PRÓLOGO
Recomiendo
este libro. Lo recomiendo sobre todo a los que tienen gripe o temperatura alta.
Durante esos interludios febriles, los procesos mentales normales se toman unas
tonificantes vacaciones, como caballos de tiro desenganchados del carro. Estos
cuadrúpedos liberados trotan por el brezal, mordisqueando plantas, olvidándose
por completo de los problemas inerciales que implica tirar de un carro.
Y si nos
acercáramos a una de estas bestias trotadoras, y por descuido mencionáramos los
carros, quizá corcovearían sobresaltadas, preguntando: «¿Carro? ¿Qué carro?»
Esto es lo
que llamamos delirio.
Sospecho
que si le preguntáramos a Robert Sheckley acerca de la realidad, corcovearía
como un equino sobresaltado y preguntaría: «¿Realidad? ¿Qué realidad? » En este
libro se propone llevarnos tan lejos de la realidad como es posible sin cerrar
el círculo y terminar en un cuarto acolchado. Por lo visto, Sheckley es el
principal exponente de lo Extremadamente Improbable. Ha llevado hasta el límite
la máxima de Philip K. Dick de que la ciencia ficción no debería consistir en
«¿Qué pasaría si ...?», sino en «Por Dios, pero ¿qué pasaría si ...?», puntos
suspensivos incluidos.
Mientras
la mayoría de los autores de estos cuentos de hadas futuristas hacen un gran
esfuerzo —usando un lenguaje cotidiano y métodos realistas tomados de aquellas
novelas que describen la vida mundana— para asegurarnos que tienen los pies
sobre la tierra aunque sus cabezas estén en el espacio galáctico, el corazón de
Sheckley está con lo Insólito. Su principal objetivo es lo Increíble. Un brinco
de su ordenador inicia la secuencia que suspende nuestra incredulidad. Todo se
desmoronaría si no fuera porque en el espacio de Sheckley no hay gravedad.
Trueque Mental es el Reino del Absurdo. O, en la jerga de Trueque Mental, está
más allá del Umbral de Filologicidad Humorística. Sheckley se especializa en
esto.
Robert
Sheckley alcanzó notoriedad en la década de los cincuenta. Su período de auge
fue quizá la década de los sesenta, cuando era una de las estrellas de Galaxy
Science Fiction, junto con otros autores satíricos de temple similar: expertos
en lo estrambótico como Cyril Kornbluth, Damon Knight y el brillante William
Tenn. Sin embargo, es evidente que estos autores obtenían mejores resultados en
dosis breves. Sus novelas son escasas y esporádicas y carecen de la mordacidad
de su material más corto. Esta reserva se aplica particularmente a Sheckley,
cuyas «novelas» suelen consistir en episodios, como si hubiera enlazado varios
cuentos.
Aunque
esto también se aplica a Trueque Mental, la premisa de la narración casi exige
un tratamiento episódico, con lo cual evita hasta cierto punto que la
critiquemos por algo que podría verse como una flaqueza. La premisa de la
narración es que la mente se puede separar del cuerpo, y mediante una permuta
se puede instalar en otros cuerpos: no sólo cuerpos humanos, sino los cuerpos
de las exóticas formas de vida que suelen poblar las galaxias de papel de
Sheckley.
La
explicación de este logro no científico está a cargo de una parlanchina
enciclopedia, que dice lo siguiente:
Veamos la
mente, pues, como una entidad electroforme o subelectroforme. Tal vez
recordéis, por nuestra charla anterior, que se considera que la mente comenzó
como una proyección de nuestros procesos corporales, y que evolucionó hasta ser
una entidad casi autónoma. Ya sabéis qué significa eso, amigos. Es como tener
un hombrecillo en la cabeza... un coco en el coco.
Aquí
hablamos de imposibilidades. Y con frecuencia las imposibilidades se expresan
en una florida lengua vernácula, como la sagaz picardía que encontrarnos en el
capítulo 28: «No me convences, pues el acero del presuntuoso siempre es blanda
hojalata, de apariencia lustrosa pero muy flexible al tacto.»
Los
idiolectos fracturados congenian con los escalofriantes y estropeados planetas
adonde viaja el protagonista, Marvin Flynn, después de alquilar —o tratar de
alquilar— el cuerpo de un marciano llamado Ze Kraggash. Cuando su mente llega a
Marte, descubre que el cuerpo que le destinaban ya fue alquilado a Aigeler
Thrus, un habitante de Aquelses V A partir de entonces, Flynn es juguete de las
circunstancias y se ve obligado a salir en buscó de huevos de gánzer. Flynn es
una víctima de los acontecimientos, como muchos otros «héroes» de Sheckley.
Hasta los huevos de gánzer están contra él.
Afortunadamente,
estos acontecimientos son amenos, y de ellos se desprenden aforismos como los
siguientes: «Es extraño, pero la mente humana siempre se niega a aceptar lo
inaceptable»; «Quienes venden placer deben ser la representación de la alegría»
(hablando de una prostituta); «Cuando aceptas ayuda, debes estar dispuesto a
tomar lo que te pueden dar, no lo que quieres recibir».
Encontramos
al extraño príncipe que era impopular. «Tampoco se granjeó las simpatías de los
burgueses de Gint—Loseine, cuya orgullosa ciudad hizo sepultar bajo seis metros
de tierra, "como regalo para futuros arqueólogos"». La trama abunda
en crónicas estrafalarias y en personajes extraños que proponen teorías
extrañas, y quizá la más interesante sea la Teoría de la Búsqueda, explicada y
adoptada por Valdés cuando Flynn se enamora de Cathy. La conversación cobra un
cariz típico de Alicia en el País de las Maravillas.
—Tomemos la proposición
«Marvin busca a Cathy». Eso parece describir bien nuestra situación, ¿verdad?
—Creo que sí —dijo Marvin
cautelosamente.
—Bien, ¿qué implica esa
proposición?
—Implica... implica que yo
busco a Cathy. Valdés sacudió con fastidio la cabeza castaña.
—¡Sé más profundo, mi
impaciente y joven amigo! ¡La identidad no es inferencia! La proposición
expresa tu búsqueda activa, y por tanto implica la pasividad de Cathy en su
estado de perdida. Pero esto no puede ser verdad. Su pasividad es inaceptable,
pues en última instancia uno se busca a sí mismo, y nadie está exento de esa
búsqueda. Debemos aceptar que Cathy te busca a ti (a sí misma), tal como
aceptamos que tú la buscas a ella (a ti mismo). Así llegamos a nuestra
permutación primaria: «Marvin busca a Cathy que busca a Marvin.»
—¿De veras crees que ella me
está buscando? —preguntó Marvin.
—Claro que sí, aunque ella no
lo sepa. A fin de cuentas, es una persona en sí misma, no se la puede
considerar un Objeto, un mera cosa perdida. Debemos concederle autonomía, y
comprender que si la encuentras, ella te encontrará por igual. —Nunca lo pensé
—dijo Marvin.
—Bien, es bastante simple una
vez que entiendes la teoría —dijo Valdés—. Ahora bien, para garantizar nuestro
éxito, debemos decidir sobre la forma óptima de búsqueda. Obviamente, si ambos
practican una búsqueda activa, las probabilidades de que se encuentren uno al
otro se reducen bastante. Piensa en dos personas que se buscan en los largos y
atestados pasillos de una gran tienda, y compara eso con la mejor estrategia de
que una busque mientras la otra permanece en una posición fija, esperando a que
la encuentren. La matemática es un poco intrincada, así que tendrás que aceptar
mi palabra. Habrá más probabilidades de que tú la encuentres o ella te
encuentre si uno busca mientras el otro se deja buscar. [...] Por tanto debes
reprimir tu instinto y esperar, permitiendo así que ella te encuentre.
Y en
efecto, después de estos sofismas, muchas personas encuentran a Flynn, entre
ellas su tío Max y su madre.
Así, el
Principio de Confusión de la Lógica Alternativa nos lleva a una conclusión. Es
justo y correcto que esta conclusión descanse sobre un cruce de malentendido
con paradoja, de modo que Marvin Flynn está totalmente perdido y a la vez
totalmente a sus anchas. Siempre es grato que un desenlace nos aseste un golpe
de genio.
Trueque
Mental es una de las fabulaciones más satisfactorias (y más delirantes) de
Sheckley. Quizá no podamos definirla como novela, pero su encanto de diablura
inocente nos lleva al corazón de esa inaccesible comarca dominada por gente
como Jorge Luis Borges y Lewis Carroll.
BRIAN W. ALDISS
Oxford, enero de 19991
Marvin
Flynn leyó el siguiente anuncio en la sección de clasificados de la Stanhope
Gazette:
Caballero de Marte, 43 años,
apacible, culto, estudioso, desea trocar cuerpos con caballero de la Tierra de
inclinaciones similares. 1.° de agosto a 1.° de septiembre. Intercambio de
referencias. Representantes protegidos.
Este común
anuncio bastó para acelerar el pulso de Flynn. Trocar cuerpos con un
marciano... Era una idea estimulante, aunque también repelente. A fin de cuentas,
nadie querría tener en su cabeza a un marciano escarbador de arena que le
moviera los brazos y las piernas, mirara por sus ojos y escuchara con sus
oídos. Pero a cambio de esta desagradable experiencia, Marvin Flynn podría ver
Marte. Y podría verlo tal como se debía ver: a través de los sentidos de un
nativo.
Así como
algunos desean coleccionar pinturas, libros o mujeres, Marvin Flynn deseaba
asimilar la sustancia de todo esto mediante los viajes. Pero lamentablemente
nunca había podido satisfacer esta imperiosa pasión. Había nacido y vivido en
Stanhope, Nueva York. Físicamente, su pueblo estaba a doscientos kilómetros de
la ciudad de Nueva York. Pero espiritual y emocionalmente la distancia entre
las dos ciudades era de un siglo.
Stanhope
era una grata comunidad rural situada en las estribaciones de los Adirondacks,
engalanada con huertos y constelada de vacas pardas en ondulantes prados
verdes. Bucólica a ultranza, Stanhope se aferraba a sus costumbres
tradicionales; afablemente, aunque con cierta belicosidad, la ciudad mantenía
distancia frente a la megalópolis del sur y su corazón de pedernal. El metro
que iba de IRT hasta la Séptima Avenida había subido al norte hasta llegar a
Kingston, pero allí se había detenido. Gigantescas autopistas extendían sus
tentáculos de hormigón por la campiña, pero no podían apropiarse de la calle
mayor de Stanhope, bordeada de olmos. Otras comunidades mantenían un alto
horno; Stanhope se aferraba a su anticuada pista de jets y se contentaba con un
servicio de tres vuelos semanales. (Muchas noches Marvin se acostaba en la cama
y escuchaba ese conmovedor sonido de un mundo rural en extinción, el gemido
solitario de un avión de pasajeros.)
Stanhope
estaba satisfecha consigo misma, y el resto del mundo parecía muy satisfecho con
Stanhope y no se proponía turbar su romántica añoranza de una época menos
febril. Marvin Flynn era el único que no estaba conforme con esta situación.
Había
realizado las excursiones habituales y había visto las cosas habituales. Como
todos los demás, había pasado muchos fines de semana en las capitales de
Europa. Y había buceado en la ciudad hundida de Miami, admirado los jardines
Colgantes de Londres, adorado en el templo bahai de Haifa. En sus vacaciones
más largas había atravesado a pie Marie Byrd Land, explorado el bosque tropical
de Ituri, cruzado Sinkiang en camello y vivido varias semanas en Lhassa,
capital internacional del arte. En todo esto, sus actos eran típicos de su edad
y posición.
Pero estos
viajes no significaban nada para él; eran las actividades típicas del turista,
lo que haría cualquier viajero. En vez de disfrutar de lo que tenía, Flynn se
quejaba de lo que no podía tener. Quería viajar de veras, y eso significaba ir
a otros mundos.
No parecía
mucho pedir, pero ni siquiera había ido a la Luna.
Todo se
reducía a una cuestión económica. El viaje interestelar era costoso; en
general, sólo estaba al alcance de los ricos, o bien de los colonos y
administradores. Era inaccesible para el ciudadano común. A menos que deseara
aprovechar las ventajas del Trueque Mental.
Flynn, con
su innato conservadurismo pueblerino, había eludido este paso lógico pero
inquietante: Hasta ahora.
Marvin
había tratado de conciliarse con su posición en la vida, y con las muy
aceptables posibilidades que le ofrecía esta posición. A fin de cuentas, era
libre y apenas tenía treinta y un años. Era un joven alto y agradable de
hombros anchos, bigote negro bien recortado y afables ojos castaños. Era sano,
inteligente y sociable, y no carecía de atractivos para el sexo opuesto. Había
recibido la educación habitual: primaria, secundaria, doce años de universidad
y cuatro años de trabajo de postgrado. Estaba bien preparado para su trabajo en
la Reyck—Peters Corporation. Allí examinaba la estructura de juguetes de
plástico, sometiéndolos a análisis de tensión y estudiando su propensión al
microencogimiento, la porosidad, la fatiga de texturas y cosas similares. Quizá
no fuera el trabajo más apasionante del mundo, pero no todos podemos ser reyes
ni pilotos espaciales. Era un puesto responsable, teniendo en cuenta la
importancia de los juguetes en este mundo y la necesidad de atenuar las
frustraciones de los niños.
Marvin
sabía todo esto, pero se sentía insatisfecho. En vano había acudido al
consejero del vecindario. Este hombre amable había tratado de ayudar a Marvin
mediante el Análisis de Factores de Situación, pero Marvin no había respondido
con perspicacia. Él quería viajar, y se negaba a abordar con franqueza las
implicaciones ocultas de ese deseo, y no aceptaba ningún sustituto.
Y ahora,
al leer ese mundano pero emocionante anuncio, similar a muchos otros pero único
en su particularidad (pues en ese momento era él quien lo leía), Marvin sintió
un nudo en la garganta. Un trueque de cuerpos con un marciano... ver Marte,
visitar la Madriguera del Rey de la Arena, viajar por el esplendor aural de La
Herida, escuchar las arenas cromáticas del Gran Mar Seco...
Había
soñado antes. Pero ahora era distinto. El nudo que sentía en la garganta
anunciaba una decisión. Marvin tuvo la prudencia de no forzarla. Se puso la
gorra y fue al centro, a la botica de Stanhope.
2
Como había
esperado, su mejor amigo, Billy Hake, estaba en la fuente de sodas, sentado en
un taburete y bebiendo un alucinógeno suave conocido como LSD frappé.
—¿Qué tal
tu lío, tío? —preguntó Hake, en la jerga popular de la época.
—Excelente,
demente —respondió Marvin, con las palabras indicadas.
—Du koomen ta de la klipje? —preguntó Billy. (El furor de ese año era una jerigonza que
mezclaba el español con el afrikáans.)
—Ja,
Mijnheer —respondió Marvin de mala gana. No estaba de ánimo para agudezas.
Billy
captó el tono de fastidio. Lo miró inquisitivamente, plegó su ejemplar de James
Joyce Comics, se metió una pastilla Keen—Smoke en la boca, la mordió para
liberar el fragante vapor verde y preguntó:
—¿Por qué
tan cabizbajo?
La
pregunta, aunque un tanto incisiva, era obviamente bien intencionada.
Marvin se
sentó junto a Billy. Apesadumbrado, pero reacio a revelar su infelicidad a su
jovial amigo, alzó ambas manos y procedió a hablar en el lenguaje de señas de
los indios de la llanura. (Muchos jóvenes con inclinaciones intelectuales aún
estaban bajo la influencia de la sensacional producción Projectoscope del año
anterior, Diálogo en Dakota, con la actuación estelar de Bjorn Rakradish como
Caballo Loco y Milovar Slavovivowitz como Nube Roja, y hecha totalmente con
gestos.)
Marvin
movió los dedos en gestos paródicos pero serios que expresaban
corazón—que—se—rompe, caballo—que—vagabundea, sol—que—no—brilla,
luna—que—nosale.
Lo interrumpió
el señor Bigelow, propietario de la botica. El señor Bigelow era un hombre
maduro de setenta y cuatro años, con una calvicie incipiente y una barriga
pequeña pero visible. Aun así, afectaba modales juveniles.
—Eh,
Mijnheer —le preguntó a Marvin—, ¿querenzie tomar la klopje inmensa de la
cabeza vefrouvens in forma de ein skoboldash sundae?
Era típico
del señor Bigelow y otros de su generación exagerar la jerga juvenil, perdiendo
así todos los efectos cómicos, salvo los que eran patéticamente involuntarios.
—Schnell
—rezongó Marvin, con la desconsiderada crueldad de la juventud.
—Bien, no
quise molestar —dijo el señor Bigelow, y se alejó hurañamente, con los pasos
cortos que había aprendido en el programa Imitación de la vida.
Billy notó
el dolor de su amigo. Era embarazoso. Él, con sus treinta y cuatro años, era un
poco mayor que Marvin, casi un hombre. Tenía un buen empleo como capataz de la
línea de montaje número veintitrés de la fábrica de cajas de Peterson. Se
apegaba a las costumbres adolescentes, pero sabía que , su edad le imponía
ciertas obligaciones. Así que se sobrepuso a su embarazo y encaró a su viejo
amigo sin rodeos:
—Marvin...
¿qué sucede?
Marvin se
encogió de hombros, torció la boca y tamborileó con los dedos.
—Oiga,
hombre, ein Kleinnachtmusik es demasiado, nicht wahr? —replicó—. El Todt que
ruveas tocar...
—En
cristiano —dijo Billy, con una serena dignidad que iba más allá de sus años.
—Lo siento
—dijo Marvin, hablando con claridad—. Es sólo... Oh, Billy, me muero por
viajar.
Billy asintió.
Conocía la obsesión de su amigo. —Claro. Yo también.
—Pero no
tanto como yo, Billy...
Necesito
irme. Llegó su skoboldash sundae. Marvin ni lo miró, y desnudó el corazón ante
su viejo amigo.
—Mira,
Billy, esto me tiene más tenso que el resorte de un perdiguero de plástico.
Pienso en Marte y en Venus, y en lugares realmente lejanos como Aldebarán y
Antares y... qué diablos, no me los puedo sacar de la cabeza. Sitios como el
Océano Parlante de Proción IV, y los hominoides tripartitos de Allua II... creo
que me moriré si no llego a verlos.
—Claro
—dijo su amigo—. A mí también me gustaría ver esos lugares.
—No, no
entiendes. No es sólo verlos... es... es algo más... No puedo vivir en Stanhope
el resto de mi vida, aunque sea divertido y tenga un buen trabajo y esté
saliendo con chicas guapas. No me conformo con casarme con una chica, criar
hijos y... ¡Tiene que haber algo más!
Luego
Marvin cayó en balbuceos adolescentes. Pero algunos de sus sentimientos
afloraron en el caudaloso torrente de palabras, y su amigo cabeceó sabiamente.
—Marvin
—murmuró—, te entiendo perfectamente, te lo juro. Pero hombre, el viaje
interplanetario aún cuesta una fortuna. Y el viaje interestelar es imposible.
—Todo es
posible —dijo Marvin—, si usas el Trueque Mental.
—¡Marvin!
¡No hablarás en serio! —exclamó su amigo, tan alarmado que no pudo contenerse.
—¡Claro que sí! ¡Y por el Cristo Malherido, lo haré! Esta exclamación los
sobresaltó a ambos. Marvin nunca maldecía, y su amigo comprendió que debía
estar muy nervioso para usar semejante expresión, aunque fuera en jerga. Y
Marvin, habiendo dicho estas palabras, reconoció que su decisión era
ineludible. Y habiéndolo reconocido, tuvo menos miedo del paso siguiente, que
consistía en hacer algo al respecto.
—Pero no
puedes —dijo Billy—. El Trueque Mental es... bien, es obsceno.
—La
obscenidad está en la mente obscena.
—No, hablo
en serio. No querrás que un marciano escarbador de arena entre en tu cabeza.
Que mueva tus piernas y tus brazos, que mire por tus ojos, que te toque, y
hasta...
Marvin lo
interrumpió antes que dijera alguna indiscreción.
—Mira,
recuerda que yo estaré en su cuerpo, en Marte, así que él pasará la misma
vergüenza.
—Los
marcianos no tienen vergüenza —dijo Billy.
—Eso no
—es verdad —dijo Marvin. Aunque era menor, en ciertos sentidos era más maduro
que su amigo.— Había obtenido buenas calificaciones en Ética Interestelar
Comparada. Y su intenso deseo de viajar lo hacía menos provinciano en sus
actitudes, lo predisponía mejor para adoptar el punto de vista de la otra criatura.
Desde. los doce años, cuando había aprendido a leer, Marvin había estudiado los
modos y modales de muchas razas de la galaxia. Siempre había procurado ver a
esas criaturas con los ojos de ellas, y comprender sus motivaciones según su
singular psicología. Más aún, había alcanzado un noventa y cinco por ciento en
Empatía Proyectiva, demostrando así su potencial para las buenas relaciones
extraterrestres. En una palabra, estaba tan preparado para viajar como le era
posible para un joven que se había pasado la vida en un suburbio de la Tierra.
Esa tarde,
a solas en su habitación del desván, Marvin abrió la enciclopedia, que era su
compañera y amiga desde que sus padres se la habían comprado a los nueve años.
Sintonizó el nivel de comprensión en «simple», la velocidad de lectura en
«rápido», tecleó las preguntas y se reclinó mientras las luces verdes y rojas
parpadeaban.
—Hola,
amigos —dijo el reproductor con voz meliflua y entusiasta—. ¡Hoy hablaremos...
del Trueque Mental!
Seguía una
sección histórica a la que Marvin no prestó atención. Volvió a atender cuando
el reproductor dijo:
—Veamos la
mente, pues, como una entidad electroforme o subelectroforme. Tal vez
recordéis, por nuestra charla anterior, que se considera que la mente comenzó
como una proyección de nuestros procesos corporales, y que evolucionó hasta ser
una entidad casi autónoma. Ya sabéis qué significa eso, amigos. Es como tener
un hombrecillo en la cabeza... un coco en el coco. —El reproductor festejó
discretamente la broma y continuó—: ¿Qué sacamos en limpio de este berenjenal?
Bien, tíos, tenemos una situación simbiótica en la mente y en el cuerpo, aunque
la mente es propensa al parasitismo. Pero aun así, cada cual puede existir sin
el otro, teóricamente hablando. Al menos, eso dicen los Grandes Pensadores.
Marvin
salteó algunas partes.
—En cuanto
a proyectar la mente... bien, amigos, pensad en arrojar una pelota...
»Lo mental
a lo físico, y viceversa. En definitiva, cada aspecto es una forma del otro,
como la materia y la energía. Desde luego, aún no hemos descubierto...
»Pero sólo
tenemos un conocimiento pragmático del asunto. Consideremos, sólo por un
momento, el concepto de Reforma Aglutinadora de Van Voorhes, y la Teoría de los
Absolutos Relativos de la Universidad de Lagos. Desde luego, estas teorías
plantean más preguntas de las que responden...
»Y todo
esto es posible sólo por la asombrosa carencia de una reacción inmuniforme.
»La
práctica del Trueque Mental utiliza técnicas
hipnóticas
mecánicas tales como la relajación inducida, la fijación precisa y el uso de
una sustancia positiva como la williamita, focalizador e intensificador de
haces. El programa de realimentación...
»Una vez
que hemos aprendido, por cierto, podemos Trocar sin asistencia mecánica,
habitualmente usando la vista como foco...
Marvin
apagó la enciclopedia y pensó en el espacio, en los muchos planetas y en los
exóticos habitantes de esos planetas. Pensó en el Trueque Mental. Pensó: Mañana
podría estar en Marte. Mañana podría ser un marciano...
Se levantó
de un salto.
—¡Diantre! —exclamó, golpeándose la palma de la
mano izquierda con el puño derecho—. ¡Lo haré! La extraña alquimia de la
decisión lo había transformado. Sin vacilar, preparó una maleta liviana, dejó
una nota para sus padres y abordó el jet con rumbo a Nueva York.3
En Nueva
York, Marvin fue directamente a la empresa de agentes corporales de Otis,
Blanders & Klent. Lo mandaron a la oficina del señor Blanders, un hombre
alto y atlético que a los sesenta y tres años estaba en la flor de la vida y
era socio de pleno derecho de la empresa. Marvin le explicó a ese hombre a qué
había ido.
—Por
supuesto —dijo el señor Blanders—. Usted se refiere a nuestro anuncio del
viernes pasado. El caballero marciano se llama Ze Kraggash, y está muy
recomendado por los rectores de la Universidad de Skern Este.
—¿Qué
aspecto tiene? —preguntó Marvin. —Mírelo con sus propios ojos —dijo Blanders, y
le mostró una fotografía de un ser con pecho de tonel, piernas delgadas, brazos
levemente más gruesos y una cabeza pequeña con nariz extremadamente larga. La
imagen mostraba a Kraggash hundido hasta las rodillas en el lodo, saludando a
alguien. Al pie de la fotografía había una leyenda: «Recuerdo de Paraíso del
Lodo, Marte. ¡Vacaciones todo el año, mayor contenido de humedad del planeta!
—Un sujeto
bien parecido —comentó el señor Blanders. Marvin asintió, aunque Kraggash le
parecía igual que cualquier otro marciano—. Vive en Wagomstank, que está en el
linde del Desierto Evanescente de Nuevo Sur de Marte. Como sabrá usted, es una
zona turística muy frecuentada. Al igual que usted, el señor Kraggash desea
viajar y encontrar un cuerpo huésped apropiado. Ha dejado la elección en
nuestras manos, y sólo exige salud física y mental.
—Bien
—dijo Marvin—, no quiero alardear, pero siempre me han considerado sano.
—Eso salta
a la vista —dijo el señor Blanders—. Es sólo una sensación, o quizá una
intuición, pero en treinta años de trato con la gente he llegado a confiar en
mis— sensaciones. Basándome únicamente en mi intuición, he rechazado a las
últimas tres personas que solicitaron este Trueque.
El señor
Blanders parecía tan orgulloso de esa decisión que Marvin se sintió obligado a
decir: —¿De veras?
—Por
supuesto. No se imagina a cuántos inadaptados debo detectar y rechazar en este
trabajo. Neuróticos que buscan emociones obscenas e ilícitas, criminales que
desean burlar a los agentes de la ley locales; gente mentalmente inestable que
trata de escapar de su presión psíquica interna. Y muchos más. Los rechazo a
todos.
—Espero no
estar dentro de esas categorías —dijo Marvin, con una risa tímida.
—Puedo
discernir de inmediato que no es así —dijo el señor Blanders—. Yo lo definiría
como un joven extremadamente normal, excesivamente normal, si eso fuera
posible. Lo carcome el deseo de viajar, necesidad muy apropiada en este momento
de la vida, pasión similar al enamoramiento, a luchar en una guerra idealista,
á sentirse desilusionado con el mundo y otras poses de los jóvenes. Es muy
afortunado al tener la inteligencia o la suerte de acudir a nosotros, la agencia
de corretaje corporal más antigua y fiable de este negocio, en vez de acudir a
nuestros competidores menos escrupulosos o, peor aún, al Mercado Abierto.
Marvin
sabía muy poco acerca del Mercado Abierto, pero guardó silencio, pues no
deseaba delatar su ignorancia.
—Pues bien
—dijo el señor Blanders—, debemos observar ciertas formalidades antes de
satisfacer su pedido.
—¿Formalidades?
—preguntó Marvin.
—Por
cierto. Primero, debe someterse a un examen completo, el cual nos dará una idea
concreta de su estado físico, mental y moral. Esto es muy necesario, pues los
cuerpos se truecan en igualdad de condiciones. Usted se sentiría muy desdichado
si se encontrara varado en el cuerpo de un marciano con peste de la arena o
síndrome del túnel. Y él se sentiría igualmente desdichado si descubriera que
usted tiene raquitismo o paranoia. De acuerdo con nuestros estatutos, debemos
tratar de obtener un conocimiento cabal de la salud y estabilidad de los
trocantes, y ponerlos al corriente de toda discrepancia que exista entre la
realidad y el anuncio.
—Entiendo.
¿Y qué sucede después?
—A
continuación, usted y el caballero marciano firmarán una Cláusula de Perjuicio
Recíproco.
Ésta
estipula que toda lesión infligida al cuerpo huésped, por omisión o comisión,
con inclusión de accidentes, será, primero, recompensada según la tasa
establecida por la convención interestelar y, segundo, que dicha lesión será
infligida recíprocamente al cuerpo propio de acuerdo con la Ley del Talión.
—¿La qué?
—preguntó Marvin.
—Ojo por
ojo, diente por diente —explicó el señor Blanders—. Es bastante simple, en
realidad. Supongamos que usted, en el cuerpo marciano, se rompe una pierna en
el último día de ocupación. Sufre el dolor, por cierto, pero no los trastornos
subsiguientes, que eludirá al regresar a su cuerpo ileso. Pero esto no es
equitativo. ¿Por qué debería usted escapar de las consecuencias de su propio
accidente? Así, en aras de la justicia, el derecho interestelar requiere que,
una vez que regrese a su propio cuerpo, le rompan la pierna del modo más
científico e indoloro posible.
—¿Aunque
la primera quebradura fuera un accidente?
—Sobre
todo si fue un accidente. Hemos descubierto que la Cláusula de Perjuicio
Recíproco reduce considerablemente dichos accidentes.
—Esto
empieza a parecerme peligroso —dijo Marvin.
—Todo acto
contiene un ingrediente de peligro. Pero los riesgos del Trueque son
estadísticamente irrelevantes, siempre que usted se mantenga alejado del Mundo
Tortuoso.
—No sé
mucho sobre el Mundo Tortuoso —dijo Marvin.
—Nadie
sabe. Por eso debe mantenerse alejado. Eso es bastante razonable, ¿no cree?
—Supongo
que sí —dijo Marvin—. ¿Qué más hay?
—Nada
digno de mención. Sólo papeleo, documentos de renuncia a ciertos derechos e
inmunidades, esas cosas. Y por cierto, debo hacerle una advertencia habitual y
pedirle que se cuide de la deformación metafórica.
—Bien. Me
gustaría oír esa advertencia.
—Acabo de
hacerla —dijo el señor Blanders—. Pero la haré de nuevo: cuidado con la
deformación metafórica.
—Me
gustaría cuidarme —dijo Marvin—, pero no sé qué es.
—Es
bastante simple. Puede considerarla como una forma de demencia circunstancial.
Como verá, nuestra capacidad para asimilar lo insólito es limitada, y los
límites se alcanzan y se superan rápidamente cuando viajamos a planetas
alienígenas. Experimentamos demasiadas novedades; esto se vuelve insoportable,
y la mente busca alivio mediante el proceso paliativo de la analogía.
»La
analogía nos asegura que esto es como aquello; forma un puente entre lo
conocido y aceptado y lo desconocido e inaceptable. Conecta lo uno con lo otro,
coloreando lo desconocido e intolerable con una deseable familiaridad.
»No
obstante, bajo el impacto continuo y sistemático de lo desconocido, aun la
capacidad analógica se presta a las distorsiones. Incapaz de enfrentar el
caudal de datos con el proceso normal de la analogía conceptual, el sujeto es
presa de la analogía perceptiva. Este estado es lo que denominamos «deformación
metafórica». El proceso también se conoce como «panzismo». ¿Está claro?
—No —dijo
Marvin—. ¿Por qué se llama panzismo?
—Es obvio
—dijo Blanders—. Don Quijote cree que el molino es un gigante, mientras que
Sancho Panza cree que el gigante es un molino. El quijotismo se puede definir
como la percepción de las cosas cotidianas como entidades extrañas. Lo inverso
es el panzismo, que consiste en la percepción de las entidades extrañas como
cosas cotidianas.
—¿Eso
significa que yo podría creerme que estoy mirando una vaca, cuando en realidad
es un habitante de Altair? —preguntó Marvin.
—Precisamente.
Es bastante simple, si presta atención. Firme aquí y aquí y pasaremos a los
exámenes.
Flynn fue
sometido a muchas pruebas y a interrogatorios interminables. Lo palparon, lo
sondearon, le encendieron luces en la cara, lo sobresaltaron con ruidos súbitos
y lo fastidiaron con olores extraños.
Aprobó con
gran éxito. Horas después lo llevaron a la Sala de Transferencia y lo sentaron
en una silla que se parecía de manera alarmante a una vieja silla eléctrica.
Los técnicos hicieron las inevitables bromas.
—Cuando despiertes,
te sentirás como un hombre nuevo.
Parpadearon
luces. Flynn sintió sueño, más sueño, muchísimo sueño.
La
inminencia del viaje lo emocionaba, pero su ignorancia del mundo ajeno a
Stanhope lo inquietaba. ¿Qué era el Mercado Abierto? ¿Dónde estaba el Mundo
Tortuoso, y por qué debía evitarlo? Por último, ¿cuán peligrosa era la
deformación metafórica, con qué frecuencia ocurría y cuál era la tasa de
recuperación?
Pronto
hallaría las respuestas a estas preguntas, así como las respuestas a muchas
preguntas que no se había hecho. Las luces le lastimaban los ojos, y los cerró
un instante. Cuando los abrió, todo había cambiado.
4
A pesar de
su constitución bípeda, un marciano es una de las criaturas más raras de la
galaxia. Desde un punto de vista sensorial, los kvees de Aldebarán, pese a su
cerebro doble y sus extremidades de funciones especiales, se parecen más a
nosotros. En consecuencia, resulta perturbador hacer un Trueque directo con el
cuerpo de un marciano sin ninguna iniciación previa. Pero lo cierto es que no
hay manera de atenuar la experiencia.
Marvin
Flynn se encontró en una habitación gratamente amueblada. Había una sola
ventana, por donde vio un paisaje marciano con ojos marcianos.
Cerró los
ojos, pues no podía registrar nada salvo una abrumadora confusión. A pesar de
las inyecciones, sentía las vertiginosas ondas del shock cultural, y debió
quedarse muy quieto hasta que se le pasó. Luego, cautamente, abrió los ojos y
miró de nuevo.
Percibió
chatas dunas de arena, constituidas por más de cien matices del gris. Un viento
azul plateado barría el horizonte, y un contraviento ocre parecía atacarlo. El
cielo era rojo, y en la escala del infrarrojo percibían matices
indescriptibles. Por doquier, Flynn veía líneas espectrales aracnoides. La
tierra y el cielo le presentaban una docena de gamas, algunas complementarias,
otras contrastantes. No había armonía en los colores naturales de Marte; eran
los colores del caos.
Marvin
encontró un par de gafas en las manos, y se las puso. De inmediato, el estrépito
y el rugido de los colores se redujo a proporciones manejables. El aturdimiento
inicial se disipó, y Marvin percibió otras cosas.
Primero,
un estruendo ensordecedor en los oídos, y por debajo un repiqueteo, como un
redoble de tambor. Buscó el origen de ese ruido, y sólo vio tierra y cielo.
Escuchó con mayor atención, y descubrió que los sonidos venían de su propio
pecho. Eran los pulmones y el corazón, sonidos con los que convivían todos los
marcianos.
Ahora
Marvin pudo examinarse. Se miró las piernas, que eran largas y esmirriadas. No
había articulación en la rodilla; en cambio, la pierna rotaba en el tobillo, el
talón y el muslo. Echó a andar, y admiró la fluidez de sus movimientos. Sus
brazos eran un poco más gruesos que las piernas, y las manos de doble
articulación tenían tres dedos y dos pulgares que él podía arquear y torcer de
muchas maneras.
Estaba
vestido con pantalones cortos negros y un suéter blanco. El sostén pectoral
estaba pulcramente plegado y cubierto con un revestimiento de cuero bordado. Le
asombraba que todo pareciera tan natural.
Aun así,
no era sorprendente. La capacidad de
las
criaturas inteligentes para adaptarse a nuevos entornos era lo que permitía el
Trueque Mental. Y, a pesar de ciertas notables diferencias morfológicas y
sensoriales, era más fácil adaptarse al cuerpo marciano que a ciertas
creaciones más perversas de la naturaleza.
Flynn
estaba reflexionando sobre esto cuando oyó que abrían una puerta a sus
espaldas. Dio media vuelta y vio a un marciano frente a él, vestido con uniforme
oficial de franjas verdes y grises. El marciano había invertido los pies para
saludar, y Marvin se apresuró a responder del mismo modo.
(Una de
las maravillas del Trueque Mental es la «educación automática». O, en la amena
jerga del oficio: «Cuando uno toma posesión de una casa, tiene derecho a usar
el mobiliario.» El mobiliario consiste en el uso del conocimiento primario
disponible en el cerebro huésped, conocimientos tales como idioma, costumbres,
tradiciones y moral, información general acerca de la zona donde uno vive y
demás. Esta es información ambiental primaria, general, impersonal, útil como
orientación, pero no necesariamente fiable. Los recuerdos personales, los
gustos y rechazos, no están disponibles para el ocupante, salvo ciertas excepciones,
o sólo están disponibles a costa de considerables esfuerzos mentales. En este
campo existe lo que parece ser un tipo de reacción inmunológica que sólo
permite un grado superficial de contacto entre entidades disímiles. El
«conocimiento general» suele ser accesible, pero el «conocimiento personal»,
que incluye creencias, prejuicios, esperanzas y temores, es sacrosanto.)
—Viento
suave —dijo el marciano, usando un saludo tradicional.
—Y cielo
sin nubes —respondió Flynn. (Para su fastidio, descubrió que su cuerpo huésped
adolecía de un leve ceceo.)
—Soy
Meenglo Orichichich, de la oficina de turismo. Bienvenido a Marte, señor Flynn.
—Gracias
—dijo Flynn—. Es sensacional estar aquí. Es mi primer Trueque.
—Sí, lo sé
—dijo Orichichich. Escupió en el piso (indudable indicio de nerviosismo) y
extendió los pulgares. Desde el corredor llegó un ruido de voces estridentes—.
Ahora bien, en cuanto a su estancia en Marte...
—Quiero
ver la Madriguera del Rey de la Arena —dijo Flynn—. Y, por cierto, el Océano
Parlante.
—Excelentes
opciones —dijo el funcionario—. Pero primero hay un par de pequeñas
formalidades.
—¿Formalidades?
—Nada
engorroso —dijo Orichichich, torciendo la nariz a la izquierda en una sonrisa
marciana—. ¿Quiere echar un vistazo a estos papeles e identificarlos, por
favor?
Flynn
agarró los papeles y les echó un vistazo. Eran réplicas de los formularios que
había firmado en la Tierra. Los leyó de cabo a rabo y confirmó que habían
enviado correctamente toda la información.
—Son los
papeles que firmé en la Tierra —dijo. La algarabía aumentó en el corredor.
Marvin distinguió algunas palabras:
—¡Ovíparo
escocido, hijo de un tocón congelado! ¡Degenerado amante de la grava!
Eran
insultos muy fuertes.
Marvin
irguió la nariz inquisitivamente.
—Un
malentendido, una confusión —se apresuró a responder, el funcionario—. Uno de
esos infortunados percances que ocurren aun en los servicios turísticos
oficiales mejor administrados. Pero estoy seguro de que podremos solucionarlo
en cinco sorbos de rapi, si no antes. Permítame preguntarle si...
Se oyó un
correteo en el pasillo. Un marciano irrumpió en la habitación, con un
funcionario marciano colgado del brazo intentando detenerlo.
El
marciano que había irrumpido era muy viejo, como se veía por la tenue
fosforescencia de su piel. Señaló a Marvin Flynn con brazos trémulos.
—¡Ahí
está! —gritó—. Ahí está, y por los tocones que quiero eso ahora.
—Caballero
—dijo Marvin—, no estoy acostumbrado a que me llamen «eso».
—No te
hablo a ti —dijo el viejo marciano—. No sé quién eres ni me importa. Me refiero
al cuerpo que ocupas, y que no es tuyo.
—¿De qué
habla? —preguntó Flynn.
—Este
caballero —dijo el funcionario— sostiene que usted ocupa un cuerpo que le
pertenece. —Escupió en el piso dos veces—. Es una confusión, desde luego, y
podemos remediarla de inmediato...
—¡Confusión!
—rezongó el viejo marciano—. ¡Es un fraude descarado!
—Caballero
—dijo Marvin, con fría dignidad—, es usted víctima de un grave error, o bien
emplea estas difamaciones por motivos que no alcanzo a comprender. Este cuerpo,
señor mío, fue legal y justamente alquilado por mí.
—¡Sapo de
piel escamosa! —gritó el viejo—. ¡Espera a que te ponga las manos encima!
—Luchó discretamente contra el abrazo del guardia.
De pronto,
una figura imponente vestida de blanco apareció en la puerta. Todos los
presentes guardaron silencio al ver al temido y respetado representante de la
Policía del Desierto Sur de Marte.
—Caballeros
—dijeron los policías—, no hay necesidad de recriminaciones. Ahora marcharemos
todos a la. comisaría. Allí, con la ayuda del telépata de Fulszime, llegaremos
a la verdad, y al móvil que hay detrás. —El policía hizo una pausa elocuente,
miró a cada hombre a la cara, tragó saliva para demostrar calma y dijo—: Es una
promesa.
Sin más
trámite, el policía, el funcionario, el viejo y Marvin Flynn se dirigieron a la
comisaría. Caminaban en silencio, presa todos de las mismas aprensiones. Es
bien sabido, en toda la galaxia civilizada, que cuando hay un embrollo con la
policía, los problemas no han hecho más que empezar.
5
En la
comisaría, Marvin Flynn y los demás fueron llevados directamente a la húmeda y
penumbrosa cámara donde residía el telépata de Fulszime. Esta entidad trípeda,
como todos sus congéneres del planeta Fulszime, poseía un sexto sentido
telepático que quizá compensara la imprecisión de los otros cinco.
—De
acuerdo —dijo el telépata de Fulszime, cuando todos estuvieron reunidos ante
él—. Un paso adelante, amigo, y cuéntame tu historia. —Señaló severamente al
policía.
—Señor mío
—respondió el policía con atildado embarazo—, yo soy el policía.
—Interesante
—dijo el telépata—. Pero no entiendo qué tiene que ver eso con tu culpa o con
tu inocencia.
—Ni
siquiera estoy acusado de un delito —dijo el policía.
El
telépata reflexionó.
—Creo
entender... —dijo—. Estos dos son los acusados. ¿Es así?
—En efecto
—dijo el policía.
—Mis
disculpas. Tu aura culpable me llevó a una identificación precipitada.
—¿Culpable?
—dijo el policía—. ¿Yo? —Hablaba con calma, pero su piel mostraba típicas
estrías anaranjadas de angustia.
—Sí, tú
—dijo el telépata—. No te sorprendas; el robo es una de las cosas que hace
sentir culpables a la mayoría de las criaturas inteligentes.
—¡Un
momento! —exclamó el policía—. ¡Yo no he cometido ningún robo!
El
telépata cerró los ojos y sé quedó en actitud introspectiva.
—Correcto
—dijo al fin—. Quise decir que cometerás un robo.
—Los
tribunales no admiten la clarividencia como prueba —declaró el policía—.
Además, las lecturas del futuro constituyen una contravención de la ley de
libre albedrío.
—Es verdad
—dijo el telépata—. Mis disculpas.
—Está bien
—dijo el policía—. ¿Cuándo cometeré ese presunto robo?
—Dentro de
seis meses —dijo el telépata. —¿Y seré arrestado?
—No.
Huirás del planeta para ir a un sitio donde no hay ley de extradición.
—Ajá,
interesante—dijo el policía—. ¿Puedes decirme si ...? Pero hablaremos de esto
más tarde. Ahora debes oír el testimonio de estos hombres, y juzgar su culpa o
inocencia.
El
telépata miró a Marvin, agitó una aleta y dijo:
—Adelante.
Marvin
contó su historia a partir de la lectura del anuncio, sin excluir ningún
detalle.
—Gracias
—dijo el telépata cuando Marvin hubo terminado—. Ahora tú, amigo mío, tu
historia.
Se volvió
hacia el viejo marciano, que se aclaró la garganta, se rascó el tórax, escupió
un par de veces e inició su relato.
LA
HISTORIA DE AIGELER THRUS
Ni
siquiera sé por dónde empezar, así que lo mejor será empezar por mi nombre, que
es Aigeler Thrus, y mi raza, que es la adventista nemuctiana, y mi ocupación,
que consiste en poseer y administrar una tienda de ropa en el planeta Aquelses
V Bien, es un negocio pequeño y poco rentable, y mi tienda está en Lambersa, en
el Casquete Polar Sur, y todo el día vendo ropa a operarios que son inmigrantes
venusinos, unos tipos grandes, verdes y velludos, muy ignorantes, muy
quisquillosos y muy pendencieros, aunque no tengo prejuicios contra ellos.
En mi
oficio hay que tomarse las cosas filosóficamente; quizá no sea rico, pero al
menos tengo salud (gracias a Dios) y mi esposa Allura también es sana, salvo
por una leve fibrosis tentacular. Y tengo dos hijos varones grandes... uno de
ellos médico en Sidneport, y el otro entrenador de Klannts. Y también tengo una
hija, que está casada, lo cual significa que también tengo un yerno.
Siempre he
desconfiado de este yerno, porque es un figurín y tiene veinte pares de
sostenes pectorales, aunque su esposa, es decir mi hija, ni siquiera tiene un
buen par de rascadores. Pero no hay vuelta de hoja, ella cavó su surco y ahora
tiene que reptar por él. Aun así, cuando un hombre se interesa tanto por la
ropa y por esos lubricantes aromáticos para las articulaciones y otros lujos,
con el sueldo de un vendedor de humedad (él se hace llamar «ingeniero
hidrosensorial»), uno tiene ciertas dudas.
Y él
siempre trata de rebuscárselas con negocios tontos para los cuales debo cederle
mis ahorros duramente ganados, que obtengo vendiendo ropa a esos tipos grandes
y verdes. El año pasado compró una novedad, un llovedor de jardín, y yo le
pregunté quién lo querría. Pero mi esposa insistió en que lo ayudara, y por
cierto se fue a la quiebra. Y este año tenía otro plan, vender artículos de
lana sintética iridiscente de Vega II, pues encontró una partida en Heligoport,
y quiso que la comprara.
Le dije:
«Mira, ¿qué saben mis clientes, estos bocazas venusinos, de estas prendas
elegantes? Tienen suerte si pueden comprarse un par de pantalones de sarga y
quizá una bata para los festivos». Pero mi yerno tiene una respuesta para todo,
y me dijo: «Oye, papi, ¿acaso no he estudiado las costumbres venusinas? A mi modo
de ver, con estos palurdos que aman el rito, la danza y los colores brillantes,
no podemos perder, ¿no te parece?»
Bien, por
abreviar una historia breve, me convenció de que participara en este proyecto,
a mi pesar. Naturalmente, quería ver esos artículos iridiscentes con mis
propios ojos, porque no confío en que mi yerno sea capaz de juzgar siquiera una
pelusa. Y eso significaba recorrer media galaxia para llegar a Heligoport en
Marte. Así que hice los preparativos.
Nadie
quería Trocar conmigo. No los culpo, porque nadie viene a propósito a un
planeta como Aquelses V, a menos que sean inmigrantes venusinos sin seso. Pero
encontré el anuncio de un marciano, Ze Kraggash, que quería alquilar su cuerpo
porque quería poner la mente en Almacenaje Criogénico para un descanso
prolongado. Era caro, pero ¿qué podía hacer? Conseguí un poco de dinero
alquilando mi propio cuerpo a un amigo que había sido cazador de quarentz antes
de sufrir una discomiotosis muscular. Y fui a la oficina de Trueque y me hice
proyectar a Marte.
Bien,
imagínate mi reacción cuando descubrí que no me esperaba nadie. Todos corrían
de aquí para allá tratando de averiguar qué pasaba con mi cuerpo huésped, e
incluso trataron de enviarme de vuelta a Aquelses V; pero no podían, porque mi
amigo ya había partido en una expedición de cacería de quarentz con mi cuerpo.
Al final
me consiguieron un cuerpo de la agencia Theresiendstadt Rent—a—Body. Doce horas
era el máximo que podían darme, porque todos estaban reservados para alquileres
de corto plazo durante el verano. Y es un cuerpo viejo y decrépito, como puedes
ver, y endemoniadamente caro.
Me puse a
averiguar qué había pasado, y he aquí que me encuentro con este turista de la
Tierra caminando lo más orondo con el cuerpo por el cual he pagado y que, según
mi contrato, yo debería estar ocupando en este momento.
No sólo es
injusto, sino perjudicial para mi salud. Y esa es toda la historia.
El
telépata se retiró a sus aposentos para meditar su decisión. Regresó en menos
de una hora y habló de este modo:
—Ambos
habéis alquilado o Trocado de buena fe el mismo cuerpo, a saber, el corpus de
Ze Kraggash. Este cuerpo fue ofrecido por su propietario, el antedicho Ze
Kraggash, a vosotros dos, y así la venta se consumó en contravención directa de
todas las leyes pertinentes. El acto de Ze Kraggash se debe considerar
delictivo, tanto en ejecución como en intención. Siendo así, he ordenado enviar
a la Tierra un mensaje en el que se pide el arresto inmediato del antedicho Ze
Kraggash, y su detención hasta el momento en que se efectúe su extradición.
»Ambos
habéis efectuado la compra de buena fe; no obstante, la primera transacción,
como lo muestran los formularios contractuales, fue realizada por el señor
Aigeler Thrus, quien tiene precedencia sobre el señor Marvin Flynn por una
diferencia de treinta y ocho horas. Por tanto, el señor Thrus, como primer
comprador, tiene el corpus a su disposición, y se ordena que el señor Flynn
interrumpa esta ocupación ilegal y tome conocimiento de la Notificación de
Desalojo, la cual le entrego por este acto, y la cual se debe cumplimentar
dentro de seis horas Greenwich estándar.
El
telépata entregó a Marvin una Notificación de Desalojo. Flynn la aceptó con
tristeza pero con resignación.
—Supongo
—dijo—, que será mejor que regrese a mi propio cuerpo en la Tierra.
—Sería la
elección más atinada —dijo el telépata—. Lamentablemente, no es posible por el
momento.
—¿No es
posible? ¿Por qué?
—Porque
según las autoridades de la Tierra, cuya respuesta telepática acabo de recibir,
tu cuerpo, animado por la mente de Ze Kraggash, no aparece por ninguna parte.
Una investigación preliminar nos induce a temer que Ze Kraggash haya huido del
planeta, llevándose tu cuerpo y el dinero del señor Aigeler.
Marvin
Flynn tardó un rato en asimilar la noticia, pero al fin comprendió las
implicaciones de lo que acababan de decirle. Estaba varado en Marte, en un
cuerpo alienígena que debía desalojar. Al cabo de seis horas sería una mente
sin cuerpo, con pocas probabilidades de encontrar uno.
Las mentes
no pueden existir sin cuerpos. Con lentitud, de mala gana, Marvin Flynn
enfrentó la inminencia de su propia muerte.
6
Marvin no
se dejó ganar por la desesperación. En cambio se dejó ganar por la furia, que
era una emoción mucho más sana, aunque igualmente improductiva. En vez de
ponerse en ridículo llorando en el tribunal, se puso en ridículo protestando en
los pasillos del Edificio Federal, exigiendo justicia, o al menos un reemplazo.
No había
modo de contener a ese joven impetuoso. Si realmente existiera la justicia —le
explicaron en vano varios letrados—, no habría necesidad del derecho ni de los
legisladores, y así se perdería uno de los conceptos más nobles de la
humanidad, y todo un grupo laboral se quedaría sin empleo. La esencia de la
ley, le aclararon, consistía en que existieran atropellos e infracciones, estos
conflictos servían como prueba y convalidación de la necesidad del derecho, y
de la justicia misma.
Este
lúcido argumento no aplacó al frenético Marvin, que parecía ser un hombre
impermeable a la razón. Jadeaba y regurgitaba mientras gritaba improperios
contra el sistema de justicia marciano. Esta vergonzosa conducta sólo se toleró
porque Marvin era joven y en consecuencia no estaba culturizado del todo.
Pero la
furia no sirvió de nada y ni siquiera produjo las saludables sensaciones
propias de la catarsis. Varios actuarios le hicieron esta observación, que no
fue recibida con gratitud.
Marvin no
era consciente de la mala impresión que causaba en los demás, y al cabo de un
rato su furia se agotó, dejando como residuo un hosco resentimiento.
Fue con
este ánimo que llegó a una puerta que decía «Oficina de Detección y Captura,
División Interestelar».
—¡Ajá!
—murmuró Marvin, y entró en la oficina. Se encontró en un recinto pequeño que
parecía salido de las páginas de una vieja novela histórica. Contra la pared
había respetables hileras de viejas pero fiables calculadoras electrónicas.
Cerca de la puerta había un primitivo modelo de traductor de pensamientos e
impresiones. Los sillones tenían la forma abrupta y la tapicería de plástico
claro que asociamos con una época más ociosa. Sólo faltaba un aparatoso Moraeny
de estado sólido para que el lugar fuera una réplica perfecta de una escena de
las páginas de Sheckley o de otro de los primeros poetas de la Era de la
Transmisión.
Había un
marciano maduro sentado en una silla, arrojando dardos contra un blanco con
forma de trasero femenino. Se volvió bruscamente cuando entró Marvin.
—Ya era
hora —dijo—. Lo estaba esperando.
—¿Sí?
—preguntó Marvin.
—A decir
verdad... no. Pero he descubierto que es un buen modo de empezar y contribuye a
crear una atmósfera de confianza.
—¿Y por
qué la arruina diciéndome la verdad? El marciano se encogió de hombros.
—Mire
—dijo—, nadie es perfecto. Soy sólo un detective. Mi nombre es Urf Urdorf.
Siéntese. Creo que tenemos una pista sobre su abrigo de piel perdido.
—¿Qué
abrigo de piel? —preguntó Marvin.
—¿No es
usted Madame Ripper de Lowe, el travesti a quien asaltaron anoche en el hotel
Arenas Rojas?
—Claro que
no. Soy Marvin Flynn, y perdí mi cuerpo.
—Claro,
claro —dijo el detective Urdorf, asintiendo vigorosamente—. Vayamos por partes.
¿Recuerda dónde estaba cuando notó que le faltaba el cuerpo? ¿Alguno de sus
amigos se lo pudo llevar para gastarle una broma? ¿Es posible que lo haya guardado
en otra parte, o lo haya mandado de vacaciones?
—En
realidad no lo perdí —aclaró Marvin—. Me lo robaron.
—Debió
decirlo desde un principio —dijo Urdorf—. Eso da otro cariz al asunto. Soy sólo
un detective. Nunca dije que supiera leer el pensamiento.
—Lo
lamento.
—Yo
también lo lamento. Lo de su cuerpo, quiero decir. Debe haber sido todo un
shock.
—Sí, lo
fue.
—Entiendo
cómo se siente.
—Gracias.
Guardaron
un amigable silencio durante varios minutos. Al fin Marvin preguntó:
—¿Y bien?
—¿Cómo
dice? —respondió el detective.
—Dije: «¿Y
bien?».
—Oh, lo
siento. Me temo que no le oí la primera vez.
—No tiene
importancia.
—Gracias.
—No hay
por qué.
Hubo otro
silencio. Luego Marvin repitió: «¿Y bien? » y Urdorf preguntó: « ¿Cómo dice? »
—Quiero
recuperarlo —dijo Marvin. —¿Recuperar qué?
—Mi
cuerpo.
—¿Su qué?
Ah, sí. Su cuerpo. Sí, claro que lo quiere recuperar —dijo el detective con una
sonrisa bonachona—. Pero no es tan fácil, ¿verdad?
—No tengo
idea —dijo Marvin.
—No, claro
que no tiene idea. Pero no es tan fácil, se lo aseguro.
—Entiendo
—dijo Marvin.
—Esperaba
que entendiera —dijo Urdorf, y volvió a guardar silencio.
Este
silencio duró unos veinticinco segundos. Al cabo de ese tiempo Marvin perdió la
paciencia y gritó: —¡Maldición! ¿Piensa hacer algo para recobrar mi cuerpo o
piensa quedarse sentado ahí en su gordo trasero y hablar sin decir nada?
—Claro que
recobraré su cuerpo —dijo el detective—. En todo caso, lo intentaré. Y no hay
por qué insultar. A fin de cuentas, no soy una máquina llena de respuestas
tabuladas. Soy un ser inteligente como usted, tengo mis propias esperanzas y
temores y, para ser más precisos, tengo mi propia manera de dirigir una
entrevista. Esta manera puede parecerle ineficaz, pero a mí me ha resultado
sumamente útil.
—No me
diga —respondió Marvin, más aplacado. —Pues sí, aunque no lo crea —replicó el
detective con voz calma, sin demostrar rencor.
Parecía
que se iniciaría otro silencio, así que Marvin preguntó:
—¿Qué
probabilidades cree que tengo... que tenemos... de recobrar mi cuerpo?
—Excelentes
—respondió el detective Urdorf—. Estoy convencido de que lo encontraremos
pronto. Más aún, diría que estoy seguro del éxito. No me baso en el estudio de
este caso específico, que por el momento conozco muy poco, sino en un simple
examen de las estadísticas correspondientes.
—¿Las
estadísticas nos favorecen? —preguntó Marvin.
—Sin duda.
Piénselo: soy un detective experimentado, versado en todos los nuevos métodos y
poseedor de un nivel de eficiencia con las máximas calificaciones. Aun así, durante
mis cinco años de policía, jamás he resuelto un caso.
—¿Ni
siquiera uno?
—Ni
siquiera uno —dijo Urdorf con firmeza—. Interesante, ¿verdad?
—Sí,
supongo que sí. ¿Pero eso no significa...?
—Significa
—dijo el detective— que estadísticamente está por romperse una de las rachas de
mala suerte más extrañas de que he tenido noticias.
Marvin
quedó perplejo, lo cual resulta bastante extraño en un cuerpo marciano.
—Pero
supongamos que no se rompe la racha. —No sea supersticioso. Las probabilidades
existen; aun el examen más superficial de la situación lo convencerá. He sido
incapaz de resolver 158 casos consecutivos. Si, usted es el número 159. ¿A qué
apostaría usted si fuera jugador?
—Apostaría
a la mala racha.
—También
yo —admitió el detective, con una sonrisa compungida—. Pero ambos nos
equivocaríamos, y apostaríamos basándonos en nuestras emociones y no en los
cálculos de nuestro intelecto. —Urdorf miró soñadoramente el cielo raso—.
¡Ciento cincuenta y ocho fracasos! Es un récord sensacional, un récord increíble,
sobre todo si usted tiene en cuenta mi honestidad, buena fe y habilidad.
¡Ciento cincuenta y ocho! ¡Una racha así tiene que romperse! Tan favorables son
mis probabilidades que podría quedarme de brazos cruzados en la oficina y el
delincuente se las ingeniaría para llegar a mí.
—Sí
—concedió cortésmente Marvin—, pero espero que no opte por ese método.
—No, claro
que no. Sería interesante, pero algunas personas no lo entenderían. No,
encararé su caso activamente, sobre todo porque es un delito sexual, que es el
campo de mi interés.
—Perdón,
pero no le entiendo.
—No hace
falta pedir perdón —le aseguró el detective—. No debería sentirse avergonzado
ni culpable por ser víctima de un delito sexual, aunque el saber tradicional
más profundo de muchas culturas estigmatiza a dichas víctimas, partiendo de la
presunción de una complicidad consciente o inconsciente.
—No me
estaba disculpando —dijo Marvin—. Yo sólo...
—Lo
comprendo muy bien. Pero no se avergüence de contarme los detalles repulsivos y
extravagantes. Considéreme una función oficial impersonal, y no un ser
inteligente con sentimientos, temores, impulsos, caprichos y deseos sexuales
propios.
—Intentaba
decirle que no se trata de un delito sexual.
—Todos
dicen lo mismo —caviló el detective—. Es extraño, pero la mente humana siempre
se niega a aceptar lo inaceptable.
—Mire
—dijo Marvin—, si se toma tiempo para leer el expediente, verá que se trata de
una mera estafa. Los motivos fueron el dinero y la autoperpetuación.
—Me doy
cuenta. Y, si no fuera consciente de los procesos de sublimación, podríamos
dejarlo ahí. —¿Qué otro motivo pudo tener el delincuente? —preguntó Marvin.
—El motivo
es obvio —dijo Urdorf—. Es un síndrome clásico. Verá usted, este sujeto actuaba
bajo una compulsión específica para la cual tenemos un término técnico
específico. Fue impulsado a cometer este acto en un estado avanzado de
narcisismo obsesivo proyectivo.
—No
entiendo.
—No es una
experiencia común para el lego —le aclaró el detective.
—¿Qué
significa?
—Bien, no
puedo explayarme sobre la etiología pero, esencialmente, la dinámica del
síndrome implica una autoestima desplazada. Es decir, el afectado se enamora de
otro, pero no en cuanto otro. En cambio, se enamora del Otro en cuanto Sí
Mismo. Se proyecta a sí mismo en la personalidad del Otro, identificándose con
ese Otro en todo sentido, y repudiando su personalidad real. Y, si puede poseer
a ese Otro, mediante el Trueque Mental o medios similares, entonces ese Otro se
convierte en su Sí Mismo, por quien entonces siente una autoestima totalmente
normal.
—¿Me está
diciendo que el ladrón me amaba? —preguntó Marvin.
—En
absoluto. Mejor dicho, no lo amaba a usted en cuanto usted... en cuanto persona
aparte. Se amaba a sí mismo en cuanto usted, y así su neurosis lo obligó a
convertirse en usted para que él pudiera amarse a sí mismo.
—¿Y una
vez que él fue yo —preguntó Marvin pudo amarse a sí mismo?
—¡Exacto!
Este fenómeno se conoce como incremento del ego. La posesión del Otro equivale
a la Posesión del Sí Mismo primordial; la posesión se convierte en
autoposesión, la proyección obsesiva se vuelve introyección normativa. Con el
logro del objetivo neurótico hay una aparente remisión de los síntomas, y el
afectado alcanza un estado de seudonormalidad donde su problema sólo se puede
detectar por inferencia. Es una gran tragedia, por cierto.
—¿Para la
víctima?
—Bien, sí,
desde luego. Pero yo pensaba en el paciente. Verá, en este caso se han
combinado... o cruzado, y por ende pervertido... dos impulsos totalmente
normales. La autoestima es normal y necesaria, y también el deseo de posesión y
transformación. Pero estos factores, si se combinan, son destructivos para la
personalidad, que es suplantada por lo que denominamos el «ego reflejo». La
conquista neurótica, verá usted, cierra las puertas de la realidad objetiva.
Irónicamente, la aparente integración de la personalidad anula toda esperanza
de auténtica salud mental.
—De
acuerdo —dijo Marvin con resignación—. ¿Esto nos ayudará a encontrar al hombre
que robó mi cuerpo?
—Nos
ayudará a entenderlo. El conocimiento es poder; sabemos desde el principio que
el hombre que buscamos tenderá a actuar normalmente. Esto extiende nuestro
campo de acción y nos permite actuar como si él fuera normal, y así ver cómo se
complementan las técnicas de investigación modernas. La posibilidad de partir
de semejante premisa, o de cualquier premisa, constituye una gran ventaja, se
lo aseguro.
—¿Cuándo
puede empezar? —preguntó Marvin.
—Ya he
empezado —respondió el detective—. Mandaré pedir los autos del tribunal, desde luego,
y todos los demás documentos relacionados con este asunto, y me pondré en
contacto con todas las autoridades planetarias pertinentes para solicitar
información adicional. No ahorraré esfuerzos, y viajaré a los confines del
universo si es necesario o deseable. ¡Resolveré este caso!
—Me alegra
que lo tome así —dijo Marvin. —Ciento cincuenta y ocho casos sin resolver
—caviló Urdorf—. ¿Alguna vez oyó hablar de semejante racha de mala suerte? Pero
terminará aquí. Es decir, no puede seguir para siempre, ¿verdad?
—No lo
creo.
—Ojalá mis
superiores adoptaran esa actitud —suspiró el detective—. Ojalá dejaran de
llamarme «inepto». Esas palabras, las risas socarronas y las miradas
inquisitivas menoscaban nuestra confianza. Por suerte para mí, tengo una
voluntad férrea y plena confianza en mí mismo. Al menos, las tenía durante mis
primeros noventa fracasos.
El
detective caviló unos instantes, luego dijo: —Esperaré su plena y total
cooperación.
—La tendrá
—dijo Marvin—. El único problema es que me desalojarán de este cuerpo en menos
de seis horas.
—Menudo
contratiempo —dijo distraídamente Urdorf. Obviamente estaba pensando en su
caso, y le costaba prestarle atención a Marvin—. Lo desalojarán, ¿eh? Supongo
que ya habrá hecho nuevos trámites. ¿No? Pues supongo que entonces los hará.
—No sé qué
debo hacer —dijo Marvin con cierta desesperación.
—Bien, no
esperará que yo le resuelva todo en la vida —replicó el detective—. Me han
adiestrado para realizar una tarea, y el hecho de que haya fracasado una y otra
vez no modifica el hecho de que es la tarea para la que me han adiestrado. Así
que usted deberá apañárselas con el problema de encontrar un cuerpo. Hay muchas
cosas en juego, como sabrá.
—Lo sé.
Encontrar un cuerpo es cuestión de vida o muerte para mí.
—Sí,
también eso —dijo el detective—. Pero estaba pensando en el caso, en el efecto
perjudicial que su muerte tendría sobre él.
—Vaya
comentario —dijo Marvin.
—Estaba
pensando en lo que está en juego para mí —dijo el detective—. Obviamente, hay
cosas en juego para mí. Pero lo más importante es el concepto de justicia, y la
creencia en la posibilidad del bien, dula cual deben depender todas las teorías
del mal, y también la teoría estadística de las probabilidades. Todos estos
conceptos vitales quedarían menoscabados si yo fracasara por centésima
quincuagésima novena vez. Usted admitirá que estas cuestiones son más amplias
que nuestras mezquinas vidas.
—No, no lo
admitiré —dijo Marvin.
—Bien, no
hay por qué discutir —dijo el detective con voz resueltamente jovial—.
Encuentre otro cuerpo en alguna parte, y sobre todo, permanezca con vida.
Quiero que me prometa que hará todo lo posible para permanecer con vida.
—Lo
prometo —dijo Marvin.
—Y yo
seguiré adelante con su caso, y me comunicaré con usted en cuanto tenga algo
para informarle.
—Pero
¿cómo me encontrará? —preguntó Marvin—. No sé en qué cuerpo estaré, ni siquiera
en qué planeta. —No olvide que soy detective —dijo Urdorf, esbozando una
sonrisa—. Quizá tenga problemas para encontrar delincuentes, pero jamás he
tenido inconvenientes para encontrar víctimas. Tengo una teoría al respecto, y
me complacerá comentarla con usted cuando ambos tengamos tiempo. Pero por
ahora, recuerde: esté donde esté, tenga la forma que tenga, podré localizarlo.
Así que ¡arriba ese ánimo!, ¡no pierda el coraje! y, sobre todo, ¡permanezca
con vida!
Marvin
convino en permanecer con vida, pues lo tenía planeado de todos modos. Y salió
a la calle mientras corría su precioso tiempo, todavía sin cuerpo.
7
Titular
del Noticias de Marte (edición triplanetaria):
ESCÁNDALO
EN EL TRUEQUE
Funcionarios policíacos de
Marte y de la Tierra revelaron hoy la existencia de un escándalo relacionado
con el Trueque .Mental. Las autoridades buscan a Ze Kraggash, de especie
desconocida, quien presuntamente Trocó su cuerpo con doce seres
simultáneamente. Se han expedido órdenes para el arresto de Kraggash, y la
policía de asuntos triplanetarios confía en tener noticias en breve. El caso
recuerda el tristemente célebre escándalo de «Eddie Dos Cabezas», de principios
de los años 90, cuando...
Marvin
Flynn arrojó el periódico en la alcantarilla. Lo siguió con la mirada mientras
la arena lo arrastraba; el carácter efímero de la noticia parecía un paradigma
de su muy frágil existencia. Se miró las manos, agachó la cabeza.
—Vamos,
vamos, ¿cuál es tu problema, joven? Flynn alzó los ojos y vio —el amable rostro
verde azulado de un erlano.
—Estoy en
apuros —dijo.
—Muy bien,
cuéntame —dijo el erlano, plegándose en el bordillo de la acera junto a Flynn.
Como todos los de su raza, el erlano combinaba una rápida compasión con modales
bruscos. Los erlanos eran conocidos como un pueblo tosco e ingenioso, muy
propenso a la cháchara alegre y los refranes. Grandes viajeros y comerciantes,
los erlanos de Erlan II debían viajar in corpore por exigencia de su religión.
Marvin
contó su historia, hasta el desconsolado momento del abrumador ahora, el cruel
y aplastante ahora, el voraz ahora, que engullía su escasa provisión de minutos
y segundos, empujándolo hacia el momento en que sus seis horas habrían
terminado y, sin cuerpo, lo arrojarían a esa galaxia desconocida que los
hombres llaman «muerte».
—¡Caray!
—exclamó el erlano—. No sentirás lástima de ti mismo, ¿verdad?
—Claro que
sí —replicó Flynn en un ataque de furia—. Sentiría lástima de cualquiera que
fuera a morir en seis horas. ¿Por qué no?
—Como
quieras, jefe —dijo el erlano—. Algunos dirían que es una rudeza y demás
monsergas, pero yo me atengo a las enseñanzas del Guajuoie, quien dijo: «¿Acaso
es la muerte la que te acecha? ¡Pégale en la trompa!».
Marvin
respetaba todas las religiones, y no tenía ningún prejuicio contra el difundido
Rito Antidescantino. Pero no entendía cómo podían ayudarlo las palabras del
Guajuoie, y sé lo dijo.
—¡Anímate!
—lo alentó el erlano—. Tienes tus sesos y tus seis horas, ¿no es así?
—Cinco
horas.
—Muy bien.
Pues apóyate en las patas traseras y muestra agallas, campeón. No te harás
ningún bien mascullando por aquí como un convicto quejoso, ¿de acuerdo?
—Supongo
que no —dijo Marvin—. Pero ¿qué puedo hacer? No tengo cuerpo, y los huéspedes
son costosos.
—Muy
cierto. Pero ¿has pensado en el Mercado Abierto?
—Pero
dicen que eso es peligroso —replicó Marvin, y se sonrojó al pronunciar esa
frase absurda.
El erlano
sonrió.
—Empiezas
a entender, ¿eh, muchacho? Pero escucha, no es tan malo como crees, mientras
sepas actuar con tino. El Mercado Abierto no es tan malo. Lo han difamado
mucho, sobre todo las grandes agencias—del Trueque, que quieren seguir cobrando
sus infladas tarifas capitalistas. Pero conozco a un tipo que ha estado
trabajando veinte años en Tratos Breves, y me dice que la mayoría de la gente
es correcta. Así que levanta esa barbilla y ese sostén pectoral, y consíguete
un buen inhumador. Buena suerte, chico.
—¡Un
momento! —exclamó Flynn, mientras el erlano se levantaba—. ¿Cómo se llama tu
amigo?
—James
Virtue McHonnery —dijo el erlano—. Es un zascandil recio y curtido, demasiado
amigo de la uva en estado rojo y un poco propenso a la furia negra cuando está
achispado. Pero no se anda con vueltas y tiene buen servicio: no podrías
pedirle más ni al mismo San Xal. Sólo dile que te mandó Pengle el Petardo, y
buena suerte.
Flynn dio
las gracias al Petardo con gestos tan efusivos que causó embarazo a ese
caballero recio pero de buen corazón. Se levantó y echó a andar, despacio al
principio, luego a mayor velocidad, hacia el Quain, en cuya esquina noroeste
estaban los muchos puestos y cabinas del Mercado Abierto. Y sus esperanzas,
antes al borde de la entropía, comenzaron a palpitar con modestia pero con
firmeza. En la alcantarilla cercana, unos periódicos destrozados flotaban en la
corriente de arena, rodando hacia el eterno y enigmático desierto.
—¡Atención,
atención! ¡Cuerpos nuevos por viejos! ¡Venid y recibid! ¡Cuerpos nuevos por
viejos! Marvin tembló al oír ese antiguo pregón callejero, tan inocente en sí
mismo pero tan evocador de ciertos cuentos aterradores. Se internó con paso
vacilante en el enmarañado laberinto de calles, callejones y callejuelas que
constituían la antigua Zona del Mercado Libre. Mientras caminaba, una docena de
ofertas asaltaron sus receptores auditivos.
—¡Se
necesitan braceros para levantar la cosecha en Drogheda! Le brindaremos un
cuerpo totalmente funcional, con telepatía incluida. ¡Todo incluido, cincuenta
créditos mensuales y una lista completa de placeres Clase C—3! Se otorgan
contratos especiales por dos años. ¡Venga a levantar la cosecha en el bello
Drogheda!
—¡Sirva en
el Ejército de Naigwin! Veinte cuerpos de suboficiales disponibles, y ofertas
especiales con oficiales de bajo rango. ¡Todos los cuerpos equipados con
aptitudes marciales!
—¿Cuánto
pagan? —preguntó un hombre al vendedor.
—La
manutención, más un crédito mensual.
El hombre
se alejó con una mueca despectiva.
—Y además
—añadió el pregonero—, derechos ilimitados de pillaje.
—Eso está
mejor —dijo el hombre a regañadientes—. Pero hace una década que los naigwins
pierden la guerra. Gran cantidad de bajas, y poca recuperación corporal.
—Estamos
cambiando todo eso —dijo el vendedor—. ¿Eres un mercenario con experiencia?
—Así es
—dijo el hombre—. Me llamo Sean Von Ardin. He participado en casi todas las
grandes guerras, y también en algunas menores.
—¿Último
rango?
Javaldher
en el ejército del conde de Ganímedes —dijo Von Ardin—. Pero antes tuve el
rango de cthusis pleno.
—Bien,
bien —dijo el vendedor, aparentemente impresionado—. Conque cthusis pleno, ¿eh?
Tienes papeles para demostrarlo? Bien, he aquí lo que haré. Puedo ofrecerte un
puesto entre los naigwins... líder manatí, segunda clase.
Von Ardin
frunció el ceño y calculó con los dedos. —Veamos, líder manatí segunda clase
equivale a semivalle ciclópeo, que es un poco inferior al rey de estandartes
anaxoriano, y casi medio grado por debajo de un vejete doriano. Lo cual
significa... Oye, si me alistara perdería —un grado entero.
—Ah, pero
no me dejaste terminar —continuó el vendedor—. Conservarías ese rango durante
un período de veinticinco días, para demostrar pureza de intenciones, cosa muy
importante para los dirigentes políticos naigwin. Luego saltarías tres grados
hasta llegar a melanoano superior, lo cual te ofrecería una excelente
oportunidad de ser jumbaya lancero provisorio y tal vez... aunque no puedo
prometerlo, aunque quizá pueda influir extraoficialmente... tal vez te haga
nombrar maestre de saqueos de los despojos de Erdisvurg.
—Bien
—dijo Von Ardin, impresionado a su pesar—, es un trato bastante decente... si
puedes lograrlo. —Entra en la tienda —dijo el vendedor—. Déjame hacer una
llamada...
Marvin
pasó de largo y oyó a hombres de una docena de razas discutiendo con vendedores
de otra docena. Le gritaron cien propuestas al oído. La vitalidad de ese lugar
lo despabiló y le levantó el ánimo. Y aunque algunas propuestas que oía eran
desalentadoras, muchas eran interesantes.
—Se busca
hombre áfido para el Enjambre Senthis. Buena paga, amistades cordiales.
—¡Se
necesita escritor para trabajar en el Libro Obsceno de Kavengii! ¡Debe ser
capaz de empatizar con las premisas sexuales de la raza midridariana!
—¡Se
necesitan planificadores de jardines para Arturo! ¡Ven y relájate entre los
únicos vegetales sensibles de la galaxia!
—¡Se
necesita experto en grilletes para Vega IV! ¡También hay oportunidades para
cancerberos semicalificados! ¡Prerrogativas plenas!
¡Había
tantas oportunidades en la galaxia! Marvin pensó que quizá su desgracia fuera
una bendición encubierta. Él había querido viajar, pero su timidez sólo le
había permitido hacerlo en el papel de turista. ¡Cuánto mejor, cuánto más
gratificante sería viajar con una razón: servir en los ejércitos de Naigwin,
experimentar la vida como hombre áfido, aprender qué era un experto en
grilletes, incluso reescribir el Libro Obsceno de Kavengii!
Vio un
letrero que decía: «James Virtue McHonnery, licencia en Tratos Breves,
satisfacción garantizada.»
En el despacho, un hombrecillo recio y curtido de
boca huraña y penetrantes ojos azules fumaba un puro. No podía ser sino
McHonnery en persona. El silencioso, altivo y despectivo hombrecillo cruzó los
brazos cuando Flynn se acercó a la cabina.8
Estaban
frente a frente, Flynn con la mandíbula floja, McHonnery con la boca cerrada.
Siguieron varios segundos de silencio.
—Mira,
chico —dijo al fin McHonnery—, esto no es un espectáculo para mirones y yo no
soy un puñetero monstruo. Si tienes algo que decir, escúpelo. De lo contrario,
lárgate de aquí antes que te rompa el lomo.
Marvin
notó de inmediato que este hombre no era un vendedor lisonjero. No había el
menor rastro de servilismo en esa voz ronca, ni el menor vestigio de
obsecuencia en esa boca torcida. Este era un hombre que hablaba sin vueltas y
sin reparar en las consecuencias.
—Soy...
soy un cliente —dijo Flynn.
—Sensacional
—gruñó McHonnery—. ¿Y qué quieres, que me ponga a hacer piruetas?
Esa
réplica sarcástica y esa conducta brusca dieron a Flynn una sensación de
confianza. Sabía que las apariencias engañan, pero nadie le había enseñado a
juzgar por algo que no fueran las apariencias. Se sentía inclinado a confiar en
ese hombre agrio y orgulloso.
—Dentro de
unas horas me desalojarán de mi cuerpo —explicó Marvin—. Como mi cuerpo fue
robado, necesito desesperadamente un sustituto. Tengo muy poco dinero pero
estoy dispuesto a trabajar.
McHonnery
le clavó los ojos y torció los labios tensos en una risa burlona.
—Dispuesto
a trabajar, ¿eh? ¡Qué conmovedor! ¿Y en qué estás dispuesto a trabajar?
—Vaya...
cualquier cosa.
¿Ah, sí?
¿Sabes manejar un. torno metálico Montcalm con tablero fotosensible y selector
manual? ¿No? ¿Crees que puedes manipular un separador de partículas
Quick—Greeze para la compañía de Tierras Raras? No es tu cosa, ¿eh? En Vega
tengo un cirujano que quiere que alguien maneje su simulador de rechazo de
impulsos nerviosos, el viejo modelo con pedales dobles. ¿No es lo que tenías en
mente? Bien, en Potemkin II tenemos una orquesta de jazz que necesita un hombre
con estómago de corneta, y un restaurante de Bootes busca un cocinero con
conocimientos de las especialidades de Cthensis. ¿Te suena? Tal vez puedas
recoger flores en Moriglia, aunque tendrías que predecir la antesis con un
margen de cinco segundos a lo sumo. O podrías hacer soldaduras con carne, si
tienes agallas, o encabezar un proyecto de recuperación de filópodos, o
planificar sistemas de trepadoras intermedias o... Pero supongo que nada de
esto te atrae, ¿verdad?
Flynn
sacudió la cabeza y murmuró: —No sé nada sobre esos trabajos.
—Me
sorprende menos de lo que crees —dijo McHonnery—. ¿Hay algo que sepas hacer?
—Bien, en
la universidad estudié...
—¡No me
cuentes tu estúpida biografía! Me interesa tu oficio, habilidad, talento,
profesión, aptitud, como quieras llamarlo. ¿Qué sabes hacer, sin rodeos?
—Bien,
dicho de esa manera, no sé hacer mucho. —Lo sé —suspiró McHonnery—. No tienes
ninguna preparación; se te ve en la cara. Muchacho, quizá te interese saber que
las mentes no calificadas son tan comunes como la mugre, o más. Saturan el
mercado, abarrotan el universo. No hay nada que puedas hacer que una máquina no
haga mejor, más rápido y con más ganas.
—Lamento
saberlo —dijo Marvin, con tristeza pero con dignidad. Se dispuso a irse.
—Un minuto
—dijo McHonnery—. Creí que querías trabajar.
—Pero
usted dice...
—Digo que
no tienes preparación, lo cual es cierto. Y digo que una máquina puede hacer
cualquier cosa que tú hagas mejor, más rápido y con más ganas, pero no que sea
más barata.
—Oh —dijo
Marvin.
—Sí, en la
baratura aún tienes ventaja sobre los aparatos. Y eso es toda una hazaña en
estos tiempos. Siempre consideré que una de las glorias de la humanidad era
que, a pesar de sus esfuerzos, nunca logró volverse del todo superflua. Como
verás, chico, nuestro instinto nos ordena multiplicarnos, mientras que nuestra
inteligencia nos impone conservar. Somos como un padre que tiene muchos hijos
pero se las ingenia para desheredar a todos menos al mayor. Decimos que el
instinto es ciego, pero también lo es la inteligencia. La inteligencia tiene sus
pasiones, sus amores y sus odios; ay del lógico cuyo sistema racional no repose
sobre una sólida base de emociones. Si carece de esa base, bien decimos que ese
hombre es... irracional.
—No lo
sabía —dijo Marvin.
—Demonios,
es bastante obvio —dijo McHonnery—. El objetivo de la inteligencia es dejar sin
trabajo a la raza humana. Por suerte, nunca puede lograrse. El hombre supera a
la máquina. En el trabajo bruto, siempre habrá oportunidades para los
indeseables.
—Supongo
que es un consuelo —dijo Flynn dubitativamente—. Y desde luego es muy
interesante. Pero cuando Pengle el Petardo me dijo que viniera a verle, creí...
—Eh, ¿qué
dices? —exclamó McHonnery—. ¿Eres amigo del Petardo?
—Se podría
decir que sí —dijo Flynn, evitando así una mentira descarada, pues cualquiera
podía decir cualquier cosa, fuera cierta o no.
—Debiste
decírmelo desde un principio. No hubiera cambiado nada, pues la situación es
tal como te la he pintado. Pero te habría dicho que no es una vergüenza carecer
de calificaciones. Qué diablos, todos empezamos así, ¿verdad? Si andas bien en
un trato breve, en poco tiempo adquirirás aptitudes.
—Eso
espero, señor—dijo Flynn, con cautela ahora que McHonnery se había vuelto
afable—. ¿Tiene un puesto en mente para mí?
—A decir
verdad, sí —dijo McHonnery—. Es un trabajo de una semana, el cual podrías hacer
cabeza abajo, aunque no te gustara. No es el caso, porque se trata de una tarea
grata y compatible, que combina moderados ejercicios al aire libre con modestos
estímulos intelectuales, todo en un marco de buenas condiciones laborales,
gestión inteligente y un ambiente laboral afable.
—Suena
maravilloso —dijo— Elynn. ¿Qué tiene de malo?
—Bien, no
es un trabajo con el cual te harás rico —dijo McHonnery—. En realidad, la paga
es pésima. Pero qué diablos, no se puede tener todo. Una semana en esto te dará
la oportunidad de reflexionar, hablar con tus colegas, decidir un rumbo en la
vida.
—¿En qué
consiste el trabajo?
—El título
oficial es «indagador ootheca, segunda clase».
—Suena
imponente.
—Me alegra
que te guste. Significa que recogerás huevos.
—¿Huevos?
—Huevos.
Para ser más específico, buscarás, recogerás los huevos del gánzer de las
rocas. ¿Crees que puedes hacerlo?
—Bien, me
gustaría saber un poco más sobre las técnicas utilizadas, y también las condiciones
laborales y...
Calló
porque McHonnery mecía la cabeza triste y lentamente.
—Puedes
averiguar todo eso cuando llegues allá. No soy una agencia de viajes, y no es
una visita guiada. ¿Quieres el trabajo o no?
—¿Dispone
de algo más?
—No.
—Entonces
acepto.
—Has
tomado una sabia decisión —dijo McHonnery. Sacó un papel del bolsillo—. Aquí
está el con trato estándar, aprobado por el gobierno, escrito en kro—melden,
que es el idioma oficial del planeta Melde II, donde tiene autorización para
operar la empresa empleadora. ¿Sabes leer kro—melden?
—Me temo
que no.
—Entonces
te traduciré las cláusulas pertinentes, tal como lo requiere la ley. Veamos...
estipulaciones estándar por las cuales la compañía no se responsabiliza por
incendios, terremotos, guerras atómicas, estallido del sol en nova, accidentes
y demás. La compañía acepta contratarte por la suma de un crédito mensual, más
el transporte a Melde; allí te proveerá con un cuerpo meldeno; también te
suministrará ropa, y te alimentará y dará refugio y cuidará de tu salud y
bienestar, a menos que no pueda hacerlo, en cuyo caso no lo hará y no podrás
acusarla por esa omisión. A cambio de estos y otros servicios, realizarás las
tareas que se te ordenen, en este caso aquellas tareas relacionadas específica
y exclusivamente con el hallazgo y recolección de huevos de gánzer. Y Dios se
apiade de tu alma.
—¿Cómo
dijo? —preguntó Flynn.
—Es sólo
una invocación formal. Veamos... creo que eso lo cubre todo. Te comprometes,
ciertamente, a no cometer actos de sabotaje, espionaje, irreverencia,
desobediencia, etcétera, y a evitar y renunciar a las prácticas de perversión
sexual definidas en El libro de perversiones meldenas de Hoffmeyer. Y también
te comprometes a no iniciar una guerra, o a participar en una guerra en Melde si
se inicia, y lavarte una vez cada dos días, y no endeudarte, y no volverte
alcohólico ni loco, y varias otras cosas que ninguna persona razonable podría
objetar. Y eso es prácticamente todo. Si tienes alguna pregunta importante,
procuraré responderla.
—Bien
—dijo Flynn—, acerca de esas cosas que debo garantizar...
—Eso no
tiene importancia —dijo McHonnery—. ¿Quieres el trabajo? Bastará con un simple
sí o no. Marvin tenía sus reservas, pero lamentablemente no tenía muchas
opciones, y esta carencia hacía que sus reservas fueran irrelevantes. Pensó
fugazmente en el detective, —luego desechó ese pensamiento. Como había dicho
McHonnery, era un trabajo de una semana. ¿Qué podía perder? Aceptó, y dio su
conformidad en el firmador universal neurosensible del pie de la página.
McHonnery lo condujo al Centro de Transporte, desde donde las mentes
atravesaban la galaxia a un múltiplo de la velocidad del pensamiento.
De pronto
Marvin se encontró en Melde, en un cuerpo meldeno.
9
El bosque
tropical de Gánzer, en Melde, era profundo y ancho; una brisa suave susurraba
entre los colosales árboles, se deslizaba entre las lianas entrelazadas y se
arrastraba con la espalda rota sobre hierbas ganchudas. Gotas de agua
descendían penosamente por el enmarañado follaje, como velocistas exhaustos en
un laberinto, y reposaban al fin en el suelo esponjoso e indiferente. Las
sombras se mezclaban y bailaban, se esfumaban y reaparecían, sometidas a falsos
movimientos por dos soles desfallecientes que ardían en un cielo verde y
mohoso. Un desolado therengol silbó en el cielo llamando a su pareja, y recibió
por respuesta el carraspeo rápido y ominoso de un predatorio rey saltador. Y a
través de este melancólico bosque, tan engañosamente parecido a la Tierra,
Marvin Flynn se desplazaba en su extraño cuerpo meldeno, la vista gacha,
buscando huevos de gánzer sin saber cómo eran.
Todo había
sido muy rápido. Desde que había llegado a Melde, apenas había tenido tiempo de
examinarse a sí mismo. En cuanto se corporificó, alguien le ladró órdenes al oído.
Flynn apenas pudo echar una rápida ojeada a su cuerpo de cuatro brazos y cuatro
piernas, de menear experimentalmente la cola y plegar las orejas sobre el lomo;
lo incluyeron en una cuadrilla de trabajo, le dieron un número de barraca, un
asiento en el comedor, un suéter dos números más grande y zapatos que le
quedaban bastante bien salvo el delantero izquierdo. Estampó una firma y le
entregaron las herramientas de su nuevo oficio; un bolso de plástico, gafas
oscuras, una brújula, una red, un par de pinzas, un pesado trípode de metal y
un fulminador.
Él y sus
colegas formaron filas y recibieron un apresurado y doctrinario sermón del
gerente, un atriano aburrido y altanero.
Flynn
aprendió que su nuevo hogar ocupaba una insignificante porción de espacio en
las inmediaciones de Aldebarán. Melde (llamado así porque los meldenos eran la
raza dominante) era un mundo de segunda. Su clima estaba calificado de
«intolerable» en la Escala de Tolerancia Climática HurlihanChanz; su potencial
en recursos naturales se definía como «ínfimo» y su factor de resonancia
estética (no ponderado) se consideraba «desdeñable».
—No es el
sitio que uno elegiría para venir de vacaciones —dijo el gerente—. En realidad
no lo elegiría para nada, salvo para practicar la mortificación extrema.
Los
trabajadores se inquietaron un poco.
—No
obstante —continuó el gerente— este sitio despreciado y despreciable, esta
desgracia solar, esta mediocridad cósmica, es el hogar de sus habitantes, que
lo consideran el mejor lugar del universo.
Los meldenos,
fieramente orgullosos de su único patrimonio tangible, habían puesto al mal
tiempo buena cara. Con la obstinada determinación de los que nacían con mala
estrella, habían sembrado los lindes del bosque tropical y habían explotado
yacimientos de bajo rendimiento en los huracanados desiertos. Su terca
perseverancia habría sido alentadora si no hubiera sido tan monótona; y sus
esfuerzos se podrían haber considerado un tributo al indómito espíritu de la
vida si no hubieran terminado invariablemente en fracasos. Porque los meldenos,
a pesar de sus tribulaciones, a lo sumo podían aspirar a una hambruna lenta en
el presente, y a la promesa de la degeneración y extinción racial en el futuro.
—Esto es
Melde, pues —dijo el gerente—. Mejor dicho, esto sería Melde si no hubiera un
factor adicional. Ese factor marca la diferencia entre el éxito y el fracaso.
Me refiero, por cierto, a la presencia de huevos de gánzer. ¡Huevos de gánzer!
¡Ningún otro planeta los posee, ningún otro planeta los necesita con tanta
desesperación! ¡Huevos de gánzer! ¡Ningún otro objeto del universo es tan claro
epítome de lo deseable! ¡Huevos de gánzer! Hablemos sobre ellos, si les parece
bien.
Los huevos
de gánzer eran el único producto de exportación del planeta Melde. Y
afortunadamente para los meldenos, los huevos tenían muchos usos. En Orícades,
los huevos de gánzer se utilizaban como objetos de amor; en Opinco II, se
molían y comían como magnífico afrodisíaco; en Morícades, después de la
consagración, eran adorados por los irracionales k'tengi. Y se podían citar
muchos otros usos. Los huevos de gánzer, pues, constituían un recurso natural
indispensable, y el único que los meldenos poseían. Con ellos, los meldenos
podían mantener un grado tolerable de civilización. Sin ellos, la raza no tardaría
en perecer.
Para
adquirir un huevo de gánzer, sólo había que recogerlo. Pero había ciertas
dificultades, pues los gánzers, como era de esperad objetaban esta práctica.
Los
gánzers eran habitantes del bosque, de origen reptil. También eran destructivos,
esquivos, tercos, feroces y totalmente indomables. Estas cualidades hacían que
la recolección de huevos de gánzer fuera extremadamente peligrosa.
—Es
curioso, acaso paradojal —señaló el gerente—, que la principal fuente de vida
de Melde también sea la principal causa de muerte. Es algo en lo que todos
deberán pensar cuando inicien su día de trabajo. Les aconsejo que tengan mucho
cuidado, permanezcan alerta en todo momento, miren antes de saltar, observen
todas las precauciones para proteger sus vidas de esclavos, y también los
costosos cuerpos que hemos confiado a su cuidado. Pero además,—recuerden— que
deben cumplir con su cupo, pues cada día laboral donde el cupo no se cumpla,
aunque sea por una diferencia de un solo huevo, se castiga con la adición de
otra semana. En consecuencia, sean prudentes sin ser timoratos, y perseverantes
sin ser tercos, y valerosos sin ser temerarios, y tenaces sin ser irreflexivos.
Sigan estas sencillas máximas y no tendrán ningún percance. Buena suerte,
muchachos.
Marvin y sus
colegas formaron filas y se internaron en el bosque a toda marcha.
Al cabo de
una hora llegaron a la zona de búsqueda. Marvin Flynn aprovechó la oportunidad
para pedirle instrucciones al capataz.
—¿Instrucciones?
—preguntó el capataz—. ¿Qué clase de qué tipa de instrucciones? —añadió (era un
deportado orinathiano sin aptitudes lingüísticas). —¿Qué debo hacer? —preguntó
Flynn. El capataz sopesó la pregunta.
—Recoger
huevos de gánzer, debes —respondió al fin (aunque pronunciaba «gántser»).
—Entiendo
esa parte. Pero ni siquiera sé qué aspecto tiene un huevo de gánzer.
—No
preocupar —respondió el capataz—. Cuando ver, reconocer.
—Sí, señor
—dijo Marvin—. Y cuando encuentre un huevo de gánzer, ¿hay reglas especiales
para manipularlo? Es decir, ¿pueden romperse, o...?
—Para
manipular —dijo el capataz—, recoger huevo, poner en bolso. Esta cosa entender,
¿sí o no?
—Claro que
sí —dijo Marvin—. Pero también me gustaría saber cuál es el cupo diario. ¿Hay
un sistema de cupos, o quizá una partición por horas? Es decir, ¿cómo se sabe
que se ha alcanzado el cupo?
—¡Ah!
—dijo el capataz, y un aire de comprensión cruzó al fin su rostro ancho y
campechano—. Proceder es así. Recoger huevo de gánzer, poner en bolso. ¿Sí?
—Sí
—respondió Marvin al instante.
—Repetir
una y otra vez hasta que bolso lleno. ¿Entendido?
—Creo que
sí —dijo Marvin—. El bolso lleno representa el cupo real o ideal. Revisemos los
pasos para cerciorarnos de que he comprendido. Primero, localizo los huevos de
gánzer, aplicando asociaciones terrícolas al concepto, y supuestamente sin
dificultades en la identificación. Segundo, una vez localizado e identificado
el objeto deseado, procedo a guardarlo, para lo cual supongo que debo alzarlo
manualmente, y luego continúo con actos acordes con dicho inicio. Tercero,
repitiendo esta estrategia E un número x de veces, realizo la ecuación Ex=B!,
donde B representa la capacidad del bolso y ! representa la cantidad de
transacciones x necesarias para cumplir E. Al fin, concluida, la suma de todas
las estrategias, regreso al campamento, donde entrego el contenido del bolso.
¿He comprendido, señor?
El capataz
se golpeó los dientes con la cola. —Tomarme el pelo, ¿eh? —dijo.
—No,
señor, sólo deseaba aseverar...
—Burlarte
de viejo zopenco orinathiano, claro. Muy listo, creerte, pero no tan listo, no
ser. Recordar... listillos no simpáticos para nadie.
—Lo
lamento —dijo Flynn, agitando la cola respetuosamente. (Pero no lo lamentaba.
Era su primera muestra de ánimo desde que había comenzado esta serie de hechos
desalentadores, y le producía satisfacción, aunque fuera inoportuna o mal
vista.)
—De todos
modos, creo, rudimentos elementales has entendido, así que a trabajar sin
descanso, y mantener la narizota limpia, o seis extremidades te rompo, ¿está
claro?
—Clarísimo
—dijo Flynn. Dio media vuelta, se internó en el bosque y se puso a buscar
huevos de gánzer.
10
Mientras
merodeaba, Marvin Flynn se preguntaba qué aspecto tendría un huevo de gánzer.
También le habría gustado saber cómo usar su equipo; las gafas de sol eran
inútiles en los rincones penumbrosos del bosque, y el pesado trípode era
incomprensible. Se deslizó en silencio por el bosque, agitando las fosas
nasales y estirando los ojos giratorios, sintonizados en parpadeo mínimo. Su
piel dorada, aromatizada con apistomillo, palpitaba sensiblemente mientras sus
grandes músculos se movían debajo, al parecer relajados pero preparados para
actuar al instante.
El bosque
era una sinfonía de verdes y grises, mezclados con el ocasional escarlata de
alguna enredadera, o el estallido morado de un arbusto lillibabba o, más raro
aún, la cautivadora melodía de oboe de un flagelante anaranjado, aunque por
otra parte el efecto era siniestro y melancólico, como un gran parque de
diversiones en la hora silenciosa que precede al alba.
¡Pero allí!
¡Sí, allí! ¡Un poco a la izquierda! ¡Sí, bajo el árbol boku! ¿Era eso...?
¿Podría ser...?
Flynn
apartó las hojas con los brazos derechos y se agazapó. Allí, en un nido de
hierba y ramitas entretejidas, vio un ovoide reluciente que parecía un huevo de
avestruz incrustado con piedras preciosas.
El capataz
tenía razón. No había modo de pasar por alto un huevo de gánzer.
Mirando
atentamente ese objeto singular, y examinando sus impresiones, Marvin vio la
luz de un millón de fuegos mágicos ardiendo en la superficie curva y
multicolor. Las sombras lo acariciaban como la fragancia de sueños casi
olvidados, ondulando y girando como etéreos fantasmas. Marvin sintió una
emoción crepuscular: oficio de vísperas, parsimonioso ganado pastando a orillas
de un arroyo cristalino, polvorientos y plañideros cipreses a la vera de un
camino de piedra blanca.
Aunque le
dolía hacerlo, Marvin se agachó y extendió los brazos con la intención de alzar
el huevo de gánzer y meterlo en su bolso de plástico. Cerró la mano sobre la
esfera reluciente.
Apartó la
mano rápidamente; la esfera reluciente quemaba más que el infierno.
Marvin
miró el huevo de gánzer con nuevo respeto. Ahora comprendía la función de las
pinzas que le habían suministrado. Las colocó en posición y las cerró despacio
sobre el prodigioso esferoide.
El
prodigioso esferoide se alejó de un brinco, como un balón de goma. Marvin
galopó detrás, agitando la red. Rodando y botando, el huevo de gánzer se
internó en la tupida maleza. Marvin arrojó la red con desesperación, y la fortuna
le guió la mano. El huevo de gánzer quedó atrapado en la red, palpitando como
si le faltara el aliento. Marvin se le acercó cautamente, atento a cualquier
ardid.
En cambio,
el huevo de gánzer habló.
—Oye, tío
—le dijo con voz ahogada—. ¿Qué cuernos te pasa?
—¿Cómo has
dicho? —preguntó Marvin.
—Mira
—dijo el huevo de gánzer—, estoy sentado en un parque público, sin entrometerme
con nadie, y de repente vienes y me saltas encima como un lunático,
magullándome el hombro y portándote como un trastornado. Naturalmente, me
recaliento un poco. ¿Quién no? Decido alejarme, porque es mi día libre y ,no
quiero complicaciones. Entonces me arrojas una red, como si fuera un estúpido
pez o una mariposa. Por eso te pregunto, ¿cuál es la gran idea?
—Bien
—dijo Marvin—, verás... tú eres un huevo de gánzer.
—Lo sé muy
bien —dijo el huevo de gánzer—. Claro que soy un huevo de gánzer. ¿Y qué? ¿De
pronto está penado por la ley?
—Claro que
no —dijo Marvin—. Pero sucede que estoy buscando huevos de gánzer.
Hubo un
breve silencio.
—¿Me lo
podrías repetir? —dijo al fin el huevo de gánzer.
Marvin se
lo repitió.
—Sí, eso
creí oír —dijo el huevo de gánzer. Rió débilmente—. Bromeas, ¿verdad?
—Lo
lamento, pero no.
—Claro que
sí —dijo el huevo de gánzer, con cierta desesperación—. De acuerdo, ya te has
divertido. Ahora sácame de aquí.
—Lo
lamento... —¡Sácame!
—No puedo.
—¿Por qué?
—Porque
estoy buscando huevos de gánzer.
—Dios mío
—dijo el huevo de gánzer—, es la mayor chifladura que oí en mi vida. Ni
siquiera me conoces, ¿verdad? Entonces ¿por qué me estás buscando?
—Me han
contratado para buscar huevos de gánzer —le explicó Marvin.
—Oye, tío,
¿me estás diciendo que te dedicas a buscar cualquier huevo de gánzer? ¿No te
importa cuál?
—Así es.
—¿Y no
estás buscando ningún huevo de gánzer específico, alguno que te haya jugado una
mala pasada?
—No, no
—dijo Marvin—. Nunca conocí un huevo de gánzer.
—Nunca...
¿Y sin embargo los buscas...? Me estoy volviendo loco, no puedo estar oyendo
bien. Estas cosas no suceden. Es una pesadilla increíble. Son cosas que pasan
en las pesadillas. Un sujeto con cara de maniático se acerca tan campante, te
atrapa, y sin mosquearse te dice que busca huevos de gánzer. Vamos, me estás
tomando el pelo, ¿verdad?
Marvin se
sentía avergonzado y exasperado, y quería que el huevo de gánzer se callara.
—No estoy
bromeando —rezongó—. Mi trabajo es buscar huevos de gánzer.
—¡Buscar
huevos de gánzer! —gimió el huevo de gánzer—. ¡Oh no, no, no, no, no! Dios mío,
no puedo creer que esto esté pasando, pero está pasando. Está pasando...
—Contrólate
—dijo Marvin. Era evidente que el huevo de gánzer estaba al borde de la
histeria.
—Gracias
—dijo el huevo de gánzer al cabo de un momento—. Ahora estoy bien. Perdón por
perder la compostura.
—No te
preocupes —dijo Marvin—. ¿Ahora estás preparado para que te guarde?
—Estoy
tratando de hacerme a la idea. Es tan... tan... Oye, ¿puedo hacerte una
pregunta?
—Date
prisa —dijo Marvin.
—Quiero
preguntarte —dijo el huevo de gánzer— si esto te excita de algún modo. ¿Es
algún tipo de perversión? Sin ánimo de ofender.
—Está bien
—dijo Marvin—. No, no soy un pervertido, y te aseguro que esto no me complace.
Es sólo un trabajo.
—Un
trabajo —repitió el huevo de gánzer—. ¡Un trabajo! ¡Secuestrar a un huevo de
gánzer que ni siquiera conocías! Sólo un trabajo. Como recoger una piedra. Sólo
que no soy una piedra, sino un huevo de gánzer.
—Entiendo
—dijo Marvin—. Créeme, todo esto me. resulta muy extraño...
—¡A ti te
resulta extraño! —chilló el huevo de gánzer—. ¿Y yo... cómo crees que me
siento? ¿Te parece natural que alguien venga a recogerte como en una pesadilla?
—Tranquilo
—dijo Marvin.
—Lo
siento—dijo el huevo de gánzer—. Ya estoy bien.
—Lamento
muchísimo todo esto —dijo Marvin—. Pero verás, tengo un empleo y debo cumplir
un cupo, y si no lo hago tendré que pasarme el resto de mi vida aquí.
—Loco
—susurró el huevo de gánzer—. Está total y absolutamente trastornado.
—Así que
debo recogerte —concluyó Marvin, y extendió el brazo.
—¡Espera!
—aulló el huevo de gánzer, con una voz tan aterrorizada que Marvin desistió.
—¿Qué pasa
ahora?
—¿Puedo
dejarle una nota a mi esposa?
—No hay
tiempo —dijo Marvin con firmeza.
—¿Al menos
me dejarás decir mis oraciones?
—Adelante
—dijo Marvin—. Pero que sea rápido.
—Oh Dios,
mi Señor —salmodió el huevo de gánzer—, no sé qué me está pasando, ni por qué.
Siempre he tratado de ser una buena persona, y aunque no voy regularmente a la
iglesia sin duda sabes que la religión auténtica está en el corazón. Quizá haya
hecho algunas cosas malas en la vida, no lo negaré. Pero, Señor, ¿por qué este
castigo? ¿Por qué yo? ¿Por qué no otro, uno de los realmente malos, uno de los
criminales? ¿Por qué yo? ¿Y por qué así? Una cosa quiere recogerme como si yo
fuera una cosa... Y no comprendo. Pero sé que eres omnisapiente y todopoderoso,
y sé que eres bueno, así que supongo que habrá una razón... aunque yo sea
demasiado tonto para verla. Oye, Dios, si es así, es así. ¿Pero podrías cuidar
de mi esposa y mis hijos? ¿Y podrías cuidar especialmente del benjamín? —Al
huevo de gánzer se le quebró la voz, pero se recobró de inmediato—. Te pido
especialmente por el pequeñín, Dios, porque es defectuoso y los demás chicos se
burlan de él y necesita mucho... mucho amor. Amén.
El huevo
de gánzer se sofocó con los sollozos. Su voz cobró repentina fuerza.
—De
acuerdo —le dijo a Marvin—. Ya estoy preparado. Adelante, haz lo que debas,
condenado hijo de perra.
Pero la
plegaria del huevo de gánzer había perturbado a Marvin. Con ojos. húmedos y
cernejas trémulas, Marvin abrió la red y liberó al cautivo. El huevo de gánzer
rodó un trecho y se detuvo, obviamente temiendo una treta.
—¿De veras
me estás soltando? —preguntó.
—Sí —dijo
Marvin—. No tengo pasta para este trabajo. No sé qué me harán en el campamento,
pero nunca recogeré un solo huevo de gánzer.
—Loado sea
el nombre del Señor —murmuró el huevo de gánzer—. He visto cosas extrañas en
mis tiempos, pero parece que la Mano de la Providencia...
La
hipótesis del huevo de gánzer (conocida como la Falacia Intervencionista) fue
interrumpida por un súbito y ominoso estrépito en la maleza. Marvin giró, y
recordó los peligros del planeta Melde. Le habían advertido, pero lo había
olvidado. Buscó desesperadamente el fulminador, que se había atascado en la
red. Tiró violentamente, lo manoteó, oyó una estridente advertencia del huevo
de gánzer...
Y lo
tumbaron al suelo. El fulminador voló hacia la maleza. Y Marvin enfrentó unos
ojos negros y rasgados que brillaban bajo una frente blindada.
No eran
necesarias las presentaciones. Flynn sabía que se había topado con un gánzer merodeador
adulto, y en las peores circunstancias. Las pruebas (si se hubieran necesitado)
eran sumamente probatorias: ahí estaban la condenatoria red, las reveladoras
gafas, las acusatorias pinzas. Y más cerca todavía —cerrándose sobre su cuello—
estaba la dentada mandíbula del gigantesco saurio, tan cerca que Marvin pudo
ver tres muelas de oro y un empaste de porcelana.
Flynn
trató de librarse. El gánzer lo apretó con una zarpa del tamaño de una montura
de yak; aquellas crueles garras, del tamaño de pinzas para hielo, se hundieron
cruelmente en la piel dorada de Marvin. Las babeantes mandíbulas se abrieron
malignamente y bajaron, dispuestas a engullirle la cabeza entera...
11
De
pronto... ¡el tiempo se detuvo! Marvin vio que las fauces del gánzer se petrificaban
en medio del babeo, el inflamado ojo izquierdo se le paralizaba en medio de un
parpadeo, y todo su corpachón era presa de una extraña e implacable rigidez.
A poca
distancia, el huevo de gánzer estaba tan inmóvil como una réplica esculpida de
sí mismo. La brisa también había cesado. Los árboles estaban tiesos y tensos, y
un halcón meritheo quedó inmóvil en pleno vuelo como un muñeco unido a un
cable. ¡El sol detuvo su carrera inexorable!
Y en este
extraño cuadro vivo, el trémulo Marvin giró hacia el único movimiento que había
en el aire, a un metro de su cabeza y levemente a la izquierda.
Comenzó
como un vórtice de polvo, se dilató, se expandió, creció, se engrosó en la base
y se volvió convexo en el ápice. La rotación se aceleró y la figura se solidificó.
—¡Detective
Urdorf! —exclamó Marvin. Pues era, en efecto, el detective marciano con la
racha de mala suerte, quien había prometido resolver el caso de Marvin y
devolverlo a su cuerpo legítimo.
—Lamento
irrumpir de esta manera —dijo Urdorf, materializándose plenamente y cayendo al
suelo. —¡Gracias a Dios que ha venido! —dijo Marvin—. Me ha salvado de un
destino sumamente desagradable, y si me ayuda a salir de aquí debajo...
Pues
Marvin aún estaba inmovilizado contra el suelo bajo la zarpa del gánzer, que
había cobrado la rigidez del acero templado, y no podía escurrirse.
—Lo siento
—dijo el detective, levantándose y sacudiéndose el polvo—. Me temo que no puedo
hacerlo. —¿Por qué no?
—Porque va
contra las reglas —explicó el detective Urdorf—. Verá, todo desplazamiento de
cuerpos durante una detención temporal artificial inducida (pues de eso se
trata) podría derivar en una paradoja, lo cual está prohibido porque podría
provocar una implosión temporal que podría distorsionar las líneas
estructurales de nuestro continuo y destruir el universo. Debido a esto, todo
desplazamiento es punible con una sentencia de un año de prisión y una multa de
mil créditos.
—Oh, no lo
sabía —dijo Marvin.
—Bien, me
temo que así es.
—Entiendo.
—Esperaba
que entendiera —dijo el detective.
Siguió un
largo e incómodo silencio.
—¿Y bien?
—preguntó Marvin. —¿Cómo ha dicho?
—Dije
que... Iba a preguntarle para qué vino aquí.
—Ah —dijo
el detective—. Debía hacerle varias preguntas que no se me habían ocurrido
antes, y que pueden ayudarme a investigar metódicamente este caso y resolverlo.
—Pregunte
—dijo Marvin.
—Gracias.
Ante todo, ¿cuál es su color favorito?
—El azul.
—¿Pero qué
matiz del azul ? Por favor, trate de ser preciso.
—El azul
del huevo de petirrojo.
—Ajá. —El
detective lo anotó en su libreta.
—Y ahora
dígame, rápidamente y sin pensar, cuál es el primer número que le acude a la
mente.
—87792,3
—respondió Marvin sin titubear.
—Ajá. Y
ahora, sin reflexión, dígame el nombre de la primera canción popular que se le
ocurre.
—«Rapsodia
Orangután» —dijo Marvin.
—Bien
—dijo Urdorf, cerrando la libreta—. Creo que con eso tengo todo.
—¿Cuál es
el propósito de esas preguntas? —preguntó Marvin.
—Con esta
información, podré examinar a varios sospechosos buscando vestigios de reacciones
corporales. Forma parte del examen de identidad de Duulman.
—Ah —dijo
Marvin—. ¿Ha tenido suerte?
—La suerte
no tiene nada que ver —replicó Urdorf—. Pero puedo decir que el caso avanza de
manera satisfactoria. Hemos seguido la pista del ladrón hasta Iorama II, donde
entró de contrabando en un cargamento de carne congelada destinada a Goera
Mayor. En Goera se hizo pasar por fugitivo de Hage XI, lo cual le granjeó el
favor popular. Logró recaudar fondos suficientes para el viaje a Kvanthis,
donde había guardado su dinero. Sin permanecer más de un día en Kvanthis,
abordó el transporte local a la Región Autónoma de Cincuenta Astros.
—¿Y
después? —preguntó Marvin.
—Después
perdimos el rastro. La Región de Cincuenta Astros contiene no menos de
cuatrocientos treinta y dos sistemas planetarios con una población total de
trescientos mil millones. Como verá, es una tarea hecha a nuestra medida.
—Parece
imposible —dijo Marvin.
—Todo lo
contrario, es una situación muy ventajosa. Los legos siempre confunden la
complejidad con la complicación. Pero nuestro delincuente no encontrará refugio
en la mera multiplicidad, que por cierto siempre es susceptible de análisis
estadístico.
—¿Y qué
pasa ahora? —preguntó Marvin. —Seguimos analizando, y después hacemos una
proyección basada en las probabilidades, y después enviamos nuestra proyección
a toda la galaxia y vemos si se convierte en nova... figuradamente hablando, se
entiende.
—Se
entiende —dijo Marvin—. ¿De veras cree que lo atrapará?
—Confío
plenamente en los resultados —dijo el detective Urdorf—. Pero debe tener
paciencia. Recuerde que el delito intergaláctico es un campo relativamente
nuevo, y en consecuencia la investigación intergaláctica es aún más nueva. Hubo
muchos delitos donde no se pudo probar la existencia de un delincuente, y mucho
menos detectarlo. En algunos sentidos, pues, llevamos la delantera.
—Supongo
que deberé creer en su palabra —dijo Marvin.
—No se
preocupe. En estos casos, es mejor que la víctima continúe con su vida normal,
que siga viva y que no se entregue a la desesperación. Ojalá no lo olvide.
—Lo
intentaré —dijo Marvin—. Pero en cuanto a esta situación actual...
—Es
precisamente la clase de situación que le aconsejé que evitara —dijo
severamente el detective—. Recuérdelo en el futuro, por favor, si logra salir
con vida de esto. Buena suerte, amigo mío, y que conserve la vida.
Ante los
ojos de Marvin, el detective Urdorf giró cada vez más rápido, se hizo borroso,
desapareció. El tiempo volvió a fluir.
Y Marvin volvió a mirar los ojos entornados del gánzer
y la frente blindada, y vio las espantosas fauces que bajaban dispuestas
engullirle la cabeza entera...12
—¡Espera!
—gritó Marvin.
—¿Para
qué? —preguntó el gánzer.
Marvin no
había pensado tanto. Oyó que el huevo de gánzer mascullaba:
—Es justo
que se haya invertido la situación, pero él fue amable conmigo. Aun así, ¿qué
me importa? Si asomas el pescuezo, alguien te parte la cáscara. Aun así...
—No quiero
morir —dijo Marvin.
—No pensé
que quisieras —dijo el gánzer de las rocas, con voz comprensiva—. Y, desde
luego, querrás hablarlo conmigo. Ética, moral, todo eso. Pero me temo que no.
Nos advirtieron expresamente que nunca dejáramos hablar a un meldeno. Nos
dijeron que hiciéramos el trabajo sin personalizarlo. Terminar una faena y
pasar a la siguiente. Una cuestión de higiene mental, nada más. Por lo tanto,
si me haces el favor de cerrar los ojos...
Las fauces
se acercaron. Pero Marvin, alarmado, exclamó:
—¿Dijiste
trabajo?
—Claro, es
un trabajo —dijo el gánzer—. No hay nada personal. —Frunció el ceño, al parecer
enfadado consigo mismo por haber hablado.
—¡Un
trabajo! Tu trabajo es cazar meldenos, ¿verdad?
—Bien,
obviamente, este planeta de Gánzer no sirve para mucho, salvo para cazar
meldenos. —Pero ¿por qué los cazas? —preguntó Marvin.
—Bien, en
primer lugar, un huevo de gánzer sólo puede alcanzar la madurez en el cuerpo
huésped del meldeno adulto.
—Caray
—objetó el huevo de gánzer, girando con vergüenza—, ¿es necesario hacer esos
comentarios tan biológicos? Yo no me pongo a hablar de vuestras funciones
naturales, ¿o sí?
—En
segundo lugar —continuó el gánzer—, nuestro único producto de exportación son
las pieles meldenas, las cuales (una vez curadas y curtidas) se usan para
atuendos imperiales en Triana 11, para hechizos de buena suerte en Nemo y para
asientos en Chrysler XXX. Esta búsqueda del elusivo y mortífero meldeno es
nuestro único modo de mantener un grado tolerable de civilización, y...
—¡Eso es
exactamente lo que me dijeron a mí! —exclamó Marvin, y se apresuró a repetir lo
que le había dicho el gerente.
—¡Caramba!
—dijo el gánzer.
Ambos
veían ahora la verdad de la situación: los meldenos dependían por completo de
los gánzers, que a su vez dependían por completo de los meldenos. Ambas razas
se cazaban una a la otra, vivían y morían por la otra y, por ignorancia o mala
fe, desconocían que hubiera una relación mutua. Nadie reconocía esta relación
totalmente simbiótica. De hecho, cada raza sostenía que sólo ella constituía
una Inteligencia Civilizada, y que la otra era bestial, despreciable e insignificante.
Ahora
ambos comprendían que participaban en igual medida del concepto genérico de
Humanidad. (Por cierto, esto también incluía al huevo de gánzer.)
Era una
idea pasmosa, pero Marvin todavía estaba apretado contra el suelo por la pesada
zarpa del gánzer.
—Esto me
pone en una situación embarazosa —dijo el gánzer al cabo de un rato—. Mi
tendencia natural es liberarte, pero estoy trabajando en este planeta bajo un
contrato que estipula...
—¿Entonces
no eres un verdadero gánzer?
—No. Soy
un trocante como tú, y vengo de la Tierra.
—¡Mi
planeta natal! —exclamó Marvin.
—Me lo
imaginaba —replicó el gánzer—. Al cabo de un tiempo uno se vuelve sensible a
las características de diversas mentalidades, y aprende a reconocer a sus
congéneres por ciertas particularidades del pensamiento y la fraseología. Yo
diría que eres americano, quizá de la Costa Este, quizá de Connecticut o
Vermont...
—¡Estado
de Nueva York!— exclamó Marvin—. ¡Soy de Stanhope!
—Y yo soy
de Saranac Lake —dijo el gánzer—. Me llamo Otis Dagobert, y tengo treinta y
siete años—. Y con eso el gánzer apartó la mano del pecho de Marvin.
—Somos
vecinos —murmuró—. No puedo matarte, y estoy razonablemente seguro de que
tampoco me matarías si tuvieras la oportunidad. Y ahora que conocemos la
verdad, dudo que podamos realizar nuestro terrible trabajo. Pero es triste
descubrirlo, pues eso significa que estamos condenados a la Disciplina
Contractual; y si no obedecemos, nuestras compañía nos darán Despido Extremo. Y
ya sabes lo que significa eso.
Marvin
asintió con tristeza. Lo sabía demasiado bien. Bajó la cabeza, y se sentó en
desconsolado silencio junto a su nuevo amigo.
—No se me
ocurre ninguna salida —dijo Marvin, después de reflexionar—. Quizá podamos
ocultarnos en la selva unos días, pero sin duda nos encontrarán. De pronto el
huevo de gánzer habló.
—Animo,
quizá no sea tan malo como creéis.
—¿A qué te
refieres? —preguntó Marvin.
—Bien
—dijo el huevo de gánzer, arrugándose de placer—, me parece que un giro
favorable merece otro. Podría ganarme una buena olla de agua hirviente por
esto... pero qué diablos. Creo que puedo encontrar el modo de que ambos os
vayáis de este planeta.
Marvin y
Otis lanzaron exclamaciones de gratitud, pero el gánzer los contuvo de
inmediato. —Quizá no me deis las gracias después de ver lo que os espera —dijo
ominosamente.
—Nada
podría ser peor que esto —dijo Otis.
—Te
sorprenderías —replicó el huevo de gánzer—. Te sorprenderías mucho... Por aquí,
caballeros. —Pero ¿adónde vamos? —preguntó Marvin.
—Os
llevaré a ver al ermitaño —respondió el huevo de gánzer, y no dijo nada más.
Rodó con determinación hacia adelante, y Marvin y Otis lo siguieron.
13
Marchaban
y rodaban por el agreste bosque tropical de Gánzer (o de Melde, según el punto
de vista), siempre alerta al peligro. Pero ninguna criatura los amenazó, y al
fin llegaron a un claro del bosque. Vieron una tosca choza en el centro del
claro, y una criatura humaniforme cubierta de harapos, acuclillada frente a la
choza.
—Ese es el
ermitaño —dijo el huevo de gánzer—. Está totalmente loco.
Los dos
terrícolas no tuvieron tiempo para asimilar esta información. El ermitaño se
levantó y exclamó:
—¡Eh, alto
ahí! ¡Revelaos a mi entendimiento! —Yo soy Marvin Flynn —dijo Marvin—y éste es
mi amigo Otis Dagobert. Queremos escapar de este planeta.
El
ermitaño no pareció oír; se acarició la larga barba y miró pensativamente las
copas de los árboles. Con voz grave y sombría recitó:
Antes que llegara este momento,
una bandada de gansos voló a baja altura, presagiando males;
el solitario y angustiado búho atravesó este escondrijo mío,
despojado de aquello que Natura regala pero el hombre niega.
Los astros callan cuando alumbran nuestro hogar:
los árboles proclaman la fuga de los reyes.
—Quiere
decir —explicó el huevo de gánzer— que presentía que vendríais a visitarlo.
—¿Está
loco? —preguntó Otis—. Ese modo de hablar...
El
ermitaño dijo:
¡Parad mientes en esto!
No tolero comadreos que repten entre mentales intersticios,
proclamando traición.
—No quiere
que os andéis con bisbiseos —tradujo el huevo de gánzer—. Le despierta
sospechas.
—No
necesitaba que me lo aclarases —dijo Flynn.
—Al cuerno
contigo —dijo el huevo de gánzer—. Sólo trataba de ayudar.
El
ermitaño avanzó unos pasos, se detuvo y dijo:
—¿Qué
menester os trujo por estos lares? Marvin miró al huevo de gánzer, que guardó
un obstinado silencio. Al fin, adivinando el sentido de las palabras,
respondió:
—Amigo
mío, tratamos de escapar de este planeta, y hemos venido en busca de tu ayuda.
El
ermitaño sacudió la cabeza y dijo:
¿Qué bárbara germanía hablas?
¡Un carnero de labios gruesos
arroparía el sentido en sonidos más claros!
—¿Qué
quiso decir? —preguntó Marvin.
—Si eres
tan listo, averígualo por tu cuenta —replicó el huevo de gánzer.
—Lo siento
si te insulté —dijo Marvin. —Olvídalo, olvídalo.
—Lo siento
de veras. Te agradecería que tradujeras.
—De
acuerdo —dijo el huevo de gánzer, todavía un poco enfurruñado—. Dice que no te
entiende.
—¿No? Pero
lo que le dije era bastante claro.
—No para
él —dijo el huevo de gánzer—. Si quieres que te entienda, será mejor que uses
métrica.
—¿Yo?
¡Imposible! —exclamó Marvin, con ese espasmo instintivo que experimentan los
varones terrícolas inteligentes al pensar en la poesía—. ¡No podría! Otis, tal
vez tú...
—¡Jamás!
—exclamó Otis, alarmado—. ¿Qué? ¿Crees que soy marica?
Un silencio se hincha y crece, pero los hombres francos
hablan con brío y bien formada boca.
No es tal lo que augura este coloquio.
—Se está
poniendo nervioso —dijo el huevo de gánzer—. Será mejor que lo intentéis.
—Tal vez
tú puedas hacerlo por nosotros —sugirió Otis.
—No soy
marica —se burló el huevo de gánzer—. Si queréis hablar, tendréis que hacerlo
por vuestra cuenta.
—El único
poema que recuerdo de la escuela son las Rubaiyatas —dijo Marvin.
—Bien,
adelante —dijo el huevo de gánzer.
Marvin
pensó, tiritó, y dijo nerviosamente:
He aquí que un peregrino de la selvática guerra
de raza contra raza implora humildemente
ayuda y asistencia, socorro y esperanza.
¿Puedes ignorar esta súplica humilde y fervorosa?
—Bastante
flojo —susurró el huevo de gánzer—, pero no está mal como primer intento.
Otis se
reía entre dientes, y Marvin le asestó un coletazo.
El
ermitaño respondió:
¡Bien dicho, forastero! Tal socorro tendrás.
¡Tendrás aún más! Pues los hombres, aun siendo diversos,
entre sí por fuerza deben socorrerse.
Con mayor
soltura, Marvin respondió:
Esperaba, en este antiguo planetoide de sueños desnudos,
de espléndidos albores, ocasos deslumbrantes,
que un pobre peregrino que por aquí pasara
pudiera escapar de los terrores vislumbrados.
Dijo el
ermitaño:
Acércate, amigo, mi señor, mi amo,
pues todos los hombres responden al estado
que la vida les otorga; el mayor esclavo
puede un día ser rey de seres encumbrados
y este hombre, acérrimo enemigo
de arraigadas costumbres, será al punto
compañero de copas, si su discurso se conoce.
Marvin se
adelantó, diciendo:
¡Gracias mil! Tu portal de las estrellas
al sabio y al necio sienta bien, pero aún detiene
al mudo, que con su lengua tonta e inservible
ni siquiera llegará a medio camino de Marte.
Otis, que
había reprimido su risa, exclamó: —Oye, ¿estabas hablando de mí?
Ya lo creo
—dijo Marvin—. Será mejor que te pongas a versificar si quieres salir de aquí.
—Diantre,
tú lo hacías por ambos.
—No. El
ermitaño acaba de decir que debes hablar por tu cuenta.
—Dios mío,
¿qué haré? —murmuró Otis—. No sé nada de poesía.
—Será
mejor que pienses en algo —dijo el huevo de gánzer.
—Bien...
sólo recuerdo algún pasaje de Swinburne que una muchacha pegajosa me recitó una
vez. Es bastante estúpido.
—Adelante
—dijo Marvin. Otis sudaba y pensaba. Al fin entonó:
Cuando las naves de la Tierra llegan a planetas distantes,
el alma de un hombre, sea esbelto o alto,
añora su hogar, que lo atrae como diez imanes,
llenando su corazón como grandes olas llenan un salón.
Y la gran sensación verde de gratitud
se vuelve embeleso por la actitud acogedora
de un heroico ermitaño, cuyo modo modulante
es rescatar al viajero y salvarlo.
Dijo el
ermitaño:
Te encuentro apto: peligroso es relatar.
En estos tiempos aciagos, una lengua tartamuda puede causar
prontos sinsabores a su triste amo y dueño.
Marvin
dijo:
Deprisa, llévate de aquí a Marvin Flynn, y deja
que el resto parlotee. Él lamentaría
encontrar su cuerpo herido y desgarrado;
ya quiere irse, pues, mientras otros parlamentan.
Dijo el
ermitaño:
¡En marcha, caballeros! El corazón enhiesto,
los pies en los estribos, la cabeza erguida...
Y
caminaron recitando hasta llegar a la choza del ermitaño, donde vieron, oculto
bajo láminas de corteza, un Transmisor Mental ilegal de antiguo y raro diseño.
Y Marvin supo que había método aun en la locura más extrema. Pues el ermitaño
había estado en ese planeta sólo un año, y ya había amasado una considerable
fortuna enviando refugiados a los mercados laborales menos apetecibles de la
galaxia.
No era
ético, pero, como dijo el ermitaño:
¿Malignas consideras, pues, las tretas que practico
con este mi artilugio? ¡Así sea! No debatiré
la abstracta y árida verdad de tu argumento.
Mas piensa bien: es locura rechazar mal vino
cuando te sofoca la sed del desierto. ¿Por qué
con tal dureza juzgas al salvador de tu vida?
¡Es nefasta ingratitud, y muy perversa,
golpear la mano que te arrancó de la muerte!
14
Transcurrió
un breve período de tiempo. No fue difícil encontrar un trabajo para Otis
Dagobert. A pesar de sus alegatos en contra, el joven mostraba una pequeña pero
promisoria vena de sadismo. En consecuencia, el ermitaño lo despachó a la mente
de un asistente dental de Prodenda IX. Ese planeta, a la izquierda de las
estrellas del Risco Sur si uno llega por Proción, había sido colonizado por
terrícolas que tenían opiniones contundentes sobre el flúor y despreciaban este
grupo químico como si fuera el demonio mismo. En Prodenda IX podían vivir libres
del flúor, con la ayuda de muchos arquitectos dentales, como los llamaban.
El huevo
de gánzer le deseó a Marvin la mejor de las suertes y se internó rodando en la
selva.
—Y ahora
—dijo el ermitaño— llegamos a tu problema. Me parece, evaluando objetivamente
tu personalidad, que tienes grandes aptitudes para ser víctima.
—¿Yo?
—preguntó Marvin.
—Sí, tú
—respondió el ermitaño.
—¿Víctima?
—Sin duda
alguna.
—No estoy
tan seguro —respondió Marvin. En realidad lo dijo así por cortesía, porque
estaba seguro de que el ermitaño se equivocaba.
—Bien, yo
sí estoy seguro —dijo el ermitaño—. Y es evidente que tengo más experiencia que
tú en colocación de empleos.
—Supongo
que sí... He notado que ya no hablas en verso.
—Claro que
no —dijo el ermitaño—. ¿Por qué iba a hacerlo?
—Porque
antes sólo hablabas en verso —dijo Marvin.
—Pero era
diferente —dijo el ermitaño—. Antes estaba fuera. Tenía que protegerme.
—¿Y ahora?
—Ahora
estoy en mi casa y totalmente a salvo. No necesito el lenguaje protector de la
poesía.
—¿La
poesía te protege fuera? —preguntó Marvin.
—Claro que
sí. He vivido un año en este planeta, perseguido por dos razas asesinas que me
matarían de inmediato si pudieran encontrarme. Y durante ese tiempo no he
sufrido el menor daño. ¿Qué te parece?
—Bien,
está muy bien. Pero ¿cómo sabes que te protege la poesía?
—Por
inferencia —dijo el ermitaño—. Parece una suposición bastante razonable.
—Sí —dijo
Marvin—, pero no veo la relación entre tu lenguaje y tu seguridad.
—Tampoco
yo la veo —dijo el ermitaño—. Me considero un hombre racional, pero la eficacia
de la poesía es algo que acepto a regañadientes como artículo de fe. Funciona.
¿Qué más puedo decir?
—¿Alguna
vez has pensado en experimentar? Es decir, hablar fuera pero no en verso. Tal
vez descubras que no lo necesitas.
—Tal vez.
Y si tratas de caminar por el fondo del mar, quizá descubras que no necesitas
aire.
—No es
exactamente lo mismo —dijo Marvin.
—Es
exactamente lo mismo —declaró el ermitaño—. Todos vivimos mediante el uso de un
sinfín de supuestos que no están demostrados, y sólo podemos determinar su
verdad o falsedad por el azar de nuestra vida. Como la mayoría valoramos más la
vida que la verdad, dejamos que los fanáticos se encarguen de esas pruebas
extremas.
—Yo no
intento caminar sobre el agua —dijo Marvin—, porque he visto hombres que se
ahogaban.
—Y yo
—dijo el ermitaño— no hablo en prosa fuera de mi casa porque he visto muchos
hombres que morían mientras hablaban así. Pero no he visto morir a un solo
versificador.
—Bien... a
cada cual lo suyo.
—La aceptación
de la indeterminación es el principio de la sabiduría —citó el ermitaño—. Pero
hablábamos de ti y de tu carácter de víctima. Repito, tienes un talento que
abre la posibilidad de un puesto sumamente interesante.
—Pues no
me interesa —dijo Marvin—. ¿Qué otra cosa tienes disponible?
—Nada más
—dijo el ermitaño.
Por
notable coincidencia, Marvin oyó en ese momento un gran estrépito y estruendo
en la maleza, y dedujo que eran los meldenos, los gánzers o ambos, que venían
en su busca.
—Acepto el
empleo —dijo—. Pero te equivocas. Tuvo la satisfacción de la última palabra,
pero el ermitaño tuvo la satisfacción del último acto. Preparado su equipo y
ajustadas las perillas, bajó el interruptor y despachó a Marvin hacia su nueva
carrera en el planeta Celsus V
15
En Celsus
V, dar y recibir regalos es un imperativo cultural. Rechazar un regalo es
impensable; la emoción que esto despierta en un celsiano es comparable al temor
al incesto en un terrícola. Normalmente, esto no causa problemas. La mayoría de
los regalos son regalos blancos, destinados a expresar diversos matices del
amor, la gratitud, la ternura y demás. Pero también hay regalos grises de
advertencia, y regalos negros de muerte.
Así, un
funcionario público recibió de sus electores un elegante anillo nasal, pensado
para dos semanas de uso. Era un objeto espléndido, y tenía un solo defecto.
Hacía tictac. Una criatura de otra raza lo habría arrojado a la zanja más
cercana. Pero ningún celsiano cuerdo haría semejante cosa. El funcionario ni
siquiera hizo examinar el anillo. Los celsianos se rigen por el lema: «No seas
quisquilloso con tus regalos.» Además, si se corría la voz de que él
sospechaba, causaría un irreparable escándalo público.
Tuvo que
usar el maldito anillo dos semanas. Pero el maldito anillo hacía tictac.
El
funcionario, que se llamaba Marduk Kras, evaluó el problema. Pensó en su
electorado, y en los diversos modos en que él Id había ayudado, y los diversos
modos en que lo había defraudado. Estaba claro que el anillo era una
advertencia. Mejor dicho, en el mejor de las casos era una advertencia, un
regalo gris. En el peor de los casos era un regalo negro, una bomba casera que
le volaría la cabeza al cumplirse varios días cargados de angustia.
Marduk no
era suicida; sabía que no podía usar ese maldito anillo. Pero también sabía que
tenía que usar ese maldito anillo. Estaba ante un clásico dilema celsiano.
—¿Serían
capaces de hacerme eso a mí? —se preguntaba—. ¿Sólo porque entregué ese sucio
vecindario residencial a la industria pesada, y realicé un acuerdo con el
Gremio de Propietarios para que elevaran el alquiler un 320 por ciento a cambio
de su promesa de nueva fontanería dentro de cincuenta años? A fin de cuentas,
buen Señor, nunca pretendí ser omnisciente; me he equivocado en ocasiones, lo admito.
¿Pero eso es causa suficiente para cometer lo que cualquiera debería considerar
un acto profundamente antisocial?
El anillo
seguía haciendo tictac, cosquilleándole en la nariz y alarmándole los sentidos.
Marduk pensó en todos los funcionarios a quienes algún fanático imbécil les
había volado la cabeza. Sí, era muy posible que fuera un regalo negro.
—¡Esos
estúpidos mudadores de piel! —gruñó Marduk, desquitándose con un insulto que
nunca se habría atrevido a pronunciar en público. Se sentía muy agraviado. Uno
se deslomaba trabajando para esos idiotas de piel floja y nariz de verruga, ¿y
cuál era la recompensa? ¡Una bomba en la nariz! Por un dramático momento pensó
en arrojar el anillo al tanque de cloro más cercano. ¡Eso les daría una
lección! Y había un precedente. ¿Acaso el santo Voreeg no había rechazado la
Ofrenda Total de los Tres Fantasmas?
Sí... pero
la Ofrenda de los Fantasmas, según la exégesis aceptada, representaba un sutil
ataque contra el espíritu de los regalos, y por tanto contra el núcleo de la
sociedad; pues al hacer una Ofrenda Total, impedían la posibilidad de regalos
futuros.
Además, lo
que era admirable en un Santo del Segundo Reino sería execrable en un mero
funcionario de la Décima Democracia. Los santos pueden hacer cualquier cosa,
los hombres comunes deben hacer lo que se espera de ellos.
Marduk
aflojó los hombros. Se pasó lodo caliente por los pies, pero eso no lo alivió.
No había salida. Un celsiano no podía enfrentarse con la sociedad organizada.
Tendría que usar el anillo y esperar el instante fatídico en que cesara el
tictac...
¡Un
momento! ¡Había una salida! ¡Sí, sí, ahora la veía! Se requería ingenio pero,
si se salía con la suya, podría tener seguridad y aprobación social al mismo
tiempo. Si ese maldito anillo le daba tiempo...
Marduk
Kras hizo varias llamadas y logró hacerse enviar al planeta Taami II (la Tahití
de la Región de los Diez Astros) por una cuestión urgente. No corporalmente,
desde luego; ningún funcionario responsable gastaría fondos locales para
trasladar su cuerpo cien años—luz cuando sólo se necesitaba su mente. El frugal
y fiable Marduk viajaría por Trueque Mental. Cumpliría con la letra, si no el
espíritu, de la costumbre celsiana, dejando su cuerpo con el anillo que le
palpitaba alegremente en la nariz.
Tenía que
encontrar una mente que le habitara el cuerpo durante su ausencia. Pero eso no
era complicado. Abundaban mentes en la galaxia, aunque no había suficientes
cuerpos. (Nadie sabe por qué. A fin de cuentas, todos recibían uno de cada al
empezar. Pero algunas personas siempre terminan con más de lo que necesitan
—trátese de riquezas, poder o cuerpos— y otras con menos.)
Marduk se
puso en contacto con Empresas Ermita (Cuerpos para Todo Uso). El ermitaño tenía
lo adecuado: un joven varón terrícola que corría peligro inminente de perder la
vida, y estaba dispuesto a arriesgarse a usar un palpitante anillo nasal.
Así llegó
Marvin Flynn a Celsus V
Por una
vez no había prisa. Al llegar, Marvin pudo seguir los procedimientos
estipulados para el Trueque. Se quedó totalmente quieto, acostumbrándose
gradualmente a su nuevo cuerpo. Probó las extremidades, verificó los sentidos y
examinó la carga primaria, de configuración cultural que irradiaba el lóbulo
frontal para los factores de analogía y similitud. Luego evaluó el factor
estructural emocional del lóbulo occipital para intríngulis, nadir y ensillada.
Casi todo esto era automático.
Encontró
que el cuerpo celsiano le sentaba bien, con su alta capacidad de articulación y
su excelente patrón de dispersión aleatoria de secuencia principal. Había
problemas, por cierto: la curva delta era absurdamente elíptica, y los Puntos
Universales Y no eran trapezoidales sino falciformes. Pero esto era de esperar
en un planeta tipo 3B; en circunstancias normales, no le causaría ningún
problema.
En
general, era un conglomerado cuerpo—entorno—cultura—rol con el cual podía
empatizar e identificarse.
—La
sensación que produce es bastante buena —sintetizó Marvin—. Aunque espero que
ese maldito anillo no estalle.
Se levantó
y echó un vistazo a su alrededor. Lo primero que vio fue una nota que le había
dejado Marduk Kras, sujeta a la muñeca para que no la pasara por alto. Decía:
Estimado trocante:
Bienvenido a Celsus.
Comprendo que quizá no se sienta muy bienvenido, dadas las circunstancias, y lo
lamento casi tanto como usted. Pero le aconsejaría con toda sinceridad que
olvide todo pensamiento alusivo a una defunción súbita y se concentre en pasar
unas gratas vacaciones. Le consolará saber que la incidencia estadística de
muerte por regalo negro no es mayor que la de muerte accidental en las minas de
plutonio, si, usted trabajara en. las. minas del. plutonio, así que relájese y
disfrute.
Mi apartamento y todo lo que
contiene están a su disposición. También mi cuerpo, aunque confío en que no lo
someterá a esfuerzos excesivos ni lo mantendrá desvelado ni lo alimentará con
un exceso de brebajes tóxicos. La muñeca izquierda es débil, así que tenga
cuidado si debe levantar pesos pesados. Buena suerte y procure no preocuparse,
pues la angustia nunca resolvió ningún problema.
P D. Sé que usted es un
caballero y no intentará quitarse el anillo nasal. Pero creí conveniente
informarle que de todos modos no podría hacerlo, porque está trabado con un
microscópico candado molecular Jayverg. Adiós de nuevo; procure no pensar en
estas molestias y disfrute sus dos semanas en nuestro adorable planeta.
Su sincero amigo,
MARDUK KRAS
Al
principio la nota irritó a Marvin. Pero al fin se deshizo de ella y se echó a
reír. Sin duda Marduk era un pillo, pero era simpático y no carecía de
generosidad. Marvin decidió sacar el mejor partido de ese dudoso trato,
olvidarse de la presunta bomba que llevaba encima del labio y disfrutar de su
estancia en Celsus.
Exploró—
su nuevo hogar, y quedó satisfecho con lo que encontró. Era una madriguera de
soltero, diseñada—para la residencia y no para la reproducción. Su principal
característica —la pentabracación— reflejaba la jerarquía de Kras como
funcionario público. Los sujetos menos afortunados tenían que conformarse con
tres o cuatro sistemas de galerías; en las barriadas de Cenagal Norte, familias
enteras se apiñaban en míseros. sistemas monobracados—y bibracados. No
obstante, habían prometido una reforma habitacional para el futuro próximo.
La cocina
era pulcra y moderna, y bien aprovisionada con manjares. Había jarras de
anélidos acaramelados, y un cuenco de una exótica ensalada de Alcionio, y
deliciosas exquisiteces de Tubipora, Pennatula, Gorgonia y Renilla. Había una
lata de lapaganso en salsa de rotíferas y orquídeas, y un paquete congelado de
uca agridulce. Pero —típico de un soltero— no había productos de consumo
diario, ni siquiera un pan de gastrópodo ni una botella de refresco de miel
gasificada.
Recorriendo
las largas y curvas galerías, Marvin encontró la sala de música. Marduk no
había reparado en gastos. Un gigantesco amplificador Imperial dominaba la sala,
flanqueado por dos parlantes Tyrant. Marduk usaba un micrófono semimezcla
Whirlpool, con una repercusión de canales de cuarenta bbc, un selector
«expansivo» con discriminación sensorial y un director «pasivo» flotante de
ranura laríngea. La alimentación era por regeneración de imágenes, pero
permitía pasar a modulación de deterioro. Aunque no de calidad profesional, era
un excelente equipo para aficionados.
El corazón
del sistema era el Insectarium. En este caso, un Ingenuator modelo Super—Max
con controles de selección y mezcla automáticos y manuales, entrada y salida
reguladas, y diversos rasgos de maximización y minimización.
Marvin
escogió una gavota para langosta (Korestal, 43111) y escuchó el emocionante
obbligato traqueal y el sutil acompañamiento de bajos de los túbulos malfigios
pareados. Aunque Marvin no era un entendido, apreciaba el virtuosismo de este
intérprete: una langosta de rayas azules, cuyo segundo segmento torácico
palpitaba levemente, visible en su compartimiento del Insectarium.
Marvin
cabeceó aprobatoriamente. La langosta de rayas azules chasqueó las mandíbulas y
volvió a la música. (Estaba criada especialmente para los agudos brillantes,
ejecutante vanidosa cuyos alardes superaban su calidad. Pero Marvin no lo
sabía.)
Marvin
desactivó la selección, pasó el interruptor de modo «activo» a «latente»; la
langosta se volvió a dormir— El Insectarium estaba bien provisto, sobre todo
con sinfonías de efímeras y con las extrañas y nuevas canciones de las
lombrices cortadas, pero Marvin tenía demasiado que explorar para molestarse
con la música.
En el
cuarto de estar, Marvin se recostó en un suntuoso y viejo banco de arcilla (un
Wormstetter genuino), apoyó la cabeza en la gastada cabecera de granito y trató
de relajarse. Pero el anillo seguía latiendo, una intrusión constante en su
sensación de bienestar. Estiró la mano y sacó una varilla lectora de una pila
que había en una mesilla. Acarició los surcos con las antenas, pero era inútil.
No podía concentrarse en la narrativa ligera. Con impaciencia, dejó la varilla
lectora y pensó en otro plan.
Pero era
presa de un dinamismo incontenible. Tenía que suponer que los minutos de su
vida estaban muy contados, y esos minutos estaban pasando. Quería hacer algo
memorable en sus últimas horas. Pero ¿qué?
Se levantó
del Wormstetter y recorrió la galería principal, agitando las zarpas con
irritación. Entonces tomó una decisión brusca, y entró en el guardarropa. Allí
seleccionó un nuevo revestimiento de quitina dorada y se lo echó sobre los
hombros. Se untó las cerdas faciales con pegamento perfumado y las dispuso en
brosse sobre las mejillas. Aplicó un líquido endurecedor a las antenas, les dio
una altiva inclinación de sesenta grados y dejó que cayeran en su atractiva
curva natural. Por último, se espolvoreó el cuerpo con arena lavanda y resaltó
las articulaciones del hombro con negro de humo.
Al mirarse
en el espejo decidió que el efecto no — era desagradable. Estaba elegante pero
no emperifollado. Juzgando con la mayor objetividad posible, decidió que era un
joven presentable con aire de catedrático. No un galán, pero tampoco un
adefesio.
Dejó la
madriguera por la entrada principal, y reemplazó el enchufe.
Anochecía.
Las estrellas titilaban en el cielo; no parecían más numerosas que las miríadas
de luces de las entradas de las madrigueras, tanto comerciales como
particulares, que constituían el palpitante corazón de la ciudad. Esta vista
emocionó a Marvin. Sin duda, en los incesantes y entrelazados corredores de la
gran ciudad, habría algo que lo complacería. O que al menos le ofrecería el
alivio de una pausa.
Así,
Marvin caminó con pesadumbre, aunque con trémula esperanza, hacia el
vertiginoso y atractivo Surco Mayor de la ciudad, a buscar lo que le deparase
el azar o lo que decretase el destino.
16
Con
trancos ondulantes y un crujir de botas de cuero, Marvin Flynn salió a la acera
de madera. Aspiró el olor de la artemisa y el chaparral. A ambos lados las
paredes de adobe de la ciudad relucían bajo la luna como opaca plata mejicana.
Desde un saloon cercano llegaron los acordes estridentes de un banjo.
Frunciendo
el ceño, Marvin se detuvo. ¿Artemisa? ¿Saloon? ¿Qué estaba pasando aquí?
—¿Algún
problema, forastero? —preguntó una voz áspera.
Flynn dio
media vuelta. Una silueta salió de las sombras de la tienda de ramos generales.
Era un ronco vagabundo de hombros flojos con un sombrero negro y polvoriento
aplastado cómicamente sobre la frente sucia.
—Sí, algo
está muy mal —dijo Marvin—. Todo parece... extraño.
—No hay
por qué alarmarse —lo tranquilizó el vagabundo—. Sólo has cambiado tu sistema
de referencia metafórica, y Dios sabe que eso no es un crimen. En realidad,
deberías sentirte feliz de abandonar esas espantosas comparaciones con animales
e insectos.
No había
nada malo en mis comparaciones —dijo Marvin—. A fin de cuentas, estoy en Celsus
V, y vivo en una madriguera.
—¿Y qué?
—dijo el vagabundo—. ¿No tienes imaginación?
—¡Tengo
imaginación de sobra! —protestó Marvin—. Pero no se trata de eso. Sólo digo que
es incoherente pensar como un cowboy terrícola cuando se es una criatura de
Celsus, semejante a un topo.
—No puede
evitarse —dijo el vagabundo—. Lo que sucede es que sobrecargaste tu facultad
analógica, haciendo saltar un fusible. En consecuencia, tus percepciones han
adoptado la tarea de la normalización experimental. Este estado se conoce como
«deformación metafórica».
Marvin
recordó el consejo que le había dado el señor Blanders acerca de este fenómeno.
La deformación metafórica, esa dolencia del viajero interestelar, lo había
afectado súbitamente y sin advertencia.
Sabía que
debía estar alarmado, pero sólo sentía una relativa sorpresa. Sus emociones
eran coherentes con sus percepciones, pues un cambio no percibido es un cambio
no sentido.
—¿Cuándo
comenzaré a ver las cosas tal como son? —preguntó Marvin.
—Esa es
pregunta para un filósofo —le dijo el vagabundo—. Pero, hablando dentro de
ciertos límites, este síndrome pasará si regresas a la Tierra. Si sigues
viajando, el proceso de analogía perceptiva aumentará, aunque cabe esperar
algunas breves remisiones a tu contexto primario de situación—percepción.
A Marvin
esto le parecía interesante, pero no alarmante. Se acomodó los tejanos y dijo,
con acento del Oeste:
—Bien, un
hombre debe jugar con los naipes que le tocan, y no pienso quedarme aquí toda
la noche hablando de paparruchas. ¿Quién eres tú, forastero?
—Yo —dijo
el vagabundo, con una expresión artera— soy aquel sin el cual tu diálogo sería
imposible. Soy la necesidad personificada; sin mí, habrías tenido que recordar
la Teoría de la Deformación Metafórica por tu cuenta, y dudo que seas capaz.
Puedes cruzarme la palma con plata.
—Eso es
para gitanos —dijo Marvin desdeñosamente.
—Lo
lamento — dijo el vagabundo, sin la menor muestra de embarazo—. ¿Tienes un
cigarrillo?
—Tengo lo
que hace falta —dijo Marvin, arrojándole un saco de tabaco Bull Durham. Echó
una ojeada a su nuevo compañero y dijo—: Vaya que eres una criatura sarnosa,
mitad asno y mitad perro de la pradera. Pero supongo que tendré que aguantarte,
seas quien seas.
—Bravo
—dijo con gravedad el vagabundo—. Conquistas el cambio de contexto con la misma
certidumbre con que un simio conquista un plátano.
—Un
técnico dándose aires, por lo que veo —dijo Marvin sin alterarse—. ¿Y ahora
qué, profesor? —Iremos. a aquella taberna de mala reputación —dijo el
vagabundo.
Hurra
—dijo Marvin, y caminó contoneándose hasta la puerta doble. Dentro de la
taberna, una mujer se le colgó del brazo. Lo miraba con una sonrisa que era un
bajorrelieve bermellón. Sus ojos turbios estaban maquillados en un remedo de
alegría; su cara fláccida estaba pintada con los mentirosos jeroglíficos de la
vitalidad.
—Ven
arriba conmigo, chico —exclamó esta dama repugnante—. ¡Risa y diversión!
—Resulta
desconcertante comprender —dijo el vagabundo— que la costumbre ha impuesto la
máscara de esta mujer, proclamando que quienes venden placer deben ser la
representación de la alegría. Es una dura exigencia, amigos míos, no impuesta
por ninguna otra ocupación. Pues nótese que la mujer del pescador puede odiar
el arenque, el verdulero puede ser alérgico a los nabos, y hasta se concede que
el vendedor de periódicos sea analfabeto. Ni siquiera los santos tienen por qué
disfrutar de sus venerables martirios. Sólo las humildes vendedoras de placer
están obligadas a aspirar, como Tántalo, a un festín intocable.
—Tu amigo
es todo un guasón, ¿eh? —dijo la mujerzuela—. Pero tú me gustas más, primor,
porque me ablandas toda por dentro.
Del cuello
de la virago colgaba un pendiente con la miniatura de una calavera, un piano,
una flecha, un escarpín y un diente amarillo.
—¿Qué es
todo eso? —preguntó Marvin.
—Símbolos
—dijo ella.
—¿De qué?
—Ven
arriba y te mostraré, dulzura.
—Y así
—entonó el vagabundo— percibimos la auténtica y desnuda exposición de la
naturaleza femenina :excitada, frente a la cual nuestras fantasías masculinas
parecen meros juguetes.
—¡Vamos!
—gritó la arpía, contoneando el grueso cuerpo en un remedo de pasión que era
más temible por ser real—. ¡Arriba, a la cama! —insistió, apretándose contra
Marvin con un pecho que tenía el tamaño y la consistencia de una alforja mongol
vacía—. ¡Te mostraré algo! —exclamó, rozándole los músculos con una pierna
gruesa y blanca, un poco sucia y llena de várices—. Cuando hagas el amor
conmigo, sabrás muy bien que has hecho el amor. —Y se restregó lascivamente
contra él con la entrepierna, que estaba tan blindada como la frente de un
tiranosaurio.
—Muy
agradecido —dijo Marvin—, pero no creo que en este momento yo...
—¿No quieres
hacer el amor? —preguntó incrédulamente la mujer.
—En
verdad, no lo creo.
La mujer
apoyó los puños de cachiporra sobre las caderas de tambor.
—¡Haber
vivido para ver este día! —rezongó. Pero luego se ablandó—. ¡No te alejes de la
perfumada morada de los placeres de Venus! Debes tratar de superar, amigo mío,
esta indecorosa falta de virilidad. ¡Vamos! ¡Suena la corneta, y debes montar y
lanzarte a la carga!
—Oh, no
creo —dijo Marvin, riendo huecamente. Ella lo cogió por la garganta con una
mano que tenía el tamaño y la forma de un poncho chileno. —¡Pues lo harás,
canalla apestoso, cobarde, introspectivo y narcisista, y lo harás como se debe,
o por Ares que te partiré esa tráquea raquítica como si fuera un cogote de
pollo!
Al parecer
se avecinaba una tragedia, pues la pasión trastornaba a esa mujer, impidiéndole
modificar juiciosamente sus exigencias, mientras que la célebre gran lanza de
Marvin se había reducido al tamaño de un—guisante. (Así la ciega naturaleza, al
defenderlo de un ataque, lanzaba una provocación para otro.)
Afortunadamente
el vagabundo, siguiendo los dictados de su ingenio, y quizá de su predilección,
sacó un abanico de la funda de su arma, se inclinó hacia adelante con una
sonrisa y golpeó a la airada mujer—en su brazo de rinoceronte.
—¡No te
atrevas a lastimarlo! —chilló el vagabundo con voz aguda.
Marvin,
con más rapidez que aptitud, replicó: —Sí, dile que deje de pegarme. Es
demasiado, no puedes salir de casa por la noche sin sufrir un incidente
vergonzoso...
—No
llores, por Dios, no llores —dijo el vagabundo—. ¡Sabes que no. soporto que
llores!
No estoy
llorando —jadeó Marvin—. Es sólo que me ha arruinado la camisa. ¡Tu regalo!
—¡Te
compraré otra! —dijo el vagabundo—. ¡Pero no soportaré otra escena!
La mujer
los miraba boquiabierta, y Marvin utilizó ese momento de distracción para sacar
una palanca de su caja de herramientas, ponerla bajo aquellos dedos rojos e
hinchados y liberarse del apretón. Aprovechando esa esquiva oportunidad, Marvin
y el vagabundo salieron por la puerta, doblaron la esquina, cruzaron la calle y
marcharon hacia la libertad.
17
Pasado el
peligro inmediato, Marvin recobró súbitamente el juicio. Las escamas de la
deformación metafórica se desprendieron por un instante, y experimentó una
remisión perceptiva. Ahora era dolorosamente evidente que el «vagabundo» era un
enorme escarabajo parásito de la especie S. Cthulu. No había error posible,
pues el escarabajo Cthulu se caracteriza por un conducto salival secundario
situado debajo y a la izquierda del ganglio subesofágico.
Estos
escarabajos se alimentan de emociones ajenas, pues las suyas se han atrofiado
tiempo atrás. Típicamente, acechan en la oscuridad y en lugares sombríos,
esperando que un celsiano incauto pase cerca de sus maxilares segmentados. Eso
era lo que le había sucedido a Marvin.
Al
comprenderlo, Marvin proyectó contra el escarabajo una emoción de furia tan
potente que el Cthulu, víctima de sus propios receptores emocionales
hiperagudos, cayó inconsciente en la calle. Hecho esto, Marvin se acomodó el
revestimiento de quitina dorada, endureció las antenas y siguió su camino.
Llegó a un
puente que cruzaba un gran río de fluida arena. De pie en el centro, miró las
negras honduras que rodaban inexorablemente hacia el misterioso mar de, arena.
Miraba medio hipnotizado mientras el anillo nasal repicaba con su rápido y
ominoso redoble, tres veces más rápido que los corazones de Marvin. Y pensó:
Los
puentes son receptáculos de ideas opuestas. Su distancia horizontal nos habla
de nuestra trascendencia; su declive vertical nos recuerda invariablemente la
inminencia del fracaso, la certeza de la muerte. Avanzamos superando
obstáculos, pero la caída primordial está eternamente a nuestros pies.
Construimos, erigimos, fabricamos, pero la muerte es el arquitecto supremo, que
modela alturas sólo para que haya honduras.
Oh
celsianos, construid vuestros excelsos puentes sobre mil ríos, y unid los
confines del planeta; de nada sirve vuestra maestría, pues la tierra aguarda
con paciencia debajo de vosotros. Celsianos, debéis seguir un camino, pero
lleva ciertamente a la muerte. Celsianos, a pesar de vuestro ingenio, aún
debéis aprender una lección: el corazón está hecho para recibir la lanza, y
todos los demás efectos son superfluos.
Éstos eran
los pensamientos de Marvin mientras estaba en el puente. Y lo dominó una gran
añoranza, un deseo de terminar con el deseo, de superar el placer y el dolor,
de abandonar la mezquindad del logro y del fracaso, de acabar con las
distracciones y de seguir con el propósito de la vida, que era la muerte.
Trepó
lentamente a la baranda, y se asomó sobre las sinuosas corrientes de arena.
Entonces, por el rabillo del ojo, vio que una sombra se alejaba de una columna,
se aproximaba a la baranda, trepaba, se asomaba sobre el abismo y se inclinaba
precariamente.
—¡Alto!
¡Espera! —exclamó Marvin. Su deseo de destrucción se había esfumado de golpe.
Ahora sólo veía a un semejante en peligro.,
La sombra
jadeó y se lanzó al río. Marvin se movió deprisa y logró aferrarle el tobillo.
El tirón
casi lo arrojó por encima de la baranda. Pero Marvin, recobrándose rápidamente,
pegó ventosas a la acera de piedra porosa, extendió las extremidades inferiores
para sostenerse mejor, rodeó un poste de luz con dos extremidades superiores y
apretó tenazmente con los dos brazos restantes.
Hubo un
instante de dudoso equilibrio, hasta que la fuerza de Marvin prevaleció sobre
el peso del aspirante a suicida._ Marvin lo subió despacio, agarrando primero
el tarso y después la tibia, tirando sin descanso hasta que llevó a la persona
a lugar seguro en el pavimento del puente.
Había
olvidado su propio deseó de autodestrucción.. Se acercó al suicida,. le aferró
los hombros y lo zamarreó con furia.
—¡Maldito
imbécil! —gritó—. ¿Qué clase de cobarde eres? Sólo un idiota o un loco se
arroja de esa manera. ¿No tienes agallas, condenado...?
Se detuvo en medio de la exclamación. El suicida
temblaba y desviaba los ojos. Y Marvin comprendió que había rescatado a una
mujer.18
Luego, en
el reservado de un restaurante, Marvin se disculpó por sus duras palabras, más
producto del shock que de la convicción. Pero la mujer, con un grácil chasquido
de pinzas, se negó a aceptar sus disculpas.
—Pues
tienes razón —dijo—. Ese intento fue una locura o una idiotez. Me temo que tu
análisis era correcto. Debiste dejarme saltar.
Marvin se
percató de su gran belleza. Una mujer menuda y exquisita que apenas le llegaba
al tórax superior. Su cuerpo tenía esas auténticas curvas de cilindro, y su
orgullosa cabeza se ladeaba en una conmovedora inclinación de cinco grados. Sus
rasgos eran perfectos, desde la abultada frente hasta la angulosa curva de la
mandíbula. Cubría púdicamente los ovipositores con una faja de satén blanco
estilo princesa que revelaba una invitante insinuación de verde y lustrosa
carne. Todas sus piernas estaban cubiertas por cintas anaranjadas que al caer
revelaban la ágil segmentación de las articulaciones.
Aunque
hubiera intentado suicidarse, también era la beldad más despampanante que
Marvin había visto en Celsus. Se le secaba la garganta al verla, y su pulso se
aceleraba. Descubrió que miraba fijamente el satén blanco que ocultaba y
revelaba aquellos curvos ovipositores. Apartó la vista, y se sorprendió
admirando la sensual maravilla de una extremidad larga y segmentada.
Sonrojándose furiosamente, se obligó a mirarle la arrugada y atractiva cicatriz
de la frente.
Ella no
parecía reparar en su ferviente atención.
—Quizá
deberíamos presentarnos... dadas las circunstancias —dijo con soltura.
Ambos se
rieron a carcajadas de esa agudeza.
—Me llamo
Marvin Flynn —dijo Marvin.
—Yo me
llamo Phthistia Held —dijo la joven.
—Te
llamaré Cathy, si no te molesta —dijo Marvin. Ambos rieron de nuevo. Luego
Cathy se puso sería. Reparando en el rápido paso del tiempo, comentó:
—Te doy
las gracias de nuevo. Y ahora debo irme.
—Desde
luego —dijo Marvin, levantándose—. ¿Cuándo puedo volver a verte?
—Nunca
—murmuró ella.
—¡Pero
debo verte! —exclamó Marvin—. Ahora que te conozco, no puedo dejarte ir.
Ella meneó
la cabeza tristemente.
—De cuando
en cuando —murmuró—, ¿pensarás un poco en mí?
—¡No
debemos decir adiós! —dijo Marvin.
—Oh, te
repondrás —respondió ella, sin crueldad.
—Nunca
sonreiré de nuevo —le dijo Marvin.
—Alguien
me reemplazará —predijo ella.
—¡Tú eres
la tentación! —gritó él con furia.
—Somos dos
barcos que se cruzan en la noche —corrigió ella.
—¿Nunca
nos volveremos a ver? —le preguntó Marvin.
—Sólo el
tiempo dirá.
—Mi único
ruego será estar contigo —dijo Marvin esperanzado.
—Al este
del Sol y al oeste de la Luna —recitó ella.
—Eres
malvada conmigo —protestó Marvin.
—No sabía
qué hora era —dijo ella—. ¡Pero ahora sé qué hora es! —Y dio media vuelta y
salió a la carrera por la puerta.
Marvin la
siguió con la mirada, y después se sentó en la barra.
—Uno por
mi chica, y otro para el camino —le dijo al tabernero, citando una vieja
canción.
—Las
mujeres son traicioneras —comentó el tabernero en el mismo tono, sirviéndole un
trago.
—Loco por
ella, triste por ella —respondió Marvin.
—Un tío
necesita una chica —dijo el tabernero.
Marvin
terminó el trago y acercó el vaso al tabernero.
—Un cóctel
rosado para una dama triste —ordenó.
—Quizá
ella esté harta —sugirió el tabernero.
—No sé por
qué la amo como la amo —declaró Marvin—. Pero al menos sé por qué no hay sol en
el cielo. En mi soledad ella me ronda como un piano cantarín en el apartamento
vecino. Pero la seguiré sin importar cómo me trate. Tal vez fue sólo una de
esas cosas, pero yo me acordaré de ella y de abril, y la brisa nocturna
acariciaba los árboles pero no para mí, y...
Es
imposible saber cuánto tiempo Marvin habría seguido con su lamento si una voz
no hubiera susurrado, a la altura de sus costillas y un metro a la izquierda:
—Oye,
amigo.
Marvin se
volvió y vio a un celsiano menudo, rechoncho y harapiento sentado en el
taburete de al lado.
—¿Qué pasa?
—preguntó Marvin de mal humor.
—Tal vez
quieras ver de nuevo a esa muchacha tan bonita, ¿verdad?
—Sí,
claro, Pero qué...
—Soy
investigador privado que busca personas perdidas si no queda satisfecho ni un
céntimo de tributo.
—¿Qué
acento es ése? —preguntó Marvin.
—Lombrobiano
—dijo el investigador—. Me llamo Juan Valdés y vengo de festivas comarcas del
sur de la frontera para ganar fortuna en gran ciudad del Norte.
—Espalda
arenosa —masculló el tabernero.
—¿Cómo me
has llamado? —preguntó el lombrobiano con sospechosa serenidad.
—Te llamé
espalda arenosa, repelente espalda arenosa —masculló el tabernero.
—Eso pensé
—dijo Valdés. Metió la mano en la faja, sacó un largo machete de doble filo y
lo hundió en el corazón del tabernero, matándolo al instante.
—Soy un
hombre tranquilo —le dijo a Marvin—. No soy hombre de ofenderse fácilmente. Más
aún, en mi pueblo de Montaña Verde de los Tres Picos me consideran un hombre
inofensivo. Sólo pido que me dejen cultivar mis brotes de peyote en las altas
montañas de Lombrobia, a la sombra de ese árbol que llamamos «sombrero de sol»,
porque son los mejores brotes de peyote de todito el mundo.
—Entiendo
—dijo Marvin.
—Pero
—dijo Valdés, con más severidad— cuando un explotador del norte me insulta, e
implícitamente ofende a quienes me trajeron al mundo, pos ándale, —una niebla
roja y cegadora desciende sobre mis ojos y el machete salta a mis manos, y
desde allí sigue su camino hasta el corazón del que traicionó a los hijos de
los pobres.
—Le pasa a
cualquiera —dijo Marvin.
—Y aun así
—dijo Valdés—, a pesar de mi escrupuloso sentido del honor, soy un hombre
juguetón, intuitivo y bienhumorado.
—A decir
verdad, lo había notado —dijo Marvin.
—En fin.
Olvidemos eso. Ahora bien, ¿deseas contratarme como investigador para encontrar
a esa chica? Pos claro que sí. El buen pan en el arca se vende, ¿verdad?
—Sí,
hombre —respondió Marvin, riendo—. ¡Y el deseo vence al miedo!
—¡Pues,
adelante! —Y tomados del brazo los dos compadres salieron a la noche, donde mil
estrellas brillaban como aceradas lanzas de una poderosa hueste.
19
Una vez
fuera del restaurante, Valdés alzó la bigotuda cara color siena hacia el
firmamento y localizó la constelación Invidius, que en las latitudes del norte
señala infaliblemente el nornoreste. A partir de esta base, estableció
referencias, usando el viento que le acariciaba las mejillas (soplando hacia el
oeste a ocho kilómetros por hora) y el musgo de los árboles (que crecía un
milímetro por día en el lado norte de los troncos de decidupis). Tuvo en cuenta
un margen de error de un metro por kilómetro para el oeste (deriva) y un error
de diez centímetros cada cien metros para el sur (efectos combinados de
tropismo). Luego, sumados todos los factores, echó a andar en dirección
sudsudoeste.
Marvin lo
siguió. Al cabo de una hora habían dejado la ciudad y atravesaban una zona
granjera llena de rastrojos. Al cabo de otra hora dejaron atrás todo rastro de
civilización y se internaron en un páramo de granito cuarteado y feldespato
grasiento.
Valdés no
parecía dispuesto a detenerse, y Marvin empezó a sentir dudas.
—¿Adónde
vamos, exactamente? —preguntó al fin. —A encontrar a tu Cathy —respondió
Valdés, dientes blancos con una cara oscura y afable.
—¿De veras
vive tan lejos de la ciudad?
—No sé
dónde vive —respondió Valdés, encogiéndose de hombros.
—¿No lo
sabes? —No, no lo sé. Marvin se paró en seco. —¡Pero me dijiste que sabías!
—Nunca lo
dije ni lo insinué —dijo Valdés, arrugando la frente marrón—. Dije que te
ayudaría a encontrarla.
—Pero si
no sabes dónde vive...
—Eso no
tiene importancia —dijo Valdés, alzando un severo índice de roedor—. Nuestra
misión no consiste en descubrir dónde vive Cathy; nuestra simple misión es
encontrar a Cathy. Al menos, eso tenía entendido.
—Sí, claro
—dijo Marvin—. Pero si no vamos a donde ella vive, ¿adónde vamos?
—A donde
ella estará —respondió Valdés sin inmutarse.
—Ah —dijo
Marvin.
Siguieron
caminando entre imponentes maravillas minerales, y llegaron al fin a una
estribación achaparrada que se extendía como un grupo de morsas exhaustas
alrededor de la reluciente ballena azul de una elevada cordillera. Pasó otra
hora, y Marvin se inquietó de nuevo. Pero esta vez expresó su zozobra de forma
indirecta, esperando obtener información por medio de la astucia.
—¿Hace
mucho que conoces a Cathy? —preguntó.
—Nunca he
tenido la buena suerte de conocerla —respondió Valdés.
—¿Entonces
la viste por primera vez en el restaurante, conmigo?
—Lamentablemente,
ni siquiera la vi allí, pues yo estaba en el excusado liberándome de un cálculo
renal mientras conversabas con ella. Tal vez la haya visto cuando ella se
despidió, pero lo más probable es que sólo haya visto el efecto Doppler
producido por la puerta vaivén roja.
—¿Entonces
no sabes nada sobre Cathy?
—Sé lo
poco que me has dicho, lo cual, francamente, equivale a casi nada.
—¿Entonces
cómo puedes llevarme a donde ella está? —preguntó Marvin.
—Es muy
sencillo —dijo Valdés—. Un instante de reflexión te aclarará el asunto.
Marvin
dedicó varios instantes a la reflexión, pero el asunto seguía siendo refractario.
—Usa la
lógica —dijo Valdés—. ¿Cuál es mi problema? Encontrar a Cathy. ¿Qué sé de
Cathy? Nada. —No suena muy promisorio —dijo Marvin. —Pero esta es sólo la mitad
del problema. Partiendo de que no sé nada sobre Cathy, ¿qué sé de encontrar?
—¿Qué? —preguntó
Marvin.
—Sucede
que sé mucho de encontrar —dijo triunfalmente Valdés, gesticulando con sus
gráciles manos de terracota—. ¡Pues sucede que soy experto en la Teoría de la
Búsqueda!
—¿En qué?
—preguntó Marvin.
—Teoría de
la Búsqueda —repitió Valdés, con aire menos triunfal.
—Entiendo
—dijo Marvin con indiferencia—. Sensacional. Sin duda es una gran teoría. Pero
si no sabes nada sobre Cathy, no sé para qué servirá la teoría.
Valdés
suspiró sin enfado y se tocó el bigote con una mano morada.
—Amigo
mío, si supieras todo sobre Cathy... sus costumbres, amigos, deseos, odios,
esperanzas, temores, sueños, intenciones y demás, ¿crees que podrías
encontrarla?
—Claro que
sí —dijo Marvin.
—¿Aun sin
conocer la Teoría de la Búsqueda? —Sí.
—Pues bien
—dijo Valdés—, aplica ese mismo razonamiento a la situación inversa. Yo sé todo
lo que se puede saber sobre Teoría de la Búsqueda, y en consecuencia no
necesito saber nada sobre Cathy.
—¿Estás
seguro de que es lo mismo? —preguntó Marvin.
Tiene que
serlo. A fin de cuentas, una ecuación es una ecuación. Resolverla desde una
incógnita puede llevar más tiempo que desde la otra, pero no puede afectar el
resultado. Más aún, es una gran suerte no saber nada sobre Cathy. Los datos
específicos a veces interfieren con el funcionamiento de una teoría. Pero en
este caso no sufriremos ese contratiempo.
Continuaron
subiendo por la empinada ladera de una montaña. Un viento crudo y chillón los
abofeteaba, y retazos de escarcha empezaron a aparecer bajo sus pies. Valdés
hablaba de sus investigaciones relacionadas con la Teoría de la Búsqueda,
citando los siguientes casos típicos: Héctor buscando a Lisandro, Adán buscando
a Eva, Gallahad buscando el Santo Grial, Fred C. Dobbs buscando el Tesoro de la
Sierra Madre, Edwin Arlington Robinson buscando la expresión coloquial en un
ámbito típicamente norteamericano, las investigaciones de Gordon Sly sobre
Naiad McCarthy, la energía buscando la entropía, Dios persiguiendo al hombre y
el yin en pos del yang.
—A partir
de estos casos específicos —dijo Valdés—, podemos deducir la noción general de
Búsqueda y los corolarios más importantes.
Marvin
estaba demasiado abatido para responder. De pronto cayó en la cuenta que uno se
podía morir en ese páramo árido y helado.
—Curiosamente
—dijo Valdés—, la Teoría de la Búsqueda nos impone la inmediata conclusión de
que nada puede perderse realmente (ni idealmente). Piénsalo: para que algo se
pierda, necesitaría un lugar donde perderse. Pero ese lugar no se puede
encontrar, pues la mera multiplicidad no implica una diferenciación
cualitativa. Desde la perspectiva de la Búsqueda, cada lugar es semejante a
cualquier otro. Por ende, reemplazamos el concepto perdido por el concepto
posición indeterminada, el cual, por cierto, es susceptible de análisis
lógico—matemático.
—Pero si
Cathy no está realmente perdida —dijo Marvin—, realmente no podemos
encontrarla.
—Esa
proposición, así formulada, es verdadera —dijo Valdés—. Pero es una noción
meramente ideal, de poco valor en este caso. A efectos prácticos debemos
modificar la Teoría de la Búsqueda. De hecho, debemos invertir la principal
premisa de la teoría y volver a aceptar los conceptos originales de Perdido y
Hallado.
—Parece
muy complicado —dijo Marvin.
—La
complicación es más aparente que real —afirmó Valdés—. Un análisis del problema
nos da un resultado. Tomemos la proposición «Marvin busca a Cathy». Eso parece
describir bien nuestra situación, ¿verdad?
—Creo que—
sí —dijo Marvin cautelosamente.
—Bien,
¿qué implica esa proposición?
—Implica...
implica que yo busco a Cathy. Valdés sacudió con fastidio la cabeza castaña.
—¡Sé más
profundo, mi impaciente y joven amigo! ¡La identidad no es inferencia! La
proposición expresa tu búsqueda activa, y por tanto implica la pasividad de
Cathy en su estado de perdida. Pero esto no puede ser verdad. Su pasividad es
inaceptable, pues en última instancia uno se busca a sí mismo, y nadie está
exento de esa búsqueda. Debemos aceptar que Cathy te busca a ti (a sí misma),
tal como aceptamos que tú la buscas a ella (a ti mismo). Así llegamos a nuestra
permutación primaria: «Marvin busca a Cathy que busca a Marvin.»
—¿De veras
crees que ella me está buscando? —preguntó Marvin.
—Claro que
sí, aunque ella no lo sepa. A fin de cuentas, es una persona en sí misma, no se
la puede considerar un Objeto, una mera cosa perdida. Debemos concederle
autonomía, y comprender que si la encuentras, ella te encontrará por igual.
—Nunca lo
pensé —dijo Marvin.
—Bien, es
bastante simple una vez que entiendes la teoría —dijo Valdés—. Ahora bien, para
garantizar nuestro éxito, debemos decidir sobre la forma óptima de búsqueda.
Obviamente, si ambos practican una búsqueda activa, las probabilidades de que
se encuentren uno al otro se reducen bastante. Piensa en dos personas que se
buscan en los largos y atestados pasillos de una gran tienda, y compara eso con
la mejor estrategia de que una busque mientras la otra permanece en una
posición fija, esperando a que la encuentren. La matemática es un poco
intrincada, así que tendrás que aceptar mi palabra. Habrá más probabilidades de
que tú la encuentres o ella te encuentre si uno busca mientras el otro se deja
buscar. Nuestra sabiduría popular siempre lo ha sabido.
—¿Y qué
hacemos entonces?
—¡Te lo
acabo de decir! —exclamó Valdés—. Uno debe buscar, el otro debe esperar. Como
no tenemos control sobre los actos de Cathy, damos por sentado que ella se guía
por su instinto y te busca. Por tanto debes reprimir tu instinto y esperar,
permitiendo así que ella te encuentre.
—¿Lo único
que hago es esperar? —Correcto.
—¿Y crees
que me encontrará? —Apostaría mi vida.
—Bien...
de acuerdo. Pero en ese caso, ¿adónde vamos ahora?
—A un
lugar donde esperarás. Técnicamente, se llama Punto de Ubicación.
Marvin
parecía confundido, así que Valdés continuó con sus explicaciones.
—Matemáticamente,
todos los lugares tienen igual potencial para que ella te encuentre. Por tanto,
podemos escoger un Punto de Ubicación arbitrario.
—¿Qué
Punto de Ubicación has escogido? —preguntó Marvin.
—Como da
lo mismo —dijo Valdés—, escogí la aldea de Montaña Verde de los Tres Picos, en
la provincia de Adelante, en la comarca de Lombrobia.
—Tu pueblo
natal, ¿verdad? —preguntó Marvin.
—En efecto
—dijo Valdés, sorprendido y divertido—. Supongo que por eso se me ocurrió tan
rápidamente.
—¿Pero
Lombrobia no está lejos?
—Bastante
—admitió Valdés—. Pero no perderemos el tiempo, pues entretanto te enseñaré
lógica, y también las canciones populares de mi terruño.
—No es
justo —murmuró Marvin.
—Amigo mío
—dijo Valdés—, cuando aceptas ayuda, debes estar dispuesto a tomar lo que te
pueden dar, no lo que quieres recibir. Nunca he negado mis limitaciones
humanas, pero es una ingratitud que tú las menciones.
Marvin
tuvo que conformarse con eso, pues no creía que pudiera regresar a la ciudad
por su cuenta. Así que siguieron andando por las montañas y cantaron muchas
canciones, pero hacía demasiado frío para la lógica.
20
Continuaron
la marcha por el bruñido espejo de la ladera de una vasta montaña. El viento
silbaba y chillaba, tirándoles de la ropa y de los dedos arqueados. Traicioneros
panales de hielo se deshacían bajo sus pies mientras buscaban apoyo, y
aplastaban los azotados cuerpos contra la helada pared de la montaña y, se
movían como sanguijuelas sobre la cegadora superficie.
Valdés lo
soportaba con serenidad de santo. —Esto es difícil —comentó sonriendo—. Aun
así, vale la pena por el amor que sientes hacia esta mujer, ¿verdad?
—Sí, claro
—murmuró Marvin—. Supongo que sí. —Pero en realidad empezaba a dudarlo. A fin
de cuentas, había estado con Cathy menos de una hora.
Un alud
tronó junto a ellos, y toneladas de muerte blanca cayeron a pocos centímetros
de sus cuerpos tensos. Valdés sonrió con serenidad. Flynn frunció el ceño con
angustia.
—Más allá
de todos los obstáculos —recitó Valdés—, se encuentra ese dechado que es el rostro
y la forma de la amada.
—Sí, claro
—dijo Marvin.
Lanzas de
hielo que se habían desprendido de un alto dokalma giraron centelleando
alrededor. Marvin pensó en Cathy y descubrió que no recordaba su aspecto. Pensó
que el amor a primera vista estaba sobrevalorado.
Un
profundo precipicio se extendía ante ellos. Marvin miró el precipicio y los
vibrantes campos de hielo y llegó a la conclusión de que nada de eso valía la
pena.
—Creo que
deberíamos regresar —dijo.
Valdés
sonrió sutilmente, deteniéndose a un paso del vertiginoso descenso a ese
infierno invernal. —Amigo mío —dijo—, sé por qué lo dices.
—¿Ah, sí?
—Claro que
sí—. Es obvio que no deseas que yo arriesgue mi vida en la continuación de esta
insensata y excelsa misión. Y es igualmente obvio que te propones seguir a
solas.
—¿Lo es?
—Ciertamente.
Aun el observador menos atento notaría que estás dispuesto a buscar a tu amada
a pesar de todos los peligros, en virtud de la naturaleza intachable de tu
personalidad. Y es igualmente claro que tu ánimo generoso y aventurero se
turbaría ante la idea de implicar en una aventura tan peligrosa a alguien a
quien consideras un íntimo amigo y compañero.
—Bien
—dijo Marvin—, no sé...
—Pero yo
sí —dijo Valdés—. Y respondo a tu pregunta tácita de esta manera: la amistad
guarda cierta semejanza con el amor, en el sentido de que trasciende todos los
límites.
—Ah —dijo
Marvin.
—Por tanto
—dijo Valdés—, no te abandonaré. Seguiremos juntos hacia las fauces de la
muerte, si es necesario, para encontrar a tu amada Cathy.
—Bien, es muy
considerado de tu parte —dijo Marvin, mirando el precipicio—. Pero en realidad
no conozco muy bien a Cathy, y no sé si nos entenderíamos. Así que, a fin de
cuentas, quizá lo mejor sea largarse de aquí...
—Tus
palabras carecen de convicción, amigo mío —rió Valdés—. Te ruego que no te
preocupes por mi seguridad.
—Para ser
franco —dijo Marvin—, me preocupaba por la mía.
—¡Es
inútil! —Valdés rió alegremente—. Tu vehemente pasión desmiente la estudiada
frialdad de tus palabras. ¡Adelante, amigo mío!
Valdés parecía
emperrado en buscar a Cathy aunque él no quisiera. La única solución parecía
consistir en un buen golpe en la mandíbula, después de lo cual volvería a la
civilización con Valdés a rastra. Se lanzó sobre él.
Valdés
retrocedió.
—¡No,
amigo mío! —exclamó—. Una vez más, tu insuperable amor ha vuelto transparentes
tus motivos. ¿Conque quieres desmayarme de un golpe? Luego, tras cerciorarte de
que yo me encontrara cómodo, seguro y bien aprovisionado, te internarías a
solas en el páramo blanco. Pero me niego a obedecer. ¡Seguiremos juntos,
compadre!
Y,
echándose al hombro todas las provisiones, Valdés empezó a bajar por el
precipicio. Marvin no tuvo más remedio que seguirlo.
No
aburriremos al lector con un relato de esa gran marcha por las montañas
Moorescu, ni de las penurias padecidas por el joven y enamorado Flynn y su
tenaz compañero. Tampoco describiremos las extrañas alucinaciones que acosaron
a los viajeros, ni la locura temporaria que sufrió Valdés cuando se creyó que
era un pájaro y podía sobrevolar abismos de trescientos metros. Y nadie salvo
el especialista se interesaría en el proceso psicológico por el cual Marvin fue
impulsado, mediante una evaluación de sus propios sacrificios, a sentir estima
por la joven de marras, y luego un gran afecto, y luego cierto amor, y luego
una ardiente pasión.
Baste
decir que todas estas cosas sucedieron, y que el viaje por las montañas ocupó
muchos días y suscitó muchas emociones. Y al fin concluyó.
Al llegar
a una última cresta, Marvin miró hacia abajo y vio, en vez de campos de hielo,
verdes prados y ondulantes bosques bajo un sol estival, y un pueblito recostado
contra el recodo de un terso río.
—¿Es ahí?
—preguntó.
—Sí, hijo
mío —respondió Valdés en voz baja—. Esa es la aldea de Montaña Verde de los
Tres Picos, en la Provincia de Adelante, en la comarca de Lombrobia, en el
valle de la Luna Azul.
Marvin le
dio las gracias a ese viejo gurú —pues ningún otro nombre era apropiado para el
papel que el pícaro y santo Valdés había desempeñado— y empezó a bajar hacia el
Punto de Ubicación donde se pondría a esperar a Cathy.
21
¡Montaña
Verde de los Tres Picos! Aquí, rodeada por lagos cristalinos y altas montañas,
una sencilla y bonachona comunidad de labriegos trabaja sin prisa bajo palmeras
ondulantes. A mediodía y a medianoche las notas plañideras de una guitarra
resuenan en las murallas almenadas del viejo castillo. Doncellas castañas
cuidan las polvorientas vides mientras un cacique bigotudo observa, el látigo
soñolientamente enroscado en la muñeca velluda.
A este pintoresco
recordatorio de tiempos pasados llegó Flynn, guiado por el fiel Valdés.
En las
afueras de la aldea, en una suave loma, había una posada. Valdés se dirigió
hacia allí.
—¿De veras
es el mejor sitio para esperar? —preguntó Marvin.
—No, no lo
es —dijo Valdés con una sonrisa astuta—. Pero al elegir este sitio en vez de la
polvorienta plaza mayor, evitamos la falacia de lo «óptimo». Además, aquí
estaremos más cómodos.
Marvin
aceptó la sabiduría superior del hombre de bigotes y se instaló en la posada. Se
sentó en una mesa de la calle que le brindaba una buena vista del patio y del
camino. Se fortaleció con una jarra de vino, y pasó a cumplir la función
teórica que le imponía la Teoría de la Búsqueda; vale decir, esperó.
Al cabo de
una hora, Marvin vio una silueta oscura y diminuta que se aproximaba por la
reluciente carretera blanca. La silueta pronto estuvo cerca, un hombre que ya
no era joven, la espalda encorvada bajo el peso de un objeto cilíndrico. El
hombre irguió el ojeroso rostro y miró a Marvin a los ojos.
—¡Tío Max!
—exclamó Marvin.
—Vaya.
Hola, Marvin —respondió el tío Max—. ¿Me servirías una copa de vino? Ese camino
está muy polvoriento.
Marvin
sirvió la copa de vino, sin creer el testimonio de sus sentidos; pues el tío
Max había desaparecido inexplicablemente diez años atrás. La última vez lo
habían visto jugando golf en el Fairhaven Country Club.
—¿Qué pasó
contigo? —preguntó Marvin.
—En el
hoyo número doce caí en una torsión temporal —dijo el tío Max—. Si alguna vez
regresas a la Tierra, Marvin, podrías hablar del tema con el gerente del club.
Nunca me ha gustado quejarme, pero creo que el comité de campos de golf debería
enterarse de esto y construir una cerca u otra estructura protectora. No me
importa por mí, pero habría un desagradable escándalo si se cayera un niño.
—Se lo
diré, por cierto —dijo Marvin—. Pero ¿adónde vas, tío Max?
—Tengo una
cita en Samarra —dijo el tío Max—. Gracias por el vino, muchacho, y cuídate.
Por cierto, ¿sabías que tu nariz hace tictac?
—Sí —dijo
Marvin—. Es una bomba.
—Supongo
que sabes lo que haces —dijo Max—. Adiós, Marvin.
Y el tío
Max siguió trajinando por el camino, cargando con la bolsa de palos de golf y
usando un palo número dos como bastón. Marvin siguió esperando.
Media hora
después vio la silueta de una mujer que se acercaba deprisa por el camino.
Sintió una creciente emoción, pero pronto se hundió en la silla. No era Cathy.
Era sólo su madre.
—Estás muy
lejos de casa, mamá —comentó.
—Lo sé,
Marvin —dijo su madre—. Pero, en fin... me capturaron unos tratantes de
blancas. —¡Cáspita, mamá! ¿Y cómo sucedió?
—Bien,
Marvin —dijo su madre—, yo le llevaba un cesto navideño a una familia pobre de
la Calle de los Carteristas, y allí hubo una redada policial, y pasaron varias
cosas más, y me drogaron y me desperté en Buenos Aires en una habitación lujosa
con un hombre que me miraba lascivamente y me preguntaba en mal inglés si
quería divertirme un poco. Y cuando dije que no, me estrechó en un abrazo
manifiestamente destinado a ser lujurioso.
—¡Cáspita!
¿Y qué pasó después?
—Bien
—dijo su madre—, tuve la suerte de recordar una pequeña treta que me había
enseñado la señora Jasperson. ¿Sabías que puedes matar a un hombre si le das un
buen golpe bajo la nariz? Bien, funciona. No me gustó hacerlo, Marvin, aunque
en el momento me pareció buena idea. Y así me encontré en las calles de Buenos
Aires, y una cosa llevó a la otra, y aquí estoy.
—¿Quieres
una copa de vino? —preguntó Marvin.
—Muy
considerado de tu parte'—dijo su madre—, pero realmente debo seguir.
—¿Adónde?
—A La
Habana —dijo su madre—. Tengo un mensaje para García. Marvin, ¿estás resfriado?
—No, tal
vez mi voz suene rara porque tengo una bomba en la nariz.
—Cuídate,
Marvin —dijo su madre, y siguió su camino.
Pasó el
tiempo. Marvin cenó en el pórtico, con un botellón de Sangre de Hombre cosecha
36, y se acomodó en las profundas sombras arrojadas por el paladión. El sol
extendía su borde dorado hacia los picos montañosos. Por el camino, junto a la
posada, iba un hombre, caminando deprisa...
—¡Padre!
—exclamó Marvin.
—Buenas
tardes, Marvin —dijo su padre, disimulando la sorpresa—. Te diré que apareces
en los sitios más inesperados.
—Podría
decir lo mismo de ti —dijo Marvin.
Su padre
frunció el ceño, se ajustó la corbata y pasó el maletín a la otra mano.
—No tiene
nada de raro que yo esté aquí —dijo—. Habitualmente tu madre me va a buscar a
la estación con el coche. Pero hoy se retrasó, y decidí ir caminando. Mientras
caminaba, decidí usar el atajo que atraviesa el campo de golf.
—Entiendo
—dijo Marvin.
—Admito
que ese atajo alarga el camino en vez de acortarlo —continuó su padre—, pues
calculo que he caminado por esta campiña durante una hora o más.
—Papá
—dijo Marvin—, no sé cómo decírtelo, pero lo cierto es que ya no estás en la
Tierra.
—Ese
comentario no me causa gracia —declaró su padre—. Sin duda me he desviado, y no
es el estilo arquitectónico que ves normalmente en el estado de Nueva York.
Pero estoy seguro de que si sigo por este camino unos cien metros, llegaré a la
avenida Annandale, que a la vez me llevará al cruce de Maple y Spruce. Desde
allí encontraré fácilmente el camino a casa.
—Supongo
que sí —dijo Marvin. Nunca le había gustado discutir con su padre.
—Debo irme
—dijo su padre—. Por cierto, Marvin, ¿sabes que tienes algo raro en la nariz?
—Sí,
padre. Es una bomba.
Su padre
frunció el ceño, lo miró de mal modo, sacudió la cabeza y siguió andando por el
camino.
—No
entiendo —le dijo Marvin a Valdés un rato después—. ¿Por qué todas estas
personas me encuentran? No parece natural.
—No es
natural —le aseguró Valdés—. Pero es inevitable, lo cual es mucho más
importante.
—Quizá sea
inevitable —dijo Marvin—. Pero también es sumamente improbable.
—Es verdad
—convino Valdés—. Aunque nosotros preferimos llamarlo una probabilidad forzada,
lo cual alude a un complemento indeterminado de la Teoría de la Búsqueda.
—Me temo
que no entiendo —dijo Marvin.
—Bien, es
bastante sencillo. La Teoría de la Búsqueda es una teoría pura; lo cual
significa que en el papel funciona siempre, sin refutación imaginable. Pero una
vez que tomamos lo puro e ideal e intentamos realizar aplicaciones prácticas,
nos topamos con dificultades, y la principal es el fenómeno de la
indeterminación. Por decirlo del modo más sencillo, lo que sucede es lo
siguiente: la presencia de la teoría interfiere con el funcionamiento de la
teoría. La teoría no puede tener en cuenta el hecho de su propia existencia.
Idealmente, la Teoría de la Búsqueda existe en un universo donde no hay Teoría
de la Búsqueda. Pero en la práctica, que es lo que aquí nos interesa, la Teoría
de la Búsqueda existe en un mundo donde hay una Teoría de la Búsqueda, lo cual
produce lo que llamamos un efecto de «reflejo» o «duplicación». Según algunos
pensadores, existe el peligro de una «duplicación infinita», por la cual la
teoría se modifica a sí misma sin cesar de acuerdo con previas modificaciones
de la teoría por parte de la teoría, llegando al fin a un estado de entropía
donde todas las posibilidades tienen el mismo valor. Este argumento, donde el
error de atribuir causalidad a la mera secuencia es manifiesto, se denomina la
Falacia de Von Gruemann. ¿Está más claro?
—Creo que
sí —dijo Marvin—. Lo único que no entiendo es qué efecto surte la existencia de
la teoría sobre la teoría.
—Creí
haberlo explicado —dijo Valdés—. El efecto primario, o «natural», de una Teoría
de la Búsqueda sobre una Teoría de la Búsqueda es el incremento del valor de
lambda—ji.
—Ajá —dijo
Marvin.
—Lambda—ji
es la representación simbólica de la razón inversa de todas las búsquedas
posibles respecto de todos los hallazgos posibles. Así, cuando lambda—ji
aumenta por medio de la indeterminación u otros factores, la posibilidad de
fracaso en la búsqueda se reduce rápidamente a una cifra cercana al cero,
mientras que la posibilidad de éxito en la búsqueda se aproxima rápidamente a
uno. Esto se conoce como Factor de Expansión de Conjuntos.
—¿Eso
significa —preguntó Marvin— que, debido al efecto de la Teoría de la Búsqueda
en la Teoría de la Búsqueda, que deriva en el Factor de Expansión de Conjuntos,
todas las búsquedas tendrán éxito?
—Exacto
—lijo Valdés—. Lo has expresado bellamente, aunque quizá con insuficiente
rigor. Todas las búsquedas posibles tendrán éxito durante el período, o
duración, del Factor de Expansión de Conjuntos.
—Ahora
entiendo —dijo Marvin—. De acuerdo con la teoría, debo encontrar a Cathy.
—Sí —dijo
Valdés—. Debes encontrar a Cathy; en rigor de verdad, debes encontrar a todo el
mundo. La única limitación es el Factor de Expansión de Conjuntos o EC.
—¿Sí?
—preguntó Marvin.
Bien,
naturalmente, todas las búsquedas sólo pueden tener éxito durante el período o
duración de EC. Pero la duración de EC es una variable que no puede durar menos
de 6,3 microsegundos ni más de 1.005,34543 años.
—¿Cuánto
dura EC en cualquier caso particular? —preguntó Marvin.
—Muchos
quisiéramos conocer la respuesta —dijo Valdés con una risotada.
—¿Es decir
que no lo sabes?
—Es decir
que han sido necesarias varias vidas de trabajo tan sólo para descubrir la
existencia del
Factor de
Expansión de Conjuntos. La determinación de una solución numérica exacta para
dicho factor en todos los casos posibles sería posible, supongo, si EC fuera
una mera variable, pero sucede que es una variable contingente, lo cual es
harina de otro costal. El cálculo de contingencias es una rama relativamente nueva
de la matemática, y nadie la domina.
—Me lo
temía —dijo Marvin.
—La
ciencia es tirana —convino Valdés. Guiñó jovialmente un ojo y añadió—: Pero aun
los tiranos más crueles pueden eludirse.
—¿Quieres
decir que hay una solución? —exclamó Marvin.
—No es,
por desgracia, una solución legítima. Es lo que los teóricos de la búsqueda
llamamos una «solución ilegal». Es decir, es la aplicación pragmática de una
fórmula que estadísticamente ha tenido un alto grado de correlación con
soluciones requeridas. Pero, en cuanto teoría, no hay fundamento racional para
presumir su validez.
—Aun así
—dijo Marvin—, si funciona, probémosla.
—Preferiría
no hacerlo —dijo Valdés—. Al margen de su aparente grado de éxito, las fórmulas
irracionales me disgustan porque contienen turbadoras insinuaciones de que la
lógica suprema de la matemática podría basarse, en última instancia, en
groseros absurdos.
—Insisto
—dijo Marvin—. A fin de cuentas, el que busca soy yo.
—Eso no
tiene nada que ver, matemáticamente hablando —dijo Valdés—. Pero supongo que no
me dejarás en paz a menos que acceda.
Valdés
suspiró con tristeza, sacó un papel y un lápiz y preguntó:
—¿Cuántas
monedas tienes en el bolsillo? Marvin miró y respondió:
—Ocho.
Valdés
anotó el resultado, pidió la fecha del nacimiento de Marvin, su número de
seguridad social, su número de calzado y su altura en centímetros. Dio a esto
un valor numérico. Le pidió a Marvin que escogiera un número al azar entre 1 y
14. Luego añadió varias cifras más, garrapateó y calculó durante unos minutos.
—¿Y bien?
—preguntó Marvin.
—Recuerda
que este resultado es sólo estadísticamente probable —dijo Valdés— y no tiene
ningún otro fundamento para ser creíble.
Marvin
asintió.
—La
duración del Factor de Expansión de Conjuntos —dijo Valdés—, en este caso particular,
debe expirar dentro de exactamente un minuto y cuarenta y ocho segundos, cinco
minimicrosegundos más o menos.
Marvin iba
a protestar contra la injusticia de esta situación, y a preguntar por qué
Valdés no había hecho antes ese cálculo vital. Pero entonces volvió a mirar el
camino, que ahora irradiaba un fulgor blanco contra el profundo azul de la
noche.
Una
silueta se dirigía a la posada. —¡Cathy! —exclamó Marvin. Pues era ella.
—La
búsqueda se completó 43 segundos antes del vencimiento del Factor de Expansión
de Conjuntos —señaló Valdés—. Otra validación— experimental de la Teoría de la
Búsqueda.
Pero
Marvin no oyó esas palabras, pues había echado a correr por el camino para
estrechar a su amada en los brazos. Y Valdés, el obstinado amigo y taciturno
compañero de la Larga Marcha, sonrió para sí mismo y pidió otra botella de
vino.
22
Y así
volvieron a reunirse, la bella Cathy, signada por su mala estrella y perdida
entre los planetas, atraída por la extraña alquimia del Punto de Ubicación, y
el joven y fuerte Marvin, con su reluciente sonrisa de golondrina en un rostro
bronceado y jovial; Marvin, que había partido con la confiada audacia de la
juventud a enfrentar el reto de un viejo e intrincado universo, junto a Cathy,
más joven que él en años pero mucho más vieja en su heredada e instintiva
sabiduría de mujer; la adorable Cathy, cuyos bonitos ojos negros parecían
contener una pena meditabunda, una elusiva sombra de anticipada tristeza que
Marvin no percibía, salvo en un enorme y abrumador deseo de proteger y retener
a esa muchacha de apariencia frágil, poseedora de un secreto que no podía
revelar, y que al fin había ido a él, un hombre sin secretos que pudiera
revelar.
La
felicidad de ambos era precaria y noble. Estaba la bomba en la nariz de Marvin,
que contaba los inexorables segundos de su destino, brindando una estricta
medida de metrónomo para su danza de amor. Pero esta sensación ominosa
entrelazaba aún más sus destinos opuestos, e infundía gracia y sentido a su
relación.
Él creaba
cascadas con el rocío de la mañana, y con los coloridos guijarros de un arroyo
hacía collares más bellos que las esmeraldas, más tristes que las perlas. Ella
lo atrapaba en su red de cabello sedoso, lo arrastraba a aguas profundas y
silenciosas, más allá de la destrucción. Él le mostraba estrellas escarchadas y
un sol derretido; ella le daba largas sombras anudadas y el sonido del
terciopelo negro. Él extendía los brazos y tocaba musgo, hierba, árboles
añosos, rocas iridiscentes; ella alzaba los dedos y acariciaba viejos planetas
y un claro de luna plateado, el relámpago de los cometas y el grito de los
soles moribundos.
Jugaban
juegos donde él moría y ella envejecía, esperando un venturoso renacimiento.
Disecaban el tiempo con el amor, y cuando volvían a unir las piezas era más
largo, mejor y más lento. Inventaban juguetes con montañas, llanuras, lagos,
valles. Sus almas tenían el lustre de un pelaje sano.
Eran
amantes, y no podían concebir nada fuera del amor. Pero algunas cosas los
odiaban. Tocones muertos, águilas estériles, estanques hediondos... es tas
cosas sentían rencor hacia esa felicidad. Y ciertos cambios urgentes desoían
sus declaraciones, indiferentes a las intenciones humanas y felices de
continuar su tarea de desmantelar el universo. Ciertas conclusiones, reacias a
la transformación, se apresuraban a acatar antiguas directivas escritas en los
huesos, impresas en la sangre, tatuadas en el lado interno de la piel.
Había una
bomba que necesitaba estallar; había un secreto que exigía una traición. Y del
miedo surgió el conocimiento, y la tristeza.
Y una
mañana Cathy no estaba más, como si nunca hubiera existido.
23
¡No
estaba! ¡Cathy no estaba! ¿Era posible? ¿Era posible que la vida, esa bromista
impasible, volviera a jugarle una mala pasada?
Marvin se
negaba a creerlo. Buscó en los alrededores de la posada, registró pacientemente
la aldea. Nada. Marvin continuó su búsqueda en la vecina ciudad de San Ramón de
las Tristezas, e interrogó a meseras, propietarios, tenderos, prostitutas,
policías, chulos, mendigos y otros habitantes; les preguntaba si habían visto
una muchacha bella como el alba, con cabello de una hermosura indescriptible,
silueta de inaudita perfección, rasgos cuyo encanto sólo era superado por su
armonía, etcétera. Y le respondían con tristeza:
—Caray,
señor, no hemos visto a esa mujer, ni ahora ni nunca.
Se impuso
calma para dar una descripción coherente, y encontró a un obrero que había
visto a una chica llamada Cathy viajando hacia el oeste en un gran automóvil
con un hombre corpulento que fumaba un puro. Y un deshollinador la había visto
yéndose del pueblo con su cartera azul y oro. Se iba con paso firme. No había
mirado atrás.
El
encargado de una gasolinera le dio una apresurada nota de Cathy que empezaba:
«Querido Marvin, por favor trata de entender y perdonarme. Como intenté
explicarte muchas veces, era necesario para mí ...»
El resto
de la nota era ilegible. Con la ayuda de un criptoanalista, Marvin descifró las
palabras finales, que eran: «Pero te amaré siempre, y espero que encuentres en
tu corazón la fuerza para recordarme con bondad. Con cariño, Cathy.»
El resto
de la nota, vuelta enigmática por la pena, escapaba al análisis humano.
Describir
la emoción de Marvin sería como describir el vuelo de la garza al amanecer:
ambos son inefables e indescriptibles. Baste decir que Marvin pensó en el
suicidio pero desechó la idea porque le parecía un gesto absolutamente
superficial.
Nada era
suficiente. La ebriedad era mera sensiblería, y la renuncia al mundo parecía un
berrinche de niño caprichoso. Como ninguna actitud era adecuada, Marvin no
adoptó ninguna. Pasaba los días y las noches como un zombi, con los ojos secos.
Era infaliblemente cortés, pero su amigo Valdés pensaba que el verdadero Marvin
había desaparecido en una explosión instantánea de pena, y que en su lugar
había quedado el defectuoso boceto de un hombre. Marvin se había ido, y parecía
que el sucedáneo que lo reemplazaba, en su parodia de humanidad, se derrumbaría
en cualquier momento por efecto de la tensión.
Valdés
estaba perplejo y consternado. El experto en búsqueda nunca había enfrentado un
caso tan difícil. Con desesperada energía trató de rescatar a su amigo de esa
muerte en vida.
Probó con
la comprensión:
—Sé cómo
te sientes, mi desdichado compañero, pues una vez, cuando era muy joven, tuve
una experiencia comparable y descubrí...
Eso no
resultó, así que Valdés probó con la brutalidad:
—Que Dios
me perdone, pero ¿todavía lloriqueas porque esa cualquiera te abandonó? Por las
heridas de Cristo, te diré esto: hay mujeres de sobra en este mundo, y no se
puede llamar hombre a quien se. arroja. en un rincón cuando puede gozar del
amor sin...
Ninguna
respuesta. Valdés probó suerte con la distracción excéntrica:
—Mira
allí. Veo tres aves en una rama, y una tiene un cuchillo en el pescuezo y un
cetro en la garra, pero canta con más alegría que las otras. ¿Cómo lo
interpretas?
Marvin no
interpretó nada. El paciente Valdés trató de rescatar a su amigo aludiendo a
sus propias desgracias.
—Bien,
Marvin, los médicos han echado un vistazo a mi inflamación de piel y parece que
es impétigo. Me han dado doce horas a lo sumo, y después de eso cobraré mis
fichas y cederé mi silla a otro jugador. En mis últimas doce horas, me
gustaría...
Nada.
Valdés intentó despertar a su amigo con filosofía campesina.
—Los
simples labriegos son los más sabios, Marvin. ¿Sabes lo que dicen? Dicen que un
cuchillo roto no sirve como bastón. Deberías tenerlo en cuenta, Marvin...
Pero no se
podía contar con que Marvin lo tuviera en cuenta. Valdés pasó a la ética
hiperstrasiana tal como estaba expresada en el Rollo Timomaqueano. —¿Te
consideras herido, pues? Reflexiona, empero: el yo es inefable y unitario, y no
es susceptible de externalismos. Por ende, lo que se abrió fue una mera herida;
y esto, siendo externo a la persona y ajeno a la intuición, no brinda causa
para la implicación de dolor.
El
argumento no conmovió a Marvin. Valdés acudió a la psicología:
—La
pérdida de la amada, según Steinmetzer, es una representación ritual de la
pérdida del yo fecal. En consecuencia, cuando creemos llorar al ser querido, en
realidad lamentamos la irreparable pérdida de nuestros excrementos.
Pero
tampoco esto sirvió para penetrar en la cerrada pasividad de Marvin. Su
melancólico distanciamiento frente a los valores humanos parecía irrevocable; y
esta impresión se agudizó cuando, una tarde tranquila, su nariz dejó de latir.
No era una bomba; era sólo una advertencia del electorado de Marduk Kras. Así
que Marvin ya no corría peligro inminente de que le volaran la cabeza.
Pero ni
siquiera este golpe de suerte alteró su ánimo gris y robótico. Sin conmoverse,
reparó en su salvación como uno podría reparar en el paso de una nube frente al
sol.
Nada
parecía afectarlo. Y aun el paciente Valdés se vio obligado a explicar:
—Marvin,
¡estoy hasta la coronilla!
Pero
Marvin no se mosqueó. Y Valdés y la buenas gentes de San Ramón pensaron que ese
hombre era irrescatable.
Pero cuán
poco sabemos de los giros y vueltas de la mente humana. Pues al día siguiente,
contra toda expectativa razonable, ocurrió un hecho que al fin atravesó el
encierro de Marvin y abrió las compuertas de su sensibilidad.
¡Un solo
hecho! (Aunque en sí mismo fue el inicio de una nueva cadena causal, la muda
jugada inicial de otro de los innumerables dramas del universo.)
Todo comenzó, absurdamente, cuando un hombre le
preguntó la hora a Marvin.24
El hecho
ocurrió en el lado norte de la Plaza de los Muertos, poco después del paseo
vespertino y quince minutos antes de los maitines. Como de costumbre, Marvin
había pasado frente 'a la estatua de José Grimuchio y la hilera de lustrabotas
reunidos cerca de la baranda de peltre del siglo quince, hasta llegar a la
fuente de San Briosci, en la esquina este de ese descuidado parque. Se acercaba
a la Tumba de los Mal Paridos cuando un hombre se cruzó con él y alzó una mano
imperiosa.
—Mil
perdones —dijo el hombre—. Lamento esta violenta y quizá ofensiva interrupción
de su soledad, pero me urge preguntarle si acaso podría darme la hora correcta.
Un pedido
inofensivo... en apariencia. Pero el aspecto del hombre desmentía esas palabras
comunes. Era de altura media y constitución ligera, y usaba un bigote anticuado
como el que puede verse en el retrato del rey Morquavio Redondo pintado por
Grier. Llevaba ropas harapientas pero muy limpias y bien planchadas, y sus
cuarteados zapatos estaban bien lustrados. En el índice derecho lucía un
trabajado anillo de sello de oro macizo; tenía los fríos ojos de halcón de un
hombre habituado al mando.
No habría
sido llamativo que preguntara la hora si frente a la plaza no hubiera habido
relojes que disentían en sus mediciones por no más de tres minutos.
Marvin le
respondió con, su habitual cortesía, mirando el reloj de tobillo y anunciando
que eran cinco minutos después de la hora.
—Gracias,
caballero, es usted muy servicial —dijo el hombre—. ¿Cinco minutos? El tiempo
devora nuestra frágil mortalidad, dejándonos sólo el agrio residuo del
recuerdo.
Marvin
asintió.
—Empero,
esta cantidad inefable e inasible —respondió—, este tiempo que ningún hombre
puede poseer, es en verdad nuestra única pertenencia.
El hombre
asintió como si Marvin hubiera dicho algo profundo en vez de limitarse a citar
un cortés lugar común coloquial. El forastero se inclinó en una reverencia (más
propia de tiempos pasados que de nuestra era plebeya). Al hacerlo perdió el
equilibrio, y se habría caído si Marvin no lo hubiera atajado y le hubiera
ayudado a incorporarse.
—Muchas
gracias —dijo el hombre, sin perder la compostura—. Tiene usted una certera
aprehensión, tanto del tiempo como de los hombres, y esto no será olvidado.
Así
diciendo, dio media vuelta y se internó en la muchedumbre.
Marvin lo
siguió con la mirada, un poco perplejo. Algo sonaba a falso en ese hombre.
Quizá fuera el bigote, evidentemente postizo, o las cejas pintadas, o la
verruga artificial de la mejilla izquierda, o los zapatos, que lo hacían siete
centímetros más alto, o la capa, que parecía rellena para disimular la
estrechez natural de los hombros. Fuera lo que fuese, Marvin sentía
desconcierto pero no suspicacia, pues por debajo de la pomposidad de ese hombre
había pruebas de un ánimo jovial y emprendedor que no se podía descontar a la
ligera.
Mientras
pensaba en eso, Marvin echó una ojeada a su mano derecha. Mirando con mayor
atención, vio que tenía un papel en la palma. Por cierto, no había llegado allí
por medios naturales.
Comprendió
que el forastero con capa debía habérselo dado al tropezar (o, como ahora veía
Marvin, mientras fingía tropezar).
Esto
arrojaba una nueva luz sobre los hechos de los últimos minutos. Frunciendo el
ceño, Marvin desplegó el papel y leyó:
Si el caballero desea oír
algo interesante y ventajoso para él mismo y para el universo, de suma
importancia tanto en el presente inmediato como en el futuro remoto, y que en
esta nota no se puede explicar detalladamente por razones obvias y más que
suficientes, pero que se revelarán oportunamente una vez confirmada cierta
comunidad de intereses y consideraciones éticas, entonces el caballero deberá
dirigirse a la hora novena a la Posada del Ahorcado, y allí ocupar una mesa en
el rincón izquierdo, cerca de las troneras dobles, y usar una rosa blanca en la
solapa y llevar en la mano derecha un ejemplar del Diario de Celsus (Ediciones
4 Estrellas), y tamborilear sobre la mesa con el meñique de la mano derecha,
sin seguir un ritmo en particular.
Si sigue estas instrucciones,
alguien se le aproximará y le dará a conocer algo que creemos le gustará saber.
[firmado] ALGUIEN QUE LE
QUIERE BIEN
Marvin
reflexionó sobre la nota y sus implicaciones. Intuía que un conjunto de vidas y
problemas interrelacionados, hasta ahora desconocidos para él, se le había
cruzado de un modo inimaginable.
Pero era
un momento en que podía escoger. ¿Le importaba formar parte del proyecto de
otro, por digno que fuera? ¿No sería mejor evitar todo compromiso y seguir su
camino solitario por las deformaciones metafóricas del mundo?
Quizá...
Aun así,
el episodio lo intrigaba y ofrecía una distracción aparentemente inocua para
ayudarlo a olvidar el dolor de la pérdida de Cathy. (Así la acción sirve de
calmante, mientras que la contemplación se revela como la forma más directa de
intervención, y por tanto es evitada por los hombres.)
Marvin
siguió las instrucciones que el misterioso forastero le había dejado en la
nota. Compró un ejemplar del Diario de Celsus (Ediciones 4 Estrellas) y se puso
una rosa blanca en la solapa. A las nueve en punto fue a la Posada del Ahorcado
y se sentó a la mesa del rincón izquierdo, cerca de las troneras dobles. El
corazón le latía aceleradamente. No era una sensación desagradable.
25
La Posada
del Ahorcado era un lugar estrecho pero jovial, y la mayor parte de su
clientela estaba compuesta por bullangueros especímenes de las clases bajas.
Roncos vendedores de pescado pedían bebida a gritos, e inflamados agitadores
soltaban sonoros insultos contra el gobierno y eran abucheados por musculosos
herreros. Un torasoro de seis patas se asaba en el enorme fogón, y un cocinero
rociaba la crujiente carne con salsas melosas. Un violinista tocaba una jiga
sobre una mesa, acompañando alegremente el ritmo con la pata de palo. Una
mujerzuela ebria, con párpados enjoyados y septum artificial, sollozaba en un
rincón con lágrimas sensibleras.
Un
petimetre perfumado se llevó un pañuelo de encaje a la nariz y arrojó una
moneda desdeñosa a los luchadores que se enfrentaban en la cuerda floja. A la
izquierda, en la mesa común, un lustrabotas metió la mano en la marmita para
sacar un trozo de cogote, y una daga de un matón le clavó la mano a la mesa.
Esta hazaña fue celebrada con hurras. —Dios te guarde, caballero. ¿Qué deseas
beber?
Marvin se
vio frente a una camarera de mejillas rosadas y pecho abundante que esperaba su
pedido.
—Hidromiel,
y enhorabuena —respondió Marvin.
—Salud, y
con mi pláceme —respondió la muchacha, que se inclinó para ajustarse las ligas
y susurrarle—: Caballero, cuídate en este lugar, que en verdad no es apropiado
para un joven hidalgo como tú.
—Gracias
por la advertencia —respondió Marvin—, mas espero estar a la altura de las
circunstancias si fuera menester presentar contienda.
—Ah, no
sabes cómo son aquí —respondió la muchacha, y se alejó deprisa, pues un hombre
corpulento vestido de negro se acercaba a la mesa de Marvin.
—¡Por las
sangrantes heridas del Todopoderoso! ¿Qué tenemos aquí? —bramó el hombre.
Se hizo
silenció en la posada. Marvin lo miró y en su vasta mole reconoció al que
llamaban Black Denis. Y recordó que el hombre tenía fama de destripador y
desollador, además de matón y aguafiestas.
Marvin
fingió no reparar en la sudorosa proximidad de ese hombre. Sacó un abanico y lo
agitó frente a la nariz.
La
clientela rugió con júbilo campesino. Black . Denis se acercó un paso. Los
músculos de su brazo se retorcían como cobras parturientas mientras cerraba los
dedos sobre la delgada empuñadura de la espada.
—Cegadme como
a relleno de nabo si me equivoco —tronó Black Denis—, pero qué prodigio ven mis
ojos: aquí tenemos a un sujeto que se parece notablemente a un espía del rey.
Marvin
sospechó que el hombre intentaba provocarlo, así que desoyó el comentario y se
limó las uñas con una pequeña lima de plata.
—¡Tronchadme
y usad mis tripas por faja! —exclamó Black Denis—. Parece que cierto caballero
no es un caballero, pues no responde cuando otro caballero lo interpela. Pero
quizá sea sordo, lo cual confirmaré examinando su oreja izquierda... en casa, a
mis anchas.
—¿Me
hablabas a mí? —preguntó Marvin, con voz engañosamente calma.
—En verdad
que sí —dijo Black Denis—. Pues sospecho que tu rostro no me agrada.
—¿De
veras? —murmuró Marvin.
—¡Así es!
—aulló Black Denis—. Ni me gustan tus modales, ni el hedor de tu perfume, ni la
forma de tu pie ni la curva de tu brazo.
Marvin
entornó los ojos. El momento se llenó de crispada tensión, y no se oía nada
salvo la ronca respiración de Black Denis. Antes que Marvin pudiera responder,
un hombre se acercó corriendo a Black Denis. El que así intervenía era un
jorobado, un hombre cetrino de gran barba blanca, que no tenía más de un metro
de altura y arrastraba un pie deforme.
—Vamos —le
dijo el jorobado a Black Denis—. ¿En la víspera de San Orígenes derramarás
sangre indigna de tu distinguida atención? ¡Qué bochorno, Black Denis!
—Derramaré
sangre si me place, por los cancros de la santa montaña roja —maldijo el matón.
—¡Sí,
arráncale las tripas! —gritó un sujeto enclenque y narigón desde la
muchedumbre, parpadeando con un ojo azul y guiñando un ojo castaño.
—¡Sí,
arráncale! —rugieron varios, haciéndose eco del primero.
—¡Caballeros,
por favor! —dijo el gordo posadero, restregándose las manos.
—¡Nunca os
ha molestado! —dijo la desaliñada mesera, con una bandeja de vasos temblándole
en la mano.
—Deja que
el lechuguino beba su trago —dijo el jorobado, tirando de la manga de Black
Denis y babeándose por una comisura de la boca.
—¡Suéltame,
giboso! —gritó Black Denis, y le pegó con una mano derecha del tamaño de una
maza. El jorobado recibió el golpe en el pecho y voló por el salón, cruzando la
mesa de cervezas hasta chocar, con gran estrépito de vidrios rotos, contra los
picheles colgados.
—¡Ahora,
por los gusanos de la eternidad! —bramó el grandote, volviéndose hacia Marvin.
Marvin aún
se abanicaba sentado en la silla, tranquilo pero alerta. Un hombre más
observador habría reparado en el temblor de anticipación que le cruzaba los
muslos, la ínfima flexión de las muñecas. Sólo ahora se dignó mirar a su
provocador.
—¿Todavía
aquí? —preguntó—. Amigo, tus impertinencias son fatigosas para el oído y
redundantes para los sentidos.
—¿Ah sí? —gritó Black Denis.
—Sí
—respondió irónicamente Marvin—. La reiteración es el énfasis de los torpes,
pero no me resulta grata. Así que aléjate, camarada, y lleva tu recalentado
corpachón a otra parte, o tendré que enfriarlo con una sangría que despertará
la envidia de cualquier galeno.
Black
Denis quedó boquiabierto ante la afrenta que representaba ese insulto sereno y
mortífero. Luego, con una ligereza que contrastaba con su tamaño, desenvainó la
espada y lanzó un sablazo que partió la gruesa mesa de roble en dos, y sin duda
habría despachado a Marvin si él no hubiera dado un ágil brinco.
Bramando
de rabia, Denis acometió, blandiendo la espada como un molino de viento
enloquecido. Y Marvin retrocedió bailando, plegó el abanico, se lo calzó en el
cinturón, saltó hasta una mesa de cedro y agarró un trinchante. Empuñando
suavemente esa cuchilla, se deslizó con pasos danzarines hacia su contrincante.
—¡Huye,
caballero! —gritó la mesera—. Te cortará en dos... sólo tienes un cuchillo de
mesa, sin demasiado filo.
—¡Cuídate,
joven! —gritó el jorobado, refugiándose bajo un mantel.
—¡Arráncale
las tripas! —insistió el sujeto narigón y esmirriado de ojos turbios.
—¡Caballeros,
por favor! —rogó el desdichado posadero.
Los dos
combatientes estaban en el centro del recinto, y Black Denis, con una mueca de
apasionada ira, lanzó un tajo tan enérgico como para talar un roble. Marvin lo
esquivó con escalofriante precisión, desviándolo con el cuchillo en quatre, y
respondiendo de inmediato en quince. Este diestro contragolpe se topó con la
anormal celeridad de la revanche de Denis, pues de lo contrario le habría
cortado el gaznate.
Black Denis
se puso en guardia, mirando a su oponente con mayor respeto. Rugió con furia
demente y acometió, haciendo retroceder a Marvin en el humoso recinto.
—¡Un
napoleón doble al grandote! —gritó el petimetre perfumado.
—¡Acepto!
—exclamó el jorobado—. Ese esbelto joven tiene gran juego de piernas.
—El juego
de piernas nunca detuvo el acero—retrucó el petimetre—. ¿Respaldarás tu opinión
con tu dinero?
—¡Sí!
Añadiré cinco luises de oro —dijo el jorobado, hurgando en su morral.
Y otros
miembros de la multitud se sumaron a la fiebre de las apuestas.
—¡Diez
rupias por Denis! —aulló el narigón—. ¡Ofrezco tres contra uno!
—¡Cuatro
contra uno! —exclamó el cauto posadero—. ¡Y siete contra cinco a primera
sangre! —Así diciendo, extrajo un saco de libras de oro.
—¡Hecho! —gritó
el narigón, poniendo tres talentos de plata y medio denario de oro—. ¡Por la
Madre Negra, ofrezco ocho contra cinco por un corte en el pecho!
—¡Acepto!
—chilló la mesera, sacando del busto un saco de taleros de María Teresa—. ¡Y
doy cinco contra seis por primera amputación!
—¡Acepto!
—bramó el petimetre perfumado—. ¡Y, por mis verrugas, nueve contra cuatro a que
el joven esbelto sale corriendo de aquí como un galgo quemado antes de la
tercera sangre!
—Tomo esa
apuesta —dijo Marvin Flynn, con una sonrisa alegre. Eludiendo la torpe
embestida de Denis, sacó del cinto un saco de florines y se lo arrojó al
petimetre. Luego se dedicó seriamente a la pelea.
Aun en
estos breves movimientos, la habilidad de Marvin en la esgrima era evidente.
Pero enfrentada a un rival vigoroso y resuelto, que blandía una espada mucho
mayor que la inadecuada arma de Marvin, y que tenía la intrepidez de un
maniático.
El ataque
llegó, y todos menos el jorobado contuvieron el aliento mientras Black Denis
arremetía como un bólido. Ante ese impulsivo embate, Marvin tuvo que ceder
terreno. Retrocedió, saltó a una mesa, se encontró arrinconado, brincó y aferró
el candelabro, se meció sobre el salón y aterrizó ágilmente.
El
desconcertado Black Denis, quizá sintiéndose un poco inseguro, recurrió a una
artimaña. Cuando se juntaron de nuevo, Denis le arrojó una silla. Mientras
Marvin la esquivaba, Denis agarró un puñado de pimienta negra ígnea de una mesa
y se lo lanzó a la cara.
Pero la
cara de Marvin ya no estaba allí. Girando y saltando, Marvin esquivó el
traicionero proyectil. Hizo una finta con el cuchillo, una doble finta con los
ojos y dio una voltereta perfecta.
Black
Denis pestañeó estúpidamente y miró hacia abajo, viendo que el mango del
cuchillo de Marvin le sobresalía del pecho. Abrió los ojos con asombro, alzó la
espada para responder.
Marvin dio
media vuelta serenamente y se alejó despacio, dejando su espalda expuesta al
filo del acero.
Black
Denis se disponía a asestar su mandoble cuando una pátina gris le cubrió los
ojos. Marvin había evaluado la gravedad de la herida con exquisita precisión,
pues la espada de Black Denis cayó al suelo, donde un instante después el
corpachón del rufián se reunió con ella.
Sin mirar
atrás, Marvin cruzó la sala y se sentó de nuevo en su silla. Abrió el abanico;
frunciendo el ceño, sacó un pañuelo de encaje del bolsillo y se enjugó la
frente. Dos o tres gotas de sudor enturbiaban su marmórea perfección. Flynn se
secó las gotas y arrojó el pañuelo.
La sala
estaba en absoluto silencio. Aun el narigón había interrumpido aquellos roncos
jadeos. Era quizá el más asombroso espectáculo de esgrima que habían
presenciado los parroquianos. Todos eran gente pendenciera y revoltosa, pero
aun así estaban impresionados.
Un momento
después, se desató un pandemónium. Todos se apiñaron alrededor de Marvin,
ovacionando, clamoreando, maravillándose de la destreza que había demostrado
con el filoso acero. Los dos luchadores de la cuerda floja (hermanos, y
sordomudos de nacimiento) chillaban y hacían piruetas; el jorobado sonreía y
contaba sus ganancias con labios espumosos; la mesera miraba a Marvin con
embarazoso ardor; el posadero, de mala gana, servía tragos a cuenta de la casa;
el narigón se rascaba la nariz y hablaba de la suerte, e incluso el petimetre
perfumado se sintió obligado a dar renuentes felicitaciones.
Poco a
poco todo volvió a la normalidad. Dos criados de cuello taurino se llevaron el
cuerpo de Black Denis, y la veleidosa multitud acribilló el cadáver con
cáscaras de naranja. El asado volvió a girar en el espetón, y el repiqueteo de
los dados y el susurro de los naipes se oyó sobre la música del violinista
rengo y ciego.
El
petimetre se acercó a la mesa de Marvin y lo miró con desdén, la mano en la
cadera, el sombrero emplumado en la mano.
—Pardiez,
caballero, tienes gran talento para la esgrima, y opino que tu destreza podría
encontrar recompensa al servicio del cardenal Machurchi, que siempre anda en
busca de gente apta y ágil:
—No estoy
en venta —dijo Marvin en voz baja.
—Me alegra
oírlo —dijo el petimetre. Y Marvin, mirando al hombre con mayor atención, vio
una rosa blanca en su ojal, y un ejemplar del Diario de Celsus (Ediciones 4
Estrellas) en la mano.
Los ojos
del petimetre lanzaron una advertencia. Con su voz más afeminada, dijo:
—Caballero,
repito mis felicitaciones. Si deseas divertirte, puedes reunirte conmigo en mis
aposentos de la Avenida de los Mártires. Podríamos comentar las cuestiones más
exquisitas de la esgrima, y beber un adecuado vino que ha permanecido en las
bodegas de mi familia durante ciento tres años, y quizá tocar un par de temas
de común interés.
Marvin
reconoció, debajo del disfraz, al hombre que le había dejado una nota en la
mano.
—Amigo
—dijo—, tu invitación me honra.
—Al
contrario, caballero. A mí me honra que la aceptes.
—En
absoluto —insistió Marvin, y habría llevado la cuestión de honor aún más lejos
si el hombre no hubiera interrumpido los cumplidos con un susurro.
—Nos
marcharemos de inmediato, pues. Black Denis es sólo un heraldo... una paja que
nos muestra hacia dónde sopla el viento. Y mucho me temo que sople un huracán,
a menos que nos apresuremos.
—Eso sería
sumamente infortunado—dijo Marvin, esbozando una sonrisa.
—¡Posadero!
¡Anota esto en mi cuenta!
—¡Sí, sir
Gules! —respondió el posadero, con una reverencia.
Y juntos
se internaron en la neblinosa noche.
26
Recorrieron
las tortuosas callejas del centro de la ciudad, pasando frente a las mugrientas
murallas grises de la fortaleza Terc y frente al tristemente célebre asilo
Spodney, donde los gritos de los locos maltratados se mezclaban extrañamente
con el chirrido del gran molino de agua de Battlegrave Landing; dejaron atrás
el aullido de los prisioneros de la maciza y lúgubre Mazmorra de la Luna, y la
hedionda Almena Alta con su siniestra hilera de cuerpos perforados.
Siendo
hombres de su tiempo, ni Marvin ni sir Gules prestaban atención a estas
imágenes y sonidos. Sin conmoverse pasaron frente al Estanque de los Desechos,
donde el ex regente había gratificado sus locas fantasías nocturnas; y sin una
mirada pasaron frente a Gambito del León, donde deudores de poca monta y
malhechores infantiles eran sepultados de cabeza en el cemento como escarmiento
para los demás.
Era una
época cruenta, y algunos dirían una época cruel. Los modales eran refinados,
pero las pasiones se desbocaban fácilmente. Se observaba el protocolo más
exquisito, pero la muerte por tortura era la suerte común de la mayoría. Era
una época donde seis de cada siete mujeres morían al dar a luz; donde la
mortalidad infantil alcanzaba un chocante 87 por ciento; donde la expectativa
de vida media no superaba los 12,3 años; donde la peste asolaba anualmente el
centro de la ciudad, llevándose dos tercios de la población; donde las guerras
religiosas continuas reducían cada año a la mitad la población masculina apta,
al extremo de que algunos regimientos tenían que emplear a ciegos como
oficiales de artillería.
Aun así,
no podía considerarse una época desdichada. A pesar de las dificultades, la
población se elevaba a nuevas alturas cada año, y los hombres aspiraban a
nuevos extremos de audacia. Si la vida era incierta, al menos era interesante.
Las máquinas aúri no habían quitado iniciativa a la raza. Y aunque había
escandalosas diferencias de Clase y prevalecían los privilegios feudales,
apenas acotados por el dudoso poder del rey y la siniestra presencia del clero,
aún se podía considerar una era democrática y un tiempo de oportunidades
individuales.
Pero ni
Marvin ni sir Gules pensaban en estas cosas mientras se acercaban a una angosta
casona con los postigos cerrados y una yunta de caballos atados cerca de la
puerta. No pensaban en la iniciativa individual, aunque por cierto la poseían;
tampoco pensaban en la muerte, aunque los rodeaba sin cesar. La suya no era una
época reflexiva.
—Henos
aquí —dijo sir Gules, conduciendo a su huésped por el piso alfombrado, frente a
los silenciosos sirvientes, hasta una alta sala con paneles de madera donde un
alegre fuego crepitaba en el gran hogar de ónix.
Marvin no
respondió. Estaba observando los detalles. El armario labrado era del siglo
diez, y el retrato de la pared oeste, con su gran marco dorado, era un
Moussault genuino.
—Siéntate,
por favor —dijo sir Gules, repantigándose grácilmente en una banqueta David
Ogilvy, decorada con el brocado afgano tan popular ese año.
—Gracias
—dijo Marvin, sentándose en un sillón Juan IV de ocho patas, con asas de
palisandro y respaldo de palmera.
—¿Una copa
de vino? —ofreció sir Gules, empuñando con displicente reverencia la jarra de
bronce con cinceladuras en oro de Dagobert de Hoyys.
—Por ahora
no, gracias —respondió Marvin, sacudiéndose una mota de polvo de la sobreveste
de batista verde con guarniciones de hilo, hechas a medida por Godofredo de
Palping Lane.
—¿Quizá
una pizca de rapé? —preguntó sir Gules, presentando una tabaquera de platino
hecha por Durr de Snedum, sobre la cual había una escena de cacería del Bosque
Anaranjado de Lesh tallada con punta de acero.
—Quizá
después—dijo Marvin, mirándole los cordones de hebra de plata forrada de piel
de los zapatos de baile.
—Mi propósito
al traerte aquí —dijo abruptamente el anfitrión— era averiguar si está
disponible tu ayuda para una causa que es buena y justa, y la cual, creo, no
conoces del todo. Me refiero a Sieur Lamprea Height d'Augustin, más conocido
como el Esclarecido.
—¡D'Augustin! —exclamó
Marvin—. Vaya, lo conocí en el año 2 o 3, el año de la peste manchada, cuando
era apenas un chiquillo. Él visitaba nuestra casa—. Aún recuerdo las manzanas
de mazapán que me traía.
—Me
imaginé que lo recordarías —dijo Gules en voz baja—. Todos lo recordamos.
—¿Y cómo
está ese admirable y bondadoso caballero?
—Esperamos
que bien. Marvin se puso alerta.
—¿Qué
significa eso?
—El año
pasado, D'Augustin trabajaba en su finca rural de Duvannemor, que está más allá de Moueur d'Alencon, en
las estribaciones del Sángrela.
—Conozco
el lugar —dijo Marvin.
—Estaba
terminando su obra maestra, La ética de la indecisión, a la cual ha consagrado
los últimos veinte años. Súbitamente, una partida de hombres armados irrumpió
en el Estudio de la Runa, donde estaba trabajando, tras dominar a sus criados.
y sobornar. a su guardia personal. Nadie más estaba presente, salvo su hija,
que no pudo hacer nada. Estos desconocidos capturaron y amarraron a D'Augustin,
quemaron todas las copias del libro y se lo llevaron.
—¡Qué
infamia! —exclamó Marvin.
—Su hija,
tras presenciar ese espantoso espectáculo, cayó en un sueño tan profundo que
semejaba la muerte, y así, con esta involuntaria actuación, se salvó de la
muerte misma.
—¡Asombroso!
—murmuró Marvin—. ¿Pero quién infligiría violencia a un inofensivo escritor a
quien muchos consideran el filósofo más descollante de nuestra época?
—¿Inofensivo,
dices? —preguntó sir Gules, torciendo los labios en una mueca—. ¿Conoces la
obra de D'Augustin, para dar semejante opinión?
—No he
tenido ese privilegio —dijo Marvin—. En verdad, mi vida me ha brindado pocas
oportunidades para esos menesteres, pues he viajado continuamente durante largo
tiempo. Pero pensé que los escritos de un hombre tan tierno y estimado...
—Me
permito disentir —dijo sir Gules—. Este hombre justo y perspicaz de quien
hablamos ha llegado, mediante un impecable proceso de inducción lógica, a
exponer ciertas doctrinas que, de difundirse, bien podrían causar una
revolución sangrienta.
—Este
asunto no parece honorable —respondió fríamente Marvin—. ¿Quieres inculcarme
doctrinas sediciosas?
—Calma,
calma. Las doctrinas de D'Augustin no son chocantes en sí mismas, sino en sus
consecuencias. Es decir, siguen la sustancia de la facticidad moral, y no son
más sediciosas que los ciclos lunares.
—Bien...
dame un ejemplo —dijo Marvin.
—D'Augustin
proclama que todos los hombres nacen libres —murmuró Gules.
Marvin se
quedó pensando en esas palabras.
—Una idea
nueva —declaró al fin—, aunque no carente de atractivos. Cuéntame más.
—Sostiene
que la conducta recta es meritoria y grata a los ojos de Dios.
—Extraño
modo de ver las cosas decidió Marvin—. No obstante...
—También
sostiene que la vida sin introspección es indigna de ser vivida.
—Una
opinión radical —dijo Marvin—. Y es obvio lo que sucedería si estas
declaraciones cayeran en manos de la plebe. Erosionarían la autoridad del rey y
de la iglesia... No obstante...
—¿Sí? —lo
apremió Gules.
—No
obstante... —dijo Marvin, mirando soñadoramente el cielo raso de terracota con
su aureola de paladiones entrelazados—. No obstante, un nuevo orden podría
surgir del caos que inevitablemente seguiría. Podría nacer un nuevo mundo donde
el antojadizo humor de la nobleza sería contenido y mejorado por el concepto de
valía personal, y donde las tonantes amenazas de una iglesia envilecida y
politizada serían contrarrestadas por una nueva relación entre el hombre y
Dios, sin la mediación de un cura gordo ni un fraile ladrón.
—¿De veras
crees que es posible? —preguntó Gules, cuya voz era seda acariciando
terciopelo.
—Sí —dijo
Marvin—. ¡Sí, por los clavos de Cristo, lo creo! ¡Y te ayudaré a rescatar a
D'Augustin y a propagar esta extraña y revolucionaria doctrina nueva!
—Gracias
—dijo simplemente Gules, haciendo un gesto.
Una
silueta se aproximó a la silla de Marvin por detrás. Era el jorobado. Marvin
vio el mortífero parpadeo del acero cuando la criatura desenvainó su puñal.
—No te
ofendas—dijo Gules con vehemencia—. Estábamos seguros de ti, desde luego. Pero
si nuestro plan te hubiera disgustado, nos habríamos visto obligados a sepultar
nuestro error de juicio en una tumba sin nombre.
—Esta
precaución vuelve más punzante tu relato —dijo secamente Marvin—. Mas no soy
partidario de tan filoso afecto.
—La
confabulación es nuestro destino común en la vida —declaró el jorobado—. ¿Acaso
los griegos no consideraban mejor morir a manos de los amigos que languidecer
en las garras de los enemigos? Los severos dictados de un Hado implacable
imponen el papel que desempeñamos en este mundo, y muchos hombres que creían
ser emperadores en el escenario de la Vida terminaron por actuar como
cadáveres.
—Caballero
—dijo Marvin—, hablas como un hombre que ha tenido algunos problemas escénicos.
—En efecto
—replicó el jorobado—. Por mi parte, yo no habría escogido este papel ruin, si
no me hubieran forzado imprevisibles circunstancias.
Así
diciendo, el jorobado se desató las pantorrillas, que estaban sujetas a los
muslos, y así se irguió hasta alcanzar su altura de casi dos metros. Se quitó
la joroba de la espalda, se limpió la grasa y la baba de la cara, se peinó el
cabello, se arrancó la barba y el pie deforme y se volvió hacia Marvin con una
sonrisa adusta.
Marvin
miró a ese hombre transformado, se inclinó en una reverencia y exclamó:
—Milord
Inglenook bar na Idrisisan, Primer Lord del Almirantazgo, Familiar del Primer
Ministro, Consejero Extraordinario del Rey, Garrote de la Iglesia Rampante e
Invocateur del Gran Consejo.
—En efecto
—respondió Inglenook—. Y represento el papel de jorobado por razones políticas;
pues si mi rival lord Blackamoor de Mordevund tan sólo sospechara que estoy
aquí, todos seríamos hombres muertos antes que las ranas del Real Estanque
pudieran croar ante los primeros rayos de Febo.
—La hiedra
de la conspiración crece en torres altas —comentó Marvin—. Estoy a tu servicio,
y que Dios me fortalezca, a menos que un matón de taberna abra una luz en mi
vientre con un metro de acero.
—Si te
refieres al incidente de Black Denis —dijo sir Gules—, te aseguro que ese
asunto fue preparado para los ojos de los posibles espías de sir Blackamoor. En
realidad, Black Denis era uno de nosotros.
—¡Prodigios
sobre prodigios! —declaró Marvin—. Parece que este pulpo tiene muchos
tentáculos. Pero, caballeros, me pregunto por qué, entre tantos nobles
caballeros de nuestro reino, buscáis a alguien que no posee privilegios,
posición encumbrada ni riquezas, ni nada salvo el título de caballero ante
Dios, y dueño de su propia honra, y portador de un apellido milenario.
—¡Eres de
una insensata modestia! —rió lord Inglenook—. Todos saben que tu destreza de
espadachín no tiene par, salvo en los arteros mandobles del detestable
Blackamoor.
—Soy sólo
un estudioso del arte del acero —respondió Marvin con displicencia—. Aun así,
si mi pobre talento os sirve, así sea. Y ahora, caballeros, ¿qué queréis de mí?
—Nuestro
plan —dijo lentamente Inglenook— tiene la virtud de la gran audacia, y el
defecto del inmenso peligro. Un golpe de dados nos hará ganar todo, o
perderemos la apuesta de nuestra vida. ¡Una partida seria! Creo, empero, que
este riesgo no puede dejar de gustarte.
Marvin
sonrió mientras trataba de entender la última frase.
—Una
partida rápida es siempre vivaz —dijo al fin.
—¡Excelente!
—jadeó Gules, poniéndose de pie—. Ahora debemos dirigirnos a Castelgatt, en el
valle de la Romaine. Y durante el viaje te pondremos al corriente de los
detalles de nuestro plan.
Y así fue
que, enfundados en sus grandes capas, los tres salieron de la angosta casona
por la buharda, dejaron atrás la garita y enfilaron hacia la poterna de la
vieja muralla oeste. Allí aguardaba una diligencia, con dos guardias armados en
los pescantes.
Marvin se
disponía a entrar en la diligencia cuando vio que ya había alguien dentro. Era
una muchacha, y al mirarla con mayor atención, vio a...
—¡Cathy!
—exclamó.
Ella lo miró
desconcertada y respondió con voz glacial e imperiosa:
—Caballero,
soy Catarina D'Augustin, y no conozco vuestro rostro ni me place esa
presuntuosa familiaridad.
No había
reconocimiento en sus bellos ojos grises, ni tiempo para hacer preguntas. Pues
mientras sir Gules los presentaba apresuradamente, oyeron un grito.
—¡Vosotros,
de la diligencia! ¡Alto en nombre del rey!
Al mirar
hacia atrás, Marvin vio a un capitán de dragones con diez hombres a caballo.
—¡Traición!
—gritó Inglenook—. ¡Pronto, cocheros, vámonos de aquí!
Con un
chasquido de tirantes y un cascabeleo de bocados, los cuatro corceles se
lanzaron hacia el callejón, rumbo a Nuevepiedras y la Carretera Marítima.
—¿Pueden
alcanzarnos? —preguntó Marvin.
—Es
posible —dijo Inglenook—. Parecen tener buenos caballos, malditos sean sus
ampollados traseros. Con perdón, madame...
Durante
unos instantes Inglenook observó a los jinetes que galopaban a menos de veinte
metros, los sables reluciendo a la luz de los faroles. Después se encogió de
hombros y miró hacia adelante.
—Permíteme
preguntar —dijo Inglenook— si estás versado en los acontecimientos políticos
recientes, aquí y en otras partes del Viejo Imperio, pues dicho conocimiento es
necesario para explicarte la necesidad de la forma y oportunidad de nuestro
plan.
—Me temo
que mis conocimientos sobre política son extremadamente pobres —dijo Marvin.
—Entonces
permíteme referirte algunos detalles de fondo, que harán más inteligible la
situación y su gravedad.
Marvin se
recostó, oyendo el repiqueteo de los caballos de los dragones. Cathy, sentada
frente a él y a la derecha, miraba fríamente las borlas oscilantes del sombrero
de sir Gules. Y lord Inglenook inició su explicación.
27
—El viejo
rey murió hace menos de una década, en pleno auge de la herejía suessiana, sin
designar un heredero incuestionable para el trono de Mulvavia. Así estallaron
las pasiones de un continente en ebullición.
»Tres
aspirantes competían por el Trono de la Mariposa. El príncipe Moroway de Theme
poseía la Patente Obvia, otorgada por un Consejo de Electores corrupto pero
oficial. Y si eso no bastaba, también contaba con la doctrina de la Regia
Empleaduría, pues era el segundogénito reconocido e ilegítimo del barón
Noruega, su único hijo sobreviviente, medio primo de la hermana del viejo rey a
través de los poderosos Mortjoy de Danat.
»En
tiempos menos turbulentos, esto habría sido suficiente. Pero para un continente
que estaba al borde de la guerra civil y religiosa, había defectos en el
reclamo, y aun más en el aspirante.
»El príncipe
Moroway sólo tenía ocho años y nunca había pronunciado una palabra. Según el
retrato de Mouvey, tenía una cabeza monstruosamente hinchada, mandíbulas flojas
y los ojos turbios de un idiota hidrocefálico. Su único placer conocido era su
colección de gusanos (la mejor del continente).
»Su
principal opositor en la sucesión era Gottlieb Hosstratter, duque de Mela y
Receptor Ordinario de la Landa Marginal Imperial, cuyos dudosos linajes eran
respaldados por la cismática jerarquía Suessiana, y sobre todo por el
debilitado jerarca de Dodessa.
»El
segundo aspirante, Romrugo de Vars, podría haber quedado eliminado, pero
respaldaba su petición con una fuerza de cincuenta mil veteranos del principado
meridional de Vask, joven y vigoroso, Romrugo tenía fama de excéntrico; su boda
con su yegua favorita, Orsilla, fue condenada por el clero owensiano ortodoxo,
del cual era distraído paladín. Tampoco se granjeó las simpatías de los
burgueses de Gint—Loseine, cuya orgullosa ciudad hizo sepultar bajo seis metros
de tierra, «como regalo para futuros arqueólogos». No obstante, su reclamo del
trono de Mulvavia se habría legitimado prontamente si hubiera poseído contante
y sonante para pagar a sus combatientes.
»Lamentablemente
para Romrugo, no tenía fortuna personal. (La había derrochado en la compra de
los Rollos Letertianos.) Por tanto, para pagar a sus tropas, propuso una
alianza con la rica pero ineficaz Ciudad Libre de Tihurrue, que dominaba el
Estrecho de Sidue.
»Esta
insensata maniobra atrajo sobre su cabeza las iras del Ducado de Puls, cuya
frontera occidental había protegido durante largo tiempo el flanco expuesto del
Viejo Imperio frente a las depredaciones de los paganos monogodos. El severo y
obtuso joven gran duque de Puls unió fuerzas con el cismático Hosstratter, sin
duda la alianza más extraña que haya visto el continente, y así presentó una
amenaza al príncipe Moroway, y a los Mortjoy de Danat, que lo respaldaban. Así,
imprevistamente, viéndose rodeado por tres lados por los suessianos o sus
aliados, y de un cuarto lado por los levantiscos monogodos, Romrugo empezó a
buscar desesperadamente una nueva alianza.
»La
encontró en la enigmática figura del barón Darkmouth, preposesor de la Isla de
Turplend. El alto y caviloso barón se hizo a la mar con una flota de guerra de
veinticinco galeones, y toda Mulvavia contuvo el aliento cuando la ominosa
hilera de barcos surcó el Dorter para internarse en el Mar de Escher.
»¿Se
podría haber conservado el equilibrio, aun en esta hora tardía? Quizá, si
Moroway hubiera respetado sus compromisos previos con las Ciudades de las
Marcas. O si el viejo jerarca de Dodessa, viendo al fin la necesidad de un
convenio con Hosstratter, no hubiera escogido esa hora inoportuna para morir, y
así dar poder al epiléptico Murvey de Hunfutmouth. O si Mano Roja Ericmouth,
jefe de los monogodos del norte, no hubiera elegido ese momento para desterrar
a Propea, hermana del severo archiduque de Puls, conocido como «Martillo de los
Herejes» (lo cual incluía a todos los que no compartían su estrecha ortodoxia
delongianista).
»Pero la
mano del destino intervino para detener ese momento aciago; pues los galeones
del barón Darkmouth fueron presa de la Gran Tormenta del Año 3, y debieron
buscar refugio en Tihurrue, la cual saquearon, disolviendo así la alianza de
Romrugo antes de que cobrara vigor, y provocando una revuelta entre los vaskios
de su ejército, a quienes no les habían pagado y cuyos regimientos desertaron
para unirse a Hosstratter, cuyas tierras estaban próximas a la línea de marcha.
»Así
Hosstratter, el tercero y el más renuente de los aspirantes al trono, que se
había resignado a su pérdida, se encontró de vuelta en la competencia; y
Moroway, cuya estrella tanto había brillado, descubrió que las Montañas
Equílidas no eran protección cuando los pasos orientales eran defendidos por un
enemigo tenaz.
»El hombre
más afectado por todo esto fue Romrugo. Su posición no era nada envidiable:
abandonado por sus tropas, traicionado por su aliado el barón Darkmouth (quien
estaba muy ocupado tratando de defender Tihurrue contra un feroz ataque de los
piratas de la costa rúlica), y amenazado incluso en su feudo de Vars por el
largo y mortífero brazo de la conspiración de los Mortjoy, mientras las
Ciudades de las Marcas lo vigilaban ávidamente. Para coronar este cúmulo de
infortunios, su yegua Orsilla escogió ese momento para abandonarlo.
»Pero aun
en plena adversidad, el confiado Romrugo no vaciló. El asustado clero owensiano
celebró la partida de la yegua, y otorgó al dudoso paladín un Divorcio
Absoluto, y luego se enteró con horror de que el cínico Romrugo se proponía
valerse de su libertad para desposar a Propea y así alinearse con el agradecido
archiduque de Puls...
ȃstos
fueron los factores que inflamaron las pasiones de los hombres en ese año
fatídico. El continente estaba al borde de la catástrofe. Los campesinos
sepultaban sus cosechas y afilaban sus guadañas. Los ejércitos estaban alerta y
se disponían a desplazarse en cualquier dirección. La turbulenta masa de los
monogodos del oeste, presionada por la aún más turbulenta masa de los fieros y
caníbales allahuts, se agolpó amenazadoramente en las fronteras del Viejo
Imperio.
»Darkmouth
se apresuró a reparar sus galeras, y Hosstratter pagó a los soldados vaskios y
los adiestró para una nueva clase de guerra. Romrugo cimentó su nueva alianza
con Puls, logró una distensión con Ericmouth y evaluó la nueva rivalidad entre
los Mortjoy y el epiléptico pero lamentablemente capaz Murvey. Y Moroway de
Theme, involuntario aliado de los piratas rúlicos, renuente paladín de la
herejía suessiana e inconsciente cómplice de Mano Roja Ericmouth, vigilaba las
tenebrosas laderas orientales de las Equílidas y aguardaba con agustia.
»En este
momento de tensión suprema y universal, milord D'Augustin tuvo el mal tino de
anunciar la inminente conclusión de su obra filosófica...
La voz de
Inglenook se disipó lentamente, y por un rato no se oyó nada salvo el sordo
trepidar de los cascos de los caballos.
—Ahora
entiendo —dijo al fin Marvin.
—Sabía que
entenderías —respondió cálidamente Inglenook—. Y a la luz de todo esto,
comprenderás nuestro proyecto, que consiste en reunirnos en Castelgatt y atacar
sin demora.
Marvin
asintió.
—Dadas las
circunstancias, no hay otra posibilidad.
—Pero
antes —dijo Inglenook—, debemos liberarnos de estos dragones que nos persiguen.
—En cuanto a eso —dijo Marvin—, tengo un plan.28
Mediante
una astuta estratagema, Marvin y sus compatriotas pudieron eludir a los
dragones y llegar ilesos al gran patio de Castelgatt, protegido por una fosa.
Allí, al dar la hora doce, debían reunirse los conspiradores, tomar las
decisiones finales y realizar esa misma noche el audaz intento de rescatar a
D'Augustin de las temibles manos de Blackamoor.
Marvin se
retiró a sus aposentos del ala este, y allí escandalizó al paje al exigirle un
cuenco de agua para lavarse las manos. En esa época se consideraba una extraña
afectación, pues aun las mayores damas de la corte estaban acostumbradas a
ocultar la suciedad bajo vendajes de gasa perfumada. Pero Marvin había
adquirido esa costumbre durante su estancia entre los gayos y paganos tescos
del Remoueve meridional, cuyas fuentes jabonosas y esculturas esponjosas eran
maravillas de maravillas para la complaciente y tosca nobleza del norte. Y a
pesar de las risas de sus pares y el mal ceño del clero, Marvin insistía en que
una friega ocasional no hacía ningún daño a las manos, mientras el agua no
tocara otras partes.
Concluidas
sus abluciones, y vestido sólo con pantalones de satén negro, camisa de encaje
blanco, botas de montar y guanteletes de gamuza eretziana, y usando sólo su
espada Coeur de Stabbat, que había pasado de padres a hijos en su familia
durante quinientos años, Marvin oyó un ruido a sus espaldas y se dispuso a
defenderse.
—Vaya,
caballero, ¿me atravesarías con tu terrible espada? —se burló Catarina, pues
era ella quien acababa de trasponer la puerta de la cámara interior.
—A fe que
me has sobresaltado, mi señora —dijo Marvin—. Y en cuanto a atravesarte, lo
haría de buena gana, aunque no con mi espada sino con un instrumento más fiable
que poseo.
—Demontre,
caballero —se burló Catarina—. ¿A una dama amenazas con violencia?
—Sólo la
violencia del placer —replicó Marvin con galanura.
Tus
palabras son harto atrevidas —dijo Catarina—. Comprobado está que las lenguas
más luengas y maliciosas ocultan los instrumentos más cortos e insuficientes.
—Eres
injusta, señora —dijo Marvin—. Pues mi instrumento es sobremanera capaz de
prestarse al uso que sea menester, con filo suficiente para horadar las mejores
defensas del mundo, y tan resistente como para aguantar reiterados embates, y
al margen de esos usos utilitarios, ha aprendido de mí infalibles ardides que
con respetuoso placer me gustaría mostrarte.
—No,
mantén ese instrumento en su funda —dijo la dama, indignada, pero con mirada
chispeante—. No me convences, pues el acero del presuntuoso siempre es blanda
hojalata, de apariencia lustrosa pero muy flexible al tacto.
—Te
suplico que toques el filo y la punta —dijo Marvin—, y así sometas tus pullas a
la prueba del uso.
Ella meneó
la bonita cabeza.
—Debes
saber, caballero, que ese pragmatismo es para filósofos de barba cana y ojos
legañosos. Una dama confía en su intuición.
—Señora,
me rindo ante tu intuición.
—Vaya,
caballero. ¿Qué sabes tú, poseedor de un dudoso instrumento de longitud indeterminada
y temperamento incierto, de la intuición femenina?
—Señora,
mi corazón me dice que es exquisita e inefable, y que posee una forma agradable
y una fragancia delicada, y que...
—Suficiente,
caballero —exclamó lady Catarina, sonrojándose y aventándose furiosamente con
un abanico japonés cuya rugosa superficie retrataba la Investidura de los
lichi.
Ambos
callaron. Habían dialogado en el viejo lenguaje del Amor Cortés, donde el
apóstrofe simbólico cumplía una función tan destacada. En aquellos días no
atentaba contra la etiqueta que aun las damas mejor criadas y más recatadas
conversaran así; no era una época tímida.
Pero ahora
los cubría una sombra de seriedad. Marvin, con ojos chispeantes, se acariciaba
los botones de acero gris de la camisa de encaje blanco. Y lady Catarina
parecía turbada. Usaba un vestido de piezas de tulipán color paloma con
guarniciones rojas; y, según la costumbre, el cuello se prolongaba en un escote
bajo que revelaba la firme y rosada curva de su menudo vientre. En los pies llevaba
sandalias de damasco color marfil, y su cabello, apilado sobre una peineta de
jade, estaba adornado con una guirnalda de flores primaverales. Marvin nunca
había visto un espectáculo tan bello.
—¿No
podemos terminar con estos juegos fatigosos y dicharacheros? —preguntó en voz
baja—. ¿No podemos decir lo que está en nuestros corazones, en vez de travesear
con agudezas sin alma?
—¡No me
atrevo! —murmuró lady Catarina.
—No
obstante, eres Cathy, que una vez me amó en otro tiempo y lugar —dijo Marvin—,
y que ahora me trata como a un galán desconocido.
—No debes
hablar de lo que fue una vez —dijo Cathy, con un susurro temeroso.
—¡Pero una
vez me amaste! —exclamó Marvin acaloradamente—. ¡Niégalo y sabrás que mientes!
—Sí
—tartamudeó ella—, una vez te amé.
—¿Y ahora?
—¡Ay!
—¡Pero
habla y dime la razón! —No puedo.
—O no
quieres. Como desees. La elección es sierva del corazón.
—No
permitiré que creas eso —murmuró ella.
—¿No?
Entonces sin duda el deseo es padre de la intención —dijo Marvin, con rostro
duro y despiadado—. Y dada esa relación familiar, ni siquiera el más sabio dé
los hombres negaría que el Amor está ligado a su hermanastra la Indiferencia, y
que la Fidelidad es cautiva de la cruel madrastra, la Pena.
—¿Puedes
pensar eso de mí? —sollozó ella.
—Señora,
no me dejas más opción —respondió Marvin con voz broncínea—. Y así la barca de
mi Pasión naufraga en el Piélago del Recuerdo, desviado de su recto curso por
el voluble viento de la Indiferencia, y empujado hacia la rocosa Costa del
Sufrimiento por la inexorable Marea del Humano Acontecer.
—Pero no
permitiré que sea así —dijo Catarina, y Marvin tembló al oír esa tímida
afirmación de algo que había dado por irremisiblemente perdido. —Cathy...
—No, no
puede ser —exclamó ella, retrocediendo con evidente dolor, ruborizándose de
emoción, agitando el vientre—. Nada sabes de las míseras circunstancias de mi
situación.
—¡Exijo
saberlo! —exclamó Marvin, y dio media vuelta, empuñando la espada. Pues la gran
puerta de roble de su cámara se había abierto en silencio y allí, apoyado en la
puerta, había un hombre con los brazos cruzados y una sonrisa sobre los labios
finos y barbados.
—¡Ay de
nos! ¡Estamos perdidos! —exclamó Catarina, apoyándose la mano en el trémulo
vientre.
—¿Cuál es
tu cometido? —le preguntó Marvin al intruso—. Exijo saber tu nombre, y el
motivo de esta descomedida e innoble intrusión.
—Todo se
te revelará al punto —dijo el hombre de la puerta, con tono levemente
amenazador—. Mi nombre, caballero, es lord Blackamoor, contra quien conspiras
en pueril complot; y he entrado en esta cámara con el simple privilegio de
alguien que debidamente desea ser presentado al joven amigo de su esposa.
—¿Esposa?
—repitió Marvin.
—Esta dama
—declaró Blackamoor—, que tiene el poco claro hábito de no presentarse directamente,
es la nobilísima Catarina D'Augustin di Blackamoor, amantísima esposa de éste,
tu humilde servidor.
Y así
diciendo, Blackamoor se quitó el sombrero en una reverencia, y luego retomó su
exquisita pose en el portal.
Marvin vio
la verdad en los húmedos ojos y el trémulo vientre de Cathy. ¡Cathy, su amada
Cathy, esposa de Blackamoor, el más detestado enemigo de quienes abrazaban la
causa de D'Augustin, que era el padre de ella!
Pero no
había tiempo para evaluar estos desconcertantes enredos, pues ante todo debía
pensar en Blackamoor, que se hallaba milagrosamente en un castillo
perteneciente a sus enemigos, y no delataba el menor nerviosismo en una
posición que tendría que haber sido extremadamente peligrosa.
Y esto sin
duda significaba que la situación no era tal como Marvin suponía, y que los
hilos del destino se habían enmarañado hasta volverse incomprensibles.
¿Blackamoor
en Castelgatt? Marvin evaluó las implicaciones, y sintió un escozor helado,
como si el ángel de la muerte lo hubiera rozado con alas estigias.
La muerte
acechaba en esa habitación... pero ¿a quién? Marvin temía lo peor, pero giró
lentamente, su rostro una máscara de obsidiana, y enfrentó al enemigo que era
esposo de su amada y captor del padre de su amada.
29
Milord
Lamprea di Blackamoor guardaba un cómodo silencio. Su estatura era superior a
la media, y poseía un cuerpo enjuto, con barba renegrida, estrecha y corta,
patillas largas, y cabello cortado en brosse que le caía sobre la frente en
sinuosos bucles. Pero su aire de delgadez contrastaba con sus hombros anchos y
el vigoroso brazo de espadachín que se insinuaba bajo la capa de armiño. Usaba
los adornos al afectado estilo nuevo, entrelazados con guarniciones exóticas,
sólo equilibradas por una triple franja de crespones plateados. Sólo una rugosa
cicatriz que iba desde la sien derecha hasta la comisura izquierda de la boca,
y que él había pintado osadamente de carmesí, atentaba contra la fría apostura
de su rostro, dando a sus rasgas burlones un aire tan siniestro como grotesco.
—Creo que
esta farsa ya se ha prolongado más de la cuenta —gruñó Blackamoor—. Se aproxima
el desenlace.
—¿Milord
ya ha preparado su tercer acto? —inquirió Marvin sin inmutarse.
—Los
actores han memorizado el libreto —dijo Blackamoor, con un displicente chasquido
de los dedos.
En la sala
entró milord Inglenook, seguido por sir Gules y un pelotón de taciturnos
soldados turingios que vestían chaquetones de búfalo y empuñaban sus
espadas—azadones.
—¿Qué
condenada trampa es ésta? —preguntó Marvin.
—Cuéntale...
hermano —se burló Blackamoor. —Sí, es verdad —dijo lord Inglenook, el rostro
ceniciento—. Blackamoor y yo somos hermanastros, pues nuestra madre común era
la marquesita Roseata de Timon, hija del elector de Brandeis y hermana nupcial
de Espadón Silverblain, quien fue padre de Espada Roja Ericmouth, y cuyo primer
esposo, Marquelle de la Marche, fue mi padre, pero después de cuyo deceso se
casó con Huntford, Real Bastardo de Cleve y Pretendiente de la Reserva
Eleáctica.
—Su
anticuado sentido del honor lo volvió sensible a mi plan y atento a mis
sugerencias —se burló Blackamoor.
—Extraña
situación —reflexionó Marvin—, cuando el honor de un hombre es su deshonor.
Inglenook
agachó la cabeza y no dijo nada.
—Pero en
cuanto a ti, milady —dijo Marvin, dirigiéndose a Cathy—, me asombra sobremanera
que hayas optado por desposar al captor de tu padre.
—Ay —dijo
Cathy—, es una historia muy compleja y variada, pues él me cortejó con amenazas
e indiferencia, y me cautivó con el oscuro poder que posee, al cual nadie se
opone, y también mediante el uso de funestas drogas y espadas de doble filo y
arteros y diestros movimientos de la mano llevó mis sentidos a un estado de
fingida pasión, donde parecía sucumbir al contacto de su funesto cuerpo y a los
mordiscos de sus detestables labios. Y como entonces me estaban negados los
consuelos de la religión, y no tenía manera de distinguir lo verdadero de lo
inducido, al fin sucumbí de veras. Pero no busco pretextos que excusen mi
conducta.
Marvin se
volvió hacia el hombre que era su última esperanza.
—¡Sir
Gules! —exclamó—. Desenvaina tu espada y abrámonos paso hacia la libertad.
Blackamoor
rió secamente.
—¿Crees
que desenvainará? Quizá. Pero en tal caso será para mondar una manzana.
Marvin
miró el rostro de su amigo, y allí vio escrita una vergüenza más penetrante que
el acero y más mortífera que el veneno.
—Es verdad
—dijo sir Gules, tratando de dominar la voz—. No puedo socorrerte, aunque tu
trance me rompe el corazón.
—¿Qué
funesta hechicería ha usado Blackamoor contra ti? —exclamó Marvin.
—Ay, mi
buen amigo —exclamó el desdichado Gules—,es una bellaquería tan evidente y
lógica que es irrefutable, pero tan arteramente forjada y ejecutada que
transforma los planes de hombres de menor fuste en necedades de niños pueriles.
¿Sabías que soy miembro de esa organización secreta conocida como los
Caballeros. Grises de la Santa Decadencia?
—Lo
ignoraba —dijo Marvin—. Aun así, los Caballeros Grises siempre han sido amigos
del saber y compañeros de la piedad, y sobre todo han abrazado, contra la
oposición real, la causa de D'Augustin.
—Es
cierto, extremadamente cierto —dijo el desdichado Gules, sus débiles y apuestos
rasgos distorsionados por una mueca de dolor—. Lo mismo creía yo. Pero la
semana pasada supe que nuestro gran maestre Helvecio había fallecido...
—Debido a
una mordedura de acero en el hígado —dijo Blackamoor.
Y ahora yo
debo lealtad al nuevo gran maestre, la misma de siempre, pues juramos fidelidad
a la investidura, no al hombre.
—¿Y ese
nuevo maestre? —preguntó Marvin. —¡Sucede que soy yo! —exclamó Blackamoor. Y
Marvin le vio en el dedo el gran anillo de sello de la Orden.
—Sí, así
sucedió —dijo Blackamoor, torciendo cínicamente la comisura izquierda de la
boca—. Me apropié de esa antigua investidura, pues era un instrumento conveniente
y adecuado para mis fines. Y así soy maestre, y único árbitro de Gestión y Toma
de Decisiones. No rindo cuentas ante nadie salvo el infierno mismo, y no
respondo a ninguna voz salvo la que resuena en los intersticios más bajos de mi
alma.
En ese
momento Blackamoor tenía cierta magnificencia. Cruel y detestable, reaccionario
y narcisista, lujurioso y egoísta, a despecho de todo eso era un hombre. Así
pensó Marvin, con renuente respeto. Y su boca se endureció en una expresión
hostil mientras se disponía a combatir contra su antagonista.
—Y ahora
—dijo Blackamoor—, nuestros protagonistas están en el escenario, y sólo nos
falta un actor para coronar nuestro drama y llevarlo a una satisfactoria
conclusión. Y nuestro último actor ha aguardado larga y pacientemente tras las
bambalinas, mirando sin ser mirado, siguiendo las inflexiones de nuestra
situación y esperando el momento de gozar de su breve momento de gloria...
Chito, ahí viene.
Se oyeron
resonantes pisadas en el corredor. Los que estaban en la habitación esperaron
atentamente, moviendo los pies con impaciencia. La puerta se abrió despacio...
Y entró un
hombre enmascarado, vestido de negro de la cabeza a los pies, que llevaba sobre
el hombro una gran hacha de doble filo. Aguardó en el umbral con aire vacilante.
—Salve,
verdugo —dijo Blackamoor—. Ahora no falta nadie, y se pueden representar los
momentos finales de esta farsa. ¡Adelante, guardias!
Los
guardias unieron sus espadas—azadones. Aprehendieron a Marvin y lo sujetaron
con fuerza, bajándole la cabeza y exponiendo el cuello.
—¡Verdugo!
—exclamó Blackamoor—. Cumple con tu deber.
El verdugo
se adelantó y probó los filos de la gran hacha. Alzó el arma sobre la cabeza,
titubeó un instante, la bajó.
¡Y Cathy
gritó!
Se arrojó
sobre la silueta siniestra y enmascarada, lanzando arañazos, desviando la
pesada hacha, que chocó contra el piso de granito arrancando una lluvia de
chispas. El verdugo la empujó airadamente, pero ella había cerrado los dedos
sobre la seda negra de la máscara.
El verdugo
rugió al ver que le arrancaban la máscara. Con un grito de consternación trató
de ocultar sus rasgos. Pero en ese oscuro recinto todos lo habían visto con
claridad.
Al
principio Marvin no pudo creer el testimonio de sus sentidos. Pues, debajo de
esa máscara, había un rostro que le resultaba familiar. ¿Dónde había visto esas
mejillas y esas cejas, esos ojos pardos y rasgados, esa mandíbula firme?
Recordó:
los había visto, mucho tiempo atrás, en un espejo.
El verdugo
usaba el rostro de Marvin, y el cuerpo de Marvin...
—Je
Kraggash! —exclamó Marvin. —A tu servicio.
Y el
hombre que le había robado el cuerpo se inclinó burlonamente y le sonrió a
Marvin con su propia cara.
30
Lord
Blackamoor fue el primero en disolver la escena. Con dedos habilidosos se quitó
la gorra y la peluca; mientras se aflojaba la blusa, se palpó el cuello,
soltando varios broches invisibles. Luego, con un solo movimiento, se quitó la
ceñida máscara dérmica.
—¡Detective
Urdorf! —exclamó Marvin.
—Sí, soy
yo —dijo el detective marciano— lamento que hayas tenido que pasar por esto,
Marvin, pero era el mejor modo de llevar tu caso a una rápida y triunfal
conclusión. Mis colegas y yo decidimos...
—¿Colegas?
—preguntó Marvin.
—Olvidaba
las presentaciones —dijo el detective Urdorf con cierta vergüenza—. Marvin,
quisiera presentarte al teniente Ourie y al sargento Fraff.
Los que se
habían hecho pasar por lord Inglenook y sir Gules se quitaron las máscaras
dérmicas y mostraron el uniforme de la Policía Interestelar del Noroeste
Galáctico. Sonrieron afablemente mientras le estrechaban la mano.
—Y estos
caballeros —dijo Urdorf, señalando a los guardias turingios— también nos han
ayudado considerablemente.
Los
guardias se quitaron los chaquetones de búfalo y mostraron el uniforme
anaranjado de los Agentes de Tránsito de Ciudad Cassem.
Marvin se
volvió hacia Cathy. Ella ya se había adherido al pecho la insignia roja y azul
de agente especial de la Asociación de Vigilancia Interplanetaria.
—Creo...
creo entender —dijo Marvin.
—En
realidad es bastante sencillo —dijo el detective Urdorf—. Al trabajar en tu
caso conté, como de costumbre, con la asistencia y la colaboración de varias
agencias de la ley. En tres ocasiones estuvimos a punto de capturar a nuestro
hombre, pero siempre se nos escabullía. Eso pudo haber seguido indefinidamente
si no hubiéramos probado suerte con esta trampa. La teoría era válida, pues si
Kraggash lograba destruirte, podría reclamar tu cuerpo como suyo sin temor a
que hubiera un reclamo en contrario. En cambio, mientras estuvieras vivo, tú lo
seguirías buscando.
»Así que
te introdujimos en nuestra conspiración, con la esperanza de que Kraggash se
enterase y entrara en el plan para tener la certeza de destruirte. El resto es
historia.
Volviéndose
al verdugo desenmascarado, el detective Urdorf dijo:
—Kraggash,
¿tienes algo que añadir?
El ladrón
que tenía la cara de Marvin se apoyó grácilmente en la pared, los brazos
cruzados y el cuerpo rebosante de compostura.
—Podría
aventurar un par de comentarios —dijo
Kraggash—.
Primero, debo señalar que este plan era chapucero y transparente. Desde el
principio pensé que era una engañifa, y me presté a participar ante la remota
posibilidad de que todo fuera cierto. En consecuencia, este desenlace no me
sorprende.
—Una
divertida racionalización —dijo Urdorf. Kraggash se encogió de hombros.
—En
segundo lugar, quiero decir que no sentí el menor escrúpulo moral al realizar
mi presunto delito. Si un hombre no puede mantener el control de su propio
cuerpo, merece perderlo. He observado, durante una larga y variada vida, que
los hombres ceden su cuerpo a cualquier canalla que se lo pida, y someten la
mente a la primera voz que les ordena obedecer. Por eso la vasta mayoría de los
hombres ni siquiera pueden conservar aquello que les corresponde por derecho de
nacimiento, una mente y un cuerpo, y en cambio optan por liberarse de esos
embarazosos emblemas de libertad.
—La
clásica apología del delincuente —dijo el detective Urdorf.
—Lo llamas
delito cuando lo comete un hombre, y gobierno cuando— lo cometen muchos —dijo—
Kraggash—. Personalmente, no veo la diferencia, y como no la veo, rehúso
respetarla.
—Podríamos
pasarnos el año entero con estos bizantinismos —dijo el detective Urdorf—. Pero
no tengo tiempo para esa recreación. Explíquele sus argumentos al capellán de
la cárcel, Kraggash. Queda arrestado por Trueque Mental ilegal, intento de
homicidio y robo a gran escala. Así resuelvo mi caso número 159 y rompo mi
racha de mala suerte.
—¿De
veras? —dijo fríamente Kraggash—. ¿De veras creías que sería tan sencillo? ¿No
pensaste en la posibilidad de que el zorro tuviera otro cubil?
—¡A él!
—gritó Urdorf. Los cuatro policías se abalanzaron sobre Kraggash. Pero el
delincuente alzó la mano y trazó un círculo en el aire.
¡Un
círculo de fuego!
Kraggash
metió una pierna en el círculo. La pierna desapareció.
—Si me
necesitáis —dijo burlonamente—, sabéis dónde encontrarme.
Entró en
el círculo mientras los policías se acercaban, y todo él desapareció excepto la
cabeza. Le guiñó el ojo a Marvin; luego también desapareció la cabeza y sólo quedó—
el círculo de fuego.
—¡Vamos!
—gritó Marvin—. ¡Capturémoslo! Miró a Urdorf y vio con asombro que el detective
aflojaba los hombros con expresión de derrotado.
—¡Deprisa!
—gritó Marvin.
—Es inútil
—dijo Urdorf—. Estaba preparado para cualquier treta... pero no para esto. Ese
hombre está totalmente loco.
¿Qué
podemos hacer? —gritó Marvin,
—Nada
—dijo Urdorf—. Se ha ido al Mundo Tortuoso, y yo he fallado en mi caso 159.
—¡Pero aún
podemos seguirlo! —declaró Marvin, acercándose al círculo llameante.
—¡No! ¡No
lo hagas! —exclamó Urdorf—. Tú no entiendes... el Mundo Tortuoso representa la
muerte, la locura... o ambas cosas. Las probabilidades de salir indemne son
ínfimas...
—¡Tengo
tantas probabilidades como Kraggash! —gritó Marvin, y entró en el círculo.
—¡Espera,
todavía no entiendes! —gritó Urdorf—. ¡Kraggash no tiene la menor probabilidad!
Pero
Marvin no oyó estas últimas palabras, pues ya había atravesado el círculo
llameante, zambulléndose en los extraños e inexplorados confines del Mundo
Tortuoso.
31
ALGUNAS EXPLICACIONES ACERCA DEL MUNDO
TORTUOSO
[... ]
así, gracias a las ecuaciones Riemann—Hake, existía al fin una demostración
matemática de la necesidad teórica de la Zona Espacial de Deformación Lógica de
Twistermann. Esta Zona se conoció como el Mundo Tortuoso, aunque no era
tortuoso ni era un mundo. Y en una última ironía, la importante tercera
definición de Twistermann (que la Zona se podía considerar como aquella región
del universo que actuaba como factor compensatorio del caos frente a la estabilidad
lógica de la estructura primaria de la realidad) se demostró superflua.
Artículo sobre «El Mundo Tortuoso»,
Enciclopedia Galáctica del Conocimiento Universal, 483 a edición.
[...] por
tanto el término deformación especular contiene el sentido (si no la sustancia)
de nuestro pensamiento. Pues, como hemos visto, el Mundo Tortuoso [sic] cumple
la función, tan necesaria como odiosa, de infundir indeterminación a todas las
entidades y procesos, con lo cual hace que el universo sea ineluctable, tanto
en la teoría como en la práctica.
EDGAR HOPE GRIEF, Reflexiones de un
matemático, Euclid City Free Press.
[...]
pero, a pesar de esto, se pueden exponer algunas reglas provisorias para el
suicida que viaja al Mundo Tortuoso.
Recuerda
que en el Mundo Tortuoso todas las reglas pueden mentir, incluso esta regla que
confirma la excepción, e incluso esta cláusula modificadora que invalida la
excepción... ad infinitum.
Pero
recuerda también que ninguna regla miente necesariamente, que cualquier regla
puede ser cierta, incluida— la presente y sus excepciones.
En el
Mundo Tortuoso, el tiempo no tiene por qué respetar nuestros prejuicios. Los
hechos pueden cambiar deprisa (lo cual parece adecuado), o despacio (lo cual
sabe mejor) o no cambiar en absoluto (lo cual es aborrecible).
Cabe la
posibilidad que en el Mundo Tortuoso no te ocurra nada en absoluto. Sería
imprudente esperarlo, e igualmente imprudente no estar preparado.
Entre los
ámbitos probabilísticos que plantea el Mundo Tortuoso, uno debe ser exactamente
como el nuestro, y otro debe ser exactamente como el nuestro salvo por un
detalle; y uno debe ser exactamente como el nuestro salvo por dos detalles; y
así sucesivamente. Otrosí digo, uno debe ser totalmente diferente de nuestro
mundo salvo por un detalle, y así sucesivamente.
El
problema es la predicción: cómo discernir en qué mundo estamos antes que el
Mundo Tortuoso lo revele desastrosamente.
En el
Mundo Tortuoso, como en cualquier otro, puedes descubrirte a ti mismo. Pero
sólo en el Mundo Tortuoso ese conocimiento suele ser fatal.
La
familiaridad alimenta el shock en el Mundo Tortuoso.
Es cómodo
(aunque erróneo) pensar en el Mundo Tortuoso como un mundo invertido donde todo
es Maya, ilusión. Puedes descubrir que las formas que te rodean son reales,
mientras que tú, la conciencia examinadora, eres ilusorio. Dicho descubrimiento
es esclarecedor, pero mortificante.
Un sabio
preguntó una vez: «¿Qué sucedería si yo pudiera entrar en el Mundo Tortuoso sin
prejuicios?» Es imposible dar una respuesta definitiva a esta pregunta, pero
aventuramos que él tendría algunos prejuicios en el momento en que saliera. La
falta de opinión no es una armadura.
Algunos
hombres entienden que la cumbre de la inteligencia es el descubrimiento de que
todas las cosas pueden invertirse, y en consecuencia convertirse en sus
contrarios. Se pueden practicar muchos juegos ingeniosos con esta proposición,
pero no aconsejamos hacerlo en el Mundo Tortuoso. Allí todas las doctrinas son
igualmente arbitrarias, incluida la doctrina de la arbitrariedad de las
doctrinas.
No esperes
pasarte de listo con el Mundo Tortuoso. Es más grande, más pequeño, más largo y
más corto que tú; no demuestra, es.
Algo que
es no tiene que demostrar nada. Todas las pruebas son intentos de devenir. Una
prueba es verdadera sólo para sí misma, y no implica nada excepto la existencia
de pruebas, lo cual no prueba nada.
Todo lo
existente es improbable, pues todo es extraño, innecesario y un atentado contra
la razón. Quizá estos comentarios acerca del Mundo Tortuoso no tengan nada que
ver con el Mundo Tortuoso. El viajero queda advertido.
ZE KRAGGASH, La inexorabilidad de lo
especioso (Colección Conmemorativa Marvin Flynn).
32
La
transición fue abrupta, y en absoluto lo que había esperado Marvin. Había oído
historias acerca del Mundo Tortuoso, y había esperado encontrar un lugar de
formas distorsionadas y colores cambiantes, de grotescos y maravillas. Pero
pronto comprendió que este punto de vista era romántico y limitado.
Se
encontraba en una pequeña sala de espera. El aire enrarecido olía a sudor y a
vapor, y estaba en un largo banco de madera con varias personas más. Empleados
aburridos caminaban de aquí para allá, consultando papeles y llamando a algunas
de las personas sentadas. Luego seguía un diálogo en voz baja. A veces un hombre
perdía la paciencia y se marchaba. A veces llegaba un nuevo solicitante.
Marvin
esperó, miró, divagó. El tiempo pasó lentamente, la habitación se ensombreció,
alguien encendió luces. Nadie lo llamaba. Marvin miró a los hombres que tenía a
ambos lados, más aburrido que curioso.
El hombre
de la izquierda era alto y cadavérico, y la fricción de la ropa le había
producido una inflamación en el cuello. El hombre de la derecha era bajo, gordo
y rubicundo, y jadeaba al respirar.
—¿Cuánto
cree que falta? —le preguntó Marvin al hombre gordo, más para pasar el tiempo
que en un serio intento de averiguarlo.
—¿Que
cuánto falta? —dijo el gordo—. Falta muchísimo, eso falta. Aquí en la Oficina
de Automóviles no puedes apurar a sus condenadas altezas, ni siquiera cuando
sólo deseas renovar la licencia de conductor, que para eso he venido.
El hombre
cadavérico rió: el ruido de una varilla de madera raspando un tambor de
gasolina vacío.
—Esperarás
mucho tiempo, chico —le dijo—, pues estás en el Departamento de Bienestar,
División Cuentas Pequeñas.
Marvin
escupió pensativamente en el piso polvoriento y dijo:
—Sucede
que ustedes dos están equivocados. Estamos en el Departamento... mejor dicho,
la antesala del Departamento de Pesca. Y en mi opinión las cosas andan muy mal
cuando un ciudadano y contribuyente ni siquiera puede ir a pescar en una masa
acuática mantenida con sus impuestos sin perder medio día o más solicitando una
licencia.
Los tres
se miraron con cara de pocos amigos. (En el Mundo Tortuoso no hay héroes ni
promesas, sólo algunos puntos de vista desperdigados sin ninguna conclusión.)
Se miraron
sin suspicacia. El hombre cadavérico empezó a sangrar por las yemas de los
dedos. Marvin y el gordo fruncieron el ceño con embarazo y fingieron no darse
cuenta. El hombre cadavérico metió la mano sangrante en un bolsillo
impermeable. Se les acercó un empleado.
—¿Quién de
ustedes es James Grinnell Starmacher? —preguntó.
—Yo —dijo
Marvin—. Y deseo aclarar que hace un buen rato que espero, y creo que este
departamento tiene una pésima administración.
—Sí, es
cierto —admitió el empleado—. Es que todavía no tenemos las máquinas.
—Miró los
papeles—. ¿Usted ha solicitado un cadáver?
—Correcto
—dijo Marvin.
—¿Y afirma
que el susodicho cadáver no será usado con fines inmorales?
—En efecto.
—Tenga a
bien enumerar sus motivos para adquirir el cadáver.
—Deseo
usarlo en una función puramente decorativa.
—¿Sus
calificaciones?
—He
estudiado decoración de interiores.
—Especifique
el nombre y número de código del cadáver más reciente que haya obtenido.
—Cucaracha
—respondió Marvin—, espécimen número 3/32/A45345.
—¿Quién la
mató?
—Yo. Tengo
licencia para matar a todas las criaturas que no pertenecen a mi subespecie,
con ciertas excepciones, tales como el águila dorada y el manatí.
—¿El propósito
de la última muerte?
—Gratificación
ritual.
—Solicitud
aprobada —dijo el empleado—. Escoja su cadáver.
El gordo y
el hombre cadavérico lo miraron con ojos húmedos y esperanzados. Marvin se
tentó, pero logró resistir. Se volvió y le dijo al empleado:
—Te elijo
a ti.
—Constará
en actas dijo el empleado, escribiendo en sus papeles. Su cara se modificó y
fue la cara del falso Flynn. Marvin pidió prestada una sierra al hombre
cadavérico y, con cierta dificultad, le cortó el brazo derecho al empleado. El
empleado murió con muchos aspavientos, y su cara volvió a ser la cara del
empleado.
El gordo
se rió de la desazón de Marvin.
Una corta
transustancialidad tiene un largo alcance —se burló—. Pero no el suficiente,
¿eh? El deseo modela la carne, pero la muerte es el escultor definitivo.
Marvin
estaba llorando. El hombre cadavérico le tocó el brazo afablemente.
—No te lo
tomes a pecho, muchacho. Una venganza simbólica es mejor que ninguna. Tu plan
era bueno, y fracasó por algo externo a ti mismo. Soy James Grinnell
Starmacher.
—Yo soy un
cadáver —dijo el cadáver del empleado—. Una venganza traspuesta es mejor que
ninguna.
—Yo vine
aquí a renovar mi licencia de conductor—dijo el gordo—. Al cuerno con tanto
pensamiento profundo. Quiero que me atiendan.
Por
cierto, señor —dijo el cadáver del empleado—. Pero en mi estado actual, sólo.
puedo darle una licencia para pescar peces muertos.
—Muertos,
vivos, ¿qué más da? —dijo el gordo—. Lo importante es pescar, sin importar lo
que pesques.
Se volvió
hacia Marvin, quizá para explayarse sobre el tema. Pero Marvin se había ido y,
al cabo de una transición poco convincente, se encontró en una habitación
grande, cuadrada y vacía. Las paredes estaban hechas de láminas de acero, y el
cielo raso estaba a treinta metros de altura. Había reflectores allá arriba, y
una cabina de control de vidrio. Kraggash lo miraba a través del vidrio.
—Experimento
342 —recitó Kraggash—. Tema: La muerte. Proposición: ¿Es posible matar a un ser
humano? Observaciones: El interrogante de la posible mortalidad de los seres
humanos ha desconcertado largo tiempo a nuestros mejores pensadores. Han
surgido muchas leyendas relacionadas con el tema de la muerte, y en todas las
épocas hubo informes no verificados sobre matanzas. Más aún, de cuando en
cuando se han presentado cadáveres, inequívocamente muertos, y definidos como
restos de seres humanos. A pesar de la ubicuidad de estos cuerpos, no se ha
establecido ningún vínculo causal para demostrar que alguna vez vivieron, y
mucho menos que alguna vez fueron seres humanos. Por tanto, en un intento de
zanjar la cuestión de una vez por todas, hemos preparado el siguiente
experimento. Primer paso...
Una lámina
de acero de la pared giró sobre sus goznes. Marvin giró a tiempo para ver que
le arrojaban una lanza. Se echó a un lado, entorpecido por la cojera, y eludió
el lanzazo.
Se
abrieron más láminas. De diversos ángulos le fueron arrojados cuchillos,
flechas y garrotes.
Un
generador de gas venenoso asomó por una abertura. Una maraña de cobras cayó en
el recinto.
Un león y
un tanque atacaron. Siseó una cerbatana. Crepitaron armas energéticas. Tosieron
lanzallamas. Carraspeó un mortero.
El agua
inundó la habitación, elevándose deprisa. Del cielo raso llovió nafta ardiente.
Pero el
fuego quemó los leones, que devoraron las serpientes, que taponaron los
cañones, que partieron las lanzas, que atascaron el generador de gas, que
disolvió el agua, que apagó el fuego.
Marvin
estaba milagrosamente ileso. Amenazó con el puño a Kraggash, trepó por las
láminas de acero, se cayó y se rompió la crisma.
Le
hicieron una ceremonia fúnebre militar, con todos los honores. Su viuda murió
con él en la pira. Kraggash trató de seguirlo, pero le negaron el solaz del
sati.
Marvin se
quedó en la tumba tres días y tres noches, durante las cuales su nariz goteó
continuamente. Toda su vida pasó ante sus ojos en cámara lenta. Al cabo de ese
tiempo se levantó y siguió adelante.
Había
cinco objetos de limitada pero innegable inteligencia en un lugar borroso. Uno
de esos objetos era, presuntamente, Marvin. Los otros cuatro eran maniquíes,
estereotipos bocetados apresuradamente y diseñados con el único propósito de
adornar la situación primaria. El problema que enfrentaban los cinco era saber
cuál de ellos era Marvin, y cuáles eran meras figuras ornamentales.
Primero
hubo una cuestión de nomenclatura. Tres de los cinco exigieron de inmediato que
los llamaran Marvin, uno quería que lo llamaran Edgar Floyd
Morrison,
y otro quería que lo llamaran «mera figura ornamental».
Esto era
obviamente tendencioso, así que se numeraron de uno a cuatro, mientras el
quinto insistía en que lo llamaran Kelly.
—De
acuerdo —dijo Número Uno, que ya había cobrado un aire oficioso—. Caballeros,
¿podemos dejar de parlotear y poner orden en esta reunión?
—Ese
acento judío no te ayudará —dijo sombríamente Número Tres.
—Mira
—dijo Número Uno—, ¿qué sabe un polaco sobre acentos judíos? Resulta ser que
sólo soy judío por parte de padre, y aunque estimo...
—¿Dónde
estoy? —preguntó Número Dos—. Santo cielo, ¿qué me ha pasado? Desde que me fui
de Stanhope...
—Cállate,
italianito —dijo Número Cuatro.
—No mi
chamo italianito, mi chamo Luigi —respondió oscuramente Número Dos—. Fa due
annos que estoy en vostro grande paese, desde que era un pícolo bambino en San
Minestrone della Zuppa, nicht wahr?
—Caray,
tío —dijo lúgubremente Número Tres—, ni modo de que seas un estúpido italiano,
no eres más que una figura ornamental provisoria de flexibilidad limitada, así
que te aconsejo cerrar el pico antes que te lo cierre yo, nicht wahr?
—Escuchad
—dijo Número Uno—, soy un hombre sencillo de gustos sencillos y, si de algo
sirve, cederé mis derechos de Marvinidad.
—Memoria,
memoria —murmuró Número Dos—. ¿Qué me ha sucedido? ¿Quiénes son estos
aparecidos, estas sombras parlantes?
—Oye
—protestó Kelly—, no seas tan maleducado, viejo.
—Es muy
poco amicábile —dijo Luigi.
—Invocación
no es convocación —dijo Número Tres.
—Pero es
verdad que no recuerdo —dijo Número Dos.
—Yo
tampoco recuerdo muy bien —dijo Número Uno—, pero no armo tanta alharaca. Ni
siquiera pretendo ser humano. El mero hecho de que pueda recitar el Levítico de
memoria no prueba nada.
—¡Por
cierto que no! —gritó Luigi—. Y la ausencia de pruebas tampoco prueba un
reverendo bledo. —Creí que eras italiano —le dijo Kelly.
—Lo soy,
pero me crié en Australia. Es una historia bastante extraña...
—No más
que la mía —dijo Kelly—. Me llamáis negro irlandés, pero pocos sabéis que pasé
mis años de formación en un prostíbulo de Hangchow, y que allí me enlisté en el
ejército canadiense para escapar de los franceses, que me perseguían porque
ayudé a los gaullistas en Mauritania, y por eso...
—Zut,
alors! —exclamó Número Cuatro—. ¡No puedo callar más! Cuestionar mis
credenciales es una cosa, criticar a mi país es otra.
—¡Pero la
indignación no prueba nada! —exclamó Número Tres—. No es que me importe, pues
elijo no ser más Marvin.
—La
resistencia pasiva es una forma de agresión —respondió Número Cuatro.
—Una
prueba inadmisible sigue siendo una prueba —retrucó Tres.
—No sé de
qué habláis —declaró Número Dos.
—La ignorancia
no te llevará a ninguna parte —se burló Número Cuatro—. Me niego
categóricamente a ser Marvin.
—No puedes
renunciar a lo que no tienes —dijo socarronamente Kelly.
—¡Puedo
renunciar a lo que se me antoje! —exclamó apasionadamente Número Cuatro—. No sólo
renuncio a mi Marvinidad, sirio que también entrego el trono de España, dimito
como dictador de la Galaxia Interior y abjuro de mi salvación como bahai.
—¿Ya te
sientes mejor, chico? —preguntó sardónicamente Luigi.
—Sí... Era
insoportable. La simplificación sienta a mi naturaleza intrincada —dijo Número
Cuatro—. ¿Cuál de vosotros es Kelly?
—Yo —dijo
Kelly.
—¿Comprendes
—le preguntó Luigi— que sólo tú y yo tenemos nombre?
—Es verdad
—dijo Kelly—. Tú y yo somos diferentes.
—¡Un
momento, un momento! —dijo Número Uno.
—¡Tiempo,
caballeros, tiempo, por favor! —¡Mantened ese ánimo!. —¡Contened esas aguas!
—¡Retened
esa llamada!
—Como
decía... —dijo Luigi—. ¡Nos! ¡Nosotros! ¡Los Poseedores de Nombre con Pruebas
Basadas en Presunciones! Kelly.. tú puedes ser Marvin si yo puedo ser Kraggash.
—¡Hecho!
—rugió Kelly, a pesar de las protestas de los demás.
Marvin y
Kraggash sonrieron en la euforia momentánea de la embriaguez de identidad.
Luego se atacaron ferozmente. Siguió una estrangulación manual. Las tres
figuras numeradas, despojadas de un derecho que nunca habían tenido, adoptaron
poses convencionales de ambigüedad estilizada. Las dos figuras con nombre,
dueñas de una identidad de la que se habían apropiado, se arañaban y mordían,
prorrumpían en arias desafiantes y se amilanaban ante aplastantes recitativos.
Número Uno miró hasta aburrirse, luego se puso a experimentar con un fundido en
negro.
Eso fue
suficiente. Todo el plató rodó como un cerdo engrasado con patines bajando por
una montaña de vidrio, sólo que un poco más rápido.
El día
sucedió a la noche, en la que no sucedió nada.
Platón
escribió: «No importa lo que haces, sino cómo lo haces. » Luego, pensando que
el mundo aún no estaba preparado para esto, lo borró.
Hammurabi
escribió: «La vida sin introspección no merece vivirse. » Pero no estaba seguro
de que fuera cierto, así que lo tachó.
El Buda
Gautama escribió: «Los brahmines apestan.» Pero después lo revisó.
Las
naturalezas aborrecen el vacío, y a mí tampoco me gusta mucho. ¡Marvinissimo!
Aquí viene a la carrera, mostrando su inflada identidad. Todos los hombres son
mortales, nos dice, pero algunos son más mortales que otros. Helo aquí, jugando
en el patio y modelando juicios de valor con lodo. Sin el menor respeto, se
convierte en su padre. La semana pasada revocamos su Divinidad; lo pillamos
manejando una vida sin licencia.
(Pero os
he advertido con frecuencia, amigos míos, sobre el Peligro Protoplásmico. Se
arrastra por los cielos, extinguiendo estrellas. Descaradamente fluye y
sobrevive, desarraigando planetas y sofocando astros. Con funesta insistencia
deposita sus abominaciones.)
Viene de
nuevo, ese malabarista sórdido de piel descolorida, ese optimista monstruoso
con la sonrisa cosida. Asesino, mátate. Ladrón, asáltate. Pescador, atrápate.
Granjero, coséchate.
Y ahora
oiremos el informe del investigador especial.
—Gracias,
ejem. He descubierto que Marvin es el adecuado cuando se debe escoger; que
cayeron estrellas en Marvin Flynn; que debemos cantar loas al Señor y pasar el
Marvin Flynn. Y añado estas observaciones: querida, ya que estás levantada,
consígueme un Marvin Flynn. Mejor un Marvin Flynn que cualquier pasta untable.
Prométele cualquier cosa, pero dale Marvin Flynn. Tienes un amigo en Marvin
Flynn. Que tu Marvin recorra las Páginas Amarillas. ¡Todo va mejor con Marvin!
¿Por qué no rendir culto esta semana en el Marvin Flynn de tu elección? Si
Marvin Flynn reza unido, unido se mantiene.
...
estaban trabados en un combate titánico, el cual, dado que había ocurrido, era
inevitable. Marvin le pegó a Kraggash en la clavícula, luego le asestó un
doloroso trompazo en la nariz. Kraggash se transformó en Irlanda, que Marvin
invadió como una legión de guerreros daneses, obligando a Kraggash a proteger
el rey en el tablero, aunque no podía— ganarle a una escalera real. Marvin
buscó a su oponente, falló y devastó la Atlántida. Kraggash lanzó un porrazo y
mató un mosquito.
El brutal
clamor de la batalla recorrió los humeantes pantanos del Mioceno; una colonia
de termitas lloró a su reina cuando Kraggash se lanzó como un cometa contra el
sol de Marvin, fragmentándose en un sinfín de esporas militantes. Pero el
infalible Marvin distinguió el diamante entre los vidrios brillantes, y
Kraggash se replegó hacia Gibraltar.
Su bastión
cayó una noche cuando Marvin secuestró los simios de Berbería, y Kraggash
atravesó la Tracia meridional con ,su cuerpo en una maleta. Lo detuvieron en la
frontera de Phthistia, un país que Marvin improvisó con considerables efectos
sobre la historia de Europa.
Al
debilitarse, Kraggash se volvió maligno; al volverse maligno, Kraggash se
debilitó. En vano intentó adorar al diablo. Los acólitos de la Marvinidad no se
inclinaban ante el ídolo, sino ante el símbolo. El maligno Kraggash se volvió
desagradable; la mugre se le acumulaba bajo las uñas, agresivos mechones de
pelo le brotaban en el alma.
Al fin
Kraggash, encarnación del mal, yacía impotente, el cuerpo de Marvin apresado en
su garra. Ritos de exorcismo provocaron sus estertores finales. Una sierra
disfrazada de rueda oriental de plegarias lo desmembró, un laberinto disfrazado
de incensario lo descerebró. El amable padre Flynn entonó estas últimas
palabras: « ¡No obtendrás pan con una albóndiga! » Y pusieron a Kraggash en una
tumba tallada en el Kraggash viviente. En la lápida escribieron graffiti
adecuados para la ocasión, y alrededor del sepulcro sembraron flores Kraggash.
Es un
lugar tranquilo. A la izquierda hay un bosquecillo de árboles Kraggash, a la
derecha una refinería de petróleo. Aquí hay una lata de cerveza vacía, aquí una
lagarta. Y más allá está el sitio donde Marvin abrió la maleta y sacó su cuerpo
perdido.
Le quitó
el polvo y le peinó el cabello. Le enjugó la nariz y le enderezó la corbata.
Después, con adecuada reverencia, se lo puso.
33
Y así
Marvin Flynn se encontró de vuelta en la Tierra y dentro de su propio cuerpo.
Fue a su pueblo natal de Stanhope y descubrió que nada había cambiado. El
pueblo aún estaba a doscientos kilómetros de Nueva York en distancia física, y
a cien años en distancia espiritual y emocional. Igual que antes, había
huertos, y vacas pardas paciendo en prados verdes y ondulantes. Eternos eran la
calle mayor bordeada de olmos y el gemido nocturno y solitario del avión de
pasajeros.
Nadie le
preguntó a Marvin dónde había estado. Ni siquiera su mejor amigo, Billy Hake,
que supuso que había viajado a un centro turístico típico, como Sinkiang o el
bosque tropical de Ituri.
Al
principio Marvin encontró esta terca estabilidad tan turbadora como le habían
parecido las trasposiciones del Trueque Mental o los deformes acertijos del
Mundo Tortuoso. La estabilidad le parecía exótica; seguía esperando que se
disipara.
Pero los
lugares como Stanhope no se disipan, y los chicos como Marvin pierden
gradualmente su sentido de la magia y sus propósitos elevados.
De noche,
a solas en el desván, Marvin soñaba a menudo con Cathy. Aún le costaba pensar
en ella como en una agente especial de la Asociación de Vigilancia
Interplanetaria. Aun así, había cierta actitud oficiosa en sus modales, y un
destello de superioridad moral en sus bellos ojos.
La amaba y
siempre lamentaría su pérdida, pero prefería llorarla a poseerla. Y, a decir
verdad, Marvin ya le había echado el ojo a Marsha Baker, la tímida, atractiva y
joven hija de Edwin Marsh Baker, principal agente de bienes raíces de Stanhope.
Stanhope,
sin ser el mejor de los mundos posibles, aún era el mejor mundo que Marvin
había visto. Era un lugar donde podía vivir sin que le sal taran cosas encima,
y sin que él saltara encima de cosas. En Stanhope no era posible ninguna
deformación metafórica; una vaca lucía como una vaca, y llamarla de otro modo
era una injustificable licencia poética.
En
definitiva, no hay lugar como el terruño, y Marvin se consagró a la tarea de
disfrutar de lo familiar, lo cual, según los sabios sentimentales, es el ápice
de la sabiduría humana.
Sólo un
par de pequeñas dudas lo carcomían. Ante todo estaba la pregunta: ¿Cómo había
regresado a la Tierra desde el Mundo Tortuoso?
Hizo
notables investigaciones sobre este interrogante, que era más ominoso de lo que
parecía al principio. Comprendió que nada es imposible en el Mundo Tortuoso, y
que riada es siquiera improbable. En el Mundo Tortuoso hay causalidad, pero
también hay no causalidad. Nada debe ser; nada es necesario. Debido a esto, era
concebible que el
Mundo
Tortuoso lo hubiera arrojado de vuelta a la Tierra, demostrando su poder al
renunciar a su poder sobre Marvin.
Eso
parecía ser lo que había ocurrido. Pero había una alternativa menos agradable.
Las
Proposiciones de Doormhan lo expresaban del siguiente modo: «Entre los ámbitos
probabilísticos que plantea el Mundo Tortuoso, uno debe ser exactamente como el
nuestro, y otro debe ser exactamente como el nuestro salvo por un detalle; y
uno debe ser exactamente como el nuestro salvo por dos detalles; y así
sucesivamente. Otrosí digo, uno debe ser totalmente diferente de nuestro mundo
salvo por un detalle, y así sucesivamente».
Lo cual
significaba que quizá aún estuviera en el Mundo Tortuoso, y que esta Tierra que
percibía quizá sólo fuera una emanación pasajera, un fugaz momento de orden en
el caos fundamental, destinado a disolverse en cualquier momento en el absurdo
fundamental del Mundo Tortuoso.
En cierto
modo no importaba, pues nada es permanente salvo nuestras ilusiones. Pero a
nadie le gusta ver amenazadas sus ilusiones, y Marvin quería conocer su
situación.
¿Estaba en
la Tierra, o en una réplica de la Tierra?
¿No habría
algún detalle insignificante que no concordaba con la Tierra que había dejado?
¿No habría varios detalles? Marvin trató de averiguarlo, para sentirse en paz
consigo mismo. Exploró Stanhope y sus alrededores, miró, examinó y estudió la
flora y la fauna.
Nada
parecía estar mal. La vida seguía como de costumbre; su padre cuidaba sus
rebaños de ratas, y su madre seguía poniendo huevos tranquilamente. Fue al
norte, a Boston y Nueva York, y al sur, a la vasta zona de Filadelfia—Los
Ángeles. Todo parecía en orden. Pensó en atravesar el continente por el
caudaloso río Delaware y seguir su búsqueda en las ciudades californianas de
Schenectady, Milwaukee y Shanghai.
Pero
cambió de parecer, al darse cuenta dé que no tenía sentido pasarse la vida
tratando de descubrir si tenía una vida para pasar.
Además
existía la posibilidad de que, aunque la Tierra estuviera cambiada, sus
recuerdos y percepciones también estuvieran cambiados, con lo cual el
descubrimiento sería imposible.
Se tendió
bajo el familiar cielo verde de Stanhope y pensó en esta posibilidad. Era
improbable: ¿acaso los gigantescos robles no seguían migrando al sur todos los
años? ¿Acaso el enorme sol rojo no surcaba el cielo, seguido por la estrella
oscura del sistema? ¿Acaso las triples lunas no regresaban todos los meses con
su nueva acumulación de cometas?
Estas
imágenes familiares lo tranquilizaron. Todo parecía estar como de costumbre. Y
así, con entusiasmo y gratitud, Marvin aceptó el mundo tal cual era, se casó
con Marsha Baker y vivió feliz para siempre.