LAPLACE, Théorie Analityque des Probabilités.
«En cuanto un ser humano aprende a ver, se encuentra solo en el mundo, rodeado únicamente de locura.»
CASTAÑEDA, A Separate Reality.
1
Nacemos por accidente en un
universo puramente casual. Nuestras vidas están determinadas por combinaciones
totalmente fortuitas de genes. Cualquier cosa que ocurre, ocurre por
casualidad. Los conceptos de causa y efecto no son sino falacias. Existen sólo
causas exteriores que conducen a efectos aparentes. Como en
realidad ninguna cosa se deriva de otra, nadamos todos los días en los mares
del caos, y no se puede predecir nada, ni siquiera lo que va a ocurrir el
instante inmediato.
¿Piensa usted de esa forma?
En ese caso, le compadezco,
pues su vida debe resultar lúgubre, aterradora e incómoda.
Creo que, en una
determinada etapa de mi vida, yo pensaba así; cuando tenía unos diecisiete años
y el mundo me parecía hostil e incomprensible. Creo que pensaba que el universo
es como un gigantesco juego de dados, sin sentido ni pautas, en el que
nosotros, necios mortales, introducimos la tranquilizante noción de causalidad
con el fin de apoyar en ella nuestra frágil y precaria cordura. Creo que
pensaba que, en este cosmos aleatorio y caprichoso, podemos considerarnos
afortunados si conseguimos sobrevivir de una hora a otra, cuanto más si lo
logramos de año en año, pues, en cualquier momento, sin aviso ni razón, el sol
puede pasar al estado de nova o la tierra convertirse en una enorme burbuja de
petróleo. La fe y las buenas obras son insuficientes, de hecho irrelevantes; a
uno le puede acaecer cualquier cosa en cualquier momento; vive, pues, al día y
no le prestes ninguna atención al mañana, ya que él tampoco te la presta a ti.
Una filosofía que suena
mucho a cínica y también a adolescente. El cinismo adolescente es
fundamentalmente una defensa contra el miedo. Supongo que, según he ido
creciendo, fui encontrando el mundo menos aterrador, pues me hice menos cínico.
Recobré algo de la inocencia de la infancia y acepté, como lo acepta cualquier
niño, el concepto de causalidad. Si empujas al bebé se caerá. Causa y efecto.
Si dejas la begonia una semana sin regar empezará a marchitarse. Causa y
efecto. Dale una fuerte patada a la pelota y volará rauda por el aire. Causa y
efecto, causa y efecto. Admitía que el universo podía carecer de objetivo, pero
ciertamente no de pautas. Di así los primeros pasos por el camino que habría de
conducirme a mi profesión, y de ahí a la política, y de ahí a las enseñanzas
del omnividente Martín Carvajal, aquel hombre sombrío y atormentado que
descansa ahora en la paz que tanto temía. Fue Carvajal quien me trajo al lugar
en el espacio y el tiempo que ocupo actualmente.
2
Me llamo Lew Nichols. Tengo
el pelo claro, de color arena, los ojos oscuros, ninguna cicatriz
identificativa, y mido exactamente dos metros. Estuve casado —grupo de dos— con
Sundara Shastri. No tuvimos niños, y ahora estamos separados, aunque no
legalmente. Mi edad actual no llega a los treinta y cinco años. Nací en Nueva
York el 1 de enero de 1966 a las 02.16 horas. Aquella misma tarde, algo más
temprano, ocurrieron en Nueva York dos acontecimientos simultáneos de magnitud
histórica: la toma de posesión del atractivo y famoso alcalde John Lindsay y el
inicio de la primera y catastrófica primera huelga del Metro de Nueva York.
¿Cree usted en la simultaneidad? Yo sí. No puede haber estocasticidad sin
simultaneidad, ni tampoco cordura. Si intentamos ver el universo como una
simple suma de acontecimientos no relacionados entre sí, como un brillante e
insustancial lienzo de no causalidades, estaremos perdidos.
Mi madre debería haberme
dado a luz a mediados de enero, pero llegué dos semanas antes de tiempo, lo que
causó grandes trastornos a mis padres, quienes tuvieron que desplazarse hasta
el hospital en la madrugada del Año Nuevo neoyorquino, en una ciudad privada
súbitamente de transportes públicos. Si sus técnicas predictivas hubiesen sido
algo más exactas, podrían haber pensado en alquilar un coche aquella tarde. Si
el alcalde Lindsay hubiera utilizado mejores técnicas predictivas, supongo que
el pobre diablo habría dimitido por su propia voluntad, ahorrándose años de
dolores de cabeza.
3
El principio de causalidad
es un principio decente y honorable, pero no contiene todas las respuestas. Si
deseamos extraer el sentido de las cosas, debemos dejarle atrás. Tenemos que
reconocer que numerosos fenómenos de gran importancia se niegan a dejarse
encasillar en ordenados casilleros causales y que pueden interpretarse sólo
mediante métodos estocásticos.
Un sistema en el que los
acontecimientos se producen de acuerdo con alguna ley de probabilidad, pero no
se determinan individualmente según el principio de causalidad, constituye un
sistema estocástico. La salida diaria del sol no es un acontecimiento
estocástico; se encuentra inflexible e invariablemente determinada por las
posiciones relativas de la Tierra y el Sol en los espacios y, una vez que
comprendemos el mecanismo causal, no existe el menor riesgo en predecir que el
sol saldrá mañana, pasado mañana y al siguiente. Podemos incluso predecir el
momento exacto en que lo hará, y no es que lo adivinemos, es que
lo sabemos de antemano. La tendencia del agua a bajar de las cumbres no
es tampoco un acontecimiento estocástico, sino que está en función de la fuerza
de gravedad, que consideramos como algo constante. Pero existen numerosos
campos en los que la causalidad nos falla y en los que la estocasticidad debe
acudir en nuestro rescate.
Somos, por ejemplo, incapaces
de predecir los desplazamientos de cualquier molécula dada en un litro de
oxígeno, aunque con algunos conocimientos de teoría cinética podemos predecir
con bastante exactitud el comportamiento de todo un litro. No tenemos forma de
pronosticar cuándo un determinado átomo de uranio va a experimentar un declive
radiactivo, pero podemos calcular con bastante exactitud cuántos átomos de un
bloque de Uranio-235 se desintegrarán en los próximos diez mil años. No sabemos
cuál será la siguiente posición de la flecha de la ruleta, pero la dirección
del casino se hace una idea bastante aproximada de cómo se comportará en el
transcurso de una larga noche. Por imprevisible que puedan parecer cuando se
las considera sobre una base de minuto a minuto o de caso a caso, las técnicas
estocásticas permiten predecir todo tipo de procesos.
Estocástica. Según el Diccionario de
inglés de la universidad de Oxford, el término se acuñó en 1662 y resulta
actualmente raro u obsoleto. No lo crea. Lo que se halla obsoleto
es el referido Diccionario, no la estocástica, que lo está cada vez menos.
Procede del griego, su significado original era el de «objetivo» o «punto de
mira», y de ahí extrajeron los griegos una palabra que significaba «apuntar a
algo» y, por ampliación metafórica, «reflexionar, pensar». En el inglés
apareció inicialmente como una forma divertida de referirse a algo «relativo a
la adivinación», como en la observación de Whitefoot acerca de Sir Thomas
Browne, fechada en 1712: «Aunque no era ningún profeta... sobresalía en la
facultad que más se aproxima a ello; es decir, en la estocástica, en que rara
vez se equivocaba, en lo referente a los acontecimientos futuros».
En las palabras inmortales
de Ralph Cudworth (1617-1688): «Existe necesidad y empleo de este enjuiciamiento
y opinión estocásticos en relación con la verdad y la falsedad en la vida
humana». Aquellos cuya forma de vida se rige verdaderamente por la filosofía
estocástica se muestran prudentes y juiciosos, y tienden a no generalizar jamás
basándose en ejemplos traídos por los pelos. Tal como demostró Jacques
Bernoulli a comienzos del siglo XVIII, un hecho aislado no es presagio de nada;
pero cuanto mayor sea su muestra más probabilidades tendrá de adivinar la
verdadera distribución de los fenómenos en el seno de la misma.
Esto en cuanto a la teoría
de la probabilidad. Rápida, aunque algo incómodamente, paso por alto las
distribuciones de Poisson, el teorema del Límite Central, los axiomas de
Kolmogorov, los juegos de Ehrenhaft, las cadenas de Markov, el triángulo de
Pascal y muchas más cosas. Deseo ahorrarles retorcimientos matemáticos tales
como: «Si p es la probabilidad de que, en una prueba aislada, se
produzca un determinado hecho, y s el número de veces que se observa
dicho acontecimiento en n pruebas...» Lo único que quiero que quede
claro es que el estocástico puro se enseña a sí mismo a observar lo que en el
Centro de Procesos Estocásticos hemos decidido denominar Intervalo de
Bernoulli, esa pausa en la que nos preguntamos a nosotros mismos: «¿Tengo realmente
datos suficientes como para extraer una conclusión válida?»
Soy secretario ejecutivo
del Centro, que se fundó hace cuatro meses, en agosto del año 2000. Nuestros
gastos se pagan con dinero de Carvajal. De momento ocupamos una casa de cinco
habitaciones en una zona rural del norte de New Jersey, y no deseo mostrarme
más específico acerca de su ubicación. Nuestra meta consiste en encontrar
medios para reducir el Intervalo Bernoulli a cero; es decir, formular
predicciones de exactitud cada vez mayor sobre la base de una muestra
estadística cada vez menor; o, por decirlo de otra forma, pasar de la
predicción probabilista a la predicción absoluta; o, en una nueva formulación,
sustituir el trabajo de adivinar por la clarividencia.
Trabajamos, pues, en pro de
la consecución de habilidades estocásticas. Lo que me enseñó Carvajal es que la
estocasticidad no constituye el final del camino, sino simplemente una fase,
que pasará pronto, en nuestros esfuerzos por una plena revelación del futuro,
en nuestra lucha por liberarnos de la tiranía de la casualidad. En el universo
absoluto puede considerarse a todos los acontecimientos como absolutamente
deterministas; y si no somos capaces de percibir las estructuras mayores es
porque nuestra visión es defectuosa. Si tuviésemos una auténtica comprensión de
la causalidad, hasta el nivel molecular, no necesitaríamos apoyarnos en
aproximaciones matemáticas, en estadísticas y probabilidades para formular
nuestras predicciones. Si nuestras percepciones de causa y efecto fuesen lo
suficientemente buenas seríamos capaces de alcanzar un conocimiento pleno de lo
que va a ocurrir. Nos haríamos omnividentes. Esto es lo que nos decía Carvajal.
Creo que tenía razón. Usted probablemente no lo cree. Tiende a mostrarse
escéptico en relación con estos temas, ¿no? Está bien. Cambiará de opinión.
Estoy seguro de que lo hará.
4
Carvajal está ahora muerto;
murió exactamente cuándo y cómo sabía que moriría. Yo estoy aún aquí, y creo
que sé también cómo moriré, pero no estoy del todo seguro, y, en cualquier
caso, no parece importarme tanto como a él. Nunca tuvo la fuerza que era
necesaria para sustentar sus visiones. Se trataba de un hombrecillo gastado,
con ojos cansados y una sonrisa escurridiza, poseedor de un don demasiado
grande para su alma y que, más que cualquier otra cosa, fue quien le mató. Si
yo lo he heredado verdaderamente, espero conseguir convivir con él mucho mejor
de lo que él lo hizo.
Carvajal está muerto, pero
yo estoy vivo y lo estaré todavía durante algún tiempo. A mi alrededor se
agitan las indefinidas torres del Nueva York de dentro de veinte años,
centelleantes en la pálida luz de mañanas todavía sin nacer. Miro el mate
recipiente de porcelana del cielo invernal y veo imágenes de mi propio rostro,
considerablemente avejentado. Así pues, no estoy a punto de desaparecer. Me
queda bastante futuro. Sé que el futuro es un lugar tan fijo, intransitorio y
accesible como el pasado. Porque lo sé he abandonado a la esposa que amaba,
renunciado a la profesión que me estaba convirtiendo en rico y ganado la
inquina de Paul Quinn, en potencia el hombre más poderoso del mundo, quien,
dentro de cuatro años, será elegido presidente de Estados Unidos. No temo a
Quinn personalmente. No será capaz de perjudicarme. Puede perjudicar a la
democracia y a la libre expresión, pero no a mí. Me siento culpable, porque
habré contribuido a llevar a Quinn a la Casa Blanca, pero al menos comparto esa
culpabilidad con usted, con usted y con usted, con sus ciegos e insensatos
votos que llegarán a desear no haber emitido nunca. No se preocupen. Podemos
sobrevivir a Quinn. Les enseñaré mi forma de expiación. Puedo salvarles a todos
del caos, incluso ahora, incluso con Quinn resplandeciente en el horizonte y
haciéndose más y más gigantesco cada día.
5
Antes de oír hablar de
Martín Carvajal me había dedicado profesionalmente al estudio de las
probabilidades durante siete años. A partir de la primavera de 1992 me consagré
a las proyecciones. Puedo mirar una bellota y ver la pila de leña para el
fuego; es un don que poseo. A cambio de unos honorarios, puedo decirle si creo
que el negocio de las patatas fritas va a seguir siendo una industria en
crecimiento, si es una buena idea abrir un salón de tatuajes en Topeka, si la
moda de los cráneos desnudos va a durar lo suficiente como para que le merezca
a usted la pena ampliar su fábrica de productos depilatorios de San José. Y hay
todas las probabilidades de que tenga razón.
Mi padre solía decir: «Una
persona no elige su vida. Su vida la elige a ella».
Puede ser. Nunca creí que
fuera a dedicarme a las profecías. En realidad nunca creí que fuera a dedicarme
a nada. Mi padre temía que me convirtiese en un inútil. Eso es verdaderamente
lo que parecía cuando me gradué (Nueva York, 1986). Pasé mis tres años de
universidad sin saber en absoluto qué iba a hacer en la vida, salvo que tenía
que ser algo comunicativo, creador, lucrativo y razonablemente útil para la
sociedad. No quería ser novelista, profesor, actor, abogado, agente de Bolsa,
general, ni sacerdote. No me atraían ni la industria ni las finanzas, la
medicina escapaba a mis capacidades, la política me parecía vulgar y
vocinglera. Conocía mis habilidades, que son primordialmente de carácter verbal
y conceptual, y conocía mis necesidades, que se orientan fundamentalmente hacia
la seguridad y la intimidad. Era, y soy, inteligente, decidido, vivo, enérgico,
dispuesto a trabajar duro, e ingenuamente oportunista, aunque espero que no
oportunistamente ingenuo. Pero cuando abandoné la universidad me faltaba un
foco, un centro, un punto de definición.
La vida de una persona la
elige a ella. Yo siempre tuve una extraña habilidad para los barruntos
misteriosos; mediante fáciles etapas la fui transformando en mi forma de vida.
Como trabajo veraniego realicé algunas encuestas; cierto día, en la oficina,
formulé algunos astutos comentarios sobre las pautas que revelaban los datos en
bruto, y mi jefe me pidió que preparase un modelo de muestreo aproximativo para
la siguiente encuesta. Equivale a un programa que te dice qué tipo de preguntas
debes formular para obtener las respuestas que necesitas. El trabajo resultaba
estimulante y el hecho de hacerlo bien gratificaba mi ego. Cuando uno de los
clientes más importantes de mi patrón me pidió que le dejase y me dedicase al
trabajo de asesoría por cuenta propia, corrí ese riesgo. De ahí a tener mi
propia empresa de asesoría fue sólo cuestión de meses.
Cuando me dedicaba al
negocio de proyección mucha gente desinformada creía que yo era una especie de
encuestador. No. Los encuestadores trabajaban para mí, todo un pelotón
de gallups[1], contratados. Eran para mí
como los molineros para el panadero: separaban el trigo de la paja, mientras yo
fabricaba los elaborados pasteles. Mi trabajo representaba un paso gigantesco
más allá de las encuestas. Empleando muestras de datos recopilados mediante los
acostumbrados métodos pseudocientíficos, yo extraía predicciones a largo plazo,
daba saltos intuitivos; en resumen, adivinaba, y lo hacía muy bien. Todo ello
reportaba dinero, pero también una especie de éxtasis. Cuando me enfrentaba con
un montón de muestras en bruto, de las que tenía que extraer una proyección de
importancia, me sentía como el que se zambulle desde una elevada roca en un
deslumbrante mar azul en busca de un resplandeciente doblón de oro enterrado en
la blanca arena muy por debajo de las olas; el corazón me latía fuertemente, mi
cuerpo y mi espíritu se elevaban desde una excitación de puro quantum a un
estado de energía superior y más intenso. El éxtasis.
Lo que yo hacía era
sumamente sofisticado y técnico, pero tenía al mismo tiempo algo de brujería.
Me encenagaba en medios armónicos, sesgos positivos, valores modales y
parámetros de dispersión. Mi despacho era como un laberinto de pantallas
exhibidoras y gráficos. Tenía toda una batería de ordenadores «Jumbo»
funcionando a todas las horas del día, y lo que parecía un reloj de pulsera en
mi muñeca izquierda era en realidad una terminal de datos que rara vez tenía
tiempo de enfriarse. Pero las pesadas matemáticas y la refinada tecnología
hollywoodense no eran sino aspectos preliminares de mi trabajo, la etapa de
«entrada». Cuando había que efectuar proyecciones de verdad, IBM no me servía
de nada. Tenía que hacerlo sirviéndome únicamente de mi mente desnuda.
Permanecía en el borde de la roca, inmerso en una pavorosa soledad, y aunque el
«sonar» podía haberme indicado la configuración del fondo del océano, aunque
los mecanismos más refinados podían haber registrado la velocidad de la corriente,
la temperatura del agua y su índice de turbiedad, en el momento crucial del
salto me encontraba totalmente solo. Escudriñaba el agua con los ojos
entrecerrados, flexionando las rodillas, haciendo oscilar los brazos,
llenándome de aire los pulmones, esperando hasta que veía, hasta que
realmente veía; y cuando sentía aquel hermoso y confiado vértigo detrás
de las cejas, me lanzaba de cabeza al embravecido mar en búsqueda de aquel
doblón; me arrojaba desnudo, sin protección e infalible hacia mi objetivo.
6
Entre septiembre de 1997 y
marzo del 2000, hace nueve meses, estuve obsesionado con la idea de convertir a
Paul Quinn en presidente de los Estados Unidos.
Obsesionado. Resulta un término algo
fuerte.
Huele a Sacher-Masoch,
Krafft-Ebing, el lavado ritual de manos, la ropa interior de goma. Creo, sin
embargo, que describe con exactitud cómo me encontraba involucrado con Quinn y
sus ambiciones.
Me lo presentó Haig
Mardikian en el verano de 1995. Haig y yo asistimos juntos a un colegio
privado, el Dalton, alrededor de 1980-1982; allí habíamos jugado mucho al
baloncesto, manteniéndonos en contacto desde entonces. Se trata de un pulcro
abogado con ojos de lince y de unos tres metros de altura que, entre otras
muchas cosas, desea ser el primer fiscal general de Estados Unidos de
ascendencia armenia, y que probablemente lo conseguirá.
(¿Probablemente?
¿Cómo puedo dudarlo?) Una sofocante tarde de agosto me telefoneo para decirme:
—Sarkisian va a celebrar
una gran fiesta esta noche. Estás invitado. Te garantizo que sacarás algo
bueno.
Sarkisian es un agente de
terrenos y fincas que, al parecer, posee las dos orillas del río Hudson a lo
largo de unos seis o siete kilómetros.
—¿Quién va a ir? —pregunté—,
aparte de Ephrikian, Missakian, Hagopian, Manoogian, Garabedian y Boghosian.
—Berberian y Khatisian —me
respondió—. También —y Mardikian soltó una brillante y deslumbrante retahíla de
personajes célebres en los mundos de las finanzas, la política, la industria,
la ciencia y el arte, que terminaba con—... y Paul Quinn —puso un significativo
énfasis en aquel último nombre.
—¿Debería conocerle, Haig?
—Deberías, pero ahora
probablemente no le conoces. De momento es el presidente de la asamblea de
Riverdale. Ocupará puestos importantes en la vida pública.
No me interesaba de forma
especial pasarme la noche del sábado oyendo a un joven y ambicioso político
irlandés explicar sus planes para reordenar la galaxia; pero, por otro lado, yo
ya había efectuado algunos trabajos de lanzamiento de políticos y se sacaba
dinero, y Mardikian probablemente sabía lo que era bueno para mí. Además, la
lista de invitados era irresistible. Para colmo, mi esposa estaba pasando el
mes de agosto en Oregón, con un grupo de seis, y supongo que yo albergaba la
esperanzadora fantasía de poder volver aquella noche a mi casa con alguna
opulenta dama armenia de cabellos negros.
—¿A qué hora? —pregunté.
—A las nueve —respondió
Mardikian.
Así pues, a casa de
Sarkisian: un ático triplex en lo alto de una torre circular de noventa
pisos, construida de alabastro y ónice sobre una plataforma alejada de la
orilla del Lower East Side. Unos guardianes de rostros impasibles, que podían
haber sido robots de metal y plástico, comprobaron mi identidad, me escudriñaron
atentamente para ver si llevaba armas y me dejaron pasar. Dentro el aire era
como una neblina azulada. El agrio y fuerte olor a huesos en polvo lo inundaba
todo, aquel año nos había dado por fumar calcio con drogas. Todo el apartamento
estaba rodeado por ventanas ovaladas de cristal, a modo de gigantescas
troneras. En las habitaciones que daban al este la vista quedaba bloqueada por
las monolíticas moles del World Trade Center, pero el resto de la casa de
Sarkisian proporcionaba un aceptable panorama de 270 grados del puerto de Nueva
York, New Jersey, la autopista del West Side, y puede que de un trocito de
Pennsylvania. Las troneras sólo estaban cubiertas en una de las gigantescas
habitaciones en forma de cuña, y cuando entré en la de al lado y miré por el
afilado ángulo descubrí por qué: aquel lado de la torre daba al pedestal
todavía sin demoler de la Estatua de la Libertad, y, al parecer, Sarkisian no
quería que aquella deprimente vista enfriase los ánimos de sus invitados.
(Recuerden que todo esto ocurría en el verano de 1995, que fue uno de los años
más violentos de aquella década, y que las bombas tenían aún sobresaltado a
todo el mundo.)
¡Los invitados! Eran, como
se me había prometido, un espectacular enjambre de contraltos y astronautas, de
militares y miembros de consejos de administración. Los trajes oscilaban entre
la etiqueta y la extravagancia, con la previsible exhibición de pechos y
órganos genitales, pero también con los primeros indicios, procedentes de la
vanguardia, del amor por el recato de fin-de-siécle que ha logrado ya
imponerse, de los cuellos altos y los apretados bandeaux. Media docena
de hombres y unas cuantas mujeres pretendían ir vestidos de clérigos y debía
haber como unos quince pseudogenerales cubiertos con suficientes medallas y
condecoraciones como para avergonzar a un dictador africano. Yo iba vestido con
bastante sencillez, creía, con un conjunto inarrugable color verde radiación y
un collar de cuentas de tres vueltas. Aunque las habitaciones estaban a
rebosar, la circulación de los invitados distaba de ser informe, pues ví unos
ocho o diez hombres resueltos, altos y morenos, vestidos con ropas discretas,
los miembros clave de la ubicua mafia armenia de Haig Mardikian, distribuidos
equidistantemente por el salón principal como si fuesen flechas indicadoras,
carteles, postes, ocupando cada uno de ellos una posición fija asignada de
antemano, ofreciendo eficientemente cigarrillos y bebidas, efectuando
presentaciones, encauzando a las personas en dirección de otras a las que les
convenía conocer. Fui conducido con facilidad por esta sutil criba. Me destrozó
la mano de un apretón Ara Garabedian, o Jason Komurjian, o quizá George
Missakian, y me encontré insertado en una órbita en curso de colisión con una
mujer rubia de rostro bronceado, llamada Autumn, que no era armenia y con la
que, de hecho, me fui a casa algunas horas después.
Pero mucho antes de que
Autumn y yo llegásemos a eso, me ví suavemente conducido a codazos por una
larga rotación de interlocutores, en el transcurso de la cual...
...me encontré hablando con
una persona de sexo femenino, de raza negra, ingeniosa, de apariencia asombrosa
y medio metro más alta que yo, a la que identifiqué, sin equivocarme, como
Ilene Mulamba, directora de la Cuarta Cadena, encuentro que me sirvió para
conseguir un extraño contrato consulting para el diseño de sus programas
de zona étnica con señal segregada...
...rechazando amablemente
los juguetones avances del concejal Ronald Holbrecht, el autosuficiente
portavoz de la Comunidad Gay, y el primero en haber ganado unas elecciones
fuera de California con el apoyo del Partido Homófilo...
...envuelto en una
conversación entre dos hombres de elevada estatura y blancos cabellos, que
parecían banqueros, y que resultaron ser especialistas en bioenergética de los
hospitales Bellevue y Presbiteriano de Columbia, dedicados al intercambio de
chismes acerca de sus trabajos en sonopuntura, que implicaban un tratamiento
ultrasónico de enfermedades óseas en estado avanzado...
...escuchando a un ejecutivo
de los laboratorios CBS explicándole a un joven de ojos saltones su recién
creado dispositivo de biofeedback en bucle para aumentar el carisma...
...enterándome de que el
joven de ojos saltones era Lamont Friedman, de la siniestra y tentacular empresa
inversora Asgard Equities...
...intercambiando
chismorreos banales con Noel Maclver, de la expedición Ganymedes; con Claude
Parks, de la Patrulla Antidroga (quien se había llevado su saxo molecular y no
necesitó que le insistieran mucho para tocarlo); con tres estrellas del
baloncesto y un resplandeciente centrocampista; un organizador del recién
creado Sindicato de prostitutas; un inspector municipal de burdeles, y toda una
variedad de funcionarios municipales de funciones menos definidas, así como con
el responsable de la sección de artes perecederas del Museo de Brooklyn,
Meiling Pulvermacher...
...tuve mi primer encuentro
con una procuradora de la religión del Tránsito, la diminuta pero vigorosa
señora Catalina Yarber, recién llegada de San Francisco, y cuyos intentos por
convertirme allí mismo rehusé con discretas excusas...
...y conocí a Paul Quinn.
Sí, Quinn. Algunas veces me
despierto tembloroso y cubierto de sudor por la repetición en sueños de aquella
fiesta, en la que me veo arrastrado por una corriente irresistible a través de
un mar de estruendosas celebridades hacia la dorada y sonriente figura de Paul
Quinn, quien me espera como Caribdis, con los ojos brillantes y las fauces
abiertas. Quinn contaba entonces treinta y cuatro años, cinco más que yo, y era
un tipo no alto pero sí robusto, rubio, de hombros anchos, ojos azules muy
abiertos, cálida sonrisa y ropas convencionales, que te daba un rudo y
masculino apretón de manos cogiéndote no sólo de ésta sino también de la parte
interior de los bíceps, efectuando un contacto de miradas con un chasquido casi
audible y estableciendo una relación inmediata. Todo ello no era sino técnica
política estándar, y lo había visto ya muchas veces antes, pero nunca con aquel
grado de intensidad y potencia. Quinn conseguía salvar el abismo entre una
persona y otra tan rápida y confiadamente que empecé a sospechar que debía
llevar en el lóbulo de la oreja uno de aquellos mecanismos de la CBS para
reforzar el propio carisma. Mardikian le dijo mi nombre e, inmediatamente, se
volcó en mí:
—Eres una de las personas
que más interés tenía en encontrar aquí esta noche. Llámame Paul. Vámonos a un
sitio algo más tranquilo, Lew.
Yo sabía que estaba siendo
manejado expertamente, pero me dejaba atrapar a pesar de mí mismo.
Me llevó a un saloncito
algunas habitaciones al noroeste del salón principal. Figuras de arcilla
precolombinas, máscaras africanas, pantallas pulsares, juegos acuáticos, una
agradable mezcla de viejas y nuevas ideas de decoración. La pared estaba
empapelada con ejemplares del New York Times, cosecha de 1980 o así.
«Qué fiesta», dijo Quinn, sonriendo. Repasó rápidamente la lista de invitados,
compartiendo conmigo un espanto algo infantil por encontrarse entre tantas
celebridades.
Luego centró su foco de
atención, pasándolo a mí.
Le habían informado a la
perfección. Lo sabía todo acerca de mí: dónde había estudiado, qué título había
alcanzado, qué tipo de trabajo realizaba, dónde estaba mi despacho. Me preguntó
si había ido con mi esposa:
—Sundara, ¿no se llama así?
—me preguntó—. ¿Es de origen asiático?
—Su familia procede de la
India —le dije.
—Dicen que es muy bella.
—Está pasando el mes en
Oregón.
—Espero tener la
oportunidad de conocerla. Quizá, la próxima vez que pase por vía Richmond les
haga una visita, ¿está bien? ¿Le gusta vivir en Staten Island?
Conocía todo esto de antes,
el tratamiento completo, la mente computada de un político en funcionamiento;
era como si un diminuto microcircuito estuviese en marcha, clíck-clíck-clíck,
proporcionando todos los datos que hacían falta, y, por un momento, sospeché
que podía ser como una especie de robot. Pero Quinn era demasiado bueno como
para no ser real. A un determinado nivel se limitaba a soltar todo lo que le
habían contado de mí, y a efectuar una impresionante exhibición de esos
conocimientos; pero a otro nivel me estaba comunicando su propia diversión ante
la ofensiva amplitud de su propio trabajo, como si me estuviese guiñando el ojo
interiormente, y diciéndome: No tengo más remedio que acumular esta
información, Lew; así es como se supone que debo jugar este
estúpido juego. Al tiempo parecía estar percibiendo y reflexionando sobre
el hecho de que yo también me mostraba divertido y espantado por su capacidad.
Era hábil, aterradoramente hábil. Mi mente se lanzó a una proyección automática
y me suministró toda una serie de titulares del New York Times, que
decían más o menos lo siguiente:
EL RESPONSABLE DE LA
ASAMBLEA DEL BRONX, QUINN, ATACA LOS RETRASOS EN LA DEMOLICIÓN DE «SLUMS»
EL ALCALDE QUINN PIDE UNA
REFORMA DE LA CARTA MUNICIPAL
EL SENADOR QUINN DICE QUE
ASPIRA A LA CASA BLANCA
QUINN CONDUCE A LOS NUEVOS
DEMÓCRATAS A UN AVANCE A ESCALA NACIONAL
EVALUACIÓN DEL PRIMER
MANDATO DEL PRESIDENTE QUINN
Siguió hablando, sonriendo
todo el tiempo, manteniendo el contacto de las miradas, haciendo que me
sintiera inmovilizado. Me interrogó acerca de mi profesión, rastreó en busca de
mis creencias políticas, reiteró las suyas propias.
—Dicen que posees el índice
de fiabilidad más elevado de todos los profesionales del nordeste... Apuesto,
sin embargo, a que no previste el asesinato Gottfried... No hay que ser profeta
para sentir lástima por el pobre diablo de DiLaurenzio, intentando llevar la
alcaldía en unos tiempos como éstos... A esta ciudad no se la puede gobernar,
hay que hacerle trampas... ¿Le repele tanto como a mí ese último pedante
Decreto Vecinal?... ¿Qué opina del proyecto de fusión de la calle Veintitrés de
Con Ed?... Tendría que ver los organigramas que encontraron en la caja fuerte
del despacho de Gottfried...
Exploró con destreza en
búsqueda de bases comunes de filosofía política, aunque debía ser perfectamente
consciente de que compartía la mayor parte de sus puntos de vista, pues si
sabía tantas cosas sobre mí, debía estar al tanto de que me había inscrito en
el partido de los Nuevos Demócratas, de que había formulado los vaticinios para
el «Manifiesto del siglo XXI» y para su compañero, el libro Hacia una
verdadera humanidad, de que pensaba lo mismo que él con respecto a las prioridades
y reformas necesarias y a la inútil idea puritana de intentar legislar la
moralidad. Cuanto más hablábamos más atraído me sentía por él.
Comencé a efectuar para mí
algunas perturbadoras comparaciones entre Quinn y algunos de los grandes
políticos del pasado: F.D. Roosevelt, Rockefeller, Johnson, el primer Kennedy.
Todos ellos compartían aquella agradable y atractiva habilidad dual de ser
capaces de desempeñar los rituales de la conquista política y de indicar
simultáneamente a sus víctimas más inteligentes que no estaban engañando a
nadie, de decirles: todos sabemos que se trata de un ritual, pero ¿verdad que
lo hago bien? Incluso entonces, incluso aquella noche, cuando no era nada más
que un responsable de asamblea desconocido fuera de su propio distrito, le ví
entrando en la historia política al lado de figuras como Roosevelt y J.F.
Kennedy. Luego empecé a formular comparaciones todavía más grandiosas, entre
Quinn y Napoleón, Alejandro Magno e incluso Jesucristo; y si esta forma de
hablar les hace arrugar el entrecejo, recuerden que soy maestro en las artes
estocásticas y que mi visión es más clara y aguda que la de ustedes.
Quinn no me dijo nada de
aspirar a un cargo superior. Se limitó a decirme, mientras nos reincorporábamos
a la fiesta:
—Es todavía muy pronto para
ir formando mi equipo; pero cuando lo haga quiero contar contigo. Haig
mantendrá el contacto.
—¿Qué piensas de él? —me
preguntó Mardikian cinco minutos más tarde.
—Será alcalde de Nueva York
en 1998.
—¿Y luego?
—Si quieres saber más, ponte
en contacto con mi oficina y pide una cita. Cincuenta a la hora y te leo todo
lo que quieras en la bola de cristal.
Me apretó levemente el
brazo y se marchó riendo.
Diez minutos después estaba
compartiendo una pipa con la dama de dorados cabellos llamada Autumn. Era
Autumn Hawkes, la aclamada nueva soprano del Metropolitan Opera House.
Rápidamente, sólo con los ojos, con el silencioso lenguaje del cuerpo,
negociamos un acuerdo para el resto de la noche. Me dijo que había ido a la
fiesta con Víctor Schott, un alto y delgado joven, de tipo prusiano, vestido
con un sombrío uniforme militar cargado de medallas, quien habría de dirigirla
en Lulú la temporada de invierno; pero, al parecer, Schott se había
puesto de acuerdo con el concejal Holbrecht para irse con él a su casa, dejando
a Autumn abandonada a su suerte. No me dejé engañar sobre cuáles eran sus
auténticas preferencias, pues la ví mirando ávidamente a Paul Quinn, quien se
encontraba en el otro extremo del salón, y sus ojos brillaban. Quinn estaba allí
en plan de negocios, no podía cazarlo ninguna mujer (¡tampoco ningún hombre!).
—Me pregunto si canta —dijo
Autumn, pensativamente.
—¿Te gustaría cantar algún
dúo con él?
—Ser Isolda y él Tristán;
Turandot y él Calaf; Aida y él Radamés.
—¿Salomé y él San Juan?
—sugerí.
—No bromees.
—¿Admiras sus ideas
políticas?
—Las admiraría si supiese
cuáles son.
—Es liberal y sensato
—dije.
—En ese caso admiro sus
ideas políticas. También creo que es abrumadoramente masculino y enormemente
hermoso.
—Se dice que los políticos
en proceso de fabricación resultan amantes inadecuados.
—Lo que se dice por ahí no
me impresiona nunca. Puedo mirar a un hombre, me basta una mirada, y sé al
instante si es o no adecuado —dijo encogiéndose de hombros.
—Muchas gracias —dije.
—Ahórrate los cumplidos.
Por supuesto, algunas veces me equivoco —respondió con venenosa dulzura—. No
siempre, pero sí algunas veces.
—Yo también, algunas veces.
—¿Con las mujeres?
—Con cualquier cosa. Tengo
una segunda visión, ¿sabes? El futuro es para mí como un libro abierto.
—Lo dices como si fuese
verdad —dijo.
—Sí. Así es como me gano la
vida. Con vaticinios.
—¿Qué ves en mi futuro?
—preguntó ella, medio en broma, medio en serio.
—¿A corto o a largo plazo?
—Cualquiera de los dos.
—A corto plazo —dije—, una
noche de francachela y un tranquilo paseo mañanero bajo una ligera llovizna. A
largo plazo, triunfo tras triunfo, la fama, una villa en Mallorca, dos
divorcios, la felicidad al final de la vida.
—¿Eres un echaventuras
gitano, pues?
—Simplemente un técnico
estocástico, milady —dije, negando con la cabeza.
Miró en dirección a Quinn.
—¿Qué ves en el futuro para
él?
—¿Para él? Va a ser
presidente. Como mínimo.
7
Por la mañana, cuando dimos
un paseo cogidos de la mano por los jardines entre neblinas del Security
Channel Six, llovía ligeramente. Un éxito fácil; como todo el mundo, escucho
las predicciones meteorológicas. Comenzaban los primeros ensayos del otoño, el
verano agonizaba, Sundara llegó a casa agotada y feliz desde Oregón, nuevos clientes
recurrieron a los servicios de mi cerebro a cambio de cuantiosos honorarios, y
la vida siguió su rumbo.
No hubo ninguna secuela
inmediata a mi encuentro con Paul Quinn, pero tampoco esperaba que la hubiese.
Justo en aquellos momentos, la vida política de Nueva York estaba en estado de
gran conmoción. Unas cuantas semanas antes de la fiesta de Sarkisian, un
desgalichado parado se había aproximado al alcalde Gottfried durante un
banquete del Partido Liberal y, tras quitar el pomelo a medio comer del plato
del atónito alcalde, había colocado en su lugar un gramo de «Ascenseur», el
nuevo explosivo político francés. Adiós a su excelencia, al asesino, a cuatro
presidentes de distrito y a un camarero, que desaparecieron en una gloriosa
explosión. Esta creó un vacío de poder en la ciudad, pues todo el mundo había
dado por sentado que el estupendo alcalde que era Gottfried saldría reelegido
otros cuatro o cinco mandatos, pues se encontraba en el segundo; y, de repente,
el invencible Gottfried se había esfumado, y era como si Dios se hubiese muerto
una mañana de domingo justo cuando el cardenal estaba empezando a servir el pan
y el vino. El nuevo alcalde, el anterior presidente del Consejo Municipal,
DiLaurenzio, era una nulidad; como cualquier dictador de verdad, Gottfried
gustaba rodearse de figuras que no pudiesen hacerle sombra. Se dio por sentado
que DiLaurenzio era una figura interina a la que un candidato razonablemente
vigoroso podría dejar a un lado en las elecciones municipales de 1997. Y Quinn
esperaba que le llegase el turno.
No tuve noticias suyas ni
oí nada de él durante todo el otoño. La legislatura estaba reunida, y Quinn se
encontraba en su despacho de Albany, lo que, para cualquier habitante de Nueva
York, es como encontrarse en Marte. En la ciudad el enloquecido circo habitual
continuaba a todo vapor, sólo que mucho más de lo acostumbrado, ahora que había
desaparecido de la escena la potente fuerza freudiana que había representado el
alcalde Gottfried, el todopoderoso Padre Urbano, de ceño oscuro y nariz larga,
el guardián de los débiles y castrador de los revoltosos. La Milicia de la
Calle 125, una nueva organización negra partidaria de la autodeterminación, que
llevaba meses jactándose de que compraba tanques a Siria, no sólo presentó tres
de sus monstruos armados en una ruidosa conferencia de prensa, sino que
procedió a enviarlos a través de Columbus Avenue en una misión de búsqueda y
destrucción en el Manhattan español, que dejó tras de sí cuatro edificios en
llamas y docenas de muertos. En octubre, mientras los negros estaban celebrando
el Día de Marcus Garvey, los puertorriqueños llevaron a cabo una operación de
represalia con un ataque de comandos contra Harlem, dirigido personalmente por
dos de sus tres coroneles israelíes. (Los muchachos del «barrio»[2]
habían contratado a los israelíes para entrenar a sus tropas en 1994, después
de la ratificación de la alianza de «defensa mutua» antinegra efectuada por los
puertorriqueños y lo que quedaba de la población judía de la ciudad.) Los
comandos, en un golpe relámpago en lo alto de la Lenox Avenue, no sólo volaron
el garaje de tanques y los tres tanques, sino que asaltaron tres almacenes de
licores y el centro de ordenadores, mientras que una fuerza de diversión se
deslizaba hacia el oeste para lanzar bombas incendiarias contra el Apollo
Theater.
Algunas semanas más tarde,
en los locales de la Planta de Fusión de la Calle veintitrés Oeste, se produjo
un tiroteo entre el grupo profusión, «Mantengamos nuestras ciudades
brillantes», y los anti-fusionistas, el grupo «Ciudadanos preocupados contra la
tecnología incontrolable». Cuatro hombres del equipo de seguridad de la Edison
Company fueron linchados, produciéndose treinta y dos bajas entre los
manifestantes, veintiuna entre los «Mantengamos nuestras ciudades brillantes»,
y once entre los «Ciudadanos preocupados contra la tecnología incontrolable»,
incluyendo unas cuantas madres políticamente comprometidas de ambos bandos e
incluso unos cuantos bebés que llevaban en brazos; esto provocó gran horror e
indignación (aun en Nueva York se puede provocar una gran conmoción, disparando
contra bebés durante una manifestación), y el alcalde DiLaurenzio consideró
conveniente crear un grupo de estudio que reexaminase todo lo referente a la
construcción de plantas de fusión dentro de los límites de la ciudad. Como esta
medida equivalía a una victoria de los Ciudadanos preocupados contra la
tecnología incontrolable, un piquete de huelga de los Mantengamos nuestras
ciudades brillantes, bloqueó el edificio del Ayuntamiento y comenzó a colocar
minas de protesta entre los arbustos, pero fue expulsado por un helicóptero de
la policía a costa de nueve vidas más. El New York Times incluyó un
reportaje al respecto en la página 27.
El alcalde DiLaurenzio,
hablando desde su sucursal de Ayuntamiento de algún lugar del East Bronx —había
creado siete despachos en barrios de las afueras, todos ellos en zonas
italianas, pero cuya ubicación exacta constituía un secreto celosamente guardado—,
lanzó nuevas súplicas en favor de la ley y el orden. No obstante, en la ciudad
nadie hizo mucho caso al alcalde, en parte porque era una nulidad y en parte
como reacción compensadora a la desaparición de la cavilosa, siniestra y
abrumadora presencia de Gottfried, el Gauleiter. DiLaurenzio había
llenado su administración, desde el responsable de la policía hasta el último
perrero y administrador de aire limpio, de compinches suyos italianos, lo que
supongo resultaba bastante sensato, ya que en toda la ciudad los italianos eran
los únicos que le mostraban algo de respeto, y eso simplemente porque eran
todos primos o sobrinos suyos, lo cual significaba que el único apoyo político
del alcalde provenía de una minoría étnica cada vez más pequeña. (Incluso «Pequeña
Italia» se había quedado reducida a cuatro bloques de Mulberry Street, con
enjambres de chinos a ambos lados de la calle, mientras que la nueva generación
de «paisanos» se refugiaba en la seguridad de Patchogue y New Rochelle). Un
editorial del Wall Street Journal sugería la suspensión de las
inminentes elecciones municipales, el sometimiento de Nueva York a una
administración militar, con un cordón sanitaire que impidiese que el
infeccioso neoyorquismo contaminara al resto del país.
—Creo que sería mejor idea
una fuerza de paz de las Naciones Unidas —dijo Sundara. Esto ocurría a
comienzos de diciembre, la noche de la primera ventisca de la estación—. Esto
no es una ciudad, es un escenario para todas las hostilidades raciales y
étnicas acumuladas durante los tres mil últimos años.
—No es así —le respondí—.
Los antiguos pleitos no pintan aquí un pimiento. Los hindúes duermen en Nueva
York con los paquistaníes, los turcos y los armenios se hacen socios y abren
restaurantes. En esta ciudad nos inventamos nuevas hostilidades étnicas.
Nueva York no es nada sino vanguardia. Lo comprenderías si, como yo, hubieses
vivido aquí toda tu vida.
—Me siento como si la
hubiese vivido.
—Seis años no te convierten
en nativa.
—Seis años en medio de una
guerra constante de guerrillas parecen más que treinta en cualquier otra parte
—me respondió.
Ah, ah. Su voz sonaba
juguetona, pero sus oscuros ojos contenían un brillo malicioso. Me estaba
desafiando al quite, a la contradicción, al reto. Sentí que a mi alrededor el
aire se recalentaba enfebrecidamente. Nos encontrábamos de repente en la
pendiente de la conversación «odio Nueva York», que provocaba siempre grietas
entre nosotros, y muy pronto estaríamos peleándonos en serio. Un nativo puede
odiar a Nueva York con amor; pero un forastero, y mi Sundara siempre lo será
aquí, extrae una energía tensa y cargada de su repudio de este sitio lunático
que ha elegido para vivir, y se vuelve irascible y asesino, lleno de
injustificada furia.
Esquivando el problema,
dije:
—Está bien, trasladémonos a
Arizona.
—¡Bien! ¡Por ahí voy yo!
—Lo siento. Debo haberme
equivocado de clave.
La tensión había
desaparecido.
—Esta es una ciudad
horrible, Lew.
—Probemos Tucson entonces.
Los inviernos son mucho mejores. ¿Quieres fumar, encanto?
—Sí, pero no ese polvo de
huesos otra vez.
—¿Una sencilla droga
prehistórica?
—Sí, por favor —dijo. Saqué
la caja.
Entre nosotros el aire era
transparente y cargado de amor. Habíamos vivido juntos cuatro años y, a pesar
de algunas disonancias, seguíamos siendo el mejor amigo uno para el otro.
Mientras yo liaba los cigarrillos, ella daba masaje a los músculos de mi
cuello, golpeando con habilidad los puntos de presión y haciendo que el siglo
XX se fuese deslizando fuera de mis ligamentos y vértebras. Sus padres eran de
Bombay, pero ella había nacido en Los Ángeles. No obstante, sus flexibles dedos
jugaban al Radha con mi Krishna como si fuese una padmini de la aurora
hindú, una mujer-loto perfectamente versada en las shastras eróticas y
en las sutras de la carne, lo que era en realidad, a pesar de haberlo
aprendido ella sola y de no haberse graduado en las academias secretas de
Benarés.
Los terrores y traumas de
Nueva York parecían increíblemente remotos mientras permanecíamos de pie junto
a nuestra larga ventana de cristal, muy cerca el uno del otro, contemplando la
noche invernal iluminada por la luna y viendo únicamente nuestras propias
imágenes reflejadas: un hombre alto y rubio y una grácil mujer de cabellos
oscuros, uno junto al otro, uno junto al otro, aliados contra la oscuridad.
De hecho, ninguno de los
dos encontrábamos la vida en la ciudad realmente molesta. Como miembros de la
minoría rica, estábamos aislados de toda aquella locura, refugiados en nuestra
mansión de alta seguridad en lo alto de la colina, protegidos por laberintos de
pantallas y filtros cuando tomábamos las cápsulas conmutadoras que nos
transportaban hasta Manhattan, y guardados en nuestras oficinas por más o menos
los mismos dispositivos. Cuando anhelábamos una confrontación directa, a pie y con
los ojos bien abiertos, con la realidad urbana, podíamos disfrutarla, e incluso
en esos casos había atentos servocircuitos que nos preservaban de cualquier
daño.
Nos pasamos el cigarrillo
el uno al otro, dejando lánguidamente que los dedos se acariciasen a cada
intercambio. Por aquel entonces ella me parecía perfecta, mi esposa, mi amor,
mi otro yo, divertida y graciosa, misteriosa y exótica, con su frente elevada,
sus cabellos negro-azulados, un rostro como una luna llena, pero una luna en
eclipse, una luna espurpurada de sombras; la perfecta mujer-loto de que hablan
los sutras, piel suave y delicada; ojos tan brillantes y hermosos como
los de una gacela, bien dibujados y ligeramente rojos en las comisuras; pechos
duros, plenos y firmes; cuello elegante; nariz recta y graciosa. Su yoni era
como un capullo abierto de loto, su voz tan suave y melodiosa como la de un
pájaro kokila, mi recompensa, mi amor, mi compañera, mi esposa
extranjera. Sólo dentro de doce horas emprendería el camino que me habría de
llevar a perderla, quizá por eso la estudiaba con tal intensidad en aquella
noche de nieve, y, sin embargo, todavía no sabía nada de lo que iba a ocurrir,
nada, absolutamente nada. Y debería haberlo sabido.
Delirantemente drogados,
nos tendimos cómodamente en el sofá amarillo y rojo, de grueso cuero, que había
enfrente del gran ventanal. La luna estaba llena, y era como un gran faro
gélidamente blanco que inundaba la ciudad de una luz pura como el hielo. Los
copos de nieve centelleaban bellamente mientras caían fuera en forma de
remolinos. La vista de que disfrutábamos era la de los brillantes rascacielos
del centro de Brooklyn, justo al otro lado del puerto. A lo lejos, el exótico
Brooklyn, el oscuro Brooklyn, Brooklyn rojo de dientes y garras. ¿Qué estaría ocurriendo
aquella noche allí, en la jungla de sombrías callejuelas que se apiñaban detrás
de la resplandeciente fachada de altos rascacielos? ¿Cuántas mutilaciones,
cuántos estrangulamientos, cuántos disparos, cuántas ganancias y cuántas
pérdidas? Mientras acunábamos nuestras cabezas en aquella cálida y feliz
intimidad, los menos privilegiados estaban viviendo el auténtico Nueva York en
aquel sombrío y melancólico distrito. Pandillas de merodeadores de siete años
arrostraban la fiera nieve para acosar a cansinas viudas que se dirigían a su
casa por la Flatbush Avenue, y muchachos armados con fusiles de haz lumínico
estaban cortando alborozadamente las barras de las jaulas de leones del Zoo de
Prospect Park, mientras que bandas rivales de prostitutas apenas núbiles, con
los muslos desnudos, sus vistosas ropas termales y sus bonetes de aluminio,
mantenían sus terribles luchas territoriales nocturnas en la Grand Army Plaza.
Aquí lo tienen, el viejo Nueva York. Aquí lo tiene, alcalde DiLaurenzio, su
benigno e inesperado dirigente. Y aquí lo tienes, Sundara, mi amor. Este es
también el auténtico Nueva York, el de los ricos atractivos y jóvenes a buen
recaudo en sus cálidas torres, el de los creadores, los diseñadores y
marcadores de pautas, los favoritos de los dioses. Si no estuviésemos nosotros
no sería Nueva York, sino sólo un gigantesco y malévolo campamento de pobres
sufrientes y marginados, de víctimas del holocausto urbano; los crímenes y la
mugre no bastan para hacer un Nueva York. Tiene que haber también glamour,
y, para bien o para mal, Sundara y yo formábamos parte de él.
Júpiter lanzaba sonoros
puñados de granizo contra nuestro hermético ventanal. Nos reíamos. Mis manos se
deslizaron sobre los pechos perfectos de Sundara, suaves y pequeños, con los
pezones erectos, y, mientras, con los dedos del pie, puse en marcha el
magnetófono; de los altavoces surgió su voz profunda y musical. Se trataba de
una grabación leída del Kama-Sutra. «Capítulo siete. Diversas
formas de golpear a la mujer y los sonidos que las acompañan. El intercambio
sexual puede compararse con una pelea de amantes, debido a las pequeñas
molestias tan fácilmente provocadas por el amor y a la tendencia por parte de
dos individuos apasionados a pasar casi insensiblemente del amor a la ira. En
la intensidad de la pasión uno golpea con frecuencia el cuerpo de la amante, y
las partes del cuerpo en las que deberían descargarse estos golpes de amor son:
los hombros, el espacio entre los pechos, la cabeza, la espalda —la jaghana—
y los costados. Existen también cuatro formas de golpear al ser amado: con el
dorso de la mano, con los dedos ligeramente contraídos, con el puño, con la
palma de la mano. Estos golpes son dolorosos y la persona castigada emite con
frecuencia gritos de dolor. Existen ocho sonidos de placentera aflicción que
corresponden a los diferentes tipos de golpes. Los sonidos son los siguientes: hinn-phoutt-phatt-soutt-platt.»
Según rozaba su piel, y
según la suya iba rozando la mía, sonreía y susurraba al unísono con su propia
voz grabada, sólo que con un tono algo más profundo: «Hinn..., phoutt...,
soutt..., platt...»
8
A la mañana siguiente me
encontraba en mi despacho a las ocho y media, y Haig Mardikian telefoneó
exactamente a las nueve.
—¿De verdad cobras
cincuenta a la hora? —me preguntó.
—Lo intento.
—Tengo un trabajo
interesante para ti, pero la otra parte no puede pagar cincuenta.
—¿Quién es? ¿En qué
consiste el trabajo?
—Paul Quinn. Necesita un
director de muestreo de datos que trace también la estrategia de su campaña.
—¿Quinn se presenta para
Alcalde?
—Cree que resultará fácil
eliminar a DiLaurenzio en las primarias, y los republicanos no tienen a nadie,
así que es el momento adecuado para lanzarse.
—Seguro que sí —dije—. ¿El
trabajo es de jornada completa?
—De media jornada la mayor
parte del año, y de jornada completa desde el otoño de 1996 hasta el día de la
elección en 1997. ¿Nos podrías explicar cuáles son tus planes a largo plazo?
—Este no es un simple
trabajo de asesoría, Haig. Significa meterse en política.
—¿Y bien?
—¿Para qué lo necesito?
—Nadie necesita nada salvo
un poco de comida y agua de cuando en cuando. Lo demás son preferencias.
—Odio la política, Haig,
especialmente la local. La conozco de sobra sólo por mis vaticinios como free
lance. Tienes que tragarte muchos sapos. Tienes que comprometerte de mil
formas sucias. Tienes que estar dispuesto a arriesgarte mucho...
—No te estamos pidiendo que
te presentes como candidato, muchacho. Sólo que ayudes a planificar la campaña.
—¡Sólo! ¡Me pides un año
entero de mi vida y...!
—¿Qué te hace pensar que
Quinn te va a necesitar sólo un año?
—Lo presentas como algo
terriblemente tentador.
Haig dijo al cabo de un
rato:
—Hay grandes posibilidades
en todo esto.
—Puede ser.
—No puede ser. Seguro.
—Sé lo que quieres decir. Pero
el poder no lo es todo.
—¿Estás disponible, Lew?
Le dejé un momento en
suspenso; o me dejó él a mí. Finalmente, dije:
—Para ti, el precio es de
cuarenta.
—Quinn puede llegar ahora
hasta los veinticinco, y hasta los treinta y cinco una vez que empiecen a
llegar los donativos.
—¿Y luego los treinta y
cinco con efectos retroactivos para mí?
—Veinticinco ahora y
treinta y cinco cuando podamos pagarlos —dijo Mardikian—, sin efectos
retroactivos.
—¿Por qué debería aceptar
una reducción de honorarios? ¿Menos dinero por un trabajo más sucio?
—Por Quinn. Por esta
maldita ciudad, Lew. El es el único que puede...
—Seguro. Pero ¿soy yo el
único capaz de ayudarle a hacerlo?
—Eres el mejor que se puede
encontrar. No, eso no suena bien. Eres el mejor, Lew. Punto. No es broma.
—¿Cómo va a ser el equipo?
—Todo el control se
centrará en cinco figuras claves. Tú serías una. Yo otra.
—¿Como manager de la
campaña?
—Justo. Missakian es el
coordinador de relaciones con los medios de comunicación de masas, y Ephrikian,
el enlace con los distritos.
—¿Qué significa eso?
—El enlace con los
patrocinadores. Y el coordinador financiero es un tipo llamado Bob Lombroso,
muy importante ahora en Wall Street, quien...
—¿Lombroso? ¿Es un nombre
italiano? No. Espera. ¡Qué toque de genio! ¡Habéis logrado encontrar un
puertorriqueño metido en Wall Street que se encargue del problema económico!
—Es judío —dijo Mardikian
con una risita seca—. Dice que Lombroso es un antiguo nombre judío. Tenemos un equipo
fenomenal: Lombroso, Ephrikian, Missakian, Mardikian, y Nichols. Tú eres
nuestra mascota WASP[3].
—¿Cómo sabes que voy a
unirme a vosotros, Haig?
—Nunca lo he dudado?
—Pero ¿cómo lo sabes?
—¿Crees que eres el único
capaz de ver el futuro?
9
Así pues, a comienzos de
1996 instalamos nuestro cuartel general en el noveno piso de un viejo
rascacielos de Park Avenue, gastado por las inclemencias del tiempo, pero
dotado de una vista realmente espectacular de la abultada sección media del
Edificio Pan Am; y nos lanzamos a la tarea de convertir a Paul Quinn en alcalde
de esta ciudad absurda. No parecía difícil. Todo lo que teníamos que hacer era
conseguir el número adecuado de peticiones cualificadas —está tirado, a los
neoyorquinos puede hacérseles firmar cualquier cosa—, y pasear a nuestro hombre
por toda la ciudad para darle a conocer en los cinco grandes distritos antes de
las primarias. El candidato era atractivo, inteligente, tenaz, ambicioso,
evidentemente capacitado; no teníamos, pues, que crear ninguna imagen ni hacer
trabajos de cosmética con un hombre de plástico.
La ciudad había sido
desahuciada tantas veces, y tantas veces mostrado nuevos arranques de indudable
vitalidad, que había pasado finalmente de moda el viejo tópico de Nueva York
como metrópoli moribunda. Los únicos que sacaban el tema a colación eran ya los
idiotas o los demagogos. En teoría, Nueva York debía haber perecido hace una
generación, cuando los sindicatos de funcionarios civiles se apoderaron de la
ciudad y comenzaron a exprimirla como un limón. Pero el zanquilargo y animoso
Lindsay consiguió su resurrección y la convirtió en la Ciudad de la Alegría,
sólo para que luego la alegría se convirtiese en una pesadilla, cuando de cada
armario celosamente cerrado comenzaron a salir esqueletos armados con granadas[4].
Fue entonces cuando Nueva York se dio cuenta de cómo era en realidad una ciudad
moribunda; el anterior período de decadencia comenzó a parecer una era dorada.
La clase media de raza blanca emprendió un éxodo aterrorizado; los impuestos se
elevaron hasta niveles de represión para poder mantener el funcionamiento de
servicios esenciales en una ciudad donde la mitad de sus habitantes eran
demasiado pobres como para poder sufragar los gastos de mantenimiento; las
grandes empresas respondieron trasladando presurosamente sus sedes a las
frondosas afueras, erosionando todavía más la base tributaria. En cada barriada
estallaron bizantinas rivalidades étnicas. Detrás de cada poste de luz se
ocultaba un atracador. ¿Cómo podía sobrevivir una ciudad asolada por tantas
plagas? El clima era odioso, la población maligna, el aire ponzoñoso, la
arquitectura un desastre, y toda una serie de procesos autoacelerativos había
cercenado alarmantemente la base económica sobre la que se asentaba.
Pero la ciudad sobrevivía,
e incluso florecía. Contaba con el puerto, con el río, con la afortunada
situación geográfica que hacía de Nueva York un nexo neural indispensable para toda
la costa Este, una especie de ganglio o nudo de comunicaciones al que no se
podía renunciar. Además, en su disparatado y sudoroso hacinamiento, la ciudad
había alcanzado una especie de masa crítica, un nivel de actividad cultural que
la convertía en realimentador del espíritu, en algo que se autoenriquecía y
autopotenciaba, pues, incluso en un Nueva York moribundo, ocurrían tantas cosas
y había tantos acontecimientos de toda índole, que la ciudad simplemente no se
podía morir, que debía seguir palpitando y vomitando las fibras de la vida,
reavivándose y renovándose inagotablemente. En el corazón de aquella ciudad
seguía latiendo una irreprimible energía lunática, y así ocurriría siempre.
Así pues, no estaba
moribunda, pero sí aquejada de graves problemas.
Se podía contrarrestar el
aire contaminado con máscaras y filtros. El tema del crimen se podía abordar
como las ventiscas o los calores veraniegos, negativamente evitándolos, y
positivamente mediante un contraataque técnico: o bien no llevaba uno encima
nada de valor, se movía ágilmente por las calles, y se encerraba en su casa
echando tantas cadenas y cerrojos como le era posible, o se equipaba uno con
sistemas de alarma espacio-positivos, bastones de autodefensa y conos de
seguridad que irradiaban de un circuito inserto en las costuras de la ropa, y
se arriesgaba a desafiar a los posibles asaltantes. Todo se podía
contrarrestar. Pero la clase media blanca se había marchado, probablemente para
siempre, y eso provocaba dificultades que los muchachos de la electrónica no
podían resolver. Para 1990 la ciudad se componía fundamentalmente de negros y
puertorriqueños, y estaba moteada por dos tipos de enclaves, uno que mermaba o
decaía (las «bolsas» de judíos viejos y de italianos e irlandeses), y otro,
cuyas dimensiones y poder crecían constantemente (los deslumbrantes islotes de
los ricos, de los estamentos directivos y creativos). Una ciudad poblada
únicamente de ricos y pobres experimenta ciertos molestos trastornos
espirituales, y tendrá que transcurrir todavía algún tiempo antes de que la
naciente burguesía no blanca se convierta en una fuerza real que favorezca la
estabilidad social. Gran parte de Nueva York brilla con luz propia como sólo
brillaron en el pasado Atenas, Constantinopla, Roma, Babilonia y Persépolis; el
resto es una jungla, literalmente una jungla pobre y depauperada, en la que la
única ley es la de la fuerza. No es tanto una ciudad moribunda como una ciudad
ingobernable de siete millones de almas desplazándose en siete millones de
órbitas y sometidas a espectaculares presiones centrífugas que amenazan con
convertirnos a todos nosotros en hipérboles en cualquier momento.
Bienvenido al Ayuntamiento,
alcalde Quinn.
¿Quién puede gobernar lo
ingobernable? Siempre hay alguien dispuesto a hacerlo, Dios le ayude. De
nuestros más o menos cien alcaldes, algunos han sido honrados y otros unos
pillos, y aproximadamente unos siete, administradores competentes y eficaces.
Dos de ellos eran unos pillos, pero ¿para qué fijarse en su moralidad si
supieron hacer que la ciudad funcionase tan bien como el mejor? Algunos eran
«estrellas», otros desastres y, en suma, todos ellos contribuyeron a empujar a
la ciudad hacia su definitiva debacle entrópica. Y ahora Quinn. Promete una
etapa de grandeza combinando al parecer la fuerza y vigor de Gottfried, el
encanto de Lindsay y la humanidad y compasión de LaGuardia.
Le situamos, pues, en las
primarias de los Nuevos Demócratas contra el feble y desamparado DiLaurenzio.
Bob Lombroso ordenó millones a los bancos, George Missakian coordinó toda una
serie de directos spots televisivos en los que aparecían muchas de las
celebridades que habían asistido a aquella fiesta, Ara Ephrikian efectuó
trueques a nivel de club para conseguir apoyos, y yo me dejaba caer de cuando
en cuando por el cuartel general con sencillísimos informes de proyecciones o
vaticinios que no decían nunca nada más profundo que:
Actúa con cautela.
Sigue adelante.
Tenemos que hacerlo.
Todo el mundo esperaba que
Quinn avanzara arrolladoramente y, de hecho, ganó las primarias por mayoría
absoluta en una lista de siete candidatos. Los republicanos encontraron un
banquero llamado Burgess que aceptó su nominación. Era un desconocido, un
novicio en política, y me pregunto si es que buscaban deliberadamente el fracaso
o adoptaban simplemente una postura realista. Una encuesta celebrada un mes
antes de las elecciones concedía a Quinn un 83 por 100 de los votos; pero el 17
por 100 restante le preocupaba e incomodaba. Deseaba todos los votos y juró
llevar su campaña hasta el pueblo. En los últimos veinte años ningún candidato
se había dejado arrastrar por la rutina de las caravanas y los apretones de
manos, pero insistió en hacerlo a pesar de que Mardikian estaba aterrado ante
la posibilidad de un asesinato.
—¿Qué probabilidades hay de
que disparen contra mí si me doy un paseo por Times Square? —me preguntó Quinn.
No me ocupaba de sus
riesgos de fallecimiento, y así se lo comuniqué.
También le dije:
—Pero preferiría que no lo
hicieses, Paul. Yo no soy infalible ni tú eres inmortal.
—Si Nueva York no ofrece la
seguridad necesaria para que un candidato se encuentre con sus votantes
—replicó Quinn—, lo mejor que podíamos hacer es utilizarla como campo de
pruebas para una bomba.
—Hace sólo dos años que
asesinaron aquí a un alcalde.
—Todo el mundo odiaba a
Gottfried. Era el mayor fascista que se haya conocido. ¿Por qué tendría nadie
que albergar esos sentimientos contra mí, Lew? Voy a hacerlo.
Quinn siguió adelante y se salió con la suya.
Puede que le ayudase. Alcanzó la mayor victoria electoral de toda la historia
de Nueva York, una aplastante mayoría del 88 por 100. El 1 de enero de 1998, un
día increíblemente templado, casi como de Florida, Haig Mardikian, Bob Lombroso
y todos los demás nos apiñábamos en un estrecho círculo al pie de los escalones
del Ayuntamiento para ver cómo nuestro hombre prestaba juramento en su toma de
posesión. Una vaga inquietud me corroía por dentro. ¿Qué es lo que temía? No
podría decirlo. Puede que una bomba. Sí, una bomba redonda, negra y brillante,
como de comic, con una mecha encendida silbando por el aire para
volarnos a todos nosotros en pedacitos. Pero no se arrojó bomba alguna. ¿Por
qué este pájaro de mal agüero, Nichols? ¡Goza del triunfo! Me mantuve
impasible. Manotazos en la espalda, besos en las mejillas. Paul Quinn era
alcalde de Nueva York, ¡feliz 1998 a todo el mundo!
10
—Si Quinn gana —me había
dicho Sundara una noche de finales del verano de 1997—, ¿te ofrecerá un puesto
en su administración?
—Probablemente.
—¿Lo aceptarás?
—Ni por asomo —le dije—.
Llevar una campaña es divertido. La administración municipal día a día debe ser
mortalmente aburrida. Tan pronto terminen las elecciones volveré con mis
clientes de siempre.
Tres días después de las
elecciones, Quinn me mandó llamar y me ofreció el puesto de ayudante
administrativo especial, que acepté sin la menor vacilación, sin pensar ni un
solo instante en mis clientes, mis empleados o mi resplandeciente oficina llena
de equipos de proceso de datos.
¿Le había mentido a Sundara
aquella noche de verano? No, el único engañado era yo mismo. Mi vaticinio había
sido incorrecto debido a la imperfección de mi conocimiento de mí mismo. Entre
agosto y noviembre pude aprender que la proximidad del poder es como una droga
que crea hábito. Durante más de un año había estado extrayendo vitalidad de
Paul Quinn. Cuando pasa uno tanto tiempo tan cerca de un poder tan enorme, se
queda prendido de ese flujo de energía, y se convierte en una especie de
adicto. Uno no se aleja de buena gana de la dinamo que le ha estado
alimentando. Una vez elegido alcalde, Quinn me contrató, me dijo que me
necesitaba, y me lo creí, pero lo cierto era que yo le necesitaba a él. Quinn
estaba destinado a dar un gigantesco salto, a convertirse en un brillante
cometa que atravesaría la sombría noche de la política norteamericana, y yo
anhelaba subirme a aquel tren, recibir parte de su fuego y sentirme calentado
por él. Era así de sencillo y así de humillante. Podía intentar creerme que
sirviendo a Quinn estaba prestando un servicio a la humanidad, participando en
una grandiosa y arrebatadora cruzada para salvar la mayor de nuestras ciudades,
contribuyendo a sacar a la civilización urbana moderna del abismo en que había
caído y a dotarla de sentido y viabilidad. Podía ser incluso cierto. Pero lo
que me atraía hacia Quinn era el vértigo del poder, del poder en abstracto, del
poder por el poder, del poder para moldear, conformar y transformar. Salvar
Nueva York era algo accidental; lo que yo ansiaba era ejercer mi dominio sobre
las fuerzas dominantes.
La totalidad del equipo de
la campaña entró a formar parte de la nueva administración municipal. Quinn
nombró a Mardikian alcalde suplente y a Bob Lombroso administrador financiero.
George Missakian se convirtió en coordinador de los medios de comunicación de
masas y Ara Ephrikian obtuvo el nombramiento de director de la Comisión de
Planificación Municipal. Luego, los cinco nos reunimos con Quinn y repartimos
los restantes cargos. Ephrikian fue quien propuso la mayor parte de los
nombres; Missakian, Lombroso y Mardikian evaluaron sus cualificaciones; yo
efectué valoraciones intuitivas, y Quinn formulaba el dictamen final. De este
modo encontramos el acostumbrado surtido de negros, puertorriqueños, chinos,
italianos, irlandeses, judíos, etc., encargados de dirigir los departamentos de
Recursos Humanos, de Vivienda y Remodelación, de Protección del Medio Ambiente,
de Recursos Culturales, y todos los demás cargos importantes. Luego,
discretamente, colocamos a muchos de nuestros amigos, incluyendo un elevado
número de armenios, judíos sefarditas y otros grupos exóticos en los puestos
más altos de los escalones inferiores. Mantuvimos a las personas más
competentes de la administración DiLaurenzio, pues no había tantas, y
resucitamos a algunos de los entrometidos pero bien preparados subordinados de
Gottfried. Era una sensación maravillosa estar eligiendo un gobierno para Nueva
York, expulsar a los inútiles y haraganes y reemplazarlos por hombres y mujeres
creativos y aventurados que, por casualidad, sólo por casualidad,
correspondían también a la combinación étnica y geográfica que debía tener el
gabinete del alcalde de Nueva York.
Mi propio trabajo era
amorfo, evanescente. Yo era algo así como el consejero privado, el adivino, el
que despejaba los problemas, la eminencia gris que se ocultaba tras el trono.
Se suponía que debía utilizar mis facultades intuitivas para mantener a Quinn
siempre dos pasos por delante del cataclismo, y todo ello en una ciudad en la
que, si el Departamento de Meteorología permite que caiga sobre ella una
tormenta de nieve, los lobos se arrojan de inmediato sobre el alcalde. Acepté
una reducción de honorarios que ascendía a casi la mitad del dinero que habría
ganado como asesor privado. Pero mi salario municipal seguía siendo superior al
que realmente necesitaba. Y contaba con otro premio recompensa: saber que si
Paul Quinn subía, yo subiría con él.
Derechos hasta la Casa
Blanca.
Yo había presentido la
inminencia de la presidencia de Quinn por primera vez en 1995, en aquella
fiesta en casa de Sarkisian, y Haig Mardikian la había barruntado mucho antes.
Los italianos tienen una palabra, papabile, para describir a un cardenal
con grandes posibilidades de llegar a ser Papa. Quinn era presidencialmente papabile.
Era joven, con personalidad, enérgico, independiente, una clásica figura
kennediana, y, a lo largo de cuarenta años, los tipos como Kennedy habían
conservado una cierta aureola mística para el electorado. Es cierto que fuera
de Nueva York era un desconocido, pero eso apenas importaba, con todas las
crisis urbanas un 250 por 100 más intensas que hacía una generación, cualquiera
que se mostrase capaz de gobernar una ciudad de las dimensiones de Nueva York
se convierte automáticamente en un presidente en potencia, y si Nueva York no vencía
a Quinn como había vencido a Lindsay en los años sesenta, en un año o dos
disfrutaría de una reputación a escala nacional. Y entonces...
Y entonces...
Ya a comienzos del otoño de
1997, con la Alcaldía prácticamente ganada, me encontré preocupándome cada vez
más, de un modo que pronto descubrí como obsesivo, por las posibilidades de
Quinn de ser nominado para la presidencia. Le sentía presidente, si no
en el año 2000, sí cuatro años más tarde. Pero no bastaba con formular la
predicción. Jugaba con la idea de la llegada a la presidencia de Quinn, como un
niño pequeño juega consigo mismo, excitándome con ella, extrayendo placer
personal, exaltándome.
Todo ello en privado, en
secreto, pues me sentía avergonzado de estos planes prematuros; no quería que
tipos tan fríos como Mardikian y Lombroso supiesen que me encontraba ya
enfangado en turbias fantasías masturbatorias acerca del resplandeciente futuro
de nuestro héroe, aunque supongo que por aquel entonces ellos debían albergar
ya ideas semejantes. Elaboré interminables listas de políticos a los que
merecía la pena «trabajar» en lugares tales como California, Florida y Texas;
representé gráficamente la dinámica de los bloques electorales nacionales;
maquiné intrincados esquemas que representaban los vértices de poder de una
convención nacional para la nominación, y me inventé una infinidad de
escenarios simulados para la propia elección. Todo esto, tal como he dicho,
tenía una naturaleza obsesiva, lo que significa que volvía una y otra vez,
ávidamente, con impaciencia, sin poderlo evitar, en cualquier momento libre, a
mis análisis y vaticinios.
Todo el mundo tiene alguna
obsesión que le domina, alguna fijación que se transforma en una armadura que
rodea al edificio de su vida: es de este modo como nos convertimos en
coleccionistas de sellos, jardineros, ciclistas, corredores de maratón,
drogadictos o fornicadores. Todos nosotros llevamos dentro idéntico vacío, y
cada uno lo rellena esencialmente del mismo modo, cualquiera que sea el relleno
que elijamos. Quiero decir que elegimos la cura que más nos gusta, pero que
todos nosotros estamos aquejados de la misma enfermedad.
Así pues, soñaba con el
presidente Quinn. Creía que merecía el puesto, y ello por una razón: no sólo
era un líder carismático, sino también humano, sincero y sensible a las
necesidades de la gente —es decir, que su filosofía política era muy parecida a
la mía—. Pero me encontraba también abocado a prestarme al avance de las
carreras de otras personas, a ascender de forma vicaria, a poner discretamente
mis habilidades estocásticas al servicio de otros. Todo ello hacía que me
dominase una emoción subterránea, nacida de una compleja hambre de poder unida
al deseo de autoborrarme, de no figurar, una sensación de que era tanto más
invulnerable cuanto menos visible. Yo no podía llegar a ser presidente; no
estaba dispuesto a exponerme a la turbulencia, el agotamiento, el peligro y el
feroz y gratuito odio con que la masa tan fácilmente cubre a los que buscan su
favor. Pero, esforzándome por convertir a Paul Quinn en presidente de los
Estados Unidos, podía colarme de algún modo en la Casa Blanca, aunque fuese por
la puerta de atrás, sin tener que exponerme desnudo, sin correr los verdaderos
riesgos. Aquí está, al descubierto, la raíz de mi obsesión. Pretendía servirme
de Paul Quinn y hacerle creer que era él quien se estaba sirviendo de mí. Me
había identificado con él au fond; era para mí como mi otro yo, mi
máscara, mi pata de conejo, mi marioneta, mi hombre de paja. Yo deseaba mandar.
Deseaba el poder. Deseaba convertirme en Presidente, Rey, Emperador, Papa,
Dalai-Lama. A través de Quinn llegaría adonde me proponía de la única forma que
me era factible. Llevaría las riendas del hombre que llevaba las riendas; y, de
este modo, me transformaría en mi propio padre y también en papaíto de todos
los demás.
11
Aquel gélido día de finales
de marzo de 1999 comenzó como la mayoría de todos los demás desde que empecé a
trabajar para Paul Quinn; pero, antes de que llegase la tarde, emprendió un
derrotero insólito. Como era habitual, a las siete y cuarto yo ya estaba en
pie. Sundara y yo nos duchábamos juntos con el pretexto de ahorrar agua y
energía, pero la razón real era que ambos adorábamos el jabón y que nos
encantaba enjabonarnos mutuamente hasta resultar tan resbaladizos como focas.
Un desayuno rápido y a las ocho y media ya estaba fuera de casa, trasladándome
hasta Manhattan en la cápsula conmutadora. Mi primera parada fue en mi despacho
de la parte alta de la ciudad, mi antigua oficina, Lew Nichols Associates, que
seguía manteniendo, aunque con personal reducido, mientras cobraba de la nómina
municipal. En ella me ocupé de unos cuantos rutinarios análisis proyectivos
relacionados con asuntos administrativos de poca monta: la ubicación de una
nueva escuela, la clausura de un viejo hospital, la reordenación de las zonas
de un distrito residencial que permitiese la creación de un nuevo asilo para
drogadictos con el cerebro dañado; todos ellos asuntos triviales, pero
potencialmente explosivos en una ciudad en la que los nervios de cada habitante
están en constante tensión, sin esperanza de relajamiento, y en la que los
pequeños desengaños adoptan pronto la apariencia de insoportables desaires.
Luego, hacia mediodía, me dirigí al centro de la ciudad, al Edificio Municipal,
para entrevistarme y comer con Bob Lombroso.
—El señor Lombroso tiene
una visita en su despacho —me dijo la recepcionista—, pero quiere que pase
usted de todas formas.
El despacho de Lombroso
constituía el marco adecuado para él. Se trata de un hombre alto y apuesto, de
algo menos de cuarenta años, de apariencia ligeramente teatral, una figura
poderosa de cabellos negros y rizados algo plateados en las sienes, una ruda
barba negra muy corta, una sonrisa centelleante y las maneras enérgicas e
intensas propias de un comerciante de alfombras con éxito. Su despacho,
anteriormente el de un gris funcionario municipal, había sido redecorado
personalmente por él de su propio bolsillo, y parecía un barroco escondrijo
levantino, fragante y acogedor; las paredes estaban forradas con cuero oscuro y
brillante, el suelo cubierto por espesas alfombras, las cortinas eran de un
pesado terciopelo marrón, y las lámparas de bronce español, perforado por mil
agujeros; su resplandeciente mesa de trabajo era de diversos tipos de oscuras
maderas en las que se incrustaban placas de elaborada marroquinería; sobre ella
había porcelanas chinas en forma de urnas, y en una barroca vitrina de cristal,
su apreciada colección de objetos judaicos medievales: cascos de plata, petos,
pergaminos de las Tablas de la Ley, bordadas cortinas del Torah de las
sinagogas de Túnez e Irán, lámparas afiligranadas del Sabbath,
portavelas, cajas de especias, candelabros. En aquel perfumado y cerrado
santuario, Lombroso reinaba sobre los ingresos municipales como un príncipe de
Sión: ¡Y ay del necio gentil que desdeñase sus consejos!
Su visitante era un
hombrecillo de apariencia gastada, de unos cincuenta y cinco o sesenta años, un
tipo gris e insignificante con una estrecha cabeza ovalada apenas cubierta por
un ralo y corto pelo gris. Iba vestido muy vulgarmente, con un sobado traje
marrón de la era de Eisenhower, que hacía que el bien cortado traje de Lombroso
pareciese de una exagerada jactancia, propia de un pavo real, y que incluso me
hizo sentirme a mí como un dandi con mi esclavina color castaño con hilos de
cobre, que tenía ya cinco años. Estaba sentado en silencio, cabizbajo, con las
manos entrelazadas. Resultaba anónimo, casi invisible, uno de tantos individuos
innatamente amorfos, y su piel era de un matiz tan plomizo, la carne de sus
mejillas de un fofo tan espectacular, que reflejaban un agotamiento no sólo
físico, sino también espiritual. El paso del tiempo había ido despojando a
aquel pobre hombre de cualquier vigor que pudiese haber poseído.
—Te presento a Martín
Carvajal, Lew —dijo Lombroso.
Carvajal se incorporó y me
estrechó la mano. La suya estaba fría.
—Me alegra mucho conocerle
por fin, señor Nichols —dijo con una voz suave y apagada que parecía llegarme
desde el otro extremo del universo.
La extraña cortesía de su
saludo me pareció fuera de lugar. Me pregunté qué hacía allí. Parecía un ser
sin sustancia, alguien que podía haber acudido a solicitar algún miserable
empleo burocrático, o, más plausiblemente, algún tío pobre de Lombroso, que se
hubiese presentado a recoger su estipendio mensual; pero en la lujosa
madriguera del administrador de finanzas Lombroso sólo eran recibidos los muy
poderosos.
Pero Carvajal no era el
infeliz que yo había supuesto. Ya en el momento de nuestro apretón de manos
pareció sacudido por un improbable golpe de energía; se mantuvo erecto, las
arrugas de su rostro se tensaron y un cierto color mediterráneo iluminó su
piel. Sólo sus ojos, apagados y sin vida, seguían denunciando la existencia de
algún vacío vital en su interior.
Sentenciosamente, Lombroso
me dijo:
—El señor Carvajal fue uno
de los donantes más generosos en la campaña para la Alcaldía —dirigiéndome una
suave mirada fenicia con la que me indicaba: Trátale con amabilidad,
Lew, queremos sacarle más dinero.
Me sorprendió profundamente
que aquel extraño, zarrapastroso y grisáceo personaje, fuese un acaudalado
benefactor, una persona a la que había que halagar, bailar el agua y recibir en
el sancta santorum de un atareado funcionario de tan alta categoría,
pues rara vez me había equivocado tanto al juzgar a un desconocido. No
obstante, conseguí esbozar una desganada sonrisa y preguntar:
—¿A qué se dedica usted,
señor Carvajal?
—A inversiones.
—Se trata de uno de los
especuladores privados más osado y de mayor éxito de los que haya conocido en
toda mi vida —matizó Lombroso.
Carvajal asintió complacido
con la cabeza.
—¿Se gana la vida solamente
jugando a la Bolsa?. —pregunté.
—Sí, sólo.
—No creía que alguien fuese
realmente capaz de conseguirlo.
—Sí, sí, puede hacerse
—dijo Carvajal. Su tono de voz era débil y ronco, como un murmullo que saliese
de una tumba—. Todo lo que se necesita es una buena comprensión de las
tendencias y algo de valor. ¿No ha jugado nunca a la Bolsa, Mr. Nichols?
—Un poco. Sólo de cuando en
cuando.
—¿Le ha ido bien?
—Sí, bastante. Yo también
entiendo algo de tendencias. Pero no me encuentro a gusto cuando empiezan las
fluctuaciones realmente fuertes. Sube veinte, baja treinta; no, no, muchas
gracias. Supongo que es que me gustan las cosas más seguras.
—También a mí —replicó
Carvajal, poniendo en su declaración un ligero matiz compulsivo, insinuando un
sentido que desbordaba al de la frase en sí, lo que me hizo sentirme confuso e
incómodo.
Justo en ese momento sonó
suavemente una campanilla en el despacho interior de Lombroso, que se
encontraba al final de un pequeño pasillo a la izquierda de su mesa. Sabía que
significaba que le llamaba el alcalde, pues cuando Lombroso tenía visita la
recepcionista siempre le pasaba sus llamadas a su despacho. Lombroso se
disculpó y, con rápidos y fuertes pasos que hicieron retumbar el alfombrado
suelo, se dirigió a atender la llamada. El encontrarme a solas con Carvajal me
resultó de repente abrumadoramente molesto; sentí hormigueos en la piel y una
opresión en la garganta, como si, tan pronto había desaparecido la protectora
presencia neutral de Lombroso, alguna potente emanación psíquica fluyese de él
hacia mí. Me sentí incapaz de quedarme. Disculpándome también, seguí
apresuradamente a Lombroso a la otra habitación, una estrecha caverna en forma
de L, llena de libros desde el techo hasta el suelo, de abigarrados tomos que
podían ser Talmuds o los anuarios Moody de Bolsa, y que probablemente
eran una mezcla de ambos. Lombroso, sorprendido y molesto por mi intromisión,
señaló airadamente con el dedo a la pantalla de su teléfono, en la que pude
contemplar la imagen de la cabeza y hombros del alcalde Quinn. Pero, en lugar
de salirme, le ofrecí una pantomima de petición de disculpas, un disparatado
conjunto de meneos y oscilaciones, de encogimientos de hombros y gestos
idiotas, que hizo que Lombroso le pidiese al alcalde que interrumpiese la
comunicación un momento. La pantalla se oscureció.
Lombroso me miró
ceñudamente.
—¿Bien? —preguntó—. ¿Qué
pasa?
—Nada. Lo siento. No sé.
Pero no podía quedarme allí. ¿Quién es, Bob?
—Ya te lo he dicho. Un
ricachón. Ha apoyado mucho a Quinn. Tenemos que mostrarnos amables con él.
Mira, estoy hablando por teléfono. El alcalde tiene que saber...
—No quiero quedarme allí a
solas con él. Es como un muerto viviente. Me da escalofríos.
—¿Cómo?
—Lo digo en serio. Es como
si de él emanase una fría fuerza letal, Bob. Hace que me pique todo. Emite
vibraciones aterradoras.
—¡Por favor, Lew!
—No puedo evitarlo. Ya
sabes cómo son mis presentimientos.
—Es sólo un inofensivo tipo
con suerte que ha ganado mucho dinero en la Bolsa y a quien le cae bien Quinn.
Eso es todo.
—¿A qué ha venido?
—Para conocerte —dijo Lombroso.
—¿Sólo a eso? ¿Sólo para
conocerme?
—Tiene mucho interés en
hablarte. Dijo que para él era muy importante entrar en contacto contigo.
—¿Y qué es lo que quiere de
mí?
—Ya te he dicho que eso es
todo lo que sé, Lew.
—¿Y tengo que venderme a
cualquiera que haya donado cinco dólares para la campaña de Quinn?
Lombroso suspiró.
—Si te dijese cuanto ha
dado Carvajal no te lo creerías; y, en cualquier caso, sí, creo que deberías
poder dedicarle algo de tu tiempo.
—Pero...
—Mira, Lew, si deseas saber
más cosas tendrás que preguntárselas a Carvajal. Vuelve con él. Sé bueno y
déjame hablar con el alcalde. Anda. Carvajal no te va a hacer nada. Se trata
sólo de un tipejo canijo.
Lombroso se alejó de mí y
volvió a poner en funcionamiento el teléfono. El alcalde reapareció en la
pantalla telefónica. Lombroso dijo:
—Lo siento, Paul. Lew ha
sufrido una especie de pequeño ataque nervioso, pero creo que ya se está
recuperando. Ahora...
Volví con Carvajal. Estaba
sentado inmóvil, con la cabeza gacha, los brazos inermes; como si, mientras yo
estuve fuera de la habitación, pasara por ella una ráfaga helada que le hubiese
dejado seco y marchito. Lentamente, con evidentes dificultades, se recuperó,
volvió a apoyarse en el respaldo de su asiento y llenó los pulmones de aire, fingiendo
una animación que sus ojos desmentían, aquellos ojos vacuos y aterradores. Sí,
era como un muerto viviente.
—¿Se queda a almorzar con
nosotros? —le pregunté.
—No, no. No deseo
imponerles mi presencia. Sólo quería intercambiar unas palabras con usted,
señor Nichols.
—Estoy a su entera
disposición.
—¿Sí? ¡Qué generoso!
—esbozó una débil sonrisa—. He oído hablar mucho de usted, ¿sabe? Incluso antes
de que se metiese en política. En cierto sentido nos hemos dedicado al mismo
tipo de trabajo.
—¿Se refiere a la Bolsa?
—le dije, confundido.
Su sonrisa se hizo más
amplia e inquietante.
—A las predicciones
—respondió. En mi caso con respecto a la Bolsa, en el suyo como asesor
financiero y político. Ambos nos hemos ganado la vida con nuestra imaginación y
con nuestra buena comprensión de las tendencias.
Me sentía totalmente
incapaz de descifrarle. Era opaco, un misterio, un enigma.
—Así que usted —dijo— se
mantiene al lado del alcalde indicándole cuál es el camino que se abre ante él.
Admiro a las personas dotadas de una visión tan clara. Dígame, ¿qué tipo de
carrera prevé para el alcalde Quinn?
—Una carrera espléndida
—repliqué.
—La de buen alcalde, pues.
—Será uno de los mejores
que haya tenido jamás esta ciudad.
Lombroso regresó a la
habitación.
—¿Y luego? —preguntó
Carvajal.
Miré desconcertadamente a
Lombroso, pero sus ojos permanecieron mudos. Estaba abandonado a mis propios
recursos.
—¿Después de su mandato
como alcalde? —pregunté.
—Sí.
—Todavía es joven, señor
Carvajal. Quizá consiga tres o cuatro mandatos como alcalde. Yo tampoco puedo
proporcionarle ningún vaticinio válido de aquí a un plazo de doce años.
—¿Doce años en el
Ayuntamiento? ¿Cree que se conformará con quedarse aquí todo ese tiempo?
Carvajal estaba jugando
conmigo como el gato con el ratón. Me di cuenta de que me había visto
arrastrado a una especie de desafío. Le miré largamente y percibí algo
terrorífico e imposible de determinar, algo poderoso e inaprensible, algo que
me hizo dar un primer paso defensivo.
—¿Y usted qué piensa, señor
Carvajal? —dije.
Un destello de vida cruzó
sus ojos por un instante. Estaba disfrutando con aquel juego.
—El alcalde Quinn está
destinado a un cargo más elevado —dijo suavemente.
—¿De gobernador?
—Más elevado.
No respondí de inmediato, y
luego me sentí incapaz de hacerlo, pues de las paredes cubiertas de cuero fluía
un inmenso silencio que nos embargaba completamente, y me dio miedo ser el
primero en quebrarlo. «Ojalá que el teléfono suene otra vez», pensé, pero todo
permaneció en silencio, como el aire en una noche de helada, hasta que Lombroso
rompió el silencio, diciendo:
—Nosotros también creemos
que tiene grandes posibilidades.
—Tenemos grandes planes
para él —proferí.
—Lo sé —dijo Carvajal—. Por
eso he venido. Deseo ofrecer mi apoyo.
—Su ayuda financiera nos ha
sido enormemente útil todo el tiempo, y... —le respondió Lombroso.
—Lo que tengo en mente no
es sólo algo financiero.
Ahora fue Lombroso quien
recurrió a mí con la vista en busca de ayuda. Pero yo estaba desconcertado.
—Creo que no le entendemos
bien, señor Carvajal —dije.
—Si pudiese quedarme un
momento a solas con usted...
Lancé una ojeada a
Lombroso. Si le molestaba verse expulsado de su propio despacho, no lo demostró
en absoluto. Con la gracia que le caracterizaba, hizo una inclinación de cabeza
y se marchó a la habitación de atrás. Me encontré de nuevo a solas con Carvajal
y, una vez más, me sentí incómodo, desconcertado por los extraños hilos de
acero invulnerable que parecían sujetar su alma marchita y debilitada. En un
tono nuevo, insinuante y confidencial, Carvajal me dijo:
—Tal como le comenté, usted
y yo nos dedicamos al mismo tipo de trabajo. Pero creo que nuestros métodos
difieren bastante, señor Nichols. Su técnica es intuitiva y probabilista,
mientras que la mía... Bueno, la mía es muy distinta. Creo que quizá algunas de
mis intuiciones puedan complementarse con las suyas, eso es lo que estoy
intentando decirle.
—¿Intuiciones predictivas?
—Exactamente. No deseo
entrometerme en su campo de responsabilidades. Pero podría formularle una
sugerencia o dos que creo le resultarían útiles.
Di un respingo. De repente
el enigma quedó al descubierto, y lo que revelaba era algo completamente vulgar
y de sentido común. Carvajal no era sino un rico amateur en política
que, creyéndose que el dinero le daba derecho a considerarse experto en todo,
se moría por meter la nariz en las actividades de los de arriba. No hacía sino
practicar un hobby. No era sino un político de pacotilla. ¡Dios mío!
Bien, mostrémonos amables con él, había dicho Lombroso. Me mostraría amable.
Acumulando la mayor cantidad de tacto posible, le dije secamente:
—Por supuesto, el señor
Quinn y todo su personal se alegran siempre de recibir sugerencias útiles.
Los ojos de Carvajal
buscaron los míos, pero yo los esquivé.
—Gracias —musitó—. He
anotado algunas cosas para empezar —me ofreció una hoja doblada de papel
blanco. Su mano temblaba ligeramente. La tomé sin mirarla. De repente
parecieron abandonarle todas sus fuerzas, como si hubiese llegado al final de
sus recursos. Su rostro palideció aún más, se desmadejó visiblemente—. Gracias
—susurró de nuevo—. Muchas gracias. Creo que nos veremos pronto —y, de repente,
se marchó, inclinando la cabeza en la puerta, como un embajador oriental.
En mi trabajo uno conoce a
la gente más rara. Meneando la cabeza, desplegué la hoja de papel. Contenía
tres frases, escritas con trazos como de araña:
Vigilar a Gilmartin.
Congelación obligatoria del
petróleo a escala nacional, preocuparse pronto de ello.
Socorro[1] en lugar de Leydecker
antes del verano. Ponerse inmediatamente en contacto con él.
Las leí un par de veces sin
encontrarles ni pies ni cabeza; esperé el habitual ramalazo clarificador de
intuición, pero tampoco me vino. El tal Carvajal parecía disminuir y anular mis
facultades. Aquella sonrisa espectral, aquellos ojos gastados, aquellas
anotaciones crípticas..., todo en él me dejaba confuso y trastornado.
—Se ha ido —le dije a
Lombroso, quien emergió de inmediato de su despacho interior.
—¿Y bien?
—No sé. No sé nada de nada.
Me dio esto —dije, y le pasé la nota.
—Gilmartin. Congelación.
Leydecker —Lombroso arrugó el entrecejo—. Está bien, brujo. ¿Qué significa todo
eso?
Gilmartin debía ser el
interventor del Estado. Anthony Gilmartin, quien había chocado con Quinn un par
de veces en relación con la política fiscal municipal, pero de quien no se
tenía noticias desde hacía meses.
—Carvajal cree que
tendremos más problemas con Albany en relación con el dinero —me aventuré—. Tú
deberías saberlo mejor que yo. ¿Está Gilmartin quejándose otra vez de los
gastos municipales?
—No ha dicho ni una
palabra.
—¿Estamos preparando algún
paquete de nuevos impuestos que le caigan mal?
—Si fuese así, ya te
habríamos informado, Lew.
—Así pues, ¿no se está
gestando ningún conflicto en potencia entre Quinn y el departamento de
Gilmartin?
—No veo ninguno en un
futuro visible —dijo Lombroso—. ¿Y tú?
—Nada. En cuanto a la
congelación obligatoria del petróleo...
—Estamos discutiendo la
conveniencia de aprobar una ley local muy estricta —me dijo—. En el puerto de
Nueva York no entraría ningún petrolero que transportase petróleo sin congelar.
Quinn no está seguro de que sea una idea tan buena como parece, y estábamos a
punto de pedirte que nos formulases un vaticinio. Pero ¿congelación del
petróleo a escala nacional? Quinn apenas se ha manifestado con respecto a
problemas de política nacional.
—Todavía no.
—No, todavía no. Puede que
sea ya el momento de hacerlo. Puede que Carvajal intuya algo aquí. Y el tercer
punto...
—Leydecker —dije.
Leydecker, seguramente se trataba del gobernador Richard Leydecker, de
California, uno de los hombres más poderosos del Nuevo Partido Demócrata y el
más destacado candidato a la nominación presidencial del año 2000—. Socorro significa
en español «auxilio», ¿no, Bob? Nos dice que ayudemos a Leydecker, quien no
necesita ayuda alguna. ¿Por qué? En cualquier caso, ¿cómo puede ayudar Paul
Quinn a Leydecker? ¿Apoyándole en su aspiración a la presidencia? Aparte de
ganarse la amistad de Leydecker, no sé de qué le serviría eso a Quinn, y
tampoco le va a aportar a Leydecker nada que no tenga ya en su bolsillo, así
que...
—Socorro es el
subgobernador de California —dijo Lombroso amablemente—. Carlos Socorro. Es un
apellido, Lew.
—Carlos Socorro —cerré los
ojos—. Por supuesto.
Mis mejillas enrojecieron.
Tanto confeccionar listas, tanto recopilar frenéticamente los centros de poder
del Nuevo Partido Demócrata, tantos enfebrecidos esfuerzos durante el último
año y medio, y me había olvidado sin embargo del nombre de la mano derecha de
Leydecker. ¡No era «socorro» lo que decía, sino Socorro, grandísimo imbécil!
—¿Qué insinúa entonces?
—dije—. ¿Que Leydecker va a dimitir para poder ser nominado, dejando a Socorro
de gobernador? Muy bien. Eso concuerda. Pero que nos pongamos pronto en
contacto con él. ¿Con quién? —balbucí—. ¿Con Socorro? ¿Con Leydecker? Resulta
todo bastante confuso, Bob. No estoy efectuando ninguna lectura que tenga pies
ni cabeza.
—¿Y qué lectura haces de
Carvajal?
—Un chiflado —dije—. Un
chiflado rico. Un tipejo extraño con el cerebro gravemente infectado de
política —deposité la nota en mi cartera. La cabeza estaba a punto de
estallarme—. Olvídate de él. Le complací porque me dijiste que debía hacerlo.
Hoy me he portado como un buen chico, ¿no, Bob? Pero no se me puede exigir que
me tome todo esto en serio, y me niego a intentarlo. Ahora vámonos a comer y a
fumarnos un buen hueso, a tomarnos unos cuantos martinis y a charlar de
negocios.
Lombroso me dispensó su
sonrisa más radiante, me dio unos consoladores golpecitos en el hombro y me
condujo a la salida de su despacho. Conjuré a Carvajal de mi pensamiento. Pero
sentí una especie de escalofrío, como si hubiese empezado una nueva estación y
no fuese la primavera, y aquel escalofrío perduraba aún mucho después de haber
finalizado el almuerzo.
12
En los meses siguientes nos
dedicamos seriamente a la tarea de planificar el ascenso de Paul Quinn, y el
nuestro propio, hasta la Casa Blanca. Ya no tenía que mostrarme cauto en
relación con mi deseo, que rozaba con la compulsión, de convertirle en
presidente; todos los miembros de su círculo íntimo reconocían ya abiertamente
el mismo fervor que yo había encontrado tan embarazoso hacía sólo año y medio.
Actuábamos todos a cara descubierta.
El proceso de fabricación
de un presidente no ha variado mucho desde mediados del siglo XIX, aunque las
técnicas empleadas son algo distintas en esta época de redes de datos,
vaticinios estocásticos y saturación intensiva del ego a través de los medios
de comunicación de masas. El punto de partida lo constituye por supuesto un
candidato fuerte, preferentemente con su base de poder en un estado densamente
poblado. El hombre debe resultar plausiblemente presidenciable; debe parecer y
hablar como un presidente. Si su estilo natural no es ése, habrá que entrenarle
para crear a su alrededor un aura de plausibilidad. Los candidatos óptimos la
poseen ya de entrada. McKinley, Lyndon Johnson, Franklin D. Roosevelt y Wilson poseían
todos esa dramática apariencia presidencial. Lo mismo ocurría con Harding.
Nadie había parecido jamás más presidente que Harding; era su única
cualificación para el cargo, pero había bastado para conducirle al mismo.
Dewey, Al Smith, Mc-Govern y Humphrey carecían de ella, y perdieron. Stevenson
y Willkie la poseían, pero tuvieron que enfrentarse con hombres cuya aura
presidencial era todavía mayor. John F. Kennedy no se ajustaba al ideal
imperante en 1960 de cómo debía parecer un presidente: es decir, sabio y
paternal, pero poseía otras cualidades que le favorecían, y al ganar alteró en
cierta medida el modelo, beneficiando, entre otros, a Paul Quinn, que resultaba
presidencialmente plausible debido precisamente a su aire kennediano. También
es importante hablar como un presidente. El aspirante a candidato debe
resultar firme, serio y enérgico, pero al mismo tiempo caritativo y flexible,
con un tono de voz que logre transmitir el calor humano y la sabiduría de
Lincoln, el valor de Truman, la serenidad de Franklin D. Roosevelt, el ingenio
de John F. Kennedy... Y Quinn reunía todas aquellas cualidades.
Pero el hombre que desee
alcanzar la presidencia debe contar con el siguiente equipo: alguien que
allegue fondos (Lombroso), alguien que seduzca a los medios de comunicación de
masas (Missakian), alguien que analice las tendencias y sugiera las medidas más
adecuadas (yo), alguien que coordine una alianza a escala nacional de
jerifaltes políticos (Ephrikian), y alguien que dirija y coordine la estrategia
(Mardikian). El equipo sigue entonces adelante con el producto, realiza las
necesarias conexiones con los mundos de la política, el periodismo y las
finanzas, y va imbuyendo en las mentes de la gran masa la idea de que se trata
del Hombre Justo para el Cargo. Para cuando se celebre la Convención de
Nominación, o Primarias, habrá que, mediante promesas manifiestas o
encubiertas, haber alcanzado el número suficiente de delegados como para que el
candidato salga en la primera votación o, en el peor de los casos, en la
tercera; si para entonces no has conseguido que sea nominado, las alianzas se
derrumban y comienzan a hacer su aparición los nombres inesperados. Una vez
nominado, eliges un vicepresidente que, en filosofía política, apariencia y
origen geográfico, sea lo más distinto del candidato que pueda ser una persona,
sin por ello dejar de hablarse, y te lanzas luego a la tarea de hacer morder el
polvo al candidato del otro gran partido.
A comienzos de abril de
1999 celebramos nuestra primera gran reunión formal de carácter estratégico en
el despacho de alcalde delegado de Mardikian, que se encontraba en el ala oeste
del edificio del Ayuntamiento. Estábamos Haig Mardikian, Bob Lombroso, George
Missakian, Ara Ephrikian, y yo. Quinn no; se encontraba en Nueva York luchando
con el Departamento de Sanidad. Educación y Bienestar para obtener mayores
recursos financieros con destino a la ciudad, según lo dispuesto en el Decreto
sobre Estabilidad Emocional. Reinaba en la sala una crepitación eléctrica que
no tenía nada que ver con el mecanismo de purificación mediante ozono. Era la
crepitación del poder, real y potencial. Nos habíamos reunido para poner manos
a la tarea de conformar la Historia.
La mesa era redonda, pero
me sentí como si ocupase un lugar en el centro del grupo. Los cuatro, mucho más
versados que yo en los manejos del poder y de las influencias, recurrían a mí
en busca de orientación y directrices, pues el futuro aparecía envuelto en
densas nieblas y ellos sólo podían intentar adivinar a través de los enigmas de
los días todavía por venir, mientras que creían que yo veía, que sabía.
No estaba dispuesto a explicar la diferencia que existe entre ver y
ser capaz de formular conjeturas. Saboreaba aquella sensación de dominio. Sí, a
cualquier nivel que lo alcancemos, el poder crea un hábito, como las drogas.
Allí estaba yo sentado entre millonarios, dos abogados, un agente de Bolsa y un
magnate de las redes de datos; tres de ellos atezados armenios y el otro un
atezado judío español, y todos tan ansiosos como yo por experimentar el
resonante triunfo de alcanzar la presidencia, por compartir una gloria
delegada, todos soñando con construirse imperios propios con el disfrute del
poder, y todos esperando a que les dijera lo que había que hacer para llegar a
la, tomado al pie de la letra, conquista de los Estados Unidos de América.
—Empecemos por tu
interpretación, Lew —dijo Mardikian—. ¿Cuáles crees que son las posibilidades
reales de que Quinn consiga ser nominado el año que viene?
Efectué la pausa propia de
un vidente, levanté la mirada como si estuviera buscando la inspiración de un
tótem estocástico, la dejé fija en el espacio, escrutando hasta las motas de
polvo en busca de augurios, adopté el aire más pomposo posible; en una palabra,
les regalé una representación completa, y al cabo de unos instantes respondí
solemnemente:
—Para la nominación puede
que una probabilidad entre ocho. Para la elección, una entre cincuenta.
—No es muy buena.
—No.
—No lo es en absoluto —dijo
Lombroso.
Mardikian se desanimó,
comenzó a dar tirones a la punta de su carnosa e imperial nariz, y dijo:
—¿Nos estás diciendo que
debemos abandonar totalmente la idea? ¿Es ésa tu valoración?
—Para el año que viene, sí.
Olvidémonos de lo de la presidencia.
—¿Renunciamos así, sin más?
—dijo Ephrikian—. ¿Nos limitamos a seguir en el Ayuntamiento y a olvidarnos de
todo?
—Espera —le musitó
Mardikian. Me miró nuevamente—. ¿Y en el 2004, Lew?
—Mejor, mucho mejor.
Ephrikian, un hombre
robusto, de barba negra y cráneo afeitado a la moda, adoptó un aire impaciente
y molesto. Arrugó el ceño, y dijo:
—Los medios de comunicación
están explayándose justo ahora acerca de lo alcanzado por Quinn en su primer
año como alcalde. Creo que es el momento de subir el otro peldaño, Lew.
—Estoy de acuerdo —dije
amistosamente.
—Pero nos estás diciendo
que en el 2000 será derrotado.
—Digo que será derrotado
cualquier candidato que presenten los Nuevos Demócratas —repliqué—. Cualquiera.
Quinn, Leydecker, Keats, Kane, Pownell, cualquiera de ellos. Este es el momento
de que Quinn se lance, correcto, pero el siguiente escalón no es necesariamente
el más alto de todos.
Missakian, rechoncho,
afectado, de finos labios, el experto en medios de comunicación, el hombre de
la visión clara, dijo:
—¿No puedes concretar algo
más, Lew?
—Sí —dije, y me lancé a
ello.
Formulé mi nada arriesgada
predicción de que cualquiera que se presentase contra el presidente Mortonson
en el 2000, Leydecker era el más probable, saldría derrotado. Los presidentes
en ejercicio de este país no pierden jamás las elecciones a menos que su primer
mandato haya sido un desastre de las proporciones del de Hoover, y Mortonson
había realizado su tarea al estilo limpio, agradable, gris y razonablemente
cachazudo tan del agrado de los norteamericanos. Leydecker representaría un desafío
bastante sólido, pero no existían temas realmente controvertidos y, a pesar de
tratarse de un candidato de evidente calibre presidencial, saldría derrotado,
incluso por un margen muy amplio. Razoné que lo mejor sería mantenerse al
margen de Leydecker. Dejarle correr solo. En cualquier caso, un intento por
parte de Quinn de arrebatarle la nominación al año siguiente estaría
probablemente abocado al fracaso, y convertiría a Quinn en enemigo de
Leydecker, lo que no resultaba en absoluto conveniente. Mejor dejar que fuese
Leydecker quien corriera el riesgo, que fuese él quien se estrellase intentando
derrotar al invencible Mortonson. Esperaríamos para proponer a Quinn, todavía
joven, sin la mácula de ninguna derrota, en el 2004, cuando la Constitución impidiese
que Mortonson se presentase de nuevo.
—¿Así que Quinn se muestra
a favor de Leydecker en el 2000 y luego se queda sin hacer nada? —preguntó
Ephrikian.
—Más que eso —repliqué.
Miré a Bob Lombroso. El y yo habíamos discutido ya la estrategia a seguir,
llegando a un acuerdo, y ahora, adelantando sus poderosos hombros, barriendo el
lado armenio de la mesa con una elegante mirada, Lombroso comenzó a delinear
nuestro plan.
Quinn intentaría alcanzar
prominencia nacional durante los próximos meses, con el punto álgido a
comienzos del verano de 1999, momento en el que realizaría un tour por
todo el país y pronunciaría discursos importantes en Memphis, Chicago, Denver y
San Francisco. Respaldado por algunos sólidos logros en la ciudad de Nueva
York, que atraerían la atención sobre él (reordenación de enclaves, degottfriedización
de las fuerzas policiales, y otros), comenzaría a hablar sobre temas de
mayor trascendencia, como la política de intercambio regional de energía
proveniente de la fusión, readopción de las abolidas leyes sobre Intimidad de
1982 y, ¿por qué no?, congelación obligatoria del petróleo. Hacia el otoño
iniciaría un ataque directo a los Republicanos, no tanto al propio Mortonson
como a miembros cuidadosamente elegidos de su gabinete (especialmente el
secretario de Energía, Hospers; el de Información, Theiss, y el de Medio
Ambiente, Perlman). De este modo se introduciría en la contienda,
transformándose en una figura a escala nacional, en un imparable líder joven,
en un hombre con el que había que contar. La gente empezaría a hablar de sus
posibilidades presidenciales; aunque las encuestas y sondeos de opinión le
situarían muy por debajo de Leydecker como favorito para la nominación, ya nos
ocuparíamos de eso, y no se pronunciaría nunca candidato a las Primarias. Haría
entender a los medios de comunicación de masas que prefería a Leydecker a
cualquiera de los restantes candidatos, pero tendría enorme cuidado de no
respaldarle abiertamente. En la Convención de los Nuevos Demócratas, que se
celebraría en San Francisco en el 2000, una vez que Leydecker hubiese sido
nominado y pronunciado el acostumbrado discurso renunciando a designar su
vicepresidente, Quinn lanzaría una dramática oferta de aceptar su nominación
para la vicepresidencia, que sería en último extremo derrotada. ¿Por qué para
la vicepresidencia? Porque la lucha en la Convención haría que hablasen
ampliamente de él todos los medios de comunicación sin exponerle, a diferencia
de la oferta para la presidencia, a las acusaciones de ambición prematura, y
sin provocar la irritación del poderoso Leydecker. ¿Por qué derrotada? Porque,
en cualquier caso, Leydecker iba a perder las elecciones frente a Mortonson, y
Quinn no tenía nada que ganar compartiendo con él la derrota en calidad de
aspirante a la vicepresidencia. Mejor verse desestimado por la Convención,
creándose así la imagen de brillante recién llegado, de gran promesa frustrada
por zancadillas políticas, que resultar derrotado en las elecciones.
—Nuestro modelo —concluyó
Lombroso— es John F. Kennedy, descartado así para la vicepresidencia en 1956, y
candidato a la presidencia en 1960. Lew ha trazado diversas simulaciones que
muestran el solapamiento de los vectores dinámicos, uno a uno, y podemos
mostraros los perfiles.
—Muy bien —dijo Ephrikian—.
¿Cuándo debe producirse el magnicidio, en el 2003?
—Por favor, seamos serios
—dijo Lombroso amablemente.
—Muy bien —dijo Ephrikian—.
Hablaré, pues, en serio. ¿Qué pasará si Leydecker decide presentarse también en
el 2004?
—Entonces tendrá sesenta y
un años —replicó Lombroso—, y contará en su historial con una derrota. Quinn
tendrá cuarenta y tres y no habrá sido vencido nunca. Uno se encontrará en
decadencia y el otro en auge, y el partido estará deseoso de ganar después de
ocho años alejado del poder.
Se produjo una larga pausa.
—Me gusta —anunció
Missakian finalmente.
—¿Y a ti, Haig? —pregunté.
Mardikian se había
mantenido un buen rato en silencio. Ahora asintió:
—Quinn no está preparado
para hacerse cargo del país en el 2000. Eso será en el 2004.
—Y el país estará preparado
para Quinn —dijo Missakian.
13
Alguien ha dicho de la
política que provoca extraños compañeros de cama. No obstante, por la política,
Sundara y yo no nos hubiésemos arriesgado nunca al grupo de cuatro que formamos
aquella primavera con Catalina Yarber, la apoderado del Credo del Tránsito, y
Lamont Friedman, el joven genio financiero rebosante de energía. Pero, de no
ser por Catalina Yarber, Sundara no se habría convertido a la fe del Tránsito,
y, de no ser por su conversión, es muy probable que siguiese siendo mi esposa.
Y así sucesivamente, una y otra vez, los hilos de la causalidad haciendo que
todo se remonte a un momento determinado.
Lo que ocurrió es que, como
miembro del equipo de Paul Quinn, recibí dos entradas gratis para la cena a 500
dólares el cubierto que el Nuevo Partido Demócrata de Nueva York celebra todos
los años en honor de Nicholas Roswell. Se trata no sólo de un homenaje a la
memoria del gobernador asesinado, sino también, y de hecho primordialmente, de
una actividad destinada a allegar fondos y a servir de caja de resonancia a la superstar
del Partido en cada momento. Por supuesto, en esta ocasión el orador
principal era Quinn.
—Ya era hora de que yo
fuese a una de vuestras cenas políticas —dijo Sundara.
—Son pura formalidad.
—No importa.
—Te parecerá odiosa,
querida.
—¿Tú vas a ir? —preguntó.
—No tengo más remedio.
—Entonces creo que
utilizaré la otra invitación. Si me quedo dormida, dame un codazo cuando vaya a
hablar el alcalde. Me excita.
Así, una templada y
lluviosa noche, Sundara y yo nos capsulizamos hasta el Harbor Hilton, esa
enorme pirámide resplandeciente sobre su plataforma plegable alejado como medio
kilómetro de la punta sur de Manhattan, y nos mezclamos con la flor y la nata
del establishment liberal del Este en el deslumbrante salón del último
piso, desde el que disfruté de la vista de, entre otras cosas, la torre de
Sarkisian al otro lado de la bahía, en la que, hacía ya casi cuatro años, había
conocido a Paul Quinn. Muchos de los asistentes a aquella variopinta fiesta
asistirían también a la cena de esta noche. Sundara y yo ocupamos nuestros
puestos en la misma mesa que dos de ellos, Friedman y la señora Yarber.
Durante la sesión
preliminar de cócteles y cigarrillos de polvo de hueso, Sundara llamó más la
atención que ninguno de los senadores, gobernadores y alcaldes presentes,
incluyendo a Quinn. Esto se debió en parte a la curiosidad, pues en el mundillo
político de Nueva York todo el mundo había oído hablar de mi exótica esposa,
pero muy pocos la conocían, y en parte a que era, con toda seguridad, la mujer
más hermosa que se encontraba en el salón. Sundara no se mostró sorprendida ni
molesta. Después de todo, ha sido bella toda su vida, y ha tenido tiempo de
acostumbrarse a los efectos de su presencia. Tampoco se vistió como alguien que
no desea ser mirado. Había elegido un vestido propio de un harén, oscuro,
suelto y flotante, que cubría su cuerpo de la garganta a los pies; bajo él no
llevaba nada; y cuando pasaba cerca de algún punto de luz el efecto era
realmente devastador: resplandecía como una rutilante mariposa en medio del
gigantesco salón, grácil y elegante, melancólica y misteriosa, con su
centelleante pelo de ébano y los semivelados pechos y muslos que ponían los
dientes largos a quienes la miraban. ¡Se lo estaba pasando en grande! Quinn se
acercó a saludarnos, y Sundara transformó el casto beso de saludo en la mejilla
por un elaborado pas de deux de carisma erótico, que hizo que alguno de
nuestros hombres de Estado de mayor edad tragasen saliva, se ruborizasen y
tuviesen que aflojarse el nudo de la corbata. Incluso la esposa de Quinn,
Laraine, famosa por su sonrisa de Gioconda, pareció ligeramente contrariada, a
pesar de estar casada con el político más firme y seguro de cuantos conozco.
(O, ¿puede ser que el ardor de Quinn simplemente la sorprendiera? ¡Aquella
sonrisa indescifrable!)
Cuando nos sentamos,
Sundara seguía todavía emanando puro Kama-Sutra. Lamont Friedman,
sentado justo enfrente de ella en la mesa redonda que nos habían asignado, se
movió inquieto y tembló cuando los ojos de Sundara cayeron sobre los suyos, y
la miró con una feroz intensidad, mientras que los músculos de su largo y
estrecho cuello se contraían nerviosamente. Mientras tanto, de forma algo más
discreta, pero no menos intensa, la señora Yarber, la compañera de Friedman de
aquella velada, la observaba también fijamente.
Friedman. Tenía unos
veintinueve años, era increíblemente delgado y medía alrededor de 2,30 metros.
Poseía una prominente nuez y ojos saltones y un poco locos; una densa masa de
ensortijados cabellos castaños se desbordaba sobre su cabeza, como una extraña
criatura de otro planeta que estuviese atacándole. Había salido de Harvard con
fama de brujo en temas monetarios y, tras establecerse en Wall Street cuando
contaba sólo diecinueve años, se había convertido en el mago jefe de un grupo
de financieros llamado Asgard Equities, que, mediante una serie de golpes
relámpago: bombeo de opciones, ofertas falsas, operaciones dobles con opción de
compra y venta, y otras muchas técnicas que apenas logro entender, había
alcanzado en cinco años el control de un imperio de corporaciones de más de un
billón de dólares, con extensas propiedades en todos los continentes, salvo la
Antártida. (Y no me sorprendería saber que Asgard se encargaba del cobro de
impuestos para McMurdo Sound).
La señora Yarber era una
mujercita rubia, de unos treinta años más o menos, esbelta y con un rostro
juguetón y resuelto, de rasgos enérgicos, ojos vivos y labios finos. Sus
cabellos, cortos como los de un muchacho, caían en forma de grandes mechones
sueltos sobre su alta e inquisitiva frente. Apenas llevaba maquillaje, sólo una
casi imperceptible línea azul alrededor de los labios, y sus ropas eran
austeras: una especie de jubón color paja y una falda recta y sencilla que le
llegaba hasta las rodillas. El efecto que causaba era discreto e incluso
ascético, pero, mientras nos sentábamos, me di cuenta de que había logrado
equilibrar bastante su imagen esencialmente asexuada con un toque
sorprendentemente erótico: la falda era completamente abierta desde las caderas
hasta el borde inferior, en un ancho de quizá unos veinte centímetros, pero
sólo por el lado izquierdo; y, cuando se movía, dejaba entrever una pierna
suavemente musculosa, un muslo liso y moreno, y parte del trasero. A medio
muslo, sujeto por medio de una cadenilla, llevaba el pequeño y abstracto
medallón del Credo del Tránsito.
Y comenzó la cena.
Consistía en el menú habitual: ensalada de frutas, consomé, un filete
«Protosoy», con guarnición de guisantes y zanahorias, botellas de Borgoña
californiano, pescado de Alaska, todo ello servido con el máximo de estruendo y
el mínimo de gracia por miembros de impasibles rostros pertenecientes a las
oprimidas minorías raciales. Ni los alimentos ni la decoración tenían el menor
buen gusto, pero a nadie le importaba. Estábamos todos tan drogados, que el
menú parecía ambrosia y el hotel el Walhalla. Mientras comíamos y charlábamos,
toda una serie de politiquillos fueron desfilando de mesa en mesa, dando
golpecitos en las espaldas y apretones de manos, y tuvimos también que soportar
toda una procesión de autosuficientes viudas de políticos, casi todas
sesentonas, regordetas y grotescamente ataviadas al último grito, dando vueltas
y disfrutando de su proximidad a los poderosos y a los famosos. El nivel sonoro
debía ser de veinte decibelios por encima del de las cataratas del Niágara. De
diversas mesas surgían borbotones de chillonas risas cuando algún jurista de
plateados cabellos o algún venerado legislador contaba su chiste escabroso
favorito sobre un
político/republicano/maricón/negro/puertorriqueño/judío/irlandés/italiano/médico/
abogado/rabino/sacerdote/mujer o mañoso, en el más rancio estilo 1965. Como me
ocurría siempre en aquellos acontecimientos, me sentía como un visitante
procedente de Mongolia arrastrado sin un manual de instrucciones a algún
desconocido rito tribal norteamericano. Podría haber resultado inaguantable de
no haber seguido circulando cigarrillos de polvo de hueso de la mejor calidad;
el Nuevo Partido Demócrata de Nueva York puede mostrarse algo tacaño con los
vinos, pero sabe cómo comprar la droga.
Para cuando empezaron los
discursos, hacia las nueve y media, en el seno de aquel rito se desarrollaba
otro distinto: Friedman enviaba señales casi desesperadas de deseo a Sundara, y
Catalina Yarber, aunque claramente atraída también por ella, se me estaba
ofreciendo a mí sin palabras, de forma fría y carente de emoción.
Mientras que el maestro de
ceremonias, Lombroso, que consiguió resultar elegante y rudo al mismo tiempo,
desempeñaba su rutinaria función, alternando burlescos ataques a los más
distinguidos miembros del partido presentes en el salón con los obligados
gorigoris a los mártires tradicionales: Roosevelt, Kennedy, King, Roswell, y
Gottfried.
Sundara se inclinó hacia
mí, y susurró:
—¿Te has fijado en
Friedman?
—Diría que me quiere poner
los cuernos.
—Creí que los genios serían
algo más sutiles.
—Quizá piensa que la forma
más sutil de insinuarse es precisamente la menos sutil —sugerí.
—Bien, pero me parece que
se está comportando como un adolescente.
—En ese caso, peor para él.
—¡Oh, no! —dijo Sundara—.
Le encuentro atractivo. Raro, pero no repulsivo, ¿entiendes? Casi fascinante.
—Entonces parece que el
método directo le está dando resultado. ¿Lo ves? Es un genio.
Sundara se rió.
—La Yarber anda detrás de
ti. ¿Es un genio también?
—Creo, amor, que es a ti a
quien desea. Se llama el método indirecto.
—¿Qué te parece que
hagamos?
Me encogí de hombros.
—Decídelo tú.
—A mí me apetece. ¿Qué te
parece a ti la Yarber?
—Apuesto a que posee mucha
energía.
—Yo también. Entonces, ¿un
grupo de cuatro para esta noche?
—¿Por qué no? —respondí
mientras que, en su presentación de Paul Quinn, Lombroso lograba que el público
lanzara una ensordecedora carcajada con un climax poliétnico refinadamente
elaborado.
Obsequiamos al alcalde con
una gran ovación en pie, perfectamente coreografiada por Haig Mardikian desde
el estrado. Al sentarme, hice llegar hasta Catalina Yarber un telegrama de
lenguaje corporal que puso manchas de color en sus pálidas mejillas. Sonrió
levemente. Dientes regulares, pequeños y afilados, muy juntos. Mensaje
recibido. Estaba hecho. Sundara y yo tendríamos una aventura con aquellos dos
esa noche. Éramos más monógamos que la mayoría de las parejas, de ahí que nos
atuviésemos al sistema básico de grupo de dos, pues no se habían hecho para
nosotros los vocingleros hogares con varios padres de familia, las disputas en
relación con la propiedad privada, el cuidado comunal de los niños. Pero la
monogamia es una cosa y la castidad otra muy distinta, y si la primera aún
subsiste, aunque muy metamorfoseada por las evoluciones de la era, la segunda
se esfumó en la noche de los tiempos. Me agradó la perspectiva de pasar por la
piedra con la pequeña y enérgica señora Yarber. Y, sin embargo, me encontré
envidiando a Friedman, como siempre he envidiado a la pareja de Sundara en
aquellas veladas, pues disfrutaría de una mujer única, que seguía siendo para
mí la más apetecible del mundo, mientras que yo debía conformarme con alguien a
quien deseaba, pero siempre menos que a ella. Una medida de amor, supongo, pues
de eso se trataba, de amor en el contexto de la exofidelidad. ¡Qué suerte la de
Friedman! ¡Dormir con Sundara por primera vez es algo irrepetible!
Quinn habló. No es ningún
histrión y pronunció sólo algunos chistes, casi por obligación, a los que sus
oyentes, con gran tacto, reaccionaron exageradamente; luego pasó a los temas
serios, el futuro de la ciudad de Nueva York; el futuro de los Estados Unidos,
el futuro de la Humanidad en el próximo siglo. El año 2000, nos dijo, posee un
enorme sentido simbólico; se trata, literalmente, de la llegada de un nuevo
milenio. Cuando cambie la cifra, borremos la pizarra y comencemos de nuevo,
recordando, pero no repitiendo, los errores del pasado. Durante todo el siglo
XX, afirmó, hemos estado sometidos a la prueba del fuego, soportado grandes
transformaciones, trastornos y daños; nos hemos encontrado en diversas
ocasiones muy cerca de la destrucción de toda vida sobre el planeta Tierra; nos
hemos enfrentado con la posibilidad de una plaga de hambre universal y de
pobreza universal; nos hemos entregado neciamente a décadas de inestabilidad
política que podían haber sido evitadas; hemos sido víctimas de nuestra propia
codicia, de nuestro propio miedo, odio e ignorancia; pero ahora, con la energía
de la reacción solar bajo nuestro control, con una población estabilizada, con
un razonable equilibrio entre la expansión económica y la protección del medio
ambiente, ha llegado el momento de edificar la sociedad definitiva, un mundo en
el que prevalezca la razón y triunfe la justicia, un mundo en el que pueda
producirse el pleno florecimiento de las potencialidades humanas.
Y así sucesivamente, nos
fue mostrando una espléndida visión de la era que se abría ante nosotros. Con
noble retórica, especialmente para un alcalde de Nueva York, tradicionalmente
más preocupado por los problemas del sistema escolar y la agitación de los
sindicatos de funcionarios civiles que por el destino de la humanidad. Habría
resultado fácil desechar el discurso como meramente bello y ampuloso; pero no,
era imposible, pues encerraba un significado que desbordaba al de su propio
tema, pues lo que estábamos oyendo era el primer clarinazo que presagiaba la
aparición de un líder mundial. Allí seguía, pareciendo medio metro más alto de
lo que realmente era, con el rostro sonrojado, los ojos brillantes, los brazos
cruzados en aquella pose tan característica, reveladora de una energía en
reposo, golpeándonos con aquellas frases como clarines:
«...cuando cambie la cifra,
borremos la pizarra...»
«...hemos estado sometidos
a la prueba del fuego...»
«...ha llegado el momento
de edificar la sociedad definitiva...»
La Sociedad Definitiva. Pude escuchar el clíck y el
zumbido, pero el sonido no procedía tanto del cambio de cifra como de la
aparición de un nuevo slogan político, y no se necesitaba grandes dotes
estocásticas para adivinar que todos nosotros oiríamos hablar más, mucho más,
de la Sociedad Definitiva antes de que Paul Quinn hubiese acabado con nosotros.
Pero, ¡maldita sea,
resultaba tan arrollador! Estaba deseoso de marcharme y vivir lo que aquella
noche me reservaba; y, sin embargo, allí permanecía inmóvil, absorto, al igual
que toda su audiencia de políticos borrachos y famosos drogados, e incluso los
camareros interrumpieron su eterno ruido de bandejas mientras la espléndida voz
de Quinn tronaba por el salón. Desde aquella primera noche en casa de Sarkisian
le había venido viendo hacerse cada vez más fuerte, más sólido, como si su
carrera ascendente le hubiese confirmado su valoración de sí mismo y eliminado
cualquier resto de timidez que hubiese podido quedarle. Ahora, resplandeciente
bajo los focos, parecía un vehículo para la transmisión de energías cósmicas;
contenía y emanaba de él un poder tan irresistible que me sentí profundamente
conturbado. ¿Un nuevo Roosevelt? ¿Un nuevo Kennedy? Temblé. Un nuevo
Carlomagno, un nuevo Mahoma, puede que un nuevo Gengis-Khan.
Terminó con una fioritura
verbal y todos nos pusimos en pie, aclamándole. No hubo ya necesidad de que
Mardikian coreografiase la escena, la gente de los medios de comunicación
corrían a reclamar las cintas grabadas del discurso, mientras que los
endurecidos hombres de club aplaudían frenéticamente, las mujeres lloraban, y
Quinn, sudoroso, con los brazos extendidos, aceptaba nuestro homenaje con
tranquila satisfacción, y yo experimentaba ya cuáles serían las primeras
reacciones ante aquella conmoción en todos los Estados Unidos.
Pasó una hora antes de que
Sundara, Friedman, Catalina y yo pudiésemos salir del hotel. A la cápsula y
rápidamente a casa. En el trayecto, un embarazoso silencio; los cuatro
estábamos deseando poner manos a la obra, pero las convenciones sociales
prevalecieron momentáneamente, y fingimos cierta frialdad; aparte de ello,
Quinn nos había abrumado. Estábamos todavía demasiado llenos de él, de sus
resonantes frases, de su presencia vital, que permanecimos mudos, como fuera de
nosotros mismos, todavía atónitos. En casa, ninguno daba el primer paso.
Charlamos. Coñac, polvo de huesos, un recorrido por el apartamento; Sundara y
yo les mostramos los cuadros, las esculturas, los artefactos primitivos, la
vista sobre el horizonte de Brooklyn; nos fuimos sintiendo menos incómodos unos
con otros, pero seguía sin haber tensión sexual alguna; aquel estado de ánimo
de anticipación erótica que se había ido desarrollando tan excitadamente tres
horas antes se desintegró totalmente por el impacto del discurso de Quinn. ¿Era
Hitler una experiencia orgásmica? ¿Lo era Julio César? Nos tendimos sobre la
gruesa alfombra blanca. Más coñac. Más polvo de huesos. Quinn, Quinn, Quinn: en
lugar de dedicarnos al sexo hablábamos de política. Finalmente, de la forma más
espontánea, Friedman puso la mano sobre el tobillo de Sundara y luego la fue
subiendo hasta llegar hasta la pantorrilla. Era como una señal. Intensificamos
la intensidad.
—Tiene que presentarse el
año que viene —dijo Catalina Yarber, maniobrando ostensiblemente, de forma que
la raja de la falda se le abriese al máximo, y mostrando el liso bajo vientre,
cubierto de rubios rizos.
—Leydecker tiene ya ganada
la nominación —opinó Friedman, mostrándose cada vez más osado, acariciando los
pechos de Sundara.
Pulso el conmutador de la
luz, poniendo en marcha el reostato de luz alterada, y la habitación adquiere
una brillante textura psicodélica. Los fuegos de aquelarre giran, se enroscan y
danzan continuamente. La Yarber nos ofrece un nuevo cigarrillo de polvo de
huesos.
—Es de Sikkim —afirmó—. Lo
mejor que hay —a Friedman, le responde—: Sé que Leydecker lleva ventaja, pero
Quinn le puede echar a la cuneta si se lo propone. No podemos esperarle otros
cuatro años.
Aspiro profundamente el
cigarrillo y la droga de Sikkim provoca una reacción realimentadora en mi
cerebro:
—El año que viene es
demasiado pronto —les digo—. Quinn ha estado fantástico esta noche, pero no
tenemos tiempo suficiente como para darle a conocer en todo el país hasta
noviembre del año que viene. En cualquier caso, Mortonson tiene la reelección
tirada. Dejemos que Leydecker se gaste el año que viene y que Quinn se presente
en el 2004.
Hubiese seguido contándoles
toda la falsa estrategia de oferta para la vicepresidencia, pero Sundara y
Friedman se desvanecieron en las sombras y a Catalina había dejado de
interesarle la política.
Nos despojamos de las
ropas. Tenía un cuerpo esbelto, atlético, casi tan liso y musculado como el de
un muchacho. Los pechos eran mayores de lo que yo había pensado y las caderas
más estrechas. Se mantuvo todo el tiempo con el emblema del Credo del Tránsito
encadenado al muslo. Sus ojos brillaban, pero su piel estaba fría y reseca y
sus pezones no se habían levantado; sintiera lo que sintiera, desde luego no era
un irresistible deseo físico de Lew Nichols. Lo que yo sentía hacia ella era
curiosidad y una cierta predisposición remota a fornicar; indudablemente, ella
no sentía mucho más hacia mí. Nuestros cuerpos se entrelazaron, nos acariciamos
la piel, unimos nuestras bocas y retozamos con las lenguas. Era todo tan
impersonal que temí que no se me levantara nunca, pero actuaron los reflejos
habituales, los familiares y fiables mecanismos hidráulicos comenzaron a
bombear sangre hacia mis ijares y sentí la palpitación adecuada, el
endurecimiento apropiado.
—Ven —dijo ella—, nace para
mí ahora.
Una frase extraña.
Posteriormente me enteré de que formaba parte del Credo del Tránsito. Me situé
encima de ella, sus muslos esbeltos y fuertes me atenazaron, y la penetré.
Nuestros cuerpos se
movieron arriba y abajo, adelante y atrás. Adoptamos distintas posiciones,
repitiendo sin mucho entusiasmo el repertorio habitual. Poseía grandes
habilidades, pero su forma de hacerlo se caracterizaba por una frialdad
contagiosa que me transformaba en una simple máquina de joder, en un frenético
pistón que penetraba inacabablemente en su cilindro, por lo que yo copulaba sin
placer y casi sin sentir sensación alguna. ¿Qué podía estar sacando ella de
todo aquello? No mucho, supuse. Es porque a ella quien le interesaba realmente
es Sundara, y me soporta simplemente para tener una oportunidad con ella. Tenía
razón y, al mismo tiempo, estaba equivocado, pues más adelante me enteraría de
que la fría y desapasionada técnica de la señora Yarber no se debía tanto a
falta de interés por mí como a las enseñanzas del Tránsito. Según los buenos
ministros de dicha fe, la sexualidad le atrapa a uno en el aquí y el ahora y
aplaza las transiciones, cuando la transición lo es todo: el único estado
inalterable es el de la muerte. Por tanto, debe realizarse el coito sólo si no
hay más remedio o si permite alcanzar un objetivo más elevado, pero si uno no
desea encenagarse en la condición intransitiva, no debe dejarse arrebatar por
ninguna sensación de éxtasis.
Así pues, continuamos con
nuestras gélidas contorsiones durante un tiempo que me pareció eterno hasta
que, finalmente, se corrió, o aparentó correrse, con un temblor rápido y
silencioso, y yo, con callado alivio, procedí a cruzar la frontera que ponía
fin al acto. Nos apartamos el uno del otro, con la respiración apenas
entrecortada.
—Me gustaría algo más de
coñac —dijo al cabo de un rato.
Me levanté para cogerlo.
Desde lejos llegaban los
suspiros y gemidos de un placer más ortodoxo. El de Sundara y Friedman.
—Eres muy competente —dijo
Catalina.
—Gracias —respondí algo
inseguro. Hasta entonces nadie me había dicho nada parecido; me pregunté cómo
debía responder y decidí no hacer ningún intento de reciprocidad. Coñac para
los dos. Se sentó, cruzó las piernas, se alisó el pelo y sorbió el licor.
Parecía no haber sudado, no haberse agitado, de hecho, no haber jodido. Y, por
raro que parezca, resplandecía de energía sexual; parecía auténticamente
satisfecha con lo que habíamos hecho y genuinamente satisfecha conmigo.
—Lo digo de veras —dijo—.
Eres estupendo. Lo haces con vigor y distanciamiento.
—¿Distanciamiento?
—Sin apego, diría yo.
Nosotros lo valoramos mucho. Es lo que buscamos en el Tránsito, no apegarnos a
las cosas. Todos los procesos del Tránsito favorecen la creación de fluidez, de
un cambio en constante evolución, y si no evitamos sentir apego por algún
aspecto del aquí y ahora, si nos dejamos atrapar por el placer erótico, por las
riquezas, por cualquier aspecto del ego que nos una a estados intransitivos...
—Catalina...
—¿Sí?
—Estoy cansado. No es mi
momento para lecciones de Teología.
Sonrió.
—El mayor disparate de
todos —dijo— es sentir apego por el no apego. Tendré piedad. Ni una palabra más
sobre el Tránsito.
—Te estoy muy agradecido.
—¿En algún otro momento,
quizá? Tú y Sundara, los dos juntos. Me encantaría poder explicaros nuestras
enseñanzas...
—Por supuesto —repliqué—.
Pero no ahora.
Bebimos, fumamos y,
eventualmente, nos encontramos fornicando de nuevo; para mí era como una forma
de defenderme de su ímpetu proselitista. En esta ocasión sus doctrinas debían
ocupar un lugar algo menos de primera línea en su consciencia, pues nuestro
intercambio tuvo algo menos de copulación y mucho más de hacer el amor. Hacia
el amanecer, aparecieron Sundara y Friedman, ella suave y resplandeciente, él
huesudo, exhausto e incluso un poquitín aturdido. Ella me envió un beso desde
una distancia de doce metros, un beso con el gesto: «Hola, amor —parecía
decir—, te quiero más que a nadie». Me dirigí a ella, se apretó fuertemente a
mí cuerpo, yo acaricié el lóbulo de su oreja, y le pregunte:
—¿Te has divertido? —ella
asintió con la cabeza, como en sueños. Friedman debía contar también con
ciertas habilidades, y no todas financieras—. ¿Te ha hablado también del
Tránsito? —Sundara negó con la cabeza—. Friedman no pertenece todavía al
Tránsito —susurró—, aunque Catalina le había estado trabajando.
—También me está trabajando
a mí —dije.
Friedman estaba hundido en
el sofá, con la mirada empañada, contemplando cansinamente el amanecer sobre
Brooklyn. Con su dominio de la erotología clásica hindú, Sundara era un plato
fuerte para cualquier hombre.
«... cuando una mujer se
aferra a su amante como una serpiente se enrosca alrededor de un árbol, atrae
su cabeza hacia sus anhelantes labios; cuando luego le besa emitiendo un sonido
ligeramente silbante y le mira prolongada y tiernamente, con las pupilas
dilatadas por el deseo, está practicando la postura conocida como A brazo de la
Serpiente...»
—¿Quién quiere desayunar?
—pregunté. Catalina sonrió evasivamente; Sundara se limitó a inclinar la
cabeza, y Friedman no reflejó el menor entusiasmo.
—Luego —dijo, con voz
apenas más audible que un susurro. No era nada más que un desecho agotado de
hombre.
«... cuando una mujer
pone un pie sobre el de su amante, y el otro alrededor de su muslo; cuando
coloca un brazo alrededor de su cuello y el otro alrededor de su costado, y le
susurra suavemente su deseo, como si desease trepar por el firme tronco de su
cuerpo y robarle un beso, está practicando la postura conocida como Trepar al
Árbol...»
Los dejé repartidos por
diversas zonas del salón y me dirigí a darme una ducha. No había dormido nada,
pero mi cerebro estaba activo y despierto. Una noche extraña, una noche de
plenitud. Me sentí más vivo que en bastante tiempo, y experimenté un cosquilleo
estocástico, una vibración de clarividencia, que me advirtió que me estaba
aproximando al umbral de una nueva transformación. Tomé la ducha al máximo de
su potencia, buscando el mayor estímulo vibratorio posible, recibiendo ondas
ultrasónicas que penetraban en mi palpitante sistema nervioso, que se
desperezaba; y salí de ella buscando nuevos mundos que conquistar.
En el salón sólo estaba
Friedman, todavía desnudo, todavía con los ojos vidriosos, todavía en posición
supina sobre el sofá.
—¿Dónde han ido? —pregunté.
Señaló lánguidamente con el
dedo el dormitorio principal. Así pues, Catalina había logrado marcar su gol
después de todo.
¿Se esperaba de mí ahora
que me mostrase igualmente hospitalario para con Friedman? Mi coeficiente de
bisexualidad no es muy elevado y, justo en aquel momento, no me inspiraba la
menor inclinación gay. Pero no, Sundara había agotado su libido;
no daba señales de nada, salvo de agotamiento.
—Eres un hombre de suerte
—susurró al cabo de un rato—. ¡Qué mujer tan maravillosa!... ¡Qué... mujer
tan... —creí que se había quedado dormido—...maravillosa...! ¿Está a la venta?
—¿A la venta?
Parecía decirlo casi en
serio.
—Me estoy refiriendo a tu
esclava oriental.
—¿Mi esposa?
—La compraste en el mercado
de esclavos de Bagdad. Te doy quinientos dinares por ella, Nichols.
—Ni hablar.
—Mil. —No la vendo ni por
dos imperios —dije.
Se rió.
—¿Dónde la encontraste?
—En California.
—¿Hay muchas más como ella
allí?
—Es única —le respondí—. Al
igual que yo, que tú, que Catalina. La gente no se fabrica en modelos estándar,
Friedman. ¿Quieres desayunar ya?
Bostezó.
—Si deseamos nacer de nuevo
al nivel adecuado tenemos que aprender a purificarnos de las necesidades de la
carne. Eso dice el Tránsito. Mortificaré mi carne renunciando de entrada a
desayunar —cerró los ojos y se quedó traspuesto.
Desayuné solo, contemplando
cómo, a través del Atlántico, llegaba el día hasta nosotros. Cogí el New
York Times matutino del casillero de la puerta y me alegró ver que el
discurso de Quinn merecía los honores de la primera página, con una foto a dos
columnas, el alcalde pide una plena potenciación humana. Ese era el titular,
algo por debajo del nivel de concisión propio del Times. El reportaje
empleaba su slogan de «La Sociedad Definitiva» como muletilla, y, en las
primeras veinte líneas, citaba media docena de sus frases más afortunadas. El
reportaje pasaba luego a la página 21, en la que reproducía el texto completo
del discurso. Me puse a leerlo y, según avanzaba, me encontré preguntándome a
mí mismo por qué me había conmocionado tanto, ya que, en letra impresa, el
discurso parecía carecer del menor contenido real; era un objeto puramente
verbal, una recopilación de frases con gancho que no contenían programa alguno,
que no formulaban sugerencias concretas. Y a mí, anoche, me había parecido como
el borrador de la Utopía. Sentí un escalofrío. Quinn no nos había ofrecido nada
más que una simple armadura; yo mismo le había colgado los adornos y galones,
todas mis vagas fantasías de reforma social y transformación del milenio. La
actuación de Quinn no pasó de ser un carisma en acción, una fuerza elemental
que nos había arrollado desde el estrado. Así ocurre con todos los grandes
líderes, la mercancía que venden es su propia personalidad. Las ideas sin más
pueden reservarse para hombres de menor calibre.
El teléfono sonó poco
después de las ocho. Mardikian deseaba distribuir mil videotapes del discurso a
las organizaciones del Nuevo Partido demócrata de todo el país, ¿qué opinaba
yo? Lombroso le había comunicado que, como consecuencia del discurso, tenía ya
ofertas de hasta medio millón con destino al todavía inexistente fondo para la
campaña de Quinn a la presidencia. Missakian... Ephrikian... Sarkissian...
Cuando me dejaron por fin
tranquilo, entré en el salón y me encontré a Catalina Yarber, en blusa y
todavía con la cadenilla al muslo, intentando despertar a Lamont Friedman. Me
dirigió una sonrisa gatuna.
—Sé que nos vamos a ver
mucho —dijo ronroneando.
Se marcharon. Sundara
siguió durmiendo. No hubo más llamadas telefónicas. El discurso de Quinn estaba
creando una enorme conmoción en todas partes. Finalmente apareció, desnuda,
deliciosa, adormilada, pero perfecta en su asombrosa belleza; ni tan siquiera
tenía ojeras.
—Creo que me interesa aprender algo más sobre el
Tránsito —dijo.
14
Tres días después llegué a
casa y me quedé sorprendido al encontrar a Sundara y Catalina, ambas desnudas,
arrodilladas una al lado de la otra sobre la alfombra de la sala de estar. ¡Qué
hermosas resultaban! El blanco cuerpo junto al de color chocolate, el cabello
corto y rubio junto a la negra y larga cascada, los pezones oscuros y
sonrosados. Pero no se trataba del preludio de una orgía pasha. El
aire estaba cargado de incienso y recitaban letanías: «Todo pasa», musitaba la
Yarber, y Sundara repetía: «Todo pasa». La oscura seda del muslo izquierdo de
mi esposa, rodeada por una cadena de oro, de la que colgaba el medallón del
Credo del Tránsito.
Tanto ella como Catalina
mostraron hacia mí una actitud cortés y de «no nos molestes», y siguieron con
lo que estaban haciendo, que era evidentemente una especie de catequización.
Creí que, en algún momento, se levantarían y desaparecerían en el dormitorio,
pero no, la desnudez era una cuestión puramente ritual y, cuando hubieron
acabado con sus letanías, se vistieron, hicieron té y cotillearon como viejas
amigas. Aquella noche, cuando me aproximé a Sundara, me dijo con toda gentileza
que justo en aquel momento no podía hacer el amor. No es que no le
apeteciera o que no quisiera, sino que no podía. Era como si
hubiese entrado en un estado de pureza que, de momento, no debía verse
degradado por el deseo carnal.
Así comenzó la travesía de
Sundara hacia el Tránsito. En un principio hubo únicamente la meditación
matutina, diez minutos de silencio; luego las lecturas vespertinas de
misteriosos libros pobremente editados en papel barato; a la segunda semana me
comunicó que todos los martes por la noche habría una reunión en la ciudad,
¿podía apañarme sin ella? Las noches de los martes se convirtieron también en
noches de abstinencia sexual para nosotros; a ese respecto se mostró
apologética, pero firme. Parecía distante, preocupada, absorta por su
conversión. Dejó de importarle incluso la galería de arte que dirigía tan
competentemente. Sospeché que, durante el día, se reunía frecuentemente con
Catalina en el centro de la ciudad; y no me equivocaba, aunque, llevado por mi
forma de pensar, materialista y occidental, me imaginaba que se limitaban a
disfrutar de un affaire amoroso, a verse en habitaciones de hotel para
celebrar sus apasionados encuentros de lenguas y cuerpos, cuando, de hecho, lo
que había sido seducido era mucho más el alma de Catalina que su cuerpo. Viejos
amigos me habían prevenido hacía ya mucho tiempo: cásate con una hindú y te
pasarás el día rezando desde la mañana a la noche, te convertirás en
vegetariano y te tendrá todo el tiempo cantando himnos a Krishna. Me reí de
ellos. Sundara era norteamericana, occidental, terrenal. Pero ahora veía cómo
sus genes sánscritos se tomaban la revancha.
Por supuesto, el Tránsito
no era una religión hindú, sino más bien una mezcla de budismo y fascismo, un
estofado compuesto de zen, tantra, platonismo y teoría del Gestalt, y sazonado
por teorías económicas poundianas, y entre sus creencias no figuraban ni
Krishna, ni Alá, ni Jehová, ni ninguna otra divinidad. Naturalmente, había
surgido en California hacía seis o siete años, y era un producto típico de los
salvajes años noventa, que habían seguido a los alicaídos ochenta, y a los
terribles setenta, y, diligentemente propagado por una horda cada vez mayor de
devotos ministros, se difundió rápidamente por zonas menos favorecidas, como el
este de Estados Unidos. Hasta la conversión de Sundara le había prestado poca o
ninguna atención; no me resultaba repulsivo, sino más bien indiferente. Pero,
según iba absorbiendo cada vez más y más energías de mi esposa, comencé a
estudiarlo más atentamente.
La noche que nos acostamos
juntos, Catalina Yarber había podido expresar en cinco minutos la mayoría de
sus creencias o dogmas. Este mundo carece de importancia, afirman los
seguidores del Tránsito, y nuestro paso por él es como un viaje breve, rápido e
insignificante. Lo atravesamos, renacemos, volvemos a atravesarlo, seguimos
haciéndolo una y otra vez hasta que, al fin, nos vemos liberados de la rueda
del karma y pasamos al feliz aniquilamiento del nirvana, en el que nos
convertimos en parte del cosmos. Lo que nos ata a la rueda es el apego al ego;
nos aferramos a las cosas, a las necesidades y a los placeres, a la
autogratificación, y, mientras conservamos un yo que exija gratificación,
renaceremos una y otra vez en esta sombría bola de barro carente de sentido. Si
deseamos elevarnos a un plano superior y, en último extremo, alcanzar el más
elevado de todos, debemos refinar nuestras almas en el crisol de la renuncia.
Todo esto no pasa de ser
teología oriental bastante ortodoxa. La gracia especial del Tránsito radica en
su énfasis, en la volatilidad y la mutabilidad. La transición lo es todo; el
cambio esencial; el estatismo mata; la estabilidad rígida constituye la vía que
conduce a indeseables renacimientos. Los procesos del Tránsito presionan en
favor de una evolución constante, en favor del flujo perpetuo y mercurial del
espíritu, y estimulan un comportamiento difícilmente previsible e incluso
excéntrico. En eso consiste su atractivo: en la santificación de la locura. Sus
ministros afirman que el universo está en evolución constante; no podemos
bañarnos dos veces en el mismo río; debemos fluir y entregarnos; debemos ser
flexibles, proteicos, caleidoscópicos, mercuriales; debemos aceptar el
conocimiento de que la permanencia equivale a un feo espejismo y de que todas
las cosas, incluidos nosotros, se encuentran en un estado de transición
constante y vertiginosa. Pero, aunque el universo es fluido y evolutivo, no
estamos condenados a dejarnos llevar al azar de sus vientos. No, nos dicen los
ministros del Tránsito, porque nada es determinista, porque nada
está irremediablemente ordenado de antemano, porque todo está bajo
nuestro control individual. Somos los que conformamos existencialmente nuestros
destinos, y gozamos de libertad para comprender la Verdad y actuar de acuerdo
con ella. ¿En qué consiste la Verdad? En que debemos elegir libremente no ser
nosotros mismos, desechar las imágenes rígidamente concebidas de nosotros
mismos, pues sólo a través del flujo incontenible de los procesos del Tránsito
podremos abolir las inclinaciones al compromiso del ego que nos atan a estados
intransitivos de rango inferior.
Estas teorías representaban
para mí una amenaza. No me siento cómodo en el caos. Creo en el orden y en la
predecibilidad. Mi don o segunda visión, mi estocasticidad innata, se basa en
la idea de que existen pautas o módulos, de que las probabilidades son algo
real. Prefiero creer que, aunque no es absolutamente cierto que el té puesto al
fuego hierva o que una piedra arrojada al aire caerá antes o después, estos
acontecimientos son extremadamente probables. Me parecía que los creyentes en
la fe del Tránsito luchaban por abolir dicha probabilidad, que su objetivo era
el de que el té puesto sobre el fuego se congelase en vez de hervir.
Volver a casa era ahora
toda una aventura.
Un día había cambiado la
disposición de los muebles. Toda. Todos nuestros efectos, tan
cuidadosamente calculados, habían quedado destruidos. Tres días después me
encontraba los muebles dispuestos de manera distinta, todavía más loca. No hice
comentario alguno ni una sola vez y, al cabo de una semana, Sundara volvió a
colocarlo todo exactamente igual que al principio.
Sundara se tiñó el pelo de
rojo. El resultado era espantoso.
Durante seis días tuvo en
casa un gato blanco y bizco.
Me rogó que la acompañase a
una de las sesiones de los martes por la noche, pero cuando le dije que estaba
de acuerdo, canceló mi cita una hora antes de la prevista para salir, y se
marchó sola, sin darme ninguna explicación.
Estaba en manos de los
apóstoles del caos. El amor engendra paciencia, de forma que me mostré paciente
con ella. Me mostré paciente con todas las locuras que elegía para combatir el
estatismo. Esto es sólo una fase, me dije. Sólo una fase.
15
El 9 de mayo de 1999, entre
las cuatro y las cinco de la madrugada, soñé que el gobernador del Estado,
Gilmartin, estaba siendo ejecutado por un pelotón de fusilamiento.
No puedo ser más exacto
acerca de la fecha y momento, ya que fue un sueño tan vivido, tan parecido a
las noticias de las once revividas en mi cerebro, que hizo que me despertase y
que dictase una nota al respecto al magnetófono que había siempre sobre mi
mesilla de noche. Desde hace mucho tiempo procuro dejar constancia de sueños de
tal intensidad, ya que muchas veces se convierten en premoniciones. La verdad
se aparece también en sueños. El faraón de la historia de José soñó que se
encontraba a la orilla de un río del que surgieron siete vacas gordas y siete
vacas flacas, catorce presagios. Calpurnia vio la estatua de su marido, César,
arrojando sangre la noche anterior a los idus de marzo. Abraham Lincoln soñó
que oía el llanto apagado de plañideros invisibles, se vio a sí mismo bajando
las escaleras para encontrarse con un catafalco en el Salón Este de la Casa
Blanca, con una guardia de honor compuesta por soldados y un cadáver vestido
con ropas funerarias reposando en un féretro, alrededor del cual lloraba una
multitud de ciudadanos. ¿Quién ha muerto en la Casa Blanca?, pregunta el
presidente en sueños, y le responden que el muerto es el presidente, caído a
manos de un asesino. Mucho antes de que Carvajal se introdujese en mi vida, yo
ya sabía que las amarras del futuro son débiles, que los bloques de hielo del
tiempo se rompen y flotan por el inmenso mar hasta llegar a nuestros cerebros
sumergidos en el sueño. Tomé, pues, muy en cuenta mi sueño con relación a
Gilmartin.
Le ví, grueso, sudoroso, un
hombre alto, de rostro redondo y ojos azules, siendo conducido por la fuerza a
un patio desnudo y polvoriento, un lugar de fiero sol y duras y marcadas
sombras. Le llevaba un pelotón de ceñudos soldados vestidos con uniformes
negros. Le ví luchando con sus ligaduras, aspirando aire, retorciéndose,
suplicando, gritando su inocencia. Ví a los soldados hombro con hombro, levantando
los rifles, el inacabable momento en que apuntaban silenciosamente. A Gilmartin
gimiendo, rezando, llorando, encontrando en el último momento un resto de
dignidad, que le permitió ponerse derecho, cuadrar los hombros, mirar de frente
a sus ejecutores, incluso desafiantemente. La orden de disparar, el sonido de
los disparos, el cuerpo retorciéndose y agitándose horriblemente, derrumbándose
sostenido únicamente por las ligaduras...
Pero ¿qué significaba todo
aquello? ¿Un aviso de problemas para Gilmartin, quien había puesto en
dificultades financieras a la Administración de Quinn, y no me caía en absoluto
bien, o simplemente la esperanza de tales problemas? ¿Una señal de que iba a
ser asesinado, quizá? Los asesinatos habían sido muy frecuentes en los noventa,
más incluso que durante la sangrienta era Kennedy, pero me parecía que estaban
ya un poco pasados de moda. En cualquier caso, ¿a quién le iba a interesar el
asesinato de un pobre diablo como Gilmartin? Quizá lo que percibía era una
premonición del fallecimiento de Gilmartin por causas naturales. Pero Gilmartin
presumía de buena salud. ¿Un accidente, entonces? ¿O puede que se tratase
únicamente de una muerte metafórica, de una querella legal, una disputa
política, un escándalo, un impeachment? No sabía cómo interpretar
mi sueño ni qué hacer con él, y, en último extremo, decidí no hacer nada. Y de
este modo perdimos el tren del escándalo Gilmartin, que era de hecho lo que yo
percibía: lo que el destino le reservaba no era el pelotón de ejecución ni el
asesinato, sino la vergüenza, la dimisión, la cárcel. Quinn podía haberlo
capitalizado en gran medida, de haber contado con investigadores municipales
que hubiesen denunciado las manipulaciones de Gilmartin, si el alcalde hubiese
montado en justiciera cólera e informado a la ciudad de que estaba siendo
estafada y se hacía necesaria una investigación. Pero no fui capaz de percibir
el mensaje principal, y tuvo que ser un contable del Estado, no ninguno de los
nuestros, quien finalmente reveló todo el escándalo: cómo Gilmartin había
estado desviando sistemáticamente millones de dólares de los fondos estatales
destinados a la ciudad de Nueva York y enviándolos a los departamentos de
Hacienda de unas cuantas ciudades del norte del Estado, de donde pasaban luego
a su propio bolsillo y a los de un par de funcionarios locales. Me di cuenta
demasiado tarde de que había tenido dos ocasiones para hacer morder el
polvo a Gilmartin, desperdiciando ambas. Un mes antes de mi sueño, Carvajal me
hizo entrega de aquella misteriosa nota. Vigilar a Gilmartin, había sugerido.
Gilmartin, congelación del petróleo, Leydecker, ¿y bien?
—Cuéntame cosas de Carvajal
—le dije a Lombroso.
—¿Qué quieres saber?
—¿Hasta qué punto le ha ido
realmente bien jugando a la Bolsa?
—No está muy claro. Por lo
que yo sé, desde 1993 habrá sacado unos nueve o diez millones en limpio. Puede
que mucho más. Estoy convencido de que trabaja a través de varios agentes de
bolsa, de que emplea cuentas numeradas, hombres de paja y todo tipo de trucos
para ocultar lo que ha estado realmente ganando en Wall Street.
—¿Y lo gana todo
simplemente jugando?
—Todo. Compra, hace que
suban unas acciones, vende. En mi oficina hubo gente que ganó fortunas
limitándose a imitar lo que él hacía.
—¿Es posible —pregunté— que
alguien adivine las tendencias de la Bolsa sin equivocarse, y durante tantos
años?
Lombroso se encogió de
hombros.
—Supongo que unos cuantos
lo han conseguido. Tenemos leyendas sobre grandes especuladores que se remontan
al comienzo del capitalismo. Pero nadie se ha mantenido tan seguro y firme como
Carvajal.
—¿Cuenta con información
interna?
—No puede. No de todas
empresas distintas. Tiene que tratarse de pura intuición. Simplemente compra y
vende, compra y vende, y recoge sus beneficios. Apareció un día, de repente,
abrió una cuenta bancaria, sin referencia de ningún banco, sin la menor
conexión con Wall Street. Siempre hace transacciones en metálico. Nunca
deposita fondos. Actúa como un espectro.
—Sí —dije.
—Es un hombrecillo
tranquilo. Se sienta mirando las pizarras, efectúa sus operaciones sin ruidos,
sin parloteo, sin excitarse.
—¿Se ha equivocado alguna
vez?
—Sí, ha experimentado
algunas pérdidas. Siempre pequeñas. Pérdidas pequeñas y grandes ganancias.
—Me pregunto por qué.
—¿Por qué, qué? —dijo
Lombroso.
—Por qué pérdidas, aunque
sean pequeñas.
—Incluso Carvajal puede
equivocarse. No es infalible.
—¿De veras? —respondí—.
Puede ser que pierda deliberadamente por razones estratégicas. Que se trate de
fallos calculados, destinados a hacer que la gente crea que es humano; o a
impedir que los demás se limiten a copiarle automáticamente y distorsionen las
fluctuaciones.
—¿No crees que es humano,
Lew?
—Sí, creo que lo es.
—¿Entonces?
—Pero con un don muy
especial.
—Para elegir las acciones
que van a subir. Muy especial.
—Más que eso.
—¿Más? ¿En qué sentido?
—No puedo decirlo todavía.
—¿Por qué le temes, Lew?
—preguntó Lombroso.
—¿He dicho que le temiese?
¿Cuándo?
—El día que vino aquí me
dijiste que te hacía temblar, que te infundía miedo. ¿Recuerdas?
—Supongo que lo diría.
—¿Crees que practica la
brujería? ¿Que es como una especie de mago?
—Conozco la teoría de la
probabilidad, Bob. Si hay algo que conozco bien es la teoría de la
probabilidad. Carvajal ha hecho un par de cosas muy alejadas de las curvas
normales de probabilidad. Una es su actuación en la Bolsa, la otra tiene que
ver con este asunto de Gilmartin.
—A lo mejor es que recibe
los periódicos con un mes de adelanto —dijo Lombroso.
Se rió. Yo no.
—No tengo ninguna hipótesis
—dije—. Sólo sé que Carvajal y yo nos dedicamos al mismo tipo de trabajo, y que
me supera hasta tal punto que no cabe ni comparación. Lo que te estoy diciendo
es que me siento confundido y un poco asustado.
Tranquilo hasta el punto de
parecer paternalista, Lombroso se desplazó ágilmente por su majestuoso despacho
y miró fijamente un instante su vitrina repleta de tesoros medievales.
Finalmente, dándome todavía la espalda, dijo:
—Melodramatizas demasiado,
Lew. El mundo está lleno de gente que formula con frecuencia vaticinios
acertados, y tú eres uno de ellos. Está claro que él acierta más que la
mayoría, pero eso no significa que pueda ver el futuro.
—Está bien, Bob.
—¿De veras? Cuando acudes a
mí y me dices que las probabilidades de respuesta pública desfavorable a tal o
cual ley son éstas o aquéllas, ¿estás viendo el futuro o, simplemente,
formulando un vaticinio? No te he oído nunca presumir de ser clarividente, Lew.
Y Carvajal...
—¡Está bien!
—Tranquilo, hombre,
tranquilo.
—Lo siento.
—¿Quieres que te traiga
algo de beber?
—Me gustaría cambiar de
tema —dije.
—¿De qué te gustaría hablar
ahora?
—De la política a seguir
con respecto a la congelación del petróleo.
Asintió con suavidad.
—El Ayuntamiento —dijo— ha
estado estudiando durante toda la primavera un decreto que exige la congelación
de todo el petróleo a bordo de los petroleros que arriben al puerto de Nueva
York. Los defensores del medio ambiente están por supuesto a favor, y, como es
lógico, las empresas petroleras en contra. Los grupos de consumidores no lo ven
con muy buenos ojos, ya que el decreto comporta un aumento de los costes de
refinado y, por tanto, de los precios de venta. Y...
—¿No están dotados ya los
petroleros de un equipo de congelación?
—Sí, lo llevan según una
disposición federal que se remonta a 1983, más o menos. Desde el año en que
empezaron el bombeo pesado en las orillas del Atlántico. Cuando un petrolero
sufre un accidente que provoca la rotura de su estructura, y hay posibilidades
de que se derrame el petróleo, un sistema de mangueras rocía el crudo de la sección
dañada con productos congelantes que convierten el petróleo en una masa sólida.
Esto hace que permanezca dentro del tanque y, aun en caso de que el buque se
hunda, el petróleo congelado flota en grandes bloques muy fáciles de recuperar.
Luego lo único que hay que hacer es calentar los bloques hasta, ¿son unos
ciento treinta grados Fahrenheit?, y vuelve a convertirse en petróleo. Pero
para rociar todo el contenido de uno de esos gigantescos depósitos son precisas
tres o cuatro horas y otras siete u ocho para que el petróleo se congele, por
lo que nos encontramos con un período de unas doce horas a partir del comienzo
del proceso de congelación, en que el petróleo sigue en estado fluido; y, en
doce horas, puede derramarse una enorme cantidad de crudo. El concejal Ladrone
ha ideado un plan que exige que, en el transporte por mar hasta las refinerías,
el petróleo vaya siempre congelado, y no simplemente como medida de emergencia
en caso de accidente. Pero los problemas políticos que esto representa son...
—Hazlo —dije.
—Tengo todo un montón de
documentos a favor y en contra que me gustaría que vieses antes de...
—Olvídate de ellos y hazlo,
Bob. Consigue que el decreto sea aprobado por el comité y transformado en ley
esta misma semana. Que entre en vigor el primero de junio. Deja que las
compañías petrolíferas chillen todo lo que quieran. Haz que se promulgue el
decreto y que Quinn lo firme con una rúbrica bien visible.
—El problema grave —dijo
Lombroso— es que si Nueva York promulga una ley como ésa y los demás puertos de
la costa este no, Nueva York dejará simplemente de ser puerto de entrada para
los crudos que se dirigen a las grandes refinerías del área metropolitana, y
los ingresos que perderemos ascenderán a...
—No te preocupes por eso.
Los pioneros tienen que arriesgarse siempre algo. Consigue hacer pasar el
decreto, y una vez que Quinn lo haya firmado, que exija al presidente Mortonson
la presentación de un decreto parecido al Congreso. Que Quinn ponga de relieve
que la ciudad de Nueva York va a proteger sus playas y costas por encima de
todo, pero que espera que el resto del país no se quede atrás. ¿Lo has
entendido?
—¿No irás demasiado rápido
en este asunto, Lew? No es normal en ti pontificar ex cátedra, así de este
modo, cuando ni tan siquiera has estudiado el tema...
—A lo mejor es que yo
también puedo leer el futuro —dije.
Me reí. El no.
Aunque algo molesto por mi
insistencia en la urgencia del asunto, Lombroso adoptó todas las medidas
necesarias. Hablamos con Mardikian, éste habló con Quinn, y Quinn con el
Ayuntamiento de la ciudad. El proyecto de ley fue aprobado. El mismo día que
Quinn debía firmarlo, apareció en su despacho una delegación de abogados de las
empresas petrolíferas, amenazándole cortésmente con una terrorífica lucha legal
ante los tribunales si no lo vetaba personalmente. Quinn me hizo llamar y
mantuvimos una breve discusión de no más de dos minutos.
—¿Debo aprobar esta ley?
—me preguntó.
—Sí, de verdad —le
respondí, lo que le bastó para expulsar a los abogados de su despacho.
En el momento de estampar
su firma lanzó un discurso improvisado, pero lleno de fuerza, de unos diez
minutos de duración en favor de la obligatoriedad de la congelación a escala
nacional.
Aquél fue un día sin
grandes noticias, y el núcleo del discurso de Quinn, un expresivo fragmento de
unos dos minutos y medio acerca de la degradación del medio ambiente y la
determinación de las personas de no aceptarla pasivamente, fue reproducido en
los noticiarios de la noche de costa a costa.
El momento elegido fue el
perfecto. Dos días después, el superpetrolero japonés Exxon Maru encalló
en las costas de California y se rompió de forma realmente espectacular; el
sistema congelador funcionó mal, y millones de barriles de crudo mancharon toda
la costa desde Mendocino hasta Big Sur. Aquella misma noche, un petrolero
venezolano con rumbo a Port Arthur, en Texas, sufrió un extraño accidente en el
golfo de México, arrojando una enorme masa de petróleo sin congelar contra las
costas del parque natural de grullas cercano a Corpus Christi. Al día siguiente
se produjo una grave marea negra cerca de Alaska, y como si aquellas tres
mareas negras hubiesen sido las primeras que habían asolado el planeta, en el
Congreso todo el mundo se puso de repente a condenar la contaminación y a exigir
la obligatoriedad de la congelación. La recién aprobada legislación de Paul
Quinn para la ciudad de Nueva York se vio repetidamente citada como prototipo
de la ley federal propuesta.
Gilmartin.
Congelación.
Quedaba sólo un punto: Socorro
en lugar de Leydecker antes del verano. Ponerse inmediatamente en contacto con
él.
Críptico y oscuro, como la
mayoría de los augurios de los oráculos. Ninguna de las técnicas estocásticas a
mi disposición me servía para extraer un vaticinio útil. Bosquejé una docena de
hipótesis, pero todas ellas me parecieron disparatadas y sin sentido. ¿Qué tipo
de profeta profesional era yo, cuando me regalaban tres sólidas claves para
descifrar hechos del futuro y sólo era capaz de sacarle partido a una de ellas?
Empecé a pensar que debía
hacerle una visita a Carvajal.
No obstante, antes de que
pudiera hacer nada, una asombrosa noticia llegó del Oeste. Richard Leydecker,
gobernador de California, líder del Nuevo Partido Demócrata, candidato
destacado para la próxima nominación a la presidencia, había fallecido
repentinamente en un campo de golf de Palm Spring en el Memorial Day a la edad
de cincuenta y siete años, heredando su cargo y prerrogativas el subgobernador
Carlos Socorro, quien, en virtud de su control sobre el estado más rico e influyente
de la nación, se convirtió en una poderosa fuerza política del país.
Socorro, quien encabezaría
ahora la nutrida delegación de California en la convención nacional de los
Nuevos Demócratas a celebrar el año siguiente, comenzó a expresar sus
grandilocuentes opiniones ya en su primera conferencia de prensa, que tuvo
lugar dos días después de la muerte de Leydecker. Sin que viniera a cuento,
sugirió que el candidato más adecuado para la nominación por los Nuevos
Demócratas era el Senador Elli Kane, de Illinois, desencadenando así
instantáneamente el boom de Kane para presidente, que habría de hacerse
abrumador en las semanas siguientes.
Yo mismo me había fijado ya
en Kane. Cuando recibí la noticia de la muerte de Leydecker, mi cálculo inmediato
fue que Quinn debería ahora intentar ser nominado para la presidencia en lugar
de la vicepresidencia —¿por qué no aprovechar la publicidad extra, ahora que no
teníamos por qué temer una lucha a muerte contra el omnipotente Leydecker?—;
pero también pensé que debíamos seguir amañando las cosas de tal forma que, en
la Convención, Quinn perdiese frente a un candidato de mayor edad y con menos
encanto, quien se enfrentaría al presidente Mortonson en noviembre. De este
modo, Quinn heredaría los restos de un partido a reconstruir de cara al año
2004. Alguien como Kane, un político fiel a la línea del partido, de aspecto
distinguido, pero insustancial, resultaba el tipo ideal para el papel de «malo»
que arrebata la nominación al meteórico joven alcalde.
No obstante, para que Quinn
pudiese presentar un frente serio contra Kane, necesitábamos el apoyo de
Socorro. En gran parte del país, Quinn seguía siendo una figura poco conocida,
mientras que Kane era famoso y querido en el vasto centro del país. El respaldo
de California, que haría que, si no con mucho más, Quinn contase al menos con
los delegados de los dos estados de mayores dimensiones, le permitiría perder
honrosamente frente a Kane. Me había imaginado que, obedeciendo a los dictados
del buen gusto, se respetaría un intervalo de, como mínimo, una semana, y que
luego podríamos intentar aproximarnos al gobernador Socorro. Pero el apoyo
inmediato de Socorro a Kane lo modificó todo de la noche a la mañana, y dejó a
Quinn «vendido». Nos encontramos de repente con un tour del senador Kane
por toda California, flanqueado por el nuevo gobernador, y formulando alabanzas
a las capacidades administrativas de Socorro.
El arreglo estaba hecho, y
Quinn se quedaba fuera de él. Era evidente que se encontraba en marcha la formación
de una candidatura Kane-Socorro, y que en la Convención del año siguiente
saldrían vencedores incontestables a la primera votación. Si intentaba intrigar
contra ellos en la Convención, Quinn parecería simplemente quijotesco e ingenuo
o, lo que es peor, todo lo contrario. A pesar de la sugerencia de Carvajal, no
nos habíamos puesto a tiempo en contacto con Socorro, perdiendo Quinn la
ocasión de ganarse un poderoso aliado. Eso no representaba un inconveniente
irremediable para las posibilidades presidenciales de Quinn en el 2004, pero,
en cualquier caso, nuestro retraso resultó sumamente costoso.
¡Oh, qué mortificación, qué
vergüenza, qué infamia! ¡Qué amargos remordimientos, Nichols! Aquí, dice el
raro hombrecillo, tiene usted una hoja de papel en la que van escritos tres
fragmentos de futuro. Adopte las medidas que le aconsejen sus propias
capacidades proféticas. Muy bien, muchísimas gracias, le dices, y tus
capacidades proféticas no te dicen nada, y no haces nada. Y el futuro va
deslizándose alrededor de ti hasta convertirse en presente; entonces te das
claramente cuenta de lo que debías haber hecho, y te pareces a ti mismo un
idiota sin remedio.
Me sentí humilde. Me sentí
un inútil.
Me sentí como si hubiese
fracasado en algún tipo de test o prueba.
Necesitaba que me
aconsejaran. Recurrí a Carvajal.
16
¿Puede ser aquí donde viva
un millonario dotado de segunda visión? ¿Un piso pequeño y mugriento en un
ruinoso bloque de apartamentos de más de noventa años, al final de la Flatbush
Avenue, en el más perdido Brooklyn? Dirigirse allí constituyó toda una
aventura. Sabía, como todo el mundo que lleva trabajando algún tiempo en la
administración municipal, qué zonas de la ciudad habían sido condenadas como
carentes de toda esperanza de redención, como fuera del imperio de la ley, y
ésta era una de ellas. Bajó el velo del paso del tiempo y la decadencia, se
podían adivinar allí los restos de una antigua respetabilidad propia de barrio
residencial; había sido en otros tiempos un distrito de baja clase media judía,
una barriada de carniceros kosher y abogados sin éxito; luego a ser de
baja clase media negra, y luego un gueto negro, probablemente con enclaves
puertorriqueños, y ahora no pasaba de ser una especie de jungla, una corroída
tierra de nadie formada por casitas unifamiliares de ladrillo rojo en ruina y
bloques de apartamentos de seis plantas, habitados por vagabundos, drogadictos,
jugadores, espectrales manadas de gatos, gangs de muchachos todavía de
pantalón corto, ratas como elefantes..., y Martín Carvajal. «¿Allí?»,
proferí, cuando, tras sugerir un encuentro con él, me dijo que podíamos
celebrarlo en su casa. Supongo que no mostré mucho tacto asombrándome de ese
modo del lugar en que vivía. Me replicó con amabilidad que no me pasaría nada
malo. «De todas formas, iré con una escolta policial», le dije, y el se rió y
me respondió que ésa era la forma más segura de suscitar problemas, y, una vez
más, me repitió con firmeza que no tuviese miedo, que no correría ningún
peligro yendo solo.
La voz interior, a cuyos
dictámenes siempre me atengo, me dijo que tuviese fe, así que fui a casa de
Carvajal sin escolta policial, aunque no sin miedo.
Los taxis no se aventuraban
por aquella parte de Brooklyn y, por supuesto, el servicio de cápsulas no llega
a lugares como aquél. Tomé un coche sin distintivo del garaje municipal y, no
atreviéndome a poner en peligro la vida de un chofer, lo conduje yo mismo. Como
la mayoría de los neoyorquinos, conduzco poco y mal, y el propio desplazamiento
estuvo ya de por sí lleno de peligros. Pero, sin graves contratiempos, aunque
sí amedrentado, llegué a la hora fijada a la calle de Carvajal. Es cierto que
había pensado en encontrar suciedad, montones de basura en putrefacción en la
calle, y también los solares llenos de cascotes de los edificios demolidos como
mellas en una dentadura machacada a puñetazos, pero no los negros y resecos
cadáveres de animales tirados por el asfalto —¿perros, cabras, cerdos?— ni la
maleza surgiendo entre las grietas del pavimento como si se tratase de una ciudad
fantasma, ni tampoco el vaho de excrementos y orina humanos, ni los remolinos
de arena que llegaban a la altura del tobillo. Cuando salí del coche
refrigerado, tímidamente y lleno de aprensión, me hirió una bofetada de
asfixiante calor. Aunque estábamos sólo a principios de junio, una ola de
calor, más propia de finales de agosto, recocía aquellas sórdidas ruinas. ¿Era
aquello Nueva York? Podría haberse tratado de un puesto avanzado en el desierto
mexicano de hacía un siglo.
Dejé el coche en posición
de plena alarma. Yo llevaba un bastón de seguridad personal de la máxima
potencia y un cono protector, sujeto a las caderas, cuyo fabricante garantizaba
que derribaba cualquier malhechor a unos doce metros de distancia. A pesar de
ello, y mientras cruzaba la lúgubre calzada, me sentí horriblemente indefenso,
sabiendo que carecía de defensa contra cualquier francotirador apostado en los
pisos de arriba. Pero, aunque algunos pálidos habitantes de aquella espantosa
zona me miraron con acritud desde la oscuridad de sus ventanas resquebrajadas y
melladas, y aunque algunos cowboys callejeros de estrechas caderas me
dirigieron largas y amenazadoras miradas, nadie se me aproximó, nadie me
dirigió la palabra, no recibí ninguna ráfaga de disparos desde un cuarto piso.
Cuando entré en el ruinoso edificio en que moraba Carvajal, me sentí casi
aliviado y tranquilo; puede que se calumniase a aquellos barrios, puede que su
negra reputación no fuera sino consecuencia de la paranoia de la clase media.
Posteriormente, me enteré de que, de no ser porque Carvajal había dado órdenes
con respecto a mí seguridad, no hubiese durado ni sesenta segundos fuera de mi
automóvil. Disfrutaba de una enorme autoridad sobre aquella horrible jungla;
para sus fieros vecinos era una especie de brujo, un tótem sagrado, un santón
iluminado, respetado, temido y obedecido. No cabe duda de que, utilizada
juiciosamente y con enorme impacto, su capacidad visionaria le había convertido
en invulnerable —en la selva nadie anda con bromas con los hechiceros—, y de
que aquel día había extendido su manto protector sobre mí.
Su apartamento se
encontraba en el quinto piso. No había ascensor. Cada piso de escaleras
representó toda una aventura. Pude escuchar el deslizarse de gigantescas ratas,
aquellos fétidos olores desconocidos me hacían sentir ahogos y náuseas, me
imaginé a asesinos de siete años acechándome desde cada sombra. Pero llegué a
su puerta sin contratiempos. Me abrió antes de que tocara el timbre. Aun en
aquella tórrida atmósfera, llevaba una camisa blanca con el cuello abrochado,
una chaqueta gris de tweed y una corbata marrón. Parecía un maestro de
escuela esperando a que le recitase mis declinaciones y conjugaciones en latín.
—¿Lo ve? —me dijo—. Sano y
salvo. Lo sabía. Ni el más mínimo daño.
Carvajal vivía en tres
habitaciones: un dormitorio, una sala de estar y una cocina. Los techos eran
bajos, la pintura estaba resquebrajada, las paredes, de un pálido verde,
parecían haber sido pintadas por última vez en los días del «Tricky Dick»
Nixon. Los muebles eran aún más antiguos, con un cierto aire de la era Truman,
hinchados y lacios, con fundas de flores y robustas patas como de rinoceronte.
No había aire acondicionado y la atmósfera era asfixiante; la iluminación era
todavía incandescente y poco potente; el televisor, un arcaico modelo de mesa;
el fregadero de la cocina tenía aún agua corriente, y no un sistema
ultrasónico. Cuando yo era todavía un niño, a mediados de los setenta, uno de
mis mejores amigos era un muchacho cuyo padre había muerto en Vietnam. Vivía
con sus abuelos, y su casa era exactamente como ésta. El apartamento de
Carvajal reproducía fantasmagóricamente el ambiente de la Norteamérica de
mediados de siglo; era como el decorado de una película, o como la habitación
amueblada de un museo.
Con una hospitalidad remota
y abstraída, me invitó a sentarme en el gastado sofá de la sala de estar y se
disculpó por no poder ofrecerme ni bebida ni droga. El no las consumía,
explicó, y en aquel barrio no había mucho que comprar.
—No importa —le dije indulgentemente—.
Con un vaso de agua me conformo.
El agua estaba tibia y
ligeramente turbia. No pasa nada, me dije a mí mismo. Estaba sentado en una
postura poco natural, demasiado derecho, con la columna rígida y las piernas
tensas. Carvajal, encaramado sobre el cojín de un sillón a mi derecha, observó:
—No parece sentirse cómodo,
señor Nichols.
—Me relajaré dentro de un
par de minutos. El desplazamiento hasta aquí...
—Sí, claro.
—Pero no me ha molestado
nadie en la calle. Debo confesar que esperaba problemas, pero que...
—Ya le dije que no le
pasaría nada.
—Sin embargo...
—Si ya le advertí —dijo con
suavidad—. ¿O no me creyó? Debería usted creerme, señor Nichols. Ya lo sabe.
—Supongo que tiene razón
—dije mientras pensaba: Gilmartin, congelación, Leydecker.
Carvajal me ofreció más agua. Sonreí mecánicamente y decliné con la cabeza.
Se produjo un embarazoso silencio. Al cabo de un rato, dije:
—Es raro que una persona
como usted haya elegido vivir en una zona como ésta.
—¿Raro? ¿Por qué?
—Una persona de sus recursos
podría vivir donde quisiera.
—Ya lo sé.
—¿Por qué aquí entonces?
—Siempre he vivido aquí —me
dijo suavemente—. Este es el único hogar que he conocido. Estos muebles
pertenecieron a mi madre, y algunos a la de ella. En estas
habitaciones puedo percibir el eco de voces familiares, señor Nichols. Siento
la presencia viva del pasado. ¿Le parece tan raro seguir viviendo donde uno lo
ha hecho siempre?
—No, pero la barriada...
—Sí, se ha deteriorado
mucho. En sesenta años se producen grandes cambios; pero esos cambios no
resultaron perceptibles de manera molesta. Se ha tratado de una lenta
decadencia, de una decadencia de año en año, últimamente quizá algo más
acusada, pero yo me voy acomodando, me voy ajustando. Me acostumbro a las cosas
nuevas y las convierto en parte del pasado. Y a mí me resulta todo tan
familiar, señor Nichols: los nombres escritos en el cemento fresco cuando se
colocó el pavimento, hace ya tanto tiempo; el gran ailanto en el patio del
colegio, las gárgolas carcomidas por el tiempo sobre la puerta del edificio de
enfrente. ¿Entiende lo que quiero decir? ¿Por qué abandonar todas estas cosas
por una lujosa mansión en Staten Island?
—El peligro es una razón.
—No hay peligro. No para
mí. Esta gente me considera como el hombrecillo que ha vivido siempre aquí,
como un símbolo de estabilidad, como una constante en este universo en perpetuo
cambio. Poseo para ellos un valor de ritual. Represento quizá algo así como un
amuleto de la suerte. En cualquier caso, nunca me ha molestado nadie de los que
viven por aquí. Ni nadie lo hará.
—¿Puede estar seguro de
ello?
—Sí —dijo con seguridad
monolítica, mirándome directamente a los ojos, y sentí de nuevo un escalofrío,
aquella sensación de encontrarme al borde de un abismo aterrador. Se produjo
otro prolongado silencio. Emanaba de él una gran fuerza, un poder que
contrastaba enormemente con su raída apariencia, con sus suaves maneras, con su
expresión ausente y agotada, y aquella fuerza me inmovilizaba. Pude haber
estado sentado así, como congelado, hasta una hora. Finalmente, dijo—: Usted
quería hacerme algunas preguntas, señor Nichols. Asentí con el gesto. Tras una
profunda inspiración, lo solté:
—Usted sabía que Leydecker
iba a morir esta primavera, ¿no? Quiero decir que lo sabía, no que se limitó a
adivinarlo. Usted lo sabía.
—Sí —aquel mismo «sí»
resolutorio e incontestable.
—Usted sabia que Gilmartin
se iba a meter en problemas. Usted sabía que los petroleros iban a derramar
petróleo sin congelar.
—Sí. Sí.
—Usted sabe lo que va a
pasar en la Bolsa mañana y pasado mañana, y ha ganado millones de dólares
empleando ese conocimiento.
—Eso también es cierto.
—Es por tanto correcto
afirmar que usted lee los hechos futuros con extraordinaria claridad, con una
claridad sobrenatural, señor Carvajal.
—Al igual que usted.
—Se equivoca —le respondí—.
Yo no leo el futuro en absoluto, carezco de la menor capacidad para adivinar lo
que va a ocurrir. Sencillamente, soy muy bueno formulando vaticinios, sopesando
las distintas probabilidades y ajustándolas a la pauta más verosímil, pero en
realidad no leo el futuro. Ni tan siquiera puedo estar seguro de no
equivocarme, sólo razonablemente confiado. Todo lo que hago es formular
conjeturas. Usted en cambio lee el futuro. Casi me lo confesó cuando nos vimos
en el despacho de Bob Lombroso. Yo adivino, usted lee el futuro. El futuro es
como una película que se proyectase en el interior de su mente. ¿Tengo o no
tengo razón?
—Sabe usted que la tiene,
señor Nichols.
—Sí. Sé que la tengo. No
cabe duda. Soy perfectamente consciente de lo que se puede lograr aplicando
métodos estocásticos, y que lo que usted hace escapa a las posibilidades de
dichos métodos. Yo quizá hubiese podido predecir la probabilidad de un par de
accidentes de petroleros, pero no que Leydecker se iba a morir o que cogerían a
Gilmartin por chorizo. Podría haber adivinado que esta primavera
moriría alguna figura política clave, pero no exactamente cuál. Podría
haber adivinado que iban a echar a patadas a algún político del Estado, pero no
su nombre. Sus predicciones eran sumamente exactas y específicas. Y eso no son
vaticinios estocásticos. Se parece más a brujería, señor Carvajal. El futuro es
por definición indescifrable. Pero usted parece saber mucho acerca de él.
—Del futuro inmediato, sí.
Lo sé, señor Nichols.
—¿Sólo del futuro
inmediato?
Se rió.
—¿Cree que mi mente penetra
en la totalidad del espacio y del tiempo?
—En este momento no tengo
ni idea de hasta dónde puede llegar su cerebro. Ya me gustaría a mí saberlo. Ya
me gustaría tener alguna idea de cómo funciona y de cuáles son sus límites.
—Funciona tal como usted ha
descrito —replicó Carvajal—. Cuando deseo ver el futuro, lo veo. En
mi interior se proyecta una visión de las cosas, como si fuese una película —lo
decía sin darle la menor importancia. Parecía casi aburrido—. ¿Es a eso a lo
único que ha venido?
—¿No lo sabe? Seguro que ha
visto ya la película de esta conversación.
—Por supuesto que sí.
—Pero se ha olvidado de
alguno de sus detalles.
—Rara vez me olvido de algo
—dijo Carvajal con un suspiro.
—Entonces debe saber ya lo
que le voy a preguntar ahora.
—Sí —reconoció.
—Y aun así, no me
contestará a menos que le formule la pregunta.
—Sí —reconoció.
—Suponga que lo hago
—dije—. Suponga que me marcho ahora mismo, sin plantear lo que se espera vengo
a plantear.
—Eso no sería posible —dijo
Carvajal tranquilamente—. Recuerdo cómo se debe desarrollar esta conversación,
y que usted no se marcha antes de formular su próxima pregunta. Las cosas
ocurren sólo de una manera. Usted no tiene más remedio que decir y hacer las
cosas que yo ví que diría y haría.
—¿Acaso es usted un Dios
que decreta cómo se ha de desarrollar mi vida?
Sonrió apagadamente y negó
con la cabeza.
—Muy, muy mortal, señor
Nichols. Y no decreto nada, aunque sí le digo que el futuro es inmutable; o lo
que usted considera como futuro. Somos ambos actores de un guión que no se
puede reescribir. Venga, representemos nuestro guión. Pregúnteme...
—No. Voy a romper el modelo
que ha establecido y me voy a marchar de aquí.
—... sobre el futuro de
Paul Quinn —terminó.
Estaba ya en el umbral de
la puerta. Pero cuando pronunció el nombre de Quinn me detuve con la mandíbula
laxa, atónito, y me di la vuelta. Esa era por supuesto la pregunta que iba a
formularle, la pregunta que había venido a plantear, la pregunta que había
decidido no formularle cuando comencé a jugar con mi propio destino inamovible.
¡Qué mal lo había hecho yo! ¡Con cuánta suavidad me acababa de manejar
Carvajal! Me había dejado indefenso, derrotado, inmovilizado. Acaso alguien
crea que todavía era libre de marcharme; pero no, no después de que él hubiese
invocado el nombre de Quinn, no después de haberme sobornado con la promesa del
tan anhelado conocimiento, no ahora que Carvajal había demostrado una vez más,
de forma aplastante y definitiva, la precisión de un don para los augurios.
—Es usted quien lo dice
—musité—. Es usted quien formula la pregunta.
Suspiró.
—Si usted quiere.
—Insisto.
—Usted desea preguntarme si
Paul Quinn va a llegar a la presidencia.
—Exactamente —respondí con
voz cavernosa.
—La respuesta es que creo
que sí.
—¿Que cree? ¿Es
todo cuanto puede decirme? ¿Que cree que sí?
—No lo sé.
— ¡Usted lo sabe todo!
—No —dijo Carvajal—. No
todo. Existen ciertos límites, y su pregunta los desborda. La única respuesta
que puedo darle es una simple conjetura, basada en el mismo tipo de datos que
tomaría en consideración cualquier persona interesada en política. Tomando en
cuenta esos factores, creo que es probable que Quinn llegue a ser presidente.
—Pero no lo sabe seguro. No
puede verle llegando a ser presidente.
—Exacto.
—¿Escapa a su alcance? ¿No
va a ocurrir en un futuro inmediato?
—Sí, está fuera de mi
alcance.
—Me está diciendo en ese
caso que Quinn no resultará elegido en el 2000; pero que usted cree que es una
buena apuesta para el 2004, aunque no es capaz de ver tan lejos
como para llegar al 2004.
—¿Creyó alguna vez que
Quinn podría salir elegido en el 2000? —preguntó Carvajal.
—Nunca. Mortonson es
invencible; es decir, salvo que Mortonson se muera de repente, como le ha
ocurrido a Leydecker, en cuyo caso puede salir elegido cualquiera, y Quinn...
—hice una pausa—. ¿Qué prevé para Mortonson? ¿Va a estar viviendo hasta las
elecciones del 2000?
—No lo sé —dijo Carvajal
tranquilamente.
—¿Tampoco sabe eso? Faltan
sólo diecisiete meses para las elecciones. El alcance de su clarividencia no
llega a los diecisiete meses, ¿no?
—Así es, por el momento.
—¿Ha sido alguna vez mayor
que eso?
—Oh, sí —respondió—. Mucho
mayor. A veces he leído el futuro con treinta o cuarenta años de antelación,
pero no ahora.
Intuí que Carvajal estaba
jugando conmigo nuevamente. Exasperado, le dije:
—¿Existe alguna posibilidad
de que recupere su visión a largo plazo, que me dé su visión para las
elecciones del 2004? ¿O aunque sea sólo para las del 2000?
El sudor me resbalaba por
todo el cuerpo.
—Ayúdeme. Para mí es de la
mayor importancia saber si Quinn va a conseguir llegar a la Casa Blanca.
—¿Porqué?
—Bien, porque... —me
detuve, asombrado, al comprobar que, salvo la simple curiosidad, no existía
ninguna otra razón. Me había comprometido a trabajar en pro de la elección de
Quinn; probablemente mi compromiso no dependía de que supiera si lo iba a
conseguir o no. Sin embargo, en aquellos momentos en los que creía que Carvajal
podía darme la respuesta, estaba absolutamente desesperado por saberlo.
Respondí torpemente—. Bien, porque, porque estoy profundamente involucrado en
su carrera, y me sentiría mejor si conociese el rumbo que va a adoptar,
especialmente si supiese que no estábamos desperdiciando todos nuestros
esfuerzos en favor de él. Y... —me detuve, sintiéndome como un imbécil.
—Le he dado la mejor
respuesta que podía. Mi vaticinio es que su hombre llegará a ser presidente
—dijo Carvajal.
—¿El año que viene o en el
2004?
—A menos que a Mortonson le
pase algo, me parece que Quinn no tiene la menor oportunidad antes del 2004.
—Pero ¿no sabe si a
Mortonson le va a pasar algo? —insistí.
—Ya se lo he dicho. No
tengo forma de saberlo. Por favor, créame cuando le digo que no puedo ver en un
plazo tan largo como el de las próximas elecciones. Y, como usted mismo señaló
hace sólo unos minutos, las técnicas probabilísticas no sirven en absoluto para
predecir la fecha de la muerte de ninguna persona. Y las probabilidades no son
mi fuerte. Mis conjeturas son incluso peor que las suyas. En temas
estocásticos, señor Nichols, el experto es usted, no yo.
—¿Me está diciendo que su
apoyo a Quinn no se basa en un conocimiento absoluto, sino sólo en una
intuición?
—¿Qué apoyo a Quinn?
Su pregunta, formulada con
tono inocente, me dejó perplejo.
—Usted creyó que seria un
buen alcalde. Y desea que llegue a ser presidente —dije.
—¿Que yo creí? ¿Que yo
deseo?
—Cuando se presentó a las
elecciones a alcalde, usted donó cuantiosas sumas. ¿O no es eso un apoyo? En
marzo, usted se presentó en el despacho de uno de sus principales estrategas y
ofreció hacer cuanto estuviese en su poder para ayudar a Quinn a escalar un
puesto superior. ¿O no es eso un apoyo?
—No me preocupa lo más
mínimo si Quinn alcanza alguna vez un puesto superior o no —replicó Carvajal.
—¿De veras?
—Su carrera no significa
nada para mí. Nunca lo ha significado.
—Entonces, ¿por qué ofrece
voluntariamente unas sumas tan elevadas al fondo para su campaña? ¿Por qué
ofrece voluntariamente informaciones sobre su futuro a los responsables de dicha
campaña? ¿Por qué siempre voluntariamente...?
—¿Voluntariamente?
—Voluntariamente, sí. ¿O he
elegido mal la palabra?
—La voluntad no tiene nada
que ver con todo esto, señor Nichols.
—Cuanto más hablo con usted
menos le comprendo.
—El término «voluntad» implica
elección, libertad, volición. En mi vida no existen esos conceptos. Apoyo a
Quinn porque sé que debo hacerlo, no porque le prefiera a otros políticos. Fui
al despacho de Lombroso en el mes de marzo porque, meses antes, me había
visto yendo allí, y sabía que, pasara lo que pasara, tenía que ir allí
aquel día. Vivo en este barrio ruinoso porque no me ha sido concedida nunca la
visión de mí mismo viviendo en alguna otra parte, y sé por tanto que debo
permanecer aquí. Le estoy contando todo esto hoy, porque esta conversación me
resulta ya tan familiar como una película que hubiese visto cincuenta veces, y
en consecuencia sé que debo contarle a usted cosas que no he contado jamás a
ningún otro ser humano. Nunca me pregunto por qué. Mi vida carece de sorpresas,
señor Nichols, carece también de decisiones y de volición. Hago lo que sé que
tengo que hacer, y sé que debo hacerlo porque me he visto ya a mí mismo
haciéndolo.
Sus apacibles palabras me
aterrorizaron mucho más que cualquiera de los horrores reales o imaginarios de
la oscura escalera de afuera. Antes de entonces no me había asomado nunca a un
universo del que estuviesen excluidos la libre elección, la casualidad, lo
imprevisto, lo fortuito. Ví a Carvajal como un hombre arrastrado a través del
presente, impotente pero sin quejarse, por su inflexible visión del inmutable
futuro. Me horripilé, pero, al cabo de un instante, aquel mareante terror se
esfumó para no volver nunca más; pues tras la primera visión desconsoladora de
Carvajal como una trágica víctima, tuve otra, más estimulante, de Carvajal como
alguien con un don que no era sino el mío propio elevado a la perfección, como
alguien que ha dejado atrás los caprichos de la casualidad para adentrarse en
el reino de la total previsibilidad. Aquella intuición me hizo sentirme
irremisiblemente atraído por él. Sentí cómo nuestras almas se fundían, y supe
que no me vería libre de él nunca más. Era como si aquella fría fuerza que
emanaba de él, aquella helada radiación que nacía de su extraña naturaleza y que
le había hecho tan repulsivo para mí, hubiese cambiado ahora de signo y me
empujase irresistiblemente hacia él.
—¿Siempre interpreta las
escenas que ve?—dije.
—Siempre.
—¿No intenta nunca cambiar
el guión?
—Nunca.
—¿Por qué le da miedo lo
que podría ocurrir si lo hiciese?
Negó con la cabeza.
—¿Cómo voy a tener miedo de
nada? Tememos a lo desconocido, ¿no? No, recito obedientemente mis frases del
guión porque sé que no hay otra alternativa. Lo que a usted le parece el futuro
es para mí más bien como el pasado, como algo ya vivido, algo que resultaría
inútil intentar cambiar. Hago donaciones de dinero a Quinn porque ya lo he
hecho y porque me he visto a mí mismo haciéndolo. ¿Cómo podría verme a
mí mismo habiendo dado dinero si, en el momento en que mi visión coincide con
el momento del «presente», no lo hago realmente?
—¿No le inquieta nunca la
idea de olvidarse del guión y de no hacer lo que tiene que hacer cuando llega
el momento?
Carvajal se rió entre
dientes.
—Si durante un solo
instante pudiese ver como yo, se daría cuenta de la futilidad de su
pregunta. No existe posibilidad alguna de no hacer lo que hay que hacer, sino
sólo de hacer lo que hay que hacer, lo que sucede, lo real. Percibo lo que va a
ocurrir, y luego simplemente ocurre; soy actor en un drama que no permite
improvisaciones, exactamente igual que usted, que todos los demás.
—¿Y no ha intentando ni una
sola vez reescribir el guión? ¿Ni un pequeño detalle? ¿Ni siquiera una sola
vez?
—Claro que sí, y más de una
vez, señor Nichols, y no sólo pequeños detalles. Cuando era joven, mucho más
joven, antes de comprender. Entonces, si tenía la visión de alguna calamidad,
como por ejemplo de un camión atropellando a un niño o de fuego en una casa,
decidía intentar ser Dios e impedir que ocurriese.
—¿Y?
—No servia de nada.
Planease lo que planease, cuando llegaba el momento la desgracia ocurría
indefectiblemente, tal como yo la había visto. He intentado
muchas veces cambiar el curso predestinado de los acontecimientos, no lo he
conseguido jamás y he dejado por tanto de hacerlo. Desde hace mucho tiempo me
limito a interpretar mi papel, a decir mis frases como ya sé que debo
recitarlas.
—¿Y lo acepta totalmente?
—pregunté. Di unos pasos por la habitación, inquieto, agitado, abrumado de
calor—. ¿Para usted el libro de la vida está ya escrito, sellado e inamovible?
¿Acepta su destino y ya está?
—Acepto mi destino y ya
está —respondió.
—¿No le parece una
filosofía bastante desesperada?
Pareció ligeramente
divertido.
—No se trata de una
filosofía, señor Nichols, sino de un simple acomodarse a la naturaleza de la
realidad. Escuche, ¿«acepta» usted el presente?
—¿Cómo?
—¿Cuando le ocurren cosas,
las reconoce como hechos válidos, o las ve como algo condicional y mutable,
tiene la sensación de que podría modificarlas en el momento de producirse?
—Por supuesto que no. ¿Cómo
podría nadie cambiar...?
—Exactamente. Uno puede
intentar modificar su propio futuro, o incluso ordenar y reconstruir las
memorias de su pasado, pero no puede hacer nada con respecto al instante del presente
en el momento en que comienza a ser y a asumir su existencia.
—¿Entonces?
—A los demás el futuro les
parece inalterable porque les resulta inaccesible. Uno tiene la ilusión de ser
capaz de crear su propio futuro, de esculpirlo en la matriz de un tiempo
todavía por venir. Pero lo que percibo cuando veo —dijo— es el «futuro»
únicamente en términos de mi posición transitoria dentro del flujo del tiempo.
En realidad es sólo el «presente», el presente inmediato e inalterable, o a mí
mismo en una posición distinta dentro del flujo del tiempo; o quizá en la misma
posición dentro de un flujo de tiempo distinto. ¡Ah, tengo muchas teorías
refinadas, señor Nichols! Pero todas llegan a la misma conclusión: de que lo
que percibo no es un futuro hipotético y condicional, sujeto a modificación por
medio de una nueva ordenación de los factores antecedentes, sino más bien un
acontecimiento real e inalterable, tan fijo e inmutable como el presente o el
pasado. No puedo modificarlo, al igual que no se puede cambiar la película que
está uno viendo en el cine. Hace mucho tiempo que lo comprendí. Y lo acepté. Lo
acepté...
—¿Durante cuánto tiempo ha
tenido esa capacidad de visión?
Encogiéndose de hombros,
Carvajal replicó:
—Supongo que durante toda
mi vida. Cuando era niño no podía entenderlo; era como una fiebre que me
embargaba, como un vivido sueño, un delirio. No sabía qué estaba
experimentando, ¿podríamos llamarlo «destellos de futuro»? Pero luego me
encontré viviendo episodios que ya había «soñado» antes. Esa sensación de déjà
vu, que estoy seguro usted ha experimentado de cuando en cuando, me
acompañaba a diario. Había momentos en que me sentía como una marioneta tirada
por hilos, en cuya boca alguien de arriba ponía las palabras. Fui descubriendo
gradualmente que nadie experimentaba aquella sensación de déjà vu con la
frecuencia e intensidad que yo. Creo que, hasta los veinte años, no comprendí
plenamente de qué se trataba y que, hasta poco antes de los treinta, no me
acostumbré realmente a la idea. Por supuesto, nunca se lo he revelado a nadie,
de hecho no lo he revelado hasta hoy en día.
—¿Porque no había nadie de
quien se fiara?
—Porque no estaba en el
guión —respondió con enloquecedor convencimiento.
—¿No se ha casado nunca?
—No.
—¿No ha querido?
—¿Cómo podía quererlo?
¿Cómo podía querer algo que evidentemente no había querido? Nunca me ví junto a
una esposa.
—Y, en consecuencia, no
estuvo nunca destinado a casarse.
—¿Que no estuve nunca
destinado? —sus ojos cobraron un extraño fulgor—. No me gusta esa frase, señor
Nichols. Implica que el universo está dotado de algún designio consciente, que
existe un autor para el guión. Y no creo que sea así. No hay necesidad de
introducir esa complicación. El guión se va escribiendo solo, momento a
momento, y en él yo vivía solo. No hay por qué decir que estaba destinado a ser
soltero. Basta con decir que me ví a mí mismo soltero y que, por tanto, permanecería
soltero, permanecí soltero y permanezco soltero.
—En un caso como el suyo
los verbos carecen de los tiempos adecuados —dije.
—Pero ¿entiende lo que
digo?
—Creo que sí. ¿Seria
correcto afirmar que el «futuro» y el «presente» no son sino nombres distintos
para los mismos acontecimientos contemplados desde diferentes puntos de vista?
—No está mal —respondió
Carvajal—. Pero prefiero creer que todos los acontecimientos se producen
simultáneamente y que lo que está en movimiento es nuestra percepción de los
mismos, que lo móvil es ese punto de vista, no los propios acontecimientos.
—Y, algunas veces, alguien
goza del don de percibir los acontecimientos desde varios puntos de vista al
mismo tiempo, ¿no es eso?
—Tengo muchas teorías —dijo
vagamente—. Quizá una de ellas sea correcta. Lo importante es la capacidad de
visión en mí, no su explicación. Y yo poseo esa capacidad.
—Podría haberla utilizado
para ganar millones y millones —dije, señalando el ruin apartamento.
—Eso he hecho.
—No. Me refiero a una
fortuna realmente gigantesca: Rockefeller, más Getty, más Creso, un imperio
financiero a una escala jamás vista. El poder. El lujo llevado al máximo. Los
placeres. Mujeres. El control sobre continentes enteros.
—No figuraba en el guión
—respondió Carvajal.
—Y usted acepta el guión.
—El guión no admite nada
que no sea aceptación. Creí que lo había comprendido.
—Así que ha ganado dinero,
montones de dinero, aunque no todo el que podría haber ganado. ¿Todo eso no
significa nada para usted? ¿Se limita a dejar que se vaya acumulando, como las
hojas que caen en el otoño?
—No tenía la menor
necesidad de él. Mis necesidades son parcas y mis gustos sencillos. Lo he ido
acumulando simplemente porque me ví a mí mismo jugando a la Bolsa y haciéndome
rico. Lo que veo lo hago, y ya está.
—Ajustándose al guión. Sin
preguntarse por qué.
—Sin preguntas.
—Millones y millones de
dólares. ¿Qué ha hecho con ellos?
—Los he ido utilizando tal
como me ví haciéndolo. Donando algunos de ellos a obras de caridad, a
universidades, a políticos.
—¿Según sus propias
preferencias o de acuerdo con los designios que veía?
—No tengo preferencias
—dijo tranquilamente.
—¿Y el resto del dinero?
—Lo he ido guardando. En
bancos. ¿Qué otra cosa iba a hacer con él? Para mí no ha tenido nunca la menor
importancia. Un millón de dólares, cinco millones, diez millones... son sólo
palabras, carecen de sentido —en su voz se insinuó una extraña nota de
ansiedad—. Pero ¿qué tiene sentido? ¿Qué significa la palabra «sentido»? Nos
limitamos a interpretar el guión que nos ha caído en suerte, señor Nichols.
¿Quiere otro vaso de agua?
—Sí, gracias —dije, y el
millonario llenó nuevamente mi vaso.
La cabeza me daba vueltas.
Había venido en busca de respuestas y las estaba obteniendo a montones. No
obstante, cada una de ellas suscitaba una avalancha de nuevas preguntas, que él
estaba evidentemente dispuesto a contestar, pero sólo por haberse visto ya respondiéndolas
en sus visiones para aquel día. Mientras hablaba con Carvajal me encontré
deslizándome entre los tiempos verbales del pasado y del futuro, perdido en un
laberinto gramatical de tiempos confundidos y secuencias desordenadas. Y él
permanecía completamente impasible, sentado en una inmovilidad casi total, con
una voz plana y en ocasiones casi audible, sin otra expresión en su rostro que
aquel peculiar aspecto suyo de destrucción. Sí, he dicho
destrucción. Podía tratarse de un zombie, o quizá de un robot. Vivía una
vida totalmente programada y ordenada de antemano, sin preguntarse jamás por
los motivos de cualquiera de sus acciones, limitándose a seguir adelante, como
una marioneta, atrapado por su propio futuro irremisible, flotando en una
especie de pasividad existencial determinista que yo encontraba desconcertante
y extraña. Por un momento sentí compasión de él. Luego me pregunté si aquel
sentimiento no estaría completamente fuera de lugar. Me sentí tentado por
aquella pasividad existencial, y la tentación era muy poderosa. ¡Qué
reconfortante debe ser —pensé— vivir en un mundo desprovisto de la menor
incertidumbre!
De repente, dijo:
—Creo que debería marcharse
ya. No estoy acostumbrado a conversaciones tan largas, y me temo que ésta me ha
fatigado mucho.
—Lo siento. No tenía
previsto quedarme tanto rato.
—No tiene por qué
disculparse. Todo lo que nos ha ocurrido hoy ha sido como ví que sería. Así que
está todo bien.
—Le agradezco que me haya
hablado voluntariamente y con tanta franqueza sobre sí mismo —le dije.
—¿Voluntariamente?
—respondió riendo—. ¿Otra vez el voluntario?
—¿No existe esa palabra en
su vocabulario de trabajo?
—No. Y espero borrarla del
suyo —se dirigió hacia la puerta con gesto de despedida—. Volveremos a vernos
pronto.
—Eso espero.
—Siento no haberle podido
ayudar en la medida que usted deseaba. Lamento mucho no poder responder a su
pregunta sobre adonde llegará Paul Quinn. La respuesta se encuentra fuera de mi
alcance y no puedo darle información alguna. Percibo únicamente aquello que voy
a percibir, ¿se da cuenta? ¿Lo comprende? Percibo únicamente mis propias
percepciones futuras; es como si mirase al futuro a través de un periscopio, y
mi periscopio no me muestra nada relativo a las elecciones del año que viene.
Sí de muchos de los acontecimientos que conducen a dichas elecciones. Pero no
el resultado en sí. Lo siento.
Estrechó mi mano un
momento. Sentí que fluía entre nosotros una especie de corriente, un río de
conexión diferenciado y casi tangible. Percibí en él una enorme tensión, no
simplemente la provocada por nuestra conversación, sino algo más profundo, como
un combate por mantener y ampliar el contacto entre nosotros, por llegar a
algún nivel profundo de mi ser. La sensación me inquietó y trastornó. Duró sólo
un instante; luego se esfumó, y volví a caer en mi soledad, experimentando en
ese momento el impacto perceptible de la separación. Sonrió, me obsequió con
una leve inclinación de cabeza, me deseó una vuelta a casa sano y salvo y me
señaló el sombrío y húmedo corredor de salida.
Sólo cuando, algunos
minutos más tarde, estaba subiendo al coche encajaron todas las piezas del
rompecabezas en mi cerebro y comprendí lo que Carvajal me había querido decir
mientras nos despedíamos en la puerta de su casa. Sólo entonces comprendí la
naturaleza del límite último impuesto a su visión, del límite que le había
convertido en la marioneta pasiva que era, que había desprovisto a todas sus
acciones del menor sentido o significado: Carvajal había visto el
momento de su propia muerte. A eso se debía que fuese incapaz de predecir quién
iba a ser el próximo presidente; pero las repercusiones de dicho conocimiento
iban mucho más lejos. Ello explicaba por qué se dejaba arrastrar por la vida de
aquella forma despreocupada y abúlica. Carvajal debía haber vivido durante
décadas y décadas sabiendo cómo, dónde y cuándo iba a morir, con un
conocimiento absoluto e indubitable de todo ello; y aquel conocimiento
espantoso había paralizado su voluntad hasta un punto que a la gente normal y
corriente le resultaba difícil comprender. Eso era la interpretación intuitiva
que yo hacía de su situación; y siempre confío en mis intuiciones. Estaba claro
que su muerte se iba a producir en un plazo de tiempo inferior a diecisiete
meses, y se dejaba arrastrar inánimemente hacia ella, aceptándola,
interpretando el papel que le había tocado en el guión, no preocupándose, no
preocupándose lo más mínimo.
17
La cabeza me daba vueltas
mientras regresaba en coche a casa, y me siguió dando vueltas durante días y
días. Me sentía como drogado, borracho, intoxicado de la sensación de contar
con posibilidades infinitas, con inacabables oportunidades. Era como si
estuviese a punto de abrirme a alguna increíble fuente de energía a la que, sin
saberlo, había estado aproximándome durante toda mi vida.
Esa fuente de energía era
la capacidad visionaria de Carvajal.
Acudí a él sospechando que
era lo que era, y me lo había confirmado: yendo incluso mucho más lejos. Una
vez superados los primeros momentos de juego y pruebas, me había contado su
historia tan fácil y espontáneamente que casi parecía estar intentando atraerme
a algún tipo de relación basada en aquel don para las corazonadas que, aunque
muy desigualmente, compartíamos. Después de todo, se trataba de un hombre que
durante décadas había vivido de manera secreta y furtiva, de un recluso
dedicado a apilar silenciosamente millones de dólares; célibe, sin amigos; y
era él quien se había preocupado por conocerme, presentándose para ello en el
despacho de Lombroso; era él quien me había tendido una trampa con sus tres
pistas enigmáticas e hipnotizantes, quien me había acechado y atraído a su
madriguera, quien había respondido voluntariamente a mis preguntas, quien había
expresado la esperanza de que volveríamos a vernos.
¿Qué quería Carvajal de mí?
¿Qué papel me tenía asignado? ¿El de amigo? ¿El de oyente atento? ¿El de
compañero? ¿E! de discípulo?
¿El de heredero?
Se me ocurrieron todas
estas posibilidades. Me sentí mareado por esta catarata de opciones. Pero había
también la posibilidad de que estuviese totalmente equivocado, de que Carvajal
no me tuviese asignado ningún papel en absoluto. Los papeles los crea un autor,
y Carvajal era actor, no autor. Se limitaba a tomar el pie que le daban y a
ajustarse al texto. Y puede que para Carvajal yo no fuese nada más que un nuevo
personaje que había irrumpido en escena para conversar con él, que había hecho
aparición en la obra por razones para él desconocidas e irrelevantes; por
razones que, de importar a alguien, le importarían únicamente al autor
invisible y quizá inexistente del gran drama del universo.
Este era un aspecto de
Carvajal que me conturbaba profundamente, en el mismo sentido que me han
conturbado siempre los borrachos. Un alcohólico, un drogadicto, un «fumador», o
lo que se quiera es, en el sentido más literal de la expresión: una persona
«fuera de sí». Lo que significa que uno no puede tomar sus palabras o sus actos
en serio. Puede decirte que te ama, que te odia, que admira tu trabajo, respeta
tu integridad o comparte tus ideas, y nunca podrás saber en qué medida es
sincero, pues puede ser que lo que le hace pronunciar esas palabras es sólo el
alcohol o la droga. Si te propone un trato o negocio, no sabrás nunca hasta qué
punto se acordará de él cuando vuelva a tener la cabeza sobre los hombros. De
forma que la transacción que acuerdes con él mientras esté bajo la influencia
de esos tóxicos es fundamentalmente vacía e irreal. Soy una persona ordenada y
racional, y cuando trato con alguien me gusta tener la sensación de que mantengo
dicha interacción mientras que la otra persona está simplemente diciendo lo
primero que le pasa por su cabeza, alterada por la química.
Con Carvajal me sentía
igualmente inseguro. Nada de lo que decía era necesariamente razonable. Nada
necesariamente sensato. No actuaba empujado por lo que yo considero motivos
racionales, tales como el interés propio o el interés por el bienestar de la
humanidad; todo, incluyendo su propia supervivencia, le parece irrelevante. Sus
actos hacían, pues, caso omiso tanto de la estocasticidad como del mismo
sentido común; resultaba impredecible porque no se ajustaba a pautas
discernibles, sino sólo al texto, al texto sagrado e inalterable, que le era
relevado en explosiones de corazonadas sin la menor lógica ni orden. «Hago lo que
me veo haciendo», había dicho. Sin preguntarse jamás por qué. Muy bien. Se ve a
sí mismo dando todo su dinero a los pobres, y se lo da. Se ve a sí mismo
cruzando el puente de George Washington en zancos, y lo cruza en zancos. Se ve
a sí mismo vertiendo H2SO4 en el vaso de agua de su
invitado y, sin la menor vacilación, vierte en él el viejo ácido sulfúrico.
Responde a las preguntas con respuestas ordenadas de antemano, sin preocuparse
de si tienen o no sentido. Y así en todo. Habiéndose rendido totalmente a los
dictados del futuro que le ha sido revelado, no tiene ninguna necesidad de
examinar sus motivos ni sus consecuencias. De hecho, peor que un borrador. Por
débiles que sean, un alcohólico conserva al menos unos mínimos restos de
conciencia racional operando en el fondo de su cerebro. Me encontraba, pues,
ante una paradoja. Desde el punto de vista de Carvajal, todas y cada una de sus
acciones se guiaban por criterios rígidamente deterministas; pero, desde el de
los que le rodeaban, su conducta resultaba tan irresponsablemente aleatoria y
fortuita como la de cualquier lunático (o la de cualquier seguidor fanatizado
de las teorías del Credo del Tránsito). A sus propios ojos se limitaba a
obedecer la suprema inflexibilidad del curso de los acontecimientos, mientras
que, visto desde fuera, parecía moverse como una veleta, según la dirección del
viento. Haciendo lo que veía, planteaba también incómodas
preguntas sobre los motivos de sus acciones, parecidas a las de ¿qué fue antes,
la gallina o el huevo? Pero ¿existían realmente motivos que justificasen sus
acciones? ¿No serian sus visiones profecías autogeneradoras, totalmente
divorciadas de la causalidad, completamente desprovistas de razón y lógica? El
próximo 4 de julio se ve a sí mismo cruzando el puente sobre unos
zancos; en consecuencia, cuando llega el 4 de julio lo cruza en zancos, única y
exclusivamente porque se ha visto haciéndolo. ¿Para qué sirve realmente
su acción de cruzar el puente, salvo para cerrar limpiamente su circuito de
visión? Todo esto me hizo considerar que el problema de Carvajal era como el de
una pescadilla que se muerde la cola, sin pies ni cabeza. ¿Cómo podía uno
tratar con un tipo así? Era como una hoja arrastrada por el viento del tiempo.
Pero quizá estaba siendo
demasiado duro y estricto. Puede que existiesen pautas que yo no alcanzaba a
ver. Era posible que el interés de Carvajal por mi fuese real, que en su vida
solitaria yo pudiera servirle realmente de algo; que pretendiese convertirse en
mi guía, en un sustituto de padre; que aspirase a transmitirme todos los
conocimientos que pudiese impartir en los pocos meses de vida que le quedaban.
En cualquier caso, él a mí
sí me servía de algo. Iba a hacer que me ayudase a convertir a Paul Quinn en
presidente.
El hecho de que Carvajal no pudiese ver hasta
las elecciones del año siguiente representaba un inconveniente, pero no
necesariamente importante. Acontecimientos tan trascendentes como una sucesión
presidencial tienen siempre raíces profundas; las decisiones adoptadas ahora
determinarían los cambios y convulsiones políticos de los próximos años.
Carvajal podría estar ya en posesión de un número suficiente de datos sobre el
año siguiente como para permitir a Quinn construir alianzas que le facilitasen
la nominación el año 2004. Mi obsesión era ya de tal calibre que me planteaba
manipular a Carvajal en beneficio de Quinn. Adoptando un método astuto de
preguntas y respuestas, podría extraer de aquel hombrecillo informaciones de
vital importancia.
18
Fue una semana llena de
problemas. Por el lado político, todas las noticias fueron malas. En todas
partes, los nuevos demócratas se apresuraban a prestar su apoyo al senador
Kane, y éste, en lugar de dejar abiertas sus opciones al cargo de la
vicepresidencia, como hacen la mayoría de los políticos expertos, informó
alegremente en una rueda de prensa que le gustaría que Socorro fuese su
acompañante en la candidatura. Quinn, quien tras el asunto de la congelación
del petróleo empezó a conseguir cierto renombre nacional, dejó repentinamente de
interesar a todos los dirigentes del partido al oeste del río Hudson. Dejaron
de llegar invitaciones a pronunciar discursos, las peticiones de fotos firmadas
descendieron al mínimo; señales triviales si se quiere, pero significativas.
Quinn era consciente de lo que estaba ocurriendo, y no le hacía nada feliz.
—¿Cómo ha ocurrido tan
rápido todo esto de la alianza Kane-Socorro? —preguntó—. Un día soy la gran
esperanza blanca del partido y al siguiente todo el mundo me da con la puerta
en las narices —nos dirigió la famosa mirada Quinn, con los ojos saltando de
uno a otro, buscando quién era el que le había fallado. Su presencia resultaba
tan impresionante como siempre; la sensación de desencanto que transmitía, casi
intolerablemente penosa.
Mardikian carecía de
respuesta. Tampoco la tenía Lombroso. ¿Qué podía decir yo? ¿Que había tenido en
mi poder las claves del asunto y las había desperdiciado? Me refugié en un
encogimiento de hombros y en un «así es la política». Me pagaban por obtener
intuiciones razonables, no por adivinarlo todo.
—Espera —le prometí—. Están
formándose nuevas pautas. Dame un mes y te lo podré delinear todo.
—Te concedo hasta seis
semanas —me respondió Quinn ásperamente.
Su malhumor disminuyó tras
un par de días cargados de tensión. Estaba demasiado ocupado con problemas
locales, de los que se produjo repentinamente una verdadera avalancha —el
tradicional malestar social que, como una nube de mosquitos, cae sobre Nueva
York todos los veranos, como para obsesionarse durante mucho tiempo con una
nominación que realmente no había pretendido ganar.
Fue también una semana
llena de problemas domésticos. El cada vez más profundo compromiso de Sundara
con el Credo del Tránsito estaba empezando a sacarme de quicio. Su
comportamiento resultaba ya tan disparatado, impredecible y carente de motivos
como el de Carvajal; pero ambos llegaban a su enloquecida fortuidad desde
direcciones distintas; la conducta de Carvajal estaba regida por una ciega
obediencia a una revelación inexplicable, mientras que la de Sundara, por su
deseo de romper con toda pauta y estructura.
Reinaban el capricho y la
extravagancia. El día que fui a ver a Carvajal, ella, sin decirme nada, se fue
a solicitar un permiso para ejercer la prostitución al Edificio Municipal. Le
llevó la mayor parte de la tarde, debido al examen médico, la entrevista
sindical, las fotografías y las huellas digitales, y todas las demás
complicaciones burocráticas. Cuando llegué a casa, pensando únicamente en
Carvajal, me mostró triunfante la tarjetita laminada que la autorizaba a vender
legalmente su cuerpo en cualquiera de los cinco grandes distritos.
—¡Dios mío! —exclamé.
—¿He hecho algo malo?
—¿Has esperado allí, en la
cola, como cualquier puta de veinticinco dólares de Las Vegas?
—¿Debería haber utilizado
tus influencias políticas para conseguir mi tarjeta?
—¿Qué pasaría si te hubiese
visto allí algún periodista?
—¿Y qué?
—La esposa de Lew Nichols,
ayudante administrativo especial del alcalde Quinn, afiliándose al sindicato de
prostitutas.
—¿Crees que soy la única
casada del sindicato?
—No me refiero a eso. Estoy
pensando en el posible escándalo, Sundara.
—La prostitución es una
actividad legal, y se considera que la prostitución regulada produce beneficios
sociales que...
—Es legal en la ciudad de
Nueva York —dije—. Pero no en Kankakee o en Tallahassee. Ni tampoco en Sioux
City. Uno de estos días Quinn va a intentar obtener votos en todos esos sitios
y en otros parecidos, y puede que cualquier listillo consiga la información de
que uno de los consejeros más próximos a Quinn está casado con una mujer que
vende su cuerpo en un burdel público, y eso...
—¿Y se supone que voy a
tener que ajustar mi vida a la necesidad de Quinn de respetar la moralidad de
los votantes de los pueblos? —me preguntó, con los negros ojos fulgurantes y
las mejillas encendidas bajo el color oscuro de su piel.
—Pero ¿quieres ser
realmente una puta, Sundara?
—Prostituta es el
término que la dirección del sindicato prefiere.
—Prostituta no es mejor que
puta. ¿No estás satisfecha con el tipo de arreglos que hemos venido haciendo?
¿Por qué quieres venderte?
—Lo que deseo —me respondió
glacialmente— es convertirme en un ser humano libre, liberado de todas las
limitadoras ataduras al ego.
—¿Y lo vas a conseguir a
través de la prostitución?
—Las prostitutas aprenden a
desmantelar sus egos. Existen sólo para servir a las necesidades de los demás.
Una semana o dos en un burdel municipal me enseñará a subordinar las demandas
de mi ego a las necesidades de los que acudan a mí.
—Podrías hacerte enfermera.
Podrías hacerte masajista. Podrías...
—Hago lo que quiero.
—¿Y qué es lo que vas a
hacer? ¿Pasarte una o dos semanas en un burdel municipal?
—Probablemente.
—¿Te lo ha sugerido
Catalina Yarber?
—Se me ha ocurrido a mí
sola —dijo Sundara solemnemente. Sus ojos echaban fuego. Estábamos al borde de
la peor pelea de toda nuestra vida juntos, del típico choque de «te lo prohíbo
tajantemente / no me des órdenes». Me puse a temblar. Me imaginé a Sundara,
frágil y elegante, a la Sundara deseada por todos los hombres y por muchas
mujeres, fichando a la entrada de uno de aquellos sombríos cubículos
municipales; a Sundara junto a un lavabo enjabonándose el vientre con lociones
antisépticas; a Sundara en su estrecho camastro, con las rodillas apoyadas en
los senos, satisfaciendo a algún gaznápiro con cara de bruto y oliendo a sudor,
mientras que, con los tickets en la mano, una cola inacabable esperaba a
su puerta. No. No podía aceptarlo. Un grupo de cuatro, de seis, de diez, el
tipo de sexualidad en grupo que prefiriese, pero nunca un grupo indefinido,
nunca que ofreciese su maravilloso y tierno cuerpo al primer miserable rufián
de Nueva York que pudiese pagar la entrada. Por un instante me sentí tentado de
montar en la anticuada cólera marital y decirle que se dejase de todas aquellas
tonterías, o de lo contrario... Pero, por supuesto, era imposible. Por tanto,
no dije nada, mientras que un abismo se abría entre nosotros. Nos encontrábamos
en islas distintas en medio de un mar tormentoso, alejados el uno del otro por poderosas
corrientes turbulentas, y yo era incapaz incluso de gritarle a través del
estrecho cada vez mayor que nos separaba, incapaz incluso de tender hacia ella
mis manos en fútil gesto. ¿Adonde había ido a parar la identificación que nos
uniera durante todos aquellos años? ¿Por qué se agrandaba cada vez más el
estrecho entre nosotros?
—Vete pues a tu casa de
putas —musité, y salí del apartamento sumido en un loco ataque, en absoluto
estocástico, de ira y miedo.
No obstante, en lugar de
inscribirse en un burdel, Sundara se desplazó al aeropuerto J. F. Kennedy y
cogió un rocket con destino a la India. Se bañó en el Ganges en uno de
los muelles de Benarés, perdió una hora buscando en vano el barrio ancestral de
su familia en Bombay, comió curry en el Green's Hotel y cogió el
siguiente rocket de vuelta a casa. Su peregrinación había durado en
total cuarenta y ocho horas, costándole exactamente cuarenta dólares por hora,
simetría que no consiguió aliviar mi deprimido estado de ánimo. Tuve el
suficiente sentido común como para no hacer de todo ello un motivo de disputa.
En cualquier caso, hubiese sido inútil; Sundara era un ser libre, y cada día
más; tenía derecho a gastarse su propio dinero en lo que prefiriese, aunque
fuesen disparatadas excursiones de menos de dos días a la India. Tuve mucho
cuidado de, en los días que siguieron a su vuelta, no preguntarle si se
proponía realmente utilizar su nueva licencia para ejercer la prostitución.
Quizá ya lo estaba haciendo, pero yo prefería ignorarlo.
19
Una semana después de mi
visita a Carvajal, me telefoneó para preguntarme si me gustaría comer con él al
día siguiente. Así pues, y por sugerencia suya, me reuní con él en el Merchants
and Shippers Club, ubicado en el distrito financiero.
Aquello me sorprendió. El
Merchante and Shippers Club es uno de esos venerables agujeros de Wall Street a
los que tienen acceso exclusivamente banqueros y financieros del escalón más
elevado, y sólo en calidad de miembros, y cuando digo «exclusivamente», me
refiero a que incluso Bob Lombroso, norteamericano desde hace diez generaciones
y muy poderoso en Wall Street, se ve tácitamente excluido de él por su
judaísmo, y prefiere no plantearse la posibilidad de entrar. Como en todas las
instituciones de ese tipo, la riqueza no basta para abrirte las puertas, tienes
que ser aceptable para el club, una persona honorable y decorosa, procedente de
una familia de rancio abolengo, que ha estudiado en los mejores centros y
pertenece a la firma adecuada. Por lo que yo sabía, Carvajal no reunía ninguna
de aquellas condiciones. Era un nuevo rico y, por naturaleza, un extraño sin
ninguna de las necesarias relaciones universitarias y en las grandes
corporaciones. ¿Cómo había conseguido hacerse con una tarjeta de miembro?
—La heredé —me contó
afectadamente mientras nos instalábamos en unos cómodos, elásticos y bien
tapizados sillones al lado de una ventana sesenta pisos por encima de la
turbulenta calle—. Uno de mis antepasados fue miembro fundador, en mil
ochocientos veintitrés. Los estatutos indican que las once tarjetas fundadoras
pasan automáticamente del hijo mayor al hijo mayor ininterrumpidamente. Debido
a esa cláusula algunos tipos poco recomendables han conseguido empañar la
santidad de la organización —dijo, dirigiéndome una sonrisa fugaz y sorprendentemente
traviesa—. Vengo por aquí de cinco en cinco años. Se dará cuenta de que me he
puesto mi mejor traje.
Y era cierto: llevaba un
conjunto, algo arrugado, de color dorado y verde, con probablemente más de diez
años encima, pero mejor conservado y con más brillo que el resto de su sombrío
y rancio guardarropa. De hecho, Carvajal parecía hoy notablemente transformado,
más animado y vigoroso, incluso juguetón, claramente más joven que el individuo
apagado y ceniciento que yo conocía.
—No se me había ocurrido
que tuviese usted antecesores —dije.
—En el Nuevo Mundo había ya
Carvajales mucho antes de que el Mayflower saliese de Plymouth. Éramos
muy importantes en Florida a comienzos del siglo dieciocho. Cuando los ingleses
se anexionaron Florida en mil setecientos sesenta y tres, una rama de mi
familia se trasladó a Nueva York, y creo que hubo una época en que llegó a ser
propietaria de la mitad de los muelles y de la mayor parte del Upper West Side.
Pero nos vimos desplazados por la crisis económica de mil ochocientos treinta y
siete; y, desde hace siglo y medio, soy el primer miembro de la familia que ha
logrado salir de la semipobreza. Pero incluso en los peores tiempos,
conservamos nuestra pertenencia hereditaria al club —señaló con un gesto las
espléndidas paredes recubiertas de paneles de madera rojiza, las deslumbrantes
ventanas con los bordes de cromo, la discreta iluminación. A nuestro alrededor
se sentaban titanes de la industria y las finanzas haciendo y deshaciendo
imperios entre bebida y bebida. Carvajal continuó—: No olvidaré nunca la
primera vez que mi padre me trajo aquí a un cóctel. Yo tendría alrededor de
dieciocho años; debió ser, por tanto, en mil novecientos cincuenta y siete. El
club no se había trasladado aún a este edificio, seguía en Broad Street, en un
caserón del siglo diecinueve. Cuando entramos mi padre y yo, con nuestros
trajes de veinte dólares y nuestras corbatas de lana, todo el mundo me pareció
senadores, incluyendo a los camareros, pero nadie se burló de nosotros ni se
nos trató con paternalismo. Disfruté de mi primer martini y de mi primer filete
mignon, y fue como una excursión al Valhalla, ya sabe, o a
Versalles, a Xanadú. Una visita a un mundo extraño y deslumbrante en el que
todo el mundo era rico, poderoso y magnífico. Y según estaba sentado a la
gigantesca mesa de roble, enfrente de mi padre, tuve una visión, comencé a ver,
me ví a mí mismo de viejo, tal como soy ahora, agotado, con unos cuantos
cabellos grises aquí y allá, este ser viejo que he llegado a ser y en el que me
reconozco, y ese viejo ser estaba sentado en un salón verdaderamente opulento,
en un salón de gráciles líneas y brillante e imaginativamente dispuesto; de
hecho, en este mismo salón en que nos encontramos ahora, compartiendo una mesa
con un hombre mucho más joven, un hombre alto y fuerte, de cabellos oscuros,
que se inclinaba hacia adelante, mirándome de manera tensa e insegura,
bebiéndose mis palabras como si estuviese intentando aprendérselas de memoria.
Luego la visión pasó y me encontré de nuevo con mi padre, que me preguntaba si
estaba todo bien; yo intenté aparentar que era todo consecuencia del martini,
que era la bebida lo que había empañado mis ojos y empalidecido mi cara, pues
incluso entonces no era nada bebedor. Y me pregunté si lo que había visto no
era una especie de contraimagen de mi padre y mía en el club; es decir, si lo
que había visto no era yo mismo de viejo con mi propio hijo en el
Merchants and Shippers Club de un distante futuro. Durante varios años intenté
averiguar quién iba a ser mi esposa y cómo sería mi hijo, y luego me di cuenta
de que no iba a tener nunca mujer ni hijo. Y los años fueron pasando, y aquí
estamos, usted sentado frente a mí, inclinándose hacia adelante, mirándome de
una manera tensa e insegura...
Un escalofrío recorrió mi
columna vertebral.
—¿Usted me vio aquí en su
compañía hace más de cuarenta años?
Asintió tranquilamente con
la cabeza y, con el mismo gesto, llamó a un camarero, hiriendo el aire con su
dedo índice con la misma autoridad como si fuese J. P. Morgan. El camarero se
apresuró a acudir y le saludó ceremoniosamente, llamándole por su nombre.
Carvajal pidió un martini para mí, quizá porque lo había visto ya hacía tanto
tiempo, y para él un jerez seco.
—Le tratan muy cortésmente
aquí —observé.
—Para ellos es un honor
tratar a todo el mundo como si fuese primo del zar —replicó Carvajal—.
Probablemente lo que dicen de mí en privado no sea tan halagador. Mi calidad de
miembro desaparecerá cuando muera, y me imagino que el club se sentirá muy
feliz de saber que ningún pequeño y zarrapastroso Carvajal más va a hollar su
suelo.
Las bebidas llegaron casi
de inmediato. Entrechocamos solemnemente los vasos en una especie de brindis
formal.
—Por el futuro —dijo
Carvajal—; por el futuro radiante y prometedor —y prorrumpió en una ronca risa.
—Está usted muy animado
hoy.
—Sí, hacía muchos años que
no me sentía tan bien. Una segunda ronda para el vejete, ¿no? ¡Camarero! ¡Camarero!
El camarero acudió una vez
más con gran presteza. Para mi asombro, Carvajal pidió ahora puros, eligiendo
dos de los más costosos de la bandeja que le trajo la muchacha del tabaco. Y
una vez más, la traviesa sonrisa.
—Se supone que estas cosas
hay que reservárselas para después de la comida, pero creo que me voy a fumar
el mío ahora mismo —dijo.
—Adelante. ¿Quién se lo va
a impedir?
Encendió su puro, y yo le
imité. Su exuberancia resultaba desconcertante y casi aterradora. En nuestros
dos encuentros anteriores, Carvajal había parecido estar extrayendo fuerzas de
unas reservas desde hacía tiempo agotadas; pero hoy aparecía vivaz, frenético,
rebosante de una feroz energía extraída de alguna fuente maligna. Me dediqué a
especular acerca de drogas misteriosas, transfusiones de sangre de toro,
trasplantes ilícitos de órganos arrancados a renuentes víctimas jóvenes.
—Dígame, Lew —me dijo de
repente—, ¿ha tenido en alguna ocasión momentos de segunda visión?
—Creo que sí. Por supuesto,
nunca tan vividos como los que debe experimentar usted. Pero creo que muchas de
mis intuiciones se basan en ráfagas de auténtica visión, ráfagas subliminales
que vienen y se van tan rápido que no puedo ni reconocerlas.
—Muy probable.
—Y sueños —dije—. Muchas
veces, en los sueños tengo premoniciones y presentimientos que resultan ser
correctos. Es como si el futuro viniese flotando hacia mí, llamando a las
puertas de mi adormecida consciencia.
—Sí, la mente dormida es
más receptiva a ese tipo de cosas.
—Pero lo que percibo en
sueños me llega de forma simbólica, más como una metáfora que como una sucesión
de imágenes o una película. Justo antes de que cogieran a Gilmartin soñé que
estaba siendo arrastrado enfrente de un pelotón de ejecución. Era como si me
estuviese llegando la información correcta, pero no en términos literales y
equivalentes.
—No —replicó Carvajal—. El
mensaje le fue transmitido de forma correcta y literal, pero su mente lo
revolvió y lo codificó, pues usted estaba dormido y era incapaz de operar sus
receptores de forma adecuada. Sólo la mente racional despierta puede procesar y
asimilar tales mensajes de manera fiable. Pero la mayor parte de las personas
despiertas rechazan totalmente los mensajes, y cuando están dormidas sus mentes
trastocan todo lo que les llega.
—¿Usted cree que mucha
gente recibe mensajes desde el futuro?
—Creo que todo el mundo
—dijo Carvajal con vehemencia—. El futuro no es el reino inaccesible e
intangible que se cree. Pero muy pocos admiten su existencia, salvo como
concepto abstracto. ¡Y por eso les llegan tan pocos mensajes! —su expresión se
caracterizaba ahora por una intensidad sobrenatural. Bajó la voz y me dijo—: El
futuro no es una simple construcción verbal. Es un lugar con una existencia
propia. Justo ahora, según estamos sentados aquí, nos encontramos también allí,
en allí más uno, en allí más dos, en allí más n, en una
infinidad de allís, todos ellos simultáneos, anteriores y
posteriores al mismo tiempo a nuestra actual posición en la línea del tiempo.
Esas otras posiciones no son ni más ni menos reales que ésta. Se encuentran
simplemente en un lugar que no es aquel en que se ubica de momento la sede de
nuestras percepciones.
—Pero, de cuando en cuando,
nuestras percepciones...
—Dan el salto —dijo
Carvajal—. Se desvían hacia otros segmentos de la línea del tiempo. Recogen
acontecimientos, estados de ánimo o fragmentos de conversación que no
pertenecen al «ahora».
—Pero ¿son nuestras
percepciones las que se desvían —pregunté—, o son los propios acontecimientos
los que están mal anclados en su propio «ahora».
Se encogió de hombros.
—¿Qué importa eso? No hay
forma de averiguarlo.
—¿No le preocupa saber cómo
funciona? ¡Toda su vida dominada por ello, y usted ni siquiera...!
—Ya le dije —me respondió
Carvajal— que tengo muchas teorías. Tantas, de hecho, que se contrarrestan y
anulan unas a otras. Lew, Lew, ¿cómo puede pensar que no me preocupa? He
consagrado toda mi vida a intentar comprender en qué consiste mi don, mi poder,
y puedo responder a cualquiera de sus preguntas con una docena de respuestas,
cada una de ellas tan plausible como la anterior. La teoría de las dos líneas
de tiempo, por ejemplo. ¿Se la he contado ya?
—No.
—Bien, entonces... —sacó
fríamente una pluma y trazó dos firmes líneas paralelas en el mantel. Señaló
los extremos de una línea X e Y y los de la otra X' e Y'—. La línea que va
desde X a Y es el curso de la historia tal como lo conocemos. Comienza con la
creación del universo en X y termina con el equilibrio termodinámico en Y,
¿correcto? Y éstas son algunas de las fechas significativas a lo largo del
tiempo —con pequeños trazos nerviosos, fue cruzando las dos líneas, comenzando
por el lado de la mesa más próximo a él y avanzando hacia mí—. Esta es la era
del hombre de Neanderthal. Esta es la época de Jesucristo. Esto es mil
novecientos treinta y nueve, el inicio de la Segunda Guerra Mundial. Dicho sea
de pasada, también el comienzo de Martín Carvajal. ¿Cuándo nació usted? ¿Hacia
mil novecientos setenta?
—En mil novecientos sesenta
y seis.
—Mil novecientos sesenta y
seis. Está bien. Y aquí está usted, en mil novecientos sesenta y seis. Y éste
es el año en curso, mil novecientos noventa y nueve. Digamos que usted va a
llegar a los noventa. Este es, pues, el año de su muerte, dos mil cincuenta y
seis. Esto por lo que se refiere a la línea X-Y. Pasemos ahora a la otra, a la
línea X'-Y', que representa también el transcurso de la historia en este
universo, exactamente el mismo transcurso de la historia que en la otra línea. Sólo
que en sentido contrario.
—¿Cómo?
—¿Por qué no? Supongamos
que existen muchos universos, cada uno de ellos independientes de todos los
demás, conteniendo su propio juego de soles y planetas y de acontecimientos que
ocurren sólo para dicho universo. Una infinidad de universos, Lew. ¿Hay alguna
razón lógica por la que el tiempo tenga que fluir en el mismo sentido en todos
ellos?
—Entropía —musité—. Las leyes
de la termodinámica. La flecha del tiempo. El principio de causa y efecto.
—No voy a refutar ninguna
de esas teorías. Por lo que sé, son todas válidas dentro de un sistema cerrado
—dijo Carvajal—. Pero un sistema cerrado no tiene responsabilidades entrópicas
con respecto a otro sistema cerrado, ¿no? El tiempo puede transcurrir desde A a
Z en un universo y desde Z a A en otro, pero sólo un observador ajeno a ambos
podrá darse cuenta de ello siempre que, dentro de cada universo, el flujo de
las cosas vaya de causa a efecto y no en sentido contrario. ¿Reconoce que todo
esto es perfectamente lógico?
Cerré mis ojos un instante,
y dije:
—Está bien. Tenemos una
infinidad de universos, separados todos ellos entre sí, y la dirección del
flujo del tiempo en cualquiera de ellos puede parecer disparatada en relación
con la de todos los demás. ¿Y qué?
—En una infinidad de
cualquier cosa se dan todos los casos posibles, ¿no?
—Sí. Por definición.
—Pero, entonces, estará
también de acuerdo —continuó Carvajal— en que en esa infinidad de universos no
conexionados entre sí puede haber uno idéntico al nuestro en todos los
sentidos, salvo en la dirección o sentido de su flujo de tiempo en relación con
el de aquí.
—No estoy seguro de
comprenderle.
—Mire —dijo con
impaciencia, señalando la línea trazada en el mantel que iba de X' a Y'—. Aquí
tenemos otro universo, codo a codo con el nuestro. Todo lo que ocurra en él va
a ocurrir también en el nuestro, hasta en los menores detalles. Pero en éste,
la creación se encuentra en Y' en lugar de en X, y la desaparición del universo
por exceso de calor en X' en lugar de en Y. Y aquí abajo... —trazó una línea
muy cerca del extremo de la mesa próximo a mí—...se encuentra la era del hombre
de Neanderthal. Aquí la Crucifixión. Aquí mil novecientos treinta y nueve, mil
novecientos sesenta y seis, mil novecientos noventa y nueve, dos mil cincuenta
y seis. Los mismos acontecimientos, las mismas fechas clave, pero yendo de
adelante hacia atrás. Es decir, que si vives en este universo y consigues atisbar
al otro, te parecen ir de adelante hacia atrás. Allí, por supuesto, todo parece
transcurrir en la dirección correcta —Carvajal prolongó los trazos
correspondientes a 1939 y 1999 en la línea X-Y hasta que se encontraron en la
línea X'-Y', y luego hizo lo mismo con los trazos correspondientes a 1999 y
1939 de la segunda línea. Después unió ambos juegos de trazos, formando así un
dibujo como éste:
Un camarero que pasaba miró
lo que estaba haciendo Carvajal con el mantel, y tras unas ligeras tosecitas se
marchó sin decir nada, con las facciones rígidas. Carvajal no pareció darse ni
cuenta. Continuó:
—Supongamos ahora que una
persona nacida en el universo de X a Y puede, no se sabe por qué, atisbar de
cuando en cuando en el universo X'-Y'. Ese soy yo. Aquí me tiene, yendo desde
mil novecientos treinta y nueve a mil novecientos noventa y nueve en X-Y y
echando de cuando en cuando un vistazo a X'-Y' y observando los acontecimientos
de los años de mil novecientos treinta y nueve a mil novecientos noventa y
nueve, que son exactamente idénticos a los de aquí, con la única diferencia de
que fluyen en sentido contrario, de forma que en el momento de mi nacimiento
toda mi vida en el tiempo X-Y ha transcurrido ya en X'-Y'. Cuando mi
consciencia conecta con la de mi otro yo en ese otro universo, le encuentro
recordando su pasado que, da la casualidad, es mi futuro.
—Perfecto.
—Sí. La persona normal y
corriente confinada en un solo universo puede vagar por su memoria a voluntad,
recorrer libremente su propio pasado. Pero yo tengo acceso a la memoria de
alguien que vive en la dirección opuesta, lo que me permite «recordar» tanto el
futuro como el pasado. Es decir, siempre que la teoría de las dos líneas de
tiempo sea correcta.
—¿Y lo es?
—¿Cómo voy a saberlo?
—preguntó Carvajal—. Se trata sólo de una hipótesis operacional plausible para
explicar qué ocurre cuando veo. Pero ¿cómo podría confirmarla?
Al cabo de un rato, dije:
—Las cosas que ve,
¿le llegan en un orden cronológico inverso? ¿Como si el futuro se
desplegase en una cinta continua, o algo parecido?
—No. Nunca. Pero su memoria
tampoco equivale a una cinta continua. Me llegan destellos inciertos,
fragmentos de escenas, algunas veces pasajes prolongados que tienen una
duración aparente de diez, quince minutos o más, pero siempre en una mezcla
aleatoria, nunca como secuencia lineal, nunca como algo mínimamente
consecutivo. Tuve que aprender yo mismo a encontrar las pautas, a recordar las
distintas secuencias y a dotarlas de un orden probable. Era como aprender a
leer la poesía babilónica descifrando sus inscripciones cuneiformes en
ladrillos rotos y diseminados. Poco a poco fui encontrando claves que me
guiasen en mis reconstrucciones del futuro; ésta será mi cara cuando cumpla los
cuarenta, los cincuenta, los sesenta; éstas son las ropas que llevé entre mil
novecientos sesenta y cinco y mil novecientos setenta y tres, éste el período
en el que me dejé bigote, cuando tenía el pelo negro, ¡ah, sí!, todo un montón
de pequeñas referencias, asociaciones y notas que, a la larga, llegaron a
resultarme tan familiares que podía ver cualquier escena, incluso la más
breve, y situarla en el tiempo acertando en las semanas e incluso en los días.
Al principio no resultó fácil, pero he alcanzado ya algo así como una segunda
naturaleza.
—Y, ¿está usted viendo justo
ahora?
—No —respondió—. Se
necesita tiempo para ponerse en situación. Es algo parecido a un trance —de
repente, sus rasgos se ensombrecieron—. En sus momentos de mayor intensidad es
como una especie de doble visión, en la que un mundo se superpone al otro, de
forma que no puedo estar totalmente seguro de en qué mundo estoy viviendo y
cuál es el que estoy viendo. Aun después de todos estos años, no he
logrado ajustarme plenamente a esa desorientación, a esa confusión —puede que
en ese momento temblara—. Normalmente no es tan intensa, lo cual agradezco
enormemente.
—¿Podría mostrarme cómo es?
—¿Aquí? ¿Ahora?
—Si está usted dispuesto...
Me miró fijamente durante
un buen rato. Se humedeció los labios, los apretó, frunció el ceño y se quedó
pensativo. Luego, de repente, su expresión cambió, sus ojos se vidriaron y se
quedaron fijos, como si estuviese viendo una película desde la última fila de
un cine de grandes dimensiones, o más bien como si se adentrara en un estado de
profunda meditación. Sus pupilas se dilataron, y la dilatación se mantuvo
inalterable a pesar de las fluctuaciones de la luz según la gente pasaba
enfrente de nuestra mesa. Su rostro denotaba un gran esfuerzo y tensión. Su
respiración se hizo lenta, ronca y regular. Permaneció sentado, absolutamente
inmóvil; parecía totalmente ausente. Transcurrió quizá un minuto, que a mí me
pareció un siglo. Luego su rigidez cedió como un bloque de hielo que se cuartea.
Se relajó, sus hombros cayeron hacia adelante; el color volvió a sus mejillas
en una rápida oleada; sus ojos se humedecieron y recuperaron su expresión
habitual; con mano temblorosa, cogió su vaso de agua y se lo bebió de un trago.
No decía nada, y yo no me atrevía a hablar.
Finalmente, Carvajal habló:
—¿Cuánto tiempo he estado
ausente?
—Sólo unos instantes.
Pareció mucho más largo de lo que duró realmente.
—Para mí una media hora.
Como mínimo.
—¿Y qué ha visto?
Se encogió de hombros.
—Nada que no hubiese visto
anteriormente. Se repiten las mismas escenas, ¿sabe?, cinco, diez, veinte
veces. Lo mismo que ocurre con la memoria. Pero la memoria altera las cosas,
mientras que las escenas que yo veo no varían nunca.
—¿No quiere hablarme de ello?
—No era nada —dijo,
quitándole importancia—. Algo que va a ocurrir la primavera próxima. Estaba
usted allí. Pero eso no es sorprendente, ¿no? En los meses próximos, usted y yo
vamos a pasar mucho tiempo juntos.
—¿Y qué hacía yo?
—Miraba.
—Miraba, ¿el qué?
—Me miraba a mí —dijo
Carvajal. Sonrió, y fue una sonrisa espectral, una sonrisa terriblemente
sombría que equivalía a todas sus sonrisas de aquel primer día en el despacho
de Lombroso. Le había abandonado toda aquella imprevista vivacidad de hacía veinte
minutos. Deseé no haberle pedido la demostración; me sentí como si hubiese
convencido a un moribundo para que bailase. Pero al cabo de un breve intervalo
de embarazoso silencio, pareció recuperarse. Le dio una larga chupada a su
puro, terminó su copa de jerez, y volvió a sentarse derecho.
—Así está mejor —dijo—. A
veces puede resultar agotador. ¿Y si pedimos ya la carta?
—¿De veras se encuentra ya
bien?
—Perfectamente.
—Siento haberle pedido...
—No se preocupe por eso
—respondió—. No ha sido tan malo como debe haberle parecido a usted.
—¿Lo que vio, era
algo aterrador?
—¿Aterrador? No, no. Ya se
lo he dicho, no era nada que no hubiese visto ya antes. Se lo
contaré un día de éstos —llamó al camarero—. Creo que ha llegado la hora de
comer —dijo.
Mi carta carecía de precios
o de cualquier otra señal indicativa. La lista de platos era increíble: salmón
ahumado, langosta de Maine, solomillo asado, filetes de lenguado... Nada de
esos funestos productos elaborados a base de soja y algas. Cualquier
restaurante de Nueva York de primera categoría podía ofrecer un plato de
pescado fresco y algún tipo de carne, pero encontrar en el mismo menú nueve o
diez platos así representaba un testimonio abrumador del poder y la riqueza de
los miembros del Merchants and Shippers Club y de las altas conexiones de su chef.
No me hubiese sorprendido mucho más de haber encontrado en la carta filete
de unicornio y chuleta de esfinge a la parrilla. Al no tener ni idea de lo que
costaba cada cosa, pedí alegremente almejas y solomillo. Carvajal optó por el
cóctel de gambas y el salmón. Rehusó el vino, pero me instó a pedir media
botella para mí. La lista de vinos carecía igualmente de precios; elegí un
Latour del noventa y uno, que debía valer como mínimo veinticinco pavos. No
tenía sentido mostrarme ruin para favorecer a Carvajal. Era mi anfitrión y
podía permitírselo.
Carvajal me observaba
atentamente. Me resultaba más desconcertante que nunca. Estaba claro que quería
algo de mí, y también que yo le servía de algo. Parecía estar casi cortejándome
con su estilo distante, incoherente y secreto. Pero no proporcionaba la menor
señal o indicación. Me sentí como alguien que juega al póquer con los ojos
vendados contra un oponente que puede verle el juego. La demostración de su
capacidad de visión que conseguí extraerle había interrumpido nuestra
conversación de un modo tan doloroso que dudé sobre si volver o no al tema, y
durante un buen rato hablamos amistosa y erráticamente de vinos, comida, la
Bolsa, la economía nacional, la política y similares temas neutrales. Llegamos
inevitablemente al tema de Paul Quinn, y entonces el aire pareció hacerse
imperceptiblemente más cargado.
—Quinn parece estar
haciéndolo bien, ¿no? —me dijo.
—Creo que sí.
—Debe ser el alcalde más
popular de la ciudad desde hace muchas décadas. Tiene encanto, ¿no? Y una
energía tremenda. Más de la debida en ocasiones, ¿no? Muchas veces parece
demasiado impaciente, contrario a pasar por los canales políticos habituales
para hacer las cosas.
—Sí, supongo —dije—. Es
algo impetuoso. Un defecto de juventud. Recuerde que no ha cumplido todavía los
cuarenta.
—Debería ir más despacio.
Hay momentos en los que su impaciencia le hace parecer prepotente. El alcalde
Gottfried era también prepotente, y ya sabe lo que le pasó.
—Gottfried era un dictador
de cabo a rabo. Intentó convertir Nueva York en un estado policial..., y —me
detuve, espantado—. Un segundo, ¿está usted indicando que Quinn corre verdadero
peligro de ser asesinado?
—No mucho. No más que
cualquier otra figura política importante.
—¿Ha visto usted algo
que...?
—No. Nada.
—Tengo que saberlo. Si
posee usted cualquier tipo de dato en relación con un intento de asesinar al
alcalde, no juegue con él. Quiero que me lo cuente.
Carvajal pareció divertido.
—No me ha comprendido
usted. Quinn no corre ningún riesgo personal del que yo sea consciente, y si
usted ha entendido lo contrario, es que me he expresado mal. Lo que quiero
decir es que las tácticas de Gottfried le estaban ganando enemigos. De no haber
caído asesinado podría haberse encontrado con problemas para salir reelegido.
Quinn también se está ganando enemigos en los últimos tiempos. Al ir eclipsando
y relegando cada vez más al resto del Ayuntamiento, está molestando a ciertos
bloques de votantes.
—Sí, a los negros, pero...
—No sólo a los negros. Los
judíos en particular empiezan a no estar muy contentos con él...
—No lo sabía. Las encuestas
no...
—No, todavía no. Pero
empezará a salir a la luz dentro de unos meses. Su postura en relación con la
instrucción religiosa en las escuelas, por ejemplo, le ha perjudicado ya en las
barriadas judías. Y sus comentarios sobre Israel en la inauguración del nuevo
Banco de Kuwait en Lexington Avenue...
—¡Pero esa inauguración no
va a tener lugar hasta dentro de tres semanas! —le indiqué. Carvajal se echó a
reír.
—¿Ah, no? ¡Ya lo he
mezclado todo otra vez! Pero yo he visto ya su discurso en la televisión, o eso
creí; aunque quizá...
—Usted lo ha visto ya.
—Sin duda. Sin duda.
—¿Y qué va a decir sobre
Israel?
—Sólo unas cuantas pullas
ligeras. Pero los judíos de aquí son extremadamente sensibles a ese tipo de
observaciones, y la reacción no fue..., no va a ser buena. Ya sabe que los
judíos de Nueva York desconfían por tradición de los políticos irlandeses.
Especialmente de los alcaldes irlandeses; pero, antes de ser asesinados, ni los
Kennedy les caían demasiado bien.
—Quinn no es más irlandés
que usted español —dije.
—Para un judío, cualquiera
que se llame Quinn es irlandés, y sus descendientes hasta la cincuentava generación
lo serán también, y yo sí soy español. No les gusta la agresividad de Quinn.
Pronto empezarán a pensar que no tiene ideas correctas sobre Israel. Y
comenzarán a quejarse en voz alta.
—¿Cuándo?
—Hacia el otoño. El New
York Times publicará un artículo en primera página sobre el malestar del
electorado judío.
—No —dije—. Mandaré a
Lombroso a la inauguración del Banco de Kuwait en lugar de Quinn. Eso protegerá
a Quinn y servirá también para recordar a todo el mundo que tenemos un judío en
el escalafón más elevado de la administración municipal.
—¡Oh, no! No puede hacer
eso —dijo Carvajal.
—¿Por qué no?
—Porque es Quinn el que va
a hablar allí. Ya le he visto.
—¿Y qué pasará si me las
arreglo para que Quinn esté en Alaska toda esa semana?
—Por favor, Lew. Créame; es
imposible que Quinn no esté el día de la inauguración en el edificio del Banco
de Kuwait. Imposible.
—Y me imagino que es
también imposible evitar que formule esas observaciones acerca de Israel,
aunque se le advierta.
—Sí.
—No lo creo. Creo que no
irá si, mañana mismo, me dirijo a él y le digo: «Hola, Paul, te advierto que
los votantes judíos están empezando a impacientarse, así que mejor olvídate de
lo del Banco de Kuwait». O, al menos, pondrá sordina a sus observaciones.
—Irá —dijo Carvajal tranquilamente.
—¿Haga lo que haga o diga
lo que diga?
—Haga lo que haga o diga lo
que diga, Lew.
Negué con la cabeza.
—El futuro no es tan
inflexible como usted cree. Nosotros tenemos algo que decir sobre los
acontecimientos por venir. Hablaré con Quinn sobre esa ceremonia.
—Por favor, no lo haga.
—¿Por qué no? —pregunté con
brusquedad—. ¿Porque tiene usted necesidad de que el futuro sea como tiene que
ser?
Este comentario pareció
herirle. Amablemente, respondió:
—Porque sé que el futuro
siempre es como tiene que ser. ¿Insiste en comprobarlo?
—Los intereses de Quinn son
también los míos. Si le ha visto haciendo algo que va en contra de esos
intereses, ¿cómo cree que me voy a quedar quieto y dejarle que siga adelante y
lo haga?
—No hay otra posibilidad.
—Eso no lo sé todavía.
Carvajal suspiró.
—Si le plantea al alcalde
el tema de la ceremonia del Banco de Kuwait —dijo gravemente—, habrá tenido
acceso por última vez a las cosas que yo veo.
—¿Es una amenaza?
—La descripción de un
hecho.
—Una descripción que tiende
a que se cumpla su profecía. Usted sabe que necesito su ayuda, sella mis labios
con su amenaza y, por supuesto, la ceremonia sale tal como usted la vio. Pero
¿de qué sirve contarme cosas si no puedo hacer nada al respecto? ¿Por qué no se
arriesga a concederme libertad total? ¿Se siente tan inseguro de la fuerza de
sus visiones que tiene que actuar así para garantizar que se van a cumplir?
—Muy bien —dijo Carvajal
suavemente, sin malicia—. Tiene libertad total. Haga lo que mejor le parezca. Ya
veremos qué ocurre.
—Y si le hablo a Quinn,
¿significará eso una ruptura entre usted y yo?
—Ya veremos qué ocurre
—repitió.
Me tenía cogido. Una vez
más me había ganado la mano; pues ¿cómo podía arriesgarme a perder el acceso a
sus visiones, y cómo podía predecir cuál iba a ser su reacción a mi traición?
Tendría que dejar que Quinn se ganase la enemistad de los judíos y confiar en
poder reparar más tarde el daño hecho. Eso o encontrar alguna forma de esquivar
la insistencia de Carvajal en el silencio. Quizá debía discutir el tema con
Lombroso.
—¿Hasta qué punto se van a
sentir decepcionados con él los votantes judíos? —dije.
—Lo suficiente como para
hacerle perder un montón de votos. Se plantea la reelección en el dos mil uno,
¿no?
—Si no le eligen presidente
el año que viene.
—No le elegirán —dijo
Carvajal—. Los dos lo sabemos. Ni tan siquiera se presentará. Pero si aspira a
la Casa Blanca para tres años después, tendrá que salir reelegido alcalde en el
dos mil uno.
—Es evidente.
—En ese caso no debería enemistarse
con los votantes judíos de Nueva York. Eso es todo cuanto puedo decirle.
Tomé mentalmente nota de
que debía aconsejar a Quinn que comenzara a estrechar sus lazos con los judíos
de la ciudad: visitar algunas tiendas de Delikatessen kosher, dejarse
caer por unas cuantas sinagogas el viernes por la noche...
—¿Está usted enfadado
conmigo por lo que le dije hace un rato? —pregunté.
—Yo nunca me enfado
—respondió Carvajal.
—Herido entonces. Pareció
herido cuando le dije que necesitaba hacer que el futuro fuese como debe ser.
—Sí, supongo que sí. Porque
eso demuestra que poco ha entendido acerca de mí, Lew. Como si creyese
realmente que padezco una compulsión neurótica de que se cumplan mis propias
visiones. Como si pensara que empleo un chantaje psicológico para impedirle que
trastoque las pautas que yo señalo. No, Lew. No cabe trastocar esas pautas, y
hasta que lo acepte no podrá existir la menor afinidad de pensamiento entre
nosotros, no podremos compartir ninguna capacidad de visión. Sus palabras me entristecieron
porque me revelaron hasta qué punto está todavía realmente lejos de mí. Pero
no, no. No estoy enfadado con usted. ¿Está bueno el solomillo?
—Magnífico —contesté, y
sonrió.
Terminamos la comida sin
cruzar prácticamente más palabras, y nos marchamos sin esperar la cuenta.
Supuse que el club se la cargaría. Debía ascender a más de ciento cincuenta
dólares.
Ya fuera, en el momento de
despedirnos, Carvajal dijo:
—Algún día, cuando vea por
sí mismo, comprenderá por qué Quinn tiene que decir lo que sé que va a decir en
la inauguración del Banco de Kuwait.
—¿Cuando vea yo por
mí mismo?
—Lo hará.
—No poseo ese don.
—Todo el mundo lo posee —dijo—. Pero muy pocos
saben cómo utilizarlo. —Me dio un rápido apretón en el antebrazo y desapareció
entre la multitud de Wall Street.
20
No llamé de inmediato a
Quinn, aunque estuve a punto de hacerlo. Tan pronto como Carvajal se perdió de
vista, me encontré preguntándome por qué vacilaba. Los pronósticos de Carvajal
sobre las cosas que iban a ocurrir demostraron ser exactos; me había dado una
información relativa a la carrera de Quinn, y mi responsabilidad para con él
anulaba todas las demás consideraciones. Además, el concepto que tenía Carvajal
del futuro como algo inflexible e inmodificable seguía pareciéndome totalmente
absurdo. Todo lo que no había ocurrido aún era susceptible de modificación;
podía modificarlo, y lo haría en bien de Quinn.
Pero no le llamé.
Carvajal me había pedido,
ordenado, amenazado, prevenido que no debía intervenir en este asunto. Si Quinn
renunciaba a su compromiso con los kuwaitíes, Carvajal sabría el porqué, y eso
podría representar el final de mi frágil y absorbente relación con aquel
poderoso hombrecillo. Pero, aun en el caso de que yo interviniese, ¿podía Quinn
zafarse de aquel compromiso? Según Carvajal, era imposible. Pero, por otro
lado, quizá Carvajal estaba llevando un doble juego, y lo que realmente preveía
era un futuro en el que Quinn no asistía a la inauguración del banco kuwaití.
En ese caso, el guión o texto podía exigirme que fuese el agente que provocase
el cambio, el que advirtiese a Quinn que no debía asistir a su cita, y Carvajal
estaría contando conmigo justo para todo lo contrario de lo que decía, aunque,
en cualquier caso, para que las cosas ocurrieran como debían ocurrir. No
parecía muy plausible, pero debía contar con esa posibilidad. Me encontraba
perdido y desorientado en medio de un laberinto de callejones sin salida. Mi
sentido de estocasticidad no me servía de nada. Dejé de saber qué pensaba sobre
el futuro e incluso sobre el presente, y el mismo pasado comenzó a parecerme
incierto. Creo que aquella comida con Carvajal fue el inicio de mi proceso de
pérdida de lo que anteriormente había considerado como cordura.
Medité durante un par de
días. Luego me dirigí al despacho de Bob Lombroso y le planteé a él toda la
cuestión.
—Tengo un problema de
táctica política —dije.
—¿Y por qué recurres a mí
en lugar de a Haig Mardikian? El es el estratega.
—Porque mi problema
comprende el tener que ocultar una información confidencial acerca de Quinn. Sé
algo que a Quinn le gustaría conocer, pero no estoy capacitado para contárselo.
Mardikian es hasta tal punto un peón de Quinn que es probable que, con la
promesa de mantener el secreto, me sonsaque la historia y luego vaya a
contársela a él directamente.
—Yo también soy un peón de
Quinn —dijo Lombroso—. Y tú también.
—Sí —respondí—. Pero tú no
lo eres hasta el punto de quebrantar la confianza de un amigo por servir a
Quinn.
—¿Y crees que Haig sí?
—Podría.
—Haig se sentiría molesto
si supiese que tienes esa opinión de él.
—Pero sé que no le vas a
contar nada de esto —dije—. Estoy seguro de que no.
Lombroso no respondió nada,
se limitó a permanecer de pie contra el esplendoroso fondo de su colección de
tesoros medievales, hundiendo los dedos en su espesa barba negra, y
estudiándome con mirada inquisitiva. Se produjo un prolongado y tenso silencio.
Pero yo estaba seguro de haber hecho bien acudiendo a él en lugar de a
Mardikian. De todo el equipo de Quinn, Lombroso era el miembro más razonable y
digno de confianza, un tipo espléndidamente cuerdo, equilibrado e
incorruptible, con una forma de pensar caracterizada por la independencia y el
rigor. Pero si me equivocaba respecto a él, podía darme por perdido.
—¿Aceptas el trato? —dije
finalmente—. ¿Mantendrás en secreto lo que te voy a contar?
—Depende.
—¿De qué?
—De si estoy o no de
acuerdo contigo en que lo mejor es ocultar lo que deseas ocultar.
—¿Te lo cuento y tú
decides?
—Sí.
—Pero no puedo hacer eso,
Bob.
—Eso significa que tampoco
confías en mí, ¿no?
Lo pensé durante un
instante, y mi intuición me animó a contárselo todo, aunque la cautela me
advirtió que había al menos una oportunidad de que pasara por encima de mí y le
fuese con la historia a Quinn.
—Está bien —dije—. Te lo
voy a contar. Espero que todo lo que diga quede entre tú y yo.
—Adelante —dijo Lombroso.
Respiré profundamente.
—Comí con Carvajal hace
unos días. Me dijo que Quinn va a decir algunas impertinencias sobre Israel en
su discurso de inauguración del Banco de Kuwait a comienzos del mes que viene,
y que esas impertinencias van a ofender a un montón de votantes judíos de aquí,
agravando la situación de enemistad de los judíos locales hacia Quinn, que yo
no sabía que existiera, pero que Carvajal considera ya seria y con
posibilidades de empeorar.
Lombroso me miró asombrado.
—¿Te has vuelto loco, Lew?
—Puede ser. ¿Por qué?
—¿Crees de verdad que
Carvajal puede ver el futuro?
—Juega a la Bolsa como si
pudiese leer los periódicos del mes que viene, Bob. Nos advirtió que Leydecker
iba a morir y que Socorro le sustituiría. También nos informó sobre Gilmartin.
Y...
—Sí, lo de la congelación
del petróleo. Tiene intuición, formula buenos vaticinios. Pero creo que ya
hemos mantenido esta misma conversación por lo menos una vez.
—El no se limita a formular
vaticinios como yo. El ve.
Lombroso me miró fijamente.
Intentaba parecer paciente y tolerante, pero parecía preocupado y molesto. Por
encima de todo, era un hombre de razón, y yo le estaba contando locuras.
—¿Crees que puede predecir
el contenido de un discurso improvisado para el que todavía faltan tres
semanas?
—Sí.
—¿Y cómo es posible algo
así? Pensé en el diagrama que había trazado Carvajal sobre el mantel, en las
dos corrientes del tiempo que fluían en direcciones contrarias. Pero no podía
intentar convencer a Lombroso de todo aquello.
—No lo sé —dije—. No tengo
la menor idea. Lo acepto por fe. Me ha dado tantas pruebas que estoy convencido
de que puede hacerlo, Bob. Lombroso no pareció nada convencido.
—Es la primera vez que oigo
que Quinn tenga problemas con los votantes judíos —dijo—. ¿Qué pruebas hay de
ello? ¿Qué demuestran las encuestas?
—Nada. Todavía.
—¿Todavía? ¿Y cuándo
empezará a notarse?
—Dentro de unos cuantos
meses, Bob. Carvajal dice que el New York Times publicará este otoño un
artículo sobre cómo Quinn pierde el apoyo judío.
—¿No crees que me enteraría
antes que nadie si Quinn tuviese problemas con los judíos, Lew? Pero por lo que
llega a mis oídos, es el alcalde más popular entre ellos desde tiempos de
Beame, o puede que de LaGuardia.
—Eres millonario. Al igual
que tus amigos —respondí—. Y moviéndote entre millonarios no puedes extraer una
muestra representativa de cuál es la opinión popular. Ni tan siquiera eres
representativo como judío, Bob. Tú mismo lo has dicho, eres un sefardita, eres
latino, y los sefarditas constituyen una élite, una minoría dentro de una
minoría, una pequeña casta aristocrática que tiene muy poco que ver con la
señora Goldstein y el señor Rosenblum. Quinn puede estar perdiendo el respaldo
de cien Rosemblums por día y vuestro pequeño grupo de Spinozas y Cardozos no se
enterará hasta que lo leáis en el Times. ¿O no tengo razón?
Encogiéndose de hombros,
Lombroso dijo:
—Admito que hay cierta
verdad en ello. Pero nos estamos saliendo del tema, ¿no? ¿Cuál es tu problema
real, Lew?
—Deseo prevenir a Quinn de
que no pronuncie ese discurso o, al menos, convencerle para que renuncie a las
impertinencias. Pero Carvajal no me deja que le diga ni una palabra.
—¿Que no te deja?
—Dice que el discurso tiene
que ocurrir tal como él lo ha percibido, e insiste en que permita que tenga
lugar. Si hago cualquier cosa para impedir que Quinn actúe como lo exige el
guión de ese día, Carvajal amenaza con romper sus relaciones conmigo. Con aspecto
preocupado y sombrío, Lombroso caminó en lentos círculos por su despacho.
—No sé qué es más
disparatado —dijo finalmente—, si creer que Carvajal puede ver el futuro o
temer que romperá contigo si le transmites tu intuición a Quinn.
—No es una simple intuición.
Es una auténtica visión.
—Eso es lo que tú dices.
—Bob, por encima de todo
deseo que Paul Quinn llegue al cargo más alto de este país. No tengo derecho a
ocultarle ningún dato, especialmente cuando he encontrado una fuente única como
Carvajal.
—Carvajal puede ser
simplemente un...
—¡Tengo una fe absoluta en
él —dije, con una pasión que me sorprendió incluso a mí, pues, hasta aquel
mismo momento, había mantenido algunas reticencias acerca del poder de
Carvajal, y ahora estaba plenamente convencido de él—. ¡Por eso es por lo que
no puedo arriesgarme a una ruptura con él!
—En ese caso, informa a
Quinn sobre el discurso. Si Quinn no lo pronuncia, ¿cómo sabrá Carvajal que el
responsable eres tú?
—Lo sabrá.
—Podemos declarar que Quinn
está enfermo. Podemos incluso ingresarle en el Bellevue todo el día y someterle
a un chequeo médico completo. Podemos...
—Lo sabrá.
—Podemos indicarle a Quinn
que debería moderar cualquier observación que pueda interpretarse como
antiisraelita.
—Carvajal sabrá que fui yo
quien lo hizo —dijo.
—¿Te tiene realmente
cogido, no?
—¿Qué puedo hacer, Bob?
—supliqué—. Pienses lo que pienses ahora, Carvajal nos va a ser enormemente
útil en el futuro. Si no quieres correr el riesgo de estropearlo todo con él...
—Bien, en ese caso no hagamos
nada. Dejemos que el discurso ocurra como está previsto, si tanto te preocupa
la posibilidad de ofender a Carvajal. Un par de impertinencias no van a causar
un daño irreparable, ¿no?
—Serán muy negativas.
—No harán tanto daño.
Tenemos dos años por delante antes de que Quinn tenga que presentarse de nuevo
ante los electores. Si es necesario, en ese plazo de tiempo puede hacer cinco
peregrinaciones a Tel-Aviv —Lombroso se acercó y puso su mano sobre mi hombro.
A esa distancia, el impacto de su fuerte y vibrante personalidad resultaba
abrumador. Con gran calor e intensidad, dijo—: ¿Te encuentras bien estos días,
Lew?
—¿Qué quieres decir?
—Me tienes preocupado. Toda
esa locura sobre la capacidad de ver el futuro. Y tanto follón por un discurso
de nada. Puede que necesites descansar. Sé que en los últimos tiempos has
estado sometido a una gran tensión, y...
—¿Tensión?
—Sundara —dijo—. No tenemos
por qué fingir que no sé lo que está ocurriendo.
—No, no estoy muy contento
con Sundara. Pero si crees que las actividades pseudorreligiosas de mi mujer
han afectado a mi juicio, a mi equilibrio mental, a mi capacidad para funcionar
como miembro del equipo del alcalde...
—Me limito a sugerir que
estás muy cansado. Las personas cansadas encuentran muchos motivos de preocupación,
no todos ellos reales, y el continuo preocuparse las cansa aún más. Rompe ese
círculo vicioso, Lew. Lárgate a Canadá un par de semanas, por ejemplo. Un
tiempo cazando y pescando y te sentirás como nuevo. Tengo un amigo que posee
una finca cerca de Banff, mil agradables hectáreas repartidas entre las
montañas, y...
—Gracias, pero estoy en
mejor forma de lo que crees —respondí—. Siento haberte hecho perder el tiempo
esta mañana.
—No me lo has hecho perder,
Lew. Es muy importante que compartamos nuestros problemas. Según los datos que
tengo, Carvajal ve el futuro. Pero es una idea difícil de aceptar para
un hombre racional como yo.
—Supón que es verdad. ¿Qué
aconsejarías?
—Suponiendo que fuera
verdad, creo que lo mejor sería que no hicieses nada que pudiera molestar a
Carvajal. Pero sólo suponiendo que lo sea. En ese caso nos interesaría
exprimirle toda la información que tenga, y no deberías arriesgarte a una
ruptura por las consecuencias de algo tan poco importante como este discurso.
Asentí con la cabeza.
—Yo también lo creo. Así
pues, ¿no le dirás lo más mínimo a Quinn sobre lo que debería decir o no en esa
inauguración bancaria?
—Por supuesto que no.
Comenzó a acompañarme hacia
la puerta. Estaba temblando y sudando, y supongo que con los ojos fuera de las
órbitas.
Tampoco me lo pude callar.
—¿Y no le dirás a la gente
que me estoy derrumbando, Bob? Porque no es así. Puede que esté al borde de
alcanzar un nuevo umbral de consciencia, pero no me estoy volviendo loco. De
verdad que no me estoy volviendo loco —lo dije con tanta vehemencia, que me
sonó poco convincente incluso a mí mismo.
—Creo que te vendrían bien
unas breves vacaciones. Pero no. No voy a difundir ningún rumor de que estás a
punto de que te pongan la camisa de fuerza.
—Gracias, Bob.
—Gracias por venir a verme.
—No podía recurrir a nadie
más.
—Todo irá bien —me dijo
suavemente—. No te preocupes por Quinn. Empezaré a averiguar si de verdad puede
tener problemas con la señora Goldstein y el señor Rosenblum. Por tu parte,
podrías encargarle una encuesta a tu departamento —me estrechó la mano—. Y
descansa algo, Lew, descansa.
21
Y de este modo contribuí a
que se cumpliera la profecía, a pesar de haber estado en mi mano la posibilidad
de que no fuese así. ¿O no lo había estado? Había renunciado a poner a prueba
el determinismo frío e inflexible de Carvajal. Como se decía en los juegos de
mi niñez, me había dejado colar la pelota. Quinn pronunciaría su discurso de
inauguración. Incluiría en él sus necias bromas acerca de Israel. La señora
Goldstein refunfuñaría, el señor Rosenblum le maldeciría. El alcalde se ganaría
enemigos innecesarios; el New York Times se encontraría con una sabrosa
historia entre las manos; luego nosotros tendríamos que poner en marcha el
proceso de reparación del daño político causado; una vez más, Carvajal
demostraría haber tenido razón. Alguien puede señalar que hubiese resultado muy
fácil intervenir. ¿Por qué no poner el sistema a prueba? ¿Por, qué no pensar
que Carvajal era un bluff, verificar su afirmación de que, una vez
atisbado, el futuro es tan inamovible como si estuviese grabado en pizarra?
Pero yo no lo hice. Había tenido mi oportunidad, pero sentí miedo de
aprovecharla, como si, de un modo secreto, supiese que, en caso de hacerlo, las
estrellas se habrían salido de sus órbitas y chocado unas con otras. Así pues,
me había rendido a la supuesta inevitabilidad sin apenas oponer resistencia.
Pero ¿había cedido realmente con tanta facilidad? Había sido jamás
verdaderamente libre para actuar? ¿No formaría quizá mi rendición parte del
guión eterno e inamovible?
22
Todo el mundo posee el don, me había dicho Carvajal. Pero
pocos saben cómo utilizarlo. Y se había referido a un tiempo en el que yo
sería capaz de ver por mí mismo.
¿Se estaría planteando
despertar en mí la capacidad de ver el futuro?
La idea me aterrorizó y
fascinó al mismo tiempo. Poder ver el futuro, librarse de los zarándeos de lo
fortuito y lo imprevisto, superar las vaporosas imprecisiones del método
estocástico y alcanzar la certeza absoluta... ¡Sí, sí, sí, maravilloso, pero al
mismo tiempo espeluznante! Traspasar el umbral de la oscura puerta, contemplar
el transcurso del tiempo y las maravillas y los misterios todavía por venir...
Un minero salía de su casa
camino del trabajo.
Cuando oyó gritar a su hija
pequeña.
Se dirigió al lado de su
camita,
Y ella le dijo: Papá, he
tenido un sueño horrible.
Espeluznante, porque sabía
que podía ver algo que habría preferido no ver, y que podría vencerme y
destrozarme del mismo modo en el que, al parecer, Carvajal se había visto
vencido y destrozado por el conocimiento de su muerte. Maravilloso porque ver
equivalía a liberarse del caos de lo desconocido, significaba alcanzar por
fin esa vida plenamente estructurada y determinada que había anhelado desde mi
abandono del nihilismo adolescente para abrazar la filosofía de la causalidad.
Por favor, papá, no vayas
hoy a la mina,
Pues los sueños se hacen
muchas veces realidad.
Papá, papaíto, no te
marches,
Pues no podría vivir jamás
sin ti.
Pero si Carvajal podía
realmente dotarme de la capacidad de visión, prometí que la utilizaría de
manera diferente, no permitiendo que me convirtiese en un recluso marchito, no
sometiéndome pasivamente a los derechos de algún guión invisible, no aceptando
convertirme en una marioneta como había hecho Carvajal. No, yo emplearía el don
de forma activa, lo utilizaría para conformar y dirigir el flujo de la
Historia. Me aprovecharía de aquel conocimiento especial para, en la medida de
lo posible, guiar y alterar la pauta de los acontecimientos humanos.
Soñé que las minas estaban
todas envueltas en llamas,
Y que todos los hombres
luchaban por salvar la vida.
Luego la escena cambió, y
la boca de la mina.
Estaba rodeada de novias y
esposas.
Según Carvajal, lo que yo
me proponía era imposible. Imposible para él, quizá; pero ¿me vería yo también
atado de pies y manos por sus mismas limitaciones? Aun en el caso de que el
futuro fuese fijo e inmutable, ¿no cabía utilizar el hecho de conocerlo por
anticipado para amortiguar los golpes, para desviar las energías, para crear
nuevas pautas de conducta del naufragio de las viejas? Estaba decidido a
intentarlo. ¡Enséñame a ver, Carvajal, y déjame probar!
Oh, papá, no trabajes hoy
en la mina,
pues los sueños se hacen
muchas veces realidad.
Papá, papaíto, no te
marches,
Pues no podría vivir jamás
sin ti.
23
Sundara se esfumó hacia
finales de junio, sin dejar ningún mensaje, y estuvo sin aparecer cinco días.
No me puse en contacto con la policía. Cuando volvió, sin dar la menor
explicación, no le pregunté dónde había estado. Otra vez en Bombay, en Tierra
del Fuego, en Ciudad del Cabo o Bangkok, a mí me daba lo mismo. Me estaba
convirtiendo en un buen marido del Tránsito. Quizá se había pasado los cinco
días haciendo reverencias ante el altar de un templo del Tránsito de la ciudad,
en caso de que haya en ellos altares, o quizá se había dedicado a recuperar el
tiempo perdido en algún burdel del Bronx. Ni lo sabía ni deseaba preocuparme de
ello. En aquellos momentos habíamos perdido ya todo contacto; era como si
patináramos el uno junto al otro sobre una delgada capa de hielo, sin mirarnos
nunca, sin intercambiar ni una sola palabra, limitándonos a deslizamos
silenciosamente hacia algún destino desconocido y peligroso. Los procesos del
Tránsito ocupaban todas sus energías día y noche, noche y día. Deseaba
preguntarle qué sacaba de todo aquello, qué significaba para ella. Pero no lo
hice. Una calurosa noche de julio volvió a casa de hacer lo que sólo Dios
sabría, llevando nada más que un sari color turquesa pegado a su húmeda piel
con una lascivia que, en la puritana Nueva Delhi, le habría costado una condena
de diez años de cárcel por escándalo público. Se acercó a mí, puso los brazos
sobre mis hombros, y suspiró mientras se apoyaba contra mí haciéndome sentir el
calor de su cuerpo, que me hizo temblar; sus ojos buscaron los míos y había en
las brillantes y negras pupilas una mirada de dolor, de pérdida y
arrepentimiento, una terrible mirada de incontenible pena. Y como si pudiese
leer sus pensamientos, pude oír claramente que decía: «Di una sola palabra,
Lew, una sola palabra, y les dejo y todo volverá a ser como antes». Sé que eso
es lo que me estaban diciendo sus ojos. Pero no pronuncié la palabra que
esperaba de mí. ¿Por qué me quedé callado? Por qué sospeché que Sundara se
limitaba a realizar otro estúpido ejercicio del Tránsito a costa mía, a jugar
al «¿De verdad creías que iba en serio?» ¿O más bien porque en el fondo de mi
ser no deseaba realmente apartarla del camino que había elegido?
24
Quinn me mandó llamar justo
el día antes de la ceremonia en el edificio del Banco de Kuwait.
Cuando entré se encontraba
de pie en medio de su despacho. Se trataba de una estancia gris, monótonamente
funcional, en nada parecida al impresionante sanctasanctórum de Lombroso
—muebles municipales de color oscuro, retratos de los anteriores alcaldes—. No
obstante, aquel día la estancia tenía un fulgor especial. La luz del sol que
entraba por la ventana de detrás de Quinn le bañaba en un deslumbrante nimbo
dorado, y él parecía irradiar fuerza y decisión, era como si emitiese una luz
más intensa que la que recibía. El año y medio que llevaba como alcalde de
Nueva York había dejado en él su impronta: la red de finas arrugas que rodeaba
sus ojos era más profunda que el día en que tomó posesión del cargo; los rubios
cabellos habían perdido algo de su anterior brillo; sus corpulentos hombros
parecían algo cargados, como si se encorvaran bajo un terrible peso. Durante
casi todo aquel pesado y húmedo verano había aparecido cansado e irritable, y
hubo momentos en los que representaba más años de los treinta y nueve que
realmente tenía. Pero ahora todo aquello había desaparecido. Había recobrado su
antiguo vigor. Su presencia parecía llenar la estancia.
Nada más entrar, me dijo:
—¿Recuerdas que hace
aproximadamente un mes me dijiste que se estaban iniciando nuevas tendencias y
que podrías darme pronto un pronóstico para el año que viene?
—Sí, claro. Pero...
—Espera. Existen nuevos
factores, pero tú no tienes todavía acceso a todos ellos. Quiero contártelos
para que puedas incluirlos en tu síntesis, Lew.
—¿Qué tipo de factores?
—Mis planes para
presentarme como candidato a la presidencia.
Tras una larga y embarazosa
pausa, conseguí decir:
—¿Te refieres a presentarte
el año que viene?
—El año que viene no tengo
la menor oportunidad —replicó plácidamente—. ¿No estás de acuerdo?
—Sí, pero...
—Nada de peros. La
candidatura para el 2000 es la de Kane y Socorro. Para darme cuenta de eso no
necesito recurrir a tus habilidades. Tienen ya suficientes delegados en el
bolsillo como para salir nominados en la primera votación. Luego, en noviembre
del año que viene, se presentarán contra Mortonson y saldrán derrotados. Creo
que, se presente quien se presente, Mortonson va a ganar las elecciones por un
margen tan amplio como el de Nixon en 1972.
—Eso creo yo también.
—Me refiero por tanto al
2004 —aclaró Quinn—. Mortonson no podrá presentarse a la reelección y los
republicanos no tienen ninguna figura de su misma talla. El que consiga la
nominación del Nuevo Partido Demócrata se hará con la presidencia, ¿no?
—Correcto, Paul.
—Kane no tendrá una segunda
oportunidad. Nunca la tienen los que han salido derrotados por un margen
amplio. ¿Y quién hay más? ¿Keats? Para entonces tendrá más de sesenta años. ¿Powell?
No es un tipo que dure, para entonces habrá caído en el olvido. ¿Randolph? No
puedo verle nada más que como aspirante a la vicepresidencia en la candidatura
de alguien.
—Socorro estará todavía en
candelera —señalé.
—Sí, Socorro. Si juega bien
sus cartas durante la campaña del año que viene, quedará en buen lugar por dura
que sea la derrota de la candidatura Kane-Socorro. Como ocurrió con Muskie en
1968 y con Shriver en 1972. Lew, he pensado mucho en Socorro durante todo este
verano. Le he visto avanzar como un cohete desde que se murió Leydecker. Es
precisamente por eso por lo que he decidido dejarme de posturas tímidas y
empezar a intentar ya que me nominen. Tengo que adelantarme a Socorro. Porque,
si obtiene la nominación para el 2004, ganará, y si gana, permanecerá en la
presidencia durante dos mandatos, con lo cual yo me quedaría en la cuneta hasta
el 2012 —me lanzó una de aquellas famosas miradas suyas, que me traspasó hasta
hacerme temblar—. En el 2012 tendré cincuenta y un años, Lew. No quiero tener
que esperar tanto. Si tiene que pasarse doce años esperando su oportunidad, un
candidato en potencia se desgasta mucho. ¿No crees?
—Creo que tu previsión es
totalmente correcta —repliqué.
Quinn asintió con la
cabeza.
—Okey. Estos son los
plazos que Haig y yo hemos estado elaborando durante los dos últimos días. Nos
pasamos lo que queda de 1999 y la primera mitad del año que viene limitándonos
a poner la infraestructura. Pronuncio unos cuantos discursos por todo el país,
conozco mejor a los grandes líderes del partido, me hago amigo de un montón de
pececillos que, para el 2004, se habrán convertido en grandes peces dentro del
partido. El año que viene, cuando Kane y Socorro hayan sido nominados, realizo
una campaña nacional en su apoyo, poniendo un especial énfasis en el Nordeste.
Hago todo cuanto esté en mi mano para que el Estado de Nueva York les vote.
¡Qué demonios, supongo que van a ganar en seis o siete de los grandes estados
industriales y, en ese caso, que ganen también en el mío si, a cambio de eso,
aparezco como un dinámico líder del partido; Mortonson los va a hacer añicos en
todo el Sur y en las zonas campesinas. En el 2001 paso a un segundo plano y me
concentro en la reelección para alcalde, pero, una vez que la haya conseguido,
reanudo mis giras de discursos por todo el país y, tras las elecciones para el
Congreso del 2002, anuncio mi candidatura. Esto me proporciona todo el 2003 y
el 2004 para ir asegurándome delegados, y para cuando se celebren las primarias
tendré asegurada la nominación. ¿Correcto?
—Me gusta, Paul. Me gusta
mucho.
—Bien. Tú vas a ser mi
hombre-clave. Quiero que te concentres todo el tiempo en averiguar cuáles van a
ser las pautas futuras de la política nacional, de forma que puedas trazar
planes dentro de la estructura general que te acabo de esbozar. Olvídate de los
temas locales, de la ciudad de Nueva York. Mardikian puede ocuparse de mi
campaña para la reelección sin demasiada ayuda. Tú te ocupas de lo importante,
me dices qué creen que quieren los de Nebraska, Ohio y Hawai, lo que es
probable que quieran dentro de cuatro años. Lew, tú vas a ser el hombre que me
lleve a la presidencia.
—Seguro que sí —respondí.
—Tú vas a ser los ojos que
escruten el futuro por mí.
—Cuenta conmigo.
Nos estrechamos la mano.
—¡Hacia el 2004! —gritó.
—¡Washington, espéranos,
que ya vamos! —respondí, también gritando.
Fue un momento algo
estúpido, pero también emocionante. Me veía ya en la vanguardia de la marcha
hacia la Casa Blanca, en primera línea, llevando la bandera y batiendo el
tambor. Me sentí tan embargado por la emoción, que casi comencé a informar a
Quinn de que debía renunciar a la ceremonia del Banco de Kuwait. Pero entonces
me pareció ver por un momento el triste rostro de Carvajal flotando entre las
motas de polvo que bailaban en el haz de luz que entraba por la ventana del
despacho, y me contuve. No dije, pues, ni una palabra, y Quinn asistió a la
ceremonia y metió la pata hasta el corvejón con un par de gruesos chistes
acerca de la situación política en el Próximo Oriente. («Me he enterado de que,
la semana pasada, el rey Abdullah y el premier Eleazar estaban jugando al
póquer en el casino de Eilat, y que el rey se apostó tres camellos y un pozo de
petróleo, mientras que el premier le subió la apuesta en cinco cerdos y un
submarino, con lo que el rey...» Oh, no, es demasiado imbécil como para
repetirlo.) Naturalmente, las palabras de Quinn fueron repetidas por todas las
cadenas de televisión aquella misma noche, y al día siguiente el Ayuntamiento
se vio inundado por una avalancha de iracundos telegramas. Mardikian me
telefoneó para contarme que alrededor del edificio había piquetes del B'nai
B'rith, del United Jewish Appeal, de la Liga de Defensa Judía, y que toda la
Casa de David estaba que echaba humo. Me dirigí allí, deslizándome discretamente
entre la multitud de ofendidos hebreos, y deseando pedir perdón a todo el
cosmos por haber permitido con mi silencio que ocurriera todo aquello. Lombroso
se encontraba allí con el alcalde. Nuestras miradas se cruzaron. Sentí una
cierta sensación de triunfo —¿acaso no había predicho Carvajal el incidente a
la perfección?—, pero al mismo tiempo avergonzado y atemorizado. Lombroso me
hizo un rápido guiño, que podía significar una docena de cosas distintas, pero
que yo interpreté como señal de ánimo y perdón.
Quinn no parecía
perturbado. Golpeó con el pie la gigantesca caja llena de telegramas y dijo con
voz oblicua:
—De esta forma comenzamos
nuestra caza del votante norteamericano. No es un comienzo muy brillante, ¿no
es así, muchacho?
—No te preocupes —le
respondí con un fervor en la voz propio de un boy-scout—. Es la
última vez que va a ocurrir una cosa como ésta.
25
Telefoneé a Carvajal.
—Tengo que hablar con usted
—le dije. Nos encontramos en el Hudson Promenade, cerca de la Calle Diez. El
tiempo era ominoso, nublado, húmedo y caluroso; el cielo tenía un amenazante
tono amarillo-verdoso, con tormentosas nubes ribeteadas de negro que se
acumulaban sobre New Jersey, y una abrumadora sensación de apocalipsis
inmediata lo impregnaba todo. Rayos de fiero sol, más gris-azulados que
amarillos, se abrían paso entre el filtro de las lóbregas nubes apiladas como
una manta arrugada en medio del cielo. Era un tiempo absurdo, como de ópera,
como un telón exagerado y ruidoso para nuestra conversación.
Los ojos de Carvajal tenían
un brillo antinatural. Parecía más alto, más joven, mientras caminaba a
saltitos por el paseo apoyándose más en las puntas que en los talones de los
pies. ¿Por qué parecía encontrarse cada vez mejor en cada uno de nuestros encuentros?
—¿Y bien? —me preguntó.
—Quiero ser capaz de ver.
—Hágalo, pues. Yo no se lo
impido, ¿no?
—Hable en serio —le
supliqué.
—Siempre lo hago. ¿En qué
puedo ayudarle?
—Enséñeme a ver.
—¿Acaso le he dicho en
alguna ocasión que es algo que se puede enseñar?
—Usted dijo que todo el
mundo posee el don, pero que muy pocos saben cómo utilizarlo. Está bien.
Enséñeme a utilizarlo.
—Quizá se pueda aprender a
utilizarlo —dijo Carvajal—, pero no es algo que se pueda enseñar.
—¿Por favor?
—¿Por qué lo desea tanto?
—Quinn me necesita —le dije
abyectamente—. Deseo ayudarle a llegar a la presidencia.
—¿Y?
—Quiero ayudarle. Necesito ver.
—¡Pero usted puede
pronosticar muy bien las tendencias, Lew!
—No es suficiente. No es
suficiente.
La tormenta estalló sobre
Hoboken. Un viento húmedo y frío, procedente del Oeste, empujó las abigarradas
nubes. El escenario de la Naturaleza se estaba haciendo grotesco, casi
cómicamente, excesivo.
—Supongamos que le pido que
me entregue el control total de su propia vida —dijo Carvajal—. Supongamos que
le pido que me deje tomar todas las decisiones por usted, conformar todos sus
actos a mis directrices, que deje su existencia absolutamente en mis manos; y
que le digo que, si lo hace, habrá una oportunidad de que aprenda a ver.
Pero sólo una oportunidad. ¿Qué contestaría usted?
—Diría que se trata de una
propuesta a tomar en consideración.
—El ver puede no ser tan
maravilloso como cree, ¿sabe? Ahora mismo lo considera como la llave mágica que
le abrirá todas las puertas. Pero ¿qué ocurrirá si demuestra no ser nada más
que una carga y un obstáculo? ¿Y si se trata de una maldición?
—No creo que lo sea.
—¿Y cómo lo sabe?
Me encogí de hombros.
—Correré el riesgo. ¿Ha
sido una maldición para usted?
Carvajal se detuvo y me
miró, y sus ojos buscaron los míos. Este era el momento más adecuado para que
los relámpagos cruzasen el cielo, para que sonaran horrísonos truenos a todo lo
largo del Hudson, y para que una lluvia tempestuosa azotara el paseo. Pero no
ocurrió nada de eso. Absurdamente, las nubes que había directamente encima de
nosotros se abrieron y una suave y dulce luz amarillenta se derramó sobre
nuestros rostros contraídos y tensos. ¡Qué hábil director de escena puede
llegar a ser la naturaleza!
—Sí —respondió Carvajal
tranquilamente—. Una maldición. Si ha sido algo es eso, una maldición, una
maldición.
—No le creo.
—¿Y qué me importa?
—Aun en el caso de que
hubiese sido una maldición para usted, no tiene por qué serlo para mí.
—Muy valiente, Lew. O muy
necio.
—Las dos cosas a la vez. No
obstante, quiero ser capaz de ver.
—¿Está dispuesto a
convertirse en mi discípulo?
—¡Qué palabra tan extraña y
chirriante! Y eso, ¿qué significa? —pregunté.
—Ya se lo he dicho. Se
tiene usted que entregar a mí sobre la base de no hacer preguntas y de que no
le garantizo los resultados.
—¿Y cómo me ayudará eso a
ver?
—No haga preguntas
—respondió—. Simplemente, entréguese a mí, Lew.
—De acuerdo.
Estallaron los relámpagos.
Los cielos se abrieron y, con increíble furia, se abatió sobre nosotros un
descomunal chaparrón.
26
Un día y medio después.
—Lo peor de todo —dijo
Carvajal— es ver tu propia muerte. Entonces es cuando te abandona la
vida, no en el momento de la muerte real, sino cuando tienes que verlo.
—¿Es ésa la maldición de la
que me habló?
—Sí. Esa es la maldición.
Eso es lo que me mató, Lew, mucho antes de que llegase mi hora. La primera vez
que lo ví tenía casi treinta años. Desde entonces lo he visto en muchas
ocasiones. Conozco la fecha, la hora, el lugar y las circunstancias; he pasado
por ese trance una y otra vez: el comienzo, el medio, el final, la oscuridad,
el silencio. Y una vez que lo ví, la vida se convirtió para mí en una
estúpida representación de marionetas.
—¿Y qué fue lo peor de
todo? —pregunté—. ¿Saber el cuándo, saber cómo?
—Saberlo —respondió.
—¿Que se va a morir?
—Sí.
—No lo comprendo. Quiero
decir que sí, que debe ser molesto verse a uno morir, ver uno su propio fin
como en una película, pero en eso no hay nada esencialmente sorpresivo, ¿no?
Quiero decir que la muerte es inevitable y que todos lo sabemos desde nuestra
más tierna infancia.
—¿Usted cree?
—Claro que si.
—¿Usted cree que se va a
morir, Lew?
Parpadeé un par de veces.
—Naturalmente.
—¿Está absolutamente
convencido de ello?
—No le entiendo. ¿Quiere
dar a entender que me hago la ilusión de ser inmortal?
Carvajal sonrió
serenamente.
—Todo el mundo se la hace,
Lew. Cuando es uno niño y se le muere un pez de color, o un perro, y se dice a
sí mismo: «Bien, los peces de colores no viven siempre, los perros no viven
siempre», está esquivando su primera experiencia, su primer contacto con la
muerte. Es algo que no le concierne a él. El chico de la casa de al lado se cae
de la bicicleta y se fractura el cráneo. Bien, se dice, ocurren accidentes,
pero eso no prueba nada; alguna gente es más descuidada que otra, y yo
pertenezco al grupo de los cuidadosos. Se le muere su abuela. Era vieja y
llevaba muchos años enferma, se dice a sí mismo, tenía exceso de grasas, creció
en una generación en la que la medicina preventiva era todavía muy primitiva,
no sabía cómo cuidar su propio cuerpo. Pero eso no me ocurrirá a mí, a mí no.
—Mis padres han muerto.
También se me murió mi hermana. Tuve una tortuga que se murió. En mi vida la
muerte no es algo tan remoto e irreal. No, Carvajal, creo en la muerte. Acepto
el hecho de la muerte. Sé que voy a morir.
—No. No de verdad.
—¿En qué se basa?
—Conozco a las personas. Sé
cómo era yo antes de verme a mí mismo morir, y en qué me convertí después. No
muchos han tenido esa experiencia, ni han visto cambiar sus propias vidas como
yo. Quizá soy el único que haya habido jamás. Escúcheme, Lew. Diga lo que diga,
nadie cree de forma real y plena que se va a morir. Usted puede aceptarlo aquí
arriba, en la cabeza, pero nunca al nivel celular, nunca hasta llegar al nivel
del metabolismo y la mitosis. Su corazón no ha dejado de latir ni un solo
instante durante treinta años, y sabe que nunca ocurrirá. Su cuerpo continúa
alegremente como una factoría de tres turnos fabricando de manera continua
corpúsculos, linfa, semen, saliva, y, por lo que alcanza a conocer, seguirá así
siempre. Y su mente se percibe a sí misma como el centro de una gran obra
teatral cuya estrella no es otra que Lew Nichols, mientras que el universo no
es nada más que una gigantesca colección de apoyos o puntales; todo lo que
ocurre gira alrededor suyo, ocurre en relación a usted, usted es el pivote y el
punto de apoyo de la palanca. Si va a una boda, el título de la escena no es Dick
y Judy se casan, sino Lew va a la boda de alguien; si un
político sale elegido, no es Paul Quinn alcanza la presidencia, sino Lew
ve cómo Paul Quinn alcanza la presidencia; si una estrella estalla,
el titular no será Betelgeuse pasa al estado Nova, sino El
Universo de Lew pierde una estrella; y así con todo, lo mismo para
todo el mundo, todo el mundo es el héroe del gran drama de la existencia, Dick
y Judy, cada uno en un papel estelar dentro de sus propias cabezas; Paul Quinn,
y puede que incluso Betelgeuse, y cada uno de nosotros, sabe que, si muere, el
universo entero se apagará como una luz cuando se oprime el conmutador, que eso
no es posible y que, por tanto, no va a morir nunca. Cada uno piensa que es la
excepción a la regla. Que lo que hace que todo siga en marcha es la
continuación de su propia existencia. Y uno se da cuenta, Lew, de que todos los
demás van a morir, seguro, pero son sólo actores secundarios, los que salen
sosteniendo las lanzas; el texto exige que todos ellos desaparezcan, pero no
uno mismo. ¡Oh no, uno mismo jamás! ¿No es así en realidad, Lew; no es así en
lo más profundo de su alma, en esos niveles misteriosos a los que accede sólo
de cuando en cuando?
No tuve más remedio que
esbozar una sonrisa.
—Puede que sí, que después
de todo sea así. Pero...
—Lo es. Es igual para todo
el mundo. También lo fue para mí. Bien, la gente se muere, Lew. Algunos a los
veinte y otros a los ciento veinte, pero su muerte constituye siempre una
sorpresa. Se encuentran allí viendo cómo se abre ante ellos la inmensa negrura,
y según van cayendo en el agujero, se dicen: ¡Dios mío, después de todo estaba
equivocado, después de todo me va a ocurrir a mí también, incluso a mi!
¡Qué golpe representa, qué golpe tan terrible para el ego, descubrir que
uno no es la excepción que creía! Pues, hasta que llegue el momento, resulta
sumamente reconfortante aferrarse a la idea de que a lo mejor se escapa uno; de
que, de una forma u otra, escapará a su destino. Todo el mundo tiene esa migaja
de esperanza a la que aferrarse, Lew. Todo el mundo menos yo.
—¿El verle parece
así de terrible?
—Me destruyó. Me arrebató
esa gran ilusión, Lew, esa secreta esperanza de inmortalidad que nos hace
seguir adelante. Por supuesto, yo tuve que hacerlo durante treinta años o más,
porque pude ver que no iba a ocurrir hasta mi vejez. Pero ese conocimiento puso
como una muralla alrededor de mi vida, una frontera, un sello inquebrantable.
Apenas había dejado de ser un muchacho y me encontraba ya con el resumen de lo
que me aguardaba, con el plazo de tiempo y la sentencia final. A diferencia de
lo que los demás creen, yo no podía apoyarme en la idea de gozar de la
eternidad. Lo único con que contaba era con treinta extraños años más que
seguir viviendo. El saber eso de uno mismo limita mucho tu vida, Lew. Limita
tus opciones.
—No me resulta fácil
comprender por qué tiene que provocar ese efecto.
—Ya lo comprenderás.
—Puede que no ocurra así en
mi caso cuando llegue el momento.
—¡Ah! —exclamó Carvajal—.
¡Todos creemos ser la excepción!
27
La siguiente vez que nos
vimos me contó cómo iba a ocurrir su muerte. Le quedaba menos de un año de
vida, afirmó. Su muerte acaecería en la primavera, en algún momento comprendido
entre el 10 de abril y el 25 de mayo; aunque manifestó conocer la fecha exacta,
incluyendo el momento del día, se mostró reacio a concretar más.
—¿Por qué ocultármelo a mí?
—le pregunté.
—Porque no quiere verme
abrumado por sus tensiones y presentimientos privados —me respondió Carvajal
tajantemente—. No quiero que ese día aparezca sabiendo que ha llegado el momento
y en un estado de confusión emocional impropia.
—¿Voy a estar presente? —le
pregunté atónito.
—Seguro.
—¿Y me puede decir dónde va
a ocurrir?
—En mi apartamento —dijo—.
Usted y yo estaremos discutiendo qué hacer en relación con un problema que le
preocupará en esos momentos. Sonará el timbre de la puerta. Yo iré a abrir e
irrumpirá en la casa un hombre de pelo rojo y armado, quien...
—Un momento. En cierta
ocasión me dijo que en aquel barrio nadie le había molestado nunca y que nadie
lo haría.
—Nadie que viva allí —respondió
Carvajal—, pero este individuo será un extraño. Alguien le habrá dado mi
dirección por error, tendrá anotado un número erróneo de apartamento, e irá
allí esperando recoger un paquete de drogas, algo que utilizan los drogadictos.
Cuando le diga que no tengo drogas, se negará a creerme; pensará que se trata
de algún tipo de doble juego, y comenzará a ponerse violento, a esgrimir la
pistola, a amenazarme.
—¿Y qué voy a hacer yo
mientras todo esto ocurre?
—Mirará.
—¿Miraré? ¿Me limitaré a
estarme quieto, de brazos cruzados, como un espectador?
—Se limitará a observar
—dijo Carvajal—, como un espectador —su voz adoptó un tono duro, como si
estuviese transmitiéndome una orden—. Usted no hará nada durante toda esta
escena. Se mantendrá al margen, a un lado, como un simple espectador.
—Podría golpearle con una
lámpara. Intentar quitarle la pistola.
—No lo hará.
—Está bien —dije—. ¿Y qué
ocurre luego?
—Alguien llama a la puerta.
Es uno de mis vecinos, que ha oído el ruido y se siente preocupado por mí. El
pistolero se asusta. Cree que se trata de la policía, o puede que de una banda
rival. Dispara tres veces, luego rompe una ventana y desaparece por la escalera
de incendios. Las balas me dan en el pecho, el brazo y en un lado de la cabeza.
Duro más o menos un minuto. No hay últimas palabras. Usted resulta totalmente
indemne.
—¿Y luego?
Carvajal se rió.
—¿Luego? ¿Luego? ¿Cómo voy
a saberlo? Ya se lo he dicho, veo como a través de un periscopio, el
periscopio alcanza hasta ese momento, pero nada más. Para mí la percepción
termina entonces. ¡Con qué tranquilidad lo decía!
—¿Es eso lo que vio el
día que comimos juntos en el Merchants and Shippers Club? —dije.
—Sí.
—¿Estaba usted allí, viendo
cómo le mataban a tiros, y un momento después pudo pedir tranquilamente la
carta?
—La escena no era nueva
para mí.
—¿Cuántas veces la ha
visto? —pregunté.
—Ni idea. Veinte,
cincuenta, puede que cien veces. Es como un sueño que se repite.
—Una pesadilla que se
repite.
—Uno se acostumbra a ello.
Tras la primera media docena de veces o así deja de afectar mucho
emocionalmente.
—¿Y para usted no es nada
más que algo así como una película, como una vieja película de James Cagney que
ponen en el último programa de televisión?
—Sí, algo sí —dijo Carvajal—.
La escena en sí se convierte en algo trivial, aburrido, sin interés,
previsible. Aunque los detalles han perdido su importancia, lo que permanece,
lo que no pierde nunca su impacto sobre mí, son las implicaciones.
—Se limita a aceptarlo.
Cuando llegue el momento no intentará darle al tipo con la puerta en las
narices. No me permitirá que me esconda detrás de la puerta y que le deje
inconsciente de un golpe. No le pedirá a la policía que le ponga una guardia
especial ese día.
—Por supuesto que no. ¿De
qué serviría nada de eso?
—Como experimento...
Apretó los labios. Pareció
molesto por mi tozuda insistencia en un tema que le resultaba absurdo.
—Lo que veo es lo
que va a ocurrir. El momento de los experimentos fue hace cincuenta años, y
fracasaron. No, no intervendremos, Lew. Interpretaremos nuestros papeles
obedientemente, tanto usted como yo. Sabe que así lo haremos.
28
Según mi nuevo régimen de
vida, hablaba con Carvajal todos los días, algunas veces en varias ocasiones,
normalmente por teléfono, y le transmitía las últimas informaciones políticas
internas, las estrategias a seguir, los nuevos procesos, nuestras
conversaciones con líderes políticos de fuera de la ciudad, las proyecciones de
datos, todo lo que pudiese parecer pertinente, aunque fuese de refilón, para
lograr que Paul Quinn llegase a la Casa Blanca. La razón de meter toda esta
información en la mente de Carvajal era el efecto de periscopio: no podía ver
nada que, de una forma u otra, no afectase a su consciencia, y si no podía
verlo, ¿cómo iba a poder transmitírmelo luego a mí?
Lo que estaba haciendo,
pues, era telefonearme mensajes a mí mismo, mensajes procedentes del futuro y
retransmitidos a través de Carvajal. Por supuesto, las cosas que yo le contaba
ahora carecían de valor para este fin, ya que mi yo-presente las conocía ya;
pero lo que le diría dentro de un mes podría resultar valioso para mí hoy, y
como la información debía entrar en el sistema en un momento u otro, comencé
aquí la labor de insumo o «input», alimentando a Carvajal ahora con datos que
había visto hacía ya meses o incluso años. A lo largo del año de vida que le
quedaba, Carvajal habría de convenirse en un depósito único de acontecimientos
políticos futuros. (De hecho lo era ya, pero yo debía continuar asegurándome de
que recibía la información que ambos sabíamos iba a recibir. En todo esto se
encierran numerosas paradojas, pero prefiero no examinarlas demasiado a fondo.)
Y, día a día, Carvajal me
iba proporcionando datos, fundamentalmente de cosas relacionadas con la conformación
a largo plazo de los destinos de Quinn. Luego yo se los pasaba a Haig
Mardikian, aunque algunos de ellos correspondían al campo de George Missakian,
los medios de comunicación de masas; y algunos, que tenían que ver con temas
financieros, iban a parar a Lombroso. Unos cuantos eran transmitidos a Quinn
por mí personalmente. Las notas que tomaba después de mis conversaciones con
Carvajal en una semana normal y corriente incluían apartados como los
siguientes:
Invitar a comer al
Comisario de Desarrollo Comunitario, Spreckels. Sugerir la posibilidad de un
puesto de juez.
Asistir a la boda del hijo
del senador Wilkon, de Massachusetts.
Decirle a Cond Ed,
confidencialmente, que no hay esperanzas de aprobación de la planta de fusión
propuesta en Flatbush.
Denunciar al hermano del
gobernador ante las autoridades de Triboro. Difundir por adelantado el tema del
nepotismo, incluyendo algunos chistes al respecto en la rueda de prensa.
Visitar al «speaker» de la
Asamblea, Feinberg, durante la Convención de Nueva York-Massachusetts-Conneticut,
y mostrarse amistoso con él.
Redactar artículos de toma
de posición sobre: bibliotecas, drogas, traslados de población de un estado a
otro.
Recorrer la zona histórica
con el nuevo cónsul general israelí. Incluir en el grupo a Leibman, Berkowitz,
la señora Weisbard, el rabino Dubin, y también a los señores O'Neill.
Algunas veces comprendía
por qué mi yo-futuro recomendaba a Quinn que actuase de determinada manera,
mientras que otras veces me sentía totalmente desconcertado. (¿Por qué, por
ejemplo, decirle que vetase una inocua propuesta del Ayuntamiento de reabrir
una zona prohibida para el aparcamiento al sur de Canal Street? ¿En qué le
podía servir eso para alcanzar la presidencia?) Carvajal no me ofrecía ayuda
alguna para descifrarlo. Se limitaba a pasarme las visiones que obtenía de mi
yo de dentro de ocho o nueve meses. Como estaría muerto antes de que ninguno de
estos hechos pudiese manifestar sus últimas implicaciones, no tenía la menor
idea de cuáles podrían ser sus repercusiones, y no le importaban en lo más
mínimo. Me lo transmitía todo indicándome suavemente o-lo-tomas-o-lo-dejas. No
intentes razonar el porqué. Ajústate al guión, Lew; ajústate al guión.
Y yo me ajustaba al guión.
Mis ambiciones políticas
ocultas estaban comenzando a adquirir el carácter de una misión divina:
utilizando el don de Carvajal y el carisma de Quinn, podría transformar el
mundo en un lugar mejor, de un carácter vagamente ideal. Sentí en mí los
vibrantes hilos del poder. Mientras que antes había visto la llegada de Quinn a
la presidencia como una meta valiosa por sí misma, ahora mis planes para un
mundo guiado por la capacidad de ver el futuro me convirtieron en prácticamente
un soñador utópico. Ya no pensaba en términos de manipulación, de reordenamiento
de las motivaciones, de maquinaciones políticas, a menos que estuviesen al
servicio del objetivo de orden superior por el que creía estar trabajando.
Día tras día hacía llegar
mis notas a Quinn y a sus hombres. Mardikian y el alcalde daban por sentado que
el material que ponía a su disposición era el resultado de mis propios análisis
y proyecciones, el producto del trabajo de mis encuestadores, mis ordenadores
electrónicos y mi sagaz cerebro. Como mi curriculum de intuiciones estocásticas
había sido excelente durante un montón de años, hacían lo que yo les decía. Sin
dudas ni preguntas. De cuando en cuando, Quinn se reía, y decía: «Muchacho,
para mí esto no tiene ni pies ni cabeza»; pero le respondía: «Ya lo tendrá, ya
lo tendrá», y entonces seguía mis recomendaciones. Lombroso, sin embargo, debía
darse cuenta de que muchas de estas informaciones procedían de Carvajal. Pero
no me dijo nunca ni una sola palabra, ni tampoco, creo, a Quinn o a Mardikian.
De Carvajal recibí también
instrucciones de carácter más personal.
—Es hora de que se corte el
pelo —me dijo a comienzos de septiembre.
—¿Quiere decir que me lo
deje corto?
—Al cero.
—¿Me está diciendo que debo
afeitarme la cabeza?
—Sí, exactamente.
—No —respondí—. Si hay una
moda estúpida que detesto es precisamente...
—No importa. A partir de
este mes usted empezó a llevar el pelo así. Hágalo mañana mismo, Lew.
—No me haría nunca un corte
de pelo así —le objeté—. No se ajusta en absoluto a...
—Lo hizo —respondió
Carvajal sin más—. ¿Cómo puede oponerse a ello?
¿Qué sentido tenía
discutir? Me había visto con la cabeza rapada; debía ir por tanto y
hacer que me la afeitaran. No haga preguntas, me había dicho en el momento de
subir a bordo, limítese a ajustarse al guión.
Me puse en manos del
peluquero. Salí como un Erich von Stroheim en grande, sólo que sin monóculo ni
cuello duro.
—¡Tienes un aspecto
maravilloso! —gritó Sundara al verme—. ¡Qué delicia!
Pasó suavemente las manos
por mi rapado cráneo. Era la primera vez en dos o tres semanas que se había
producido una cierta comunicación entre nosotros. Evidentemente, el dejarme
rapar de aquel modo encajaba a la perfección en las enloquecidas teorías del
Tránsito. Para ella representaba un indicio de que todavía había posibilidades
de «recuperarme».
Recibí también otras
órdenes.
—Pase un fin de semana en
Caracas —me dijo Carvajal—. Alquile un bote de pesca. Capturará un pez espada.
—¿Por qué?
—Hágalo —dijo implacable.
—No veo qué sentido tiene
que vaya a...
—Por favor, Lew. Se está
poniendo usted en plan difícil.
—¿No quiere por lo menos
explicármelo?
—No hay explicación. Tiene
que ir a Caracas.
Era absurdo. Pero me fui a
Caracas. Bebí demasiados «margaritas» con algunos abogados de Nueva York que no
sabían que era la mano derecha de Quinn, y que se dedicaron a atacarle y a
hablar una y otra vez de los buenos tiempos anteriores, cuando Gottfried
mantenía a la gentuza a raya. Fascinado, alquilé un bote de pesca y capturé de
hecho un pez espada, estando a punto de partirme ambas muñecas en el intento.
Con enormes trabajos, conseguí izar a bordo aquel maldito animal. Comenzó a
ocurrírseme que quizá Carvajal y Sundara se habían aliado para volverme loco, o
puede que para empujarme en los brazos del más próximo ministro del Credo del
Tránsito. (¿No eran ambas cosas lo mismo?) Pero era imposible. Era mucho más
probable que Carvajal se estuviese limitando a darme un curso acelerado sobre
cómo ajustarse o seguir el guión: «Acepta cualquier dictado que te llegue desde
el mañana, no hagas nunca preguntas».
Y acepté los dictados.
Me dejé barba. Me compré
ropas extravagantes. Me enrollé en Times Square con una hosca dieciseisañera
con tetas de vaca, la llené de ron en uno de los locales de Hyatt Regency,
alquilé en él una habitación por dos horas y forniqué de mala manera con ella.
Me pasé tres días en el Columbia Medical Center como cobaya voluntario para
investigaciones de sonopuntura, y salí de allí con los huesos machacados. Me
dirigí a la oficina de apuestas de mi barrio y aposté mil pavos al 666,
perdiendo, pues el número ganador aquel día fue el 667. Me quejé amargamente de
ello a Carvajal: «No me podía haber dicho por lo menos el número correcto?»
Sonrió enigmáticamente y me respondió que me había dicho el número correcto.
Supongo que tenía que perder. Al parecer, todo aquello formaba parte de
mi preparación, o entrenamiento. Masoquismo existencial, el enfoque Zen al
juego. Muy bien. No haga nunca preguntas. Una semana después me dijo que
apostara otros mil pavos al 333, y gané una fortuna nada desdeñable. Aquello
tenía, pues, sus compensaciones.
Ajústate al guión, chaval.
No hagas preguntas.
Me ponía aquellas ropas
disparatadas. Me hacía afeitar el cráneo con regularidad. Soporté los picores
de mi incipiente barba y, al cabo de un tiempo, dejó de molestarme. Envié al
alcalde a un montón de almuerzos y cenas con un fantástico conjunto de
políticos que habrían de convertirse en muy influyentes... ¡Que Dios me ayude!,
pensé, y me dediqué a ajustarme al guión.
A principios de octubre,
Carvajal me dijo:
—Y ahora, solicite el divorcio.
29
El divorcio, dijo Carvajal
un terso y brillante miércoles de octubre; un día en el que, arrastradas por un
duro viento del Oeste, caían las primeras amarillentas hojas de arce. Y ahora
solicite el divorcio, disponga el final de su matrimonio. El miércoles 6 de
octubre de 1999, justo ochenta y seis días antes de que acabara el siglo, a
menos que fuese uno un purista e insistiera, armado de lógica, pero no de
justicia emocional, que el nuevo siglo no comenzaría en realidad hasta el 1 de
enero del 2001. En cualquier caso, quedaban ochenta y seis días hasta el cambio
de cifra. Cuando cambie la cifra, había dicho Quinn en su más
famoso discurso, borremos la pizarra y comencemos desde cero, recordando
pero no repitiendo los errores del pasado. ¿Había sido mi matrimonio
con Sundara uno de los errores del pasado? Y ahora solicita el divorcio, me
había dicho Carvajal; y, más que dictarme una orden imperiosa, me informaba de
manera impersonal de cómo iban a ocurrir las cosas todavía por venir. Así es
cómo el inflexible e inesquivable futuro devora indefectiblemente al presente.
A Orville y Wilbur Wright les llegó el momento de Kitty Hawk; a John F. Kennedy
el de Lee Harvey Oswald; a Lew y Sundara Nichols les llegaba ahora el momento
del divorcio, asomando su punta, como un iceberg, sobre el océano de los meses
por venir; pero ¿por qué, por qué, para qué, con qué fin? ¿Por qué[1], pourquoi,
warum? Todavía la amaba.
Sin embargo, nuestro
matrimonio había ido evidentemente agravándose durante todo el verano, y la
eutanasia constituía ya una prescripción razonable. Había desaparecido ya todo
lo que nos uniera antes, se había derrumbado ruinosamente; ella estaba
engolfada en los ritmos y rituales del Tránsito, totalmente entregada a sus
«sagrados» disparates, y yo sumido en mis sueños de un poder visionario. Aunque
compartíamos un apartamento y una cama, no compartíamos nada más. Lo que
mantenía aún en marcha nuestra relación era el más flojo de todos los
combustibles, la pálida gasolina de la nostalgia, eso y el débil impulso que
puede proporcionar la pasión recordada.
Creo que, en aquel último
verano, hicimos el amor tres veces. ¡Hicimos el amor! Absurdo eufemismo
de joder, un eufemismo casi tan lamentable como el más grotesco de todos, dormir
juntos. Lo que Sundara y yo hicimos en aquellos tres furtivos contactos
carnales no podía llamarse amor; hicimos sudor, sábanas arrugadas, una
respiración jadeante, incluso orgasmos; pero ¿amor? ¿Amor? El amor estaba allí,
embotellado, contenido dentro de mí, y quizá incluso dentro de ella también,
elaborado desde hacía mucho tiempo y depositado en una recóndita bodega como el
vino del premier cru; como un valioso tesoro que se oculta a los demás;
y cuando nuestros cuerpos se encontraron en la oscuridad de aquellas tres
viscosas noches estivales, no estábamos haciendo el amor, sino agotando las
existencias de un depósito cada vez más exhausto, viviendo de las rentas.
¡Tres veces en tres meses!
No hacía muchos meses, y en el plazo de cinco días, conseguimos alcanzar
puntuaciones mejores, pero eso había sido antes de que, inesperadamente, se
hubiese interpuesto entre nosotros aquella barrera de vidrio. La culpa era
probablemente mía; ahora no la buscaba ya nunca, y ella, obedeciendo quizá algún
mandamiento del Tránsito, se sentía feliz no buscándome a mí. Su cuerpo grácil
y voluptuoso no había perdido nada de su belleza a mis ojos, ni tampoco me
sentía ponzoñosamente celoso de algún otro amante, pues ni tan siquiera el
episodio de la licencia para ejercer la prostitución había repercutido para
nada en mi deseo de ella; para nada, en absoluto. Lo que pudiera hacer con
otros, incluso eso, se reducía siempre a nada en el momento en que la tenía
entre mis brazos. Pero aquellos días me parecía que el contacto sexual entre
Sundara y yo era irrelevante, inadecuado, un intercambio obsoleto hecho con una
moneda devaluada. Ahora no teníamos nada que ofrecernos el uno al otro, salvo
nuestros cuerpos; y, habiéndose erosionado todos los demás niveles de contacto
entre nosotros, el de cuerpo con cuerpo se había convertido en menos que
insignificante.
La última vez que hicimos
el amor, dormimos juntos, realizamos el acto; en una palabra, jodimos. Fue seis
días antes de que Carvajal dictara su sentencia de muerte a nuestro matrimonio.
Entonces no supe que se trataba de la última vez, aunque supongo que, de haber
sido la mitad de profeta de lo que la gente creía, debería haberlo sabido. Pero
¿cómo podía haber detectado los matices apocalípticos, la sensación de representación
a punto de acabar? No hubo ni siquiera relámpagos que cruzasen los cielos. El
jueves, 13 de septiembre, fue un día templado y suave, justo en la transición
entre el verano y el otoño. Aquella noche habíamos salido con viejos amigos, el
grupo de tres de los Caldecott, Tim, Beth y Corinne. Cena en el Bubble, y luego
un show al aire libre. Tim y yo habíamos pertenecido hacía tiempo al
mismo club de tenis, y en cierta ocasión ganamos un torneo de dobles mixtos, lo
que representó un lazo lo suficientemente fuerte como para mantenernos en
contacto ya para siempre; tenía las piernas muy largas y buen carácter, era
enormemente rico y del todo apocalíptico, lo que hacía que su compañía me
resultase especialmente agradable en aquellos días de abrumadoras responsabilidades
municipales. Nada de especulaciones o elucubraciones acerca de los antojos del
electorado, nada de sugerencias encubiertas que hubiese que hacer llegar luego
a Quinn, nada de análisis de las tendencias del momento, sino simplemente
diversión y bromas. Bebimos mucho, nos pasamos algo con la droga y pusimos en
práctica un juguetón coqueteo que, durante algún tiempo, pareció a punto de
conducirme a la cama con dos cualquiera del trío Caldecott, probablemente Tim y
la rubia Corinne, mientras que Sundara se quedaría con el tercer miembro del
grupo. Pero según fue avanzando la velada, detecté potentes señales que
emanaban hacia mí desde Sundara. ¡Sorpresa! ¿Habría fumado tanto que se había
olvidado de que era sólo su marido? ¿Estaría iniciando uno de aquellos
imprevisibles procesos del Tránsito? ¿O habría pasado tanto tiempo desde
nuestro último polvo que le parecía una tentadora novedad? No lo sé, no lo
sabré nunca. Pero el calor de sus repentinas miradas encendió una especie de
luz entre nosotros que se hizo rápidamente incandescente; gozosamente, y con
delicadeza, nos disculpamos ante los Caldecott, quienes están dotados de una
sensibilidad tan naturalmente aristocrática que no se lo tomaron a mal, y no
dieron en absoluto a entender que se sentían rechazados; logramos despedirnos
airosamente, hablando de volver a vernos pronto otra vez, y Sundara y yo nos
marchamos a casa. Todavía ilusionados, todavía incandescentes.
No ocurrió nada que
rompiese aquel mágico estado de ánimo. Nos despojamos de las ropas, nuestros
cuerpos se aproximaron. Aquella noche no venían a cuento los elaborados
rituales previos del Kama-Sutra; ella estaba caliente y yo
también; como animales, nos lanzamos el uno contra el otro. Cuando la penetré,
soltó un extraño y tembloroso suspiro, un sonido ronco que pareció tocar varias
notas a la luz, un sonido como el de uno de esos instrumentos medievales indios
que parecen estar afinados sólo para tocar en claves menores y producen tristes
salmodias en vibrantes tonos modales. Quizá ella sabía ya que aquél iba a ser
el último encuentro entre nuestros cuerpos. Me moví contra ella con la
seguridad de que no podía hacer nada equivocado; si en alguna ocasión me limité
a ajustarme al guión, fue en aquélla, sin premeditación, sin cálculo, sin
separación entre mi yo y los hechos, era como un punto que se desplazase sobre
el continuum tiempo-espacio, figura y fondo fundidos e indiferenciables,
perfectamente a tono con las vibraciones del instante. Estaba echado sobre
ella, estrechándola entre mis brazos, en la clásica posición occidental que,
con nuestro amplio repertorio de variaciones orientales, rara vez adoptábamos.
Sentía mi espalda y mis caderas tan fuertes como acero toledano y tan flexibles
como el más polimerizado de los plásticos, y me columpiaba de arriba a abajo,
de arriba a abajo, de arriba a abajo, con movimientos fáciles y confiados,
elevándola hasta niveles cada vez más altos de sensación; y, no de pasada,
elevándome yo mismo hasta ellos. Para mí fue un polvo perfecto, nacido del
cansancio, de la desesperación, la intoxicación y la confusión, una cópula
derivada de ese estado de ánimo de «ya-no-me-queda-nada-que-perder». No había
ninguna razón por la que no hubiese podido continuar hasta el alba. Sundara se
aferraba estrechamente a mí, respondiendo a la perfección a todos mis
movimientos. Tenía las rodillas levantadas hasta casi la altura de los pechos,
y según deslizaba mis manos sobre el terciopelo de su piel, encontraba, una y
otra vez, el frío metal del emblema del Tránsito abrazando su muslo; no se lo
quitaba ya nunca, nunca, pero ni tan siquiera eso dañó la
perfección del acto. No obstante, no se trató por supuesto de un acto de amor,
sino más bien de un acontecimiento simplemente atlético, de dos discóbolos que
se movían en tándem siguiendo los rituales prescritos y ordenados de antemano
de su especialidad. ¿Qué tenía que ver el amor con todo aquello? En mí quedaba
todavía amor por ella, sí, un amor desesperado, de los de temblar, morder y
arañar, pero no había ya forma de expresarlo ni dentro ni fuera del lecho.
Recogimos, pues, nuestras
medallas de oro olímpicas en salto y trampolín, en levantamiento de peso y en
patinaje artístico, en salto de pértiga y 400 metros valla, y, mediante
movimientos y suspiros cada vez más potentes, nos pegamos el uno al otro cada
vez más estrechamente hasta llegar al momento definitivo. Lo alcanzamos
finalmente y, durante un intervalo de tiempo casi interminable, nos disolvimos
en la fuente de la creación; luego el intervalo terminó y nos separamos el uno
del otro, sudorosos, pegajosos y exhaustos.
—¿Te importaría acercarme
un vaso de agua? —preguntó Sundara pasados unos minutos.
Y así fue como terminó.
Y ahora solicita el
divorcio, me dijo Carvajal seis días después.
30
El trato fue: entrégate a
mí, sin preguntas, sin garantías. Hasta ahora no había hecho preguntas, pero en
esta ocasión no me quedaba más remedio que preguntar. Carvajal me estaba
empujando a una decisión que no podía adoptar sin algún tipo de explicación.
—Me prometió no hacer
preguntas —dijo sombriamente.
—A pesar de ello, o me da
alguna clave o rompo el trato.
—¿Va en serio?
—Totalmente.
Intentó anularme con la
mirada. Pero, por alguna razón, aquellos ojos vacíos suyos, en algunas
ocasiones irresistibles, no me intimidaron en ésta. Mi capacidad de intuición
me decía que debía seguir adelante, presionarle, exigirle conocer la estructura
de los acontecimientos en que me estaba adentrando. Carvajal se resistió. Se
retorció, sudó y me dijo que con ese inadecuado estallido de inseguridad estaba
haciendo retroceder mi proceso de formación en semanas, o incluso meses. Tenga
fe, me instó, ajústese al guión, haga lo que se le dice y todo saldrá bien.
—No —respondí—. La quiero,
e incluso hoy en día el divorcio no es cosa de broma. No puedo hacerlo
por capricho.
—Su proceso de formación...
—Al infierno con él. ¿Por
qué debo separarme de mi esposa, simplemente porque no nos hemos llevado muy
bien durante los últimos tiempos? Romper con Sundara no es como cambiar de
estilo de corte de pelo, ¿sabe?
—Por supuesto que sí.
—¿Cómo?
—A la larga todos los
acontecimientos se reducen a lo mismo —respondió.
Solté un bufido.
—No diga tonterías. Actos
distintos tienen consecuencias distintas, Carvajal. El que yo me deje el pelo
largo o corto no repercute gran cosa sobre lo que me rodea. Pero los
matrimonios dan a veces origen a niños, los niños son constelaciones genéticas
únicas, y los niños a los que, si así lo decidiéramos, daríamos origen Sundara
y yo serian distintos de los que podríamos tener con otras parejas, y las
diferencias... ¡Dios! Si rompemos yo puedo casarme con alguna otra y
convertirme en el tatarabuelo del próximo Napoleón, mientras que si sigo a su
lado... Bien, ¿cómo puede afirmar que, a la larga, todos los acontecimientos se
reducen a lo mismo?
—Es muy lento en comprender
—dijo Carvajal con tristeza.
—¿Qué?
—Yo no me refería a
consecuencias, sino simplemente a acontecimientos. Lew, todos los
acontecimientos son iguales en sus probabilidades, lo que quiere
decir que es totalmente probable que se produzca cualquier acontecimiento que
se va a producir.
—¡Eso es tautología!
—Sí. Pero tanto usted como
yo nos ocupamos de temas tautológicos. Le digo que le veo divorciándose
de Sundara, exactamente igual que le ví cortándose el pelo de esa forma, y, por
tanto, ambos acontecimientos tienen las mismas probabilidades.
Cerré los ojos. Me quedé
inmóvil durante un buen rato.
—Explíqueme por qué me
divorcio de ella —dije finalmente—. ¿No hay ninguna esperanza de salvar nuestra
relación? No nos peleamos. No tenemos desacuerdos graves en lo referente al
dinero. Pensamos de forma parecida con respecto a casi todo. Sí, hemos perdido
contacto el uno con el otro, pero eso es todo. Estamos simplemente
deslizándonos hacia esferas distintas. ¿No cree que si ambos hiciéramos un
esfuerzo sincero podríamos volver a sentirnos unidos?
—Sí.
—Entonces, ¿por qué no
intentarlo en lugar de...?
—Usted tendría que hacerse
fiel del Tránsito —respondió.
Me encogí de hombros.
—Creo que, si no tuviese más
remedio, podría soportarlo. Si la otra alternativa fuese la de perder a
Sundara...
—No podría. Es algo extraño
a usted, Lew. Se opone a todo aquello en lo que cree y a todo por lo que ha
venido trabajando.
—Pero para conservar a
Sundara...
—Ya la ha perdido.
—Sólo en el futuro. Sigue
siendo mi mujer.
—Lo que se ha perdido en el
futuro está perdido ya.
—Me niego a...
—¡No tiene más remedio!
—gritó—. Es todo uno, Lew, ¡es todo uno! ¿Ha llegado conmigo hasta aquí y
todavía no se da cuenta?
Lo vi. Conocía todos los
argumentos que él estaba a punto de esgrimir y creía en todos ellos, y mi fe no
era algo que viniera desde fuera, sino algo intrínseco, algo que había crecido,
y extendiéndose dentro de mí durante todos aquellos meses. Y, sin embargo, me
resistía. Y, sin embargo, seguía buscando escapatorias. Seguía buscando un
clavo ardiendo al que agarrarme, aun en el momento de mi caída.
—Termine de contármelo
—dije—. ¿Por qué es necesario e inevitable que deje a Sundara?
—Porque el destino de ella
está en el Tránsito, mientras que el suyo está lo más alejado posible de dicha
fe. Ellos propenden a la falta de certeza, usted a la certeza. Ellos intentan
minar, destruir; usted construir. Se trata de un abismo filosófico básico que
se hará cada vez más ancho y profundo y que no se puede salvar. Por tanto,
ustedes dos tienen que separarse.
—¿Cuándo?
—Se quedará solo antes de
que finalice el año —me dijo—. Le he visto varias veces en su nueva casa.
—¿No vivirá una mujer
conmigo?
—No.
—El celibato no me va nada.
Apenas lo he practicado.
—Tendrá mujeres, Lew; pero
vivirá solo.
—¿Y Sundara se queda con el
apartamento?
—¿Con las pinturas, las
esculturas, el...?
—No lo sé —respondió
Carvajal, con aspecto de aburrirse—. En realidad no he prestado la menor
atención a detalles como ése. Ya sabe que no me interesan.
Me dejó marchar. Caminé
unas tres millas en dirección a la parte alta de la ciudad, sin ver nada, sin
oír nada, sin pensar en nada. Era como si flotase en el vacío, como si fuese un
miembro de la nada total. En la esquina de no-sé-qué-calle, con
sólo-Dios-sabe-qué-avenida, encontré una cabina telefónica, deposité una moneda
en la ranura y marqué el número del despacho de Haig Mardikian; luego conseguí
abrirme camino entre la férrea protección de varios recepcionistas, hasta que
el propio Mardikian se puso al aparato.
—Me voy a divorciar —le dije, y, durante un buen
rato, escuché el silencioso rugido de su sorpresa que zumbaba a través de la
línea telefónica como las olas del mar durante una tormenta—. No me preocupa el
lado financiero de la cuestión —añadí al cabo de un rato—. Sólo quiero una
ruptura limpia. Dime el nombre de algún abogado en el que confíes, Haig.
Alguien que lo haga rápido y sin herirla.
31
Cuando sueño despierto me
imagino un tiempo en el que seré verdaderamente capaz de ver. Mi visión
rompe la lóbrega cortina invisible que rodea todo, y penetro en el reino de la
luz. He estado dormido, he estado prisionero, he estado ciego, y ahora, ahora
que la transformación se ha iniciado, es como si despertase finalmente. Mis
cadenas se han esfumado; mis ojos se han abierto. A mi alrededor se mueven
inciertas figuras en sombras, ciegas y dando traspiés, con los rostros grises
de asombro e incertidumbre. Esas figuras sois vosotros. Y bailo entre vosotros
y alrededor vuestro, con los ojos luminosos y el cuerpo encendido por la
alegría de una nueva percepción. Ha sido como vivir bajo el mar, oprimido por
una terrible presión y alejado de la deslumbradora luminosidad por esa
membrana, flexible, pero impenetrable, que constituye la superficie entre mar y
cielo; y ahora la he roto, he llegado a un lugar donde todo brilla y reluce,
donde todo está rodeado por un radiante halo, resplandeciente en oros, violetas
y escarlatas. Sí, sí. Finalmente, veo.
¿Qué es lo que veo?
Veo la suave y tranquila
Tierra, escenario de nuestros dramas. Veo las sudorosas luchas de los
ciegos y sordos, golpeados según van avanzando hacia un destino incomprensible.
Veo los años desplegándose como las largas y tersas hojas de los
helechos de primavera, con las puntas de un verde intenso, alejándose de mí
hacia el infinito. En deslumbrantes flashes de iluminación intermitente,
veo las décadas transformándose en siglos y los siglos en eones y
épocas. Veo el lento desfile de las estaciones, la sístole y diástole
del invierno y el verano, de la primavera y el otoño, el ritmo delicadamente
sobrepuesto del calor y el frío, de la sequía y las lluvias, del sol y la
niebla y la oscuridad.
No hay límites a mi visión.
Aquí están los laberintos de las ciudades del mañana, levantándose, decayendo y
volviéndose a levantar. Nueva York con su crecimiento lunático, rascacielos
sobre rascacielos, los viejos cimientos transformándose en los cascotes sobre
los que se levantan los nuevos, capa sobre capa como las mezcladas
estratificaciones de la Troya de Schliemann. Por retorcidas calles circulan
extraños, vestidos con ropas desconocidas y hablando una jerga ininteligible
para mí. Hay máquinas que caminan sobre piernas articuladas. Por encima de mi cabeza
revolotean pájaros mecánicos, gorjeando como puertas mal engrasadas. Todo está
en continuo flujo y reflujo. ¡Mira, el océano se retira, y resbalosas bestias
de color marrón yacen sobre el desnudo lecho marítimo, encalladas e intentando
fatigosamente respirar! ¡Mira, el océano retorna, rozando con sus olas las
antiguas autopistas que rodeaban la ciudad! ¡Mira, el cielo está verde! ¡Mira,
la lluvia es negra! ¡Mira, aquí hay cambio, transformación, aquí están los
antojos o caprichos del tiempo! ¡Y yo lo veo todo!
Estos son los eternos
movimientos de las galaxias, sombríos e inescrutables. Estos son los
equinoccios precedentes, éstas son las arenas movedizas. El sol calienta mucho.
Las palabras se han convertido en afiladas como agujas. Capto rápidas visiones
de grandes entidades que surgen, florecen, decaen y mueren. Estos son los
límites del imperio de los sapos. Este muro señala el lugar donde comienza la
república de los insectos de largas patas. El propio ser humano cambia. Su
cuerpo se transforma numerosas veces, se hace tosco, luego puro y refinado,
luego más tosco que nunca; desarrolla extraños órganos que tiemblan como
tentáculos salidos de las protuberancias de su encallecida piel; carece de
ojos, es inconsútil desde los labios a la nuca, tiene muchos ojos, está
cubierto de ojos, ha dejado de ser varón y hembra y funciona como una especie
de sexo intermedio; es delgado, grueso, líquido, metálico; salta por los
espacios siderales, se amontona en húmedas cavernas, inunda el planeta con
legiones de su propia especie; por decisión propia, se reduce luego a unas
pocas docenas, agita el puño amenazante contra un henchido cielo rojo, canta
terroríficas canciones en un zumbido nasal, concede su amor a monstruos,
declara abolida la muerte, descansa al sol como una gigantesca ballena en el
mar, se convierte en una horda de afanosos trabajadores, como zumbantes abejas,
levanta su tienda en las arenas de desiertos deslumbrantes como diamantes, se
ríe con el sonido de tambores, yace junto a dragones, escribe poemas de hierba,
construye naves de aire, se transforma en un dios, se transforma en un demonio,
lo es todo, no es nada. Los continentes se deslizan pesadamente, como
hipopótamos que bailasen una regia polca. La luna se hunde en los cielos,
mirando por encima de su propia frente como una dolorosa ampolla blanca, y se
hace añicos con un maravilloso sonido de vidrio, con un ¡ping!, que
reverbera durante años y años. El mismo sol se aleja en sus amarras, pues en el
universo todo está en constante movimiento y los caminos son infinitamente
variados. Le veo alejarse poco a poco en la oscuridad de la noche, y espero que
retorne, pero no lo hace, y una capa de hielo se desliza sobre la negra piel
del planeta, y los que viven en esa era se convierten en seres de la noche,
amantes del frío, autosuficientes. Y sobre el hielo aparecen bestias de
dificultosa respiración que arrojan niebla por las fauces; y de debajo del
hielo surgen flores de cristal azulado y amarillo; y en el cielo resplandece
una nueva luz que no sé de dónde procede.
¿Qué es lo que veo, qué
es lo que veo?
Estos son los nuevos
líderes de la humanidad, los nuevos reyes y emperadores, con sus cetros en la
mano y atizando el fuego desde las cumbres de las montañas. Estos son los
dioses todavía inimaginables. Estos son los hechiceros y los brujos. Y éstos
los cantantes, estos los poetas, estos los creadores de imágenes. Estos son los
nuevos ritos. Estos los frutos de la guerra. ¡Mira: amantes, asesinos,
soñadores, videntes! ¡Mira: generales, sacerdotes, exploradores, legisladores!
¡Mira! Hay continentes desconocidos por descubrir. Hay manzanas no probadas por
comer. ¡Mira! ¡Locos! ¡Cortesanos! ¡Héroes! ¡Víctimas! Veo los planes. Veo
los errores. Veo los logros asombrosos, que hacen brotar de mis ojos
lágrimas de orgullo. Esta es la hija de la hija de tu hija. Este es el hijo de
una inacabable sucesión de hijos. Estas son naciones todavía desconocidas;
estas otras, naciones recién resucitadas. ¿Qué es este idioma, todo de
chasquidos y silbidos? ¿Qué es esta música, toda de bufidos y chirridos? Roma
caerá nuevamente. Habrá una segunda Babilonia, que extenderá sus tentáculos por
todo el mundo como un enorme pulpo. ¡Qué asombrosos son los tiempos todavía por
venir! ¡Todo lo que puedas imaginar ocurrirá, y más, mucho más, y yo lo veo
todo!
¿Son éstas las cosas que veo?
¿Están todas las puertas
abiertas para mí? ¿Se transforman los muros en ventanas?
¿Miro al príncipe asesinado
y al salvador recién nacido, a los fuegos del imperio destruido ardiendo en el
horizonte, a la tumba del señor de señores, a los viajeros de dura mirada
atravesando el dorado mar que amplía el vientre del mundo transformado?
¿Inspecciono el millón de millones de mañanas de la especie humana, lo asumo y
convierto en mía propia la carne del futuro? ¿Los cielos que caen? ¿Las
estrellas que colisionan? ¿Qué son estas constelaciones desconocidas que se
forman una y otra vez según las contemplo? ¿Quién se oculta tras estos rostros
enmascarados? ¿Qué representa este ídolo de piedra, alto como tres montañas?
¿Cuándo se transformarán en rojo polvo las orgullosas colinas que amurallan el
mar? ¿Cuándo descenderá el hielo polar como una noche inexorable sobre los
campos de rojas flores? ¿Quién posee estos fragmentos? ¡Oh! ¿Qué es lo que veo,
qué es lo que veo?
Todo el tiempo, todo el
espacio.
No. Por supuesto que no
será así. Todo lo que veré será lo que pueda enviarme a mí mismo desde
mis propios escasos mañanas. Mensajes breves y sosos, como las vagas
transmisiones de los teléfonos que hacíamos de pequeños con latas vacías; nada
de esplendores épicos, nada de apocalipsis barrocos. No obstante, aun estos
sonidos confusos y ahogados son mucho más de lo que podría haber esperado
cuando estaba dormido como vosotros, cuando era una de esas figuras ciegas y
tambaleantes deslizándose en torpes y lentos bandazos por el reino de sombras
que es este mundo.
32
Mardikian encontró un
abogado. Se trataba de Jason Komurjian, otro armenio, por supuesto; uno de los
socios de la empresa del propio Mardikian, el especialista en divorcios, un
hombre grande, con ojos pequeños y extrañamente tristes enmarcados en un rostro
grueso y atezado. Había sido compañero de colegio de Haig, y debía tener por
tanto más o menos mi misma edad, pero parecía mayor, mucho mayor, de edad casi
indefinida, un patriarca que se había echado sobre sí mismo los traumas de
miles de esposos contumaces. Sus rasgos eran juveniles, pero rodeados de un
aura de vejez.
Hablamos en su despacho,
situado en el piso noventa y cinco del Edificio Martin Luther King, un despacho
oscuro y cargado de olor a incienso, que rivalizaba con el de Bob Lombroso en
pompa y esplendor, un lugar casi tan rica y pesadamente ornamentado como la
capilla imperial de una catedral bizantina.
—El divorcio —dijo
Komurjian como entre sueños—; desea obtener un divorcio, sí, terminar de una
vez, una separación definitiva —añadió, haciendo girar el concepto en los
abovedados recintos de su conciencia, como si se tratase de un sutil tema
teológico, como si estuviese hablando de la consustancialidad del Padre y el
Hijo o de la doctrina de la sucesión apostólica—. Sí, podríamos conseguírselo.
¿Viven ya separados?
—Todavía no.
Pareció descontento. Sus
pesados labios se aflojaron, su rostro bovino adoptó una expresión más seria.
—Hay que hacerlo —dijo—. La
continuación de la cohabitación pone en peligro la plausibilidad de cualquier
petición de divorcio. Aun hoy en día; aun hoy en día. Fijen domicilios
distintos. Establezcan economías separadas. Demuestre cuáles son sus
intenciones ¿eh? —alcanzó un barroco crucifijo cubierto de joyas que tenía
sobre la mesa, lleno de rubíes y esmeraldas, y jugueteó con él, deslizando sus
gruesos dedos sobre la desgastada superficie; y, durante un buen rato, pareció
sumirse en sus propios pensamientos. Me imaginé los tonos de un órgano
invisible, contemplé una procesión de sacerdotes barbudos y engalanados
recorriendo los coros de su mente. Casi le podía oír susurrándose a sí mismo en
latín, no en un latín eclesial, sino de abogado, toda una letanía de
trivialidades. Magna est vis consuetudinis, falsus in uno, falsus in
ómnibus, eadem sed aliter, res ipsa loquitor. Huius huius,
huius, hunc haec hoc. De repente me miró, atravesándome con una mirada
inesperadamente fija y penetrante—. ¿Los motivos?
—No, no se trata de ese
tipo de divorcio. Queremos simplemente terminar, irnos cada uno por nuestro
propio camino, un sencillo final.
—Por supuesto, lo habrá
discutido ya con la señora Nichols y habrán llegado a un acuerdo preliminar...
Me sonrojé.
—¡Ah, no, todavía no!
—dije, algo molesto.
Komurjian se mostró
desaprobador.
—Se dará cuenta de que,
antes o después, tendrá que sacar el tema a colación. Su reacción será
probablemente tranquila. Luego su abogado y yo nos reuniremos y resolveremos el
asunto —alcanzó un bloc de notas—. En cuanto a la división de las
propiedades...
—Puede quedarse con todo lo
que quiera.
—¿Con todo? —pareció
sorprendido.
—No deseo la menor disputa
con ella sobre ningún tema.
Komurjian extendió sus
manos ante mí por encima de la mesa del despacho. Llevaba más anillos que el
mismo Lombroso. ¡Estos levantinos, estos ostentosos levantinos!
—¿Y qué pasará si lo pide
todo? —preguntó—. ¿Son todos los bienes comunes? ¿Lo aceptaría sin oponerse?
—Ella no hará eso.
—¿No
pertenece al Credo del Tránsito?
—¿Cómo lo sabe? —dije muy
sorprendido.
—Como puede suponer, Haig y
yo hemos discutido ya el caso.
—Ya veo.
—Y los fieles del Tránsito
son imprevisibles.
Conseguí proferir una
risita ahogada.
—Sí, mucho.
—Puede darle el capricho de
pedir todos los bienes —dijo Komurjian.
—O el de no pedir ninguno
—respondí.
—O ninguno, es cierto.
Nunca se sabe. ¿Me está dando usted instrucciones para que acepte cualquier
postura que pueda adoptar?
—Esperemos y ya veremos qué
pasa —respondí—. Creo que se trata de una persona esencialmente razonable.
Tengo la impresión de que no formulará ninguna exigencia descabellada sobre la
división de propiedades.
—¿Y sobre los ingresos?
—preguntó el abogado—. ¿No exigirá que le siga usted pasando dinero? Ustedes
tienen un contrato estándar de grupo de dos, ¿no?
—Sí. Su terminación
significa también el final de toda responsabilidad financiera.
Komurjian comenzó a
canturrear muy bajito, tanto que casi no podía oírle. Casi. ¡Qué rutinario
debía parecerlo todo esto, esta anulación de lazos sacramentales!
—Así pues, no habrá
problemas, ¿no? Pero, antes de seguir adelante, debe comunicarle sus
intenciones a su mujer, señor Nichols.
Así lo hice. Sundara estaba
ya tan ocupada con sus diversas actividades del Tránsito: sus sesiones de
proceso, sus círculos de volatilidad, sus ejercicios diarios de anulación del
ego, sus deberes de misionera y todo lo demás, que pasó casi una semana antes
de poder hablar tranquilamente con ella en casa. Para entonces, yo había
ensayado la escena en mi cabeza más de mil veces, por lo que las frases estaban
ya más que desgastadas; si ha habido alguna vez un ejemplo de ajustarse
estrictamente al guión, éste sería uno. Pero ¿me daría ella las réplicas
adecuadas?
Casi apologéticamente, como
si el hecho de pedirle el privilegio de conversar con ella fuese como una
intrusión en su vida privada, le dije una noche que deseaba hablarle de algo
importante; y luego la informé, como me había visto hacer tantas veces, de que
iba a pedir el divorcio. Mientras se lo decía, comprendí lo que debía representar
para Carvajal la capacidad de ver, pues en mi imaginación había reproducido
esta escena tantas veces que me parecía ya como un acontecimiento del pasado.
Sundara me miraba
pensativamente, sin decir nada, sin mostrar emoción ni sorpresa, ni disgusto,
ni hostilidad, ni entusiasmo, ni decaimiento, ni desesperación.
Su silencio me desconcertó.
Al cabo de un rato, dije:
—He contratado a Jason
Komurjian como abogado. Es uno de los socios de Mardikian. Se reunirá con tu
abogado, cuando lo tengas, y lo resolverán todo. Sundara, me gustaría que nos
separásemos de manera civilizada.
Sonrió. Como una Mona Lisa
de Bombay.
—¿No tienes nada que decir?
—pregunté.
—Realmente, no.
—¿Te parece el divorcio una
minucia?
—El divorcio y el
matrimonio no son sino aspectos de la misma ilusión, amor mío.
—Creo que este mundo me
parece más real que a ti. Esta es una de las razones por las que no parece
sensato que sigamos viviendo juntos.
—¿No habrá una lucha
confusa por la división de lo que poseemos? —dijo ella.
—Ya te dije que me gustaría
que nos separásemos de manera civilizada.
—Muy bien. A mí también.
Me desconcertó la facilidad
con que lo aceptaba todo. Nuestro contacto mutuo había sido tan deficiente en
los últimos tiempos, que no habíamos llegado nunca a discutir las crecientes
lagunas de comunicación entre nosotros; pero existen numerosos matrimonios que
se mantienen así durante años y años, dejándose llevar plácidamente, sin que
ninguna de las partes ponga los puntos sobre las íes. Ahora yo me estaba disponiendo
a echar nuestro matrimonio a pique, y ella no tenía nada que decir al respecto.
Ocho años de vida en común, recurro de repente a un abogado divorcista y
Sundara no formula el menor comentario. Llegué a la conclusión de que su
imperturbabilidad reflejaba simplemente el cambio operado en ella por el Credo
del Tránsito.
—¿Todos los fieles del
Tránsito aceptan estas conmociones en sus vidas con la misma tranquilidad?
—pregunté.
—¿Se trata de una
conmoción?
—Así me lo parece a mí.
—A mí me parece sólo la ratificación
de una decisión adoptada hace ya mucho tiempo.
—He pasado por malos
momentos —reconocí—. Pero incluso en los peores me decía continuamente a mí
mismo que era sólo una fase, algo transitorio, que todos los matrimonios
atraviesan momentos así, y que, antes o después, volveríamos el uno al otro.
Mientras hablaba, me
encontré a mí mismo convenciéndome de que todo eso seguía siendo verdad, de que
Sundara y yo podríamos todavía salvar la continuación de nuestra relación como
los seres humanos básicamente razonables que éramos. Y, sin embargo, le estaba
pidiendo que se buscase un abogado. Recordé a Carvajal diciéndome «Ya la ha
perdido» con una inexorable resolución en su voz. Pero se había
referido al futuro, no al pasado.
—Y ahora crees que no hay
solución, ¿no? —dijo ella—. ¿Qué es lo que te ha hecho cambiar de idea?
—¿Qué?
—¿Has cambiado o no de
idea?
No respondí.
—No creo que desees
realmente el divorcio, Lew.
—Sí —insistí con ronca voz.
—Eso es lo que dices.
—No te estoy pidiendo que
me adivines el pensamiento, Sundara, sino simplemente que cumplas todas las
jerigonzas legales que tenemos que cumplir para ser libres de vivir nuestras
propias vidas por separado.
—No quieres el divorcio,
pero al mismo tiempo lo quieres. ¡Qué raro, Lew! ¿Sabes?, una actitud como ésa
encaja perfectamente en las teorías del Tránsito, es lo que denominamos una
situación clave, una situación en la que uno mantiene posturas opuestas
simultáneamente e intenta reconciliarlas. Hay tres posibles salidas. ¿Te
interesa conocerlas? Una posibilidad es la esquizofrenia. Otra es el
autoengaño, cuando uno finge abrazar ambas alternativas a la vez sin hacerlo
realmente. Y la tercera es la condición de iluminación conocida en el Tránsito
como...
—Por favor, Sundara.
—Creí que te interesaría
saber...
—Me temo que no.
Me estudió durante un buen
rato. Luego sonrió.
—Todo este asunto del
divorcio tiene que ver con tu don de precognición, ¿no? En realidad, y aunque
no nos estamos llevando muy bien, no quieres el divorcio ahora, pero sin
embargo crees que debes comenzar a obtenerlo porque has tenido el
presentimiento de que, en un futuro próximo, te vas a divorciar. ¿Me equivoco,
Lew? Vamos, dime la verdad, te prometo no enfadarme.
—Te has aproximado bastante
—respondí.
—No estaba segura. Y bien,
¿qué vamos a hacer ahora?
—Decidir los términos de
nuestra separación —respondí sombríamente—. Búscate un abogado, Sundara.
—¿Y si me niego?
—¿No querrás decir que vas
a oponerte?
—Nunca he dicho eso.
Simplemente que no deseo hacerlo a través de un abogado. Resolvámoslo nosotros
mismos, Lew. Como personas civilizadas.
—Tendré que consultárselo a
Komurjian. Esa forma puede ser civilizada, pero no la más inteligente.
—¿Crees que te voy a
engañar?
—No creo ya nada de nada.
Se aproximó a mí. Sus ojos
resplandecían; de su cuerpo emanaba una palpitante sensualidad. Me sentí
indefenso ante ella. Podía obtener de mí lo que quisiera. Inclinándose, Sundara
me besó en la punta de la nariz, y ronca y algo teatralmente, dijo:
—Querido, si quieres el
divorcio, tendrás el divorcio. Lo que tú quieras. No me pondré en tu camino.
Deseo que seas feliz. Ya sabes que te quiero —sonrió maliciosamente. ¡Ah,
aquellas travesuras del Tránsito!—. Lo que tú quieras —repitió.
33
Alquilé un apartamento para
mí solo en Manhattan, una vivienda amueblada de tres habitaciones en lo que
debió ser lujoso edificio en la Calle Sesenta y tres cerca de la segunda
Avenida, en una barriada vieja y anteriormente rica, todavía no gravemente
afectada por el proceso de degradación. El pedigree del edificio quedaba
demostrado por la serie de dispositivos de seguridad, que se remontaba a los
años sesenta, con algunas incursiones de comienzos de los noventa. Había de
todo, desde cerrojos de seguridad y mirillas ocultas a los primeros modelos de
filtros-laberintos y pantallas de velocidad. Los muebles eran sencillos y de
estilo indefinido, venerables y utilitarios a la vez; había sofás, sillones,
una cama, mesas, estanterías para libros y cosas de ese tipo, todas tan
anónimas que parecían invisibles. Yo también me sentí invisible una vez
instalado, después de que los transportistas y el superintendente del edificio
se hubiesen marchado, dejándome solo en mi nueva vivienda como un embajador
llegado de ninguna parte para hacerse cargo de su residencia en el Limbo. ¿Cuál
era este lugar, y cómo había podido llegar a encontrarme viviendo en él? ¿Qué
sillas son éstas? ¿De quién esas huellas sobre las desnudas paredes, pintadas
de azul?
Sundara dejó que me llevara
algunas de nuestras esculturas y de nuestros cuadros, y los distribuí por aquí
y por allá; en el lujoso contexto de nuestra mansión de Staten Island habían
resultado espléndidos, pero aquí parecían extraños y antinaturales, como
pingüinos en un baile. Aquí no había focos de luz ni una astuta decoración a
base de solenoides y reóstatos; no había pedestales lujosamente forrados, sino
sólo techos bajos, paredes sucias, ventanas sin pantallas de opacidad. No
obstante, el encontrarme allí no me hizo sentir autocompasión, sino sólo
confusión, vacío, extrañamiento. Me pasé el primer día desempaquetando,
organizando, deteniéndome con mucha frecuencia a pensar sobre nada en
particular. No salí ni siquiera a comprar; en vez de ello, formulé un pedido
telefónico por valor de cien dólares al mercado de la esquina como forma de ir
llenando la despensa. La cena fue un trámite solitario y desangelado, en el que
ingerí porquerías sintéticas, preparadas sin prestar atención y rápidamente
engullidas. Dormí solo y, para mi sorpresa, muy bien. Por la mañana telefoneé a
Carvajal y le conté lo que estaba pasando.
Gruñó su aprobación y dijo:
—¿Disfruta desde la ventana
de su dormitorio de una vista de la Segunda Avenida?
—Sí. Y desde la del salón,
de la Calle Sesenta y tres. ¿Por qué? —respondí.
—¿Las paredes están pintadas
de azul claro?
—Sí.
—¿Y hay un sofá oscuro?
—Sí. ¿Por qué desea saber
todo esto? —dije.
—Estoy sólo comprobando —me
dijo—. Asegurándome de que ha encontrado el lugar adecuado.
—¿Se refiere a que he
encontrado el que usted ha estado viendo?
—Exactamente.
—¿Había acaso alguna duda?
—pregunté—. ¿Ha dejado de confiar en las cosas que ve?
—Ni por un instante. ¿Y
usted?
—Confío en usted. Confío en
usted. ¿De qué color es el lavabo de mi cuarto de baño?
—No lo sé —respondió
Carvajal—. No me he fijado nunca. Pero su frigorífico es marrón claro.
—Ya está bien. Me deja
impresionado.
—Así lo espero. ¿Está listo
para tomar notas?
Encontré
un bloc.
—Adelante —dije.
—Martes, veintiuno de
octubre. Quinn volará a Louisiana la semana que viene para reunirse con el
gobernador Thibodaux. Después hará una declaración expresando su apoyo al
Proyecto Plaquémines. Cuando vuelva a Nueva York despide al comisario Ricciardi
y le traspasa el cargo a Charles Lewisohn. Ricciardi pasa a otro departamento.
Y luego...
Lo fui anotando todo,
moviendo la cabeza como era habitual y mientras escuchaba a Quinn decir: «¿Qué
tengo que ver con Thibodaux? ¿Qué demonios me importa el proyecto de pantano de
Plaquémines? En cualquier caso, yo creía que los pantanos se habían quedado
anticuados. Y Ricciardi está haciendo un trabajo bastante bueno, si tenemos en
cuenta su limitada inteligencia; ¿no se ofenderán los italianos si le echo así,
de una patada?», etcétera, etcétera. En aquellos días había acudido a Quinn
cada vez más frecuentemente con estratagemas extrañas, inexplicables y poco
plausibles; pues ahora el canal de información de Carvajal fluía libremente
desde el futuro inmediato, trayéndome consejos que transmitir a Quinn sobre la
mejor forma de maniobrar y manipular; y Quinn aceptaba todas las sugerencias
que le formulaba, aunque, en ocasiones, me resultaba difícil que hiciese las
cosas que le pedía. Algún día de aquellos rechazaría una de mis ideas, que no
pondría en práctica; y, en ese caso, ¿qué pasaría con el inalterable futuro de
Carvajal?
Al día siguiente me dirigí
a la hora acostumbrada al edificio del Ayuntamiento. Me sentí raro cogiendo un
taxi por toda la Segunda Avenida en lugar de capsulizarme desde Staten Island,
y hacia las nueve y media tenía ya preparado mi último lote de notas para el
alcalde. Se las envié. Poco después de las diez sonó mi interfono, y una voz
dijo que el alcalde delegado Mardikian deseaba verme.
Iba a haber problemas. Lo
sentí intuitivamente según bajaba al vestíbulo, y tan pronto entré en su
despacho, pude verlo en la cara de Mardikian. Parecía incómodo, violento,
descentrado, tenso. Sus ojos brillaban demasiado y se mordía la comisura de los
labios. Mis últimos memorándums aparecían diseminados sobre la mesa de su
despacho en forma de diamante. ¿Adonde había ido a parar el suave, elegante y
refinado Mardikian? Había desaparecido. Y, en su lugar, aparecía frente a mí
aquel tipo aturdido y excitado.
Mirándome con dureza, dijo:
—Lew, ¿qué demonios es esta
tontería sobre Ricciardi?
—Resulta aconsejable
quitarle del puesto que desempeña actualmente.
—Ya sé que es aconsejable.
Acabas de aconsejárnoslo. Pero porqué es aconsejable?
—Porque lo dicta la
dinámica a largo plazo —dije, intentando «echarme un farol»—. No puedo darte
ninguna razón convincente y concreta, pero tengo la sensación de que no resulta
razonable mantener en el cargo a una persona tan estrechamente identificada con
la comunidad italo-americana de aquí, especialmente con los intereses de bienes
inmuebles de dicha comunidad. Lewisohn es una figura neutral, con pocas
posibilidades de «quemarse», y que debería ocupar ese cargo el año que viene,
cuando nos aproximemos a las elecciones para la alcaldía, y además...
—Déjalo ya, Lew.
—¿Cómo?
—Que no sigas. No me estás
diciendo nada, eso es pura verborrea. Quinn cree que Ricciardi ha venido
haciendo un trabajo bastante bueno, se siente irritado por tus notas, y cuando
te pido que me des los datos en los que te basas, te encoges de hombros y dices
que es un presentimiento. Así pues...
—Mis presentimientos
siempre han...
—Espera —dijo Mardikian—.
Pasemos a este asunto de Louisiana. ¡Dios santo! Thibodaux es la antítesis de
todo lo que intenta representar Quinn. ¿Por qué debería el alcalde perder el
culo y bajar hasta Baton Rouge para abrazar a un beato antediluviano, y apoyar
un proyecto de pantano inútil, controvertido y ecológicamente peligroso? Quinn
tiene las de perder y nada que ganar en todo ello, a menos que eso le ayudara a
conseguir el voto de los reaccionarios en el 2004, y que ese voto es vital para
él, en cuyo caso, Dios nos coja confesados. ¿Y bien?
—No puedo explicarlo, Haig.
—¿Que no puedes explicarlo?
¿Que no puedes explicarlo? Le das al alcalde unas directrices tan sumamente
explícitas como éstas, o como las relativas al asunto de Ricciardi, algo que ha
tenido que ser evidentemente el resultado de un montón de reflexiones muy
elaboradas, ¿y dices que no sabes por qué? Si tú no sabes el porqué, ¿cómo
vamos a saberlo nosotros? ¿Dónde está la base racional de nuestras acciones?
¿Deseas que el alcalde vaya de un lado a otro como un sonámbulo, como una
especie de zombie, haciendo lo que tú le digas y sin saber por
qué? ¡Vamos, chaval! Un presentimiento es un presentimiento, pero te hemos
contratado para que formules proyectos racionales e inteligibles, no para que
te comportes como un sacamuelas.
Tras una pausa penosa y
prolongada, dije tranquilamente:
—Haig, en los últimos
tiempos he pasado por situaciones muy malas, y no me queda mucha reserva de energía.
No deseo discutir contigo ahora. Lo único que te pido es que aceptes por fe que
las cosas que propongo tienen su lógica.
—No puedo.
—¡Por favor!
—Mira, me doy cuenta de que
el hecho de que tu matrimonio se haya roto te ha destrozado, Lew, pero es precisamente
por eso por lo que me niego a aceptar lo que nos has presentado hoy. Durante
meses y meses nos has venido diciendo que hagamos todos esos viajes
disparatados, algunas veces los has razonado de forma convincente y otras no,
algunas veces nos has dado las razones más desvergonzadamente incongruentes
para algún tipo de actuación y, sin la menor excepción, Quinn ha hecho siempre
todo lo que le aconsejabas, con frecuencia en contra de su propio criterio,
mucho más acertado. Y tengo que admitir que, hasta ahora, todo ha salido
sorprendentemente bien. Pero ahora, ahora... —me miró y sus ojos parecieron
barrenar los míos—. Francamente, Lew, estamos empezando a concebir algunas
dudas sobre tu estabilidad mental. No sabemos si debemos confiar en tus sugerencias
tan ciegamente como lo hemos venido haciendo.
—¡Dios mío! —grité—. ¿Crees
que el romper con Sundara me ha hecho perder el seso?
—Creo que, en cierta
medida, sí —respondió Mardikian hablando en tono algo más amable—. Tú mismo has
sido el que ha hablado de que no te queda mucha reserva de energía.
Sinceramente, Lew, creemos que te encuentras sometido a una gran tensión, que
estás fatigado, agotado, groggy, que te has excedido en los
últimos tiempos y que te vendría bien un descanso. Y nosotros...
—¿Quiénes sois vosotros?
—Quinn. Lombroso. Yo.
—¿Qué ha dicho Lombroso
acerca de mí?
—Fundamentalmente, que está
intentando que te tomes unas vacaciones desde el mes de agosto.
—¿Y qué más?
Mardikian pareció
desconcertado.
—¿Qué quieres decir con y
qué más? ¿Qué crees que haya podido decir? Por Dios, Lew, de repente hablas
como si fueras un paranoico irrecuperable. Bob es amigo tuyo, ¿lo recuerdas?
Está de tu parte. Estamos todos de tu parte. Te dijo que te marchases a cazar a
la residencia de no sé quién, pero te negaste. Está preocupado por ti. Todos
nosotros lo estamos; y ahora nos gustaría poder decírtelo de manera más
enérgica. Creemos, Lew, que necesitas un descanso, y queremos que te lo tomes.
El Ayuntamiento no va a derrumbarse si te marchas durante unas cuantas semanas.
—Está bien. Me iré de
vacaciones. Seguro que me sentarán bien. Pero antes una cosa.
—Dila.
—El asunto Thibodaux y el
asunto Ricciardi. Quiero que los defiendas y que consigas que Quinn haga lo que
le digo.
—Si me dieses alguna
justificación plausible.
—No puedo, Haig —de repente
me encontré cubierto de sudor—. No puedo decirte nada que suene convincente.
Pero es importante que el alcalde siga estas recomendaciones.
—¿Por qué?
—Lo es. Muy importante.
—¿Para ti o para Quinn? Fue
un golpe bajo, y me afectó de lleno. Para mí, pensé, para mí,
para Carvajal, para toda la pauta de fe y creencias que he venido
levantando. ¿Habría llegado finalmente el momento de la verdad? ¿Le habría
dado a Quinn unas instrucciones que se negaría a cumplir? ¿Qué pasaría en ese
caso? Las paradojas derivadas de tal decisión negativa me hicieron sentir
mareos. Me sentí enfermo.
—Para todo el mundo
—respondí—. Te lo ruego, hazlo como un favor. Hasta ahora no le he dado ningún
consejo equivocado, ¿no?
—Se muestra hostil a todo
esto. Necesita saber algo de la estructura proyectiva de estas sugerencias.
Casi aterrorizado, le dije:
—No me empujes, Haig. Estoy
justo al borde del precipicio. Pero no estoy loco. Agotado sí, puede ser, pero
no loco, y los materiales que os he pasado esta mañana tienen sentido, lo tendrán,
todo quedará claro dentro de tres meses, de cinco, de seis, de los que
sean. Mírame. Mírame a los ojos. Me tomaré esas vacaciones. Pero antes quiero
que me hagas ese favor, Haig. ¿Querrás ir allí y decirle a Quinn que haga lo
que le recomiendo en estas notas? Hazlo por mí. Por todos los años en que nos
hemos conocido. Te aseguro que estas notas son de primera calidad —me detuve.
Estaba diciendo tonterías, lo sabía, y cuanto más hablara, menos probabilidades
habría de que Haig me tomase en serio. ¿Me veía ya como un lunático
peligrosamente inestable? ¿Estarían esperando en el pasillo los hombres de la
bata blanca? ¿Qué oportunidades había realmente de que nadie hiciese caso a las
notas de aquella mañana? Sentí que las columnas se derrumbaban, que el cielo se
venía abajo.
Luego, sorprendentemente,
Mardikian dijo, sonriendo amistosamente:
—Está bien, Lew. Es una
locura, pero lo haré. Sólo por esta vez. Ahora te marchas a Hawai o adonde
prefieras y te tumbas en la playa un par de semanas. Y yo iré a ver a Quinn y
le convenceré de que despida a Ricciardi, de que haga una visita a Louisiana y
de todo lo demás. Creo que se trata de consejos disparatados, pero me
arriesgaré teniendo en cuenta tu curriculum vitae —se levantó de la mesa y vino
hacia mí, dominándome desde su altura y, de manera abrupta y torpe, me atrajo
hacia sí y me dio un abrazo—. Me preocupas mucho, chaval —susurró.
34
Me tomé unas vacaciones;
pero no en las playas de Hawai, con demasiada gente, demasiado vulgares y
lejanas, ni tampoco en el refugio de caza de Canadá, pues las nieves de finales
del otoño estarían cayendo ya allí; me marché a la dorada California, a la
California de Carlos Socorro, al magnífico Big Sur, donde otro amigo de
Lombroso poseía una aislada casa de campo de madera sobre un acre de terreno en
lo alto de una colina que dominaba el océano. Durante diez inquietos días viví
en aquella rústica soledad, con las boscosas laderas de las montañas de Santa
Lucía, oscuras, misteriosas y pobladas de helechos a mis espaldas y el vasto
océano Pacífico frente a mí, quinientos pies más abajo. Me aseguraron que aquél
era el mejor tiempo del año en el Big Sur, la idílica estación que separa las
nieblas del verano de las lluvias del invierno, y así fue de hecho; los días
eran cálidos y llenos de sol, las noches frescas y estrelladas, y todos los
atardeceres se producía un asombroso crepúsculo de púrpuras y oros. Paseé en
bicicleta por los callados bosques de pinos gigantes, nadé en helados y veloces
arroyos de montaña, empujé hasta la playa y hasta el turbulento oleaje rocas
cubiertas por exuberante y lustrosa vegetación. Observé las comidas de los
cormoranes y de las gaviotas, y una mañana, a una divertida nutria marina
nadando con el vientre para arriba hasta unos cincuenta metros de la orilla
mientras mascaba un cangrejo. No leí periódicos, no hice ni una sola llamada
telefónica. No escribí ningún memorándum.
Pero la paz se me escapaba.
Pensé mucho en Sundara, preguntándome desconcertada y contrariadamente cómo
había llegado a perderla; rumié lúgubres asuntos políticos que, en un marco de
tan asombrosa belleza, cualquier hombre cuerdo habría desterrado de su mente;
me inventé complicadas catástrofes entrópicas que podrían ocurrir en caso de
que Quinn no fuese a Louisiana. A pesar de vivir en un paraíso, conseguí estar
todo el tiempo contraído, tenso e incómodo.
Sin embargo, poco a poco
fui sintiéndome algo más relajado. Lentamente fue imponiéndose en mi alma
atormentada y confusa la magia de aquella espléndida costa, milagrosamente
conservada durante todo un siglo en el que prácticamente todo lo demás se había
visto gravemente degradado.
Posiblemente, cuando ví por
primera vez fue mientras me encontraba en el Big Sur.
No estoy seguro. Los meses
de proximidad a Carvajal no habían producido todavía ningún resultado concreto.
El futuro no me envió ningún mensaje que me fuese dado descifrar. Conocía ya
los trucos que empleaba Carvajal para inducir el estado de ánimo necesario, los
síntomas de una visión inminente; me sentí seguro de que, antes de que
transcurriese mucho tiempo, me encontraría viendo, pero carecía
de la más mínima experiencia visionaria cierta, y cuanto más intentaba alcanzar
una, más distante aparecía mi meta u objetivo. Pero ya a punto de finalizar mi
estancia en Big Sur se produjo uno de esos extraños momentos. Había estado en
la playa, y ahora, cuando acababa la tarde, ascendía rápidamente el empinado
camino que conducía a la casa, cansándome pronto, respirando a fondo,
disfrutando de la especie de mareo que me iba embargando mientras sometía mi
corazón y mis pulmones a los máximos esfuerzos. Interrumpiendo mi rápida subida
en zigzag, me detuve un instante, y me volví para mirar hacia atrás y abajo; y
entonces, el resplandor del sol que se ocultaba y reverberaba sobre la
superficie del mar me golpeó de repente y me deslumbró, de forma que me
tambaleé y temblé y tuve que agarrarme a un arbusto para no caerme. Y, en aquel
momento, me pareció, digo me pareció, pues fue sólo una ilusión transitoria, un
breve fogonazo subliminal, que estaba mirando a través del dorado fuego de la
puesta de sol a un tiempo todavía por venir, que contemplaba una gran bandera
rectangular y verde ondeando sobre una enorme plaza de hormigón, y que el
rostro de Paul Quinn me contemplaba desde el centro del estandarte, un rostro
poderoso y dominador; la plaza estaba llena de gente, miles y miles de personas
apelotonadas, cientos de miles que agitaban los brazos, gritaban enloquecidos,
saludaban al estandarte; una multitud, una inmensa entidad colectiva arrastrada
por la histeria, por la adoración a Quinn. Podía fácilmente haberse tratado de
Nuremberg, 1934, sólo que con un rostro distinto en el estandarte, un rostro de
iluminados ojos hipertiroidales y rígido bigote negro, y lo que estaban
gritando podía fácilmente haber sido: ¡Sieg! ¡Heil! ¡Sieg!
¡Heil! Di una boqueada y caí sobre mis rodillas, derribado por el mareo,
el miedo, el asombro o el horror, no sé por qué; gemí y me cubrí el rostro con
las manos y, entonces, la visión desapareció, la brisa de la tarde hizo que el
estandarte y la multitud se esfumasen de mi cerebro, y ante mí no quedó nada,
salvo el inmenso Pacífico.
¿Ví realmente? ¿Se
corrieron ante mí los velos del tiempo? ¿Era Quinn el próximo führer, el
duce de mañana? ¿O no habría conspirado mi cansada mente con mi agotado
cuerpo para provocar un breve relámpago de paranoia, una enloquecida
imaginación y nada más? No lo sabía. Todavía no lo sé. Tengo mi propia teoría,
y mi teoría es que ví, pero nunca más he vuelto a ver ese
estandarte, nunca más he vuelto a oír la terrible resonancia de los gritos de
aquella multitud en éxtasis y, hasta el día en que el estandarte reine sobre
nosotros, no sabré realmente la verdad.
Finalmente, tras decidir
que ya me había secuestrado suficientemente a mí mismo en los bosques como para
restablecer mi status en el Ayuntamiento como asesor estable y digno de
confianza, me dirigí a Monterrey, tomé la «cápsula» costera hasta San
Francisco, y desde allí volé a Nueva York, hasta mi polvoriento y descuidado
apartamento de la calle Sesenta y tres. Pocas cosas habían cambiado. Los días
eran más cortos, pues estábamos ya en noviembre, y las nieblas del otoño habían
dejado paso a las primeras heladas ráfagas del inminente invierno, que atravesaban
la ciudad desde un río a otro. Mirabile dictu, el alcalde había
estado en Louisiana y, para la indignación de los editorialistas del New
York Times, se había pronunciado a favor de la construcción del más que
dudoso pantano de Plaquemines, dejándose fotografiar abrazando al gobernador
Thibodaux. Quinn parecía amargamente decidido, sonriendo como alguien a quien
se ha contratado para abrazar un cactus.
La siguiente cosa que hice
fue dirigirme a Brooklyn a visitar a Carvajal.
Pasó sólo un mes desde la
última vez que le ví, pero aparentaba haber envejecido mucho más de lo que
corresponde a un mes, pues ofrecía un aspecto lívido y encogido, con los ojos
empañados y llorosos y un extraño temblor en las manos. Desde nuestro primer
encuentro en el despacho de Lombroso, en el mes de marzo, nunca me había
parecido tan desgastado y acabado; era como si le hubiera abandonado todo el
vigor que había adquirido durante la primavera y el verano, toda aquella
repentina vitalidad que había extraído quizá de su relación conmigo. No quizá,
con toda seguridad. Pues, minuto a minuto, y mientras estábamos sentados y
charlando, el color fue volviendo a él, y en sus rasgos reapareció un destello
de energía.
Le conté lo que me había
ocurrido en la ladera de la colina de Big Sur. Puede que sonriera.
—Se trata posiblemente de
un comienzo —dijo suavemente—. Antes o después tiene que empezar. ¿Por qué no
allí?
—Pero, si ví, ¿qué
significa la visión? ¿Quinn con estandartes? ¿Quinn agitando a las masas?
—¿Cómo voy a saberlo yo?
—preguntó Carvajal.
—¿No ha visto nunca
nada parecido a eso?
—El verdadero tiempo de
Quinn va después del mío —me recordó.
Sus ojos me lo reprocharon
amablemente. Sí, a aquel hombre le quedaban menos de seis meses de vida, y lo
sabía a la perfección, sabía la hora y el minuto.
—Posiblemente podrá
recordar usted la edad que aparentaba Quinn en su visión. El color de su pelo,
las arrugas de su cara... —dijo Carvajal.
Intenté recordar. Quinn
tenía ahora sólo treinta y nueve años. ¿Qué edad tendría el hombre cuyo rostro
llenaba aquel enorme estandarte? Le había reconocido al instante como Quinn y,
por tanto, los cambios no podían haber sido grandes. ¿Con el mentón más
pronunciado que el del Quinn actual? ¿Con el rubio cabello más gris en las
sienes? ¿Más profundamente marcadas las arrugas nacidas del férreo rictus de su
sonrisa? No lo sé. No me había dado cuenta. Puede que hubiese sido sólo una
fantasía. Una alucinación provocada por la fatiga. Me disculpé ante Carvajal;
prometí que la próxima vez lo haría mejor, si es que había una próxima vez. Me
aseguró que así sería. Me dijo firmemente que vería, animándose al
hacerlo. Cuanto más tiempo transcurría, más fuerte y vigoroso parecía. Vería,
no había duda de ello.
Luego dijo:
—Pasemos a los negocios.
Nuevas instrucciones para Quinn.
Esta vez sólo había un
asunto que transmitir: el alcalde debía empezar a buscar pronto un nuevo
comisario general de policía, pues el comisario general Sudakis estaba a punto
de dimitir. Aquello me sorprendió. Sudakis había sido uno de los mejores nombramientos
de Quinn; era eficaz y popular, lo más parecido a un héroe con que había
contado el Departamento de policía de Nueva York en un par de generaciones; un
hombre firme, fiable, incorruptible y personalmente valeroso. En su primer año
y medio al frente del Departamento, había llegado a parecer inamovible; era
como si hubiese desempeñado siempre aquel cargo, como si siempre lo fuese a
desempeñar. Había hecho un estupendo trabajo transformando la Gestapo en que se
había llegado a convertir la policía bajo el alcalde Gottfried en una fuerza
guardiana de la paz; pero la tarea no se había aún completado; hacía sólo un
par de meses que había podido escuchar a Sudakis explicarle al alcalde que
necesitaría otro año y medio para terminar su labor de limpieza. ¿Que Sudakis
estaba a punto de dimitir? Sonaba a falso.
—Quinn no lo creerá —dije—.
Se me reirá en mi cara.
Carvajal se encogió de
hombros.
—A primeros de año, Sudakis
no será ya comisario general de Policía. El alcalde debería tener listo al
sustituto adecuado.
—Puede que sí. Pero
¡resulta tan terriblemente increíble...! Sudakis parece tan firme como el peñón
de Gibraltar. No puedo dirigirme al alcalde y decirle que está a punto de
dimitir, aunque sea verdad. Hubo tanto jaleo con todo lo relativo a Thibodaux y
Ricciardi, que Markidian insistió en que me tomase una cura de reposo. Si me
presento con una información tan disparatada, puede llegar incluso a
despedirme.
Carvajal me miró con
fijeza, imperturbable, implacablemente.
Entonces dije:
—Déme al menos algunos de
los datos en los que se basa. ¿Por qué piensa Sudakis dimitir?
—No sé.
—No sabe. No sabe. Y
tampoco le importa, ¿no? Todo lo que sabe es que planea marcharse. Lo demás le
parece algo trivial.
—Ni tan siquiera sé eso,
Lew. Sólo que se marchará. Puede que ni él mismo lo sepa todavía.
—¡Ah! Muy bien. Si se lo
cuento al alcalde, éste hará llamar a Sudakis. Sudakis lo niega todo, porque de
momento no piensa así, y...
—La realidad se conserva
siempre —dijo Carvajal—. Sudakis dimitirá. Ocurrirá muy de repente.
—¿Y tengo que ser yo quien
se lo cuente a Quinn? ¿Qué pasará si no le digo nada? Si la realidad se
conserva siempre, Sudakis dimitirá haga yo lo que haga. ¿No es así? ¿No?
—¿Desea que cuando eso
ocurra el alcalde no esté preparado?
—Mejor que hacerle creer
que me he vuelto loco.
—¿Le da miedo prevenir a
Quinn de esta dimisión?
—Sí.
—¿Qué piensa que le va a
ocurrir?
—Me encontraré en una
situación sumamente embarazosa —respondí—. Se me pedirá que justifique algo que
no tiene ni pies ni cabeza para mí. Tendré que recurrir a decir que se trata de
un presentimiento, sólo de un presentimiento, y si Sudakis niega que vaya a
dimitir, perderé mi influencia con Quinn. Puedo incluso perder mi empleo. ¿Es
eso lo que desea?
—Yo no deseo nada en
absoluto —dijo Carvajal, distantemente. —Y, aparte de todo eso, Quinn no
permitirá que Sudakis dimita.
—¿Está seguro?
—Totalmente. Le necesita
demasiado. No aceptará su dimisión. Diga lo que diga Sudakis, seguirá en su
puesto, y ¿cómo afectará eso a la conservación de la realidad?
—Sudakis no se quedará
—dijo Carvajal con indiferencia.
Me marché y reflexioné
sobre todo aquello. Mis objeciones a recomendar a Quinn que comenzara a buscar
un sucesor para Sudakis me parecieron lógicas, razonables, plausibles e
indiscutibles. No estaba dispuesto a ponerme en una situación tan comprometida,
justo cuando acababa de volver, cuando era todavía vulnerable al escepticismo
de Mardikian acerca de mi salud mental. Por otro lado, si algún giro
imprevisible de los acontecimientos obligaba a Sudakis a dimitir, me habría
mostrado negligente con mis obligaciones, no previniendo al alcalde de ello. En
una ciudad siempre al borde del caos, aun unos pocos días de confusión acerca
de la autoridad del Departamento de policía podrían provocar una situación de
anarquía en las calles; y si había algo que pudiese perjudicar a Quinn como
aspirante a la presidencia era un resurgimiento, por breve que fuese, de la
falta de orden que tan frecuentemente había arrasado la ciudad antes de la
represiva administración de Gottfried y durante la del débil alcalde
DiLaurenzio. Y, en tercer lugar, hasta ahora nunca me había negado a ser el
vehículo de las directrices de Carvajal, y me preocupaba mucho la posibilidad
de enfrentarme con él ahora. Imperceptiblemente, las teorías de Carvajal sobre
la conservación de la realidad habían llegado a ser asumidas por mí;
imperceptiblemente, había ido aceptando su filosofía hasta tal punto que me
atemorizaba la posibilidad de entrometerme en el inevitable desenvolvimiento de
lo inevitable. Sintiéndome un poco como alguien que se estuviese montando sobre
un bloque de hielo arrastrado por la corriente hacia las cataratas del Niágara,
y a pesar de. todas mis aprensiones, me decidí a contar a Quinn el asunto de la
dimisión de Sudakis.
Pero dejé que pasara una
semana, esperando que la situación se resolvería de un modo u otro sin mi
intervención, y luego una semana más; podría haber dejado pasar así lo que
quedaba del año, pero sabía que me estaba engañando a mí mismo. Así pues,
redacté un memorándum, y se lo envié a Mardikian.
—No pienso enseñarle esto a
Quinn —me dijo dos horas más tarde.
—Tienes que hacerlo —dije,
sin gran convicción.
—¿Sabes qué ocurrirá si lo
hago? Que te mandará a la mierda, Lew. Tuve que bailarle el agua durante medio
día para convencerle de lo de Ricciardi y del viaje a Louisiana, y las cosas
que dijo Quinn sobre ti no fueron muy agradables. Teme que estés perdiendo el
seso.
—Eso es lo que pensáis
todos vosotros. Pues bien, no es así. Me he tomado unas vacaciones estupendas
en California y en mi vida me he sentido mejor. Y antes del próximo enero, esta
ciudad va a necesitar un nuevo comisario general de Policía.
—No, Lew.
—No.
Mardikian gruñó
ásperamente. Me toleraba, me seguía la corriente; pero al mismo tiempo estaba
harto de mí y de mis predicciones. Lo sabía. Luego me dijo:
—Nada más recibir tu nota,
hice llamar a Sudakis y le conté que había oído el rumor de que estaba a punto
de dimitir. No dije de dónde procedía. Le dejé que creyese que me había llegado
a través de uno de los chicos de la prensa. Tendrías que haberle visto la cara,
Lew. Fue como si le hubiese dicho que su madre era turca. Juró por setenta
santos y cincuenta ángeles que sólo abandonaría su puesto en caso de que el
alcalde le despidiese. Normalmente, me doy cuenta cuando alguien está
fingiendo, y Sudakis era la persona más sincera que haya visto en toda mi vida.
—A pesar de ello, Haig, va
a dimitir dentro de un mes o dos.
—¿Cómo puede ser?
—Siempre surgen
circunstancias imprevistas.
—¿Cómo cuáles?
—Cualquiera. Razones de
salud. Un repentino escándalo en el Departamento. Una oferta de trabajo
espléndidamente pagado desde San Francisco. No sé cuál va a ser la razón
exacta. Me limito a decirte...
—Lew, cómo demonios vas a
saber lo que va a hacer Sudakis en enero, cuando no lo sabe ni tan siquiera él
mismo?
—Lo sé —insistí.
—Pero ¿cómo?
—Es un presentimiento.
—Un presentimiento. Un
presentimiento. No sabes decir otra cosa. Son ya demasiados presentimientos,
Lew. Tus habilidades están relacionadas con la interpretación de las
tendencias, no con predicciones individuales; y, sin embargo, nos vienes cada
vez más frecuentemente con estos apuntes aislados, con estas adivinaciones de
bola de cristal, con estas...
—Haig, ¿ha resultado alguna
de ellas equivocada?
—No estoy seguro.
—Ninguna. Ni una sola.
Muchas de ellas no se han visto todavía demostradas, pero no hay ni una que se
haya visto contradicha por acontecimientos posteriores, ni una sola línea de
actuación recomendada por mí que haya resultado una imprudencia, ni una...
—A pesar de ello, Lew. Ya
te lo dije la última vez, aquí no creemos en los sacamuelas. Atente a
proyecciones generales de tendencias futuras, ¿quieres?
—Actúo únicamente en
beneficio de Quinn.
—Seguro. Pero creo que
deberías empezar a preocuparte algo más por ti mismo.
—¿Qué quieres decir?
—pregunté.
—Que, a menos que tu
trabajo aquí adopte..., bien, un tono algo menos anticonvencional, el alcalde
puede decidir prescindir de tus servicios.
—Tonterías, Haig. Me
necesita.
—Está empezando a no pensar
así. Está empezando a pensar que constituyes incluso un aporte negativo.
—Entonces es que no se da
cuenta de todo lo que he hecho por él. Ahora está mil kilómetros más cerca de
la Casa Blanca de lo que habría estado de no ser por mí. Escucha, Haig, tanto
si Quinn y tú creéis que estoy loco como si no, a comienzos de enero esta
ciudad se va a despertar una mañana sin comisario general de Policía, y el
alcalde debería iniciar una búsqueda personal de sustituto esta misma tarde, y
quiero que se lo hagas saber.
—No lo haré. Por tu propio
bien —dijo Mardikian.
—No seas testarudo.
—¿Testarudo? ¿Yo testarudo?
Estoy intentando salvar tu cabeza.
—¿En qué puede perjudicar a
Quinn empezar a buscar sigilosamente un nuevo comisario? Si Sudakis no dimite,
Quinn puede olvidarse de todo el asunto, y nadie se enterará. ¿O acaso tengo
que acertar todas las veces? Estoy seguro de acertar con respecto a Sudakis;
pero, aun en el caso de que no sea así, ¿qué? Se trata de una información
potencialmente útil, lo que ofrezco es muy importante si demuestra ser verdad,
y...
—Aquí nadie dice que tienes
que acertar al cien por cien —dijo Mardikian—; y, por supuesto, no hay nada
malo en iniciar una sigilosa búsqueda de nuevo comisario, por si las moscas...
El mal que estoy intentando evitar es el que te puedes hacer a ti mismo. Quinn
me ha dicho ya que, si apareces con otra disparatada profecía de magia negra,
te trasladará al Departamento de Sanitación o a algo peor, y está dispuesto a
hacerlo, Lew, está dispuesto... Puede que hayas tenido muchísima suerte
sacándote todas esas cosas de la manga, pero...
—No se trata de suerte,
Haig —le dije tranquilamente.
—¿Cómo?
—No estoy empleando en
absoluto procesos estocásticos. No estoy operando mediante cálculos y
conjeturas. Digo sólo las cosas que veo. Puedo escrutar el futuro y oír
conversaciones, leer titulares, observar acontecimientos. Puedo dragar todo
tipo de datos del porvenir —se trataba sólo de una pequeña mentira, por la que
me atribuía a mí mismo los poderes de Carvajal. Fuese quien fuese el receptor
de las visiones, los resultados eran los mismos—. Por eso es por lo que no
puedo dar los datos en los que se apoyan mis memorándums —dije—. Miro al mes de
enero, veo a Sudakis dimitiendo, y eso es todo; no se por qué,
todavía no percibo la estructura de causa y efecto, sólo el hecho en sí. Es
algo distinto de la proyección de tendencias, algo que no tiene absolutamente
nada que ver con ella, más disparatado, muchísimo menos plausible, pero más
fiable, fiable al cien por cien. ¡Al cien por cien! Porque puedo verlo que va a
ocurrir.
Mardikian permaneció
callado durante un buen rato.
Finalmente, con voz ronca y
algodonosa, dijo:
—Lew, ¿estás hablando en
serio?
—Totalmente.
—Y si traigo a Quinn aquí,
¿le dirás exactamente lo mismo que a mí? ¿Exactamente lo mismo?
—Sí.
—Espera aquí —dijo.
Esperé. Procuré no pensar
en nada. Dejando mi mente en blanco, intenté que fluyesen mis poderes
estocásticos: ¿no habría cometido un gravísimo error, no me habría pasado? No
lo creía. Creía que había llegado el momento de revelar algo de lo que
realmente estaba haciendo. Para que resultase más plausible, evité mencionar el
papel realmente desempeñado por Carvajal en todo aquel proceso; pero, por lo
demás, no me había reservado nada, y me sentí libre de tensiones; sentí en mí
una cálida corriente de alivio, pues, finalmente, me había despojado de mi
máscara.
Al cabo de unos quince
minutos, volvió Mardikian. El alcalde estaba con él. Dieron unos cuantos pasos
por el despacho y se detuvieron uno al lado del otro junto a la puerta,
formando una pareja extrañamente incongruente: Mardikian moreno y absurdamente
alto; Quinn rubio, más bajo y robusto. Parecían terriblemente solemnes.
—Lew, cuéntale al alcalde
lo que acabas de decirme —dijo Mardikian.
Repetí alegremente mi
confesión de una segunda visión, empleando las mismas frases en la medida de lo
posible. Quinn me escuchó imperturbable. Cuando terminé, me preguntó:
—Lew, ¿cuánto tiempo llevas
trabajando conmigo?
—Desde comienzos del
noventa y seis.
—Casi cuatro años. Y
¿cuánto tiempo hace que tienes conexión directa con el futuro?
—No desde hace mucho. Sólo
desde la primavera. ¿Recuerdas cuando te insté a que consiguieras que el
Ayuntamiento aprobara el Decreto sobre Obligatoriedad de Congelación del
Petróleo, justo antes de que se produjesen las mareas negras de Texas y
California? Fue aproximadamente entonces. No se trataba de conjeturas. Y luego,
las otras cosas, las que parecían tan disparatadas...
—Como leídas en una bola de
cristal —dijo Quinn pensativamente.
—Sí. Sí. ¿Recuerdas, Paul,
el día en que me contaste que habías decidido presentarte para la Casa Blanca
en el 2004? ¿Recuerdas lo que me dijiste? Me dijiste: Tú vas a ser los ojos que
escruten el futuro para mí. ¡No sabías hasta qué punto era verdad!
Quinn se rió. No era una
risa alegre.
Luego dijo:
—Lew, creí que si te ibas a
descansar durante un par de semanas, volverías a ser el mismo de antes. Pero
ahora veo que el problema es mucho más grave.
—¿Cómo?
—Has sido un buen amigo y
un valioso asesor durante cuatro años. Jamás infravaloraré la valía de la ayuda
que me has proporcionado. Puede que sacaras tus ideas de un buen análisis
intuitivo de las tendencias, de ordenadores electrónicos o de un genio que te
las dictaba el oído; pero, fuera de donde fuese, me estabas dando consejos de
gran utilidad. Sin embargo, ahora, después de lo que he oído, no puedo
arriesgarme a conservarte entre mi personal. Si se corre la voz de que las
decisiones clave de Paul Quinn las toma por él una especie de gurú, de
visionario, de clarividente Rasputín, de que no soy nada más que una marioneta
que manejan desde la oscuridad, estaré acabado, estaré muerto. Te concederemos
un despido a partir de la fecha de hoy, con plenos derechos a seguir cobrando
tu sueldo hasta finales del año fiscal, ¿vale? Eso te dará más de siete meses
para reconstruir tu antiguo negocio privado de asesoría antes de dejar de
cobrar de la nómina municipal. Supongo que, con tu divorcio y todo eso, te
encontrarás en una difícil situación financiera, y no pretendo empeorarla. Y
hagamos un trato: yo no haré ninguna declaración pública sobre las razones de
tu dimisión, ni tú formularás ninguna reclamación abierta sobre el supuesto
origen de las informaciones que me proporcionabas. ¿Te parece justo?
—¿Me estás despidiendo?
—musité entre dientes.
—Lo siento, Lew.
—¡Puedo convertirte en
presidente, Paul!
—Me temo que tendré que
conseguirlo yo solo.
—Crees que estoy loco, ¿no?
—dije.
—Esa es una palabra algo
fuerte.
—Pero lo crees, ¿no? Crees
que has venido recibiendo consejos de un lunático peligroso, y que no importa
que los consejos de ese lunático hayan sido acertados; que ahora tienes que
librarte de él, pues causaría una mala impresión, sí, una impresión pésima el
que la gente empezara a pensar que tienes entre tu personal a una especie de
brujo, y...
—Por favor, Lew —dijo
Quinn—. No me lo pongas aún más difícil —cruzó el despacho y tomó mi fláccida y
fría mano en un fervoroso apretón. Su rostro estaba muy próximo al mío. Y una
vez más, la última, me dispensó el famoso tratamiento Quinn. En tono firme y
perentorio, me dijo:
—Créeme, te voy a echar de
menos. Como amigo, como asesor. Puede que esté cometiendo un gravísimo error. Y
me resulta muy doloroso tener que hacer esto. Pero tienes razón, Lew. No puedo
arriesgarme.
35
Después de la hora de la
comida, recogí mis cosas del despacho y me fui a mi casa, a lo que se suponía
era mi casa; y, durante el resto de la tarde, me paseé por las raídas y medio
vacías habitaciones, intentando comprender lo que había ocurrido. ¿Despedido?
Sí, despedido. Me había despojado de mi máscara, y no les gustó lo que vieron
debajo de ella. Había dejado de aparentar métodos científicos y reconocido que
utilizaba la brujería; le había contado a Mardikian toda la verdad, y ahora ya
no volvería nunca al Ayuntamiento a sentarme entre los poderosos, no guiaría y
conformaría ya el destino del carismático Paul Quinn, y cuando, al cabo de
cinco años, hiciese su juramento como presidente, en el esplendor de la ciudad
de Washington, yo contemplaría la escena en un lejano televisor, sería el
hombre olvidado, rehuido, el leproso de la Administración. Me sentí tan
desesperado que ni tan siquiera podía llorar. Sin esposa, sin trabajo, sin
metas, vagué por mi sombrío apartamento durante horas y horas, y, cansándome
también de eso, permanecí en pie al lado de una ventana durante algo más de una
hora, contemplando cómo el cielo se tornaba plomizo y cómo caían los
imprevistos copos de nieve de la primera ventisca de la estación, viendo cómo la
fría noche descendía sobre Manhattan.
La ira reemplazó a la
desesperación y, enfurecido, telefoneé a Carvajal.
—Quinn ya sabe —le dije— lo
de la dimisión de Sudakis. Entregué el memorándum a Mardikian y éste lo
discutió con el alcalde.
—¿Sí?
—Y me despidieron. Creen
que estoy loco. Mardikian lo comprobó con Sudakis, quien afirmó no tener la
menor intención de dimitir, y Mardikian me dijo que tanto él como el alcalde
estaban preocupados por mis disparatadas predicciones de bola de cristal;
querían que volviese a mi antiguo sistema de proyecciones, y entonces les hablé
de la capacidad de visión. No le mencioné a usted para nada. Dije que yo
era capaz de hacerlo, y que de ahí era de donde había sacado informaciones
tales como la visita a Thibodaux y la dimisión de Sudakis, y Mardikian me hizo
repetir todo ante Quinn. Este dijo que le resultaba demasiado peligroso
mantener a un lunático como yo en su equipo. Bueno, lo dijo con términos algo
más suaves. Estoy de vacaciones hasta el treinta de junio; y, a partir de
entonces, dejo de cobrar de la nómina municipal.
—Ya veo —dijo Carvajal. No
parecía preocupado, ni tampoco compadecido de mí.
—Usted sabía que iba a
ocurrir todo esto.
—¿Sí?
—Tiene que haberlo sabido.
No juegue usted conmigo, Carvajal. ¿Sabía usted que si le informaba al alcalde
de que Sudakis iba a dimitir en enero me quedaría sin empleo?
Carvajal no dijo nada.
—¿Lo sabía o no?
Estaba gritando.
—Lo sabía —respondió.
—Lo sabía. ¡Claro que lo
sabía! Usted lo sabe todo. Pero no me dijo nada.
—No me lo preguntó —replicó
inocentemente.
—No se me ocurrió hacerlo.
Vaya usted a saber por qué, pero no se me ocurrió. ¿No me podía haber
advertido? ¿No podía haberme dicho: mantenga la boca cerrada, está en una
situación más difícil de lo que cree, si no tiene cuidado le van a echar de una
patada en el culo.
—Lew, ¿cómo puede usted
formular una pregunta así a estas alturas?
—¿Así que estaba usted
dispuesto a quedarse tranquilo y dejar que se arruine mi carrera?
—Reflexione —dijo
Carvajal—. Yo sabía que iban a despedirle, lo mismo que sé que Sudakis va a
dimitir. Pero ¿qué podía hacer yo al respecto? Recuerde que para mí su despido
era algo que ya había ocurrido. Algo que no se podía impedir.
—¡Dios mío! ¿Otra vez con
la conservación de la realidad?
—Por supuesto. ¿Cree de
verdad, Lew, que yo le iba a prevenir contra algo que pudiera estar en su poder
cambiar? ¡Qué inútil sería eso! ¡Qué estúpido! No podemos cambiar las cosas,
¿no?
—No, no podemos —repliqué
con amargura—. Nos apartamos a un lado y dejamos amablemente que ocurran. Si
hace falta, las ayudamos a que ocurran. Incluso si eso representa la
destrucción de una carrera, incluso si implica la ruina de un intento por
estabilizar la suerte política de este triste país, tan mal gobernado, guiando
hasta la presidencia a un hombre que... ¡Oh, Dios santo! ¡Usted, Carvajal, me
ha ido trayendo directamente hasta aquí! ¡Usted me ha ido preparando para todo
esto! Y ahora no le importa un comino. ¿Es así o no? ¡Que ahora no le importa
un comino!
—Hay cosas peores que
perder el empleo, Lew.
—Pero ¡todo lo que estaba
construyendo, todo lo que estaba intentando hacer...! ¿Cómo demonios voy a
ayudar a Quinn ahora? ¿Qué voy a hacer? ¡Usted me ha destruido!
—Lo que ha pasado es lo que
tenía que pasar —replicó.
—¡Al infierno con usted y
con su piadosa resignación!
—Creí que usted había
llegado a compartirla.
—No comparto nada —le
dije—. Debí estar loco cuando acepté relacionarme con usted. Por su culpa he
perdido a Sundara, he perdido mi puesto al lado de Quinn, mi salud y mi
cordura. He perdido todo aquello que me importaba, y ¿para qué? ¿Para qué?
¡Para alcanzar un breve atisbo del futuro que puede no haber sido nada más que
una consecuencia del cansancio! ¡Para encontrarme con la cabeza llena de una
morbosa filosofía fatalista y de crudas teorías acerca del transcurso del
tiempo! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Ojalá no hubiese sabido nunca de su existencia!
¿Sabe lo que es usted, Carvajal? ¡Una especie de vampiro! ¡Un vampiro
chupasangre que me ha arrancado toda mi vitalidad y energía, que me ha
utilizado como fuerza de apoyo mientras se deja arrastrar hacia el final de su
vida inútil, estéril, sin motivación y sin sentido.
Carvajal no pareció en
absoluto afectado.
—Lew, siento que esté tan
trastornado —dijo suavemente.
—¿Qué más me está
ocultando? ¡Vamos, cuénteme todas las malas noticias! ¿Resbalo sobre el hielo
por Navidad y me rompo la crisma? ¿Agoto mis ahorros y caigo muerto de un
disparo intentando atracar un banco? ¿Me voy a convertir en un adicto a las
drogas? ¡Vamos, dígamelo! ¡Dígame qué es lo que me espera ahora!
—Por favor, Lew.
—¡Dígamelo!
—Debería intentar
tranquilizarse.
—¡Dígamelo!
—No le oculto nada. Este no
va a ser un invierno agitado para usted, sino un período de transición, de
meditación y cambio interior, sin acontecimientos externos dramáticos. Y
luego..., luego... no puedo decirle nada más, Lew. Ya sabe que no puedo verlo
que va a ocurrir a partir de la próxima primavera.
Estas últimas palabras me
golpearon como un rodillazo en el vientre. Por supuesto. ¡Por supuesto!
Carvajal iba a morir. Una persona que no podía hacer nada para impedir su
propia muerte no iba tampoco a intervenir porque alguna otra, aunque fuese su
único amigo, marchase serenamente hacia la catástrofe. Si creía que un empujón
era lo correcto, podía incluso empujar al amigo al borde del precipicio. Había
sido muy ingenuo creyendo que Carvajal podía hacer algo para protegerme de un
mal aunque lo hubiese visto de antemano. Era un pájaro de mal agüero, y me
había preparado para la catástrofe.
Entonces le dije:
—Queda anulado cualquier
trato que haya podido existir entre nosotros. Me da usted miedo. No quiero
tener nada más que ver con usted, Carvajal. No volverá a saber de mí.
Se quedó callado. Quizá se
estaba riendo en silencio. Casi seguro que se reía silenciosamente.
Su silencio socavó la
fuerza melodramática de mi breve discurso de despedida.
—Adiós —dije, sintiéndome
como un idiota, y colgué de golpe.
36
El invierno cayó sobre la
ciudad. Algunos años no nevaba hasta enero o incluso febrero, pero aquél
tuvimos un blanco Día de Acción de Gracias, y, en las primeras semanas de
diciembre, hubo continuas ventiscas de nieve. La ciudad contaba con
sofisticados equipos de limpieza, cables de calefacción enterrados en las
calles, camiones cisternas con líquidos descongelantes, un verdadero ejército
de gigantescas palas, sistemas de desagüe, rastrillos y mecanismos de arrastre,
pero ningún aparato podía hacer frente a una estación que dejaba caer diez
centímetros de nieve el miércoles, doce el viernes, quince el lunes y medio
metro el sábado. De cuando en cuando teníamos un respiro entre tormenta y
tormenta, lo que permitía que se ablandara la parte superior de los montones de
nieve y que se fuese derritiendo lentamente en dirección a las alcantarillas;
pero luego volvía el frío, aquel frío asesino, y lo que se había derretido
volvía a transformarse en hielo duro y cortante. En la congelada ciudad quedó
interrumpida toda actividad. Reinaba un extraño silencio. Yo me quedé en casa,
al igual que todo el mundo que no tenía razones muy poderosas para salir a la
calle. El año 1999, todo el siglo veinte, parecía despedirse con helada
cautela.
En este sombrío periodo no
tuve contacto con nadie, salvo con Bob Lombroso. El financiero me telefoneó
cinco o seis días después de mi despido para expresarme su condolencia.
—Pero ¿por qué —me
preguntó— decidiste contarle a Mardikian la historia verdadera?
—Pensé que no tenía más
remedio. Tanto él como Quinn habían dejado de tomarme en serio.
—¿Y creíste que te tomarían
más en serio si afirmabas ser capaz de ver el futuro?
—Aposté. Y perdí.
—Para tratarse de un
individuo con un sexto sentido tan extraordinario, abordaste la situación de un
modo sorprendentemente torpe.
—Lo sé. Lo sé. Supongo que
creí que Mardikian tenía una imaginación más flexible. Puede que sobrevalorase
también a Quinn.
—Haig no ha llegado a donde
está gracias a su imaginación —dijo Lombroso—. En cuanto al alcalde, está
apostando muy fuerte y no se siente inclinado a correr riesgos innecesarios.
—Pero yo soy un riesgo
necesario, Bob. Puedo ayudarle mucho.
—Si piensas en la
posibilidad de que te llame de nuevo, olvídala. Quinn está aterrorizado de ti.
—¿Aterrorizado?
—Bien, puede que la
expresión sea algo fuerte. Pero le haces sentirse profundamente incómodo. Medio
sospecha que podrías ser realmente capaz de hacer esas cosas que dices. Creo
que eso es lo que le asusta de ti.
—¿El haber despedido a un
auténtico vidente?
—No, lo que le asusta es el
hecho de que puedan existir auténticos videntes. Dijo, y esto es algo
absolutamente confidencial, Lew, me perjudicará mucho si se entera de que tú lo
sabes, que la idea de que la gente pueda ser realmente capaz de ver el futuro
le oprime como una mano alrededor de su garganta. Que le hace sentirse un
paranoico, que limita sus opciones, que hace que el horizonte se cierre a su
alrededor. Estoy repitiendo frases suyas. Odia la idea del determinismo; cree
ser un hombre que ha conformado siempre su propio destino, y siente una especie
de terror existencial cuando se enfrenta con alguien que afirma que el futuro
es algo fijo, como un libro que podemos abrir y leer a voluntad; pues eso le
convertiría en una especie de marioneta que sigue unas pautas fijadas de
antemano. Hace falta mucho para empujar a Paul Quinn a la paranoia, pero creo
que tú lo has conseguido. Y lo que más le molesta es la idea de que fue él
quien te contrató, quien te hizo miembro de su equipo, quien te mantuvo tan
cerca de él durante cuatro años sin darse cuenta de la amenaza que
representabas para él.
—No he representado nunca
una amenaza para él, Bob.
—El piensa de otro modo.
—Está equivocado. En primer
lugar, el futuro no ha sido como un libro abierto para mí durante todos
los años en que he trabajado con él. Hasta hace muy poco tiempo me he atenido a
métodos estocásticos, justo hasta enredarme con Carvajal. Ya lo sabes.
—Sí, pero Quinn no.
—¿Bien y qué? Es absurdo
que se sienta amenazado por mí. Mira, mis sentimientos hacia Quinn han sido
siempre una mezcla de espanto y admiración, de respeto y... bien, de amor. De
amor. Incluso ahora. Creo que es un gran ser humano y un gran dirigente
político; deseo llegar a verle en la presidencia, y aunque hubiese preferido
que no se asustara de mí, no le guardo rencor por ello. Puedo comprender cómo,
desde su punto de vista, puede haberle parecido necesario librarse de mí. Pero,
a pesar de todo, sigo queriendo hacer por él todo cuanto esté en mi mano.
—No te readmitirá, Lew.
—Lo acepto. Pero puedo
seguir trabajando en su favor sin que él lo sepa.
—¿Cómo?
—A través de ti —repliqué—.
Puedo formularte sugerencias que transmitas a Quinn como si te hubiesen
ocurrido a ti mismo.
—Si le voy con las mismas
cosas que tú —dijo Lombroso—, me pondrá de patitas en la calle tan rápido como
a ti. Puede que incluso más rápido.
—No se tratará del mismo
tipo de cosas, Bob. En primer lugar, porque ahora yo sé lo que resulta
peligroso para contarle; en segundo, porque no tengo ya mi fuente de
información. He roto con Carvajal. ¿Sabes? Nunca me previno que iba a quedar
despedido. Me cuenta el futuro de Sudakis, pero no el mío propio. Creo que
deseaba mi despido. Carvajal no me ha proporcionado nada más que disgustos, y
no voy a volver a él para seguir teniéndolos. Pero todavía puedo ofrecer mis
propias capacidades intuitivas, mi habilidad estocástica. Puedo analizar las
tendencias y formular la estrategia a seguir, y lo que puedo hacer es
transmitirte a ti mis intuiciones, ¿no? Lo dispondremos todo de tal forma que
Quinn y Mardikian no descubran jamás que tú y yo estamos en contacto. No puedes
permitir que me derrumbe, Bob. No mientras haya trabajos que hacer para Quinn.
¿Estás de acuerdo?
—Podemos intentarlo —dijo
Lombroso cautelosamente—. Supongo que sí, que podemos hacer un intento. Está
bien. Seré tu portavoz, Lew. Siempre que me concedas la opción de decidir lo
que deseo transmitir a Quinn y lo que no. Recuerda que ahora soy yo y no tú
quien se juega el pescuezo.
—Claro que sí —le dije.
Si no podía prestar personalmente mis servicios
a Quinn, lo haría por persona interpuesta. Por primera vez desde mi despido me
sentí vivo y esperanzado. Aquella noche ni siquiera nevó.
37
Pero nuestra estratagema no
funcionó. Lo intentamos y fracasamos. Me dediqué a repasar los periódicos
diligentemente y a ponerme al día de lo que había ocurrido; una semana fuera de
órbita había bastado para que le perdiese la pista a media docena de nacientes
pautas o modelos. Luego efectué un peligroso desplazamiento a través de la
helada ciudad hasta la oficina de Lew Nichols Associates, empresa todavía en
funcionamiento, aunque de forma débil e intermitente, y deposité algunas de mis
previsiones en los ordenadores. No queriendo correr el riesgo del teléfono,
transmití mis resultados a Bob Lombroso por medio del correo. Lo que le
proporcioné no era nada especialmente importante, sólo un par de verborreicas
sugerencias acerca de la política laboral de la ciudad. A lo largo de los días
siguientes le fui pasando una serie de ideas igualmente digeribles. Entonces
Lombroso me llamó para decirme:
—Puedes dejarlo. Mardikian
nos ha descubierto.
—¿Qué ha ocurrido?
—Les he ido pasando tus
informaciones; ya sabes, poco a poco. Anoche cené con Haig y, cuando llegamos a
los postres, me preguntó de repente si tú y yo estábamos en contacto.
—¿Y le contestaste la
verdad?
—Intenté no contarle nada
—dijo Lombroso—. Estaba amedrentado, pero supongo que no lo suficiente. Haig es
muy agudo, ya sabes, y lo adivinó todo. Me dijo: «Sé que sí. Toda ella lleva su
impronta». No reconocí nada. Haig se limitó a darlo por supuesto, y tenía
razón. Muy amistosamente me dijo que cortase, que si Quinn sospechaba lo que
estaba ocurriendo se debilitaría mi posición ante él.
—¿Entonces Quinn no lo sabe
todavía?
—Al parecer no. Y Mardikian
no tiene intención de irle con el cuento. Pero no puedo correr el menor riesgo.
Si Quinn empieza a sospechar de mí, estoy perdido. Cada vez que alguien
menciona el nombre de Lew Nichols a su alrededor se vuelve absolutamente
paranoico.
—¿Hasta ese extremo han
llegado las cosas?
—Hasta ese extremo.
—Así pues, me he convertido
en un enemigo —dije.
—Me temo que sí. Lo siento,
Lew.
—Yo también —dije, con un
suspiro.
—No te voy a llamar más. Si
necesitas ponerte en contacto conmigo, hazlo a través de mi despacho a Wall
Street.
—Lo siento. No deseo
crearte problemas, Bob.
—Lo siento —repitió.
—Okey.
—Si pudiera hacer algo por
ti...
—Okey, okey, okey.
38
Dos días antes de Navidad
se produjo una tormenta terrible, una ventisca espantosa con durísimos vientos,
temperaturas subárticas y una pesada descarga de nieve seca, dura y áspera. Se
trataba del tipo de tormenta que desesperaría a un habitante de Minnesota y
haría incluso llorar a un esquimal. A lo largo de todo el día, mis ventanas
temblaron en sus antiguos marcos mientras verdaderas cataratas de nieve
arrastrada por el viento las golpeaban como puñados de guijarros; y yo temblaba
con ellas, pensando que todavía nos quedaba que soportar el mal tiempo de enero
y febrero y, posiblemente, un marzo también de nieves. Me acosté pronto y me
desperté temprano, en medio de una mañana asombrosamente soleada. Después de
las tormentas de nieve suelen ser corrientes los días despejados y fríos, pero
había algo extraño en la calidad de la luz, que no tenía el tono amarillo, duro
y quebradizo propio de un día de invierno, sino más bien el suave y dulce tono
dorado de la primavera; y, al conectar la radio, pude escuchar al locutor
hablando de un drástico cambio en el tiempo. Al parecer, una masa de aire
cálido procedente de las Carolinas se había desplazado hacia el Norte durante
la noche y la temperatura había alcanzado los improbables niveles de finales de
abril.
Abril siguió
acompañándonos. Día tras día, un calor impropio de aquella estación del año
acariciaba la ciudad ahíta de invierno. Por supuesto que, al principio, se
produjo una gran confusión según los montones de nieve reciente fueron
ablandándose, derritiéndose y corriendo en furiosos arroyos hasta las
alcantarillas; pero, para mediados de aquella semana de fiestas, lo peor había
pasado ya, y Manhattan, seco y engalanado, adoptó un desconocido aire de
limpieza y pulcritud. Las lilas y los gladiolos empezaron a echar capullos de
repente, meses antes de su época. Una ola de alegría pareció pasar sobre Nueva
York; desaparecieron los gorros y las pesadas ropas de invierno, las calles se poblaron
de hombres y mujeres contentos y sonrientes, vestidos con ligeras túnicas y
justillos; grupos de personas desnudas y semidesnudas, pálidas pero deseosas de
tomar el sol, yacían por los soleados malecones de Central Park; todas las
fuentes del centro de la ciudad se vieron rodeadas de su complemento de
músicos, juglares y danzantes. La atmósfera de Carnaval se intensificó según el
viejo año iba acercándose a su fin, y se mantenía aquel asombroso buen tiempo,
pues estábamos en 1999, y lo que se despedía era no sólo un año, sino todo un
milenio. (Los que insistían en que el siglo veintiuno y el tercer milenio no
empezarían realmente hasta el 1 de enero del 2001 eran considerados como unos
aguafiestas y unos pedantes.) La llegada de abril en pleno diciembre lo
trastocó todo. La inesperada dulzura del tiempo siguiendo con tanta rapidez a
los anteriores fríos, asimismo antinaturales, el misterioso resplandor del sol
muy bajo sobre el horizonte, la extraña y suave textura primaveral de la
atmósfera, dotaban a todos aquellos días de un raro aire apocalíptico, de forma
que cualquier cosa parecía posible, y no hubiese extrañado contemplar cometas
en los cielos nocturnos o violentos cambios en las constelaciones. Me imagino
que todo aquello recordaba a la Roma de antes de la invasión de los bárbaros, o
al París en vísperas del Terror. Fue una semana alegre, pero al mismo tiempo
oscuramente preocupante y terrorífica; disfrutamos de aquel milagroso calor,
pero lo tomamos simultáneamente como un portento, un presagio de alguna sombría
confrontación todavía por venir. Según se iba aproximando el último día de
diciembre se fue creando un extraño, pero perceptible, aumento de la tensión.
El estado de ánimo de alegría y regocijo seguía en todos nosotros, pero con un
matiz de miedo en él. Lo que sentíamos era la desesperada alegría de los que,
sobre una cuerda tensa, caminan sobre un abismo sin fondo. A pesar de las
previsiones del servicio meteorológico de que continuaría el buen tiempo, había
los que, disfrutando cruelmente con las predicciones funestas, afirmaban que el
Año Nuevo se vería asolado por repentinas tormentas de nieve, maremotos y
tornados. Pero el día de Nochevieja fue templado y soleado, como los siete que
le habían precedido. Hacia mediodía nos enteramos de que había sido el 31 de
diciembre más caluroso del que se guardaba recuerdo en Nueva York, y la aguja
del termómetro siguió subiendo durante toda la tarde, por lo que pasamos de un
pseudo abril a una desconcertante imitación de junio.
Durante todo ese tiempo yo
me había mantenido aislado, abrumado por mis sombrías preocupaciones y,
supongo, compadeciéndome de mí mismo. No llamé a nadie, ni a Lombroso, ni a
Sundara, ni a Mardikian, ni a Carvajal, ni a ninguno de los restantes restos y
fragmentos de mi anterior existencia. Todos los días salía unas cuantas horas a
recorrer las calles —¿quién podía resistirse a aquel sol?—, pero no hablaba con
nadie ni daba la menor facilidad a los que pretendían hablar conmigo. A la
caída de la tarde me encontraba ya en casa, solo; leía un poco, bebía algo de
brandy, oía música sin escucharla realmente, y me acostaba pronto. Mi
aislamiento parecía privarme de la menor capacidad para las proyecciones
estocásticas; vivía totalmente en el presente, como un animal, sin la menor noción
de lo que podía ocurrir al día siguiente, sin intuiciones, sin la vieja
sensación de pautas y tendencias agrupándose y conformándose mutuamente.
En Nochevieja sentí la
necesidad de salir a la calle. En una noche como aquélla me parecía intolerable
atrincherarme en mi propia soledad, pues, entre otras cosas, era la víspera de
mi treinta y cuatro cumpleaños. Pensé en telefonear a algún amigo, pero no, me
habían abandonado las energías sociales; como el califa Harun-el-Raschid de
Bagdad, recorrería de incógnito y en solitario las calles de Manhattan. No
obstante, me puse mi traje más deslumbrante, ajustado, como de pavo real, un
traje de verano en escarlata y oro con resplandecientes hilos, me recorté la
barba, me afeité el cráneo, y me lancé alegremente a la calle a ver cómo
enterraban el siglo.
La oscuridad había caído ya
a primeras horas de la tarde; dijera lo que dijera el termómetro, estábamos aún
en los días más cortos del año, y las luces de la ciudad resplandecían. Aunque
eran sólo las siete, las fiestas y reuniones habían comenzado evidentemente
antes; pude escuchar cantos, risas distantes, gritos, el chasquido de cristales
rotos. Cené parcamente en un pequeño restaurante automatizado de la Tercera
Avenida y caminé sin rumbo fijo hacia el oeste y hacia el sur.
Normalmente, después del
crepúsculo nadie pasea así por Manhattan. Pero aquella noche las calles estaban
tan repletas de gente como si fuese de día. Había personas por todas partes,
riendo, mirando los escaparates, saludando con la mano a los extraños, dándose
alegres empellones, y todo aquello me hizo sentirme seguro y confiado. ¿Era
éste verdaderamente Nueva York, la ciudad de los rostros torvos y los ojos
recelosos, la ciudad de navajas brillando en oscuros y sombríos callejones? Sí,
sí, sí, Nueva York, pero un Nueva York transformado, un Nueva York en trance de
pasar el milenio, un Nueva York en la noche de una Saturnalia decisiva.
Pues esto es lo que era,
una Saturnalia, una lunática algazara, un frenesí de espíritus exaltados. Todas
las drogas de la farmacopea más psicodélica se vendían en cada esquina, y las
ventas parecían alcanzar niveles óptimos. Según aumentaba el grado de alegría,
se escuchaban sirenas ululando en todas partes. No tomé ninguna droga, salvo la
más antigua de todas, el alcohol, pero la tomé copiosamente, yendo de taberna
en taberna. Una cerveza aquí, una copa del más horroroso brandy allí, algo de
tequila, de ron, un martini, incluso un espeso y oscuro jerez. Me sentí mareado
pero no rendido; de un modo u otro conseguía mantenerme derecho y hablar más o
menos coherentemente, y mi cerebro funcionaba con lo que parecía su lucidez
habitual, observando y tomando nota de todo lo que veía.
Cada hora que pasaba era
mayor el desmadre generalizado. En los bares la desnudez seguía siendo algo
infrecuente antes de las nueve; pero a las nueve y media podía verse sudorosa
carne desnuda por todas partes, pechos temblorosos, culos ondulantes, agarrar
de manos y roces de piernas, todo el mundo se agrupaba en círculos. Antes de
las nueve y media no ví a nadie jodiendo en la calle, pero a las diez la
fornicación en público era ya algo corriente. Toda la noche había estado
presente una soterrada violencia: rotura de ventanas, disparos contra las
farolas de la calle..., pero después de las diez la violencia experimentó un
rápido incremento: empezaron las peleas a puñetazos, algunas medio en broma,
otras totalmente en serio, y en la esquina de la calle Cincuenta y seis y la
Quinta Avenida se produjo una batalla multitudinaria, algo así como cien
hombres y mujeres golpeándose con porras en lo que parecía una pelea fortuita;
los motoristas disputaban chillonamente en todas partes, y me pareció ver que
algunos automovilistas hacían chocar sus coches deliberadamente con otros por
el puro placer de destruir. ¿Hubo asesinatos? Con toda probabilidad.
¿Violaciones? A miles. ¿Mutilaciones y otras monstruosidades? No me cabe la
menor duda.
Y ¿dónde estaba la policía
mientras tanto? Los ví por aquí y por allá, algunos intentando desesperadamente
contener la creciente marea del desorden, otros cediendo y uniéndose a él; ví a
policías con rostros encendidos y mirada febril uniéndose a las disputas
callejeras y transformándolas en fieros combates; a policías comprando drogas a
vendedores callejeros; a policías desnudos de cintura para arriba abrazados a
muchachas desnudas en los bares; a policías rompiendo rudamente los parabrisas
de los coches con sus porras. La locura general se hizo contagiosa. Tras toda
una semana de lento incubamiento de aquel ambiente apocalíptico, de grotesca
tensión, nadie podía aferrarse demasiado a su sentido de cordura.
La medianoche me cogió en
Times Square. La vieja costumbre, desde hacía mucho tiempo abandonada en
aquella ciudad decrépita: miles, cientos de miles de personas, una enorme
multitud apiñándose entre las calles Cuarenta y seis y Cuarenta y dos,
cantando, gritando, besándose, tambaleándose. De repente sonó la hora. En el
cielo se encendieron deslumbrantes antorchas. Las cúpulas de los rascacielos
resplandecientes de luz. ¡El año 2000! ¡El año 2000! ¡Había llegado mi
cumpleaños! ¡Feliz cumpleaños! ¡Feliz, feliz, feliz!
Estaba borracho. Había
perdido la cabeza. Aquella historia generalizada me arrastraba. Me encontré
buscando con mis manos los pechos de alguien, apretándolos, oprimiendo mi boca
contra otra boca, y sentí un cuerpo húmedo y cálido contra el mío. La marea
humana se embraveció, y nos vimos arrastrados el uno lejos del otro; me
desplacé en medio de aquella marea, abrazando, riendo, intentando no perder el
aliento, dando saltos, cayéndome, trastabillando, viéndome casi pisoteado por
mil pares de pies.
—¡Fuego! —gritó alguien; y,
de hecho, vimos llamas que danzaban en lo alto de un edificio de la calle
Cuarenta y cuatro. ¡Tenían un tono naranja tan bello! Comenzamos todos a jalear
y a aplaudir. Aquella noche nos sentíamos todos como Nerón, pensé, y me ví
arrastrado hacia adelante, en dirección sur. No podía ver ya las llamas, pero
el olor a humo inundaba toda la zona. Sonaron sirenas. Más sirenas ululantes.
Era el caos, el caos, el caos. Entonces sentí una sensación como la de un puño
que me golpease en la nuca, caí de rodillas en un espacio abierto, mareado, y
me cubrí el rostro con las manos como para defenderme del siguiente golpe, pero
no hubo golpe alguno, sólo una catarata de visiones. Sí, visiones. Un asombroso
torrente de imágenes corrió tumultuoso por mi cerebro. Me ví a mí mismo viejo y
desgastado, tosiendo en una cama de hospital, totalmente rodeado de una
brillante celosía compuesta por aparatos médicos; me ví nadando en una clara
laguna de montaña; me ví golpeado y levantado por el oleaje de una playa
tropical. Vislumbré el misterioso interior de un enorme, incomprensible y
cristalino mecanismo. Me encontraba de pie al borde de un campo de lava,
contemplando la tierra que hervía y burbujeaba a mis pies como en el primer día
de la creación. Me asaltó una cascada de colores. Oí voces que me susurraban,
que me hablaban en fragmentos, en trocitos pulverizados de palabras y finales
de frase. Esto es un «viaje», me dije a mí mismo, un «viaje», un «viaje», un
«viaje» pésimo; pero aun el peor de los «viajes» termina alguna vez; entonces
me agaché, temblando, intentando no oponerme, dejando que aquella pesadilla me
dominase y luego fuese esfumándose poco a poco. Pudo haber durado horas y
horas, puede que sólo un minuto. En un momento de claridad me dije a mí mismo:
«Esto es ver», así es como empieza, como una fiebre, como un ataque de
locura. Me recuerdo a mí mismo diciéndome precisamente eso.
Me recuerdo también
vomitando, echando lejos de mí aquella espantosa combinación de licores en
espasmos rápidos y potentes, y luego revolviéndome en mi propio charco de
pestilencia, débil, tembloroso, incapaz de incorporarme. Y entonces, como la
ira de Júpiter, vinieron los truenos, majestuosos e innegables. Después de la
primera y aterradora descarga, se produjo un gran silencio. En toda la ciudad
se interrumpió aquella dantesca Saturnalia, según sus habitantes se iban
quedando quietos y levantaban los ojos llenos de asombro y terror hacia los
cielos. ¿Qué iba a ocurrir ahora? ¿Una tormenta en una noche de invierno? ¿Iba
la tierra a abrirse y tragarnos a todos? ¿Se elevaría el mar, convirtiendo
nuestros campos de juegos en una nueva Atlántida?
Unos minutos después del
primero se escuchó un segundo trueno, pero sin ir acompañado de relámpagos;
luego, tras otra pausa, un tercero, y entonces empezó a caer la lluvia, al
principio suavemente, luego de manera torrencial, una templada lluvia
primaveral, que nos daba la bienvenida al año 2000. Me puse en pie con grandes
dificultades, y a pesar de haber permanecido castamente vestido durante toda la
noche, me despojé ahora de mis ropas y, completamente desnudo, me eché sobre el
asfalto en la esquina de Broadway y la calle Cuarenta y dos, boca arriba,
dejando que aquella auténtica catarata de agua arrastrase lejos de mí el sudor,
las lágrimas y el cansancio, dejando que me llenase la boca, que me librara del
desagradable sabor a vómito. Fue un momento mágico. Pero de repente me quedé
helado. Mi sexo tembló y mis hombros se hundieron. Temblando, busqué mis
mojadas ropas y, ya sobrio, empapado, triste, amedrentado, imaginándome
truhanes y atracadores acechándome en todas las esquinas, comencé mi lento y
largo periplo a través de toda la ciudad. La temperatura parecía descender
cinco grados cada diez manzanas de casas que recorría; cuando llegué al East
Side, sentí que me estaba quedando congelado, y cuando crucé la calle Cincuenta
y siete me di cuenta de que la lluvia se había transformado en nieve, y de que
la nieve iba cuajando, formando una fina capa que iba recubriendo las calles,
los automóviles y los derribados cuerpos de los inconscientes y los muertos.
Cuando llegué a mi apartamento, estaba nevando con plena malevolencia invernal.
Eran las cinco de la madrugada del 1 de enero del año 2000 después de Cristo.
Dejé caer la ropa sobre el suelo y me desplomé desnudo en el lecho, dando
diente con diente, dolorido y magullado; apreté las rodillas contra el pecho y
me arrebujé, esperando morir antes del alba. Pasaron catorce horas antes de que
me despertase.
39
¡Qué mañana la del día
siguiente! ¡Para mí, para vosotros, para todo Nueva York! ¡Hasta empezar a caer
la noche de aquel primero de enero no resultó evidente todo el impacto de los
locos acontecimientos de la noche anterior, cuántos cientos de ciudadanos
habían perecido como consecuencia de la violencia, por alguna estúpida
desventura o simplemente de frío; cuántas tiendas habían sido saqueadas,
cuántos monumentos públicos destruidos, cuántas carteras robadas, cuántas
personas violadas. ¿Había conocido ciudad alguna una noche como aquélla desde
el saqueo de Bizancio? El populacho había perdido las riendas, y nadie intentó
frenar la furia desencadenada, nadie, ni siquiera la policía. Los primeros informes
explicaban que la mayoría de los funcionarios de la ley se habían unido a la
algazara y, según fueron avanzando las investigaciones a lo largo de todo el
día, fue saliendo a la luz lo que había ocurrido realmente: que, en lugar de
contener el caos, los hombres de azul lo habían en muchos casos azuzado y
dirigido. Las últimas noticias informaron que, aceptando su responsabilidad
personal por el desastre, el Comisario jefe de la policía, Sudakis, había
dimitido. Lo ví en la pantalla, con el rostro contraído, los ojos enrojecidos,
conteniendo a duras penas la ira que le embargaba; habló entrecortadamente de
la vergüenza que sentía, de la ignominia; se refirió al derrumbamiento de la
moralidad, incluso a la decadencia de la civilización urbana; parecía no haber
dormido en toda una semana; ofrecía la lastimosa imagen de un hombre
confundido, vencido, que farfullaba y tosía continuamente; y rogué
silenciosamente que los de la televisión terminasen pronto y pasaran a otro
tema. La dimisión de Sudakis me reivindicaba, pero no me proporcionó el menor
placer, al menos mientras, desde la pantalla, me miraba aquel rostro contrito y
asolado. Finalmente, cambió la escena y pudimos contemplar los restos de toda
una manzana de cinco edificios en Brooklyn que había ardido hasta los cimientos
como consecuencia de la negligencia de los bomberos. Sí, sí, Sudakis había
dimitido. Por supuesto. La realidad ha quedado preservada, la infalibilidad de
Carvajal demostrada una vez más. ¿Quién podía haber previsto que los acontecimientos
iban a dar aquel giro? Ni yo, ni el alcalde Quinn, ni tan siquiera el propio
Sudakis; pero Carvajal sí.
Esperé unos cuantos días,
mientras la ciudad iba recuperando lentamente la normalidad, y entonces
telefoneé a Lombroso, a su despacho de Wall Street. Por supuesto, no se
encontraba allí en aquel momento. Por el contestador automático le dije que me
llamase tan pronto como pudiera. Todos los altos funcionarios de la ciudad se
encontraban reunidos con el alcalde en la Gracie Mansión las veinticuatro horas
del día. Los incendios ocurridos en prácticamente todos los barrios habían
dejado a miles de personas sin hogar; los hospitales estaban totalmente
repletos de víctimas de la violencia y los accidentes; las querellas por daños
y perjuicios contra el Ayuntamiento de la ciudad, fundamentalmente por su
incapacidad para ofrecer una adecuada protección policial, ascendían ya a
billones de dólares y se elevaban continuamente. Había que resolver además el
problema del perjuicio causado a la imagen pública de la ciudad. Desde su
investidura, Quinn se había esforzado denodadamente por devolver a Nueva York
la reputación de que había gozado a mediados de siglo como la ciudad más
animada, vital y estimulante de la nación, como la verdadera capital del
planeta y el centro de todo lo interesante, como una ciudad excitante y al
mismo tiempo segura para los turistas y visitantes. Y todo aquello había
quedado destruido en sólo una noche orgiástica que respondía más a la visión
generalizada que se tenía de Nueva York como un zoo brutal, enloquecido, feroz
y sucio. Así pues, no tuve noticias de Lombroso hasta mediados de enero, cuando
las aguas empezaron a volver a su cauce; y cuando me llamó, yo ya había
renunciado a volver a oírle.
Me contó lo que estaba
ocurriendo en el Ayuntamiento: el alcalde, preocupado por las posibles
repercusiones del motín sobre sus esperanzas de llegar a la presidencia, estaba
preparando un paquete de medidas absolutamente drásticas, casi como las de
Gottfried, para mantener el orden público. Se aceleraría la reorganización de
la policía; el tráfico de drogas se limitaría casi tan severamente como antes
de las liberalizaciones de la década de los ochenta; entraría en vigor un
sistema de pronta alarma para prevenir los tumultos públicos en los que participasen
más de dos docenas de personas, etcétera, etcétera.
A mí todo aquello me
parecía totalmente descaminado, una respuesta apresurada y dictada por el temor
a un acontecimiento único y no representativo; pero mis consejos no eran ya
bien recibidos, y me guardé mis pensamientos para mí mismo.
—¿Y qué pasa con Sudakis?
—pregunté.
—Definitivamente fuera de
juego. Quinn se negó a aceptar su dimisión y se pasó tres días enteros
intentando convencerle de que siguiese en el cargo, pero Sudakis se considera
desacreditado a perpetuidad por todo lo que hicieron aquella noche los hombres
a sus órdenes. Ha aceptado un empleo en una pequeña ciudad de Pennsylvania y se
ha marchado ya.
—No me refiero a eso. Me
refiero a si la exactitud de mi predicción sobre Sudakis ha repercutido en la
actitud de Quinn hacia mí.
—Sí —dijo Lombroso—. Con
toda seguridad.
—¿Está reconsiderando su
postura?
—Cree que eres un brujo.
Cree que puedes haber vendido tu alma al diablo. Y lo cree literalmente. Literalmente.
A pesar de toda su sofisticación no olvides que, en el fondo, sigue siendo un
católico irlandés. Y, en tiempos difíciles, eso sale a la superficie. En el
Ayuntamiento te has convertido en algo así como el Anticristo, Lew.
—¿Se ha vuelto tan loco que
no puede darse cuenta de lo útil que le sería contar con alguien que pueda
prevenirle de cosas como la dimisión de Sudakis.
—No hay la menor esperanza,
Lew. Desecha la idea de trabajar para Quinn. Aléjala completamente de tu mente.
No pienses en él, no le escribas cartas, no intentes telefonearle, no tengas
nada que ver con él. Deberías ir pensando incluso en marcharte de la ciudad.
—¡Dios santo! ¿Porqué?
—Por tu propio bien.
—¿Qué significa eso? Bob,
¿pretendes decirme que corro peligro a causa de Quinn?
—No pretendo decirte nada
—replicó, y su voz reveló nerviosismo.
—Sea lo que sea, no estoy
en peligro. Me niego a creer que Quinn me tema tanto como tú piensas, y
descarto totalmente la idea de que pueda emprender cualquier tipo de acción en
mi contra. No resulta creíble. Le conozco. Durante cuatro años fui
prácticamente su otro yo, y...
—Escúchame, Lew —dijo
Lombroso—, tengo que colgar. No te puedes ni imaginar la cantidad de trabajo
que se me está acumulando...
—Está bien. Gracias por
contestar a mi llamada.
—Y... Lew...
—¿Sí?
—Creo que sería una buena
idea que no me llamaras. Ni tan siquiera al número de Wall Street. Por
supuesto, salvo en caso de emergencia muy grave. Mi propia situación con
respecto a Quinn resulta algo delicada desde que intenté hacerle llegar tus
informaciones, y ahora..., ahora, bueno, ya me entiendes, ¿no? Estoy seguro de
que lo comprendes.
40
Lo comprendí y le he
ahorrado a Lombroso los posibles peligros que pudieran derivarse de nuevas
llamadas telefónicas. Desde aquella conversación han pasado casi once meses, y
durante ese tiempo no he hablado con él para nada; ni una palabra con el hombre
que había sido mi mejor amigo durante todos los años pasados en el equipo de
Quinn. Tampoco he tenido el menor contacto con éste, ni directo ni indirecto.
41
En febrero comenzaron las
visiones. Había tenido ya un presagio en aquella colina de Big Sur y otro en
Times Square en Nochevieja, pero ahora formaban parte rutinaria de mi vida
cotidiana. Nadie puede rasgar el amplio velo oscuro e incierto —dijo el
poeta—, pues detrás de él no hay luz alguna. Pero, sí, sí, sí,
sí, la luz existe. E iluminó mis días invernales. Al principio las visiones me
asaltaban con una frecuencia no superior a una cada veinticuatro horas, y
llegaban sin que yo lo deseara, como ataques de epilepsia, normalmente a
últimas horas de la tarde o justo antes de la medianoche, anunciándose con un
resplandor por detrás de mi cráneo, una cierta tibieza, un cosquilleo que se
negaba a desaparecer. Pero pronto comprendí cuáles eran las técnicas necesarias
para invocarlas, y pude hacerlo a voluntad. Pero, incluso entonces, no era
capaz de ver más de una vez al día, necesitando luego un prolongado
periodo de recuperación. No obstante, al cabo de unas cuantas semanas me hice
capaz de entrar en trance de visión con mayor facilidad, dos o incluso tres
veces al día, como si aquel poder fuese como un músculo que se desarrollase con
el uso. Finalmente, el intervalo necesario para la recuperación se convirtió en
mínimo. Ahora, si así lo deseo, puedo entrar en trance cada quince minutos. Una
vez, a comienzos de marzo, y a modo de experimento, lo intenté una y otra vez,
de manera constante durante varias horas, quedándome exhausto, pero sin que por
ello disminuyese la intensidad de mis visiones.
Si no evoco las visiones al
menos una vez al día, son ellas las que vienen a mí de todas formas,
asaltándome a su voluntad, derramándose irrefrenables en mi cerebro.
42
Veo una casita cubierta de
rojas tejas en un prado campestre. Los árboles, completamente florecidos,
tienen un tono verde oscuro; debe ser finales del verano. Me encuentro al lado
de la puerta de entrada. Mi pelo es todavía corto e irregular, pero está
creciendo ya; la escena no debe distar mucho en el futuro, pertenece
probablemente a este mismo año. Me acompañan dos hombres jóvenes, uno de
cabellos oscuros y delgado, el otro pelirrojo y más corpulento. No tengo la
menor idea de quiénes son, pero me veo a mí mismo relajado y confiado en mi
trato con ellos, como si fuesen compañeros íntimos. Se trata, pues, de amigos a
los que aún tengo que conocer. Me veo sacando una llave del bolsillo. «Os voy a
enseñar el sitio», les digo. «Creo que es más o menos lo que necesitamos para
sede del Centro.»
Cae nieve. Los automóviles
que circulan por las calles tienen forma de bala, el morro chato, son muy
pequeños, y me resultan extraños. Por encima de mi cabeza retumba un
helicóptero. Cuelgan de él tres extensiones a modo de remo, y en el extremo de
ellas hay un altavoz. De los tres altavoces surge, al unísono, un sonido triste
y lastimero, agudo y suave al mismo tiempo, emitido durante un período de unos
dos segundos separados por intervalos de silencio de unos cinco segundos. El
ritmo es perfectamente constante, los blandos balidos se producen con regularidad
y se abren paso sin esfuerzo entre los densos remolinos de copos de nieve. El
helicóptero vuela lentamente por la Quinta Avenida hacia arriba, a una altitud
inferior a los quinientos metros, y según se va abriendo paso hacia el norte
con su constante ulular, la nieve va derritiéndose a su paso, dejando expedita
una zona de la anchura exacta de la avenida.
Sundara y yo nos reunimos
para tomar un cóctel en un deslumbrante salón que, como los jardines de
Nabucodonosor, cuelga de la parte superior de un gigantesco rascacielos que
domina la ciudad de Los Ángeles. Supongo que se trata de Los Ángeles, pues muy
por debajo del ventanal puedo divisar las plumosas copas de las palmeras que
delinean las calles; la arquitectura de los edificios que nos rodean es claramente
la típica del sur de California, y a través de la neblina se adivina el vasto
océano hacia el oeste y las montañas hacia el norte. No tengo ni idea de qué
estoy haciendo en California, ni de cómo he llegado a encontrarme aquí con
Sundara; resulta plausible que ella haya vuelto a su ciudad natal para quedarse
a vivir en ella, y que yo, en un viaje de negocios, le haya pedido que nos
viéramos. Los dos hemos cambiado. Sus cabellos tienen ahora algunos mechones
blancos, y su rostro parece más afilado, menos voluptuoso; los ojos brillan
como siempre, pero el resplandor que hay en ellos refleja unos conocimientos y
una experiencia duramente conquistados y no simplemente travesura. Yo llevo el
pelo largo, y está ya algo gris; voy vestido con casta austeridad en una túnica
negra y sin adornos; parezco tener unos cuarenta y cinco años, y me doy a mí
mismo la impresión de una persona tensa, rígida, impresionante, de ser como una
especie de ejecutivo dominador, tan poseído de mi propia valía que me infundo
pavor a mí mismo. ¿Hay alrededor de mis ojos señales de ese trágico
agotamiento, de esa asolada devastación que dejó marcado a Carvajal tras tantos
años de visiones? No lo creo; pero quizá mi segunda visión no resulta lo
suficientemente intensa como para registrar tales detalles. Sundara no lleva
anillo de casada, ni resulta visible en ella ninguna de las insignias del
Tránsito. Mi ser en trance de visión desea formular mil preguntas. Deseo saber
si se ha producido una reconciliación, si nos vemos con frecuencia, si somos
amantes, si estamos quizá viviendo juntos de nuevo. Pero carezco de voz, y soy
incapaz de hablar a través de los labios de mi futuro yo; me resulta totalmente
imposible dirigir o modificar sus acciones; lo más que puedo hacer es limitarme
a observar. El y Sundara piden unas copas; entrechocan los vasos, sonríen,
intercambian comentarios banales sobre la puesta de sol, el tiempo, la
decoración del local. Luego la escena desaparece y no he conseguido enterarme
de nada.
Por los cañones de Nueva
York avanzan soldados en fila de a cinco, mirando escrutadoramente a todas
partes. Yo les observo desde la ventana de un piso alto. Llevan extraños
uniformes de color verde, con cintas rojas y llamativos gorros amarillos y
rojos; llevan también galones en los hombros. Portan armas parecidas a
ballestas: unos recios tubos de metal de un metro de longitud, que se abren en
forma de abanico en la punta, parecen tener algo así como unos bigotes
laterales formados por brillantes rollos de alambre, y las llevan con el
extremo más ancho columpiándose del antebrazo izquierdo. El yo que les observa
es un hombre de al menos sesenta años, de blancos cabellos, delgado y magro,
con profundas arrugas verticales en las mejillas; soy evidentemente yo mismo,
pero me resulto sin embargo extraño. En la calle surge una figura de un
edificio, que corre alocadamente hacia los soldados gritando consignas,
agitando los brazos. Un soldado muy joven levanta el brazo derecho y de su arma
surge silenciosamente una luz verde; la figura que se aproxima se detiene, se
vuelve incandescente y desaparece. Sí, desaparece.
El yo que veo es
todavía juvenil, pero mayor de lo que soy ahora. Digamos que tiene unos
cuarenta años; será, por tanto, el año 2006 más o menos. Se encuentra echado
sobre una cama deshecha al lado de una mujer joven y atractiva de largos y
negros cabellos; aparecen ambos desnudos, sudorosos, desgreñados; han estado
evidentemente haciendo el amor. El pregunta: «¿Oíste el discurso del presidente
anoche?»
«¿Para qué voy a malgastar
el tiempo escuchando a ese hijo de puta asesino y fascista?» —replica ella.
Una fiesta. Se oye una
música chillona y desconocida; de botellas de doble cuello cae copiosamente en
los vasos un extraño vino dorado. El aire está cargado de humo azulado. Yo me
encuentro en un rincón del salón lleno de gente, hablando en tono perentorio
con una mujer joven, rellenita y con pecas y con uno de los hombres jóvenes que
me acompañaban en la casita con las tejas rojas. Pero mi voz se ve anulada por
la ronca música y percibo únicamente restos y fragmentos de lo que estoy
diciendo; cojo palabras tales como cálculo equivocado, sobrecarga,
manifestación y distribución alternativa, pero siempre anegadas por
el ruido ambiente, por lo que la conversación me resulta en último extremo
ininteligible. La forma de vestir resulta extraña; todo el mundo lleva atavíos
sueltos e irregulares, cubiertos con tiras y trozos de tejidos mal emparejados.
En medio del salón, unos veinte invitados bailan con enfebrecida intensidad,
agitándose en un círculo imperfecto, cortando fieramente el aire con bruscos
movimientos de los codos y las rodillas. Están completamente desnudos; han
recubierto sus cuerpos con una especie de tinte brillante y de color púrpura;
tanto los hombres como las mujeres carecen totalmente de vello, van depilados
desde la cabeza a los pies, por lo que, si no fuese por sus oscilantes órganos
genitales y ondulantes pechos, podría tomárseles fácilmente por maniquíes de
plástico moviéndose frenéticamente en una espasmódica parodia de vida.
Una húmeda noche de verano.
Un sonido distante de estampido, luego otro y otro. Sobre las orillas del
Hudson y recortándose contra el negro cielo hacen explosión los fuegos
artificiales. Los cohetes iluminan los cielos con el llamado «fuego fatuo»,
rojo, amarillo, verde, azul, con resplandecientes líneas y estrellas, flores
que se abren, un ciclo tras ciclo de ardiente belleza acompañada de
terroríficos silbidos, explosiones, rugidos y golpes, clímax tras clímax; y
luego, cuando uno da ya por sentado que aquel esplendor desaparecerá
definitivamente para dejar paso al silencio y la oscuridad, se produce una
sorprendente apoteosis pirotécnica, que culmina en una doble figura de
gigantescas dimensiones: una bandera norteamericana que ondea espectacularmente
sobre nosotros, y en la que se puede discernir hasta la última estrella y,
surgiendo del centro de la misma, la cara de un hombre dibujada en tonos de
piel asombrosamente realistas. El rostro es el de Paul Quinn.
Me encuentro a bordo de un
gigantesco aeroplano, un avión cuyas alas parecen extenderse desde China hasta
Perú, y a través de la ventanilla diviso un vasto mar gris azulado en cuyo seno
los reflejos del sol brillan con una deslumbradora y fiera claridad. Llevo
puesto el cinturón de seguridad, en espera del aterrizaje, y ahora puedo
distinguir ya cuál es nuestro punto de destino: una enorme plataforma hexagonal
que surge abruptamente del mar, una isla artificial de ángulos tan simétricos
como los de un copo de nieve visto al microscopio, una isla de hormigón en la
que hay incrustados aplastados edificios de ladrillo rojo, y dividida en su
mitad por la larga flecha blanca de un campo de aterrizaje; una isla totalmente
aislada en medio de este inmenso océano, con miles de kilómetros de vacío
alrededor de cada uno de sus seis lados.
Manhattan. Un frío otoño,
el cielo oscuro, luces en las ventanas de los edificios. Delante de mí tengo un
colosal rascacielos que surge justo donde ahora está la venerable biblioteca
pública de la Quinta Avenida. «El más alto del mundo», dice alguien tras de mí;
se trata de un turista hablando con otro en el gangoso acento del oeste. Debe
serlo realmente. El monstruoso rascacielos llena el cielo totalmente. «Es todo
de oficinas gubernamentales», sigue diciendo el turista. «¿Te lo imaginas?
Doscientos pisos y todos ellos de oficinas del gobierno. Con un palacio para
Quinn en lo alto de todo, o eso dicen. Para cuando viene a la ciudad. Un
maldito palacio, como el de un rey.»
Lo que más temo cuando se
agolpan estas visiones en mi mente es la confrontación con la escena de mi
propia muerte. Me pregunto si me destruirá del mismo modo que a Carvajal, si la
visión de mis últimos instantes me despojará como a él de toda energía, interés
y objetivo en la vida. Espero, preguntándome todo el tiempo cuándo la tendré,
temiéndola y deseándola al mismo tiempo, anhelante por asimilar de una vez ese
aterrador conocimiento y acabar para siempre con la incertidumbre; y, cuando me
llega, no es sino un anticlímax, una cómica desilusión. Lo que veo es un
anciano marchito y desgastado en una cama de hospital, un viejo esquelético y
acabado, de quizá setenta y cinco años, o puede que ochenta o incluso noventa.
Está rodeado de un brillante conjunto de aparatos para mantenerlo con vida; a
su alrededor, agujas en forma de brazos se arquean y contorsionan como colas de
escorpión inyectándole enzimas, hormonas, anticoagulantes, estimulantes, todo
tipo de productos. La he visto ya antes, brevemente, durante aquella noche de
borrachera en Times Square, mientras me encontraba acurrucado, completamente
deslumbrado y lleno de asombro, asaltado por un torrente de voces e imágenes;
pero ahora la visión dura algo más que aquella otra, de forma que, en este
futuro, me percibo no simplemente como un hombre enfermo, sino como un anciano
moribundo que se va yendo, yendo, sin que todo aquel vasto y maravilloso
conjunto de aparatos médicos sea capaz de seguir manteniendo el débil latido de
la vida. Puedo sentir cómo le va abandonando el pulso. Se va, se va muy lentamente.
Fundiéndose con la oscuridad. Hacia la paz. Está muy tranquilo. Todavía no ha
muerto, pues de lo contrario cesarían mis percepciones de él. Pero casi, casi.
Ya. Ya no hay más datos. Sólo paz y silencio. Sí, una buena muerte.
¿Es eso todo? ¿Estaré verdaderamente
muerto dentro de cincuenta o sesenta años, o simplemente se ha interrumpido la
visión? No puedo estar seguro. Si pudiese ver más allá de ese momento de
quietud, sólo una ojeada por detrás de la cortina; si pudiera contemplar las
rutinas de la muerte, los inexpresivos celadores desconectando tranquilamente
el sistema de aparatos médicos, la sábana cubriendo mi rostro, el cadáver
conducido hasta el depósito... Pero no hay forma de prolongar la imagen. El
filme termina justo con ese último parpadeo de luz. Sí, estoy seguro de que
será así. Me siento aliviado y casi ligeramente desilusionado. ¿Eso es todo?
¿Simplemente irse esfumando lentamente a una edad muy avanzada? No hay nada que
temer en ello. Pienso en Carvajal con la mirada enloquecida sencillamente por
haberse visto morir demasiadas veces. Pero yo no soy Carvajal. ¿En qué puede
dañarme ese conocimiento? Admito la inevitabilidad de la muerte; los detalles
son simples acotaciones. Luego la escena se repite unas cuantas semanas más
tarde, y luego otra vez, y otra, y otra. Siempre la misma. El hospital. La
estructura en forma de araña de los aparatos destinados a prolongarme la vida,
el irse deslizando lentamente hacia la oscuridad. Así pues, no hay nada que
temer de las visiones. Ya he visto lo peor de todo y no me ha afectado.
Pero, luego, una sombra de
duda cae sobre todo ello y mi recuperada confianza se tambalea. Me veo nuevamente
en el gigantesco aeroplano, que se aproxima a la isla artificial en forma de
hexágono. Una ayudante de cabina corre rauda por el pasillo, aturdida, llena de
alarma, y la sigue una gran vaharada de humo negro. ¡Fuego a bordo! Las alas
del avión se inclinan de manera terrorífica. Gritos. Voces ininteligibles a
través de los altavoces. Instrucciones confusas e incoherentes. La presión
clava mi cuerpo contra el asiento; estamos cayendo al océano. Más bajo, cada
vez más bajo; y, finalmente, chocamos con un horrísono impacto y la nave se
parte en dos; todavía sujeto por el cinturón de seguridad, me hundo como el
plomo, boca abajo, en las frías y oscuras profundidades. El mar se me traga y
no veo nada más.
Los soldados avanzan por
las calles en siniestras columnas. Se detienen ante el edificio en que vivo;
hablan unos con otros; luego un destacamento irrumpe en la casa. Les oigo subir
las escaleras. No tiene sentido intentar ocultarme. Abren la puerta gritando al
mismo tiempo mi nombre. Les saludo con las manos en alto. Sonrío y les digo que
les acompañaré sin oponer resistencia. Pero entonces, sin saber por qué, uno de
ellos, un soldado muy joven, de hecho todavía un muchacho, se adelanta
repentinamente encañonándome con su extraña arma en forma de ballesta. Sólo
tengo tiempo de tragar saliva. Entonces surge la radiación verde y luego la
oscuridad.
«¡Este es!» —grita alguien,
mientras levanta una porra por encima de mi cabeza y la deja caer con terrible
fuerza.
Sundara y yo contemplamos
el crepúsculo cayendo sobre el Pacífico. Ante nosotros los destellos de las
luces de Santa Mónica. Tanteando, con timidez, tomo su mano en la mía. Y, en
ese momento, siento un penetrante dolor en el pecho, sufro espasmos, me
revuelco, pateo frenéticamente derribando la mesa. Golpeo con los puños la
gruesa alfombra. Lucho por mi vida. En mi boca hay sabor a sangre. Lucho por
vivir, pero resulto vencido.
Me encuentro junto a la
barandilla de una terraza ochenta pisos por encima de Broadway. Con un
movimiento rápido y seguro, salto hacia el fresco aire primaveral. Floto, hago
graciosos movimientos como de natación con los brazos mientras caigo rauda y
serenamente contra el suelo.
«¡Mirad!» —grita una mujer
muy próxima a mí—. ¡Lleva una bomba!»
El oleaje es muy fuerte
hoy. Grandes olas grises se elevan y rompen, se elevan y rompen. Y, sin
embargo, me echo a nadar, me voy abriendo camino entre la espuma del oleaje,
nado con frenética energía hacia el horizonte, hendiendo el oscuro mar como si
estuviese intentando batir un récord de resistencia, sin parar de nadar a pesar
del latido de mis sienes y de los golpes en la base de mi garganta; el mar se
hace cada vez más tempestuoso, su superficie se hincha y eleva, incluso aquí, a
tanta distancia de la playa. El agua me golpea en el rostro y me hundo,
tosiendo, intentando volver a la superficie; pero el agua me vuelve a golpear
una vez, y otra, y otra, y otra...
«¡Este es!» —grita alguien.
Me veo a mí mismo en
el gigantesco avión; estamos descendiendo hacia la isla artificial en forma de
hexágono.
«¡Mirad!» —grita una mujer
muy próxima a mí.
Los soldados avanzan por
las calles en siniestras columnas. Se detienen ante el edificio en que vivo.
El oleaje es muy fuerte
hoy. Grandes olas grises se elevan y rompen, se elevan y rompen. Y, sin
embargo, me echo a nadar, me voy abriendo paso entre la espuma del oleaje, nado
con frenética energía hacia el horizonte.
«¡Este es!» —grita alguien.
Sundara y yo contemplamos
el crepúsculo cayendo sobre el Pacífico. Ante nosotros, los destellos de las
luces de Santa Mónica.
Me encuentro junto a la
barandilla de una terraza ochenta pisos por encima de Broadway. Con un
movimiento rápido y seguro, salto hacia el fresco aire primaveral.
«¡Este es?!»—grita alguien.
Y así una y otra vez. La
muerte llegándome de varias maneras distintas. Las escenas repitiéndose
invariables, contradiciéndose y anulándose mutuamente. ¿Cuál es la visión verdadera?
¿Qué pasa con ese anciano que fallece pacíficamente en su cama de hospital?
¿Qué es lo que debo creer? Me encuentro desbordado por una sobrecarga de datos;
voy tambaleándome de un lado para otro en una especie de esquizofrénico
enfebrecimiento, viendo más de lo que puedo abarcar, sin asimilar nada; y, de
manera constante, mi incansable cerebro me va anegando con imágenes y escenas.
Me estoy empezando a derrumbar. Me arrebujo en el suelo, cerca de mi cama,
tembloroso, esperando a que nuevas confusiones se apoderen de mí. ¿Cómo
pereceré la próxima vez? ¿En el potro de tortura? ¿De una epidemia de
botulismo? ¿De una puñalada en un oscuro callejón? ¿Qué significa todo esto?
¿Qué me está ocurriendo? Necesito ayuda. Desesperado, aterrorizado, corro a ver
a Carvajal.
43
Hacía meses que no le veía,
medio año, desde finales de noviembre hasta abril; y, evidentemente, había
experimentado cambios. Parecía más pequeño, casi como un muñeco, una miniatura
de su ser anterior; había desaparecido de él todo lo superfluo, tenía la piel
rígidamente pegada a los huesos de la cara y había adquirido un peculiar tono
apergaminado y amarillento, como si se estuviese transformando en un viejo
japonés, en uno de esos ancianos diminutos, como disecados, vestidos con sus trajes
azules y sus corbatas que todavía puede verse sentados tranquilamente en la
Bolsa, al lado de los indicadores automáticos de las cotizaciones. A Carvajal
le rodeaba también una desconocida calma oriental, una especie de tranquilidad
de Buda, que parecía indicar que había alcanzado un lugar más allá de todas las
tormentas, una paz que, afortunadamente, era contagiosa, pues momentos después
de llegar, lleno de pánico y confusión, sentí que la carga de tensión me
abandonaba. Amablemente, me pidió que me sentara en su destartalada sala de
estar; y, con la misma amabilidad, me trajo el acostumbrado vaso de agua.
Esperó a que yo tomase la
palabra.
¿Cómo empezar? ¿Qué podía
decirle? Decidí hacer como si nuestra última conversación no hubiese tenido
jamás lugar, dejándola al margen, sin hacer la menor mención a mi ira, a mis
acusaciones, al repudio que había hecho de él.
—He estado teniendo visiones
—proferí.
—¿Sí? —dijo, enigmático, en
absoluto sorprendido, ligeramente aburrido.
—He visto cosas
preocupantes.
—¿Ah?
Carvajal me estudió sin
curiosidad, simplemente esperando, esperando. ¡Qué tranquilo resultaba, qué
autosuficiente! Como una figura tallada en marfil, bella, pulida, inmóvil.
—Extrañas escenas.
Melodramáticas, caóticas, contradictorias, disparatadas. Ya no sé distinguir la
clarividencia de la esquizofrenia.
—¿Contradictorias?
—preguntó.
—Algunas veces no puedo
fiarme de lo que veo.
—¿Qué clase de cosas?
—Quinn, por ejemplo. Se me
aparece casi todos los días. Imágenes de Quinn como un tirano, un dictador, una
especie de monstruo que manipula a toda la nación, no como un presidente, sino
como un generalísimo[1].
Su rostro aparece por todo el futuro. Quinn por aquí, Quinn por allá, todo el
mundo habla de él, todo el mundo le teme. No puede ser real.
—Todo lo que ve es real.
—No. Ese no es el verdadero
Paul Quinn, sino una fantasía paranoica. Yo conozco a Paul Quinn.
—¿Sí? —preguntó Carvajal,
con una voz que parecía llegarme desde una distancia de cincuenta mil años luz.
—Escuche. He estado
consagrado a su servicio. En cierto sentido le amaba. Y amaba todo lo que él
defendía. ¿Por qué me llegan esas visiones de él como un dictador? ¿Por qué
he llegado a sentirme asustado de él? El no es así, sé que no lo es.
—Todo lo que ve es real
—repitió Carvajal.
—¿Va a haber, pues, en este
país una dictadura de Quinn?
Carvajal se encogió de
hombros.
—Quizá. Muy probablemente.
¿Cómo voy yo a saberlo?
—¿Y yo? ¿Cómo puedo creer
lo que veo?
Carvajal sonrió y tendió
una de sus manos hacia mí, con la palma hacia arriba.
—Crea —me instó en el tono
fastidiado y algo burlón de un viejo sacerdote mexicano que estuviese
aconsejando a un jovencito atormentado que tuviese fe en la bondad de los
ángeles y en la piedad de la Virgen—. Deseche sus dudas. Crea.
—No puedo. Son demasiadas
contradicciones —dije, negando fieramente con la cabeza—. No sólo con respecto
a las visiones acerca de Quinn. He estado viendo también mi propia
muerte.
—Sí, era de esperar.
—Muchas veces. De muchas
maneras distintas. Un accidente aéreo. Un suicidio. Un ataque al corazón.
Ahogándome. Y más...
—Y lo encuentra extraño,
¿no?
—¿Extraño? Lo encuentro
absurdo. ¿Cuál de esas muertes es la real?
—Todas ellas lo son.
—¡Eso es una locura!
—Lew, existen muchos
niveles de realidad.
—No pueden ser todas
reales. Eso contradice cuanto me ha venido usted contando acerca de un futuro
fijo e inalterable.
—Hay un futuro que es el
que debe ocurrir —dijo Carvajal—. Y hay otros muchos que no. En las
primeras etapas de visión, la mente está como desenfocada y la
realidad se ve contaminada por alucinaciones, el espíritu se ve bombardeado por
datos externos y fuera de lugar.
—Pero...
—Quizá es que existen
muchas líneas de tiempo —continuó Carvajal—. Una verdadera y otras muchas que
no son sino líneas potenciales, abortivas; líneas que tienen su existencia sólo
en las desdibujadas fronteras de la probabilidad. Algunas veces, las
informaciones procedentes de estas líneas de tiempo se agolpan en la mente de
uno si ésta resulta ya lo suficientemente abierta, lo suficientemente
vulnerable. Yo también he experimentado cosas así.
—Nunca me lo mencionó.
—No deseaba confundirle,
Lew.
—Pero ¿qué debo hacer?
¿Hasta qué punto es válida la información que estoy recibiendo? ¿Cómo puedo
distinguir las visiones reales de las imaginarias?
—Tenga paciencia. Las cosas
se irán clarificando.
—¿Cuándo?
—Cuando se vea a sí
mismo morir —respondió—. ¿Ha visto alguna vez la misma escena repetida.
—Sí.
—¿Cuál de ellas?
—He tenido cada una de las
visiones al menos dos veces.
—Pero ¿no ha tenido ninguna
más veces que las otras?
—Sí —dije—. La primera. La
de mí mismo como un anciano en un hospital con un montón de complicados equipos
médicos a mi alrededor. Es la que me viene con frecuencia.
—¿Con una intensidad
especial?
Asentí con la cabeza.
—Confíe en ella —dijo
Carvajal—. Las otras son imaginaciones. Muy pronto dejarán de molestarle. Las
imaginarias van unidas a una sensación transitoria, como de fiebre. Sus
contornos fluctúan y se desdibujan. Si las contempla atentamente, su mirada
conseguirá taladrarlas y vislumbrar el vacío que hay tras ellas. Pronto se
desvanecerán. Lew, hace ya treinta años que ese tipo de cosas dejaron de
atormentarme.
—¿Y las visiones de Quinn?
¿Son también fantasmas salidos de alguna otra línea de tiempo? ¿He contribuido
a dejar el país al arbitrio de un monstruo o estoy simplemente sufriendo
pesadillas?
—No hay modo de que yo
pueda responder a esa pregunta. No tendrá más remedio que esperar y ver qué
ocurre; aprender a refinar su capacidad de visión, mirar nuevamente y sopesar
las evidencias.
—¿No puede darme alguna
sugerencia algo más exacta que ésa?
—No —dijo—. No es
posible...
Entonces sonó el timbre de
la puerta.
—Discúlpeme —dijo Carvajal.
Salió de la habitación.
Cerré los ojos y dejé que el oleaje de algún desconocido mar tropical me fuese
lavando el cerebro, que un tibio y salado baño borrase todas las memorias y
todos los dolores, alisando las aristas y durezas. En ese momento percibí el
pasado, el presente y el futuro como igualmente irreales, como mechones de
niebla, desdibujados rayos de blanda luz, unas risas distantes, voces confusas
pronunciando frases fragmentarias. En algún lugar estaba representándose una
obra de teatro, pero yo no me encontraba ya sobre el escenario, ni tampoco
entre el público. El tiempo quedó como en suspenso. Y, eventualmente, comencé
quizá a ver. Creo que ante mí revolotearon los rasgos marcadamente
serios de Quinn, bañados por deslumbrantes focos azules y verdes, y pude haber
incluso visto al anciano en la cama del hospital y a los hombres armados
avanzando por las calles; y tuve fugaces visiones de mundos más allá de los
mundos, de imperios todavía nonatos, de la incansable danza de los continentes,
de las indolentes criaturas que, al final de los tiempos, se arrastran sobre el
gran planeta cercado por una costra de hielos. Entonces escuché voces que
provenían del vestíbulo, a un hombre que gritaba, a Carvajal explicándose y
negando pacientemente. Era algo relativo a drogas, a un doble juego, airadas
acusaciones. ¿Cómo? ¿Cómo? Luché por salir de las nieblas que me rodeaban. Allí
estaba Carvajal, junto a la puerta, enfrentándose a un individuo bajito, con el
rostro lleno de pecas, enfebrecidos ojos azules y un descuidado pelo rojo como
las llamas. El extraño empuñaba una pistola, una curiosa pistola antigua con el
cañón negro-azulado, que agitaba excitadamente de un lado para otro. «El
embarque, gritaba, ¿dónde está el embarque, qué estás intentando hacer?» Y
Carvajal se encogía de hombros, sonreía, negaba con la cabeza y repetía una y
otra vez, muy suavemente: «Se trata de un error, simplemente de un error».
Carvajal parecía radiante. Era como si toda su vida hubiese ido siendo
conducida y conformada para este momento de gracia, para esta especie de
epifanía, para este diálogo confuso y divertido en el pasillo de su casa.
Di un paso hacia adelante,
dispuesto a interpretar mi papel. Me inventé las frases que debía decir: Tranquilo,
amigo, deje de agitar ese arma. Se ha equivocado de sitio.
Aquí no hay drogas. Me ví a mí mismo avanzando confiadamente hacia aquel
extraño, sin dejar de hablar: ¿Por qué no se tranquiliza, aparte el
arma, telefonee a su jefe y aclare las cosas? Pues, de lo
contrario, se encontrará usted con graves problemas, y... Todavía
hablando, me inclinaría dominante hacia el pequeño pistolero con el rostro
lleno de pecas, tomaría calmosamente el arma, se la arrancaría de la mano, le
empujaría contraía pared...
Pero no era ése el texto.
El verdadero texto me exigía que no hiciese nada. Lo sabía y no hice nada.
El pistolero me miró a mí,
luego a Carvajal, a mí nuevamente. No había esperado que yo surgiera de la sala
de estar y no estaba seguro de cómo debía reaccionar. Entonces sonaron unos
golpecitos en la puerta de afuera. Se oyó la voz de un hombre en el descansillo
preguntándole a Carvajal si tenía algún problema. Los ojos del pistolero
arrojaron destellos de miedo y asombro. De un salto, se alejó de Carvajal,
encogiéndose sobre sí mismo. De manera casual, casi incidental, sonó un
disparo. Carvajal comenzó a caer, pero apoyándose en la pared. El pistolero
pasó corriendo cerca de mí, en dirección a la sala de estar. Se detuvo allí,
temblando, medio acurrucado. Disparó nuevamente. Un tercer disparo. Luego saltó
rápidamente hacia la ventana. Oí el ruido de cristales al romperse. Había
permanecido todo el tiempo de pie, inmovilizado, como congelado; pero ahora,
finalmente, me puse en movimiento. Demasiado tarde; el intruso había salido por
la ventana, bajado la escalera de incendios y desaparecido en la calle.
Me volví hacia Carvajal.
Había caído y yacía muy cerca de la entrada a la sala de estar, inerte, en
silencio, con los ojos abiertos, respirando todavía. La pechera de su camisa
estaba manchada de sangre; a lo largo de su brazo izquierdo corría otro reguero
de sangre; tenía además una tercera herida, extrañamente exacta y pequeña, en
uno de los lados de su cabeza, justo al lado del pómulo. Corrí hacia él, le
sostuve entre mis brazos y pude ver en sus ojos un extraño destello; me pareció
que se reía hasta en el último momento, que emitía una casi imperceptible
risita ahogada, pero puede que aquello no formase parte del guión, que hubiese
sido introducido por mí, a modo de pequeña acotación teatral. Así pues, todo
había acabado. ¡Qué tranquilo había estado! ¡Cómo lo había aceptado! ¡Qué
alegría había mostrado al acabar de una vez! La escena tantas veces ensayada y
finalmente representada.
44
Carvajal murió el 22 de
abril del año 2000. Esto lo escribo a comienzos de diciembre, coincidiendo con
el auténtico comienzo del siglo veintiuno y separado sólo por unas cuantas
semanas del inicio del nuevo milenio. La llegada del milenio me encontrará en
esta modesta casa de esta ciudad no especificada del norte de New Jersey,
dirigiendo las actividades, todavía apenas iniciadas, del Centro de Procesos
Estocásticos. Llevamos aquí desde el mes de agosto, cuando se abrirá el
testamento de Carvajal y se verá que yo he sido designado como único heredero
de todos sus millones.
Por supuesto que aquí, en
el Centro, no nos entretenemos mucho con los procesos estocásticos. El nombre
es intencionadamente engañoso; no actuamos estocásticamente, sino más bien
postestocásticamente, pues dejamos atrás la manipulación de las probabilidades
para adentrarnos en las certidumbres de la segunda visión. Pero consideré
prudente no mostrarnos excesivamente ingenuos y abiertos a este respecto. Lo
que estamos llevando a cabo es una especie de brujería, más o menos, y una de
las grandes lecciones a extraer del recién finalizado siglo veinte, es la de
que si deseas practicar la brujería lo mejor que puedes hacer es practicar bajo
otro nombre. El término estocástico posee una agradable resonancia
pseudocientífica, que proporciona el disfraz adecuado, pues evoca la imagen de
pelotones de pálidos investigadores jóvenes introduciendo datos en gigantescos
ordenadores.
Hasta ahora somos sólo
cuatro. Pero habrá más. Aquí avanzamos gradualmente. Encuentro nuevos
discípulos según los voy necesitando. Conozco ya el nombre del próximo, y sé
cómo le convenceré de que se una a nosotros, así como el momento en que lo
hará, al igual que me ocurrió con los tres anteriores. Hace sólo seis meses
eran extraños para mí; ahora son mis hermanos.
Lo que estamos levantando
aquí es una sociedad, una cofradía, una comunidad, un sacerdocio; si lo
preferís, una banda de videntes. Estamos ampliando y perfeccionando
nuestra capacidad de visión, eliminando las ambigüedades, afinando nuestra
percepción. Carvajal tenía razón: todo el mundo posee el don. Puede ser
despertado en cualquiera. En ti, o en ti. Y así conseguiremos salir de nuestro
pequeño círculo, dándonos la mano unos a otros. Difundiendo lentamente el
evangelio postestocástico, multiplicando silenciosamente el número de los que ven.
Será un proceso lento, no exento de peligros y persecuciones. Se aproximan
tiempos duros, y no sólo para nosotros. Tenemos todavía que atravesar la era de
Quinn, una era que me resultaba ya tan familiar como cualquier otra de la
Historia, a pesar de no haberse iniciado aún: para su elección faltan todavía cuatro
años de futuro. Pero yo veo más allá, veo las conmociones que siguen,
los disturbios, el llanto y el dolor. No importa. Sobreviviremos al régimen de
Quinn, como sobrevivimos a los de Asurbanipal, Atila, Gengis-Khan y Napoleón.
Las nubes que ocultan la visión se apartan ante nosotros, y vemos ya más
allá de las tinieblas un tiempo de recuperación y consuelo.
Lo que estamos levantando
aquí es una comunidad consagrada a la abolición de la incertidumbre, a la
eliminación absoluta de la duda. Conseguiremos finalmente conducir a la
Humanidad a un Universo en el que nada sea aleatorio, en el que nada sea
desconocido, en el que todo sea previsible a todos los niveles, desde el
microcósmico al macrocósmico, desde la contracción de un electrón a los
desplazamientos de las nebulosas galácticas. Enseñaremos a la Humanidad a
saborear la dulce comodidad de lo dispuesto de antemano. Y, de ese modo, nos
transformaremos en dioses.
¿En dioses? Sí, en dioses.
Escuchad, ¿sintió Jesús
temor cuando los centuriones de Pilato llegaron a prenderle? ¿Lloriqueó porque
iba a morir; se lamentó del acortamiento de su tiempo de ministerio? No, no, se
encaminó tranquilamente hacia su muerte, sin mostrar miedo, amargura ni
sorpresa, limitándose a ajustarse al guión, interpretando el papel que se le
había asignado, serenamente consciente de que lo que le estaba ocurriendo
formaba parte de un plan prefijado, necesario e inevitable. ¿Y qué decir a
Isis, la joven Isis, amando a su hermano Osiris, sabiendo incluso de niña todo
lo que les aguardaba a ambos, que Osiris sería descuartizado, que ella habría
de buscar su cuerpo desmembrado en el fango del Nilo, que, a través de ella,
volvería a restaurarse y que de sus entrañas surgiría el potente y poderoso
Horus? Isis vivió con dolor, sí, y vivió también el conocimiento previo de una
pérdida terrible, sabiendo todas estas cosas desde el primer momento, pues se
trataba de una diosa. Y actuó como tenía que actuar. A los dioses no se les
concede capacidad de elección; ése es el precio y lo maravilloso de su deidad.
Y los dioses no conocen el miedo, la autocompasión o la duda, ya que para eso
son dioses y no pueden elegir otro camino que el verdadero. Muy bien, seremos
como dioses, todos nosotros como dioses. Yo ya he superado el tiempo de las
dudas, he sufrido y sobrevivido los ataques y asaltos de las confusiones y los
terrores, me he adentrado en un reino en que todas esas cosas están superadas,
pero sin la parálisis que afligió a Carvajal; me encuentro en una situación más
avanzada, que puedo transmitiros a vosotros. Veremos, comprenderemos,
abarcaremos la inevitabilidad de lo inevitable, aceptaremos cualquier giro del
guión alegremente y sin el menor remordimiento. Viviremos envueltos en Belleza,
sabiendo que constituimos sólo aspectos de un gran Plan.
Hace aproximadamente
cuarenta años, el científico y filósofo francés Jacques Monod escribió: «El ser
humano sabe finalmente que se encuentra solo en la indiferente inmensidad del
Universo, de la que ha surgido por casualidad».
Eso es lo que yo creía antes.
Eso es lo que podéis creer vosotros ahora.
Pero, examinemos la frase
de Monod a la luz de una observación formulada en cierta ocasión por Albert
Einstein, quien dijo: «Dios no juega a los dados».
Una de estas dos afirmaciones está equivocada.
Creo saber cuál.