Casi un objeto - José Saramago


SILLA
EMBARGO
REFLUJO
COSAS
CENTAURO
DESQUITE

LA ISLA

SILLA


La silla empezó a caer, a venirse abajo, a inclinarse, pero no, en el rigor del término, a desatarse. En sentido estricto, desatar signi­fica quitar las sujeciones. Bien, de una silla no se dirá que tiene sujeciones, y, si las tuvie­ra, por ejemplo, unos apoyos laterales para los brazos, se diría que están cayendo los bra­zos de la silla y no que se desatan. Pero es verdad que se desatan lluvias, digo también, o recuerdo más bien, para que no me suceda caer en mis propias trampas: así, si se desatan chaparrones, que es apenas un modo dife­rente de decir lo mismo, ¿no podrían, en resumen, desatarse sillas, incluso no teniendo sujeciones? ¿Al menos como libertad poéti­ca? ¿Al menos por el sencillo artificio de un hablar que se proclama estilo? Acéptese en­tonces que se desaten sillas, aunque sea pre­ferible que se limiten a caer, a inclinarse, a venirse abajo. Sea desatado, sí, quien en esta silla se sentó, o ya no está sentado, sino cayendo, como es el caso, y el estilo aprovecha­rá la variedad de las palabras que, finalmen­te, nunca dicen lo mismo, por más que se quiera. Si dijesen lo mismo, si los grupos se juntasen por homología, entonces la vida po­dría ser mucho más simple, por vía de re­ducción sucesiva, hasta la incluso tampoco simple onomatopeya y, siguiendo por ahí adelante, probablemente hasta el silencio, al que llamaríamos sinónimo general u omni­valente. No es siquiera onomatopeya, o no se puede formar a partir de este sonido articulado (que no tiene la voz humana sonidos puros y por lo tanto inarticulados, a no ser quizá en el canto e, incluso así, convendría oírlo más de cerca), formado en la garganta del desplo­mante o cayente, aunque no estrella, palabras ambas de resonancia heráldica que designan ahora a aquel que se desata, pues no ha pare­cido correcto juntar a este verbo la desinencia paralela (ant) que completaría la elección y completaría el círculo. De esta manera queda probado que el mundo no es perfecto.
Sí se llamaría perfecta la silla que está cayendo. Sin embargo, cambian los tiempos, cambian las voluntades y las cualidades, lo que fue perfecto ha dejado de serlo, por razones en las que las voluntades no pueden, pero que no serían razones sin que los tiempos las tra­jesen. O el tiempo. Poco importa decir cuán­to tiempo fue, como importa poco describir o simplemente enunciar el estilo de mobiliario que convertiría la silla, por obra de identifi­cación, en miembro de una familia sin duda numerosa, tanto más que, como silla, pertenece, por naturaleza, a un simple subgrupo o ramo colateral, nada que se aproxi­me, en tamaño o función, a esos robustos pa­triarcas que son las mesas, los armarios, los aparadores o chineros o alacenas, o las camas, de las cuales, naturalmente, es mucho más difícil caer, si no imposible, pues es al levan­tarse de la cama cuando se parte una pierna o al echarse y resbalar en la alfombrilla, aunque partirse la pierna no sea precisamente el resul­tado de resbalarse en la alfombrilla. Ni cree­mos que importe decir de qué especie de ma­dera está hecho mueble tan pequeño, que ya por su nombre parece destinado al fin de caer, o será un timo de la estampita lingüístico ese latín cadere, si cadere es latín, aunque debería serlo. Cualquier árbol podrá haber servido, ex­cepto el pino, por haber agotado sus virtudes en las naves de Indias y ser hoy ordinario, el cerezo por combarse fácilmente, la higuera por desgajarse a traición, sobre todo en días calientes y cuando a causa de los higos se va demasiado adelante por la rama; excepto estos árboles por los defectos que tienen y excepto otros por sus abundantes cualidades, como es el caso del palo de hierro, en el cual la carcoma no penetra, pero padece de demasiado peso pa­ra el volumen requerido. Otro que tampoco  viene al caso es el ébano, precisamente porque es tan sólo un nombre diferente del palo de hie­rro, y ya se ha visto lo inconveniente de utilizar sinónimos o que supuestamente lo sean. Mu­cho menos en esta elucubración de cuestiones botánicas que no se preocupa de sinónimos, sino de verificar dos nombres diferentes que la gente ha dado a la misma cosa. Se puede apos­tar que el nombre de palo de hierro fue dado o pensado por aquel que tuvo que transportarlo a la espalda. Apuesta a lo seguro y ganas.
Si fuese de ébano, tendríamos proba­blemente que tildar de perfecta a la silla que está cayendo, y tildar o achacar se dice porque entonces no caería ella, o vendría a ser mucho más tarde, de aquí, por ejemplo, a un siglo, cuando ya no valiese la pena caer. Es posible que otra silla viniese a caer en su lugar, para poder dar la misma caída y el mismo resultado, pero eso sería contar otra historia, no la historia de lo que fue porque está acontecien­do, sí, tal vez, la de lo que viniese a suceder. Lo cierto es bastante mejor, sobre todo cuando se ha esperado mucho por lo dudoso.
Sin embargo, una cierta perfección ha­bremos de reconocer en esta, finalmente, única silla que continúa cayendo. No fue construida a propósito para el cuerpo que en ella se ha venido a sentar desde hace muchos años, pero sí escogida a causa del diseño, por acertar o no contradecir en exceso con el resto de los muebles que están cerca o más lejos, por no ser de pino, o cerezo, o higuera, vistas las razones ya expuestas, y ser de madera habitualmente usada para muebles de calidad y para durar, verbi gratia, caoba. Es ésta una hipótesis que nos dispensa de ir más lejos en la averiguación, por lo demás no deliberada, de la madera que sir­vió para de ella cortar, moldear, modelar, pe­gar, encajar, apretar y dejar secar la silla que es­tá cayendo. Sea pues la caoba y no se hable más de este asunto. A no ser para añadir cuán agra­dable y reposante es, después de bien sentados, y si la silla tiene brazos, y es toda ella de caoba, sentir bajo las palmas de las manos aquella du­ra y misteriosa piel suave de la madera pulida y, si curvo el brazo, el carácter de hombro o ro­dilla o hueso ilíaco que esa curva tiene.
Desgraciadamente la caoba, verbi gra­tia, no resiste a la carcoma como resiste el antes mencionado ébano o palo de hierro. La prueba ha sido hecha por la experiencia de los pueblos y de los madereros, pero cualquiera de noso­tros, animado por un espíritu científico sufi­ciente, podrá hacer su propia demostración usando los dientes en una y en otra madera y juzgando la diferencia. Un canino normal, in­cluso nada preparado para una exhibición de fuerza dental circense, imprimirá en la caoba una excelente y visible marca. No lo hará en el ébano. Quod erat demonstrandum. Por ahí po­dremos estimar las dificultades de la carcoma.
No será hecha ninguna investigación policial, aunque éste fuese justamente el mo­mento propicio, cuando la silla apenas se ha inclinado dos grados, puesto que, para decir toda la verdad, el desplazamiento brusco del centro de gravedad es irremediable, sobre to­do porque no lo vino a compensar un reflejo instintivo y una fuerza que a él obedeciese; sería ahora el momento, se repite, de dar la orden, una severa orden que hiciese remontar todo, desde este instante que no puede ser detenido hasta, no tanto el árbol (o árboles, pues no está garantizado que todas las piezas sean de tablas hermanas), sino hasta el vendedor, el almacenista, la serrería, el estibador, la com­pañía de navegación que trajo de lejos el tron­co cepillado de ramas y raíces. Hasta donde fuese necesario llegar para descubrir la carco­ma original y esclarecer las responsabilidades. Es cierto que se articulan sonidos en la gargan­ta, pero no conseguirán dar esa orden. Apenas dudan, todavía, sin conciencia de dudar, entre la exclamación y el grito, ambos primarios. Está por lo tanto garantizada la impunidad por enmudecimiento de la víctima y por inad­vertencia de los investigadores, que sólo pro forma y rutina vendrán a verificar, cuando la silla acabe de caer y la caída, mientras tanto no fatal, estuviere consumada, si la pata, o pie, fue malévola y aun criminalmente cortada. Se humillará quien tal verificación haga, pues no es menos que humillante usar pistola en el so­baco y tener un trozo de madera carcomida en la mano, desmigándolo debajo de la uña, que para eso no necesitaría ser muy gorda. Y después apartar con el pie la silla rota, sin irritación por lo menos, y dejar caer, también caer, la pata inú­til, ahora que se acabó el tiempo de su utilidad, que precisamente es la de haberse roto.
Fue en algún lugar, si se consiente esta tautología. Fue en algún lugar donde el co­leóptero, perteneciese al género Hilotrupes o Anobium u otro (ningún entomólogo rea­lizó peritaje ni identificación), se introdujo en aquella o en cualquier otra parte de la silla, desde la cual viajó después, royendo, comiendo y evacuando, abriendo galerías a lo largo de las venas más suaves, hasta el lugar ideal de frac­tura, cuántos años después, no se sabe, habien­do sido sin embargo discreto, considerada la brevedad de la vida de los coleópteros, pues muchas habrán sido las generaciones que se alimentaron de esta caoba hasta el glorioso día, noble pueblo, nación valiente. Medite­mos un poco en esta obra pacientísima, esta nueva pirámide de Queops, si éstas son formas de escribir egipcio en español, que los coleóp­teros edificaron sin que de ella se pudiera ver nada desde fuera, pero abriendo túneles que de cualquier manera irían a parar a una cámara mortuoria. No es forzoso que los faraones sean depositados en el interior de montañas de piedra, en un lugar misterioso y negro, con ra­males que primero se abren sobre pozos y per­diciones, allá donde dejarán los huesos, y la carne mientras no haya sido comida, los ar­queólogos imprudentes y escépticos que se ríen de las maldiciones, en aquel caso se suele decir egiptólogos, en este caso se deberá decir lusólogos o portugalólogos, cuando les llega su hora. Todavía sobre estas diferencias de lu­gar en el que se hace la pirámide y ese otro donde va a instalarse o es instalado el faraón, apliquemos el cuento y digamos, de acuerdo con las sabias y prudentes voces de nuestros antepasados, que en un sitio se pone el ramo y en otro se vende el vino. No nos extrañemos, por lo tanto, de que esta pirámide, llamada si­lla, rehúse una y otra vez su destino funerario y, por el contrario, todo el tiempo de su caída venga a ser una forma de despedida, constan­temente vuelta al principio, no por pesarle en modo alguno la ausencia, que más tarde será hacia lejanas tierras, sino para la cabal demos­tración y compenetración de lo que sea despe­dida, pues es bien sabido que las despedidas son siempre demasiado rápidas para merecer realmente ese nombre. No hay en ellas ni tiempo ni lugar para el disgusto diez veces destilado hasta la pura esencia, todo es algara­bía y precipitación, lágrima que venía y no tuvo tiempo de mostrarse, expresión que bien querría ser de profunda tristeza o melancolía, como otrora se usó, y finalmente queda en gesto o en mueca, que es evidentemente peor. Cayendo así la silla, sin duda cae, pero el tiempo de caer es todo el que queramos y, mientras miramos este inclinarse que nada detendrá y que ninguno de nosotros irá a detener, ahora ya sabido irremediable, podemos volverlo atrás como el Guadiana, no por medroso, sino por gozoso, que es el modo celestial de gozar, también sin la menor duda merecido. Aprendamos, si es posible, con Santa Teresa de Ávila y  el diccionario, que este gozo es aquella sobrenatural alegría que en el alma de los justos produce la gracia. Mientras vemos la silla caer sería imposible que no estuviéramos nosotros recibiendo esa gracia, pues, espectadores de la caída, no hacemos nada ni lo vamos a hacer para detenerla y asistimos juntos. Con lo cual   queda probada la existencia del alma, por la demostrativa vía de un efecto que, está dicho, precisamente no podríamos experimentar sin  ella. Vuelva pues la silla a su vertical y empiece otra vez a caer mientras volvemos al asunto.
He aquí al Anobium, que éste es el nombre elegido, por algo de noble que hay  en él, un vengador semejante que viene del horizonte de la pradera, montado en su caballo Malacara, y se toma todo el tiempo necesario para llegar, hasta que pasen los créditos por entero y se sepa, si es que ninguno de no­sotros ha visto las carteleras en el vestíbulo de la entrada, que es quien a fin de cuentas realiza esto. He aquí al Anobium, ahora en primer plano, con su cara de coleóptero a la vez carcomida por el viento de lejos y por los grandes soles que todos nosotros sabemos asolan las galerías abiertas en la pata de la si­lla que acaba ahora mismo de partirse, gra­cias a lo cual dicha silla empieza por tercera vez a caerse. Este Anobium, ya ha sido dicho de manera más ligada a las banalidades de la genética y la reproducción, tuvo predeceso­res en la obra de venganza: se llamaron Fred, Tom Mix, Buck Jones, pero éstos son los nombres que quedaron para siempre jamás registrados en la historia épica del FarWest y que no deben hacernos olvidar a los coleóp­teros anónimos, aquellos que tuvieron una tarea menos gloriosa, ridícula incluso, como la de haber empezado a atravesar el desierto y muerto en él, o ir pasito a paso por el camino del pantano y ahí resbalar y quedar sucio y maloliente, que es una vejación, castigado con las carcajadas del patio de butacas y los palcos. Ninguno de éstos pudo llegar al ajus­te de cuentas final, cuando el tren pitó tres veces y las pistoleras fueron engrasadas por dentro para salir las armas sin tardanza, ya con los índices enganchados en el gatillo y los pulgares dispuestos a tirar del percutor.
Ninguno de ellos tuvo el premio esperándole en los labios de Mary, ni la complicidad del caballo Rayo que viene por detrás y empuja al cowboy tímido por la espalda entre los bra­zos de la chica, que no espera otra cosa. Todas las pirámides tienen piedras por debajo, los monumentos también. El Anobium vencedor es el último eslabón de la cadena de anóni­mos que le precedió, en cualquier caso no menos felices, pues vivieron, trabajaron y mu­rieron, cada cosa en su momento, y este Ano­bium, que sabemos que cierra el ciclo, morirá en el acto de fecundar, como el zángano. El principio de la muerte.
Maravillosa música que nadie oyó du­rante meses y años, sin descanso, ninguna pau­sa, de día y de noche, a la hora espléndida y asustadora del nacer del sol y en esa otra oca­sión de maravilla que es el adiós luz, hasta ma­ñana, este roer constante, continuo, como un infinito organillo de una sola nota, moliendo, triturando fibra a fibra, y todo el mundo dis­traído entrando y saliendo, ocupado en sus co­sas, sin saber que de ahí saldrá, repetimos, en una hora señalada, con las pistolas en ristre, el Anobium, apuntando al enemigo, a la diana, y acertando o acentrando, que es precisamente acertar en el centro, o pasa a serlo desde ahora, porque alguien tenía que ser el primero. Ma­ravillosa música finalmente compuesta y to­cada por generaciones de coleópteros, para su gozo y nuestro beneficio, como fue el sino de la familia Bach, tanto antes como después de Juan Sebastián. Música no escuchada, y si la hubiese escuchado qué habría hecho, por aquél que sentado en la silla con ella cae y forma en la garganta, por susto o sorpresa, este sonido arti­culado que tal vez no venga a ser grito, aullido, mucho menos palabra. Música que va a callarse, que se ha callado ahora mismo: Buck Jones ve al enemigo cayendo inexorablemente al suelo, bajo la gran y ofuscante luz del sol tejano, guarda en las pistoleras los revólveres y se quita el gran sombrero de alas anchas para enjugar la frente y porque Mary se aproxima co­rriendo, vestida de blanco, ahora que el peligro ya ha pasado.
Supondría, sin embargo, alguna exage­ración afirmar que todo el destino de los hom­bres se encuentra inscrito en el aparato bucal roedor de los coleópteros. Si fuese así, nos ha­bríamos ido todos a vivir a casas de cristal y hierro, por lo tanto al abrigo del Anobium, pero no al abrigo de todo porque, al final, por al­guna razón existe, y para otra también, ese misterioso mal al que damos nosotros, cance­rosos en potencia, el nombre de cáncer del cristal, y esa tan vulgar herrumbre que, vaya cualquiera a descubrir estos otros misterios, no ataca al ébano pero deshace literalmente lo que sea sólo hierro. Nosotros, hombres, so­mos frágiles, pero, en verdad, tenemos que ayudar a nuestra propia muerte. Es quizá una cuestión de honor nuestro: no quedarnos así, inermes, entregados; dar de nosotros cualquier cosa, o, si no, ¿para qué serviría estar en el mundo? La cuchilla de la guillotina corta, pero ¿quién pone el cuello? El condenado. Las balas de los fusiles perforan, pero ¿quién da el pecho? El fusilado. La muerte tiene esta pecu­liar belleza de ser tan clara como una demos­tración matemática, tan simple como unir con una línea dos puntos, siempre que ésta no exceda el largo de la regla. Tom Mix dispara sus dos revólveres, pero aun así es necesario que la pólvora comprimida en los cartuchos tenga po­der suficiente y sea en cantidad suficiente para que el plomo venza la distancia en su trayectoria ligeramente curva (nada tiene que hacer aquí la regla) y, habiendo cumplido las exigencias de la balística, perfore primero a buena altura el chaleco de paño, después la camisa quizá de franela, a continuación la cami­seta de lana que en invierno calienta y en verano absorbe el sudor, y finalmente la piel, suave y elástica, que primero se recoge suponiendo, si la piel supone, si no supura apenas, que la fuerza de los proyectiles se quebrará allí, y cae­rán por lo tanto las balas por tierra, en el polvo del camino, a salvo el criminal hasta el próxi­mo episodio. No fue sin embargo así. Buck Jones ya tiene a Mary en los brazos y la palabra Fin le nace de la boca y llena la pantalla. Sería el momento para que se levantaran los espec­tadores, despacio, salieran por el pasillo hasta la luz cruda que llega desde la puerta, porque habían ido a la matinée, esforzándose para re­gresar a esta realidad sin aventura, un poco tristes, un poco animosos, y tan mal apuntados a la vida que en la carrera del tiro espera, que hay incluso quien se queda sentado para la segunda sesión: érase una vez.
También ahora se sentó este hombre viejo que primero salió de una sala y atravesó otra, después siguió por un corredor que po­dría ser el pasillo de un cine, pero no lo es, es una dependencia de una casa, no diremos que suya, sino apenas la casa en la que vive, o está viviendo, toda ella por lo tanto no suya, sino su dependencia. La silla aún no ha caído. Con­denada, es como un hombre extenuado, no obstante aun acá del grado supremo de la ex­tenuación: consigue aguantar su propio peso. Viéndola de lejos no parece que el Anobium la haya transformado, él cowboy y minero, él en Arizona y en Jales, en una red laberíntica de galerías, como para perder en ella el juicio. La ve de lejos el viejo que se aproxima y cada vez más de cerca la ve, si es que la ve, que de tantos millares de veces que ahí se ha sentado no la ve ya, y ése es su error, siempre lo fue, no reparar en las sillas en las que se sienta por suponer que todas han de poder lo que sólo él pue­de. San Jorge, santo, vería allí al dragón, pero este viejo es un falso devoto que se manco­munó, de gorra, con los cardenales patriarcas, y todos juntos, él y ellos, in hoc signo vinces. No ve la silla, además ahora viene sonriendo con cándido contentamiento y se acerca a ella sin reparar, mientras esforzadamente el Ano­bium deshace en la última galería las últimas fibras y aprieta sobre las caderas el cinturón de las pistoleras. El viejo piensa que va a descansar digamos media hora, que tal vez dor­mite incluso un poco con esta buena tempera­tura de principios de otoño, que ciertamente no tendrá paciencia para leer los papeles que lleva en la mano. No nos impresionemos. No se trata de una película de terror; con caídas de este estilo se hicieron y se harán excelentes escenas cómicas, gags hilarantes, como los hi­zo Chaplin, todos los tenemos en la memoria, o Pat y Patachón, gana un caramelo quien se acuerde. Y no lo anticipemos, aunque sepa­mos que la silla se va a partir: pero todavía no, primero tiene que sentarse el hombre despa­cio, a nosotros, los viejos, nos marcan las leyes las trémulas rodillas, tiene que posar las ma­nos o agarrar con fuerza los brazos o sujecio­nes de la silla, para no dejar caer bruscamente las nalgas arrugadas y los fondillos del panta­lón en el asiento que le ha soportado todo, como resulta excusado especificar, que todos so­mos humanos y sabemos. Del lado de las tri­pas, aclárese, porque de este viejo hay muchas y también diversas razones, y éstas son anti­guas, para dudar de su humanidad. Mientras tanto está sentado como un hombre.
Aún no se ha recostado. Su peso, gramo más, gramo menos, está igualmente distribui­do en el asiento de la silla. Si no se moviese po­dría permanecer así, a salvo, hasta ponerse el sol, altura en la que el Anobium acostumbra recobrar fuerzas y roer con nuevo vigor. Pero se va a mover, se ha movido, se ha recostado en el respaldo, se ha inclinado incluso un casi nada hacia el lado frágil de la silla. Y ésta se parte. Se parte la pata de la silla, crujió primero, después la desgarró la acción del peso desequilibrado y, de repente, la luz del día entró deslumbrante en la galería de Buck Jones, iluminando el blanco. A causa de la conocida diferencia entre la velocidad de la luz y del sonido, entre la lie­bre y la tortuga, la detonación se oirá más tar­de, sorda, ahogada, como un cuerpo que cae. Demos tiempo al tiempo. No está nadie más en la sala, o habitación, o galería, o terraza, o mientras el sonido de la caída no sea oído, so­mos nosotros los señores de este espectáculo, podemos incluso ejercitar el sadismo que, co­mo de músico y de loco, tenemos felizmente un poco, de una forma, digamos así, pasiva, sólo como quien ve y no conoce o in limine rechaza obligaciones apenas humanitarias de socorrer. A este viejo no.
Va a caer hacia atrás. Ahí va. Aquí, exactamente delante de él, lugar escogido, po­demos ver que tiene el rostro largo, la nariz aguileña y afilada como un gancho que fuese también navaja, y si no se diese el caso de ha­ber abierto la boca en ese instante, tendríamos el derecho, aquel derecho que tiene cualquier testigo ocular, que por eso dice yo vi, de jurar que no tiene labios. Pero la abrió, la abre de susto y sorpresa de incomprensión, y así es po­sible distinguir, aunque con poca precisión, dos rebordes de carne o larvas pálidas que sólo por la diferencia de textura dérmica no se confunden con la otra palidez circundante. La pa­pada se estremece sobre la laringe y demás car­tílagos y todo el cuerpo acompaña la silla hacia atrás, y por el suelo ha rodado hacia un lado, no lejos, porque todos debemos asistir, la pata de la silla partida. Ha esparcido un polvo ama­rillo aglomerado, no mucho en verdad, pero lo suficiente para complacernos con todo esto en imaginar una ampolleta cuya arena estuviera constituida escatológicamente por las deyec­ciones del coleóptero: en donde se ve hasta qué punto sería absurdo meter aquí a Buck Jones y a su caballo Malacara, esto suponiendo que Buck cambió de caballo en la última posada y monta ahora el caballo de Fred. Dejemos sin embargo este polvo que no es ni siquiera azufre, y que bien ayudaría a la escena si lo fuese, ardiendo con esa llama azulada y soltando su apestoso ácido sulfuroso, oh rima. Sería una perfecta manera de aparecer el infierno como tal, mientras la silla del demonio se parte y cae para atrás arrastrando consigo a Satanás, As­modeo y su legión.
El viejo ya no sujeta los brazos de la silla, las rodillas súbitamente no temblorosas obede­cen ahora a otra ley, y los pies que siempre han calzado botas para que no se supiese que son bi­furcados (nadie leyó a tiempo y con atención, todo está ahí, la dama de pata de cabra), los pies ya están en el aire. Asistiremos al gran ejercicio gimnástico, el salto mortal hacia atrás, mucho más espectacular éste, aunque sin público, que los otros vistos en estadios y jamores, desde lo alto de la tribuna, en la época en que las sillas aún eran sólidas y el Anobium una improbable hipótesis de trabajo. Y no hay nadie que fije este momento. Mi reino por una polaroid, gritó Ricardo III, y nadie le ayudó porque la pedía de­masiado pronto. Lo poco que recibimos a cam­bio de ese mucho que es enseñar la fotografía de los hijos, la tarjeta de socio y la verdadera ima­gen de la caída. Ay estos pies en el aire, cada vez más lejos del suelo, ay aquella cabeza cada vez más cerca, ay Santa Comba, no santa de los afligidos, santa patrona de aquel que siempre los afligió. Las hijas del Mondego la muerte oscura todavía por ahora no lloran. Esta caída no es una caída cualquiera de Chaplin, no se puede repetir otra vez, es única y por eso excelente, co­mo cuando estuvieron juntos los hechos de Adán y las gracias de Eva. Y por haber hablado de ella, Eva doméstica y servicial, gobernadora en proporción, benefactora de desempleados si sobrios, honestos y católicos, agujero del mar­tirio, poder medrado y mierdado a la sombra de este Adán que cae sin manzana ni serpiente, ¿dónde estás? Demasiado tiempo te entretienes en la cocina, o al teléfono atendiendo a las hijas de María o a las esclavas del Sagrado Corazón o a las pupilas de Santa Zita, mucha agua desperdi­cias regando las begonias en los tiestos, mucho te distraes, abeja maestra, que no acudes, y, si acudieses, ¿a quién socorrerías? Es tarde. Los santos están de espaldas, silban, se fingen dis­traídos, porque saben muy bien que no hay milagros, que nunca los hubo, y cuando algo de extraordinario ha sucedido en el mundo, su suerte fue estar presentes y aprovecharla. Ni San José, que en su época fue carpintero, y me­jor carpintero que santo, sería capaz de pegar aquella pata de silla a tiempo para evitar la caída, antes que este nuevo campeón de la gim­nástica portuguesa de su salto mortal, y Eva doméstica y gobernanta aparta ahora los tres frasquitos de píldoras y gotas que el viejo tomará, una cada vez, antes, durante y después de la próxima comida.
El viejo ve el techo. Ve apenas, no tiene tiempo de mirar. Agita los brazos y las piernas como un galápago vuelto con la barriga al aire, e inmediatamente a continuación es mucho más un seminarista con botas masturbándose cuando va de vacaciones a casa de sus señores padres que andan en la era. Es sólo eso, y nada más. Suave tierra, y bruta, y simple, para pisar y después decir que todo son piedras, y que na­cemos pobres y pobres felizmente moriremos, y por eso estamos en la gracia del Señor. Cae, viejo, cae. Repara que en este momento tienes los pies más altos que la cabeza. Antes de dar tu salto mortal, medalla olímpica, harás el pino como no fue capaz de hacerlo aquel muchacho en la playa, que intentaba y caía, sólo con un brazo porque el otro se lo había dejado en África. Cae. Sin embargo, no tengas prisa: aún hay mucho sol en el cielo. Podemos incluso, nosotros que asistimos, acercarnos a una ven­tana y mirar fuera, descansadamente, y desde aquí tener una gran visión de ciudades y aldeas, de ríos y planicies, de sierras y sembradíos, y decir al diablo tentador que precisamente es éste el mundo que queremos, pues no es malo que alguien desee lo que es suyo propio. Con los ojos deslumbrados volvemos hacia dentro y es como si no estuvieses: hemos traído dema­siada luz al interior de la habitación y tenemos que esperar a que ésta se habitúe o vuelva afue­ra. Estás, en fin, más cerca del suelo. Y la pata sana y la pata desmochada de la silla han resbalado hacia el frente, todo el equilibrio se ha perdido. Se distinguen los prenuncios de la verdadera caída, el aire se deforma alrededor, los objetos se encogen de susto, van a ser agre­didos, y todo el cuerpo es un retorcimiento crispado, una especie de gato reumático, por eso incapaz de dar en el aire la última vuelta que lo salvaría, con las cuatro patas en el suelo y un golpe suave, de bicho vivísimo. Se ve cuán mal estaba colocada esta silla, sobre lo malo que ya era, pero no sabido, tener el Anobium dentro de sí; peor, realmente, o tan mala es aquella arista, o pico, o canto de mueble que extiende su puño cerrado hacia un punto en el espacio, por el momento todavía libre, todavía aliviado e inocente, en el cual el arco del círcu­lo hecho por la cabeza del viejo irá a interrum­pirse y rebotar, cambiar por un instante de di­rección y después volver a caer, hacia abajo, hacia el fondo, inexorablemente tirado por ese duende que está en el centro de la tierra con billones de cordelitos en la mano, para arriba y para abajo, haciendo abajo lo mismo que aquí encima hacen los hombres de las marionetas, hasta el último tirón más fuerte que nos retira de la escena. No habrá llegado para el viejo aún este momento, pero es evidente que cae para volver a caer otra y última vez. Y ahora ¿qué espacio hay, qué espacio resta entre la arista del mueble, el puño, la lanza en África, y el lado más frágil de la cabeza, el hueso predes­tinado? Podemos medirlo y nos quedaremos asombrados del poquísimo espacio que falta recorrer, repárese, no cabe un dedo, ni eso, mu­cho menos que eso, una uña, una cuchilla de afeitar, un pelo, un simple hilo de gusano de seda o de araña. Aún queda algún tiempo, pero el espacio va a acabarse. La araña ha expelido ahora mismo su último filamento, remata el capullo, la mosca ya está encerrada.
Es curioso este sonido. Claro, de cierta manera claro, para no dejar dudas a los testi­gos que somos, pero apagado, sordo, discre­to, para que no acudan demasiado pronto Eva doméstica y los Caínes, para que todo pase entre lo solitario y lo aislado, como conviene a tanta grandeza. La cabeza, como estaba pre­visto y cumple las leyes de la física, golpeó y rebotó un poco, digamos, toda vez que esta­mos cerca y habíamos acabado de hacer otras mediciones, dos centímetros hacia arriba y hacia un lado. De aquí en adelante la silla ya no importa. No importaría siquiera el resto de la caída, ahora pleonástica. El proyecto de Buck Jones incluía, ya ha sido dicho, una tra­yectoria, preveía un punto. Ahí está.
Cuanto ahora suceda es por la parte de dentro. Dígase antes, sin embargo, que el cuerpo volvió a caer, y la silla acompañante, de la cual no se hablará más o apenas por alu­sión. Es indiferente que la velocidad del soni­do iguale súbitamente la velocidad de la luz. Lo que tenía que suceder, sucedió. Eva puede correr ansiosa, murmurando oraciones como nunca se olvida de hacer en las ocasiones ade­cuadas, o esta vez no, si es verdad que los cata­clismos privaron de voz, aunque no de grito, a sus víctimas. Por eso Eva doméstica, agujero de martirio, se arrodilla y hace preguntas, ahora las hace, porque el cataclismo ya se fue, ya ha pasado, y quedan los efectos. No pasa mucho tiempo sin que de todos los rincones vengan subiendo los Caínes, si no es injusto finalmente llamarles así, darles el nombre de un infeliz hombre de quien el Señor desvió su rostro, y por eso humanamente tomó vengan­za de un hermano lameculos e intriguista. Tampoco les llamaremos buitres, aunque se muevan así, o no, o sí: más exacto, desde el doble punto de vista morfológico y caractero­lógico, sería incluirlos en el capítulo de las hienas, y éste es un gran descubrimiento. Con la salvedad importante de que las hienas, al igual que los buitres, son útiles animales que limpian de carne muerta los paisajes de los vivos y por eso se lo tendremos que agradecer, mientras que éstos son al mismo tiempo la hiena y su misma carne muerta, y éste es al fi­nal el gran descubrimiento que se dijo. El perpetuum mobile, al contrario de lo que continúan imaginando los inventores inge­nuos de domingo, los iluminados taumatur­gos del carpinterismo, no es mecánico. Sí es biológico, es esta hiena que se alimenta de su cuerpo muerto y putrefacto y así constantemente se reconstituye en muerte y putrefac­ción. Para interrumpir el ciclo no todo basta, pero la menor cosa bastaría. Algunas veces, si Buck Jones no estuviera ausente del otro lado de la montaña persiguiendo a unos simples y honestos ladrones de ganado, una silla serviría, y un sólido punto de apoyo en el espacio para mover el mundo, como dijo Arquímedes a Hie­rón de Siracusa, y para romper los vasos san­guíneos que los huesos del cráneo creían prote­ger, y en sentido propio se escribe creían porque apenas parecía que los huesos tan próximos al cerebro no fuesen capaces de realizar, por los caminos de ósmosis o simbiosis, una operación mental tan al alcance como es el simple creer. E incluso así, aun interrumpido ese ciclo, ha­brá que estar atentos a lo que en su punto de ruptura puede injertarse, y podrá ser, aquí no por injerto, otra hiena naciendo del flanco pu­rulento como Mercurio del muslo de Júpiter, si comparaciones de este tipo, mitológicas, se consienten. Esta, sin embargo, sería otra histo­ria, quién sabe si ya contada.
Eva doméstica salió de aquí corrien­do, y también gritando y diciendo palabras que no vale la pena registrar, tan semejantes que apenas se diferencian, salvo en el estilo medieval, de aquellas que dijo Leonor Teles cuando le mataron a Andeiro, y además era reina. Este viejo no está muerto. Sólo se ha desmayado, y nosotros podemos sentarnos en el suelo, con las piernas cruzadas, sin ninguna prisa, porque un segundo es un siglo, y antes de que lleguen los médicos y los camilleros, y las hienas con pantalón listado, llorando, una eternidad pasará. Observemos bien. Pálido, pero no frío. El corazón late, el pulso está fir­me, parece que el viejo duerme, y quieren ver que todo esto ha sido al final un gran equívo­co, una monstruosa maquinación para separar el bien del mal, el trigo de la paja, los amigos de los enemigos, los que están a favor apartados de los que están en contra, puesto que Buck Jones habría sido, en toda esta historia de la silla, un vulgar y asqueroso provocador.
Calma, portugueses, escuchad y tened paciencia. Como sabéis, el cráneo es una caja ósea que contiene el cerebro, lo cual viene a ser, a su vez, conforme podemos apreciar en este mapa anatómico en colores naturales, ni más ni menos, que la parte superior de la mé­dula espinal. Esta, que a lo largo del dorso ve­nía constreñida, habiendo encontrado espacio allí, se abrió como una flor de inteligencia. Repárese en que no es gratuita ni desprecia­ble la comparación. Es grande la variedad de flores, y para el caso bastará que nos acordemos, o que se acuerde cada uno de nosotros de aquella que más le guste, y en caso extremo, verbi gratia, aquella con la que más antipati­ce, una flor carnívora, de gustibus et colori­bus non disputandum, supuesto que concor­demos en detestar aquello que a sí mismo se desnaturaliza, aunque, por exigencia de aquel mínimo rigor que siempre debe acompañar a quien enseña y a quien aprende, nos debiése­mos interrogar sobre la justicia de la acusa­ción y, sin embargo, otra vez para que nada quede olvidado, debamos interrogarnos sobre el derecho que tiene una planta a alimentarse dos veces, primero de la tierra y luego de lo que en el aire vuela en la múltiple forma de los insectos, cuando no de las aves. Repare­mos, de pasada, en lo fácil que es paralizarse el juicio, recibir de un lado y de otro informa­ciones, tomarlas por lo que dicen ser y sacrifi­carnos todos los días en el altar de la pruden­cia, nuestra mejor fornicación. Sin embargo, no hemos sido neutrales mientras hemos asis­tido a esta larga caída. Y en puntos de pru­dencia piérdase al menos la suficiente para acompañar, con la debida atención, el movi­miento del puntero que pasea sobre este corte del cerebro.
Reparen, señoras mías y señores míos, en esta especie de puente longitudinal com­puesto por fibras: se llama bóveda y constitu­ye la parte superior del tálamo óptico. Por detrás de ella se ven dos comisuras transver­sales que obviamente no deben ser confundi­das con las de los labios. Observemos ahora del otro lado. Atención. Esto que sobresale aquí son los tubérculos cuadrigémeos o lobos ópticos (no siendo clase de zoología, la acen­tuación de lobos se hace fuerte en la primera o). Esta parte amplia es el cerebro anterior, y aquí tenemos las célebres circunvoluciones. En este sitio, abajo, está, evidentemente, to­do el mundo lo sabe, el cerebelo, con su parte interna, llamada arbor vitae, que se debe, conviene aclararlo, no vaya a creerse que estamos en la clase de botánica, al pliegue del tejido nervioso en un cierto número de la­minillas que dan origen, a su vez, a pliegues secundarios. Ya hemos hablado de la mé­dula espinal. Repárese en esto que no es un puente, pero que tiene el nombre de puente de Varolio, que parece incluso una ciudad de Italia, no dirán que no. Atrás está la médula alargada. Falta poco para que lleguemos al fi­nal de la descripción, no se pongan nerviosos. La explicación podría ser, naturalmente, mu­cho más lenta y minuciosa, pero para eso nada como la autopsia. Limitémonos, por lo tanto, a indicar la glándula pituitaria, que es un cuerpo glandular y nervioso que nace del pavimento del tálamo o tercer ventrículo. Y, finalmente, concluyendo, informamos que esta cosa de aquí es el nervio óptico, asunto de la más alta importancia, pues con esto na­die osará decir que no ha visto lo que pasó en este lugar.
Y ahora, la pregunta fundamental: ¿pa­ra qué sirve el cerebro, vulgo sesos? Sirve para todo porque sirve para pensar. Pero, atención, no vayamos a caer ahora en la superstición co­mún de que todo cuando llena el cráneo está relacionado con el pensamiento y los senti­dos. Imperdonable engaño, señoras y seño­res. La mayor parte de esta masa contenida en el cráneo no tiene nada que ver con el pensa­miento, no tiene nada que ver con esto. Sólo una cáscara muy fina de sustancia nerviosa, llamada corteza, con cerca de tres milímetros de espesor, y que cubre la parte anterior del cerebro, constituye el órgano de la concien­cia. Repárese, por favor, en la perturbadora semejanza que hay entre lo que llamaremos un microcosmos y lo que llamaremos un ma­crocosmos, entre los tres milímetros de cor­teza que nos permiten pensar y los pocos ki­lómetros de atmósfera que nos permiten respirar, insignificantes unos y otros, y todos, a su vez, en comparación ni siquiera con el tamaño de la galaxia, sino con el simple diá­metro de la tierra. Pasmémonos, hermanos, y oremos al Señor.
El cuerpo todavía está aquí, y estará todo el tiempo que queramos. Aquí, en la ca­beza, en este sitio en el que el pelo aparece despeinado, es donde fue el golpe. A simple vista, no tiene importancia. Una ligerísima equimosis, como de uña impaciente, que la raíz del pelo casi esconde; no parece que por aquí pueda entrar la muerte. En verdad, ya está ahí dentro. ¿Qué es esto? ¿Nos iremos a apiadar del enemigo vencido? ¿Es la muerte una disculpa, un perdón, una esponja, una le­jía para lavar crímenes? El viejo acaba de abrir los ojos y no consigue reconocernos, lo cual sólo a él asombra, pero a nosotros no, porque no nos conoce. Le tiembla la barbilla, quiere hablar, se inquieta por cómo hemos llegado hasta ahí, nos cree autores del atentado. No dirá nada. Por la comisura de la boca entreabierta le corre hacia la barbilla un hilo de saliva. ¿Qué haría la hermana Lucía en este caso, qué haría si estuviese aquí, de rodi­llas, envuelta en su triple olor a moho, faldas e incienso? ¿Enjugaría reverente la saliva o, más reverente aún, se inclinaría del todo ha­cia delante, prosternada, y con la lengua recogería la santa secreción, la reliquia, para guardarla en una ampolla? No lo dirá la his­toria sagrada, no lo dirá, sabemos, la profana, ni Eva doméstica reparará, corazón afligido, en la injuria que el viejo practica babeando sobre el viejo.
Ya se oyen pasos en el corredor, pero te­nemos todavía tiempo. La equimosis se ha vuelto más oscura y el pelo parece erizado sobre ella. Una pasada cariñosa de peine podría componerlo todo en esta superficie que ve­mos. Pero sería inútil. Sobre otra superficie, la de la corteza, se acumula la sangre derramada por los vasos que el golpe seccionó en aquel punto preciso de la caída. Es el hematoma. Es ahí donde en este momento se encuentra el Anobium, preparado para el segundo turno. Buck Jones ha limpiado el revólver y mete nuevas balas en el tambor. Ahí vienen a buscar al viejo. Ese rascar de uñas, ese llanto, es de las hienas, no hay nadie que no lo sepa. Vamos hasta la ventana. ¿Qué me dice de este mes de septiembre? Hace mucho tiempo que no te­níamos un tiempo así.



EMBARGO

Se despertó con la sensación aguda de un sueño degollado y vio delante de sí la su­perficie cenicienta y helada del cristal, el ojo encuadrado de la madrugada que entraba, lí­vido, cortado en cruz y escurriendo una trans­piración condensada. Pensó que su mujer se había olvidado de correr las cortinas al acostarse y se enfadó: si no consiguiese volver a dor­mirse ya, acabaría por tener un día fastidiado. Le faltó sin embargo el ánimo para levantarse, para cubrir la ventana: prefirió cubrirse la cara con la sábana y volverse hacia la mujer que dormía, refugiarse en su calor y en el olor de su pelo suelto. Estuvo todavía unos minutos es­perando, inquieto, temiendo el insomnio ma­tinal. Pero después le vino la idea del capullo tibio que era la cama y la presencia laberíntica del cuerpo al que se aproximaba y, casi desli­zándose en un círculo lento de imágenes sen­suales, volvió a caer en el sueño. El ojo ceni­ciento del cristal se fue azulando poco a poco, mirando fijamente las dos cabezas posadas en la almohada, como restos olvidados de una mudanza a otra casa o a otro mundo. Cuando el despertador sonó, pasadas dos horas, la ha­bitación estaba clara.
Dijo a su mujer que no se levantase, que aprovechase un poco más de la mañana, y se escurrió hacia el aire frío, hacia la humedad indefinible de las paredes, de los picaportes de las puertas, de las toallas del cuarto de baño. Fumó el primer cigarrillo mientras se afeitaba y el segundo con el café, que entretanto se ha­bía enfriado. Tosió como todas las mañanas. Después se vistió a oscuras, sin encender la luz de la habitación. No quería despertar a su mu­jer. Un olor fresco a agua de colonia avivó la penumbra, y eso hizo que la mujer suspirase de placer cuando el marido se inclinó sobre la cama para besarle los ojos cerrados. Y susurró que no volvería a comer a casa.
Cerró la puerta y bajó rápidamente la escalera. La finca parecía más silenciosa que de costumbre. Tal vez por la niebla, pensó. Se ha­bía dado cuenta de que la niebla era como una campana que ahogaba los sonidos y los trans­formaba, disolviéndolos, haciendo de ellos lo que hacía con las imágenes. Habría niebla. En el último tramo de la escalera ya podría ver la calle y saber si había acertado. Al final había una luz aún grisácea, pero dura y brillante, de cuarzo. En el bordillo de la acera, una gran rata muerta. Y mientras encendía el tercer cigarri­llo, detenido en la puerta, pasó un chico em­bozado, con gorra, que escupió por encima del animal, como le habían enseñado y siempre veía hacer.
El automóvil estaba cinco casas más abajo. Una gran suerte haber podido dejarlo allí. Había adquirido la superstición de que el peligro de que lo robasen sería tanto mayor cuanto más lejos lo hubiese dejado por la noche. Sin haberlo dicho nunca en voz alta, esta­ba convencido de que no volvería a ver el co­che si lo dejase en cualquier extremo de la ciudad. Allí, tan cerca, tenía confianza. El au­tomóvil aparecía cubierto de gotitas, los cristales cubiertos de humedad. Si no hiciera tan­to frío, podría decirse que transpiraba como un cuerpo vivo. Miró los neumáticos según su costumbre, verificó de paso que la antena no estuviese partida y abrió la puerta. El interior del coche estaba helado. Con los cristales em­pañados era una caverna translúcida hundida bajo un diluvio de agua. Pensó que habría sido mejor dejar el coche en un sitio desde el cual pudiese hacerlo deslizarse para arrancar más fácilmente. Encendió el coche y en el mismo instante el motor roncó fuerte, con una sacu­dida profunda e impaciente. Sonrió, satisfecho de gusto. El día empezaba bien.
Calle arriba el automóvil arrancó, ro­zando el asfalto como un animal de cascos, triturando la basura esparcida. El cuentaki­lómetros dio un salto repentino a noventa, velocidad de suicidio en la calle estrecha y bordeada de coches aparcados. ¿Qué sería? Retiró el pie del acelerador, inquieto. Casi diría que le habían cambiado el motor por otro mucho más potente. Pisó con cuidado el acelerador y dominó el coche. Nada de im­portancia. A veces no se controla bien el ba­lanceo del pie. Basta que el tacón del zapato no asiente en el lugar habitual para que se al­tere el movimiento y la presión. Es fácil.
Distraído con el incidente, aún no había mirado el contador de la gasolina. ¿La ha­brían robado durante la noche, como no sería la primera vez? No. El puntero indicaba pre­cisamente medio depósito. Paró en un semá­foro rojo, sintiendo el coche vibrante y tenso en sus manos. Curioso. Nunca había reparado en esta especie de palpitación animal que recorría en olas las láminas de la carrocería y le hacía estremecer el vientre. Con la luz verde el automóvil pareció serpentear, estirarse como un fluido para sobrepasar a los que estaban delante. Curioso. Pero, en verdad, siempre se había considerado mucho mejor conductor que los demás. Cuestión de buena disposición esta agilidad de reflejos de hoy, quizá excepcional. Medio depósito. Si encon­trase una gasolinera funcionando, aprovecharía. Por seguridad, con todas las vueltas que tenía que dar ese día antes de ir a la oficina, mejor de más que de menos. Este estúpido embargo. El pánico, las horas de espera, en colas de decenas y decenas de coches. Se dice que la industria va a sufrir las consecuencias. Medio depósito. Otros andan a esta hora con mucho menos, pero si fuese posible llenarlo... El coche tomó una curva balanceándose y, con el mismo movimiento, se lanzó por una subida empinada sin esfuerzo. Allí cerca había un surtidor poco conocido, tal vez tuviese suerte. Como un perdiguero que acude al olor, el coche se insinuó entre el tráfico, dobló dos esquinas y fue a ocupar un lugar en la cola que esperaba. Buena idea.
Miró el reloj. Debían de estar por de­lante unos veinte coches. No era ninguna exa­geración. Pero pensó que lo mejor sería ir primero a la oficina y dejar las vueltas para la tarde, ya lleno el depósito, sin preocupacio­nes. Bajó el cristal para llamar a un vendedor de periódicos que pasaba. El tiempo había enfriado mucho. Pero allí, dentro del automóvil, con el periódico abierto sobre el vo­lante, fumando mientras esperaba, hacía un calor agradable, como el de las sábanas. Hizo que se movieran los músculos de la espalda, con una torsión de gato voluptuoso, al acor­darse de su mujer aún enroscada en la cama a aquella hora y se recostó mejor en el asiento. El periódico no prometía nada bueno. El em­bargo se mantenía. Una navidad oscura y fría, decía uno de los titulares. Pero él aún disponía de medio depósito y no tardaría en tenerlo lleno. El automóvil de delante avanzó un poco. Bien.
Hora y media más tarde estaba llenán­dolo y tres minutos después arrancaba. Un po­co preocupado porque el empleado le había dicho, sin ninguna expresión particular en la voz, de tan repetida la información, que no ha­bría allí gasolina antes de quince días. En el asiento, al lado, el periódico anunciaba restric­ciones rigurosas. En fin, de lo malo malo, el depósito estaba lleno. ¿Qué haría? ¿Ir directamente a la oficina o pasar primero por casa de un cliente, a ver si le daban el pedido? Escogió el cliente. Era preferible justificar el retraso con la visita que tener que decir que había pa­sado hora y media en la cola de la gasolina cuando le quedaba medio depósito. El coche estaba espléndido. Nunca se había sentido tan bien conduciéndolo. Encendió la radio y se oyó un diario hablado. Noticias cada vez peores. Estos árabes. Este estúpido embargo.
De repente el coche dio una cabezada y se dirigió a la calle de la derecha hasta parar en una cola de automóviles más pequeña que la primera. ¿Qué había sido eso? Tenía el depósi­to lleno, sí, prácticamente lleno, por qué este demonio de idea. Movió la palanca de las velo­cidades para poner marcha atrás, pero la caja de cambios no le obedeció. Intentó forzarla, pero los engranajes parecían bloqueados. Qué disparate. Ahora una avería. El automóvil de delante avanzó. Recelosamente, contando con lo peor, metió la primera. Perfecto todo. Suspiró de alivio. Pero ¿cómo estaría la marcha atrás cuando volviese a necesitarla?
Cerca de media hora después ponía medio litro de gasolina en el depósito, sintién­dose ridículo bajo la mirada desdeñosa del empleado de la gasolinera. Dio una propina absurdamente alta y arrancó con un gran rui­do de neumáticos y aceleramientos. Qué de­monio de idea. Ahora al cliente, o será una mañana perdida. El coche estaba mejor que nunca. Respondía a sus movimientos como si fuese una prolongación mecánica de su pro­pio cuerpo. Pero el caso de la marcha atrás daba que pensar. Y he aquí que tuvo realmen­te que pensarlo. Una gran camioneta averia­da tapaba todo el centro de la calle. No podía contornearla, no había tenido tiempo, esta­ba pegado a ella. Otra vez con miedo movió la palanca y la marcha atrás entró con un rui­do suave de succión. No se acordaba de que la caja de cambios hubiese reaccionado de esa manera antes. Giró el volante hacia la izquier­da, aceleró y con un solo movimiento el automóvil subió a la acera, pegado a la camioneta, y salió por el otro lado, suelto, con una agilidad de animal. El demonio de coche tenía siete vidas. Tal vez por causa de toda esa confusión del embargo, todo ese pánico, los servicios de­sorganizados hubiesen hecho meter en los surtidores gasolina de mucha mayor poten­cia. Tendría gracia.
Miró el reloj. ¿Valdría la pena visitar al cliente? Con suerte encontraría el estableci­miento aún abierto. Si el tránsito ayudase, sí, si el tránsito ayudase, tendría tiempo. Pero el tránsito no ayudó. En época navideña, incluso faltando la gasolina, todo el mundo sale a la calle, para estorbar a quien necesita trabajar. Y al ver una transversal descongestionada desis­tió de visitar al cliente. Mejor sería dar cual­quier explicación en la oficina y dejarlo para la tarde. Con tantas dudas, se había desviado mucho del centro. Gasolina quemada sin pro­vecho. En fin, el depósito estaba lleno. En una plaza, al fondo de la calle por la que bajaba, vio otra cola de automóviles esperando su turno. Sonrió de gozo y aceleró, decidido a pasar reso­plando contra los ateridos automovilistas que esperaban. Pero el coche, a veinte metros, tiró hacia la izquierda, por sí mismo, y se detuvo, suavemente, como si suspirase, al final de la cola. ¿Qué diablos había sido aquello, si no ha­bía decidido poner más gasolina? ¿Qué dian­tre era, si tenía el depósito lleno? Se quedó mi­rando los diversos contadores, palpando el volante, costándole reconocer el coche, y en esta sucesión de gestos movió el retrovisor y se miró en el espejo. Vio que estaba perplejo y consideró que tenía razón. Otra vez por el re­trovisor distinguió un automóvil que bajaba la calle, con todo el aire de ir a colocarse en la fila. Preocupado con la idea de quedarse allí inmovilizado, cuando tenía el depósito lleno, movió rápidamente la palanca para dar marcha atrás. El coche resistió y la palanca le huyó de las manos. Un segundo después se encon­traba aprisionado entre sus dos vecinos. Dia­blos. ¿Qué tendría el coche? Necesitaba lle­varlo al taller. Una marcha atrás que funciona ahora sí y ahora no es un peligro.
Habían pasado más de veinte minutos cuando hizo avanzar el coche hasta el surtidor. Vio acercarse al empleado y la voz se le estran­guló al pedir que llenase el depósito. En ese mismo instante hizo una tentativa para huir de la vergüenza, metió una rápida primera y arrancó. En vano. El coche no se movió. El hombre de la gasolinera le miró desconfiado, abrió el depósito y, pasados pocos segundos, fue a pedirle el dinero de un litro que guardó refunfuñando. Acto seguido, la primera entra­ba sin ninguna dificultad y el coche avanzaba, elástico, respirando pausadamente. Alguna cosa no iría bien en el automóvil, en los cam­bios, en el motor, en cualquier sitio, el diablo sabrá. ¿O estaría perdiendo sus cualidades de conductor? ¿O estaría enfermo? Había dormi­do bien a pesar de todo, no tenía más preocu­paciones que en cualquier otro día de su vida. Lo mejor sería desistir por ahora de clientes, no pensar en ellos durante el resto del día y quedarse en la oficina. Se sentía inquieto. A su alrededor las estructuras del coche vibraban profundamente, no en la superficie, sino en el interior del acero, y el motor trabajaba con aquel rumor inaudible de pulmones llenándo­se y vaciándose, llenándose y vaciándose. Al principio, sin saber por qué, dio en trazar mentalmente un itinerario que le apartase de otras gasolineras, y cuando notó lo que hacía se asustó, temió no estar bien de la cabeza. Fue dando vueltas, alargando y acortando camino, hasta que llegó delante de la oficina. Pudo aparcar el coche y suspiró de alivio. Apagó el motor, sacó la llave y abrió la puerta. No fue capaz de salir.
Creyó que el faldón de la gabardina se había enganchado, que la pierna había quedado sujeta por el eje del volante, e hizo otro mo­vimiento. Incluso buscó el cinturón de seguri­dad, para ver si se lo había puesto sin darse cuenta. No. El cinturón estaba colgando a un lado, tripa negra y blanda. Qué disparate, pensó. Debo estar enfermo. Si no consigo salir es porque estoy enfermo. Podía mover libremente los brazos y las piernas, flexionar lige­ramente el tronco de acuerdo con las manio­bras, mirar hacia atrás, inclinarse un poco hacia la derecha, hacia la guantera, pero la es­palda se adhería al respaldo del asiento. No rí­gidamente, sino como un miembro se adhiere al cuerpo. Encendió un cigarrillo y, de repente, se preocupó por lo que diría el jefe si se aso­mase a una ventana y le viese allí instalado, dentro del coche, fumando, sin ninguna prisa por salir. Un toque violento de claxon le hizo cerrar la puerta, que había abierto hacia la ca­lle. Cuando el otro coche pasó, dejó lentamen­te abrirse la puerta otra vez, tiró el cigarrillo fuera y, agarrándose con ambas manos al vo­lante, hizo un movimiento brusco, violento. Inútil. Ni siquiera sintió dolores. El respaldo del asiento le sujetó dulcemente y le mantuvo preso. ¿Qué era lo que estaba sucediendo? Movió hacia abajo el retrovisor y se miró. Ninguna diferencia en la cara. Tan sólo una aflicción imprecisa que apenas se dominaba. Al volver la cara hacia la derecha, hacia la ace­ra, vio a una niñita mirándolo, al mismo tiem­po intrigada y divertida. A continuación sur­gió una mujer con un abrigo de invierno en las manos, que la niña se puso, sin dejar de mirar. Y las dos se alejaron, mientras la mujer arre­glaba el cuello y el pelo de la niña.
Volvió a mirar el espejo y adivinó lo que debía hacer. Pero no allí. Había personas mirando, gente que le conocía. Maniobró pa­ra separarse de la acera, rápidamente, echando mano a la puerta para cerrarla, y bajó la calle lo más deprisa que podía. Tenía un de­signio, un objetivo muy definido que ya le tranquilizaba, y tanto que se dejó ir con una sonrisa que a poco le suavizó la aflicción.
Sólo reparó en la gasolinera cuando casi iba a pasar por delante. Tenía un letrero que decía «agotada», y el coche siguió, sin una mínima desviación, sin disminuir la ve­locidad. No quiso pensar en el coche. Sonrió más. Estaba saliendo de la ciudad, eran ya los suburbios, estaba cerca el sitio que buscaba. Se metió por una calle en construcción, giró a la izquierda y a la derecha, hasta un sendero desierto, entre vallas. Empezaba a llover cuando detuvo el automóvil.
Su idea era sencilla. Consistía en salir de dentro de la gabardina, sacando los brazos y el cuerpo, deslizándose fuera de ella, tal como hace la culebra cuando abandona la piel. De­lante de la gente no se habría atrevido, pero allí, solo, con un desierto alrededor, lejos la ciudad que se escondía por detrás de la lluvia, nada más fácil. Se había equivocado, sin em­bargo. La gabardina se adhería al respaldo del asiento, de la misma manera que a la chaque­ta, a la chaqueta de punto, a la camisa, a la ca­miseta interior, a la piel, a los músculos, a los huesos. Fue esto lo que pensó sin pensarlo cuando diez minutos después se retorcía den­tro del coche gritando, llorando. Desesperado. Estaba preso en el coche. Por más que girase el cuerpo hacia fuera, hacia la abertura de la puerta por donde la lluvia entraba empujada por ráfagas súbitas y frías, por más que afirmase los pies en el saliente de la caja de cambios, no conseguía arrancarse del asiento. Con las dos manos se cogió al techo e intentó levantarse. Era como si quisiese levantar el mundo. Se echó encima del volante, gimiendo, aterrori­zado. Ante sus ojos los limpiaparabrisas, que sin querer había puesto en movimiento en medio de la agitación, oscilaban con un ruido seco, de metrónomo. De lejos le llegó el piti­do de una fábrica. Y a continuación, en la cur­va del camino, apareció un hombre pedaleando una bicicleta, cubierto con un gran pedazo de plástico negro por el cual la lluvia escurría como sobre la piel de una foca. El hombre que pedaleaba miró con curiosidad dentro del co­che y siguió, quizá decepcionado o intrigado al ver a un hombre solo y no la pareja que de lejos le había parecido.
Lo que estaba pasando era absurdo. Nunca nadie se había quedado preso de esta manera en su propio coche, por su propio co­che. Tenía que haber un procedimiento cualquiera para salir de ahí. A la fuerza no podía ser. ¿Tal vez en un taller? No. ¿Cómo lo ex­plicaría? ¿Llamar a la policía? ¿Y después? Se juntaría gente, todos mirando, mientras la autoridad evidentemente tiraría de él por un brazo y pediría ayuda a los presentes, y sería inútil, porque el respaldo del asiento dulcemente lo sujetaría. E irían los periodistas, los fotógrafos y sería exhibido dentro de su co­che en todos los periódicos del día siguiente, lleno de vergüenza como un animal trasqui­lado, en la lluvia. Tenía que buscarse otra for­ma. Apagó el motor y sin interrumpir el ges­to se lanzó violentamente hacia fuera, como quien ataca por sorpresa. Ningún resultado. Se hirió en la frente y en la mano izquierda, y el dolor le causó un vértigo que se prolongó, mientras una súbita e irreprimible gana de orinar se expandía, liberando interminable el líquido caliente que se vertía y escurría entre las piernas al suelo del coche. Cuando sintió todo esto empezó a llorar bajito, con un gañi­do, miserablemente, y así estuvo hasta que un perro escuálido, llegado de la lluvia, fue a ladrarle, sin convicción, a la puerta del coche.
Embragó despacio, con los movimien­tos pesados de un sueño de las cavernas, y avanzó por el sendero, esforzándose en no pen­sar, en no dejar que la situación se le representase en el entendimiento. De un modo vago sabía que tendría que buscar a alguien que le ayudase. Pero ¿quién podría ser? No quería asustar a su mujer, pero no quedaba otro remedio. Quizá ella consiguiese descubrir la solu­ción. Al menos no se sentiría tan desgraciadamente solo.
Volvió a entrar en la ciudad, atento a los semáforos, sin movimientos bruscos en el asien­to, como si quisiese apaciguar los poderes que le sujetaban. Eran más de las dos y el día ha­bía oscurecido mucho. Vio tres gasolineras, pero el coche no reaccionó. Todas tenían el le­trero de «agotada». A medida que penetraba en la ciudad, iba viendo automóviles abando­nados en posiciones anormales, con los trián­gulos rojos colocados en la ventanilla de atrás, señal que en otras ocasiones sería de avería, pero que significaba, ahora, casi siempre, falta de gasolina. Dos veces vio grupos de hombres empujando automóviles encima de las aceras, con grandes gestos de irritación, bajo la lluvia que no había parado todavía.
Cuando finalmente llegó a la calle donde vivía, tuvo que imaginarse cómo iba a llamar a su mujer. Detuvo el coche enfrente del portal, desorientado, casi al borde de otra crisis nerviosa. Esperó que sucediese el mila­gro de que su mujer bajase por obra y merecimiento de su silenciosa llamada de socorro. Esperó muchos minutos, hasta que un niño curioso de la vecindad se aproximó y pudo pe­dirle, con el argumento de una moneda, que su­biese al tercer piso y dijese a la señora que allí vivía que su marido estaba abajo esperán­dola, en el coche. Que acudiese deprisa, que era muy urgente. El niño subió y bajó, dijo que la señora ya venía y se apartó corriendo, habiendo hecho el día.
La mujer bajó como siempre andaba en casa, ni siquiera se había acordado de coger un paraguas, y ahora estaba en el umbral, indeci­sa, desviando sin querer los ojos hacia una rata  muerta en el bordillo de la acera, hacia la rata blanda, con el pelo erizado, dudando en cruzar la acera bajo la lluvia, un poco irritada contra el marido que la había hecho bajar sin motivo, cuando podía muy bien haber subido a decirle lo que quería. Pero el marido llamaba con ges­tos desde dentro del coche y ella se asustó y co­rrió. Puso la mano en el picaporte, precipitán­dose para huir de la lluvia, y cuando por fin abrió la puerta vio delante de su rostro la ma­no del marido abierta, empujándola sin tocarla. Porfió y quiso entrar, pero él le gritó que no, que era peligroso, y le contó lo que suce­día, mientras ella, inclinada, recibía en la es­palda toda la lluvia que caía y el pelo se le de­sarreglaba y el horror le crispaba toda la cara. Y vio al marido, en aquel capullo caliente y empañado que lo aislaba del mundo, retorcerse entero en el asiento para salir del coche sin conseguirlo. Se atrevió a cogerlo por un brazo y tiró, incrédula, y tampoco pudo moverlo de allí. Como aquello era demasiado horrible pa­ra ser creído, se quedaron callados mirándose, hasta que ella pensó que su marido estaba loco y fingía no poder salir. Tenía que ir a llamar a alguien para que lo examinase, para llevarlo a donde se tratan las locuras. Cautelosamente, con muchas palabras, le dijo a su marido que esperase un poquito, que no tardaría, iba a buscar ayuda para que saliese, y así incluso po­dían comer juntos y ella llamaría a la oficina diciendo que estaba acatarrado. Y no iría a tra­bajar por la tarde. Que se tranquilizase, el caso no tenía importancia, que no tardaba nada.
Pero, cuando ella desapareció en la escalera, volvió a imaginarse rodeado de gente, la fotografía en los periódicos, la vergüenza de haberse orinado por las piernas abajo, y es­peró todavía unos minutos. Y mientras arri­ba su mujer hacía llamadas telefónicas a to­das partes, a la policía, al hospital, luchando para que creyesen en ella y no en su voz, dando su nombre y el de su marido, y el color del coche, y la marca, y la matrícula, él no pudo aguantar la espera y las imaginaciones, y en­cendió el motor. Cuando la mujer volvió a bajar, el automóvil ya había desaparecido y la rata se había escurrido del bordillo de la ace­ra, por fin, y rodaba por la calle inclinada, arrastrada por el agua que corría de los desa­gües. La mujer gritó, pero las personas tardaron en aparecer y fue muy difícil de explicar.
Hasta el anochecer el hombre circuló por la ciudad, pasando ante gasolineras sin existencias, poniéndose en colas de espera sin haberlo decidido, ansioso porque el dinero se le acababa y no sabía lo que podría suceder cuando no tuviese más dinero y el automóvil parase al lado de un surtidor para recibir más gasolina. Eso no sucedió, simplemente, porque todas las gasolineras empezaron a cerrar y las colas de espera que aún se veían tan sólo aguardaban al día siguiente, y entonces lo mejor era huir para no encontrar gasolineras aún abiertas, para no tener que parar. En una avenida muy larga y ancha, casi sin otro trán­sito, un coche de la policía aceleró y le ade­lantó y, cuando le adelantaba, un guardia le hizo señas para que se detuviese. Pero tuvo otra vez miedo y no paró. Oyó detrás de sí la sirena de la policía y vio también, llegado de no sabía dónde, un motociclista uniformado casi alcanzándolo. Pero el coche, su coche, dio un ronquido, un arranque poderoso, y sa­lió, de un salto, hacia delante, hacia el acceso a una autopista. La policía le seguía de lejos, cada vez más lejos, y cuando la noche cerró no había señales de ellos y el automóvil roda­ba por otra carretera.
Sentía hambre. Se había orinado otra vez, demasiado humillado para avergonzarse. Y deliraba un poco: humillado, himollado. Iba declinando sucesivamente, alternando las consonantes y las vocales, en un ejercicio incons­ciente y obsesivo que le defendía de la reali­dad. No se detenía porque no sabía para qué iba a parar. Pero, de madrugada, por dos veces, aproximó el coche al bordillo e intentó salir despacito, como si mientras tanto el coche y él hubiesen llegado a un acuerdo de paces y fuese el momento de dar la prueba de buena fe de cada uno. Dos veces habló bajito cuando el asien­to le sujetó, dos veces intentó convencer al automóvil para que le dejase salir por las buenas, dos veces en el descampado nocturno y helado, donde la lluvia no paraba, explotó en gritos, en aullidos, en lágrimas, en ciega desesperación. Las heridas de la cabeza y de la mano volvieron a sangrar. Y sollozando, sofocado, gimiendo como un animal aterrorizado, continuó con­duciendo el coche. Dejándose conducir.
Toda la noche viajó, sin saber por dón­de. Atravesó poblaciones de las que no vio el nombre, recorrió largas rectas, subió y bajó montes, hizo y deshizo lazos y desenlazos de curvas, y cuando la mañana empezó a nacer estaba en cualquier parte, en una carretera arruinada, donde el agua de la lluvia se junta­ba en charcos erizados en la superficie. El mo­tor roncaba poderosamente, arrancando las ruedas al lodo, y toda la estructura del coche vibraba, con un sonido inquietante. La maña­na abrió por completo, sin que el sol llegara a mostrarse, pero la lluvia se detuvo de repente. La carretera se transformaba en un simple camino que adelante, a cada momento, parecía perderse entre piedras. ¿Dónde estaba el mun­do? Ante los ojos estaba la sierra y un cielo asombrosamente bajo. Dio un grito y golpeó con los puños cerrados el volante. Fue en ese momento cuando vio que el puntero del depósito de gasolina estaba encima del cero. El motor pareció arrancarse a sí mismo y arrastró el coche veinte metros más. La carretera aparecía otra vez más allá, pero la gasolina se ha­bía acabado.
La frente se le cubrió de sudor frío. Una náusea se apoderó de él y le sacudió de la cabeza a los pies, un velo le cubrió tres veces los ojos. A tientas, abrió la puerta para libe­rarse de la sofocación que le llegaba y, con ese movimiento, porque fuese a morir o porque el motor se había muerto, el cuerpo colgó ha­cia el lado izquierdo y se escurrió del coche. Se escurrió un poco más y quedó echado so­bre las piedras. La lluvia había empezado a caer de nuevo.




REFLUJO

En un principio, pues todo necesita te­ner un principio, incluso siendo ese principio aquel punto final que no se puede separar de él, y decir «no puede» no es decir «no quiere» o «no debe», es el extremo no poder, porque si tal separación se pudiese, es sabido que todo el universo se desmoronaría, puesto que el universo es una construcción frágil que no aguantaría soluciones de continuidad, en un principio se abrieron cuatro caminos. Cuatro carreteras largas acuartelaron el país, arran­cando cada una de ellas de su punto cardinal, en línea recta o apenas curva por obediencia a la curvatura terrestre, y para eso tan rigurosamente cuanto es posible perforando las mon­tañas, apartando las planicies y venciendo, equilibradas sobre pilares, los ríos y los valles que algunas veces tienen ríos también. A cin­co kilómetros del sitio donde se cruzarían si ése hubiese sido el deseo de los constructores, o mejor dicho, si ésa hubiese sido la orden que de la persona real en el momento propicio hu­bieran recibido, las carreteras se plurifurcaron en una red de vías todavía principales y después secundarias, como gruesas arterias que para seguir adelante tuvieran que metamorfo­searse en venas y en capilares, y dicha red se encontró inscrita en un cuadrado perfecto, ob­viamente con diez kilómetros de lado. Este cuadrado, que también en principio –guar­dada por idénticas razones la observación uni­versal que abre el relato, había empezado por ser cuatro hileras de marcas de agrimensura dispuestas en el suelo, vino a convertirse más tarde, cuando las máquinas que abrían, alisa­ban y empedraban las cuatro carreteras apun­taron en el horizonte, venidas, como ha sido dicho, de los cuatro puntos cardinales– en un muro alto, cuatro lienzos de muro que, se vio en seguida y ya antes en las planchetas de dibujo, se sabía que delimitaban cien kiló­metros cuadrados de terreno liso, o alisado, porque algunas operaciones de excavación hu­bo que hacer. Terreno cuya elección respon­día a la primordial necesidad de equidistancia de aquel lugar con las fronteras, justicia relati­va que después vino a ser afortunadamente confirmada por un elevado tenor de cal que ni los más optimistas osaban prever en sus planos cuando les fue pedida su opinión: todo esto vino a resultar a mayor gloria de la persona real, como desde la primera hora debería haber sido previsto si se hubiese prestado más aten­ción a la historia de la dinastía: todos los reyes de la misma habían tenido siempre razón, y los otros mucho menos, conforme se mandó escri­bir y quedó escrito. Una obra así no podría ser hecha sin una fuerte voluntad y sin el dinero que permite tener voluntad y esperanza de sa­tisfacerla, razón por la cual los cofres del país pagaban a toca teja las cuentas de la gigantesca empresa, para la cual, naturalmente, en su momento había sido ordenada una derrama general que alcanzó a toda la población, no se­gún el nivel de las ganancias de cada ciuda­dano sino en función, en orden inverso, de la esperanza de vida, como se explicó ser de justi­cia y fue comprendido por todo el mundo: cuanto más avanzada la edad, más alto el im­puesto.
Muchos fueron los hechos notables en obra de tal envergadura, muchas las dificultades, no pocas las víctimas mandadas por de­lante después de soterradas, caídas de alturas y gritando inútilmente en el aire, o segadas de súbito por la insolación, o de repente congeladas quedándose de pie, linfa, orina y sangre de piedra fría. Todas mandadas por delante. Pero la expresión del genio, la inmortalidad provi­sional, quitando la que, por inherencia, estaba por más tiempo asegurada al rey, cayó en suer­te y merecimiento al discreto funcionario que fue del parecer de que eran dispensables los portones que, de acuerdo con el proyecto ori­ginal, deberían cerrar los muros. Tenía razón. Habría sido absurdo construir y colocar portones que deberían estar siempre abiertos, a todas las horas del día y de la noche. Gracias al atento funcionario algunos dineros llegaron a ahorrarse, los que hubieran correspondido a veinte portones, cuatro principales y dieciséis secundarios, distribuidos igualmente por los cuatro lados del cuadrado y según una disposi­ción lógica en cada uno: el principal en el medio y dos en cada parte del muro lateral. No había por lo tanto puertas, sino aberturas donde terminaban las carreteras. Los muros no ne­cesitaban de los portones para mantenerse de pie: eran sólidos, gruesos en la base hasta la al­tura de tres metros, y después adelgazando en escalera hasta la cima, a nueve metros del sue­lo. Excusado sería añadir que las entradas late­rales eran servidas por ramales que derivaban de la carretera principal a distancia convenien­te. Excusado sería igualmente añadir que este esquema, geométricamente tan simple, estaba ligado, por medio de enlaces apropiados, a la red de ferrocarril general del país. Si todo va a dar a todas partes, todo iría a dar allí.
La construcción, cuatro muros servidos por cuatro carreteras, era un cementerio. Y este cementerio iba a ser el único del país. Así ha­bía sido decidido por la persona real. Cuando la suprema grandeza y la suprema sensibili­dad se reúnen en un rey, es posible un cemen­terio único. Grandes son todos los reyes, por definición y nacimiento: incluso si alguno no lo quisiese ser, en vano lo querría (hasta las excepciones de otras dinastías las son entre iguales). Pero sensibles lo serán o no, y aquí no se habla de aquella común, plebeya sensi­bilidad que se expresa con una lágrima en un rincón de los ojos o con un temblor irrepri­mible de los labios, sino de otra sensibilidad que sólo esta vez, y en este grado, aconteció en la historia del país y no se ha averiguado aún si del mundo: la sensibilidad por incapa­cidad de soportar la muerte o la simple vista de sus aparatos, accesorios y manifestaciones, sea el dolor de los parientes o las señales mer­cantiles del luto. Así era este rey. Como todos los reyes, y también los presidentes, tenía que viajar, visitar sus dominios, acariciar a las criaturas que el protocolo previamente escogía para el efecto, recibir las flores que la policía secreta antes había investigado en busca de veneno o bomba, cortar algunas cin­tas de colores firmes y no tóxicos. Todo esto y aún más hacía el rey de buen grado. Pero en cada viaje sufría mil sufrimientos: muerte, por todas partes muerte, señales de muerte, la punta aguda de un ciprés, el faldón negro de una viuda y, no pocas veces, dolor insopor­table, el inesperado cortejo fúnebre que el protocolo imperdonablemente había ignorado o que por retraso o adelanto surgía en la hora más que todas respetable en la que el rey estaba o iba pasando. Cada vez el rey, vuelto a su palacio con ansias, creía morir él mismo. Y fue por tanto padecer los dolores ajenos y por su propia aflicción, por lo que un día que estaba reposando en la terraza más alta del palacio y vio a lo lejos (porque ese día la at­mósfera estaba limpia como nunca lo había estado en toda la historia no de aquella dinastía sino de toda aquella civilización) el res­plandor de cuatro inconfundibles paredes blancas, tuvo la sencilla idea que vino a ser el cementerio único, central y obligatorio.
Para un pueblo que se había habituado, durante milenios, a enterrar a sus muertos prác­ticamente a la vista de los ojos y de las venta­nas, fue una revolución terrible. Pero quien temía a las revoluciones pasó a temer el caos cuando la idea del rey, con aquel paso firme y largo que tienen las ideas, mayormente cuando son reales, llegó más lejos, llegó a lo que los maldicientes designaron como delirio: todos los cementerios del país deberían ser deses­combrados de huesos y de restos, fuese cual fuese su grado de descomposición, y todo eso metido en orden en ataúdes nuevos que serían transportados y enterrados en el nuevo cemen­terio. A esta orden no escapaban siquiera las regias cenizas de los antepasados del soberano: un nuevo panteón sería construido, en estilo quizá inspirado en las antiguas pirámides egip­cias, y allí, en su momento, cuando la vida del país volviese al antiguo y aprovechable sosiego, con todos los honores, por la carretera principal del norte siguiendo entre hileras res­petuosas de habitantes, irían a dar, por fin úl­tima morada, los venerables huesos de todo cuanto había llevado corona encima de la ca­beza desde aquel primero que había sabido de­cir y convencer a los demás de eso con la pala­bra y la violencia: «Quiero una corona para mi cabeza, hacedla.» Hay quien afirma que esta igualitaria decisión fue lo que más contribuyó a aquietar los ánimos de cuantos se veían des­pojados de su parte de muertos. Naturalmente también habrá tenido su peso aquella satisfac­ción tácita de todos los que, por el contrario, consideraban que son un deber aburrido las reglas y tradiciones que hacen de los muertos, por la servidumbre que exigen, seres de transi­ción entre una ya no vida y una todavía no ver­dadera muerte. De repente, todo el mundo empezó a pensar que la idea del rey era la me­jor que jamás había nacido de cabeza humana, que ningún pueblo podía jactarse de tener un rey así, que habiendo determinado el destino que tal rey naciese y reinase allí, al pueblo le tocaba obedecerle, con feliz corazón, y tam­bién para comodidad de los muertos, no menos merecedores. La historia de los pueblos tiene momentos de puro júbilo: este momento lo fue, este pueblo lo tuvo.
Concluido, finalmente, el cementerio, empezó la gran operación de desenterramiento. En los primeros tiempos fue fácil: los millares de cementerios existentes, entre grandes, medianos y pequeños, estaban también ellos delimitados por muros y, por así decir, en el interior de su perímetro, bastaba cavar hasta la profundidad estipulada de tres metros para mayor seguridad, y sacar todo, metros cú­bicos y metros cúbicos de huesos, tablas po­dridas, cuerpos sueltos desmembrados por las sacudidas de las excavadoras, y después meter los despojos en ataúdes de diferentes ta­maños, desde el recién nacido al adulto más corpulento, y en cada uno de ellos colocar una cantidad de huesos o carne, incluso dife­rentes, incluso dos cráneos y cuatro manos, incluso una minucia de costillas, incluso un seno aún firme y un vientre marchito, inclu­so, en fin, una simple esquirla o el diente de Buda o el omóplato del santo, o lo que de la sangre de san Genaro faltó en la ampolla mi­lagrosa. Se estableció el principio de que cada parte de un muerto sería un muerto entero, y a esto se adhirieron los participantes en el infinito funeral que de todos los rincones del país se dirigía, minuciosamente, desde las aldeas, pueblos y ciudades, por caminos que se iban haciendo cada vez más anchos, hasta la red general de calzadas y desde allí, por las uniones a propósito construidas, a las carreteras que pasaron a ser llamadas de los muertos.
Al principio, como acaba de explicarse, no hubo dificultades. Pero después al­guien discurrió, si el mérito de la idea no vol­vió a ser del precioso monarca del país, que antes de la enérgica disciplina de los cemen­terios los muertos habían sido enterrados por todas partes, en los montes y en los valles, en los atrios de las iglesias, a la sombra de los ár­boles, bajo el pavimento de las propias casas donde habían vivido, en cualquier sitio posi­ble, apenas un poco más hondo de lo que dis­curre, por ejemplo, la punta del arado. Y esto sin hablar de las guerras, de las grandes fosas para millares de cadáveres, en el mundo entero de Asia y Europa y demás continentes, aunque conteniendo quizá menos, pues gue­rras también había habido, naturalmente, en el reino de este rey y por lo tanto cuerpos enterrados a voleo. Fue, hay que confesarlo, un gran momento de perplejidad. El mismo monarca, si había sido de él la nueva idea, no la calló, porque sencillamente eso le habría sido imposible. Nuevas órdenes se expidie­ron y, dado que el país no podía ser revuelto de punta a punta, como habían sido revueltos los cementerios, los sabios fueron llamados ante el rey para oír de la real boca la prescrip­ción: inventar rápidamente aparatos capaces de detectar la presencia de cuerpos o restos enterrados, tal como se habían inventado aparatos para encontrar agua o metales. La cuestión era importante, reconocieron los sa­bios inmediatamente reunidos en seminario. Tres días pasaron discutiendo, y después cada cual se encerró en su laboratorio. Se abrieron otra vez los cofres del Estado, y fue lanzada nueva derrama general. El problema acabó por ser resuelto, pero, como siempre en estos casos, no de una sola vez. A modo de ejem­plo, baste citar el caso de aquel sabio que in­ventó un aparato que daba señales luminosas y sonoras cuando encontraba cuerpos, pero que tenía el defecto capital de no distinguir entre cuerpos vivos y cuerpos muertos. El re­sultado fue que tal aparato, lógicamente ma­nejado por gente viva, se comportaba como un poseso, gritando y agitando punteros fu­riosos, dividido por todas las solicitaciones vivas y muertas que lo rodeaban y, finalmen­te, incapaz de dar una información segura. El país entero se rió del desastrado hombre de ciencia, pero lo honró con loor y premio cuando, meses después, encontró la solución, introduciendo en el aparato una especie de memoria o idea fija: aplicando el oído se conseguía percibir en el interior del mecanismo una voz que repetía sin pausa: «sólo debo en­contrar cuerpos muertos o restos, sólo debo encontrar cuerpos muertos, o restos, cuerpos muertos, o restos, o restos...»
Afortunadamente, como se verá, aún hubo aquí una equivocación. Apenas el aparato entró en funcionamiento, en seguida se verificó que, esta vez, no distinguía entre los cuerpos humanos y los otros no humanos, pero este nuevo defecto, razón por la que antes fue dicho que afortunadamente, mostró ser un bien: cuando el rey comprendió el peligro del que había escapado, sintió un escalofrío: de hecho toda muerte es muerte, incluso la no humana; de nada servirá quitar de delante de los ojos a los hombres muertos, si continúan por ahí los perros, los caballos y las aves. Y los demás, con excepción quizá de los insectos, que sólo son medio orgánicos (como era con­vicción muy firme de la ciencia del país y de la época). Entonces fue ordenada la gran in­vestigación, el ciclópeo trabajo que duró años. No quedó ni un palmo de tierra por sondear, hasta en sitios de los que había memoria que habían estado deshabitados por el hombre desde siempre: no escaparon las más altas mon­tañas; no escapó el fondo de los ríos, donde bajo el lodo fueron encontrados millares de ahogados; no escapó el secreto de las raíces, algunas veces enredadas en lo que quedaba de quien, por encima de sí mismo, había que­rido o había tenido la misma necesidad de sa­via que el árbol tiene. Tampoco escaparon las carreteras, que fue preciso levantar en mu­chos sitios y volver a construir. Finalmente, el reino se vio liberado de la muerte. El día que el rey, oficialmente, con su propia boca y voz, declaró que el país se encontraba limpio de muerte (palabras suyas), se decretó que fuese festivo y fiesta nacional. En días como ésos es costumbre que mueran siempre unas cuan­tas personas más de lo que es norma, por desastres, agresiones, etc., pero el servicio nacional de vida (así había sido denominado) utilizaba medios modernos y rápidos: verifi­cado el óbito, el cuerpo iba inmediatamente por el camino más corto a la gran carretera de los muertos, la cual, necesariamente, había pa­sado a ser considerada, a todos los efectos, tierra de nadie. Libre de los muertos, el rey entraba en la felicidad. En cuanto al pueblo, tendría que habituarse.
La primera costumbre a recuperar ven­dría a ser la del sosiego, aquel sosiego de la mortalidad natural que permite a las familias estar a salvo de lutos durante años consecuti­vos, y a veces muchos, a no ser las llamadas familias numerosas. Se puede decir, sin hi­pérbole, que el tiempo de los traslados fue un tiempo de luto nacional, en el sentido más ri­guroso de la expresión, una especie de luto que venía de debajo de la tierra. Sonreír, en aquellos dolorosos años, habría sido, para quien osase, una degradación moral: no es propio sonreír cuando un pariente, incluso alejado, incluso primo de primo, está siendo desenterrado de la tumba, entero o en peda­zos, o cae desde lo alto, desde la pala de la ex
cavadora, dentro del ataúd nuevo, tanto por cada ataúd, como quien rellena moldes de dulces o de ladrillos. Después de aquel lar­guísimo período durante el cual la expresión fisonómica de las personas había sido co­rrientemente la de un noble y sereno dolor, volvía la sonrisa, la risa, e incluso la carcaja­da, o la burla, o el escarnio, y antes la ironía y el humor, volvía todo esto a retomar lo que de señas de vida contiene o de escondida lu­cha contra la muerte.
Pero el sosiego no era sólo el de un es­píritu retornado a los carriles de la costum­bre, después de la gran colisión, era también el del cuerpo, porque no pueden decir las palabras lo que representó para la población viva el esfuerzo requerido y durante tanto tiempo. No fue sólo la construcción civil, la apertura de carreteras, los puentes, los túne­les, los viaductos; no fue sólo la investigación científica, de la que ya ha sido dada una páli­da y fragmentaria idea; fue también la indus­tria de las maderas, desde abatir los árboles (bosques y bosques) al corte de tablones, al secado mediante procesos acelerados, al mon­taje de urnas y ataúdes que exigió la insta­lación de grandes conjuntos mecánicos para la producción en serie; fue también, como incluso ahora ha quedado apuntado, la recon­versión temporal de la industria metalome­cánica para satisfacer los pedidos de maquinaria y otros materiales, empezando por los clavos y por las bisagras; fueron los textiles, la pasamanería, para forros y galones; fue la industria de los mármoles y canterías, de re­pente destripando a su vez la tierra para res­ponder a la exigencia de tantas losas sepulcra­les, de tantas cabeceras esculpidas o simples; y pequeñas actividades casi artesanales, como la pintura de letras en negro o en oro, la del esmalte fotográfico, la de la latonería y de la vidriería, la de las flores artificiales, la de las velas y cirios, etc., etc., etc. Pero tal vez el mayor esfuerzo haya sido, y sin él ninguna parte de la obra podría haber salido adelante, el de la industria de transportes. Tampoco sa­brán las palabras decir lo que fue ese esfuerzo, desde su punto de origen, la industria de camiones y otros vehículos pesados, forzada a su vez a reconvertirse, a modificar planes de producción, a organizar nuevas cadenas de montaje, hasta la entrega de los ataúdes en el cementerio nuevo: inténtese imaginar la complejidad de la planificación de horarios integrados, los tiempos de desplazamiento y convergencia, la sucesiva entrada de los cau­dales de tránsito en flujos progresivamente más sobrecargados, todo esto armonizándose con la circulación normal de los vivos, tanto en los días hábiles como en los días festivos, tanto para la distracción como por obliga­ción, y sin olvidar las infraestructuras: restaurantes y albergues a lo largo del camino para que los camioneros se alimentasen y durmiesen, parques de estacionamiento para los grandes camiones, algunas distracciones para alivio de las tensiones del espíritu y del cuerpo, líneas telefónicas, instalaciones de socorros y asistencia, oficinas de reparaciones mecánicas y eléctricas, puestos de abasteci­miento de gasóleo, aceite, gasolina, neumáti­cos, piezas más importantes, etc. Todo esto, como resulta tan fácil de ver, animaba a su vez otras industrias en un circuito de revivifi­cación mutua, generadora de riqueza, al punto de haberse alcanzado, en el nivel más alto de la curva de producción, el pleno empleo. Natu­ralmente, a ese período siguió una depresión, que además no sorprendió a nadie, pues estaba en las previsiones de los peritos de economía. El efecto negativo de esta depresión vino a ser abundantemente compensado, tal como habían previsto los psicólogos sociales, por el irrepri­mible deseo de reposo que, alcanzado el punto de saturación ocupacional, empezó a manifes­tarse en la población. Se entraba realmente en la normalidad.
En el centro geométrico del país, abier­to a los cuatro vientos principales, está el ce­menterio. Mucho menos de la cuarta parte de sus cien kilómetros cuadrados fue ocupada por los cuerpos trasladados, y esto llevó a un grupo de matemáticos a pretender demostrar, con cifras en la mano, que el terreno uti­lizado para la nueva inhumación tendría que ser mucho mayor, teniendo en consideración el número probable de muertos desde el ini­cio del poblamiento del país, la ocupación media de espacio por cuerpo, incluso descon­tando a los que, siendo polvo y ceniza, ya no podían ser recuperados. El enigma, si realmente lo era, quedó para entretenimiento de las generaciones, como la cuadratura del cír­culo o la duplicación del cubo, pues los sa­bios cultores de las disciplinas ligadas a lo biológico probaron ante el rey que no había quedado en todo el país un solo cuerpo digno de ese nombre por levantar. Tras haber refle­xionado profundamente, entre confianza y escepticismo, el rey promulgó un decreto que daba el desacuerdo por cerrado: fue para él argumento decisivo el alivio que pasó a sentir cuando regresó a sus viajes y visitas: si no veía la muerte era porque toda la muerte se había retirado.
La ocupación del cementerio, aunque el plano inicial obedeciese a criterios más ra­cionales, se hizo de la periferia hacia el cen­tro. Primero al lado de las puertas y pegado a los muros, después según una curva que em­pezó por aproximarse a la radial perfecta y se volvió cicloide con el tiempo, por lo demás fase también transitoria sobre cuyo futuro no compete a este relato ocuparse. Pero esta, por así decir, moldura interna, ondulando a lo largo de los muros, aislada por ellos, se refle­jó, incluso durante el trabajo de traslado, casi simétricamente, en una forma de correspon­dencia viva del lado de fuera de los mismos. No se había previsto que esto sucediese, pero no faltó quien afirmase que sólo un tonto no lo habría adivinado.
La primera señal, como una pequeñísi­ma espora que iría a convertirse en planta, y ésta en arbusto, en macizo, en bosque cerrado, fue, al lado de una de las puertas secundarias del muro sur, una improvisada tienda para co­mercio de refrescos y otras bebidas. Incluso restaurados por el camino, los transportistas estimaron encontrar allí nuevo restauro. Des­pués otras pequeñas tiendas de ramos comer­ciales idénticos o afines se instalaron junto a aquélla y a las demás puertas, y quien las ex­plotaba tuvo que construir allí necesariamen­te sus casas, primero toscas, caedizas, después de materiales firmes, el ladrillo, la piedra, la teja, para permanecer y durar. Vale la pena observar de paso que desde esas primeras cons­trucciones se distinguieron, a) sutilmente, b) por las muestras de la evidencia, los tenores sociales, si así se puede decir, de los cuatro lados del cuadrado. Como todos los países, tampoco éste estaba uniformemente poblado, ni, a pesar de ser grande la real complacencia, sus habitantes eran socialmente semejantes: había ricos y había pobres, y la distribución de unos y otros obedecía a razones universales: el pobre atrae al rico hasta una distancia eficaz para el rico; a su vez, el rico atrae al po­bre, lo que no significa que la eficacia (denominador constante del proceso) opere en provecho del pobre. Si  por las razones apli­cadas a los vivos, el cementerio, después del traslado general, empezó a compartimentarse por dentro, también empezó a distinguirse por fuera. Casi no sería necesario explicar por qué. Siendo la región de más ricos del país la región del norte, ese lado del cementerio to­mó, en su manera monumental de ocupar el espacio, una expresión social opuesta, por ejem­plo, a la del lado sur, que precisamente co­rrespondía a la región más miserable. Lo mis­mo pasaba, en general, en lo referente a los otros lados. Cada cual con su igual. Bien que de una manera menos definida, el lado de fue­ra acompañaba al lado de dentro. Por ejem­plo, las floristas, que rápidamente fueron apa­reciendo en los cuatro lados del cuadrado, no vendían todas la misma producción: las había que exponían y vendían flores preciosas, cria­das en jardines e invernaderos con gran dis­pendio, otras eran gente modesta que iba a coger las flores espontáneas de los campos en torno. Y quien dice flores dice todo lo demás que allí se fue instalando, como era de prever, decían ahora los funcionarios a los que se les  acumulaban los requerimientos y las recla­maciones. No se debe olvidar que el cemente­rio tenía una administración compleja, presu­puesto propio, millares de enterradores. En los primeros tiempos, los funcionarios de las diferentes categorías vivieron en el interior del cuadrado, en la parte central, muy lejos de los visitantes de las sepulturas. Pero en segui­da se presentaron los problemas de jerarquía, de abastecimiento, de las escuelas para los ni­ños, de los hospitales, de las maternidades. ¿Qué hacer? ¿Construir una ciudad dentro del cementerio? Sería volver al principio, sin contar que con el paso de los años la ciudad y el cementerio se invadirían mutuamente, pe­netrando las tumbas en los espacios de las ca­lles o siendo los edificios de las mismas, circu­lando las calles en torno a las tumbas en busca de terreno para las casas. Sería volver a la anti­gua promiscuidad, agravada ahora por ocurrir las cosas dentro de un cuadrado de diez kiló­metros de lado con pocas salidas al exterior. Hubo entonces que escoger entre una ciudad de vivos rodeada por una ciudad de muertos o, única alternativa, una ciudad de muertos cer­cada por cuatro ciudades de vivos. Cuando la elección fue formalizada y se hizo claro, apar­te de lo demás, que los acompañantes de los cortejos fúnebres no siempre podían hacer inmediatamente el viaje de regreso, muchas veces largo y muy fatigoso, fuese por falta de  fuerzas, fuese por no ser capaces de separarse bruscamente de sus seres queridos, las cuatro ciudades exteriores vivieron una urbanización acelerada, por eso mismo caótica. Había pen­siones en todas las calles y de todas las cate­gorías, hoteles de una, dos, tres, cuatro, cinco estrellas y lujo, burdeles en cantidad, iglesias de todas las confesiones reconocidas por la ley y algunas clandestinas, tiendas familiares y grandes almacenes, casas innumerables, edificios de oficinas, departamentos públicos, instalaciones municipales varias. Después fueron los transportes colectivos, la vigilancia policíaca, la circulación forzada, el problema del tránsito. Y un cierto grado de delincuen­cia. Una única ficción se conservaba: mante­ner a los muertos fuera de la vista de los vivos, y por lo tanto ningún edificio podía tener más de nueve metros de altura. Sin embargo, eso mismo llegó a resolverse más tarde, cuando un arquitecto imaginativo reinventó el huevo de Colón: muros de mayor altura que nueve metros para edificios de mayor altura que nueve metros.
Con el correr del tiempo, el muro del cementerio se volvió irreconocible: en vez de la lisa uniformidad inicial prolongada por cuarenta kilómetros, pasó a verse un denticu­lado irregular, variable también en la intensi­dad y en la altura, según el lado del muro. Nadie tiene ya memoria de cuándo fue considerado conveniente mandar colocar finalmen­te los portones del cementerio. El funcionario que había tenido la idea de ahorrar el gasto, había pasado muerto al lado de dentro y ya no podría defender su, en tiempos, buena tesis, insostenible ahora, como él mismo habría tenido la liberalidad de reconocer: habían em­pezado a circular historias de almas del otro mundo, de fantasmas y apariciones..., ¿qué ha­cer sino instalar los portones?
Cuatro grandes ciudades se interpu­sieron así entre el reino y el cementerio, cada una vuelta a su punto cardinal, cuatro ciu­dades inesperadas que habían empezado por llamarse Cementerio Norte, Cementerio Sur, Cementerio Oriente, Cementerio Occidente, pero que después fueron más benignamente bautizadas y denominadas, por orden, Uno, Dos, Tres y Cuatro, visto que habían sido va­nas todas las tentativas para atribuirles nom­bres más poéticos o conmemorativos. Estas cuatro ciudades eran cuatro barreras, cuatro murallas vivas con las que el cementerio se rodeaba y con ellas se protegía. El cementerio representaba cien kilómetros cuadrados de casi silencio y soledad, cercados por el hormi­guero exterior de los vivos, por gritos, boci­nas, risas, palabras sueltas, ruidos de motores, por el interminable susurro de las células. Lle­gar al cementerio era ya una aventura. En el interior de las ciudades, con el paso de los años, nadie habría conseguido reconstituir el trazado rectilíneo de las antiguas carreteras. Decir por dónde habían pasado era fácil: ha­bría bastado ponerse en la dirección del por­tón principal de cada lado. Pero, exceptuando algunos trozos mayores de pavimento reco­nocible, lo restante se perdía en la confusión de las fincas y de las calles primero improvi­sadas y después sobrepuestas al primer trazado. Sólo en campo abierto la carretera era aún la carretera de los muertos.
Y lo ahora inevitable aconteció, quedando apenas por saberse, en definitiva, quién empezó y cuándo. Una investigación suma­ria, hecha más tarde, verificó casos en la pro­pia periferia exterior de la Ciudad Dos, la más pobre de todas, orientada al sur, como ya ha sido dicho: cuerpos enterrados en peque­ños patios familiares, debajo de flores vivas que se renovaban todas las primaveras. Por esa misma época, como aquellas grandes in­venciones que en varios cerebros irrumpen simultáneamente porque llegó el momento de su maduración, en lugares poco poblados del reino, ciertas personas decidieron, por muchas, diferentes y a veces opuestas razo­nes, enterrar sus muertos allí al lado, en el in­terior de grutas, al lado de senderos en los bosques o en la ladera abrigada de los mon­tes. La fiscalización andaba por entonces mu­cho menos activa y abundaban los funcionarios que consentían en dejarse sobornar. El servicio general de estadística informó, de acuerdo con los registros oficiales, que estaba verificándose una acentuada baja de la mor­talidad, lo cual, lógicamente, empezó a po­nerse en la cuenta de la política sanitaria del gobierno, bajo la suprema autoridad del rey. Las cuatro ciudades del cementerio sintieron las consecuencias del menor flujo de muertos. Ciertos negocios sufrieron perjuicios, hubo no pocas quiebras, algunas fraudulentas, y cuando por fin se reconoció que la real políti­ca de salud, por excelente que fuese, no iba camino de conceder la inmortalidad, fue pro­mulgado un decreto ferocísimo para recon­ducir a la población a la obediencia. No sir­vió de mucho: tras una breve llamarada de animación, las ciudades se estancaron y deca­yeron. Despacio, muy despacio, el reino em­pezó a poblarse de nuevo de muertos. El gran cementerio central, en fin, recibía apenas ca­dáveres de las cuatro ciudades circundantes, cada vez más abandonadas, más silenciosas. A esto, sin embargo, el rey ya no asistió.
Era muy viejo el rey. Un día, cuando estaba en la terraza más alta del palacio, vio, incluso teniendo ya cansados los ojos, la pun­ta aguda de un ciprés que asomaba por enci­ma de cuatro muros blancos, pudiendo ser tal vez de un patio, y quizá lo fuese, y no de muerte la señal del árbol. Pero hay cosas que se adivinan sin dificultad, sobre todo cuando se llega a ser muy viejo. El rey reunió en su ca­beza las noticias y los rumores, lo que le decían y lo que le ocultaban, y entendió que ha­bía llegado la hora de comprender. Con un guardia detrás de él, como determinaba el pro­tocolo, bajó al parque del palacio. Arrastrando su manto real, siguió despacio por una avenida que iba a dar al corazón cerrado del bosque. Allí se echó en un claro, sobre las hojas secas, y estando echado miró al guardia que se había arrodillado y dijo antes de morir: «Aquí.»


COSAS


La puerta, alta y pesada, al cerrarse, ras­pó el dorso de la mano derecha del funcionario y dejó un arañazo profundo, rojo, casi sin san­grar. La piel había quedado desgarrada, no por igual, levantada en algunos puntos desde luego dolorosos, porque el saliente o aspereza agresor, naturalmente, no había mantenido una presión continua y el arrastre de contacto que haría del arañazo herida abierta, con los labios separados y un correr rápido y extendido de sangre. Antes de entrar en el pequeño gabinete donde cum­pliría su turno, que empezaría dentro de diez minutos y que se prolongaría durante cinco ho­ras seguidas, el funcionario se dirigió al servicio médico (sm) para un tratamiento rápido: en sus funciones tenía que atender al público, y una lesión de tan feo aspecto no debía ser exhibida. Mientras desinfectaba la herida el enfermero, informado de las circunstancias del accidente, dijo que era el tercer caso ese día. Causado por la misma puerta.
–Supongo que van a quitarla –añadió.
Con un pincel pasó sobre el arañazo un  líquido incoloro que secó rápidamente, tomando el color de la piel. Y no sólo el color, la textura opaca que no dejaba adivinar lo que había sucedido. Sólo mirando de muy cerca se podría distinguir la sobreposición. A la vista no había señal de herida.
–Mañana ya puede retirar la película. Doce horas son suficientes.
El enfermero se mostraba preocupado.
–¿Sabe lo que pasa con el sofá? –preguntó–. El grande, el de la sala de espera.
–No. Acabo de llegar, para el turno de la tarde.
–Ha sido preciso traerlo aquí. Está en la sala de al lado.
–¿Por qué?
–La razón exacta no la sabemos. El médico lo observó inmediatamente, pero no dio un diagnóstico. Ni necesitaba hacerlo. Un ciudadano usuario fue a quejarse de que el sofá calentaba demasiado. Y tenía razón. Yo mismo lo verifiqué.
–Algún defecto de fabricación.
–Sí. Probablemente. La temperatura está demasiado alta. En otras circunstancias, y fue también lo que el médico dijo, sería un caso de fiebre.
–Bien. No es novedad. Hace dos años supe de un caso igual. Un amigo mío tuvo que devolver a la fábrica un abrigo casi nue­vo. Era imposible soportarlo puesto.
–¿Y qué pasó después?
–Después, nada. La fábrica le entregó otro a cambio. No volvió a haber razón de queja.
Miró el reloj: todavía diez minutos. ¿Sería posible? Estaba dispuesto a jurar que en el momento en que se había arañado faltaban precisamente los mismos diez minutos. O había fallado esta vez su hábito de consultar el reloj al entrar en el edificio.
–¿Puedo ver el sofá?
El enfermero abrió una puerta trans­lúcida:
–Está ahí.
El sofá era grande, de cuatro cuerpos, ya con señales de uso, pero en buen estado general.
–¿Quiere probar? –preguntó el en­fermero.
El funcionario se sentó.
–¿Qué le parece?
–Es muy desagradable, en verdad. ¿Vale la pena el tratamiento?
–Le estoy aplicando inyecciones cada hora. Por el momento no noto diferencia. Y es el momento de otra inyección.
Preparó la jeringuilla, aspiró en su in­terior el contenido de una gran ampolla y clavó rápidamente la aguja en el sofá.
–¿Y si no se pone bueno? –pregun­tó el funcionario.
–El médico dirá. Éste es el tratamiento específico. Cuando no resulta, caso perdido, vuelve a la fábrica.
–Bien. Voy a mi trabajo. Gracias.
En el pasillo vio otra vez la hora. Con­tinuaban faltando diez minutos. ¿Estaría pa­rado el reloj? Lo acercó al oído: el tic tac sona­ba con nitidez, aunque un poco amortiguado, pero las manecillas no se movían. Comprendió que iba a llegar muy atrasado. Detestaba eso. Es cierto que el público no se vería perjudicado, ya que el compañero a quien tendría que sustituir no podía abandonar el gabinete mien­tras él no llegase. Antes de empujar la puerta, echó una nueva mirada al reloj: lo mismo. Al oírlo entrar, el compañero se levantó, dijo al­gunas palabras a las personas que aguardaban detrás de la ventanilla, del lado de fuera, y la cerró. Era el reglamento. La sustitución de los funcionarios se hacía con brevedad, pero siem­pre a puerta cerrada.
–Viene tarde.
–Creo que sí. Disculpe.
–Pasan quince minutos de la hora. Voy a tener que comunicarlo.
–Sin duda. Mi reloj se ha parado. Ha sido por su causa. Pero lo que es extraño es que continúa funcionando.
–¿Continúa funcionando?
–¿No lo cree? Véalo.
Miraron los dos el reloj.
–Realmente es extraño.
–Mire las manecillas. No se mueven. Pero se oye el tic tac.
–Sí, se oye. No comunicaré el retraso, pero me parece que debe informar a la supe­rioridad de lo que sucede con su reloj.
–Evidentemente.
–Ha habido bastantes casos extraños en estas últimas semanas.
–El gobierno está atento y sin duda va a tomar medidas.
Alguien golpeó en la placa lechosa de la ventanilla. Los dos funcionarios firmaron el registro de salida y entrada.
–Cuidado con la puerta principal –avi­só el que se quedaba.
–¿Se ha arañado? Entonces ha sido el tercero hoy.
–¿Y se ha enterado de la fiebre del sofá?
–Todos lo saben.
–Es extraño, ¿verdad?
–Sí, aunque no sea raro. Hasta el lunes.
–Buen fin de semana.
Abrió la ventanilla. Había apenas tres personas esperando. Pidió disculpas, como determinaba el reglamento, y recibió de la prime­ra –un hombre alto, bien vestido, de media edad– la tarjeta de identificación. La introdujo en el verificador, analizó las señales luminosas que aparecieron y devolvió la tarjeta:
–Muy bien. ¿Qué desea? Por favor, sea breve.
Eran también frases que el reglamento estipulaba. El cliente respondió sin dudar:
–Seré breve. Deseo un piano.
–Actualmente no hay muchos pedidos  de ese objeto. Dígame si es indispensable.
–¿Hay dificultades excepcionales?
–Sólo las de materias primas. ¿Para  cuándo lo quiere?
–Dentro de quince días.
–Casi sería más fácil darle la luna aho­ra mismo. Un piano exige material muy califi­cado, de alta calidad, o rareza, si prefiere que me exprese así.
–Ese piano es para un regalo de cum­pleaños. ¿Entiende?
–Claro. Podría, sin embargo, haber venido a hacer su pedido antes.
–No me fue posible. Le recuerdo que soy un ciudadano usuario de las primeras prioridades.
Al mismo tiempo que decía estas pala­bras el usuario abrió la mano derecha, con la pal­ma hacia arriba, mostrando una C verde tatuada en la piel. El funcionario miró la letra, después la pantalla que conservaba aún las señales veri­ficadas y movió la cabeza afirmativamente:
–He tomado buena nota. Tendrá su piano dentro de quince días.
–Muchas gracias. ¿Quiere que lo pa­gue todo o basta una señal?
–Basta una señal.
El usuario sacó la cartera del bolsillo y puso el dinero necesario encima del mostrador. Los  billetes eran rectángulos de material fino y flexi­ble, de color único pero con tonalidades diferen­tes, como diferentes eran también los pequeños rostros emblemáticos que los distinguían. El funcionario los contó. Cuando los reunía para guardarlos en la caja, uno de ellos se enrolló súbi­tamente y le apretó un dedo. El cliente dijo:
–Me pasó lo mismo hoy. La fábrica de moneda debería ser más rigurosa en la fabri­cación de sus billetes.
–¿Ha presentado un escrito?
–Naturalmente, como era mi deber.
–Muy bien. Los servicios de inspec­ción podrán confrontar las dos participacio­nes, la suya y la mía. Aquí tiene los docu­mentos. El día señalado diríjase al servicio de entregas. Pero como su prioridad es C, creo que el piano le será llevado a casa.
–Así ha sucedido siempre con mis pedidos. Buenas tardes.
–Buenas tardes.
Cinco horas después, el funcionario estaba otra vez ante la puerta principal. Extendió la mano derecha hacia el picaporte, cal­culó bien la distancia y, con un movimiento rapidísimo, abrió la puerta y pasó al otro lado, a salvo. La puerta, con un sonido apagado que parecía un suspiro, obedeció al amortiguador y se cerró muy despacio. Era casi de noche. Trabajar en el segundo turno daba algunas sa­tisfacciones: clientela superior, suministros de calidad, y la posibilidad de quedarse en la ca­ma más tiempo por la mañana, aunque en in­vierno, con los días cortos, fuese un poco de­primente salir del interior bien iluminado al crepúsculo, demasiado temprano y también demasiado tarde. Pero ahora, a pesar de que el cielo estuviese anormalmente cubierto, hacía una buena temperatura de fines de verano y era agradable el pequeño paseo.
No vivía lejos. No daba siquiera tiem­po a ver la ciudad transformarse para sus ho­ras nocturnas. Algunas centenas de metros que recorría a pie, con lluvia o con sol, porque los conductores de taxi no estaban autorizados a hacer recorridos tan cortos y ningún itinera­rio de autobús tenía parada en su calle. Metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y sintió la carta que se había olvidado de echar en el buzón cuando había salido de casa hacia el servicio de requerimientos especiales (sre) donde trabajaba. Mantuvo la carta sujeta, pa­ra no olvidarse otra vez, y bajó las escaleras del pasaje subterráneo por el cual llegaría al otro lado de la avenida. Detrás iban dos mu­jeres conversando:
–No te imaginas cómo se quedó mi marido esta mañana. Y yo, pero él notó pri­mero lo que había sucedido.
–No es para menos, realmente.
–Nos quedamos los dos con la boca abierta, mirándonos uno al otro.
–¿Pero durante la noche ninguno de vosotros oyó ruido?
–Nada. Ni él ni yo.
La voces se perdieron. Las mujeres ha­bían torcido por un túnel que seguía en otra dirección. El funcionario murmuró: «¿De qué estarían hablando?» Y eso le hizo pensar en el modo como había transcurrido su día, en su mano derecha que sujetaba la carta dentro del bolsillo, en el arañazo profundo que la puerta le había hecho, en el sofá con fiebre, en el reloj que continuaba trabajando, pero con las ma­necillas paradas diez minutos antes de la hora de entrar a trabajar. Y el billete que se le había enrollado en el dedo. Siempre había habido incidentes de ese género, no muy graves, ape­nas incómodos, aunque en ciertos períodos con aburrida frecuencia.. A pesar de los esfuer­zos del gobierno (g) nunca había sido posible acabar con ellos y, verdaderamente, nadie es­peraba que eso se consiguiese. Hubo épocas en las que el proceso de fabricación había al­canzado un grado tal de perfección que los de­fectos llegaron a volverse rarísimos, al punto que el gobierno (g) entendió que no era con­veniente quitar a los ciudadanos usuarios (por lo menos a los de las prioridades A, B y C) el gusto cívico y el placer de la reclamación. La propia seguridad del régimen fabril lo acon­sejaba. Fueron por eso dadas a las fábricas ins­trucciones para disminuir las normas de exigencia. A pesar de todo, no eran esas órdenes las responsables de una auténtica epidemia de mala calidad en la fabricación que se había producido hacía dos meses. Como funciona­rio del servicio de requerimientos especiales (sre), estaba en buena situación para saber que el gobierno había revocado hacía más de un mes las órdenes e impuesto patrones de cali­dad óptima. Sin resultado. De los casos que podía recordar, este de la puerta era ciertamente el más inquietante. No se trataba de un objeto cualquiera, de un simple utensilio, incluso un mueble, como el sofá de la entrada, sino de una pieza de grandes dimensiones. El sofá tampoco era pequeño. No obstante, se trataba de un mueble de interior, mientras que la puerta era ya parte del edificio, si no la más importante de él. En efecto, es la puerta la que transforma un espacio apenas limitado en un espacio cerrado. El gobierno (g) había acabado por nombrar una comisión encargada de estudiar los acontecimientos y proponer medidas. El mejor equipo de ordenadores ha­bía sido puesto a las órdenes de ese grupo de peritos, que incluía, además de especialistas en electrónica, a las mejores autoridades en los campos de la sociología, de la psicología y de la anatomía, indispensables en estos ca­sos. El despacho que había creado la comisión fijaba el plazo de quince días para la presen­tación de informes y propuestas. Aún falta­ban diez días y era evidente que la situación empeoraba.
Empezó a caer una lluvia que era casi polvo de agua, imponderable, aérea. A distan­cia el funcionario vio el buzón en el que debería echar la carta. Pensó: «No puedo olvidarme otra vez.» Un gran camión cubierto giró en la esquina cercana, pasó a su lado. Tenía escrito en grandes letras: «Alfombras y moquetas.» Allí iba un sueño que nunca conseguiría reali­zar: enmoquetar su casa. Tal vez algún día, si todo fuese bien. El camión terminó de pasar. El buzón había desaparecido. El funcionario supuso que se había desorientado, que había cambiado de dirección mientras pensaba en la moqueta, atraído por las letras. Miró en torno, sorprendido, pero también sorprendido por no sentirse asustado. Apenas una inquietud vaga, tal vez nerviosismo, como quien está ante un problema de raciocinio cuya solución se escapa por poco. No había ningún buzón ni vestigio del mismo. Se aproximó al sitio donde debería estar, donde hacía tantos años lo veía, con aquel cuerpo cilíndrico pintado de azul y su abertura rectangular, boca permanentemen­te abierta, muda, sólo entrada a un estómago. La tierra en la que el buzón había estado asen­tado estaba un poco revuelta y aún seca. Un policía se aproximó corriendo:
–¿Ha asistido a la desaparición? –pre­guntó.
–No. Pero ha sido por poco. Si no hu­biese sido porque pasó un camión delante de mí, lo habría visto.
El policía tomaba notas en un cuader­no. Después lo cerró, empujó con el pie un pedrusco que había salido de la cavidad a la acera y dijo, con el tono de quien apenas re­flexiona en voz alta:
–Si hubiese estado mirando, quién sabe si el buzón habría desaparecido.
Y se apartó, al mismo tiempo que to­caba la funda de la pistola.
El funcionario del servicio de reque­rimientos especiales (sre) dio la vuelta a toda la manzana, hasta donde sabía que existía otro buzón. Este no había desaparecido. Me­tió rápidamente la carta, la oyó caer en la saca interior y volvió por el mismo camino. Pen­só: «¿Y si este buzón también desaparece? ¿Adónde irá mi carta?» No era ésta la que le preocupaba (se trataba de un asunto sencillo, de rutina), sino el problema, por así decir, metafísico. Compró en el quiosco el perió­dico de la noche, que dobló y metió en el bol­sillo. Ahora llovía un poco más. En el lugar del cual había desaparecido el buzón había una pequeña poza de agua. Una mujer, resguardada bajo un paraguas, iba con una car­ta. Sólo en el último momento reparó en la situación.
–¿Y el buzón? –preguntó.
–No está –respondió el funcionario. La mujer, furiosa:
–No pueden hacer esto. Quitar de aquí el buzón sin avisar primero a los habi­tantes. Deberíamos presentar todos una re­clamación.
Y dio la vuelta, afirmando, con amplios gestos, que al día siguiente se quejaría.
La finca en la que vivía el funcionario estaba cerca. Abrió la puerta con muchas precauciones, al mismo tiempo que se reprendía a sí mismo: «¿Iré a tener ahora miedo a las puertas?» Accionó el interruptor de la luz de  la escalera y se dirigió al ascensor. Colgado  en la puerta había un letrero: «Averiado.» Se molestó, irritado, no tanto por tener que subir a pie (vivía en un piso bajo, el segundo), sino porque en el quinto tramo de la escalera faltaban tres peldaños desde hacía una semana, lo cual le obligaba a ciertos cuidados y a algún esfuerzo. Los servicios de abastecimientos corrientes (sac) estaban funcionando mal.
En otras circunstancias hubiese dicho que se trataba de incompetencia de la dirección. O  quizá demasiados pedidos para atender. O falta de personal. O falta de materia prima. Pero ahora el motivo sería otro, y no quería pensar en él. Subió la escalera sin prisa, preparándose mentalmente para la pequeña acrobacia  que tenía que realizar: saltar el vano correspondiente a la ausencia de los tres escalones, de abajo arriba, más difícil por lo tanto, y la fuerza de los pulsos y la extensión de la pier­na. Entonces vio que no eran tres los pelda­ños que faltaban, sino cuatro. Se reprendió una vez más, ahora por la mala memoria, y, tras algunas tentativas fracasadas, consiguió al­canzar el escalón superior.
Vivía solo y soltero. Se hacía su propia comida, mandaba lavar fuera la ropa, le gus­taba su empleo. En términos generales se consideraba un hombre satisfecho. Era difícil no serlo: el país excelentemente administrado, las funciones bien repartidas, el gobierno capaz y con gran experiencia en transforma­ción industrial. En cuanto a esos problemas más recientes, también acabarían por ser resueltos. Como era todavía temprano para ce­nar, se sentó a leer el periódico, lo que hacía siempre, por lo demás, formulando incons­cientemente la misma justificación inútil o, mejor, sin conciencia de la inutilidad de la misma. En la primera página había una nota oficiosa del gobierno (nog) acerca de las defi­ciencias verificadas en los últimos tiempos en diversos objetos, utensilios, máquinas e instalaciones. Se prometía remedio en breve para la situación, considerada no alarmante, y se refería nuevamente al trabajo de la comi­sión nombrada, a la que se había agregado ahora un especialista en parapsicología. No se hacía ninguna alusión a desapariciones.
Dobló el periódico cuidadosamente y lo puso sobre una mesa baja, a sus pies. Miró la hora en el reloj de pared: aún faltaban algunos minutos para el inicio de la emisión de televi­sión. La regularidad de su cotidianidad se ha­bía visto afectada por los acontecimientos, so­bre todo por la desaparición del buzón, que le había hecho perder algún tiempo. En general tenía tiempo de leer todo el periódico, prepa­rar una cena sencilla e instalarse frente al televisor para oír las noticias y comer. Después lle­vaba a la cocina el plato, el vaso y los cubiertos, y volvía al sillón confortable donde se quedaba tranquilamente, ora mirando ora dormitando, hasta el final de la emisión. Se preguntó a sí mismo qué haría hoy, y no pensó en buscar respuesta. Extendió la mano y encendió el aparato: oyó un silbido, la pantalla se fue ilu­minando poco a poco hasta aparecer la carta de ajuste, un complicado sistema de rayas verti­cales, horizontales y oblicuas, de superficies claras y oscuras. Se quedó mirando, distraídamente, como hipnotizado por la fijeza de la imagen. Encendió un cigarrillo (nunca fuma­ba en el trabajo, no estaba permitido) y se sen­tó otra vez. Le vino el recuerdo del reloj de pulsera y lo miró: continuaba parado y ya no se conseguía oír el tic tac. Soltó pausadamente la correa negra, colocó el reloj encima de la mesa, al lado del periódico, y suspiró profundamen­te. Un chasquido fuerte le hizo volver la cabeza rápidamente. «Algún mueble», pensó. Y en ese exacto instante, en un lapso de tiempo inferior a un segundo, la carta de ajuste desa­pareció y en su lugar, como un relámpago, surgió la cara de un niño, con los ojos muy abiertos. Se hundió hacia el fondo, hacia atrás, hacia la lejanía, muy lejos, hasta transformarse en un simple punto luminoso, palpitante, en el centro de la pantalla negra. Inmediatamen­te a continuación reapareció la carta de ajuste, ligeramente trémula, ondulante, como una imagen reflejada en el agua. El funcionario se pasó la mano por la cara, perplejo. Cogió el te­léfono, marcó el servicio de informaciones de la televisión (sitv) y, cuando le atendieron, preguntó:
–Por favor. ¿Qué interferencia ha sido ésa que ha aparecido hace un minuto en la carta de ajuste?
Una voz de hombre respondió secamente:
–No ha habido ninguna interferencia.
–Disculpe, pero la he visto perfectamente.
–No tenemos ninguna información que dar.
Colgaron el teléfono. «Debo haber hecho mal. Todo esto debe estar relacionado», murmuró. Fue a sentarse frente al receptor, en el cual la carta de ajuste había vuelto a su hip­nótica inmovilidad. Se oyó una sucesión de  chasquidos más fuertes. No fue capaz de loca­lizarlos. Parecían al mismo tiempo muy cerca y muy lejos, debajo de sí mismo o en cual­quier parte de la finca. Se levantó otra vez y abrió la ventana: ya no llovía. No era, por lo demás, tiempo de lluvia. Debía de haber ha­bido alguna avería en el material del servicio de adecuación meteorológica (sam): en los meses de verano no llovía nunca. Desde la ventana veía claramente el lugar donde había estado clavado el buzón. Respiró llenando los pulmones, miró el cielo ahora limpio y barri­do, ya con estrellas, las más brillantes, aque­llas que resistían a la iluminación del centro de la ciudad. La emisión empezaba en ese mo­mento. Volvió a la silla. Quería oír las noti­cias con las que el programa empezaba siem­pre. Una locutora con sonrisa artificial y tensa anunció el programa de la noche e inmedia­tamente se oyeron los arpegios que preludia­ban las noticias. Después, un locutor de cara escuálida anunció una nota oficiosa del go­bierno (nog). Era más reciente que la del pe­riódico. Decía: «El gobierno informa a todos los ciudadanos usuarios que los defectos e incongruencias de ciertos objetos, utensilios, máquinas e instalaciones (abreviados oumis), últimamente verificados en mayor número, están siendo juiciosamente estudiados por la comisión nombrada, que cuenta ahora con la colaboración de un parapsicólogo. Los ciudadanos usuarios deben rechazar los rumores, las habladurías, la manipulación. Deben man­tener la serenidad, incluso en el caso de que ocurran desapariciones de los referidos oumis: objetos, utensilios, máquinas o instalaciones. Se recomienda la más rigurosa vigilancia. Ningún oumi (objeto, utensilio, máquina o instalación) debe, en lo futuro, ser mirado distraídamente. El gobierno considera indis­pensable sorprender cualquier oumi: objeto, utensilio, máquina o instalación, en el mo­mento de desaparecer. El ciudadano usuario que de informaciones completas o detenga el proceso de desaparición de oumis, será consi­derado benemérito y ascendido a la prioridad C, si estuviera clasificado en prioridad más baja. El gobierno cuenta con el apoyo y la confianza de todos.» Hubo más noticias, pero ninguna que interesase tanto. El resto del programa tampoco era muy atractivo, a no ser un reportaje en directo sobre la fabricación de alfombras. Despechado, como si hubiese sido personalmente ofendido, apagó el receptor: clasificado en la prioridad H (abrió la mano derecha y vio la letra verde), tendría que aho­rrar durante mucho tiempo antes de conse­guir el dinero suficiente para comprar la al­fombra con la que soñaba hacía tantos años. Sabía muy bien cómo se fabricaban las alfom­bras. Consideraba incluso un insulto la pre­sentación de reportajes como ése, llevado a hogares que no tenían nada que poner encima del suelo desnudo.
Fue a la cocina a preparar la cena. Se li­mitó a revolver unos huevos, que comió en el extremo de la mesa, acompañados con pan y un vaso de vino. Después lavó los pocos cacha­rros que había ensuciado. Evitó mojarse la mano que había sido arañada, aunque supiese que la película biológica era impermeable al agua: actuaba como otra piel regeneradora de los te­jidos orgánicos y, al igual que la piel, respira­ba. Un hombre gravemente quemado no mo­riría si fuese posible cubrirlo en seguida con el líquido biológico y sólo los dolores le impedi­rían hacer una vida normal hasta la curación completa. Recogió el plato y la sartén y, cuando se disponía a colocar el vaso al lado de los otros dos que tenía, notó un espacio vacío en el armario. Al principio no consiguió acordarse de lo que allí había estado antes. Se quedó con la boca abierta, con el vaso en la mano, rebus­cando en la memoria, intentando entender. Era eso: la jarra grande que raramente utiliza­ba. Puso despacio el vaso al lado de los otros, cerró la puerta del armario. Después se acordó de las recomendaciones del gobierno (g) y vol­vió a abrirla. Todo estaba en su lugar, excepto la jarra. La buscó por toda la cocina, moviendo los objetos con el mayor cuidado, mirándolos fijamente, uno por uno, hasta aceptar tres evi­dencias: la jarra no estaba donde la había dejado, no estaba en la cocina, no estaba en ningu­na parte de la casa. Luego había desaparecido.
No se asustó. Después de haber oído la nota oficiosa (no) en la televisión (tv), se sentía, como buen ciudadano usuario que se enor­gullecía de ser, y funcionario, miembro de un inmenso ejército de vigilantes. Se veía en co­municación directa con el gobierno (g), res­ponsable, tal vez futuro benemérito de la ciu­dad y del país, tal vez destinado a la prioridad C. Volvió a la sala con paso firme, marcialmente sonoro. Se aproximó a la ventana que había dejado abierta. Miró la calle hacia un lado y hacia otro, dominador, y decidió que apro­vecharía el fin de semana trabajando en vigi­lancia continua por toda la ciudad. Sería una mala suerte muy grande la suya si no consi­guiese informaciones útiles al gobierno (g), su­ficientemente útiles como para merecerle la prioridad C. Nunca había tenido ambiciones, pero ahora había llegado el momento de te­nerlas con legítimo derecho. La prioridad C significaría, por lo menos, funciones de mucha mayor responsabilidad en el servicio de reque­rimientos (sr), significaría, quién sabe, el trasla­do a un sector más próximo al gobierno central (gc). Abrió la mano, vio su H, se imaginó una C en su lugar, saboreó la visión del injerto de piel nueva que le harían. Abandonó la ventana y conectó el receptor: la imagen mostraba la fase de laminación de las alfombras. Interesado ahora, se sentó confortablemente y vio el programa hasta el final. El mismo locutor leyó el último noticiero, repitió la nota oficiosa del gobierno (nog) y añadió, dejando dudas sobre la eventual relación mutua de las dos informa­ciones, que al día siguiente toda la periferia de la ciudad pasaría a ser vigilada por tres escua­drillas de helicópteros, estando ya asegurado, por el estado mayor de la fuerza aérea (emfa), el refuerzo de esa vigilancia con otros aparatos en caso de necesidad. El funcionario apagó el televisor y se fue a acostar. No volvió a llover durante la noche, pero se oyeron innumerables crujidos por todo el edificio. Algunos inquili­nos, despiertos, se asustaron y telefonearon a la policía y a los bomberos. Les respondieron que el asunto se encontraba en examen; que la se­guridad de las vidas estaba garantizada, no pudiendo decirse lo mismo, infelizmente, por el momento, de la seguridad de los bienes, pero que el problema marchaba hacia su solu­ción. Y leían la nota oficiosa del gobierno (nog). El funcionario del sre durmió un sueño reposado.
Cuando a la mañana siguiente salió de casa, se encontró en el descansillo a algunos vecinos que conversaban. El ascensor había vuelto a funcionar. Menos mal, decían todos, porque eran ahora veinte los escalones que faltaban, contando sólo los tramos de escalera hasta la planta baja. Hacia arriba faltaban muchos más. Los vecinos estaban preocupados y pidieron informaciones al funcionario del sre. Este opinó que la situación continuaría agravándose durante algún tiempo, pero que no tardaría en normalizarse. Después se entraría en la recuperación.
–Todos sabemos que ha habido crisis de comportamiento. Errores de fabricación, mala planificación, presión insuficiente, de­fectos de las materias primas. Y siempre ha sido remediado todo.
Una vecina recordó:
–Pero nunca hubo una crisis tan gra­ve y durante tanto tiempo. ¿Adónde vamos a parar si los oumis continúan así?
Y su marido (prioridad E):
–Si el gobierno. no se pone manos a la obra, se elige otro más enérgico.
El funcionario estuvo de acuerdo y se metió en el ascensor. Antes de ponerse éste en movimiento, la vecina le previno:
–Sepa que no va a encontrar la puerta de nuestra finca. Desapareció esta noche.
Cuando el funcionario salió del ascen­sor al vestíbulo, le causó un choque el vacío cuadrangular que se abría ante él. No había otra señal de la puerta a no ser, en las jambas, los agujeros donde antes habían estado clavados los goznes. Ningún vestigio de violencia, ningún fragmento. Pasaba gente por la calle, pero no se detenían. Al funcionario le pareció casi ofensiva esta indiferencia, pero la enten­dió cuando llegó a la acera: no faltaba tan só­lo la puerta de su casa, faltaban otras puertas a los dos lados de la calle. Y no sólo puertas. Había tiendas con toda la fachada al aire, sin escaparates ni artículos. A una finca le faltaba por entero la fachada, como si hubiese sido cortada de arriba abajo por un cuchillo afi­ladísimo. Se veían los interiores, los muebles, algunas personas moviéndose al fondo, asus­tadas. Por una coincidencia inexplicable, todas las lámparas de los techos estaban encendi­das: la finca parecía un árbol iluminado. En el primer piso se oía gritar a una mujer: «Mi ropa. ¿Dónde está mi ropa?» Y pasó desnuda por la habitación expuesta a la vista de la ca­lle. El funcionario no pudo evitar una sonri­sa, divertido, porque la mujer era gorda y mal hecha. Al iniciarse la semana, los servicios de abastecimientos comunes (sac) iban a estar so­brecargados. La situación se complicaba cada vez más. Menos mal que él pertenecía al sre. Bajó la calle, atento, según la petición del go­bierno (g), a todas las cosas, tanto las fijas co­mo las móviles, al acecho de la más pequeña señal de comportamiento sospechoso. Notó que otras personas procedían de la misma ma­nera y esta demostración de conciencia cívica le confortó, aunque cada una de ellas fuese, por así decir, un rival para la prioridad C. «Habrá para todos», pensó.
De hecho, había mucha gente en la ca­lle. La mañana estaba clara, llena de sol, una excelente mañana de playa o campo. O para quedarse en casa, gozando el reposo del fin de semana, si no fuese obvio que las casas perdían seguridad, no en el sentido estricto, pero sí al menos en ese otro que no debe ser olvidado en circunstancia alguna: el decoro. Aquella finca que se había quedado sin la fachada en­tera, cercenada, no era un espectáculo agra­dable de ver: todos aquellos interiores ofreci­dos así a los ojos de quien transitaba por la calle, y la mujer gorda pasando, quizá inconsciente, sin un sencillo hilo de ropa enci­ma del cuerpo y preguntando (¿a quién?) por ella. Se puso a sudar frío, al pensar cómo se sentiría vejado si la fachada de su finca tam­bién desapareciese y él tuviese que mostrarse a la vista de todos (incluso vestido) sin el resguardo opaco, comprimido, denso, que le de­fendía del frío y del calor y de la curiosidad de sus conciudadanos. «Tal vez», pensó, «to­do esto sea resultado de la mala calidad de fabricación. Si así fuera, menos mal, el caso era de agradecer. Las circunstancias liberan a la ciudad del material deficiente y el gobier­no (g) llega a saber, sin lugar a dudas, sin equívocos, lo que debe remediar y cómo, y de todo esto sacar lecciones para el futuro. La mínima contemporización es un crimen. Es necesario defender a la ciudad y a los ciudadanos usuarios». Se acercó a un quiosco para comprar el periódico. El dueño del puesto charlaba desde el interior con dos clientes:
–...y murieron todos. La radio (r) aún no ha dado la noticia, pero lo sé de buena tin­ta. Un cliente que estuvo aquí hace media ho­ra, o menos, vive exactamente al lado y lo vio.
El funcionario del sre preguntó:
–¿De qué están hablando?
Y abrió la mano, con un gesto que quería parecer casual, pero que era, siempre, un medio de ejercer presión sobre los interlocuto­res: allí nadie parecía tener prioridad superior a la H. El dueño del quiosco repitió su historia:
–Estaba contando lo que un cliente me dijo. En la calle donde vive desapareció una finca entera, y las personas que vivían en ella fueron encontradas todas muertas, sobre la tierra. Completamente desnudas. Ni ani­llos tenían. Lo más extraño es que haya desa­parecido la finca por completo, hasta los ci­mientos. Quedó sólo el hueco.
La noticia era grave. Defectos de puer­tas, desaparición de buzones o de jarras, en fin, se soportaba. Se admitía incluso que la fachada de una finca se volatilizase. Muertos, no. En tono oficial (los tres hombres, con gestos que igualmente significaban distrac­ción o casualidad, habían vuelto hacia arriba las palmas de las manos: el dueño del quiosco era de prioridad L, uno de los clientes se beneficiaba de la prioridad I, el otro se las inge­niaba para no exhibir demasiado su N), ex­presó, compartió su cívica indignación:
–A partir de ese acontecimiento, es la guerra. La guerra sin cuartel. No creo que el gobierno (g) tolere agresiones y, mucho menos, asesinatos. El camino es el de las represalias.
El cliente I, apenas un grado inferior, osó expresar una duda mínima:
–Lo malo es que los efectos de las represalias vienen siempre a caer sobre nosotros.
–Sí, tiene razón. Pero sólo temporalmente. No lo olvide, sólo temporalmente.
El dueño del quiosco:
–Así ha sido siempre, es un hecho.
El funcionario cogió un periódico y pa­gó. Fue al hacer este movimiento cuando se acordó de que no se había quitado la película biológica que el enfermero había puesto en su mano derecha. No tenía importancia, podía quitarla en cualquier momento. Saludó, salió y recorrió toda la calle, hasta la avenida. Las personas que pasaban a su lado conversaban animadamente, se reunían en pequeños gru­pos. Algunas mostraban una cara preocupada, otras tenían el aspecto de quien había dormi­do mal o no dormido siquiera. Se aproximó a un grupo numeroso donde hablaba un oficial de las fuerzas militarizadas (fm):
–Debemos evitar el pánico. Ésa es la primera regla –decía–. La situación está controlada, las tres armas están atentas, no diré por precaución, que no se justificaría, la policía de seguridad industrial interna (psii) ha tomado cartas en el asunto en todos los as­pectos y niveles. Se recomienda a los ciuda­danos usuarios que no salgan de casa sin do­cumentos de identificación.
Algunos de los circunstantes se llevaron las manos al bolsillo, oyeron un poco más y se apartaron con cierta precipitación: eran todos los que se habían dejado los documentos personales en casa. El funcionario entró en un café, se sentó, pidió, contra sus hábitos discre­tos, una bebida fuerte y, hecho todo eso, exten­dió el periódico encima de la mesa. Había una declaración conjunta del ministerio del inte­rior (mi) y del ministerio de industria (mi), reuniendo y desarrollando las notas oficiosas (no) anteriores. El título principal, de lado a lado de la página, garantizaba: «La situación no ha empeorado en las últimas veinticuatro horas.» El funcionario, nerviosamente, mur­muró: «¿Y por qué razón debería haber em­peorado?» Hojeó el periódico: un pequeño caos; noticias de deficiencias, de mal funcionamien­to, de desapariciones. De muertos no se habla­ba. Una fotografía impresionó al funcionario: mostraba una calle en la que todo un lado había desaparecido, como si nunca hubiesen existido allí construcciones. Tomada, por lo que parecía, desde lo alto de otro edificio, la imagen mostraba el laberinto de los huecos, una larga franja dividida en espacios rectangu­lares, como un juego de niños. «¿Y los muer­tos?», pensó, acordándose de la conversación en el quiosco. No había referencia a muertos. ¿Estaría la prensa ocultando la gravedad de la situación? Miró alrededor, volvió los ojos ha­cia el techo. «¿Y si este edificio desapareciese ahora?», se preguntó de súbito a sí mismo. Sintió el sudor frío en la frente, una opresión en el estómago. «Soy demasiado imaginativo. Siempre lo he sido, lo cual me ha perjudicado.» Llamó al camarero para pagar y, mien­tras le daba la vuelta, le preguntó apuntando al periódico:
–¿Qué le parece eso?
Sin intentar que el movimiento pare­ciese natural, abrió la mano. El camarero, que, como había podido ver antes, tenía la le­tra R, se encogió de hombros:
–Oiga, si quiere que se lo diga, no me importa nada. Hasta me parece divertido.
El funcionario cogió la vuelta, sin una palabra, guardó el periódico. Después salió, con mucho aplomo, y buscó una cabina telefónica. Marcó el número de la policía de se­guridad industrial interna (psii) y, cuando le atendieron, informó rápidamente que en la calle tal, café tal, un camarero así tenía un comportamiento sospechoso. ¿Qué compor­tamiento? Había dicho que no le importaba nada, que hasta le parecía divertido. Y aña­dió que estaba bien, que por él podía desapa­recer todo. ¿Exactamente así? Exactamente así. No le fue pedida la identificación y él no la dio: seguro que informaciones de éstas, sueltas, no podrían valer una prioridad C. Pero era un buen principio. Salió de la cabina y se quedó por allí. Quince minutos después un automóvil oscuro se detuvo frente al café. Dos hombres armados salieron del coche y entraron en el establecimiento. Poco después volvieron a aparecer, llevando al camarero esposado. El funcionario suspiró, dio media vuelta y continuó su camino, silbando.
Al aire libre se sentía mejor. Estaba un poco sorprendido consigo mismo, con la na­turalidad del impulso que le había hecho te­lefonear, con la paz de espíritu que había sen­tido al ver al camarero entre los policías de la psii, siendo empujado hacia el automóvil. «Servicio de la ciudad, deber de ciudadano», murmuró. «Si todos fuesen como yo, quizá esto no estuviese sucediendo. Cumplidor, de eso me enorgullezco. Es preciso ayudar al go­bierno (g).» Las calles no presentaban grandes perjuicios, pero se notaba en la ciudad un general deterioramiento, como si alguien hubiese andado quitando pedacitos aquí y allá, como hacen con los bollos los niños: al principio, apenas se nota el estrago, y des­pués se ve que el bollo pasó a no estar en condiciones de ser servido a las visitas. Pero ha­bía algunos daños serios (¿o debería decirse ausencias?). En el trozo final de la avenida, en una extensión de más de doscientos me­tros, todo el revestimiento del suelo había de­saparecido. También debía de haber habido una fractura en la conducción subterránea del agua, si no, ¿cómo se explicaría el enor­me cráter donde el lodo se revolvía a borbo­tones? Funcionarios del servicio de suminis­tro de agua (ssa) abrían zanjas profundas a partir de los bordes del cráter, dejando a la vista las tuberías. Otros consultaban el mapa para saber dónde debería ser estancada el agua y desviada hacia otro ramal de la red. Había gran aglomeración de personas en el lugar. El funcionario del sre se aproximó pa­ra ver mejor y trabó conversación con uno de los espectadores:
–¿Cuándo sucedió esto?
El ceremonial de las manos le mostró que su interlocutor era de la prioridad E.
–Esta noche. Fue muy desagradable, como ve. La calle desapareció con todo lo que había en ella. Hasta mi automóvil.
–¿Su automóvil?
–Todos los automóviles. Todo. Semá­foros. Buzones. Postes de alumbrado. Como lo está usted viendo. Afeitado a navaja.
–Pero el gobierno (g) no faltará con las indemnizaciones. Volverá a tener su coche.
–Seguro. Nadie lo duda. Pero ¿ha pen­sado que en este espacio, según los cálculos de la policía de tráfico urbano (ptu), había en­tre ciento ochenta y doscientos veinte automóviles? Y no sabemos si no habrá sucedido lo mismo en otras calles. ¿Le parece fácil resolver el problema?
–No, realmente no es fácil. Doscien­tos coches de indemnización, así, de repente, es un gasto. Se lo digo yo, que soy funciona­rio del sre.
El dueño del automóvil quiso saber su nombre, intercambiaron tarjetas. El agua ha­bía sido cortada, por fin, y el cráter apenas ondulaba con los últimos borbotones lodo­sos. El funcionario se apartó. Esta vez iba de verdad preocupado. Otros casos así y sería el caos en la ciudad.
Era la hora de comer. Estaba ahora en una parte de la ciudad que no conocía bien, por la cual raramente pasaba, pero seguramente no sería difícil encontrar un restaurante a la medida de sus posibilidades. Había pensa­do en volver a casa para comer, pero la situa­ción justificaba un cambio de costumbres. Además, no le agradaba nada la idea de ence­rrarse entre cuatro paredes, en un edificio sin puerta de entrada y al que le faltaban escalo­nes. Por lo menos. Otras personas (muchas) habrían pensado lo mismo. Las calles estaban abarrotadas de gente y en ciertos lugares llegaba a ser casi imposible transitar. El funciona­rio se contentó con un bocadillo y un refresco, todo masticado y bebido deprisa. Los restau­rantes que había encontrado estaban casi de­siertos, pero tuvo miedo de entrar. «Es ridí­culo», pensó sin tener conciencia de clasificar así su temor. «Si el gobierno (g) no toma pre­cauciones rápidas, esto acabará mal.» Preci­samente en ese instante un automóvil dotado de megafonía se detuvo en medio de la calle. Se oía amplificada la voz de la mujer que den­tro del coche leía un papel: «Atención, ciuda­danos usuarios. El gobierno (g) informa a to­dos los habitantes que va a poner en práctica medidas rigurosas de prevención y castigo. Han sido realizadas algunas detenciones y se espera que durante el día la situación se nor­malice por completo. En las últimas horas apenas se han verificado casos de mal fun­cionamiento, pero ninguna desaparición. Los ciudadanos usuarios deberán mantenerse vigi­lantes, su colaboración es preciosa. La defensa de la ciudad no compete sólo al gobierno (g) y a las fuerzas militares y militarizadas (fmm). La defensa de la ciudad es responsabilidad de todos. El gobierno (g) registra y agradece la colaboración dada por muchos ciudadanos, pero recuerda que los beneficios de la vigilan­cia, resultantes de la presencia en masa en las calles y plazas, acaban por ser perjudicados por esa misma masa. Es necesario aislar al enemigo y no proporcionarle condiciones para ocul­tarse. Atención, por lo tanto. Nuestra tradi­cional costumbre de mostrar las palmas de las manos debe convertirse, a partir de este mo­mento, en ley y deber. Todo ciudadano pasa a tener autoridad para exigir, repetimos, para exigir ver la palma de la mano de cualquier otro ciudadano, sea cual sea la prioridad de uno y de otro. La prioridad Z puede y debe exigir que la prioridad A muestre la palma de la ma­no. El gobierno (g) dará el ejemplo: esta noche, en la televisión (tv), todo el gobierno (g) irá a presentar la mano derecha a la población. Que todos hagan lo mismo. La consigna de or­den en la situación actual es la siguiente: ¡vi­gilancia y mano abierta!» Los cuatro ocu­pantes del automóvil fueron los primeros en ejecutar la orden. Extendieron la mano dere­cha detrás de los cristales cerrados y siguieron adelante, mientras la mujer volvía al principio de la lectura. Excitado, el funcionario se volvió hacia el hombre que se apartaba:
–Enseñe la mano.
 Y en seguida hacia una mujer:
–Enseñe la mano.
La enseñaron y a su vez lo exigieron. En pocos segundos, los centenares de hombres y mujeres que estaban parados o pasaban por la calle exhibían febrilmente las manos los unos a los otros, las levantaban para que todo el mundo en torno pudiese testificar. Y no pasó mucho hasta que todas las manos se agitaron en el aire, ansiosas, probando su inocencia. Nació así, al mismo tiempo por toda la ciu­dad, la práctica más inmediata y rápida de reconocimiento e identificación: las personas no necesitaban detenerse, se cruzaban unas con las otras, con el brazo extendido, doblando la mano por la muñeca, hacia arriba, y exhibien­do la palma marcada con la letra de prioridad. Era fatigoso, pero ahorraba tiempo.
Aunque el tiempo no faltase. La ciudad se movía aún, pero muy despacio. Nadie se atrevía ya a utilizar el metropolitano: los tú­neles daban miedo. Además, corría el bulo de que en una de las líneas habían desaparecido los revestimientos aislantes de la corriente, motivo por el cual el primer tren que había entrado en circulación había electrocutado a todos los pasajeros que viajaban en él. Quizá no fuese verdad, o del todo verdad, pero los pormenores abundaban. En la superficie las carreras de los autobuses eran cada vez más ra­ras. Las personas se arrastraban por las calles, extendían el brazo, continuaban, cada vez más cansadas, sin saber adónde ir y dónde pa­rar. En este sombrío estado de espíritu sólo había ojos para las señales de ausencia, o de destrucciones causadas por esa misma ausen­cia. De vez en cuando se veían camiones con tropas e incluso pasó una columna de tan­ques, con las orugas chirriando, arrancando grandes pedazos del revestimiento de las cal­zadas. Por el aire iban y venían helicópteros. Las personas se interrogaban unas a las otras ansiosamente: «¿Será tan grave la situación? ¿Será la revolución? ¿Habrá guerra? Pero los enemigos, ¿dónde están los enemigos?» Y, si no lo habían hecho antes, levantaban el brazo y mostraban la mano. Era por lo demás la diversión favorita de los niños: se precipitaban sobre los adultos como fieras, hacían muecas, gritaban: «¡Enseñe la mano!» Y si los adul­tos, irritados, después de haber obedecido es­crupulosamente, exigían a su vez ver, rehusa­ban, sacaban la lengua o sólo la enseñaban de lejos. No tenía importancia ni por ahí vendría ningún mal: en todas ellas había una letra marcada, igual a la de los padres.
El funcionario del sre decidió regresar a su casa. Estaba exhausto hasta los huesos. Mal alimentado, se había puesto a imaginar el pe­queño festín que iría a preparar en casa. Con la imaginación creció el hambre, se puso ansioso, poco le faltaba para salivar. Sin reflexionar, apresuró el paso y poco después corría ya. De repente se sintió brutalmente agarrado, empu­jado contra una pared. Cuatro hombres le pre­guntaban a gritos por qué corría, le sacudían, le abrían la mano por la fuerza. Después tuvieron que soltarle. Y él se desquitó mandándoles a todos que abriesen las manos, inmediatamen­te. Todos tenían prioridad inferior a la suya.
En su casa no parecía haber modifica­ciones. Faltaba la puerta de entrada, faltaban los escalones, pero el ascensor funcionaba. Cuando salió al descansillo y dio con la puerta de corredera, tuvo un rápido pensamiento que lo dejó temblando de pavor retrospecti­vo: ¿y si durante ese tiempo el ascensor se hu­biese averiado, o deshecho en nada, y él de re­pente cayese, como aquellos muertos de los que había hablado el hombre del quiosco? Resolvió allí mismo que, mientras la situa­ción no fuese aclarada, no utilizaría el ascen­sor, pero en seguida recordó que faltaban es­calones, que bajar o subir por la escalera, ahora, era probablemente imposible. Dudaba en medio de ese dilema, con una atención en­fermizamente exagerada, mientras recorría el descansillo, en dirección a su puerta, y fue en el silencio, con un pie firme y el otro suspen­dido, cuando notó el silencio de la finca, ape­nas cortado por pequeños y súbitos crujidos indefinibles. ¿Habría salido todo el mundo? ¿Se habrían ido todos a la calle de vigilancia, obedeciendo las órdenes del gobierno (g)? ¿O habrían huido? Apoyó despacio el pie en el suelo y aguzó el oído: la tos de alguien, en un piso más alto, le tranquilizó. Abrió la puerta con mucho cuidado y entró en su casa. Dio una vuelta por todas las habitaciones: todo en orden. Observó el interior del armario de la cocina, con la esperanza de que tal vez, por milagro, encontrase de nuevo la jarra en su lu­gar. No estaba. Sintió una gran angustia: esa pequeña pérdida personal hacía más grave el desastre que se había desatado sobre la ciu­dad, la calamidad colectiva que acababa de ver con sus propios ojos. Se acordó de que aún no hacía muchos minutos había sentido un hambre irracional. ¿Había perdido de repente el apetito? No, pero éste se había transformado en un casi dolor sordo del que nacían eructos secos, de vacío, como si las paredes del estó­mago se encogiesen y distendiesen alternati­vamente. Preparó un bocadillo que se comió de pie, en medio de la cocina, con los ojos un poco asustados, las piernas trémulas. Sentía que pisaba un suelo inestable. Se arrastró hasta la habitación, se echó incluso vestido enci­ma de la cama y, sin darse cuenta, se durmió profundamente. El resto del bocadillo cayó al suelo, se abrió al caer, con la marca de los dientes en un extremo. La habitación resonó con tres estallidos violentos y, como si eso fuese una señal, empezó a torcerse, a agitarse, conservando sin embargo todas sus formas, sin ninguna alteración de sus partes o de la re­lación entre las mismas. Todo el edificio vi­braba de arriba abajo. En los otros pisos hubo quien gritó.
Durante cuatro horas el funcionario durmió, sin cambiar de posición. Soñó que estaba desnudo dentro de un ascensor muy estrecho que subía por la finca arriba, rompía el techo, siempre por el aire arriba, como un cohete, y, de repente, desaparecía y él se quedaba suspendido en el espacio durante un tiempo que era simultáneamente una décima de segundo y una larguísima hora, o una eternidad, y que a continuación caía infinitamente, con los brazos y piernas abiertos, viendo desde lo alto la ciudad, o el lugar que ocupaba, porque no había casas ni calles, sino apenas un espacio vacío y desierto. Cayó violentamente en el suelo y golpeó en un lugar cualquiera con la mano derecha.
El dolor le hizo despertarse. La habita­ción ya estaba llena de una penumbra que pa­recía consistente como una niebla negra. Se sentó en la cama. Sin mirar, se frotó la mano derecha con la izquierda y tuvo un sobresalto al sentir una impresión pegajosa y tibia. Incluso antes de mirar, comprendió que era sangre. Pero ¿cómo era posible que sangrase de esa manera la pequeña herida que la puer­ta del sre le había hecho? Encendió la luz y miró: tenía el dorso de la mano en carne viva: toda la piel que la película regeneradora cu­bría había desaparecido. Medio atontado aún por el sueño y desorientado con el accidente imprevisto, se precipitó al baño, donde guar­daba algunos productos de farmacia para tra­tamientos de urgencia. Abrió el armario y cogió un frasco. La sangre goteaba rápida sobre el suelo o en el interior de la manga de la chaqueta, según los movimientos. Parecía tratarse de una hemorragia seria. Abrió el frasco, empapó el pincel que estaba en un estuche separado y, cuando se preparaba para aplicar el líquido biológico, tuvo el presenti­miento de que iba a cometer un error. ¿Y si después sucedía lo mismo? Volvió a guardar el frasco, salpicándolo todo alrededor de san­gre. No había vendas en la casa. Era un mate­rial que prácticamente había dejado de ser usado, igual que las compresas y las tiritas, a partir de la comercialización del líquido bio­lógico regenerativo. Corrió al dormitorio, abrió el cajón donde tenía las camisas y rasgó de una de ellas una larga tira. Auxiliándose con los dientes, consiguió envolver la mano y apretar con fuerza. Al cerrar el cajón, vio el resto del bocadillo. Se inclinó para cogerlo, juntó los pedazos y, sentado en la cama, co­mió despacio, ya sin hambre, sólo por una es­pecie de obligación que no quería discutir.
Cuando tragaba el último bocado fue cuando notó la mancha oscura que la sombra de un mueble casi escondía. Se aproximó, in­trigado, pensando confusamente que, cuando por fin pudiese comprar la moqueta, todas esas imperfecciones del suelo desaparecerían. La mancha roja se había visto sorprendida (podía jurarlo) en lo que parecía ser un movi­miento interrumpido. El funcionario extendió la punta del pie y la volvió. Ya sabía lo que iba a encontrar: del otro lado era la pelí­cula que le había sido untada en el dorso de la mano, y lo rojo era la sangre, la sangre que había forrado por dentro la piel allí pegada. Entonces pensó que lo más probable era que nunca pudiese llegar a comprar la moqueta. Cerró la puerta de la habitación y se dirigió a la sala de estar. Parecía sereno, sosegado, pero dentro de sí el pánico giraba, por el momento todavía despacio, como un pesado disco ar­mado de púas extensibles que no tardarían en herirle. Encendió la televisión y, mientras el aparato se calentaba, fue hasta la ventana que había dejado abierta desde por la mañana y así había permanecido todo el día. La tarde tocaba a su fin. Había mucha gente en la ca­lle, pero nadie hablaba, no había grupos. Las personas parecían caminar al azar, sin desti­no, se limitaban a extender los brazos y a mostrar la mano derecha. Visto desde arriba, en aquel silencio, el espectáculo podría dar ganas de reír: los brazos subían y bajaban, las manos, blancas, con las manchas verdes de las letras, hacían un movimiento rápido y después caían, para repetirse el movimiento íntegro algunos pasos más adelante. Eran co­mo dementes con una idea fija en la alameda de un manicomio.
El funcionario volvió al aparato de televisión (tv). Sentadas a una mesa que era el arco de un círculo había cinco personas con aspecto grave. Incluso antes de conseguir distinguir las palabras, las primeras, notó que la imagen estaba siendo constantemente interrumpida y con ella el sonido. Era el locutor que hablaba:
–...mos con nosotros especialis... logía, seguridad industrial, operacionalidad biológi­ca, pro... vir... ad...
Durante casi media hora la pantalla del televisor relampagueó, soltó palabras en­trecortadas, a veces una frase que podía estar completa sin dar, no obstante, la seguridad de que lo estuviera. El funcionario se quedó ahí, sin tener la certeza él mismo de querer saber lo que estaría siendo dicho, sino porque se había habituado a estar sentado en frente del televisor (tv), y por ahora no podía hacer otra cosa. Si alguna vez llegaba a poder. Quería ver al gobierno (g) enseñar la mano, no porque el acto tuviese importancia, remediase los males de la ciudad o fuese a probar cual­quier especie de inocencia, si era de eso de lo que se trataba, sino quizá por la rareza de ver tantas prioridades A y B juntas. Entonces la imagen se fijó durante algunos segundos más, el sonido se mantuvo firme y una voz desde el televisor dijo:
–...parece que está probado que no ha habido desapariciones durante el día. El día se distingue tan sólo por deficiencias de fun­cionamiento, por irregularidades, por averías en general. Todas las desapariciones se han producido durante la noche.
El locutor preguntó:
–¿Qué cree que se debe hacer durante el período nocturno?
El entrevistado:
–En mi opinión...
La imagen desapareció, el sonido se apagó, ahora definitivamente. La televisión había dejado de funcionar. El gobierno no mostraría las manos a la ciudad.
El funcionario volvió al dormitorio. Como ya esperaba (pero no sabría decir por qué lo esperaba), el pedazo de película rege­neradora no se encontraba en el mismo sitio. Lo tocó otra vez con la punta del zapato, casi inconsciente de su gesto. Entonces oyó, en el interior de su cerebro, repetirse las palabras del locutor: «¿Qué cree que se debe hacer du­rante el período nocturno?» Sí, ¿qué se debía hacer durante la noche? No se oían estallidos ahora. Todo el edificio crujía ininterrum­pidamente, como si estuviese siendo estirado por dos voluntades en direcciones contrarias. El funcionario rasgó otra tira de la camisa, envolvió mejor y con más fuerza la mano, sacó del cajón todo el dinero que poseía. Aunque hiciese calor, se puso el abrigo: por la noche el tiempo debía refrescar y él no volvería a casa mientras el día no naciese. «To­das las desapariciones se habían producido durante la noche.» Fue a la cocina, se hizo otro bocadillo que metió en un bolsillo, pa­seó los ojos por toda la casa y salió.
En el descansillo, antes de dirigirse al ascensor, gritó hacia arriba, por el hueco de la escalera:
–¿Hay alguien?
Nadie respondió. Toda la finca parecía oscilar y crujía. «¿Y si el ascensor no funciona? ¿Cómo voy a salir de aquí?» Se vio saltando a la calle desde la ventana de su segundo piso, y respiró hondo, con alivio, cuando la puerta de corredera se abrió normalmente y la luz se en­cendió. Receloso, apretó el botón. El ascensor dudó, como si se resistiese al impulso eléctrico que recibía, y después, despacio, con sacudi­das lentas, bajó hasta la planta baja. La puerta se atascó al ser movida, apenas dejó espacio pa­ra que se introdujera y pudiese pasar el cuerpo y, a mitad del movimiento, se distendió brus­camente, encajonándolo. El disco pesado del pánico, que giraba ya rápidamente, se convir­tió en vértigo. De súbito, como si renunciase o le bastase la amenaza, la puerta cedió y se dejó abrir. El funcionario corrió hasta la calle. Era noche cerrada ya, pero las farolas se mantenían apagadas. Pasaban bultos en silencio, raras eran las personas que levantaban ahora las ma­nos. Pero en un lugar o en otro aún había quien encendía un mechero o una linterna de bolsillo para inspeccionar. El funcionario volvió a la entrada del edificio. Necesitaba salir, no aguantaba sentir la finca encima de sí, pero alguien acabaría por exigirle que enseñase la mano y la tenía vendada, sangrando. Podían creer que la venda era un disfraz, una tentativa para ocultar la palma de la mano so pretexto de una herida. Sintió un escalofrío de miedo. Pero el crujido del edificio se volvía más fuerte. Algo iba a suceder. Olvidado de la mano durante un segundo, saltó a la calle. Le dieron unas ganas casi irreprimibles de correr, pero se acordó de lo que le había sucedido por la tarde y, con la mano en ese estado (otra vez se acordó de la mano, y ahora hasta el final), compren­dió hasta qué punto su situación era peligrosa. Esperó en la oscuridad un momento en el que hubiese menos figuras y menos mecheros y linternas encendiéndose y apagándose, y en­tonces, pegado a la pared, se apartó. Recorrió toda la calle en la que vivía sin que nadie le in­terpelase. Cobró valor. Levantar el brazo se ha­bía vuelto absurdo en una ciudad en la que no había alumbrado público y las personas, fati­gadas de una vigilancia sin resultado, desis­tían, poco a poco, de exigir la verificación de la palma de las manos.
Pero el funcionario no había contado con la policía (p). Al volver una esquina que daba a una gran plaza, tropezó con una patru­lla. Intentó retroceder, pero fue sorprendido su movimiento por el haz de una linterna. Le  mandaron detenerse. Si intentaba huir, sería hombre muerto. Se aproximó a la patrulla.
–Enseñe la mano.
El haz luminoso de la linterna incidió sobre el paño blanco.
–¿Qué es eso?
–Me herí en el dorso de la mano y tuve que ponerme una venda.
Los tres policías le rodearon.
–¿Una venda? ¿Qué cuento es ése?
¿Cómo podría explicar que el líquido biológico le había arrancado la piel que se movía ahora en la oscuridad de su habita­ción? (Se movía ¿hacia dónde?)
–¿Por qué no puso líquido biológico en la herida? Si es que tiene ahí alguna herida –masculló uno de los policías.
–La tengo, sí señor, pero si quito la venda la sangre no para.
–Bien. Acabemos con esta conversa­ción. Enseñe la mano.
–Pero...
–Enseñe la mano o le pegamos un tiro aquí mismo.
El policía más próximo, con violencia, metió los dedos por debajo de la venda y tiró brutalmente. La sangre pareció dudar y, en seguida, bajo la luz violenta de la linterna, afloró en toda la superficie desollada. El policía volvió hacia arriba la palma de la mano y la letra quedó a la vista.
–Puede seguir.
–Por favor, ayúdenme a sujetar la venda otra vez –imploró el funcionario.
Reacio, refunfuñando: «Esto no es un hospital», uno de los policías accedió. Y des­pués:
–Sería preferible que se quedara en casa.
El funcionario, apenas reprimiendo las lágrimas de dolor y de autoconmiseración, murmuró:
–Pero mi casa...
–Pues sí –respondió el policía–. Váyase ya.
Al otro lado de la plaza había algunas luces. Dudó. ¿Seguir hacia allí, con el riesgo de encontrar en cualquier momento personas que le obligasen a mostrar la palma de la ma­no? Se estremeció de dolor, de miedo, de an­gustia. La herida ya era mayor. ¿Qué hacer? ¿Ir andando por la oscuridad, como tantos otros, a tientas, tropezando? ¿O volver a ca­sa? Había perdido el entusiasmo de cazador cívico con el que había salido por la mañana. Apareciese lo que apareciese, si es que era po­sible ver algo en medio de la oscuridad, no intervendría, no llamaría a nadie para testi­moniar o ayudar. Salió de la plaza por una ca­lle larga con dos hileras de árboles que hacían más espesas las tinieblas. Por allí nadie le exi­giría que mostrase la mano. Pasaba gente rápidamente, pero la rapidez no significaba que tuviesen dónde estar o supiesen adónde ir. Andar deprisa era apenas, en todos los sen­tidos, una fuga.
A los dos lados de la calle los edificios crujían y estallaban. Se acordaba de que al fondo, en un cruce, había un monumento con bancos todo alrededor. Iría a sentarse allí un momento, a pasar el tiempo, tal vez toda la noche: no tenía a donde ir, ¿qué haría? Nadie tenía a donde ir. Aquella calle, como todas las demás, era un caudal de gente. Se diría que la población de la ciudad había au­mentado. Se estremeció al pensar en eso. Y no se sorprendió cuando verificó que el mo­numento había desaparecido también. Es­taban ahí todavía los bancos y había algunas personas sentadas. Entonces el funcionario se acordó de su mano herida y dudó. De la oscu­ridad salieron otras personas que ocuparon todo el espacio vacío. No podía sentarse.
No quería sentarse. Volvió a la izquier­da, hacia una calle que había sido estrecha, pero que tenía ahora largas y profundas aber­turas a los lados, verdaderos fosos donde antes había habido fincas. Tuvo la impresión de que si fuese de día todos aquellos espacios apare­cerían como perspectivas enfiladas unas en las otras, hacia el norte y hacia el sur, hacia el na­ciente y hacia el poniente, hasta los límites de la ciudad, si tal nombre aún tenía justificación. Eso le dio una idea: salir de la ciudad, ir hacia los alrededores, hacia el campo abierto, donde no había edificios que desaparecían, automóviles que se disipaban por centenares, cosas que cambiaban de lugar y después de­jaban de estar allí y no estaban en ninguna parte. En el espacio que ocupaban quedaba apenas el vacío y de vez en cuando algunos muertos. Se llenó de ánimo: por lo menos huiría de la pesadilla que sería pasar una noche así, entre amenazas invisibles, andando de un lado para otro. Con la luz del día quizá por fin se encontrase el remedio a la situación. El gobierno (g) estaría sin duda estudiando el asunto. Había habido otros casos antes, aunque menos graves, y siempre se había encon­trado solución. Nada de desesperaciones. El buen orden volvería a la ciudad. Una crisis, una simple crisis y nada más.
En las proximidades de la calle donde vivía había aún algunas farolas encendidas. En esta ocasión no las evitó: se sentía seguro, confiado, a quien le interceptase le explicaría sosegadamente la historia de su sufrimiento, le mostraría lo claro que era que todo eso for­maba parte de la misma conspiración contra la seguridad y el bienestar de la ciudad. No fue necesario. Nadie le exigió que mostrase la palma de la mano. Las pocas calles iluminadas estaban cubiertas de gente. Difícilmente se conseguía atravesar. Y en una de ellas, subido encima de un camión, un sargento del ejérci­to de tierra (et) leía una proclama o aviso:
–Se previene a todos los ciudadanos usuarios que, por orden del estado mayor ge­neral de las fuerzas armadas (emgfa), será bombardeado, a partir de las siete de la ma­ñana, por los medios de artillería (a) y de aviación (a), el sector este de la ciudad, como primera medida de represalia. Los ciudada­nos usuarios que viven en el sector que se bombardeará ya han sido evacuados de sus casas, encontrándose alojados en instalacio­nes gubernamentales debidamente vigiladas. Serán indemnizados de todas sus pérdidas materiales y de todas las incomodidades mo­rales que esta orden inevitablemente causará. El gobierno (g) y el estado mayor general de las fuerzas armadas (emgfa) garantizan a los ciudadanos usuarios que el plan elaborado de contraataque será llevado a sus últimas consecuencias. Dadas las circunstancias, y habién­dose revelado infructífera la consigna de orden «vigilancia y mano abierta», esa consigna de orden es sustituida por esta otra: vigilar y atacar.
El funcionario suspiró de alivio. No tendría ya que enseñar la mano. Le entró un alma nueva en el pecho. Se fortaleció el rena­cimiento del valor que había sentido media hora antes. Y allí mismo decidió dos cosas: que pasaría por su casa para buscar los prismáticos y que con ellos iría fuera de la ciu­dad, hacia el lado este, a asistir al bombardeo. Se unió a las conversaciones que habían em­pezado apenas el sargento concluyó la lectura del aviso:
–Es una idea.
–¿Cree que dará resultado?
–Seguro, el gobierno (g) no está dur­miendo. Y, como represalia, no se podría en­contrar una mejor.
–Esta vez será de verdad un buen ejem­plo. Es una pena que no haya sucedido antes.
–¿Qué tiene en la mano?
–El líquido biológico no actuó y au­mentó la herida.
–Sé de otro caso igual.
–Yo también. Me han dicho que en los hospitales ha sido una calamidad.
–Probablemente yo fui el primer caso.
–El gobierno (g) indemnizará a todo el mundo.
–Buenas noches.
–Buenas noches.
–Buenas noches.
–Buenas noches. Mañana será mejor.
–Mañana será mejor. Buenas noches.
El funcionario se apartó contento. Su calle continuaba a oscuras, pero eso no le perturbó. La levísima, imponderable claridad que venía de las estrellas era suficiente para orientarse y, como allí no había árboles, la oscuridad no era demasiado densa.
Encontró su calle diferente: faltaban algunos edificios más. Pero no el suyo. Continuaba, probablemente otros escalones habrían desaparecido. Mien­tras tanto, aunque el ascensor no funcionase, encontraría la manera de llegar al segundo piso. Quería los prismáticos, quería el desquite de asistir al bombardeo de un sector entero de la ciudad, el sector este, como el sargento ha­bía dicho. Pasó entre los dinteles de la puerta que había desaparecido y se encontró en el vacío. Al contrario de la finca que había visto por la mañana, quedaba de ésta apenas la fa­chada, como una cáscara hueca. Levantó la ca­beza y vio por encima el cielo y las raras estre­llas de esa noche. Sintió una furia grande. Ningún miedo, apenas una furia grande y sa­ludable. Odio. Una rabia de matar.
Sobre la tierra había unos bultos blan­cos, cuerpos completamente desnudos. Se acor­dó de lo que había oído por la mañana en el quiosco: «Ni los anillos tenían.» Se aproxi­mó. Tal como esperaba, conocía a todos los muertos: eran algunos vecinos de su mismo edificio. Habían preferido no salir de casa y ahora estaban muertos. Desnudos. El fun­cionario puso la mano sobre el pecho de una mujer: aún estaba tibio. La desaparición se ha­bía producido, probablemente, cuando él había llegado a la calle. En silencio, o tan sólo entre crujidos y estallidos, como los había oído por todas partes mientras había estado en casa. Si no se hubiese detenido a oír al sargen­to, si no se hubiese quedado después conver­sando, quizá allí hubiese un cuerpo más, el suyo. Miró de frente, hacia el espacio que el edificio había dejado, y vio moverse otro edi­ficio más allá, disminuir de altura rápidamente, como una hoja de papel oscuro recor­tado, que un fuego invisible desde el cielo fuese royendo o carcomiendo. En menos de un minuto el edificio desapareció. Y como más allá había un espacio mayor, se formó una especie de corredor todo derecho en di­rección este. «Incluso sin prismáticos», mur­muró el funcionario, temblando de miedo y odio, «lo he de ver».
La ciudad era muy grande. Durante el resto de la noche el funcionario caminó ha­cia el este. No había peligro de perderse. Hacia aquel lado el cielo clareaba muy despacio. Y a las siete, ya amanecido, empezaría el bombar­deo. El funcionario se sentía abrumado por la fatiga, pero feliz. Cerraba con fuerza el puño iz­quierdo, gozaba de antemano el castigo terri­ble que iba a caer sobre la cuarta parte de la es­tructura material de la ciudad. Sobre las cosas que allí había, sobre los oumis. Reparó en que centenas, millares de personas caminaban en la misma dirección. Todos habían tenido la misma buena idea. A las cinco ya había llegado a cam­po abierto. Mirando hacia atrás veía la ciudad, con su recorte irregular, algunos edificios que parecían más altos sólo porque habían desapa­recido los que los flanqueaban, exactamente como un perfil de ruinas, aunque en rigor no hubiese ruinas, pero sí ausencias. Vueltas hacia la ciudad, decenas de piezas de artillería forma­ban un semicírculo. Aún no había aviones en el aire. Llegarían exactamente a las siete, no nece­sitaban llegar antes. A trescientos metros de las piezas de artillería, una fila de soldados impe­día que las personas se aproximasen. El funcio­nario se vio metido entre la multitud. Le inun­dó el despecho. Se había cansado para llegar hasta allí, no tenía casa a la cual pudiese regre­sar cuando el bombardeo acabase y no conse­guiría ver el espectáculo, tener el desquite, la venganza, el gozo. Miró en torno. Había perso­nas encima de cajones. Una buena idea que él no había tenido. Pero, por detrás, tal vez a un kilómetro, había una línea de colinas con árbo­les. Lo que perdería en distancia lo ganaría en altura. Le pareció una idea a seguir.
Atravesó la multitud, cada vez más ra­la en aquella dirección, y todo el espacio abierto que lo separaba de las colinas. Apenas unas pocas personas se dirigían también ha­cia allí. Y hacia la colina que estaba frente a él, nadie. El cielo tenía un color gris, casi blanco, pero el sol aún no había nacido. El te­rreno subía poco a poco. Abajo la multitud era cada vez mayor. Entre la artillería y el límite de la ciudad se instalaba ahora una fila de ametralladoras pesadas. Ay de los oumis que fuesen hacia ese lado. El funcionario sonrió: el castigo sería ejemplar. Lamentó no es­tar en el ejército. Le gustaría sentir en el pulso, incluso en su mano herida, qué importaba eso, el vibrar del arma causado por los dispa­ros, el temblor de todo el cuerpo, que no sería entonces de miedo, sino de furor y alegría justiciera. La sensación física de todo eso fue tan intensa que tuvo que detenerse. Pensó en volver atrás, para estar más cerca. Pero com­prendió que nunca podría estar tan cerca co­mo desearía, que en medio de la multitud poco acabaría por ver, y continuó su camino. Se aproximaba ya a los árboles. Por allí no ha­bía nadie. Se sentó en el suelo, con la espalda vuelta hacia unos arbustos cuyas flores le ro­zaban los hombros. De los sectores laterales de la ciudad continuaban afluyendo ríos de gente. Nadie había querido perderse el es­pectáculo. ¿Cuántos ciudadanos habría allí? Centenas de millares. Tal vez la ciudad ente­ra. El campo era sólo una mancha negra que se extendía rápidamente, que empezaba aho­ra a transbordar en dirección a las colinas. El funcionario temblaba de nerviosismo. Iría a ser, por fin, una gran victoria. Debía de faltar ya poco para las siete. ¿Dónde estaría su re­loj? Se encogió de hombros: tendría un reloj todavía mejor, más perfecto, construido con materiales más cualificados. Vista desde allí, la ciudad era irreconocible. Pero todo sería rehecho a su tiempo. Primero el castigo.
Fue en ese instante cuando oyó voces detrás de sí. Una voz de hombre y una voz de mujer. No conseguía entender lo que decían. Quizá una pareja de enamorados a los que la proximidad del bombardeo había excitado sexualmente. Pero las voces eran tranquilas. Y, de súbito, nítidamente, el hombre dijo:
–Esperamos un poco más.
Y la mujer:
–Hasta el último momento.
El funcionario sintió que los cabellos se le erizaban. Los oumis. Miró ansioso hacia la planicie. Vio que las personas continuaban aproximándose como hormigueros negros y quiso conquistar aquella gloria, la precedencia C. Rodeó silenciosamente el macizo de arbus­tos, después se agachó, casi a rastras por detrás de un grupo de árboles muy juntos. Esperó un poco y finalmente se levantó, despacio, y ob­servó. El hombre y la mujer estaban desnudos. Había visto esa noche otros cuerpos así, pero éstos estaban vivos. Rehusaba aceptar lo que tenía ante los ojos, deseaba que fuesen ya las siete, que el bombardeo empezase. Por entre las ramas veía gente de la ciudad que se apro­ximaba rápidamente. Tal vez estuviesen ya al alcance de la voz. Gritó:
–¡Venid! ¡Aquí hay oumis!
El hombre y la mujer se volvieron de un salto y corrieron hacia él. Nadie más le había oído y no hubo tiempo para una se­gunda llamada. Sintió las manos del hombre en torno al cuello, y las manos de la mujer so­bre la boca, apretando. Y antes todavía tuvo tiempo de ver (como ya sabía) que las manos que lo iban a matar no tenían ninguna letra, eran lisas, sin nada más que la pureza natural de la piel.
El hombre y la mujer desnudos arras­traron el cuerpo hacia el interior del bosque. Otros hombres y otras mujeres, también desnudos, aparecieron y rodearon el cadáver. Cuando se apartaron, el cuerpo continuaba extendido en el suelo, también completamente desnudo. Ni siquiera los anillos, si los había tenido. Ni siquiera la venda. De la he­rida en el dorso de la mano corrió un poco de sangre, que en seguida se estancó y empezó a secarse.
Entre el bosque y la ciudad no había ya espacio libre, toda la población había ido a asistir a la gran acción militar de represalia. A lo lejos se oía un zumbido: los aviones se aproximaban. Los relojes que aún funciona­ban iban a dar las siete, o a marcarlas silen­ciosamente en la esfera. El oficial que comandaba la artillería sostenía el micrófono para dar la orden de fuego. Centenas de millares de personas, un millón, casi no respiraban de an­siedad. Pero ningún tiro llegó a ser disparado. En el preciso instante en el que el oficial iba a gritar: «¡Fuego!», el micrófono le huyó de las manos. Inexplicablemente los aviones hicieron una curva cerrada y volvieron atrás. Esta fue apenas la primera señal. Un silencio absoluto se extendió sobre la planicie. Y de repente la ciudad desapareció. En su lugar, hasta perderse de vista, surgió otra multitud de mujeres y hombres, desnudos, salidos de lo que había sido la ciudad. Desaparecieron las piezas de artillería y todas las demás ar­mas, y los militares se quedaron desnudos, ro­deados por los hombres y por las mujeres que antes habían sido ropas y armas. En el centro, la inmensa mancha oscura de la población de la ciudad. Pero también ésta, en el instante sucesivo, se metamorfoseó y multiplicó. La planicie se volvió súbitamente clara cuando el sol nació.
Fue entonces cuando del bosque salie­ron todos los hombres y mujeres que allí se habían escondido desde que la revuelta había comenzado, desde el primer oumi desapare­cido. Y uno de ellos dijo:
–Ahora es necesario reconstruirlo todo. Y una mujer dijo:
–No teníamos otro remedio, puesto que las cosas éramos nosotros. No volverán los hombres a ser puestos en el lugar de las cosas.

CENTAURO


El caballo se detuvo. Los cascos sin he­rraduras se afirmaron en las piedras redondas y resbaladizas que cubrían el fondo casi seco del río. El hombre apartó con las manos, cau­telosamente, las ramas espinosas que le tapa­ban la visión hacia el lado de la planicie. Amanecía ya. A lo lejos, donde las tierras subían, primero en suave pendiente, como creía recordar, sí eran allí iguales al paso por donde había descendido muy al norte, des­pués abruptamente cortadas por un espinazo basáltico que se convertía en muralla verti­cal, había unas casas a aquella distancia bají­simas, rastreras, y unas luces que parecían es­trellas. Sobre la montaña, que cerraba todo el horizonte por aquel lado, se veía una línea lu­minosa, como si una pincelada sutil hubiese recorrido las cimas y, húmeda, poco a poco se derramase por la vertiente. Por allí saldría el sol. El hombre soltó las ramas con un movi­miento descuidado y se arañó: soltó un ron­quido inarticulado y se llevó el dedo a la boca para chupar la sangre. El caballo reculó gol­peando las patas, barrió con la cola las hierbas altas que absorbían los restos de la humedad aún conservada en la orilla del río por el abri­go que las ramas pendientes formaban una cor­tina negra a aquella hora. El río estaba redu­cido al hilo de agua que corría en la parte más honda del lecho, entre piedras, de trecho en trecho formando charcos donde sobrevivían ansiosos peces. Había en el aire una humedad que anunciaba lluvia, tempestad, seguramente no ese día, sino al siguiente, o pasados tres soles, o en la próxima luna. Muy lentamente el cielo aclaraba. Era hora de buscar un escon­drijo, para descansar y dormir.
El caballo tenía sed. Se aproximó a la co­rriente de agua que estaba detenida bajo la plancha de la noche y, cuando las patas delan­teras sintieron la frescura líquida, se echó en el suelo, de lado. El hombre, con el hombro apoyado en la arena áspera, bebió largamente, aunque no tuviese sed. Por encima del hombre y del caballo, la parte aún oscura del cielo rodaba despacio, arrastrando detrás de sí una luz pálida, apenas por el momento amarillenta, primero y, si no se conoce, engañador anuncio del carmín y del rojo que después explotarían por encima de la montaña, como en tantas otras montañas de tan diferentes lugares había visto ocurrir o en lo llano de las planicies. El caballo y el hombre se levantaron. Enfrente estaba la espesa barrera de los árboles, con defen­sas de zarzas entre los troncos. En lo alto de las ramas ya piaban los pájaros. El caballo atrave­só el lecho del río con un trote inseguro y quiso entrar por la fuerza en lo enmarañado vegetal, pero el hombre prefería un paso más fácil. Con el tiempo, y había tenido mucho mucho tiempo para eso, había aprendido las maneras de moderar la impaciencia animal, algunas veces oponiéndose a ella con una violencia que explotaba y continuaba toda en su cerebro, o quizá en un punto cualquiera del cuerpo donde entrechocaban las órdenes que del mismo cerebro partían y los instintos oscuros alimen­tados tal vez entre los flancos, donde la piel era negra; otras veces cedía, desatento, a pensar en otras cosas, cosas que sí eran de este mundo físico en el que estaba, pero no de este tiempo. El cansancio había convertido al caballo en nervioso: la piel se estremecía como si quisiese sacudir un tábano frenético y sediento de san­gre, y los movimientos de las patas se multi­plicaban innecesarios y aún más fatigosos. Habría sido una imprudencia intentar abrir camino a través de lo entrelazado de las zarzas. Había demasiadas cicatrices en el pelo blanco del caballo. Una de ellas, muy antigua, tra­zaba en la grupa un rastro largo, oblicuo. Cuando el sol golpeaba fuerte, a plomo, o cuando, al contrario, el frío sacudía y erizaba el pelo, era como si allí, faja sensible y desprote­gida, se asentase incandescente el filo de una espada. A pesar de saber muy bien que no iba a encontrar nada, a no ser una cicatriz mayor que las otras, el hombre, en esas ocasiones, tor­cía el tronco y miraba hacia atrás, como hacia el fin del mundo.
A corta distancia, hacia la desembocadura, la orilla del río se recogía hacia el inte­rior del campo: había sin duda allí una albufe­ra, o sería un afluente, igual de seco o aún más. El fondo era lodoso, tenía pocas piedras. Alrededor de esta especie de bolsa, al final simple brazo del río que se henchía y desa­guaba con él, había árboles altos, negros, bajo la oscuridad que sólo lentamente se iba levan­tando de la tierra. Si la cortina de los troncos y de las ramas caídas fuese suficientemente densa, podría pasar allí el día, bien escondido, hasta que fuese otra vez de noche y pudiese continuar su camino. Apartó con las manos las hojas frescas e, impelido por la fuerza de los jarretes, venció el ribazo en la oscuridad casi total que las copas abundantes de los árboles defendían en aquel lugar. Inmediatamente a continuación el terreno volvía a des­cender hacia una zanja que, más adelante, probablemente, atravesaría el campo al descubierto. Había encontrado un buen escon­drijo para descansar y dormir. Entre el río y la montaña había campos de cultivo, tierras ro­turadas, pero aquella zanja, profunda y estre­cha, no mostraba señales de ser lugar de paso. Dio algunos pasos más, ahora en completo silencio. Los pájaros, asustados, observaban. Miró hacia arriba: vio iluminadas las puntas altas de las ramas. La luz rasante que venía de la montaña rozaba ahora la alta franja vege­tal. Los pájaros habían empezado a gorjear otra vez. La luz descendía poco a poco, polvo verdoso que se convertía en rosado y blanco, neblina sutil e inestable del amanecer. Los troncos negrísimos de los árboles, contra la luz, parecían tener apenas dos dimensiones, como si hubiesen sido recortados de lo que quedaba de la noche y pegados sobre la trans­parencia luminosa que se sumergía en la zan­ja. El suelo estaba cubierto de espadañas. Un buen sitio para pasar el día durmiendo, un refugio tranquilo.
Vencido por una fatiga de siglos y mi­lenios, el caballo se arrodilló. Encontrar posi­ción para dormir que conviniese a ambos era siempre una operación difícil. En general el caballo se echaba de lado y el hombre reposa­ba también así. Pero mientras el caballo se podía quedar una noche entera en esa posi­ción, sin moverse, el hombre, para no mor­tificar el hombro y todo el mismo lado del tronco, tenía que vencer la resistencia del gran cuerpo inerte y adormecido para hacerlo volverse hacia el lado opuesto: era siempre un sueño difícil. En cuanto a dormir de pie, el caballo podía, pero el hombre no. Y cuando el escondite era demasiado estrecho, el moverse se volvía imposible y la exigencia se convertía en ansiedad. No era un cuerpo có­modo. El hombre nunca podía echarse de bruces sobre la tierra, cruzar los brazos bajo la mandíbula y quedarse así viendo las hor­migas o los granos de tierra, o contemplando la blancura de un tallo tierno saliendo del ne­gro humus. Y siempre para ver el cielo había tenido que torcer el cuello, salvo cuando el ca­ballo se empinaba en las patas traseras y el rostro del hombre, en lo alto, podía inclinarse un poco más hacia atrás: entonces sí, veía mejor la gran campana nocturna de las estre­llas, el prado horizontal y tumultuoso de las nubes, o la campana azul y el sol, como único vestigio de la forja original.
El caballo se durmió en seguida. Con las patas metidas entre las espadañas, las crines de la cola extendidas por el suelo, respiraba profundamente, con un ritmo acompasado. El hombre, medio inclinado, con el hombro de­recho apoyado en la pared de la zanja, arrancó algunas ramas bajas y se cubrió con ellas. Moviéndose soportaba bien el frío y el calor, aunque no tan bien como el caballo. Pero cuando estaba quieto y dormía, se enfriaba rápi­damente. Ahora, por lo menos mientras el sol no calentase la atmósfera, se sentiría bien bajo el abrigo del follaje. En la posición en la que estaba podía ver que los árboles no se cerraban completamente arriba: una franja irregular, ya matinal y azul, se prolongaba hacia delante y, de vez en cuando, atravesándola de una parte a otra, o siguiéndola en la misma dirección por instantes, volaban velozmente los pájaros. Los ojos del hombre se cerraron despacio. El olor de la savia de las ramas arran­cadas lo mareaba un poco. Echó por encima del rostro una rama más llena de hojas y se durmió. Nunca soñaba como sueña un hom­bre. Tampoco soñaba nunca como soñaría un caballo. En las horas en las que estaban des­piertos, las ocasiones de paz o de simple con­ciliación no eran muchas. Pero el sueño de uno y el sueño del otro formaban el sueño del centauro.
Era el último superviviente de la gran y antigua especie de los hombres caballos. Había estado en la guerra contra los lapitas, su primera y de los suyos gran derrota. Con ellos, vencidos, se había refugiado en montañas de cuyo nombre ya se había olvidado. Hasta que llegó el día fatal en el que, con la parcial protección de los dioses, Heracles ha­bía diezmado a sus hermanos, y sólo él había escapado porque la demorada batalla de Hera­cles y Neso le había dado tiempo para re­fugiarse en el bosque. Se habían acabado en­tonces los centauros. Sin embargo, contra lo que afirmaban los historiadores y los mitólo­gos, uno había quedado aún, este mismo que había visto a Heracles destrozar con un abrazo terrible el tronco de Neso y después arrastrar su cadáver por el suelo, como a Héctor iría a hacer Aquiles, mientras se iba alabando a los dioses por haber vencido y exterminado la prodigiosa raza de los centauros. Quizá pen­sándolo de nuevo, los mismo dioses favorecie­ron entonces al centauro escondido, cegando los ojos y el entendimiento de Heracles por no se sabía entonces qué designios.
Todos los días, en sueños, luchaba con Heracles y lo vencía. En el centro del círculo de los dioses, cada vez y siempre reunidos a las órdenes de su sueño, luchaba brazo a bra­zo, hurtaba la grupa escurridiza al salto astu­to que el enemigo intentaba, esquivaba la cuerda que silbaba entre sus patas y le obli­gaba a luchar de frente. Su rostro, los brazos y el tronco sudaban como puede sudar un hombre. El cuerpo de caballo se cubría de espuma. Este sueño se repetía hacía millares de años, y siempre en él el desenlace se repetía: pagaba en Heracles la muerte de Neso, lla­maba a los brazos y a los músculos del torso toda su fuerza de hombre y de caballo: asen­tado en las cuatro patas como si fuesen esta­cas enterradas en el suelo, levantaba a Hera­cles en el aire y apretaba, apretaba, hasta que oía la primera costilla romperse, después otra y finalmente la espina dorsal que se partía. Heracles, muerto, se escurría sobre el suelo como un trapo y los dioses aplaudían. No había ningún premio para el vencedor. Los dio­ses se levantaban de sus sillas de oro y se iban, ensanchando cada vez más el círculo hasta desaparecer en el horizonte. Desde la puerta por la cual Afrodita entraba en el cielo salía siempre y brillaba una gran estrella.
Hacía miles de años que recorría la tie­rra. Durante mucho tiempo, mientras el mundo se conservó también él misterioso, pudo andar a la luz del sol. Cuando pasaba, las personas acudían al camino y le lanzaban flores trenzadas por encima de su lomo de ca­ballo, o hacían con ellas coronas que él se po­nía en la cabeza. Había madres que le daban los hijos para que los levantase en el aire y así perdiesen el miedo a las alturas. Y en todos los lugares había una ceremonia secreta: en medio de un círculo de árboles que represen­taban a los dioses, los hombres impotentes y las mujeres estériles pasaban por debajo del vientre del caballo: era creencia de todo el mundo que así florecía la fertilidad y se reno­vaba la virilidad. En ciertas épocas llevaban una yegua al centauro y se retiraban al inte­rior de sus casas: pero un día alguien, que por ese sacrilegio se quedó ciego, vio que el cen­tauro cubría a la yegua como un caballo y que después lloraba como un hombre. De esas uniones nunca hubo fruto.
Entonces llegó el tiempo del rechazo. El mundo transformado persiguió al centauro, le obligó a esconderse. Y otros seres tuvie­ron que hacer lo mismo: fue el caso del uni­cornio, de las quimeras, de los hombres lobo, de los hombres con pies de cabra, de aquellas hormigas que eran mayores que zorros, aunque más pequeñas que perros. Durante diez generaciones humanas, este pueblo diferente vivió reunido en regiones desiertas. Pero, con el pasar del tiempo, también allí la vida se volvió imposible para ellos y todos se disper­saron. Unos, como el unicornio, murieron; las quimeras se emparejaron con las musara­ñas y así aparecieron los murciélagos; los hombres lobo se introdujeron en las ciudades y en las aldeas y sólo en noches señaladas viven su destino; los hombres de pies de cabra se extinguieron también y las hormigas fueron perdiendo tamaño y hoy nadie es capaz de distinguirlas entre aquellas hermanas su­yas que siempre fueron pequeñas.
El centau­ro acabó por quedarse solo. Durante miles de años, hasta donde el mar lo consintió, reco­rrió toda la tierra posible. Pero en todos sus itinerarios pasaba de largo siempre que pre­sentía las fronteras de su primer país. El tiempo fue pasando. Al final ya no le queda­ba tierra para vivir con seguridad. Pasó a dor­mir durante el día y a caminar de noche. Caminar y dormir. Dormir y caminar. Sin ninguna razón que conociese, apenas porque tenía patas y sueño. No necesitaba comer. Y el sueño sólo era necesario para que pudiese soñar. Y el agua apenas porque era agua. 
Millares de años tenían que ser millares de aventuras. Millares de aventuras, sin em­bargo, son demasiadas para valer una sola ver­dadera e inolvidable aventura. Por eso, todas juntas no valieron más que aquélla, ya en este último milenio, cuando en medio de un descampado árido vio a un hombre con lanza y ar­madura, encima de un escuálido caballo, em­bestir contra un ejército de molinos de viento. Vio cómo el caballero era lanzado al aire y des­pués otro hombre bajo y gordo acudía, gritando, montado en un burro. Oyó que hablaban en una lengua que no entendía, y después los vio alejarse, el hombre delgado maltratado y el hombre gordo lamentándose, el caballo fla­co cojeando y el burro indiferente. Pensó en salirles al camino para ayudarles pero, volviendo a mirar los molinos, fue hacia ellos a galope y, apostado delante del primero, deci­dió vengar al hombre que había sido tirado del caballo al suelo. En su lengua natal gritó: «Pues aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.» To­dos los molinos quedaron con las aspas despe­dazadas y el centauro fue perseguido hasta la frontera de otro país. Atravesó campos desolados y llegó al mar. Después volvió atrás.
Todo el centauro duerme. Duerme todo su cuerpo. Ya el sueño vino y pasó, y ahora el  caballo galopa por dentro de un día antiquí­simo para que el hombre pueda ver desfilar las montañas como si por su pie anduviesen, o por veredas subir a lo alto y desde allí ver el mar sonoro y las islas esparcidas y negras, reventando la espuma en torno a ellas como si de la profundidad acabasen de nacer y de allí surgiesen deslumbradas. Esto no es un sueño. Viene de lejos un olor salino. Las nari­ces del hombre se dilatan ávidas y los brazos se extienden hacia lo alto, mientras el caballo, excitado, golpea con los cascos en piedras que son mármol y afloran. Las hojas que cubrían la cara del hombre escurren, ya marchitas. El sol, alto, cubre al centauro de manchas de luz. No es un rostro hermoso el del hombre. Joven tampoco, porque no lo podría ser, porque sus años se cuentan por millares. Pero puede compararse con el de una estatua antigua: el tiempo lo gastó, no tanto como para apagar las facciones, lo bastante apenas para mostrarlas amenazadas. Una pequeña laguna lumino­sa cintila sobre la piel, se desliza muy lentamente hacia la boca, la calienta. El hombre abre los ojos de repente, como lo haría la esta­tua. Por medio de las hierbas se aleja serpen­teando una culebra. El hombre se lleva la ma­no a la boca y siente el sol. En ese mismo instante la cola del caballo se agita, barre la grupa y sacude un moscardón que exploraba la piel fina de la gran cicatriz. Rápidamente el caballo se pone de pie y el hombre le acompa­ña. El día va mediado, otro tanto falta para que llegue la primera sombra de la noche, pero no hay más sueño. El mar, que no fue sue­ño, todavía resuena en los oídos del hombre, o quizá no el ruido real del mar, tal vez el gol­pear visto de las olas que los ojos transforman en olas sonoras que vienen sobre las aguas, su­ben por las gargantas rocosas hasta lo alto, hasta el sol y el cielo azul de otra vez agua.
Está cerca. La zanja por donde sigue es apenas un accidente, lleva a cualquier sitio, es obra de hombres y camino para llegar a los hombres. Sin embargo, apunta en dirección al sur y es eso lo que cuenta. Avanzará por allí hasta donde le sea posible, incluso siendo de día, incluso con el sol cubriendo toda la pla­nicie y denunciando todo, hombre y caballo. Una vez más había vencido a Heracles en el sueño, delante de todos los dioses inmorta­les, pero, acabado el combate, Zeus se había retirado hacia el sur y fue después cuando desfilaron las montañas y desde el punto más alto de ellas, donde había unas columnas blancas, se veían las islas y la espuma a su alrededor. Está cerca la frontera y Zeus se alejó hacia el sur.
Caminando a lo largo de la zanja estre­cha y honda, el hombre puede ver el campo a un lado y a otro. Las tierras parecen ahora abandonadas. Ya no sabe dónde quedó la población que había visto a la hora del amane­cer. El gran espinazo rocoso ha crecido de al­tura o está tal vez más próximo. Las patas del caballo se hunden en el suelo blando que po­co a poco va subiendo. Todo el tronco del hombre está ya fuera de la zanja, los árboles se vuelven más espaciados y, de súbito, cuando el campo ha quedado todo abierto, la zan­ja acaba. El caballo vence con un simple mo­vimiento el último declive y el centauro aparece entero en la claridad del día. El sol está a mano derecha y golpea con fuerza en la cicatriz, que, herida, escuece. El hombre mi­ra hacia atrás, según su costumbre. La atmós­fera es sofocante y húmeda. No es por demás que el mar esté tan cerca. Esta humedad promete lluvia y este brusco soplo de viento también. Al norte se juntan nubes.
El hombre duda. Hace muchos años que no osa caminar al descubierto, sin la pro­tección de la noche. Pero hoy se siente tan excitado como el caballo. Avanza por el terreno cubierto de matorrales del que se desprenden olores fuertes de flores silvestres. La planicie ha terminado y ahora el suelo se levanta en corcovas y limita el horizonte o lo ensancha cada vez más, porque las elevaciones ya son colinas y más allá se levanta una cortina de montañas. Empiezan a surgir arbustos y el centauro se siente más protegido. Tiene sed, mucha sed, pero allí no hay señal de agua. El  hombre mira hacia atrás y ve que la mitad del cielo está ya cubierto de nubes. El sol ilumi­na el borde nítido de un gran nimbo ceni­ciento que avanza.
En ese momento es cuando se oye la­drar a un perro. El caballo se estremece de nerviosismo. El centauro se lanza a galope entre dos colinas, pero el hombre no pierde el sentido: seguir en dirección al sur. El ladrar está más cerca y se oye también un tintinear de campanillas y después una voz hablando al ganado. El centauro se detuvo para orien­tarse, sin embargo los ecos le engañaron y, de súbito, en un terreno bajo y húmedo inespe­rado, se le apareció un rebaño de cabras y al frente de éste un gran perro. El centauro se quedó inmóvil. Algunas de las cicatrices que le rayaban el cuerpo las debía a los perros. El pastor dio un grito despavorido y huyó como un loco. Llamaba a grandes gritos: debía de haber una población allí cerca. El hombre dominó al caballo y avanzó. Arrancó una ra­ma fuerte de un arbusto para apartar al perro que se estrangulaba ladrando de furia y mie­do. Pero fue la furia la que prevaleció: el pe­rro contorneó rápidamente unas piedras e intentó coger al centauro de lado, por el vien­tre. El hombre quiso mirar hacia atrás, ver de dónde venía el peligro, pero el caballo se an­ticipó y, girando veloz sobre las patas delan­teras, soltó una violenta coz que alcanzó al perro en el aire. El animal fue a golpearse contra las piedras, muerto. No era la primera vez que el centauro se defendía de esa mane­ra, pero todas las veces el hombre se sentía humillado. En su propio cuerpo latía la resa­ca de la vibración general de los músculos, la ola de energía que lo inflamaba, oía el gol­pear sordo de los cascos, pero estaba de espal­das a la batalla, no era parte de ella, especta­dor cuando mucho.
El sol se había escondido. El calor desa­pareció súbitamente del aire y la humedad se volvió palpable. El centauro corrió entre las colinas, siempre hacia el sur. Al atravesar un pequeño regato vio terrenos cultivados y cuando procuraba orientarse tropezó con un mu­ro. Hacia un lado había algunas casas. Fue en­tonces cuando se oyó un tiro. Sintió el cuerpo del caballo crisparse como bajo las picadu­ras de un enjambre. Había gente que gritaba y después dispararon otro tiro. A la izquierda estallaron ramas desgajadas, pero ningún tro­zo de plomo le alcanzó esta vez. Reculó para ganar impulso y de un envite saltó el muro. Pasó sobre él, volando, hombre y caballo, centauro, cuatro patas extendidas o dobladas, dos brazos abiertos hacia el cielo todavía azul en la lejanía. Sonaron más tiros y después fue el tropel de los hombres que lo perseguían por los campos, dando gritos, y el ladrar de los perros.
Tenía el cuerpo cubierto de espuma y de sudor. Hubo un momento en el que se detuvo para buscar el camino. El campo alrededor se  volvió también expectante, como si estuviese con el oído a la escucha. Y entonces cayeron las primeras y pesadas gotas de lluvia. Pero la persecución continuaba. Los perros seguían un  rastro para ellos extraño, pero de mortal enemigo: una mezcla de hombre y de caballo, unas patas asesinas. El centauro corrió, corrió más, corrió mucho, hasta que notó que los gritos se habían vuelto diferentes y el ladrar de los perros era ya de frustración. Miró hacia atrás. A una buena distancia vio a los hombres detenidos, oyó sus amenazas. Y los perros que habían avanzado volvían hacia sus amos. Pero nadie se  adelantaba. El centauro había vivido tiempo suficiente como para saber que esto era una  frontera, un límite. Los hombres, sujetando a los perros, no osaban dispararle: apenas hubo una detonación, pero tan lejos que no oyó siquiera caer el plomo. Estaba a salvo, bajo la lluvia que se abatía torrencialmente y abría regueros rápidos entre las piedras, sobre esa tierra en la que había nacido. Continuó caminando hacia el sur. El agua le empapaba el pelo blanco, lavaba la espuma, la sangre y el sudor y toda la suciedad acumulada. Regresaba muy  viejo, cubierto de cicatrices, pero inmaculado.
De repente la lluvia cesó. Al momento  siguiente el cielo quedó entero barrido de nubes y el sol cayó de lleno sobre la tierra mojada, donde, ardiendo, hizo levantar nu­bes de vapor. El centauro caminaba al paso, como si viajase sobre una nieve impondera­ble y tibia. No sabía dónde estaba el mar, pero allí era la montaña. Se sentía fuerte. Había matado la sed con agua de lluvia, levantando el rostro hacia el cielo, con la boca abierta, bebiendo a largos tragos, con el torrente des­lizándole por el cuello, por el tronco abajo, lustralmente. Y ahora bajaba hacia el lado sur de la montaña, despacio, rodeando los enor­mes pedruscos que se amontonaban y apun­talaban unos a los otros. El hombre apoyaba las manos en las peñas más altas, sintiendo debajo de los dedos los musgos suaves, los lí­quenes ásperos, o la rugosidad extremada de la piedra. Abajo había, de punta a punta, un valle que a aquella distancia parecía estrecho, engañadoramente. A lo largo de él, a grandes intervalos, veía tres poblaciones, en medio la mayor, y el sur más allá de ella. Cortando el valle en línea recta tendría que pasar cerca de la población. ¿Pasaría? Se acordaba de la per­secución, de los gritos, de los tiros, de los otros hombres del lado de allá de la frontera. Del incomprensible odio. Esta tierra era la suya, pero ¿quiénes eran los hombres que en ella vivían? El centauro continuaba descen­diendo. El día aún estaba lejos de acabar. El caballo, exhausto, apoyaba los cascos con cuidado y el hombre pensó que le convendría descansar antes de aventurarse a la travesía del valle. Y, siempre pensando, decidió que espe­raría a la noche, que antes dormiría en cual­quier refugio que encontrase para ganar las fuerzas necesarias para la larga caminata que le restaba hacer hasta el mar.
Continuó descendiendo, cada vez más lentamente. Y cuando por fin se disponía a quedarse entre dos piedras, vio la entrada ne­gra de una caverna, lo bastante alta como para que todo él pudiese entrar, hombre y caballo. Ayudándose con los brazos, asentando levemente los cascos heridos por las piedras durísi­mas, se introdujo en la gruta. No era muy honda, ninguna caverna se prolongaba por la montaña adentro, pero había espacio suficien­te para moverse en ella a voluntad. El hombre apoyó los antebrazos en la pared rocosa y dejó caer la cabeza sobre ellos. Respiraba hondo, procurando resistir, no acompañar el jadeo an­sioso del caballo. El sudor le escurría por la cara. Después el caballo dobló las patas de de­lante y se dejó caer en el suelo cubierto de arena. Echado, o semierguido como era costumbre, el hombre no podía ver nada del valle. La boca de la gruta se abría apenas hacia el cielo azul. En cualquier punto, allá en el fondo, goteaba agua, a largos intervalos regulares, producien­do un eco de cisterna. Una paz profunda llena­ba la gruta. Extendiendo un brazo hacia atrás, el hombre pasó la mano sobre el pelo del caba­llo, su propia piel transformada o piel que en sí mismo se había transformado. El caballo se estremeció de satisfacción, todos sus músculos se distendieron y el sueño ocupó el gran cuer­po. El hombre dejó caer la mano, que se escu­rrió y fue a reposar en la arena seca.
El sol, bajando por el cielo, empezó a iluminar la gruta. El centauro no soñó con Heracles ni con los dioses sentados en círcu­lo. Tampoco se repitió la gran visión de las montañas vueltas hacia el mar, las islas es­pumeantes, la infinita extensión líquida y sonora. Apenas una pared oscura, o apenas sin color, opaca, que no se puede traspasar. Mientras tanto el sol entró hasta el fondo de la caverna, hizo cintilar todos los cristales de la piedra, transformó cada gota de agua en una perla roja que se desprendía del techo, pero antes se hinchaba hasta lo invero­símil, y después caía tres metros de fuego vivo para hundirse en un pequeño pozo ya oscuro. El centauro dormía. El azul del cielo fue desmayando, se inundó el espacio de mil colores de forja, y el atardecer arrastró des­pacio la noche como un cuerpo cansado que a su vez iba a dormirse. La gruta, las tinie­blas, se habían vuelto inmensas, y las gotas de agua caían como piedras redondas en el borde de una campana. Era ya noche oscura y la luna nació.
El hombre se despertó. Sentía la an­gustia de no haber soñado. Por primera vez en millares de años no había soñado. ¿Le ha­bía abandonado el sueño en la hora en que había regresado a la tierra donde había naci­do? ¿Por qué? ¿Qué presagio? ¿Qué oráculo sería? El caballo, más lejos, dormía aún, pero ya inquietamente. De vez en cuando agitaba las patas traseras, como si galopase en sueños, no suyos, que no tenía cerebro, o solamente prestado, sino de la voluntad que los múscu­los eran. Echando mano de una piedra salien­te, ayudándose con ella, el hombre levantó el tronco y, como si estuviese en estado de so­nambulismo, el caballo le siguió, sin esfuer­zo, con un movimiento fluido en el que parecía no haber peso. Y el centauro salió a la noche. 
Toda la luz de luna del espacio se extendía sobre el valle. Tanta era que no podía ser sólo el de la simple, pequeña luna de la tierra, Selene silenciosa y fantasmal, sino la de todas las lunas levantadas en la infinita suce­sión de las noches en las cuales otros soles y tierras sin esos ni otro nombre alguno ruedan y brillan. El centauro respiró hondo por las narices del hombre: el aire era suave, como si pasase por el filtro de una piel humana, y ha­bía en él el perfume de la tierra que había sido mojada y ahora se estaba secando despa­cio, entre el laberíntico abrazo de las raíces que sujetan al mundo. Bajó hacia el valle por un camino fácil, casi remansado, jugando ar­moniosamente con sus cuatro miembros de caballo, oscilando sus dos brazos de hombre, paso a paso, sin que ninguna piedra rodase, sin que una arista viva abriese otro rasguño en la piel. Y fue así como llegó al valle, como si el viaje formase parte del sueño que no había tenido mientras dormía. Delante ha­bía un río largo. Del otro lado, un poco hacia la izquierda, estaba la población mayor, aque­lla que estaba en el camino del sur. El centauro avanzó a descubierto, seguido por la sombra singular que no tenía par en el mundo. Trotó ligeramente por los campos cultivados, pero escogiendo los atajos para no pisar las plan­tas. Entre la franja de cultivo y el río había árboles dispersos y señales de ganado. El ca­ballo, sintiendo el olor, se agitó, pero el cen­tauro siguió hacia delante, hacia el río. Entró cautelosamente en el agua, tanteando con los cascos. La profundidad fue aumentando hasta llegar al pecho de hombre. En medio del río, bajo la luz de la luna que era otro río co­rriendo, quien mirase vería a un hombre atra­vesando el vado, con los brazos erguidos, bra­zos, hombros y cabeza de hombre, cabellos en vez de crines. Por el interior del agua caminaba un caballo. Los peces, despertados por la luz de la luna, nadaban en torno de él y le mordisqueaban las patas.
Todo el tronco del hombre salió del agua, después apareció el caballo y el centau­ro subió a la orilla. Pasó por debajo de unos árboles y en el umbral de la planicie se detu­vo para orientarse. Se acordó de cómo lo ha­bían perseguido del otro lado de la montaña, se acordó de los perros y de los tiros, de los hombres gritando, y tuvo miedo. Habría pre­ferido ahora que la noche fuese oscura, habría preferido caminar bajo una tempestad, como la del día anterior, que hiciese recogerse a los perros y apartase a las personas hacia sus ca­sas. El hombre pensó que toda la gente por aquellos alrededores ya debía saber de la exis­tencia del centauro, que sin duda la noticia había pasado por encima de la frontera. Com­prendió que no podía atravesar el campo en línea recta, a plena luz. Al paso, empezó a se­guir la orilla del río, bajo la protección de la sombra de los árboles. Tal vez más adelante el terreno le fuese más favorable, donde el valle se estrechaba y acababa encajado entre dos al­tas colinas. Continuaba pensando en el mar, en las columnas blancas, cerraba los ojos y volvía a ver el rastro que Zeus había dejado al alejarse hacia el sur.
Súbitamente oyó un murmullo de agua. Se detuvo, escuchando. El rumor se re­petía, disminuía, volvía. Sobre el suelo cu­bierto de hierba rastrera los pasos del caballo sonaban tan apagados que no se distinguían entre la múltiple y templada crepitación de la noche y de la luz de la luna. El hombre apartó las ramas y miró hacia el río. En la orilla había ropas. Alguien tomaba un ba­ño. Empujó más las ramas. Y vio a una mujer. Salía del agua, completamente desvestida, bri­llaba bajo la luz de la luna, blanca. Muchas otras veces el centauro había visto mujeres, pero nunca así, en este río, con esta luna. Otras veces había visto senos oscilando, temblor de muslos al andar, el punto de oscuridad en el centro del cuerpo. Otras veces había visto cabellos cayendo sobre la espalda, y manos que los lanzaban hacia atrás, gesto tan anti­guo. Pero la parte que le tocaba del mundo en el que las mujeres vivían era sólo la que satisfaría el caballo, tal vez el centauro, no el hombre. Y fue el hombre quien miró, quien vio a la mujer aproximarse a la ropa, fue él quien irrumpió entre las ramas, corrió hacia ella con su trote de caballo y después, al mis­mo tiempo que ella gritaba, la levantó en brazos.
También había hecho eso algunas veces, tan pocas, en millares de años. Acto inú­til, apenas asustador, acto que podría haber dejado detrás de sí la locura, si eso mismo no llegó a suceder. Pero ésta era su tierra y la pri­mera mujer que en ella veía. El centauro co­rrió a lo largo de los árboles y el hombre sabía que más adelante depositaría a la mujer en el suelo, frustrado él, empavorecida ella, mujer entera, hombre por la mitad. Ahora un cami­no largo casi tocaba los árboles y delante el río formaba una curva. La mujer ya no grita­ba, apenas sollozaba y temblaba. Y fue en­tonces cuando se oyeron otros gritos. Al to­mar la curva, el centauro fue a dar con una pequeña aglomeración de casas bajas que los árboles escondían. Había gente en el peque­ño espacio de delante. El hombre apretó a la mujer contra el pecho. Sentía sus senos du­ros, el pubis en el lugar en el que su cuerpo de hombre se recogía y se tornaba pectoral de caballo. Algunas personas huyeron, otras se tiraron al suelo y otras entraron en las casas y salieron con escopetas. El caballo se levantó sobre las patas traseras, se encabritó hacia las alturas. La mujer, asustada, gritó una vez más. Alguien disparó un tiro al aire. El hom­bre comprendió que la mujer lo protegía. Entonces el centauro viró hacia campo abier­to, huyendo de los árboles que podrían entor­pecerle los movimientos, y, siempre con la mujer sujeta, contorneó las casas y se lanzó a galope a campo traviesa, en dirección a las dos colinas. Detrás de sí oía gritos. Quizá pensasen en perseguirlo a caballo, pero nin­gún caballo podía competir con un centauro, como había sido demostrado durante miles de años de fuga constante. El hombre miró hacia atrás: los perseguidores venían lejos,  muy lejos. Entonces, sujetando a la mujer por debajo de los brazos, mirándola todo el cuerpo, con toda la luz de la luna desnudán­dola, dijo en su vieja lengua, en la lengua de los bosques, de los panales de miel, de las co­lumnas blancas, del mar sonoro, de la risa so­bre las montañas:
–No me quieras mal.
Después, despacio, la dejó en el suelo. Pero la mujer no huyó. Le salieron de la boca palabras que el hombre fue capaz de entender:
–Eres un centauro. Existes.
Le puso las dos manos sobre el pecho. Las patas del caballo temblaban. Entonces la mujer se echó y dijo:
–Cúbreme.
El hombre la veía desde arriba, abierta en cruz. Avanzó lentamente. Durante un mo­mento la sombra del caballo cubrió a la mu­jer. Nada más. Entonces el centauro se apartó hacia un lado y se lanzó al galope, mientras el hombre gritaba, cerrando los puños en direc­ción al cielo y a la luna. Cuando los persegui­dores se aproximaron finalmente a la mujer, ella no se movió. Y cuando se la llevaron, envuelta en una manta, los hombres que la transportaban la oyeron llorar.
Aquella noche todo el país supo de la existencia del centauro. Lo que primero se ha­bía creído que era una historia inventada del otro lado de la frontera con intención de bur­larse, tenía ahora testigos fehacientes, entre los cuales una mujer que temblaba y lloraba. Mientras el centauro atravesaba esta otra mon­taña, salía gente de las aldeas y de las ciudades, con redes y cuerdas, también con armas de fuego, pero sólo para asustar. Es necesario co­gerle vivo, se decía. El ejército también se puso en movimiento. Se esperaba el nacimiento del día para que los helicópteros levantasen vuelo y recorriesen toda la región. El centauro buscaba los caminos más escondidos, pero oyó muchas veces ladrar perros y llegó, incluso, bajo la luz de la luna que ya se debilitaba, a ver grupos de hombres que batían los montes.
Toda la noche el centauro caminó, siempre ha­cia el sur. Y cuando el sol nació estaba en lo al­to de una montaña desde la que vio el mar. Muy a lo lejos, mar apenas, ninguna isla, y el sonido de una brisa que olía a pinares, no el golpear de las olas, no el perfume angustioso de la sal. El mundo parecía un desierto suspendido de la palabra pobladora.
No era un desierto. Se oyó de repente un tiro. Y entonces, en un arco de círculo amplio, salieron hombres de detrás de las piedras, con grandes gritos, pero sin poder disfrazar el miedo, y avanzaron con redes y cuerdas y lazos y varas. El caballo se levantó hacia el espacio, agitó las patas de delante y se volvió, frenético, hacia los adversarios. El hombre quiso retroceder. Lucharon ambos, atrás, adelante. Y en el borde de un precipi­cio las patas se escurrieron, se agitaron an­siosas buscando apoyo, y los brazos del hom­bre, pero el gran cuerpo resbaló, cayó en el vacío. Veinte metros abajo una lámina de piedra, inclinada en el ángulo necesario, pu­lida durante millares de años de frío y de ca­lor, de sol y de lluvia, de viento y nieve desbas­tándola, cortó, degolló el cuerpo del centauro en aquel preciso lugar en el que el tronco del hombre se convertía en tronco de caballo. La caída acabó allí. El hombre quedó echado, por fin, de espaldas, mirando el cielo. Mar que se convertía en profundo por encima de sus ojos, mar con pequeñas nubes detenidas que eran islas, vida inmortal. El hombre giró la cabeza hacia un lado y hacia el otro: otra vez mar sin fin, cielo interminable. Entonces miró su cuerpo. La sangre corría. Mitad de un hombre. Un hombre. Y vio a los dioses que se aproximaban. Era tiempo de morir.


DESQUITE


El muchacho venía del río. Descalzo, con los pantalones arremangados por encima de las rodillas, las piernas sucias de lodo. Vestía una camisa roja, abierta en el pecho, donde los primeros vellos de la pubertad empeza­ban a ennegrecer. Tenía el pelo oscuro, mojado por el sudor que le escurría por el cuello del­gado. Se inclinaba un poco hacia delante, bajo el peso de los largos remos, de los que pen­dían hilos verdes de limos aún goteantes. El barco quedó balanceándose en el agua turbia y, allí cerca, como si lo espiasen, afloraron de re­pente los ojos globulosos de una rana. El mu­chacho la miró, y ella le miró. Después la ra­na hizo un movimiento brusco y desapareció. Un minuto más y la superficie del río que­dó lisa y tranquila, y brillante como los ojos del muchacho. La respiración del limo desprendía lentas y muelles burbujas de gas que la corriente arrastraba. En el calor espeso de la tarde los chopos altos vibraban silenciosamen­te y, de golpe, flor rápida que naciese del aire, un ave azul pasó rasando el agua. El muchacho levantó la cabeza. Desde el otro lado del río una muchacha le miraba, inmóvil. El muchacho levantó la mano libre y todo su cuerpo di­bujó el gesto de una palabra que no se oyó. El río fluía, lento.
El muchacho subió la ladera, sin mirar atrás. La hierba se acababa allí mismo. Hacia arriba, hacia allá, el sol calcinaba los terrones de los barbechos y los olivares cenicientos. Metálica, durísima, una cigarra roía el silen­cio. En la distancia la atmósfera temblaba.
La casa era baja, achaparrada, bruñida de cal, con una franja de ocre violento. Un lienzo de pared ciega, sin ventanas, una puerta en la que se abría un postigo. En el interior el suelo de barro refrescaba los pies. El muchacho apoyó los remos, se limpió el sudor con el antebrazo. Se quedó quieto, escuchando los golpes del corazón, el pausado brotar del su­dor que se renovaba en la piel. Estuvo así unos minutos, sin conciencia de los rumores que venían de la parte de detrás de la casa y que se transformaron, de súbito, en gañidos lanci­nantes y gratuitos: la protesta de un cerdo atado. Cuando, por fin, empezó a moverse, el gri­to del animal, esta vez herido e insultado, le golpeó en los oídos. Y en seguida oyó otros gritos, agudos, rabiosos, una súplica desespe­rada, una llamada que no espera socorro.
Corrió hacia el patio, pero no pasó del umbral de la puerta,. Dos hombres y una mujer sujetaban al cerdo. Otro hombre, con un cuchillo ensangrentado, le abría un tajo vertical en el escroto. En la paja brillaba ya un óvalo achatado, rojo. El cerdo temblaba entero, lan­zaba gritos entre las quijadas que apretaba una cuerda. La herida se alargó, el testículo apareció, lechoso y rayado de sangre, los dedos del hombre se introdujeron en la abertura, tiraron, retorcieron, arrancaron. La mujer tenía el ros­tro pálido y crispado. Desataron al cerdo, le li­beraron el hocico y uno de los hombres se aga­chó y cogió las dos piezas, gruesas y suaves. El animal dio una vuelta, perplejo, y se quedó con la cabeza baja, respirando con dificultad. En­tonces el hombre se los tiró. El cerdo los mor­dió, masticó ansioso, tragó. La mujer dijo algu­nas palabras y los hombres se encogieron de hombros. Uno de ellos se rió. Fue en ese mo­mento cuando vieron al muchacho en el um­bral de la puerta. Se quedaron todos callados y, como si fuese la única cosa que pudiesen hacer en aquel momento, se pusieron a mirar al ani­mal, que se había echado en la paja, suspirando, con el hocico sucio de su propia sangre.
El muchacho volvió al interior. Llenó un puchero y bebió, dejando que el agua le corriese por las comisuras de la boca, por el cuello, hasta el vello del pecho que se volvió más oscuro. Mientras bebía miraba fuera las dos manchas rojas sobre la paja. Después, con un movimiento de cansancio, volvió a salir de la casa, atravesó el olivar otra vez bajo el bochorno del sol. El polvo le quemaba los pies y él, sin darse cuenta, los encogía para huir del contacto escaldante. La misma cigarra re­chinaba en tono más sordo. Después la ladera, la hierba con su olor a savia caliente, la frescura atontadora debajo de las ramas, el lodo que se insinúa entre los dedos de los pies e irrumpe por arriba.
El muchacho se quedó quieto, mirando el río. Sobre un afloramiento de limo, una rana, parda como la primera, con los ojos re­dondos bajo las arcadas salientes, parecía es­tar esperando. La piel blanca del buche palpi­taba. La boca cerrada formaba un pliegue de escarnio. Pasó un tiempo y ni la rana ni el muchacho se movían. Entonces él, desviando con dificultad los ojos, como para huir de un maleficio, vio al otro lado del río, entre las ramas bajas de los salgueros, aparecer una vez más a la muchacha. Y nuevamente, silencioso e inesperado, pasó sobre el agua el relám­pago azul.
El muchacho se quitó la camisa despa­cio. Despacio se acabó de desvestir, y sólo cuando ya no tenía ropa ninguna sobre el cuerpo, su desnudez, lentamente, se reveló. Así como si se estuviese curando una ceguera de sí misma. La muchacha miraba de lejos. Después, con los mismos gestos lentos, se liberó del vestido y de todo cuanto la cubría. Desnuda sobre el fondo verde de los árboles.
El muchacho miró una vez más el río. El silencio se asentaba sobre la líquida piel de aquel interminable cuerpo. Círculos que se alargaban y perdían en la superficie tranquila, mostraban el lugar donde por fin la rana se ha­bía sumergido. Entonces el muchacho se me­tió en el agua y nadó hacia la otra orilla, mien­tras el bulto blanco y desnudo de la muchacha se recogía hacia la penumbra de las ramas.


LA ISLA 

Un hombre llamó a la puerta del rey y le dijo, Dame un barco. La casa del rey tenía muchas más puertas, pero aquélla era la de las peticiones. Como el rey se pasaba todo el tiempo sentado ante la puerta de los obsequios (entiéndase, los obsequios que le entregaban a él), cada vez que oía que alguien llamaba a la puerta de las peticiones se hacía el desentendido, y sólo cuando el continuo repiquetear de la aldaba de bronce subía a un tono, más que notorio, escandaloso, impidiendo el sosiego de los vecinos (las personas comenzaban a murmurar, Qué rey tenemos, que no atiende), daba orden al primer secretario para que fuera a ver lo que quería el impetrante, que no había manera de que se callara. Entonces, el primer secretario llamaba al segundo secretario, éste llamaba al tercero, que mandaba al primer ayudante, que a su vez mandaba al segundo, y así hasta llegar a la mujer de la limpieza que, no teniendo en quién mandar, entreabría la puerta de las peticiones y preguntaba por el resquicio, Y tú qué quieres. El suplicante decía a lo que venía, o sea, pedía lo que tenía que pedir, después se instalaba en un canto de la puerta, a la espera de que el requerimiento hiciese, de uno en uno, el camino contrario, hasta llegar al rey. Ocupado como siempre estaba con los obsequios, el rey demoraba la respuesta, y ya no era pequeña señal de atención al bienestar y felicidad del pueblo cuando pedía un informe fundamentado por escrito al primer secretario que, excusado será decirlo, pasaba el encargo al segundo secretario, éste al tercero, sucesivamente, hasta llegar otra vez a la mujer de la limpieza, que opinaba sí o no de acuerdo con el humor con que se hubiera levantado.
Sin embargo, en el caso del hombre que quería un barco, las cosas no ocurrieron así. Cuando la mujer de la limpieza le preguntó por el resquicio de la puerta, Y tú qué quieres, el hombre, en vez de pedir, como era la costumbre de todos, un título, una condecoración, o simplemente dinero, respondió. Quiero hablar con el rey, Ya sabes que el rey no puede venir, está en la puerta de los obsequios, respondió la mujer, Pues entonces ve y dile que no me iré de aquí hasta que él venga personalmente para saber lo que quiero, remató el hombre, y se tumbó todo lo largo que era en el rellano, tapándose con una manta porque hacía frío. Entrar y salir sólo pasándole por encima. Ahora, bien, esto suponía un enorme problema, si tenemos en consideración que, de acuerdo con la pragmática de las puertas, sólo se puede atender a un suplicante cada vez, de donde resulta que mientras haya alguien esperando una respuesta, ninguna otra persona podrá aproximarse para exponer sus necesidades o sus ambiciones. A primera vista, quien ganaba con este artículo del reglamento era el rey, puesto que al ser menos numerosa la gente que venía a incomodarlo con lamentos, más tiempo tenía, y más sosiego, para recibir, contemplar y guardar los obsequios. A segunda vista, sin embargo, el rey perdía, y mucho, porque las protestas públicas, al notarse que la respuesta tardaba más de lo que era justo, aumentaban gravemente el descontento social, lo que, a su vez, tenía inmediatas y negativas consecuencias en el flujo de obsequios. En el caso que estamos narrando, el resultado de la ponderación entre los beneficios y los perjuicios fue que el rey, al cabo de tres días, y en real persona, se acercó a la puerta de las peticiones, para saber lo que quería el entrometido que se había negado a encaminar el requerimiento por las pertinentes vías burocráticas. Abre la puerta, dijo el rey a la mujer de la limpieza, y ella preguntó, Toda o sólo un poco.
El rey dudó durante un instante, verdaderamente no le gustaba mucho exponerse a los aires de la calle, pero después reflexionó que parecería mal, aparte de ser indigno de su majestad, hablar con un súbdito a través de una rendija, como si le tuviese miedo, sobre todo asistiendo al coloquio la mujer de la limpieza, que luego iría por ahí diciendo Dios sabe qué, De par en par, ordenó. El hombre que quería un barco se levantó del suelo cuando comenzó a oír los ruidos de los cerrojos, enrolló la manta y se puso a esperar. Estas señales de que finalmente alguien atendería y que por tanto el lugar pronto quedaría desocupado, hicieron aproximarse a la puerta a unos cuantos aspirantes a la liberalidad del trono que andaban por allí, prontos para asaltar el puesto apenas quedase vacío. La inopinada aparición del rey (nunca una tal cosa había sucedido desde que usaba corona en la cabeza) causó una sorpresa desmedida, no sólo a los dichos candidatos, sino también entre la vecindad que, atraída por el alborozo repentino, se asomó a las ventanas de las casas, en el otro lado de la calle. La única persona que no se sorprendió fue el hombre que vino a pedir un barco. Calculaba él, y acertó en la previsión, que el rey, aunque tardase tres días, acabaría sintiendo la curiosidad de ver la cara de quien, nada más y nada menos, con notable atrevimiento, lo había mandado llamar. Dividido entre la curiosidad irreprimible y el desagrado de ver tantas personas juntas, el rey, con el peor de los modos, preguntó tres preguntas seguidas, Tú qué quieres, Por qué no dijiste lo que querías, Te crees que no tengo nada más que hacer, pero el hombre sólo respondió a la primera pregunta, Dame un barco, dijo. El asombro dejó al rey hasta tal punto desconcertado que la mujer de la limpieza se vio obligada a acercarle una silla de enea, la misma en que ella se sentaba cuando necesitaba trabajar con el hilo y la aguja, pues, además de la limpieza, tenía también la responsabilidad de algunas tareas menores de costura en el palacio, como zurcir las medias de los pajes. Mal sentado, porque la silla de enea era mucho más baja que el trono, el rey buscaba la mejor manera de acomodar las piernas, ora encogiéndolas, ora extendiéndolas para los lados, mientras el hombre que quería un barco esperaba con paciencia la pregunta que seguiría, Y tú para qué quieres un barco, si puede saberse, fue lo que el rey preguntó cuando finalmente se dio por instalado con sufrible comodidad en la silla de la mujer de la limpieza, Para buscar la isla desconocida, respondió el hombre. Qué isla desconocida, preguntó el rey, disimulando la risa, como si tuviese enfrente a un loco de atar, de los que tienen manías de navegaciones, a quien no sería bueno contrariar así de entrada, La isla desconocida, repitió el hombre, Hombre, ya no hay islas desconocidas, Quién te ha dicho, rey, que ya no hay islas desconocidas, Están todas en los mapas, En los mapas están sólo las islas conocidas, Y qué isla desconocida es esa que tú buscas, Si te lo pudiese decir, entonces no sería desconocida, A quién has oído hablar de ella, preguntó el rey, ahora más serio, A nadie, En ese caso, por qué te empeñas en decir que ella existe, Simplemente porque es imposible que no exista una isla desconocida, Y has venido aquí para pedirme un barco, Sí, vine aquí para pedirte un barco, Y tú quién eres para que yo te lo dé, Y tú quién eres para no dármelo, Soy el rey de este reino y los barcos del reino me pertenecen todos, Más les pertenecerás tú a ellos que ellos a ti, Qué quieres decir, preguntó el rey inquieto, Que tú sin ellos nada eres, y que ellos, sin ti, pueden navegar siempre, Bajo mis órdenes, con mis pilotos y mis marineros, No te pido marineros ni piloto, sólo te pido un barco, Y esa isla desconocida, si la encuentras, será para mí, A ti, rey, sólo te interesan las islas conocidas,
También me interesan las desconocidas, cuando dejan de serlo, Tal vez ésta no se deje conocer, Entonces no te doy el barco, Darás. Al oír esta palabra, pronunciada con tranquila firmeza, los aspirantes a la puerta de las peticiones, en quienes, minuto tras minuto, desde el principio de la conversación iba creciendo la impaciencia, más por librarse de él que por simpatía solidaria, resolvieron intervenir en favor del hombre que quería el barco, comenzando a gritar. Dale el barco, dale el barco. El rey abrió la boca para decirle a la mujer de la limpieza que llamara a la guardia del palacio para que estableciera inmediatamente el orden público e impusiera disciplina, pero, en ese momento, las vecinas que asistían a la escena desde las ventanas se unieron al coro con entusiasmo, gritando como los otros, Dale el barco, dale el barco. Ante tan ineludible manifestación de voluntad popular y preocupado con lo que, mientras tanto, habría perdido en la puerta de los obsequios, el rey levantó la mano derecha imponiendo silencio y dijo, Voy a darte un barco, pero la tripulación tendrás que conseguirla tú, mis marineros me son precisos para las islas conocidas. Los gritos de aplauso del público no dejaron que se percibiese el agradecimiento del hombre que vino a pedir un barco, por el movimiento de los labios tanto podría haber dicho Gracias, mi señor, como Ya me las arreglaré, pero lo que nítidamente se oyó fue lo que a continuación dijo el rey, Vas al muelle, preguntas por el capitán del puerto, le dices que te mando yo, y él que te de el barco, llevas mi tarjeta. El hombre que iba a recibir un barco leyó la tarjeta de visita, donde decía Rey debajo del nombre del rey, y eran éstas las palabras que él había escrito sobre el hombro de la mujer de la limpieza, Entrega al portador un barco, no es necesario que sea grande, pero que navegue bien y sea seguro, no quiero tener remordimientos en la conciencia si las cosas ocurren mal. Cuando el hombre levantó la cabeza, se supone que esta vez iría a agradecer la dádiva, el rey ya se había retirado, sólo estaba la mujer de la limpieza mirándolo con cara de circunstancias. El hombre bajó del peldaño de la puerta, señal de que los otros candidatos podían avanzar por fin, superfluo será explicar que la confusión fue indescriptible, todos queriendo llegar al sitio en primer lugar, pero con tan mala suerte que la puerta ya estaba cerrada otra vez. La aldaba de bronce volvió a llamar a la mujer de la limpieza, pero la mujer de la limpieza no está, dio la vuelta y salió con el cubo y la escoba por otra puerta, la de las decisiones, que apenas es usada, pero cuando lo es, lo es. Ahora sí, ahora se comprende el porqué de la cara de circunstancias con que la mujer de la limpieza estuvo mirando, ya que, en ese preciso momento, había tomado la decisión de seguir al hombre así que él se dirigiera al puerto para hacerse cargo del barco. Pensó que ya bastaba de una vida de limpiar y lavar palacios, que había llegado la hora de mudar de oficio, que lavar y limpiar barcos era su vocación verdadera, al menos en el mar el agua no le faltaría. No imagina el hombre que, sin haber comenzado a reclutar la tripulación, ya lleva detrás a la futura responsable de los baldeos y otras limpiezas, también es de este modo como el destino acostumbra a comportarse con nosotros, ya está pisándonos los talones, ya extendió la mano para tocarnos en el hombro, y nosotros todavía vamos murmurando, Se acabó, no hay nada más que ver, todo es igual.
Andando, andando, el hombre llegó al puerto, fue al muelle, preguntó por el capitán, y mientras venía, se puso a adivinar cuál sería, de entre los barcos que allí estaban, el que iría a ser suyo, grande ya sabía que no, la tarjeta de visita del rey era muy clara en este punto, por consiguiente quedaban descartados los paquebotes, los cargueros y los navíos de guerra, tampoco podría ser tan pequeño que aguantase mal las fuerzas del viento y los rigores del mar, en este punto también había sido categórico el rey, que navegue bien y sea seguro, fueron éstas sus formales palabras, excluyendo así explícitamente los botes, las falúas y las chalupas, que siendo buenos navegantes, y seguros, cada uno conforme a su condición, no nacieron para surcar los océanos, que es donde se encuentran las islas desconocidas. Un poco apartada de allí, escondida detrás de unos bidones, la mujer de la limpieza pasó los ojos por los barcos atracados, Para mi gusto, aquél, pensó, aunque su opinión no contaba, ni siquiera había sido contratada, vamos a oír antes lo que dirá el capitán del puerto. El capitán vino, leyó la tarjeta, miró al hombre de arriba abajo y le hizo la pregunta que al rey no se le había ocurrido, Sabes navegar, tienes carnét de navegación, a lo que el hombre respondió, Aprenderé en el mar. El capitán dijo, No te lo aconsejaría, capitán soy yo, y no me atrevo con cualquier barco, Dame entonces uno con el que pueda atreverme, no, uno de ésos no, dame un barco que yo respete y que pueda respetarme a mí, Ese lenguaje es de marinero, pero tú no eres marinero, Si tengo el lenguaje, es como si lo fuese. El capitán volvió a leer la tarjeta del rey, después preguntó, Puedes decirme para qué quieres el barco, Para ir en busca de la isla desconocida, Ya no hay islas desconocidas, Lo mismo me dijo el rey, Lo que él sabe de islas lo aprendió conmigo, Es extraño que tú, siendo hombre de mar, me digas eso, que ya no hay islas desconocidas, hombre de tierra soy yo, y no ignoro que todas las islas, incluso las conocidas, son desconocidas mientras no desembarcamos en ellas, Pero tú, si bien entiendo, vas a la búsqueda de una donde nadie haya desembarcado nunca, Lo sabré cuando llegue, Si llegas, Sí, a veces se naufraga en el camino, pero si tal me ocurre, deberás escribir en los anales del puerto que el punto adonde llegué fue ése, Quieres decir que llegar, se llega siempre, No serías quien eres si no lo supieses ya. El capitán del puerto dijo, Voy a darte la embarcación que te conviene. Cuál, Es un barco con mucha experiencia, todavía del tiempo en que toda la gente andaba buscando islas desconocidas, Cuál, Creo que incluso encontró algunas, Cuál, Aquél. Así que la mujer de la limpieza percibió para dónde apuntaba el capitán, salió corriendo de detrás de los bidones y gritó, Es mi barco, es mi barco, hay que perdonarle la insólita reivindicación de propiedad, a todo título abusiva, el barco era aquel que le había gustado, simplemente. Parece una carabela, dijo el hombre, Más o menos, concordó el capitán, en su origen era una carabela, después pasó por arreglos y adaptaciones que la modificaron un poco, Pero continúa siendo una carabela, Sí, en el conjunto conserva el antiguo aire, Y tiene mástiles y velas, Cuando se va en busca de islas desconocidas, es lo más recomendable. La mujer de la limpieza no se contuvo, Para mí no quiero otro, Quién eres tú, preguntó el hombre, No te acuerdas de mí, No tengo idea, Soy la mujer de la limpieza, Qué limpieza, La del palacio del rey, La que abría la puerta de las peticiones, No había otra, Y por qué no estás en el palacio del rey, limpiando y abriendo puertas, Porque las puertas que yo quería ya fueron abiertas y porque de hoy en adelante sólo limpiaré barcos, Entonces estás decidida a ir conmigo en busca de la isla desconocida, Salí del palacio por la puerta de las decisiones, Siendo así, ve para la carabela, mira cómo está aquello, después del tiempo pasado debe precisar de un buen lavado, y ten cuidado con las gaviotas, que no son de fiar, No quieres venir conmigo a conocer tu barco por dentro, Dijiste que era tuyo, Disculpa, fue sólo porque me gustó, Gustar es probablemente la mejor manera de tener, tener debe de ser la peor manera de gustar. El capitán del puerto interrumpió la conversación, Tengo que entregar las llaves al dueño del barco, a uno o a otro, resuélvanlo, a mí tanto me da, Los barcos tienen llave, preguntó el hombre, Para entrar, no, pero allí están las bodegas y los pañoles, y el camarote del comandante con el diario de a bordo, Ella que se encargue de todo, yo voy a reclutar la tripulación, dijo el hombre, y se apartó.
La mujer de la limpieza fue a la oficina del capitán para recoger las llaves, después entró en el barco, dos cosas le valieron, la escoba del palacio y el aviso contra las gaviotas, todavía no había acabado de atravesar la pasarela que unía la amurada al atracadero y ya las malvadas se precipitaban sobre ella gritando, furiosas, con las fauces abiertas, como si la fueran a devorar allí mismo. No sabían con quién se enfrentaban. La mujer de la limpieza posó el cubo, se guardó las llaves en el seno, plantó bien los pies en la pasarela y, remolineando la escoba como si fuese un espadón de los buenos tiempos, consiguió poner en desbandada a la cuadrilla asesina. Sólo cuando entró en el barco comprendió la ira de las gaviotas, había nidos por todas partes, muchos de ellos abandonados, otros todavía con huevos, y unos pocos con gaviotillas de pico abierto, a la espera de comida, Pues sí, pero será mejor que se muden de aquí, un barco que va en busca de la isla desconocida no puede tener este aspecto, como si fuera un gallinero, dijo. Tiró al agua los nidos vacíos, los otros los dejó, luego veremos. Después se remangó las mangas y se puso a lavar la cubierta. Cuando acabó la dura tarea, abrió el pañol de las velas y procedió a un examen minucioso del estado de las costuras, tanto tiempo sin ir al mar y sin haber soportado los estirones saludables del viento. Las velas son los músculos del barco, basta ver cómo se hinchan cuando se esfuerzan, pero, y eso mismo les sucede a los músculos, si no se les da uso regularmente, se aflojan, se ablandan, pierden nervio. Y las costuras son los nervios de las velas, pensó la mujer de la limpieza, contenta por aprender tan de prisa el arte de la marinería. Encontró deshilachadas algunas bastillas, pero se conformó con señalarlas, dado que para este trabajo no le servían la aguja y el hilo con que zurcía las medias de los pajes antiguamente, o sea, ayer. En cuanto a los otros pañoles, enseguida vio que estaban vacíos. Que el de la pólvora estuviese desabastecido, salvo un polvillo negro en el fondo, que al principio le parecieron cagaditas de ratón, no le importó nada, de hecho no está escrito en ninguna ley, por lo menos hasta donde la sabiduría de una mujer de la limpieza es capaz de alcanzar, que ir a por una isla desconocida tenga que ser forzosamente una empresa de guerra. Ya le enfadó, y mucho, la falta absoluta de municiones de boca en el pañol respectivo, no por ella, que estaba de sobra acostumbrada al mal rancho del palacio, sino por el hombre al que dieron este barco, no tarda que el sol se ponga, y él aparecerá por ahí clamando que tiene hambre, que es el dicho de todos los hombres apenas entran en casa, como si sólo ellos tuviesen estómago y sufriesen de la necesidad de llenarlo, Y si trae marineros para la tripulación, que son unos ogros comiendo, entonces no sé cómo nos vamos a gobernar, dijo la mujer de la limpieza.
No merecía la pena preocuparse tanto. El sol acababa de sumirse en el océano cuando el hombre que tenía un barco surgió en el extremo del muelle. Traía un bulto en la mano, pero venía solo y cabizbajo. La mujer de la limpieza fue a esperarlo a la pasarela, antes de que abriera la boca para enterarse de cómo había transcurrido el resto del día, él dijo, Estáte tranquila, traigo comida para los dos, Y los marineros, preguntó ella, Como puedes ver, no vino ninguno, Pero los dejaste apalabrados, al menos, volvió a preguntar ella, Me dijeron que ya no hay islas desconocidas, y que, incluso habiéndolas, no iban a dejar el sosiego de sus lares y la buena vida de los barcos de línea para meterse en aventuras oceánicas, a la búsqueda de un imposible, como si todavía estuviéramos en el tiempo del mar tenebroso, Y tú qué les respondiste, Que el mar es siempre tenebroso, Y no les hablaste de la isla desconocida, Cómo podría hablarles de una isla desconocida, si no la conozco, Pero tienes la certeza de que existe, Tanta como de que el mar es tenebroso, En este momento, visto desde aquí, con las aguas color de jade y el cielo como un incendio, de tenebroso no le encuentro nada, Es una ilusión tuya, también las islas a veces parece que fluctúan sobre las aguas y no es verdad, Qué piensas hacer, si te falta una tripulación, Todavía no lo sé, Podríamos quedarnos a vivir aquí, yo me ofrecería para lavar los barcos que vienen al muelle, y tú, Y yo, Tendrás un oficio, una profesión, como ahora se dice, Tengo, tuve, tendré si fuera preciso, pero quiero encontrar la isla desconocida, quiero saber quién soy yo cuando esté en ella, No lo sabes, Si no sales de ti, no llegas a saber quién eres, El filósofo del rey, cuando no tenía nada que hacer, se sentaba junto a mí, para verme zurcir las medias de los pajes, y a veces le daba por filosofar, decía que todo hombre es una isla, yo, como aquello no iba conmigo, visto que soy mujer, no le daba importancia, tú qué crees, Que es necesario salir de la isla para ver la isla, que no nos vemos si no nos salimos de nosotros, Si no salimos de nosotros mismos, quieres decir, No es igual. El incendio del cielo iba languideciendo, el agua de repente adquirió un color morado, ahora ni la mujer de la limpieza dudaría que el mar es de verdad tenebroso, por lo menos a ciertas horas.
Dijo el hombre, Dejemos las filosofías para el filósofo del rey, que para eso le pagan, ahora vamos a comer, pero la mujer no estuvo de acuerdo, Primero tienes que ver tu barco, sólo lo conoces por fuera. Qué tal lo encontraste, Hay algunas costuras de las velas que necesitan refuerzo, Bajaste a la bodega, encontraste agua abierta, En el fondo hay alguna, mezclada con el lastre, pero eso me parece que es lo apropiado, le hace bien al barco, Cómo aprendiste esas cosas, Así, Así cómo, Como tú, cuando dijiste al capitán del puerto que aprenderías a navegar en la mar, Todavía no estamos en el mar, Pero ya estamos en el agua, Siempre tuve la idea de que para la navegación sólo hay dos maestros verdaderos, uno es el mar, el otro es el barco, Y el cielo, te olvidas del cielo, Sí, claro, el cielo, Los vientos, Las nubes, El cielo, Sí, el cielo.
En menos de un cuarto de hora habían acabado la vuelta por el barco, una carabela, incluso transformada, no da para grandes paseos. Es bonita, dijo el hombre, pero si no consigo tripulantes suficientes para la maniobra, tendré que ir a decirle al rey que ya no la quiero, Te desanimas a la primera contrariedad, La primera contrariedad fue esperar al rey tres días, y no desistí, Si no encuentras marineros que quieran venir, ya nos las arreglaremos los dos, Estás loca, dos personas solas no serían capaces de gobernar un barco de éstos, yo tendría que estar siempre al timón, y tú, ni vale la pena explicarlo, es una locura, Después veremos, ahora vamos a cenar. Subieron al castillo de popa, el hombre todavía protestando contra lo que llamara locura, allí la mujer de la limpieza abrió el fardel que él había traído, un pan, queso curado, de cabra, aceitunas, una botella de vino. La luna ya estaba a medio palmo sobre el mar, las sombras de la verga y del mástil grande vinieron a tumbarse a sus pies. Es realmente bonita nuestra carabela, dijo la mujer, y enmendó enseguida, La tuya, tu carabela, Supongo que no será mía por mucho tiempo, Navegues o no navegues con ella, la carabela es tuya, te la dio el rey, Se la pedí para buscar una isla desconocida, Pero estas cosas no se hacen de un momento para otro, necesitan su tiempo, ya mi abuelo decía que quien va al mar se avía en tierra, y eso que él no era marinero, Sin marineros no podremos navegar, Eso ya lo has dicho, Y hay que abastecer el barco de las mil cosas necesarias para un viaje como éste, que no se sabe adónde nos llevará, Evidentemente, y después tendremos que esperar a que sea la estación apropiada, y salir con marea buena, y que venga gente al puerto a desearnos buen viaje, Te estás riendo de mí, Nunca me reiría de quien me hizo salir por la puerta de las decisiones, Discúlpame, Y no volveré a pasar por ella, suceda lo que suceda. La luz de la luna iluminaba la cara de la mujer de la limpieza, Es bonita, realmente es bonita, pensó el hombre, y esta vez no se refería a la carabela. La mujer, ésa, no pensó nada, lo habría pensado todo durante aquellos tres días, cuando entreabría de vez en cuando la puerta para ver si aquél aún continuaba fuera, a la espera. No sobró ni una miga de pan o de queso, ni una gota de vino, los huesos de las aceitunas fueron a parar al agua, el suelo está tan limpio como quedó cuando la mujer de la limpieza le pasó el último paño. La sirena de un paquebote que se hacía a la mar soltó un ronquido potente, como debieron de ser los del leviatán, y la mujer dijo, Cuando sea nuestra vez, haremos menos ruido. A pesar de que estaban en el interior del muelle, el agua se onduló un poco al paso del paquebote, y el hombre dijo, Pero nos balancearemos mucho más. Se rieron los dos, después se callaron, pasado un rato uno de ellos opinó que lo mejor sería irse a dormir. No es que yo tenga mucho sueño, y el otro concordó, Ni yo, después se callaron otra vez, la luna subió y continuó subiendo, a cierta altura la mujer dijo, Hay literas abajo, y el hombre dijo, Sí, y entonces fue cuando se levantaron y descendieron a la cubierta, ahí la mujer dijo, Hasta mañana, yo voy para este lado, y el hombre respondió, Y yo para éste, hasta mañana, no dijeron babor o estribor, probablemente porque todavía están practicando en las artes. La mujer volvió atrás, Me había olvidado, se sacó del bolsillo dos cabos de velas, Los encontré cuando limpiaba, pero no tengo cerillas, Yo tengo, dijo el hombre. Ella mantuvo las velas, una en cada mano, él encendió un fósforo, después, abrigando la llama bajo la cúpula de los dedos curvados la llevó con todo el cuidado a los viejos pabilos, la luz prendió, creció lentamente como la de la luna, bañó la cara de la mujer de la limpieza, no sería necesario decir que él pensó, Es bonita, pero lo que ella pensó, sí, Se ve que sólo tiene ojos para la isla desconocida, he aquí cómo se equivocan las personas interpretando miradas, sobre todo al principio. Ella le entregó una vela, dijo, Hasta mañana, duerme bien, él quiso decir lo mismo, de otra manera, Que tengas sueños felices, fue la frase que le salió, dentro de nada, cuando esté abajo, acostado en su litera, se le ocurrirán otras frases, más espiritosas, sobre todo más insinuantes, como se espera que sean las de un hombre cuando está a solas con una mujer. Se preguntaba si ella dormiría, si habría tardado en entrar en el sueño, después imaginó que andaba buscándola y no la encontraba en ningún sitio, que estaban perdidos los dos en un barco enorme, el sueño es un prestidigitador hábil, muda las proporciones de las cosas y sus distancias, separa a las personas y ellas están juntas, las reúne, y casi no se ven una a otra, la mujer duerme a pocos metros y él no sabe cómo alcanzarla, con lo fácil que es ir de babor a estribor.
Le había deseado buenos sueños, pero fue él quien se pasó toda la noche soñando. Soñó que su carabela navegaba por alta mar, con las tres velas triangulares gloriosamente hinchadas, abriendo camino sobre las olas, mientras él manejaba la rueda del timón y la tripulación descansaba a la sombra. No entendía cómo estaban allí los marineros que en el puerto y en la ciudad se habían negado a embarcar con él para buscar la isla desconocida, probablemente se arrepintieron de la grosera ironía con que lo trataron. Veía animales esparcidos por la cubierta, patos, conejos, gallinas, lo habitual de la crianza doméstica, comiscando los granos de millo o royendo las hojas de col que un marinero les echaba, no se acordaba de cuándo los habían traído para el barco, fuese como fuese, era natural que estuviesen allí, imaginemos que la isla desconocida es, como tantas veces lo fue en el pasado, una isla desierta, lo mejor será jugar sobre seguro, todos sabemos que abrir la puerta de la conejera y agarrar un conejo por las orejas siempre es más fácil que perseguirlo por montes y valles. Del fondo de la bodega sube ahora un relincho de caballos, de mugidos de bueyes, de rebuznos de asnos, las voces de los nobles animales necesarios para el trabajo pesado, y cómo llegaron ellos, cómo pueden caber en una carabela donde la tripulación humana apenas tiene lugar, de súbito el viento dio una cabriola, la vela mayor se movió y ondeó, detrás estaba lo que antes no se veía, un grupo de mujeres que incluso sin contarlas se adivinaba que eran tantas cuantos los marineros, se ocupan de sus cosas de mujeres, todavía no ha llegado el tiempo de ocuparse de otras, está claro que esto sólo puede ser un sueño, en la vida real nunca se ha viajado así. El hombre del timón buscó con los ojos a la mujer de la limpieza y no la vio. Tal vez esté en la litera de estribor, descansando de la limpieza de la cubierta, pensó, pero fue un pensar fingido, porque bien sabe, aunque tampoco sepa cómo lo sabe, que ella a última hora no quiso venir, que saltó para el embarcadero, diciendo desde allí, Adiós, adiós, ya que sólo tienes ojos para la isla desconocida, me voy, y no era verdad, ahora mismo andan los ojos de él pretendiéndola y no la encuentran. En este momento se cubrió el cielo y comenzó a llover y, habiendo llovido, principiaron a brotar innumerables plantas de las filas de sacos de tierra alineados a lo largo de la amurada, no están allí porque se sospeche que no haya tierra bastante en la isla desconocida, sino porque así se ganará tiempo, el día que lleguemos sólo tendremos que trasplantar los árboles frutales, sembrar los granos de las pequeñas cosechas que van madurando aquí, adornar los jardines con las flores que abrirán de estos capullos. El hombre del timón pregunta a los marineros que descansan en cubierta si avistan alguna isla desconocida, y ellos responden que no ven ni de unas ni de otras, pero que están pensando desembarcar en la primera tierra habitada que aparezca, siempre que haya un puerto donde fondear, una taberna donde beber y una cama donde follar, que aquí no se puede, con toda esta gente junta. Y la isla desconocida, preguntó el hombre del timón, La isla desconocida es cosa inexistente, no pasa de una idea de tu cabeza, los geógrafos del rey fueron a ver en los mapas y declararon que islas por conocer es cosa que se acabó hace mucho tiempo, Debíais haberos quedado en la ciudad, en lugar de venir a entorpecerme la navegación, Andábamos buscando un lugar mejor para vivir y decidimos aprovechar tu viaje, No sois marineros, Nunca lo fuimos, Solo no seré capaz de gobernar el barco, Haber pensado en eso antes de pedírselo al rey, el mar no enseña a navegar. Entonces el hombre del timón vio tierra a lo lejos y quiso pasar adelante, hacer cuenta de que ella era el reflejo de otra tierra, una imagen que hubiese venido del otro lado del mundo por el espacio, pero los hombres que nunca habían sido marineros protestaron, dijeron que era allí mismo donde querían desembarcar, Esta es una isla del mapa, gritaron, te mataremos si no nos llevas. Entonces, por sí misma, la carabela viró la proa en dirección a tierra, entró en el puerto y se encostó a la muralla del embarcadero, Podéis iros, dijo el hombre del timón, acto seguido salieron en orden, primero las mujeres, después los hombres, pero no se fueron solos, se llevaron con ellos los patos, los conejos y las gallinas, se llevaron los bueyes, los asnos y los caballos, y hasta las gaviotas, una tras otra, levantaron el vuelo y se fueron del barco, transportando en el pico a sus gaviotillas, proeza que no habían acometido nunca, pero siempre hay una primera vez. El hombre del timón contempló la desbandada en silencio, no hizo nada para retener a quienes lo abandonaban, al menos le habían dejado los árboles, los trigos y las flores, con las trepadoras que se enrollaban a los mástiles y pendían de la amurada como festones. Debido al atropello de la salida se habían roto y derramado los sacos de tierra, de modo que la cubierta era como un campo labrado y sembrado, sólo falta que caiga un poco más de lluvia para que sea un buen año agrícola. Desde que el viaje a la isla desconocida comenzó, no se ha visto comer al hombre del timón, debe de ser porque está soñando, apenas soñando, y si en el sueño les apeteciese un trozo de pan o una manzana, sería un puro invento, nada más. Las raíces de los árboles están penetrando en el armazón del barco, no tardará mucho en que estas velas hinchadas dejen de ser necesarias, bastará que el viento sople en las copas y vaya encaminando la carabela a su destino. Es un bosque que navega y se balancea sobre las olas, un bosque en donde, sin saberse cómo, comenzaron a cantar pájaros, estarían escondidos por ahí y pronto decidieron salir a la luz, tal vez porque la cosecha ya esté madura y es la hora de la siega. Entonces el hombre fijó la rueda del timón y bajó al campo con la hoz en la mano, y, cuando había segado las primeras espigas, vio una sombra al lado de su sombra. Se despertó abrazado a la mujer de la limpieza, y ella a él, confundidos los cuerpos, confundidas las literas, que no se sabe si ésta es la de babor o la de estribor. Después, apenas el sol acabó de nacer, el hombre y la mujer fueron a pintar en la proa del barco, de un lado y de otro, en blancas letras, el nombre que todavía le faltaba a la carabela. Hacia la hora del mediodía, con la marea, La Isla Desconocida se hizo por fin a la mar, a la búsqueda de sí misma.