Sus detalladas descripciones comprenden en su totalidad el libro. Su intención es compartir su experiencia para que el futuro, no nos tome por sorpresa.
CAPÍTULO I
8 Caballos... o 96 Hombres, Mujeres y Niños
¡Mea
culpa, fue por culpa mía, mea máxima culpa! No
puedo acallar mi remordimiento por ser, en parte, responsable de la muerte de
mis padres y de mis dos hijos. El mundo comprende que no tenía por qué
saberlo, pero en el fondo de mi corazón persiste el sentimiento terrible de que
pudiera haberlos salvado, de que acaso me hubiese sido posible.
Corría el
año 1944, casi cinco después de que Hitler invadió Polonia. La Gestapo lo
gobernaba todo, y Alemania se estaba refocilando con el botín del continente, porque
dos tercios de Europa habían quedado bajo las garras del Tercer Reich.
Vivíamos en Cluj[1], ciudad de 100,000 habitantes, que era la capital de
Transilvania. Había pertenecido antes a Rumania, pero el Laudo de Viena, de
1940, la había anexado a Hungría, otra de las naciones satélites del Nuevo
Orden. Los alemanes eran los amos, y aunque apenas era posible abrigar
esperanza ninguna, no sentíamos, si no rezábamos porque el día de la justicia
no se retrasase. Entre tanto, procurábamos apaciguar nuestros temores y seguir
realizando nuestros quehaceres diarios, evitando, en lo posible, todo contacto
con ellos. Sabíamos que estábamos a merced de hombres sin entrañas —y de mujeres
también, como más tarde pudimos comprobar—, pero nadie logró convencernos entonces
del grado auténtico de crueldad a que eran capaces de llegar.
Mi marido, Miklos Lengyel, era director de su
propio hospital, el "Sanatorio del Doctor Lengyel", moderno
establecimiento de dos pisos y setenta camas, que habíamos construido en 1938.
Cursó sus estudios en Berlín, donde consagró mucho tiempo a las clínicas de
caridad. Ahora se había especializado en cirugía general y ginecología. Todo el
mundo lo respetaba por su extraordinario talento y consagración a la ciencia.
No era hombre político, aunque comprendía plenamente que estábamos en el
centro de un verdadero maelstrom y en peligro constante. No tenía tiempo
para dedicarse a otras ocupaciones. Con frecuencia veía a 120 pacientes en un
solo día y se dedicaba a la cirugía hasta bien entrada la noche. Pero Cluj era
una comunidad dinámica y progresiva, y nos sentíamos orgullosos de representar
a uno de sus principales hospitales.
Yo también estaba consagrada a la medicina.
Había estudiado en la Universidad de Cluj y me consideraba con méritos para ser
la primera asistente quirúrgica de mi marido. La verdad era que yo había
contribuido a terminar el nuevo hospital, poniendo en su decoración todo el
cariño que siente la mujer por el color; y así había alegrado las instalaciones
en la manera más avanzada.
Pero, aunque tenía una carrera, me sentía más
orgullosa todavía de mi pequeña familia, integrada por dos hijos, Thomas y
Arved. Nadie, pensaba yo, podía ser más feliz que nosotros. En nuestro hogar
residían mis padres y también mi padrino, el Profesor Elfer Aladar, famoso
internista, dedicado al estudio e investigación del cáncer.
Los primeros años de la guerra habían sido
relativamente tranquilos para nosotros, aunque oíamos con temor los relatos
interminables de los triunfos de la Reichswehr. A medida que asolaban más y más
territorios, iban disminuyendo los médicos y, especialmente, los cirujanos
capaces de servir a la población civil. Mi marido, aunque prudente y bastante
circunspecto, no hacía gran esfuerzo por ocultar ni disimular sus esperanzas de
que la causa de la Humanidad no podría perderse del todo. Naturalmente, sólo
hablaba con libertad a las personas de su confianza, pero había almas
sobornables en todos los círculos y nunca podía saberse quién iba a ser el
próximo "espía". Sin embargo, las autoridades de Cluj lo dejaron en
paz.
Ya en el invierno de 1939, observamos un indicio de lo que estaba
ocurriendo en los territorios ocupados por los nazis, por entonces, brindamos
refugio a numerosos fugitivos polacos, que se habían escapado de sus hogares
después de haberse rendido los ejércitos de su patria. Los escuchábamos, les
dábamos alientos y los ayudábamos. Pero, a pesar de todo, no éramos capaces de
dar crédito total a lo que nos contaban. Estos individuos estaban llenos de
resentimiento y deshechos moralmente: sin duda, debían de exagerar.
Hasta 1943 no nos llegaron relatos
estremecedores de las atrocidades que se estaban cometiendo dentro de los
campos de concentración de Alemania. Pero, al igual de tantos como me escuchan
a mí hoy, no nos cabían en la cabeza tan horripilantes historias. Seguíamos
considerando a Alemania como una nación que había dado una gran cultura al
mundo. Si aquellas historias eran verídicas, indudablemente tenían que haber
sido perpetradas por un puñado de locos; era imposible que se debiesen a una
política nacional y que constituyesen parte de un plan de dominio y supremacía
mundial. ¡Qué equivocados estábamos!
Ni siquiera cuando un comandante alemán de la
Wehrmacht, a quien habían aposentado en nuestra casa, nos hablaba de la ola de
terror que su nación había desencadenado sobre Europa, fuimos capaces de darle
crédito. No era un hombre que carecía de estudios; por eso estaba yo convencida
de que trataba de asustarnos. Intentamos vivir separados de él, hasta que una
noche nos pidió que lo admitiésemos en nuestra compañía. Por lo visto, no
buscaba más que tener alguien con quién hablar, pero cuantas más cosas nos
contaba, mayor era el rencor y la amargura que dejaba en nuestras almas. Por
todas partes, declaraba, las gentes sometidas lo miraban con ojos llenos de
odio. ¡Y sin embargo, de su familia no recibía más que constantes quejas,
porque no les enviaba suficiente botín! Otros soldados, tanto rasos como
oficiales y clase de tropa, mandaban a su casa numerosas joyas, ropa, objetos
de arte, y alimentos.
Nos habló del sistema alemán, que estos
aplicaban en cada país que ocupaban, con bastante éxito. Empezaban a aplicarlo
con los hebreos, haciendo creer a los cristianos que la Gestapo perseguía
únicamente a los judíos. También hacían creer a la gente que aquel que
cooperara con los alemanes podía quedarse con las pertenencias de los judíos.
Un método efectivo de transformar ciudadanos en colaboradores. Pero una vez
que los hebreos eran deportados a los campos de concentración, los alemanes,
se apoderaban de todos los bienes que encontraban en sus casas, y en camiones
enviaban todo a Alemania, olvidándose sencillamente de lo que habían prometido
a sus colaboradores. Seguía diciendo que
después de la ocupación de los primeros países europeos, los alemanes temían
que al saber lo que les había ocurrido a sus vecinos, los habitantes del país
recientemente ocupado se resistirían a caer en su señuelo, pero la realidad
comprobó que la gente no siempre daba crédito a los "cuentos
fantásticos" que le contaban, y creían con optimismo que lo que pasó en
otro país no les podía suceder a ellos.
Decía que
la persecución de los hebreos se hizo abiertamente, pero a los cristianos se
les persiguió usando cierta discreción. Esto último se realizaba por secciones
especiales del gobierno alemán, una de ellas llamada: "Departamento de
Iglesias Cristianas". Los representantes de estas secciones operaban
conjuntamente con el ejército de ocupación como operaban también los representantes
de la "Solución Final", en la eliminación de hebreos y elementos
políticos indeseables.
El poder
del Vaticano, —continuaba—, y la influencia del Papa molestaba a Hitler
grandemente, así que después de los judíos, el blanco de los alemanes eran los
católicos. Wotan, el horrible dios tuerto pagano de los alemanes, era muy
celoso y no toleraba la competencia de un Dios cristiano. ¡Las monjas, los
sacerdotes y los líderes cristianos tenían que desaparecer! Eran acusados de
sabotaje, actividades antigermanas, etcétera y la Gestapo les llamaba a
declarar. Una vez en manos de la Gestapo, nunca se les daba la oportunidad de
probar su inocencia.
No
solamente las monjas eran llevadas al cautiverio —el Mayor nos contaba— sino
que también sus protegidos, los niños que cuidaban en orfanatorios y escuelas,
eran tomados subrepticiamente durante la noche por los alemanes, para evitar
ser vistos. Los prisioneros eran enviados a los innumerables campos de
concentración diseminados en Europa ocupada, o simplemente enviados
directamente a la muerte.
Nos decía
que los alemanes nunca usaban las palabras asesinato, o muerte por gas.
Simplemente se concretaban a escribir al lado de los nombres de sus prisioneros
las aparentemente inofensivas definiciones de: "Tratamiento Especial,
Liquidación, Recuperación, Experimentación, Solución Final, etcétera."
Cada una de estas inofensivas definiciones significaba una muerte horrible.
Con este
sistema, miles de cristianos civiles desaparecían semanalmente de los países
ocupados en Europa. Nadie sabía su destino. Los periódicos tenían prohibido
publicar listas de los prisioneros o desaparecidos. No se hacía ninguna publicación
respecto de las actividades de la Gestapo.
Quizás
para justificar la matanza de millones y millones de inocentes en países
ocupados en Europa, el mayor alemán nos contaba por qué y cómo Hitler mataba
alemanes arios. De acuerdo con la ideología Nazi,[2]
los alemanes eran Arios, descendientes de una raza Caucásica superior
sin mezcla alguna, especialmente con la raza arábiga o judía. En resumen, una
raza "pura", sin lazos semíticos.
El
Nazismo,[3] a
su vez, excluía el cristianismo. Una nación "superior racialmente"
con aspiraciones como la alemana, no podía aceptar un Dios que es bondadoso,
generoso y tolerante. Los germanos necesitaban un dios pagano que aceptara los
crímenes, las torturas e inhumanidades, un dios que hiciera de sus acciones
bárbaras, su doctrina. De acuerdo con estas doctrinas, fundadas en las
tradiciones de los antiguos dioses paganos, los alemanes de Hitler celebraran
sus ritos bajo el cielo abierto. Sus ceremonias matrimoniales tenían lugar
frente a la gran efigie de piedra de Wotan, que en los antiguos días de los
teutones, fue el altar donde le ofrecían los sacrificios.
Con objeto
de conservar una nación fuerte, Hitler usó un antiguo sistema griego. Los
antiguos griegos lanzaban al precipicio desde la cima de la montaña Taigetos a
todos aquellos niños que nacían inválidos o de apariencia física débil. El
Führer aplicó una versión moderna de este método entre los adultos de los alemanes
arios. El mayor decía que todos aquellos incapacitados para el trabajo, o
inválidos, o que padecieran serias enfermedades como tuberculosis, cáncer, o
los enfermos, mentales, eran declarados incurables y enviados al
"Tratamiento de Recuperación" a diferentes hospitales. La oficina
central de los médicos encargados de estos tratamientos estaba en un hospital
situado en Brandenburg, cerca de Berlín. Ya en el hospital, eran sometidos a
la eutanasia, muerte producida inyectándoles veneno. El sistema de la
eutanasia también era denominado TA, abreviatura tomada de la dirección
de la Cancillería de Hitler: 4 Tiergarten Strasse. También usaban gas letal
para matar a los pacientes. El gobierno alemán dio el nombre supuesto e
impresionable de: "Fundación de Caridad para Tratamientos
Institucionales" al cuerpo de médicos encargados de estas actividades.
Por orden especial de Hitler, la práctica de la eutanasia fue declarada legal
en Alemania y en los territorios ocupados por los alemanes.
Hacia finales de la década de los años del
30, alrededor de 100,000 alemanes arios fueron exterminados con veneno inyectado.
Certificados de locura fueron falsificados, y eran expedidos al mayoreo para
aquellos que estuvieran casados o mantuvieran relaciones con no germanos. Se
indicó una feroz persecución contra los "Mischlings", que eran mitad
judíos. Miles y miles de ellos fueron castrados, o enviados a campos de
concentración o asesinados.
La Iglesia protestó ante la práctica de la
eutanasia. El Arzobispo Von Gallen, el Cardenal Faulhaber y otros miembros
importantes del clero, condenaron abiertamente esta práctica inhumana desde sus
pulpitos. El temor se adueñó de la población al saber que los asesinados eran
arios puros y alemanes. No por temor a la Iglesia, sino por pura conveniencia,
el gobierno alemán suspendió temporalmente los asesinatos con veneno
inyectado, y reanudó más tarde secretamente estas prácticas.
Escuchando las interminables historias
terroríficas que el mayor nos relataba, me pregunté qué sería exactamente lo
que este hombre quería de nosotros. No sabía si quería asustarme o volverme
loca. Le miré con horror e incredulidad, cosa que le irritó visiblemente.
Probablemente ésta fue la razón por la cual cambió el tema de su conversación y
empezó a hablarme de mi familia y mis amigos. Esbozando una sonrisa diabólica,
mencionó una lista que vio en el cuartel general de la Gestapo en la que
aparecía el nombre del doctor Lengyel. Mencionó que al lado del nombre de mi
esposo había una nota especial, escrita por el Jefe de la Gestapo, que decía
que mi esposo debía ser prontamente "eliminado", así como aquellos
señalados por la "Quinta Columna". El mayor también mencionó que el
doctor Osvath, médico que prestaba sus servicios en nuestro hospital también
"prestaba sus servicios" a los alemanes.
La "Quinta Columna" formaba un
papel importante en la maquinaria alemana. Sus miembros obtenían información
acerca de gentes importantes, sus opiniones y actividades con respecto a los
alemanes, previamente a la ocupación de algún país. En dichas investigaciones
se provocaba a las personas a discutir, anotando sus declaraciones y los
nombres de los investigados.
Entonces recordé que el doctor Osvath
frecuentemente tomó parte en las discusiones que diariamente tenían lugar en
la sala de preparación previa a las intervenciones quirúrgicas. En esa sala el
doctor Lengyel y sus ayudantes se aseaban y desinfectaban, un procedimiento
que les tomaba bastante tiempo. Médicos de la localidad aprovechaban esto para
iniciar discusiones de carácter íntimo con ellos. Hablaban de sus problemas
médicos, pedían consejo al doctor Lengyel para el tratamiento de sus pacientes,
y también hablaban de política. En dichas ocasiones, el doctor Lengyel con
frecuencia sugirió que se boicotearan los productos alemanes, y que los
médicos no compraran medicamentos, equipo médico o instrumental de los alemanes.
Él también expresó que esperaba que nosotros los húngaros nos uniríamos para
luchar contra los nazis, como lo habían hecho siempre en el pasado cuando
Alemania trató de esclavizarlos.
Oyendo hablar al mayor, me pregunté cómo y
por qué mi esposo había sido incluido en la lista de "Quinta
Columnistas". ¿Acaso había sido acusado por alguien como enemigo del Tercer
Reich? ¿Sería Osvath? ¿Era un colaborador? ¿Sería posible que Osvath fuera un
miembro de la "Quinta Columna"? No podía creerlo. Osvath tenía
relaciones amistosas con nosotros y nos hería profundamente la forma en que el
mayor se expresaba de él, sin explicarme qué razones tenía para mentir así
acerca del colega de mi esposo. ¡Qué atrevimiento difamar en esa forma a un
colega de mi esposo! Cuando él siempre le demostró lealtad y respeto al doctor
Lengyel. El doctor Osvath era un buen médico, a quien mi esposo ayudó
grandemente en su profesión. Tenía cuatro niños, su esposa esperaba al quinto,
era definitivamente un respetable hombre de familia. Y estaba muy lejos de
parecerse a la imagen de bajeza que el mayor nos había trazado de él.
Parecía que el mayor alemán nunca terminaría
de hablar, y lo que es peor, yo tenía que seguirle escuchando. Lo que más me
impresionó fue el odio que sentía contra él mismo al relatar las marchas de sus
tropas por caminos literalmente flanqueados por cuerpos de los ahorcados.
Llegué a pensar que este hombre estaba ebrio o loco, aun cuando sabía que no
era así. Habló de camiones construidos expresamente para matar prisioneros con
gas; de los enormes campos dedicados exclusivamente a la exterminación de
millones de civiles. No podía dar crédito a lo que oía. ¿Quién iba a creer
semejantes historias?
Cuando finalmente el mayor alemán se puso de
pie, nos sentimos aligerados de la tensión que nos embargaba, pero no dio por
terminada su visita, y nos pidió algo para beber. Mi esposo sacó de la cantina
una botella de "Tokay Aszu", un vaso y los colocó sobre la mesa. El
mayor miró interrogativamente el único vaso y luego a mi esposo. El doctor
Lengyel le retuvo la mirada con firmeza. Entonces comprendió el alemán que nos
rehusábamos acompañarle a beber.
El mayor abrió la botella y llenó su vaso con
el vino rojo, tomándoselo de un golpe. Después, volvió a llenar el vaso, dejándolo
en la mesa. Se dirigió lentamente hacia un rincón del cuarto donde estaba
colocada una preciosa antigüedad sobre una pesada columna de mármol, era una
estatua de Jesús. Pasó frente a ella varias veces, mirándola cuidadosamente.
Era ésta, una escultura de origen latino, que fue legada a mi familia por un
amigo, coleccionista de antigüedades, quien murió en París durante la
Revolución Francesa de 1848. El rostro de Jesús en la estatua era de una
magnificencia artística tal, que lo representaba divino y humano a la vez.
Demostraba el sufrimiento, la comprensión y la bondad juntas, una expresión que
posiblemente tendría la cara de Jesús durante la procesión del Gólgota en
Jerusalén.
Después que el mayor terminó el escrutinio de
la estatua, se dirigió a la mesa, a tomarse su vaso de vino, pensábamos. Pero
en lugar de esto, levantó su vaso y chocando sus tacones, brindó: ¡Heil
Hitler! con un tono de voz que podría ser lo mismo verdadero que
sarcástico, y con toda su fuerza lanzó el vaso a la estatua de Cristo. Por
alguna razón extraña, el impacto no dio perfectamente en el blanco, y su golpe
fue detenido por la corona de espinas que ceñía la cabeza del Redentor. El
vino, rojo como sangre, escurría desde la cabeza de Jesús, manchándole el
torso, hasta caer finalmente al pie de la estatua, donde ésta tenía una
inscripción en Español: "Jesucristo, salva nuestras pobres almas",
y llenando de grandes manchas la alfombra.
Después de su acción sacrílega, el mayor tomó
la botella de vino que estaba en la mesa y sin decir una sola palabra, salió de
la habitación. Al salir el mayor, comentamos lo increíble de las historias que
nos había contado. ¡Qué lúgubre imaginación debía tener este hombre para
inventar tales horrores! Nadie podía creer en la veracidad de los relatos de un
hombre así. ¡Era un pobre fantasma que había vendido su alma al diablo y estaba
en guerra con su conciencia!
* * *
Esa noche, después que se fue el mayor, el
doctor Lengyel y yo nos dirigimos al hospital por una puerta que conectaba
nuestra casa con éste. Mi esposo para realizar una operación fijada para esa
hora, y yo para dar las buenas noches a mis seres queridos. Mi padre y mi
padrino estaban muy enfermos en nuestro hospital. A ambos se les habían
practicado sendas operaciones recientemente. A mi padre le habían extraído un
riñón, y le habían efectuado también ciertas operaciones en las vías urinarias.
Se encontraba en vísperas de ser operado nuevamente, sin embargo, confiábamos
en que su recuperación era cosa segura. Mi padrino, quien dedicó gran parte de
su vida a investigaciones de enfermedades del estómago y del cáncer, por ironías
de la vida, sufría él mismo de cáncer. Todos sabíamos que sus días estaban
contados. Estaría entre nosotros quizás unas semanas, quizás uno o dos meses
más. Todos deseábamos fervientemente que en sus últimos días se viera librado
de sufrimiento físicos o morales. Para nosotros era un desconsuelo saber que
mi padrino conocía la naturaleza de su mal, y el fin que le esperaba. Pero
siempre demostró un valor a toda prueba, y nunca se quejaba de sus dolores y
siempre estaba sonriente delante de nosotros. Muchas veces hice yo misma acopio
de valor para no romper en amargo llanto en su presencia.
Mi padre estaba dormido cuando llegué a su
lecho. Sentada en una silla, mi madre leía un libro. Como no quería despertarlo,
pasé de largo dirigiéndome a donde se encontraba mi padrino. La Hermana
Esther, de la Orden de las Trabajadoras Sociales de Dios, que a diario lo
visitaba, se encontraba junto a él, rezando. Los ojos de mi padrino estaban
cerrados, y con desolación noté que su cara, enmarcada por su hermoso cabello
blanco, se había adelgazado más en los últimos días, y se veía también, más
pálida. Su frente se veía más dominante, su nariz más afilada y sus delgados
labios más pálidos. Su expresión hablaba de sufrimientos, de resignación y de
un dulce sentimiento de reconciliación. Era como si la expresión le viniera de
muy, muy lejos.
Cuando abrió sus ojos, el profesor Elfer,
sonriendo, me invitó a sentarme cerca de él y de la Hermana Esther. Ambos
esperábamos con ansiedad las noticias que nos traía la Hermana Esther. En esos
días, los periódicos no hablaban de otra cosa que no fuera las victorias del
"glorioso ejército alemán", y publicaban las órdenes dictadas por
las autoridades alemanas a los civiles acerca de lo que se nos permitía o
prohibía hacer. Los radios que transmitían estaciones extranjeras eran
confiscados. A los que se les encontraba un radio de este tipo, eran arrestados
o deportados. Así que nuestra información se limitaba a las noticias que nos
traían los visitantes. Estas noticias generalmente empezaban: —Me dijo X, y a
él se lo dijo Y. . . —Aceptábamos esa información con reserva, pues el
confirmarla era imposible.
Sin embargo, las noticias que nos daba la
Hermana Esther eran fidedignas. La orden a la que ella pertenecía, sostenía un
hotel familiar adonde mujeres jóvenes solas podían ir a vivir. Actualmente se
encontraba ocupado por el ejército alemán y las Hermanas se vieron forzadas a
servir a los alemanes. Gracias a encontrarse entre oficiales alemanes, y a
encontrarse en el corazón de la ciudad, la hermana Esther podía oír y ver
mucho más que cualquier otra persona. Cada día, cuando llegaba a su visita
diaria, la acosábamos a preguntas, y como de costumbre, las noticias no eran
nada halagadoras. Nos informó que ese día había visto en las calles por primera
vez a los hebreos, viejos, jóvenes y niños, llevando la obligada estrella de
David en color amarillo en el lado izquierdo de sus vestiduras. No se les permitía
hacer uso de los autobuses o los taxis, y podían salir a la calle a determinada
hora por un corto periodo de tiempo, a comprar comida racionada en una tienda
designada para tal propósito. También a los cristianos les impusieron los
alemanes ciertas restricciones. No se les permitía salir de sus casas de 8.00
p.m. a las 7.00 a.m. Aquellos que desobedecían estas órdenes eran fusilados
sin previa averiguación.
Las noticias fidedignas que nos traían
nuestros amigos eran más y más alarmantes cada día. Los soldados alemanes
violaban a las colegialas cuando se dirigían a sus casas, a mujeres jóvenes
saliendo de la Iglesia o de las tiendas, o de los lugares donde trabajaban. En
la presencia de sus padres o esposos, jóvenes aldeanas que vendían verduras en
los mercados, eran secuestradas por los soldados alemanes con el mismo fin.
Una joven pareja que surtía al hospital de
flores frescas varias veces por semana, y que se dedicaba a la horticultura en
las afueras de Cluj, fue encontrada muerta en el camino. La mujer esperaba un
niño y estaba en el séptimo mes de embarazo.
Al dirigirse en su carreta a la ciudad,
fueron detenidos en el camino por los soldados alemanes. Cuando el esposo trató
de defender a su mujer de ser violada, lo mataron. Después de haberla
mancillado, los soldados la asesinaron a ella también.
Otro visitante asiduo de mi padrino era el
doctor Hajnal Imre, antiguo alumno suyo en la Universidad de Cluj. El doctor
Hajnal estaba a cargo del "Hospital Rokus" en Budapest, fue nombrado
Profesor Universitario y Director de la Clínica Universitaria para enfemedades
internas en Cluj. Ésta era la misma Universidad en la que mi padrino impartía
sus clases, y de la cual también fue Rector.
Este profesor nos informó que los alemanes no
solamente importunaban a las mujeres en las calles, sino que tampoco respetaban
la intimidad de sus hogares. En grupos irrumpían en los hogares y violaban a
las mujeres de familias respetables. Los hombres que se atrevían a defenderlas
eran muertos inmediatamente. Diariamente eran traídas a su clínica en ambulancias,
mujeres y niñas en estado deplorable. Entre las innumerables historias que nos
relataba el doctor Hajnal, repetiré aquella del director de la estación en Dej,
una ciudad que se encuentra a dos horas aproximadamente de Cluj.
El día anterior, expresó el doctor, veintiún
soldados alemanes golpearon fuertemente a la puerta de la casa del jefe de la
estación. Al rehusar abrir, derribaron la puerta y lo golpearon hasta dejarlo
inconsciente. Después, los veintiún hombres violaron a su esposa y a sus
cuatro hijas. No tuvieron ni siquiera compasión de la pequeña de nueve meses de
edad que pereció instantáneamente. Las niñas de 5 y 8 años murieron en la
ambulancia. La madre y la hija mayor llegaron con vida a la clínica, en estado
de gravedad.
* * *
El profesor Elfer por su enfermedad, necesitó
estar en la cama alrededor de un año, y miembros del clero le visitaban con
frecuencia. Llevaban relaciones amistosas con él, y mi padrino solía bromear al
respecto, expresando que intercambiaban servicios profesionales, pues mientras
él les cuidaba la salud del cuerpo, ellos le cuidaban la salud del alma, y que
salía ganando en el trato.
Uno de los distinguidos representantes de la
Iglesia que solía visitar a mi padrino era el Obispo de Transilvania, Excelentísimo
señor Aron Marton. Un hombre de extraordinaria capacidad
mental y de un valor inquebrantable. En uno de sus sermones, el Obispo hizo un
llamamiento al pueblo desde su púlpito, diciéndoles que todos los húngaros, de
cualquier religión o clase eran hermanos, y que deberían unirse y ayudarse
unos a otros. Y si era necesario, pelear juntos valientemente contra el
"enemigo". Cuando terminó el sermón que duró más de una hora y
descendió del púlpito, temíamos que el Obispo fuera arrestado por los alemanes.
Años más tarde, me informaron que el Excelentísimo señor desapareció, nadie
sabía adonde lo llevaron. El Obispo fue víctima de su gran valor, y permanecerá
siempre como un ejemplo de entereza. Era en realidad un baluarte de la Iglesia.
El Obispo
y mi padrino frecuentemente discutían la situación de Hungría y Alemania. Sabían
que Alemania, (donde ahora reinaba Wotan incontrolablemente), desde antes que
Hitler asumiera el poder, ya estaba preparada para adoptar el comunismo. Era
tristemente irónico el hecho de que judíos y cristianos pudientes hacían
fuertes donativos al partido de Hitler en la esperanza de que, una vez
realizados sus anhelos, Alemania no caería en el comunismo. Estos donantes
ingenuamente creían que toda esa palabrería de Hitler y sus seguidores acerca
de descartar al Dios cristiano, y la persecución de los judíos, eran golpes de
sensacionalismo. Tales ideas paganas no llegarían a realizarse, pues había
alrededor de ochenta millones de alemanes que a la hora que quisieran, podían
derrocar al grupo de chiflados que los gobernaban. ¡Qué poco sabían estas personas
que las masas siempre dan la bienvenida al lobo disfrazado en la piel de
borrego! ¡Qué poco conocían del significado "Circo y pan para la
gente"!
Hitler
desempeñaba su tarea a la perfección, la diversión la proporcionaban en mítines
populares, celebración de conquistas del ejército, la quema de libros y de
objetos sagrados y misteriosas procesiones con antorchas. Hitler ofrecía mucho
más que un simple trozo de pan al pueblo alemán, todo el comercio, la
agricultura y la industria de la sojuzgada Europa estaba al servicio de
Alemania. En correspondencia a esto, el pueblo intoxicado con las victorias
alemanas, aceptaba las teorías maquiavélicas de Hitler.
Además del
viejo concepto alemán "Deutschland Ueber Alies" — "Alemania
sobre todo"—, los Teutones[4]
aceptaron una nueva idea, que ellos eran "superhombres", con derechos
sin límite. La teoría que solamente una nación, la nación alemana debe y tiene
el derecho a subsistir con prosperidad en el mundo, "¡Un Pueblo!, ¡un
Imperio!, ¡un Jefe!", tuvo gran éxito.
El Obispo
Aron Marton lamentaba profundamente que los alemanes creyeran tales vilezas, y
que hubieran perdido el camino hacia Dios, hacia la justicia y hacia la
dignidad humana.
Cuando
ocurrió la visita del Obispo Aron Marton, todos los judíos en Hungría se
encontraban materialmente en la calle. Fueron despedidos de sus empleos, las
oficinas de los médicos y abogados clausuradas, sus propiedades, casas y
negocios, fábricas, confiscados por el gobierno húngaro pronazi.
El
gobierno Húngaro copió el sistema alemán, referente a los judíos húngaros y
olvidó que el plan alemán para eliminar a la población de todo el mundo,
incluía también al pueblo húngaro. El mayor alemán nos explicaba que de acuerdo
con ese plan, "Alemania se encargaría" de Europa, los Estados Unidos,
los países Latinoamericanos, Asia, África, etcétera. Exterminarían a aquellos
físicamente incapacitados. Esterilizarían al resto de las poblaciones de ambos
sexos, usándolos como esclavos para levantar un mundo para los alemanes.
Mientras tanto, intensificarían la procreación de niños alemanes legales e
ilegales. Ya funcionaban campos donde hombres alemanes en perfecto estado de
salud permanecían por unos días en compañía de mujeres sanas, con el exclusivo
objeto de embarazarlas para propagar el nacimiento de
"superhombres". Al terminar la guerra, cuando los hombres volvieran a
sus hogares, seguirían multiplicando la especie en gran escala.
El Obispo
Aron Marton con profunda tristeza nos dijo que había oído que el gobierno
húngaro pronazi empezaría muy pronto una redada de judíos, para entregarlos en
los campos de concentración alemanes. Qué difícil era creer que los propios
húngaros entregarían a sus hermanos, de religión judía, aquellos con quienes
habían combatido al enemigo. En guerras anteriores que Hungría peleaba por su
libertad, judíos y cristianos valientemente murieron por igual.
Pero el
temor del Excelentísimo señor se basaba en hechos trágicos que tuvieron lugar
en Hungría antes de que ésta fuera ocupada por los alemanes. La decisión tomada
por Hitler en Viena fue de devolver pequeñas porciones de terreno a los
húngaros. Estas porciones de terreno les fueron quitadas por los aliados y
dadas a los rumanos gracias al "Tratado de Paz de Trianón", después
de la Primera Guerra Mundial. Al recibir Hungría estos obsequios de manos de
Hitler, el gobierno Húngaro empezó su ola de crímenes. Nuestro Primer
Ministro, Bárdossy entregó al ejército alemán en Polonia más de 20,000 judíos
que fueron asesinados. En el mismo año de 1941, el general Bayor-Bayer, el
general Feketehalmy-Zeisler y el capitán Zoeldy ametrallaron a miles de hebreos
en los territorios que le fueron quitados a Yugoslavia y fueron devueltos a
Hungría. Estos judíos que fueron enviados a una muerte segura, eran compatriotas
de sus asesinos.
Hablando
sobre estos hechos sangrientos por parte de los húngaros, recuerdo la extraña
experiencia que tuvimos con un pariente nuestro el doctor S. M., quien era
coronel de la policía húngara en Szeged.
Poco
después de que la Transilvania del Norte fue devuelta a Hungría, el doctor S.
M. vino a visitarnos. Para celebrar su llegada, organicé una pequeña reunión
familiar, invitando a su hermana Tinike, y a nuestros parientes y amigos. Yo
sabía que en Szeged, donde vivía el doctor S. M. era muy popular un platillo
llamado Szegedi halpaprikas, que consiste en pescado con verduras
sazonadas en una rica salsa a base de pimentón. La fama de este platillo cruzó
las fronteras de Hungría, y los habitantes de Szeged se sentían orgullosos de
ello. Pensé que al doctor S. M. le agradaría comer este platillo nombrado en
honor de su ciudad. A la hora de la cena, cuando le ofrecieron al coronel el
platón, algo muy extraño ocurrió. Al darse cuenta que contenía pescado, con una
expresión desesperada, palideció grandemente, respirando con dificultad. Mi
esposo, Tinike y yo nos levantamos de nuestros asientos y lo sacamos del
cuarto, pensando que tenía un ataque.
No
comprendíamos qué relación podía existir entre la expresión de horror y el
pescado, pero deducimos que algo terrible debía haberle ocurrido. El doctor S.
M. no era un hombre que se horrorizara fácilmente. Había sido un héroe durante
la Primera Guerra Mundial, y Hungría confirió las más altas condecoraciones.
Durante la Primera Guerra Mundial, los rumanos forzaron la retirada del
ejército húngaro en las cercanías de Brasso. En momentos tan críticos, el
doctor S. M., capitán de húsares, tuvo una brillante idea. En lugar de tratar
de salvar su propio pellejo, montó en su corcel, y ordenó a un pequeño grupo de
hombres de su compañía, que lo siguieran. A galope veloz marchó en dirección
contraria a las tropas húngaras. Con una maniobra audaz, hizo creer al ejército
rumano que su grupo era el ejército húngaro. Con un valor sobrehumano, se batió
ferozmente con el enemigo durante horas. Su heroico acto salvó al ejército
húngaro y cubrió la retirada.
El doctor
S. M. no solamente era pariente de nosotros, sino también amigo de la familia.
Cuando estuvimos a solas con él, no quería hablar del incidente. Finalmente lo
convencimos que explicara su actitud tan extraña. Haciendo la narración, un
sudor frío perló su frente.
Un día
frío de invierno, el doctor S. M. junto con sus policías recibieron la orden
de ir a una ciudad, cerca del Río Danubio, que hacía poco fue devuelta a
Hungría. Allí recibieron nuevas órdenes; tenían que apoderarse de todos los
hebreos existentes y llevarlos a la ribera del río. Estuvieron a caza de judíos
noche y día. Los sacaban de sus hogares, de los hospitales, de las sinagogas,
de sus oficinas y comercios; secuestraron a los niños de las escuelas, colegios
y guarderías, y los llevaron a la ribera del río. Allí obligaron a los hombres
a romper el hielo a lo largo de la orilla del río y después ordenaron a todos a
desnudarse, poniendo en grandes montones sus sacos, vestidos, zapatos y
juguetes. Millares y millares de seres humanos, viejos y jóvenes, hombres,
mujeres y niños, infantes en brazos de sus madres fueron alineados
completamente desnudos y expuestos al frío invernal a lo largo de las orillas
del río. Una orden con voz de trueno se oyó, y todos estos desventurados fueron
ametrallados y sus cuerpos se desplomaron al río.
Durante un
largo periodo de tiempo, cuando las amas de casa compraban pescado en el
mercado y lo abrían en sus casas para limpiarlo, encontraban en los estómagos
de los peces partículas de cuerpos humanos, y algunas veces, miembros pequeños
de niños.
Desde esa
ocasión, el coronel era un hombre enfermo, y decidió presentar su renuncia. El
coronel S. M. era un hombre familiarizado con la muerte en los campos de
batalla, pero nunca podría olvidar los gritos de los hombres y mujeres, y el
llanto desolador de los niños que fueron inmolados ese día a orillas del río.
* * *
En 1941,
el Ministro de Guerra de Hungría, Bartha, y el jefe del Cuerpo Militar, Werth,
en cooperación con otros miembros del gobierno pronazi, establecieron las
"Compañías de Trabajo". En estas compañías fueron incluidos
cristianos de origen rumano, quienes habían permanecido en Transilvania después
de la decisión de Hitler en Viena, además de 150,000 judíos. A raíz del "Tratado de Paz de Trianón", en Francia, los húngaros
y los rumanos eran enemigos.
Una noche, un joven abogado rumano fue traído
a nuestro hospital en un estado deplorable. Se había escapado de una
"Compañía de Trabajo". Por un milagro su madre había trabado
contacto con un sargento de su unidad, y sobornándolo, consiguió que su hijo
pudiera escapar. Aun cuando se encontraba muy enfermo, tenía que cruzar la
frontera hacia Rumania en la noche siguiente, para evitar ser capturado. Este
joven anteriormente fuerte y bien parecido, era hoy un manojo de huesos,
escupiendo grandes cantidades de sangre cada vez que tosía.
Habíamos escuchado muchas historias
terroríficas acerca de estas "Compañías de Trabajo", pero por primera
vez palpábamos la horrible realidad. Nos habló del supuesto
"uniforme" que llevaban, su única posesión la cual consistía en una
cobija ceñida a sus cuerpos con un cordel. En lugar de botas militares,
llevaban un trozo de madera atada a los pies. Bajo el fuego enemigo en el crudo
frío de 40 grados bajo cero, y con esta vestimenta, les obligaban a buscar
minas explosivas sin ninguna protección.
Eran golpeados y torturados por sus
superiores. Y morían como moscas a causa del hambre, o por congelación de sus
miembros o simplemente por enfermedades que nunca les eran atendidas. Cuando
una epidemia de tifo les atacó, era usado un "tratamiento médico"
drástico. Encerraron a los enfermos en grandes barracas de madera, y rociaron
con gasolina el suelo, las cobijas y demás objetos, aplicándoles fuego. Muy
pronto los gritos desesperados de las gentes que se quemaban se dejaron oír.
Ametralladoras apostadas esperaban a aquellos que trataron de escapar a tan
horrible muerte a través de puertas y ventanas.
El joven abogado seguía contando historias
horribles, hasta que su médico le prohibió hablar. Le aguardaba un largo y
peligroso viaje, y tenía que descansar. Cuando iba yo saliendo del cuarto,
llegó su madre con un sacerdote. Ella quería que su hijo se confesara, y que le
fueran aplicados los santos óleos, pues temía que muriera durante la jornada
que le aguardaba, debido a su crítico estado, o podría encontrar la muerte a
manos de algún centinela de la frontera.
Estaba perfectamente justificado el temor del
Obispo Aron Marton acerca de la colaboración del gobierno pronazi húngaro hacia
los alemanes. A partir del 19 de marzo de 1944, cuando llegó el ejército alemán
y la Gestapo a Hungría, la situación de todos los que no estaban de acuerdo con
la ocupación alemana y eran antinazis, como también la de los hebreos, se
había hecho peor cada día. En el pasado, Hungría ya había sufrido las
consecuencias de una ocupación por los alemanes. Pero el gobierno pronazi
parece que ya había olvidado esto, incluyendo el famoso poema que fue escrito
exclusivamente para recordarle al pueblo húngaro este periodo trágico. La
esencia de este poema repite varias veces al estribillo con la siguiente
advertencia: "Húngaros, no creáis en los alemanes, y haced caso omiso de
las dulces promesas que os hacen para convenceros". Pero el general Dome Stojay, nuevo Primer
Ministro, había prometido a los alemanes su completa colaboración, y el general
era un hombre que cumplía su palabra.
El hombre nombrado por los alemanes como
director de la exterminación de los judíos, era el S.S. Obersturmbannfuehrer
Adolfo Eichmann. Después de dirigir la exterminación de judíos en países
europeos ocupados, llegó a Budapest el 21 de marzo, para "hacerse
cargo" de los judíos húngaros. Dirigía sus operaciones desde su oficina
llamada Juden Commando, (Comando Judío), establecida en el "Hotel
Majestic" en Budapest, y algunos de sus ayudantes eran el Barón Dieter Von
Wisliceny, miembro de una antigua familia prusiana, y convertido ahora en un
Hauptsturmfuehrer, el teniente coronel Hermann Krumey, el coronel Kurt Becher,
el Oberstrumbannfuehrer Brunner, el capitán Hunsche, Novak, el doctor Seidle,
Dannegger y Wrotk, etcétera.
Eichmann, quien ya había sido asignado a un
campo de la S.S. en Dachau en 1934, tenía una larga experiencia en la matanza
de judíos, desde 1938. Pero llegó a la cima de su carrera como el mayor asesino
de todos los tiempos en la "Conferencia de Wannsee", en el 20 de
enero de 1942. En esta conferencia, efectuada en el No. 56-58 de Grossen
Wannsee Strasse en Berlín, Eichmann fue nombrado director ejecutivo del
infamante plan de los alemanes llamado: "La Solución Final para los
Judíos". Con gran entusiasmo aceptó el nombramiento y la tarea de exterminar
más de once millones de judíos que habitaban en los territorios ocupados por
los alemanes. Precisamente en esta conferencia, Eichmann sugirió muchas ideas
útiles que fueron acogidas con beneplácito por parte de los "Grandes de
Alemania" ahí reunidos.
Hungría era aliada alemana y fue por lo tanto
el último país europeo ocupado por los alemanes. Eichmann tenía una ardua tarea
que hacer en Hungría. Tenía la vida de cerca de 800,000
judíos en sus manos, para exterminarlos. En este tiempo la maquinaria de guerra
alemana tropezaba con dificultades, y la posición de Hitler era cada día más
crítica. Las cosas en Bulgaria y Rumania no iban muy bien para el Tercer
Reich. ¡Eichmann se encontraba hondamente preocupado! ¿Qué ocurriría si el
pueblo de Hungría, última posesión de la insaciable ambición de Hitler, se
despertara y protestara contra la deportación de judíos...? Pero su
preocupación no tenía fundamento. Desgraciadamente, el gobierno húngaro pronazi
se sobrepasó en su colaboración, tomando una actitud que sorprendió al mismo
Eichmann, prestando más que ayuda a los alemanes.
El 20 de
abril de 1944, a las 4 de la tarde, miembros del gobierno húngaro pronazi
solicitaron entrevistar oficialmente a Eichmann en el Hotel Majestic. Le
entregaron personalmente una petición firmada, en la cual, los húngaros
solicitaban al gobierno alemán —su aliado—, y a su digno representante, el
Obersturmbannfuehrer Adolfo Eichmann, la deportación de los judíos húngaros,
prometiendo prestarles toda clase de ayuda para llevar a cabo esta solicitud,
en la forma de reunir a los judíos en ghettos, y llevarlos a la estación,
encerrarlos en vagones de ferrocarril, para transportarlos a campos de
concentración acompañados por los policías húngaros orgullosos de sus famosas
plumas de gallo que llevaban en sus cascos.
Eichmann
tuvo que prometerles a los miembros del gobierno húngaro que ningún judío
regresaría a Hungría con vida. Eichmann sonrió maliciosamente, ya que en
ninguna parte de Europa tuvo una tarea tan fácil. En otros países había tenido
que pelear materialmente con los gobiernos que rehusaban entregarle a los
judíos. Tenía que hacer uso de toda su fuerza y triquiñuelas para que la vida
de los judíos pudiera ser puesta en sus manos. Eichmann solemnemente juró bajo
palabra de honor que ningún judío volvería con vida a Hungría. Éste era el
primer país en que el gobierno venía por propia voluntad a entregarle a sus
hebreos. Los requisitos necesarios fueron llenados, y los papeles firmados.
800,000 vidas humanas acababan de ser condenadas a muerte.
Después de
concertado el trato, y complacidos así los deseos del gobierno húngaro
pronazi, alemanes y húngaros chocaron sus tacones y amigablemente se dieron un
apretón de manos en señal de despedida, como correspondía despedirse de aliados
amigos y perfectos caballeros.
Al tener
lugar las deportaciones en masa, el almirante Horthy, regente de Hungría,
recibió innumerables protestas. El Vaticano envió notas suplicantes a Horthy,
insistiéndole que debía impedir la deportación de hebreos en Hungría. El rey de
Suecia, el presidente Roosevelt y otros firmemente insistieron en que Horthy
debería terminar con la persecución judía. El gobierno de Suiza, Suecia y
Estados Unidos ofrecieron refugiar ciertas cantidades de judíos en sus
respectivos países. Similar ofrecimiento fue hecho también por el Consejo
Americano de Refugiados. Voces oficiales de Norteamérica en discursos por radio,
amenazaron a Horthy diciendo que al final de la guerra todos aquellos que
fueran responsables por la muerte de los judíos, serían juzgados por un
tribunal de guerra. Pero nada detuvo a los húngaros nazis. En julio de 1944 los
alemanes y húngaros nazis hicieron un convenio para hacer prisionero al mismo
Horthy y apoderarse del gobierno, pero su plan fue descubierto por los seguidores
de Horthy. Más tarde, Horthy se vio obligado a renunciar, y escapó de Hungría
para salvar su vida.
Cuando
Budapest fue parcialmente rodeada por las tropas rusas hacia finales de
noviembre y principios de diciembre, alrededor de 40,000 judíos, en su mayoría
mujeres ancianas y enfermas, así como niños también, fueron enviados a una
marcha forzada ordenada por el nuevo Primer Ministro Szálasy y por el
Obersturmbannfuehrer Eichmann, vigilados por los Honvéds[5]
húngaros. Se les obligó a caminar bajo la lluvia helada y la nieve
durante días enteros sin alimento y agua al campo de concentración alemán más
cercano. Los caminos se encontraban materialmente flanqueados y bloqueados por
los miles y miles de cadáveres de los que nunca pudieron llegar a su destino. La
Cruz Roja desesperada por estos hechos mandó enérgicas protestas a Himmler.
15,000 judíos fueron asesinados en las riberas del Danubio en febrero de 1945,
aun cuando hacia el final de diciembre de 1944, Budapest, la capital de Hungría
ya estaba en poder de los rusos.
Después de
la guerra me visitó en Nueva York el doctor Rezsó Kasztner, un bien conocido
periodista y sionista de Cluj, la misma ciudad donde yo vivía. Me contó acerca
de las negociaciones que él hizo con Eichmann en 1944, en Budapest, para tratar
de salvar la vida de los hebreos. Eichmann le hizo una proposición fantástica.
Le propuso vender la vida de 100 judíos por un camión militar. La vida de un millón
de judíos a cambio de 10,000 camiones. Por desgracia esta operación nunca se
pudo llevar a cabo.
Aquí doy algunos nombres de las personas de
quienes nosotros, los húngaros, siempre nos sentiremos avergonzados siquiera
en recordar: Bárdossy Laszlo, Primer Ministro Húngaro, Solymosy, Subsecretario
de Estado. Emil Kovács, Ministro del Gobierno Húngaro, Jaross, Ministro del
Interior. Vites Endre y Laszlo Baky, del Ministerio del Interior. Dome Stojay,
Primer Ministro, Szalasy Ferencz, Primer Ministro Húngaro, Laszlo Ferenczy,
Teniente Coronel de la Policía, Gábor Vajna, Ministro del Interior y Laszlo
Endre. Recuerdo solamente estos nombres por el momento, pero eso no quiere
decir que los nombres de aquellos a quienes no recuerdo han sido exentos de la
responsabilidad de sus crímenes. Todas estas personas y sus cómplices,
culpables en grado máximo por las atrocidades cometidas, como los de nosotros
que no cometimos crímenes, pero que no hicimos nada por impedir que Hungría
llegara a tales extremos, somos responsables en parte por la posición que Hungría
tendrá en la sociedad de las naciones, después de la Segunda Guerra Mundial,
cuando los hechos sean juzgados por el mundo entero. ¡Nostra culpa,! ¡Nuestra
culpa! ¡Nostra máxima culpa!
* * *
Tuvimos en efecto algunas experiencias
alarmantes en Cluj, y al meditar ahora sobre ellas, me doy cuenta que debimos
haberlas tomado como avisos de lo que verdaderamente estaba pasando. La
experiencia más significativa ocurrió a principios del año de 1944. Un día, mi
esposo fue llamado a la Estación de La Policía de Seguridad, y sometido a
interrogatorio por la temida S.S. Fue acusado de boicotear el uso de
medicamentos e instrumentos médicos alemanes en su clínica. Afortunadamente el
doctor Lengyel pudo dar una satisfactoria explicación y las S.S. lo dejó en
libertad. Privadamente, estábamos de acuerdo que el interrogatorio se debía a
una denuncia. Ahora sabíamos que por las informaciones obtenidas, el doctor
Lengyel debía ser vigilado constantemente por los alemanes. Representantes de
la Compañía Bayer Alemana, como averiguamos después, eran secretamente
miembros de las S.S. y de la "Quinta Columna", y tranquilamente se
movían a través de Transilvania, con objeto de aumentar sus ganancias, y a la
vez hacer propaganda para su país, Alemania. Habían tendido una amplia red de
espionaje, y un hombre que era propietario de un gran hospital y que no
simpatizaba con el Tercer Reich, presentaba un fácil blanco para sus
maquinaciones.
No recuerdo con exactitud los nombres de los
representantes de la Compañía Bayer. Generalmente visitaban a mi esposo o a
sus ayudantes. Pero recuerdo claramente a un hombre llamado doctor Capezius,[6]
alto, fuerte, bien parecido, de cabello oscuro y finos modales. Él era un
húngaro de origen alemán que los húngaros llamaban "svab". Entonces
no podía imaginarme que pronto por mis propias experiencias iba a saber más
sobre el doctor Capezius y que otras ocupaciones tenía además de ser un alto
empleado de la Casa Bayer. Al mismo tiempo que trabajaba para la Compañía
Bayer, tenía un puesto importante en la maquinaria del Tercer Reich. Era el
director del depósito de productos farmacéuticos en Auschwitz-Birkenau. Este
nombramiento en el campo de exterminación más grande de los alemanes,
significaba que el doctor Capezius recibía y distribuía las inyecciones de
veneno para la práctica de la eutanasia, así como el material que se usaba en
los inhumanos experimentos que practicaban en los prisioneros, y las
aplicaciones del famoso gas Cyclon-B, con el que mataban a millones y millones
de personas en Auschwitz.
No pasó mucho tiempo después del primer
interrogatorio que de nuevo el doctor Lengyel fue llevado a la estación de la
Policía. Aprovechando la salida de mi esposo el doctor Osvath, me telefoneó
citándome urgentemente para hablar con él en la oficina de mi esposo. Lo
encontré sentado con mucha desfachatez en el escritorio de mi esposo. Sin
levantarse al entrar yo, apuntó con una mano a una silla que se encontraba a un
lado del escritorio. Pensando en mi esposo y en el lugar que se encontraba, me
preocupaba por qué me había llamado tan urgentemente el doctor Osvath.
—¿Sabe usted la razón por la que el doctor
Lengyel fue llamado a la Policía Secreta? ¿Está en peligro? ¡No me oculte nada!
—Le supliqué.
—No, no le ocultaré nada. El que su esposo se
encuentre en peligro o no, depende de usted —me dijo.
— ¡Oh, yo estoy dispuesta a hacer lo que sea
con tal de que él regrese sano y salvo! —Exclamé, sin tener la más remota idea
de lo que este hombre se proponía.
Entonces el doctor Osvath se dirigió a la
doctora Charlotte Holder quien era ayudante en jefe
de cirugía en el hospital de mi esposo, que se encontraba en el cuarto, y le
pidió que saliera de la oficina. Al quedarnos solos, se inclinó hacia adelante,
apoyando ambos codos en el escritorio, y con una voz leve como un susurro, cual
si temiera que alguien oyera lo que tenía que decirme, comenzó a hablar;
—Creo que no necesito decirle que desde la llegada de los alemanes
a Hungría el país ha sufrido cambios considerables. Por ejemplo, mi posición
actual es envidiable en la actualidad porque tengo muchos amigos alemanes. Como
usted sabe, yo soy de origen alemán, un "svab"[7],
como ustedes los húngaros nos llaman. El Jefe de la Gestapo es mi íntimo
amigo. Él y sus compañeros cenan en mi casa casi a diario. Precisamente ayer
les ofrecí una fiesta. La cena consistió en lechón al horno, chicken
paprikas (pollo al pimentón), y como postre apfelstrudel. Bebimos
vino y champaña hasta las 4 de la mañana. Estas fiestas las hacemos con
frecuencia. ¡Yo soy un hermano de ellos! No hay nada que yo deseara que no
fuera cumplido en el acto. Bastaría una palabra mía y las gentes desaparecerían
sin dejar el más leve rastro.
—Pero,
doctor Osvath, ¿qué tiene esto que ver con mi esposo? Perdone mi impaciencia,
no quiero ser mal educada, pero dígame, ¿sabe usted algo de mi esposo? —Para
entonces era tal mi inquietud, que me sentía desesperada.
Al doctor
Osvath no pareció gustarle que le hubiera interrumpido. Cambiando el tono de
su voz, me dijo:
—Puedo ver
que está usted muy impaciente, así que despacharemos este asunto con rapidez.
Sucede que he averiguado que el doctor Lengyel está en las oficinas de la
Gestapo donde está registrado como enemigo del "Tercer Reich", y
mientras tanto, usted y yo debemos arreglar un asunto. Usted debe firmarme
estos documentos. —Y con esto me entregó unos papeles escritos a máquina.
Con
impaciencia, empecé a leer los papeles. Al irme enterando de su contenido, mi
asombro y disgusto iban creciendo Los documentos habían sido redactados
cuidadosamente por el abogado del doctor Osvath. En uno de ellos se
especificaba que nuestro hospital y nuestra casa le habían sido rentados al
doctor Osvath. En el otro, se especificaba que dichas propiedades le habían
sido vendidas. En el primer contrato se decía que yo había recibido el
equivalente a las rentas por adelantado, y en el segundo se especificaba que yo
ya había recibido el importe de dichas ventas, en efectivo. Adjunto a los
contratos venían sendos recibos en los cuales especificaba yo haber recibido ya
el importe de los mismos. Sentí cómo la sangre me subía a la cabeza. De pronto
recordé las palabras del mayor alemán acerca de Osvath, que estuvo viviendo en
mi casa. Tuve que hacer uso de toda mi fuerza para dominar mi furia y mis
emociones.
—Doctor
Osvath —empecé a decirle—, no encuentro las palabras apropiadas para...
Pero el
doctor Osvath me interrumpió:
—No hay
necesidad de que usted diga nada, señora Lengyel, entiendo cómo debe sentirse.
Pero usted también debe hacerse cargo de mi situación. En caso de una victoria
alemana, no tengo preocupaciones por mi futuro, ya que de acuerdo con la teoría
nazi, si los alemanes convierten el hospital del doctor Lengyel en hospital del
Estado, yo seré su Director. He trabajado duro toda mi vida, y he adquirido una
buena práctica en la medicina. Es verdad que todo esto se lo debo mayormente al
doctor Lengyel. Pero imagínese usted cuántos años tendría que trabajar para
llegar a tener un hospital o una casa como la suya. ¡Cuánto tendría que luchar
para llegar a reunir lo suficiente para comprar el instrumental quirúrgico y
los enseres! En circunstancias normales, probablemente nunca podría llegar a
tenerlo. Pero afortunadamente, pasamos por tiempos anormales, y puedo
aprovecharlos. ¡Ésta es la oportunidad de mi vida! Con sólo usted firmar estos
papeles, yo me convertiré en el propietario de todo y lo podría probar en caso
de una victoria aliada.
Diciendo
lo anterior, colocó la pluma fuente junto a los papeles, frente a mí, y en un
tono malicioso añadió:
—¿No le
parece que soy un hombre listo?
La escena
que acababa de ocurrir, parecía parte de un drama barato actuado por un pésimo
actor. Las frases dichas por Osvath me sonaban torpes y carentes de
naturalidad.
Miré
fijamente a Osvath, y dudé por un segundo, después, recobrando mi compostura,
le dije:
—La
persona que me pida que firme estos contratos, ciertamente necesita ser algo
más que listo —le dije, acentuando la palabra "algo más".
Amenazándome
con visible disgusto, me respondió:
—Le
sugiero que no me ofenda.
—No estoy
tratando de ofenderle, doctor, le estoy diciendo la verdad.
— ¡Firme
esos contratos! —Me ordenó con la furia reflejada en el rostro.
—Se dará
cuenta, doctor, que el firmar estos papeles es una responsabilidad muy grande,
que no puedo asumir yo sola, tengo que esperar a que regrese mi esposo para
poderlo hacer.
—Si no
firma... —dijo sacando una Luger alemana de su bolsillo...
—Si no
firmo, ¿qué? —le contesté, fingiendo una calma que no sentía.
—Si no
firma... nunca volverá a ver a su esposo... porque usted se suicidará aquí
mismo, en esta oficina.
—Puede
usted asesinarme, doctor Osvath, pero eso no le hará el propietario del
hospital o de mi casa. ¡Recuerde que no es usted mi heredero!
Por la
expresión de su cara, pude darme cuenta que comprendió perfectamente el
significado de mis palabras, y que no le convenía matarme. En este preciso
instante, se oyó el ulular de las sirenas que anunciaban bombardeo, advirtiendo
a las gentes que se refugiaran en los sótanos. ¡Los aviones aliados volaban
sobre la ciudad! pronto oímos los pasos apresurados de las gentes corriendo por
los corredores.
No pude
reprimir una sonrisa plena de satisfacción. El ejército libertador se acercaba
cada vez más a Hungría, y estos ataques por aire se repetían varias veces al
día. Los aviones aliados volaban sobre el país con frecuencia, bombardeando
importantes puntos.
Con una
poca de suerte, los libertadores se encontrarían en territorio húngaro muy
pronto... ¡Nada más necesitábamos un poco de suerte... y un poco de tiempo...!
Osvath
estaba visiblemente nervioso:
—Firme los
contratos, y nos iremos a refugiar a los sótanos.
—No tengo
miedo, doctor Osvath —le dije.
En
realidad no podía haber sonado música más agradable a mis oídos, ni el ataque
podía haber sucedido en mejor momento. Y con verdadera calma, le pregunté:
—¿Por qué
necesita usted dos contratos, doctor Osvath? ¿No sería suficiente que le
firmara el que especifica que le he rentado el hospital?
—¡No! He
calculado cuidadosamente todas las eventualidades que pudieran presentarse, y
redactado ambos contratos junto con mi abogado. El futuro decidirá cuál de los
dos contratos servirá mejor a mis propósitos, si el de la renta o el de la
venta. Si los aliados ganan la guerra, alguno de estos contratos probará que he
operado dentro de la ley y no he cometido nada delictuoso. ¡Y nadie podrá
comprobar lo contrario!
—¿No se le
ha ocurrido pensar, doctor Osvath, que en caso de una victoria por parte de los
aliados, yo tendría algo que declarar acerca de la forma en que mi firma fue
puesta al calce de estos contratos? ¡El hecho de que existan dos contratos, es
prueba suficiente contra usted!
—No habrá
más que un contrato del que las autoridades tendrán conocimiento a su
tiempo. Y usted no tendrá oportunidad de hacer ninguna declaración en contra
mía, porque ninguno, absolutamente ninguno de ustedes estará aquí presente.
Entonces
comprendí que detrás de las aparentes francas explicaciones se ocultaba un plan
cruelmente calculado. El doctor Osvath tenía que haber trabajado con los
alemanes, ya que sabía que el doctor Lengyel, por ser un enemigo del Tercer
Reich estaba fichado en la Gestapo y por lo tanto, no se podía escapar de sus
garras. Calculaba que debido a esto el doctor Lengyel y toda su familia sería
eliminada, y lo que él quería era sacar una ventaja personal de esta situación
en caso de una victoria alemana o de los aliados.
Esforzándome
por librar a mi esposo de la Gestapo, le dije:
—Si mi
esposo regresa, probablemente firme los contratos.
— ¡Es
usted una necia! —me gritó Osvath con furia—. ¿No se da cuenta que la vida de
toda su familia está comprometida?
Después,
con un violento movimiento levantó el teléfono y llamó al cuartel general de la
Gestapo pidiendo hablar con el jefe. Las esperanzas que todavía tenía de que
Osvath trataba de amedrentarme, se esfumaron. Pronto, la voz del Director de la
Gestapo se dejó oír al otro lado de la línea.
—¿Está el
doctor Lengyel ahí?... ¡Si no vuelvo a llamar dentro de cinco minutos, por
favor ejecuten sus planes! —Le dijo Osvath.
Comprendí
entonces que me encontraba en una ratonera. Tenía que firmar los contratos. ¡El
poder de la "Geheime Staats-polizei",[8]
se igualaba
únicamente al de Hitler, Himmler, Heydrich, Müller y Eichmann! Ni siquiera la
Suprema Corte Alemana tenía el derecho de revocar sus decisiones. Aquellos que
eran arrestados por los "Camisas Negras", no tenían derecho alguno, y
podían considerarse condenados de antemano.
Si antes había tenido la sensación de
encontrarme envuelta en un remolino, ahora estaba segura que toda mi familia,
junto conmigo se encontraba completamente perdida en éste. ¡Habíamos sido
sentenciados! Tenía yo cinco minutos para tratar de salvar la vida de mi
esposo. La Gestapo tenía el poder de la vida o de la muerte, y Osvath era su
instrumento. Sin decir una sola palabra más tomé la pluma y firmé en aquellos
sitios en que Osvath me indicó. Con este simple gesto, tiré por la borda todos
nuestros ahorros, nuestro hospital, nuestra casa, en fin, todos nuestros
bienes. Con un pequeño trazo de la pluma dejé a mi familia en la miseria. Nos
habíamos convertido en mendigos, sin tener nada que pudiéramos llamar nuestro
en el mundo. El trabajo de generaciones, producto del sudor de mis padres, de
mi esposo y mío propio, se había esfumado en sólo unos segundos. ..
Después que firmé los contratos, Osvath llamó
al Jefe de la Gestapo y además lo invitó a cenar "gulash"[9]
esa noche a su casa. Un plato de "gulash" había sido el
precio que Osvath pagó por nuestro hospital y nuestra casa.
El episodio con Osvath debería habernos
prevenido para lo que nos esperaba. Sin embargo, no habíamos aquilatado qué tan
sabiamente los alemanes y sus colaboradores habían trazado sus planes. Con
minuciosidad tendían las trampas, pero esperaban cobrar una buena pieza por
cada una de ellas.
Al siguiente día, Osvath nos mandó llamar a
mi esposo y a mí a la oficina del doctor Lengyel, y que ahora le pertenecía.
Con su acostumbrado cinismo, nos ordenó que a partir de esa fecha, deberíamos
decir a todo el mundo que le habíamos vendido el hospital, y que ya habíamos
recibido el importe correspondiente. También nos dijo que si oía alguna
versión distinta al respecto, sabría que nadie más que nosotros podríamos haberla originado, y que no
necesitaba recordarnos las consecuencias que sufriríamos por esto. Así que
tuviéramos mucho cuidado con lo que hablábamos. Igualmente, Osvath le ordenó a
mi esposo que le hiciera entrega de todas las llaves del hospital y de toda
clase de documentos y papeles relacionados con el mismo. Además le advirtió al
doctor Lengyel que no podría tomar una sola cosa del hospital, ni siquiera una
jeringa hipodérmica. En caso de que se contravinieran sus órdenes, Osvath lo
entregaría a las S.S. acusado de robo.
Miré con preocupación a mi marido. Las
palabras vertidas por Osvath le hicieron hervir la sangre, notándolo en las
venas de sus sienes que cada vez que se enojaba se le hinchaban. Me acerqué y
le puse mi mano sobre su brazo para calmarlo. Le hice prometerme antes de esta
entrevista que tenía que tomar con calma todo lo que Osvath hablara o hiciera.
Oyendo las amenazas de Osvath, llegué a
pensar que no me encontraba bien del oído. Todos los acontecimientos que
tuvieron lugar en esos días, me parecían parte de una horrible pesadilla, de la
que esperaba que algún día pudiéramos despertar. Desgraciadamente, era una
cruel realidad.
Después, Osvath se volvió hacia mí y me
ordenó que empacara cuidadosamente todos los objetos de valor que poseíamos en
nuestra casa. Las pinturas, la plata, las estatuillas, las porcelanas, los
floreros y jarrones de cristal, las alfombras persas, las joyas y las pieles.
Absolutamente todo. Esto debía ser hecho en tres días. Nos dijo también que iba
ampliar el hospital, agregándole nuestra casa.
Después nos ordenó que fuéramos a casa de
nuestro amigo, el doctor Zoltán Vass, y les dijéramos a él y a su esposa Olly,
quienes vivían en una casa contigua al hospital, que dentro de dos semanas
tenían que desalojar su casa.
—¿Pero adonde va a vivir el doctor Vass con
su familia? —pregunté con indignación.
—No me importa en lo más mínimo dónde van a
vivir ellos o ustedes o sus familiares. Estoy seguro que no tendrán dificultad
en encontrar alguna vivienda en las afueras de la ciudad, donde habitan los
gitanos —respondió Osvath.
Nos disponíamos a salir del cuarto, cuando
Osvath nos detuvo:
—Se me olvidaba, tienen dos días para sacar
del hospital a esos vejestorios. —Y nombró los números de los cuartos que
ocupaban mi padre y mi padrino.
—¡Uno de ellos es mi padre, y el otro fue
profesor de usted en la Universidad! Debería usted
tener más respeto hacia ellos. —Le dije, sintiéndome profundamente enojada.
—Ya le
dije antes, señora Lengyel, que en estos días no hay lugar para
sentimentalismos. Solamente un tonto no sacaría ventajas de las circunstancias.
¡Y como usted bien sabe, yo no soy un tonto!
Con la
cara súbitamente enrojecida, el doctor Lengyel se acercó al escritorio donde
Osvath estaba sentado.
— ¡Doctor
Osvath...! —empezó con voz amenazante. Antes que él pudiera seguir, ya estaba
yo a su lado recordándole que cualquier cosa que hiciera o dijera a Osvath,
destruiría a toda nuestra familia. Difícil tarea la mía, de sacarlo del cuarto
sin dejar que Osvath recibiese su merecido. Pero vivíamos en tiempos
difíciles, teníamos que actuar con sobriedad y controlar nuestras emociones.
Ese mismo
día tuve que desalojar mi oficina que ocupaba en el hospital. Y cuando quise
entrar a mi casa a través de la puerta que conectaba ésta con la clínica,
encontré que estaba cerrada. Poniendo un grueso candado, Osvath había mandado
condenarla.
De ahí en
adelante, los hechos se sucedieron con vertiginosa rapidez, hacia una dirección
trágica. Osvath nos había dado sólo dos días de plazo para sacar a mi padre y a
mi padrino del hospital, y teníamos que actuar con rapidez. Mi esposo llamó al
profesor Hajnal para que nos ayudara a decidir qué podíamos hacer acerca de mi
padrino. Debido a su condición física, necesitaba definitivamente cuidados que
sólo le podían ser prodigados en un hospital. El doctor Hajnal demostró ser un
tipo diferente de alumno al doctor Osvath, y tratando de ayudar, generosamente
nos ofreció se internara a mi padrino en su clínica.
Al día
siguiente nos tocó a nosotros y al doctor Hajnal la difícil tarea de comunicar
a mi padrino la triste noticia de que tenía que ser llevado a otra clínica.
Como no queríamos que supiera los verdaderos motivos que habían originado tal
decisión, esto hacía nuestra tarea más difícil. Cuando finalmente le contamos
que teníamos que mudarlo, mi padrino nos escuchó con asombro y se entristeció
grandemente. Con un tono de amarga decepción en la voz, nos preguntó:
—¿Están
echándome fuera, queridos? Ustedes saben muy bien que yo ya no viviré mucho
tiempo...
Al oír
esto, comprendimos que debíamos decirle toda la verdad, para no herirlo tanto,
y que quizás el conocimiento de esta verdad amarga le haría menos daño que el
pensar que mi esposo y yo teníamos otros motivos para mudarlo de nuestra
clínica. Entonces le contamos que su salida del hospital obedecía a los deseos
del doctor Osvath, y que cuanto pertenecía a nosotros, el hospital, la casa,
todo había pasado a manos de éste por los papeles que yo le había firmado. La
indignación y rabia que mi padrino sintió hacia el ingrato Osvath era sin
límites.
Empacar
las pertenencias de mi padrino no nos tomó mucho tiempo. En su pequeña maleta,
colocamos cuatro pijamas, sus medicamentos y algunos de su libros de medicina.
Era un hombre que no creía en las posesiones terrenales. Todo el dinero que
tenía lo gastaba en libros, y en medicamentos para la gente pobre. Se pasaba la
vida estudiando. Acostumbraba celebrar la noche del Año Nuevo rodeado de libros
científicos y materialmente devoraba las páginas de los mismos. En ocasiones
solía encerrarse en su biblioteca durante días enteros con el objeto de leer y
aprender cosas nuevas. Cuando un sacerdote, profesor, rabino o una persona
cualquiera de escasos recursos solicitaba su ayuda desde una lejana aldea
adonde no se podía conseguir un médico, él viajaba a esos lugares, llevando
consigo toda clase de medicinas, permaneciendo al lado de sus pacientes durante
semanas enteras, hasta que éstos se encontraban recuperados. Haciéndolo sin
cobrar nada por sus servicios médicos.
Mi padrino
no tenía sentido alguno de las finanzas, y acostumbraba usar un taxi para
transportarse a los lugares donde lo necesitaban, ocupando el vehículo a veces
durante tres o cuatro semanas. Cuando los choferes le pasaban la cuenta, no
compartían los sentimientos humanitarios de mi padrino, dejándole casi sin un
centavo. Durante algún tiempo contrató los servicios del mismo taxi porque el
chofer "comprendía" la misión de los viajes de mi padrino, y le
cobraba muy poco. Mi padrino nunca llegó a saber que existía un arreglo entre
mi esposo y el chofer, el cual debía cobrar a mi padrino una suma moderada, y
después venía a la oficina de mi esposo por el resto de su cuenta.
Para
ayudar a mi padrino en su labor, y para que viajara más cómodo, le dimos un
automóvil con asientos traseros convertibles en cama; también le
proporcionamos un chofer de confianza. En lugar de usar la cama para él, desde
largas distancias, mi padrino continuamente traía enfermos al hospital que
necesitaban urgente operación, y que eran transportados en el asiento cama de
su coche. Estos pacientes eran tan pobres, que a menudo además de las operaciones
y atención que se les prodigaba en el hospital gratuitamente, teníamos que
ayudarles económicamente a sus familiares.
Mi esposo
también gustaba de hacer obras de caridad. Nunca le oí decir no a alguien
que acudía en busca de ayuda. Nunca vio a sus pacientes como un medio de ganar
dinero. Tanto sus amigos como otros doctores y empleados del hospital con
frecuencia le decían que las gentes abusaban de su bondad, pero él permanecía
fiel a su teoría de que prefería que abusaran de él, a negar un favor a quien
lo necesitara. Nuestro hospital fue construido y amueblado para ser un hospital
de lujo, pero a veces me pregunté si en realidad no era un paraíso de los
pobres. Fue un verdadero milagro que a pesar de mis dos "genios
financieros", (mi padrino y mi esposo), quienes nunca en sus vidas
preguntaron cuáles eran las ganancias del hospital, el "Sanatorio del
doctor Lengyel" funcionó siempre con mucho éxito.
Después
que terminamos de empacar sus pocas pertenencias, mi padrino quería hacernos
ciertos encargos. Nos dio instrucciones de lo que teníamos que hacer en caso
de su muerte con su biblioteca, cuya fama traspasaba las fronteras del país,
así como lo que había que hacer con otros objetos. Nos encargó me le dijéramos
a su único hijo, quien se encontraba estudiando en Inglaterra, que hasta los
últimos momentos de su vida, siempre lo recordaría con cariño.
Al día
siguiente, el doctor Hajnal envió la ambulancia que se llevaría a mi padrino.
Cuando lo bajaron en el elevador y llegó al piso principal del sanatorio, les
pidió que aguardaran un momento. Con lágrimas en los ojos dirigió la mirada a
su alrededor, y después murmuró:
—Nunca
volveré a ver el hospital, me es muy doloroso decirle adiós.
La
ambulancia echó a andar. Cuando pasamos frente a nuestra casa, donde mi padrino
había convivido con nosotros, exhalando un suspiro, dijo:
—Por
primera vez en mi vida, tenía un verdadero hogar, y tenía que perderlo cuando
más lo necesitaba. No soy sino un moribundo en busca de un techo donde morir.
Esto era
más de lo que yo podía resistir, no pude contenerme más, y rompí en amargos
sollozos. Mi esposo, que llevaba la mano de su antiguo profesor entre las
suyas, nos miró con
gran tristeza. Le dolía enormemente que no pudiéramos ofrecer al Profesor Elfer
el calor y la seguridad de un hogar en los últimos días de su vida.
Al llegar a la clínica, las monjas recibieron
al profesor Elfer con el regocijo que los niños reciben a su padre cuando éste
regresa a casa después de un largo viaje. Muchas de las monjas que ahí laboraban,
habían trabajado en la clínica con mi padrino años atrás y le habían ayudado a
la muy triste tarea de entregar la clínica y la Universidad Húngara, de la
cual el Profesor Elfer era rector en aquel tiempo, al gobierno rumano, después
del "Tratado de Paz de Trianón". Las monjas más jóvenes, a quienes
las más antiguas les habían hablado de la fama legendaria de mi padrino, le
observaban con mudo asombro. No sólo era conocido como un médico excepcional y
benefactor de los pobres, sino que también tenía fama por su memoria
extraordinaria y se le consideraba una enciclopedia ambulante, por sus vastos
conocimientos.
Después que lo instalamos en su cama, coloqué
sus libros en un buró cercano. Era tan difícil para nosotros dejarle ahí.
Estaba acostumbrado que siempre alguno de nosotros estuviera a su lado. Ahora,
debido a la distancia, y al toque de queda que impedía las salidas nocturnas,
sabíamos que no lo podríamos ver con mucha frecuencia. Antes de irnos nos dijo
que tenía un último favor que pedirnos, y que sería una tarea difícil para
nosotros.
—Queridos hijos míos —comenzó— quiero que me
prometan que ambos estarán a mi lado a la hora de mi muerte. Me haría muy feliz
el tenerles cerca en mis últimos momentos.
Con lágrimas en los ojos, accedimos a su petición.
Y firmemente nos propusimos, desde el fondo de nuestros corazones, cumplir
esta promesa.
Cuando regresamos de la clínica de la
Universidad, sin decirle a mi esposo adonde iba, me dirigí a ver a Osvath para
informarle que tanto mi padre como mi padrino habían sido evacuados ya del
hospital, y que deseaba yo sacar los objetos que pertenecían a mi padrino,
tales como su instrumental médico, su equipo de Rayos X, su biblioteca y demás
objetos personales, en el plazo de una semana.
Osvath me miró fríamente y me dijo:
—Está visto, señora Lengyel, que todavía
usted no entiende que absolutamente todo lo que se encuentra dentro de este hospital me pertenece. ¡Nada puede ser sacado de aquí! Y desde ahora
mismo les prohíbo que pongan los pies en este edificio. Dirigí una mirada de
despedida al hospital, la realización de un largo sueño de mi esposo, de mis
padres y mío. Un edificio construido a costa de muchos sacrificios con todo
nuestro cariño. Di mi último adiós al mobiliario que en largas noches de
desvelo yo misma diseñé. Ésta fue la última vez que estuve en nuestro hospital.
* * *
Esa misma
noche tuvimos en Cluj el sonido de la alarma de bombardeo más largo de los que
habíamos experimentado. Los aliados bombardearon el polvorín que estaba situado
en la cima del cerro de Fellegvar, no lejos del final de nuestro jardín. El
ruido era tan fuerte que parecía que nuestra propia casa estaba siendo
bombardeada y esperábamos que se derrumbara de un momento a otro. Sabíamos muy
bien que las bombas de los aliados caían por igual entre amigos o enemigos. De
prisa vestimos a los niños llenos de pánico, y a mi padre. Las explosiones
ocurrían con mayor frecuencia e intensidad a cada momento. De acuerdo con la
ley, los vecinos debían ser admitidos en el refugio antiaéreo de nuestro
hospital, así que fui al refugio a pedir que mis familiares y yo fuéramos
admitidos, golpeando con fuerza la puerta trasera del refugio. Pero al dar mi
nombre, la persona que me abrió me dijo que tenían órdenes del doctor Osvath
de no dejarnos entrar. Cuando regresé a nuestra casa, a través del jardín, el
bombardeo teñía al cielo de color rojo vivo, alumbrando las cercanías, y el
estruendo era tal que parecía que me iban a estallar los oídos.
En la
sala, con los niños en los brazos, rodeamos a mi padre, quien se encontraba
sentado en su sillón favorito entre las cajas preparadas para Osvath. Durante
toda la noche, en medio del ulular de las sirenas del bombardeo y de la
oscuridad, estuvo relatando cuentos a los niños con objeto de mantenerlos calmados.
Esto, que hubiera sido una tarea pesada para cualquier persona sana, era más
difícil todavía para él, que había permanecido en cama durante meses
seriamente enfermo.
Esa noche,
no pude escuchar con atención los relatos de mi padre; estaba pensando. Mi
padre, quien había sido director de las minas de carbón en Transilvania, era
conocido como un hombre en extremo culto, con un gran talento para escribir,
cuya bondad sólo podía ser igualada por mi padrino y por mi esposo, con quienes
representaba el triunvirato de benefactores. Ayudaba económicamente a numerosos
amigos y parientes, y su ayuda para los necesitados no conocía límites. Mi
madre tenía fama de ser la mejor esposa, la mejor madre y toda una dama. Era
considerada como una de las mujeres más hermosas, y de una gran calidad humana.
Siempre pensando en los suyos y en los que acudían a ella en busca de ayuda.
¡Mis hijos eran tan pequeños e inocentes todavía...! El tiempo pasaba y yo
estaba pensando y pensando en nuestra suerte y el por qué nos ocurrían todas
estas cosas, pero no podía encontrar respuesta a esta pregunta que me estaba
consumiendo por dentro. No sabía yo las penas y tribulaciones tan duras que
tendríamos que sufrir y que nos esperaban en el futuro.
Al tercer
día, como nos había dicho, Osvath se presentó a recoger nuestros valores. Todo
había sido reunido y empacado en grandes cajas siguiendo sus órdenes. Actuaba
como si fuera realmente el propietario de todo y nosotros tratáramos de robarle.
Mirando en cada caja, personalmente comprobó el contenido de las mismas.
Después, recorrió toda la casa, certificando que no hubiéramos dejado cuadros
en las paredes, objetos en las vitrinas o alfombras en el piso. Y al fin, las
cajas fueron sacadas de nuestra casa. Con dolor contemplamos su contenido,
objetos tan queridos para nosotros. Algunos de ellos habían estado en posesión
de mi familia por generaciones, y otros que habíamos comprado para dar calor y
encanto a nuestro hogar. Ahora se los llevaban.. . Nuestra casa se veía vacía y
desnuda.
¡Nosotros
no podíamos hacer nada contra Osvath! Si lo denunciábamos a los alemanes ellos
le oirían solamente a él y nosotros sufriríamos las consecuencias de haber
denunciado a uno de ellos. El poder estaba en manos de los alemanes y Osvath
era su protegido.
Después
que la última caja hubo salido, Osvath, refiriéndose a lo ocurrido la noche
anterior, nos dijo:
—Estos
frecuentes bombardeos no tienen importancia, los aliados nunca ganarán la
guerra. Y si por un milagro los rusos vinieran, yo estoy cubierto. Estoy
preparando pruebas y testigos que demostrarán que en mi juventud fui un
ardiente comunista y que lo sigo siendo, subrepticiamente, claro está. Soy un
hombre que puede nadar con o contra la corriente, y siempre permanezco en la
superficie.
¡Qué verdad
tan grande había dicho Osvath! Cuando los rusos liberaron Transilvania, fue
nombrado profesor de la Universidad en Marosvasarhely. Una fría mañana de abril, a las
6, el timbre del teléfono nos despertó. ¡Era de la clínica! Una de las hermanas
que había trabajado con el profesor Elfer anteriormente, llamaba para darnos la
mala noticia. Mi padrino había muerto la noche anterior, a las dos. Nos estuvo
llamando hasta el último minuto de su vida.
—Oh, ¿por qué no nos llamó cuando estaba
agonizando. .. ? ¿Por qué no lo hizo, querida hermana? —le reproché amargamente—.
Su última voluntad era que nos encontráramos a su lado en los momentos finales
de su vida...
—Has olvidado, hija mía, que hay un toque de
queda y nadie puede andar en las calles antes de las siete de la mañana —me
dijo la hermana tratando de calmarme.
—De todos modos habría acudido a su lado. . .
nuestro lugar era junto a él —insistí con desesperación.
—Precisamente porque sabía que habrían
venido, no les llamé. Tu padrino los quería muchísimo, y no deseaba que tú y tu
esposo fuesen muertos en la calle.
Nos vestimos con rapidez y a las 7 de la
mañana estábamos camino de la clínica. No encontrábamos un taxi o medio de
transporte que nos llevara. Sabíamos que mi padrino estaba muerto, y que nuestra
prisa no le ayudaría en nada, pero la pena tan grande de no haber estado a su
lado en su última hora nos impelía a correr.
Finalmente, llegamos al cuarto donde se
encontraba el profesor Elfer en la clínica. Mi padrino permanecía en su cama,
con la cruz entre sus manos, y con una leve y dolorosa sonrisa dibujada en los
labios. Mi esposo y yo nos sentamos en la cama, llorando en silencio larga y
desconsoladamente. Antes de salir del cuarto, el doctor Lengyel cortó un mechón
del blanco pelo de mi padrino. Este mechón de pelo era el único recuerdo que
nos quedaba de él.
La última vez que vi a mi padrino, se
encontraba en su ataúd dentro de la capilla del antiguo e histórico cementerio
en la calle de Petófi, bordeada a ambos lados de viejos árboles de acacia. Mi
padrino estaba vestido de negro, rodeado por hermosas coronas de flores, su
último homenaje. Cerca de él, en una caja negra de terciopelo se encontraban
sus condecoraciones, la Legión de Honor Francesa y otras de países
extranjeros, así como las del gobierno húngaro. Mi madre colocó cerca del
corazón de mi padrino un gran ramo de violetas que nosotros personalmente
habíamos cortado en nuestro jardín esa mañana. Eran sus flores favoritas. Le
miré largamente... ¡Cómo sufrió mi pobrecito padrino durante toda su vida! ¡Qué
pena! No haber cumplido el último deseo de un gran hombre que siempre dedicó
su vida a ayudar a otros y nunca pensó en sí misino.
¡El hecho de que mi padrino fue lanzado de
nuestro hospital durante los últimos días de su vida, y que fue privado de su
deseo de estar con nosotros a la hora de su muerte, siempre pesaría sobre la
conciencia de Osvath! Mi corazón estaba lleno de tristeza.
Poco antes de salir de la capilla, la hermana
Esther me dijo que había visto a mi padrino el mismo día que murió. Estaba muy
preocupado por nuestro futuro e hizo que la hermana Esther le prometiera que
ella y las demás hermanas no nos abandonarían nunca. ¡La hermana me dijo que
tanto ella como las otras hermanas consideraban esta promesa como una sagrada obligación!
El funeral del profesor Elfer se hizo de
acuerdo con sus deseos. Fue tan sencillo como su vida. No hubo discursos, solamente
algunos de sus amigos le dijeron adiós. Cuando mi madre, mi esposo y yo nos
alejamos del cementerio, sentimos que habíamos dejado una gran parte de
nuestros corazones, una gran parte de nosotros mismos sepultada en ese pequeño
pedazo de tierra que era la tumba de mi padrino. ¡Padrino querido, descansa en
paz!
* * *
A la gente le extrañó que hubiera yo mandado
erigir un monumento en la tumba de mi padrino 24 horas después de su entierro.
¿Cómo podía explicarles que hacía tal cosa porque presentía algo fatal? Sabía
muy bien que el profesor Elfer no tenía a nadie más que nosotros para cuidarle
cuando estaba vivo, que no había quien le erigiera un monumento después de su
muerte. Quería dejar terminada la tumba de mi padrino para cuando nosotros no
estuviéramos aquí para cuidarla.
El profesor Elfer deseaba que se colocara una
sencilla cruz a la cabecera de su tumba. Traté de arreglar todo a la medida de
sus deseos, y en la forma que él lo merecía. Di órdenes para que su tumba fuera
cubierta completamente de mármol y que le fueran colocadas urnas a los lados
para poner flores. En la cabecera, fue puesta una cruz de mármol negro con su
nombre, y con la inscripción que fue el lema de su vida: "¡Nihil sine
Deo!" - "Nada Sin Dios".
Al ordenar el monumento, pagué la mitad y
entregué a la hermana Esther la otra mitad, y le pedí que cuando el trabajo
estuviera terminado, comprobara que éste había sido hecho de acuerdo con mis
instrucciones. ¡Qué justificados resultaron mis presentimientos! Cuando el
monumento estuvo terminado algunas semanas después, nunca pudimos verlo, pues
ya nos encontrábamos en nuestra jornada hacia la muerte.
* * *
La situación en Cluj se hacía más y más
tirante. Surgieron varias epidemias y las enfermedades se extendieron amenazantes
sobre la ciudad. Las autoridades, alarmadas, tomaron medidas precautorias y
dividieron la ciudad en zonas. Un médico fue designado para cada zona como
responsable sanitario y al doctor Lengyel le encomendaron una de estas
secciones. Los médicos tenían que enviar los reportes sanitarios de sus zonas
al doctor Konczwald, médico en Jefe de la Policía, nombrado para este puesto
poco después de la ocupación alemana en Hungría.
Recuerdo, que la primera vez que oí mencionar
el nombre del nuevo médico en jefe de la policía, fue en la sala de preparación
del hospital, donde se reunían los doctores a hablar con el doctor Lengyel. Al
oír este nombre, me dirigí al doctor Dory, profesor auxiliar de la Universidad,
y le pregunté:
—Doctor Konczwald. . . doctor Konczwald. . .
Éste no es un nombre húngaro. ¿Es Konczwald alemán?
—Él habla húngaro perfectamente, pero tiene
usted razón. Él es un "Svab" —dijo el doctor Dory—, y debe
haber hecho méritos con los alemanes para haber sido nombrado en un puesto tan
importante.
Cuando el doctor Lengyel fue nombrado médico
responsable sanitario de una zona, todavía vivíamos en nuestra casa, pero no
olvidábamos que Osvath era nuestro enemigo. Por algún tiempo, debido a ciertos
detalles nos dimos cuenta que nosotros y las personas que entraban a nuestra
casa, éramos vigilados por las S.S. Los alemanes sabían muy bien que se estaba
organizando la resistencia en Hungría y trataban de averiguar quiénes eran las
gentes conectadas con la misma, para capturarlas. Me encontraba hondamente
preocupada por la suerte de mi familia. Durante largas noches y días buscaba
cómo escapar de las garras de los alemanes. Finalmente, llegué a la conclusión
que no quedaban más que dos soluciones: podríamos cruzar la frontera
clandestinamente a Rumania, donde la potente resistencia estaba ya lista para
sacudirse el yugo alemán, y unirse a las fuerzas aliadas, o buscar algún
escondite.
El señor Cámpian, durante años proveedor de
la leche que se consumía en el hospital, era un paciente agradecido del doctor
Lengyel. Vivía en una granja que se encontraba a sólo una hora de distancia de
nuestra casa, alejada de ojos curiosos y rodeada de árboles y arbustos. Aunque
Cámpian era un hombre sencillo, tenía una gran inteligencia innata. Cuando se
dio cuenta que Osvath nos había quitado nuestro hospital, convencido que
Osvath deseaba eliminar al doctor Lengyel, preparó para nosotros un sótano oculto
bajo su casa. A menudo venía a la ciudad en su carreta tirada por un caballo,
sin atraer la atención de la gente, y nos rogaba que nos refugiáramos en su
granja. Decidí que había llegado el momento de tomar alguna de las dos
soluciones pensadas.
Durante el último mes, mi cuñada y sus tres
hijas a quienes teníamos gran cariño habían vivido con nosotros. Debido a los
atropellos de los soldados alemanes, no podía dejarlas vivir solas. Las jóvenes
tenían 16, 18 y 20 años de edad. Eran lo suficientemente grandes para discutir
la situación con ellas. Cuando les expuse mi plan, me sorprendí, ante la
rotunda negativa que me dieron. Se rehusaron a cruzar la frontera, y tampoco
querían enterrarse en vida en el escondite de la granja donde no podrían salir.
Mi esposo y yo estábamos desesperados. Mientras más argumentábamos, las chicas
parecían estar más renuentes a seguirnos. ¿Qué podríamos hacer? Teníamos ante
nosotros una responsabilidad muy grande. No podíamos abandonar a estas mujeres
a su destino. Discutimos el asunto muchas veces, y llegamos a la conclusión
que nos quedaríamos a esperar resignadamente nuestro destino.
El almirante Horthy, Regente de Hungría, se
dio cuenta gradualmente que Alemania estaba perdiendo la guerra. Gentes
prominentes que veían esta situación se arriesgaron y se unieron a la
resistencia contra los alemanes.
Uno de los partidos más activos, era el Kisgazda
Part. Algunos líderes del partido eran amigos y pacientes agradecidos del
doctor Lengyel, y visitaban a mi esposo con frecuencia. Desgraciadamente,
algunos de estos grupos no pudieron escapar a la vigilancia alemana. Personas
importantes conectadas con las actividades antigermanas fueron hechas
prisioneras. Muchas de ellas fueron enviadas a los campos de concentración
alemanes de Matthausen y Bergen Belsen y otros.
En la mañana de un día fatal para nosotros,
mi esposo fue citado a una junta médica en la Estación de Policía. El citatorio
había sido redactado y firmado por el doctor Konczwald.
¿Una junta médica en la Estación de Policía?.
. . ¡Qué extraño! ¿No se trataría de una trampa? Pensaba yo en los terribles
hombres de las S.S. que estaban allí y un extraño presentimiento me llenó de
terror. No solamente yo, mi esposo también, presentía que algo malo iba a
ocurrir.
—¿Qué debo hacer? —me preguntó mi esposo—. Si
acudo al llamamiento y se trata de una trampa, es probable que no vuelva jamás.
Si queremos escapar, tenemos que escondernos inmediatamente. Pero. . . ¿cómo
podemos localizar a Cámpian? No sabemos dónde buscarle. Para cruzar la frontera
tendríamos que haber organizado la escapatoria con anterioridad. Si no me
presento de inmediato como me ha sido ordenado, vendrán ellos a buscarme. ¡No
hay salvación posible! ¡Tengo que presentarme!
Mi esposo se despidió de los niños y de mí
con un beso y se dirigió a la puerta. Ahí se detuvo por un momento, indeciso,
como si esperara que le diera una solución. Yo estaba desesperada. La
situación era demasiado complicada para poder tomar una decisión rápida. Quizás
no había razón para temer nada, y efectivamente lo habían citado para una junta
médica. . . ¿Qué hacer?... yo no sabía qué debía aconsejarle.
Mi esposo debe haber percibido la tremenda
lucha que sostenía dentro de mí, y con una expresión comprensiva, emocionado,
me dijo:
—Bien, creo que no podemos hacer nada, que el
Señor nos proteja. —Y salió, cerrando la puerta tras él.
Poco después que él salió, me torné recelosa,
y empecé a hacer investigaciones. Como si se tratara de una pesadilla, recibí
la noticia que mi esposo sería deportado para Alemania inmediatamente. Presa
del terror, seguí buscando información. Todo lo que pude saber fue que saldría
para Alemania por ferrocarril en pocas horas. ¿Qué podría hacer? ¿A quién
podría acudir en busca de ayuda No había tiempo que perder. Pensé en Osvath, él
debía saber algo acerca de esto. Llamé a Osvath por teléfono pero me dijeron
que no estaba, y comprendí que no quería hablar conmigo. Tomé un taxi y me
dirigí a ver al médico en jefe de la policía. Cuando hablé con el doctor Konczwald,
me dijo que en realidad, el doctor Lengyel sería enviado a Alemania. También me
dijo que, como el doctor Lengyel era un famoso cirujano, y en Alemania existía
escasez de médicos, seguramente le pondrían a trabajar en algún hospital
metropolitano o en alguna clínica. Le dije al doctor Konczwald que yo quería
reunirme con mi esposo, y le pregunté qué me sugería hacer con mis hijos y con
mis padres. Si él me aconsejaba llevarlos con nosotros. Y me respondió:
— ¡Definitivamente, llévelos usted!
¿Qué ideas cruzaron por mi mente? En verdad,
mi esposo era un famoso cirujano. En verdad, yo sabía que había escasez de
médicos en Alemania, y lo que dijo el doctor Konczwald acerca de la suerte de
mi esposo sonaba lógico. Pregunté a las autoridades alemanes si me permitirían
acompañar a mi esposo. El oficial de las S.S. me dijo que no tenía ningún
inconveniente. Si yo deseaba ir, era bienvenida. En realidad, me dijeron, no
hay nada que temer. Y de mil maneras, me animaron y convencieron que así lo
hiciera.
Instantáneamente, tomé una decisión.
Tendríamos que afrontar muchas penalidades; la vida agradable que habíamos
vivido podría no volver jamás. Pero la separación sería peor. La guerra podía
continuar por meses, quizás por años, y tal vez en el torbellino de la misma,
seríamos separados el uno del otro para siempre. Pero al irnos juntos, por lo
menos compartiríamos el mismo destino. En el futuro, así como en el pasado, mi
lugar estaba al lado de mi esposo.
¡Qué fatal decisión acababa de tomar
deliberadamente! Antes de tres horas, me iba a convertir en la causante de la
desgracia de mis padres y de mis hijos.
Mis padres trataron de convencerme que nos
quedáramos.
—Si tu esposo fuera llamado a filas, tú no
podrías seguirle hasta el frente— dijo mi padre con preocupación.
Insistí en mi decisión. Después de todo, el
colega de mi esposo, doctor Konczwald, así como los oficiales alemanes me
habían asegurado que no había nada que temer. ¿Cómo iba yo a imaginar adonde
nos enviaban y que sólo querían engañarnos?
No había tiempos para discusiones. Los
minutos corrían velozmente y tenía que alcanzar a mi esposo. Viendo que era inútil
tratar de disuadirme, mis padres, también, decidieron venir con nosotros. Por
supuesto, no podía dejar a mis hijos. Con suma rapidez, empaqué lo más
indispensable en una maleta, tomamos un taxi y fuimos al encuentro de mi
esposo. Se encontraba detenido en la cárcel municipal.
Nos acercábamos a la prisión, cuando de
repente, me sentí muy inquieta. Algo dentro de mí me advirtió que no debía
llevar a mis padres y a mis hijos a un destino desconocido, y también que
debería evitar a toda costa que mi esposo hiciera este viaje. Entonces me
acordé de la hermana Esther. La hermana Esther tenía una inteligencia
excepcional. Todos los problemas que surgían en la casa de las hermanas
referentes a la Orden o de otra índole, eran puestos en sus manos y ella siempre
daba pruebas de su eficiencia, resolviéndolos. Yo confiaba plenamente en su
juicio y estaba segura que ella podía ayudarnos y aconsejarnos.
¡Qué desesperada me sentí cuando me dijeron
en la casa de las Hermanas que la hermana Esther había ido a Oradea-Mare, una
ciudad bastante retirada de Cluj a arreglar ciertos asuntos importantes y que
no volvería hasta dentro de unos días!
Le pedí a una de las hermanas que rogara a la
Madre Superiora que me recibiera. Fui conducida a la oficina de la Madre
Superiora y le conté lo que nos pasaba. También le dije que regresaría a ver al
doctor Konczwald para tratar de impedir el viaje de mi esposo. Después de escucharme,
con amabilidad nos ofreció un cuarto.
Dejamos nuestras pertenencias en el cuarto y
llamé a mi casa preguntando, sin decir desde dónde hablaba, si había alguna
noticia sobre mi esposo. Me dijeron que no, pero que el Cámpian aguardaba con
su carreta afuera de la casa. Apenas había terminado mi llamada, cuando una
hermana entró y nos dijo que la Madre Superiora ya había hablado con la señora
Konczwald, a quien ella conocía, y que llegaría de un momento a otro. Nos
llenamos de regocijo y de esperanza. Pensábamos que la visita de la señora
Konczwald significaba que nos iba a prestar ayuda. Probablemente se trataba de
una mujer bondadosa que me ayudaría a rescatar a mi esposo.
Pero cuando la señora Konczwald llegó, fue
muy grande nuestra desilusión. Pues no sólo se negó a hacer algo para tratar
de libertar a mi esposo, sino que insistió en que todos debíamos presentarnos
inmediatamente adonde se encontraba el doctor Lengyel. Traté de explicarle que
yo deseaba ardientemente reunirme con mi esposo, pero que no quería arrastrar
a mi familia a un futuro incierto, así que deseaba avisarle a Cámpian que se
llevara a mis padres y a mis hijos a su granja. Pero la señora enérgicamente se
rehusó a aceptar este plan, insistiendo en que ella misma debía llevarnos a la
prisión en un carro que esperaba afuera.
¿Por qué la señora Konczwald disponía así del
futuro de nuestras vidas? ¿Qué derecho le asignaba para hacerlo? Pero también,
yo sabía que si me negaba a obedecer sus órdenes, ella podría llamar a la
Gestapo.
Le dije a una de las Hermanas que quería
despedirme personalmente de la Madre Superiora. Pero la hermana regresó y me
dijo que la Madre Superiora se excusaba, y no podía venir. Yo estoy segura que
la Madre Superiora obró de buena fe. ¡Pobre Madre Superiora! ¡Qué situación
tan difícil en la que ella se encontraba!
En silencio tomamos nuestro equipaje y nos
dirigimos a la puerta de salida. ¿Qué negro futuro había decidido para nosotros
esta cruel mujer?
Camino de la prisión, le rogué a la señora
Konczwald que dejara bajar del carro a mi familia. Pero se rehusó
terminantemente. Cuando llegamos a la prisión, ella nos acompañó al edificio y
ya dentro nos entregó.
En este crítico momento cuando debíamos
enfrentarnos a lo desconocido, traté de convencerla y le supliqué que por lo
menos los niños deberían ser salvados del viaje, y le rogué que los entregara a
Cámpian. Pero otra vez, ella se rehusó rotundamente a cumplir mi petición. La
miré con asombro al oír su respuesta, preguntándome cómo puede una mujer que también
tiene hijos desoír la súplica desesperada de una madre. ¿Sería que carecía
completamente de sentimientos?
Momentos después, estábamos ya detrás de las
rejas que nos separaban de la libertad. Antes que la señora Konczwald se
retirara, le entregué un sobre que contenía 5,000 pengos.
—Como puedo ver, nosotros ya no necesitaremos
este dinero —le dije esbozando una amarga sonrisa—. Entregúelo a la hermana
Esther.
—Usaré este dinero para mandar decir misas
por sus almas —dijo, tomando el dinero
de mi mano y guardándolo en su bolso. .
.
—¿Mandar decir misas por nuestras almas?. . .
¿Qué significa esto? Entonces me di cuenta que sabía desde el principio que
tanto a mí como a mi familia nos había enviado a una muerte segura, y que esto
había sido hecho en combinación con su esposo y con los alemanes. ¡Con qué frío
calculo habían planeado todo! La miré con gran desesperación y resignadamente
le dije:
—Usted puede mandar decir las misas, señora
Konczwald, pero después de lo que acaba de hacernos, mándelas decir también
por su propia alma.
No nos pasó por las mentes la idea de la
traición que estaban urdiendo contra nosotros, hasta que nos vimos juntos en
el andén de la estación del ferrocarril. Nos enteramos entonces de que lo mismo
les ocurrió a multitud de vecinos y amigos, que estaban allí como nosotros.
Muchos otros hombres fueron detenidos de la misma manera, y a sus familias las
habían animado a que los acompañasen. Sin embargo, todavía no existía motivo
para demasiada alarma. Los alemanes hacían las cosas a conciencia. Utilizaron
para todos la misma técnica. ¿Por qué? Estábamos desconcertados, perplejos y
llenos de aprensión, pero no había nadie a quién podérselo preguntar.
De pronto, caímos en la cuenta de que la
estación estaba totalmente rodeada por centenares de soldados. Alguien manifestó
a voces su deseo de volverse, pero la falange de sombríos centinelas lo hacía
imposible. Unos a otros nos agarramos las manos y tratamos de aparentar
indiferencia, por el bien de nuestros pequeños.
La escena adquirió caracteres de pesadilla.
En las vías esperaba un tren interminable. No estaba formado por coches para
pasajeros, sino de vagones para ganado, atestados de candidatos a la
deportación. Nos quedamos mirándolos. Se llamaban unos a otros con gritos estremecidos.
Los rótulos de los distintos vagones indicaban su punto de origen: Hungría,
Yugoslavia, Rumania. . . sólo Dios sabía desde dónde venían los primeros
contingentes de aquel tren.
Las protestas eran inútiles. Nos había
llegado el turno. Los soldados empezaron a acercársenos y a empujarnos. Se nos
condujo como a ovejas, obligándonos a subir a un vagón vacío, de ganado.
Nuestro único interés, de momento, era mantenernos juntos según nos iban
empujando. Luego, la única puerta del vagón se cerró detrás de nosotros. No
recuerdo si rompimos a llorar o a gritar. El tren empezaba a moverse.
Noventa y seis personas habían sido embutidas
en nuestro vagón, y entre ellas muchos niños que estaban casi aplastados entre
el equipaje... el miserable y escaso equipaje, que sólo contenía lo más
precioso o lo más útil. Noventa y seis hombres, mujeres y niños en un espacio
donde sólo cabían ocho caballos. Sin embargo, no era aquello lo peor.
Estábamos tan apretados que sólo la mitad de
los que íbamos allí tenían sitio para sentarse. Apretujados unos contra otros,
mi marido, mi hijo mayor y yo nos quedamos de pie para que pudiese sentarse mi
padre. Hacía muy poco, había sufrido una operación grave y necesitaba
forzosamente descansar.
Además, a medida que fue pasando la primera y
la segunda hora, íbamos cayendo en la cuenta de que los detalles más
fundamentales de la existencia se estaban poniendo extremadamente complicados.
Ni hablar de retretes o cosa parecida. Afortunadamente, muchas madres tuvieron
la precaución de llevar bacinicas para sus pequeños. Con una manta por cortina,
aislamos un rincón del vagón. Podíamos vaciarlas por la única diminuta ventana
que había, pero no disponíamos de agua con qué limpiarlas. Pedimos ayuda, pero
nadie nos contestó. El tren seguía adelante. . . rumbo a lo desconocido.
Como el viaje iba prolongándose
interminablemente y el vagón no cesaba de saltar y traquetear, todas las
fuerzas de la naturaleza se pusieron de acuerdo contra los noventa y seis. Un
sol abrasador socarraba las paredes del vagón, hasta que el aire se hizo
irrespirable. El interior estaba casi totalmente a oscuras, porque la luz del
día que se filtraba por la ventanilla sólo iluminaba aquel rincón. Al cabo de
cierto tiempo decidimos que aquello era lo mejor. La escena se estaba poniendo
cada vez más repulsiva.
Los viajeros eran, en su mayor parte,
personas de cultura y de posición en nuestra comunidad. Muchos eran doctores
judíos, o profesionistas diversos, y miembros de sus familias. Al principio
todos procuraron ser corteses y tratar con atención y solicitud a los demás, a
pesar del terror común. Pero a medida que fueron deslizándose las horas,
empezaron a saltar los nervios. Pronto surgieron incidentes y, más tarde,
hasta reyertas graves. Así, poco a poco, la atmósfera fue envenenándose. Los
niños lloraban, los enfermos se quejaban, lamentábanse las personas ancianas,
y hasta los que, como yo, gozaban de perfecta salud, empezaron a sentir las
incomodidades.
El viaje estaba resultando increíblemente
triste y lúgubre, y aunque pudiera decirse otro tanto de cualquiera de los
vagones que formaban nuestro tren, y sin duda ninguna, los innumerables trenes
procedentes de todos los rincones de Europa —de Francia, Italia, Bélgica,
Holanda, Polonia, Ucrania, los países bálticos y los Balcanes, todos los cuales
caminaban hacia el mismo destino inhumano—, nosotros sólo conocíamos los
problemas que personalmente nos afectaban.
Pronto se hizo intolerable la situación.
Hombres, mujeres y niños se disputaban histéricamente cada pulgada cuadrada de
terreno. Cuando cayó la noche, perdimos todos la última idea de comportamiento
humano, y el escándalo subió de tono hasta que el vagón se convirtió en un
verdadero infierno.
Por fin, las mentes más serenas se
impusieron, y se restableció una aparente orden. Nos eligieron capitanes a
cargo de la situación a un médico y a mí. Nuestra tarea fue hercúlea: teníamos que mantener la disciplina e higiene más elemental, atender a
los enfermos, calmar a los que estaban nerviosos y dominar a los que perdían
los estribos. Y sobre todo, nuestra obligación era mantener la moral del
grupo, cometido absolutamente imposible, porque nosotros mismos estábamos al
borde de la desesperación.
Había que
resolver un sinnúmero de problemas prácticos. El alimenticio era abrumador.
Nuestros guardianes no nos habían dado nada, y las menguadas provisiones que
habíamos llevado por nuestra cuenta empezaron a desaparecer. Era ya el tercer
día. El corazón se me subió a la garganta. ¡Ya habían pasado tres días! ¿Cuánto
más nos quedaría todavía? ¿Y adonde íbamos? Lo peor de todo era que nos
constaba que muchos de nuestros compañeros habían escondido parte de sus
bastimentos. Creían ingenuamente que se los iba a poner a trabajar en cuanto
llegásemos a nuestro destino, y que iban a necesitar lo que llevaban para
completar las raciones regulares de rancho que les diesen.
Afortunadamente,
nuestra desgracia disminuía nuestro apetito. Pero observamos que la salud del
grupo, en general, se estaba quebrantando rápidamente. Los que ya venían
débiles o tenían algún padecimiento cuando comenzó nuestro sufrimiento, iban
perdiendo fuerzas, como le ocurría a los mismos elementos sanos.
En la
ventanilla apareció la cabeza de un guardia especial de la S.S., amenazando con
su pistola Luger:
— ¡Treinta
relojes de pulsera, inmediatamente! Si no, pueden darse todos por muertos!
Exigía su
primera recaudación del "impuesto" alemán, y no teníamos más remedio
que reunir objetos suficientes para darle gusto. Así fue como mi pequeño Thomas
hubo de despedirse del reloj de pulsera que le habíamos regalado después de
haber salido triunfante de sus exámenes de tercer grado en la escuela.
—¡Sus
plumas fuentes y sus portafolios! Otro "impuesto".
—¡Vengan
las joyas, y les traeremos un caldero de agua fresca!
Un caldero
de agua para noventa y seis seres humanos, de los cuales treinta eran niños
pequeños. Aquello equivalía a unas cuantas gotas para cada uno, pero iban a ser
las primeras que probásemos en veinticuatro horas.
—¡Agua,
agua! —gemían los enfermos al ver que disminuía el contenido de la cubeta.
Miré a
Thomas, mi hijo más pequeño. Tenía los ojos clavados en el agua. ¡Qué resecos
estaban sus labios! Se volvió y me miró a los ojos. Él también se hacía cargo
de lo precario de nuestra situación. Tragó saliva y no pidió nada. No se le dio
nada de beber, porque había muchos que necesitaban las preciosas gotas más que
él. Me hizo sufrir, pero también me sentí orgullosa de su valor y energía.
Ahora
teníamos más enfermos en nuestro vagón. Había dos torturados por úlceras de
estómago. Otros dos, atacados de erisipela. Muchos estaban aquejados de
disentería.
Tres niños
yacían junto a la puerta. Parecían calenturientos. Uno de los médicos los
reconoció y dio en seguida un paso atrás. ¡Tenían escarlatina!
Me pasó un
escalofrío por la espalda. Con la escasez de espacio vital que teníamos, todo
nuestro grupo podría contraer la enfermedad.
Era
imposible aislar a los pequeños. La única "cuarentena" que podíamos
establecer era hacer que los que estaban cerca de los infectados les volviesen
la espalda.
Al
principio, todo el mundo procuró mantenerse apartado de los enfermos para
evitar el contagio, pero a medida que fueron pasando los días, nos hicimos
indiferentes al peligro.
El segundo
día, uno de los comerciantes principales de Cluj padeció un ataque al corazón.
Su hijo, quien también era médico se arrodilló junto a él. Sin medicinas, no
podía hacer nada y no le quedaba más remedio que observar cómo agonizaba su
padre mientras el tren seguía traqueteando.
¡La muerte
en el vagón! Una ráfaga de horror cruzó entre aquel rebaño de seres humanos.
Llevado de
su amor filial, el hijo empezó a murmurar el canto tradicional de las exequias
fúnebres, y muchos elevaron su voz para acompañarlo.
En la
primera estación se detuvo el tren. Se abrió la puerta y entró un soldado de
la Wehrmacht. El hijo del muerto gimió:
—Tenemos
un cadáver entre nosotros. Se ha muerto mi padre.
—Pues
quédense con su cadáver —replicó el otro brutalmente—. ¡Pronto tendrán muchos
más!
Nos
indignó su indiferencia. Pero no tardamos mucho en tener, en efecto, bastantes
más cadáveres; y pasando el tiempo, también nosotros nos hicimos insensibles
hasta el extremo de que no nos importó.
—Por fin
—suspiró un marido, cerrando los párpados de su adorada esposa, que acababa de
sucumbir.
— ¡Dios
mío, cuánto tiempo nos lleva! —sollozó una madre, inclinándose sobre su hijo
de dieciocho años que agonizaba.
¿Era éste
el quinto día, o el sexto de aquel viaje sin fin?
El vagón
de ganado se había convertido en matadero. Más y más plegarias fueron surgiendo
por los muertos, en la atmósfera agobiante. Pero los miembros de las S.S. no
nos permitían enterrarlos ni retirarlos. No teníamos más remedio que vivir con
los cadáveres alrededor nuestro. Los muertos, los enfermos contagiosos, los
aquejados de enfermedades orgánicas, los consumidos, los hambrientos y los
locos, todos tenían que viajar juntos en aquel infierno de madera.
Al séptimo
día, mi amiga Olly intentó suicidarse envenenándose. Sus hijos, dos niños
adorables; sus ancianos padres, que llegaran a Cluj como refugiados de Viena; y
su marido, aún siendo médico, suplicaron al doctor Lengyel que la salvase.
Lo primero
que tenía que hacer era limpiar el estómago de la mujer. Para ello era
indispensable un tubo de goma. Afortunadamente, si se me permite expresarme
así, mi padre había usado, desde que lo operaron, un aparato para orinar, que
tenía un tubo de dicha materia. Para llevar este tubo a la pobre Olly era
literalmente necesario pasar por encima de nuestros vecinos enfermos. Luego, mi
marido tenía que administrarle el tratamiento de un espacio reducido, sin los
instrumentos necesarios y sin luz. Pero el mayor problema era la escasez de
agua.
En el
fondo de unas cuantas cantimploras y botas, quedaban todavía menguadas reservas
del precioso líquido vital. Ninguno estaba dispuesto a desprenderse de una
gota. Se necesitó toda la autoridad de mi marido para que le cediesen un poco.
Pese a
todas estas dificultades, el tratamiento fue un éxito, y la mujer se salvó.
Provisionalmente, por lo menos. Porque al día siguiente, moría.
De cuando
en cuando, en el decurso de aquel viaje infernal, trataba de olvidarme de la
realidad, de los muertos, de los agonizantes, del hedor y de los horrores. Me
trepé a varias maletas y miré por la ventanilla. Observé el panorama
encantador de los Tatras, los bosques magníficos de abetos, las verdes praderas,
los pacíficos pastizales y las pintorescas casitas. Todo
aquello se antojaba un paisaje para anunciar
chocolates suizos. ¡Qué irreal me pareció!
Dos veces al día, los guardianes pasaban su
revista. Creíamos que deberían observar con extremado rigor lo que pasaba,
porque los imaginábamos que tenían ficheros de todos y estaban en condiciones
de escudriñar los detalles más mínimos con la proverbial minuciosidad alemana.
Pero aquello no era más que otra ilusión que habríamos de perder. Sólo estaban
interesados en nosotros como grupo, y no les importaban los individuos.
A veces, pasábamos por estaciones en que
esperaban trenes militares y hospitales. Los soldados tenían una moral
entusiasta. No sé si estarían ebrios de triunfo o exasperados por las derrotas,
pero aquellas tropas, lo mismo las de hombres sanos que las de heridos, no
tenían más que sonrisas burlonas para los pobres apestados, deportados en
vagones de ganado. Los insultos más crueles y soeces llegaban a nuestros
oídos. Una y otra vez me preguntaba si sería posible que aquellos hombres de
uniforme verde no tuviesen más emociones que las del odio y la perversidad. Sea
lo que fuere, el caso es que no fui testigo de la más ligera manifestación de
compasión o piedad.
Por fin, al terminar
el séptimo día, el vagón de la muerte se detuvo. Habíamos llegado. ¿Pero
adonde? ¿Era aquello una ciudad? ¿Qué nos irían a hacer ahora?
CAPÍTULO II
La
Llegada
Cuando
recuerdo hoy nuestra llegada al campo de concentración, se me antojan los
vagones de nuestro tren como otros tantos ataúdes. Era, en realidad, un tren
funeral. Los agentes de la S.S. y de la Gestapo eran nuestros sepultureros; los
oficiales que más tarde valoraron nuestras "riquezas" eran nuestros
herederos voraces e impacientes.
No
podíamos experimentar más que un profundo sentimiento de alivio. Cualquier cosa
era mejor que aquella terrible incertidumbre. ¿Podría haber algo más truculento
que una cárcel sobre ruedas, con su lobreguez abrumadora, con la fetidez de
olores hediondos y con los gemidos y lamentaciones que partían el alma?
Esperábamos
ser sacados del vagón sin más demoras. Pero aquella esperanza pronto resultó
fallida. Teníamos que pasar todavía la octava noche en el tren, apilados los
vivos unos encima de otros para evitar el contacto con los cadáveres en descomposición.
Nadie
durmió aquella noche. La emoción de alivio que nos había embargado cedió a otra
de ansiedad, como si un sexto sentido nos advirtiese el desastre que se cernía
sobre nosotros.
A duras
penas me fui abriendo paso entre la masa compacta de humanidad animal para
llegar a la ventanilla. Desde allí contemplé un espectáculo macabro. Fuera
teníamos un verdadero bosque de alambradas con púas, que estaba iluminado a
intervalos por reflectores poderosos.
Un inmenso
sudario de luz cubría cuánto alcanzaba la vista. Era un espectáculo que helaba
a uno la sangre, pero que al mismo tiempo le daba confianza. Aquel derroche
escandaloso de
electricidad indicaba indudablemente que la civilización estaba cerca y que
iban a terminar las circunstancias que hasta entonces habíamos tenido que
soportar.
Sin embargo, estaba muy lejos de comprender
el significado auténtico de aquello. ¿Qué nos tendría reservado el destino a
nosotros? Hice las conjeturas más razonables, pero mi imaginación se negaba a
encontrar una explicación lógica.
Por fin, volví adonde estaban mis padres,
porque sentía una gran necesidad de hablar con ellos.
—¿Pueden perdonarme, a pesar de todo?
—murmuré, besándoles las manos.
—¿Perdonarte? —me preguntó mi madre con su
ternura característica—. No has hecho nada por lo que necesites perdón.
Pero sus ojos estaban arrasados de lágrimas.
¿Qué sospecharía ella en aquella hora?
—Tú siempre has sido la mejor de las hijas
—añadió mi padre.
—Acaso muramos nosotros —continuó diciendo
suavemente mi madre—, pero tú eres joven. Tienes fuerzas para luchar, y
vivirás. Todavía puedes hacer mucho para ti misma y para los demás.
Aquélla fue la última vez que los abracé.
Por fin, amaneció pálidamente el día. Al poco
tiempo, un oficial, que nos enteramos era el comandante del campo, vino a
recibirnos bajo su custodia. Estaba acompañado por un intérprete que, según se
nos dijo más tarde, hablaba nueve idiomas. La misión de éste, era traducir cada
una de las órdenes al idioma nativo de los deportados. Nos advirtió que
teníamos que observar la más estricta disciplina y cumplir todas las órdenes
sin discusión. Lo escuchamos. ¿Qué motivo teníamos para sospechar que nos
fuesen a hacer víctimas de peores tratos que los que hasta entonces habíamos
recibido?
En el andén, vimos un grupo uniformado con el
traje a rayas de los penados. Aquel espectáculo nos produjo una impresión
dolorosa. ¿Nos quedaríamos también nosotros tan macilentos y quebrantados como
aquellas pobres criaturas? Habían sido conducidos a la estación para hacerse
cargo de nuestros equipajes, o más bien, de lo que quedaba de ellos después de
haber recaudado sus "impuestos". Allí se nos desposeyó de todo en
absoluto.
Se oyó la orden seca y perentoria:
— ¡Salgan!
Las mujeres fueron colocadas a un lado y los
hombres a otro, de cinco en fondo.
Los médicos debían situarse en un grupo
separado con sus maletines quirúrgicos. Aquello nos pareció más bien
esperanzador. Si se necesitaban doctores, quería decir que los enfermos
recibirían atención médica. Llegaron cuatro o cinco ambulancias. Se nos
notificó que estaban destinadas al transporte de los enfermos. Otro buen
síntoma.
¿Cómo íbamos a sospechar que todo aquello no
era más que una forma de cubrir las apariencias para mantener el orden entre
los deportados con un mínimo de fuerza armada? De ninguna manera hubiésemos
podido suponer que las ambulancias iban a conducir a los enfermos directamente
a las cámaras de gas, de cuya existencia había yo dudado. . . ¡Y de allí a los
crematorios!
Apaciguados por aquellos indicios astutamente
preparados, no opusimos resistencia a que se nos despojase de nuestras pertenencias,
y marchamos dócilmente hacia los mataderos.
Mientras se nos reunía en el andén de la
estación, los equipajes fueron cargados por las criaturas vestidas como
penados. Luego, fueron retirados los cadáveres de los que habían perecido
durante el viaje. Después de varios días entre nosotros, algunos estaban
horriblemente hinchados y en distintas fases de descomposición. El hedor era
tan nauseabundo, que millares de moscas fueron atraídas hacia los muertos. Se
cebaban en los cadáveres y atacaban a los vivos, atormentándonos incesantemente.
En cuanto salimos del vagón de ganado, mi
madre, mis hijos y yo quedamos separados de mi padre y de mi marido. Ahora
estábamos formados en columnas que se extendían hasta centenares de metros. El
tren había descargado de cuatro a cinco mil pasajeros, todos tan perplejos y
consternados como nosotros.
Después de distintas órdenes, fuimos
desfilando ante treinta hombres de las S.S., entre los cuales estaba el jefe
del campo y otros oficiales. Empezaron a escogernos, poniéndonos a unos a la
derecha y a otros a la izquierda. Aquélla fue la primera "selección"
en la cual se separaron los primeros que iban a ser sacrificados, para ser
después enviados a los crematorios, cosa que estábamos muy lejos; de soñar
siquiera.
A los niños y a los viejos se les ordenaba
automáticamente:
—¡A la izquierda!
Cuando se despedían, se oían gritos
desesperados, llantos frenéticos y voces de:
—¡Mamá, mamá!
Iban a repercutir siempre ya en mis oídos.
Pero los guardianes de las S.S. estaban dando muestras de que no tenían sentimientos
de ningún género. A los que intentaban resistirse, lo mismo viejos que jóvenes,
los golpeaban sin compasión; e inmediatamente reconstruían nuestras columnas
en los dos nuevos grupos, derecho e izquierdo, pero siempre de cinco en fondo.
La única explicación que se nos dio, fue la
de un oficial de las S.S., quien nos aseguró que los ancianos iban a quedar a
cargo de los pequeños. Yo lo creí, suponiendo, naturalmente, que los adultos
capaces serían destinados a trabajar y que los viejos y los niños quedarían
atendidos.
Nos llegó el turno. Mi madre, mis hijos y yo
avanzamos hacia los "seleccionadores". Entonces cometí mi segundo y
terrible error. El seleccionador hizo una seña a mi madre y a mí para que nos
incorporásemos al grupo de los adultos. Mandó a mi hijo más pequeño, Thomas,
con los niños y los ancianos, lo cual iba a equivaler a su exterminación
inmediata. Ante Arved, mi hijo mayor, se quedó indeciso.
El corazón me dio un vuelco. Aquel oficial,
hombre corpulento, moreno y con gafas, parecía estar haciendo lo posible por
tomar una decisión equitativa. Luego me enteré de que era el doctor Fritz
Klein, el "Seleccionador Jefe".[1]
—Este muchacho debe tener más de doce años
—me indicó.
—No —protesté.
La verdad era que Arved no había cumplido
todavía los doce, y así podía decirlo. Estaba muy crecido para su edad, pero yo
quería ahorrarle los trabajos que acaso resultasen para él demasiado duros.
—Está
bien —asintió con
gesto amistoso Klein—.
¡A la izquierda!
Yo había persuadido a mi madre de que debía
seguir a los niños y atenderlos aun cuando ella era joven, siendo abuela, era
acreedora al trato concedido a los ancianos, y alguien tenía que cuidar de
Arved y Thomas.
—A mi madre le gustaría quedarse con los
pequeños —dije.
—Muy bien —accedió él nuevamente—. Todos
ustedes van a estar en el mismo campo.
—Y al cabo
de unas cuantas semanas, todos volverán a reunirse —añadió otro oficial, con
una sonrisa—. ¡El siguiente!
¿Cómo iba
yo a poder sospecharlo? Les había ahorrado los trabajos forzados, pero había
condenado a Arved y a mi madre a morir.
* * *
La
carretera estaba bien reparada. Era a principios de mayo, y una brisa fresca
nos traía un olor peculiar y dulzón, muy parecido a la carne que se quema,
aunque no lo identificamos como tal. Aquel olor nos recibió a nuestra llegada y
permaneció para siempre entre nosotros.
El
campamento ocupaba un vasto espacio de unos nueve y medio kilómetros por cerca
de trece, como comprobé más tarde. Estaba rodeado de postes de cemento, de una
altura de tres a cuatro metros y de un espesor de cerca de cuarenta centímetros,
plantados a intervalos de tres metros y medio aproximadamente, con una doble
red de alambradas entre sí. En cada poste había una lámpara eléctrica, un
enorme ojo brillante, enfocado sobre los presos y jamás apagado. Dentro del
inmenso recinto había muchos campamentos, cada uno de los cuales estaba
designado por una letra.
Los campos
se hallaban separados por terraplenes de un metro. Encima de ellos había tres
hileras de alambradas con púas, cargadas de fluido eléctrico.
Al entrar
en los terrenos del campamento, y al pasar por los distintos campos,
distinguimos diversos edificios de madera. Las alambradas que rodeaban estas
estructuras nos parecieron jaulas. Encerradas en estas jaulas había mujeres
cubiertas con miserables harapos, con las cabezas rapadas y los pies descalzos.
Hablando en todos los idiomas de Europa, imploraban un mendrugo de pan o un
chal para cubrir su desnudez.
Oímos sus
gritos penetrantes:
—¡También
ustedes se acabarán, como tantas de nosotras!
—Pasarán
frío y hambre como nosotras.
—¡Y serán
golpeadas también!
De pronto,
apareció en medio de aquel rebaño humano una mujer corpulenta y bien vestida.
Con un garrote macizo, soltaba golpes a diestra y siniestra sobre las que se
interponían en su camino.
No podíamos dar crédito a nuestros ojos.
¿Quiénes eran aquellas mujeres? ¿Qué crimen habían cometido? ¿Qué nos tendría
destinada la suerte a nosotras?Aquello era como una pesadilla. ¿No sería esto,
pensábamos, el patio de un manicomio? Quizás esa mujer fuese una loquera que
apelaba al último recurso... a la fuerza bruta.
—No hay duda —dije para mis adentros—, estas
mujeres son anormales, y por eso es por lo que están aisladas.
No me cabía en la cabeza, a pesar de todo,
que se humillasen y degradasen de aquella manera mujeres que estaban en su
sano juicio y no eran culpables de crimen alguno.
Pero, sobre todo, estaba muy lejos de
imaginar que, en muy poco tiempo, yo también iba a quedar reducida a aquella
lamentable condición.
Después de esperar unas dos horas frente a un
edificio de grandes proporciones, aunque construido muy toscamente, nos
quedamos completamente heladas. Luego, un pelotón de soldados nos metió, a
empujones. Nos encontramos en el interior de una especie de hangar, de 8 a 10
metros de ancho por unos 30 de largo. A empellones, los guardianes nos convirtieron,
en un grupo tan compacto que era verdaderamente doloroso tratar de moverse. Se
cerraron las grandes puertas.
Unos veinte soldados, la mayor parte de los cuales
estaban borrachos, se quedaron dentro. Nos miraron despectivamente e hicieron a
gritos comentarios sarcásticos. Un oficial empezó a ladrar órdenes:
—¡Desnúdense! Dejen aquí toda su ropa. Dejen
también sus papeles, objetos de valor y equipos médicos; y fórmense en filas
contra la pared.
Surgió un murmullo general de indignación.
¿Por qué habíamos de desnudarnos?
—¡Silencio! ¡Si no quieren ser apaleadas
hasta morir, cierren la boca!
Así vociferaba el oficial.
El intérprete fue traduciendo aquello a todos
los idiomas.
—De ahora en adelante, no se olviden de que
son prisioneras.
Las dos docenas de guardianes que tenían a su
cargo la operación de hacer que nos desnudásemos, empezaron su tarea.
En aquel momento, nuestras últimas dudas, las
que pudieran quedarnos, se desvanecieron. Comprendimos, por fin, que habíamos
sido terriblemente engañadas. Los equipajes que dejáramos en la estación
quedaban perdidos para siempre. Los alemanes nos habían despojado de todo,
hasta de los más insignificantes recuerdos que nos pudieran traer añoranzas de
nuestra vida pasada. A mí, la pérdida de las fotografías de mis seres queridos
me sumió en una profunda tristeza. Pero había comenzado la hora de nuestra
vergüenza y de nuestra desgracia. En cuanto principiamos a quitarnos la ropa,
nos sentimos asaltadas por las sensaciones más extrañas. Muchas de nosotras
éramos médicos o esposas de médicos, y nos habíamos proveído de cápsulas de
veneno, por si se ponían las cosas peores. ¿Por qué? Porque habíamos vivido en
una atmósfera de terror y necesitábamos estar preparadas para cualquier
emergencia. Aunque yo me había sentido optimista cuando salimos, y abrigaba
todavía esperanzas, y también me había provisto de dicha arma de
autodestrucción. ¡Siempre se experimenta un consuelo al pensar en eso como
último recurso, y al sentirse amo de su vida o su muerte! Hasta cierto punto,
esto representa el valor último de la libertad. Al despojarnos de cuanto
teníamos, los alemanes nos estaban exigiendo también estos venenos.
En un momento, la doctora G., húngara, agarró
su jeringa de morfina y, ante la imposibilidad de ponerse a sí misma una
inyección intravenosa, se tragó el contenido de la ampolleta. Sin embargo, el
veneno fue absorbido por el conducto bucal y no obró el efecto deseado.
Un pensamiento me consumía y obsesionaba:
¿Cómo me las arreglaría para esconder mi veneno? Se nos ordenó ir a los baños.
Teníamos que pasar a otra habitación, completamente desnudas a excepción de los
zapatos, y tener las manos abiertas mientras nos inspeccionaban.
La suerte me acompañó. Se nos ordenó
quitarnos los zapatos, pero las que los tenían muy viejos podían quedarse con
ellos puestos; a los alemanes no les interesaban los artículos sin valor. Yo
llevaba botas, lo cual, como estábamos al principio de la primavera, no
interesó en absoluto a los guardianes, sobre todo estando cubiertos de cieno y
fango como estaban. En un segundo logré esconder mi mayor tesoro, el veneno, en
una abertura del forro de mis botas.
— ¡Contra la pared! —gritaron los guardianes.
Entonces descargaron sus cachiporras sobre
nuestros cuerpos desnudos, como habíamos visto hacer a aquella mujer poco
antes con las desgraciadas internadas.
Algunas vecinas mías intentaron en su
desesperación quedarse con sus papeles. . . otras, hasta con sus libros de
rezo o sus fotografías. Pero los guardianes tenían ojos de águila. Las golpeaban
con sus garrotes terminados en conteras de hierro, o las tiraban del pelo tan
brutalmente que las pobres mujeres se contorsionaban y terminaban por
desplomarse al suelo.
— ¡Ya no van a necesitar ustedes documentos
de identificación ni fotos! —les gritaban burlonamente.
Me coloqué en mi fila, completamente desnuda,
pero mi vergüenza estaba superada por mi miedo. A los pies, tenía mis prendas
de vestir, y encima de ellas, las fotografías de mi familia. Contemplé una vez
más los rostros de mis seres queridos. Mis padres, mi marido y mis hijos
parecían sonreírme... me encorvé y metí aquellas imágenes queridas dentro de
mi chaqueta arrugada. No quería que ellos presenciasen mi horrenda degradación.
En torno mío, continuaba la temerosa
situación, los llantos y los sollozos. En un momento de ira, encontré cierta
satisfacción en desgarrar mi blusa y mi vestido. Sería un gesto todo lo
estúpido que se quiera, pero no dejaba de consolarme saber que, por lo menos,
mis prendas de vestir no iban a poder ser usadas por aquellos repugnantes
"superhombres".
Se nos sometió a un reconocimiento a fondo,
según la exactitud característica de los nazis, a un examen oral, rectal y vaginal...
lo cual constituyó para nosotras otra horrible experiencia. Teníamos que
tendernos sobre una mesa, absolutamente desnudas, para dejarnos tantear por
ellos. Y todo, en presencia de soldados borrachos, que estaban sentados
alrededor de la mesa, haciendo muecas y sonrisas obscenas.
Cuando terminó el reconocimiento, se nos
metió en una estancia contigua. Allí tuvimos que esperar otro interminable
periodo de tiempo, ante una división sobre la que se veía el rótulo
"Duchas". Tiritábamos de frío y de oprobio. A pesar de nuestras
tribulaciones y padecimientos, muchas mujeres conservaban todavía la belleza
de su rostro y de su cuerpo.
Una vez más, hubimos de desfilar ante una
mesa a la que estaban sentados soldados alemanes con expresión burlona. Se nos
empujó a otra habitación donde nos esperaban hombres y mujeres, armados de
tijeras y maquinillas para cortar el pelo. Nos iban a rapar y a depilar. El
cabello cortado era recogido en grandes sacos, indudablemente, para ser
utilizado de alguna manera. El pelo humano era una de las materias primas más
valiosas que necesitaba la industria alemana.[2]
Hubo unas cuantas mujeres que tuvieron la
suerte de que se las rapase con máquinas rápidas. Eran envidiadas por las que
tenían que someterse a esa operación, pero con tijeras; por que nuestros peluqueros y peluqueras apenas
conocían el oficio. Y, además, tenían tanta prisa, que marcaban en nuestros
cráneos cortes y escaleras irregulares, como si se complaciesen deliberadamente
en dejarnos con una facha ridícula.
Mucho antes de que me llegase el turno, un
oficial alemán me separó del resto de mis compañeras.
—No cortes el pelo a ésta —ordenó al
guardián.
El soldado me apartó y luego se olvidó de mí.
Procuré analizar qué significaba aquello.
¿Qué quería el oficial de mí? Sentí miedo. ¿Por qué había de ser yo la única a
quien no cortasen el pelo? A lo mejor, me destinaban a un trato más fino. Pero
no, de aquella gentuza no podía una esperar misericordia, como no fuese a un
precio sucio. Yo no quería preferencia ninguna; mejor sería correr la suerte de
mis compañeras. Por eso desobedecí la orden y me metí otra vez en la cola para
que me rapasen.
De repente volvió a aparecer el oficial. Me
miró el cráneo liso, se enfureció y me abofeteó en la cara con toda su fuerza.
Luego respondió al guardián y le mandó que me propinase unos azotes con un
látigo. Aquélla fue la primera vez que me azotaron en el cuerpo. Cada golpe me
abría el corazón lo mismo que la carne. Éramos almas perdidas. Dios, ¿dónde
estás?
Llegué a un estado tal de insensibilidad, que
ya no me importaba el garrote ni el látigo. Viví el resto de aquella escena
casi como mera espectadora, pensando únicamente en mis botas y en el veneno que
en su forro se escondía. Lo único que me mantenía en pie y vigorizaba mis fuerzas
desfallecidas era el pensamiento y la esperanza de que sería yo quien pronunciase
la última palabra.
* * *
Terminadas las "formalidades" del
registro, se nos empujó como a un rebaño a la estancia de duchas. Fuimos
pasando en rueda bajo las regaderas que nos mojaban con un hilo de agua
caliente. En todo aquello no empleábamos más que un minuto. Luego nos
espolvorearon con desinfectante la cabeza y las partes corrientes del cuerpo.
No estábamos secas todavía cuando nos hicieron pasar a la tercera habitación.
Las ventanas y puertas estaban abiertas de par en par, pero, debíamos tener
presente que nos hallábamos en su poder y que nuestras vidas no significaban
nada para nadie.
Allí fue donde recibimos nuestra ropa
carcelaria. No encuentro palabras para describir los extraños harapos que se
nos entregaron como ropa íntima. Nos preguntábamos qué podrían significar o
para qué podrían valer aquellas prendas interiores. No eran blancas ni tenían
color ninguno concreto; sólo eran guiñapos gastados de tela basta para quitar
el polvo y limpiar. Y ni aquello siquiera quedaba a todas. Sólo unas cuantas
favorecidas tuvieron el privilegio de llevar ropa íntima. La mayoría hubieron
de contentarse con ponerse el vestido sobre la piel. La indumentaria sugería
también una mascarada grotesca. Había unas cuantas blusas del material a rayas
destinado a los presos, pero el resto no eran más que trapos que en otro
tiempo pudieron haber pertenecido a vestidos de vistosos colores, pero que
ahora estaban convertidos en guiñapos.
A nadie le importaba que estos harapos
sentasen bien o mal a las prisioneras. Había mujeres corpulentas y de gran
busto que tenían que llevar vestidos pequeños, demasiado cortos y demasiado
estrechos, que no les llegaban siquiera a las rodillas. En cambio, a las
flacas, les tocaban acaso trajes enormes que hasta tenían cola. Sin embargo, a
pesar de lo absurdo de aquella distribución, la mayor parte de las internadas
se negaban a cambiar sus "vestidos" con sus vecinas, aunque tuviesen
oportunidad de hacerlo. No había manera de convencerlas. Ni hablar siquiera
de botones, hilo, agujas y alfileres de seguridad.
Para poner el último toque degradante al
estilo, los alemanes pintaban una flecha roja de más de un decímetro de ancha
y de medio metro de largo en la espalda de cada vestido. Se nos marcaba como a
parias.
A mí me cupo en suerte un equipo corriente.
Constaba de uno de esos vestidos de tul que fueron en su tiempo elegantes,
desgarrado y transparente, sin fondo. Con él se me entregaron unos pantalones
de hombre de tela rayada. El vestido estaba abierto por delante hasta el
ombligo y por detrás hasta las caderas.
Pese a lo trágico de nuestra situación, no
pudimos contener la risa al vernos unas a otras tan ridículamente engalanadas.
Al poco tiempo, nos costaba trabajo dominar el asco que nos inspiraban nuestras
compañeras y nosotras mismas.
Vestidas así, se nos llevó en filas frente al
edificio de las duchas. De nuevo, tuvimos que esperar horas y horas. A nadie se
le permitía menearse. El tiempo era frío. El cielo se estaba encapotando. Se
levantaba el viento. La ropa que nos habíamos puesto cuando todavía no
estábamos secas, se mojó. Aquella primera prueba de resistencia iba a producir
muchas víctimas.
Pronto habían de aparecer casos de pulmonía,
otitis y meningitis, muchos de los cuales iban a ser mortales.
A través de las prisioneras veteranas, nos
enteramos de que estábamos a unos sesenta y cinco kilómetros al Oeste de Cracovia.
El lugar se llamaba Birkenau, nombre que había recibido por estar cerca del
bosque de Birkenwald. Birkenau estaba a ocho kilómetros de la aldea y campo de
concentración de Auschwitz, o Oswiecim. El correo quedaba a cerca de trece
kilómetros, en Neuberun.
Por fin, nos llevaron en formación a otra
parte. Pasamos por delante de un bosque encantador, en cuyo lindero se levantaba
un edificio de rojos ladrillos. De la chimenea salían grandes llamaradas. Aquel
olor extraño, dulzón y mareante que nos recibiera a nuestra llegada, se
intensificó más poderosamente.
A lo largo de cerca de cien metros, había
leños apilados contra las paredes. Preguntamos a una de las guías, prisionera
veterana, para qué era aquel edificio.
—Es una "panadería" del campo
—contestó.
Nos lo tragamos sin
la menor sospecha. Si nos hubiese dicho la verdad lisa y llana, no la
habríamos creído. Aquella panadería, de la que emanaba el olorcillo
repugnante, era el crematorio, al cual iban a parar por igual los pequeños, los
viejos y los enfermos, y al que todas nosotras estábamos destinadas a fin de
cuentas.
CAPÍTULO III
La
Barraca 2.6
Llegamos
frente al recinto al cual habíamos sido destinadas. Los resplandecientes
reflectores instalados sobre la alambrada con púas que rodeaba el campo
indicaba que los alambres estaban cargados de corriente de alta tensión.
El gran
candado que aseguraba las puertas estaba abierto. Entramos. Cuando las últimas
deportadas habían traspuesto el umbral, la chirriante barrera se cerró.
Nuestra
vida pasada quedaba del otro lado de aquella portalada. En adelante, ya no
íbamos a ser más que esclavas, eternamente hambrientas y heladas, a merced de
los guardianes y sin el menor destello de esperanza. Había lágrimas en todos
los ojos cuando seguimos a nuestra guía hasta nuestro nuevo hogar, la
"Barraca 26".
Tanto
Birkenau como Auschwitz son nombres infames que constituyen una mancha para la
historia de la humanidad, por eso es necesario explicar en qué se
diferenciaban. Estaban separados por el ferrocarril. Cuando los
seleccionadores ordenaban a los prisioneros colocarse a la derecha o a la
izquierda del andén de la estación, significaba que estaban destinados a
Birkenau o a Auschwitz. Auschwitz era un campo de esclavos. Pero por dura que
fuese la vida en Auschwitz era mejor todavía que en Birkenau. Porque este
último era definitivamente un campo de exterminación, si bien nunca se mencionó
como tal en los informes. Constituía parte del crimen colosal de los
gobernantes alemanes, y rara vez se refería nadie a él, ni su existencia fue
jamás confesada hasta que las tropas aliadas y liberadoras hicieron este
secreto del dominio del mundo.
En
Auschwitz había numerosas fábricas de guerra en pleno funcionamiento, como la D.A.W.
(Deutsches-Aufrustungswerk), la Siemens y la Krupp. Todas estaban dedicadas a
la producción de armamentos. Los prisioneros destinados a trabajar allí vivían
en condiciones de singular privilegio con respecto a los que no ostentaban tal
empleo. Pero aun los que no trabajaban productivamente eran más afortunados que
los presos de Birkenau. Éstos no hacían más que esperar sencillamente su turno
para perecer en las cámaras de gas y ser consumidos luego en los crematorios.
La ingrata tarea de tratar a los que pronto
iban a ser cadáveres, y más tarde cenizas, estaba confiada a grupos llamados "kommandos".
Lo único que tenía que hacer, el personal encargado de Birkenau era
camuflar la verdadera razón de aquel campo, a saber, la exterminación. Cuando
ya no eran considerados útiles los internados de Auschwitz, o de otros campos
de concentración situados en aquella región, eran mandados a Birkenau para
morir en los hornos. Ni más ni menos: así era de sencillo y así estaba planeado
con perfecta sangre fría.
Fui descubriendo poco a poco estos detalles a
medida que iban transcurriendo las semanas. Durante nuestros primeros días en
el campo de concentración seguíamos creyendo que se nos iba a destinar a
trabajar. ¿No habíamos visto por ventura letreros que proclamaban Arbeit
macht freí (El trabajo crea la libertad)? Pero aquello no era más que un
señuelo para las pobres víctimas de los alemanes. Siempre jugaron con
nosotras, como el gato juega con el ratón al que terminará por matar.
La "Barraca 26" era un gran hangar
de maderas toscas que habían sido unidas para formar una especie de establo. En
la puerta había una placa de metal que expresaba el número de caballos
destinados a ocupar aquel portalón.
"Los animales sarnosos deben ser
separados inmediatamente", decía. ¡Qué suerte habían tenido los caballos!
Nadie se había molestado por tomar precaución ninguna con respecto a los seres
humanos encerrados allí.
El interior estaba dividido en dos partes por
una gran estufa de ladrillo, de más de un metro de alto. A cada lado de la
estufa había tres filas de camastros. Para hablar con exactitud, eran jaulas
de madera que llamábamos "Koias".
En cada una de esas jaulas, que medía tres
metros por poco más de uno y medio, se apretujaban de diecisiete a veinte
personas. Poca comodidad podía pedirse en aquellos "camastros".
Cuando llegamos, las koias no tenían
más que las simples maderas. Sobre ellas dormíamos cuando podíamos. Un mes
después, nuestros amos nos proporcionaron mantas. Para cada koia, dos
mantas miserables, sucias y apestosas; lo cual quiere decir que tocábamos a
diez personas por manta.
No todas las ocupantes podían dormir al mismo
tiempo, porque la falta de espacio era extrema. Algunas tenían que pasarse la
noche entera en cuclillas y en las posturas más extrañas. Una vez dentro de la koia,
era tremendamente complicado hacer cualquier movimiento por pequeño que
fuese, porque requería la participación, o por lo menos el acuerdo de cuantas
dormían allí.
Para complicar más las cosas todavía, el
techo de la barraca estaba en un estado deplorable. Cuando llovía, el agua se
filtraba, y las prisioneras que estaban en los camastros altos quedaban
inundadas literalmente. Pero eso no quería decir que las instaladas a ras de
tierra gozasen de ningún singular privilegio. El piso estaba sólo pavimentado
de cemento alrededor de la estufa. Por lo demás, no había más suelo que la
tierra pisada, sucia y fangosa, que se convertía en un mar de cieno al menor
chaparrón. Además, en el nivel inferior el aire era absolutamente sofocante.
La suciedad de la barraca excedía a la
imaginación más poderosa. Nuestra principal tarea consistía en conservarla limpia.
Cualquier infracción de las reglas de la higiene estaba castigada con severas
sanciones. Sin embargo, resultaba ridículo querer conservar limpia una barraca
en la que se albergaban de 1,400 a 1,500 mujeres, cuando no disponíamos de una
escoba, ni de un trapo, ni de una cubeta, ni siquiera de unos andrajos para
limpiar un poco. Este último problema lo resolvimos. Decidimos que la mujer
cuyo vestido fuera demasiado largo, debería cortárselo por abajo. Con aquel
harapo hicimos algo parecido a un trapeador. Ya era hora, porque la porquería
que cubría el piso estaba contaminando hasta el mísero aire que respirábamos.
Más difícil resultó el problema de los
platos. El segundo día, recibimos unas veinte vasijas... ¡veinte recipientes
para 1,500 personas! Cada recipiente tenía de cabida litro y medio. Nos dieron
además una cubeta y un perol con capacidad de cinco litros.
La internada que fue
elegida jefa de la barraca, o "blocova", destinó
inmediatamente el perol a evacuatorio. Sus camaradas se apoderaron en el acto
de los demás recipientes para el mismo uso. ¿Qué podíamos hacer las demás?
Parecía que los alemanes se proponían en todo momento enfrentarnos unas con
otras, haciéndonos la vida porfiada, aborrecible y despreciable. Por
la mañana, teníamos que conformarnos con limpiar las vasijas lo mejor que
podíamos para poner en ellas nuestras mezquinas raciones de azúcar de remolacha
o margarina. Los primeros días, nuestros estómagos se sublevaban ante la idea
de utilizar lo que en realidad no eran más que bacinicas por la noche. Pero el
hambre obliga, y estábamos tan agotadas que éramos capaces de comer cualquier
clase de alimento. No podíamos evitar utilizar los recipientes para la comida.
Durante la noche, muchas teníamos que emplearlos en secreto para aquellos
menesteres. Sólo se nos permitía ir a los retretes dos veces al día. ¿Cómo
íbamos a poder aguantar? Por apremiante que fuese nuestra necesidad, si
salíamos por la noche corríamos el peligro de ser atrapadas por las S.S.,
quienes tenían órdenes de disparar primero y preguntar después.
CAPITULO IV
Las
Primeras Impresiones
Hasta dos
días después de quedar instaladas en las koias, recibimos nuestra
primera comida matutina... que sólo era una taza de cierto líquido insípido y
negruzco, al que pomposamente llamaban "café". A veces nos daban té.
A decir verdad, apenas se advertía diferencia entre las dos bebidas. No estaban
azucaradas, aunque en eso consistía toda nuestra comida, sin una miga de pan,
mucho menos un miserable mendrugo.
Al
mediodía tomábamos sopa. Era difícil averiguar cuáles eran los ingredientes que
integraban aquella pócima. En circunstancias normales, hubiese sido
absolutamente imposible tragársela. Su olor resultaba repugnante. A veces, no
teníamos más remedio que taparnos las narices para poder consumir nuestras
raciones. Pero había que comer, y teníamos que dominar nuestro asco. Cada mujer
se tragaba el contenido de la vasija que le tocaba de un golpe... porque, dicho
sea no teníamos cuchara... como niños que pasan una medicina amarga.
Lo que
integraba la sopa, variaba, indudablemente, en conformidad con la estación.
Pero el sabor era siempre el mismo. Allí había sopas de "sorpresa".
En aquel líquido pescábamos de todo: botones, maraña de pelo, hilachas, latas,
llaves, y hasta ratones. Un buen día, alguien encontró ¡un pequeño alfiletero,
en el cual había hilo y unas cuantas agujas!
Por la
tarde recibíamos el pan nuestro de cada día, una ración de seis onzas y media.
Era pan negro con una proporción extraordinariamente alta de serrín. Resultaba
doloroso e irritante para las encías, que se nos habían ablandado por la mala
alimentación. La carencia total de cepillos de dientes y de dentífricos, por no
decir nada del uso asqueroso de los recipientes, hubiese hecho inútil
cualquier tratamiento. Además de la ración diaria de pan, recibíamos por la noche
un poquitín de compota de remolacha o una cucharada de margarina. Como favor
excepcional, nos daban a veces una rebanada, más delgada que el filo de un
cuchillo, de salchichón de origen sumamente dudoso.
Lo mismo
la sopa que el café eran transportados en calderas enormes de cincuenta
litros, que, con su contenido y todo, debían pesar unos setenta kilos. Eran
cargadas por dos internadas. Para dos mujeres, un peso como aquel bajo la
lluvia, la nieve o el hielo, y a veces chapoteando en el lodo, era sin duda una
tarea sumamente dificultosa. De vez en cuando, las cargadoras derramaban el
líquido hirviente y se producían quemaduras graves.
Aquel
trabajo hubiese resultado duro para hombres, y estas mujeres no estaban
acostumbradas a labores manuales y, además, su condición física dejaba mucho
que desear. Pero a los administradores alemanes les encantaban tales paradojas.
Con frecuencia colocaban a los analfabetos para desempeñar trabajos de oficina
y reservaban las tareas de trabajos forzados a los intelectuales más débiles.
En cuanto
llegaba la caldera, la "Stubendienst", que tenía a su cargo la
responsabilidad del servicio dentro del bloque, procedía a la distribución de
la sopa o del café. Para tales puestos, la blocova elegía a las
internadas más corpulentas y brutales, sobre todo si sabían manejar el garrote.
Las Stubendiensts, dignatarias temidas de las barracas, siempre tenían
oportunidad de darse el gustazo de ensayar sus cachiporras sobre la espalda de
sus compañeras de cautiverio, cuya "conducta dejaba algo que desear".
Porque, al ver el perol, algunas mujeres no eran capaces de dominarse y se
abalanzaban a la bazofia, como animales que luchan por su vida.
El líquido
que contenía el perol era vertido en las veinte vasijas de cada barraca. Cada
vasija era a su vez repartida entre las ocupantes de una koia. La
cuestión de quién sería la primera daba pie a muchas trifulcas. Por fin se
estableció un sistema. La que ocupaba el primer puesto, o a la que se le concedía,
cogía la vasija bajo los ojos ansiosos de sus diecinueve vecinas de koia. Celosamente
iban contando ellas cada trago, vigilando el más mínimo movimiento de su nuez y
de su garganta. Cuando había consumido los tragos que le correspondían, la
segunda le arrebataba la cacerola de las manos y trasegaba vorazmente su ración
de pestilente líquido.
¡Qué
espectáculo más bochornoso! Porque nadie conseguía calmar su hambre. Sólo había
una cosa que me desconcertase más que eso; era ver a una mujer buena e
inteligente agacharse sobre un charco de agua y beber con ansiedad para aplacar
su sed. No podía ignorar el peligro que corría al beber aquel líquido impuro,
pero muchas prisioneras habían caído ya tan bajo que todo les resultaba totalmente
indiferente. La muerte no significaba más que una liberación.
* * *
Cada vez
que recuerdo los primeros días que pasamos en el campo de concentración, me
pasa un escalofrío de indescriptible terror por la espalda. Era un terror que
se sentía, aunque no hubiese motivo concreto para ello, y que estaba constantemente
estimulado por acontecimientos extraños cuyo significado yo trataba en vano de
descifrar. Por la noche, el resplandor de las llamas de las chimeneas que se
elevaban sobre la "panadería" misteriosa, se advertía por los
resquicios de las paredes. Los gritos de los enfermos o de los heridos,
hacinados en los camiones dirigidos a un destino desconocido, nos atacaban los
nervios y hacía nuestra vida más desgraciada todavía. A veces oíamos tiros de
revólver, porque los guardianes de las S.S. utilizaban sus armas a placer. Por
encima de aquellos ruidos se escuchaban las órdenes transmitidas a gritos.
Nada era
capaz de hacernos olvidar nuestro estado de esclavitud. ¿Cómo era posible que
existiesen condiciones así en la Europa del siglo veinte?
Nuestros
corazones se escapaban tras los seres queridos de los cuales habíamos sido
separadas. Los administradores del campo comprendían nuestras añoranzas. Dos
días después de haber llegado, se nos dieron tarjetas postales con el permiso
de informar a las personas que habíamos dejado detrás de que "estábamos en
buen estado de salud". Pero se nos obligaba a dar un dato equivocado. En
lugar de indicar que las tarjetas estaban fechadas en Birkenau, teníamos que fecharlas
en Waldsee. Aquello me olía mal inmediatamente, y renuncié a mi privilegio de
escribir.
Sin
embargo, la mayor parte de mis compañeras aprovechaban la ocasión para
comunicarse con el mundo de fuera. Había quienes inclusive recibían
contestación cuatro o cinco semanas después. Hasta agosto no caí en la cuenta
de a qué se debía el que interesase a las autoridades alemanas aquella correspondencia.
Había llegado otro tren de Auschwitz-Birkenau, y muchos de los deportados
abrigaban la esperanza de que las buenas noticias que habían recibido del
campo cuando estaban en su casa fuesen verdaderas, con lo cual se confiaron y
no tomaron ciertas precauciones que pudieran haberles evitado la deportación.
Otros aseguraban que las tarjetas recibidas por ellos de los internados habían
servido a las autoridades alemanas para seguirles la pista.
Por tanto,
el truco de las tarjetas postales había surtido un triple efecto. Había
engañado a las familias de los prisioneros, que ya de por sí eran muchas veces
candidatas a la deportación; había descubierto el paradero de muchas personas
que buscaba la Gestapo; y, gracias a la falsificación geográfica, desorientaba
a la opinión pública en las regiones de los prisioneros y a los países
extranjeros en general.
Mientras
tanto, las que "gozaban de buena salud" eran víctimas de toda clase
de tribulaciones en las koias. Las maderas habían sido claveteadas por
manos torpes y se abrían fácilmente cuando sobre ellas cargaba un peso o una
presión excesiva. Cuando se caía la tercera ringlera, arrastraba consigo a la
segunda, y aplastaba a unas sesenta mujeres. Cada accidente ocasionaba muchas
lesiones y fracturas. No podíamos atender a las personas heridas, porque no
disponíamos de escayola para enyesar los huesos rotos. A veces teníamos ocho y
hasta diez accidentes de ese tipo en una sola noche.
Cuando las
koias estaban atiborradas hasta el punto de quebrarse, surgían con
demasiada frecuencia incidentes entre las internadas. Durante el día, la
baraúnda que reinaba en la barraca nos hacía aborrecernos y detestarnos
mutuamente. Hasta los temperamentos más pacíficos sentían a veces arrebatos de
ira que las impulsaba a intentar estrangular a sus vecinas. Por la noche, la
exasperación llegaba a su punto máximo, debido a la proximidad física. La
internada que tenía que trepar hasta la tercera fila de koias molestaba
acaso accidentalmente a alguna ocupante de la segunda: se armaba entonces una
terrible pelotera. Otra dejaba caer quizás un zapato en que había escondido un
mendrugo de pan: a ello sucedía una violenta trifulca, en la cual se deslizaban
inclusive acusaciones de robo.
Durante la
noche, en medio de los sollozos y gemidos, no cesaban las prisioneras de gritar
constantemente:
—¡Quítame
el pie de la boca!
—¡Imbécil,
por poco me sacas un ojo!
—¡Apártate,
me estás ahogando!
—Déjenme
salir, se los suplico... tengo diarrea. Es necesario que salga.
Pero la Stubendienst
replicaba:
— ¡Estás
loca! ¿A quién se le ocurre salir de la barraca durante la noche? Dispararán
contra ti. Te matarán a tiros. No se te ocurra ni pensarlo.
En una de
las primeras noches, la blocova nos reunió a todas para que
presenciásemos la deplorable conducta de una prisionera que padecía diarrea.
Había pertenecido antes a lo mejor de la sociedad de su ciudad. Se echó a
temblar como un niño a quien pescan haciendo una travesura y se excusó en
términos implorantes:
—Perdónenme,
por favor. Estoy tremendamente avergonzada, pero no pude remediarlo.
Las
patrullas de las S.S. estaban con frecuencia en las barracas a medianoche.
Aprovechando gustosos cualquier ocasión para castigar a las responsables del
"alboroto", incluso a las que se habían caído de las koias. Si
se trataba de mujeres que no habían podido evitar su caída, los alemanes las
obligaban a limpiar con las manos cualquier rastro de sangre que hubiesen
dejado.
* * *
Cuando me
enteré de que la jefa de nuestra barraca, una polaca llamada Irka, llevaba ya
cuatro años en el campo de concentración, me tranquilicé. Lo malo que tenía
esta corpulenta y ruda mujer era que nadie podía faltar a lista; el resto de
su autoridad lo había delegado en auxiliares, escogidas por ella misma entre
las internadas más brutales. Pero menos mal, el hecho de que Irka hubiese
vivido cuatro años allí indicaba que era posible subsistir en Birkenau. Yo
esperaba que no tuviésemos que aguardar cuatro años para salir de aquel
infierno.
Sin
embargo, cuando le expresé a Irka mis pensamientos, no me dejó muy esperanzada.
—Pero,
¿crees que te van a respetar la vida? —se burló—. Te estás empeñando en meter
la cabeza en la arena. Todas las que están aquí serán asesinadas, excepto muy
raros casos en los que se dará a algunas unos cuantos meses más de vida. ¿Tienes
familia?
Le
describí las circunstancias en que me había llevado a mis padres y a mis hijos
conmigo, y le conté cómo nos habían separado cuando llegamos al campo. Se encogió de hombros con aire
de indiferencia y me dijo fríamente:
—Bueno, pues puedo asegurarte que ni tu
madre, ni tu padre, ni tus hijos pertenecen ya a este mundo. Fueron liquidados
e incinerados el mismo día que llegaron. Yo perdí a mi familia de la misma
manera; y otro tanto les ha pasado a todas las internas antiguas que hay aquí.
Me quedé petrificada al escucharla.
—No, no, eso es imposible —murmuré.
Aquella tímida protesta sacó de quicio a la
jefa de bloque.
—¡Puesto que no me crees, míralo con tus
propios ojos! —me gritó, llevándome casi a rastras a la puerta, con ademán de
energúmena—. ¿Ves esas llamaradas? Es el horno del crematorio. Pero te
advierto que no lo vas a pasar bien si dejas trascender que lo sabes. Será
mejor que lo llames por el nombre que le hemos dado: la panadería. Cada vez que
llega un tren nuevo, los hornos no dan abasto en su trabajo, y los muertos
tienen que esperar un día o dos a ser quemados. ¡Acaso sea tu misma familia a
la que están incinerando en este momento!
Cuando vio que no era yo capaz de pronunciar
una sola palabra, tan muda había quedado en mi desesperación, una tristeza
voluptuosa asomó a su voz:
—Primero queman a los que no pueden utilizar:
a los niños y a los viejos. Todos los que mandan colocar al lado izquierdo en
la estación son enviados directamente al crematorio.
Me quedé como muerta. No lloré. Estaba punto
menos que inerte, exánime;
— ¡Inmediatamente después de llegar!... ¿Cuando
los apartaron a un lado? ¡Dios mío! Y yo que puse a mi hijo pequeño al lado
izquierdo. . . Con mi estúpido amor maternal, les dije la verdad de que no
tenía todavía doce años. ¡Yo quería evitarle los trabajos forzados, y lo que
he hecho ha sido matarlo!
No soy capaz de recordar nada de lo que pasó
durante el resto de aquel día. Me tiré sobre el fondo de mi koia en un
estado verdadero de coma. A eso de la medianoche alguien se me acercó y me
estuvo sacudiendo un buen rato. Abrí los ojos; era la esposa de un médico que
había hecho el viaje con nosotras en nuestro mismo vagón de ganado.
—Nuestros maridos no deben estar lejos
—cuchicheó a mi oído—. Esta tarde vi un momento al doctor X.
¡Con qué impaciencia esperé a que llegase la
mañana! Había decidido, costase lo que costase, ver a mi marido. Pensaba
decirle lo que había averiguado. A lo mejor, él podía desmentir aquel perverso
embuste.
Desobedeciendo las órdenes y exponiéndome a
que me sorprendiese algún guardián de las S.S., me escapé de la koia al
amanecer. A la entrada de la barraca, advertí que había un grupo de prisioneros
con uniformes de convictos. Según me acerqué, caí en la cuenta de que eran
inspectores. Temerariamente, porque ya entonces no tenía miedo, osé pedirles
ayuda. Ellos se negaron a darme información alguna. Si los pescaban dándome
cualquier dato, significaba una sentencia de veinticinco azotes.
Pero no desistí por eso. Supliqué. Imploré.
Por fin logré convencerlos de que avisasen al doctor X. Cuando apareció, me
informó de que mi marido no estaba muy lejos. Aquello me dio ánimos una vez
más. Tenía que verlo. Él debía saber lo que yo sabía. Como obcecada, continué
vagando por una y otra parte, preguntando por él. Tres veces me golpearon los
centinelas alemanes, porque andaba por una sección del campo donde no tenía
derecho a estar; pero los golpes no me importaban, tenía que encontrar a mi
marido. ¡Por fin...! cuánto tiempo me llevó. . . ¡lo localicé!
Aunque había perdido mi sensibilidad con las
primeras experiencias que me había tocado sufrir en el campo de concentración,
la sorpresa que me llevé fue extremadamente dolorosa cuando vi de nuevo a mi
esposo. Él, que siempre fuera tan delicado y escrupuloso en su atuendo personal
—el doctor Miklos Lengyel, director de un hospital, cirujano, ejemplar humano
espléndido—, tenía un aspecto desastroso, sucio y harapiento, amén de
demacrado. Le habían afeitado la cabeza y estaba vestido con un uniforme de
criminal. Él también me miró con ojos que no daban crédito a lo que veían. Yo
llevaba mi vestido andrajoso, que apenas me cubría el cuerpo, mis pantalones a
rayas y mi cabeza rapada. Por lo visto, se extrañó más él que yo al verme. Qué
lejos estaba yo de aquella mujer que había sido su esposa y compañera en los
días felices.
Nos quedamos en silencio, sin lograr dominar
nuestras emociones. Por fin, con una voz transida de desaliento, me dijo:
—Mira adonde hemos llegado.
No se expresó con precisión, pero lo
comprendí. ¡Veinte años de intenso esfuerzo, de trabajo y de ilusión por el
porvenir, para terminar allí, siendo esclavos del Tercer Reich!
Estábamos junto a la alambrada de púas y no
nos atrevíamos a menearnos. En cualquier momento
podían descubrirnos los centinelas.
Con las
menos palabras que pude, le conté lo que me había dicho la blocova sobre
la muerte de nuestros dos hijos y de mis padres. Hablaba sin expresión, en un
tono de voz que sonaba con ecos extraños en mis oídos. Mientras pronunciaba
estas palabras, la faz de mi hijo más pequeño, Thomas, apareció junto a mí. Una
vez había asegurado que nada malo podría ocurrirle jamás mientras su padre y su
madre estuviesen con él.
Yo le
dije:
—No me
cabía en la cabeza que seres humanos, aunque fuesen alemanes, tuviesen
entrañas para matar a niños pequeños. ¿Puedes tú creerlo? Si es verdad, ya no
hay motivo ninguno para seguir viviendo. No tengo por qué sufrir. Poseo todavía
mi veneno. Puedo poner fin a todo ahora mismo.
Un
profundo silencio siguió a mis palabras. No abrió siquiera la boca. Sus rasgos
fisonómicos fatigados no traicionaron emoción ninguna. Yo no fui capaz de
adivinar los tormentos que había podido sufrir.
—Yo no
puedo decirte que tengas que vivir forzosamente a pesar de todo —murmuró por
fin—. Sin embargo, debes esperar.
Había
comprendido la profundidad de mi desesperación. Después de otra pausa añadió
con voz ronca:
—¿Quieres
darme la mitad de tu veneno? Me encontraron el mío.
Me
inclinaba para sacar la cápsula del forro de mi bota, cuando cambió de parecer.
—No, no lo
quiero. ¡A lo mejor lo necesitas tú todo! Para mí siempre será más fácil hallar
otro procedimiento que para ti, que eres mujer.
En aquel
momento, dos guardias alemanes nos divisaron. Nos dieron golpes salvajes y
latigazos. Se nos empujó a cada uno hacia su bloque. Ni siquiera tuvimos tiempo
de decirnos adiós.
—Ellos
están ya derrotados —me gritó, cuando los guardianes se lo llevaron—. ¡Pronto
nos volveremos a ver! ¡Valor!
Al día
siguiente, los hombres fueron trasladados del campo.
* * *
Cuando
volví a mi barraca, me encontré con un compañero que había viajado también con
nosotras en el tren. Su hijo de dieciséis años estaba junto a él.
—¿Ha visto
usted a mi Thomas? —le pregunté, haciéndome vanas ilusiones.
—Sí, lo vi
en la estación —me contestó él—. Cuando lo separaron de su abuela, fue mandado
con dos niños al otro lado de los andenes, allá.
Me señaló
con el dedo en la dirección de la "panadería".
—En el
Bloque 2 —añadió el joven—, allí hay una oficina en que los internados son
registrados y tatuados. ¡Vaya allá inmediatamente! Dígales que su hijo tiene
doce años. Acaso logre que lo vuelvan a admitir en el campo.
Partí en
el acto hacia el Bloque 2.
—¿Adonde
corre con tanta prisa? —me preguntó un prisionero alemán.
Estaba
vestido con uniforme de penado y en el pecho llevaba un triángulo verde. El
triángulo verde indicaba su origen alemán. Estos eran los criminales comunes,
quienes ostentaban muchas veces cargos importantes en el campo.
—Voy a
procurar que trasladen a mi hijo a un batallón de trabajo —le contesté.
—¿Dónde
está?
—No sé,
pero ayer se lo llevaron al otro lado de las vías del ferrocarril.
—Entonces
olvídese de ello —me aconsejó con un gesto de resignación.
—Tengo que
dar con él.
No exhalé
un gemido, pero noté que se me llenaban los ojos de lágrimas.
—Es inútil
—me dijo—. No hay quien encuentre a nadie allí.
—
¡Necesito encontrar a mi hijo! —repetí obstinadamente.
—Sería
mejor que se preocupase por sus tribulaciones personales —me recomendó—Todavía
es usted joven y puede salvar su pellejo. Si da muestras de que es capaz de
conducirse razonablemente, pudiera ser que recibiese lo que necesita para
comer y para vestirse, eso es lo único que interesa.
Apareció
corriendo una mujer con uniforme de las S.S. Empuñaba una fusta con correas de
cuero y alambres de hierro. Reconocí a Hasse, una de las comandantes más
temidas del campo.
El
criminal alemán extendió una mano para protegerme.
— ¡No le
pegue! —le dijo—. Es una recién llegada. Está buscando a su hijo. Se lo
llevaron ayer del otro lado de las vías.
El
criminal le hizo una seña, y la comandante pareció calmarse. Todo lo que tenía
ella de gorda y fea, lo tenía el otro de atractivo físicamente. Se olvidó de mí y
miró con interés al criminal. A su mirada asomó una expresión de voracidad y
deseo. Aquellas cosas se comprendían perfectamente en el campo.
El penado llevaba un traje de preso
relativamente limpio y, cosa rara, no tenía afeitada la cabeza. Pero, claro, no
era prisionero político, sino un criminal homicida.
La mujer se echó a
reír y se acercó más a él. Yo corrí, pero de momento me había ahorrado un vapuleo.
Mi hermoso protector masculino había conseguido gracia para mí de una mujer
de la S.S. El mundo creado por los alemanes no tenía pies ni cabeza.
CAPÍTULO V
La
Llamada a Lista y Las Selecciones
Ya sabía
que había en el campo de concentración "selecciones periódicas" para
mandar nuevas víctimas a los crematorios. Sin embargo, ignoraba todavía que la
llamada a lista se utilizaba también para diezmar a los prisioneros.
Había dos
de estas llamadas diariamente, una al amanecer y otra alrededor de las tres de
la tarde. A aquellas horas teníamos que presentarnos. Antes de que se citase a
lista, teníamos que esperar muchas horas. Esperábamos, cualquiera que fuese el
tiempo, de pie: frente a las respectivas barracas había mil cuatrocientas
mujeres, con un total de treinta y cinco mil en todo el campo y doscientas mil
en todos los campos del área Birkenau-Auschwitz. Cuando éramos acusados de
alguna infracción de las ordenanzas, teníamos que ponernos de rodillas y
esperar así en el cieno fangoso.
A primeras
horas de la madrugada, titiritábamos de frío, especialmente cuando llovía, cosa
que ocurría con frecuencia. Durante el invierno, se citaba a lista siempre bajo
las mismas condiciones, independientemente de si nevaba o helaba. Procurábamos
frotarnos unas con otras como ovejas de un rebaño, pero nuestros guardianes,
bien abrigados por cierto, estaban alerta. Teníamos que mantenernos en posición
de firmes y observar las debidas distancias.
En las
tardes de verano, ocurría todo lo contrario, y el sol nos quemaba con sus rayos
abrasadores. Sudábamos hasta que nuestros sucios harapos se nos pegaban a la
piel. Padecíamos constantemente la tortura de la sed, pero no nos atrevíamos a
romper filas para buscar una gota de agua. La sensación de la sed intolerable
va fatalmente unida a todos mis recuerdos del campo, porque nuestra ración
diaria de agua apenas pasaba de un cuarto de cuartillo por persona, lo cual
equivalía a dos tragos a lo más.
Todo el
mundo tenía que presentarse a la formación, aunque estuviesen enfermos. Aun
las internadas que padecían de escarlatina o de pulmonía tenían que comparecer.
Todas las enfermas que no podían mantenerse de pie eran tendidas sobre una
manta en la primera fila, junto a las muertas. No podía faltar nadie: no había
excepción ninguna, ni siquiera para los muertos.
Al
principio, hubo unas cuantas prisioneras que hacían trampa y no se presentaban
a la formación para evitar atrapar un resfriado o fatigarse. Pero aquello les
costaba muy caro. A veces, alguna se quedaba dormida, y entonces se producían
escenas catastróficas. Las que faltaban tenían que ser encontradas, y las
demás no podíamos abandonar la formación hasta que las hubiesen localizado.
Los mismos
centinelas se equivocaban. Nos contaban y recontaban una y otra vez. Otros iban
y venían a toda prisa en sus bicicletas entre la oficina del comandante y las
barracas. Algunos registraban las koias. A todo el campo de
concentración se pasaba la señal de alarma.
Los
individuos más exaltados parecían considerar tal falta como ausencia. Eran
principalmente mujeres de las S.S., de siluetas estrambóticas, con sus grandes
capas negras contra la lluvia. Tenían aspecto de buitres que esperaban caer
sobre su presa. A pesar de sus capas y de sus buenos uniformes, siempre
buscaban cobijo contra la lluvia. Con mucha frecuencia ni se molestaban en
asistir a la formación. Sólo las internadas tenían que aguantar las
inclemencias del tiempo. Si, en medio de todo, podíamos recoger y tragar unas
cuantas gotas de agua de lluvia para humedecer nuestras gargantas, nos
sentíamos compensadas.
Además de
las llamadas ordinarias a filas, había otras especiales. Sonaba un gong y se
escuchaban y repetían a lo largo de las barracas las palabras fatales:
—¡A
formar!
Cuando
oíamos la orden, nos precipitábamos hacia el lugar en que teníamos que
formarnos, como poseídas del diablo, estuviésemos donde estuviésemos, en las
cocinas, en los lavabos o en las letrinas.
El campo
se conmovía. Cuando nos poníamos en filas, no teníamos más que hacer sino
esperar a los jefes, a veces de rodillas, devoradas por nuestro odio y nuestros
temores. Siempre descubrían a las que llegaban tarde o se habían escabullido.
Eran tratadas a empellones y golpes por las "kapos", quienes, al
igual que los oficiales a cargo de los comandos, rivalizaban entre sí por
aplicar este tipo de "correctivos", aunque ellas mismas eran
prisioneras; y de aquella porfía salían las "culpables" con los
huesos rotos o las caras ensangrentadas.
En estas
llamadas a filas de carácter especial, eran congregados al mismo tiempo
prisioneros de todas las nacionalidades y clases sociales. Una de mis vecinas
era la esposa de un oficial del ejército de carrera, procedente de Cracovia;
otra era una trabajadora parisina. Oí las quejas de una campesina ucraniana,
los juramentos de una muchacha de vida airada de Salónica y las plegarias de
mujeres checas.
—¿Por qué
está usted aquí? —nos preguntábamos unas a las otras.
Las
contestaciones eran diversas:
—Un alemán
fue asesinado en nuestra ciudad.
—La
Gestapo me sacó de un cine.
—Me
agarraron cuando salía de la iglesia con mis dos hijos. No tuve tiempo siquiera
para poder avisar a mi marido.
—Soy
judía.
—Soy
gitana.
Pero la
respuesta más frecuente era:
—No tengo
la más mínima idea de por qué estoy aquí.
La mayor
parte de las internadas de Auschwitz se resignaban a su suerte y se habían
hecho a una filosofía sumamente sencilla: los alemanes las habían atrapado
porque tenían mala suerte, en tanto que otras seguían todavía en sus casitas,
gozando de libertad, porque habían tenido buena suerte.
En nuestro
campo de concentración había unas cuantas internadas muy jóvenes, y muchas
prácticamente niñas. Se les obligaba a presentarse a las formaciones. Los
alemanes les permitían vivir un poco, y aquellas chiquillas de trece o catorce
años compartían todas las penalidades de la vida del campo. Pero, sin embargo,
podían considerarse como privilegiadas en comparación con las niñas judías de
la misma edad, que eran inmediatamente mandadas a las cámaras de gas.
El trato
de que se hacía objeto a estas niñas eran increíble. Para castigarlas, se las
obligaba a pasarse horas enteras arrodilladas, algunas con la cara vuelta al
sol abrasador, otras con piedras sobre la cabeza, y a veces llevando un
ladrillo en cada mano. Estas pobres criaturas no eran más que hueso y pellejos, y estaban sucias,
muertas de hambre, llenas de andrajos y descalzas. Ofrecían un espectáculo
lastimoso.
De cuando en cuando oía sus conversaciones.
Hablaban, lo mismo que nosotras, de las cosas que integraban nuestra existencia
diaria en el campo: muerte, ejecuciones en la horca y crematorios. Conservaban
serenamente y con puntos de vista objetivos, es decir, con el realismo con que
otras niñas de su edad podrían hablar de juegos o tareas escolares.
Todavía me acuerdo de aquellas llamadas a
filas. ¿Qué razón podía haber para ellas? ¿Por qué se preocupaban tanto por
aquellas formaciones los administradores del campo? Su objetivo era
indudablemente minar la moral de las prisioneras; pero al mismo tiempo, al
tenernos así en el barro, bajo el frío o el calor, precipitaban el trabajo de
exterminio que era el verdadero objetivo del campo de concentración.
* * *
Las "selecciones" se hacían
generalmente en aquellas paradas. Asistían a ellas las mujeres de las S.S.,
Hasse e Irma Griese, o el doctor Mengerle, el doctor Klein y otros jefes nazis.
Cada vez, escogían cierto número de internadas, indudablemente con el fin de
un posible "traslado".
Antes de conocerlos, ya había oído yo hablar
a las internadas más antiguas de que el doctor Mengerle e Irma Griese eran los
amos del campo y que ambos eran bien parecidos. Pero, a pesar de todo, me quedé
verdaderamente sorprendida al ver lo bellos y atractivos que eran.
Sin embargo, había cierta ferocidad en los
ojos de Mengerle, que inspiraba poca confianza. Durante las selecciones nunca
decía una palabra. Se limitaba a quedarse sentado, silbando entre dientes y
señalando con el pulgar bien a la derecha bien a la izquierda, con lo cual
indicaba a qué grupo tenían que incorporarse las seleccionadas. Aunque sus
decisiones significaban la liquidación y el exterminio, tenía el aire de
indiferencia jovial y festiva de un hombre frívolo.
Cuando clavé los ojos en Irma Griese, me
pareció que una mujer tan hermosa no podía ser cruel. Porque, verdaderamente,
era un "ángel" de ojos azules y cabellera rubia.
De cuando en cuando, se llevaban a algunas
prisioneras a las fábricas de industrias de guerra, pero generalmente las
seleccionaban sólo para las cámaras de gas. Cada vez retiraban de veinte a
cuarenta personas por barraca. Cuando la selección se verificaba en la
totalidad del campo, eran enviados a la muerte de quinientos a seiscientos
seres humanos.
Las elegidas eran inmediatamente rodeadas por
Stubendiensts, quienes tenían la obligación, bajo pena de crueles castigos
si no lo impedían, de evitar que se escapase nadie. Los hombres y mujeres
condenados a muerte eran llevados hacia la entrada principal. Allí los esperaba
un camión para trasladarlos a las cámaras de gas. Cuando el cupo de la muerte
estaba completo, los mandaban a barracas especiales o a los lavabos, donde
esperaban horas enteras, y a veces días, a que les llegase el turno de perecer
en la cámara de gas. Todo se llevaba a cabo con exactitud y sin el menor
indicio de compasión por parte de nuestros amos.
Además de las formaciones, había lo que se
llamaba "Zahlappels", que se realizaba dentro de la barraca.
De repente, el edificio quedaba aislado, y el médico jefe de las S.S., asistido
por una doctora que estaba a cargo de las deportadas, y que ella misma era una
internada, se presentaban allí y procedían a efectuar selecciones adicionales.
Se mandaba a las
mujeres que se despojasen completamente de sus andrajos. Luego, con los brazos
en alto, desfilaban ante el doctor Mengerle. No puedo imaginarme qué era lo que
le podía interesar en aquellas figuras demacradas. Pero él escogía a sus
víctimas. Se las hacía subir a un camión y eran llevadas a otra parte,
completamente desnudas como estaban. Todas las veces resultaba este espectáculo
tan trágico como humillante. Constituía una humillación no sólo para las
pobres sacrificadas, sino para toda la humanidad. Porque aquellos seres
desgraciados que eran conducidos al matadero seguían siendo personas humanas.
. . como usted y como yo.
CAPÍTULO VI
El
Campamento
Cuando se
terminaba la revista, podíamos regresar a nuestras koias o irnos a los
retretes. Me aproveché de aquella relativa libertad para hacer unas cuantas
"excursiones" y enterarme de la organización de aquella vasta sección
de la cárcel.
El
campamento estaba dividido por la "Lagerstrasse", que era la
avenida principal y tenía unos quinientos metros de largo, flanqueaba a ambos
lados por diecisiete barracas, con los números pares a la izquierda y los
impares a la derecha. Como antes indiqué, estos edificios habían sido
construidos originalmente para establos. Ahora uno estaba dedicado a retrete y
otro a lavabos. La barraca No. 1 era el depósito de los alimentos. La No. 2 se
destinaba a la administración. Aquí estaba la "Schriebstube", oficina
en que trabajaban unas diez internadas. Allí también se hallaba la casa de la "Lageraelteste",
la soberana sin corona del campo. El título hacía referencia a la mujer que
llevaba allí más tiempo, aunque, a decir verdad, no era la "decana"
de las deportadas.
En
realidad, la "Lageraelteste" era una joven maestra de kindergarten
de una pequeña ciudad checa. Los alemanes la habían elegido para desempeñar
aquel cargo, con lo cual le confirieron la autoridad más alta sobre las
internadas. La única restricción que había para su libertad era que no se le
permitía transponer las alambradas del campo. Por lo demás, reinaba como dueña
y señora absoluta de las 30,000 mujeres del campo, y sólo era responsable ante
los alemanes. Jamás hubiera podido soñar con tanta autoridad en su ciudad
natal.
La corte
de la Lageraelteste estaba compuesta por la "Lagerkapo", jefa
adjunta del campo; por la "Rapportschreiber", jefa de la
oficina; y por la "Arbeitdients", jefa de servicios. Cada una de estas dignatarias tenía
su habitación independiente, que, aunque no elegante, era un paraíso comparado
con las inmundas covachas en que vivían las deportadas corrientes. También las
blocovas tenían sus pequeños cuartos, arreglados personal y
coquetamente, y muchas veces amueblados con divanes y cojines. A cambio de los
distintos servicios que proporcionaban a los alemanes, se permitía a las
directoras escoger a sus auxiliares de entre las deportadas.
Muchas veces se producían situaciones
irónicas. Una blocova. que antes fuera criada corriente, escogió para
servidumbre personal suya a su antigua ama. Ésta le tenía que limpiar los
zapatos y remendar los rasgones.
En nuestra barraca reinaba una jerarquía de
rango inferior. La blocova estaba en la cumbre. La asistía su "Vertreterin",
o representante; y su "Schreiberin" o secretaria, cuya
tarea concreta consistía en redactar las llamadas a filas y los informes.
Además, la ayudaban en el cometido de sus funciones la doctora, cuyas
funciones eran totalmente ilusorias, puesto que no había medicinas, y las
enfermeras y "Stubendiensten", en número de seis a ocho.
También se escogían entre las prisioneras las
policías femeninas del campo. Llevaban vestidos de mezclilla azul. Su misión
principal consistía en hacer retirar a cuantos se acercaban demasiado a las
alambradas para hablar con las internadas, o para cualquier otra cosa. Cuando
llovía, se arrebujaban en mantas, que les daban apariencias espectrales, sobre
todo de noche. También teníamos unas cuantas bomberas, basureras y recogedoras
de cadáveres.
El personal de la cocina estaba integrado por
cuatrocientas mujeres. Para ellas se reservaba parte de la barraca No. 2; ellas
también gozaban de determinados privilegios. No comían el alimento corriente,
como no fuese por castigo. Ellas se preparaban sus comidas especiales. Para su
uso personal retiraban gran parte de la comida destinada a todo el campo, sobre
todo las patatas, de las que no vimos jamás un trozo. También se apropiaban
generosamente las conservas y la margarina, no sólo para consumirlas, sino como
moneda de cambio. Con ellas se podían procurar las indispensables prendas de
vestir. La palabra "musulmana", utilizada para describir a los
esqueletos vivientes que tanto abundaban en Auschwitz, no podía aplicárseles.
Sin embargo, estas ayudantes de cocina
ejecutaban a veces tareas difíciles. Algunas descargaban vagones de madera o
leña, carbón y patatas. Otras se pasaban todo el día limpiando o efectuaban
verdaderos trabajos de penadas, con los pies casi siempre chapoteando en el
agua. Tenían las manos deformadas y los pies cubiertos de eczemas. Cuando se
las encontraba robando, se las obligaba a correr dentro del campo durante
horas y horas, sin descansar y llevando en las manos pesadas piedras. En el
medio de la cabeza se les hacía un corte de pelo en forma de banda de un
decímetro de ancho. Los alemanes llamaban a esto "deporte".
Resulta difícil afirmar cuáles eran las
internadas a quienes se trataba peor. La mayor parte de nosotras, bien fuésemos
presas políticas, raciales o criminales, arrastrábamos una existencia de
bestias, llevábamos una vida animal. Pero las judías y las rusas eran tratadas
con crueldad. Por el contrario, las presas alemanas, bien fuesen convictas de
delitos comunes, o invertidas, o políticas, gozaban de ciertos privilegios.
Entre ellas se escogían grandes cantidades de funcionarías del campo; y, fuera
cual fuese su obligación, nunca entraban en el grupo de las sometidas a la
temible "selección".
* * *
Dos barracas habían sido convertidas en
lavabos. A través de cada una de ellas pasaban dos tubos de metal que llevaban
el agua a las llaves, colocadas a poco más de un metro una de otra. Debajo de
los tubos había una especie de cubeta para recoger el agua. La mayor parte del
tiempo no había agua ninguna.
La daban una o dos veces al día, y durante
una o dos horas éramos teóricamente libres para lavarnos. La estancia destinada
para ello, que llamaremos "lavabos", era donde, en teoría, debíamos
realizar nuestra limpieza personal. Allí nos teníamos que lavar, limpiarnos los
dientes y peinarnos el pelo. Sin embargo, era imposible hacerlo, aun cuando
había agua.
Todos los días se formaba un verdadero gentío
a las puertas del edificio. Aquel rebaño de mujeres sucias y malolientes
inspiraba un asco profundo a sus compañeras y hasta a sí mismas. Pero no se
crea que nos reuníamos con intención de asearnos, sino con la esperanza de
poder beber un poco de agua para calmar nuestra sed constante. ¿De qué valía el
que fuésemos allá con propósito de limpiarnos, si no teníamos jabón, ni
cepillos de dientes, ni peines?
Además, la preciosa agua nos acrecentaba más
la sed. Nuestra ración diaria era ridículamente escasa. Torturadas por la sed,
no desaprovechábamos jamás la ocasión que se nos pudiera presentar de cambiar nuestras exiguas porciones de pan o margarina
por medio cuartillo de agua. Era preferible pasar hambre que padecer aquel
fuego que constantemente abrasaba nuestras gargantas.
El agua
que fluía por aquellos tubos roñosos de los lavabos apestaba. Tenía un color
sumamente sospechoso y difícilmente podría decirse que fuese potable. Pero no
por eso resultaba menos delicioso tragar unas cuantas gotas, aunque
estuviésemos expuestas a pagar aquel fugaz alivio con un ataque de disentería
o alguna otra enfermedad. Aquella agua era mejor que la de lluvia que se
remansaba en los charcos; algunas internadas sorbían el fango como perros, y
morían.
Los
lavabos podrían proporcionar un campo muy a propósito de observación para un
moralista. Algunas veces, había deportadas que podían limpiarse más o menos, a
pesar de todas las dificultades. Pero si lo lograban, generalmente les traía
malas consecuencias. La mayor parte de las veces no podían encontrar ya su
ropa, porque se la habían robado.
El
latrocinio y los hurtos se habían convertido dentro del campo de concentración
en una verdadera ciencia o arte. La ladrona sabía que su víctima tendría que
salir desnuda, con lo cual se exponía a las terribles golpizas de los alemanes.
Mujeres había que, habiendo sido antes honradas madres de familia incapaces de
robar un alfiler, se convertían en verdaderas rateras, sin sentir por eso el
más mínimo remordimiento.
¡Qué
precio nos tocaba pagar por medio cuartillo de agua! Sin embargo, ocurría
algunas veces que, en el mismo momento en que una se llevaba a los labios el
líquido adquirido a tan duras penas, venía otra prisionera y le arrebataba el
vaso. ¿Qué podía hacer una? Las leyes no escritas del campo no habían provisto
tal agresión. Aquello no aplacaba a las víctimas de nuestra jungla. Acaso los
alemanes intentaban infectarnos con sus códigos de moralidad nazi. En la mayor
parte de los casos, lo lograban.
* * *
Había dos
fosas destinadas a evacuatorios. Cada una de ellas contaba de una trinchera
pavimentada de cerca de un metro de profundidad. Encima había dos especies de
cofres, como enormes cajas, de unos 90 centímetros de alto. Cada uno tenía dos
agujeros, de los cuales había de servirse nuestra numerosa población. Había
unos 300 de estos evacuatorios en el campo.
Tenían que
ser limpiados cada día. Generalmente eran preferidos para realizar aquella
operación las intelectuales, o sea, las médicas o las maestras.
Durante
las horas "libres", el acceso a aquellas letrinas no era más fácil
que a los lavabos. Teníamos que darnos de empujones para poder entrar, y, una
vez dentro, debíamos esperar a que nos tocase el turno. Si alguien tenía prisa
y se saltaba el orden, se exponía a castigos serios. Sin embargo, la precipitación
estaba a la orden del día, puesto que había un gran número de prisioneras que
padecían enteritis crónica. A esta enfermedad se debía la inmundicia que había
alrededor de los evacuatorios. Las afectadas no podían resistir más y hacían
sus necesidades junto a las barracas. Si las vigilantes las descubrían, eran golpeadas
brutalmente. La falta total de papel era otra dificultad que hacía imposible la
higiene personal, por no hablar de la limpieza de las letrinas.
Con
frecuencia ocurría que internados de uno y otro sexo se encontraban juntos lado
a lado en los lavabos o en los evacuatorios. Había muchos hombres que
trabajaban en la reparación de caminos o en otras tareas dentro de los campos
de las mujeres. Cuando los lavabos no estaban atestados de gente, se
convertían en "salones", sobre todo al mediodía. Algunas se llevaban
inclusive allá sus "comidas". Aquello valía para intercambio de
noticias, y allí era donde se realizaban la mayor parte de los trastos de
mercado negro.
Otro lugar
en que nos reuníamos era el rincón destinado a basurero, en él encontrarse muchos
objetos preciosos.
Yo estaba
necesitando urgentemente un cinturón o algo parecido para sujetarme los
pantalones. En el muladar encontré, por pura suerte, tres trozos de cuerda que
pude anudar para aquel fin. También encontré un pedazo liso de madera, que pude
aguzar en forma de cuchillo.
Aquel
mismo día, la fortuna volvió a sonreírme. Una de mis compañeras de koia me
hizo un regalo regio: dos pedazos de trapo. No necesité estudiar mucho para ver
qué podía hacer con ellos. Uno me serviría de cepillo de dientes y el otro de
pañuelo. Estaba muy acatarrada y, a pesar de todos mis esfuerzos, nunca
aprendí el arte de sonarme la nariz con los dedos. Confieso que envidiaba a mis
compañeras que sabían hacerlo.
Como no
tenía bolsillos, me sujeté los dos accesorios higiénicos con mi nuevo
cinturón, junto al cuchillo de madera. Estas nuevas adquisiciones me llenaron
de orgullo. Me parecía haberme convertido en una mujer rica entre las
internadas.
CAPÍTULO VII
Una
Proposición en Auschwitz
Llevaba ya
tres semanas en Auschwitz, y todavía no podía creerlo. Vivía como en un sueño,
esperando que alguien viniera a despertarme.
Las
encarceladas gritaban, se peleaban y se golpeaban. El ruido de sus voces se me
antojaba vagamente como el estruendo de una manada de animales. Desde mi koia,
miraba al interior de la barraca, como si sobre las cosas se tendiese un
velo, sumida en mi desventura y en mi apatía.
Sobre este
concierto de miseria, llegó de repente a mis oídos una bondadosa voz humana. Me
levanté y miré por encima de la koia. Era un hombre apuesto de ojos
azules, vestido con traje carcelario de rayas, que se inclinaba sobre la
tercera ringlera. Me quedé sorprendida al ver allí a un hombre. La nuestra era
una barraca de mujeres.
Desde por
la mañana había estado preparando los camastros, pero yo me sentía tan aturdida
y aletargada que no le había oído martillear. Me miró y me dijo:
—¡Animo!
¿Qué le pasa?
Lo miré,
pero no contesté. Él se bajó entonces. Vi que era alto. Tenía ojos claros y de
un azul radiante. Le habían rapado, naturalmente la cabeza, pero se le notaba
que el pelo era oscuro. Sonreía. Aquello me llamó la atención. ¿Cómo podría
haber hombre que sonriese en aquel campo? Había encontrado a alguien que no
quiso sucumbir a la degradación espiritual.
Siguió hablando y me hizo trabar conversación
con él. Me enteré de que era polaco y de que llevaba ya cuatro años en campos
de concentración desde la caída de Varsovia. Entre risas, me dijo que era
carpintero. A veces limpiaba los evacuatorios o trabajaba con el equipo de
caminos. Desde entonces, fue todos los días a reparar
las camas. Charlamos y nos hicimos amigos. Al cabo de cierto tiempo, yo
esperaba con impaciencia sus visitas. No me interesaba como hombre, es que era
la única voz que tenía sonidos humanos en todo el campo.
A los
trabajadores se les permitía una hora libre, generalmente alrededor de las
once de la mañana, según el sol. Un día me dijo que lo siguiese cuando se
retiró. Le agradecí sinceramente la invitación y me fui con él. Hasta
entonces, nunca se me había ocurrido que pudiera salir de la barraca ni un
momento siquiera.
Lo seguí
pisándole los talones. Por fin, llegamos a un claro en que los trabajadores
estaban guisando comida en una fogata. Con gran asombro mío, mi amigo, que se
llamaba Tadek, sacó dos patatas, raro tesoro, y las puso a cocer en una olla.
Con los ojos iba yo siguiendo cada uno de sus movimientos.
Aquello
fue como una escapada traviesa de niños. Tadek me dio una patata. Se sentó
frente a mí y empezó a devorar la otra. Aquél fue el primer bocado que pude
retener en el estómago. Hasta entonces, había devuelto cuanto me metía en la
boca.
Tadek me
tenía reservada otra sorpresa. Me regaló un chal.
—Puede
usted ponerse esto a la cabeza. Tiene que ser terrible para una mujer verse
sin pelo —me dijo.
Me quedé
asombrada. Quería darle las gracias, pero no estaba segura de que al abrir la
boca no empezase a llorar.
—Queda
usted invitada todos los días a mis patatas —continuó—. Y acaso me las arregle
para "organizar" algún otro alimento, y quizás hasta ropa.
Se me
acercó y, como hablando consigo mismo, me dijo:
—Parece
extraño, pero la verdad es que, aunque no tiene usted pelo y está vestida con
andrajos, hay algo en usted que me inspira grandes deseos.
Sentí su
brazo en torno a mi cintura. Con la otra mano me tocó y empezó a acariciarme el
pecho.
Se me
desplomó el mundo, hecho pedazos. Le había dicho previamente lo que me había
ocurrido... que había perdido a mi familia. ¿No era capaz de comprender los
sentimientos que experimentaba? Quería hacer amistad con el ser humano que
había dentro de él, pero sin nada carnal.
Luego me
enteré de que su estilo de hacer el amor era el más fino que había en
Auschwitz. La forma corriente de insinuarse era mucho más cruda y directa. Me
quedé en silencio con la cara bañada de lágrimas. Él se desorientó un poco.
—No llores
—murmuró—. Si no quieres ahora, esperaré. Si cambias de manera de pensar,
dímelo. Me verás en el trabajo. Sonó el gong y se fue. Pero primero añadió a
guisa de despedida:
—Entre
tanto, podemos hablar, pero no pienses en que te dé comida. No tengo gran cosa,
y con lo poco de que dispongo, me las habré de arreglar para conseguirme
mujeres. Con esta miseria y nerviosidad, las necesitamos más que en la vida normal.
Las mujeres cuestan poco, pero es casi imposible encontrar un lugar donde
poder estar seguros. Los alemanes están constantemente al acecho, y si nos
pescan, nos cuesta la vida.
Luego se
sintió avergonzado.
—Tú no lo
comprendes. Siempre tengo frío y hambre. A todas horas me golpean, y nunca sé
cuándo me van a descerrajar un tiro. Tú eres todavía una novicia, ya cambiarás.
Dentro de unas semanas, lo entenderás.
Tadek
siguió entrando todos los días en nuestra barraca con un paquete de alimentos,
pero no para mí, sino para otra mujer. Cada vez que pasaba, me ofrecía algo de
comida. A veces no cambiábamos siquiera una sola palabra. Me ofrecía el paquete
y yo volvía la cabeza a otro lado. Fui adelgazando más y más cada día, y él se
sonreía también más sarcásticamente cuando rechazaba sus regalos. Al cabo de
unas semanas, apenas tenía fuerza para andar, y me desvanecía frecuentemente al
pasar revista. Pero había tomado la decisión de no ceder.
Sin embargo, yo sabía de sobra que no podría
resistir más de aquella manera.
Me decidí a ir a los lavabos, donde, según
había oído, los hombres se reunían allí durante su hora de descanso y a veces
compartían su alimento con las mujeres. Oré porque, al menos, pudiese encontrar
una persona que se compadeciese de mí.
Cuando llegué, vi a las presas al acecho de
la llegada de los guardianes. Hacían como que estaban trabajando, porque se
prohibía rigurosamente a las mujeres entrar cuando los hombres ocupaban los
lavabos.
La escena que contemplé en el interior era
verdaderamente desalentadora. En el fondo de la inmunda barraca había hombres
que estaban bebiendo su sopa en botes sucios de hojalata que habían recogido en
el basurero.
El antro estaba abarrotado de gente. Hombres
y mujeres se apretujaban en todos los rincones de la estancia. Las parejas se
apretaban, hablando. Otros estaban sentados contra las paredes en íntimo
abrazo. Había unos cuantos que se dedicaban a transacciones de mercado negro.
El hedor de los cuerpos sin lavar se mezclaba con los olores rancios de los
alimentos inmundos y con la humedad general. El aire era irrespirable.
En otra parte del campo se desarrollaba una
espectáculo muy distinto. Acababa de llegar un nuevo envío de deportados. Los
gritos de las mujeres y de los niños, al ser separados en la primera selección
que se verificaba al apearse de los trenes, se elevaban por encima de las
conversaciones en los lavabos. Las llamaradas de las chimeneas del crematorio
eructaban penachos de humo al cielo.
Apenas había transpuesto el umbral, cuando ya
quería echar a correr y escapar de allí. Pero no pude. Me estaba destrozando el
estómago un dolor voraz que era algo más que simple hambre.
Pegado a la pared, en un rincón, había un
viejo que comía en una lata. Producía horror mirarlo, pero acaso a eso se debiese
el que se me antojase que podía fiarme de él. No le quedaba un solo diente en
la boca. Tenía la cara marcada de viruelas y llena de cicatrices. En la cabeza
se le veía un esteatoma. Y, como si fueran pocas todavía las deformaciones que
le había deparado el destino, no tenía más que un ojo.
En el líquido negruzco que había en su lata,
flotaban dos pequeñas patatas. ¡Patatas! Les clavé los ojos con voracidad según
las fue a morder. Pero no podía comer más que la parte de afuera. El interior
estaba todavía crudo y resultaba demasiado duro para sus mandíbulas sin
dientes. Lo que no podía comer, lo metía de nuevo en el bote. Se bebió la
"sopa" negruzca, y allí quedaron las patatas.
Miró en torno suyo. ¿Estaría buscando a
alguien con quien poder compartir aquel regalo principesco? Entonces me vio
clavándole los ojos avorazados. Con una sonrisa tan deforme y horrible que creí
volverme loca, me ofreció el resto de su lunch. Eché la garra a su
regalo y empecé a comer. De repente, una mujer se abalanzó contra mí y me
arrebató las patatas de la mano.
— ¡Puerco inmundo! —gritó al viejo, que
podría tener cincuenta y cinco o sesenta años—. ¿Estás dando la comida a otra?
—¡Vete al infierno! —le contestó él—. Yo hago
lo que me da la gana. Ésta es más joven que tú.
Soltó a la mujer que se me había embestido,
la arrojó al suelo y la pateó. Los gritos de la caída atrajeron a las demás personas que ocupaban los lavabos. Todos ellos, hasta los que
estaban amándose muy concentrados, se apelotonaron en derredor. Se me subieron
los colores al rostro.
De pronto se acercó Tadek.
—¡Cuánto me sorprende verte aquí, Alteza!
—exclamó, sonriéndome sarcásticamente—. Has tardado mucho en darte a ver. Has
aguantado demasiado. Esto será mejor que las patatas a medio comer que te han
dado.
Me ofreció el paquete de comida, como
siempre. Nos quedamos mirando el uno al otro. ¡Cómo le aborrecí en aquel momento!
Agarré el paquete y se lo tiré a la cara con toda la fuerza que pude. Luego
eché a correr. Todavía hoy no soy capaz de recordar cómo regresé.
Pasó bastante tiempo después de aquella
última reunión sin que tuviese contacto con Tadek. Pero, aunque no supe nada de
él, sí veía a Lilli, la mujer a quien llevaba ahora sus regalos de comida.
Cuando, pasando el tiempo, me destinaron a trabajar en la enfermería, mi rival
se había convertido en una visitante asidua y regular. Gasté mi ración de pan
en comprar para ella en el mercado negro una medicina muy rara y difícil de
conseguir. La medicina era para combatir la sífilis.
CAPITULO VIII
Soy
Condenada a Muerte
Pasaron
unos cuantos días interminables. Aquella inactividad obligatoria estaba a
punto de volvernos locas. El único trabajo que realizábamos al día era asistir
a las formaciones.
Me había
quedado más delgada que un esqueleto; era víctima de calenturas y ataques de tos.
Siempre estaba sintiendo calofríos. Pesqué un resfriado al comenzar el verano,
cuando llovía y el tiempo era fresco. Un día en que me sentí más enferma que
otras veces, me cubrí la espalda con un pedazo de una ajada tela de lana que me
prestó una vecina. Guiada por mi ejemplo, Magda, una de mis amigas que tenía
anginas, se envolvió la garganta con un andrajo. Abrigábamos la esperanza de
que la "Führerin", la aborrecible Hasse, no notase nada de
particular y de que podríamos quitarnos las prendas que habíamos añadido a
nuestra vestimenta, antes de que se nos acercase.
Pero ni
aquello siquiera nos dio resultado, porque Hasse advirtió inmediatamente los
cambios que habíamos introducido en nuestro vestido. Era una infracción grave
de la disciplina. Nos golpeó cuanto le dio la gana, y todavía nos designó para
la "selección", porque, por lo visto, no había satisfecho su venganza.
De esta manera nos condenaba a muerte por un desgraciado
"pecadillo".[1]
Aquel día
particular, entre las seleccionadas había unas cuantas docenas de nuestra
barraca. Las "Stubendiensts" nos acorralaron hacia la salida
del campo. Nos ordenaron permanecer allí y esperar. El camión que nos iba a trasladar a la cámara de
gas no había llegado todavía.
Durante muchos días, las selecciones, la
cámara de gas y las estufas u hornos del crematorio habían sido objeto de largas
discusiones en nuestra barraca. Mis compañeras creían que todas aquellas
historias no eran más que rumores fantásticos.
A mí ya me constaba que la selección
equivalía a la cámara de gas. Había muchas otras que también se habían enterado
del secreto, pero era tan difícil metérselo en la cabeza a la mayoría de las
mujeres como dar una idea aproximada al lector de las misérrimas condiciones en
que se deslizaba nuestra existencia. No estábamos más que a unos centenares de
metros de la llamada "panadería", y podíamos percibir el olor dulzón
que exhalaba.
En aquella "panadería" quemaban a
las personas muertas. Sin embargo, al cabo de meses y meses de internamiento,
había todavía en el campo quien estimaba que aquello no era posible.
¿Por qué se negarían a aceptar la verdad? Me
lo pregunté numerosas veces. Acaso dudaban porque no querían dar crédito a lo
que se les decía. Aun en el momento mismo en que eran conducidas a empujones
dentro de la cámara de gas, muchas se negaban a creerlo. Magda era una de esas
optimistas.
Con frecuencia me veía yo en compromisos.
¿Qué actitud debería adoptar con respecto a las que no querían creer que
existían cámaras de gas y crematorios? ¿Debería dejarlas con su idea de que
aquello no eran más que patrañas inventadas, instrumento cruel que manejaban
las sádicas blocovas para amedrentarnos? ¿No sería mi obligación
informar a mis compañeras de cautiverio? Si no lograba meterles en la cabeza
la cruda verdad, eran capaces de ofrecerse un día para la primera selección.
Según esperábamos a que llegase el camión,
las Stubendiensts y las internadas alemanas se cogieron de la mano y
formaron un círculo en torno a nosotras. Murmuré al oído de Magda unas palabras
sobre que debíamos romper aquel cerco y huir. Ella movió la cabeza en ademán
negativo y replicó:
—No, el campo de concentración es tan
terrible que, nos lleven adonde nos lleven, siempre saldremos ganando. Yo no me
escaparé.
—Insensata —murmuré—. Nos han seleccionado
para castigarnos. Sin duda ninguna, nos mandarán a algo peor, eso es evidente.
¿Vienes conmigo?
—¡No!
—Entonces voy a intentar yo sola romper el
cerco.
Pero aquello era más fácil decir que hacer.
Apenas había pensado mi plan de fuga, cuando varias de las
"seleccionadas" empezaron a gritar:
—¡Stubendienst! ¡Alguien va a escaparse!
¿Por qué me traicionarían? Indudablemente,
ignoraban que iban a ser llevadas al matadero, aunque de sobra sabían que las
selecciones no tenían por objeto precisamente mejorar su situación. A pesar de
todo, protestaban contra cualquiera que tratase de hurtarse al destino común,
porque no tenían el valor ellas de aventurarse a correr un riesgo así.
Se me obligó a permanecer en las filas.
Estaba temblando. Trataba de separarme lo más posible de mis compañeras de
delante. Mientras me dedicaba a aquellas maniobras, llegó el camión que nos
había de transportar a la cámara de gas. Instintivamente, el grupo se echó
atrás.
De repente, por no sé que milagro, divisé un
palo tirado en el suelo. Un palo era en Auschwitz símbolo de poder y autoridad.
Agarré la estaca y me mezclé con un grupo de Stubendiensts de otra
barraca. Luego me escabullí a toda velocidad hacia las cocinas. Magda, quien
mientras tanto había cambiado de parecer, me siguió. Como siempre, había un
espeso grupo de prisioneras charlando delante de las cocinas. Con el aire más
natural del mundo, empecé a poner los platos en orden. Luego me ofrecí a ayudar
a las cargadoras de los peroles de sopa, y así procedí de barraca en barraca
hasta que logré llegar a la mía. Magda, quien había hecho exactamente lo que
yo, desapareció en otro bloque. No sin dificultades, me cambié de ropa con
otra deportada y me escondí en mi koia.
Tuve mucho cuidado de no salir para nada hasta
la primera revista. Hubo una o dos prisioneras que se quedaron asustadas al
verme, pero yo les fui explicando muy tranquila que debían estarme confundiendo
con alguna otra compañera, porque a mí no me habían seleccionado, ni mucho
menos.
Mi cambio de indumentaria despertó algunas
sospechas. Estaba segura de que Hasse no me iba a reconocer entre un total de
40,000 presas. Sin embargo, me pareció conveniente que no me viese en las
trazas que tenía antes.
Pero si mi tranquilidad calmó a la mayor
parte de mis compañeras, no pasó lo mismo con Irka, la blocova. Al
siguiente, me despertó al amanecer la Stubendienst que la blocova tenía
como criada personal.
—Irka dice que quiere inmediatamente tus
botas, o te denunciará a Hasse.
Traté de protestar.
—Estoy enferma, tengo calentura. Llueve y no
tengo en absoluto la más mínima cosa que ponerme en los pies —le contesté.
—No te preocupes tanto por eso -insistió la
fiel Stubendienst—. Irka te dará un par de zapatos.
—¡Trato hecho!
Por la mañana, recibí dos zapatos
pertenecientes a distintos pares, ambos para el pie izquierdo, los dos hechos
tiras y casi sin suelas.
Pero no me atreví a quejarme. No había
cerrado un mal trato. Seguía viviendo.
CAPÍTULO IX
La
Enfermería
Durante
semanas y semanas, no hubo medios para atender a los enfermos. No se había
organizado hospital ninguno para los servicios médicos, ni disponíamos de
productos farmacéuticos. Un buen día, se nos anunció que, por fin, íbamos a
tener una enfermería. Pero ocurrió que, una vez más, emplearon una palabra
magnífica para describir una realidad irrisoria.
Me
nombraron miembro del personal de la enfermería. Cómo pudo suceder tal cosa
merece punto y aparte.
Poco
después de mi llegada, me hice de todo mi valor para suplicar al doctor Klein,
que era el jefe médico de las S.S. del campo, que me permitiese hacer algo para
aliviar los padecimientos de mis compañeras. Me rechazó bruscamente, porque
estaba prohibido dirigirse a un doctor de las S.S. sin autorización. Sin
embargo, al día siguiente, me mandó llamar para comunicarme que a partir de
aquel momento iba a quedar a cargo del enlace con los doctores de las distintas
barracas. Porque él perdía un tiempo precioso en escuchar la lectura de sus
informes mientras giraba sus visitas, y necesitaba ayuda.
Inmediatamente
se estableció un nuevo orden de cosas. Todas las internadas que tuviesen algún
conocimiento médico deberían presentarse. Muchas se prestaron voluntariamente.
Como yo no carecía de experiencia, me destinaron al trabajo de la enfermería.
En la
Barraca No. 15, probablemente la que estaba en peores condiciones de todo el
campo, iba a instalarse el nuevo servicio. La lluvia se colaba entre los
resquicios del techo, y en las paredes se veían enormes boquetes y aberturas. A
la derecha y a la izquierda de la entrada había dos pequeñas habitaciones. A
una se la llamaba "enfermería", y a la otra "farmacia". Unas semanas después, se instaló
un "hospital" al otro extremo de la barraca, y quedamos en
condiciones de reunir cuatrocientos o quinientos pacientes.
Sin embargo, durante mucho tiempo no
dispusimos más que de las dos pequeñas habitaciones. La única luz que teníamos
procedía del pasillo; no había agua corriente, y resultaba difícil mantener
limpio el suelo de madera, aunque lo lavábamos dos veces al día con agua fría.
Carentes como estábamos de agua caliente y desinfectantes, no conseguíamos raer
los residuos de sangre y de pus que quedaban en los intersticios de las
tarimas.
El mobiliario de nuestra enfermería se
componía de un gabinete de farmacia sin anaqueles, una mal parada mesa de
reconocimiento que teníamos que nivelar con ladrillos, y otra mesa grande que
cubrimos con una sábana para colocar en ella los instrumentos. Poco más era lo
que teníamos, y todo en lamentable estado.
Siempre que íbamos a usar algo, nos veíamos
frente al mismo problema: ¿utilizaríamos los instrumentos sin esterilizar, o
nos pasaríamos sin ellos? Por ejemplo, después de tratar un forúnculo o un
ántrax, acaso se nos presentase un absceso de menor gravedad, que teníamos que
curar con los mismos instrumentos. Sabíamos que exponíamos a nuestro paciente
a una posible infección. ¿Pero qué podíamos hacer? Fue un verdadero milagro que
nunca tuviésemos un caso de infección grave por ese motivo. A veces pensábamos
que nuestra experiencia echaba por tierra, acaso, todas las teorías médicas
sobre esterilización.
El total de internadas de nuestro campo
ascendía a treinta o cuarenta mil mujeres. ¡Y todo el personal de que disponíamos
para nuestra enfermería no pasaba de cinco! Superfluo es decir que no dábamos
abasto con nuestro trabajo.
Nos levantábamos a las cuatro de la
madrugada. Las consultas empezaban a las cinco. Las enfermas, que a veces llegaban
a mil quinientas al día, tenían que esperar a que les tocase su turno en filas
de a cinco. Se le abrían a uno las carnes al ver aquellas columnas de mujeres
dolientes, vestidas miserablemente, calándose de pie humildemente bajo la
lluvia, la nieve o el rocío. Muchas veces ocurría que se les agotaban las
últimas energías y se desplomaban a tierra sin sentido como un témpano más.
Las consultas se sucedían sin interrupción
desde el amanecer hasta las tres de la tarde, hora en que nos deteníamos para
descansar un poco. Dedicábamos aquel tiempo a nuestra comida, si había quedado
alguna, y a limpiar el suelo y los instrumentos. Operábamos hasta las ocho de
la noche. A veces, teníamos que trabajar también durante la noche. Estábamos
literalmente abrumadas por el peso de nuestra tarea. Confinadas a una cabaña,
sin la más mínima brisa de aire fresco, sin hacer ejercicio físico y sin gozar
del suficiente descanso, no veíamos cuándo podríamos descansar un poco.
Aunque carecíamos de todo, incluso de
vendajes, nos entregábamos a nuestro trabajo con fervor, espoleadas por
nuestra conciencia de la gran responsabilidad que se nos había confiado. Cuando
nos veíamos llegar al límite de la resistencia corporal, nos remojábamos la
cara y el cuello con unas cuantas gotas de la preciosa agua. Teníamos que
sacrificar aquellas escasas gotas para poder seguir adelante. Pero el esfuerzo
incesante nos agotaba.
Cuando había varios partos seguidos y
teníamos que pasar la noche sin dormir, nos fatigábamos hasta el extremo de
andar dando tumbos como si estuviésemos intoxicadas.
Pero, a pesar de todo, teníamos una enfermería;
y estábamos realizando una tarea buena y útil.
Jamás se me olvidará la alegría que
experimentaba cuando, después de terminada mi jornada de trabajo diaria en la
enfermería, podía irme a la cama por fin. Por primera vez después de muchas
semanas, ya no teníamos que dormir en la promiscuidad indescriptible de la
koia, revoleándonos en su mugre, en sus piojos y en su hedor. Sólo había cinco
mujeres trabajadoras en esta dependencia relativamente grande.
Antes de retirarnos, nos permitíamos el lujo de
un buen aseo, gracias al cacharro de que disponíamos. El artefacto se iba por
dos agujeros y sólo se podía usar si se tapaban con migas de pan. . . ¿pero qué
más daba? Era una palangana de verdad, que se mantenía sobre un pie de verdad.
Contenía agua auténtica, y hasta un trozo de jabón, ¡lujo supremo! Bueno, lo
que llamaban jabón no era más que una pasta pegajosa de procedencia dudosa y
olor asqueroso; pero hacía espuma, aunque no mucha.
Teníamos para las cinco dos mantas. Tirábamos
una en el suelo, la que no habíamos sido capaces de limpiar, y nos tapábamos
con la otra. En general no podíamos decir que estuviésemos muy cómodas. La
primera noche llovió, y el viento soplaba entre los resquicios de las maderas.
El destartalado tejado dejaba pasar la lluvia, y tuvimos que cambiarnos muchas
veces, huyendo de los charcos. Sin embargo, después de haber conocido los
horrores de la barraca, aquello era un paraíso.
De día en día fueron mejorando nuestras
condiciones de vida. Teníamos cierta medida de independencia, relativa, claro
está; pero podíamos hablar y éramos libres de ir al evacuatorio cuando lo
necesitábamos. Los que no se han visto nunca privados de estas pequeñas
libertades no son capaces de imaginarse lo preciosas que pueden llegar a ser.
Pero la situación de nuestra vestimenta
siguió lo mismo. Mientras atendíamos a las enfermas, llevábamos los mismos
harapos que nos servían de camisón, bata y todo. Pero las pobres enfermas
apenas se enteraban, puesto que iban más andrajosas que mendigas, cuando no llevaban
el uniforme carcelario.
Al principio, el personal de la enfermería
dormía en la misma habitación de consulta, sobre el suelo. Puede imaginarse el
lector nuestra alegría, cuando un día, se nos dio todo "un
apartamento". Cierto, era el viejo urinario de la Barraca No. 12, pero lo
íbamos a tener para nosotras. En el cuarto angosto cabían a duras penas dos
estrechas camas de campo. Por tanto, adoptamos el sistema de ringleras, como
las koias de las barracas. Con tres de ellas, teníamos seis camastros.
Aquello era un sueño. De allí en adelante, el pequeño dormitorio iba a ser
nuestro domicilio privado. Allí estábamos en casa.
Nos pasábamos muchas noches hablando de las
posibilidades de nuestra liberación y analizando con comentarios interminables
los últimos acontecimientos de la guerra, tal como los entendíamos. En
ocasiones muy contadas, nos llegaba de contrabando algún periódico alemán, y
estábamos examinando horas y horas cada una de sus palabras, para sacar una
partícula de verdad de entre todas aquellas mentiras.
Con frecuencia dábamos rienda suelta a la
nostalgia, hablando de nuestros seres queridos, o simplemente discutiendo los
torturantes problemas del día, como por ejemplo, si deberíamos o no condenar a
muerte a algún recién nacido para salvar a la pobre madre. Hasta llegábamos a
recitar a veces poesías para adormecernos en un estado de calma espiritual que
nos permitiese olvidar y escaparnos del horrendo presente.
Los resultados obtenidos en nuestra
enfermería distaban mucho de ser gloriosos. Las condiciones deplorables del
campo de concentración aumentaban sin cesar el número de las dolientes. Sin
embargo, nuestros amos se negaron a aumentar el personal de que podíamos
disponer. Con cinco mujeres había bastante. Podríamos haber dado parte de
nuestras medicinas y vendajes a los médicos de otras barracas, pero los
alemanes no nos dejaban.
Naturalmente, no podíamos atender a todos los
pacientes, y muchos de ellos se agravaban por tenerlos abandonados, como
ocurría, por ejemplo, cuando se trataba de heridas gangrenadas. Aquellas
infecciones exhalaban un olor pútrido, y en ellas se multiplicaban rápidamente
las larvas. Utilizábamos una enorme jeringa y las desinfectábamos con una
solución de permanganato potásico. Pero teníamos que repetir la operación diez
o doce veces, y se nos acababa el agua. La consecuencia era que otras
pacientes tenían que esperar y seguir sufriendo.
La situación mejoró un poco cuando se instaló
el hospital al otro extremo de la barraca. Este espacio estaba reservado para
los casos que requerían intervención quirúrgica, pero, cuando había apuros, se
curaban toda clase de infecciones. En el hospital cabían de cuatrocientas a
quinientas enfermas. Naturalmente, era difícil conseguir ser admitido, por lo
cual las que estaban enfermas con frecuencia tenían que esperar días y días a
poder ser hospitalizadas. Desde que llegaban, debían abandonar todas sus
pertenencias a cambio de una camisa miserable. Aun habían de seguir durmiendo
en las koias o en jergones duros de paja, pero con sólo una manta para
cuatro mujeres. Bien claro está que no podía hablarse siquiera de aislamiento
científico.
Pero, a pesar de todo, el peligro más trágico
que corrían las enfermas era la amenaza de ser "seleccionadas",
porque estaban más expuestas a ello que las que gozaban de buena salud. La
selección equivalía a un viaje en línea recta a la cámara de gas o a una
inyección de fenol en el corazón. La primera vez que oí hablar del fenol fue
cuando me lo explicó el doctor Pasche, que era un miembro de la resistencia.
Cuando los alemanes desencadenaron sus
selecciones en masa, resultaba peligroso estar en el hospital. Por eso animábamos
a las que no estuviesen demasiado enfermas a que se quedasen en sus barracas.
Pero, especialmente al principio, las prisioneras se negaban a creer que la
hospitalización pudiera ser utilizada contra ellas como motivo para su viaje a
la cámara de gas. Se imaginaban ingenuamente que las seleccionadas en el
hospital y en las revistas lo eran para ser trasladadas a otros campos de
concentración, y que las enfermas eran enviadas a un hospital central.
Antes de estar instalada la enfermería y de
quedar yo al servicio del doctor Klein, dije un día a mis compañeras de
cautiverio que deberían evitar tener aspecto de enfermas. Aquel mismo día,
acompañaba más tarde al doctor Klein en su ronda médica. Era un hombre distinto
de los demás S.S. Nunca gritaba y tenía buenas maneras. Una de las enfermas le
dijo:
—Le agradecemos su amabilidad, Herr Oberarzt.
Y se puso a explicar que había en el campo
quienes creían que las enfermas eran enviadas a la cámara de gas.
El doctor Klein fingió quedar muy
sorprendido, y con una sonrisa le contestó:
—No tienen ustedes por qué creer todas esas
tonterías que corren por aquí. ¿Quién extendió ese rumor?
Me eché a temblar. Precisamente aquella misma
mañana, había explicado la verdad a la pobre mujer. Afortunadamente, la blocova
acudió en mi ayuda. Arrugó las cejas y aplastó literalmente a la charlatana
con una mirada de hielo.
La enferma comprendió que se había ido de la
boca y se batió inmediatamente en retirada.
—Bueno, la verdad es que yo no sé nada de
todo esto —murmuró—. Por ahí dicen las cosas más absurdas.
En otro hospital del campo, en la Sección
B-3, había en agosto unas seis mil deportadas, número considerablemente inferior
a nuestras treinta y cinco mil. Me refiero al año 1944. Tenían habitaciones
aisladas para los casos contagiosos. Como era característico en los campos de
concentración, dado lo irracionalmente que estaban organizados, esta sección
considerablemente más pequeña disponía de una enfermería diez veces mayor que
la nuestra, y tenía quince médicos a su servicio. Sin embargo, las condiciones
higiénicas eran allí más lamentables todavía, porque no había letrinas en
absoluto, sino únicamente arcas de madera al aire libre, donde las internadas
femeninas estaban a la vista de los hombres de las S.S. y de los presos
masculinos.
Cuando teníamos casos contagiosos, nos
veíamos obligadas a llevar a las pobres mujeres al hospital de aquella sección.
Era un problema para nosotras. Si nos quedábamos con las enfermas contagiosas,
corríamos el peligro de extender la enfermedad; pero, por otra parte, en cuanto
llegaban las pacientes al hospital, corrían el peligro de ser seleccionadas. Sin
embargo, las órdenes eran rigurosas, y nos exponíamos a severos castigos si nos
quedábamos con los casos contagiosos. Además, el doctor Mengerle hacía
frecuentes excursiones por allí y echaba un vistazo para ver cómo seguían las
cosas. Ni qué decir tiene, que quebrantábamos las órdenes cuantas veces
podíamos.
El traslado de las enfermas contagiosas era
un espectáculo lamentable. Tenían fiebres altísimas y estaban cubiertas con
sus mantas cuando echaban a andar por la "Lagerstrasse". Las
demás cautivas las evitaban como si fuesen leprosas. Algunas de aquellas
desgraciadas eran confinadas en el "Durchgangszimmer", o
cuarto de paso, que era una habitación de tres metros por cuatro, donde tenían
que tenderse en el duro suelo. Aquella era una verdadera antecámara de la
muerte.
Las que trasponían aquella puerta, camino a
su destrucción, eran inmediatamente borradas de las listas de efectivas y, en
consecuencia, no se les daba nada de comer. Así que no les quedaban más que la
perspectiva del viaje final.
Día llegaría, pensábamos, en que, por fin,
los camiones de la Cruz Roja se presentarían allí y las enfermas serían
atendidas. Y así sucedía; pero los supuestos camiones de la "Cruz
Roja" recogían a las pacientes y se las llevaban una encima de otra, como
sardinas en banasta. Las protestas fueron inútiles. El alemán responsable del
transporte cerraba la puerta y se sentaba tranquilamente junto al chofer. El
camión emprendía su marcha hacia la cámara de la muerte. Por eso teníamos
tanto miedo de mandar al "hospital" los casos contagiosos.
El sistema de administración carecía
absolutamente de lógica. Causaba verdadero estupor ver la poca relación que
había entre las órdenes distintas que se sucedían unas a otras. Aquello se
debía en parte a negligencia. Los alemanes trataban indudablemente de despistar
a las presas para disminuir el peligro de una sublevación. Lo mismo ocurría
con las selecciones. Durante algún tiempo, eran elegidas automáticamente las
que pertenecían a la categoría de enfermas. Pero, de repente, todo cambiaba un
buen día, y las que estaban afectadas de la misma enfermedad, como, por
ejemplo, difteria, eran sometidas a tratamiento en una habitación aislada y
confiadas al cuidado de médicos deportados.
La mayor parte del tiempo, las que padecían
de escarlatina estuvieron en gran peligro; pero, sin embargo, ocurría de
cuando en cuando que las que contraían tal enfermedad eran atendidas, y algunas
hasta se llegaban a curar. Entonces se las devolvía a sus respectivas barracas,
y su ejemplo servía para que las demás se convenciesen de que la escarlatina no
significaba sentencia de muerte en la cámara de gas. Pero, inmediatamente
después, aquella táctica quedaba revocada y era sustituida por otra. ¿Cómo
podía, por tanto, la gente saber a qué carta quedarse?
Sea de esto lo que fuere, el caso era que muy
pocas volvían del hospital de la sección, y éstas no habían entrado en la Durchgangszimmer,
por lo cual no estaban enteradas de sus condiciones. Aquel "hospital"
siguió siendo un espectro de horror para todas. Estaba rodeado de misterio y
sombras de muerte.
Cierto día, fui testigo en aquel hospital de
una escena particularmente patética. Una joven y bella muchacha judía de
Hungría, llamada Eva Weiss, que era una de las enfermeras, contrajo la
escarlatina atendiendo a sus pacientes. El día que se enteró de que estaba
contagiada, los alemanes acababan de abolir las medidas de tolerancia. Como el
diagnóstico fue hecho por un médico alemán, la pobre muchacha sabía que era
inevitable su traslado a la cámara de gas. Pronto llegaría una falsa
ambulancia de la cruz roja a recogerla, lo mismo que a las demás enfermas
seleccionadas.
Las que sospechaban la verdad estaban al
borde de la desesperación. La habitación resonaba con los ecos de los gemidos
y de las lamentaciones.
—¡Les aseguro que no tienen por qué
alarmarse! —les decía Eva Weiss, quien también procedía de Cluj—. Están ustedes
imaginándose cosas aterradoras. Verán, esto es lo que va a pasar: Nos
trasladarán a un hospital mayor, en el cual nos atenderán mucho mejor que nos
atienden aquí. Hasta puedo decirles dónde está localizado el hospital: en el
campo de los viejos y de los niños. Las enfermeras son ancianas. Quizás alguna
de nosotras encuentre inclusive a su madre. Después de todo, tenemos que pensar
en lo afortunadas que somos.
—Siendo enfermera —pensaban las pacientes—,
debe estar bien informada.
Y sus palabras las alentaron.
Antes de que se cerrase la puerta de la
ambulancia, las demás enfermeras dijeron el último adiós a su camarada Eva.
Aquella joven heroína había sabido evitar con su frío valor la tortura de la
ansiedad y del terror a las desgraciadas que la acompañaban a la muerte. Es
mejor no pensar siquiera en lo que ella sentiría dentro de sí, según caminaba a
la cámara de gas.
Naturalmente, fui testigo de centenares de
episodios trágicos. Imposible escribir un libro que los relate todos. Pero
hubo uno que me emocionó de manera especial.
De una barraca cercana nos trajeron a una
joven griega. A pesar de lo demacrada que la había dejado la enfermedad y de
ser un esqueleto viviente, conservaba todavía su belleza. No quiso contestar a
ninguna de nuestras preguntas y se comportó como muda.
Como nos habíamos especializado
principalmente en cirugía, no comprendimos por qué nos la mandaban. Su ficha
médica indicaba que no tenía necesidad de intervención quirúrgica.
La sometimos a observación. No tardamos en
descubrir que se había cometido una equivocación. Aquella muchacha debía haber
sido internada en la sección destinada a enfermas mentales. Casi todo el
tiempo estaba sentada, imitando los movimientos precisos de una hilandera. De
cuando en cuando, como si la extenuase su trabajo, perdía el sentido, sin que
pudiésemos hacerla volver en sí en una o dos horas. Luego movía la cabeza a un
lado y a otro, abría los ojos y levantaba los brazos, como para protegerse de
golpes imaginarios en la cabeza.
Un día después, la encontramos muerta.
Durante la noche había vaciado su jergón de paja para "hilarla".
Había desgarrado además su blusa en pequeños jirones para disponer de más
cantidad de materia prima que hilar. He visto muchas muertas, pero pocas caras
me han conmovido tanto como la de aquella joven griega. Probablemente había
estado empleada en trabajos forzados de hilandería. No había logrado con sus esfuerzos
más que recibir palos. Sucumbió, y el terror y la desesperación animal acabaron
por destruir el equilibrio de su mente.
CAPÍTULO X
Un
Nuevo Motivo Para Vivir
A veces,
venían también hombres a nuestra enfermería. Generalmente eran internados que
trabajaban en los campos de mujeres. Cuando regresaban a sus barracas por la
noche, encontraban su enfermería cerrada. No podíamos negarnos a atenderlos,
aunque estaba estrictamente verboten por los alemanes. Pero sus lesiones
procedían de accidentes de trabajo.
Entre
ellos llegó un día un francés ya entrado en años, a quien designaré con la
inicial "L". La herida que tenía en un pie lo convirtió en visitante
asiduo de la enfermería.
L. era una
persona encantadora, y lo recibíamos con verdadera alegría. Todos los días nos
traía noticias alentadoras de la situación militar y política de Europa.
Mientras le curábamos sus lesiones, él calmaba nuestro espíritu atribulado.
Aquel
hombre era casi la única fuente de noticias que teníamos. Por lo menos, nos
daba información verídica, y no rumores fantasmagóricos. De la actitud de
nuestros carceleros no podía sacar conclusión ninguna, porque parecían
considerar al campo como institución de carácter permanente. Vista desde
Auschwitz-Birkenau, aquella sangrienta guerra se nos hacía muy lejana y casi
irreal. La verdad era que no teníamos experiencias de guerra, como no fuesen,
muy de tarde en tarde, algunas alarmas aéreas. En cuanto sonaban las sirenas,
los valientes S.S. ponían pies en polvorosa a toda velocidad y huían a
esconderse en los bosques, deteniéndose exclusivamente para devolvernos a
nuestros campos. Cerraban y atrancaban con todo cuidado las puertas: las presas
quedaban expuestas al peligro de las bombas, pero los S.S. se escondían.
Como
estaba yo pasando entonces por una grave depresión nerviosa, las noticias que
nos traía L. eran un verdadero estímulo para mi espíritu. En lo material había
mejorado mi situación desde que empezara a trabajar en la enfermería. Pero mi
vida me parecía una carga terrible. Había perdido a mis padres y a mis hijos, y
no sabía una palabra de mi marido, que era la única persona cuya existencia me
sostenía en el mundo de los vivos. Estaba mentalmente al borde del suicidio.
Mis compañeras notaban a ojos vistos que me estaba demacrando día a día. L. me
llamó aparte en cierta ocasión y me reprendió:
—No tiene usted derecho a destrozar su vida.
Aunque esta existencia no represente atractivo ninguno personal para usted, no
tiene más remedio que seguir adelante, aunque sólo sea para aliviar los
sufrimientos de las personas que hay a su alrededor. El puesto en que está se
presta perfectamente a rendir servicios muy valiosos.
Me miró con ojos penetrantes y continuó:
—Naturalmente, esto también tiene sus
peligros. ¿Pero no hay acaso peligro en nuestra vida toda, mientras sigamos
aquí? ¿No es el peligro el pan nuestro de cada día? Lo esencial es que tengamos
un objetivo, una ilusión.
Entonces me tocó a mí mirarle cara a cara
hasta el fondo de los ojos.
—Me pongo a su servicio —le contesté—. ¿Qué
debo hacer?
—Puede hacernos dos favores a todos
—replicó—. En primer lugar, puede divulgar con cuidado todas las noticias que
yo le traigo. Esto es de vital importancia para mantener alto el espíritu de
nuestras prisioneras. ¿No le parece?
El correr "falsos rumores" estaba
prohibido por los alemanes bajo pena de muerte. ¿Pero qué más daba morir? Yo
ni siquiera pensaba en ello.
—En segundo lugar —prosiguió—, el trabajo que
usted desempeña la convierte en la mujer ideal para hacer de oficina de
correos. Empezarán a traerle cartas y paquetes. Usted las entregará según las
instrucciones que se le den. Y no diga una palabra a nadie, ni siquiera a sus
mejores amigas. Porque si la sorprenden, la someterán a interrogatorio, y no
queremos que haya testigo ninguno contra usted. ¡No todos son capaces de
tolerar el tormento! ¿Se cree usted lo suficientemente fuerte para aguantar sus
torturas?
Me quedé en silencio. ¿Sería posible que
hubiese más padecimientos todavía?
—Procuraré ser fuerte.
Se quedó pensando, y añadió:
—Otra
cosa. Tenemos que observar cuanto
ocurre aquí.
Porque más adelante escribiremos todo lo que
hemos visto. Cuando termine la guerra, el mundo tiene que enterarse de esto.
Debe hacerse pública la verdad.
A partir de aquel momento, tuve ya un motivo
para vivir. Era miembro del movimiento de resistencia.
Después de aquella entrevista, tuve ocasión
de verme con otros elementos de la "resistencia". Limitábamos
nuestras relaciones a nuestro trabajo, y ni siquiera nos preguntamos cómo nos
llamábamos. Se hacía así por precaución obligatoria, para evitar traicionarnos
recíprocamente en caso de que nos arrestasen y sometiesen a tortura.
A través de estos nuevos contactos, me enteré
por fin de los detalles más concretos sobre la cámara de gas y los crematorios.
* * *
Al principio, los condenados a muerte de
Birkenau eran fusilados en el bosque de Braezinsky o ejecutados por gas en la
infame casa blanca del campo de concentración. Los cadáveres eran incinerados
en una fosa. Después de 1941, se pusieron en servicio cuatro crematorios, con
lo que aumentó considerablemente el "rendimiento" de esta inmensa
planta exterminadora.
En los primeros tiempos, judíos y no judíos
eran enviados por igual al crematorio, sin favoritismo ninguno. A partir de
junio de 1943, la cámara de gas y los crematorios estaban reservados
exclusivamente a los judíos y gitanos. Como no fuese por error o por algún
castigo especial, los arios no eran mandados allá. Pero, generalmente, éstos
eran ejecutados por fusilamiento, horca o inyecciones de veneno.
De las cuatro unidades destinadas a
crematorio que había en Birkenau, dos eran enormes y consumían un número extraordinario
de cadáveres. Las otras dos eran más pequeñas. Cada unidad constaba de un
horno, un gran vestíbulo y una cámara de gas.
Por encima de cada unidad se erguía una alta
chimenea, que generalmente estaba alimentada por nueve hogueras. Los cuatro
hornos de Birkenau eran calentados por un total de treinta hogueras o fogatas.
Cada horno tenía sus grandes bocas. Esto es, había 120 bocas, en cada una de
las cuales cabían al mismo tiempo tres cadáveres. Esto quería decir que podían
destruirse 360 cadáveres en cada operación. Aquello no era más que el comienzo
de la "Meta de Producción" nazi.
A trescientos sesenta cadáveres cada media
hora, que era el tiempo necesario para reducir a cenizas la carne humana,
salían 720 por hora, o sea, 17,280 cadáveres cada veinticuatro horas. Y conste
que los hornos funcionaban con asesina eficiencia día y noche.
Sin embargo, esto no era todo. Debe
recordarse además las fosas de la muerte, en que se podían destruir otros 8,000
cadáveres diariamente. En números redondos, venían a cremarse al día unos
24,000 cadáveres. Admirable récord de producción. . . que deja muy en alto el
pabellón de la industria alemana.
Estando todavía en el campo de concentración,
logré hacerme con estadísticas detalladas del número de convoyes que llegaron
a Auschwitz-Birkenau en 1942 y 1943. Hoy los Aliados conocen el número exacto
de tales contingentes, porque estas cifras fueron declaradas por los testigos
muchas veces en el curso de los procesos contra los criminales de guerra. Voy a
citar sólo unos cuantos ejemplos.
En febrero de 1943, llegaban a Birkenau dos o
tres trenes diarios. Cada uno de ellos arrastraba de treinta a cincuenta vagones.
En estos transportes llegaban una gran proporción de judíos, pero también otros
numerosos enemigos políticos del régimen nazi, a saber, prisioneros políticos
de todas nacionalidades, criminales ordinarios y un número considerable de prisioneros
de guerra rusos. Sin embargo, la especialidad suprema de Auschwitz-Birkenau era
el exterminio de los judíos de Europa, quienes constituían el elemento
indeseable entre todos, según la doctrina nazi. Cientos de miles de israelitas
eran quemados en los crematorios.
A veces había tal exceso de trabajo en los
mismos, que no daban abasto en una jornada diaria para desembarazarse de los
cadáveres acumulados. Entonces tenían que quemarlos en las "fosas de la
muerte". Eran trincheras de más de cincuenta metros de largo por cuatro de
ancho. Estaban provistas de un sistema muy hábil de drenaje para dar salida a
la grasa humana.
Hubo además una temporada en que los trenes
llegaban todavía en mayor número. El año 1943, fueron transportados cuarenta y
siete mil judíos griegos a Birkenau. De ellos fueron ejecutados inmediatamente
treinta y nueve mil. Los demás fueron internados, pero murieron como moscas,
porque no pudieron adaptarse al clima. Los griegos y los italianos fueron quienes
sucumbieron en mayor número al frío y a las privaciones, probablemente porque
eran los peor alimentados y los más depauperados de cuantos llegaban. El año
1944, tocó el turno a los judíos húngaros, y más de medio millón fueron exterminados.
Tengo las cifras correspondientes únicamente
a los meses de mayo, junio y julio de 1944. El doctor Pasche, médico francés
del Sonderkommando en el crematorio, me proporcionó los datos que
publico a continuación, y conste que estaba en un puesto en que podía
perfectamente enterarse de las estadísticas de exterminación:
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Mayo, 1944
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360,000
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Junio, 1944
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512,000
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Del 1 al 26
de julio, 1944
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442,000
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1.314,000
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En menos de un trimestre los alemanes habían
liquidado a más de 1.300,000 personas en Auschwitz-Birkenau.
* * *
Tuve muchas oportunidades para presenciar la
llegada de los transportes de prisioneros. Un día se me mandó, en compañía de
otras tres internadas, a buscar mantas para la enfermería.
En el momento en que llegábamos a la
estación, entraba en vías un transporte. Los vagones de ganado estaban siendo
vaciados de los seres humanos golpeados y enclenques que habían hecho el viaje
juntos, a base de ciento por cada vagón. De aquella espesa y desgraciada turba,
surgían gritos desgarrados en todos los idiomas de Europa, en francés, rumano,
polaco, checo, holandés, griego, español, italiano... vaya usted a saber
cuántos más.
— ¡Agua! ¡Agua! ¡Algo que beber!
Cuando llegué yo como ellos, lo había visto
todo a través de una nube de incredulidad, y no podía dar cuenta de los detalles;
apenas era posible dar crédito a lo que se veía. Pero, pasado el tiempo, había
aprendido a interpretarlo todo. Reconocí a ciertos jefes de las S.S.
Identifiqué al infame Kramer, a quien los periódicos habían de denominar
"la bestia de Belsen", cuya poderosa silueta dominaba la escena. Su
máscara de hielo bajo el pelo espeso vigilaba a los deportados con expresión
viva y penetrante. Me sentí fascinada al mirarlo, como quien clava los ojos en
una cobra. Jamás olvidaré la tenue sonrisa de
satisfacción al ver aquella masa humana tan completamente reducida y entregada
a su voluntad.
Mientras
eran desembarcados los prisioneros, la orquesta del campo, integrada por
internados vestidos de pijamas rayados, interpretaba aires alegres para dar la
bienvenida a los recién llegados. La cámara de gas esperaba, pero las víctimas
tenían que ser tranquilizadas primero. Las mismas selecciones que se
realizaban en la estación eran efectuadas generalmente al compás de lánguidos
tangos, de números de jazz y de baladas populares.
A un lado
esperaban la primera selección. Los viejos, enfermos y niños de menos de doce
o catorce años eran destacados a la izquierda y el resto a la derecha. La
izquierda quería decir la cámara de gas y el crematorio de Birkenau; la derecha,
detención temporal en Auschwitz.
Todo tenía
que llevarse a cabo "como era debido" en aquella lúgubre ceremonia.
Las mismas tropas de las S.S. observaban escrupulosamente las reglas del
juego. Tenían interés en evitar incidentes. Con aquella táctica, unos cuantos
guardianes se bastaban para mantener el orden entre los millares de condenados.
Las
separaciones daban pie a dramáticos episodios, pero los nazis sabían llevar la
cosa a la perfección. Cuando una joven se empeñaba en no querer separarse de su
madre anciana, muchas veces transigían y mandaban a la deportada unirse con la
persona de quien no querían apartarse. Así, ambas pasaban al grupo de la
izquierda, en línea recta hacia la muerte.
Luego,
siempre a los compases de la música —no podía menos de recordar al Pied Piper
de la leyenda—, los dos cortejos empezaban su procesión. En el ínterin, los
internados de servicio habían reunido todos los equipajes. Los deportados seguían
creyendo que se iban a encontrar con sus pertenencias cuando llegasen a su
destino.
Otros
internados colocaban a los enfermos en las ambulancias de la Cruz Roja. Los
trataban con delicadeza hasta que las columnas se perdían de vista, pero en
seguida, la conducta de aquellos esclavos de las S.S. cambiaba completamente.
Con verdadera brutalidad, empujaban a los enfermos a los camiones de la
basura, como si fuesen sacos de patatas, porque las ambulancias ya estaban
abarrotadas. Así trataban a sus compañeros de infortunio. En cuanto todo el
mundo había encajado a empellones en su sitio, el camión salía en dirección a
los crematorios, entre los gemidos y gritos de pavor de los pobres presos.
Gracias a
la prueba directa que me conseguí a través del doctor Pasche y de otros
miembros de la resistencia, puedo reconstruir las últimas horas de los que
eran formados a la izquierda.
Al compás
de los aires cautivadores interpretados por los internados músicos, cuyos ojos
estaban arrasados de lágrimas, el cortejo de los condenados partía hacia
Birkenau. Afortunadamente, no tenían idea de la suerte que les estaba
deparada. Al ver el grupo de construcciones de ladrillo rojo que se divisaban
adelante, suponían que era un hospital. Las tropas de las S.S. que los
escoltaban se conducían con irreprochable "corrección". No eran tan
finos cuando trataban con los seleccionados del campo, a los cuales no hacía
falta manejar con guante blanco; pero a los recién llegados había que tratarlos
con toda finura hasta el fin.
Los
condenados eran conducidos a un largo viaducto subterráneo, llamado
"Local B", que se parecía al pasillo de un establecimiento de baños.
Podían acomodarse allí hasta dos mil personas. El "Director de los
Baños", de blusa blanca, repartía toallas y jabón... un detalle más de
aquella inmensa farsa. Entonces los prisioneros se quitaban la ropa y dejaban
todos sus objetos en una enorme mesa. Bajo los ganchos para colgar las prendas
había placas que decían en todos los idiomas europeos: "Si desea usted
recoger sus efectos al salir, tome nota, por favor, del número de su
percha".
El "baño"
para el cual estaban siendo preparados los condenados, no era más que la
cámara de gas, que caía a la derecha de aquel vasto pasillo o vestíbulo. Esta
dependencia estaba equipada con muchas duchas, a cuya vista cobraban confianza
los deportados. Pero los aparatos no funcionaban, ni salía agua de los grifos.
En cuanto
los condenados llenaban la baja y angosta cámara de gas, los alemanes acababan
con su farsa. Se quitaban las caretas. Ya no eran necesarias las precauciones.
Las víctimas no estaban en condiciones de escapar ni de ofrecer la menor
resistencia.
Había
ocasiones en que los condenados a muerte retrocedían al llegar a la puerta,
como avisados por un sexto sentido. Los alemanes los empujaban brutalmente, sin
tener inconveniente en disparar sus pistolas sobre la masa. La estancia se
atascaba con el mayor número posible de deportados. Cuando quedaban fuera uno o
dos niños, se les tiraba por encima de las cabezas de los adultos. Luego la pesada puerta se
cerraba como la losa de una cripta.
Dentro de la cámara de gas se desarrollaban
horribles escenas, aunque es mucho de dudar que aquella pobre gente sospechase
ni siquiera entonces. Los alemanes no abrían inmediatamente el gas. Esperaban.
Porque los expertos habían visto que era necesario que subiese primero la
temperatura de la habitación unos cuantos grados. El calor animal emanado del
rebaño humano facilitaba la acción del gas.
A medida que subía el calor, el aire se hacía
pestilente. Muchos condenados murieron según tengo entendido, antes de que se
abriesen las espitas del gas.
En el techo de la cámara había un boquete
cuadrado, enrejillado y cubierto con un cristal. Cuando llegaba la hora, un
guardián de las S.S., provisto de una careta antigás abría el hueco y soltaba
un cilindro de "Cyclone-B", gas preparado en Dessau a base de hidrato
de cianuro.
Se decía que el Cyclone-B tenía un efecto
devastador. Pero no siempre ocurría así, probablemente porque los alemanes
querían hacer economías debido al número elevado de hombres y mujeres que había
que liquidar. Además, quizás algunos condenados opusiesen gran resistencia
orgánica. En todo caso, había muchas veces sobrevivientes; pero los alemanes
no tenían entrañas: respirando todavía, se llevaban a los moribundos al
crematorio y se los empujaba a los hornos.
Según el testimonio de antiguos internados de
Birkenau, muchas personalidades destacadas del nazismo, políticos y otros,
estaban presentes cuando se inauguraron el crematorio y las cámaras de gas. Se
dice que expresaron su admiración por la capacidad funcional de aquella enorme
planta exterminadora. El mismo día de la inauguración, fueron sacrificados doce
mil judíos polacos, lo cual no era gran cosa para el Moloch nazi.
* * *
Los alemanes dejaban con vida cada vez a unos
cuantos millares de deportados, pero únicamente con el objeto de facilitar el
exterminio de millones de otros. A estas víctimas las obligaban a desempeñar
los "trabajos sucios". Eran parte del "Sonderkommando". De
tres a cuatrocientos atendían cada crematorio. Su tarea consistía en empujar a
los condenados al interior de la cámara de gas y, después de efectuado el
asesinato en masa, debían abrir las puertas y sacar los cadáveres. Eran
preferidos los médicos y dentistas para ciertas operaciones, los últimos, por
ejemplo, para rescatar las dentaduras postizas de los cadáveres y aprovechar
los metales preciosos de que estaban hechas. Además, los miembros del Sonderkommando
tenían que cortar el pelo a las víctimas, lo cual suponía otra ganancia
para la economía nacional socialista.
El doctor Pasche, a quien se le había
destinado al Sonderkommando, me facilitó los datos de la rutina diaria
del personal del crematorio. Porque, por extraño que parezca —y ésta no era la
única circunstancia extraña y paradójica que había en los campos de
concentración— los alemanes tenían un médico especial para atender a los
esclavos de la planta exterminadora. El doctor Pasche desempeñaba un puesto
activo en el movimiento de resistencia, llevando las estadísticas diarias a
riesgo de su vida. Comunicaba los datos que obtenía únicamente a los pocos de
quienes podía estar totalmente seguro, con la esperanza de que algún día,
dichas cifras fuesen conocidas del mundo entero. El doctor Pasche no se hacía
ninguna ilusión respecto a la suerte que le esperaba. Y, en efecto, fue
"liquidado" mucho antes de la liberación de Auschwitz.
De los informes de los testigos visuales,
podemos imaginarnos el espectáculo que ofrecía la cámara de gas cuando se
cerraban las puertas. Entre las torturas de sus sufrimientos, los condenados
trataban de treparse uno encima de otro. Durante su agonía, había quienes
clavaban las uñas en la carne de sus vecinos. Por regla general, los cadáveres
estaban tan apretados y entremezclados que era imposible separarlos. Los
técnicos alemanes inventaron unas pértigas provistas de ganchos en su extremo,
que se clavaban en la carne de los cadáveres para extraerlos.
Una vez fuera de la cámara de gas, los
cadáveres eran transportados al crematorio. Ya he dicho anteriormente que no
era raro que hubiese todavía algunas víctimas con vida. Pero se les trataba
como cadáveres y eran introducidos en los hornos con los muertos.
Con un montacargas se levantaban los
cadáveres y se metían en los hornos. Pero primero se les catalogaba
metódicamente. Los niños iban por delante, para que sirviesen de tizones;
luego, llegaba su turno a los cadáveres depauperados, y, finalmente, a los más
corpulentos.
Mientras tanto, el servicio de recuperación
funcionaba sin descanso. Los dentistas sacaban a los cadáveres las dentaduras
metálicas, los puentes, las coronas y las placas. Otros oficiales del Sonderkommando recogían los anillos, porque, a pesar de
todo el control que tan rigurosamente se llevaba, había internados que se
quedaban con ellos. Naturalmente, los alemanes no querían perder nada de valor.
Los
Superhombres Nórdicos sabían aprovecharlo todo. En envases inmensos se recogía
la grasa humana, que se había derretido a altas temperaturas. No tenía nada de
extraño que el jabón del campo oliese de manera tan peculiar. ¡Ni hay por qué
asombrarse de que los internados sospechasen a veces del aspecto de algunos
pedazos de salchichón!
Hasta las
mismas cenizas de los cadáveres eran utilizadas para abonos de las granjas de
labor y de los jardines aledaños. El "exceso" era arrojado al
Vístula. Las aguas de este río se llevaron los restos de millares de pobres
prisioneros.
El trabajo
del Sonderkommando era, indudablemente, el más penoso y repugnante.
Había dos turnos de doce horas cada uno. Este personal vivía en barrio aparte
del campo, y tenía rigurosamente prohibido el contacto con los demás presos. A
veces, a guisa de castigo, no se les permitía siquiera volver al campo, sino
que tenían que vivir en el mismo edificio de los crematorios. ¡Allí les sobraba
calor, pero qué lugar más horrendo para comer y dormir!
La vida de
los miembros del Sonderkommando era verdaderamente infernal. Muchos de
ellos se volvieron locos. Con frecuencia se veía a un marido a quien obligaban
a quemar a su misma mujer; a un padre que hacía otro tanto con sus hijos; a un
hijo, con sus padres; y a un hermano, con su hermana.
Al cabo de
tres o cuatro meses en aquel infierno, los trabajadores del Sonderkommando veían
llegar su turno. Los alemanes lo tenían previsto así. Perecían en la cámara de
gas y luego eran quemados por los que habían venido a ocupar sus puestos. La
planta exterminadora no podía dejar de producir, aunque cambiase el personal.
Entonces tuve ya dos motivos para seguir
viviendo: uno era trabajar por el movimiento de resistencia y ayudar cuanto
tiempo pudiese mantenerme sobre mis pies; el segundo era soñar y rezar porque
llegase el día en que fuese libre y pudiese decir al mundo entero: "¡Esto
es lo que vi con mis propios ojos! ¡No podemos consentir que vuelva a repetirse!"
CAPÍTULO XI
"Canadá"
Teníamos
en Auschwitz-Birkenau un edificio que no sé por qué se llamaba
"Canadá". Dentro de sus muros se almacenaban las ropas y demás
pertenencias quitadas a los deportados cuando llegaban a la estación, o cuando
se iban a duchar, o en el vestíbulo del crematorio.
El
"Canadá" contenía una riqueza considerable, porque los alemanes
habían animado a los deportados a que se llevasen sus objetos de valor. ¿No
habían anunciado acaso en muchas ciudades ocupadas que no era "contra las
ordenanzas" llevarse los efectos personales consigo? Esta invitación
indirecta resultó mucho más eficaz que si hubiesen indicado directamente a las
víctimas que se llevasen sus joyas. En realidad muchos deportados se llevaban
cuanto podían, con la esperanza de ganarse algunos favores a cambio de sus
objetos de valor.
En los
equipajes se encontraban un poco de todo: tabaco, chamarras de piel, jamón
ahumado y hasta máquinas de coser. ¡Qué cosecha tan magnífica para el servicio
de recuperación del campo!
En el Canadá
había especialistas dedicados exclusivamente a descoser forros y despegar
suelas con objeto de hallar tesoros ocultos. El sistema debió dar a los
alemanes buenos resultados, porque encargaron de la tarea a un contingente
considerable de energía humana, integrado por cerca de mil doscientos hombres
y dos mil mujeres. Todas las semanas, salían de Auschwitz para Alemania uno o
más trenes atiborrados de productos procedentes del servicio de recuperación.
A los
numerosos objetos quitados a los deportados o sustraídos de sus equipajes, se
añadía el pelo de las víctimas, procedente de los rapados de vivos y
cadáveres. Entre los artículos almacenados en el Canadá que más dolorosamente
me impresionaron, había una fila de coches de niño, que me trajeron al pensamiento
a todos los desgraciados párvulos que los alemanes habían ejecutado. Otra
sección emocionante era la destinada a los zapatos de niños y juguetes, que
siempre estaba bien abastecida.
Pertenecer
al personal del Canadá o estar asociado con sus comandos constituía un gran
privilegio para los cautivos. Estos "empleados" tenían numerosas
oportunidades de robar, y, a pesar de las amenazas de castigos severos, las
aprovechaban cuanto podían. Pero aquellas ordenanzas no rezaban con los
oficiales alemanes, los cuales hacían numerosos viajes de inspección al Canadá
y se llevaban unos cuantos diamantes como recuerdo en una cámara fotográfica, o
una pitillera.
Muchos
comandos robaban con la esperanza de poder comprar su libertad. Gracias a los
sobornos de este tipo, ocurrieron muchas fugas mientras estuve en el campo.
Generalmente no se salían con la suya. Los alemanes aceptaban de mil amores
cuanto se les ofrecía, pero en lugar de facilitarles la huida, les complacía
más abatir a tiros a sus clientes.
Los objetos
robados del Canadá se negociaban después en el mercado negro.
* * *
Pese a las
feroces medidas disciplinarias, teníamos un mercado negro muy activo. Los
precios se fijaban de conformidad con la escasez de los artículos, lo pobre de
las raciones, y, naturalmente, en proporción con los riesgos que suponía conseguir
el artículo en cuestión.
Por tanto,
no debe extrañarse nadie de que una libra de Margarina costase 250 marcos de
oro, o sea cerca de 100 dólares; un kilo de mantequilla, 500 marcos; un kilo de
carne, 1,000 marcos. Un cigarrillo costaba 7 marcos, pero el precio de una
fumada estaba sometido a fluctuaciones.
Claro
está, sólo unos cuantos podían permitirse esos lujos. Sólo los escrupulosos
empleados o trabajadores del Canadá disponían de medios. Tenían que establecer
contacto con los que trabajaban fuera del campo o con los mismos guardianes,
para poder cambiar sus objetos de valor por dinero o artículos raros. En estos
dobles cambios, perdían mucho. A veces, una joya de gran valor se cambiaba por
una botella de vino ordinario.
También
contribuía al tráfico el personal de la cocina. Ellos eran igualmente de los
privilegiados, en comparación con un prisionero común. Se comía mejor en la
cocina. Además, todos los que trabajaban allí podían conseguirse ropas mejores,
gracias al cambio por otros objetos, o sea, al sistema de comercio por
trueque. Los alimentos robados los cambiaban por zapatos o chaquetas viejas.
Todas las tardes, entre las cinco y las siete, funcionaba fuera de las barracas
un concurrido mercado negro. Este tipo de tráfico en especie era resultado
natural de las condiciones locales en que vivíamos. Era difícil sustraerse a
él. Yo pagué la ración de pan de ocho días por una prenda que necesitaba para
hacerme una blusa de enfermera. Pero además hube de sacrificar tres sopas para
que me la cosiesen. Alimento o vestido era el eterno dilema en que nos
encontrábamos.
El mercado negro me lleva de la mano a tratar
del "Campo Checo", el cual fue, durante muchos meses, una fuente
abundante de ropa. Después de unas breves negociaciones, las internadas de
nuestro campo tiraban sus raciones de margarina o de pan por encima de la
alambrada de púas, al campo checo. Las checas, en cambio, nos arrojaban prendas
de vestir. El negocio era muy peligroso. Si pasaba por allí algún guardián,
podría descerrajarnos un tiro. O también, la ropa recibida podría quedarse
enganchada en los alambres. Pero, como dice el refrán, "El que no se
arriesga no cruza la mar".
¿A qué se debía el que las checas fuesen más
ricas que nosotras en prendas de vestir? La razón era posiblemente un simple
capricho o desorden de la administración, o acaso, según se rumoraba, la
intervención eficaz de personajes influyentes de Checoslovaquia. A principios
del verano de 1943, a uno de los transportes checos le ahorraron todas las
formalidades de rigor; no hubo selecciones, ni confiscación de equipajes, ni
cortes de pelo. Además, los hombres quedaron exentos de trabajos forzados y
las familias permanecieron juntas, privilegio inaudito en Birkenau. Para sus
pequeños, establecieron una especie de escuela.
Los checos eran los únicos que recibían
regularmente paquetes de sus familias, por lo menos durante cierto tiempo.
Aprovechaban los permisos oficiales que se les concedían para solicitar toda
clase de pertenencias útiles, sobre todo lana para tejer, con la que se
confeccionaban prendas de abrigo, bien para su uso personal bien para el
mercado negro.
Pero aquella situación de privilegio iba a
durar poco tiempo. Al cabo de seis meses, el trato de
favor se acabó. Un día, los checos se enteraron de que los alemanes estaban
preparándose para liquidarlos. Inmediatamente tomaron el acuerdo de
sublevarse. Pero la sedición fue un fracaso. En el último momento fue
envenenado el jefe, que era un antiguo profesor de Praga. Se hizo cargo de la
situación el Lageraelteste, un criminal empedernido y bestial. La noche
siguiente se distribuyeron entre los checos más tarjetas postales para que
informasen a sus parientes cercanos que estaban bien y para que les pidiesen
más paquetes de diferentes artículos. Pocas horas después, fueron exterminados
todos, viejos y jóvenes, enfermos y sanos.
No se
perdió tiempo en transportar allá a otros checos para que llenasen su campo.
Tuve
ocasión de comunicarme con el contingente del tren segundo. Estos checos fueron
también objeto de un trato de favor, a excepción del alimento, que era
abominable. Como animalillos hambrientos, sus hijitos vagaban junto a la alambrada,
esperando que alguien les tirase algún resto de comida o un pedazo de pan.
Un buen
día corrió la voz de que estaban siendo liquidados los integrantes del segundo
grupo de checos. Primero se llevaron a los hombres, luego a las mujeres
jóvenes. Los que quedaron, es decir, los niños y los viejos, no se forjaron
ilusiones. Empezaron a cambiar cuanto tenían por un mendrugo de pan o
margarina. Por lo menos, querían hartarse antes de morir.
Aquella
tarde, un muchacho checo, que estaba enamorado de una Vertreterin joven
de nuestro campo, le dijo adiós a través de la alambrada de púas que nos
separaba de ellos. Sabía cómo iba a terminar el día para él.
—Cuando
veas las primeras llamaradas del crematorio al amanecer —le dijo—, tómalo como
mi saludo para ti.
La chica
se desmayó. Él se la quedó mirando desde el otro lado de la alambrada con los
ojos bañados de lágrimas. Nosotras la ayudamos a levantarse.
—Amada mía
—continuó diciéndole él—. Tengo un diamante que quería dártelo de regalo. Lo
robé mientras trabajaba en el Canadá. Pero ahora voy a tratar de cambiarlo
porque me den ocasión de poder pasar a tu campo y estar contigo antes de morir.
No sé cómo
se las arreglaría, pero el caso es que lo consiguió, y el muchacho se
presentó. Todo el mundo sabía que se aproximaba el fin del campo checo. Podría
ser cosa de un día más, acaso de unas cuantas horas solamente. La blocova dejó
a la joven pareja a solas en su habitación. Las demás internadas se plantaron
por la parte de afuera para vigilar, que no se presentase de repente algún
alemán.
Mientras
se llevaba a cabo la revista rutinaria de la tarde, los checos fueron obligados
a entregar su calzado. Aquélla era una señal inequívoca.
Ya entrada
la noche, llegaron al campo numerosos camiones de basura. Cuantos quedaban
todavía en el campo checo tuvieron que treparse a ellos. Algunos oponían
resistencia, pero los guardianes los golpeaban a palos o los atravesaban con
sus pértigas de ganchos.
Pegadas a
las paredes de nuestra enfermería, presenciábamos nosotras la horrible escena.
La pequeña Vertreterin vio cómo metían a empellones a su novio checo en
el vagón. La alborada nos sorprendió temblando delante de la pared; acababan
de arrancar los últimos camiones. Nuestros ojos seguían la trayectoria del humo
que eructaban los crematorios... Eran los restos de nuestros pobres vecinos.
Durante la
noche se le quedó casi completamente blanco el pelo a la joven Vertreterin.
Los
primeros rayos del sol revelaron, esparcidos por el suelo del campo checo,
unos cuantos objetos abandonados: un rebojo de pan, una muñeca de trapo y algunas
prendas de vestir. Aquello fue todo lo que quedó de la aldea checa de ocho mil
almas, que tan corta vida habían tenido.
CAPITULO XII
El
Depósito de Cadáveres
Aunque mi
trabajo estaba en la enfermería, durante algún tiempo tuve que trasladar
también los cadáveres del hospital. Por si esto fuera poco, habíamos de limpiar
los cuerpos, tarea horrible, porque se trataba de nuestras antiguas pacientes;
y además, nuestro suministro de agua para lavar a los vivos era muy limitado,
cuánto más para limpiar a los muertos. Cuando terminábamos el trabajo, teníamos
que arrojar los muertos a un montón de cadáveres putrefactos. Y luego, no
contábamos con nada con qué desinfectarnos, o lavarnos siquiera las manos.
Hacíamos
el trabajo entre dos. Tendíamos los cadáveres en unas parihuelas y, bajo la
vigilancia de los alemanes, los trasladábamos al depósito, que estaba a media
hora de camino del hospital. Habría sido una tarea laboriosa para hombres
sanos. Para nosotras, resultaba agotadora. Los guardianes no nos dejaban un
solo momento para respirar; pero la inhumanidad estaba a la orden del día en
Birkenau.
A la
entrada del depósito, dejábamos las parihuelas en el suelo y cargábamos el
cadáver al interior. No hacíamos más que amontonarlo sobre los demás. Sudábamos
copiosamente, pero no nos atrevíamos a limpiarnos la cara con las manos contaminadas.
De entre
todos los horripilantes trabajos que tuve que realizar, éste fue el que me
dejó recuerdos más macabros. No quiero seguir describiendo cómo teníamos que
tropezamos con los montones de cadáveres en putrefacción, muchos de los cuales
pertenecían a personas que habían muerto de enfermedades terribles. Todavía no
me explico de dónde pude sacar fuerzas necesarias para seguir realizando
aquellas tareas. No me desmayé siquiera una vez, como ocurría a tantas
compañeras mías.
Durante
mucho tiempo estuvo ayudándome a transportar los cadáveres una muchacha que
había sido estudiante en Varsovia. Nos golpeaban con mucha frecuencia, porque
los alemanes nos acusaban de no desempeñar con diligencia nuestro trabajo y
de realizar a paso lento aquella "marcha funeral". Nos gritaban:
— ¡Lleven
más aprisa esos Scheiss-Stuckel
Así
llamaban a los cadáveres. Y mientras nos urgían a caminar más rápidamente, nos
molían a golpes.
La joven
polaca estaba dominada por un único sentimiento... el amor a su madre. Era el
tema principal de sus conversaciones. Cuando hablaba de ella, me decía
confidencialmente:
—Está
escondida en las montañas. Los alemanes no serán capaces de encontrarla jamás.
Pero un
día, según penetrábamos en el depósito de cadáveres, rompió a reír en
carcajadas histéricas. Tuve que sacarla de allí antes de que la agarrasen los
alemanes.
Entre los
cadáveres, acababa de descubrir el cuerpo de su querida madre, a la que creía
tan segura.
De la
vista de los cadáveres apilados en el depósito, podíamos deducir qué tipo de
deformaciones físicas producía a los internados la vida del campo de
concentración. Había ocasiones en que ya al cabo de poco tiempo, muchos
prisioneros parecían esqueletos. Habían perdido el 50 ó 60 por ciento de su
peso original y habían mermado de talla. Parecerá increíble, pero la verdad es
que no pesaban realmente más de treinta o treinta y tantos kilos. Por la misma
causa, a saber, la alimentación defectuosa, a otros se les hinchaba
anormalmente el cuerpo.
En las
mujeres, la obesidad era muchas veces provocada por dificultades o trastornos
menstruales. Después de haber sido liberado Auschwitz, un profesor de Moscú,
que había realizado muchas observaciones durante las autopsias en las
investigaciones, sacó la conclusión de que el noventa por ciento de las internadas
acusaban un positivo debilitamiento o secamiento de los ovarios. La dismenorrea
era casi un fenómeno general allí.
No es éste
el momento apropiado para dar explicaciones científicas, pero sí debo añadir
que uno de los factores que contribuían a ello era la angustia constante en
que vivíamos.
El
misterioso polvo químico con que los alemanes adobaban nuestra alimentación
era probablemente una de las causas de que se nos interrumpiese la
menstruación. No he logrado personalmente conseguir la prueba que necesitaba
para demostrar que los alemanes diluían en nuestra comida substancias químicas
para retardar y debilitar nuestras reacciones sexuales. Pero, sea de ello lo
que fuere, la Lageraelteste, las blocovas y las Stubendients, lo
mismo que las empleadas de la cocina, ninguna de las cuales comía la
alimentación ordinaria del campo, estaban libres, en su mayor parte de
desarreglos menstruales. Pero, la verdad es que tengo buenas razones para creer
que los alemanes nos envenenaban con su polvo misterioso. Una vez hablé de ello
con una presa que trabajaba en la cocina. Me confirmó que tenían la orden de
mezclar dicha sustancia con todos los alimentos que nos daban.
—Por lo
que más quieras, dame un poco de ese polvo —le supliqué—. Si salgo algún día de
aquí, voy a exhibir otra prueba contra ellos.
—No lo
tengo —me contestó—. La mujer de las S.S. lo mezcla personalmente con la
comida que se cocina. A nadie más se permite acercarse a dicho polvo.
Era
pasmoso ver cómo cambiaba en unas cuantas semanas el aspecto físico de las
internadas en el campo de concentración. Perdían vitalidad, y sus movimientos
se hacían lentos y apáticos; andaban con los talones hacia adentro. En
invierno, sus músculos aductores se contraían por el frío, acentuando más aún
su traza anormal.
En muchos
casos, las cautivas daban muestras de trastornos mentales. Perdían la memoria
y la capacidad de concentrarse. Se pasaban largas horas mirando al vacío, sin
dar la menor señal de vida. Finalmente, terminaban por hacerse totalmente indiferentes
a su sino, y se dejaban llevar a la cámara de gas en un estado de indiferencia
casi absoluta. Este embotamiento facilitaba, claro está, las cosas a los
alemanes.
* * *
Nunca supe
si sería mejor abrir zanjas junto al crematorio o trabajar en la estación del
ferrocarril, de la que teníamos que recoger todas las inmundicias dejadas por
el último convoy.
Metíamos
la basura en grandes bolsas. Eran periódicos de todos los países, latas vacías
de sardinas, botellas rotas, juguetes, cucharas. A veces teníamos que cargar
las piezas de equipaje de la estación hasta el Canadá, donde se apilaban en
verdaderas montañas. Mi obligación era llevar las bolsas a las presas encargadas
de aquella misión, quienes las iban clasificando: tiraban las camisas al
montón de camisas, los juguetes en otro montón, y los desperdicios con la
basura. A veces
teníamos que abrir una inservible caja de cartón, atada con una cuerda. Había
ocasiones en que nos encontrábamos con maletas caras, de cuero. En Birkenau se
daban cita la riqueza y la pobreza de toda Europa.
De cuando en cuando encontrábamos en las
cajas de cartón unas cuantas galletas rancias envueltas en papel de periódico.
Algunas deportadas se habían llevado carne molida; el olor pútrido llenaba la
habitación. Pero hasta aquellas galletas secas y aquellas hamburguesas pasadas
nos despertaban el apetito.
Cuando cavábamos cerca del crematorio, oíamos
los últimos gritos de los que eran conducidos al interior de la cámara de gas.
Cuando trabajábamos junto a la estación del ferrocarril, era para nosotras una
tortura escuchar lo que decían las pobres personas ingenuas que acababan de
llegar. Al salir del tren, se acusaba en sus caras una expresión de alivio.
Parecían decir:
—Hemos padecido mucho en el viaje, pero ya,
gracias a Dios, hemos llegado.
El espectáculo que ofrecían al ayudarse
mutuamente a arreglarse un pañuelo o a abrochar a una nena el abrigo, me
recordaba mi llegada al campo y el desengaño que hube de sufrir después.
¿Cómo podía hacer para que no cometiesen las
mismas equivocaciones que yo cometí? Ya estaban desfilando por delante de la
mesa oficial para su primer selección. Procuré acercarme a las mujeres según
iban pasando, y les susurré al oído:
—Díganles que su hijo tiene más de doce
años... Que no vaya a decir su hija que está enferma... Mande a su hijo que se
presente muy derecho... Digan siempre que gozan de perfecta salud...
La hilera seguía avanzando hacia la mesa.
Las mujeres me miraban sorprendidas y me
preguntaban:
—¿Por qué?
Luego se quedaban con los ojos clavados en
mí, como si quisieran decir:
—¿Pero qué se propone esta mujer sucia? Tiene
que estar loca.
No, no eran capaces de comprender la
importancia de lo que yo les estaba indicando. En sus ojos había una mueca de
desprecio. ¿Qué les iban a enseñar unas mujerzuelas vestidas de andrajos? Ni
les pasaba siquiera por la cabeza que a ellas también iba a ocurrirles otro
tanto, que ellas también iban a verse cubiertas de harapos. Y así se iba
repitiendo la tragedia constantemente. En su afán por evitar a sus pequeños los
trabajos forzados, mentían en cuanto a la edad que tenían y los mandaban, sin
saberlo, a la cámara de gas.
En medio de aquel caos, los alemanes
vociferaban, los prisioneros murmuraban, y se llevaba a cabo su separación en
dos grupos: ¡a la derecha y a la izquierda!... ¡Vida o muerte!
Seguía todavía observando los transportes
cuando vi, con gran asombro, que salían cuatro hombres de las filas, vestidos
con trajes deportivos. Eran rubios y esbeltos, aunque su apostura había
quedado un poco abatida a causa del largo viaje. Los guardianes trataron de
empujarlos hacia atrás, pero ellos insistieron en que querían hablar con el
"comandante".
Uno de los oficiales alemanes que estaba por
allí observó lo que pasaba e hizo una seña a los soldados para que dejasen
acercarse a los hombres. Yo estaba a unos diez metros, pero oí lo que decían en
voz alta. ¡Cuál no sería mi sorpresa al notar que hablaban en inglés!
Indudablemente, el oficial alemán los
entendía, pero después de haber cambiado las primeras palabras, les indicó que
debían hablar en alemán. Uno de ellos logró construir unas cuantas frases
quebradas, en alemán, hablando por el grupo e interpretándoselas. Se referían a
otro campo del cual habían sido trasladados, e insistían en que los alemanes no
tenían derecho a sacarlos de allí.
El oficial estaba positivamente divertido.
—¿Que no tenemos derecho? —les dijo con una
sonrisa sarcástica.
—Claro que no lo tienen —replicó el
intérprete, vestido deportivamente—. ¡Nosotros no somos judíos!
—¿Y qué tiene que ver que no sean ustedes
judíos? Eso no me interesa. ¡Ustedes son americanos! —repuso el alemán.
—¡Le exijo que nos trate según las normas del
Derecho Internacional!
—Como quiera —le contestó el oficial con toda
amabilidad—. Vamos a mandar directamente su petición al Gobierno americano. Si
tienen ustedes un poco de paciencia, a lo mejor se las llevamos a Washington
personalmente.
—trasladen a esos caballeros al Campo
Americano —ordenó otro oficial.
Los soldados se pusieron firmes con sus
rifles y saludaron al oficial con el "Heil" de rigor. Luego se
llevaron al pequeño grupo hacia el bosque, distante unos cincuenta metros de
allí. Momentos después, oíamos varias detonaciones.
Pero las detonaciones eran tan corrientes en Birkenau, que ni siquiera nos
llamaron la atención.
Mientras
tanto, la música seguía sonando y las columnas de deportados marchando hacia la
muerte.
Semanas
después, me tocó separar el equipaje "reclamado" de la estación del
ferrocarril. Encontré una porción de maletas que parecían lo mismo. Todas ellas
contenían camisas con etiquetas norteamericanas, raquetas de tenis, suéteres,
cámaras fotográficas y retratos de parejas con niños.
Inclusive,
hallamos en una maleta varios discos de gramófono. Un viejo internado, loco
por la música, colocó rápidamente uno de estos discos, en el fonógrafo
portátil que hallamos en el equipaje. Oímos una hermosa y clara voz que
cantaba un villancico de Navidad. Aquello nos conmovió. Las demás presas
interrumpieron su trabajo y se pusieron a escuchar.
Un
centinela alemán, que indudablemente había oído la música, se abalanzó al
interior de la habitación. Pegó una patada al tocadiscos y machacó el disco.
Cuando recogimos los pedazos, leí el título. Habíamos estado escuchando el
villancico "Noche de Paz", cantado por Bing Crosby. Durante unos momentos,
el artista norteamericano nos había ayudado a olvidar Auschwitz.
Me puse a
tirar las fotografías al montón de la basura, como mandaban las ordenanzas.
Pero, de repente, una foto me llamó la atención.
"He
visto estas caras en alguna parte", pensé.
Y entonces
recordé... Eran los americanos de la estación.
—¿Dónde
está el campo americano? —pregunté a la vieja prisionera.
—No seas
estúpida —me contestó de mal humor—. Pero, ¿no ves que no hay tal campo
americano?
—Es que he
oído que hay uno —insistí.
—Como
quieras... El campo de los norteamericanos está en el mismo lugar que el de los
viejos y el de los niños.
—Entonces,
¿mataron a aquellos americanos? —le pregunté—. ¿Será posible?
Ella
sonrió burlonamente.
—Los
norteamericanos —me explicó— no son más que combustible para los crematorios.
A los ojos de los alemanes no son sino enemigos, lo mismo que nosotras. Eso de
matar nunca fue un problema para los alemanes. Se los llevan al bosque y los
ejecutan. Ése es el campo americano.
CAPÍTULO XIII
El
"Ángel de la Muerte" Contra el "Gran Seleccionador"
Aquel día
debí morir. Ni siquiera cuando fui "seleccionada" estuve tan cerca
de la muerte. Cuando pienso en ello, me considero muerta, y me imagino que
estoy regresando del otro mundo.
Si Irma
Gríese hubiese sido menos curiosa, yo había perecido. Pero, por lo visto,
estaba demasiado interesada en averiguar por qué el doctor Fritz Klein, médico
de las S.S. encargado del campo de mujeres de Auschwitz y después de
Bergen-Belsen, había creado un puesto expresamente para mí, aunque estaba
convertida en una piltrafa humana, rapada la cabeza, sucia, harapienta, y con
dos zapatos de hombre, que no pertenecían al mismo par, en los pies. Gracias a
que quería enterarse, me salvé de morir.
Por aquel
entonces, las "selecciones" eran llevadas a cabo por las más altas
jerarquías femeninas del campo, Hasse e Irma Griese. Los lunes, miércoles y
sábados, duraban las revistas desde el amanecer hasta que expiraba la tarde,
hora en que tenían ya completa su cuota de víctimas.
Cuando
aquellas dos mujeres se presentaban a la entrada del campo, las internadas,
quienes ya sabían lo que les esperaba, se echaban a temblar.
La hermosa
Irma Griese se adelantaba hacia las prisioneras con su andar ondulante y sus
caderas en movimiento. Los ojos de las cuarenta mil desventuradas mujeres,
mudas e inmóviles, se clavaban en ella. Era de estatura mediana, estaba elegantemente
ataviada y tenía el cabello impecablemente arreglado.
El terror
mortal inspirado por su presencia la complacía indudablemente y la deleitaba.
Porque aquella muchacha de veintidós años carecía en absoluto de entrañas. Con
mano segura escogía a sus víctimas, no sólo de entre las sanas, sino de entre
las enfermas, débiles e incapacitadas. Las que, a pesar de su hambre y
penalidades, seguían manifestando un poco de su belleza física anterior eran
las primeras en ser seleccionadas. Constituían los blancos especiales de la
atención de Irma Griese.
Durante
las "selecciones", el "ángel rubio de Belsen", como más
adelante había que llamarla la prensa, manejaba con liberalidad su látigo.
Sacudía fustazos adonde se le antojaba, y a nosotras no nos tocaba más que
aguantar lo mejor que pudiésemos. Nuestras contorsiones de dolor y la sangre
que derramábamos la hacían sonreír. ¡Qué dentadura más impecable tenía! ¡Sus
dientes parecían perlas!
Cierto día
de junio del año 1944, eran empujadas a los lavabos 315 mujeres
"seleccionadas". Ya las pobres desventuradas habían sido molidas a
puntapiés y latigazos en el gran vestíbulo. Luego Irma Griese mandó a los
guardianes de las S.S. que claveteasen la puerta. Así fue de sencillo.
Antes de
ser enviadas a la cámara de gas, debían pasar revista ante el doctor Klein.
Pero él las hizo esperar tres días. Durante aquel tiempo, las mujeres
condenadas tuvieron que vivir apretujadas y tiradas sobre el pavimento de
cemento sin comida ni bebida ni excusados. Eran seres humanos, ¿pero a quién le
importaban?
Mis
compañeras sabían que yo solía acompañar al doctor Klein en sus visitas
médicas. Me suplicaron que me lo llevase hacia los lavabos para rescatar de
allí a algunas pobres desgraciadas. Otras me rogaron que intercediese por la
vida de alguna amiga, de su madre, o de su hermana.
El día que
el doctor Klein iba a llegar, sentí que se me subía el corazón a la garganta,
porque allí notaba su palpitar. Me había decidido a arrancar de las garras de
la muerte a unas cuantas de aquellas criaturas por lo menos, costara lo que
costase.
—Herr
Oberarzt —le dije, temblando de pies a cabeza,
cuando comenzamos nuestra ronda—, indudablemente, ha debido haber alguna
equivocación en las últimas selecciones. Han encerrado en los lavabos a
algunas prisioneras que no están enfermas. Acaso no valga la pena mandarlas al
"hospital".
Hice como
que no sabía nada de la existencia de la cámara de gas.
—Pero
usted no tiene medicinas —me contestó el doctor Klein—. Además su directora
hizo la selección personalmente. Poco es lo que puedo yo hacer ahora.
Esto
ocurrió antes de que en nuestro campo hubiese hospital ni enfermería ninguna,
y no me atreví a proponerle que cuidásemos nosotras mismas a las enfermeras.
¡Teníamos doctoras internadas en cada barraca, pero carecíamos de medicinas!
Decidí
lisonjear un poco al doctor Klein.
—Estas
pobres mujeres ya no tienen a nadie ni nada en el mundo —insistí—. No tienen
hogar ni familia. Pero a algunas todavía les vive la madre, o una hermana, p un
hijo en el campo. Yo le suplico, doctor, que no se las separe. ¡Piense usted
en su hermana o en su madre, si la tiene!
El doctor
Klein no me contestó. Le había hablado mientras nos dirigíamos a los lavabos.
Ya habíamos llegado. Con una sola y breve palabra de mando, los centinelas de
las S.S. forzaron la puerta claveteada. Entramos.
Allí
estaban las 315 mujeres, que habían permanecido encerradas en aquel lugar tres
días y tres noches. Muchas habían muerto ya. Otras, que ya no podían tenerse en
pie, estaban sentadas en cuclillas sobre los cadáveres. Había más todavía,
verdaderos esqueletos vivos, que se encontraban demasiado débiles para
levantarse. Encerradas, como habían estado, durante tres días, ahora
parpadeaban al ver la luz y se llevaban las manos a la cara.
Gritaban:
—¡No hemos
tenido nada que comer en tres días! ¡Nosotras no estamos enfermas! ¡No queremos
ir al hospital!
El doctor
Klein, quien generalmente estaba sereno y era el único alemán de Auschwitz que
no vociferaba jamás, perdió los estribos. Su cara se le enrojeció y de repente
se puso a gritar:
—¿Qué pasa
en esta barraca? ¿Es que no quieren trabajar ya? ¿Quieren mandar a todo el
mundo al hospital? ¡Yo les voy a enseñar lo que es bueno, ya verán! ¡Salgan de
aquí! ¡Son ustedes un hato de haraganas!
Me
estremecí al presenciar aquella explosión de cólera. Luego, al verle cómo se
llevaba hacia la salida a algunas de las más fuertes, comprendí.
—Mire,
doctor, aquí hay otra supuesta inválida —le dije, señalando con el dedo a una
joven, que era matemática insigne.
— ¡Salga
de aquí! No quiero volverla a ver —voceó el doctor Klein.
Más tarde,
los siniestros camiones de la muerte se presentaron para llevarse otras 284
víctimas a la cámara de gas. Aquel día, salvamos a treinta y una de una muerte
segura. Todo, gracias a que el doctor Klein tuvo un raro gesto de humanidad .
. . para ser un miembro de las S.S.
El
siguiente domingo, fuimos castigadas nosotras. No recuerdo por qué, pero no
era la primera vez que pasábamos un domingo entero delante de las barracas de
rodillas y en el barro, porque había llovido por la mañana.
Llevábamos
hincadas una eternidad. El tiempo parecía haberse detenido. La lluvia volvió a
caer de nuevo. Teníamos que seguir de rodillas, inmóviles, y con los brazos
levantados hacia el cielo. Una esquirla de vidrio me había cortado la rodilla
derecha, pero no me atrevía a rebullirme, de miedo a que me aplicasen otro
castigo.
De pronto,
alguien me llamó. Era el doctor Klein. Me levanté y corrí hacia la puerta del
campo, donde estaba esperándome.
—Nunca
había venido al campo en domingo —declaró—, pero como ayer le prometí traerle
medicinas para sus inválidas, no he querido dejarlo de cumplir. Aquí las tiene,
le he traído numerosas muestras.
Según
extendía la mano para hacerme cargo de la gran caja de cartón, sentí una mano
en el hombro. Me volví. Era Irma Griese. . . ¡armada de su látigo!
—¿Qué está
usted haciendo aquí, puerca? —me gritó—. ¿No sabe que no puede abandonar la
formación?
—Es que la
llamé yo —le contestó el doctor Klein por mí.
—No tiene
derecho a hacer tal cosa, Herr Oberarzt. Hoy es domingo, y aquí no pinta
usted nada.
—¿Y se
atreve a prohibirme venir?
—¿Por qué
no? —le contestó Griese con una sonrisa burlona—. Tengo perfecto derecho a
hacerlo. No se olvide, doctor, que soy yo la que da órdenes aquí.
—Podrá
ser, pero a mí no —replicó él—. Soy el médico jefe y tengo derecho de venir
cuando me parezca oportuno.
La bella
Irma Griese se mordió los labios, pero no se dio por vencida. Desfogó su cólera
sobre mí.
—¡A su
sitio, inmediatamente, bicho inmundo! —chilló.
—No,
todavía no —se opuso Klein con toda tranquilidad.
—No se
meta en esto, Herr Oberarzt. Ya hace mucho tiempo que la conducta de
usted ha sido de lo más raro. Puso en libertad a algunas enfermas que estaban
encerradas en los lavabos. Se presenta en el campo los domingos, aparentemente
para traer medicinas, pero en realidad para inmiscuirse en asuntos que no son
de su competencia. Ha contravenido usted mis órdenes, y tendrá que responder
por ello.
—Yo asumo
la responsabilidad de todo. Soy mayor médico de las S.S.
—Pues le
advierto, Oberarzt, que está usted realizando un juego peligroso.
—Eso es
cosa mía. No se preocupe por mí. Venga —añadió, dirigiéndose a mí—, sígame.
Me hizo
una seña, como si Irma Griese no existiese para nada.
Echamos a
andar por la Lagerstrasse, entre las dos filas de barracas. El rubio
"ángel de la muerte" se quedó plantada, como si hubiese echado
raíces en la tierra, pero temblando de rabia.
Todo el
mundo sabía en el campo lo rencorosa y vengativa que era Irma Griese. Mi
situación era de lo más delicada. Traté de esconderme, pero fue inútil. ¿Dónde
podía esconderse una persona en Auschwitz?
Dos horas
después de que me dejó el doctor Klein, me encontraba de pie sobre la gran piel
de lobo que servía de alfombra a la oficina de Irma Griese. Preveía lo que me
tenía reservado. Alguien tenía que pagar por la humillación de que había sido
víctima. Y ese alguien era yo. Menos mal si me mataban de repente, sin
someterme a torturas horrendas. Ya sabía lo que eran capaces de hacer aquellas
verdugos sin piedad.
—¿Quién es
usted? ¿Dónde conoció al doctor Klein? ¿En que idioma hablan ustedes dos? —me
preguntó Irma Griese sin tomar aliento y echando chispas por los ojos.
—El Oberarzt
procede de la misma región que yo, de Transilvania, y le hablo en mi lengua
nativa —le contesté—. Lo conocí aquí, en el campo. Soy estudiante de medicina.
—¡Vaya,
vaya! ¿Se puede saber cómo se llama usted? —inquirió Irma Griese.
Aquella sí
que era una pregunta desconcertante en Auschwitz-Birkenau, donde no éramos más
que números, ni mujeres siquiera.
Entre
tanto, aquel diablo rubio se había levantado de su asiento.
—De ahora
en adelante le prohíbo acompañar al doctor Klein en sus visitas médicas. Si se
dirige él a usted, no le contestará. Si la manda llamar, no irá. ¿Comprendido?
Y ahora, contésteme: ¿Por qué me
desobedeció? ¿Cómo no volvió a la revista cuando se lo ordené?
—Pertenezco
al personal de la Enfermería. Creí que tenía que obedecer al doctor Klein.
—¿Conque
eso era lo que creía usted? ¡Pues a mí es a quien tiene que obedecer, a mí
sola!
Con
lentitud calculada, sacó un revólver de su mesa y avanzó hacia mí. Formábamos
un rudo contraste: yo, con la cabeza rapada, andrajosa, sucia, empapada de
lluvia, y ella con el pelo magníficamente peinado y cuidado, con su belleza
deslumbradora y su maquillaje perfecto. El impecable vestido hecho a la medida
realzaba su esbelta figura.
—¡Puerca!
—silbó entre dientes.
Me aparté,
encogida, del cañón frío de su revólver cuando me lo pasó por la sien
izquierda. Sentí su cálido aliento.
—Conque
tienes miedo, ¿no?
De pronto,
descargó la culata de su arma sobre mi cabeza, una y otra y otra vez. Me golpeó
la cara con el puño, una y otra vez.
Probé el
sabor de mi sangre. Me tropecé y fui a caer sobre la piel de lobo.
Cuando
abrí los ojos, estaba tirada en el barro, bajo la lluvia, que seguía cayendo.
La campana del campamento tañía, llamando a otra "selección".
Herida, cubierta de sangre, me levanté y corrí hacia mi barraca para no faltar
a la formación.
Al
volverme, vi a Irma Griese que venía del Führerstube, látigo en mano,
para designar el nuevo grupo que iría a cebar la cámara de gas. Por qué no me
"seleccionó", o me pegó un tiro, o me mató de alguna otra perversa
manera, es algo que no sabré nunca.
CAPÍTULO XIV
"Organización"
—Tenemos
que resistir —susurró el día que llegó un viejo internado, que estaba
trabajando en la carretera de nuestro campo—. Nos acababan de rapar la cabeza y
temblábamos bajo nuestros harapos, esperando a que las ambulancias nos permitiesen
pasar. Y para resistir —añadió—, no hay más que una cosa: organizar.
Durante los largos días que siguieron, me
pregunté muchas veces qué significaría aquella palabra, "organizar".
¿Qué había que organizar? Me llevó bastante tiempo todavía comprender el
verdadero sentido de "organización". Fui atando cabos sueltos. El
consejo del viejo picapedrero, más las recomendaciones de otras internadas, me
dieron la respuesta. "Si no quieres morir de hambre, no te queda más que
un remedio: robar".
De pronto lo entendí: "Organizar" significaba robar.
Lo que sucedió después vino a confirmar mi
interpretación. Sin embargo, el vocablo "organizar" contenía un matiz
que no calé durante algún tiempo. Quería decir robar, pero robar a expensas de
los alemanes. De aquella manera, el robo se convertía en una acción noble y
hasta beneficiosa para las deportadas. Cuando las empleadas del Canadá o de la
"Bekleidungskarnmer" robaban prendas de abrigo para sus
camaradas deficientemente vestidas, no cometían un hurto común: aquello era un
acto de solidaridad social. Cuanto más quitaba una a los alemanes para
mandarlos a las barracas del campo con objeto de que lo usasen las internadas,
en lugar de que lo despachasen a Alemania, tanto más se ayudaba a la causa.
En consecuencia, las palabras
"robar" y "organizar" no eran totalmente sinónimas. Pero,
desgraciadamente, no era fácil trazar la línea divisoria. Muchas veces ocurre
que el hombre habla con orgullo de sus acciones menos nobles. Y el vocablo
"organización" se utilizaba muchas veces para cubrir hurtos y
raterías bajas.
—Me has quitado la ración de pan —se quejaba
a lo mejor una internada—. ¡Esto es un robo!
—Oh, lo siento —replicaba entonces la
acusada—, no sabía que era tuyo. Y no me hables de robo... ¡Esto no es más que
"organización"!
Así ocurría. Parapetadas tras esa palabra,
algunas prisioneras hurtaban a sus vecinas sus miserables raciones, acuciadas
por el hambre. Muchas que andaban mal vestidas, se robaban los míseros harapos
de otras en los lavabos.
Sin embargo, en aquella caldera hirviente de
Auschwitz-Birkenau, las barreras sociales se derrumbaban y los prejuicios de
clase se desvanecían. Había campesinas sencillas y sin educación que
realizaban verdaderas maravillas de "organización", dando prueba de
magnífico desinterés, en tanto que otras mujeres de mundo, cuya moralidad
nunca había sido puesta en tela de juicio, se dedicaban a la
"organización" en detrimento de sus camaradas. Sus acciones acaso no
tuviesen consecuencias graves, pero no por eso dejaban de ser menos
significativas.
En septiembre de 1944, nuestro amigo L. logró
"organizar" cinco cucharas. Las cedió generosamente a miembros del
personal de la enfermería que lo habían atendido. Yo no sabía cómo expresar mi
alegría cuando recibí aquel objeto tan sencillo y corriente en la vida
civilizada. Durante meses y meses había estado comiendo sin cuchara ni
tenedor, teniendo que sorber o lamer como un perro la comida de la cazuela,
igual que todas. Por eso, la cuchara me hizo muy feliz.
Imagínese cuál sería mi disgusto, cuando,
unos cuantos días después, desapareció. Realicé una investigación a fondo y
descubrí la verdad: la ladrona era nada menos que la esposa de uno de los
industriales más ricos de Hungría, una multimillonaria, que estaba acostumbrada
a lujos verdaderamente fabulosos. En Birkenau, donde sólo los seres humanos
dotados de moral excepcional podían seguir siendo buenos y honrados, la
exmillonaria demostró no estar suficientemente dotada de ese sentido de
moralidad.
Este incidente me alarmó por el porvenir de
estas internadas si algún día salían vivas de los campos de concentración. Sin
embargo, de momento, teníamos que hacer lo que pudiésemos para vivir cada día.
Llevaba ya varias semanas en la enfermería
cuando una amiga me dijo que una prisionera de la Barraca No. 9, llamada Malika
estaba vendiendo material de lana a cambio de pan y margarina. Yo estaba
necesitando urgentemente una chaqueta de lana. No tenía pan ni margarina, pero
sí una amiga a la cual se lo podía pedir prestado.
Malika era policía femenina, cuya función
consistía en blandir el palo para separar a las internadas de la alambradas de
púas. Muchas deportadas trataban de comunicarse con las del campo checo.
Obligación de Malika era, impedir el mercado en especie.
Cumplía con su deber a conciencia. Durante
las horas en que estaba de servicio, nadie podía negociar con las checas.
Bueno, nadie, menos la misma Malika. Ejercía un monopolio completo. Aquella
antigua vendedora de frutas se convirtió en la primera "mujer de
negocios" del campo.
La amiga que me dio la información quería
comprar también una blusa blanca, para lo cual me acompañó a la Barraca No. 9.
Malika no estaba allí. Esperamos.
Habíamos destinado la ración del día a la
compra de la ropa, con lo cual estábamos torturadas por el hambre. De la barraca
nos llegaban aromas que nos proporcionaban el suplicio de Tántalo. La "Califactorka",
o sea, la criada de la blacova, estaba preparando un plato de "plazki"
para su ama. Para las presas como nosotras, el plazki era una
especie de sueño inasequible. Consistía en algo así como un pastel de patatas
rallada y migas de pan, frito en margarina. Sólo las blacovas y algunas
otras empleadas podían permitirse aquel lujo, y eso de cuando en cuando nada
más. No pudimos menos de mirar con voracidad a la sartén. ¡Cómo suspiramos al
percibir aquella fragancia tentadora!
La Califactorka nos hizo una seña.
—Quiero hacer un trato con ustedes —dijo en
voz baja—. Tráiganme unas cuantas tabletas de aspirina y yo les daré un trozo
de plazki. Me duele mucho el oído, y no quiero esperar en la cola de la
enfermería.
Mi amiga me llevó aparte. Comprendí la
batalla que se estaba librando en su interior. Tenía dos tabletas de aspirina.
La aspirina escaseaba mucho en el campo, y cada tableta representaba un
tesoro. ¿Teníamos derecho a comerciar con ellas en provecho personal? Luchamos
con nuestra conciencia" mientras el aroma del plazki nos torturaba.
Mi amiga llegó por fin a una decisión.
—Como la Califactorka tiene dolor de
oídos, de todos modos recibiría la aspirina en la enfermería. Lo único que
tenemos que hacer es ahorrarle el tiempo que se había de pasar en la cola. No
creo que sea un crimen dársela ahora. ¿No te parece?
Tuve la debilidad de acceder. Sin embargo, en
nuestro corazón sabíamos que no había derecho a aquello. Porque las medicinas
estaban tan escasas en la enfermería que teníamos que reservar la aspirina para
casos más graves que un simple dolor de oídos. Aun guardando la cola, era
dudoso que la Califactorka recibiese una tableta. Pero eso no hacía al
caso: habíamos abusado en beneficio propio del puesto que ocupábamos en el
campo. En circunstancias normales, dudo que tanto mi amiga como yo hubiésemos
caído tan bajo. Pero estábamos en Birkenau-Auschwitz, y nos moríamos de hambre.
Con sumo cuidado, mi amiga deslizó las dos
tabletas de aspirina para que las cogiese la Califactorka. Ella a su
vez, partió un plazki en dos con sus sucias manos y nos lo pasó furtivamente.
Miré de reojo a mi amiga. Las dos estábamos
rojas de vergüenza.
CAPÍTULO XV
Nacimientos
Malditos
El
problema más angustioso que teníamos al atender a nuestras compañeras era el
que nos planteaban los alumbramientos. En cuanto nos llevaban a la enfermería
a un recién nacido, tanto la madre como la criatura eran mandadas a la cámara
de gas. Así lo habían dispuesto nuestros amos. Sólo cuando el bebé no tenía
probabilidades de seguir viviendo o cuando nacía muerto, se perdonaba la vida a
la madre y se la permitía regresar a la barraca. La consecuencia que sacábamos
de aquel hecho era muy sencilla. Los alemanes no querían que viviesen los
recién nacidos; si vivían, también las madres tenían que morir.
Las cinco
sobre las cuales recaía la responsabilidad de ayudar a nacer a estos niños y
sacarlos al mundo —al mundo de Birkenau-Auschwitz— sentíamos el peso de aquella
conclusión monstruosa, que desafiaba todas las leyes humanas y morales. El que
careciese además de sentido desde el punto de vista médico no importaba de
momento. ¡Cuántas noches pasamos en vela,
pensando una y otra vez en este trágico dilema y dándole vueltas en la
cabeza! Al llegar la mañana, las madres
y sus criaturas iban a morir.
Un día,
nos pareció que habíamos venido comportándonos con debilidad desde hacía
bastante tiempo. Por lo menos, teníamos que salvar a las madres. Para ello,
nuestro plan sería simular que los niños habían nacido muertos. Pero, aún así,
había que tomar muchas precauciones, porque si los alemanes llegaban a
sospecharlo, también nosotras iríamos a parar a la cámara de gas... y,
probablemente, a la cámara de tortura primero.
Cuando se
nos comunicaba que alguna mujer había empezado a sentir dolores de parto durante el
día, no llevábamos a la paciente a la enfermería. La extendíamos sobre una
manta en una de las koias de abajo, en presencia de sus compañeras.
Cuando los dolores le comenzaban de noche,
nos aventurábamos a trasladar a la mujer a la enfermería, porque al amparo de
la oscuridad, podíamos proceder con relativa seguridad. En la koia casi
nunca estábamos en condiciones de hacer a la paciente un reconocimiento
regular. En la enfermería teníamos nuestra mesa de reconocimiento. Es verdad
que carecíamos de antisépticos y que había un enorme peligro de infección,
porque era la misma habitación en que curábamos heridas purulentas.
Pero, desgraciadamente, al recién nacido no
le podía tocar otra suerte. Después de tomar todo género de precauciones,
cerrábamos con pinzas la nariz del infante y cuando abría la boca para
respirar, le suministrábamos una dosis de un producto mortal. Hubiese sido más
rápido ponerle una inyección, pero podría dejar huellas, y no nos atrevíamos a
inspirar sospechas a los alemanes.
Colocábamos al niño muerto en la misma caja
en que nos lo habían traído de la barraca, si el parto había ocurrido allí. Por
lo que hacía a la administración del campo, aquello pasaría como el nacimiento
de un niño muerto.
Y así fue como los alemanes nos convirtieron
también a nosotras en asesinas. Hasta hoy mismo, me persigue el recuerdo de
aquellos nenes asesinados. Nuestros hijos habían perecido en las cámaras de gas
y cremados en los hornos de Birkenau, pero nosotras disponíamos de las vidas de
otros antes de que pudiesen emitir su primer vagido con sus minúsculos
pulmones.
Con frecuencia me pongo a reflexionar qué
destino esperaría a aquellas criaturas, asfixiadas en el mismo umbral de la
vida. ¿Quién sabe? A lo mejor matamos a un Pasteur, a un Mozart, a un Einstein.
Pero, aunque aquellos niños hubiesen estados destinados a pasar una vida
oscura, nuestros crímenes no dejaban de ser menos terribles. La única
compensación y consuelo que nos quedaba era que gracias a aquellos asesinatos,
salvamos la vida de las madres. Sin nuestra intervención, hubiesen sido
víctimas de males peores, puesto que los hubiesen echado vivos en los hornos de
los crematorios.
Sin embargo, procuro en vano aquietar mi
conciencia. Sigo viendo a aquellos infantes salir del vientre de su madre. Todavía
siento el calor de sus cuerpecitos en mis manos. No salgo de mi asombro al ver
lo bajo que aquellos alemanes nos hicieron caer.
* * *
Nuestros amos no esperaban a que los
nacimientos se impusiesen en Auschwitz. De cuando en cuando —porque todas las
medidas que se adoptaban eran intermitentes sin excepción y estaban sujetas a
cambios caprichosos— mandaban a todas las mujeres en estado a la cámara de gas.
Generalmente, las embarazadas que llegaban en
transportes judíos eran colocadas inmediatamente a la izquierda cuando se las
seleccionaba en la estación. Las mujeres solían llevar varios vestidos, uno
encima del otro, con la esperanza de poder conservarlos. Por eso, aun los casos
bien definidos de embarazo eran difíciles de descubrir antes de que las
deportadas fuesen obligadas a desnudarse. Además, no podían fiarse totalmente
del control preliminar para determinar los embarazos recientes. Aun dentro del
campo, no era fácil definir quiénes eran las mujeres que estaban esperando
familia. Porque corrió el rumor de que era extraordinariamente peligroso estar
embarazada. Las que llegaban en tal estado se ocultaban, consecuentemente,
donde podían, y para eso contaban con la cooperación activa de sus compañeras.
Por increíble que parezca, algunas lograban
ocultar su condición hasta el último momento, y los partos se efectuaban en
secreto en las barracas. Jamás olvidaré mientras viva aquella mañana en que,
durante la revista, en medio del silencio mortal que reinaba entre millares de
deportadas, surgió un grito penetrante. Una mujer sintió inesperadamente en
aquellos momentos los primeros dolores del parto. No hace falta describir lo
que ocurrió a aquella pobre desventurada.
No tardaron mucho los alemanes en advertir
que en los trenes sucesivos, era extraordinariamente bajo el número de embarazos
que consignaban los informes. Decidieron tomar medidas más enérgicas, de tal
manera que no les quedase ninguna duda en cuanto a ese punto.
Los médicos de barraca, quienes tenían la
obligación dé dar cuenta de las embarazadas, recibieron órdenes rigurosas. Sin
embargo, más de una vez vi yo a los médicos desafiar todos los peligros y
certificar que una determinada mujer no estaba en estado, cuando sabían
positivamente que era falso. El doctor O. asistía al infame doctor Mengerle,
director médico del campo, y negó todos los casos de embarazo que podían ser
discutidos. Más tarde, la enfermería del campo se
consiguió no sé cómo un productor farmacéutico que, por medio de una inyección,
provocaba partos prematuros. ¿Qué podíamos hacer nosotras?
Siempre
que era posible, los médicos apelaban a este procedimiento, que,
indudablemente, constituía un horror menos torturante para la madre.
Sin
embargo, el número de embarazos siguió increíblemente bajo, y los alemanes
emplearon para salir de dudas sus añagazas habituales. Anunciaron que las
mujeres en estado, aun las judías que todavía seguían con vida, iban a ser
tratadas con especial consideración. Se les permitiría no asistir a las
revistas, recibirían una ración mayor de pan y de sopa, y podrían dormir en
una barraca especial. Por último, se les hizo promesa de que serían trasladadas
a un hospital en cuanto les llegase la hora.
—El campo
no es una maternidad —proclamaba el doctor Mengerle.
Esta
declaración, trágicamente verdadera, parecía ofrecer grandes esperanzas a
muchas de aquellas desgraciadas mujeres.
—¿Por qué había
nadie de creer lo que los alemanes afirmaban? ¿Cómo es que se fiaban de sus
declaraciones? En primer lugar, porque muchas no conocieron nunca los horrores
finales, hasta que era demasiado tarde para podérselo comunicar a sus
compañeras. En segundo lugar, porque no había ser humano capaz de sospechar
hasta dónde podían llegar aquellos hombres, cuáles eran los planes que
diariamente elaboraban, y cuál de ellos formaba parte de su proyecto de
conquista universal.
El doctor
Mengerle no perdió una sola ocasión de hacer a las mujeres preguntas
indiscretas e indebidas. No ocultaba la diversión que le producía enterarse de
que alguna de las embarazadas no había visto a su marido soldado durante
muchos meses.
En cierta
ocasión asedió a preguntas a una muchacha de quince años, cuyo estado se
relacionaba sin duda con su llegada al campamento, con la cual coincidía
cronológicamente. La interrogó detenidamente e insistió en enterarse de los
detalles más íntimos. Cuando, por fin, quedó satisfecha su curiosidad, la mandó
con el primer rebaño de seleccionadas.
El campo no era una maternidad. Sólo era la
antecámara del Infierno.
CAPITULO XVI
Algunos
Detalles de la Vida Detrás de las Alambradas
Hacia
fines de noviembre de 1944, disminuyó un poco la vigilancia alemana.
Especialmente nos satisfizo la desaparición de los centinelas alemanes, que
previamente montaban guardia a lo largo de las alambradas. Ahora, los hombres y
las mujeres de los campos contiguos tenían libertad relativa para intercambiar
unas cuantas palabras a través de los vallados.
El
espectáculo era para no olvidarlo jamás. Las parejas estaban separadas por una
alambrada cargada de electricidad, cuyo contacto era mortal, por ligero que
fuese. Se quedaban con las rodillas clavadas en la nieve a la sombra de los
crematorios, y hacían "planes" para el futuro, comunicándose los últimos
rumores.
Si, por lo
menos, aquellas reuniones estuviesen autorizadas y, por tanto, careciesen de
peligro... Pero tales citas estaban prohibidas todavía. El respiro fue temporal
y nada más. Lo único que hacía falta, como ocurrió hasta el fin, era que un
guardián de las S.S. rompiese el fuego contra el grupo. A veces había algún
centinela perverso o sádico, que esperaba media hora, y hasta una, adrede, a
que las parejas aumentasen en número. Entonces, un tiro sobre el grupo no sería
munición derrochada en balde.
Pero los
internados no prestaban atención a tal amenaza. La naturaleza humana puede
acostumbrarse a todo, aun a la presencia constante de la muerte. Por un momento
de gusto eran capaces de arrostrar cualquier peligro. ¡Eran tan raros los
gustos y valía tan poco la vida en Auschiwitz-Birkenau!
Cierta
tarde de domingo, fue conducida a la enfermería una bonita muchacha húngara, de
veinte años aproximadamente. Estaba herida de un tiro en los ojos. Me enteré de
que había trabado relaciones con un prisionero francés estudiante, que había
sido arrestado como miembro de la resistencia. Se habían visto de un lado y
otro de la valla de púas y se habían enamorado. Aquel día, le dio a un
centinela por divertirse, disparando su arma sobre el grupo. La bala se le
había alojado a la chica en el ojo derecho.
Tenía la
cara cubierta de sangre, y la desventurada nos rogaba que le dijésemos si
recuperaría la vista.
—Si no voy
a poder volver a ver a Georges, ¿para qué quiero vivir? ¡No quiero quedarme
ciega!
La
llevamos al Campo F, donde fue operada. Había que sacarle el ojo derecho, y el
izquierdo corría también peligro. No podíamos decirle tal cosa. Por el
contrario, le aseguramos que todo estaría bien otra vez dentro de unos cuatro
meses.
Una hora
más tarde, otro grupo se reunía frente a las alambradas. Todo el mundo había
olvidado el incidente.
Aquellos
alambres de púas eran el auténtico símbolo de nuestra cautividad. Pero también
tenían poder para darnos la libertad. Todas las mañanas encontraban los
trabajadores cadáveres contorsionados, que se habían quedado adheridos a los
cables de alta tensión. De aquella manera lograron muchos poner fin a sus
torturas. Había un equipo especial dedicado a arrancar los cadáveres de las
alambradas con pértigas provistas de ganchos. El espectáculo de aquellos
cuerpos contrahechos nos producía sentimientos encontrados. Nos daba lástima,
porque aquellas muertes eran verdaderamente horribles; pero, por otra parte, no
dejábamos de envidiarlos. Habían tenido valor suficiente para quitarse una
vida, que ya no merecía siquiera el nombre de tal.
* * *
Corrían en
los campos de Auschwitz-Birkenau, y más tarde, en todas partes, numerosas
historias sobre el tatuaje de los prisioneros. Algunos creían que todos los
cautivos eran tatuados en cuanto llegaban. Otros suponían que el tatuaje
significaba que no iban a ser enviados a la cámara de gas, o que, cuando
menos, era necesaria una autorización especial de Berlín para ejecutar a un
internado o internada que hubiese sido marcado con el tatuaje. En nuestro mismo
campo, había muchas que estaban seguras de ello.
Lo que
pasaba en realidad era que, como en tantos otros asuntos, no había regla fija.
A veces, todos los deportados eran tatuados en cuanto llegaban al campo de
concentración. Pero se volvía a abrir la mano más tarde, y no se tatuaba a
ninguno de los internados corrientes durante varios meses.
Los
destinados a Birkenau eran mandados a sus respectivos campos sin número de
matrícula. Indudablemente, tales formalidades resultaban superfluas para los
mismos alemanes, porque aquella pobre gente no iba a servir más que de combustible
para los crematorios.
En cuanto
a los tatuajes que se hacían a las deportadas, la cosa daba que pensar. Cuantas
tenían algo de responsabilidad, las blocovas y otras empleadas de
inferior categoría, así como las que trabajaban en los hospitales, eran
tatuadas. Ya no se las consideraba como "Haftling", sino como "Schutzhaftling"
o sea, prisioneras protegidas. En la Schreibstube se les entregaban
tarjetas individuales con sus nombres y otros datos. En caso de muerte natural,
en aquella ficha figuraba toda la información personal. En caso de ser
ejecutadas, se añadían las iniciales "S B", que significaba "Sonderbehandlung",
o sea, trato especial. Las personas no tatuadas carecían de registro de
muerte en los ficheros. No eran más que números en las estadísticas de
"producción" de la planta exterminadora.
La
operación del tatuaje era llevada a cabo por deportados que prestaban servicios
en el "Politische Buró" (Oficina Política). Utilizaban
punzones aguzados de metal. Inscribían el número de registro del interesado o
interesada en la piel del brazo, de la espalda o del pecho. La tinta que inyectaban
bajo la epidermis era indeleble.
Cuando
moría una persona tatuada, su número de registro quedaba disponible para otro
deportado, porque los alemanes, no sé por qué, jamás pasaban del número
200,000. Cuando llegaban a él, empezaban otra serie. Los deportados raciales tenían
un triángulo o una Estrella de David al lado de su número.
El tatuaje
era doloroso cuando se aplicaba, y siempre iba seguido de inflamación. Es
imposible describir el efecto que aquella marca ejercía sobre el espíritu del
individuo. Una mujer tatuada se imaginaba que había acabado para siempre su
vida, que ya no era más que un número.
Yo era la
número "25,403". Todavía lo llevo en el brazo izquierdo y me
acompañará a la tumba.
* * *
El tatuaje
no era el único procedimiento para estigmatizar a los deportados. Los alemanes
nos marcaban con otros signos visibles, que indicaban nuestra nacionalidad o categoría. Sobre la
ropa, encima del corazón, llevábamos una insignia triangular en un pedazo de
tela blanca. La letra P significaba polaco; la R, ruso. La marca
"N.N." (Nacht una Nebel) significaba que el que la llevaba
estaba condenado a muerte. Estas palabras, que significaban "noche y
niebla" se habían tomado de una organización secreta holandesa. En el
campo, no teníamos idea de lo que aquellas dos enes querían decir. Yo me enteré
por los miembros del movimiento de resistencia.
Había numerosos prisioneros de guerra polacos
y rusos, pero también estaba representado en la grey de cautivos el ejército
francés. Entre los distinguidos figuraban el teniente coronel Robert Blum,
Caballero de la Legión de Honor y jefe del movimiento de resistencia en la
región de Grenoble; el capitán Rene Dreyfus, Caballero de la Legión de Honor y
sobrino de Alfred Dreyfus; y el general médico Job, quien fue ejecutado a
pesar de sus setenta y seis años, lo mismo que el coronel y el capitán.
Entre los "sin nombre" de
Birkenau-Auschwitz, encontramos prisioneros que, antes de su cautiverio se
llamaban Genevieve De Gaulle y Daniel Casanova, ambos miembros importantes del
movimiento de resistencia francés.
El color de la insignia variaba según la
categoría del internado. Los "asociados", o sea, los saboteadores,
las prostitutas, y cualquiera que intentase rehuir el trabajo, llevaban un
triángulo negro. El triángulo verde estaba reservado a los criminales comunes.
También había triángulos de color rosa y violeta, pero eran raros. El primero
servía para indicar a los homosexuales; el segundo, a los miembros de la secta,
"Bibelforschers". El uniforme de los internados judíos estaba
marcado con una lista roja en la espalda, y su triángulo adornado con una tira
amarilla. En Birkenau, aquellas insignias equivalían a tarjetas de identidad.
Bueno es decir de paso que la gente que había
en el campo era principalmente cristiana, más bien que judía, como pudieran
suponer muchos lectores occidentales. En realidad, la población de Auschwitz
estaba integrada por un 80 por ciento de cristianos. La razón es obvia. La
mayor parte de los judíos eran mandados inmediatamente a las cámaras de gas y a
los crematorios. De los sucesos a que me refiero en este libro fueron víctimas
católicos, protestantes y ortodoxos griegos, así como cualquiera que, lo mismo
que los judíos, fueran considerados por los amos alemanes como sacrificables.
* * *
En Birkenau había muchas monjas y sacerdotes,
sobre todo de Polonia. Algunos habían sido miembros del movimiento de
resistencia, o colaborado con él. Otros habían sido detenidos por denuncias, o
acaso, sencillamente, porque sí.
Las prácticas religiosas estaban prohibidas
en el campo bajo pena de muerte inmediata. Los alemanes consideraban a todos
los eclesiásticos como seres que estaban de más, y les asignaban las tareas más
difíciles. La verdad es que las torturas y humillaciones a que se sometía a los
sacerdotes eran, con frecuencia, más horribles que ninguna otra de las que vi
allí. Los clérigos eran utilizados para distintos experimentos, entre ellos la
castración.
En 1944 llegó a Auschwitz un gran número de
sacerdotes. Se los hizo pasar por las formalidades de rigor, el baño, el corte
de pelo y los registros. Los alemanes les quitaron sus libros de rezo, sus
crucifijos y otros objetos religiosos, y les dieron andrajos carcelarios
rayados. Con gran extrañeza de los prisioneros empleados, a los sacerdotes no
se les mandó tatuar. Pero los alemanes no hacían nada sin malicia. Aun antes de
que los sacerdotes hubiesen entrado en los "baños", ya la administración
había dado órdenes de que fuesen muertos aquella misma tarde.
A fines de septiembre, un ministro
protestante de Inglaterra y L. recibieron la orden de vaciar una enorme
trinchera que estaba llena de agua.
—¡Ustedes son las Potencias Aliadas, y el
agua de la zanja es la fuerza alemana! —gritó el guardián de las S.S.—. ¡Vacíenla!
Aquellos dos hombres estuvieron cargando
cubetas de agua durante varias horas, jadeando bajo el látigo, porque los alemanes
que los vigilaban se entretenían en azotarlos y en reírse de ellos. El agua
conservó su mismo nivel. La zanja estaba alimentada por un manantial. Tal era
el humor alemán.
En el hospital, pude conocer a muchas monjas
deportadas. Una se hizo amiga íntima mía. Desde la caída de Polonia, le había
tocado pasar por varias cárceles, y en el decurso de los interrogatorios, la
habían maltratado y golpeado muchas veces. Los alemanes jamás pudieron acusarla
de crimen o delito concreto de ningún género. Si
hubiese sido así, acaso la habrían condenado a un periodo de cárcel, con lo
cual su vida hubiese sido más fácil que la que le tocó en el campo.
En Birkenau
fue víctima de increíbles humillaciones. Cuando le arrebataron su hábito
religioso, a los guardias alemanes se les ocurrió vestirse con él. Y para
llevar la broma adelante, se pusieron a ejecutar danzas obscenas en su
presencia. Se la obligó a desfilar desnuda ante las tropas de las S.S. Deporte
alemán.
Los
alemanes hicieron una gran colección de hábitos de monja y se los dieron a las
mujeres de sus lupanares.
Las
Hermanas internadas en nuestro campo llevaban la misma existencia que nosotras.
Sus más duras privaciones procedían de las restricciones en su vida religiosa:
allí no había misa, ni confesión, ni sacramentos.
Una monja
de unos treinta años fue trasladada a nuestro hospital después de haberse
sometido a experimentos de rayos X. A pesar del dolor que le produjeron
aquellas experiencias, se comportó con gran valor. Rezaba todo el día en
silencio y no pedía nada. Cuando le preguntábamos qué tal se sentía, nos
contestaba:
—Gracias.
Hay muchos que padecen mucho más que yo.
Sus
sonrisas pacientes constituían para nosotros una tortura, pero también un
aliento. Comprendíamos los sufrimientos horribles que estaba pasando. Y lo
peor era que no podíamos hacer nada para aliviárselos.
Cuando la
registraron al llegar, protestó firmemente al arrebatársele el rosario y las
estampas piadosas. Los alemanes la habían golpeado, le arrancaron aquellos
sagrados objetos de las manos y los pisotearon.
Pero aun
entonces, tuvo el valor de declarar:
—No hay
nación que pueda existir sin Dios.
Los
alemanes podrían haberla matado al principio, pero sabían que la muerte era
llevadera en comparación con los otros métodos que utilizaban. Por eso
prefirieron mandarla a la estación experimental. De allí fue trasladada a
nuestro hospital. Al cabo de unos cuantos días, los alemanes anunciaron su
traslado a otro campo de concentración.
Pasaron
unas horas, poco menos que desesperadas, mientras aguardábamos a que viniesen a
recogerla. Estábamos nerviosas, y algunas hasta llorábamos. Pero la religiosa
no perdió en ningún momento la expresión beatífica de su semblante.
—No se apesadumbren por mí —dijo—. Me voy a
mi Señor. Pero debemos despedirnos primero. Recemos.
En silencio, las demás mujeres, fuesen
protestantes, católicas o judías, rezaron con ella. Hasta las que habían perdido
la fe se unieron a nosotras para consolarla en sus últimas horas. Estábamos
todavía en oración, cuando llegaron los alemanes con su camión de la muerte.
Los sacerdotes y las monjas del campo habían
acreditado que poseían verdadera presencia de ánimo y energía. Pocas veces se
encontraban seres humanos así, como no fuesen los deportados que estaban
animados por la fe en un ideal. Además de los clérigos, los miembros activos
del movimiento de resistencia eran los únicos que tenían espíritu elevado,
juntamente con los comunistas militantes.
Muchos de los eclesiásticos fueron ejecutados
poco después de su llegada. Con frecuencia ocurría que los que escapaban a la
primera selección sucumbían víctima de las enfermedades. Los demás eran
conducidos a la muerte con diabólico aparato. En realidad, puede decirse que
las monjas y los sacerdotes de los países martirizados pagaron un fuerte
tributo a los alemanes.
* * *
En el Campo D, destinado exclusivamente a
hombres, había una barraca reservada a niños varones. Una tarde se reunieron
los pequeños por orden de las S.S. para pasarles revista y proceder a una
selección. No sé cómo era que habían sobrevivido a la selección inicial
realizada en cuanto llegaron, o acaso no se había verificado ninguna hasta
entonces. El procedimiento que empleaban era espeluznante. Tendían una cuerda
a determinada altura, y todos los que pasaban por debajo de aquella talla,
automáticamente eran apartados para la cámara de gas. De cien niños, sólo
sobrevivieron cinco o seis.
Cuando caía la tarde, los internados adultos
se quedaban mirando, estupefactos, cómo arrancaban hacia Birkenau veinte
camiones cargados con aquellos niños desnudos y tiritando de frío. A medida que
pasaban los camiones, los pequeños gritaban sus nombres para que sus padres lo
supiesen.
La mayor parte de los pequeños condenados a
muerte sabían cuál era el sino que les esperaba. Por eso era sorprendente ver
su calma. Parecía como si el campo de concentración les hubiese dado una
madurez precoz, porque aceptaron la noticia con más sang froid que los
adultos, más fuertes que ellos.
Un
prisionero me dijo que estuvo en la barraca de los niños cuando esperaban los
camiones. Se habían sentado en el suelo, con los ojos muy abiertos y en
silencio.
Entonces
preguntó a uno de ellos:
—Bueno,
¿cómo estás, Janeck?
Con gesto
pensativo, el niño le contestó:
—Todo es
tan malo aquí, que forzosamente "lo de allí" será mejor. No tengo
miedo.
Hablé a un
muchacho de doce años del campo checo, que andaba a lo largo de la alambrada de
púas, buscando algo que comer. Después de conversar con él unos minutos, le
dije:
—Karli,
¿sabes que eres demasiado listo?
—Sí —me
respondió—, sé que soy muy listo, pero también sé que nunca tendré oportunidad
de ser más listo. Eso es lo trágico.
Circuló
por el campo la historia del valor con que se comportó un muchachillo antes de
subir al camión que lo iba a conducir a la cámara de gas.
—No
llores, Pista —dijo a otro pequeño húngaro—. ¿No has visto cómo mataron a
nuestros abuelos, a nuestros padres, a nuestras madres y a nuestras hermanas?
Pues ahora nos toca a nosotros.
Antes de
penetrar en el transporte, se volvió al soldado de las S.S. con expresión
sombría y añadió:
—Pero hay
una cosa que me da mucho gusto. Y es que tú también vas a caer pronto.
Aquella tarde,
según limpiaba la letrina del hospital, me vi ayudada por un grupo de muchachos
de quince o dieciséis años, procedentes del Campo D. Eran los únicos
supervivientes de la liquidación en masa. Nos dijeron confidencialmente que los
miembros del Sonderkommando, aunque endurecidos ya por los asesinatos
que les habían obligado a cometer, se habían indignado tanto, que dejaron
escapar, a riesgo de su propia vida, a unas cuantas de las víctimas. Estos
niños se habían reunido con sus camaradas. Cuánto tiempo gozarían de su
libertad sin que lo advirtiesen los alemanes, era difícil de asegurar.
Una vez
más, las madres de nuestro campo pasaron una noche sin pegar los ojos. ¿Cómo
iban a poder conciliar el sueño, si estaban obsesionadas eternamente por el
miedo de que sus hijos hubiesen sido liquidados en el Campo D? Había entre
ellas muchas que se negaban a creer que ya habían exterminado a sus hijos, el
mismo día en que llegaron.
El Campo
E, era el hogar de los gitanos. La mayor parte de sus ocho mil ocupantes eran
bohemios, trasladados de Alemania. Pero también había unos cuantos de Hungría,
Checoslovaquia, Polonia, y hasta de Francia. Durante algún tiempo, sus
condiciones de vida eran mejores que en los demás campos. En efecto, estaban
vestidos casi pasablemente, mientras que nosotras parecíamos espantajos. Su
alimento era comestible, y disfrutaban de distintas libertades prohibidas a
los demás prisioneros. De cuando en cuando abusaban de aquellos privilegios, y
cuando tenían ocasión, explotaban a los otros deportados, cosa que divertía a
los alemanes.
Pero un
día cambió todo aquello. Las autoridades habían tomado una decisión.
El primero
de agosto, el médico jefe alemán reunió a todos los doctores internados en el
Campo E, y les hizo firmar un papel en el cual se afirmaba que se habían
declarado graves epidemias de tifus, escarlatina, etcétera en el Campo E.
Uno de los
médicos tuvo el valor de advertir al alemán que eran relativamente escasos los
enfermos que había en aquel campo, y que no se había declarado caso ninguno
contagioso.
El doctor
jefe de las S.S. replicó irónicamente:
—Ya que
manifiesta usted un interés tan positivo por la suerte de estos internados, va
a seguirlos a su nueva casa.
Por
"su nueva casa" entendía, naturalmente, el crematorio.
Unas horas
después, llegaron los camiones. La partida de los gitanos fue acompañada de
diversos incidentes. Sospechando lo que se maquinaba, unos cuantos gitanos
intentaron esconderse sobre el tejado, en los lavabos y en las zanjas. Pero se
los cazó uno a uno.
No se me
puede olvidar el grito de una madre gitana de Hungría. Ya no se acordaba de que
la muerte esperaba a todos ellos. Sólo pensaba en su hijo, cuando imploraba:
—¡No me
lleven a mi hijito! ¿No ven ustedes que está enfermo?
Las voces
de las S.S. y el llanto de los niños despertó a los ocupantes de los campos
circunvecinos. Ellos fueron los testigos horrorizados de la partida de los
camiones. Aquella misma noche, grandes llamaradas rojas subían de las
chimeneas del crematorio. ¿Qué crimen habían cometido los gitanos? Es que
constituían una minoría, lo cual era suficiente para condenarlos a muerte.
El exterminio de los judíos —polacos,
lituanos, franceses, etcétera— se llevaba a cabo por grupos nacionales. La
liquidación de los judíos húngaros se verificó el verano de 1944. Aquella
liquidación en masa no tenía precedentes en los anales de Birkenau. En julio de
1944, los cinco hornos del crematorio, la misteriosa "casa blanca" y
la zanja de la muerte funcionaron a toda su capacidad.
Llegaban diariamente diez transportes. No
había suficientes trabajadores para trasladar todo el equipaje, por lo cual
era amontonado en pilas enormes y que quedaba allí días y días, en la estación.
Se mandó un cupo más de Sonderkommandos, pero
todavía no fue bastante. No menos de cuatrocientos griegos de los transportes
de Corfú y Atenas fueron incorporados al Sonderkommando. Entonces
ocurrió algo verdaderamente extraordinario. Aquellos cuatrocientos deportados
demostraron que, a pesar de las alambradas y de los látigos, no eran esclavos
sino seres humanos. Con dignidad admirable, los griegos se negaron a matar a
los húngaros. Declararon que preferían morir antes. Y así sucedió,
desgraciadamente. Los alemanes en seguida satisficieron su gusto. ¡Pero qué
demostración de valor y de carácter dieron aquellos campesinos griegos!
¡Lástima que el mundo no conozca más pormenores respecto de aquellos hombres!
Como había tantos seres humanos a quienes
liquidar, los medios de exterminación estaban totalmente ocupados. Debían
dedicarse más edificios a cámaras de gas. Se excavaron grandes zanjas, se
atestaron de cadáveres y se les cubrió de leña. No había tiempo que perder.
Muchos desventurados que no habían acabado de morir en la cámara de gas fueron
arrojados también a las zanjas y quemados juntamente con los demás. Tal era la
eficiencia alemana.
Este exterminio en masa fue emprendido con la
complicidad activa del gobierno húngaro amigo de los alemanes. Así ocurrió que
Hungría fue la única nación que envió comisiones oficiales a los campos para
llegar a un acuerdo con la administración sobre las proporciones y rapidez de
las deportaciones. Las autoridades fascistas de Budapest cooperaron, haciendo
escoltar a sus deportados por policías húngaros, medida que no adoptó ningún
otro gobierno europeo, por muy colaboracionista que fuese.
La llegada de los policías húngaros a
Auschwitz, de la que fui testigo, dio pie a una escena increíble. Los
deportados húngaros que habían llegado en trenes anteriores se pusieron a gritar jubilosamente cuando
vieron aquellos uniformes. Se sentían tan nostálgicos de su patria, que se
lanzaron hacia las alambradas y daban muestras de su regocijo y entusiasmo cantando
y sollozando, hasta que terminaron por entonar a coro unánime su himno
nacional. ¿Creían acaso que la policía venía a rescatarlos?
Aquello resultó una tragicomedia, porque los
recién llegados a quienes aclamaban con tal fervor habían ido a entregar a
sus mismos camaradas a los soldados de las S.S. De no haber intervenido los
guardianes y centinelas del campo, aquellos patriotas hubiesen estrechado
entre sus brazos a sus queridos paisanos.
Unos cuantos latigazos y algunos disparos de
revólver separaron a los pobres prisioneros de los policías, cuyos cascos,
adornados con plumas de gallo, les habían recordado las llanuras húngaras y
las lozanas colinas de Buda, que se reflejaban en las aguas brillantes del
Danubio.
CAPÍTULO XVII
Los
Métodos y su Insensatez
Auschwitz
era un campo de trabajo, pero Birkenau era un campo de exterminación. Sin embargo,
había unos cuantos comandos de trabajo en Birkenau, destinados a distintas
tareas manuales. A mí se me obligaba a participar en el trabajo de muchos de
aquellos grupos de cuando en cuando.
En primer
lugar estaba el "Esskommando", integrado por los que
transportaban la comida. Después de la lista de la mañana, me iba a la cocina
con mis compañeras para hacerme cargo de los peroles de alimentos. Teníamos que
cargarlos hasta el hospital, que estaba casi a un kilómetro. Por lo menos, era
un trabajo útil, y lo único que se podía decir de él era que resultaba
fatigoso.
Pero había
algunas tareas totalmente inútiles. Estábamos seguras de que había sido algún
loco quien las había ideado, con el objeto de volver locos a todos los demás.
Por ejemplo, se nos ordenaba trasladar a mano un montón de piedras de un lugar
a otro. Cada internada debía llenar hasta el borde dos cubetas.
Renqueábamos con ellas varios centenares de metros y las vaciábamos. Teníamos
que llevar a cabo aquella tarea estúpida, con todo cuidado. En cuanto había
desaparecido el montón de piedras, respirábamos a nuestras anchas, con la esperanza
de que ahora nos obligarían a hacer algo más puesto en razón. Pero puede
imaginarse el lector lo que sentíamos cuando se nos mandaba volver a coger las
piedras y cargarlas otra vez hasta su lugar de origen. No cabía duda: nuestros
amos querían repetir en nosotros el clásico tormento de Sísifo.
En
ocasiones, teníamos que cargar ladrillos y hasta barro, en lugar de piedras.
Estas tareas no tenían, por lo visto, más que un objeto: quebrantar nuestra
resistencia física y moral, y hacernos candidatas para las
"selecciones".
Una vez se
me ordenó incorporarme al "Scheisskommando", o sea, al equipo
encargado de limpiar los evacuatorios. Provistas de dos cubetas, llegábamos
todas las mañanas al pozo que había detrás del hospital. Sacábamos a calderadas
el excremento y lo cargábamos hasta otro pozo, situado a unos cuantos
centenares de metros. El trabajo continuaba todo el día. Por fin, muertas de
asco y de repugnancia, nos lavábamos lo mejor que podíamos y nos íbamos a la
cama, con la certeza de que al día siguiente tendríamos que repetir la faena.
El olor
que despedía mi compañera de trabajo, que dormía junto a mí, me mareaba
literalmente. Yo debía producirle a ella el mismo efecto.
También
teníamos que atender al cieno. Auschwitz-Birkenau estaba situado en un terreno
pantanoso, del cual no desaparecía jamás el fango. Era un enemigo ladino y
poderoso. Nos calaba el calzado y la ropa, y hasta se nos filtraba a través de
las suelas, las cuales se dilataban y se hacían pesadas para nuestros hinchados
pies. Cuando llovía, el campo se convertía en un océano de barro, paralizando
la circulación y haciendo increíblemente difícil cualquier tarea. El lodo y el
crematorio eran nuestras mayores obsesiones.
Había
algunos comandos que trabajaban fuera del campo. Constituían el "Aussenkommando".
Salían a primeras horas de la mañana, cualquiera que fuera el tiempo que
hiciese. Los pertenecientes a estos grupos tenían que realizar su trabajo con
el estómago vacío, sin comida ninguna, como no fuese el líquido amarillento al
que los cocineros llamaban té o café según se les antojaba. La salida de estas
prisioneras, algunas de ellas vestidas con harapos de trajes de noche y otras
con pijamas de tela rayada, y calzadas con botas de madera o de pares
distintos, era un espectáculo patético. A pesar de que daban diente con diente
y tiritaban bajo el frío de la alborada, las obligaban a cantar según
marchaban. Tenían las mejillas húmedas de lágrimas. ¡Qué satisfacción podía
sentir nadie en cantar en Auschwitz! Pero no tenían más remedio que marchar
marcando el paso y sin separarse de las filas, porque los feroces perros
policías de las S.S., amaestrados por el sistema alemán, se abalanzaban a las
gargantas de quienes se separasen de la columna o se quedasen rezagadas.
El trabajo
en los campos era agotador. Nuestros supervisores nos vigilaban
constantemente, procurando que no tuviésemos un solo momento de reposo para
recobrar el aliento. Las reacias eran invariablemente golpeadas con látigos y
garrotes.
Si,
agotadas ya todas las energías corporales, desfallecía alguna presa, se le
daba un palo para que reviviese. Si aquello no bastaba, se le machacaba al pie
de la letra el cráneo con una porra o a patadas. Ya no tendría que presentarse
a la hora de la revista.
El
desmayarse era un fenómeno sumamente común, porque en los comandos siempre
figuraban personas enfermas. Vi a mujeres aquejadas de pulmonía, caminando
fatigosamente entre doce y trece kilómetros, que era la distancia del campo al
lugar de trabajo, para después cavar todo el día, con objeto de no ser enviadas
al hospital. Sabían perfectamente que el hospital no era más que la antecámara
del crematorio.
Además,
aun las que querían ingresar en el hospital no siempre podían hacerlo. Para ser
admitidas, debían tener fiebre muy alta. Se comprende fácilmente cómo morían
como moscas las internadas durante los meses húmedos y fríos.
Cierto
día, cuando abandonábamos el trabajo en los campos labrantíos, un S.S. armado
de su látigo nos detuvo para preguntar a una "Musulmana".
— ¡Cuánto
tiempo llevas aquí! —le gritó.
—Seis
meses —contestó la pobre mujer. En su vida civil había sido maestra, pero no se
atrevía a levantar los ojos al S.S., quien antes había sido su peluquero.
—Tenemos
que castigarte —declaró bruscamente el alemán—. No tienes sentido de la
disciplina. Una prisionera "correcta" se hubiese muerto hace ya tres
meses. Estás retrasada tres meses, marrana miserable.
Y, sin
más, empezó a darle latigazos hasta que la dejó sin sentido.
Cuando
alguna internada se desmayaba, bien por exceso de trabajo, bien por las palizas
que le daban las S.S., teníamos la misión especial de cargar con ella hasta el
campo. Porque era absolutamente imperativo que la columna estuviese completa
en la última revista. Tales eran las reglas.
Nuestra
procesión funeral era recibida en el campo por la orquesta de presas, que
entonaban alegres canciones a la entrada. Las ordenanzas disponían que debía
prevalecer el espíritu de alegría hasta el fin de la jornada.
* * *
De cuando
en cuando, los alemanes desinfectaban nuestro campo. Si tal medida fuese ejecutada de
manera racional, habría contribuido a mejorar nuestras condiciones higiénicas.
Pero, como todas las cosas de Auschwitz-Birkenau, la desinfección era llevada
a cabo en plan de broma y sólo contribuía a aumentar el índice de mortalidad.
Indudablemente, aquello era parte de sus intenciones.
La
desinfección empezaba aislando cuatro o cinco barracas. Teníamos que
presentarnos por barracas en los lavabos. Se llevaban las prendas de vestir y
el calzado que habíamos adquirido a costa de grandes privaciones, y los
colocaban en una estufa fumigadora, mientras pasábamos nosotros por debajo de
la ducha.
La
operación duraba sólo un minuto, lo cual no era suficiente para efectuar la
debida limpieza, ni mucho menos. Después, tras habernos espolvoreado con
desinfectante la cabeza y las partes del cuerpo cubiertas de vello, nos
llevaban hasta la salida. Las que tenían piojos volvían a ser rapadas.
Pero,
después de abandonar los lavabos, teníamos que alinearnos fuera, completamente
desnudas, fuera cual fuese la estación o el tiempo. Esperábamos a que la fila
estuviese perfectamente formada, aunque muchas veces aquello llevaba más de
una hora. Si pescábamos una pulmonía, allá nosotras.
Titiritando,
volvíamos por fin a nuestras barracas. Las que estaban esperando entrar en
calor se convencían una vez más de que Birkenau no era lugar para forjarse
ilusiones optimistas. Porque mientras habíamos estado fuera, nos habían
quitado las mantas. No teníamos más remedio que esperar a que nos las
devolviesen. A la administración no le preocupaba aquello gran cosa, ni se daba
mucha prisa. En consecuencia, nosotros teníamos que seguir titiritando sobre
las tablas desnudas de las koias.
Por fin,
nos devolvían la ropa. Pero aún allí nos esperaba un desengaño. Porque nunca
nos devolvían todo lo que habíamos dejado. Así ocurrió, por ejemplo, cuando
cierto día fueron desinfectadas mil cuatrocientas mujeres: sólo devolvieron
las ropas de mil doscientas. Las doscientas desventuradas mujeres cuya
vestimenta había desaparecido no tenían más remedio que dedicarse a la
"organización". Y mientras esperaban, sólo disponían de unas cuantas
mantas para calentarse.
Como ya he
mencionado anteriormente, tocábamos a diez mujeres por manta, debido a lo cual,
se producían reyertas entre las que tenían que compartirse. Además, todas se
creían con derecho a llevársela durante el día.
Las
mujeres que no disponían de ropa ni podían conseguirse mantas, tenían que
acudir a la revista completamente desnudas. Era imposible quedarse en las
barracas y no asistir a la formación.
Los
centinelas de las S.S. sabían por qué se presentaban desnudas nuestras
compañeras de cautiverio, pero, no obstante, siempre molían a palos a aquellas
"traidoras" que tenían tan poca vergüenza. Y, por otra parte, la
administración siempre liquidaba primero a las que estaban desnudas.
Hacíamos
cuanto podíamos por ayudar a aquellas pobres criaturas, pero el caso era que
disponíamos de poca ropa para regalar. Una mujer se quitaba su fondo, otra daba
unos pantalones, y alguna otra entregaba su brasier. Una internada no tuvo
otra cosa que ponerse durante varios días que una blusa que sólo le cubría los
brazos y los hombros.
En aquella
tribulación, L. nos prestó servicios valiosísimos. Su amigo del almacén de
ropas, "organizaba" tres o cuatro blusas cada día, y otros tantos
pantalones. Pero por muy activa que fuese la "organización", no
resultaba suficiente para cubrir nuestras necesidades.
Las
barracas estaban visiblemente menos abarrotadas después de cada desinfección.
Los cadáveres eran colocados detrás de las barracas, para regocijo de las
ratas, quienes eran, indudablemente, los inquilinos más felices de
Auschwitz-Birkenau. Aquellos roedores que engordaban con la carne muerta de
nuestras desgraciadas compañeras, se sentían tan en su casa que, por mucho que
hiciésemos, no lográbamos ahuyentarlas de las barracas. No nos tenían miedo,
por el contrario, debían considerarse las verdaderas dueñas de todo aquello.
* * *
Mi
cautiverio, como el de otras muchas internadas, estuvo caracterizado por
diversos "cambios de residencia". Tuve que trasladarme a tres
diferentes campos, y mi trabajo fue cambiado innumerables veces. La mayor parte
de las veces estuve trabajando en los servicios de sanidad, en la enfermería o
en el hospital; pero también me encargaban otras tareas de servicio, como la
limpieza de las letrinas y las faenas de los campos de labor. Un simple
capricho de la blocova, o una evacuación imprevista era suficiente para
cambiar mi situación de cabo a rabo. A fines del otoño de 1944, estaba en el
equipo de letrinas, y sólo por pura suerte puede regresar poco después al
hospital.
A principios
de diciembre de
1944, sólo quedaban
dos campos
de mujeres. Los demás habían sido evacuados, o sus ocupantes exterminadas.
Tales fueron el B-2, que era un campo de trabajo y el E, anteriormente ocupado
por los gitanos, y que actualmente comprendía los bloques del hospital.
Las internadas del B-2 trabajaban en los
telares donde se manufacturaban las mechas de los detonadores. Las condiciones
que allí imperaban eran miserables. Las trabajadoras pasaban el día en bloques
atestados de montones de lana sucia, de uno a dos metros de alto. Al menor
movimiento, se levantaban torbellinos de polvo que se pegaban a las
ventanillas de la nariz y ahogaban los pulmones. Sin agua, no había ni que
soñar siquiera en lavarse. No tenía, por tanto, nada de extraño que el hospital
estuviese lleno de internadas procedentes del B-2.
Dos veces a la semana, eran llevadas al Campo
E las enfermas de los telares. Las que ya no podían andar siquiera eran
conducidas en camiones o carretillas, el resto caminaban a gatas o se iban
apoyando unas a otras. No pude menos de pensar en los cojos que ayudan a los
ciegos.
Por no sé qué estúpido motivo, había una
regla que disponía que los enfermos, por graves que estuviesen, tenían que
pasar primero por la ducha para poder ser hospitalizados. Muchas veces se
desmayaban. En algunas ocasiones, nos atrevíamos a saltarnos a la torera
aquella regla inhumana y nos llevábamos a las pacientes directamente al
hospital.
Como siempre estaba lleno, las condiciones
que en él reinaban eran poco menos que intolerables. La alimentación defectuosa
y las epidemias producían el 30 por ciento del número total de internadas que
se nos presentaban. Muchas veces, dos, tres y hasta cuatro pacientes tenían que
compartir el mismo lecho. Apretadas las unas contra las otras, padecían no
sólo los sufrimientos propios, sino los de sus vecinas. En lugar de curarse,
una paciente podía contraer cualquier nueva enfermedad en el hospital. Como el
espacio era sumamente reducido, resultaba imposible evitar los contagios.
Aquel horrendo lugar brindaba, eso sí, un
terreno abundante para observar la patología de la nutrición defectuosa. Los
fenómenos más comunes eran los edemas, los flemones, los panadizos, esa
variedad de diarrea persistente que los alemanes llamaban "Durchfall",
la furunculosis, las manifestaciones extremas de avitaminosis y,
finalmente, las pulmonías. También teníamos casos contagiosos de difteria,
escarlatina y tifus, que era propagado por millones de piojos extendidos por
todo el campo.
Se libraba una guerra a muerte entre los
piojos y las presas, pero generalmente vencían los parásitos. Aquellas desinfecciones
ridículas no asustaban a nuestros adversarios, ni disponíamos del tiempo y de
la fuerza necesaria para luchar contra un enemigo que se multiplicaba en tan
terribles proporciones. Todas estábamos infectadas: las que trabajaban en los
comandos, las que se quedaban en las barracas, y las que prestábamos servicios
en el hospital. Los piojos pululaban por todas partes: en la ropa, en las koias,
en nuestras cabezas, en las barbas y en las cejas. Hasta en los vendajes de
los enfermos, que cubrían su piel, se metían. A veces pensaba que si seguíamos
mucho más tiempo en el campo, todas acabaríamos por perecer, víctimas de las
ratas y de los piojos, que serían los únicos supervivientes.
En los últimos meses de nuestra estancia en
el Campo E, se notó alguna mejora. La Lageralteste (la pequeña Orli) declaró
guerra sin cuartel a los piojos. Quitaba la ropa a las internadas y prefería
que se muriesen de frío antes de dejar multiplicarse a los parásitos.
Las que trabajábamos en el hospital nos
considerábamos relativamente privilegiadas en nuestra lucha contra aquellos
insectos. Había menos en nuestro dormitorio, y además contábamos con nuestra
preciosa palangana agujerada. Por otra parte, no nos atrevíamos a abandonar el
campo a los parásitos, porque estábamos constantemente expuestas a su invasión,
y a cada reconocimiento que hacíamos, las enfermas nos los pasaban en
abundancia. Teníamos sesiones diarias de despiojamiento, y constantemente
estábamos aconsejando a las enfermas que hiciesen otro tanto. Si hubiésemos
sido más y nuestro equipo reuniese mejores condiciones y fuese más abundante,
los piojos no nos habrían plagado. Pero nos considerábamos vencidas, y aquello
nos producía una profunda pena.
No había espectáculo más consolador que el
que ofrecían las mujeres que se afanaban por la noche en limpiarse a fondo. Se
pasaban de una a otra el único cepillo de que podían disponer, con la firme
determinación de acabar con la suciedad y los piojos. Aquélla era la única
manera que teníamos de luchar contra los parásitos, contra nuestros carceleros
y contra cualquier fuerza que tratase de hacernos sus víctimas.
* * *
Todas las internadas de Auschwitz-Birkenau alimentaban un único sueño: huir. Las deportadas entraban a centenares
de millares en los campos, pero el número de las que lograban salir de allí
por propia voluntad era minúsculo. Durante todo el tiempo que estuve presa, no
supe más que de tres o cuatro fugas que saliesen bien. Pero aun en aquellos
casos, los resultados no eran completamente seguros.
El sistema
alemán era aterradoramente eficaz. A los centinelas se les gratificaba por
cazar a prisioneros fugitivos. En primer lugar, estaba la alambrada provista de
púas y cargada de alta tensión. Luego venían los "Miradores", o sea,
los perros de fuera, que estaban especialmente enseñados a perseguir y a batir
a los fugitivos. Además, en el momento en que se echaba de menos a alguien, se
adoptaban una serie de medidas estrictas. La sirena empezaba a pitar. Cuando
oíamos su temeroso vibrar atravesando el aire, sabíamos lo que quería decir:
alguien había intentado escaparse. Temblábamos y rezábamos por el éxito de la
atrevida mujer.
Nuestros
sentimientos iban mezclados de egoísmo, porque abrigábamos la esperanza de que
quien lograra escapar de aquel infierno diría al mundo lo que estaba ocurriendo
en Birkenau, y acaso viniese alguien en auxilio nuestro, por fin. ¡Si los
Aliados lograsen volar el crematorio!... Quizás se hubiese disminuido la
rapidez del exterminio.
Pero la
persecución empezaba sin perder un solo instante. Por la noche, poderosos
reflectores registraban las áreas circunvecinas, y patrullas acompañadas de
perros policías recorrían los contornos. Desgraciadamente, el fugitivo o la
fugitiva no podían contar siquiera con la ayuda de los nativos. Tres o Cuatro
días de hambre y de sed bastaban generalmente para acabar con los que, por
algún milagro, lograban evadirse de la persecución. Naturalmente, no les
convenía a los huidos penetrar en ningún poblado para buscar alimento hasta
que habían cambiado sus andrajos por un vestido menos notorio.
No había,
virtualmente, posibilidad de escapar sin la cooperación de los guardianes.
Algunas deportadas que llevaban allí mucho tiempo y se habían conseguido oro o
piedras preciosas en el Canadá, lograron sobornar a algún centinela. Hubo quien
se consiguió un uniforme de S.S. Pero ni aquellas mismas precauciones podían
garantizar su éxito.
En el
verano de 1944, un polaco ario que trabajaba en la sección B-3 consiguió
hacerse con dos equipos de las S.S., uno para él y el otro para una judía de
Polonia, de quien estaba enamorado. Ambos llevaban allí mucho tiempo. Se
fugaron de Birkenau atravesando Auschwitz, y llegaron al pueblo de este
nombre. Allí pasaron dos semanas felices, que fueron para ellos una verdadera
luna de miel después de tantos años de cautiverio. Se consideraban tan seguros
con sus uniformes de las S.S. que se confiaron y empezaron a vagar por las
calles de la aldea. Un oficial de las S.S. observó algo raro en el aspecto de
la mujer, e inmediatamente les pidió su documentación. Naturalmente, ambos
fueron detenidos.
Estaba
dispuesto que los fugitivos devueltos al campo de concentración debían sufrir
un castigo ejemplar en presencia de todos los prisioneros. En primer lugar, se
les obligó a recorrer el campo llevando un pasquín en que se consignaba el
crimen por el que habían sido sentenciados. Luego se los ahorcaba en medio del
campo o se los mandaba a la cámara de gas.
El
trabajador polaco y su compañera dieron muestras de gran valor. ¡Delante de la
muchedumbre de los presos, la muchacha se negó terminantemente a llevar el
pasquín!
Los
alemanes reaccionaron como centellas. Un guardián de las S.S. la golpeó
brutalmente. Luego ocurrió algo verdaderamente increíble. Aquella muchacha
puso a contribución todas las fuerzas que tenía... ¡y sacudió un puñetazo en
plena cara a su verdugo!
Un
murmullo de asombro corrió por el gentío de prisioneros. ¡Había alguien que se
atrevía a contestar a los golpes con golpes! Ciegos de rabia, los alemanes se
lanzaron contra la muchacha. Un diluvio de palos y puntapiés se abatió sobre
ella. Quedó con la cara ensangrentada y con las extremidades rotas.
En un
gesto triunfal, el jefe de las S.S. izó sobre su cuerpo el rótulo que se había
negado a portar. Apareció en seguida un camión para llevársela. La tiraron
dentro como si fuese un saco de harina. Pero todavía aquella muchacha medio
muerta, con un ojo aplastado y la cara hinchada, se incorporó y gritó:
— ¡Valor,
amigos! ¡Ya las pagarán éstos! ¡La hora de la libertad está cerca!
Dos
alemanes saltaron al vehículo, pisoteándola. Consiguieron el silencio que
deseaban, pero todavía seguían dándole de puntapiés cuando arrancó el camión.
Poco
tiempo después, estaba yo haciendo una inspección de la enfermería durante la
hora de descanso. Con gran sorpresa mía, vi que entró Tadek, el joven polaco
de ojos azules a que me he referido anteriormente. Pero ya no era el mismo Tadek
que me había hecho proposiciones en los lavabos tres meses antes. Se había
convertido en una criatura derrotada, flaca, enclenque y débil.
Sin
saludarme, se sentó. De repente me dijo:
—Estoy
planeando fugarme mañana. Todo está listo ya. No he pensado en otra cosa
durante todos estos años. A lo mejor salgo con bien, pero es más probable que
me agarren y me apiolen a tiros. La verdad, no me importa. Ya no puedo aguantar
más.
Hizo una
pausa.
—Antes de
marcharme —continuó—, quiero decirle que cuando me insinué a usted, no estaba
enfermo. Antes de la guerra, era profesor de la universidad de Varsovia. Si
sale usted alguna vez de este campo de concentración, búsqueme allí y yo la
buscaré en Transilvania.
Hablaba
pronunciando clara y precisamente cada palabra, y añadió:
—Bueno, de
todos modos, no es posible que me odie usted más de lo que yo mismo me
aborrezco y detesto.
Se dirigió
a la puerta, pero de repente se volvió. Sorprendí en sus ojos la misma
expresión de humanidad que me pareció haber observado en su voz hacía tanto
tiempo.
Unos días
después, los compañeros de Tadek que estaban trabajando en nuestro campo me
dijeron que se había fugado con su hermano más joven. Lograron burlar a todos
los guardianes y habían llegado hasta "la tierra de nadie", a cerca
de dos kilómetros de las líneas rusas. Estaban sufriendo terriblemente por la
sed, puesto que no habían tomado un sorbo de agua en cuarenta y ocho horas.
Cuando pasaron junto a una fuente Tadek se detuvo. Su hermano siguió adelante.
Estaba
Tadek aplacando su sed cuando lo divisó una patrulla alemana. Fue detenido. Al
caer en la cuenta de que todo estaba perdido para él, evitó la dirección en que
se había ido su hermano por temor de que los descubriesen. El hermano logró
ponerse a salvo, pero Tadek fue devuelto al campo y encerrado en un calabozo
en forma de fosa.
Estas
fosas eran celdas de castigo hundidas en la tierra. No tenían aire libre ni
luz, y eran tan angostas que los prisioneros tenían que quedarse de pie toda
la noche. Durante el día, eran sacados para destinarlos a las más repugnantes
faenas, a base de reducción de raciones. En tres días, no comió más que seis
onzas y media de pan; eso fue todo.
Al cabo de
tres o cuatro días, los hombres más vigorosos se entregaban. Tadek aguantó aquel trato
muchas semanas. Cuando por fin lo sentenciaron a muerte, ya no quedaba nada de
aquel ser humano a quien conociera yo en otros tiempos.
* * *
Según iban replegándose las fronteras del
Gran Reich bajo los golpes de los Aliados, los alemanes reevacuaban los campos
de concentración amenazados por aquellos avances. Por este motivo, los
ocupantes de numerosos campos eran trasladados a Auschwitz. Cuando a éste le
llegara su turno, sería evacuado y llevado al interior del Reich.
Los internados del campo polaco de Brassov
fueron los primeros en ser trasladados a Auschwitz. Los recién llegados
quedaron asignados al B-2, o sea al antiguo Campo Checo. Perdieron gran parte
de sus compañeros durante el viaje. Muchas mujeres "voluntarias"
habían sido confinadas en Brassov. Algunas se ganaban bastante bien la vida y
utilizaban a sus compañeras de cautiverio para que les lavasen la ropa,
cosiesen sus prendas e hiciesen la limpieza de sus cosas.
Con las escasas monedas que recibían de las
"voluntarias", las internadas compraban en la cantina alimentos
suplementarios para mejorar un poco su suerte. No es que hubiese allí
maravillas que adquirir, pero aquel pequeño mercado era muy apreciado. Además,
Brassov había sido un campo de trabajo dedicado a producir tejidos e hilados, y
no un campo de exterminación. Aquellas prisioneras no sabían nada de los crematorios.
Allí los alemanes utilizaban sus ametralladoras para ejecutar en masa a los
rusos, polacos y franceses en los bosques vecinos.
La evacuación de Brassov se llevó a cabo
precipitadamente. Se llamó a revista en medio del día. Las cautivas fueron
trasladadas a los vagones del ferrocarril, donde se las apilaba como si fuesen
animales. Las que habían estado trabajando fuera del campo se vieron
favorecidas por la fortuna. Al volver aquella tarde, fueron recibidas
amablemente por las tropas soviéticas que acababan de ocupar la comarca.
Entre las evacuadas a Auschwitz a causa de
las operaciones militares, había un gran contingente de judías procedentes del ghetto
de Lodz. Gracias a una doctora polaca, puede formarme una idea exacta de la
vida en aquella ciudad durante su ocupación.
El ghetto
estaba rodeado de una gran trinchera llena de agua, del otro lado de la
cual montaban guardia los soldados alemanes con ametralladoras. Dentro del
terreno cercado, las judías podían circular libremente a determinadas horas,
pero la mayor parte del tiempo tenían que trabajar para la Wehrmacht. Confeccionaban
uniformes de las S.S. y les bordaban los cuellos con la famosa calavera. Sus enfermas
eran atendidas por sus propias médicas. La comida era abominable en el ghetto,
y el índice de mortalidad considerablemente elevado.
La
evacuación de este ghetto fue realizado también por sorpresa. Una vez
más los alemanes apelaron a sus métodos hipócritas para ahorrar energía humana.
Agarraron a un gran número de hombres y se los llevaron a la estación. Cuando
las madres y esposas en su desesperación quisieron enterarse de qué había sido
de ellos, se les dijo que se habían ido a trabajar en Alemania, y que las
mujeres podían acompañarlos. No hace falta describir una vez más cómo las
mujeres judías de Lodz y sus hijos se abalanzaron a la estación, llevándose
cuanto tenían de precioso. Los alemanes filmaron aquella escena para contradecir
en los noticiarios de cine los rumores de que coaccionaban a la gente.
Los
hombres, mujeres y niños del ghetto de Lodz estaban ahora en campos de
liquidación, principalmente en Birkenau. Tuve que curar a muchos de aquellos
seres humanos en la enfermería. Estaban en lamentables condiciones físicas, y
su espíritu y moral había quedado por los suelos. De todas las enfermas puedo
decir que eran las más delicadas y menos capaces de resistir el dolor; luego
venían las griegas, las italianas, las yugoslavas, las holandesas, las húngaras
y las rumanas. Las más estoicas eran, por lo menos según pude apreciar yo, las
francesas y las rusas.
* * *
No sólo
llegaban prisioneros del Este. También recibíamos grandes contingentes de
elementos de la resistencia, valientes que habían aguantado hasta el último
momento y otros "indeseables" del Oeste. En septiembre de 1944,
llegaron muchos belgas antes de que se liberasen los Países Bajos. También hubo
judíos procedentes de Teresienstadt. En los trenes diarios de deportación
llegaban griegos e italianos. Los últimos habían pasado algún tiempo en las
cárceles de la península; pero, a medida que avanzaban los Aliados las
prisiones eran vaciadas y sus ocupantes mandados a Birkenau. Tenían ya la moral
por los suelos, y la mayor parte eran viejos que no lograban adaptarse a las
condiciones del campo de concentración. Abundaban entre ellos los suicidas.
La llegada de aquellos contingentes produjo
cambios dentro del campo. Más que nunca, Birkenau se convirtió en una Torre de
Babel, en la que se hablaba toda índole de idiomas y se practicaban las
costumbres más diferentes. El único elemento "estable" eran los
antiguos "Schutzhaftling", o sea, los empleados del campo, que
oprimían cruelmente a los recién llegados. Eran verdaderamente los criados
dóciles del Estado Alemán.
Birkenau recibió también prisioneros de los
cercanos campos de trabajo, que ya no servían para la máquina de guerra
alemana. De Auschwitz-Birkenau solían mandarse los presos más robustos a la
región de Ravensbruck, donde había muchas fábricas de armamentos. Los que caían
enfermos eran devueltos so pretexto de que necesitaban atención médica. Pero,
en realidad, se los debilitaba y desalentaba, hasta el extremo de que ya no
tenían deseos de vivir.
Los cadáveres de los ejecutados en los campos
de concentración vecinos eran también mandados a Birkenau. Los hornos de
nuestros crematorios estaban atendiendo indudablemente a una vasta región. La
preferencia que sentían los alemanes por la incineración no se debía, ni mucho
menos, a consideraciones higiénicas; les ahorraba los entierros y les permitía
llevar a cabo mucho mejor la recuperación de materiales valiosos.
¡Había trenes que llegaban a Birkenau...
procedentes de Birkenau! Un día se anunció que iba a formarse un tren de presos
con destino a Alemania para trabajar en fábricas. Todo ello se llevó a cabo
como si fuese un acontecimiento de cada día. Los deportados abordaron los
camiones sin que se les hostigase ni molestase demasiado. El tren empezó a
moverse, ejecutó unas cuantas maniobras, partió de la estación y se perdió a
lo lejos con destino desconocido. Al cabo de unas horas, regresaba el mismo
tren con los mismos pasajeros a Birkenau, y los deportados fueron llevados
directamente al crematorio.
¿A qué se debía el que los alemanes apelasen
a maniobras tan complicadas? ¿Se efectuó aquella operación de acuerdo con un
plan, o fue más bien resultado de una confusión administrativa? Sea de ello lo
que fuere, el caso es que lo que he referido es rigurosamente cierto en todos
sus detalles.
Otro día,
arrancó también un tren de deportados "para trabajar en una fábrica
alemana". Días después, el servicio de desinfección del campo entregó una
cantidad considerable de ropa, que no era sino las pertenencias de nuestros desaparecidos
compañeros. Habían salido no para Alemania, sino para el otro mundo. Nadie supo
dónde ni en qué circunstancias fueron ejecutados aquellos pobres prisioneros.
* * *
A pesar de las llegadas en masa de
prisioneros, su número seguía disminuyendo. Una de las razones era que después
del otoño de 1944 muchos fueron trasladados a las fábricas para sustituir a los
obreros alemanes que habían sido enviados al frente. Los criminales alemanes
del campo de concentración, quienes llevaban el triángulo verde, recibieron la libertad
a condición de pelear contra los enemigos del Reich. La mayoría de las S.S.
salieron hacia el frente; los que quedaron eran más que nada inválidos, para
quienes el servicio en Auschwitz constituía una cura de reposo después de
haber combatido.
Las selecciones mermaban también nuestras
vidas. Cierta horrible tarde de lluvia, llegó a la enfermería un destacamento
de S.S. Empleando tácticas violentas, según tenían por costumbre, hicieron
reunir a sesenta mujeres enfermas bajo el portal del hospital. Se ordenó a las
pacientes que arrojasen todas sus posesiones en un montón, inclusive sus
menguadas raciones diarias y sus camisas de hospital. Para recoger a este
grupo de desventuradas mujeres, no se utilizaron vehículos a motor sino
carretillas de basura.
El cortejo empezó a moverse bajo una lluvia
persistente y chapoteando en medio del océano de barro que cubría el suelo de
Birkenau. No se oyó un solo grito entre las víctimas. Se despidieron de
nosotras con un gesto de resignación que parecía anunciarnos: "hoy nos
toca a nosotras, mañana será el turno de ustedes".
Una hora después, volvían los carros de
basura de los crematorios... sólo que vacíos.
Birkenau estaba en proceso de liquidación a
grande escala, porque la administración se había hecho cargo de que iba a ser
necesario evacuar el campo ante el avance ruso. Los mismos crematorios debían
ser destruidos para dejar las menos huellas posibles.
Sin embargo, la liquidación seguía siendo
llevada a cabo lenta y metódicamente. Los Sonderkommandos recibieron
órdenes de destruir un horno cada vez. Todos los demás seguían funcionando, y
algunos estaban abrasando todavía cadáveres en diciembre de 1944.
Continuaban llegando nuevos trenes, pero los
deportados eran seleccionados en la estación para ser mandados directamente a
la cámara de gas, mientras los demás eran trasladados al interior de Alemania.
Sin embargo, en algunos casos, se exterminaban trenes enteros de prisioneros
al llegar a Birkenau. A qué capricho se debía aquello, es cosa que ignoro.
Por entonces, mis obligaciones me hacían dar
una vuelta de vez en cuando por la estación. Cierto día vi, en unión de unas
cuantas compañeras, un tren atestado de civiles rusos, a los que los alemanes,
por lo visto, se habían llevado en su retirada. Las puertas de los vagones
estaban abiertas. Dentro, los niños lloraban y los viejos refunfuñaban,
mientras unos cuantos jóvenes fanfarroneaban y entonaban canciones rusas. Al
vernos, las mujeres se asomaban a la portezuela, suplicándonos un poco de agua
o un pedazo de pan.
-Woda...
khleb.
Estas dos palabras las identificaban como
rusas. Habíamoslas oído tantas veces, que sabíamos cómo se decía "pan y
agua" en todos los idiomas de Europa.
Nos preguntaban dónde estaban. No eran
capaces de sospechar que acababan de llegar al fin de su viaje.
En otro tren, niños procedentes de
orfanatorios y escuelas católicas, acompañados de monjas, llegaban de Polonia.
Los alemanes abrieron las puertas de los vagones para que se bajaran sus
ocupantes, pero poco después vino una nueva orden prohibiendo el descenso de
los pasajeros y cerraron las puertas de los vagones violentamente, dejando un
pequeño espacio abierto. Los guardias alemanes, armados, se alinearon frente a
los vagones. Durante el tiempo que las puertas estuvieron abiertas, pudimos
ver que los pasajeros eran niños de distintas edades, aproximadamente desde un
año hasta dieciséis. Venían apilados materialmente dentro de los vagones.
Muchos de ellos se veían tristes y terriblemente agotados. Un gran número de
los niños estaban gravemente enfermos. Seguramente llevaban mucho tiempo
encerrados en esos vagones.
Los niños estaban sedientos y hambrientos;
los que tenían fuerza para hacerlo, lastimosamente pedían agua y comida. Muchos
de ellos se encontraban muy excitados y desesperados. Las Hermanas trataban de
calmarlos lo mejor que podían. A los más pequeños, los llevaban en sus brazos.
Pero no les podían proporcionar comida ni agua, pues habían carecido de esto
desde hacía algún tiempo.
Una de las monjas vino a la puerta y por el
espacio abierto le rogó a un guardia que le trajera
una cubeta con agua para los niños. Pero el alemán ignoró su petición, y con un
movimiento obsceno, rasgó las vestiduras de la monja. Los soldados alineados
frente a los trenes hacían mofa de la monja y de las trágicas escenas que se
desarrollaban dentro de los vagones.
—¿Ustedes
quieren agua? —preguntaban y para divertirse más, burlonamente ofrecían sus
cantimploras a los niños. Los delgados brazos de los niños se extendían con
ansia a través de la abertura de los vagones, para agarrar el agua, pero antes
que pudieran alcanzarla, los alemanes les golpearon las manos con sus
bayonetas. Los niños daban tremendos gritos de dolor al recibir los golpes.
Pero su sed era tan grande, que cada vez que les ofrecían de nuevo las
cantimploras, ellos volvían a tratar de alcanzarlas olvidándose que en lugar de
recibir agua, iban a ser golpeados.
Grandemente
indignada por estas crueles escenas, una de las Hermanas pidió a los soldados
que dejaran en paz a los niños. En respuesta a su petición, recibió un fuerte
golpe en la cabeza con la culata de una pistola. Pronto, grandes cantidades de
sangre comenzaron a manar de la cabeza de la Hermana. El brutal soldado que la
golpeó probablemente le había fracturado el cráneo. Pero debe haber tenido un
valor sobrehumano, pues ella no cayó, y permaneció erguida en silencio. A la
vista de la sangre, los niños enloquecieron de pánico. Sus gritos y llantos
desesperados llenaban el aire de la estación y llegaban hasta los campos. Pero
estos gritos eran familiares en Auschwitz o en Birkenau. Los prisioneros los
oíamos con el corazón destrozado, pero no podíamos hacer nada para ayudarles.
Los alemanes permanecían siempre indiferentes a los lamentos de los niños, aunque
sabían bien que los conducirían directamente de la estación a su muerte. Los
llantos en el campo eran el preludio del sacrificio que ofrecían a su dios,
Wotan.
Regresé al
campo sumamente deprimida. Como ocurría casi siempre que llegaba un nuevo
contingente de prisioneros a la estación, se los confinó en sus respectivas
barracas. Solamente los miembros del personal de la enfermería tenían derecho a
circular. Mi blusa blanca equivalía a una placa temporal de salvoconducto.
Al día
siguiente volví a la estación. No había nadie en las portezuelas de los
vagones, los cuales habían sido vaciados durante la noche. Nadie había visto a
los rusos, ni a las monjas, ni a los niños dentro del campo. En los días
siguientes llegaron otros trenes, y la suerte de sus ocupantes debió ser la
misma.
No podía
quitarme de la cabeza una idea. Bajo la vigilancia de los guardianes, fui
llevada al Campo F.K.L., con un grupo de internadas. Junto a la estación
tuvimos que detenernos para dejar pasar a una columna de prisioneros. Eran
polacos de clase media, a juzgar por su traza y su ropa. Reconocí entre ellos
a algunos ferroviarios, trabajadores de tránsito rápido, empleados de correos,
monjas y estudiantes. No marchaban, por lo visto, tan aprisa como querían los
centinelas, por lo cual éstos los apaleaban o les daban latigazos y culatazos
de revólver.
De pronto,
un hombre como de sesenta años, vestido con uniforme de cartero, perdió el
equilibrio y se cayó. Un joven de cerca de dieciocho años le ayudó a
levantarse. El viejo se estaba incorporando cuando llegó un S.S. y le
descerrajó a sangre fría un tiro de revólver.
Yo estaba
a menos de tres metros con mis compañeras.
No soy
capaz de describir la expresión del agonizante cuando fijó los ojos en el joven
que había tratado de ayudarle. Ni tengo palabras para expresar la desesperación
y el dolor que había en la voz del joven, cuando exclamó:
—¡Oh,
padre!
Mientras
tanto, el asesino sacó del bolso un encendedor y se puso a prender un
cigarrillo. Trató de protegerlo cuidadosamente del viento. Pero la brisa era
demasiado fuerte, y tuvo que hacer varios intentos. No cabía duda de que le
resultaba mucho más sencillo matar a un ser humano que encender un cigarro. Por
fin, se prendió, y se echó otra vez el encendedor al bolso bajo el capote. Sólo
entonces vio al joven que sollozaba sobre el cadáver de su padre agonizante.
—¡Weiter
gehen! (Sigan!)
—gritó el S.S.
Como el
joven no pareció oír la voz de mando, le descargó su látigo. Fue uno, dos,
tres golpes furiosos. El muchacho se levantó con una mueca de dolor, mirando
por última vez a su padre que moría. Bajo los golpes, volvió a situarse en la
columna, que se dirigía entre latigazos y denuestos al bosque de Birkenau.
CAPITULO XVIII
Nuestras
Vidas Privadas
Durante
seis meses estuve compartiendo el angosto espacio de la Habitación 13 con
cinco personas. La doctora "G." era, según creo, la más interesante
de mis compañeras. Había sido médico en Transilvania, y no quería aceptar,
hasta el extremo de que era positivamente peligroso para ella, el hecho de que
ya no vivía su existencia anterior a los días de Auschwitz. Todas las tardes
nos contaba que la blocova la había invitado a tomar el té, y describía
aquello como si fuese uno de los tés elegantes de sociedad que conociera antes
de la guerra.
Nosotras
sabíamos lo que había sido el "té social" de que nos hablaba. ¿Qué
clase de té podría nadie tener en aquel lugar? Pero la doctora insistía en
pintarnos de color de rosa la escena y cuando se refería a su persona. Así
vivía en un mundo aparte de fantasía, que ella misma se había creado.
Mi segunda
compañera era una muchacha rubia yugoslava. Se las echaba de médica, pero todas
las de la enfermería sabíamos de sobra que no había nada de aquello. Lo más,
podía haber estudiado el primer año de medicina. No se atrevía a aplicar un
vendaje, y tenía mucho miedo a que los alemanes descubriesen que había
mentido, porque terminaría en el crematorio, como les había ocurrido a otras
que declararon falsamente ser médicas.
En cuanto
caía en sus manos un libro de vulgarización que tratase de medicina, se ponía a
estudiarlo vorazmente. No teníamos verdaderos libros de medicina. Los únicos de
que podíamos disponer eran folletos de uso familiar, en que se daban
"consejos médicos". La verdad era que los conocimientos elementales
que poseía pudieran acaso bastarle en un ambiente en que el debido trato médico
era imposible. Más tarde se la destinó al hospital de enfermedades contagiosas. Allí podía haber
hecho mucho daño, porque no sabía distinguir las enfermedades. Pues bien, ella
era la médica jefe de nuestro hospital, y teníamos que obedecer
sus instrucciones.
Mi tercera compañera era la doctora Rozsa,
pediatra checa, médica de verdad. Trabajaba con entusiasmo y fidelidad a su
vocación. Era una mujer fea y de baja estatura, que debía andar por los
cincuenta y cinco. Resultaba emocionante oírla hablar en términos apasionados y
juveniles del gran amor que había dejado allá en su tierra. Cierto día, se
presentó una amiga suya que la había conocido antes de los tiempos de Auschwitz.
Se expresó admirablemente del trabajo magnífico que había desarrollado la
doctora en el pasado. Cuando la doctora Rozsa hubo de salir, porque la
llamaron, y nos quedamos a solas con su amiga, le preguntamos, de mujer a
mujer, por el romance antiguo de la doctora. Entonces nos enteramos de que el
amor de la pobre mujer había sido silencioso, porque aquel hombre probablemente
no supiese nunca ni que existía siquiera. Pero aquella pasión era una forma de
fuga para la doctora, lo mismo que el mundo de ensueño de la doctora G.
Mi cuarta compañera de habitación, a la que
mencionaré con la inicial "S.", era cirujana de primera clase, y en
otro tiempo había sido la principal asistente de mi marido. La habían llevado
al campo en compañía de sus cuatro hermanas, y era una verdadera mártir del
cariño fraternal. Ellas llevaban en el campo la vida ordinaria de las
prisioneras, es decir, padecían todas las penalidades y privaciones de un
campo de concentración. S. sólo vivía para ellas: la suerte de sus hermanas no
se apartaba un momento de su mente en todo el día.
Nuestra quinta compañera era una dentista. Se
había casado inmediatamente antes de ser deportada y la habían detenido
juntamente con su marido. Solía decirnos irónicamente:
—Pasamos nuestra noche de bodas en el vagón
de carga.
Más tarde, éramos siete a vivir en el mismo
cuchitril. La séptima era Magda, criatura de corazón generoso que era química
de profesión. Fue a la que "seleccionaron" para ser liquidada al
mismo tiempo que a mí. Las dos nos hurtamos a nuestro sino, y entre nosotras
surgió una amistad estrecha. Magda compartía el angosto camastro con la
dentista.
Yo también tenía de compañera de cama a la
esposa de otro médico, llamada Lujza. Dormíamos una en la cabecera y otra a los
pies de la yacija, porque de otra manera no hubiésemos cabido. El problema
principal que teníamos era no tirarnos una a otra del camastro mientras
dormíamos, porque era el más alto.
Borka, otra muchacha yugoslava de unos
veintidós años, era una de las personas menos egoístas y más desinteresadas que
he visto en mi vida. Ponía un toque doméstico en nuestro cuartucho, limpiándolo
por nosotras.
Otra compañera de habitación, la doctora
"Ó.", era precisamente todo lo contrario que la doctora G. Ésta
creaba un mundo grato de fantasía, mientras la doctora O. siempre ponía las
cosas peor de lo que eran en realidad. Con frecuencia pensábamos si no sería
una pesimista por temperamento, o si, más bien, no la habría hecho así la vida
del campo de concentración. Con el tiempo, llegamos a ser doce las mujeres que
nos repartíamos la minúscula habitación. No había ventilación y era de lo más
incómodo, pero la considerábamos como un paraíso, porque estaba aparte del
resto del campo, y en ella podíamos gozar de un grado mínimo de independencia.
Las trabajadoras médicas estábamos siempre
juntas: por la noche en el pequeño zaquizamí de la Barraca 13, y durante el día
en la enfermería. Sabíamos unas de otras lo que valía la pena, nos reíamos
juntas y llorábamos juntas. Naturalmente, teníamos nuestras diferencias de
criterio. Los conflictos que surgían entre nosotras procedían generalmente de
motivos sin importancia.
Carecíamos de sillas. Los únicos sitios en
que nos podíamos sentar eran los dos camastros más bajos, los de la doctora
G. y la dentista. Aquellas dos inteligentes mujeres, quienes probablemente
habían sido excelentes amas de casa, sollozaban como niñas cada vez que nos
sentábamos en sus camas. Hasta cierto punto tenía razón, porque la enfermería
estaba sucia y plagada de piojos, Estábamos expuestas a contraer no sólo las
enfermedades de nuestras pacientes, sino también sus parásitos.
Por extraño que parezca, ninguna de nosotras
fue víctima de una infección grave, aunque eran escasas las precauciones que
podíamos tomar contra los gérmenes. La sarna era la única dolencia a que éramos
sensibles. Yo estaba constantemente contagiándome de ella por las pacientes.
La verdad es que la tuve siete veces. Hice esfuerzos desesperados por
conseguirme la medicina necesaria para tratármela. Me hacía padecer tanto la
sarna como los palos que me daban. No me dejaba dormir ni trabajar, y tenía
todo el cuerpo cubierto de heridas de tanto rascarme. Cuando me conseguía
unturas que aplicarme, mis compañeras de cuarto
protestaban si las usaba de noche. El emplasto despedía un olor horrible y
apestaba la habitación.
Aquella
pomada nos dividió en dos bandos. Uno de ellos toleraba que me lo aplicase de
noche, para poder aplacar un poco mi tortura; el otro insistía en que lo
utilizase únicamente de día, cuando estábamos en la enfermería, porque allí
teníamos que soportar muchos olores desagradables, y la peste de la untura no
importaba. Más tarde, Magda y la dentista contrajeron también la sarna, y el
hedor se hizo insoportable y mareante en la habitación.
Todas las
mañanas se producía una porfía general por el uso de la palangana. Téngase
presente que éramos doce. Borka, la pequeña yugoslava, tenía que traer el agua.
A veces volvía llorando, porque era tan poca la que se había conseguido, que no
iba a haber suficiente para beber, cuanto más para lavarse.
No
teníamos espejo. Pero aún nos quedaba el recurso de mirarnos vagamente en el
agua, si teníamos agua. Cuando empezó a crecernos el pelo, observamos que se
nos estaba poniendo bastante gris. Como carecíamos de cepillos y peines,
teníamos la facha de adolescentes descuidadas. La doctora G. declaró que
estábamos hechas unas adefesios. Consiguió convencer a una de nuestras
pacientes, que era peluquera y tenía un peine, que nos arreglase el pelo a
cambio de dos porciones de pan.
Las cejas
me hicieron sufrir mucho al principio. Las tenía ralas por naturaleza, pero en
el campo creían que me las seguía depilando como antes. Mis compañeras de
cautiverio hicieron numerosas observaciones intencionadas contra mí a propósito
de ese detalle. Muchas veces fui apaleada por los alemanes por el mismo
motivo. Por fin, llegaron a convencerse de que, en efecto, había yo legado a
este mundo con escasas cejas. Cuando cayeron todas en la cuenta de que tal era
el caso, cesaron finalmente de atormentarme a costa de eso.
Todos los
días teníamos pendencias a propósito del "Pingajo", algo así como el
hatillo de un mendigo. El "pingajo" era un pedazo de endrajo, una
media o un calcetín, y a veces un sombrero viejo, atado en forma de bolsa, que
constituía nuestro maletín, nuestro armario, y nuestra despensa. El contenido
de uno de aquellos pingajos describe perfectamente cuánta era nuestra pobreza.
Allí ocultaba cada prisionera su fortuna: su margarina, su pan y su cucharada
de mermelada. Las prisioneras más ricas podían tener hasta un peine sin
dientes. Cuando entre los efectos guardados en el pingajo había una cajita, se
consideraba como signo inequívoco de "prosperidad".
Como los
pingajos eran lujos, estaban prohibidos. No había lugar en la barraca donde
poder esconderlos mientras duraban las revistas, así que los teníamos que
ocultar bajo las faldas. Severos castigos, y a veces la muere, esperaban a
quien dejaba caer su hatillo secreto mientras estábamos en posición de firmes.
Su descubrimiento atraía la tragedia no sólo sobre su propietaria sino sobre
todas las demás, porque justificaba un registro y la confiscación de las
posesiones que tantos sudores y fatigas nos había costado conquistar.
Cuando nos
alojamos en la Habitación 13, la cuestión del pingajo estaba resuelta. Era
verdad que allí también teníamos que esconderlos en los rincones más absurdos,
porque la inspección podría descubrírnoslos igualmente. Cuando llegaba a
nuestra noticia que iba a realizarse una inspección, salía cualquiera de
nosotras a retirar los hatillos a tiempo.
Pero no
estaban seguros de las demás prisioneras. Mientras nos hallábamos en la
enfermería, se metían a veces en nuestra habitación y robaban nuestros tesoros.
La doctora G. y la dentista, que eran las más "ricas", siempre se
estaban lamentando de los hurtos.
La doctora
Rozsa era la única que no perdía nunca nada, porque no tenía nada. Era como una
niña grande: por lo menos, no tenía deseo de almacenar "riqueza".
La doctora
G., quien era una buena médica, procuraba convertir en realidad su mundo de
ensueño. Tenía una "doncella", lujo que sólo las blocovas podían
permitirse. Todas las mañanas, antes de levantarse, entraba una de sus
pacientes, le limpiaba los zapatos, le arreglaba la ropa, y hacía su cama. La
doctora G. era dueña inclusive de un cobertor de seda. Para no inspirarnos
envidia, más tarde nos consiguió uno para cada una de nosotras; pero estaban
hechos una lástima y eran de calidad inferior. Era la única de nuestro grupo
que no lavaba la ropa, ni siquiera en el campo. Su blusa blanca se la lavaba la
"doncella", y la blocova le había permitido que se la
planchara con su misma plancha.
La doctora
G. siempre andaba probándose vestidos. Se los conseguía en el mercado negro o
se los regalaban, y ella después los reformaba. Hacia el final de nuestro
cautiverio, cuando oíamos los cañonazos de los rusos, la doctora G. nos dijo:
—Bueno,
muchachas, ha llegado la hora de que me confeccione un vestido de viaje. La
pesimista replicaba:
—Pero,
querida, nos matarán.—¿Y
si no nos matasen? —insistía la doctora—. Me quedaría sin un vestido de viaje.
Nos echamos a reír. En medio de todo, le
estábamos muy agradecidas. Aquélla su intensa feminidad nos proporcionaba
muchos momentos de distracción.
Los vestidos de G. fueron aumentando en
número, y L. nos construyó un armario con tres tablas. No era más que para la
doctora G., porque a nosotras no nos hacía falta armario para los miserables
andrajos de que disponíamos.
Naturalmente, a cada presa no se le permitía
más que un vestido. Por eso G. siempre andaba afanosa, buscando nuevos
escondrijos para sus prendas. Pobre criatura. Cómo se quedó desolada cuando le
robaron de su jergón de paja la falda plegada, que era el mejor artículo de su
guardarropa. También le desapareció el impermeable azul, que estaba guardando
para "salir". De puro sentimiento no pudo comer en todo el día.
Oficialmente, la doctora G. era la ginecóloga del campo, y la doctora S. su
cirujana. G. se hizo cargo de algunos casos quirúrgicos y se produjo una
reyerta entre las dos facultativas. La doctora S. no necesitaba que se le
diesen las gracias por su trabajo, pero a la doctora G. le hacían falta las
alabanzas para seguir soñando y fantaseando. Aunque estábamos muy cerca del
crematorio y vivíamos en un estado constante de terror a la muerte, seguían
terne que terne con su insensata porfía.
A pesar de todo, teníamos unas cuantas almas
genuinamente desinteresadas. Por ejemplo: la polaca rubia, que cuando estaba yo
para salir del Bloque 26 para ir al Bloque 13, se colocó a la puerta y me
llamó.
—No puedes dejarnos así —me dijo—. Tenemos
que darte una cena de despedida.
—¿Una cena de despedida? —le pregunté—. ¿Qué
tenemos para comer?
—Ayer encontré un tubo de dentífrico. Nos lo
comeremos —me contestó.
Y, en efecto, las que dormíamos juntas nos
apretujamos en un rincón de la koia y untamos nuestro pan de pasta dentífrica.
¿Se imaginan los lectores que estábamos locas? Las presas de Auschwitz pocas
veces saboreamos una comida mejor que la que nos tocó disfrutar aquella noche.
A pesar de las diferencias que se producían
de cuando en cuando en la Habitación 13, nos teníamos simpatía unas a otras, y
frecuentemente demostramos que éramos capaces de sacrificarnos recíprocamente.
Tuve la mala suerte de que mis compañeras nunca me perdonasen los paquetes que
recibí mientras estuve en la enfermería. Aun con las mejores intenciones del
mundo, no podía explicarles aquello de manera razonable y satisfactorio. Lo
compartíamos todo, aun las adquisiciones más insignificantes. Sin embargo, yo
no podía hablar de aquellos paquetes. Cuando me hacían alguna pregunta, tenía
que darles contestaciones evasivas.
Se comprende que se empezasen a molestar y
dar pábulo a la fantasía al ver mi comportamiento. Lujza, quien era mi compañera
de cama y mi mejor amiga, me comunicó que las demás trataban de adivinar el
secreto de aquellos paquetes. Yo no me atreví a decírselo ni siquiera a Lujza.
A veces, cuando no podía inmediatamente dar salida a un paquete, me lo quedaba
por la noche, guardándolo debajo de la cabeza. De haber sabido ella que lo que
yo ocultaba eran explosivos, no hubiese querido pasar la noche allí.
Una tarde, ya al oscurecer, todas se pusieron
de acuerdo en que les explicase a qué se debían aquellas visitas furtivas que
recibía y las excursiones secretas que hacía a distintos rincones del campo.
—¿Qué quieren todas esas personas de ti, y
cómo es que desapareces con tanta frecuencia en los momentos en que estamos
más ocupadas?
No me atrevía a decirles nada. Ellas me castigaron,
retirándome la palabra durante varios días, excepto en la enfermería, donde
era absolutamente necesario.
Afortunadamente, llegó el día de mi santo, y
me hicieron el regalo de olvidarse de mi falta de confianza o mi silencio para
con ellas.
Recibí otro presente.
L. me trajo un cepillo de dientes usado, al cual le faltaban las cerdas de un
extremo; el preso a quien se lo había comprado por tres pedazos de pan lo había
estado usando varios meses. Mis compañeras se quedaron estupefactas y encantadas
al ver aquel artículo valioso. También causó sensación la pequeña manzana verde
que me regaló un miembro de la resistencia. Era una manzana de verdad.
CAPÍTULO XIX
Las
Bestias de Auschwitz
De todos
los S.S. que había en nuestro campo, el que adquirió mayor notoriedad fue
Joseph Kramer, "la bestia de Auschwitz y Belsen", que fue el
Criminal No. 1 en el proceso de Luneburg. Pero las internadas teníamos escaso
contacto con él. Como Comandante en Jefe de una gran parte del campo, rara vez
abandonaba las oficinas de la administración, y se presentaba únicamente para
realizar determinadas inspecciones o en ocasiones especiales.
Se debía
que Kramer había desempeñado muchos oficios en su vida. Una vez había sido
tenedor de libros. Indudablemente, llevaba los libros sobre las vidas humanas
de Auschwitz con toda exactitud, porque era él quien recibía las órdenes de
Berlín relativas a la escala de exterminio.
Era un
hombre robusto. Tenía el pelo oscuro cortado a la marinera, y sus ojos eran
negros y penetrantes. No se olvidaba fácilmente su fisonomía dura y severa.
Tenía un andar pesado y sus maneras eran reposadas e imperturbables. Todo lo
relativo a su personalidad le daba un aire de Buda.
Lo vi una
o dos veces en la estación cuando se realizaban las selecciones de los
contingentes recién llegados. Volví a verlo en otras dos ocasiones, en
circunstancias que han llegado grabadas indeleblemente en mi memoria. La
primera fue durante el verano de 1944. No recuerdo la fecha exacta, pero fue el
día después de haber sido liquidado millares de seres humanos del Campo Checo.
— ¡Todo el
mundo fuera! ¡Desocupen las barracas!
Aquella
orden fue dada a gritos al comenzar la tarde. Se nos reunió en la gran
explanada que había delante de las barracas. En aquella ocasión, los alemanes
no tuvieron en cuenta los precedentes anteriores, porque nos autorizaron a
sentarnos en tierra, privilegio que nos resultó inaudito. En medio de la multitud
de mujeres había muchos hombres. Eran deportados que trabajaban en nuestro
campo y a los cuales generalmente se nos prohibía dirigir una sola palabra.
De pronto
apareció la orquesta del campo. Los músicos, vestidos de uniformes listados de
penados, subieron a la plataforma y empezaron a ejecutar piezas de música
ligera y aires de baile. Me dio un vuelco el corazón. Todos queríamos descansar
y divertirnos, pero me había llevado ya muchas desilusiones para creer en nada
que organizasen los alemanes.
¿Qué podía
significar aquel concierto popular? Mientras la orquesta tocaba sus números
modernos de baile, oía los ecos patéticos de los gritos que exhalaban los hijos
de los checos que habían sido asesinados el día anterior.
Inesperadamente,
sobre nuestras cabezas aparecieron aviones alemanes. Volaban tan a ras de
tierra que parecían amenazar los tejados de las barracas. Comprendí de qué se
trataba. ¡Nos estaban filmando! Indudablemente, preparaban algún
"documental" sobre la existencia idílica de los campos de concentración
nazis. ¿Qué irían a enseñar al mundo? ¡Prisioneros de ambos sexos que tomaban
su baño de sol fuera de las barracas, mientras escuchaban la alegre música del
jazz! ¡Qué instrumento más eficaz para la máquina de propaganda alemana, que
trataba de contrarrestar las espeluznantes historias de que ya se había hecho
eco la prensa occidental.
Con una
amplia sonrisa en los labios, Kramer, el comandante del campo, se puso a
pasear de pronto entre nosotros. Quizás lo estuviesen fotografiando como
anfitrión generoso y simpático de aquel "puerto de paz". Por lo
visto, quería desempeñar bien su papel en aquella farsa organizada por él.
Pasaron
los meses. A medida que el Ejército Rojo avanzaba por las llanuras polacas, en
nuestros corazones empezó a florecer de nuevo la esperanza.
Los que
vieron a Herr Kramer durante sus inspecciones dijeron que cada vez tenía
aspecto más preocupado. Cierto día dictó la siguiente orden;
"El
Campo No. 1 debe ser liquidado mañana al mediodía. Deberá vaciarse
completamente para su inspección.
Firmado:
Kramer"
Ya había
sido reducido el número de prisioneros, pero todavía teníamos nosotros 20,000
mujeres. Resultaba casi imposible trasladar aquel gran número de prisioneras a
Alemania en tan poco tiempo. Sin embargo, la orden de Kramer se llevó a cabo
en el periodo dispuesto.
En la
tarde siguiente no quedaba nada en el No. 1, como no fuese el hospital con sus
mil pacientes y su personal, incluyendo las que estábamos en la enfermería. No
nos hacíamos ilusiones respecto a la suerte que nos esperaba a nuestros pacientes
y a nosotras mismas.
Cuando
terminó nuestra jornada de trabajo, nos retiramos a nuestra habitación, que
entonces estaba en el antiguo urinario de la Barraca 13. Ni pensar en dormir
siquiera. Saqué de los escondites los más preciados de mis tesoros. Encontré
una vela, que había estado reservando para alguna grande ocasión, y la encendí.
Al pálido
fulgor de aquella luz, nos pasamos la noche sin pegar los ojos, pensando todas
en lo mismo, en la muerte que nos acechaba desde el umbral de los primeros
albores. Aunque soplaba el viento a través de las tablas destartaladas,
creíamos que nos íbamos a ahogar. Los aviones "enemigos" volaban por
encima de nuestras cabezas. El campo estaba transido de bocinas y sirenas de
alarma. Por fin, rompió un día lívido.
Llegamos
al hospital. Al cabo de unos momentos, se presentó el doctor Mengerle, seguido
de veinte guardianes de las S.S. Instantes después, apareció Joseph Kramer. Sin
contestar a los saludos de sus subordinados, se colocó en medio de la
habitación, abierto de piernas y con las manos detrás de la espalda. Ladró
órdenes a su teniente.
Una de las
ambulancias que se utilizaban para trasladar a las víctimas a la cámara de gas
se detuvo frente al hospital. Tras ella vinieron otras. Entre la entrada del
hospital y las ambulancias, los miembros de las S.S. formaron un cordón. Otros
guardianes de la misma organización iban indicando a las enfermas el camino
que tenían que seguir hasta los vehículos.
La mayor
parte de ellas estaban demasiado débiles para poderse tener de pie, pero los
guardianes las empezaron a golpear con sus garrotes y látigos. Una mujer que
no había empezado a andar fue agarrada por el pelo. En su precipitación, había
muchas que se caían de las koias, fracturándose el cráneo.
Mis
compañeras y yo tuvimos que presenciar todo aquello, locas de terror y de rabia
impotente, porque la escena era verdaderamente horrible. Hubo unas cuantas
enfermas que trataron
de escapar o de oponer resistencia, pero los centinelas se lanzaron contra
ellas y las apalearon brutalmente. Faltan palabras para describir aquel
espectáculo.
Entonces Kramer nos asignó una tarea
"médica". Teníamos que quitar a las pacientes sus blusas, la única
ropa que quedaba a aquellas pobres mujeres a las que se había arrojado e su
lecho y ahora gemían bajo el restallido del látigo. ¿Qué motivo podía haber
para una orden así? Las blusas estaban hechas andrajos. Pero nadie podía
ponerse a hacer preguntas ni a tratar de justificar los motivos. Intenté
hurtarme a aquella tarea, pero un guardia de las S.S. me abofeteó con tal
violencia que todo me dio vueltas y estuve a punto de caer al suelo.
Nunca se me olvidarán las miradas de odio y
reproche que nos lanzaban nuestras pacientes mientras gritaban:
—¡Ustedes también se han convertido en
nuestros verdugos!
Y tenían razón. Porque, por culpa de Kramer,
nosotras, cuya misión era mitigar sus sufrimientos, les arrebatábamos sus
últimas posesiones, o sea, sus maltrechas y harapientas blusas. Mi amiga, la
doctora K., del hospital, estaba temblando como una azogada. Se aprovechó de un
momento de distracción y salió precipitadamente de la enfermería. La seguí y
tuve tiempo de arrebatarle la jeringa que había tomado en sus manos. La estaba
llenando de veneno para quitarse la vida.
No puedo fijar exactamente el número de
ambulancias y camiones atestados de enfermas, que salieron aquel día con
dirección a los crematorios. Hasta hoy, mis ideas han sido confusas y los
recuerdos de aquella escena se me han quedado un tanto desvanecidas. Me parece
ver las cosas como a través de una bruma: lo que más claramente se destaca en
mis recuerdos son aquellas horribles tropas de S.S. atacadas de una locura
destructiva, que golpeaban salvajemente a las enfermas y molían a patadas a las
embarazadas.
El mismo Kramer había perdido su calma. Un
fulgor extraño palpitaba en sus ojillos, y se conducía como un orate. Le vi
abalanzarse sobre una desgraciada mujer y aplastarle el cráneo de un solo
garrotazo.
Sangre, sangre nada más. ¡Por todas partes
sangre! En el suelo, en las paredes, en los uniformes de los guardianes de las
S.S., en sus botas... Finalmente, cuando partió la última ambulancia, Kramer
nos mandó limpiar el suelo y dejar la estancia en condiciones decentes. Por
extraño que parezca, se quedó personalmente a supervisar aquella operación de limpieza.
Trabajábamos como autómatas. Había quedado destruida nuestra facultad de
pensar y comprender. Nuestras mentes no estaban ocupadas más que por una única
idea: ¿Cuánto tardará la muerte en abatirse sobre nosotras? Mientras
recogíamos las mantas dispersas, los orinales, los instrumentos y las blusas
rasgadas de las mujeres, sabíamos de sobra que a nosotras nos tocaría en
seguida.
Pero estábamos equivocadas. El doctor
Mengerle, presente a todo aquello, de pronto separó al personal sanitario en
dos grupos. El primero fue mandado a un campo de trabajo; el segundo, del cual
formé yo parte, a otro hospital del Campo FKL. Aunque el Campo No. I se cerró,
la fábrica exterminadora de Birkenau continuó funcionando.
Entre tanto, Kramer había desaparecido. Se había
vuelto a las oficinas de la administración central, sin duda ninguna para
dictar nuevas órdenes y contraórdenes relativas a la vida y muerte de millares
de esclavos de Birkenau.
* * *
Por lo menos faltó una persona en la lista de
detenidos en el proceso de Luneburg, adonde fueron conducidos los jefes de los
campos de concentración para rendir cuentas de sus horrendas fechorías. Ese
hombre debería haberlas pagado, como las pagaron el doctor Klein y el doctor
Kramer. Me refiero al doctor Mengerle, que fue el médico jefe después de
haberse retirado el doctor Klein. De cuantos vi "en acción" en el campo
de concentración, él fue, por mucho, el primer surtidor de la cámara de gas y
de los crematorios.
El doctor Mengerle era un hombre alto. Se le
hubiera podido llamar hermoso y apuesto, de no ser por la expresión de crueldad
que había en su fisonomía. En el proceso, debería haber sido colocado junto a
Irma Griese, su antigua amante, a quien llamamos el "ángel rubio".
Pero el doctor Mengerle había contraído el tifus cuando se liberó el campo. Y
mientras convalecía, logró escaparse.
Era especialista en "selecciones".
Hacía que los doctores prisioneros lo acompañasen de barraca en barraca;
durante las inspecciones, se cerraban todas las salidas. Se presentaba de improviso
a cualquiera hora, día o noche que más le placiera. Llegaba cuando menos se le
esperaba, siempre silbando aires de ópera. El doctor Mengerle era un ferviente
admirador de Wagner.
No gastaba mucho tiempo. Mandaba a las presas
quedarse completamente desnudas. Luego las hacía desfilar delante de él con los
brazos en alto, mientras seguía silbando su Wagner. Cuando las angustiadas
mujeres pasaban por delante de él, señalaba con el pulgar a la derecha o a la
izquierda.
Sus decisiones no obedecían consideraciones
de tipo médico. Parecían ser totalmente caprichosas. Era el tirano de cuyas
disposiciones no había apelación. ¿Por qué iba a molestarse en hacer las
selecciones a base de un método? Tampoco tenía nada que ver con ellas el
estado higiénico de las seleccionadas. Al terminar la inspección, el doctor
Mengerle decidía cuál de los dos grupos, el de la derecha o el de la izquierda,
debía ser conducido a la cámara de gas.
¡Qué odio teníamos a aquel charlatán! Era un
profanador de la palabra "ciencia". Cómo abominábamos su aire
altanero y arrogante, su continuo silbar, sus absurdas órdenes, su fría
crueldad! Si he sentido alguna vez en mi vida deseos de matar a alguien, fue el
día en que el portafolio de Mengerle estaba encima de su mesa y noté el relieve
del revólver que había dentro. Estaba verificando una selección en el hospital.
Arrebatarle el arma y liquidar al asesino hubiese sido cosa de segundos. ¿Por
qué no lo hice? ¿Sería que temía el castigo que me iban a aplicar después? No,
fue porque sabía que los actos individuales de rebeldía siempre producían
represalias en masa en el campo de Auschwitz. Creo para mí que a otras personas
le debió pasar lo mismo: ahogaron deseos análogos por esa razón.
Con todo, el doctor Mengerle era un cobarde.
Las prisioneras que trabajaban en la Scíireibstube sabían que había apelado
a toda clase de artimañas para no ir al frente. Cuando las S.S. abandonaron en
masa el campo de concentración, Mengerle inventó una "misión
especial", que hacía indispensable su presencia en Birkenau.
Cierto día se presentó en la enfermería y
declaró que por nuestra negligencia, el tifus epidémico había alcanzado tan
vastas proporciones que estaba amenazada toda la comarca de Auschwitz. Era
verdad, el tifus epidémico había asolado el campo, pero en aquella ocasión
teníamos relativamente pocas enfermas. Aquel mismo día, nos mandó una gran
cantidad de suero y dirigió él mismo la vacunación en masa. Trabajábamos desde
las seis de la mañana frente a la enfermería, porque el doctor Mengerle nos
había prohibido vacunar a nadie adentro. El tiempo era frío y teníamos los
dedos ateridos, pero millares de internadas esperaban su vacuna y habíamos de
trabajar sin interrupción hasta bien entrada la noche. Al doctor Mengerle le
corría prisa aquello: tenía que mandar un informe impresionante a Berlín en el
menor tiempo posible.
Se comportaba de la manera más fantástica.
Nos acusó de sabotear las vacunas. Así que, obedeciendo su orden, suspendimos
al día siguiente la vacunación. Inmediatamente montó en cólera y en un acceso
de irritación, nos acusó una vez más de sabotaje.
Un día nos reprendía por no ver a bastantes
pacientes, aunque diariamente llegaban a la enfermería de cuatrocientas a
seiscientas enfermas, y al siguiente, tomaba á mal que atendiésemos con
demasiado solicitud a las enfermas y derrochásemos en ellas las medicinas que
escaseaban.
En cierta ocasión, se le metió en la cabeza
que la malaria había sido llevada al campo de concentración por los detenidos
griegos e italianos. Con el pretexto de acabar con la enfermedad, condenó a
millares de ellos a las cámaras de gas. Qué felices nos sentíamos cuando
lográbamos engañarlo. En lugar de mandar la sangre de las aquejadas de malaria
a que la analizasen, enviábamos la sangre de internadas sanas.
Aquel cobarde que tanto miedo tenía a la
muerte, se complacía en asustar a los demás. Cuando la doctora Gertrude
Mosberg, de Amsterdam, le suplicó que respetase la vida de su padre, quien
también era médico y había sido mandado al crematorio, Mengerle le contestó:
—Su padre tiene ya setenta años. ¿No cree que
ha vivido bastante?
En otra ocasión, se plantó delante de una
enferma y se la quedó mirando con expresión sarcástica.
—¿Ha estado usted alguna vez en el "otro
lado"? —le preguntó—. ¿Cómo es aquello?
La pobre mujer no sabía qué quería decir y se
encogió de hombros.
—No se preocupe —continuó diciendo él—. ¡Lo
va a saber muy pronto!
Sólo vi una vez perder el empaque a este
hombre. Fue cuando se encontró frente a frente con Kramer, quien tenía una
personalidad más fuerte. Aquel doctor Mengerle chalado por la música y tan
seguro de sí mismo ante las impotentes internadas, tembló delante de la
"bestia de Belsen".
¿Qué idea podía tener el doctor Mengerle del
trabajo médico que desarrollaba en el campo? Sus experimentos, carentes de
valor científico, no eran más que juegos tontos, y todas sus actividades estaban llenas de contradicciones. Le vi una vez
tomar todo género de precauciones durante un parto, procurando que se
observasen rigurosamente todas las reglas de la asepsia y que el cordón
umbilical fuese cortado con cuidado. Media hora después, mandaba a la madre y a
su criatura al crematorio. Lo mismo ocurría con las vacunas contra el tifus o
la escarlatina. Ponía en juego una serie de medidas higiénicas con las
prisioneras a quienes tenía sentenciadas ya a la cámara de gas.
* * *
Entre las
mujeres pertenecientes a las S.S., a quien conocí mejor fue a Irma Griese, no
porque tuviese interés personal en ello, sino debido a circunstancias que no dependían
de mi control. El "ángel rubio", como la prensa la llamó, me inspiró
el aborrecimiento más intenso que haya experimentado en mi vida.
Parecerá
raro que lo repita con tanta frecuencia, pero era extraordinariamente bella. Su
hermosura era tan impresionante y evidente que aunque sus visitas diarias
equivalían a llamadas a lista y a selecciones para las cámaras de gas, las
presas se quedaban asombradas al contemplarla y murmuraban:
-¡Qué
bella es!
Si se
tratase de un novelista que quisiese describir una escena, los lectores lo
atribuirían a una imaginación desbordada. Pero las páginas de la vida real son
muchas veces más horribles que las imaginadas en las novelas.
Aquella
mujer de veintidós años era consciente del poder de su belleza y no despreciaba
nada que pudiese contribuir al realce de sus encantos. Se pasaba muchas horas
acicalándose delante del espejo y ensayando los gestos más seductores. Donde
quiera que fuese, dejaba la estela de su delicado perfume. La cabellera se la
perfumaba con una gama completa de olores embelesadores: a veces, ella misma se
preparaba sus mezclas.
El uso
inmoderado del perfume era acaso el refinamiento supremo de su crueldad. Las
presas, que habían caído en un estado de degradación física, inhalaban aquellas
fragancias con delicia. Y cuando nos abandonaba y nos dejaba en medio del hedor
nauseabundo y rancio de la carne humana quemada, que cubría el campo como un
sudario, la atmósfera se hacía más irrespirable e intolerable que antes. Sin
embargo, nuestro "ángel" de trenzas de oro, sólo empleaba su belleza
para recordarnos más y hacernos más conscientes de nuestra horrible situación.
Lo mismo de refinados eran sus vestidos. Y, a
decir verdad, sus uniforme de las S.S. le sentaban mejor que el atuendo civil.
Tenía particular cariño a una chaqueta de lana azul celeste que entonaba con el
color de sus ojos. Con aquel equipo llevaba una corbata más oscura en el cuello
de su blusa. La fusta, que tan frecuentemente usaba, golpeaba sonoramente la
pernera de su bota.
Tenía un guardarropa bien surtido. Yo conocía
bien a su modista; antes de la guerra había estado al frente de un establecimiento
famoso de Viena. Irma no le dejaba un solo momento de reposo. La pobre mujer
tenía que trabajar desde por la mañana hasta por la noche, y todo lo que
recibía en pago era un mendrugo de pan. Para Irma en cambio, jamás había
escasez de géneros, aun de tejidos ingleses. Las cámaras de gas proporcionaban
abundantes zapatos y vestidos, y todos los países martirizados de Europa
rendían tributo a su colección. Tenía los armarios atiborrados de vestidos,
procedentes de las casas más elegantes de París, Viena, Praga, Amsterdam y
Bucarest.
El "ángel" de la faz pura corrió
muchas aventuras amorosas. En el campo se murmuraba que Kramer y el doctor
Mengerle eran sus dos principales amantes. Pero su aventura mayor fue la que
tuvo con un ingeniero de las S.S., con el que se veía frecuentemente por las
noches. Para poder volver a su puesto a la hora necesaria, siempre lo dejaba en
plena noche. Cuando estaba él en compañía suya, Irma se mostraba radiante de
orgullo.
—¡Miren! —parecía decir cuando clavaba sus
ojos en nosotras—. Éste es mi reino. Tengo poder omnímodo de vida y muerte
sobre este rebaño.
Y era verdad, poseía aquel poder, como lo
demostraba cuando hacía la selección.
Un día entró Irma en nuestra enfermería. Con
una orden breve y seca, mandó salir de la habitación a las pacientes y trabó
conversación con la cirujana, que era una de mis mejores amigas.
—Necesito sus servicios —le dijo
lacónicamente—. Tengo entendido que es usted muy hábil.
Le explicó
detalladamente lo que deseaba. La situación requería mano delicada. Era
peligroso negar nada a Irma Griese; sin embargo, si las autoridades y
jerarquías superiores se enteraban de que estaba llevando la contraria a las
leyes de la naturaleza, porque se trataba de una operación ilegal, hubiese
sido igualmente peligroso para nosotras.
Mi amiga
titubeó. Griese le hizo promesas tentadoras.
—Compartiré
mi desayuno contigo. Tomarás un chocolate magnífico o un buen café con leche.
¡Y pastel, y pan con mantequilla!
Luego
añadió:
—También
te regalaré un abrigo de invierno, que da mucho calor.
Sin
embargo, la cirujana no acababa de decidirse. El peligro era muy grande.
Entonces Irma Griese enrojeció y sacó su revólver.
—Te doy
dos minutos para que te decidas.
—Haré lo
que usted mande —le contestó la doctora, rindiéndose.
—¡Muy
bien! Te espero mañana a las cinco, en la Barraca 19. Y te advierto que no
estoy dispuesta a tolerar ningún retraso —terminó el ángel secamente y se fue.
Mi amiga
llegó con puntualidad. Me rogó que la acompañase como enfermera. ¡Qué
espectáculo presencié! Irma Griese, la verdugo, estaba sudando de puro miedo.
Temblaba, gemía y no era capaz de dominarse. Ella, que había mandado a millares
de mujeres a la muerte con toda sangre fría, y que las trataba brutalmente sin
sentir jamás remordimiento ninguno, no podía resistir sin llorar el más mínimo
dolor.
En cuanto
terminó la operación, empezó a charlar.
:
—Después
de la guerra, me propongo dedicarme al cine. Ustedes verán mi nombre luminoso
en las marquesinas. Conozco la vida y he visto mucho. Las experiencias que he
tenido me van a ser muy útiles para mi carrera artística.
Nos
sentimos felices de que nos dejase retirar en paz. Porque podía habernos
matado allí mismo. No tenía más que dar la orden de que nos llevasen a las
cámaras de gas, y allí terminaría todo. No sé por qué no lo hizo.
Desde
aquellos días, Irma Griese ha aparecido, cómo no, en las películas. Pero no de
la manera que se había ella imaginado. No era heroína de un drama de amor, ni
su hermoso rostro y figura salían a escena para decorarla. Apareció en los
noticieros mientras se desarrollaban los procesos de Luneberg. Y cuando fue
sentenciada a muerte por sus innumerables crímenes, no la recibió con los
brazos abiertos ni salió a su encuentro. Sus guardianes tuvieron que
arrastrarla hasta el lugar de su ejecución. ¡Pero de cuantos horrores fue
responsable aquella mujer hasta que le llegó la hora!
* * *
De todos los jefes de las S.S. que conocí, el
que más me desorientó fue el doctor Fritz Klein. Era svab, oriundo de
Transilvania. Cuando trabajaba a toda velocidad la fábrica exterminadora, era
director médico del campo y uno de los más entusiastas del proyecto nazi de
aniquilación. Me quedo corta si digo que merecía la pena capital cien veces.
Sin embargo, contra lo que ocurría con los otros miembros de las S.S., el
doctor Klein era un asesino "correcto".
Para ser exacta y en honor a la justicia,
debo decir que era menos sádico que sus colegas. Me daba la impresión de que lo
que hizo se debió también a que era víctima de las circunstancias. Quizás
tuviese conciencia. De todos modos, fue el único verdugo de las S.S. en quien
vi reacciones humanas con respecto a los deportadas.
Acaso estuviese impresionada por su
afabilidad y por el hecho de que a veces parecía sinceramente interesado en las
enfermas. Muchas prisioneras eran sensibles a tales manifestaciones de
benevolencia.
No dudó en mandar millares de gente enferma
al "hospital", pero también fui testigo de cómo salvó a algunas
pacientes.
Cierto día, la doctora de una barraca le
entregó una lista de internadas sospechosas de haber contraído difteria. Al
reconocerlas, el diagnóstico quedó confirmado en dos o tres de ellas. Pero,
tras un rápido examen, el doctor Klein descartó la cuarta.
—Éste no es un caso para el hospital
—declaró—. Son anginas corrientes.
El doctor Mengerle, por el contrario, mandaba
a todas las sospechosas al hospital, sin molestarse en reconocer a ninguna.
Ya he relatado cómo el doctor Klein fingió
irritarse ante el aspecto de la enfermería con las médicas de la barraca, para
tener un pretexto con qué evitar que fuesen seleccionadas bastantes enfermas.
En otra ocasión, observó que había un gran número de seleccionadas esperando en
los lavabos para ser trasladadas al "hospital".
—¿Por qué tienen que esperar tanto tiempo?
—preguntó al guardián.
—Es que la ambulancia no está libre —le
contestó el otro—. ¡Está siendo utilizada para trasportar cajas!
Yo sabía que se refería a las cajas de polvo
de gas, que solían cargar siempre en la ambulancia.
Se endureció la cara del doctor Klein.
—Si es ése el caso —repuso—, la selección se
llevó a cabo demasiado aprisa. No vale la pena
retener a esta gente aquí todo el día.
—¿A qué
sentimientos se debió aquella reacción? ¿A compasión? ¿O fue, sencillamente,
indignación por la actitud negligente de los guardianes?
En otra
ocasión, mientras lo acompañaba en su ronda médica le llamé la atención sobre
el hecho de que las internadas estaban plantadas muchas horas delante de las
barracas bajo una lluvia espesa. No me contestó, pero se dirigió a aquel sitio
y ordenó a las internadas que volviesen a sus barracas.
Como era
de origen transilvano, el doctor Klein me hablaba muchas veces en mi lengua
nativa. Me preguntaba por mi ciudad y por mi hogar. Un día me espetó a boca
jarro la pregunta de si no sería yo miembro de la familia de un doctor famoso
de la misma ciudad, que dirigía un sanatorio. Se refería a mi marido, del cual
hacía ya semanas que no había vuelto a saber.
Al
recordar cosas pasadas, sentí un arrebato de cólera. ¿Cómo iba a poder decirle
la verdad? Allí estaba yo, cubierta de barro, con la cabeza rapada, andrajosa y
calzando dos zapatos de pares distintos y maltrechos. No, yo no era la esposa
de un cirujano respetable. Yo era una miserable criatura pisoteada por los
tacones de un oficial de las S.S.
—No —le
respondí apretando los dientes—. No sé a quién se refiere usted.
Pero el
doctor Klein no era tonto.
—¡Vaya, vaya,
qué cosa más extraña! —exclamó—. ¡Parece increíble! Pero, de todos modos
—añadió, cambiando la voz—, vaya unos pasos detrás de mí. Las reglas de la
etiqueta no están vigentes en este campo.
Unos meses
después, giró una visita por sorpresa a nuestra enfermería y expresó deseos de
visitar el hospital.
Yo me
coloqué unos pasos detrás de él, como me ordenara la última vez que nos vimos.
Me señaló con el dedo a su bicicleta y me dijo:
—¡Me han
retirado el coche y no tenemos más gasolina! Escúcheme. Voy a comunicarle algo
que la va a hacer sumamente feliz. La guerra se terminará en seguida, y todos
podremos irnos otra vez a nuestras casas.
Eché una
mirada furtiva en torno. Siempre que estaba con Klein, nos rodeaban guardianes
de las S.S. Afortunadamente, nadie había lo suficientemente cerca para oír lo
que tratábamos.
—Se lo
agradezco mucho —le dije—. Jamás he oído hablar así a nadie de las S.S.
—¡Oh, el
agradecimiento! —exclamó el doctor Klein, encogiéndose de hombros—. No me hago
ilusiones. Cuando se acabe la guerra, ni usted ni las demás tendrán la más
mínima consideración conmigo.
Hasta
aquel momento no llegué a comprender lo que estaba insinuando. Con más vista y
criterio que los demás, hacía ya mucho tiempo que venía sospechando que los
alemanes habían perdido la guerra. Su "benevolencia" con las pobres
prisioneras no era más que simple cálculo. Acaso se estaba ya preparando
testigos para los procesos que veía venir.
* * *
Además de
Klein, debo mencionar nuevamente a Capezius, otro transilvano. Había sido uno
de los directores de la Compañía alemana Bayer de Transilvania.
Los
representantes de aquella firma habían visitado frecuentemente a mi marido en
nuestro hospital de Cluj. Por Navidad, solíamos recibir perfumes, licores y
libros médicos, como parte del proceso de conseguir mayor clientela. Sobre
nuestras mesas, siempre había lapiceros anunciando la Casa Bayer.
Yo conocía
a Capezius desde antes de mi cautiverio. Cuál no sería mi sorpresa cuando
averigüé que era Hauptsturmführer de Birkenau, y que ostentaba el cargo
importante y poderoso de jefe de las estaciones farmacéuticas de los campos de
concentración circunvecinos. Pero estábamos teniendo pocas medicinas; mi
paisano no era excesivamente generoso.
El Hauptsturmführer
abandonaba con frecuencia el campo para ir a "ver a su familia"
a Segesvar. Al regresar de una de esas visitas, se presentó en nuestra
enfermería y habló con la doctora Bohm, que había sido deportada de la
comunidad de Capezius.
—Vi a su
hermano hace dos días en Segesvar. Le prometí que la cuidaría a usted.
La pobre
mujer rompió a llorar.
—Le dije
que estaba usted bien —continuó explicando Capezius.
La doctora
se miró a los trapos que llevaba encima y se quedó sorprendida de lo
magníficamente que estaba. Pero, a pesar de todo, dio gracias a aquel hombre
"bondadoso". Semanas más tarde, volvió otra vez a la enfermería e
informó a su protegida que la ciudad había sido ocupada por el
"enemigo", y que su hermano había sido nombrado alcalde.
—Si su
hermano atiende bien a mi familia —declaró con intención—, volverá usted a
verlo.
No tardó
la doctora Bohm en ser trasladada de Birkenau a Auschwitz, donde estaba
instalado Capezius. Fue retenida como rehén, y ésta es la forma en que no hemos
vuelto a saber de ella.
Estoy
segura de que el doctor Klein estaba pensando otro tanto cuando me preguntó un
día si tenía parientes en Transilvania.
—En dos
días —me dijo—, pienso salir volando hacia Brasso. Tendría sumo gusto en llevar
a su familia cualquier mensaje que usted me dé.
Durante un
momento, me sentí tentada de decírselo. Mi cuñada vivía allí. Pero recordé el
incidente de las tarjetas postales. A lo mejor, era peligroso dar su dirección
a aquel asesino.
Por el
mismo motivo, no quise preguntar a Klein por mi marido. Me temía que en lugar
de ayudarlo, pudiera crearle algún peligro, si es que todavía seguía vivo. La
experiencia me había enseñado que jamás debía fiarme de la "bondad"
de aquellos nazis.
CAPÍTULO XX
La
Resistencia
Una
opresión tan inhumana y violenta como la que teníamos que padecer siempre
provoca de manera automática un movimiento de resistencia. Toda nuestra vida en
el campo estaba caracterizada por este espíritu de resistencia. Cuando las
empleadas del Canadá desviaban de su destino mercancías que debían salir rumbo
a Alemania, para beneficiar a sus compañeras de cautiverio, estaban realizando
un acto de resistencia. Cuando las trabajadoras de los telares retrasaban y
hacían más lentas sus tareas, estaban ejecutando un acto de resistencia.
Resistencia era el pequeño "festival" de Navidad que organizamos en
las mismas barbas de nuestros amos. Resistencia era el acto clandestino de
pasar cartas de un campo a otro. Y cuando tratábamos, y algunas veces
conseguíamos, reunir a dos miembros de la misma familia —sustituyendo, por
ejemplo, a una internada por otra en un equipo de camilleras— estábamos llevando
a cabo un acto de resistencia.
Éstas eran
las principales manifestaciones de nuestra actividad clandestina. No era
prudente forzar más las cosas. Sin embargo, había muchos actos de rebeldía.
Un día,
cierta prisionera seleccionada arrebató el revólver a un guardián de las S.S. y
se puso a darle golpes con él. Se explicaba aquel gesto, sin duda ninguna, como
una explosión de valor desesperado, pero no produjo más efecto que la provocación
de represalias en masa. Los alemanes nos consideraban a todos igualmente
culpables, lo llamaban "responsabilidad colectiva". Las palizas y la
cámara de gas explican en parte cómo es que en la historia del campo hubo tan
pocas sublevaciones abiertas, ni siquiera cuando a las madres se las obligaba
por la fuerza a entregar a sus hijos a la muerte.
En diciembre de 1944, ordenaron a las
prisioneras rusas y polacas que entregasen sus hijitos. La orden decía que iban
a ser "evacuadas". Se produjeron escenas lamentables: las madres,
transidas de dolor, colgaban cruces o improvisaban medallas para colgárselas
del cuello a sus nenes, con objeto de poderlos reconocer más tarde. Derramaban
amargas lágrimas y se abandonaban a la desesperación. Pero no había rebeldía,
ni suicidios siquiera.
Sin embargo, seguía activa una organización
clandestina. Trataba de expresarse de innumerables maneras... desde la edición
de un "periódico hablado" hasta el sabotaje practicado en los
talleres, destinados a industrias de guerra, y más tarde a la destrucción de
los crematorios por explosivos.
La palabra "periódico hablado"
acaso resulte presuntuosa. Necesitábamos divulgar noticias de guerra que
contribuyesen a elevar el espíritu de las internadas. Después de resolver problemas
técnicos de enorme dificultad, nuestro amigo L. logró, gracias a la cooperación
del Canadá, construir una pequeña radio. El aparato se enterró. A veces, a
altas horas de la noche, llegaban unas cuantas personas de confianza para
escuchar las emociones de los Aliados. Luego las noticias eran propagadas
verbalmente con la mayor rapidez posible. Los centros principales de nuestra
difusión de noticias eran las letrinas o excusados, que habían alcanzado la
misma categoría "social" que tuvieran en tiempos anteriores los
lavabos y la enfermería.
Siempre resultaba interesante observar las
reacciones de nuestros supervisores cuando llegaban hasta ellos noticias de
guerra, pero pocas veces nos traía buenas consecuencias. El día después del
bombardeo nutrido de una ciudad alemana, la radio del Reich anunció que se iba
a proceder a tomar "represalias". Siempre que el Reich trataba de
vengarse, asolaba primero nuestro campo con una monstruosa selección.
En cuanto a los guardianes, las derrotas
continuas de la Wehrmacht los hacían entrar cada vez más en sospecha, y
multiplicaban los controles y los registros. Los mismos jefes estaban
nerviosos y preocupados. De cuando en cuando, hasta el doctor Mengerle se
olvidaba de silbar sus arias de ópera.
Algunos miembros de la resistencia de nuestro
campo trataron de hacer llegar a los Aliados alguna noticia de nuestra
situación desesperada. Esperábamos que la Royal Air Forcé o la Aviación
Soviética apareciese un día para destruir los crematorios, con lo cual en algo
se disminuiría la escala de exterminación. Un prisionero checo, que antes
fuera cristalero y militante de izquierdas, logró pasar
varios informes al Ejército Soviético.
Había en la comarca algunos francotiradores
que operaban por su cuenta, y me enteré de que habían logrado, no sé cómo,
establecer contacto con el campo de concentración. Me dijeron que el explosivo
utilizado más tarde para destruir los crematorios había sido proporcionado por
estos guerrilleros.
Los paquetes de explosivos no eran mayores
que dos cajetillas de cigarrillos, por lo que podían fácilmente esconderse en
una blusa. ¿Pero cómo entró aquel explosivo en el campo?
Tenía entendido que guerrilleros rusos
ocultos en las montañas habían enviado a unos cuantos de los suyos a las cercanías
de Auschwitz. Establecieron contacto con un hombre de Auschwitz que trabajaba
fuera del campo y pertenecía a nuestra organización clandestina. Los presos
que trabajaban en las tierras de labor desenterraron los paquetes del lugar en
que habían sido escondidos y los introdujeron fraudulentamente.
¿Por qué habían mandado aquellos explosivos?
El objetivo estaba muy claro para todos los miembros de la resistencia... para
volar el horrendo crematorio.
Unos cuantos de aquellos pequeños paquetes
cayeron en manos de las S.S. Era casi inevitable, y provocó una reacción
brutal. Se instalaron horcas, y los cadáveres colgaban de ellas todos los días.
Siempre que los alemanes sospechaban alguna cosa, se daba una orden frenética:
—¡Registren todo!
Y un grupo de guardianes de las S.S. se
abalanzaban a nuestras barracas.
Lo levantaban y despedazaban todo,
escudriñando hasta la última pulgada cuadrada del campamento en busca de más
explosivos. Pero, a pesar de todo el lujo de precauciones que adoptaron,
nuestro movimiento de resistencia seguía existiendo y funcionando. Sus miembros
cambiaban, porque los alemanes nos diezmaban, aunque no supiesen quién
pertenecía al movimiento. Sin embargo, nuestro ideal continuaba inmutable.
Un joven, a quien entregara el día anterior
un paquete, fue ahorcado. Una de mis compañeras, temblando de miedo, me susurró
al oído.
—Dime, ¿no es ése el mismo muchacho que
estaba ayer en la enfermería?
—No —le contesté—. No lo he visto en mi vida.
Tal era la regla. Al que caía se le olvidaba.
No éramos héroes, ni pretendíamos pasar por
tales. No merecimos ninguna Condecoración del
Congreso, ni Cruz de Guerra, ni Cruces de la Victoria. Era cierto que
emprendíamos misiones de lo más arriesgado, pero la muerte y el llamado peligro
de muerte tenían un significado muy distinto para las que vivíamos en
Auschwitz-Birkenau. La muerte estaba siempre con nosotros, porque podíamos
entrar en cualquiera de las selecciones que se realizaban cada día. Una sola
inclinación de cabeza podría significar para nosotras la sentencia de muerte.
El llegar tarde a la formación para pasar revista podría dar pie a que nos
diesen un bofetón, o también a que el guardián de las S.S. montase en cólera,
empuñase su Luger y nos dejase en el sitio de un disparo.
La idea de
la muerte se había convertido en materia de nuestra misma sangre. Sabíamos que
teníamos que morir, pasara lo que pasase. Nos matarían en las cámaras de gas,
nos incinerarían, nos ahorcarían, o también pudieron fusilarnos. Pero los
miembros del movimiento de resistencia sabíamos, por lo menos, que si moríamos,
pereceríamos luchando por algo.
Ya dije en
páginas anteriores que estuve sirviendo de estafeta de correos para las cartas
y paquetes. Un día, me colé en la enfermería para deslizar un pequeño paquete
debajo de la mesa. Según lo hacía, penetró inesperadamente un guardián de las
S.S.
—¿Qué
estás escondiendo ahí? —me preguntó arrugando las cejas.
Creo que
me puse lívida, pero logré dominarme y le contesté:
—Acabo de
coger un poco de celulosa y estoy colocando el resto en orden.
—Vamos a
ver si es verdad —gritó el guardián, cada vez más desconfiado.
Con mano
temblorosa, saqué de debajo de la mesa una caja de curas y se la enseñé.
Me
acompañó la suerte. No insistió en seguir examinando lo demás. Me miró con ojos
irritados y siguió adelante. Si hubiese registrado la caja, aquél habría sido
el último día de mi vida.
Con
frecuencia, tenía que recibir cartas o paquetes de internados que estaban
trabajando en el campo. La persona intermediaria era siempre distinta. Para que
me conociesen, llevaba una cinta de seda al cuello, a guisa de collar. Yo a mi
vez tenía que hacer llegar la carta o el paquete a un hombre que tenía la misma
señal. Muchas veces había de irlo a buscar en los lavabos o en la carretera en
que estaban trabajando los hombres.
Al
principio, poco era lo que sabía de la índole de la empresa en que estaba
tomando parte, pero me constaba que hacía algo útil. Aquello bastaba para darme
ánimos. Ya no me dejaba deprimir por crisis de desesperanza. Hasta me violentaba
para comer lo suficiente y estar en condiciones de seguir luchando. Comer y no
debilitarse constituía también una forma de resistencia.
Vivíamos
para resistir, y resistíamos para vivir.
* * *
La doctora
Mitrovna, cirujana rusa de nuestro hospital, fue la primera mujer rusa que
había visto en mi vida. Conocí a mujeres de muchos países, y tenía interés en
ver cómo eran las de la Unión Soviética.
Era una
mujer poderosa, de busto opulento, pelo oscuro y expresivos ojos castaños, que
parecían atravesar a una de parte a parte cuando miraban. Era doctora de verdad
y quería mucho a sus pacientes, a quienes defendía y por las cuales luchaba.
Cuando el doctor Mengerle selecciono a una mujer muy enferma para trasladarla a
un "hospital central", la defendió con uñas y dientes y declaró con
energía:
—No, está
bien. Vamos a darla de alta en menos de tres días.
Lo
sorprendente es que Mengerle accediese.
Creaba en
torno suyo una atmósfera de respeto. Sin embargo, era la persona más llena y
afectuosa que he conocido. Nadie tenía mayor capacidad de trabajo que esta
mujer de cincuenta años. Cuando veía que yo estaba pálida de fatiga y que, a
pesar de ello, seguía trabajando, me decía:
—Tú
podrías ser una buena rusa.
Aquélla
era la alabanza mejor que sabía hacerme. Cuando los rusos bombardearon las
cocinas de las S.S. de Birkenau, muchas prisioneras resultaron heridas. Yo la
observé detenidamente para ver si exteriorizaba algún favoritismo hacia sus
compatriotas. Pero trató a todo el mundo con perfecta imparcialidad, repitiendo siempre y a cada uno de los
heridos, sin excepción de personas, la misma palabra alentadora:
—Charashov,
charashov (Vamos, vamos). Por Noche Buena, se
unió a nuestras celebraciones y bailó con las enfermeras. Aunque no tenía voz,
cantó como una niña, sin timidez ninguna. Nos dijo que cuando estaba en su
casa, siempre le habían gustado las fiestas, porque la comida era mejor. Al
mismo tiempo, pudimos advertir claramente que respetaba el espíritu religioso
de sus compañeras de cautiverio.
—Debemos
recordar en esta Noche Buena que pasamos en el cautiverio -nos dijo-, que la
gente de todas las naciones de Europa están unidas actualmente con la esperanza
de la misma cosa... a saber, la libertad.
Más tarde
conocí a otras mujeres rusas: unas agresivas, otras bondadosas y dulces. A
través de ellas fui cayendo en la cuenta de que el Comunismo es como una
religión para el pueblo ruso. Quizá fue su fe la que las ayudó a superar las
dificultades y tribulaciones de la vida de Auschwitz-Birkenau mejor que otras
prisioneras.
Cada vez
que había que mandar al hospital del Campo F. a una paciente, la doctora
Mitrovna era la que decidía quiénes deberían portar la camilla. La primera vez
que salí del campo por este motivo y se cerraron las puertas detrás de mí,
empecé a llorar. Nos estaban siguiendo nuestros guardianes, pero las alambradas
de púas no quedaban tan cerca. Había un poco más de espacio libre, y podíamos
respirar a nuestras anchas. Por este motivo, consideraba aquella tarea digna de
cualquier esfuerzo.
Nos llevó
quince minutos a cinco de nosotras trasladar a las mujeres enfermas a la
barraca quirúrgica. Allí presencié otro drama. Las doctoras salvaban con su
intervención quirúrgica a muchas cautivas, y los alemanes mandaban a las
pacientes a la cámara de gas.
Pero los
médicos representaban su papel con una dignidad serena. Eché una mirada en
torno mío por la sala de operaciones. La vista de aquellos instrumentos y de
las figuras vestidas de blanco, así como el olor del éter, me trajeron el
recuerdo de mi marido y de nuestro hospital de Cluj. Estaba hundida en aquel
mar de añoranzas, cuando, de repente, alguien cuchicheó a mi oído:
—¡No se
mueva! ¡No pregunte nada! Póngase en contacto con Jacques, el Stubendienst francés,
en el hospital de la Barraca 30.
Me quedé
sorprendida. ¿Cómo sabían que yo pertenecía al movimiento de resistencia?
Entonces caí en la cuenta. . . se debía a mi cinta de seda.
Había recibido una
orden y tenía
que cumplirla. ¿Pero cómo? Yo estaba en un hospital extraño
de un campo de hombres, y era mujer.
De pronto,
una enfermera dio la voz de que el doctor Mengerle andaba por allí cerca. Los
médicos trataron de dominar su miedo. Se produjo un rumor de voces exaltadas.
—¡Escondan
inmediatamente los guantes de goma!
— ¡Abran
la puerta! ¡Va a oler el éter!
Entonces
lo comprendí todo perfectamente. Aquella buena gente se había conseguido
instrumentos y anestésicos a cambio de sus raciones de comida. Y ahora no
tenían más remedio que esconderlo todo precipitadamente si no querían ser castigados
y hasta ejecutados por el delito de ser compasivos.
Sin
embargo, la operación tenía que comenzar. La desventurada mujer que yacía
sobre la mesa gritaba de dolor. Parecía que iban a tener que proceder a la
operación sin aplicarle anestésico ninguno.
— ¡Estos
bestias alemanes! —maldije—. ¡Tengo que llegar a la Barraca 30!
Me
disponía a salir cuando vi unas mantas sobre la camilla. El espectáculo de
gente enferma y arrebujada en mantas no era raro en el campo hospital. Aquélla
fue mi salvación.
Me envolví
en una manta y salí corriendo. Por fin, encontré a Jacques, el enfermero
francés, en la Barraca 30. Le dije que me habían ordenado presentarme a él. Se
trepó a la koia superior y cogió un pequeño paquete que había debajo de
la cabeza de un enfermo.
— ¡Dé esto
al cristalero que trabaja en su campo! —me ordenó.
Cuando
volví a la barraca quirúrgica, ya no estaban allí mis cantaradas. La camilla
había desaparecido. Corrí hacia la entrada del campo. La médica rusa estaba
discutiendo con el alemán. Llevábamos ya demasiado tiempo en el campo de los
hombres, y a mí podían haberme echado de menos.
Cuando la
rusa me vio llegar arrebujada en la manta, que me había echado por encima de la
cabeza, comprendió. Pero siguió discutiendo con el guardián.
—Le dije
que alguien nos había quitado las mantas, y mandé a esta prisionera que nos
las trajese. ¿Qué es lo que no entiende usted de esto? —discutía.
No sabía
más que un poco de alemán, pero, sin embargo, nos salvó. Unas cuantas palabras
rusas, y luego otras cuantas palabras alemanas. No sé cómo, pero el conflicto
se solucionó. Según volvíamos a toda prisa, iba yo pensando qué podría
contestar a Mitrovna cuando me preguntase a qué había ido allí. Pero no me
preguntó nada.
Cuando
llegamos al campo, me enteré de que el cristalero se había marchado. Pero al
día siguiente Jacques mandó a otro, gracias a lo cual pude, por fin,
desentenderme de aquel paquete de explosivo que me había complicado tanto la
vida.
Me daba
vueltas en la cabeza a lo que estaría pensando para sus adentros la doctora
Mitrovna. Podía haber dicho al centinela que había salido, abandonando al
grupo, sin permiso ninguno, con lo cual se lavaba las manos y se excusaba de
complicaciones. Pero, por el contrario, me había estado esperando. Al notar
que faltaban las mantas de la camilla, inventó una disculpa ingeniosa y me
salvó. No cabía duda, era una buena camarada.
Recuerdo
que vi con frecuencia al mismo trabajador que me llevaba los paquetes
discutiendo acaloradamente con ella. Por tanto, supongo que ella debía ser
también miembro de la resistencia. Aquella brillante y callada mujer pudo
haberse enterado de que yo pertenecía igualmente a la organización clandestina
del campo. Acaso fuese por eso por lo que no protestó cuando salí de la
habitación quirúrgica del Campo F., y por lo que me salvó del centinela alemán.
Conocíamos
a otros cuantos miembros de la Resistencia, porque era mejor así, en caso de
peligro. Puede ocurrir que la doctora Mitrovna no perteneciese a nuestro
movimiento, pero había algo noble en su carácter, que me hizo creer que estaba
con nosotras... en todo.
* * *
A eso de
las tres de la tarde del 7 de octubre de 1944, una explosión ensordecedora
conmovió el campo. Las prisioneras se miraban unas a otras, estupefactas.
Donde había estado el crematorio, se elevaba una inmensa columna de llamas. La
noticia corrió como una exhalación. ¡El crematorio había sido volado!
Los
alemanes, que estaban en aquellas horas echándose su siesta, perdieron
completamente la serenidad. Echaban a correr en todas direcciones, gritando
órdenes y contraórdenes. Indudablemente, tuvieron miedo a una sublevación.
Bajo la amenaza de sus fusiles, nos obligaron a regresar a nuestras barracas.
¿Pero qué
era lo que había ocurrido en realidad? Me aproveché de la ventaja relativa que
me daba mi blusa de enfermera y salí del hospital para escabullirme hasta las
cocinas. Estaban situadas a unos diez metros de la entrada del campo y miraban
hacia el camino de los crematorios. Era un puesto excelente para observar desde
allí.
Ya se
estaban dirigiendo al campo varios destacamentos de soldados, algunos en
camiones y otros en motocicletas. Luego llegó la infantería de la Wehrmacht,
seguida por transportes con municiones. Los soldados rodearon el crematorio
y abrieron fuego de ametralladora. Me estremecí... ¿por qué? Fueron contestadas
por unos cuantos tiros dispersos de revólver. ¿Era aquello una rebelión?
Después de unas cuantas ráfagas más de ametralladora, la Wehrmacht y
las S.S. ocuparon el lugar.
¿Qué había
ocurrido?
El grupo
de resistencia del Sonderkommando, los esclavos de las cámaras de gas,
habían concebido un plan para volar los hornos. Valiéndose de miembros del
grupo Pasche, se habían procurado cierta cantidad de explosivos que bastaban
para poner en obra su plan. Pero hubo una porción de cosas que salieron mal,
y la explosión no destruyó más que uno de los cuatro edificios.
La
sublevación fue organizada por un joven judío francés, llamado David. Como
sabía que, de todas maneras, estaba condenado a muerte, puesto que todos los
miembros del Sonderkommando eran liquidados cada tres o cuatro meses,
se propuso emplear de una manera útil el poco tiempo que le quedaba de vida.
Fue él quien consiguió los explosivos y quien los había escondido. Pero, más
tarde, acontecimientos imprevistos echaron por tierra sus planes.
Los
alemanes anticiparon la fecha de ejecución del Sonderkommando. Un día,
les dieron la orden de prepararse para ser trasladados y de que abandonasen el
edificio del crematorio. El primer grupo, integrado por unos cien hombres,
obedeció. Pero el segundo protestó. La actitud de estos miembros del Sonderkommando,
la mayor parte de los cuales eran mocetones robustos y hombres de armas
tomar, se convirtió en una verdadera amenaza para las jerarquías que mandaban
en el campo. Los pocos guardianes de las S.S. se mostraron tan sorprendidos que
prudentemente se retiraron para recibir órdenes y buscar refuerzos.
Cuando
volvieron, un horno, que, mientras tanto, había sido atestado de explosivos y
regado de gasolina, hizo explosión. Los rebeldes no tuvieron tiempo de volar
los otros tres. Pero el Sonderkommando del cuarto se aprovechó del
desorden, sus hombres cortaron la alambrada de púas y lograron fugarse del
campo. Algunos fueron atrapados, pero el resto logró escapar.
Durante la
refriega que siguió al alboroto, el Sonderkommando resistió ferozmente.
No disponían más que de palos, piedras y unos cuantos revólveres para luchar
contra asesinos entrenados, que estaban provistos de armas automáticas. Cuatrocientos
treinta fueron capturados vivos, entre ellos David, su jefe, que estaba herido
mortalmente.
Las
represalias fueron horribles. Los guardianes de las S.S. hicieron poner a los
prisioneros a gatas. Dos o tres guardianes iban descerrajando un tiro en la
nuca a cada uno de ellos con diabólica precisión. Los que levantaban la cabeza
para ver si les llegaba ya el turno recibían veinticinco latigazos antes de ser
ejecutados.
Después de
aquella revuelta, se realizaron distintas represalias en el campo. Las
golpizas se hicieron más frecuentes, lo mismo que las selecciones en masa. El
doctor Mengerle perdió los estribos y, personalmente, descargó su revólver
sobre varios seleccionados que trataron de huir de él. Sus subordinados siguieron
aquel ejemplo. Hasta la primera lluvia, el suelo del campo estuvo cubierto de
sangre reseca.
En cuanto
a los varios centenares de Sonderkommandos que no habían tomado parte en
la sublevación, fueron fusilados por grupos en los bosques cercanos. Así fue
como pereció el doctor Pasche, el médico francés del Sonderkommando, que
había sido miembro activo del movimiento de resistencia. Fue él quien nos
proporcionó los datos sobre la actividad del Sonderkommando. L., quien
lo vio poco antes de su muerte, nos dijo que habló de su muerte próxima con
valor ejemplar.
¿Nos
desalentó el que la voladura de los crematorios hubiese sido un fracaso?
Estábamos alicaídas, es verdad, pero el hecho de que aquello pudiera haberse
realizado era una prueba inequívoca de que las cosas estaban cambiando en Auschwitz-Birkenau.
CAPITULO XXI
"¡París
ha sido Liberado!"
Durante el
periodo de descanso de los trabajadores, el 26 de agosto de 1944, se presentó
un internado francés en la enfermería. Lo había visto antes. Era un
hombrecillo de ojos oscuros, de cara flaca, con la expresión sombría
característica de todos los que vivíamos en Birkenau. Era el mismo, pero no
parecía el mismo. No fui capaz de comprender su sonrisa maliciosa, el guiño de
sus ojos, la satisfacción que irradiaba todo su rostro, su seguridad, la manera
con que extendió su mano para ser tratado. Lo miré con ojos penetrantes.
"¿Qué
puede significar esto?" pensé. "Acaso me están engañando los ojos,
pero hasta me parece que ha crecido.
Su extraña
alegría me puso nerviosa. Los internados siempre estaban desesperados, pero
aquí tenía a uno que parecía a punto de estallar de gozo.
Se me
ocurrió:
"Debo
andarme con cuidado. Pobre hombre, algo le funciona mal".
No eran
raros los casos así. Miré impacientemente hacia la puerta. Él observó mi
reacción y me hizo una inclinación de cabeza.
—París ha
sido liberado —cuchicheó.
Me quedé
como una estatua. Estaba tan emocionada que no fui capaz de hablar. Lo miré y
me olvidé de curarle.
Me sentía
abrumada por aquella noticia, y en seguida comprendí a qué se debía el estado
de felicidad radiante del pequeño francés. Todavía no lograba concebir la
idea. No lo creía. Durante un momento pensé:
"A lo
mejor está loco de verdad."
Luego me entraron ganas de gritar, o de hacer
cualquier disparate. Solté una carcajada histérica.
Cada vez que oía alguna noticia de que los
Aliados habían padecido algún revés en la guerra, tenía que realizar un gran
esfuerzo para ocultar la pena que aquello me producía e inventar otras
noticias buenas. Porque había que mantener en alto el espíritu de las
internadas. ¡Qué dichosa me sentí cuando pude, por fin, susurrar al oído de una
paciente, y luego al de otra y otra, que los Aliados habían ocupado de verdad
París!
— ¡París ha sido liberado!
La primera paciente a quien se lo conté era
una mujer que tenía los pies hinchados. Me escuchó, abrió los ojos de puro
asombro y sacó del camastro los pies infectados. Sin pronunciar palabra, rompió
a llorar. Lloramos las dos. La noticia era demasiado maravillosa para ser
aceptada con simple alegría.
¡Con qué rapidez corrió la noticia! En los
lavabos y en los retretes, las prisioneras se abrazaban y besaban. En el hospital,
las que estaban postradas en cama se incorporaban sobre sus codos, se sonreían
y hacían señales de afirmación con la cabeza.
Todos añadían algún detalle nuevo a la
noticia original. Al oscurecer, ya nuestras fantasías habían liberado a todo Europa
a base de los "Tommies". Todos los soldados de habla inglesa
eran "Tommies" para nosotras.
Las prisioneras francesas se quedaron sin habla
durante unos días. Caminaban con la cabeza entre las nubes. Por la radio
secreta, el grupo de Pasche se atrevió a escuchar la alocución del general De
Gaulle desde París. Nos enteramos del heroísmo de los parisinos que habían
levantado barricadas, impidiendo que los alemanes destruyesen las bellezas de
este simpático corazón de Francia.
Notábamos que ya se desbordaba nuestra copa,
y durante las formaciones y revistas, hacíamos señas a nuestras camaradas por
el rabillo del ojo. Todas sabían lo que significaban aquellos guiños y muecas.
La reacción alemana se produjo
inmediatamente. La sopa era todavía peor que antes, si es que aquello era
posible. Un polaco y tres franceses fueron ahorcados por propalar "falsos
rumores". Fusilaron al "Zar", ingeniero ruso, quien, pese a su
mote, era un comunista rabioso. Otros millares de prisioneros sin nombre fueron
exterminados una vez más en la cámara de gas la víspera de la gran victoria
aliada.
Después de la liberación de la "Ciudad
Luz", nuestras imaginaciones se desbordaron y empezamos a elaborar planes
fantásticos. Por la noche, hablamos de cómo deberíamos recibir a los Aliados.
Aparecerían de repente aviones sobre los cielos de Auschwitz, y descenderían
paracaidistas. Aquel gran día miraríamos al cielo y veríamos en él los
paracaídas norteamericanos, británicos y rusos en lugar de las cenizas del
crematorio. ¡Nuestros opresores alemanes estarían mudos de terror! Se
arrodillarían ante nosotros e implorarían nuestra misericordia.
Recibiríamos con besos a nuestros
liberadores. Ni se nos pasaba por las mentes siquiera que estuviésemos tan
sucias y andrajosas, ni que nuestros besos distaban mucho de ser apetecibles.
En todo caso, nos prometimos confeccionar bonitos vestidos con la seda de los
paracaídas.
* * *
"Todas las prisioneras que tengan
parientes en Estados Unidos serán canjeadas por prisioneros alemanes de guerra.
Estas internadas deberán dar los nombres y direcciones de sus parientes
norteamericanos y todos los datos personales propios, entre ellos su nombre, su
dirección anterior, su fecha de nacimiento, etcétera."
Esta orden levantó un nuevo revuelo entre las
detenidas del campo. No había presa que no rebuscase en su memoria día y noche
con objeto de recordar el nombre de algún pariente lejano que pudiera tener en
Estados Unidos. Unas cuantas llegaron inclusive a llorar porque no eran
capaces de recordar el nombre de algún primo; otras, porque no habían sostenido
correspondencia con sus parientes de allende el mar.
Muchas internadas tenían los nombres
necesarios, y se formó una larga lista. Numerosas éramos las que ya habíamos
proyectado pasar las Navidades en Norteamérica si todo salía bien. Tantas veces
se habían burlado de nosotras los alemanes, que ni sé siquiera cómo seguíamos
creyéndolos. Recordé el incidente de aquellas fatídicas tarjetas postales.
Pero esta vez, ni las blocovas sabían a qué carta quedarse ni qué creer.
Unas semanas después los
"americanos", como ya los llamábamos, fueron convocados por los
alemanes. Se les dio nueva ropa y se los llevó a la estación del ferrocarril.
Estuvieron esperando un buen rato a que quedasen listos los vagones de ganado,
en los cuales entraron con alegría.
La noticia corrió en seguida por todo el
campo:
— ¡Los "americanos" van
a partir!
Nos lanzamos hasta el
extremo de nuestro campo para verlos marchar.
Los alemanes llegaron a proveer inclusive de
abrigos a los "americanos". Los viajeros nos decían adiós con la
mano, para enseñarnos que algunos tenían hasta guantes. Otros levantaban los
pies para indicarnos que calzaban zapatos. Todo ello resultaba tanto más
sorprendente cuanto que los alemanes no nos echaron de las cercanías de la
estación.
—! Qué estupendo día poder irse con esos
"americanos"! —suspirábamos al volver, cabizbajas, a las barracas.
Estábamos desalentadas y envidiosas. Por
primera vez no nos apelotonamos alrededor del Stubendienst a la hora de
la comida. La blovoca estaba extrañada de ver cómo las internadas se
sentaban tranquilamente a comer en silencio su bazofia, mientras pensaban, en
alas de su fantasía, en la gran ocasión que se habían perdido.
Como dos semanas después, poco más o menos,
un miembro del grupo Pasche nos habló de los "americanos". Se los
llevó a otro campo de la comarca.
—Esperen hasta que todo esté preparado para
la partida final —se les dijo.
Indudablemente, algo resultó mal, porque la
situación cambió repentinamente de arriba abajo. La ropa y los zapatos que se
entregaron a los "americanos" volvieron en silencio a los almacenes
del campo. Los pobres "americanos" habían sido exterminados.
* * *
Pocos días después de la salida de los
"americanos" me enteré de que entre los deportados de la Barraca 28
había un ciudadano norteamericano. Oí hablar de él a un hombre que solía
trabajar en nuestro campo.
Aquel norteamericano era el doctor Albert
Wenger abogado y experto economista. Estaba en Viena cuando Hitler declaró la
guerra. El consulado suizo trató de devolverlo a Estados Unidos a través de
Suiza, pero no se le permitió, porque el desventurado Wenger había cometido el
grave crimen de ocultar a una judía. Fue detenido y mandado a
Auschwitz-Birkenau.
Traté de ponerme en contacto con él, igual
que había hecho con otros ciudadanos norteamericanos, pero no lo conseguí.
Después de la liberación, leí la declaración
oficial que había hecho a los representantes de los ejércitos liberadores. Inserto a
continuación parte de
ella para mostrar
al pueblo norteamericano cómo
eran tratados sus ciudadanos en Alemania:
"Después
de haber declarado Hitler la guerra a Estados Unidos, tenía que presentarme en
el Comisariado dos veces por semana, como extranjero enemigo. El consulado
suizo hizo una proposición de canjearme y mandarme a Estados Unidos; pero, a
pesar de eso, me detuvieron el 24 de febrero de 1943 los agentes de la Gestapo,
porque había escondido a una judía sin denunciarla. Fui trasladado, en calidad
de deportado, al campo de concentración de Auschwitz. Llegué allí el 6 de
marzo, sucio y muerto de hambre, después de pasar mucho tiempo en distintos
campos y cárceles de la policía.
"El
tiempo era frío y húmedo, y para darme la bienvenida, me colocaron en una
calleja entre dos barracas, desnudo, después de haberme dado una ducha fría. A
continuación me vistieron con un fino traje de verano y me mandaron a la
barraca de cuarentena. Allí los hombres eran hostigados y golpeados por
cualquier motivo. No sabíamos cuándo estaban libres los excusados; y cuando nos
pescaban allí, nos daban de golpes con una macana de goma...
"Teníamos
que dormir —y éramos cuatro— en una cama de setenta y cinco centímetros de
ancho. Nuestra vida no era más que un tormento, no sólo durante el día, sino
también por la noche. Caí enfermo el 23 de marzo aproximadamente. Contraje
anginas y pulmonía, y el 24 fui admitido en el edificio destinado a los enfermos:
Barraca No. 28.
"Cuando
me puse bien, trabajé primero como enfermero y 'Schreiber' (escribiente)
de la barraca, y por último como supervisor de la misma. La alimentación se reducía,
en gran parte, a agua, nabos y patatas podridas. Bajo aquel régimen
alimenticio, gran parte de los prisioneros se debilitaron y enflaquecían a
ojos vistos, hasta convertirse casi en Musulmanes. En tales condiciones, eran
admitidos en la enfermería por cualquier dolencia, como por ejemplo, diarrea,
pulmonía, etcétera.
"El
doctor Endress, médico del campo, se presentaba cada tres semanas a escoger los
Musulmanes más débiles. Al día siguiente llegaban los camiones abiertos, y
sobre ellos estos desventurados, vestidos únicamente con una camisa, eran
arrojados como animales en el matadero. Se les trasladaba a Birkenau para morir
en la cámara de gas; a continuación, eran incinerados en los crematorios.
"Lo aseguro, porque me he convencido de ello por las siguientes razones:
1)
Sus pertenencias eran
mandadas de Birkenau al día siguiente para ser desinfectadas. Cuando se trataba
de transportes ordinarios en que los que partían seguían con vida, su ropa
nunca era devuelta. De esta manera el campo se ahorraba la ropa interior y
demás prendas que se daban a los deportados.
2)
En cuanto a la suerte que
pudieran correr aquellas personas, estoy convencido por las listas que he visto
en las oficinas principales. Me enteré de que a los cinco o seis días, y
muchas veces el mismo día tercero, estos nombres y números (los seleccionados)
estaban ya inscritos en las listas como "muertos". Generalmente, el
asesinato por gas de los débiles e indeseables no era un secreto para nadie,
porque muchos deportados trabajaban en el crematorio y no se callaban, sino que
hablaban de cuando en cuando de lo que estaba pasando con otros prisioneros. El
mismo comandante del campo, el Hauptsturmführer Hessler, para terminar
con el pánico que se había adueñado de los deportados, pronunció una alocución
en la Barraca No. 28 del campo central de Auschwitz, con la cual quiso
tranquilizar a los deportados judíos, diciéndoles que no habría más ejecuciones
por gas. Esto ocurrió el mes de enero de 1945, y confirmó la veracidad de mis
afirmaciones.
"Hasta
el mes de abril de 1943, lo mismo daba quién fuese ejecutado en la cámara de
gas. Después de dicha fecha, sólo se liquidaba así a los judíos y a los
gitanos. Los indeseables que no fuesen judíos perecían en la Barraca No. 11, o
morían víctimas de una inyección de fenol en el corazón. Estas inyecciones de
fenol eran aplicadas, al principio, por el Oberscharführer Klaehr.
Luego por el Oberscharführer Scheipe, por el Unterscharführer Hantel,
por el Unterscharführer Nidowitzky (apodado también Napoleón), y por dos
internados, Rausnik y Stessel, quienes se fueron en un transporte.
"Entre
los deportados que perecieron en la cámara de gas estaban también el 'deportado
protegido' (Schutzhaeftling) Joseph Iratz, de Viena. (Probablemente por
error; porque los 'deportados protegidos' no debían ser ejecutados en la
cámara de gas, según lo dispuesto).
"De
mi transporte (integrado por doscientos cincuenta 'deportados protegidos' en
total), cuatro murieron por gas. El mes de enero de 1944 fue ejecutado en la
cámara de gas el ciudadano de Estados Unidos, Herbert Kohn, que estaba sumamente
débil. Conseguí salvarlo de unas cuantas selecciones anteriores, pero luego
cambió de barraca y no pudo escapar a su sino. Kohn fue detenido por la
Gestapo en Francia durante una redada y enviado a Auschwitz como judío. Otro
ciudadano norteamericano Myers, de Nueva York, murió también en la cámara de
gas. Procedía de otra barraca. Podría citar otros muchos casos semejantes,
pero, desgraciadamente, no puedo acordarme de los nombres.
"En
el otoño de 1943, el 'internado protegido' alemán, Willi Kritsch, de 28 años,
arquitecto, fue golpeado con un palo por el Unterscharführer Nidowitzky
en uno de sus arrebatos de sadismo, hasta que cayó a tierra. Como todavía
seguía con vida, Nidowitzky ordenó que fuese conducido a la sala de
operaciones, donde él mismo le puso una inyección de fenol. ¡Como causa de su
muerte se declaró 'debilidad del corazón'!
"Cada
dos o tres meses había fusilamientos en masa contra el muro negro de la Barraca
No. 11. Durante estas ejecuciones, se cerraba la barraca, y sólo el personal
del hospital tenía derecho a pasar por delante de ella. Yo mismo vi, a fines de
1943 o principios de 1944, cómo los enfermeros tiraban los cadáveres desnudos
en un gran camión. Eran cuerpos de hombres y mujeres jóvenes, gente sana.
Cuando quedaba cargado el primer camión, llegaba otro, y el juego se repetía
una y otra vez de la misma manera: un torrente de sangre corría por las
barracas No. 10 y 11. Los internados de la barraca de desinfección y del
edificio destinado a los enfermos extendían arena y cenizas sobre la sangre.
"El
mes de octubre de 1944, el consejero comercial de Viena, Berthold Storfer, fue
llamado a la Barraca No. 11, para no volver jamás. Unos cuantos días más tarde,
me enteré de la suerte que había corrido por el empleado principal de la
oficina. Éste me mostró la indicación 'muerte', en la ficha personal de
Storfer. De la misma manera pereció el doctor Samuel, de Colonia. Los dos
fueron muertos probablemente porque habían visto y sabían demasiado. En
noviembre de 1943, el doctor Rittervon Burse acusó a Joseph Ritner, maquinista
de Austria, al doctor Arwin Valentín, de Berlín, cirujano, y al doctor Masur,
veterinario berlinés, así como a mí mismo, de ser enemigos del Reich Alemán y
de haber llamado a las S.S. banda de asesinos, y a Hitler y Himmler, asesinos
de masas humanas.
"También
se nos atribuía que habíamos asegurado que Alemania estaba muy próxima a perder
la guerra. Tenemos que expresar nuestro tributo de gracias al abogado
Wolkinsky por no haber sido fusilados. Presentó a Burse como a un aventurero, y
quitó fuerza a la acusación. El Unterscharführeer de las S.S. Laehmann
me golpeó para hacerme confesar.
"Poco
antes de ser librados nosotros por el Ejército Rojo, el nuevo Hauptsturmführer
de las S.S. Krause golpeó sin motivo ninguno a dos deportados que trabajan
en la cocina. Uno de ellos era el doctor holandés, Ackermann. El 25 de enero de
1945, la policía de las S.S. intentó de nuevo hacernos salir del campo para
exterminarnos. Solamente gracias al rápido avance del victorioso Ejército
Rojo; salimos con vida."
CAPÍTULO XXII
Experimentos
Científicos
Mientras
trabajé en los hospitales del Campo F., K., L. y del Campo E, tuve que atender
a muchos conejillos de indias humanos, víctimas de los experimentos
"científicos" realizados en Auschwitz-Birkenau. Los doctores alemanes
tenían a su disposición centenares y millares de esclavos. Como eran libres de
hacer lo que se les antojase con aquella gente, decidieron llevar a cabo
experimentos con ellos. De aquello no hubiese podido jactarse ningún hombre ni
mujer decente, pero al contingente de médicos nazis hizo alarde de tales
experimentos.
Pero no
sólo se dedicaron a experimentar ellos mismos, sino que obligaron a muchos
doctores de los que había entre los deportados a trabajar bajo la supervisión
de los médicos de las S.S. Por horribles que fuesen aquellas experiencias de
laboratorio, los hombres que las realizaron pudieran haber tenido excusa, de
estar convencidos que, por lo menos, de que servían a la ciencia y de que los
sufrimientos de aquellos desventurados conejos de indias lograrían, en fin de
cuentas, ahorrar sufrimientos a los demás.
Pero no
hubo ventaja ninguna ni beneficio científico. Los seres humanos eran
sacrificados por centenares de miles, y eso era todo. Así que los esclavizados
doctores deportados, casi todos los cuales terminaron en los crematorios,
saboteaban los "experimentos" todo lo que podían. Además, había tal
desorden y falta de método en aquellas "pruebas científicas", que
constituían juegos crueles más bien que investigaciones serias de la verdad.
Todos hemos oído hablar de niños sin entrañas que se divierten arrancando a
los insectos sus patas y sus alas. Aquí ocurría lo mismo, sólo que con una
diferencia: en lugar de insectos, se trataba de seres humanos.
Uno de los
experimentos más corrientes, y también más inútiles, consistía en inocular a un
grupo de internados un germen morboso. Porque ocurría que, mientras tanto, es
decir, mientras duraba el proceso de reacción de sus organismos a dichos
gérmenes, los médicos alemanes solían perder todo interés en su proyecto. ¿Y
qué ocurría con aquellos conejillos de indias humanos? Cuando tenían suerte,
eran enviados al hospital; los que no, salían hacia la cámara de gas. Sólo en
circunstancias extraordinarias y en casos raros, eran sometidos a observación.
Muchas
veces, los experimentos eran completamente absurdos. A un médico alemán se le
ocurrió la idea de estudiar cuánto tiempo duraría con vida un ser humano, a
base exclusivamente de agua salada. Otro sumergió a su conejo de indias humano
en agua helada, pretendiendo que iba a observar el efecto de aquel baño en las
temperaturas internas.
Después de
ser sometidos a tales experiencias, los internados no necesitaban ir al
hospital, sino que estaban dispuestos para la cámara de gas. Cierto día,
entraron varias enfermeras en la enfermería y preguntaron:
—¿Quiénes
son las que no pueden conciliar el sueño?
Unas
veinte internadas aceptaron una dosis de cierto polvo blanco desconocido,
probablemente a base de morfina. Al día siguiente, diez de ellas habían muerto.
El mismo experimento se verificó con mujeres de más edad; la consecuencia fue
que murieron setenta más en la misma noche.
Cuando los
alemanes estaban tratando de dar con nuevos tratamientos para las heridas
producidas por las bombas norteamericanas de fósforo, quemaron la espalda de
cincuenta rusos con fósforo. Estos "controles" no recibían cura
ninguna. Los hombres que sobrevivían eran exterminados.
Uno de sus
experimentos favoritos era la observación de mujeres recién llegadas, cuya
menstruación era todavía normal. Durante sus periodos, se les decía
brutalmente:
—Dentro de
dos días van a ser fusiladas.
Los
alemanes querían saber qué efecto producía aquella noticia en el flujo
menstrual. Un profesor de histología de Berlín llegó a publicar un artículo en
un periódico científico alemán sobre sus observaciones de las hemorragias
provocadas en las mujeres por este tipo de noticias alarmantes.
El doctor
Mengerle, médico jefe, se dedicaba a dos investigaciones principales, que eran
sus favoritas: se referían al estudio de los gemelos y de los enanos. Los
gemelos que entraron
cuando llegaban los contingentes nuevos de prisioneros, eran colocados aparte,
a ser posible con sus madres. Luego se les mandaba al Campo F. K. L. Cualquiera
que fuera su edad o su sexo, los mellizos interesaban profundamente a Mengerle.
Se les daba un trato de favor, y hasta se les permitía quedarse con su ropa y
con su pelo. Llegó a tales extremos en su solicitud que, cuando se estaba liquidando
el Campo Checo, dio órdenes de que se perdonase la vida a una docena de
mellizos.
En cuanto
llegaban, estas parejas de hermanos eran fotografiadas desde todos los ángulos
posibles. Después comenzaban los experimentos, pero eran extraordinariamente
irreflexivos y al buen tuntún. Así por ejemplo, ocurría que se inoculaban a
uno de los gemelos ciertas substancias químicas, y el doctor esperaba a
observar la reacción que le producían, si no se le olvidaba mientras tanto.
Pero aun cuando siguiese observando el caso, la ciencia no ganaba nada por el
sencillo motivo de que el producto inyectado no presentaba interés particular.
En cuando usaban una preparación, esperaban que tenía que ocasionar el sujeto
experimentado un cambio en la pigmentación del pelo. Se perdían muchos días en
examinarle el cabello y en observarlo al microscopio. Los resultados no
arrojaron averiguación ninguna sensacional, y las pruebas se abandonaron.
Los enanos
constituían la verdadera pasión del doctor Mengerle. Los coleccionaba con gran
interés. El día que descubrió en un transporte a una familia de cinco enanos,
estaba fuera de sí de puro júbilo. Pero su manía era de coleccionista, no de
sabio. Sus experimentos y observaciones eran realizados de manera anormal.
Cuando hacía transfusiones, utilizaba adrede tipos de sangre contraindicados.
Naturalmente, se producían complicaciones, pero Mengerle no tenía que dar
cuenta a nadie de sus pruebas. Hacía lo que se le antojaba y verificaba sus
experimentos como un aficionado que hubiese perdido la razón.
Se instaló
una estación experimental a cierta distancia del campo, la cual parecía tener
un carácter más científico. Pero sólo lo parecía. Fácilmente se advertía que el
"trabajo" que allí se desarrollaba no era más que un derroche criminal
de seres humanos y una absoluta carencia de escrúpulos por parte de los
supuestos investigadores.
Con
aquellos experimentos se proponían, en teoría, recoger información para la Wehrmacht.
La mayor parte de las veces, consistían en pruebas de resistencia humana,
resistencia al frío, al calor, o a la altura. Centenares de internados murieron
en el proceso de estos experimentos realizados en la estación de Auschwitz y en
otros campos de concentración. Al precio de millares de víctimas, la ciencia
alemana vino a deducir en conclusión que un ser humano puede sobrevivir en
agua helada, a una temperatura predeterminada, durante tantas horas. También
se fijó con precisión (¡) cuánto tiempo tardaba en morir un hombre sometido a
distintos calentamientos de diversos grados de temperatura.
Me he
referido a experimentos con los cuales se trataba, de determinar la resistencia
del organismo humano al hambre. Los "Musulmanes", especialmente los
más demacrados y depauperados, eran obligados a beber increíbles cantidades de
sopa. Tales crudos experimentos resultaban muchas veces fatales. Me enteré de
unos cuantos casos en que los deportados padecían un hambre tan devoradora que
se prestaban voluntariamente a esta alimentación forzada. El hijo del Primer
Ministro M. de Hungría estaba tan famélico que se ofreció como voluntario a
los experimentos de malaria. Los conejillos de Indias de esta prueba recibían
raciones dobles de pan durante unos días.
Se
efectuaron también experimentos sobre diagnósticos. Los casos interesantes eran
sacados del hospital y matados sin más ni más, con el exclusivo objeto de ser
sometidos a disección a efectos de autopsia. Cuando había varios pacientes con
la misma dolencia, se les daba a veces tratamientos distintos y, después de
cierta fase, se los mataba para poder deducir acaso alguna conclusión de dicho
experimento. Muchas veces ocurría que se sacrificaba al paciente, pero nadie
pensaba ya en examinar su cadáver... porque eran demasiados los muertos que
había en Auschwitz.
La
compañía alemana Bayer mandó medicinas en envases carente de etiqueta
indicadora de su contenido. A los tuberculosos se les inyectó aquel producto.
No fueron enviados a la cámara de gas. Los observadores esperaron a que
muriesen, cosa que ocurrió al poco tiempo. Después se mandó parte de sus
pulmones a un laboratorio elegido por Bayer.
Cierto
día, la Bayer Company se llevó de la administración del campo ciento cincuenta
mujeres y probó en ellas medicamentos desconocidos, acaso a efectos de pruebas
con hormonas.
El Instituto
Weigel de Cracovia mandó vacunas al campo. También debían ser probadas y
"perfeccionadas". Las víctimas fueron escogidas entre prisioneros
políticos franceses, sobre todo entre miembros del movimiento clandestino de
inteligencia, de los cuales querían desembarazarse los alemanes.
Hubo que
despachar como unas
dos mil preparaciones orgánicas a la Universidad de
Innsbruck. Según las instrucciones, aquellas preparaciones había que hacerlas
a base de cuerpos absolutamente sanos, es decir, de cadáveres de individuos
muertos en la cámara de gas, en la horca o a tiros, cuando gozaban de buena
salud.
Un día se
utilizó un gran número de mujeres, en su mayor parte polacas, para
experimentos de vivisección: injertos de huesos, de músculos y otros varios.
Llegaron de Berlín cirujanos alemanes para verificar los experimentos y
observar sus resultados. Las vivisecciones eran realizadas en condiciones
terribles. La víctima era atada a la mesa de operaciones en una barraca
primitiva, y la operación se efectuaba sin asepsia. Los conejos de
Indias humanos padecían horriblemente aún después de las operaciones. No se les
daba nada para mitigar sus sufrimientos.
Los
alemanes solían hacer extracciones de sangre periódicamente para enriquecer su
ciencia racial. Pero, aparte del interés científico que aquello pudiera tener,
la sangre de los prisioneros se utilizaba para verificar transfusiones a los
heridos alemanes. A cada donante "voluntario" se le extraían
quinientos c.c. de sangre que se enviaba inmediatamente al ejército. En su afán
de salvar las vidas de los soldados de la Wehrmacht, se olvidaban de que
la sangre judía era de "calidad inferior".
He aludido
anteriormente a las "inyecciones en el corazón", como llamaban las
prisioneras a las inyecciones intra-cardíacas de fenol. A veces, el líquido de
estas inyecciones estaba hecho a base de bencina o petróleo. Este
procedimiento se aplicaba en los hospitales para acabar con los enfermos, los
débiles y los considerados "superfluos".
He hablado
de un médico polaco a quien obligaron a poner estas inyecciones durante dos
días a sus compañeros de cautiverio.
—Cuando el
doctor de las S.S. me llamó al hospital —me explicó—, yo no tenía idea de cuál
sería el motivo por el que reclamaba mi presencia. Entonces me mandó inyectar a
los pacientes en la cavidad cardíaca. Me dijo que tenía que inyectar el
líquido en cuanto notase que la aguja había penetrado en el interior del
corazón.
El doctor
polaco siguió sus órdenes, y los pacientes cayeron muertos a tierra.
En otro
experimento insensato, tendieron a centenares de enfermos bajo el sol
abrasador. Los alemanes querían averiguar cuánto tardaba en morir una persona
enferma bajo el sol, sin agua.
A unos
treinta kilómetros de nuestro campo había una estación experimental
especializada en inseminación artificial. A dicha estación fueron enviados los
médicos presos de más prestigio y las mujeres más hermosas. Los alemanes
concedían gran importancia a aquellos experimentos. Desgraciadamente, no pude
ver el trabajo que allí se desarrollaba, porque dicha estación era la más
celosamente guardada de todas. Sin embargo, pude obtener algunos datos.
Los
alemanes practicaron la fecundación artificial en numerosas mujeres, pero las
investigaciones no arrojaron resultados. Yo conocía a mujeres que habían sido
sometidas a la inseminación artificial y habían sobrevivido, pero estaban avergonzadas
de confesar aquellos experimentos.
Otro grupo
fue inyectado con hormonas sexuales. No había sido posible determinar la
naturaleza de la sustancia inyectada ni cuáles fueron los resultados
obtenidos. Después de tales inyecciones, a muchas de las mujeres se les
produjeron abscesos que les fueron abiertos en la Barraca 10.
Pero estoy
bien informada de los experimentos de esterilización. Se realizaron en
Auschwitz-Birkenau bajo la dirección de un doctor polaco, que fue ejecutado por
los alemanes unos días antes de evacuarse el campo.
Con estos
experimentos trataban de comparar los resultados de los métodos quirúrgicos y
de los tratamientos con rayos X. En el hospital, vimos numerosas enfermas que
habían pasado por la estación experimental. Mostraban serias quemaduras,
producidas por la aplicación desacertada de estos rayos. Hablando con ellas y
con los médicos deportados, nos enteramos de los experimentos. El sujeto era
colocado bajo la radiación de los rayos X, que cada vez se iba intensificando
más. De cuando en cuando se interrumpía el tratamiento para ver si el sujeto
era capaz todavía de copular. Todo esto se desarrollaba bajo los ojos vigilantes
de los guardianes de las S.S. de la Barraca 21.
Cuando el
médico comprendía y se aseguraba de que los rayos X habían destruido
definitivamente la potencia genital del sujeto, era despachado a la cámara de
gas. Había ocasiones en que la víctima era castrada quirúrgicamente cuando la
irradiación necesitaba demasiado tiempo para producir el efecto deseado.
En agosto
de 1944, los alemanes esterilizaron como un millar de muchachos de trece a
dieciséis años. Se registraron sus nombres y las fechas de esterilización. Al
cabo de unas semanas, fueron llevados a la Barraca 21. En el laboratorio los
sometieron a preguntas sobre el resultado de aquel primer "tratamiento",
sobre sus deseos, poluciones nocturnas, pérdida de memoria, etcétera.
Los
alemanes los obligaban a masturbarse. Les provocaban la erección mediante el
masaje de sus glándulas prostáticas. Cuando este trabajo cansaba al "masseur",
los "sabios alemanes" utilizaban un instrumento de metal, que
producía al paciente un gran dolor.
El semen
era examinado por un bacteriólogo, que determinaba la vitalidad de los
espermatozoides. En 1944, los alemanes mandaron al campo un microscopio
fosforescente. Con él, podían observar las diferencias que había entre los
espermatozoides vivos y los muertos.
A veces
los alemanes realizaban castraciones incompletas, extirpando al sujeto la
cuarta parte o la mitad del testículo. En otras ocasiones, el testículo entero
se mandaba a Breslau en un tubo esterilizado con formalina (10 por ciento) para
someterlo a un estudio histopatológico de los tejidos. Éstas operaciones se
realizaban con inyecciones intrarraquídeas de novocaína. Los muchachos fueron
separados de los demás en la Barraca 21 y observados cuidadosamente. Cuando
terminaron los experimentos, la recompensa que recibieron fue, como siempre,
la cámara de gas.
Recuerdo
el caso de un chico polaco, apellidado Grünwald, de unos veinte años. El
profesor Klauber le prescribió un tratamiento de rayos X. Al cabo de dos meses,
no habían producido dichos rayos el efecto deseado. Así que el muchacho fue
trasladado a la Barraca 21 para su completa castración. Pero los rayos X le
habían sido aplicados en dosis tan excesivas que tenía quemaduras graves. La
cosa degeneró en cáncer, y el muchacho padeció sufrimientos terribles. En enero
de 1945, seguía vivo todavía en el hospital de Birkenau.
Estos
métodos eran también aplicados a las mujeres. A veces los alemanes utilizaban
rayos de onda corta, que producían a las pacientes dolores intolerables en la
parte baja del abdomen. Luego se le abría el vientre para observar las
lesiones. Los cirujanos generalmente les extirpaban la matriz y los ovarios.
El
profesor Schuman y el doctor Wiurd realizaron muchos experimentos por el estilo
en jovencitas de dieciséis o diecisiete años. De las quince muchachas
utilizadas para dichos experimentos, sólo sobrevivieron dos, Bella Schimski y Dora Buyenna, ambas de
Salónica. Nos dijeron que habían sido expuestas a rayos de onda corta, con una
plancha sobre el abdomen y otra en la espalda. La electricidad fue dirigida
hacia los ovarios. La dosis fue tan elevada que quedaron gravemente quemadas.
Al cabo de dos meses de observación, las pobres tuvieron que someterse a una
operación "de control".
Un grupo de mujeres jóvenes en su mayor parte
holandesas fueron víctimas de una serie de experimentos, cuyo motivo sólo
debía ser conocido de su autor, Klauberg, ginecólogo alemán de Kattowitz. Con
la ayuda de un aparato eléctrico, inyectaba un líquido blancuzco y espeso en
los órganos genitales de estas mujeres. Les producía una terrible sensación de
quemadura. Esta infusión se repetía cada cuatro semanas y a ella seguía siempre
una radioscopia.
Estas mismas mujeres fueron sometidas
simultáneamente a otra serie de experimentos por un doctor distinto. Se trataba
ahora de una inyección en el pecho. El médico les inyectaba cinco c.c. de un
suero cuya naturaleza desconozco, a razón de dos a nueve inyecciones en cada
sesión. La reacción se producía en forma de una hinchazón dolorosa del tamaño
del puño. Algunas mujeres recibieron más de cien inoculaciones de ésas. A otras
se les inyectaba además en las encías. Después de una serie de experimentos por
el estilo, las mujeres eran declaradas inútiles y despachadas.
En cierta ocasión, preguntamos a un
prisionero alemán ario, que antes fuera trabajador social, cuál era la razón
fundamental para proceder a la esterilización y castración de los prisioneros.
Antes de su cautiverio, había tomado parte activa en la política alemana,
trabando relación con muchos personajes de importancia. Nos aseguró que los
alemanes tenían una razón geopolítica para dedicarse a aquellos experimentos.
Si fuesen capaces de esterilizar a todos los seres humanos no alemanes que
todavía siguiesen con vida después de su victoriosa guerra, no habría peligro
de que las nuevas generaciones estuviesen integradas por razas
"inferiores". Al mismo tiempo, la población de los supervivientes
podría ser útil para prestar servicios como jornaleros durante unos treinta
años. Después de dicho plazo, el exceso de población alemana necesitaría todo
el espacio de estos países, y los "inferiores" perecerían sin dejar
descendencia.
Cuando recuerdo estos experimentos, no puedo
menos de pensar en el drama de la pequeña francesita Georgette, que murió en el
hospital el mismo día de Navidad del año 1944. Había sido utilizada como
conejillo de Indias para las experiencias de esterilización, y cuando volvió
al hospital, ya no era mujer.
Tenía un novio polaco, que iba a verla aquel
mismo día. Pero ella prefirió no volver a verlo jamás. Antes que sufrir
aquella terrible degradación, se decidió a pasar por muerta.
Llegó su novio, pero ella se escondió bajo la
manta de la tercera fila de koias, inmóvil como un cadáver. Accediendo a
los deseos de la pobre mujer, le habíamos dicho ya el día antes que había
muerto. Pero él venía no a ver a Georgette. Se dirigió a la cama de otra
muchacha de Cracovia, a la cual traía sus regalos.
Georgette lo vio todo
desde debajo de su manta. Con las fuerzas que le quedaban, se incorporó y se tiró
desde lo alto de la koia. La caída fue fatal.
CAPITULO XXIII
Amor
a la Sombra del Crematorio
Es ley de
la naturaleza que donde quiera se reúnan hombres y mujeres, surja el amor. Ni
siquiera a la sombra del crematorio podían suprimirse del todo las emociones
humanas. El amor, o lo que se llamaba así en la atmósfera degradada del campo
de la muerte, no era sino una desviación de lo que es para la gente normal,
puesto que la sociedad de Birkenau había quedado reducida a una desviación
también de la sociedad humana normal.
Los
superhombres que tenían en su mano nuestros destinos trataron de extinguir todo
deseo sexual en los prisioneros. Corría por el campo el rumor de que mezclaban
con nuestra comida ciertos polvos para reducir o destruir el apetito sexual.
Como los hombres de las S.S. podían excitarse demasiado ante la proximidad de
tantas mujeres jóvenes y hermosas a las que veían demudas y expuestas
totalmente a su mirada, se les habían proporcionado burdeles con prostitutas
alemanas para su uso. A pesar de las teorías nazis respecto a la corrupción racial,
nos enteramos de que muchas internadas atractivas fueron llevadas a esos
lupanares. Privilegios semejantes se concedían a prisioneros de los campos de
hombres. Sólo que su admisión era considerada, naturalmente, como un favor
excepcional.
Por otra
parte, las ordenanzas y los procedimientos artificiales no significaban nada.
La constante tensión nerviosa contribuía poco al aplacamiento de nuestros
deseos. Por el contrario, la angustia mental parecía brindarnos un estímulo
peculiar.
Las
relaciones entre los prisioneros de uno y otro sexo, estaban caracterizadas
por la ausencia total de convencionalismos sociales. Todo el mundo se dirigía a
la persona que le interesaba, y a todos en general, llamándole de tú, y por su
nombre, no por su apellido. Tal familiaridad no quería decir amistad, ni
carecía siempre de cierta vulgaridad.
Los únicos
hombres que conocimos, aparte de los guardianes de las S.S. y de los soldados
de la Wehrmacht eran prisioneros varones que reparaban los caminos,
abrían zanjas y llevaban a cabo otras tareas por el estilo de nuestro campo.
Generalmente, la única hora a que nos reuníamos era durante la comida, bien en
los lavabos o en los retretes, donde muchos hombres consumían su comida. Solían
estar rodeados de mujeres de todas edades y condiciones, que les pedían con
voz lastimera las migas.
Se
colocaban las mujeres en círculos, de tres o cuatro en fondo, con las manos
alargadas como pordioseras. Las muchachas bonitas cantaban las canciones de
moda para atraer su atención. A veces, los hombres cedían y les daban parte de
su alimento. Sólo entonces podía una mujer saborear una patata, lo cual
constituía el lujo más delicioso del campo, que sólo estaba reservado a las que
trabajaban en la cocina y a las blocovas.
Sin
embargo, rara vez era la compasión la que inclinaba a los hombres a repartir su
poco abundante comida. Ésta era la moneda con que se pagaban los privilegios de
índole sexual.
Sería
inhumano condenar a las mujeres que se veían obligadas a descender tan bajo
para conseguirse un mendrugo de pan. La responsabilidad de la degradación de
las internadas la tenía la administración del campo.
Sea de
esto lo que fuere, la prostitución era un fenómeno ordinario en Birkenau, con
todas sus lamentables consecuencias, a saber, enfermedades venéreas,
alcahuetas, etcétera. Muchos de los objetos robados en el Canadá estaban
destinados a las mujeres de los hombres más listos en efectuar tales cambios.
Sin
embargo, no todos los amores que había allí eran sórdidos. Se daban casos de
sincero cariño y emocionante compañerismo. Pero, aunque no existiese esta veta
sentimental y esta ternura, la mujer que tenía un amante gozaba de una distinción
real, porque había muy pocos hombres en el campo.
La mayor
parte de las jóvenes tenían sus aventuras. Las blocovas, disponían de
rincones para ellas solas en las barracas, estaban en situación de ventaja con
respecto a las demás, y no titubeaban en utilizarla. Las amigas de la blocova
hacían de centinelas, es decir, vigilaban, mientras su jefe se divertía con
su invitado. Claro está, estas citas estaban estrictamente verboten, o
sea, prohibidas. Cuando un hombre de las S.S. se acercaba al bloque, las
vigilantes daban el alerta. Muchas veces ocurría que una cita era interrumpida
tres o cuatro veces, pero las parejas no se desanimaban fácilmente.
De cuando
en cuando, la blocova cedía, por una consideración justificada, su
habitación a una mujer. La compensación tenía que ser alta, porque el peligro
era grande. Si sorprendían a la blocova recibiendo a un hombre, o
facilitando la reunión de una pareja, la esperaban serios castigos. Podría afeitársele
de nuevo la cabeza, o dársele una paliza cruel, o, lo que era peor todavía,
podía ser destituida de su alto puesto.
Los
patrones de belleza variaban en Birkenau. Aquello constituía un mundo aparte.
La mujer que tenía el cuerpo más lleno y los encantos más opulentos era
considerada como el modelo de hermosura femenina. A los prisioneros varones no
les gustaban los cuerpos huesudos ni las mejillas descarnadas, aunque ellos
mismos estaban reducidos al estado de esqueletos vivientes. Las mujeres —muy
escasas por cierto— que milagrosamente conservaban un poco de carne eran
envidiadas por las demás, quienes acaso, un año antes, se hubiesen sometido a
dietas duras alimenticias para disminuir de peso.
Lo mismo
que en todas las cárceles, también había en Birkenau invertidos e invertidas.
Entre las mujeres, se distinguían tres categorías. El grupo menos interesante
estaba integrado por las que eran lesbianas por instinto. Más alborotadas eran
las que pertenecían a la segunda clase, en la cual se incluían las mujeres que
cambiaron de punto de vista sexuales debido a las condiciones anormales en que
vivían. Muchas veces, se entregaban al vicio por pura necesidad.
Teníamos
entre nosotras a una polaca que debería andar por los cuarenta y que había sido
en su tiempo profesora de física. Su marido había muerto a manos de los
alemanes y sus hijos habían sido enviados a algún lugar terrible, o acaso a la
muerte. Una prisionera, que era funcionaría, dedicó interés particular a esta
bonita, delicada e inteligente mujer. La profesora sabía que si cedía, se
ahorraría por lo menos la tortura del hambre. Debió librar una gran batalla
contra la tentación, pero por fin, sucumbió. Seis semanas después, hablaba de
su "amiga" con palabras de gran entusiasmo. Al cabo de dos meses,
confesó que no era capaz de vivir sin su pareja.
A la
tercera categoría pertenecían las que se enteraron de sus tendencias lesbianas
a través de su asociación con la corruptela del campo y la degradación de sus
costumbres, lo cual era muy distinto de lo que le ocurrió a mi amiga polaca.Aquella inmoralidad se debía en
gran parte a las "soireés de baile", que se organizaban a
veces en aquel mundo dantesco de Birkenau. Durante las largas noches del
invierno de 1944, cuando los alemanes estaban profundamente preocupados por el
avance de los rusos y nos dejaban en relativa libertad, las prisioneras daban
"fiestas", que parodiaban grotescamente los devaneos mundanos que
conocieron en su vida anterior. Se reunían en torno a una carbonera a cantar y
a bailar. Una guitarra y una armónica de la orquesta del campo de concentración
contribuían a que tales festivales durasen hasta el amanecer del nuevo día.
Las jefas de nuestras barracas desempeñaban
un papel importante en estos asuntos. La Lageralteste, la "reina
sin corona del campo", quien residía en el Campo E, en el cual vivía yo
entonces, no faltaba nunca. Era una criatura joven y frágil, una muchacha
alemana de unos treinta años. Se las arregló para vivir durante diez años,
yendo de un campo para otro.
Durante aquellas orgías, las parejas que
bailaban juntas iban aficionándose más y más recíprocamente. Algunas mujeres se
vestían de hombres para dar cierto aire de realidad a su proceder.
Una de las iniciadoras mejores de aquellas soireés
era una condesa polaca, de cuyo nombre no me acuerdo. Cuando la vi por
primera vez, estaba sentada junto a la puerta de nuestro hospital. La miré,
sorprendida, y pensé:
"¿Qué hace este hombre aquí?"
Porque parecía, ni más ni menos, un hombre.
Llevaba una chaqueta de artista de terciopelo negro, según el estilo familiar
del barrio artístico parisién, y una gran corbata negra de lazo. El mismo pelo
lo tenía cortado como un hombre. En realidad, parecía un hombre guapo de unos
treinta años. Pregunté a una compañera, la cual me contestó:
—Ese hombre no es tal hombre. . . él es una ella.
La condesa se conducía como un hombre en su
comportamiento general y en sus maneras. Un día que me había trepado a la koia
para atender a mi "Tarea de Control de Piojos", noté que una mano
cortés me ayudaba a bajar. Me sentí sumamente sorprendida... ¡Era nada menos
que la condesa! Con aquel gesto galante, abrió el fuego de un cortejo. Tuve que
terminar echándome a correr para huir de ella.
Mientras las demás se dedicaban a sus
travesuras durante los bailes, yo solía muchas veces quedarme dormida en mi camastro.
En más de una ocasión, me despertaron besos y otros gestos amorosos. ¡Era la
condesa! La cosa subió tanto de punto que me daba miedo echarme a dormir
durante los bailes. Las demás se sentían halagadas por un cortejo apasionado,
pero yo no. Esperaban que la condesa se buscase una nueva amiga, porque su antigua
"novia" había sido trasladada en un convoy.
Me daba lástima aquella desgraciada mujer. El
humor alemán nos la había traído al campo. Cuando llegó, iba vestida con ropa
de hombre, y los alemanes quisieron al principio internarla en el campo de los
hombres. Pero ella se opuso frenéticamente y se empeñó en demostrar que era
mujer. Ellos la obligaron, porque para nuestros carceleros resultaba una
verdadera función de circo observar cómo se conducía entre nosotras aquella
"mujer-hombre". Naturalmente, no nos atrevimos a formular una queja
ni una protesta. La cosa divertía a los alemanes.
Las fiestas me recordaban siempre la
"Dance Macabre". Cuando pensaba en el triste destino común que
esperaba a todas aquellas desventuradas, no podía reprimir un estremecimiento
de horror.
Pero quizás mi repugnancia estuviese fuera de
sitio o careciese de justificación en aquellas circunstancias. Las distracciones,
por horribles que fuesen, significaban unas cuantas horas de olvido, lo cual
por sí solo valía cualquier cosa en el campo. Además, aquellas reuniones eran
mejor que muchas otras cosas que ocurrían allí. Los prisioneros, lo mismo hombres
que mujeres, eran muchas veces víctimas de los abusos de los jefes alemanes de
las barracas, entre los cuales había un alto porcentaje de homosexuales y otros
degenerados.
No me olvidaré jamás de la angustia de una
madre que me dijo que la obligaban a desnudar a su hija y observar cómo la
violaban los perros a los que habían adiestrados para aquel deporte de manera
especial los nazis. Lo mismo ocurría a otras muchachas. Se las obligaba a
trabajar en las canteras doce o catorce horas al día. Cuando se desplomaban
exhaustas, el deporte favorito de los guardianes consistía en enviscar a los
perros para que las atacasen. ¿Quién será capaz de perdonarles todos los
crímenes que cometieron?
Las jefas del campo eran famosas por sus
aberraciones. La Griese era bisexual. Su criada, que era amiga mía, me informó
de que muchas veces Irma Griese tenía relaciones homosexuales con internadas, a
las que después mandaba al crematorio. Una de sus favoritas era una blocova,
que estuvo siendo su esclava una larga
temporada hasta que la
jefa del campo se cansó de ella.
Tal era de
corrupta la atmósfera de Birkenau, un verdadero infierno. Allí los nazis
conculcaban uno de los derechos más personales. Allí el amor se convertía en
una excitación degenerada para los esclavos y una diversión sádica para los
supervisores.
* * *
Yo tenía
miedo a Irma Griese. Una vez, ofrecí a cierta persona mi ración de margarina
como soborno para no tener que presentarme a ella. Hice la proposición a la
modista de la Griese, a la que llamábamos Madame Grete, que fuera en otro
tiempo dueña de un salón de, modas en Viena o en Budapest.
Madame
Grete se enojó conmigo.
—¿Por qué
quieres crearte dificultades? —gruñó—. A ti te toca ahora, sabes muy bien que
es mejor que hagas lo que te han dicho.
Pero ante
mis insistentes súplicas, me prometió ir corriendo a ver a la secretaria de la
blocova para conseguirse alguien que la ayudase a entregar el
guardarropa de Irma Griese.
Por la
mañana, me acordé de aquella cucharada de margarina. Sentí un vehemente deseo
de comérmela, pero no quería presentarme ante Irma Griese.
Llevé la
margarina a Madame Grete. Ella la aceptó y la guardó.
—Bueno,
vamos —me dijo.
Me eché a
temblar.
—¿Pero no
lo pudiste arreglar?
—No,
tienes que venir tú.
—Pero. . .
¿y mi margarina?
—Cuando
volvamos, te la daré. Ya sabes que no te la puedes llevar allá.
Cogió las
prendas escrupulosamente planchadas, me las echó sobre los brazos extendidos y
salimos. Teníamos un pase para salir de los terrenos del campo. Minutos
después, estábamos frente a la barraca en que vivía el "ángel rubio".
—No has
venido en el momento mejor. Esa fiera se ha vuelto loca —cuchicheó la criada
de Irma Griese a mi compañera.
—¡Ay, Dios
mío! —murmuró la modista—. ¡Ahora me va a moler a palos!
—No lo
creo —le dije, tratando de darnos ánimos a las dos—. Te pasas los días y las noches cosiendo
para ella, y no te da en pago ni una corteza de pan.
—¿Pero no lo sabes? —me preguntaron las dos
al mismo tiempo—. Griese es una sádica terrible.
A través de la puerta cerrada, se oían gritos
y restallar de latigazos.
—Otra vez le ha dado por ésas —dijo su
criada.
Nos pegamos a la pared de la barraca de madera.
Por un pequeño resquicio que se abría entre las tarimas, podía distinguir
parte del interior de la habitación. Alguien estaba gritando y quejándose a la
izquierda. A juzgar por el restallido de la fusta, estaba azotando a alguien
furiosamente. Con voz ronca y destemplada, Griese barbotaba maldiciones. Pero
lo único que se podía divisar desde donde yo estaba era el couch que
caía enfrente del ojo de la cerradura. Sin embargo, un momento después, la
escena se hizo más animada y dramática.
Griese se acercaba al sofá, arrastrando a una
mujer desnuda por el pelo. Cuando llegó al diván, se sentó, pero no soltó la
cabellera de la mujer, sino que fue tirando cada vez más de la mata
espesa de pelo, mientras descargaba una y otra vez, la fusta sobre las caderas
de la mujer. La víctima se veía obligada a acercarse más y más. Finalmente se
quedó de rodillas ante su verdugo.
—Komm hier —gritó Irma, dirigiéndose a un rincón de la
habitación que caía fuera de mi visión. De nuevo repitió:
—Ven acá. ¿Vienes o no?
Y blandió el látigo una vez más, obligando
brutalmente a ponerse de pie a la mujer.
Y de
pronto, en el espacio que podía y dominar desde mi observatorio, apareció la
figura de un prisionero. Era el apuesto georgiano. Lo conocíamos.
Aquel
hombre era increíblemente bello. Se dice que la raza georgiana es la que
produce los hombres mejor parecidos, y aquél era, por cierto, un ejemplar
perfecto. Tenía una estatura tan elevada que poco le faltaba para tocar con la
cabeza el techo de la barraca. A pesar del hambre y de los malos tratos,
conservaba todavía un pecho robusto de atleta. La cara se le había quedado
magra por las privaciones, pero sus rasgos fisonómicos eran acaso por eso más
atractivos.
La
historia de este georgiano bien plantado había circulado de boca en boca por
todo el campo. Lo había mandado al Lager de mujeres para reparar la
carretera. Allí había conocido a la delicada joven polaca que parecía una
virgen y que ahora se arrodillaba, desnuda, bajo los latigazos de Irma Griese.
La escena
no necesitaba explicación. La comprendimos perfectamente. Irma había visto a
aquel magnífico espécimen de virilidad, al arrogante georgiano, y se lo había
acaparado para ella, como cualquier potentado oriental. Le había mandado
presentarse en su habitación, pero cuando el digno joven, cuyo espíritu no se
había quebrantado ni por el cautiverio ni por la fama que tenía Irma de aterrar
a la gente, se negó a ceder a sus deseos, Irma trató de obligarle a hacerse su
esclavo, haciéndole mirar cómo atormentaba a la muchacha a quien él quería.
Ya me
imagino que este episodio parecerá absurdo e increíble al lector americano,
pero es absolutamente cierto, de la cruz a la fecha. Otros prisioneros de
Auschwitz que estuvieron en contacto con Irma Griese pueden atestiguar de su
veracidad punto por punto.
Desgraciadamente
(¿o no podríamos decir acaso gracias a Dios?), no pudimos quedarnos a ver el
fin de aquella escena, porque se nos acercó un guardián y tuvimos que
marcharnos a toda prisa. Esperamos a que nos llamase a su presencia la mujer de
las S.S.
Se abrió
la puerta. Primero salió el hombre. No se me olvidarán jamás sus ojos negros,
que echaban lumbre, y la ira que se reflejaba en su faz. Luego emergió la
muchacha polaca. Su estado era verdaderamente lamentable. Tenía cruzada la cara
de verdugones rojos, lo mismo que su escote. Aquella sádica no le había
perdonado siquiera el rostro.
Irma nos
mandó entrar. Estaba encendida y con dedos nerviosos se abotonaba la blusa.
Soltó una carcajada histérica.
—Muy bien.
Vamos a probarnos las cosas —ordenó.
Madame
comenzó a entregarle los vestidos. Yo me quedé en la habitación contigua
sosteniendo las prendas y temiendo, aterrada, que de un momento a otro me viese
Griese.
Aquello
fue una escena más de entre las muchas espeluznantes que presencié. Vi a
aquella hermosa bestia desnuda. Sólo llevaba una camisa, pero cuando se probó
las nuevas prendas interiores, se quitó todo sin el menor escrúpulo. Nosotras
no éramos para ellas seres humanos, ante los cuales fuese necesario el pudor.
La camisa que llevaba estaba hecha a su medida, pero le resultaba un tanto
ajustada por el busto. Con un solo movimiento, se la quitó y se la arrojó a
Madame a la cara.
—Ten esto
preparado para mañana por la mañana.
La modista
farfulló tímidamente:
—No pu.. .
puedo tenerlo para ma. . . mañana, porque. . . no tengo luz para coser.
Aquel
demonio desnudo se abalanzó contra la desventurada modista y la abofeteó en un
arrebato de cólera.
Yo apenas
osaba respirar. ¿Cómo podía una furia tan bestial cobijarse en un cuerpo tan
hermoso?
Minutos
después, Irma se recobró de su rabia, como si no hubiese ocurrido nada. Cuando
terminó la prueba, se espurrió indolentemente, bostezó, y como si estuviese
hablando a un par de criadas molestas, nos mandó:
—¡Heraus mit euch! (¡Fuera!)
Dejamos a
la rubia en combinación. Su blanca piel hacía resaltar el adorno del encaje
negro. No tenía nada de flaca, pero estaba bien formada; acaso fuesen un poco
demasiado grandes sus pechos. Tenía además unas piernas algo gruesas. Era la
primera vez que la veía sin las botas de las S.S. Me sentí feliz al observar
que tenía una pequeña imperfección, porque se jactaba demasiado de su belleza.
No volví a
ver al apuesto georgiano. La hermosa bestia lo había mandado fusilar. ¿Y la
muchacha? Nos enteramos de qué había sido de ella por la criada de Irma. El
"ángel rubio" la había mandado al burdel de Auschwitz.
CAPÍTULO XXIV
En
el Carro de la Muerte
Durante
meses y más meses, estuve haciendo lo posible por dar con algún rastro de mi
marido. Cada vez que cruzaba por nuestro campo un transporte de hombres, me
precipitaba a las alambradas con el corazón palpitante y pasaba revista con los
ojos a todos los prisioneros que llevaban uniforme listado. ¿No estaría entre
ellos? En mis sueños lo veía muchas veces trabajando en las minas, con los pies
hundidos en el agua hasta las rodillas, o desmenuzando piedra en la cantera. Yo
creo que no fueron menos de cien las veces que traté de mandarle unas palabras
hablándole de mí. Pero nunca supe si mis mensajes le llegarían. El caso es que
jamás tuve respuesta.
Imagínese
mi alegría cuando, al cabo de seis meses, me enteré a través de nuestro
servicio de resistencia de que estaba trabajando en el Campo de Buna, situado a
poco más de cuarenta kilómetros de allí. Era cirujano del hospital, el cual
estaba mucho mejor equipado que el nuestro. Desde entonces no sentí más que un
deseo: volverlo a ver. ¿Pero cómo me las arreglaría?
Después de
desechar mil planes, uno tras otro, llegué a una solución. En nuestro campo
había un bloque para locos. Los insensatos jefes del campo habían dispuesto
que, si bien las personas normales tenían que morir, los lunáticos debían
seguir con vida. La mayor parte de estos casos eran "interesantes",
por lo cual resultaban de valor para los sabios alemanes.
Dos o tres
veces por semana, eran llevadas algunas de nuestras locas a la estación
experimental de Buna, de donde las devolvían a Birkenau. Para aquellos
traslados, se utilizaban ambulancias con cruces rojas, las llamábamos
"camiones de la muerte", porque se empleaban también para transportar
a las víctimas a la
cámara de gas. Cada vez que se realizaban aquellos traslados, los locos eran
acompañados por unos cuantos miembros del personal del hospital. ¿Por qué no
podría yo ir también a Buna en calidad de enfermera con alguno de aquellos
convoyes?
Era evidente que en mi plan había numerosos
riesgos. En primer lugar, yo no tenía nada que ver con la barraca de los locos.
Para ellos había enfermeras especiales, a la mayor parte de las cuales conocían
los guardianes de las S.S. Me arriesgaba indudablemente a ser sorprendida si me
metía en lugar de alguna de ellas. Además, los transportes no siempre volvían
a la barraca. En cuanto se terminaban los experimentos, el material humano era
considerado como sacrificable y se lo llevaban a la cámara de gas. Otro peligro
era que me tomasen, no por miembro del personal del hospital, sino como loca,
cosa que fácilmente podría ocurrir.
Sin embargo, aquellas razones no eran
suficientes para mí. Estaba dispuesta a jugarme la vida. ¿No me la jugaba acaso
día tras día?
Logré pasar una nota a mi marido, en la que
le indicaba que me esperase cualquier día en el hospital de Buna.
Esta vez, me llegó una contestación. Mi
marido se pronunció enérgicamente contra tal cosa, describiéndome todos los peligros
que había. Sin embargo, añadió que si me empeñaba en intentarlo, debería por lo
menos tomar todas las precauciones posibles. A este efecto, el médico jefe de
la "Barraca de Locos" me podría ser útil.
Después de numerosos y estériles intentos, en
alguno de los cuales llegué a hacerme pasar por loca, logré por fin conseguir
un puesto en el famoso carro de la muerte.
Dos enfermeras supervisaron a siete u ocho
pacientes. Los tres centinelas de las S.S. que iban escoltándonos cerraron la
puerta y se sentaron junto al chofer.
No se me olvidará jamás aquel viaje de locos.
Excitados por los cambios, aquellos pobres perturbados se exaltaron más.
Empezaron a discutir entre ellos, se pelearon y gritaban a cuello tendido.
Tratamos de tranquilizarlos pero sin éxito. A veces nos abrazaban y nos
besaban, pero también nos escupían o nos llenaban de insultos.
El vehículo atravesó la población de
Auschwitz. Lo que vi por los cristales enrejados me dio la impresión de que
estábamos en un mundo irreal. Los hombres andaban libremente por las calles,
formaban colas, salían de la iglesia, entraban en los establecimientos
comerciales. Las amas de casa hacían sus compras, provistas de canastas. Los
niños jugaban. No había kapos, ni porras, ni triángulos en la ropa de la
gente. Aquello no era posible. Yo debía estar soñando.
El coche siguió avanzando. De cuando en
cuando venían algunos miembros de las S.S. a mirar por la ventanilla. El espectáculo
de las locas los divertía mucho.
Uno de los perturbados, verdadero
"Musulmán", estaba masturbándose todo el tiempo. Dos mujeres se
apretujaban una contra la otra, haciéndose el amor en el piso del vehículo.
Otro, que fuera anteriormente profesor de matemáticas en Polonia, demostraba
elocuentemente con numerosas gesticulaciones que el problema de la guerra podía
ser reducido a una simple ecuación con cuatro incógnitas: X, Y, Z, y V, o sea,
Churchill, Roosevelt, Stalin y Hitler. Había otros dos locos que, sin hacerle
caso, refunfuñaban o vociferaban. Si hubiese yo tenido que permanecer más
tiempo en el carro, creo que me habría llegado mi turno también a mí de perder
la cabeza.
Por fin, la ambulancia se detuvo. Habíamos
llegado al hospital de Buna. Unos cuantos enfermeros se ofrecieron a ayudarnos
a trasladar adentro a los enfermos, después de bajarlos del vehículo. Pasábamos
por la sección de cirugía cuando se abrió una puerta. Me encontré cara a cara
con mi marido.
Al mirarme, palideció. Yo me quedé plantada y
sin habla. Qué débil y avejentado estaba. Se le habían ensombrecido y ajado los
rasgos fisonómicos y tenía el pelo blanco. Bajo su blanca blusa de médico, le
vi los pantalones a rayas de los penados. No nos saludamos, porque no quisimos
que los guardianes se enterasen de lo que estaba sucediendo.
Los enfermos fueron trasladados a la sala de
experimentos. Allí, bajo la vigilancia de un doctor alemán, se les inyectaba
una sustancia nueva, con la cual se trataba de producir en su sistema nervioso
un shock. Las reacciones que acusaban eran observadas con gran
minuciosidad.
Mientras se realizaban estos experimentos y
los guardianes de las S.S. comían y bebían en la oficina del director médico
alemán, logré reunirme otra vez con mi marido. Nos encontramos en la sala de
operaciones, en medio de los instrumentos de pulido metal y rodeados de una
atmósfera saturada de éter y cloroformo. No había comparación ni parecido
ninguno entre nuestro miserable zaquizamí de Birkenau y aquel establecimiento
quirúrgico tan completamente equipado.
Los dos nos sentíamos tímidos y cohibidos,
hasta el extremo de que no sabíamos de qué hablar y
cómo romper nuestro silencio. ¡Tantas cosas habían ocurrido desde que nos
viéramos por última vez!... ¿Cómo íbamos a ser capaces de pronunciar palabra,
si todos nuestros pensamientos estaban llenos de amargura y tristeza? Ambos
teníamos en nuestros labios los nombres de nuestros hijos y de mis padres, así
como los de tantos y tantos amigos a los cuales habíamos visto perecer. Pero no
pronunciamos nombre ninguno.
Fue él
quien primero logró hacerse fuerte y murmurar unas palabras para darme
alientos. En unas cuantas frases sobrias y rápidas, me contó lo que había sido
de él y la satisfacción que le producía estar en condiciones de poder aliviar
los sufrimientos de tantos seres humanos prisioneros allí. Estaba junto a la
mesa de operaciones desde por la mañana hasta por la noche.
Hizo todo
lo posible por consolarme y animarme. Me recomendó encarecidamente que no me
desesperase ni desmayase, porque teníamos una tarea que cumplir en la vida. Era
necesario que viviésemos para dar testimonio de lo que habíamos visto, y
teníamos que trabajar hasta que llegase el día de la justicia final. Por último
me suplicó que no volviese a arriesgar más mi vida intentando verlo de nuevo
en Buna. Además, añadió, aquellas excursiones probablemente pronto quedarían
suprimidas.
Y así
sucedió, porque, efectivamente, aquél fue el último viaje, como había de
enterarme unos cuantos días después.
¡Qué
raudamente pasó el tiempo! Ya los perturbados estaban siendo llevados hacia la
ambulancia. Habían quedado completamente exhaustos con los experimentos de que
habían sido objeto. Yo tenía que reunirme con ellos.
Desde el
camión, volví a ver a mi marido. Estaba de pie a la puerta del hospital. Tenía
el rostro surcado de arrugas de angustia. Es la última vista que recuerdo de
él.
Más tarde
me enteré de lo que había sucedido. Un prisionero francés liberado me escribió
para decirme que el campo de Buna había sido evacuado y que se habían llevado
a los internados para una larga jornada de camino. A pesar de la orden
explícita de los alemanes, mi marido se inclinó para ayudar a un internado
francés que se había desmayado. Trató de dar al pobre hombre una inyección de
alguna sustancia estimulante para que pudiese continuar andando. Pero un
guardián de las S.S. disparó en el acto contra los dos, matándolos.
CAPÍTULO XXV
En
el Umbral de lo Desconocido
La mañana
del 17 de enero de 1945, aparecieron tropas de las S.S. en el hospital,
recogieron todos los instrumentos de algún valor y los cargaron en camiones.
A
medianoche, llegaron más S.S., quienes nos ordenaron llevar inmediatamente las
fichas de los enfermos y las gráficas de temperatura al "buró
político". En menos de una hora, estaban los documentos reunidos frente a
las oficinas de dicho departamento. Los amontonaron sobre el suelo y formaron
una verdadera montaña de papeles. Entonces, llegó un guardián de las S.S. y les
prendió fuego a toda prisa.
La Lageralteste
convocó después al personal del hospital y nos anunció que era inminente la
evacuación del campo. Teníamos que recoger nuestros efectos más indispensables
y ponernos cuanta ropa de abrigo pudiésemos. Según las noticias que había
recibido, íbamos a partir con dirección al interior de Alemania. Sin embargo,
añadió con tristeza, no era improbable que hubiese algún cambio de planes.
—"Ellos"
—así se expresó— pueden tomar otra decisión con respecto a nuestro destino.
En todo
caso, las enfermas tenían que quedar detrás.
No
podíamos hacernos demasiadas ilusiones. Los alemanes se proponían
indudablemente exterminar a nuestras pacientes; aunque también podían ser
sorprendidos de repente por los rusos, quienes ya no debían de andar muy lejos.
Por lo que
atañía a nosotras, no sabíamos a qué carta quedarnos. Estábamos en un dilema:
¿no sería más prudente esconderse en cualquier rincón del campo y esperar a
que llegase la hora de la liberación? ¿O convendría, acaso, partir con el resto
y tratar de escaparnos mientras íbamos de camino? Cualquiera de las dos
soluciones tenía sus peligros. Pero la evacuación hacia el interior de
Alemania no podía terminar más que en la muerte.
Corrieron
rápidamente los planes que se estaban tratando, de evacuación del campo. Una
tensa muchedumbre de prisioneras se apretaba contra las alambradas de púas que
separaban el campo de los hombres del de las mujeres. Lo mismo ocurría del otro
lado de la valla. Eran los maridos, los novios, los amigos que venían a
despedirse, porque no sabían si volverían a verse jamás. Todos tenían algo que
decirse y todos estaban emocionados. A través de las alambradas se comunicaban
a gritos direcciones y lugares de cita donde podrían encontrarse después de
acabada la guerra. Como estaba terminantemente prohibido tener nada escrito,
todos debían grabar profundamente en la memoria aquellas señas.
Se
imponían los rumores más alarmantes. Algunos aseguraban que nos iban a
asesinar a todos en la carretera. Otros anunciaban que los rusos se
presentarían allí en unas cuantas horas y que sería mejor que los esperásemos
sin cambiar de lugar.
El
hospital fue testigo de escenas desgarradoras. Las enfermas estaban aterradas.
Las que no tenían ya fuerzas para levantarse se dejaban caer de la cama,
reclamando su ropa. Les distribuimos lo que teníamos, pero sólo pudimos vestir
a unas cuantas. Obedecimos las órdenes y continuamos atendiendo a nuestras
pacientes. Además no íbamos a marchar todas juntas. Algunas, entre las cuales
estaba la doctora italiana Marinetti, se habían propuesto quedarse allí a toda
costa. Otras no se sentían lo suficientemente fuertes para emprender un largo
viaje.
Pero las
enfermas no se resignaban. Las que no tenían ropa que ponerse se envolvían en
sus mantas. Nadie tenía calzado ni medias, y se entabló una verdadera batalla
por la posesión de unas docenas de pares de zapatos de madera que los alemanes
habían desechado... y que tocaban a un par por cada veinte pacientes. Se
utilizaban para ir a los evacuatorios.
Durante
aquella mañana los alemanes nos reunieron en la Lagerstrasse en columnas
de a cinco en fondo. Nos hicieron esperar una hora o dos, a pesar de que el
frío era crudo. Luego nos mandaron de nuevo a las barracas.
Por la
tarde llegó el nuevo comandante del campo, escoltado por una gran comitiva.
Inmediatamente se llevó a cabo una severa selección. Todas las enfermas, y
hasta las que no estaban oficialmente enfermas, pero que no parecían gozar de
buena salud, fueron mandadas otra vez a las barracas. Muchas de ellas
lloraban. Otras intentaron escabullirse entre los grupos de las que se iban.
Pero los S.S., siempre carentes de entrañas, las persiguieron a palos y a tiros
de revólver.
Según
estábamos esperando, abandoné las filas para hacer las últimas visitas a las
enfermas. Habían desaparecido totalmente el orden y la disciplina. La mayor
parte de las pacientes se habían tirado de la cama y vagaban alrededor de la
estufa que había en medio de la habitación. Algunas habían invadido el cuarto
de la blocova y con los alimentos que habían encontrado acaparados
allí, estaban haciendo plazki en una sartén.
Yo tenía
que volver a ocupar mi puesto en las filas, pero puse unas cuantas inyecciones
a las que sufrían más para tranquilizarlas. Todavía no sabía a qué carta
quedarme. ¿Debería permanecer allí? ¿O sería mejor marchar con las demás?
Alguien me llamó. Una compañera había venido a darme un aviso.
Cuando me
reuní al grupo, vi una larga cola que empezaba a desfilar por el campo de los
hombres del otro lado de las alambradas de púas.
Eché una
mirada sobre el vasto campo de Birkenau. Ante los Campos F. D. C. y B-2 ardían
grandes montones de papel. Los alemanes estaban destruyendo todo rastro
documental de sus crímenes. Indudablemente, no querían que cayesen aquellos
papeles en las manos de los rusos.
Minutos
después, se presentó precipitadamente una prisionera y nos dijo:
—
¡Prepárense a toda prisa! Creo que vamos a salir inmediatamente después de los
hombres.
Se
abrieron las puertas, y un destacamento de guardianes de las S.S. se lanzó a
nuestro campo. Nos dispersamos para agarrar nuestros bultos. De repente me
acordé de que no teníamos alimentos. Si íbamos a estar viajando varios días,
nos moriríamos de hambre.
— ¡Alto!
—grité a mis compañeras, que corrían hacia las barracas—. No podemos salir sin
pan. ¡Vamos a tirar la puerta del almacén!
Dije
aquello con tal firmeza y autoridad que ni yo misma reconocí mi voz. Bastantes
de mis compañeras se detuvieron. Repetí lo que acababa de decir. Empuñamos los
zapapicos que habían dejado los trabajadores y nos lanzamos al almacén.
Pasaron
dos hombres de las S.S. en bicicleta, pero no les hicimos caso. Nos pusimos a
demoler la puerta. Pronto nos apoderamos de todo el pan que quisimos.
Entonces
nos sentimos invadidos por una ráfaga de furor destructivo. Estábamos
intoxicadas con nuestro éxito. Acabábamos de destruir algo en un lugar en que
hasta entonces habíamos sido víctimas del furor destructivo de otros.
—¡Abajo el
campo! —gritamos como locas—. ¡Abajo el campo! ¡Viva la libertad!
Aquella
escena era la realización de muchos sueños que había yo abrigado hasta entonces.
Cuántas veces torturada por el hambre había dicho a mis compañeras:
—Cuando
los rusos estén cerca, saquearemos los depósitos de pan.
—Oh, ésa
es una idea fija tuya —solían contestarme, echándose a reír.
Cuando nos
hicimos con suficientes provisiones, me precipité a la barraca y arreglé mis
pertenencias. Tenía listo mi paquete; arrollé la manta y la até a los dos
extremos, como el de un soldado.
Estaba
frenética de emoción. Sentía que me ardían las mejillas. El enemigo estaba
próximo a desplomarse. Había colaborado en el primer movimiento por la
liberación de los oprimidos, de los humillados y de las masas diezmadas.
Nos
lanzamos alegremente hacia la salida del campo. Oíamos detonaciones lejanas.
¿No eran aquellos los cañones que se acercaban?
Treinta
guardianes estaban formados a las puertas. Antes de dejarnos salir, nos
examinaron una a una a la luz de una lámpara de mano. Aquello iba a resultar
otra selección. Las que fueron consideradas demasiado viejas o demasiado
débiles eran empujadas otra vez al interior del campo.
Ya fuera
del campo, tuvimos que formarnos, como estábamos acostumbradas de tantas
veces, en columnas de a cinco en fondo. Comenzó otro nuevo periodo de espera,
que duró aproximadamente unas dos horas, porque el convoy iba a constar de
seis mil mujeres.
Luego los
soldados de las S.S. cerraron las puertas del campo de concentración. Alguien
gritó una orden. Nuestra columna se empezaba a movilizar. ¿Sería posible?
¡Estábamos saliendo de Birkenau. . . con vida!
Después de
haber recorrido alguna distancia, llegamos a una vuelta de la carretera. Desde
allí volvimos la vista para mirar por última vez a Birkenau, donde habíamos
tenido que arrostrar tan increíbles penalidades.
Se me vino
a la memoria aquella tarde en que, rodeada de mis seres queridos, había llegado
allá. Un océano de luz bañaba el campo. Ahora todo estaba hundido en las más
profundas tinieblas, y sólo las cenizas incandescentes de los documentos en
que constaban las incineraciones llevadas a cabo en los crematorios, proyectaban
una luz macilenta sobre las barracas, sobre los perros policías y sobre las
alambradas de púas.
Pensé en
mis padres, en mis hijos, en mi marido. El dolor y el remordimiento, que no me
habían abandonado por un instante en todo mi cautiverio, me clavaron más
hondamente sus garras en el corazón. ¡Ah, sabía bien claro lo que tenía que
hacer! ¡Tenía que vengar a mis seres queridos! Para ello necesitaba
reconquistar mi libertad. Para ello me fugaría... si podía.
Se empezó
a escuchar un misterioso estruendo lejano... nos dijeron que estaba librándose
un duelo de artillería un poco más lejos del bosque. ¡Entonces, aquello quería
decir que nuestros liberadores estaban ya a tiro de cañón!
Los
hombres de las S.S. nos metieron más prisa, obligándonos a caminar a paso
rápido. Las luces de Birkenau fueron haciéndose cada vez más pálidas y
diminutas. Birkenau, el matadero más grande de la historia del hombre, fue
poco a poco desapareciendo de nuestra vista.
CAPITULO XXVI
La
Libertad
Los
guardianes de las S.S. que nos rodeaban iban conduciéndonos corno a un rebaño
por la carretera de Auschwitz. Hacía un frío intenso, y el aire se nos clavaba
como un cuchillo a través de nuestros andrajos. Sonaban tiros a lo lejos. El estruendo
de poderosas armas de fuego fue haciéndose cada vez mayor. Las detonaciones
parecían irse aproximando y se multiplicaban con rapidez. Surcaban el cielo de
cuando en cuando las estelas encendidas de los cohetes. Los rusos estaban
indudablemente desencadenando un asalto a fondo.
Nos fuimos
alegrando más y más a medida que la noche se rajaba de fogonazos brillantes. El
retumbar de la artillería en la distancia era el mejor adiós musical a
Auschwitz.
Nos hacían
caminar cada vez más aprisa. Los guardianes alemanes estaban positivamente
alarmados. Nos obligaron a andar tan aprisa que ya no sentíamos el frío, porque
teníamos la ropa empapada de sudor. Los perros, como si percibiesen el peligro
que estaban corriendo sus amos, se habían puesto tensos y agresivos. Enseñaban
los dientes y nos ladraban furiosamente, prestos a atacar a cualquiera que
abandonase la formación.
El campo,
que no hacía mucho tiempo estaba bañado en luz cegadora, ahora quedaba sumido y
engolfado en la oscuridad. Unas horas antes, habíamos estado esperando esta
retirada. Ahora, a medida que avanzábamos, nos entraba aprensión sobre adonde
nos estarían llevando. ¿Qué nuevas maldades maquinarían los alemanes antes de
nuestra liberación? Pese a las experiencias que teníamos de los meses pasados,
no éramos capaces de suponer los horrores que podían esperarnos.
Éramos seis
mil mujeres las
que caminábamos sobre
la carretera rural cubierta de nieve. A cada pocos metros, veíamos
cadáveres que tenían la cabeza aplastada. Evidentemente, nos habían precedido
otros grupos de prisioneros. Dedujimos que los hombres de las S.S. se habían
comportado con mayor brutalidad que nunca. No comprendíamos qué motivos
pudiera haber para ello; pero estábamos acostumbradas, en medio de todo, a
asesinatos sin justificación, porque aquellos hombres habían degenerado en
bestias.
El primer
día observé que varias de mis compañeras se amontonaban al borde de la
carretera, rogando que se les permitiese subir a un carro arrastrado por
caballos, que era guiado por un guardián alemán y que acompañaba a nuestro
grupo. Les di la razón, y yo estaría dispuesta a hacer otro tanto para
conservar fuerzas. Luego advertí que de cuando en cuando el carro se quedaba
rezagado detrás de la columna. Cuando reaparecía, las prisioneras que iban en
él no eran las mismas. Me eché a temblar.
La
tragedia de una doctora compañera mía me hizo caer en la cuenta de la terrible
y cruda verdad. Me refiero a la doctora Rozsa, la anciana checa. Su vitalidad
iba decayendo por momentos. Traté de darle ánimos y ayudarla, pero estaba
desfondada y cada vez se iba quedando más y más atrás, hacia el fin de la
columna. Sus fuerzas se extinguían rápidamente. Me suplicó que la abandonase a
su sino y siguiese adelante. Insistí en quedarme con ella, pero no me lo
permitió.
Después de
mucho razonar y discutir, la dejé. Me pareció que la abandonaba a una suerte
incierta, pero no a una muerte segura. De pronto se me ocurrió mirar hacia
atrás y vi cinco guardianes de las S.S. cubriendo la retaguardia de la columna.
El del medio se volvió y extendió el brazo derecho hacia la doctora Rozsa,
quien se había quedado plantada en medio de la carretera. Cuando cayó en la
cuenta de lo que significaba su ademán, levantó las manos a los ojos,
horrorizada. Se oyó un tiro seco, y la doctora Rozsa cayó muerta en la
carretera.
Entonces
comprendí la perspectiva que esperaba a las que se iban rezagando o subían al
carro de caballos. Caí en la cuenta de lo que significaban los ciento
diecinueve cadáveres que había contado en sólo veinte minutos de marcha. No
incluí los cuerpos tirados en las zanjas o cunetas de ambos lados de la
carretera.
Los
guardianes de las S.S. estaban armados de ametralladoras y granadas de mano.
Tenían órdenes de liquidar a las seis mil presas, en el caso de ser
sorprendidos por un avance ruso, para que los rusos no pudiesen liberar a
ninguna.
Vi que
íbamos de verdad en línea recta hacia la muerte. Una vez más, empecé a pensar
en la posibilidad de una fuga. Mi cerebro funcionaba calenturientamente.
Resolví que yo no debía ser la única que escapase. Me acerqué apresuradamente a
mis amigas Magda y Lujza, y les dije lo que había visto y lo que tenía
planeado. Estaban dispuestas a seguirme pero debíamos esperar a que llegase un
momento favorable.
Mientras
tanto, fuimos pasando por varias aldeas polacas. No soy capaz de expresar los
sentimientos y emociones que la vista de la vida civil normal produjo en mí.
Las casas tenían las ventanas cubiertas de cortinas, tras las cuales vivían
gentes libres. Vi la placa de un médico, que anunciaba las horas corrientes de
visita y consulta.
Entre
tanto, muchas compañeras nuestras de cautiverio habían sucumbido. Procuramos
colocarnos en las primeras filas, con objeto de no ir a parar a la cola si
teníamos que detenernos un momento.
Nuestro
grupo pasó la primera noche en una cuadra. Mis amigas y yo nos despertamos
antes que las demás, porque queríamos estar en la primera fila de la columna.
Todavía era de noche. Apenas acabábamos de formar nuestra fila, cuando las
primeras cinco que caminaban delante de nosotras, guiadas por los S.S., se
separaron. Las ordenaron a voces que se detuviesen, pero aquel grupo disidente
siguió avanzando con resolución. La consecuencia fue que mis amigas y yo nos
encontramos de pronto en la primera fila de la columna principal. Varias
polacas que estaban cerca de nosotras empezaron a discutir no sé sobre qué. La
verdad era que el ambiente se estaba haciendo ya intolerable, acrecentando mi
propósito de escapar. Hice una seña a mis compañeras y me separé de la columna,
echando a correr detrás del grupo de disidentes. Pero caminaban a paso rápido y
no pudimos alcanzarlas.
Ahora ya
nuestra suerte estaba echada. Habíamos quemado las naves. ¿Hacia dónde nos
dirigiríamos? Imposible pensar en volver atrás. Como todavía estaba oscuro, los
guardianes no habían observado nuestra maniobra, aunque a sus oídos llegó rumor
de pasos y divisaron siluetas fugitivas. Entonces rompieron a gritar: —¡Stehenbleiben!
Durante
toda la retirada, no habíamos oído más palabras, (como no
fuesen maldiciones e interjecciones), que "¡Stehenbleiben!"
o "¡Weiter gehen!" Estas órdenes de alto o de seguir avanzando
eran, en general, repetidas estruendosamente a coro por millares de
prisioneras. Creí volverme loca escuchando aquellas palabras una y otra y otra
vez. Pero ahora, estas órdenes iban subrayadas por las detonaciones y los
disparos. Ya no había coro ninguno que las remedase. Esta vez, o moría o me
fugaba definitivamente.
Me dieron
lástima Magda y Lujza. Estaban asustadas, pero me fueron siguiendo los pasos. De
vez en vez nos tirábamos al suelo o gateábamos por detrás de los montones de
nieve para escapar a las andanadas que nos soltaban los alemanes.
Afortunadamente, todavía los albores de la aurora no empezaban a iluminar el
cielo. Después de mucho caminar cuerpo a tierra y a gatas, llegamos a una
vuelta del camino y encontramos un escondite.
Divisamos
el campanario de una iglesia. Hacia él nos dirigimos. Cuando llegamos a la
pequeña aldea polaca, nos lanzamos hacia la iglesia.
Había un
hombre en pie a la puerta. Al ver nuestras trazas, cayó en la cuenta de que
debíamos habernos fugado, y nos indicó con la mano una casa. Su gesto quería
decir que podíamos encontrar allí albergue.
Mientras
tanto, una patrulla alemana de seguridad se acercaba al patio de la iglesia.
Cuando vimos los soldados, nos abalanzamos hacia la casa. Era una construcción
bastante grande. Junto al edificio mayor había un granero. La puerta estaba
cerrada, pero había una pequeña brecha en una de sus paredes... Parecía como si
la Providencia nos la hubiese abierto para sacarnos de aquel apuro.
Conseguimos colarnos por ella. Subimos al pajar, que estaba lleno casi hasta el
tejado y nos escondimos en el bálago.
Los
patrulleros alemanes, que habían visto sombras fugitivas, se lanzaron al patio,
pero, afortunadamente, estaban buscando a unos cuantos jóvenes. El ama de la
casa les dijo que no había ningún extranjero en el interior; que lo que quizás
hubiesen visto, fuesen tres hijos suyos. A pesar de todo, los alemanes
registraron toda la casa. Luego se aproximaron al granero, pero, no sé por qué
motivo, decidieron desistir de la búsqueda, prometiendo volver por la tarde.
Apenas
pudimos gozar un momento de nuestra buena suerte, porque en seguida subió una
criada al pajar y nos descubrió. Tras ella llegó su amo, el cual nos prometió
que no diría nada a los alemanes, pero que íbamos a tener que marcharnos de allí. Siguió una
larga conversación, y el hombre pareció ceder un poco. Por fin, transigió con
que nos quedásemos en el granero aquel día y aquella noche, mientras él buscaba
entre tanto otro escondite donde pudiéramos ocultarnos. Su esposa que era una
buena mujer, nos trajo comida. Hacía tanto tiempo que no comíamos manjares
civilizados, que no fuimos capaces de identificarlos. Después de pensarlo
mucho, caí en la cuenta de que sólo se trataba de pan untado de grasa o
manteca. Sólo era pan con grasa, y en un granero... pero entre gente libre.
¡Mejor no podía ser el maná del Paraíso!
A primera hora de la mañana siguiente,
nuestro huésped vino a despertarnos. Teníamos que seguirle a un nuevo escondite.
Sin embargo, nos advirtió que si encontrábamos alguna patrulla alemana, haría
como que no nos conocía, y nosotras teníamos que conducirnos como si no lo
hubiésemos visto en la vida.
Sus consejos nos resultaron muy útiles. De
pronto, nos topamos con una patrulla alemana. Pero tuvimos la suerte, de que en
aquel mismo momento, cruzó el aire un cohete, sin duda ninguna procedente del
ejército ruso que se acercaba, y los alemanes se tiraron a tierra. Aprovechamos
la ocasión para salir corriendo hacia la casa que iba a ser nuestro refugio.
El amo de ella nos permitió ocultarnos en el
establo. Pero al día siguiente, nos llevó a su mejor habitación, que era una
alcoba.
Allí se acurrucaron en las camas la vieja
pareja, su hija y Magda. Mientras yo dormí con Lujza en el suelo. Los soldados
alemanes también vigilaban por allí, porque la comarca seguía todavía ocupada
por ellos. Indudablemente, no era prudente salir de la habitación.
Cierta mañana, cuando me pareció que estaban
lejos los alemanes, me fui a la cocina para hacer unas galletas de Transilvania
como regalo a la familia. Cuando más afanada estaba en mi tarea, entró
inesperadamente un, soldado alemán en la cocina. Me miró, sorprendido, y empezó
a hacerme preguntas. ¿Quién era yo, y cómo no me había visto antes? Le contesté
que era una parienta de los dueños de la casa que acababa de llegar para
hacerles una visita. Le conté que mi madre estaba enferma y postrada en cama,
en una de las casas del pueblo, y que generalmente me pasaba el día entero
atendiéndola.
No sé si
me creería o no, pero a partir de entonces intensificó su odiosa compañía
conmigo y con la familia. Alguna vez me trajo chocolates. Un día, llegó con
varios amigos y me invitó
a que tomase parte con ellos en sus juegos. Mis amigas, que me observaban desde
la otra habitación, notaron compasivamente que me vi forzada a fraternizar con
hombres a quienes odiaba y despreciaba por haber sido los asesinos de mis seres
queridos.
Los cañonazos fueron oyéndose cada vez más
fuerte. Los rusos estaban avanzando, sin lugar a dudas. Los alemanes que habían
establecido allí sus cuarteles recibieron órdenes de prepararse para la
retirada. Fui testigo de cómo y dónde plantaron sus minas, y hasta presencié
una explosión prematura que mató a dos soldados.
A través de mis conversaciones con aquellos
hombres, pude deducir que consideraban muy precaria su situación. Pero no
querían admitir que hubiesen perdido la contienda. Repetían una y otra vez que
el Reich era demasiado fuerte para perder la "victoria final". No nos
sorprendía oírles hablar así, porque en la localidad se editaba un periódico de
combate, cuyo propósito era mantener en alto su espíritu. Durante la primera
semana, todavía seguía hablando, aunque débilmente, de avances militares. Pero
la semana siguiente, ya anunció que Alemania estaba en peligro, pero que
"los héroes alemanes la salvarían". Una semana más tarde, declaraba
que: "La Providencia salvaría a Alemania porque Alemania siempre había
obrado en nombre de la Providencia".
El destino debía haber dispuesto que yo,
quien había sobrevivido a los horrores de un campo de concentración y de su
evacuación presenciase la retirada de la Wehrmacht en derrota. Jamás
olvidaré aquella noche en que llegaron a la casita polaca los últimos
zapadores, extenuados y cubiertos con sus blancos capotes de capucha. Se
sentaron en la mejor habitación, en la cocina, se acomodaron por todas partes;
comieron y bebieron cuanto veían a podían atrapar. Se les derretía la nieve de
sus blancos gorros. Acaso desde que naciera el Tercer Reich, no se les habían
servido jamás con tan buen deseo como aquella noche. Estaban asistiendo a su
velorio, y yo experimenté una alegría como nunca en mi vida al observar a
aquellos superhombres cansados, que se encorvaban sobre sus rifles o se
apoyaban contra la pared, y hasta se tendían en el suelo, completamente
dormidos.
Sin embargo mi alegría duró poco. Porque, al
retirarse aquellos hombres, se llevaron un gran número de mujeres de la aldea,
entre las cuales iba yo. Durante tres días estuve atada por las manos a un
carro de tiro y, como si fuera una esclava me obligaron a seguir caminando.
No me volví loca, gracias a lo que veían mis
ojos según íbamos marchando. Las carreteras estaban atestadas de alemanes
fugitivos y de colaboradores suyos, quienes, después de tantos años de robar y
saquear, apenas podían llevarse su botín. Los soldados se batían en retirada,
cabizbajos y presas de pánico: había camiones que transportaban cañones y
ametralladoras; caballos, espantados y sin jinetes, salían locamente de
estampida; aldeas enteras se despoblaban y caminaban delante de los caballos
alemanes; y los camiones de la Cruz Roja, tan temidos en Auschwitz, trasladaban
ahora alemanes heridos a territorio más seguro. Todos eran indicios de
verdadero caos. Ya la capitulación total no podía ser más que cuestión de
días.
Cruzó por mi mente una nueva idea, que a
punto estuvo de hacerme perder la razón. La aldehuela polaca que acabábamos de
abandonar estaría a estas horas probablemente liberada. Empecé a morderme las
cuerdas que sujetaban mis manos.
Bastantes madres jóvenes y muchachas, que
como yo, caminaban amarradas a los carros, no pudieron aguantar el frío, el
hambre y el terror de las marchas forzadas, y perecieron. Nadie desató los
cadáveres, y siguieron adelante, arrastrados por los vehículos. Los alemanes ya
no se fijaban en nada; su único pensamiento era escapar de aquel territorio
amenazado.
Pasamos la tercera noche de nuevo en un
establo. Los alemanes se tiraron sobre la tierra. Estaban bebiendo en su
mayoría. Mi captor se consiguió unas cuantas botellas y comenzó también a
empinar el codo.
A altas horas de aquella noche, mis tres días
de roer constantemente las cuerdas fueron coronados por el éxito, porque, por
fin, se me cayeron de las muñecas. Pero tenía las encías doloridas y
sangrantes, y me rompí algunos dientes.
Todo estaba en el más profundo y cansado
silencio, y sus ronquidos se imponían a cualquier otro ruido. Intenté
escabullirme entre el grupo de los que dormían, pero el que guiaba el carro al
cual había estado amarrada se incorporó sobre el codo. Estaba borracho, aunque
todavía conservaba la lucidez suficiente para disparar si creía que estaba
tratando de fugarme. Tenía que escoger entre su vida y la mía. Agarré una de
las botellas que había por allí y se la descargué con toda mi fuerza sobre la
cabeza. El vidrio se hizo añicos, y el alemán se desplomó de bruces. Desde el
umbral, miré hacia atrás. Ya no se movía. Sentí asco en el estómago. Aunque se
tratase de un nazi aborrecible, el pensamiento de matar me producía una impresión
horrenda.
El espectáculo no había cambiado fuera de la
carretera, como no fuese porque había más soldados alemanes en fuga
desesperada. No me atreví a echar a andar en dirección contraria, porque
hubiese dado lugar a que sospechasen de mí. Me decidí por los caminos
secundarios, aunque también estaban atascados de hombres que huían en la misma
dirección. No me quedaba más remedio que esconderme entre las casas y procurar
evitar a los soldados.
Llevaba oculta creo que horas, cuando divisé,
por fin a una mujer. Me armé de valor y le hablé. Pero los soldados alemanes
seguían todavía ocupando su casa, y no podía admitirme. Sin embargo, me llevó
hasta un río y me indicó una casa perfectamente iluminada que había en la otra
orilla. Si atravesaba a nado la corriente, me dijo, estaría a salvo. Los
alemanes estaban evacuando aquel pueblecillo.
Era febrero. El río arrastraba grandes
témpanos de hielo. Además, ya empezaba a alborear. Pronto sería demasiado peligroso,
porque me verían nadando. Pensé en Auschwitz. Allí siempre había estado
dispuesta a aventurarme a cualquier cosa. Por fin, fui bajando hacia la orilla.
Si había sobrevivido a las cámaras de gas, bien podría sobrevivir al río.
Según fui descendiendo, la buena campesina se
santiguó y se cubrió los ojos con las manos. Completamente vestida y tal como
estaba, me tiré a las aguas heladas del río.
Cuando llegué a la otra margen, ya había casi
amanecido. Todavía no estaba liberada la aldea, pero los alemanes la abandonaban,
y aquella casa tan brillantemente iluminada estaba vacía. Más tarde me enteré
que sus habitantes se habían escondido en cuevas, porque su pueblo, situado en
medio de un bosque, era el centro de un fuerte ataque, y tanto los alemanes
como los rusos estaban cañoneándolo. Siguió una batalla terrible y enconada,
pero no llegó a su punto álgido sino al caer la noche. Los rusos tiraron sus
"velas de Stalin", y por un momento, el lugar quedó bañado de luz.
Fuera, yo seguí gozando de aquel espectáculo
inolvidable. Estaba demasiado fascinada, y quizás demasiado asustada, para
correr. Las casas desaparecían en pocos momentos bajo el nutrido bombardeo. El
silbido de las balas de ambos lados producían una música macabra. Sin embargo,
pude distinguir relinchos nerviosos de caballos, el carburar de motores a toda
velocidad, y hasta gritos y voces. Desde la derecha, donde estaban los rusos,
las voces me llegaban cada vez más claras, mientras, simultáneamente, los
ruidos de la izquierda disminuían. No me cupo duda de que el poder alemán se
tambaleaba. La Wehrmacht se batía de nuevo en retirada.
El amo de la casa, quien me había visto
acercarme, fue a recogerme. Estaba seguro de que había muerto en el bombardeo.
Cuando los campesinos empezaron a emerger de sus cuevas con las mejillas rojas
y los ojos insomnes, creyeron al verme que tenía pacto con el diablo y miraron
a otro lado. Yo no intenté explicarles lo que significaba para mí haber sido
testigo de una victoria sobre los alemanes.
Todos estaban seguros en afirmar que todavía
pasarían tres días antes de que llegasen los rusos. Sin embargo, aquella misma
noche, las tropas de choque rusas se abrieron camino y tomaron el pueblo.
Inmediatamente cambió el aspecto de la
aldehuela. No hacía mucho que habíamos visto a la Wehrmacht y a las
unidades de las S.S. dando por todas partes órdenes en alemán. Ahora
escuchábamos un idioma nuevo, un idioma extraño para nosotros, y estábamos
delante de gente a quien jamás habíamos visto. . . ¡Pero nos habían obsequiado
con el mejor regalo que la vida puede dar... la libertad!
CAPÍTULO XXVII
Todavía
Tengo Fe
Al mirar
hacia atrás, yo también quiero olvidar. Yo también anhelo la luz del sol, la
paz y la felicidad. Pero no resulta tan fácil desechar los recuerdos de la
Gehenna cuando han quedado destruidas las raíces de la vida y no se tiene nada
vivo a qué poder regresar.
Al
escribir estas memorias personales, he tratado de cumplir el mandato que me
confiaron los muchos compañeros de cautiverio en Auschwitz que perecieron de
muerte tan horrible. Éste es mi homenaje fúnebre para ellos. ¡Que Dios haya
acogido en su seno sus desventuradas almas! No hay infierno que pueda
igualarse al que ellos hubieron de padecer.
Pero, francamente,
quiero que mi libro signifique algo más que eso. Quiero que el mundo lea lo que
he escrito y se decida a que esto no vuelva a ocurrir jamás de los jamases. No
me cabe en la cabeza que después de haber leído este relato, queden dudas
sobre el asunto. Aún en estos momentos, en que trazo con mi pluma las últimas
palabras, surgen ante mí figuras silenciosas, que, en su mutismo, me ruegan
que cuente también su historia. Puedo resistir el recuerdo de los hombres y de
las mujeres, pero me persiguen los fantasmas de los niños pequeños... de los
pequeños duendes...
El 31 de
diciembre de 1944, el Alto Mando de las S.S. pidió al campo de Birkenau que le
mandase un informe general sobre los niños internados. A pesar de las
selecciones originales, quedaron todavía muchos de estos pequeños que habían
sido separados de sus familias. Los alemanes resolvieron que tenían que
desaparecer... y que había que hacerlo rápidamente y a bajo costo.
¿No
convendría arrojarlos a un foso de cemento, derramar gasolina sobre ellos y prenderles fuego, como
siempre se había hecho antes? No, la gasolina escaseaba. Y las municiones
hacían falta en el frente.
Pero los alemanes siempre tenían recursos
para todo. Recibimos la orden de "bañar" a los niños. En Birkenau no
se discutían las órdenes. Había que cumplirlas, por repugnantes e innobles que
fuesen.
Por la interminable carretera del campo de
concentración, que había sido el Vía Crucis de tantos millares de mártires, los
pequeños prisioneros empezaron a avanzar en larga procesión. Se les había
cortado el pelo. Tropezábanse con los pies descalzos y cubiertos de andrajos.
La nieve se había derretido bajo sus pies, y la carretera del campo estaba
cubierta de hielo. Algunos pequeños se caían. A cada caída seguía un latigazo
de la fusta cruel.
De repente, volvió a nevar. Los niños se
tambaleaban en su marcha hacia la muerte, con sus harapos cubiertos de blancos
copos. Guardaban silencio bajo los latigazos, un silencio tan profundo como el
de los pequeños duendes de la nieve. Y seguían adelante, titiritando, incapaces
ya de llorar, resignados, exhaustos, aterrados.
El pequeño Thomas Gastón se cayó. Sus grandes
ojos oscuros, brillantes de fiebre, parecían fascinados por el látigo, y
seguían su movimiento restallante en el aire por encima de él. Los golpes se
abatían sobre su cuerpo, pero el pequeño Thomas estaba ardiendo de fiebre. Ya
no tenia fuerzas ni para llorar ni para obedecer. Lo levantamos y nos lo
llevamos en los brazos. Cuántas veces le habían pegado.
Un grito ronco rasgó el silencio.
-¡Stehen bleiben! (¡Alto!)
Llegábamos a las duchas.
Unos minutos más tarde, sin jabón ni toallas,
teníamos que "bañar" a los niños en agua helada. No podíamos
secarlos. Les pusimos otra vez sus andrajos sobre los cuerpecitos chorreantes
y los mandamos en columnas, como siempre... para que esperasen. Tal fue la
manera que los ingeniosos alemanes discurrieron para "resolver" el
problema de los niños, el problema de los inocentes de Birkenau.
Cuando quedaron "bañados" todos los
pequeños, se pasó revista. Tardaron en ella cinco largas horas aquel día, cinco
horas después de haberlos bañado en agua helada, mientras los niños estaban en
posición de firmes bajo el frío y la nieve.
— ¡El Niño Jesús va a venir a buscarte en
seguida! —se mofó un guardián alemán,
dirigiéndose a un pequeño que esperaba con los labios azules, aterido ya del
todo.
Pocos fueron los niños de Birkenau que
sobrevivieron a aquella revista. Los que quedaron con vida iban a caer más
tarde bajo los garrotes de los alemanes. Y conste que la mayor parte de ellos
eran "arios"; sólo que polacos, lo cual quería decir que no
pertenecían a la "raza superior".
Por fin se nos ordenó regresar. Según
avanzábamos por la calle del campo, los azadones y los picos se callaron un momento,
porque nuestros compañeros de cautiverio, que trabajaban en la carretera, nos
miraron. Los S.S. restallaron sus látigos. Tuvimos que hacer andar más aprisa
a los niños.
—¡Madre! —tartamudeó el pequeño Thomas
Gastón. Su cuerpecito, atormentado por la fiebre, estaba ya en las garras de la
muerte...
Por fin volvimos a las barracas. Los pequeños
que habían sobrevivido a aquella prueba se movían como autómatas, y estaban
medio muertos de agotamiento. Pero en aquel estado, fueron llevados de nuevo a
los fríos establos. Tomasito murió en el camino, como centenares de ellos. Las
que lo habíamos cargado tuvimos que depositar su cuerpecito detrás de las barracas,
porque así lo mandaban las ordenanzas, aunque sabíamos que enormes y asquerosas
ratas estaban esperando a devorar su carne todavía caliente.
Era el último día del año... Caían enormes
copos... Oíamos las ratas. .. Pero no podíamos hacer otra cosa más que cerrar
los ojos y rezar porque llegase la justicia... ¡La justicia! Era la
víspera de año nuevo... En alguna parte de la tierra, más allá de las
alambradas de púas, los hombres libres se estrechaban la mano y levantaban sus
vasos para desear a los demás un Feliz Año Nuevo. . . Pero en Birkenau, las
ratas estaban cebándose en la carne de los niños de Europa.
Quizás pregunte el lector: "¿Qué podré
hacer yo personalmente para que estas cosas horrendas no se repitan?"
Yo no soy entendida en política ni
economista. Soy simplemente una mujer que padeció, que perdió a su marido, a
sus padres, a sus hijos y a sus amigos. Yo sé que el mundo tendrá que compartir
colectivamente la responsabilidad. Los alemanes pecaron criminalmente, pero lo
mismo hicieron las demás naciones aunque sólo sea por negarse a creer y a
afanarse día y noche en salvar a los desventurados y desposeídos, por cuantos
medios estuviesen a su alcance. Sé que si la gente de todo el mundo se propone
que de ahora en adelante reine una justicia indivisible y que no haya más
Hitlers, algo se conseguirá. Indudablemente, todos aquellos cuyas manos se
hayan manchado con sangre nuestra, bien sea directa bien indirectamente, tienen
que pagar por los crímenes que han cometido, lo mismo si son hombres que si son
mujeres.
Si no se hace así, constituirá un verdadero
ultraje para millones de muertos inocentes.
Recuerdo las interminables discusiones de
nuestros días estudiantiles cuando nos formulábamos la pregunta de si el hombre
era fundamentalmente bueno o malo, y tratábamos de hallar una respuesta. En
Birkenau se sentía una tentada de responder que el hombre era inalterablemente
malo. Pero esto sería una confirmación de la filosofía nazi, la cual pretende
que la humanidad es estúpida y perversa, y que necesita ser metida en rodera a
base de palo. Acaso el crimen más horrendo que cometieron contra nosotros los
"superhombres" sea la campaña que desencadenaron, muchas veces con
éxito, para convertirnos en unas bestias tan monstruosas como ellos.
Para llegar a esa degradación, desplegaron
una disciplina estúpida, embrutecedora y desorientadoramente inútil, apelando a
humillaciones increíbles, a privaciones inhumanas, a la amenaza constante de
muerte, y, finalmente, a una promiscuidad repugnante.
Toda su táctica tendía calculadoramente a
reducirnos al más bajo nivel moral. Y pudieron alardear de los resultados:
hombres que durante toda su vida fueran amigos, terminaron aborreciéndose
mutuamente con rencor y asco auténtico; los hermanos se peleaban entre sí por
una corteza de pan; hombres que antes fueran irreprochablemente íntegros y
honrados robaban cuanto podían; y con mucha frecuencia sucedía que era el kapo
judío el que molía a palos a su compañero de sufrimientos, de cautiverio y
de sangre judía.
En Birkenau, como en la sociedad alabada y
enaltecida por los filósofos nazis, prevalecía la teoría de que "el poder
crea el derecho". El poder por sí mismo imponía respeto. Los débiles y los
viejos no osaban esperar misericordia.
Cada campo, cada barraca, cada koia era
una pequeña jungla separada de las demás, pero todas ellas estaban sometidas a
los patrones y la ley de la selva virgen, de devorarse los hombres unos a
otros. Para llegar a la cima de la pirámide en cada una de aquellas selvas
vírgenes, había que convertirse en una criatura a imagen y semejanza de los
nazis, carente de todo tipo de escrúpulos, pero sobre todo de sentimientos de
amistad, solidaridad y humanidad.
En Egipto, los esclavos que construyeron las
pirámides y sucumbieron durante su trabajo pudieron, por lo menos, admirar su
construcción, contemplar la obra de sus manos, que iba levantándose cada vez más
alta. Pero los prisioneros de Auschwitz-Birkenau que acarreaban montones de
piedras, para volver a trasladarlas de nuevo al día siguiente a los mismos
lugares de origen, no pudieron observar más que una cosa: la indignante
esterilidad de sus esfuerzos.
Los individuos más débiles iban hundiéndose
más y más en una existencia animal, donde no se permitían siquiera el sueño de
llenar el estómago, sino que tenían que resignarse a los padecimientos de su
hambre devoradora. Sólo pedían tener un poco menos de frío, ser golpeados con
un poco menos de frecuencia, disponer de un poco de paja para suavizar y mullir
las duras tablas de la koia, y de cuando en cuando gozar de un vaso
entero de agua para ellos solos, aunque procediese del depósito corrompido del
campo. Se necesitaba una energía moral extraordinaria para asomarse al borde
de la infamia nazi y no caer en el fondo del pozo.
Sin embargo, conocí a muchos internados que
supieron ser fieles a su dignidad humana hasta el mismo fin. Los nazis lograron
degradarlos físicamente, pero no fueron capaces de rebajarlos moralmente.
Gracias a estos pocos, no he perdido
totalmente mi fe en la humanidad. Si en la misma jungla de Birkenau no todos
fueron necesariamente inhumanos con sus hermanos hombres, indudablemente hay
todavía esperanzas.
Esta esperanza es la que me hace vivir.