entrenándose como zhong– yi
junto a un sabio de Cantón, y mediante una vida de estudio, no sólo de la
medicina china tradicional, sino de todo lo que caía en sus manos sobre la
ciencia médica de Occidente. Se había labrado un sólido prestigio en San
Francisco, lo consultaban doctores americanos y tenía una clientela de varias
razas, pero no le permitían trabajar en los hospitales y su práctica estaba
limitada al barrio chino, donde compró una casa grande que servía de clínica en
el primer piso y residencia en el segundo. Su reputación lo protegía: nadie
interfería en su actividad con las sing–song girls, como llamaban en
Chinatown a las patéticas esclavas del tráfico sexual, todas niñas de cortos
años. Tao–Chien se había echado al hombro la misión de rescatar a cuantas
pudiera de los burdeles. Los tongs –bandas que controlaban, vigilaban y
vendían protección en la comunidad china– sabían que él compraba a las pequeñas
prostitutas para darles una nueva oportunidad lejos de California. Lo habían
amenazado un par de veces, pero no tomaron medidas más drásticas porque tarde
o temprano cualquiera de ellos podía necesitar los servicios del célebre zhong–yi. Mientras Tao–Chien no acudiera a las autoridades
americanas, actuara sin bulla y salvara a las chicas una a una, en una paciente
labor de hormiga, podían tolerarlo, porque no hacía mella en los enormes
beneficios del negocio. La única persona que trataba a Tao–Chien como un
peligro público era Ah-Toy, la alcahueta de mas éxito en San Francisco,
dueña de varios salones especializados en adolescentes asiáticas. Ella sola
importaba centenares de criaturas al año, ante los ojos impasibles de los
funcionarios yanquis debidamente sobornados. Ah–Toy odiaba a
Tao–Chien y, tal como había dicho muchas veces, prefería morir antes que
volver a consultarlo. Lo había hecho una sola vez, vencida por la tos, pero en
esa oportunidad los dos comprendieron, sin necesidad de formularlo en palabras,
que serían enemigos mortales para siempre. Cada sing-song girl
rescatada por Tao–Chien era una espina clavada bajo las uñas de Ah–Toy, aunque la
chica no le perteneciera. Para ella, tanto como para él, esa era una cuestión
de principios.
Tao–Chien se
levantaba antes del amanecer y salía al jardín, donde realizaba sus ejercicios
marciales para mantener el cuerpo en forma y la mente despejada. Enseguida
meditaba durante media hora y luego encendía el fuego para la tetera.
Despertaba a Eliza con un beso y una taza de té verde, que ella sorbía
lentamente en la cama. Ese momento era sagrado para los dos: la taza de té que
bebían juntos sellaba la noche que habían compartido en estrecho abrazo. Lo que
sucedía entre ellos tras la puerta cerrada de su pieza compensaba todos los
esfuerzos del día. El amor de ambos comenzó como una suave amistad tejida sutilmente
en medio de una maraña de obstáculos, desde la necesidad de entenderse en
inglés y saltar por encima de los
prejuicios de cultura y raza, hasta los
años de diferencia en edad. Vivieron y trabajaron juntos bajo el mismo techo
durante más de tres años antes de atreverse a traspasar la frontera invisible
que los separaba. Fue necesario que Eliza anduviera en círculos miles de millas
en un viaje interminable persiguiendo a un amante hipotético que se le
escapaba entre los dedos como una sombra, que por el camino dejara en jirones
su pasado y su inocencia, y que enfrentara
sus obsesiones ante la cabeza decapitada y macerada en
ginebra del legendario bandido Joaquín Murieta, para comprender que su destino
estaba junto a Tao–Chien. El zhong–yi, en cambio, lo supo mucho antes y la esperó
con la callada tenacidad de un amor maduro.
La noche en que por fin Eliza se atrevió
a recorrer los ocho metros de pasillo que separaban su habitación de la de
Tao–Chien, sus vidas cambiaron por
completo, como si un hachazo hubiera cortado de raíz el pasado. A partir de
esa noche ardiente no hubo la menor posibilidad ni tentación de vuelta atrás,
sólo el desafió de labrarse un espacio en un mundo que no toleraba la mezcla de
razas. Eliza llegó descalza, en camisa de dormir, tanteando en la sombra, empujó
la puerta de Tao–Chien segura de hallarla sin llave, porque adivinaba que él la
deseaba tanto como ella a él, pero a pesar de esa certeza iba asustada ante la
irreparable finalidad de su decisión. Había dudado mucho en dar aquel paso,
porque el zhong–yi era su
protector, su padre, su hermano, su mejor amigo, su única familia en esa tierra
extraña. Temía perderlo todo al convertirse en su amante; pero ya estaba ante
el umbral y la ansiedad por tocarlo pudo más que las argucias de la razón.
Entró en la habitación y a la luz de una vela, que había sobre la mesa, lo vio
sentado con las piernas cruzadas sobre la cama, vestido con túnica y pantalón
de algodón blanco, esperándola. Eliza no alcanzo a preguntarse cuantas noches
habría pasado él así, atento al ruido de sus pasos en el pasillo, porque estaba
aturdida por su propia audacia, temblando de timidez y anticipación. Tao–Chien
no le dio tiempo de retroceder. Le salió al encuentro, le abrió los brazos y
ella avanzó a ciegas hasta estrellarse contra su pecho, donde hundió la cara
aspirando el olor tan conocido de ese hombre, un aroma salino de agua de mar,
aferrada a dos manos a su túnica porque se le doblaban las rodillas, mientras
un no de explicaciones le brotaba incontenible de los labios y se mezclaba con
las palabras de amor en chino que murmuraba él. Sintió los brazos que la levantaban
del suelo y la colocaban con suavidad sobre la cama, sintió el aliento tibio en
su cuello y las manos que la sujetaban, entonces una irreprimible zozobra se
apoderó de ella y empezó a
tiritar, arrepentida y asustada.
Desde que muriera su esposa en Hong
Kong, Tao–Chien se había consolado de vez en cuando con abrazos precipitados
de mujeres pagadas. No había hecho el amor amando desde hacía más de seis años,
pero no permitió que la prisa lo encabritara. Tantas veces había recorrido el
cuerpo de Eliza con el pensamiento y tan bien la conocía, que fue como andar por sus suaves hondonadas y pequeñas colinas
con un mapa. Ella creía haber conocido el amor en brazos de su primer
amante, pero la intimidad con Tao–Chien puso en evidencia el tamaño de su
ignorancia. La pasión que la trastornara a los dieciséis años, por la cual
atravesó medio mundo y arriesgó varias veces la vida, había sido un espejismo
que ahora le parecía absurdo; entonces se había enamorado del amor
conformándose con las migajas que le daba un hombre más interesado en irse que
en quedarse con ella. Lo buscó durante cuatro años, convencida de que el joven
idealista que conociera en Chile se había transformado en California en un
bandido fantástico de nombre Joaquín Murieta. Durante ese tiempo Tao–Chien la
esperó con su proverbial sosiego, seguro de que tarde o temprano ella cruzaría
el umbral que los separaba. A él le tocó acompañarla cuando exhibieron la
cabeza de Joaquín Murieta para diversión de americanos y escarmiento de
latinos. Creyó que Eliza no resistiría la vista de aquel repulsivo trofeo, pero
ella se plantó ante el frasco donde reposaba el supuesto criminal y lo miró
impasible, como si se tratara de un repollo en escabeche, hasta que estuvo bien
segura de que no era el hombre a quien ella había perseguido durante años. En
verdad daba igual su identidad, porque en el largo viaje siguiendo la pista de
un romance imposible, Eliza había adquirido algo tan precioso como el amor:
libertad. «Ya soy libre», fue todo lo que dijo ante la cabeza. Tao–Chien
entendió que por fin ella se había desembarazado del antiguo amante, que le
daba lo mismo si vivía o había muerto buscando oro en los faldeos de la Sierra
Nevada; en cualquier caso ya no lo buscaría más y si el hombre apareciera
algún día, ella sería capaz de verlo en su verdadera dimensión. Tao–Chien le
tomó la mano y salieron de la siniestra exposición. Afuera respiraron el aire
fresco y echaron a andar en paz, dispuestos a empezar otra etapa de sus vidas.
La noche en que
Eliza entró a la habitación de Tao–Chien fue muy diferente a los abrazos clandestinos y precipitados con su primer amante en
Chile. Esa noche descubrió algunas de las múltiples posibilidades del placer y
se inició en la profundidad de un amor que habría de ser el único para el
resto de su vida. Con toda calma Tao–Chien fue despojándola de capas de temores acumulados y recuerdos
inútiles, la fue acariciando con infatigable perseverancia hasta que
dejó de temblar y abrió los ojos, hasta que se relajó bajo sus dedos sabios,
hasta que la sintió ondular, abrirse, iluminarse; la oyó gemir, llamarlo,
rogarle; la vio rendida y húmeda,
dispuesta a entregarse y a recibirlo a
plenitud, hasta que ninguno de los dos supo ya dónde se encontraban, ni quiénes
eran, ni dónde terminaba él y comenzaba ella. Tao–Chien la condujo más allá del
orgasmo, a una dimensión misteriosa donde el amor y la muerte son similares.
Sintieron que sus espíritus se expandían,
que los deseos y la memoria desaparecían, que se abandonaban en una sola
inmensa claridad. Se abrazaron en ese extraordinario espacio reconociéndose,
porque tal vez habían estado allí juntos en vidas anteriores y lo estarían
muchas veces más en vidas futuras, como sugirió Tao–Chien. Eran amantes
eternos, buscarse y encontrarse una
y otra vez era su karma, dijo emocionado; pero
Eliza replicó riendo que no era nada tan solemne como el karma, sino simples
ganas de fornicar, que en honor a la verdad hacía unos cuantos años que se
moría de ganas de hacerlo con él y esperaba que de ahora en adelante a Tao no le fallara el entusiasmo, porque esa sería
su prioridad en la vida. Retozaron esa noche y buena parte del día siguiente,
hasta que el hambre y la sed los obligaron a salir de la habitación
trastabillando, ebrios y felices, sin soltarse las manos por miedo a despertar
de pronto y descubrir que habían andado perdidos en una alucinación.
La pasión que
los unía desde aquella noche y que alimentaban con extraordinario cuidado, los
sostuvo y protegió en los momentos inevitables de adversidad. Con el tiempo
esa pasión fue acomodándose en la ternura y la risa, dejaron de explorar las
doscientas veintidós maneras de hacer el amor porque con tres o cuatro tenían
suficiente y ya no era necesario sorprenderse mutuamente. Mientras más se
conocían, mayor simpatía compartían. Desde esa primera noche de amor durmieron
en apretado nudo, respirando el mismo aliento y soñando los mismos sueños;
pero sus vidas no eran fáciles, habían estado juntos durante casi treinta años
en un mundo donde no había cabida para una pareja como ellos. En el transcurso
de los años esa pequeña mujer blanca y aquel chino alto llegaron a ser una
visión familiar en Chinatown, pero nunca fueron totalmente aceptados.
Aprendieron a no tocarse en público, a sentarse separados en el teatro y a
caminar en la calle con varios pasos de distancia. En ciertos restaurantes y hoteles no podían entrar juntos y cuando fueron a
Inglaterra, ella a visitar a su madre adoptiva, Rose Sommers, y él a dictar
conferencias sobre acupuntura en la clínica Hobbs, no pudieron hacerlo en la
primera clase del buque ni compartir el camarote, aunque por las noches ella se
escabullía sigilosa para dormir con él. Se casaron discretamente por el rito
budista, pero su unión carecía de valor legal. Lucky y Lynn aparecían
registrados como hijos ilegítimos reconocidos por el padre. Tao–Chien había
conseguido convertirse en ciudadano después de infinitos trámites y sobornos,
era uno de los pocos que lograron sacar la vuelta al Acta de Exclusión de los
Chinos, otra de las leyes discriminatorias de California. Su admiración y lealtad por la patria adoptiva eran
incondicionales, tal como lo demostró en la Guerra Civil, cuando cruzó
el continente para presentarse de voluntario en el frente y trabajar de
ayudante de los médicos yanquis durante los cuatro años del conflicto, pero se
sentía profundamente extranjero y deseaba que, aunque toda su vida
transcurriera en América, su cuerpo fuera enterrado en Hong Kong.
La familia de Eliza Sommers y Tao–Chien
residía en una casa espaciosa y confortable,
más sólida y de mejor factura que las
demás de Chinatown. A su alrededor se hablaba principalmente cantonés y todo,
desde la comida hasta los periódicos era chino. A varias cuadras de distancia
estaba La Misión, el barrio hispano, donde Eliza Sommers solía deambular por
el placer de hablar castellano, pero su día transcurría entre americanos en
las inmediaciones de la Plaza de la Unión, donde estaba su elegante salón de té. Con sus pasteles ella había
contribuido al principio para mantener a la familia, porque buena parte
de los ingresos de Tao–Chien terminaban en manos ajenas: lo que no se iba en
ayudar a los pobres peones chinos en tiempos de enfermedad o desgracia, podía
terminar en los remates clandestinos de niñas esclavas. Salvar a esas criaturas
de una vida de ignominia había pasado a ser a misión sagrada de Tao–Chien, así
lo entendió Eliza Sommers desde el comienzo y lo aceptó como otra
característica de su marido, otra de las muchas razones por las cuales lo
amaba. Montó su negocio de pasteles para no atormentarlo con peticiones de
dinero; necesitaba independencia para dar a sus hijos la mejor educación
americana, pues deseaba que se integraran por completo en los Estados Unidos y
vivieran sin las limitaciones impuestas a los chinos o a los hispanos. Con
Lynn lo consiguió, pe-ro con Lucky sus planes fracasaron, porque el muchacho
estaba orgulloso de su origen y no pretendía salir de Chinatown.
Lynn adoraba a
su padre –imposible no amar a ese hombre suave y generoso– pero se avergonzaba
de su raza. Se dio cuenta muy joven de que el único lugar para los chinos era
su barrio, en el resto de la ciudad eran detestados. El deporte favorito de los
muchachos blancos era apedrear celestiales o cortarles la trenza después de
molerlos a palos. Como su madre, Lynn vivía con un pie en China y el otro en
los Estados Unidos, las dos hablaban sólo inglés y se peinaban y vestían a la moda
americana, aunque dentro de la casa solían usar túnica y pantalón de seda. Poco
tenía Lynn de su padre, salvo los huesos largos y los ojos orientales, y menos
aún de su madre; nadie sabía de dónde surgía su rara belleza. Nunca le
permitieron jugar en la calle, como hacia su hermano Lucky porque en Chinatown
las mujeres y niñas de familias pudientes vivían totalmente recluídas. En las
escasas ocasiones en que andaba por el barrio, iba de la mano de su padre y con
la vista clavada en el suelo, para no provocar a la muchedumbre casi
enteramente masculina. Ambos llamaban la atención, ella por su hermosura y él porque se vestía como yanqui. Tao–Chien había
renunciado hacía años a la típica coleta de los suyos y andaba con el
pelo corto engominado hacia atrás, de impecable traje negro, camisa de cuello
laminado y sombrero de copa. Fuera de Chinatown, sin embargo, Lynn circulaba
plenamente libre, como cualquier muchacha blanca. Se educó en una escuela
presbiteriana, donde aprendió los rudimentos del cristianismo, que sumados a
las prácticas budistas de su padre, acabaron por convencerla de que Cristo era
la reencarnación de Buda. Iba sola de de piano y
a visitar a sus amigas del colegio, y por las tardes
se instalaba en el salón de té de su madre, donde hacía sus tareas escolares y
se entretenía releyendo las novelas románticas que compraba por diez centavos o
que le enviaba su tía abuela Rose de Londres. Fueron inútiles los esfuerzos de
Eliza Sommers por interesarla en la cocina o en cualquier otra actividad doméstica:
su hija no parecía hecha para los trabajos cotidianos.
Al madurar Lynn
mantuvo su rostro de ángel forastero y el cuerpo se le llenó de curvas
perturbadoras. Habían circulado por años fotografías suyas sin mayores
consecuencias, pero todo cambió cuando a los quince años aparecieron sus formas
definitivas y adquirió conciencia de la atracción devastadora que ejercía sobre
los hombres. Su madre, aterrada ante las
consecuencias de ese tremendo poder, intentó dominar el impulso de
seducción de su hija, machacándole normas de modestia y enseñándole a caminar
como soldado, sin mover los hombros ni las caderas, pero todo resultó inútil:
los varones de cualquier edad, raza y condición se volteaban para admirarla. Al
comprender las ventajas de su hermosura, Lynn dejó de maldecirla, como había
hecho de pequeña y decidió que sería modelo de artistas por un corto tiempo,
hasta que llegara un príncipe sobre su caballo alado para conducirla a la dicha
matrimonial. Sus padres habían tolerado durante su infancia las fotos de hadas
y columpios como un capricho inocente, pero consideraron un riesgo inmenso que
luciera ante las cámaras su nuevo porte de mujer. «Esto de posar no es un
oficio decente, sino pura perdición», determinó Eliza Sommers tristemente,
porque se dio cuenta de que no lograría disuadir a su hija de sus fantasías ni
protegerla de la trampa de la belleza. Planteó sus inquietudes a Tao–Chien, en
uno de esos momentos perfectos en que reposaban después de hacer el amor, y él
le explicó que cada cual tiene su karma, no es posible dirigir las vidas
ajenas, sólo enmendar a veces el rumbo de la propia; pero Eliza no estaba
dispuesta a permitir que la desgracia la pillara distraída. Siempre había
acompañado a Lynn cuando posaba para los fotógrafos, cuidando la decencia –
nada de pantorrillas desnudas con pretextos artísticos– y ahora que la chica
tenía diecinueve años, estaba dispuesta a duplicar su celo.
–...hay un
pintor que anda detrás de Lynn. Pretende que pose para un cuadro de Salomé
–anunció un día a su marido.
–¿De quién?
–preguntó Tao–Chien levantando apenas la vista de la Enciclopedia de Medicina.
–Salomé, la de
los siete velos, Tao. Lee la Biblia.
–Si es de la
Biblia debe estar bien, supongo –murmuró él distraído.
–¿Sabes cómo era la moda en tiempos de san Juan
Bautista? ¡Si me descuido
pintarán a tu hija con los senos al aire!
–No te descuides entonces –sonrió Tao
abrazando a su mujer por la cintura, sentándola sobre el libraco que tenía en
las rodillas y advirtiéndole que no se dejara amedrentar por los trucos de la
imaginación.
–¡Ay Tao! ¿Qué vamos a hacer con Lynn?
–Nada, Eliza,
ya se casará y nos dará nietos.
–¡Es una niña todavía!
–En China ya
estaría pasada para conseguir novio.
–Estamos en
América y no se casará con un chino –determinó ella.
–¿Por qué? ¿No
te gustan los chinos? se burló el zhong–yi.
–No hay otro
hombre como tú en este mundo, Tao, pero creo que Lynn se casará con un blanco.
–Los americanos
no saben hacer el amor, según me cuentan.
–Tal vez tú
puedas enseñarles –se sonrojo Eliza, con la nariz en el cuello de su marido.
Lynn posó para
el cuadro de Salomé con una malla de seda color carne debajo de los velos, ante
la mirada infatigable de su madre, pero Eliza Sommers no pudo plantarse con la
misma firmeza cuando ofrecieron a su hija el inmenso honor de servir de modelo
para la estatua de La República, que se levantaría en el centro de la Plaza de
la Unión. La campaña para juntar fondos había durado meses, la gente
contribuía con lo que podía, los escolares con unos centavos, las viudas con
unos dólares y los magnates como Feliciano Rodríguez de Santa Cruz con cheques
suculentos. Los periódicos publicaban a diario la suma alcanzada el día
anterior, hasta que se juntó suficiente para encargar el monumento a un famoso
escultor traído especialmente de Filadelfia para aquel ambicioso proyecto. Las
familias más distinguidas de la ciudad competían en fiestas y bailes para dar
al artista ocasión de escoger a sus hijas; ya se sabía que la modelo de La
República sería el símbolo de San Francisco y todas las jóvenes aspiraban a
semejante distinción. El escultor, hombre moderno y de ideas atrevidas, buscó a
la muchacha ideal durante se-manas, pero ninguna lo satisfizo. Para representar
a la pujante nación americana, formada de valerosos inmigrantes venidos de los
cuatro puntos cardinales, deseaba alguien de razas mezcladas, anunció. Los financistas
del proyecto y las autoridades de la ciudad se espantaron; los blancos no
podían imaginar que gente de otro color fuera completamente humana y nadie
quiso oír hablar de una mulata presidiendo la ciudad encaramada sobre el
obelisco de la Plaza de la Unión, como pretendía aquel hombre. California
estaba a la vanguardia en materia de arte, opinaban los periódicos, pero lo de
la mulata era mucho pedir. El escultor estaba a punto de sucumbir a la presión
y optar por una descendiente de daneses, cuando entró por casualidad a la
pastelería de Eliza Sommers, dispuesto a consolarse con un éclair de chocolate,
y vio a Lynn. Era la mujer que tanto había buscado para su estatua: alta, bien
formada, de huesos perfectos, no sólo tenía la dignidad de una emperatriz y un
rostro de facciones clásicas, también tenía el sello exótico que él deseaba.
Había en ella algo mas que armonía, algo singular, una mezcla de oriente y occidente, de sensualidad e
inocencia, de fuerza y delicadeza, que
lo sedujo por completo. Cuando informó a la madre que había elegido a su hija
para modelo, convencido de que hacía un tremendo honor a aquella modesta
familia de pasteleras, se encontró con una firme resistencia. Eliza Sommers
estaba harta de perder su tiempo vigilando a Lynn en los estudios de los
fotógrafos, cuya única tarea consistía en apretar un botón con el dedo. La
idea de hacerlo ante ese hombrecillo que planeaba una estatua en bronce de
varios metros de altura le resultaba agobiante; pero Lynn estaba tan orgullosa
ante la perspectiva de ser La República, que no tuvo valor para negarse. El
escultor se vio en aprietos para convencer a la madre de que una breve túnica
era el atuendo apropiado en este caso, porque ella no veía la relación entre
la república norteamericana y la vestimenta de los griegos, pero finalmente
transaron en que Lynn posaría con piernas y brazos desnudos, pero con los senos
cubiertos.
Lynn vivía
ajena a las preocupaciones de su madre por cuidar su virtud, perdida en su
mundo de fantasías románticas. Salvo por su inquietante aspecto físico, en nada
se distinguía; era una joven común y corriente, que copiaba versos en cuadernos
de páginas rosadas y coleccionaba miniaturas en porcelana. Su languidez no era
elegancia, sino pereza y su melancolía no
era misterio, sino vacuidad. »Déjenla en paz, mientras yo viva, a Lynn nada le
faltará», había prometido Lucky muchas veces, porque fue el único en darse
cuenta cabal de cuán tonta era su hermana.
Lucky, varios años mayor que Lynn, era chino puro. Salvo en las raras
oportunidades en que debía hacer algún trámite legal o tomarse una fotografía, se vestía con blusón, pantalones
sueltos, una faja en la cintura y zapatillas con suela de madera, pero
siempre con sombrero de vaquero. Nada tenía del porte distinguido de su padre,
la delicadeza de su madre o la belleza de su hermana; era bajo, paticorto, con
la cabeza cuadrada y la piel verdosa, sin embargo resultaba atrayente por su
irresistible sonrisa y su optimismo contagioso, que provenía de la certeza de
estar marcado por la buena suerte. Nada malo podía ocurrirle, pensaba, tenía
la felicidad y la fortuna garantizadas por nacimiento. Había descubierto ese
don a los nueve años, jugando fan–tan en la calle con otros muchachos; ese día llegó a la casa
anunciando que a partir de ese momento su nombre sería Lucky –en vez de Ebanizery no
volvió a contestar a quien lo llamara por otro. La buena suerte lo siguió por
todos lados,
ganaba en cuantos juegos de azar existían y aunque era revoltoso y atrevido,
nunca tuvo problemas con los tongs o con las autoridades de los blancos. Hasta
los policías lo trataban con simpatía. Mientras sus compinches recibían palos,
él salía de los líos con un chiste o un truco de magia, de los muchos que podía
realizar con sus prodigiosas manos de malabarista. Tao–Chien no se resignaba a
la ligereza de cascos de su único hijo y maldecía aquella buena estrella que le
permitía evadir los esfuerzos de los mortales comunes y corrientes. No era
felicidad lo que deseaba para él sino trascendencia. Le angustiaba verlo pasar
por este mundo como un pájaro contento, porque con esa actitud se le iba a
estropear el karma. Creía que el alma avanza hacia el cielo a través de la
compasión y el sufrimiento, venciendo con nobleza y generosidad los obstáculos,
pero si el camino de Lucky era siempre fácil, ¿cómo iba a superarse? Temía que
en el futuro se reencarnara en sabandija. Tao–Chien pretendía que su primogénito,
quien debía ayudarlo en la vejez y honrar su memoria después de su muerte,
continuara la noble tradición familiar de curar, soñaba incluso con verlo
convertido en el primer médico chino–americano con diploma; pero Lucky sentía
horror por las pó-cimas malolientes y agujas de acupuntura, nada le repugnaba
tanto como las enfermedades ajenas y no lograba entender el disfrute de su
padre ante una vejiga inflamada o una cara salpicada de pústulas. Hasta que
cumplió dieciséis años y se lanzó a la calle, debió asistir a Tao–Chien en el
consultorio, donde éste le machacaba los nombres de los remedios y sus
aplicaciones y procuraba enseñarle el arte indefinible de tomar los pulsos,
balancear la energía e identificar humores, sutilezas que al joven le entraban
por una oreja y salían por otra, pero al menos no lo traumatizaban, como los
textos científicos de medicina occidental que su padre estudiaba con ahínco.
Las ilustraciones de cuerpos sin piel, con músculos, venas y huesos al aire,
pero con calzones, así como las operaciones quirúrgicas descritas en sus más
crueles detalles, lo horrorizaban. No le faltaban pretextos para alejarse del
consultorio, pero siempre estaba disponible cuando se trataba de esconder a una
de las miserables sing–song girls, que su padre solía llevar a la casa.
Esa actividad secreta y peligrosa estaba hecha a su medida. Nadie mejor que él
para trasladar las muchachitas exánimes bajo las narices de los tongs, nadie
más hábil para sustraerlas del barrio apenas se recuperaban un poco, nadie más ingenioso
para hacerlas desaparecer para siempre en los cuatro vientos de la libertad. No
lo hacía derrotado por la compasión, como Tao–Chien, sino exaltado por el afán
de torear el riesgo y poner a prueba su buena suerte.
Antes de alcanzar los diecinueve años Lynn
Sommers ya había rechazado varios pretendientes y estaba acostumbrada a los
homenajes masculinos, que recibía con desdén de reina, pues ninguno de sus
admira-dores calzaba con su imagen del príncipe romántico, ninguno decía las
palabras que su tía abuela Rose Sommers escribía en sus novelas, a todos los
juzgaba ordinarios, indignos de ella. Creyó encontrar el destino sublime al
cual tenía derecho cuando conoció el único hombre que no la miró dos veces, Matías Rodríguez de Santa Cruz. Lo
había visto de lejos en algunas oportunidades, por la calle o en el
coche con Paulina del Valle, pero no habían cruzado palabra, él era bastante
mayor, vivía en círculos donde Lynn no tenía acceso y de no ser por la estatua
de La Re-pública tal vez no se hubieran topado nunca. Con el pretexto de
supervisar el costoso proyecto, se daban cita en el estudio del escultor los
políticos y magnates que contribuyeron a financiar la estatua. El artista era
amante de la gloria y la buena vida; mientras trabajaba, aparentemente absorto
en el fundamento del molde donde se vaciaría el bronce, disfrutaba de la recia
compañía masculina, las botellas de champaña, las ostras frescas y los buenos
cigarros que traían las visitas. Sobre una tarima, iluminada por una claraboya
en el techo por donde se filtraba luz
natural, Lynn Sommers se equilibraba en la punta de los pies con los
brazos en alto, en una postura imposible de mantener por más de unos minutos,
con una corona de laurel en una mano y un pergamino con la constitución americana
en la otra, vestida con una ligera túnica plisada que le colgaba de un hombro
hasta las rodillas, revelando el cuerpo tanto como lo cubría. San Francisco
era un buen mercado para el desnudo femenino; todos los bares exponían cuadros
de rotundas odaliscas, fotografías de cortesanas con el trasero al aire y frescos de yeso con ninfas perseguidas
por incansables sátiros; una modelo totalmente desnuda habría provocado
menos curiosidad que esa chica que rehusaba quitarse la ropa y no se separaba
del ojo avizor de su madre. Eliza Sommers, vestida de oscuro, sentada muy tiesa
en una silla junto a la tarima donde posaba su hija, vigilaba sin aceptar ni las ostras ni la champaña con que
intentaban distraerla. Esos vejetes acudían motivados por la lujuria, no
por amor al arte, eso estaba claro como el agua. Carecía de poder para impedir
su presencia, pe-ro al menos podía asegurarse de que su hija no aceptara
invitaciones y, en lo posible, no se riera de las bromas ni contestara las
preguntas desatinadas. «No hay nada gratis en este mundo. Por esas baratijas
pagaras un precio muy caro», le advertía cuando la chica se enfurruñaba al
verse obligada a rechazar un regalo.
Posar para la
estatua resultó un proceso eterno y aburrido, que dejaba a Lynn con calambres
en las piernas y entumecida de frío. Eran los primeros días de enero y las
estufas en los rincones no lograban entibiar ese recinto de techos altos,
cruzado de corrientes de aire. El escultor trabajaba con abrigo puesto y
desquiciante lentitud, deshaciendo hoy lo hecho ayer, como si no tuviera una
idea acabada, a pesar de los centenares de esbozos de La República pegados en
las paredes.
Un martes
aciago apareció Feliciano Rodríguez de Santa Cruz con su hijo Matías. Le había
llegado la noticia de la exótica modelo y pensaba conocerla antes que
levantaran el monumento en la plaza, saliera su nombre en el diario y la chica
se convirtiera en una presa inaccesible, en el caso hipotético de que el
monumento llegara a inaugurarse. Al pa-so que iba, bien podía suceder que antes
de vaciarlo en bronce los opositores del proyecto ganaran la batalla y todo se
disolviera en la nada; había muchos inconformes con la idea de una república
que no fuera anglosajona. El viejo corazón de truhán de Feliciano todavía se
agitaba con el olor de la conquista, por eso estaba allí. Tenía mas de sesenta
años, pero el hecho de que la modelo aún no cumplía los veinte no le parecía un obstáculo insalvable; estaba convencido
que había muy poco que el dinero no pudiera comprar. Le bastó un instante
para evaluar la situación al ver a Lynn
sobre la tarima, tan joven y vulnerable, tiritando bajo su túnica
indecente, y el estudio lleno de machos dispuestos a devorarla; pero no fue
compasión por la chica o temor a la competencia entre antropófagos lo que
detuvo su impulso inicial de enamorarla, sino Eliza Sommers. La reconoció al
punto, a pesar de haberla visto muy pocas veces. No sospechaba que la modelo
de quien tantos comentarios había oído, fuera hija de una amiga de su mujer.
Lynn Sommers no percibió la presencia de Matías hasta medía hora más tarde, cuando
el escultor dio por terminada la sesión y ella pudo des-prenderse de la corona
de laurel y el pergamino y descender de la tarima. Su madre
le puso una manta sobre los hombros y le sirvió una taza de chocolate,
guiándola tras el biombo donde debía vestirse. Matías es-taba junto a la
ventana observando la calle ensimismado; los suyos eran los únicos ojos que en
ese momento no estaban clavados en ella. Lynn notó al punto la belleza viril,
juventud y buena cepa de ese hombre, su ropa exquisita, su porte altivo, el
mechón de pelo castaño cayendo en cuidadoso desorden sobre la frente, las manos
perfectas con anillos de oro en los meñiques. Asombrada al verse así ignorada,
fingió tropezar para llamar su atención. Varias manos se aprontaron a sostenerla,
menos las del dandy en la ventana, quien apenas la barrió con la vista,
totalmente indiferente, como si ella fuera parte del amueblado. Y entonces
Lynn, con la imaginación a galope, decidió, sin tener ninguna razón a la cual
aferrarse, que ese hombre era el galán anunciado duran-te años en las novelas
de amor: había encontrado finalmente su destino. Al vestirse tras el biombo
tenía los pezones duros como piedrecillas.
La indiferencia
de Matías no era fingida–, en verdad no
reparó en la joven, estaba allí por motivos muy alejados de la concupiscencia:
debía hablar de dinero con su padre y no encontró otra ocasión para hacerlo.
Estaba con el agua al cuello y necesitaba de inmediato un cheque para cubrir
sus deudas de juego en un garito de Chinatown. Su padre le había advertido que
no pensaba seguir financiando tales diversiones y, de no haber sido un asunto
de vida o muerte, como le habían hecho saber claramente sus acreedores, se las
habría arreglado para ir sacándole lo
necesario de a poco a su madre. En esta ocasión, sin embargo, los
celestiales no estaban dispuestos a esperar y Matías supuso acertada-mente que la visita donde el escultor pondría a su
padre de buen humor y sería fácil obtener lo que pretendía de él. Fue
varios días más tarde, en una parranda con sus amigos bohemios, cuando se
enteró de que había estado en presencia de Lynn Sommers, la joven más codiciada
del momento.
Tuvo que hacer un esfuerzo por recordarla y llegó a preguntarse si sería capaz de
reconocerla si la viera en la calle. Cuando surgieron las apuestas a ver quien
sería el primero en seducirla, se anotó por inercia y luego, con su insolencia
habitual, anunció que lo haría en tres etapas. La primera, dijo, sería
conseguir que fuera a la garvonniere sola para presentarla a sus
compinches, la segunda sería convencerla de posar desnuda delante de ellos, y
la tercera hacerle el amor, todo en el plazo de un mes. Cuando invitó a su primo Severo del Valle a conocer a la mujer
más bonita de San Francisco en la tarde del miércoles, estaba cumpliendo la
primera parte de la apuesta. Había sido fácil llamar a Lynn con una seña discreta por la ventana del salón de
té de su madre, esperarla en la esquina cuando ella salió con algún pretexto
inventado, caminar con ella un par de cuadras por la calle, decirle unos
cuantos piropos, que habrían provocado hilaridad en una mujer con más experiencia,
y citarla en su estudio advirtiéndole que acudiera sola. Se sintió frustrado porque supuso que el desafió sería más
interesante. Antes del miércoles de la cita ni siquiera tuvo que
esmerarse demasiado en seducirla, bastaron unas miradas lánguidas, un roce de
los labios en su mejilla, unos soplidos y frases resabidas en su oído, para
desarmar a la chiquilla que temblaba ante él, lista, para el amor. A Matías ese
deseo femenino de entregarse y sufrir le
resultaba patético, era justamente lo que más detestaba de las mujeres,
por eso se avenía tan bien con Amanda Lowell, quien tenía la misma actitud suya
de desfachatez ante los sentimientos y de
reverencia ante el placer. Lynn, hipnotizada como ratón ante una cobra,
tenía al fin un destinatario para el arte florido de las esquelas de amor y sus estampas de doncellas mustias y
galanes
engominados. No sospechaba que Matías compartía esas misivas románticas con sus amigotes. Cuando Matías
quiso mostrárselas a Severo del Valle, éste rehusó. Aún ignoraba que eran
enviadas por Lynn Sommers, pero la idea de
burlarse del enamoramiento de una joven ingenua le repugnaba. «Por lo
visto sigues siendo un caballero, primo, pero no te preocupes, eso se cura tan
fácilmente como la virginidad», comentó Matías.
Severo del
Valle asistió a la invitación de su primo ese miércoles memorable para conocer
a la mujer más bonita de San Francisco, como este le había anunciado, y se
encontró con que no era el único convocado para la ocasión; había por lo menos
medía docena de bohemios bebiendo y fumando en la
garvonniere y la misma mujer de pelo rojo
que viera por unos segundos un par de años atrás, cuando fue con Williams a
rescatar a Matías en un fumadero de opio. Sabía de quién se trataba, porque su
primo le había hablado de ella y su nombre circulaba en el mundo de los
espectáculos frívolos y la vida nocturna. Era Amanda Lowell, gran amiga de
Matías, con quien solía burlarse a coro del escándalo que desencadenó en los
tiempos en que era la amante de Feliciano Rodríguez de Santa Cruz. Matías le
había prometido que a la muerte de sus padres le regalaría la cama de Neptuno que
Paulina del Valle encargo a Florencia por despecho. De la vocación de
cortesana poco le quedaba a la Lowell, en su madurez había descubierto cuan
petulantes y aburridos son la mayoría de los hombres, pero con Matías tenía una
profunda afinidad, a pesar de sus fundamentales diferencias. Ese miércoles se
mantuvo aparte, recostada en un sofá, bebiendo champaña, consciente de que por
una vez el centro de atención no era ella. Había sido invitada para que Lynn
Sommers no se encontrara sola entre hombres en la primera cita, porque podría
retroceder intimidada.
A los pocos
minutos golpearon la puerta y apareció la famosa modelo de La República
envuelta en una capa de pesada lana con un capuchón sobre la cabeza. Al
quitarse el manto vieron un rostro virginal coronado por cabello negro partido
al centro y peinado hacia atrás en un mono sencillo. Severo del Valle sintió
que el corazón le daba un brinco y toda la sangre se le agolpaba en la cabeza,
retumbándole en las sienes como un tambor de regimiento. Jamás imaginó que la
víctima de la apuesta de su primo fuera Lynn Sommers. No pudo decir ni una
palabra, ni siquiera saludarla como hacían los demás; retrocedió hasta un
rincón y allí permaneció durante la hora que duró la visita de la joven, con la
mi-rada fija en ella, paralizado de angustia. No le cabía duda alguna sobre el
desenlace de la apuesta de ese grupo de hombres. Vio a Lynn Sommers como un
cordero sobre la piedra del sacrificio, ignorante de su suerte. Una oleada de
odio contra Matías y sus secuaces le subió desde los pies, mezclada con una
rabia sorda contra Lynn. No podía comprender cómo la muchacha no se daba cuenta
de lo que estaba sucediendo, cómo no veía la trampa de esos halagos de doble
sentido, del vaso de champaña que le llenaban una y otra vez, de la perfecta
rosa roja que Matías le prendía en el pelo, todo tan predecible y vulgar que
daba náuseas. «Debe ser tonta sin remedio», pensó asqueado con ella tanto como
con los demás, pero vencido por un amor ineludible que durante años había
estado esperando la oportunidad de germinar y ahora reventaba, aturdiéndolo.
–¿Te pasa algo, primo? –preguntó Matías burlón, pasándole un
vaso.
No pudo
contestar y debió voltear la cara para disimular su intención asesina, pero el
otro había adivinado sus sentimientos y se dispuso a llevar la broma más lejos.
Cuando Lynn Sommers anunció que debía partir, después de prometer que
regresaría a la semana siguiente para posar ante las cámaras de esos
«artistas», Matías le pidió a su primo que la acompañara. Y así fue como Severo
del Valle se encontró a solas con la mujer que había logrado mantener a raya el
porfiado amor de Nívea. Anduvo con Lynn las pocas cuadras que separaban el
estudio de
Matías del
salón de té de Eliza Sommers, tan trastornado que no supo cómo iniciar una
conversación banal. Era tarde para revelarle la apuesta, sabía que Lynn estaba
enamorada de Matías con la misma terrible ofuscación con que él lo estaba de
ella. No le creería y se sentiría insultada y, aunque le explicara que para
Matías ella era apenas un juguete, igual iría derecho al matadero, ciega de
amor. Fue ella quien rompió el incómodo silencio para preguntarle si él era el
primo chileno que Matías había mencionado. Severo comprendió cabalmente que esa
joven no tenía el más leve recuerdo del primer encuentro años atrás, cuando pegaba
estampas en un álbum a la luz de los vitrales de una ventana, no sospechaba que
la amaba desde entonces con la tenacidad del primer amor–, tampoco se había fijado que él rondaba la
pastelería y se le cruzaba a menudo en la calle. Sus ojos simplemente no lo
habían registrado. Al despedirse le pasó su tarjeta de visita, se inclinó en el
gesto de besarle la mano y balbuceó que si
alguna vez lo necesitaba por favor no vacilara en llamarlo. A partir de
ese día eludió a Matías y se hundió en el estudio y el trabajo para
apartar de su mente a Lynn Sommers y la humillante
apuesta. Cuando su primo lo invitó el miércoles siguiente a la segunda sesión,
en la cual estaba previsto que la muchacha se desnudaría, lo insultó. Por
varias semanas no pudo escribir ni una línea a Nívea y tampoco podía leer sus
cartas, que guardaba sin abrir, agobiado por
la culpa. Se sentía inmundo, como si él también participara en la
bravata de mancillar a Lynn Sommers.
Matías
Rodríguez de Santa Cruz ganó la apuesta sin esmerarse, pero por el camino le
falló el cinismo y sin quererlo se vio atrapado en lo que más temía en este
mundo: un lío sentimental. No llegó a enamorarse de la bella Lynn Sommers, pero
el amor incondicional y la inocencia con que ella se le entregó, lograron
conmoverlo. La joven se colocó en sus manos con total confianza, dispuesta a
hacer lo que le pidiera, sin juzgar sus propósitos o calcular las
consecuencias. Matías calibró el poder absoluto que ejercía sobre ella, cuando
la vio desnuda en su buhardilla, roja de turbación, cubriéndose el pubis y los
senos con los brazos, al centro del circulo de sus compinches, quienes fingían
fotografiarla sin disimular la excitación de perros en celo que aquella
jugarreta despiadada les producía. El
cuerpo de Lynn no tenía la forma de reloj de arena tan de moda entonces,
nada de caderas y senos opulentos separados por una cintura imposible, era
delgada y sinuosa, de piernas largas y pechos redondos de pezones oscuros, tenía la piel color de fruta
estival y un manto de cabello negro y liso que le caía hasta la mitad de la espalda. Matías la admiró como
otro de los muchos objetos de arte que coleccionaba, le pareció exquisita, pero
comprobó satisfecho que no ejercía sobre él ninguna atracción. Sin pensar en
ella, sólo por presumir ante sus
amigos y por ejercicio de crueldad, le indicó que apartara los brazos. Lynn lo
miró por unos segundos y luego obedeció lentamente, mientras le corrían
lágrimas de vergüenza por las mejillas. Ante ese llanto inesperado se hizo un
silencio helado en la habitación, los hombres apartaron la vista y aguardaron
con las cámaras en la mano, sin saber qué hacer, por un tiempo que pareció muy
largo. Entonces Matías, abochornado por primera vez en su vida, tomó un abrigo
y cubrió a Lynn, envolviéndola en sus brazos. «¡Váyanse! Esto se ha terminado»,
ordenó a sus huéspedes, que empezaron a retirarse uno a uno, desconcertados.
A solas con
ella, Matías la sentó sobre sus rodillas y empezó a mecerla como a un niño, pidiéndole
perdón con el pensamiento, pero incapaz de formular las palabras, mientras la
joven seguía llorando callada. Por último la condujo con suavidad detrás del
biombo, a la cama, y se acostó con ella abrazándola como un hermano,
acariciándole la cabeza, besándola en la frente, perturbado por un sentimiento
desconocido y omnipotente que no sabía nombrar. No la deseaba, sólo quería
protegerla y devolverle intacta su inocencia, pero la suavidad imposible de la
piel de Lynn, su cabello vivo envolviéndolo y su fragancia de manzana lo derrotaron.
La entrega sin reservas de ese cuerpo núbil que se abría al con-tacto de sus
manos logró sorprenderlo y sin saber cómo se encontró explorándola, besándola
con una ansiedad que ninguna mujer le había provocado antes, metiéndola la
lengua en la boca, las orejas, por todos lados, aplastándola, penetrándola en
una vorágine de pasión incontenible,
cabalgándola sin misericordia, ciego, desbocado, hasta que reventó dentro de
ella en un orgasmo devastador. Durante un brevísimo instan-te se encontraron en
otra dimensión, sin defensas, desnudos en cuerpo y espíritu. Matías alcanzó a
tener la revelación de una intimidad que hasta entonces había evitado sin saber
siquiera que existiera, traspasó una última frontera y se encontró al otro
lado, desprovisto de voluntad. Había tenido más amantes –mujeres y hombres– de
los que convenía recordar, pero nunca había perdido así el control, la ironía,
la distancia, la noción de su propia intocable individualidad, para fundirse
simplemente con otro ser humano. En cierta forma, él también entregó la virginidad
en ese abrazo. El viaje duró apenas una milésima fracción de tiempo, pero fue
suficiente para aterrorizarlo; regresó a su cuerpo exhausto y de inmediato se
parapetó en la armadura de su sarcasmo habitual. Cuando Lynn abrió los ojos él
ya no era el mismo hombre con quien había hecho el amor, sino el de antes, pero
ella carecía de experiencia para saberlo. Adolorida, ensangrentada y dichosa,
se abandonó al espejismo de un amor ilusorio, mientras Matías la mantenía
abrazada, aunque ya su espíritu andaba lejos. Así estuvieron hasta que se fue
por completo la luz en la ventana y ella comprendió que debía regresar donde su
madre. Matías la ayudó a vestirse y la acompañó hasta las cercanías del salón
de té. «Espérame, mañana vendré a la misma hora». susurró ella al despedirse.
Nada supo
Severo del Valle de lo sucedido ese día ni de los hechos que siguieron, hasta tres meses más tarde. En abril de
1879 Chile declaró la guerra a sus vecinos, Perú y Bolivia, por un asunto de tierras, salitre y
soberbia.
Había estallado la Guerra del Pacifico. Cuando la noticia llegó a San
Francisco, Severo se presentó ante sus tíos anunciando que par-tía a luchar.
–¿No quedamos
en que nunca volverías a pisar un cuartel? –le recordó su tía Paulina.
–Esto es
distinto, mi patria está en peligro.
–Tú eres un
civil.
–Soy sargento
de reserva –explicó él.
–La guerra
habrá terminado antes de que alcances a llegar a Chile. Veamos que dicen los
periódicos y qué opina la familia. No te precipites –aconsejó la tía.
–Es mi deber –replicó Severo, pensando en su
abuelo, el patriarca Agustín del Valle,
quien había muerto recientemente reducido al tamaño de un chimpancé,
pero con el mal carácter intacto.
–Tu deber está
aquí, conmigo. La guerra es buena para los negocios. Éste es el momento de
especular con azúcar –replicó Paulina.
–¿Azúcar?
–Ninguno de
esos tres países la produce y en tiempos malos la gente come más dulce –aseguró
Paulina.
–¿Cómo sabe,
tía?
–Por
experiencia propia, muchacho.
Severo partió a
empacar sus maletas, pero no se fue en el barco que zarpó hacia el sur días más
tarde, como planeaba, sino a finales de octubre. Esa noche su tía le anunció
que debían recibir una extraña visita y esperaba que él estuviera presente,
porque su marido andaba de viaje y ese
asunto podía requerir los buenos consejos de un abogado. A las siete de
la tarde Williams, con el aire desdeñoso que usaba cuando se veía obligado a
servir a gente de inferior condición social, hizo entrar a un chino alto, de
pelo gris, vestido de negro riguroso, y una mujercita de aspecto juvenil y
anodino, pero tan altiva como el mismo Williams. Tao–Chien y Eliza Sommers se
encontraron en la sala de las fieras, como la llamaban rodeados de leones,
elefantes y otras bestias africanas que los observaban desde sus marcos dorados
en las paredes. Paulina veía a Eliza con frecuencia en la pastelería, pero
jamás se habían encontrado en otra parte, pertenecían a mundos separados.
Tampoco conocía a ese celestial, que a juzgar por la forma en que la tomaba
del brazo, debía ser su marido o su amante. Se sintió ridícula en su palacete
de cuarenta y cinco habitaciones, vestida
de raso negro y cubierta de diamantes–, ante
esa pareja modesta que la saludaba con sencillez, manteniendo la distancia. Se
fijó que su hijo Matías los recibía turbado, con una inclinación de cabeza, sin
tenderles la mano, y se mantenía separado del grupo detrás de un escritorio de
Jacaranda, aparentemente absorto en la limpieza de su pipa. Por su parte Severo
del Valle adivinó sin asomo de duda la razón de la presencia de los padres de
Lynn Sommers en la casa y quiso
encontrarse a mil leguas de allí. Intrigada y
con
las antenas alertas, Paulina no perdió tiempo ofreciendo algo de beber, hizo un
gesto a Williams para que se retirara y cerrara las puertas. «¿Qué puedo hacer
por ustedes?», preguntó. Entonces Tao–Chien procedió a explicar, sin alterarse,
que su hija Lynn estaba encinta, que el autor del agravio era Matías y que
esperaba la única reparación posible. Por una vez en su vida la matriarcal Del
Valle perdió el habla. Se quedó sentada, boqueando como una ballena varada, y
cuando por fin le salió la voz fue para emitir un graznido.
–Madre, no
tengo nada que ver con esta gente. No los conozco y no sé de qué habían –dijo Matías desde el escritorio de
jacarandá, con su pipa de marfil tallado en la mano.
–Lynn nos ha
contado todo –lo interrumpió Eliza poniéndose de pie, con la voz quebrada, pero
sin lágrimas.
–Si es dinero
lo que quieren... –empezó a decir Matías, pero su madre lo atajó con una mirada
feroz.
–Les ruego que
perdonen –dijo dirigiéndose a Tao, Chien y Eliza Sommers–. Mi hijo está tan
sorprendido como yo. Estoy segura de que podemos arreglar esto con decencia,
como corresponde...
–Lynn desea
casarse, por supuesto. Nos ha dicho que ustedes se aman –dijo Tao–Chien,
también de pie, dirigiéndose a Matías, quien respondió con una breve carcajada,
que sonó como ladrido de perro.
–Ustedes
parecen gente respetable –dijo Matías–. Sin embargo, su hija no lo es, como
cualquiera de mis amigos puede atestiguar. No sé cuál de ellos es responsable
de su desgracia, pero ciertamente no soy yo.
Eliza Sommers había perdido por completo el color, tenía una palidez
de
yeso y temblaba, a punto de caerse. Tao–Chien la tomó con firmeza del brazo y
sosteniéndola como a una inválida la condujo a la puerta. Severo del Valle
creyó morirse de angustia y de vergüenza, como si él fuera el único culpable de
lo sucedido. Se adelantó a abrirles y los acompañó hasta la salida, donde los
aguardaba un coche de alquiler. No se le ocurrió nada que decirles. Cuando
regresó al salón alcanzó a oír el final de la discusión.
–¡No pienso
tolerar que haya bastardos de mi sangre sembrados por allí! –gritó Paulina.
–Defina sus
lealtades, madre. ¿A quién va a creer, a su propio hijo o a una pastelera y un
chino? –replicó Matías saliendo con un portazo.
Esa noche
Severo del Valle se enfrentó con Matías. Poseía suficiente información para
deducir los hechos y pretendía desarmar a su primo mediante un tenaz
interrogatorio, pero no fue necesario porque éste soltó todo de inmediato. Se
sentía atrapado en una situación absurda de la cual no era responsable, dijo;
Lynn Sommers lo había perseguido y se le había entregado en bandeja; él nunca
tuvo realmente la intención de seducirla, la apuesta había sido sólo una
fanfarronada. Llevaba dos meses intentando desprenderse de ella sin destruirla,
temía que hiciera una tontería, era una de esas jóvenes histéricas capaces de
lanzarse al mar por amor, explicó. Admitió
que Lynn era apenas una niña y había llegado virgen a sus brazos, con la
cabeza llena de poemas azucarados y completamente ignorante de los rudimentos
del sexo, pero repitió que no tenía ninguna obligación con ella, que nunca le
había hablado de amor y mucho menos de matrimonio. Las muchachas como ella
siempre traían complicaciones, agregó, por eso las evitaba como a la peste.
jamás imaginó que el breve encuentro con Lynn traerla tales consecuencias.
Habían estado juntos en contadas ocasiones, dijo, y le había recomendado que
después se hiciera lavados con vinagre y mostaza, no podía suponer que fuera
tan asombrosamente fértil. En todo caso, estaba dispuesto a correr con los
gastos del crío, el costo era lo de menos, pero no pensaba darle su apellido,
porque no había prueba alguna de que fuera suyo. «No me casaré ahora ni nunca,
Severo. ¿Conoces a alguien con menos vocación burguesa que yo?», concluyó.
Una semana más
tarde Severo del Valle se presentó en la clínica de Tao–Chien después de haber
dado mil vueltas en la cabeza a la escabrosa misión que le había encargado su
primo. El zhong–yi acababa de atender al último paciente del día y lo
recibió a solas en la salita de es-pera de su consultorio, en el primer piso.
Escuchó impasible el ofrecimiento de Severo.
–Lynn no
necesita dinero, para eso tiene a sus padres –dijo sin reflejar ninguna
emoción–. De todos modos agradezco su preocupación, señor Del Valle.
¿Cómo está la
señorita Sommers? preguntó Severo, humillado por la dignidad del otro.
–Mi hija aún
piensa que hay un malentendido. Está segura de que pronto el señor Rodríguez de Santa Cruz vendrá a pedirla en matrimonio, no
por deber, sino por amor.
–Señor Chien,
no sé qué daría por cambiar las circunstancias. La verdad es que mi primo no
tiene buena salud, no puede casarse. Lo lamento infinitamente... –murmuró
Severo del Valle.
–Nosotros lo
lamentamos más. Para su primo Lynn es sólo una diversión; para Lynn él es su
vida –dijo suavemente Tao–Chien.
–Me gustaría
darle una explicación a su hija, señor Chien. ¿Puedo verla, por favor?
–Debo
preguntarle a Lynn. Por el momento no desea ver a nadie, pero le haré saber si
cambia de opinión –replicó el zhong–yi,
acompañándolo a la puerta.
Severo del Valle aguardó durante tres semanas sin saber ni una palabra de Lynn, hasta
que no pudo aguantar más la impaciencia y fue al salón de té a suplicar a Eliza
Sommers que le permitiera hablar con su hija. Esperaba encontrar una
impenetrable resistencia, pero ella lo recibió envuelta en su aroma de azúcar y
vainilla con la misma serenidad con que lo había atendido Tao–Chien. Al
principio Eliza se culpó por lo ocurrido: se había descuidado, no había sido
capaz de proteger a su hija y ahora su vida estaba arruinada. Lloró en brazos
de su marido, hasta que él le recordó que a los dieciséis años ella había
sufrido una experiencia similar: el mismo amor desmesurado, el abandono del
amante, la preñez y el terror; la diferencia era que Lynn no estaba sola, no
tendría que escapar de su casa y cruzar medio mundo en la bodega de un barco
detrás de un hombre indigno, como hizo ella. Lynn había acudido a sus padres y
ellos tenían la suerte enorme de poder ayudarla, había
dicho Tao–Chien. En China o en Chile su hija estaría perdida, la
sociedad no tendría perdón para ella, pero en California, tierra sin
tradición, había espacio para todos. El zhong–yi reunió a su pequeña familia
y explicó que el bebé era un regalo del cielo y debían esperarlo con alegría;
las lágrimas eran malas para el karma, dañaban a la criatura en el vientre de la madre y la señalaban para una vida de
incertidumbre. Ese niño o niña sería bienvenido; su tío Lucky y él
mismo, su abuelo, serían dignos sustitutos del padre ausente. Y en cuanto al
amor frustrado de Lynn, bueno, ya pensarían en eso más adelante, dijo. Parecía
tan entusiasmado ante la perspectiva de ser abuelo, que Eliza se avergonzó de
sus gazmoñas consideraciones, se secó el llanto y no volvió a recriminarse. Si
para Tao–Chien la compasión por su hija contaba más que el honor familiar,
igual debía ser para ella, decidió; su deber era proteger a Lynn y lo demás
carecía de importancia. Así lo manifestó amablemente a Severo del Valle ese
día en el salón de té. No entendía las razones del chileno para insistir en
hablar con su hija, pero intercedió en su favor y finalmente la joven aceptó verlo. Lynn apenas
lo recordaba, pero lo recibió con la esperanza de que viniera como emisario de
Matías.
En los meses
siguientes las visitas de Severo del Valle al hogar de los Chien se
convirtieron en una costumbre. Llegaba al anochecer, cuando terminaba su
trabajo, dejaba su caballo amarrado en la puerta y se presentaba con el
sombrero en una mano y algún regalo en la otra, así se fue llenando la
habitación de Lynn de juguetes y ropa de bebé. Tao–Chien le enseñó a jugar mah–jong y pasaban horas
con Eliza y Lynn moviendo
las hermosas piezas de marfil. Lucky no participaba, porque le parecía una
pérdida de tiempo jugar sin apostar, en cambio Tao–Chien sólo jugaba en el seno de su familia, porque en su juventud había
renunciado a hacerlo por dinero y estaba seguro de que si rompía esa promesa le
ocurriría una desgracia. Tanto se habituaron los Chien a la presencia de
Severo, que cuando se atrasaba consultaban el reloj, desconcertados. Eliza
Sommers aprovechaba para practicar con él su castellano y hacer recuerdos de
Chile, ese lejano país donde no había puesto los pies en más de treinta años,
pero seguía considerando su patria. Comentaban los pormenores de la guerra y
los cambios políticos: después de varias décadas de gobiernos conservadores,
habían triunfado los liberales y la lucha para
doblegar el poder del clero y conseguir
reformas había dividido a cada familia chilena. La mayoría de los hombres, por
católicos que fueran, ansiaban modernizar al país, pero las mujeres, mucho más
religiosas, se volvían contra sus padres y esposos por defender a la iglesia.
Según explicaba Nívea en sus cartas, por muy liberal que fuera el gobierno, la
suerte de los pobres seguía siendo la misma, y agregaba que, tal como siempre,
las mujeres de clase alta y el clero manipulaban las cuerdas del poder. Separar a la
iglesia del Estado era sin duda un gran paso adelante, escribía la muchacha a
espaldas del cían Del Valle, que no toleraba ese tipo de ideas, pero siempre
eran las mismas familias quienes controlaban la situación. «Fundemos otro
partido, Severo, uno que busque justicia e igualdad», escribía, animada por sus
conversaciones clandestinas con sor María Escapulario.
En el sur del
continente la Guerra del Pacífico continuaba, cada vez más cruenta, mientras
los ejércitos chilenos se aprontaban para iniciar la campaña en el desierto del
norte, un territorio tan agreste e inhóspito como la luna, donde abastecer a
las tropas resultaba tarea titánica. La única forma de llevar a los soldados
hasta los sitios donde se librarían las batallas era por mar, pero la escuadra
peruana no estaba dispuesta a permitirlo.
Severo del Valle pensaba que la guerra iba definiéndose en favor de
Chile, cuya organización y ferocidad parecían imbatibles. No era sólo armamento
y carácter guerrero los que determinarían el resultado del conflicto,
explicaba a Eliza Sommers, sino el ejemplo de un puñado de hombres heroicos
que logró enardecer el alma de la nación.
–Creo que la guerra se decidió en
mayo, señora, en un combate naval frente al
puerto de Iquique. Allí una vetusta fragata chilena peleó contra una
fuerza peruana muy superior. Al mando iba Arturo Prat, un joven capitán muy
religioso y más bien tímido, que no participaba en las parrandas y calaveradas
del ambiente militar, tan poco distinguido que sus superiores no confiaban en su valor. Ese día se convirtió en el
héroe que galvanizó el espíritu de todos los chilenos.
Eliza conocía
los detalles, los había leído en un ejemplar atrasado del Times de Londres,
donde el episodio fue descrito como «... uno de los combates más gloriosos que
jamás hayan tenido lugar; un viejo buque de madera, casi cayéndose a pedazos,
sostuvo la acción durante tres horas y medía contra
una batería de tierra y un poderoso
acorazado y concluyó con su bandera al
tope». El buque peruano al mando del almirante Miguel Grau, también un héroe
de su país, embistió a toda marcha a la fragata chilena, atravesándola con su
espolón, momento que aprovechó el capitán Prat para saltar al abordaje seguido
por uno de sus hombres. Ambos murieron minutos después, baleados sobre la cubierta
enemiga. Con el segundo espolonazo saltaron varios más, emulando a su jefe, y
también perecieron acribillados; al final tres cuartos de, la tripulación sucumbieron
antes de que la fragata se hundiera. Tan disparatado heroísmo transmitió valor
a sus compatriotas e impresionó tanto a sus enemigos, que el Almirante Grau
repetía atónito «¡Cómo se baten estos chilenos!».
Grau es un
caballero. Recogió personalmente la espada y las prendas de Prat y se las devolvió a la viuda –contó Severo–, y agregó que a
partir de esa batalla la consigna sagrada en Chile era «luchar hasta vencer o
morir», como aquellos valientes.
–Y usted, Severo, ¿no piensa ir a la guerra?
–le preguntó Eliza.
–Si, lo haré muy pronto –replicó el joven
avergonzado, sin saber qué esperaba para cumplir con su deber. Entretanto Lynn
fue engordando sin perder ni un ápice de su gracia o su belleza. Dejó de usar
los vestidos que ya no le cruzaban y se acomodó en las alegres túnicas de seda
compradas en Chinatown. Salía muy poco, a pesar de la insistencia de su padre de que caminara . A veces Severo del
Valle la recogía en coche y la llevaba a pasear al Parque Presidio o a
la playa, donde se instalaban sobre un chal a merendar y leer, él sus periódicos y libros de
leyes, ella las novelas románticas en cuyos argumentos ya no creía, pero que
aún le servían de refugio. Severo vivía al día, de visita en visita a casa de los Chien, sin otro objetivo que ver a Lynn. Ya
no le escribía a Nívea. Muchas veces había tomado la pluma para
confesarle que amaba a otra, pero destruía las cartas sin enviarlas porque no
encontraba las palabras para romper con su novia sin herirla de muerte. Además
Lynn no le había dado jamás señales que pudieran servirle de punto de partida
para imaginar un futuro con ella. No hablaban de Matías, tal como éste jamás se refería a Lynn, pero la pregunta estaba
siempre suspendida en el aire. Severo se cuidó de no mencionar en casa
de sus tíos su nueva amistad con los Chien y supuso que nadie lo sospechaba,
excepto el es-tirado mayordomo Williams, a quien no tuvo que decírselo, porque
lo supo igual como sabía todo lo que ocurría en aquel palacete. Severo llevaba
dos meses llegando tarde y con una sonrisa idiota pegada en la cara, cuando Williams lo condujo al desván y a la
luz de una lámpara de alcohol le mostró un bulto envuelto en sábanas. Al
descubrirlo se vio que era una cuna resplandeciente.
–Es de plata labrada, plata de las minas de
los señores en Chile. Aquí han dormido todos los niños de esta familia. Si
quiere se la lleva –fue todo lo que dijo.
Avergonzada,
Paulina del Valle no apareció más por el salón de té, incapaz de pegar los
trozos de su larga amistad con Eliza Sommers, hecha añicos. Debió renunciar a
los dulces chilenos, que durante años habían sido su debilidad, y resignarse a
la pastelería francesa de su cocinero. Su fuerza avasalladora, tan útil para
barrer con los obstáculos y cumplir sus propósitos, ahora se volvía en su contra;
condenada a la parálisis, se consumía de impaciencia, el corazón le daba
brincos en el pecho. «Los nervios me están matando, Williams», se quejaba,
convertida en una mujer achacosa por primera vez. Razonaba que con un marido
infiel y tres hijos tarambanas lo más probable era que hubiera un buen número de niños ¡legítimos con su sangre
desparramados por aquí y por allá, no había para que atormentarse tanto;
sin embargo, esos bastardos hipotéticos carecían de nombre y rostro, en cambio
a éste lo tenía ante las narices. ¡Si
al
menos no hubiera sido Lynn Sommers! No podía olvidar la visita de Eliza y ese
chino cuyo nombre no lograba recordar; la visión de esa digna pareja en su
salón la penaba. Matías había seducido a la
chica, ninguna argucia de la lógica o la conveniencia podía rebatir esa
verdad que su intuición aceptó desde el primer momento. Las negativas de su
hijo y sus comentarios sarcásticos sobre la escasa virtud de Lynn sólo habían
reforzado su convicción. El niño que esa joven llevaba en el vientre provocaba
en ella un huracán de sentimientos ambivalentes, por un lado una ira sorda
contra Matías y por otro una inevitable ternura por ese primer nieto o nieta.
Apenas Feliciano regresó de su viaje, le contó lo ocurrido.
–Estas cosas pasan a cada rato, Paulina, no
hay necesidad de armar una tragedia. La mitad de los chiquillos de California
son bastardos. Lo importante es evitar el escándalo y cerrar filas en torno a
Matías. La familia está primero –fue la opinión de Feliciano.
–Ese niño es de
nuestra familia –arguyó ella.
–¡Aún no ha
nacido y ya lo incluyes! Conozco a esa tal Lynn Sommers. La vi posando casi
desnuda en el taller de un escultor, exhibiéndose al centro de una rueda de
hombres, cualquiera de ellos puede ser su amante ¿Es que no lo ves?
–Eres tú quien no lo ve, Feliciano.
–Esto se puede
convertir en un chantaje de nunca acabar. Te prohíbo que tengas el menor
contacto con esa gente y si se acercan por aquí, yo me haré cargo del asunto
–resolvió Feliciano en un santiamén.
A partir de ese
día Paulina no volvió a mencionar el tema delante de su hijo o su marido, pero no pudo contenerse y terminó confiando en el fiel
Williams, quien poseía la
virtud de escucharla hasta el final y no dar su opinión, a menos que se la
solicitara. Si pudiera ayudar a Lynn Sommers se sentiría un poco mejor,
pensaba, pero por una vez su fortuna no servía de nada.
Esos meses
fueron desastrosos para Matías, no sólo el lío con Lynn le alborotaba la bilis,
también se le acentuó tanto el sufrimiento en las articulaciones, que ya no
pudo practicar esgrima y debió renunciar también a otros deportes. Solía
despertar tan adolorido que se preguntaba si no habría llegado ya el momento de
contemplar el suicidio, idea que alimentaba desde que supo el nombre de su mal,
pero cuando salía de la cama y empezaba a moverse se sentía mejor, entonces
retornaba con nuevos bríos su gusto por la vida. Se le hinchaban las muñecas y
las rodillas, le temblaban las manos y el opio dejó de ser una diversión en
Chinatown para convertirse en una necesidad. Fue Amanda Lowell, su buena
compañera de jarana y única confidente, quien le enseñó las ventajas de inyectarse morfina, más efectiva,
limpia y elegante que una pipa de opio: una dosis mínima y al instante
la angustia desaparecía para dar paso a la paz.
El escándalo
del bastardo en camino terminó de arruinarle el ánimo y a mediados del verano
anunció de pronto que partía en los próximos días a Europa, a ver si un cambio
de aire, las aguas termales de Italia y los médicos ingleses podían aliviar sus
síntomas. No añadió que pensaba encontrarse con Amanda Lowell en Nueva York
para continuar la travesía juntos, porque
su nombre jamás se pronunciaba en la familia, donde el recuerdo de la
escocesa pelirroja provocaba indigestión a Feliciano y una rabia sorda a
Paulina. No sólo sus achaques y el deseo de alejarse de Lynn Sommers motivaron
el viaje precipitado de Matías, sino nuevas deudas de juego, como se supo poco después de su partida, cuando un par
de chinos circunspectos aparecieron en la oficina de Feliciano para advertirle
con la mayor cortesía–, que o bien
pagaba la cifra que su hijo debía, con los intereses del caso, o algo
francamente desagradable sucedería a algún miembro de su honorable familia. Por
toda respuesta el magnate los hizo sacar en vilo de su oficina y lanzar a la
calle, luego llamó a Jacob Freemont, el periodista, experto en los bajos mundos
de la ciudad. El hombre lo escuchó con simpatía, porque era buen amigo de
Matías, y enseguida lo acompañó a ver al jefe de la policía, un australiano de
turbia fama que le debía ciertos favores, y le pidió que resolviera el asunto
a su modo. «El único modo que conozco es pagando», replicó el oficial, y
procedió a explicar cómo con los tongs de Chinatown no se metía nadie. Le
había tocado recoger cuerpos abiertos de arriba abajo, con las vísceras
nítidamente empacadas en una caja a su lado. Eran venganzas entre celestiales,
por supuesto, añadió; con los blancos al menos procuraban que pareciera
accidente. ¿No se había fijado
cuánta gente moría quemada en inexplicables incendios, destrozada por patas de
caballos en una calle solitaria, ahogada en las aguas tranquilas de la bahía o
aplastada por ladrillos que caían de modo inexplicable desde un edificio en
construcción? Feliciano Rodríguez de Santa Cruz pagó.
Cuando Severo
del Valle notificó a Lynn Sommers que Matías había partido a Europa sin planes
de regresar en un futuro cercano, se echó a llorar y siguió haciéndolo durante cinco días, a pesar de los
tranquilizantes administrados por Tao–Chien, hasta que su madre le dio
dos bofetones en la cara y la obligó a enfrentar la realidad. Había cometido
una imprudencia y ahora no tenía más remedio que pagar las consecuencias; ya
no era una chiquilla, iba a ser madre y debía estar agradecida de tener una
familia dispuesta a ayudarla, porque otras en su condición acababan tiradas en
la calle ganándose la vida de mala manera, mientras sus bastardos iban a parar
a un orfelinato; había llegado la hora de aceptar que su amante se había hecho
humo, tendría que hacer de madre y padre para el
crío y madurar de una vez por
todas, porque en esa casa ya estaban hartos de soportar sus caprichos; llevaba
veinte años recibiendo a manos llenas; no pensara que iba a pasar la existencia
echada en una cama quejándose; a limpiarse
la nariz y vestirse, porque iban a salir a caminar y así lo harían dos
veces al día sin falta lloviera o tronara, ¿había oído? Si, Lynn había oído
hasta el final con los ojos desorbitados por la sorpresa y las mejillas
ardiendo por las únicas cachetadas que había recibido en su vida. Se vistió y
obedeció muda. A partir de ese momento la cordura le cayó encima de golpe y
porrazo, asumió su suerte con pasmosa serenidad, no volvió a quejarse, se tragó
los remedios de Tao–Chien, daba largas caminatas con su madre y hasta fue capaz
de reírse a carcajadas cuando supo que el proyecto de la estatua de La
República se había ido al carajo, como explicó su hermano Lucky, pero no sólo
por falta de modelo, sino porque el escultor se escapo al Brasil con la plata.
A finales de
agosto Severo del Valle se atrevió por fin a hablar de sus sentimientos con
Lynn Sommers. Para entonces ella se sentía pesada como un elefante y no
reconocía su propia cara en el espejo, pero a los ojos de Severo estaba más
bella que nunca. Volvían acalorados de un paseo y
él
sacó su pañuelo para secarle a ella la frente y
el
cuello, pero no alcanzó a terminar el gesto. Sin saber cómo se encontró
inclinado, sujetándola con firmeza por los hombros y besándola en la boca en
plena calle. Le pidió que se casaran y ella le explicó con toda sencillez que
nunca amaría a otro hombre, sólo a Matías Rodríguez de Santa Cruz.
–No
le
pido que me ame, Lynn, el cariño que yo siento por usted alcanza para los dos –replicó Severo en la forma algo
ceremoniosa en que siempre la trataba–. El bebé
necesita un padre. Deme la oportunidad de protegerlos a ambos y le
prometo que con el tiempo llegaré a ser digno de su cariño.
–Dice
mi
padre que en China las parejas se casan sin conocerse y aprenden a amarse
después, pero estoy segura de que no sería mi caso, Severo. Lo lamento mucho...
–replicó ella.
–No
tendrá
que vivir conmigo, Lynn. Apenas usted dé a luz me iré a Chile. Mi país está en
guerra y ya he postergado demasiado mi deber.
–¿Y
si
no vuelve de la guerra?
–Al menos su hijo tendrá mi
apellido y la herencia de mi padre, que aún tengo. No es mucha, pero
será suficiente para educarse. Y usted, querida Lynn, tendrá respetabilidad...
Esa misma noche
Severo del Valle escribió a Nívea la carta que no había podido escribirle
antes. Se lo dijo en cuatro frases, sin preámbulos ni excusas, porque
comprendió que ella no lo toleraría de otro modo. Ni siquiera se atrevió a
pedirle perdón por el desgaste en amor y tiempo que esos cuatro años de
noviazgo epistolar significaban para ella, porque esas cuentas mezquinas
resultaban indignas del corazón generoso de
su prima. Llamó a un criado para que pusiera la carta en el correo al
día siguiente y luego se echó vestido sobre la cama, extenuado. Durmió sin
sueños por primera vez en mucho tiempo.
Un mes más
tarde Severo del Valle y Lynn Sommers se casaron en una breve ceremonia, en
presencia de la familia de ella y de Williams, único miembro de su casa a quien
Severo invitó. Sabía que el mayordomo se lo diría a su tía Paulina y decidió
esperar que ella diera el primer paso preguntándoselo. No lo anunció a nadie,
porque Lynn le había pedido la mayor discreción hasta después que naciera el
niño y hubiera recuperado su aspecto normal; no se atrevía a presentarse con
ese vientre de zapallo y la cara salpicada de manchas, dijo. Esa noche Severo
se des-pidió de su flamante mujer con un beso en la frente y partió como
siempre a dormir en su cuarto de soltero.
Esa misma semana se libró en las aguas del Pacifico otra batalla naval
y
la escuadra chilena inutilizó los dos acorazados enemigos. El almirante
peruano, Miguel Grau, el mismo caballero que meses antes devolviera la espada
del capitán Prat a su viuda, murió tan heroicamente como éste. Para el Perú
fue un desastre, porque al perder el control marítimo las comunicaciones
quedaron cortadas y sus ejércitos fraccionados y aislados. Los chilenos se adueñaron del mar, pudieron transportar sus
tropas hasta los puntos neurálgicos del norte y cumplir el plan de avanzar por
territorio enemigo hasta ocupar Lima. Severo del Valle seguía las noticias con
la misma pasión del resto de sus compatriotas en los Estados Unidos, pero su
amor por Lynn superaba con creces su patriotismo y no adelantó su viaje de
regreso.
En la madrugada
del segundo lunes de octubre amaneció Lynn con la camisa empapada y dio un
grito de horror, porque creyó haberse orinado.
«Mala cosa, se rompió la bolsa demasiado pronto», dijo Tao–Chien a su
mujer, pero ante su hija se presentó sonriente y tranquilo. Diez horas después,
cuando las contracciones eran apenas perceptibles y la familia estaba agotada
de jugar mah–jong para distraer a Lynn, Tao–Chien decidió echar
mano de sus hierbas. La futura madre bromeaba desafiante: ¿eran ésos los
dolores de parto de los cuales tanto la habían advertido? Resultaban más
soportables que los retortijones de barriga producidos por la comida china,
dijo. Estaba más aburrida que incomoda y tenía hambre,
pero su padre sólo le permitió tomar agua y
las
tisanas de hierbas medicinales, mientras le aplicaba acupuntura para acelerar
el alumbramiento. La combinación de drogas y agujas de oro surtió efecto y al
anochecer, cuando se presentó Severo del Valle a su visita diaria, encontró a
Lucky en la puerta, demudado, y la casa sacudida por los gemidos de Lynn y el
alboroto de una comadrona china, que hablaba a gritos y corría con trapos y jarros de agua.
Tao–Chien toleraba a la comadrona porque en ese campo ella tenía más
experiencia que él, pero no le permitió que torturara a Lynn sentándosele
encima o dándole puñetazos en el vientre, como pretendía. Severo del Valle se
quedó en la sala, aplastado contra la pared tratando de pasar desapercibido.
Cada quejido de Lynn le taladraba el alma; deseaba huir lo más lejos posible,
pero no podía moverse de su rincón ni articular palabra. En eso vio aparecer a
Tao–Chien, impasible, vestido con su pulcritud habitual.
–¿Puedo esperar aquí? ¿No molesto? ¿Cómo puedo ayudar?
–balbuceó Severo, secándose la transpiración que le corría por el cuello.
–No molesta en absoluto, joven, pero no puede
ayudar a Lynn, tiene que hacer su trabajo sola. En cambio puede ayudar a Eliza,
que está un poco alterada.
Eliza Sommers
había pasado por la fatiga de dar a luz y sabía, como toda mujer, que ese era
el umbral de la muerte. Conocía el viaje esforzado y misterioso en que el
cuerpo se abre para dar paso a otra vida; recordaba el momento en que se
empieza a rodar sin frenos por una pendiente, pulsando y pujando fuera de control, el terror, el sufrimiento y el asombro inaudito cuando por fin se desprende el niño y aparece a la
luz.
Tao–Chien, con
toda su sabiduría de zhong–yi, tardó más que ella en darse cuenta de que algo
andaba muy mal en el caso de Lynn. Los recursos de la medicina china habían
provocado fuertes contracciones, pero la criatura venía mal colocada y estaba
trancada por los huesos de su madre. Era un parto seco y difícil, como explicó
Tao–Chien, pero su hija era fuerte y todo era
cuestión de que Lynn mantuviera la calma y
no
se cansara más de lo necesario; era una carrera de resistencia, no de
velocidad, agregó. En una pausa, Eliza Sommers, tan agotada como la misma Lynn,
salió de la habitación y se encontró con Severo en un pasillo. Le hizo un gesto
y él la siguió, desconcertado, al cuartito del altar, donde no había estado
antes. Sobre una mesa baja había una sencilla cruz, una pequeña estatua de
Kuan–Yin, diosa china de la compasión, y al centro un vulgar dibujo a tinta de
una mujer con una túnica verde y dos flores
sobre las orejas. Vio un par de velas encendidas y
platillos
con azua, arroz y pétalos de flores. Eliza se arrojillo ante el altar sobre un
cojín de seda color naranja y pidió a Cristo,
a Buda y al espíritu de Lin, la
primera esposa, que acudieran a ayudar a su hija en el parto. Severo se quedó
de pie atrás–, murmurando sin pensar las oraciones católicas aprendidas en su
infancia. Así estuvieron un buen rato, unidos por el miedo y el amor a Lynn,
hasta que Tao–Chien llamó a su mujer para que lo ayudara, porque había
despedido a la comadrona y se disponía a dar vuelta al bebé y sacarlo a mano.
Severo se quedó con Lucky fumando en la puerta, mientras Chinatown despertaba
poco a poco.
En la madrugada
del martes nació la criatura. La madre, mojada en sudor y temblando, luchaba
por dar a luz, pero ya no gritaba, se limitaba a jadear, atenta a las
indicaciones de su padre. Por fin apretó los dientes, se aferró a los barrotes
de la cama con una decisión brutal, entonces asomó un mechón de pelo oscuro.
Tao–Chien cogió la cabeza y tiró con firmeza y suavidad hasta que salieron los
hombros, giró el cuerpecito y lo extrajo rápidamente con un solo movimiento,
mientras con la otra mano desprendía la
tripa morada en torno al cuello. Eliza Sommers recibió un pequeño bulto
ensangrentado, una niña minúscula, con la cara aplastada y la piel azul. Mientras Tao–Chien cortaba el cordón y se afanaba con la segunda parte del parto, la abuela limpió a la nieta
con una esponja y le palmoteo la espalda hasta que empezó a respirar. Cuando
oyó el grito que anunciaba el ingreso al mundo y comprobó que adquiría un color
normal, la colocó sobre el vientre de Lynn. Exhausta, la madre se irguió sobre
un codo para recibirla, mientras su cuerpo se-guía pulsando, y se la puso al pecho, besándola y dándole la
bienvenida en una mezcolanza de inglés,
español, chino y palabras inventadas. Una hora más tarde Eliza llamó a
Severo y a Lucky para que conocieran a la niña. La encontraron durmiendo
apacible en la cuna de plata labrada que había pertenecido a los Rodríguez de
Santa Cruz, vestida de seda amarilla, con un gorro rojo, que le daba el aspecto
de un duende diminuto. Lynn dormitaba, pálida y tranquila,
entre sábanas limpias, y Tao–Chien,
sentado a su lado, vigilaba su pulso.
–¿Qué nombre le
pondrán? –preguntó Severo del Valle, conmovido.
–Lynn y usted
deben decidirlo –replicó Eliza.
–¿YO?
–¿No es usted
el padre? –preguntó Tao–Chien haciéndole un guiño de burla.
–Se llamara
Aurora porque nació al amanecer –murmuró Lynn sin abrir los ojos.
–Su nombre en
chino es Lai–Ming, quiere decir amanecer –dijo Tao–Chien.
–Bienvenida al
mundo Lai–Ming, Aurora del Valle... –sonrió Severo, besando a la chiquita en
la frente, seguro de que ése era el día más feliz de su vida y esa criatura
arrugada vestida de muñeca china era tan hija suya como si en verdad llevara su
sangre. Lucky tomó a su sobrina en brazos y
procedió
a soplarle su aliento de tabaco y salsa de soya
en la cara.
–¡Qué haces!
–exclamó la abuela, tratando de arrebatársela de las manos.
–Le echo aire
para traspasarle mi buena suerte. ¿Qué otro regalo que valga la pena puedo dar
a Lai–Ming ? –se rió el tío.
A la hora de la
cena, cuando llegó Severo del Valle a la mansión de Nob Hill con la noticia de
que se había casado con Lynn Sommers hacía una semana y que ese día había
nacido su hija, el desconcierto de sus tíos fue como si hubiera depositado un
perro muerto sobre la mesa del comedor.
–¡Y todos
echándole la culpa a Matías! Siempre supe que él no era el padre, pero nunca
imagine que fueras tú –escupió Feliciano apenas se repuso un poco de la
sorpresa.
–No soy el
padre biológico, pero soy el padre legal. La niña se llama Aurora del Valle
–aclaró Severo.
–¡Esto es un
atrevimiento imperdonable! ¡Has traicionado a esta familia, que te acogió como
un hijo! –bramó su tío.
–No he
traicionado a nadie. Me he casado por amor.
–Pero, ¿no
estaba enamorada de Matías esa mujer?
–Esa mujer se
llama Lynn y es mi esposa, le exijo que la trate con el debido respeto –dijo
Severo secamente, poniéndose de pie.
–¡Eres un
idiota, Severo, un completo idiota! –lo insultó Feliciano, saliendo a grandes
trancos furiosos del comedor.
El impenetrable
Williams, quien entraba en ese momento a supervisar el servicio de los postres,
no pudo evitar una rápida sonrisa de complicidad antes de retirarse
discretamente. Paulina oyó incrédula la explicación de Severo de que dentro de
unos días partiría a la guerra en Chile, Lynn se quedaría viviendo con sus
padres en Chinatown y, si las cosas resultaban bien, regresaría en el futuro
para asumir su papel de esposo y padre.
–Siéntate,
sobrino, hablemos como la gente. Matías es el padre de esa niña, ¿verdad?
–Pregúnteselo a
él, tía.
–Ya veo. Te
casaste para sacar la cara por Matías. Mi hijo es un cínico y tú eres un
romántico... ¡Mira que arruinar tu vida por una quijotada! – exclamó Paulina.
–Se equivoca,
tía. No he arruinado mi vida, por el contrario, creo que ésta es mi única
oportunidad de ser feliz.
–¿Con una mujer
que ama a otro? ¿Con una hija que no es tuya?
–El tiempo
ayudará. Si vuelvo de la guerra, Lynn aprenderá a quererme y la niña creerá que
soy su padre.
–Matías puede volver antes que tú anotó ella.
–Eso no
cambiaría nada.
–A Matías le
bastaría una palabra para que Lynn Sommers lo siga hasta el fin del mundo.
–Es un riesgo
inevitable –replicó Severo.
–Has perdido la
cabeza, sobrino. Esa gente no es de nuestro medio social –decretó Paulina Del
Valle.
–Es la familia
más decente que conozco tía, –le aseguró Severo.
–Veo que no has
aprendido nada conmigo. Para triunfar en este mundo hay que sacar cuentas antes
de actuar. Eres un abogado con un futuro brillante y llevas uno de los
apellidos más antiguos de Chile. ¿Crees que la sociedad aceptará a tu mujer? ¿Y
tu prima Nívea, no está esperándote acaso? –preguntó Paulina.
–Eso terminó
–dijo Severo.
–Bueno, ya
metiste la pata a fondo, Severo, supongo que es tarde para arrepentimientos.
Vamos a tratar de componer las cosas hasta donde podamos. El dinero y la posición social cuentan mucho aquí y en Chile. Te
ayudaré como pueda, por algo soy la abuela de esa niña ¿cómo dijiste que se
llama?
–Aurora, pero
sus abuelos le dicen Lai–Ming
–Lleva el
apellido Del Valle, es mi deber ayudarla, en vista de que Matías se ha lavado
las manos en este lamentable asunto.
–No será
necesario, tía. He dispuesto todo para que Lynn reciba el dinero de mi
herencia.
–La plata nunca
está de más. Al menos podré ver a mi nieta, ¿verdad?.
–Se lo
preguntaremos a Lynn y sus padres –prometió Severo del Valle.
Estaban todavía
en el comedor cuando apareció Williams con un mensaje urgente anunciando que Lynn
había sufrido una hemorragia y temían por su
vida, que acudiera de inmediato. Severo salió disparado rumbo a
Chinatown. Al llegar a la casa de los Chien encontró a la pequeña familia
reunida en torno a la cama de Lynn, tan quietos que parecían estar posando para
un cuadro trágico. Por un instante lo sacudió una loca esperanza al ver todo
limpio y ordenado, sin rastros del parto, nada de paños sucios ni olor a
sangre, pero luego vio la expresión de dolor en los rostros de Tao, Eliza y
Lucky.
En la habitación
el aire se había vuelto liviano; Severo aspiró hondamente, ahogándose, como en
la cumbre de una montaña. Se acercó temblando al lecho y vio a Lynn tendida con
las manos sobre el pecho, los párpados
cerrados y las facciones transparentes: una bella escultura en alabastro
color ceniza. Le tomó una mano, dura y fría como hielo, se inclinó sobre ella y notó que su respiración era
apenas perceptible y tenía los
labios y los dedos azules, le besó la palma en un gesto interminable,
mojándola con sus lágrimas, derrotado por la tristeza. Ella alcanzó a
balbucear el nombre de Matías y enseguida suspiró un par de veces y se fue con
la misma ligereza con que había pasado flotando por este mundo. Un silencio
absoluto acogió al misterio de la muerte y por un tiempo imposible de medir
esperaron inmóviles, mientras el espíritu de Lynn terminaba de elevarse. Severo
sintió un alarido largo que surgía del fondo de la tierra y lo traspasaba
desde los pies hasta la boca, pero no lograba salir de sus labios. El grito lo invadió
por dentro, lo ocupó enteramente y estalló dentro de su cabeza en una
silenciosa explosión. Se quedó allí, arrodillado junto a la cama llamando a
Lynn sin voz, incrédulo ante el destino que le había arrebatado de sopetón a la
mujer con la cual soñó por años, llevándosela justo cuando creía haberla conseguido. Una eternidad más tarde sintió que
le tocaban el hombro y se encontró con los ojos demudados de Tao–Chien,
«está bien, está bien», le pareció que
murmuraba, y vio más atrás a Eliza Sommers y
a Lucky,
sollozando abrazados, y comprendió que era un intruso en el dolor de esa
familia. Entonces se acordó de la niña. Fue a la cuna de plata tambaleándose
como un borracho, tomó a la pequeña Aurora en brazos, la llevó hasta la cama y la acercó al rostro de Lynn, para que
dijera adiós a su madre. Luego se sentó con ella en el regazo,
meciéndola sin consuelo.
Al enterarse Paulina del Valle de que Lynn Sommers había muerto, tuvo una oleada de
alegría y alcanzó a emitir un grito de triunfo, antes de que la vergüenza por
tan ruin sentimiento la hiciera aterrizar. Siempre había deseado una hija.
Desde su primer embarazo soñó con la niña que llevaría su nombre, Paulina, y sería su mejor amiga y su compañera. Con cada uno
de los tres varones que dio a luz se sintió estafada, pero ahora, en la madurez
de su existencia, le caía este regalo en la falda: una nieta que ella podría
criar como hija, alguien a quien brindar todas las oportunidades que el cariño
y el dinero podían ofrecer, pensaba, alguien que la acompañara en su vejez.
Con Lynn Sommers fuera del cuadro, ella
podía obtener a la criatura en nombre de Matías. Estaba celebrando aquel
imprevisible golpe de fortuna con una taza de chocolate y tres pasteles de crema, cuando Williams
le recordó que legalmente la pequeña aparecía como hija de Severo del Valle,
única persona con derecho a decidir su futuro. Mejor aún, concluyó ella, porque
al menos su sobrino estaba allí mismo, mientras que traer a Matías de Europa y
convencerlo de reclamar a su hija sería tarea a largo plazo. No anticipó jamás
la reacción de Severo cuando le explicó sus planes.
–Para efectos
legales tú eres el padre, así es que puedes traer a la niña mañana mismo a esta
casa –dijo Paulina.
–No lo haré,
tía. Los padres de Lynn se quedarán con su nieta mientras yo voy a la guerra; quieren criarla y yo estoy de acuerdo –replicó el
sobrino en un tono terminante, que ella no le había oído antes.
–¿Estás loco? ¡No podemos dejar a mi nieta en manos de Eliza
Sommers y ese chino! –exclamó Paulina.
–¿Por qué no?
Son sus abuelos.
–¿Quieres que
se críe en Chinatown?
–Nosotros
podemos darle educación, oportunidades, lujo, un apellido respetable. Nada de
eso pueden darle ellos.
–Le darán amor
–replicó Severo.
–¡Yo también!
Acuérdate que me debes mucho, sobrino. Esta es tu oportunidad de pagarme y
hacer algo por esa niñita.
–Lo siento,
tía, ya está decidido. Aurora se quedará con sus abuelos maternos.
Paulina de
Valle tuvo una de las tantas pataletas de su vida. No podía creer que ese
sobrino a quien suponía su aliado incondicional, que se había convertido en
otro hijo para ella, pudiera traicionarla de manera tan vil. Tanto gritó,
insultó, razonó en vano y se sofocó, que Williams debió llamar un médico para
que le administrara una dosis de tranquilizantes apropiada a su tamaño y la
durmiera por un buen rato. Cuando despertó, treinta horas más tarde, su sobrino
ya estaba a bordo del vapor que lo llevaría a Chile. Entre su marido y el fiel
Williams lograron convencerla de que no era
el caso recurrir a la violencia, como pensaba, porque por muy corrupta
que fuera la justicia en San Francisco, no había asidero legal para arrebatar
el bebé a los abuelos maternos, teniendo en cuenta que el supuesto padre así
lo había determinado por escrito. Le sugirieron que tampoco usara el recurso
tan manido de ofrecer dinero por la chiquilla, porque podía volverse en su
contra y darle como un piedrazo en los dientes. El único camino posible era la
diplomacia hasta que volviera Severo del Valle y entonces podrían llegar a un
acuerdo, le aconsejaron, pero ella no quiso oír razones y dos días más tarde se
presentó en el salón de té de Eliza Sommers con una proposición que, estaba
segura, la otra abuela no podía rechazar. Eliza la recibió de luto por su hija,
pero iluminada por el consuelo de esa nieta, que dormía plácidamente a su lado.
Al ver la cuna de plata que había sido de sus hijos instalada junto a la
ventana, Paulina tuvo un sobresalto, pero enseguida se acordó que le había
dado permiso a Williams para entregársela a Severo y se mordió los labios, pues
no estaba allí para pelear por una cuna, por valiosa que fuese, sino a negociar
por su nieta. «No gana quien tiene la razón, sino quien regatea mejor», solía
decir. Y en este caso no sólo le parecía evidente que la razón estaba de su
lado, sino que nadie le ganaba en el arte del regateo.
Eliza sacó al
bebé de la cuna y se lo pasó. Paulina sostuvo aquel minúsculo paquete, tan
liviano que parecía sólo un envoltorio de trapos, y creyó que le estallaba el
corazón con un sentimiento completamente nuevo.
«Dios mío, Dios
mío», repitió aterrada ante esa vulnerabilidad desconocida que le ablandaba
las rodillas y le atravesaba un sollozo en el pecho. Se sentó en un sillón con
su nieta medio perdida en su enorme regazo, meciéndola, mientras Eliza Sommers
ordenaba el té y los dulces que le servía antes, en los tiempos en que era su
más asidua cliente en la pastelería. En esos minutos Paulina Del Valle alcanzó
a recuperarse de la emoción y a colocar su artillería en postura de ataque. Empezó
por dar el pésame por la muerte de Lynn y procedió a admitir que su hijo Matías
era sin duda el padre de Aurora, bastaba ver a la criatura para saberlo: era
igual a todos los Rodríguez de Santa Cruz y del Valle. Lamentaba mucho, dijo,
que Matías estuviera en Europa por motivos de salud y no pudiera reclamar a la
niña todavía. Luego planteó su deseo de quedarse con la nieta, en vista de que
Eliza trabajaba tanto, disponía de poco tiempo y de menos recursos sin duda le
sería imposible dar a Aurora el mismo nivel de vida que ésta tendría en su casa
de Nob Hill. Lo dijo en el tono de quien otorga un favor, disimulando la
ansiedad que le cerraba la garganta y el temblor de las manos. Elíza Sommers
replicó que agradecía tan generosa proposición pero estaba segura de que con Tao–Chien podían hacerse cargo de
Lai–Ming, tal como Lynn les había pedido antes de morir. Por supuesto,
agregó, Paulina sería siempre bienvenida en la vida de la niña.
–No debemos
crear confusión respecto a la paternidad de Lai–Ming– añadió Eliza Sommers–.
Tal como usted y su hijo aseguraron hace unos meses, él no tuvo nada que ver
con Lynn. Recordará que su hijo manifestó claramente que el padre de la niña
podía ser cualquiera de sus amigos.
–Son cosas que
se dicen en el calor de la discordia, Eliza. Matías lo dijo sin pensar...
–balbuceó Paulina.
–El hecho de
que Lynn se casara con el señor Severo del Valle prueba que su hijo decía la
verdad, Paulina. Mi nieta. no tiene lazos de sangre con usted, pero le repito
que puede verla cuando desee. Mientras más personas le tengan cariño, mejor
para ella.
En la medía
hora siguiente las dos mujeres se enfrentaron como gladiadores, cada una en su
estilo. Paulina del Valle pasó de la zalamería al hostigamiento, del ruego al
recurso desesperado del soborno y cuando todo le falló, a la amenaza, sin que
la otra abuela se moviera ni medio centímetro de su posición, excepto para
tomar suavemente a la peque-ña y devolverla a la cuna. Paulina no supo cuándo
se le fue la rabia a la cabeza, perdió por completo el control de la situación
y acabó chillando que ya iba a ver Eliza Sommers quiénes eran los Rodríguez de
Santa Cruz, cuánto poder tenían en esa ciudad y cómo podían arruinarle su
estúpido negocio de pasteles y a su chino también, que a nadie le convenía convertirse
en enemiga de Paulina del Valle y que tarde o temprano le quitaría a la
chiquilla, que de eso podía estar completamente segura, porque aún no había
nacido quien se le pusiera por delante. De un manotazo barrió con las finas
tazas de porcelana y los dulces chile-nos, que aterrizaron por el suelo en una
nube de azúcar impalpable, y salió bufando como un toro de lidia. Una vez en el
coche, con la sangre agolpada en las sienes y el corazón pateándole bajo las
capas de grasa aprisionadas en el corsé, se echó a llorar a sollozo partido,
como no había llorado desde que le puso pestillo a la puerta de su habitación y
se quedó sola en la gran cama mitológica. Tal como entonces, le había fallado
su mejor herramienta: la habilidad para regatear como mercader árabe, que
tanto éxito le había aportado en otros aspectos de su vida. Por ambicionar
demasiado, lo había perdido todo.
SEGUNDA PARTE 1880–1896
Existe un
retrato mío a los tres o cuatro años, el único de aquella época que sobrevivió los avatares del destino y la
decisión de Paulina del Valle de
borrar mis orígenes. Es un cartón gastado en un marco de viaje, uno de
esos antiguos estuches de terciopelo y metal, tan de moda en el siglo
diecinueve y que ya nadie usa. En la fotografía se puede ver una criatura muy
pequeña, ataviada al estilo de las novias chinas, con una túnica larga de satén
bordado y debajo un pantalón de otro tono; va calzada con delicadas zapatillas
montadas sobre fieltro blanco, protegidas por una delgada lámina de madera;
lleva el cabello oscuro inflado en un moño demasiado alto para su tamaño y
sostenido por dos agujas gruesas, tal vez de oro o plata, unidas por una breve
guirnalda de flores. La chiquilla sostiene un abanico abierto en la mano y
podría estar riéndose, pero las facciones apenas se distinguen, la cara es sólo
una luna clara y los ojos dos manchitas negras. Detrás de la niña se vislum bra la gran cabeza de un
dragón de papel y las relucientes estrellas de fuegos artificiales. La
fotografía fue tomada durante la celebración del Año Nuevo chino en San
Francisco. No recuerdo ese momento y no reconozco a la niña de ese único
retrato.
En cambio mi
madre Lynn Sommers aparece en varias fotografías que he rescatado del olvido
con tenacidad y buenos contactos. Fui a San Francisco hace unos años a conocer
a mi tío Lucky y me dediqué a recorrer viejas librerías y estudios de fotógrafos
buscando los calendarios y postales para
los cuales posaba; todavía me llegan algunos cuando mi tío Lucky los encuentra.
Mi madre era muy bonita, es todo lo que puedo decir de ella, porque tampoco la
reconozco en esos retratos. No la recuerdo, por supuesto, ya que murió cuando
nací, pero la mujer de los calendarios es una extraña, nada tengo de ella, no
logro visualizarla como mi madre, sólo como un juego de luz y sombra sobre el
papel. Tampoco parece hermana de mi tío Lucky, él es un chino paticorto y cabezón, de aspecto vulgar pero muy buena persona.
Me parezco más a mi padre, tengo su tipo español; por desgracia saqué
muy poco de la raza de mi extraordinario abuelo Tao–Chien. Si no fuera porque
ese abuelo es la memoria más nítida y perseverante de mi vida, el amor más
antiguo contra el cual se estrellan todos los hombres que he conocido porque
ninguno logra igualarlo, no creería que llevo sangre china en las venas.
Tao–Chien vive conmigo siempre. Puedo verlo, espigado, gallardo, siempre
vestido con impecable corrección, el pelo gris, anteojos redondos y una mirada
de bondad irremediable en sus ojos almendrados.
En mis evocaciones siempre sonríe, a veces lo oigo cantándome en chino.
Me ronda, me acompaña, me guía, tal como le dijo a mi abuela Eliza que lo
haría después de su muerte. Hay un daguerrotipo de esos dos abuelos cuando eran
jóvenes, antes de casarse: ella sentada en una silla de respaldar alto y él de
pie detrás, ambos vestidos a la usanza americana de entonces, mirando la cámara
de frente con una vaga expresión de pavor. Ese retrato, rescatado al fin, está
sobre mi velador y es lo último que veo antes de apagar la lámpara cada noche, pero
me hubiera gustado tenerlo conmigo en la infancia, cuando tanto necesitaba la
presencia de esos abuelos.
Desde que puedo
recordar, me ha atormentado la misma pesadilla. Las imágenes de ese sueño
pertinaz se quedan conmigo durante horas, malográndome el día y el alma.
Siempre es la misma secuencia: camino por las calles vacías de una ciudad
desconocida y exótica, voy de la mano de alguien cuyo
rostro nunca logro vislumbrar, sólo veo sus piernas y las puntas de unos
zapatos relucientes. De pronto nos rodean niños en piyamas negros que danzan
una ronda feroz. Una mancha oscura, sangre tal vez se extiende sobre los
adoquines del suelo, mientras el círculo de los niños se cierra inexorable,
cada vez más amenazante, en torno a la persona que me lleva de la mano. Nos
acorralan, nos empujan, nos tironean, nos separan; busco la mano amiga y
encuentro el vacío. Grito sin voz, caigo sin ruido y entonces despierto con el
corazón desbocado.
A veces paso
varios días callada, consumida por la memoria del sueño, tratando de penetrar
las capas de misterio que lo envuelven a ver si descubro algún detalle, hasta
entonces desapercibido, que me dé la clave de su significado. Esos días padezco
una forma de fiebre fría en que el cuerpo se me cierra y mi mente queda atrapada
en un territorio helado. En ese estado de
parálisis estuve durante las primeras semanas en casa de Paulina del
Valle. Tenía cinco años cuando me llevaron al palacete de Nob Hill y nadie se
dio el trabajo de explicarme por qué de pronto mi vida daba un vuelco
dramático, dónde estaban mis abuelos Eliza y
Tao, quién era esa señora monumental cubierta de joyas que me observaba
desde un trono con los ojos llenos de lágrimas. Corrí a meterme debajo de una
mesa y allí permanecí como un perro apaleado, según me han contado.
En esa época
Williams era el mayordomo de los Rodríguez de Santa Cruz -cuesta imaginarlo, en realidad– y a él
se le ocurrió al día siguiente la solución de ponerme la comida en una bandeja
atada con un cordel; fueron tirando del cordel de a poco y yo arrastrándome
detrás de la bandeja cuando ya no podía más de hambre, hasta que lograron
extraerme de mi refugio, pero cada vez que amanecía con la pesadilla volvía a
esconderme bajo la mesa. Eso duró un año, hasta que nos vinimos a Chile y en el atolondramiento del
viaje y de instalarnos
en Santiago se me pasó esa manía.
Mi pesadilla es
en blanco y negro, silenciosa e inapelable, tiene una cualidad eterna. Supongo
que ya poseo suficiente información para conocer las claves de su significado,
pero no por eso ha dejado de atormentarme. Por culpa de mis sueños, soy
diferente, como esa gente que a causa de un mal de nacimiento o deformidad debe
realizar un esfuerzo constante para llevar una existencia normal. Ellos lucen
marcas visibles, la mía no se ve, pero existe, puedo compararla con ataques de
epilepsia, que asaltan de repente y dejan una estela de confusión. Por la noche
me acuesto con temor, no sé qué pasará mientras duermo ni cómo despertaré. He
probado varios recursos contra mis demonios nocturnos, desde licor de naranja
con unas gotas de opio, hasta el trance hipnótico y otras formas de
nigromancia, pero nada me garantiza un sueño apacible, salvo la buena compañía.
Dormir abrazada es, hasta ahora, el único remedio seguro. Debería casarme–, como me aconseja todo el
mundo, pero ya lo hice una vez y
fue
una calamidad, no puedo tentar al destino de nuevo. A los treinta años y sin
marido soy poco menos que un esperpento, mis amigas me miran con lástima,
aunque tal vez algunas envidian mi independencia. No estoy sola, tengo un amor
secreto, sin ataduras ni condiciones, motivo de escándalo en cualquier parte,
pero sobre todo aquí donde nos toca vivir. No soy soltera ni viuda ni
divorciada, vivo en el limbo de las «separadas», donde van a parar las infortunadas que prefieren el escarnio público a vivir
con un hombre que no aman. ¿De qué otro modo puede ser
en Chile, donde el matrimonio es eterno e inexorable? En algunos amaneceres extraordinarios,
cuando los cuerpos de mi amante y
yo, húmedos de sudor y lacios de
sueños compartidos todavía yacen en ese estado semiinconsciente de ternura
absoluta, felices y confiados como niños dormidos, caemos en la tentación de
hablar de casarnos, de irnos a otro lugar, a los Estados Unidos, por ejemplo,
donde hay mucho espacio y nadie nos conoce, para vivir juntos como cualquier
pareja normal, pero luego despertamos con el sol asomando en la ventana y no
volvemos a mencionarlo, porque los dos sabemos que no podríamos vivir en otra
parte, sólo en este Chile de cataclismos geológicos y pequeñeces humanas, pero
también de ásperos volcanes y nevadas cumbres, de lagos inmemoriales sembrados
de esmeraldas, de espumosos ríos y bosques fragantes, país delgado como una
cinta, patria de gente pobre y todavía inocente, a pesar de tantos y tan
variados abusos. Ni él podría irse, ni yo me cansaré de fotografiarlo. Me
gustaría tener hijos, eso si, pero he aceptado finalmente que nunca seré madre;
no soy estéril, soy fértil en otros
aspectos. Nívea del Valle dice que un ser humano no se define por su
capacidad reproductiva, lo cual resulta una ironía viniendo de ella, que ha
dado a luz más de una docena de chiquillos. Pero no corresponde hablar aquí de
los hijos que no tendré o de mi amante, sino de los eventos que determinaron
quién soy. Comprendo que en la escritura de esta memoria debo traicionar a
otros, es inevitable.
«Acuérdate que
la ropa sucia se lava en casa», me repite Severo del Valle, quien se crió, como
todos nosotros, bajo esa consigna. «Escribe con honestidad y no te preocupes de
los sentimientos ajenos, porque digas lo que digas de todos modos te van a
odiar», me aconseja, en cambio, Nívea. Sigamos, pues.
Ante la
imposibilidad de eliminar mis pesadillas, al menos trato de sacarles algún
provecho. He comprobado que después de una noche tormentosa quedo alucinada y
en carne viva, un estado óptimo para la creación. Mis mejores fotografías han
sido tomadas en días como esos cuando lo único que deseo es meterme bajo la
mesa, tal como hacía en los primeros tiempos en casa de mi abuela Paulina. El
sueño de los niños en piyamas negros me condujo a la fotografía, estoy segura
de ello.
Cuando Severo
del Valle me regaló una cámara, lo primero que se me ocurrió fue que si pudiera
fotografiar esos demonios, los derrotaría. A los trece años lo intenté muchas
veces. Inventé complicados sistemas de ruedecillas y cuerdas para activar una
cámara fija mientras dormía, hasta que fue evidente que esas criaturas
maléficas eran invulnerables al asalto de la tecnología. Al ser observado con
verdadera atención, un objeto o un cuerpo de apariencia común se transforma en
algo sagrado. La cámara puede revelar los secretos que el ojo desnudo o la
mente no captan, todo desaparece salvo aquello enfocado en el cuadro. La
fotografía es un ejercicio de observación y el resultado siempre es un golpe de
suerte; entre los miles y miles de negativos que llenan varios cajones en mi
estudio hay muy pocos excepcionales. Mi tío Lucky Chien se sentirla algo
defraudado si supiera cuán poco efecto tuvo su aliento de buena suerte en mi
trabajo. La cámara es un aparato simple, hasta el más inepto puede usarla.
El desafió
consiste en crear con ella esa combinación de verdad y belleza que se llama
arte. Esa búsqueda es sobre todo espiritual. Busco verdad y belleza en la
transparencia de una hoja en otoño, en la forma perfecta de un caracol en la
playa, en la curva de una espalda femenina, en la textura de un antiguo tronco
de árbol, pero también en otras formas escurridizas de la realidad. Algunas
veces, al trabajar con una imagen en mi cuarto oscuro, aparece el alma de una
persona, la emoción de un evento o la esencia vital de un objeto, entonces la
gratitud me estalla en el pecho y suelto el llanto, no puedo evitarlo. A esa
revelación apunta mi oficio.
Severo del
Valle dispuso de varias semanas de navegación para llorar a Lynn Sommers y
meditar en lo que sería el resto de su vida. Se sentía responsable por la niña
Aurora y había redactado un testamento antes de embarcarse para que la pequeña
herencia que él había recibido de su padre y sus ahorros fueran directamente a
ella en caso que él faltara. Entretanto ella recibirla los intereses cada mes.
Sabía que los padres de Lynn la cuidarían mejor que nadie y suponía que por
mucha que fuera su prepotencia, su tía Paulina no intentaría quitársela por la
fuerza, porque su marido no permitirla que transformara el asunto en un escándalo
público.
Sentado en la
proa del barco con la vista perdida en el mar infinito, Severo concluyó que
jamás se consolaría de la pérdida de Lynn. No deseaba vivir sin ella. Perecer
en combate era lo mejor que podía depararle el futuro: morir pronto y rápido,
era todo lo que pedía. Durante meses el amor por Lynn y su decisión de
ayudarla habían ocupado su tiempo y atención, por eso postergó día a día el
retorno, mientras todos los chilenos de su edad se enrolaban en masa para
luchar. A bordo iban varios jóvenes con el
mismo propósito suyo de incorporarse a las filas y vestir el uniforme
era una cuestión de honor con quienes se juntaba para analizar las noticias de
la guerra transmitidas por el telégrafo. En los cuatro años que Severo paso en California terminó por desarraigarse de
su país, había respondido al llamado de la guerra como una forma de abandonarse
a su duelo, pero no sentía el menor fervor bélico. Sin embargo, a medida que
el barco navegaba hacia el sur se fue contagiando del entusiasmo de los demás.
Volvió a pensar en servir a Chile como había deseado hacerlo en la época de la
escuela, cuando discutía de política en los cafés con otros estudiantes.
Suponía que sus antiguos camaradas estaban combatiendo desde hacía meses,
mientras él se daba vueltas en San Francisco haciendo hora para visitar a Lynn
Sommers y jugar mah–jong. ¿Cómo podría justificar semejante cobardía
ante amigos y parientes? La imagen de Nívea lo asaltaba durante esas cavilaciones.
Su prima no entendería la demora en regresar para defender a la patria, porque,
estaba seguro, de haber sido hombre, hubiera sido la primera en partir al
frente. Menos mal que con ella no cabrían explicaciones, esperaba morir
acribillado antes de volver a verla; se requería mucho mas valor para enfrentar
a Nívea después de lo mal que se había portado con ella, que para combatir
contra el más fiero enemigo.
La nave
avanzaba con una lentitud desquiciante, a ese paso llegaría a Chile cuando la
guerra hubiera terminado, calculaba ansioso. Estaba seguro de que la victoria
sería para los suyos, a pesar de la ventaja numérica
del adversario y la arrogante ineptitud del alto mando chileno. El comandante en jefe del ejército y el almirante
de la escuadra eran un par de vejetes que no lograban ponerse de acuerdo
para la más elemental estrategia, pero los chilenos contaban con mayor
disciplina militar que los peruanos y bolivianos. «Fue necesario que Lynn
muriera para que yo decidiera volver a
Chile a cumplir con mi deber patriótico, soy un piojo», mascullaba para
sus adentros, avergonzado.
El puerto de
Valparaíso brillaba en la luz radiante de diciembre cuando el vapor ancló en la bahía. Al entrar en las aguas
territoriales del Perú y de Chile se habían divisado algunos buques de
las escuadras de ambos países en maniobras, pero mientras no atracaron en
Valparaíso no tuvieron evidencia de la guerra. El aspecto del puerto era muy
distinto a lo que Severo recordaba. La ciudad estaba militarizada, había tropas
acantonadas esperando transporte, la bandera chilena flameaba en los edificios y se notaba gran agitación de botes y
remolcadores
alrededor de varias naves de la armada, en cambio escaseaban los barcos de
pasajeros. El joven había anunciado a su madre la fecha de su llegada, pero no esperaba verla en el puerto, porque desde
hacía un par de años ella vivía en Santiago con los hijos menores y el
viaje desde la capital resultaba muy pesado. Por lo mismo no se dio la molestia
de otear el muelle en busca de gente conocida, como hacían la mayoría de los pasajeros.
Tomó su maletín, le pasó unas monedas a un marinero para que se hiciera cargo
de sus baúles y descendió por la plancha respirando a pleno pulmón el aire
salino de la ciudad donde había nacido. Al pisar tierra tambaleaba como
borracho; durante las semanas de navegación se había acostumbrado al vaivén de
las olas y ahora le costaba caminar sobre suelo firme. Llamó a un cargador con
un silbido, para que lo ayudara con el equipaje y se dispuso a buscar un coche
que lo condujera a la casa de su abuela Emilia, donde pensaba quedarse un par
de noches hasta que pudiera incorporarse al ejército. En ese momento sintió
que le tocaban el brazo. Se volvió sorprendido y se encontró cara a cara con
la última persona que deseaba ver en este mundo: su prima Nívea. Necesitó un
par de segundos para reconocerla y reponerse de la impresión. La muchacha que
dejara cuatro años antes se había transformado en una mujer desconocida,
siempre baja, pero mucho más delgada y de cuerpo bien formado. Lo único que
permanecía intacta, era la expresión inteligente y concentrada de su rostro.
Llevaba un vestido de verano de tafetán azul y un sombrero de pajilla con un
gran lazo de organdí blanco atado bajo la barbilla, enmarcando su cara ovalada,
de facciones finas, donde los ojos negros brillaban inquietos y juguetones.
Estaba sola. Severo no atinó a saludarla, se quedó mirándola con la boca
abierta hasta que le volvió la lucidez y logró preguntarle, turbado, si había
recibido su última carta, refiriéndose a aquella en la que le anunciaba su
matrimonio con Lynn Sommers. Como no le había escrito desde entonces, supuso
que nada sabía de la muerte de Lynn o el nacimiento de Aurora, su prima no
podía adivinar que se había convertido en viudo y padre sin haber sido nunca
marido.
–De eso hablaremos después, por ahora déjame
darte la bienvenida. Tengo un coche esperando –lo interrumpió ella.
Una vez que los
baúles fueron colocados en el carruaje Nívea dio orden al cochero de
conducirlos a paso lento por la cornisa del mar, eso les daba tiempo para
hablar antes de llegar a la casa, donde lo esperaba el resto de la familia.
–Me he portado como un desalmado contigo, Nívea.
Lo único que puedo decir a mi favor es que jamás quise hacerte sufrir murmuró
Severo sin atreverse a mirarla.
–Reconozco que estaba furiosa contigo,
Severo, tenía que morderme la lengua para no maldecirte, pero ya no tengo
rencor. Creo que has sufrido más que yo. De verdad siento mucho lo ocurrido a
tu mujer.
–¿Cómo sabes lo que pasó?
–Recibí un telegrama con la noticia,
venía firmado por un tal Williams.
–La primera reacción de Severo del Valle fue
de ira; cómo se atrevía el mayordomo a inmiscuirse de esa manera en su vida
privada, pero luego no pudo evitar un impulso de gratitud porque ese telegrama
le ahorraba explicaciones dolorosas.
–No espero que me perdones, sólo que me
olvides, Nívea. TÚ, más que nadie,
mereces ser feliz...
–¿Quién te dijo que deseo ser feliz, Severo?
Es el último adjetivo que emplearía para definir el futuro al cual aspiro.
Quiero una vida interesante, aventurera, diferente, apasionada, en fin,
cualquier cosa antes que feliz.
–¡Ay, prima, es maravilloso comprobar cuán
poco has cambiado! En todo caso, dentro de un par de días estaré marchando con
el ejército hacia el Perú y francamente espero morir con las botas puestas,
porque mi vida ya no tiene sentido.
–¿Y tu hija?
–Veo que Williams te dio todos los detalles.
¿Te dijo también que no soy el padre de esa niña? –preguntó Severo.
–¿Quién es?
–No importa. Para efectos legales es mi hija.
Está en manos de sus abuelos y no le faltará dinero, la he dejado bien
resguardada.
–¿Cómo se llama?
–Aurora.
–Aurora del Valle... bonito nombre. Trata de
volver entero de la guerra, Severo, porque cuando nos casemos esa niña
seguramente se convertirá en nuestra primera hija –dijo Nívea sonrojándose.
–¿Cómo dijiste?
–Te he esperado toda mi vida, bien puedo
seguir esperando. No hay apuro, tengo muchas cosas que hacer antes de casarme.
Estoy trabajando.
–¡Trabajando! ¿Por qué? –exclamó Severo
escandalizado, pues ninguna mujer en su familia o en cualquier otra familia que
conociera trabajaba.
–Para aprender. Mi tío José Francisco me
contrató para que organice su biblioteca y me da permiso para leer todo lo que
quiera. ¿Te acuerdas de él?
–Lo conozco muy poco, ¿no es el que se caso
con una heredera y tiene un palacio en Viña del Mar?
–El mismo, es pariente de mi madre. No conozco
un hombre más sabio ni más bueno y además buen mozo, aunque no tanto como tú
–se rió ella.
–No te burles, Nívea.
–¿Era bonita tu mujer? –preguntó la muchacha.
–Muy bonita.
–Tendrás que pasar por tu duelo.
Severo. Tal vez la guerra sirva para eso. Dicen que las mujeres muy bellas son
inolvidables, espero que aprendas a vivir sin ella, aunque no la olvides.
Rezaré para que vuelvas a enamorarte y ojalá sea de mí... –musitó Nívea tomándole una mano.
Y entonces
Severo del Valle sintió un dolor terrible en el tórax, como un lanzazo
atravesándole las costillas, y un sollozo se le escapó entre los labios seguido
por un llanto incontrolable que lo sacudía entero, mientras repetía hipando el
nombre de Lynn, Lynn, mil veces Lynn. Nívea lo atrajo sobre su pecho y lo rodeó
con sus delgados brazos, dándole palmaditas de consuelo en la espalda, como a
un niño.
La Guerra del
Pacifico empezó en el mar y continuó por tierra, combatiendo cuerpo a cuerpo
con bayonetas caladas y cuchillos corvos en los más áridos e inclementes
desiertos del mundo, en las provincias que hoy conforman el norte de Chile,
pero antes de la guerra pertenecían al Perú y
Bolivia.
Los ejércitos peruano y boliviano
estaban escasamente preparados para tal contienda, eran poco numerosos, mal
armados y el sistema de abastecimiento fallaba tanto, que algunas batallas y
escaramuzas se decidieron por falta de agua
para beber o porque las ruedas de las carretas cargadas con cajones de
balas se enterraban en la arena. Chile era un país expansionista, con una
economía sólida, dueño de la mejor escuadra de América del Sur y un ejército de
más de setenta mil hombres. Tenía reputación de civismo en un continente de
caudillos rústicos, corrupción sistemática y revoluciones sangrientas; la
austeridad del carácter chileno y la solidez de sus instituciones eran la
envidia de las naciones vecinas, sus escuelas y universidades atraían a
profesores y estudiantes extranjeros. La influencia de inmigrantes ingleses,
alemanes y españoles había logrado imponer cierta temperanza en el arrebatado temperamento criollo. El ejercito
recibía instrucción prusiana y no conocía la paz, pues durante los años
previos a la Guerra del Pacifico se había mantenido con las armas en la mano
combatiendo al sur del país a los indios en la zona llamada La Frontera, porque
hasta allí había llegado el brazo civilizador y más allá empezaba el
impredecible territorio indígena donde hasta hacía muy poco sólo se habían
aventurado los misioneros jesuitas. Los formidables guerreros araucanos, que
llevaban luchando sin tregua desde los tiempos de la conquista, no se
doblegaban ante las balas ni las peores atrocidades, pero iban cayendo uno a
uno a punta de alcohol. Peleando contra ellos los soldados se entrenaron en
ensañamiento. Pronto peruanos y bolivianos aprendieron a temer a los chilenos, enemigos sanguinarios
capaces de pasar a cuchillo y
bala a los heridos y a los
prisioneros. A su paso los chilenos despertaban tanto odio y temor, que
provocaron una violenta antipatía internacional, con la consecuente serie
interminable de reclamaciones y litigios diplomáticos, exacerbando en sus
adversarios la decisión de luchar hasta la muerte, puesto que de poco les
servía rendirse. Las tropas peruanas y bolivianas estaban compuestas por un
puñado de oficiales, contingentes de
soldados regulares mal pertrechados y masas de indígenas reclutados a la
fuerza, que apenas sabían por qué combatían y a la primera oportunidad desertaban. En cambio las filas chilenas contaban con
una mayoría de civiles, tan encarnizados en combate como los militares, que peleaban
por pasión patriótica y no se rendían. A menudo las condiciones resultaban
infernales. Durante la marcha por el desierto se arrastraban en una nube de polvo salobre, muertos de sed, con la arena
hasta medio muslo, un sol despiadado reverberando sobre sus cabezas y el peso de sus mochilas y municiones al
hombro, aferrados a sus fusiles, desesperados. La viruela, el tifus y las
tercianas los diezmaban; en los hospitales militares había más enfermos que
heridos en combate. Cuando Severo del Valle se unió al ejército, sus
compatriotas ocupaban Antofagasta –única provincia
marítima de Bolivia– y las peruanas de Tarapacá, Arica y
Tacna. A mediados de 1880 murió de un ataque cerebral en plena campaña
del desierto el ministro de guerra y marina, sumiendo al gobierno en total
desconcierto. Por fin el Presidente nombró en su lugar a un civil, don José
Francisco Vergara, el tío de Nívea, viajero incansable y lector voraz, a quien
le tocó empuñar el sable a los cuarenta y seis años para dirigir la guerra. Fue
de los primeros en observar que mientras Chile avanzaba a la conquista del
norte, Argentina calladamente les iba arrebatando la Patagonia al sur, pero
nadie le hizo caso, porque consideraban ese territorio tan inútil como la luna.
Vergara era brillante, de modales finos y
gran memoria, todo le interesaba, desde la botánica hasta la poesía, era
incorruptible y carecía por completo de ambición política. Planeó la estrategia
bélica con la misma tranquila minuciosidad con que manejaba sus negocios. A
pesar de la desconfianza de los uniformados y ante la sorpresa de todo el
mundo, condujo a las tropas chilenas directamente hasta Lima. Tal como dijo su
sobrina Nívea: «La guerra es un asunto demasiado serio para entregárselo a los
militares.» La frase salió del seno de la familia y se convirtió en uno de
aquellos juicios lapidarios que pasan a formar parte del anecdotario histórico
de un país.
Al finalizar el
año los chilenos se preparaban para el asalto final a Lima. Severo del Valle
llevaba once meses combatiendo, sumido en la mugre, la sangre y la más
despiadada barbarie. En ese tiempo el recuerdo de Lynn Sommers quedó hecho jirones, ya no soñaba con ella, sino con los
cuerpos destrozados de los hombres con los cuales había compartido el rancho el
día anterior. La guerra era más que nada marcha forzada y paciencia; los
momentos de combate resultaban casi un alivio en el tedio de movilizarse y de esperar. Cuando podía
sentarse a fumar un cigarrillo, aprovechaba para escribir unas líneas a Nívea
en el mismo tono de camaradería que siempre usó con ella. No hablaba de amor,
pero poco a poco iba comprendiendo que ella sería la única mujer en su vida y
que Lynn Sommers había sido sólo una prolongada fantasía. Nívea le escribía
con regularidad, aunque no todas sus cartas llegaban a destino, para contarle
de la familia, de la vida en la ciudad, de sus raros encuentros con su tío José
Francisco y los libros que él le recomendaba. También le comentaba la
transformación espiritual que la sacudía, cómo se iba alejando de algunos ritos
católicos que le parecían muestras de paganismo, para buscar las raíces de un
cristianismo más filosófico que dogmático. Le preocupaba que Severo, inmerso en
un mundo tosco y cruel, perdiera contacto con su alma y se transformara en un
ser desconocido. La idea de que él estuviera obligado a matar le resultaba intolerable.
Trataba de no pensar en eso, pero los relatos de soldados atravesados a
cuchillo, de los cuerpos decapitados, de las mujeres violadas y los niños
ensartados en bayonetas eran imposibles de ignorar. ¿Tomaría Severo parte en esas atrocidades? ¿Podría un
hombre que es testigo de tales hechos reintegrarse a la paz, convertirse en
esposo y padre de familia? ¿Podría ella amarlo a pesar de todo? Severo del
Valle se hacía las mismas preguntas mientras su regimiento se aprontaba para
atacar, a pocos kilómetros de la capital del Perú. A finales de diciembre el
contingente chileno se encontraba listo para la acción en un valle al sur de
Lima. Se habían preparado con esmero, contaban con un ejército numeroso, mulas y caballos, municiones, víveres y agua, varios
barcos a vela para transporte de las tropas, además de cuatro hospitales ambulatorios
de seiscientas camas y dos barcos convertidos en hospitales bajo la bandera de
la Cruz Roja. Uno de los comandantes llegó a pie con su brigada intacta,
después de cruzar infinitos pantanos y montes, y se presento como un príncipe
mogol con un sequito de mil quinientos chinos con sus mujeres, sus niños y sus
animales. Cuando los vio, Severo del Valle creyó ser víctima de una
alucinación. El pintoresco comandante había reclutado a los chinos por el
camino, eran inmigrantes que trabajaban en
condiciones de esclavitud y, cogidos entre dos fuegos y sin lealtades
particulares por ningún bando, decidieron unirse a las fuerzas chilenas.
Mientras los cristianos oían misa antes de entrar en combate, los asiáticos
organizaron su propia ceremonia, luego los capellanes militares rociaron a
todo el mundo con agua bendita. «Esto parece
un circo», escribió ese día Severo a Nívea, sin sospechar que sería su
última carta. Alentando a los soldados y dirigiendo el embarque de miles y miles de hombres, animales, cañones y provisiones
estaba el ministro Vergara
en persona, de pie desde las seis de la mañana bajo un sol abrasador, hasta
bien entrada la noche.
Los peruanos
habían organizado dos líneas de defensa a pocos kilómetros de la ciudad en
lugares de difícil acceso para los asaltantes. A los cerros escarpados y
arenosos se sumaban fuertes, parapetos, baterías y trincheras protegidas por
sacos de arena para los tiradores. Además habían instalado minas disimuladas en
la arena, que estallaban al con-tacto de los detonantes. Las dos líneas de
defensa estaban unidas entre si y con la ciudad de Lima por ferrocarril para
garantizar transporte de tropas, heridos y
provisiones.
Tal como Severo del Valle y sus camaradas
sabían desde antes de iniciar el ataque a mediados de enero de 1881, la victoria –si ocurría– sería a costa de muchas
vidas.
Aquella tarde
de enero las tropas estaban listas para la marcha sobre la capital del Perú.
Después de servir la comida y desmontar el campa-mento, quemaron los entablados
que habían servido de habitación y se dividieron en tres grupos con la
intención de asaltar las defensas enemigas por sorpresa, amparados por la
espesa neblina. Iban en silencio, cada uno con su pesado equipo a la espalda y
los fusiles listos, dispuestos a atacar «de frente y a la chilena», como
habían decidido los generales, conscientes de que el arma más poderosa a su
haber era la temeridad y fiereza de los soldados embriagados de violencia.
Severo del Valle había visto circular las cantimploras con aguardiente y
pólvora, una mezcla incendiaria que dejaba las tripas en llamas, pero otorgaba
un valor indomable. La había probado una vez, pero después pasó dos días
atormentado por vómitos y dolor de cabeza, así es que prefería soportar el
combate en frió. La marcha en el silencio y la negrura de la pampa le pareció
interminable, a pesar de los breves momentos de pausa. Pasada la medianoche se
detuvo la inmensa muchedumbre de soldados para descansar por una hora. Pensaban
caer sobre un balneario próximo a Lima antes que aclarara el día, pero las
órdenes contradictorias y la confusión de los comandantes arruinaron el plan.
Poco se sabía sobre la situación de las filas de la vanguardia, donde
aparentemente ya se había iniciado la batalla, eso obligó a la tropa agotada a
continuar sin un respiro. Siguiendo el
ejemplo de los demás, Severo se desprendió de la mochila, la manta y el
resto de sus pertrechos, alistó el arma con la bayoneta y echó a correr a
ciegas hacia adelante gritando a pleno pulmón como fiera rabiosa, pues ya no
se trataba de coger al enemigo por sorpresa, sino de espantarlo. Los peruanos
los estaban esperando y apenas los tuvieron a tiro dejaron caer sobre ellos una
andanada de plomo. A la niebla se sumó el humo y el polvo, cubriendo el
horizonte con un manto impenetrable,
mientras el aire se llenaba de pavor con las cornetas llamando a la
carga, el chivateo y los alaridos de combate, los aullidos de los heridos, los
relinchos de las cabalgaduras y el rugido de los cañonazos. El suelo estaba
minado, pero los chilenos avanzaban de todos modos con el salvaje grito «¡a
degüello!» en los labios. Severo del Valle vio volar hechos pedazos a dos de
sus compañeros, que pisaron un detonante a pocos metros de distancia. No
alcanzó a calcular que la próxima explosión podía tocarle a él, no había tiempo
de pensar en nada porque ya los primeros húsares saltaban sobre las trincheras
enemigas, caían en las fosas con los cuchillos corvos entre los dientes y las
bayonetas caladas, masacrando y muriendo entre chorros de sangre. Los peruanos
sobrevivientes retrocedieron y los atacantes comenzaron a escalar las colinas,
forzando las defensas escalonadas en las laderas. Sin saber lo que hacía,
Severo del Valle se encontró sable en mano destrozando a un hombre, luego
disparando a quemarropa en la nuca de otro que huía. La furia y el horror se
habían apoderado por completo de él; como todos los demás, se había convertido
en una bestia. Tenía el uniforme roto y cubierto de sangre, un pedazo de tripa
ajena le colgaba de una manga, ya no le salía voz de tanto gritar y maldecir,
había perdido el miedo y la identidad, era sólo una máquina de matar,
repartiendo golpes sin ver dónde caían, con la única meta de llegar al tope
del cerro.
A las siete de
la mañana, después de dos horas de batalla, la primera bandera chilena flameaba
sobre una de las cumbres y Severo, de rodillas sobre la colina, vio una
multitud de soldados peruanos que se retiraban en desbandada para enseguida
reunirse en el patio de una hacienda, donde
recibieron en formación la carga frontal de la caballería chilena. En
pocos minutos aquello era un infierno. Severo del Valle, que se acercaba
corriendo, veía el brillo de los sables en el aire y escuchaba la balacera y
los alaridos de dolor. Cuando alcanzó la hacienda ya los enemigos corrían
perseguidos de nuevo por las tropas chilenas. En eso le llegó la voz de su
comandante indicándole que agrupara a los hombres de su destacamento para
atacar al pueblo. La breve pausa, mientras
se organizaban las filas, le dio un momento de respiro; se dejó caer al
suelo, con la frente en tierra, acezando, tembloroso, las manos agarrotadas en
su arma. Calculó que el avance era una locura, porque su regimiento solo no
podría hacer frente a las numerosas tropas enemigas atrincheradas en las casas
y edificios, habría que pelear puerta a puerta; pero su misión no era pensar,
sino obedecer las órdenes de su superior y
reducir
el poblado peruano a escombro, ceniza y muerte. Minutos
más tarde iba al trote a la cabeza de sus compañeros, mientras los proyectiles
pasaban silbando a su alrededor. Entraron en dos columnas, una por cada lado
de la calle principal. La mayor parte de los habitantes había huido a la voz
de «¡vienen los chilenos!», pero los que se quedaron estaban decididos a
combatir con lo que tuvieran a mano, desde cuchillos de cocina hasta ollas con
aceite hirviendo que lanzaban desde los balcones. El regimiento de Severo tenía
instrucciones de ir casa por casa hasta
desocupar el pueblo, tarea nada fácil porque estaba lleno de soldados
peruanos parapetados en los techos, los árboles, las ventanas y los umbrales de las puertas. Severo tenía la garganta seca y los ojos inflamados, apenas veía a un metro de distancia; el aire,
denso de humo y polvo, se había puesto irrespirable, era tal la confusión que
nadie sabía qué hacer, simplemente imitaban al que iba adelante. De súbito
sintió a su alrededor una granizada de balas y comprendió que no podía seguir
avanzando, debía buscar resguardo. De un culatazo abrió la puerta más cercana e
irrumpió en la vivienda con el sable en alto, cegado por el contraste entre el
sol abrasador de afuera y la penumbra interior. Necesitaba unos minutos para
cargar su fusil, pero no los tuvo: un
alarido desgarrador lo paralizó de sorpresa y vislumbró una figura que
había estado agazapada en un rincón y ahora se alzaba ante él blandiendo un hacha. Alcanzó a protegerse la
cabeza con los brazos y echar el cuerpo hacia atrás. El hacha cayó como
un relámpago sobre su pie izquierdo, clavándolo en el suelo. Severo del Valle
no supo lo que había pasado, reaccionó por puro instinto. Con todo el peso de
su cuerpo empujó el fusil con la bayoneta
calada, la ensartó en el vientre de su atacante y luego la levantó con
un esfuerzo brutal. Un chorro de sangre le dio en plena cara. Y entonces se dio
cuenta de que el enemigo era una muchacha. La había abierto en canal y ella, de
rodillas, se sujetaba los intestinos que empezaban a vaciarse en el piso de
tablas. Los ojos de ambos se cruzaron en una mirada interminable, sorprendidos,
preguntándose en el silencio eterno de ese instante quiénes eran, por qué se
enfrentaban de ese modo, por qué se desangraban por qué debían morir. Severo
quiso sostenerla, pero no pudo moverse y sintió por primera vez el dolor
terrible en el pie, que subía como una lengua de fuego por la pierna hasta, el
pecho. En ese instante otro soldado chileno irrumpió en la vivienda, de una
mirada evaluó la situación y sin vacilar le disparó a quemarropa a la mujer,
que de todos modos ya estaba muerta, luego cogió el hacha y de un tirón
formidable liberó a Severo. «¡Vamos,
teniente,
hay que salir de aquí, la artillería va a empezar a disparar!», lo conminó,
pero Severo perdía sangre a borbotones, se desvanecía, volvía a recuperar el
conocimiento por unos instantes y luego volvía a rodearlo la oscuridad. El
soldado le puso su cantimplora en la boca y lo obligó a beber un trago largo de
licor, luego improvisó un torniquete con un pañuelo atado debajo de la rodilla,
se echó al herido a la espalda y lo sacó a la rastra. Afuera otras manos lo
ayudaron y cuarenta minutos más tarde, mientras la artillería chilena barría a
cañonazos aquel poblado, dejando escombro y hierros torcidos donde estuvo el
apacible balneario, Severo aguardaba en el patio del hospital junto a
centenares de cadáveres destrozados y miles de heridos tirados en charcos y
hostigados por las moscas, que llegara la muerte o lo salvara un milagro. El
sufrimiento y el miedo lo aturdían, a ratos se iba a pique en misericordioso
desmayo y cuando resucitaba veía el cielo tornarse negro. Al calor abrasante
del día siguió el frío húmedo de la camanchaca,
que envolvió la noche en su manto de espesa neblina. En los momentos de
lucidez se acordaba de las oraciones aprendidas en la infancia y rogaba por
una muerte rápida, mientras la imagen de Nívea se le aparecía como un ángel,
creía verla inclinada sobre él, sosteniéndolo, limpiándole la frente con un
pañuelo mojado, diciéndole palabras de amor. Repetía el nombre de Nívea
clamando sin voz por un vaso de agua.
La batalla para
conquistar Lima terminó a las seis de la tarde. En los días siguientes, cuando
pudieron sacar la cuenta de los muertos y heridos, calcularon que un veinte
por ciento de los combatientes de ambos ejércitos perecieron en esas horas.
Muchos más morirían después a consecuencia de las heridas infectadas.
Improvisaron los hospitales de campaña en una escuela y en carpas diseminadas
en las cercanías. El viento arrastraba el hedor de carroña a kilómetros de
distancia. Los médicos y enfermeros, exhaustos, atendían a los que llegaban en
la medida de sus posibilidades, pero había más de dos mil quinientos heridos
entre las filas chilenas y se calculaban por lo menos siete mil entre los
sobrevivientes de las tropas peruanas. Los heridos se acumulaban en los
pasillos y en los patios, tirados por el suelo, hasta que les llegara su turno.
Los más graves eran atendidos primero y Severo del Valle no estaba agonizando
aún, a pesar de la tremenda pérdida de fuerza, sangre y esperanza, así es que los camilleros lo postergaban una y otra vez para dar paso a otros. El mismo soldado que se lo echó al
hombro para llevarlo hasta el hospital le rasgó la bota con su cuchillo, le
quitó la camisa ensopada y con ella improvisó un tapón para el pie destrozado
porque no había a mano ni vendajes, ni medicamentos, ni fenol para desinfectar,
ni opio, ni cloroformo, todo se había agotado o perdido en el desorden de la
contienda. «Suéltese el torniquete de vez en cuando, para que no se le gangrene
la pierna, teniente», le recomendó el soldado. Antes de despedirse le deseó
buena suerte y le regaló sus más preciadas posesiones: un paquete de tabaco y
su cantimplora con los restos del aguardiente.
Severo del
Valle no supo cuánto tiempo estuvo en ese patio, tal vez un día, tal vez dos.
Cuando finalmente lo recogieron para conducirlo donde el médico, estaba
inconsciente y deshidratado, pero al moverlo el dolor fue tan terrible que
despertó con un aullido. «Aguante, teniente, mire que todavía le falta lo
peor», dijo uno de los camilleros. Se encontró en una sala grande, con el suelo
cubierto de arena, donde cada tanto un par de ordenanzas vaciaba nuevos baldes
de arena para absorber la sangre y se
llevaba en los mismos baldes los miembros amputados para quemarlos
afuera en una pira enorme, que impregnaba el valle de olor a carne chamuscada.
En cuatro mesas de madera cubiertas por plan-chas metálicas operaban a los
infortunados soldados, por el suelo había cubetas con agua rojiza donde
enjuagaban las esponjas para restañar los cortes y pilas de trapos rasgados en
tiras para usar como vendajes, todo sucio y
salpicado
de arena y aserrín. Sobre una mesa
lateral había desplegados pavorosos instrumentos de tortura, –tenazas, tijeras,
sierras, agujas– manchados de sangre seca. Los alaridos de los operados
llenaban el ámbito y el olor a
descomposición, vómitos y excremento era irrespirable. El médico resultó ser un
inmigrante de los Balcanes con el aire de dureza, seguridad y rapidez de
un cirujano experto. Llevaba una barba de dos días, tenía los ojos rojos de
fatiga y vestía un grueso delantal de cuero cubierto de sangre fresca. Quitó el
improvisado vendaje del pie de Severo, soltó el torniquete y le bastó una
mirada para ver que había comenzado la infección y decidirse por la amputación.
No cabía duda de que en esos días había cortado muchos miembros, porque no
pestañeó.
–¿Tiene algo de
licor, soldado? –preguntó con evidente acento extranjero.
–Agua... –clamó
Severo del Valle con la lengua reseca.
–Después tomará
agua. Ahora necesita algo que lo atonte un poco, pero aquí ya no tenemos ni una
gota de licor –dijo el médico. Severo señaló la cantimplora. El doctor lo
obligó a beber tres chorros largos, explicándole que no contaban con
anestesia, y usó el resto para empapar unos trapos y limpiar sus instrumentos,
luego hizo una señal a los ordenanzas, que se colocaron a ambos lados de la
mesa para sujetar al paciente.
Ésta es mi hora
de la verdad; alcanzó a pensar en Nívea y trató de imaginar morirse con la
imagen en el corazón de la muchacha que había destripado de un bayonetazo. Un
enfermero colocó un nuevo torniquete y sujetó firmemente la pierna a la altura
del muslo. El cirujano cogió un escalpelo, lo hundió veinte centímetros bajo la
rodilla y mediante un hábil movimiento circular cortó la carne hasta la tibia y
el peroné. Severo del Valle bramó de dolor
y enseguida perdió el conocimiento, pero los ordenanzas no lo soltaron,
sino que con más determinación lo mantuvieron clavado sobre la mesa, mientras
el médico echaba hacia atrás con los dedos la piel y los músculos, descubriendo
los huesos; enseguida cogió una sierra y de tres certeras pasadas los seccionó.
El enfermero extrajo del muñón los vasos cortados y el doctor los fue ligando
con increíble destreza, luego soltó de a poco el torniquete mientras iba cubriendo
con carne y piel el hueso amputado y cosiendo. Enseguida lo vendaron rápidamente y lo llevaron en vilo a un
rincón de la sala para dar paso a otro herido que llegó aullando a la mesa del
cirujano. Toda la operación había durado menos de seis minutos.
En los días que
siguieron a esa batalla las tropas chilenas entraron a Lima. Según los partes
oficiales que se publicaron en los periódicos de Chile, lo hicieron
ordenadamente; según consta en la memoria de los limeños, fue una carnicería,
que se sumó a los desmanes de los soldados peruanos derrotados y furiosos,
porque se sentían traicionados por sus jefes. Una parte de la población civil
había huido y las familias pudientes buscaron seguridad en los barcos del
puerto, en los consulados y en una playa protegida por marinería extranjera,
donde el cuerpo diplomático había instalado carpas para acoger a los
refugiados bajo banderas neutrales. Los que se quedaron para defender sus
posesiones habrían de recordar para el resto de sus vidas las escenas
infernales de la soldadesca borracha y
enloquecida
de violencia. Saquearon y quemaron las casas,
violaron, golpearon y asesinaron a quien se les puso por delante, incluyendo mujeres, niños y ancianos.
Finalmente una parte de los regimientos peruanos soltó las armas y se
rindió, pero muchos soldados se dispersaron en desbandada hacia la sierra. Dos
días después el general peruano Andrés Cáceres salía de la ciudad ocupada con
una pierna destrozada, ayudado por su mujer y un par de fieles oficiales, para
perderse en los vericuetos de las montañas. Había jurado que mientras le
quedara un soplo de aliento seguiría combatiendo.
En el puerto
del Callao los capitanes peruanos ordenaron a las tripulaciones abandonar los
barcos y encendieron el polvorín, hundiendo la totalidad de su flota. Las
explosiones despertaron a Severo del Valle y se encontró en un rincón, sobre la
arena inmunda de la sala de operaciones, junto a otros hombres que, como él,
acababan de pasar por el suplicio de la amputación. Alguien le había puesto
encima una manta y al lado una cantimplora con agua, estiró la mano pero
temblaba tanto que no pudo destaparla y se quedó con ella apretada contra el
pecho, gimiendo, hasta que se acercó una
joven cantinera, se la abrió y lo ayudó a llevársela a los labios secos.
Bebió todo el contenido de un tirón y luego, instruido por la mujer, que había
combatido junto a los hombres durante meses y sabía tanto de cuidar heridos
como los médicos, se echó a la boca un puñado de tabaco y lo mascó ávidamente
para amortiguar los espasmos del choc post-operatorio. «Matar cuesta poco, sobrevivir es lo que cuesta, hijito. Si te descuidas, la muerte te lleva
a traición», le advirtió la cantinera. «Tengo miedo», trató de decir Severo y ella tal vez no oyó su balbuceo pero adivinó su
terror, porque se quito una medallita de plata del cuello y se la puso
entre las manos. «Que la Virgen te ayude», murmuró e inclinándose lo besó
brevemente en los labios antes de irse. Severo se quedó con el roce de esos
labios y la medalla apretada en su palma. Tiritaba, le castañeteaban los
dientes y ardía de fiebre; se dormía o se
desmayaba a ratos y cuando recuperaba la conciencia el dolor lo
atontaba. Horas después volvió la misma cantinera de trenzas morenas y le
entregó unos trapos mojados para que se limpiara el sudor y la sangre seca y un plato de
latón con una papilla de maíz, un trozo de pan duro y un tazón de café de
achicoria, un líquido tibio y oscuro que ni
siquiera intentó tocar, porque la debilidad y
las
náuseas se lo impidieron. Escondió la cabeza bajo la manta, abandonado al
sufrimiento y la desesperación, gimiendo y llorando como un niño hasta que se durmió de nuevo.
«Has perdido
mucha sangre, hijo mío, si no comes te mueres», lo despertó un capellán que
andaba por allí repartiendo consuelo entre los heridos y la extremaunción entre
los moribundos. Entonces Severo del Valle se acordó que había ido a la guerra a
morir. Ése fue su propósito cuando perdió a Lynn Sommers, pero ahora que la
muerte estaba allí, inclinada sobre él como un buitre, esperando su oportunidad
para darle el zarpazo final, el instinto de la vida lo remeció. Las ganas de
salvarse eran superiores al quemante tormento que lo traspasaba desde la pierna
hasta la última fibra del cuerpo, más fuertes que la angustia, la incertidumbre
y el terror. Comprendió que lejos de echarse a morir, deseaba desesperadamente
permanecer en el mundo, vivir en cualquier estado y condición, de cualquier
manera, cojo, derrotado, nada importaba con tal de seguir en este mundo. Como
cualquier soldado, sabía que sólo uno de
cada diez amputados lograba sobreponerse a la pérdida de sangre y a la
gangrena, no había forma de evitarlo, todo era cuestión de suerte. Decidió que
él sería uno de aquellos sobrevivientes. Pensó que su maravillosa prima Nívea
merecía un hombre entero y no un mutilado, no deseaba que ella lo viera convertido
en un guiñapo, no podría tolerar su compasión. Sin embargo al cerrar los ojos
volvió a surgir la muchacha a su lado, vio a
Nívea, incontaminada por la violencia de la guerra o la fealdad del
mundo, inclinada sobre él con su rostro inteligente, sus ojos negros y su
sonrisa traviesa, entonces el orgullo se le disolvió como sal en el agua.
No tuvo la
menor duda de que ella lo amaría con medía pierna menos tanto como lo había
amado antes. Tomó la cuchara con los dedos agarrotados, trató de controlar los
tiritones, se obligó a abrir la boca y tragó un bocado de aquella
asquerosa papilla de maíz, ya fría y cubierta de moscas.
Los regimientos
chilenos entraron triunfantes a Lima en enero de 1881 y desde allí trataron de
imponer la forzada paz de la derrota al Perú. Una vez calmada la bárbara
confusión de las primeras semanas, los soberbios vencedores dejaron un
contingente de diez mil hombres para controlar la nación ocupada y los demás
emprendieron viaje al sur a recoger sus bien ganados laureles, ignorando
olímpicos a los millares de soldados vencidos que lograron escapar hacia la
sierra y que desde allí pensaban continuar combatiendo.
La victoria
había sido tan aplastante, que los generales no podían imaginar que los
peruanos seguían hostigándolos durante tres largos años. El alma de aquella
obstinada resistencia fue el legendario general Cáceres, quien escapo de
milagro a la muerte y partió con una herida espantosa a las montañas a
resucitar la semilla pertinaz del coraje en un ejército andrajoso de soldados
fantasmas y levas de indios, con el cual llevó a cabo una cruenta guerra de
guerrillas, emboscadas y escaramuzas. Los soldados de Cáceres, con los
uniformes en harapos, a menudo descalzos, desnutridos y desesperados, peleaban
con cuchillos, lanzas, garrotes, piedras y unos cuantos fusiles anticuados,
pero contaban con la ventaja de conocer el terreno. Habían escogido bien el
campo de batalla para enfrentar a un enemigo disciplinado y armado, aunque no
siempre con suficientes provisiones, porque el acceso a esos cerros escarpados
era tarea de cóndores. Se escondían en las cumbres nevadas, en cuevas y
hondonadas, en altos ventisqueros, donde la atmósfera era tan delgada y la
soledad tan inmensa, que sólo ellos, hombres de la sierra, podían sobrevivir.
A las tropas chilenas les reventaban los oídos en sangre, caían desmayadas por
la falta de oxigeno y se congelaban en las gargantas heladas de los Andes.
Mientras ellos apenas podían subir porque el corazón no les daba para tanto
esfuerzo, los indios del altiplano trepaban
como llamas con una carga equivalente a su propio peso en la espalda,
sin más alimento que la carne amarga de las águilas y una bola verde de hojas
de coca que daban vueltas en la boca. Fueron tres años de guerra sin tregua y
sin prisioneros, con millares de muertos. Las fuerzas peruanas ganaron una
sola batalla frontal en una aldea sin valor
estratégico, resguardada por setenta y siete soldados chilenos, varios
enfermos de tifus. Los defensores tenían sólo cien balas por hombre, pero
pelearon toda la noche con tal bravura contra centenares de soldados e indios,
que en el desolado amanecer, cuando ya no quedaban sino tres tiradores, los
oficiales peruanos les suplicaron que se rindieran porque les parecía una
ignominia matarlos. No lo hicieron, si‑
guieron guerreando y
murieron bayoneta en mano gritando el nombre de su patria. Había tres mujeres
con ellos, que las turbas indígenas arrastraron al centro de la plaza
ensangrentada, violaron y despedazaron. Una de ellas había dado a luz durante
la noche en la iglesia, mientras su marido se batía afuera, y también al
recién nacido lo destroza-ron. Mutilaron los cadáveres, les abrieron el vientre
y les vaciaron las entrañas y, según contaban en Santiago, los indios se
comieron las vísceras asadas al palo. Aquel bestialismo no fue excepcional, la
barbarie corrió pareja por ambos lados en aquella guerra de montoneras. La
rendición final y la firma del tratado de paz se consiguió en octubre de 1883,
después de vencer a las tropas de Cáceres en una última batalla, una masacre a
cuchillo y bayoneta que dejó más de mil muertos tendidos en el campo. Chile le
quitó al Perú tres provincias. Bolivia perdió su única salida al mar y fue
obligada a firmar una tregua indefinida, que habría de extenderse por veinte
años hasta la firma de un tratado de paz.
Severo del
Valle, junto a millares de otros heridos, fue conducido en barco a Chile.
Mientras muchos morían gangrenados o infectados de tifus y disentería en las
improvisadas ambulancias militares, él pudo recuperarse gracias a Nívea, quien
apenas se enteró de lo ocurrido se puso en contacto con su tío, el ministro
Vergara, y no lo dejó en paz hasta que éste hizo buscar a Severo, lo rescató de
un hospital, donde era un número más entre miles de enfermos en fatídicas
condiciones, y lo envió en el primer transporte disponible a Valparaíso.
También extendió un permiso especial a su sobrina para que pudiera entrar al
recinto militar del puerto y asignó un teniente para ayudarla. Cuando
desembarcaron a Severo del Valle en una angarilla ella no lo reconoció, había
perdido veinte kilos, estaba inmundo, parecía un cadáver amarillo e hirsuto,
con una barba de varias semanas y
los
ojos despavoridos y delirantes de
un loco. Nívea se sobrepuso al espanto con la misma voluntad de amazona que la
sostenía en todos los demás aspectos de su vida y lo saludó con un alegre «ihola, primo, gusto de verte!» que
Severo no pudo contestar. Al verla fue tanto su alivio que se cubrió la cara
con las manos para que no lo viera llorar. El teniente había dispuesto el transporte y, de
acuerdo a las órdenes recibidas, condujo al herido y a Nívea directamente al palacio del
ministro en Viña del Mar, donde la esposa de éste había preparado un aposento.
«Dice mi marido que te quedarás aquí hasta que puedas andar, hijo», le anunció.
El médico de la familia Vergara usó todos los recursos de la ciencia para
sanarlo, pero cuando un mes más tarde la herida aún no cicatrizaba y Severo
seguía debatiéndose en arrebatos de fiebre, Nívea comprendió que tenía el alma
enferma por los horrores de la guerra y el único remedio contra tantos
remordimientos era el amor, entonces decidió recurrir a medidas extremas.
–Voy a pedir permiso a mis padres para casarme contigo –le anunció a Severo.
–Yo me estoy muriendo, Nívea –suspiró él.
–¡Siempre
tienes alguna excusa, Severo! La agonía nunca ha sido impedimento para
casarse.
–¿Quieres ser
viuda sin haber sido esposa? No quiero que te suceda lo que me pasó con Lynn.
–No seré viuda
porque no te vas a morir. ¿Podrías pedirme humildemente que me case contigo,
primo? Decirme, por ejemplo, que soy la mujer de tu vida, tu ángel, tu musa o
algo por el estilo. ¡Inventa algo, hombre! Dime que no puedes vivir sin mi, al
menos eso es cierto, ¿no? Admito que no me hace gracia ser la única romántica
en esta relación.
–Estás loca,
Nívea. Ni siquiera soy un hombre entero, soy un miserable inválido.
–Te falta algo
más que un pedazo de pierna? –pregunto ella alarmada.
–¿Te parece
poco?
–Si tienes lo
demás en su sitio, me parece que has perdido poco, Severo –se rió ella.
–Entonces
cásate conmigo, por favor murmuró él, con profundo alivio y un sollozo
atravesado en la garganta, demasiado débil para abrazarla.
–No llores,
primo, bésame; para eso no te hace falta la pierna –replicó ella inclinándose
sobre la cama con el mismo gesto que él había visto muchas veces en su delirio.
Tres días más
tarde se casaron en una breve ceremonia en uno de los hermosos salones de la
residencia del ministro, en presencia de las dos familias. Dadas las
circunstancias, fue un casamiento privado, pero sólo entre los parientes más
íntimos se juntaron noventa y cuatro personas. Severo se presentó pálido y
flaco, con el cabello cortado a lo Byron, las mejillas rasuradas y vestido de
gala, con camisa de cuello laminado, botones de oro y corbata de seda, en una
silla de ruedas. No hubo tiempo de hacer un
vestido de novia ni un ajuar apropiado para Nívea, pero sus hermanas y
primas le llenaron dos baúles con la ropa de casa que habían bordado durante
años para sus propios ajuares. Usó un vestido de satén blanco y una tiara de perlas y diamantes,
prestados por la mujer de su tío. En la fotografía de la boda aparece radiante
de pie junto a la silla de su marido.
Esa noche hubo
una cena en familia a la cual no asistió Severo del Valle, porque las
emociones del día lo habían agotado. Después que los invitados se retiraron,
Nívea fue conducida por su tía a la habitación que le tenían preparada.
«Lamento mucho que tu primera noche de casada sea así ... », balbuceó la buena
señora sonrojándose. «No se preocupe, tía, me consolaré rezando el rosario»,
replicó la joven.
Aguardó que la
casa se durmiera y cuando estuvo segura de que no había más vida que el viento
salino del mar entre los árboles del jardín, recorrió los largos pasillos de
aquel palacio ajeno y entró a la pieza de Severo. La monja contratada para
velar el sueño del enfermo yacía despaturrada en un sillón profundamente
dormida, pero Severo estaba despierto, esperándola. Ella se llevó un dedo a los
labios para indicarle silencio, apagó las lámparas a gas y se introdujo en el
lecho.
Nívea se había
educado en las monjas y provenía de una familia a la antigua, donde jamás se
mencionaban las funciones del cuerpo y mucho menos aquellas relacionadas con
la reproducción, pero tenía veinte años, un corazón apasionado y buena memoria.
Recordaba muy bien los juegos clandestinos con su primo en los rincones
oscuros, la forma del cuerpo de Severo, la ansiedad del placer siempre
insatisfecho, la fascinación del pecado. En esa época el pudor y la culpa los inhibían y ambos salían de los rincones prohibidos temblando, extenuados y con la piel en
llamas. En los años que habían pasado separados, tuvo tiempo de repasar cada
instante compartido con su primo y transformar la curiosidad de la infancia en
un amor profundo. Además había aprovechado a fondo la biblioteca de su tío José
Francisco Vergara, hombre de pensamiento liberal y moderno, que no aceptaba
limitación alguna a su inquietud intelectual y mucho menos toleraba la censura
religiosa. Mientras Nívea clasificaba los libros de ciencia o arte y guerra,
descubrió por casualidad la forma de abrir un anaquel secreto y se encontró
ante un conjunto nada despreciable de novelas de la lista negra de la iglesia y
textos eróticos, incluso una divertida colección de dibujos japoneses y chinos con parejas patas arriba, en
posturas anatómicamente imposibles, pero capaces de inspirar al más
ascético y con mayor razón a una persona tan imaginativa como ella. Sin
embargo, los textos más didácticos fueron las novelas pornográficas de una tal
Dama Anónima, muy mal traducidos del inglés al español, que la joven se llevó
una a una ocultas en su bolso, leyó cuidadosamente y volvió a colocar con sigilo
en su mismo lugar, precaución inútil, porque su tío andaba en la campaña de la
guerra y nadie más en el palacio entraba a la biblioteca. Guiada por aquellos
libros exploró su propio cuerpo, aprendió los rudimentos del arte más antiguo
de la humanidad y se preparó para el día en que pudiera aplicar la teoría a la
práctica. Sabía, por supuesto, que estaba cometiendo un pecado horrendo –el placer siempre es pecado– pero se abstuvo de discutir el
tema con su confesor porque le pareció que el gusto que se daba y que se daría
en el futuro bien valía el riesgo del infierno. Rezaba para que la muerte no la
sorprendiera de súbito y alcanzara, antes de exhalar el último aliento, a
confesarse de las horas de deleite que los libros le brindaban. Jamás se puso
en el caso de que aquel solitario
entrenamiento le servirla para devolver la vida al hombre que amaba y
mucho menos que tendría que hacerlo a tres metros de una monja dormida. A
partir de la primera noche con Severo, Nívea se las arreglaba para llevar una taza de chocolate caliente y unas
galletitas a la religiosa cuando iba
a despedirse de su marido, antes de partir a su habitación. El chocolate
contenía una dosis de valeriana capaz de dormir a un camello. Severo del Valle
nunca imaginó que su casta prima fuera capaz de tantas y tan extraordinarias
proezas. La herida de la pierna, que le producía dolores punzantes, la fiebre y
la debilidad, lo limitaban a un papel pasivo, pero lo que le faltaba en
fortaleza lo ponía ella en iniciativa y sabiduría. Severo no tenía la menor
idea que aquellas maromas fueran posibles y
estaba seguro de que no eran cristianas, pero eso no le impidió gozarlas
a plenitud. Si no fuera porque conocía a Nívea desde la infancia, habría
pensado que su prima se había entrenado en un serrallo turco, pero si le
inquietaba la forma en que esa doncella había aprendido tan variados trucos de
meretriz, tuvo la inteligencia de no preguntárselo. La siguió dócilmente en el
viaje de los sentidos hasta donde le dio el cuerpo, rindiendo por el camino
hasta el último resquicio del alma. Se buscaban bajo las sábanas en las formas
descritas por los pornógrafos de la biblioteca del honorable ministro de la
guerra y en otras que iban inventando
aguijoneados por el deseo y el amor, pero
restringidos por el muñón envuelto en vendajes y por la monja roncando en su
sillón. Los sorprendía el amanecer palpitando en un nudo de brazos, con las
bocas unidas respirando al unísono y tan pronto se insinuaba el primer
resplandor del día en la ventana, ella se deslizaba como una sombra de vuelta a
su pieza. Los juegos de antes se convirtieron en verdaderas maratones de
concupiscencia, se acariciaban con apetito voraz, se besaban, se lamían y se
penetraban por todas partes, todo esto en la oscuridad y en el más absoluto
silencio, tragándose los suspiros y mordiendo las almohadas para sofocar la alegre
lujuria que los elevaba a la gloría una y otra vez durante aquellas noches demasiado breves. El reloj volaba: apenas
Nívea surgía como un espíritu en la habitación para introducirse dentro
de la cama de Severo y ya era la mañana. Ninguno de los dos pegaba los ojos, no
podían perder ni un minuto de aquellos encuentros benditos. Al día siguiente
él dormía como un recién nacido hasta el mediodía, pero ella se levantaba
temprano con el aire confuso de una sonámbula y cumplía con las rutinas
normales. Por las tardes Severo Del Valle reposaba en su silla de ruedas en la
terraza mirando la puesta del sol frente al mar, mientras su esposa se dormía
bordando mantelitos a su lado. Delante de otros se comportaban como hermanos, no se tocaban y casi no se miraban, pero
el ambiente a su alrededor estaba cargado de ansiedad. Pasaban el día contando
las horas, aguardando con delirante vehemencia que llegara la hora de volver a
abrazarse en la cama. Lo que hacían por las noches habría horrorizado al
médico, a las dos familias, a la sociedad entera y ni qué decir a la monja.
Entretanto los parientes y amigos comentaban la abnegación de Nívea, esa joven
tan pura y tan católica condenada a un amor platónico, y la fortaleza moral de
Severo, quien había perdido una pierna y arruinado su vida defendiendo a la
patria. Las urdimbres de comadres propagaban el chisme de que no era sólo una
pierna lo perdido en el campo de batalla, sino también los atributos viriles.
Pobrecitos, musitaban entre suspiros, sin sospechar lo bien que lo pasaba
aquella pareja de disipados.
A la semana de
anestesiar a la religiosa con chocolate y de hacer el amor como egipcios, la
herida de la amputación había cicatrizado y la fiebre había desaparecido. Antes de dos meses Severo del Valle andaba
con muletas y empezaba a hablar de una pierna de palo, mientras Nívea echaba las entrañas escondida en cualquiera de
los veintitrés baños del palacio de su tío. Cuando no hubo más remedio
que admitir ante la familia el embarazo de Nívea, la sorpresa general fue de
tales proporciones que llegó a decirse que
ese embarazo era un milagro. La más escandalizada fue sin duda la
monja, pero Severo y Nívea siempre sospecharon que, a pesar de las dosis
superlativas de valeriana, la santa mujer tuvo ocasión de aprender mucho; se
hacía la dormida para no privarse del gusto de espiarlos. El único que logró
imaginar como lo habían hecho y que celebró la pericia de la pareja a
carcajada limpia fue el ministro Vergara. Cuando Severo pudo dar los primeros
pasos con su pierna artificial y el vientre de Nívea fue indisimulable, los
ayudó a instalarse en otra casa y le dio trabajo
a Severo del Valle. «El país y el partido liberal necesitan hombres de tu audacia»,
dijo, aunque en honor a la verdad la audaz era Nívea.
No conocí a mi
abuelo Feliciano Rodríguez de Santa Cruz, murió unos meses antes que yo llegara
a vivir a su casa. Le dio una apoplejía cuan-do estaba sentado a la cabecera de
la mesa en un banquete en su mansión de Nob Hill, atragantado por un pastel de
venado y vino tinto francés. Lo recogieron del suelo entre varios y lo
recostaron moribundo en un sofá, con su hermosa cabeza de príncipe árabe sobre
el regazo de Paulina del Valle, quien para darle ánimo le repetía: «No te
mueras, Feliciano, mira que a las viudas no las convida nadie... ¡Respira,
hombre! Si respiras, te prometo que hoy sin falta le quito el pestillo a la
puerta de mi pieza.» Cuentan que Feliciano alcanzó a sonreír antes de que el
corazón le reventara en sangre. Existen innumerables retratos de aquel chileno
fornido y alegre; es fácil imaginarlo vivo, porque en ninguno está posando
para el pintor o para el fotógrafo, en todos da la impresión de haber sido
sorprendido en un gesto espontáneo. Se reía con dientes de tiburón, gesticulaba al hablar, se movía con la seguridad y
petulancia de un pirata. A su muerte, Paulina del Valle se desmoronó;
fue tal su depresión que no pudo asistir al funeral ni a ninguno de los
múltiples homenajes que le rindió la ciudad. Como sus tres hijos estaban ausentes,
le tocó al mayordomo Williams y a los abogados de la familia hacerse cargo de
las exequias. Los dos hijos menores llegaron unas semanas más tarde, pero
Matías andaba en Alemania y, con la excusa de su salud, no apareció para consolar
a su madre. Por primera vez en su vida Paulina perdió la coquetería, el apetito
y el interés en los libros de contabilidad, rehusaba salir y pasaba días en la
cama. No permitió que nadie la viera en esas condiciones, los únicos que
supieron de su llanto fueron sus mucamas y Williams, quien fingía no darse
cuenta, limitándose a vigilar a prudente distancia para ayudarla si se lo
pedía. Una tarde se detuvo por casualidad frente al gran espejo dorado que
ocupaba medía pared de su baño y vio en lo que se había convertido: una bruja
gorda y desarrapada, con una cabecita de tortuga coronada por una mata de
greñas grises. Dio un grito de horror. Ningún hombre en el mundo –y menos Feliciano– merecía tanta abnegación,
concluyó. Había tocado fondo, era hora de dar una patada en el suelo y elevarse
otra vez a la superficie.
Tocó la
campanilla para llamar a sus mucamas y les ordenó que la ayudaran a bañarse y
le trajeran a su peluquero. A partir de ese día se repuso del duelo con
voluntad de hierro, sin más ayuda que montañas de dulces y largos baños de
tina. La noche solía sorprenderla con la boca llena y sumida en la bañera, pero
no volvió a llorar. Para Navidad emergió de su reclusión con varios kilos de
más y perfectamente compuesta, entonces comprobó sorprendida que en su
ausencia el mundo siguió rodando y nadie la había echado de menos, lo cual fue
un incentivo más para ponerse definitivamente de pie. No permitiría que la
ignoraran, decidió; acababa de cumplir sesenta años y pensaba vivir unos
treinta más aunque mas no fuera para mortificar a sus semejantes. Llevaría
luto por unos meses, era lo menos que podía hacer por respeto a Feliciano, pero
a él no le gustaba verla convertida en una de esas viudas griegas que se
entierran en trapos negros por el resto de sus vidas. Se dispuso a planear un
nuevo guardarropa en colores pasteles para el año siguiente y un viaje de
placer por Europa. Siempre quiso ir a Egipto, pero Feliciano opinaba que ése
era un país de arena y momias donde todo lo
interesante había sucedido tres mil años antes. Ahora que estaba sola podría
realizar ese sueño. Pronto se dio cuenta, sin embargo, cuánto había cambiado
su existencia y cuán poco la estimaba la sociedad de San Francisco; toda su
fortuna no alcanzaba para hacerse perdonar su origen hispano y su acento de
cocinera. Tal como había dicho en broma, nadie la convidaba, ya no era la
primera en recibir invitación a las fiestas, no le pedían que inaugurara un
hospital o un monumento, su nombre dejó de mencionarse en las páginas sociales
y apenas la saludaban en la ópera. Estaba excluida. Por otra parte resultaba
muy difícil incrementar sus negocios, porque sin su marido no tenía quien la
representara en los medios financieros. Hizo un cálculo minucioso de sus
haberes y se dio cuenta de que sus tres hijos botaban el dinero más rápido de
lo que ella podía ganarlo, había deudas por todas partes y antes de fallecer
Feliciano había hecho algunas inversiones pésimas sin consultarla. No era tan
rica como pensaba, pero estaba lejos de sentirse derrotada. Llamó a Williams y
le ordenó contratar un decorador para remodelar los salones, un chef para
planear una serie de banquetes que ofrecería con motivo del Año Nuevo, un
agente de viajes para hablar de Egipto y un sastre para planear sus nuevos
vestidos. En eso estaba, reponiéndose del susto de la viudez con medidas de
emergencia, cuando se presentó en su casa una niña vestida de popelina blanca,
con un bonete de encaje y botitas de charol, de la mano de una mujer de luto.
Eran Eliza Sommers y su nieta Aurora, a quienes Paulina del Valle no había
visto en cinco años.
–Aquí le traigo
a la niña, tal como usted quería, Paulina –dijo Eliza tristemente.
–Dios Santo,
¿qué pasó? –preguntó Paulina Del Valle pillada de sorpresa.
–Mi marido ha
muerto.
–Veo que las
dos somos viudas... –murmuró Paulina.
Eliza Sommers
le explicó que no podría cuidar a su nieta, porque debía llevar el cadáver de
Tao–Chien a China, tal como se lo había prometido siempre. Paulina del Valle
llamó a Williams y le ordenó que acompañara a la niña al jardín para mostrarle
los pavos reales, mientras ellas hablaban.
–¿Cuándo piensa
regresar, Eliza? –preguntó Paulina.
–Puede ser un
viaje muy largo.
–No quiero
encariñarme con la niña y dentro de unos meses tener que devolvérsela. Se me
partiría el corazón.
–Le prometo que
eso no sucederá, Paulina. Usted puede ofrecer a mi nieta una vida mucho mejor
de la que yo puedo darle. No pertenezco a ningún lugar. Sin Tao, carece de
sentido vivir en Chinatown, tampoco calzo entre americanos y no tengo nada que
hacer en Chile. Soy extranjera en todas partes, pero deseo que Lai–Ming tenga
raíces o una familia y buena educación. Corresponde a Severo del Valle, su
padre legal, hacerse cargo de ella, pero está muy lejos y tiene otros hijos.
Como usted siempre quiso tener a la niña pensé que...
–¡Hizo muy bien, Eliza! –la interrumpió Paulina.
Paulina del
Valle escuchó hasta el final la tragedia que se había abatido sobre Eliza
Sommers y averiguó todos los detalles sobre Aurora, incluyendo el papel que
jugaba Severo del Valle en su destino. Sin saber cómo, por el camino se
evaporaron el rencor y el orgullo y se encontró conmovida abrazando a
esa mujer a quien momentos antes consideraba su peor enemiga,
agradeciéndole la generosidad increíble de entregarle a la nieta, y jurándole
que sería una verdadera abuela, no tan buena como seguramente ella y Tao–Chien
habían sido, pero dispuesta a dedicar el resto de su vida a cuidar y hacer
feliz a Aurora. Ésa sería su primera misión en este mundo
–Lai–Ming es
una chica lista. Pronto preguntará quién es su padre. Hasta hace poco creía que su padre, su abuelo, su
mejor amigo y Dios eran la misma persona: Tao–Chien –dijo Eliza.
–¿Qué quiere
que le diga si pregunta? quiso saber Paulina.
–Dígale la
verdad, eso siempre es lo más fácil de entender –le aconsejó Eliza.
–¿Que mi hijo
Matías es su padre biológico y mi sobrino Severo es su padre legal?
–¿Por qué no? Y
dígale que su madre se llamaba Lynn Sommers y era una joven buena y bella
–murmuró Eliza con la voz quebrada.
Las dos abuelas
acordaron allí mismo que para evitar confundir aún más a la nieta convenía
separarla definitivamente de su familia materna, que no volviera a hablar
chino ni tener contacto alguno con su pasado. A los cinco años no hay uso de
razón, concluyeron; con el tiempo la pequeña Lai–Ming olvidaría sus orígenes y
el trauma de los hechos recientes. Eliza Sommers se comprometió a no intentar
ninguna forma de comunicación con la niña y Paulina del Valle a adorarla como
lo hubiera hecho con esa hija que tanto deseó y no tuvo. Se despidieron con un
breve abrazo y Eliza salió por una puerta de servicio, para que su nieta no la
viera alejarse.
Lamento mucho
que esas dos buenas señoras, mis abuelas Eliza Sommers y Paulina del Valle,
decidieran mi destino sin permitirme participación alguna. Con la misma
colosal determinación con que a los dieciocho años se escapó de un convento
con la cabeza rapada para huir con su novio y a los veintiocho amasó una
fortuna acarreando hielos prehistóricos en barco, mi abuela Paulina se empeñó
en borrar mi procedencia. Y si no es por un traspié del destino, que a última
hora le torció los planes, lo habría conseguido. Recuerdo muy bien la primera
impresión que tuve de ella. Me veo entrando a un palacio encaramado en una colina,
atravesando jardines con espejos de agua y arbustos recortados, veo los
peldaños de mármol con sendos leones de bronce de tamaño natural a cada lado,
la puerta doble de madera oscura y el inmenso hall iluminado por los vitrales
de colores de una cúpula majestuosa que coronaba el techo. Nunca había estado
en un lugar así, sentía tanta fascinación como miedo. Pronto me encontré ante
un sillón dorado de medallón donde estaba Paulina del Valle, reina en su
trono. Como volví a ver-la muchas veces instalada
en ese mismo sillón, no me es difícil imaginar su aspecto ese primer
día: ataviada con una profusión de joyas y suficiente tela como para hacer
cortinas, imponente. A su lado el resto del mundo
desaparecía. Tenía una hermosa voz, una gran elegancia natural y los dientes blancos y parejos,
producto de una perfecta plancha dental de porcelana. En ese tiempo seguramente
ya tenía el cabello gris, pero se lo teñía del mismo color castaño de la
juventud y lo aumentaba con una serie de postizos hábilmente dispuestos de
manera que el moño parecía una torre. Yo no había visto antes una criatura de
tales dimensiones, perfectamente adecuada al tamaño y suntuosidad de su
mansión. Ahora, que por fin conozco lo ocurrido durante los días anteriores a
ese momento, comprendo que no es justo atribuir mi espanto sólo a esa
formidable abuela; cuando me llevaron a su casa el terror era parte de mi
equipaje, como la pequeña maleta y la muñeca china que llevaba bien aferradas.
Después de pasearme por el jardín y de sentarme en un inmenso comedor vacío
frente a una copa de helado, Williams me llevó a la sala de las acuarelas,
donde suponía que mi abuela Eliza me estaría
esperando, pero en su lugar me encontré con Paulina del Valle, quien se me
acercó con cautela, como si intentara atrapar a un gato esquivo, y me dijo que me quería mucho y de ahora en
adelante yo viviría en esa casa grande y tendría muchas muñecas, también un
pony y un cochecito.
–Yo soy tu abuela –aclaró.
–¿Dónde está mí abuela verdadera?
dicen que pregunté.
–Soy tu abuela verdadera, Aurora. La otra abuela
se ha ido en un largo viaje –me explicó
Paulina.
Eché a correr,
crucé el hall de la cúpula, me perdí en la biblioteca, di con el comedor y me
metí debajo de la mesa, donde me acurruqué, muda de confusión. Era un mueble
enorme con la cubierta de mármol verde y las
patas talladas con figuras de cariátides, imposible de mover. Pronto
llegaron Paulina del Valle, Williams y un par de criados decididos a
engatusarme, pero yo me escurría como una comadreja apenas alguna mano lograba
acercarse. «Déjela, señora, ya saldrá sola», sugirió Williams, pero como pasaron varias horas y yo continuaba atrincherada
bajo la mesa, me trajeron otro plato de helados, una almohada y una cobija.
«Cuando se duerma la sacaremos», había dicho Paulina del Valle, pero no dormí,
en cambio me oriné en cuclillas plenamente consciente de la falta que cometía, pero demasiado asustada para buscar un
baño. Permanecí bajo la mesa incluso mientras Paulina cenaba; desde mi
trinchera veía sus gruesas piernas, sus pequeños zapatos de satén rebasados por
los rollos de los pies, y los pantalones negros de los mozos que pasaban
sirviendo. Ella se agachó con tremenda dificultad un par de veces para hacerme
un guiño, que contesté ocultando la cara contra las rodillas. Me moría de
hambre, cansancio y deseos de ir al baño, pero era tan soberbia como la misma
Paulina del Valle y no me rendí con facilidad. Poco después Williams deslizó
bajo la mesa una bandeja con el tercer helado, galletas y un gran trozo de
pastel de chocolate. Esperé que se alejara y cuando me sentí segura quise
comer, pero mientras más estiraba la mano, más lejos estaba la bandeja, que el
mayordomo iba halando de un cordel. Cuando finalmente pude coger una galleta,
ya me encontraba fuera de mi refugio, pero como no había nadie en el comedor
pude devorar las golosinas en paz y regresar volando bajo la mesa apenas sentí
ruido. Lo mismo se repitió horas después, al aclarar la mañana, hasta que
siguiendo a la bandeja movediza llegué a la
puerta, donde me esperaba Paulina del Valle con un cachorro amarillento,
que me puso en los brazos.
–Toma, es para ti, Aurora. Este
perrito también se siente solo y asustado –me dijo.
–Mi nombre es Lai–Ming.
–Tu nombre es Aurora del Valle replico ella rotunda.
–¿Dónde está el baño? –murmuré con las piernas cruzadas.
Y así se inició
mi relación con esa colosal abuela que el destino me había deparado. Me instaló
en una habitación próxima a la suya y me autorizó para dormir con el cachorro,
a quien llamé Caramelo porque era de ese color. A medianoche desperté con la
pesadilla de los niños en piyamas negros y sin pensarlo dos veces me fui
volando a la legendaria cama de Paulina del Valle, tal como antes me
introducía todas las madrugadas en la de mi abuelo, para que me mimara. Estaba
acostumbrada a ser recibida en los brazos firmes de Tao–Chien, nada me confortaba
tanto como su olor a mar y la letanía de palabras dulces en chino que me decía
medio dormido. Ignoraba que los niños normales no cruzan el umbral de la
habitación de los mayores y mucho menos entran en sus lechos; me había criado
en estrecho contacto físico, besuqueada y mecida hasta el infinito por mis abuelos maternos, y no conocía otra forma de consuelo o descanso que un abrazo. Al verme
Paulina del Valle me rechazó escandalizada y yo me puse a gemir despacito a coro con el pobre perro y tan lastimoso debe haber
sido nuestro estado, que nos hizo seña de acercarnos. Salté a su cama y
me tapé la cabeza con las sábanas. Supongo que me dormí de inmediato, en todo
caso amanecí acurrucada junto a sus grandes senos perfumados a gardenia, con el
cachorro a los pies.
Lo primero que
hice al despertar entre los delfines y las náyades florentinas fue preguntar por mis abuelos, Eliza y Tao.
Los busqué por toda la casa y por los jardines, después me instalé junto
a la puerta a esperar que me vinieran a buscar. Lo mismo se repitió por el
resto de la semana, a pesar de los regalos,
los paseos y los mimos de Paulina. El sábado me escapé. Jamás había
estado sola en la calle y no era capaz de ubicarme, pero el instinto me indicó
que debía bajar el cerro, así llegué al centro de San Francisco, donde deambulé
por varias horas–, aterrada, hasta
que vislumbré a un par de chinos con un carrito cargado de ropa para lavar y
los seguí a prudente distancia porque se parecían a mi tío Lucky. Se dirigían a
Chinatown –allí se ubicaban
todas las lavanderías de la ciudad–
y
tan pronto entré a ese barrio tan conocido me sentí se-gura, aunque ignoraba
los nombres de las calles o la dirección de mis abuelos. Era tímida y estaba
demasiado asustada para pedir ayuda, de modo
que seguí andando sin rumbo fijo, guiada por los olores a comida, el
sonido de la lengua y el aspecto de los centenares de pequeñas tiendas que
tantas veces había recorrido de la mano de mi abuelo Tao–Chien. En algún
momento me venció el cansancio, me acomodé en el umbral de un vetusto edificio
y me quedé dormida. Me despertó un sacudón y los gruñidos de una mujer vieja
con finas cejas pintadas con carbón en la mitad de la frente, que le daban un
aire de máscara. Di un grito de pavor, pero ya era tarde para zafarme, porque
me tenía agarrada a dos manos. Me llevó pataleando en el aire a un sucucho
infecto donde me encerró. El cuarto olía muy mal y entre el miedo y el hambre supongo que me enfermé, porque comencé a vomitar. No tenía
idea de dónde estaba. Apenas me recuperé de las náuseas me puse a llamar a mi
abuelo a todo pulmón y entonces volvió
la mujer y me plantó unas bofetadas que me cortaron el aliento; nunca me
habían golpeado y creo que la sorpresa fue mayor que el dolor. Me ordenó
en cantonés que me callara la boca o me azotaría con una pértiga de bambú,
luego me desnudó, me revisó entera con especial atención la boca, las orejas y
los genitales, me puso una camisa limpia y se llevó mi ropa manchada. Quedé
otra vez sola en el cuartucho que iba sumiéndose en la penumbra a medida que
disminuía la luz en el único hueco de ventilación.
Creo que esa aventura me marcó, porque han pasado veinticinco años y todavía
tiemblo cuando recuerdo aquellas horas interminables. Jamás se veían niñas
solas en Chinatown por aquellos entonces, las familias las cuidaban celosamente
porque en cualquier descuido podían desaparecer
en los vericuetos de la prostitución infantil. Yo era muy joven para
eso, pero a menudo raptaban o compraban criaturas de mi edad para entrenarlas
desde la infancia en toda clase de depravaciones. La mujer volvió horas
después, cuando ya estaba totalmente oscuro, acompañada por un hombre más
joven. Me observaron a la luz de una lámpara y empezaron a discutir
acaloradamente en su idioma, que yo conocía, pero entendí poco porque estaba
extenuada y muerta de miedo. Me pareció oír varias veces el nombre de mi abuelo
Tao–Chien. Se fueron y volví a quedar sola, tiritando de frío y de terror, no
sé por cuánto tiempo. Cuando volvió a abrirse la puerta, la luz de la lámpara
me cegó, escuché mi nombre en chino, Lai–Ming, y reconocí la voz
inconfundible de mí tío Lucky. Sus brazos me alzaron y ya no supe más, porque el
alivio me aturdió. No recuerdo el viaje en coche ni el momento en que volví a
encontrarme en el palacete de Nob Hill frente a mi abuela Paulina. No recuerdo
tampoco lo que pasó en las semanas siguientes, porque me dio varicela y estuve
muy enferma; fue una época confusa, de muchos cambios y contradicciones.
Ahora, atando
cabos sueltos de mi pasado, puedo asegurar sin lugar a duda de que me salvó la
buena suerte de mi tío Lucky. La mujer que me raptó en la calle acudió a un
representante de su tong porque nada sucedía en Chinatown sin el conocimiento y
aprobación de esas bandas. Toda la comunidad pertenecía a los diferentes tongs.
Hermandades cerradas y celosas que
agrupaban a sus miembros exigiendo lealtad y comisiones a
cambio de protección, contactos para trabajar y la promesa de devolver los cuerpos de sus miembros a
China, si morían en suelo americano. El hombre me había visto de la mano
de mi abuelo muchas veces y, por una afortunada casualidad, pertenecía al mismo
tong de Tao–Chien. Fue él quien llamó a mi tío. El primer impulso de Lucky fue llevarme a su casa para que su nueva esposa,
recién encargada a China por catálogo, se hiciera cargo de mí, pero
luego comprendió que las instrucciones de sus padres debían ser respetadas.
Después de ponerme en manos de Paulina del Valle, mi abuela Eliza había partido
con el cuerpo de su marido para enterrarlo en Hong Kong.
Tanto ella como
Tao–Chien siempre mantuvieron que el barrio chino de San Francisco era un mundo
muy pequeño para mi, deseaban que yo fuera parte de los Estados Unidos. Aunque
no estaba de acuerdo en ese principio, Lucky Chien no podía desobedecer la
voluntad de sus padres, por eso pagó a mis raptores la suma convenida y me
llevó de vuelta a la casa de Paulina del Valle. No volvería a verlo hasta
veinte años más tarde, cuando fui a buscarlo para averiguar los últimos
detalles de mi historia.
La orgullosa
familia de mis abuelos paternos vivió en San Francisco por treinta y seis años
sin dejar mucho rastro. He ido en busca de sus huellas. El palacete de Nob
Hill es hoy un hotel y nadie recuerda quiénes fueron sus primeros dueños.
Revisando periódicos antiguos en la biblioteca descubrí las múltiples
menciones de la familia en las páginas socia-les, también la historia de la
estatua de La República y el nombre de mi madre. Existe también una breve
noticia sobre la muerte de mi abuelo Tao–Chien,
un obituario muy elogioso escrito por un tal Jacob Freemont, y un aviso
de condolencia de la Sociedad Médica agradeciendo las contribuciones hechas
por el zhong–yi Tao–Chien a la
medicina occidental. Es una rareza, porque la población china era entonces casi
invisible, nacía, vivía y moría al margen del acontecer americano, pero el
prestigio de Tao–Chien traspasó los límites de Chinatown y de California, llegó
a ser conocido hasta en Inglaterra, donde dio varias conferencias sobre
acupuntura. Sin esos testimonios impresos la mayor parte de los protagonistas
de esta historia habrían desaparecido arrastrados por el viento de la mala
memoria.
Mi escapada a
Chinatown en busca de mis abuelos maternos se sumó a otros motivos que
indujeron a Paulina del Valle a regresar a Chile. Comprendió que no habría
fiestas suntuosas ni otros derroches capaces de devolverle la situación social
que había tenido cuando su marido vivía. Estaba envejeciendo sola, lejos de sus
hijos, sus parientes, su idioma y su tierra. El dinero que le quedaba no
alcanzaba para mantener el tren de vida acostumbrado en su mansión de cuarenta
y cinco habitaciones, pero era una fortuna inmensa en Chile, donde todo resultaba
bastante más barato. Además le había caído en la falda una nieta extraña a
quien consideró necesario desarraigar por completo de su pasado chino, si
pretendía hacer de ella una señorita chilena. Paulina no podía soportar la idea
de que yo huyera de nuevo y contrató una niñera inglesa para que me vigilara
día y noche. Canceló sus planes de viaje a Egipto y los banquetes de Año Nuevo,
pero apresuró la fabricación de su nuevo guardarropa y luego procedió
metódicamente a dividir su dinero entre los Estados Unidos e Inglaterra,
enviando a Chile sólo lo indispensable para instalarse, porque la situación
política le pareció inestable. Escribió una larga carta a su sobrino Severo
del Valle para reconciliarse con él, contarle lo que había ocurrido a
Tao–Chien y la decisión de Eliza Sommers de entregarle a la niña, explicándole
en detalle las ventajas de que fuera ella quien criara a la pequeña. Severo del
Valle entendió sus razones y aceptó la propuesta, porque él ya tenía dos niños y su mujer esperaba el tercero, pero se
negó a entregarle la tutela legal, como ella pretendía.
Los abogados de
Paulina la ayudaron a poner en claro las finanzas y a vender la mansión,
mientras su mayordomo Williams se hizo cargo de los aspectos prácticos de organizar
el traslado de la familia al sur del mundo y embalar todas las posesiones de su
patrona, porque ella no quiso vender nada, no fueran a decir las malas lenguas
que lo hacía por menester. De acuerdo a lo programado, Paulina tomaría un
crucero conmigo, la niñera inglesa y otros empleados de confianza, mientras
Williams enviaba a Chile el equipaje y luego quedaba libre, después de recibir
una suculenta gratificación en libras esterlinas. Esa sería su última función
al servicio de su patrona. Una semana antes de que ella partiera, el mayordomo
solicitó permiso para hablarle en privado.
–Disculpe, señora, ¿puedo preguntarle por qué
he decaído en su estima?
–¡De qué habla, Williams! Usted sabe cuánto lo
aprecio y cuán agradecida estoy de sus servicios.
–Sin embargo, no desea llevarme a Chile...
–¡Hombre, por Dios! La idea no se me había
ocurrido. ¿Qué haría un mayordomo británico
en Chile? Nadie tiene uno. Se reirán de usted y de mí. ¿Ha mirado un
mapa? Ese país queda muy lejos y nadie habla inglés, su vida allá sería muy
poco agradable. No tengo derecho a pedirle semejante sacrificio, Williams.
–Si me permite decirlo, señora, separarme de
usted sería un sacrificio mayor.
Paulina del
Valle se quedó mirando a su empleado con los ojos redondos de sorpresa. Por primera vez se dio cuenta de que Williams era algo
más que un autómata en chaqueta negra con colas y guantes blancos. Vio a un
hombre de unos cincuenta años, de espaldas anchas y rostro agradable, con
abundante cabello color pimienta y ojos penetrantes; tenía manos toscas de
estibador y los dientes amarillos de nicotina, aunque nunca lo había visto
fumando ni escupiendo tabaco. Se quedaron callados un rato interminable, ella
observándolo y él sosteniendo su mirada sin
dar muestras de incomodidad. –Señora, no he podido menos que notar las
dificultades que la viudez le ha traído –dijo finalmente Williams en el
lenguaje indirecto que siempre empleaba.
–¿Se está usted burlando? –sonrió Paulina.
–Nada más lejos de mi ánimo, señora.
–Ajá –carraspeó ella en vista de la larga
pausa que siguió a la respuesta de su mayordomo.
–Se estará preguntando a qué viene todo esto
–continuó él.
–Digamos que ha logrado usted intrigarme,
Williams.
–Se me ocurre que en vista de que no puedo ir
a Chile como su mayordomo, tal vez no sería del todo una mala idea que fuera
como su marido.
Paulina del
Valle creyó que se abría el piso y ella se hundía
con silla y todo hasta el centro de la
tierra. Su primer pensamiento fue que al hombre se le había soltado un tornillo
en el cerebro, no cabía otra explicación, pero al comprobar la dignidad y
calma del mayordomo, se tragó los insultos que ya tenía en la boca.
–Permítame explicarle mi punto de vista,
señora –agregó Williams–. No pretendo, por supuesto, ejercer la función de
esposo en el aspecto sentimental. Tampoco aspiro a su fortuna, que estaría
totalmente a salvo, para eso tomaría usted las medidas legales pertinentes. Mi
papel junto a usted sería prácticamente el mismo: ayudarla en todo lo que pueda
con la máxima discreción. Supongo que en
Chile, tanto como en el resto del mundo, una mujer sola enfrenta muchos
inconvenientes. Para mí sería un honor dar la cara por usted.
–¿Y qué gana usted con este curioso arreglo?
–inquirió Paulina sin poder disimular el tono mordaz.
–Por una parte, ganaría respeto. Por otra,
admito que la idea de no volver a verla me ha atormentado desde que usted
empezó a hacer planes para irse. Llevo a su lado la mitad de mi vida, me he
acostumbrado.
Paulina se
quedó muda durante otra eterna tregua, mientras daba vueltas en la cabeza a la
extraña proposición de su empleado. Tal como estaba planteada, era un buen
negocio, con ventajas para los dos: él disfrutaría de un alto nivel de vida
que jamás tendría de otro modo, y ella andaría del brazo de un tipo que, bien
mirado, resultaba de lo más distinguido. En realidad parecía miembro de la
nobleza británica. De sólo imaginar la cara
de sus parientes en Chile y la envidia de sus hermanas, soltó una
carcajada.
–Usted tiene por lo menos diez años y treinta
kilos menos que yo ¿no teme el ridículo? –preguntó sacudida de risa.
–Yo no. ¿Y
usted,
no teme que la vean con alguien de mi condición?
–Yo no temo nada en esta vida y me encanta
escandalizar al prójimo. ¿Cómo es su nombre, Williams?
–Frederick.
–Frederick Williams... Buen nombre, de lo más
aristocrático.
–Lamento decirle que es lo único aristocrático
que tengo, señora – sonrió Williams.
Y así fue como
una semana más tarde mi abuela Paulina del Valle, su marido recién estrenado,
el peluquero, la niñera, dos mucamas, un valet, un criado y yo partimos en
tren a Nueva York con un cargamento de baúles y allí tomamos un crucero a
Europa en una nave británica.
También
llevábamos a Caramelo, quien estaba en, la etapa de su desarrollo en que los
perros fornican con todo lo que encuentran, en este caso la capa de piel de
zorros de mi abuela. La capa tenía colas enteras por todo el ruedo y Caramelo,
confundido ante la pasividad con que las mismas recibieron sus avances
amorosos, las destrozó a dentelladas. Furiosa, Paulina del Valle estuvo a punto
de lanzar por la borda el perro y la capa, pero ante la pataleta de espanto que
me dio, ambos salvaron el pellejo. Mi abuela ocupaba una su¡te de tres habitaciones y
Frederick Williams una del mismo tamaño al otro lado del pasillo. Ella se
entretenía durante el día comiendo a toda hora, cambiándose vestidos para cada
actividad, enseñándome aritmética, para que en el futuro me hiciera cargo de
sus libros de contabilidad, y contándome la historia de la familia para que
supiera de dónde venía, sin aclarar jamás la identidad de mi padre, como si yo
hubiera surgido en el clan Del Valle por generación espontánea. Si preguntaba
por mi madre o mi padre, me contestaba que habían fallecido y no importaba,
porque con tener una abuela como ella bastaba y sobraba. Entretanto Frederick
Williams jugaba al bridge y leía periódicos ingleses, como los demás
caballeros de la primera clase. Se había dejado crecer las patillas y un
frondoso bigote con las puntas engomadas, que le daban un aire de importancia,
y fumaba pipa y cigarros cubanos. Confesó a mi abuela que era un fumador empedernido y que lo más difícil de su trabajo
de mayordomo había sido abstenerse de hacerlo en público, ahora podía
por fin saborear su tabaco y echar a la basura las pastillas de menta que
compraba al por mayor y ya le tenían el
estómago perforado. En esos tiempos en que los hombres de buena posición
ostentaban barriga y una doble papada, la figura más bien delgada y atlética de
Williams era una rareza en buena sociedad, aunque sus impecables modales
resultaban mucho más convincentes que los de mi abuela. Por las noches antes
de bajar juntos al salón de baile, pasaban a despedirse al camarote que
compartíamos la niñera y yo.
Eran
un espectáculo, ella peinada y maquillada por
su peluquero, vestida de gala y resplandeciente de joyas como un ídolo gordo,
y él convertido en distinguido príncipe consorte. A veces me asomaba al salón
para espiarlos maravillada: Frederick Williams podía maniobrar a Paulina del
Valle por la pista de baile con la seguridad de alguien habituado a trasladar
bultos pesados.
Llegamos a
Chile un año más tarde, cuando la trastabillante fortuna de mi abuela había
vuelto a ponerse de pie gracias a la especulación del azúcar que hizo durante
la Guerra del Pacifico. Su teoría resultó cierta: la gente come más dulce
durante los malos tiempos. Nuestra llegada coincidió con la presentación en el
teatro de la incomparable Sarah Bernhardt en su papel más célebre, La Dama de
las Camelias. La célebre actriz no
logró conmover al público como había sucedido en el resto del universo
civilizado, porque la mojigata sociedad chilena no simpatizó con la cortesana
tuberculosa; –a todo el mundo
le pareció normal que se sacrificara por el amante en aras del qué dirán– no vieron razón para tanto
drama ni para tanta camelia mustia. La famosa actriz se fue convencida de que
había visitado un país de tontos graves, opinión que Paulina del Valle
compartía plenamente. Mi abuela se había paseado con su séquito por varias
ciudades de Europa, pero no cumplió su sueño de ir a Egipto porque supuso que
allí no habría un camello capaz de soportar su peso y tendría que visitar las
pirámides a pie bajo un sol de lava ardiente. En 1886 yo tenía tenía seis años,
hablaba una mezcolanza de chino, inglés y español, pero podía realizar las
cuatro operaciones básicas de aritmética y sabía convertir con increíble
destreza francos franceses en libras esterlinas y éstas en marcos alemanes o
liras italianas. Había dejado de llorar a cada rato por mi abuelo Tao y mi
abuela Eliza, pero seguían atormentándome regularmente las mismas inexplicables
pesadillas. Había un vacío negro en mi memoria, algo siempre presente y
peligroso que no lograba precisar, algo desconocido que me aterrorizaba, sobre
todo en la oscuridad o en medio de una muchedumbre. No podía soportar verme
rodeada de gente, empezaba a gritar como endemoniada y mi abuela Paulina debía
envolverme en un abrazo de oso para calmarme. Me había acostumbrado a
refugiarme en su cama cuando despertaba asustada, así creció entre las dos una
intimidad que, estoy segura, me salvó de la demencia y el terror en que me
hubiera sumido de otra manera. Ante la necesidad de consolarme Paulina del
Valle cambió de manera imperceptible para todos, menos para Frederick Williams.
Se fue poniendo más tolerante y cariñosa y hasta bajó un poco de peso, porque andaba correteando detrás de mi y
tan ocupada que se olvidaba de los dulces. Creo que me adoraba. Lo digo sin
falsa modestia, puesto que me dio muchas pruebas de ello, me ayudó a crecer
con toda la libertad posible en aquellos tiempos, picando mi curiosidad y
mostrándome el mundo. No me permitía sentimentalismos ni quejumbres, «no hay
que mirar para atrás», era uno de sus lemas. Me hacía bromas, algunas bastante
pesadas, hasta que aprendí a devolverle la mano, eso marcó el tono de nuestra
relación. Una vez encontré en el patio una lagartija aplastada por una rueda de
coche, que había permanecido al sol varios
días y ya estaba fosilizada, fija para siempre en su triste aspecto de
reptil despanzurrado. La recogí y la guardé, sin saber para qué, hasta que
discurrí cómo darle un uso perfecto. Yo estaba sentada frente a un escritorio
haciendo mi tarea de matemáticas y mi abuela acababa de entrar distraídamente
al cuarto, cuando fingí un incontrolable ataque de tos y ella se acercó a
golpearme la espalda. Me doblé en dos, con la cara entre las manos y ante el horror de la pobre mujer «escupí» la lagartija,
que aterrizó en mi falda. Fue tal el susto de mi abuela al ver el bicho
que aparentemente habían soltado mis pulmones, que se cayó sentada, pero
después se rió tanto como yo y guardó como
recuerdo el animalejo disecado entre las páginas de un libro. Cuesta entender
por que esa mujer tan fuerte temía contarme la verdad sobre mi pasado. Se me
ocurre que a pesar de su postura desafiante ante las convenciones, nunca pudo
superar los prejuicios de su clase. Para
protegerme del rechazo ocultó cuidadosamente la existencia de mi cuarto
de sangre china, el modesto ambiente social de mi madre y el hecho de que en
realidad yo era una bastarda. Es lo único que puedo reprocharle al gigante que
fue mi abuela.
En Europa
conocí a Matías Rodríguez de Santa Cruz y del Valle. Paulina no respetó el acuerdo que había hecho con mi
abuela Eliza Sommers de decirme la verdad y en vez de presentarlo como
mi padre, dijo que era otro tío, de los muchos que cualquier niño chileno
tiene, ya que todo pariente o amigo de la familia con edad suficiente para
llevar el titulo con cierta dignidad, pasa automáticamente a llamarse tío o
tía, por eso le dije siempre tío Frederick
al buen Williams. Me enteré que Matías era mi padre varios años más
tarde, cuando regreso a Chile a morir y él mismo
me lo dijo. El hombre no me produjo una impresión memorable, era delgado, pálido y buen mozo; parecía joven
cuando estaba sentado, pero mucho
mayor cuando intentaba moverse. Caminaba con un bastón y estaba siempre acompañado por un criado que le
abría las puertas, le ponía el abrigo, le encendía los cigarrillos, le
alcanzaba el vaso de agua que había sobre una mesa a su lado, porque el
esfuerzo de estirar el brazo resultaba demasiado para él. Mi abuela Paulina me
explicó que ese tío padecía de artritis, una condición muy dolorosa que lo
hacía frágil como el cristal, dijo, por lo mismo yo debía acercarme a él con
mucho tino. Mi abuela se moriría años mas tarde sin saber que su hijo mayor
no sufría de artritis, sino de sífilis.
El estupor de
la familia Del Valle cuando mi abuela llegó a Santiago fue monumental. Desde
Buenos Aires cruzamos la Argentina por tierra has-ta llegar a Chile, un
verdadero safari, teniendo en cuenta el volumen del equipaje que venía de Europa mas las once maletas con las compras
que se hicieron en Buenos Aires. Viajamos en coche, con la carga en una recua de mulas y acompañados por guardias
armados al mando del tío Frederick, porque había bandoleros a ambos
lados de la frontera, pero desgraciadamente no nos atacaron y llegamos a Chile
sin nada interesante que contar sobre el paso de Los Andes. Por el camino
habíamos perdido a la niñera, que se enamoró de un argentino y prefirió
quedarse, y una criada a quien la derrotó el tifus, pero mi tío Frederick se
las arreglaba para contratar ayuda doméstica en cada etapa de nuestro
peregrinaje. Paulina había decidido instalarse en Santiago, la capital, porque
después de vivir tantos años en los Estados Unidos pensó que el pequeño Puerto
de Valparaíso donde había nacido, le quedaría chico. Además se había
acostumbrado a estar lejos de su clan y la idea de ver a sus parientes todos
los días, temible hábito de cualquier sufrida familia chilena, la espantaba.
Sin embargo en Santiago tampoco estuvo libre de ellos, puesto que tenía varias
hermanas casadas con «gente bien» como se llamaban entre si los miembros de la
clase alta, asumiendo, supongo, que el resto del mundo entraba en la categoría
de la «gente mal». Su sobrino Severo del Valle, quien también vivía en la capital,
se presentó con su mujer para saludarnos apenas llegamos. Del primer encuentro
con ellos guardo un recuerdo más nítido que el de mi padre en Europa, porque me
recibieron con tan exageradas muestras de afecto, que me asusté. Lo más notable
en Severo era que a pesar de su cojera y su bastón parecía un príncipe de las
ilustraciones de cuentos –pocas
veces
he visto un hombre más guapo y de Nívea que lucía un gran vientre redondo. En
esos tiempos la procreación se consideraba indecente y entre la burguesía las
mujeres encintas se recluían en sus casas, pero ella no intentaba disimular su
estado, sino que lo exhibía indiferente a la perturbación que causaba. En la
calle la gente procuraba no mirarla, como si tuviera una deformidad o
anduviera desnuda. Yo nunca había visto algo así y cuando pregunté qué le
pasaba a esa señora, mi abuela Paulina me explicó que la pobrecita se había
tragado un melón. En contraste con su apuesto marido, Nívea parecía un ratón,
pe-ro bastaba hablar con ella un par de minutos para caer presa de su encanto y
su tremenda energía.
Santiago era
una ciudad hermosa situada en un valle fértil, rodeada de altas montañas
moradas en verano y cubiertas de nieve en invierno, ciudad tranquila,
somnolienta y olorosa a una mezcla de jardines floridos y bosta de caballo.
Tenía un aire afrancesado, con sus árboles añosos, sus plazas, fuentes morunas,
portales y pasajes, sus mujeres elegantes, sus tiendas exquisitas donde
vendían lo más fino traído de Europa y
del
Oriente, sus alamedas y paseos donde
los ricos lucían sus coches y estupendos caballos. Por las calles pasaban
vendedores pregonando la humilde mercancía que llevaban en canastos, en medio
de perros vagos y palomas y gorriones que anidaban en los tejados. Las campanas de las iglesias
marcaban una a una el paso de las horas, menos durante la siesta, en que las
calles permanecían vacías y la gente reposaba. Era una ciudad señorial, muy
diferente a San Francisco, con su sello inconfundible de lugar fronterizo y su aire cosmopolita y colorido.
Paulina del Valle compró una mansión en Ejército Libertador, la calle más
aristocrática, cerca de la Alameda de las Delicias, por donde pasaba cada
primavera el coche napoleónico con caballos empenachados y guardia de honor del
presidente de la república camino al desfile militar de las fiestas patrias en
el Parque de Marte. La casa no podía compararse
en esplendor con el palacete de San Francisco, pero para Santiago
resultaba de una opulencia irritante. Sin embargo, no fue el despliegue de
bonanza y la falta de tacto lo que dejó boquiabierta a la pequeña sociedad
capitalina, sino el marido con pedigree que Paulina del Valle «se había
comprado», como decían, y los chismes que circulaban sobre la inmensa cama
dorada con figuras mitológicas del mar, donde quién sabe qué pecados esa
pareja de viejos cometía. A Williams le atribuyeron títulos de nobleza y malas
intenciones. ¿Qué razón tendría un lord británico, tan fino y guapo, para
casarse con una mujer de reconocido mal carácter y bastante mayor que él? Sólo
podía ser un conde arruinado, un cazador de fortuna dispuesto a despojarla de
su dinero para luego abandonarla. En el fondo todos deseaban que así fuera,
para bajarle el moño a mi arrogante abuela, sin embargo nadie hizo desaires a
su esposo, fieles a la tradición chilena de hospitalidad con los extranjeros. Además Frederick Williams se ganó el respeto de
moros y cristianos con sus excelentes modales, su manera prosaica de
enfrentar la vida y sus ideas monárquicas,
creía que todos los males de la sociedad se debían a la indisciplina y
falta de respeto por las jerarquías. El lema de quien había sido sirviente por
tantos años era «cada uno en su lugar y un lugar para cada uno». Al
convertirse en marido de mi abuela asumió su papel de oligarca con la misma
naturalidad con que antes cumplía su destino de criado; antes jamás intentó
mezclarse con los de arriba y después no se rozaba con los de abajo; la
separación de clases le parecía indispensable para evitar el caos y la
vulgaridad. En esa familia de bárbaros apasionados, como eran los Del Valle,
Williams producía estupor y admiración con
su exagerada cortesía y su impasible
calma, productos de sus años de mayordomo. Hablaba cuatro palabras de castellano
y su forzado silencio se confundía con
sabiduría, orgullo y misterio. El
único que podía desenmascarar al supuesto noble británico era Severo del Valle,
pero nunca lo hizo porque apreciaba al antiguo sirviente y admiraba a esa tía
que se burlaba de todo el mundo pavoneándose con su airoso marido.
Mi abuela
Paulina se lanzó en una campaña de caridad pública para acallar la envidia y
maledicencia que su fortuna provocaba. Sabía hacerlo, porque se había criado
los primeros años de su vida en ese país, donde socorrer a los indigentes es
tarea obligatoria de las mujeres de buen pasar. Mientras más se sacrifican por
los pobres recorriendo hospitales, asilos, orfelinatos y conventillos, más alto
se colocan en la estima general, por lo mismo pregonan sus limosnas a todo
viento. Ignorar este deber acarrea tantas miradas torvas y amonestaciones
sacerdotales, que ni siquiera Paulina del Valle habría podido escapar al
sentido de culpa y el temor a condenarse. Me
entrenó en estas labores de compasión, pero confieso que siempre me
resultó incómodo llegar a un barrio miserable en nuestro lujoso coche cargado
de vituallas, con dos lacayos para que distribuyeran los regalos a unos seres
desarrapados que nos daban las gracias con grandes muestras de humildad, pero
con el odio vivo brillando en sus pupilas.
Mi abuela debió
educarme en la casa, porque me escapé de cada uno de los establecimientos
religiosos donde me matriculó. La familia Del Valle la convenció una y otra vez
de que un internado era la única manera de convertirme en una criatura normal;
sostenían que yo necesitaba la compañía de otros niños para superar mi
patológica timidez y la mano firme de las monjas para someterme. «A esta,
chiquilla la has malcriado demasiado, Paulina, la estás convirtiendo en un
monstruo», decían, y mi abuela acabó por creer lo que resultaba obvio. Yo
dormía con Caramelo en la cama, comía y leía lo que me daba la gana, pasaba el
día entretenida en juegos de imaginación, sin mucha disciplina por-que no había
nadie a mi alrededor dispuesto a darse la molestia de imponerla; en otras
palabras: gozaba de una infancia bastante feliz. No soporté los internados con
sus monjas bigotudas y su muchedumbre de colegialas, que me recordaba mi
angustiosa pesadilla de los niños en piyamas
negros; tampoco soportaba el rigor de las reglas, la monotonía de los
horarios y el frío de esos conventos coloniales. No sé cuántas veces se repitió
la misma rutina: Paulina del Valle me vestía de punta en blanco, me recitaba
las instrucciones con tono amenazante, me llevaba prácticamente en vilo y me
dejaba con mis baúles en las manos de alguna forzuda novicia, luego escapaba
tan de prisa como su peso lo permitía, acosada por los remordimientos. Eran
colegios para niñas ricas donde la sumisión y
la
fealdad imperaban y el objetivo final consistía
en darnos algo de instrucción para que no fuéramos totalmente ignorantes, ya
que un barniz de cultura tenía valor en el mercado matrimonial, pero no
suficiente como para que hiciéramos preguntas. Se trataba de doblegar la
voluntad personal en aras del bien colectivo, de hacernos buenas católicas,
madres abnegadas y esposas obedientes. Las monjas debían comenzar por
dominarnos el cuerpo, fuente de vanidad y de otros pecados; no nos dejaban
reírnos, correr, jugar al aire libre. Nos bañábamos una vez al mes, cubiertas
con largos camisones para no exponer nuestras vergüenzas ante el ojo de Dios,
que está en todas partes. Se partía de la base que la letra entraba con sangre,
por lo mismo no ahorraban severidad. Nos metían miedo a Dios, al diablo, a
todos los adultos, a la palmeta con que nos golpeaban los dedos, a los
guijarros sobre los cuales debíamos hincarnos en penitencia, a nuestros propios
pensamientos y deseos, miedo al miedo. Jamás recibíamos una palabra de elogio
por temor a cultivar en nosotras la jactancia, pero sobraban los castigos para
templarnos el carácter. Entre esos gruesos muros sobrevivían mis compañeras
uniformadas, con las trenzas tan tirantes que a veces les sangraba el cuero
cabelludo y las manos con sabañones por el frío eterno. El contraste con sus
hogares, donde las mimaban como princesas durante las vacaciones, debía ser
como para enloquecer a la más cuerda. Yo no pude soportarlo. Una vez logré la
complicidad de un jardinero para saltar la reja y huir. No sé cómo llegué sola
a la calle Ejército Libertador, donde me recibió Caramelo histérico de gusto,
pero Paulina del Valle casi sufrió un infarto al verme aparecer con la ropa
embarrada y los ojos hinchados. Pasé unos meses en la casa hasta que las
presiones externas obligaron a mi abuela a repetir el experimento. La segunda
vez me escondí entre unos arbustos del patio durante toda una noche con la idea
de perecer de frío y de hambre. Imaginaba las caras de las monjas y de mi
familia al descubrir mi cadáver y
lloraba
de lástima por mí misma, pobre niña mártir a tan temprana edad. Al día
siguiente el colegio dio aviso de mi desaparición a Paulina del Valle, quien
llegó como una tromba a exigir explicaciones. Mientras ella y Frederick
Williams eran conducidos por una novicia arrebolada a la oficina de la madre
superiora, yo me escabullí desde los matorrales donde me había ocultado hasta el
carruaje que esperaba en el patio, me subí sin que el cochero me viera y me
agazapé bajo el asiento. Entre Frederick Williams, el cochero y la madre
superiora tuvieron que ayudar a mi abuela a subir al coche, iba chillando que
si yo no aparecía pronto ¡ya iban a ver quién era Paulina del Valle! Cuando
surgí de mi refugio antes de llegar a la
casa, olvidó sus lágrimas de desconsuelo, me cogió del cogote y me dio
una zurra que duró un par de cuadras, hasta que el tío Frederick logró
calmarla. Pero la disciplina no era el fuerte
de la buena señora, al saber que yo no había comido desde el día
anterior y había pasado la
noche a la intemperie, me cubrió de besos y me llevó a tomar helados. En la tercera
institución donde quiso matricularme me rechazaron de plano porque en la
entrevista con la directora aseguré que había visto al diablo y que tenía las
patas verdes. Al final mi abuela acabó dándose por vencida. Severo del Valle la
convenció de que no había razón para torturarme, puesto que igual podía aprender
lo necesario en casa con tutores privados. Por mi infancia paso una serie de
institutrices inglesas, francesas y alemanas que sucumbieron sucesivamente al
agua contaminada de Chile y a las rabietas de Paulina del Valle; las
infortunadas mujeres regresaban a sus países de origen con diarrea crónica y
malos recuerdos. Mi educación fue bastante accidentada hasta que llegó a mi
vida una maestra chilena excepcional, la señorita Matilde Pineda, quien me
enseñó casi todo lo importante que sé, salvo sentido común, porque ella misma
no lo tenía. Era apasionada e idealista,
escribía poesía filosófica que nunca pudo publicar, sufría de un hambre
insaciable de conocimiento y tenía la intransigencia ante las debilidades
ajenas propia de los seres demasiado inteligentes. No toleraba la pereza; en
su presencia la frase «no puedo» estaba prohibida. Mi abuela la contrató porque
se proclamaba agnóstica, socialista y partidaria del sufragio femenino, tres
razones sobradas para que no la emplearan en ninguna institución educativa. «A
ver si usted contrarresta un poco la gazmoñería conservadora y patriarcal de
esta familia», le indicó Paulina del Valle en la primera entrevista, apoyada
por Frederick Williams y Severo del Valle, los únicos que vislumbraron el
talento de la señorita Pineda, todos los demás aseguraron que esa mujer
alimentaba al monstruo que ya se gestaba en mi. Las tías la clasificaron de
inmediato de «rota alzada» y previnieron a mi abuela contra esa mujer de clase
inferior «metida a gente», como decían. En cambio Williams, el hombre más
clasista que he conocido, le tomó simpatía. Seis días a la semana, sin fallar
jamás, aparecía la maestra a las siete de la mañana en la mansión de mi abuela,
donde yo la esperaba de punta, en blanco, almidonada, con las uñas limpias y
las trenzas recién hechas. Desayunábamos en
un pequeño comedor de diario mientras comentábamos las noticias
importantes de los periódicos, luego me daba un par de horas de clases
regulares y el resto del
día íbamos al museo y a
la
librería Siglo de Oro a comprar libros y tomar te con el librero, don Pedro
Tey, visitábamos artistas, salíamos a observar la naturaleza, hacíamos experimentos
químicos, leíamos cuentos, escribíamos poesía y montábamos obras de teatro
clásico con figuras recortadas en cartulina. Fue ella quien sugirió a mi abuela
la idea de formar un club de damas para canalizar la caridad y en vez de
regalar a los pobres ropa usada o la comida que sobraba en sus cocinas, crear
un fondo, administrarlo como si fuera un banco y otorgar préstamos a las
mujeres para que iniciaran algún pequeño negocio: un gallinero, un taller de
costura, unas bateas para lavar ropa ajena, una carretela para hacer
transporte, en fin, lo necesario para salir de la indigencia absoluta en que
sobrevivían con sus hijos. A los hombres no, dijo la señorita Pineda, porque
usarían el préstamo para comprar vino y, en todo caso, los planes sociales del
gobierno se encargaban de socorrerlos, en cambio de las mujeres y los niños
nadie se ocupaba en serio. «La gente no quiere regalos, quiere ganarse la vida
con dignidad», explicó mi maestra y Paulina del Valle lo comprendió al punto y
se lanzó en ese proyecto con el mismo entusiasmo con que abrazaba los planes más codiciosos
para hacer plata. «Con una mano agarro lo que puedo y con la otra doy, así mato
dos pájaros de un tiro: me
divierto y me gano el cielo», se reía a carcajadas mi original abuela. Llevó la
iniciativa más lejos y no sólo formó el Club de
Damas, que capitaneaba con su eficiencia habitual –las otras señoras le tenían terror– también financió escuelas,
consultorios médicos ambulantes y organizó un sistema para recoger lo que no
se lograba vender en los puestos del mercado y en las panaderías, pero aún
estaba en buen estado, y distribuirlo en
orfelinatos y asilos.
Cuando Nívea venía de visita, siempre encinta y con
varios hijos pequeños en brazos de las respectivas niñeras, la señorita
Matilde Pineda abandonaba la pizarra y mientras las empleadas se hacían cargo
de la manada de criaturas, nosotras tomábamos el té y ellas
dos se dedicaban a planear una sociedad más justa y noble. A pesar de que a
Nívea no le sobraban tiempo ni recursos económicos, era la más joven y activa
de las señoras del club de mi abuela. A veces íbamos a visitar a su antigua
profesora, sor María Escapulario, quien dirigía un asilo para monjas ancianas
porque ya no le permitían ejercer su pasión de educadora; la congregación había
decidido que sus ideas avanzadas no eran recomendables para colegialas y que
menos daño hacía cuidando viejitas chochas que sembrando rebeldía en las
mentes infantiles. Sor María Escapulario disponía de una pequeña celda en un
edificio decrépito, pero con un jardín hechizado, donde nos recibía siempre
agradecida porque le gustaba la conversación intelectual, placer inalcanzable
en ese asilo. Le llevábamos libros que ella
encargaba y que comprábamos en la empolvada
librería Siglo de Oro. También le regalábamos galletas o una torta para
acompañar el te que ella preparaba en un anafe a parafina y servía en tazas
desportilladas. En invierno nos quedábamos en la celda, la monja sentada en la
única silla disponible, Nívea y la señorita Matilde Pineda sobre el camastro y
yo por el suelo, pero si el clima lo permitía paseábamos por el maravilloso
jardín entre árboles centenarios, enredaderas de jazmines, rosas, camelias y
tantas otras variedades de flores en estupendo desorden, que la mezcla de
perfumes solía aturdirme. No perdía palabra de aquellas conversaciones, aunque
seguramente entendía muy poco; no he vuelto a escuchar discursos tan
apasionados. Cuchicheaban secretos, se morían de risa y hablaban de todo menos
de religión, por respeto a las ideas de la señorita Matilde Pineda, quien
sostenía que Dios era un invento de los hombres para controlar a otros hombres y sobre todo a las mujeres. Sor María Escapulario y Nívea eran católicas, pero ninguna de las dos
parecía fanática, a diferencia de la mayor parte de la gente que me rodeaba
entonces. En Estados Unidos nadie mencionaba la religión, en cambio en Chile
era tema de sobremesa.
Mi abuela y el tío Frederick me llevaban a misa de vez en cuando para que nos
vieran, porque ni Paulina del Valle, con toda su audacia y su fortuna, podía
darse el lujo de no asistir. La familia y la sociedad no lo habrían tolerado.
–¿Eres católica, abuela? –le preguntaba yo cada vez que debía postergar
un paseo o un libro para ir a misa.
–No
me
respondía.
–La
señorita Pineda no va a misa.
–Mira
lo
mal que le va a la pobrecita. Con lo inteligente que es podría ser directora de
una escuela, si fuera a misa...
Contra toda
lógica, Frederick Williams se adaptó muy bien a la enorme familia Del Valle y a
Chile. Debe haber tenido tripas de acero, porque fue el único a quien no se le
agusanó la barriga con el agua potable y podía comer varias empanadas sin que
se le incendiara el estómago. Ningún chileno que conociéramos, excepto Severo
del Valle y don José Francisco Vergara, hablaba inglés; la segunda lengua de la
gente educada era el francés, a pesar de la numerosa población británica en el
puerto de Valparaíso, de modo que Williams no tuvo más remedio que aprender
castellano. La señorita Pineda le daba clases y a los pocos meses lograba
hacerse entender con esfuerzo en un español machuca-do pero funcional, podía
leer los diarios y hacer vida social en el Club de la Unión, donde solía jugar
bridge en compañía de Patrick Egan, el diplomático norteamericano a cargo de la
Legación. Mi abuela consiguió que lo aceptaran en el Club insinuando su
aristocrático origen en la corte inglesa, que nadie se dio el trabajo –¿Crees que se puede no serlo en
Chile?– de comprobar,
puesto que los títulos de nobleza habían sido abolidos desde los tiempos de la
independencia y, por otra parte, bastaba mirar al hombre para creerle. Por
definición los miembros del Club de la Unión pertenecían a «familias conocidas»
y eran «hombres de bien» –las mujeres no
podían cruzar el umbral– y de haber
descubierto la identidad de Frederick Williams, cualquiera de aquellos
señorones se habría batido a duelo por la vergüenza de haber sido burlado por
un antiguo mayordomo de California convertido en el más fino, elegante y culto
de sus miembros, el mejor jugador de bridge y sin duda uno de los más ricos.
Williams se mantenía al día con los negocios para aconsejar a mi abuela
Paulina, y con la política, tema obligado de conversación social. Se declaraba
decididamente conservador, como casi todos en nuestra familia, y lamentaba el
hecho de que en Chile no existiera una monarquía como la de Gran Bretaña,
porque la democracia le parecía vulgar y poco eficaz. En los obligados
almuerzos dominicales en casa de mi abuela discutía con Nívea y Severo, los
únicos liberales del clan. Sus ideas
divergían, pero los tres se tenían aprecio y creo que secretamente se
burlaban de los demás miembros de la primitiva tribu Del Valle. En las raras
ocasiones en que estábamos en presencia de don José Francisco Vergara, con
quien hubiera podido conversar en inglés, Frederick Williams se mantenía a
respetuosa distancia; era el único que lograba intimidarlo con su superioridad
intelectual, posiblemente el único que hubiera detectado de inmediato su
condición de antiguo criado. Supongo que muchos se preguntaban quién era yo y por qué Paulina me había adoptado, pero no se
mencionaba el tema delante de mi; en los almuerzos familiares de los domingos
se juntaba una veintena de primos de varias
edades y ninguno me preguntó jamás por mis padres; les bastaba saber que
yo llevaba su mismo apellido para aceptarme.
A mi abuela le
costó más adaptarse en Chile que a su marido, a pesar de que su apellido y su fortuna le abrían todas las puertas. Se
asfixiaba con las pequeñeces y la
mojigatería de ese ambiente, echaba de menos la libertad de antaño; no
en vano había vivido más de treinta años en California, pero tan pronto abrió
las puertas de su mansión pasó a encabezar
la vida social de Santiago, porque lo hizo con gran clase y buen tino, conocedora de cómo odian en Chile a los
ricos y mucho más si son presumidos. Nada de lacayos de librea como los
que empleaba en San Francisco, sino discretas criadas con vestidos negros y
delantales blancos; nada de echar la casa por la ventana con saraos
faraónicos, sino fiestas recatadas y en tono familiar, para que no la acusaran
de siútica o nueva rica, el peor epíteto posible. Disponía, por supuesto, de
sus opulentos carruajes, sus envidiables caballos y su palco privado en el
Teatro Municipal, con salita y buffet, donde
servía helados y champaña a sus invitados. A
pesar de su edad y su gordura, Paulina del Valle imponía la moda, porque
acababa de llegar de Europa y se suponía que estaba
al tanto del estilo y el acontecer modernos. En esa sociedad austera y
pacata se constituyó en el faro de influencias extranjeras, la única señora de
su circulo que hablaba inglés, recibía revistas y libros de Nueva York y París, encargaba telas,
zapatos y sombreros directamente a Londres y fumaba en público los mismos
cigarrillos egipcios que su hijo Matías. Compraba arte y en su mesa servía
platos nunca vistos, porque hasta las más
empingorotadas familias todavía comían como los rudos capitanes de la
época de la Conquista: sopa, puchero, asado, frijoles y pesados postres
coloniales. La primera vez que mi abuela sirvió foie gras y una variedad de
quesos importados de Francia, sólo los caballeros que habían estado en Europa
pudieron comerlos. Al oler los Camembert y
los
Port-Salut una señora sufrió arcadas y debió salir disparada
al baño.
La casa de mi
abuela era el centro de reuniones de artistas y literatos jóvenes de ambos sexos, que se juntaban para dar a
conocer sus obras, dentro del marco habitual de clasismo; si el
interesado no era blanco y de apellido
conocido necesitaba tener mucho talento para ser aceptado, en ese
aspecto Paulina no difería del resto de la alta sociedad chilena. En Santiago
las tertulias de intelectuales se llevaban a cabo en cafés y clubes y asistían
sólo hombres, porque se partía de la base que las mujeres estarían mejor
revolviendo la sopa que escribiendo versos. La iniciativa de mi abuela de
incorporar artistas femeninas a su salón resultó una novedad algo licenciosa.
Mi vida cambió
en la mansión de Ejército Libertador. Por primera vez desde la muerte de mi
abuelo Tao–Chien tuve una sensación de estabilidad, de vivir en algo que no se
movía y no cambiaba, una especie de fortaleza con raíces bien plantadas en
suelo firme. Tomé el edificio entero por asalto, no dejé vericueto sin
explorar ni rincón sin conquistar, incluso el techo donde solía pasar horas
observando a las palomas, y los cuartos de servicio, aunque me tenían prohibido
poner los pies en ellos. La enorme propiedad lindaba con dos calles y tenía dos
entradas, una principal por la calle
Ejército Libertador y la de los empleados por la calle de atrás, contaba
con docenas de salas, habitaciones, jardines, terrazas, escondrijos, desvanes,
escaleras. Existía el salón rojo, otro azul y uno dorado, que
se usaban sólo en las grandes ocasiones, y
una
galería de cristal maravillosa donde transcurría la vida familiar entre maceteros
de loza china, helechos y jaulas de canarios. En el comedor había un fresco que
daba la vuelta por la sala ocupando las cuatro paredes, varios muebles
aparadores con una colección de porcelana y platería, un chandelier con
lágrimas de cristal y un ventanal adornado por una fuente morisca de mosaico
que vertía agua eternamente.
Una vez que mi
abuela renunció a mandarme a la escuela y las clases con la señorita Pineda se hicieron rutinarias, fui muy feliz. Cada vez
que hacía una pregunta, esa magnífica maestra en vez de contestar, me señalaba
el camino para encontrar la respuesta. Me enseñó a ordenar el pensamiento,
investigar, leer y escuchar, buscar alternativas, resolver viejos problemas con
soluciones nuevas, discutir con lógica. Me enseñó sobre todo, a no creer a ciegas, a dudar y preguntar incluso aquello que
parecía verdad irrefutable, como la superioridad del hombre sobre la mujer o de
una raza o clase social sobre otra, ideas novedosas en un país patriarcal donde
los indios jamás se mencionaban y bastaba descender un escalón en la jerarquía
de las clases sociales para desaparecer de la memoria colectiva. Fue la
primera mujer intelectual que se cruzo en mi vida. Nívea, con toda su
inteligencia y su educación, no podía competir
con mi maestra; a ella la distinguían la intuición y la enorme generosidad de
su alma, estaba adelantada en medio siglo a su tiempo, pero nunca poso de
intelectual, ni siquiera en las famosas tertulias de mi abuela, donde se lucía
con sus apasionados discursos sufragistas y sus dudas teológicas.
De aspecto la
señorita Pineda no podía ser más chilena, esa mezcla de español e indio que
produce mujeres bajas, anchas de caderas, con ojos y
cabello
oscuros, pómulos altos y una forma de
caminar pesada, como si estuvieran clavadas en la tierra. Su mente era inusual
para su tiempo y condición, provenía de una esforzada familia del sur, su padre
trabajaba como empleado del ferrocarril y de sus ocho hermanos ella fue la
única que pudo terminar los estudios. Era discípula y amiga de don Pedro Tey,
el dueño de la librería Siglo de Oro, un catalán hosco de modales, pero de
corazón blando, que guiaba sus lecturas y le prestaba o regalaba libros, porque
ella no podía comprarlos. En cualquier intercambio de opiniones, por banal que
fuese, Tey contradecía. Le oí asegurar, por ejemplo, que los sudamericanos son
unos macacos con tendencia al despilfarro, la parranda y la pereza, pero bastó
que la señorita Pineda asintiera, para que él cambiara inmediatamente de bando
y añadiera que al menos son mejores que sus compatriotas, que andan siempre
enojados y por cualquier nimiedad se baten a duelo. Aunque fuera imposible
estar de acuerdo en algo, esos dos se llevaban muy bien.
Don Pedro Tey
debe haber sido por lo menos veinte años mayor que mi maestra, pero cuando
empezaban a hablar la diferencia de edad se esfumaba: él rejuvenecía de
entusiasmo y ella crecía en prestancia y madurez.
En diez años
Severo y Nívea del Valle tuvieron
seis hijos y seguirían procreando hasta
completar quince. Conozco a Nívea desde hace veintitantos años y la he visto
siempre con un bebé en brazos; su fertilidad sería una maldición si no le
gustaran tanto los niños. «¡Qué daría porque usted educara a mis hijos!»,
suspiraba Nívea cuando se encontraba con la señorita Matilde Pineda. «Son
muchos, señora Nívea, y con Aurora tengo las manos llenas», replicaba mi
maestra.
Severo se había
convertido en abogado de renombre, en uno de los pilares más jóvenes de la
sociedad y miembro conspicuo del partido liberal. No estaba de acuerdo con
muchos puntos de la política del Presidente, también liberal, y como era
incapaz de disimular sus críticas, nunca lo llamaron a formar parte del
gobierno. Esas opiniones lo conducirían poco después a formar un grupo
disidente que se pasó a la oposición cuando
estalló la Guerra Civil, tal como hizo Matilde Pineda y su amigo de la librería
Siglo de Oro.
Mi tío Severo
me distinguía entre las docenas de sobrinos que lo rodeaban, me llamaba su
«ahijada» y me contó que él me había dado el apellido Del Valle, pero cada vez
que le preguntaba si conocía la identidad de mi padre verdadero, me respondía
con evasivas: «hagamos cuenta que yo lo soy», decía. A mi abuela el tema le
daba jaqueca y si asediaba a Nívea me mandaba a hablar con Severo. Era un
circulo de nunca acabar.
–Abuela, no puedo vivir con tantos misterios
–le dije una vez a Paulina del Valle.
–¿Por qué no? La gente que tiene una infancia
jodida es más creativa – replicó.
–O termina trastornada... –sugerí.
–Éste no es el momento
apropiado –replicó mi abuela secamente.
–Entre los Del Valle no
hay locos de atar, Aurora, sólo excéntricos, como en toda familia que se
respete –me aseguró.
La señorita
Matilde Pineda me juró que desconocía mis orígenes y agregó que no había que
preocuparse, porque no importa de dónde uno viene en esta vida, sino adónde uno
va, pero cuando me enseñó la teoría genética de Mendel debió admitir que
existen buenas razones para averiguar quienes son nuestros antepasados. ¿Y si
mi padre fuera un demente que andaba por allí degollando doncellas?
La evolución
empezó el mismo día que entré en la pubertad. Desperté con la camisa de dormir
manchada de una materia parecida al chocolate, me oculté en el baño para
lavarme avergonzada, entonces descubrí que no era caca, como pensaba: tenía
sangre entre las piernas. Partí aterrorizada a comunicárselo a mi abuela y por
una vez no la encontré en su gran cama imperial, lo cual resultaba inusitado en
alguien que se levantaba siempre al mediodía. Corrí escaleras abajo seguida por
Caramelo que iba ladrando, irrumpí como un caballo asustado en el escritorio y me topé de frente con Severo
y Paulina del
Valle, él vestido de viaje y ella con la bata de satén morado que le daba un
aire de obispo en Semana Santa.
–¡Me voy a morir!
–grité abalanzándome encima de ella.
Balmaceda,
hombre brillante y de ideas modernas, no lo había hecho mal, en realidad. Había
impulsado la educación más que ningún gobernante anterior, defendido el
salitre chileno de las compañías extranjeras, creado hospitales y numerosas
obras públicas, sobre todo ferrocarriles, aunque empezaba más de lo que
lograba terminar; Chile tenía poderío militar y
naval,
era un país próspero y su moneda la
más sólida de Latinoamérica. Sin embargo, la aristocracia no le perdonaba que
hubiera elevado a la clase medía e intentara gobernar con ella, así como el
clero no podía tolerar la separación de la iglesia del Estado, el matrimonio
civil, que reemplazó al religioso, y la ley que permitió enterrar en los
cementerios a muertos de cualquier credo. Antes era un lío disponer de los cuerpos
de quienes en vida no habían sido católicos, así como de ateos y suicidas, que
a menudo iban a parar a los barrancos o al mar. A causa de estas medidas, las
mujeres abandonaron al Presidente en masa. Aunque no tenían poder político,
reinaban en sus hogares y ejercían una tremenda influencia. La clase medía,
que Balmaceda había apoyado, también le dio la espalda y él respondió con
soberbia, porque estaba acostumbrado a mandar y ser obedecido, como todo
hacendado de entonces. Su familia poseía inmensas extensiones de tierra, una
provincia con sus estaciones, ferrocarril, pueblos y cientos de campesinos; los
hombres de su cían no tenían fama de patrones bondadosos, sino de tiranos
rudos que dormían con el arma bajo la almohada y esperaban respeto ciego de sus
inquilinos. Tal vez por eso pretendió manejar el país, como su propio feudo.
Era un hombre alto, apuesto, viril, de frente clara y porte noble, hijo de
amores novelescos, criado a lomo de caballo,
con una fusta en una mano y un pistolón en la otra. Había sido seminarista, pero no tenía pasta para vestir sotana;
era apasionado y vanidoso. Lo llamaban el Chascón por su tendencia a
cambiar el peinado, los bigotes y las patillas; se comentaban sus ropas
demasiado elegantes encargadas a Londres. Ridiculizaban su oratoria
grandilocuente y sus declaraciones de celoso amor a Chile, decían que se
identificaba tanto con la patria que no podía concebirla sin él a la cabeza, «¡mía o de nadie!» era la frase que le
atribuían. Los años de gobierno lo aislaron y al final manifestaba una
conducta errática que iba de la manía a la depresión, pero aun entre sus peores
adversarios gozaba fama de buen estadista y de irreprochable honestidad, como
casi todos los presidentes de Chile, quienes a diferencia de los caudillos de
otros países de América Latina, salían del gobierno más pobres de lo que entraban. Tenía visión de futuro, soñaba con
crear una gran nación, pero le tocó vivir el final de una época y el
desgaste de un partido que había estado
demasiado tiempo en el poder. El país y el mundo estaban cambiando y el
régimen liberal se había corrompido. Los presidentes designaban a su sucesor y las autoridades civiles y militares hacían trampas en
las elecciones; siempre ganaba el partido de gobierno gracias a la fuerza tan
bien llamada bruta: votaban hasta los muertos y los ausentes en favor del
candidato oficial, se compraban votos y a los dudosos les metían miedo a
palos. El Presidente enfrentaba la oposición implacable de los conservadores,
algunos grupos de liberales disidentes, el clero en su totalidad y la mayor
parte de la prensa. Por primera vez se
aglutinaban los extremos del espectro político en una sola causa:
derrocar al gobierno. A diario se juntaban manifestantes de la oposición en la
Plaza de Armas, que la policía a caballo dispersaba a golpes, y en la última
gira del Presidente a las provincias los soldados debieron defenderlo a sablazos contra muchedumbres
enardecidas que lo pifiaban y le tiraban verduras. Aquellas muestras de
descontento a él lo dejaban imperturbable como si no se diera cuenta de que la
nación se hundía en el caos. Según Severo del Valle y la señorita Matilde
Pineda, un ochenta por ciento de la gente detestaba al gobierno y lo más
decente sería que el Presidente renunciara, porque el clima de tensión se
había vuelto insoportable y en cualquier momento reventaría como un volcán.
Así ocurrió esa mañana de enero de 1891, cuando la marina se sublevó y el
Congreso destituyó al Presidente.
–Se
va
a desencadenar una terrible represión, tía –oí que decía Severo del Valle–. Me voy al norte a luchar. Le ruego
que ampare a Nívea y a
los
niños, porque yo no podré hacerlo quién sabe por cuánto tiempo...
–Ya
perdiste
una pierna en la guerra, Severo, si pierdes la otra parecerás enano.
–No
tengo
alternativa, en Santiago me matarían igual.
–¡No
seas
melodramático, no estamos en la ópera!
Pero Severo del
Valle estaba mejor informado que su tía, como se vio a los pocos días, cuando
se desencadenó el terror. La reacción del Presidente fue disolver el Congreso,
designarse dictador y nombrar a un tal Joaquín Godoy para que organizara la
represión, un sádico que creía que «los ricos deben pagarla por ser ricos, los
pobres por ser pobres y los clérigos ¡hay que fusilarlos a todos!». El ejército
se mantuvo fiel al gobierno y lo que había comenzado como una revuelta política
se convirtió en una guerra civil espantosa al enfrentarse la dos ramas de las
fuerzas armadas. Godoy, con el decidido apoyo de los jefes del ejército,
procedió a encarcelar a los congresales opositores que pudo echar el guante. Se
terminaron las garantías ciudadanas, comenzaron los allanamientos de las casas
y la tortura sistemática, mientras el Presidente se encerró en su palacio
asqueado por esos métodos, pero convencido de que no había otros para doblegar
a sus enemigos políticos. «No quisiera tener conocimiento de estas medidas», se le oyó decir más de una vez. En la
calle de la librería Siglo de Oro no se podía dormir de noche ni andar de día
por los aullidos de los flagelados. Nada de esto se hablaba delante de los
niños, por supuesto, pero yo me enteraba de todo porque conocía cada resquicio
de la casa y me entretenía espiando las conversaciones de los adultos, puesto
que no había mucho más que hacer en esos meses.
Mientras afuera
hervía la guerra, adentro vivíamos como en un lujoso convento de clausura. Mi
abuela Paulina acogió a Nívea con su regimiento de chiquillos, nodrizas y niñeras y cerró la casa a machote,
segura de que nadie se atrevería a atacar a una dama de su posición social
casada con un ciudadano británico. Por si acaso, Frederick Williams enarboló
una bandera inglesa en el techo y mantuvo sus armas aceitadas.
Severo del
Valle partió a luchar al norte justo a tiempo, porque al día siguiente
allanaron su casa y si lo hubieran encontrado habría ido a parar a los
calabozos de la policía política, donde se torturaba por igual a ricos y a
pobres. Nívea había sido partidaria del régimen liberal, como Severo del Valle,
pero se convirtió en acérrima opositora cuando el Presidente quiso imponer su
sucesor mediante trampas y trató de aplastar al Congreso. En los meses de la
Revolución mientras gestaba un par de mellizos y criaba a seis niños, tuvo tiempo y ánimo para actuar en la
oposición en formas que de haber sido sorprendida le habría costado la vida. Lo
hacía a espaldas de mi abuela Paulina, quien había dado órdenes terminantes de
mantenernos invisibles para no llamar la atención de las autoridades, pero con
pleno conocimiento de Williams. La señorita Matilde Pineda se encontraba
exactamente al lado opuesto de Frederick Williams, tan socialista era la
primera como monárquico el segundo, pero el odio al gobierno los unía. En uno
de los cuartos traseros, donde mi abuela jamás entraba, instalaron una pequeña
imprenta con ayuda de don Pedro Tey
y allí producían libelos y
panfletos
revolucionarios, que después la señorita Matilde Pineda se llevaba ocultos
bajo el manto para repartir de casa en casa. Me hicieron jurar que no diría ni
una palabra a nadie de lo que acontecía en ese cuarto y no lo hice porque el
secreto me pareció un juego fascinante, aunque no adivinaba el peligro que se cernía sobre nuestra familia. Al
término de la Guerra Civil comprendí que ese peligro era real, pues a
pesar de la posición de Paulina del Valle, nadie estaba a salvo del largo
brazo de la policía política. La casa de mi abuela no era el santuario que
suponíamos, el hecho de que ella fuera una viuda con fortuna, relaciones y
apellido no la habría salvado de un allanamiento y tal vez de la prisión. A
nuestro favor estaban la confusión de aquellos meses y el hecho de que la
mayoría de la población se había vuelto
contra el gobierno, siendo imposible controlar a tanta gente. Incluso en
el seno de la policía había partidarios de la Revolución que ayudaban a escapar
a los mismos que debían apresar. En cada
casa donde la señorita Pineda golpeaba la puerta para entregar sus
libelos la recibían con los brazos abiertos.
Por una vez
Severo y sus parientes estaban en el mismo lado, porque en el conflicto se unieron
los conservadores con una parte de los liberales. El resto de la familia Del
Valle se recluyó en sus fundos, lo más lejos posible de Santiago, y los
hombres jóvenes se fueron a pelear al norte, donde se juntó un contingente de
voluntarios apoyados por la marinería sublevada. El ejército, fiel al gobierno,
planeaba derrotar a ese montón de civiles alzados en cuestión de días, nunca
imagino la resistencia que encontraría. La
escuadra y los revolucionarios se dirigieron al norte para apoderarse de
las salitreras, la mayor fuente de ingresos del país, donde se acantonaban los
regimientos del ejército regular. En el primer enfrentamiento serio triunfaron
las tropas del gobierno y después de la batalla remataron a los heridos y a
los prisioneros, tal como habían hecho a menudo durante la Guerra del Pacifico
diez años antes. La brutalidad de esa matanza enardeció de tal modo a los
revolucionarios que cuando volvieron a encontrarse frente a frente obtuvieron
una aplastante victoria. Entonces fue su turno masacrar a los vencidos. A mediados de marzo los congresistas, como se
llamaban los sublevados, controlaban cinco provincias del norte y habían
formado una junta de Gobierno, mientras al sur el presidente Balmaceda perdía
adeptos minuto a minuto. Lo que quedó de las tropas leales en el norte debió
retroceder hacia el sur para juntarse con
el grueso del ejército; quince mil hombres cruzaron a pie la cordillera,
penetraron a Bolivia, pasaron a la Argentina y luego atravesaron de nuevo las
montañas para llegar a Santiago. Aparecieron en la capital muertos de fatiga,
barbudos y rotosos, habían caminado millares de kilómetros en una naturaleza
inclemente de valles y alturas, de
calores infernales y de hielos
eternos, juntando por el camino llamas y
vicuñas
del altiplano, calabazas y armadillos de
las pampas, pájaros de las cumbres más altas. Fueron recibidos como héroes. Aquella hazaña no se había visto
desde los tiempos remotos de los fieros conquistadores españoles, pero
no todos participaron en el recibimiento porque la oposición había aumentado
como una avalancha imposible de contener. Nuestra casa permaneció, con los
postigos cerrados y las órdenes, de mi abuela fueron que ninguno debía asomar
la nariz a la calle; pero yo no resistí la curiosidad y me encaramé al techo
para ver el desfile.
Las detenciones, saqueos, torturas y requisas tenían a los opositores
en
ascuas, no había familia sin dividirse, nadie quedaba libre del miedo. Las
tropas efectuaban redadas para reclutar jóvenes, se dejaban caer por sorpresa
en funerales, bodas, campos y fábricas para detener a los hombres en edad de
portar armas y llevárselos a la fuerza. Se paralizó la agricultura y la
industria por falta de mano de obra. La prepotencia de los militares se hizo
insoportable y el Presidente comprendió que debía ponerle atajo, pero cuando
finalmente quiso hacerlo ya era tarde, los soldados estaban ensoberbecidos y se
temía que lo depusieran para instaurar una dictadura militar, mil veces más
temible que la represión impuesta por la policía política de Godoy.
«Nada hay tan
peligroso como el poder con impunidad», nos advertía Nívea. Le pregunté a la
señorita Matilde Pineda cuál era la diferencia entre los del gobierno y los revolucionarios y la respuesta
fue que ambos luchaban por la legitimidad. Cuando se lo pregunté a mi abuela
me contestó que ninguna, todos eran unos canallas, dijo.
El terror tocó
a nuestra puerta cuando los esbirros detuvieron a don Pedro Tey para
conducirlo a los horrendos calabozos de Godoy. Sospechaban, y con razón, que
era responsable por los libelos políticos contra el gobierno que circulaban por
todas partes. Una noche de junio, una de esas noches de lluvia fastidiosa y
ventisca traicionera, cuando cenábamos en
el comedor de diario, se abrió de pronto la puerta e irrumpió sin
anunciarse la señorita Matilde Pineda, que venía atolondrada, lívida y con el
manto empapado.
–¿Qué
pasa?
–preguntó mi abuela,
molesta por la descortesía de la maestra.
La señorita
Pineda nos zampó a bocajarro que los rufianes de Godoy habían allanado la
librería Siglo de Oro, golpeado a quienes se hallaban allí y luego se habían
llevado a don Pedro Tey en un coche cerrado. Mi abuela se quedó con el tenedor
en el aire esperando algo más que justificara
la escandalosa aparición de la mujer; apenas conocía al señor Tey y no
entendía por qué la noticia era tan urgente. No tenía idea que el librero
acudía casi a diario a la casa, entraba por la calle de atrás y producía sus
panfletos revolucionarios en una imprenta escondida bajo su propio techo.
Nívea, Williams y la señorita Pineda, en cambio, podían adivinar las
consecuencias una vez que el infortunado Tey fuera obligado a confesar y sabían que tarde o temprano lo
haría, pues los métodos de Godoy no dejaban lugar a dudas. Vi que los
tres intercambiaban miradas de desesperación y aunque no comprendí el alcance
de lo que estaba ocurriendo, imaginé la causa.
–¿Es
por
la máquina que tenemos en el cuarto de atrás? –pregunté.
–¿Qué
máquina?
–exclamó mi abuela.
–Ninguna máquina –repliqué-, acordándome del
pacto secreto, pero Paulina del Valle no me dejó seguir, me cogió por una oreja
y me sacudió con un ensañamiento inusitado en ella.
–¡Qué máquina, te he preguntado, mocosa del
diablo! –me gritó.
–Deje a la niña, Paulina. Ella no tiene nada
que ver con esto. Se trata de una imprenta... –dijo Frederick Williams.
–¿Una imprenta? ¿Aquí, en mi casa? bramó mi
abuela.
–Me temo que si, tía –murmuró Nívea.
–¡Maldición! ¡Qué vamos a hacer ahora! –y la
matriarcal se dejó caer en su silla con la cabeza entre las manos murmurando
que su propia familia la había traicionado, que íbamos a pagar el precio de
tamaña imprudencia, éramos unos imbéciles, que ella había acogido a Nívea con
los brazos abiertos y miren cómo le pagaba, que si acaso Frederick no sabía que esto podía costarles el pellejo, no
estábamos en Inglaterra ni en California, cuándo iba a entender cómo
eran las cosas en Chile, y que no quería volver a ver a la señorita Pineda
nunca más en su vida y le prohibía volver a pisar su casa o dirigir la palabra
a su nieta.
Frederick
Williams pidió el coche y anunció que partía a «solucionar el problema», lo
cual, lejos de tranquilizar a mi abuela no hizo mas que aumentar su espanto. La
señorita Matilde Pineda me hizo un gesto de despedida, salió y no volví a verla
hasta muchos años más tarde. Williams partió directamente a la Legación
norteamericana y pidió hablar con mister Patrick Egon, su amigo y compañero de
bridge, quien a esa hora encabezaba un banquete oficial con otros miembros del
cuerpo diplomático. Egon adoraba al gobierno. Pero también era profundamente
democrático, como casi todos los yanquis, y aborrecía los métodos de Godoy. Escuchó en privado lo que Frederick
Williams decía y se puso en campaña de inmediato para hablar con el
ministro del Interior, quien lo recibió esa misma noche, pero le explicó que no
estaba en su poder interceder por el preso. Consiguió, sin embargo, una
entrevista con el Presidente a primera hora del día siguiente. Esa fue la noche
más larga que se viviera en la casa de mi abuela. Nadie se acostó. Yo la pasé
acurrucada con Caramelo en un sillón del hall mientras traficaban las empleadas
y los criados con maletas y baúles, las niñeras y nodrizas con
los chiquillos de Nívea dormidos en los brazos, las cocineras con cestas de
comestibles. Hasta un par de jaulas con los pájaros favoritos de mi abuela
fueron a dar a los coches. Williams y el jardinero, hombre de confianza,
desarmaron la imprenta, enterraron las piezas al fondo del tercer patio y
quemaron todos los papeles comprometedores. Al amanecer estaban los dos
carruajes de la familia y cuatro criados
armados y a caballo listos para
conducirnos fuera de Santiago. El resto del personal de servicio había partido
a refugiarse en la iglesia más cercana, donde
otros coches los recogerían algo más tarde. Frederick Williams no quiso
acompañarnos.
–Soy
el
responsable de lo sucedido y me quedaré para proteger la casa –dijo.
–Su
vida
es mucho más valiosa que esta casa y todo lo demás que tengo, por favor, venga
con nosotros –le imploró Paulina
del Valle.
–No
se
atreverán a tocarme, soy ciudadano británico.
–No
sea
ingenuo, Frederick, créame, nadie está salvo en estos tiempos.
Pero no hubo
forma de convencerlo. Me plantó un par de besos en las mejillas, tomó
largamente las manos de mi abuela en las suyas y se despidió de Nívea, quien
respiraba como un congrio fuera del agua, no sé si de miedo o de puro preñada.
Partimos cuando un sol tímido apenas iluminaba las cumbres nevadas de la
cordillera; la lluvia había cesado y el cielo se anunciaba despejado, pero
soplaba un viento frío que se metía por las rendijas del coche. Mi abuela me
llevaba bien acuñada en su regazo, envuelta en su capa de piel de zorro, la
misma cuyas colas habían sido devoradas por Caramelo en un arrebato de lujuria.
Iba con la boca apretada de ira y de susto pero no había olvidado los canastos
con la merienda y apenas salimos de Santiago camino al sur, los abrió para dar
curso a la comilona de pollos asados, huevos duros, pasteles de hojaldre,
quesos, panes amasados, vino y horchata, que habría de durar el resto del
viaje.
Los tíos Del
Valle, que se habían refugiado en el campo cuando empezó la sublevación en
enero, nos recibieron encantados porque veníamos a interrumpir siete meses de
aburrimiento irremediable y traíamos noticias. Las noticias eran pésimas, pero
peor era no tenerlas. Me reencontré con mis primos y esos días, que fueron de
tanta tensión para los adultos, fueron de vacaciones para los niños; nos
hartamos de leche recién ordeñada, de quesillo fresco y conservas que se
guardaban desde el verano, montábamos a caballo, chapoteábamos en el barro bajo
la lluvia, jugábamos en los establos y manzardas, hacíamos representaciones
teatrales y formamos un coro deprimente, porque ninguno tenía aptitud musical.
Se llegaba a la casa por un camino de curvas bordeado de altos álamos en un
valle agreste, donde el arado había dejado pocas huellas y los potreros
parecían abandonados; de vez en cuando veíamos hileras de palos secos y
apolillados que, según mi abuela, eran viñas. Si algún campesino se nos cruzaba
por el camino, se quitaba el sombrero de paja y, con la vista en el suelo,
saludaba a los patrones, «su mercé», nos decía. Mi abuela llegó cansada
y de mal humor al campo, pero a los pocos días enarboló un paraguas y con
Caramelo a la saga recorrió los alrededores con gran curiosidad. La vi examinar
los palos torcidos de las parras y recoger muestras de tierra, que guardaba en
unas misteriosas bolsitas. La casa, en forma de U, era dé adobe y tejas, de
aspecto pesado y sólido, sin la menor elegancia, pero con el encanto de las paredes que han presenciado mucha
historia. En verano era un paraíso de árboles preñados de dulces frutos,
fragancia de flores, trinar de pájaros
alborotados y rumor de abejas diligentes, pero en invierno parecía una
vieja dama rezongona bajo la llovizna invernal y los cielos encapotados. El día empezaba muy temprano y terminaba con
la puesta del sol, hora en que nos recogíamos en las inmensas habitaciones mal
iluminadas con velas y lámparas de queroseno. Hacía frió, pero nos sentábamos en torno a mesas redondas
cubiertas con un paño grueso bajo las cuales ponían braseros encendidos,
así nos calentábamos los pies; bebíamos vino tinto hervido con azúcar, cáscara
de naranja y canela, única forma de tragarlo. Los tíos Del Valle producían ese
rudo vino para consumo de la familia, pero mi abuela sostenía que no estaba
hecho para gaznates humanos sino para disolver pintura. Todo fundo que se respetara cultivaba parras y hacía su propio vino, algunos
mejores que otros, pero ése era particularmente áspero. En los artesonados de
madera las arañas tejían sus delicados manteles de encaje y corrían los ratones
con el corazón tranquilo, porque los gatos de
la casa no podían encaramarse tan alto. Las paredes, blanqueadas a la
cal o pintadas con azul de añil, lucían desnudas, pero por todas partes había
santos de bulto e imágenes del Cristo crucificado. A la entrada se alzaba un
maniquí con cabeza, manos y pies de madera, ojos de vidrio azul y cabello humano,
que representaba a la Virgen María y se mantenía adornado con flores frescas y
una vejatoria encendida ante la cual todos
nos persignábamos al pasar, no se entraba ni salía sin saludar a la Madona. Una vez por semana se le cambiaba la
ropa, tenía un armario lleno de vestidos renacentistas, y para las procesiones
le ponían una capa de armiño deslucida por los años. Comíamos cuatro veces al día en largas ceremonias que no alcanzaban
a concluir cuando ya comenzaba la siguiente,
de modo que mi abuela se levantaba de la mesa solo para dormir y para ir
a la capilla. A las siete de la mañana
asistíamos a misa y comunión a cargo del padre Teodoro Fiesco, que vivía
con mis tíos, un sacerdote bastante anciano que poseía la virtud de la
tolerancia; a sus ojos no había pecado imperdonable,
salvo la traición de Judas; hasta el horrible Godoy, según el, podría
encontrar consuelo en el seno del Señor. «Eso si que no, padre, mire que si hay
perdón para Godoy yo prefiero irme al infierno con Judas y todos mis hijos», le rebatió Nívea. Después de la puesta de
sol se juntaba la familia con los niños,
empleados e inquilinos del fundo para rezar. Cada uno cogía una vela
encendida y marchábamos en fila hacia la rústica capilla, en el extremo sur de
la casa. Le tomé gusto a los ritos diarios que marcaban el calendario, las
estaciones y las vidas, las estaciones y las vidas, me
entretenía arreglando las flores del altar y limpiando los
copones de oro. Las palabras sagradas eran poesía:
“No me mueve mi Dios para
quererte
el cielo que me tienes
prometido,
ni me mueve el infierno tan
temido
para dejar por eso de
ofenderte.
Tú me mueves, señor;
muéveme el verte clavado
en una Cruz y escarnecido;
muéveme
el ver tu cuerpo tan herido;
muévanme
tus afrentas y tu muerte.”
“Muéveme en fin tu amor, de
tal manera,
que aunque no hubiera cielo,
yo te amara
y aunque no hubiera
infierno, te temiera.”
“No me tienes que dar porque
te quiera,
porque, aunque lo que espero
no esperara,
lo mismo que te quiero, te
quisiera.”
Creo que más de
algo se ablandó también en el recio corazón de mi abuela, porque a partir de
esa estadía en el campo se acercó de a poco a la religión, empezó a ir a la
iglesia por gusto y no sólo para ser vista; dejó de maldecir al clero por
costumbre, como hacía antes, y cuando volvimos a Santiago mandó construir una
hermosa capilla con vitrales de colores en su casa de la calle Ejército
Libertador, donde rezaba a su manera. El catolicismo no le quedaba cómodo, por
eso lo ajustaba a su medida. Después de la oración de la noche, volvíamos con
nuestras velas al gran salón para tomar café con leche, mientras las mujeres
tejían o bordaban y los niños escuchábamos aterrorizados los cuentos de aparecidos que nos contaban los tíos. Nada nos daba
tanto espanto como el imbunche, una criatura maléfica de la mitología
indígena. Decían que los indios se robaban
recién nacidos para convertirlos en imbunches, les cosían los párpados y
el ano, los criaban en cuevas, los alimentaban de sangre, les quebraban las
piernas, les volvían la cabeza hacia atrás y le pasaban un brazo bajo la piel
de la espalda, así adquirían toda suerte de poderes sobrenaturales. Por miedo a
terminar convertidos en alimento de un imbunche, los niños no asomábamos la
nariz fuera de la casa después de la puesta del sol y algunos, como yo, dormían
con la cabeza bajo las mantas atormentados por espeluznantes pesadillas. «¡Qué
supersticiosa eres, Aurora! El imbunche no existe. ¿Crees que un niño puede
sobrevivir a semejantes torturas?», trataba mi abuela de razonar conmigo, pero no
había argumento capaz de quitarme la tembladera de dientes.
Como pasaba la
vida encinta, Nívea poco se preocupaba de sacar sus cuentas y calculaba la
proximidad del alumbramiento por el número de veces que usaba la bacinilla.
Cuando se levantó en trece oportunidades durante dos noches seguidas, anunció a
la hora del desayuno que ya era tiempo de buscar un médico y, en efecto, ese
mismo día comenzaron las contracciones. No los había por esos lados, así es que
alguien sugirió llamar a la comadrona de la aldea más cercana, que resultó ser
una pintoresca meica, una India mapuche sin edad, toda del mismo color pardo:
piel, trenzas y hasta sus ropas teñidas con colores vegetales. Llegó a caballo, con una bolsa de plantas, aceites
y jarabes medicinales, cubierta con un manto sujeto en el pecho con un
enorme prendedor de plata hecho con antiguas monedas coloniales. Las tías se
espantaron porque la meica parecía recién salida de lo más denso de la
Araucanía, pero Nívea la recibió sin muestras de desconfianza; el trance no la
asustaba, ya lo había experimentado seis veces antes. La India hablaba muy poco
castellano, pero parecía conocer su oficio y una vez que se quitó el manto
pudimos ver que estaba limpia. Por tradición no entraban al cuarto de la
parturienta quienes no hubieran concebido, de manera que las mujeres jóvenes partieron con los niños al otro extremo de
la casa y los hombres se juntaron en
la sala de billar a jugar, beber y fumar. A Nívea
se la llevaron a la habitación principal acompañada por la India y algunas
mujeres mayores de la familia, que se turnaban para rezar y ayudar. Pusieron a
cocinar dos gallinas negras para preparar un caldo sustancioso capaz de
fortalecer a la madre antes y después del alumbramiento, también hirvieron
borraja para infusiones por si se producían estertores o fatiga del corazón.
La curiosidad pudo más que la amenaza de mi abuela de darme una paliza si me
pillaba rondando cerca de Nívea y me
escabullí por los cuartos traseros para espiar. Vi pasar a las empleadas
con paños blancos y jofainas con
agua caliente y aceite de manzanilla para
masajear el vientre, también mantas y carbón para los braseros, pues nada se
temía tanto como el hielo de la barriga o enfriamiento durante el parto. Se
oía el rumor continuo de conversaciones y risas; no me pareció que al otro lado
de la puerta hubiera un ambiente de angustia o sufrimiento, todo lo contrario,
sonaba a mujeres enfiestadas. Como desde mi escondite nada veía y el hálito
espectral de los pasillos oscuros me erizaba los vellos de la nuca, pronto me
aburrí y partí a jugar con mis primos, pero al anochecer, cuando la familia se
había reunido en la capilla, volví a acercarme. Para entonces las voces habían
cesado y se escuchaban nítidamente los esforzados quejidos de Nívea, el murmullo
de oraciones y el ruido de la lluvia en las tejas del techo. Permanecí
agazapada en un recodo del pasillo, temblando de miedo porque estaba segura de
que podían llegar los indios a robar el bebé de Nívea... ¿y si la meica fuera una de aquellas brujas que fabricaban imbunches con
los recién nacidos? ¿Cómo no había pensado Nívea en esa pavorosa posibilidad?
Estaba a punto de echar a correr de vuelta a la capilla, donde había luz y
gente, pero en ese momento salió una de las mujeres a buscar algo, dejó la
puerta entreabierta y pude vislumbrar lo que ocurría en la habitación. Nadie me
vio porque el pasillo estaba en tinieblas, en cambio adentro reinaba la
claridad de dos lámparas de sebo y velas distribuidas por todos lados. Tres
braseros encendidos en los rincones mantenían el aire mucho más caliente que en
el resto de la casa y una olla donde hervían hojas de eucalipto impregnaba el
aire de un fresco aroma a bosque. Nívea, vestida con una camisa corta, un
chaleco y calcetines gruesos de lana, estaba en cuclillas sobre una manta,
aferrada con ambas manos a dos cuerdas gruesas que colgaban de las vigas del
techo y sostenida por atrás por la meica, quien murmuraba bajito palabras en
otra lengua. El vientre abultado y marcado de venas azules de la madre parecía,
en la luz titilante de las velas, una monstruosidad como si fuera ajeno a su
cuerpo y ni siquiera fuese humano. Nívea pujaba empapada de sudor, el cabello
pegado en la frente, los ojos cerrados y rodeados de círculos mora-dos, los
labios hinchados. Una de mis tías rezaba de rodillas junto a una mesita donde
habían puesto una pequeña estatua de san Ramón Nonato, patrono de las
parturientas, único santo que no nació por vía normal, sino que lo sacaron por
un tajo de la panza de su madre; otra es-taba cerca de la india con una
palangana de agua caliente y una pila de paños limpios. Hubo una breve pausa en
que Nívea cogió aire y la meica
se
puso por delante para masajearle el vientre con sus pesadas manos, como si
acomodara al niño en su interior. De pronto un chorro de un liquido
sanguinolento empapó la manta. La meica lo atajó con un paño, que de inmediato
quedó también ensopado, luego otro y otro más. «Bendición, bendición,
bendición», oí que la india decía en español. Nívea se aferró a las cuerdas y
pujó con tanta fuerza que los tendones del cuello y las venas en las sienes
parecían a punto de reventar. Un sordo bramido salió de sus labios y entonces
algo asomó entre sus piernas, algo que la meica cogió suavemente y sostuvo por
un instante, hasta que Nívea agarró aliento, empujó de nuevo y terminó de salir
el niño. Creí que me iba a desmayar de terror y de asco, retrocedí trastabillando
por el largo y siniestro pasillo.
Una hora más
tarde, mientras las criadas recogían los trapos sucios y lo demás que se usó en
el parto para quemarlo –así se evitaban
hemorragias, creían– y la meica envolvía la placenta y el cordón
umbilical para enterrarlos bajo una higuera, como era costumbre por esos lados,
el resto de la familia se había reunido en la sala en torno al padre Teodoro
Fiesco para dar gracias a Dios por el nacimiento de un par de mellizos; dos
varones que llevarían con honor el apellido Del Valle, como dijo el sacerdote.
Dos de las tías tenían a los recién nacidos en brazos, bien envueltos en mantillas
de lana, con gorritos tejidos en la cabeza, mientras cada miembro de la
familia se acercaba por turno a besarlos en la frente diciendo «Dios lo guarde»
para evitar el involuntario mal de ojo. Yo no pude dar la bienvenida a mis
primos como los demás, porque me parecieron unos gusanos feísimos y la visión
del vientre azulado de Nívea expulsándolos como una masa ensangrentada habría
de penarme para siempre.
La segunda
semana de agosto llegó a buscarnos Frederick Williams, elegantísimo, como
siempre, y muy tranquilo, como si el riesgo de caer en manos de la policía
política hubiera sido sólo una alucinación colectiva. Mi abuela recibió a su
marido como una novia, con los ojos brillantes y las mejillas rojas de emoción,
le tendió las manos y él las besó con algo más que respeto; me di cuenta por
primera vez que esa extraña pareja estaba
unida por lazos muy parecidos al cariño. Para entonces ella tenía
alrededor de sesenta y cinco años, edad en la que otras mujeres eran ancianas
derrotadas por los lutos sobrepuestos y las desventuras de la existencia, pero
Paulina del Valle parecía invencible. Se teñía el cabello, coquetería que
ninguna dama de su medio se permitía, y se aumentaba el peinado con postizos;
se vestía con la misma vanidad de siempre, a pesar de su gordura, y se
maquillaba con tanta delicadeza que nadie sospechaba del rubor en sus mejillas
o el negro de sus pestañas. Frederick Williams era notablemente más joven y
parece que las mujeres lo encontraban muy atractivo, porque siempre meneaban abanicos
y dejaban caer pañuelos en su presencia. Nunca vi que él retribuyera esos
cumplidos, en cambio parecía absolutamente dedicado a su esposa. Me he preguntado muchas veces si la relación de Frederick
Williams y Paulina del Valle fue sólo un arreglo de conveniencia, si fue tan
platónica como todos suponen o si hubo entre ellos una cierta atracción.
¿Llegaron a amarse? Nadie podrá saberlo porque él nunca tocó el tema y mi
abuela, quien al final fue capaz de contarme las cosas más privadas, se llevó
la respuesta al otro mundo.
Nos enteramos
por el tío Frederick que mediante la intervención del Presidente en persona
habían liberado a don Pedro Tey antes de que Godoy lograra arrancarle una
confesión, de modo que podíamos volver a la casa de Santiago, porque en
realidad el nombre de nuestra familia nunca cayó en las listas de la policía.
Nueve años más tarde, cuando murió mi abuela Paulina y volví a ver a la señorita Matilde Pineda y
a don Pedro Tey, supe los detalles de lo ocurrido, que el bueno de Frederick
Williams quiso evitarnos. Después de allanar la librería, golpear a los
empleados y hacer pilas con centenares
de libros y prenderles fuego, se
llevaron al librero catalán a los siniestros cuarteles, donde le aplicaron el
tratamiento usual. Al término del castigo Tey había perdido el conocimiento sin
haber dicho una sola palabra, entonces le vaciaron encima un balde de agua con
excremento, lo ataron a una silla y allí permaneció el resto de la noche. Al
día siguiente, cuando lo conducían de nuevo a la presencia de sus torturadores,
llegó el ministro norteamericano Patrick Egon con un edecán del Presidente a
exigir la liberación del preso. Lo dejaron ir después de prevenirle que si
decía una sola pa-labra de lo sucedido se enfrentaría a un pelotón de fusilamiento.
Se lo llevaron chorreando sangre y mierda al coche del ministro, donde esperaban
Frederick Williams y un médico, y lo condujeron a la Legación de los Estados Unidos en calidad de
asilado. Un mes mas tarde cayó el gobierno y don Pedro Tey salió de la
Legación para dar cabida a la familia del Presidente depuesto, que encontró
refugio bajo la misma bandera. El librero pasó varios meses fregado hasta que
sanaron las heridas de los azotes, los huesos de los hombros recuperaron
movilidad y pudo volver a poner en pie su negocio de libros. Las atrocidades
sufridas no lo amedrentaron, no se le pasó por la mente la idea de regresar a
Cataluña y siguió siempre en la oposición, fuera cual fuese el gobierno de
turno. Cuando le agradecí muchos años mas tarde el terrible suplicio que
soportó para proteger a mi familia, me contestó que no lo había hecho por
nosotros, sino por la señorita Matilde Pineda.
Mi abuela
Paulina quería quedarse en el campo hasta que terminara la Revolución, pero
Frederick Williams la convenció de que el conflicto podía durar años y no
debíamos abandonar la posición que teníamos en Santiago; la verdad es que el
fundo con sus campesinos humildes, siestas eternas y establos llenos de caca y moscas le
parecía un destino mucho peor que el calabozo.
–La
Guerra
Civil duró cuatro años en los Estados Unidos, puede durar lo mismo aquí –dijo.
–¿Cuatro
años?
Para entonces no quedará un solo chileno vivo. Dice mi sobrino Severo que en
pocos meses ya se suman diez mil muertos en combate y más de mil asesinados por
la espalda –replicó mi abuela.
Nívea quiso
regresar con nosotros a Santiago, a pesar de que todavía llevaba a cuestas la
fatiga del doble parto, y tanto insistió que mi abuela finalmente cedió. Al
principio no le hablaba a Nívea por el asunto de la imprenta, pero la perdonó
por completo cuando vio a los mellizos. Pronto nos encontramos todos en ruta a
la capital con los mismos bultos que habíamos trasladado semanas antes, más
dos recién nacidos y menos los pájaros que murieron atorados de susto por el
camino. Llevábamos múltiples canastos con
vituallas y una jarra con el brebaje que Nívea debía tomar para prevenir
la anemia, una mezcla nauseabunda de vino añejo y sangre fresca de novillo.
Nívea había
pasado meses sin saber de su marido y, tal como nos confesó en un momento de
debilidad, empezaba a deprimirse. Nunca dudó que Severo del Valle volvería a su
lado sano y salvo de la guerra; tiene una especie de clarividencia para ver su
propio destino. Tal como siempre supo que sería su esposa, incluso cuando él
le anunció que se había casado con otra en San Francisco, igual sabe que
morirán juntos en un accidente. Se lo he oído decir muchas veces, la frase ha
pasado a ser un chiste en la familia.
Temía quedarse
en el campo porque allí sería difícil para su marido comunicarse con ella, ya
que en el despelote de la Revolución el correo solía perderse, sobre todo en
las zonas rurales.
Desde el
comienzo de su amor con Severo, cuando quedó en evidencia su desbocada
fertilidad, Nívea comprendió que si cumplía con las normas habituales de
decoro y se recluía en
su casa con cada embarazo y alumbramiento
iba a pasar el resto de su vida encerrada, entonces decidió no hacer un
misterio de la maternidad y tal como se pavoneaba con la barriga en punta como
una campesina desfachatada, ante el horror de la «buena» sociedad, igual daba a
luz sin aspavientos, se confinaba sólo por tres días –en vez de la cuarentena que el médico exigía–, y salía a todas partes, incluso a sus
mítines de sufragistas, con su séquito de criaturas y niñeras. Estas últimas
eran adolescentes reclutadas en el campo y
destinadas a servir por el resto de su existencia, a menos que quedaran
encintas o se casaran, lo cual era poco probable. Esas doncellas abnegadas
crecían, se secaban y morían en la casa, dormían en cuartos mugrientos y sin ventanas y comían las sobras de la mesa
principal; adoraban a los niños que les tocaba criar, sobre todo a los varones,
y cuando las hijas de la familia se casaban se las llevaban consigo como parte
del ajuar, para que siguieran sirviendo a la segunda generación. En un tiempo
en que todo lo referente a la maternidad se mantenía oculto, la convivencia con
Nívea me instruyó a los once años en asuntos que cualquier muchacha de mi medio
ignoraba. En el campo, cuando los animales se acoplaban o parían, obligaban a
las niñas a meternos en la casa con los postigos cerrados, porque se partía de
la base que aquellas funciones lastimaban nuestras almas sensibles y nos
plantaban ideas perversas en la cabeza. Tenían razón, porque el lujurioso
espectáculo de un potro bravo montando a una yegua, que vi por casualidad en
el fundo de mis primos, todavía me enardece la sangre. Hoy, en pleno 1910,
cuando los veinte años de diferencia de edad entre Nívea y yo han desaparecido y más que mi tía es mi amiga,
me he enterado de que los alumbramientos anuales nunca fueron un obstáculo
serio para ella; preñada o no, igual hacía cabriolas impúdicas con su marido.
En una de esas conversaciones confidenciales le pregunté por qué tuvo tantos
hijos –quince, de los cuales
hay once vivos– y me contestó
que no pudo evitarlos, ninguno de los sabios recursos de las matronas francesas le dio resultados. La salvó
del tremendo desgaste una fortaleza física indomable y el corazón liviano para
no enredarse en marañas sentimentales. criaba los hijos con el mismo método
con que se ocupaba de los asuntos domésticos: delegando. Apenas daba a luz se
vendaba apretadamente los pechos y entregaba el crío a una nodriza; en su casa
había casi tantas niñeras como niños. La facilidad para parir de Nívea, su
buena salud y su desprendimiento de sus hijos salvó su relación intima con
Severo; es fácil adivinar el apasionado cariño que los une. Me ha contado que
los libros prohibidos que estudió minuciosamente en la biblioteca de su tío le
enseñaron las fantásticas posibilidades del amor, incluso algunas muy
tranquilas para amantes limitados en su capacidad acrobática, como ha sido el
caso de ambos: él por la pierna amputada y ella por la barriga de los embarazos.
No sé cuáles son las contorsiones favoritas de esos dos, pero imagino que los
momentos de más deleite son todavía aquellos en que juegan a oscuras, sin
hacer ni el menor ruido, como si en la habitación hubiera una monja
debatiéndose entre la duermevela del chocolate con valeriana y las ganas de
pecar.
Las noticias de
la Revolución estaban estrictamente censuradas por el gobierno, pero todo se
sabía incluso antes de que ocurriera. Nos enteramos de la conspiración porque
la anunció uno de mis primos mayores, que apareció sigilosamente en la casa en
compañía de un inquilino del fundo, criado y guardaespaldas. Después de la cena
se encerró por largo rato en el escritorio con Frederick Williams y mi abuela,
mientras yo fingía leer en un rincón, pero no perdía palabra de lo que decían.
Mi primo era un muchachote rubio, apuesto, –con rizos y ojos de mujer–, impulsivo y
simpático;
se había criado en el campo y tenía buena muñeca
para domar caballos, es lo único que recuerdo de él. Explicó que unos jóvenes,
entre los cuales él se contaba, pretendían volar unos puentes para hostigar al
gobierno.
–¿A quién se le ocurrió esta idea tan
brillante? ¿Tienen un jefe? – preguntó sarcástica mi abuela.
–No hay jefe todavía, lo elegiremos cuando nos
reunamos.
–¿Cuántos son, hijo?
–Somos como cien, pero no sé cuántos vendrán.
No todos saben para qué los hemos llamado, se lo diremos después–, por razones
de seguridad, ¿entiende, tía?
–Entiendo. ¿Son todos señoritos como tú?
–quiso saber mi abuela, cada vez más alterada.
–Hay artesanos, obreros, gente de campo y
algunos de mis amigos también.
–¿Qué armas tienen? –preguntó Frederick
Williams.
–Sables, cuchillos y creo que habrá
algunas carabinas. Tendremos que conseguir pólvora, claro.
–¡Me parece un soberano
disparate! explotó mi abuela.
Intentaron
disuadirlo y él los escuchó con fingida paciencia, pero fue evidente que la
decisión estaba tomada y no era el momento para cambiar de parecer. Cuando
salió llevaba en una bolsa de cuero algunas de las armas de fuego de la
colección de Frederick Williams.
Dos días más
tarde supimos lo que aconteció en el fundo de la conspiración, a pocos
kilómetros de Santiago. Los rebeldes fueron llegando durante el día a una
casita de vaqueros donde se creían seguros, pasaron horas discutiendo, pero en
vista de que contaban con tan pocas armas y el plan hacía agua por todos
lados, decidieron postergarlo, pasar allí la noche en alegre camaradería y
dispersarse al día siguiente. No sospechaban que habían sido denunciados. A las
cuatro de la madrugada se dejaron caer encima noventa jinetes y cuarenta
infantes de las tropas del gobierno en una maniobra tan rápida y certera, que
los sitia-dos no alcanzaron a defenderse y se rindieron, convencidos de que estaban
a salvo, puesto que no habían cometido ningún crimen todavía, excepto reunirse
sin permiso. El teniente coronel a cargo del destacamento perdió la cabeza en
la pelotera del momento y ciego de cólera arrastró al primer prisionero al
frente y lo hizo despedazar a bala y bayoneta, luego escogió ocho más y los fusiló por
la espalda y así siguieron las palizas y
la matanza hasta que al clarear el día había dieciséis cuerpos destrozados. El
coronel abrió las bodegas de vino del fundo y después entregó las mujeres de
los campesinos a la tropa ebria y envalentonada por la impunidad. Incendiaron
la casa y al administrador lo torturaron tan salvajemente que debieron
fusilarlo sentado. Entretanto iban y venían las órdenes de Santiago, pero las
acciones no mellaron el ánimo de la soldadesca, sino que aumentó la fiebre de
violencia. Al día siguiente, después de muchas horas de infierno, llegaron las
instrucciones escritas de puño y letra por un general: «Que sean ejecutados inmediatamente
todos.» Así lo hicieron. Después se llevaron los cadáveres en cinco carretones
para tirarlos en una fosa común, pero fue tanto el clamor que finalmente los
entregaron a las familias.
A la hora del
crepúsculo trajeron el cuerpo de mi primo, que mi abuela había reclamado
valiéndose de su posición social y de sus influencias; venía envuelto en una
manta ensangrentada y lo metieron sigilosamente en un cuarto para acomodarlo
un poco antes de que lo vieran su madre y sus hermanas. Espiando desde la
escalera vi aparecer a un caballero con levita negra y un maletín, que se
encerró con el cadáver, mientras las criadas comentaban que se trataba de un
maestro embalsamador capaz de eliminar las huellas del fusilamiento con
maquillaje, relleno y una aguja de
colchonero. Frederick Williams y mi abuela habían
convertido el salón dorado en capilla ardiente con un altar improvisado y
cirios amarillos en altos candelabros.
Cuando al amanecer empezaron a llegar los coches con la familia y los
amigos, la casa estaba llena de flores y mi primo, limpio, bien vestido y
sin trazos de su martirio, reposaba en un magnífico ataúd de caoba con remaches de plata. Las mujeres, de luto riguroso,
estaban instaladas en una doble hilera de sillas llorando y rezando, los
hombres planeaban la venganza en el salón dorado, las empleadas servían
bocadillos como si fuera un picnic y nosotros, los niños, también vestidos de
negro, jugábamos sofocados de risa a fusilarnos mutuamente. Mi primo y varios
de sus compañeros fueron velados durante tres días en sus casas, mientras las
campanas de las iglesias repicaban sin cesar por los muchachos muertos. Las
autoridades no se atrevieron a intervenir. A pesar de la estricta censura no
quedó nadie en el país sin saber lo ocurrido, la noticia voló como un polvorín
y el horror sacudió por igual a partidarios del gobierno y revolucionarios.
El Presidente no quiso oír los detalles y declinó toda responsabilidad,
tal como había hecho con las ignominias cometidas por otros militares y por el
temible Godoy.
–Los mataron a mansalva, con
saña, como bestias. No se puede esperar otra cosa, somos un país sanguinario –apuntó Nívea, mucho más furiosa
que triste–, y procedió a
explicar que habíamos tenido cinco guerras en lo que iba del siglo; los
chilenos parecemos inofensivos y tenemos reputación de apocados, hasta
hablamos en diminutivo (porfavorcito, deme un vasito de agüita), pero a la primera
oportunidad nos convertimos en caníbales. Había que saber de dónde veníamos
para entender nuestra vena brutal, dijo; nuestros antepasados eran los más
aguerridos y crueles conquistadores españoles, los únicos que se atrevieron a
llegar a pie hasta Chile, con las armaduras calentadas al rojo por el sol del
desierto, venciendo los peores obstáculos de la naturaleza. Se mezclaron con
los araucanos, tan bravos como ellos, único pueblo del continente jamás
subyugado. Los indios se comían a los prisioneros y sus jefes, los toquis,
usaban máscaras ceremoniales hechas con las pieles secas de sus opresores,
preferentemente las de aquellos con barba y bigote, porque ellos eran lampiños,
vengándose así de los blancos, que a su vez los quemaban vivos, los sentaban en
picas, les cortaban los brazos y les
arrancaban los ojos. «¡Basta! Te prohíbo que digas esas barbaridades
delante de mi nieta», la interrumpió mi abuela.
La carnicería
de los jóvenes conspiradores fue el detonante para las batallas finales de la Guerra Civil. En los días
siguientes los revolucionarios desembarcaron un ejército de nueve mil
hombres apoyado por la artillería naval,
avanzaron hacia el puerto de Valparaíso a toda marcha y en aparente desorden
como una horda de hunos, pero había un plan clarísimo en aquel caos, porque en
pocas horas aplastaron a sus enemigos. Las reservas del gobierno perdieron tres
de cada diez hombres, el ejército revolucionario ocupó Valparaíso y desde allí
se aprontó para avanzar hacia Santiago y dominar el resto del país. Entretanto
el Presidente dirigía la guerra desde su oficina por telégrafo y teléfono, pero
los in-formes que le llegaban eran falsos y sus órdenes se perdían en la nebulosa
de las ondas radiales, pues la mayoría de las telefonistas pertenecía al bando
revolucionario. El Presidente escuchó la noticia de la derrota a la hora de la
cena. Terminó de comer impasible, luego ordenó a su familia que se refugiara en
la Legación norteamericana, tomó su bufanda, su abrigo y su sombrero y se encaminó a
pie acompañado por un amigo hacia la
Legación de Argentina, que quedaba a pocas cuadras del palacio
presidencial. Allí estaba asilado uno de los congresales opositores a su
gobierno y estuvieron a punto de cruzarse en la puerta, uno entrando derrotado y el otro saliendo triunfante.
El perseguidor se había convertido en perseguido.
Los
revolucionarios marcharon sobre la capital en medio de las aclamaciones de la
misma población que meses antes aplaudía a las tropas del gobierno; en pocas
horas los habitantes de Santiago se volcaron a la calle con cintas rojas atadas
al brazo, la mayoría a celebrar y otros a esconderse temiendo lo peor de la
soldadesca y el populacho ensoberbecido. Las nuevas autoridades hicieron un
llamado para cooperar con el orden y la paz, que la turba interpreto a su
manera. Se formaron bandas con un jefe a la cabeza que recorrieron la ciudad
con listas de las casas para saquear, cada una identificada en un mapa y con la
dirección exacta. Dijeron después que las
listas fueron hechas con maldad y
ánimo de revancha por damas de la alta sociedad. Puede ser, pero me
consta que Paulina del Valle y Nívea eran incapaces de tal bajeza, a pesar de su odio por el gobierno derrocado; al contrario,
escondieron en la casa a un par de familias perseguidas mientras se
enfriaba el furor popular y volvía la calma
aburrida del tiempo anterior a la Revolución, que todos echábamos de
menos.
El saqueo de
Santiago fue una acción metódica y hasta divertida, mirada a la distancia,
claro, adelante de la «comisión» eufemismo para designar a las bandas, iba el
jefe tocando su campanita y dando instrucciones: «aquí pueden robar, pero no
me rompan nada, niños», «aquí me guardan los documentos y después me incendian
la casa». «aquí pueden llevarse lo que quieran y romper todo no más». La
«comisión» cumplía respetuosamente las instrucciones y si los dueños se
encontraban presentes saludaban con buenos modales y luego procedían a saquear en alegre jolgorio, como chiquillos enfiestados. Abrían los
escritorios, sacaban los papeles y documentos privados que entregaban al je-fe, luego partían los muebles a hachazos, se
llevaban lo que les gustaba y finalmente
rociaban las paredes con parafina y les prendían
fuego. Desde la pieza que ocupaba en la Legación Argentina, el depuesto presidente
Balmaceda escuchó el fragor de los desórdenes callejeros y, luego de redactar
su testamento político y temiendo que su familia pagara el precio del odio, se disparó un tiro en la sien. La empleada que
le llevó la cena en la noche fue la última en verlo con vida; a las ocho
de la mañana lo encontraron sobre su cama correctamente vestido con la cabeza
sobre la almohada ensangrentada. Ese balazo lo convirtió de inmediato en mártir
y en los años venideros pasaría a ser el símbolo de la libertad y la
democracia, respetado hasta por sus más encarnizados enemigos. Como dijo mi
abuela, Chile es un país con mala memoria. En los pocos meses que duró la
Revolución murieron más chilenos que en los cuatro años de la Guerra del
Pacifico.
En medio de
aquel desorden apareció en la casa Severo del Valle, barbudo y embarrado a
buscar a su mujer, a quien no veía desde enero. Se llevó una enorme sorpresa al
encontrarla con dos hijos más, porque en el tumulto de la Revolución a ella se
le había olvidado contarle que estaba
encinta cuando él se fue. Los mellizos empezaban a esponjarse y en un
par de semanas habían adquirido un aspecto más o menos humano; ya no eran las
musarañas arrugadas y azules que fueron al nacer. Nívea saltó al cuello de su
marido y entonces me tocó presenciar por primera vez en mi vida un largo beso
en la boca. Mi abuela, ofuscada, quiso distraerme, pero no lo logró y todavía
recuerdo el tremendo efecto que tuvo en mi; aquel beso marcó el comienzo de la
volcánica transformación de la adolescencia. En pocos meses me volví una extraña, no lograba reconocer a la muchacha ensimismada
en que me estaba convirtiendo, me vi aprisionada en un cuerpo rebelde y
exigente, que crecía y se afirmaba,
sufría y palpitaba. Me parecía que yo
era sólo una extensión de mi vientre, esa caverna que imaginaba como un hueco
ensangrentado donde fermentaban humores y se desarrollaba una flora ajena y
terrible. No podía olvidar la alucinante escena de Nívea dando a luz en
cuclillas a la luz de las velas, de su enorme barriga coronada por un ombligo
protuberante, de sus delgados brazos aferrados a los cordeles que colgaban del
techo. Lloraba de pronto sin ninguna causa aparente, igual sufría pataletas de
ira incontenible o amanecía tan cansada que no podía levantarme. Los sueños de
los niños en piyamas negros retornaron con más intensidad y frecuencia; también
soñaba con un hombre suave y oloroso a mar que me envolvía en sus brazos,
despertaba aferrada a la almohada deseando con desesperación que alguien me
besara como Severo del Valle había besado a su mujer. Me volaba de calor por
fuera, y por dentro me helaba; ya no tenía paz para leer o estudiar, echaba a
correr por el jardín dando vueltas como una endemoniada para sujetar las ganas
de aullar, me introducía vestida a la laguna pisoteando nenúfares y asustando
a los peces rojos, orgullo de mi abuela. Pronto descubrí los puntos más
sensibles de mi cuerpo y me acariciaba escondida, sin comprender por qué aquello
que debía ser pecado, me calmaba. Me estoy volviendo loca, como tantas
muchachas que acaban histéricas, concluí aterrada, pero no me atreví a hablarlo
con mi abuela. Paulina del Valle también estaba cambiando, mientras mi cuerpo
florecía el suyo se secaba agobiado por males misteriosos que no discutía con
nadie, ni siquiera con el médico, fiel a su teoría de que bastaba andar derecha y no hacer ruidos de anciana para mantener
a raya a la decrepitud. La gordura le pesaba, tenía varices en las piernas, le
dolían los huesos, le faltaba el aire y se orinaba a gotitas, miserias que
adivine por pequeñas señales, pero que ella mantenía en estricto secreto. La
señorita Matilde Pineda me habría ayudado mucho en el trance de la
adolescencia, pero había desaparecido por completo de mi vida, expulsada por mi
abuela. Nívea también partió con su marido, sus hijos y niñeras, tan despreocupada y alegre como
llegó, dejando un vacío tremendo en la casa. Sobraban piezas y faltaba ruido; sin ella y los niños la
mansión de mi abuela se convirtió en un mausoleo.
Santiago
celebró el derrocamiento del gobierno con una seguidilla interminable de
desfiles, fiestas, cotillones y banquetes; mi abuela no se quedó atrás, volvió
a abrir la casa y trató de reanudar su vida
social y sus tertulias, pero había un
aire agobiante que el mes de septiembre, con su espléndida primavera, no logró
cambiar. Los millares de muertos, las traiciones y los saqueos pesaban por
igual en el alma de vencedores y vencidos. Estábamos avergonzados: la Guerra
Civil había sido una orgía de sangre.
Esa fue una
extraña época en mi vida, me cambió el cuerpo, se me expandió el alma y empecé a preguntarme en serio quién era yo
y de dónde provenía. El detonante fue la llegada de Matías Rodríguez de
Santa Cruz, mi padre, aunque yo no sabía aún que lo era. Lo recibí como al tío
Matías a quien había conocido años antes en Europa. Ya entonces me pareció
frágil, pero al verlo de nuevo no lo reconocí, era apenas un ave desnutrida en
su sillón de inválido. Lo trajo una hermosa mujer madura, opulenta, de piel
lechosa, vestida con un sencillo traje de popelina color mostaza y un chal
descolorido en los hombros, cuyo rasgo más notable era una mata indómita de
cabellos crespos, enmarañados y grises, tomados en la nuca con una delgada
cinta. Parecía una antigua reina escandinava
en exilio, nada costaba imaginarla en la popa de un barco vikingo
navegando entre témpanos.
Paulina del
Valle recibió un telegrama anunciando que su hijo mayor desembarcaría en
Valparaíso y se puso de inmediato en acción para trasladarse al puerto conmigo,
el tío Frederick y el resto del cortejo habitual.
Partimos a recibirlo en un vagón especial que el gerente inglés de los
ferrocarriles puso a nuestra disposición. Estaba forrado en lustrosa madera con remaches de bronce pulido y asientos
de terciopelo color sangre de toro, atendido por dos empleados de
uniforme que nos atendieron como si fuéramos realeza. Nos instalamos en un
hotel frente al mar y aguardamos al barco, que debía llegar al día siguiente.
Nos presentamos al muelle tan elegantes como para asistir a una boda; puedo
asegurarlo con esta soltura porque tengo en mi poder una fotografía tomada en
la plaza poco antes de que atracara el barco. Paulina del Valle viste de seda
clara con muchos volantes, drapeados y collares de perlas, lleva un sombrero
monumental de alas anchas coronado por un montón de plumas que le caen en
cascada hacia la frente y un quitasol abierto para protegerse de la luz. Su
marido, Frederick Williams, luce traje negro, sombrero de copa y bastón; yo
estoy toda de blanco con una cinta de organdí en la cabeza, como un paquete de
cumpleaños. Tendieron la pasarela del buque y el capitán en persona nos invitó
a subir a bordo y nos escoltó con grandes ceremonias hacia el camarote de don
Matías Rodríguez de Santa Cruz.
Lo último que
mi abuela esperaba era encontrarse a bocajarro con Amanda Lowell. La sorpresa
al verla casi la mata de disgusto; la presencia de su antigua rival la
impresionó mucho más que el aspecto lamentable de su hijo. Por supuesto que en
aquella época yo no tenía suficiente información para interpretar la reacción
de mi abuela, creí que le había dado un soponcio de calor. Al flemático
Frederick Williams, en cambio, no se le movió ni un pelo al ver a la Lowell, la
saludó con un gesto breve, pero amable, y luego se concentró en acomodar a mi
abuela en un sillón y darle agua, mientras Matías observaba la escena más bien
divertido.
–¡Qué hace esta mujer aquí! –balbuceó mi
abuela cuando logró respirar.
–Supongo que ustedes desean conversar en
familia, iré a tomar aire –dijo la reina vikinga y salió con la dignidad
intacta.
–La señorita Lowell es mi amiga, digamos que
es mi única amiga, madre. Me ha acompañado hasta aquí, sin ella yo no habría
podido viajar. Fue ella quien insistió en mi regreso a Chile, considera que es
mejor para mí morir en familia que tirado en un hospital de París –dijo Matías
en un español enrevesado y con un extraño acento franco–sajón.
Entonces
Paulina del Valle lo miró por primera vez y se dio cuenta de que de su
hijo quedaba sólo un esqueleto cubierto por un pellejo de culebra, tenía los
ojos vidriosos hundidos en las órbitas y las mejillas tan delgadas que se
adivinaban las muelas bajo la piel. Estaba echado en un sillón, sostenido por
cojines, con las piernas cubiertas por un chal. parecía un viejito
desconcertado y triste, aunque en realidad debe haber tenido apenas cuarenta
años.
–Dios mío, Matías, ¿qué te pasa? –preguntó mi
abuela horrorizada.
–Nada que se pueda curar, madre. Comprenderá
que debo tener razones muy poderosas para regresar aquí.
–Esa mujer...
–Conozco toda la historia de Amanda Lowell con
mi padre; sucedió hace treinta años al otro lado del mundo. ¿No puede olvidar
su despecho? Ya todos estamos en edad de tirar por la borda los sentimientos
que no sirven para nada y quedarnos sólo con aquellos que nos ayudan a vivir.
La tolerancia es uno de ellos, madre. Le debo mucho a la señorita Lowell, ha
sido mi compañera desde hace más de quince años...
–¿Compañera? ¿Qué significa eso?
–Lo que oye: compañera. No es mi enfermera, ni
mi mujer, ni es ya mi amante. Me acompaña en los viajes, en la vida y ahora,
como puede verlo, me acompaña en la muerte.
–¡No hables de ese modo! No te vas a morir,
hijo, aquí te cuidaremos como corresponde y pronto andarás bueno y sano... –aseguró Paulina del
Valle, pero se le quebró la voz y no pudo seguir.
Habían
transcurrido tres décadas desde que mi abuelo Feliciano Rodríguez de Santa
Cruz tuvo amores con Amanda Lowell y mi abuela la había visto sólo un par de
veces –y de lejos-, pero la reconoció al instante. No en vano había dormido
cada noche en la cama teatral que en-cargó a Florencia para desafiarla, eso
debe haberle recordado a cada rato la rabia
que había sentido por la escandalosa querida de su marido. Cuando surgió ante sus ojos esa mujer envejecida y
sin vanidad, que en nada se parecía a la estupenda potranca que lograba
detener el tráfico de San Francisco cuando pasaba por la calle meneando el
trasero, Paulina no la vio como quien era, sino como la peligrosa rival que
había sido antes. La rabia contra Amanda Lowell había permanecido adormecida
aguardando la hora de aflorar, pero ante las palabras de su hijo la buscó por
los rincones de su alma y no pudo hallarla. En cambio encontró el instinto
maternal, que en ella nunca había sido un rasgo importante, y que ahora la
invadía con una absoluta e insoportable compasión. La compasión no alcanzaba
sólo para el hijo moribundo, sino también para la mujer que lo había
acompañado durante años, lo había querido con lealtad, lo había cuidado en la
desgracia de la enfermedad y ahora cruzaba el mundo para traérselo en la
hora de la muerte. Paulina del Valle se quedó en su sillón con la vista fija
en su pobre hijo, mientras las lágrimas le rodaban silenciosas por las
mejillas, súbitamente empequeñecida, anciana y frágil, mientras yo le daba golpecitos
de consuelo en la espalda sin entender mucho lo que estaba pasando. Frederick
Williams debe haber conocido muy bien a mi abuela, porque salió sin bulla, fue
a buscar a Amanda Lowell y la condujo de vuelta al saloncito.
–Perdóneme, señorita Lowell –murmuró mi abuela desde su sillón.
–Perdóneme usted, señora –replicó la otra acercándose con
timidez hasta quedar frente a Paulina del Valle.
Se tomaron de las
manos, una de pie y la otra sentada, las dos con los ojos aguados de lágrimas,
por un rato que me pareció eterno, hasta que de pronto noté que los hombros de
mi abuela se estremecían y me di cuenta de que se estaba riendo bajito. La otra
también sonreía, primero tapándose la boca, desconcertada, y luego, al ver
reír a su rival, soltó una carcajada alegre que se enredó en la de mi abuela y
así, en pocos instantes estaban las dos dobladas de risa, contagiándose mutuamente
de una alegría desenfrenada e histérica, barriendo a risotada limpia los años
de celos inútiles, los rencores hechos añicos, el engaño del marido y otros
abominables recuerdos.
La casa de la
calle Ejército Libertador albergó a mucha gente en los años turbulentos de la
Revolución, pero nada fue tan complicado y excitante para mi como la llegada
de mi padre a esperar la muerte. La situación política se había tranquilizado
después de la Guerra Civil, que terminó con muchos años de gobiernos liberales.
Los revolucionarios obtuvieron los cambios por los cuales tanta sangre había
corrido: antes el gobierno imponía su candidato mediante el soborno y la
intimidación, con apoyo de las autoridades civiles y militares; ahora el
cohecho lo hacían los patrones, los curas y los partidos por igual; el sistema
era más justo, porque el de un lado se compensaba con el del otro y no se
pagaba la corrupción con fondos públicos. A esto se le llamó libertad
electoral. Los revolucionarios implantaron también un régimen parlamentario
como el de Gran Bretaña, que no habría de durar demasiado. «Somos los ingleses
de América», dijo una vez mi abuela y Nívea replicó de inmediato que los
ingleses eran los chilenos de Europa. En todo caso, el experimento
parlamentario no podía durar en una tierra de caudillos; los ministros
cambiaban tan a menudo que resultaba imposible seguirles la pista; al final el
baile de San Vito de la política perdió interés para todos en nuestra familia,
menos para Nívea, quien para llamar la atención sobre el sufragio femenino
solía encadenarse a las rejas del Congreso con dos o tres damas tan entusiastas
como ella, ante la burla de los transeúntes, la furia de la policía y el
bochorno de los maridos.
–Cuando las mujeres puedan votar, lo
harán al unísono. Tendremos tanta fuerza que podremos inclinar la balanza del
poder y cambiar este país –decía.
–Te equivocas, Nívea, votaran por quien les
ordene el marido o el cura, las mujeres son mucho más tontas de lo que te
imaginas. Por otra parte, algunas de nosotras reinamos tras el trono, ya ves cómo
derrocamos al gobierno anterior. Yo no necesito el sufragio para hacer lo que
me dé la gana –rebatía mi abuela.
–Porque usted tiene fortuna y
educación, tía. ¿Cuántas hay como usted? Debemos luchar por el voto, es lo
primero.
–Has perdido la cabeza, Nívea.
–No todavía, tía, no todavía...
Instalaron a mi
padre en el primer piso en uno de los salones convertido en dormitorio, porque
no podía subir la escalera, y le asignaron una empleada de punto fijo, como su
sombra, para que lo atendiera día y noche. El médico de la familia ofreció un
diagnóstico poético, «turbulencia inveterada de la sangre», dijo a mi abuela,
porque prefirió no confrontarla con la verdad, pero supongo que para el resto
del mundo fue evidente que a mi padre lo consumía un mal venéreo. Estaba en la
última etapa, cuando ya no había cataplasmas, emplastos ni sublimado corrosivo
capaz de ayudarlo, la etapa que él se había propuesto evitar a cualquier costa;
pero debió sufrirla porque no le alcanzó el coraje para suicidarse antes, como había
planeado por años. Apenas podía moverse por el dolor en los huesos; no podía
caminar y el pensamiento le flaqueaba. Algunos días permanecía enredado en las
pesadillas sin despertar del todo, murmurando historias incomprensibles, pero
tenía momentos de gran lucidez y cuando la morfina atenuaba su congoja podía
reír-se y recordar. Entonces me llamaba para que me instalara a su lado. Pasaba
el día en un sillón frente a la ventana mirando el jardín, sostenido por
almohadones y rodeado de libros, periódicos
y bandejas con remedios. La empleada se sentaba
a tejer a corta distancia, siempre atenta a sus necesidades, silenciosa y hosca
como un enemigo, la única que él toleraba a su lado porque no lo trataba con
lástima. Mi abuela había procurado que su hijo estuviera en un ambiente alegre,
había instalado cortinas de chintz y papel mural en tonos de amarillo, mantenía
ramos de flores recién cortadas del jardín sobre las mesas y había contratado
un cuarteto de cuerdas que acudía varias veces por semana a tocar sus melodías
clásicas favoritas, pero nada lograba disimular el olor a medicamentos y la
certeza de que en esa habitación alguien se estaba pudriendo. Al principio ese cadáver viviente me daba
repugnancia, pero cuando logré vencer el susto y, obligada por mi abuela,
comencé a visitarlo, mi existencia cambió.
Matías
Rodríguez de Santa Cruz llegó a la casa justamente cuando yo despertaba a la adolescencia y me dio lo que más
necesitaba: memoria. En uno de sus
episodios inteligentes, cuando estaba bajo el consuelo de las drogas,
anunció que era mi padre y la revelación fue tan casual que no alcanzó a
sorprenderme.
–Lynn Sommers, tu madre, fue la mujer más
bella que he visto. Me alegra que no hayas heredado su hermosura –dijo.
–¿Por qué, tío?
–No me digas tío, Aurora. Soy tu padre. La
belleza suele ser una maldición porque despierta las peores pasiones en los
hombres. Una mujer demasiado bella no puede escapar del deseo que provoca.
–Cierto que usted es mi padre?
–Cierto.
–¡Vaya! Yo suponía que mi padre era el tío
Severo.
Severo debió
haber sido tu padre, es mucho mejor hombre que yo. Tu madre merecía un marido
como él. Yo siempre fui un tarambana, por eso estoy como me ves, convertido en
un espantapájaros. En todo ca-so, él puede contarte sobre ella mucho mas que yo
–me explicó.
–Mi madre lo quería a usted?
–Si, pero yo no supe qué hacer con ese amor y
salí escapando. Estas muy joven para entender estas cosas, hija. Basta saber
que tu madre era maravillosa y es una lástima que haya muerto tan joven.
Yo estaba de
acuerdo, me hubiera gustado conocer a mi madre, pero más curiosidad tenía por otros personajes de mi primera infancia que se
me aparecían en sueños o en vagas remembranzas imposibles de precisar. En las
conversaciones con mi padre fue apareciendo la silueta de mi abuelo Tao–Chien,
a quien Matías sólo vio una vez. Basto que mencionara su nombre completo y me dijera que era un chino alto y
guapo,
para que mis recuerdos se desencadenaran gota a gota, como lluvia. Al ponerle
nombre a esa figura invisible que me acompañaba siempre, mi abuelo dejó de ser
una invención de mi fantasía para convertirse en un fantasma tan real como una
persona de carne y hueso. Sentí un alivio inmenso al comprobar que ese hombre
suave con olor a mar que yo imaginaba, no sólo existió, sino que me había amado
y si desapareció de súbito no fue por ganas de abandonarme.
–Entiendo que Tao–Chien murió –me aclaró mi
padre.
–¿Como murió?
–Me parece que fue un accidente, pero no estoy
seguro.
–¿Y qué pasó con mi abuela Eliza Sommers?
–Se
fue
a la China. Creyó que tú estarías mejor con mi familia y no se equivocó. Mi
madre siempre quiso tener una hija y te ha criado con mucho más cariño del que
nos dio a mis hermanos y a mi –me aseguró.
–¿Qué
quiere
decir Lai–Ming?
–No
tengo
idea, ¿por qué?
–Porque
a
veces me parece que oigo esa palabra...
Matías tenía
los huesos deshechos por la enfermedad, se cansaba rápidamente y no era fácil
sonsacarle información; solía perderse en eternas divagaciones que nada tenían
que ver con lo que me interesaba, pero poco a poco fui pegando los parches del
pasado, puntada a puntada, siempre a espaldas de mi abuela, quien agradecía que
yo visitara al enfermo porque a ella no le alcanzaba el ánimo para hacerlo;
entraba a la habitación de su hijo un par de veces al día, le daba un beso
rápido en la frente y salía a tropezones con los ojos llenos de lágrimas. Nunca
preguntó de qué hablábamos y, por supuesto, no se lo dije. Tampoco me atreví a
mencionar el tema delante de Severo y Nívea del Valle; temía que la menor
indiscreción de mi parte pondría punto final a las pláticas con mi padre. Sin
habernos puesto de acuerdo, ambos sabíamos que nuestras conversaciones debían
permanecer en secreto; eso nos unió en una extraña complicidad. No puedo decir
que llegué a querer a mi padre, porque no hubo tiempo para ello, pero en los
breves meses que alcanzamos a convivir me puso un tesoro en las manos al darme
detalles de mi historia, sobre todo de mi madre, Lynn Sommers. Me repitió
muchas veces que yo llevaba sangre legitima de los Del Valle, eso parecía ser
muy importante para él. Después supe que por sugerencia de Frederick Williams,
quien ejercía gran influencia sobre cada uno de los miembros de esa casa, me
legó en vida la parte que le correspondía de la herencia familiar, a salvo en
varias cuentas bancarias y acciones de la Bolsa, ante la frustración de un
sacerdote que lo visitaba a diario con la esperanza de obtener algo para la
iglesia. Se trataba de un hombre gruñón y con olor a santidad –no se había bañado ni cambiado la sotana en años– famoso por su intolerancia
religiosa y su talento para husmear a los moribundos con plata y convencerlos
de que destinaran sus fortunas a obras de caridad. Las familias pudientes lo
veían aparecer con verdadero terror, porque anunciaba la muerte, pero nadie se
atrevía a darle con la puerta en las narices. Cuando mi padre comprendió que
estaba llegando al final llamó a Severo del Valle, con el cual prácticamente no
se hablaban, para ponerse de acuerdo sobre mí. Trajeron un notario público a
la casa y ambos firmaron un documento en el cual Severo renunció a la
paternidad y Matías Rodríguez de Santa Cruz me reconoció como su hija. Así me
protegió de los otros dos hijos de Paulina, sus hermanos menores, quienes a la
muerte de mi abuela, nueve años más tarde, se apoderaron de todo lo que
pudieron.
Mi abuela se
aferró a Amanda Lowell con un afecto supersticioso, creía que mientras
estuviera cerca, Matías viviría. Paulina no intimaba con nadie, salvo conmigo a
veces, consideraba que la mayor parte de la gente es bruta sin remedio y lo
decía a quien quisiera oírlo, lo cual no era el mejor método para ganar amigos,
pero esa cortesana escocesa logró traspasar la armadura con que mi abuela se
protegía. No podía concebirse dos mujeres más diferentes, la Lowell nada
ambicionaba, vivía al día, desapegada, libre, sin miedo; no temía la pobreza,
la soledad o la decrepitud, todo lo aceptaba de buen talante, la existencia era
para ella un viaje divertido que conducía inevitablemente a la vejez y la muerte;
no había razón para acumular bienes, puesto que de todos modos a la tumba se
iba en cueros, sostenía. Atrás había quedado la joven seductora que tantos
amores sembró en San Francisco, atrás la bella que conquistó París; ahora era
una mujer en la cincuentena de su existencia, sin ninguna coquetería ni
remordimientos.
Mi abuela no se
cansaba de oírla contar su pasado, hablar de la gente famosa que había conocido
y hojear los álbumes de recortes de prensa y
fotografías,
en varias de las cuales aparecía joven, radiante y
con
una boa constrictor enrollada en el cuerpo. «La infeliz murió de mareo en un
viaje; las culebras no son buenas viajeras», nos contó. Por su cultura
cosmopolita y su atractivo –capaz
de
derrotar sin proponérselo a mujeres mucho mas jóvenes y hermosas– se convirtió en el alma de
las tertulias de mi abuela, amenizándolas en su pésimo español y su francés
con acento de Escocia. No había tema que no pudiera discutir, libro que no
hubiese leído, ciudad importante de Europa que no conociera. Mi padre, que la
quería y le debía mucho, decía que era una diletante, sabía un poquito de todo
y mucho de nada, pero le sobraba imaginación para suplir lo que le faltaba en
conocimiento o experiencia. Para Amanda Lowell no había ciudad más galante que
París ni sociedad más pretenciosa que la francesa, única donde el socialismo
con su desastrosa falta de elegancia no tenía ni la menor oportunidad de
triunfar. En eso Paulina del Valle coincidía plenamente. Las dos mujeres
descubrieron que no sólo se reían de las mismas tonterías, incluso de la cama
mitológica; también estaban de acuerdo en casi todos los asuntos fundamentales.
Un día en que tomaban el té ante una mesita de mármol en la galería de hierro
forjado y cristal, las dos lamentaron no haberse conocido antes. Con o sin
Feliciano y Matías de por medio, habrían sido muy buenas amigas, decidieron.
Paulina hizo lo posible por retenerla en su casa, la colmó de regalos y la
presentó en sociedad como si fuera una emperatriz, pero la otra era un pájaro
incapaz de vivir en cautiverio. Se quedó por
un par de meses, pero finalmente le confesó en privado a mi abuela que
no tenía corazón para presenciar el deterioro de Matías y, con toda franqueza,
Santiago le parecía una ciudad provinciana, a pesar del lujo y la ostentación de la clase alta, comparable a la
de la nobleza europea. Se aburría; su lugar se hallaba en Paris, donde
había transcurrido lo mejor de su existencia. Mi abuela quiso despedirla con un
baile que hiciera historia en Santiago, al cual asistiría lo más granado de la
sociedad, porque nadie se atrevería a rechazar una invitación suya, a pesar de
los rumores que circulaban sobre el pasado brumoso de su huésped, pero Amanda
Lowell la convenció de que Matías estaba demasiado enfermo y una fiesta en tales
circunstancias sería de pésimo gusto; además, no tenía qué ponerse para una
ocasión así. Paulina le ofreció sus vestidos con la mejor intención, sin
imaginar cuánto ofendía a la Lowell al insinuar que ambas tenían la misma
talla.
Tres semanas
después de la partida de Amanda Lowell, la empleada que cuidaba a mi padre dio
la voz de alarma. Llamaron de inmediato al médico; en un dos por tres se llenó
la casa de gente, desfilaron amigos de mi abuela, gente del gobierno,
familiares, un sinnúmero de frailes y monjas, incluso el desarrapado sacerdote
cazador de fortunas, quien ahora rondaba a
mi abuela con la esperanza de que el dolor de perder a su hijo la
despachara pronto a mejor vida. Paulina, sin embargo, no pensaba dejar este
mundo, se había resignado hacía tiempo a la tragedia de su hijo mayor y creo
que vio llegar el final con alivio, porque ser testigo de ese lento calvario
resultaba mucho peor que enterrarlo. No me permitieron ver a mi padre porque se
suponía que la agonía no era un espectáculo apropiado para niñas y yo ya había
padecido suficiente angustia con el asesinato de mi primo y otras violencias
recientes; pero logré despedirme brevemente de él gracias a Frederick Williams,
quien me abrió la puerta en un momento en que no había nadie más por los
alrededores. Me condujo de la mano hasta la cama donde yacía Matías Rodríguez de Santa Cruz, del cual ya nada tangible
quedaba, apenas un atado de huesos translúcidos sepultado entre
almohadones y sábanas bordadas. todavía
respiraba, pero su alma ya andaba viajando por otras dimensiones.
«Adiós, papá», le dije. Era la primera vez que lo llamaba así. Agonizó durante
dos días más y al amanecer del tercero se murió como un pollito.
Tenía trece
años cuando Severo del Valle me regaló una cámara fotográfica moderna que usaba
papel en vez de las placas antiguas y que debe
haber sido de las primeras llegadas a Chile. Mi padre había muerto hacía
poco y las pesadillas me atormentaban tanto que no quería acostarme y por las noches deambulaba como un
espectro despistado por la casa, seguida de
cerca por el pobre Caramelo, que siempre fue un perro tonto y flojo, hasta que mi abuela Paulina se
compadecía y nos aceptaba en su inmensa cama dorada. Llenaba la mitad con
su cuerpo grande, tibio, perfumado, y yo me acurrucaba en el rincón
opuesto, temblando de miedo, con Caramelo a los pies. «Qué voy a hacer con ustedes dos?»,
suspiraba mi abuela medio dormida. Era una pregunta retórica, porque ni el
perro ni yo teníamos futuro, existía consenso general en la familia de que yo
«iba a terminar mal».
Para entonces
se había graduado la primera mujer médico en Chile y otras habían entrado a la
universidad. Eso le dio a Nívea la idea de que yo podía hacer otro tanto,
aunque sólo fuera para desafiar a la familia y la sociedad, pero era evidente
que yo no tenía la menor aptitud para estudiar. Entonces apareció Severo del
Valle con la cámara y me la puso en la falda. Era una hermosa Kodak,
preciosista en los detalles de cada tornillo, elegante, suave, perfecta, hecha
para manos de artista. Todavía la uso; no falla jamás. Ninguna muchacha de mi
edad tenía un juguete así. La tomé con reverencia y me quedé mirándola sin
tener idea cómo se usaba. «A ver si puedes fotografiar las tinieblas de tus pesadillas»,
me dijo Severo del Valle en broma, sin sospechar que ése sería mi único
propósito durante meses y en el empeño de dilucidar esa pesadilla acabaría
enamorada del mundo. Mi abuela me llevó a la Plaza de Armas, al estudio de don
Juan Ribero, el mejor fotógrafo de Santiago, un hombre seco como pan duro en
apariencia, pero generoso y sentimental por dentro.
–Aquí
le
traigo a mi nieta de aprendiz –dijo mi abuela,
colocando sobre el escritorio del artista un cheque, mientras yo me aferraba a
su vestido con una mano y con la otra abrazaba mi flamante cámara.
Don Juan
Ribero, quien medía medía cabeza menos y pesaba la mitad que mi abuela, se
acomodó los anteojos sobre la nariz, leyó cuidadosamente la cifra escrita en el
cheque y luego se lo devolvió, mirándola de pies a cabeza con un desprecio infinito.
–La
cantidad
no es problema... Fije usted el precio –vaciló mi abuela.
–No
es
cuestión de precio, sino de talento, señora –replicó guiando a Paulina del Valle hacia la puerta.
En ese rato yo
había tenido oportunidad de echar un vistazo alrededor. Su trabajo cubría las
paredes: cientos de retratos de gente de todas las edades. Ribero era el
favorito de la clase alta, el fotógrafo de las páginas sociales, pero quienes
me miraban desde la paredes de su estudio no eran empingorotados pelucones ni
bellas debutantes, sino indios, mineros, pescadores, lavanderas, niños pobres,
ancianos, muchas mujeres como aquellas que mi abuela socorría con sus
préstamos del Club de Damas. Allí estaba representado el rostro multifacético y
atormentado de Chile. Esas caras en los retratos me sacudieron por dentro,
quise conocer la historia de cada una de esas personas y sentí una opresión en
el pecho, como un puñetazo, y unos deseos incontenibles de echarme a llorar;
pero me tragué la emoción y seguí a mi abuela con la cabeza alta. En el coche
trató de consolarme: no debía preocuparme, dijo, conseguiríamos otra persona
que me enseñara a usar la cámara, fotógrafos había para dar y regalar; qué se
había imaginado ese roto mal nacido,
hablarle en ese tono arrogante a ella, nada menos que a Paulina del
Valle. Y continuó perorando, pero yo no la oía porque había decidido que sólo
don Juan Ribero sería mi maestro. Al día siguiente salí de la casa antes que mi
abuela se levantara, indiqué al cochero que me llevara al estudio y me instalé
en la calle dispuesta a esperar para siempre. Don Juan Ribero llegó a eso de
las once de la mañana, me encontró ante su puerta y me ordenó volver a mi
casa. Yo era tímida entonces –aún lo soy– y muy orgullosa,
no estaba acostumbrada a pedir porque desde que nací me mimaron como a una
reina, pero mi determinación debe haber sido muy fuerte. No me moví de la
puerta. Un par de horas mas tarde salió el fotógrafo, me echó una mirada
furiosa y echó a andar calle abajo. Cuando regresó de su almuerzo me encontró
todavía allí clavada, con mi cámara apretada contra el pecho. «Está bien»,
murmuró, vencido, «pero le advierto jovencita, que no tendré ninguna consideración
especial con usted. aquí se viene a obedecer callada y aprender rápido,
¿entendido?». Asentí con la cabeza, porque no me salió la voz.
Mi abuela,
acostumbrada a negociar, aceptó mi pasión por la fotografía siempre que yo
invirtiera el mismo número de horas en los ramos escolares habituales en los
colegios de hombres, incluso latín y teología, porque según ella no era
capacidad mental lo que me faltaba, sino rigor.
–¿Por qué no me manda a una
escuela pública? –le pedí,
entusiasmada por los rumores sobre la educación laica para niñas, que producía
espanto entre mis tías.
–Eso es para gente de otra clase,
jamás lo permitiré –determinó
mi
abuela.
De modo que
nuevamente desfilaron preceptores por la casa, varios de los cuales eran
sacerdotes dispuestos a instruirme a cambio de las suculentas dádivas de mi
abuela a sus congregaciones. Tuve suerte; en general me trataron con
indulgencia, porque no esperaban que mi cerebro aprendiera como el de un
varón. Don Juan Ribero, en cambio, me exigía mucho más porque sostenía que una
mujer debe esforzarse mil veces más que un hombre para obtener respeto intelectual
o artístico. El me enseñó todo lo que sé de fotografía, desde la elección de un
lente hasta el laborioso proceso del revelado; nunca he tenido otro maestro.
Cuando dejé su estudio dos años más tarde, éramos amigos. Ahora tiene setenta y cuatro años y desde hace
varios no trabaja, porque está ciego, pero todavía guía mis vacilantes pasos y
me ayuda. Seriedad es su lema. La vida lo apasiona y la ceguera no ha sido
impedimento para seguir mirando el mundo. Ha desarrollado una forma de
clarividencia. Tal como otros ciegos tienen gente que les lee, él tiene gente
que observa y le cuenta. Sus alumnos, sus
amigos y sus hijos lo visitan a diario y se turnan para describirle lo que han
contemplado: un paisaje, una escena, un rostro, un efecto de luz. Deben
aprender a observar con mucho cuidado para soportar el exhaustivo
interrogatorio de don Juan Ribero; así sus vidas cambian; ya no pueden andar
por el mundo con la levedad habitual, porque deben ver con los ojos del
maestro. Yo también lo visito a menudo. Me recibe en la penumbra eterna de su
apartamento en la calle Monjitas, sentado en su sillón frente a la ventana,
con su gato sobre las rodillas, siempre hospitalario y sabio. Lo mantengo
informado sobre los adelantos técnicos en el ámbito de la fotografía, le
describo en detalle cada imagen de los libros que encargo a Nueva York y Paris,
le consulto mis dudas. Está al día de todo lo que ocurre en esta profesión, se
apasiona con las diferentes tendencias y teorías, conoce de nombre a los
maestros destacados en Europa y los Estados Unidos. Siempre se opuso ferozmente
a las poses artificiales, a las es-cenas arregladas en estudio, a las
impresiones chapuceras hechas con varios
negativos sobrepuestos, tan de moda hace algunos años. Cree en la
fotografía como testimonio personal: una manera de ver el mundo y que esa
manera debe ser honesta, usando la tecnología como medio para plasmar la
realidad, no para distorsionarla. Cuando pasé por una fase en que me dio por
fotografiar muchachas en enormes recipientes de
vidrio, me preguntó para qué, con tal desprecio, que no continué por ese
camino; pero cuando le describí el retrato que tomé de una familia de artistas
de un circo pobre, desnudos y vulnerables, se interesó al punto. Había tomado
varias fotos de esa familia posando ante un aporreado carromato que le servía
de transporte y de vivienda, cuando salió del vehículo una niñita de cuatro o
cinco años, totalmente desnuda. Entonces se me ocurrió pedirles que se quitaran
la ropa. Lo hicieron sin malicia y posaron
con la misma intensa concentración con que lo habían hecho cuando
estaban vestidos. Es una de mis mejores fotografías, una de las pocas que ha
ganado premios. Pronto fue evidente que me atraían más las personas que los
objetos o los paisajes. Al hacer un retrato se establece una relación con el
modelo que si bien es muy breve, siempre es una conexión. La placa revela no
sólo la imagen, también los sentimientos que
fluyen entre ambos. A don Juan Ribero le gustaban mis retratos, muy
diferentes a los suyos. «Usted siente empatía por sus modelos, Aurora, no trata
de dominarlos sino de comprenderlos, por eso logra exponer su alma», decía. Me
incitaba a dejar las paredes seguras del estudio y salir a la calle,
desplazarme con la cámara, mirar con los ojos bien abiertos, sobreponerme a mi
timidez, perder el miedo, acercarme a la gente. Me di cuenta de que en general
me recibían bien y posaban con toda seriedad, a pesar de que yo era una mocosa:
la cámara inspiraba respeto y confianza, la gente se abría, se entregaba.
Estaba limitada por mi corta edad; hasta muchos años más tarde no podría viajar
por el país, introducirme en las minas, las huelgas, los hospitales, las
casuchas de los pobres, las míseras escuelitas, las pensiones de cuatro pesos,
las plazas empolvadas donde languidecían los jubilados, los campos y las aldeas
de pescadores. «La luz es el
lenguaje de la fotografía, el alma del mundo. No existe luz sin sombra, tal
como no existe dicha sin dolor», me dijo don Juan Ribero hace diecisiete años, en la clase que me dio ese primer día en su
estudio de la Plaza de Armas. No se me ha olvidado. Pero no debo
adelantarme. Me he propuesto contar esta historia paso a paso, palabra a
palabra, como debe ser.
Mientras yo
andaba entusiasmada con la fotografía y desconcertada por los cambios en mi
cuerpo, que iba adquiriendo proporciones inusitadas, mi abuela Paulina no
perdía el tiempo en contemplarse el ombligo, sino que discurría nuevos negocios
en su cerebro de fenicio. Eso la ayudó a reponerse de la pérdida de su hijo
Matías y le dio ínfulas a una edad en que otros tienen un pie en la tumba.
Rejuveneció, se le iluminó la mira-da y se le agilizó
el paso, pronto se quitó el luto y mandó a su
marido a Europa en una misión muy secreta. El fiel Frederick Williams estuvo
siete meses ausente y regresó cargado
de regalos para ella y para mi, además
de buen tabaco para él, el único vicio que le conocíamos. En su equipaje venían
de contrabando miles de palitos secos de unos quince centímetros de largo, de
apariencia inservible, pero que resultaron ser cepas de las viñas de Burdeos,
que mi abuela pretendía plantar en suelo chileno para producir un vino
decente. «Vamos a competir con los vi-nos franceses», le explicó a su marido
antes del viaje. Fue inútil que Frederick Williams le rebatiera que los
franceses nos llevan siglos de ventaja, que las condiciones allá son
paradisíacas, en cambio Chile es un país de catástrofes atmosféricas y políticas, y que un proyecto
de tal envergadura tomaría años de trabajo.
–Ni usted ni yo estamos en edad para esperar los
resultados de este experimento –Sugirió
con
un suspiro.
–Con ese criterio no llegamos a
ninguna parte, Frederick. ¿Sabe cuántas generaciones de artesanos se requerían
para construir una catedral?
–Paulina, no nos interesan las catedrales.
Cualquier día de éstos nos caemos muertos.
–Pues este no sería el siglo de la ciencia y
la tecnología si cada inventor pensara en su propia mortalidad, ¿no le parece?
Quiero formar una dinastía y que el nombre Del Valle perdure en el mundo,
aunque sea al fondo del vaso de cuanto borracho compre mi vino –replicó mi
abuela.
De modo que el
inglés partió resignado en aquel safari a Francia, mientras Paulina del Valle
amarraba los hilos de la empresa en Chile. Las primeras viñas chilenas habían sido
plantadas por los misioneros en tiempos de la colonia para producir un vino del
país que resultó bastante bueno, tan bueno
en realidad, que España lo prohibió para evitar que compitiera con los
de la madre patria. Después de la independencia la industria del vino se
expandió. Paulina no era la única con la idea de producir vinos de calidad,
pero mientras los demás compraban tierras en los alrededores de Santiago por
comodidad, para no tener que desplazarse a más de un día de camino, ella buscó
terrenos más lejanos, no sólo porque eran
más baratos, sino porque eran más apropiados. Sin decir a nadie lo que
tenía en mente hizo analizar la sustancia de la tierra, los caprichos del agua
y la perseverancia de los vientos, empezando
por aquellos campos que pertenecían a la familia Del Valle. Pagó una
miseria por vastos terrenos abandonados que nadie apreciaba, porque no tenían
más riego que la lluvia. La uva más sabrosa, la que produce los vinos de mejor
textura y aroma, la más dulce y generosa, no crece en la abundancia, sino en terreno pedregoso; la
planta, con terquedad de madre, vence obstáculos para llegar muy profundo con
sus raíces y aprovechar cada gota de agua, así se concentran los sabores en la
uva, me explicó mi abuela.
–Las viñas son como la gente, Aurora, mientras
más difíciles son las circunstancias, mejores son los frutos. Es una lástima
que yo descubriera esta verdad tan tarde, porque de haberlo sabido antes habría
aplicado mano dura con mis hijos y contigo.
–Conmigo usted trató, abuela.
–He sido muy blanda contigo. Debí mandarte a
las monjas.
–¿Para que aprendiera a bordar y rezar? La
señorita Matilde...
–¡Te prohíbo que menciones a esa mujer en esta
casa!
–Bueno, abuela, por lo menos estoy aprendiendo
fotografía. Con eso puedo ganarme la vida.
–¡Cómo se te ocurre semejante estupidez!
–exclamó Paulina del Valle–. Una nieta mía jamás tendrá que ganarse la vida. Lo
que te enseña Ribero es una diversión, pero no es un futuro para una Del
Valle. Tu destino no es convertirte en fotógrafo de plaza, sino casarte con
alguien de tu clase y echar hijos sanos al mundo.
–Usted ha hecho más que eso,
abuela.
–Yo me casé con Feliciano, tuve tres hijos y una
nieta. Todo lo demás que he hecho es por añadidura.
–Pues no lo parece, francamente.
En Francia
Frederick Williams contrató a un experto, que llegó poco después a asesorar en
el aspecto técnico. Era un hombrecito hipocondríaco que recorrió las tierras
de mi abuela en bicicleta y con un pañuelo atado en la boca y la nariz porque creía que el olor a bosta de vaca y el polvo chileno producían cáncer a los pulmones, pero no dejó duda alguna
sobre sus profundos conocimientos de viticultura. Los campesinos observaban
pasmados a ese caballero vestido de ciudad deslizándose en velocípedo entre
peñascos, que se detenía de vez en cuando para husmear el suelo como perro tras
un rastro. Como no entendían ni una palabra de sus largas diatribas en la
lengua de Moliere, mi abuela en persona, con chancletas y una sombrilla, debió
seguir durante semanas a la bicicleta del francés para traducir. Lo primero que
llamó la atención de Paulina fue que no todas las plantas eran iguales, había
por lo me-nos tres clases diferentes mezcladas. El francés le explicó que unas
maduraban antes que otras, de modo que si el clima destruía las más delicadas,
siempre habría producción de las demás. Confirmó también que el negocio tomaría
años, puesto que no era solamente cuestión de cosechar mejores uvas, sino
también producir un vino fino y comercializarlo en el extranjero, donde
tendría que competir con los de Francia, Italia y España. Paulina aprendió todo
lo que el experto podía enseñarle y cuando se sintió segura lo despachó de
vuelta a su país. Para entonces estaba agotada y había entendido que la
empresa requería alguien más joven y más liviano que ella, alguien como Severo
del Valle, su sobrino favorito, en quien podía confiar. «Si sigues echando
hijos al mundo necesitarás mucha plata para mantenerlos. Como abogado no lo lograrás,
a menos que robes el doble que los demás, pero el vino te hará rico», lo tentó.
Justamente ese año a Severo y Nívea del Valle les había nacido un ángel, como
decía la gente, una niña bella como un hada en miniatura, a quien llamaron
Rosa. Nívea opinó que todos los hijos anteriores habían sido puro entrenamiento
para producir finalmente esa criatura perfecta. Tal vez ahora Dios se daría por
satisfecho y no les mandaba mas hijos, porque ya tenían una manada. A Severo la
empresa de las viñas francesas le pareció descabellada, pero había aprendido a
respetar el olfato comercial de su tía y pensó que bien valía la pena probar;
no sabía que en pocos meses las parras iban a cambiarle la vida. Apenas mi
abuela comprobó que Severo del Valle estaba tan obsesionado con las viñas como
ella, decidió convertirlo en su socio, dejarlo a cargo del campo y partir con Williams y conmigo a
Europa, porque yo ya tenía dieciséis años y estaba en edad de adquirir un
barniz cosmopolita y un ajuar matrimonial, como dijo.
–No
pienso
casarme, abuela.
–No
todavía,
pero tendrás que hacerlo antes de los veinte o te quedarás para vestir santos –concluyó tajante.
La verdadera
razón del viaje no se la dijo a nadie. Estaba enferma y creía que en Inglaterra podrían operarla. Allí la cirugía se había
desarrollado mucho desde el
descubrimiento de la anestesia y la asepsia. En los últimos meses había
perdido el apetito y por primera vez en su vida sufría náuseas y retortijones
de barriga después de una comida pesada. Ya
no comía carne, prefería cosas blandas, papillas azucaradas, sopas y
pasteles, a los cuales no renunciaba aunque le cayeran como piedrazos en la
panza. Había oído hablar de la célebre clínica fundada por un tal doctor
Ebanizer Hobbs, muerto hacía más de una década, donde trabajaban los mejores
médicos de Europa, de manera que apenas pasó el invierno y la ruta a través de
la cordillera de los Andes volvió a ser transitable, emprendimos el viaje a
Buenos Aires, donde tomaríamos el transatlántico hacia Londres. Llevábamos,
como siempre, un cortejo de criados, una tonelada de equipaje y varios guardias
armados para protegernos de los bandidos que se apostaban en esas soledades,
pero esta vez mi perro Caramelo no pudo acompañarnos porque le flaqueaban las
patas.
El paso de las
montañas en coche, a caballo y finalmente en mula, por despeñaderos que se
abrían a ambos lados como abismales fauces dispuestas a devorarnos, fue
inolvidable. El sendero parecía una infinita culebra angosta deslizándose entre
esas montañas abrumadoras, columna vertebral de América. Entre las piedras
crecían algunos arbustos sacudidos por la inclemencía del clima y alimentados
por tenues hilos de agua. Agua por todas partes, cascadas, riachuelos, nieve
líquida; el único sonido era el agua y los cascos de las bestias contra la dura
costra de los Andes. Al detenernos, un abismal silencio nos envolvió como un
pesado manto, éramos intrusos violando la solitud perfecta de esas alturas. Mi
abuela, luchando contra el vértigo y los achaques que le cayeron encima apenas
iniciamos la marcha hacia arriba, iba sostenida por su voluntad de hierro y la
solicitud de Frederick Williams, quien hacía
lo posible por ayudarla. vestía un pesado abrigo de viaje, guantes de
cuero y un sombrero de explorador con tupidos velos, porque jamás un rayo de
sol, por pusilánime que fuese, había rozado su piel, gracias a lo cual pensaba
llegar a la tumba sin arrugas. Yo iba deslumbrada. Habíamos hecho ese viaje
antes, cuando fuimos a Chile, pero entonces yo era demasiado joven para
apreciar aquella majestuosa naturaleza.
Paso a paso avanzaban los animales suspendidos
entre precipicios cortados a pique y altas paredes de roca pura peinada por el
viento, pulida por el tiempo. El aire era delgado como un claro velo y el cielo
un mar color turquesa atravesado a veces por un cóndor que navegaba con sus
alas espléndidas, señor absoluto de aquellos dominios. Tan pronto bajó el sol, el paisaje se transformó por completo; la
paz azul de esa abrupta y solemne naturaleza desapareció para dar paso
en un universo de sombras geométricas que se movían amenazantes en torno a
nosotros, cercándonos, envolviéndonos. Un paso en falso y las mulas habrían rodado con nosotros encima a lo más profundo de esos
barrancos, pero el guía había calculado bien la distancia y la noche nos
encontró en una escuálida casucha de tablas, refugio de viajeros. Descargaron a
los animales y nos acomodamos sobre las monturas de piel de oveja y las mantas, alumbrados por chonchones untados en
brea, aunque casi no se requerían luces, pues reinaba en la bóveda profunda del
cielo una luna incandescente asomada como una antorcha sideral por encima de
las altas piedras. Llevábamos leña, con la cual encendieron el hogar para calentarnos y hervir agua para el mate; pronto
esa infusión de hierba verde y amarga
circulaba de mano en mano, todos chupando del mismo bombillo; eso
devolvió el ánimo y los colores a mi pobre abuela, quien ordenó traer sus
canastos y se instaló, como una verdulera en el mercado, a distribuir las
vituallas para engañar el hambre. Fueron apareciendo las botellas de aguardiente
y champaña, los aromáticos quesos del campo, los delicados fiambres de cerdo
preparado en casa, los panes y tortas envueltos en blancas servilletas de
lino, pero noté que ella comía muy poco y no probaba el alcohol. Entretanto los
hombres, hábiles con sus cuchillos, mataron un par de cabras que llevábamos a
la saga de las mulas, les quitaron el cuero y las pusieron a asar crucificadas
entre dos palos. No supe como paso la noche, caí en un sueño de muerte y no
desperté hasta el amanecer, cuando empezaba la faena de avivar los tizones
para hacer café y dar el bajo a los restos de las cabras. Antes de irnos
dejamos leña, un saco de frijoles y unas botellas de licor para los próximos
viajeros.
TERCERA PARTE – 1896–1910
La clínica
Hobbs fue fundada por el célebre cirujano Ebanizer Hobbs en su propia
residencia, una casona de aspecto sólido y elegante en pleno barrio de
Kensington, a la cual fueron quitando muros, cegando ventanas y sembrando
azulejos hasta convertirla en un esperpento. Su presencia en esa calle
elegante molestaba tanto a los vecinos, que los sucesores de Hobbs no tuvieron
dificultad en comprar las casas adyacentes para
agrandar la clínica, pero mantuvieron las fachadas eduardíanas, de modo que
desde afuera en nada se diferenciaba de las hileras de casas en la cuadra,
todas idénticas. Por dentro era un laberinto de cuartos, escaleras, pasillos y
ventanucos interiores que daban a ninguna parte. No había, como en los
antiguos hospitales de la ciudad, la tí-pica arena de operaciones con el
aspecto de una plaza de toros –un ruedo central
cubierto de aserrín o arena y rodeado de galerías para espectadores– sino
pequeñas salas de cirugía con paredes, techo y piso forradas de baldosas y planchas metálicas que se cepillaban con lejía y jabón una vez al día, porque el difunto doctor Hobbs había sido de los
primeros en aceptar la teoría de la propagación de infecciones de Koch y
adoptar los métodos de asepsia de Lister, que la mayor parte del cuerpo médico
todavía rechazaba por soberbia o pereza. No resultaba cómodo cambiar los viejos hábitos, la higiene era tediosa, complicada e
interfería con la rapidez operatoria,
considerada la marca de un buen cirujano porque disminuía el riesgo de
choc y pérdida de sangre. A diferencia de muchos de sus contemporáneos para
quienes las infecciones se producían espontáneamente en el cuerpo del enfermo,
Ebanizer Hobbs entendió de inmediato que los gérmenes estaban fuera, en las
manos, el suelo, los instrumentos y el ambiente, por eso rociaba con una lluvia
de fenol desde las heridas hasta el aire del quirófano. Tanto fenol respiró el pobre hombre que acabó con la
piel ulcerada de llagas y muerto antes de tiempo por una afección renal,
lo cual dio pie a sus detractores para aferrarse a sus propias ideas anticuadas.
Los discípulos de Hobbs, sin embargo, analizaron el aire y descubrieron que los
gérmenes no flotaban como invisibles aves de rapiña dispuestas al ataque
solapado, sino que se concentraban en las superficies sucias; la infección se
producía por contacto directo, de modo que lo fundamental era limpiar a fondo
el instrumental, usar vendajes esterilizados y los cirujanos no sólo debían
lavarse con saña, sino en lo posible usar guantes de caucho. No se trataba de
los toscos guantes empleados por los anatomistas para diseccionar cadáveres o
por algunos obreros para manipular sustancias químicas, sino de un producto
delicado y suave como la piel humana, fabricado en los Estados Unidos. Tenía un
origen romántico: un médico enamorado de una enfermera, quiso protegerla de
los eccemas producidos por los desinfectantes y mandó hacer los primeros
guantes de goma, que después adoptaron los cirujanos para operar. Todo esto lo
había leído Paulina del Valle cuidadosamente en unas revistas científicas que
le prestó su pariente don José Francisco Vergara, quien para entonces estaba
enfermo del corazón y retirado en su palacio de Viña del Mar, pero seguía
siendo el mismo estudioso de siempre. Mi abuela no sólo escogió muy bien al
médico que habría de operarla y se puso en contacto con él desde Chile con
meses de anticipación, también encargo a Baltimore varios pares de los famosos
guantes de goma y los llevaba bien empaquetados en el baúl de su ropa interior.
Paulina del
Valle envió a Frederick Williams a Francia a averiguar sobre las maderas usadas
en los toneles para fermentar vino y a explorar la industria de los quesos,
porque no había razón alguna para que las vacas chilenas no fueran capaces de
producir quesos tan sabrosos como los de las vacas francesas, que eran
igualmente estúpidas. Durante la travesía por la cordillera de los Andes y más
tarde en el transatlántico, pude observar de cerca a mi abuela y me di cuenta
que algo fundamental comenzaba a flaquear en ella, algo que no era la
voluntad, la mente o la codicia, sino más bien la fiereza. Se puso suave,
blanda y tan distraída que solía pasear por la cubierta del barco toda vestida
de muselina y perlas, pero sin su dentadura postiza. Era evidente que pasaba
malas noches; andaba con ojeras moradas y siempre somnolienta. Había perdido
mucho peso, le colgaban las carnes cuando se quitaba el corsé. Deseaba tenerme
siempre cerca «para que no coquetees con los marineros», broma cruel, puesto
que a esa edad mi timidez era tan categórica que bastaba una inocente mirada
masculina en mi dirección para que yo enrojeciera como un cangrejo cocido. La
verdadera razón era que Paulina del Valle se sentía frágil y me necesitaba a su
lado para distraer a la muerte. No mencionaba sus males, por el contrario,
hablaba de pasar unos días en Londres y luego seguir a Francia por el asunto
de los toneles y los quesos, pero adiviné desde el principio que sus planes
eran otros, como quedó en evidencia apenas llegamos a Inglaterra y empezó su
labor diplomática para convencer a Frederick Williams que partiera solo,
mientras nosotras hacíamos compras antes de reunirnos con él más tarde. No sé
si Williams se fue sin sospechar que su mujer estaba enferma, o si adivinó la
verdad y, comprendiendo el pudor de ella, la
dejó en paz; el hecho es que nos instaló en el Hotel Savoy y una vez que
estuvo seguro de que nada nos faltaba, se embarcó a través del Canal sin mucho
entusiasmo.
Mi abuela no
deseaba testigos de su decadencia y era especialmente recatada frente a
Williams. Eso formaba parte de la coquetería que adquirió al casarse,
inexistente cuando él era su mayordomo. Entonces no tenía inconveniente en
mostrarle lo peor de su carácter y presentarse ante él de cualquier modo, pero
después trataba de impresionarlo con su mejor plumaje. Aquella relación otoñal
le importaba mucho y no quiso que la mala salud descalabrara el sólido
edificio de su vanidad, por eso trató de alejar a su marido, y si no me pongo
firme también me habría excluido; costó una batalla para que me permitiera
acompañarla en las visitas médicas, pero
finalmente se rindió ante mi testarudez y su debilidad. Estaba adolorida
y casi no podía tragar, pero no parecía asustada, aunque solía hacer bromas
sobre los inconvenientes del infierno y el tedio del cielo. La clínica Hobbs
inspiraba confianza desde el umbral, con su hall rodeado de estanterías con
libros y retratos al óleo de los cirujanos que habían ejercido su oficio entre
esas paredes. Nos recibió una matrona impecable y nos condujo a la oficina del
doctor, una sala acogedora con una chimenea
donde crepitaba el fuego de grandes leños y elegantes muebles ingleses
de cuero marrón. El aspecto del doctor Gerald Suffolk era tan impresionante
como su fama. Tenía pinta de teutón, grande y colorado, con una gruesa
cicatriz en la mejilla que lejos de afearlo, lo hacía inolvidable. Sobre su
escritorio tenía las cartas intercambiadas con mi abuela, los informes de los
especialistas chilenos consultados y el paquete con los guantes de goma, que
ella le había hecho llegar esa misma mañana mediante un mensajero. Después supimos
que era una precaución innecesaria, pues se usaban en la clínica Hobbs desde
hacía tres años. Suffolk nos dio la bienvenida como si estuviéramos en visita
de cortesía, ofreciéndonos un café turco aromatizado con semillas de
cardamomo. Se llevó a mi abuela a una pieza adyacente y después de examinarla regreso a la oficina y
se
puso a hojear un libraco mientras ella reaparecía. Pronto volvió la paciente y
el cirujano confirmó el diagnóstico previo de los médicos chilenos: mi abuela
sufría de un tumor gastrointestinal. Agregó que la operación resultaba
arriesgada por la edad de ella y porque aún estaba en etapa experimental, pero
él había desarrollado una técnica perfecta para esos casos; venían médicos de
todo el mundo a aprender de él. Se expresaba con tal superioridad, que me vino
a la mente la opinión de mi maestro don Juan Ribero, para quien la fatuidad es
privilegio de ignorantes; el sabio es humilde porque sabe cuán poco sabe. Mi
abuela exigió que le explicara en detalle lo que pensaba hacer con ella, lo
cual sorprendió al médico, acostumbrado a que los enfermos se entregaran a la
incuestionable autoridad de sus manos con
la pasividad de gallinas, pero enseguida aprovechó la ocasión para
explayarse en una conferencia, más preocupado de impresionarnos con el
virtuosismo de su bisturí que del bienestar de su infortunada paciente. Hizo
un dibujo de tripas y órganos que parecían una maquina demencial y nos indicó dónde se
ubicaba el tumor y cómo pensaba extirparlo, incluyendo la clase de sutura,
información que Paulina del Valle recibió impasible, pero a mi me descompuso y
debí salir de la oficina. Me senté en el hall de los retratos a rezar entre dientes. En realidad sentía más temor por mi
que por ella; la idea de quedarme sola en el mundo me aterraba.
En eso estaba,
rumiando mi posible orfandad, cuando pasó por allí un hombre y debe haberme
visto muy pálida, porque se detuvo. «¿Pasa algo, niña?», preguntó en castellano
con acento chileno. Negué con la cabeza, sorprendida, sin atreverme a mirarlo
de frente, pero debo haberlo examinado de reojo, porque pude apreciar que era
joven, llevaba el rostro rasurado, tenía pómulos altos, mandíbula firme y ojos
oblicuos; se parecía a la ilustración de Gengis Khan de mi libro de historia,
aunque menos feroz. Era todo color de miel, pelo, ojos, piel, pero nada había
de meloso en su tono cuando me explicó que era chileno como nosotras y
asistiría al doctor Suffolk en la operación.
–La señora del Valle está en buenas manos
–dijo sin ápice de modestia.
–¿Qué pasa si no la operan? –pregunté
tartamudeando, como siempre me ocurre cuando estoy muy nerviosa.
–El tumor seguiría creciendo. Pero no se
preocupe, niña, la cirugía ha avanzado mucho, su abuela hizo muy bien en venir
aquí –concluyó.
Quise averiguar
qué hacía un chileno por esos lados y por qué tenía ese aspecto de tártaro
–nada costaba visualizarlo lanza en mano y cubierto de pieles– pero me callé
turbada. Londres, la clínica, los médicos y el drama de mi abuela resultaban
más de lo que podía manejar sola, me costaba entender los pudores de Paulina
del Valle respecto a su salud y sus razones para mandar a Frederick Williams al
otro lado del Canal justo cuando más lo necesitábamos. Gengis Khan me dio una
palmadita condescendiente en la mano y se fue.
Contra todas
mis pesimistas predicciones, mi abuela sobrevivió a la cirugía y después de la primera semana, en que la fiebre subía y bajaba incontrolable, se estabilizó y pudo empezar a comer alimentos
sólidos. No me moví de su lado, salvo para ir al hotel una vez al día a bañarme
y cambiarme de ropa, porque el olor a
anestésicos, medicamentos y desinfectantes
producía una mezcolanza viscosa que se pegaba en la piel. Dormía a saltos,
sentada en una silla junto a la enferma. A pesar de la prohibición terminante
de mi abuela, mandé un telegrama a Frederick Williams el mismo día de la
operación y él llegó a Londres treinta horas más tarde. Lo vi perder su
proverbial compostura ante la cama donde se hallaba su mujer atontada por las
drogas, gimiendo en cada exhalación, con cuatro pelos en la cabeza y sin
dientes, como una viejecita apergaminada. Se hincó junto a ella y puso la
frente sobre la mano exangüe de Paulina del Valle murmurando su nombre; cuando
se levantó tenía la cara mojada de llanto. Mi abuela, quien sostenía que la juventud
no es una época de la vida sino un estado de ánimo, y que uno tiene la salud que se merece, se veía totalmente
derrotada en esa cama de hospital. Esa mujer, cuyo apetito por la vida
era equivalente a su glotonería, había vuelto la cara contra la pared,
indiferente a su entorno, sumida en si misma. Su enorme fuerza de voluntad, su
vigor, su curiosidad, su sentido de la aventura y hasta su codicia, todo se
había borrado ante el sufrimiento del cuerpo.
En esos días
tuve muchas ocasiones de ver a Gengis Khan, quien controlaba el estado de la
paciente y resultó, como era de esperar, más asequible que el célebre doctor
Suffolk o las severas matronas del establecimiento. Contestaba a las
inquietudes de mi abuela sin vagas respuestas de consuelo, sino con
explicaciones racionales, y era el único que
procuraba aliviar su aflicción, los demás se interesaban en el estado de
la herida y la fiebre, pero ignoraban los quejidos de la paciente. ¿pretendía
acaso que no le doliera? Más bien debía callarse la boca y agradecer que le
hubieran salvado la vida, en cambio el joven doctor chileno no ahorraba
morfina, porque creía que el sufrimiento sostenido acaba con la resistencia
física y moral del enfermo, retardando o impidiendo la sanación, como le
aclaró a Williams.
Supimos que se
llamaba Iván Radovic y provenía de una familia de médicos, su padre había
emigrado de los Balcanes a Chile a finales de los años cincuenta, se había
casado con una maestra chilena del norte y había
tenido tres hijos, de los cuales dos habían seguido sus pasos en la
medicina. Su padre, dijo, murió de tifus durante la Guerra del Pacifico, donde
sirvió como cirujano durante tres años, y su madre debió sacar adelante sola a
la familia. Pude observar al personal de la clínica a mi regalado gusto, tal
como escuché comentarios que no estaban destina-dos a orejas como las mías,
porque ninguno de ellos, salvo el doctor Radovic, dio jamás señales de percibir
mi existencia. Yo iba a cumplir dieciséis años y seguía con el
cabello atado con una cinta y ropa escogida
por mi abuela, quien me mandaba a hacer ridículos vestidos de niñita para
retenerme en la infancia durante el mayor tiempo posible. La primera vez que me
puse algo adecuado a mi edad fue cuando Frederick Williams me llevó a
Whititeneys sin su permiso y puso la tienda a mi disposición. Cuando volvimos
al hotel y me presenté con el pelo cogido en un moño y vestida de señorita, no
me reconoció, pero eso fue semanas más tarde.
Paulina del
Valle debe haber tenido la fortaleza de un buey, le abrieron el estómago, le
sacaron un tumor del tamaño de una toronja, la cosieron como un zapato y antes
de un par de meses había vuelto a ser la de siempre. De esa tremenda aventura
sólo le quedó un cinturón de filibustero atravesado en la barriga y un apetito voraz por la vida y,
por
supuesto, por la comida. Partimos a Francia apenas pudo andar sin bastón.
Descartó por completo la dieta indicada por el doctor Suffolk porque, como dijo, no había venido desde el culo
del mundo hasta París para comer papilla de recién nacido. Con el pretexto de
estudiar la manufactura de quesos y la tradición culinaria de Francia, se
hartó de cuanta delicia ese país podía ofrecerle.
Una vez
acomodados en el hotelito que alquiló Williams en el Boulevard Asuman, nos
pusimos en contacto con la inefable Amanda Lowell, quien seguía con el mismo
aire de reina vikinga en el destierro. En París estaba en su ambiente, vivía
en un desván apolillado pero acogedor, por cuyos ventanucos se apreciaban las
palomas en los techos de su barrio y los cielos impecables de la ciudad.
Comprobamos que sus cuentos sobre la vida bohemia y su amistad con artistas
célebres eran rigurosa-mente ciertos; gracias a ella visitamos los talleres de
Cézanne, Sisley, Degas, Monet y varios otros. La Lowell debió enseñarnos a
apreciar esos cuadros, porque no teníamos el ojo entrenado para el impresionismo,
pero muy pronto fuimos seducidos por completo. Mi abuela adquirió una buena
colección de obras que produjeron ataques de hilaridad cuando las colgó en su
casa en Chile; nadie apreció los cielos centrífugos de Van Gogh o las
bataclanas cansadas de Lautrec y creyeron que en París le habían metido el dedo
en la boca a la tonta de Paulina del Valle. Cuando Amanda Lowell notó que no me
separaba de mi cámara fotográfica y pasaba horas encerrada en un cuarto oscuro
que improvisé en el hotelito, ofreció
presentarme a los fotógrafos más célebres de París. Como mi maestro Juan
Ribero, ella consideraba que la fotografía no compite con la pintura, son
fundamentalmente diferentes; el pintor interpreta la realidad y la cámara la
plasma. Todo en la primera es ficción,
mientras que la segunda es la suma de lo real más la sensibilidad del fotógrafo. Ribero no me permitía
trucos sentimentales o exhibicionistas, nada de acomodar los objetos o
modelos para que parecieran cuadros; era enemigo de la composición artificial,
tampoco me dejaba manipular los negativos o las impresiones y en general despreciaba
los efectos de luces o focos difusos, quería la imagen honesta y simple, aunque
clara en sus más ínfimos detalles. «Si lo que pretende es el efecto de un
cuadro, pinte, Aurora. Si lo que desea es la verdad, aprenda a usar su cámara»,
me repetía.
Amanda Lowell
no me trató nunca como a una niña, desde el comienzo me tomó en serio. También
a ella le fascinaba la fotografía, que todavía nadie llamaba arte y para muchos
era sólo un chirimbolo más de los muchos cachivaches estrafalarios de este
siglo frívolo. «Yo estoy muy gastada para aprender fotografía, pero tu tienes
ojos jóvenes, Aurora, tú puedes ver el mundo y obligar a los demás a verlo a tu
manera. Una buena fotografía cuenta una historia, revela un lugar, un evento,
un estado de ánimo, es más poderosa que páginas y paginas de escritura», me
decía. Mi abuela, en cambio, trataba mi pasión por la cámara como un capricho
de adolescente y estaba mucho más interesada en prepararme para el matrimonio
y escoger mi ajuar. Me puso en una escuela de señoritas, donde asistía a clases
diarias para aprender a subir y bajar una escalera con gracia, doblar
servilletas para un banquete, disponer diferentes menús según la ocasión,
organizar juegos de salón y arreglar ramos
de flores, talentos que mi abuela consideraba suficientes para triunfar
en la vida de casada. Le gustaba comprar y gastábamos tardes enteras en las boutiques escogiendo trapos, tardes que yo hubiera
empleado mejor recorriendo París cámara en mano.
No sé cómo se
fue el año. Cuando aparentemente Paulina del Valle se había repuesto de sus
males y Frederick Williams estaba convertido en un experto en madera para
toneles de vino y en fabricación de quesos, desde los más hediondos hasta los
más agujereados, conocimos a Diego Domínguez en un baile de la Legación de
Chile con motivo del 18 de septiembre, día de la independencia. Pasé horas
eternas en manos del peluquero, quien construyó sobre mi cabeza una torre de
rulos y trencitas adornadas de perlas, una
verdadera proeza, teniendo en cuenta que mi pelo se comporta como melena
de caballo. Mi vestido era una creación espumosa de merengue salpicado de
mostacillas, que se fueron desprendiendo
durante la noche y sembraron el suelo de la Legación de brillantes
guijarros. «Si tu padre
pudiera verte ahora!» –exclamó
mi
abuela admirada cuando terminé de
arreglarme. Ella estaba ataviada de pies a cabeza en malva, su color
preferido, con un escándalo de perlas rosadas al cuello, moños postizos
sobrepuestos en un sospechoso tono caoba, impecables dientes de porcelana y una
capa de terciopelo negro rebordada de
azabache del cuello hasta el suelo. Entró al baile del brazo de Frederick Williams y yo del de un marino de un
buque de la escuadra chilena que realizaba una visita de cortesía a
Francia, un joven anodino cuyo rostro o cuyo nombre no logro recordar, quien
asumió por iniciativa propia la tarea de instruirme sobre el uso del sextante
para fines de navegación. Fue un alivio inmenso cuando Diego Domínguez se
plantó ante mi abuela para presentarse con todos sus apellidos y preguntar si
podía bailar conmigo.
Ese no es su
verdadero nombre, lo he cambiado en estas páginas por-que todo lo referente a
él y su familia debe ser protegido. Basta saber que existió, que su historia es cierta y que lo he perdonado. Los ojos
de Paulina del Valle brillaron de entusiasmo al ver a Diego Domínguez
porque al fin teníamos por delante un pretendiente potencialmente aceptable,
hijo de gente conocida, seguramente rico, con impecables modales y hasta guapo. Ella asintió, él me tendió su mano y salimos a navegar. Después del primer vals el señor Domínguez tomó mi
carnet de baile y lo llenó de su puño y letra, eliminando de un plumazo al
experto en sextantes y otros
candidatos. Entonces lo miré con más cuidado y debí admitir
que se veía muy bien, irradiaba salud y fuerza, tenía un rostro agradable, ojos
azules y un porte viril. parecía incómodo en su frac, pero se movía con
seguridad y bailaba bien, bueno, en todo caso mucho mejor que yo, que bailo
como ganso a pesar de un año de clases intensivas en la escuela para
señoritas; además la turbación aumentaba mi torpeza.
Esa noche me enamoré con toda la pasión y el atolondramiento del primer
amor. Diego Domínguez me conducía con mano firme por la pista de danza,
mirándome intensamente y casi siempre en silencio, porque sus intentos de
entablar diálogo se estrellaban contra mis respuestas en monosílabos. Mi
timidez era una tortura, no podía sostener su
mirada y no sabía dónde poner la mía; al sentir el calor de su aliento
rozándome las mejillas, se me doblaban las piernas; debía luchar desesperadamente contra la tentación de salir
corriendo y esconderme bajo alguna mesa.
Sin duda hice
un triste papel y ese infortunado joven se clavó a mi lado por la bravuconada de haber llenado mi carnet con
su nombre. En algún momento le dije que no estaba obligado a bailar
conmigo, si no quería. Me contestó con una carcajada, la única de la noche, y
me preguntó cuántos años tenía. Yo nunca
había estado en los brazos de un hombre, nunca había sentido la presión
de una palma masculina en el hueco de mi cintura. Mis manos descansaban una en
su hombro y otra en su mano enguantada,
pero sin la ligereza de torcaza que mi profesora de baile exigía, porque
él me apretaba con determinación. En algunas breves pausas me ofrecía copas de
champaña que yo bebía porque no me atrevía a rechazarlas, con el resultado
previsible de que le pisaba con más frecuencia los pies durante el baile.
Cuando al final de la fiesta el ministro de
Chile tomó la palabra para brindar por su patria lejana y por la bella
Francia, Diego Domínguez se coloco detrás de mi, tan cerca como el ruedo de mi
vestido de merengue se lo permitía, y susurro en mi cuello que yo era
«deliciosa», o algo por el estilo.
En los días
siguientes Paulina del Valle recurrió a sus amigos diplomáticos para averiguar
sin el menor disimulo todo lo que pudo sobre la familia y los antecedentes de
Diego Domínguez, antes de autorizarlo para que me llevara a dar una vuelta a
caballo por los Campos Eliseos, vigilada desde prudente distancia por ella y
el tío Frederick en un coche. Después los cuatro tomamos helados bajo unos
quitasoles, les tiramos migas de pan a los patos y quedamos de acuerdo para ir
a la ópera esa misma semana. De paseo en paseo y de helado en helado llegamos a
octubre. Diego había viajado a Europa enviado por su padre en la aventura
obligatoria que casi todos los jóvenes chilenos de clase alta hacían una vez en
la vida para despabilarse. Después de recorrer varias ciudades, visitar
algunos museos y catedrales por
cumplir y empaparse de
vida nocturna y diabluras galantes, que supuestamente lo curarían para siempre
de ese vicio y le darían material para fanfarronear delante de sus amigotes,
estaba listo para regresar a Chile y sentar cabeza, trabajar, casarse y fundar
su propia familia. Comparado con Severo del Valle, de quien siempre estuve
enamorada en la niñez, Diego Domínguez era feo; y con la señorita Matilde
Pineda, era tonto, pero yo no estaba en condiciones de hacer tales
comparaciones: estaba segura de haber encontrado al hombre perfecto y apenas
podía creer el milagro de que se hubiera fijado en mi. Frederick Williams opinó
que no era prudente aferrarse al primero que pasaba, yo estaba aún muy joven y
me sobrarían pretendientes para elegir con calma, pero mi abuela sostuvo que
ese joven era lo mejor que ofrecía el mercado matrimonial, a pesar del
inconveniente de ser agricultor y vivir en el campo, muy lejos de la capital.
–Por barco y
ferrocarril se puede viajar sin problemas –dijo.
–Abuela, no se
adelante tanto, el señor Domínguez no me ha insinuado nada de lo que usted se
imagina –le aclaré, colorada hasta las orejas.
–Más vale que
lo haga pronto o tendré que ponerlo entre la espada y la pared.
–¡No! –exclamé
espantada.
–No voy a permitir que mi nieta se
mosquee. No podemos perder tiempo. Si ese joven no tiene intenciones serías,
debe despejar el campo ahora mismo.
–Pero abuela,
¿cuál es el apuro? Acabamos de conocernos...
–¿Sabes cuántos
años tengo, Aurora? Setenta y seis. Pocos viven tanto. Antes de morir debo
dejarte bien casada.
–Usted es
inmortal, abuela.
–No, hija, sólo
lo parezco –replicó.
No sé si ella
le dio la encerrona planeada a Diego Domínguez o si él captó las indirectas y
tomó la decisión por sí mismo. Ahora que puedo ver ese episodio con cierta
distancia y humor, comprendo que nunca estuvo enamorado de mi, simplemente se
sintió halagado por mi amor incondicional y debe haber puesto en la balanza las
ventajas de tal unión. Tal vez me deseaba, porque los dos éramos jóvenes y
estábamos disponibles; tal vez creyó que con el tiempo llegaría a quererme;
tal vez se casó conmigo por pereza y conveniencia. Diego era un buen partido,
pero yo también lo era: disponía de la renta dejada por mi padre y se suponía
que iba a heredar una fortuna de mi abuela. Cuales-quiera que fuesen sus
razones, el caso es que pidió mi mano y me puso al dedo un anillo de diamantes.
Los signos de
peligro eran evidentes para cualquiera con dos ojos en la cara, menos para mi abuela cegada por el temor a
dejarme sola, y para mí, que estaba loca de amor, pero no para el tío
Frederick, quien sostuvo desde el principio que Diego Domínguez no era el
hombre para mí. Como no le había gustado nadie que se me aproximara durante los
últimos dos años, no le hicimos caso,
creíamos que eran celos paternales. «Se
me ocurre que este joven es de temperamento algo frío», comentó más de
una vez, pero mi abuela lo rebatía diciendo que no era frialdad sino respeto,
como correspondía a un perfecto caballero chileno.
Paulina del
Valle entró en un frenesí de compras. En la prisa los paquetes iban a parar
sin abrir a los baúles y después, cuando los sacamos a luz en Santiago, resultó
que había dos de cada cosa y la mitad no me quedaba
bien. Cuando supo que Diego Domínguez debía regresar a Chi-le, se puso
de acuerdo con él para volver en el mismo vapor, eso nos daba algunas semanas
para conocernos mejor, como dijeron. Frederick Williams puso cara larga y trató
de torcer esos planes, pero no había poder en este mundo capaz de confrontar a
esa señora cuando algo se le metía entre las dos orejas y su obsesión del
momento era casar a su nieta.
Poco recuerdo
del viaje, transcurrió en una nebulosa de paseos por la cubierta, juegos de
pelota y naipes, cócteles y bailes hasta Buenos Aires, donde nos separamos porque él debía comprar
unos toros sementales y conducirlos por las rutas andinas del sur hasta su
fundo. Tuvimos muy pocas oportunidades de estar solos o de conversar sin testigos,
aprendí lo esencial sobre los veintitrés años de su pasado y su familia, pero
casi nada sobre sus gustos, creencias y ambiciones. Mi abuela le dijo que mi
padre, Matías Rodríguez de Santa Cruz, había fallecido y mi madre era una
americana a quien no conocimos porque murió al darme a luz, lo cual se ajustaba
a la verdad. Diego no demostró curiosidad por saber más; tampoco mi pasión por
la fotografía le interesó y cuando le aclaré que no pensaba renunciar a ella,
dijo que no tenía el menor inconveniente; su hermana pintaba acuarelas y su
cuñada bordaba en punto cruz. En la larga travesía por mar no llegamos
realmente a conocernos, pero nos fuimos enredando en la sólida telaraña que mi
abuela, con la mejor intención, tejió en torno a nosotros.
Como en la primera clase del transatlántico había poco para
fotografiar, salvo los trajes de las damas y los arreglos florales del comedor, yo
bajaba a menudo a las cubiertas inferiores para tomar retratos, sobre todo de
los viajeros de la última clase, que iban hacinados en la barriga del barco:
trabajadores e inmigrantes rumbo a América a tentar fortuna, rusos, alemanes,
italianos, judíos, gente que viajaba con muy poco en los bolsillos, pero con el
corazón rebosante de esperanzas. Me pareció que a pesar de la incomodidad y la
falta de recursos, lo pasaban mejor que los pasajeros de la clase superior,
donde todo resultaba estirado, ceremonioso y aburrido. Entre los emigrantes
había una camaradería fácil, los hombres jugaban a naipes y dominó, las
mujeres formaban grupos para contarse las vidas, los niños improvisaban cañas
de pescar y jugaban a la escondida; por las tardes salían a relucir las guitarras,
los acordeones, las flautas y los violines, se armaban alegres fiestas con
canto, baile y cerveza. A nadie parecía importarle mi presencia, no me hacían
preguntas y a los pocos días me aceptaban como una de ellos; eso me permitía
fotografiarlos a mi gusto. En el barco no podía desarrollar los negativos, pero
los clasifiqué cuidadosamente para hacerlo más tarde en Santiago. En una de
esas excursiones por las cubiertas inferiores me topé a bocajarro con la
última persona que esperaba hallar allí.
–¡Gengis Khan!
–exclamé al verlo.
–Creo que me
confunde, señorita...
–Perdone usted,
doctor Radovic –supliqué, sintiéndome como una cretina.
–¿Nos
conocemos? –preguntó extrañado.
–¿No se acuerda
de mi? Soy la nieta de Paulina del Valle.
–¿Aurora? Vaya, no la hubiera reconocido
jamás. ¡Cómo ha cambiado!
Cierto que
había cambiado. Me conoció año y medio antes vestida de chiquilla y ahora tenía ante los ojos a
una mujer hecha y derecha, con
una cámara colgada al cuello y un anillo de compromiso puesto en el dedo. En
ese viaje empezó la amistad que con el tiempo habría de cambiar mi vida. El
doctor Iván Radovic, pasajero de segunda clase, no podía subir a la cubierta de primera sin invitación, pero yo podía bajar
a visitarlo y lo hice a menudo. Me contaba de su trabajo con la misma pasión
con que yo le hablaba de la fotografía; me veía usar la cámara, pero no pude
mostrarle nada de lo hecho antes porque iba en el fondo de los baúles, pero le
prometí hacerlo al llegar a Santiago. No fue así, sin embargo, porque después
me dio vergüenza llamarlo para tal fin; me pareció
una muestra de vanidad y no quise quitarle tiempo a un hombre ocupado en
salvar vidas. Al enterarse de su presencia a bordo mi abuela lo invitó de
inmediato a tomar el té en la terraza de nuestra suite. «Con usted aquí me
siento segura en alta mar, doctor. Si me sale otra toronja en la barriga, usted
viene y me la extirpa con un cuchillo de la cocina», bromeó. Las invitaciones a
tomar el té se repitieron muchas veces,
seguidas por juegos de naipes. Iván Radovic nos contó que había
terminado su practica en la clínica Hobbs y regresaba a Chile a trabajar en un
hospital.
–¿Por qué no
abre una clínica privada, doctor? –sugirió mi abuela, que le había tomado
afecto.
–Jamás tendría
el capital y las conexiones que eso requiere, señora Del Valle.
–Yo estoy
dispuesta a invertir, si le parece.
–De ninguna
manera puedo permitir que...
–No lo haría
por usted, sino porque es una buena inversión, doctor Radovic –lo interrumpió
mi abuela–. Todo el mundo se enferma, la medicina es un gran negocio.
–Creo que la
medicina no es un negocio, sino un derecho, señora. Como médico estoy obligado
a servir y espero que algún día la salud esté al alcance de cada chileno.
–¿Usted es
socialista? –preguntó mi abuela con una mueca de repugnancia, porque después
de la «traición» de la señorita, Matilde Pineda desconfiaba del socialismo.
–Soy médico,
señora Del Valle. Curar es todo lo que me interesa.
Volvimos a
Chile a finales de diciembre de 1898 y nos encontramos con un país en plena
crisis moral. Nadie, desde los ricos terratenientes, hasta los maestros de
escuela o los obreros del salitre estaba contento con su suerte o con el
gobierno. Los chilenos parecían resignados a sus fallas de carácter, como la ebriedad, el ocio y el
robo,
y a las lacras sociales, como la engorrosa burocracia, el desempleo, la
ineficiencia de la justicia y la pobreza, que contrastaba con la ostentación
descarada de los ricos e iba produciendo una creciente y sorda rabia que se
extendía de norte a sur. No recordábamos a Santiago tan sucio, con tanta gente
miserable, tanto conventillo infectado de cucarachas, tantos niños muertos
antes de alcanzar a caminar. La prensa aseguraba que el índice de mortalidad
en la capital era equivalente al de Calcuta. Nuestra casa de la calle Ejército
Libertador había permanecido al cuidado de un par de lejanas tías pobretonas,
de los muchos allegados que cualquier familia chilena tiene, y unos cuantos
empleados. Las tías llevaban más de dos años reinando en esos dominios y nos
recibieron sin mucho entusiasmo, acompañadas por Caramelo, ya tan anciano que
no me reconoció. El jardín era un malezal, las fuentes morunas estaban
sedientas, los salones olían a tumba, las
cocinas parecían un chiquero y había caca de ratón debajo de las camas,
pero nada de eso apabulló a Paulina del Valle, quien llegaba dispuesta a
celebrar la boda del siglo y no iba a permitir que nada, ni su edad, ni el
calor de Santiago, ni mi carácter retraído se lo impidieran. Disponía de los
meses del verano, en que todo el mundo partía a la costa o al campo, para poner
la casa al día, porque en el otoño empezaba la intensa vida social y había que
prepararse para mi casamiento en septiembre, el comienzo de la primavera
"mes de las fiestas patrias y de las novias” justo un año después del
primer encuentro entre Diego y yo. Frederick Williams se encargó de contratar
un regimiento de albañiles, ebanistas, jardineros y criadas que se abocaron a
la tarea de remozar aquel desastre al paso habitual en Chile, es decir, sin
demasiada prisa. El verano llegó polvoriento y tórrido, con su olor a durazno y
los gritos de los vendedores ambulantes pregonando las delicias de la
estación. Los que podían hacerlo se fueron de vacaciones al campo o la playa;
la ciudad parecía muerta.
Severo del
Valle apareció de visita con sacos de verduras, canastos de fruta y buenas
noticias de las viñas; venía con la piel tostada, más corpulento y más guapo
que nunca. Me miró boquiabierto, sorprendido de que yo fuera la misma chiquilla
de quien se había despedido dos años antes, me hizo girar como trompo para
observarme por todos los ángulos y su juicio generoso fue que tenía un aire
parecido al de mi madre. Mi abuela recibió pésimo aquel comentario, mi pasado
no se mencionaba en su presencia, para ella mi vida comenzaba a los cinco años
cuando crucé el umbral de su palacete en San Francisco, lo anterior no existía.
Nívea se quedó en el fundo con los niños, porque estaba a punto de dar a luz de
nuevo, demasiado pesada para hacer el viaje hasta Santiago. La producción de
las viñas se anunciaba muy buena para ese año, pensaban cosechar las del vino
blanco en marzo y las del tinto en abril, contó Severo del Valle y agregó que
había unas parras de los tintos totalmente diferentes que crecían mezcladas
con las otras, eran más delicadas, se apestaban con facilidad y maduraban más
tarde. A pesar de que daban un fruto excelente, pensaba arrancarlas para
ahorrar problemas. De inmediato Paulina del Valle paró la oreja y vi en sus
pupilas la misma lucecita codiciosa que generalmente anunciaba una idea rentable.
–Apenas empiece
el otoño trasplántalas separadas. Cuídalas y el próximo año haremos con ellas
un vino especial –dijo.
–¿Para qué
meternos en eso? –preguntó Severo.
–Si esas uvas
maduran más tarde, deben ser más finas y concentradas. Seguramente el vino será
mucho mejor.
–Estamos
produciendo uno de los mejores vinos del país, tía.
–Dame este
gusto, sobrino, haz lo que te pido... –rogó mi abuela en el tono zalamero que
empleaba antes de dar una orden.
No pude ver a Nívea hasta el día mismo de mi
matrimonio, cuando llegó con un nuevo recién nacido a cuestas a soplarme de
prisa la información básica que cualquier novia debía saber antes de la luna
de miel, pero nadie se había dado la molestia de darme. Mi condición virginal,
sin embargo, no me preservaba de los sobresaltos de una pasión instintiva que
no sabía nombrar, pensaba en Diego día y
noche
y no siempre los pensamientos eran castos; lo
deseaba, pero no sabía muy bien para qué.
Quería estar en sus brazos, que me besara como lo había hecho en un par
de ocasiones, y verlo desnudo. Nunca había visto un hombre desnudo y, confieso,
la curiosidad me mantenía desvelada. Eso era todo, el resto del camino, un
misterio. Nívea, con su desfachatada honestidad, era la única capaz de
instruirme, pero no sería hasta varios años más tarde, cuando hubo tiempo y
oportunidad de profundizar nuestra amistad, que ella me contaría los secretos
de su intimidad con Severo del Valle y me describiría en detalle, muerta de
risa, las posturas aprendidas en la colección de su tío José Francisco Vergara.
Para entonces yo había dejado atrás la inocencia, pero era muy ignorante en materia
erótica, como son casi todas de las mujeres y la mayoría de los hombres
también, según me asegura Nívea. «Sin los libros de mi tío, habría tenido
quince hijos sin saber cómo», me dijo. Sus consejos, que habrían puesto los
pelos de punta a mis tías, me sirvieron mucho para el segundo amor, pero de
nada me habrían servido para el primero.
Durante tres
largos meses vivimos acampando en cuatro habitaciones de la casa de Ejército
Libertador, jadeando de calor. No me aburrí, porque mi abuela reanudó de
inmediato sus labores caritativas, a pesar de que todos los miembros del Club
de Damas andaban veraneando. En su ausencia se había aflojado la disciplina y a
ella le tocó empuñar nuevamente las riendas de la compasión compulsiva;
volvimos a visitar enfermos, viudas y orates, a
repartir comida y supervisar los
préstamos a las mujeres pobres. Esta idea, de la cual se burlaron hasta en los
periódicos, porque nadie pensó que las beneficiarías –todas en el último estado de indigencia– devolverían el dinero,
resultó tan buena, que el gobierno decidió copiarla. Las mujeres no sólo
pagaban escrupulosamente los préstamos en cuotas mensuales, sino que se
respaldaban unas a otras, así cuando alguna no podía pagar, las demás lo hacían
por ella. Creo que a Paulina del Valle se le ocurrió que podía cobrarles intereses
y convertir la caridad en negocio, pero la detuve en seco. «Todo tiene su
límite, abuela, hasta la codicia», la increpé.
Mi apasionada
correspondencia con Diego Domínguez me mantenía pendiente del correo. descubrí
que por carta soy capaz de expresar lo que jamás me atrevería cara a cara; la
palabra escrita es profundamente liberadora. Me sorprendí leyendo poesía
amorosa en vez de las novelas que antes tanto me gustaban; si un poeta muerto
al otro lado del mundo podía describir mis sentimientos con tal precisión,
debía aceptar con humildad que mi amor no era excepcional, nada había
inventado, todo el mundo se enamora igual. Imaginaba a mi novio a caballo
galopando por sus tierras como un héroe legendario de espaldas poderosas, noble, firme y apuesto, un hombronazo en cuyas
manos estaría segura; él me haría feliz, me daría protección, hijos,
amor eterno. Visualizaba un futuro
algodonoso y azucarado en el cual flotaríamos abrazados para siempre.
¿Cómo olía el cuerpo del hombre que amaba? A humus como los bosques de donde
provenía, o a la dulce fragancia de las panaderías, o tal vez a agua de mar,
como ese aroma huidizo que me asaltaba en sueños desde la infancia. De pronto
la necesidad de oler a Diego se volvía tan imperiosa como un ataque de sed y le
rogaba por carta que me enviara uno de los pañuelos que usaba al cuello o una
de sus camisas sin lavar. Las respuestas de mi novio a esas apasionadas cartas
eran tranquilas crónicas sobre la vida en el campo –las vacas, el trigo, la uva, el cielo estival sin lluvia– y sobrios comentarios
sobre su familia. Por supuesto, nunca mandó uno de sus pañuelos o camisas. En las últimas
líneas me recordaba cuánto me quería y cuán felices seríamos en la fresca casa
de adobe y tejas que su padre estaba construyendo para nosotros en la
propiedad, tal como antes había hecho una para su hermano Eduardo, cuando
desposó a Susana, y tal como haría para su hermana Adela cuando ella se casara.
Por
generaciones los Domínguez habían vivido siempre juntos; el amor a Cristo, la
unión entre hermanos, el respeto a los padres y el trabajo duro, decía, eran el
fundamento de su familia.
Por mucho que
escribiera y suspirara leyendo versos, me sobraba tiempo, de modo que volví al
estudio de don Juan Ribero, me daba vueltas por la ciudad tomando fotos y por
las noches trabajaba en el cuarto de revelado que instalé en la casa. Estaba
experimentando con impresión en platino, una técnica novedosa que produce
imágenes muy bellas. El procedimiento es sencillo, aunque más costoso, pero mi
abuela corría con el gasto. Se pinta el papel a brochazos con una solución de
platino y el resultado son imágenes en
sutiles graduaciones de tono, luminosas, claras, con gran profundidad, que permanecen inalterables. Han pasado
diez años y ésas son las más extraordinarias fotografías de mi colección. Al
verlas, muchos recuerdos surgen ante mí con la misma impecable nitidez de esas
impresiones en platino. Puedo ver a mi abuela Paulina, a Severo, Nívea, amigos y parientes, también puedo observarme en
algunos autorretratos tal como era entonces, justo antes de los acontecimientos
que habrían de cambiar mi vida.
Cuando amaneció
el segundo martes de marzo la casa vestía de gala, tenía una moderna
instalación de gas, teléfono y un ascensor para mi abuela, papeles murales
traídos de Nueva York y flamantes tapices en los muebles, los parquets recién
encerados, los bronces pulidos, los cristales lavados y la colección de cuadros
impresionistas en los salones. Había un nuevo contingente de criados en
uniforme al mando de un mayordomo argentino, que Paulina del Valle le levantó
al Hotel Crillón pagándole el
doble.
–Nos van a criticar, abuela. Nadie tiene
mayordomo, esto es una cursilería –le
advertí.
–No importa. No pienso lidiar con indias mapuches
en chancletas que echan pelos en la sopa y me tiran los platos en la mesa –replicó, decidida a impresionar a la
sociedad capitalina en general y a la familia de Diego Domínguez en particular.
De modo que los
nuevos empleados se sumaron a las antiguas criadas que llevaban años en la casa
y, por supuesto, no se podían despedir. Había tantas personas de servicio que
se paseaban ociosas tropezando unas con otras y fueron tantos
los chismes y raterías, que por fin intervino
Frederick Williams para poner orden, ya que el argentino no atinaba por dónde
comenzar. Eso produjo conmoción, jamás se había visto que el señor de la casa
se rebajara al nivel doméstico, pero lo hizo a la perfección; de algo sirvió su
larga experiencia en el oficio. No creo que Diego Domínguez y su familia, los
primeros visitantes que tuvimos, apreciaran la elegancia del servicio, por el
contrario, se cohibieron ante tanto esplendor. Pertenecían a una antigua
dinastía de terratenientes del sur, pero a diferencia de la mayoría de los
dueños de fundo en Chile, que pasan un par de meses en sus tierras y el resto
del tiempo viven de sus rentas en Santiago o en Europa, ellos nacían, crecían y
morían en el campo. Eran gente con sólida tradición familiar, profundamente
católica y sencilla, sin ninguno de los refinamientos impuestos por mi abuela,
que seguramente les parecieron algo decadentes y poco cristianos. Me llamó la
atención que todos tenían ojos azules, menos Susana, la cuñada de Diego, una
beldad morena de aire lánguido, como una pintura española. En la mesa se
confundieron ante la hilera de cubiertos y las seis copas, ninguno probó el
pato a la naranja y se asustaron un poco cuando llegó el postre ardiendo en
llamas. Al ver el desfile de criados en uniforme, la madre de Diego, doña
Elvira, preguntó por qué había tanto militar en la casa. Ante los cuadros
impresionistas se quedaron pasmados, convencidos de que yo había pintado esos
mamarrachos y que mi abuela, de puro chocha,
los colgaba en la pared, pero apreciaron el breve concierto de arpa y
piano que ofrecimos en el salón de música. La conversación moría a la segunda
frase hasta que los toros sementales dieron pie para hablar de la reproducción
del ganado, lo cual interesó sobremanera a Paulina del Valle, quien sin duda
estaba pensando en establecer la industria de quesos con ellos, en vista del
número de vacas que poseían. Si yo tenía algunas dudas sobre mi vida futura en
el campo junto a la tribu de mi novio, esa visita las disipó. Me enamoré de
esos campesinos de vieja cepa, bondadosos y sin pretensiones, del padre sanguíneo y reidor, de la madre tan
inocente, del hermano mayor amable y viril, de la
misteriosa cuñada y de la hermana
menor alegre como canario, que habían hecho un viaje de varios días para
conocerme. Me aceptaron con naturalidad y estoy segura de que se fueron algo
desconcertados por nuestro estilo de vida, pero sin criticarnos, porque
parecían incapaces de un mal pensamiento. En vista de que Diego me había
escogido, me consideraban parte de su familia, eso les bastaba. Su sencillez me
permitió relajarme, cosa que rara vez me ocurre con extraños, y al poco rato me
encontré conversando con cada uno de ellos, contándoles del viaje a Europa y de
mi afición por la fotografía. «Muéstreme sus fotos, Aurora», me pidió doña
Elvira y cuando lo hice no pudo disimular su desencanto. Creo que esperaba algo
más reconfortante que piquetes de obreros en huelgas, conventillos, niños harapientos jugando en las acequias violentas
revueltas populares, burdeles, sufridos emigrantes sentados sobre sus
bultos en la cala de un buque. «Pero hijita, ¿por qué no toma fotos bonitas?,
¿para qué se mete en esos andurriales? Hay tantos paisajes lindos en Chile ...
», murmuró la santa señora. Iba a explicarle que no me interesan las cosas
bonitas, sino esos rostros curtidos por el esfuerzo y el sufrimiento, pero comprendí
que no era el momento adecuado. Ya habría tiempo más adelante para darme a
conocer ante mi futura suegra y el resto de su familia.
–¿Para qué les mostraste esas
fotografías? Los Domínguez son chapados a la antigua, no debiste asustarlos con
tus ideas modernas, Aurora –me recriminó
Paulina del Valle cuando se fueron.
–De todos modos ya estaban asustados con el lujo
de esta casa y los cuadros impresionistas, ¿no cree, abuela? Además Diego y su
familia deben saber qué clase de mujer soy –repliqué.
–Todavía no eres una mujer, sino una
niña. Cambiarás, tendrás hijos, deberás amoldarte al ambiente de tu marido.
–Siempre seré la misma persona y no
quiero renunciar a la fotografía. Esto no es lo mismo que las acuarelas de la
hermana de Diego y el bordado de su cuñada, esto es parte fundamental de mi
vida.
–Bueno, cásate primero, concluyó mi
abuela.
No esperamos
hasta septiembre, como estaba planeado, sino que debimos casarnos a mediados
de abril, porque doña Elvira Domínguez tuvo un leve ataque al corazón y una
semana más tarde, cuando se repuso lo
suficiente como dar unos pasos sola, manifestó su deseo de verme
convertida en la esposa de su hijo Diego antes de partir al otro mundo. El
resto de la familia estuvo de acuerdo, porque si la señora se despachaba había que postergar el casamiento durante al
menos un año para guardar el luto reglamentario. Mi abuela se resignó a
apurar las cosas y olvidar la ceremonia principesca que planeaba y yo suspiré
aliviada, porque la idea de exponerme a los ojos de medio Santiago entrando en
la catedral del brazo de Frederick Williams o de Severo del Valle bajo una
montaña de organdí blanco, como pretendía mi abuela, me tenía muy inquieta.
¿Qué puedo
decir del primer encuentro de amor con Diego Domínguez? Poco, porque la memoria
imprime en blanco y negro; los grises se pierden por el camino. Tal vez no fue
tan miserable como recuerdo, pero los matices se me han olvidado, sólo guardo
una sensación general de frustración y rabia. Después de la boda privada en la
casa de Ejército Libertador, fuimos a un
hotel a pasar esa noche, antes de partir por dos semanas de luna de miel
a Buenos Aires, porque la precaria salud de doña Elvira no permitía alejarse
mucho. Cuando me despedí de mi abuela sentí que una parte de mi vida terminaba
definitivamente. Al abrazarla confirmé cuánto la quería y cuánto se había
disminuido, le colgaba la ropa y yo la pasaba en altura por medía cabeza, tuve
el presentimiento de que no le quedaba mucho tiempo, se veía pequeña y
vulnerable, una viejita con la voz tembleque y las rodillas de rana. Poco
restaba de la matriarcal formidable que durante más de setenta años hizo de su capa un sayo y manejó los destinos de
su familia como le dio la gana. A su
lado Frederick Williams parecía su hijo, porque los años no lo rozaban,
como si fuera inmune al estropicio de los mortales. Hasta el día anterior el
buen tío Frederick me rogó a espaldas de mi abuela que no me casara si no
estaba segura, y cada vez repliqué que nunca había estado más segura de algo.
No tenía dudas de mi amor por Diego Domínguez. A medida que se acercaba el
momento de la boda crecía mi impaciencia. Me miraba en el espejo desnuda o
apenas cubierta con las delicadas camisas de dormir de encaje que mi abuela
había comprado en Francia y me preguntaba ansiosa si acaso él me encontraría
bonita. Un lunar en el cuello o los pezones oscuros me parecían defectos terribles.
¿Me desearía como yo a él? Lo averigüé esa primera noche en el hotel. Estábamos
cansados, habíamos comido mucho, él había bebido más de la cuenta y yo también
tenía tres copas de champaña en el cuerpo. Al entrar al hotel aparentamos
indiferencia, pero el reguero de arroz que fuimos dejando por el suelo delató
nuestra condición de recién casados. Fue tal mi vergüenza de estar sola con
Diego y suponer que afuera alguien nos imaginaba haciendo el amor, que me
encerré en el baño con náuseas, hasta que mucho rato después mi flamante marido
golpeó la puerta suavemente para averiguar si aún estaba viva. Me llevó de la
mano a la habitación, me ayudó a quitarme el complicado sombrero, me soltó las
horquillas del moño, me libró de la chaquetilla de gamuza, desabotonó los mil
botoncitos de perla de la blusa, me zafó de la pesada falda y los pollerines,
hasta que quedé vestida sólo con la delgada camisa de batista que llevaba bajo
el corsé. A medida que él me despojaba de la ropa, yo me sentía disolver como
agua, me esfumaba, me iba reduciendo a puro
esqueleto y aire. Diego me besó en los labios, pero no como yo había
imaginado muchas veces en los meses anteriores, sino con fuerza y urgencia;
luego el beso se tornó más dominante mientras sus manos tironeaban de mi
camisa, que yo trataba de sujetar porque la perspectiva de que me viera desnuda
me horrorizaba. Las caricias apresuradas y la revelación de su cuerpo contra
el mío me puso a la defensiva, tan tensa que temblaba como si tuviera frío. Me preguntó fastidiado qué me pasaba y me
ordenó que tratara de relajarme, pero al ver que ese método empeoraba las
cosas, cambió el tono, añadió que no tuviera miedo y prometió ser cuidadoso.
Sopló la lámpara y de algún modo se las arregló para conducirme a la cama; el
resto sucedió deprisa. No hice nada por ayudarlo. Me quedé inmóvil como gallina
hipnotizada, tratando inútilmente de recordar los consejos de Nívea. En algún
momento me traspasó su espada, alcancé a retener un grito y sentí sabor de
sangre en la boca. El recuerdo más nítido de esa noche fue el desencanto. ¿Era
ésa la pasión por la cual tanta tinta gastaban los poetas? Diego me consoló
diciendo que siempre era así la primera vez, con el tiempo aprenderíamos a
conocernos y todo iría mejor, luego me dio un beso casto en la frente, me
volvió la espalda sin una palabra más y se durmió como un bebé, mientras yo
vigilaba en la oscuridad con un paño entre las piernas y un dolor quemante en
el vientre y en el alma. Era demasiado
ignorante para adivinar la causa de mi frustración, ni siquiera conocía
la palabra orgasmo, pero había explorado mi cuerpo y sabía que en alguna parte
se esconde ese placer sísmico capaz de trastornar la vida. Diego lo había
sentido dentro de mí, eso era evidente, pero yo sólo había experimentado
congoja. Me sentí víctima de una tremenda injusticia biológica: para el hombre
el sexo era fácil –podía obtenerlo
incluso a la fuerza– mientras que
para nosotras era sin deleite y con graves
consecuencias. ¿Habría que añadir a la maldición divina de parir con
dolor, la de amar sin goce?
Cuando Diego
despertó a la mañana siguiente yo ya me había vestido
hacía mucho rato y había decidido volver a mi
casa y refugiarme en los brazos
seguros de mi abuela, pero el aire fresco y la caminata por las calles del centro, casi vacías a esa hora del
domingo, me tranquilizaron. Me ardía
la vagina, donde aún sentía la presencia de Diego, pero paso a paso se
me fue disipando la rabia y me dispuse a enfrentar el futuro como una mujer y
no como una mocosa malcriada. Estaba consciente de cuán mimada había sido
durante los diecinueve años de mi existencia, pero esa etapa había concluido;
la noche anterior me había iniciado en la
condición de casada y debía actuar y pensar con madurez, concluí, tragándome las lágrimas. La
responsabilidad de ser feliz era exclusivamente mía. Mi marido no me traería la
dicha eterna como un regalo envuelto en papel de seda, yo debería labrarla día
a día con inteligencia y esfuerzo. Por suerte amaba a ese hombre y creía que,
tal como él me había asegurado, con el tiempo y la práctica las cosas irían
mucho mejor entre nosotros. Pobre Diego, pensé, debe estar tan desilusionado
como yo. Regresé al hotel a tiempo para cerrar las maletas y partir en viaje de
luna de miel.
El fundo
Caleufú, incrustado en la zona más hermosa de Chile, era un paraíso salvaje de
selva fría, volcanes, lagos y había pertenecido a los Domínguez desde los
tiempos de la colonia, cuando se repartieron las tierras entre los hidalgos
distinguidos en la Conquista. La familia había aumentado su riqueza comprando más terrenos de los indios por el precio
de unas botellas de aguardiente, hasta tener uno de los latifundios más prósperos de la región. La propiedad nunca
había sido dividida; por tradición la heredaba completa el hijo mayor,
quien tenía la obligación de dar trabajo o ayudar a sus hermanos, mantener y
dar dote a sus hermanas y cuidar a los inquilinos. Mi suegro, don Sebastián
Domínguez, era uno de esos seres que han cumplido con lo que se espera de
ellos envejecía con la conciencia en paz y agradecido por las recompensas que
le había dado la vida, sobre todo el cariño de su mujer, doña Elvira. En su
juventud había sido un rajadiablos, él mismo lo decía riéndose, y la prueba
eran varios campesinos de su fundo con los ojos azules, pero la mano suave y firme de doña Elvira lo había ido domando sin
que él mismo se diera cuenta. Asumía su papel de patriarca con bondad; los
inquilinos acudían con sus problemas a él antes que nadie, porque sus dos hijos, Eduardo y Diego, eran más
estrictos y doña Elvira no abría la boca fuera de las paredes de la casa.
La paciencia que don Sebastián manifestaba con los inquilinos, a quienes
trataba como niños un poco retardados, se transformaba en severidad al
enfrentarse con sus hijos varones. «Somos muy privilegiados, por lo mismo
tenemos más responsabilidades. Para nosotros no hay disculpas ni pretextos, nuestro deber es cumplir con Dios y ayudar a
nuestra gente, de eso nos pedirán cuentas en el cielo», decía. Debe
haber tenido cerca de cincuenta años, pero se veía menor porque llevaba una
vida muy sana, pasaba el día a caballo recorriendo sus tierras, era el primero
en levantarse y el último en ir a la cama, estaba presente en la trilla, la
doma, los rodeos, él mismo ayudaba a marcar y castrar al ganado. Empezaba el
día con una taza de café retinto con seis cucharadas de azúcar y un chorro de
brandy; con eso tenía fuerzas para las faenas del campo hasta las dos de la tarde, cuando almorzaba
cuatro platos y tres postres regados con abundante vino en compañía de la
familia.
No éramos
muchos en esa inmensa casona; el dolor más grande de mis suegros era haber
tenido sólo tres hijos. La voluntad de Dios así lo había querido, decían. A la hora de la cena nos reuníamos todos los que
durante el día habíamos andado dispersos en variadas ocupaciones, nadie podía
faltar. Eduardo y Susana vivían con sus hijos en otra casa, construida para
ellos a doscientos metros de la casa grande, pero allí sólo se preparaba el
desayuno, el resto de las comidas se hacían en la mesa de mis suegros. Debido a
que nuestro matrimonio debió adelantarse, la casa destinada a Diego y a mí no estaba lista y
vivíamos
en un ala de la de mis suegros. Don Sebastián se sentaba a la cabecera en un
sillón más alto y ornado; en la otra punta se
colocaba doña Elvira y a ambos lados nos
distribuíamos los hijos con sus mujeres, dos tías viudas, algunos primos o
parientes allegados, una abuela tan anciana que debían alimentarla con un
biberón y los invitados, que nunca faltaban. En la mesa se ponían varios
puestos de más para los huéspedes que solían caer sin aviso y a veces se
quedaban por semanas. Siempre eran bienvenidos, porque en el aislamiento del
campo las visitas eran la mayor diversión. Más al sur vivían algunas familias
chilenas enclavadas en territorio de indios, también colonos alemanes, sin los
cuales la región habría permanecido casi salvaje. Se necesitaban varios días
para recorrer a caballo las propiedades de los Domínguez, que llegaban hasta
el límite con Argentina. Por las noches se
rezaba y el calendario del año se regía por las fechas religiosas, que
se observaban con rigor y alegría. Mis suegros se dieron cuenta de que yo había
sido criada con muy poca instrucción católica, pero en ese sentido no tuvimos
problemas, porque fui muy respetuosa con sus creencias y ellos no trataron de
imponérmelas. Doña Elvira me explicó que la
fe es un regalo divino: «Dios llama tu nombre, te escoge», dijo. Eso me
libraba de culpa a sus ojos, Dios no había llamado mi nombre aún, pero si me
había colocado en esa familia tan cristiana era porque pronto lo haría. Mi
entusiasmo por ayudarla en sus tareas caritativas entre los inquilinos
compensaba mi escaso fervor religioso; creía
que se trataba de espíritu compasivo, signo de mi buena índole, no sabía
que era mi entrenamiento en el Club de Damas de mi abuela y prosaico interés por conocer a los trabajadores del campo y fotografiarlos.
Fuera de don
Sebastián, Eduardo y Diego, que se habían educado internos en un buen colegio
y realizado el viaje obligado a Europa, nadie más sospechaba por esos lados el
tamaño del mundo. No se aceptaban novelas en ese hogar, creo que a don
Sebastián le faltaba ánimo para censurarlas y para evitar que alguien leyera
una de la lista negra de la iglesia, prefería cortar por lo sano y eliminarlas
todas. Los periódicos llegaban con tanto atraso, que no traían noticias, sino
historia. Doña Elvira leía sus libros de oraciones y Adela, la hermana menor de
Diego poseía unos cuantos volúmenes de poesía, unas biografías de personajes históricos y crónicas
de viajes, que releía una yotra vez. Más tarde descubrí que conseguía novelas de misterio, les
arrancaba las tapas y las reemplazaba por las de los libros autorizados por su
padre. Cuando llegaron mis baúles y
cajones
de Santiago yaparecieron
cientos de libros, doña Elvira me pidió con su dulzura habitual que no los exhibiera
delante del resto de la familia. Cada semana mi abuela o Nívea me enviaban
material de lectura, que yo guardaba en mi habitación. Mis suegros nada
decían, confiados, supongo, en que ese mal hábito se me pasaría cuando tuviera
niños y no me sobraran tantas horas ociosas, como era el caso de mi cuñada
Susana, quien tenía tres criaturas preciosas y muy mal criadas. No se
opusieron, sin embargo, a la fotografía, tal
vez adivinaron que sería muy difícil doblarme la mano en ese punto, y
aunque nunca demostraron curiosidad por ver mi trabajo, me asignaron un cuarto
al fondo de la casa donde pude instalar mi laboratorio.
Crecí en la
ciudad, en el ambiente confortable y cosmopolita de la casa de mi abuela, mucho
más libre que cualquier chilena de entonces y de hoy, porque aunque ya estamos
terminando el primer decenio del siglo veinte, las cosas no se han modernizado
mucho para las muchachas de estos lados. El cambio de estilo cuando aterricé en
el seno de los Domínguez fue brutal, a
pesar de que ellos hicieron lo posible para que me sintiera cómoda. Se
portaron muy bien conmigo, fue fácil aprender a quererlos; su cariño compensó
el carácter reservado y a menudo huraño de Diego, quien en público me trataba
como una hermana y en privado apenas me
hablaba. Las primeras semanas tratando de adaptarme fueron muy
interesantes. Don Sebastián me regaló una hermosa yegua negra con una estrella
blanca en la frente y Diego me mandó con un capataz
a recorrer el fundo yconocer a los trabajadores yalos vecinos, ubicados a
tantos kilómetros de distancia, que cada visita tomaba tres o cuatro
días. Luego me dejó libre. Mi marido salía con su hermano y su padre a las labores del campo y a cazar, a veces
acampaban afuera por varios días. Yo no soportaba el aburrimiento de la
casa, con su inacabable faena de mimar a los niños de Susana, hacer dulces y
conservas, limpiar yventilar, coser ytejer; cuando concluía
mi trabajo en la escuela o el dispensario del fundo me ponía unos
pantalones de Diego y partía al galope. Mi suegra me había advertido que no
montara a horcajadas, como un hombre, porque tendría «problemas femeninos»,
eufemismo que nunca pude dilucidar del todo, pero nadie podría montar de lado
en esa naturaleza de cerros y peñascos sin partirse la cabeza en una caída.
El paisaje me
dejaba sin aliento, sorprendiéndome en cada vuelta del camino, me maravillaba.
Cabalgaba cerro arriba y valle abajo hasta los tupidos bosques, un paraíso de
alerce, laurel, canelo, mañío, arrayan
y
milenarias araucarias, maderas finas que los Domínguez explotaban en su
aserradero. Me embriagaba la fragancia de la selva mojada, ese aroma sensual de
tierra roja, savia y raíces; la paz de la espesura vigilada por aquellos callados gigantes verdes; el murmullo misterioso de la
floresta: canto de aguas invisibles, danza del aire enredado en las ramas,
rumor de raíces y de insectos, trinar de las
suaves torcazas y gritos de los
tiuques escandalosos. Los senderos terminaban en el aserradero y mas allá
debía abrirme paso en la espesura, confiando en el instinto de mi yegua, cuyas
patas se hundían en un fango color petróleo, espeso y fragante como sangre
vegetal. La luz se filtraba por la inmensa cúpula de los árboles en claros
rayos tangenciales, pero había zonas glaciales donde se agazapaban los pumas,
espiándome con sus ojos en llamas. Llevaba una escopeta amarrada a la silla de
montar, pero en una emergencia no habría tenido tiempo de sacarla y, en todo
caso, jamás la había disparado.
Fotografié los
bosques antiguos, los lagos de arenas negras, los ríos tempestuosos de piedras
cantarinas y los impetuosos volcanes que coronaban el horizonte como dragones
dormidos en torres de ceniza. También tomé
fotos de los inquilinos del fundo, que luego les llevaba de regalo y
ellos las recibían turbados, sin saber qué hacer con esas imágenes de ellos
mismos que no habían solicitado. Me fascinaban sus rostros curtidos por la
intemperie y la pobreza, pero a ellos no les gustaba verse así, tal cual eran,
con sus andrajos y penas a cuestas, querían retratos coloreados a mano en los
cuales posaban con el único traje que tenían,
el de su boda, bien lavados y peinados, con sus hijos sin mocos.
Los domingos se
suspendía el trabajo y había misa –cuando
contábamos
con un sacerdote– o «misiones»,
que las mujeres de la familia realizaban visitando a los inquilinos en sus
casas para catequizarlos. Así combatían a punta de regalitos y de tenacidad las
creencias indígenas que se enredaban con los santos cristianos. Yo no
participaba en las prédicas religiosas, pero aprovechaba para darme a conocer a
los campesinos. Muchos eran indios puros que todavía utilizaban palabras en
sus lenguas y mantenían vivas sus tradiciones, otros eran mestizos, todos
humildes y tímidos en tiempos normales,
pero pendencieros y ruidosos cuando
bebían. El alcohol era un bálsamo amargo que por unas horas aliviaba la
terrestre pesadumbre de todos los días, mientras iba royéndoles las entrañas
como una rata enemiga. Las borracheras y las peleas
con arma blanca se multaban, igual que otras faltas, como cortar un
árbol sin permiso o dejar sueltos a los animales privados fuera de la medía
cuadra asignada a cada uno para el cultivo de su familia. El robo o la
insolencia contra los superiores se penaba a palos, pero a don Sebastián le
repugnaba al castigo corporal; también había eliminado el derecho de
«pernada», vieja tradición proveniente de la época colonial, que permitía a los
patrones desflorar a las hijas de los campesinos antes de que éstas se
desposaran con otros. Él mismo lo había practicado en su juventud, pero después
que llegó doña Elvira al fundo esas libertades se acabaron. Tampoco aprobaba
las visitas a los prostíbulos de los pueblos aledaños e insistía en que sus
propios hijos se casaran jóvenes para evitar tentaciones. Eduardo y Susana lo
habían hecho seis años antes, cuando ambos tenían veinte, y a Diego, entonces
de diecisiete, le habían asignado una muchacha emparentada con la familia,
pero murió ahogada en el lago antes de concretar el noviazgo.
Eduardo, el
hermano mayor, era más jovial que Diego, tenía talento para contar chistes y
cantar, conocía todas las leyendas e historias de la región, le gustaba
conversar y sabía oír. Estaba muy enamorado de Susana, se le iluminaban los
ojos cuando la veía y jamás se impacientaba con sus caprichosos estados de
ánimo. Mi cuñada sufría de dolores de cabeza que solían ponerla de pésimo
humor, se encerraba con llave en su habitación, no comía y había orden de no
molestarla por ningún motivo, pero cuando sé le pasaban sus males emergía totalmente
recuperada, sonriente y cariñosa; parecía
otra mujer. Me di cuenta que dormía sola y que ni su marido ni sus hijos
entraban a su cuarto sin invitación; la puerta se mantenía siempre cerrada. La
familia estaba habituada a sus jaquecas y depresiones, pero su deseo de
privacidad les parecía ca-si una ofensa, tanto como les extrañó que yo no
permitiera a nadie entrar sin mi permiso al pequeño cuarto oscuro donde
revelaba mis fotografías, a pesar de que les expliqué el daño que un rayo de
luz podía hacer a mis negativos. En Caleufú no había puertas ni gabinetes con
llave, salvo las bodegas y la caja fuerte de la oficina.
Se cometían
raterías, por supuesto, pero no traían mayores consecuencias porque en general
don Sebastián hacía la vista gorda. «Esta gente es muy ignorante, no roba por
vicio ni por necesidad, sino por mala costumbre», decía, aunque en verdad los
inquilinos tenían más necesidades de las que el patrón admitía. Los campesinos
eran libres, pero en la práctica habían vivido por generaciones en esa tierra y
no se les ocurría que pudiera ser de otro modo; no tenían dónde ir. Pocos
llegaban a viejos. Muchos niños morían en la infancia de infecciones
intestinales, mordeduras de ratas y pulmonía,
las mujeres de parto y consunción, los hombres por accidentes, heridas infectadas e
intoxicación por alcohol.
El hospital más
cercano pertenecía a los alemanes, donde había un médico bávaro de gran
renombre, pero sólo se hacía el viaje en una grave emergencia; los males menores se trataban con secretos de naturaleza,
oración y el socorro de las mezclas, curanderas indígenas que conocían el poder
de las plantas regionales mejor que nadie.
A finales de
mayo se dejó caer el invierno sin atenuantes, con su cortina de lluvia lavando
el paisaje como una paciente lavandera y su oscuridad temprana, que nos
obligaba a recogernos a las cuatro de la tarde y convertía las noches en una
eternidad.
Ya no podía
salir en mis largas cabalgatas o a fotografiar a la gente del fundo. Estábamos
aislados, los caminos eran un lodazal, nadie nos visitaba. Me entretenía
experimentando en el cuarto oscuro con diversas técnicas de revelado y tomando
fotos de la familia. Fui descubriendo que todo lo que existe está relacionado,
es parte de un apretado diseño; lo que parece una maraña de casualidades a
simple vista, ante la minuciosa observación de la cámara se va revelando con
sus simetrías perfectas.
Nada es casual,
nada es banal. Así como en el aparente caos vegetal del bosque hay una estricta
relación de causa y efecto, por cada árbol hay centenares de pájaros, por cada
pájaro hay millares de insectos, por cada insecto hay millones de partículas
orgánicas; de igual modo los campesinos en sus labores o la familia al
resguardo del invierno en la casa son partes imprescindibles de un fresco
inmenso. Lo esencial es a menudo invisible;
el ojo no lo capta, sólo el corazón, pero la cámara a veces logra
atisbos de esa sustancia. Eso intentaba obtener en su arte el maestro Ribero y
eso procuró enseñarme: superar lo meramente documental y llegar a la médula,
al alma misma de la realidad. Esas sutiles conexiones que surgían sobre el
papel fotográfico me conmovían profundamente y me animaban a seguir
experimentando.
En la reclusión del invierno aumentó mi curiosidad; en la medida en
que
el entorno se volvía más sofocante y estrecho hibernando entre esas gruesas
paredes de adobe, mi mente se tornaba más inquieta. Empecé a explorar
obsesivamente el contenido de la casa y los secretos de sus habitantes. Examiné
con ojos nuevos el ambiente familiar, como si lo viera por primera vez, sin dar
nada por supuesto. Me dejaba guiar por la intuición, deponiendo ideas
preconcebidas, «sólo vemos lo que queremos ver». decía don Juan Ribero y
agregaba que mi trabajo debía ser mostrar lo
que nadie ha visto antes. Al principio los Domínguez posaban con sonrisas forzadas, pero pronto se habituaron a
mi sigilosa presencia y acabaron por ignorar la cámara; entonces pude
captarlos al descuido, tales como eran. La lluvia se llevó las flores y las
hojas, la casa con sus pesados muebles y
sus
grandes espacios vacíos se cerró al exterior y quedamos
atrapados en un extraño cautiverio doméstico. Andábamos por los cuartos
alumbrados por velas, sorteando las heladas corrientes de aire; crujían las
maderas como gemidos de viuda y se oían los pasitos furtivos de los ratones en
sus diligentes quehaceres; olía a fango, a tejas mojadas, a ropa enmohecida.
Los criados encendían braseros y chimeneas, las empleadas nos traían botellas
de agua caliente, mantas y tazones de humeante chocolate, pero no había manera
de engañar el largo invierno. Fue entonces cuando sucumbí a la soledad.
Diego era un
fantasma. Trato de recordar ahora algún momento compartido, pero sólo puedo
verlo como un mimo sobre un escenario, sin voz y separado de mí por un foso
ancho. Tengo en mi mente –y en mi colección
de fotografías de aquel invierno– muchas imágenes de él en las actividades del
campo y dentro de la casa, siempre ocupado con otros, nunca conmigo, distante y
ajeno. Fue imposible intimar con él, había un silencioso abismo entre ambos y
mis intentos de intercambiar ideas o averiguar sobre sus sentimientos se
estrellaban contra su obstinada vocación de ausente. Sostenía que ya todo
estaba dicho entre nosotros, si nos habíamos casado era porque nos queríamos,
qué necesidad había de ahondar en lo evidente. Al principio me ofendía su
mutismo, pero luego comprendí que así se comportaba con todos menos con sus
sobrinos; podía ser alegre y tierno con los niños, tal vez deseaba tener hijos
tanto como yo, pero cada mes nos llevábamos un chasco. Tampoco de eso
hablábamos, era otro de los muchos temas relaciona-dos con el cuerpo o el amor
que no tocábamos por pudor. En algunas oportunidades intenté decirle cómo me
gustaría ser acariciada, pero se ponía de inmediato a la defensiva, a sus ojos
una mujer decente no debía sentir ese tipo de urgencias y mucho menos
manifestarlo. Pronto su reticencia, mi vergüenza y el orgullo de ambos
erigieron una muralla china entre los dos. Habría dado cualquier cosa por hablar
con alguien de lo que ocurría tras nuestra
puerta cerrada, pero mi suegra era etérea como un ángel, con Susana no
tenía verdadera amistad, Adela apenas había cumplido dieciséis años y Nívea
estaba demasiado lejos, no me atrevía a poner esas inquietudes por escrito.
Diego y yo continuamos haciendo el amor –por llamarlo de algún modo– de tarde en tarde, siempre como la primera
vez, la convivencia no nos acercó, pero eso sólo a mí me dolía, él se sentía
muy cómodo tal como estábamos. No discutíamos y nos tratábamos con una forzada
cortesía, aunque yo hubiera preferido mil veces una guerra declarada antes que
nuestros silencios taimados. Mi marido rehuía las ocasiones de estar a solas
con-migo; por las noches demoraba las partidas de naipes hasta que yo, vencida
de cansancio, me iba a dormir; por las mañanas saltaba de la cama con el canto
del gallo y hasta los domingos, cuando el resto de la familia se levantaba
tarde, él encontraba pretextos para salir temprano. Yo, en cambio, vivía
pendiente de sus estados de ánimo, me adelantaba a servirlo en mil detalles,
hice lo posible por atraerlo y por hacerle la vida agradable; el corazón me
galopaba el pecho cuando oía sus pasos o su voz. No me cansaba de mirarlo, me
parecía hermoso como los héroes de los cuentos; en la cama palpaba sus espaldas
anchas y fuertes procurando no despertarlo, su cabello abundante y ondulado,
los músculos de las piernas y el cuello. Me gustaba su olor a sudor, a tierra y
a caballo cuando volvía del campo, a jabón inglés después del baño. Hundía la
cara en su ropa para aspirar su fragancia de hombre, ya que no me atrevía a
hacerlo en su cuerpo. Ahora, con la perspectiva del tiempo y de la libertad que
he adquirido en los últimos años, comprendo cuánto me humillé por amor. Dejé de
lado todo, desde mi personalidad hasta mi trabajo, por soñar en un paraíso
doméstico que no era para mí.
Durante el
prolongado y ocioso invierno, la familia debió utilizar variados recursos de
imaginación para combatir el tedio. Todos tenían buen oído para la música,
tocaban una variedad de instrumentos y así las tardes se iban en conciertos
improvisados. Susana solía deleitarnos en-vuelta en una túnica de terciopelo
andrajosa, con un turbante de turca en la cabeza y los ojos renegridos con
carbón, cantando con una voz ronca de gitana. Doña Elvira y Adela organizaron
clases de costura para las mujeres y procuraron mantener activa la escuelita,
pero sólo los hijos de los inquilinos que vivían más cerca lograban desafiar el
clima y llegar a clases; a diario se rezaban rosarios invernales que atraían a
grandes y chicos, porque después servían chocolate y torta. A Susana se le ocurrió la idea de preparar una obra de teatro
para celebrar el final del siglo, eso nos tuvo ocupados por semanas
escribiendo el libreto y aprendiendo nuestros papeles, armando un escenario en
uno de los graneros, cosiendo disfraces y ensayando. El tema, por supuesto, era
una predecible alegoría sobre los vicios e infortunios del pasado, derrotados
por la incandescente cimitarra de la ciencia, la tecnología y el progreso del
siglo veinte. Además del teatro, hicimos concursos de tiro al blanco y de
palabras del diccionario, campeonatos de toda clase, desde ajedrez hasta
fabricación de títeres y construcción de aldeas con palitos de fósforos, pero siempre
sobraban horas. Convertí a Adela en mi ayudante en el laboratorio fotográfico y
a escondidas intercambiábamos libros, yo le prestaba los que me enviaban de
Santiago y ella sus novelas de misterio, que yo devoraba con pasión. Me
convertí en experto detective, por lo general adivinaba la identidad del
homicida antes de la página ochenta. El repertorio era limitado y por mucho que
hiciéramos durar la lectura, los libros se terminaron pronto, entonces jugábamos con Adela a cambiar las
historias o a inventar crímenes complicadísimos, que la otra debía resolver.
«¿Qué andan cuchicheando ustedes dos?», nos preguntaba mi suegra a menudo.
«Nada, mamá, andamos planeando asesinatos», replicaba Adela con su inocente
sonrisa de conejo. Doña Elvira se reía, incapaz de suponer cuán cierta era la
respuesta de su hija.
Eduardo, en su
calidad de primogénito, debía heredar la propiedad a la muerte de don
Sebastián, pero había hecho una sociedad con su hermano para administrarla
juntos. Me gustaba mi cuñado, era suave y juguetón, solía hacerme bromas o
traerme pequeños regalos, ágatas translúcidas del lecho del río, un modesto
collar de la reservación mapuche, flores silvestres, una revista de moda que
encargaba al pueblo, así procuraba compensar la indiferencia de su hermano
conmigo, evidente para toda la familia. Solía tomarme la mano y preguntarme
inquieto si estaba bien, si necesitaba algo, si echaba de menos a mi abuela, si
me aburría en Caleufú. Susana, en cambio, sumida en su languidez de odalisca,
bastante parecida a la pereza, me ignoraba la mayor parte del tiempo y tenía
una manera impertinente de darme la espalda, dejándome con la palabra en la
boca. Opulenta, con la tez dorada y grandes ojos sombríos, era una beldad, pero
no creo que tuviera conciencia de su
belleza. No había ante quién lucirse, sólo la familia, por lo mismo
ponía poco cuidado en su arreglo personal, a veces ni siquiera se peinaba y pasaba el día envuelta en una bata de levantarse y con zapatillas de piel de oveja, somnolienta y triste. Otras veces, en
cambio, aparecía resplandeciente como una princesa mora, con su largo pelo
oscuro sujeto en un moño con peinetas de concha de tortuga y una gargantilla de
oro que marcaba el contorno perfecto de su cuello.
Cuando estaba
de buen humor, le gustaba posar para mí; una vez sugirió en la mesa que la
fotografiara desnuda. Fue una provocación que cayó como bomba en esa familia
tan conservadora, doña Elvira casi sufre otro ataque al corazón y Diego,
escandalizado, se puso de pie tan abruptamente que tumbó la silla. Si Eduardo
no hace un chiste, se habría armado un drama. Adela, –la menos agraciada de los
hermanos Domínguez–, con su cara de
conejo y sus ojos azules perdidos en un mar de pecas, era sin duda la más
simpática. Su alegría resultaba tan segura como la luz de cada mañana; podíamos
contar con ella para levantar los ánimos aun en las más profundas horas del
invierno, cuando el viento ululaba entre las tejas y ya estábamos hartos de
jugar a naipes a la luz de una vela. Su padre, don Sebastián, la adoraba, nada
podía negarle y solía pedirle medio en broma, medio en serio, que se quedara
solterona para cuidarlo en la vejez.
El invierno
vino y se fue dejando entre los inquilinos dos niños
y un viejo
muertos de pulmonía; también murió la abuela que vivía en la casa y que
según calculaban había vivido más de un siglo, porque ya había hecho la primera
comunión cuando Chile declaró su independencia de España, en 1810. Todos fueron
enterrados con pocas ceremonias en el cementerio de Caleufú, convertido en un
barrizal por los aguaceros torrenciales. No dejó de llover hasta septiembre
cuando empezó a brotar la primavera por
todos lados y pudimos por fin salir al patio a asolear la ropa y los
colchones enmohecidos.
Doña Elvira había pasado esos meses envuelta en chales, de la cama al sillón, cada
vez más débil. Una vez al mes, muy discretamente, me preguntaba «si no había
novedad» y como no la había, aumentaba sus oraciones para que Diego y yo le
diéramos más nietos.
A pesar de las
noches larguísimas de ese invierno, la intimidad con mi marido no mejoró. Nos
encontrábamos en la oscuridad en silencio, casi como enemigos, y siempre
quedaba yo con el mismo sentimiento de frustración
y de angustia irreprimible de la primera vez. Me parecía que sólo nos abrazábamos cuando yo tomaba la
iniciativa, pero puedo estar errada, tal vez no era siempre así. Con la
llegada de la primavera volví a salir sola de excursión a los bosques y
volcanes; galopando por esas inmensidades se
apaciguaba un poco el hambre de amor, la fatiga y las posaderas
machucadas por la montura superaban los deseos reprimidos. Volvía por las
tardes húmeda de bosque y sudor de caballo, me hacía preparar un baño caliente
y me remojaba por horas en agua perfumada con hojas de naranjo. «Cuidado, hijita,
cabalgatas y baños son malos para el vientre, producen esterilidad», me
advertía mi atribulada suegra.
Doña Elvira era
una mujer simple, pura bondad y espíritu de servicio, con un alma traslucida reflejada en el agua mansa de sus ojos azules, la
madre que hubiera deseado tener. Pasaba
horas a su lado, ella tejiendo para sus nietos y contándome una y otra vez las
mismas pequeña historias de su vida y
de
Caleufú, y yo oyéndola con la congoja de
saber que ella no iba a durar mucho en este mundo. Para entonces ya sospechaba
que un hijo no acortaría la distancia entre Diego y yo, pero lo deseaba nada
más que para ofrecérselo a doña Elvira como un regalo. Al imaginar mi vida en
el fundo sin ella sentía una insalvable congoja.
Terminaba el siglo y los chilenos pugnaban por incorporarse al
progreso industrial de Europa y
Norteamérica, pero los Domínguez, como muchas otras familias
conservadoras, veían con espanto el alejamiento de las costumbres tradicionales
y la tendencia a imitar lo extranjero. «Son puros chirimbolos del diablo»,
decía don Sebastián cuando leía sobre los adelantos tecnológicos en sus
periódicos atrasados. Su hijo Eduardo era el único interesado en el futuro,
Diego vivía ensimismado, Susana pasaba con jaqueca y Adela no acababa de salir
del cascarón.
Por muy lejos que estuviéramos, los ecos del progreso nos alcanzaban y no podíamos
ignorar los cambios en la sociedad. En Santiago había empezado un frenesí de
deportes, juegos y paseos al aire libre, más propio de excéntricos ingleses que
de cómodos descendientes de los hidalgos de Castilla y
León.
Una ventisca de arte y cultura
proveniente de Francia refrescaba el ambiente y un pesado rechinar de
maquinaría alemana interrumpía la larga siesta colonial de Chile. Estaba
surgiendo una clase medía arribista y educada que pretendía vivir como los
ricos. La crisis social que estaba remeciendo los fundamentos del país con
huelgas, desmanes, desempleo y cargas de la policía montada con sables desenvainados,
era un rumor lejano que no alteraba el ritmo de nuestra existencia en Caleufú,
pero aunque en el fundo seguíamos viviendo como los tatarabuelos que durmieron
en esas mismas camas cien años antes, el siglo veinte también a nosotros se nos
venía encima.
Mi abuela
Paulina había declinado mucho, me contaron Frederick Williams y Nívea del
Valle por carta; estaba sucumbiendo a los muchos achaques de la vejez y a la
premonición de la muerte. Comprendieron cuánto había envejecido cuando Severo
del Valle le llevó las primeras botellas del vino producido con las parras que
maduraban tarde y que, supieron, se llamaban carmenare, un vino tinto suave y
voluptuoso, con muy poco tanino, tan bueno como los mejores de Francia, que
bautizaron Viña Paulina. Por fin tenían en las manos un producto único que les
daría fama y dinero. Mi abuela lo probó delicadamente. «Es una lástima que no
podré gozarlo, se lo beberán otros», dijo y luego no volvió a mencionarlo más.
No hubo la explosión de alegría y los comentarios arrogantes que habitualmente
acompañaban sus triunfos empresariales; después de una vida desenfadada, se
estaba volviendo humilde.
El signo más
claro de su debilidad era la presencia diaria del conocido sacerdote de sotana
chorreada que rondaba a los agonizantes para arrebatarles su fortuna. No sé si
por iniciativa propia o por sugerencia de ese viejo agorero de fatalidades, mi
abuela desterró al fondo de un sótano la célebre cama mitológica, donde pasó la
mitad de su vida, y en su lugar puso un camastro de soldado con un colchón de
crin de caballo. Eso me pareció un síntoma muy alarmante y apenas se secó el
barro de los caminos, anuncié a mi marido que debía ir a Santiago a ver a mi
abuela. Esperaba alguna oposición, pero fue todo lo contrario, en menos de
veinticuatro horas Diego organizó mi traslado en carreta hasta el puerto, donde
tomaría el barco a Valparaíso y de allí seguiría en tren a Santiago. Adela
ardía de ganas de acompañarme y fue tanto lo que se sentó en la falda de su
padre, le mordisqueó las orejas, le tironeó
las patillas y le rogó, que finalmente don Sebastián no pudo negarle ese
nuevo capricho, a pesar de que doña Elvira, Eduardo y Diego no estaban de
acuerdo. No tuvieron que aclarar sus razones, adiviné que no consideraban apropiado el ambiente que habían
percibido en casa de mi abuela y pensaban que yo carecía de madurez para
cuidar a la niña como era debido. Partimos pues a Santiago, acompañadas por
una pareja de alemanes amigos que iban en el mismo vapor. Llevábamos un escapulario
del Sagrado Corazón de Jesús colgando al pecho para protegernos de todo mal,
amén, el dinero cosido en una bolsita bajo el corsé, instrucciones precisas de
no hablar con desconocidos y más equipaje del necesario para dar la vuelta al
mundo.
Adela y yo
pasamos un par de meses en Santiago que hubieran sido estupendos si mi abuela
no hubiera estado enferma. Nos recibió con fingido entusiasmo, llena de planes
para hacer paseos, ir al teatro y en tren a Viña del Mar a tomar el aire de la
costa, pero a última hora nos enviaba con Frederick Williams y ella se quedaba
atrás. Así fue cuando emprendimos viaje en coche a visitar a Severo y Nívea del
Valle en las viñas, que para entonces estaban produciendo las primeras botellas
de vino de exportación. Mi abuela consideró que Viña Paulina era un nombre
demasiado criollo y quiso cambiarlo por algo en francés, para venderlo en los
Estados Unidos, donde según ella nadie entendía de vinos, pero Severo se opuso
a semejante trampa. Encontré a Nívea con el moño salpicado de canas y algo más
pesada, pero igualmente ágil, insolente y traviesa, rodeada de sus hijos
menores. «Creo que por fin me está viniendo el cambio, ahora podremos hacer el
amor sin miedo de tener otro niño», me sopló al oído, sin imaginar jamás que
varios años mas tarde vendría al mundo Clara, clarividente, la más extraña de
las criaturas nacidas en este numeroso y estrafalario clan Del Valle. La pequeña
Rosa, cuya belleza tantos comentarios provocaba, tenía cinco años. Lamento que
la fotografía no pueda captar su colorido, parece una criatura del mar con sus ojos
amarillos y su pelo verde, como bronce viejo. Ya entonces era un ser Angélico,
algo atrasada para su edad, que pasaba flotando como una aparición. «¿De dónde
salió? Debe ser hija del Espíritu Santo», bromeaba su madre. Esa niña hermosa
había venido a consolar a Nívea de la pérdida de dos de sus pequeños, que
murieron de difteria y la larga enfermedad que estaba minando los pulmones de
un tercero. Traté de hablar con Nívea sobre eso –dicen que no hay sufrimiento más horrible que la
pérdida de un hijo– pero ella
cambiaba el tema. Lo más que llegó a decirme fue que por siglos y siglos las
mujeres han sufrido el dolor de dar a luz y el de enterrar a sus hijos, ella no
es una excepción. «Sería muy arrogante de mi parte suponer que Dios me bendice
enviándome muchos niños y que todos vivirán mas que yo», dijo.
Paulina del
Valle no era ni la sombra de quien fuera, había perdido interés en la comida y
los negocios, apenas podía caminar porque las rodillas le fallaban, pero
estaba más lúcida que nunca. Sobre su mesita de noche se alineaban los frascos
de medicamentos y había tres monjas turnándose para cuidarla. Mi abuela
adivinaba que no tendríamos muchas oportunidades más de estar juntas y por
primera vez en nuestra relación se dispuso a contestar mis preguntas. Hojeamos
los álbumes de fotografías, que ella fue explicándome una a una; me contó los
orígenes de la cama encargada a Florencia y su rivalidad con Amanda Lowell,
que vista desde la perspectiva de su edad resultaba más bien cómica, y me habló de mi padre y del papel de
Severo del Valle en mi infancia, pero eludió decididamente el tema de mis
abuelos maternos y Chinatown, me dijo que mi madre había sido una modelo
americana muy bella, nada más. Algunas tardes nos sentábamos en la galería de
cristal a conversar con Severo y Nívea del Valle. Mientras él hablaba sobre
los años en San Francisco y sus experiencias posteriores en la guerra, ella me
recordó detalles de lo sucedido durante la Revolución, cuando yo tenía sólo
once años. Mi abuela no se quejaba, pero el tío Frederick me advirtió que
sufría agudos dolores de estómago y le costaba un esfuerzo enorme vestirse
cada mañana. Fiel a su creencia de que uno tiene la edad que demuestra, seguía
pintándose los pocos pelos que aún asomaban en su cabeza "pero ya no se
pavoneaba con joyas de emperatriz" como hacía antes, «le quedan muy
pocas» " me susurró misteriosamente su marido. La casa se veía tan
descuidada como su dueña, los cuadros que faltaban habían dejado espacios
claros en el papel mural, había menos muebles y alfombras, las plantas
tropicales de la galería eran una maraña mustia y
empolvada
y los pájaros callaban en sus jaulas. Lo adelantado por el tío Frederick en sus cartas
sobre la litera de soldado en que dormía mi abuela resultó exacto.
Ella siempre
ocupó la habitación más grande de la casa y su famosa cama mitológica se erguía
al centro como un trono papal; desde allí dirigía su imperio.
Pasaba las
mañanas entre las sábanas, rodeada de las figuras acuáticas policromadas que un
artífice florentino había tallado cuarenta años antes, estudiando sus libros
de contabilidad, dictando cartas, inventando negocios. Bajo las sábanas
desaparecía la gordura y lograba crear una ilusión
de fragilidad y belleza. Le había tomado innumerables fotografías en ese
lecho de oro y se me ocurrió la idea de fotografiarla ahora con su modesta
camisa de vitela y su chal de abuelita en un camastro de penitente, pero se
negó rotundamente. Noté que de su habitación habían desaparecido los hermosos muebles franceses de
seda capitoné, el gran escritorio de palo de rosa con incrustaciones de nácar
traído de la India, las alfombras y los cuadros, por todo adorno había un gran
Cristo crucificado. «Está regalando los muebles y las joyas a la iglesia», me
explicó Frederick Williams, en vista de lo cual decidimos cambiar las monjas
por enfermeras y ver el modo de impedir, aunque fuese a la fuerza, las visitas
del cura apocalíptico, porque además de llevarse cosas, contribuía a sembrar
espanto.
Iván Radovic,
único medico en quien Paulina del Valle confiaba, estuvo plenamente de acuerdo
con tales medidas. Fue bueno volver a ver a ese antiguo amigo –la verdadera amistad resiste el tiempo, la
distancia y el silencio, como dijo él– y confesarle,
entre risas, que en mi memoria siempre aparecía disfrazado de Gengis Khan. «Son
los pómulos eslavos» me explicó de buen talante. Todavía tenía un leve aire de
jefe tártaro, pero el contacto con los enfermos en el hospital de pobres donde
trabajaba lo había suavizado; además en Chile no se veía tan exótico como en
Inglaterra; podría haber sido un toqui araucano más alto y limpio. Era un
hombre silencioso, que escuchaba con intensa atención incluso el parloteo
incesante de Adela, quien de inmediato se enamoró de él y, acostumbrada como
estaba a seducir a su padre, usó el mismo método para engatusar a Iván Radovic.
Por desgracia para ella, el doctor la percibía como una chiquilla inocente y
graciosa, pero chiquilla de todos modos. La incultura abismante de Adela y la
petulancia con que aseguraba las tonterías más garrafales no lo molestaban,
creo que lo divertían, aunque sus ingenuos arrebatos de coquetona lograban
hacer-lo enrojecer. El doctor provocaba confianza, me resultaba fácil hablarle
de temas que rara vez mencionaba ante otras personas por temor a aburrirlas,
como la fotografía. A él le interesaba porque se estaba empleando en la
medicina desde hacía varios años en Europa y en los Estados Unidos; me pidió
que le enseñara a usar la cámara para llevar un registro de sus operaciones y
de los síntomas externos de sus pacientes para ilustrar sus conferencias y
clases.
Con ese
pretexto fuimos a visitar a don Juan Ribero, pero encontramos el estudio
cerrado con un letrero para la venta. El peluquero del lado nos aclaró que el
maestro ya no trabajaba porque tenía cataratas en ambos ojos, pero nos dio su
dirección y fuimos a visitarlo. vivía en un edificio de la calle Monjitas que
había conocido tiempos mejores; gran-de, anticuado y cruzado de fantasmas. Una
empleada nos guió a través de varios cuartos comunicados entre si, tapizados
del suelo al techo con fotografías de Ribero, hasta un salón con muebles
antiguos de caoba y sillones desvencijados de felpa. No había lámparas
encendidas y necesitamos unos segundos para acomodar los ojos a la medía luz y
vislumbrar al maestro sentado con
un gato sobre las rodillas junto a la ventana por donde entraban los últimos
reflejos de la tarde. Se puso de pie y avanzó con gran seguridad a saludarnos,
nada en su paso delataba la ceguera.
–¡Señorita Del
Valle! Perdón, ahora es señora Domínguez, ¿verdad? –exclamó tendiéndome ambas
manos.
–Aurora,
maestro, la misma Aurora de siempre –repliqué abrazándolo. Luego le presenté al
doctor Radovic y le conté su deseo de aprender fotografía para fines médicos.
–Ya no puedo
enseñar nada, amigo mío. El cielo me ha castigado donde más me duele, la vista.
Imagínese, un fotógrafo ciego, ¡qué ironía!
–¿No ve nada,
maestro? –pregunté alarmada.
–Con los ojos
no veo nada, pero sigo mirando el mundo. Dígame, Aurora, ¿ha cambiado usted?
¿Cómo se ve ahora? La imagen más clara que tengo
de usted es una chiquilla de trece años plantada ante la puerta de mi
estudio con la terquedad de una mula.
–Sigo siendo la
misma, don Juan, tímida, tonta y testaruda.
–No, no, dígame
por ejemplo cómo está peinada y de qué color viste.
–La señora
lleva un vestido blanco, liviano, con encaje por el escote, no sé de qué tela
porque no entiendo de esas cosas, y un cinturón amarillo, como el lazo del
sombrero. Le aseguro que se ve muy bonita –dijo Radovic.
–No me haga
pasar vergüenza, doctor, se lo suplico –interrumpí.
–Y ahora la
señora tiene las mejillas coloradas... –agregó y los dos se rieron al unísono.
El maestro tocó
una campanilla y entró la empleada con la bandeja del café. Pasamos una hora
muy entretenida hablando de las nuevas técnicas y cámaras que se
usaban en otros países y cuanto se había
adelantado en fotografía científica, don Juan Ribero estaba al día en todo.
–Aurora tiene
la intensidad, la concentración y la paciencia que todo artista requiere.
Supongo que lo mismo necesita un buen médico, ¿verdad? Pídale que le muestre su
trabajo, doctor, es modesta y no lo hará si usted no insiste –sugirió el
maestro a Iván Radovic al despedirnos.
Unos días mas
tarde hubo ocasión de hacerlo. Mi abuela había amanecido con terribles dolores
de estómago y sus calmantes habituales no lograban
ayudarla, así es que llamamos a Radovic, quien acudió deprisa y le
administró un fuerte compuesto de láudano. La dejamos descansando en su cama,
salimos del cuarto y afuera él me explicó que se trataba de otro tumor, pero
ya estaba demasiado anciana para intentar operarla de nuevo, no resistirla la
anestesia; sólo podía tratar de controlar el dolor y asistirla para que
muriera en paz. Quise saber cuánto tiempo le quedaba, pero no resultaba fácil
determinarlo, porque a pesar de su edad mi abuela era muy fuerte y el tumor
crecía muy lento. «Prepárese, Aurora,
porque el desenlace puede ser dentro de pocos meses», dijo. No pude
evitar las lágrimas, Paulina del Valle representaba mi única raíz, sin ella yo
quedaba a la deriva y el hecho de tener a Diego por marido no aliviaba mi
sensación de naufragio, sino que la aumentaba. Radovic me pasó su pañuelo y se quedó mudo, sin mirarme, confundido
por mi llanto. Le hice prometer que me avisaría con tiempo para venir del campo
a acompañar a mi abuela en sus últimos momentos.
El láudano hizo
efecto y ella se tranquilizó rápido; cuando estuvo dormida acompañé a Iván
Radovic a la salida. En la puerta me preguntó si podía quedarse un rato,
disponía de una hora libre y hacía mucho calor en la calle. Adela dormía la
siesta, Frederick Williams había ido a nadar al
club y la inmensa casa de la calle Ejército Libertador parecía un barco
inmóvil. Le ofrecí un vaso de horchata y nos instalamos en la galería de los
helechos y las jaulas de pájaros.
–Silbe, doctor
Radovic –le sugerí. –¿Que silbe? ¿Para qué?
–Según los
indios, silbando se llama al viento. Necesitamos un soplo de brisa para aliviar
el calor.
–Mientras yo
silbo ¿por qué no me trae sus fotografías? Me gustaría mucho verlas –pidió.
Traje varias cajas y me senté a su lado a tratar de explicarle mi
trabajo. Le mostré primero algunas fotografías tomadas en Europa, cuando todavía
me interesaba más la estética que el contenido, luego las impresiones en
platino de Santiago y de los indios e inquilinos del fundo, finalmente las de
los Domínguez. Las observó con el mismo cuidado con que examinaba a mi abuela,
preguntando una que otra cosa de vez en cuando. Se detuvo en las de la familia
de Diego.
–¿Quién es esta
mujer tan bella? –quiso saber.
–Susana, la
esposa de Eduardo, mi cuñado.
–Y supongo que
éste es Eduardo, ¿verdad? –dijo señalando a Diego.
–No, ése es
Diego. ¿Por qué supone que es el marido de Susana?
–No sé, me
pareció...
Esa noche coloqué las fotografías en el suelo y estuve horas
mirándolas. Me fui a la cama muy tarde, acongojada.
Tuve que
despedirme de mi abuela porque llegó la hora de regresar a Caleufú. En el
asoleado diciembre santiaguino Paulina del Valle se sintió mejor –el invierno
también había sido muy largo y solitario para
ella– y me prometió visitarme con
Frederick Williams después del Año Nuevo, en vez de veranear en la playa, como
hacían quienes podían escapar de la canícula de Santiago. Tan bien estaba que
nos acompaño en tren a Valparaíso, donde Adela y yo tomamos el barco al sur.
Volvimos al
campo antes de la Navidad, porque no podíamos estar ausentes en la fiesta más
importante del año para los Domínguez. Con meses de anticipación doña Elvira
supervisaba los regalos para los campesinos, fabricados en la casa o comprados
en la ciudad: ropa y juguetes para los niños telas para vestidos y lana de
tejer para las mujeres, herramientas para los hombres. En esa fecha se
repartían animales, sacos de harina, papas, chancaca o azúcar negra, frijoles y
maíz, charqui o carne seca, yerba mate, sal y moldes de dulce de membrillo,
preparado en enormes pailas de cobre en hogueras al aire libre. Los inquilinos
del fundo llegaron de los cuatro puntos cardinales, algunos anduvieron por días con sus mujeres y sus hijos para
la fiesta. Se mataron reses y cabras, se
cocinaron papas y mazorcas frescas y se prepararon ollas de frijoles. A mi me tocó decorar con flores y
ramas de pino los largos mesones colocados en el patio y preparar las jarras de
vino aguado con azúcar, que no alcanzaba a
emborrachar a los adultos y que los niños bebían mezclado con harina
tostada. Vino un sacerdote y se quedó por dos o tres días bautizando críos,
confesando pecadores, desposando convivientes y recriminando adúlteros. En la
medianoche del 24 de diciembre asistimos a la misa del gallo frente a un altar
improvisado al aire libre, porque no cabía tanta gente en la pequeña capilla
del fundo, y al amanecer, después de un suculento desayuno de café con leche,
pan amasado, nata, mermelada y frutas estivales, pasearon al Niño Dios en
alegre procesión, para que cada uno pudiera besar sus pies de loza.
Don Sebastián
designaba a la familia más destacada por su conducta moral para entregarle el
Niño. Durante un año, hasta la próxima Navidad, la urna de cristal con la
pequeña estatua ocuparía un lugar de honor en la choza de esos campesinos,
trayéndoles bendiciones. Mientras estuviera allí, nada malo podía ocurrir. Don
Sebastián se las arreglaba para dar a cada familia una oportunidad de amparar
a Jesús bajo su techo. Ese año teníamos además la obra alegórica sobre la
llegada del siglo veinte, en la que participábamos todos los miembros de la familia,
menos doña Elvira, demasiado débil, y Diego, quien prefirió hacerse cargo de
los aspectos técnicos, como las lámparas y los telones pintados. Don Sebastián, de muy buen humor, aceptó el triste papel del
año viejo que se iba refunfuñando y uno de los niños de Susana –aún en pañales– representaba al año nuevo.
A la voz de
comida gratuita, acudieron algunos indios pehuenches. Eran muy pobres –habían perdido sus tierras y los
planes de progreso del gobierno los ignoraban–
pero
por orgullo no llegaban con las manos vacías;
traían unas cuantas manzanas bajo las mantas, que nos ofrecieron
cubiertas de sudor y mugre, un
conejo muerto hediondo a carroña y unas calabazas
con muchi, un licor preparado con un fruto pequeño color violaceo que mastican y escupen en
cazo mezclado con saliva, luego lo dejan
fermentar. El viejo cacique venía adelante con sus tres mujeres y sus
perros, seguido por una veintena de miembros de su tribu, los hombres no
soltaban sus lanzas y a pesar de cuatro
siglos de abusos y derrotas no
habían perdido su aspecto fiero. Las mujeres nada tenían de tímidas, eran tan
independientes y poderosas como los varones, había una igualdad entre los sexos
que Nívea del Valle hubiera aplaudido. Saludaban en su lengua ceremoniosamente
llamando «hermano» a don Sebastián y sus hijos,
quienes les dieron la bienvenida y los invita-ron
a participar en la comilona, pero los vigilaban de cerca, porque al primer
descuido robaban. Mi suegro sostenía que carecen de sentido de la propiedad porque están habituados a vivir en
comunidad y compartir, pero Diego alegaba que los indios, tan rápidos
para tomar lo ajeno, no permiten que nadie toque lo suyo. Temiendo que se
embriagaran y se tornaran violentos, don Sebastián ofreció al cacique un barril
de aguar-diente como incentivo para cuando se fueran, porque no podían abrirlo
en su propiedad. Se sentaron en un gran círculo a comer, tomar, fumar todos de
la misma pipa y dar largos discursos que nadie escuchaba, sin mezclarse con los
inquilinos de Caleufú, aunque los niños correteaban todos juntos. Esa fiesta me
dio ocasión de fotografiar a los indios a mi regalado gusto y hacer amistad con
algunas de las mujeres con la idea de que me permitieran visitarlas en su
campamento al otro lado del lago, donde se habían instalado a pasar el verano.
Cuando se agotaban los pastos o se aburrían del paisaje, arrancaban del suelo
los palos que sostenían sus techos, enrollaban las telas de las tiendas y
partían en busca de nuevos parajes. Si yo pasaba tiempo con ellos, tal vez se
habituarían a mi presencia y a la cámara. Deseaba fotografiarlos en sus tareas
cotidianas, idea que horrorizo a mis suegros, porque circulaban toda clase de
espeluznantes historias sobre las costumbres de esas tribus en las cuales la
paciente labor de los misioneros había dejado apenas un barniz.
Mi abuela
Paulina no vino a visitarme ese verano, como había prometido. El viaje en tren
o en barco era tolerable, pero el par de días en carreta tirada por bueyes
desde el puerto hasta el Caleufú le dio miedo. Sus cartas semanales representaban mi principal contacto con el mundo
exterior; a medida que pasaban las semanas
mi nostalgia iba creciendo. Me cambió el ánimo, me puse huraña, andaba
más callada de lo habitual, arrastrando mi frustración como una pesada cola de
novia. La soledad me acercó a mi suegra, esa mujer suave y discreta,
totalmente dependiente de su marido, sin ideas propias, incapaz de lidiar con
los esfuerzos mínimos de la existencia, pero que compensaba su falta de luces
con una inmensa bondad. Mis silenciosas pataletas se deshacían en migajas en su
presencia, doña Elvira tenía la virtud de centrarme y de aplacar la ansiedad
que a veces me estrangulaba.
Esos meses del
verano estuvimos ocupados de cosechas, animales recién nacidos y fabricación
de conservas; el sol se ponía a las nueve de la noche y los días se hacían
eternos. Para entonces la casa que mi suegro nos había construido a Diego y a
mi estaba lista, sólida, fresca, hermosa, rodeada de corredores techados por
los cuatro costados, olorosa a barro fresco, madera recién cortada y albahaca,
que los inquilinos plantaron a lo largo de los muros para alejar a la mala
suerte y la brujería. Mis suegros nos dieron algunos muebles que habían estado
en la familia por generaciones, el resto lo compró Diego en el pueblo sin
preguntar mi opinión. En vez de la cama ancha donde habíamos dormido hasta
entonces, compró dos catres de bronce y los colocó separados por una mesita.
Después de almuerzo la familia se recluía en sus habitaciones hasta las cinco
de la tarde en reposo obligado, porque se su-ponía que el calor paralizaba la
digestión. Diego se tendía en una hamaca bajo el parrón a fumar durante un rato
y después se iba al río a nadar; le gustaba ir solo y las pocas veces que quise
acompañarlo se molestó, de manera que no insistí. En vista de que no
compartíamos esas horas de la siesta en la intimidad de nuestra pieza, yo las
destinaba a leer o a trabajar en mi pequeño laboratorio fotográfico, porque no
logré habituarme a dormir en la mitad del día. Diego nada me pedía, nada me
preguntaba, demostraba apenas un interés de buena crianza por mis actividades o
sentimientos, nunca se impacientaba con mis cambiantes estados de ánimo, con
mis pesadillas, que habían vuelto con mayor frecuencia e intensidad, o con mis
taimados silencios. Pasaban días sin que intercambiáramos una palabra, pero él
parecía no notarlo. Yo me encerraba en el mutismo como en una armadura,
contando las horas a ver hasta cuándo podíamos estirar la situación, pero al
final siempre cedía porque el silencio me pesaba mucho más a mi que a él.
Antes, cuando compartíamos la misma cama, me acercaba a él fingiéndome
dormida, me pegaba a su espalda y enlazaba mis piernas con las suyas, así
franqueaba a veces el abismo que iba abriéndose inexorable entre nosotros.
En esos raros
abrazos yo no buscaba placer, puesto que no sabía que fuera posible, sólo
consuelo y compañía. Por algunas horas vivía la ilusión de haberlo
reconquistado, pero luego llegaba el amanecer y todo volvía a ser como siempre.
Al trasladarnos a la casa nueva incluso aquella precaria intimidad desapareció,
porque la distancia entre las dos camas resultaba más ancha y hostil que las
aguas torrentosas del río. A veces, sin embargo, cuando despertaba gritando
acosada por los niños en piyamas negros de mis sueños, él se levantaba, venía y
me abrazaba firmemente hasta calmarme; ésos eran tal vez los únicos encuentros
espontáneos entre nosotros. Le preocupaban esas pesadillas, creía que podían
degenerar en demencia, por eso consiguió un frasco de opio y a veces me daba
unas gotas disueltas en licor de naranja, para ayudarme a dormir con sueños
felices. Salvo las actividades compartidas con el resto de la familia, Diego y
yo pasábamos muy poco tiempo juntos. A menudo él partía de excursión cruzando
la cordillera hacia la Patagonia, o se iba al pueblo a comprar provisiones, a
veces se perdía por dos o tres días sin explicación y yo me sumía en la
angustia imaginando un accidente, pero Eduardo me tranquilizaba con el
argumento de que su hermano siempre había sido igual, un solitario criado en la
magnitud de esa naturaleza agreste, habituado al silencio, desde pequeño
necesitó grandes espacios, tenía alma de vagabundo y si no hubiera nacido en la
apretada red de esa familia, tal vez habría sido marinero. Llevábamos un año
casados y yo me sentía en falta, no sólo había sido incapaz de darle un hijo,
sino que tampoco había logrado interesarlo en mi, mucho menos enamorarlo: algo
fundamental faltaba en mi feminidad. Suponía que él me escogió porque estaba en
edad de casarse, la presión de sus padres lo obligó a buscar una novia; yo fui
la primera, tal vez la única, que se le puso por delante.
Diego no me
amaba. Lo supe desde el comienzo, pero con la arrogancia del primer amor y de
los diecinueve años, no me pareció un obstáculo insalvable, creía poder
seducirlo a punta de tenacidad, virtud y coquetería, como en los cuentos
románticos. En la angustia de averiguar qué fallaba en mí, destiné horas y
horas a hacerme autorretratos, algunos frente a un gran espejo que trasladé a
mi taller, otros colocándome ante la cámara. Hice cientos de fotografías, en
unas estoy vestida, en otras desnuda, me examiné desde todos los ángulos y lo
único que descubrí fue una tristeza crepuscular.
Desde su sillón
de enferma doña Elvira observaba la vida de la familia sin perder detalle y se
dio cuenta de las prolongadas ausencias de Diego y
mi
desolación, sumó dos y dos y llegó a algunas conclusiones. Su delicadeza y la costumbre tan chilena
de no hablar de sentimientos le impedían
enfrentar el problema directamente, pero en las muchas horas que pasamos
juntas y solas se fue produciendo un acercamiento intimo entre las dos,
llegamos a ser como madre e hija. Así, discretamente y de a poco, me contó las
dificultades de ella con su marido en los comienzos.
Se había casado
muy joven y no tuvo su primer hijo hasta cinco años mas tarde, después de
varias pérdidas que le dejaron el alma y el cuerpo maltrechos. En aquella época Sebastián carecía de
madurez y sentido de responsabilidad para la vida matrimonial; era impetuoso,
parrandero y fornicador, ella no usó esta
palabra, por supuesto, no creo que la conociera.
Doña Elvira se
sentía aislada, muy lejos de su familia, sola y asustada, convencida de que su matrimonio había sido un
terrible error del cual la única salida era la muerte. «Pero Dios
escuchó mis súplicas, tuvimos a Eduardo y de la noche a la mañana Sebastián
cambió por completo; no hay mejor padre ni marido que él, llevamos más de
treinta años juntos y cada día doy gracias al cielo por la felicidad que
compartimos. Hay que rezar, hijita, eso ayuda mucho», me aconsejó. Recé, pero
segura-mente sin la intensidad y perseverancia debidas, porque nada cambió.
Las sospechas comenzaron meses antes, pero las descarté asqueada de mi misma; no
podía aceptarlas sin poner en evidencia algo malvado en mi propia naturaleza. Me repetía que tales conjeturas no podían ser sino
ideas del diablo que echaban raíz y brotaban
como tumores mortales en mi cerebro, ideas que debía combatir sin
piedad, pero el comején del rencor pudo más que mis buenos propósitos.
Primero fueron
las fotografías de la familia que mostré a Iván Radovic. Lo que no fue evidente
a simple vista –por el hábito de
ver sólo lo que queremos ver, como decía mi maestro Juan Ribero– salió reflejado en blanco y
negro sobre el papel. El lenguaje inequívoco del cuerpo, de los gestos, de las
miradas, fue apareciendo allí. A partir de esas primeras suspicacias recurrí
más y más a la cámara; con el pretexto de hacer un álbum para doña Elvira
tomaba a cada rato instantáneas de la familia, que luego revelaba en la
privacidad de mi taller y estudiaba con perversa atención. Así llegué a tener
una colección miserable de minúsculas pruebas, algunas tan sutiles que sólo yo,
envenenada por el despecho, podía percibir. Con la cámara ante la cara, como
una máscara que me hacía invisible, podía enfocar la escena y al mismo tiempo
mantener una glacial distancia. Hacia finales de abril, cuando bajó el calor,
se coronaron de nubes las cumbres de los
volcanes y la naturaleza empezó a recogerse para el otoño, las señales
reveladas en las fotografías me parecieron suficientes y empecé la odiosa
tarea de vigilar a Diego como cualquier mujer celosa. Cuando tomé conciencia
finalmente de aquella garra que me apretaba
la garganta y pude darle el nombre que tiene en el diccionario, sentí
que me hundía en un pantano. Celos. Quien no los ha sentido no puede saber
cuánto duelen ni imaginar las locuras que se cometen en su nombre. En mis
treinta años de vida los he sufrido sola-mente aquella vez, pero fue tan brutal
la quemadura que las cicatrices no se han borrado y espero que no se borren
nunca, como un recordatorio para evitarlos en el futuro. Diego no era mío –nadie puede pertenecer jamás a otro– y el hecho de ser su esposa
no me daba derecho sobre él o sus sentimientos, el amor es un contrato libre
que se inicia en un chispazo y puede concluir del mismo modo. Mil peligros lo
amenazan y si la pareja lo defiende
puede salvarse, crecer como un árbol y dar sombra y
frutos, pero eso sólo ocurre si ambos participan. Diego nunca lo hizo, nuestra
relación estaba condenada desde el comienzo. Hoy lo entiendo, pero entonces
estaba ciega, al principio de pura rabia y después de desconsuelo.
Al espiarlo
reloj en mano, fui dándome cuenta de que las ausencias de mi marido no
coincidían con sus explicaciones. Cuando aparentemente había salido a cazar con Eduardo, llegaba de vuelta muchas horas antes
o después que su hermano; cuando los demás hombres de la familia andaban en el
aserradero o en el rodeo marcando ganado, él surgía de pronto en el patio y más
tarde, si yo ponía el tema en la mesa, resultaba que no había estado con ellos
en todo el día; cuando iba a comprar al pueblo solía regresar sin nada, porque
supuestamente no había encontrado lo que buscaba, aunque fuera algo tan banal
como un hacha o un serrucho. En las muchas horas que la familia pasaba reunida
evitaba a toda costa las conversaciones, era siempre él quien organizaba las
partidas de naipes o le pedía a Susana que cantara. Si ella caía con una de sus
jaquecas, él muy pronto se iba a caballo con la escopeta al hombro. No podía
seguirlo en sus excursiones sin que él lo no tara y sin levantar sospechas en
la familia, pero me mantuve alerta para vigilarlo cuando estaba cerca. Así noté
que a veces se levantaba en la mitad de la noche y no iba a la cocina a comer
algo, como yo pensaba, sino que se vestía, salía al patio y desaparecía por una
o dos horas, luego regresaba calladamente a la cama.
Seguirlo en la
oscuridad resultaba más fácil que durante el día, cuando una docena de ojos nos
miraban, todo era cuestión de mantenerme despierta evitando el vino durante la
cena y las gotas nocturnas de opio. Una noche a mediados de mayo noté cuando él
se deslizaba del lecho y en la tenue luz de la lamparita de aceite que siempre
manteníamos encendida ante la Cruz, vi que se ponía los pantalones y las botas,
cogía su camisa y su chaqueta y partía. Esperé unos instantes, luego me levanté deprisa y lo seguí
con el corazón a punto de reventarme en el pecho. No podía verlo bien en la
casa en sombras, pero cuando salió al patio su silueta se recortó claramente en
la luz de la luna, que por momentos aparecía entera en el firmamento. El cielo
estaba parcialmente cubierto y a ratos las nubes tapaban la luna,
envolviéndonos en la oscuridad. Oí ladrar a los perros y pensé que si se
acercaban delatarían mi presencia, pero no llegaron, entonces comprendí que
Diego los había amarrado más temprano. Mi marido dio la vuelta completa a la
casa y se dirigió rápidamente hacia uno de los establos, donde estaban los
caballos de montar de la familia, que no se usaban para el trabajo del campo,
quitó la tranca del portón y entró. Me quedé esperando, protegida por la
negrura de un olmo que había a pocos metros de las caballerizas, descalza y
cubierta sólo por una delgada camisa de dormir, sin atreverme a dar un paso
mas, convencida de que Diego reaparecería a
caballo y no podría seguirlo. Transcurrió un tiempo que me pareció muy
largo sin que nada ocurriera. De pronto vislumbré una luz por la ranura del
portón abierto, tal vez una vela o una pequeña lámpara. Me rechinaban los
dientes y temblaba convulsivamente de
frió y de miedo. Estaba a punto de
darme por vencida y volver a la cama, cuando vi otra figura que se acercaba a
la cuadra por el lado oriente –era obvio que no provenía de la casa grande– y entraba también al
establo, juntando la puerta, a su espalda. Dejé pasar casi un cuarto de hora
antes de decidirme, luego me forcé a dar unos pasos, estaba entumecida y
apenas podía moverme. Me acerqué al establo aterrada, sin saber cómo
reaccionaría Diego si me descubría espiándolo, pero incapaz de retroceder.
Empujé suavemente el portón, que cedió sin resistencia, porque la tranca estaba
por fuera; no se podía cerrar por dentro, y pu-de escurrirme como un ladrón por
la delgada apertura. Adentro estaba oscuro, pero al fondo titilaba una mínima
luz y hacia ella avancé en puntillas, sin
respirar siquiera, precauciones inútiles, puesto que la paja amortiguaba
mis pasos y varios de los animales estaban despiertos, podía oírlos moviéndose
y resoplando en sus pesebres.
En la tenue luz
de un farol colgado de una viga y mecido por la brisa que se colaba entre las
maderas, los vi. Habían puesto unas mantas sobre un atado de paja, como un
nido, donde ella estaba tendida de espaldas, vestida con un pesado abrigo
desabrochado bajo el cual iba desnuda. Tenía los brazos y las piernas abiertas,
la cabeza ladeada hacia un hombro, el cabello negro tapándole la cara y su piel
brillando como madera rubia en la delicada claridad anaranjada del farol.
Diego, cubierto apenas por la camisa, estaba arrodillado ante ella y le lamía
el sexo.
Había tan
absoluto abandono en la actitud de Susana y tan contenida pasión en los gestos
de Diego, que comprendí en un instante cuán ajena era yo a todo aquello. En
verdad yo no existía, tampoco Eduardo o los tres niños, nadie más, sólo ellos
dos amándose inevitablemente. Jamás mi marido me había acariciado de esa
manera. Era fácil comprender que ellos habían estado así mil veces antes, que
se amaban desde hacía años; entendí al fin que Diego se había casado conmigo
porque necesitaba una pantalla para cubrir sus amores con Susana. En un
instante las piezas de ese penoso rompecabezas ocuparon su lugar, pude
explicarme su indiferencia conmigo, sus ausencias que coincidían con las jaquecas de Susana, su relación tensa con
su hermano Eduardo, la forma solapada en que se comportaba con el resto
de la familia y cómo se las arreglaba para estar siempre cerca de ella,
tocándola, el pie contra el suyo, la mano en su codo o su hombro y a veces,
como por casualidad, en el hueco de su espalda o su cuello, signos inconfundibles
que las fotografías me habían revelado.
Recordé cuánto
quería Diego a los niños y especulé que tal vez no eran sus sobrinos, sino sus
hijos, los tres de ojos azules, la marca de los Domínguez. Permanecí inmóvil,
helándome de a poco, mientras ellos hacían el amor voluptuosamente, saboreando
cada roce, cada gemido, sin prisa, como si tuvieran el resto de la vida por
delante. No parecían una pareja de amantes
en precipitado encuentro clandestino sino un par de recién casados en la
segunda semana de su luna de miel, cuando todavía la pasión está intacta, pero
ya existe la confianza y el conocimiento
mutuo de la carne. Yo, sin embargo, nunca había experimentado una intimidad así con mi marido, tampoco habría sido
capaz de forjarla ni en mis más audaces fantasías. La lengua de Diego
recorría el interior de los muslos de Susana, desde los tobillos hacia arriba,
deteniéndose entre sus piernas y bajando de nuevo, mientras las manos trepaban
por su cintura y amasaban sus senos redondos y opulentos, jugueteando con los pezones erguidos y lustrosos como uvas.
El cuerpo de Susana, blando y suave, se
estremecía y ondulaba, era un pez en el
heno, la cabeza giraba de lado a lado en la desesperación del placer, el
cabello siempre en la cara, los labios abiertos en un largo quejido, las manos
buscando a Diego para dirigirlo por la hermosa topografía de su cuerpo, hasta
que su lengua la hizo estallar en gozo. Susana arqueó la espalda hacia atrás
por el deleite que la atravesaba como un relámpago y lanzó un grito ronco que él sofocó aplastando su boca
contra la suya. Después Diego la sostuvo en sus brazos, meciéndola,
acariciándola como a un gato, susurrándole un rosario de palabras secretas al
oído, con una delicadeza y una ternura que
nunca creí posibles en él. En algún momento ella se sentó en la paja, se
quitó el abrigo y empezó a besarlo, primero la frente, luego los párpados, las
sienes, la boca largamente, su lengua explorando traviesa las orejas de Diego,
saltando sobre su manzana de Adán, rozando el cuello, sus dientes picoteando
los pezones viriles, sus dedos enredados en los vellos del pecho. Entonces le
tocó a él abandonarse por completo a las caricias, se tendió de boca sobre la
manta y ella se le acaballó encima de la
espalda, mordiéndole la nuca y el cuello, paseando por sus hombros con breves besos juguetones, bajando hasta
las nalgas, explorando, oliéndolo, saboreándolo y dejando un rastro de saliva
en su camino. Diego se dio vuelta y la boca de ella envolvió su miembro erguido
y pulsante en una interminable faena de placer, de dar y tomar en la más
recóndita intimidad, hasta que él ya no pudo resistirlo y se abalanzó sobre ella, penetrándola, y
rodaron
como enemigos en un enredo de brazos y
piernas
y besos y jadeos y suspiros y expresiones de amor que yo nunca había oído.
Después dormitaron en caliente abrazo cubiertos con las mantas y el abrigo de
Susana, como un par de niños inocentes. Retrocedí silenciosa y emprendí el
regreso a la casa, mientras el frió glacial de la noche se apoderaba inexorable
de mi alma.
Un precipicio
se abrió ante mi, el vértigo arrastrándome hacia el fondo, la tentación de
saltar y perderme en la profundidad
del sufrimiento y el terror. La traición de
Diego y el miedo al futuro me dejaron flotando sin asidero, perdida y
desconsolada; la furia que me sacudió al principio no me duró mucho, enseguida
me derrotó un sentimiento de muerte, de duelo absoluto. Había entregado mi vida
a Diego, me había confiado a su protección de marido, creí al pie de la letra
las palabras rituales del matrimonio: estábamos unidos hasta la muerte. No
había escapatoria. La escena del establo me puso ante una realidad que percibía
desde hacía un buen tiempo, pero me negaba a enfrentarla. El primer impulso fue
correr hacia la casa grande, plantarme al medio del patio y aullar como
demente, despertar a la familia, a los inquilinos, a los perros, poniéndolos
por testigos del adulterio y el incesto. Mi timidez, sin embargo, pudo más que
la desesperación, me arrastré callada y a tientas hasta la habitación que
compartía con Diego y me senté sobre la cama tiritando, mientras me corrían
las lágrimas por las mejillas, me empapaban el pecho y la camisa. En los
minutos o las horas siguientes tuve tiempo
de pensar en lo sucedido y aceptar mi impotencia. No se trataba de una
aventura de la carne; lo que unía a Diego y Susana era un amor probado,
dispuesto a correr todos los riesgos y arrastrar en su paso cuanto obstáculo se
pusiera por delante, como un inexorable no de lava ardiente. Ni Eduardo ni yo
contábamos para nada, éramos desechables, apenas unos insectos en la inmensidad
de la aventura pasional de esos dos. Debía decírselo a mi cuñado antes que a
nadie, decidí, pero al imaginar el hachazo que tal confesión produciría en la
vida de ese buen hombre, comprendí que no tendría valor para hacerlo. Eduardo
lo descubriría por si mismo algún día o, con suerte, no lo sabría nunca. Tal
vez lo sospechaba, como yo, pero no deseaba confirmarlo para mantener el
frágil equilibrio de sus ilusiones; había de por medio tres niños, su amor por
Susana y la cohesión monolítica del clan familiar.
Diego regresó
en algún momento de la noche, poco antes de la madrugada. A la luz de la
lamparita de aceite me vio sentada en la cama, congestionada de llanto, incapaz
de pronunciar palabra y creyó que había despertado con otra de mis pesadillas.
Se sentó a mi lado y trató de atraerme a su pecho, como hacía en esas
ocasiones, pero me recogí en un gesto instintivo y debo haber tenido una
terrible expresión de rencor, porque retrocedió de inmediato. Quedamos
mirándonos, él sorprendido y yo aborreciéndolo, hasta que la verdad se instaló
entre las dos camas inapelable y contundente como un dragón.
–¿Qué vamos a hacer ahora? –fue lo único que pude balbucear.
No intentó
negarlo ni justificarse, me desafió con una mirada de acero, dispuesto a
defender su amor de cualquier modo, aunque tuviera que matarme. Entonces el
dique de orgullo, educación y buenos modales que me había contenido durante
meses de frustración se hizo trizas y los reproches silenciosos se convirtieron
en una avalancha de recriminaciones de nunca acabar, que él recibió impasible
y silencioso, pero atento a cada palabra. Lo
acusé de todo lo que se me pasó por la mente y por último le supliqué
que recapacitara, le dije que estaba dispuesta a perdonar y olvidar, que nos
fuéramos lejos, donde nadie nos conociera, que
podíamos comenzar de nuevo. Cuando se me acabaron las palabras y las
lágrimas, ya era de día claro. Diego salvó la distancia que separaba nuestras camas, se sentó a mi lado, me tomó las
manos y con calma y seriedad me
explicó que amaba a Susana desde hacía muchos años y que ese amor era lo más importante en su vida, más que el honor, el
resto de la familia y la salvación de su propia alma; podría prometer que se
separaría de ella para tranquilizarme, dijo, pero sería una promesa falsa.
Agregó que había intentado hacerlo cuando se fue a Europa, alejándose de ella
durante seis meses, pero no había resultado. Llegó incluso a casarse conmigo a
ver si así podía romper el terrible lazo con su cuñada, pero el matrimonio,
lejos de ayudarlo en la decisión de alejarse de ella, le había facilitado las
cosas, porque atenuaba las sospechas de Eduardo y del resto de la familia. Sin
embargo, estaba contento de que finalmente yo hubiera descubierto la verdad,
porque le apenaba engañarme; nada podía echarme en cara, me aseguró, yo era muy
buena esposa y él lamentaba mucho no poder darme el amor que merecía. Se sentía
como un miserable cada vez que se escabullía de mi lado para estar con Susana,
sería un alivio no tener que mentirme más. Ahora la situación era clara.
–¡Y Eduardo no cuenta acaso? –pregunté.
–Lo que sucede entre él y Susana es cosa de
ellos. La relación entre nosotros es lo que debemos decidir ahora.
–Ya lo has decidido tú, Diego. No tengo nada que
hacer aquí, volveré a mi casa –le dije.
–Ésta es tu casa ahora, estamos
casados, Aurora. Lo que ha unido Dios no puede deshacerse.
–Eres tú quien ha violado varios
preceptos divinos –aclaré.
–Podríamos vivir como hermanos. Nada te
faltará a mi lado, siempre te respetaré, tendrás protección y libertad para
dedicarte a tus fotografías o a lo que quieras. Lo único que te pido es que no
armes un escándalo.
–Ya no puedes pedirme nada, Diego.
–No te lo pido para mi. Tengo el cuero duro y
puedo dar la cara como un hombre. Te lo pido por mi madre. Ella no lo
resistiría...
De manera que
me quedé por doña Elvira. No sé cómo pude vestirme, echarme agua en la cara,
peinarme, tomar café y salir de la casa para mis quehaceres diarios. No se como
enfrenté a Susana a la hora del almuerzo ni qué explicación di a mis suegros
por mis ojos hinchados. Ese día fue el peor, me sentía apaleada y aturdida, a
punto de quebrarme en llanto a la primera pregunta. En la noche tenía fiebre y
me dolían los huesos, pero al día siguiente estaba más tranquila, ensillé mi
caballo y me lancé hacia los cerros.
Pronto empezó a
llover y seguí al trote hasta que la pobre yegua ya no pudo más, entonces
desmonté y me abrí camino
a pie por la maleza y el barro, bajo
los árboles, resbalando y cayendo y volviéndome a levantar,
gritando a todo pulmón. mientras el agua me empapaba. El poncho ensopado pesaba
tanto, que lo dejé tirado y seguí tiritando
de frió y quemándome por
dentro. Volví al ponerse el sol, sin voz y afiebrada, bebí una tisana
caliente y me metí a la cama. De lo demás poco me acuerdo, porque en las
semanas siguientes estuve muy ocupada batiéndome con la muerte y no tuve
tiempo ni ánimo para pensar en la tragedia de mi matrimonio.
La noche que
pasé descalza y medio desnuda
en el establo y el galope bajo
la lluvia produjeron una pulmonía que por poco me despacha. Me llevaron en
carreta al hospital de los alemanes, donde estuve en manos de una enfermera
teutona de trenzas rubias, quien a punta de tenacidad me salvó la vida. Esa
noble valkiria era capaz de alzarme como un bebé en sus potentes brazos de
leñador y capaz también de darme caldo de gallina a cucharaditas con paciencia
de nodriza.
A comienzos de
julio, cuando el invierno se había instalado definitivamente y el paisaje era
pura agua, ríos torrentosos, inundaciones, barrizales, lluvia y más lluvia, Diego y un par de inquilinos fueron
a buscarme al hospital y me llevaron de
vuelta a Caleufú arropada en mantas y
pieles, como un paquete. Habían instalado un toldo
de lona encerada en la carreta, una cama y hasta un brasero encendido
para combatir la humedad. Sudando en mi envoltorio de cobijas hice el lento
trayecto a casa, mientras Diego cabalgaba al lado. Varias veces las ruedas se
atascaban; no bastaba la fuerza de los bueyes para tirar de la carreta, los
hombres debían colocar tablones sobre el barro y
empujar.
Diego y yo no cruzamos ni una sola
palabra en ese largo día de camino. En Caleufú doña Elvira salió a recibirme
llorando de alegría, nerviosa, apurando a las empleadas para que no
descuidaran los braseros, las botellas de agua caliente, las sopas con sangre
de ternera para devolverme los colores y las ganas de vivir. Había rezado tanto
por mi, dijo, que Dios se había apiadado. Con el pretexto de sentirme aún muy
vulnerable le pedí que me permitiera dormir
en la casa grande y ella me instaló en una habitación junto a la suya.
Por primera vez en mi vida tuve los cuidados de una madre. Mi abuela Paulina
del Valle, quien tanto me quería y tanto había hecho por mi, no era proclive a
manifestaciones de cariño, aunque en el fondo era muy sentimental. Decía que la
ternura, esa mezcla almibarada de afecto y compasión que suele representarse en
los calendarios con madres extasiadas ante la cuna de sus bebés, era perdonable
cuando se brindaba a animales indefensos, como gatos recién nacidos, por
ejemplo, pero una soberana tontería entre seres humanos.
En nuestra relación
hubo siempre un tono irónico y desfachatado; poco nos tocábamos, salvo cuando
dormíamos juntas en mi infancia, y en general nos tratábamos con una cierta
brusquedad que nos quedaba muy cómoda a las
dos. Yo recurría a una ternura burlona cuando quería doblarle la mano y
siempre lo conseguía, porque mi portentosa abuela se ablandaba con gran facilidad, más por escapar de las demostraciones
de afecto que por debilidad de carácter. Doña Elvira, por otra parte, era un
ser simple a quien un sarcasmo como los que solíamos emplear mi abuela y yo
hubiera ofendido. Era naturalmente afectuosa, me tomaba la mano y la retenía
entre las suyas, me besaba, me abrazaba, le gustaba cepillarme el pelo, me
administraba personalmente los tónicos de tuétano y bacalao, me aplicaba
cataplasmas de alcanfor para la tos y me hacía sudar
la fiebre refregándome con aceite de eucalipto y envolviéndome en mantas
calientes. Se preocupaba de que comiera bien y descansara, por las noches me
daba las gotas de opio y se quedaba rezando a mi lado hasta que me dormía.
Cada mañana me preguntaba si había tenido pesadillas y me pedía que se las
describiera en detalle, «porque hablando de esas cosas se les pierde el miedo»,
como decía. Su salud no era buena, pero sacaba fuerzas no sé de dónde para atenderme
y acompañarme, mientras yo fingía mas fragilidad de la que realmente sentía
para prolongar el idilio con mi suegra. «Mejórate pronto, hijita, tu marido te
necesita a su lado», solía decirme preocupada, aunque Diego le repetía la
conveniencia de que yo pasara el resto del invierno en la casa grande.
Esas semanas
bajo su techo recuperándome de la pulmonía fueron una extraña experiencia. Mi
suegra me brindó los cuidados y el cariño que nunca obtendría de Diego. Ese
amor suave e incondicional actuó como un bálsamo y fue lentamente
curándome de las ganas de morir y del rencor que
sentía contra mi marido. Pude comprender los sentimientos de Diego y Susana y la fatalidad inexorable de
lo que había sucedido; su pasión debía ser una fuerza telúrica, un terremoto
que los arrastró sin remedio. Imaginé cómo lucharon contra aquella atracción
antes de sucumbir a ella, cuántos tabúes
debieron vencer para estar juntos, cuán terrible debía ser el tormento
de cada día fingiendo ante el mundo una relación de hermanos mientras ardían de
deseo por dentro. Dejé de preguntarme cómo era posible que no pudieran
sobreponerse a la lujuria y su egoísmo les impidiera ver el naufragio que
podían provocar entre los seres más cercanos, porque adiviné cuán desgarrados
debían estar. Yo había amado a Diego desesperadamente, podía entender lo que
sentía Susana por él, ¿habría actuado yo también como ella en las mismas
circunstancias? Suponía que no, pero era imposible asegurarlo. Aunque la
impresión de fracaso seguía intacta, pude desprenderme del odio, tomar
distancia y ponerme en la piel de los demás protagonistas de ese infortunio;
tuve más compasión por Eduardo que pena por mí misma, tenía tres hijos y estaba
enamorado de su mujer, para él el drama de esa infidelidad incestuosa sería
peor que para mí. También por mi cuñado yo debía mantener silencio, pero el
secreto ya no me pesaba como una piedra de molino a la espalda, porque el
horror por Diego se atenuó, lavado por las
manos de doña Elvira. Mi agradecimiento a esa mujer se sumó al respeto y
afecto que le había tomado desde el principio, me apegué a ella como un perro
faldero; necesitaba su presencia, su voz, sus labios en mi frente. Me sentía
obligada a protegerla del cataclismo que se gestaba en el seno de su familia;
estaba dispuesta a quedarme en Caleufú disimulando mi humillación de esposa
rechazada, porque si me iba y ella descubría
la verdad, moriría de dolor y vergüenza. Su
existencia giraba en torno a esa familia, a las necesidades de cada una de las
personas que vivían entre las paredes de su casa, ése era todo su universo. Mi acuerdo con Diego fue que yo cumpliría
mi parte mientras doña Elvira viviera y después quedaba libre, me dejaría ir y
no volvería a ponerse en contacto conmigo. Debería soportar la condición –infamante para muchos– de «mujer separada» y no podría volver
a casarme, pero al menos ya no tendría que vivir junto a un hombre que no me
amaba.
A mediados del
mes, cuando ya no tenía más pretextos para permanecer en casa de mis suegros y
había llegado el momento de volver a vivir con Diego, llegó el telegrama de
Iván Radovic. En un par de líneas el médico me comunicó que debía volver a
Santiago porque se aproximaba el fin de mi abuela. Esperaba esa noticia desde
hacía meses, pero cuando recibí el telegrama la sorpresa y la pena fueron como
un mazazo; quedé aturdida. Mi abuela era inmortal. No podía visualizarla como
la pequeña calva y frágil que realmente era, sino como la amazona con dos
pelucas, golosa y astuta que había sido años antes. Doña Elvira me recogió en
sus brazos y me dijo que no me sintiera sola, ahora tenía otra familia, yo
pertenecía a Caleufú y ella trataría
de cuidarme y protegerme como antes lo
había hecho Paulina del Valle. Me ayudó a empacar mis dos maletas, volvió a
colgarme el escapulario del Sagrado Corazón de Jesús al cuello y me agobió con
mil recomendaciones; para ella Santiago era un antro de perdición y el viaje
una aventura peligrosísima. Era la época de echar a andar de nuevo el
aserradero, después de la parálisis del
invierno, lo cual fue una buena excusa para que Diego no me acompañara a
Santiago, a pesar de que su madre insistió en que debía hacerlo. Eduardo me fue
a dejar al barco. En la puerta de la casa grande de Caleufú, haciendo adiós con
la mano, estaban todos: Diego, mis suegros, Adela, Susana, los niños y varios
inquilinos. No sabía que no volvería a verlos.
Antes de partir
registré mi laboratorio, donde no había puesto los pies desde la noche aciaga
en el establo, y descubrí que alguien había sus-traído las fotografías de Diego
y Susana, pero como seguramente ignoraba el proceso de revelado, no buscó los
negativos. De nada me servían esas pruebas mezquinas; las destruí. Puse los
negativos de los indios, de la gente de Caleufú y del resto de la familia en
mis maletas, porque no sabía cuánto tiempo estaría ausente y no deseaba que se
estropearan.
Con Eduardo
hicimos el viaje a caballo, el equipaje amarrado a una mula, deteniéndonos en
los rancheríos para comer y descansar. Mi cuñado, ese hombronazo con aspecto de
oso, tenía el mismo carácter suave de su madre, la misma ingenuidad casi
infantil. Por el camino tuvimos tiempo de conversar a solas, como no lo
habíamos hecho nunca antes. Me confesó que desde niño escribía poesías «¿Cómo
no hacerlo cuando uno vive en medio de tanta belleza?», añadió, señalando el
paisaje de bosque y agua que nos rodeaba. Me contó que nada ambicionaba, no
sentía curiosidad por otros horizontes, como Diego, le bastaba Caleufú. Cuando
viajó a Europa en su juventud se sintió perdido y profundamente infeliz, no
podía vivir lejos de esa tierra que amaba. Dios había sido muy generoso con él,
dijo, lo había puesto en medio del paraíso terrenal. Nos despedimos en el
puerto con un apretado abrazo, «que Dios te proteja
siempre, Eduardo», le dije al oído. Se quedó algo desconcertado por esa
despedida solemne.
Frederick
Williams me esperaba en la estación y me llevó en el coche a la casa de
Ejército Libertador. Le extrañó verme tan demacrada y mi explicación de que había estado muy enferma no lo
dejó satisfecho, me observaba por el rabillo del ojo preguntando con
insistencia por Diego, si era feliz, cómo era la familia de mis suegros y si me
adaptaba en el campo.
De ser la más
espléndida en ese barrio de palacetes, la mansión de mi abuela se había vuelto
tan decrépita como su dueña. Colgaban varios postigos de los goznes y los muros
parecían descoloridos, el jardín es-taba tan abandonado, que la primavera no lo
había rozado y seguía sumido en un invierno triste. Por dentro la desolación era
peor, los hermosos salones de antaño estaban casi vacíos, muebles, alfombras y cuadros habían desaparecido; ninguna quedaba de
los famosas pinturas impresionistas, que tanto escándalo causaron unos
años antes. El tío Frederick me explicó que mi abuela, preparándose para la
muerte, había donado casi todo a la iglesia. «Pero creo que su dinero está
intacto, Aurora, porque todavía lleva la suma de cada centavo y tiene los libros
de contabilidad bajo la cama», agregó con un guiño travieso. Ella, que sólo entraba
a un templo para ser vista, que detestaba a ese enjambre de curas pedigüeños y
monjas obsequiosas que revoloteaba en permanencia alrededor del resto de la
familia, había dispuesto en su testamento una cantidad considerable para la
iglesia católica. Siempre astuta para los negocios, se dispuso a comprar en la
muerte aquello que de poco le servía en la vida. Williams conocía a mi abuela
mejor que nadie y creo que la quería casi tanto como yo. Contra todas las
predicciones de los envidiosos, no le robó su fortuna para abandonarla en la
vejez, sino que defendió los intereses de la familia por años, fue un marido
digno de ella, estaba dispuesto a acompañarla hasta su último aliento y haría
mucho más por demostrarlo en los años venideros.
Paulina tenía ya muy poca lucidez, las drogas para calmar los dolores
la
mantenían en un limbo sin recuerdos ni
deseos. En esos meses se había reducido a un pellejo, porque no podía
tragar y la alimentaban con le-che a través
de un tubo de goma que le habían introducido por la nariz. Le quedaban
apenas unos mechones blancos en la cabeza y sus grandes ojos oscuros se habían
achicado, eran dos puntitos en un mapa de arrugas. Me incliné a besarla, pero
no me reconoció y me dio vuelta la cara; en
cambio su mano buscaba a tientas en el aire la de su marido y cuando él
se la tomó, una expresión de paz alisó su rostro.
–No sufre, Aurora, le estamos dando mucha morfina
–me aclaró el tío Frederick.
–¿Le avisó a sus hijos?
–Si, les mandé un telegrama hace
dos meses, pero no han contestado y no creo que lleguen a tiempo, a Paulina no
le queda mucho –dijo con-movido.
Así fue,
Paulina del Valle murió calladamente al día siguiente. A su lado estábamos su
marido, el doctor Radovic, Severo, Nívea y yo; sus hijos aparecerían mucho
después con los abogados a pelear por la herencia que nadie les disputaba. El
médico había quitado el tubo de la alimentación a mi abuela y Williams le
había puesto guantes, porque tenía las manos heladas. Los labios se le habían
vuelto azules y estaba muy pálida, fue
respirando en forma cada vez más imperceptible, sin angustia, y de
pronto simplemente dejó de hacerlo. Radovic le tomó el pulso, pasó un minuto,
tal vez dos, entonces anunció que se había ido. Había una dulce quietud en la
habitación, algo misterioso ocurría, tal vez el espíritu de mi abuela se había
desprendido y daba vueltas como un pájaro confundido por encima de su cuerpo,
despidiéndose. Su partida me produjo una inmensa desolación, un sentimiento
antiguo que ya conocía, pero no pude nombrar ni explicar hasta un par de años
más tarde, cuando el misterio de mi pasado finalmente se aclaró y comprendí que
la muerte de mi abuelo Tao–Chien, muchos años antes, me había sumido en una
angustia semejante. La herida permanecía latente y ahora se abría con el mismo
quemante dolor.
La sensación de
orfandad que me dejó mi abuela era idéntica a la que me embargó a los cinco
años, cuando desapareció Tao–Chien de mi vida. Supongo que los antiguos dolores
de mi infancia –pérdida tras pérdida– enterrados por años en los
estratos mas profundos de la memoria, levantaron su amenazante cabeza de
Medusa para devorarme: mi madre muerta al dar a luz, mi padre ignorante de mi
existencia, mi abuela materna que me abandonó sin explicaciones en manos de
Paulina del Valle y, sobre todo, la súbita falta del ser que más amaba, mi
abuelo Tao–Chien.
Han pasado
nueve años desde ese día de en que partió Paulina del Valle; atrás han quedado
esa y otras desgracias, ahora puedo recordar a mi grandiosa abuela con el
corazón tranquilo. No desapareció en la in-mensa negrura de una muerte
definitiva, como me pareció al principio, una parte suya se quedó por estos
lados y anda siempre rondándome junto a Tao–Chien, dos espíritus muy diferentes
que me acompañan y me ayudan, el primero para las cosas prácticas de la
existencia y el segundo para resolver los asuntos sentimentales; pero cuando
mi abuela dejó de respirar en el camastro de soldado donde pasó sus últimos
tiempos, yo no sospechaba que volvería y la pena me volteó. Si fuera capaz de
exteriorizar mis sentimientos, tal vez sufriría menos, pero se me quedan
atorados adentro, como un inmenso bloque de hielo y pueden pasar años antes
que el hielo empiece a derretirse.
No lloré cuando
ella se fue. El silencio en la habitación parecía un error de protocolo, porque
una mujer que había vivido como Paulina del Valle debía morir cantando con
orquesta, como en la ópera, en cambio su despedida fue callada, la única cosa
discreta que hizo en toda su existencia.
Los hombres salieron del cuarto y Nívea y yo, delicadamente,
la
vestimos para su último viaje con el hábito de las carmelitas que tenía colgado
en su armario desde hacía un año, pero no resistimos la tentación de colocarle
debajo su mejor ropa interior francesa de seda color malva. Al levantar su
cuerpo me di cuenta cuán liviana se había vuelto, sólo quedaba un esqueleto
quebradizo y unos pellejos sueltos. En silencio le agradecí todo lo que hizo
por mí, le dije las palabras de cariño que jamás me hubiera atrevido a
articular si pudiera oírme, besé sus hermosas manos, sus párpados de tortuga,
su frente noble y le pedí perdón por las pataletas de mi infancia, por haber
llegado tan tarde a despedirme de ella, por la lagartija seca que escupí en un
falso ataque de tos y otras bromas pesadas que debió soportar, mientras Nívea
aprovechaba el buen pretexto que le brindaba Paulina del Valle para llorar sin
ruido por sus niños muertos. Después que vestimos a mi abuela, la rociamos con
su colonia de gardenias y abrimos las
cortinas y las ventanas
para que entrara la primavera, como le habría gustado. Nada de lloronas, ni de
trapos negros, ni de cubrir los espejos, Paulina del Valle había vivido como
una desfachatada emperatriz y merecía ser celebrada con la luz del sol. Así lo
entendió también Williams, quien fue personalmente al mercado y llenó el coche
de flores frescas para decorar la casa.
Cuando llegaron los parientes y amigos –de luto y pañuelo
en
mano– se
escandalizaron, pues nunca habían visto un velatorio a rayo de sol, con flores
de boda y sin lágrimas.
Se fueron farfullando insidias y
años
después todavía hay quienes me señalan con el dedo, convencidos de que me
alegré cuando murió Paulina del Valle porque pretendía echar el guante a la
herencia. Nada heredé, sin embargo, porque de eso se encargaron rápidamente sus
hijos con los abogados, pero tampoco necesitaba hacerlo, puesto que mi padre
me dejó lo suficiente para vivir con decencia
y el resto puedo financiarlo trabajando. A pesar de los infinitos
consejos y lecciones de mi abuela, no logré desarrollar su olfato para los
buenos negocios; nunca seré rica y me alegro de ello. Frederick Williams
tampoco habría de pelear con los abogados, porque la plata le interesaba mucho
menos de lo que las malas lenguas venían murmurando durante años. Además, su
mujer le dio mucho en vida y él, hombre precavido, lo puso a salvo. Los hijos
de Paulina no pudieron probar que el matrimonio de su madre con el antiguo
mayordomo fuera ilegal y debieron resignarse a dejar al tío Frederick en paz,
tampoco pudieron apropiarse de las viñas, porque estaban a nombre de Severo del
Valle, en vista de lo cual echaron a los abogados tras los curas, a ver si recuperaban
los bienes que éstos consiguieron asustando a la enferma con las pailas del
infierno, pero hasta ahora nadie ha ganado un juicio contra la iglesia
católica, que tiene a Dios de su parte, como todo el mundo sabe. En cualquier
caso había dinero de sobra y los hijos, varios parientes y hasta los abogados
pudieron vivir de ello hasta hoy.
La única
alegría de esas deprimentes semanas fue la reaparición en nuestras vidas de la
señorita Matilde Pineda. Leyó en el diario que Paulina del Valle había
fallecido y se armó de valor para presentarse en la casa de donde había salido
expulsada en tiempos de la Revolución. Llegó con un ramito de flores de
regalo, acompañada por el librero Pedro Tey.
Ella había madurado en esos años y al principio no la reconocí–, en
cambio él seguía siendo el mismo hombrecillo calvo con gruesas cejas satánicas
y pupilas ardientes.
Después del
cementerio, de las misas cantadas, de las novenas que se mandaron rezar y de distribuir las limosnas y caridades
indicadas por mi difunta abuela, se asentó la polvareda del aparatoso funeral y
con Frederick Williams nos encontramos solos en la casa vacía. Nos sentamos
juntos en la galería de los cristales a lamentar la ausencia de mi abuela
discretamente, porque no somos buenos para el llanto, y a recordarla en sus
muchas grandezas y en sus pocas.
–¿Qué piensa hacer ahora, tío Frederick?
–quise saber.
–Eso depende de usted, Aurora.
–¿De mi?
–No he podido menos que notar algo extraño en
usted, niña –dijo, con esa manera sutil de preguntar, tan suya.
–He estado muy enferma y la partida de mi
abuela me tiene muy triste, tío Frederick. Es todo, no hay nada extraño, se lo
aseguro.
–Lamento que me subestime, Aurora. Yo tendría
que ser muy tonto o quererla muy poco para no haberme dado cuenta de su estado
de ánimo. Dígame que le sucede, a ver si puedo ayudarla.
–Nadie puede ayudarme, tío.
–Póngame a prueba, a ver... –me pidió.
Y entonces
comprendí que no tenía a nadie más en este mundo en quien confiar, y que
Frederick Williams había demostrado ser un excelente consejero y la única
persona en la familia con sentido común. Bien podía contarle mi tragedia. Me escuchó
hasta el final con gran atención, sin interrumpirme ni una sola vez.
–La vida es larga, Aurora. Ahora lo ve todo
negro, pero el tiempo cura y borra casi todo. Esta etapa es como andar por un
túnel a ciegas, le parece que no hay salida, pero le prometo que la hay. Siga
andando, niña.
–¿Qué será de mí, tío Frederick?
–Tendrá otros amores, tal vez tendrá hijos o
será la mejor fotógrafa de este país me dijo.
–¡Me siento tan confundida y tan sola!
–No está sola, Aurora, yo estoy con usted
ahora y seguiré estándolo mientras me necesite.
Me persuadió de
que no debía regresar donde mi marido, que podía encontrar una docena de
pretextos para demorar mi vuelta durante años, aunque estaba seguro de que
Diego no exigiría mi retorno a Celeufú, pues le convenía mantenerme lo más
lejos posible. Y en cuanto a la bondadosa doña Elvira, no quedaría más remedio
que consolarla con una nutrida correspondencia; se trataba de ganar tiempo, mi
suegra no estaba bien del corazón y no viviría mucho más, según el reporte de
los médicos. El tío Frederick me aseguro que no tenía prisa alguna por dejar
Chile, yo era su única familia, me quería como una hija o una nieta.
–¿No tiene a nadie en Inglaterra? –le
pregunté.
–A nadie.
–Usted sabe que circulan chismes sobre sus
orígenes, dicen que usted es un noble arruinado y mi abuela nunca lo desmintió.
¡Nada más lejos de la verdad, Aurora! –exclamó riéndose.
–¿Así es que no tiene un escudo de armas por
allí escondido? –me reí también.
–Mire, niña –replicó.
Se quitó la
chaqueta, se abrió la camisa, se levantó la camiseta y me mostró la espalda.
Estaba cruzada de horrendas cicatrices.
Flagelación.
Cien latigazos por robar tabaco en una colonia penitenciaría de Australia.
Cumplí cinco años de condena antes de escapar en una balsa. Me recogió en alta
mar un barco pirata chino y me pusieron a trabajar como esclavo, pero apenas
nos acercamos a tierra escapé de nuevo. Así, de salto en salto, llegué por fin
a California. Lo único que tengo de noble británico es el acento, que lo
aprendí de un lord verdadero, mi primer patrón en California. También me
enseñó el oficio de mayordomo. Paulina del Valle me contrató en 1870 y desde
entonces estuve a su lado.
–¿Conocía mi abuela esta historia, tío?
–pregunté cuando me repuse un poco de la sorpresa y logré sacar la voz.
–Por
supuesto.
A Paulina le divertía mucho que la gente confundiera a un convicto con un
aristócrata.
–¿Por
qué
lo condenaron?
–Por robar un caballo cuando tenía quince
años. Me habrían ahorcado, pero tuve suerte, me conmutaron la pena y acabé en
Australia. No se preocupe, Aurora, no he vuelto a robar ni un centavo en mi
vida, los azotes me curaron de ese vicio, pero no me curaron del gusto por el
tabaco –se rió.
De modo que nos
quedamos juntos. Los hijos de Paulina del Valle vendieron la mansión de
Ejército Libertador, que hoy está convertida en una escuela de niñas, y sacaron
a remate lo poco que la casa aún contenía. Salvé la cama mitológica
sustrayéndola antes que llegaran los herederos, escondiéndola desarmada en un
depósito del hospital público de Iván Radovic, donde permaneció hasta que los
abogados se cansaron de escarbar por los
rincones buscando los últimos vestigios de las antiguas posesiones de mi
abuela.
Compramos con Frederick Williams una quinta campestre en las afueras de la ciudad,
camino a la cordillera; contamos con doce hectáreas de terreno bordeado de
álamos temblorosos, invadido de jazmines fragantes, lavado por un modesto
estero, donde todo crece sin permiso. Allí Williams cría perros y caballos de raza, juega croquet y
otras
aburridas actividades de los ingleses; allí tengo mis cuarteles de invierno. La
casa es un vejestorio, pero tiene cierto encanto, espacio para mi taller fotográfico
y para la célebre cama florentina, que se alza con sus criaturas marítimas
policromadas al centro de mi habitación. En ella duermo amparada por el
espíritu vigilante de mi abuela Paulina, que suele aparecer a tiempo para
espantar a escobazos a los niños en piyamas negros de mis pesadillas. Santiago
crecerá seguramente hacia el lado de la Estación Central y a nosotros nos
dejarán en paz en esta bucólica campiña de álamos y cerros.
Gracias al tío Lucky quien me sopló su aliento afortunado cuando nací,
y
a la generosa protección de mi abuela y mi padre, puedo decir que tengo una
buena vida. Dispongo de medios y libertad para hacer lo que deseo, puedo
dedicarme de lleno a recorrer la abrupta geografía de Chi-le con mi cámara al
cuello, tal como he hecho en los últimos ocho o nueve años. La gente habla a
mis espaldas, es inevitable; varios parientes y
conocidos
me han hecho la cruz y si me ven en la
calle fingen no conocerme, no pueden tolerar que una mujer abandone a su
marido. Esos desaires no me quitan el sueño: no tengo que agradar a todo el
mundo, sólo a quienes en verdad me importan, que no son muchos.
Los tristes
resultados de mi relación con Diego debieron amedrentarme para siempre de los
amores precipitados y fervientes, pero no fue así.
Es cierto que anduve algunos meses herida en el ala, arrastrándome día a día con una
sensación de absoluta derrota, de haber jugado mi única carta y haberlo perdido
todo. Es cierto también que estoy condenada a ser una mujer casada y sin
marido, lo cual me impide «rehacer» mi vida, como dicen mis tías, pero esta
extraña condición me da una gran soltura. Un año después de separarme de Diego
volví a enamorarme, lo cual significa que tengo la piel dura y cicatrizo
pronto.
El segundo amor
no fue una suave amistad que con el tiempo se convirtió en un romance probado,
fue simplemente un impulso de pasión que nos tomó a ambos por sorpresa y de
pura casualidad resultó bien... bueno, hasta ahora, quién sabe cómo será en el
futuro. Fue un día de invierno, uno de esos días de lluvia verde y pertinaz, de
relámpagos desgranados y pesadumbre en
el ánimo. Los hijos de Paulina del Valle y sus leguleyos
habían vuelto a majadear con sus interminables documentos, cada uno con tres copias y once sellos, que yo firmaba sin leer.
Frederick Williams y yo habíamos salido de
la casa de Ejército libertador y estábamos todavía en un hotel, porque
aún no concluían las reparaciones en la quinta donde hoy vivimos. El tío
Frederick se topó en la calle con el doctor Iván Radovic, a quien no veíamos
desde hacía un buen tiempo, y quedaron de ir conmigo a ver a una compañía de
zarzuela española, que andaba en gira por Sudamérica, pero el día señalado el
tío Frederick cayó a la cama resfriado y yo me encontré aguardando sola en el
hall del hotel, con las manos heladas y los pies adoloridos porque me apretaban
los botines. Había una catarata en los cristales de las ventanas y el viento
sacudía como plumeros los árboles de la calle, la noche no invitaba a salir y
por un momento envidié el catarro del tío Frederick, que le permitía quedarse
en cama con un buen libro y una taza de chocolate caliente, sin embargo la
entrada de Iván Radovic me hizo olvidar el temporal. El doctor venía con el
abrigo empapado y cuando me sonrió comprendí que era mucho más guapo de lo que
yo recordaba. Nos miramos a los ojos y creo que nos vimos por primera vez, al
menos yo lo observé en serio y me gustó lo que vi. Hubo un silencio largo, una
pausa que en otras circunstancias hubiera sido muy pesada, pero entonces
pareció una forma de diálogo. Me ayudó a ponerme la capa y nos encaminamos a
la puerta lentamente, siempre prendidos de los ojos. Ninguno de los dos quería
la tormenta que desgarraba el cielo, pero
tampoco queríamos separarnos. Surgió un portero con un gran paraguas y
se ofreció para acompañarnos al coche, que esperaba en la puerta, entonces
salimos sin decir palabra, dudando. No tuve ningún fogonazo de sentimental,
ningún extraordinario presentimiento de que éramos almas gemelas, no visualicé
el comienzo de un amor de novela, nada de eso, simplemente tomé nota de los
saltos de mi corazón, del aire que me faltaba, del calor y el cosquilleo en la
piel, de las ganas tremendas de tocar a ese hombre. Me temo que por mi parte
nada hubo de espiritual en ese encuentro, sólo lujuria, aunque entonces yo era
demasiado inexperta y mi vocabulario era muy reducido para poner a esa
agitación el nombre que tiene en el diccionario. El nombre es lo de menos, lo
interesante es que ese trastorno visceral pudo más que mi timidez y al abrigo
del coche, donde no había fácil escapatoria, le tomé la cara entre las manos y
sin pensarlo dos veces lo be-sé en la boca, tal como muchos años antes vi
besarse a Nívea y Severo del Valle, con decisión y glotonería. Fue una acción
simple e inapelable. No puedo entrar en detalles sobre lo que vino a
continuación porque es sencillo imaginarlo y porque si Iván lo lee en estas
páginas tendríamos una pelea colosal. Hay que decirlo, nuestras batallas son
tan memorables como apasionadas nuestras reconciliaciones; éste no es un amor
tranquilo y dulzón, pero se puede decir en su favor que es un amor persistente;
los obstáculos no parecen amedrentarlo, sino fortalecerlo. El matrimonio es un
asunto de sentido común, que a ambos nos falta. El hecho de no estar casados
nos facilita el buen amor, así cada uno puede dedicarse a lo suyo, disponemos
de nuestro propio espacio y cuando estamos a
punto de reventar siempre queda la salida de separarnos por unos días y
volvernos a juntar cuando nos vence la nostalgia de los besos. Con Iván
Radovic he aprendido a sacar la voz
y las garras. Si lo sorprendiera en una traición –ni Dios lo quiera– como me ocurrió con Diego, no me consumirla
en llanto, como entonces, sino que lo mataría sin el menor remordimiento.
No, no voy a hablar sobre la intimidad
que comparto con mi amante, pero hay un episodio que no puedo callar, porque
tiene que ver con la memoria y ésa es, después de todo, la razón por la cual
escribo estas páginas. Mis pesadillas son un viaje a ciegas hacia las umbrosas
cavernas donde duermen mis recuerdos más antiguos, bloqueados en los es-tratos
profundos de la conciencia. La fotografía y la escritura son una tentativa de
asir los momentos antes que se desvanezcan, fijar los recuerdos para dar
sentido a mi vida. Hacía varios meses que Iván y yo estábamos juntos, ya nos
habíamos acomodado en la rutina de vernos discretamente, gracias al buen tío
Frederick, quien ampara nuestros amores desde el principio. Iván debía dar una
conferencia médica en una ciudad nortina y yo lo acompañé con el pretexto de
fotografiar las salitreras, donde las condiciones de trabajo son muy precarias.
Los empresarios ingleses se negaban a dialogar con los obreros y reinaba un
clima de creciente violencia, que habría de estallar unos años más tarde.
Cuando eso ocurrió, en 1907, yo estaba allí por casualidad y mis fotografías
son el único documento irrebatible de que la matanza de Iquique ocurrió, porque la
censura del gobierno borró de la faz de la historia los dos mil muertos
que yo vi en la plaza.
Pero ésa es otra historia y no tiene lugar
en estas páginas.
La primera vez
que fui a esa ciudad con Iván no sospechaba la tragedia que me tocaría
presenciar después, para ambos fue una corta luna de miel. Nos registramos
separadamente en el hotel y esa noche, después de que cada uno cumplió su
jornada, él vino a mi habitación, donde yo lo esperaba con una estupenda
botella de Viña Paulina. Hasta entonces nuestra relación había sido una
aventura de la carne, una exploración de los sentidos, que para mí fue
fundamental, porque gracias a ella logré superar la humillación de haber sido
rechazada por Diego y comprender que yo no era una mujer fallida, como temía.
En cada encuentro con Iván Radovic había
ido adquiriendo más confianza, venciendo mi timidez y mis pudores, pero
no me había dado cuenta de que esa gloriosa intimidad había dado paso a un
amor grande. Esa noche nos abrazamos lánguidos por el buen vino y las fatigas
del día, lentamente, como dos abuelos sabios que han hecho el amor novecientas
veces y ya no pueden sorprenderse ni defraudarse. ¿Qué hubo de especial para
mí? Nada, supongo, salvo el acopio de experiencias felices con Iván, que esa
noche alcanzaron el número critico necesario para desbaratar mis defensas.
Sucedió que al volver del orgasmo envuelta por los brazos firmes de mi amante
sentí un sollozo sacudiéndome entera y luego otro
y otro más, hasta que me arrastró una marca incontenible de llanto
acumulado. Lloré y lloré, entregada, abandonada, segura en esos brazos como no recordaba haberlo estado nunca antes.
Un dique se rompió dentro de mi y ese antiguo dolor se desbordó como
nieve derretida. Iván no me hizo preguntas ni intentó consolarme, me sujetó
firmemente contra su pecho, me dejó llorar hasta que se me acabaron las lágrimas
y cuando quise darle una explicación me cerró la boca con un beso largo. Por lo
demás en ese momento yo no tenía explicación alguna, habría tenido que
inventarla, pero ahora sé –porque
ha
ocurrido en varias ocasiones más– que al sentirme
absolutamente a salvo, abrigada y protegida, empezó a volver mi memoria de los
primeros cinco años de mi vida, los años que mi abuela Paulina y todos los
demás cubrieron con un manto de misterio. Primero, en un relámpago de claridad,
vi la imagen de mi abuelo Tao–Chien murmurando mi nombre en chino, Lai–Ming. Fue un instante brevísimo,
pero luminoso como la luna. Luego reviví despierta la pesadilla recurrente que
me ha atormentado desde siempre y entonces comprendí que existe una relación
directa entre mi abuelo adorado y esos demonios en piyamas negros. La mano que
me suelta en el sueño es la mano de Tao–Chien. Quien cae lentamente es
Tao–Chien.
La mancha que
se extiende inexorable sobre los adoquines de la calle es la sangre de
Tao–Chien. Llevaba poco mas de dos años viviendo oficialmente con Frederick Williams,
pero cada vez más rendida en mi relación con Iván Radovic, sin el cual ya no
podía concebir mi destino, cuando mi abuela materna, Eliza Sommers, reapareció
en mi vida. Volvió intacta, con su mismo aroma
de azúcar y vainilla, invulnerable al desgaste de las penurias o del olvido. La
reconocí a la primera mirada, aunque habían pasado diecisiete años desde que
me fue a dejar a la casa de Paulina del Valle y en todo ese tiempo yo no había
visto una fotografía suya y su nombre se había pronunciado muy raras veces en
mi presencia. Su imagen permaneció enredada en los engranajes de mi nostalgia
y había cambiado tan poco, que cuando se materializó en el umbral de nuestra
puerta con su maleta en la mano me pareció que nos habíamos despedido el día
anterior y todo lo sucedido en esos años era ilusión. La única novedad fue que resultó más baja de lo que recordaba, pero eso
puede ser efecto de mi propia estatura, la última vez que estuvimos
juntas yo era una mocosa de cinco años y la miraba hacia arriba. Seguía siendo
tiesa como un almirante, con el mismo rostro juvenil y el mismo peinado severo,
aunque el cabello estaba salpicado de
mechas. Llevaba incluso el mismo collar de perlas que siempre le vi
puesto y que, ahora lo sé, no se quita ni para dormir. La trajo Severo del
Valle, quien había estado en contacto con
ella todos esos años, pero no me lo había dicho porque ella no se lo
permitió. Eliza Sommers dio su
palabra a Paulina del Valle de que nunca intentaría ponerse en contacto con su
nieta y cumplió al pie de la letra hasta que la muerte de la otra la libró de
su promesa.
Cuando Severo
le escribió para contárselo, empacó sus baúles y cerró su casa, tal como había
hecho muchas veces antes, y se embarcó para Chile. Al quedar viuda en 1885 en
San Francisco, emprendió la peregrinación a China con el cuerpo embalsamado de
su marido para enterrarlo en Hong Kong. Tao–Chien había pasado la mayor parte
de su vida en California y era uno de los pocos inmigrantes chinos que
consiguió la ciudadanía americana, pero siempre manifestó su deseo de que sus
huesos terminaran bajo tierra en China, así su alma no se perdería en la
inmensidad del universo sin encontrar la puerta al cielo. Esa precaución no
fue suficiente, porque estoy segura de que el fantasma de mi inefable abuelo
Tao–Chien anda todavía por estos mundos, de otro modo no me explico cómo es
que lo siento rondándome. No es sólo imaginación,
mi abuela Eliza me ha confirmado algunas pruebas, como el olor a mar que
a veces me envuelve y la voz que susurra una palabra mágica: mi nombre en
chino.
–Hola, Lai–Ming–fue el saludo de esa
extraordinaria abuela al verme.
–O ¡poa! –exclamé.
No había dicho
esa palabra –abuela materna, en cantonés– desde la época remota en que vivía
con ella en los altos de una clínica de acupuntura en el barrio chino de San
Francisco, pero no se me había olvidado. Ella me puso una mano en el hombro y
me escrutinó de pies a cabeza, luego aprobó con la cabeza y finalmente me
abrazó.
–Me alegro que no seas tan bonita como tu
madre –dijo.
–Eso mismo decía mi padre.
–Eres alta, como Tao. Y Severo me dice que
también eres lista como él.
En nuestra
familia se sirve té cuando la situación es algo embarazosa y como yo me siento
cohibida casi todo el tiempo, me lo paso sirviendo té. Ese brebaje tiene la
virtud de ayudarme a controlar los nervios. Me moría de ganas de coger a mi
abuela por la cintura y bailar vals con ella, de contarle a borbotones toda mi
vida y de hacerle los reproches que por años había mascullado en mi interior,
pero nada de eso fue posible. Eliza Sommers no es el tipo de persona que
invita a familiaridades, su dignidad resulta intimidante y habrían de pasar
semanas antes de que ella y yo
pudiéramos
hablar relajadamente. Por suerte el té y la presencia de Severo del Valle y de
Frederick Williams, quien volvió de uno de sus paseos por la quinta ataviado
como explorador del África, aliviaron la tensión. Apenas el tío Frederick se
quitó el cucalón y las gafas ahumadas y vio a Eliza Sommers, algo cambió en su
actitud: sacó pecho, elevó la voz y
se
le inflaron las plumas. Su admiración aumentó al
doble cuando vio los baúles y
maletas con los sellos de los viajes y se enteró de que esa pequeña señora era una de los
pocos extranjeros que había llegado hasta el Tibet.
No sé si el
único motivo de mi oi poa para venir a Chile fue conocerme, sospecho que
le interesaba más seguir viaje al polo antártico, donde ninguna mujer había
puesto aún los pies, pero cualquiera que fuese la razón, su visita fue
fundamental para mi. Sin ella mi vida seguiría sembrada de zonas nebulosas;
sin ella no podría escribir esta memoria. Fue esa abuela materna quien me dio
las piezas que faltaban para armar el rompecabezas de mi existencia, me habló
de mi madre, de las circunstancias de mi nacimiento y me dio la clave final de
mis pesadillas. Fue ella también quien me acompañaría mas tarde a San Francisco
para conocer a mi tío Lucky, un próspero comerciante chino, gordo y patuleco,
absolutamente encantador, y desenterrar los documentos necesarios para atar los
cabos sueltos de mi historia. La relación de Eliza Sommers con Severo Del Valle
es tan profunda como los secretos que compartieron durante muchos años; ella
lo considera mi verdadero padre, porque fue el hombre que amó a su hija y se
casó con ella. La única función de Matías Rodríguez de Santa Cruz fue
suministrar algunos genes en forma accidental.
–Tu progenitor poco importa, Lai–Ming, eso puede hacerlo cualquiera. Severo es
quien te dio su apellido y se responsabilizó por ti –me aseguró.
–En ese caso Paulina del Valle fue mi madre y mi
padre, llevo su nombre y ella se responsabilizó por mi. Los demás pasaron como
cometas por mi infancia dejando apenas una estela de polvo sideral –la rebatí.
–Antes de ella, tu padre y tu madre fuimos Tao y yo, nosotros te criamos, Lai–Mingme aclaró y con razón, porque
esos abuelos maternos tuvieron tan poderosa influencia en mi, que durante
treinta años los he llevado adentro como una suave presencia y estoy segura de
que los seguiré llevando por el resto de mi vida.
Eliza Sommers
vive en otra dimensión junto a Tao–Chien, cuya muerte fue un inconveniente
grave, pero no un obstáculo para seguir amándolo como siempre. Mi abuela Eliza
es uno de esos seres destinados a un so-lo amor grandioso, creo que ningún otro
cabe en su corazón de viuda. Después de enterrar a su marido en China junto a
la tumba de Lin, su primera esposa, y de cumplir los ritos fúnebres budistas
tal como él hubiera deseado, se encontró libre. Podría haber vuelto a San
Francisco a vivir con su hijo Lucky y la joven esposa que éste había encargado
por catálogo a Shangai, pero la idea de convertirse en suegra temida y venerada
equivalía a abandonarse a la vejez. No se sentía sola ni atemorizada ante el
futuro, puesto que el espíritu protector de Tao–Chien anda siempre con ella; en
verdad están mas juntos que antes, ya no se separan ni un solo instante. Se
acostumbró a conversar con su marido en voz baja, para no parecer una enajenada
ante los ojos de los demás, y por las noches duerme en el lado izquierdo de la
cama, para cederle el espacio de la derecha, como tenían costumbre.
El animo
aventurero que la había impulsado a huir de Chile a los dieciséis años
escondida en la barriga de un velero para ir a California, despertó en ella de
nuevo al quedar viuda. Recordó un momento de epifanía a los dieciocho años, en
plena fiebre del oro, cuando el relincho de su caballo y el primer rayo de luz
del amanecer la despertaron en la inmensidad de un paisaje agreste y solitario.
Esa madrugada descubrió la exaltación de la libertad. Había pasado la noche
sola bajo los árboles, rodeada de mil peligros: bandidos despiadados, indios
salvajes, víboras, osos y otras fieras, sin embargo por primera vez en su vida
no tenía miedo. Se había criado en un corsé, restringida en cuerpo, alma e imaginación,
asustada hasta de sus propios pensamientos, pero esa aventura la había
soltado. Tuvo que desarrollar una fuerza que tal vez siempre tuvo, pero hasta entonces ignoraba porque no había
necesitado usarla. Dejó la protección de su hogar cuando aún era una niña, siguiendo
el rastro de un amante esquivo, se embarcó encinta de polizón en un barco,
donde perdió al bebé y por poco pierde también la vida, llegó a California, se
vistió de hombre y se dispuso a recorrerla de punta a rabo, sin mas armas ni
herramientas que el impulso desesperado del amor. Fue capaz de sobrevivir sola
en una tierra de machos donde imperaban la ira y la violencia,
en el proceso adquirió coraje y le tomó el
gusto a la independencia. Aquella euforia intensa de la aventura no se le
olvidó más. También por amor, vivió durante treinta años como la discreta
esposa de Tao–Chien, madre y pastelera, cumpliendo con su deber, sin más
horizonte que su hogar en Chinatown, pero el germen plantado en esos años de
nómada permaneció intacto en su espíritu, listo para brotar en el momento
propicio.
Al desaparecer
Tao–Chien, único norte de su vida, el momento de navegar a la deriva había
llegado. «En el fondo siempre he sido una trota-mundos, lo que quiero es andar
sin rumbo fijo», escribió en una carta a su hijo Lucky. Decidió, sin embargo,
que antes debía cumplir la promesa que hiciera a su padre, el capitán John
Sommers, de no abandonar a su tía Rose en la vejez. De Hong Kong partió a
Inglaterra dispuesta a acompañar a la dama en sus últimos años; era lo mínimo
que podía hacer por esa mujer que fue como su madre. Rose Sommers tenía más de
setenta años y empezaba a flaquearle la salud, pero seguía escribiendo sus
novelas de amor, todas más o menos iguales, convertida en la más famosa
escritora romántica de la lengua inglesa. Había curiosos que viajaban de lejos
para vislumbrar su menuda figura paseando al perro en el parque y decían que la
reina victoria se consolaba en la viudez leyendo sus almibaradas historias de
amores triunfantes.
La llegada de
Eliza, a quien quería como una hija, fue un enorme con-suelo para Rose Sommers,
entre otras cosas porque le fallaba el pulso y cada vez le costaba más agarrar
la pluma. A partir de entonces comenzó a dictarle sus novelas y más adelante,
cuando también le falló la lucidez, Eliza fingía tomar notas pero en realidad
las escribía ella, sin que el editor o las lectoras lo sospecharan nunca, sólo
fue cuestión de repetir la fórmula. A la muerte de Rose Sommers, Eliza se
quedó en la misma casita del barrio bohemio –muy valorada porque la zona se había puesto de moda– y heredó el capital
acumulado por su madre adoptiva con los libritos de amor. Lo primero que hizo
fue visitar a su hijo Lucky en San Francisco y conocer a sus nietos, que le
parecieron bastante feos y aburridos, luego partió hacia sitios más exóticos,
cumpliendo finalmente su destino de vagabunda. Era una de esas que se empeñan
en trasladarse a los lugares de donde otra gente huye. Nada la satisfacía
tanto como ver en su equipaje sellos y calcomanías de los países mas recónditos
del planeta; nada le daba tanto orgullo como coger una peste peregrina o ser
mordida por algún bicho forastero. Dio vueltas durante años con sus baúles de
exploradora, pero siempre volvía a la casita en Londres, donde la esperaba la
carta de Severo del Valle con noticias mías. Cuando supo que Paulina del Valle
ya no estaba en este mundo, decidió volver a Chile, donde había nacido, pero en
el cual no había pensado durante más de medio siglo, para reencontrarse con su nieta.
Tal vez durante la larga travesía en el vapor mi abuela Eliza recordó
sus
primeros dieciséis años en Chile, este esbelto y airoso país; su infancia al
cuidado de una india bondadosa y de la bella
Miss Rose; su apacible y segura
existencia hasta que apareciera el amante que la dejó encinta, la abandonó por
perseguir el oro de California y nunca más dio señales de vida. Como mi abuela
Eliza cree en el karma, debe haber concluido que ese largo período fue
necesario para encontrarse con Tao–Chien, a quien debe amar en cada una de sus
reencarnaciones. «qué idea tan poco
cristiana», comentó Frederick Williams cuando traté de explicarle por qué Eliza
Sommers no necesitaba a nadie.
Mi abuela Eliza
me trajo de regalo un destartalado baúl, que me entregó con un guiño travieso
en sus oscuras pupilas. Contenía amarillentos manuscritos firmados por Una Dama
Anónima. Eran las novelas pornográficas escritas por Rose Sommers en su
juventud, otro secreto de familia muy bien guardado. Las he leído
cuidadosamente con animo puramente didáctico, para beneficio directo de Iván
Radovic. Esa divertida literatura –¿como
se
le ocurrían tales audacias a una solterona victoriana?– y las confidencias de Nívea del Valle, me han
ayudado a combatir la timidez, que al principio era un obstáculo casi
insalvable entre Iván y yo. Es cierto que el
día de la tormenta, cuando debíamos ir a la zarzuela y no fuimos, me
adelanté a besarlo en el coche antes que el pobre hombre alcanzara a
defenderse. Hasta ahí no más llegó mi atrevimiento, luego perdimos un tiempo
precioso debatiéndonos entre mi tremenda inseguridad y sus escrúpulos, porque
no quería «arruinar mi reputación», como
decía. No fue fácil convencerlo de que mi reputación estaba bastante
aporreada, antes que él apareciera en el horizonte y seguiría estándolo, porque
no pensaba volver jamás donde mi marido ni renunciar a mi trabajo o mi
independencia, que tan mal mirados son por estos lados. Después de la
humillante experiencia con Diego, me parecía imposible inspirar deseo o amor; a
mi absoluta ignorancia en materia sexual se sumaba un sentimiento de
inferioridad, me creía fea, inadecuada, poco femenina; tenía vergüenza de mi
cuerpo y de la pasión que
Iván despertaba
en mí. Rose Sommers, la lejana tía bisabuela a quien no conocí, me hizo un
fantástico regalo al darme esa libertad juguetona tan necesaria para hacer el
amor. Iván suele tomar las cosas demasiado en serio, su temperamento eslavo
tiende a lo trágico; a veces se hunde en la desesperación porque no podremos
vivir juntos hasta que mi marido se muera y para entonces seguramente ya
estaremos muy viejos. Cuando esos nubarrones le oscurecen el ánimo, echo mano
de los manuscritos de Una Dama Anónima, donde descubro siempre novedosos
recursos para darle placer o al menos para hacerlo reír. En la tarea de entretenerlo
en la intimidad, he ido perdiendo el pudor y adquiriendo una seguridad que
nunca tuve. No me siento seductora, no ha llegado a tanto el efecto positivo de
los manuscritos, pero al menos ya no temo tomar la iniciativa para sacar trote
a Iván, quien de otro modo podría acomodarse en la misma rutina para siempre.
Sería un desperdicio hacer el amor como un viejo matrimonio si ni siquiera
estamos casados. La ventaja de ser amantes es que debemos cuidar mucho nuestra
relación, porque todo se confabula para separarnos. La decisión de estar juntos
debe ser renovada una y otra vez, eso nos mantiene ágiles.
Esta es la
historia que me contó mi abuela Eliza Sommers.
Tao–Chien no se
perdonó la muerte de su hija Lynn. Fue inútil que su mujer y Lucky le repitieran
que no había poder humano capaz de impedir el cumplimiento del destino, que
como zhong–yi había hecho lo
posible y que la ciencia médica conocida era todavía impotente para prevenir
o detener una de esas fatales hemorragias que despachaban a tantas mujeres
durante el parto. Para Tao–Chien fue como si hubiera andado en círculos para
encontrarse de nuevo donde había estado más de treinta años antes, en Hong
Kong, cuando su primera esposa, Lin, dio a luz a una niña. También ella había
empezado a desangrarse y en su desesperación por salvarla, ofreció al cielo
cualquier cosa a cambio de la vida de Lin. El bebé había muerto a los pocos
minutos y él pensó que ése había sido el precio por salvar a su mujer. Nunca
imaginó que mucho más tarde, al otro lado del mundo, debería pagar de nuevo con
su hija Lynn.
–No hable así,
padre, por favor –le rebatía Lucky–. No se trata del trueque de
una vida por otra, ésas son supersticiones indignas de un hombre de su
inteligencia y cultura. La muerte de mi hermana nada tiene que ver con la de su
primera esposa o con usted. Estas desgracias su-ceden a cada rato.
–¿De qué sirven
tantos años de estudio y experiencia si no pude salvarla? –se lamentaba Tao–Chien.
–Millones de mujeres
mueren al dar a luz, usted hizo lo que pudo por Lynn...
Eliza Sommers
estaba tan agobiada como su marido por el dolor de haber perdido a su única
hija, pero además cargaba con la responsabilidad de cuidar a la pequeña
huérfana. Mientras ella se dormía de pie de cansancio, Tao–Chien no dormía una
pestañada; pasaba la noche meditando, dando vueltas por la casa como un
sonámbulo y llorando a escondidas. No habían hecho el amor desde hacía días y,
tal como estaban los ánimos en ese hogar, no se vislumbraba que pudieran
hacerlo en un futuro cercano. A la semana Eliza optó por la única solución que
se le ocurrió: colocó la nieta en los brazos de Tao–Chien y le anunció que ella
no se hallaba capaz de criarla, que había pasado veintitantos años de su vida
cuidando a sus hijos Lucky y Lynn como a una esclava y no le alcanzaban las
fuerzas para empezar de nuevo con la pequeña Lai–Ming. Tao–Chien se encontró a
cargo de una recién nacida sin madre, a quien debía alimentar cada medía hora
con leche aguada mediante un gotario, porque apenas lograba tragar, y debía
mecer sin des-canso porque lloraba de cólicos día y noche. La criatura ni
siquiera salió agradable a la vista, era minúscula y arrugada, con la piel
amarilla de ictericia, las facciones aplastadas por el parto difícil y sin un
solo pelo en la cabeza; pero a las veinticuatro horas de cuidarla Tao–Chien
podía mirarla sin asustarse. A los veinticuatro días de llevarla en una bolsa colgada al hombro, alimentarla con el gotario y
dormir con ella, empezó a parecerle graciosa. Y a los veinticuatro meses
de criarla como una madre estaba completamente enamorado de su nieta y
convencido de que llegaría a ser más bella aún que Lynn, a pesar de que no
existía ni el menor fundamento para suponerlo. La chiquilla ya no era el
molusco que había sido al nacer, pero estaba lejos de parecerse a su madre. Las
rutinas de Tao–Chien, que antes se reducían
a su consultorio médico y a las pocas horas de intimidad con su mujer,
cambiaron por completo. Su horario giraba en torno a Lai–Ming, esa niña exigente que vivía
pegada a él, a quien había que contar cuentos, hacer dormir con canciones,
obligar a comer, llevar de paseo, comprarle los vestidos más lindos de las
tiendas americanas y las de Chinatown, presentar a todo el mundo en la calle,
porque nunca se había visto una chica tan lista, como creía el abuelo,
obnubilado por el afecto.
Estaba seguro
de que su nieta era un genio y para probarlo le hablaba en chino y en inglés,
lo cual se sumó a la jerigonza de español que empleaba la abuela, creando una
monumental confusión. Lai–Ming,
respondía
a los estímulos de Tao–Chien como cualquier niño de dos años pero a él le
parecía que sus escasos aciertos eran prueba irrefutable de una inteligencia
superior. Redujo sus horas de consulta a unas cuantas por la tarde, así podía
pasar la mañana con su nieta enseñándole nuevos trucos, como a un macaco
amaestrado. De mala gana permitía que Eliza la llevara al salón de té por la
tarde, mientras él trabajaba, porque se le había puesto en la cabeza que podía
comenzar a entrenarla en medicina desde la infancia.
En mi familia
hay seis generaciones de zhong–yi, Lai–Ming será la séptima, en vista de
que tú no tienes la menor aptitud –comunicó Tao–Chien a su hijo Lucky.
Pensé que sólo
los hombres pueden ser médicos –comentó Lucky.
Eso era antes.
Lai–Ming será la primera mujer zhong–yi de la historia –replicó
Tao–Chien.
Pero Eliza
Sommers no permitió que llenara la cabeza a su nieta con teorías médicas a tan
temprana edad; ya habría tiempo para eso mas adelante, por el momento era
necesario sacar a la criatura de Chinatown algunas horas al día para
americanizarla. En ese punto al menos, los abuelos estaban de acuerdo, Lai–Ming
debía pertenecer al mundo de los blancos, donde sin duda tendría más
oportunidades que entre chinos. Tenían a su favor que la chiquilla carecía de
rasgos asiáticos; había salido tan española de aspecto como la familia de su
padre. La posibilidad de que Severo del Valle regresara un día con el propósito
de reclamar a esa supuesta hija y llevársela a Chile resultaba intolerable, de
modo que no la mencionaban; supusieron simplemente que el joven chileno
respetaría lo pactado pues había dado pruebas sobradas de nobleza. No tocaron
el dinero que destinó a la niña, lo depositaron en una cuenta para su futura
educación. Cada tres o cuatro meses Eliza escribía una breve nota a Severo del
Valle contándole de «su protegida», como la llamaba, para dejar bien claro que
no le reconocía derecho de paternidad. Durante el primer año no hubo respuesta,
porque él andaba perdido en su duelo y en la guerra, pero después se las
arregló para contestar de vez en cuando. A Paulina del Valle no volvieron a
verla, porque no regresó al salón de té y nunca cumplió su amenaza de arrebatarles
a la nieta y arruinarles la existencia.
Así
transcurrieron cinco años de armonía en la casa de los Chien, hasta que
inevitablemente se desencadenaron los acontecimientos que habrían de destrozar a la familia. Todo comenzó con la
visita de dos mujeres, que se anunciaron como misioneras presbiterianas
y pidieron hablar a solas con Tao–Chien. El zhong–yi las recibió en el
consultorio, porque pensó que venían por razones de salud, no había otra
explicación para que dos mujeres blancas se presentaran de improviso en su
casa. Parecían hermanas, Eran jóvenes, altas, rosadas, de ojos claros como el
agua de la bahía y ambas tenían la misma actitud de radiante seguridad que
suele acompañar al celo religioso. Se presentaron por sus nombres de pila,
Donaldina y Martha, y procedieron a explicar que la misión presbiteriana en Chinatown se
había conducido hasta ese momento con gran
cautela y. discreción para no ofender a la comunidad budista, pero ahora
contaba con nuevos miembros decididos a implantar las normas mínimas de
decencia cristiana en ese sector que, como dijeron, «no era territorio chino,
sino americano y no se podía permitir que allí se violaran la ley y la moral». Habían oído hablar de las sing–song girls, pero en torno
al tráfico de niñas esclavas para fines sexuales existía una conspiración de
silencio. Las misioneras sabían que las autoridades americanas recibían soborno
y hacían la vista gorda. Alguien les había indicado que Tao–Chien sería el
único con agallas suficientes para contarles la verdad y ayudarlas, por eso
estaban allí.
El zhong–yi había esperado durante
décadas ese momento. En su lenta labor de rescate de esas miserables
adolescentes había contado solamente con la
ayuda silenciosa de algunos amigos cuáqueros, quienes se encargaban de sacar a las pequeñas prostitutas de
California e iniciarlas en una nueva vida lejos de los tongs y los
alcahuetes. A él le tocaba comprar las que pudiera financiar en los remates
clandestinos y recibir a las que estaban demasiado enfermas para servir en los
burdeles; trataba de sanarles el cuerpo y consolarles el alma, pero no siempre
lo conseguía, muchas se le morían entre las manos. En su casa había dos habitaciones para amparar a las sing–song girls, casi siempre ocupadas, pero
Tao–Chien sentía que en la medida en que crecía la población china en
California el problema de las esclavas era cada vez peor y él solo podía hacer
muy poco por aliviarlo. Esas dos misioneras habían sido enviadas por el cielo;
primero que nada contaban con el respaldo de la poderosa iglesia presbiteriana
y segundo, eran importantes; ellas podrían movilizar la prensa, la opinión
pública y las autoridades americanas para terminar con ese tráfico despiadado.
De modo que les contó en detalle cómo compraban o raptaban en China a esas
criaturas, cómo la cultura china menospreciaba a las niñas y era frecuente en
ese país encontrar recién nacidas ahogadas en pozos o tiradas en la calle, mordidas
de ratas o perros. Las familias no las querían, por eso resultaba tan fácil
adquirirlas por unos centavos y traerlas a América, donde podían explotarlas
por miles de dólares.
Las
transportaban como animales en grandes cajones en la cala de los barcos y las que sobrevivían a la deshidratación y
el
cólera entraban a los Estados Unidos con falsos contratos matrimoniales. Todas
eran novias a los ojos de los funcionarios de inmigración y la corta edad, el
lamentable estado físico y la expresión de terror que traían, aparente-mente
no levantaba sospechas. Nada importaban esas muchachitas. Lo que sucediera con
ellas era «cosas de los celestiales» que no incumbía a los blancos. Tao–Chien
explicó a Donaldina y Martha que la expectativa de vida de las sing–song
girls, una vez iniciadas en el oficio, era de tres o cuatro años: recibían
hasta treinta hombres al día, morían de enfermedades venéreas, aborto,
pulmonía, hambre y malos tratos; una prostituta china de veinte años era una
curiosidad. Nadie llevaba un registro de sus vidas, pero como entraban al país
con un documento legal, había que llevar un registro de sus muertes, en el
caso improbable que alguien preguntara por ellas. Muchas se volvían locas. Eran
baratas, se podían reemplazar en un abrir y
cerrar de ojos, nadie invertía en su salud o en hacerlas durar.
Tao–Chien
indicó a las misioneras el número aproximado de niñas esclavas en Chinatown, cuándo se llevaban a cabo los remates y dónde se
ubicaban los burdeles, desde los más míseros, en los cuales las muchachitas
recibían el trato de animales enjaulados, hasta los más lujosos regentados por
la célebre Ah–Toy, quien se
había convertido en la mayor importadora de carne fresca del país. Compraba
criaturas de once años en China y en el viaje a América se las entregaba a los
marineros, de modo que al llegar ya sabían decir «pague primero» y distinguir
el oro verdadero del bronce, para que no las estafaran con metal de tontos. Las
chicas de Ah–Toy eran
seleccionadas entre las más bellas y tenían mejor suerte que las otras, cuyo
destino era ser rematadas como ganado y servir a los hombres más miserables en
las formas que exigieran, incluso las más crueles y humillantes. Muchas se
convertían en criaturas salvajes, con la actitud de animales feroces, a quienes
debían atar con cadenas a la cama y mantener aturdidas con narcóticos.
Tao–Chien dio a las misioneras los nombres de los tres o cuatro comercian-tes
chinos de fortuna y prestigio, entre ellos su propio hijo Lucky quienes
podrían ayudarlas en la tarea, los únicos que estaban de acuerdo con él en
eliminar ese tipo de tráfico.
Donaldina y Martha, con manos temblorosas y
ojos
aguados, tomaron nota de cuanto Tao–Chien dijo, luego le dieron las gracias y
al despedirse le preguntaron si podrían contar con él cuando llegara el momento
de actuar.
–Haré lo que pueda –contestó el zhong–yi.
–Nosotros también, señor Chien. La misión
presbiteriana no descansará hasta poner fin a esta perversión y salvar a esas
pobres niñas, aunque tengamos que abrir a hachazos las puertas de esos antros
de perversión –le aseguraron.
Al enterarse de lo que había hecho su padre, Lucky Chien quedó abatido por malos
presagios. Conocía el ambiente de Chinatown mucho mejor que Tao y se daba
cuenta que éste había cometido una imprudencia irreparable. Gracias a su
habilidad y simpatía, Lucky contaba con amigos en todos los niveles de la
comunidad china; llevaba años realizando negocios lucrativos y ganando con mesura,
pero con constancia, en las mesas de fan–tan. A pesar de su juventud se había convertido en una
figura querida y respetada por todos, incluso por los tongs, que nunca lo habían molestado. Durante años había ayudado a
su padre a rescatar a las sing–song
girls con el tácito acuerdo de no meterse en líos mayo-res; entendía
claramente la necesidad de discreción absoluta para sobrevivir en Chinatown,
donde la regla de oro consistía en no mezclarse con los blancos –los temidos y odiados fan–güey– y resolver todo,
en especial los crímenes, entre compatriotas. Tarde o temprano se sabría que su
padre informaba a las misioneras y estas a las autoridades americanas. No había fórmula más segura para atraer
la desgracia y toda su buena suerte no alcanzaría para protegerlos. Así
se lo dijo a Tao–Chien y así ocurrió en octubre de 1885, el mes en que cumplí
cinco años.
La suerte de mi
abuelo se decidió el martes memorable en que las dos jóvenes misioneras
acompañadas por tres fornidos policías irlandeses y el viejo periodista Jacob
Freemont, especializado en crímenes, llegaron a Chinatown a plena luz de día.
La actividad en la calle se detuvo y una muchedumbre se juntó para seguir a la
comitiva de fan-güey, inusitada en ese barrio, que se dirigía con paso
resuelto a una casa pobretona en cuya
angosta puerta enrejada asomaban los rostros pintados con polvos de arroz y carmín de dos sing–song girls, ofreciéndose a los clientes con sus maullidos y sus pechos de perritas al descubierto. Al ver acercarse
a los blancos las chiquillas desaparecieron en el interior con gritos de
susto y en su lugar apareció una vieja furiosa que respondió a los policías
con un sartal de injurias en su lengua. A una indicación de Donaldina surgió un
hacha en manos de uno de los irlandeses y procedieron a echar la puerta abajo,
ante el estupor de la multitud. Los blancos irrumpieron a través de la angosta
puerta, se escucharon alaridos, carreras y
órdenes
en inglés y antes de quince minutos
reaparecieron los atacantes arreando a medía docena de niñas aterrorizadas, a
la vieja que venía pataleando arrastrada por uno de los policías, y a tres hombres
que caminaban cabizbajos a punta de pistola. En la calle se armó un barullo y
algunos curiosos pretendieron avanzar amenazantes, pero se detuvieron en seco
cuando sonaron varios tiros al aire. Los fan-güey subieron a las niñas y
a los otros detenidos en un coche cerrado de la policía y los caballos se
llevaron la carga.
El resto del
día la gente de Chinatown pasó comentando lo que había ocurrido. Nunca antes la
policía había intervenido en el barrio por motivos que no incumbieran
directamente a los blancos. Entre las autoridades americanas existía gran
tolerancia por «las costumbres de los amarillos», como las calificaban; nadie
se molestaba en averiguar sobre los fumaderos de opio, los garitos de juego y
mucho menos las niñas esclavas, que consideraban otra de las grotescas
perversiones de los celestiales, como comer perros cocinados con salsa de
soya.
El único que no
demostró sorpresa, sino complacencia, fue Tao–Chien. El ilustre zhong–yi estuvo a punto de ser
agredido por un par de matones de uno de
los tongs en el restaurante donde siempre almorzaba con su nieta, cuando
manifestó en voz suficientemente alta como para ser escuchado por encima del
bochinche del local, su satisfacción de que por fin las autoridades de la
ciudad tomaban cartas en el asunto de las sing–song girls. Aunque la
mayoría de los comensales de las otras mesas consideraban que en una población
casi enteramente masculina las chicas esclavas eran un indispensable articulo
de consumo, se adelantaron a defender a Tao–Chien, porque era la figura más
respetada de la comunidad. Si no es por la oportuna intervención del dueño del
restaurante, se habría armado una trifulca. Tao–Chien se retiró indignado, llevándose
a su nieta de una mano y en la otra su almuerzo envuelto en un trozo de papel.
Tal vez el episodio del burdel no habría tenido mayores consecuencias
si
dos días más tarde no se hubiera repetido en forma similar en otra calle: las
mismas misioneras presbiterianas, el mismo periodista Jacob Freemont y los
mismos tres policías irlandeses, pero esta vez traían cuatro oficiales más de
respaldo y dos grandes perros bravos tironeando de sus cadenas. La maniobra
duro ocho minutos y Donaldina y Martha se llevaron a diecisiete niñas, dos alcahuetas, un par de matones
y varios clientes que salieron sujetándose los pantalones. La voz de lo que se
habían propuesto la misión presbiteriana y el gobierno de los fan–güey se regó como pólvora en Chinatown y alcanzó también
a las inmundas celdas donde sobrevivían las
esclavas. Por primera vez en sus pobres vidas hubo un soplo de
esperanza. Fueron inútiles las amenazas de molerlas a palos si se rebelaban o
las cosas pavorosas que les contaron de cómo los demonios blancos se las
llevaban para chuparles la sangre; desde ese momento las chicas buscaron la
forma de llegar a oídos de las misioneras y en cuestión de semanas las
incursiones de la policía aumentaron–,
acompañadas
por artículos en los periódicos. Esta vez la pluma insidiosa de Jacob Freemont
se puso por fin a buen servicio, sacudiendo las conciencias de los ciudadanos
con su elocuente campaña sobre el horrible destino de las pequeñas esclavas en
pleno corazón de San Francisco.
El viejo
periodista habría de morir poco después sin alcanzar a medir el impacto de sus
artículos; en cambio Donaldina y Martha verían el fruto de su celo. Dieciocho
años más tarde las conocí en un viaje a San Francisco; todavía tienen la piel
rosada y el mismo fervor mesiánico en la mirada, todavía recorren Chinatown a
diario, siempre vigilantes, pero ya no las llaman malditas fan–güey y
nadie las escupe cuando pasan. Ahora les dicen lomo, madre amorosa, y se
inclinan para saludarlas. Han rescatado a miles de criaturas y eliminado el
tráfico descarado de niñas, aunque no han logrado acabar con otras formas de
prostitución. Mi abuelo Tao–Chien estaría muy satisfecho.
El segundo
miércoles de noviembre Tao–Chien fue, como todos los días, a buscar a su nieta
Lai–Mingal al salón de té de su esposa en la Plaza de la Unión. La niña se
quedaba con su abuela Eliza por las tardes hasta que el zhong–yi terminaba con el último paciente de su consulta y
la iba a recoger. Eran sólo siete cuadras la distancia hasta la casa,
pero Tao–Chien tenía la costumbre de recorrer las dos calles principales de
Chinatown a esa hora, cuando se encendían los faroles de papel en las tiendas,
la gente terminaba su trabajo y salía en busca de los ingredientes para la
cena. Paseaba de la mano con su nieta por los mercados donde se apilaban las
frutas exóticas traídas del otro lado del mar, los patos lacados colgando de
sus ganchos, los hongos, insectos, mariscos, de animales y plantas que sólo
podían encontrarse allí. Como nadie tenía tiempo de cocinar en su hogar,
Tao–Chien escogía con cuidado los platos que llevaría para la cena, casi
siempre los mismos porque Lai–Ming era
muy mañosa para comer. Su abuelo la tentaba dándole a probar bocados de los
deliciosos guisos cantoneses que vendían en los puestos de la calle, pero por
lo general transaban siempre en las mismas variedades de chaw–mein y en
las costillas de puerco.
Ese día
Tao–Chien usaba por primera vez un traje nuevo, hecho por el mejor sastre chino
de la ciudad, que cosía sólo para los hombres más distinguidos. Se había
vestido a la americana por muchos años, pero desde que obtuviera la ciudadanía
procuraba hacerlo con esmerada elegancia, como signo de respeto hacia su
patria adoptiva. Se veía muy guapo en su perfecto traje oscuro, camisa laminada
con corbata de plastrón, abrigo de paño inglés, sombrero de copa y guantes de
cabritilla color marfil. El aspecto de la pequeña Lai–Ming contrastaba con el
atuendo occidental de su abuelo, llevaba abrigadores pantalones y chaqueta de
seda acolchada en brillantes tonos de amarillo y azul, tan gruesos que la niña se movía en bloque, como un
oso, el pelo cogido en una apretada trenza y un gorro negro bordado a la
moda de Hong Kong. Ambos llamaban la atención en la abigarrada muchedumbre,
casi toda masculina, vestida con los típicos pantalones y túnicas negros, tan
comunes que la población china parecía uniformada. La gente se detenía para
saludar al zhong–yi, pues si no eran sus pacientes al menos lo conocían
de vista y de nombre, y los mercaderes le hacían algún cariño a la nieta para congraciarse con
el abuelo: un escarabajo fosforescente en su jaulita de madera, un abanico de
papel, una golosina.
Al anochecer en
Chinatown siempre había una atmósfera festiva, ruido de conversaciones
gritadas, regateo y pregones; olía a fritanga, aliños, pescado y basura, porque
los desperdicios se acumulaban al centro de la calle. El abuelo y su nieta
pasearon por los locales donde habitual-mente hacían sus compras, charlaron con
los hombres que jugaban mah–Jong sentados en las aceras, fueron al sucucho del
yerbatero a recoger unas medicinas que el zhong–yi había encargado a
Shangai, se detuvieron brevemente en un garito de juego para ver las mesas de fan–tan
desde la puerta, porque Tao–Chien sentía fascinación por las apuestas, pero las
evitaba como la peste. También bebieron una taza de té verde en la tienda del
tío Lucky, donde pudieron admirar el último cargamento de antigüedades y
muebles tallados que acababa de llegar, y enseguida dieron medía vuelta, para
rehacer el camino a paso tranquilo rumbo a su casa.
De pronto se
acerco corriendo un muchacho presa de gran agitación para rogarle al zhong-yi
que acudiera volando, porque había ocurrido un accidente: un hombre había sido
pateado en el pecho por un caballo y estaba escupiendo sangre. Tao–Chien lo
siguió a toda prisa sin soltar la mano de su nieta por una callecita lateral y luego otra y otra más, metiéndose
por pasadizos estrechos en la demente topografía del barrio, hasta que se
encontraron solos en un callejón sin salida apenas alumbrado por los faroles
de papel de algunas ventanas, brillando como luciérnagas fantásticas. El
muchacho había desaparecido. Tao–Chien alcanzó a darse cuenta de que había
caído en una trampa y trató de retroceder, pero ya era tarde. De las sombras
surgieron varios hombres armados de palos y lo rodearon.
El zhong–yi había
estudiado artes marciales en su juventud y siempre llevaba un cuchillo al cinto
debajo de la chaqueta, pero no podía defenderse sin soltar la mano de la niña.
Tuvo unos instantes para preguntar qué querían, qué pasaba, y escuchar el
nombre de Ah-Toy mientras los hombres en piyamas negros, con las caras
cubiertas por pañuelos negros, danzaban a su alrededor; luego recibió el
primer golpe en la espalda. Lai–Ming se sintió tironeada hacia atrás y trató
de aferrarse a su abuelo, pero la mano querida la soltó. Vio los garrotes subir
y bajar sobre el cuerpo de su abuelo, vio
saltar un chorro de sangre de su cabeza, lo vio caer al suelo de boca,
vio cómo seguían pegándole hasta que no era más que un bulto ensangrentado
sobre los adoquines de la calle.
«Cuando
trajeron a Tao en una improvisada angarilla y vi lo que habían hecho con él,
algo se rompió en mil pedazos dentro de mí, como un vaso de cristal, y se
derramó para siempre mi capacidad de amar. Me sequé por dentro. Nunca más he
vuelto a ser la misma persona. Siento cariño por ti, Lai–Ming, también por Lucky y sus hijos, lo tuve por Miss Rose, pero
amor sólo puedo sentir por Tao. Sin él nada me importa demasiado; cada día que
vivo es un día menos en la larga espera para reunirme con él de nuevo», me
confesó mi abuela Eliza Sommers. Agregó que tuvo lástima por mí, porque a los
cinco años me tocó presenciar el martirio del ser que más quería, pero supuso
que el tiempo borraría el trauma. Creyó que mi vida junto a Paulina del Valle,
lejos de Chinatown, sería suficiente para hacerme olvidar a Tao–Chien. No
imaginó que la escena del callejón se quedaría para siempre en mis pesadillas,
tampoco que el olor, la voz y
el
tenue roce de las manos de mi abuelo me perseguirían despierta.
Tao–Chien llegó
vivo a los brazos de su mujer, dieciocho horas más tarde recuperó el
conocimiento y a los pocos días pudo hablar. Eliza Sommers había llamado a dos
médicos americanos que en varias ocasiones habían recurrido a los conocimientos
del zhong–yi. Lo examinaron
tristemente: le habían partido la columna vertebral y en el caso improbable de
que viviera, tendría medio cuerpo paralizado. La ciencia nada podía hacer por
él, dijeron. Se limitaron a limpiar sus heridas, acomodar un poco los huesos
rotos, coserle la cabeza y dejarle dosis masivas de narcóticos. Entretanto la
nieta, olvidada de todos, se encogió en un rincón junto a la cama de su abuelo,
llamándolo sin voz, sin entender por qué no le contestaba, por qué no le
permitían acercarse, por qué no podía dormir acunada en sus brazos como
siempre.
Eliza Sommers
administró las drogas al enfermo con la misma paciencia con que intentó hacerlo
tragar sopa con un embudo. No se dejó arrastrar por la desesperación,
tranquila y sin llanto veló junto a su marido durante días, hasta que él pudo
hablarle a través de los labios hinchados y los dientes destrozados. El zhong–yi supo sin lugar a dudas que
en esas condiciones no podía ni deseaba vivir, así se lo manifestó a su mujer,
pidiéndole que no le diera de comer o beber. El amor profundo y la intimidad absoluta que habían compartido por
más de treinta años les permitía adivinarse mutuamente el pensamiento;
no hubo necesidad de muchas palabras. Si Eliza tuvo la tentación de rogar a su
marido que viviera inutilizado en una cama, sólo para no abandonarla en este
mundo, se tragó las palabras, porque lo amaba demasiado para pedirle semejante
sacrificio. Por su parte, Tao–Chien no debió explicar nada, porque sabía que su
mujer haría lo indispensable para ayudarlo a morir con dignidad, tal como lo
haría él por ella, si las cosas se hubieran dado de otro modo. Pensó que
tampoco valía la pena insistir en que llevara su cuerpo a China, porque ya no
le parecía realmente importante y no deseaba agregar una carga más sobre los
hombros de Eliza, pero ella había decidido hacerlo de todos modos. Ninguno de
los dos tenía ánimo para discutir lo que resultaba obvio. Eliza simplemente le dijo que no
era capaz de dejarlo morir de hambre y sed, porque eso podía demorar muchos días, tal vez semanas, y ella no permitiría
que sufriera tan larga agonía. Tao–Chien le indicó cómo hacerlo. Le dijo
que fuera a su consultorio, buscara en cierto gabinete y trajera un frasco azul.
Ella lo había ayudado en la clínica durante
los primeros años de su relación y todavía lo hacía cuando fallaba el asistente, sabía leer los signos en chino de
los recipientes y colocar una inyección.
Lucky entró a
la habitación para recibir la bendición de su padre y salió enseguida, sacudido
por los sollozos. «Ni Lai–Ming
ni
tu deben preocuparse, Eliza, porque no las voy a desamparar, siempre estaré
cerca para protegerlas, nada malo podrá suceder a ninguna de las dos», murmuró
Tao–Chien. Ella levantó a su nieta en brazos y la acercó al abuelo para que
pudieran despedirse. La niña vio ese rostro tumefacto y se recogió asustada,
pero entonces descubrió las pupilas negras que la miraban con el mismo amor
seguro de siempre y lo reconoció. Se aferró a los hombros de su abuelo y mientras lo besaba y lo llamaba desesperada, lo
iba mojando de lágrimas calientes, hasta que la separaron de un tirón, se la
llevaron afuera y aterrizó en el pecho de su tío Lucky. Eliza Sommers volvió a la habitación donde tan feliz
había sido con su marido y cerró suavemente la puerta a su espalda.
–Hice lo
que debía hacer, Lai–Ming. Enseguida
me acosté junto a Tao y lo besé largamente. Su último aliento se quedó
conmigo...
EPÍLOGO
Si no fuera por
mi abuela Eliza, quien vino de lejos a iluminar los rincones sombríos de mi
pasado, y por estas miles de fotografías que se acumulan en mi casa, ¿cómo
podría contar esta historia? Tendría que forjarla con la imaginación, sin otro
que los hilos evasivos de muchas vidas ajenas y algunos recuerdos ilusorios. La
memoria es ficción. Seleccionamos lo más brillante y lo más oscuro, ignorando
lo que nos avergüenza, y así bordamos el
ancho tapiz de nuestra vida. mediante la fotografía y la palabra escrita
intento desesperadamente vencer la condición fugaz de mi existencia, atrapar
los momentos antes de que se desvanezcan, despejar la confusión de mi pasado.
Cada instante desaparece en un soplo y al punto –se convierte en pasado, la realidad es efímera y migratoria, pura añoranza. Con
estas fotografías y estas páginas
mantengo vivos los recuerdos; ellas son mi asidero a una verdad fugitiva, pero
verdad de todos modos, ellas prueban que estos eventos sucedieron y
estos personajes pasaron por mi destino. Gracias a ellas puedo resucitar a mi
madre, muerta cuando yo nací, a mis aguerridas abuelas y mi sabio abuelo chino, a mi pobre
padre y a otros eslabones de
la larga cadena de mi familia, todos de sangre mezclada y ardiente. Escribo
para dilucidar los secretos antiguos de mi infancia, definir mi identidad,
crear mi propia leyenda. Al final lo único que tenemos a plenitud es la
memoria que hemos tejido.
Cada uno escoge
el tono para contar su propia historia; quisiera optar por la claridad durable
de una impresión en platino, pero nada en mi destino posee esa luminosa
cualidad. Vivo entre difusos matices, velados misterios, incertidumbres; el
tono para contar mi vida se ajusta más al de un retrato en sepia...