Año 2021: hace un cuarto de siglo que no nacen niños en la Tierra. La generación final de jóvenes es excepcionalmente bella, pero también excepcionalmente violenta y cruel. Los que han alcanzado la madurez tratan de mantener la cordura y la normalidad bajo el dominio absoluto de Xan Lyppiatt, el carismático dictador y Custodio de In-glaterra.
Theo Faron es un historiador de Oxford, primo del Custodio, que lleva una vida reservada y solitaria. Por azar conoce a una joven. Ella pertenece a un pequeño grupo que pretende desafiar los poderes del régimen. La vida de Theo cambia dramáticamente, y debe enfrentar entonces horrores inimaginables... En esta novela asombrosa, que señala un nuevo punto de partida en su carrera, P. D. James imagina una Inglaterra futura donde la infertilidad humana se ha propagado como una plaga. Todas las cualidades de sus novelas de detectives permanecen intactas en este género distinto, al que se agregan experiencias y emociones plausibles y estremecedoras.
LIBRO UNO
OMEGA
Enero–marzo 2021
1
Viernes 1 ° de enero, 2021.
En la
madrugada de hoy, le de enero del año 2021, tres minutos después de las doce,
murió en una pelea en un suburbio de Buenos Aires el último ser humano nacido
sobre la faz de la tierra: tenía veinticinco años, dos meses y doce días. De
acuerdo con las primeras noticias, José Ricardo murió de la misma forma en que
había vivido. Siempre le había resultado algo difícil manejar el honor –si se
lo puede llamar así– de haber sido el último en nacer, ya que eso no tenía nada
que ver con una virtud o un mérito personal. Y ahora está muerto. Aquí en Gran
Bretaña la noticia se difundió en el programa de las nueve del servicio
nacional de noticias, y yo la escuché por casualidad. Me había sentado a
escribir acerca de la segunda mitad de mi vida en este diario, y cuando vi la
hora pensé que mientras lo hacía podía escuchar los titulares del noticiero de
las nueve. Lo último que dijeron fue lo de la muerte de Ricardo, a lo que
siguieron un par de frases tibias de un locutor con voz cuidadosamente ascética.
Me pareció que la noticia era una pequeña justificación extra para empezar mi
diario hoy: el primer día del año y mi cumpleaños. Cuando era niño disfrutaba
de ese privilegio, a pesar de que me hacían un solo regalo porque unían el de
Navidad y el de cumpleaños, sin que fuera el doble de grande por eso.
En
realidad casi no se justifica que empiece a ensuciar las hojas de este cuaderno
por los tres hechos mencionados: el Año Nuevo, mis cincuenta años y la muerte
de Ricardo; pero igual continuaré, será otra pequeña contribución para
defenderme de la apatía. Si no hay nada que registrar, voy a registrar la nada
y luego, cuando envejezca –como seguramente sucederá con la mayoría de todos
nosotros, que nos hemos vuelto expertos en prolongar la vida–, voy a abrir una
de las cajas de mi colección de fósforos y voy a encender mi propia hoguera de
vanidades. No tengo ninguna intención de hacer de este diario un registro de
los últimos años en la vida de un hombre. Ni siquiera en mis momentos de mayor
egoísmo lo creo posible. ¿Qué
interés puede encerrar el diario de Theodore Faron, doctor en Filosofía,
profesor destacado del Merton College en la Universidad de Oxford, historiador
de la época victoriana, divorciado, solitario y sin hijos, cuyo único mérito
es ser primo de Xan Lyppiatt, dictador y Custodio de Inglaterra. No es
necesario agregar más información personal. Todas las naciones del mundo están
preparando el testimonio que les dejarán a los que supuestamente –de vez en
cuando aún lo creemos– vendrán después de nosotros: esas criaturas de otro
planeta que aterrizarán en este verde infinito y querrán saber algo acerca de
la sensibilidad que alguna vez lo habitó. Estamos archivando los libros y
manuscritos, las grandes pinturas, las partituras musicales y los
instrumentos, y algunos otros objetos. Dentro de cuarenta años la mayor parte
de las mejores bibliotecas del mundo estará clausurada y a obscuras. Los
edificios que sobrevivan lo dirán todo. Las endebles piedras de Oxford apenas
subsistirán un par de siglos más. Ya se está discutiendo en la Universidad si
se justifica refaccionar el Sheldonian, que se está desmoronando. Pero me
gusta imaginarme a esos seres míticos aterrizando sobre St. Peter's Square y
entrando a la enorme Basílica, con el único sonido de sus pasos bajo los
siglos de polvo. ¿Se darán cuenta
de que en una época fue uno de los templos más maravillosos construido por el
hombre para uno de sus muchos dioses? ¿Sentirán curiosidad por conocer la naturaleza de ese dios, al que
se adoraba con tanta pompa y esplendor? ¿O intriga por el misterio de su símbolo, dos simples maderas en
forma de cruz, ubicuo por naturaleza, y sin embargo gloriosamente adornado,
cubierto de oro y joyas? ¿O es que
sus valores y sus formas de pensar serán tan lejanas a las nuestras que nada
relacionado con el temor y la magia los conmocionará? Pero a pesar de que los
astrónomos descubrieron un planeta –¿fue en 1997?– en el que aseguraban que podía haber vida, en realidad
es poca la gente que cree que algún día lleguen hasta aquí. Seguro que están
ahí. Es muy poco razonable pensar que hay una sola estrella en la inmensidad
del universo en la cual puedan crecer y desarrollarse seres inteligentes. Pero
nosotros no llegaremos a ellos ni ellos a nosotros.
Hace
veinte años, cuando el mundo ya casi había asumido que nuestra especie había
perdido para siempre el poder de reproducirse, el tema de descubrir cuál sería
el último ser humano en nacer se convirtió en una obsesión mundial, en una
cuestión de orgullo nacional, una competencia internacional que era tan feroz
y cáustica como falta de sentido. Para que fuera válido, el nacimiento tenía
que estar registrado en forma oficial, con la fecha y la hora de nacimiento
exactas. Esto sin duda excluía a una alta proporción de la humanidad que conocía
los días pero no la hora, y se aceptaba, sin hacer mucho énfasis en ello, que
el resultado no sería nunca definitivo. Es muy probable que en alguna jungla
remota, en una choza primitiva, el último ser humano haya llegado a un mundo
indiferente, sin que nadie lo percibiera. Pero después de meses de buscar y
revisar, se reconoció en forma oficial a José Ricardo, un mulato nacido
ilegalmente en un hospital de Buenos Aires, dos minutos después de las tres del
19 de octubre de 1995. Una vez que se hizo el anuncio, lo dejaron explotar su
fama lo mejor que pudiera mientras el mundo, que parecía haber cobrado
repentina conciencia de la futilidad del ejercicio, prestaba atención a otra
cosa. Ahora está muerto, y dudo que algún país quiera rescatar a los demás
candidatos del olvido.
Nuestra
desazón y nuestra impotencia provienen menos del inminente fin de nuestra
especie y de la incapacidad de evitarlo que de nuestro fracaso en descubrir la
causa del mismo. La ciencia y la medicina occidental no nos han preparado para
la magnitud y la humillación de este último fracaso. Ha habido muchas
enfermedades difíciles de diagnosticar o de curar, y una que casi extinguió la
vida humana de dos continentes antes de desaparecer. Pero siempre hemos
encontrado las razones que las explicaban. Les pusimos nombres a los virus y gérmenes
que nos siguen atacando, y hoy vemos con pesar que ese ataque parece una
afrenta personal, como si se tratara de viejos enemigos que no perdonan y
derriban a su víctima cuando tienen la victoria asegurada. Nuestro dios ha sido
la ciencia occidental. A través de su variado poder ella nos ha preservado,
confortado, curado, nos ha dado calor, alimento y abrigo y nosotros hemos sido
libres de criticarla y de rechazarla ocasionalmente, como siempre han hecho los
hombres con sus dioses. Pero sabíamos que a pesar de nuestra apostasía, esta
deidad nuestra criatura y esclava, nos concedería la anestesia para el dolor,
un nuevo corazón, un nuevo pulmón, los antibióticos los medios de transporte y
los medios de comunicación. Siempre que accionamos el interruptor de la luz, ésta
se enciende, y si no es así, podemos saber por qué. Nunca me sentí muy a gusto
con el tema de la ciencia. Entendía muy poco cuando iba al colegio, y ahora
que tengo cincuenta apenas entiendo un poco más. Sin embargo también la he
considerado como a un dios, aun cuando sus logros no me resultan comprensibles,
y comparto la desilusión universal de aquellos cuyo dios ha muerto. Recuerdo
con claridad la aseveración de un biólogo en el momento en que se supo que no
había ninguna mujer embarazada sobre la faz de la tierra: “Puede llevarnos un tiempo descubrir la causa de esta aparente
infertilidad universal”. Han
pasado veinticinco años y ya nadie espera una solución. Hemos sido humillados
en lo más profundo de la fe en nosotros mismos, como sementales lascivos
sorprendidos por la impotencia. A pesar de que tenemos saber, poder e
inteligencia, ya no podemos hacer lo que los animales hacen sin pensar. No es
raro que los admiremos y los envidiemos.
El año
1995 se conoció como el año Omega y ahora el término se ha universalizado. El
gran debate popular de fines de la década de los '90 giraba en torno de lo que
haría el país que descubriera la cura para la infertilidad mundial: si la
compartiría con los demás y en qué términos. Todos aceptaban que se trataba de
un desastre que abarcaba el mundo entero y que había que estar unidos para
combatirlo. Todavía al final de los '90 hablábamos del Omega como si se tratara
de una enfermedad, una disfunción que en su momento sería diagnosticada y corregida,
del mismo modo en que el hombre alguna vez había llegado a encontrar una cura
para la tuberculosis, la difteria, la polio e incluso, aunque demasiado tarde,
para el sida. Como pasaron los años y los esfuerzos comunes supervisados por
las Naciones Unidas no llegaron a nada, esa actitud de total apertura
desapareció. Los experimentos se convirtieron en un secreto, y los esfuerzos
de todas las naciones se transformaron en causa de fascinación y sospecha. La
Comunidad Europea, teniendo en cuenta la situación, colaboró en la investigación
proveyendo mano de obra y otras facilidades. En las afueras de París estaba
ubicado el Centro Europeo de Fertilidad Humana, uno de los más prestigiosos
del mundo. En un momento, decían, llegaron a colaborar con los Estados Unidos
cuyos esfuerzos eran todavía mayores. Pero no existía la cooperación entre
diferentes razas: el precio era demasiado alto. Se debatía y se especulaba con
pasión acerca de los términos en los cuales se debía compartir el secreto. Se
daba por sentado que una vez hallada la cura, ésta debía compartirse, era un
conocimiento científico que ninguna raza debía o podía guardar para sí
indefinidamente. Pero los distintos continentes, razas y naciones nos mirábamos
con sospecha y desconfianza, alimentándonos de rumores y especulaciones. Volvió
el viejo arte del espionaje. Los agentes abandonaron su cómoda condición de
retirados y pasaron a dedicarse a su antigua profesión. Es claro que el
espionaje nunca se había suspendido; ni siquiera una vez finalizada la Guerra
Fría de 1991. El hombre es demasiado adicto a la intoxicación que le produce la
mezcla de bucanerismo adolescente y perfidia adulta como para abandonarla del
todo. Hacia fines de la década del '90 la burocracia del espionaje floreció
como no lo había hecho desde fines de la Guerra Fría, y trajo nuevos héroes,
nuevos villanos, nuevas mitologías. Teníamos la mirada puesta en Japón: temíamos
que gente con una técnica tan brillante estuviera en camino de encontrar la
respuesta.
Han
pasado diez años y aún seguimos mirando, pero con menos ansiedad y sin
esperanza. El espionaje sigue existiendo pero ya han pasado veinticinco años
desde que nació el último ser humano y sinceramente son muy pocos los que confían
en que alguna vez vuelva a oírse el llanto de un recién nacido sobre la tierra.
Nuestro interés por el sexo está en decadencia. El romanticismo y el amor
idealizado han sustituido a la pura satisfacción carnal, a pesar de los
esfuerzos del Custodio de Inglaterra por estimular nuestro magro deseo a través
de porno shops. Pero el Servicio Nacional de Salud nos provee a todos de sustitutos
sensuales: allí nuestros cuerpos envejecidos son estirados, acariciados, golpeados,
tocados, aceitados y perfumados. Nos arreglamos los pies y las manos, nos
medimos y nos pesamos. “Lady
Margaret Hall” se ha convertido
en el centro de masaje de Oxford; voy allí todos los martes a la tarde, me
recuesto en una camilla y miro los prolijos jardines mientras disfruto de una
hora exacta de los mimos sensuales que nos otorga el Estado. Y con qué cuidado
obsesivo todos tratamos de retener la ilusión, si bien no de la juventud, al
menos de una madurez vigorosa. El golf se ha convertido en nuestro deporte
nacional. Si el Omega no hubiera existido, los conservacionistas protestarían
porque se han arreglado y modificado grandes extensiones de campo –a veces las
mejores zonas– para construir excelentes canchas. Son gratis, es parte del placer
prometido por el Custodio. Algunos se han vuelto exclusivos y restringen la
entrada de sus miembros: no la prohíben porque es ilegal, pero utilizan esas señales
discriminatorias que aun el menos sensitivo de los británicos ha aprendido a
percibir desde pequeño. Necesitamos nuestros esnobismos: la igualdad es una
teoría política, pero no una política práctica, ni siquiera en la Gran Bretaña
igualitaria de Xan. Una vez traté de jugar al golf pero inmediatamente me
resultó muy poco atractivo, quizá por mi habilidad para pegarle a los montículos
de tierra en vez de a la pelota. Ahora hago aerobismo. Casi todos los días
corro por la tierra suave de Port Meadow o los senderos desiertos de Wytham
Wood; voy contando las millas y midiendo los latidos del corazón, la pérdida de
peso y la resistencia. Igual que el resto de la gente, estoy preocupado por
mantenerme en actividad y obsesionado por el funcionamiento de mi cuerpo.
Esto
comenzó a principios de la década del '90: la búsqueda de una medicina
alternativa, los aceites perfumados, los masajes, los ungüentos, la predicción
del futuro, el sexo sin penetración. La pornografía y la violencia sexual se
volvieron más explícitas y frecuentes en las películas, la televisión, los libros
y la vida, pero en Occidente cada día se hacía menos el amor y nacían menos niños.
En aquella época parecía una solución apropiada para un mundo contaminado por
la superpoblación. Como historiador, considero que ése fue el principio del
fin.
Deberíamos
haberlo supuesto a comienzos de esa década. Ya en 1991 un informe de la
Comunidad Europea mostraba un descenso de ocho millones doscientos mil en el número
de niños nacidos en Europa durante el año anterior, especialmente en los países
católicos. Creíamos que conocíamos las razones, que esa caída era deliberada,
que era el resultado de actitudes más liberales, ante el control de la
natalidad y el aborto, de las mujeres que postergaban sus embarazos por
cuestiones profesionales, o de las familias que deseaban mejorar su nivel de
vida. Y el descenso de la población se complicó con el avance del sida,
especialmente en África. Algunos países europeos comenzaron a programar una
activa campaña para favorecer los nacimientos, pero la mayoría de nosotros creía
que ese descenso era deseable, incluso necesario. Estábamos contaminando el
planeta: era de celebrar que hubiera menos nacimientos. Era menos importante
este descenso en la población que la preocupación de las naciones por mantener
a su propia gente, su propia cultura y su raza, y que la necesidad de seguir
engendrando jóvenes que pudieran continuar el rumbo de sus estructuras económicas.
Pero por lo que yo recuerdo, nadie sugirió que la fertilidad de la raza humana
estaba cambiando dramáticamente. La llegada del Omega fue repentina, todos lo
recibimos con incredulidad. Parecía que de la noche a la mañana la raza humana
había perdido su poder de engendrar. El descubrimiento que se hizo en julio de
1994, de que incluso el esperma congelado que estaba guardado para los
experimentos y las inseminaciones artificiales había perdido su potencia, fue
un horror peculiar que cubrió al año Omega con el velo de un temor
supersticioso, de la brujería, de la intervención divina. Reaparecieron los
antiguos dioses, con un poder terrible.
El mundo
mantuvo la esperanza hasta que la generación que nació en el año 1995 alcanzó
la madurez sexual. Cuando todos los exámenes aseguraron que ni uno de ellos podía
producir un esperma fértil supimos que, de hecho, se trataba del fin del homo
sapiens. En ese año, 2008, hubo un aumento de los suicidios. No tanto entre la
gente vieja, sino más bien entre la de mi generación, la de la gente madura que
iba a tener que soportar la mayor parte de los humillantes pero insistentes
deseos de una sociedad envejecida y decadente. Xan, que para ese entonces había
asumido como Custodio de Inglaterra, trató de frenar lo que se estaba
convirtiendo en una epidemia a través de multas a los parientes más cercanos de
la víctima; del mismo modo que ahora el Consejo paga generosas pensiones a
los parientes de los viejos dependientes y discapacitados que deciden matarse.
Tuvo buenos resultados: la proporción de suicidios bajó en comparación con las
cifras enormes de otras partes del mundo, especialmente aquellos países cuya
religión se basaba en el culto de los antepasados y en la continuidad de la
familia. Pero los que sobrevivieron se dejaron llevar por un pesimismo prácticamente
universal, lo que los franceses llamaron ennui universel. Cayó sobre
nosotros como una enfermedad insidiosa, de hecho se trataba de una enfermedad,
con síntomas que pronto se volvieron familiares: lasitud, depresión, un
malestar indefinido, facilidad para rendirse ante infecciones menores, un
permanente dolor de cabeza que no permite hacer nada. Yo luché contra ella,
igual que muchos otros. Algunos, entre los que se encontraba Xan, nunca la
sufrieron, tal vez por estar protegidos por la falta de imaginación o –en su
caso– por un egoísmo tan poderoso que ninguna catástrofe exterior lo puede vencer.
Todavía hay ocasiones en las que necesito luchar, pero ahora tengo menos miedo.
Las armas con las que combato son también mi consuelo: los libros, la música,
la comida, el vino, la naturaleza.
La calma
que me proporcionan estas satisfacciones es también un recuerdo agridulce de lo
transitorio de la felicidad humana, ¿pero alguna vez fue eterna? Todavía hallo placer, un placer más
intelectual que sensual, en los fulgores de las primaveras de Oxford, las flores
de Belbroughton Road, que cada año son más lindas, el movimiento del sol sobre
los muros de piedra, los castaños florecidos, el aroma de las plantaciones,
los primeros copos de nieve, la fragilidad compacta de un tulipán, las ráfagas
de viento. El placer no tiene que ser menor porque en los cientos de
primaveras por venir no habrá quien vea las flores, porque los muros se
derrumbarán, los árboles se morirán y pudrirán, y los jardines serán sólo una
mezcla de semillas y pasto: todo lo bello sobrevivirá a la inteligencia humana
que lo registra, lo disfruta y lo celebra. Esto es lo que me digo, pero no sé
si lo creo, ahora que el placer aparece tan de vez en cuando y casi siempre
acompañado de dolor. Puedo entender que los aristócratas y los grandes terratenientes
no cuiden sus propiedades. Nuestra experiencia se reduce sólo al momento presente,
a ningún otro segundo en el tiempo, y comprender eso es lo más cercano a la
vida eterna que conocemos. Nos remitimos al pasado para asegurar nuestro
linaje; pero sin la esperanza de una descendencia futura –no me refiero a la
personal, sino a la de toda nuestra raza–, sin la esperanza de tener una
continuación a pesar de estar muerto, los placeres intelectuales y sensoriales
a veces no me resultan más que una forma frágil y patética de defendernos.
Hemos
apartado de nosotros, como padres en duelo, todos los recuerdos dolorosos de
nuestra pérdida. Los juegos para los niños han sido retirados de las plazas.
En los primeros doce años que siguieron al Omega, las hamacas estaban recogidas
y atadas, el tobogán y las trepadoras sin pintar. Ahora directamente los han
sacado, y en los parques han plantado césped y flores que parecen una sucesión
de tumbas. Quemaron todos los juguetes, excepto las muñecas que algunas mujeres
no totalmente cuerdas utilizan como sustitutos de niños. Las escuelas
estuvieron cerradas durante un largo tiempo hasta que las clausuraron o las
convirtieron en establecimientos de educación para gente adulta. Los libros
para niños han desaparecido sistemáticamente de nuestras bibliotecas. Sólo en
los casetes y los discos se escuchan las voces de los niños, sólo en el cine y
los programas de televisión vemos las imágenes vivas y brillantes de los niños.
Para algunos resulta insoportable, pero para la mayoría de la gente funcionan
como una droga.
A los niños
nacidos en el año 1995 se los llama Omegas. Nunca se ha estudiado, examinado,
valorizado, perdonado o sufrido tanto a ninguna otra generación. Ellos eran
nuestra esperanza, nuestra promesa de salvación, y eran –lo son todavía–
excepcionalmente hermosos. Pareciera que en su última crueldad la naturaleza
hubiera querido enfatizar lo que hemos perdido. Los hombres, que ahora tienen
veinticinco años, son fuertes, individualistas, inteligentes y hermosos como
dioses. Muchos de ellos son también crueles, arrogantes y violentos,
cualidades que se han comprobado en Omegas de otras partes del mundo. Según
los rumores las temibles bandas de los Cara Pintada, que andan de noche por las
rutas y preparan terribles emboscadas a los pacíficos viajeros, están
conformadas por Omegas. Dicen que cuando apresan a un Omega lo libran de la
pena si acepta sumarse a la Policía del Estado, mientras el resto de la banda,
tan culpable como él, es confinado en la Colonia Penal de la Isla del Hombre,
adonde van los desterrados por violencia y robos de todo tipo. Pero si bien es
imprudente conducir sin protección por nuestras rutas secundarias, por otra
parte nuestras ciudades se han convertido finalmente en un sitio seguro gracias
al viejo sistema de deportación utilizado en el siglo diecinueve.
Las
mujeres Omegas tienen otro tipo de belleza: clásica, remota, indiferente,
desprovista de ánimo y de energía. Tienen un estilo muy distintivo y quizá por
miedo las otras mujeres jamás las imitan. Usan el cabello largo y suelto, y
alrededor de la cabeza llevan una cinta que a veces trenzan, o una trenza
verdadera. Es un estilo que sólo queda bien en esas caras de belleza clásica,
con frente ancha y ojos grandes y espaciados. Al igual que sus pares
masculinos, parecen incapaces de sentir compasión. Los hombres y mujeres Omegas
son una raza aparte, a la que todos perdonan, propician, temen y consideran con
un respeto un tanto supersticioso. Dicen que en algunos países se los sacrifica
en ritos de fertilidad que han resurgido después de siglos de aparente
civilización. A veces me pregunto qué sucedería en Europa si nos llegara la
noticia de que los antiguos dioses han aceptado esas ofrendas carbonizadas y
que un niño ha nacido.
Quizá los
Omegas no sean más que fruto de nuestra locura: es difícil que un régimen que
combina una vigilancia perpetua con una indulgencia total permita un sano
desarrollo. Si tratamos a los chicos como dioses desde que nacen, lo más
probable es que cuando crezcan actúen como demonios. Permanecen en mi cabeza
como un icono viviente de la forma en que yo los veo, de la forma en que se ven
a ellos mismos. Fue en junio, un día de calor pero no sofocante, había una luz
clara y las nubes se desplazaban lentamente, como velos de muselina, sobre el
cielo color celeste; las mejillas sentían el aire dulce y frío; un día que no
tenía nada de la languidez húmeda con la que asocio los veranos de Oxford. Yo
había ido a Christ Church a visitar a un colega: pasé debajo de la inmensa bóveda
de crucería de Wolsey y me dirigí hacia el patio; allí estaba un grupo de
Omegas, cuatro hombres y cuatro mujeres, todos recostados con elegancia sobre
los zócalos de piedra. Las mujeres parecían recién salidas de uno de los vitrales
prerrafaelistas de la catedral, con sus aureolas onduladas de cabello
brillante, la frente despejada, los pliegues y las curvas de sus diáfanos
vestidos. Los cuatro hombres estaban más atrás, con las firmes piernas
separadas y los brazos cruzados; no las miraban a ellas, sino más allá de
ellas, con una mirada arrogante que imponía su soberanía en todo el patio.
Cuando yo pasé las mujeres me siguieron con sus ojos inexpresivos, apáticos, en
los cuales se adivinaba, sin embargo, un destello inconfundible de desprecio.
Ellos parecieron interesarse por un instante, luego apartaron la vista como si
yo fuera un objeto de poco interés y volvieron a contemplar el patio. En ese
momento pensé, igual que ahora, que era muy feliz por no tener que seguir dándoles
clase. La mayoría de los Omegas abandonaban después de haber obtenido el título
intermedio; no les interesaba seguir estudiando. Los estudiantes Omegas que yo
había tenido eran inteligentes pero desorganizados, se portaban mal y se aburrían.
Felizmente nunca tuve que llegar a contestar la pregunta que flotaba en el
ambiente: “¿Cuál es el sentido de
todo esto?”. La historia, que
interpreta el pasado para comprender el presente y enfrentar el futuro, es la
disciplina más ingrata para una especie en vías de extinción.
Mi único
colega de la universidad que se toma a los Omegas con total calma es Daniel
Hurstfield, pero es que, como profesor de paleontología estadística, su mente
abarca una dimensión distinta del tiempo. Igual que el dios del viejo himno,
ve pasar mil años como si se tratara de una tarde. En una fiesta de la
universidad de ese año en que yo era el encargado de la bodega, él estaba
sentado a mi lado, y me dijo:
–¿Con qué nos va a servir el faisán, Faron? Aquél
estaría muy bien. A veces me temo que es usted un tanto proclive a hacer
combinaciones un poco arriesgadas, y espero que haya sabido organizar un
programa racional de consumo del alcohol. Me apenaría enormemente ver desde mi
lecho de muerte que los bárbaros Omegas se adueñan de la bodega de la
universidad.
–Estamos
pensando en eso –le respondí–. Es un plan que avanza en forma lenta. Algunos de
mis colegas sienten que somos demasiado pesimistas.
–No me
parece que sean demasiado pesimistas. No entiendo por qué todos parecen tan sorprendidos
por Omega. Después de todo, de los cuatro mil millones de formas de vida que
han habitado este planeta, ya hay tres mil novecientos sesenta millones que se
han extinguido. No sabemos por qué. Algunas por una extinción inexplicable,
otras como producto de catástrofes naturales, otras fueron destruidas por
meteoritos y asteroides. A la luz de esas extinciones en masa es poco razonable
pensar que la raza homo sapiens será eximida de ellas. Nuestra especie habrá
sido una de las más breves, un mero destello, se podría decir, en la historia
del tiempo. Más allá de Omega, en este momento también podría haber un
asteroide lo suficientemente grande como para destruir este planeta, y que esté
volando hacia aquí.
Empezó a
masticar su faisán haciendo ruido, como si la perspectiva lo llenara de una
profunda satisfacción.
2
Martes 5 de enero, 2021.
En esos
dos años en los que, invitado por Xan, fui una especie de observador–asesor en
las reuniones del Consejo, era costumbre de los periodistas decir que nos habíamos
criado juntos, que éramos casi hermanos. No es cierto. A partir de los doce años
pasamos todas las vacaciones de verano juntos, pero eso era todo. El error no
es sorprendente. Hasta yo casi lo había creído. Incluso desde la perspectiva
actual hoy veo los veraneos como una aburrida concatenación de días previsibles
regidos por horarios; no me ocasionaban miedo ni dolor, pero tenía que
soportarlos y en ocasiones, debido a mi inteligencia y a mi relativa
popularidad, lograba disfrutarlos un poco hasta que llegaba el bendito momento
de partir. Después de pasar unos días en casa me mandaban a Woolcombe.
Incluso
ahora, mientras escribo, trato de entender qué era lo que sentía por Xan en ese
momento, por qué estuvimos tan ligados durante tanto tiempo. No era un lazo de
tipo sexual, si descartamos el cosquilleo subcutáneo de atracción sexual que
hay en casi toda amistad íntima. Jamás nos tocamos, ni siquiera en los juegos
de varones. No jugábamos a ese tipo de cosas –Xan odiaba que lo tocaran, yo en
seguida percibí su distancia y aprendí a respetarla como él respetaba la mía–.
Tampoco se trataba de la típica historia de los dos muchachos, en la cual el
mayor –aunque lo sea sólo por unos meses– es el ídolo que domina al menor.
Nunca me hizo sentir inferior; no era ése su estilo. Me recibía con una calidez
particular, como si yo fuera el gemelo que volvía, una parte suya.
Tenía
mucho encanto, sin duda; todavía lo tiene. A menudo se desprecia el encanto,
no entiendo por qué. Sólo pueden tenerlo aquellas personas que son capaces de
sentirse genuinamente atraídas por los demás, al menos en el momento preciso
del encuentro. El encanto es siempre genuino; puede ser superficial pero nunca
es falso. Cuando Xan está con alguien, da una impresión de intimidad, de interés,
de no querer estar en ninguna otra compañía. Al día siguiente sería capaz de
escuchar con serenidad la noticia de la muerte de esa persona con quien estuvo
hablando, hasta sería capaz de matarla sin ningún escrúpulo. Ahora que lo
estoy viendo en la televisión, en su mensaje trimestral a la nación, percibo
el mismo encanto.
Pero
ahora nuestras madres están muertas. Las dos pasaron sus últimos días en
Woolcombe, que ahora se ha convertido en una clínica para los miembros del
Consejo. El padre de Xan murió en un accidente de coche en Francia un año
después de que Xan se convirtiera en el Custodio de Inglaterra. Todo quedó
como un misterio, nunca se conocieron los detalles. En aquel momento pensé
mucho en el accidente, todavía hoy lo hago, lo cual me dice mucho de mi relación
con Xan. Hay una parte mía que todavía lo cree capaz de cualquier cosa, como
si en algún punto necesitara pensar que es implacable, invencible, que está más
allá de los límites del comportamiento normal: aquello que pensaba cuando éramos
chicos.
Las vidas
de las dos hermanas habían seguido caminos muy diferentes. Mi tía, gracias a
una afortunada combinación de belleza, ambición y suerte, se había casado con
un baronet de mediana edad; mi madre con un funcionario de mediano rango. Xan
nació en Woolcombe, una de las mansiones más hermosas de Dorset. Yo nací en la
ciudad de Kingston, en Surrey, en la maternidad del hospital público, y después
me llevaron a una casa apartada de estilo Victoriano que quedaba en una de esas
calles aburridas, de casas todas iguales, que conducen al Richmond Park. Crecí
en una atmósfera impregnada de resentimiento. Me acuerdo de mi madre en el
momento de prepararme las valijas para mi estadía en Woolcombe: elegía
ansiosamente las camisas limpias, sostenía mi mejor saco con los brazos
estirados, lo sacudía y lo escudriñaba con una especie de animosidad personal.
Como si por un lado lamentara lo que había costado, y por el otro lamentara el
hecho de que al final nunca me había quedado realmente bien ya que me lo había
comprado grande para que lo pudiera usar cuando creciera, y ahora que había
crecido me quedaba incómodo. Tenía una serie de frases con las que siempre se
refería a la buena fortuna de su hermana: “Menos mal que no se visten especialmente para la cena. A tu edad no
te vamos a comprar un saco para esas ocasiones, sería ridículo”. Y la pregunta inevitable, hecha con ojos
furtivos, porque le daba vergüenza: “¿Se llevan bien, no? Claro que ese tipo de gente siempre duerme en
habitaciones separadas”. Y para
finalizar: “Claro que para Serena
está bien”. Ya a los doce años yo
sabía que para Serena no estaba nada bien.
Sospecho
que mi madre pensaba mucho más en su hermana y su cuñado de lo que ellos
pensaban en ella. Incluso mi anticuado nombre de pila se lo debo a Xan. Él
lleva el mismo nombre que su abuelo y su bisabuelo; Xan ha sido el nombre de la
familia Lyppiatt durante generaciones. A mí me pusieron el mismo nombre que el
de mi abuelo paterno. Mi madre no veía por qué ella debía ser menos en eso de
buscar un nombre excéntrico para un niño. Pero Sir George la desconcertó. Todavía
oigo sus quejas: “No parece un
verdadero baronet”. Él era el único
baronet que nosotros conocíamos; yo me preguntaba cuál sería la imagen que ella
evocaba: un retrato romántico y pálido de Van Dyck saliendo del marco, la
arrogancia malhumorada de Byron, un terrateniente bravucón de nariz colorada,
de voz potente, y cazador incansable. Pero yo sabía a qué se refería ella, para
mí tampoco se parecía a un baronet. En absoluto se lo veía como el dueño de
Woolcombe. Tenía la cara en forma de espada, con manchas rojas, y un labiecito
húmedo debajo del bigote que parecía falso y ridículo; su cabello rojizo, que
Xan había heredado, se había vuelto del color monótono de la paja seca, y tenía
unos ojos que contemplaban sus acres con una expresión de perpleja tristeza.
Pero era un buen tirador, en eso mi madre hubiera estado de acuerdo. Xan también
lo era, por lo tanto. No le permitían usar los Purdeys de su padre, pero él tenía
un par de revólveres propios con los que solíamos cazar conejos; y había dos
pistolas que nos dejaban usar para hacer puntería. Poníamos los blancos en un árbol
y pasábamos horas mejorando nuestro puntaje. Después de unos días de práctica,
yo había superado a Xan con el revólver y con la pistola. Mi habilidad nos
sorprendió a los dos; a mí particularmente. Nunca me había imaginado que me
gustara tirar, ni que pudiera hacerlo bien. Me sentía un tanto desconcertado
al ver cómo disfrutaba, con un placer un poco culpable, casi sensual, al sentir
el metal en la palma de mi mano, el satisfactorio equilibrio de las armas.
Xan no
tenía ninguna otra compañía durante las vacaciones, y no parecía necesitarla.
Ningún amigo de Sherborne venía a Woolcombe. Él eludía mis preguntas acerca del
colegio.
–Está
bien. Es mejor que haber ido a Harrow.
–¿Y mejor que a Eton?
–No, ahí
ya no vamos más. Mi bisabuelo tuvo una pelea tremenda, alegatos públicos,
cartas amenazadoras, todo tipo de complicaciones. Ya no me acuerdo bien de qué
se trataba.
–¿No te preocupa tener que volver al colegio?
–¿Preocuparme? ¿Por? ¿A ti sí?
–No, me
gusta bastante. Si no puedo venir acá, prefiero ir al colegio a tener
vacaciones.
Se quedó
un momento en silencio y luego dijo:
–Lo que
pasa es que los profesores quieren comprenderte, piensan que les pagan para
eso. Yo siempre los desconcierto. Un trimestre soy candidato a una beca de
Oxford: aplicado, tengo las mejores notas, soy la mascota del director; el
trimestre siguiente hago un lío terrible.
–¿Qué tipo de lío?
–El
suficiente como para divertirme sin que me expulsen, y por supuesto el próximo
trimestre hago todo bien otra vez. Los confunde, los deja preocupados.
Yo
tampoco lo entendía, pero no me preocupaba. No me entendía ni a mí mismo.
Ahora,
por supuesto, ya sé por qué Je gustaba tenerme en Woolcombe. Creo que lo adiviné
desde el principio. No tenía ningún compromiso conmigo, ninguna responsabilidad,
ni siquiera el compromiso de la amistad o la responsabilidad de una elección
personal. Él no me había elegido. Yo era su primo, algo impuesto que estaba ahí.
Conmigo en Woolcombe no tenía necesidad de enfrentar la pregunta inevitable: “¿Por qué no invitas a tus amigos a pasar las
vacaciones aquí?” ¿Por qué debería
hacerlo? Tenía que encargarse de su primo sin padre. Yo le quitaba la carga de
excesivo cuidado paternal del hijo único. Nunca percibí realmente ese cuidado,
pero tal vez con mi ausencia sus padres se habrían sentido obligados a demostrarlo.
Desde niño él no podía tolerar las preguntas, la curiosidad, ni que la gente
interfiriera en su vida. Yo lo comprendía: era exactamente igual. Si hubiera
tiempo, o si sirviera de algo, sería interesante rastrear en nuestros antepasados
comunes la raíz de esa autosuficiencia obsesiva. Ahora me doy cuenta de que
fue una de las razones por las que cometí el error de casarme. Es quizá la razón
por la cual Xan nunca se casó. Se necesitaría una palanca más poderosa que el
amor de una pareja para levantar el rastrillo que defiende a un corazón y una
mente almenados.
Apenas veíamos
a sus padres durante esas largas semanas del verano. Como la mayoría de los
adolescentes, dormíamos hasta tarde y cuando bajábamos a desayunar ellos ya habían
terminado. Nuestra comida del mediodía consistía en un picnic que nos
preparaban en la cocina: un termo de sopa casera, pan, queso, paté y gruesas
rebanadas de una copiosa torta de fruta casera hecha por una lúgubre cocinera
que ilógicamente se las arreglaba para quejarse por el trabajo extra que
nosotros representábamos y, al mismo tiempo, por la falta de cenas
prestigiosas en las que pudiera lucir sus habilidades. Regresábamos a tiempo
para cambiarnos para la cena. Mis tíos nunca agasajaban a nadie, al menos no
cuando yo estaba ahí, y en general hablaban entre ellos, mientras Xan y yo comíamos
e intercambiábamos en secreto las miradas cómplices de la juventud
condenatoria. Lo que más les apasionaba era planificar cosas para que nosotros
hiciéramos, sin siquiera reparar en nuestra presencia.
Mi tía,
pelando un durazno con delicadeza, sin levantar los ojos:
–A los
chicos quizá les interese ir a Maiden Castle.
–No hay
mucho para ver en Maiden Castle. Jack Manning podría llevarlos en el bote
cuando va a juntar langostas.
–Yo no
confiaría en Manning. Mañana hay un concierto en Poole que tal vez les guste.
–¿Qué tipo de concierto?
–No
recuerdo, tú tienes el programa.
–Quizá
quieran pasar un día en Londres.
–No con
este tiempo tan lindo. Lo pasan mucho mejor al aire libre.
Cuando
Xan cumplió diecisiete y pudo usar el coche de su padre, íbamos hasta Poole a
buscar chicas. Esas excursiones me daban terror, fui con él sólo dos veces. Era
como entrar en un mundo extraño: las risitas, las chicas acosando de a dos,
las miradas decididas, desafiantes, la charla aparentemente inconsecuente pero
obligatoria. Después de la segunda vez le dije:
–No les
decimos que las queremos. Ni siquiera nos gustan, ni nosotros a ellas. Si lo único
que todos queremos es sexo, ¿por
qué simplemente no lo decimos y terminamos con toda esta incómoda introducción?
–Parece
que la necesitan. Las únicas mujeres a las que te puedes dirigir de esa forma
te van a pedir pago adelantado. Podemos probar suerte en Poole con una película
y un par de tragos.
–Me
parece que yo me voy a quedar.
–Tal vez
tengas razón. Al día siguiente siempre siento que no valió la pena.
Era típico
de él hacer que mi reticencia no sonara como una mezcla de incomodidad, miedo
al fracaso y vergüenza, aunque supiera que era así. Casi no podía culparlo por
el hecho de haber perdido mi virginidad en condiciones muy poco cómodas, en un
estacionamiento de autos de Poole, con una pelirroja que, tanto en mis torpes
preliminares como después, no dejó de hacerme saber que conocía maneras mucho
mejores de pasar un sábado a la noche. Y no podría asegurar que la experiencia
fue negativa para mi vida sexual. Después de todo, si nuestra vida sexual
estuviera determinada por nuestros experimentos de la juventud, la mayor parte
del mundo estaría condenada al celibato. En ninguna otra área los seres
humanos están tan convencidos de que algo mejor puede pasar si perseveran.
Además de
la cocinera, me acuerdo de pocas de las personas que trabajaban en Woolcombe.
Había un jardinero, Hobhouse, que tenía un rechazo patológico hacia las rosas,
sobre todo si estaban plantadas junto a otras flores. “Se meten por todas partes”, rezongaba, como si de algún modo misterioso los rosales y las
trepadoras que podaba con habilidad y resentimiento se hubieran plantado
solos. Y estaba Scovell, con su cara linda y vivaz, cuya función precisa nunca
entendí: ¿chofer, ayudante del jardinero,
o de todos en general? Xan lo ignoraba a veces, y otras era conscientemente
ofensivo. Nunca lo había visto tratar en forma ruda a ninguno de los otros
empleados de su casa, y le habría preguntado sus razones si no hubiera sentido
–alerta como siempre a cada matiz de emoción de mi primo– que la pregunta era
poco inteligente.
No me hacía
mal saber que Xan era el favorito de nuestros abuelos. La preferencia me parecía
perfectamente natural. Me acuerdo de una parte de la conversación que alcancé a
escuchar una Navidad desastrosa, en la que estábamos todos en Woolcombe.
–A veces
me pregunto si al final Theo no va a llegar más lejos que Xan.
–No, no;
Theo es buen mozo e inteligente, pero Xan es brillante.
Xan y yo éramos
cómplices en eso. Cuando ingresé a Oxford estaban contentos, aunque
sorprendidos. Cuando Xan ingresó a Balliol, les pareció que no había hecho más
que cumplir con su obligación. Cuando yo obtenía una nota excelente, me decían
que había tenido suerte. Cuando Xan obtenía una nota buena, aunque no
sobresaliente, decían, con indulgencia, que no se había molestado en estudiar.
Él nunca
me pedía nada, ni me trataba como a un pobre primo al que anualmente se lo
proveía de comida, bebida y vacaciones gratis a cambio de compañía o subordinación.
Si yo quería estar solo, no se quejaba ni me hacía ningún comentario.
Generalmente me iba a la biblioteca, un lugar que me encantaba por los
estantes llenos de libros forrados en cuero, las pilastras y los capiteles
tallados, la maravillosa chimenea de cuero con el escudo de armas tallado, los
bustos de mármol en las hornacinas, la gran mesa donde podía desplegar mis libros
y mis tareas para las vacaciones, los asientos hondos de cuero, la vista del
parque, del río y del puente desde lo alto de la ventana. Fue ahí, mientras
curioseaba en la historia de los condados, que descubrí que durante la Guerra
Civil había habido una lucha en la que cinco partidarios de Carlos I habían tomado
posesión del puente y habían logrado vencer a un grupo de Cabezas Redondas1.
Incluso aparecían sus nombres, toda una lista de coraje romántico: Ormerod,
Freemantle, Cole, Bydder, Fairfax. Fui a buscar a Xan, sumamente excitado, y lo
arrastré hasta la biblioteca.
–Mira, la
fecha exacta de la pelea es el miércoles próximo, 16 de agosto. Tendríamos que
festejar.
–¿Cómo? ¿Tirando flores al agua? –Con eso no intentaba hacerme cambiar de
idea, o mostrarse despectivo; simplemente estaba un poco sorprendido por mi
entusiasmo.
–¿Por qué no brindamos por ellos? Podemos convertirlo
en una ceremonia.
Hicimos
las dos cosas. Al atardecer fuimos al puente con una botella del clarete de su
padre, las dos pistolas, mis manos llenas de flores del jardín. Tomamos la
botella entre los dos, después Xan se paró en el parapeto y disparó al aire
mientras yo gritaba los nombres. Es uno de esos momentos de mi niñez que han
quedado en mí: una tarde de pura alegría, sin nada que la ensombrezca, sin
culpa, hartazgo ni arrepentimiento que la arruine, inmortalizada en esa imagen
de Xan haciendo equilibrio con el atardecer en sus espaldas, el cabello al
viento, y los pálidos pétalos de rosas que pasaban flotando debajo del puente
y desaparecían de nuestra vista.
3
Lunes 18 de enero, 2021.
Recuerdo
mis primeras vacaciones en Woolcombe. Seguí a Xan hasta el tercer piso y
entramos a una habitación que quedaba al final del pasillo, desde la que se veía
el enorme balcón y, más atrás, los jardines, el río y el puente. En un
principio, susceptible y contaminado por el resentimiento de mi madre, me
pregunté si me estarían ubicando en la habitación de servicio. Entonces Xan me
dijo:
–Yo estoy
en la habitación de al lado. Tenemos baño propio, está al final del pasillo.
Recuerdo
cada detalle de la habitación. Era la misma que utilizaría luego, en todos los
veraneos de mi época de colegio y de Oxford. Yo iría cambiando, pero la habitación
no. Desfilan por mi mente una sucesión de escolares y de estudiantes
universitarios, todos con un extraño parecido a mí, que un verano tras otro
abren esa puerta y entran a aquel sitio que les pertenecía. Desde que mi madre
murió, hace ocho años, no he vuelto a Woolcombe; y ahora nunca más volveré. A
veces tengo la fantasía de que volveré a Woolcombe cuando sea viejo, y moriré
en esa habitación. Abriré la puerta por última vez y veré la cama imperial
tallada y el cubrecamas de seda gastada, la mecedora de madera torneada con el
almohadón bordado por alguna Lyppiatt muerta hace mucho tiempo, la pátina del
escritorio estilo georgiano un poco golpeado pero firme y sólido, la biblioteca
con las ediciones para niños del siglo diecinueve y veinte: Henty, Fenimore
Cooper, Rider Haggard, Conan Doyle, Sapper y John Buchan; la cómoda de frente
convexo con el espejo manchado encima, y las viejas pinturas de escenas de
guerra: caballos aterrados retrocediendo ante los cañones, oficiales de
caballería de mirada feroz, Nelson convaleciendo. Lo que más recuerdo es ese día
en que entré por primera vez y vi desde la ventana el jardín, las lomadas de césped,
los cedros, el río brillante y la pequeña joroba del puente. Xan se quedó en la
puerta y me dijo:
–Mañana,
si quieres, podemos dar un paseo en bicicleta. El Bart2 compró
una para ti.
Más tarde
me daría cuenta de que eran raras las ocasiones en que se refería a su padre
de otra forma.
–Es muy
amable –le dije.
–En
realidad no. Era lo que tenía que hacer si quería que estuviéramos juntos, ¿no?
–Yo tengo
bicicleta. La uso todos los días para ir al colegio. Podría haberla traído.
–Al Bart
le pareció que sería más fácil tener una aquí. No estás obligado a usarla. A mí
me gusta salir de paseo pero no tienes que venir si no te gusta. No es
obligatorio andar en bicicleta. Nada es obligatorio en Woolcombe, excepto la
infelicidad.
Luego me
daría cuenta de que le gustaba hacer ese tipo de comentarios semiadultos. Quería
impresionarme, y lo lograba. Bajo el hechizo inocente de aquella primera visita
era imposible imaginarse que alguien pudiera ser infeliz en un lugar como ése.
Seguramente no se refería a sí mismo.
–Me
gustaría conocer los alrededores de la casa en algún momento –dije. Luego me
sonrojé, temía haber sonado como un comprador o un turista.
–Por
supuesto, lo haremos. Si puedes esperar hasta el sábado, Miss Maskell, de la
vicaría, se encargará de eso. Te costará una libra, pero incluye el jardín. Lo
abren sábado por medio para colaborar con la iglesia. Lo que Molly Maskell no
sabe de arte y de historia, lo compensa con su imaginación.
–Preferiría
que tú fueras mi guía.
No
contestó, pero se quedó mirando cómo desempacaba mi valija. Mi madre me había
comprado una nueva para esta primera visita, y me angustió darme cuenta de que
era demasiado grande, demasiado elegante y demasiado pesada; deseé haber traído
mi viejo bolso de lona. Por supuesto, había llevado ropa de más y poco apropiada,
pero él no hizo ningún comentario, no sé si por delicadeza, por tacto o
simplemente porque no lo notó. Mientras metía todo rápido dentro de un cajón
le pregunté:
–¿No es extraño vivir aquí?
–Es un
tanto inconveniente y aburrido a veces. Pero no es extraño. Mis antepasados han
vivido aquí durante trescientos años. –Y agregó: – Es una casa bastante chica.
Me pareció
que estaba desestimándola para hacerme sentir cómodo, pero al mirarlo noté por
primera vez algo que luego se me volvió familiar: una diversión secreta que se
adivinaba en los ojos y en la boca, pero que nunca llegaba a convertirse en
carcajada. Yo no sabía entonces, como tampoco lo sé ahora, cuánto podía
importarle Woolcombe. Todavía funciona como un lugar para ancianos o
jubilados, unos pocos privilegiados, gente allegada al Consejo, miembros del
Consejo local, del distrito o de la región, todos los que de alguna forma han
servido al Estado. Mientras mi madre vivía, Helena y yo cumplíamos
regularmente con nuestras visitas. Todavía veo a las dos hermanas sentadas en
la azotea, bien abrigadas para protegerse del frío, una con un cáncer terminal
y la otra con su artritis y su asma cardíaca, ambas enfrentando la muerte
niveladora sin envidias ni resentimientos.
Cuando me
imagino el mundo sin ningún ser humano veo –¿quién no?– los grandes templos y catedrales, los palacios y
castillos sobreviviendo a los siglos deshabitados, la British Library, que abrió
justo antes del Omega, con sus libros y manuscritos muy bien preservados que ya
nunca nadie abrirá. Pero en lo más íntimo sólo me conmueve pensar en
Woolcombe, imaginar el olor húmedo de sus habitaciones desiertas, los libros
pudriéndose en la biblioteca, el musgo deslizándose por las paredes en ruinas,
una selva de pasto y maleza obscureciendo el jardín el ripio, la cancha de
tenis. O recordar esa pequeña habitación de atrás, solitaria y siempre igual
hasta que al final el cubrecamas se haya podrido, los libros se hayan convertido
en polvo y el último cuadro se haya caído de la pared.
4
Jueves 21 de enero, 2021.
Mi madre
tenía pretensiones artísticas. No; decir eso es arrogante y ni siquiera es
cierto. No tenía ninguna pretensión, sólo un respeto desesperado. Pero sí tenía
algún talento artístico, aunque nunca vi ningún dibujo suyo. Su hobby era
pintar dibujos antiguos, en general de escenas victorianas, que sacaba de los
ejemplares de tapas rotas del Girls' Own Paper o del Illustrated
London News. Aunque no creo que fuera muy difícil, ella tenía una cierta
habilidad para eso: prestaba atención –me decía– a que los colores
correspondieran a la época, pero no me imagino cómo podía saberlo. Creo que lo
más cercano a la felicidad que conoció fueron esos momentos en que se sentaba
en la mesa de la cocina con su caja de pinturas, los frascos y la lámpara
articulada enfocada exactamente en el dibujo desplegado sobre un diario.
Mientras ella pasaba horas trabajando sin descansar yo solía quedarme observando
la delicadeza con la que mojaba el pincel fino en el agua y los torbellinos
coalescentes de azules, amarillos y rojos que mezclaba en la paleta. La mesa
de la cocina no era tan grande como para desplegar todos mis deberes pero al
menos me alcanzaba para escribir mi ensayo semanal. Me gustaba levantar la
cabeza –a ella no le molestaban mis breves escrutinios– y mirar cómo los colores
brillantes se deslizaban por los bordes de los dibujos y los puntitos de un
gris monótono se transformaban en una escena llena de vida. Me gustaba ver la
estación de trenes atestada de gente, las mujeres con sombrero que despedían a
los hombres que iban rumbo a la guerra de Crimea; la familia victoriana que
decora un árbol de Navidad, las mujeres con polisones y pieles; la reina
Victoria el día de la inauguración de la Gran Exposición, acompañada por su
consorte y rodeada por niñas con miriñaques; las escenas en el Isis, con las
barcazas del colegio que ya no existen al fondo, los hombres con bigotes
vestidos con blazer y las mujeres de cintura fina y pecho abultado con sacos y
sombreros de paja; las iglesias de pueblo y los fieles dispersos, en primer
plano el terrateniente y su esposa que van a misa de Pascua y al fondo las
tumbas adornadas con flores para la ocasión. Quizá fue esa fascinación
temprana por aquellas imágenes lo que más tarde me llevó a interesarme por la
historia del siglo diecinueve, una época que ahora, al igual que la primera vez
que la estudié, me da la impresión de ser un mundo visto a través de un
telescopio, tan cercano y a la vez infinitamente remoto, fascinante por su
energía, su seriedad moral, su brillo y su miseria.
El hobby
de mi madre no dejaba de ser lucrativo. Una vez que terminaba sus dibujos, Mr.
Greenstreet, el mayordomo de la iglesia a la que íbamos –ellos con regularidad,
yo con reticencia–, la ayudaba a enmarcarlos y luego los vendía en los
negocios de antigüedades. Nunca sabré cuál era el papel que jugaba Mr.
Geenstreet en su vida, además del de ser habilidoso con la madera y el
pegamento, o cuál podría haber jugado si no hubiese sido por mi presencia
ubicua; del mismo modo, tampoco sabré cuánto le pagaban por sus dibujos, y si
era –como ahora sospecho– esa entrada extra la que me proveía de mis viajes
escolares, mis bates de criquet y de todos los libros que yo quisiera. Yo hacía
mi pequeña contribución: conseguía los dibujos. Revolvía las cajas de los
baratillos de Kingston, y a veces al volver del colegio o los sábados iba mucho
más lejos a buscar mis botines. En general los dibujos eran baratos y los
pagaba con plata mía.
Me había
convertido en un experto en desarmar libros encuadernados sin dañarlos, les
quitaba los dibujos y los deslizaba dentro de mi atlas escolar. Necesitaba esos
actos de vandalismo, sospecho que del mismo modo en que los necesitan la mayoría
de los niños. Nunca sospechaban de mí, el alumno respetable y uniformado de
colegio de lenguas clásicas que pasaba por caja hasta las cosas más
insignificantes, pagaba sin apuro y sin ansiedad aparente, y a veces compraba
los libros de segunda mano que estaban en las cajas de afuera del baratillo. Yo
disfrutaba de esas excursiones solitarias, del riesgo y la emoción de
descubrir un tesoro, del triunfo de volver con mi botín. Mi madre no me hacía
demasiadas preguntas, excepto cuánto había pagado, para devolvérmelo. Si sospechaba
que alguno de los dibujos valía más de lo que yo le decía que me había costado
no me decía nada, pero sé que se sentía contenta. Yo no la quería, pero igual
robaba para ella. Aprendí de niño, en esa mesa de la cocina, que hay formas de
evitar el compromiso de amar sin sentirse culpable.
Yo sé, o
creo que sé, en qué momento comenzó mi terror de sentirme responsable por la
vida o la felicidad de otras personas; aunque tal vez me esté engañando,
siempre he sido muy inteligente para inventar excusas para mis defectos
personales. Me gusta pensar que comenzó en 1983, el año en que mi padre perdió
la batalla contra el cáncer de estómago; al menos, así era como los adultos lo
describían: “Perdió su batalla”, decían. Y ahora puedo entenderlo así, como
una batalla que libró con bastante coraje, aunque tampoco tenía mucha opción.
Mis padres trataban de no darme demasiados detalles. “Tratamos de que el niño no esté al tanto de todo” era otra de las frases que se oía con
frecuencia. Pero que yo no estuviera al tanto de todo significaba no decirme
nada, excepto que mi padre estaba enfermo, que tenía que ver a un especialista,
que lo iban a operar, que pronto volvería a casa, que tenía que volver otra vez
al hospital. A veces ni siquiera eso me decían; yo volvía del colegio y me
encontraba con que él no estaba más ahí y con mi madre que limpiaba enérgicamente,
sin ninguna expresión en su rostro. Que yo no estuviera al tanto de todo
significaba no tener hermanos y vivir en una atmósfera de amenaza
incomprensible, en medio de la cual los tres nos encaminábamos inexorablemente
hacia un desastre imposible de imaginar del cual yo resultaría ser el culpable.
Los chicos tienen una tendencia a creer que todas las catástrofes de los
adultos ocurren por su culpa. Mi madre nunca mencionó la palabra “cáncer”, jamás se refirió a la enfermedad de mi padre, excepto
incidentalmente: “Tu padre está un
poco cansado esta mañana”, “Lleva todas tus cosas del colegio arriba antes
de que llegue el doctor. Tiene que hablar conmigo”.
Desviaba
la mirada cuando me hablaba, como si la enfermedad fuese algo vergonzoso,
indecente incluso, algo que no se podía hablar con un niño. ¿O es que se trataba de algo más secreto, de un
sufrimiento compartido que se había convertido en una parte esencial de su
pareja y del cual yo estaba tan excluido como de su cama matrimonial? Me
pregunto ahora si el silencio de mi padre, que en aquel momento me parecía un
rechazo, habría sido deliberado. ¿Es que el dolor y el cansancio, y la lenta disipación de la
esperanza, contribuían menos a alejarnos que su deseo de no acrecentar la
angustia de la separación? Pero no creo que él me apreciara tanto. Yo no era un
niño fácil de querer. ¿De qué
forma podríamos habernos comunicado? El mundo de los enfermos terminales no es
el mundo de los vivos, sino el de los muertos. He observado a otros después de
lo de mi padre y siempre he sentido esa extrañeza. Se sientan y hablan, les
hablan y escuchan, incluso sonríen, pero su espíritu ya ha partido y no hay
forma de penetrar en su obscura tierra de nadie.
No
recuerdo nada del día en que murió, salvo un incidente: mi madre sentada en la
mesa de la cocina, por fin llorando sus lágrimas de furia y de frustración. En
el momento en que traté de abrazarla, un poco torpe y avergonzado, ella me
dijo, quejándose: “¿Por qué
siempre tendré esta suerte espantosa?” A los doce años me pareció, como me parece ahora, que era una
reacción inadecuada ante una tragedia personal, y la banalidad del comentario
condicionó mi actitud hacia mi madre durante el resto de mi infancia. Era
injusto y condenatorio, pero los chicos son injustos y condenatorios con sus
padres.
A pesar
de que he olvidado, o tal vez borrado deliberadamente todos los otros
recuerdos del día en que mi padre murió, me acuerdo de cada hora del día de su
cremación: el jardín del crematorio, que parecía un cuadro puntillista por la
garúa; esa especie de claustro en el que esperamos que terminara la cremación
anterior para pasar y sentarnos en unos bancos rígidos de pino; el olor de mi
traje nuevo, las coronas apiladas contra la pared de la capilla y la urna tan
pequeña –parecía imposible que allí pudiera estar el cuerpo de mi padre–. La
ansiedad de mi madre porque todo saliera bien se veía acrecentada por el temor
de que su cuñado el baronet decidiera estar presente. No fue así, y tampoco
fue Xan, que estaba en la escuela primaria. Pero sí vino mi tía, vestida con
demasiada elegancia, era la única mujer que no estaba completamente de negro y
eso le dio un buen motivo a mi madre para quejarse. Fue después de la carne
asada de la cena que las dos hermanas acordaron que yo pasaría mis vacaciones
en Woolcombe el próximo verano, y así quedó establecido para el resto de los
veranos.
Pero lo
que más recuerdo de ese día es la atmósfera de excitación reprimida y la
desaprobación que yo sentía por parte de la gente. Fue entonces que oí por
primera vez la frase que los amigos y vecinos, a quienes apenas podía reconocer
por la ropa negra, repetían: “Ahora
tendrás que ser el hombre de la casa, Theo. Tu madre se apoyará en ti”. En ese momento no pude decir lo que durante
casi cuarenta años ha demostrado ser cierto: no quiero que nadie se apoye en mí,
ni en busca de protección, ni de felicidad, ni de amor, ni de nada.
Me gustaría
que el recuerdo que guardo de mi padre fuera más feliz, me gustaría tener una
visión clara, o al menos alguna visión de quién fue él en lo más profundo y
quedarme con eso, hacerlo parte de mí, quisiera poder nombrar al menos tres de
sus características. Ahora que por primera vez pienso en él, después de tantos
años, en verdad no puedo evocar ningún adjetivo, ni siquiera puedo decir que
era tierno, agradable, inteligente y cariñoso. Quizá haya sido todas esas
cosas, pero yo no lo sé. Lo único que sé de él es que se estaba muriendo. El cáncer
no fue rápido ni misericordioso con él –¿con quién lo es?–; tardó casi tres años en morir. Tengo la impresión
de que durante esos años mi niñez estuvo dominada por la visión, el sonido y
el aroma de su muerte. Él era su cáncer. Entonces no podía ver nada más, y
tampoco puedo ahora. Y durante años mi recuerdo de él –menos recuerdo que
reencarnación– me causaba horror. Unas semanas antes de morir se cortó el dedo índice
de la mano izquierda con una lata y se infectó la mano. Mi madre le puso una
venda abultada de gasa por la que se filtraban la sangre y el pus. No parecía
preocuparse por eso; cuando comía usaba la mano derecha y apoyaba la izquierda
sobre la mesa, y la miraba con ternura, con una expresión de leve sorpresa,
como si estuviera separada de su cuerpo y no tuviera nada que ver con él. Pero
yo no podía dejar de mirarla, y mis ganas de comer luchaban con mis náuseas.
Para mí era como un obsceno objeto de horror. Tal vez yo proyectaba en su dedo
vendado todo mi miedo no asumido a su enfermedad mortal. Durante los meses que
siguieron a su muerte tuve una pesadilla recurrente en la que él aparecía a
los pies de mi cama y me señalaba con su muñón amarillo que sangraba y que no
era de un dedo sino de una mano entera. No me hablaba, se quedaba mudo, con su
piyama a rayas. A veces su mirada reclamaba algo que yo no podía darle, y
otras era una mirada gravemente acusadora, tal como su manera de señalarme.
Ahora parece injusto que durante tanto tiempo haya asociado su recuerdo al
horror, a la sangre y al pus. Ahora que en la adultez intento analizar todo eso
con mis pobres conocimientos de psicología, también me sorprende la forma de la
pesadilla. Sería más explicable si yo hubiese sido una niña. He intentado
analizarla para poder exorcizarla. En parte debe haber resultado. Él me
visitaba todas las semanas después que maté a Natalie; ahora ya no. Estoy feliz
de que por fin se haya ido y se haya llevado de aquí su dolor, su sangre y su
pus. Pero me habría gustado que me dejara un recuerdo diferente.
5
Viernes 22 de enero, 2021.
Hoy es el
cumpleaños de mi hija, hoy habría sido el cumpleaños de mi hija si no hubiese
muerto porque yo la atropellé. Fue en 1994, cuando tenía quince meses. En ese
entonces Helena y yo vivíamos en Lathbury Road, en una casa de estilo
eduardiano demasiado cara y grande para nosotros. Desde que Helena supo que
estaba embarazada había insistido en que tuviéramos una casa con jardín, con
una habitación para el bebé que diera al sur. Ahora no recuerdo las
circunstancias exactas del accidente, no recuerdo si se suponía que yo debía
haber estado vigilando a Natalie o si creía que estaba con su madre. Todo eso
debe haber salido en la indagación, pero la indagación, esa asignación oficial
de responsabilidad, se ha borrado de mi memoria. Recuerdo que yo estaba por
salir para la facultad; Helena había dejado el coche mal estacionado el día
anterior y yo estaba haciendo marcha atrás para poder pasar mejor entre las
verjas del jardín, que eran muy angostas. No había garaje en Lathbury Road pero
teníamos lugar para dos autos en el frente de la casa. Debo haber dejado
abierta la puerta delantera y Natalie, que caminaba desde los trece meses, salió
detrás de mí. Esa culpabilidad menor también se debe haber establecido en la
indagación. Pero de algunas cosas me acuerdo: del leve golpe debajo de la rueda
trasera del lado izquierdo, como si fuera una pequeña rampa, pero mucho más
suave, más blando, más tierno. La certeza inmediata, absoluta, terrible, de qué
ocurría. Y los cinco segundos de silencio total antes de que empezaran los
gritos. Yo sabía que era Helena la que gritaba y sin embargo una parte de mi
mente se resistía a creer que eso que estaba escuchando pudiera ser un sonido
humano. Y recuerdo la humillación. No podía moverme, no podía salir del coche,
ni siquiera podía estirar la mano hasta la puerta. Y luego George Hawkins,
nuestro vecino, me golpeaba el vidrio y gritaba: “¡Sal de ahí, miserable, sal de ahí!” Y recuerdo que mientras miraba esa cara gorda distorsionada por la
furia, aplastada contra el vidrio, tuve un pensamiento irrelevante: “Nunca le caí bien”. Y no puedo simular que nunca sucedió. No puedo simular que se
trataba de otra persona. No puedo simular que no fue mi responsabilidad. El
horror y la culpa sofocaron la pena. Si Helena hubiera podido decirme “Es peor para ti, mi amor”, o “Sé que para ti
también es terrible, mi amor”, tal
vez habríamos podido salvar algo del naufragio de un matrimonio que nunca había
sido un mar en calma. Pero por supuesto que no pudo, no era eso lo que ella
creía. Pensaba que a mí me importaba menos, y tenía razón. Pensaba que me
importaba menos porque mi amor era menor, y tenía razón en eso también. Yo
estaba contento de ser padre. Cuando Helena me dijo que estaba embarazada sentí
lo que creo son las emociones habituales de orgullo irracional, ternura y
sorpresa. De veras quería a mi hija, aunque la habría querido más si hubiera
sido más linda –era una caricatura en miniatura del padre de Helena–, más cariñosa,
más comunicativa, menos propensa a quejarse. Me alegra que ningún ojo vaya a
leer estas palabras. Hace veintisiete años que murió y todavía la recuerdo con
resentimiento. Pero Helena estaba obsesionada con ella, totalmente encantada,
atrapada, y yo sé que lo que arruinó mi relación con Natalie fueron los celos.
Con el tiempo lo hubiera superado, o al menos hubiera sabido manejarlo. Pero
no me dieron tiempo. No creo que Helena haya podido pensar que yo atropellé a
Natalie a propósito, al menos no racionalmente. Incluso en sus momentos más
amargos se las arreglaba para no decir las palabras imperdonables; del mismo
modo que una mujer que tiene que cargar con un marido enfermo y quejoso, y tal
vez por superstición o por algún resabio de dulzura jamás llega a decir “Ojalá te mueras”. Pero si hubiera podido elegir habría preferido que hubiese muerto
yo antes que Natalie. No la culpo por eso. Era perfectamente razonable en
aquella época y lo es ahora.
Yo me
acostaba bien lejos de ella en la cama y esperaba a que se durmiera; sabía que
podrían pasar horas antes de que eso sucediera. Me preocupaba pensar en la
agenda completa del día siguiente, en cómo haría para existir con el
antecedente de infinitas noches sin dormir, y no dejaba de repetir mi letanía
de justificación en la obscuridad: “Por Dios, fue un accidente. No fue mi intención. No soy el único
padre que atropello a su hijo. Se suponía que ella debía estar cuidándola,
Natalie era su responsabilidad, no la mía, ella se había encargado de hacérmelo
saber. Lo menos que podía haber hecho es cuidarla bien”. Pero esas autojustificaciones furiosas eran tan banales e
irrelevantes como las excusas de un niño que ha roto un jarrón.
Los dos
sabíamos que teníamos que irnos de Lathbury Road.
–No
podemos quedarnos aquí –me dijo Helena–. Deberíamos buscar una casa cerca del
centro. Después de todo, es lo que siempre quisiste. Nunca te gustó este lugar.
La
alegación estaba implícita: estás feliz de que nos mudemos, feliz de que su
muerte lo haya hecho posible.
Seis
meses después del funeral nos mudamos a St. John Street, a una casa alta de
estilo georgiano con puerta a la calle donde es difícil estacionar. Lathbury
Road era una casa de familia; ésta es una casa para gente libre, si es ágil y
solitaria. La mudanza me hizo bien porque me gusta estar cerca del centro y
porque la arquitectura georgiana, aun cuando sea de baja calidad y necesite
mantenimiento constante, tiene más prestigio que la eduardiana. A partir de la
muerte de Natalie no hicimos el amor, y en esta casa Helena se mudó a su cuarto
propio. Nunca lo discutimos, pero yo sabía que me estaba diciendo que no habría
una segunda oportunidad, que yo había matado no sólo a su hija adorada sino que
también había matado sus esperanzas de tener otro hijo, el hijo que,
sospechaba, yo en realidad hubiera querido. Pero eso fue en octubre de 1994 y
ya no había elección posible. Esa separación no era permanente, por supuesto.
El sexo y el matrimonio son mucho más complicados. De vez en cuando yo cruzaba
la corta distancia que había entre su habitación y la mía. Ella no me celebraba
ni me rechazaba. Había entre nosotros un abismo más hondo, más definitivo,
pero eso es algo que no intenté cruzar.
Esta casa
angosta de tres pisos es demasiado grande para mí, aunque con la disminución de
la población es poco probable que me critiquen por no compartir mi privilegio.
No hay estudiantes que reclamen una habitación, ni familias jóvenes sin hogar
que causen escozor en la conciencia de los más privilegiados. Yo la uso entera:
en mi rutina diaria me desplazo de piso en piso, como si metódicamente
estampara mi propiedad sobre el piso vinílico, la moqueta, las alfombras y el
piso encerado. En el piso semienterrado están el comedor y la cocina, en esta última
hay una escalera curva de piedra que da al jardín. Arriba hay dos pequeñas
salas que se convirtieron en una y ahora sirve como biblioteca, sala de música
y para el televisor, y como un lugar apropiado para recibir a mis alumnos. En
el primer piso hay un salón en forma de ele, también resultado de la unión de
dos habitaciones más pequeñas, lo que se evidencia en los dos hogares a leña
discordantes. Desde la ventana de atrás veo el pequeño jardín cercado con su
abedul plateado. Al frente hay dos ventanas elegantes y un balcón que dan a
St. John Street.
Cualquiera
que pasara entre las dos ventanas podría fácilmente describir al dueño de la
habitación. Obviamente un académico: tres paredes están cubiertas de libros
desde el techo hasta el suelo. Un historiador, los libros lo demuestran
claramente. Un hombre interesado sobre todo en el siglo diecinueve; no sólo los
libros sino también las pinturas y los objetos hablan de esa obsesión: las
figuras conmemorativas de Staffordshire, las pinturas de género al óleo con
escenas victorianas, el empapelado de estilo William Morris. La habitación,
también, de un hombre que vive solo y aprecia la comodidad. No hay fotos
familiares ni juegos de mesa, nada desarreglado, ni polvo ni desorden femenino;
de hecho, pareciera que apenas se usa ese lugar. Y un visitante podría
adivinar, también, que nada aquí es heredado, todo es adquirido. No hay
ninguno de esos objetos únicos o excéntricos que se valoran o se toleran porque
fueron de algún familiar, ni fotos familiares; en su lugar, hay óleos
indistinguibles que proclaman alguna alcurnia. Es la habitación de un hombre
que ha ascendido en el mundo y se ha rodeado de los símbolos de sus logros y de
sus pequeñas obsesiones. La señora Kavanagh, esposa de uno de los criados de la
universidad, viene a limpiar tres veces por semana y lo hace bastante bien. No
tengo interés en emplear a los Transeúntes, lo cual me correspondería como ex
asesor del Custodio de Inglaterra.
La
habitación que más me gusta es el altillo: tiene una encantadora chimenea de
hierro fundido y tejas decoradas, un escritorio y una silla como únicos
muebles, e implementos para preparar café. Desde la ventana sin cortinas se
ve el campanario de St. Barnabas Church y a lo lejos el verde de la colina de
Wytham Wood. Es ahí donde escribo mi diario, preparo mis clases y seminarios, y
escribo mis artículos de historia. La puerta de la calle queda cuatro pisos más
abajo, lo cual es incómodo para contestar el timbre; pero me he asegurado de
que en mi vida autosuficiente no estén incluidas las visitas inesperadas.
El año
pasado, en febrero, Helena me dejó por Rupert Claverin, un hombre trece años
menor que ella que parece una mezcla de jugador de rugby extremadamente entusiasta
y –uno se ve forzado a creer– de artista sensible. Diseña carteles y cubiertas
para libros, y lo hace muy bien. Me acuerdo de que en una de nuestras
discusiones previas al divorcio Helena me dijo algo que me demandó un esfuerzo
para no contestar en forma mordaz o irracional: que yo calculaba muy bien la
regularidad con la que me acostaba con ella porque no quería que los affaires
con mis alumnas fueran sólo un alivio por la falta de sexo. Por supuesto, no
eran ésas sus palabras, pero era eso lo que quería decir. Creo que nos
sorprendió a ambos con su percepción.
6
La tarea
de escribir el diario –Theo lo pensaba como una tarea, y no como un placer– había
pasado a formar parte de su vida excesivamente organizada, era una adicción
nocturna en parte impuesta por las circunstancias, y en parte deliberadamente
pensada para imponer orden y sentido a una existencia amorfa. El Consejo de
Inglaterra había decretado que todos los ciudadanos, además de sus trabajos
habituales, deberían tomar dos cursos por semana de actividades que los
ayudaran a sobrevivir cuando se convirtieran en parte del remanente de la
civilización (si eso sucedía). La elección era voluntaria. Xan siempre había
tenido la sabiduría de dejar que la gente eligiera en aquellos casos en los
cuales la elección no era importante. Theo había elegido trabajar en el
Hospital John Radcliffe, no porque se sintiera bien en esa jerarquía antiséptica
ni porque se imaginara que para los enfermos y los viejos –que le causaban
terror y repulsión– su ayuda era más gratificante de lo que lo era para él,
sino porque pensaba que lo que pudiera aprender ahí sería lo que más le serviría,
y no era mala idea saber, en caso de necesidad, dónde se podía echar mano de
las drogas.
El otro
curso semanal de dos horas, que era de mantenimiento de la casa, le resultaba
más agradable: el buen humor y las crudas críticas de los artesanos que enseñaban
ahí eran un gran alivio frente a los menosprecios más refinados de la academia.
El
trabajo habitual de Theo consistía en dar clases a los alumnos adultos de
dedicación exclusiva y part-time, los cuales se habían convertido en la
justificación de la existencia de la universidad, dado que los pocos
estudiantes jóvenes anteriores ya estaban investigando u obteniendo grados más
altos. Dos noches a la semana, martes y viernes, cenaba en Hall. Los miércoles
invariablemente asistía a las Vísperas de las tres de la tarde en Magdalen
Chapel. En un reducido número de facultades con alumnos muy excéntricos o con
una gran obstinación por ignorar la realidad todavía se usaban las capillas
para el culto, a veces incluso se utilizaba el antiguo Libro de Oración Común.
Pero el coro de Magdalen estaba considerado como uno de los mejores y Theo iba
allí a escucharlo, no a participar del acto arcaico del culto.
Sucedió
el último miércoles de enero. Según su costumbre, iba caminando rumbo a
Magdalen Chapel por St. John Street; había doblado por Beaumont Street y cuando
se estaba acercando a la entrada del Ashmolean Museum se le acercó una mujer
que empujaba un coche de bebé. La llovizna había cesado; cuando estaba a la par
de Theo se detuvo, sacó la cubierta impermeable y bajó la capota del cochecito.
Apareció la muñeca, sentada entre almohadones, con los brazos y las manos con
mitones apoyadas sobre el acolchado: una parodia de la niñez, patética y
siniestra a la vez. Preso de la parálisis y de la repulsión, Theo no podía
sacarle los ojos de encima. El iris brillante, extremadamente grande, de un
azul fulgurante, más azul que el de cualquier ojo humano, parecía fijar en él
una mirada ciega que, sin embargo, sugería una inteligencia latente, extraña y
monstruosa. Las pestañas marrón obscuro parecían arañas sobre las mejillas de
porcelana de un color delicado, y el cabello amarillo rizado, abundante como
el de una adulta, se asomaba por debajo de su sombrero ajustado con encajes.
Hacía años
que no veía una muñeca exhibida de esa forma; veinte años atrás eran muy
comunes, de hecho se habían convertido en algo parecido a un furor. La fabricación
de muñecas era la única sección de la industria de juguetes que, junto a la
producción de coches para bebés, había florecido durante una década produciendo
muñecas para todo el amor maternal frustrado. Algunas eran baratas y de poca
calidad, pero otras eran de un arte y una belleza notables y podrían haberse
convertido, excepto para los Omegas que las originaron, en herencias muy
apreciadas. Las más caras –recordaba unas que costaban mucho más de 2.000
libras– venían en diferentes talles: las recién nacidas, las de seis meses, la
de un año, la niña de un año y medio que podía pararse y caminar por medio de
un intrincado mecanismo. Se acordaba de que las llamaban Dieciséis mesinas. En
una época no se podía caminar por High Street sin chocarse con ellas y sus
absortas seudomadres. Le parecía recordar que había habido seudonacimientos y
que se enterraba a las muñecas rotas con una ceremonia en terreno santificado.
¿Acaso una de las disputas
menores de los eclesiásticos a principios del 2000 no era si podían usarse las
iglesias para esas farsas e incluso si los sacerdotes ordenados podían
participar?
Consciente
de que la miraba, la mujer le sonrió, una sonrisa idiota que invitaba a la
connivencia, a las felicitaciones. Cuando sus ojos se encontraron él desvió
los suyos como para ocultar su pequeña lástima y su gran desdén, y ella tiró
el coche hacia atrás y puso su brazo de escudo como para protegerlo de los
importunios masculinos. Una persona un poco más conmovible se detuvo y comenzó
a hablarle, era una mujer madura muy bien vestida, con el cabello arreglado,
que se acercó al coche, le sonrió a la dueña de la muñeca y saludó a esta última
con unas palmaditas. La primera mujer, con una sonrisa tonta de placer, se
inclinó sobre la muñeca, le acomodó el sombrero y algunos mechones sueltos, y
alisó el acolchado de satén. La segunda le hacía cosquillas a la muñeca en el
cuello, como si fuera un gato, y le seguía hablando como si fuera un bebé.
Theo se
estaba por ir, más deprimido y hastiado de lo que en realidad se justificaba
por una actuación tan inofensiva, cuando sucedió aquello. De pronto la segunda
mujer agarró la muñeca de las piernas, la arrancó de su cochecito y, sin decir
ni una palabra, le dio dos vueltas a su cabeza y la arrojó contra la pared con
una fuerza tremenda. La cara se hizo añicos y los fragmentos de porcelana
cayeron tintineando contra el asfalto. La dueña se quedó absolutamente callada
durante dos segundos. Y luego dio un grito. El sonido era horrible, el grito de
un ser torturado, desolado, un chillido agudo, aterrado, inhumano y sin
embargo en exceso humano, irrefrenable. Se quedaba ahí, con el sombrero torcido
y la cabeza tirada hacia atrás, mirando el cielo, con la boca estirada en una
mueca por la que salían su agonía, su pena, su furia. Al principio parecía no
darse cuenta de que su atacante seguía allí, mirándola con un desprecio mudo.
Entonces la mujer se dio vuelta y cruzó el parque presurosa en dirección al
Ashmolean. Cuando la dueña de la muñeca cobró conciencia de que su atacante se
escapaba salió corriendo detrás de ella, sin dejar de gritar; luego
aparentemente se dio cuenta de lo inútil de su acto y volvió junto al cochecito.
Se había calmado y, entre llantos y lamentos, arrodillada en el suelo, empezó
a juntar los pedazos rotos y a tratar de unirlos como si fueran un
rompecabezas. Dos ojos centellantes unidos por un resorte, horriblemente reales,
rodaron hasta Theo. Por un segundo tuvo el impulso de levantarlos, de ayudar,
de decir al menos unas palabras para confortarla. Podría haberle dicho que podía
comprarse otro bebé. Era un consuelo que no había podido ofrecerle a su
esposa. Pero su hesitación fue sólo momentánea. Siguió caminando presuroso.
Nadie más se acercó a ella. Las mujeres maduras, aquellas que habían alcanzado
la adultez en el año Omega, eran notablemente inestables.
Llegó a
la capilla justo cuando el servicio estaba por empezar. Entraron los
integrantes del coro, ocho hombres y ocho mujeres, y con ellos llegó el
recuerdo de otros coros: niños que entraban con expresión grave y esa altanería
infantil casi imperceptible, las manos cruzadas que apretaban las hojas del
cancionero contra sus pechos delgados, las caras suaves alumbradas como por
una vela interior, el cabello bajo bonetes centelleantes y las caras
inexplicablemente solemnes por encima de los cuellos almidonados. Theo disipó
la imagen de su mente: no entendía por qué era tan persistente, cuando a él
nunca le habían interesado los chicos. Fijó la mirada en el capellán y se acordó
del incidente de dos meses atrás, un día que llegó temprano a las Vísperas. Un
ciervo pequeño de la pradera de Magdalen había entrado de algún modo dentro de
la capilla y estaba parado muy apacible junto al altar, como si estuviera en su
hábitat natural. El capellán había ido corriendo hacia él, gritando con
crueldad, y le había arrojado los libros de oraciones, que quedaron con sus
bordes de seda destrozados. El animal, atónito, dócil, resistió el ataque por
un momento y luego, con pasos suaves, salió de la capilla un tanto encabritado.
El capellán
se había dirigido a Theo, con el rostro lleno de lágrimas:
– ¡Por Dios! ¿No pueden esperar? ¡Animales
de porquería! Pronto lo tendrán todo. ¿Por qué no esperan, entonces?
Ahora veía
su rostro serio, pomposo en esa paz a la luz de la vela, y aquello le parecía
una rara escena de una pesadilla un tanto olvidada.
La
congregación, como siempre, era de menos de treinta personas, y Theo ya conocía
a muchos de los presentes. Pero había alguien nuevo, una mujer joven que estaba
sentada en el banco exactamente frente a él, a la cual era inevitable mirar de
vez en cuando, aunque ella parecía no notar nada. La luz de la capilla era
tenue, y entre el parpadeo de las velas su cara brillaba con una luz suave,
casi transparente, que por momentos se veía bien, y por otros era tan elusiva e
insustancial como un espectro. Pero no era una desconocida; de algún modo él
ya la había visto, y no sólo por un momento sino cara a cara y durante un rato.
Trató de forzar y luego de engañar a su memoria para recordar, fijó la vista
en la cabeza inclinada de ella durante la confesión, como si estuviera mirando
sin ver, piadosamente concentrado en la primera lectura, cuando en realidad
estaba todo el tiempo pendiente de ella, cubriendo su imagen con el manto de
alambre de púas de la memoria. Hacia el final de la segunda lectura su fracaso
había comenzado a irritarlo; y en el momento en que los integrantes del coro,
en su mayoría adultos, acomodaron sus partituras y miraron al director
esperando que comenzara el órgano y que su pequeña figura de sobrepelliz
levantara las manos que parecían patas y empezara sus movimientos en el aire,
entonces Theo recordó. Ella había asistido a algunas clases del curso de Colin
Seabrook sobre la vida y la época victoriana, que se subtitulaba “La mujer en la novela victoriana”; y del cual él había hecho la suplencia un año
y medio atrás. Habían operado de cáncer a la esposa de Seabrook y tenían la
oportunidad de irse de vacaciones juntos si Colin encontraba quien lo
sustituyera en ese curso de cuatro encuentros. Recordaba la conversación, y su
protesta indiferente.
–¿No deberías conseguir a alguien del
Departamento de Inglés para que te reemplace?
–No, ya
traté. Todos tienen alguna excusa. No les gusta trabajar de noche. Están
demasiado ocupados. No es su período: no creas que todo eso es sólo cosa de los
historiadores. Podían ir una vez pero no cuatro. Es sólo una hora los jueves,
de seis a siete. Y no tienes que preocuparte en prepararlas, yo ya he elegido
cuatro libros que probablemente conozcas de memoria: Middlemarch, Retrato
de una dama, La feria de las vanidades, Cranford. Son sólo catorce en la
clase, la mayoría mujeres de cincuenta años. En realidad son mujeres que se
habrían entretenido con sus nietos, es por eso que tienen tiempo, ¿comprendes? Son agradables, aunque de gustos
un poco convencionales. Te van a gustar. Y ellas van a estar encantadas
contigo. El consuelo de la cultura, es eso lo que buscan. Tu primo, nuestro
querido Custodio, es muy aficionado al consuelo de la cultura. Lo único que
quieren es escaparse temporariamente a un mundo más agradable y permanente.
Todos lo hacemos, sólo que tú y yo lo llamamos erudición.
Pero habían
sido quince alumnos, no catorce. Ella había llegado dos minutos tarde y se había
sentado al fondo sin hacer ruido. Entonces, igual que ahora, él había visto su
cabeza delineada contra la madera tallada e iluminada por las velas. Cuando se
recibió la última carnada de estudiantes abrieron las aulas vacías a
estudiantes maduros que hacían sólo pocas materias, y este curso se dictaba en
una agradable sala de conferencias del Queen's College adornada con paneles.
Ella escuchó, aparentemente con atención, su introducción a Henry James y en
principio no había participado de la discusión general que surgió hasta que una
enorme mujer de la primera fila comenzó a alabar las virtudes morales de Isabel
Archer y a lamentarse por su inmerecido destino.
La joven
de pronto había dicho:
–No veo
por qué tenerle lástima a alguien que teniéndolo todo lo aprovechó tan mal. Podría
haberse casado con Lord Warburton y hacer un bien a sus arrendatarios, a los
pobres. Está bien, no lo amaba, tenía ese pretexto, y además ella tenía mayores
ambiciones que casarse con Lord Warburton. Pero ¿qué pasaba? No tenía talento, ni trabajo, ni sabía hacer nada.
Cuando su primo la convirtió en rica, ¿qué hizo? Ir de un lugar a otro del mundo acompañada ni más ni menos
que por Madame Merle. Y luego se casa con ese hipócrita vanidoso y empieza a ir
a las tertulias artísticas de los jueves vestida con esplendor. ¿Qué pasó con todo el idealismo? Me quedo con
Henrietta Stackpole.
– ¡Pero es tan vulgar! –protestó la mujer.
–Eso es
lo que Mrs. Tonchett piensa, y también el autor. Pero al menos tiene talento
–no como Isabel– y lo usa para ganarse la vida y mantener a su hermana viuda.
–Y agregó: – Isabel Archer y Dorothea descartan pretendientes valiosos para
casarse con unos tontos engreídos, pero uno le tiene más simpatía a Dorothea.
Quizá eso se deba a que George Eliot siente respeto por su heroína y, en el
fondo, Henry James desprecia a la suya.
Theo había
sospechado que ella estaba provocando deliberadamente para sacarse el
aburrimiento de encima. Pero cualquiera haya sido su motivo, hubo una discusión
ruidosa y acalorada y por una vez los restantes treinta minutos se hicieron
cortos y agradables. Cuando el próximo jueves, tan esperado, ella no apareció,
él se sintió preocupado y triste.
Ahora que
se acordaba, se calmó su curiosidad y pudo recostarse en el banco en paz y
escuchar el segundo cántico. Durante los últimos diez años había sido
costumbre en Magdalen pasar un cántico grabado en la Víspera. Theo leyó en la
hoja impresa del servicio religioso que esa tarde era la primera de una serie
en que se ejecutarían cánticos ingleses del siglo quince, que comenzarían con
dos de William Byrd, “Enséñame Señor” y “Te exaltamos, oh Dios.”
Cuando el informator choristarum se arrodilló para encender la música se
hizo un breve silencio anticipatorio. Las voces de los chicos, dulces, claras,
asexuadas, desaparecidas desde que el último niño abandonó el coro, se
elevaron e inundaron la capilla. Desvió su mirada hacia la joven pero ella
estaba sentada sin moverse, con la cabeza tirada hacia atrás y la mirada fija
en las aristas del techo en forma de bóveda, de tal forma que lo único que él
alcanzaba a ver era la curva de su cuello iluminado por las velas. Pero en la última
fila vio una figura que reconoció de pronto: era Martindale, un catedrático
que estaba por jubilarse cuando él estaba en primer año. Estaba absolutamente
inmóvil, con el rostro avejentado erguido y surcado por lágrimas que,
iluminadas por la luz de las velas, parecían perlas. El viejo Marti, soltero, célibe,
eterno admirador de la belleza de los muchachos. Theo se preguntaba por qué él
y sus pares venían semana tras semana en busca de este placer masoquista. Podían
perfectamente oír las voces de los chicos grabadas en sus hogares; entonces
por qué tenían que estar aquí, donde el pasado y el presente se fundían en la
belleza y la luz de las velas para aumentar el pesar. ¿Cuáles eran sus razones para venir? Pero él conocía la respuesta a
esa pregunta. Sentir, se dijo, sentir, sentir, sentir. Incluso si lo que uno
siente es dolor.
La mujer
se fue de la capilla antes que él, caminando rápido, casi subrepticiamente.
Pero cuando estuvo afuera, en el aire frío, le sorprendió encontrarla esperándolo.
Ella se
le acercó y le dijo:
–¿Podría hablar con usted? Es importante.
La luz
que venía de la antecapilla iluminaba las sombras del anochecer, y por primera
vez la vio con claridad.
Su
cabello era obscuro y sensual, de un marrón fuerte con mechones dorados, lo tenía
peinado hacia atrás y prolijamente recogido. El flequillo le caía sobre la
frente alta y pecosa. Tenía la piel muy blanca en comparación con su cabello,
era una mujer del color de la miel, de cuello largo y pómulos muy marcados, los
ojos eran muy separados y de un color que no pudo determinar, y estaban
enmarcados por unas cejas derechas y fuertes, la nariz era larga y angosta,
levemente aguileña, y la boca era ancha y muy bien dibujada. Era una cara
prerrafaelista. A Rossetti le habría encantado pintarla. Estaba vestida según
la moda de los que no eran Omegas: un saco corto a su medida sobre una falda de
lana que le llegaba hasta la pantorrilla, y debajo de ésta alcanzó a ver las
medias de colores fuertes que eran un furor ese año. Las suyas eran de un
amarillo fuerte. Llevaba una cartera de cuero colgada en el hombro izquierdo.
No usaba guantes y él observó que tenía un defecto en la mano izquierda. El
dedo del medio y el índice formaban una especie de muñón sin uña y la parte
posterior de la mano estaba toda hinchada. Ella la sostenía con la mano
derecha, como protegiéndola o ayudándola. No hacía ningún esfuerzo por
ocultarla. Quizás hasta estuviese proclamando su defecto en un mundo que cada
vez se volvía más intolerante ante los defectos físicos. Pero al menos, pensó,
ella tenía una compensación. Nadie que tuviera algún defecto físico o que no
fuera sano mental y físicamente podía estar en la lista de mujeres de las
cuales nacería la nueva raza, si es que alguna vez se descubría un hombre fértil.
Al menos, se salvaba de los exámenes humillantes y eternos que una vez cada
cuatro meses debían hacerse todas las mujeres sanas menores de cuarenta y cinco
años.
Más
calma, volvió a decir:
–Es sólo
un momento. Por favor, tengo que hablar con usted, doctor Faron.
–Dígame,
entonces. –Estaba intrigado, pero su voz no salía con un tono acogedor.
–Podríamos
caminar por los nuevos claustros.
Se
volvieron los dos en silencio.
–Usted no
me conoce –dijo ella.
–No, pero
la recuerdo. Estaba presente en la segunda de las clases que yo di en reemplazo
del doctor Seabrook. Usted animó mucho la discusión.
–Temo
haber sido un tanto vehemente. –Y agregó, como si fuera importante explicarlo:
– Tengo gran admiración por El retrato de una dama.
–Supongo
que no quería entrevistarse conmigo para volver a hablar de sus gustos
literarios.
Ni bien
pronunció las palabras se arrepintió. Ella se sonrojó y él percibió un
retraimiento instintivo, una pérdida de confianza en sí misma y tal vez en él.
Aquel comentario tan naive lo había desconcertado, pero no había necesidad
de responder con una ironía tan hiriente. El malestar de ella era contagioso.
Rogó que ella no tuviera la intención de molestarlo con revelaciones personales
o con reclamos emotivos. Era difícil conciliar aquella oradora clara y segura
con la torpeza casi adolescente de este momento. Era inútil tratar de
arreglarlo y durante medio minuto caminaron en silencio.
Entonces él
dijo:
–Lamenté
mucho que usted no volviera. La clase de la semana siguiente fue muy aburrida.
–Era mi
intención, pero me cambiaron el horario de trabajo a la mañana. Tenía que
trabajar. –No dijo en qué ni dónde, pero agregó: – Mi nombre es Julian. El suyo
ya lo sé, por supuesto.
–Julian.
Es raro para una mujer. ¿Se lo
pusieron por Julian de Norwich?
–No, no
creo que mis padres hayan oído hablar de ella. Mi padre fue al registro y me
puso Julie Ann, que era el nombre que mis padres habían elegido. El empleado
debe haber escuchado mal, o quizá mi padre no lo dijo claramente. Tres semanas
más tarde mi madre notó el error pero le pareció que ya era muy tarde para
cambiarlo. De todas maneras, creo que le gustaba bastante, entonces me bautizaron
Julian.
–Pero
supongo que todos la llaman Julie.
–¿Quiénes?
–Sus
amigos, su familia.
–No tengo
familia. A mis padres los mataron en las luchas raciales del 2002. ¿Pero por qué habrían de llamarme Julie? Julie
no es mi nombre.
Era
absolutamente agradable, nada agresiva. Él podría haber tenido la impresión de
que ella había quedado perpleja por su comentario, pero en realidad no se
justificaba que así fuera. Su comentario había sido inapropiado, irracional,
condescendiente quizá, pero no ridículo. Y si este encuentro era la introducción
a un pedido para que diera una charla acerca de la historia social del siglo
diecinueve, sin duda se trataba de algo muy inusual.
–¿Por qué quería hablar conmigo? –le preguntó.
Ahora que
había llegado el momento él percibió su reticencia para comenzar a hablar;
pensó que no se debía a que estuviese incómoda o arrepentida, sino a que lo que
ella tenía para decir era importante y necesitaba encontrar las palabras
adecuadas.
Ella hizo
una pausa y lo miró.
–En
Inglaterra –en Gran Bretaña– hay cosas que están mal. Yo pertenezco a un pequeño
grupo de amigos que piensa que hay que hacer algo para evitarlas. Usted era
miembro del Consejo de Inglaterra. Es primo del Custodio. Hemos pensado que
antes de actuar, tal vez usted podría hablar con él. No estamos absolutamente
seguros de que pueda ayudarnos pero dos de nosotros, Luke, que es sacerdote, y
yo, pensamos que quizá sí. El líder del grupo es mi esposo, Rolf. El estuvo de
acuerdo en que yo hablara con usted.
–¿Por qué usted? ¿Por qué no vino él directamente?
–Supongo
que porque pensó –pensaron– que era yo quien podría persuadirlo.
–¿Persuadirme de qué?
–Simplemente
de encontrarnos, como para que podamos explicarle lo que pensamos hacer.
–¿Por qué no me explica ahora, así puedo decidir
si estoy preparado para reunirme con ustedes? ¿De qué grupo me habla?
–Somos sólo
cinco. En realidad aún no hemos comenzado. Quizá no tengamos que hacerlo si
existe la esperanza de persuadir al Custodio de que actúe.
–Nunca
fui un verdadero miembro del Consejo –dijo él, con cautela–, sólo era el asesor
personal del Custodio de Inglaterra. Hace más de tres años de eso, ya no veo al
Custodio. La relación no significa nada para ninguno de los dos. Probablemente
mi influencia no sea mayor que la suya.
–Pero
usted podría verlo. Nosotros no.
–Podrían
intentarlo. No es tan inaccesible. La gente puede llamarlo por teléfono y a
veces hablar con él. Es obvio que tiene que protegerse.
–¿De la gente? Pero verlo y hablarle sería
hacerle saber a él y a la Policía de Seguridad del Estado que existimos,
incluso quiénes somos. Sería un riesgo intentarlo.
–¿De veras lo piensa?
–Sí –dijo
con tristeza–. ¿Usted no?
–No, creo
que no. Pero si usted está en lo cierto, se está arriesgando muchísimo. ¿Qué es lo que le hace pensar que puede
confiar en mí? Supongo que no pensará depositar su seguridad en mis manos con
la única evidencia de un seminario de literatura victoriana. ¿Alguien más del grupo me ha visto alguna vez?
–No, pero
Luke y yo hemos leído algunos de sus libros.
–No es
muy inteligente juzgar la personalidad de un académico por las cosas que ha
escrito –dijo él con sequedad.
–Era lo único
que podíamos hacer. Sabemos que es un riesgo que tenemos que correr. Por favor,
venga a vernos. Por favor, al menos escuche lo que queremos decirle.
El tono
de su voz era inconfundiblemente de súplica y de pronto él entendió por qué.
Había sido idea de ella ir a hablar con él. Había venido con el consentimiento
reticente del resto del grupo, incluso quizá contra el deseo del líder. El
riesgo corría todo por su cuenta. Si él se negaba, ella debería volver con las
manos vacías y humillada. Le pareció que no podía hacerle eso.
Le dijo,
sabiendo que estaba cometiendo un error:
–De
acuerdo, iré a verlos. ¿Dónde y cuándo
tienen el próximo encuentro?
–El
domingo a las diez en St. Margaret's Church, en Binsey. ¿La conoce?
–Sí,
conozco Binsey.
–A las
diez. En la iglesia.
Ya había
obtenido lo que buscaba y no se demoró. Apenas alcanzó a escuchar sus
murmuradas “Gracias. Muchas gracias”. Luego se alejó tan veloz y sigilosa que
tranquilamente podría haber sido una sombra más entre las muchas sombras
movedizas del claustro.
El esperó
un momento como para que no existiera la posibilidad de alcanzarla y luego
volvió a su casa solitario y silencioso.
7
Sábado 30 de enero, 2021.
Esta mañana
a las siete me llamó por teléfono Jasper Palmer-Smith y me pidió que fuera a
visitarlo. Era por algo importante. No me dio ninguna explicación, pero en realidad
casi nunca lo hace. Le dije que podía verlo inmediatamente después de
almorzar. Esos llamados cada vez más perentorios también se están volviendo
algo habitual. Antes solía solicitar mi presencia más o menos una vez cada
cuatro meses; ahora lo hace una vez por mes. Él me enseñó historia; era un
profesor maravilloso, al menos para los alumnos inteligentes. En mis épocas de
estudiante nunca admití que me cayera bien; solía decir en un tono de
tolerancia distraída: “Jasper no
está mal. Me llevo bien con él”. Y
lo hacía por una razón entendible, si bien no demasiado loable: yo era el
favorito de mi curso. Él siempre tenía un favorito. La relación era casi
puramente académica. No es homosexual ni tiene una especial atracción por la
juventud; es famoso el desagrado que siente ante los niños, y todo el mundo tenía
especial cuidado en alejárselos de la vista y de los oídos en las raras
ocasiones en que condescendía a ir a cenar a la casa de alguien. Cada año elegía
un estudiante, invariablemente del sexo masculino, para guiarlo y protegerlo.
Entendíamos que en su criterio contaba la inteligencia primero, la apariencia
después y por último el ingenio. Se tomaba su tiempo para decidir pero luego su
decisión era irrevocable. Era una relación que no implicaba ansiedad para el
favorito, ya que una vez que estaba aprobado no podía irle mal. También estaba
libre del resentimiento de sus pares o de la envidia porque JPS era muy poco
popular, y se reconocía, con justicia, que el favorito no tenía nada que ver
en su elección. Cierto es que se esperaba que uno obtuviera la nota más alta,
todos los favoritos lo hacían. Cuando me eligió yo era tan pedante y seguro de
mí como para ver eso como una probabilidad por la cual no iba a tener que
preocuparme al menos durante los próximos dos años. Pero trabajé mucho para él,
quería agradarle, justificar la elección que había hecho. Ser seleccionado del
montón es siempre gratificante para la autoestima; uno siente la necesidad de
compensar de alguna manera, lo cual explica ciertos matrimonios que de otro
modo resultarían incomprensibles. Quizá ésa fuera la causa de su propio
matrimonio con una colega matemática de New College cinco años mayor que él.
Daba la sensación de que se llevaban bien, pero en general las mujeres no lo
querían. Durante la ola de alegatos por acoso sexual de principios de los '90, él
organizó una campaña que no tuvo éxito, con la cual pretendía lograr que todos
los tutores de estudiantes mujeres tuvieran una persona de compañía para no
ser víctimas de alegatos injustificados. Nadie era más adepto a demoler la
seguridad de una mujer sin abandonar jamás una consideración y una cortesía
meticulosas, de hecho casi insultantes.
Era una
caricatura de la idea popular de un rector de Oxford: la frente ancha, el
cabello con entradas, la nariz fina y con una leve forma de gancho, los labios
apretados. Caminaba con la mandíbula estirada hacia adelante, como si
estuviera enfrentando un fuerte viento, los hombros encorvados y su toga
gastada ondulando. Uno se lo imaginaba en una foto, el cuello duro como si fuera
una creación de Vanity Fair, sosteniendo uno de sus propios libros con
sus dedos elegantes y fastidiosos.
De vez en
cuando me demostraba su confianza y me trataba como si estuviera preparándome
para ser su sucesor. Eso, por supuesto, era una tontería: él me daba muchas
posibilidades pero algunas cosas no estaban en sus manos. Sin embargo, la
impresión de ser un príncipe que uno tenía a veces como su favorito de turno, a
menudo me hacía pensar si no sería su manera de enfrentar la edad, el tiempo,
el embotamiento de los contornos agudos de la mente, su ilusión personal de
inmortalidad.
Siempre
proclamaba su opinión acerca del Omega, una tranquilizadora letanía de consuelo
que compartían algunos de sus colegas, particularmente aquellos que habían
almacenado una buena cantidad de vino o que tenían acceso a la bodega de la
universidad.
–No me
preocupa en especial. No digo que no tuve un momento de dolor cuando me enteré
de que Hilda no era fértil: los genes confirman sus imperativos atávicos,
supongo. En general estoy contento, uno no puede lamentarse por los nietos que
no tuvo si nunca existió la posibilidad de tenerlos. Este planeta está
condenado, de todos modos. En un momento el sol explotará o se enfriará y una
partecita insignificante del universo desaparecerá en un solo temblor. Si el
hombre está condenado a perecer, la infertilidad universal es el modo menos
doloroso. Y, después de todo, hay compensaciones personales. Hemos pasado los últimos
sesenta años adulando al sector más ignorante, más criminal y más egoísta.
Ahora, por el resto de nuestras vidas, estaremos libres del barbarismo intruso
de los jóvenes, de su ruido, de ese golpeteo repetitivo producido por la
computadora que llaman música, y de su egoísmo disfrazado de idealismo. Por
Dios, incluso quizá también logremos deshacernos de la Navidad, esa celebración
anual de la culpa paterna y la avidez juvenil. Yo espero que mi vida sea
agradable y, cuando deje de serlo, acompañaré mi última pastilla con una
botella de clarete.
Su plan
personal para sobrevivir con bienestar hasta el último momento era el mismo que
habían adoptado miles de personas en los años previos a que Xan asumiera, cuando
lo que más se temía era la ruptura total del orden. La gente abandonaba las
ciudades –en su caso Clarendon Square– y se iba a vivir a una casita en el
campo o a una cabaña en el bosque con cultivos propios, un arroyo cercano con
agua que se pueda beber después de hervida, un hogar y una provisión de leña,
una cuidadosa selección de comida enlatada, una provisión de fósforos como
para unos años, un botiquín con medicamentos y jeringas, y sobre todo unas sólidas
puertas con cerrojos para evitar la posibilidad de que los menos prudentes un día
miraran los cultivos con ojos envidiosos. Pero en los últimos años Jasper se
ha vuelto obsesivo. Reemplazó el galpón de madera del jardín por una
estructura de ladrillos con puerta metálica que funciona a control remoto. El
jardín está rodeado por una pared alta y la puerta de la bodega está cerrada
con candado.
Generalmente
cuando yo voy sacan el cerrojo de las verjas de hierro forjado para esperarme,
entonces yo las abro y dejo el coche adentro. Esta tarde estaba cerrada y tuve
que tocar el timbre. Cuando Jasper vino a abrirme me sorprendió ver cuánto había
cambiado su aspecto en un mes. Todavía estaba erguido, su paso era firme, pero
cuando se acercó vi que la piel tirante de su cara estaba más gris y había una
ansiedad más feroz en sus ojos hundidos, casi un destello de paranoia que no
había notado antes. Envejecer es inevitable pero no es armónico. Hay unas
mesetas de tiempo que se prolongan por años, y en las que casi no se notan
cambios en los rostros de los amigos y los conocidos. Luego el tiempo se
acelera y en una semana ocurre la metamorfosis. Me parecía que Jasper había
envejecido diez años en un poco más de seis semanas.
Lo seguí
hasta la enorme sala de estar, donde había una puerta ventana desde la cual se
veían la galería y el jardín. Aquí, igual que en su estudio, las paredes
estaban completamente cubiertas de libros. Como siempre, era obsesivamente
ordenado: los muebles, los libros y los objetos estaban exactamente en su
lugar. Pero por primera vez detecté los signos delatores de la incipiente
negligencia: las ventanas sucias, los restos sobre la alfombra, una fina capa
de polvo sobre la repisa de la chimenea. A pesar de la estufa eléctrica del
hogar la habitación estaba helada. Jasper me ofreció una copa y acepté, aunque
la media tarde no es mi hora preferida para tomar vino. Vi que había muchas más
botellas sobre la mesita que en mi última visita. Jasper es una de las pocas
personas que conozco que usa su mejor clarete como trago para todo momento y
toda ocasión.
Hilda
estaba sentada junto al fuego, con un cardigan sobre los hombros. Tenía la vista
fija delante de ella, no hizo ningún gesto de recibimiento, ni siquiera me miró;
y cuando yo la saludé lo único que hizo fue un leve movimiento con la cabeza.
En ella el cambio era aun más marcado que en Jasper. Durante años su aspecto
había sido siempre el mismo, al menos eso me parecía a mí: la figura muy flaca
pero erguida, la elegante pollera de tweed con tablas, la camisa de seda con
escote poco profundo y el cardigan de casimir, el tupido cabello gris enroscado
con prolijidad, sostenido por un moño alto. Ahora el cardigan, que se le estaba
cayendo de los hombros, estaba manchado de comida, las medias sucias le
sobresalían de los zapatos sin lustrar, y el cabello le caía en mechas encima
de la cara rígida con expresión de desagrado. Al igual que en las visitas
anteriores, me pregunté qué sería exactamente lo que le pasaba. Era difícil
que se tratara de la enfermedad de Alzheimer, porque desde fines de los '90 está
casi controlada. Pero hay otros tipos de senilidad que nuestro obsesivo interés
científico por el envejecimiento todavía no ha logrado aliviar. Quizá sólo sea
que está vieja, cansada, simplemente harta de mí. Supongo que durante la
vejez debe tener sus ventajas recluirse en un mundo propio, a menos que lo que
uno encuentre sea el infierno.
Me
preguntaba por qué me habría pedido que fuera pero no me gustaba preguntarlo
directamente. Finalmente Jasper dijo:
–Hay algo
que quería hablar contigo. He estado pensando en volver a Oxford. Fue el último
mensaje por televisión del Custodio lo que me decidió. Aparentemente el próximo
plan para todo el mundo es mudarse a las ciudades como para poder concentrar
allí los medios de transporte y los servicios. Dijo que la gente que quería
permanecer en lugares remotos era libre de hacerlo pero que él no podía
garantizar el suministro de energía o la gasolina para el transporte. Estamos
un tanto aislados aquí.
–¿Qué piensa Hilda de eso? –le pregunté.
Japer ni
siquiera se molestó en mirarla.
–Hilda no
está en un estado como para oponerse. Yo soy el que se encarga de los cuidados.
Si es más fácil para mí, entonces es lo que debemos hacer. Pensé que podía
convenirnos a ambos –me refiero a ti y a mí– que me fuera a St. John Street. En
realidad no necesitas esa casa tan grande. Arriba hay lugar como para un
departamento aparte. Yo pagaría la modificación, por supuesto.
La idea
me consternó. Espero haber podido ocultar mi repugnancia. Hice una pausa, como
si estuviera considerando la idea, y dije:
–En
realidad no creo que te convenga. Extrañarías el jardín. Además Hilda tendría
problemas con la escalera.
Se hizo
un silencio; luego Jaspers dijo:
–Supongo
que habrás oído hablar del Átropos, de los suicidios en masa de ancianos.
–Lo único
que sé es lo poco que vi en el diario y en la televisión.
Recordaba
una escena, creo que la única que mostraron por televisión: los ancianos
vestidos de blanco que llegaban en sillas de ruedas y eran acomodados en una
barcaza, las voces que cantaban alto y agudo, el bote que se alejaba despacio
hacia el crepúsculo. La imagen de una paz seductora filmada e iluminada con
gran habilidad.
–No me
atraen las muertes gregarias –le dije–. El suicidio debería ser una actividad
privada, como el sexo. Si queremos matarnos, los medios están siempre a mano,
entonces, ¿por qué no hacerlo cómodamente,
en nuestra propia cama? Preferiría provocar mi átropos con un simple estilete.
–No sé
–dijo Jasper–; hay gente a la que le gusta hacer una ocasión de esos ritos de
pasaje. Sucede de una manera u otra en todas partes del mundo. Supongo que encuentran
alivio en el número, en la ceremonia. Y sus familiares reciben esa pensión del
Estado. Que no es exactamente una miseria, ¿no? No, creo que comprendo por qué resultan atractivos. Hilda me
estaba hablando de eso el otro día.
Me parecía
un tanto extraño. Podía imaginarme lo que la Hilda que yo había conocido pensaría
acerca de ese tipo de exhibición pública del sacrificio y la emoción. En su época
había sido una excelente académica; más inteligente que su marido, según decían,
y con una lengua afilada y venenosa lista para defenderlo. Después de casarse
empezó a publicar menos y a dar menos clases: el talento y la personalidad
disminuidos ante la subordinación apabullante del amor.
Antes de
irme le dije:
–Creo que
podrían arreglarse si alguien les ayudara. ¿Por qué no solicitan una pareja de Transeúntes? Seguramente reúnes
los requisitos.
Descartó
la idea.
–No creo
que me interese tener extraños aquí, mucho menos a los Transeúntes. No les
tengo confianza. Es como pedir que me asesinen bajo mi propio techo. Y la mayoría
de ellos no sabe lo que un día de trabajo significa. Es mejor que los usen para
reparar los caminos, limpiar las alcantarillas o recoger la basura, cualquier
tipo de trabajo en el que se los pueda supervisar.
–Tienen
mucho cuidado cuando seleccionan el servicio doméstico –le dije.
–Quizá,
pero yo no los quiero.
Me las
arreglé para salir sin hacer ninguna promesa. Volví a Oxford reflexionando
acerca de la forma en que podía frustrar la determinación de Jasper. Después de
todo él estaba acostumbrado a hacer lo que quería. Parecía que estaba
recibiendo, con atraso, la cuenta de hace treinta años por los beneficios
recibidos, la preparación especial, las cenas caras, las entradas al teatro y a
la ópera. Pero el solo pensar en compartir St. John Street, en que violen mi
privacidad, en aumentar mi responsabilidad ante un anciano difícil, me causa
repulsión. Es mucho lo que le debo a Jasper, pero tampoco es tanto.
Cuando
iba entrando a la ciudad vi una cola de más o menos una cuadra de largo en la
puerta de la Escuela Examinadora. Era una multitud ordenada de ancianos y gente
madura, todos bien vestidos, había más mujeres que hombres. Esperaban con calma
y paciencia, con ese aire de complicidad, esperanza controlada y ausencia de ansiedad
que caracteriza a las colas cuando todos tienen su entrada, el espectáculo está
asegurado y hay una ilusión optimista de que la espera valdrá la pena. Por un
momento me sorprendí, después me acordé: Rosie McClure, la evangelista, estaba
aquí. Debería haberme dado cuenta de inmediato por el tamaño de los carteles.
Rosie es la estrella del momento entre los que venden la salvación por televisión
y prosperan gracias a un producto para el que siempre hay demanda y es fácil de
reponer. Durante los dos primeros años de Omega tuvimos a Roaring Roger y a su
acompañante Soapy Sam; Roger todavía tiene seguidores para su espacio semanal
por TV. Era, todavía lo es, un orador natural y potente, un hombre enorme de
barba blanca que conscientemente iba tomando el aspecto que corresponde a la
idea popular de un profeta del Antiguo Testamento y que soltaba sus
conminaciones en una voz poderosa que, curiosamente, había adquirido autoridad
por sus vestigios de acento de Irlanda del Norte. Su mensaje es simple, aunque
muy poco original: la infertilidad del hombre es el castigo de Dios por su desobediencia
y sus pecados. Únicamente el arrepentimiento puede apaciguar el justo desagrado
del Todopoderoso, y la mejor forma de demostrar que uno está arrepentido es por
medio de una generosa contribución para los gastos de campaña de Roaring Roger.
Él nunca solicita el dinero en efectivo; eso es trabajo de Soapy Sam. En
principio eran un par muy efectivo y exitoso y su enorme casa de Kingston Hill
lo demuestra claramente. En los primeros cinco años Omega el mensaje tenía una
cierta validez porque Roger vociferaba contra la violencia en las ciudades,
los ataques y violaciones de ancianas, el abuso sexual de los chicos, el
matrimonio como mero contrato monetario, el divorcio convertido en norma, la
falta de honestidad y la perversión del instinto sexual. Sostenía en lo alto
su Biblia manoseada, y de su boca brotaban palabras al estilo del Antiguo
Testamento. Pero el producto tuvo corta vida. Es difícil tener éxito
vociferando en contra de la libertad sexual en un mundo vencido por el tedio, o
condenando el abuso sexual de los chicos cuando no hay más chicos, o
denunciando la violencia en las ciudades cuando éstas se están transformando
en pacíficos depósitos de dóciles ancianos. Roger nunca ha vociferado en contra
de la violencia y el egoísmo de los Omegas: tiene un alto sentido de
autoconservación.
Ahora,
con su declinación, tenemos a Rosie McClure. La dulce Rosie se ha hecho valer.
Es originaria de Alabama pero se fue de Estados Unidos en el 2019,
probablemente porque su rama de hedonismo religioso ya cuenta con demasiados líderes
allí. Su verdad evangélica es simple: Dios es amor y el amor lo justifica todo.
Ha hecho resurgir una vieja canción de los Beatles, un grupo de jóvenes de Liverpool
de los '60, que se denomina “Todo
lo que necesitas es amor”, y
utiliza ese jingle repetitivo para introducir sus apariciones, en vez de un
himno. El Juicio Final no es algo que sucederá en el futuro, sino que se lleva
a cabo ahora, cuando se reúne uno por uno a los fieles en el final de sus vidas
y se los transporta a la gloria. Rosie es extremadamente específica cuando se
refiere a la felicidad venidera. Al igual que todos los evangelistas, se da
cuenta de que la sola contemplación del cielo es muy poco satisfactoria si uno
no puede contemplar el horror del infierno ajeno al mismo tiempo. Pero el
infierno tal como Rosie lo describe no es tanto un lugar de tormento sino más
bien el equivalente de un hotel poco cómodo y desorganizado donde se obliga a
huéspedes antagónicos a soportarse mutuamente por el resto de la eternidad y a
lavar los platos sin los implementos necesarios aunque, se supone, con agua
hirviente. Es también muy específica cuando se refiere a la felicidad
celestial: “En la casa de mi Padre
hay muchas mansiones”, y Rosie
asegura a sus seguidores que habrá mansiones para todos los gustos y todos los
grados de virtud, y que la cima más alta de la dicha está reservada para unos
pocos elegidos. Pero todos los que oigan el llamado al amor de Rosie tendrán un
lugar agradable, una eterna Costa del Sol donde abundarán la comida, las
bebidas, el sol y el placer sexual. La maldad no entra dentro de la filosofía
de Rosie. La peor de sus acusaciones es que la gente ha caído en el error porque
no ha comprendido la ley del amor. La respuesta ante el dolor es un anestésico
o una aspirina, ante la soledad la seguridad de que Dios se preocupa por
nosotros, ante la desolación la certeza del encuentro. No se pide a nadie que
haga sacrificios excesivos ya que Dios, al ser Amor, sólo desea que sus hijos
sean felices.
Se
enfatiza el cuidado y la gratificación de este cuerpo temporario, y Rosie no
deja de dar algunos consejos de belleza durante sus sermones, los cuales se
organizan con gran despliegue: los cien integrantes del coro vestidos de blanco
se ubican en fila debajo de las luces estroboscópicas, la banda y el coro de
Alabanzas. La gente del público se une a las canciones, ríe, llora y agita los
brazos como marionetas dementes. Rosie se cambia sus espectaculares vestidos al
menos tres veces durante cada encuentro. Amor, proclama Rosie, todo lo que
necesitas es amor. Y nadie tiene por qué sentir que carece de un objeto
amoroso. No tiene por qué ser un ser humano; puede ser un animal: un gato, un
perro; puede ser un jardín, puede ser una flor, puede ser un árbol. El mundo
entero es por naturaleza uno, unido por el amor, sostenido por el amor,
redimido por el amor. Uno pensaría que Rosie nunca ha visto a un gato y un ratón
juntos. Generalmente al final de los encuentros los convertidos se abrazan,
felices, y depositan billetes en las cajas recolectoras con un entusiasmo
atolondrado.
Al
promediar la década de los '90 las iglesias reconocidas, particularmente la
Iglesia Anglicana, cambió la teología del pecado y la redención por una
doctrina menos inflexible: una responsabilidad social colectiva combinada con
un humanismo romántico. Rosie ha ido más allá: virtualmente ha abolido la
Segunda Persona de la Trinidad junto con su cruz y la ha sustituido por la
circunferencia dorada del sol en todo su esplendor, como si fuera el llamativo
cartel de un pub Victoriano. El cambio se popularizó inmediatamente. Incluso
para los no creyentes como yo, la cruz, estigma del barbarismo de la
oficialidad y de la crueldad ineluctable del hombre, nunca había resultado un
símbolo agradable.
8
El
domingo a la mañana, un poco antes de las nueve y media, Theo atravesó Port
Meadow a pie con rumbo a Binsey. Le había dado su palabra a Julian y su orgullo
no le permitía echarse atrás. Pero admitía para sí que había una razón menos
valiosa por la cual quería cumplir su promesa. Ellos sabían quién era y dónde
encontrarlo. Era mejor tomarse la molestia una sola vez, reunirse con ellos y
terminar con todo eso, antes que tener que pasar los meses siguientes con la
ilusión incómoda de encontrarse a Julian cada vez que iba a la capilla o de
compras al Covered Market. Era un día de sol; debajo del límpido cielo azul
profundo el aire era frío pero seco; el pasto, todavía duro por la helada de la
mañana, crujía bajo sus pies. El río parecía una cinta ondulada donde se
reflejaba el cielo. Al cruzar el puente se detuvo para mirar hacia abajo, y
llegaron hasta él los graznidos ruidosos de unos patos y dos gansos que venían
clamando con la boca abierta, como si todavía esperaran que hubiese chicos que
les tiraran migas y luego salieran corriendo, simulando asustarse con esos
ruidos molestos. La aldea estaba desierta. Las pocas casas de las granjas de la
derecha de la enorme pradera todavía se mantenían en pie pero la mayoría de las
ventanas estaban clausuradas con tablas. Algunas estaban rotas, y entre las
astillas y los vidrios en punta alcanzaba a vislumbrar el empapelado
descascarado, los diseños floreados que alguna vez alguien había elegido con
sumo cuidado y ahora no eran más que fragmentos destruidos: estandartes
transitorios del pasado. Las tejas de uno de los techos estaban empezando a
salirse y se veían las vigas podridas, y los jardines eran selvas de pasto y
maleza que llegaban hasta el hombro.
Tenía
entendido que la Posada Perth estaba cerrada hacía mucho tiempo por falta de
clientes. Era el punto final de sus antiguos paseos de los domingos a la mañana,
y este trayecto hacia Binsey, cruzando por Port Meadow, era su favorito. Al
cruzar la aldea se sentía como el fantasma de lo que había sido, miraba con
extrañamiento la angosta avenida de castaños que iba de Binsey a St. Margaret's
Church. Trató de recordar cuándo había hecho esa caminata por última vez. ¿Siete años atrás, o diez? No podía recordar la
ocasión ni su acompañante, si es que lo había tenido. Pero la avenida había
cambiado. Los castaños todavía existían pero el camino estaba obscuro por la
sombra de los árboles, y se había convertido en un sendero angosto, lleno del
moho de las hojas caídas y de una profusa maraña de sauces y fresnos. Sabía que
el Consejo Local había ordenado despejar ciertos senderos pero cada vez eran
menos los que se mantenían en condiciones. Los ancianos eran demasiado débiles
para hacer ese trabajo; los adultos, en quienes recaía la mayor parte de la
carga de mantener el Estado, estaban demasiado ocupados; y los jóvenes eran
indiferentes a la preservación del campo. ¿Por qué habrían de preservar lo que les pertenecería en abundancia?
En muy poco todos heredarían un mundo de mesetas sin gente, arroyos sin polución,
selvas y bosques intrusos, estuarios desiertos. Rara vez se los veía en el
campo y, de hecho, parecía que le temían. Los bosques se habían convertido en
lugares amenazantes donde nadie quería entrar, como si muchos tuvieran terror
de perderse entre esos troncos obscuros y rígidos y esos senderos olvidados, y
nunca más ver la luz. Pero no eran sólo los jóvenes. Cada vez era más la gente
que buscaba la compañía de sus pares: abandonaban las ciudades más despobladas
incluso antes de que la prudencia o un decreto oficial los obligara, y se
mudaban a esos distritos urbanos donde, según había prometido el Custodio, habría
luz y energía hasta el último minuto posible.
En la
huerta que quedaba a la derecha de la iglesia todavía estaba la casa solitaria
que él recordaba; Theo se sorprendió al ver que estaba ocupada, al menos en
parte.
Las
ventanas tenían cortinas, salía una línea delgada de humo de la chimenea y se
veía que a la izquierda del sendero habían tratado de sacar los pastos que
llegaban a la altura de la rodilla y de cultivar una huerta. Todavía había unas
pocas judías que colgaban de unas maderitas, y unas filas irregulares de
repollos y de repollitos de Bruselas amarillentos y medio picados. Recordaba
que durante sus primeras visitas de estudiante lamentaba que los ruidos de la
carretera M40 arruinaran la paz de la iglesia y de la casa, que estaban increíblemente
cerca de la ciudad. Ahora apenas se notaba esa molestia y la casa parecía
envuelta en una calma atemporal.
La misma
fue interrumpida cuando la puerta se abrió de pronto y apareció un hombre mayor
con una sotana gastada, que avanzaba a los tumbos y gritaba, agitando las manos
como espantando bestias empacadas. Con una voz temblorosa gritaba:
– ¡No hay servicio! Hoy no hay servicio, tengo un
bautismo a las once.
–No venía
por eso. Sólo estoy de visita –dijo Theo.
–Eso es
todo lo que hacen. Al menos es lo que dicen. Pero yo necesito la pila de agua
bendita para las once. Para entonces todos deben estar afuera. Todos excepto
los que vienen por el bautismo.
–Espero
no estar aquí para ese momento. ¿Usted
es el sacerdote de la parroquia?
Se acercó
a Theo y lo miró con unos ojos paranoicos. Theo pensó que nunca había visto a
alguien tan viejo, con la piel manchada y fina como una hoja de papel estirada
sobre el cráneo; daba la impresión de que la muerte no tardaría mucho en
llevarlo.
–Hubo una
misa negra aquí el miércoles pasado –dijo el anciano–; estuvieron cantando y
gritando toda la noche. No está bien. No puedo hacer nada para detenerlos,
pero no estoy de acuerdo. Y se van sin limpiar, dejan sangre, plumas y vino
por todos lados. Y las velas negras derretidas después no se pueden sacar. No
salen, ¿me entiende? Y me dejan
todo para que lo haga yo. No lo piensan. No es justo. Está muy mal.
–¿Por qué no deja la iglesia cerrada? –dijo
Theo.
El
anciano adquirió un tono de confidencia.
–Porque
se han llevado la llave, por eso. Y yo sé quién la tiene. Sí que lo sé. –Se dio
vuelta y se fue tambaleando hacia la casa, murmurando; cuando llegó a la
puerta giró sobre sus talones y gritó su última amenaza: – Afuera a las once en
punto. A menos que venga al bautismo. A las once todos afuera.
Theo se
dirigió hacia la iglesia. Era un pequeño edificio de piedra, con su pequeña
torre de campanas dobles parecía una simple casa de piedra con chimenea. El
parque de la iglesia parecía un campo abandonado por lo crecidas que estaban
todas las plantas. El pasto era alto y pálido como el heno; la hiedra había
crecido sobre las lápidas y tapaba los nombres. En algún lugar de este
desierto enmarañado estaba la fuente de St. Frideswide, que una vez fue un
lugar de peregrinaje. Pero era obvio que alguien visitaba la iglesia. A ambos
lados del pórtico había una maceta de terracota con un rosal, los tallos
estaban desnudos pero todavía tenían unos pocos brotes congelados, castigados
por el invierno.
Julian lo
estaba esperando en el pórtico. No estiró la mano ni le sonrió, sino que dijo:
–Gracias
por venir; estamos todos aquí –y abrió la puerta. Adentro había poca luz, y se
encontró con una fuerte ola de incienso que sofocaba un aroma más fúnebre. La
primera vez que había estado aquí, veinticinco años atrás, se había visto
transportado por el silencio de una paz atemporal, y le había parecido que en
el aire sonaba el eco de una canción olvidada mucho tiempo atrás, el eco de
los antiguos imperativos y de las plegarias desesperadas. Todo eso ya no existía
más. Una vez éste había sido un lugar donde el silencio era algo más que la
ausencia de ruido. Ahora era un edificio de piedra; nada más.
Esperaba
que el grupo lo estuviera esperando, parados o sentados en la penumbra del
tosco vacío, todos en el mismo sitio. Pero vio que estaban caminando por diferentes
partes de la iglesia, apartados por una pelea o por una incesante necesidad de
soledad. Eran cuatro, tres hombres y una mujer alta que estaba junto al altar.
Cuando él y Julian entraron avanzaron todos con calma y se agruparon en el
pasillo frente a él.
Supo cuál
era el líder y marido de Julian, incluso antes de que se adelantara y lo
enfrentara, al parecer deliberadamente. Se quedaron así, midiéndose como dos
adversarios. Ninguno sonrió ni estiró la mano.
Era muy
moreno, tenía un rostro atractivo, un tanto triste, y los ojos eran hundidos,
con un brillo suspicaz, las cejas fuertes y derechas como pinceladas acentuaban
sus pómulos marcados. Tenía algunos pelos negros sobre los gruesos párpados, de
modo que las pestañas y las cejas parecían unidas. Las orejas eran grandes y
prominentes, con los lóbulos en punta, eran orejas de duende y no tenían nada
que ver con la expresión inflexible de la boca ni con las mandíbulas fuertes y
apretadas. No era la cara de un hombre que está en paz consigo mismo y con el
mundo; pero, ¿por qué habría de
serlo, si se había perdido la distinción y los privilegios de ser un Omega sólo
por unos pocos años? Su generación, igual que la de los Omegas, había sido
observada, estudiada, mimada, perdonada y preservada para aquel momento en el
que fueran hombres adultos y produjeran el esperma fértil tan esperado. Era
una generación programada para el fracaso, la última decepción para los padres
que los habían criado y la raza que había invertido en ellos tanta esperanza y
una educación tan cuidadosa.
Cuando
habló, Theo pensó que su voz era más potente de lo que había imaginado, de un
tono rudo, y con vestigios de un acento que no pudo identificar. Sin esperar a
que Julian hiciera las presentaciones dijo:
–No es
necesario que conozca nuestros apellidos. Sólo usaremos los nombres de pila. Yo
soy Rolf, el líder del grupo. Julian es mi esposa. Ellos son Miriam, Luke y
Gascoigne. Gascoigne es su nombre de pila; su abuela lo eligió en 1990, quién
sabe por qué. Miriam era partera y Luke sacerdote. No es necesario que sepa qué
es lo que hacemos ahora.
La mujer
fue la única que se adelantó y tomó la mano de Theo. Era negra, probablemente
jamaiquina, y la más vieja del grupo, más vieja que él, supuso Theo, tendría
entre cincuenta y cincuenta y cinco años. Tenía una alta mata de cabello corto
y muy enrulado espolvoreado de blanco. El contraste entre el blanco y el negro
era tal que la cabeza parecía empolvada, lo cual le daba un aspecto hierático y
decorativo. Era alta y bien formada, la cara era larga y de lindas facciones,
las pocas líneas que surcaban su piel color café negaban la blancura del
cabello. Tenía puestos unos elegantes pantalones negros metidos dentro de las
botas, un jersey marrón de cuello alto y un saco de cuero de cordero: un
contraste elegante y casi exótico frente a la ordinaria ropa de trabajo de los
tres hombres. Saludó a Theo con un firme apretón de manos y cierto humor en la
mirada especulativa, como si ya fueran cómplices.
A primera
vista no había nada remarcable en el muchacho –parecía un muchacho aunque no
podía ser menor de treinta y uno– al que llamaban Gascoigne. Era petiso, casi
rechoncho, tenía el cabello muy corto y la cara redonda y amigable, con los
ojos muy abiertos y la nariz respingada; era una de esas caras infantiles que
han crecido con la edad pero que no han cambiado esencialmente desde el
momento en que, desde su cochecito de bebé, observaron un mundo que todavía les
parecía extraño aunque no hostil, según lo sugería su aire de inocencia sorprendida.
El hombre
llamado Luke –recordaba que Julian le había dicho que era sacerdote– era mayor
que Gascoigne, probablemente tuviera más de cuarenta. Era alto, tenía una cara
sensible y pálida; esto último también se aplicaba a su cuerpo. De las muñecas
delicadas colgaban unas manos grandes y nudosas, como si de niño hubiera crecido
más de lo que sus fuerzas le permitían y nunca hubiera podido lograr una
adultez robusta. El cabello formaba una especie de borde de seda sobre la
frente alta; los ojos grises estaban muy separados y tenían una expresión amable.
No parecía un conspirador, su obvia fragilidad contrastaba mucho con la
masculinidad morocha de Rolf. Le dirigió una pequeña sonrisa a Theo y su cara
levemente melancólica se transformó, pero no dijo nada.
–Julian
le explicó las razones por las que quisimos verlo –dijo Rolf. Sonó como si Theo
fuera el que estaba pidiendo algo.
–Quieren
que utilice mis influencias ante el Custodio de Inglaterra. Tengo que decirles
que no tengo tal influencia. Desistí de cualquier derecho de ese tipo cuando
renuncié a mi cargo de asesor. Escucharé lo que tienen para decirme pero no
creo que haya nada que yo pueda hacer para influir en el Consejo o en el
Custodio de Inglaterra. Nunca lo hubo. Es por eso, en parte, que renuncié.
–Usted es
su primo, su único pariente vivo –dijo Rolf–. Prácticamente se criaron juntos.
Según los rumores usted es la única persona de toda Inglaterra a la que
escucha.
–Entonces
los rumores son equivocados –dijo Theo–. ¿Qué tipo de grupo son ustedes? ¿Siempre se encuentran en esta iglesia? ¿Son alguna especie de organización religiosa?
Fue
Miriam la que contestó:
–No. Como
dijo Rolf, Luke es sacerdote, aunque no se dedica todo el día a eso, ni tiene
una parroquia. Julian y él son cristianos, el resto no lo somos. Nos
encontramos en iglesias porque están disponibles, abiertas, son baratas y
generalmente están vacías, al menos las que nosotros elegimos. Quizá tengamos
que renunciar a ésta. Hay otra gente que está empezando a usarla.
Rolf
interrumpió, su voz era impaciente, excesivamente enfática:
–La
religión y la cristiandad no tienen nada que ver con eso. ¡Nada!
Miriam
continuó, como si no lo hubiese oído:
–Todos
los excéntricos se encuentran en las iglesias. Nosotros sólo somos un grupo de
tipos raros entre muchos otros. Nadie nos hace preguntas. Si lo hacen, somos
el Cranmer Club. Nos encontramos para leer y estudiar el antiguo Libro de Oración
Común.
–Ésa es
nuestra forma de protegernos –dijo Gascoigne. Hablaba con la satisfacción de un
niño que ha aprendido uno de los secretos de los grandes.
Theo se
volvió hacia él.
–¿De veras? ¿Y qué contestan cuando la Policía de Seguridad del Estado les pide
que reciten la colecta del primer domingo de Adviento? –Al ver el desconcierto
y la confusión de Gascoigne, agregó:– No parece muy convincente como protección.
–Quizá no
simpatice con nosotros pero no tiene que despreciarnos –dijo Julian, con
calma–. No pretendemos convencer a la PSE con esa forma de protegernos. Si empezaran
a interesarse por nosotros no habría forma de protegernos. Nos desarmarían en
diez minutos. Lo sabemos. Esa protección nos da una razón, una excusa para
encontrarnos regularmente en iglesias. No lo publicitamos. Está ahí por si
alguien pregunta, por si llegamos a necesitarlo.
–Ya sé
que llaman colectas a las oraciones –dijo Gascoigne–. ¿Usted conoce la que me preguntó? –No lo decía en forma acusadora;
estaba meramente interesado.
–Me crié
con el Viejo Testamento –dijo Theo–. La iglesia a la que mi madre me llevaba
cuando era niño debe haber sido una de las últimas en abandonarlo. Soy
historiador. Me interesan la iglesia victoriana, las antiguas liturgias, los
cultos desaparecidos.
–Todo
esto es irrelevante –dijo Rolf, impaciente–. Como dice Julian, si la PSE nos
encuentra no va a perder tiempo en tomarnos el viejo catecismo. No estamos en
peligro todavía, a menos que usted nos traicione. ¿Qué hemos hecho hasta ahora? Nada, excepto hablar. Dos de nosotros
pensamos que antes de actuar era razonable apelar al Custodio de Inglaterra, su
primo.
–Tres de
nosotros –dijo Miriam–. Fue la mayoría. Luke, Julian y yo coincidimos. Yo pensé
que valía la pena probar.
Otra vez
Rolf la ignoró:
–No fue
idea mía traerlo aquí. Le soy honesto. No tengo por qué confiar en alguien que
no me agrada demasiado.
–Y a mí
no me agradaba demasiado venir, así que estamos a mano –respondió Theo–.
Quieren que hable con el Custodio. ¿Por qué no lo hacen ustedes?
–Porque
no nos escucharía. Quizá a usted sí.
–Y si
accedo a verlo, y me escucha, ¿qué
quieren que le diga?
La
pregunta estaba tan mal planteada que por un momento se quedaron mudos. Se
miraron entre ellos como preguntándose quién empezaría. Fue Rolf el que contestó:
–El
Custodio asumió el poder por elecciones, pero eso fue hace quince años. Desde
entonces no ha llamado a elecciones. Él sostiene que gobierna según la voluntad
de la gente; pero en realidad es un déspota y un tirano.
–Se
necesita un mensajero valiente para decirle eso –dijo Theo con sequedad.
–Y los
Granaderos son su ejército privado –dijo Gascoigne–. Es a él a quien le juran
obediencia. No sirven más al Estado, lo sirven a él. No tiene derecho a usar
ese nombre. Mi abuelo era un soldado de los Granaderos. Decía que eran el mejor
regimiento del Ejército Británico.
Rolf
ignoró su comentario y dijo:
–Y hay
cosas que podría hacer sin siquiera esperar una elección general. Podría dar
fin al programa de examinación del semen. Es una pérdida de tiempo, es
degradante y además es inútil. Y podría permitir que los Consejos Locales y
Regionales eligieran a sus propios presidentes. Eso sería, al menos, el
principio de la democracia.
–No son sólo
los exámenes de semen –dijo Luke–. Debería interrumpir los exámenes ginecológicos
compulsivos. Degradan a las mujeres. Y queremos que dé fin al Átropos. Sé que
se supone que son voluntarios. Quizá lo fueron en un principio. Quizá algunos
de ellos todavía lo sean. ¿Pero
continuarían con la idea de morirse si les diéramos alguna esperanza?
Theo se
vio tentado a preguntar
“¿Esperanza de qué?”
–Y
queremos que se haga algo respecto de los Transeúntes –intervino Julian–. ¿Le parece bien que haya un edicto que prohíba
a nuestros Omegas emigrar? Importamos Omegas y jóvenes de países menos
poderosos para que hagan nuestros trabajos desagradables, limpien las cloacas,
saquen la basura y cuiden a los incontinentes y a los viejos.
–Sin
embargo quieren venir, tal vez porque encuentran una mejor calidad de vida
–dijo Theo.
–Vienen
para comer –dijo Julian–. Luego, cuando envejecen, ¿el límite son los sesenta años, no?, los mandan de vuelta, quieran
o no.
–Ése es
un mal que podrían remediar sus propios países. Podrían empezar por manejar
mejor sus asuntos. De todas formas, no son muchos. Hay un cupo y la admisión
está muy controlada.
–No sólo
un cupo, también hay requerimientos estrictos. Tienen que ser fuertes, sanos y
sin condenas penales. Tomamos a los mejores y después los tiramos de vuelta,
cuando ya nadie los quiere. ¿Y quiénes
son los que reciben sus servicios? No los que más los necesitan, sino los
miembros del Consejo y sus amigos. ¿Y quién cuida a los Omegas extranjeros cuando están acá? Trabajan
por una miseria, viven en campamentos, las mujeres separadas de los hombres. Ni
siquiera les damos la ciudadanía; es una forma legalizada del esclavismo.
–No creo
que vayan a empezar una revolución por el tema de los Transeúntes, o por el Átropos
–dijo Theo–. A la gente no le importa.
–Queremos
ayudarlos a que les importe –dijo Julian.
–¿Por qué habría de ser así? Viven sin esperanza
en un planeta que se está muriendo. Lo que quieren es seguridad, bienestar y
placer. El Custodio de Inglaterra puede prometer los dos primeros, lo cual es más
de lo que la mayoría de los gobiernos extranjeros logra hacer.
Rolf había
estado escuchando sin hablar. De pronto dijo:
–¿Cómo es el Custodio de Inglaterra? ¿Qué tipo de persona es? Usted debe saberlo, se
criaron juntos.
–Eso no
me abre las puertas de su mente.
–Todo ese
poder, más del que nadie haya tenido antes, al menos en este país... ¿Lo disfruta?
–Parece
que sí. No se lo ve dispuesto a abandonarlo.
–Y agregó:
– Si quieren democracia, tienen que revitalizar de algún modo el Consejo Local.
Allí es donde la misma comienza.
–Y allí
es donde termina también –dijo Rolf–. Así es como el Custodio ejerce su poder a
ese nivel. ¿Ha visto al presidente
de nuestro Consejo Local, Reggie Dimsdale? Tiene setenta años, vive quejándose
y cagado de miedo; mantiene su cargo sólo para obtener doble ración de combustible,
un par de Omegas extranjeros para que cuiden su maldito caserón y le peguen en
el culo por su incontinencia. No hay Átropos para él.
–Obtuvo
su cargo en el Consejo por elecciones. Todos fueron votados.
–¿Por quiénes? ¿Usted votó? ¿A quién le
importa? La gente se siente aliviada de que alguien haga el trabajo. Y usted
sabe cómo es. El presidente del Consejo Local no puede ser designado sin la
aprobación del Consejo del Distrito. Que a su vez necesita la aprobación del
Consejo Regional. Él o ella debe ser aprobado por el Consejo de Inglaterra.
El Custodio controla el sistema de arriba abajo, usted debe saberlo. Lo
controla, también, en Escocia y Gales. Cada uno tiene su propio Custodio, pero,
¿quién los designa? Xan Lyppiatt
se haría llamar el Custodio de Gran Bretaña si no fuera porque así perdería
romanticismo.
El
comentario, pensó Theo, demostraba capacidad de observación. Recordó una vieja
conversación con Xan. “Dudo mucho
que elija Primer Ministro. No quiero apropiarme del título de otro, sobre todo
cuando carga con tal peso de tradición y obligación. Van a esperar que llame a elecciones
cada cinco años. Tampoco Regente. Al último no le fue demasiado bien. Custodio
está muy bien. ¿Pero Custodio de
Gran Bretaña e Irlanda del Norte? Eso atentaría contra el aire romántico al
que yo aspiro.”
–No
iremos a ningún lado con el Consejo Local –dijo Julian–. Usted vive en Oxford,
es un ciudadano como cualquier otro. Debe haber leído el tipo de cosas que pegan
después de las reuniones, las cosas que discuten. La mantención de los campos
de golf y de las canchas de bowling. ¿Las instalaciones de la sede del club son adecuadas? Asignaciones
de trabajo, quejas acerca de las raciones de combustible, solicitudes de
Transeúntes, audiciones para el coro amateur local. ¿Es suficiente la cantidad de gente que quiere tomar clases de violín
como para que valga la pena que el Consejo emplee a un profesional permanente?
A veces incluso discuten la vigilancia en las calles; y no podemos decir que
ahora, con la amenaza de deportación a la Colonia Penal del Hombre, eso sea
realmente necesario.
–Protección,
bienestar y placer –dijo Luke amablemente–. Debería haber algo más.
–Es lo
que a la gente le importa, es eso lo que quieren. ¿Qué otra cosa debería ofrecerles el Consejo?
–Compasión,
justicia y amor.
–Jamás un
Estado se preocupó por el amor, y no existirá nunca un Estado que pueda
hacerlo.
–Pero
podría preocuparse por la justicia –dijo Julian.
–Justicia,
compasión, amor. –Rolf estaba impaciente.–Son puras palabras. De lo que
estamos hablando es del poder. El Custodio es un dictador disfrazado de líder
democrático. Debería obligárselo a hacerse responsable de la voluntad de la
gente.
– ¡Ah, la voluntad de la gente! –dijo Theo–.
Suena bien la frase. Hoy en día, la voluntad de la gente parece ser la protección,
el bienestar y el placer. –Y pensó: yo sé que lo que le molesta es el hecho de
que Xan tenga ese poder, y no la manera en que lo ejerce. No existía verdadera
cohesión real en el grupo, y sospechaba que tampoco un propósito común.
Gascoigne estaba encendido de indignación por la apropiación del nombre
Granadero, Miriam por algún motivo que por ahora no estaba claro, Julian y Luke
por un idealismo religioso, Rolf por celos y ambición. Como historiador, podía
señalar una docena de situaciones similares.
–Cuéntale
lo de tu hermano, Miriam –dijo Julian–. Cuéntale lo de Henry. Pero antes sentémonos.
Se
ubicaron en uno de los bancos de la iglesia, inclinados hacia adelante para
poder escuchar la voz suave de Miriam; parecían un grupo de fieles disímiles y
un poco reticentes, pensó Theo.
–A Henry
lo mandaron a la isla hace dieciocho meses. Robo con violencia. No fue mucha la
violencia, no fue verdadera violencia. Le robó a una Omega y la empujó. No fue
más que un empujón, pero ella se cayó al suelo y le dijo a la corte que Henry
la había pateado en las rodillas cuando ella estaba tirada en el suelo. Esto
no es cierto. Yo no digo que Henry no la haya empujado. Desde chicos siempre
trajo líos y problemas. Pero no pateó a esa Omega, no cuando estaba en el
suelo. Le quitó la cartera, la empujó y después salió corriendo. Fue en
Londres, justo antes de medianoche. Dio la vuelta en la esquina de Ladbroke
Grove y dio justo en los brazos de la Policía de Seguridad del Estado. Ha
tenido mala suerte toda la vida.
–¿Usted estuvo en la corte?
–Mi madre
y yo, las dos. Mi padre murió hace dos años. Le conseguimos un abogado a Henry,
le pagamos también, pero no estaba muy interesado. Se llevó nuestro dinero y
no hizo nada. Era evidente que coincidía con la parte acusadora en que había
que mandar a Henry a la isla. Después de todo, le había robado a una Omega. Eso
actuaba en su contra. Y además es negro.
–No
empieces con todo ese disparate de la discriminación racial –dijo Rolf,
impaciente–. Fue el empujón lo que lo condenó, no su color. No pueden mandarte
a la Colonia Penal a menos que hayas cometido un delito violento contra una
persona, o que sea el segundo arresto por robo de domicilio. Henry no tenía
arrestos por robo de domicilio, pero tenía dos por hurtos menores.
–Por
robar en tiendas –dijo Miriam–. Nada tan grave. Robó una bufanda para el
cumpleaños de mamá y un chocolate. Pero eso fue cuando era un niño. ¡Por Dios, Rolf, tenía doce años! Fue hace más
de veinte años.
–Si
derribó a su víctima, fue un delito violento, por más que no la hubiera pateado
–dijo Theo.
–Pero no
lo hizo. La empujó y ella se cayó. No fue deliberado.
–El
jurado no debe haber pensado así.
–No era
un jurado. Usted sabe lo difícil que es encontrar gente que participe. No les
interesa. No se van a tomar la molestia. Lo juzgaron según las nuevas
disposiciones: un juez y dos magistrados. Ellos tienen el poder de enviar
gente a la isla. Y es de por vida. No hay perdón; nunca más sales de ahí.
Sentenciado de por vida a ese infierno por un empujón que no fue adrede. Eso
mató a mi madre. Henry era su único hijo y sabía que no volvería a verlo. Se
encerró en sí misma después de eso. Me alegra que haya muerto. Al menos nunca
supo lo peor. –Miró a Theo y dijo simplemente:
– Pero yo
si lo supe, ¿sabe? Él vino a
verme.
–¿Entonces se escapó de la isla? Pensé que era
imposible.
–Henry lo
logró. Encontró un bote averiado; uno que las fuerzas de seguridad pasaron por
alto cuando prepararon la isla para que llegaran los convictos. A los botes
que no valía la pena llevarlos los quemaban, pero éste estaba escondido o pasó
desapercibido, o quizá pensaron que estaba demasiado arruinado para usarlo.
Henry siempre fue bueno con las manos. Lo reparó en secreto y fabricó dos
remos. Luego, cuatro semanas atrás –era el tres de junio– esperó hasta que
anocheciera y partió.
–Era
terriblemente audaz.
–No, era
razonable. Sabía que tenía dos posibilidades: lograrlo o ahogarse; y ahogarse
era mejor que quedarse en esa isla. Y volvió, vino a verme. Yo vivo, bueno,
no importa dónde vivo. Es una cabaña en las afueras de la ciudad. Llegó después
de medianoche. Yo había tenido un día pesado en el trabajo y quería irme a la
cama temprano. Estaba cansada pero inquieta, entonces me preparé una taza de té
en cuanto llegué y me quedé dormida en la silla. Dormí sólo unos veinte minutos
y cuando me desperté, me di cuenta de que no estaba preparada para meterme en
la cama. Ya sabe cómo es; cuando uno está pasado de cansancio, desvestirse ya
es demasiado esfuerzo. Era una noche obscura, sin estrellas, y se estaba
levantando viento. Generalmente me gusta oír el viento cuando estoy abrigada en
casa, pero esa noche era diferente, no era nada agradable, silbaba y aullaba en
la chimenea, amenazador. Empecé a sentirme triste pensando en mamá, que estaba
muerta, y en Henry, desaparecido para siempre. Pensé que debía dejar de pensar
en esas cosas e irme a la cama. Entonces escuché los golpes en la puerta. Hay
timbre, pero él no lo usó. Hizo sonar dos veces el llamador, sin fuerza, pero
yo lo oí. Me acerqué hasta la mirilla pero no pude ver nada, sólo la negrura.
Ya era pasada la medianoche y no se me ocurría quién podría venir tan tarde.
Puse la cadena y abrí la puerta. Había una figura obscura desplomada contra la
pared. Tuvo fuerzas sólo para golpear dos veces antes de caer inconsciente. Me
las arreglé para arrastrarlo hacia adentro y revivirlo. Le di una sopa y
brandy, y después de una hora pudo hablar. Quería hablar así que lo dejé,
mientras lo acunaba en mis brazos.
–¿En qué estado estaba? –preguntó Theo.
Fue Rolf
el que respondió:
–Mugriento,
hediondo, ensangrentado y terriblemente flaco. Había caminado desde la costa de
Cumbria.
–Lo lavé
y le vendé los pies y logré meterlo en la cama –continuó Miriam–. Tenía terror
de dormir solo, así que me acosté a su lado, completamente vestida. Yo no podía
dormir. Fue entonces cuando empezó a hablar. Habló por más de una hora. Yo no
dije nada; lo tenía en mis brazos y escuchaba. Luego, por fin, se calló y supe
que estaba dormido. Me quedé ahí, sosteniéndolo, escuchando su respiración y su
murmullo. A veces gemía y de pronto soltaba un grito agudo y se sentaba pero
yo lograba calmarlo como si fuera un bebé, y se dormía otra vez. Me quedé
junto a él, llorando en silencio por las cosas que me había contado. Pero
estaba enojada también. Sentía la furia como un carbón hirviendo en mi pecho.
La isla es un infierno en la tierra. Los que llegaron allí como humanos están
casi todos muertos y el resto son como demonios. La gente se muere de hambre. Sé
que tienen semillas, granos y maquinarias; pero la mayoría son delincuentes
ciudadanos que no están acostumbrados a sembrar nada, no están acostumbrados a
trabajar con las manos. Ya se han comido toda la comida almacenada, y las
huertas y los campos están devastados. A veces, cuando la gente se muere, se la
comen. Lo juro. Ha sucedido. La isla está dominada por una banda conformada por
los convictos más fuertes. Les gusta la crueldad y en Man pueden golpear,
torturar y atormentar sin que nadie los detenga ni los vea. Aquellos que son
buenas personas, que son valiosos, todos los que no deberían estar ahí, no
duran mucho. Las peores son algunas mujeres. Henry me contó cosas que no puedo
repetir y que nunca olvidaré. Y entonces a la mañana siguiente vinieron a
buscarlo. No irrumpieron, ni hicieron mucho ruido. Simplemente rodearon la
cabaña en silencio y golpearon a la puerta.
–¿Quiénes son ellos? –preguntó Theo.
–Seis
Granaderos y seis hombres de la Policía de Seguridad del Estado. Un hombre
exhausto, golpeado, y mandan doce para llevárselo. Los de la PSE eran los
peores. Creo que eran Omegas. Al principio no me dijeron nada; simplemente
subieron y lo arrastraron hacia abajo. Cuando los vio dio un grito agudo.
Nunca olvidaré ese grito. Nunca, nunca... Luego se volvieron hacia mí, pero un
oficial, era uno de los Granaderos, les dijo que me dejaran en paz. “Es su hermana –dijo–, naturalmente él vino aquí.
Ella no tuvo otra opción que ayudarlo.”
–Pensamos
después que él debe haber tenido una hermana, alguien que él sabía nunca lo
defraudaría, que siempre estaría ahí –dijo Julian.
–O quizá
pensó que podía demostrar un poco de humanidad; y tal vez Miriam lo
recompensaría de alguna manera.
Miriam
negó con la cabeza:
–No, no
era así. Trataba de ser amable. Le pregunté qué pasaría con Henry. No contestó,
pero uno de los de la PSE dijo: “¿Qué
le parece? Pero recibirá sus cenizas”. Fue el capitán de la PSE quien me dijo que podrían haberlo
apresado cuando desembarcó pero que lo siguieron desde Cumbria hasta Oxford.
En parte para ver adonde iría, supongo; y en parte porque querían que se
sintiera seguro antes de arrestarlo.
–Ese
refinamiento de la crueldad es lo que les daba mayor placer –dijo Rolf con una
furia amarga.
–Una
semana más tarde llegó el paquete. Era pesado, como si fuera uno de dos libras
de azúcar, y tenía la misma forma, estaba envuelto en papel marrón, con una
etiqueta escrita a máquina. Adentro estaba esa bolsa de plástico llena de
arenisca blanca. Parecía fertilizante para las plantas. Había sólo una nota
escrita a máquina, sin firma. “Derribado
por intento de fuga.” Nada más.
Hice un pozo en el jardín. Recuerdo que llovía y que cuando tiré la arenisca
blanca parecía como si todo el jardín estuviera llorando. Pero yo no lloraba.
El sufrimiento de Henry había terminado. Cualquier cosa era mejor que tener
que volver a esa isla.
–No existía
la posibilidad de que lo mandaran de vuelta, por supuesto –dijo Rolf-No les
gustaría que nadie sepa que es posible escaparse. Y ahora ya no será así, ahora
no. Van a empezar a patrullar la costa. Julian le tocó el brazo a Theo y lo miró
bien de frente. –No deberían tratar así a los seres humanos. No importa lo que
hayan hecho, lo que sea, no deberían tratar así a la gente. Tenemos que
detenerlo.
–Obviamente
hay problemas sociales –dijo Theo–, pero no son nada comparado con lo que está
sucediendo en otras partes del mundo. Se trata de lo que el país está preparado
a pagar con tal de tener un gobierno sólido.
–¿A qué se refiere con gobierno sólido? –preguntó
Julian.
–A que el
orden público esté asegurado, no haya corrupción en las altas esferas, a que
estemos liberados del temor a la guerra y al delito, se distribuyan en forma
razonablemente equitativa las riquezas y los recursos y se respete la vida de
las personas.
–Entonces
no tenemos un gobierno sólido –dijo Luke. –Quizá no pueda pedirse más en las
circunstancias actuales. Hubo un amplio apoyo de la gente para establecer el
Penal del Hombre. Ningún gobierno puede actuar sin el consentimiento de la
gente.
–Entonces
tenemos que cambiar a la gente –dijo Julian. Theo se rió:
–Ah, ¿es en ese tipo de revolución que piensan? No
es el sistema, sino los corazones y las mentes. Ustedes son los revolucionarios
más peligrosos, o lo serían si tuvieran la menor idea de cómo empezar, o la
menor oportunidad de tener éxito.
–¿Usted cómo empezaría? –le preguntó Julian,
como si estuviera seriamente interesada en su respuesta.
–No
empezaría. La historia me dice lo que le pasa a la gente que lo hace. El que
lleva colgado en esa cadena es un buen ejemplo.
Levantó
su mano deforme y tocó levemente la cruz, que parecía un talismán muy pequeño y
frágil junto a esa carne inflamada.
–Uno
siempre puede encontrar excusas para no hacer nada –dijo Rolf–. El hecho es que
el Custodio maneja a Gran Bretaña como si fuera su feudo privado. Los Granaderos
son su ejército privado y los miembros de la Policía de Seguridad del Estado
son sus espías y verdugos.
–No tiene
pruebas de eso.
–¿Quiénes fueron los que mataron al hermano de
Miriam? ¿Lo ejecutaron después de
un juicio o fue un asesinato secreto? Lo que queremos es una democracia real.
–¿Con usted a la cabeza?
–Yo haría
las cosas mejor que él.
–Me
imagino que es exactamente lo que él pensaba cuando sucedió al último Primer
Ministro.
–¿Entonces no va a hablar con el Custodio? –dijo
Julian.
–Claro
que no –intervino Rolf–. Jamás tuvo la intención. Fue una pérdida de tiempo
traerlo hasta aquí; algo sin sentido, estúpido y peligroso.
–No he
dicho que no iré a verlo –dijo Theo, con calma–. Pero no puedo llevarle meros
rumores, sobre todo si no puedo siquiera decirle de dónde y cómo obtuve mi
información. Antes de darles mi decisión quiero ver un Átropos. ¿Dónde han programado el próximo? ¿Alguien sabe?
Fue
Julian quien contestó:
–Han
dejado de publicitarios pero por supuesto que la noticia llega antes. Hay un Átropos
de mujeres en Southwold este miércoles, dentro de tres días. Saldrán del
muelle, al norte de la ciudad. ¿Usted
conoce la ciudad? Es más o menos a ocho millas al sur de Lowestoft.
–No es
demasiado conveniente.
–Quizá no
para usted –dijo Rolf–. Pero sí para ellos. No hay trenes, de modo que no se
llena de gente; y es lejos, con lo cual la gente se pregunta si vale la pena
gastar combustible sólo para ver cómo despiden a la abuela, vestida con un
camisón blanco, al son de “Señor
Jesús, la luz del sol se fue”. Ah,
y hay un solo acceso por ruta. Pueden controlar cuánta gente va, pueden
vigilarlos. Si hay algún problema pueden agarrar a los responsables.
–¿Cuánto tendremos que esperar para que nos conteste?
–preguntó Julian.
–Decidiré
si voy a ver al Custodio inmediatamente después del Átropos. Luego podríamos
dejar pasar una semana antes de encontrarnos.
–Mejor
dos semanas. Si va a ver al Custodio, pueden tenerlo vigilado.
–¿Cómo nos hará saber si ha decidido verlo? –preguntó
Julian.
–Les
dejaré un mensaje después de haber visto el Átropos. ¿Conocen el Cast Museum de Pusey Lane?
–No –dijo
Rolf.
–Yo sí
–dijo Luke, orgulloso–. Es parte del Ashmolean, una muestra de copias en yeso y
mármol de estatuas griegas y romanas. Solían llevarnos allí en las clases de
arte del colegio. Hace años que no voy. Ni siquiera sabía que el Ashmolean lo
mantenía en funcionamiento.
–No hay
por qué cerrarlo –dijo Theo–. No requiere demasiada supervisión. Ocasionalmente
lo visitan algunos pocos entendidos. Los horarios de apertura están en el
cartel de afuera.
–¿Por qué ahí? –dijo Rolf, suspicaz.
–Porque
me gusta ir de vez en cuando y el cuidador está acostumbrado a verme. Porque
tiene varios escondites accesibles. Sobre todo porque me conviene, lo cual no
sucede con ninguna otra cosa de esta empresa.
–¿Dónde va a dejar el mensaje, exactamente?
–dijo Luke.
–En la
planta baja, sobre la pared de la derecha, bajo la cabeza del Diadumenus. El número
de catálogo es C38 y lo van a encontrar en el busto. Si no se acuerdan del
nombre se van a acordar del número, supongo. Si no, anótenlo.
–Es la
edad de Luke, nos vamos a acordar –dijo Julian–. ¿Tendremos que levantar la estatua?
–No es
una estatua, es una simple cabeza, y no van a necesitar ni tocarla. Hay un
pequeñísimo espacio éntrela base de la misma y el estante. Les dejaré mi
respuesta en una tarjeta. No va a ser incriminatoria, un simple sí o no. También
podrían llamarme por teléfono para eso, pero sin duda les parecerá poco
apropiado.
–Tratamos
de no llamar por teléfono en general –dijo Rolf–. A pesar de que todavía no
hemos empezado, tomamos las precauciones normales. Todo el mundo sabe que las
líneas están intervenidas.
–Y si su
respuesta es positiva y el Custodio accede a verlo, ¿cuándo nos hará saber lo que ha dicho, lo que promete hacer?
–preguntó Julian.
–Es mejor
que lo dejemos al menos para dos semanas más tarde –intervino Rolf–. Contéstenos
el miércoles, dos semanas después del Átropos. Nos encontraremos en cualquier
lugar de Oxford, sería mejor un espacio abierto.
–Los espacios
abiertos se pueden vigilar con binoculares –dijo Theo–. Dos personas que se
encuentran en medio de una plaza, un parque o el jardín de la universidad
llaman la atención. Un edificio público es mejor. Me encontraré con Julian en
el Pitt Rivers Museum.
–Parece
que le gustan los museos –dijo Rolf.
–Tienen
la ventaja de ser lugares donde la gente puede vagar legítimamente.
–Entonces
yo me encontraré con usted a las doce en punto en el Pitt Rivers –dijo Rolf.
–Usted
no. Julian. Utilizaron a Julian para que me contactara la primera vez. Fue
Julian la que me trajo hoy aquí. Estaré en el Pitt Rivers el miércoles al
mediodía, dos semanas después del Átropos, y me gustaría que ella viniera
sola.
Era justo
antes de las once cuando Theo los dejó en la iglesia. Se detuvo un momento en
el pórtico, miró su reloj y se quedó observando el cementerio abandonado. Deseó
no haber venido, no haberse involucrado en esta empresa fútil y molesta. La
historia de Miriam lo había afectado más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Deseó no haberla escuchado nunca. ¿Pero qué podía hacer él? ¿Se podía hacer algo? Ya era demasiado tarde. No creía que el grupo
corriera ningún peligro. Algunos de sus cuidados se acercaban a la paranoia.
Esperaba que no hubiera Átropos durante meses, para poder descansar por un
momento de la responsabilidad. El miércoles no era un buen día para él. Tendría
que modificar su agenda con poco tiempo de antelación. Hacía tres años que no
veía a Xan. Si iban a encontrarse nuevamente, era humillante y desagradable ir
con un pedido. Estaba tan irritado consigo mismo como con el grupo. Podría
considerarlos una mera banda de amateurs disconformes, pero habían estado hábiles:
le habían mandado al único de sus miembros al que no podría decirle que no. Por
qué le resultaba difícil no era algo en lo que quisiera indagar por el momento.
Iría al Átropos, como había prometido, y les dejaría un mensaje en el Cast
Museum. Deseaba que el mensaje pudiera ser, con justificación, un simple NO.
Los del
bautismo venían avanzando por el sendero; el anciano, que ahora tenía puesta
una estola, los guiaba como un pastor, y les gritaba palabras de aliento. Había
dos mujeres maduras y dos hombres más viejos; los hombres estaban sobriamente
vestidos, con trajes azules, las mujeres llevaban unos sombreros floreados que
desentonaban con los abrigos de invierno. Cada una de las mujeres llevaba un
bulto blanco envuelto en un chal del cual asomaban los pliegues con puntillas
de las batas de bautismo. Theo trató de desviar la mirada lo más posible al
cruzarlos, pero las dos mujeres prácticamente le cerraron el paso, y sonriendo
con esa sonrisa vacía de los que están al borde de la demencia, estiraron los
bultos para que él los admirara. Los dos gatitos, con las orejas aplastadas
bajo los bonetes con cintas, se veían ridículos y atractivos a la vez. Tenían
los ojos bien abiertos, como inconmensurables estanques de ópalo, y no parecían
preocupados por su confinamiento. Se preguntó si los habrían drogado; y luego
pensó que probablemente los habrían manejado, acariciado y transportado como a
niños desde su nacimiento, y ya estarían acostumbrados. Se preguntó, también,
acerca del sacerdote. Así fuera uno ordenado o un impostor –había muchos–,
estaba participando de un rito no demasiado ortodoxo. La Iglesia Anglicana, ya
sin una doctrina o una liturgia común, estaba tan fragmentada que no podía
saberse lo que podrían llegar a creer algunas sectas, pero dudaba de que
alguna propiciara el bautismo de animales. Sospechaba que la nueva Arzobispa,
que se definía a sí misma como Cristiana Racionalista, habría prohibido el
bautismo de los niños por tratarse de una superstición, si es que aun hubiese
sido posible bautizar a los niños. Pero era difícil que pudiera controlar lo
que estaba pasando en cada una de las tantas iglesias. Era posible que a los
gatitos no les gustara recibir un chorro de agua fría en la cabeza pero, fuera
de eso, nadie más iba a objetarlo.
Esa
caricatura fue una conclusión adecuada para una mañana de locura. Con paso vigoroso
empezó a caminar en dirección a la sanidad y a esa casa vacía e inviolable que él
llamaba hogar.
9
La mañana
del Átropos, Theo se despertó con el peso de un vago malestar, no tan pesado
como para llamarlo angustia, pero con una leve depresión no muy clara, como si
fueran los últimos jirones de un sueño olvidado pero desagradable. Y luego, aun
antes de estirar su mano para prender la luz supo lo que el día le reservaba.
Había sido un hábito durante toda su vida inventarse pequeños placeres como
paliativos para las obligaciones desagradables. Normalmente comenzaba por
planear su ruta con cuidado: un buen pub donde almorzar temprano, una iglesia
interesante para visitar, un desvío para pasar por alguna ciudad atractiva.
Pero no podía haber compensación para este viaje cuyo fin y propósito era la
muerte. Sería mejor que llegara lo antes posible, viera lo que había prometido
ver, volviera a casa, le dijera a Julian que no había nada que él o el grupo
pudiera hacer y tratara de sacar de su mente toda esa experiencia no buscada y
desagradable. Eso significaba dejar de lado la ruta más interesante, vía
Bedford, Cambridge y Stowmarket, y tomar la carretera M40, luego la M25 y la
A12 en dirección noreste hasta la costa de Suffolk. Era un camino más rápido,
si bien menos directo y, por cierto, más aburrido; pero tampoco esperaba
disfrutar del viaje.
Hizo un
gran progreso. La A12 estaba en mucho mejores condiciones de lo que esperaba,
ya que ahora los puertos de la costa este estaban casi abandonados. Hizo un récord
excelente: justo antes de las dos estaba en el estuario de Blythburgh. La
marea estaba bajando pero más allá de los junquillos y el barro el agua se
estiraba como un pañuelo de seda y las ventanas de Blythburgh Church parecían
de oro por el sol irregular de la mañana.
Habían
pasado veintiocho años desde la última vez que estuvo allí. Entonces él y
Helena habían pasado el fin de semana en el Swan de Southwold, cuando Natalie
tenía sólo seis meses. Apenas les alcanzaba para comprarse un Ford usado en
aquella época. Habían atado la sillita de Natalie muy fuerte en el asiento de
atrás y habían llenado el baúl con todos los trastos de un bebé: grandes
paquetes de pañales descartables, el equipo para esterilizar las botellas,
frascos de comida para bebés. Cuando llegaron a Blythburgh Natalie empezó a
llorar y Helena dijo que tenía hambre y que había que darle de comer en ese
momento, que no podían esperar a llegar al hotel. ¿No podían parar en el White Hart en Blythburgh? La encargada seguro
tendría los elementos para calentar la leche. Y ellos podrían comer algo
liviano. Pero el estacionamiento estaba lleno, y a él no le gustaban los
problemas y las interrupciones que iban a ocasionar las demandas de Helena y
del bebé. Su insistencia en seguir unas pocas millas hasta Southwold no había
caído muy bien. Helena, que trataba infructuosamente de tranquilizar al bebé,
apenas había alcanzado a ver los fulgores del agua, o la maravillosa iglesia
anclada entre los junquillos como un barco majestuoso. El fin de semana de
descanso había comenzado con el resentimiento habitual y había continuado con
un mal humor apenas disimulado. Por supuesto, era culpa de él. Prefería dañar
los sentimientos de su esposa y privar a su hija de algo, antes que causar
molestias en un pub lleno de extranjeros. Deseó tener algún recuerdo de su
hija muerta que no estuviera contaminado por la culpa y el remordimiento.
Casi por
impulso decidió almorzar en el pub. Hoy el suyo era el único auto que estaba
parado ahí. Y dentro de la sala con techo de vigas bajas, la chimenea negra con
leños ardientes que él recordaba había sido reemplazada por una estufa eléctrica.
El era el único cliente. Lo atendió un hombre muy viejo, que le sirvió una
cerveza del lugar. Era excelente, pero la única comida que ofrecían eran tartas
precocidas que el hombre calentaba en el horno a microondas. No era un buen
modo de prepararse para el sufrimiento que le esperaba.
Dobló por
donde recordaba que se tomaba la carretera a Southwold. El paisaje de Suffolk,
escarpado y yermo bajo el cielo invernal, estaba igual; pero la carretera se
había deteriorado y el viaje era irregular y peligroso como un rally por el
campo. Pero al llegar a las afueras de Reydon vio a unos pequeños grupos de
Transeúntes con sus capataces, que estaban por empezar a repararla. Aminoró la
marcha y pasó con cuidado junto a ellos; sus caras obscuras lo miraron
furtivamente. La presencia de ellos lo sorprendió. Era seguro que no habían
elegido Southwold como un centro de población para el futuro. ¿Por qué entonces era importante asegurar que
el acceso estuviera en condiciones?
Pasó
junto a la hilera de árboles que frenaban el viento y por los jardines y
edificios de St. Felix School. Un enorme cartel en la puerta de entrada
proclamaba que ahora era el East Suffolk Craft Centre. Era factible que
abrieran sólo durante el verano o durante los fines de semana, porque no vio a
nadie en los inmensos jardines abandonados. Cruzó Bright Bridge y llegó al
pueblo, cuyas casas pintadas parecían dormir la siesta después de una gran
comida. Treinta años atrás los habitantes eran principalmente gente mayor:
viejos soldados que paseaban sus perros, parejas de jubilados con los ojos
brillantes, curtidos por la intemperie, que caminaban de la mano por la costa.
Una atmósfera de calma ordenada, una vez pasada toda pasión. Ahora estaba casi
desierto. En la puerta del Crown Hotel dos hombres sentados en el banco miraban
fijamente a lo lejos, con las manos nudosas cruzadas sobre el mango de sus
bastones.
Decidió parar
en el patio del Swan y tomar un café antes de seguir hacia la playa del norte,
pero la posada estaba cerrada. Cuando estaba volviendo al auto una mujer madura
con un delantal floreado salió de la puerta lateral y la cerró con llave.
–Quería
tomar un café –le dijo–. ¿El hotel
está clausurado? –Ella tenía una expresión amable pero nerviosa; miró a los
costados antes de responder:
–Sólo por
hoy, señor. Como una muestra de respeto. Hoy es el Átropos; no sé si lo sabía.
–Sí
–dijo–, lo sabía. –Tratando de romper la profunda sensación de aislamiento que
flotaba sobre los edificios y las calles, dijo: – Yo estuve aquí por última
vez hace treinta años. No ha cambiado demasiado. –Ella apoyó su mano en uno de
los vidrios del coche y dijo:
–Sí que
ha cambiado, y mucho. Pero el Swan todavía es un hotel. No hay tantos clientes,
claro, ahora la gente se está yendo de la ciudad. Han programado evacuarla. El
gobierno no podrá garantizarnos energía y servicios cuando llegue el final. La
gente se está mudando a Ipswich o a Norwich.
Por qué
todo ese apuro, se preguntaba él, irritado. Seguramente Xan podía mantener ese
lugar durante unos veinte años más.
Al final
estacionó el coche en un pequeño parque al final de Trinity Street y empezó a
caminar por el sendero al borde del acantilado en dirección al muelle.
El mar de
color gris barroso iba y venía lentamente bajo un cielo del color de la leche
aguada, apenas iluminado hacia el horizonte, como si el sol, inconstante,
estuviera por salir una vez más. Por encima de esta palidez transparente había
enormes grupos de nubes negras y de un gris más obscuro, parecían una cortina a
medio levantar. Alcanzaba a ver, treinta pies más abajo, los reversos punteados
de las olas que se levantaban y perdían fuerza con una inevitabilidad
agotadora, como cargadas de arena y canto rodado. La baranda del paseo, antes
tan prístina y blanca, estaba rota y oxidada, y el pasto que estaba entre el
paseo y las cabañas de la playa estaba crecidísimo. En otro momento se habría
encontrado con una larga fila de brillantes chalés de madera de nombres cariñosos
y ridículos, todos junto al mar como si fuesen coloridas casas de muñecas.
Ahora había espacios vacíos, como en una dentadura con dientes caídos; y los
que quedaban estaban en ruinas, con la pintura descascarada, sostenidos por
unas estacas precarias, esperando ser barridos por la próxima tormenta. A sus
pies los pastos secos, que llegaban hasta la cintura, se movían a intervalos
por la brisa que nunca estaba del todo ausente en esta costa oriental.
Aparentemente
el embarque no se iba a hacer desde el muelle mismo, sino desde un espigón de
madera que quedaba al costado de aquél, especialmente construido para la ocasión.
Alcanzaba a ver a la distancia los dos botes bajos con las cubiertas llenas de
guirnaldas de flores y, en la punta del muelle que daba al espigón, un grupo de
figuras, algunas de las cuales le parecía que tenían uniformes. Más o menos a
ochenta yardas delante de él estacionaron tres ómnibus. A medida que se iba
acercando, los pasajeros empezaron a bajar. Primero bajó un grupo de músicos
vestidos con sacos rojos y pantalones negros. Se quedaron charlando entre
ellos, con el sol brillando en sus instrumentos. Uno de ellos le pegó en broma
al que estaba al lado. Hicieron como que se pegaban por unos segundos y luego,
aburridos de la broma, encendieron sus cigarrillos y se quedaron mirando el
mar. Entonces llegaron los ancianos, algunos podían descender sin ayuda, otros
se apoyaban en sus enfermeras. Abrieron el baúl de uno de los ómnibus y sacaron
algunas sillas de ruedas. Por último allí subieron a los más frágiles.
Theo se
mantuvo a distancia, observando cómo la línea delgada de figuras encorvadas se
dispersaba al bajar por el sendero que dividía el acantilado y se dirigía a las
Cabañas de la costa, al paseo de más abajo. De pronto se dio cuenta de lo que
estaba sucediendo. Usaban las cabañas para que las ancianas se pusieran sus
batas blancas; Cabañas en las que durante décadas se había escuchado la risa de
los chicos, y cuyos nombres, en los que no había pensado casi durante treinta años,
comenzaron a venir a su mente en forma espontánea: La casa de Pele, Vista del
océano, cabaña de espuma, Albergue feliz. Sostenía con fuerza la baranda
oxidada, en lo alto del acantilado, y miraba cómo ayudaban a las mujeres a
entrar de a dos a las Cabañas. Los miembros de la banda miraban pero no hacían
ningún movimiento. Hablaron por un momento, apagaron los cigarrillos y bajaron
por el acantilado. Se formaron en fila y se quedaron esperando. El silencio era
casi espectral. Detrás de él, la fila de casas victorianas cerradas, vacías,
parecían el pobre recuerdo de días más felices. Debajo de sí la playa estaba
desierta; sólo los graznidos de las gaviotas perturbaban la calma.
Ahora
estaban bajando a las ancianas de las Cabañas y las acomodaban en fila. Todas
estaban vestidas con batas blancas largas, quizá fueran camisones, y llevaban
algo que parecía un chal y unos mantones blancos encima para protegerse del
viento penetrante. Se alegró de estar abrigado con su saco de tweed. Todas las
mujeres llevaban un ramillete de flores pequeñas; parecían un grupo de damas de
honor desaliñadas. Se preguntó quién habría preparado las flores, quién habría
abierto las Cabañas y preparado los camisones para esta ocasión. Todo el
incidente, que parecía tan azaroso, tan espontáneo, debía haber sido preparado
con mucho cuidado. Y entonces se dio cuenta de que las cabañas de esa parte del
paseo de abajo estaban arregladas y recién pintadas.
La banda
comenzó a tocar a medida que la procesión arrastraba los pies lentamente por el
paseo de abajo en dirección al muelle. Cuando el primer fragor de la banda
rompió el silencio sintió indignación y una pena infinita. Tocaban canciones
alegres, melodías del tiempo de sus abuelos, reconocía las marchas de la
Segunda Guerra Mundial pero no podía acordarse inmediatamente de los nombres. Luego algunos vinieron a su mente: “Bye Bye, Blackbird”, “Somebody Stole My Girl”, “Somewhere over
the Rainbow”. A medida
que se acercaban al muelle la música cambió y reconoció los acordes de un
himno, “Señor Jesús, la luz del
sol se fue”. Después de la primera
estrofa, cuando empezó la música otra vez, un graznido quejumbroso como el
sonido de las aves marinas subió hasta él, y se dio cuenta de que los ancianos
estaban cantando. Vio que algunas de las mujeres se balanceaban al compás de
la música, sosteniendo el borde de sus faldas blancas y haciendo unas torpes
piruetas. Se le ocurrió pensar que debían estar drogadas.
Se ubicó
a la altura de la última pareja de la fila y la siguió hacia el muelle. Ahora
veía la escena perfectamente bien debajo de él. Había un grupo reducido, cerca
de veinte, algunos quizá fueran parientes y amigos, pero la mayoría eran
miembros de la Policía de Seguridad del Estado. Pensó que alguna vez esos dos
botes debían haber sido pequeñas barcazas. Les quedaban sólo los cascos,
donde habían colocado los bancos. Había dos soldados en cada uno de los botes
que cuando las ancianas entraban se agachaban, tal vez para esposarles los tobillos
o para distribuir las pesas que regulaban el equilibrio. La lancha, amarrada al
muelle, no dejaba ninguna duda acerca del plan. Cuando estuvieran mar adentro
los soldados arrancarían las bujías de un golpe, subirían a la lancha y regresarían
a la costa. En la costa la banda seguía tocando, ahora era el “Nimrod” de Elgar. Luego dejaron de cantar y no se escuchaba ningún sonido,
excepto las olas que rompían incesantemente sobre los guijarros de la playa y
alguna orden ocasional que le traía la suave brisa.
Pensó que
ya había visto demasiado. Ahora se justificaba volver al coche. Lo único que
quería era llevar su furia lejos de esa ciudad que sólo le hablaba de impotencia,
de decadencia, de vacío y de muerte. Pero le había prometido a Julian que vería
un Átropos y eso significaba mirar hasta que los botes estuvieran fuera de la
vista. Como para reforzar su intención bajó los escalones de cemento que lo
conducían a la playa. No vino nadie a ordenarle que se fuera. El pequeño grupo
de oficiales, las enfermeras, los soldados, incluso los músicos, concentrados
como estaban con su parte en la ceremonia macabra, ni siquiera parecieron
notar que él estaba ahí.
De pronto
hubo una conmoción. Una de las mujeres, a la que estaban subiendo al bote más
cercano, dio un grito y comenzó a agitar los brazos violentamente. La enfermera
se paralizó por la sorpresa, y antes de que se pudiera mover, la mujer había
saltado del espigón y luchaba para alcanzar la costa. Instintivamente Theo se
sacó su pesado saco y corrió en dirección a ella; el canto rodado de la costa
crujía bajo sus pies y sentía que el viento del mar le helaba los tobillos.
Ahora estaba sólo a unas veinte yardas de él y la pudo ver con claridad: el
cabello blanco desordenado, el camisón pegado al cuerpo, los pechos
bamboleantes, pendulares, los brazos con sus marcas de piel arrugada. Una ola
que rompió le arrancó el camisón del hombro izquierdo y él vio el pecho balanceándose
con obscenidad, como una enorme agua viva. Ella seguía gritando, con un
chillido agudo y penetrante, como si fuera un animal torturado. Y casi de
inmediato la reconoció. Era Hilda Palmer-Smith. Aturdido, avanzó hacia ella con
las manos extendidas.
Y
entonces sucedió. Cuando estaba a punto de alcanzar las muñecas de la mujer
uno de los soldados saltó al agua y con la culata de la pistola golpeó a la
mujer en la cabeza. Ella cayó hacia adelante; sus brazos giraban violentamente.
Apareció una pequeña mancha roja por un instante. La próxima ola la tragó, la
elevó, y luego se fue y la dejó con los brazos y las piernas extendidos sobre
la espuma. Ella trató de levantarse pero el soldado le volvió a pegar. Para ese
momento Theo había llegado y le había agarrado una de las manos. Casi de
inmediato sintió que lo tomaban con fuerza de los hombros y lo tiraban a un
costado. Oyó una voz calma, autoritaria, casi gentil: “No hay nada que pueda hacer, señor. Nada”.
Otra ola,
más grande que la anterior, volvió a taparla a ella y le hizo perder el
equilibrio a Theo. Luego la ola volvió y, mientras luchaba para levantarse, vio
otra vez a la mujer, tendida, con el camisón arrugado que le dejaba toda la
parte inferior de su cuerpo al descubierto. Él emitió un gemido y trató de
ayudarla otra vez, tambaleándose; pero esta vez él también sintió un golpe en
la cabeza y se cayó. Podía sentir la dureza de las piedras que le raspaban la
cara, el aroma agobiante del agua salada, el latido en los oídos. Escarbó con
las manos entre las piedras, tratando de agarrarse de algo. Pero la arena y
las piedras se le escapaban de las manos. Y luego otra ola rompió y se sintió
arrastrado hacia una parte más profunda del mar. Semiinconsciente, trató de
levantar la cabeza y de respirar, sabía que estaba por ahogarse. Y luego vino
la tercera ola, que lo elevó y lo tiró entre las rocas de la playa.
Pero no
habían tenido la intención de ahogarlo. Sintió que unas manos fuertes lo
tomaban de los hombros y lo sacaban del agua, como si fuera un niño; estaba
temblando de frío, balbuceaba y tenía náuseas. Alguien lo estaba arrastrando
boca abajo hacia la costa. Sentía que las puntas de sus zapatos raspaban
contra la arena mojada y que sus pantalones empapados se arrastraban contra el
canto rodado. Los brazos le colgaban inermes, tenía los nudillos amoratados y
raspados por los enormes arrecifes de la costa. Y sentía todo el tiempo el
aroma fuerte del mar y oía el golpe rítmico de la rompiente. Luego dejaron de
arrastrarlo y lo tiraron bruscamente sobre la arena seca y suave. Sintió el
peso de su saco cuando se lo tiraron encima. Apenas alcanzó a percibir una
sombra negra que pasó sobre él, y luego lo dejaron solo.
Trató de
levantar la mano, consciente por primera vez de un dolor punzante que se expandía
y se contraía como una cosa viva que palpitaba dentro de su cerebro. Cada vez
que lograba levantar la cabeza se le iba para los costados y luego se caía
pesadamente. Pero al tercer intento logró levantarla unas pocas pulgadas y abrió
los ojos. Tenía los párpados cubiertos de arena mojada y la cara cubierta por
arena que le bloqueaba la boca; tiras de algas fangosas se le enredaban entre
los dedos y le colgaban del cabello. Se sentía como un hombre rescatado de una
tumba acuosa con los atavíos de la muerte todavía encima. Pero un segundo
antes de caer inconsciente vio que alguien lo había arrastrado hasta un lugar
angosto que quedaba entre dos Cabañas de la costa. Estaban construidas sobre
unos pilotes no muy altos, y allí abajo, en la arena sucia, alcanzaba a ver los
despojos semienterrados de unas vacaciones ya muy olvidadas: el brillo de un papel
plateado, una vieja botella de plástico, la lona podrida y el armazón astillado
de una silla de playa, y la espada rota de un niño. Se acercó con gran
dificultad y estiró la mano, como si al tocarla pudiera apoderarse de la seguridad
y de la paz. Pero el esfuerzo fue demasiado grande y, cerrando sus ojos
irritados, se hundió en la obscuridad con un suspiro.
Cuando se
despertó pensó, en un principio, que estaba totalmente obscuro. Se dio vuelta y
quedó de espaldas al cielo, que tenía unas pocas estrellas, y vio delante de él
la pálida luminosidad del mar. Recordó dónde estaba y qué había pasado. Todavía
le dolía la cabeza, pero ahora se trataba sólo de un dolor embotado y
persistente. Al pasarse la mano por la cabeza sintió un chichón grande como un
huevo, pero le pareció que no era grave. No tenía idea de la hora y le
resultaba imposible ver las manecillas del reloj. Se frotó las piernas para
revivirlas, sacudió la arena del saco, se lo puso y fue tambaleándose hasta el
borde del mar, donde se arrodilló y se lavó la cara; el agua estaba helada. La
marea estaba más tranquila ahora y había un leve rastro de luz bajo la luna
fugitiva. El mar, con sus movimientos calmos, se desplegaba ante él
completamente vacío y pensó en los ahogados, todavía esposados y unidos por
las maderas del barco, y en los cabellos blancos que subían y bajaban al ritmo
de la marea. Regresó a las Cabañas de la playa y descansó unos minutos en uno
de los escalones como para recobrar fuerzas. Revisó los bolsillos de su saco.
Su billetera de cuero estaba empapada, pero al menos estaba, y con el contenido
intacto.
Subió los
escalones hacia el paseo. Había sólo unas pocas luces de la calle pero le
alcanzaban para ver el reloj. Eran las siete. Había estado inconsciente, y
después tal vez dormido, durante menos de cuatro horas. Al llegar a Trinity
Street sintió alivio al ver que el coche aún estaba allí, pero no había ningún
otro signo de vida. Se quedó sin saber qué hacer. Estaba empezando a temblar y
sintió que tenía mucha sed y ganas de comer algo caliente. La idea de manejar
hasta Oxford en ese estado lo espantaba, pero su necesidad de salir de
Southwold era casi tan imperativa como su hambre y su sed. Cuando estaba pensando
qué hacer escuchó una puerta que se cerraba y miró para los costados. De una de
las casas victorianas que estaban frente al paseo salió una mujer que llevaba
un perrito con una correa. Era la única casa que tenía luz, y en la ventana de
la planta baja vio un cartel grande que decía “Habitación con desayuno incluido”. Se dirigió hacia la mujer impulsivamente y le dijo:
–Tuve un
accidente. Estoy empapado. No creo que pueda manejar esta noche. ¿Tiene un lugar para mí? Mi nombre es Faron,
Theo Faron.
Ella era
más vieja de lo que él se imaginaba; tenía la cara redonda, curtida por el
viento, un poco arrugada, como si fuera una pelota a la que le han sacado el
aire, los ojos eran redondos y brillantes y la boca pequeña, de forma delicada,
alguna vez habría sido bonita pero ahora masticaba incesantemente, como si
todavía estuviera saboreando su última comida.
No pareció
sorprenderse y, lo que es mejor, tampoco asustarse por su pedido, y tenía una
voz agradable:
–Tengo
una habitación disponible, si es que puede esperar a que lleve a Chloe a hacer
sus necesidades de la noche. Hay un lugarcito especial reservado para los perros.
Tratamos de no ensuciar la playa. Las madres solían quejarse si la playa no
estaba limpia para los chicos, y los viejos hábitos permanecen. Hay cena
opcional. ¿A usted le parece bien?
Lo miró y
él vio un rasgo de ansiedad en sus ojos brillantes. Dijo que le parecía
excelente.
Ella
regresó en tres minutos y él la siguió por un pasillo angosto hasta una sala de
estar en la parte de atrás. Era pequeña, casi claustrofóbica, llena de muebles
pasados de moda. Tuvo la sensación que da una repisa de chimenea llena de
animalitos de porcelana, o sillas junto a la chimenea con almohadones hechos
con retazos, o fotografías en marcos de plata o el olor a lavanda. La habitación
le pareció un santuario, con su empapelado floreado que encerraba el bienestar
y la seguridad que él nunca había conocido en su niñez cargada de angustia.
–Temo que
mi heladera esté un poco vacía hoy –dijo–, pero puedo darle sopa y una
omelette.
–Me
encantaría.
–La sopa
no es casera, lo lamento, pero yo mezclo dos latas diferentes y sale mejor, le
agrego algo, perejil picado o una cebolla. Creo que le va a resultar sabrosa. ¿La quiere en el comedor, o aquí en la sala
frente al fuego? Eso sería más acogedor.
–Me
gustaría aquí.
Se ubicó
en una silla reclinable y estiró las piernas frente a la estufa eléctrica; se
quedó mirando cómo sus pantalones despedían vapor al secarse. La comida llegó
rápido, primero la sopa, que detectó como una mezcla de hongos y pollo rociada
con perejil. Estaba caliente y sorprendentemente buena; y el pan y la manteca
que trajo para acompañarla estaban frescos. Luego trajo una omelette aux fines
herbes. Le preguntó si quería té, café o chocolate. Lo que quería era
alcohol, pero eso no le ofreció. Se decidió por el té; ella se lo sirvió y lo
dejó solo, tal como había hecho durante el resto de la comida.
Cuando
hubo terminado, ella apareció otra vez, como si hubiese estado esperando en la
puerta, y le dijo:
–Lo he
ubicado en la habitación de atrás. A veces es lindo estar lejos del sonido del
mar. Y no se preocupe por que la cama esté ventilada. Yo siempre tengo eso muy
en cuenta. Le puse dos bolsas de agua, puede patearlas si tiene mucho calor.
Subí el calefón así hay agua caliente por si se quiere dar un baño.
Le dolía
todo por las horas que había pasado tirado sobre la arena mojada, y la
perspectiva de sumergirse en agua caliente lo tentó. Pero una vez que hubo
calmado el hambre y la sed, lo ganó el cansancio. Sólo la idea de preparar el
baño le resultaba demasiado trabajo.
–Me voy a
bañar a la mañana, si se puede –dijo.
La
habitación quedaba en el segundo piso y al fondo, como ella le había dicho.
Cuando él entró ella se quedó a un costado y le dijo:
–Creo que
no tengo un piyama como para usted pero hay una bata muy vieja que podría usar.
Era de mi marido.
No parecía
sorprendida ni preocupada porque él no había traído nada. Había una estufa eléctrica
enchufada junto a la chimenea victoriana. Se agachó para apagarla antes de irse
y él se dio cuenta de que el precio no incluía calefacción toda la noche. Pero
no la necesitaba. Ni bien ella cerró la puerta se arrancó la ropa, abrió la
cama y se deslizó en la calidez, el bienestar y el olvido.
A la mañana
siguiente le sirvieron el desayuno en el comedor de la planta baja que estaba
al frente de la casa. Había cinco mesas, cada una con un mantel de prístina
blancura y un pequeño florero con flores artificiales, pero él era el único huésped.
Esa
habitación, con su desnudez desordenada y su aire de prometer más de lo que podía
ofrecer, le trajo el recuerdo de las últimas vacaciones que había pasado con
sus padres. El tenía once años y habían pasado una semana en Brighton, en una
pensión que quedaba en la cima del acantilado, camino a Kemp Town. Había
llovido casi todos los días y su recuerdo de las vacaciones era el del olor de
los impermeables mojados, o ellos tres acurrucados en los refugios, mirando el
mar gris ir y venir, o caminando por la calle en busca de alguna diversión hasta
que se hacían las seis y media y podían regresar a cenar. Comían en
habitaciones exactamente iguales a ésta; todas las familias, poco acostumbradas
a que las atiendan, sentadas en un silencio incómodo hasta que llegaba la propietaria,
inevitablemente alegre; con las bandejas de carne y dos tipos de verduras.
Durante todas las vacaciones había estado irritable y aburrido. Se le ocurrió
pensar ahora, por primera vez, que sus padres habían disfrutado muy poco de
la vida y que él, su único hijo, había contribuido a eso.
Ella lo
esperaba ansiosa; le preparó un desayuno completo con panceta, huevos y papas
fritas, y obviamente le costaba mucho decidirse entre su deseo de ver cómo él
lo disfrutaba, y el saber que él preferiría comer solo. Comió rápido, ansioso
por irse. Cuando le pagó le dijo:
–Estuvo
muy bien en recibirme a mí, un hombre solo y sin bolso. Otra persona habría
sido más reticente.
–No, no.
Yo no me sorprendí en absoluto de verlo. No estaba preocupada. Era lo que yo
había estado pidiendo en mis rezos.
–Creo que
nadie me ha dicho eso antes.
–Pero fue
así. No ha venido nadie a quedarse desde hace cuatro meses, y una se siente tan
inútil. No hay nada peor que sentirse inútil cuando una es vieja. Entonces le
pedí a Dios que me dijera qué era lo que debía hacer, si tenía algún sentido
seguir. Y Él me lo mandó a usted. Yo creo, no sé usted, que cuando uno tiene un
verdadero problema, cuando uno se tiene que enfrentar con problemas que
parecen imposibles de resolver, uno le pide y Él siempre contesta.
–No
–dijo, contando las monedas–, no podría decir que ésa ha sido mi experiencia.
–Ella continuó como si no lo hubiese escuchado:
–Claro
que me doy cuenta de que en algún momento voy a tener que resignarme. Este
pueblo se está muriendo. No estamos catalogados como un centro de población.
Así que los que recién se han jubilado ya no vienen más aquí y los jóvenes se
van. Pero vamos a estar bien. El Custodio ha prometido que en el momento final
todos van a recibir cuidado. Espero que me trasladen a un departamentito en
Norwich.
Él pensó:
su Dios la provee del cliente ocasional que se queda a dormir, pero confía en
el Custodio para las cosas esenciales. Impulsivamente le preguntó:
–¿Vio el Átropos ayer?
–¿Átropos?
–El que
hubo aquí. Los botes en el muelle.
–Creo que
está equivocado, Mr. Faron –dijo, con voz firme–. No hubo ningún Átropos. No
hay nada de eso en Southwold.
Después
de ese incidente le dio la sensación de que ella esperaba ansiosa que él se
fuera. Él le agradeció nuevamente. Ella no le había dicho su nombre y él no se
lo preguntó. Estuvo tentado de decirle “Lo he pasado muy bien. Debería volver y pasar unos días con usted”. Pero sabía que no volvería nunca más y ella
se merecía algo mejor que una mentira casual.
10
A la mañana
siguiente escribió la palabra “Sí” en una tarjeta y la dobló con excesivo
cuidado, repasando el pliegue con el dedo. El hecho de escribir esas tres
cartas le pareció portentoso por algo que todavía no podía prever, un
compromiso mayor que su promesa de visitar a Xan.
Un poco
después de las diez partió por el empedrado de Pusey Lane en dirección al
museo. Había un solo guardia, sentado como siempre en la mesa frente a la
puerta. Era muy viejo y estaba profundamente dormido. Su brazo derecho, doblado
sobre la mesa, acunaba una enorme cabeza pecosa, con algunos pelos canosos
parados. Su mano derecha parecía momificada, una colección de huesos sueltos
unidos por un guante gastado de piel moteada. Cerca de ella había una edición
de tapa blanda del Theaetetus de Platón. Probablemente fuera un académico,
uno de los voluntarios que se turnaban, gratis, para mantener el museo abierto.
Su presencia, dormido o despierto, era innecesaria; nadie se iba a arriesgar a
que lo deportaran a la Isla del Hombre por las pocas medallas de la vitrina, ¿y quién podría o querría llevarse la Victoria
de Samafaya o las alas de la diosa Niké de Samotracia?
Theo había
leído historia, sin embargo fue Xan el que le mostró el Cast Museum por primera
vez; entraron sin hacer ruido, expectantes como los chicos cuando muestran su
nueva sala de juegos. Theo, también, había quedado hechizado. Incluso en el
museo sus gustos diferían. Xan prefería el rigor y los rostros graves y fríos
de las estatuas masculinas del primer clasicismo, que estaban en la planta
baja. Theo prefería la habitación de más abajo, con sus ejemplares de estilo
helénico, de líneas más suaves y flexibles. Vio que nada había cambiado. Las
piezas y las estatuas estaban en fila bajo la luz de las altas ventanas, como
si fueran trastos de una civilización desechada bien empacados, los torsos sin
brazos con sus rostros graves y labios arrogantes, los rulos elegantemente
peinados que caían sobre la frente; dioses sin ojos que sonreían en secreto,
como si estuvieran al tanto de una verdad más profunda que el mensaje espurio
de esos miembros helados: la que afirma que las civilizaciones surgen y
desaparecen, pero el hombre permanece.
Por lo
que él sabía, Xan no había visitado nunca más el museo después de terminar la
universidad; pero para Theo se había convertido en un lugar de refugio a lo
largo de los años. En esos meses terribles posteriores a la muerte de Natalie y
a su mudanza a St. John Street, había sido una buena forma de escapar del dolor
y del resentimiento de su esposa. Se podía sentar a leer o a pensar en una de
esas sillas duras y prácticas, en ese ambiente silencioso en el que era raro
ser molestado por una voz humana. De vez en cuando venían algunos chicos, en
grupo o solos; entonces cerraba el libro y se iba. La atmósfera especial que el
lugar tenía para él dependía de que estuviera solo.
Antes de
hacer lo que había venido a hacer dio una vuelta al museo, en parte por un
sentimiento un tanto supersticioso de que, aun en este silencio desierto, debía
actuar como un visitante casual; y en parte por la necesidad de volver a
visitar esas viejas delicias y comprobar si todavía podían conmoverlo: la lápida
ática de la joven madre, del siglo cuarto antes de Cristo, el sirviente con el
niño vendado en brazos, la tumba de la niña con palomas: el dolor hablando a
lo largo de casi tres mil años. Miró, pensó y recordó.
Cuando
volvió a la planta baja vio que el cuidador todavía dormía. La cabeza del
Diadumenos aún ocupaba el mismo lugar en el pasillo de la planta baja, pero
esta vez no lo emocionó tanto como lo había hecho treinta años atrás. Ahora el
placer era distante, intelectual; en aquel momento había recorrido la frente
con su dedo, había trazado la línea desde la nariz hasta la garganta, sacudido
por la mezcla de miedo, reverencia y excitación que siempre le producía el
arte en esos días vehementes.
Sacó la
tarjeta doblada del bolsillo y la puso entre la base de mármol y la repisa, con
el borde un poco afuera, como para que sólo un ojo indagador y agudo pudiera
verla. La persona a la cual Rolf enviara a buscarlo podría sacarlo con la punta
de la uña, una moneda o un lápiz. Estaba seguro de que nadie la encontraría, y
si así fuera, el mensaje no les diría nada. Mientras corroboraba que el borde
de la tarjeta estuviera visible, sintió otra vez la mezcla de irritación e incomodidad
que había sentido por primera vez en la iglesia en Binsey. Pero la convicción
de estar comprometiéndose sin querer en una empresa que era tan ridícula como
inútil ya no era tan poderosa. La imagen de Hilda semidesnuda rodando en la
rompiente, la de esa procesión triste, y el sonido del golpe de un arma contra
el hueso, todo eso otorgaba dignidad y seriedad incluso al más infantil de los
juegos. Con sólo cerrar los ojos volvía a escuchar la ola que rompía como un
largo suspiro contenido.
Su rol
autoimpuesto de espectador era bastante digno y muy seguro, pero ante ciertas
abominaciones el hombre no tiene más opción que la de subir a escena. Iría a
ver a Xan. ¿Es que le importaba
menos su indignación ante el horror del Átropos que el recuerdo de su propia
humillación, del golpe cuidadosamente calculado, de su cuerpo arrastrado hasta
la playa y tirado como algo descartable?
Cuando
pasó cerca de la mesa el custodio se sobresaltó y se irguió en la silla. Quizá
las pisadas habían penetrado en su mente semidormida con la advertencia de que
no estaba cumpliendo su tarea. Primero miró a Theo con un miedo cercano al
terror. Y entonces Theo lo reconoció. Era Digby Yule, un catedrático de
estudios clásicos en Merton. Theo lo saludó:
– ¡Qué alegría verlo! ¿Cómo está usted?
La
pregunta pareció acrecentar los nervios de Yule. Empezó a tamborilear en la
mesa con la mano derecha, que parecía estar fuera de control. Le contestó:
–Muy
bien, sí, muy bien, Faron, gracias. Me está yendo bien. Estoy viviendo solo.
Vivo en una pensión en Iffley Road, pero me las arreglo bien. Me hago todo
solo. La dueña no es una persona fácil; bueno, tiene sus problemas, pero yo no
soy ningún estorbo para ella. No soy ningún estorbo para nadie.
Qué es lo
que le causaría tanto temor, se preguntaba Theo. ¿Una llamada anónima a la PSE para prevenirles que aquí había otro
ciudadano que se había convertido en una carga para los demás? Sus sentidos se
habían agudizado inexplicablemente. Alcanzaba a oler el leve aroma a
desinfectante, veía los copos de espuma jabonosa en la barba y la mandíbula, y
notó que el borde del puño que sobresalía de las mangas de su saco gastado
estaba limpio pero sin planchar. Entonces se le ocurrió que podría decirle: “Si no está cómodo ahí, yo tengo mucho lugar
en St. John Street. Estoy solo ahora. Sería agradable para mí tener alguna
compañía”.
Pero se
dijo firmemente que no sería agradable, que el ofrecimiento iba a sonar pedante
y condescendiente, que el anciano tendría problemas con las escaleras, esas adorables
escaleras que lo liberaban de la benevolencia. Hilda también habría tenido
problemas con la escalera. Pero Hilda estaba muerta.
–Vengo
aquí sólo dos veces por semana –le estaba diciendo Yule–. Los lunes y viernes.
Estoy reemplazando a un colega. Es bueno tener algo que hacer y me gusta este
tipo de silencio. Es diferente al silencio de cualquier otro edificio de
Oxford.
Theo pensó
que tal vez moriría allí, en silencio, sentado a esa mesa. ¿Había otro lugar
mejor? Y entonces se imaginó al anciano abandonado ahí, quieto en su silla, y
el momento en el cual el último custodio cerrara la puerta con llave, y los
años infinitos en que nada rompería el silencio, y el cuerpo frágil momificado
o pudriéndose finalmente bajo la mirada marmórea de esos ojos ciegos.
11
Martes 9 de febrero, 2021.
Hoy vi a
Xan por primera vez después de tres años. No hubo ninguna dificultad para
conseguir una entrevista, aunque no fue su cara la que apareció en el visor,
sino uno de sus ayudantes, un granadero con galón de sargento. Xan tiene una
pequeña compañía dentro de su ejército privado que lo protege, le cocina, lo
lleva de un lado a otro y lo sirve; desde un principio en la corte del Custodio
no hubo secretarias ni asistentes mujeres, ni se emplearon amas de llaves ni
cocineras. Yo solía preguntarme si ésa era una forma de evitar incluso la
posibilidad de un escándalo sexual, o si la lealtad que Xan demandaba era
esencialmente masculina: hierática, respetuosa, cerebral.
Ordenó un
coche para que me fuera a buscar. Le dije al granadero que prefería ir
manejando hasta Londres pero se limitó a decir en un tono irrevocable y calmo:
–El
Custodio le enviará un coche y un chofer, señor. Estará en su casa a las nueve
y media.
Esperaba
que fuera George, que había sido mi chofer particular cuando yo era el asesor
de Xan. Me caía bien George. Tenía una cara alegre y atractiva, con las orejas
salidas hacia los costados, la boca era ancha y la nariz bastante grande y
respingada. Hablaba muy poco y jamás comenzaba una conversación. Yo sospechaba
que era una obligación para todos los choferes. Pero emanaba de él –o al menos
eso me gustaba creer– un espíritu de buena voluntad, incluso quizá de aprobación,
y eso convertía nuestros viajes juntos en un interludio calmo y relajado
entre las frustraciones de las reuniones de Consejo y la infelicidad del hogar.
Este chofer era más flaco y su uniforme aparentemente nuevo le otorgaba una
elegancia agresiva; cuando su mirada se cruzó con la mía no demostró nada, ni
siquiera desagrado.
–¿George ya no maneja más? –le pregunté.
–George
está muerto, señor. Un accidente en la A4. Mi nombre es Hedges. Yo lo conduciré
de ida y de vuelta.
Me
costaba pensar que George, un conductor tan hábil y meticuloso, pudiera haber
tenido un accidente fatal; pero no hice más preguntas. Algo me dijo que mi
curiosidad no sería satisfecha y que era poco prudente seguir preguntando.
No tenía
sentido repasar la entrevista que seguiría ni especular acerca de la forma en
que Xan me recibiría después de tres años de silencio. No nos habíamos
distanciado enojados ni disgustados pero yo sabía que para él lo que yo había
hecho era inexcusable. Me preguntaba si también sería imperdonable. El estaba
acostumbrado a obtener lo que quería. Me había querido a su lado, y yo había
desertado. Pero ahora había accedido a verme. En menos de una hora sabría si él
quería que la brecha fuera permanente. Me pregunté si le habría dicho a los
otros miembros del Consejo que yo había pedido una entrevista. No esperaba
verlos, y tampoco lo deseaba –esa parte de mi vida ya pasó–, pero pensaba en
ellos a medida que el auto avanzaba hacia Londres suavemente, casi en silencio.
Son
cuatro: Martin Woolvington, encargado de la Producción y la Industria; Harriet
Marwood, responsable de la Salud, Ciencia y Recreación; Felicia Rankin, cuya
cartera era una especie de mezcolanza que incluía Vivienda y Transporte; y
Cari Inglebach, ministro de Justicia y de Seguridad Estatal. La asignación de
responsabilidades es más una forma conveniente de dividir el trabajo que de
conferir una autoridad absoluta. Al menos cuando yo participaba de las
reuniones de Consejo, nadie tenía prohibido inmiscuirse en el área de interés
de los demás, y las decisiones se votaban entre todos los miembros del Consejo;
lo cual yo, como asesor de Xan, nunca pude hacer.
Me
preguntaba ahora si no había sido esa exclusión humillante, más que la
conciencia de mi ineficacia, lo que había convertido mi situación en algo
intolerable. El peso de la influencia no reemplazaba al del poder.
La
utilidad de Martin Woolvington para Xan y la justificación de su lugar en el
Consejo ya no están más en duda y se deben haber incrementado a partir de mi
deserción. Es el integrante del Consejo con el cual Xan tiene más confianza, el
que está más cerca de ser su amigo. Estaban como subalternos en el mismo
regimiento y Woolvington fue uno de los primeros hombres que Xan designó para
conformar el Consejo. Industria y Producción es una de las carteras más
complicadas, ya que incluye agricultura, alimentación, energía y administración
laboral. En un Consejo que se destaca por su inteligencia, la designación de
Woolvington me sorprendió en un principio. Pero no es un estúpido: el Ejército
Británico dejó de valorar la estupidez entre sus comandantes mucho antes de
los '90, y Martin es dueño de una inteligencia práctica, no del tipo
intelectual, y de una extraordinaria capacidad para trabajar que justifican su
lugar ampliamente. En el Consejo habla poco pero sus contribuciones son siempre
apropiadas y razonables. Su lealtad a Xan es absoluta. Era el único que hacía
garabatos durante las reuniones de Consejo. Siempre me ha parecido que hacer
garabatos era señal de un leve estrés, de una necesidad de mantener las manos
ocupadas, un buen recurso para no tener que mirar a los demás a los ojos. Los
garabatos de Martin eran únicos. La impresión que daban era la de una
resistencia a perder el tiempo. Podía atender con la mitad de su mente y con la
otra planear en el papel las líneas de batalla y las maniobras, podía incluso
dibujar sus meticulosos soldaditos de plomo, generalmente con el uniforme de
las guerras napoleónicas. Solía dejar los papeles sobre la mesa cuando se iba
y a mí me sorprendía ver el detalle y la destreza de los dibujos. A mí me caía
bastante bien porque siempre era cortés y no demostraba ese rencor encubierto
que yo, patológicamente perceptivo, creía detectar en todos los demás. Pero jamás
sentí que pudiera entenderlo, y dudo que alguna vez a él se le haya ocurrido
tratar de entenderme a mí. Si el Custodio me quería allí, eso le bastaba. Es
bastante alto, tiene el cabello rubio y ondeado y una cara sensible y estética
que me hacía acordar mucho a una fotografía de una estrella del cine de los
'30, Leslie Howard. Una vez que descubrí esa similitud, se hizo cada vez más
fuerte y eso le otorgaba ante mí una sensibilidad y una intensidad dramática
que eran extrañas a su naturaleza esencialmente pragmática.
Nunca me
sentí cómodo con Felicia Rankin. Si lo que Xan buscaba era una mujer joven que
fuera también una distinguida abogada, podría haber conseguido otra opción
menos cruel. Nunca pude entender por qué eligió a Felicia. Su aspecto es
extraordinario. En las fotos o en televisión aparece invariablemente de perfil
o mostrando sólo parte de la cara, y de esa manera da la impresión de tener una
belleza calma, convencional: una forma de cara clásica, las cejas altas en
arco, el cabello rubio recogido en un moño. Vista de frente, la simetría
desaparece. Es como si su cabeza hubiera sido armada con dos mitades distintas,
ambas atractivas pero discordantes, lo cual, con cierto tipo de luz, aparece
como deforme. El ojo derecho es más grande que el izquierdo, y encima de éste
la frente parece levemente sobresalida, la oreja derecha es más grande
que la izquierda. Pero los ojos son notables: inmensos, y con el iris de un
gris claro. A veces los miraba cuando su cara reposaba y me preguntaba qué se
sentiría al haber escapado de la belleza por un margen tan mínimo. En el
Consejo, por momentos, me resultaba difícil dejar de mirarla; ella solía darse
vuelta e interceptaba mi mirada huidiza con sus ojos de profundo desprecio. Me
preguntaba ahora en qué medida mi mórbida obsesión por su mirada había
incentivado nuestra mutua antipatía.
Harriet
Marwood, que con sus sesenta y ocho años era el integrante más viejo, es la
encargada de la Ciencia, la Salud y el Esparcimiento, pero después de mi
primera reunión en el Consejo me quedó muy claro cuál es en realidad su función
principal, y ésta es clara también para todo el país. Harriet es la anciana
sabia de la tribu, la abuela de todos, tranquilizadora, alentadora, la que
siempre está y sostiene sus propias costumbres ya pasadas de moda, dando por
sentado que los nietos se van a amoldar a ellas. Cuando explica las últimas
medidas por televisión es imposible no creerle que eso es lo mejor para todos.
Ella podría lograr que una ley que imponga el suicidio universal parezca muy
razonable; sospecho que la mitad del país obedecería de inmediato. Aquí está la
sabiduría de la edad, certera, inflexible, cuidadosa. Antes de Omega era directora
de un colegio privado de mujeres; enseñar era su pasión. Incluso como directora
había seguido enseñando en sexto año. Pero ella quería enseñar a los jóvenes.
Despreciaba el hecho de que yo tuviera alumnos adultos y que les sirviera en
cuchara la papilla de historia en su versión popular y la de literatura en su
versión aun más popular. La energía y el entusiasmo que había tenido de joven
para enseñar los tenía ahora en el Consejo. Ellos son sus alumnos, sus chicos
y, por extensión, también lo es el país entero. Sospecho que a Xan le resulta útil
por razones que no puedo adivinar. También creo que es extremadamente
peligrosa.
La gente
que suele reflexionar acerca de las personalidades del Consejo dice que Cari
Inglebach es el cerebro del mismo; que es su enorme cabeza la que planifica y
administra brillantemente la sólida organización que mantiene unido al país, y
que sin su genialidad para administrar el Custodio de Inglaterra sería
ineficaz. Son ese tipo de cosas que se dicen acerca de los que tienen poder y
tal vez él las haya propiciado, aunque lo dudo. Hace oídos sordos a la opinión
pública. Su credo es simple. Hay cosas por las que nada puede hacerse, y
tratar de cambiarlas es una pérdida de tiempo. Hay cosas que deben ser
cambiadas, y una vez que se ha tomado la decisión, hay que emprender los
cambios sin demoras ni clemencia. Es el miembro más siniestro del Consejo y,
después del Custodio, el más poderoso.
No le hablé
a mi chofer hasta que llegamos al cruce de Shepherd's Bush, donde me incliné y
golpeé el vidrio que nos separaba. Le dije:
–Por
favor, ¿podríamos cruzar Hyde Park
y después tomar Constitution Hill y Birdcage Walk?
Sin mover
los hombros me dijo, con voz inexpresiva:
–Ésa es
la ruta que me indicó el Custodio, señor.
Pasamos
frente al palacio, que tenía las ventanas con postigos, las puertas enormes
cerradas y con candados, y no estaban los centinelas ni la bandera. St. James
Park parecía más descuidado que la última vez que lo había visto. Era uno de
los parques que debían ser mantenidos, según lo había decretado el Consejo y,
de hecho, a lo lejos se veía un grupo de figuras con los equipos amarillos y
marrones de los Transeúntes, que estaban juntando basura y podando,
aparentemente, los bordes de los canteros aún vacíos. El sol invernal iluminaba
la superficie del lago, en el cual se destacaba el plumaje brillante de dos
patos mandarines que parecían juguetes pintados. Debajo de los árboles había
una capa fina de la nieve de la semana pasada, y descubrí con interés, aunque
sin exaltación, que esa mancha blanca que tenía cerca era un amontonamiento de
los primeros copos de nieve.
Había muy
poco tráfico en Parliament Square y las puertas de hierro de la entrada al
Palacio de Westminster estaban cerradas. Aquí se reúne el Parlamento una vez al
año cuando los Consejos Locales y Regionales eligen a los futuros miembros. No
se debaten documentos, ni se promulgan leyes: Gran Bretaña está gobernada por
los decretos del Consejo de Inglaterra. La función oficial del Parlamento es
discutir, aconsejar, recibir información y hacer recomendaciones. Cada uno de
los cinco miembros del Consejo hace un informe personal que los medios llaman
el mensaje anual a la nación. La sesión dura sólo un mes y el Consejo organiza
la agenda. Los temas que se discuten son inocuos. Las resoluciones que son
aprobadas por una mayoría de dos tercios van al Consejo de Inglaterra, que
tiene el poder de rechazarlas o aceptarlas. El sistema tiene el mérito de ser
simple y da la ilusión de democracia a la gente que ya no tiene la energía de
preocuparse por cómo o por quiénes los gobiernan, mientras tengan asegurado lo
que el Custodio les prometió: liberarlos del miedo, de las privaciones y del
aburrimiento.
En los
primeros años después de Omega, el Rey, aún no coronado, inauguró el Parlamento
con el mismo esplendor del pasado, pero las calles estaban casi vacías. De ser
un poderoso símbolo de continuidad y tradición, ha pasado a ser un recuerdo
arcaico e inservible de lo que hemos perdido. Ahora todavía inaugura el
Parlamento, pero lo hace en silencio, vestido con un traje de salón, y entra y
sale de Londres casi sin que nadie lo note.
Recordaba
una conversación que había tenido con Xan la semana antes de renunciar:
–¿Por qué no coronas al Rey? Creí que estabas
preocupado por mantener la normalidad.
–¿Qué sentido tendría? A la gente no le
interesa. No aprobarían un gasto tan alto por una ceremonia que ha perdido su
sentido.
–Casi ni
se habla de él. ¿Dónde está, bajo
arresto domiciliario? –Xan se había reído para sus adentros.
–Sólo que
su domicilio es un palacio. Lo está pasando bien. De todas maneras, no creo que
el Arzobispo de Canterbury acceda a coronarlo. –Y recuerdo mi respuesta:
–No es
nada sorprendente. Cuando designaste a Margaret Shivenham para Canterbury sabías
que era una ferviente republicana.
Un grupo
de flagelantes venía caminando por el parque, cruzando el césped en fila.
Estaban desnudos hasta la cintura y, a pesar del frío de febrero, sólo tenían
puestos un taparrabos amarillo y sandalias. A medida que caminaban se
laceraban la espalda, ya sangrante, con unas pesadas sogas anudadas. Incluso
dentro del coche se oía el silbido del cuero, el golpe seco de los látigos
sobre la piel desnuda. Miré la cabeza del chofer, la medialuna de cabello
cortado con prolijidad que asomaba por la gorra, y el irritante lunar arriba
del cuello que había acaparado mi atención durante la mayor parte de nuestro
silencioso viaje. Ahora, decidido a obtener alguna respuesta, le dije:
–Creía
que habían prohibido este tipo de espectáculos.
–Sólo en
la vía pública. Supongo que les parece que tienen derecho a hacerlo si caminan
por un parque.
–¿Le parece un espectáculo ofensivo? –le pregunté–.
Calculo que es por eso que los prohibieron. A la gente no le gusta ver sangre.
–Yo lo
veo ridículo, señor. Si Dios existe y ha decidido que ya está cansado de
nosotros, no creo que vaya a cambiar de idea porque una banda de descreídos
vestidos de amarillo vayan lamentándose por los parques.
–¿Usted es creyente? ¿Cree que Él existe? Habíamos llegado a la puerta del edificio donde
antes funcionaba la cancillería. Antes de salir a abrirme la puerta se dio
vuelta y me miró a la cara:
–Tal vez.
Su experimento salió verdaderamente mal, señor. Quizá se siente simplemente
frustrado ante todo este lío que no sabe cómo arreglar. Tal vez no quiere arreglarlo.
Tal vez sólo le quedó poder para la intervención final. Entonces lo usó.
Quienquiera El sea, y sea lo que fuera, espero que se queme en su propio
infierno.
Lo dijo
con una amargura extraordinaria, y luego su cara se convirtió en esa máscara fría,
inmóvil. Se puso en posición de firme y abrió la puerta del auto.
12
Al
entrar, Theo reconoció al granadero que estaba de guardia en la puerta. Éste le
dijo: “Buen día, señor”, y le sonrió casi como si no hubiese existido
ese lapso de tres años y Theo viniera a asumir el cargo asignado para él. Otro
granadero, esta vez un desconocido, se adelantó y lo saludó. Subieron juntos por
la escalera ornamentada.
Xan no
había querido utilizar el número diez de Downing Street ni como oficina ni como
residencia; había elegido el viejo edificio de la Cancillería y el
Commonwealth, que daba a St. James's Park. Aquí, en el último piso, tenía su
departamento privado, en el cual, como Theo sabía, vivía con una sencillez
ordenada y confortable que sólo se logra con dinero y personal de servicio. La
habitación del frente del edificio, que era la que usaba hacía veinticinco años
el ministro de Relaciones Exteriores, había sido la oficina de Xan y la cámara
del Consejo desde el principio.
El
granadero abrió la puerta sin golpear y anunció su nombre en voz bien alta.
Se
encontró no sólo ante Xan, sino ante todo el Consejo. Estaban junto a la mesa
oval que él recordaba, sólo que todos sentados del mismo lado y más juntos que
lo habitual. Xan estaba en el medio, flanqueado por Felicia y Harriet, Martin
estaba en la punta de la izquierda y Cari en la de la derecha. Había una silla
vacía justo frente a Xan. Obviamente era un truco pensado para desconcertarlo,
y por un momento lo lograron. Sabía que los cinco pares de ojos no se habían
perdido su involuntaria hesitación en la puerta, el rubor ocasionado por la
ira y la vergüenza. Pero la sorpresa se convirtió en un acceso de ira, y eso
lo ayudó. Ellos habían tomado la iniciativa, pero no había razón por la que él
debiera aceptarla.
Xan tenía
las manos levemente apoyadas en la mesa, con los dedos doblados. Lo conmocionó
reconocer la alianza en uno de sus dedos, y se dio cuenta de que eso era lo
que esperaban. No podría haberlo ocultado. En el tercer dedo de la mano
izquierda Xan tenía el Anillo de la Coronación, la alianza de Inglaterra: el
grandioso zafiro rodeado de diamantes, coronado por una cruz de rubíes. Xan lo
miró, sonrió y dijo:
–Fue idea
de Harriet. Si uno no supiera que es verdadero parecería tremendamente vulgar.
La gente necesita tener sus juguetes. No te preocupes, no estoy proponiendo
que Margaret Shivenham me ordene por medio de la unción en Westminster Abbey.
Creo que no podría soportar la ceremonia con la gravedad que se requiere. Se
la ve tan ridícula con su mitra. Estás pensando que en otro momento no me lo
habría puesto.
–Más bien
que en otro momento no habrías sentido la necesidad de usarlo –dijo Theo. Y
podría haber agregado: “Ni la
necesidad de decirme que era idea de Harriet”. Xan se acercó a la silla vacía. Theo la tomó y le dijo: –Yo pedí
una entrevista personal con el Custodio de Inglaterra y pensaba que era eso lo
que me habían otorgado. No estoy postulándome para un trabajo, ni estoy por
rendir un examen.
–Hace
tres años que no nos vemos ni nos hablamos –dijo Xan–. Nos pareció que te
agradaría encontrarte con viejos... ¿cómo los llamarías, Felicia, amigos, camaradas, colegas?
–Yo diría
conocidos –dijo Felicia–. Nunca entendí cuál era la función precisa del doctor
Faron cuando era el Asesor del Custodio y tampoco se me ha aclarado en estos
tres años en que ha estado ausente.
Woolvington
levantó la vista de sus garabatos. Debía hacer un rato que estaban ahí
sentados. Ya había formado en fila a toda una compañía de soldados de infantería.
–Nunca
fue clara –dijo–. El Custodio lo solicitó y con eso era suficiente para mí. Por
lo que recuerdo no contribuía demasiado, pero tampoco entorpecía las cosas.
Xan sonrió, pero su mirada se mantuvo imperturbable:
–Eso es
parte del pasado. Bienvenido. Dinos a qué has venido. Aquí somos todos amigos.
Sus
palabras banales sonaron como una amenaza. No tenía sentido comenzar con
circunloquios.
–Estuve
en el Átropos de Southwold el miércoles pasado. Lo que vi es un asesinato. La
mitad de los suicidas parecían drogados, y entre los que sabían qué era lo que
estaba pasando había muchos que iban contra su voluntad. Vi mujeres a las que
las arrastraban hasta un bote y las esposaban. En la playa a una le pegaron
hasta matarla. ¿Es que estamos
desechando a los ancianos como si fueran animales que nadie quiere? ¿Este desfile asesino es lo que el Consejo
entiende por seguridad, bienestar y placer? ¿A esto llaman morir con dignidad? Vine porque pensé que ustedes
deberían saber las cosas que se están haciendo en nombre del Consejo.
Pensó
para sí: estoy siendo demasiado vehemente. Estoy poniéndolos en contra mía sin
haber empezado. Debo tranquilizarme.
–Ese Átropos
en particular estuvo mal manejado –dijo Felicia–. Las cosas se descontrolaron.
Yo he solicitado un informe. Es posible que algunos de los guardias se hayan
excedido en sus funciones.
–Alguien
se excedió en sus funciones –dijo Theo–. ¿No es la misma excusa de siempre? ¿Y por qué se necesitan guardias armados y esposas si la gente va
deseosa hacia su muerte?
Felicia
volvió a explicarle con una impaciencia apenas controlada:
–Ese Átropos
en particular estuvo mal manejado. Vamos a tomar las medidas apropiadas contra
los responsables. El Consejo ha comprendido su preocupación. Una preocupación
muy racional, aunque de hecho loable. ¿Eso es todo?
Xan, que
parecía no haber escuchado su pregunta, dijo:
–Cuando
me llegue a mí el turno prefiero tomarme mi cápsula letal acostado cómodamente
en mi cama, y solo. Nunca he comprendido bien el Átropos, aunque tú siempre lo
hayas apoyado, Felicia.
–Comenzaron
en forma espontánea –dijo Felicia–.
Unos
veintiocho ancianos de un asilo de Sussex alquilaron un ómnibus hasta
Eastbourne y luego se tiraron por Beachy Head todos tomados de la mano. Se
convirtió en una especie de moda. Entonces a uno o dos de los Consejos Locales
se les ocurrió que deberían organizar bien las cosas y satisfacer esa
necesidad. Para los ancianos puede ser un buen final tirarse por los
acantilados, pero alguien tiene que ocuparse de la desagradable tarea de
recoger los cuerpos. De hecho, uno o dos no murieron en el acto, creo. Todo el
asunto fue desordenado y deficiente. Era mucho más razonable internarlos en el
mar.
Harriet
se adelantó, y con una voz persuasiva y razonable dijo:
–La gente
necesita sus ritos de pasaje, y no quieren estar solos en su última hora. Tú
tienes el valor de morir solo, Custodio, pero a la mayoría de la gente le gusta
sentir el contacto de otra mano.
–La mujer
que yo vi morir no tuvo el contacto de ninguna otra mano, excepto el de la mía
por un segundo. Lo que sí tuvo fue el golpe de una pistola en la cabeza.
Woolvington
no se molestó en levantar la vista de sus garabatos y murmuró:
–Todos
estamos solos en el momento de morir. Soportaremos la muerte del mismo modo
que una vez soportamos el nacimiento. Son experiencias que no se pueden
compartir.
Harriet Marwood se volvió hacia Theo:
–Por
supuesto que el Átropos es absolutamente voluntario. Las garantías están
aseguradas. Tienen que firmar un formulario, ¿con duplicado, no Felicia?
Felicia
contestó cortante:
–Con
triplicado. Una copia queda para el Consejo Local, otra para el familiar más
cercano, así puede reclamar el dinero, y otra es para los ancianos, que la
entregan en el momento de subir al bote. Ésa va a la Oficina de Censo y Población.
–Como
ves, Felicia tiene todo bajo control. ¿Eso era todo, Theo?
–No. El
Penal del Hombre, ¿saben lo que
está sucediendo allí? Hay asesinatos, gente que muere de hambre, una ausencia
total de leyes y de orden.
–Nosotros
sí lo sabemos –dijo Xan–, la pregunta es cómo lo sabes tú.
Theo no
contestó, pero para su percepción agudizada la pregunta sonó como una clara señal
de amenaza.
–Me
parece recordar que estabas presente en tu calidad de algo ambiguo, cuando
discutíamos la creación de la Colonia Penal del Hombre –dijo Felicia–. No
hiciste ninguna objeción, excepto la concerniente a la gente que entonces residía
allí, y nosotros propusimos darles ubicación en el continente. Así lo hicimos,
y ahora están confortablemente ubicados en el lugar del país que ellos eligieron.
Ninguno se ha quejado.
–Yo di
por sentado que la Colonia iba a estar manejada adecuadamente, y que los proveerían
de las necesidades básicas para vivir con dignidad.
–Y así lo
hacemos: vivienda, agua y semillas para cultivar.
–También
di por sentado que en la Colonia se aplicarían una serie de medidas para que
estuviera bien gobernada. Incluso en el siglo diecinueve, cuando deportaban a
los convictos a Australia, las colonias tenían un gobernador, sería tolerante
o severo, pero era el responsable absoluto de que se mantuvieran la paz y el
orden. No se dejaba a las colonias en manos de los convictos más fuertes o de
los más temibles.
–¿Seguro? –dijo Felicia–. Es un punto de vista.
Pero no estamos tratando la misma situación. Tú conoces la lógica del sistema
penal. Si hay personas que optan por asaltar, robar, aterrorizar, abusar y
explotar a los otros, entonces que vivan con gente igual a ellas. Si es ése el
tipo de sociedad que quieren, entonces que la tengan. Si tienen algún tipo de
virtud, se podrán organizar entre ellos de una manera razonable y vivir en paz
todos juntos. Si no, su sociedad degenerará en el caos que tan dispuestos están
a imponer a los demás. La elección es absolutamente de ellos.
–En
cuanto a la posibilidad de emplear un gobernador u oficiales para asegurar el
orden en la prisión, ¿dónde crees
que encontrarás a los postulantes? –intervino Harriet–. ¿Has venido a ofrecerte? ¿Y si no lo haces tú, quién lo hará? La gente está cansada de los
delitos y de los delincuentes. Hoy en día no están preparados para vivir con
miedo. Tú naciste en 1971, ¿no?
Seguramente recuerdas los '90: las mujeres con miedo de caminar por las calles
de la ciudad donde vivían, el aumento de los delitos violentos y de las
violaciones, los ancianos encerrados en sus departamentos –algunos eran
incinerados sin poder escapar–, la paz de las ciudades amenazada por los hooligans,
los chicos tan peligrosos como los mayores, la falta de seguridad de todas
las propiedades que no estaban protegidas por alarmas y rejas caras. En nuestras
prisiones hemos probado de todo para curar esos actos delictivos, todo tipo de
tratamientos –llamémoslos así–, todo tipo de regímenes. La crueldad y la
severidad no funcionaron pero tampoco el buen trato y la indulgencia. A partir
de Omega la gente nos ha dicho: “Ya
es suficiente”. Nadie ha
encontrado la respuesta, ni los sacerdotes, ni los psiquiatras, ni los psicólogos,
ni los criminólogos. Lo que nosotros garantizamos es liberarlos del miedo, de
las privaciones y del aburrimiento. Ninguna de las otras liberaciones tiene
sentido si no se ha logrado deshacerse del miedo.
–El viejo
sistema tenía sus beneficios sin embargo, ¿no? –dijo Xan–. La policía ganaba bien. Y la clase media sacaba muy
buenos provechos: vigilantes de presos con libertad condicional, asistentes
sociales, magistrados, jueces, funcionarios de los tribunales; toda una pequeña
industria muy rentable que dependía del delincuente. A los de tu profesión,
Felicia, les iba muy bien, a través de sus exclusivas habilidades legales
declaraban culpable a la gente y les daban a sus colegas la satisfacción de
modificar el veredicto por medio de una apelación. Hoy en día no podemos
permitirnos la indulgencia de estimular a los delincuentes, ni siquiera para
asegurar un buen nivel de vida para los liberales de clase media. Pero sospecho
que con la Colonia Penal del Hombre no se terminan tus preocupaciones.
–Existe
intranquilidad por el trato que reciben los Transeúntes –dijo Theo–. Los
importamos como ilotas y los tratamos como esclavos. ¿Y por qué un cupo? Si quieren venir, que vengan. Si se quieren ir,
que se vayan.
Las dos
primeras líneas de caballería de Woolvington estaban terminadas, desfilaban
elegantes por la parte superior de la hoja. Levantó la vista y dijo:
–Supongo
que no estará sugiriendo que la inmigración debería ser irrestricta. ¿Recuerda lo que pasó en Europa en los '90? La
gente se cansó de las hordas invasoras que venían de países que tienen las
mismas riquezas naturales que éste, y que habían soportado malos gobiernos
durante décadas debido a su cobardía, su indolencia y su estupidez. Y luego
pretendían llegar aquí, explotar los beneficios conseguidos a través de siglos
de inteligencia, de industria y de coraje, y de paso, destruir la civilización
a la que tanto querían pertenecer.
Theo pensó
que ahora incluso hablaban igual. Pero cualquiera fuese el que hablara, la voz
era la voz de Xan. Luego dijo:
–No
estamos hablando de historia. No tenemos escasez de recursos, ni escasez de
trabajo, ni escasez de vivienda. Restringir la inmigración en un mundo pronto
a desaparecer y despoblado no es una política particularmente generosa.
–Nunca lo
fue –dijo Xan–. La generosidad es una virtud de los individuos, no de los
gobiernos. Cuando los gobiernos son generosos es porque se trata del dinero de
otros, de la seguridad de otros, del futuro de otros.
Fue
entonces que Cari Inglebach habló por primera vez. Estaba sentado tal como Theo
lo había visto docenas de veces, hacia el borde de la silla, con los puños
apretados sobre la mesa, uno al lado del otro, como si escondiera algún tesoro
y al mismo tiempo quisiera que el Consejo lo supiera; o quizá como si estuviera
por jugar ese juego en que los chicos abren una mano y después la otra para
mostrar dónde está la moneda. Parecía –seguramente estaba cansado de que se lo
dijeran– una versión benigna de Lenin, con esa enorme cabeza brillosa y los
ojos negros y vivaces. Le disgustaba sentirse aprisionado por corbatas y
cuellos, y habitualmente llevaba un traje de lino color gamuza que acentuaba la
semejanza, era de muy buen corte y tenía un escote alto que se abrochaba en el
hombro izquierdo. Pero ahora estaba completamente cambiado. No bien lo vio
Theo lo notó gravemente enfermo, quizá incluso a punto de morirse. La cabeza
era un cráneo cubierto por una fina membrana de piel estirada sobre los huesos
salientes; el cuello flaco, que se asomaba por la camisa, parecía el de una
tortuga, y la piel manchada tenía un color amarillento. Lo único que no había
cambiado eran los ojos, llenos de pequeños puntos luminosos. Pero cuando habló
su voz sonó tan poderosa como siempre. Era como si toda la fuerza que le
quedaba estuviera concentrada en su mente y en su voz hermosa y resonante,
expresión de aquella mente.
–Tú eres
historiador. Conoces la cantidad de males que se han perpetrado con el correr
de los siglos para asegurar la supervivencia de las naciones, las sectas, las
religiones, incluso la de las familias. El hombre ha hecho cosas buenas y
malas, siempre dando por sentado que el hombre ha sido formado por la historia,
que su tiempo de vida es breve, incierto, insustancial, pero que habrá un
futuro para la nación, para la raza, para la tribu. Esa esperanza finalmente
ha desaparecido, excepto en la mente de los locos y de los fanáticos. El hombre
se degrada si vive ignorando su pasado; sin la esperanza de un futuro se
convierte en una bestia. Vemos cómo esa esperanza desaparece en todos los países
del mundo, asistimos al fin de la ciencia y de los inventos –excepto cuando se
trata de descubrimientos que puedan alargar la vida o proporcionar bienestar y
placer– y al descuido de la naturaleza y del planeta. ¿Qué nos importa la mierda que dejemos como legado de nuestra breve
tenencia interrumpida? Las emigraciones en masa, los grandes tumultos internos
y las guerras grupales y religiosas de los '90 han desembocado en un estado de
alienación indiferente ante los animales y los cultivos, en la inanición, en la
guerra civil, en el dominio de los fuertes sobre los débiles. Vemos cómo
regresan los antiguos mitos y supersticiones, e incluso los sacrificios
humanos, algunas veces masivos. El hecho de que en general este país se haya
salvado de esta catástrofe universal se debe a las cinco personas que estamos
alrededor de esta mesa. Particularmente se debe al Custodio de Inglaterra.
Tenemos un sistema que parte de este Consejo y se extiende a los Consejos
Locales, el cual mantiene ciertos vestigios de democracia para aquellos pocos
a los que todavía eso les preocupa. Tenemos una organización humanitaria del
trabajo, que recompensa los talentos y los deseos individuales, y que asegura
que la gente continúe trabajando a pesar de que no habrá quienes hereden los
frutos de su trabajo. A pesar del inevitable deseo de gastar, comprar y
satisfacer las necesidades inmediatas, nuestra moneda es sólida y la inflación
es baja. Tenemos planes que aseguran que la última generación que tenga la
fortuna de vivir en esta pensión multirracial que llamamos Gran Bretaña va a
tener comida almacenada, los remedios necesarios, luz, agua y energía. Además
de esos logros, ¿le interesa
realmente al país que algunos Transeúntes estén disconformes, que algunos
ancianos elijan morir acompañados o que no haya paz en la Colonia Penal del
Hombre?
–Tú te
abriste de esas decisiones, ¿no?
–dijo Harriet–. No es demasiado digno evadir responsabilidades y luego quejarse
cuando los esfuerzos de los demás no resultan como uno esperaba. Fuiste tú el
que decidió renunciar, ¿recuerdas?
De todas formas, ustedes los historiadores son felices viviendo en el pasado, ¿por qué no te quedas allí, entonces?
–Sin duda
es donde se siente más cómodo –dijo Felicia–. Incluso cuando mató a su hija
estaba yendo hacia atrás.
En medio
del silencio breve pero intenso que siguió a ese comentario, Theo pudo decir:
–No niego
lo que han logrado, pero, ¿realmente
les parece que si hicieran algunas modificaciones estarían perjudicando el
orden, el bienestar, la protección y todo lo que le ofrecen a la gente?
Supriman los Átropos. Si la gente se quiere matar –estoy de acuerdo en que me
parece una forma inteligente de terminar con todo esto–, entonces provean las
píldoras necesarias, pero háganlo sin ejercer una coacción y una persuasión
general. Envíen fuerzas a la Isla del Hombre para restaurar el orden. Supriman
los exámenes obligatorios de esperma y las revisaciones rutinarias de mujeres
sanas: son degradantes y, de todas formas, no han demostrado ninguna efectividad.
Clausuren los porno shops estatales. Traten a los Transeúntes como seres
humanos, no como esclavos. Es fácil para ustedes hacer cualquiera de esas
cosas. El Custodio puede hacerlo con una firma. Eso es todo lo que estoy
pidiendo.
–A este
Consejo le parece que estás pidiendo demasiado –dijo Xan–. Tu preocupación
tendría más peso para nosotros si estuvieras sentado de este lado de la mesa,
lo cual podría haber sucedido. Tu posición no se diferencia de la del resto de
Gran Bretaña. Tú quieres el fin pero cierras los ojos ante los medios. Quieres
que el jardín esté lindo, siempre y cuando el olor del abono esté bien lejos de
tu quisquillosa nariz.
Xan se
puso de pie y, uno por uno, los demás integrantes del Consejo hicieron lo
mismo. Xan no le dio la mano. Theo percibió que el granadero que lo había
acompañado al entrar se le había acercado silenciosamente, como respondiendo a
una señal secreta. Casi esperaba que una mano lo agarrara del hombro. Se dio
vuelta sin decir una palabra y caminó detrás de él hasta la puerta de la cámara
del Consejo.
13
El coche
estaba esperando. Cuando lo vio llegar el chofer bajó y le abrió la puerta.
Pero de pronto Xan estaba a su lado. Le dijo a Hedges:
–Vaya
hasta el Paseo y espérenos en la estatua de la Reina Victoria. –Y volviéndose
hacia Theo, le dijo:– Vamos caminando por el parque. Espera que busco mi saco.
Volvió en
menos de un minuto, con su acostumbrado saco de tweed, el que usaba siempre que
lo filmaban en exteriores, de estilo regencia: entallado levemente en la
cintura y con esclavina doble; a principios del 2000 eran muy caros y
codiciados. El saco era viejo pero él todavía lo usaba.
Theo
recordaba el momento en que lo había encargado, la conversación que habían
tenido:
–Estás
loco; pagar eso por un saco.
–Me va a
durar para siempre.
–Pero tú
no. Y tampoco la moda.
–A mí no
me importa la moda. Me va a gustar aun más cuando ya nadie lo use.
Y nadie
lo usaba ahora.
Cruzaron
la calle y llegaron al parque.
–No fue
inteligente tu visita de hoy –dijo Xan–. Yo puedo protegerte, a ti o a la gente
con la cual has estado reuniéndote, pero sólo hasta cierto punto.
–No pensé
que necesitaría protección. Soy un ciudadano libre que va a consultar al
Custodio de Inglaterra, elegido democráticamente. ¿Por qué habría de necesitar tu protección, o la de otra persona?
Xan no
contestó. Impulsivamente Theo dijo:
–¿Por qué lo haces? ¿Me quieres decir por qué es que te interesa el trabajo? –Pensó que
era una pregunta que sólo él podía hacer o animarse a formular.
Xan hizo
una pausa antes de contestar; entrecerró los ojos y miró fijamente hacia el
lago, como si algo que para los demás era invisible le hubiera llamado la
atención. Theo pensó que seguramente no tenía por qué dudar. Era una pregunta
que él debía haberse hecho muchas veces. Luego se dio vuelta, siguió caminando
y dijo:
–Al
principio porque pensé que lo disfrutaría; por el poder, supongo. Pero no era sólo
eso. Nunca pude soportar que alguien hiciera las cosas mal cuando yo sabía que
podía hacerlas bien. Después de los primeros cinco años sentí que ya no lo
disfrutaba tanto, pero ya era tarde. Alguien tiene que hacerlo y los únicos
que están dispuestos son los cuatro que están alrededor de la mesa. ¿Preferirías a Felicia? ¿A
Harriet? ¿A Martin? ¿A Cari? Cari podría ser, pero se está muriendo. Los otros tres no
podrían mantener la unidad del Consejo, por ende menos la del país.
–Así que ésa
es la razón. Un cargo público desinteresado.
–¿Alguna vez has conocido a alguien que
renunciara al poder, a un poder real?
–Algunos
lo hacen.
–¿Y los has visto luego, como muertos
ambulantes? Pero no es el poder, no es sólo eso. Te diré la verdadera razón. No
me aburre. Podré estar de mil maneras diferentes, pero nunca estoy aburrido.
Siguieron
caminando en silencio, bordeando el lago. Entonces Xan dijo:
–Los
cristianos creen que se trata del Juicio Final, sólo que Dios está llamándolos
de a uno en vez de hacer un descenso más dramático sobre las nubes de gloria
prometidas. De esta forma el Cielo puede controlar el ingreso. Así es más fácil
procesar a los redimidos vestidos de blanco. Me gusta imaginarme a Dios
preocupado por cuestiones de logística. Pero serían capaces de abandonar su
ilusión con tal de oír la risa de un niño.
Theo no
contestó; entonces Xan dijo con calma:
–¿Quién es esa gente? Es mejor que me lo digas.
–No hay
ninguna gente.
–Todo ese
fárrago en la sala del Consejo. No pudiste pensar todo eso solo. No quiero
decir que seas incapaz de pensarlo. Eres capaz de mucho más que eso. Pero
durante tres años no te has preocupado por esas cosas, y tampoco te preocupaban
mucho antes. Alguien te ha convencido.
–Sí, pero
no ha sido nadie en especial. Yo vivo en plena realidad, incluso en Oxford.
Hago la cola para pagar, voy de compras, tomo colectivos, escucho. La gente a
veces me habla. Nadie que me importe en especial, gente simplemente. Lo que
hago es comunicarme con extraños.
–¿Qué extraños? ¿Tus alumnos?
–No;
nadie en particular.
–Es raro
que te hayas vuelto tan accesible. Solías vivir rodeado por una membrana
impenetrable de privacidad, tu propio amnios invisible. Cuando hables con esos
misteriosos extraños pregúntales si pueden hacer mi trabajo mejor que yo. Si
es así, diles que vengan a decírmelo en la cara: tú no eres un emisario
particularmente persuasivo. Sería una lástima que tuviéramos que clausurar el
departamento de educación para adultos de Oxford. No va a haber otra opción si
es que se está convirtiendo en un foco de sedición.
–No estás
hablando en serio.
–Es lo
que diría Felicia.
–¿Desde cuándo le prestas atención a Felicia?
Xan sonrió
para sus adentros, como si recordara algo:
–Tienes
razón, claro. No le presto ninguna atención a Felicia.
Se
detuvieron en el puente que cruzaba el lago y se quedaron mirando hacia
Whitehall. Más allá del agua resplandeciente estaba, idéntica, una de las
vistas más apasionantes de Londres: los bastiones elegantes y espléndidos del
Imperio rodeados de árboles, tan ingleses como exóticos. Theo se acordaba de
haber paseado exactamente por ese mismo lugar una semana después de haber ingresado
al Consejo, recordaba esa vista, y a Xan con el mismo saco. Y se acordaba de
cada una de las palabras que habían dicho, como si todo hubiera sucedido recién.
–Deberías
suprimir los exámenes obligatorios de esperma. Son degradantes y ya hace más de
veinte años que los hacen sin ningún éxito. De todas formas, son sólo para
hombres sanos y seleccionados. ¿Qué
pasa con el resto?
–Si
llegan a procrear, me alegro por ellos, pero mientras los recursos para hacer
los exámenes sean limitados, los destinaremos a los que están bien física y
moralmente.
–¿Entonces tus planes apuntan a la virtud, además
de a la salud?
–Podría
decir que sí. Si podemos elegir, no debemos permitir que engendren aquellos con
antecedentes penales propios o familiares.
–¿Entonces el derecho penal va a ser la medida
de la virtud?
–¿De qué otra forma se puede medir? El Estado no
puede penetrar en el corazón de los hombres. De acuerdo, es brusco y hábil, y
pasaremos por alto los pequeños delitos. ¿Pero por qué dejar que engendren los estúpidos, los inútiles, los
violentos?
–¿Entonces en tu nuevo mundo no habrá lugar para
el ladrón arrepentido?
–Uno
puede aplaudir su arrepentimiento sin por eso querer que procree. Pero mira, Theo,
eso no va a suceder. Lo planeamos sólo por planear, como si el hombre pudiera
tener un futuro. ¿Cuánta es la
gente que realmente cree que vamos a encontrar semen fértil?
–Supongamos
que descubren de alguna forma que el esperma de un psicópata agresivo es fértil,
¿lo usarían?
–Por
supuesto. Si es la única esperanza, lo usaríamos. Usaremos lo que podamos. Pero
tendremos mucho cuidado de elegir madres sanas, inteligentes y sin antecedentes
criminales. Trataremos de hacer desaparecer la psico-patología.
–Además
están los centros pornográficos. ¿Crees
que son realmente necesarios?
–No estás
obligado a usarlos. Siempre ha existido la pornografía.
–Siempre
ha sido aceptada por el Estado, pero no subvencionada por el Estado.
–No es
una diferencia tan grande. ¿Qué
mal les hacen a personas que ya no tienen esperanza? No hay nada como tener el
cuerpo ocupado y la mente en reposo.
–Pero no
es para eso que los abren, ¿no?
–le había preguntado Theo.
–Claro
que no. El hombre no tiene ninguna esperanza de reproducirse si no copula. Una
vez que eso se pase totalmente de moda estamos perdidos.
Ahora
avanzaban lentamente. Rompiendo un silencio que era casi agradable, Theo
preguntó:
–¿Vas seguido a Woolcombe?
–¿A ese mausoleo viviente? Me repugna el lugar.
Solía ir ocasionalmente por mi madre. Hace cinco años que no voy. Ya nadie se
muere en Woolcombe. Lo que ese lugar necesita es una bomba que le proporcione
su propio Átropos. Es extraño, ¿no?,
la mayor parte de la investigación de la medicina moderna está dedicada a mejorar
la salud en la vejez y a alargar la vida, y aun así tenemos más senilidad, no
menos. ¿Para qué alargarla? Les
damos drogas para mejorar la memoria a corto plazo, drogas para levantarles el
ánimo, drogas para abrir el apetito. No necesitan nada para dormir: parece que
eso es lo único que pueden hacer sin problemas. Me pregunto qué sucede dentro
de esas mentes seniles durante esos largos períodos de semiinconsciencia.
Recordarán, supongo, o rezarán.
–Por una
cosa. “Que pueda ver a los hijos
de mis hijos, y la paz sobre Israel” –dijo Theo–. ¿Tu madre
te reconoció antes de morir?
–Desgraciadamente
sí.
–Una vez
me dijiste que tu padre la odiaba.
–No sé
por qué. Supongo que trataba de sorprenderte, o de impresionarte. Incluso
cuando eras chico eras imperturbable. Y nada de lo que he logrado, ni en la universidad,
ni en el ejército, ni como Custodio, nada de eso te ha impresionado realmente, ¿no? Mis padres se llevaban bien. Mi padre era
homosexual, por supuesto. ¿No te
habías dado cuenta? Cuando era chico eso me desesperaba, ahora me parece
absolutamente intrascendente. ¿Por
qué no podía vivir la vida como él quería? Yo siempre lo he hecho. Eso explica
el matrimonio, por supuesto. Quería ser respetado, y necesitaba un hijo,
entonces eligió una mujer que se sintiera deslumbrada por vivir en Woolcombe,
por un baronet y un título, y que no se quejara al enterarse de que eso era
todo lo que tendría.
–Tu padre
nunca se me acercó.
–Qué ególatra
eres, Theo –dijo Xan, riéndose–. No eras su tipo y él era de un
convencionalismo enfermizo. Las cagadas lejos de casa. Además lo tenía a
Scovell. Scovell estaba en el coche con él cuando chocó. Yo logré ocultarlo con
bastante éxito, por una especie de piedad filial, supongo. A mí no me importaba
quién lo supiera, pero a él le hubiera importado. Yo fui un hijo bastante malo.
Le debía algo así. –Luego de una pausa dijo de repente:– No seremos los últimos
hombres de la tierra. Ese privilegio será para un Omega, que Dios lo ayude.
Pero si lo fuéramos, ¿qué crees
que haríamos?
–Beber.
Saludar la obscuridad y recordar la luz. Gritar una lista de nombres y luego
matarnos.
–¿Qué nombres?
–Miguel Ángel,
Leonardo da Vinci, Shakespeare, Bach, Mozart, Beethoven. Jesucristo.
–Eso sería
pasar lista a la humanidad. Olvídate de los dioses, de los profetas y de los
fanáticos. Me gustaría que fuera en pleno verano, que el vino fuera clarete, y
que el lugar fuera el puente de Woolcombe.
–Y como,
después de todo, somos ingleses, podríamos terminar con el discurso de Próspero
de La tempestad.
–Si es
que ya no estamos demasiado viejos como para recordarlo; o demasiado débiles
como para sostener las pistolas, una vez que se haya acabado el vino.
Habían
llegado al final del lago. El coche estaba esperando en el Paseo dominado por
la estatua de la Reina Victoria. El chofer estaba parado junto a él con las
piernas separadas, los brazos cruzados; los ojos que asomaban por debajo de
la visera de su gorra estaban clavados en ellos. Era la postura de un
carcelero, tal vez de un verdugo. Theo se imaginó la gorra reemplazada por una
capucha negra, la máscara y el hacha a su lado.
Luego oyó
la voz de Xan, y sus palabras de despedida:
–Quienesquiera
que sean tus amigos, diles que sean razonables. Si no pueden ser razonables,
diles que sean prudentes. No soy un tirano, pero no puedo permitirme la
misericordia. Haré todo lo que sea necesario hacer.
Miró a
Theo, que por un momento tuvo la extraña sensación de que los ojos de Xan
suplicaban comprensión. Luego repitió:
–Díselo,
Theo. Diles que haré todo lo que sea necesario.
14
A Theo
todavía le costaba acostumbrarse a cruzar por una St. Giles vacía. Seguramente
eso se debía a que sus primeros días en Oxford, las filas apretadas de coches
bajo los olmos y la frustración que le generaba tener que esperar para cruzar
frente a un tráfico incesante, debían habérsele grabado con mayor fuerza que
otros recuerdos más propicios o más significativos. Todavía dudaba instintivamente
ante el borde de la vereda, todavía no podía ver ese vacío sin sorprenderse.
Miró rápidamente hacia ambos lados y cruzó la calle, cortó el empedrado por el
lado del Flag and Lamb Pub y caminó hasta el museo. La puerta estaba cerrada y
por un momento temió que el museo también; sintió irritación por no haberse
tomado la molestia de llamar por teléfono. Pero cuando giró el picaporte la
puerta se abrió y vio que la puerta interna de madera estaba entreabierta. Entró
a la gran sala cuadrada de hierro y vidrio.
El aire
era muy frío, más frío, parecía, que el de la calle, y el museo estaba vacío,
con excepción de la mujer mayor que presidía la caja de la tienda, la cual tenía
una bufanda de lana a rayas y un sombrero que dejaban al descubierto sólo sus
ojos. Vio que las postales expuestas eran las mismas: dibujos de dinosaurios,
de gemas, de mariposas, de las columnas con sus capiteles de diseño bien
definido, las fotos de los padres que convirtieron esta catedral secular a la
fe victoriana, una de John Ruskin y Sir Henry Ackland tomada en 1874, Benjamin
Woodward con su cara melancólica y sensible. Se quedó en silencio, observando
el techo macizo sostenido por una serie de columnas de hierro forjado, los
arcos con sus decorados que se bifurcaban con elegancia en hojas, frutas,
flores, árboles y arbustos. Pero sabía que ese estremecimiento de excitación
poco familiar, más preocupante que placentero, tenía menos que ver con el
edificio que con su encuentro con Julian, y trató de controlarlo concentrándose
en la ingenuidad y en la calidad del trabajo del hierro forjado, en la belleza
del tallado. Después de todo, era su período. Aquí estaban la confianza
victoriana, la seriedad victoriana: el respeto por el saber, por la artesanía,
por el arte; la convicción de que toda la vida del hombre podía desarrollarse
en armonía con la naturaleza. Hacía más de tres años que no iba al museo, sin
embargo nada había cambiado. De hecho, nada había cambiado desde la primera
vez que entró ahí cuando era estudiante, con excepción del cartel antes pegado
en una columna, que daba la bienvenida a los chicos pero que les aconsejaba –inútilmente,
recordaba– no correr ni hacer ruido. El dinosaurio con su enorme pulgar
ganchudo todavía tenía el lugar de privilegio. Cuando se puso a estudiarlo se
sintió otra vez en su escuela primaria de Kingston. Mrs. Ladbrook había pegado
un dibujo del dinosaurio en el pizarrón y había explicado que ese animal
inmenso y tosco, de cabeza pequeña, había sido puro cuerpo y nada de cerebro,
y por lo tanto no había podido adaptarse y había perecido. Ya a los diez años
la explicación no lo convencía. El dinosaurio, con su cerebro pequeño, había
sobrevivido un par de millones de años; le había ido mejor que al homo sapiens.
Cruzó el
arco que estaba al final del edificio principal y pasó al Pitt Rivers Museum,
uno de los museos etnológicos más completos del mundo. Las cosas estaban tan
cerca una de la otra que era difícil saber si ella ya estaría esperándolo,
quizá junto al tótem de cuarenta pies de altura. Pero cuando se detuvo no
escuchó ninguna pisada que le respondiera. El silencio era absoluto; sabía que
estaba solo pero sabía también que ella vendría.
Parecía
que el Pitt Rivers tenía más cosas que la última vez. Botes en miniatura, máscaras
de marfil y abalorios, amuletos y exvotos parecían ofrecérsele en silencio
desde sus vitrinas desordenadas. Caminó entre ellas y finalmente se detuvo
frente a su objeto favorito, que todavía estaba exhibido pero con el cartel
tan marrón y descolorido que apenas se podía descifrar lo que decía. Era una
gargantilla de veintitrés dientes de cachalote, torcidos y lustrosos,
otorgados por el Rey Thalimbau al Reverendo James Calvert en 1874, y donados al
museo por su bisnieto, un piloto herido de muerte al principio de la Segunda
Guerra Mundial. Theo volvió a sentir la misma fascinación de sus épocas de estudiante
ante la extraña concatenación de hechos que conectaba las manos de un tallista
fidjiano con el joven aviador condenado. Volvió a imaginarse la ceremonia de
presentación: el rey en su trono; rodeado por sus guerreros con faldas hechas
de pasto, el rostro serio del misionero al aceptar el curioso tributo. La
guerra de 1939–45 había sido la guerra de su propio abuelo, él también había
muerto sirviendo en la Fuerza Aérea, su bombardero Blenheim había sido
derribado en el gran ataque a Dresden. En sus épocas de estudiante, obsesionado
siempre por el misterio del tiempo, le gustaba pensar que eso le otorgaba a él,
también, un leve lazo con ese rey muerto hace tiempo cuyos huesos descansaban
del otro lado del mundo.
Y
entonces escuchó las pisadas. Se dio vuelta pero esperó a que Julian llegara a
su lado. Tenía el cabello al descubierto pero estaba vestida con una campera
acolchada y pantalones. Cuando hablaba su aliento salía como pequeñas
explosiones de neblina.
–Lamento
llegar tarde. Vine en bicicleta y se pinchó una goma. ¿Lo vio?
No se
saludaron; él sabía que para ella no era más que un mensajero. Él se alejó de
la vitrina y ella lo siguió, mirando hacia ambos lados, como para dar la impresión
–suponía él– de ser dos visitantes que se habían encontrado de casualidad,
incluso en esa obvia soledad. No era muy creíble y se preguntó por qué ella se
tomaría el trabajo de hacerlo.
–Lo vi
–dijo–. Vi al Consejo completo. Luego vi al Director solo. Las cosas no
salieron bien; incluso quizá las haya arruinado. Él sabe que alguien me sugirió
ir a verlo.
Ahora, si
de hecho siguen adelante con sus planes, él ya está sobre aviso.
–¿Le explicó lo del Átropos, lo del trato de los
Transeúntes, lo que está pasando en la Isla del Hombre?
–Eso es
lo que me pidieron y eso es lo que hice. No esperaba tener éxito y no lo tuve.
Quizá haga algunos cambios, aunque no me prometió nada. Probablemente clausure
los porno shops que quedan, pero en forma gradual, y desregule los exámenes
obligatorios de semen. Son una pérdida de tiempo, de todas maneras, y dudo que
tenga los técnicos como para que eso continúe a escala nacional durante mucho
tiempo más. A la mitad de ellos ya no les importa. El año pasado falté a dos de
los exámenes y nadie se preocupó por averiguar nada. No creo que haga nada con
respecto a los Átropos excepto, quizá, asegurar que en el futuro estén mejor
organizados.
–¿Y la Colonia Penal del Hombre?
–Nada. No
está dispuesto a perder hombres y recursos para pacificar la isla. ¿Por qué habría de hacerlo? La creación de la
Colonia Penal es quizá la cosa más popular que haya hecho.
–¿Y los Transeúntes? ¿Qué dijo acerca de otorgarles plenos derechos, una vida decente y la
posibilidad de quedarse aquí?
–Eso le
parece poco importante comparado con las cosas que sí lo son: el mantenimiento
del orden en Gran Bretaña y la muerte relativamente digna de la raza.
–¿Dignidad? –dijo ella–. ¿Cómo puede haber dignidad si nos importa tan poco la dignidad de
los otros?
Ahora
estaban junto al gran tótem. Theo pasó sus manos por la madera. Sin molestarse
en mirarlo ella dijo:
–Entonces
tendremos que hacer lo que podamos.
–No hay
nada que puedan hacer, excepto lograr que finalmente los maten o los manden a
la isla; esto es si el Custodio y el Consejo son tan crueles como ustedes parecen
creer. Como sabrán por Miriam, es preferible la muerte a la isla.
Como si
estuviera considerando un plan muy serio, ella dijo:
–Tal vez
si unos pocos, un grupo de amigos por ejemplo, lograran de alguna forma que
los mandaran a la isla, podrían hacer algo para cambiar las cosas. O si nos
ofreciéramos a ir, ¿por qué el
Custodio nos lo prohibiría, por qué habría de importarle? Incluso un pequeño
grupo podría hacer algo por medio del amor.
Theo
escuchó el desprecio en su propia voz:
–Levantar
la cruz de Cristo ante los salvajes como hicieron los misioneros en Sudamérica.
¿Y terminar como ellos,
brutalmente asesinados en las costas? ¿Ustedes no leen historia? Sólo dos cosas explican ese tipo de
locura. Una es sentir anhelo por el martirio. No hay nada nuevo en eso y es así
como vuestra religión los atrapa. Siempre la he visto como una mezcla malsana
de masoquismo y sensualidad, aunque entiendo que para ciertas disposiciones
mentales pueda resultar atractiva. Lo que tiene de novedoso es que ese martirio
ni siquiera va a ser conmemorado, ni siquiera va a ser percibido. Dentro de
setenta y pico de años será imposible que tenga algún valor porque no quedará
nadie sobre la tierra para que lo valore, ni siquiera alguien que levante un
monumento a los nuevos mártires de Oxford a la vera del camino. La segunda razón
es menos noble, y Xan podría entenderla perfectamente: si ustedes llegaran a
tener éxito, ¡qué intoxicación de
poder! La Isla del Hombre aplacada, la paz sembrada entre los violentos, los
cultivos plantados y cosechados, los enfermos atendidos, misas los domingos en
las iglesias, el santo viviente que hizo todo eso posible adorado por los
redimidos. Entonces ustedes van a saber qué siente el Custodio de Inglaterra
cada vez que se despierta, qué es lo que disfruta, cuáles son las cosas sin
las, que no puede vivir. El poder absoluto en vuestro pequeño reino. Entiendo
lo atractivo que resulta; pero no va a suceder.
Se
quedaron en silencio un momento; luego él dijo amablemente:
–Olvídenlo.
No derrochen el resto de sus vidas en una causa que es tan inútil como
imposible. Las cosas vana; mejorar. Dentro de quince años –lo cual es muy poco
tiempo– el 90 por ciento de la gente que vive en Gran Bretaña va a tener más de
ochenta años. No habrá energía para hacer el mal como tampoco la habrá para
hacer el bien. Piense cómo será esa Inglaterra. Los grandes edificios vacíos y
silenciosos, los caminos sin reparar invadidos por la maleza, los restos de
humanidad acurrucados para obtener comodidad y protección, la escasez de los
servicios de la civilización y luego, al final, el corte de energía y de luz.
Encenderán las lámparas que tenían guardadas, y pronto hasta la última vela
titilará y morirá. ¿Todo eso no
hace que lo que está sucediendo en la Isla del Hombre parezca algo sin
importancia?
–Si nos
estamos muriendo, podemos morir como seres humanos, no como pobres diablos.
Adiós, y gracias por haber ido a ver al Custodio.
Pero él
tenía que hacer un esfuerzo más:
–No se me
ocurre pensar en otro grupo que esté menos equipado para enfrentarse al aparato
estatal –le dijo–. No tienen dinero, ni recursos, ni contactos, ni apoyo popular.
Ni siquiera tienen una filosofía de la revolución que sea coherente. Miriam lo
hace para vengar a su hermano. Gascoigne, aparentemente porque el Custodio se
ha apropiado de la palabra Granaderos. Luke por un idealismo vagamente
cristiano y por cosas tan abstractas como la compasión, la justicia y el amor.
Rolf ni siquiera tiene la justificación de la indignación moral. Su motivo es
la ambición: envidia el poder absoluto del Custodio y le gustaría tenerlo
para él. Usted lo hace porque está casada con él. Él la está arrastrando a un
peligro terrible para satisfacer sus propias ambiciones. No puede obligarla.
Abandónelo. Libérese.
–No puedo
dejar de estar casada con él –dijo ella amablemente–. No puedo dejarlo. Y usted
se equivoca, ésa no es la razón. Yo estoy con ellos porque hay algo que tengo
que hacer.
–Sí,
porque Rolf quiere.
–No,
porque Dios lo quiere.
Él habría
querido pegarse la cabeza contra el tótem por la frustración:
–Si usted
cree que Él existe, entonces presumo que usted cree que Él es quien le ha dado
su mente, su inteligencia. Úsela. Había imaginado que su orgullo no le permitiría
hacer tanto el ridículo.
Pero esos
halagos tan fáciles no la conmovieron:
–Los que
cambian el mundo no son los que tienen mucho amor propio, sino los hombres y
mujeres que están preparados para hacer el ridículo. Adiós, doctor Faron. Y
gracias por el intento.
Se dio
vuelta sin mirarlo y él la observó mientras se marchaba.
No le había
pedido que no los traicionara. No tenía necesidad, pero de todas maneras se
sentía bien por no haber escuchado esas palabras. Y él no podría haber prometido
nada. No creía que Xan tolerara la tortura, pero para él la sola amenaza ya
habría sido suficiente; y por primera vez lo sorprendió el hecho de que tal vez
se había equivocado con respecto a Xan por la más inocente de las razones: no
podía creer que un hombre que era muy inteligente, que tenía humor y encanto,
un hombre a quien él había llamado su amigo, pudiera ser malo. Tal vez era él,
y no Julian, el que necesitaba una lección de historia.
15
No
esperaron demasiado. Dos semanas después de su encuentro con Julian, cuando
bajaba a desayunar, encontró un papel doblado entre la correspondencia que
estaba en la alfombra de la entrada. Venía encabezado por un dibujo muy preciso
de un pez pequeño parecido a un arenque. Era como el dibujo de un niño: se
notaba que había costado trabajo hacerlo. Theo leyó el mensaje con una lástima
exasperada.
AL PUEBLO
DE GRAN BRETAÑA
No podemos seguir dándoles la espalda a los males de nuestra
sociedad. Si nuestra raza está destinada a morir, tratemos de morir como
hombres y mujeres libres, como seres humanos, y no como desgraciados. Demandamos
al Custodio de Inglaterra los siguientes puntos:
1– Un llamado a elecciones generales y la exposición de su política
de gobierno.
2– Derechos civiles para los Transeúntes, incluyendo el derecho a
vivir en sus propios hogares, mandar a buscar a sus familias y permanecer en
Gran Bretaña una vez finalizados sus contratos por servicios prestados.
3– La abolición de los Átropos.
4– La interrupción del envío de convictos a la Colonia Penal de la
Isla del Hombre, y la seguridad de que la gente que ya está ahí viva en paz y
decentemente.
5– La interrupción de los exámenes obligatorios de semen, las
revisaciones de mujeres jóvenes y sanas y la clausura de los porno shops.
LOS CINCO
PECES
Las
palabras lo sorprendieron por su simplicidad, por el hecho de ser razonables y
esencialmente humanas. Se preguntó por qué estaba tan seguro de que era Julian
quien las había escrito. Y sin embargo no podrían hacer nada. ¿Qué se proponían los Cinco Peces? ¿Que la gente marchara hasta el Consejo Local
y entrara a la fuerza, o que asaltara el viejo edificio de la Cancillería? El
grupo no tenía organización, ni poder, ni dinero, ni un aparente plan de acción.
Lo máximo a que podían aspirar era a que la gente comenzara a pensar, o
provocar descontento, o incitar a los hombres a no asistir a su próximo examen
de semen y a las mujeres a negarse a su próxima revisación médica. ¿Y cuál sería la diferencia? Las revisaciones
se estaban volviendo cada vez más superficiales a medida que la esperanza moría.
El papel
era de baja calidad, y la impresión del mensaje era poco profesional. Quizá
tuvieran una imprenta escondida en la cripta de alguna iglesia o en una cabaña
del bosque, remota pero accesible. ¿Pero por cuánto tiempo permanecerían en secreto si la PSE se proponía
encontrarlos?
Leyó los
cinco puntos una vez más. A Xan el primero no le preocuparía. Era poco probable
que el país aceptara el costo y el desorden de una elección general pero, si
llegaran a convocarla, su poder sería confirmado por una mayoría aplastante,
por más que alguien tuviera el valor de oponérsele. Theo se preguntó cuántas de
las otras reformas podría haber logrado si hubiese seguido siendo el asesor de
Xan. Pero conocía la respuesta. El no había tenido poder entonces y los Cinco
Peces no lo tenían ahora. Si el Omega no hubiese existido, ésos eran objetivos
por los que un hombre podría haber luchado, por los que podría haber sufrido,
incluso. Pero si no hubiese existido el Omega, esos problemas
no existirían tampoco. Era razonable luchar, sufrir, y tal vez incluso morir
en pos de una sociedad más justa, más compasiva; pero no en un mundo sin
futuro en el cual muy pronto palabras como justicia, compasión, sociedad,
lucha y mal serían ecos sordos en el vacío. Julian diría que la
lucha y el sufrimiento se justificaban si al menos lograban salvar a un Transeúnte
del maltrato, o a un delincuente de ser deportado a la Colonia Penal del
Hombre. Pero no importaba lo que los Cinco Peces hicieran: eso no sucedería. La
solución no estaba a su alcance. Mientras leía los cinco pedidos otra vez sintió
que su simpatía inicial iba desapareciendo. Se dijo que la mayoría de los
hombres y las mujeres, muías humanas privadas de descendencia, cargaban, sin
embargo, su peso de pena y dolor con toda la fortaleza que podían, se
inventaban algún placer compensatorio, se permitían pequeñas vanidades
personales, y se trataban decentemente entre ellos, y lo mismo hacían con los
Transeúntes. ¿Con qué derecho los
Cinco Peces trataban de imponerles a esos estoicos desposeídos la carga de la
virtud heroica? Fue con el papel al baño y después de romperlo en cuatro
partes iguales, lo tiró por el inodoro. Mientras los remolinos de agua y
papeles desaparecían de su vista, deseó por un segundo, y no por más de eso,
poder sentir la pasión y la locura que mantenían unidos a los integrantes de
esa pobre comunidad indefensa.
16
Sábado 6 de marzo, 2021.
Hoy después
del desayuno llamó Helena para invitarme a tomar el té y conocer los gatitos
de Mathilda. Cinco días atrás me había mandado una postal en la que me decía que
habían nacido bien, pero no me había invitado a la fiesta de nacimiento. Me
pregunté si la habrían hecho, o si habrían tomado el nacimiento como una
satisfacción privada, una experiencia compartida que serviría para consolidar y
festejar, con un poco de atraso, su nueva vida juntos. Incluso así, parecía
poco probable que desperdiciaran lo que se toma generalmente como una obligación:
la oportunidad de que los amigos de uno puedan ser testigos del surgimiento de
una vida. Es habitual invitar a un grupo de seis personas como máximo para que
miren de lejos, sin molestar o irritar a la madre. Y luego, si todo salió bien,
hay una comida para festejar, casi siempre con champagne. La llegada de una
carnada no está libre de tristeza. La reglamentación acerca de los animales domésticos
fecundos es clara y su cumplimiento está rigurosamente vigilado. Ahora van a
operar a Mathilda y quedará estéril, y Helena y Rupert tendrán
derecho a quedarse sólo con una hembra de la carnada. Como alternativa, le
permiten a Mathilda
una carnada más, y en ese caso hacen desaparecer, sin
que sufran, a todos los gatitos menos a un macho.
Después
de hablar con Helena encendí la radio para escuchar las noticias de las ocho.
Cuando escuché la fecha pensé por primera vez que hoy hace exactamente un año
que me dejó por Rupert.
Tal vez sea un día apropiado para visitar por primera
vez su hogar. Escribo hogar en vez de casa porque estoy seguro de que es así
como Helena lo describiría, para dignificar a un edificio común del norte de
Oxford con la importancia sacramental del amor compartido y de los platos
lavados de a dos, del compromiso de la honestidad total y de una dieta bien
balanceada, una cocina nueva e higiénica, y el sexo higiénico dos veces por
semana. Me pregunto por el sexo; deploro un tanto mi lascivia, pero me digo a mí
mismo que mi curiosidad es natural y comprensible. Después de todo ahora Rupert está
disfrutando –o quizá no– de un cuerpo que yo una vez conocí casi tan íntimamente
como conozco el mío. Un fracaso matrimonial es la confirmación más humillante
de la efímera seducción de la carne. Los amantes pueden explorarse cada línea,
cada curva y cada hueco del cuerpo, pueden llegar juntos a la altura de un éxtasis
inexpresable; y sin embargo cuan poco importa eso cuando finalmente el amor o
el deseo mueren y nos quedamos con la disputa por las propiedades, las cuentas
de los abogados, los tristes objetos de la habitación de los trastos; cuando
la casa que fue elegida, amueblada y ocupada con entusiasmo y esperanza se
convierte en una prisión; cuando las líneas del rostro denotan resentimiento y
mal humor, y los cuerpos vacíos de deseo aparecen con todas sus imperfecciones
ante el ojo desapasionado y desencantado. Me pregunto si Helena habla con Rupert acerca
de lo que pasaba entre nosotros en la cama. Imagino que sí; no hacerlo requeriría
un dominio de sí y una delicadeza que no he observado en ella. Hay una huella
de vulgaridad en el decoro social tan cuidadoso de Helena, y me puedo imaginar
lo que ella le diría.
–Theo creía
que era un amante maravilloso, pero era pura técnica. Daba la impresión de que
lo había aprendido en un manual sobre sexo. Y nunca me hablaba, no lo que se
dice hablarme realmente. Yo podría haber sido cualquier otra.
Me puedo
imaginar las palabras porque sé que se justifican. Yo le hice más daño del que
ella me hizo a mí, incluso si descartamos el hecho de que maté a su única
hija.
¿Por qué me casé con ella? Me casé con ella porque era la hija del Rector
y eso otorgaba prestigio; porque ella también había estudiado historia y pensé
que teníamos intereses intelectuales comunes; y porque me resultaba atractiva
físicamente, y así pude convencer a mi frugal corazón de que si eso no era
amor, al menos era lo más cercano a él que yo podía llegar a conocer. Ser el
yerno del Rector me producía más irritación que placer (él era sorprendentemente
pomposo, no me extraña que Helena no viera el momento de alejarse de su lado);
sus intereses intelectuales no existían (la habían aceptado en Oxford porque
era la hija de un director de college, y porque a través del esfuerzo y
de maestros caros había alcanzado las tres A que necesitaba, y así Oxford pudo
justificar una elección que de otro modo nunca hubiera hecho). ¿La atracción sexual? Bueno, eso duró un poco más,
aunque sujeto a la ley de disminución progresiva de la respuesta, hasta que ya
no hubo ninguna a partir del momento en que maté a Natalie. No hay nada
más efectivo que la muerte de un hijo para dejar al descubierto, sin
posibilidades de mentirse, el vacío de un matrimonio en ruinas.
Me
pregunto si Helena tendrá más suerte con Rupert. Si disfrutan
de su vida sexual, están dentro de una minoría afortunada. El sexo se ha
convertido en uno de los placeres sensoriales menos importantes. Uno habría imaginado
que una vez desaparecidos el miedo al embarazo, y el bagaje tan poco erótico de
píldoras, condones y la aritmética de la ovulación, el sexo estaría libre para
probar nuevos y originales encantos. Ha ocurrido lo contrario. Incluso
aquellos hombres y mujeres que normalmente no habrían querido tener hijos,
parecen sentir la necesidad de saber que podrían tener un hijo si lo desearan.
El sexo totalmente separado de la procreación se ha convertido casi en una
acrobacia sin sentido. Cada día son más las mujeres que se quejan de sentir lo
que ellas llaman orgasmos dolorosos, en los que logran el espasmo pero no el
placer. Las revistas femeninas le dedican páginas enteras a ese fenómeno tan
común. Las mujeres, que durante los '80 y los '90 se habían vuelto cada vez más
críticas e intolerantes ante los hombres, por fin han encontrado una
justificación abrumadora para los siglos de resentimiento reprimido. Nosotros,
que ya no podemos darles un hijo, ni siquiera podemos darles placer. El sexo
todavía puede ser un consuelo mutuo; rara vez es un éxtasis mutuo. Ninguno de
los ardides para estimular el deseo ha dado resultado: ni los porno shops subvencionados por el gobierno, ni la literatura cada vez más explícita.
Los hombres y mujeres todavía se casan, aunque con menor frecuencia, con
menos ceremonia, y muy a menudo con personas del mismo sexo. La gente todavía
se enamora, o al menos dice que se enamora. Hay una búsqueda casi desesperada
de la persona –preferiblemente más joven o si no de la edad de uno– con la cual
enfrentar la inevitable decadencia y la ruina. Necesitamos el consuelo de una
piel sensible, el contacto de las manos, o de los labios. Pero leemos los
poemas de amor de los siglos anteriores con una cierta extrañeza.
Esta
tarde, mientras caminaba por Walton Street, no sentí ninguna reticencia
ante la perspectiva de volver a ver a Helena; y pensé en Mathilda con un placer anticipado. Como copropietario registrado en las
licencias de animales domésticos fecundos, yo podría haber solicitado la
custodia compartida o un régimen de visitas ante la Corte de Custodia Animal,
pero no tenía deseos de someterme a esa humillación. Algunos casos de custodia
de animales implican peleas feroces, caras y publicitadas, y yo no tengo
intención de ser uno más. Sé que he perdido a Mathilda, y ella, pérfida
y amante del confort como todos los gatos, ya me debe haber olvidado.
Cuando la
vi me resultó difícil no decepcionarme. Estaba en su canasto, con dos gatitos
palpitantes que parecían ratas blancas y brillosas y tiraban suavemente de sus
tetas. Me miró con sus ojos azules e inexpresivos y empezó a emitir un
ronroneo fuerte y ronco que casi hizo temblar el canasto. Yo estiré la mano y
le toqué la cabeza sedosa.
–¿Salió todo bien? –le pregunté.
–Perfectamente
bien. Por supuesto, el veterinario estuvo presente desde el principio del
parto, pero dijo que pocas veces había visto un parto tan fácil. Se llevó dos
de la carnada. Todavía estamos decidiendo con cuál de esos dos quedarnos.
La casa
es chica, de un estilo muy común, un chalet con paredes de ladrillo, en las
afueras, cuya mayor ventaja es el inmenso patio con jardín que desemboca en el
canal. Gran parte de los muebles y todas las alfombras parecían nuevas, sospeché
que habrían sido elegidos por Helena, que se había deshecho de todas las cosas
relacionadas con la vida anterior de su amante: los amigos, los palos de golf,
los muebles familiares –consuelo de solitario– y los cuadros heredados junto
con la casa. Para ella había sido un placer armar un hogar para él –estaba seguro
de que ésas eran las palabras que ella había usado– y él había disfrutado de
los resultados como un niño con una nueva sala de juegos. Había olor a pintura
fresca por todos lados. Como era usual en este tipo de casas de Oxford, habían
tirado abajo la pared de la sala de estar, y la habían transformado en una gran
habitación con una bow
window en la parte delantera y una puerta ventana
que daba a una galería vidriada en la parte de atrás. En una de las paredes
pintadas de blanco del hall habían colgado en fila los dibujos originales de Rupert para
las tapas de los libros, todos con marco blanco. Eran doce en total; me pregunté
si ese despliegue público habría sido idea de Helena o de él. De cualquier
manera, mi sensación momentánea de desprecio estaba justificada. Yo quería
detenerme a estudiar los dibujos, pero eso hubiera significado hacer algún
comentario y no había nada que yo quisiera decir. Pero incluso con una mirada rápida
al pasar me di cuenta de que demostraban una habilidad considerable; Rupert no es un artista despreciable; esta muestra ególatra de talento apenas
confirmaba lo que yo ya sabía.
Tomamos
el té en el invernadero: un festín abundante de sándwiches de paté, scones caseros
y torta de frutas, servidos en una bandeja con un pequeño mantel de lino
almidonado y servilletitas haciendo juego. La palabra que venía a la mente era
delicado. Reconocí el mantel que Helena había estado bordando poco antes de
dejarme. Entonces ese trabajo de hilado tan cuidadoso había formado parte de
su ajuar adúltero para la casa. ¿Habría
pensado este festín delicado –me detuve en el adjetivo peyorativo– para
impresionarme, para demostrarme cuan buena esposa podía ser para un hombre que
supiera apreciar sus aptitudes? Me parecía obvio que Rupert las
apreciaría; gozaba de un cuidado casi maternal. Quizá piensa que es la atención
que se merece por ser artista. Pensé que el invernadero debía ser acogedor en
primavera y en otoño. Ahora, incluso con un solo radiador, había una buena
temperatura y a través del vidrio alcanzaba a ver que habían estado trabajando
en el jardín. Apoyados sobre algo que parecía ser una nueva cerca había una
hilera de rosales espinosos con las raíces envueltas en arpillera. Seguridad,
bienestar, placer. Xan y su Consejo lo aprobarían.
Después
del té Rupert se fue por un momento a la sala de estar. Volvió y me entregó un
panfleto. Lo reconocí de inmediato. Era idéntico al que los Cinco Peces habían
tirado por debajo de mi puerta. Lo leí con cuidado, simulando que era la
primera vez que lo veía. Rupert parecía esperar alguna respuesta. Al no
obtener ninguna dijo:
–Se
arriesgaron mucho yendo de puerta en puerta.
Me
encontré diciendo lo que me imaginaba, irritado por haberlo imaginado, por no
poder cerrar la boca:
–No creo
que lo hayan hecho de esa forma. No es precisamente la revista de una
parroquia, ¿no? Lo debe haber
entregado alguien que iba solo, tal vez en bicicleta, o a pie, y tiraba los
panfletos en las puertas cuando no había nadie, y dejaba otros en las paradas
de ómnibus, o enganchaba uno en el limpiaparabrisas de un auto estacionado.
–De todas
formas es un riesgo, ¿no? –dijo
Helena–. O al menos lo sería si la PSE decidiera dar con ellos.
–No creo
que lleguen a molestar mucho –dijo Rupert–. Nadie se tomaría esto en serio.
–¿Es eso lo que tú has hecho? –le pregunté.
Después
de todo, lo había guardado. La pregunta, que había sonado más mordaz de lo que
yo hubiera querido, lo desconcertó. Miró a Helena y hesitó. Me pregunté si habrían
discutido por esto. La primera pelea, quizá. Pero lo mío era demasiado
optimista. Si se hubieran peleado, ya habrían destruido el panfleto con el
regocijo de la reconciliación.
–De hecho
me pregunté si debía haberlo mencionado en el Consejo Local cuando fui a
registrar los gatitos –dijo–. Luego decidimos no hacerlo. No veo qué es lo que
podrían hacer; me refiero al Consejo Local.
–Más allá
de contarle a la PSE y arrestarte por posesión de material sedicioso.
–Bueno,
de hecho pensamos en eso. No queremos que los oficiales piensen que nosotros
apoyamos todo esto.
–¿Alguna otra persona de la calle recibió uno?
–No nos
han dicho nada; y no nos ha parecido bien preguntarles.
–De todas
formas, el Consejo no puede hacer nada por este tipo de cosas –dijo Helena–.
Nadie quiere que se clausure la Colonia Penal del Hombre.
Rupert seguía
sosteniendo el panfleto como si no supiera qué hacer con él.
–Por otra
parte, uno escucha los rumores acerca de lo que ocurre en los campos para
Transeúntes y yo supongo que, ya que están acá, debemos darles un trato justo.
–Acá
reciben un trato mucho más justo del que recibirían si volvieran a sus países
–dijo Helena, cortante–. Tienen bastante suerte de estar acá. Nadie los obliga.
Y es ridículo sugerir que se clausure la Colonia Penal.
Eso era
lo que la preocupaba, pensé. La delincuencia y la violencia que amenazaban la
casita, el mantel bordado, la acogedora sala de estar, el invernadero con sus
paredes de vidrio tan vulnerables, la vista del obscuro jardín en el cual, podía
confiar, nada maligno acechaba.
–No están
sugiriendo que lo clausuren –dije–. Pero se podría argumentar que necesita una
organización adecuada, y que los convictos deberían vivir dignamente.
–Pero no
es eso lo que esos Cinco Peces sugieren. El papel dice que deberían cesar las
deportaciones. Quieren que lo clausuren. ¿Y quién lo organizaría? Yo no dejaría que Rupert se ofreciera a
hacer el trabajo. Y los convictos pueden tener una vida digna. Es cosa de
ellos. La isla es lo suficientemente grande y tienen casa y comida. Seguramente
el Consejo no evacuaría la isla. Se armaría una protesta: todos esos asesinos y
violadores sueltos otra vez. ¿Los
Broadmoor no están presos ahí? Son locos; locos y malos.
Noté que
usó la palabra convictos, y no internados.
–Los
peores ya deben estar bastante viejos como para ser muy peligrosos –dije.
–Pero
algunos apenas llegan a los cincuenta años, y todos los años mandan otros
nuevos –gritó ella–. El año pasado fueron más de dos mil, ¿no? –Se volvió hacia Rupert. – Mi amor, creo que deberíamos
romperlo. No tiene sentido guardarlo. No podemos hacer nada. No importa quiénes
sean, no tienen derecho a imprimir este tipo de cosas. No hacen más que
preocupar a la gente.
–Lo voy a
tirar por el inodoro –dijo él.
Cuando él
se fue se volvió hacia mí:
–Tú no
crees nada de eso, ¿no, Theo?
–Puedo
creer que la vida debe ser particularmente desagradable en la Isla del Hombre.
–Bueno,
eso es cuestión de los convictos y de nadie más, ¿no? –reiteró obstinadamente.
No
volvimos a mencionar el panfleto y diez minutos más tarde me fui, después de
ver a Mathilda por última vez, cosa que Helena obviamente esperaba de mí y que Mathilda toleró. No me arrepiento de mi visita. No era sólo la necesidad de
ver a Mathilda: nuestro breve encuentro había sido más penoso que alegre. Algo que
no estaba cerrado, ahora ha quedado atrás. Helena es feliz. Incluso está más
joven, más linda. La hermosura rubia y amarillenta que yo solía elevar al rango
de belleza se ha convertido en una elegancia aplomada. Honestamente, no puedo
decir que me alegro por ella. Es difícil ser generoso con aquellos a los que
hemos dañado mucho. Pero al menos ya no soy responsable por su felicidad o su
infelicidad. No tengo ningún deseo especial de volver a verlos, pero puedo pensar
en ellos sin amargura ni culpa.
Sólo por
un momento, antes de partir, sentí algo más que un interés cínico y distante
ante su domesticidad autosuficiente. Había ido al baño, y había sentido desprecio
por todo lo que vi: la toalla bordada limpia, el jabón nuevo, el inodoro con un
azul espumoso, desinfectante, y el frasquito de pot-pourri. Volví en silencio y
vi que estaban sentados alejados, pero que igual se sostenían de la mano; al oír
mis pasos se habían soltado rápidamente, casi con culpa. Ese momento de
delicadeza, de tacto, incluso hasta de lástima, me produjo un segundo de emociones
encontradas, tan leves que se desvanecieron casi en el instante en que reconocí
su naturaleza. Sabía que lo que había sentido era envidia y dolor, no por lo que
había perdido sino por lo que nunca había logrado.
17
Lunes 15 de marzo, 2021.
Hoy recibí
la visita de dos miembros de la Policía de Seguridad del Estado. El hecho de
que pueda estar escribiendo esto demuestra que no me arrestaron y que no
encontraron el diario. Debo admitir que no lo buscaron; que no buscaron nada.
Dios sabe que el diario es suficiente incriminación para cualquiera que esté
interesado en descubrir una moral deficiente y una personalidad inadaptada,
pero ellos tenían la cabeza en malas acciones más tangibles. Como ya dije, eran
dos: un hombre joven, obviamente un Omega –es extraordinario cómo se nota–, y un
oficial superior un poco más joven que yo, que llevaba un impermeable y un
maletín de cuero negro. Se anunció a él mismo como el Inspector Principal George Rawlings,
y a su compañero como el Sargento Oliver Cathcart. Cathcart era saturnino,
elegante, inexpresivo: un típico Omega. Rawlings era macizo, de movimientos un
poco torpes; tenía unos mechones disciplinados de canas tupidas, que denotaban
un corte caro hecho para enfatizar las ondas de los costados y de la nuca. El
rostro era de facciones fuertes y los ojos eran chicos, tan hundidos que no se
les veía el iris, y la boca era grande, con el labio superior en forma de arco,
filoso como un pico. Ambos vestían de civil; los trajes eran de un muy buen
corte. En otras circunstancias me habría sentido tentado de preguntarles si
iban al mismo sastre.
Eran las
once en punto cuando llegaron. Los hice pasar a la sala de estar de la planta
baja y les pregunté si gustaban un café. Dijeron que no. Cuando les ofrecí
asiento, Rawlings se acomodó en una silla junto a la chimenea y Cathcart, después de
dudar por un momento, se sentó frente a él, muy tieso. Yo acerqué la silla
giratoria al escritorio y la ubiqué para quedar frente a ellos.
–Una
sobrina mía –la hija más chica de mi hermana, que no fue Omega sólo
por un año– asistió a sus conferencias sobre la vida y la época victorianas.
No es una mujer muy inteligente, probablemente usted no la recuerde. Pero tal
vez sí. Marion
Hopcroft. Era un grupo pequeño, me dijo, que se redujo
después de la primera semana. La gente no tiene persistencia. Se entusiasman
pero se cansan en seguida, sobre todo si su interés no es estimulado en forma
permanente.
En pocas
palabras había reducido las clases al rango de charlas aburridas para un grupo
decreciente de personas poco inteligentes. Su modo no había sido sutil, aunque
dudo que supiera manejarse con sutileza.
–El
nombre me suena pero no puedo acordarme de ella –dije.
–La vida
y la época victorianas. Siempre pensé que la palabra “época” era redundante. ¿Por qué no decir solamente la vida
victoriana? O podría haberlo promocionado como la vida en la Inglaterra
victoriana.
–Yo no
elegí el título del curso.
–¿No? Qué raro. Hubiera pensado que sí. Creo que
debería insistir para ser usted el que elija el título de sus propios cursos.
No le
contesté. Estaba casi seguro de que él sabía perfectamente bien que yo había
tomado el curso de Colin
Seabrook, pero si no era así, no tenía ninguna intención
de aclarárselo.
Después
de un momento de silencio que no pareció incomodar ni a él ni a Cathcart,
continuó:
–Muchas
veces he pensado en tomar uno de esos cursos para adultos. Uno de historia, no
de literatura. Pero no elegiría la Inglaterra victoriana. Iría más atrás, hasta
los Tudor. Siempre me han fascinado los Tudor, sobre todo Elizabeth.
–¿Qué es lo que lo atrae del período? –le
pregunté–.
¿La violencia y el esplendor, la gloria de sus logros, la mezcla de
poesía y crueldad, esos rostros sagaces por encima de las golas, esa corte
magnifícente sostenida por las empulgueras y el potro?
Él
permaneció un momento en silencio, como si estuviera considerando la pregunta,
y luego dijo:
–No diría
que la época de los Tudor fue particularmente cruel, doctor Faron. En esa época
la gente moría muy joven, y en general sufriendo de dolor. Todas las épocas
tienen sus crueldades. Y si es por dolor, la muerte de cáncer sin drogas que ha
sucedido a lo largo de casi toda la historia del hombre, era un tormento mucho
mayor que cualquiera que los Tudor pudieran inventar. Especialmente para los
niños, ¿no le parece? Es difícil
encontrarle un sentido a eso, ¿no?
Al tormento de los niños.
–Tal vez
no deberíamos dar por sentado que la naturaleza tiene un sentido –dije.
El
continuó como si yo no hubiese dicho nada.
–Mi
abuelo era uno de esos predicadores del fuego del Infierno, y pensaba que todo
tiene un sentido, especialmente el dolor. Había nacido en la época equivocada,
se habría sentido más feliz en su siglo diecinueve. Recuerdo que cuando yo tenía
nueve años tuve un dolor de muelas terrible y se me formó un absceso. No dije
nada por temor al dentista, pero una noche me desperté con un dolor atroz. Mi
madre me dijo que iríamos a la clínica cuando abriera, y yo me quedé retorciéndome
de dolor hasta la mañana siguiente. Mi abuelo vino a verme y me dijo: “Podemos hacer algo por los pequeños dolores de
este mundo, pero no hay nada que podamos hacer por los dolores eternos del
mundo por venir. No lo olvides”.
No hay duda de que eligió bien el momento. Un dolor de muelas eterno. Era un
pensamiento aterrador para un niño de nueve años.
–Y para
un adulto –le dije.
–Bueno,
exceptuando a
Roaring Roger y a sus seguidores, ya todos hemos
abandonado esa creencia. –Por un minuto se quedó rumiando acerca de los
estallidos de Roaring
Roger; luego continuó, sin cambiar de tono.
Los
miembros del Consejo están preocupados, inquietos quizá sea una palabra más
apropiada, por las actividades de cierta gente.
Se quedó
esperando, tal vez para que yo preguntara “¿Qué actividades? ¿Qué
gente?”
–Yo tengo
que salir en un poco más de media hora –dije–. Si su colega quiere revisar la
casa tal vez podría hacerlo ahora, mientras nosotros hablamos. Hay una o dos
cositas de valor para mí: la caja de cucharas de la vitrina georgiana, los
adornos de estilo Victoriano Staffordshire de la sala, una o dos de las
primeras ediciones. En cualquier otra ocasión preferiría estar presente
durante la revisación, pero confío plenamente en la probidad de la PSE.
Al decir
las últimas palabras miré a Cathcart directo a los ojos. Ni siquiera parpadeó.
Rawlings dejó traslucir una cierta nota de reproche en su voz:
–No
existe la posibilidad de que revisemos su casa, doctor Faron. ¿Por qué habría de suponer que queremos
revisarla? ¿Revisarla para qué?
Usted no es un subversivo. No, esto es sólo una charla, una consulta si
prefiere. Como le dije, están sucediendo algunas cosas que causan una cierta
preocupación al Consejo. Ahora, por supuesto, le estoy hablando en forma
confidencial. Estas cuestiones no se han hecho públicas en los diarios, ni en
la radio, ni en la TV.
–Eso fue
muy inteligente por parte del Consejo –dije–. Los agitadores, suponiendo que
ustedes ya los hayan localizado, siempre aprovechan la publicidad. ¿Por qué proporcionársela?
–Exacto.
Los gobiernos han tardado demasiado tiempo en darse cuenta de que no es
necesario aprender a manejar las noticias indeseables. Simplemente no hay que
darlas a conocer.
–¿Y qué es lo que no están dando a conocer?
–Pequeños
incidentes, irrelevantes de por sí, pero que podrían ser la evidencia de una
conspiración. Los dos últimos Átropos fueron interrumpidos. Volaron las rampas
la mañana de la ceremonia, media hora antes del momento en que tenían que
llegar las víctimas del sacrificio –tal vez víctimas no sea la palabra
apropiada; mejor digamos los mártires.
Hizo una
pausa y después agregó:
–Pero mártires
quizá sea redundante. Digamos antes de que llegaran los futuros suicidas. Causó
bastantes inconvenientes. El o la terrorista lo calculó justo. Treinta minutos
más, y los ancianos hubieran muerto de una forma mucho más espectacular de lo
que estaba planeado. Hubo una amenaza telefónica, una voz masculina y joven,
pero llegó tarde como para que pudiera hacerse algo más que mantener a la gente
lejos de la escena.
–Un
inconveniente irritante –dije–. Hace algo de un mes fui a ver un Átropos. Pensé
que el muelle del cual embarcó el bote podría construirse bastante rápido. No
creo que ese episodio particular de delincuencia haya demorado el Átropos por
más de un día.
–Tal como
usted supone, doctor Faron, se trata de un inconveniente menor, pero que tal
vez no carezca de importancia. Últimamente ha habido demasiados inconvenientes
menores. Y además están los panfletos. Algunos de ellos están dirigidos al
trato de los Transeúntes. La última tanda de Transeúntes, los de sesenta y
cinco y algunos enfermos, tuvo que ser repatriada a la fuerza. Hubo algunas
escenas desafortunadas en el muelle. No estoy diciendo que haya una conexión
entre esa debacle y los panfletos diseminados, pero podría tratarse de algo más que
una coincidencia. La distribución de material político entre los Transeúntes es
ilegal, pero sabemos que los panfletos subversivos han circulado por los
campos. Han repartido otros folletos casa por casa, en los que denuncian el
trato que se les da a los Transeúntes en general, la situación en la Isla del
Hombre, los exámenes obligatorios de semen, y lo que estos disidentes
consideran fallas del proceso democrático. Ahora hay uno en el que todas estas
quejas aparecen en forma de demandas. Tal vez usted lo haya visto.
Se agachó
para levantar el attaché de cuero negro, lo apoyó sobre sus rodillas y lo abrió.
Estaba actuando su personaje como para que la situación se pareciera a una
visita amistosa e informal, sin un propósito bien definido, y yo de alguna
manera esperaba que simulara revolver entre sus papeles antes de encontrar el
que quería. Sin embargo me sorprendió porque lo encontró en seguida. Me lo pasó
y me dijo:
–¿Ha visto uno de éstos antes?
Yo lo miré
y rápidamente le dije:
–Sí; los
he visto. Me pasaron uno debajo de la puerta hace unas semanas.
No tenía
sentido negarlo. Casi con certeza la PSE sabe que han distribuido los folletos
en St. John Street y, ¿por qué habrían
de omitir mi casa? Lo volví a leer y se lo devolví.
–¿Alguno de sus conocidos ha recibido uno?
–Que yo
sepa, no. Pero me imagino que los deben haber diseminado por varios lugares. No
me resultaron tan interesantes como para empezar a preguntar.
Rawlings
lo estudió como si fuera la primera vez que lo veía.
–Los
Cinco Peces. Ingenioso, pero no inteligente –dijo–. Supongo que estamos
buscando a un pequeño grupo de cinco. Cinco amigos, cinco familiares, cinco
compañeros de trabajo, cinco compañeros de conspiración. Tal vez tomaron la
idea del Consejo de Inglaterra. Es un número práctico, ¿no le parece? Asegura que haya una mayoría en cada discusión.
Yo no
contesté.
–Los
Cinco Peces –prosiguió–. Me imagino que cada uno debe tener un nombre en clave,
basado en los apellidos, así es más fácil de recordar. La A sería fácil, en
seguida se me ocurren nombres de peces que empiecen con A. Para la B podrían
usar brema, por ejemplo. La C tampoco es difícil: congrio, cazón. Dorado podría
ir para la D. La E ya es más complicada. A pesar de que, por supuesto, puedo
estar equivocado, calculo que no se habrían puesto los Cinco Peces como nombre
si no hubiesen encontrado un pez apropiado para cada miembro de la banda. ¿Qué piensa al respecto? Como proceso de
razonamiento, digo.
–Ingenioso
–dije–. Es interesante ver el proceso de pensamiento de un PSE en acción. Pocos
ciudadanos deben haber tenido esa oportunidad; al menos pocos ciudadanos que
ahora estén en libertad.
Fue como
si no hubiera dicho nada. Siguió estudiando el panfleto. Luego dijo:
–Un pez.
Bastante bien dibujado. Creo que no por un artista profesional, pero por
alguien con alguna sensibilidad para el dibujo. El pez es un símbolo
cristiano. ¿Se tratará de un
grupo cristiano, me pregunto? –Levantó la vista hacia mí.– Usted admite que
tiene uno de estos panfletos en su poder, pero que no tiene nada que ver con
ellos. ¿No le pareció que era su
obligación declararlo?
–Lo traté
como trato toda la correspondencia sin importancia, la que no espero. –Luego
decidí que ya era momento de continuar con la ofensiva, y le dije: – Discúlpeme,
Inspector Principal, pero no veo qué es precisamente lo que le preocupa al
Consejo. En todas las sociedades hay disconformes. Aparentemente este grupo en
particular no ha hecho mucho daño, además de volar un par de rampas provisorias
y endebles, y de distribuir algunas críticas mal planteadas contra el gobierno.
–Los
panfletos podrían ser considerados literatura sediciosa.
–Puede
usar las palabras que quiera, pero difícilmente pueda elevar esto al rango de
una gran conspiración. Supongo que no van a movilizar el ejército de seguridad
estatal porque unos pocos disconformes aburridos prefieren divertirse con un
juego más peligroso que el golf. ¿Qué
es precisamente lo que le preocupa al Consejo? Si de hecho estos disidentes
existen, serán bastante jóvenes, o al menos de unos cuarenta años. Pero el
tiempo pasará para ellos, el tiempo está pasando para todos nosotros. ¿Ha olvidado las cifras? El Consejo de
Inglaterra nos las recuerda bastante a menudo. Una población de cincuenta y
ocho millones en 1966, que ha decaído a treinta y seis millones este año, el
veinte por ciento mayor de setenta años. Somos una raza condenada, Inspector
Principal. Con la madurez, con la vejez, todo entusiasmo se desvanece, incluso
el de la seductora emoción de la conspiración. No hay ninguna oposición real al
Custodio de Inglaterra. Nunca la ha habido desde que tomó el poder.
–Es
asunto nuestro cuidar que así sea.
–Ustedes,
por supuesto, harán lo que les parezca necesario. Pero sólo me tomaría esto en
serio si pensara que, de hecho, lo es; si fuera por ejemplo una oposición, quizá
dentro del Consejo mismo, a la autoridad del Custodio.
Las
palabras eran de un riesgo calculado, tal vez incluso peligroso, y vi que lo
había preocupado. Ésa había sido mi intención.
Después
de una pausa no calculada me dijo:
–Si
hubiera algo de eso el asunto no estaría en mis manos. Sería tratado en un
nivel absolutamente superior.
Me puse
de pie y le dije:
–El
Custodio de Inglaterra es mi primo y mi amigo. Fue muy bueno conmigo durante la
infancia, cuando eso es particularmente importante. Yo ya no soy su asesor en
el Consejo pero eso no significa que ya no soy su primo ni su amigo. Si tengo
evidencias de una conspiración en contra suya, se lo diré. No se lo diré a
usted, Inspector Principal, ni me pondré en contacto con la PSE. Se lo diré a
la persona más interesada, el Custodio de Inglaterra.
Esto era
teatro, por supuesto, y nosotros lo sabíamos. No nos dimos la mano ni hablamos
cuando lo acompañé hasta la puerta; me había ganado un enemigo. Rawlings no se
permitía la indulgencia de la antipatía personal, como tampoco se hubiera
permitido sentir simpatía, cariño o lástima por las víctimas que visitaba e
interrogaba. Yo creía comprender a ese tipo de gente: los pequeños burócratas
de la tiranía, hombres que disfrutan de la mezquina recompensa de poder que
les es permitida, que necesitan caminar en el aura de un miedo fabricado, saber
que el miedo los precede cuando entran a una habitación, y que flotará como un
aroma una vez que hayan salido, pero que no tienen ni el sadismo ni el coraje
para la crueldad final. Pero necesitan participar de la acción. No les es suficiente,
como lo es para la mayoría de nosotros, hacerse un poco a un lado y mirar las
cruces sobre la colina.
18
Theo cerró
el diario y lo puso en el cajón de arriba de su escritorio, lo cerró con llave
y la guardó en su bolsillo. El escritorio estaba bien hecho, los cajones eran
fuertes, pero apenas resistiría a un experto o a un asalto decidido. Pero era
poco probable que hubiera uno, y por si acaso, había cuidado que el informe de
la visita de Rawlings fuera inocuo. Sabía que esa necesidad de autocensurarse
evidenciaba su incomodidad. Le irritaba que fuera necesaria la precaución. Había
comenzado su diario menos como un registro de su vida (¿para quién y por qué? ¿qué
vida?) que como una exploración regular y permisiva, una forma de dar sentido a
los años pasados; en parte era una catarsis, en parte una afirmación
alentadora. El diario, que se había convertido en parte rutinaria de su vida,
perdía su razón de ser si tenía que censurar, que omitir, si tenía que engañar
en vez de iluminar.
Repasó
con detenimiento la visita de Rawlings y de Cathcart. Lo había sorprendido lo
poco temibles que le habían resultado. Después de que se hubieron ido, sintió
una cierta satisfacción por su falta de miedo, por la habilidad con la que había
manejado el encuentro. Ahora se preguntaba si su confianza era justificada. Podía
acordarse casi perfectamente de lo que habían dicho: recordar conversaciones
siempre había sido uno de sus talentos. Pero con el ejercicio de transcribir
esa conversación elíptica habían surgido ansiedades que no había sentido en
aquel momento. Se dijo que no tenía nada que temer. Había mentido abiertamente
sólo una vez, cuando había negado conocer a alguien que hubiera recibido uno de
los panfletos de los Cinco Peces. Era una mentira que podía justificar si lo
desafiaban. ¿Por qué –podría
argumentar– iba a nombrar a su ex esposa, y a exponerla a los inconvenientes y
a la preocupación de una visita de la PSE? No tenía especial relevancia el
hecho de que ella u otra persona hubieran recibido un panfleto; debían haber
pasado esas hojas prácticamente debajo de todas las puertas de la calle. Una
mentira no era evidencia de culpa. Era poco probable que lo arrestaran por una
pequeña mentira. Después de todo, todavía existía la ley en Inglaterra, al
menos para los bretones.
Bajó a la
sala de estar y caminó nerviosamente por la ancha habitación; era consciente,
de un modo misterioso, de los pisos vacíos y sin luz por encima y por debajo
suyo, como si cada una de esas habitaciones silenciosas contuviera una
amenaza. Se paró frente a una ventana que daba a la calle y miró a través del
balcón de hierro fundido. Caía una lluvia fina. Veía flechas plateadas que caían
sobre las luces de la calle y, más lejos, el pavimento obscuro y pegoteado.
Las cortinas de enfrente estaban cerradas y en la fachada de piedra lisa no se
veía ninguna señal de vida, ni siquiera una apertura entre las cortinas. La depresión
se instaló en él como una frazada pesada ya conocida. Bajo el peso de la
culpa, los recuerdos y la ansiedad, casi podía oler la basura acumulada de los
años muertos. Su confianza desapareció y el miedo se acrecentó. Se dijo que
durante el encuentro había pensado sólo en sí mismo, en su segundad, en su
inteligencia y su amor propio. Pero ellos no estaban especialmente interesados
en él; ellos estaban buscando a Julian y a los Cinco Peces. No había
revelado nada, no era necesario sentirse culpable por eso. Pero ellos habían
venido a buscarlo, lo que significaba que pensaban que él sabía algo. Por
supuesto que lo pensaban. El Consejo nunca había creído realmente que había
ido por voluntad propia. La PSE volvería: la próxima vez el barniz de
amabilidad sería más fino, las preguntas más indagatorias, el resultado
posiblemente más doloroso.
¿Qué otras cosas sabrían, además de lo que Rawlings había revelado?
De repente le pareció extraordinario que a esta altura no hubieran arrestado al
grupo para un interrogatorio. Pero tal vez si lo habían hecho. ¿Sería ésa la razón de la visita de hoy? ¿Es que tendrían a Julian y al grupo
en sus manos, y estaban examinando hasta qué punto él estaba comprometido? A
Miriam podían localizarla muy rápido. Se acordó de su pregunta al Consejo
acerca de la situación en la Isla del Hombre, y de la respuesta: “Nosotros sabemos; la pregunta es: ¿cómo lo sabes tú?” Estaban buscando a alguien que supiera acerca de la situación en la
isla; y si estaban prohibidas las visitas, y no se permitía que entraran ni
salieran cartas de la isla, ¿cómo
se podría saber algo? La huida del hermano de Miriam estaría registrada. Era
raro que no la hubieran arrestado para interrogarla en cuanto los Cinco Peces
habían empezado a actuar. Pero tal vez sí lo habían hecho. Tal vez ella y Julian estaban
en sus manos incluso en este momento.
Su
razonamiento había vuelto al punto de partida y por primera vez sintió una
soledad extraordinaria. No era una emoción a la cual estuviera acostumbrado. Le
causaba desconfianza y resentimiento a la vez. Mientras miraba hacia la calle
desierta deseó por primera vez que hubiera alguien, un amigo en quien confiar,
con quien hablar. Antes de dejarlo Helena le había dicho: “Vivimos en la misma casa, pero somos como pasajeros o huéspedes del
mismo hotel. Nunca hablamos realmente”. Irritado por una queja tan banal y predecible, lugar común de la
esposa disconforme, él le había contestado: “¿Hablar de qué? Aquí estoy. Si quieres hablar conmigo ahora, te
escucho”.
Le pareció
que incluso hablar con ella, escuchar la respuesta reticente y vana que daría
a su dilema, sería un consuelo. Y mezclada con el miedo, la culpa y la soledad,
había una nueva irritación: con Julian, con el grupo, con él mismo por haberse
comprometido en eso. Al menos había hecho lo que le habían pedido. Había visto
al Custodio de Inglaterra y había prevenido a Julian. No era su
culpa si el grupo no había escuchado su advertencia. Sin duda ellos argumentarían
que él tenía la obligación de hacerles llegar un mensaje, de hacerles saber que
estaban en peligro. Pero ellos debían saber que estaban en peligro. ¿Y cómo podría advertirles? No sabía ninguna de
sus direcciones, ni dónde trabajaban ni en qué. Lo único que podía hacer si se
llevaban a Julian
era interceder por ella ante Xan. ¿Pero cómo podría enterarse en qué momento la arrestarían? Debía ser
posible localizar a alguno de la banda si indagaba, pero, ¿cómo podía indagar sin que su búsqueda fuera obvia? De ahora en más
tal vez estaría bajo la vigilancia secreta de la PSE. No había nada que pudiera
hacer, excepto esperar.
19
Viernes 26 de marzo, 2021.
Hoy la vi
por primera vez desde nuestro encuentro en el Pitt Rivers Museum. Yo
había ido a comprar queso al Covered Market; estaba saliendo, con mis
paquetes bien envueltos de roquefort, queso azul danés y camembert, cuando la
vi a sólo unas pocas yardas de distancia. Estaba eligiendo fruta; no compraba,
como yo, para el gusto cada vez más remilgado de una sola persona, sino que señalaba
lo que quería sin dudar, y abría una bolsa de lona que se iba llenando de unas
frágiles bolsas marrones a punto de estallar por los globos naranjas dorados y
picados, las brillosas curvas de las bananas, el color rojizo de las camuesas
de Cox. La vi en un esplendor de colores, la piel y el cabello parecían
absorber el brillo de la fruta, como si no fueran las luces excesivas del lugar
las que la iluminaban, sino el cálido sol del sur. Me quedé mirando mientras
ella sonreía y le entregaba un billete al puestero, y después contaba las
monedas para darle el importe exacto; la seguí mirando cuando se colgaba al
hombro la ancha manija de la bolsa de lona y se inclinaba un poco por el peso.
La gente circulaba de un lado al otro entre nosotros, y yo estaba paralizado,
no quería, o tal vez no podía moverme; mi cabeza era un tumulto de sensaciones
extrañas y molestas. Me sentí preso de una urgencia ridícula por correr hasta
el puesto de flores, poner unos billetes en la mano de la florista, sacar de
los tubos los ramos de narcisos, de tulipanes, de rosas de invernadero y de
lilas, apilarlos todos en sus brazos, y quitarle el bolso de su hombro
sobrecargado. Era un impulso romántico, infantil y absurdo, que no sentía desde
que era un niño. En aquel entonces no me gustaba ni creía realmente en eso.
Ahora me sorprendió por su fuerza, su irracionalidad, su potencial
destructivo.
Ella se
dio vuelta, sin verme aún, y salió hacia High Street. Yo la
seguí, esquivando los canastos con meditas de la gente que sale de compras los
viernes a la mañana, e impacientándome cada vez que me cerraban el paso. Me
dije que estaba actuando como un tonto, que debería dejar que se perdiera de
vista, que era una mujer a la que sólo había visto cuatro veces, y que ella jamás
había demostrado ningún interés en mí, salvo una firme obstinación en que yo
hiciera lo que ella quería; que yo no sabía nada acerca de ella excepto que
estaba casada, que esta necesidad avasallante de oír su voz, de tocarla, no
eran más que los primeros síntomas de la inestabilidad emocional que
corresponde a una madurez solitaria. Aun así, me las arreglé para alcanzarla
cuando ella doblaba para tomar High Street. Le toqué el hombro y le dije:
–Buen día.
Cualquier
saludo me habría parecido banal. Éste al menos era inocuo. Se dio vuelta y por
un segundo engañoso creí que su sonrisa se debía a la alegría de haberme
reconocido. Pero era la misma sonrisa que le había dedicado al puestero. Tomé
la bolsa y le dije:
–¿Quiere que la lleve? –Me sentía como un
colegial molesto. Ella negó con la cabeza y me dijo:
–Gracias,
pero la camioneta está muy cerca.
¿Qué camioneta?, me pregunté. ¿Para quién era toda esta fruta? Seguramente no era sólo para ellos
dos, Rolf y ella. ¿Trabajaría en
alguna institución? Pero no se lo pregunté, sabía que no me habría dicho nada.
–¿Está bien? –le pregunté. Ella volvió a sonreír:
–Sí, aquí
estoy... ¿Y usted?
–Aquí
estoy...
Ella
siguió caminando. Lo hizo amablemente –no tenía deseos de herirme– pero con
mucha determinación.
–Tengo
que hablarle –le dije en voz baja–. Es importante. Es sólo un momento. ¿No hay un lugar adonde podamos ir?
–Es más
seguro en el mercado que aquí.
Ella se
volvió y yo empecé a caminar a su lado con disimulo, sin mirarla, como
si fuéramos dos personas de compras forzadas a estar próximas por la presión
de los cuerpos que iban de un lado al otro. Una vez en el mercado, ella se
detuvo y miró por una ventanilla donde un señor mayor y su asistente vendían
flanes y tartas frescas recién salidos del horno. Yo estaba junto a ella, como
interesado por el queso burbujeante y la salsa. El olor llegó hasta mí, sabroso
y fuerte, un olor conocido. Hacían esas tartas desde que yo era estudiante. Me
quedé mirando, como si estuviera eligiendo algo, y luego le dije muy bajo al oído:
–La PSE
vino a verme, tal vez estén muy cerca. Están buscando a un grupo de cinco.
Ella se
alejó de la ventanilla y empezó a caminar. Yo iba a la par.
–Por
supuesto –me dijo–. Saben que somos cinco. No es ningún secreto.
Me paré
cerca de ella y le dije:
–No sé qué
otras cosas habrán averiguado o adivinado. Terminen con todo esto. No están
logrando nada. Quizá no haya demasiado tiempo. Si los otros no paran, entonces
ábrase usted.
Fue
entonces que se dio vuelta y me miró. Nuestras miradas se encontraron sólo por
un segundo pero, ahora, lejos del brillo de las luces y de la riqueza de
destellos de las frutas, vi lo que no había visto antes: que su cara se veía
cansada, avejentada, gastada.
–Por
favor váyase –me dijo–. Es mejor que no nos volvamos a ver.
Me dio la
mano y desafiando el riesgo se la tomé.
–No sé su
apellido –le dije–. No sé dónde vive ni dónde encontrarla. Pero usted sabe dónde
encontrarme a mí. Si alguna vez lo necesita mándeme a llamar a St. John Street y yo iré.
Luego me
di vuelta y me fui, así no tenía que ver cómo ella se alejaba de mí.
Estoy
escribiendo esto después de la cena, mientras miro hacia la distante colina de
Wytham Wood
por la
ventanita negra. Tengo cincuenta años y nunca he sabido lo que es amar a
alguien. Puedo escribir esta frase, saber que es cierta, pero sólo puedo sentir
la pena que debe sentir un hombre con mal oído por no poder apreciar la música:
una pena menos aguda porque se trata de algo jamás conocido, y no de algo
perdido. Pero las emociones tienen su tiempo y su lugar. Los cincuenta no son
una edad como para invitar a la turbulencia del amor, menos en este planeta
condenado y triste en el que el hombre va hacia su descanso final y todo deseo
se desvanece. Entonces voy a planear mi huida. No es fácil conseguir un
permiso de salida para alguien menor de sesenta y cinco años; a partir del
Omega sólo los
mayores pueden viajar todo lo que quieran. Pero espero no tener dificultades.
Todavía tiene algunas ventajas ser el primo del Custodio, aun cuando yo nunca
menciono la relación. No bien entro en contacto con la oficialidad, ellos ya
lo saben. En mi pasaporte ya figura el sello del permiso de viaje. Conseguiré
a alguien que me reemplace en mi curso de verano, y me ahorraré ese
aburrimiento compartido. No tengo ningún conocimiento nuevo, ningún entusiasmo
que comunicar. Voy a tomar el ferry y después viajaré en coche, visitaré las grandes
ciudades, las catedrales y los templos de Europa, al menos mientras haya
carreteras que se puedan usar, hoteles con suficiente personal como para ofrecer
un nivel aceptable de comodidad, y lugares donde pueda conseguir combustible.
Dejaré atrás el recuerdo de lo que vi en Southwold, de Xan y del Consejo, y
esta inmensa ciudad, donde hasta las piedras atestiguan la transitoriedad de
la juventud, del saber, del amor. Arrancaré esta página de mi diario. Fue una
indulgencia escribir estas cosas; dejarlas sería una locura. Y trataré de
olvidarla promesa de esta mañana. Fue hecha en un momento de locura. Supongo
que ella no la tendrá en cuenta. Si lo hace, va a encontrar esta casa vacía.
LIBRO DOS
ALFA
Octubre 2021
20
Regresó a
Oxford el último día de septiembre, a media tarde. Nadie había intentado
retenerlo cuando se fue y nadie le dio la bienvenida. La casa tenía olor a
sucio, el comedor de la planta baja estaba húmedo y con olor a encierro, las
habitaciones de arriba estaban sin ventilar. Le había dejado dicho a Mrs. Kavanagh que abriera las ventanas de vez en cuando pero el aire, de una
acidez desagradable, olía como si hubiesen estado cerradas durante años. El
pasillo angosto estaba lleno de cartas, algunos de los frágiles sobres parecían
adheridos a la alfombra. En la sala de estar las cortinas largas impedían la
entrada del sol de la tarde, como si se tratara de la casa de un muerto, y había
pequeños pedazos de escombros y de hollín que habían entrado por la chimenea:
los pisó sin querer y se deshicieron sobre la alfombra. Aspiró la suciedad y
la decadencia. La casa en sí parecía desintegrarse ante sus ojos.
El pequeño
cuarto de arriba, con su vista del campanario de St. Barnabas Church y
los árboles de Wytham Wood
en los que se apreciaban los primeros matices del otoño,
lo impresionó porque estaba muy frío, pero no tenía ningún cambio. Allí se
sentó y empezó a pasar con indiferencia las hojas del diario donde había
registrado con meticulosidad y sin alegría cada día de su viaje; había ido
marcando mentalmente cada una de las ciudades y de los lugares que volvía a
visitar, como un escolar que cumple con la tarea de las vacaciones. Los Montes
de Auvernia, Fontainebleau, Carcassone, Florencia, Venecia, Perugia, la
Catedral de Orvieto, los mosaicos de San Vítale, Ravenna, el Templo de
Hera en Paestum. No había partido con ánimo de excitación anticipada, no había
buscado ninguna aventura, ni lugares primitivos y extraños en los que la
novedad y el descubrimiento hacían más que compensar la comida monótona y las
camas duras. Se había movido con un bienestar organizado y caro, yendo de
capital en capital: París, Madrid, Berlín, Roma. Ni siquiera le había dicho
adiós en forma inconsciente a la belleza y al esplendor que había conocido en
su juventud. Podía pensar que volvería otra vez, no tenía por qué ser la última
visita. Era un viaje de huida, no un peregrinaje en busca de sensaciones
olvidadas. Pero ahora sabía que la parte suya de la que más necesitaba escapar
había quedado en Oxford.
En agosto
había empezado a hacer demasiado caloren Italia. Huyendo del calor, del polvo,
de la gris compañía de los viejos que parecían andar de un lado a otro de
Europa como una neblina ambulante, tomó la carretera serpenteante hacia
Ravello, que parecía un refugio elevado entre el azul profundo del Mediterráneo
y el cielo. Allí encontró un pequeño hotel atendido por una familia; era caro y
estaba medio vacío. Se quedó el resto del mes. No le proporcionaba paz, pero sí
comodidad y soledad.
Su
recuerdo más vivo era el de Roma: la Piedad de Miguel Ángel en San
Pedro, las filas de velas que chisporroteaban, las mujeres de rodillas, ricas
y pobres, jóvenes y viejas, que clavaban sus ojos en la cara de la Virgen con
un anhelo tan intenso que era casi demasiado doloroso de ver. Recordaba sus
manos extendidas, las palmas apretadas contra el escudo protector de vidrio,
el murmullo continuo de sus oraciones; era como si esa queja angustiosa y sin
interrupción proviniera de una misma garganta y elevara a ese mármol
indiferente el anhelo desesperanzado del mundo entero.
Regresó a
una Oxford que había quedado descolorida y exhausta después de un verano
caluroso, la atmósfera lo impresionó como ansiosa, preocupada, casi
intimidatoria. Caminó por los patios vacíos de la universidad, las piedras se
veían como oro bajo el suave sol del otoño, y no encontró ninguna cara
conocida. Su mente deprimida y distorsionada imaginó que los habitantes
anteriores debían haber sido expulsados misteriosamente, y que eran extraños
los que estaban caminando por las calles grises, o sentados bajo los árboles de
los jardines como viejos fantasmas de regreso. La charla en la Sala Principal
Común fue forzada, inconexa. Sus colegas parecían evitar su mirada. Los pocos
que se dieron cuenta de que había estado afuera le preguntaron por su viaje,
pero sin curiosidad, lo hacían sólo por resultar amables. Se sentía como si
hubiera vuelto contagiado de algo extraño y vergonzoso. Había regresado a su
ciudad, a su propio lugar, y sin embargo volvía a sentir ese malestar peculiar
y desconocido, el cual, suponía, sólo podía llamarse soledad.
Después
de la primera semana llamó a Helena, y lo sorprendió el hecho de que no sólo
deseaba oír su voz, sino también que lo invitaran a su casa. Helena no lo hizo.
Tampoco hizo ningún esfuerzo por ocultar su desilusión al oír su voz. Mathilda estaba triste y no quería comer. El veterinario le había hecho
algunos exámenes y estaba esperando que la llamara.
–He
estado fuera de Oxford todo el verano –dijo él–. ¿Ha sucedido algo?
–¿A qué te refieres? ¿Qué es lo que podría haber sucedido? No ha sucedido nada.
–Supongo
que no. Uno regresa después de seis meses y espera encontrar las cosas
cambiadas.
–Las
cosas no cambian en Oxford. ¿Por
qué habrían de cambiar?
–No me
refería a Oxford. Al país en general. No recibí demasiadas noticias cuando
estuve afuera.
–Bueno,
no hay ninguna. ¿Y por qué me
preguntas a mí? Ha habido problemas con algunos disidentes, eso es todo. Son
rumores, más que nada. Aparentemente han estado volando los muelles, tratando
de detener los Átropos. Y hace más o menos un mes salió algo por televisión.
El locutor dijo que hay un grupo que planea liberar a todos los convictos de
la Isla del Hombre, que incluso podrían organizar una invasión desde la isla
para tratar de derrocar al Custodio.
–Eso es ridículo
–dijo Theo.
–Eso es
lo que dice Rupert.
Pero tampoco darían a publicidad cosas como ésas si no
fueran verdaderas. Lo único que hacen es preocupar a la gente. Todo era tan pacífico
antes.
–¿Saben quiénes son esos disidentes?
–No creo.
No creo que sepan. Theo, tengo que cortar; estoy esperando que me llame el
veterinario.
Colgó sin
esperar a que él se despidiera.
En las
primeras horas del décimo día posterior a su llegada retornó la pesadilla.
Pero esta vez no era su padre que lo señalaba desde los pies de la cama con su
muñón ensangrentado, sino Luke, y él no estaba en la cama sino sentado
en el coche, que no estaba en la puerta de la casa de Lathbury Road, sino en la nave de Binsey Church. Las
ventanillas del coche estaban cerradas. Oía a una mujer que gritaba del mismo
modo en que Helena había gritado. Y Rolf estaba ahí, con
la cara de un color escarlata, pegándole puñetazos al coche y gritando “¡Usted la mató, usted mató a Julian!” Luke estaba frente al coche, señalándolo con
su muñón ensangrentado y sin decir nada. Él no se podía mover, estaba apresado
en un rigor parecido al rigor de la muerte. Oía sus voces agresivas: “¡Salga! ¡Salga!”, pero no se podía
mover. Estaba ahí sentado, mirando la figura acusadora de Luke con
ojos fijos, sin expresión, esperando que abrieran la puerta de un tirón y que
unas manos lo arrastraran para enfrentarlo al horror de lo que él, y sólo él,
había hecho.
La
pesadilla le dejó un resto de malestar que se profundizó con los días. Trató
de deshacerse de él, pero ningún aspecto de su vida rutinaria, solitaria y
previsible era lo suficientemente fuerte como para ocupar más que una parte de
su mente. Se dijo que debía actuar normalmente y tratar de no parecer
preocupado por si lo estaban vigilando de alguna forma. Pero no hubo ninguna
señal de que así fuera. No recibió noticias de Xan, ni del Consejo, no recibió
ninguna comunicación ni percibió nada que indicara que lo estuvieran siguiendo.
Tenía temor de recibir noticias de Jasper, de que volviera a sugerirle que deberían
unir sus fuerzas. Pero Jasper
no había aparecido desde el Átropos, y tampoco recibió
ninguna llamada. Retomó sus ejercicios habituales y dos semanas después de su
regreso salió a correr temprano por Port Meadow con dirección a Binsey Church. Sabía
que no era inteligente ir a visitar al viejo sacerdote y hacerle preguntas, y
no lograba entender por qué le parecía tan importante volver a Binsey, o qué
era lo que esperaba obtener. Mientras cruzaba Port Meadow a pasos
regulares, por un momento le preocupó la idea de que podría estar conduciendo
a la Policía de Seguridad del Estado a uno de los lugares habituales de
encuentro del grupo. Pero cuando llegó a Binsey vio las casas completamente
desiertas y pensó que era raro que se siguieran encontrando en alguno de sus
viejos escondites. Dondequiera que estuvieran, corrían serio peligro. Ahora iba
corriendo, igual que todos los días, en medio de un tumulto de emociones
conflictivas y conocidas: irritación por haberse comprometido, pena por no
haber podido manejar mejor la entrevista con el Consejo, terror de que Julian en
este momento estuviera en manos de la Policía de Seguridad, frustración porque
no había manera de contactarse con ella, ni nadie de confianza con quien
hablar.
El camino
a St. Margaret's
Church estaba todavía más desprolijo, con la vegetación
más crecida que la última vez que había caminado por ahí; las ramas que se unían
en lo alto lo hacían obscuro y siniestro como un túnel. Cuando llegó al patio
de la iglesia vio que había un coche funerario en la puerta de la casa y que
dos hombres avanzaban por el sendero cargando un simple ataúd de pino.
–¿Murió el sacerdote? –preguntó.
El hombre
que le contestó apenas lo miró.
–Esperemos
que sí. Está en el cajón. –Colocó el ataúd en la parte de atrás del coche con
gran habilidad, cerró la puerta y arrancaron.
La puerta
de la iglesia estaba abierta. Entró en ese tenue vacío secular, que ya tenía
señales de su inminente decadencia. Estaba lleno de hojas de los árboles, que
habían entrado por la puerta abierta, y en el suelo del presbiterio había
barro y manchas de algo que parecía sangre.
Los
bancos estaban cubiertos por una gruesa capa de polvo y por el olor parecía que
algunos animales, probablemente perros, habían andado sueltos por allí. Antes
de llegar al altar había unos signos curiosos pintados en el suelo, algunos de
los cuales le eran vagamente familiares. Se arrepintió de haber venido a esa
casucha profanada. Se fue y cerró la puerta detrás de sí con una sensación de
alivio. Pero no se había enterado de nada, su pequeño peregrinaje sin sentido
no había servido de nada: sólo había profundizado su sentimiento de
impotencia, de desastre inminente.
21
Fue esa
noche a las ocho y media que escuchó los golpes. Él estaba en la cocina,
condimentando una ensalada para la cena, midiendo bien las proporciones de
aceite de oliva y de vinagre de vino. Iba a comer, como lo hacía generalmente
por las noches, en su estudio, y la bandeja con el mantel limpio y la
servilleta ya estaban preparadas, esperando sobre la mesa de la cocina. La
chuleta de cordero estaba en la plancha. El clarete estaba abierto desde hacía
una hora y se había servido el primer vaso para ir tomándolo mientras cocinaba.
Hizo los movimientos habituales sin entusiasmo, casi sin interés. Suponía que
necesitaba comer. Estaba acostumbrado a preparar las ensaladas con sumo
cuidado. Incluso mientras hacía todos los pasos habituales de la preparación,
su mente le decía que todo era de lo más intrascendente.
Había
cerrado las cortinas de la puerta ventana que daba al patio y a los escalones
que llevaban al jardín, menos por preservar su privacidad –eso casi no era
necesario– que por su costumbre de ocultar la noche. Aparte de sus pequeños
ruidos, el silencio que lo rodeaba era total, y los pisos vacíos de la casa se
apilaban encima de él como un peso concreto. En el momento en que estaba
llevando el vaso a sus labios oyó los golpes. Eran bajos pero urgentes: un
golpe en la ventana seguido de otros tres, definidos como una señal. Corrió las
cortinas y apenas alcanzó a distinguir las líneas de una cara que estaba casi
pegada al vidrio. Una cara obscura. Supo por instinto, más que por lo que pudo
ver, que era Miriam. Sacó los dos cerrojos y abrió la puerta; ella entró
inmediatamente. No perdió tiempo en saludos, y dijo:
–¿Está solo?
–Sí. ¿De qué se trata? ¿Qué ha sucedido?
–Se
llevaron a Gascoigne. Estamos huyendo. Julian lo necesita.
Para ella era difícil venir y me mandó a mí.
Lo
sorprendía poder afrontar la excitación de ella, su terror apenas contenido,
con tanta calma. Pero esta visita, aunque imprevista, no parecía más que la
culminación natural de la ansiedad creciente que había sentido durante la
semana. Él sabía que algo traumático iba a suceder, que le pedirían algo
extraordinario. Ahora el pedido había llegado. Cuando él no contestó, ella
dijo:
–Usted le
dijo a Julian que iría si ella se lo pedía. Ella se lo está pidiendo ahora.
–¿Dónde están?
Ella
vaciló por un segundo, como si ahora se preguntara si era seguro decirlo, y
luego dijo:
–Están en
una capilla en Widford, en las afueras de Swinbrook. Tenemos el coche de Rolf pero
la PSE reconocerá el número. Lo necesitamos a usted y su coche, Tenemos que
huir antes de que Gascoigne se rinda y les dé los nombres.
Ninguno
de ellos dudaba de que Gascoigne se rendiría, No sería necesario nada tan crudo
como la tortura física. La Policía de Seguridad del Estado tendría las drogas
necesarias, y la crudeza y el modo de usarlas.
–¿Cómo llegó hasta aquí? –le preguntó.
–En
bicicleta –dijo ella, impaciente–. La dejé junto a la puerta de atrás. Estaba
cerrada pero por suerte su vecino había sacado el tarro con la basura. Lo usé
para saltar. Mire, no tenemos tiempo para comer. Le conviene agarrar la comida
que tenga a mano. Nosotros tenemos algo de pan, queso y algunas conservas. ¿Dónde está su coche?
–En un
estacionamiento cerca de Pusey Lane. Voy a buscar mi saco. Hay una bolsa detrás
de la puerta del aparador. La despensa queda por allí. Fíjese qué encuentra. Y
sería bueno que tapara el vino y lo llevara también.
Subió a
buscar su saco; subió un piso más, hasta la pequeña habitación de atrás, y puso
el diario en el inmenso bolsillo interior. La acción fue instintiva, si le
hubieran preguntado habría tenido dificultades incluso para explicárselo a sí
mismo. El diario no era particularmente incriminatorio: había cuidado que así
fuera. No tuvo ninguna premonición de que estuviera abandonando por más que
unas pocas horas la vida que su diario narraba y que esa casa resonante
encerraba. E incluso si el viaje fuera el principio de una odisea, había
talismanes más útiles, más valiosos y más importantes para llevar en el
bolsillo.
El último
llamado de Miriam para que se apurara había estado de más. Sabía que había muy
poco tiempo. Si se suponía que iba a ver al grupo para discutir con ellos la
mejor manera de usar sus influencias con Xan y, sobre todo, si iba a ver a Julian antes de que la arrestaran, debía estar en la carretera sin perder
ni un segundo. En cuanto los de la PSE supieran que el grupo había desaparecido
iban a dirigir su atención a él. El número de su coche estaba registrado. La
cena abandonada iba a ser suficiente evidencia de que había salido apurado,
incluso si se hiciera tiempo como para tirarla a la basura. En su ansiedad por
llegar hasta Julian
no sentía más que un leve interés por su propia
seguridad. Todavía era ex asesor del Custodio. Había un hombre en Gran Bretaña
que tenía el poder absoluto, la autoridad absoluta y el control absoluto; y él
era el primo de ese hombre. Al fin y al cabo ni siquiera la Policía de
Seguridad del Estado podría evitar que viera a Xan. Pero podía evitar que
llegara hasta Julian,
eso sí estaba en su poder.
Miriam lo
esperaba junto a la puerta de entrada, con una abultada bolsa en la mano. El
abrió la puerta pero con un gesto ella le indicó que retrocediera, luego apoyó
la cabeza contra la columna de la puerta y miró rápidamente hacia ambos lados.
–Parece
que no hay nadie –dijo.
Debía
haber llovido. El aire estaba fresco pero la noche era obscura, las lámparas de
la calle arrojaban su tenue luz sobre las piedras grises y los techos de los
coches jaspeados por las gotas de lluvia. A ambos lados de la calle las
cortinas estaban cerradas, con la excepción de una ventana alta que brillaba
como un cuadrado de luz donde se veía pasar unas cabezas obscuras, y se
escuchaba una leve música. Entonces alguien en la habitación subió el volumen
y de pronto la calle gris se inundó de voces entremezcladas de tenor, bajo y
soprano desgarradoramente dulces, que cantaban un cuarteto, seguramente de Mozart, aunque
no pudo reconocer la ópera. Durante un vivido momento de nostalgia y de pena el
sonido lo llevó a la calle que había conocido hacía treinta años, siendo estudiante,
a los amigos que habían vivido allí y se habían ido, al recuerdo de las
ventanas abiertas en las noches de verano, de las voces jóvenes que gritaban,
de la música y la risa.
No había
ninguna señal de que hubiese ojos curiosos, ninguna señal de vida, excepto esa
ola de sonidos gloriosos; él y Miriam caminaron treinta yardas por Pusey
Street, rápido y con calma, iban en silencio y con las cabezas bajas, como si
un susurro o una pisada fuerte pudieran hacer surgir una vida clamorosa en la
calle. Doblaron y ella esperó sin decir nada mientras él abría el garaje, arrancaba
el Rover y abría la puerta para que ella entrara rápidamente. Tomaron Woodstock Road manejando rápido pero con cuidado y dentro del límite de velocidad.
Estaban en las afueras de la ciudad cuando él habló:
–¿Cuándo se llevaron a Gascoigne?
–Hace más
o menos dos horas. Estaba colocando explosivos para volar un desembarcadero en
Shoreham. Iba a haber otro Átropos. La Policía de Seguridad del Estado lo
estaba esperando.
–No es
nada sorprendente. Ustedes ya han destruido otras plataformas de embarco.
Obviamente los estaban vigilando. Así que ya hace dos horas que lo tienen
prisionero. Me sorprende que no la hayan capturado a usted todavía.
–Probablemente
esperaron llegar a Londres para hacerle el interrogatorio. Y supongo que no
estarán tan apurados, no somos tan importantes. Pero van a venir.
–Por
supuesto. ¿Cómo saben que tienen a
Gascoigne?
–Llamó
para decir qué es lo que iba a hacer. Fue una iniciativa propia, Rolf no lo
había autorizado. Siempre llamamos cuando el trabajo está terminado; esta vez
no lo hizo. Luke fue a averiguar algo a la pensión de Cowley donde Gascoigne vivía.
La Policía de Seguridad del Estado había estado revisando –al menos, la
propietaria dijo que había ido alguien a revisar–. Obviamente era la Policía
de Seguridad del Estado.
–Fue un
poco irracional de parte de Luke ir a la casa. Podrían haber estado esperándolo.
–Nada de
lo que hemos hecho ha sido racional; sólo ha sido necesario.
–No sé qué
es lo que esperan de mí, pero si quieren que los ayude deben contarme algo
acerca de ustedes –dijo–. Lo único que sé son sus nombres. ¿Dónde viven? ¿Qué hacen? ¿Dónde se
conocieron?
–Le
contaré, pero no sé por qué le parece importante, o para qué lo quiere saber.
Gascoigne es –era– un camionero. Es por eso que Rolf lo reclutó. Creo
que se conocieron en un pub. El podría distribuir nuestros panfletos
por toda Inglaterra.
–Un
camionero que es un experto en explosivos. Veo por qué era útil.
–Su
abuelo le había enseñado mucho acerca de explosivos. El estaba en el ejército,
y ellos eran muy unidos. No necesitaba ser un experto. No hay nada muy
complicado en volar desembarcaderos u otras cosas. Rolf es ingeniero.
Trabaja en la industria del suministro de electricidad.
–¿Y en qué contribuyó Rolf a la empresa,
aparte de su liderazgo no del todo efectivo?
Miriam
ignoró la provocación. Continuó:
–De Luke ya
sabe. Era sacerdote. Supongo que todavía lo es. Según él, una vez que se es
sacerdote, se lo es para siempre. No tiene una parroquia porque no quedan
muchas iglesias a las que les guste su clase de cristianismo.
–¿De qué clase es?
–La clase
de cristianismo del que la Iglesia se deshizo en la década de los '90. El
Antiguo Testamento, el antiguo libro de oraciones. Da alguna misa de vez en
cuando, si la gente se lo pide. Tiene un empleo en el jardín botánico y está
aprendiendo acerca de la cría de ganado.
–¿Y por qué lo reclutó Rolf? Seguramente
no para proporcionarle consuelo espiritual al grupo. –Julian quería
que estuviera.
–¿Y usted?
–De mí ya
sabe. Yo era partera. Es lo único que siempre quise ser. Después del Omega conseguí un trabajo de cajera en un supermercado de Headington.
Ahora estoy como encargada.
–¿Y qué hace para los Cinco Peces? ¿Mete los panfletos en las cajas de cereal
para el desayuno?
–Mire, le
dije que no éramos razonables –dijo–. No dije que fuéramos tontos. Si no hubiésemos
sido cuidadosos, si fuéramos tan incompetentes como usted se imagina, no habríamos
durado hasta ahora.
–Han
durado hasta ahora porque el Custodio quería que duraran –dijo él–. Podría
haberlos apresado hace meses. No lo hizo porque le son más útiles sueltos que
en prisión. No quiere mártires. Lo que sí quiere es simular que hay una amenaza
interna al orden público. Todo lo que tiene que hacer es decirle a la gente que
hay una sociedad secreta que está operando, que ha publicado un manifiesto que
puede ser engañosamente liberal, pero cuyo propósito real es clausurar la
Penitenciaría de la Isla del Hombre, dejar sueltos a diez mil psicópatas
criminales en una sociedad que envejece, mandar a los Transeúntes de vuelta a
sus países de modo que no recojan la basura ni limpien las calles, y por último,
derrocar al Consejo y al mismo Custodio.
–¿Por qué la gente lo habría de creer?
–¿Por qué no? A ustedes cinco probablemente les
gustaría hacer todas esas cosas. A Rolf sin duda le gustaría hacer la última.
En un gobierno antidemocrático el disenso no tiene cabida, como tampoco la
tiene una sedición moderada. Sé que se han autodenominado los Cinco Peces. Tal
vez también podría decirme sus nombres en clave.
–Rolf es
Róbalo, Luke es Locha, Gascoigne es Gaicano, yo soy Mojarra.
–¿Y Julian?
Tuvo que
contenerse para no soltar una carcajada.
–¿Qué sentido tiene? –dijo él–. Le han anunciado
a todo el país que se autodenominan los Cinco Peces. Supongo que cuando Rolf la
llama por teléfono y dice “Aquí Róbalo
llamando a Mojarra”, espera que
los miembros de la PSE que estén escuchando se arranquen los pelos y mastiquen
la alfombra por la frustración.
–De
acuerdo; se ha salido con la suya –dijo ella–. De hecho no usábamos los
nombres, al menos no a menudo. Fue sólo una idea de Rolf.
–Me lo
imaginaba.
–Escuche,
¿puede terminar con esos
comentarios arrogantes? Sabemos que es inteligente, y que el sarcasmo es su
manera de demostrarlo, pero no puedo manejarlo por el momento. Y no se ponga en
contra de Rolf. Si le importa un poco Julian, cálmese, ¿de acuerdo?
Manejaron
en silencio los minutos subsiguientes. Al mirarla de costado vio que ella tenía
la vista clavada en la carretera con una intensidad casi pasional, como si esperara
descubrir que estaba minada. Llevaba la bolsa aferrada con las manos, que
estaban tensas, con los nudillos blancos; tenía la impresión de que de ella fluía
una ola de excitación que era casi palpable. Ella contestaba sus preguntas,
pero era como si su mente estuviera en otro lado.
Entonces
ella comenzó a hablar, y a Theo lo sorprendió el cambio en su manera de
dirigirse a él:
–Theo,
hay algo que tengo que decirte. Julian me pidió que no te lo dijera hasta que
estuviéramos en camino. No fue para probar tu buena fe. Ella sabía que vendrías
si te mandaba a buscar. Pero si no lo hacías, si había algo importante que te
lo impidiera, si no podías venir, entonces yo no debía decírtelo. No habría
tenido sentido, de todos modos.
–¿Decirme qué? –Él se quedó mirándola. Ella seguía
mirando hacia adelante, moviendo los labios silenciosamente, como si estuviera
buscando las palabras.–¿Decirme
qué, Miriam?
Ella seguía
sin mirarlo.
–No vas a
creerme –dijo–. No espero que lo hagas. Tu incredulidad no importa porque en
poco más de treinta minutos verás la verdad con tus propios ojos. Sólo te pido
que no discutas. No quiero tener que escuchar ahora tus protestas, ni tus
razonamientos. Yo no voy a tratar de convencerte, Julian lo hará.
–Dímelo,
simplemente. Yo decidiré si creerte o no.
Ahora
ella se dio vuelta y lo miró. Con una voz clara, más alta que el ruido del
motor, dijo:
–Julian está
embarazada. Es por eso que te necesita. Va a tener un bebé.
En el
silencio que siguió a sus palabras él sintió, en principio, una honda desilusión,
luego irritación y finalmente asco.
Era
repugnante creer que Julian
era capaz de engañarse con una tontería tal, y que
Miriam fuera tan tonta para tolerarlo. En su primero y único encuentro en
Binsey, a pesar de ser breve, ella le había caído bien, la había creído
razonable e inteligente. No le gustaba confundirse tanto al juzgar a una
persona. Después de un momento dijo:
–No voy a
discutir, pero no te creo. No digo que estés mintiendo deliberadamente, creo
que tú piensas que es verdad. Pero no es así.
Después
de todo, solía ser un delirio bastante común. Durante los primeros años después
del Omega, las mujeres de todas partes del mundo creían estar embarazadas, tenían
los síntomas del embarazo, caminaban como orgullosas de su panza –él las había
visto caminando por High
Street en Oxford–. Hacían planes para el nacimiento, incluso
tenían simulacros de parto, en los que gemían y se retorcían y lo único que
daban a luz era aire y angustia. Después de cinco minutos él dijo:
–¿Hace cuánto que crees esta historia?
–Dije que
no quería hablar de eso. Dije que tendrías que esperar.
–Dijiste
que no debía discutir. No estoy discutiendo. Sólo estoy haciendo una pregunta.
–Desde
que el bebé empezó a moverse. Julian no lo supo hasta ese momento. ¿Cómo podría saberlo? Luego habló conmigo y yo
le confirmé el embarazo. Yo soy partera, ¿recuerdas? Habíamos considerado que no era prudente vernos
demasiado durante los últimos cuatro meses. Si la hubiese visto más a menudo
lo habría sabido antes. Incluso después de veinticinco años me hubiera dado
cuenta.
–Si tú de
veras lo crees –si crees lo increíble–, me parece que te lo estás tomando con
mucha calma –dijo él.
–Ya he
tenido tiempo de acostumbrarme a la gloria que significa. Ahora estoy más
preocupada por la viabilidad que pueda tener.
Se hizo
un silencio. Luego ella dijo, como si estuviera recordando con todo el tiempo
del mundo:
–En el año
Omega yo tenía veintisiete años y trabajaba en el departamento de
maternidad del John Radcliffe. En ese entonces estaba trabajando en la clínica
de prenatalidad. Recuerdo que estaba dándole su próxima cita a una paciente y
de pronto me di cuenta de que la página de siete meses más adelante estaba en
blanco. Ni un solo nombre había. Las mujeres se anotaban cuando les faltaba el
segundo período, algunas no bien les faltaba el primero. Pensé: ¿qué está pasando con los hombres en esta
ciudad? Después llamé a una amiga que estaba trabajando en el Queen Charlotte.
Me dijo lo mismo. Me dijo que iba a llamar a alguien que ella conocía del Rosie
Maternity Hospital, en Cambridge. Me volvió a llamar veinte minutos más tarde.
Lo mismo pasaba ahí. Fue entonces que lo supe, debo haber sido una de las
primeras en saberlo. Estaba allí cuando era el fin. Ahora estaré allí cuando
sea el principio.
Estaban
llegando a Swinbrook; aminoró la marcha y bajó las luces, como si de alguna
manera esas precauciones pudieran volverlos invisibles. Pero el pueblo estaba
vacío. La luna se balanceaba en un cielo de seda temblorosa de color azul
grisado, atravesado por algunas estrellas lejanas. La noche era menos obscura
de lo que él imaginaba, el aire estaba inmóvil y dulce, con un olor a pasto.
Bajo la pálida luz de la luna las piedras añejas despedían un resplandor tenue
que parecía extenderse por el aire, y él podía distinguir claramente las formas
de las casas, los altos techos inclinados y los muros de los jardines de los
que colgaban muchas flores. No se veían luces en ninguna de las ventanas y el
pueblo, silencioso y vacío, parecía el decorado de una película: era sólido y
permanente en apariencia aunque en realidad era efímero, y detrás de las
paredes pintadas sostenidas por soportes de madera estaban los desperdicios podridos
del equipo que ya se había marchado. Por un momento se imaginó que sólo con
apoyarse en una de las paredes, todo se iba a convertir en escombros de yeso y
de varas rotas. Y le resultaba conocido. Incluso con esta luz irreal podía
reconocer las señales: el pequeño jardín junto a la laguna, el árbol inmenso
amenazante y los lugares para sentarse alrededor del mismo, la entrada al
sendero angosto que conducía a la iglesia.
Había
estado antes allí, con Xan, en el primer año. Era un día caluroso de fines de
junio, cuando Oxford se había convertido en un lugar del cual era mejor huir:
las calles calientes estaban atestadas de turistas, el aire apestaba por el
humo de los coches, había un griterío de lenguas extranjeras, y los tranquilos
patios de la universidad estaban invadidos. Iban por Woodstock Road, sin un rumbo determinado, cuando Theo recordó su deseo de ir a St. Oswald's Chapel, en Widford.
No era una mala idea. Entonces habían
tomado el camino a Swinbrook, felices de que su expedición tuviera un propósito
definido. Ese día había permanecido en su memoria como un icono que podía
evocar para representar el perfecto verano inglés: un cielo azul casi sin
nubes, el olor del pasto cortado, las ráfagas de aire que hacían volar los
cabellos. También el día evocaba otras cosas más transitorias que, a
diferencia del verano, ya se habían perdido para siempre: la juventud, la
seguridad, la alegría, la esperanza del amor. No tenían ningún apuro. En las
afueras de Swinbrook habían visto un partido de criquet pueblerino; habían
parado el coche y se habían sentado en el césped, detrás de la pared de piedra
firme, para mirar, criticar y aplaudir. Luego se habían detenido donde se
detuvo ahora, junto a la laguna; habían hecho el mismo camino que él y Miriam
iban a hacer ahora: el viejo correo y luego el sendero angosto empedrado,
bordeado por altos muros cubiertos de hiedra, hasta llegar a la iglesia del
pueblo. Aquel día había habido un bautismo. Una pequeña procesión de habitantes
del pueblo avanzaba por el sendero en dirección al pórtico; los padres iban a
la cabeza, la madre llevaba al bebé con su bata de bautismo adornada; las
mujeres tenían sombreros floreados; los hombres, un tanto cohibidos, iban
transpirando dentro de sus trajes ajustados de color azul y gris. Recordaba
haber pensado que la escena era atemporal y por un momento le había divertido
imaginarse cómo serían antes los bautismos, con ropas diferentes pero con la
misma expresión de seriedad de propósito y de placer anticipado en los
rostros. En aquel momento había pensado, como ahora, en el inexorable paso del
tiempo: el tiempo implacable, imparable. Pero en aquel entonces el pensamiento
era un ejercicio intelectual desprovisto de dolor o de nostalgia, ya que para
un chico de diecinueve años todo el tiempo que tenía por delante parecía una
eternidad. Ahora, mientras se daba vuelta para cerrar el coche, dijo:
–Si el
lugar de encuentro es St.
Oswald's Chapel, el Custodio lo conoce.
La
respuesta de ella fue calma:
–Pero no
sabe que nosotros también.
–Lo sabrá
cuando Gascoigne hable.
–Gascoigne
tampoco sabe. Este es un lugar de encuentro que Rolf tenía reservado
por si atrapaban a alguno de nosotros.
–¿Dónde dejó su coche?
–Lo
escondió en algún lugar cerca de la carretera. La idea era hacer más o menos la
última milla a pie.
–En medio
de un terreno peligroso y obscuro –dijo Theo–. No es exactamente un buen lugar
para huir rápidamente.
–No, pero
es remoto, abandonado, y la capilla está siempre abierta. No tenemos que
preocuparnos por huir rápido si nadie sabe dónde encontrarnos.
Pero debe
haber un lugar más apropiado, pensó Theo, y otra vez desconfió de la capacidad
de Rolf para planificar y ser el líder del grupo. Con el consuelo del
desprecio, se dijo: es buen mozo y tiene una cierta fuerza bruta pero no
demasiada inteligencia: un bárbaro ambicioso. ¿Cómo era posible que ella se hubiera casado con él? El sendero
terminó y doblaron hacia la izquierda, por un camino angosto de tierra y
piedras bordeado por muros cubiertos de hiedra, cruzaron un corral de ganado y
salieron al campo. Al pie de la colina, a la izquierda, había una casa que no
recordaba haber visto antes.
–Está vacía
–dijo Miriam–. Todo el pueblo está desierto ahora. No sé por qué ha sucedido
así en algunos lugares más que en otros. Supongo que cuando una o dos de las
familias más importantes se van, las demás se asustan y las siguen.
El
terreno era escarpado y tenía montículos de tierra; ellos caminaban con
cuidado, con la vista en el suelo. De vez en cuando uno de los dos se tropezaba
y el otro le daba la mano rápidamente, mientras Miriam iluminaba con su
linterna y buscaba un sendero inexistente en el haz de luz. A Theo le parecía
que debían parecer una pareja de ancianos, los últimos habitantes de un pueblo
desierto que, guiados por una necesidad perversa o atávica de morir en suelo
consagrado, atravesaban la última obscuridad para llegar hasta St. Oswald's Chapel. A su izquierda el terreno se extendía hasta una cerca alta detrás de
la cual sabía que corría el Windrush. Aquí, después de visitar la capilla, él
y Xan se habían tirado en el césped para observar la corriente lenta, con los
peces que se movían con rapidez y se elevaban en el agua, y luego se habían
acostado boca arriba para mirar el cielo azul a través de las hojas plateadas.
Tenían vino y frutillas que habían comprado en el camino. Se dio cuenta de que
podía recordar cada una de las palabras de la conversación.
Xan, metiéndose
una frutilla en la boca y esforzándose por alcanzar el vino:
–Demasiado
al estilo Brideshead, querido primo. Sólo me falta un oso de peluche. –Y luego,
sin cambiar de tono: – Estuve pensando en entrar al ejército.
–Xan, ¿para qué?
–Por nada
en especial. Al menos no voy a aburrirme.
–Es
tremendamente aburrido, salvo para la gente a la que le gusta viajar o hacer
deportes, y tú nunca te has interesado en especial por ninguna de las dos
cosas, exceptuando el criquet, que no es un juego muy acorde al ejército.
Juegan rudo esos chicos. De todas formas, quizá no te acepten. Ahora que se ha
reducido tanto me han dicho que se han vuelto muy selectivos.
–Sí que
me aceptarán. Y luego tal vez pruebe con la política.
–Más
aburrido todavía. Nunca demostraste ni el menor interés por la política. No
tienes ninguna convicción política.
–Puedo
adquirirla. Y no va a ser tan aburrido como lo que tú planeas para ti. Obtendrás
la mejor nota, por supuesto, y luego Jasper encontrará un
trabajo de investigación para su alumno favorito. Luego vendrá la designación
provincial de costumbre, cumplirás el plazo en la ficción de una universidad
recién fundada, publicarás tus artículos y luego escribirás el libro bien
fundamentado que será recibido con respeto. Luego de vuelta a Oxford con una
beca. Del All Souls
College, si es que tienes la suerte de no haberla
tenido ya; tendrás un trabajo de por vida que consistirá en enseñar historia a
gente que la ve como una opción tibia. Ah, me olvidaba. Una esposa apropiada,
inteligente como para conversar después de la cena, pero no tanto como para
competir contigo; una casa hipotecada en la zona norte de Oxford y dos hijos
inteligentes y aburridos que van a repetir el modelo.
Bueno,
tuvo razón en casi todo, excepto en la esposa inteligente y en los dos hijos. Y
lo que dijo en esa conversación aparentemente casual, ¿ya sería parte de un plan? Tenía razón, el ejército lo había
aceptado, efectivamente. Fue el coronel más joven de los últimos 150 años. Todavía
no tenía ninguna lealtad política, ni ninguna convicción, más allá de su convicción
de que tendría todo aquello que quisiera y que lograría todo lo que se
propusiera. Después del
Omega, con el país hundido en la apatía, sin nadie que
quisiera trabajar, los servicios casi parados, la delincuencia incontrolable, y
cualquier tipo de esperanza o de ambición perdidas para siempre, Inglaterra era
una fruta madura para su cosecha. El símil era trivial pero ninguno podía ser
tan acertado. Estaba ahí, colgando, pasada de madura, podrida; Xan sólo tuvo
que estirar la mano. Theo trató de alejar el pasado de su memoria, pero las
voces del último verano resonaban en su cabeza: incluso en esta noche helada de
otoño sentía aquel sol en su espalda.
Y ahora
la capilla estaba claramente delante de ellos: el presbiterio y la nave debajo
de un techo, y la torrecilla de las campanas en el centro. Estaba tal como la
primera vez que la había visto, increíblemente pequeña, una capilla construida
por un deísta indulgente que la había tomado como un juego de niños. Cuando se
iban acercando a la puerta una reticencia repentina le congeló los pasos por un
momento, y con una oleada de curiosidad y de ansiedad, se preguntó por primera
vez qué era exactamente lo que encontraría. No podía creer que Julian había
quedado embarazada; no era por eso que estaba aquí. Miriam podía ser partera
pero hacía veinticinco años que no ejercía, y había numerosos estados que podían
confundirse con un embarazo. Algunos de ellos eran peligrosos; ¿sería un tumor maligno que Miriam y Julian no habían tratado, engañadas por la esperanza? Durante los primeros días
del Omega había sido una tragedia bastante común, casi tan común como los
embarazos falsos. Odiaba pensar que Julian era una tonta
engañada, pero más odiaba el temor de que estuviera mortalmente enferma.
Le
disgustó un poco preocuparse por eso, por esa especie de obsesión que tenía por
ella. ¿Pero qué otra cosa lo había
traído hasta este lugar peligroso y solitario?
Miriam
iluminó la puerta con la linterna y luego la apagó. Abrió la puerta sin
ninguna dificultad. La capilla estaba obscura pero los integrantes del grupo
habían encendido ocho velas de noche y las habían colocado en fila frente al
altar. Se preguntó si Rolf
las habría ocultado aquí por si las necesitaban o si
las habrían dejado otros visitantes menos transitorios. Las mechas parpadearon
levemente por el aire que entró por la puerta, y antes de convertirse en un
suave resplandor timorato, proyectaron su sombra sobre el piso de piedra y
sobre la madera descolorida sin encerar. Al principio pensó que la capilla
estaba vacía, y luego vio las tres cabezas obscuras que se levantaban de uno de
los palcos. Avanzaron hasta el pasillo angosto y se quedaron mirándolo. Estaban
vestidos como si se fueran de viaje: Rolf tenía una gorra
bretona y una campera de piel de cordero grande y desaliñada, Luke tenía
un saco negro viejo y una bufanda, y Julian tenía una capa
larga que casi llegaba hasta el suelo. Bajo la tenue luz de las velas sus caras
se veían como manchas desdibujadas. Nadie habló. Luego Luke se
dio vuelta, levantó una de las velas y la sostuvo en alto. Julian avanzó
en dirección a Theo y lo miró a la cara, sonriendo.
–Es
verdad, Theo, tócalo –dijo.
Debajo de
la capa tenía una bata corta y pantalones holgados. Tomó la mano derecha de
Theo, se estiró el elástico de los pantalones y la puso debajo de la bata. La
panza hinchada era dura y su primer pensamiento fue de sorpresa por esa
convexidad enorme que apenas se veía debajo de la ropa. Al principio la piel de
Julian, estirada pero suave como la seda, estaba fría; pero imperceptiblemente
el calor pasó de su piel a la de ella y él no pudo sentir ninguna diferencia,
le parecía que la piel de los dos se había convertido en una sola. Y luego, con
un espasmo repentino y convulsivo, algo le pateó la mano. Ella se rió, y su
carcajada feliz llenó toda la capilla.
–Escucha
–dijo ella–, escucha cómo respira.
Era más fácil
para él si se arrodillaba, entonces se arrodilló sin timidez; no lo pensó como
un gesto de homenaje, pero sabía que hacía bien al estar de rodillas. Puso su
mano derecha alrededor de la cintura de ella y le apoyó el oído en el abdomen.
No alcanzaba a oír los latidos del corazón, pero oía y sentía los movimientos
del niño, lo sentía vivir. Se sintió arrasado por una ola de emoción que lo
elevó, lo zarandeó y lo hundió en una marea turbulenta de miedo, excitación y
terror, y que al retirarse lo dejó agotado y débil. Durante un momento se quedó
ahí arrodillado, incapaz de moverse, apoyado en Julian, dejando que
el olor de ella, su calor y su esencia más íntima se filtraran dentro de él.
Luego se incorporó, consciente de que todos lo miraban. Pero seguían sin
hablar. Le habría gustado que se fueran de allí para poder conducir a Julian hasta
la obscuridad y el silencio de la noche, y juntos ser parte de esa obscuridad
y ese silencio. Necesitaba descansar su mente; necesitaba sentir, no hablar.
Pero sabía que tenía que hablar y que iba a necesitar todo su poder de
persuasión. Y tal vez las palabras no fueran suficientes. Necesitaría combinar
voluntad con voluntad, pasión con pasión. Lo único que tenía para ofrecer eran
sus razonamientos, su capacidad de argumentar y su inteligencia; había
confiado en ellos toda su vida. Ahora se sentía vulnerable y desubicado donde
antes se sentía más seguro y confiado. Se alejó de Julian y le dijo a
Miriam:
–Dame la
linterna.
Ella se
la entregó sin decir nada; él la encendió y recorrió sus rostros con la luz.
Ellos lo seguían mirando: la mirada de Miriam era curiosa y alegre, la de Rolf era resentida pero triunfante, la de Luke era un llamado
desesperado. El primero en hablar fue Luke:
–Comprenderá,
Theo, que teníamos que huir, que teníamos que proteger a Julian.
–No la
van a proteger porque salgan corriendo –dijo Theo–. Esto cambia las cosas, no sólo
para ustedes, sino para el mundo entero. Ahora no importa nada, excepto la
seguridad de Julian
y del niño. Es necesario que ella esté en un hospital.
Llamen por teléfono al Custodio, o dejen que yo lo haga. Una vez que esto se
sepa nadie se va a preocupar por los panfletos sediciosos ni por el disenso. No
hay nadie en el Consejo, nadie en el país, ni una persona en el mundo que no
vaya a estar interesada sólo en una cosa: que ese bebé nazca sano.
Julián,
pasó su mano deforme encima de la de él.
–Por
favor no me obligues –dijo–. No quiero que él esté cuando nazca mi bebé.
–En
realidad, no es necesario que esté presente. Él va a hacer lo que tú quieras.
Todos harán lo que tú quieras.
–Él va a
estar ahí. Sabes que va a ser así. Estará ahí durante el nacimiento y siempre. Él
mató al hermano de Miriam, y está matando a Gascoigne ahora. Si caigo en sus
manos nunca me libraré de él. Mi bebé nunca será libre.
Theo se
preguntaba cómo harían ella y el bebé para mantenerse lejos de las manos de
Xan. ¿Se propondría mantener al niño
como un secreto para siempre?
–Primero
debes pensar en tu bebé –dijo él–. ¿Qué harás si hay complicaciones, alguna hemorragia por ejemplo?
–No habrá
ninguna. Miriam me cuidará.
Theo se
volvió hacia ella:
–Habla
con ella, Miriam. Tú eres la profesional. Sabes que ella debería estar en el
hospital. ¿O estás pensando en ti
misma? ¿Es en eso en lo que todos
ustedes están pensando, en ustedes mismos? ¿En su propia gloria? No estaría nada mal, ¿no? La partera del primer ser de una nueva raza, si es que es eso lo
que este niño está destinado a ser. No quieres compartir la gloria, temes que
ni siquiera te den una mínima parte. Quieres ser la única que vea llegar a
este niño milagroso al mundo.
–He
tenido doscientos ochenta partos –dijo Miriam, con calma–. Todos los bebés
parecen un milagro, al menos en el momento de nacer. Lo único que quiero es
que la madre y el niño estén bien y a salvo. No dejaría a una puta embarazada
en manos del Custodio de Inglaterra. Sí, preferiría que el parto fuera en un
hospital, pero Julian
tiene el derecho de elegir.
Theo se
volvió hacia Rolf:
–¿Qué piensa el padre? –Rolf estaba
impaciente.
–Si nos
quedamos aquí discutiéndolo mucho más, no vamos a poder elegir. Julian tiene
razón. Una vez que esté en manos del Custodio él controlará todo. Estará
presente en el nacimiento. Lo va anunciar al mundo. Él va a ser el que aparezca
por televisión, mostrándole mi hijo al mundo. Eso es algo que me corresponde a
mí, no a él.
Theo pensó:
él cree que está apoyando a su esposa. Pero lo único que le importa es que el
niño nazca antes de que Xan y el Consejo averigüen lo del embarazo.
Su voz
sonó dura por la furia y la frustración:
–Es una
locura. Ustedes no son chicos que tienen un juguete nuevo con el que pueden
jugar sin prestárselo a nadie. Este nacimiento es de interés para todo el
mundo, no sólo para Inglaterra. El niño pertenece a la especie humana.
–El niño
pertenece a Dios –dijo Luke.
Theo lo
miró.
–¡Por Dios! ¿No podemos al menos ser razonables para discutir esto?
Fue
Miriam la que habló:
–El niño
se pertenece a sí mismo, pero su madre es Julian. Hasta que
nazca, y durante un tiempo después del nacimiento, el bebé y su madre son uno. Julian tiene
el derecho de decir dónde dará a luz.
–Incluso
si eso significa arriesgar al bebé. ¡
–Si tengo
a mi bebé con el Custodio ahí, los dos nos moriremos –dijo Julian.
–Eso es
ridículo.
–¿Quieres correr el riesgo? –dijo Miriam, con
calma. El no contestó. Ella esperó y luego volvió a decir–: ¿Estas preparado para asumir la
responsabilidad?
–Entonces,
¿cuáles son sus planes?
Fue Rolf el
que respondió:
–Encontrar
un lugar seguro, o lo más seguro posible: una casa vacía, una cabaña, cualquier
refugio donde podamos vivir durante cuatro semanas. Es necesario que sea en un
lugar remoto, quizá en un bosque. Necesitamos provisiones y agua, y necesitamos
un coche. El único que tenemos es el mío y ellos conocen la patente.
–No
podemos usar el mío tampoco; al menos no por mucho tiempo. Es probable que la
PSE esté en St.
John Street ahora. Toda la empresa es inútil. Una vez
que Gascoigne haya hablado –y va a hablar: no necesitan torturarlo, tienen
drogas–, una vez que el Consejo sepa lo del embarazo, vendrán detrás de ustedes
con todo lo que tengan. ¿Hasta dónde
piensan llegar sin que los encuentren?
La voz de
Luke sonó calma y paciente. Era como si le estuviese explicando la
situación a un niño no muy inteligente:
–Sabemos
que van a venir. Nos han estado buscando y nos quieren destruir. Pero tal vez
no vengan rápido, tal vez no molesten demasiado al principio. Además, no saben
lo del bebé. Nunca se lo dijimos a Gascoigne.
–Pero él
era parte de ustedes, parte del grupo. ¿No lo adivinó? Tenía ojos, ¿no vio nada?
–Tenía
treinta y un años y dudo que alguna vez haya visto a una mujer embarazada –dijo
Julian–. Hace veinticinco años que nadie da a luz. Su mente no estaba
abierta a esa posibilidad. Y los Transeúntes con los que yo trabajaba en el
campo tampoco estaban abiertos a esa posibilidad. Sólo nosotros cinco lo
sabemos.
–Julian tiene
caderas anchas, y lo lleva muy bien –dijo Miriam–. No habría sido obvio para ti
si no hubieras sentido que el feto se movía.
Theo pensó:
así que no confiaron en Gascoigne, al menos no respecto del secreto más valioso
de todos. Consideraron que Gascoigne no lo merecía; ese hombre decente,
simple y robusto que le había parecido a Theo, en el primer encuentro, el ancla
sólida y dominante del grupo. Si hubieran confiado en él, él habría obedecido órdenes.
No habría existido el intento de sabotaje, ni la captura. Como si estuviera leyendo
sus pensamientos Rolf
dijo:
–Fue para
protegerlo, a él y a nosotros. Cuanto menos gente lo supiera mejor. Le tenía
que decir a Miriam, por supuesto. Necesitábamos de sus conocimientos. Luego se
lo dije a Luke porque Julian
quería que él lo supiera. Era algo relacionado con el
hecho de que es un sacerdote, o algún otro tipo de superstición. Se supone que él
nos trae buena suerte. No me parecía aconsejable, pero se lo dije.
–Yo fui
la que se lo dijo a
Luke –dijo Julian.
Theo pensó
que tal vez a Rolf tampoco le había resultado conveniente mandar a buscarlo a él. Julian lo
había querido, y ellos estaban tratando de darle lo que ella quería. Pero una
vez que uno conocía el secreto, no podía olvidárselo. Todavía podía tratar de
huir de la responsabilidad, pero no del hecho de saberlo.
Por
primera vez se escuchó una nota de urgencia en la voz de Luke:
–Vayámonos
antes de que vengan. Podemos usar su coche. Podemos seguir hablando mientras
viajamos. Tendrá tiempo y oportunidad de persuadir a Julian de que cambie
de idea.
–Por
favor, ven con nosotros, Theo –dijo Julian–. Por favor, ayúdanos.
–No tiene
opción –dijo Rolf, impaciente–. Ya sabe demasiado. Ahora no podemos dejar que se vaya.
Theo miró
a Julian. Quería preguntarle: ¿Es
éste el hombre que entre tú y tu Dios han elegido para volver a poblar el
mundo?
Él dijo
fríamente:
–Por
Dios, no empiece con sus amenazas. Usted puede convertir todo, incluso esto,
en una película barata. Si voy con ustedes será porque lo elija.
22
Apagaron
las velas una por una. La capilla volvió a su calma atemporal. Rolf cerró
la puerta y todos comenzaron a caminar con cuidado detrás de él. Llevaba la
linterna en la mano, y la pequeña luna de luz se movía como una quimera sobre
los montículos enmarañados de pasto marrón, e iba iluminando una flor
temblorosa, o grupos de margaritas que parecían botones brillantes, como si
fuera un reflector en miniatura. Las dos mujeres caminaban juntas detrás de Rolf, Julian se sostenía del brazo de Miriam. Luke y Theo cerraban
el grupo. No hablaban, pero Theo sabía que Luke estaba feliz de
que él estuviera ahí. Le llamaba la atención el hecho de estar dominado por
sentimientos tan fuertes, por oleadas de asombro, de excitación y de temor y,
sin embargo, poder observar y analizar los efectos de los sentimientos sobre
la acción y el pensamiento. Estaba sorprendido, también, porque en medio de la
conmoción pudiera sentirse irritado. Parecía una respuesta tan trivial e
irrelevante ante la avasallante importancia de su dilema. Pero toda la situación
era paradójica. ¿Habría existido
alguna otra vez tanta distancia entre el fin y los medios? ¿Habría habido otra empresa de tanta
importancia en manos de unos aventureros tan frágiles y patéticamente
inadecuados? Pero él no tenía por qué ser uno más. Sin armas, no podrían
retenerlo durante mucho tiempo, y él tenía las llaves de su coche. Podía
escaparse, llamar por teléfono a Xan y terminar con todo esto. Pero si lo hacía,
Julian se moriría. Al menos, era lo que ella creía, y la convicción podía
llegar a matarla a ella y al niño. Él era responsable de la muerte de un bebé,
y eso ya era suficiente.
Cuando
finalmente llegaron a la laguna y al lugar donde había estacionado el Rover,
estaba casi seguro de que lo encontrarían rodeado por la PSE: negras figuras
inmóviles de mirada pétrea con las armas listas para disparáis Pero el pueblo
estaba tan desierto como cuando llegaron.; Una vez junto al coche decidió hacer
un intento más. Se dirigió a Julian.
–Más allá
de lo que pienses del Custodio, y de lo que temas, déjame llamarlo. Déjame
hablar con él. No es el tipo de persona que tú piensas.
Fue la
voz impaciente de Rolf
la que contestó: –¿Nunca se da por vencido? Ella no necesita que usted la proteja. No
confía en sus promesas. Haremos lo que ya hemos planeado: irnos lo más lejos
posible de aquí y encontrar un refugio. Robaremos comida hasta que nazca el
bebé.
–Theo, no
tenemos opción –dijo Miriam–. Debe haber un lugar para nosotros en algún lado,
tal vez una cabaña desierta en medio del bosque.
Theo se
volvió hacia ella.
–Bastante
idílico, ¿no? Me los imagino. Una
cabañita protegida en el claro de algún bosque remoto, con el humo que sale de
la chimenea, un pozo de agua límpida, conejos y pájaros al alcance déla mano y
el jardín de atrás lleno de vegetales. Tal vez incluso encuentren unas pocas
gallinas y una cabra que les dé leche. Y, sin duda, los dueños anteriores
dejaron un coche para el bebé en el galpón del jardín.
Con calma
pero con firmeza, los ojos fijos en él, Miriam repitió:
–Theo, no
tenemos opción.
Y él
tampoco la tenía. El momento en el que se arrodilló junto a Julian, y con su mano sintió al niño moverse, lo había unido a ellos en
forma irrevocable. Y ellos necesitaban de él. Rolf podía guardarle
rencor, pero igual lo necesitaban. En el peor de los casos, él podía interceder
ante Xan. Si llegaban a caer en manos de la Policía de Seguridad del Estado,
era a él a quien podrían llegar a escuchar.
Sacó las
llaves del coche de su bolsillo. Rolf estiró la mano para agarrarlas.
–Yo
manejaré –dijo Theo–. Usted puede elegir la ruta. Supongo que podrá leer un
mapa.
La broma
había sido desubicada. La voz de Rolf sonó peligrosamente calma:
–Nos
desprecia, ¿no?
–No, ¿por qué habría de hacerlo?
–No
necesita una razón. Usted desprecia a todo el mundo excepto a la gente de su
mismo tipo, a los que han tenido su mismo tipo de educación, de ventajas y de
oportunidades. Gascoigne era una persona mucho más valiosa que usted. ¿Qué es lo que ha producido en su vida? ¿Qué otra cosa ha hecho, además de hablar del
pasado? No es de extrañar que elija los museos como lugares de encuentro. Es
allí donde se siente como en casa. Gascoigne pudo destruir un desembarcadero y
detener un Átropos con una sola mano. ¿Usted hubiera podido?
–¿Usar explosivos? No; debo admitir que no es
una de mis habilidades.
Rolf le hizo burla: –”¡Debo admitir que no es una de mis
habilidades!” Debería escucharse.
Usted no es uno de los nuestros; nunca lo ha sido. No ha tenido el valor suficiente.
Y no piense que lo queremos realmente. No crea que nos cae bien. Usted está aquí
porque es el primo del Custodio, y eso nos puede ser útil.
Había
usado el plural, pero los dos sabían de quién estaba hablando.
–Si
admiraba tanto a Gascoigne –dijo Theo–, ¿por qué no confió en él? Si le hubiesen contado lo del bebé no habría
desobedecido las órdenes. Yo puedo no ser uno de ustedes, pero él sí lo era.
Tenía el derecho de saber. Usted es el responsable de su captura y, si lo
matan, será el responsable de su muerte. No me culpe a mí si se siente
culpable.
Sintió la
mano de Miriam en su brazo. Con un tono de tranquila autoridad dijo:
–Cálmate,
Theo. Si nos peleamos estamos muertos. Salgamos de aquí, ¿de acuerdo?
Una vez
en el coche –Theo y Rolf
iban adelante– Theo preguntó:
–¿Hacia dónde vamos?
–Hacia el
noroeste, rumbo a Gales. Estaremos más seguros si cruzamos la frontera. El
decreto dictatorial del Custodio también corre allí, pero la gente le tiene más
rencor que amor. Avanzaremos de noche y dormiremos de día. Y tomaremos las
carreteras secundarias. Es más importante que nos cuidemos de que no nos
detecten que de cubrir millas. Ellos van a estar buscando este coche. Si
tenemos la oportunidad, lo cambiaremos.
Fue
entonces que a Theo se le ocurrió la idea. Jasper. Jasper, que vivía tan cerca y tenía tantas provisiones, Jasper, que
estaba desesperado por irse con él a St. John Street.
–Tengo un
amigo que vive en las afueras de Asthall –dijo–, es casi el próximo pueblo.
Tiene una despensa con comida y creo que puedo convencerlo de que nos preste su
coche.
–¿Qué es lo que le hace pensar que va a acceder?
–preguntó Rolf.
–Hay algo
que él quiere con desesperación y que yo puedo darle.
–No
podemos perder tiempo –dijo Rolf–. ¿Cuánto le llevará persuadirlo?
Theo
controló su irritación.
–No me
parece una pérdida de tiempo conseguir otro coche y llenarlo con todo lo que
necesitamos. Diría que es esencial. Pero si tiene una sugerencia mejor, dígala.
–De
acuerdo, vamos –dijo Rolf.
Theo soltó
el embrague y condujo con cuidado en medio de la obscuridad. Cuando llegaron a
las afueras de Asthall, dijo:
–Le
pediremos su coche y dejaremos el mío en el garaje. Si tenemos suerte pasará
bastante tiempo antes de que den con él. Y podría prometer que él no va a decir
nada.
Julian se adelantó y
dijo:
–¿No estamos poniendo a su amigo en peligro con
esto? No podemos hacer eso.
–Tendrá
que arriesgarse –dijo Rolf,
impaciente.
Theo le
dijo a Julian:
–Si nos
atrapan, lo único que tendrán para relacionarlo con nosotros es el coche. Él
puede argumentar que se lo sacamos a la noche, que se lo robamos, o que lo obligamos
a colaborar.
–Supongamos
que no quiera colaborar –dijo Rolf–, yo debería ir con usted para
asegurarnos de que lo haga.
–¿A la fuerza? No sea tonto. ¿Cuánto tardaría en hablar si lo hiciéramos?
Va a colaborar, pero no si empieza con amenazas. Necesito a una persona
conmigo. Iré con Miriam.
–¿Por qué Miriam?
–Ella
sabe lo que necesita para el parto.
Rolf no siguió con la
discusión. Theo se preguntó si se habría manejado con tacto, y luego pensó que
odiaba esa arrogancia de Rolf, que lo obligaba a actuar con tacto. Pero
de alguna manera tenía que evitar una pelea frontal. Comparada con la seguridad
de Julian, y con la inmensa importancia de la empresa, la irritación creciente
que Rolf le provocaba parecía un capricho trivial pero peligroso. Estaba con
ellos porque lo había elegido pero, de hecho, no había habido elección posible.
Era sólo a Julian y a su bebé a quienes les debía alguna lealtad.
Cuando
levantó la mano para tocar el timbre del enorme portón vio, con sorpresa, que
estaba abierto. Le hizo señas a Miriam con la mano y entraron juntos; luego él
cerró el portón. A excepción de la sala de estar, la casa estaba a obscuras. Un
haz de luz se filtraba por la pequeña abertura que quedaba entre las dos
cortinas cerradas. Vio que también el garaje estaba abierto, con la puerta
levantada y la sombra negra del Renault estacionado adentro. Ya no se
sorprendió al encontrar la puerta lateral abierta. Encendió la luz del pasillo
y llamó suavemente, pero no hubo ninguna respuesta. Avanzaron hasta la sala de
estar caminando uno al lado del otro. No bien abrió la puerta supo lo que iba a
encontrar. El olor, fuerte y horrible como una infección, lo ahogó: sangre,
excrementos, el hedor de la muerte. Jasper se había puesto cómodo para el último
acto de su vida. Estaba sentado en el sillón, ante el hogar vacío, con las
manos colgando a los lados del sillón. El método que había elegido era certero
y catastrófico. Se había puesto un revólver dentro de la boca y se había volado
la tapa de los sesos. Lo que quedaba de su cabeza se había desplomado sobre su
pecho, y era un babero endurecido de sangre marrón que parecía vómito seco. Era
diestro, y el arma estaba en el suelo, junto a la silla, debajo de una mesita
redonda donde estaban las llaves del coche y las de la casa, un vaso vacío, una
botella de clarete vacía y una nota escrita a mano, cuya primera parte estaba
en latín.
Quid
te exempta iuvat spinis de pluribus una?
Vivere
si recta nescis, decede peritis.
Luisti
satis, edisti satis atque bibisti:
Tempus
abire tibi est.
Miriam se
acercó a él y le tocó los dedos fríos en un gesto de compasión instintivo y fútil.
–Pobre
hombre –dijo–, pobre hombre.
–Rolf diría
que nos ha hecho un favor. Ahora no perderemos tiempo en convencerlo.
–¿Por qué lo hizo? ¿Qué dice la nota?
–Es una
cita de Horacio. Dice que no otorga placer sacarse una espina entre tantas
otras. Si uno no puede vivir bien, lo mejor es partir. Probablemente haya encontrado
la cita en el Libro de Citas de Oxford.
Lo que
decía debajo era más breve y más claro: “Perdonen el desorden. Queda una bala en la pistola”. Theo se preguntó si se trataría de una
amenaza o de una invitación. ¿Qué
era lo que había llevado a Jasper a esto? El remordimiento, la culpa,
la soledad, la desesperación, o el hecho de darse cuenta de que la espina ya
no estaba pero el dolor y la herida permanecían y no tenían cura.
–Tal vez
encuentres las sábanas y frazadas arriba. Yo voy a buscar las provisiones –dijo
él.
Estaba
contento de haberse puesto el saco largo. El revólver entraría perfectamente
en el bolsillo de adentro. Se fijó si había una bala en la recámara, la sacó y
puso las dos cosas, el arma y la bala, en su bolsillo.
En la
cocina no había nada fuera de lugar; estaba sucia pero ordenada, y salvo por un
trapo arrugado y recién lavado que se secaba estirado sobre el secaplatos,
parecía que jamás la habían usado. La única nota discordante en esa pulcritud
organizada eran dos esteras de juncos arrolladas y apoyadas contra la pared.
Tal vez Jasper había pensado matarse aquí, y había pensado en alguna forma que la
sangre después saliera del suelo de piedra sin tener que fregar demasiado. ¿O es que había intentado lavar las piedras una
vez más y luego se dio cuenta de la futilidad de esa preocupación final por las
apariencias?
La puerta
de la despensa estaba abierta. Después de veinticinco años de tanto cuidado ya
no necesitaba las provisiones atesoradas y había dejado todo abierto, del mismo
modo que había dejado abierta su vida a los posibles ladrones. Aquí también
todo era pulcritud y orden. Sobre los estantes de madera había enormes cajas de
latas con los bordes sellados con una cinta. Todas estaban etiquetadas con la
letra elegante de Jasper:
Carne, Fruta en conserva, Leche en polvo, Azúcar,
Café, Arroz, Té, Harina. Esas letras escritas con
tanta meticulosidad provocaron en Theo un pequeño espasmo de compasión,
doloroso e incómodo; una oleada de pena y de culpa que no le habían ocasionado
ni el cerebro desparramado ni la sangre de Jasper. Se deshizo
pronto de esos sentimientos, y puso manos a la obra. Su primera idea fue vaciar
las cajas en el piso y seleccionar lo más necesario, al menos para la primera
semana, pero se dijo que no había tiempo para eso. Solamente sacar la cinta lo
demoraría. Era mejor llevarse algunas sin abrir: carne, leche en polvo, frutas
secas, café, azúcar, vegetales en lata. Sin duda necesitarían las cajas más
chicas, las que decían medicamentos y jeringas, pastillas para purificar el
agua y fósforos, y también una brújula. Las dos cocinas a queroseno planteaban
un problema más difícil. Una era de un modelo viejo, con un solo mechero; la
otra era más moderna y pesada, y tenía tres hornallas, pero él la descartó
porque ocuparía demasiado espacio. Sintió alivio al encontrar una lata de
aceite y una lata de combustible de dos galones.
Oía que
arriba Miriam se movía con rapidez pero con calma, y cuando volvía de dejar el
segundo grupo de latas en el coche, la encontró bajando las escaleras, con la
pera apoyada sobre cuatro almohadas.
–Más vale
que estemos cómodos –dijo ella. –Van a ocupar bastante lugar. ¿Tienes todo lo que necesitas para el parto?
–Un montón
de toallas y de sábanas individuales. Podemos sentarnos en las almohadas. Y
hay un botiquín en la habitación. Le saqué todo y lo puse en la funda de una
almohada. El desinfectante será útil, pero sobre todo hay remedios simples:
aspirinas, bicarbonato, jarabe para la tos. Hay de todo en este lugar. Es una lástima
que no podamos quedarnos aquí.
Él sabía
que no era una sugerencia real, pero igualmente se opuso:
–Una vez
que descubran que yo he desaparecido, éste es uno de los primeros lugares a los
que vendrán. Visitarán e interrogarán a toda la gente a la que conozco.
Trabajaban
juntos en silencio, metódicamente. Cuando finalmente el baúl estuvo lleno, él
lo cerró sin hacer ruido y luego dijo:
–Pondremos
mi coche en el garaje y lo cerraremos. También voy a cerrar el portón de
afuera. No va a impedir que la PSE entre, pero tal vez tarden más en descubrirlo.
Cuando
estaba cerrando la puerta de la cabaña Miriam le puso una mano en el brazo y le
dijo rápidamente:
–La
pistola. Es mejor si Rolf
no se entera de que la tienes.
Había una
insistencia, casi una autoridad en su voz, que a Theo le sonó parecida a su
propia ansiedad.
–No tengo
ninguna intención de que Rolf se entere –dijo.
–Es mejor
que tampoco se lo digas a Julian. Rolf trataría de sacártela y Julian querría
que la tiraras.
–No se lo
diré a ninguno de los dos –dijo secamente–. Y si Julian quiere
protección para ella y para su hijo tendrá que aguantar los medios para
lograrla. ¿O es que aspira a ser más
virtuosa que su Dios?
Sacó el
Renault fuera del garaje con cuidado y lo estacionó detrás del Rover. Rolf, que
iba y venía junto al coche, estaba indignado.
–Tardaron
muchísimo. ¿Tuvieron algún
problema?
–No. Jasper está muerto. Se suicidó. Trajimos todo lo que pueda entrar en el
coche. Lleve el Rover hasta el garaje, yo voy a cerrar el portón y el coche.
Ya cerré la casa.
No había
nada que valiera la pena transferir del Rover al Renault, excepto sus mapas de
ruta y una edición de bolsillo de Emma que encontró
en la guantera. Metió el libro en el bolsillo interior, donde estaban el revólver
y su diario. Dos minutos más tarde asaban juntos en el Renault. Theo iba en el
asiento del conductor. Rolf,
después de dudar por un momento, se sentó a su lado, Julian se
sentó detrás, entre Miriam y Luke. Theo cerró el portón y tiró la llave por
encima. Ahora en la obscuridad no se veía nada de la casa, sólo el alto declive
negro del techo.
23
Durante
la primera hora pararon dos veces para que Miriam y Julian pudieran
escabullirse en la obscuridad. Rolf se quedaba mirándolas fijo mientras se
alejaban, y se ponía incómodo cuando desaparecían de la vista. Respondiendo a
su obvia impaciencia, Miriam dijo:
–Tendrás
que acostumbrarte. Sucede en los últimos meses del embarazo. Es por la presión
sobre la vejiga.
En la
tercera parada bajaron todos a estirar sus piernas, y Luke también
se fue en dirección a la hilera de arbustos murmurando una excusa. Con el motor
y las luces del coche apagadas, el silencio parecía absoluto. El aire era cálido
y dulce, como si todavía fuera verano, las estrellas eran brillantes pero
lejanas. Theo pensó que alcanzaba a sentir el olor de una lejana plantación de
habas; pero seguramente no era más que su impresión: las flores ya debían
haberse caído para ese momento, y las vainas debían estar llenas de porotos.
Rolf se acercó a él:
–Usted y
yo tenemos que hablar.
–Hablemos
entonces.
–No puede
haber dos líderes en esta expedición.
–¿Expedición? ¿Así que se trata de eso? Cinco fugitivos mal equipados que no
sabemos bien adonde nos dirigimos, ni qué es lo que vamos a hacer cuando
lleguemos a ese lugar. No diría que se necesita una jerarquía de mandos. Pero
si le da alguna satisfacción considerarse el líder, a mí no me preocupa
mientras no pretenda que lo obedezcamos incondicionalmente.
–Usted
nunca fue uno de nosotros, nunca fue parte del grupo. Tuvo su oportunidad de
unirse a nosotros y la desechó. Usted está aquí sólo porque yo lo mandé a
buscar.
–Yo estoy
aquí porque Julian
me mandó a buscar. Usted y yo estamos juntos a la
fuerza. Yo puedo soportarlo, ya que no tengo otra opción. Le sugiero que trate
de practicar una tolerancia similar.
–Quiero
conducir el coche. –Luego, como si no hubiese quedado claro repitió:– De ahora
en más quiero hacerme cargo de conducir el coche.
Theo se
rió; su carcajada fue espontánea y genuina.
–El hijo
de Julian será recibido como un milagro. Usted será recibido como el padre de
ese milagro. El nuevo Adán, creador de la nueva raza, el salvador de la humanidad.
Es un poder enorme para cualquiera –aunque no creo que usted pueda manejarlo
bien–. Y se preocupa porque no está conduciendo el coche.
Rolf hizo una pausa
antes de contestar:
–De acuerdo,
hagamos un pacto. Incluso usted podría llegar a serme útil. El Custodio pensaba
que usted tenía algo para ofrecer. Yo también voy a necesitar un asesor.
–Parece
que soy el confidente universal. Probablemente usted me encuentre tan
inadecuado como él. –Theo se quedó en silencio un momento, y luego preguntó:–¿Entonces está pensando en ocupar el poder?
–¿Por qué no? Si quieren mi esperma tendrán que
tomarme a mí. No pueden tener uno sin el otro. Yo podría hacer ese trabajo tan
bien como él lo hace.
–Pensé
que su grupo se quejaba porque no lo hace bien, porque es un tirano despiadado.
Así que se propone reemplazar una dictadura por otra. Esta vez benévola,
supongo. La mayoría de los tiranos empiezan así.
Rolf no contestó.
Theo pensó: estamos solos. Tal vez sea la única oportunidad que tengo de hablar
con él sin que los otros estén presentes. –Mire –dijo–, sigo pensando que
deberíamos llamar al Custodio y darle a Julian el cuidado
que ella necesita. Usted sabe que es el único camino razonable.
–Y usted sabe
que ella no puede ni pensar en eso. No va a pasar nada. El parto es un
proceso natural, ¿no? Y tiene una
partera.
–Que hace
veinticinco años que no tiene un parto.
Y siempre
existe la posibilidad de que surjan complicaciones.
–No habrá
ninguna complicación. Miriam no está preocupada. De todas formas, habría más
peligro de complicaciones, físicas o mentales, si la obligáramos a ir a un
hospital. Tiene terror del Custodio, ella cree que él representa el mal. Mató
al hermano de Miriam y probablemente esté matando a Gascoigne en este momento.
Tiene terror de que le haga daño a su bebé.
– ¡Es ridículo! Ninguno de ustedes puede creer
eso. Es lo último que él querría hacer. Una vez que esté en posesión del bebé,
su poder crecerá inmensamente; no sólo en Gran Bretaña, sino en todo el mundo.
–Su poder
no, el mío. A mí no me preocupa la seguridad de ella. El Consejo no le va a
hacer daño, ni a ella ni al bebé. Pero seré yo, y no Xan Lyppiatt, quien
presente a mi hijo al mundo, y luego veremos quién es el Custodio de
Inglaterra.
–¿Cuáles son sus planes, entonces?
–¿Qué quiere decir? –la voz de Rolf sonaba
desconfiada.
–Bueno,
debe tener alguna idea acerca de lo que planea hacer si logra arrebatarle el
poder al Custodio.
–No se
trata de arrebatárselo. La gente me lo otorgará. Tendrán que hacerlo si es que
quieren que Gran Bretaña vuelva a tener habitantes.
–Ah, ya
veo. La gente se lo otorgará. Bueno, es probable que tenga razón. ¿Y luego qué?
–Voy a
designar a mi propio Consejo, pero Xan Lyppiatt será excluido. Lyppiatt ya tuvo
la parte que le correspondía.
–Presumo
que él hará algo para pacificar la Isla del Hombre.
–No diría
que ésa va a ser una de mis prioridades. No creo que el país me agradezca,
precisamente, si les mando una banda de psicópatas delincuentes. Esperaré que
vayan desapareciendo solos, por desgaste natural. El problema se resolverá
solo.
–Me
imagino que ésa es la idea de Lyppiatt también –dijo Theo–. A Miriam no le va a
caer bien.
–No tengo
que conformar a Miriam. Ella tiene sus cosas que hacer y cuando esto esté
listo recibirá la recompensa adecuada.
–¿Y los Transeúntes? ¿Planea proporcionarles mejores condiciones de vida, o piensa poner
fin a la inmigración de todo extranjero joven? Después de todo, en sus propios
países los necesitan.
–Controlaré
la inmigración y cuidaré que aquellos que dejemos entrar reciban un trato justo
y firme.
–Me
imagino que es eso lo que el Custodio piensa que está haciendo. ¿Y qué sucederá con los Átropos?
–No voy a
interferir en la libertad de la gente para matarse en la forma que crea más
conveniente.
–El
Custodio de Inglaterra estaría de acuerdo con eso.
–Lo que
yo puedo hacer, y él no, es ser el padre de la nueva raza –dijo Rolf–.
Ya tenemos un detalle en la computadora de todas las mujeres sanas de entre
treinta y cincuenta años. Habrá una tremenda competencia por el esperma fértil.
Obviamente las cruzas son peligrosas. Es por eso que tenemos que seleccionar
con mucho cuidado un excelente estado físico y una gran inteligencia.
–El
Custodio de Inglaterra lo aprobaría. Ése era su plan.
–Pero él
no tiene el esperma; yo sí lo tengo.
–Hay una
cosa que aparentemente no ha considerado –dijo Theo–. Todo depende de cómo
nazca, ¿no? El niño tendrá que ser
normal y sano. Supongamos que lleva un monstruo en la panza.
–¿Por qué habría de ser un monstruo? ¿Por qué sería anormal un hijo mío y de ella?
El
momento de vulnerabilidad, de secreto compartido, y el temor oculto al fin
asumido y expresado provocaron en Theo un segundo de compasión. No fue
suficiente como para que pudiera sentirlo como su compañero; pero fue
suficiente para hacerle callar lo que tenía en la cabeza: “Tal vez sea más afortunado si el bebé es anormal, deforme, un
idiota, un monstruo. Si es sano, usted será un animal para engendrar y
experimentar durante el resto de su vida. No imaginará que el Custodio va a
ceder su poder, ni siquiera ante el padre de la nueva raza. Seguramente
necesitarán su esperma, pero pueden obtener el que necesiten para poblar a
Inglaterra y la mitad del planeta, y luego decidir que usted es prescindible”.
Pero no
dijo nada.
Tres
figuras surgieron de la obscuridad; primero Luke, y detrás Miriam
y Julian que, tomadas de la mano, caminaban con cuidado por el borde elevado
que había junto al camino. Rolf se sentó al volante.
–De
acuerdo –dijo–, vámonos. De ahora en adelante voy a conducir yo.
24
No bien
el coche se sacudió hacia adelante Theo supo que Rolf iba a manejar
demasiado rápido. Lo miró de reojo, preguntándose si se arriesgaría a decirle
algo, deseando que la superficie se pusiera mejor y que entonces no fuera
necesario. Bajo los rayos tenues de las luces delanteras el camino parecía tan
aterrador y extraño como un paisaje lunar, era cercano y al mismo tiempo
misteriosamente remoto y perpetuo. Rolf iba mirando hacia adelante con la
intensidad encarnizada de un corredor de rally, y cada vez que
surgía un obstáculo de la obscuridad, desviaba el volante. El camino, con los
baches, los surcos y las ondulaciones, habría sido peligroso para un conductor
cuidadoso. Ahora, bajo el dominio brutal de Rolf, el coche saltaba
y se sacudía, y los tres pasajeros que iban apretados atrás se balanceaban de
un lado al otro.
Miriam se
liberó, se inclinó hacia adelante y dijo:
–Con
calma, Rolf. Vayamos más despacio. Esto no le hace bien a Julian. ¿Quieres un parto prematuro?
Su voz
era calma, pero su autoridad era absoluta, y el efecto fue inmediato. Instantáneamente
Rolf soltó su pie del acelerador. Pero era demasiado tarde. El coche se
sacudió y dio unos saltos, se desvió con violencia hacia un lado y durante
tres segundos dio vueltas como un trompo fuera de control. Rolf pisó
el freno y se detuvieron bruscamente. Casi para sí dijo:
– ¡Mierda! ¡Se pinchó la goma de adelante!
No tenía
sentido empezar con recriminaciones. Theo se desató el cinturón de seguridad.
–Hay una
goma de auxilio en el baúl. Saquemos el coche del camino.
Salieron
del coche y se quedaron bajo la sombra de los arbustos mientras Rolf maniobraba
el coche hasta el césped que estaba al borde del camino. Theo observó que
estaban en un camino ondulado y descubierto; probablemente, pensó, a unas diez
millas de Stratford.
A ambos lados había un cerco descuidado de arbustos
altos y enmarañados, a través de los cuales se veían las ondulaciones del
campo arado. Julian,
envuelta en su capa, estaba tranquila y en silencio,
parecía una chica dócil que había salido de picnic y esperaba pacientemente que
los adultos arreglaran un mínimo inconveniente.
La voz de
Miriam era calma, pero no podía disimularla nota de ansiedad subyacente:
–¿Cuánto tardaremos con esto?
Rolf estaba mirando
los alrededores. –Alrededor de veinte minutos, o menos si tenemos suerte. Pero
estaremos más seguros si evitamos la carretera y vamos por donde nadie nos
vea.
Sin dar
ninguna explicación comenzó a adelantarse, muy decidido. Ellos se quedaron
esperando, con los ojos fijos en él. En menos de un minuto estaba de vuelta.
–Más o
menos a cien yardas a la derecha hay un portón y un camino escarpado. Creo que
conduce hasta una arboleda. Estaremos más seguros allí. Dios es testigo de que
esta carretera es prácticamente intransitable, pero si nosotros podemos usarla
también pueden hacerlo otros. No podemos arriesgarnos a que algún idiota pare y
nos ofrezca ayuda.
–¿A cuánto queda? –objetó Miriam–. No queremos
avanzar más de lo necesario, y además se va a dañar la llanta.
–Tenemos
que ocultarnos –dijo Rolf–. No puedo asegurar cuánto nos demandará el trabajo. Tenemos que
lograr que nadie nos vea desde la carretera.
Theo
coincidía con él pero no dijo nada. Era más importante mantenerse ocultos que
avanzar. La PSE no tendría idea de cuál era la dirección que habían tomado ni
de la marca o de la patente del coche, a menos que hubiesen descubierto el
cuerpo de Jasper. Se sentó al volante y Rolf no hizo ninguna objeción.
–Con
todas esas provisiones en el baúl nos convendría reducir el peso. Julian vendrá conmigo y el resto puede ir caminando.
El portón
y el sendero estaban más cerca de lo que Theo se había imaginado. El camino
escarpado subía de a poco, bordeando un campo sin cultivar que obviamente en
algún momento habrían dejado para sembrar. El surco del camino había sido hecho
y galonado con ruedas de tractores; la lomita del medio estaba coronada por
unos pastos altos que se agitaban como antenas frágiles bajo las luces
delanteras. Theo manejaba despacio y con mucho cuidado, Julian iba
sentada a su lado, y a un costado iban las tres figuras silenciosas, que se movían
como sombras obscuras. Cuando llegaron a los árboles vio que el bosque ofrecía
una protección más densa de la que había imaginado. Pero quedaba un obstáculo
final. Entre el bosque y el camino había un barranco de más de seis pies de
ancho.
Rolf golpeó la
ventanilla del coche. –Espere aquí un momento –dijo, y otra vez se adelantó.
Volvió y dijo–: Más o menos treinta yardas más adelante hay un cruce. Pareciera
que conduce a un claro del bosque.
El cruce
era un puente angosto hecho de troncos y tierra, que ahora estaba cubierto de
pasto y de maleza. Theo se sintió aliviado cuando comprobó que era ancho como
para que pasara el coche, pero esperó a que Rolf sacara la
linterna e inspeccionara los troncos para asegurarse de que no estuvieran
podridos. Le hizo una seña y Theo maniobró sin grandes dificultades. El coche
avanzó dando unos pequeños tumbos y quedó en medio de una arboleda de hayas
cuyas altas ramas se arqueaban como un casquete de hojas de bronce, intrincadas
como un techo tallado. Al salir del coche, Theo vio que habían parado en
medio de un montón de hojas secas y crujientes, y de frutos partidos de las
hayas.
Rolf y Theo
comenzaron a cambiar la goma delantera; Miriam sostenía la linterna. Luke y Julian estaban
juntos y miraban sin decir nada, mientras Rolf buscaba la rueda
de auxilio, el gato y la llave de cruz. Pero sacar la rueda resultó más difícil
de lo que Theo esperaba. Los tornillos estaban muy ajustados y ni él ni Rolf lograban
moverlos.
Miriam se
sentó para estar más cómoda, y la linterna se movió para todos lados. Rolf dijo,
impaciente:
– ¡Por Dios! Déjala quieta. No veo lo que estoy
haciendo. Y además casi no alumbra nada.
Un
segundo después la luz se apagó.
Miriam no
esperó a que Rolf preguntara.
–No hay más
pilas –dijo–. Lo siento. Tendremos que quedarnos aquí hasta que sea de mañana.
Theo
esperaba que Rolf explotara de irritación. Pero no fue así. En vez de eso, se paró y
dijo con tranquilidad:
–Entonces
perfectamente podemos comer algo y ponernos cómodos para pasar la noche.
25
Theo y Rolf eligieron
el suelo para dormir, los otros tres eligieron el coche: Luke estaba
en el asiento de adelante y las dos mujeres acurrucadas en el de atrás. Theo
recogió hojas de hayas, estiró el impermeable de Jasper encima y se
cubrió con una frazada y su saco. De lo último que fue consciente fue de las
voces distantes de las mujeres que se preparaban para dormir, y del ruido que
hacían las ramitas mientras él se iba hundiendo en su cama de hojas. Antes de
que se durmiera se empezó a levantar un viento que no alcanzaba a agitar las
ramas bajas de las hayas que estaban sobre su cabeza, pero hacía un ruido
lejano y distante, como si la madera estuviera cobrando vida.
Al abrir
los ojos la mañana siguiente se encontró con que el diseño broncíneo y rojizo
de las hojas de hayas estaba interrumpido por finos rayos de luz de un blanco pálido.
Sintió la dureza de la tierra, y el olor punzante y obscuramente reconfortante
de la tierra y de las hojas. Logró sacarse de encima el peso de la frazada y
del saco y al estirarse sintió un dolor en los hombros y en la región lumbar.
Lo sorprendía haber dormido tan profundamente en una cama qué al principio era
maravillosamente suave, pero que después se había hecho compacta bajo su peso
y ahora parecía de madera.
Daba la
impresión de que era el último en despertarse. Las puertas del coche estaban
abiertas, los asientos vacíos. Alguien había preparado el té de la mañana.
Sobre un tronco aplanado había cinco jarros –todos de la colección de jarros
de coronación de Jasper– y una tetera de metal. Los colores de los jarros parecían extrañamente
festivos.
–Sírvase –dijo
Rolf.
Miriam
tenía una almohada en cada mano y las estaba sacudiendo vigorosamente. Las llevó
hasta el coche, donde Rolf
estaba tratando de cambiar la rueda. Theo tomó su té y
luego fue a ayudarlo; hicieron un buen trabajo y no se pelearon. Las enormes
manos de Rolf, con sus dedos cuadrados, eran muy diestras. Tal vez porque estaban
descansados, menos ansiosos, y porque ya no dependían de la luz de una linterna
las tuercas intratables se rindieron ante el esfuerzo conjunto de los dos.
Mientras
juntaba un puñado de hojas para secarse las manos, Theo preguntó:
–¿Dónde están Julian y Luke? Fue Rolf el
que contestó: –Están rezando. Todos los días lo hacen. Cuando vuelvan tomaremos
el desayuno. He designado a Luke para que administre las raciones. Para él
es bueno hacer algo más útil que rezar oraciones con mi esposa.
–¿No podían rezar aquí? No deberíamos
separarnos. –No están muy lejos. Les gusta estar en privado. De todos modos, yo
no puedo evitarlo. A
Julian le gusta y Miriam me dice que debo tratar de que
esté feliz y tranquila. Aparentemente rezar la hace feliz y le da tranquilidad.
Es como un ritual para ellos. No le hace mal a nadie. ¿Por qué no va con ellos si está preocupado?
–No creo
que les guste mi compañía –dijo Theo.
–No sé.
Tal vez sí. Tal vez traten de convertirlo. ¿Usted es cristiano?
–No, no
soy cristiano.
–¿Qué es lo que cree, entonces?
–¿Acerca de qué?
–De las
cosas que la gente religiosa piensa que son importantes. Si hay un Dios. ¿Cómo se explica la existencia del mal? ¿Qué sucede cuando nos morimos? ¿Por qué estamos aquí? ¿Cómo deberíamos vivir la vida?
–La última
es la más importante, la única pregunta que realmente importa –dijo Theo–. No
es necesario ser religioso para pensarlo. Y no es necesario ser cristiano para
encontrar una respuesta.
Rolf lo miró y, como
si realmente quisiera saber, le preguntó:
–¿Pero qué es lo que usted cree? No estoy
hablando sólo de religión. ¿Cuáles
son las cosas acerca de las que está seguro?
–De que
una vez no era y de que ahora soy. Y de que un día ya no seré más.
Rolf soltó una breve
carcajada, aguda como un grito:
–Eso es
seguro. Nadie lo puede discutir. ¿Y
qué es lo que él cree, el Custodio de Inglaterra?
–No sé.
Nunca lo discutimos.
Llegó
Miriam y se sentó con la espalda apoyada en un tronco y las piernas abiertas
sobre el suelo, cerró los ojos y elevó su cara al cielo, sonriendo apenas,
escuchando pero sin hablar.
–Yo creía
en Dios y en el Diablo, pero una mañana, cuando tenía doce años, perdí la fe.
Me desperté y me di cuenta de que no creía en ninguna de las cosas que los
hermanos cristianos me habían enseñado. Yo pensaba que si eso me llegaba a
pasar, tendría mucho miedo de seguir viviendo, pero me di cuenta de que no había
ninguna diferencia. Una noche me acosté creyendo y a la mañana siguiente me
desperté sin creer. Ni siquiera le podía decir a Dios que lo lamentaba porque él
ya no estaba más allí. Y aun así tampoco me importaba realmente. Nunca más me
ha importado.
–¿Y qué pusiste en su lugar vacío? –dijo Miriam,
sin abrir los ojos.
–No había
ningún lugar vacío. Es eso lo que te estoy diciendo.
–¿Y qué sucedió con el Diablo?
–Yo creo
en el Custodio de Inglaterra. Él existe. Y es lo suficientemente diabólico como
para que yo lo siga.
Theo se
alejó de ellos y avanzó por el sendero angosto que había entre los árboles.
Todavía le molestaba la ausencia de Julian, le molestaba
y lo enojaba. Ella debería saber que no debían separarse, debería darse cuenta
de que un caminante, un leñador, un campesino, cualquiera podía venir caminando
por ahí y verlos. No era sólo a la Policía de Seguridad del Estado y a los
Granaderos que tenían que temer. Sabía que estaba alimentando su irritación con
preocupaciones irracionales. ¿Quién
podía llegar a sorprenderlos en este lugar desierto y a esta hora? Sentía que
lo iba invadiendo una furia que lo molestaba por su nivel de vehemencia.
Y
entonces los vio. Estaban a sólo cincuenta yardas del claro y del coche,
arrodillados sobre un pequeño pedazo verde de musgo. Se los veía totalmente
absortos. Luke había levantado su altar: había dado vuelta una de las cajas de lata
y la había cubierto con un trapo. Encima había una vela en un plato. Al lado
había otro plato con dos trozos de pan y un jarrito. Él llevaba una estola
color crema. Theo se preguntó si la habría tenido enrollada en el bolsillo. No
se dieron cuenta de que él estaba allí y pensó que eran como dos chicos
totalmente absortos en un juego primitivo, con el rostro grave y moteado por la
sombra de las hojas. Observó que Luke levantaba el plato con los dos trozos de
pan en la mano izquierda, y colocaba la palma derecha encima. Julian bajó
la cabeza como si se estuviera agachando.
A pesar
de que hablaban en voz baja Theo escuchó con claridad las palabras que había
conocido en su niñez y que ahora apenas recordaba: “Y así, Padre, los que hemos sido redimidos por él y hechos un
pueblo nuevo por medio del agua y del Espíritu, traemos ahora ante ti estos
dones. Santifícalos por tu Espíritu Santo para que sean el Cuerpo y la Sangre
de Nuestro Señor Jesucristo, quien, la misma noche en que fue traicionado tomó
pan, dijo la bendición, partió el pan y lo dio a sus discípulos, y dijo: Tomad
y comed. Éste es mi Cuerpo, entregado por ustedes. Haced esto en conmemoración
mía”.
Se quedó
oculto entre los árboles, mirando. Se sentía otra vez en la pequeña iglesia
triste de Surrey, con su traje de domingo azul obscuro, y Mr. Greenstreet, con su arrogancia
cuidadosamente controlada, iba guiando a la congregación banco por banco hasta
la baranda donde se comulgaba. Recordaba la cabeza inclinada de su madre. Se
había sentido excluido en ese momento y se sentía excluido ahora.
Deslizándose
entre los árboles volvió al claro.
–Ya casi
han terminado –dijo–. No van a tardar.
–Nunca
tardan –dijo Rolf–. Tranquilamente podemos esperarlos para desayunar. Tendríamos que
agradecer que a
Luke no se le ocurra leerle un sermón a Julian.
Su voz y
su sonrisa eran indulgentes. Theo se preguntó acerca de su relación con Luke,
a quien
parecía tolerar como si se tratara de un buen niño del que no se puede esperar
una contribución adulta, pero que da lo mejor de sí para ser útil y no causar
problemas. ¿Es que Rolf toleraba lo que veía como si se tratara del
capricho de una embarazada? Si Julian quería los servicios de un capellán personal,
entonces él estaba preparado para incluir a Luke en los Cinco Peces aunque éste
no tuviera ninguna habilidad práctica para ofrecer. ¿O es que a pesar de esa
negación personal y completa de la religión de su niñez Rolf
mantenía
un vestigio no reconocido de superstición? ¿Es que con una parte de su mente veía
a
Luke como el
portador de milagros que podía convertir pedazos secos de pan en carne, el que
podía brindar suerte, el poseedor de poderes místicos y encantos antiguos, cuya
sola presencia entre ellos aplacaría a los dioses peligrosos del bosque y de la
noche?
26
Viernes 15 de octubre, 2021.
Estoy
haciendo estas anotaciones sentado en el claro de un bosque de hayas, con la
espalda apoyada en un árbol. Es bien entrada la tarde y las sombras están empezando
a alargarse pero dentro de la arboleda aún flota la calidez del día. Tengo la
convicción de que éstas son las últimas anotaciones que haré en este diario,
pero incluso si ni yo ni estas palabras logramos sobrevivir, necesito registrar
este día. Lo he pasado con cuatro extraños y he sido inmensamente feliz. Antes del Omega, al principio de cada año académico, yo solía redactar una evaluación
de los postulantes que había seleccionado para que fueran admitidos en la
universidad. Guardaba ese informe, junto con una foto que sacaba de la
solicitud de admisión, en una ficha privada. Pasados los tres años me gustaba
ver cuántas veces mi retrato escrito había sido preciso, cuan poco habían
cambiado, cuan incapaz era yo de modificar la esencia de sus naturalezas. Muy
pocas veces me equivocaba. El ejercicio reforzaba mi confianza natural en mi
criterio, tal vez por eso lo hacía. Yo creía que podía conocerlos, y los conocía.
No puedo sentir eso respecto de mis compañeros fugitivos. Todavía no sé prácticamente
nada acerca de ellos, acerca de sus padres, de sus familias, su educación, sus
amores, sus esperanzas y deseos. Sin embargo nunca me había sentido tan cómodo
con otros seres humanos como me he sentido con estos cuatro extraños con los
que estoy ahora, con quienes me siento comprometido –aunque todavía con cierta
reticencia– y a uno de los cuales estoy aprendiendo a amar.
Ha sido
un día perfecto de otoño, el cielo estaba de un azul claro, el sol era suave
pero fuerte como en pleno junio, el aire estaba cargado de fragancias dulces
que hacían pensar en el humo de la madera, en pasto recién cortado, en todas
las fragancias del verano juntas. Tal vez porque el hayal está tan remoto, tan
encerrado, compartimos una sensación de absoluta seguridad. Pasamos el tiempo
dormitando, hablando, trabajando, jugando juegos infantiles con piedras,
ramitas y hojas arrancadas de mi diario. Rolf revisó el coche
y lo limpió. Al ver la meticulosa atención que ponía en cada pulgada y su
forma enérgica de fregar y de lustrar, era imposible creer que este mecánico
nato que disfrutaba de su simple tarea pudiera ser el mismo Rolf que
ayer había desplegado tanta arrogancia y una ambición tan cruda.
Luke se encargó de
las provisiones. Rolf
demostró un cierto liderazgo natural al otorgarle esa
responsabilidad. Luke
decidió que primero deberíamos comer la comida fresca y
luego las latas según la fecha de vencimiento; descubrió así, al establecer
esta prioridad obviamente razonable, una confianza inesperada en su propia
capacidad administrativa. Seleccionó las latas, confeccionó listas e inventó
menúes. Después de comer solía sentarse en silencio, con su libro de oraciones,
o venía hasta donde Miriam y Julian escuchaban mientras yo les leía Emma. Recostado sobre las hojas de hayas, vislumbrando el cielo azul cada
vez más intenso, siento una felicidad inocente, como si estuviéramos de picnic.
Y estamos de picnic. No discutimos acerca de los planes para el futuro ni de
los posibles peligros. Ahora me parece extraordinario, pero pienso que fue
menos una decisión consciente de no hacer planes ni de pelear que el deseo de
no arruinar este día. Y no he dedicado tiempo a volver a leer anotaciones
anteriores de este diario. En mi euforia actual no tengo ganas de encontrarme
con ese hombre preocupado por sí mismo, sardónico y solitario. El diario duró
menos de diez meses y después de hoy ya no lo necesitaré.
La luz
está disminuyendo y apenas puedo ver la página. Dentro de una hora
comenzaremos el viaje. El coche, brilloso gracias a Rolf, está cargado
y listo. Así como estoy seguro de que éstas serán las últimas anotaciones en mi
diario, del mismo modo sé que tendremos que enfrentar peligros y horrores que
por el momento no puedo ni imaginar. Nunca he sido supersticioso, pero esta
impresión no se puede discutir ni resolver por medio de la lógica. A pesar de
creerlo así, todavía estoy en paz.
Y estoy
contento de que hayamos tenido este respiro, estas inocentes horas de felicidad
que parecen robadas al tiempo inexorable. Durante la tarde, mientras revisaba
la parte de atrás del coche, Miriam encontró una segunda linterna, un poco más
grande que un lápiz, calzada a un costado de un asiento. Seguramente no habría
servido para reemplazar la que se rompió, pero agradezco que no hayamos sabido
que estaba ahí. Necesitábamos este día.
27
El reloj
del tablero indicaba que faltaban cinco minutos para las tres, más de lo que
Theo se había imaginado. La apagada carretera, angosta y desierta, se extendía
delante de ellos, y luego se deslizaba bajo las ruedas como un pedazo de
lienzo roto y manchado. La superficie se iba deteriorando, y de vez en cuando
el coche se sacudía por los pozos. Era imposible conducir rápido en una
carretera como ésa, no quería correr el riesgo de pinchar otra rueda. La noche
era obscura pero no totalmente negra; la luna creciente rodaba entre las nubes
que avanzaban rápidas, las estrellas eran pinchazos altos de constelaciones a
medio formar, y la Vía Láctea era una mancha de luz. El coche era fácil de
manejar y parecía un refugio andante que contenía el calor de la respiración de
todos y olía levemente a cosas familiares e inofensivas que, en su estado de
absorción, trató de identificar: combustible, cuerpos humanos, el viejo perro
de Jasper, que había muerto hace mucho, y hasta un suave aroma a menta. Rolf iba
a su lado, callado pero tenso, con la vista fija hacia adelante. En el asiento
de atrás Julian iba apretada entre Miriam y Luke. Era el lugar más
incómodo pero el que ella había querido: tal vez el hecho de estar sostenida por
dos cuerpos le daba una impresión de mayor seguridad. Tenía los ojos cerrados
y la cabeza apoyada en el hombro de Miriam. Theo vio por el espejo que se fue
hacia un lado y luego se cayó hacia adelante. Miriam la levantó con ternura y
la acomodó. Luke también parecía dormido, tenía la cabeza tirada hacia atrás, con la
boca un poco abierta.
La
carretera doblaba y zigzagueaba, pero la superficie se volvió más suave. El
conducir sin problemas durante horas hizo que Theo se sintiera seguro. Tal vez,
después de todo, el viaje no tenía por qué ser desastroso. Gascoigne podía
haber hablado, pero no sabía lo del bebé, A los ojos de Xan los Cinco Peces
seguramente eran una banda pequeña y despreciable de amateurs. Incluso quizá
ni siquiera se molestara en arrestarlos. Por primera vez desde el comienzo del
viaje surgió en él una chispa de esperanza.
Vio el
tronco caído justo a tiempo y frenó con violencia un momento antes de que las
ramas rasparan el capó del coche. Rolf se despertó de un sacudón y maldijo. Theo
apagó el motor. Hubo un momento de silencio en el cual dos pensamientos, uno
tan cerca del otro que fueron casi instantáneos, le hicieron recuperar la
conciencia de golpe. El primero fue de alivio: el tronco no parecía grande a
pesar de la cantidad de hojas otoñales. Él y los otros dos hombres podrían
correrlo sin demasiado problema. El segundo fue de horror. No podía haberse caído
en un lugar tan incómodo, en los últimos tiempos no había habido vientos
fuertes. Era una obstrucción deliberada.
Y en ese
segundo los Omegas estaban encima de ellos. Llegaron sin que los oyeran, en un horrible
silencio total. Las caras pintadas miraban detenidamente a través de cada una
de las ventanillas del coche, iluminadas por las llamas de las antorchas.
Miriam lanzó un pequeño grito, involuntario. Rolf gritó “¡Retrocedamos! ¡Marcha atrás!” y trató
de agarrar el volante y la palanca de cambios. Sus manos se trabaron. Theo lo
empujó hacia un lado y de una manotada puso la marcha atrás. El motor se
encendió con un rugido y el coche salió hacia atrás. Golpearon contra algo con
una violencia tal que se fueron hacia adelante. Los Omegas debían haberse
movido rápido y en silencio, y les habían puesto un segundo obstáculo. Y ahora
las caras estaban en las ventanillas otra vez. Se quedó mirando dos ojos
inexpresivos, brillosos, pintados de blanco, en medio de una máscara de
remolinos azules, rojos y amarillos. La frente pintada estaba al descubierto,
con el cabello tirado hacia atrás y recogido en un moño. En una mano el Omega sostenía
una antorcha en llamas, y en la otra un garrote como los de la policía,
decorado con unas trenzas finas de pelo. Theo recordó con horror que le habían
contado que cuando los Camuflados mataban a alguien le sacaban el cabello y
hacían una trenza como trofeo; era un rumor que nunca había creído realmente,
parte del folklore del terror. Ahora, fascinado por el horror, miraba la
trenza que se balanceaba y se preguntaba si sería de la cabeza de un hombre o
de una mujer.
Nadie
dentro del coche decía nada. Parecía que el silencio duraba minutos, aunque sólo
podrían haber pasado unos segundos. Y luego comenzó la danza ritual. Lentamente,
con un alarido, las figuras comenzaron a hacer movimientos extraños alrededor
del coche y a darle golpes con sus garrotes al ritmo de su potente canto.
Estaban vestidos sólo con shorts pero tenían el cuerpo sin pintar. Los pechos
desnudos se veían blancos como la leche bajo la llama de las antorchas, y los
costillares delicadamente vulnerables. Con sus piernas agitadas, las cabezas
adornadas y los rostros pintados rasgados por bocas anchas con cambios
repentinos de voz, parecían una banda de chicos crecidos que disfrutaban de
juegos destructivos pero en el fondo inocentes.
Theo se
preguntaba si sería posible hablar con ellos, o discutir, o al menos reconocer
que todos eran seres humanos. No perdió tiempo en pensarlo. Recordaba que una
vez se había encontrado con alguien que había sido víctima de ellos y una
parte de la conversación volvió a su mente: “Dicen que matan sólo a una víctima para el sacrificio, pero en esa
ocasión, gracias a Dios, se conformaron con el coche”. Luego había agregado: “Lo único que no hay que hacer es meterse con ellos. Hay que
abandonar el vehículo y marcharse”.
La huida no había sido fácil para él; para ellos, que cargaban con una mujer
embarazada, parecía imposible. Pero había un hecho que podría desviarlos del
homicidio, si eran capaces de razonar y si lo creían: el embarazo de Julian. Ahora
la evidencia era suficiente, incluso para un Omega. Pero no
necesitaba preguntarse cuál sería la reacción de Julian: no habían
huido de Xan y del Consejo para caer bajo el poder de los Camuflados. Se dio
vuelta para mirar a
Julian. Estaba sentada con la cabeza inclinada hacia
adelante. Tal vez estaba rezando. Él le deseó buena suerte con su dios. Los
ojos de Miriam estaban muy abiertos y aterrados. Era imposible ver la cara de Luke, y
se escuchaba el torrente de obscenidades que profería Rolf.
La danza
continuaba, los cuerpos retorcidos se movían aun más rápido y cantaban más
alto. Era difícil ver cuántos eran pero juzgaba que no podían ser menos de una
docena. No estaban haciendo ningún movimiento para abrirlas puertas del coche
pero él sabía que los seguros no ofrecían; ninguna protección efectiva. Eran bastantes
como para dar vuelta el coche. Había antorchas como para prenderle fuego. No
podía faltar mucho para que los obligaran a salir. Los pensamientos de Theo
pasaban a toda velocidad ¿Qué
posibilidades había de que pudieran ganar una lucha, al menos Julian y
Rolf? A través del caleidoscopio de los cuerpos danzantes estudió el
terreno. Hacia la izquierda había un muro bajo desmoronado; en partes, juzgó,
no tenía más de tres pies de altura. Del otro lado veía una hilera obscura de árboles.
Tenía la pistola y la bala, pero sabía que sólo mostrar la pistola podría ser
fatal. Mataría sólo a uno, y el resto caería sobre ellos con la furia déla
venganza. Sería una masacre. Era absurdo pensar en utilizar la fuerza física,
ya que eran muchos menos. La obscuridad era su única esperanza. Si Julian y Rolf podían llegar hasta la hilera de árboles al menos podrían esconderse.
Salir corriendo por un bosque desconocido, con el ruido y los golpes
peligrosos que implicaba, no hacía más que invitar a la persecución; pero tal
vez era posible esconderse. Todo dependería de que los Omegas se
molestaran en perseguirlos o no. Había una posibilidad, aunque pequeña, de que
se contentaran con el coche y las tres víctimas que quedaban.
Pensó: no
deben ver que hablamos, no deben saber que estamos planeando escapar. No había
que temer que los escucharan: los alaridos y los gritos que volvían espantosa
la noche casi ahogaron su voz. Era necesario hablar alto y claro si quería que Luke y Julian lo oyeran, pero tuvo cuidado de no darse vuelta.
–A la
larga nos van a hacer salir –dijo–. Tenemos que planear qué es exactamente lo
que vamos a hacer. Está en sus manos, Rolf. Cuando nos
arrastren fuera del coche, salte aquel muro con Julian, luego corran
hacia los árboles y escóndanse. Elija el mejor momento. Nosotros trataremos de
cubrirlo.
–¿Cómo? –dijo Rolf–. ¿Qué quiere decir que nos cubrirán? ¿Cómo harán?
–Les
hablaremos. Llamaremos su atención. –Entonces se inspiró.– Bailaremos junto
con ellos.
La voz de
Rolf era aguda, casi histérica:
–¿Bailar con estos hijos de puta? ¿En qué clase de show se cree que estamos? No
hablan. Esos hijos de puta no hablan y no bailan con sus víctimas. Queman,
matan.
–Nunca a
más de una víctima. Tenemos que cuidar que no sean Julian ni usted.
–Nos
perseguirán. Julian
no puede correr.
–Dudo que
se molesten, con otras tres víctimas y un coche para prender fuego. Tenemos que
elegir el momento adecuado. Lleve a Julian del otro lado del muro, aunque tenga
que arrastrarla. Luego diríjase hacia los árboles. ¿Me entiende?
–Es una
locura.
–Si se le
ocurre otra cosa, dígala.
Después
de pensarlo por un momento Rolf dijo:
–Podríamos
mostrarles a
Julian. Decirles que está embarazada, dejarlos que lo
corroboren. Decirles que yo soy el padre. Podríamos hacer un pacto. Al menos
eso nos mantendría con vida. Hablaremos con ellos ahora, antes que traten de
sacarnos del coche.
Desde el
asiento trasero Julian
habló por primera vez:
–No –dijo
con claridad.
Después
de esa única palabra nadie dijo nada durante un momento. Luego Theo volvió a
decir:
–A la
larga nos van a hacer salir. O eso, o van a prender fuego al coche. Por eso
tenemos que planear ahora qué es exactamente lo que vamos a hacer. Si nos ponemos
a bailar –si no nos matan en ese momento– podemos distraer su atención durante
un tiempo, como para que usted y Julian tengan alguna oportunidad.
La voz de
Rolf sonaba como al borde de la histeria:
–No me
pienso mover. Tendrán que sacarme a rastras.
–Eso es
lo que harán.
Luke habló por
primera vez:
–Si no
los provocamos tal vez se cansen y se vayan –dijo.
–No se irán
–dijo Theo–. Siempre prenden fuego al coche. Es nuestra elección estar adentro
o afuera cuando lo hagan.
Hubo un
golpe. El parabrisas se convirtió en un laberinto de rajas pero no se rompió.
Luego uno de los Omegas
comenzó a balancear su garrote frente al vidrio de adelante
del coche, que se hizo añicos y cayó sobre las rodillas de Rolf. El
aire de la noche entró en el coche con el frío de la muerte. Rolf se
quedó boquiabierto y se tiró hacia atrás cuando el Omega introdujo su
antorcha encendida y la puso frente a su rostro.
El Omega se
rió y luego dijo con una voz zalamera, educada, casi seductora:
–Sal de
allí, sal de allí, sal de allí, quienquiera que seas.
Hubo dos
golpes más y los vidrios de atrás desaparecieron. Miriam dio un grito cuando
una antorcha le quemó el rostro. Había olor a cabello chamuscado. Antes que
los agarraran y los arrastraran fuera del coche Theo sólo alcanzó a decir:
–Recuerden.
La danza. Luego diríjanse hacia la pared.
Los rodearon
inmediatamente. Los Omegas,
que sostenían las antorchas en la mano izquierda
levantada, y los garrotes en la derecha, se quedaron mirándolos por un segundo
y luego empezaron otra vez su danza ritual con los cautivos en el centro. Pero
esta vez sus movimientos comenzaron más lentos, más ceremoniales, y el canto
era más profundo, ya no era una celebración sino un canto fúnebre.
Inmediatamente Theo se unió a ellos levantando los brazos, moviendo su cuerpo y
cantando. Uno por uno los otros cuatro se ubicaron en la ronda. Estaban separados.
Eso era malo. Quería que Rolf y Julian estuvieran cerca así podía
darles la señal de que se fueran. Pero la primera parte del plan y la más
peligrosa había resultado. El temía que al empezar a moverse lo derribaran de
un golpe y lo prepararan para el único golpe aniquilatorio que podría haber
puesto fin a su responsabilidad en las decisiones, y a su vida. Pero no fue así.
Y ahora,
como si obedecieran órdenes secretas, los Omegas comenzaron a
patear el suelo al unísono, más y más fuerte, y luego estalló otra vez su danza
giratoria. El Omega
que estaba frente a él se dio vuelta y empezó a bailar
caminando de espaldas, con pasos delicados como los de un gato, girando su
garrote encima de la cabeza de Theo. Le hizo unas muecas en la cara; sus
narices casi se tocan. Theo podía olerlo –tenía un olor a humedad que no era
desagradable– y alcanzaba a ver los remolinos y las vueltas de la pintura azul,
roja y negra que le marcaba los pómulos, pasaba por encima de la línea de las
cejas y cubría cada pulgada del rostro con un diseño bárbaro y sofisticado a la
vez. Durante un segundo se acordó de los isleños del Mar del Sur en el Pitt Rivers Museum, pintados y con sus moños; y de Julian y él juntos en
ese vacío silencioso.
Los ojos del Omega, pozos negros en medio del resplandor de color, estaban fijos en los
suyos. Él no se atrevía a desviar su mirada para buscar a Julian o a
Rolf. Bailaban dando vueltas y vueltas, más y más rápido.
¿Cuándo se irían Rolf y Julian? Incluso mientras miraba fijo a los ojos del Omega, mentalmente
deseaba que huyeran de inmediato, ahora, antes de que sus captores se cansaran
de esta falsa camaradería. Y entonces cuando el Omega se dio vuelta y
comenzó a danzar hacia adelante, pudo girar su cabeza. Rolf, con Julian a su lado, estaba del otro lado de la ronda, saltando como en la torpe
parodia de una danza, con los brazos rígidos en alto; Julian sostenía
su capa con la mano izquierda y se balanceaba al ritmo del clamor de los
bailarines, con la mano derecha libre.
Y
entonces hubo un momento de horror. El Omega que iba
saltando detrás de ella estiró la mano izquierda y le agarró la trenza. Le dio
un tirón y la trenza se desarmó. Ella se detuvo un momento y después empezó a
bailar otra vez, con el cabello flotando sobre su rostro. Ahora estaban
llegando al pasto y a la parte más baja de la pared. A la luz de las antorchas
veía claramente las piedras caídas sobre el pasto, y la forma negra de los árboles
del otro lado. Quería gritar fuerte: “Ahora, háganlo ahora. ¡Váyanse!
¡Váyanse!” Y en ese momento Rolf actuó. Agarró a Julian de la mano y
corrieron hacia la pared. Rolf saltó primero y luego cruzó a Julian, un poco en brazos, otro poco a rastras. Algunos de los bailarines,
absortos, estáticos, siguieron con sus gemidos agudos; pero el Omega que
estaba más cerca fue muy rápido. Tiró su antorcha al suelo y con un grito
salvaje se lanzó detrás de ellos y agarró el borde de la capa de Julian mientras
ésta cruzaba la pared.
Y
entonces Luke saltó hacia adelante. Agarró al Omega y mientras
trataba infructuosamente de detenerlo le gritaba:
– ¡No, no! ¡Lléveme a mí, lléveme a mí!
El Omega soltó
la capa y con un grito de furia se volvió hacia Luke. Por un segundo
Theo vio que Julian
dudaba y estiraba la mano, pero Rolf le
dio un tirón y las dos figuras huidizas se perdieron entre las sombras de los árboles.
Duró unos pocos segundos, y Theo se quedó con una imagen confusa del brazo
extendido de Julian
y de sus ojos implorantes; y de Rolf arrastrándola,
y de la antorcha del
Omega brillando entre las hierbas.
Y ahora
los Omegas tenían a su víctima, que se había autopropuesto. Se hizo un silencio
terrible cuando lo cercaron, ignorando a Theo y a Miriam. Al primer golpe de
la madera sobre el hueso Theo oyó un grito pero no pudo determinar si era de
Miriam o de Luke. Y luego Luke
estaba en el suelo y sus asesinos cayeron sobre él
como bestias sobre su presa, haciéndose lugar a los empujones y golpeándolo
frenéticos. La danza había terminado, la ceremonia de la muerte también;
empezaba el asesinato. Lo mataron en silencio, un silencio terrible en el que
Theo creyó oír el golpe y las rajaduras de cada uno de los huesos, y sentir
que sus oídos se llenaban de los borbotones de la sangre de Luke. Agarró
a Miriam y la arrastró hasta la pared.
–No. ¡No podemos, no podemos! –decía Miriam, con voz
entrecortada–. No podemos dejarlo.
–Tenemos
que hacerlo. Ahora no podemos ayudarlo. Julian te necesita.
Los Omegas no hicieron ningún movimiento como para seguirlos. Cuando Theo y Miriam
alcanzaron el borde del bosque, se detuvieron y miraron hacia atrás. Y ahora el
asesinato parecía menos un frenético anhelo de sangre que una muerte calculada.
Cinco o seis de los Omegas
sostenían sus antorchas en alto y formaban un círculo
dentro del cual, ahora silenciosamente, las sombras obscuras de los cuerpos
semidesnudos subían y bajaban en un ballet ritual de muerte, empuñando sus
garrotes. Incluso desde esa distancia, a Theo le parecía que los huesos rotos
de Luke astillaban el aire. Pero sabía que era imposible que oyera nada,
nada excepto el silbido de la respiración de Miriam y los ruidos de su corazón.
Percibió que Rolf y
Julian aparecían, silenciosos, por detrás. Todos se
quedaron mirando, sin hacer ruido, cómo los Omegas, una vez
terminado su trabajo, daban un alarido de triunfo y corrían hacia el coche
capturado. A la luz de la linterna Theo alcanzó a distinguir la forma de un
ancho portón que conducía al campo que estaba junto a la carretera. Mientras
dos de los Omegas lo sostenían abierto, el coche cruzó el pasto a los tumbos y pasó
por el portón; uno manejaba y el resto de la banda empujaba. Theo sabía que debían
tener su propio vehículo, probablemente una pequeña furgoneta, aunque no
recordaba haberla visto. Pero por un momento tuvo la ridícula esperanza de que,
en la excitación por prender fuego al coche, la abandonaran por un rato; y
entonces él tendría una mínima oportunidad de llegar hasta ella y encontrar
las llaves puestas. Sabía que ese pensamiento nunca había sido racional. Casi al
mismo tiempo que se le estaba ocurriendo vio que una pequeña furgoneta negra
avanzaba por la carretera y cruzaba el portón.
No fueron
demasiado lejos; Theo pensaba que a no más de cincuenta yardas. Luego volvieron
a comenzarlos alaridos y la danza salvaje. Hubo una explosión y el Renault
estaba envuelto en llamas. Y con él, las provisiones seleccionadas por Miriam,
la comida, el agua y las frazadas. Con él desaparecía toda esperanza. Escuchó
la voz de Julian:
–Ahora
podemos buscar a
Luke. Ahora, mientras están ocupados.
–Mejor
olvídalo –dijo Rolf–. Si ven que ha desaparecido van a recordar que todavía estamos
aquí. Vendremos a buscarlo más tarde.
La voz de
Miriam sonó clara en la obscuridad:
–No estará
con vida, pero yo no voy a dejarlo ahí. Vivos o muertos, estamos todos juntos.
–Se dirigía hacia allí cuando Theo la agarró de la manga:
–Quédate
con Julian –le dijo, con calma–. Rolf y yo nos arreglaremos.
Sin mirar
a Rolf salió hacia la carretera. Al principio pensó que estaba solo, pero
en seguida Rolf lo alcanzó. Cuando llegaron hasta la forma obscura, acurrucada de
costado como si estuviera dormida, Theo le dijo:
–Usted,
que es el más fuerte, tómelo de la cabeza.
Dieron
vuelta el cuerpo entre los dos. La cara de Luke había
desaparecido. Incluso con la lejana luz rojiza del coche en llamas alcanzaron a
ver que la cabeza se había convertido en una mezcla de sangre, piel y huesos
rotos. Los brazos estaban torcidos; las piernas parecieron doblarse cuando
Theo juntó fuerzas como para levantarlo. Era como tratar de levantar a una
marioneta destrozada. Era más liviano de lo que Theo imaginaba, aunque oía que
su respiración y la de Rolf
se agitaban cuando cruzaron el cuerpo por la zanja
poco profunda que había entre la carretera y el muro. Cuando llegaron donde
estaban Julian y Miriam, ellas se volvieron sin decir ni una palabra y comenzaron a
caminar hacia adelante, como si se tratara de una procesión funeraria
arreglada de antemano.
Miriam
encendió la linterna y todos iban detrás de la minúscula luz. El viaje parecía
interminable pero Theo juzgó que debían haber caminado solamente un minuto
hasta que encontraron un árbol caído.
–Lo
dejaremos aquí –dijo.
Miriam
había tenido cuidado de no iluminar a Luke con la linterna. Le dijo a Julian:
–No lo
mires. No tienes por qué hacerlo.
–Tengo
que mirar –dijo Julian,
con voz calma–. Si no miro va a ser peor. Dame la
linterna.
Sin decir
ni una palabra más Miriam se la alcanzó. Julian iluminó
lentamente el cuerpo de Luke, y luego, arrodillada junto a su cabeza,
trató de sacarle la sangre de la cara con su falda.
–Es inútil
–dijo Miriam, dulcemente–. Ya no hay nada allí.
–Murió
para salvarme –dijo Julian.
–Murió
para salvarnos a todos nosotros.
De pronto
Theo sintió un gran agotamiento. Pensó: tenemos que enterrarlo. Tenemos que
dejarlo bajo tierra antes de avanzar. ¿Pero avanzar hacia dónde, y cómo? De alguna forma debían conseguir
otro coche, comida, agua y frazadas. Pero ahora lo más importante era conseguir
agua. Se moría por tomar agua; la sed le había quitado el hambre. Julian estaba
arrodillada junto al cuerpo de Luke, acunando su cabeza destrozada, con el
cabello obscuro sobre la cara de él. No emitía ningún sonido.
Entonces Rolf se
agachó y le sacó la linterna de la mano a Julian. Enfocó a
Miriam a la cara. Ella parpadeó ante la luz pequeña pero intensa y se cubrió
instintivamente con la mano. La voz de él era grave y dura, y tan distorsionada
que parecía salir de una laringe enferma.
–¿De quién es el bebé? –dijo.
Miriam
bajó la mano y lo miró con firmeza, pero no dijo nada.
–Te
pregunté de quién era el bebé –repitió.
Ahora su
voz era más clara pero Theo vio que le temblaba todo el cuerpo.
Instintivamente se acercó a Julian.
Rolf lo miró.
– ¡No se meta en esto! Usted no tiene nada que
ver con esto. Le estoy preguntando a Miriam. –Luego repitió con mayor
violencia: – ¡No tiene nada que
ver con usted! ¡Nada!
La voz de
Julian sonó clara en la obscuridad:
–¿Por qué no me lo preguntas a mí?
Por
primera vez desde que Luke
murió, Rolf la miró. La linterna se desplazó, lenta y
firme, de la cara de Miriam a la de ella.
–De Luke –dijo
Julian–. El bebé es de Luke.
–¿Estás segura? –la voz de Rolf sonaba
muy tranquila.
–Sí,
estoy segura.
Él iluminó
el cuerpo de Luke con la linterna y lo escrutó con el frío interés profesional del
verdugo que chequea que el condenado está muerto, que el coup de grace final no es necesario. Luego, con un violento movimiento, fue
tambaleándose hasta los árboles y se abrazó a una de las hayas.
– ¡Por Dios! –dijo Miriam. ¡Qué momento para preguntar! ¡Y qué momento para enterarse!
–Ve con él,
Miriam –dijo Theo.
–Yo no
puedo ayudarlo en nada. Tendrá que arreglárselas solo con esto.
Julian seguía
arrodillada junto a la cabeza de Luke. Theo y Miriam miraban fijamente la
sombra obscura como para asegurarse de que no desapareciera entre las sombras más
obscuras del bosque. No alcanzaban a oír ningún sonido pero a Theo le parecía
que Rolf estaba frotando su cabeza contra la corteza del árbol como un animal
atormentado que trata de liberarse de las moscas. Y ahora empujaba todo el
cuerpo contra el árbol como si descargara su furia y su agonía sobre la madera
inquebrantable. Al ver los movimientos de las piernas en esa parodia obscena
del deseo, Theo sintió que se acrecentaba la indecencia de ser testigo de tanto
dolor. Se dio vuelta y le dijo a Miriam en voz baja:
–¿Sabías que Luke era el padre?
–Sí, lo
sabía.
–¿Ella te lo dijo?
–Yo lo
adiviné.
–Pero no
dijiste nada.
–¿Qué esperabas que dijera? Nunca fue mi
costumbre preguntar quién era el padre de los bebés que nacían. Un bebé es un
bebé.
–Éste es
diferente.
–No para
una partera.
–¿Ella lo amaba?
–Ah; eso
es lo que los hombres siempre quieren saber. Deberías preguntarle a ella.
–Miriam,
por favor, cuéntame –dijo Theo.
–Creo que
sentía lástima por él. No creo que amara a ninguno de los dos, ni a Rolf ni
a Luke. Está empezando a amarte a ti, no importa lo que eso signifique; pero
creo que tú lo sabes. Si no lo hubieras sabido, o deseado, no estarías aquí.
–¿Luke nunca se hizo los exámenes? ¿O es que él y Rolf dejaron de asistir a sus exámenes de
esperma?
–Rolf sí,
al menos durante los últimos meses. Pensaba que los técnicos no eran
cuidadosos, o que ni siquiera se molestaban en examinar ni la mitad de las
muestras que tomaban. Luke
estaba exento de los exámenes. Había tenido una
epilepsia leve cuando era niño. Igual que Julian, era un
defectuoso.
Se habían
alejado un poco de Julian.
Ahora, viendo su figura obscura arrodillada, Theo dijo:
–Está tan
tranquila. Cualquiera diría que está viviendo su embarazo en las
circunstancias más apropiadas.
–¿Cuáles son las circunstancias más apropiadas?
Las mujeres han dado a luz durante la guerra, durante las revoluciones, en épocas
de escasez, en campos de concentración, marchando. Tiene lo fundamental, a ti
y a una partera en la que confía.
–Ella
confía en su Dios.
–Tal vez
deberías intentarlo tú también. Podría proporcionarte algo de la calma que
ella tiene. Más tarde, cuando llegue el bebé, necesitaré tu ayuda. Por cierto,
no necesito tu ansiedad.
–¿Y tú no? –preguntó él.
Ella
sonrió porque había entendido la pregunta.
–¿Si creo en Dios? No, es demasiado tarde para mí.
Creo en la fuerza y en el coraje de Julian y en mi propia experiencia. Pero si Él
nos ayuda a pasar esto, tal vez entonces cambie de idea, y vea si puedo empezar
algo con Él.
–Creo que
Él no negocia.
–Sí que
lo hace. Puedo no ser religiosa pero conozco la Biblia. Mi madre se encargó de
eso. Negociar, seguro que negocia, pero se supone que es justo. Si quiere que
le crean debe ofrecer alguna evidencia.
–¿De que existe?
–De que
se preocupa.
Estaban
quietos, con los ojos en la figura obscura que apenas se discernía del tronco más
obscuro del que parecía formar parte; ya no se movía, estaba apoyado en el árbol
como si estuviera extremadamente exhausto. Incluso sabiendo que la pregunta
era inútil, Theo le dijo a Miriam:
–¿Él va a estar bien?
–No lo sé.
¿Cómo podría saberlo?
Ella se
alejó y caminó en dirección a Rolf; luego se detuvo y se quedó esperando
con tranquilidad, sabiendo que si él necesitaba el consuelo del contacto
humano, no podía dirigirse a ninguna otra persona.
Julian se puso de
pie. Theo sintió su capa sobre el brazo pero no se volvió para mirarla. El
hecho de que Rolf
no fuera el padre del bebé le ocasionaba una mezcla de
sentimientos: sentía furia, aunque sabía que no tenía ningún derecho a
sentirla, y un alivio tan fuerte que se acercaba a la alegría. Pero por el
momento la furia era lo más fuerte. Quería atacarla, decirle: “¿Así que esto es lo que eras? ¿La prostituta del grupo? ¿Y Gascoigne? ¿Cómo
sabes que el bebé no es de él?”
Pero esas palabras serían imperdonables y, lo que es peor, inolvidables. Sabía
que no tenía ningún derecho a preguntarle nada pero no podía tragarse las
duras acusaciones ni esconder el dolor que le ocasionaban.
–¿Los amabas, a alguno de ellos? ¿Amas a tu marido?
–¿Tú amabas a tu esposa? –dijo ella, con tranquilidad.
Él vio
que era una pregunta en serio, no una represalia, y le dio una respuesta seria
y verdadera.
–Me
convencí de que sí cuando me casé. Me obligué a sentir los sentimientos
apropiados sin saber en realidad cuáles eran los sentimientos apropiados. Le
inventé cualidades que no tenía y después la desprecié porque no las tenía.
Podría haber aprendido a amarla si hubiese pensado más en sus necesidades y
menos en las mías.
Pensó:
retrato de un matrimonio. Quizá la mayoría de los matrimonios, los buenos y los
malos, se pudieran resumir en cuatro oraciones. Ella lo miró fijamente un momento
y luego dijo:
–Ésa es
la respuesta a tu pregunta.
–¿Y a Luke?
–No, no
lo amaba, pero me gustaba que él estuviera enamorado de mí. Lo envidiaba porque
él podía amar tanto, podía sentir tanto. Nadie me ha querido con esa intensidad
de sentimientos. Entonces le daba lo que él quería. Si yo lo hubiera amado,
habría sido... –Se interrumpió por un momento y luego dijo: – Habría sido menos
pecaminoso.
–¿No es una palabra demasiado fuerte para un
simple acto de generosidad?
–Pero no
era un simple acto de generosidad. Era un acto de satisfacción de mis deseos.
Sabía que
no era el momento para hablar de eso, pero ¿cuándo habría un momento? El tenía que saber, tenía que comprender.
–Pero
habría sido correcto, menos pecaminoso según tus palabras si lo hubieses amado
–dijo él–. Entonces coincides con Rosie McClure, el amor todo lo justifica,
todo lo perdona.
–No, pero
es natural, es humano. Lo que yo hacía era usar a Luke por
curiosidad, por aburrimiento, tal vez para vengarme un poco de Rolf por
preocuparse más por el grupo que por mí, o para castigarlo porque había dejado
de amarlo. ¿Puedes entender eso,
la necesidad de herir a alguien porque uno ya no puede seguir amándolo?
–Sí, lo
entiendo.
–Todo era
muy trillado, predecible y bajo –agregó ella.
–Y
ostentoso –dijo Theo.
–No. Eso
no. Nada que tuviera que ver con Luke era ostentoso. Pero era más dolor que
felicidad lo que a él le producía. Pero, igual, supongo que no habrías pensado
que yo era una santa.
–No, pero
pensé que eras buena.
–Ahora ya
sabes que no es así –dijo ella, con calma.
Theo miró
hacia la penumbra y vio que Rolf se había alejado del árbol y que caminaba
hacia ellos. Miriam se adelantó para recibirlo. Los tres pares de ojos
contemplaban fijamente el rostro de Rolf, esperando que
dijera algo. Cuando se acercó, Theo vio que la mejilla izquierda y la frente
eran una herida abierta y que estaban en carne viva.
La voz de
Rolf sonaba perfectamente calma pero con una entonación extraña, y por un
momento Theo tuvo la ridícula impresión de que un extraño había surgido sigilosamente
de la obscuridad.
–Antes de
seguir tenemos que enterrarlo. Eso significa que debemos esperar hasta que haya
luz. Es mejor que le saquemos el saco antes de que se ponga muy rígido. Necesitamos
todo el abrigo que tengamos.
–No va a
ser fácil enterrarlo sin una pala, o algo parecido –dijo Miriam–. La tierra es
blanda pero necesitamos hacer un pozo de alguna forma. No podemos cubrirlo
con hojas solamente.
–Puede
esperar hasta mañana –dijo Rolf–. Le quitaremos el saco ahora. No le
sirve de nada.
Hizo la
sugerencia pero no se movió, y fueron Miriam y Theo los que giraron el cuerpo y
se lo sacaron. Las mangas estaban muy manchadas de sangre. Theo las sintió
mojadas al agarrarlo. Acomodaron el cuerpo nuevamente de espaldas, con los
brazos extendidos a los costados.
–Mañana
conseguiré otro coche –dijo Rolf–. Mientras trataremos de descansar un
poco.
Se
acomodaron todos juntos en la horcadura de una haya caída. Había una rama
grande todavía adornada con las frágiles insignias color bronce del otoño, que
les daba una ilusión de segundad, y se acurrucaron debajo de ella como si
fueran chicos que, conscientes de haber cometido graves delitos, tratan en
vano de esconderse de los adultos. Rolf se ubicó en la parte de afuera, con Miriam a su
lado, luego estaba Julian entre Miriam y Theo. Los cuerpos rígidos parecían
infectar de ansiedad el aire que los rodeaba. El bosque también estaba
perturbado, sus incesantes ruiditos silbaban y susurraban en el aire agitado.
Theo no podía dormir, y por las respiraciones irregulares, las toses contenidas
y los pequeños soplidos y suspiros, se daba cuenta de que los demás compartían
su vigilia. Ya habría tiempo para dormir. Vendría con el calor del día y con el
entierro de esa sombra obscura y rígida que, oculta del otro lado del árbol caído,
era una presencia viva en todas sus mentes. Percibía el calor del cuerpo de Julian
apoyado
contra el suyo y sabía que ella debía sentir una sensación similar. Miriam la
había cubierto con el saco de Luke y a Theo le parecía sentir el olor de la sangre que
se estaba secando. Sentía que el tiempo estaba suspendido, que podía percibir
el frío, la sed, los innumerables ruiditos del bosque, pero no las horas que
pasaban. Igual que sus compañeros, resistió y esperó la llegada del alba.
28
La luz
del día, vacilante y tenue, se metió dentro del bosque furtivamente, como un
soplo helado, se enredó entre las cortezas y las ramas caídas de los árboles, y
pasó por los troncos y las ramas desnudas, otorgando así forma y sustancia a
la obscuridad y al misterio. Al abrir los ojos, Theo sintió que no había
dormido realmente, aunque debía haber perdido la conciencia por un momento, ya
que no recordaba haber visto en qué momento Rolf se había
levantado y había partido.
Ahora lo
veía caminando hacia ellos entre los árboles.
–Estuve
explorando –dijo–. Esto no es exactamente un bosque, es más pequeño. Tiene sólo
ochenta yardas de ancho. No podemos escondernos mucho tiempo aquí. Hay una
especie de canal entre el borde del bosque y el campo. Sería un buen lugar para
él.
Esta vez Rolf tampoco
hizo ningún movimiento para tocar el cuerpo de Luke. Fueron Miriam y
Theo los que se encargaron de levantarlo. Miriam apoyó las piernas de Luke, separadas,
sobre sus muslos. Theo cargaba la cabeza y los hombros, y sentía que ya podía
detectar el comienzo del rigor. El cuerpo iba colgando entre los dos, mientras
caminaban entre los árboles detrás de Rolf. Julian iba
caminando junto a ellos, con la capa bien pegada al cuerpo; su rostro estaba
calmo pero muy pálido, llevaba en la mano el saco manchado de sangre de Luke y
su estola color crema. Los llevaba como si fueran un trofeo de guerra.
Faltaban
sólo cincuenta yardas para salir de la arboleda; se encontraron frente a campo
abierto. La cosecha había terminado y los fardos de paja parecían cabezales
descoloridos diseminados por las mesetas distantes. El sol, una bola de potente
luz blanca, ya había comenzado a desplegar un tenue velo sobre el campo y las
montañas lejanas; absorbía los colores del otoño y los convertía en un suave
verde oliva sobre el que se recortaban los árboles solitarios. Iba a ser otro
tranquilo día otoñal. El corazón de Theo dio un salto cuando vio que al borde
del bosque había plantas cargadas de zarzamoras. Tuvo que apelar a todo su
autocontrol para no soltar el cuerpo de Luke y arrojarse
sobre ellas.
El canal
era poco profundo, sólo un barranco angosto entre los árboles y el campo. Pero
sería difícil encontrar otro lugar más conveniente donde enterrarlo. El campo
estaba recién arado y la tierra levantada parecía relativamente blanda. Theo
y Miriam se agacharon y dejaron que el cuerpo rodara sobre la leve hondonada.
Theo deseó haberlo hecho con un poco más de reverencia, y no como si estuvieran
arrojando un animal despreciado. Luke había quedado boca abajo. Sentía que no
era eso lo que Julian
quería, entonces saltó dentro del canal y trató de dar
vuelta el cuerpo. La tarea era más difícil de lo que se hubiese imaginado;
habría sido mejor ni intentarlo. Finalmente Miriam tuvo que ayudarlo y juntos
se esforzaron, entre la tierra y las hojas, para lograr que lo que quedaba de
la cara golpeada y embarrada de Luke mirara en dirección al cielo.
–Primero
podemos cubrirlo con hojas y luego con tierra –dijo Miriam.
Rolf seguía sin hacer
ningún movimiento para ayudarlos, pero los demás fueron hasta el bosque y
volvieron con las manos llenas de hojas secas y deshechas, las marrones
iluminadas por el color bronce de las hojas de haya recién caídas. Antes de
comenzar el entierro Julian
enrolló la estola de Luke y la tiró dentro
de la tumba. Por un segundo Theo estuvo tentado de protestar. Tenían tan pocas
cosas: sus ropas, una pequeña linterna, la pistola con la bala. La estola podría
haber sido útil. ¿Pero para qué? ¿Por qué negarle a Luke lo que era
suyo? Los tres cubrieron el cuerpo con hojas y luego comenzaron a echarle
tierra con las manos encima de la tumba. Theo pensaba que habría sido más rápido
y más fácil empujar con el pie todos los pedazos de tierra encima del cuerpo y
pisotearlos, pero sentía que no podía actuar con una eficiencia tan brutal en
presencia de Julian.
Durante
el entierro Julian estuvo en silencio pero absolutamente tranquila. De pronto dijo:
–Debería
descansar en tierra consagrada. –Por primera vez sonó angustiada, insegura y
melancólica, como una niña preocupada.
Theo
sintió un arrebato de irritación. Estuvo a punto de preguntarle qué era lo que
esperaba que hicieran. ¿Que
esperaran hasta que se hiciera de noche, desenterraran el cuerpo, lo
arrastraran hasta el cementerio más cercano y abrieran una de las tumbas?
Fue
Miriam quien respondió. Miró a Julian y le dijo dulcemente:
–Cualquier
lugar donde descansa un buen hombre es tierra santificada.
Julian se volvió
hacia Theo.
–A Luke le
gustaría que le rezáramos el responso. El libro de oraciones está en su
bolsillo. Por favor hazlo tú.
Julian sacudió el
saco manchado de sangre y sacó el pequeño libro de oraciones negro de uno de
los bolsillos interiores, luego se lo dio a Theo. Tardó muy poco en encontrar
dónde estaba. Sabía que la oración no era larga, pero aun así decidió acortarla.
No podía negarse, pero no era una tarea que le gustara. Empezó a decir las
palabras, Julian estaba a su izquierda y Miriam a su derecha. Rolf estaba
a los pies de la tumba, mirando hacia adelante, con las piernas abiertas a cada
uno de los lados y los brazos cruzados. Su cara desfigurada estaba tan blanca,
y el cuerpo tan rígido, que al mirarlo Theo casi temía que se derrumbara sobre
la tierra blanda. Pero sintió un respeto mayor hacia él. Era imposible
imaginarse la inmensidad de su desilusión y la amargura por la traición. Pero
al menos todavía estaba en pie. Se preguntaba si él hubiera sido capaz de tener
ese control. Mantenía la vista en el libro de oraciones pero era consciente de
que los ojos obscuros de Rolf lo miraban fijamente desde los pies de la
tumba.
Al
principio su voz les sonó extraña a sus propios oídos, pero cuando llegó al
salmo las palabras ya se habían instalado y hablaba con calma y confianza, como
si las supiera de memoria.
–”Señor, tú has sido refugio, de generación en
generación. Antes que naciesen los montes, y formases la tierra y el mundo; y
desde el siglo y hasta el siglo, tú eres Dios. Vuelves al hombre hasta ser
quebrantado, y dices: Convertíos, hijos de los hombres. Porque mil años delante
de tus ojos son como el día de ayer, que pasó; y como una de las vigilias de la
noche.”
Llegó a
las palabras del entierro. Mientras decía la oración “En esperanza segura y cierta de la resurrección a la vida eterna por
nuestro Señor Jesucristo, entregamos su cuerpo a la tierra; tierra a tierra,
ceniza a ceniza, polvo a polvo”, Julian se
agachó y arrojó un manojo de tierra sobre la tumba. Después de dudar por un
segundo, Miriam hizo lo mismo. Era difícil para Julian agacharse, con
su cuerpo hinchado y desgarbado, y Miriam le ofreció su mano. Sin buscarlo ni
desearlo Theo tuvo la imagen de un animal que defecaba. Sintiéndose
despreciable, la hizo a un lado. Cuando dijo la bendición, la voz de Julian se
unió a la suya. Luego cerró el libro de oraciones. Rolf todavía no se
había movido ni había dicho nada. De pronto, con un movimiento violento, se
volvió sobre sus talones y dijo:
–Esta
noche tenemos que conseguir otro coche. Ahora voy a dormir. Ustedes deberían
hacer lo mismo.
Pero
primero se dirigieron hacia el seto de zarzamoras y se llenaron la boca de
frutas; las manos y la boca les quedaron manchadas de un color púrpura. Los
arbustos estaban sin cosechar, cargados de frutas maduras, pequeñas granadas
redondas de dulzura. Theo se maravilló de que Rolf pudiera
resistirse. ¿O era que esa mañana
temprano ya había comido su ración? Las frutas, que se rompían contra la
lengua, les devolvían la esperanza y la fuerza en forma de gotas de un jugo
increíblemente delicioso.
Luego,
una vez que habían saciado parcialmente el hambre y la sed, retornaron a la
arboleda, al mismo tronco caído que al menos parecía ofrecer la tranquilidad
psicológica de un escondite. Las dos mujeres se acostaron bien juntas,
cubiertas con el saco endurecido de Luke. Theo se extendió a los pies de ellas. Rolf ya
había encontrado su lecho del otro lado del tronco. La tierra estaba blanda
por la capa de hojas caídas durante décadas, pero incluso si hubiese estado
dura como el acero Theo habría dormido igual.
29
Era la mañana
temprano cuando se despertó. Julian estaba a su lado.
–Rolf se
ha ido –dijo.
Instantáneamente
se despertó:
–¿Estás segura?
–Sí,
estoy segura.
Le creía,
sin embargo aun en ese momento tenía que decir las inútiles palabras de
esperanza:
–Puede
haber ido a caminar, tal vez necesitaba estar solo y pensar.
–Ya pensó,
y se ha ido.
Todavía
tratando obstinadamente de convencerla a ella, si no a él mismo, dijo:
–Está
enojado y confundido. Ya no quiere estar contigo cuando el bebé nazca, pero no
puedo creer que vaya a traicionarte.
–¿Por qué no? Yo lo traicioné a él. Es mejor que
despertemos a Miriam.
Pero no
fue necesario. La voz de ellos había llegado hasta Miriam, que se estaba
despertando. Se sentó abruptamente y miró hacia donde debía estar Rolf. Haciendo
un esfuerzo por incorporarse, dijo:
–Así que
se fue. Debíamos haberlo supuesto. De todas maneras, no podríamos haberlo
evitado.
–Yo podría
haberlo hecho –dijo Theo–. Tengo el arma.
Fue
Miriam quien contestó la pregunta que estaba en los ojos de Julian.
–Tenemos
una pistola. No te preocupes, podría llegar a sernos útil. –Se volvió hacia
Theo. – Tal vez hubiésemos podido retenerlo, pero, ¿por cuánto tiempo? ¿Y cómo?
¿Con uno de nosotros apuntándole a
la cabeza toda la noche y todo el día, turnándonos para dormir y para vigilarlo?
–¿Crees que ha ido a ver al Consejo? –Al Consejo
no, al Custodio. Ha cambiado su objeto de lealtad. Siempre ha estado fascinado
por el poder. Ahora se ha unido a la fuente del poder. Pero no creo que llame
por teléfono a Londres. Esta noticia es demasiado importante como para que se
filtre. Querrá dársela personalmente al Custodio, y en privado. Esto nos da
unas pocas horas, tal vez un poco más –digamos cinco, si tenemos suerte–.
Depende de cuándo se haya ido y hasta dónde haya llegado.
Theo pensó,
cinco horas o cincuenta, ¿cuál es
la diferencia? El peso de la desesperación recaía sobre su cabeza y sus
extremidades y lo dejaba físicamente débil, tanto que se sintió casi dominado
por un instinto de hundirse en la tierra. Hubo un segundo –apenas un poco más–
en el que incluso su pensamiento estuvo insensible, pero pasó. Su capacidad de
razonar se restableció y con el pensamiento renació su esperanza. ¿Qué haría si fuera Rolf? ¿Iría hasta la carretera, llamaría al primer coche, buscaría el teléfono
más cercano? ¿Pero era tan simple?
Rolf era un hombre perseguido, sin dinero, ni transporte ni comida. Miriam
tenía razón. El secreto que llevaba era de tanta importancia que tendría que
guardarlo hasta que se lo pudiera decir al único hombre para el cual significaría
más, el que pagaría el mejor precio por él: Xan.
Rolf tenía que llegar
hasta Xan, y debía llegar a salvo. No podía arriesgarse a que lo capturaran, ni
a ser alcanzado por una bala ocasional de algún miembro de la Policía de
Seguridad del Estado preparado para disparar. Incluso que lo arrestaran los
Granaderos sería desastroso, estaría en una celda a merced de ellos, que se
reirían y lo despreciarían cada vez que pidiera ver al Custodio de Inglaterra.
No, trataría de llegar a Londres viajando de noche, como ellos, y comiendo lo
que encontrara en el camino. Una vez en la capital se presentaría ante la
Cancillería y pediría ver al Custodio, con la seguridad de que había llegado al
lugar donde eso sería tomado en serio, donde el poder era absoluto y sería
puesto en práctica. Y si la persuasión fallaba y le negaban el acceso, él
tendría una carta final para jugar: “Tengo que verlo. Dígale de mi parte que la mujer está embarazada”. Xan lo vería entonces.
Pero una
vez que les hubiesen dado la noticia y que la hubieran creído, vendrían
inmediatamente. Incluso si pensaran que Rolf estaba loco, o
que mentía, igual vendrían. Incluso si pensaran que éste era el último embarazo
ilusorio, y que los signos, los síntomas y el vientre hinchado resultarían ser
una farsa, también vendrían. Era demasiado importante como para arriesgarse a
cometer un error. Vendrían en helicópteros, con doctores y parteras, y una vez
que se hubiese confirmado la verdad, con cámaras de televisión. Con mucho
cuidado trasladarían a
Julian a la cama de un hospital público, para tener
toda la tecnología médica para partos que estaba en desuso desde hacía
veinticinco años. Xan en persona dirigiría todo y anunciaría la noticia a un
mundo incrédulo. No habría ningún simple pastor en esta cuna.
–Calculo
que estamos a unas quince millas al suroeste de Leominster–dijo–. El plan
original sigue vigente. Tenemos que encontrar un refugio, una cabaña o una
casa que esté bien escondida dentro del bosque. Obviamente Gales está
descartado. Podríamos ir hacia el noreste, hasta el Bosque de Dean.
Necesitamos algún medio de transporte, agua y comida. Ni bien obscurezca iré
hasta el pueblo más cercano y robaré un coche. Estamos más o menos a diez
millas de uno. Vi las luces a la distancia justo antes que los Omegas nos
agarraran.
Estaba
casi seguro de que Miriam le preguntaría cómo lo haría. Por el contrario, ella
dijo:
–Vale la
pena intentarlo. No te arriesgues más de lo necesario.
–Por
favor, Theo, no lleves la pistola –dijo Julian.
Él la miró,
tratando de tragarse la furia.
–Llevaré
todo lo que sea necesario y haré todo lo que sea necesario. ¿Cuánto más podrás aguantar sin agua?
No
podemos subsistir con las zarzamoras. Necesitamos comida, algo para tomar,
frazadas y las cosas para el parto. Necesitamos un coche. Si podemos encontrar
un escondite antes que Rolf llegue al Consejo todavía tenemos una
esperanza. O tal vez has cambiado de idea Tal vez quieras seguir su ejemplo y
darte por vencida.
Ella negó
con la cabeza pero no dijo nada. Él vio que tenía los ojos llenos de lágrimas.
Quería abrazarla. En vez de eso, se quedó lejos de ella y metió la mano en el
bolsillo interior para sentir el peso frío del arma.
30
Partió en
cuanto obscureció; iba impaciente, lamentando cada momento perdido. La
seguridad de todos dependía de la velocidad con la que pudiera apoderarse de
un coche. Julian y Miriam fueron hasta el final del bosque y se quedaron mirando
hasta que desapareció de la vista. La última vez que se dio vuelta para
mirarlas tuvo que vencer la certeza momentánea de que quizás no las volviera a
ver nunca más en su vida. Recordaba que había visto las luces de un pueblo o de
una ciudad pequeña al oeste de la carretera. El camino más directo era a campo
traviesa, pero les había dejado la linterna a las mujeres, y caminar por el
campo sin luz y sin conocer el lugar podía terminar en una catástrofe. Empezó a
correr y luego, un poco caminando y otro poco corriendo, siguió por la ruta
que habían tomado antes. En media hora llegó a un cruce y después de pensarlo
un minuto, tomó hacia la izquierda.
Tardó
otra hora de ágil caminata para llegar hasta las afueras de la ciudad. La
carretera no estaba iluminada; a uno de los lados había plantas altas dispersas
y del otro lado una hilera de árboles. Él caminaba por este último, y cuando
escuchó que un coche se acercaba se resguardó a la sombra de los árboles, en
parte por un instinto de mantenerse oculto, y en parte porque tenía el temor,
no tan irracional, de que un hombre solo caminando rápido en medio de la
obscuridad llamara la atención. Pero ahora el seto y los árboles iban
desapareciendo para dar lugar a algunas casas aisladas que estaban alejadas de
la carretera y rodeadas por enormes jardines. Seguramente tendrían un coche en
el garaje, probablemente más de uno. Pero las casas y los garajes debían estar
protegidos. Era difícil que esta prosperidad ostentosa cediera ante un ladrón
casual y sin experiencia. Él buscaba víctimas más fáciles de intimidar.
Y ahora
había llegado a la ciudad. Empezó a caminar más lentamente. Sentía que el ritmo
de su corazón se aceleraba y que marcaba un fuerte compás contra sus costillas.
No quería meterse en medio del centro. Era importante encontrar lo que
necesitaba lo más pronto posible y huir. Y entonces, en una callecita hacia la
derecha, vio una fila de casas apareadas con salpicado de canto rodado. Las
dos casas de ambos lados eran idénticas, con una bow window junto
a la puerta y un garaje al fondo. Fue a inspeccionar las dos primeras casi en
puntas de pie. La casa de la derecha estaba vacía, con las ventanas clausuradas
y un cartel de “se vende” colgado con un alambre en el portón de
entrada. El pasto estaba largo y crecía por todos lados, el cantero redondo del
medio tenía un montón de rosales crecidos, con los tallos espinosos
enroscados y las últimas flores desarmadas que se iban muriendo.
La casa
de la izquierda estaba ocupada y se veía muy diferente. Detrás de las cortinas
de la habitación del frente se veía una luz encendida, el césped del jardín
estaba prolijamente cortado y el sendero estaba bordeado por un macizo de
crisantemos y dalias. Habían colocado un nuevo cerco en el límite con la otra
casa, tal vez para ocultar la desolación que de allí venía, o para que la
maleza no invadiera. Era ideal para lo que él necesitaba. Sin vecinos, no habría
nadie que viera u oyera nada; y como era de fácil acceso a la carretera podría
huir con bastante facilidad. ¿Pero
habría un coche en el garaje? Se acercó a la cerca y miró con atención el
sendero de grava; alcanzó a distinguir huellas de las gomas de un coche y una
pequeña mancha de aceite. La mancha de aceite era preocupante, pero la casita
estaba tan bien cuidada y el jardín era tan prolijo, que no podía creer que el
coche, por más que fuera pequeño y viejo, no estuviera en condiciones. ¿Pero si no era así? Entonces tendría que
empezar otra vez, y un segundo intento sería el doble de peligroso.
Mientras
estudiaba las posibilidades se detuvo junto al portón y miró hacia ambos lados
para cerciorarse de que no lo vieran merodeando. Podía evitar que los dueños de
casa pidieran auxilio: sólo tenía que maniatarlos y desconectar el teléfono. ¿Pero qué sucedería si tampoco pudiera
encontrar un coche en la próxima casa, ni en la siguiente? La perspectiva de
maniatar a una sucesión de víctimas era tan cómica como peligrosa. En el mejor
de los casos, tendría sólo dos oportunidades. Si no tenía suerte aquí el mejor
plan sería parar un coche en la carretera y obligar al conductor y a los demás
pasajeros a bajarse. De esa forma al menos podría estar seguro de que el vehículo
estaba en buenas condiciones.
Miró a
los alrededores por última vez, abrió silenciosamente el portón y caminó rápido,
casi en puntas de pie, hasta la puerta de calle. Suspiró aliviado. Al costado
de la bow window
había un espacio por el cual podía observar
claramente lo que sucedía en la habitación.
No había
chimenea y todo el espacio estaba dominado por un enorme aparato de televisión.
Frente a él había dos sillones en los que alcanzó a ver las cabezas canosas de
una pareja de viejitos, que tal vez fueran marido y mujer. Había pocos muebles,
una mesa y dos sillas frente a una ventana lateral, y una pequeña cómoda de
roble. No veía ningún cuadro, ningún libro, ni adornos, ni flores; pero en una
de las paredes había una enorme foto color de una niña, y debajo había una
silla de bebé con un osito que tenía puesta una inmensa corbata a lunares.
Aun a
través del vidrio alcanzaba a oír claramente la televisión. Los ancianos debían
ser sordos. Reconoció el programa: se trataba de “Neighbours”, una
serie australiana barata, de fines de los '80 y principios de los '90, que
empezaba con una canción de una banalidad incomparable. Aparentemente el
programa había tenido mucho éxito cuando apareció por primera vez, en los
viejos televisores, y ahora, que lo habían adaptado para los aparatos
modernos de alta definición, había surgido un revival y era
casi un objeto de culto. Las razones eran obvias. Las historias sucedían en un
suburbio remoto y soleado, y provocaban nostalgia por un falso mundo de
inocencia y esperanza. Pero, sobre todo, se trataba de la vida de los jóvenes.
Las imágenes insustanciales pero resplandecientes de las caras jóvenes, los
cuerpos jóvenes y el sonido de las voces jóvenes creaban la ilusión de que en
algún lugar, bajo un cielo de las antípodas, este mundo confortable y fresco
todavía existía y podía ser visitado cuando uno quisiera. Con el mismo espíritu
y por la misma necesidad la gente compraba videos de partos, o canciones de
cuna o viejos programas de televisión para los chicos: “The Flower–Pot
Men” y “Blue Peter”.
Tocó el
timbre y se quedó esperando. Calculó que a la noche vendrían a atender los dos
juntos. La madera no era sólida, y escuchó el ruido de los pasos y de las
llaves. Abrieron la puerta con la cadena puesta y a través del pequeño espacio
alcanzó a ver que eran más viejos de lo que se había imaginado. Un par de ojos
legañosos, más desconfiados que inquietos, se clavaron en los suyos. La voz
del hombre lo sorprendió por su aspereza:
–¿Qué quiere?
Theo
calculó que su voz tranquila y educada los calmaría.
–Soy del
Consejo Local –dijo–. Estamos haciendo una encuesta acerca de los hobbies e intereses de la gente. Tengo un formulario para que complete. Será
cuestión de unos minutos. Habría que hacerlo ahora.
El hombre
dudó y luego sacó la cadena. Theo le dio un rápido empujón a la puerta y se
metió adentro, con el revólver en la mano. Antes de que pudieran hablar o gritar
les dijo:
–No se
hagan problema, no corren peligro. No los voy a lastimar. Quédense quietos,
hagan lo que yo les digo y estarán a salvo.
La mujer
había empezado a temblar violentamente, y se aferraba al brazo de su marido.
Era muy frágil, de huesos pequeños, y el cardigan color gamuza
que se le caía de los hombros daba la impresión de que eran demasiado débiles
para sostener ese peso.
Theo la
miró a los ojos llenos de terror y de sorpresa, y trató de ser todo lo
persuasivo que podía para decir:
–No soy
un delincuente. Necesito ayuda. Necesito su coche, comida y algo para beber. ¿Tienen coche?
El hombre
asintió con la cabeza.
–¿Qué marca? –continuó Theo.
–Un
Citizen.
Un coche
estándar, barato para comprarlo y económico para mantenerlo. Ahora tenían diez
años, pero estaban bien hechos y eran confiables. Podría haber sido peor.
–¿Tiene el tanque cargado?
El hombre
volvió a asentir con la cabeza.
–¿Anda en la carretera? –dijo Theo.
–Sí, sí,
soy muy cuidadoso con el coche.
–Correcto.
Ahora quiero que suban las escaleras.
La orden
los aterró. ¿Qué suponían, que
planeaba asesinarlos en su propia habitación?
–No me
mate –le rogó el hombre–. Soy lo único que ella tiene. Está enferma; del corazón.
Si yo no estoy le tocará el Átropos.
–Nadie va
a lastimarlos. No habrá ningún Átropos. –Y repitió con violencia:– ¡Ninguno!
Subieron
lentamente, paso a paso; la mujer seguía aferrada a su marido.
Arriba se
dio cuenta rápidamente de que la distribución de la casa era muy simple. En la
parte delantera estaba la habitación principal y frente a ella estaban el baño
y un toilette. En la parte de atrás había dos habitaciones más pequeñas; con la
pistola los condujo hasta la más grande de las dos. Había una cama chica, le
sacó el cubrecamas y vio que estaba armada.
–Corte la
sábana en tiras –le dijo al hombre.
El hombre
las agarró con sus manos nudosas y trató infructuosamente de romper el algodón.
El ruedo de la punta le resultaba demasiado duro.
–Necesitamos
una tijera –dijo Theo, impaciente–. ¿Dónde hay una?
Fue la
mujer la que respondió:
–En la
habitación de adelante. En mi tocador.
–Por
favor, vaya a buscarla.
Salió
tambaleante y volvió en unos segundos con una tijera de cortar las uñas. Era
pequeña pero servía. Perdería unos minutos preciosos si dejaba la tarea en las
manos temblorosas del viejo.
–Apóyense
contra la pared, los dos. Uno al lado del otro –dijo con aspereza.
Le
obedecieron y quedaron enfrentados a él, con la cama de por medio, y la pistola
cerca de su mano derecha. Luego empezó a romper las sábanas. El ruido parecía
extraordinariamente fuerte. Parecía que estaba rompiendo el aire, la
estructura de la casa. Cuando terminó le dijo a la mujer:
–Venga,
acuéstese en la cama. –Ella miró de reojo al marido como si le pidiera permiso,
y él le hizo una seña afirmativa con la cabeza.
–Haz lo
que él dice, querida.
A ella le
costó un poco subir a la cama y Theo tuvo que levantarla. Su cuerpo era
extremadamente liviano, y Theo la subió con tanto ímpetu que estuvo a punto de
caerse al otro lado de la cama. Le sacó los zapatos, le ató los tobillos bien
juntos y luego le ató las manos detrás de la espalda.
–¿Está bien así? –le dijo.
Ella
afirmó con la cabeza. La cama era angosta y se preguntaba si habría lugar para
el hombre al lado de ella, pero el marido, adivinando sus pensamientos, le dijo
rápidamente:
–No nos
separe. No me haga ir a la otra habitación. No me mate.
–No voy a
matarlo –dijo Theo, impaciente–. El arma ni siquiera está cargada. –La mentira
no era riesgosa ahora. La pistola había cumplido su propósito.– Acuéstese
junto a ella –dijo secamente.
Había
lugar, pero era muy angosto. Le ató las manos al hombre detrás de la espalda,
luego los tobillos y con la última tira de algodón le ató las piernas. Estaban
los dos acostados mirando hacia la izquierda, y muy apretados. No podía creer
que estuvieran cómodos con las manos enroscadas a sus espaldas, pero no se había
animado a atarlas adelante por si el hombre trataba de liberarse con los
dientes.
–¿Dónde están las llaves del garaje y del coche?
–dijo.
–En la cómoda
de la sala de estar –murmuró el hombre–. En el cajón de arriba, a la derecha.
Los dejó
solos. Encontró las llaves con facilidad. Luego volvió a la habitación.
–Voy a
necesitar una maleta grande. ¿Tienen
una?
Fue la
mujer quien contestó:
–Debajo
de la cama.
La agarró;
era grande pero liviana, toda de cartón y con las puntas reforzadas. Se preguntó
si valía la pena llevarse los restos de la sábana rota. Estaba dudando, con la
sábana en la mano, cuando el hombre le dijo:
–Por
favor no nos amordace. Le prometo que no vamos a gritar. Por favor no nos
amordace. Mi esposa no podrá respirar.
–Tendré
que notificar a alguien que ustedes están aquí encerrados. No podré hacerlo
hasta dentro de doce horas como mínimo, pero lo haré. ¿Esperan a alguien?
El hombre
dijo, sin mirarlo:
–Mrs. Collins, la mujer que hace la limpieza, vendrá mañana a las siete y media.
Viene temprano porque trabaja en otra casa después.
–¿Ella tiene llave?
–Sí,
siempre la trae.
–¿No esperan a nadie más? ¿Algún familiar, por ejemplo?
–No
tenemos ningún familiar. Teníamos una hija pero murió.
–¿Pero está seguro de que Mrs. Collins estará aquí a las siete y media?
–Sí, es
muy cumplidora. Seguro que vendrá.
Corrió
las cortinas livianas de algodón floreado y observó la obscuridad. Lo único
que alcanzaba a ver era una porción de jardín y detrás, la sombra negra de una
colina. Podían gritar toda la noche pero era muy difícil que alguien escuchara
sus frágiles voces. De todas formas, dejaría el volumen del televisor bien
fuerte.
–No voy a
amordazarlos –dijo–. Dejaré el televisor bien alto, como para que nadie los
oiga. No gasten energía gritando. Estarán libres mañana, cuando llegue Mrs. Collins. Traten de descansar, de dormir. Lamento tener que hacer esto. Con el
tiempo recuperarán el coche.
Mientras
lo decía sentía que era una promesa ridícula y deshonesta.
–¿Necesitan algo? –Agua –dijo la mujer, tímidamente.
La palabra le hizo recordar su propia sed. Era muy raro que después de haber
deseado tomar agua durante horas se hubiera olvidado, aunque sea por un
momento. Fue al baño, agarró el jarro de los cepillos de dientes y sin molestarse
en enjuagarlo tragó agua fría hasta que no le entró más en el estómago. Luego
volvió a llenar el jarro y regresó a la habitación. Levantó la cabeza de la
mujer y le puso el jarro en la boca. Ella bebió con desesperación. El agua se
chorreó por el costado de su boca y cayó sobre el cardigan. Las venas
de la frente latían como si estuvieran por explotar y los tendones del cuello
delgado estaban tensos como cuerdas. Cuando terminó, él le secó la boca con un
pedazo de sábana. Luego volvió a llenar el jarro y le dio de tomar al marido.
Sentía una extraña reticencia a dejarlos. Dado que era una visita desagradable
y maligna, no encontraba las palabras apropiadas para despedirse. Cuando
estaba en la puerta se dio vuelta y dijo:
–Lamento
tener que hacer esto. Traten de dormir. Mrs. Collins vendrá
por la mañana.
Se
preguntaba a quién estaría tratando de tranquilizar, si a ellos o a él mismo.
Al menos, pensó, están juntos. –¿Están
cómodos, dentro de lo posible? –agregó. La idiotez de la pregunta lo sorprendió
incluso en el momento de hacerla. ¿Cómodos? ¿Cómo podrían
estar cómodos, atados como animales en una cama tan angosta que no podrían
moverse sin caerse? La mujer dijo algo que no llegó a sus oídos, pero que
aparentemente su esposo escuchó. Él levantó su cabeza tiesa y miró fijo a
Theo, que vio cómo esos ojos marchitos, le suplicaban que se apiadara, que
comprendiera.
–Quiere
ir al baño –dijo.
Theo casi
suelta una carcajada. Volvió a tener ocho años y a oír la voz impaciente de su
madre: “Deberías haberlo pensado
antes de salir”. ¿Qué esperaban que contestara? “¿Deberían haberlo pensado antes que los
maniatara?” Uno de los dos podría
haberlo pensado. Ahora era demasiado tarde. Ya había gastado demasiado tiempo
en ellos. Pensó en Julian
y en Miriam, esperando ansiosas bajo la sombra de los árboles,
aguzando los oídos cada vez que se acercaba un coche; se imaginó la desilusión
que sentirían cuando siguiera de largo. Y todavía había mucho que hacer: había
que revisar el coche y recoger las provisiones. Tardaría varios minutos en
desatar todos esos nudos apretados, y no tenía varios minutos para perder.
Tendría que dormir sobre su propia suciedad hasta la mañana siguiente, cuando
viniera Mrs.
Collins.
Pero sabía
que no podría hacerlo. Maniatada e indefensa como estaba, apestando a miedo,
sin poder moverse ni mirarlo a los ojos, era atroz someterla a otro ultraje.
Comenzó a tironear del algodón tirante. Era más difícil de lo que se había
imaginado; al final le soltó los tobillos y las manos con la ayuda de la
tijera, tratando de no prestar atención a las marcas en la muñeca. No fue fácil
sacarla de la cama: el cuerpo frágil que le había parecido liviano como una
hoja ahora estaba duro de terror. Pasó casi un minuto hasta que ella logró
empezar a caminar lentamente hacia el baño, con la mano de él en la cintura.
Con la voz áspera por la vergüenza y la impaciencia, ella dijo:
–No
cierre la puerta. Déjela entreabierta.
Él se
quedó afuera esperando, tratando de no ceder a la tentación de caminar de un
lado al otro por el rellano de la escalera; los latidos de su corazón iban
marcando los segundos que se convirtieron en minutos hasta que oyó el ruido del
agua del inodoro, y ella salió lentamente.
–Gracias
–susurró.
De vuelta
en la habitación la ayudó a subir a la cama, luego cortó otras tiras de lo que
quedaba de la sábana y la volvió a atar, pero esta vez no tan fuerte. Le dijo
al marido:
–Usted
también tendría que ir. Si le suelto las manos puede ir saltando. No tengo
tiempo para otra cosa.
Pero no
fue fácil. Con las manos libres y abrazado a Theo, el anciano no tenía la
fuerza ni el equilibrio para dar ni el más mínimo salto, y Theo casi tuvo que
arrastrarlo hasta el baño.
Finalmente
depositó al hombre en la cama. Y ahora tenía que apurarse. Ya había perdido
demasiado tiempo. Con la maleta en la mano se dirigió rápidamente a la parte
trasera de la casa. Había una pequeña cocina, muy limpia y ordenada, una
heladera inmensa y una pequeña despensa junto a la cocina. Pero los contenidos
eran decepcionantes. La heladera, a pesar de su tamaño, tenía sólo un cartón
de leche, una caja con cuatro huevos, media libra de manteca en un plato
cubierto con papel metálico, un trozo de queso cheddar y un paquete de
galletas abierto. En el freezer no encontró nada, salvo un paquete de
arvejas y un trozo de pan congelado. La despensa fue otra desilusión: tenía sólo
un poco de azúcar, café y té. Era ridículo que una casa tuviera tan pocas
provisiones. Sintió un arrebato de furia contra la pareja de ancianos, como si
su desilusión fuera culpa de ellos. Tal vez iban de compras una vez por semana
y él no había tenido suerte con el día. Se llevó todo en una bolsa de plástico.
Había cuatro jarros colgados, se llevó dos, y encontró tres platos en una
alacena que estaba sobre la pileta. Sacó de un cajón un cuchillo afilado para
pelar, uno para cortar, tres juegos de cuchillos de mesa, tenedores y cucharas,
y metió una caja de fósforos en su bolsillo. Luego subió corriendo, esta vez
hasta la habitación del frente, y cargó las sábanas, las frazadas y una
almohada. Miriam iba a necesitar toallas limpias para el parto. Fue corriendo
al baño y encontró media docena de toallas dobladas en la alacena de ventilación.
Había metido la tijera en el bolsillo porque Miriam se lo había pedido. En la
alacena del baño encontró una botella de desinfectante y lo agregó a su botín.
No podía perder más tiempo, pero tenía un problema sin solucionar: el agua. Había
un cartón de leche, pero eso apenas alcanzaba para satisfacer la sed de Julian. Buscó
algo en que llevarla. No había una botella vacía por ningún lado. Se encontró
casi a punto de maldecir a la pareja de ancianos mientras buscaba
desesperadamente algún tipo de recipiente para cargar agua. Lo único que pudo
encontrar fue un pequeño termo. Al menos podía llevarles un poco de café
caliente a Julian y a Miriam. No tenía que esperar que hirviera la pava. Era mejor si
lo preparaba con agua caliente de la canilla, por más que tuviera un gusto
raro. Con la desesperación se lo tomarían inmediatamente. Lo preparó, y luego
llenó de agua la pava y las únicas dos cacerolas con tapa ajustada que encontró.
Tendría que llevarlas de a una hasta el coche y perdería más tiempo. Finalmente
tomó agua de la canilla hasta que no pudo más, y se mojó la cara.
En la
pared que estaba junto a la puerta de entrada había una fila de ganchos para
colgar los sacos. Había una campera vieja, una bufanda larga de lana y dos impermeables
indudablemente nuevos. Dudó sólo un segundo antes de tomarlos y colgarlos de
su hombro. Julian los necesitaría si no quería recostarse sobre la tierra húmeda. Pero
eran las únicas cosas nuevas que había en la casa, y robarlas le parecía la más
despreciable de todas sus depredaciones.
Abrió la
puerta del garaje. El baúl del Citizen era pequeño pero acomodó con cuidado la
pava y una de las cacerolas entre la maleta, las sábanas y los impermeables.
En el asiento de atrás colocó la otra cacerola y la bolsa de plástico con la
comida, los jarros y los cubiertos. Se sintió aliviado cuando encendió el motor
y descubrió que arrancaba perfectamente. Era obvio que el coche estaba muy
cuidado. Pero vio que el combustible no llegaba ni a la mitad del tanque y que
no había ningún mapa en la guantera. Tal vez los ancianos usaban el coche sólo
para viajes cortos y para ir de compras. Mientras sacaba el coche del garaje y
cerraba la puerta detrás de sí, recordó que se había olvidado de subir el
volumen del televisor. Se dijo que esa precaución carecía de importancia. Con
la casa de al lado deshabitada y el inmenso jardín al fondo, era muy poco
probable que alguien pudiera escuchar los débiles gritos de la pareja.
Mientras
manejaba iba pensando en los próximos movimientos. ¿Era mejor seguir o doblar? Xan sabría, a través de Rolf, que
habían planeado cruzar hasta Gales y encontrar algún bosque. Supondría que iban
a cambiar el plan, que tal vez se dirigirían hacia el oeste. Por más que Xan
enviara a un grupo grande de la PSE o de Granaderos, tardarían en encontrarlos.
Pero no haría algo así. Esta cacería era única. Si Rolf lograba llegar
hasta él sin revelar la noticia hasta el último momento, entonces Xan también
lo mantendría en secreto hasta que verificara su verdad. No se arriesgaría a
que Julian cayera en manos de algún Granadero o de algún PSE ambicioso o
inescrupuloso. Y Xan no podía saber con cuánto tiempo contaba si quería estar
presente en el parto. Rolf
no podía decirle lo que no sabía. ¿Hasta dónde confiaba en los otros miembros del Consejo? No, Xan
vendría personalmente, tal vez con un grupo pequeño y muy selecto. Finalmente
lo lograrían; eso era inevitable. Pero les llevaría tiempo. La importancia
misma de la tarea, lo delicada que era, la necesidad de mantener el secreto y
la cantidad de personas que podían salir en su búsqueda eran cosas que conspiraban
en contra de la rapidez.
¿Entonces, hacia qué lugar dirigirse? Por un momento se preguntó si
no sería una buena táctica volver a Oxford y esconderse en Wytham Wood, pasando
la ciudad, que era seguramente el último lugar en el que a Xan se le ocurriría
buscar. ¿Sería un viaje muy
peligroso? Pero cualquier carretera era peligrosa y lo sería el doble a las
7:30, cuando descubrieran a los ancianos y éstos contaran su historia. ¿Por qué parecía más arriesgado volver para atrás
que seguir adelante? Tal vez porque Xan estaba en Londres. Y sin embargo,
Londres era el escondite apropiado para cualquier fugitivo. A pesar de su
población reducida, la ciudad era todavía una colección de pueblitos, de pasadizos
secretos y de vastas cuadras de torres semihabitadas. Pero estaba llena de ojos
y no había nadie a quien pudiera recurrir, ninguna casa a la que pudiera
entrar. Su instinto le decía –y suponía que el de Julian le diría lo
mismo– que lo mejor era mantenerse lo más alejados posible de Londres, y
continuar con el plan inicial de esconderse en algún lugar remoto. Parecía que
con cada milla que se alejaban de Londres se acercaban a algo seguro.
Mientras
avanzaba muy atento por la carretera, agradeciendo que estuviese desierta, se
abandonó a pensar en algo que, trataba de convencerse, era posible y fácil de
encontrar. Se imaginaba una cabaña de olor dulce y paredes resinosas en las
que todavía permanecía la calidez del sol del verano, enraizada en medio del
bosque con tanta naturalidad como un árbol y resguardada por el techo que
formaban las ramas cargadas de hojas. El lugar tenía la decadencia del abandono
pero también sábanas, fósforos y latas de comida como para los tres. Y un
manantial de agua fresca, y madera para hacer fuego cuando el otoño se
convirtiera en primavera. Podrían vivir allí unos meses si era necesario,
incluso tal vez unos años. Era la visión idílica de la que se había reído con
desprecio cuando estaba junto al coche en Swinbrook, pero ahora, aunque
supiera que era un sueño, le resultaba un consuelo.
Nacerían
otros chicos en otras partes del mundo; trató de compartir la fe de Julian. Este
niño ya no sería el único, ya no correría ningún peligro. Xan y el Consejo ya
no tendrían que arrebatárselo a su madre aunque fuera el primero de la Nueva Era.
Pero todo eso era parte del futuro y se podría enfrentar y manejar cuando
llegara el momento. Los tres podrían vivir seguros las próximas semanas hasta
que el niño naciera. No podía ver más allá de eso y se dijo que tampoco había
necesidad.
31
Durante
las últimas dos horas su mente y toda su energía física habían estado tan
concentradas en la tarea que tenía entre manos, que no se le había ocurrido
pensar que podría tener dificultades para encontrar el bosque. Dobló hacia la
derecha y trató de recordar cuánto había viajado antes de doblar en dirección a
la ciudad. Pero en su recuerdo la caminata se había convertido en una turbulencia
de miedo, ansiedad y resolución, en una sed agonizante, una respiración
jadeante y un dolor en el costado, y no tenía ningún registro claro de
distancia o de tiempo. A la izquierda apareció un pequeño grupo de árboles y
lo reconoció inmediatamente, lo cual le levantó el ánimo. Pero en ese mismo
instante los árboles se terminaron y aparecieron un cerco bajo y un muro de
piedra. Manejaba despacio, con los ojos fijos en la carretera. Luego vio lo
que temía y a la vez deseaba ver: la sangre de Luke desparramada
sobre el asfalto, ya no roja sino una ostentosa mancha negra iluminada por las
luces del coche; y a la izquierda las piedras deshechas del muro.
Se
angustió al ver que no salieron de entre los árboles para recibirlo; por un
momento pensó que tal vez no estuvieran allí, que se las habían llevado. Dejó
el Citizen cerca del muro, saltó al otro lado y se internó en el bosque. Al
escuchar sus pasos, ellas se adelantaron y oyó que Miriam murmuraba:
–Gracias
a Dios, estábamos empezando a preocuparnos. ¿Tienes un coche?
–Un
Citizen. Es todo lo que pude conseguir. No había demasiadas cosas en la casa.
Aquí tengo un termo de café caliente.
Miriam
casi se lo arrebató de las manos. Le sacó la tapa y sirvió el café con cuidado,
cuidando hasta la última gota; luego se lo dio a Julian. Con una voz
deliberadamente calma dijo:
–Las
cosas han cambiado, Theo. No tenemos mucho tiempo. El bebé ya ha comenzado a
anunciarse.
–¿Cuánto falta? –dijo Theo.
–No se
puede saber con una primeriza. Tal vez sólo unas horas. Podrían ser
veinticuatro. Julian
está en la primera etapa pero tenemos que encontrar un
lugar rápido.
Y
entonces, de pronto, una oleada liberadora de seguridad y de esperanza arrasó
con toda su indecisión anterior. Un nombre vino a su mente, tan claro como si
se lo hubiese dictado una voz que no fuera la suya. Wychwood Forest.
Recordó
la imagen de una caminata solitaria de verano, un sendero umbroso junto a un
muro de piedras destruido que llegaba hasta el medio del bosque y luego se abría
en un claro cubierto de musgo, un lago y, avanzando más y hacia la derecha,
una cabaña de madera. Wychwood no habría sido su primera opción ni tampoco era
la ideal: era demasiado chico, muy fácil de encontrar, y estaba a menos de
veinte millas de Oxford. Pero ahora esa cercanía era una ventaja. Xan supondría
que iban a avanzar. En vez de eso, volvían a un lugar que él recordaba, un
lugar que él conocía, un lugar donde seguramente encontrarían un refugio.
–Métanse
dentro del coche –dijo–. Vamos a retroceder. Iremos a Wychwood Forest. Comeremos en el
camino.
No había
tiempo para discutir, ni para evaluar diferentes alternativas. Las mujeres ya
tenían de qué preocuparse. Era él quien tenía que decidir cuándo salir y cómo
llegar hasta allá.
En
realidad no temía ser atacado otra vez por los Camuflados. Ese horror aparecía
ahora como la confirmación de esa idea un tanto supersticiosa que había tenido
al principio del viaje: que iban destinados a una tragedia tan ineludible en
cuanto a su concreción, como impredecible en cuanto a su naturaleza y al
momento en que ocurriera. Ahora el momento había llegado, lo peor había
ocurrido, ya había pasado. Ahora podía quedarse tranquilo y pensar que el
desastre esperado había quedado atrás y había sobrevivientes, del mismo modo
que un pasajero de avión aterrado por el despegue respira en paz cuando el avión
planea. Pero sabía que ni Julian ni Miriam podrían exorcizar tan fácilmente
su terror hacia los Camuflados. El miedo de ellas dominaba el pequeño coche.
Durante las primeras diez millas iban rígidas detrás de él, con los ojos fijos
en la carretera, como si en cada curva, en cada pequeño obstáculo esperaran
volver a escuchar los alaridos salvajes de triunfo, o ver las antorchas y los
ojos relucientes.
Había
otros peligros también, y el miedo avasallante de siempre. No tenían ninguna
forma de saber a qué hora se había ido Rolf. Si había
llegado hasta Xan, la búsqueda ya debía estar en marcha: habrían levantado las
vallas y cargado combustible a los helicópteros para que estuvieran listos no
bien saliera el primer rayo de sol. Los caminos secundarios que zigzagueaban
entre los setos salvajes y dispersos y los muros de piedra seca parecían ser
los sitios más seguros, aunque sonara un tanto irracional. Como toda criatura
perseguida, el instinto de Theo lo llevaba a no seguir un camino derecho, a
permanecer escondido, a buscar la obscuridad. Pero los caminos presentaban
sus propios peligros. Cuatro veces, por miedo a pinchar otra goma, tuvo que
frenar abruptamente ante una franja de asfalto con pozos y dar marcha atrás.
Una vez, alrededor de las dos de la mañana, esa maniobra casi llegó a ser
desastrosa. Las ruedas traseras se metieron dentro de una zanja y él y Miriam
estuvieron más de media hora intentando volver el Citizen a la carretera.
Maldijo
la falta de mapas, pero a medida que las horas fueron transcurriendo las nubes
se disiparon y comenzaron a verse las estrellas con más claridad; alcanzó a
ver la mancha de la Vía Láctea y a orientarse por la Osa Mayor y la Estrella
Polar. Pero ese saber antiguo no era más que una forma imperfecta de calcular
su ruta, y el peligro de perderse era permanente. De vez en cuando un cartel,
erguido como un cadalso del siglo dieciocho, surgía de la obscuridad y él
avanzaba por la carretera destruida hacia allí casi esperando oír el ruido de
las cadenas y ver un cuerpo que se retorcía con el cuello estirado, mientras la
luz precisa de la linterna buscaba, como un ojo indagador, los nombres
semiolvidados de pueblos desconocidos. La noche se había puesto más fría, el
invierno comenzaba a anunciarse; el aire, que ya no olía a césped ni a tierra
calentada por el sol, tenía un olor fuerte, levemente antiséptico, como si
estuvieran cerca del mar. Cada vez que apagaban el motor el silencio era
absoluto. Parado debajo de un cartel con nombres que bien podrían pertenecer a
una lengua extranjera, se sintió desorientado y alienado, como si el campo
obscuro y desolado, la tierra que pisaba y ese aire extraño e inodoro hubieran
dejado de ser su hábitat natural y ya no hubiera hogar ni seguridad en ningún
lugar bajo el cielo para esta especie en extinción.
No bien
empezó el viaje, el trabajo de parto de Julian se demoró o se
detuvo. Eso calmó la ansiedad de Theo: ya no era desastroso demorarse y podía
preocuparse más por la seguridad que por la velocidad. Pero él sabía que la
demora desalentaba a las mujeres. Calculó que ahora ellas tenían tan pocas
esperanzas como él de que pudieran pasar semanas antes de que Xan los atrapara,
o incluso de que pudieran pasar días. Si estos anuncios eran una falsa alarma
y el parto se demoraba, podían caer en manos de Xan antes que el bebé naciera.
De vez en cuando Miriam se inclinaba hacia adelante y le pedía que parara al
costado de la carretera para que ella y Julian pudieran hacer
ejercicio. El también salía del coche y se quedaba apoyado mirando las dos
figuras obscuras que caminaban de un lado al otro; las escuchaba hablar en voz
baja y sabía que la distancia entre ellos era mayor que la de esas pocas yardas
de carretera, sabía que ellas compartían una intensa preocupación de la cual él
estaba excluido. Ellas casi ni se interesaban ni se preocupaban por la ruta o
los contratiempos del viaje. El silencio de ambas parecía implicar que todo
eso era asunto de él.
Pero a la
mañana temprano Miriam le dijo que las contracciones de Julian habían
empezado de nuevo y eran fuertes. No podía ocultar el triunfo en su voz. Antes
del alba él ya sabía exactamente dónde estaban. El último cartel decía Chipping Norton. Era hora de salir de los caminos zigzagueantes y
arriesgarse a hacer las últimas millas por la carretera.
Al menos
ahora el terreno estaba mejor. No tenía que manejar todo el tiempo con el temor
de volver a pinchar una goma. No los pasó ningún coche y después de las
primeras dos millas sus manos tensas empezaron a conducir más relajadamente.
Iba con cuidado pero rápido, ansioso por llegar al bosque cuanto antes. La
aguja del combustible estaba peligrosamente baja y no había forma de cargar sin
correr riesgos. Lo sorprendió lo poco que habían avanzado desde que empezó el
viaje en Swinbrook. Le parecía que hacía semanas que estaban en la carretera,
como viajeros inquietos, sin provisiones y sin suerte. Sabía que no había nada
que pudiera hacer para evitar que los atraparan en este último viaje. Si se
encontraban con una valla de la PSE no tendrían ninguna esperanza de discutir o
de engañarlos para escaparse; los PSE no son Omegas. Lo único
que podía hacer era seguir conduciendo y mantener la esperanza.
De vez en
cuando le parecía oír los jadeos de Julian y el suave murmullo tranquilizador de
Miriam, pero hablaban muy poco. Después de un cuarto de hora escuchó que
Miriam se movía en la parte de atrás y luego oyó el rítmico sonido de un
tenedor contra la porcelana. Ella le alcanzó un jarro.
–Estuve
guardando la comida hasta ahora. Julian necesita estar fuerte para el parto.
Batí los huevos con leche y les agregué azúcar. Ésta es tu ración, la mía es
igual. El resto es para Julian.
Era muy
poco lo que había en su jarro, y normalmente esa dulzura espumosa le habría
dado asco. Ahora la tragó con avidez, y se quedó con ganas de tomar más. Inmediatamente
se sintió más fuerte. Pasó el jarro para atrás y recibió una galleta untada con
manteca con un pedazo de queso encima. Nunca el queso le había resultado tan sabroso.
–Dos para
nosotros, cuatro para Julian
–dijo Miriam.
–Tenemos
que compartir equitativamente –protestó Julian, pero la última
palabra se perdió en un suspiro de dolor.
–¿Estás guardando algo de reserva? –preguntó
Theo.
–¿De menos de la mitad de un paquete de galletas
y de media libra de queso? Necesitamos estar fuertes en este preciso momento.
El queso
y las galletas les habían dado sed, así que para terminar tomaron agua de la
cacerola más pequeña.
Miriam le
alcanzó la bolsa de plástico con los dos jarros y los cubiertos y él los puso
en el suelo. Luego, como si temiera que sus palabras hubieran sonado como una
reprimenda, agregó:
–Tuviste
mala suerte, Theo. Pero conseguiste un coche, lo cual no es fácil. Sin eso no
habríamos tenido ninguna oportunidad.
Él deseó
que ella le estuviera diciendo: “Dependíamos
de ti y no nos defraudaste”; y
sonrió con tristeza al darse cuenta de que él, que siempre se había preocupado
tan poco por la aprobación de los demás, necesitaba que ella lo halagara y lo
aceptara.
Y
finalmente llegaron a las afueras de Charlbury. Aminoró la velocidad para
localizar la vieja estación Finstock y la curva del camino. El sendero que
conducía al bosque estaba después de la curva, a la derecha. Acostumbraba pasar
por allí siempre que venía de Oxford, e incluso entonces le resultaba difícil
encontrarlo. Dio un fuerte suspiro cuando pasó junto a las casas de la estación,
tomó la curva y vio a su derecha la fila de Cabañas de piedra que marcaban la
cercanía del sendero. Las Cabañas estaban vacías, clausuradas, casi
abandonadas. Se preguntó por un momento si alguna serviría de refugio, pero
eran demasiado obvias, estaban demasiado cerca de la carretera. Sabía que Julian quería
estar en medio del bosque.
Avanzó
con cuidado por el sendero, entre campos descuidados, hacia los árboles
distantes. Pronto sería de día. Miró el reloj y pensó que pronto Mrs. Collins llegaría para liberar a los ancianos. Tal vez incluso en ese momento
estuvieran disfrutando de una taza de té, contando su sufrimiento y esperando
que llegara la policía. Puso otro cambio para pasar por una parte difícil del
sendero, y le pareció escuchar que Julian hacía una fuerte inspiración y emitía
un sonido que era algo entre un gruñido y una queja.
Y ahora
el bosque los recibía con sus brazos obscuros y fuertes. El sendero se hizo más
angosto y los árboles estaban más juntos. Hacia la derecha había un muro de
piedra a medio demoler, y las piedras estaban desparramadas por el camino.
Puso primera y trató de mantener firme el coche. Después de que hubiesen hecho
más o menos una milla Miriam se inclinó hacia adelante y le dijo: –Nosotras
avanzaremos un poco caminando. Va a ser más fácil para Julian.
Las dos
mujeres salieron del coche y fueron caminando con cuidado entre las piedras y
los baches del camino; Julian
se apoyaba en Miriam. Las luces del coche iluminaron a
un conejo que, sorprendido, se quedó petrificado un momento y luego se fue, su
cola blanca zigzagueaba delante de ellos. De pronto hubo una conmoción inmensa
y de entre los arbustos salió una sombra blanca seguida de otra, y casi chocan
contra el capó del coche. Era un ciervo con su cervato. Treparon por la
pendiente, corriendo a toda velocidad entre los arbustos, cruzaron la pared y
desaparecieron entre el ruido de sus cascos sobre las piedras.
De vez en
cuando las mujeres se detenían; Julian se doblaba hacia adelante y Miriam la
sostenía con el brazo. Después de la tercera vez Miriam le dijo a Theo que se
detuviera.
–Creo que
es mejor que ahora suba al coche. ¿Cuánto falta?
–Todavía
estamos en campo abierto. Debería haber un camino que doble hacia la derecha
por aquí. Después de eso es sólo una milla.
El coche
empezó a temblar. Lo que él recordaba como un camino que doblaba hacia la
derecha resultó ser un cruce, y por un momento no supo qué hacer. Decidió tomar
hacia la derecha, por un camino aun más angosto que descendía por la colina.
Seguramente éste era el camino para llegar al lago, y de allí a la cabaña que él
recordaba.
–Hay una
casa, ahí a la derecha –gritó Miriam.
Él giró
la cabeza y alcanzó a verla: una lejana sombra obscura que apenas se veía entre
la enorme maraña de arbustos y árboles. Era lo único que había en medio de un
amplio terreno elevado.
–No nos
sirve –dijo Miriam–. Es demasiado obvio. No hay cómo ocultarse allí. Es mejor
que sigamos.
Ahora
estaban en el corazón del bosque. El camino parecía interminable. Se volvía más
angosto con cada yarda que avanzaban; Theo alcanzaba a escuchar los arañazos y
el chirrido de las ramas contra el coche. El sol era una luz blanca y difusa en
lo alto, que apenas se alcanzaba a ver entre las ramas enmarañadas de los
espinos y los saúcos. Trataba desesperadamente de controlar el volante, con la
sensación de que se deslizaban por un túnel de sombras verdes que
inevitablemente terminaría en un seto impenetrable. Se preguntaba si su memoria
lo habría engañado, si habrían debido tomar hacia la izquierda, cuando de
pronto el camino se hizo más ancho y apareció un claro en el bosque. Delante de
ellos estaba el brillo pálido del lago.
Estacionó
el coche a sólo unas yardas de la orilla y descendió, luego ayudó a Miriam a
levantar a Julian
del asiento. Por un momento ella se colgó de él,
respirando profundamente, y luego se soltó, sonrió y fue caminando hasta el
borde del lago con la mano en el hombro de Miriam. La superficie de la laguna
–no llegaba a ser un lago– estaba tan cubierta de hojas de árboles y de plantas
acuáticas que parecía una extensión del terreno. Más allá de esta cobertura
verde y temblorosa la superficie era viscosa como la melaza, con ínfimas
burbujas que se movían suavemente y chocaban, se separaban, estallaban y morían.
A medida que la neblina de la mañana se aclaraba y revelaba las primeras luces
opacas del día, alcanzaba a ver el cielo reflejado en los claros de agua que
había entre las plantas acuáticas. Debajo de este brillo de la superficie, en
las profundidades color ocre, las plantas acuáticas, las ramitas enmarañadas y
las ramas rotas estaban cubiertas de barro, como si fueran las cuadernas de un
barco abandonado hacía mucho tiempo. Al borde de la laguna había matas de
juncos aplastadas sobre el agua, y a la distancia una pequeña fúlica negra corría
agitada de un lado al otro y un cisne solitario avanzaba majestuosamente entre
las plantas acuáticas. La laguna estaba rodeada de árboles que llegaban casi
hasta el borde del agua: robles, fresnos y sicómoros; un brillante telón de
fondo de verdes, amarillos, dorados y rojizos que, a pesar de las sombras otoñales,
parecían tener algo de la frescura y el brillo de la primavera. En la orilla de
enfrente había un árbol pequeño lleno de hojas amarillas, y como las ramas casi
no se veían por el sol de la mañana, daba la impresión de que el aire estaba
adornado con delicadas pelotitas de oro.
Julian había estado
caminando por el borde del lago. –El agua parece más limpia aquí y la
orilla es bastante firme –les gritó–. Es un buen lugar para lavarse.
Fueron
hasta donde estaba ella, se arrodillaron y se mojaron la cara y el cabello con
el agua vivificante, riéndose de placer. Theo vio que sus brazos estaban
cubiertos de un barro verdoso: no podrían tomar esa agua ni siquiera hervida.
Mientras volvían al Citizen les dijo:
–Tenemos
que decidir si nos deshacemos del coche ahora o no. Podría ser nuestro mejor
refugio pero es muy visible y ya casi no tiene combustible. Sólo podríamos
hacer un par de millas más.
Fue
Miriam quien dijo: –Dejémoslo. Él miró el reloj. Iban a ser las nueve. Pensó
que también podrían escuchar las noticias. Por más que fueran banales,
predecibles y carentes de interés, escucharlas sería un pequeño gesto de despedida
antes de aislarse de todas las noticias que no fueran las propias. Le sorprendió
no haber pensado antes en la radio, no haberse preocupado por encenderla en
todo el viaje. Iba manejando tan tenso que el sonido de una voz desconocida e
incluso la música le hubieran resultado intolerables. Metió la mano por la
ventana abierta del coche y encendió la radio. Oyeron con impaciencia los
detalles del tiempo, de los caminos que estaban oficialmente cerrados y de los
que ya no iban a reparar, y las pequeñas preocupaciones de un mundo en proceso
de reducción. Estaba por apagarla cuando la voz del locutor se volvió más
pausada y grave:
–Esta es
una advertencia. Un pequeño grupo de disidentes, un hombre y dos mujeres,
viaja por la frontera con Gales en un Citizen azul robado. Anoche el hombre,
que se supone es Theodore
Faron de Oxford, irrumpió en una casa de las afueras de
Kingston, amordazó a los dueños y robó el coche. La mujer de la casa, Mrs. Daisy Cox, fue encontrada esta mañana en su cama, amordazada y muerta. El
hombre es buscado por asesinato. Está armado con un revólver. Se solicita a
cualquiera que vea el coche o a alguna de estas tres personas que no se les
acerque y que llame inmediatamente a la Policía de Seguridad del Estado. La
patente del coche es MOA 694. Repito el número: MOA 694. Repito la advertencia.
El hombre está armado y es peligroso. No se le acerquen.
Theo no
registró haber apagado la radio. Sólo registraba los latidos de su corazón y
la depresión que cayó sobre él y lo envolvió como una enfermedad mortal; sentía
que el horror y el asco de sí mismo lo arrastraban hacia abajo. Pensó: si la
culpa es esto, yo no lo soporto. No voy a hacerlo. Oyó la voz de Miriam:
–Así que Rolf ya
vio al Custodio. Saben lo de los Omegas y que sólo quedamos tres. Pero hay un
consuelo, de todas formas. Todavía no saben que el nacimiento es inminente. Rolf no pudo
proporcionarles la fecha exacta del parto. No la sabe. El cree que a Julian todavía le falta un mes más. El Custodio jamás le pediría a la gente
que estuviera atenta al coche si pensara que existe la posibilidad de que allí
encuentren a un recién nacido.
–No hay
ningún consuelo. La maté –dijo él, con tristeza.
La voz de
Miriam en su oído sonó firme y excesivamente alta, casi como un grito:
– ¡Tú no la mataste! Si se hubiese muerto por el
susto, habría pasado en cuanto le mostraste el arma. No sabes por qué murió.
Fue por causas naturales, debe haber sido eso. Le habría sucedido de todos
modos. Era una anciana y estaba enferma del corazón. Tú lo dijiste. No fue
culpa tuya, Theo, no fue tu intención.
No,
estuvo a punto de gemir, no, no fue mi intención. No fue mi intención ser un
hijo egoísta, ni un padre desinteresado, ni un mal marido. ¿Alguna vez habré tenido la intención de algo? ¡Por Dios, no me quiero imaginar el daño que
haría si un día empezara a tener la intención!
–Lo peor
es que lo disfruté –dijo–. Realmente lo disfruté.
Miriam
estaba descargando las cosas del coche; llevaba las frazadas al hombro.
–¿Disfrutaste amordazando al anciano y a su
esposa? Claro que no fue así. Hiciste lo que tenías que hacer.
–No me
refería al amordazarlos; sino a disfrutar de la excitación, del poder, de saber
que podía hacerlo. No fue todo horrible. Sí lo fue para ellos, pero no para mí.
Julian no dijo nada.
Se acercó y lo tomó de la mano. Él la rechazó y le dijo con furia:
–¿Cuántas vidas más va a costar tu hijo? ¿Y con qué propósito? Tú estás tan tranquila,
tan confiada, tan segura de ti. Hablas de tu hija. ¿Qué tipo de vida va a tener ella? Tú piensas que es la primera, que
luego vendrán otros nacimientos, que incluso en este momento hay mujeres
embarazadas que aún no saben que están trayendo una nueva vida al mundo. Pero
supongamos que estás equivocada. Supongamos que esta niña es la primera. ¿A qué infierno la estás condenando? ¿Te imaginas la soledad de los últimos años,
lo que debe ser pasar más de veinte años apabulladores, interminables, sin
siquiera oír el sonido de otra voz humana? ¡Jamás, jamás, jamás! Por Dios, ¿ninguna de ustedes dos tiene un poco de imaginación?
–¿Crees que no he pensado en eso, y en mucho más?
–dijo Julian, con calma–. Theo, no puedo desear no haberla concebido. No puedo
pensar en ella sin sentir alegría.
Miriam ya
había sacado la maleta y los impermeables del baúl y la pava y la cacerola con
agua. Más irritada que enojada, dijo:
–Por
Dios, Theo, contrólate. Necesitábamos un coche y nos conseguiste un coche. Tal
vez habrías podido elegir uno mejor y sin un costo tan alto. Hiciste lo que
hiciste. Si quieres sumirte en la culpa es asunto tuyo, pero déjalo para más
tarde. De acuerdo, está muerta y te sientes culpable, y no te gusta sentirte
culpable. Muy mal; deberías acostumbrarte a eso. ¿Por qué crees que te salvarías de la culpa? Es parte de la
existencia humana. ¿O no lo habías
notado?
Theo quería
decir: “En los últimos cuarenta años
hay bastantes cosas que no he notado”. Pero el halo de remordimiento complaciente de las palabras le
pareció mentiroso e innoble. En cambio dijo:
–Deberíamos
deshacernos del coche, y rápido. El noticiero nos solucionó un problema.
Sacó el
freno al coche, apoyó el hombro sobre la parte trasera del Citizen y encontró
un punto de apoyo en el césped lleno de piedras; afortunadamente el terreno
estaba seco y tenía una buena pendiente. Miriam se colocó del lado derecho y
empujaron. Por unos pocos segundos, inexplicablemente, sus esfuerzos no dieron
resultado. Luego el coche comenzó a moverse hacia adelante.
–Empuja
cuando yo te lo indique –dijo él–. No queremos que quede de narices en el barro.
Las
ruedas delanteras estaban casi al borde cuando él gritó “Ahora”, y los dos
empujaron con todas sus fuerzas. Él coche atravesó el borde del lago y cayó al
agua con un ruido que despertó a todos los pájaros del bosque. El aire se llenó
del clamor de gritos y chillidos y las ramas de los altos árboles cobraron
vida. Las salpicaduras del agua le mojaron la cara. La cobertura de hojas
flotantes temblaba y danzaba. Con la respiración jadeante vieron cómo, lenta,
casi pacíficamente, el coche se empezaba a hundir con borbotones de agua en las
ventanas abiertas. Ante de que hubiera desaparecido, Theo sacó su diario del
bolsillo en un impulso y lo tiró al lago.
Y luego
sobrevino un momento de horror espantoso, tan vivido como una pesadilla, pero
imposible de olvidar con sólo despertarse. Estaban todos atrapados en el coche
que se hundía, con el agua que entraba, y él buscaba desesperadamente la manija
para abrir y trataba de contener la respiración a pesar de la agonía en su
pecho; quería llamar a
Julian pero sabía que si hablaba su boca se llenaría
de barro. Ella y Miriam se ahogaban y no había nada que él pudiera hacer para
ayudarlas. Su frente se llenó de transpiración y, apretando los puños húmedos,
desvió sus pensamientos del horror imaginado al horror de la realidad. El sol
estaba pálido y redondo como la luna llena, pero con su aureola de niebla
brillante, y las ramas altas de los árboles se veían negras en el resplandor
que emitía. Cerró los ojos y aguardó. El horror pasó y pudo volver a mirar la
superficie del lago.
Miró a Julian y a Miriam, casi esperando ver en sus rostros el pánico absoluto que
había transformado el suyo por un momento. Pero ellas estaban tranquilas y casi
indiferentes mirando el coche que se hundía, y los montones de hojas que se
agitaban de un lado a otro por las ondas del agua, como buscándose un lugar. Él
se maravilló ante la calma de las mujeres, esa aparente habilidad para clausurar
todos los recuerdos y los horrores ante ciertas situaciones.
–Luke –dijo
él, en un tono duro–. Nunca hablaron de él en el coche. Ninguna de ustedes ha
mencionado su nombre desde que lo enterramos. ¿Se acuerdan de él? –La pregunta sonaba como una acusación.
Miriam
dejó de mirar el lago y se quedó mirándolo a él.
–Pensamos
en él todo lo que nos atrevemos. Lo que nos preocupa ahora es que su hijo nazca
sano.
Julian se le acercó y
le tocó el brazo. Como si él fuera el que más necesitaba consuelo, le dijo:
–Ya habrá
tiempo de hacer duelo por Luke y Gascoigne. Ya habrá tiempo, Theo.
El coche
ya no se veía. Había pensado que tal vez ahí el agua era poco profunda, y que
el techo se vería aun bajo los juncos, pero lo único que vio al mirar en la lóbrega
obscuridad fueron remolinos de barro.
–¿Tú tienes los cubiertos? –dijo Miriam.
–No. ¿Tú tampoco?
–Mierda,
quedaron en el coche. De todas formas, ahora casi no importa. No queda nada
para comer.
–Es mejor
que llevemos lo que tenemos hasta la cabaña –dijo él–. Está a unas cien millas
subiendo por ese camino, a la derecha.
Dios, rogó,
por favor haz que todavía esté allí, por favor. Era la primera vez en cuarenta
años que rezaba, pero las palabras eran menos un pedido que una esperanza un
tanto supersticiosa de que de alguna forma, por necesitarlo tanto, pudiera
hacer que la cabaña existiera. Cargó al hombro una de las almohadas y los
impermeables, luego tomó la pava con agua en una mano y la maleta en la otra. Julian se
colgó una frazada en los hombros y se agachó para agarrar la cacerola con
agua, pero Miriam se la sacó de la mano y le dijo:
–Tú
llevas la almohada. Yo me arreglo con el resto.
Así
cargados empezaron a subir lentamente por el camino. Fue entonces que oyeron
el ruido metálico del helicóptero. No tuvieron tiempo de buscar un buen escondite
porque las ramas entrelazadas les cercaban los movimientos, pero
instintivamente se escondieron entre la maraña verde de los arbustos más
grandes y se quedaron sin moverse, casi sin respirar, como si cada inspiración
pudiera llegar hasta ese objeto de amenaza brillante, hasta esos ojos
vigilantes y oídos atentos. El ruido se convirtió en un estrépito ensordecedor.
Seguramente estaban encima de ellos. Theo esperaba que los arbustos comenzaran
a moverse con violencia. Luego comenzó a andar en círculos y el estrépito
retrocedió, luego retornó y el miedo volvió con él. Pasaron casi cinco minutos
hasta que el ruido del motor finalmente se convirtió en un murmullo distante.
–Tal vez
no nos buscan a nosotros –dijo Julian suavemente. Su voz sonaba débil y de
pronto se inclinó de dolor y se agarró de Miriam.
–No creo
que estén de paseo –la voz de Miriam sonaba apagada–. De todos modos, no nos
han encontrado. –Se dirigió hacia Theo. –¿A cuánto queda la cabaña? –A unas cincuenta yardas si no me
equivoco. –Esperemos que no.
Ahora el
camino era más ancho y era más fácil avanzar pero Theo, que caminaba un poco más
atrás que las mujeres, sentía un peso mayor que el de su carga. La evaluación
que había hecho antes acerca de los progresos de Rolf le parecía ahora
ridículamente optimista. ¿Por qué
habría de ir hasta Londres despacio y escondiéndose? ¿Por qué necesitaría presentarse ante el Custodio en persona? Lo único
que necesitaba era un teléfono público. Todo ciudadano conocía el número del
Consejo. Esa aparente accesibilidad era parte de la política de apertura de
Xan. No siempre se podía hablar con el Custodio pero siempre se podía tratar.
Algunos incluso lograban comunicarse. Una vez identificada e investigada, esa
persona tenía prioridad. Ellos le habrían dicho que se escondiera, que no
hablara con nadie hasta que ellos lo recogieran, casi seguro en helicóptero.
Probablemente hacía más de doce horas que estaba en sus manos.
Y no sería
difícil encontrar a los fugitivos. A la mañana temprano Xan sabría lo del coche
robado, la cantidad de combustible que había en el tanque y la distancia exacta
a la cual podrían llegar. Sólo tenía que clavar la punta de un compás en un
mapa y describir un círculo. Theo no tenía ninguna duda de lo que ese helicóptero
significaba. Ya estaban buscándolos por el aire, marcando las casas aisladas y
atentos al brillo del techo de un coche. Xan ya habría organizado la búsqueda
por tierra. Pero quedaba una esperanza. Tal vez aún había tiempo para que el
bebé naciera en paz, como su madre quería, sin nadie que mirara salvo las dos
personas a las que ella amaba. La búsqueda no podía ser rápida, en eso había
estado en lo cierto. Xan no querría llegar por la fuerza ni atraer la atención
del público, al menos no hasta que pudiera comprobar personalmente la verdad de
la historia de Rolf.
Usaría sólo hombres con excelente entrenamiento para
esta empresa. Ni siquiera podía estar seguro de que se esconderían en el
bosque. Rolf le habría contado que ése era el plan original, pero Rolf ya
no era el jefe.
Iba
tratando de aferrarse a esa esperanza, tratando de sentir la seguridad que, sabía,
Julian esperaba de él, cuando oyó la voz de ella:
–Theo,
mira. ¿No es hermoso?
Él se
dirigió hacia ella, que estaba parada junto a un enorme espino cargado de
frutos rojos. De la rama más alta descendía la espuma blanca de una clemátide,
delicada como un velo, a través de la cual los frutos brillaban como joyas. Al
mirar la cara absorta de Julian pensó: yo sólo puedo saber que es
lindo; ella puede sentir su belleza. Miró un saúco que estaba detrás de ella y
por primera vez le pareció ver el brillo de sus frutos negros y la delicadeza
de las ramas rojas. Era como si en un momento el bosque hubiera dejado de ser
un lugar obscuro y amenazador, en el cual él estaba seguro de que alguien
moriría, para transformarse en un santuario misterioso y bello, indiferente a
estos tres intrusos curiosos, un lugar en el que nada era completamente extraño
para él. Luego oyó la voz feliz y exultante de Miriam:
– ¡La
cabaña todavía está allí!
32
La cabaña
era más grande de lo que esperaba. Al contrario de lo que generalmente hacía,
esta vez su memoria había empequeñecido los recuerdos en vez de agrandarlos.
Por un momento se preguntó si esta ruinosa construcción trilátera de madera
ennegrecida, de unos treinta pies de ancho, sería la cabaña que él recordaba.
Entonces vio el abedul plateado a la derecha de la entrada. La última vez que
lo había visto era sólo un arbolito, pero ahora sus ramas caían sobre el techo.
Sintió alivio al ver que casi todo el techo estaba en buenas condiciones,
aunque le faltaban algunos de los tablones. Muchos de los costados habían
desaparecido, otros estaban aserrados, y todo parecía indicar que la cabaña,
con su decrepitud desnivelada y solitaria, no resistiría más que unos pocos
inviernos. En el medio del claro había un transportador de leña inmenso y
cubierto de óxido que estaba hundido, con las gomas agrietadas y podridas, y
una rueda enorme suelta al costado. Al finalizar la silvicultura no habían
acarreado todos los troncos, y todavía había una pila muy ordenada junto a dos
inmensos árboles talados. Los troncos despojados brillaban como si fuesen
huesos lustrados, y el suelo estaba cubierto de tarugos y pedacitos de
corteza.
Entraron
a la cabaña despacio, casi ceremoniosamente, mirando ansiosos hacia los
costados como inquilinos que se apropian de un lugar deseado pero desconocido.
–Bueno, al menos es un refugio y parece que hay madera como para hacer fuego
–dijo Miriam.
A pesar
de estar rodeada por un grueso seto de arbustos y arbolitos, y por árboles en
fila, no estaba tan oculta como Theo recordaba. De todos modos, aunque la cabaña
hubiese estado bien escondida, habría bastado que un caminante llegara hasta
allí para que la seguridad de ellos se viera amenazada. Pero lo que le
preocupaba no era alguien que estuviese de paso. Si Xan decidiera hacer una búsqueda
por tierra en Wychwood, el dar con ellos sería sólo una cuestión de horas, por
más secreta que fuera su guarida.
–No estoy
seguro de que nos convenga arriesgarnos a encender un fuego –dijo. ¿Es muy necesario?
–¿El fuego? –contestó Miriam. Por ahora no, pero
lo será una vez que el bebé haya nacido y se haga de noche. Está haciendo más
frío por la noche. El bebé y su mamá necesitan una temperatura agradable.
–Entonces
correremos el riesgo; pero no antes. Ellos deben estar buscando un lugar donde
haya humo.
Daba la
impresión de que los hombres que habían estado trabajando en la cabaña habían
salido apurados; a menos que hubieran salido pensando volver y luego les
hubiesen anunciado que la empresa había cerrado. Al fondo de la cabaña había
dos montones de tablones más cortos, una pila de troncos pequeños y un pedazo
de tronco de árbol que seguramente había servido como mesa, ya que encima había
una pava de lata arruinada y dos jarros esmaltados cascados. En ese lugar el
techo estaba sano, y la tierra pisoteada y cubierta de viruta y aserrín.
–Por aquí
está bien –dijo Miriam.
Armó una
cama no muy confortable con la viruta, desplegó los dos impermeables, ayudó a Julian a recostarse y le puso la almohada debajo de la cabeza. Julian hizo
un gesto de placer, se dio vuelta y encogió las piernas. Miriam sacudió una de
las sábanas y se la colocó encima, luego la cubrió con una frazada y con el
saco de Luke. Luego ella y Theo se pusieron a ordenar las provisiones: la pava y
la cacerola de agua que quedaba, las toallas dobladas, la tijera y un frasco de
desinfectante. A Theo le pareció patético que fueran tan precarias. Miriam se
arrodilló junto a
Julian y con cuidado la acomodó de espaldas.
–Puedes
ir a caminar un rato si tienes ganas –le dijo a Theo–Voy a necesitar que me
ayudes más tarde, pero no ahora.
Él salió
y por un momento se sintió injustamente rechazado. Se sentó en el tronco
talado; la paz del bosque lo envolvía. Cerró sus ojos y escuchó. Después de un
momento le pareció oír una cantidad innumerable de pequeños sonidos normalmente
vedados al oído humano: el rasguido de una hoja contra la rama, el crujido de
una ramita seca; el mundo viviente del bosque, secreto, activo, indiferente a
los tres intrusos. Pero no escuchaba nada humano, ningún paso, ni el sonido de
algún coche que se acercara ni el ruido del helicóptero que retornaba. Se
atrevió a desear que Xan hubiese descartado Wychwood como un posible escondite,
y que ellos pudieran estar seguros, al menos durante unas horas, hasta que el
bebé naciera. Y por primera vez Theo comprendió y aceptó el deseo de Julian de
dar a luz en secreto. Este refugio en el bosque, por más que fuera inadecuado,
sin duda era mejor que la otra alternativa. Volvió a imaginarse esa
alternativa: la cama alta esterilizada, las máquinas por si surgía alguna
emergencia médica, los distinguidos obstetras convocados, con máscaras y
batas, trabajando juntos porque después de veinticinco años era más seguro unir
sus conocimientos y sus experiencias, cada uno de ellos desesperado por el
honor de traer al mundo a este niño milagroso, aunque un tanto asustados ante
la aterradora responsabilidad. Se imaginaba a los acólitos, las parteras y las
enfermeras con sus batas, los anestesistas y, al fondo pero dominándolo todo,
las cámaras de televisión con sus operadores, y el Custodio detrás, esperando
para dar la monumental noticia a un mundo expectante.
Pero lo
que Julian temía no era sólo que destruyeran su privacidad o que la despojaran
de su propia dignidad. Para ella Xan era el mal. Esa palabra tenía un
significado para ella. Con sus ojos claros y lúcidos podía ver más allá de la
fuerza, del encanto, la inteligencia y el humor, y percibir, en lo más
profundo, no el vacío, sino la obscuridad. Independientemente de lo que el
futuro pudiera depararle a su hijo, ella no quería que nadie malo estuviera
presente en su nacimiento. Ahora comprendía su obstinación y, sentado en esa
paz y en esa quietud, le parecía correcta y razonable. Pero su obstinación ya
les había costado la vida a dos personas, una de las cuales era el padre del niño.
Ella podía argumentar que del mal puede surgir el bien; seguramente era más difícil
argumentar que del bien puede surgir el mal. Ella confiaba en la terrible
justicia y misericordia de su Dios, pero, ¿es que tenía otra opción? Tenía tan poco control de su vida como de
la fuerza física que incluso en este momento dilataba y agobiaba su cuerpo. Si
su Dios existía, ¿cómo podía ser
el Dios del Amor? La pregunta se había convertido en algo banal, ubicuo, pero
para él nunca había tenido una respuesta satisfactoria.
Volvió a
prestar atención a los sonidos del bosque, a su vida secreta. Ahora aquéllos
parecían acrecentarse a medida que iba escuchando, y estaban llenos de amenaza
y de terror: los cazadores de carroña que corrían y saltaban sobre su presa, la
crueldad y la satisfacción de la caza, la lucha instintiva por alimentarse y
sobrevivir. Todo el mundo material se mantenía unido por el dolor, el grito en
la garganta y el grito en el corazón. Si el Dios de ella era parte de este
tormento, y quien lo había creado y lo propiciaba, entonces era el Dios de los
fuertes y no de los débiles. Contempló el abismo que esa creencia abría entre Julian y
él, pero no se sintió desanimado. No podía disminuirlo pero podía estirar las
manos por encima de él. Y tal vez finalmente el puente fuera el amor. Qué poco
la conocía y qué poco ella a él. Lo que sentía hacia ella era tan misterioso
como irracional. Él necesitaba comprenderlo, definir su naturaleza, analizar
lo que estaba más allá del análisis. Pero ahora sabía algunas cosas, y tal vez
fuera todo lo que necesitaba saber. Sólo deseaba que ella estuviera bien. Habría
puesto eso antes que su propio bien. Ya no podría separarse de ella. Podría
morir por ella.
El
silencio fue interrumpido por un gemido, seguido por un grito agudo. En otro
momento se hubiera sentido incómodo, hubiera sentido el humillante temor de
que lo rechazaran. Ahora, sólo consciente de su necesidad de estar con ella,
corrió hacia la cabaña. Ella estaba otra vez de costado, tranquila; sonrió y
estiró la mano hacia él. Miriam estaba de rodillas a su lado.
–¿Qué puedo hacer? –dijo él–. Deja que me quede
aquí. ¿Quieres que me quede?
Con la
voz apacible, como si el grito agudo nunca hubiese existido, Julian dijo:
–Por
supuesto que debes quedarte. Es lo que queremos. Pero quizá sería mejor que
ahora prepararas el fuego. Así ya está listo para cuando lo necesitemos.
Vio que
tenía la cara hinchada y la frente transpirada. Pero lo sorprendían la calma y
la tranquilidad que ella demostraba. Y tenía algo que hacer, un trabajo en el
cual se sentiría seguro. Si pudiese encontrar virutas bien secas existiría la
posibilidad de encender un fuego sin hacer mucho humo. Prácticamente no había
viento, pero incluso así debía tener cuidado de que el humo no se fuera a la
cara de Julian ni a la del bebé. Lo mejor sería hacerlo en la parte delantera de la
cabaña, donde el techo estaba roto, y el calor llegaría hasta la madre y el
hijo. Y sería necesario que lo cuidara para evitar un incendio. Podía hacer un
buen hogar con algunas de las piedras de la pared. Salió a buscarlas y las
eligió muy bien de acuerdo con el tamaño y la forma. Se le ocurrió que incluso
podía utilizar algunas de las piedras chatas para hacer una especie de
chimenea. Volvió, acomodó las piedras en forma de círculo, puso la viruta más
seca en el medio y le agregó unas ramitas. Finalmente puso unas piedras chatas
en la parte superior para que el humo saliera hacia afuera. Cuando terminó
sintió la satisfacción que habría sentido un niño. Y cuando Julian se
incorporó y soltó una carcajada, él hizo lo mismo.
–Será
mejor que te arrodilles junto a ella y sostengas su mano –dijo Miriam.
Con el próximo
espasmo de dolor ella lo agarró tan fuerte que le sonaron los nudillos. Al ver
su cara, su desesperación porque alguien lo tranquilizara, Miriam le dijo:
–Ella está
bien. Todo marcha maravillosamente. No puedo hacer un examen interno. Ahora no
sería seguro. No tengo guantes esterilizados y ya rompió bolsa. Pero supongo
que el cuello del útero está casi completamente dilatado. El segundo paso será
más fácil.
–Mi amor,
¿qué puedo hacer? –le dijo a Julian–.
Dime qué puedo hacer.
–No me
sueltes la mano, sólo eso.
Estaba
allí arrodillado, maravillado ante Miriam, ante la seguridad con la cual, después
de veinticinco años, se entregaba a su antiguo arte, ponía las manos obscuras y
suaves sobre el estómago de Julian y la tranquilizaba murmurando:
–Ahora
descansa, luego puja con la próxima contracción. No trates de resistirla. Acuérdate
de la respiración. Así, Julian, muy bien.
Cuando
empezó la segunda etapa del parto le pidió a Theo que se colocara a espaldas de
Julian y le sostuviera el cuerpo; luego tomó dos de los troncos más pequeños
y los apoyó contra los pies de Julian. Theo se arrodilló, la tomó por debajo
de los pechos y la sostuvo contra él. Ella se apoyó en su pecho, con los pies
trabados por los dos troncos. Él contemplaba su rostro, que por momentos se
volvía irreconocible, de un color escarlata, distorsionado por los jadeos y el
esfuerzo; y por otros estaba en paz, misteriosamente libre de angustia,
mientras ella esperaba la próxima contracción con los ojos fijos en Miriam. En
esos momentos se la veía tan en paz que casi parecía que estuviera dormida. Sus
rostros estaban tan cerca que de tanto en tanto él secaba su transpiración
mezclada con la de ella. Ese acto primitivo, del cual él era participante y
espectador a la vez, los sumergía en un olvido del tiempo en el que nada
importaba y nada existía, salvo la madre y el obscuro viaje doloroso del niño
desde la vida secreta del útero hasta la luz del día. Escuchaba el incesante
murmullo de Miriam, tranquilo pero insistente, elogioso, tranquilizador; la oía
dar instrucciones y seducir al bebé para que naciera, y tenía la impresión de
que la partera y la paciente eran una sola mujer y que él, también, formaba
parte del dolor y del parto, y que a pesar del hecho de que lo aceptaran sin
necesitarlo realmente, en realidad siempre estaría excluido del fondo del
misterio. Sintió una oleada de envidia y de angustia y deseó que ese niño que
estaban trayendo al mundo con tanto esfuerzo fuera hijo suyo.
Y luego
vio con sorpresa que estaba saliendo una cabeza, una pelota resbaladiza con
mechones de cabello obscuro pegados. Oyó la voz de Miriam, suave pero triunfante:
–La
cabeza está saliendo. Ahora no empujes, Julian. Trata de
respirar normalmente.
Julian emitía un
chirrido, como el de un atleta agitado después de una carrera difícil. Dio un
grito y con un sonido indescriptible la cabeza cayó en las manos de Miriam.
Ella la agarró, la dio vuelta y casi inmediatamente, con un último empujón, el
niño llegó al mundo entre las piernas de su madre con un torrente de sangre;
Miriam lo levantó y lo colocó sobre el estómago de su madre. Julian se
había equivocado con respecto al sexo. El bebé era un varón. Su sexo, que parecía
tan preponderante y desproporcionado en relación con el cuerpito regordete,
era como una proclamación.
Rápidamente
Miriam los cubrió a los dos juntos con la sábana y la frazada.
–Mira,
tienes un varón –le dijo y se rió.
Theo tenía
la impresión de que la cabaña en ruinas sonaba con su voz triunfante y alegre.
Miró a Julian, que tenía los brazos extendidos y la cara transfigurada, y luego
desvió la vista. Le resultaba casi imposible soportar esa alegría.
–Tengo
que cortar el cordón, y luego vendrá la placenta. Deberías encender el fuego
ahora, Theo, para calentar la pava. Julian necesitará tomar algo caliente.
Él fue
hasta su hogar improvisado. No pudo encender el primer fósforo porque le
temblaban las manos. Pero con el segundo la viruta se encendió y el fuego
comenzó a saltar como en una celebración y la cabaña se llenó de olor a madera
quemada. Lo alimentó cuidadosamente con las ramitas y los pedazos de corteza y
luego se volvió para buscar la pava. Pero en ese momento se produjo el desastre.
La había puesto cerca del fuego y al retroceder la pateó: la tapa se salió y
vio, horrorizado, cómo el agua tan preciada desaparecía en el aserrín y
manchaba el suelo. Ya habían usado el agua de las dos cacerolas. Ahora no tenían
más.
Miriam
había percibido el golpe de su zapato contra el metal. Ella todavía estaba
encargándose del niño y, sin darse vuelta, preguntó:
–¿Qué pasó? ¿Fue la pava?
–Lo
lamento –dijo Theo, angustiado–. Es espantoso. Tiré el agua.
Entonces
Miriam se levantó y se acercó a él.
–De todas
formas íbamos a necesitar más agua, y comida –le dijo, con calma–. Tengo que
quedarme junto a Julian
hasta asegurarme de que no corre ningún peligro, pero
luego iré hasta la casa por la que pasamos. Si tenemos suerte, todavía debe
haber agua corriente o tal vez haya un pozo.
–Pero
tendrás que cruzar campo abierto. Te van a ver.
–Tengo
que hacerlo, Theo –dijo–. Necesitamos ciertas cosas. Tengo que correr el
riesgo.
Pero
estaba tratando de ser amable. Lo que más necesitaban era agua y era por culpa
de él.
–Iré yo
–dijo–. Tú quédate con ella.
–Ella
quiere que tú la acompañes –dijo Miriam–. Ahora que el bebé nació te necesita más
a ti que a mí. Tengo que asegurarme de que el fondo del útero esté bien contraído
y verificar si la placenta está completa. Va a ser más seguro si me voy después
de hacer eso. Trata de acercar el bebé al pecho. Cuanto antes comience a
mamar, mejor.
Theo tenía
la impresión de que a ella le gustaba explicar los misterios de su arte, de
que le gustaba usar las palabras que durante tantos años nadie había dicho pero
tampoco olvidado.
Treinta
minutos más tarde ella había terminado. Enterró la placenta y trató de sacarse
la sangre de las manos frotándolas en el pasto. Luego puso esas manos sabias
por última vez sobre el estómago de Julian.
–Puedo
lavarme en el lago –dijo–. Podría enfrentar la llegada de tu primo con
serenidad si estuviera segura de que me concedería un baño de agua caliente y
una cena completa antes de pegarme un tiro. Es mejor que vaya a buscar la pava.
Trataré de volver lo antes posible.
Impulsivamente,
él la abrazó y la apretó contra sí un momento.
–Gracias,
gracias –le dijo. Luego la soltó y se quedó murando mientras ella se iba
corriendo con grandes zancadas y desaparecía de la vista bajo las ramas que
colgaban sobre el camino.
33
No fue
necesario insistir para que el bebé mamara. Era un niño lleno de vida; miraba a
Theo con sus ojos brillantes que aún no enfocaban y movía las manos que parecían
estrellas de mar, chocaba la cabeza contra el pecho de su madre, y buscaba el
pezón vorazmente con su boquita abierta. Era extraordinario el hecho de que
algo tan reciente pudiera ser tan vigoroso. Tomó su leche y se durmió. Theo se
recostó junto a
Julian y los abrazó. Sintió la suavidad húmeda del
cabello de ella contra su mejilla. Estaban acostados sobre una sábana sucia y
arrugada, con el hedor de la sangre, la transpiración y los excrementos, pero
nunca antes había experimentado una paz semejante, nunca se había dado cuenta
de que la felicidad y el dolor pudiesen ser tan complementarios. Dormitaban en
una calma silenciosa y a Theo le parecía que de la piel cálida del bebé le
llegaba el aroma agradable del recién nacido, fugaz pero más fuerte que el olor
a sangre, seco y punzante como el heno. Entonces Julian se movió y le
dijo:
–¿Cuánto hace que Miriam se fue?
Él acercó
la muñeca izquierda a su cara.
–Un poco
más de una hora.
–No debería
tardar tanto. Por favor, Theo, ve a buscarla.
–No es sólo
agua lo que necesitamos. Estará recogiendo algunas otras cosas que haya en la
casa.
–Esta vez
serán muy pocas. Siempre puede volver por otras. Sabe que estamos esperando
ansiosos. Por favor, ve a buscarla. Sé que algo le ha sucedido. –Al verlo dudar,
le dijo:
–No te
preocupes por nosotros.
Se sintió
casi desanimado por ese plural y por la forma en que ella miró a su hijo.
–Tal vez
esté muy cerca ya –dijo–. No quiero dejarte. Quiero que estemos juntos cuando
llegue Xan.
–Mi amor,
claro que estaremos juntos. Pero tal vez ella tenga algún problema, tal vez esté
encerrada o lastimada, esperando desesperada que alguien la ayude. Theo, no
puedo quedarme con esa preocupación.
El no
siguió protestando; se levantó y le dijo:
–Volveré
lo más rápido posible.
Salió y
se detuvo unos segundos para escuchar. Cerró sus ojos a los matices otoñales
del bosque y a los rayos de sol sobre las cortezas y el pasto, como para
concentrar todos sus sentidos en escuchar. Pero no oyó nada, ni siquiera el
sonido de un pájaro. Luego salió corriendo con el envión de un atleta; pasó
junto al lago y subió por el túnel angosto que conducía al cruce: saltaba los
surcos y los pozos, escuchaba el golpe de las lomillas contra sus pies y
avanzaba zigzagueando para esquivar las ramas bajas. Su cabeza era una mezcla
de miedo y de esperanza. Era una locura dejar a Julian sola. Si la PSE estaba cerca y había capturado a Miriam no había nada que él pudiera
hacer ahora. Y si estaban tan cerca, muy pronto encontrarían a Julian y al bebé. Habría sido mejor quedarse juntos y esperar, esperar
hasta que la mañana luminosa se transformara en la tarde y se dieran cuenta de
que no había ninguna esperanza de volver a ver a Miriam, esperar hasta oír los
pies que marchan sobre el pasto.
Pero,
tratando desesperadamente de tranquilizarse, se dijo que había otras
posibilidades. Julian
tenía razón. Tal vez Miriam había tenido un accidente,
podría haberse caído y haber quedado allí tirada, preguntándose cuánto más
tardaría en ir a buscarla. Las imágenes del desastre invadieron su cabeza: la
puerta de la despensa que se cerraba detrás de ella, la boca de un pozo de agua
que no había visto, un piso de madera podrido. Trató de convencerse de que una
hora era muy poco tiempo, de que seguramente Miriam debía estar recogiendo
todo lo que iban a necesitar, calculando cuánto podía llevar y qué era lo que
podía dejar para más tarde, y que por eso no se había dado cuenta de lo que
esos sesenta minutos significaban para los que se habían quedado esperando.
Llegó al
cruce y a través de los arbustos menos profusos del seto alcanzó a ver la
colina y el techo de la casa. Se quedó parado un minuto para recobrar el aire,
se agachó para ver si disminuía el dolor agudo que tenía en el costado y luego
se lanzó a campo abierto cruzando la maraña de ortigas, espinas y ramitas que
le salían al paso. No había ninguna señal de Miriam. Más lentamente, consciente
de su vulnerabilidad y de un creciente malestar, se dirigió hacia la casa. Era
una vieja construcción con un techo irregular de tejas enmohecidas y altas
chimeneas estilo isabelino, que probablemente alguna vez habría sido una finca.
Estaba rodeada por un muro de piedras. La selva que alguna vez fuera el jardín
trasero estaba dividida por un surco de agua que venía de una alcantarilla que
quedaba más arriba, y había un puente sencillo de madera que daba a la puerta
trasera. Las ventanas eran pequeñas y no tenían cortinas. La casa era como un
espejismo, el tan anhelado símbolo de la seguridad, la normalidad y la paz que
con sólo tocarlo desaparecería. En medio del silencio el agua del pequeño
arroyo se oía fuerte como un torrente.
La puerta
trasera era de roble obscuro y tenía bandas de hierro. Estaba entreabierta. La
empujó un poco y el sol salpicó de dorado las piedras de un pasillo que conducía
al frente de la casa. Volvió a detenerse por un momento para escuchar. No oía
nada, ni siquiera las agujas del reloj. Hacia su izquierda había una puerta
que llevaba, supuso, a la cocina. No tenía traba y la abrió. La habitación
estaba poco iluminada y como sus ojos se habían acostumbrado al sol, no
alcanzaba a ver nada; después de un momento se acostumbró a la penumbra, que se
hacía más opresiva por el brillo del roble obscuro y las pequeñas ventanas
cubiertas de suciedad. Percibía un frío húmedo, la dureza del suelo de piedra y
la presencia en el aire de algo humano y horrible a la vez, como si fuera el
olor persistente del miedo. Tanteó la pared para buscar el interruptor de luz
y cuando su mano dio con él no tuvo muchas esperanzas de que aún hubiese
electricidad. Pero apareció la luz, y entonces la vio.
La habían
estrangulado, y habían tirado el cuerpo sobre un sillón de mimbre que estaba
junto al hogar. Estaba toda desparramada, con las piernas torcidas, los brazos
que colgaban del sillón, y la cabeza tirada para atrás con la cuerda tan
clavada en la piel que apenas se la veía. Tal fue su horror que se dirigió a
los tumbos hasta la pileta de piedra que estaba debajo de la ventana y vomitó
violentamente. Quería acercarse a ella, cerrarle los ojos, tocarle la mano,
hacer algún tipo de gesto. Le debía algo más que alejarse de ella ante el
terrible horror de su muerte y vomitar su asco. Pero sabía que no podría
tocarla, ni siquiera podría volver a mirarla. Sin retirar su cabeza de la
piedra fría la bajó hasta la altura del grifo y se mojó con agua fría. La dejó
correr, como si el agua pudiera llevarse el terror, la pena y la ignominia. Tenía
deseos de tirar su cabeza hacia atrás y aullar su furia. Se quedó sin saber qué
hacer durante unos segundos, presa de emociones que lo paralizaban. Luego cerró
el grifo, se secó el agua de los ojos y volvió a la realidad. Tenía que
regresar junto a
Julian lo más rápido posible. Vio el resultado de la búsqueda
de Miriam sobre la mesa. Había encontrado una inmensa canasta de mimbre y había
puesto dentro de ella tres latas, un abridor y una botella de agua.
Pero no
podía dejar a Miriam como estaba. Ésa no podía ser la última visión que
tuviera de ella. Por más que debiese volver junto a Julian y el bebé,
le debía una pequeña ceremonia. Luchando contra el terror y la repulsión se
incorporó y se obligó a mirarla. Luego se agachó, le soltó la cuerda del
cuello, le acomodó el rostro y le cerró los ojos. Sentía que tenía que sacarla
de ese lugar desagradable. La alzó, la sacó de la casa y la dejó al sol, debajo
de un serbal. Sus hojas, que parecían lenguas de fuego, irradiaban un brillo
sobre el marrón claro de su piel, como si todavía tuviera vida en las venas.
Ahora su rostro se veía casi en paz. Le cruzó los brazos sobre el pecho y tuvo
la impresión de que el cuerpo inerme todavía podía comunicarle algo, que le
decía que la muerte no es lo peor que le puede pasar a un ser humano, que ella
había cumplido con su hermano, que había hecho lo que se había propuesto. Ella
estaba muerta pero una nueva vida había nacido. Al pensar en el horror y en la
crueldad de su muerte, se dijo que sin duda Julian diría que debe
haber perdón incluso para esta barbaridad. Pero no era eso lo que él creía.
Parado muy tieso junto al cuerpo, se prometió a sí mismo que Miriam sería
vengada. Luego agarró la canasta de mimbre y sin mirar hacia atrás salió
corriendo del jardín, cruzó el puente y se lanzó dentro del bosque.
Estaban
cerca, por supuesto. Lo estaban vigilando. Lo sabía. Pero ahora pensaba con
claridad, como si el horror le hubiese galvanizado el cerebro. ¿Para qué lo esperaban? ¿Por qué lo dejaban irse? Ni siquiera necesitaban seguirlo. Debía ser
obvio que ya estaban muy cerca del fin de su búsqueda. Y estaba muy seguro de
dos cosas. Eran un grupo pequeño y Xan era uno de ellos. Los asesinos de Miriam
no formaban parte de un grupo de exploración, con instrucciones de encontrar a
los fugitivos y avisar al grupo principal sin hacerles ningún daño. Xan jamás
correría el riesgo de que alguien que no fuera él o una persona de su absoluta
confianza, descubriera a la mujer embarazada. Para esa presa valiosa no habría
una búsqueda general. Y Xan no se habría enterado de nada por Miriam; estaba
seguro de eso. Lo que esperaba encontrar no era una madre con su hijo sino una
mujer embarazada a la que todavía le faltaban unas semanas para parir. El no
querría asustarla, no querría precipitar un parto prematuro. ¿Sería por eso que a Miriam la habían estrangulado
en vez de pegarle un tiro? Aun a esa distancia no habría querido correr el
riesgo de que se escuchara.
Pero ese
razonamiento era absurdo. Si Xan quería proteger a Julian, si quería
asegurarse de que ella estuviera tranquila para el parto que suponía próximo, ¿por qué matar a la partera en la cual ella
confiaba, y por qué matarla de ese modo tan horrible? Debe haber pensado que
alguno de ellos, quizá los dos, habrían salido en su búsqueda. Era sólo una
casualidad que hubiese sido él, Theo, y no Julian quien tuvo que
enfrentarse con esa lengua hinchada y protuberante, con esos ojos salidos y sin
vida, y con todo el horror de esa espantosa cocina. ¿Es que Xan se había convencido de que nada, por más impresionante
que fuera, podría dañar al niño ahora que estaba por nacer? ¿O es que había tenido que deshacerse de Miriam
urgentemente, no importaba cuál fuera el riesgo? ¿Por qué habría de apresarla, con todo lo que eso implicaba, si podía
solucionar el problema para siempre con una simple cuerda? Y tal vez incluso el
horror era deliberado. ¿Es que
estaba proclamando: “Esto es lo
que puedo hacer, lo que he hecho. Ahora sólo quedan dos de la conspiración de
los Cinco Peces, sólo dos que saben la verdad acerca del padre del niño. Están
absolutamente bajo mi poder, y para siempre”?
¿O es que su plan era aun más audaz? Una vez que el niño hubiese
nacido, sólo tenía que matar a Theo y a Julian y entonces
podría decir que el niño era suyo. ¿Es que en su egoísmo arrogante se había convencido de que incluso
eso era posible? Y entonces Theo recordó las palabras de Xan: “Haré todo lo que sea necesario hacer”.
En la
cabaña, Julian estaba tan inmóvil que en un principio pensó que estaba dormida.
Pero tenía los ojos abiertos y todavía fijos en su hijo. El aire estaba
cargado de la dulzura punzante del humo de la madera, pero el fuego se había
extinguido. Theo apoyó la canasta en el suelo, sacó la botella de agua y la
destapó. Se arrodilló junto a ella. Ella lo miró a los ojos y le dijo:
–Miriam
está muerta, ¿no? –Como Theo no
contestó, dijo:– Murió mientras trataba de conseguir estas cosas para mí.
Él le
acercó la botella a los labios.
–Entonces
agradécelo y bebe.
Pero ella
dio vuelta la cara y soltó al bebé, que se habría caído si él no lo hubiese
sostenido. Se quedó quieta, como si estuviera muy cansada como para los paroxismos
de dolor, pero las lágrimas corrían a borbotones por su rostro y él alcanzaba a
oír un gemido suave, casi musical, como si fuera un lamento por el dolor del
universo.
Lloraba
la muerte de Miriam como nunca había llorado la del padre de su hijo.
Él se
agachó y la rodeó con los brazos, un poco incómodo porque el bebé estaba en el
medio, tratando de abrazarlos a los dos.
–Acuérdate
del bebé –dijo–. El bebé te necesita. Recuerda lo que Miriam hubiese querido.
Ella no
dijo nada pero hizo un gesto afirmativo con la cabeza y volvió a tomar al niño
entre sus brazos. Él le acercó la botella de agua a los labios.
Sacó las
tres latas de la canasta. A una de ellas se le había caído la etiqueta, la lata
era pesada pero no había forma de saber qué era lo que contenía. La segunda decía
“Duraznos en almíbar”. La tercera era de habas cocidas en salsa de
tomate. Miriam había muerto por eso y por una botella de agua. Pero sabía que
no era tan simple. Miriam había muerto porque pertenecía al pequeño grupo que
sabía la verdad acerca del niño.
El
abridor era antiguo, estaba desafilado y un poco oxidado. Pero serviría. Abrió
la lata, tiró la tapa hacia atrás, tomó la cabeza de Julian entre sus
manos y empezó a darle las habas con el dedo mayor de su mano izquierda. Ella
lo chupaba con avidez. Darle de comer era un acto de amor. Ninguno de los dos
hablaba. A los cinco minutos, cuando la lata estaba por la mitad, ella dijo:
–Ahora es
tu turno.
–No tengo
hambre.
–Claro
que tienes hambre.
Sus dedos
eran demasiado grandes y no llegaban al fondo de la lata, así que ahora le
tocaba a ella el turno de darle de comer a él. Ella se incorporó y con el niño
en su falda introdujo su pequeña mano derecha y le ofreció de comer.
–Están
riquísimas –dijo él.
Cuando la
lata estuvo vacía ella suspiró y se recostó, con el niño contra el pecho. Él se
estiró a su lado.
–¿Cómo fue que murió? –dijo ella.
Era una
pregunta que él esperaba. No podía mentirle.
–La
estrangularon. Debe haber sido todo muy rápido.
Tal vez
ella ni siquiera los vio. No creo que haya tenido tiempo de sentir terror ni
dolor.
–Puede
haber durado un segundo, dos segundos, o quizá más –dijo Julian–.
No podemos vivirlos por ella. No podemos saber lo que sintió, si fue terror o
dolor. En dos segundos uno puede sentir el terror o el dolor de toda una vida.
–Mi amor,
ya pasó –dijo él–. Ya no podrán alcanzarla nunca más. El Consejo nunca podrá
alcanzar ni a Miriam, ni a Gascoigne ni a Luke. Cada vez que
una víctima muere es una pequeña derrota para la tiranía.
–Es un
consuelo demasiado simple –dijo ella. Y luego, después de una pausa, agregó–:
No tratarán de separarnos, ¿no?
–Estoy
persuadido de que ni la muerte ni la vida ni los principados ni las potestades
ni la altura ni la profundidad ni ninguna otra criatura podrá separarnos.
Ella le
puso la mano en la mejilla.
–Mi amor,
¿quién puede asegurarlo? De todas
formas, me gusta que lo digas. Luego le preguntó:–¿Por qué no vienen? –Pero no había angustia en su voz; sólo un leve
desconcierto.
El le tomó
la mano y rodeó con sus dedos la carne caliente y deforme que una vez le había
resultado tan repulsiva. La acarició pero no obtuvo respuesta. Estaban tiesos
uno junto al otro. Theo percibía el fuerte olor a madera y a fuego apagado, el
recuadro de sol que parecía un velo verde, el silencio sin pájaros y sin
viento, y los latidos del corazón de Julian y del suyo.
Estaban envueltos en una escucha intensa que misteriosamente carecía de
ansiedad. ¿Sería eso lo que sentían
los torturados cuando pasaban del extremo del dolor a la paz? Pensó: hice lo
que me propuse. El niño nació tal como ella quería. Este lugar y este momento
son nuestros y no importa lo que nos hagan, nunca nos lo podrán quitar. Fue Julian quien
rompió el silencio:
–Creo,
creo que están aquí. Han llegado.
El no oía
nada, pero se levantó y le dijo:
–Espera y
no hagas ningún ruido. No te muevas.
Le dio la
espalda para que ella no viera cuando sacaba el revólver del bolsillo y le
colocaba la bala. Luego salió a recibirlos.
Xan
estaba solo. Con sus pantalones de corderoy, su camisa abierta y el pulóver
grueso parecía un guardabosques. Pero los guardabosques no están armados: se
veía el bulto de una pistola debajo del pulóver. Y ningún guardabosques tendría
ese resplandor de confianza en sí mismo, ese poder arrogante. En su mano
izquierda brillaba la alianza de Inglaterra.
–Entonces
es cierto –dijo.
–Sí, es
cierto.
–¿Dónde está ella?
Theo no
contestó.
–No tengo
por qué preguntártelo –dijo Xan–. Ya sé dónde está. ¿Pero está bien?
–Está
bien. Está durmiendo. Tenemos unos pocos minutos hasta que se despierte.
Xan tiró
los hombros hacia atrás y suspiró aliviado, como si fuera un nadador exhausto
que sale a la superficie para abrir los ojos.
Aspiró
profundamente y luego dijo, con calma:
–Puedo
esperar para verla. No quiero asustarla. He venido con una ambulancia, un helicóptero,
médicos y parteras. He traído todo lo que necesita. El niño nacerá en las
condiciones más seguras. La madre será tratada como el milagro que es; eso
tiene que saberlo. Si ella confía en ti entonces puedes ser tú el que se lo
diga. Tranquilízala, dile que no hay nada que temer.
–Hay todo
que temer. ¿Dónde está Rolf?
–Está
muerto.
–¿Y Gascoigne?
–Está muerto.
–Vi el
cuerpo de Miriam. Así que ninguno de los que sabían la verdad acerca de este niño
está vivo. Te has librado de ellos.
–Excepto
de ti –dijo Xan, con calma. Como Theo no contestó, continuó–: No está en mis
planes matarte. No quiero hacerlo. Te necesito. Pero tenemos que hablar ahora, antes de que la vea. Tengo que saber hasta dónde cuento contigo. Tú
puedes ayudarme con ella, con lo que tengo que hacer.
–Dime lo
que tienes que hacer –dijo Theo. –¿No te parece obvio? Si es un varón, y es fértil, será el padre de la
nueva raza. Si produce esperma, esperma fértil, a los trece –a los doce tal
vez– nuestras mujeres Omegas
tendrán sólo treinta y ocho años. Podemos hacerlas
engendrar, y también a otras mujeres seleccionadas. Tal vez podamos hacer que
todas las mujeres vuelvan a engendrar.
–El padre
de su hijo está muerto. –Ya sé. Rolf nos dijo. Pero si había un hombre fértil
puede haber otros. Intensificaremos el programa de exámenes. Lo hemos estado
descuidando. Revisaremos a todo el mundo: a los epilépticos, a los deformes, a
todos los seres masculinos del país. Y quizás el niño sea varón, un varón fértil.
El será nuestra mayor esperanza. La esperanza del mundo entero. –¿Y Julian?
Xan se rió.
–Quizá me case con ella. De todas formas, la cuidaremos. Ve con ella ahora.
Despiértala. Dile que estoy aquí pero que estoy solo. Tranquilízala. Dile que tú
me ayudarás a cuidarla. Por Dios, Theo, ¿te das cuenta del poder que tienes en tus manos? Vuelve al Consejo,
puedes ser mi lugarteniente. Tendrás todo lo que quieras. –No.
Se hizo
un silencio.
–¿Recuerdas el puente de Woolcombe? –preguntó
Xan. La pregunta no era una apelación sentimental a una antigua lealtad o a los
lazos de sangre, ni una forma de llamar la atención sobre la amabilidad
ofrecida y disfrutada. Simplemente, Xan se había acordado del puente en ese
momento y sonreía por la alegría que eso le causaba.
–Recuerdo
todo lo que pasaba en Woolcombe –dijo Theo.
–No
quiero matarte.
–Tendrás
que hacerlo, Xan. Tal vez tengas que matarla a ella también.
Intentó
encontrar su arma. Xan se rió al verlo.
–Sé que
no está cargada. Eso es lo que les dijiste a los ancianos, ¿te acuerdas? No habrías dejado que Rolf escapara
si hubieses tenido un arma cargada.
–¿Cómo querías que lo evitara? ¿Matando a su marido ante sus propios ojos?
–¿Su marido? No me di cuenta de que le importara
demasiado su marido. Esa no es la imagen que él tan servicialmente nos dio
antes de morir. No estarás imaginando que estás enamorado de ella, ¿no? No trates de convertirlo en algo romántico.
Quizá sea la mujer más importante del mundo pero no es la Virgen María. El
hijo que tiene en sus entrañas no deja de ser el hijo de una puta.
Sus
miradas se encontraron. Theo pensó: ¿qué es lo que espera? ¿Es
que le resulta imposible matarme a sangre fría, como me pasa a mí con él? El
tiempo pasaba, un interminable segundo tras otro. Entonces Xan estiró la mano y
apuntó. Y fue en esa fracción de segundo que el niño gritó; fue un quejido
agudo, como si fuera un grito de protesta. Theo oyó el silbido de la bala de
Xan, que atravesaba la manga de su saco sin tocarlo. Sabía que en ese medio
segundo no podía haber visto lo que luego recordaría con tanta claridad: la
cara transfigurada de Xan por la alegría y el triunfo; ni podía haber oído su
poderoso grito de afirmación, como el grito en el puente de Woolcombe. Pero
fue con el recuerdo de ese grito en los oídos que le pegó un tiro en el corazón
a Xan.
Después
de los dos tiros sólo percibió un enorme silencio. Cuando él y Miriam
empujaron el coche al lago, el bosque pacífico se había convertido en una
jungla de gritos, una cacofonía de chillidos agudos, ramas quebradas y cantos
de pájaros que desaparecieron recién con el temblor de la última onda sobre el
agua. Pero ahora no se oía nada. Tenía la impresión de haber caminado hacia Xan
como si estuviera en una película en cámara lenta: movía los brazos a los
costados como para abrirse paso, y caminaba sin control, casi sin tocar el
piso; el espacio se extendía hacia el infinito, lo que hacía que el cuerpo de
Xan pareciera un objetivo lejano hacia el cual él se dirigía con dificultad,
suspendido en el tiempo. Y luego, como si lo hubiesen golpeado en la cabeza,
volvió a la realidad, y al mismo tiempo percibió los movimientos rápidos de su
propio cuerpo, y cada uno de los animales que andaban entre los árboles, cada
hoja de pasto debajo de sus zapatos, el aire que le daba en la cara, y sobre
todo percibió a Xan tirado a sus pies. Estaba de espaldas, con los brazos abiertos,
como si descansara junto al Windrush. La expresión de su rostro era de paz, no
de sorpresa; era como si estuviese fingiendo que estaba muerto pero, al
arrodillarse, Theo notó que sus ojos eran como dos piedras inexpresivas que
alguna vez el mar había bañado, pero cuya vida se había ido para siempre con la
última ola. Le sacó el anillo, se incorporó y se quedó esperando.
Salieron
del bosque muy rápido: primero Cari Inglebach, luego Martin Woolvington y luego
las dos mujeres. Detrás, a una distancia prudente, había seis Granaderos. Se
acercaron hasta unos cuatro pies de distancia del cuerpo de Xan y se
detuvieron. Theo sostuvo la alianza en alto y luego se la colocó en el dedo y
les mostró su mano.
–El
Custodio de Inglaterra ha muerto y el niño ha nacido. Escuchen.
Se volvió
a oír el gemido suave pero decidido del recién nacido. Se dirigieron hacia la
cabaña pero él les obstruyó el camino y les dijo:
–Esperen.
Primero debo consultar a su madre.
Julian estaba sentada
rígida, con el niño apretado contra el pecho; el bebé tenía la boca abierta y
por momentos tomaba su leche. Cuando Theo entró vio que el miedo desesperado de
sus ojos se convertía en alivio. Dejó al niño en su falda y estiró los brazos
hacia él. Llorando, le dijo:
–Escuché
dos tiros. No sabía si eras tú el que vendría, o él.
El atrajo
su cuerpo tembloroso contra sí por un momento.
–El
Custodio de Inglaterra está muerto –dijo–. Los miembros del Consejo están aquí.
¿Quieres verlos y mostrarles el
bebé?
–Sólo un
momento –dijo ella–. Theo, ¿qué
sucederá ahora?
El terror
que había sentido por él la había dejado sin coraje y sin fuerzas, y por
primera vez desde el nacimiento él la vio vulnerable y asustada. Tocando el
cabello con sus labios, le susurró al oído:
–Te
llevaremos al hospital, a un lugar tranquilo. Allí te cuidarán. No dejaré que
te molesten. No hará falta que estés demasiado tiempo ahí, y luego estaremos
juntos. Jamás te abandonaré. No importa lo que suceda: siempre estaremos
juntos.
Él la
soltó y salió. Habían formado un semicírculo y lo estaban esperando.
–Pueden
entrar. Sólo los miembros del Consejo, no los Granaderos. Está cansada,
necesita descansar.
–Hay una
ambulancia en el camino –dijo Woolvington–. Podemos llamar a los paramédicos
para que la lleven hasta allí. El helicóptero está a una milla, en las afueras
del pueblo.
–No
correremos el riesgo de ir en helicóptero –dijo Theo–. Llamen a los camilleros.
Que se lleven el cuerpo del Custodio. No quiero que ella lo vea.
Condujo a
los miembros del Consejo hasta la cabaña. Tenía la impresión de que caminaban vacilantes,
con reticencia; primero las dos mujeres y luego Woolvington y Cari. Woolvinton
no se acercó a
Julian: se ubicó a la altura de su cabeza como si
fuese un centinela. Las dos mujeres se arrodillaron menos por homenaje, pensó
Theo, que por una necesidad de estar cerca del niño. Miraban a Julian como si buscaran aprobación. Ella les sonrió y les alcanzó el bebé.
Entre murmullos, lágrimas y risas ellas le tocaban la cabeza, las mejillas y
los brazos movedizos. Harriet
le acercó un dedo y para su sorpresa, el bebé se lo
agarró. Ella se rió y Julian
le dijo a Theo:
–Miriam
me contó que los recién nacidos pueden agarrar algunas cosas. No dura
demasiado.
Las
mujeres no contestaron. Lloraban y se reían entre tontas exclamaciones de
felicidad y descubrimiento. Theo pensó que parecían la imagen de la camaradería
femenina. Lo miró a Cari, asombrado de que hubiese podido viajar hasta allí, de
que todavía se las arreglara para mantenerse en pie. Cari miró al niño con sus
ojos marchitos y dijo su Nunc dimittis: “Puedo quedarme tranquilo; todo empieza otra vez”.
Theo pensó:
empieza otra vez, con celos, con traición, con violencia, muertes, con esta
alianza en mi dedo. Miró el enorme zafiro, el brillo de los diamantes, la cruz
de rubí, e hizo girar la alianza, consciente de su peso. Se la había puesto en
la mano como un acto instintivo y sin embargo deliberado, era un gesto como
para asegurarse autoridad y protección. Sabía que los Granaderos vendrían armados.
El símbolo brilloso en su dedo al menos los haría detenerse, le daría a él
tiempo para pensar. ¿Era necesario
que se lo dejara puesto? Tenía todo el poder de Xan al alcance de la mano, e
incluso más. Cari se estaba muriendo y el Consejo no tenía quien lo dirigiera.
Al menos por un tiempo debería tomar el lugar de Xan. Habría cosas que
arreglar, pero tenía que organizarse. No podía hacer todo inmediatamente, había
que establecer prioridades. ¿Sería
eso lo que Xan había encontrado? ¿Y
sería esta repentina intoxicación de poder lo que Xan había sentido durante
todos los días de su vida? Esa impresión de que nada era imposible para él, de
que se haría todo lo que él quisiera, de que todo lo que odiara sería abolido,
de que el mundo podía funcionar según su voluntad. Comenzó a sacarse la alianza
del dedo, luego se detuvo y se la volvió a poner. Ya habría tiempo para decidir
si la necesitaría, y por cuánto tiempo.
–Ahora déjennos
solos –dijo, y se agachó para ayudar a las mujeres a incorporarse. Salieron
tan tranquilos como habían entrado.
Julian lo miró y vio
la alianza por primera vez. –No está hecha para tu dedo –le dijo. Durante un
segundo, no más, él sintió algo cercano a la irritación. Era él quien decidiría
cuándo sacársela.
–Por
ahora es útil –dijo–. Me la sacaré cuando llegue el momento.
Ella
parecía contenta; la sombra en su mirada debe haber sido producto de la
imaginación de Theo. Ella sonrió y le dijo:
–Por
favor, bautiza al bebé ahora, mientras estamos solos. Es lo que Luke hubiese
querido. Es lo que yo quiero.
–¿Cómo quieres llamarlo?
–Ponle el
nombre de su padre y el tuyo.
–Primero
voy a ponerte cómoda.
La toalla
que tenía entre las piernas estaba muy manchada. La sacó sin sentir ninguna
repulsión, sin siquiera pensarlo, y puso otra en su lugar. Quedaba muy poca
agua en la botella, pero casi no la necesitaba. Sus lágrimas caían sobre la
frente del niño. Recordó el rito lejano de su niñez. Había que verter agua y
decir algunas palabras. Con un dedo mojado por sus propias lágrimas y sucio por
la sangre de ella, hizo la señal de la cruz sobre la frente del niño.