“Todos los nombres” es uno de esos pocos libros que todavía merecen ser definidos como un clásico.”
“Todos
los nombres” es la historia de amor más intensa de la literatura portuguesa de
todos los tiempos.” Eduardo Louren&o
“Todos
los nombres” es el relato de aventuras de un José “sin nombre”, aunque el suyo
sea el único que figure en la historia.
En su
aparente humildad, en su auténtica soledad, en su falta de bienes materiales y
afectivos y, sobre todo, en su inalienable dignidad humana, este don José es
pariente próximo de otros personajes literarios: Bouvard y Pécuchet, los
copistas enciclopédicos de Flaubert; el obstinado Bartleby de Melville; el
metafísico Bernardo Soares de Pessoa...
“Don José
comienza cultivando la afición inocente de coleccionar noticias sobre personas
famosas.
Pero,
para otorgarles fiabilidad, decide completarlas con los documentos del Registro
Civil donde trabaja. Ello lo obliga a cometer infracciones al reglamento y a
protagonizar aventuras de las que nunca se había creído capaz”.
“Saramago
opta por la subversión individual contra la opresión de las autoridades
catalogadoras, por el desorden de la vida contra el desorden de la muerte. Y
todo con un estilo que parece haber alcanzado, en la cima de la simplicidad, la
cima de la sutileza.
Encima del marco de la puerta hay una chapa metálica larga
y estrecha, revestida de esmalte. Sobre un fondo blanco, las letras negras
dicen Conservaduría General del Registro Civil. El esmalte está agrietado y
desportillado en algunos puntos. La puerta es antigua, la última capa de
pintura marrón está descascarillada, las venas de la madera, a la vista,
recuerdan una piel estriada. Hay cinco ventanas en la fachada. Apenas se cruza
el umbral, se siente el olor del papel viejo. Es cierto que no pasa ni un día
sin que entren en la Conservaduría nuevos papeles, de individuos de sexo
masculino y de sexo femenino que van naciendo allá fuera, pero el olor nunca
llega a cambiar, en primer lugar porque el destino de todo papel nuevo, así que
sale de la fábrica, es comenzar a envejecer, en segundo lugar porque, más
habitualmente en el papel viejo, aunque muchas veces también en el papel nuevo,
no pasa un día sin que se escriban causas de fallecimientos y respectivos
lugares y fechas, cada uno contribuyendo con sus olores propios, no siempre
ofensivos para las mucosas olfativas, como lo demuestran ciertos efluvios
aromáticos que de vez en cuando, sutilmente, atraviesan la atmósfera de la
Conservaduría General y que las narices más finas identifican como un perfume
compuesto de mitad rosa y mitad crisantemo.
Pasada la
puerta, aparece una mampara alta y acristalada con dos batientes, por donde se
accede a la enorme sala rectangular en la que trabajan los funcionarios,
separados del público por un mostrador largo que une las dos paredes laterales,
con excepción, en una de las dos extremidades, del ala abatible que permite el
paso al interior. La disposición de los lugares en la sala acata naturalmente
las precedencias jerárquicas, pero siendo, como cabe esperar, armoniosa desde
este punto de vista, también lo es desde el punto de vista geométrico, lo que
sirve para probar que no existe ninguna irremediable contradicción entre
estética y autoridad. La primera línea de mesas, paralela al mostrador, está
ocupada por los ocho escribientes, a quienes compete atender al público.
Detrás, igualmente centrada respecto al eje de simetría que, partiendo de la
puerta, se pierde allá al fondo, en los confines oscuros del edificio, hay una
línea de cuatro mesas. Éstas pertenecen a los oficiales. A continuación vienen
los subdirectores, que son dos. Finalmente, aislado, solo, como tenía que ser,
el conservador, a quien llaman jefe en el trato cotidiano.
La
distribución de tareas entre la plantilla de funcionarios satisface una regla
simple, la de que los elementos de cada categoría tienen el deber de ejecutar
todo el trabajo que les sea posible, de modo que sólo una parte mínima pase a
la categoría siguiente. Esto significa que los escribientes no tienen más
remedio que trabajar sin descanso desde la mañana hasta la noche, mientras los
oficiales lo hacen de vez en cuando, los subdirectores muy de tarde en tarde,
el conservador casi nunca. La continua agitación de los ocho de delante, que
tan pronto se sientan como se levantan, siempre corriendo de la mesa al
mostrador a los ficheros, de los ficheros al archivo, repitiendo sin
descanso éstas y otras secuencias y combinaciones ante la
indiferencia de los superiores, tanto inmediatos como distantes, es un factor imprescindible
para comprender cómo fueron posibles y lamentablemente fáciles de cometer los
abusos, las irregularidades y las falsificaciones que constituyen la materia
central de este relato.
Para no
perder el hilo de la madeja en asunto de tal trascendencia, es conveniente
comenzar sabiendo dónde se encuentran instalados y cómo funcionan los archivos
y los ficheros. Están divididos, estructural y básicamente, o, si queremos usar
palabras simples, obedeciendo a la ley de la naturaleza, en dos grandes áreas,
la de los archivos y ficheros de los muertos y la de los archivos y ficheros de
los vivos.
Los
papeles de aquellos que ya no viven se encuentran más o menos organizados en la
parte trasera del edificio, cuya pared del fondo, de tiempo en tiempo, en
virtud del aumento incesante del número de fallecidos, tiene que ser derribada
y nuevamente levantada unos metros atrás. Como será fácil concluir, las
dificultades de acomodación de los vivos, aunque preocupantes, teniendo en
cuenta que siempre está naciendo gente, son mucho menos acuciantes, y se han
ido resolviendo, hasta ahora, de modo razonable satisfactorio, ya sea por el
recurso a la comprensión mecánica horizontal de los expedientes individuales
colocados en las estanterías, caso de los archivos, ya sea por el empleo de
cartulinas finas y ultrafinas, en el caso de los ficheros. A pesar del incómodo
problema de la pared del fondo, al que ya se ha hecho referencia, merece todas
las alabanzas el espíritu de previsión de los arquitectos históricos que
proyectaron la Conservaduría General del Registro Civil, proponiendo y
defendiendo, contra las opiniones conservadoras de ciertas mentes tacañas
ancladas en el pasado, la instalación de las cinco gigantescas armazones de
estantes que se levantan hasta el techo a espaldas de los funcionarios, más
atrasado el tope del estante central, que casi toca el sillón del conservador,
más próximos al mostrador los topes de los estantes laterales extremos, quedándose
los otros dos, por así decir, a medio camino. Consideradas ciclópeas y
sobrehumanas por todos los observadores, estas construcciones se extienden por
el interior del edificio más allá de lo que los ojos pueden alcanzar, también
porque a partir de cierta altura comienza a reinar la oscuridad, ya que apenas
se encienden las lámparas cuando es necesario consultar algún expediente.
Estas armazones de estantes son las que soportan el peso
de los vivos.
Los
muertos, esto es, sus papeles, están metidos por allí dentro, en peores
condiciones de lo que debería permitir el respeto, por eso da el trabajo que da
encontrarlos cuando un pariente, un notario, o un agente judicial vienen a la
Conservaduría General requiriendo certificados o copias de documentos de otras
épocas. La desorganización de esa parte del archivo está motivada y agravada
por el hecho de que los fallecidos antiguos son los que están más próximos al
área denominada activa, inmediatamente después de los vivos, constituyendo,
según la inteligente definición del jefe de la Conservaduría General, un peso
dos veces muerto, dado que es rarísimo que alguien se preocupe de ellos, sólo
de tarde en tarde se presenta aquí algún excéntrico investigador de pequeñeces
históricas irrevelantes. Salvo que algún día se decida separar a los muertos de
los vivos, construyendo en otro lugar una nueva Conservaduría para depósito
exclusivo de los difuntos, no hay remedio para la situación, como quedó claro
cuando uno de los subdirectores, en infeliz hora, tuvo la ocurrencia de
proponer que la organización del archivo de los muertos se hiciera al
contrario, al fondo los remotos, más acá los de fecha fresca, en orden a
facilitar, burocráticas palabras las suyas, el acceso a los difuntos
contemporáneos, que, como se sabe, son los autores de testamentos, los
proveedores de herencias y, por tanto, fáciles objetos de disputas y
contestaciones mientras el cuerpo aún está caliente. Sarcástico, el conservador
aprobó la idea, con la condición de que fuera el propio proponente el encargado
de empujar hacia el fondo, día tras día, la masa gigantesca de los expedientes
individuales de los muertos pretéritos, a fin de que pudieran ir entrando en el
espacio recuperado los de reciente defunción. Queriendo hacer que se olvidara
la desastrosa e irrealizable ocurrencia, y también para distraer su espíritu de
la humillación, el subdirector no encontró mejor recurso que pedir a los
escribientes que le pasaran algún trabajo, hiriendo así, tanto por encima como
por debajo, la histórica paz de la jerarquía.
Creció
con este episodio la negligencia, prosperó el abandono, se multiplicó la
incertidumbre, hasta el punto de que un día desapareció en las laberínticas
catacumbas del archivo de los
muertos un investigador que, meses después de la absurda
propuesta, se presentó en la Conservaduría General para llevar a cabo unas
pesquisas heráldicas que le habían encomendado.
Fue
descubierto casi por milagro al cabo de una semana, hambriento, sediento,
exhausto, delirante, superviviente sólo gracias al recurso desesperado de
ingerir grandes cantidades de papeles viejos que, no precisando ser masticados
porque se deshacían en la boca, no duraban en el estómago ni alimentaban. El
jefe de la Conservaduría General, que ya había pedido que le trajeran a su mesa
la ficha y el expediente del imprudente historiador para darlo por muerto,
decidió hacer la vista gorda ante los estragos, oficialmente atribuidos a los
ratones, firmando después una orden interna que determinaba, bajo pena de multa
y suspensión de salario, la obligatoriedad del uso del hilo de Ariadna para
quien tuviera que ir al archivo de los muertos.
En todo
caso no sería justo olvidar las dificultades de los vivos. Es más que cierto y
sabido que la muerte, ya sea por incompetencia de origen ya sea por mala fe
adquirida, con la experiencia, no escoge a sus víctimas de acuerdo con la
duración de las vidas que vivieron, comportamiento éste, entre paréntesis
digámoslo, que, si damos crédito a la palabra de las innumerables autoridades
filosóficas y religiosas que sobre el tema se pronunciaron, acabó produciendo
en el ser humano, de forma refleja, por diferentes y a veces contradictorias
vías, el efecto paradójico de la sublimación intelectual del temor natural a
morir.
Pero,
yendo a lo que nos interesa, de lo que la muerte no podrá ser acusada nunca es
de haber dejado a algún viejo indefinidamente olvidado en el mundo, sólo para
que cada día sea más viejo, sin mérito que se conociese u otro motivo a la
vista. Por mucho que los viejos duren, siempre les llega su hora. No pasa un
día sin que los escribientes tengan que retirar expedientes de los anaqueles de
los vivos para llevarlos al depósito del fondo, no pasa un día en que no
empujen hacia el tope de los estantes a los que permanecen, aunque a veces, por
capricho irónico del enigmático destino, sólo hasta el día siguiente. De
acuerdo con el llamado orden natural de las cosas, haber llegado al tope del
estante significa que la suerte ya se cansó, que no habrá mucho más camino para
andar. El final del anaquel es, en todos los sentidos, el principio de la
caída. Sucede, sin embargo, que hay expedientes que, no se sabe por qué razón,
se mantienen en el borde extremo del vacío, insensibles a ese último vértigo,
durante años y años y más allá de lo que la convención establece como duración
normal de una existencia humana. Al principio esos expedientes excitan, en los
funcionarios, la curiosidad profesional, pero pronto comienzan a despertar en
ellos impaciencias, como si la descarada terquedad de los macrobios estuviese
reduciéndose, comiéndoles, devorándoles sus propias perspectivas de vida.
No se
equivocaban del todo los supersticiosos, si tenemos en cuenta los numerosos
casos de funcionarios de todas las categorías cuyos expedientes tuvieron que
ser prematuramente retirados del archivo de los vivos, mientras los papeles
exteriores de los obstinados sobrevivientes iban amarilleando cada vez más,
hasta convertirse en manchas oscuras y antiestéticas en los topes de los
anaqueles, ofendiendo la vista del público. Es entonces cuando el jefe de la
Conservaduría General dice a uno de los escribientes, Don José, sustitúyame
aquellas carpetas.
Además
del nombre propio de José, don José también tiene apellidos, de los más
corrientes, sin extravagancias onomásticas, uno por parte de padre, otro por
parte de madre, según la norma, legítimamente transmitidos, como podríamos
comprobar en el registro de nacimiento existente en la Conservaduría si la
sustancia del caso justificase el interés y si el resultado de la averiguación
compensara el trabajo de confirmar lo que ya se sabe. Sin embargo, por algún
motivo desconocido, si es que simplemente no se desprende de la insignificancia
del personaje, cuando a don José se le pregunta cómo se llama, o cuando las
circunstancias le exigen que se presente, Soy Fulano de Tal, nunca le sirve de
nada pronunciar el nombre completo, dado que los interlocutores sólo retienen
en la memoria la primera palabra, José, a la que después añadirán o no,
dependiendo el grado de confianza o de ceremonia, la cortesía o la familiaridad
del tratamiento. Que, dígase ya, el don no vale tanto cuanto en principio
parece prometer, por lo menos aquí en la Conservaduría General, donde el hecho
de tratarse todos de esa manera, desde el conservador al más reciente de los
escribientes, no tiene siempre el mismo significado en la práctica de las
relaciones jerárquicas, incluso se pueden observar, en la manera de articular
la breve palabra y según los diferentes escalones de autoridad o los humores
del momento, modulaciones tan distintas como son las de condescendencia,
irritación, ironía, desdén, humildad, lisonja, lo que bien muestra hasta qué
punto pueden llegar las potencialidades
expresivas de una cortísima emisión de voz que, a simple
vista, parece decir una cosa sola. Con las dos sílabas de José y la del don,
cuando éste precede al nombre, sucede más o menos lo mismo.
En ellas
siempre será posible distinguir, cuando alguien se dirige al nombrado, en la
Conservaduría y fuera de ella, un tono de desdén, o de ironía, o de irritación,
o de condescendencia.
Los
restantes tonos, los de humildad y de lisonja, embaucadores y melodiosos, ésos
nunca sonarán a los oídos del escribiente don José, ésos no tienen entrada en
la escala cromática de los sentimientos que le son manifestados habitualmente.
Hay que aclarar, sin embargo, que algunos de estos sentimientos son mucho más
complejos que los antes enumerados, en cierto modo primarios y obvios, hechos
de una sola pieza. Cuando, por ejemplo, el conservador dio la orden, Don José,
múdeme aquellas carpetas, un oído atento y afinado habría reconocido en su voz
algo que podría clasificarse, salvando la evidente contradicción de los
términos, como una indiferencia autoritaria, esto es, un poder tan seguro de sí
mismo que no sólo mostraba ignorar a la persona a quien se dirigía, a la que ni
siquiera miraba, sino que dejaba claro, ya en ese momento, que no se rebajaría
después a verificar el cumplimiento de la orden. Para alcanzar los anaqueles
superiores, allá en lo alto, casi a ras del techo, don José tenía que utilizar
una escalera de mano altísima y, como sufría, para su desgracia, de ese
perturbador desequilibrio nervioso al que vulgarmente llamamos atracción del
abismo, no le quedaba otro remedio, si no quería dar con los huesos en tierra,
que atarse a los peldaños con una fuerte correa. Abajo a ninguno de los colegas
de categoría, de los superiores ni vale la pena hablar, se les pasaba por la
cabeza la idea de levantar los ojos para ver si el trabajo transcurría bien.
Dar por entendido que sí era otra manera de justificar la indiferencia.
Al
principio, un principio que venía de muchos siglos atrás, los funcionarios
residían en la Conservaduría General. No propiamente dentro, en promiscuidad
corporativa, sino en unas viviendas simples y rústicas construidas en el
exterior, a lo largo de las paredes laterales, como pequeñas capillas desamparadas
que se hubieran ido agarrando al cuerpo robusto de la catedral. Las casas
disponían de dos puertas, la puerta normal, que daba a la calle, y una puerta
complementaria, discreta, casi invisible, que comunicaba con la gran nave de
los archivos, cosa que en aquellos tiempos y durante muchos años fue tenida
como sumamente beneficiosa para el buen funcionamiento de los servicios, ya que
los empleados no estaban obligados a perder tiempo en traslados a través de la
ciudad ni podían disculparse con el tránsito cuando llegaban con retraso.
Además de estas ventajas logísticas, era facilísimo mandar la inspección para
verificar si faltaban a la verdad cuando se les ocurría presentar baja por
enfermedad. Desgraciadamente, un cambio en los criterios municipales sobre el
ordenamiento urbanístico del barrio donde se situaba la Conservaduría General,
forzó la demolición de las singulares casitas, excepto una, que las autoridades
competentes decidieron conservar como documento arquitectónico de una época y
recuerdo de un sistema de relaciones de trabajo que, por mucho que pese a las
livianas críticas de la modernidad, tenía también sus cosas buenas.
Es en esta casa donde vive don José.
No fue a
propósito, no lo escogieron para ser el depositario residual de un tiempo
pasado, si ocurrió así sólo hay que achacarlo a la localización de la vivienda,
situada en un recodo que no perjudicaba a la nueva alineación, por tanto no se
trató de castigo o de premio, que no los merecía don José, ni uno ni otro, se
permitió que continuase viviendo en la casa, nada más. En todo caso, como señal
de que los tiempos habían mudado y para evitar una situación que fácilmente
sería interpretada como de privilegio, la puerta de comunicación con la
Conservaduría fue condenada, es decir, ordenaron a don José que la cerrase con
llave y le avisaron de que por allí no podía pasar más. Ésta es la razón por la
que don José tiene que entrar y salir todos los días por la puerta grande de la
Conservaduría General, como otra persona cualquiera, aunque sobre la ciudad se
desencadene la más furiosa de las tormentas. Hay que decir, no obstante, que su
espíritu metódico se siente libre obedeciendo a un principio de igualdad,
incluso yendo, como en este caso, en su contra, aunque, también es verdad,
hubiera preferido no tener que ser siempre él quien subiera por la escalera de
mano para cambiar las carpetas de los expedientes viejos, sobre todo sufriendo
de pánico a las alturas, como ya ha sido dicho. Don José tiene el encomiable
pudor de aquellos que no andan por ahí quejándose de trastornos nerviosos y
psicológicos, auténticos o imaginados, lo más probable es
que nunca haya hablado del padecimiento a los colegas, de lo contrario éstos
harían algo más que mirarlo recelosos mientras él está encaramado en lo alto,
con miedo de que, a pesar de la seguridad de la correa, pierda el equilibrio y
les caiga sobre la cabeza. Cuando don José regresa al suelo, todavía medio
aturdido y disimulando lo mejor que puede el último mareo del vértigo, a los
otros funcionarios, tanto a los iguales como a los superiores, ni siquiera les
aflora al pensamiento el peligro que han corrido.
Ahora
llega el momento de explicar que, incluso teniendo que dar aquel rodeo para
entrar en la Conservaduría General y regresar a casa, a don José sólo le trajo
satisfacción y alivio la clausura de la puerta. No era persona de recibir
visitas de colegas en el intervalo del almuerzo, y, si alguna vez caía en cama,
era él quien de motu propio iba a mostrarse a la sala, presentándose al
subdirector correspondiente para que no quedaran dudas sobre su honradez de
funcionario y para que no tuviesen que mandarle la fiscalización sanitaria a la
cabecera.
Con la
prohibición de usar la puerta, quedaban aún más reducidas las probabilidades de
una intromisión inesperada en su recato doméstico, por ejemplo, si dejara
expuesto encima de la mesa, por casualidad, aquello que tanto trabajo le venía
dando desde hacía largos años, a saber, su importante colección de noticias
acerca de personas del país que, tanto por buenas como por malas razones, se
habían hecho famosas. Los extranjeros, fuese cual fuese la dimensión de su
celebridad, no le interesaban, sus papeles se encontraban archivados en
conservadurías distantes, si también le dan ese nombre por ahí, y estarían
escritos en lenguas que no sabría descifrar, aprobados por leyes que no
conocía, aunque usara la más alta escalera de mano no podría alcanzarlos.
Personas así, como este don José, se encuentran en todas partes, ocupan el
tiempo que creen que les sobra de la vida juntando sellos, monedas, medallas,
jarrones, postales, cajas de cerillas, libros, relojes, camisetas deportivas,
autógrafos, piedras, muñecos de barro, latas vacías de refrescos, angelitos,
cactos, programas de ópera, encendedores, plumas, búhos, cajas de música,
botellas, bonsáis, pinturas, jarras, pipas, obeliscos de cristal, patos de
porcelana, muñecos antiguos, máscaras de carnaval, lo hacen probablemente por
algo que podríamos llamar angustia metafísica, tal vez porque no consiguen
soportar la idea del caos como regidor único del universo, por eso, con sus
débiles fuerzas y sin ayuda divina, van intentando poner algún orden en el
mundo, durante un tiempo lo consiguen, pero sólo mientras pueden defender su
colección, porque cuando llega el día en que se dispersa, y siempre llega ese
día, o por muerte o por fatiga del coleccionista, todo vuelve al principio,
todo vuelve a confundirse.
Ahora
bien, siendo claramente esta manía de don José de las más inocentes, no se
comprende por qué pone tantos cuidados para que nadie sospeche que colecciona
recortes de periódicos y revistas con noticias e imágenes de gente célebre, sin
otro motivo que esa misma celebridad, ya que le es indiferente que se trate de
políticos o de generales, de actores o de arquitectos, de músicos o de
jugadores de fútbol, de ciclistas o de escritores, de especuladores o de
bailarinas, de asesinos o de banqueros, de estafadores o de reinas de belleza.
No siempre tuvo este comportamiento secreto. Es verdad que nunca quiso hablar
del entretenimiento a los pocos colegas con quienes tenía alguna confianza,
pero eso se debe a su natural reservado, no a un recelo consciente de caer en
el ridículo. La preocupación de defender tan celosamente su privacidad surgió
poco después de la demolición de las casas donde habían vivido los funcionarios
de la Conservaduría General, o más exactamente, después de haber sido prevenido
de que no podría volver a usar la puerta de comunicación.
Puede
tratarse de una coincidencia accidental, como hay tantas, porque no se ve qué
relación inmediata o próxima existe entre aquel hecho y una necesidad de
secreto tan repentina, pero es sabido que el espíritu humano, muchas veces,
toma decisiones cuyas causas dice no conocer, se supone que lo hace después de
haber recorrido los caminos de la mente con tal velocidad que luego no es capaz
de reconocerlos y mucho menos reencontrarlos. Así o no, sea ésta u otra
cualquiera la explicación, en una hora avanzada de cierta noche, trabajando
tranquilamente en su casa en la actualización de los papeles de un obispo, don
José tuvo la iluminación que iría a transformar su vida.
Es
posible que una consciencia súbitamente más inquieta de la presencia de la
Conservaduría General del otro lado de la gruesa pared, aquellos enormes
anaqueles cargados de vivos y de muertos, la pequeña y pálida lámpara
suspendida del techo sobre la mesa del conservador, encendida todo el día y
toda la noche, las tinieblas espesas que tapaban los pasillos entre los
estantes, la oscuridad abisal que reinaba en el fondo de
la nave, la soledad, el silencio, es posible que todo esto, en un instante, por
los confusos caminos mentales ya mencionados, le hiciera percibir que algo
fundamental estaba faltando en sus colecciones, esto es, el origen, la raíz, la
procedencia o, dicho con otras palabras, la simple certificación de nacimiento
de las personas famosas cuyas noticias de vida pública se dedicaba a compilar.
No sabía, por ejemplo, cómo se llamaban los padres del obispo, ni quiénes habían
sido los padrinos que lo asistieron en el bautizo, ni dónde había nacido
exactamente, en qué calle, en qué edificio, en qué piso, y en cuanto a la fecha
del nacimiento, sí era cierto que por casualidad constaba en uno de estos
recortes, sólo el registro oficial de la Conservaduría, evidentemente, daría
verdadera fe, nunca una nueva información suelta recogida en la prensa, quién
sabe hasta qué punto exacta, podía el periodista haberla oído o copiado mal,
podía el corrector haberla enmendado al contrario, no sería la primera vez que
en la historia del deleatur acontecía una de ésas.
La
solución se encontraba a su alcance. La convicción inexorable que el jefe de la
Conservaduría General alimentaba sobre el peso absoluto de su autoridad, la
certeza de que cualquier orden salida de su boca sería cumplida con el máximo
rigor y el máximo escrúpulo, sin riesgo de caprichosas secuelas o de
arbitrarias derivaciones por parte del subalterno que la recibiese, fueron la
causa de que la llave de la puerta de comunicación se mantuviese en poder de
don José.
Que nunca
tendría la ocurrencia de usarla, que nunca la retiraría del cajón donde la
había guardado, si no hubiese llegado a la conclusión de que sus esfuerzos de
biógrafo voluntario de poquísimo servirían, objetivamente, sin la inclusión de
una prueba documental, o su fiel copia, de la existencia, no sólo real, sino
oficial, de los biografiados.
Imagine
ahora quien pueda el estado de nervios, la excitación con que don José abrió
por primera vez la puerta prohibida, el escalofrío que le hizo detenerse a la
entrada, como si hubiese puesto el pie en el umbral de una cámara donde se
encontrase sepultado un dios cuyo poder, al contrario de lo que es tradicional,
no le llegara de la resurrección, sino de haberla recusado. Sólo los dioses
muertos son dioses siempre. Los bultos fantasmagóricos de los estantes cargados
de papeles parecían romper el techo invisible y subir por el cielo negro, la
débil claridad de encima de la mesa del conservador era como una remota y
sofocada estrella. Aunque conocía bien el territorio por donde se movería, don
José comprendió, cuando recobró la suficiente serenidad, que necesitaría del
auxilio de una luz para no tropezar con los muebles, pero sobre todo para
llegar sin demasiada pérdida de tiempo a los documentos del obispo, primero la
ficha, luego el expediente personal. Tenía una linterna en el cajón donde
guardaba la llave.
Fue a por
ella, y después, como si llevar consigo una luz le hubiese hecho nacer un
coraje nuevo en el espíritu, avanzó casi resoluto por entre las mesas, hasta el
mostrador, bajo el que estaba instalado el extenso fichero de los vivos.
Encontró rápidamente la ficha del obispo y tuvo la suerte de que el anaquel
donde se encontraba archivado el respectivo expediente no estuviera a más
distancia que la altura del brazo. No precisó de la escalera, pero pensó con
aprensión cómo sería su vida cuando tuviera que subir a las regiones superiores
de los estantes, allí donde el cielo negro comenzaba. Abrió el armario de los
impresos, sacó uno de cada modelo y volvió a casa, dejando abierta la puerta de
comunicación. Después se sentó y, con la mano todavía trémula, comenzó a copiar
en los impresos blancos los datos identificadores del obispo, el nombre
completo, sin que le faltara un apellido o una partícula, la fecha y el lugar
de nacimiento, los nombres de los padres, los nombres de los padrinos, el
nombre del párroco que lo bautizó, el nombre del funcionario de la
Conservaduría General que lo registró, todos los nombres. Cuando llegó al final
del breve trabajo estaba exhausto, le sudaban las manos, tenía escalofríos en
la espalda, sabía muy bien que había cometido un pecado contra el espíritu del
cuerpo funcionarial, de hecho no hay nada que canse más a una persona que tener
que luchar, no contra su propio espíritu, sino contra una abstracción. Al
indagar en aquellos papeles había cometido una infracción contra la disciplina
y la ética, tal vez contra la legalidad.
No porque
las informaciones contenidas fueran reservadas o secretas, que no lo eran, dado
que cualquier persona podría presentarse en la Conservaduría solicitando copias
o certificados de los documentos del obispo sin necesidad de explicar las
razones del pedido o los fines a que se destinaban, sino porque había quebrado
la cadena jerárquica procediendo sin la necesaria orden o autorización de un
superior. Todavía se le pasó por la cabeza volver atrás, enmendar la
irregularidad del acto rasgando y haciendo desaparecer las impertinentes
copias, entregar las
llaves al conservador, Señor, no quiero responsabilidades
si algo llega a faltar en la Conservaduría y, hecho esto, olvidar los minutos,
por así decir, sublimes que acababa de vivir. Sin embargo, le pudo más la
satisfacción y el orgullo de haberlo conocido todo, fue ésta la palabra que
dijo, Todo, de la vida del obispo. Miró el armario donde guardaba las cajas con
las colecciones de recortes y sonrió de íntimo deleite, pensando en el trabajo
que tenía ahora a la espera, las surtidas nocturnas, la recogida ordenada de
fichas y expedientes, la copia con su mejor letra, se sentía tan contento que
ni el hecho de saber que utilizaría la escalera de mano le quebró el ánimo.
Volvió a la Conservaduría y restituyó los documentos del obispo a sus lugares.
Después, con un sentimiento de confianza en sí mismo que no había experimentado
en toda su vida, paseó el foco de la linterna a su alrededor, como si estuviese
finalmente tomando posesión de algo que siempre le había pertenecido, pero que
sólo ahora podía reconocer como suyo. Se detuvo un momento para mirar la mesa
del jefe, nimbada por la luz macilenta que caía de lo alto, sí, era lo que
debía hacer, sentarse en aquel sillón, a partir de hoy sería el verdadero señor
de los archivos, sólo él podría, si quisiera, teniendo que pasar aquí los días
por obligación, vivir por voluntad suya también las noches, el sol y la luna
girando sin descanso en torno a la Conservaduría General del registro Civil,
mundo y centro del mundo. Para anunciar el comienzo de algo, se habla siempre
del día primero, cuando es la primera noche la que debería contar, ella es la
condición del día, la noche sería eterna si no hubiera noche. Don José está
sentado en el sillón del conservador y allí se quedará hasta el amanecer,
oyendo el sordo rumor de los papeles de los vivos sobre el silencio compacto de
los papeles muertos.
Cuando la
iluminación de la ciudad se apagó y las cinco ventanas encima de la puerta
grande aparecieron del color de una ceniza oscura, se levantó del sillón y
entró en casa, cerrando la puerta de comunicación tras de sí. Se lavó, se
afeitó, tomó el desayuno, guardó aparte los papeles del obispo, vistió su mejor
traje y, cuando llegó la hora, salió por la otra puerta, la de la calle, dio la
vuelta al edificio y entró en la Conservaduría. Ninguno de los colegas se
apercibió de quién había venido, respondieron como de costumbre al saludo,
dijeron, Buenos días, don José, y no sabían con quién estaban hablando.
Felizmente
la gente famosa no es tanta. Incluso empleando criterios de selección y
representatividad tan eclécticos y generosos como se ha visto que son los de
don José, no es fácil, sobre todo cuando se trata de un país pequeño, llegar a
la centena redonda de personajes realmente célebres sin haber caído en la
conocida laxitud de las antologías de los cien mejores sonetos de amor o de las
cien más pujantes elegías, ante los cuales nos asiste el pleno derecho de
sospechar que los últimos escogidos sólo entraron para perfilar la cuenta. Considerada
en su globalidad, la colección de don José excedía en mucho la centena, mas
para él, como para el autor de las antologías de elegías y sonetos, el número
cien era una frontera, un límite, un nec plus ultra, o, hablando en términos
vulgares, como una botella de litro que, por mucho que se intente, nunca
contendrá más que un litro de líquido. A este modo de entender el carácter
relativo de la fama no le sentaría mal, creemos, el calificativo de dinámico,
puesto que la colección de don Jesús, necesariamente dividida en dos partes, es
decir, de un lado los cien más famosos, de otro los que no consiguieron tanto,
está en constante movimiento en esa zona a la que convencionalmente llamamos de
frontera. La fama, ay de nosotros, es un aire que tanto viene como va, es una
grímpola que tanto gira al norte como al sur, y de la misma manera que una
persona pasa del anonimato a la celebridad sin percibir por qué, tampoco es
infrecuente que después de haberse pavoneado ante el entusiasta favor público
acabe sin saber cómo se llama.
Aplicadas
estas tristes verdades a la colección de don José, se comprende que haya
también en ella gloriosas subidas y dramáticas caídas, uno que sale del grupo
de los suplentes y entra en el grupo de los efectivos, otro que ya no cabe en
la botella y tiene que ser arrojado fuera. La colección de don José se parece
mucho a la vida.
Trabajando
con empeño, algunas veces hasta bien entrada la madrugada, con las previsibles
consecuencias negativas en los índices de productividad que estaba obligado a
satisfacer en el tiempo normal de servicio, don José concluyó en menos de dos
semanas la recogida y transposición de los datos de origen a los expedientes
individuales de las cien personas más famosas de su colección. Pasó por
momentos de inenarrable pánico cada vez que tuvo que encaramarse al último
peldaño de la escalera para alcanzar los anaqueles superiores, donde, como si
no fuera suficiente el sufrimiento de los mareos, parecía que todas las arañas
de la Conservaduría General del Registro Civil habían decidido tejer las telas
más densas, polvorientas y envolventes que alguna vez rozaran rostros humanos.
La repugnancia, o más crudamente hablando, el miedo, le hacía agitar locamente
los brazos para apartar el nauseabundo contacto, menos mal que llevaba el
cinturón atado firmemente a los peldaños de la escalera, pero hubo ocasiones en
que faltó poco para que ella y él cayesen atropelladamente hasta el suelo,
arrastrando una nube de polvo histórico y bajo una lluvia triunfal de papeles.
En uno de esos momentos de congoja, llegó al punto de pensar en desatarse y
aceptar el riesgo de una caída desamparada, ocurrió eso cuando imaginó la
vergüenza que mancharía para siempre su nombre y su memoria si el jefe entrase
por la mañana y diese con él, don José, entre dos estanterías, muerto, la
cabeza abierta y los sesos fuera, ridículamente atado a la escalera con una
correa. Después concluyó que desatarse sólo podría salvarlo del ridículo, pero
no de la muerte, y que siendo así no valía la pena. Luchando contra la
amedrentada naturaleza con que vino al mundo, ya casi al final de la tarea, a
pesar de haber trabajado casi a oscuras, logró crear y perfeccionar una técnica
de localización y manipulación de los expedientes que le permitía retirar en
pocos segundos los documentos que necesitaba. La primera vez que tuvo el valor
de no usar la correa fue como si en su modestísimo currículo de escribiente
hubiese inscrito una victoria inmortal. Se sentía exhausto, desvelado, con
temblores en la boca del estómago, pero feliz como no recordaba haberlo sido
alguna vez, cuando la celebridad clasificada en centésimo lugar, ahora
identificada de acuerdo con todas las reglas de la Conservaduría General, ocupó
su sitio en la caja correspondiente. Pensó entonces don José que después de un
esfuerzo tan grande le vendría bien un descanso, y puesto que el fin de semana
iba a comenzar, decidió posponer para el lunes la siguiente fase del trabajo,
es decir, dar estatuto civil regular a los cuarenta y tantos famosos de
retaguardia que todavía se encontraban a la espera. No soñaba que iba a
ocurrirle algo mucho más serio que simplemente caerse de una escalera. El
efecto de la caída podría ser que se le acabara la vida, lo que sin duda
tendría su importancia desde un punto de vista estadístico y personal, pero qué
representa eso, nos preguntamos, si siendo la vida biológicamente la misma, es
decir, el mismo ser, las mismas células, las mismas facciones, la misma
estatura, el mismo modo aparente de mirar, ver y reparar, y sin que la
estadística se aperciba del cambio, esa vida pasó a ser otra vida, y otra
persona esa persona.
Le costó
mucho soportar la lentitud anormal con que los dos días se arrastraron, aquel
sábado y aquel domingo le parecieron eternos. Empleó el tiempo en recortar
periódicos y revistas, algunas veces abrió la puerta de comunicación para
contemplar la Conservaduría General en toda su silenciosa majestad. Sentía que
le gustaba su trabajo más que nunca, gracias a él podía penetrar en la
intimidad de tantas personas famosas, saber, por ejemplo, cosas que algunas
hacían lo posible por ocultar, como ser hijas de padre o de madre desconocidos,
o desconocidos ambos, como era el caso de una de ellas, o decir que eran
naturales de la capital de una provincia o de la comarca cuando habían nacido
en una aldea perdida, en una encrucijada de bárbara resonancia, si no fue en un
sitio que simplemente olía a estiércol y corral y que muy bien podía pasar sin
nombre. Con estos pensamientos, y otros de tono escéptico semejante, don José
llegó al lunes bastante repuesto de los tremendos esfuerzos cometidos y, a
pesar de la tensión nerviosa acumulada por un querer y un temer en permanente
conflicto, dispuesto a enfrentarse con otras aventuras nocturnas y otras
temerarias ascensiones.
El día,
si embargo, se torció desde la mañana. El subdirector a cuyo cargo estaba la
responsabilidad de la intendencia comunicó al conservador que estaba notando,
en las dos últimas semanas un gasto de fichas y de carpetas de expedientes que,
incluso teniendo en cuenta la media de errores administrativamente admitida en
el proceso de asentamiento, no tenía, ese gasto, correspondencia con el número
de nuevos nacidos inscritos en la Conservaduría. El
conservador quiso saber qué medidas había tomado el
subordinado para averiguar las razones del insólito desajuste de consumo y en
qué otras medidas estaba pensando para que el hecho no volviera a repetirse.
Discretamente, el subdirector explicó que por el momento ninguna, que no se
permitiría tener una idea, y menos aún promover una iniciativa, antes de
exponer el caso a la consideración superior, lo que hacía en aquel momento.
Secamente,
como siempre, el conservador respondió, Ya lo ha expuesto, ahora actúe, y que
no oiga hablar más del asunto. El subdirector se fue a su mesa a pensar y al
cabo de una hora llevó al conservador el borrador de una comunicación interna,
según la cual el armario de los impresos se cerraría con llave, y ésta
permanecería en su poder, como intendente responsable. El conservador escribió,
Cúmplase, el subdirector cerró el armario, ostensiblemente para que todo el
mundo se diera cuenta de la mudanza, y don José, después del primer susto,
suspiró aliviado por haber tenido tiempo de terminar la parte más importante de
su colección. Intentó recordar cuántas fichas de admisión tendría todavía de
reserva en casa, tal vez unas doce, tal vez unas quince. Tampoco era tan grave.
Cuando se acabasen, copiaría en hojas de papel común las treinta que todavía
faltaban, la diferencia sólo ofendería la estética, No siempre se puede tener
todo, pensó para consolarse.
Como hipotético autor del desvío de
los impresos, no había motivo para que se sospechase más de él que de cualquier
otro de sus colegas de categoría, dado que sólo ellos, los escribientes,
rellenaban las fichas y las carpetas de los expedientes, pero los frágiles
nervios de don José le hicieron temer todo el día que los estremecimientos de
su conciencia culpada pudiesen ser percibidos y registrados desde fuera. A
pesar de eso, salió bien parado del interrogatorio a que fue sometido. Con
expresiones de rostro y de voz que intentó adecuar a la situación, declaró
emplear el más riguroso escrúpulo en el aprovechamiento de los impresos, en
primer lugar porque esa manera de proceder era propia de su naturaleza, pero
sobre todo porque tenía presente, en todas las circunstancias, que el papel
consumido en la Conservaduría General provenía de los impuestos públicos,
cuántas y cuántas veces pagados con sacrificio por los contribuyentes y que él,
como funcionario responsable, tenía el deber estricto de respetar y hacer
rendir. Tanto por el fondo como por la forma, la declaración cayó bien en el
ánimo de los superiores, hasta el extremo de que los colegas a continuación
llamados a capítulo la repitieron con modificaciones mínimas de estilo, pero
fue la convención tácita y generalizada, con el paso del tiempo, inculcada en el
personal por la peculiar personalidad del jefe, de que nada en la
Conservaduría, aconteciese lo que aconteciese, podría ir contra los intereses
del servicio, lo que impidió que alguien reparara en que don José, desde su
primer día de trabajo, muchos años atrás, nunca había pronunciado tantas
palabras seguidas. Si fuese el subdirector instruido en los métodos
escrutadores de la psicología aplicada, en menos de un suspiro habría echado
abajo el engañoso discurso de don José, como un castillo de cartas en el que le
hubiera fallado el pie al rey de espadas, o como una persona propensa a mareos
a quien le sacuden las escalerillas. Receloso de que una reflexión a posteriori
del subdirector instructor de la investigación le hiciese sospechar que allí
había gato encerrado, don José decidió, para prevenir males mayores, que se
quedaría en casa esa noche. No se movería de su rincón, no entraría en la
Conservaduría ni aunque le prometieran la fortuna inaudita de descubrir el
documento más buscado desde que el mundo es mundo, ni más ni menos que el
certificado oficial de nacimiento de Dios. El sabio es sabio de acuerdo con la
prudencia que lo exorne, se dice, y, aunque desoladoramente imprecisa e
indefinible, hay que reconocer en don José, a pesar de las irregularidades que
viene cometiendo en los últimos tiempos, la existencia de una especie de
sabiduría involuntaria, de aquellas que parece que han entrado en el cuerpo por
vía respiratoria o porque el sol da en la cabeza, y por eso no son consideradas
dignas de particular aplauso. Si ahora la prudencia le aconsejaba la retirada,
él, sabiamente, acataría la voz de la prudencia. Una o dos semanas de
suspensión de las investigaciones ayudarían a borrar de su cara cualquier
vestigio de temor o ansiedad que le hubiera quedado.
Después de cenar frugalmente, como era su costumbre y la
necesidad obligaba, don José se encontró con toda una velada por delante sin
tener nada que hacer. Durante media hora todavía consiguió distraerse ojeando
algunas de las vidas más famosas de la colección, les añadió unos cuantos
recortes recientes, pero su pensamiento no estaba allí, andaba vagando por la
oscuridad de la Conservaduría, como un perro negro que hubiese encontrado el
rastro del último secreto. Comenzó a pensar que no existía peligro alguno en
utilizar simplemente las fichas que tenía de reserva, aunque fuesen apenas tres
o cuatro, sólo para ocupar un poco la noche y luego dormir tranquilo.
La
prudencia intentaba retenerlo, sujetándolo por la manga, pero, como todo el
mundo sabe, o debía saber, la prudencia sólo es buena cuando se trata de
conservar aquello que ya no interesa, qué mal podría acarrearle abrir la
puerta, buscar rápidamente tres o cuatro fichas, bueno, cinco, que es número
redondo, dejaría las carpetas de los expedientes para otra ocasión, así evitaba
tener que servirse de la escalera. Esta idea acabó de decidirlo. Alumbrando el
camino con la linterna en la mano trémula, penetró en la caverna inmensa de la
Conservaduría y se aproximó al fichero.
Más
nervioso de lo que creyera antes, giraba la cabeza a un lado y a otro con
desconfianza, como si estuviera siendo observado por millares de ojos
escondidos en la oscuridad de los pasillos entre los estantes. Todavía no se
había rehecho del choque de la mañana. Tan rápido como le permitieron sus dedos
tensos, abrió y cerró cajones, buscando en las diferentes letras del alfabeto
las fichas que precisaba, equivocándose una y otra vez, hasta que finalmente
consiguió reunir los primeros cinco famosos de la segunda categoría. Ya
asustado de verdad, volvió a casa corriendo, con el corazón dándole saltos,
como un niño que va a la despensa para robar un dulce y vuelve de allí
perseguido por todos los monstruos de las tinieblas. Les dio con la puerta en
la cara y cerró con dos vueltas la llave, no quería pensar que aún tendría que
volver esa noche a la Conservaduría para colocar las malditas fichas en sus
lugares.
Con la
intención de calmarse, bebió un trago de la botella de aguardiente que guardaba
para las ocasiones, tanto las buenas como las malas. Por culpa de la prisa y de
la falta de costumbre, dado que en su insignificante vida hasta lo bueno y lo
malo habían sido raridad, se atragantó, tosió, volvió a toser, casi sofocado,
un pobre escribiente con cinco fichas en la mano, creía él que eran cinco, con
el esfuerzo de la tos las había dejado caer, y no eran cinco, eran seis,
esparcidas por el suelo, como cualquier persona podrá ver y contar, una, dos,
tres, cuatro, cinco, seis, un único trago de aguardiente nunca produjo este
efecto.
Cuando
por fin pudo recuperar el aliento, se agachó para recoger las fichas, una, dos,
tres, cuatro, cinco, no había duda, seis, a medida que las recogía iba leyendo
los nombres que allí constaban, famosos todos, menos uno. Con la precipitación
y la agitación de los nervios, la ficha intrusa se había pegado a la que le
precedía, de finas que eran la diferencia de grosor apenas se notaba. Está
claro que por mucho que se perfile y retoque una caligrafía, copiar cinco
registros sumarios de nacimiento y vida es trabajo que en poco tiempo se
despacha.
Al cabo
de media hora ya don José podía dar por terminada la velada y abrir otra vez la
puerta. De mala gana, reunió las seis fichas y se levantó de la silla. No le
apetecía nada entrar en la Conservaduría, pero no había otro remedio, el
fichero tenía que estar completo y en debido orden a la mañana siguiente. Si
fuese necesario consultar una de estas fichas y no estuviese en su lugar, la
situación se agravaría. De sospecha en sospecha, de indagación en indagación,
alguien acabaría observando que don José vive pared con pared con la
Conservaduría General, que, como bien sabemos, no goza de la elemental
protección de una vigilancia nocturna, a alguien se le
ocurría preguntar dónde estaba aquella llave de acceso que no llegó a ser entregada. Lo que tiene que ser, tiene que ser, y tiene mucha fuerza, pensó sin originalidad don José, y se dirigió a la puerta. A medio camino, de súbito, paró, Es curioso, no me he fijado si es de hombre o de mujer la ficha que vino pegada. Volvió atrás, se sentó de nuevo, demoraría así un poco más en obedecer a la fuerza de lo que tiene que ser. La ficha es de una mujer de treinta y seis años, nacida en aquella misma ciudad, y en ella constan dos asentamientos, uno de matrimonio, otro de divorcio. Como esta ficha hay con certeza centenas en el fichero, si no millares, por tanto no se comprende por qué estará don José mirándola con una expresión tan extraña, que a primera vista parece atenta, pero que es también vaga e inquieta, posiblemente es éste el modo de mirar de quien, poco a poco, sin deseo ni renuncia, se va soltando de algo y todavía no ve dónde poner la mano para volver a sujetarse. Siempre habrá quien apunte supuestas e inadmisibles contradicciones entre inquieto, vago y atento, son personas que se limitan a vivir así como así, personas que nunca se encontraron con el destino de frente. Don José mira y vuelve a mirar lo que se halla escrito en la ficha, la caligrafía, excusado será decirlo, no es suya, tiene un trazo pasado de moda, hace treinta y seis años otro escribiente anotó las palabras que aquí se pueden leer, el nombre de la niña, los nombres de los padres y de los padrinos, la fecha y la hora del nacimiento, la calle, el número y el piso donde ella vio la primera luz y sintió el primer dolor, un principio como el de todas las personas, las grandes y pequeñas diferencias vienen después, algunos de los que nacen entran en las enciclopedias, en las historias, en las biografías, en los catálogos, en los manuales, en las colecciones de recortes, los otros, mal comparando, son como una nube que pasó sin dejar señal de su paso, si llovió no llegó para mojar la tierra. Como yo, pensó don José. Tenía el armario lleno de hombres y mujeres de los que casi todos los días se hablaba en los periódicos, sobre la mesa la partida de nacimiento de una persona desconocida, y era como si los hubiese acabado de colocar en los platillos de una balanza, cien en este lado, uno en el otro, y después, sorprendido, descubriera que todos aquellos juntos no pesaban más que éste, que cien eran igual a uno, que uno valía tanto como cien. Si alguien entrara en casa en este momento y le preguntase de sopetón, Cree, realmente, que el uno que usted también es vale lo mismo que cien, que los cien de su armario, para no irnos más lejos, valen tanto como usted, respondería sin dudar, Querido señor, soy un simple escribiente, nada más que un simple escribiente de cincuenta años que no ha sido ascendido a oficial, si creyese que valía tanto como uno solo de los que tengo guardados, o como cualquiera de estos cinco de menos fama, no habría comenzado la colección, Entonces por qué no deja de mirar la ficha de esa mujer desconocida, como si de repente ella tuviese más importancia que todos los otros, Precisamente por eso, estimado señor, porque es desconocida, Vamos, vamos, el fichero de la Conservaduría está lleno de desconocidos, Están en el fichero, no están aquí, Qué quiere decir, No lo sé bien, En ese caso, déjese de pensamientos metafísicos para los que su cabeza no me parece que haya nacido, ponga la ficha en su lugar y duerma en paz, Es lo que pretendo hacer, como todas las noches, el tono de la respuesta fue conciliador, pero don José aún tenía alguna cosa que añadir, En cuanto a los pensamientos metafísicos, querido señor, permítame que le diga que cualquier cabeza es capaz de producirlos, aunque muchas veces no consigna encontrar las palabras.
Al
contrario de lo que deseaba, don José no pudo dormir con la relativa paz de
costumbre. Perseguía en el laberinto confuso de su cabeza sin metafísica el
rastro de los motivos que lo habían llevado a copiar la ficha de la mujer
desconocida, y no conseguía encontrar uno solo que hubiese podido determinar, conscientemente,
la inopinada acción. Apenas conseguía recordar el movimiento de su mano
izquierda tomando una ficha en blanco, luego la mano derecha escribiendo, los
ojos pasando de un cartón a otro, como si en realidad fuesen ellos los que
estuvieran transportando las palabras de allí para acá. También se acordaba de
cómo, sorprendido consigo mismo, entró tranquilamente en la Conservaduría
General llevando la linterna en la mano firme, sin nerviosismo, sin ansiedad,
de cómo colocó las seis fichas en sus lugares, de cómo la última ficha había
sido la de la mujer desconocida, iluminada hasta el instante postrero por el
foco de la linterna, después deslizándose para abajo, hundiéndose,
desapareciendo entre el cartón de una letra antes y una letra después, un nombre
en una ficha, nada más. A media noche, extenuado de no dormir, encendió la luz.
Después se levantó, se puso la gabardina sobre la propia ropa interior y se
sentó a la mesa. Se durmió mucho más tarde, con la cabeza descansando en el
antebrazo derecho y la mano izquierda posada sobre la copia de una ficha.
La
decisión de don José apareció dos días después. En general no se dice que una
decisión se nos aparece, las personas son tan celosas de su identidad, por vaga
que sea, y de su autoridad, por poca que tengan, que prefieren dar a entender
que reflexionaron antes de dar el último paso, que ponderaron los pros y los
contras, que sopesaron las posibilidades y las alternativas, y que, al cabo de
un intenso trabajo mental, tomaron finalmente la decisión. Hay que decir que
estas cosas nunca ocurren así. A nadie se le pasa por la cabeza la idea de
comer sin sentir suficiente apetito y el apetito no depende de la voluntad de
cada uno, se forma por sí mismo, resulta de objetivas necesidades del cuerpo,
es un problema físico–químico cuya solución, de un modo más o menos
satisfactorio, será encontrada en el contenido del plato. Incluso un acto tan
simple como es el bajar a la calle a comprar el periódico presupone no sólo un
suficiente deseo de recibir información, que, aclarémoslo, siendo deseo, es
necesariamente apetito, efecto de actividades físico–químicas específicas del
cuerpo, aunque de diferente naturaleza, como presupone también, ese acto
rutinario, por ejemplo, la certeza, o la convicción, o la esperanza, no
conscientes, de que el vehículo de distribución no se atrasó o de que el puesto
de venta de los periódicos no está cerrado por enfermedad o ausencia voluntaria
del propietario. Además, si persistiésemos en afirmar que somos nosotros
quienes tomamos nuestras decisiones, tendríamos que comenzar dilucidando,
discerniendo, distinguiendo, quién es, en nosotros, aquel que tomó la decisión
y quién es el que después la cumplirá, operaciones imposibles donde las haya.
En rigor,
no tomamos decisiones, son las decisiones las que nos toman a nosotros. La
prueba la encontramos en que nos pasamos la vida ejecutando sucesivamente los
más diversos actos, sin que cada uno vaya precedido de un período de reflexión,
de valoración, de cálculo, al final del cual, y sólo entonces, nos
declararíamos en condiciones de decidir si iremos a almorzar, a comprar el
periódico o a buscar a la mujer desconocida.
Por estas razones, don José, aunque
fuese sometido al más intenso de los interrogatorios, no sabría decir cómo y
por qué tomó la decisión, oigamos la explicación que daría, Sólo sé que era la
noche del miércoles, estaba en casa, de tan cansado que me encontraba ni quise
cenar, todavía sentía la cabeza dándome vueltas por haber pasado todo el santo
día encima de aquella escalera, el jefe debería comprender que ya no tengo edad
para esas acrobacias, que no soy ningún muchacho, aparte del padecimiento, Qué
padecimiento, Sufro de mareos, vértigos, atracción del abismo, o como se llame,
Nunca se quejó, No me gusta quejarme, Es bonito por su parte, continúe, Estaba
pensando meterme en la cama, miento, ya me había quitado los zapatos, cuando de
repente tomé la decisión, Si tomó la decisión, sabe por qué la tomó, Creo que
no la tomé yo, que fue ella quien me tomó a mí, Las personas normales toman
decisiones, no son tomadas por ellas, Hasta la noche del miércoles, también yo
pensaba así, Qué sucedió en la noche del miércoles, Esto que le estoy contando,
tenía la ficha de la mujer desconocida sobre la mesilla, me puse a mirarla como
si fuese la primera vez, Pero ya la había mirado antes, Desde el lunes, en
casa, no hacía otra cosa, Estaba madurando la decisión, O ella a mí, Venga,
venga, no vuelva otra vez con ésas, Me calcé de nuevo los zapatos, me puse la
chaqueta y la gabardina y salí, ni me acordé de la corbata, Qué hora era, Sobre
las diez y media, Adónde fue después, A la calle donde nació la mujer
desconocida, Con qué intención, Quería ver el sitio, el edificio, la casa,
Finalmente está reconociendo que hubo una decisión y que, como debe ser, fue
usted quien la tomó, No señor, simplemente tuve consciencia de ella, Para
escribiente no hay duda de que sabe argumentar, En general no se repara en los
escribientes, no se les hace justicia, Prosiga, El edificio estaba allí, había
luz en las ventanas, Se refiere a la casa de la mujer, Sí, Qué hizo a
continuación, Me quedé allí unos minutos, Mirando, Sí señor, mirando, Sólo
mirando, Sí señor, sólo mirando, Y después, Después, nada más, No llamó a la
puerta, no subió, no hizo preguntas, Vaya idea, ni siquiera se me pasó tal cosa
por la cabeza, a esas horas de la noche, Qué hora era, Entonces serían ya las
once y media, Fue a pie, Sí señor, Y cómo volvió, También a pie, O sea que no
tiene testigos, Qué testigos, La persona que lo hubiera atendido en la puerta,
de haber subido, el conductor de un tranvía o de un autobús, por ejemplo, Y
serían testigos de qué, De que estuvo realmente en la calle de la mujer
desconocida, Y para qué servirían esos testigos, Para probar que todo eso no
fue un sueño, Dije la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad, estoy
bajo
juramento, mi palabra debería bastar, Podría bastar, tal
vez, si no hubiese en su relato un pormenor altamente delator, incongruente por
así decirlo, Qué pormenor, La corbata, Qué tiene que ver la corbata con este
asunto, Un funcionario de la Conservaduría General del Registro Civil no va a
ninguna parte sin la corbata puesta, es imposible, sería una falta contra la
propia naturaleza, Ya le dije que no estaba en mí, que fui tomado por la
decisión, Eso es una prueba más de que soñó, No veo por qué, Una de dos, o
usted reconoce que tomó la decisión como todo el mundo, y yo estoy dispuesto a
creer que fue sin corbata a la calle de la mujer desconocida, desvío de
conducta profesional censurable que por ahora no pretendo examinar, o insiste
en decir que fue tomado por la decisión, y eso, más la irreversible cuestión de
la corbata, sólo en estado de sueño sería admisible, Repito que no tomé la
decisión, miré la ficha, me calcé los zapatos y salí, Entonces soñó, No soñé,
Se recostó, entró en el sueño, soñó que iba a la calle de la mujer desconocida,
Puedo describirle la calle, Tendría que probarme que nunca había pasado por
allí, Puedo decirle cómo es el edificio, Vamos, vamos, de noche todos los
edificios son pardos, Los que son pardos de noche son los gatos, Los edificios,
también, Entonces no cree en mí, No, Por qué, si me permite la pregunta, Porque
lo que afirma que ha hecho no entra en mi realidad, y lo que no entra en mi
realidad no existe, El cuerpo que sueña es real, por tanto, salvo opinión más
autorizada, también tiene que ser real el sueño que está soñando, El sueño sólo
tiene realidad como sueño, Quiere decir que mi única realidad fue ésa, Sí, fue
ésa su única realidad vivida, Puedo volver al trabajo, Puede, pero prepárese
porque todavía vamos a tener que tratar la cuestión de la corbata.
Habiéndose
librado airosamente de la investigación administrativa por los impresos
desaparecidos, don José, para no perder las ganancias dialécticas conquistadas,
inventó en su cabeza la fantasía de este nuevo diálogo, del cual, a pesar del
tono irónico y conminatorio del argüidor, salió fácilmente vencedor, como una
nueva lectura, más atenta, podrá comprobar. Y argumentó con tal convicción que
hasta fue capaz de mentirse a sí mismo y luego sustentar la mentira sin ningún
remordimiento de conciencia, como si él no fuese el primero en saber que efectivamente
entró en la finca y subió la escalera, que pegó el oído a la puerta del piso
donde, según la ficha, la mujer desconocida había nacido. Es cierto que no se
atrevió a tocar el timbre, en este punto dijo la verdad, pero permaneció
algunos minutos en el oscuro rellano, inmóvil, tenso, intentando distinguir los
sonidos que llegaban de dentro, tan curioso que casi se olvida del miedo a ser
sorprendido y confundido con un ladrón de casas.
Oyó el
llanto enojado de un niño de pañales, Debe de ser el hijo, un susurro dulce de
acune femenino, Será ella, de repente una voz de hombre dijo desde el otro
lado, Ese niño no se va a callar nunca, el corazón de don José dio un brinco de
susto, si la puerta se abriera, cosa que podría ocurrir, tal vez el hombre salga,
Quién es usted, qué busca aquí, preguntaría, Qué hago ahora, se preguntaba don
José, pobre de él, no hizo nada, se quedó allí paralizado, inerme, tuvo la
suerte de que el padre del niño no cultivara el antiguo hábito masculino de ir
al café después de cenar para conversar con los amigos.
Entonces,
cuando sólo el lloro del niño se oía, don José comenzó a bajar la escalera
despacio, sin encender la luz, rozando levemente la pared con la mano izquierda
para no perder el equilibrio, las curvas del pasamanos eran demasiado
pronunciadas, a cierta altura casi le ahogó una ola de terror al pensar en lo
que sucedería si otra persona, silenciosa, invisible a sus ojos, viniese en
aquel momento subiendo la escalera, rozando la pared con la mano derecha, no
tardaría en chocar, la cabeza del otro topando contra su pecho, ciertamente
sería mucho peor que estar en lo alto de la escalera de mano y que una araña
viniera a lamerle la cara, también podría ser que alguien de la Conservaduría
General lo hubiese seguido hasta aquí con la intención de sorprenderlo en
flagrante delito y así poder juntar al proceso disciplinario, que probablemente
estaría en curso, la pieza incriminatoria incuestionable que todavía faltaba.
Cuando
don José llegó finalmente a la calle las piernas le temblaban, el sudor le
corría por la frente, Estoy hecho una madeja de nervios, se reprendió. Después,
disparatadamente, como si de pronto el cerebro se le hubiese desgobernado y
movido en todas las direcciones, como si el tiempo todo hubiese encogido, de
atrás para adelante y de adelante para atrás, comprimido en un
instante compacto, pensó que el niño que había oído llorar
tras la puerta era, treinta y seis años antes, la mujer desconocida, que él
mismo era un muchacho de catorce años, sin ningún motivo para buscar a alguien,
mucho menos a estas horas de la noche. Parado en la acera, miró la calle como
si no la hubiese visto aún, hace treinta y seis años las farolas de la
iluminación pública daban una luz más pálida, el pavimento no estaba asfaltado,
era de piedras alineadas, el rótulo de la tienda de la esquina anunciaba
zapatos y no comida rápida.
El tiempo
se movió, comenzó a dilatarse poco a poco, luego más deprisa, parecía que daba
sacudidas violentas, como si estuviese dentro de un huevo y forcejease por
salir, las calles se sucedían superponiéndose, los edificios aparecían y
desaparecían, mudaban de color, de forma, todas las cosas buscaban ansiosas sus
lugares antes de que la luz del amanecer viniese mudar nuevamente los sitios.
El tiempo se puso a contar los días desde el principio, ahora la tabla de
multiplicar para recuperar el atraso, y con tanto acierto lo hizo que don José
ya tenía otra vez cincuenta años cuando llegó a casa. En cuanto al niño llorón,
ése sólo era una hora mayor, lo que demuestra que el tiempo, aunque los relojes
quieran convencernos de lo contrario, no es igual para todos.
Don José pasó una noche difícil, a
añadir a las anteriores, que tampoco fueron mejores. Sin embargo, a pesar de
las fortísimas emociones vividas durante su breve excursión nocturna, apenas se
cubrió la oreja con el embozo de la sábana, según su hábito, cayó en un sueño
que cualquier persona, a primera vista, denominaría profundo y reparador, pero
en seguida salió de él, bruscamente, como si alguien, sin respeto ni
contemplaciones, lo hubiera sacudido por el hombro. Lo despertó una idea
inesperada que irrumpió en medio del sueño, de un modo tan fulminante que no
dio tiempo a que un sueño se tejiese con ella, la idea de que la tal mujer
desconocida, la de la ficha, fuese en resumidas cuentas aquella que él había
oído meciendo al niño, la del marido impaciente, en ese caso su búsqueda habría
terminado, estúpidamente terminado, en el preciso instante en que debería
comenzar. Una angustia repentina le apretó la garganta, mientras la razón
afligida intentaba resistir, quería que él mostrase indiferencia, que dijese,
Mejor así, menos trabajo tendré, pero la angustia no desistía, continuaba
apretando, apretando, y ahora era ella quien le preguntaba a la razón, Y él qué
hará, si ya no puede realizar lo que pensaba, Hará lo que siempre ha hecho,
coleccionará recortes de periódicos, fotografías, noticias, entrevistas, como
si no hubiese sucedido nada, Pobrecillo, no creo que lo consiga, Por qué, La
angustia, cuando llega, no se va fuera con esa facilidad, Podrá escoger otra
ficha y luego ponerse a buscar a esa persona, El azar no escoge, propone, fue
el azar quien le trajo la mujer desconocida, sólo al azar le compete tener voto
en esta materia, No le faltan desconocidos en el fichero, Pero le faltan los
motivos para escoger a uno de ellos y no a otro, uno de ellos en particular y
no uno cualquiera de todos los otros, No creo que sea buena regla de vida
dejarse guiar por el azar, Buena regla o no, conveniente o no, fue el azar
quien le puso en la manos aquella ficha, Y si la mujer fuera la misma, entonces
el azar sería ése, Sin otras consecuencias, Quiénes somos nosotros para hablar
de consecuencias, si de la fila interminable que incesantemente camina en
nuestra dirección apenas podemos ver la primera, Significa eso que algo puede
suceder todavía, Algo, no, todo, No comprendo, Vivimos tan absortos que no
reparamos en que lo que nos va aconteciendo deja intacto, en cada momento, lo
que nos puede acontecer, Quiere eso decir que lo que puede acontecer se va
regenerando constantemente, No sólo se regenera como se multiplica, basta con
que comparemos dos días seguidos, Nunca pensé que fuese así, Son cosas que sólo
los angustiados conocen bien.
Como si
la conversación no fuese con él, don José daba vueltas en la cama sin conciliar
el sueño, Si la mujer es la misma, repetía, si después de todo la mujer es la
misma, rompo la maldita ficha y no pienso más en el asunto. Sabía que estaba
intentando encubrir la decepción, sabía que no soportaría regresar a los gestos
y a los pensamientos de siempre, era como si hubiese estado a punto de embarcar
para descubrir la isla misteriosa y en el último instante, ya con un pie en la
plancha, apareciese alguien con un mapa abierto, No vale la pena que partas, la
isla desconocida que querías encontrar está aquí, observa, tanto de latitud,
tanto de longitud, tiene puertos y ciudades, montañas y ríos, todos con sus
nombres e historias, es mejor que te resignes a ser quien eres. Pero don José
no quería resignarse, continuaba mirando el horizonte que parecía perdido y, de
repente, como si una nube negra se hubiese apartado para dejar que el sol
apareciera, percibió que la idea que lo había despertado era engañosa, se
acordó de que en la ficha constaban dos asentamientos, uno de matrimonio, otro
de divorcio, y aquella mujer del edificio estaba ciertamente casada, si fuese
la misma tendría que haber en la ficha un
asentamiento del nuevo matrimonio, aunque es verdad que a
veces la Conservaduría se equivoca, pero en eso don José no quiso pensar.
Alegando
razones particulares de irresistible fuerza mayor, que se excusó de no
explicar, recordando en todo caso que en veinticinco años de fiel y siempre
puntual servicio era ésta la primera vez que lo hacía, don José pidió permiso
para salir una hora más temprano. Siguiendo las disposiciones que regulaban la
compleja relación jerárquica de la Conservaduría General del Registro Civil,
comenzó formulando la pretensión al oficial de su sección, de cuya buena o mala
disposición de espíritu dependerían los términos con que la solicitud sería
transmitida al subdirector correspondiente, quien, a su vez, omitiendo o
añadiendo palabras, acentuando esta sílaba o borrando aquélla, podría, hasta
cierto punto, influir en la decisión final. Sobre esta cuestión, sin embargo,
son muchas más las dudas que las certezas, porque los motivos que inducen al
conservador a conceder o negar éstas u otras autorizaciones sólo por él son conocidos,
no existiendo memoria ni registro, en tantos años de Conservaduría, de un único
despacho, escrito o verbal, dotado de la respectiva fundamentación. Se
ignorarán para siempre, por tanto, las razones por las que don José fue
autorizado a salir media hora antes en lugar de la hora completa que había
requerido. Es legítimo imaginar, aunque se trate de una especulación gratuita,
no verificable, que el oficial, primero, o el subdirector, después, o ambos,
hayan añadido que tan demorada ausencia afectaría negativamente al servicio, es
más que probable que el jefe haya decidido aprovechar la ocasión para rebajar
nuevamente a los subordinados con una de sus exhibiciones de autoridad
discriminatoria. Informado de la decisión por el oficial, a quien se la transmitiera
el subdirector, don José hizo cuentas del tiempo y concluyó que, si no quería
llegar tarde a su destino, si no quería enfrentarse con el dueño de la casa de
vuelta ya del trabajo, tendría que tomar un taxi, lujo donde los haya, tan
infrecuente en su vida. Nadie lo esperaba, podía suceder que no hubiese nadie
en casa a aquella hora, pero lo que deseaba, por encima de todo, era no verse
obligado a enfrentarse con la impaciencia del hombre, sería más embarazoso
satisfacer las desconfianzas de una persona así que responder a las preguntas
de una mujer con un hijo en los brazos.
El hombre
no abrió la puerta ni después se le oyó la voz dentro de la casa, de manera que
estaría aún en el empleo o vendría de camino, y la mujer no traía al hijo en
brazos. Don José comprendió en seguida que la mujer desconocida, tanto si
estaba casada como divorciada, nunca podría ser aquella que tenía delante. Por
muy bien conservada que estuviera, por muy bien que la hubiera tratado el
tiempo, no es natural que alguien lleve treinta y seis años en el cuerpo y
parezca tener menos de veinticinco en la cara.
Don José
podía haberle dado la espalda simplemente, o farfullar una explicación rápida,
decir, por ejemplo, Perdone, me equivoqué, buscaba a otra persona, pero de una
u otra manera la punta de su hilo de Ariadna, por usar el lenguaje mitológico
de la orden burocrática, estaba allí, eso sin olvidar la razonable probabilidad
de que vivieran otras personas en la casa, y entre ellas se encontrara el
objeto de su búsqueda, aunque, como sabemos, el espíritu de don José rechaza
con vehemencia tal posibilidad. Sacó la ficha de su bolsillo, mientras decía,
Buenas tardes, señora, Buenas tardes, qué desea, preguntó la mujer, Soy
funcionario de la Conservaduría General del Registro Civil y estoy encargado de
investigar ciertas dudas que han surgido sobre el registro de una persona que
sabemos que nació en esta casa, Ni mi marido ni yo nacimos aquí, sólo nuestra
hija, que tiene ahora tres meses, supongo que no se trata de ella, Qué idea, la
persona que busco es una mujer de treinta y seis años, Yo tengo veintisiete, No
puede ser la misma, claro, dijo don José, y luego, Cómo se llama. La mujer dio
el nombre, él hizo una pausa para sonreír, después preguntó, Hace mucho tiempo
que vive en esta casa, Hace dos años, Conoció a las personas que residían antes
aquí, éstas, leyó el nombre de la mujer desconocida y los nombres de los
padres, No sabemos nada de esa gente, la casa estaba desocupada y mi marido
trató el alquiler con el agente del propietario, Hay en el edificio algún
inquilino antiguo, En el entresuelo derecha vive una señora mayor, por lo que
he oído es la inquilina más antigua, Probablemente hace treinta y seis años aún
no viviría aquí, las personas hoy se mudan mucho, Eso no puedo decírselo, será
mejor que hable con ella, y ahora tengo que irme, mi marido está a punto de
llegar y no le gusta verme hablando con extraños, además estaba preparando la
cena, Soy un funcionario de la Conservaduría General del Registro Civil, no soy
un extraño, y he venido aquí de servicio, si la molesté le pido disculpas. El
tono melindroso de don José ablandó a la mujer, No, de verdad, no me ha
molestado, sólo quería decir que si mi marido estuviese aquí le habría pedido
de entrada la credencial, Yo le enseño mi carné de funcionario, vea, Ah, muy
bien,
se llama don José, pero cuando dije credencial quería
decir un documento oficial donde se mencionara el asunto que está encargado de
investigar, El conservador no pensó que encontraría desconfianzas, Cada uno
tiene su manera de ser, y la vecina del entresuelo derecha, ésa, es el colmo,
no abre la puerta a nadie, yo soy diferente, a mí me gusta conversar con las
personas, Le agradezco la amabilidad con que me ha atendido, Siento no haberle
sido más útil, Al contrario, me ha ayudado mucho, me ha hablado de la señora
del entresuelo derecha y de la cuestión de la credencial, Menos mal que piensa
así. La conversación tenía visos de continuar algunos minutos más, pero el
sosiego de la casa fue súbitamente interrumpido por el llanto de un niño que se
había despertado, Es su niño, dijo don José, No es niño, es niña, ya se lo
había dicho, sonrió la mujer y don José sonrió también. En ese momento se oyó
la puerta de la calle y la luz de la escalera se encendió, Es mi marido,
conozco su manera de entrar, susurró la mujer, váyase y haga como que no ha
hablado conmigo. Don José no bajó. Sin hacer ruido, de puntillas, subió
rápidamente hasta el descansillo superior y allí se quedó, apoyado a la pared,
con el corazón palpitando como si estuviese viviendo una aventura peligrosa,
mientras los pasos firmes del hombre joven crecían y se aproximaban.
El timbre tocó, entre el abrir y el
cerrar de la puerta de la casa aún se oyó el llanto de la niña, luego un gran
silencio llenó la espiral de la escalera. Un minuto después la luz general se
apagó. Entonces don José cayó en la cuenta de que todo su diálogo con la mujer
había transcurrido, como si uno u otro tuviera algo que ocultar, en la penumbra
cómplice del interior del edificio, cómplice fue la inesperada palabra que se
le vino a la cabeza, Cómplice de qué, cómplice por qué, se preguntó, lo cierto
es que ella no volvió a encender la luz que, tras el intercambio de las
primeras palabras, se había apagado. Comenzó finalmente a bajar las escaleras,
primero con todas las cautelas, después apresurado, sólo paró un instante para
escuchar ante la puerta del entresuelo derecha, llegaba un sonido que debía de
ser una radio, no pensó en llamar al timbre, dejaría la nueva investigación
para el fin de semana, para el sábado o el domingo, entonces no le pillarían
desprevenido, se presentaría con la credencial en la mano, investido de una
autoridad formal que nadie se atrevería a poner en duda. Falsa credencial,
claro está, pero que le evitaría, con la irresistible fuerza de un membrete
oficial y de un sello auténtico, el trabajo de tener que disipar desconfianzas
antes de entrar en el meollo de la cuestión. En cuanto a la firma del jefe, se
sentía absolutamente tranquilo, no era verosímil que la longeva señora del
entresuelo hubiera visto alguna vez la firma del conservador, cuyos floreados,
pensándolo bien, gracias a su propia fantasía ornamental, no serían difíciles
de imitar. Si todo ocurriese bien esta vez, como estaba seguro de que
ocurriría, usaría el documento siempre que encontrase o previese dificultades
en las futuras investigaciones, pues estaba convencido de que la búsqueda no
acabaría en el entresuelo. Suponiendo que la inquilina fuese del tiempo en que
la familia de la mujer desconocida vivía en el edificio, podría suceder que no
se llevaran bien unos con otros, que todo se redujera, en la memoria cansada de
la anciana, a unos cuantos recuerdos vagos, dependería de los años
transcurridos desde la mudanza de la familia del segundo piso a otro lugar de
la ciudad. O del país, o del mundo, pensó preocupado ya en la calle. Las
personas famosas de su colección, vayan por donde vayan, llevan siempre un
periódico o una revista siguiéndoles la pista y rastreándoles el olor para una
fotografía más, para otra pregunta, pero de la gente vulgar nadie se acuerda,
nadie se interesa verdaderamente por ella, nadie se preocupa de saber lo que hace,
ni lo que piensa, ni lo que siente, incluso en los casos en que se pretende
hacer creer lo contrario, se está fingiendo.
Si la
mujer desconocida se hubiese ido a vivir al extranjero, quedaría fuera de su
alcance, sería como si estuviera muerta, Punto final, se acaba la historia,
murmuró don José, pero luego consideró que no sería así, que al marcharse,
dejaría tras de sí una vida, tal vez sólo una pequeña vida, cuatro años, cinco
años, casi nada, o quince o veinte, un encuentro, un deslumbramiento, una
decepción, unas cuantas sonrisas, unas cuantas lágrimas, lo que a primera vista
es igual para todos y en la realidad es diferente para cada uno. Y diferente
también cada vez. Llegaré a donde pueda, remató don José con una serenidad que
no parecía suya. Como si fuese ésa la conclusión lógica de lo que había
pensado, entró en una papelería y compró un cuaderno grueso de hojas pautadas,
de los que usan los estudiantes para apuntar las materias escolares a medida
que creen que las van aprendiendo.
La
falsificación de la credencial no le llevó mucho tiempo. Veinticinco años de
cotidiana práctica caligráfica bajo la vigilancia de oficiales celosos y
subdirectores exigentes le habían proporcionado un dominio pleno de las
falanges, de las muñecas y de la llave de la mano, una firmeza absoluta
tanto en las líneas curvas como en las rectas, un casi
instintivo sentido de los trazos gruesos y de los finos, una noción perfecta
del grado de fluidez y viscosidad de las tintas, que, puestos a prueba en esta
ocasión, dieron como resultado un documento capaz de resistir las pesquisas de
la lupa más potente. Delatoras, sólo las impresiones digitales y las
impregnaciones invisibles de sudor que quedaron en el papel, pero la probabilidad
de que se realizara cualquiera de estos exámenes era, evidentemente, ínfima. El
más competente perito en grafología, llamado a declarar, juraría que el
documento bajo juicio era de puño y letra del jefe de la Conservaduría y tan
auténtico como si hubiese sido escrito en presencia de los testigos idóneos.
La
redacción de la credencial, el estilo, el vocabulario empleado, aduciría a su
vez un psicólogo, reforzando el informe del querido colega, muestran hasta la
saciedad que su autor es persona extremadamente autoritaria, dotada de un
carácter duro, sin flexibilidad ni fisuras, seguro de su razón, desdeñoso de la
opinión ajena, como incluso un niño fácilmente podría concluir de la lectura
del texto, que reza así, En nombre de los poderes que me fueron conferidos y
que bajo juramento mantengo, aplico y defiendo, hago saber, como conservador de
esta Conservaduría General del Registro Civil, a todos cuantos, civiles o
militares, particulares o públicos, vean, lean y compulsen esta credencial
escrita y firmada de mi puño y letra, que Fulano de Tal, escribiente a mi
servicio y de la Conservaduría General que dirijo, gobierno y administro,
recibió directamente de mí orden y el encargo de averiguar y agotar todo cuanto
diga respecto a la vida pasada, presente y futura de Fulana de Tal, nacida en
esta ciudad, a tantos de tal, hija de Beltrano de Tal y de Zutana de Tal,
debiendo, por tanto, sin más comprobaciones, serle reconocidos, como suyos
propios, y durante todo el tiempo que la investigación dure, los poderes
absolutos que, por esta vía y para este caso, delego en su persona. Así lo
exigen las conveniencias del servicio conservatorial y lo decide mi voluntad.
Cúmplase.
Trémula
de susto, acabando a duras penas de leer el impresionante papel, la tal
criatura correría a protegerse en el regazo de la madre, preguntándole cómo es
posible que un escribiente como este don José, de natural tan pacífico, tan
cuerdo de costumbres, haya sido capaz de concebir, de imaginar, de inventar en
su cabeza, sin disponer de un modelo anterior por donde guiarse, dado que no es
norma ni se verifican necesidades técnicas para que la Conservaduría General
alguna vez haya presentado credenciales, la expresión de un poder despótico
hasta tal punto, que es lo mínimo que se puede decir de éste. La asustada
criatura todavía tendrá que comer mucho pan y mucha sal antes de comenzar a
aprender de la vida, entonces ya no se sorprenderá cuando descubra cómo,
llegando la ocasión, hasta los buenos pueden volverse duros y prepotentes,
aunque sea escribiendo una credencial, falsificada o no. Dirán ellos como
disculpa, Es que ése no era yo, estaba escribiendo, actuando en nombre de otra
persona, y en el mejor de los casos lo que quieren es engañarse a sí mismos,
pues, verdaderamente, la dureza y la prepotencia, cuando no la crueldad, se
estaban manifestando dentro de ellos, y no de otro, visible o invisible. Aun
así, sopesando lo que ha sucedido hasta ahora por sus efectos, es poco probable
que de las intenciones y obras futuras de don José puedan advenir serios
perjuicios al mundo, por tanto dejemos provisionalmente suspendido nuestro
juicio mientras otras acciones más esclarecedoras, tanto en el buen sentido como
en el malo, no dibujen su definitivo retrato.
El
sábado, vistiendo el mejor traje, la camisa limpia y planchada, la corbata más
o menos correcta, casi a juego, protegido en un bolsillo interior de la
chaqueta el sobre timbrado con la credencial, don José tomó un taxi en la
puerta de casa, no para ganar tiempo, el día era suyo, sino porque las nubes
amenazaban lluvia, y no quería aparecer ante la señora del entresuelo derecha
pingando desde las orejas y con las vueltas de los pantalones salpicados de barro,
arriesgándose a que le cerrasen la puerta en la cara antes de que pudiera decir
a lo que iba. Se sentía excitado imaginando cómo lo recibiría la anciana
señora, el efecto que causaría en la vieja, le vino sin pensar el término
peyorativo, la lectura de un papel como aquél, intimidatorio e intimidante, hay
personas que reaccionan al contrario de lo que sería de esperar, ojalá no sea
éste el caso. Tal vez hubiese empleado en la redacción términos demasiados
duros y prepotentes, sin embargo la verosimilitud imponía que fuese fiel al
carácter del conservador tanto como a la caligrafía, además todo el mundo sabe
que siendo cierto que no es con vinagre como se atrapan moscas, tampoco es
menos cierto que algunas ni con miel se dejan atrapar. Veremos, suspiró. La primera
cosa que pudo ver, después de responder a las preguntas insistentes que
llegaban de dentro, Quién es, Qué desea, Quién lo manda, Qué tengo yo que ver
con esto, fue que la señora del entresuelo derecha, no era tan mayor como había
imaginado, no eran de anciana aquellos ojos vivos, aquella nariz recta, aquella
boca delgada pero firme, sin arrugas en las comisuras,
donde la mucha edad se notaba era en la flacidez de la
piel del cuello, probablemente se fijó en ese pormenor porque ya comenzaba a
notar en sí mismo esa señal ineludible de deterioro físico y sólo contaba
cincuenta años. La mujer no abría completamente la puerta, decía y volvía a
decir que los asuntos de la vecindad no le interesaban, respuesta esta de lo
más procedente, ya que don José, siguiendo un camino errado, comenzó anunciando
que buscaba a una persona del segundo izquierda.
El
equívoco pareció acabar cuando pronunció, por fin, el nombre de la mujer
desconocida, entonces la puerta se abrió un poco más, para volver luego a la
posición anterior, Conoce a esa señora, preguntó don José, Sí, la conocí, dijo
la mujer, Sobre ella desearía hacerle algunas preguntas, Quién es usted, Soy
funcionario autorizado de la Conservaduría General del Registro Civil, ya se lo
he dicho, Cómo puedo saber que eso es verdad, Tengo una credencial firmada por
mi conservador, Estoy en mi casa, no quiero ser incomodada, En estos casos, es
obligatorio colaborar con la Conservaduría General, Qué casos, La aclaración de
dudas existentes en el Registro Civil, Por qué no le preguntan a ella, No
conocemos su dirección actual, si usted la conoce, dígamela y no la molesto
más, Va para treinta años, si no me fallan las cuentas, que dejé de tener
noticias de esa persona, Que entonces era una niña, Sí. Con esta única palabra,
la mujer dio señal de considerar terminada la conversación, pero don José no
desistió, si tenía que perder por cien, qué más le daba perder por mil.
Sacó el
sobre del bolsillo, lo abrió y extrajo de dentro, con una lentitud que debería
parecer amenazadora, la credencial, Lea, ordenó. La mujer sacudió la cabeza, No
lo leo, no es asunto que me incumba, Si no lo lee, volveré acompañado de la
policía, eso será peor para usted. La mujer se resignó a recibir el papel que le
tendía, encendió la luz del pasillo, se puso unas gafas que traía colgadas al
cuello y leyó. Después, devolvió el documento y franqueó la entrada, Es mejor
que pase, los de enfrente deben de estar escuchándonos detrás de la puerta.
Ante la alianza no declarada que el pronombre personal parecía representar, don
José comprendió que había ganado el duelo. De una cierta indefinible manera,
ésta era la primera victoria objetiva de su vida, es verdad que fraudulentísima
victoria, pero si andan tantas personas por ahí pregonando que los fines
justifican los medios, quién era él para desmentirlas. Entró sin alarde, como
un vencedor cuya generosidad le impidiese ceder a la fácil tentación de
humillar al vencido, aunque, en todo caso, apreciaría que su grandeza fuese notada.
La mujer
lo condujo a una pequeña sala cuidadosamente ordenada y limpia, decorada con un
gusto de otra época.
Le
ofreció un sillón, se sentó también y, sin dar tiempo al visitante para nuevas
preguntas, dijo, Soy la madrina. Don José esperaría todas las revelaciones
menos ésa. Fue allí como un simple funcionario que cumple órdenes de sus
superiores, por tanto sin ninguna implicación de naturaleza personal, así era
necesario que lo viese la mujer que se sentaba enfrente, pero sólo él sabe el
esfuerzo que tuvo que hacer para no sonreír de beatífico deleite. Sacó de otro
bolsillo la copia de la ficha, la miró despacio, como si memorizara todos los
nombres que contenía, luego dijo, Y su marido fue el padrino, Sí, Podría hablar
también con él, Soy viuda, Ah, en la sorda exclamación hubo tanto de auténtico
alivio como de sentimiento simulado, era una persona menos con la que combatir.
La mujer dijo, Nos llevábamos muy bien, quiero decir, las dos familias, la
nuestra y la suya, éramos amigos íntimos, cuando la niña nació nos pidieron que
fuésemos los padrinos, Qué edad tenía la niña cuando cambiaron de casa. Creo
que iba para los ocho años, Antes me dijo que hace treinta años que no tiene
noticias de ella, Así es, Explíquese mejor, Recibí una carta poco después de
que se mudaran, De quién, De la niña, Qué decía, Nada especial, era la carta de
una criatura de ocho años, con las pocas palabras que sabe, es capaz de
escribir a su madrina, Todavía la guarda, No, Y los padres, no le escribieron
nunca, No, No es extraño, No, Por qué, Son asuntos privados, no son para
divulgarlos, Para la Conservaduría General del registro Civil no existen
asuntos privados. La mujer lo miró fijamente, Quién es usted, Mi credencial
acaba de decírselo, Sólo me dice cómo se llama, es don José, Sí, soy don José,
Puede hacerme las preguntas que quiera y yo no puedo hacerle ninguna, Para
interrogarme a mí, sólo es competente un funcionario de la Conservaduría de la
escala superior, Es usted una persona feliz, puede guardar sus secretos, No
creo que alguien sea feliz sólo por guardar secretos, Es feliz, Lo que yo sea
no importa, ya le he explicado que sólo la jerarquía está autorizada a
preguntarme, Tiene secretos, No le respondo, Pero yo sí debo responder, Es
mejor que lo haga, Qué quiere que le diga, Qué asuntos privados fueron ésos. La
mujer se pasó la mano por la
frente,
dejó caer lentamente los párpados marchitos, después dijo sin abrir los ojos,
La madre de la niña sospechó que yo mantenía una relación íntima con su marido,
Y era verdad, Lo era, desde hacía mucho tiempo, Por eso se mudaron, Sí. La
mujer abrió los ojos y preguntó, Le gustan mis secretos, Sólo me interesa de
ellos lo que tenga que ver con la persona que ando buscando, además no estoy
autorizado para otra cosa, Entonces no quiere saber lo que pasó después,
Oficialmente, no, Pero, particularmente, tal vez, No es mi estilo espiar las
vidas ajenas, dijo don José, olvidándose de las ciento cuarenta y tantas que
guardaba en el armario, después añadió, Pero no le ocurriría nada muy
extraordinario, puesto que me ha dicho que es viuda, Tiene buena memoria, Es una
condición fundamental para ser funcionario de la Conservaduría General del
Registro Civil, mi jefe, por ejemplo, y esto es sólo para que se haga una idea,
se sabe de corrido todos los nombres que existen y existirán, todos los nombres
y todos los apellidos, Y eso para qué sirve, El cerebro de un conservador es
como un duplicado de la Conservaduría, No lo entiendo, Siendo, como es, capaz
de realizar todas las combinaciones posibles de nombres y apellidos, el cerebro
de mi jefe no sólo conoce los nombres de todas las personas que viven y de
todas las que murieron, sino que también podría decirle cómo se llamarán todas
las que van a nacer de aquí hasta el fin del mundo, Usted sabe más que su jefe,
Ni pensarlo, comparado con él yo no valgo nada, por eso el conservador es él y
yo no paso de un mero escribiente, Ambos saben mi nombre, Es cierto, Pero él no
sabe de mí más que el nombre, En eso tiene razón, la diferencia estriba en que
él ya lo conocía, mientras que yo lo he conocido al recibir esta misión, Y de
un salto se ha puesto delante, está aquí, en mi casa, puede verme la cara,
oírme decir que engañé a mi marido y es, en todos estos años, la única persona
a quien se lo he contado, qué más es necesario para que se convenza de que
junto a usted, su jefe no pasa de ser un ignorante, No diga eso, no es
conveniente, Tiene alguna pregunta más, Qué pregunta, Por ejemplo si fui feliz
en mi matrimonio después de lo que sucedió, Es un asunto ajeno al expediente,
Nada es ajeno, así como todos los nombres están en la cabeza de su jefe, así el
expediente de una persona es el expediente de todas, Usted sabe mucho, Es
natural, he vivido mucho, Cincuenta años tengo yo, y ante usted no sé nada, No
imagina lo que se aprende entre los cincuenta y los setenta años, Ésa es su
edad, Un poco más, Fue feliz después de lo que ocurrió, O sea, que le interesa,
Es que sé poco de la vida de las personas, Tal como su jefe, tal como su
Conservaduría, Supongo que sí, Fui perdonada, si eso es lo que quiere saber,
Perdonada, Sí, ocurre muchas veces, perdonaos los unos a los otros, como suele
decirse, La frase conocida no es así, es amaos los unos a los otros, Da lo
mismo, se perdona porque se ama, se ama porque se perdona, usted es un
chiquillo, todavía tiene mucho que aprender, Veo que sí, Está casado, No, Nunca
ha vivido con una mujer, Vivir, lo que se dice vivir, no he vivido, Sólo
relaciones pasajeras, temporales, Ni eso, vivo solo, cuando la necesidad
aprieta, hago lo que todos hacen, busco y pago, Se ha dado cuenta que está
respondiendo preguntas, Sí, pero ahora no importa, a lo mejor es así como se
aprende, respondiendo, Voy a explicarle una cosa, Dígame, Comenzaré
preguntándole si sabe cuántas personas forman un matrimonio, Dos, el hombre y
la mujer, No señor, en el matrimonio existen tres personas, está la mujer, está
el hombre y está lo que llamo tercera persona, la más importante, la persona
que está constituida por el hombre y la mujer juntos, Nunca había pensado en
eso, Si uno de los dos comete adulterio, por ejemplo, el más ofendido, el que
recibe el golpe más profundo, por muy increíble que esto parezca, no es el
otro, sino ese otro que es la pareja, no es el uno, es la unión de los dos, Y
se puede vivir realmente con ese uno hecho de dos, a mí ya me cuesta trabajo
vivir conmigo mismo, Lo más común en el matrimonio es que se vea al hombre o a
la mujer, o a ambos, cada uno por su lado queriendo destruir a ese tercero que
ellos son, ese que resiste, ese que quiere sobrevivir sea como sea, Es una
aritmética demasiado complicada para mí, Cásese, encuentre una mujer y después
ya me dirá, A mí ya se me ha acabado el tiempo, Será mejor que no apueste,
quién sabe lo que encontrará cuando llegue al fin de su misión o como le llame,
Las dudas que me mandaron esclarecer son dudas de la Conservaduría General, no
son las mías, Y qué dudas son ésas, si no es demasiado preguntar, Estoy bajo
secreto oficial, no puedo responder, El secreto le aprovecha bien poco, don
José, pronto tendrá que irse y se irá sabiendo lo mismo que cuando entró, nada,
Eso es cierto, y don José movió la cabeza desalentado.
La mujer
lo miró como si lo estuviera estudiando, después preguntó, Desde cuando anda
con esta investigación, Propiamente hablando, comencé hoy, pero el conservador
se va a enfadar mucho cuando aparezca con las manos vacías, es una persona muy
impaciente, Sería una gran injusticia para con un funcionario que, por lo
visto, no tiene reparo en trabajar los sábados, No tenía nada particular que
hacer, era una manera de adelantar el servicio, Pues no adelantó gran cosa, no
señor, Tendré que pensar, Pida consejo a su jefe, para eso es jefe, No lo
conoce, él no admite que le hagan preguntas, da las órdenes y basta, Y ahora,
Ya se lo he dicho, tengo que pensar,
Entonces piense, De verdad usted no sabe nada, adónde
fueron cuando salieron de aquí, la carta que recibió traería la dirección de
quien la enviaba, debía traerla, sí, pero esa carta ya no existe, No respondió,
No, Por qué, Entre matar y dejar morir, preferí matar, hablo en sentido
figurado, claro, Estoy en un callejón sin salida, Tal vez no, Qué quiere decir,
Déme un papel y algo que escriba. Con las manos temblándole, don José le pasó
un lápiz, Puede escribir aquí mismo, en el reverso de la ficha, es una copia.
La mujer se puso las gafas y escribió rápidamente algunas palabras, Ahí tiene,
pero mire que no es su dirección, es sólo el nombre de la calle donde estaba la
escuela a la que acudía mi ahijada cuando se mudaron, tal vez por ahí consiga
llegar a donde quiere, si es que la escuela sigue estando allí. El espíritu de
don José se encontró dividido entre la gratitud personal por el favor y la
contrariedad oficial porque se hubiera demorado tanto. Despachó la gratitud
diciendo, Gracias, sin más, y, aunque en un tono moderado, dejó que la
contrariedad se manifestase, No puedo comprender por qué ha tardado tanto
tiempo en darme la dirección de la escuela, sabiendo que cualquier información,
por insignificante que parezca, puede ser de vital importancia para mí, No sea
exagerado, A pesar de todo, le estoy muy agradecido y lo digo tanto en mi
nombre como en nombre de la Conservaduría General del Registro Civil que
represento, pero insisto en que me explique por qué se ha demorado tanto en
darme esta dirección, La razón es muy simple, no tengo nadie con quien hablar.
Don José miró a la mujer, ella estaba mirándolo a él, no vale la pena gastar
palabras explicando la expresión que tenían en los ojos uno y otro, sólo
importa lo que él fue capaz de decir al cabo de un silencio, Yo tampoco.
Entonces la mujer se levantó del sillón, buscó en un cajón del mueble que
estaba tras ella y sacó lo que parecía un álbum, Son fotografías, pensó don
José con alborozo.
La mujer
abrió el libro, lo hojeó, en pocos segundos encontró lo que quería, la fotografía
no estaba pegada, se mantenía apenas por cuatro pequeños encajes de cartulina
adheridos a la página, Aquí tiene, llévesela, dijo, es la única que conservo de
ella, y ahora espero que no me pregunte si también tengo fotografías de los
padres, No lo preguntaré. Don José alargó la mano vacilante, recibió el retrato
en blanco y negro de una niña de ocho o nueve años, una carita que debía ser
pálida, unos ojos serios debajo de un flequillo que rozaba las cejas, la boca
quiso sonreír pero no pudo, se quedó así. Corazón sensible, don José sintió que
sus propios ojos se arrasaban de lágrimas, No parece un funcionario de esa
Conservaduría, dijo la mujer, Es la única cosa que soy, dijo él, Quiere una
taza de café, Vendría bien.
Hablaron
poco mientras bebían el café y mordisqueaban una galleta, apenas algunas
palabras sobre la rapidez con que el malvado tiempo pasa, Pasa, y ni nos damos
cuenta, hace poco todavía era mañana y ya la noche está ahí, en realidad se
notaba que la tarde iba llegando al fin, pero tal vez estuviesen hablando de la
vida, de sus vidas, o de la vida en general, es lo que sucede cuando asistimos
a una conversación y no estamos atentos, siempre lo más importante se nos
escapa. Acabó el café, las palabras habían acabado, don José se levantó y dijo,
Tengo que retirarme, agradeció el retrato, la dirección de la escuela, la mujer
dijo, Si alguna vez pasa por esta zona, después lo acompañó a la puerta, él
extendió la mano, volvió a decir, Muchas gracias, como un caballero de otra
época la acercó a sus labios, entonces la mujer sonrió maliciosamente y dijo,
Tal vez no fuese mala idea buscar en la guía telefónica.
El golpe
fue tan duro que don José, pisando ya la calle con sus desorientados pies,
tardó en percibir que una lluvia fina, casi diáfana, de esas que mojan en
sentido vertical y en sentido horizontal, además de en todos los oblicuos, le
estaba cayendo encima. Quizá no fuese mala idea mirar en la guía, dijo
malvadamente la vieja en la despedida, y cada una de estas palabras, en sí
mismas inocentes, incapaces de ofender a la más susceptible de las criaturas,
se había transformado en un instante en insulto agresivo, en atestado de
insufrible estupidez, como si durante la conversación tan rica en sentimientos
a partir de cierta altura, ella lo hubiese estado observando fríamente, para
concluir que el desmañado funcionario de la Conservaduría General del Registro Civil,
enviado a la búsqueda de lo que estaba lejos y oculto, era incapaz de ver lo
que se encontraba delante de los ojos y al alcance de la mano. Sin sombrero ni
paraguas, don José recibía la llovizna directamente en la cara, arremolinada y
confusa como los desagradables pensamientos que iban y venían dentro de su
cabeza, todos ellos, en seguida comenzó a notarlo, alrededor de un cierto punto
central, apenas discernible, que poco a poco se tornaba más nítido. Era verdad
que no se le había ocurrido algo tan simple y cotidiano como consultar la guía
telefónica, que es lo habitual cuando se quiere conocer el número o la
dirección de la persona a cuyo nombre está el teléfono. Su primera acción, si
pretendía averiguar el paradero de la mujer desconocida, debía haber sido ésa,
en menos de un minuto sabría dónde encontrarla, después,
con
el pretexto de esclarecer las imaginarias dudas de la inscripción en el
Registro Civil, podría concertar con ella un encuentro fuera de la Conservaduría,
alegando que deseaba ahorrarle el pago de una tasa, por ejemplo, y luego,
arriesgando todo en un gesto temerario, en ese momento o días más tarde, cuando
ya tuvieran confianza, pedirle, Cuénteme su vida. No había procedido así y,
aunque fuese bastante ignorante en artes de psicología y arcanos del
inconsciente, comenzaba ahora, con apreciable aproximación, a comprender por
qué. Imaginemos un cazador, iba diciéndose así mismo, imaginemos un cazador que
hubiese preparado cuidadosamente su equipo, la escopeta, la cartuchera, el
morral de la merienda, la cantimplora del agua, la bolsa de red para recoger
las piezas, las botas camperas, imaginémoslo saliendo con los perros, decidido,
lleno de ánimo, preparado para una larga jornada como es propio de las
aventuras cinegéticas y, al doblar la esquina más próxima, todavía al lado de
casa, le sale al encuentro una bandada de perdices dispuestas a dejarse matar,
que levantan el vuelo pero no se van de allí por más tiros que las abatan, con
regalo y sorpresa de los perros, que nunca en su vida habían visto caer el maná
del cielo en tales cantidades. Cuál sería, para el cazador, el interés de una
caza hasta el punto fácil, con las perdices ofreciéndose, por decirlo así, ante
los cañones, se preguntó don José, y dio la respuesta que a cualquiera le
pareciera obvia, Ninguno. Lo mismo me pasa a mí, añadió, debe de haber en mi
cabeza, y seguramente en la cabeza de todo el mundo, un pensamiento autóctono
que piensa por su propia cuenta, que decide sin la participación del otro
pensamiento, ese que conocemos desde que nos conocemos y al que tratamos de tú,
ese que se deja guiar para llevarnos a donde creemos que conscientemente
queremos ir, aunque, a fin de cuentas, puede que esté siendo conducido por otro
camino, en otra dirección, y no para la esquina más próxima, donde una bandada
de perdices nos espera sin que lo sepan, pero sabiéndolo nosotros, en fin, que
lo que da verdadero sentido al encuentro es la búsqueda y que es preciso andar
mucho para alcanzar lo que está cerca. La claridad del pensamiento, fuese éste
o aquél, el especial o el de costumbre, verdaderamente después de haber llegado
no importa tanto cómo se llegó, fue tan cegadora, que don José paró aturdido en
medio de la acera, envuelto por la llovizna brumosa y por la luz de una farola
del alumbrado público que se encendió en aquel momento por casualidad.
Entonces, desde el fondo de un alma contrita y agradecida, se arrepintió de los
malos e inmerecidos pensamientos, ésos, sí, muy conscientes, que había lanzado
sobre la longeva y benévola señora del entresuelo derecha, cuando lo cierto es
que le debía, no sólo la dirección de la escuela y el retrato, sino también la
más perfecta y acabada explicación de un proceder que aparentemente no la
tenía. Y como ella había dejado en el aire aquella invitación para que volviera
a visitarla, Si alguna vez pasa por esta zona, fueron las palabras,
suficientemente claras como para dispensar el resto de la frase, se prometió a
sí mismo que volvería a llamar a su puerta un día de éstos, tanto para dar
cuenta del avance de las pesquisas como para sorprenderla con la revelación del
motivo auténtico de su negativa a consultar la guía de teléfonos.
Claro que
eso significaría confesarle que la credencial era falsa, que la búsqueda no
había sido ordenada por la Conservaduría General, sino idea suya, e,
inevitablemente, hablar del resto. El resto era la colección de personas
famosas, el miedo a las alturas, los papeles ennegrecidos, las telas de araña,
los estantes monótonos de los vivos, el caos de los muertos, el moho, el polvo,
el desánimo, y por fin, la ficha que por alguna razón llegó agarrada a las
otras, Para que no se olviden de ella, y el nombre, El nombre de la niña que
aquí llevo, recordó, y sólo porque remolinos de agua seguían cayendo del cielo,
no sacó el retrato del bolsillo para mirarlo. Si alguna vez se decidiese a
contar a alguien cómo es la Conservaduría General por dentro, sería a la señora
del entresuelo derecha. Es un asunto que el tiempo resolverá, decidió don José.
En ese preciso instante el tiempo le trajo el autobús que le llevaría hasta
cerca de su casa, con mucha gente mojada dentro, hombres y mujeres de edades y
figuras varias, unos jóvenes, otros viejos, unos más acá, otros más allá. La
Conservaduría General del Registro Civil los conocía a todos, sabía cómo se
llamaban, dónde habían nacido y de quién, les contaba y les descontaba los días
uno a uno, aquella mujer, por ejemplo, de ojos cerrados, aquella que lleva la
cabeza apoyada en el vidrio de la ventana, debe de tener qué, treinta y cinco,
treinta y seis años, fue suficiente para que don José diese alas a la
imaginación, y si es ésta la mujer que busco, imposible no se puede decir que
sea, la vida está llena de personas desconocidas, pero hay que resignarse, no
podemos ir por ahí preguntándole a toda la gente, Cómo se llama, y después
sacar la ficha del bolsillo para ver si aquella persona es la que queremos. Dos
paradas más tarde salió, después se detuvo en la acera esperando que el autobús
siguiese su viaje, seguramente quería cruzar la calle, y, como no llevaba
paraguas, don José pudo verle la cara de frente a pesar de las gotillas que se
agarraban a los cristales, hubo un momento en que, acaso impaciente porque el
autobús tardaba en arrancar, ella levantó la cabeza y las miradas se
encontraron. Así se quedaron hasta que el autobús se
puso en marcha, continuaron así mientras pudieron verse,
don José estirando y volviendo el cuello, la mujer siguiendo desde la calle el movimiento,
ella, por ventura, preguntándose, Quién será éste, él respondiéndose, Es ella.
Entre la parada donde don José debía
apearse y la Conservaduría General, atención muy loable de los servicios de
transportes para con las personas que necesitaban arreglar sus papeles en el
Registro Civil, la distancia no era grande. A pesar de eso, don José entró en
casa mojado de arriba abajo. Se quitó rápidamente la gabardina, se mudó de
pantalones, calcetines y zapatos, se frotó con una toalla el pelo que le chorreaba,
y mientras hacía todo esto proseguía en su diálogo interior, Es ella, No es
ella, Podía ser, Podía ser, pero no era, Y si era, Lo sabrás cuando encuentres
a la de la ficha, Si fuera ella, le diré que ya nos conocíamos, que nos vimos
en el autobús, No se acordará, Si no tardo mucho en encontrarla, seguro que se
acuerda, Pero tú no quieres encontrarla en poco tiempo, quizá ni en mucho, si
realmente lo quisieses habrías buscado el nombre en la guía telefónica, por ahí
es por donde se empieza, No se me ocurrió, La guía está ahí dentro, No me
apetece entrar ahora en la Conservaduría, Tienes miedo de lo oscuro, No tengo
ningún miedo, conozco aquella oscuridad como la palma de mi mano, Di mejor que
ni la palma de tu mano conoces, Si es eso lo que piensas, déjame en mi
ignorancia, también los pájaros cantan y no saben por qué, Estás lírico, Estoy
triste, Con la vida que llevas, es natural, Imagínate que la mujer del autobús
fuera de verdad la de la ficha, imagínate que no la vuelvo a encontrar que
aquélla era la única ocasión, que el destino estaba allí y lo dejé marchar,
Sólo tienes una manera de salvar la situación, Cuál, Hacer lo que te dijo la
inquilina del entresuelo derecha, la vieja, Más tiento con la lengua, por
favor, Es vieja, Es una señora de edad, Déjate de hipocresías, edad tenemos
todos, la cuestión está en saber cuánta, si es poca, se es joven, si es mucha,
se es viejo, lo demás es cháchara, Acabemos con esto, Pues acabemos, Voy a
mirar la guía, Es lo que te estoy diciendo desde hace media hora. En pijama y
zapatilla, envuelto en una manta, don José entró en la Conservaduría. La
insólita indumentaria le provocaba un cierto malestar, como si le perdiera el
respecto a los venerables archivos, aquella eterna luz amarilla que, como un
sol moribundo, flotaba sobre el escritorio del conservador. La guía está allí,
en una esquina de la mesa, no estaba permitido consultarla sin permiso, incluso
tratándose de una llamada oficial, y ahora don José, como ya hiciera antes,
podría sentarse en el sillón, es verdad que lo hizo una sola vez, en un momento
sin par que le pareció de triunfo y de gloria, pero ahora no se atrevía, tal
vez por lo impropio de la vestimenta, por el temor absurdo de que alguien lo
sorprendiese con aquella pinta, y quién podría ser, si nunca un ser vivo, a no
ser él, por aquí anduvo fuera de las horas de servicio.
Pensó que
sería conveniente llevarse la guía, en casa se sentiría más tranquilo, sin la
presencia amenazadora de los altísimos estantes que parecían querer
precipitarse desde las sombras del techo, allí donde las arañas tejen y
devoran. Se estremeció como si las polvorientas y pegajosas telas le estuviesen
cayendo encima y por poco comete la imprudencia de echar mano a la guía sin
haber tenido antes la precaución de medir exactamente las distancias que la
separaban, por arriba y a los lados, de los bordes de la mesa, y quien dice las
distancias dirá también los ángulos, si no se diese la favorable circunstancia
de que las inclinaciones geométricas y topográficas del conservador tienden
abiertamente a los ángulos rectos y a las paralelas.
Entró en
casa seguro de que poco después, al restituir la guía telefónica a su lugar,
ésta quedaría en el sitio exacto, sin desvió de un solo milímetro, y que el
conservador no tendría que ordenar a los subdirectores que investigaran quién
la había utilizado, cómo, cuándo y por qué. Hasta el último momento estuvo esperando
que ocurriera algo que le impidiese llevarse la guía, un murmullo, un estallido
sospechoso, una claridad llegada súbitamente de los fondos mortuorios de la
Conservaduría General, pero la paz era absoluta, ni siquiera el minúsculo roer
de las mandíbulas de los bóstridos, los insectos comedores de madera, se oía.
Ahora don
José, con la manta sobre la espalda, está sentado en su propia mesa, tiene
enfrente la guía telefónica, la abre por el principio y se demora recorriendo
las instrucciones de uso, los códigos, las tablas de precios, como si ése fuese
su objetivo.
Al cabo
de unos minutos, un ímpetu repentino, no pensado, le obligó a pasar rápidamente
las páginas, hacia delante, hacia atrás, hasta parar en la que corresponde al
nombre de la mujer desconocida. O no está, o son sus ojos los que rehúsan ver.
No, no está. Debía venir a continuación de este nombre y no viene. Debía estar
antes de este nombre y no está. Ya lo decía
yo,
pensó don José, y no era verdad que lo hubiese dicho alguna vez, son maneras de
darse la razón contra el mundo, de desahogar, en este caso, una alegría,
cualquier investigador de la policía habría manifestado su contrariedad
asestando un puñetazo en la mesa, don José no, don José enarbola la sonrisa
irónica de quien, habiendo sido mandado en busca de algo que sabía que no
existe, regresa con la frase en los labios, Ya lo decía yo, o ella no tiene
teléfono o no quiere su nombre en la guía. Su satisfacción fue tal que, acto
seguido, sin perder tiempo pensando en los pros y los contras, buscó el nombre
del padre de la mujer desconocida, y ése sí estaba. Ni una fibra de su cuerpo
se estremeció. Bien al contrario, decidido ahora a quemar todos los puentes
tras sí, arrastrado por un impulso que sólo los auténticos investigadores
pueden experimentar, buscó el nombre del hombre de quien la mujer desconocida
se había divorciado y también lo encontró. Si tuviese aquí un mapa de la
ciudad, ya podría señalar los cinco primeros puntos de paso averiguados, dos en
la calle donde la niña del retrato nació, otro en el colegio, ahora éstos, el
principio de un diseño como el de todas las vidas, hecho de líneas quebradas,
de cruces, de intersecciones, pero nunca de bifurcaciones, porque el espíritu
no va a ningún lado sin las piernas del cuerpo, y el cuerpo no sería capaz de
moverse si le faltasen las alas del espíritu. Tomó nota de las moradas, después
apuntó lo que tendría que comprar, un mapa grande de la ciudad, un cartón
grueso del mismo tamaño donde fijarlo, una caja de alfileres de cabeza
coloreada, rojos para ser vistos en la distancia, que las vidas son como los
cuadros, conviene siempre mirarlos cuatro pasos atrás, incluso si un día
llegamos a tocarles la piel, a sentirles el olor, a probarles el gusto. Don José
estaba tranquilo, no le perturbaba el hecho de saber dónde vivían los padres y
el antiguo marido de la mujer desconocida, éste, curiosamente, bastante cerca
de la Conservaduría General, claro que más tarde o más temprano tendría que
llamar a su puerta, pero sólo cuando sintiese que llegaba el momento, sólo
cuando el momento ordenase, Ahora. Cerró la guía telefónica, la devolvió a la
mesa del jefe, al lugar exacto de donde la había retirado, y regresó a casa. En
el reloj era hora de cenar, pero las emociones del día debieron de distraerle
el estómago, que no daba señales de impaciencia. Se sentó de nuevo, arrebujó su
cuerpo en la manta, estiró las puntas para cubrirse las piernas y alcanzó el
cuaderno que había comprado en la papelería. Era tiempo de comenzar a tomar
notas sobre el avance de la búsqueda, los encuentros, las conversaciones, las
reflexiones, los planes y las tácticas de una investigación que se anunciaba
compleja. Los pasos de alguien que busca a alguien, piensa, y, verdaderamente,
aunque la procesión va por el principio, ya tiene mucho que contar, Si esto
fuese una novela, murmuró mientras abría el cuaderno, sólo la conversación con
la señora del entresuelo derecha sería un capítulo.
Tomó la
pluma para comenzar, pero a mitad del gesto, sus ojos encontraron el papel
donde anotó las direcciones, le rondaba algo en lo que no había pensado antes,
la contingencia, más que probable, de que la mujer desconocida, después de
divorciarse, se fuera a vivir con los padres, la contingencia, igualmente posible,
de que fuese el marido quien hubiera dejado la casa, manteniéndose el teléfono
a su nombre. De ser éste el caso, y considerando que la calle en cuestión se
encontraba en las proximidades de la Conservaduría General, quién sabe si la
mujer del autobús no sería ella.
El
diálogo interior dio muestras de querer recomenzar, Era, No era, Era, No era,
pero don José hizo oídos sordos esta vez, e, inclinándose sobre el papel,
comenzó a escribir las primeras palabras, así, Entré en el edificio, subí hasta
el segundo piso y escuché ante la puerta de la casa donde la mujer desconocida
nació, entonces oí el llanto de un niño de pecho, pensé que podía ser el hijo,
y al mismo tiempo un arrullo de mujer, Será ella, después supe que no.
Al
contrario de lo que casi siempre se piensa, cuando se ven las cosas desde
fuera, no suele ser fácil la vida en las entidades oficiales, menos aún en esta
Conservaduría General del Registro Civil, donde, desde tiempos que no podremos
llamar inmemoriales porque de todo y de todos se halla registro en ella, por
obra del esfuerzo persistente de una línea ininterrumpida de grandes
conservadores, se concentraron en grado sumo todas las excelencias y pequeñeces
del oficio público, aquellas que hacen del funcionario un ser aparte,
usufructuario y al mismo tiempo dependiente del espacio físico y mental
delimitado por el alcance de su plumín. En términos simples, y con vista a una
más exacta comprensión de los hechos generales abstractamente considerados en
este preámbulo, lo que don José tiene es un problema por resolver. Sabiendo
cuán costoso le resultó arrancar a las reluctancias reglamentarias de la
jerarquía aquella media hora de baja en el trabajo, gracias a la cual evitó ser
sorprendido en flagrante por el marido de la joven señora del segundo piso
izquierda, podemos imaginar las aflicciones que está pasando
ahora,
noche y día, intentando encontrar una justificación útil que le permita
solicitar, no una hora, sino dos, no dos, sino tres, que probablemente serán
las que necesite para llevar a cabo, con provecho suficiente, la visita a la
escuela y la indispensable investigación en sus archivos. Los efectos de esta
inquietud constante, obsesiva, se manifestaron pronto en errores en el trabajo,
en faltas de atención, en súbitas somnolencias diurnas debidas a los insomnios
nocturnos, en resumen, don José hasta aquí apreciado por sus varios superiores
como un funcionario competente, metódico y dedicado, comenzó a ser objeto de avisos
severos, de amonestaciones, de llamadas al orden, que sólo sirven para
confundirlo aún más, sin contar que, por el camino que va, puede tener como
certísima una respuesta negativa si alguna vez llega a requerir la ansiada
dispensa. La situación alcanzó tales extremos que, después de haber sido
analizada, sin resultado, sucesivamente por oficiales y subdirectores, no quedó
otro remedio que elevarla a la consideración del conservador, quien, en los
primeros momentos, no conseguía comprender lo que pasaba, de puro absurdo. Que
un funcionario hubiese descuidado hasta ese punto sus obligaciones era algo que
imposibilitaba cualquier benevolente inclinación que aún pudiese existir para
una decisión exculpatoria, era algo que ofendía seriamente las tradiciones operativas
de la Conservaduría General, algo que sólo una enfermedad muy grave podría
justificar. Conducido el delicuente a su presencia, fue esto mismo lo que el
conservador preguntó a don José, Está enfermo, Creo que no, señor, Si no está
enfermo, cómo explica entonces el mal trabajo que está realizando en los
últimos días, No sé, señor, tal vez sea porque estoy durmiendo mal, En ese
caso, está enfermo, Sólo duermo mal, Si duerme mal, es porque está enfermo, una
persona saludable duerme siempre bien, a no ser que tenga algún peso en la
conciencia, una falta censurable, de aquellas que la conciencia no perdona, la
conciencia es muy importante, Sí señor, Si sus errores en el servicio están
causados por el insomnio y si el insomnio está causado por acusaciones de la
conciencia, entonces es preciso descubrir la falta cometida, No he cometido
ninguna falta, señor, Imposible, la única persona que aquí no comete faltas soy
yo, y ahora qué pasa, por qué mira la guía de teléfonos, Me he distraído,
señor, Mala señal, sabe que siempre debe mirarme cuando le hablo, está en el
reglamento disciplinario, yo soy el único que tiene derecho a desviar los ojos,
Sí señor, Cuál es su falta, No sé señor, en ese caso todavía es más grave, las
faltas olvidadas son las peores, He sido cumplidor de mis deberes, La
informaciones de que dispongo a su respecto eran satisfactorias, pero eso,
precisamente, sólo sirve para demostrar que su mala conducta profesional de
estos días no es consecuencia de una falta olvidada, sino de una falta reciente,
de una falta de ahora, La conciencia no me acusa, Las conciencias callan más de
lo que debían, por eso crearon las leyes, Sí señor, tengo que tomar una
decisión, Sí señor, Y ya la he tomado, Sí señor, Le aplico un día de
suspensión, Y la suspensión, señor, es sólo de salario o también de servicio,
preguntó don José viendo encenderse un vislumbre de esperanza, De salario, de
salario, no se puede perjudicar al servicio más de lo que ya lo ha sido,
además, no hace mucho tiempo que le di media hora libre, no me vaya a decir que
esperaba que su mal comportamiento fuese premiado con un día entero, No señor,
Deseo, por su bien, que le sirva de enmienda, que vuelva rápidamente a ser el
funcionario correcto que era antes, por el interés de esta Conservaduría General,
Sí señor, Nada más, regrese a su lugar.
Desesperado,
con los nervios deshechos, a punto de llorar, don José fue donde le mandaron.
Durante los pocos minutos que había durado la difícil conversación con el jefe,
el trabajo se había acumulado en su mesa, como si los otros escribientes, sus
colegas, aprovechándose de la deteriorada situación disciplinaria en que lo
veían, quisieran, por propia cuenta castigarlo también. Además, unas cuantas
personas esperaban su turno para ser atendidas. Todas estaban frente a él, y no
era por casualidad, o porque pensaran, cuando entraron en la Conservaduría
General, que el funcionario ausente quizá fuese más simpático y acogedor que
los que estaban a la vista a lo largo del mostrador, sino porque esos mismos
indicaron que era allí adonde debían dirigirse.
Como el
reglamento interno determinaba que la atención a las personas tenía prioridad
absoluta sobre el trabajo de mesa, don José se puso en el mostrador, sabiendo
que por detrás le seguirían lloviendo papeles. Estaba perdido. Ahora, después
de la airada advertencia del conservador y del subsiguiente castigo, aunque
inventase el nacimiento imposible de un hijo o la muerte dudosa de un pariente,
podía sacarse de la cabeza cualquier esperanza de que lo autorizasen en un
periodo de tiempo inmediato a salir antes o entrar una hora después, media
hora, un minuto, aunque fuese. La memoria, en esta casa de archivos, es tenaz,
lenta en olvidar, tan lenta que nunca llega a borrar nada por completo. Tenga
don José, de aquí a diez años una distracción, por muy insignificante
que sea, y verá cómo alguien le recordará en seguida todos los pormenores de
estos desafortunados días.
Probablemente
a esto se refería el conservador cuando dijo que las peores faltas son aquellas
que aparentemente están olvidadas. Para don José, el resto del día fue como un
penoso calvario, forzado de trabajos, angustiado de pensamientos. Mientras una
parte de su consciencia iba dando explicaciones acertadamente al público,
rellenando y sellando documentos, archivando fichas, la otra parte,
monótonamente, maldecía la suerte y la casualidad que acabaron transformando en
curiosidad morbosa algo que no llegaría siquiera a rozar la imaginación de una
persona sensata, equilibrada de cabeza. El jefe tiene razón, pensaba don José,
Los intereses de la Conservaduría deben estar por encima de todo, si yo fuera
juicioso, normal, ciertamente no me habría puesto, a esta edad, a coleccionar
actores, bailarinas, obispos y jugadores de fútbol, es estúpido, es inútil, es
ridículo, bonita herencia voy a dejar cuando muera, menos mal que no tengo
descendientes, lo malo es que todo esto, quizá, me venga de vivir sin compañía,
si tuviese una mujer. Llegado a este punto, el pensamiento se interrumpió,
después tomó por otra vía, un camino estrecho, confuso, a cuya entrada se puede
ver el retrato de una niña pequeña, a cuyo fin está, si estuviera, la persona
real de una mujer hecha, adulta, que tiene ahora treinta y seis años,
divorciada, Y para qué la quiero yo, para qué, qué haría yo con ella después de
haberla encontrado. El pensamiento se cortó otra vez, desanduvo bruscamente los
pasos dados, Y cómo crees que la vas a encontrar, si no te dejan ir a buscarla,
le preguntó y él no respondió, en ese momento estaba ocupado informando a la
última persona de la fila de que el certificado de defunción que había
solicitado estaría listo al día siguiente.
Con todo,
hay preguntas tenaces que no desisten y ésta lo atacó de nuevo cuando, cansado
de cuerpo, exhausto de ánimo, entro por fin en casa. Se había echado sobre la
cama como un trapo, quería dormir, olvidar la cara del jefe, el castigo
injusto, pero la pregunta se acostó a su lado, deslizándose susurrante, No la
puedes buscar, no te dejan, esta vez era imposible fingir que estaba distraído
hablando con el público, todavía intentó hacerse el desentendido, dijo que
encontraría una manera, y si no la encontraba, desistiría del todo, sin embargo
la pregunta insistía, te dejas vencer con facilidad, para eso no merecía la
pena que falsificaras una credencial y obligaras a aquella infeliz y simpática
señora del entresuelo derecha a contar su pecaminoso pasado, es una falta de
respeto entrar en las casas de esa manera, invadiendo la intimidad de las personas.
La alusión a la credencial le hizo sentarse en la cama de repente, asustado. La
tenía en la chaqueta, anduvo con ella durante todos estos días, imagínese que
por una razón u otra se le cae, o que con el aturullamiento de los nervios, le
da un síncope, de esos que dejan a una persona sin conocimiento, y un colega
cualquiera, sin mala intención, al desabotonarle para que pudiese respirar, ve
el sobre blanco con el timbre de la Conservaduría General y dice, Qué es esto,
y después un oficial, y después un subdirector, y después el jefe. Don José no
quiso ni pensar en lo que vendría a continuación, se levantó de un salto, tomó
la chaqueta que estaba colgada en el respaldo de una silla, sacó la credencial
y, ansioso, mirando alrededor, se preguntó dónde diablos podría esconderla.
Ningún mueble tenía llave, sus escasas pertenencias se encontraban al alcance
de cualquier espíritu fisgón que entrara. Entonces reparó en las colecciones
alineadas en el armario, allí debía de estar el remedio para la dificultad.
Eligió la carpeta del obispo e introdujo el sobre, un obispo no excita la
curiosidad por mucha fama de piadoso que tenga, no es un ciclista ni un
corredor de fórmula uno. Volvió a la cama aliviado, pero la pregunta se había
quedado esperándolo, No has adelantado nada, el problema no es la credencial,
lo mismo da que las escondas o que la muestres, no será eso lo que te lleve a
la mujer, Ya te he dicho que encontraré una manera, Lo dudo, el jefe te ató
bien atado de pies y manos, no te permite que des un paso, Esperaré a que las
cosas se calmen, Y luego, No sé, ya se me ocurrirá una idea, Podrías resolver
el asunto ahora mismo, Cómo, Telefoneas a los padres, les dices que hablas en
nombre de la Conservaduría, les pides que te den la dirección, Eso no lo hago,
Mañana vas a casa de la mujer, no soy capaz de imaginar qué conversación será
la vuestra, pero al menos te quedarás en paz, Probablemente no le hablaré
cuando la tenga delante, Siendo así, por qué la buscas, por qué andas
investigándole la vida, También junto papeles sobre el obispo y no estoy
interesado en hablar con él algún día, Me parece absurdo, Es absurdo, pero ya
era hora de hacer algo absurdo en la vida, Me quieres decir que si llegas a
encontrar a la mujer, ella no se enterará de que la estuviste buscando, Es lo
más seguro, por qué, No lo sé explicar, De todos modos, ni a la escuela de la
niña conseguirás ir, las escuelas como la Conservaduría General, están cerradas
los fines de semana, En la Conservaduría puedo entrar siempre que quiera, No se
puede decir que sea una proeza realmente extraordinaria, la puerta de tu casa
da allí, Se ve que nunca tuviste
que ir por ti misma, Voy donde tú vas, asisto a lo que
haces, Puedes continuar, Continuaré, pero tú, a la escuela, no entras, Veremos.
Don José se levantó, era hora de cenar, si es que merecen tal nombre las
ligerísimas colaciones que acostumbra a tomar de noche. Mientras comía, iba
pensando, después lavó el plato, el vaso y el cubierto, recogió las migajas que
habían caído al mantel, siempre pensando, y, como si el gesto hubiese sido la
inevitable conclusión de lo que había pensado, abrió la puerta que daba a la
calle. Enfrente, al otro lado de la calzada, había una cabina telefónica, a
tiro de piedra, por decirlo así, en veinte pasos alcanzaría la punta del hilo
que se llevaría su voz, el mismo hilo le traería una respuesta, y allí, bien en
un sentido, bien en otro, se acabarían las búsquedas, podría volver a casa
tranquilo, recuperar la confianza del jefe, después, girando en su propio e
invisible rastro, el mundo retomaría la órbita de siempre, la calma profunda de
quien simplemente espera la hora en que todas las cosas se cumplan, si es que
estas palabras, tantas veces dichas y repetidas, tienen algún significado real.
Don José no atravesó la calle, se puso la chaqueta y la gabardina y salió.
Tuvo que
cambiar dos veces de autobús antes de llegar a su destino. La escuela era un
edificio largo, de dos pisos y buhardillas, separado de la calle por una valla
alta. El espacio intermedio, una franja de terreno donde crecían, dispersos,
algunos árboles de pequeño porte, debía de utilizarse para el recreo de los
alumnos. No había ninguna luz. Don José miró alrededor, la calle estaba
desierta a pesar de que no era tarde, es lo bueno de estos barrios periféricos,
sobre todo si el tiempo no está para abrir las ventanas, los vecinos se recogen
en el interior de sus casas, y además de eso, no hay nada que ver fuera.
Don José
caminó hasta el final de la calle, cambió de acera, ahora viene andando en
dirección a la escuela, despacio, como alguien a quien le gusta salir a tomar
el fresco nocturno y no tiene a nadie esperándole. A la altura del portón, se
agachó como quien acaba de descubrir que lleva el cordón de un zapato desabrochado,
el truco es viejo y gastado, no engaña, pero se usa a falta de otro mejor,
cuando la imaginación no da para más.
Con el
codo empujó el portón, que se movió un poco, no estaba cerrado con llave.
Metódicamente, don José hizo un segundo nudo sobre el primero, se levantó y
golpeó con el pie en el suelo para comprobar la solidez de la lazada, y
prosiguió su camino, ahora más aprisa, parecía haber recordado de pronto que sí
le esperaba alguien.
Los días
que faltaban de la semana los vivió don José como si estuviese asistiendo a sus
propios sueños. En la Conservaduría no lo vieron cometer ni un error, no se
distrajo, no confundió un papel con otro, despachó cantidades ingentes de
trabajo que en otro momento le habrían hecho protestar, en silencio,
naturalmente, contra el trato deshumano de que los escribientes son víctimas
desde siempre, y todo esto fue hecho y soportado sin una palabra, sin un
murmullo. El conservador lo miró dos veces desde lejos, sabemos que ésa no es
su costumbre, mirar a los subordinados, mucho menos a los de baja categoría,
pero la concentración espiritual de don José alcanzaba tal grado de intensidad
que era imposible no percibirla en la atmósfera perennemente suspendida de la
Conservaduría General. El viernes, en el momento de acabar el trabajo y sin que
nada lo hiciese prever, el conservador infringió todos los reglamentos,
despreció todas las tradiciones, asombró a los funcionarios todos, cuando, al
salir, y pasando al lado de don José, le preguntó, Está mejor.
Respondió
don José que sí, que estaba mucho mejor, que no había vuelto a tener insomnio,
y el conservador dijo, Le hizo bien la conversación que tuvimos, pareció que
iba añadir algo más, alguna idea que súbitamente se le hubiese ocurrido, pero
cerró la boca y salió, no faltaba más, anular el castigo impuesto sería una
subversión de la disciplina. Los otros escribientes, los oficiales e incluso
los subdirectores miraron a don José como si lo vieran por primera vez, las
pocas palabras del jefe lo convertían en una persona diferente, es más o menos
lo que sucede cuando se lleva a un niño a bautizar, se lleva a uno y se trae a
otro. Don José acabó de arreglar la mesa, después esperó su turno de salida,
estaba reglamentado que el primero en retirarse sería el subdirector más
antiguo, después los oficiales, luego los escribientes, siempre según el orden
de antigüedad, al otro subdirector le competía cerrar la puerta. Contra lo
acostumbrado, don José no dio la vuelta a la Conservaduría General para ir a
casa, se encaminó hacia las calles de alrededor, entró en tres tiendas
diferentes y en cada una hizo una compra, medio kilo de manteca de cerdo en
una, una toalla de rizo en otra, y también un pequeño objeto, cosa de nada, que
cabía en la palma de la mano y que guardó en un bolsillo exterior de la
chaqueta, porque no
necesitaba ser envuelto. Después se fue para casa. Pasaba
mucho de la media noche cuando salió. A esas horas eran pocos los autobuses en
circulación, sólo de tarde en tarde aparecía uno, por eso don José, por segunda
vez desde que la ficha de la mujer desconocida le apareciera, decidió tomar un
taxi. Sentía una especie de vibración en la boca del estómago, como un zumbido,
un frenesí, pero la cabeza permanecía calma o, simplemente, era incapaz de
pensar. Hubo un momento en que don José, encogido en el asiento del taxi como
si tuviera miedo de ser visto, todavía intentó imaginar lo que le podría
suceder, las consecuencias que tendría en su vida, si el acto que estaba a
punto de cometer se malograse, pero el pensamiento se escondió detrás de una
pared, De aquí no salgo, dijo desde allí y él comprendió, porque se conocía
bien, que el pensamiento lo quería proteger, no del miedo, sino de la cobardía.
Cerca del destino, ordenó parar el taxi, recorrería a pie el poco camino que le
faltaba, llevaba las manos en los bolsillos, sosteniendo, debajo de la
gabardina abotonada, los paquetes que contenían la manteca y la toalla. En el
momento en que iba a doblar una esquina para entrar en la calle donde se
encontraba la escuela, le cayeron unas gotas de lluvia sueltas, sustituidas
luego, cuando se aproximaba al portón, por un fuerte chaparrón que barrió
ruidosamente la calzada. Se dice, desde los tiempos clásicos, que la fortuna
protege a los audaces, en este caso el intermediario encargado de la protección
fue la lluvia o, con otras palabras, el cielo directamente, si anduviera alguna
persona por aquí a estas horas tardías estaría, sin duda, más preocupada en
resguardarse del súbito aguacero que en observar los manejos de un sujeto de
gabardina que, a juzgar por la edad que aparentaba, se escapó del chaparrón con
una rapidez inesperada, ahora mismo estaba aquí y ya no está. Guarecido debajo
de uno de los árboles de la cerca, el corazón batiéndose como loco, don José
respiraba ansiosamente, maravillado por la agilidad con que se había movido,
él, que en materia de ejercicios físicos no iba más allá de trepar hasta el
tope de la escalera de la Conservaduría General, y Dios sabe con qué voluntad.
Estaba a salvo de las miradas de la calle, y creía que, pasando cautelosamente
de árbol en árbol, podría alcanzar la entrada de la escuela sin que nadie de
fuera se apercibiese.
Tenía la
convicción de que no había guarda dentro, en primer lugar por la ausencia de
luz, tanto el otro día como ahora, y después porque las escuelas, salvo por
razones particulares y excepcionales, no son cosa que valga la pena asaltar.
Excepcionales y particulares eran sus razones, por eso había ido allí, armado
de medio kilo de manteca, una toalla y cortavidrios, que éste era el objeto que
no necesitaba ser envuelto. Ahora tenía que pensar bien en lo que iba a hacer.
Entrar
por la parte delantera sería una imprudencia, un vecino que viviese en uno de
los pisos altos del otro lado de la calle podría asomarse para contemplar la
lluvia que seguía cayendo fuerte y ver a un hombre rompiendo la ventana de la
escuela, hay muchas personas que no moverían un dedo para evitar la consumación
del acto violento, por el contrario, echarían la cortina y volverían a la cama,
diciendo, Allá ellos, pero hay otras personas que si no salvan el mundo es sólo
porque el mundo no se deja salvar, ésas llamarían inmediatamente a la policía y
se asomarían al balcón gritando, Al ladrón, dura palabra que don José no se
merece, como mucho falsificador, pero esto sólo lo sabemos nosotros.
Dio la
vuelta a la finca, tal vez sea por allí más fácil, pensó don José, y
posiblemente tenga razón, son tantas las veces que las partes traseras de los
edificios están mal cuidadas, con trastos viejos arrumbados, cubos esperando un
nuevo uso, latas viejas de pintura, ladrillos partidos de una obra, lo mejor
que puede desear quien pretende improvisar una escalera, alcanzar una ventana y
entrar por ahí.
De echo,
don José encontró algunos de estos útiles, pero estaba todo ordenado bajo un
alpende adosado a la pared, meticulosamente según parecía palpando aquí y allá,
sería menester mucho trabajo y tiempo para escoger y retirar, a oscuras, lo que
mejor se adecuase a las necesidades estructurales de la pirámide por donde
debería ascender, Si consiguiese subir al techo, murmuró, y la idea en
principio era excelente, dado que había una ventana dos palmos más arriba de la
junta de la parte superior del alpende con la pared, Incluso así, no sería
fácil, el techo es muy inclinado y con esta lluvia estará resbaladizo,
escurridizo, pensó. Don José sintió que perdía el ánimo, es lo que le acontece
a quien no tiene experiencia en asaltos, quien no se ha beneficiado de las
lecciones de los maestros escaladores, ni siquiera se le había ocurrido
inspeccionar antes el lugar, podía haber aprovechado el otro día cuando
comprobó que el portón no estaba cerrado con llave, la suerte le pareció tanta
en esa ocasión que prefirió no abusar.
Tenía en
el bolsillo la pequeña linterna eléctrica que usaba en la Conservaduría General
para iluminar las fichas, pero no quería encenderla aquí, una cosa es un bulto
en medio de la oscuridad, que puede pasar más o menos inadvertido, otra cosa
muy diferente, y peor, es un anillo de luz paseándose y denunciándose, Miren
dónde estoy. Resguardado bajo el alpende, oía la lluvia del techo y no sabía
qué hacer. A este lado también había árboles, más altos y frondosos que los de
la parte delantera, si detrás se escondían algunos edificios no podía verlos
desde donde estaba, Por tanto, tampoco ellos pueden verme a mí, pensó don José
y, después de haber dudado todavía un momento, encendió la linterna y la movió
de un lado a otro, de una pasada rápida. No se había equivocado, el depósito de
hierro viejo de la escuela estaba dispuesto y acondicionado con criterio, como
si fuesen piezas de maquinaria encajadas unas en otras. Volvió a encender la
linterna, esta vez apuntado el foco hacia arriba. Tumbada sobre los trastos,
suelta del resto, como pieza que de vez en cuando se usa, había una
escalerilla.
Sea por
el inesperado descubrimiento, o por un recuerdo repentino e incontrolado de las
alturas de la Conservaduría General, a don José le pasó una cosa por la vista,
modo expresivo y corriente de decir que dispensa, con comunicativa ventaja, el
uso de la palabra vértigo en bocas populares que no nacieron para eso. La
escalerilla no era tan alta que alcanzase la ventana, pero daba para subir al
alpende, y, a partir de ahí, que sea lo que Dios quiera.
Así
invocado, Dios decidió ayudar a don José en el trance, lo que no tiene nada que
ver de extraordinario si tenemos en cuenta la cantidad enorme de asaltantes
que, desde que el mundo es mundo, tuvieron la suerte de regresar de sus
asaltos, no sólo forrados de bienes, sino también enteros de cuerpo, o sea, sin
castigo divino.
Quiso pues la providencia que las
chapas onduladas de cemento que formaban el techo del alpende, además de ásperas
en el acabado, tuvieran en las aristas inferiores un reborde que sobresalía, a
cuyo atractivo ornamental el diseñador de fábrica, imprudente, no supo
resistirse. Gracias a eso, y a pesar de la fuerte inclinación del alpende, pie
aquí, mano allá, gimiendo, suspirando, raspando con las uñas, desollándose las
puntas de los zapatos, don José consiguió reptar hasta arriba. Ahora no faltaba
más que entrar. Bien, ha llegado el momento de decir que como escalador y
efractor, don José usa métodos absolutamente desactualizados, por no decir
antiguos e incluso arcaicos. Tiempo atrás, no sabe cuándo ni en qué libro o
papel, leyó que la manteca de cerdo y una toalla de rizo son los complementos
obligatorios de un cortavidrios siempre que se pretenda entrar con intención
malsana por una ventana, y de esos insólitos auxilios, con fe ciega, se había
provisto. Podía, evidentemente, para abreviar la tarea, dar un simple puñetazo
en el cristal, pero temió, al planificar el asalto, que el inevitable
estallido, subsiguiente al golpe, alarmase al vecindario y, si era cierto que
el mal tiempo con sus ruidos naturales contribuía a disminuir el riesgo, lo
mejor sería ceñirse estrictamente a la disciplina del método. Así, apoyados los
pies en el reborde providencial, hincadas las rodillas en la aspereza de las
chapas, don José se puso a cortar el cristal con el diamante a ras del marco de
la ventana. A continuación, con el pañuelo, jadeando por culpa del esfuerzo y
de la mala postura, secó como pudo el vidrio, para no perjudicar la deseada
adherencia de la manteca, o de la que quedaba, puesto que los violentos
esfuerzos que acometiera para escalar el plano inclinado habían convertido el
paquete en una masa informe y pegajosa, con las consecuencias que se imaginan
en la integridad de la ropa que traía puesta. A pesar de todo, consiguió
esparcir por el cristal una capa aceptablemente espesa de grasa, sobre la que
después, con la mayor minuciosidad posible, pegó la toalla que, al cabo de mil
contorsiones, logró sacar del bolsillo de la gabardina. Ahora tenía que
calcular con precisión la fuerza del golpe, que no debía ser ni tan débil que
tuviese que repetirlo, ni tan fuerte que redujese a nada la adherencia de los
vidrios al paño. Oprimiendo la parte superior de la toalla contra el marco con
la mano izquierda para que no se escurriera, don José cerró el puño derecho,
echó el brazo atrás y asestó un golpe seco que felizmente resultó, sordo,
sofocado, como el disparo de un arma provista de silenciador. Había acertado a
la primera, proeza notable para un aprendiz. Uno o dos pequeños fragmentos de
cristal cayeron al interior, nada más, pero eso no importaba, dentro no había
nadie. Durante algunos segundos, a pesar de la lluvia, don José se mantuvo
tumbado sobre el alpende, para recobrar las fuerzas y saborear el triunfo.
Después, enderezando el cuerpo, introdujo el brazo en la abertura, buscó y
encontró el pestillo de la ventana, Dios mío, qué dura es la vida de los
asaltantes, la abrió de par en par y, agarrándose al pretil, con la ayuda angustiosa
de los pies, que ya no encontraban puntos de
apoyo, consiguió izarse, alzar una pierna, después otra,
para acabar cayendo al otro lado, suavemente, como una hoja que se hubiese
desprendido del árbol.
El
respeto por la realidad de los hechos y la simple obligación moral de no
ofender la credibilidad de quien se ha dispuesto a aceptar como razonables y
coherentes las peripecias de tan inaudita búsqueda reclaman la inmediata
aclaración de que don José no cayó suavemente desde el pretil de la ventana,
como una hoja que se hubiese soltado de la rama. Por el contrario, lo ocurrido
es que cayó desamparado, como caería el árbol entero, cuando hubiera sido tan
fácil irse escurriendo poco a poco de su momentáneo asiento hasta tocar con los
pies en el suelo. La caída, por la dureza del choque y por la sucesión de
contactos dolorosos, incluso antes de que los ojos lo hubiesen podido
confirmar, le mostró que el lugar donde se encontraba era como una prolongación
del alpende exterior, o más probablemente su inverso, ambos sitios destinados a
trastero, pero primero éste, y sólo después, faltando aquí espacio, el de
fuera. Don José se quedó sentado durante unos minutos esperando que la
respiración se normalizase y dejasen de temblarle los brazos y las piernas.
Al cabo
de ese tiempo, encendió la linterna, teniendo cuidado de iluminar apenas el
suelo que tenía delante, y vio que, entre los muebles apiñados a un lado y a
otro, se había dejado un corredor que iba hasta la puerta. Se inquietó al
pensar que tal vez estuviese cerrada con llave, en ese caso tendría que
derrumbarla sin los utensilios adecuados y con el consecuente e inevitable
ruido. Fuera continuaba lloviendo, el vecindario debía de dormir, pero no
podemos fiarnos mucho de eso, hay personas con un sueño tan leve que incluso el
zumbido de un mosquito basta para despertarlas, después se levantan, van a la
cocina a beber un vaso de agua, miran casualmente hacia fuera y ven un agujero
rectangular negro en la pared del colegio, tal vez comenten, Qué poco cuidado
tienen los de la escuela, con un tiempo como éste dejan la ventana abierta, o,
Si no recuerdo mal, aquella ventana estaba cerrada, habrá sido la fuerza del
viento, nadie va a pensar que puede entrar un ladrón dentro, además errarían
radicalmente, porque don José, lo recuerdo una vez más, no vino a robar. Ahora
se le acaba de ocurrir que debería cerrar la ventana para que desde fuera no se
aperciban de la efracción, pero tiene dudas, se preguntan si no será mejor dejarla
como está, Pensarán que fue el viento o la falta de celo de algún empleado, si
la cerrase se notaría inmediatamente la rotura del cristal, tanto más que los
vidrios de la ventana son opacos, casi blancos. Confiado en que el resto del
mundo use el espíritu que tiene de una manera tan deductiva como la suya
propia, don José decidió dejar abierta la ventana y luego se puso a gatear por
entre los muebles hasta alcanzar la puerta. Que no estaba cerrada con llave.
Respiró aliviado, a partir de aquí no debería haber más obstáculos.
Necesitaba
ahora un sillón confortable, un sofá aún sería mejor, para pasar descansando el
resto de la noche, si los nervios lo consintieran hasta podría dormir. Como un
jugador de ajedrez experimentado, había calculado los lances, en realidad no es
muy difícil, cuando se está bastante seguro de las causas objetivas inmediatas,
avanzar prospectivamente por el abanico de los efectos probables y posibles y
de su transformación en causas, todo generando en sucesión efectos causas efectos
y causas efectos causas, hasta el infinito, pero ya sabemos que el caso de don
José no irá tan lejos. A los prudentes les habrá parecido una insensatez que el
escribiente se meta así en la boca del lobo, y ahora, como si fuese pequeña la
osadía, se quiera quedar tranquilamente durante lo que todavía falta de noche y
todo el día de mañana, con el riesgo de que lo sorprenda en flagrante delito
alguien más deductivo que él en materia de ventanas abiertas. Reconózcase, sin
embargo, que mayor insensatez habría sido andar de aula en aula encendiendo
luces. Juntar ventana abierta y luz encendida, cuando se sabe que están
ausentes los legítimos usuarios de una casa o de un colegio, es operación
mental al alcance de cualquier persona por poco desconfiada que sea, en general
se llama a la policía.
Don José
sentía dolores por todo el cuerpo, debía de tener las rodillas desolladas,
quizá sangrando, la incomodidad que le producía la rozadura de los pantalones
no decía otra cosa, además estaba mojado y sucio de la cabeza a los pies. Se
quitó la gabardina, que chorreaba, pensó, Si hubiese por aquí una división
interior, podría encender la luz, y un cuarto de baño, un cuarto de baño donde
pueda lavarme al menos las manos. Palpando el camino, abriendo y cerrando puertas,
encontró lo que buscaba, primero una pequeña división sin ventana, con
estanterías donde se guardaba material escolar y de escritorio, lápices,
cuadernos, hojas sueltas, bolígrafos, gomas de borrar, frascos de tinta,
reglas, escuadras, cartabones, estuches de dibujo, tubos de pegamento, cajitas
de grapas, y más que no llegó a ver.
Con la luz encendida pudo examinar
por fin los estragos causados por la aventura. Las heridas de las rodillas no
parecían tan malas como había supuesto, los rasguños eran superficiales, aunque
dolorosos. A la luz del día, cuando ya no tuviera que encender luces, buscaría
lo que en todas las escuelas se encuentra, el armario blanco de los primeros
auxilios, el desinfectante, el alcohol, el agua oxigenada, el algodón, la
venda, la gasa, el esparadrapo, ni tanto sería preciso. A la gabardina esos
remedios no la podrán ayudar, su mal es la porquería, es la manteca de cerdo
que impregna el tejido, A lo mejor con alcohol consigo quitarle lo más gordo,
pensó don José. Después buscó un cuarto de baño, y tuvo suerte, no necesitó
andar mucho para encontrar uno que, a juzgar por el arreglo y la limpieza,
sería el que utilizaban los profesores. La ventana que daba también a la parte
trasera de la escuela, además de los cristales opacos, obviamente más
necesarios aquí que en el trastero por donde había entrado, tenía
contraventanas de madera, gracias a las cuales don José pudo por fin encender
la luz y lavarse mirando lo que hacía. Después, robustecidas las fuerzas y más
o menos aseado, se procuró un sitio para dormir. Aunque en sus tiempos de
estudiante no pasó por un colegio así, con este aparato y estas dimensiones,
sabía que todas las escuelas tienen un director, que todos los directores
tienen un despacho, que todos los despachos tienen un sofá, precisamente
aquello que el cuerpo le pedía. Continuó pues abriendo y cerrando puertas, miró
dentro de las aulas, a las que la difusa luz exterior confería un aire
fantasmagórico, donde los pupitres de los alumnos parecían túmulos alineados,
donde la mesa del profesor era como un sombrío espacio de sacrificio, y la
pizarra negra el lugar donde se llevaban las cuentas de todos. Vio suspendidos
de las paredes, como si fuesen las manchas confusas que el tiempo va dejando
tras de sí en la piel de los seres y de las cosas, los mapas del cielo, del
mundo y de los países, las cartas hidrográficas y orográficas del ser humano,
la canalización de la sangre, el tránsito digestivo, la ordenación de los
músculos, la comunicación de los nervios, el armazón de los huesos, el fuelle
de los pulmones, el laberinto del cerebro, el corte del ojo, el enredo de los
sexos. Las aulas se sucedían unas a otras a lo largo de los pasillos que daban
la vuelta al colegio, se respiraba por todas partes el olor de la tiza, casi
tan antiguo como el de los cuerpos, hay quien dice que Dios antes de amasar el
barro con que después fabricó al hombre y la mujer, comenzó dibujándolos con
una tiza en la superficie de la primera noche, de ahí nos vino la única certeza
que tenemos, la de que fuimos, somos y seremos polvo, y que en una noche tan
profunda como aquélla nos perderemos. En algunos sitios la oscuridad era
espesa, completa, como si la hubiesen envuelto en paños negros, pero en otros
flotaba una reverberación oscilante de acuario, una fosforescencia, una
luminosidad azulada que no podía venir de la luz de las farolas de la calle o,
si de ellas venía, al atravesar los cristales se transfiguraba. Acordándose de
la pálida luz eternamente suspendida sobre la mesa del conservador, que las
tinieblas rodeaban y parecían estar a punto de devorar, don José murmuró, La
Conservaduría General es diferente, después añadió, como si necesitase
responderse a sí mismo, Probablemente, cuanto mayor es la diferencia, mayor
será la igualdad, y cuanto mayor es la igualdad, mayor la diferencia será, en
aquel momento todavía no sabía hasta qué punto la razón le asistía.
En este
piso sólo había aulas, el despacho del director estaría seguramente en el de
arriba, apartado de las voces, de los ruidos incómodos, del tumulto de la
entrada y salida de las clases. La escalera de acceso tenía en lo alto una
claraboya, al subir se ascendía progresivamente de la oscuridad a la luz, lo
que, en estas circunstancias, no tiene otro significado que prosaicamente
alcanzar a ver dónde ponemos los pies. Quiso la casualidad de la nueva búsqueda
que antes de encontrar el despacho del director, don José entrase en la
secretaría del colegio, una sala con tres ventanas que daban a la calle. El
mobiliario era el habitual en lugares de esta naturaleza, había unas cuantas
mesas, un número igual de sillas, armarios, archivos, ficheros, el corazón de don
José se sobresaltó al verlos, era esto lo que buscaba, fichas, boletines,
registros, asentamientos, notas, la historia de la mujer desconocida en la
época en que había sido niña y adolescente, suponiendo que después de éste no
hubiera otros colegios en su vida.
Don José
abrió un cajón del fichero al azar, pero la luz que llegaba de la calle no era
bastante para que percibiese qué tipo de registro contenían las fichas. Tengo
mucho tiempo, pensó don José, ahora lo que necesito es dormir. Salió de la secretaria
y dos puertas adelante dio finalmente con el despacho del director. Comparado
con la austeridad de la Conservaduría General, aquí no sería exagerado hablar
de lujo. El suelo estaba enmoquetado, la ventana tenía unas cortinas de tela
gruesa, ahora corridas, la mesa, de estilo anticuado, era amplia, el sillón de
piel negra, moderno, todo esto lo supo don José porque al abrir la puerta y
encontrarse con una oscuridad
total,
no tuvo dudas en encender primero la linterna, y, a continuación, la lámpara
del techo. Una vez que, estando dentro, no veía luz de fuera, alguien que
estuviera fuera tampoco vería luz de entro. El sillón del director era cómodo,
podría dormir allí, pero mucho mejor sería el largo y profundo sofá de tres
plazas que parecía abrirle cariñosamente los brazos, para acogerlo en ellos y
reconfortar el fatigado cuerpo. Don José miró el reloj, faltaban pocos minutos
para las tres. Viendo lo tarde que era, no se había dado cuenta del paso del
tiempo, se sintió repentinamente muy cansado, No aguanto más, pensó, y sin
poderse contener, de pura extenuación nerviosa, comenzó a sollozar, luego fue
un llanto desatado, casi convulsivo, allí, de pie, como si hubiese vuelto a
ser, en otra escuela, el muchachito de las primeras clases que cometió una
travesura y fue llamado por el director para recibir el merecido castigo. Tiró
la gabardina mojada al suelo, se sacó el pañuelo del bolsillo de los pantalones
y se lo llevó a los ojos, pero el pañuelo estaba tan mojado como el resto, toda
su persona, desde la cabeza hasta los pies, se daba cuenta ahora, era como si
estuviese rezumando agua, como si todo él no fuese más que una bayeta
retorcida, sucio el cuerpo, dolorido el espíritu, pero no quiso responder, tuvo
miedo de que el motivo que lo había traído a este lugar, puesto así al
descubierto, le pareciese absurdo, disparatado, cosa de loco. Un
estremecimiento lo sacudió repentinamente, A que me he constipado, dijo en voz
alta, tras estornudar dos veces, y después, mientras se sonaba, se encontró
recordando, por los caminos caprichosos de un pensamiento que va a donde quiere
sin dar explicaciones, aquellos actores de cine que siempre están cayéndose al
agua vestidos o aparecen chorreando por el diluvio, y nunca pillan una neumonía,
ni un simple resfriado, como en la vida real acontece todos los días, lo que
hacen, como mucho, es envolverse en una manta sobre la ropa mojada, idea que
sería del todo estúpida si no supiésemos que la filmación se interrumpirá para
que el actor se recoja en el camerino, tome un baño caliente y vista albornoz
con monograma. Don José comenzó descalzándose los zapatos, después se quitó la
chaqueta y la camisa, se sacó los pantalones, que colgó en una percha de pie
que se encontraba en un rincón, ahora sólo faltaba que se pudiese tapar con la
manta de la película, accesorio difícil de encontrar en el despacho de un
director de colegio, salvo si el director fuera una persona de edad, de esas a
quienes se les enfrían los pies cuando están mucho tiempo sentadas. El espíritu
deductivo de don José lo condujo, una vez más, a la conclusión cierta, la manta
estaba cuidadosamente doblada sobre el respaldo del sillón. No era grande, no
llegaba para cubrirlo por completo, pero sería mejor que tener que pasar toda la
noche a cuerpo. Don José apagó la luz del techo, se guió con la linterna y,
suspirando, se tendió en el sofá, para luego encogerse de modo que cupiera todo
debajo de la manta.
Seguía
temblando, la ropa interior que había conservado en el cuerpo estaba húmeda,
probablemente sería del sudor, del esfuerzo, la lluvia no podía haber penetrado
tanto. Se sentó en el sofá, se despojó de la camiseta y de los calzoncillos, se
quitó los calcetines, después se envolvió en la manta como si quisiera hacer de
ella una segunda piel y, enrollándose como una cochinilla, se sumió en la
oscuridad del despacho, esperando que un poco de misericordioso calor lo
transportase a la misericordia del sueño.
Tardó
uno, tardó el otro, alejados por un pensamiento que no quería írsele de la
cabeza, Y si viene alguien y me encuentra en este estado, quería decir desnudo,
llamaría a la policía, le pondrían esposas, le preguntarían el nombre, la edad
y la profesión, primero vendría el director del colegio, después aparecería el
jefe de la Conservaduría General, y entre los dos mirándolo con severa condena,
Qué hace aquí, preguntarían, y él no tendría voz para responder, no podría
explicarles que anda buscando a una mujer desconocida, lo más seguro era que se
partieran de risa, y después volverían a preguntar, Qué hace aquí, y no
pararían de preguntar hasta que él confesase todo, la prueba está en que
siguieron repitiéndola en el sueño cuando, finalmente, con la mañana llegando
al mundo, don José pudo abandonar la extenuante vigilia, o ella lo abandonó a
él.
Se
despertó tarde, soñando que estaba otra vez en el alpende, con la lluvia
cayéndole encima con un estruendo de catarata, y que la mujer desconocida, en
pose de una actriz de cine de su colección, sentada en el pretil de la ventana
y con la manta del director doblada en el regazo, esperaba que él acabase de
subir, al mismo tiempo que le decía, Hubiera sido mejor que llamaras a la
puerta principal, a lo que él, jadeando, respondía, No sabía que estabas aquí,
y ella, Estoy siempre, nunca salgo, después parecía que iba a asomarse para
ayudarlo a subir, pero de repente desapareció, el alpende desapareció con ella,
sólo se quedó la lluvia, cayendo, cayendo sin parar sobre la silla del jefe de
la Conservaduría General, donde don José se vio a sí mismo sentado. Le dolía un
poco la cabeza pero no parecía que el enfriamiento se hubiese agravado. Por
entre los paños de las cortinas se colaba una lámina finísima de luz grisácea,
eso significaba que, al
contrario de lo que creyera, no estaban completamente
corridas. Nadie debe de haberse dado cuenta, pensó, y tenía razón, deslumbrante
hasta más no poder es la luz de las estrellas, y no sólo la mayor parte se
pierde en el espacio, sino que una simple neblina basta para tapar a nuestros
ojos la luz que sobró. Un vecino del otro lado de la calle, aunque hubiese
mirado por la ventana para ver cómo estaba el tiempo, pensaría que era un
destello de la propia lluvia aquel hilo luminoso que ondulaba entre las gotas
que se deslizaban por la cristalera. Envuelto en la manta, don José apartó
levemente las cortinas, era su vez de saber cómo estaba el tiempo. En aquel
momento no llovía, pero el cielo se mostraba tapado por una única nube oscura,
tan baja que parecía tocar los tejados, como una inmensa losa. Mejor así,
pensó, cuanto menos gente vaya por la calle, mejor. Fue a palpar la ropa que se
había quitado para comprobar si estaba ya en condiciones de ser vestida. La
camisa, la camiseta, los calzoncillos y los calcetines estaban aceptablemente
secos, los pantalones bastante menos, pero la chaqueta y la gabardina, ésas
todavía tenían para muchas horas. Se puso todo menos los pantalones, para
evitar el roce del tejido tieso por la humedad en las rodillas desolladas, y se
encaminó hacia la enfermería. Por lógica, debería estar instalada en la planta
baja, cerca del gimnasio y de los accidentes que le son propios, al lado del
patio del recreo, donde en los intervalos de las clases, en juegos de mayor o
menor grado de violencia, los alumnos desahogan las energías y sobre todo el
tedio y la ansiedad provocadas por el estudio. Acertó. Después de lavar las
heridas con agua oxigenada, se aplicó un desinfectante que olía a yodo y las
vendó cuidadosamente con tal exageración de gasa y esparadrapos que parecía que
llevaba unas rodilleras.
A pesar
de eso, podía flexionar las articulaciones lo suficiente para caminar, se calzó
los pantalones y se sintió otro hombre, aunque no tanto que lo hiciera olvidar
el malestar generalizado de su pobre cuerpo. Tiene que haber por aquí alguna
cosa contra este enfriamiento y este dolor de cabeza, pensó, y poco después,
habiendo encontrado lo que necesitaba, ya estaba con dos comprimidos en el
estómago.
No
necesitó tomar precauciones para no ser visto desde fuera, ya que la ventana de
la enfermería, como sería de esperar, tenía también los cristales opacos, pero
a partir de ahora debería ser cauteloso en todos sus movimientos, nada de
distracciones, evitar despegarse del fondo de las aulas, moverse a gatas en el
caso de tener que acercarse a una ventana, comportarse, en fin, como si nunca
hubiese hecho otra cosa en la vida que asaltar casas. Un ardor súbito en el
estómago le recordó el error que había cometido al tomar los comprimidos sin la
compañía de un poco de comida, aunque fuese una simple galleta, Muy bien, y
dónde hay galletas aquí, se preguntó, percibiendo que tenía ahora un nuevo
problema para resolver, el problema de la comida, tanto más que no podría salir
del edificio antes de que fuera de noche, Y noche cerrada, precisó.
Aunque,
como sabemos, se trata de persona fácil de contentar en cuestiones de
alimentación, con algo tendría que adormecer el apetito hasta regresar a casa,
si bien don José respondió a la necesidad con estas palabras estoicas, Un día
no son días, no se muere por pasar unas horas sin comer.
Salió de
la enfermería, y pese a que la secretaría, donde tendría que hacer sus
pesquisas, estaba en el segundo piso, decidió, por mera curiosidad, dar una
vuelta por las instalaciones de la planta baja. Encontró en seguida el
gimnasio, con sus vestuarios, sus espalderas y otros aparatos, la barra, el
plinto, las anillas, el potro, el trampolín, las colchonetas, en las escuelas
de su tiempo no se veían estos perfeccionamientos atléticos, ni los habría
deseado para sí, como había sido entonces y hoy continuaba, lo que generalmente
se llama un enclenque.
El ardor
del estómago se acentuaba, le subió a la boca una ola ácida que le picó la
garganta, si al menos sirviese para aliviarle el dolor de cabeza, Y el
enfriamiento, probablemente tengo fiebre, pensó en el momento en que abría una
puerta más. Era, bendito sea el espíritu de curiosidad, el refectorio. Entonces
al pensamiento de don José le crecieron alas, se precipitó velocísimo tras la
comida, Si hay refectorio, hay cocina, si hay cocina, no necesito seguir
pensando, la cocina estaba allí, con sus fuegos sus cazos y sartenes, sus
platos y vasos, sus armarios y su enorme frigorífico. Hacia él se dirigió, la
abrió de par en par, los alimentos aparecieron iluminados por un resplandor,
una vez más sea alabado el dios de los curiosos, y también el de los
asaltantes, en algunos casos no menos merecedor. Un cuarto de hora después, don
José era definitivamente otro hombre, recompuesto de cuerpo y alma, con la ropa
casi seca, las rodillas curadas, el
estómago trabajándole con algo más alimenticio y
consistente que dos amargos comprimidos contra el enfriamiento. Para la hora
del almuerzo volvería a esta cocina, a este humanitario frigorífico, ahora se
trataba de investigar en los ficheros de la secretaría, avanzar un paso más, ya
sabría si largo, si corto, en la averiguación de las circunstancias de la vida
de la desconocida mujer que hace treinta años, cuando era apenas una niña de
ojos serios y flequillo rozándole las cejas, se sentara en aquel banco para
comer su merienda de pan con membrillo, tal vez triste por culpa del borrón que
dejó caer en la copia, tal vez feliz porque la madrina le había prometido una
muñeca.
El rótulo
del cajón era explícito, Alumnos por Orden Alfabético, otros cajones presentaban
diferentes letreros, Alumnos de Primero, Alumnos de Segundo, Alumnos de Tercero
y así sucesivamente hasta el último año de escolaridad. El espíritu profesional
de don José apreció con agrado el sistema de archivo, organizado de modo que
facilitase el acceso a las fichas de los alumnos por dos vías convergentes y
complementarias, una general, la otra particular. Un cajón aparte contenía las
fichas de los profesores, según se podía leer en el rótulo que exhibía,
Profesores. Al verlo se pusieron en movimiento, inmediatamente, en el espíritu
de don José, los engranajes de su eficaz mecanismo deductivo, Si, como es
lógicamente presumible, pensó, los profesores que están en el cajón son los que
prestan actualmente servicio, entonces las fichas de los estudiantes, por
simple coherencia archivística, se referirán a la población escolar actual,
además, cualquier persona vería que las fichas de los alumnos de treinta años
electivos, esto haciendo las cuentas por lo bajo, nunca podrían caber en esta
media docena de cajones, por muy fina que fuese la cartulina empleada. Sin
ninguna esperanza, apenas para sosegar la conciencia, don José abrió el cajón
donde, de acuerdo con el orden alfabético, debería encontrarse la ficha de la
mujer desconocida. No estaba.
Cerró el
cajón, miró alrededor, Tiene que haber otro fichero con las indicaciones de los
antiguos alumnos, pensó, es imposible que las destruyan cuando llegan al final
de la escolaridad, sería un atentado contra las reglas más elementales de la
archivística. Si tal fichero existía, no se encontraba allí, nervioso, y a
pesar de adivinar que la búsqueda sería inútil, abrió los armarios y los
cajones de la mesa. Nada. La cabeza, como si no hubiese podido soportar la
decepción, comenzó a dolerle más. Y ahora, José, se preguntó. Ahora a buscar,
respondió. Salió de la secretaría, miró a un lado y a otro del largo pasillo.
Aquí no
había clases, por tanto las divisiones de este piso, aparte del despacho del
director, deberían tener otras aplicaciones, una de ellas, como vio en seguida,
era una sala de profesores, otra servía de almacén de lo que parecía material
escolar fuera de uso, y las dos restantes contenían, organizado en cajas en las
grandes estanterías, algo que tenía todo el aspecto de ser el archivo histórico
de la escuela. Exultó don José pero, ésa es la ventaja de quien tiene
experiencia en su oficio o, desde el punto de vista de la esperanza acabada de
perder, la penosa desventaja, pocos minutos bastaron para comprobar que tampoco
allí se encontraba lo que deseaba, el archivo era meramente de tipo
burocrático, estaban las cartas recibidas, estaban los duplicados de las cartas
escritas, había estadísticas, mapas de frecuencia, gráficos de aprovechamiento,
tomos de legislación.
Rebuscó
una vez, dos veces, inútilmente. Desesperado, salió al pasillo, Tanto esfuerzo
para nada, dijo, y después, una vez más, obligándose a obedecer a la lógica, Es
imposible, las malditas fichas tienen que estar en algún lugar, si esta gente
no ha destruido la correspondencia de tantos años, una correspondencia que ya
no sirve para nada, menos destruiría las fichas de los alumnos, son documentos
importantísimos para las biografías, no me extrañaría nada que por este colegio
hubieran pasado algunos de los que tengo en mi colección. En otras
circunstancias, quizá don José hubiese pensado que, así como se le ocurriera la
idea de enriquecer sus recortes con las copias de las partidas de nacimiento,
también sería interesante añadirles la documentación referente al grado y al
aprovechamiento escolar. De cualquier modo, nunca pasaría de un sueño de
realización imposible. Una cosa era tener los papeles de nacimiento a un palmo
de distancia, en la Conservaduría General, otra cosa sería andar por la ciudad
asaltando escuelas sólo para saber si fulana tuvo un cinco o un ocho en
matemáticas de cuarto y si fulano era tan indisciplinario como se complacía
declarando en las entrevistas. Y si para entrar en cada una de las escuelas iba
a tener que sufrir tanto como había sufrido en ésta, mejor sería que se quedase
en el remanso de su casa, resignado a conocer del mundo apenas aquello que las
manos pueden alcanzar sin salir, palabras, imágenes, ilusiones.
Resuelto a acabar de una vez por
todas, don José volvió a entrar en el archivo, Si la lógica todavía reina en
este mundo las fichas tienen que estar aquí, dijo. Los estantes de la división
primera, caja por caja, montón por montón, fueron pasados a peine fino, forma
de expresar que debe de tener su origen en el tiempo en que las personas
necesitaban peinarse con el susodicho objeto, también llamado lendrera, porque
conseguía retener lo que el peine normal dejaba escapar, pero el intento
resultó otra vez baldío, fichas no había. Esto es, las había, sí, metidas sin
cuidado en una caja grande, pero sólo de los últimos cinco años. Convencido
ahora de que las demás fichas, finalmente, habían sido destruidas, rasgadas,
tiradas a la basura, si no quemadas, ya sin esperanza, con la indiferencia de
quien se limita a cumplir una obligación inútil, don José entró en la división
segunda. Sin embargo, sus ojos, si el verbo no es del todo impropio en esta
oración, se apiadaron de él, por más que se intente no se encontrará otra
explicación al hecho de ponerle delante, inmediatamente, aquella puerta
estrecha entre dos estanterías, como si supiesen, desde el principio, que ella
estaba allí. Creyó don José que había llegado al término de sus trabajos, a la
coronación de sus esfuerzos, reconózcase, en verdad, que lo contrario sería una
inadmisible crueldad del destino, alguna razón tendrá el pueblo para persistir
en la afirmación, a pesar de las contrariedades de la vida, de que la mala
suerte no siempre está escondida tras la puerta, aquí detrás por lo menos, como
en los antiguos cuentos, debe de haber un tesoro, aunque para llegar a él sea
necesario combatir al dragón. Éste no tiene las fauces babeantes de furia no
lanza humo y fuego por las narices, no despide rugidos como temblores de
tierra, es simplemente una oscuridad quieta a la espera, espesa y silenciosa
como el fondo del mar, hay personas con fama de valientes que no tendrían el
coraje de pasar de aquí, algunas incluso huirían en seguida, despavoridas, con
miedo de que el inmundo bicho les lanzase las garras a la garganta. No siendo persona
que se pueda apuntar como ejemplo o modelo de bravura, don José, después de los
años de Conservaduría General acumulados, adquirió un conocimiento de noche,
sombra, oscuro y tiniebla, que acabó compensando su timidez natural y que ahora
le permite, sin excesivo temor, extender el brazo a través del cuerpo del
dragón buscando el interruptor eléctrico. Lo encontró, lo accionó, pero no se
encendió ninguna luz. Arrastrando los pies para no tropezar, avanzó un poco
hasta que se golpeó el tobillo de la pierna derecha en una arista dura. Se
agachó para palpar el obstáculo y, al mismo tiempo que percibió que se trataba
de un escalón metálico, sintió en el bolsillo el volumen de la linterna, de la
que en medio de tantas y tan contrarias emociones, se había olvidado. Tenía
delante una escalera de caracol que subía en dirección a una tiniebla aún más
espesa que la del umbral de la puerta y que engulló el foco de luz antes de que
pudiese mostrar el camino de arriba. La escalera no tiene pasamanos, justamente
lo que menos le conviene a alguien que padece tanto de vértigo, en el quinto
escalón, si consigue llegar, don José perderá la noción de la altura real a que
se encuentra, sentirá que va a caer desamparado, y caerá. No fue así. Don José
está siendo ridículo, pero no le importa, sólo él sabe hasta qué punto es
absurdo y disparatado lo que está haciendo, nadie lo podrá ver arrastrándose
escalera arriba como un lagarto todavía sin espabilar de la hibernación.
Agarrado ansiosamente a los escalones, uno tras otro, el cuerpo intentando
acompañar la curva helicoidal que parece no acabar nunca, las rodillas otra vez
martirizadas. Cuando las manos de don José, por fin, tocaron el suelo liso de
la buhardilla, las fuerzas de su cuerpo hacía mucho que habían perdido la
batalla contra el espíritu asustado, por eso no pudo levantarse en seguida, se
quedó extendido, así, de bruces, la camisa y la cara posadas en el polvo que
cubría el suelo, las piernas colgando en las escaleras, por cuántos
sufrimientos tienen que pasar las personas que salen de la tranquilidad de sus
hogares para meterse en locas aventuras.
Al cabo
de unos minutos, todavía echado de bruces, porque no estaba tan falto de
sensatez como para cometer la imprudencia de ponerse en pie en medio de la
oscuridad, con el riesgo de dar un paso en falso y caer desmadejadamente al
abismo de donde viniera, don José, con esfuerzo, torciendo el cuerpo, consiguió
sacar otra vez la linterna que había guardado en el bolsillo trasero de los
pantalones. La encendió y paseó la luz por el suelo que tenía delante. Había
papeles esparcidos, cajas de cartón, algunas reventadas, todo cubierto de
polvo.
Unos
metros más allá distinguió lo que le parecieron las patas de una silla. Subió
ligeramente el foco, de hecho era una silla. Parecía en buen estado, el
asiento, el respaldo, y sobre ella, pendiendo del bajo techo, había una
bombilla sin pantalla, Como en la Conservaduría General, pensó don José.
Dirigió el foco hacia las paredes de alrededor, le aparecieron bultos fugitivos
de estantes que daban la vuelta a todo el compartimiento.
No eran altos, ni podían serlo debido a la inclinación del
techo, y estaban sobrecargados de cajas y de montones informes de papeles.
Dónde estará el interruptor de la luz, se preguntó don José, y la respuesta fue
la que esperaba, Está abajo y no funciona, Sólo con esta linterna no creo que
consiga encontrar las fichas, además presiento que la pila está en las últimas,
Debías haber pensado en eso antes, tal vez hayan colocado aquí otro
interruptor, Aunque así fuera, ya vimos que la bombilla está fundida, No lo
sabemos, Se habría encendido si no estuviera fundida, La única cosa que sabemos
es que accionamos el interruptor y la luz no se encendió, Ahí está, Puede
significar otras cosas, Qué, Que abajo no haya bombilla, Entonces sigo teniendo
razón, ésta de aquí está fundida, Nada nos dice que no existan dos
interruptores y dos lámparas, una en la escalera y otra en la buhardilla, la de
abajo está fundida, la de arriba todavía no lo sabemos, Puesto que has sido
capaz de deducir eso, descubre el interruptor de ésta. Don José dejó la
incómoda posición en que todavía se encontraba y se sentó en el suelo, Voy a
salir de aquí con la ropa en un estado miserable, pensó, y apuntó el foco a la
pared más próxima a la abertura de la escalera, Si existe, tiene que estar
aquí. Lo descubrió en el preciso instante en que se aproximaba a la
desalentadora conclusión de que el único interruptor era el de abajo. Al
plantar casualmente la mano libre en el suelo para apoyarse mejor, la luz del
techo se encendió, el interruptor, de ésos de botón, había sido instalado en el
suelo de madera que quedara al alcance inmediato de quien subiese la escalera.
La luz amarilla de la lámpara apenas alcanzaba la pared del fondo, en el
pavimento no se veían señales de paso. Acordándose de las fichas que había
visto en el piso de abajo, don José dijo en voz alta, Hace por lo menos seis
años que nadie entra aquí.
Cuando el
eco de las palabras se desvaneció, don José percibió que se había creado en el
desván un gran silencio, como si el silencio que había antes alojase un
silencio mayor, serían los bichos de la madera que habían interrumpido su
actividad excavadora.
Del techo
colgaban telarañas negras de polvo, las propietarias debieron de morir hace
mucho tiempo por falta de comida, no hay aquí nada que pueda atraer a una mosca
perdida, para colmo con la puerta de abajo cerrada, y las polillas del papel y
los lepismas, tal como la carcoma en las vigas, no tenían ningún motivo para
cambiar por el mundo exterior las galerías de celulosa donde vivían. Don José
se levantó, inútilmente intentó sacudirse el polvo de los pantalones y de la
camisa, la cara parecía la de un payaso extravagante, con una gran mancha en un
solo lado. Se sentó en la silla, debajo de la lámpara, y comenzó a hablar
consigo mismo. Razonemos, dijo, razonemos, si las fichas antiguas están aquí, y
todo indica que sí, no es nada probable que las vaya a encontrar reunidas
alumno por alumno, o sea, que las fichas de cada alumno están juntas de modo
que se pueda seguir de una pasada toda su trayectoria escolar, lo más seguro es
que la secretaria, al finalizar cada año lectivo, hiciese un paquete con todas
las fichas correspondientes a ese año y las arrumbase aquí, no creo que se
molestasen siquiera en guardarlas en cajas, o tal vez sí, ya veremos, espero,
si así fue, que al menos escribieran por fuera el año al que corresponden, de
una manera u otra será sólo cuestión de tiempo y paciencia. La conclusión no
había añadido gran cosa a las premisas, desde el principio de su vida don José
sabe que sólo necesita para usar la paciencia, desde el principio espera que a
la paciencia no le falte el tiempo. Se levantó y, fiel a la regla de que en
todas las operaciones de búsqueda lo mejor es comenzar siempre por una punta y
avanzar con método y disciplina, atacó el trabajo por el extremo de una de las
filas de estantes, resuelto a no dejar papel sobre papel sin verificar si,
entre el de abajo y el de encima, otro papel estuviera escondido. Abrir una
caja, desatar un mazo, cada movimiento que hacía levantaba una nube de polvo,
hasta tal punto que, para no acabar asfixiado, tuvo que atarse el pañuelo sobre
la nariz y la boca, un método preventivo que los escribientes debían seguir
cada vez que iban al archivo de los muertos en la Conservaduría General. En
pocos minutos se le pusieron las manos negras, el pañuelo perdió lo poco que le
quedaba de blancura, don José se convirtió en un minero de carbón a la espera
de encontrar en el fondo de la mina el carbono puro de un diamante.
La
primera ficha apareció al cabo de media hora. La niña ya no usaba flequillo,
pero los ojos, en esta fotografía sacada a los quince años, conservaban el
mismo aire de gravedad dolorida. Cuidadosamente, don José la puso encima de la
silla y continuó buscando. Trabajaba en una especie de sueño, minucioso,
febril, bajo sus dedos se escapaban las polillas espantadas por la luz y, poco
a poco, como si removiera los restos de un túmulo, el polvo se le agarraba a la
piel tan fino que atravesaba la ropa. Al principio, cuando le aparecía un mazo
de fichas iba inmediatamente a la que le interesaba, después comenzó a
demorarse en nombres, en imágenes, por nada, sólo porque estaban allí y nadie
más volvería a entrar en esta buhardilla, para apartar
el polvo que las cubría, centenas, millares de rostros de
muchachos y muchachas, mirando de frente al objetivo, el otro lado del mundo, a
la espera no sabían de qué. En la Conservaduría General no era así, en la
Conservaduría General sólo existían palabras, en la Conservaduría General no se
podía ver cómo habían cambiado las caras, cuando lo más importante era
precisamente eso, lo que el tiempo hace mudar, y no el nombre que nunca varía.
Cuando el estómago de don José hizo señales, estaban sobre la silla siete fichas,
dos de ellas con retratos iguales, la madre debió de decirle, Lleva ésta del
año pasado, no necesitas ir al fotógrafo, y ella llevó el retrato, con pena de
no tener ese año una fotografía nueva.
Antes de
bajar a la cocina, don José entró en el cuarto de baño del director para
lavarse las manos, se quedó asombrado cuando se vio en el espejo, no imaginaba
que pudiera tener la cara en aquel estado, sucísima, surcada de regueros de
sudor, No parezco yo, pensó, y probablemente nunca lo había sido tanto. Cuando
acabó de comer, subió a la buhardilla tan aprisa como las rodillas le
permitieron, se le ocurrió que si faltase la luz, posibilidad a tener en cuenta
con estas lluvias, no podría terminar la búsqueda.
Suponiendo
que no hubiese repetido ningún curso, sólo le restaba encontrar cinco fichas, y
si se quedase a oscuras, su esfuerzo, en parte, se habría perdido, ya que no
podría volver a entrar en la escuela. Absorto en el trabajo se olvidó del dolor
de cabeza, del enfriamiento, y ahora notaba que estaba peor. Volvió a bajar
para tomar otros dos comprimidos, subió sacando fuerzas de flaqueza, y retomó
el trabajo. La tarde se aproximaba a su fin cuando encontró la última ficha.
Apagó la luz de la buhardilla, cerró la puerta y, como un sonámbulo, se enfundó
la chaqueta y la gabardina, limpió lo mejor que pudo las señales de su paso y
se sentó a esperar la noche.
A la mañana siguiente, apenas la
Conservaduría General había comenzado su actividad, ya sentados los
funcionarios en sus lugares, don José entreabrió la puerta de comunicación e
hizo pst pst para llamar la atención del colega escribiente que se encontraba
más cerca. El hombre giró la cabeza y vio una cara congestionada, de ojos
parpadeantes, Qué desea, preguntó en voz baja para no perturbar el quehacer, pero
dejando asomar en las palabras un tono de recriminación irónica, como si el
escándalo de la falta sólo viniese a dar la razón a quien el retraso ya había
escandalizado, Estoy enfermo, dijo don José, no puedo ir a trabajar. El colega
se levantó contrariado, dio tres pasos en dirección al oficial de su sección, y
lo informó, Disculpe, señor, ahí está don José diciendo que se encuentra
enfermo. A su vez, el oficial se levantó, dio cuatro pasos en dirección al
subdirector respectivo y lo informó, Disculpe, señor, ahí está el escribiente
don José diciendo que se encuentra enfermo. Antes de dar los cinco pasos que lo
separaban de la mesa del conservador, el subdirector se acercó a averiguar la
naturaleza de la enfermedad, Qué le aqueja, preguntó, estoy constipado,
respondió don José, Un constipado nunca ha sido motivo para faltar al trabajo,
Tengo fiebre, Cómo sabe que tiene fiebre, Usé el termómetro, Algunas décimas
por encima de lo normal, No señor, estoy con treinta y nueve, Un simple
resfriado nunca sube tanto, Entonces puedo tener gripe, O una neumonía, No sea
agorero, Estoy sólo admitiendo una posibilidad, no agoro, Disculpe, era una
manera de hablar, Y cómo ha llegado a ese estado, Creo que ha sido la lluvia
que me cayó encima, Las imprudencias se pagan, Tiene razón, Enfermedades
contraídas por causas ajenas al servicio no deberían considerarse, de hecho no
estaba de servicio, Voy a ponerlo en conocimiento del jefe, Sí señor, No cierre
la puerta, puede ser que le quiera dar algunas instrucciones, Sí señor. El
conservador no dio instrucciones, se limitó a mirar por encima de las cabezas
inclinadas de los funcionarios y a hacer un gesto con la mano, un gesto breve,
como si despreciase el asunto por insignificante o como si retrasase para más
tarde la atención que pretendía darle, a aquella distancia don José no sería
capaz de distinguir la diferencia, suponiendo que sus ojos llorosos e
inflamados consiguiesen darle alcance. De todos modos, se supone que
amedrentado por la mirada, don José, sin darse cuenta de lo que hacía, abrió un
poco más la puerta, mostrándose de cuerpo entero a la Conservaduría General,
con una bata vieja sobre el pijama, los pies enfundados en unas zapatillas, el
aire marchito de quien padece un brutal constipado, o una gripe maligna, o una
bronconeumonía de las mortales, nunca se sabe, han sido tantas las veces en la
vida que una pequeña brisa acabó en huracán devastador. El subdirector volvió
para decirle que hoy o mañana sería visitado por el médico oficial, pero a
continuación, oh maravilla, pronunció unas palabras que ningún funcionario
inferior de la Conservaduría General, él u otro cualquiera, tuvo la felicidad
de escuchar alguna vez, El jefe le desea que se mejore, y el propio subdirector
no parecía creerse lo que estaba diciendo. Estupefacto, don José todavía tuvo
entereza suficiente para mirar en dirección al conservador, con el fin de
agradecerle el inesperado voto, pero él tenía la cabeza baja,
como si estuviese aplicado en el trabajo aunque, conociendo
nosotros las costumbres laborales de esta Conservaduría General, es más que
dudoso. Despacio, don José cerró la puerta y, temblando de emoción y de fiebre,
se metió en la cama.
No había
recibido sólo aquella lluvia que le cayó encima mientras, resbalando del
alpende, forcejeaba por entrar en el colegio. Cuando, llegada la noche, salió
finalmente por la ventana y alcanzó la calle, no podía imaginar, pobre de él,
lo que le esperaba. Las más penosas circunstancias de la escalada, pero sobre
todo el polvo acumulado en los archivos de la buhardilla, lo habían dejado,
desde la cabeza hasta los pies, en un estado de suciedad imposible de
describir, con la cara y el pelo empastados de negro, las manos como cepillos
renegridos, esto sin hablar de la ropa, la gabardina impregnada de manteca y
hecha un harapo, los pantalones que parecía haber servido para la limpieza de
una chimenea con siglos de hollín, cualquier vagabundo, incluso viviendo en la
más extrema de las penurias, habría salido con más dignidad a la calle.
Cuando
don José, dos manzanas más allá de la escuela, a esas alturas había dejado de
llover, paró un taxi para regresar a casa, aconteció lo que tenía que
acontecer, el conductor, viendo aquella figura negra surgida de repente de las
entrañas de la noche, se asustó y aceleró, y ésta no fue la única vez, tres
taxis a los que don José hizo después señal desaparecieron a la vuelta de la
esquina como si los persiguiese el diablo. Se resignó don José a volver a casa
andando, ni en un autobús se atrevía ahora a entrar, paciencia, será una fatiga
más a unir a esta que apenas lo deja arrastrar los pies, pero lo peor fue que
de ahí a poco la lluvia recomenzó y no paró durante todo el interminable
camino, calles, plazas, avenidas, por una ciudad que era como si estuviera
desierta, y aquel hombre solo, chorreando, sin que ni siquiera un paraguas que
lo proteja de la lluvia más recia, se comprende por qué, nadie va con un
paraguas a un asalto, es como en la guerra, podría resguardarse en el vano de
una puerta y esperar una pausa del cielo, pero no vale la pena, más mojado de
lo que ya está no es posible. Cuando don José llegó a casa, la única parte
aceptablemente seca de su ropa era un bolsillo de la chaqueta, el interior del
lado izquierdo, donde había metido las fichas escolares de la niña desconocida,
vino todo el tiempo con la mano derecha sobre ellas, defendiéndolas de la
lluvia, quien así lo viese pensaría, sobre todo con la cara de sufrimiento que
llevaba, que tenía algo malo en el corazón. Tiritando, se desnudó del todo,
preguntándose confusamente cómo iría a resolver el problema de la limpieza de
aquella ropa amontonada en el suelo, no estaba provisto de trajes, zapatos,
calcetines y camisas hasta el punto de poder enviar al tinte, de una sola vez,
como si fuese persona de posibles, un conjunto completo, seguro que le faltará
alguna de estas piezas cuando mañana tenga que vestirse con lo que le resta.
Resolvió dejar la preocupación para después, ahora se trata de quitarse esta
porquería del cuerpo, lo malo es que el calentador funciona defectuosamente, el
agua tanto salía hirviendo como fría de congelarse, con sólo pensarlo se
estremeció entero, después, como quien desea convencerse a sí mismo, murmuró,
tal vez me haga bien al constipado, un chorro caliente, un chorro frío, eso
dicen.
Entró en
el cubículo que le servía de cuarto de baño, se miró en el espejo y comprendió
el susto de los taxistas, en su lugar habría hecho igual, huir de este fantasma
de órbitas hundidas y boca de la que escurre por las comisuras una especie de
baba negra. El calentador no se portó mal esta vez, le lanzó dos zurriagazos
fríos al principio, el resto fue reconfortantemente tibio, una rápida
escaldadura de vez en cuando hasta ayudó a disolver la suciedad. Al salir del
baño, don José se sentía reanimado, como nuevo, pero en cuanto se metió en la
cama le volvieron los temblores, en ese momento abrió el cajón de la mesilla
donde guardaba el termómetro, poco después decía, Treinta y nueve, si mañana
sigo así, no podré ir a trabajar. Sea por efecto de la fiebre o de la fatiga, o
de ambas, este pensamiento no le inquietó, no le pareció extraña la irregular
idea de faltar al servicio, en este momento don José no parecía ser don José, o
eran dos los don José que se encontraban tumbados en la cama, con la manta
subida hasta la nariz, un don José que perdiera el sentido de las
responsabilidades, otro don José para quien esto se había vuelto totalmente
indiferente. Con la luz encendida, estuvo amodorrado durante unos minutos y
luego despertó sobresaltado al soñar que abandonaba las fichas encima de la
silla de la buhardilla, que deliberadamente las abandonaba, como si en toda su
aventura no hubiese habido otra meta que buscarlas y encontrarlas. Y también
soñó que alguien entraba en la buhardilla después de que él hubiese salido, que
veía el montoncito de las trece fichas y preguntaba, Qué misterio es éste.
Medio atontado, se levantó y fue a buscarlas, las había puesto sobre la mesa
cuando vació los bolsillos de la chaqueta, y volvió a la cama.
Las fichas estaban sucias de huellas
negras, algunas hasta mostraban con absoluta nitidez sus impresiones digitales,
tendría que limpiarlas mañana para evitar cualquier intento de identificación,
Qué estupidez, pensó, todo lo que tocamos se queda con las impresiones
digitales, limpio éstas y dejo otras, la diferencia es que unas son visibles y
otras no. Cerró los ojos y poco después volvió a entrar en estado de
somnolencia, la mano, que apenas retenía las fichas, se aflojó sobre la colcha,
algunas cayeron al suelo, allí estaban los retratos de una joven en diferentes
edades, de niña a adolescente, abusivamente traídos hasta aquí, nadie tiene el
derecho de apropiarse de retratos que no le pertenecen salvo si le son
ofrecidos, llevar el retrato de una persona en el bolsillo es como llevar un
poco de su alma. El sueño de don José, pero de éste no despertó, era ahora
otro, se veía a sí mismo limpiando las impresiones digitales que había dejado
en la escuela, las había por todas partes, en la ventana por donde entrara, en
la enfermería, en secretaría, en el despacho del director, en el refectorio, en
la cocina, en el archivo, de las de la buhardilla creyó que no valí la pena
preocuparse, allí nadie entraría para después preguntar, Qué misterio es éste,
lo malo es que las manos que limpiaban el rastro visible iban dejando tras
ellas un rastro invisible, si el director del colegio denuncia el asalto a la
policía y se abre una investigación en serio, don José irá a la cárcel, tan
cierto como dos y dos son cuatro, hay que imaginarse el descrédito y la
vergüenza que para siempre mancharán la reputación de la Conservaduría General
del Registro Civil. A media noche don José se despertó ardiendo en fiebre,
parecía que deliraba, y decía, No robé nada, no robé nada, y era verdad que,
hablando propiamente, nada había robado, por más que el director busque e
indague, por más verificaciones, recuentos y cotejos que se realicen, en
inventario detallado, describiendo un ítem tras otro, la conclusión acabará
siendo la misma, Robo, lo que se puede llamar robo, no hubo, sin duda la
encargada de la cocina aparecerá diciendo que falta comida en el frigorífico,
pero, suponiendo que ése haya sido el único delito cometido, robar para comer,
según la opinión más o menos generalizada, no es robo, en eso hasta el director
está de acuerdo, la policía es la que cultiva por principio una opinión
diferente, aunque ahora no le queda otro remedio que irse fuera refunfuñando,
Ahí hay un misterio, nadie asalta una casa sólo para desayunar. En todo caso,
con la declaración formal del director, puesto por escrito, de que nada de
valor o sin él faltaba en la escuela, los agentes decidieron no levantar las
impresiones digitales, como mandaba la rutina, Ya tenemos trabajo de sobra,
dijo el que mandaba el grupo investigador. No obstante estas palabras
tranquilizadoras, don José no consiguió dormir durante el resto de la noche,
con miedo a que el sueño se repitiese y la policía volviese con las lupas y los
polvillos.
No hay
nada en casa para atajar esta fiebre y el médico sólo vendrá por la tarde, es
posible que ni siquiera venga hoy, y no traerá remedios, se limitará a escribir
la receta de costumbre para casos de enfriamiento y gripe. La ropa sucia aún
está amontonada en medio de la casa, y don José la mira desde la cama con aire
perplejo, como si aquello no le perteneciese, sólo un ápice de sentido común le
impide preguntar, Quién vino aquí a desnudarse, y fue el mismo sentido común el
que le forzó a pensar, por fin, en las complicaciones, tanto de naturaleza
personal como profesional, que se derivarían de la entrada de un colega puertas
adentro para informarse de su estado, por mandato del jefe o por propia
iniciativa, y se encuentra de frente con aquella porquería.
Cuando se
puso de pie sintió como si bruscamente le hubiesen empujado hacia lo alto de la
escalera, pero este mareo no era igual que los otros, provenía de la fiebre, y
algo también de la debilidad, pues lo que comiera en el colegio, pareciendo
suficiente cada vez, le sirvió más para engañar los nervios que para alimentar
la carne.
Con
dificultad, amparándose en la pared, consiguió alcanzar una silla y sentarse.
Esperó a que la cabeza volviese a su estado normal para pensar dónde convendría
esconder la ropa sucia, en el cuarto de baño no, los médicos siempre se lavan
las manos a la salida, debajo de la cama imposible, era de aquellas armazones
antiguas de pata alta, cualquier persona, incluso sin agacharse, vería los
trapos, en el armario de gente famosa no cabría ni sería propio, la triste
verdad es que la cabeza de don José continuaba funcionando mal a pesar de que
había dejado de dar vueltas, el único sitio donde evidentemente la ropa sucia
estaría a salvo de las indiscreciones era donde se colocaba cuando estaba
limpia, o sea, detrás de la cortina que tapaba el trastero utilizado como
guardarropa, sería necesario que el colega o el médico fuesen muy maleducados
para ir allí a meter la nariz.
Satisfecho consigo mismo por haber concluido, después de
tan demorada ponderación, lo que en otras circunstancias sería más que obvio,
don José empujó con el pie la ropa hacia la cortina para no ensuciar el pijama.
En el
suelo quedó una gran mancha de humedad que necesitaría algunas horas para
evaporarse por completo, si alguien entrase antes e hiciese preguntas
explicaría que se le derramó agua en un descuido o que había una mancha en el
suelo y la intentó limpiar. El estómago de don José, desde que se levantó,
estaba implorándole la misericordia de una taza de café con leche, de una
galleta, de una rebanada de pan con mantequilla, cualquier cosa que le
apaciguase el apetito repentinamente despierto, ahora que las preocupaciones
con el destino inmediato de la ropa han desaparecido. El pan estaba duro y
seco, la mantequilla era mínima, no quedaba leche, sólo café, y de mediocre
calidad, ya se sabe que un hombre a quien una mujer no quiso tanto que aceptase
vivir en este tugurio, un hombre de ésos, salvo poquísimas excepciones sin
lugar en esta historia, nunca pasará de un pobre diablo, es curioso que se diga
siempre pobre diablo y nunca se diga pobre dios, sobre todo cuando se ha tenido
la mala suerte de salir tan desaliñado como éste, atención, era del hombre de
quien hablábamos, no de cualquier dios. A pesar de la poca y desconsoladora
comida, a don José todavía le sobró ánimo para afeitarse, operación de la que
creyó salir con mejor cara, tanto que al final dijo al espejo, Parece que tengo
menos fiebre. Esta reflexión le indujo a pensar que no sería mala política
presentarse voluntariamente al trabajo, en media docena de pasos estaría
dentro, El servicio de la Conservaduría ante todo, serían sus palabras, el
conservador, ciertamente, teniendo en cuenta el frío que hacía fuera, le
perdonaría que no hubiera dado la vuelta por la calle como estaba obligado e,
incluso quizá registrase en el expediente de don José una prueba tan clara de
espíritu corporativo y de dedicación al trabajo.
Lo pensó
pero no lo hizo. Le dolía todo el cuerpo, como si le hubiesen arrastrado,
golpeado y zarandeado, le dolían los músculos, le dolían las articulaciones, y
no era por culpa de los muchos esfuerzos que tuvo que hacer como escalador y
revienta puertas, cualquier persona sería capaz de percibir que se trata de
dolores diferentes, Lo que yo tengo es gripe, concluyó.
Acababa
de meterse en la cama cuando oyó llamar a la puerta de comunicación con la
Conservaduría, sería algún colega caritativo que tomaba en serio el precepto
cristiano de visitar a los enfermos y a los presos, no, un colega no podía ser,
el intervalo del almuerzo todavía estaba lejos, obras de misericordia sólo
fuera de las horas de servicio, Entre, dijo, no está cerrada con llave, la
puerta se abrió y en el umbral apareció el subdirector a quien le había
notificado su enfermedad, El jefe quiere saber si está tomando algún remedio
mientras viene el médico, No señor, no dispongo de nada apropiado en casa,
Entonces aquí tiene unas pastillas, Muchas gracias, si no le importa, para no
tenerme que levantar, le pago después, cuánto le debo, Fue una orden del jefe,
al jefe no se le pregunta cuánto se le debe, Ya lo sé, disculpe, Sería
conveniente que tomase ya un comprimido, y el subdirector entró sin esperar
respuesta, Pues sí, muchas gracias, es muy amable de su parte, don José no
podía cerrarle el paso, decir Alto, usted aquí no entra, esto es una casa
particular, en primer lugar porque no se habla en esos términos a un superior,
en segundo lugar porque no había memoria en la tradición oral, ni registro
escrito en los anales de la Conservaduría de que alguna vez un jefe se hubiera
interesado por la salud de un escribiente hasta el punto de mandarle un propio
con pastillas. El mismo subdirector estaba perplejo con la novedad, por
iniciativa personal nunca lo hubiera hecho, en todo caso no perdió el norte,
como quien sabe perfectamente a lo que viene y conoce los rincones de la casa,
no es de extrañar, antes de las alteraciones urbanísticas del barrio, vivió en
una casa como ésta. La primera cosa que notó fue la gran mancha de humedad en
el suelo, Esto qué es, alguna infiltración, preguntó, don José estuvo tentado
de responder que sí para no tener que darle otras explicaciones, pero prefirió
hablar de un descuido suyo, como pensó primero, sólo faltaría que viniera un
fontanero a casa y después hiciese un informe al jefe declarando que las
cañerías, a pesar de antiguas, no tenían ninguna responsabilidad en la
aparición de la mancha de humedad.
El
subdirector venía ya con el vaso de agua y el comprimido, la misión de enfermo
designado le dulcificaba la habitual expresión autoritaria de la cara, que le
volvió súbitamente, acentuada por algo que podría clasificarse como de sorpresa
ofendida, cuando, al aproximarse a la cama, descubrió las fichas escolares de
la niña desconocida encima de la mesilla de noche. Don José se dio cuenta de la
extrañeza del otro en el instante en que se producía y fue como si el mundo
entero se desplomase. El cerebro despachó instantáneamente una orden a los
músculos del brazo de ese lado, Quita eso de ahí, so estúpido, pero luego, con
la misma rapidez, impulso eléctrico
tras
impulso eléctrico, enmendó la plana, por decirlo de alguna manera, como quien
acaba de reconocer su propia estupidez, Por favor, no las toques, disimula,
disimula, Por eso, con una presteza totalmente inesperada en quien se encuentra
en el estado de depresión física y mental que es la primera consecuencia
conocida de la gripe, don José se sentó en la cama fingiendo querer facilitar
la caridad del subdirector, extendió un brazo para recibir el comprimido, que
se llevó a la boca, y el agua para que pasara por la oprimida y angustiada
garganta, al mismo tiempo que, aprovechando el hecho de que el colchón donde
yacía se encontraba a la altura de la mesilla, tapaba las fichas con el codo
del otro brazo, dejando después caer el antebrazo, con la palma de la mano
abierta, imperativa, como si ordenase al subdirector Alto ahí. Lo que le salvó
fue la fotografía pegada en la ficha, es la diferencia más notable entre los
certificados escolares y los de nacimiento y vida, lo que le faltaba a la
Conservaduría General es recibir todos los años un retrato de los vivientes
inscritos, y quien dice todos los años diría todos los meses, o todas las
semanas, o todos los días, o una fotografía por hora, Dios mío, cómo pasa el
tiempo, y el trabajo que daría, cuántos escribientes sería necesario reclutar,
una fotografía cada minuto, cada segundo, la cantidad de pegamento, el gasto de
tijeras, el cuidado en la selección del personal, de modo que quedaran
excluidos los soñadores capaces de quedarse eternamente mirando un retrato, fantaseando
como idiotas al paso de una nube. La cara del subdirector mostraba la expresión
de sus peores días, cuando los papeles se acumulaban en todas las mesas y el
jefe lo llamaba para preguntarle si realmente tenía la certeza de que estaba
cumpliendo con su obligación. Gracias al retrato, no pensó que las fichas que
estaban sobre la mesilla de noche del subordinado perteneciesen a la
Conservaduría General, pero la premura con que don José las había tapado, sobre
todo procediendo como si lo hiciera por casualidad o distraídamente, le pareció
sospechosa, ya la mancha de humedad en el suelo le suscitó recelos, ahora eran
unas fichas de modelo desconocido con retrato pegado, de niña, como aún podía
ver. No lograba contar las fichas, dispuestas unas sobre otras, pero, por el
volumen, no serían menos de diez, Diez fichas con retratos de jóvenes, qué cosa
tan rara, que hará esto aquí, pensó intrigado, y mucho más intrigado se
quedaría si pudiera saber que las fichas pertenecían todas a la misma persona y
que los retratos de las dos últimas ya eran de una adolescente, de cara seria
aunque simpática.
El
subdirector dejó la caja de los comprimidos encima de la mesilla y se retiró.
Cuando iba a salir, miró hacia atrás y vio al subordinado con el codo tapando
las fichas, Tengo que contárselo al jefe, se dijo a sí mismo. Apenas la puerta
se cerró, don José con un movimiento brusco, como si tuviese miedo a ser
sorprendido en falta, metió las fichas debajo del colchón. No había nadie allí
para decirle que era demasiado tarde, y él no quería pensar en eso.
Es gripe,
dijo el médico, tres días de baja para comenzar. Mareado, inseguro de piernas,
don José se había levantado para abrir la puerta, Perdone que lo haya hecho
esperar, señor doctor, es el resultado de vivir solo, el médico entró
refunfuñando, Vaya tiempo infame, cerró el paraguas que goteaba, lo dejó a la
entrada, Dígame de qué se queja, preguntó cuando don José, tiritando, acabó de
meterse entre las sábanas, y, sin esperar a que le respondiese, dijo, Es gripe.
Le tomó
el pulso, le mandó abrir la boca, le aplicó velozmente el estetoscopio en el
pecho y en la espalda, Es gripe, repitió, y está de suerte, podía ser neumonía,
pero es gripe, tres días de baja para comenzar, luego ya veremos. Se acababa de
sentar a la mesa para escribir la receta cuando la puerta de comunicación con
la Conservaduría se abrió, estaba cerrada sólo con el picaporte, y el jefe
apareció, Buenas tardes, doctor, Más exacto sería decir malas tardes,
conservador, si fueran buenas tardes, yo estaría sentado confortablemente en el
consultorio, en vez de andar por esas calles con el desgraciado tiempo que
hace, Cómo va nuestro enfermo, preguntó el conservador, y el médico respondió,
Le he dado tres días de baja, es sólo una gripe. En aquel momento no era sólo
una gripe. Tapado hasta la nariz, don José temblaba como si tuviese un ataque
de paludismo, hasta el punto de hacer vibrar la cama de hierro donde yacía,
aunque el temblor, irreprimible, no le venía de la fiebre, sino de una especie
de pánico, de una total desorientación del espíritu, El jefe, aquí, pensaba, el
jefe en mi casa, el jefe que le preguntaba, Cómo se siente, Mejor, señor, Tomó
los comprimidos que le mande, Sí señor, Le hicieron efecto, Sí señor, Ahora
dejará de tomar ésos y tomará los remedios que el doctor le haya recetado, Sí
señor, A no ser que sean los mismos, déjeme ver, pues sí, son los mismos,
aparte de unas inyecciones, yo me ocupo de esto. Don José no daba crédito a lo
que tenía ante sus ojos, que la persona que doblaba la receta y la guardaba
cuidadosamente en el bolsillo fuera realmente el jefe de la Conservaduría
General. El jefe que a duras penas aprendiera a conocer nunca se comportaría de
esa manera, no vendría en persona a interesarse por su estado de salud, y la
posibilidad de que él mismo quisiera encargarse de la
compra de los medicamentos de un escribiente sería simplemente absurda. Después
necesitará un enfermero que le ponga las inyecciones, recordó el médico dejando
la dificultad para quien estuviera dispuesto y fuese capaz de resolverla, no el
pobre diablo griposo, esmirriado de delgado, con la barba canosa asomándole,
como si no fuera suficiente la manifiesta incomodidad de la casa, aquella
mancha de humedad en el suelo con todo el aspecto de haber sido causada por
canalizaciones deficientes, cuántas tristezas de la vida podría contar un
médico, si no fuese por el secreto profesional, Pero le prohíbo que salga a la
calle en este estado, remató, Yo me ocupo de todo, doctor, dijo el conservador,
telefoneo al enfermero de la Conservaduría, él compra los medicamentos y viene
aquí a poner inyecciones, Ya no se encuentran muchos jefes como usted, dijo el
médico. Don José asintió ligeramente con la cabeza, era lo máximo que conseguía
hacer, obediente y cumplidor, sí, siempre lo había sido, y con cierto
paradójico orgullo de serlo, pero no rastrero ni servil, nunca diría, por
ejemplo, lisonjas imbéciles del tipo, Es el mejor jefe de la Conservaduría, No
hay en el mundo otro igual, Se rompió el molde después de que lo hicieran, Por
él, a pesar de mis mareos, hasta subo aquella maldita escalera. Don José tiene
ahora otra preocupación, otra ansiedad, que el jefe se vaya, que se retire
antes que el médico, tiembla imaginándose a solas con él, a merced de las
preguntas fatales, Qué significa la mancha de humedad, Qué fichas eran esas que
había sobre su mesilla de noche, De dónde las sacó, Dónde las escondió, De
quién es el retrato.
Cerró los
ojos, dio al rostro una expresión de insoportable sufrimiento, Déjenme en paz
en mi lecho de dolor, parecía suplicar, pero los abrió de pronto, amedrentado,
el médico había dicho, Sigo con la ronda, llámenme si empeora, en cualquier
caso podemos estar razonablemente tranquilos, de neumonía no se trata, Le
mantendremos al corriente, doctor, dijo el conservador, mientras acompañaba al
médico.
Don José volvió a cerrar los ojos,
oyó cerrarse la puerta, Es ahora, pensó. Los pasos firmes del jefe se
aproximaban, venían hacia la cama, se detuvieron, Ahora me está mirando, don
José no sabía qué hacer, podría fingir que se había adormilado, levemente
adormilado como se duerme un enfermo cansado, pero el temblor de los párpados
denuncia la falsedad, también podría, mejor o peor, fabricar en la garganta un
gemido lastimoso, de esos de romper el corazón, pero una gripe común no da para
tanto, sólo un tonto se dejaría engañar, no este conservador, que conoce los
reinos de lo visible y de lo invisible de carrerilla y salteado. Abrió los ojos
y él estaba allí, a dos pasos de la cama, sin ninguna expresión en el rostro,
simplemente observándolo. Entonces don José creyó haber tenido una idea
salvadora, debía agradecer los cuidados de la Conservaduría General, agradecer
con elocuencia, con efusión, tal vez de esa manera consiguiese evitar las
preguntas, pero en el justo momento en que iba a abrir la boca para pronunciar
la frase consabida, No sé cómo he de agradecerle, el jefe se volvió de
espaldas, al mismo tiempo que pronunciaba una palabra, una simple palabra,
Cuídese, fue lo que dijo en un tono que tenía tanto de condescendiente como de
imperativo, sólo los mejores jefes son capaces de unir de forma armoniosa
sentimientos tan contrarios, por eso cuentan con la veneración de los
subordinados. Don José intentó, al menos, decir Muchas gracias, señor, pero el
jefe ya había salido, cerrando delicadamente la puerta tras de sí, como en un
cuarto de enfermo se debe hacer. Don José tiene dolor de cabeza, pero su dolor
es casi nada si lo comparamos con el tumulto que lleva dentro. Don José se
encuentra en un estado de confusión tal que su primer movimiento después de que
el conservador saliera fue meter la mano debajo del colchón para verificar que
las fichas todavía estaban allí. Más ofensivo para el sentido común fue su
segundo movimiento, que le hizo levantarse de la cama y dar dos vueltas a la
llave de la puerta de comunicación con la Conservaduría, como quien
desesperadamente pone trancas después de que le hayan robado la casa. Acostarse
de nuevo fue apenas el cuarto movimiento, el tercero había sido volverse atrás
pensando, Y si al jefe se le ocurre reaparecer, en ese caso lo más prudente,
para evitar sospechas, sería dejar la puerta cerrada sólo con el pestillo.
Decididamente, a don José, si de un lado le sopla, del otro le yace viento.
Cuando el
enfermero apareció ya era de noche. Cumpliendo la orden que había recibido del
conservador, traía consigo los comprimidos y las ampollas recetadas por el
médico, mas, para sorpresa de don José, traía igualmente un paquete que colocó
con todo el cuidado encima de la mesa mientras decía, Todavía está caliente,
espero no haber derramado nada, lo que significaba que contenía comida, como
las palabras siguientes confirmaron, Sírvase antes de que se enfríe, pero
primero vamos a nuestra inyección. A don José no le gustaban las inyecciones,
mucho menos en la vena del brazo, de donde siempre tenía que apartar la vista,
por eso se quedó tan
satisfecho cuando el enfermero le dijo que el pinchazo iba
a ser en el glúteo, este enfermero es una persona educada, de otro tiempo,
acostumbra a usar el término glúteos en vez de nalgas para no chocar los
escrúpulos de las señoras, y casi acabó por olvidar la designación corriente,
pronunciaba glúteo incluso cuando trataba con enfermos para los que nalga no
pasaba de un ridículo preciosismo de lenguaje y preferían la variante grosera
de culo.
La
inesperada aparición de la comida y el alivio de no ser pinchado en el brazo
desarmaron las defensas de don José, o simplemente no se acordó, o más
simplemente aún no había notado que tenía los pantalones del pijama manchados
de sangre a la altura de las rodillas, consecuencia de sus proezas nocturnas de
escalador de colegios.
El
enfermero, ya con la jeringuilla preparada en el aire, en vez de decir
Vuélvase, preguntó, Qué es eso, y don José, convertido por esta lección de la
vida a la bondad definitiva de las inyecciones en el brazo, respondió
instintivamente, Me caí, Hombre, vaya mala suerte que tiene, primero se cae,
después coge una gripe, menos mal que tiene el jefe que tiene, gírese, después
le echo una ojeada a esas rodillas. Debilitado de cuerpo, alma y voluntad,
crispado hasta el último nervio, poco le faltó a don José para romper a llorar
como un niño cuando sintió el pinchazo de la aguja y la lenta y dolorosa
entrada del líquido en el músculo, Estoy hecho un trapo, pensó, y era verdad,
un pobre animal humano febril, acostado en una pobre cama de una pobre casa,
con la ropa sucia del delito escondida y una mancha de humedad en el suelo que
nunca acaba de secarse. Póngase boca arriba, vamos a ver esas heridas, dijo el
enfermero, y don José, suspirando, tosiendo, obedeció, volvió trabajosamente el
cuerpo, y ahora, inclinando la cabeza hacia delante, pudo ver cómo el enfermero
le remangaba las perneras de los pantalones, enrollándolas por encima de las
rodillas, cómo le retiraba los esparadrapos sucios, vertiendo agua oxigenada
sobre ellos y despegándolos poco a poco con mucho cuidado, felizmente es un
profesional de primera, la cartera que transporta es un perfecto botiquín de
primeros auxilios, tiene remedios para casi todo.
Con las
heridas a la vista, puso cara de no creer la explicación que don José le había
dado, aquélla de la caída, su experiencia de desolladuras y contusiones hizo
que comentara con inconsciente perspicacia, Pero hombre, parece que usted
anduvo restregando las rodillas contra una pared, Ya le he dicho que me caí,
Dio conocimiento de eso al jefe, No es asunto de trabajo, una persona puede
tropezar sin tener que comunicárselo a los superiores, Excepto si el enfermero
llamado para poner una inyección tiene que hacer una cura suplementaria, Que yo
no le pedí, Si señor, de hecho no me la pidió, pero si mañana tuviera una
infección grave causada por estas heridas, quien carga con la culpa, por
comportamiento negligente y falta de profesionalidad, soy yo, además, al jefe
le gusta saberlo todo, es la manera que tiene de aparentar que no le da
importancia a nada, Se lo diré mañana, Le aconsejo vivamente que lo haga , así
el informe quedará corroborado, Qué informe, El mío, No veo qué importancia
pueden tener unas simples heridas para mencionarlas en un informe, Incluso la
herida más simple tiene importancia, Las mías, después de curadas, van a dejar
unas cicatrices insignificantes, que con el tiempo desaparecerán, Sí, en el
cuerpo las heridas cicatrizan, pero en el informe permanecen siempre abiertas,
no se cierran ni desaparecen, No lo entiendo, Cuánto tiempo hace que usted
trabaja en la Conservaduría General, Pronto hará veintiséis años, Cuántos jefes
ha conocido hasta ahora, Contando con éste, tres, Por lo visto, nunca notó
nada, Notar, qué, Por lo visto, nunca se percató de nada, No comprendo adónde
quiere llegar, Es o no es verdad que los conservadores tienen poco trabajo, Es verdad,
todo el mundo habla de eso, Pues sepa que la ocupación principal que tienen, en
las muchas horas libres de que gozan, mientras el personal está trabajando, es
colegir informaciones sobre los subordinados, toda especie de informaciones, lo
hacen desde que la Conservaduría General existe, uno tras otro, desde siempre.
El estremecimiento de don José no pasó desapercibido al enfermero, Tuvo un
escalofrío, preguntó, Sí, tuve un escalofrío, Para que se quede con una idea
más clara de lo que estoy diciendo, hasta ese escalofrío debería constar en mi
informe, Pero no constará, No, no constará, Supongo por qué, Dígamelo, Porque
entonces debería escribir que el estrecimiento se produjo cuando me contaba que
los jefes coleccionan informaciones sobre los funcionarios de la Conservaduría
General, y el jefe querría saber a propósito de que surgió esta conversación
conmigo, y también cómo un enfermero consigue tener conocimiento de un asunto
reservado, tan reservado que en veinticinco años de servicio en la Conservaduría
General nunca había oído hablar de eso, Hay mucho confidente en los enfermeros,
aunque bastante menos que en los médicos, Pretende insinuar que el jefe suele
hacerle confidencias, Ni él me las hace, ni yo insinúo que me las haga,
simplemente recibo órdenes,
Entonces sólo tiene que cumplirlas, Se equivoca, tengo que
hacer algo más que cumplirlas, tengo que interpretarlas, Por qué, Porque entre
lo que él manda y lo que él quiere hay generalmente una diferencia, Si le mandó
venir aquí fue para que me pusiera una inyección, Ésa es la apariencia, Qué ha
visto en este caso, además de la apariencia que tiene, Usted no es capaz de
imaginar la cantidad de cosas que se descubren mirando unas heridas, Ver éstas
ha sido por casualidad, Hay que contar siempre con las puras casualidades,
ayudan mucho, Qué cosas ha descubierto en mis heridas, Que anduvo restregando
las rodillas contra una pared, Me caí, Ya me lo ha dicho, Una información como
ésa, suponiendo que fuera exacta, no iba a ser de gran provecho para el jefe,
Que la aproveche o no la aproveche no es de mi incumbencia, yo me limito a
rellenar los informes, De la gripe ya está informado, Pero no de las heridas de
las rodillas, De aquella mancha de humedad en el suelo, tampoco, Pero no del
escalofrío, Si no le queda nada más que hacer aquí, le ruego que se vaya, estoy
cansado, necesito dormir, Tendrá que comer antes, no se olvide, ojalá que su
cena, con la conversación, no se haya enfriado del todo, Cuerpo tendido aguanta
mucha hambre, Pero no puede aguantarla toda, Fue el jefe quien le mandó traerme
la comida, Conoce alguna persona más que lo hubiera podido hacer, Sí, si
supiese dónde vivo, Quién es esa persona, Una mujer mayor que vive en un
entresuelo, Heridas en las rodillas, un súbito e inexplicable estremecimiento,
una vieja de un entresuelo, Derecha, Éste sería el informe más importante de mi
vida si lo escribiese, No va a escribirlo, Sí, voy a escribirlo, pero sólo
informando de que le puse una inyección en el glúteo izquierdo, Gracias por
tratarme las heridas, De lo mucho que me enseñaron, fue lo que mejor aprendí.
Después de que el enfermero hubiera salido, don José permaneció acostado
todavía unos minutos, sin moverse, recuperando la serenidad y las fuerzas.
El
diálogo fue difícil, con trampas y puertas falsas surgiendo a cada paso, el más
pequeño desliz podría haberlo arrastrado a una confesión completa, si no fuese
porque su espíritu estaba atento a los múltiples sentidos de las palabras que
cautelosamente iba pronunciando, sobre todo aquellas que parecen tener un único
sentido, con ellas es necesario tener mucho cuidado. Al contrario de lo que se
cree, sentido y significado nunca han sido lo mismo, el significado se queda
aquí, es directo, literal, explícito, cerrado en sí mismo, unívoco, podríamos
decir, mientras que el sentido no es capaz de permanecer quieto, hierve de
segundos sentidos, terceros y cuartos, de direcciones radicales que se van
dividiendo y subdividiendo en ramas y ramajes hasta que se pierden de vista, el
sentido de cada palabra se parece a una estrella cuando se pone a proyectar
mareas vivas por el espacio, vientos cósmicos, perturbaciones magnéticas,
aflicciones.
En fin,
don José salió de la cama, calzó los pies con unas zapatillas, se puso la bata
que le servía también de manta supletoria en las noches frías.
A pesar
de que el hambre apretaba, abrió la puerta para mirar la Conservaduría.
Percibía dentro de sí un desgarro extraño, una impresión de ausencia, como si
hubiesen transcurrido muchos días desde la última vez que estuviera allí. Sin
embargo, nada había mudado, veía el largo mostrador donde se atendía a los
requirentes e impetrantes, debajo, los cajones que guardaban las fichas de los
vivos, después las ocho mesas de los escribientes, las cuatro de los oficiales,
las dos de los subdirectores, la gran mesa del jefe con la luz encendida
suspendida en lo alto, las enormes estanterías subiendo hasta el techo, la
oscuridad petrificada del lado de los muertos. A pesar de que no había nadie en
la Conservaduría General, don José cerró la puerta con llave, no había nadie en
la Conservaduría General, pero él cerró la puerta con llave. Gracias a las
vendas nuevas que el enfermero le aplicó en las rodillas, podía andar mejor, no
sentía tirantez en las heridas. Se sentó a la mesa, deshizo el paquete, había
dos cazos sobrepuestos, el de encima con sopa, el de abajo con patatas y carne,
todavía todo templado. Tomó la sopa con avidez, después, sin prisa, acabó la
carne y las patatas. Lo que me salva es que el jefe sea como es, murmuró,
recordando las palabras del enfermero, si no fuese por él, estaría ahora
muriendo de hambre y de abandono, igual que un perro perdido. Sí, es lo que me
salva, repitió como si necesitase convencerse de lo que acababa de decir. Ya
reconfortado, tras pasar por el cubículo que servía de cuarto de baño, se metió
en la cama.
Estaba
listo para rendirse al sueño cuando se acordó del cuaderno de apuntes en que
había narrado los primeros pasos de su búsqueda. Escribo mañana, dijo, pero
esta nueva urgencia era casi tan apremiante como la de comer, por eso fue a
buscar el cuaderno.
Luego, sentado en la cama, con la bata puesta, la chaqueta
del pijama abotonada hasta el cuello, al abrigo de las mantas, continuó el
relato a partir del punto donde se había quedado.
El jefe
dijo, Si no está enfermo, cómo explica entonces el mal trabajo que está
haciendo en los últimos días, No sé, señor, tal vez sea porque estoy durmiendo
mal. Con la ayuda de la fiebre, continuó escribiendo hasta bien entrada la
madrugada.
No tres días, sino una semana, fue lo
que necesitó don José para que le remitiera la fiebre y se le mitigara la tos.
El enfermero acudió todos los días para ponerle la inyección y traerle comida,
el médico un día sí, otro no, mas esta asiduidad extraordinaria, nos referimos
a la del médico, no deberá inducirnos a juicios apresurados sobre una supuesta
eficacia habitual de los servicios oficiales de salud y asistencia
domiciliaria, ya que era consecuencia, simplemente, de la clarísima orden del
jefe de la Conservaduría General, Doctor, tráteme a ese hombre como si me
estuviera tratando a mí, es importante. El médico no atinaba con las razones
del obvio trato de favor que le estaba siendo recomendado y mucho menos con la
falta de objetividad de la opinión valorativa expresada, conocía de alguna
visita profesional la casa del conservador, su manera confortable y civilizada
de vivir, un mundo interior sin ninguna semejanza con el tugurio tosco de este
don José permanentemente mal afeitado, y que parecía no tener sábanas para
mudar. Sí, sábanas tenía don José, no era pobre hasta tal punto, pero, por
motivos que sólo él conocía, rechazó secamente la propuesta del enfermero
cuando éste se ofreció para mullir el colchón y sustituir las sábanas, que
olían a sudor y a fiebre, En menos de cinco minutos le dejo la cama fresca,
Estoy bien así, no se moleste, No es molestia, forma parte de mi trabajo, Ya le
he dicho que estoy bien así. Don José no podía descubrir ante los ojos de nadie
que escondía entre el colchón y el somier las fichas escolares de una mujer
desconocida y un cuaderno de apuntes con el relato de su asalto al colegio
donde ella había estudiado en el tiempo de niña y moza. Guardarlos en otro
sitio, entre las carpetas de los recortes de gente famosa, por ejemplo,
resolvería de inmediato la dificultad, pero la impresión de estar defendiendo
un secreto con su propio cuerpo era demasiado fuerte, incluso exultante, para
que don José se dispusiera a renunciar a ella. Para no tener que discutir otra
vez el asunto con el enfermero, o con el médico, que, aunque sin hacer ningún
comentario, ya había lanzado una mirada reprensora a las arrugadas sábanas y
fruncido ostensiblemente la nariz ante el olor que desprendían, don José se
levantó una de esas noches y, sacando fuerza de flaqueza, cambió él mismo las
sábanas. Y para que ni el médico ni el enfermero pudiesen encontrar el menor
pretexto para insistir en el asunto y, quién sabe, dar parte al conservador del
incorregible desaliño del escribiente, entró en el cuarto de baño, se afeitó,
se lavó lo mejor que pudo, después sacó de un cajón un pijama viejo, pero
limpio, y volvió a meterse en la cama. Tan satisfecho y repuesto se sentía que,
como quien juega consigo mismo, decidió describir en el cuaderno de notas,
explícitamente, todos los pormenores, los higiénicos arreglos y cuidados por
los que acababa de pasar. Era la salud que ya quería volver, como el médico no
tardó en enunciar al conservador, El hombre está curado, con dos días más podrá
volver al trabajo sin peligro de recaída. El conservador sólo dijo, Muy bien,
pero con aire distraído, como si estuviese pensando en otra cosa.
Curado
estaba don José, pero había perdido mucho peso, no obstante el pan y el
condumio que el enfermero le traía regularmente, es cierto que sólo una vez al
día, aunque en cantidad más que suficiente para la manutención de un cuerpo
adulto no sujeto a esfuerzos. Hay que tener en consideración, sin embargo, el
efecto consuntivo de la fiebre y de los sudores sobre los tejidos adiposos, en
particular cuando no abundaban antes, como era el caso.
No
estaban bien vistas en la Conservaduría General del Registro Civil las
observaciones de carácter personal, principalmente las que tuviesen que ver con
el estado de salud, por eso la delgadez y el aspecto lastimoso de don José no
fueron objeto de comentario alguno por parte de los colegas y superiores,
comentario oral, se quiere decir, ya que las miradas de todos ellos fueron
bastante elocuentes en la común expresión de una especie de conmiseración
desdeñosa, que otras personas, desconocedoras de las costumbres del lugar,
habrían interpretado erróneamente como una discreta y silenciosa reserva. Para
que se notase cómo le preocupaba haber estado ausente del servicio durante
tantos días, don José fue el primero en colocarse por la mañana ante la puerta
de la Conservaduría, esperando la llegada del subdirector más reciente en el
cargo, que era quien estaba encargado de abrirla, como encargado estaba de
dejarla cerrada al final de la tarde. La llave original, obra de arte de un
antiguo cincelador barroco y símbolo material de autoridad, de la que la llave
del subdirector era apenas una copia austera y subalterna, se
encontraba en posesión del conservador, que aparentemente
nunca la usaba, sea por causa del peso y de la complejidad de los adornos, que
la tornaban incómoda de trasportar, sea porque, según un protocolo jerárquico
no escrito y en vigor desde tiempos remotos, era obligatorio que él fuese el
último en entrar en el edificio. Uno de los muchos misterios de la vida de la
Conservaduría General, que realmente valdría la pena averiguar si el caso de
don José y de la desconocida mujer no hubiese absorbido en exclusiva nuestras
atenciones, es cómo se las arreglaban los funcionarios para, a pesar de los
embotellamientos del tráfico que atormentan la ciudad, llegar al trabajo
siempre por el mismo orden, primero los escribientes, sin distinción de
antigüedad, después el subdirector que abre la puerta, a continuación los
oficiales, manteniendo la precedencia, luego el subdirector más antiguo, y
finalmente el conservador, que llega cuando tiene que llegar y no da
satisfacciones a nadie. De todos modos, queda registrado el hecho.
El
sentimiento de desdeñosa conmiseración que, como ha sido dicho, recibió el
regreso de don José al trabajo duró hasta la entrada del conservador, media
hora después de la apertura de los servicios, fue, acto continuo, sustituido
por un sentimiento de envidia, comprensible a fin de cuentas, pero felizmente
no manifestado con palabras o actos. Siendo el alma humana lo que sabemos, y no
podemos jactarnos de saberlo todo, era de esperar. Ya en los días corría en la
Conservaduría la noticia, introducida por puertas laterales y rumoreada por las
esquinas, de que el jefe se preocupaba de una manera inusual por la gripe de
don José, llegando al extremo de mandarle comida con el enfermero, además de ir
a verlo a casa por lo menos una vez, y ésa dentro de las horas de servicio,
delante de toda la gente, faltaba saber si no habría repetido la visita. De
modo que es fácil de imaginar el escándalo sordo del personal, sin distinción
de categorías, cuando el conservador, antes incluso de dirigirse a su lugar, se
detuvo al lado de don José y le preguntó si ya se encontraba completamente
restablecido de la enfermedad. Todavía mayor fue el escándalo porque ésta era
la segunda vez que tal acontecía, todos tenían presente en la memoria aquella
otra ocasión, no hace tanto tiempo, en que el jefe había preguntado a don José
si estaba mejor del insomnio, como si el insomnio de don José fuese, para el
funcionamiento regular de la Conservaduría General, una cuestión de vida o
muerte.
Casi no creyendo lo que oían, los funcionarios
asistieron a una conversación de igual a igual, absurda desde todos los puntos
de vista, con don José agradeciendo las bondades del jefe, habiendo llegado
incluso a referirse abiertamente a la comida, lo que, en el ambiente estricto
de la Conservaduría, tenía que sonar forzosamente como una grosería, como una
obscenidad, y el jefe explicando que no podía dejarlo abandonado a la suerte
mohína de los que viven solos, sin tener quién les traiga al menos una taza de
caldo y les componga el embozo de la sábana, La soledad, don José, declaró con
solemnidad el conservador, nunca ha sido buena compañía, las grandes tristezas,
las grandes tentaciones y los grandes errores resultan casi siempre de estar
solo en la vida, sin un amigo prudente a quien pedirle consejo cuando algo nos
perturba más que lo normal de todos los días, Yo, triste, lo que se llama
propiamente triste, señor, no creo serlo, respondió don José, tal vez mi
naturaleza sea un poco melancólica, pero eso no es defecto, y en cuanto a las
tentaciones, bueno, hay que decir que ni la edad ni la situación me inclinan
hacia ellas, quiero decir, ni yo las busco ni ellas me buscan a mí, Y los
errores, Se refiere a los errores del servicio, Me refiero a los errores en
general, los errores de servicio, más tarde o más pronto, el servicio los hace,
el servicio los resuelve, Nunca he hecho mal a nadie, por lo menos
conscientemente, es todo lo que puedo decir, Y los errores contra sí mismo,
Debo de haber cometido muchos, a lo mejor por eso me encuentro solo, Para
cometer otros errores, Sólo los de la soledad, señor. Don José, que, como era
su obligación, se había levantado al aproximarse el jefe, sintió de pronto que
le flojeaban las piernas y una ola de sudor le inundaba el cuerpo. Palideció,
las manos buscaron ansiosas el amparo de la mesa, pero ese apoyo no fue
suficiente, don José tuvo que sentarse en la silla mientras murmuraba,
Disculpe, señor, disculpe.
El
conservador lo miró con expresión impenetrable durante algunos segundos y se
dirigió a su lugar. Llamó al subdirector responsable del ala de don José, le
dio una orden en voz baja, añadiendo, de forma audible, Sin pasar por el
oficial, lo que significa que las instrucciones que el subdirector acababa de
recibir, destinadas a un escribiente, debían, contra las reglas, la costumbre y
la tradición, ser ejecutadas por él mismo. Ya antes, cuando el conservador
envió a este mismo subdirector a llevar los comprimidos a don José, la cadena
jerárquica había sido subvertida, pero esta infracción todavía podría
justificarse por la desconfianza de que el oficial respectivo fuese incapaz de
desempeñar satisfactoriamente la misión, que no consistía tanto en llevar
pastillas contra la gripe a un enfermo como en echar una ojeada a la casa y
contarlo
después. Un oficial encontraría perfectamente admisible,
esto es, explicada por sí misma y por el tiempo invernal que entonces hiciera,
la mancha de humedad en el suelo, y, probablemente, no poniendo atención a las
fichas depositadas sobre la mesilla de noche, regresaría a la Conservaduría con
la satisfacción del deber cumplido para comunicar al jefe, Todo normal.
Hay que decir, sin embargo, que los
dos subdirectores, y éste en particular, implicado en el proceso por la
participación activa a que fue llamado, percibían que el procedimiento del
conservador estaba determinado por un objetivo, por una estrategia, por una
idea central. No podían imaginar en qué consistía esa idea y cuál era su
objetivo, pero la experiencia y el conocimiento de la persona del jefe les
decía que todas sus palabras y todos sus actos en este lance tenían que apuntar
fatalmente a un fin, y que don José, colocado, por sí mismo o por
circunstancias de la casualidad, en el camino, una de dos, o no pasaba de un
inconsciente instrumento útil, o era, él mismo, su inesperada y a todas luces
sorprendente causa. Raciocinios tan opuestos, sentimientos tan contradictorios,
hicieron que la orden, por el tono en que fue comunicada a don José, se
pareciera mucho más a un favor que el conservador le pedía a las claras y
terminantes instrucciones que efectivamente había dado, Don José, dijo el
subdirector, el jefe opina que el estado de su salud todavía no es bastante
bueno para que haya venido a trabajar, visto el desmayo de hace poco, No fue un
desmayo, no llegué a perder los sentidos, fue apenas un mareo momentáneo, Mareo
o desmayo, momentáneo o para durar, lo que la Conservaduría General quiere es
que usted se restablezca por completo, Trabajaré sentado lo más posible, en
pocos días estaré como antes, El jefe piensa que lo mejor sería solicitar unos
días de vacaciones, no los veinte de golpe, claro, pero quizás unos diez, diez
días reposando, con buena alimentación, descanso, dando pequeños paseos por la
ciudad, están ahí los jardines, los parques, el tiempo que se pone de rosas,
una convalecencia en serio, en fin, cuando vuelva no lo vamos a reconocer. Don
José miró asombrado al subdirector, verdaderamente no era conversación que se
mantuviese con un escribiente, este discurso tenía algo de indecente.
Obviamente, el jefe quería que él se marchara de vacaciones, lo que por sí
mismo ya era intrigante, pero es que apenas mostraba una preocupación insólita
y desproporcionada por su salud. Nada de esto correspondía a los patrones de
comportamiento de la Conservaduría General, donde los planes de vacaciones eran
siempre calculados al milímetro, de modo que se lograra, por la ponderación de
múltiples factores, algunos sólo conocidos por el jefe, una distribución justa
del tiempo reservado al ocio anual. Que, saltándose el programa de vacaciones
ya elaborado para el año que corría, el jefe mandase sin más ni menos a un
escribiente a casa era cosa que nunca se había visto. Don José estaba
confundido, se le notaba en la cara. Sentía en la espalda las miradas perplejas
de los colegas, notaba la impaciencia creciente del subdirector ante lo que
debía de parecerle una indecisión sin fundamento, y estaba a punto de decir Sí
señor como quien simplemente obedece una orden, cuando de súbito la cara se le
iluminó toda, acababa de ver lo que podrían significar para él diez días de
libertad, diez días para investigar sin ser atado a la servidumbre de las horas
de servicio, al horario de trabajo, qué parques, qué jardines, qué
convalecencia, en el cielo esté quien inventó las gripes, por tanto fue
sonriendo como don José dijo, Sí señor, debía haber sido más discreto en la
expresión, nunca se sabe lo que un subdirector es capaz de decirle al jefe, En
mi opinión, reaccionó de un modo extraño, primero daba la idea de estar
contrariado, o no había comprendido bien lo que le decía, luego fue como si le
hubiera tocado el primer premio en la lotería, no parecía la misma persona,
Sabe si él juega, Creo que no, era una manera de hablar, Entonces el motivo
habrá sido otro. Don José estaba diciéndole al subdirector, realmente esos días
me vendrán muy bien, debo agradecérselo al señor conservador. Yo le transmito
su agradecimiento, Quizá debiera hacerlo personalmente, Sabe muy bien que no es
ésa la costumbre, A pesar de todo, considerando lo excepcional del caso, dichas
estas palabras, burocráticamente de las más pertinentes, don José giró la
cabeza hacia donde estaba el conservador, no esperaba que él estuviera
mirándolo, y menos aún que se hubiera percatado de toda la conversación, que
era lo que sin duda pretendía mostrar con aquel gesto seco de la mano, al mismo
tiempo displicente e imperioso, Déjese de agradecimientos ridículos, haga la
solicitud y váyase.
En casa
los primeros cuidados de don José fueron para la ropa guardada en el desván que
le servía de armario.
Si antes
estaba sucia, ahora se había transformado en una completa inmundicia,
desprendiendo un olor agrio mezclado con el vaho del moho, hasta verdines se
veían en las vueltas de los pantalones, imagínese, un fardo de ropa húmeda,
chaqueta, camisa, pantalones, calcetines, ropa
interior,
todo envuelto en una gabardina que en aquel entonces chorreaba agua, cómo
tendría que estar todo esto una semana después. Metió la ropa a bulto en una
bolsa grande de plástico, se cercioró de que las fichas y el cuaderno de
apuntes continuaran encajados entre el colchón y el somier, en la cabecera el
cuaderno, a los pies las fichas, comprobó que la puerta de comunicación con la
Conservaduría estaba cerrada con llave y, finalmente, fatigado pero con el
espíritu tranquilo, salió para ir a una lavandería próxima de la que era
cliente, aunque no de los más asiduos. La empleada no pudo o no quiso evitar
una expresión de reproche cuando vació y diseminó el contenido de la bolsa
sobre el mostrador, Perdone, si esto no ha estado de remojo en barro, lo
parece, Casi acierta, don José, puesto a mentir, decidió hacerlo respetando la
lógica de las posibilidades, Hace dos semanas, cuando traía esta ropa para
limpiarla, se me rompió la bolsa y cayó toda al suelo, precisamente en un sitio
que era un barrizal debido a las obras de la calle, acuérdese de que llovió
mucho en esos días, Y por qué no trajo la ropa en seguida, Porque caí en la
cama con gripe, sería un riesgo salir de casa, podía coger una neumonía, Esto
le va a costar bastante más caro, tendremos que meterlo dos veces en la
máquina, y así y todo, Qué le vamos a hacer, Y estos pantalones, mire en qué
estado dejó los pantalones, no sé si realmente quiere que los limpie, fíjese en
las rodilleras, parece que anduvo restregándose por una pared. Don José no se
había percatado de la penuria a que quedaron reducidos sus pobres pantalones
tras la escalada, medio pulidos por las rodillas, con un pequeño roto en una de
las perneras, un perjuicio serio para una persona como él, tan mal provista de
ropa. No tiene remedio, preguntó, Remedio tienen, será cuestión de mandarlos a
una zurcidora, No conozco ninguna, Podemos ocuparnos nosotros, pero sepa que no
le va a salir nada barato, las zurcidoras cobran lo suyo, Siempre será mejor
que quedarme sin pantalones, O ponerles un remiendo, Remendados sólo podría
usarlos en casa, nunca para ir al trabajo, Claro, Soy funcionario de la
Conservaduría General del Registro Civil, Ah, usted es funcionario de la
Conservaduría, dijo la empleada de la lavandería con una modulación nueva de
respeto en la voz, que don José creyó mejor pasar por alto, arrepentido de
haber claudicado diciendo por primera vez dónde trabajaba, un profesional de
asaltos nocturnos en serio no andaría por ahí sembrando pistas, imaginemos que
esta empleada de lavandería está casada con el empleado de la ferretería donde
don José compró el corta vidrios o con el de la carnicería donde compró la
manteca, y que luego a la noche, en una de esas conversaciones banales con que
los maridos y las mujeres entretienen la velada, salen a relucir estos pequeños
episodios del cotidiano comercial, por mucho menos han ido otros criminales a
la cárcel cuando se creían a salvo de cualquier sospecha.
En todo
caso, no parece que haya peligro aquí, salvo si se oculta una intención de
abyecta delación en lo que la empleada está diciendo, con una sonrisa
simpática, que por esta vez hará un precio excepcional, haciéndose cargo la
lavandería del importe de la zurcidora, Es una atención especial que tenemos
con usted, por ser funcionario de la Conservaduría, precisó.
Don José
agradeció educadamente, pero sin efusión, y salió. Iba descontento. Andaba
dejando demasiados rastros por la ciudad, hablando con demasiadas personas, no
era éste el tipo de investigación que había imaginado, a decir verdad no había
imaginado nada, la idea se le ocurre ahora, la idea de buscar y encontrar a la
mujer desconocida sin que nadie pueda percatarse de sus actividades, como si se
tratase de una invisibilidad en busca de otra. En vez de ese secreto cerrado,
de ese misterio absoluto, dos personas ya, la mujer del marido celoso y la
señora del entresuelo derecha, tenían conocimiento de lo que estaba haciendo y
eso, por sí solo, era un peligro, por ejemplo, vamos a suponer que cualquiera
de ellas, con el laudable propósito de ayudar en las búsquedas, como
corresponde a buenos ciudadanos, se presenta en la Conservaduría en su
ausencia, Deseo hablar con don José, Don José no se encuentra de servicio, está
de vacaciones, Ah, qué pena, le traía una información importante acerca de la
persona que busca, Qué información, qué persona, don José no quería ni imaginar
lo que vendría después, el resto de la conversación entre la mujer del marido
celoso y el oficial, Encontré debajo de una tabla suelta de mi dormitorio un
diario, Un periódico, No señor, un diario, de esos que a ciertas personas les
gusta escribir, yo también tenía un diario antes de casarme, Y qué tenemos que
ver nosotros con ese asunto, en la Conservaduría sólo nos interesa saber que
las personas nacen y mueren, Tal vez el diario sea de algún pariente de la
persona que don José investiga, No tengo información de que don José esté
investigando a alguien, de cualquier modo no es cuestión que incumba a la Conservaduría
General, la Conservaduría General no se mete en la vida particular de sus
funcionarios, No es particular, don José me dijo que iba en representación de
la Conservaduría, Espere un momento, que voy a llamar al subdirector, pero
cuando el subdirector se aproximó al mostrador ya la señora mayor del
entresuelo derecha hacía ademanes de retirarse,
la vida le había enseñado que la mejor manera de defender
los secretos propios es respetando los secretos ajenos, Cuando don José vuelva
de vacaciones, haga el favor de decirle que estuvo aquí la vieja del entresuelo
derecha, No quiere dejar su nombre, No es preciso, él sabe de quién se trata.
Don José podía respirar aliviado, la señora del entresuelo derecha era la
discreción en persona, nunca diría al subdirector que acababa de recibir una
carta de su ahijada, La gripe me ha trastornado la cabeza, pensó, son fantasías
que no pueden suceder, no hay diarios escondidos bajo el entarimado, y no será
ahora, después de un silencio de tantos años, cuando ella va a tener la
ocurrencia de escribir una carta a la madrina, y menos mal que la vieja tuvo el
sentido común de no decir cómo se llamaba, a la Conservaduría General le
bastaría tirar de esa punta del hilo para descubrirlo todo en poco tiempo, la
copia de las fichas, la falsificación de la credencial, para ellos sería tan
simple como juntar piezas sueltas con un dibujo delante. Don José se dirigió a
casa, en este primer día no quiso seguir los consejos que el subdirector le había
dado, los de pasear, ir al jardín a recibir el sol en su pálida cara de
convaleciente, en una palabra, recuperar las fuerzas que la fiebre había
consumido. Necesitaba decidir qué pasos le convendría dar a partir de ahora,
pero necesitaba sobre todo sosegar una inquietud. Dejará su pequeña casa a
merced de la Conservaduría, pegada a la ciclópea pared como si estuviese a
punto de ser engullida por ella.
Algún
resto de fiebre debía de quedar aún en su desvaída cabeza para, de pronto,
pensar que fue eso lo acontecido a las otras casas de los funcionarios, todas
devoradas por la Conservaduría para que engordaran sus muros. Don José aceleró
el paso, si al llegar la casa hubiera desaparecido, si hubiesen desaparecido
con ella las fichas y el cuaderno de apuntes, no quería imaginar tal desgracia,
reducidos a nada los esfuerzos de semanas, inútiles los peligros por los que
había pasado. Se habrían congregado personas curiosas que le preguntarían si
había perdido alguna cosa de valor en el desastre, y él respondería que sí,
Unos papeles, y ellas volverían a preguntar, Acciones, Obligaciones, Título de
crédito, es sólo en lo que piensa la gente común y sin horizontes de espíritu,
sus pensamientos se centran en los intereses y ganancias materiales y él
volvería a decir que sí, pero dando mentalmente significados diferentes a esas
palabras, serían las acciones que cometiera, las obligaciones que asumiera, los
títulos de crédito que ganara.
La casa
estaba allí, pero parecía mucho más pequeña, o era la Conservaduría la que
había aumentado de tamaño en las últimas horas. Don José entró bajando la
cabeza, aunque no necesitaba inclinarse, el dintel de la puerta que daba a la
calle estaba a la altura de siempre, y a él no lo habían hecho crecer que se
viese, físicamente, ni las acciones ni las obligaciones ni los créditos. Fue a
escuchar junto a la puerta de comunicación, no porque esperase oír del otro
lado algún sonido de voces, la costumbre en la Conservaduría era trabajar en
silencio, sino para aquietar los sentimientos de confusa sospecha que lo
ocupaban desde que el jefe le había mandado solicitar vacaciones. Después
levantó el colchón de la cama, tomó las fichas y las dispuso por orden de fechas
sobre la mesa, de más antigua a más reciente, trece pequeños rectángulos de
cartulina, una sucesión de rostros pasando de niña pequeña a niña mayor, del
comienzo de una adolescencia a casi una mujer. Durante aquellos años la familia
se había mudado tres veces de casa, pero nunca tan lejos que fuese necesario
cambiar de colegio. No valía la pena ponerse a laborar complicados planes de
acción, la única cosa que don José podía hacer ahora era ir a la dirección que
constaba en la última ficha.
Fue al
día siguiente por la mañana, pero decidió no subir a preguntar a los actuales
ocupantes de la casa y a los otros inquilinos del edificio si conocían a la
niña del retrato. Seguramente responderían que no la conocían, que vivían allí
desde hacía poco tiempo o que no se acordaban, Comprenda, las personas van y
vienen, realmente no recuerdo nada de esa familia, no vale la pena que le dé
vueltas a la cabeza, y si alguien dijera que sí, que le parecía tener una idea
vaga, añadiría a continuación que sus relaciones apenas habían sido las
naturales entre personas de buena educación, No volvió a verlos, insistiría aún
don José, Nunca más, después de que se mudaran nunca más los vi, Qué pena, Le
he dicho todo lo que sabía, lamento no haberle sido más útil a la Conservaduría
General. La fortuna de encontrar justo al principio a una señora del entresuelo
derecha tan bien informada, tan próxima a las fuentes originales del caso, no
podría acontecer dos veces, pero sólo mucho más tarde, cuando nada de lo que
aquí se está relatando tenga ya importancia, don José descubrirá que la misma
dichosa fortuna, en este episodio, había estado de un prodigioso modo a su
favor, ahorrándole las consecuencias más desastrosas. No sabía él que uno de
los habitantes del edificio era precisamente, por diabólica casualidad, uno de
los subdirectores de la Conservaduría, puede adivinarse con facilidad la escena
terrible, nuestro confiado don José llamando a la puerta, mostrando la ficha,
quizá la falsa credencial, y la mujer
que lo atiende diciéndole pérfidamente, Vuelva más tarde
cuando mi marido esté en casa, esos asuntos son de su incumbencia, y don José
regresaría, con el corazón lleno de esperanzas, y se toparía con un airado
subdirector que daría inmediata orden de prisión, en sentido propio se dice, no
en el figurado, los reglamentos de la Conservaduría General del Registro Civil
no admiten liviandades ni improvisaciones, y lo peor es que no los conocemos
todos.
Al haber resuelto, esta vez, como si
el ángel de la guarda se lo hubiese recomendado con insistencia al oído,
orientar sus averiguaciones hacia los comercios de las cercanías, don José se
salvó, sin saberlo, del mayor desaire de su larga carrera de funcionario. Se
contentó pues con mirar las ventanas de la casa donde la mujer desconocida
vivió de pequeña y, para entrar bien en su piel de investigador auténtico,
imaginó verla salir con la cartera de los libros para ir al colegio, caminar
hasta la parada del autobús y ahí esperar, no merece la pena seguirla pisándole
los talones, don José sabía perfectamente adónde se dirigía, tenía las pruebas
competentes guardadas entre el colchón y el somier. Un cuarto de hora después
salió el padre, toma la dirección contraria, por eso no acompaña a la hija
cuando va al colegio, salvo si simplemente a este padre y a esta hija no les
gusta andar juntos y ponen este pretexto, o ni siquiera lo ponen, habrá habido
una especie de arreglo tácito entre los dos, para evitar que los vecinos noten
la mutua indiferencia. Ahora sólo falta que don José tenga un poco más de
paciencia, esperar que la madre salga para realizar las compras, como es
costumbre en las familias, así sabrá hacia dónde le conviene dirigir sus
pesquisas, el establecimiento comercial más próximo, pasados tres edificios, es
aquella farmacia, pero don José duda, nada más entrar, que de aquí se pueda
llevar alguna información útil, el empleado es un hombre joven y nuevo en la
casa, él mismo lo dice, No la conozco, sólo llevo aquí dos años. Por tan poco
don José no se va a desanimar, tiene lecturas de diarios y de revistas más que
suficientes, además de la experiencia que la vida le viene dando, para
comprender que estas investigaciones, hechas a la antigua usanza, cuestan mucho
trabajo, y él es andar y andar, es recorrer calles y caminos, es subir
escaleras, es llamar a las puertas, es bajar las escaleras, la misma pregunta
mil veces hecha, las respuestas idénticas, casi siempre en tono reservado, No
la conozco, Nunca he oído hablar de esa persona, sólo raramente sucede que
venga de dentro un farmacéutico de más edad que oyó la conversación y es hombre
de gran curiosidad, Qué desea, preguntó, Busco a una persona, respondió don
José, al mismo tiempo que se llevaba la mano al bolsillo interior de la
chaqueta para exhibir la credencial. No llegó a completar el movimiento, lo
retuvo una súbita inquietud, esta vez no fue obra de ningún ángel de la guarda,
lo que le hizo retirar la mano lentamente fue la mirada del farmacéutico, una
mirada que más parecía un estilete, una broca perforadora, nadie lo diría, con
aquella cara arrugada y aquellas canas, el resultado de mirar con tales ojos es
poner en seguida en guardia a la más ingenua de las criaturas, probablemente
por esta causa la curiosidad del farmacéutico nunca se da por satisfecha,
cuanto más quiere saber, menos le cuentan. Así sucedió con don José. Ni
presentó la credencial falsa ni dijo que venía de parte de la Conservaduría
General, se limitó a sacarse de otro bolsillo la última ficha escolar de la
muchacha, que en feliz hora se le ocurrió traer, Nuestro colegio necesita
encontrar a esta señora debido a un diploma que no llegó a recoger en
secretaría, don José asistía con placer, casi con entusiasmo, al ejercicio de
capacidades inventivas que nunca imaginara tener, tan seguro de sí que no se
dejó atrapar por la pregunta del farmacéutico, Y la están buscando tantos años
después, Puede ser que no le interese, respondió, pero es obligación de la
escuela hacer todo lo posible para que el diploma sea entregado, Y estuvieron
esperando que ella apareciese todo este tiempo, A decir verdad, los servicios
no se percataron del hecho, fue una lamentable falta de atención nuestra, un
error burocrático, por decirlo de alguna manera, pero nunca es tarde para
remediar un lapsus, Si la señora hubiera muerto, será demasiado tarde, Tenemos
razones para pensar que ella vive, Por qué, Comenzamos consultando el registro,
don José tuvo el cuidado de no pronunciar las palabras Conservaduría General, gracias
a eso evitó, por lo menos en aquel momento, que el farmacéutico recordara que
un subdirector de dicha Conservaduría General era su cliente y vivía tres
portales más allá. Por segunda vez don José había escapado a la ejecución
capital. Es cierto que el subdirector sólo de tarde en tarde entraba en la
farmacia, esas compras, como todas las otras, con excepción de los
preservativos, que el subdirector tenía el escrúpulo moral de adquirirlos en
otro barrio, era la mujer quien las hacía, por eso no es fácil imaginar una
conversación entre el farmacéutico y él, si bien no debe excluirse la
posibilidad de otro diálogo, el farmacéutico diciéndole a la mujer del
subdirector, Estuvo aquí un funcionario escolar que venía buscando a una
persona que, tiempo atrás, vivió en la casa donde ustedes viven ahora, en
cierto momento me habló de que había consultado el registro, pero, después de
que se hubiera ido, encontré extraño que dijera registro en vez de
Conservaduría General, parecía que ocultaba algo, hasta hubo un momento en que
echó mano al bolsillo interior de la chaqueta como si se
dispusiese a mostrarme alguna cosa, pero se arrepintió y corrigió, sacó de otro
bolsillo una ficha de matrícula del colegio, le estoy dando vueltas a la cabeza
para imaginar qué podría ser aquello, creo que debería hablar a su marido,
nunca se sabe, con la maldad que anda por este mundo, A lo mejor es el mismo
hombre que anteayer estuvo parado en la acera, mirando nuestras ventanas, Un
tipo de mediana edad, un poco más joven que yo, con cara de haber estado
enfermo hace poco, ese mismo, Es lo que yo le digo, mi olfato nunca me ha
engañado, está por nacer todavía quien me venda gato por liebre, Qué pena que
no hubiera llamado a mi puerta, le diría que volviera al final de la tarde,
cuando mi marido estuviese en casa, ahora sabríamos quién era el fulano y lo
que pretendía, Voy a estar alerta por si acaso aparece de nuevo por aquí, Y yo
no me olvidaré de contarle la historia a mi marido. Efectivamente no se olvidó,
pero no la contó completa, sin querer omitió del relato un pormenor importante,
quizá el más importante de todos, no dijo que el hombre que rondaba la casa
tenía la cara de haber estado enfermo hace poco tiempo. Habituado a relacionar
las causas y los efectos, que en eso consiste, esencialmente, el sistema de
fuerzas que rige desde el principio de los tiempos la Conservaduría General,
allí donde todo estuvo, está y continuará estando para siempre ligado a todo,
aquello que todavía está vivo con aquello que ya está muerto, aquello que va
muriendo con aquello que viene naciendo, todos los seres a todos los seres,
todas las cosas a todas las cosas, incluso cuando no parece que las una, a ello
y ellas, más que aquello que a la vista los separa, el sagaz subdirector no
habría dejado de recordar a don José, aquel escribiente que en los últimos
tiempos, ante la inexplicable benevolencia del jefe, se ha comportado de un
modo tan extraño. De ahí hasta desenredar la punta de la madeja y luego la
madeja completa, habría un paso. Tal no acontecerá, sin embargo, a don José no
volverán a verlo por estos sitios.
De las
diez tiendas de diferentes ramos a las que entró para hacer preguntas, contando
con la farmacia, sólo en tres encontró a alguien que tuviese memoria de la
muchacha y de los padres, el retrato de la ficha ayuda a la memoria, claro
está, si es que simplemente no toma su lugar, es probable que las personas
interrogadas apenas hubieran querido ser simpáticas, no decepcionar al hombre
con cara de gripe mal curada que les hablaba de un diploma escolar de hace
veinte años que no se había entregado. Cuando don José llegó a casa, iba
exhausto y desanimado, el primer intento de su nueva fase de investigación no
le había apuntado ningún camino por donde continuar, bien al contrario, parecía
colocarse frente a una pared intransitable. Se lanzó sobre la cama el pobre
hombre preguntándose a sí mismo por qué no hacía lo que el farmacéutico le
había dicho con mal disimulo sarcasmo, Yo, si estuviese en su lugar, ya habría
resuelto el problema, Cómo, interrogó don José, mirando en la guía de teléfonos
en los tiempos modernos es la manera más fácil de encontrar a alguien, Gracias
por la sugerencia, pero eso ya lo hicimos, el nombre de esta señora no consta,
respondió don José, creyendo que tapaba la boca al farmacéutico, pero éste
volvió a la carga, Sí es así, vaya a la Hacienda Pública, en Hacienda lo saben
todo acerca de todo el mundo.
Don José
se quedó mirando al aguafiestas, intentó disimular el desconcierto, esto no se
le había ocurrido a la señora del entresuelo derecha, al fin consiguió
murmurar, Es una buena idea, voy a comunicársela al director.
Salió de
la farmacia furioso consigo mismo, como si en el último momento le hubiese
faltado presencia de espíritu para responder a una ofensa, dispuesto a volver a
casa sin más preguntas, pero después pensó resignado, El vino está servido, es
necesario beberlo, no dijo como el otro, Quítenme de aquí este cáliz, vosotros
lo que queréis es matarme. El segundo comercio fue una droguería, el tercero
una carnecería, el cuarto una papelería, el quinto una tienda de artículos
eléctricos, el sexto una de ultramarinos, la conocida rutina de los barrios,
hasta el décimo establecimiento, felizmente tuvo suerte, después del
farmacéutico nadie más le habló de hacienda o de guía telefónica. Ahora,
acostado boca arriba, con las manos cruzadas bajo la cabeza, don José mira al
techo y le pregunta, Qué podré hacer a partir de aquí, y el techo le responde,
Nada, haber conocido su última dirección, quiero decir, la última dirección del
tiempo que asistió al colegio, no te ha dado ninguna pista para continuar la
búsqueda, claro que todavía puedes recurrir a las direcciones anteriores, pero
sería una pérdida de tiempo, si los comerciantes de esa calle, que son los más
recientes, no te ayudaron, cómo te ayudarían los otros, Entonces crees que debo
desistir, Probablemente no tendrás otra salida, salvo que te decidas a
preguntar en Hacienda, no debe de ser difícil, con esa credencial que tienes,
además son funcionarios como tú, La credencial es falsa, De hecho, será mejor
que no la uses, no me gustaría estar en tu piel si un día de éstos te
sorprenden en flagrante, No puedes estar en mi piel, no eres más que un techo
de
estuco, Sí, aunque lo que estás viendo de mí también es
una piel, además, la piel es todo cuanto queremos que los otros vean, debajo de
ella ni nosotros mismos conseguimos saber quiénes somos, Esconderé la
credencial, En tu caso, la rasgaba o la quemaba, La guardaré con los papeles
del obispo, donde la tenía, Tú sabrás, No me gusta el tono con que lo dices, me
suena a mal augurio, La sabiduría de los techos es infinita, Si eres un techo
sabio, dame una idea, Sigue mirándome, a veces da resultado.
La idea
que el techo dio a don José fue que interrumpiera las vacaciones y volviera al
trabajo, Le dices al jefe que ya estás con fuerzas suficientes y le pides que
te reserve el resto de los días para otra ocasión, esto en el caso de que
todavía encuentres manera de salir del agujero en que te has metido, con todas
las puertas cerradas y sin una pista que te oriente, El jefe va a encontrar
extraño que un funcionario se presente al trabajo sin tener obligación y sin
haber sido llamado, Cosas mucho más extrañas has estado tú haciendo en los
últimos tiempos, Vivía en paz antes de esta obsesión absurda, andar buscando a
una mujer que ni sabe que existo, Pero tú sí sabes que ella existe, el problema
es ése, Mejor sería desistir de una vez, Puede ser, puede ser, en todo caso
acuérdate de que no sólo la sabiduría de los techos es infinita, las sorpresas
de la vida también lo son, Qué quieres decir con esa sentencia tan rancia, Que
los días se suceden y no se repiten, Ésa es más rancia aún, no me digas que en
esos lugares comunes consiste la sabiduría de los techos, comentó desdeñoso don
José, No sabes nada de la vida si crees que hay alguna cosa más que saber,
respondió el techo, y se calló.
Don José
se levantó de la cama, escondió la credencial en el armario, entre los papeles
del obispo, después buscó el cuaderno de apuntes y se puso a narrar los
frustantes sucesos de la mañana, acentuando en particular los modos antipáticos
del farmacéutico y su afilada mirada. Al final del relato, escribió, como si la
idea hubiese sido suya, Creo que lo mejor es volver al trabajo. Cuando estaba
guardando el cuaderno debajo del colchón se acordó de que no había almorzado,
se lo dijo la cabeza, no el estómago, con el tiempo y el descuido de comer las
personas acaban por dejar de oír el reloj del apetito. De continuar don José
las vacaciones, no le importaría nada meterse en la cama el resto del día,
quedarse sin comer, no cenar, dormir toda la noche pudiendo ser, o refugiarse
en el sopor voluntario de quien ha decidido dar la espalda a los hechos
desagradables de la vida. Pero tenía que alimentar el cuerpo para trabajar al
día siguiente, detestaba que la debilidad lo pusiese otra vez a sudar frío y
con ridículos mareos ante la conmiseración fingida de los colegas y la
impaciencia de los superiores. Batió dos huevos, les añadió unas cuantas
rodajas de chorizo, una buena pizca de sal gruesa, puso aceite en una sartén,
esperó que se calentara hasta el punto justo, éste era su único talento
culinario, el resto se resumía en abrir latas. Se comió la tortilla despacio,
en pedacitos geométricamente cortados, haciéndola rendir lo más posible, apenas
para ocupar el tiempo, no por deleite gastronómico. Sobre todo, no quería
pensar. El imaginario y metafísico diálogo con el techo le sirvió para encubrir
la total desorientación de su espíritu, la sensación de pánico que le producía
la idea de que ya no tendría nada más que hacer en la vida si, como tenía
razones para recelar, la búsqueda de la mujer desconocida había terminado.
Sentía un
nudo duro en la garganta, como cuando le reñían de pequeño y querían que
llorase, y él resistía, resistía, hasta que por fin las lágrimas se le
saltaban, como también comenzaban a saltársele ahora, por fin.
Apartó el
plato, dejó caer la cabeza sobre los brazos cruzados y lloró sin vergüenza, al
menos esta vez no había nadie para reírse de él. Éste es uno de aquellos casos
en que los techos nada pueden hacer para ayudar a las personas afligidas,
tienen que limitarse a esperar allá arriba a que la tormenta pase, que el alma
se desahogue, que el cuerpo se canse. Así le ocurrió a don José. Al cabo de
unos minutos ya se sentía mejor, se enjugó bruscamente las lágrimas con la
manga de la camisa y se fue a lavar el plato y el cubierto. Tenía la tarde
entera ante él y nada que hacer. Pensó en visitar a la señora del entresuelo
derecha, contarle más o menos lo que aconteciera, pero después consideró que no
merecía la pena, ella le había dicho todo lo que sabía, y tal vez acabase
preguntándole por qué demonios la Conservaduría General se esforzaba tanto a
causa de una simple persona, de una mujer sin importancia, sería indecente
falsedad responderle, además de estupidez rematada, que para la Conservaduría
General del Registro Civil somos todos iguales, tal como el sol lo es para
todos cuando nace, hay cosas que conviene no decir delante de un viejo si no
queremos que él se nos ría en la cara. Don José recogió de un rincón de la casa
un brazado de revistas y de periódicos antiguos, de los que ya había recortado
noticias y fotografías, podía ser
que algo interesante le hubiese pasado inadvertido, o que
en ellos se comenzara a hablar de alguien que se presentaba como una aceptable
promesa en los difíciles caminos de la fama. Don José volvía a sus colecciones.
De todos,
el menos sorprendido fue el conservador. Habiendo, como de costumbre, entrado
cuando todo el personal ya estaba en sus lugares y trabajando, paró durante
tres segundos al lado de la mesa de don José, pero no pronunció palabra. Don
José esperaba ser sometido a un interrogatorio directo sobre los motivos de su
regreso anticipado al trabajo, pero el jefe se limitó a oír las explicaciones
inmediatamente presentadas por el subdirector de la sección, a quien después
despidió con un movimiento seco de la mano derecha, unidos y tensos los dedos
índice y corazón, medio recogidos los restantes, lo que, según el código
gestual de la Conservaduría, significaba que no estaba dispuesto a oír una
palabra más del asunto. Confundido entre la primera expectativa de ser
interrogado y el alivio de que lo hubieran dejado en paz, don José procuraba aclarar
las ideas, concentrar los sentidos en el trabajo que el oficial le había puesto
encima de la mesa, dos decenas de declaraciones de nacimiento cuyos datos
deberían ser transcritos en las fichas y éstas archivadas en los ficheros del
mostrador, en el competente orden alfabético. Era un trabajo simple, pero de
responsabilidad, que, para don José, todavía débil de piernas y de cabeza, al
menos tenía la ventaja de que se podía hacer sentado.
Los
errores de los copistas son los que menos disculpa tienen, no resuelve nada que
nos digan, Me distraje, por el contrario, reconocer una distracción es confesar
que se pensaba en otra cosa, en vez de tener la atención puesta en nombres y en
fechas cuya suprema importancia les viene de ser ellos, en el caso presente,
quienes dan existencia legal a la realidad de la existencia. Sobre todo el
nombre de la persona que nació. Un simple error de transcripción, el cambio de
la letra inicial de un apellido, por ejemplo, haría que la ficha se colocara
fuera de su lugar, incluso muy lejos de donde debería estar, como
inevitablemente tendría que acontecer en esta Conservaduría General del
Registro Civil, donde los nombres son muchos, por no decir que son todos.
Si el escribiente que, en tiempos
pasados, copió en una ficha el nombre de don José hubiese escrito Xosé,
equivocado mentalmente por una semejanza de pronunciación que casi alcanza la
coincidenia, sería el colmo de los trabajos dar con la desorientada ficha para
inscribir en ella cualquiera de los tres registros corrientes y comunes, el de
matrimonio, el de divorcio, el de muerte, dos más o menos evitables, el otro
nunca. Por eso don José va copiando con prudentísimo cuidado, letra a letra,
las comprobaciones de vida de los nuevos seres que le fueron confiados, ya
lleva transcritas dieciséis declaraciones de nacimiento, ahora atrae hacia sí
la decimoséptima, prepara la ficha, y la mano de pronto le tiembla, los ojos
vacilan, la piel de la frente se cubre de sudor. El nombre que tiene frente a
él, de un individuo de sexo femenino, es, en casi todo, idéntico al de la mujer
desconocida, sólo en el último apellido existe una diferencia, y, aun así, la
primera letra es la misma. Se dan, por tanto, todas las probabilidades de que
esta ficha, llevando el nombre que lleva, tenga que ser archivada a
continuación de la otra, por eso don José como quien ya no puede dominar más la
impaciencia al aproximarse el momento de un encuentro muy deseado, se levantó
de la silla apenas acabó de hacer el registro, corrió al cajón respectivo del fichero,
fue pasando los dedos nerviosos por encima de las fichas, buscó, encontró el
lugar. La ficha de la mujer desconocida no estaba allí. La palabra fatal
relampagueó inmediatamente dentro de la cabeza de don José, la fulminante
palabra, Murió. Porque don José tiene la obligación de saber que la ausencia de
una ficha del archivo significa irremisiblemente la muerte de su titular, son
incontables las fichas que él mismo, en veinticinco años de funcionario, retiró
de aquí y transportó al archivo de los muertos, pero ahora se niega a aceptar
la evidencia, que sea ése el motivo de la desaparición, algún descuidado e
incompetente colega cambió la ficha de lugar, tal vez esté un poco más delante,
un poco más atrás, don José, por desesperación, quiere engañarse a sí mismo,
nunca, en tantos y tantos siglos de Conservaduría General, una ficha de este
archivo estuvo colocada fuera de su sitio, sólo hay una posibilidad, una sola,
de que la mujer aún esté viva, es que su ficha se encuentre temporalmente en
poder de uno de los otros escribientes para cualquier asentamiento nuevo, Tal
vez se haya vuelto a casar, pensó don José, y, durante un instante, la
inesperada contrariedad que le causó la idea le mitigó la perturbación.
Después, casi sin darse cuenta de lo que hacía, puso la ficha que había copiado
de la declaración de nacimiento en el lugar de la que desapareciera y, con las
piernas trémulas, volvió a su mesa.
No podía
preguntar a los colegas si tendrían, por casualidad, la ficha de la señora, no
podía andar alrededor de sus mesas mirando de soslayo los papeles en los que
trabajaban, no podía hacer
nada aparte de vigilar el cajón del fichero, para ver si
alguien iba a reintegrar en su sitio el pequeño rectángulo de cartulina
distraído de allí por equivocación o por un motivo menos rutinario que la
muerte. Las horas fueron pasando, la mañana dio lugar a la tarde, lo que don José
consiguió digerir del almuerzo fue casi nada, alguna cosa tendrá en la garganta
para que tan fácilmente le surjan estos nudos, estas estrecheces, estas
angustias. En todo el día ningún colega abrió aquel cajón del fichero, ninguna
ficha desencaminada encontró el camino de regreso, la mujer desconocida estaba
muerta.
Esa noche
don José volvió a la Conservaduría. Llevaba consigo la linterna de bolsillo y
un rollo de cien metros de cuerda resistente. La linterna contenía una pila
nueva, para varias horas de duración de uso continuo, pero don José, más que
escarmentado por las dificultades que se vio obligado a enfrentar durante su
peligrosa aventura de escalada y robo en el colegio, había aprendido que en la
vida todas las preocupaciones son pocas, principalmente cuando se abandonan las
vías rectas del proceder honesto para encaminarse por los atajos tortuosos del
crimen. Imagínese que la minúscula lámpara se funde, imagínese que la lente que
la protege y que intensifica la luz se suelta del encaje, imagínese que la
linterna, con pila, lente y lámpara intactas, se cae en un agujero al que no
llega ni con el brazo ni con un gancho, entonces, a falta del auténtico hilo de
Ariadna, que no se atreve a usar a pesar de que nunca se cierra con llave el
cajón de la mesa del jefe donde, con una linterna potente, se encuentra
guardado para las ocasiones, don José utilizará un rústico y vulgar rollo de
cuerda comprado en la droguería que le hará las veces y que reconducirá al
mundo de los vivos aquel que, en este momento, se prepara para entrar en el
reino de los muertos. Como funcionario de la Conservaduría General, don José
dispone de toda la legitimidad para acceder a cualquier documento de registro
civil, que es, no sería necesario repetirlo, la propia sustancia de su trabajo,
por tanto alguien podrá extrañarse de que, al notar la falta de la ficha, no
hubiese dicho al oficial de quien depende, Voy adentro a buscar la ficha de una
mujer que ha muerto. La cuestión es que no bastaría anunciarlo, tendría que dar
una razón administrativamente fundada y burocráticamente lógica, el oficial no
dejaría de preguntar, Para qué la quiere, y don José no podría responderle,
Para tener la certeza de que está muerta, adónde iría a parar la Conservaduría
General si comenzase a satisfacer estas y otras curiosidades, no sólo morbosas
sino también improductivas. Lo peor que podrá resultar de la expedición
nocturna de don José será que no consiga encontrar los papeles de la mujer
desconocida en el caos que es el archivo de los muertos.
Claro que, en principio, tratándose
de un óbito reciente, los papeles deberán estar en lo que vulgarmente se
designa entrada, pero aquí el problema comienza en la imposibilidad de saber,
exactamente, dónde está la entrada del archivo de los muertos. Será demasiado
simple decir, como insisten optimistas recalcitrantes, que el espacio de los
muertos empieza necesariamente donde acaba el espacio de los vivos y viceversa,
tal vez en el mundo exterior las cosas, de alguna manera, pasen así, dado que,
salvo acontecimientos excepcionales, aunque no tan excepcionales cuanto nos
gustaría, como son las catástrofes naturales o los conflictos bélicos, no es
habitual que se vea en las calles a los muertos mezclados con los vivos. Ahora
bien, por razones estructurales, y no sólo, en la Conservaduría General esto
puede acontecer. Puede acontecer, y acontece. Ya habíamos explicado antes que,
de tiempo en tiempo, cuando la congestión causada por la acumulación continua e
irresistible de los muertos comienza a impedir el paso de los funcionarios por
los corredores y, en consecuencia, a dificultar cualquier investigación
documental, no hay más remedio que echar abajo la pared del fondo y volver a
levantarla uno cuantos metros atrás. Sin embargo, por un involuntario olvido
nuestro, no se mencionaron entonces los dos efectos perversos de esa
congestión. En primer lugar, durante el tiempo en que la pared está siendo
construida, es inevitable que las fichas y los expedientes de los muertos
recientes, por falta de espacio propio en el fondo del edificio, se vayan
aproximando peligrosamente y rocen, del lado de acá, los expedientes de los
vivos que se encuentran ordenados en la parte extrema interior de las
respectivas estanterías, dando origen a una franja de delicadas situaciones de
confusión entre los que aún están vivos y los que ya están muertos. En segundo
lugar, cuando la pared se encuentra levantada y el techo prolongado, y ya el
archivo de los muertos puede volver a la normalidad, esa misma confusión,
fronteriza, por decirlo así, tornará imposible, o por lo menos pernicioso en
alto grado, el transporte, para la tiniebla del fondo, de la totalidad de los
muertos intrusos, con perdón de la impropia palabra. Se añade aún a estos no
pequeños inconvenientes la circunstancia de que los dos escribientes más
jóvenes, sin que el jefe o los colegas lo sospechen, no tienen reparos, de vez
en cuando, sea por deficiencia de su formación profesional, sea por graves
carencias en su ética personal, en soltar en cualquier parte
un muerto, sin darse el trabajo de ir allá adentro para
ver si habría o no un espacio libre. Si esta vez la suerte no estuviera del
lado de don José, si no le favoreciera el azar, la aventura del asalto a la
escuela, comparada con la que aquí le espera, a pesar de lo arriesgada que fue,
había sido un paseo.
Podría preguntarse para qué le
servirá a don José una cuerda tan larga, de cien metros, si la extensión de la
Conservaduría General, a pesar de las sucesivas ampliaciones, todavía no pasa
de los ochenta. Es una duda propia de quien imagina que todo en la vida se
puede hacer siguiendo cuidadosamente una línea recta, que es siempre posible ir
de un lugar a otro por el camino más corto, tal vez algunas personas, en el mundo
exterior, juzguen haberlo conseguido, pero aquí, donde los vivos y los muertos
comparten el mismo espacio, a veces hay que dar muchas vueltas para encontrar a
uno de éstos, hay que rodear montañas de legajos, columnas de procesos, pilas
de fichas, macizos de restos antiguos, avanzar por desfiladeros tenebrosos,
entre paredes de papel sucio que se tocan allá en lo alto, son metros y metros
de cordel los que tendrán que ser extendidos, dejados atrás, como un rastro
sinuoso y sutil trazado en el polvo, no hay otra manera de saber por dónde
queda que pasar, no hay otra manera de encontrar el camino de regreso. Don José
anudó una punta de la cuerda a una pata de la mesa del jefe, no lo hizo por
falta de respeto, sino para ganar unos cuantos metros, se ató la otra punta al
tobillo y, soltando tras de sí, en el suelo, el rollo que a cada paso se va
desliando, avanzó por uno de los corredores centrales del archivo de los vivos.
Su plan es comenzar la búsqueda por el espacio del fondo, allí donde deberán
estar el expediente y la ficha de la mujer desconocida, aunque, por las razones
ya expuestas, sea poco probable que el depósito haya sido efectuado de forma
correcta. Como funcionario de otro tiempo, educado según los métodos y las
disciplinas de antaño, al carácter estricto de don José le repugnaría pactar
con la irresponsabilidad de las nuevas generaciones, comenzando la busca en el
lugar donde sólo por una deliberada y escandalosa infracción de las reglas
archivísticas básicas un muerto podría haber sido depuesto. Sabe que la mayor
dificultad con la que tendrá que luchar es la falta de luz. Quitando la mesa
del jefe, sobre la cual continúa brillando tenuemente la lámpara de siempre, la
Conservaduría está, toda ella, a oscuras, sumergida en densas tinieblas. Encender
otras lámparas a lo largo del edificio, incluso siendo desmayadas como son,
sería demasiado arriesgado, un policía cuidadoso al hacer la ronda del barrio,
o un buen ciudadano, de esos que se preocupan por la seguridad de la comunidad,
podrían advertir a través de las altas ventanas la difusa claridad y darían la
alarma inmediatamente. Don José no tendrá por tanto más luz que le valga que el
débil círculo luminoso que, al ritmo de los pasos, pero también por el temblor
de la mano que sostiene la linterna, oscila ante él.
Es que
hay una gran diferencia entre venir al archivo de los muertos durante horas
normales de trabajo, con la presencia, detrás, de los colegas que, a pesar de
poco solidarios, como se ha visto, siempre acudirían en caso de peligro real o
de irresistible crisis nerviosa, sobre todo mandándolo el jefe, Vaya a ver lo
que le pasa a aquél, y aventurarse solo, en medio de una gran noche, por estas
catacumbas de la humanidad, cercado de nombres, oyendo el susurrar de los
papeles, o un murmullo de voces, quién los podrá distinguir.
Don José
alcanzó el final de los estantes de los vivos, busca ahora un paso para
alcanzar el fondo de la Conservaduría General, en principio, y según como fue
proyectada la ocupación del espacio, éste tendría que desarrollarse a lo largo
de la bisectriz longitudinal de la planta, aquella que imaginariamente divide
el trazado rectangular del edificio en dos partes iguales, pero los
desmoronamientos de expedientes, que siempre están sucediendo por más que se
empujen las masas de papeles, convertían algo que estaba destinado a ser acceso
directo y rápido en una red compleja de caminos y veredas, donde a cada momento
surgen los obstáculos y los callejones sin salida. Durante el día, y con todas
las luces encendidas, aún es relativamente fácil que el investigador se
mantenga en la dirección correcta, basta ir atento, vigilante, tener el cuidado
de seguir por los senderos donde se vea menos polvo, que ésa es la señal de que
por allí se pasa con frecuencia, hasta hoy, a pesar de algunos sustos y de
algunas preocupantes demoras, no se ha dado ni un solo caso de que un
funcionario no haya regresado de la expedición. Pero la luz de la linterna de
bolsillo no merece confianza, parece que va creando sombras por su propia
cuenta, don José, ya que no osa servirse de la linterna del conservador, debía
haberse comprado una de esas modernas, potentísimas, que son capaces de
iluminar hasta el fin del mundo. Es cierto que el miedo de perderse no lo
amilana demasiado, hasta cierto punto la tensión constante de la cuerda atada
al tobillo lo tranquiliza, pero, si se pone a dar vueltas por aquí, a andar en
círculos,
a
envolverse en el capullo, acabará por no poder dar un paso más, tendrá que
volver para atrás, comenzar de nuevo. Y ya algunas veces lo tuvo que hacer por
otro motivo, cuando la cuerda, demasiado fina, se introdujo entre las montañas
de papeles y se quedó atascada en las esquinas, y ahí ni para atrás ni para
adelante. Por todos estos problemas y enredos, se comprende que el avance tenga
que ser lento, que de poco le sirva a don José el conocimiento que tiene de la
topografía de los sitios, tanto más que ahora mismo se desmorona una enorme
rima de expedientes que obstruían hasta la altura de un hombre lo que tenía todo
el aspecto de ser el camino seguro, levantado una densa nube de polvo, en medio
de la cual revolotean espantadas las polillas, casi transparentes por el foco
de la linterna. Don José detesta estos bichos, que a primera vista se diría que
han sido puestos en el mundo de adorno, de la misma manera que detesta los
lepismas que también proliferan por aquí, son ellos, todos, los voraces
culpables de tantas memorias destruidas, de tanto hijo sin padres, de tanta
herencia caída en las ávidas manos del estado debido a falta de habilitación
legal, por más que se jure que el documento comprobatorio fue comido, manchado,
roído, devorado por la fauna que infesta la Conservaduría General, y que por
una simple cuestión de humanidad eso debería ser tenido en cuenta, desgraciadamente
no hay quien convenza al procurador de las viudas y de los huérfanos, que
debería estar a favor de ellas y de ellos, pero que no está, O el papel aparece
o no hay herencia. En cuanto a las ratas, no vale la pena hablar de su
capacidad destructora. En todo caso, a pesar de los numerosos estragos que
causan, también tienen estos roedores su lado positivo, si ellos no existiesen
la Conservaduría General ya habría reventado por las costuras, o tendrían el
doble de longitud. A un observador desprevenido podrá sorprender cómo aquí no
se multiplican las colonias de ratones hasta la aniquilación total de los
archivos, sobre todo considerando la imposibilidad más que patente de una
desinfección cien por cien eficaz. La explicación, aunque haya quien alimente
algunas dudas sobre su total pertinencia, estaría en la falta de agua o de una
suficiente humedad ambiental, estaría en la dieta seca a que los bichos se
encuentran sujetos por el medio en que escogieron vivir o donde la mala suerte
los trajo, de lo que habría resultado una atrofia notoria de la musculatura
genital con consecuencias muy negativas en el ejercicio de la cópula.
Contrariando esta tentativa de explicación, hay quien insiste en afirmar que
los músculos no tienen nada que ver con el asunto, lo que significa que la
polémica continúa abierta.
Entre
tanto, cubierto de polvo, con pesados harapos de telas de araña pegados al pelo
y a los hombros, don José alcanzó por fin el espacio libre existente entre los
últimos papeles archivados y la pared del fondo, separados todavía por unos
tres metros y formando un corredor irregular, más estrecho cada día que pasa,
que une las dos paredes laterales. La oscuridad, en este lugar, es absoluta. La
débil claridad exterior que aún logra atravesar la capa de suciedad que cubre
por dentro y por fuera los tragaluces laterales, en particular los últimos de
cada lado, que son los más próximos, no consigue llegar hasta aquí debido a la
acumulación vertical de los atados de documentos, que casi alcanza el techo. En
cuanto a la pared del fondo, toda ella, es inexplicablemente ciega, es decir,
no tiene siquiera un simple ojo de buey que ahora venga en ayuda de la escasa
luz de la linterna. Nunca nadie pudo entender la tozudez de la corporación de
arquitectos que, amparándose en una poco convicente justificación estética, se
opuso a modificar el proyecto histórico y autorizar la apertura de ventanas en
la pared cuando es necesario desplazarla, a pesar de que un lego en la materia
sería capaz de percibir que simplemente se trata de satisfacer una necesidad
funcional. Ellos deberían estar aquí ahora, refunfuñó don José, así sabrían lo
que cuesta.
Las rimas
de papeles dispuestas a un lado y a otro del paso central tienen alturas
diferentes, la ficha y el expediente de la mujer desconocida podrán estar en
cualquiera de ellas, en todo caso con mayores probabilidades de ser encontrados
en una de las rimas más bajas, si la ley del mínimo esfuerzo fuera preferida
por el escribiente encargado del depósito. Desgraciadamente no faltan en esta
nuestra desorientada humanidad espíritus tan retorcidos que no sería de
extrañar que al funcionario que archivó el expediente y la ficha de la mujer
desconocida, si es que efectivamente los trajo aquí, se le ocurriese la idea
maliciosa, sólo por gratuita ojeriza, de apoyar precisamente en la rima de
papeles más alta la enorme escalera de mano usada en este servicio y colocarlos
encima, en el tope de todo, así son las cosas de este mundo.
Con
método, sin precipitaciones, hasta pareciendo recordar los gestos y los
movimientos de la noche que pasó en la buhardilla del colegio, cuando la mujer
desconocida probablemente aún estaba viva, don José comenzó la búsqueda. Había
por aquí mucho menos polvo cubriendo los
papeles,
lo que es fácil de comprender si se tiene en cuenta que no pasa ni un solo día
sin que sean traídos expedientes y fichas de personas fallecidas, lo que, en
lenguaje imaginativo, pero de un mal gusto evidente, sería lo mismo que decir
que en el fondo de la Conservaduría general del Registro Civil los muertos
están siempre limpios. Sólo allá en lo alto, donde los papeles, como ya ha sido
dicho, casi alcanzan el techo, el polvo cribado por el tiempo se va
tranquilamente asentado sobre el polvo que el tiempo cribó, hasta el punto de
que es necesario desempolvar, sacudir con fuerza las carpetas de los
expedientes que se encuentran arriba, si queremos saber de quiénes se tratan.
De no descubrir en los niveles inferiores lo que busca, don José tendrá que sacrificarse
nuevamente a subir una escalera de mano, pero esta vez no necesitará estar
encaramado más que un minuto, no tendrá tiempo de marearse, de un vistazo el
foco de la linterna le mostrará si algún expediente ha sido colocado allí en
los últimos días. Situándose el fallecimiento de la mujer desconocida, con alta
probabilidad, en un lapso de tiempo asaz corto, correspondiente, día más, día
menos, según cree don José, a uno de los periodos en que estuvo ausente del
trabajo, primero la semana de la gripe, después las brevísimas vacaciones, la
verificación de los documentos en cada una de las pilas puede ser efectuada con
bastante rapidez, y aunque la muerte de la mujer hubiese ocurrido antes,
inmediatamente después del día memorable en que la ficha fue a parar a las
manos de don José, incluso así el tiempo transcurrido no es tanto que los
documentos se encuentren ahora archivados debajo de un número excesivo de otros
expedientes. Este reiterado examen de las situaciones que vienen surgiendo,
estas continuas reflexiones, estas ponderaciones minuciosas sobre lo claro y lo
oscuro, sobre lo directo y lo laberíntico, sobre lo limpio y lo sucio, pasan,
todas ellas, tal cual se relata, en la cabeza de don José. El tiempo empleado
en explicarlas o, hablando con más rigor, en reproducirlas, aparentemente
exagerado, es la consecuencia inevitable, no sólo de la complejidad, tanto de
fondo como de forma, de los factores mencionados, sino también de la naturaleza
muy especial de los circuitos mentales de nuestro escribiente. Que va a pasar
ahora por una dura prueba. Paso a paso, avanzando a lo largo del estrecho
corredor formado, como se dijo, por las rimas de documentos y por la pared del
fondo, don José se ha aproximado a una de las paredes laterales. En principio,
abstractamente, a nadie se le ocurriría considerar estrecho un corredor como
éste, con su confortable anchura de casi tres metros, pero si esta dimensión se
piensa en relación con la largura del corredor, el cual, se repite una vez más,
va de pared lateral a pared lateral, entonces tendremos que preguntarnos cómo
es posible que don José, al que sabemos propenso a serias perturbaciones de
índole psicológica, como es el caso de los vértigos y de los insomnios, no haya
sufrido hasta ahora, en este cerrado y sofocante espacio, un violento ataque
claustrofóbico. La explicación quizá se encuentre, precisamente, en el hecho de
que la oscuridad no le deja percatarse de los límites de ese espacio, que tanto
pueden estar aquí como allá, teniendo visible, frente a él, la familiar y
tranquilizadora masa de papeles. Don José nunca estuvo aquí tanto tiempo, lo
normal es llegar, colocar los documentos de una vida terminada y luego volver a
la seguridad de la mesa de trabajo, y si es cierto que, en esta ocasión, desde
que entró en el archivo de los muertos, no puede sustraerse a una impresión
inquietante, como de una presencia que lo rodea, lo atribuye a ese difuso temor
de lo oculto e ignoto a que tienen humanísimo derecho hasta las más valerosas
de las personas. Miedo, lo que se llama miedo, don José no lo tuvo hasta el
momento en que llegó al final del corredor y se encontró con la pared. Se
agachó para examinar unos papeles caídos en el suelo, que bien podían ser los
de la mujer desconocida, tirados a boleo por el funcionario indiferente, y, de
pronto, antes incluso de tener tiempo para examinarlos, dejó de ser don José
escribiente de la Conservaduría General del Registro Civil, dejó de tener
cincuenta años, ahora es un pequeño José que comienza a ir a la escuela, es el
niño que no quería dormirse porque todas las noches tenía una pesadilla,
obsesivamente la misma, este canto de pared, este muro cerrado, esta prisión, y
más allá, en el otro extremo del corredor, oculta por la tiniebla, nada más que
una pequeña y simple piedra, una pequeña piedra que crecía lentamente, que él
no podía ver ahora con sus ojos, pero que la memoria de los sueños soñados le
decía que estaba allí, una piedra que engordaba y se movía como si estuviese
viva, una piedra que rebosaba por los lados y por arriba, que subía por las
paredes y que avanzaba hacia él arrastrándose, enrollada sobre sí misma, como
si no fuese piedra sino barro, como si no fuese barro sino sangre espesa. El
niño salía de la pesadilla gritando cuando la masa inmunda le tocaba los pies,
cuando el garrote de la angustia estaba a punto de estrangularlo, pero don
José, pobre de él, no puede despertar de un sueño que ya no es suyo. Encogido
contra la pared como un perro asustado, apunta con la mano trémula el foco de
la linterna hacia la otra punta del corredor, sin embargo la luz no va tan
lejos, se queda a medio camino, más o menos donde se encuentra el paso al
archivo de los vivos. Piensa que si diera una carrera rápida podría escapar de
la piedra que avanza, pero el miedo le dice, Ten cuidado, cómo
sabes tú que no está parada allí, esperándote, vas a caer
en la boca del lobo. En el sueño, el avance de la piedra iba acompañado por una
música extraña que parecía nacida del aire, pero aquí el silencio es absoluto,
total, tan espeso que engulle la respiración de don José, de la misma manera
que la tiniebla engulle la luz de la linterna. Que la engulló por completo
ahora mismo. Fue como si la oscuridad, bruscamente, hubiese avanzado para
pegarse como una ventosa en la cara de don José. La pesadilla del niño, sin
embargo, había terminado.
Para él,
entienda quien pueda el alma humana, el hecho de no ver las paredes de la
cárcel, las próximas y las distantes, era lo mismo que si no estuvieran, era
como si el espacio se hubiese ensanchado, libre, hasta el infinito, como si las
piedras no fuesen más que el mineral inerte de que están hechas, como si el
agua fuese simplemente la razón del barro, como si la sangre corriese sólo
dentro de sus venas y no fuera de ellas. Ahora no es una pesadilla de la
infancia lo que asusta a don José, lo que le paraliza de miedo es otra vez el
pensamiento de que podrá quedarse muerto en este canto, como cuando, hace tanto
tiempo, imaginó que se podría caer de otra escalera, muerto aquí sin papeles en
medio de los papeles de los muertos, aplastado por la tiniebla, por la
avalancha que no tardará en precipitarse desde lo alto, y que mañana lo
descubrirían, Don José faltó al servicio, dónde estará, Ha de aparecer, y
cuando un colega venga a trasladar otros expedientes y otras fichas, allí lo
encontrará, expuesto a la luz de una linterna mejor que ésta que tan mal le
sirvió cuando más necesitaba de ella.
Pasaron
los minutos que tenían que pasar para que don José, poco a poco, comenzase a percibir
dentro de sí una voz que decía, Hombre, hasta ahora, quitando el miedo, no te
ha sucedido nada malo, estás ahí sentado, intacto, es cierto que la linterna se
te ha apagado, pero tú para qué necesitas una linterna, tienes la cuerda atada
al tobillo, presa por la otra punta a la pata de la mesa del jefe, estás
seguro, igual que un nascituro ligado por el cordón umbilical al útero de la
madre, no es que el jefe sea tu madre ni tu padre, pero en fin, las relaciones
entre las personas, aquí, son complicadas, lo que debes pensar es que las
pesadillas de la infancia nunca se realizan, mucho menos se realizan los
sueños, aquello de la piedra era realmente horrible, pero es indudable que
tiene una explicación científica, como cuando soñabas que volabas sobre los
huertos, subiendo, bajando, flotando con los brazos abiertos, acuérdate, era
una señal de que estabas creciendo, la piedra también tuvo su función, si hay
que vivir la experiencia del terror entonces que sea pronto mejor que tarde,
además de eso tienes la obligación de saber que estos muertos no son en serio,
es una exageración macabra llamar a esto su archivo, si los papeles que tienes
en la mano son los de la mujer desconocida, son papeles y no huesos, son
papeles y no carne putrefacta, ése fue el prodigio obrado por tu Conservaduría
General, transformar en meros papeles la vida y la muerte, es cierto que
quisiste encontrar a esa mujer pero no llegaste a tiempo, ni siquiera eso
fuiste capaz de conseguir, o quizá querías y no querías, dudabas entre el deseo
y el temor como le suceda a tanta gente, bastaba con que hubieses ido a
hacienda, no faltó quien te lo aconsejase, se acabó, lo mejor es dejarla estar,
ya no hay más tiempo para ella y el fin del tuyo está por llegar.
Rozando
la inestable pared por los expedientes, con mucho cuidado para que no se le
venga encima, don José, lentamente, se levanta. La voz que le hiciera aquel
discurso le decía ahora cosas como éstas, Hombre, no tengas miedo, la oscuridad
en que estás metido aquí no es mayor que la que existe dentro de tu cuerpo, son
dos oscuridades separadas por una piel, apuesto que nunca habías penado en
ello, transportas todo el tiempo de un lado para otro una oscuridad, y eso no
te asusta, hace un instante poco faltó para que te pusieses a dar gritos sólo
porque imaginaste unos peligros, sólo porque te acordaste de la pesadilla de
cuando eras pequeño, querido amigo, tienes que aprender a vivir con la
oscuridad de fuera como aprendiste a vivir con la oscuridad de dentro, ahora
levántate de una vez, por favor, guarda la linterna en el bolsillo, que no te
sirve de nada, guarda los papeles, ya que insistes en llevártelos, entre la
chaqueta y la camisa, o entre la camisa y la piel que es más seguro, agarra la
cuerda con firmeza, enróllala a medida que vayas avanzando para que no se te
enrede en los pies, y ahora hala, no seas cobarde, que es lo peor de todo.
Rozando levemente todavía la pared de pared con el hombro don José aventuró dos
pasos tímidos.
Las
tinieblas se abrieron como un agua negra, cerrándose tras él, otro paso, otro
más, cinco metros de cuerda ya han sido levantados del suelo y enrollados, a
don José le vendría bien poder disponer de una tercera mano que fuese palpando
el aire por delante, pero el remedio simple,
bastará que suba a la altura de la cara las dos manos que
tiene, una que irá enrollando, otra que irá siendo enrollada, es el principio
de la devanadora.
Don José
casi está saliendo del corredor, unos pasos más y estará a salvo de un nuevo
asalto de la piedra de la pesadilla, la cuerda ahora se resiste un poco pero es
buena señal, significa que está presa, junto al suelo en la esquina del paso
que lleva al archivo de los vivos. Durante todo el camino hasta llegar,
extrañamente, como si alguien los estuviese lanzando desde arriba, fueron
cayendo papeles y papeles sobre la cabeza de don José, despacio, uno, otro,
como una despedida. Y cuando, por fin, llegó a la mesa del jefe, cuando, antes
incluso de desatar la cuerda, se sacó de debajo de la camisa el expediente que
recogiera del suelo, cuando lo abrió y vio que era el de la mujer desconocida,
su conmoción fue tan fuerte que no le dejó oír el ruido de la puerta de la
Conservaduría, como si alguien acabase de salir.
Que el tiempo psicológico no corresponde
al tiempo matemático lo había aprendido don José de la misma manera que
adquirió en su vida algunos otros conocimientos de diferente utilidad, en
primer lugar, naturalmente, gracias a sus propias vivencias, que no es él
persona, a pesar de que nunca haya pasado de escribiente, de andar por este
mundo sólo viendo andar a los otros, sino también por el influjo formativo de
unos cuantos libros y revistas de divulgación científica dignos de confianza, o
de fe, según el sentimiento de la ocasión, e incluso, digámoslo, de una u otra
ficción de género introspectivo popular, donde, con diferentes métodos y
añadidos de imaginación, igualmente se abordaba el asunto. En ninguna de las
ocasiones anteriores, sin embargo, había experimentado la impresión real, objetiva,
tan física como una súbita contracción muscular, de la efectiva imposibilidad
de medir ese tiempo que podríamos llamar del alma, como en el momento en que,
ya en casa, mirando una vez más la ficha del fallecimiento de la mujer
desconocida, quiso, vagamente, situarla en el tiempo transcurrido desde que
iniciara la búsqueda. A la pregunta, Qué estaba usted haciendo ese día, podría
dar él una respuesta prácticamente inmediata, le bastaría consultar el
calendario, pensar sólo como don José, el funcionario de la Conservaduría que
estuvo ausente del trabajo por enfermedad, Ese día me encontraba en cama, con
gripe, no fui al trabajo, diría él, pero si a continuación le preguntasen,
Relaciónelo ahora con su actividad de investigador y dígame cuándo fue eso,
entonces ya tendrá que consultar el cuaderno de apuntes que guardaba bajo el
colchón, Fue dos días después de mi asalto al colegio, respondería. De hecho,
tomando como buena la fecha de óbito inscrita en la ficha que lleva su nombre,
la mujer desconocida había muerto dos días después del deplorable episodio que
transformó en delincuente al hasta ahí honesto don José, pero estas
confirmaciones cruzadas, la del escribiente por la del investigador, y la del
investigador por la del escribiente, en apariencia más que suficientes para
hacer coincidir el tiempo psicológico de uno con el tiempo matemático del otro,
no los aliviaban, a éste y a aquel, de una impresión de vertiginosa
desorientación. Don José no se encuentra en los últimos peldaños de una
escalera altísima, mirando hacia abajo y observando cómo éstos se van tornando
cada vez más estrechos hasta reducirse a un punto al tocar el suelo, pero es
como si su cuerpo, en lugar de reconocerse uno y entero en la sucesión de los
instantes, se encontrase repartido a lo largo de la duración de estos últimos
días, de la duración psicológica o subjetiva, no de la matemática o real, y con
ella se contrajera y dilatara. Soy definitivamente absurdo, se reprendía don
José, el día ya tenía veinticuatro horas cuando se decidió que las tuviera, la
hora tiene y siempre tuvo sesenta minutos, los sesenta segundos del minuto
vienen desde la eternidad, si un reloj comienza a retrasarse o a adelantarse no
es por defecto del tiempo, sino de la máquina, por tanto yo debo tener la cuerda
averiada. La idea lo hizo sonreír blandamente, No siendo el desajuste por lo
que sé, en la máquina del tiempo real, sino en la mecánica psicológica que lo
mide, lo que tendría que hacer es procurarme un psicólogo que me reparase la
ruedecilla. Sonrió otra vez, después se puso serio, El caso tiene una fácil
solución, es más, ha quedado solucionado por naturaleza, la mujer está muerta,
no se puede hacer otra cosa, guardaré el expediente y la ficha si me quiero
quedar con un recuerdo palpable de esta aventura, para la Conservaduría General
será como si la persona no hubiese llegado a nacer, probablemente nadie
necesitará estos papeles, también puedo dejarlos en cualquier parte del archivo
de los muertos, a la entrada, junto con los más antiguos, aquí o allí da lo
mismo, la historia es igual para todos, nació, murió, a quien va a interesarle
ahora quién haya sido, los padres, si la querían, la llorarán durante un
tiempo, después llorarán menos, después dejarán de llorar, es lo acostumbrado,
al hombre del que se divorció tanto le dará, es cierto que ella podría tener
actualmente una relación sentimental, vivir con alguien, o estar a punto de
casarse otra vez, pero eso sería la historia de un futuro que ya no podrá ser
vivido, no hay nadie en el mundo a quien le interese el extraño caso de la
mujer
desconocida. Tenía delante el expediente y la ficha, tenía
también las trece fichas de la escuela, el mismo nombre repetido trece veces,
doce imágenes diferentes de la misma cara, una de ellas repetida, mas todas
ellas muertas en el pasado, ya muertas antes de haber muerto la mujer en que
después convertirán, las viejas fotografías engañan mucho, nos dan la ilusión
de que estamos vivos en ellas, y no es cierto, la persona a quien estamos
mirando ya no existe, y ella, si pudiese vernos, no se reconocería en nosotros,
Quién será este que me está mirando con cara de pena, diría. Entonces, de
pronto, don José se acordó de que había otro retrato, el que la señora del
entresuelo derecha le había dado. Sin esperarlo, acababa de encontrar la
respuesta a la pregunta de a quién podría interesar el extraño caso de la mujer
desconocida.
Don José
no esperó al sábado. Al día siguiente, cerrada la Conservaduría General, fue a
la lavandería para recoger la ropa que había mandado limpiar. Oyó distraído a
la concienzuda empleada, que le decía, Fíjese bien en este trabajo de zurcido,
fíjese, pase los dedos por encima y dígame si nota alguna diferencia, es como
si no hubiese ocurrido nada, así suelen hablar las personas que se contentan
con las apariencias. Don José pagó, se puso el paquete debajo del brazo y se
fue a casa a mudarse de ropa. Iba a visitar a la señora del entresuelo derecha
y quería estar limpio y presentable, aprovechar no sólo el trabajo perfecto de
la zurcidora, realmente merecedor de alabanzas, sino también la raya rigurosa
de los pantalones, el reluciente planchado de la camisa, la recuperación
milagrosa de la corbata.
Se
disponía a salir cuando un morboso pensamiento le pasó por la cabeza, que es,
hasta donde se sabe, el único órgano pensante al servicio del cuerpo.
Y si la
señora del entresuelo derecha también ha muerto, verdaderamente no parecía
vender salud, además, para morir basta estar vivo, y con esa edad, se imaginó
tocando el timbre, una vez, otra vez, y al cabo de mucha insistencia oír
abrirse la puerta del entresuelo izquierda y aparecer una mujer diciendo,
enfadada con el ruido, No se canse, no hay nadie, Está fuera, Está muerta,
Muerta, Exactamente, Y cuándo ha sido eso, Hace unos quince días, usted quién
es, Soy de la Conservaduría General del Registro Civil, Pues no parece que su
servicio funcione muy bien, es de la Conservaduría y no sabe que ella ha
muerto. Don José se llamó a sí mismo obsesivo pero prefirió resolver el asunto
allí mismo, en vez de tener que soportar la mala educación de la mujer del entresuelo
izquierda. Entraría en la Conservaduría y en menos de un minuto verificaría en
el fichero, a estas horas las dos empleadas de la limpieza ya habrían terminado
el trabajo, tampoco necesitan mucho tiempo, se limitan a vaciar los cestos de
los papeles, barren y enjuagan ligeramente el suelo hasta los estantes de
detrás de la mesa del jefe, es imposible convencerlas, por las buenas o por las
malas, de que vayan más allá, tiene miedo, dicen que ni muertas, también éstas
son de las que se contentan con las apariencias, qué se le va a hacer.
Después
de haber ido a la ficha de la mujer para recordar el nombre de la señora del
entresuelo derecha, su madrina de bautismo, don José entreabrió la puerta con
todo cuidado y acechó, como previera, las empleadas de la limpieza ya no
estaban, entró, fue rápidamente al fichero y buscó el nombre, Aquí está, dijo,
y respiró aliviado. Volvió a casa, acabó de arreglarse y salió. Para utilizar
el autobús que le llevaría hasta cerca de la casa de la señora del entresuelo derecha,
tenía que ir a la plaza de enfrente de la Conservaduría, la parada estaba allí.
A pesar de lo avanzado del atardecer, flotaba aún sobre la ciudad mucha de la
luz del día que quedaba en el cielo, antes de veinte minutos, por lo menos, no
comenzarían a encenderse las farolas de la iluminación pública. Don José
esperaba el autobús con algunas otras personas, lo más probable era que no
pudiese ir en el primero que pasase. Efectivamente, así aconteció. Mas un
segundo autobús apareció en seguida y éste no venía lleno. Don José entró a
tiempo de conseguir lugar al lado de una ventanilla. Miró afuera, notando cómo
la difusión de la luz en la atmósfera, por un efecto óptico nada común,
iluminaba de un tono rojizo las fachadas de los edificios, como si para cada
una de ellas el sol estuviese naciendo en ese instante. Allí estaba la
Conservaduría General, con su puerta antiquísima, y los tres escalones de
piedra negra que le daban acceso, las cinco ventanas alargadas de la delantera,
toda la finca con un aire de ruina inmovilizada en el tiempo, como si la
hubiesen momificado en vez de restaurarla cuando la degradación de los
materiales lo reclamaba. Alguna dificultad del tráfico impedía al autobús
ponerse en marcha. Don José se sentía nervioso, no quería llegar demasiado
tarde a casa de la señora del entresuelo derecha. A pesar de la conversación
que habían tenido, tan plena, tan franca, a pesar de ciertas confidencias
intercambiadas, algunas inesperadas en personas que acababan de conocerse, no
quedaron tan íntimos como para llamar a la puerta a horas impropias. Don José
miró otra vez la plaza, la luz
había mudado, la fachada de la Conservaduría General de
pronto se volvió gris, pero de un gris todavía luminoso que parecía vibrar,
estremecer, y entonces fue cuando, al mismo tiempo que el autobús finalmente
arrancaba, desviándose despacio hacia el carril de circulación, un hombre alto,
corpulento, subió los escalones de la Conservaduría, abrió la puerta y entró.
El jefe, murmuró don José, qué hará en la Conservaduría a estas horas. Impelido
por un súbito e inexplicable pánico, se levantó bruscamente del asiento, hizo
un movimiento para salir, provocando un gesto de sorpresa e irritación en el
pasajero de al lado, después volvió a sentarse, desconcertado consigo mismo.
Sabía que el impulso era correr a casa, como si tuviera que protegerla de un
peligro, lo que evidentemente sería un absurdo lógico. Un ladrón, imaginando,
ya puestos, otro absurdo, que el jefe lo fuese, no entraría por la puerta de la
Conservaduría para llegar a la suya. Pero también rozaba el absurdo que el
jefe, después de acabada la jornada, hubiese vuelto a la Conservaduría, donde,
como en este relato quedó a su debido tiempo aclarado, no tendría ningún
trabajo a la espera, don José pondría las manos en el fuego por eso. Suponer
que el jefe de la Conservaduría fuera a hacer horas extraordinarias sería más o
menos lo mismo que pretender imaginar un círculo cuadrado. El autobús ya
abandonó la plaza, y don José continúa rebuscando los motivos profundos que lo
habían impelido a proceder de aquella desorientada manera. Acabó decidiendo que
la razón radicaría en el hecho de haberse habituado, desde hace unos cuantos
años, a ser el único residente nocturno del conjunto de edificios formado por
la Conservaduría General y su casa, si es que ésta era merecedora de que le
diesen el nombre de edificio, sin duda adecuado desde un punto de vista
lingüístico riguroso, pues edificio es todo cuanto fue edificado, pero
obviamente impropio en comparación con esa especie de dignidad arquitectónica
que de la palabra parece emanar, sobre todo cuando la pronunciamos. Haber visto
entrar al jefe en la Conservaduría lo impresionaba del mismo modo que se
impresionaría, pensó, si cuando volviera a casa, lo encontrase sentado en su
sillón.
La
relativa tranquilidad que esta idea aportó a don José, esto es, sin contar con
pertinentes y moralmente embarazosas consideraciones, la imposibilidad física y
material de que el jefe penetrara en la intimidad de los aposentos de su
subordinado hasta el punto de usar su sillón, se deshizo de repente cuando se
acordó de las fichas escolares de la mujer desconocida y se preguntó si las
había guardado bajo el colchón o, por descuido, las dejara expuestas sobre la mesa.
Aunque su casa fuese tan segura como la caja fuerte de un banco, con cerraduras
cifradas y blindaje reforzado en el suelo, techo y paredes, las fichas jamás de
los jamases deberían haberse quedado a la vista. El hecho de que no hubiera
allí nadie para verlas no sirve de disculpa a la gravísima imprudencia
cometida, qué sabemos nosotros, ignorantes como somos, hasta dónde pueden
alcanzar ya los avances de la ciencia, de la misma manera que las ondas, que
nadie ve, consiguen llevar los sonidos y las imágenes por aires y vientos,
saltando las montañas y los ríos, atravesando los océanos y los desiertos,
tampoco será nada extraordinario que ya estén descubiertas o inventadas, o
vengan a serlo mañana, unas ondas lectoras y unas ondas fotográficas capaces de
atravesar las paredes y registrar y transmitir hacia el exterior casos,
misterios y vergüenzas de nuestra vida que creíamos a salvo de indiscreciones.
Esconderlos, los casos, los misterios y las vergüenzas bajo un colchón, todavía
sigue siendo el proceso de ocultación más seguro, sobre todo si tenemos en
consideración la dificultad cada vez mayor que las costumbres de hoy
manifiestan cuando quieren entender las costumbres de ayer. Por muy expertas
que fuesen esa onda lectora y esa onda fotográfica, meter la nariz entre un
colchón y un somier es algo que nunca se les pasaría por la cabeza.
Es sabido
cómo nuestros pensamientos, tanto los de inquietud como los de satisfacción, y
otros que no son ni de esto ni de aquello, acaban, más tarde o más pronto, por
cansarse y aburrirse de sí mismo, es sólo cuestión de dar tiempo al tiempo, es
sólo dejarlos entregados al perezoso devaneo que les viene de naturaleza, no
lanzar a la hoguera ninguna reflexión nueva, irritante o polémica, tener, sobre
todo, el supremo cuidado de no intervenir cada vez que ante un pensamiento ya
de por sí dispuesto a distraerse se presente una bifurcación atractiva, un
ramal, una línea de desvío. O intervenir, sí, aunque sólo para impelirle con
delicadeza por la espalda, principalmente si es de aquellos que incomodan, como
si le aconsejáramos, Vete por ahí, que vas bien. Eso fue lo que hizo don José
cuando le surgió aquella descabellada y providencial fantasía de la onda
fotográfica y de la onda lectora, acto seguido se abandonó a la imaginación, la
puso a mostrarle las ondas invasoras rebuscando en todo el cuarto tratando de
hallar las fichas, que al final no se habían quedado sobre la mesa, perplejas y
avergonzadas por no poder cumplir la orden que habían recibido, Ya saben, o
encuentran las fichas y las leen y las fotografían, o regresamos al espionaje
clásico. Don José todavía pensó en el jefe, pero se trató de un
pensamiento residual, simplemente el que le era útil para
encontrar una explicación aceptable al hecho de que hubiera vuelto a la
Conservaduría fuera de las horas reglamentarias del servicio, Se olvidó de
alguna cosa que le hacía falta, no puede haber otro motivo. Sin darse cuenta,
repitió en voz alta la última parte de la frase, No puede haber otro motivo,
provocando por segunda vez la desconfianza del pasajero que viajaba a su lado,
cuyos pensamientos, a la luz del movimiento que lo hizo mudar de lugar,
inmediatamente se tornaron claros y explícitos, este tipo está loco, apostamos
que con estas o semejantes palabras lo pensó. Don José no notó la retirada del
vecino de asiento, pasó sin transición a ocuparse de la señora del entresuelo
derecha, ya la tenía ante sí, en el umbral de la puerta, Se acuerda de mí, soy
de la Conservaduría General, Me acuerdo muy bien, Vengo a causa del asunto del
otro día, Encontró a mi ahijada, No, no la encontré, o mejor dicho, sí, esto
es, no, quiero decir, me gustaría tener una conversación con usted, si no le
importa, si tiene un momento disponible, Entre, yo también tengo alguna cosa
que contarle. Con más o menos palabras, fueron éstas las frases que don José y
la señora del entresuelo derecha pronunciaron en el momento en que ella abrió
la puerta y vio a aquel hombre, Ah, es usted, exclamó, por tanto él no precisaba
preguntar, Se acuerda de mí, soy de la Conservaduría General, pero a pesar de
eso no se resistió a hacer la pregunta, hasta tal punto constante, hasta tal
punto imperiosa, hasta tal punto exigente parece ser esta nuestra necesidad de
ir por el mundo diciendo quién somos, incluso cuando acabamos de oír, Ah, es
usted, como si por habernos reconocido nos conociesen y no hubiera nada más que
saber de nosotros, o lo poco que todavía quedara no mereciese el trabajo de una
pregunta nueva.
No se
había modificado la pequeña sala, la silla donde don José se sentara la primera
vez se encontraba en el mismo sitio, la distancia entre ella y la mesa era la
misma, las cortinas pendían de la misma manera, hacían los mismos pliegues, era
también idéntico el gesto de la mujer al descansar las manos en el regazo, la
derecha sobre la izquierda, sólo la luz del techo parecía un poco más pálida,
como si la lámpara estuviese llegando al fin. Don José preguntó, Cómo sigue
desde mi visita, y luego se recriminó por la falta de sensibilidad, peor aún,
por la rematada estupidez de la que estaba dando muestras, tenía la obligación
de saber que las reglas de educación elemental no siempre deben seguirse al pie
de la letra, hay que tener en cuenta las circunstancias, hay que ponderar cada
caso, imaginemos que la mujer le responde ahora con una sonrisa abierta,
Felizmente muy bien, de salud, lo mejor posible, de ánimo, excelente, hace
mucho tiempo que no me sentía tan fuerte, y él le suelta sin contemplaciones,
Pues entonces sepa que su ahijada ha muerto, a ver cómo lo lleva. Pero la mujer
no respondió a la pregunta, se limitó a encoger los hombros con indiferencia,
después dijo, Durante unos días estuve pensando telefonear a la Conservaduría
General, después abandoné la idea, calculando que más pronto que tarde vendría
a visitarme, menos mal que decidió no telefonearme, al conservador no le gusta
que recibamos llamadas, dice que perjudica al trabajo, Comprendo, pero esto se
hubiera resuelto con facilidad, bastaba que le comunicara, a él personalmente,
la información que tenía que dar, no era necesario que le avisaran. La frente
de don José se cubrió repentinamente de un sudor frío. Acababa de conocer que,
a lo largo de varias semanas, ignorante del peligro, inconsciente de la
amenaza, estuvo bajo la inminencia del desastre absoluto que hubiera sido la
revelación pública de las irregularidades de su comportamiento profesional, del
continuo y voluntario atentado que estaba cometiendo contra las venerandas
leyes deontológicas de la Conservaduría General del Registro Civil, cuyos
capítulos, artículos, párrafos y puntos, aunque complejos, sobre todo debido al
arcaísmo del lenguaje, la experiencia de los siglos habían acabado por reducir
a siete palabras prácticas, No te metas donde no te llaman. Durante un instante
don José odió con rabia a la mujer que tenía delante, la insultó mentalmente,
la llamó vieja caquéctica, cretina, necia y, como quien no encuentra nada mejor
para vengarse de un susto violento e inesperado, estuvo en un tris de decirle,
Ah, es eso, pues entonces aguanta este viento, tu ahijadita, aquélla del
retrato, palmó. La mujer le preguntó, Se siente mal, don José, quiere un vaso
de agua, Estoy bien, no se preocupe, respondió él, avergonzado del malvado
impulso, le voy a preparar un té, No es necesario, muchas gracias, no quiero
molestarla, es ese momento don José se sentía más rastrero y humillado que el
polvo de la calle, la señora del entresuelo derecha había salido de la sala,
oía ruido de lozas en la cocina, pasaron algunos minutos, lo primero de todo es
hervir el agua, don José se acuerda de haber leído en alguna parte,
probablemente en una de las revistas de donde recortaba retratos de personas
célebres, que el té debe hacerse con agua que ha hervido pero ya no hierve, se
habría contentado con el vaso de agua fresca, pero la infusión le caerá mucho
mejor, todo el mundo sabe que para levantar el ánimo decaído no hay nada que se
compare a una taza de té, lo dicen todos los manuales, tanto los de oriente
como los de occidente. La dueña de la casa apareció con la bandeja, traía
también un plato de pastas, además de la tetera, de las tazas y del
azucarero,
No le he preguntado si le gustaba el té, sólo pensé que en estos instantes
sería preferible al café, dijo, Me gusta el té, sí señora, me gusta mucho,
Quiere azúcar, Nunca le pongo, de repente se puso pálido, a sudar, creyó que
debía justificarse, Deben de ser los restos de una gripe que he pasado, En ese
caso, de haber telefoneado, tampoco le hubiera encontrado en la Conservaduría
General, o sea, tendría que contarle a su jefe lo que me pasó. Esta vez el
sudor apenas humedeció las palmas de las manos de don José, pero aun así fue
una suerte que la taza estuviera sobre la mesa, de tenerla asida en aquel
momento, la porcelana habría acabado en el suelo, o se le derramaría el té,
escaldándole las piernas al afligido escribiente, con las consecuencias obvias,
inmediatamente la quemadura, después el regreso de los pantalones a la lavandería.
Don José tomó una pasta del plato, la mordisqueó con lentitud, sin gusto, y,
disimulando con el movimiento de la masticación la dificultad que tenían las
palabras en salirle, consiguió formular la pregunta que ya se hacía esperar, Y
qué información era esa que iba a darme. La mujer bebió un poco de té, extendió
la mano dubitativa hacia el plato de pastas, pero no concluyó el gesto. Dijo,
Se acuerda que le sugerí, al final de su visita, cuando ya se retiraba, que
buscase en la guía telefónica el nombre de mi ahijada, Me acuerdo, pero preferí
no seguir su consejo, Por qué, Es muy difícil de explicar, Pero tendrá sus
razones, Dar razones para lo que se hace o se deja de hacer es de lo más fácil,
cuando reparamos en que no las tenemos o no tenemos las suficientes, tratamos
de inventarlas, en el caso de su ahijada, por ejemplo, yo podría ahora declarar
que consideré que era preferible seguir el camino más largo y más complicado, Y
esa razón, pregunto, es de las verdaderas, o de las inventadas, Convengamos en
que tiene tanto de verdad como de mentira, Y cuál es la parte de mentira, En
estar aquí procediendo de modo que la razón que le he dado sea tomada como
verdad entera, Y no lo es, No, porque omito la razón de haber preferido aquel
camino y no otro, directo, Le aburre la rutina de su trabajo, Ésa podría ser
otra razón, En qué punto están sus investigaciones, Hábleme primero de lo que
sucedió, hagamos cuenta de que yo estaba en la Conservaduría General cuando
pensó telefonearme y que al jefe no le importa que llamen a sus funcionarios
por teléfono. La mujer se llevó otra vez la taza a los labios, la colocó en el
plato sin hacer el menor ruido y dijo, al mismo tiempo que las manos volvían a
posarse en el regazo, nuevamente la mano derecha sobre la izquierda, Yo hice lo
que le dije a usted que hiciera, le telefoneó, Sí, Habló con ella, Sí, Eso
cuando fue, Algunos días después de que usted viniera, no me pude resistir a
los recuerdos, ni siquiera conseguía dormir, Y que pasó, Conversamos, Ella
debió de sorprenderse, No me lo pareció, pero sería lo natural después de
tantos años de separación y de silencio, Se ve que sabe poco de mujeres,
especialmente si son infelices, Ella era infeliz, Al poco tiempo comenzamos a
llorar, las dos, como si estuviésemos atadas una a otra por un hilo de
lágrimas, Le contó alguna cosa de su vida, Quién, Ella a usted, Casi nada, que
se había casado pero que ahora estaba divorciada, eso ya lo sabíamos, consta en
la ficha, entonces acordamos que vendría a visitarme en cuanto le fuera posible,
Y vino, Hasta hoy, no, Qué quiere decir, Simplemente que no vino, Ni telefoneó,
Ni telefoneó, cuántos días hace de eso, Unas dos semanas, para más o para
menos, para menos, creo, sí, para menos, Y usted qué hizo, Al principio pensé
que había cambiado de idea, que finalmente no quería reanudar las antiguas
relaciones, no quería intimidades entre nosotras, aquellas lágrimas fueron sólo
un momento de debilidad y nada más, ocurre muchas veces, hay ocasiones en la
vida en que nos dejamos ir, en que somos capaces de contar nuestros dolores al
primer desconocido que se nos presenta, se acuerda, cuando estuvo aquí, Me
acuerdo, y nunca le agradeceré bastante su confianza, No piense que se trató de
confianza, fue sólo desesperación, sea como sea, le prometo que no tendrá que
arrepentirse, puede estar segura de mí, soy una persona directa, sí, tengo la
certeza de que no me arrepentiré, gracias, Pero es porque, en el fondo, todo se
me ha vuelto indiferente, por eso tengo la certeza de que no voy a
arrepentirme, Ah.
Pasar de
una interjección tan desconsolada como ésta a una interpelación directa, del
género, Y después qué hizo, no era fácil, requería tiempo y tacto, por eso don
José se quedó callado, a la espera de lo que viniese.
Como si
también lo supiese, la mujer preguntó, Quiere más té, él acepto, Por favor, y
acercó la taza. Después la mujer dijo, Hace unos días telefoneé a su casa, Y
entonces, Nadie atendió, me respondió un contestador, Sólo telefoneó una vez,
El primer día, sí, pero en los días sucesivos lo hice varias veces y a horas
diferentes, le telefoneé por la mañana, le telefoneé por la tarde, le telefoneé
después de la hora de cenar, llegué incluso a llamar a medianoche, Y nada,
Nada, pensé que tal vez se hubiese ido fuera, Ella le dijo dónde trabajaba, No.
La conversación ya no podía proseguir alrededor del pozo negro que escondía la
verdad, se aproxima el momento en que don José diga Su ahijada murió, es más
debía haberlo dicho así que entró, de eso la mujer lo acusará
no tardando mucho, Por qué no me lo dijo en seguida, por
qué hizo todas esas preguntas si ya sabía que ella estaba muerta, y él no
podría mentir alegando que se calló para no darle de golpe, sin preparación,
sin respecto, la dolorosa noticia, verdaderamente la causa única de este largo
y lento diálogo habían sido las palabras que ella dijo a la entrada, también
tengo alguna cosa que contarle, en ese momento le faltó a don José la serenidad
resignada que le habría hecho rechazar la tentación de tomar conocimiento de
esa pequeña cosa inútil, fuese la que fuese, le faltó la resignación serena de
decir No vale la pena, ella murió. Era como si aquello que la señora del
entresuelo derecha tuviera que comunicarle pudiese aún, no sabe cómo, hacer
correr el tiempo hacia atrás y, en el último de los instantes, robarle a la
muerte la mujer desconocida. Cansado, sin otro deseo ahora que el de retardar
durante unos segundos más lo inevitable, don José preguntó, No se le ocurrió ir
a su casa, preguntó a los vecinos si la habían visto, Claro que llegué a pensar
en eso, pero no lo hice, Por qué, Porque sería lo mismo que entrometerme,
podría no gustarle, Pero telefoneó, Es diferente. Se hizo un silencio, después
la expresión del rostro de la mujer comenzó a cambiar, se tornó interrogativa,
y don José comprendió que ella le iba a preguntar, por fin, qué cuestiones
relacionadas con el asunto lo habían conducido hoy a su casa, si habían llegado
a encontrarse y cuándo, si el problema de la Conservaduría General se había
resuelto y cómo, Querida señora, lamento tener que informarle de que su ahijada
ha muerto, dijo don José rápidamente.
La mujer abrió mucho los ojos,
levantó las manos del regazo y se las llevó a la boca, Qué, Su ahijada, digo
que su ahijada falleció, Cómo lo sabe, preguntó la mujer sin reflexionar, Para
eso está la Conservaduría, dijo don José, y encogió levemente los hombros como
añadiendo, La culpa no es mía, Cuándo murió, Traigo aquí la ficha, si quiere
verla. La mujer extendió la mano, se aproximó el cartón a los ojos, después lo
apartó mientras murmuraba, Mis gafas, pero no las buscó, sabía que no le iban a
servir de nada, incluso queriendo no sería capaz de leer lo que allí estaba
escrito, las lágrimas convertían las palabras en un borrón. Don José dijo, Lo
siento mucho. La mujer salió de la sala, se demoró unos breves instantes,
cuando regresó venía enjugándose los ojos con un pañuelo. Se sentó, se sirvió
té de nuevo, después preguntó, Vino sólo para informarme del fallecimiento de
mi ahijada, Sí, Fue una gran atención de su parte, Pensé, simplemente, que era
mi obligación, Por qué, Porque me sentía en deuda con usted, Por qué, Por la
manera simpática de recibirme y atenderme, por ayudarme, por responder a mis
preguntas, Ahora que el trabajo que le encargaron llegó al final por la fuerza
de las cosas, ya no tendrá que cansarse más buscando a mi pobre ahijada, De
hecho, no, A lo mejor ya le han dado la orden en la Conservaduría General para
comenzar la búsqueda de otra persona, No, no, casos como éste son raros, Es lo
que tiene de bueno la muerte, con ella se acaba todo, No siempre es así, en
seguida comienzan las guerras entre los herederos, la ferocidad de las
particiones, el impuesto de sucesión que es necesario pagar, Me refería a la
persona que muere, En cuánto a ésa, sí, tiene razón, se acaba todo, Es curioso,
nunca llegó a explicarme por qué motivo la Conservaduría General quería
localizar a mi ahijada, las razones de un interés tan grande, Como acaba de
decir la muerte resuelve todos los problemas, Entonces había un problema, Sí,
Cuál, No vale la pena hablar de eso, el asunto ha dejado de tener importancia,
Qué asunto, Le pido que no insista, es confidencial, cortó don José
desesperado. La mujer posó secamente la taza en el plato y dijo, mirando de
frente al visitante, Hemos estado aquí, usted y yo, el otro día y hoy, y uno
desde el principio siempre diciendo la verdad, otro desde el principio siempre
mintiendo, No mentí, ni estoy mintiendo, Reconozca que en todo momento le he
hablado claro, franca y abiertamente, que nunca se le pudo pasar por la cabeza
que hubiese una sola mentira en mis palabras, Lo reconozco, lo reconozco,
Entonces, si hay en esta sala un mentiroso, y estoy segura de que lo hay, no
seré yo, No soy mentiroso, Creo que no lo es por naturaleza, pero venía
mintiendo cuando entró aquí por primera vez y desde entonces ha mentido
siempre, Usted no puede comprenderlo, Comprendo lo suficiente para no creer que
la Conservaduría lo haya mandado alguna vez a buscar a mi ahijada, Está
equivocada, le aseguro que me mandó, Entonces, si no tiene nada más que
decirme, si su última palabra es ésa, salga de mi casa ahora mismo, ya, ya, las
dos últimas palabras fueron casi gritadas, y la mujer, después de decirlas,
comenzó a llorar. Don José se levantó, dio un paso hacia la puerta, después
volvió a sentarse, Perdóneme, dijo, no llore, voy a contarle todo.
Cuando
acabé de hablar, me preguntó, Y ahora qué piensa hacer, Nada, dije yo, Piensa
volver a sus colecciones de personas famosas, No lo sé, quizá, en alguna cosa
tendré que ocupar mi tiempo, me callé un poco pensando y respondí, No, no creo,
Por qué, Fijándose bien, la vida de esta gente es siempre igual, nunca varía,
aparecen, hablan, se exhiben, le sonríen a los
fotógrafos, están constantemente llegando o partiendo,
Como cualquiera de nosotros, Yo no, Usted y yo, y todos, también nos exhibimos
por ahí, también hablamos, también salimos de casa y regresamos, a veces hasta
sonreímos, la diferencia es que nadie nos hace caso, No podríamos ser todos
famosos, Para alegría suya, imagine su colección del tamaño de la Conservaduría
General, tendría que ser mucho mayor, a la Conservaduría sólo le interesa saber
cuándo nacemos, cuándo morimos y poco más, Si nos casamos, nos divorciamos, si
enviudamos, si nos volvemos a casar, a la Conservaduría le es indiferente si en
medio de todo eso somos felices e infelices, La felicidad o la infelicidad son
como las personas famosas, tanto vienen como van, lo peor de la Conservaduría
es que no quiere saber quiénes somos, para ella no pasamos de un papel con unos
cuantos nombres y unas cuantas fechas, Como la ficha de mi ahijada, O como la
suya, o la mía, Qué hubiera hecho de haberla encontrado, No sé, tal vez le
hablase, tal vez no, nunca lo he pensado, Y pensó que, en ese momento, cuando
al fin la tuviera enfrente, sabría tanto de ella como el día en que decidió
buscarla, o sea, nada, que si pretendiese saber quién era ella realmente
tendría que comenzar a buscarla otra vez, y que a partir de ahí podría ser
mucho más difícil si, al contrario de las personas famosas, que les gusta
exhibirse, ella no quisiera ser encontrada, Así es, Pero, estando muerta, podrá
seguir buscándola, a ella no le importará ya, No la entiendo, Hasta ahora, a
pesar de tantos esfuerzos, sólo ha conseguido averiguar que asistió a un
colegio, por cierto, el mismo que yo le indiqué, Tengo fotografías, Las
fotografías también son papeles, Podemos dividirlas, Y creeríamos que la estábamos
dividiendo a ella, una parte para usted, una parte para mí, No se puede hacer
nada más, esto fue lo que le dije en ese momento, creyendo que cerraba el
asunto, pero ella me preguntó, Por qué no habla con los padres, con el antiguo
marido, Para qué, Para saber alguna cosa más sobre ella, cómo vivía, qué hacía,
El marido no querría esa conversación, las aguas pasadas no mueven molinos,
Pero los padres, ciertamente, sí, los padres nunca se niegan a hablar de los
hijos, incluso estando muertos, es lo que he observado, Si no fui antes,
tampoco iré ahora, antes al menos podría decirles que iba enviado por la
Conservaduría General, De qué murió mi ahijada, No lo sé, Cómo es posible, el
motivo del fallecimiento tiene que estar registrado en su Conservaduría, En las
fichas sólo apuntamos la fecha del óbito, no la causa, Pero existe con
seguridad una declaración, los médicos están obligados por ley a certificar la
defunción, no se limitan a escribir Está muerta cuando ella murió, En los
papeles que encontré en los archivos de los muertos no constaba el certificado
de defunción, Por qué, No sé, debió de caerse por el camino cuando archivaron
el expediente, o se me cayó a mí, está perdido, sería lo mismo que buscar una
aguja en un pajar, usted no se puede imaginar lo que es aquello, Por lo que me
ha contado, lo imagino, No se lo puede imaginar, es imposible, sólo estando
allí, Siendo así, tiene una buena razón para hablar con los padres, dígales que
el certificado de defunción se extravió lamentablemente en la Conservaduría,
que tiene que reconstituir el expediente si no el jefe lo penaliza, muéstrese
humilde y preocupado, pregunte quién fue el médico que la atendió, donde murió,
de qué enfermedad, si fue en casa o en el hospital, pregunte todo, aún tendrá
consigo la credencial, supongo, Sí, pero es falsa, no se olvide, A mí me
engañó, igual les engañará a ellos, si no hay vidas sin mentiras, también algún
engaño podrá haber en esta muerte, Si usted fuera funcionaria de la
Conservaduría General sabría que no es posible engañar a la muerte. Ella debió
de creer que no merecía la pena responderme, y en eso tenía razón porque lo que
yo dije no iba más allá de una frase efectista, hueca, de esas que parecen
profundas y no tiene nada dentro. Estuvimos en silencio unos dos minutos, ella
me miraba con cara reprensora, como si le hubiese hecho una promesa solemne y
en el último momento le fallara. No sabía dónde meterme, mi voluntad era dar
las buenas noches e irme de allí, pero hubiera sido una grosería estúpida, una
indelicadeza que la pobre señora no merecía, son actitudes que realmente no
forman parte de mi manera de ser, fui criado así, es verdad que no me acuerdo
de haber tomado el té cuando era pequeño, pero el resultado acaba siendo el
mismo. Cuando pensaba que lo mejor sería aceptar la idea, comenzar una nueva
búsqueda en sentido contrario al de la primera, o sea, desde la muerte hacia la
vida, ella dijo, No haga caso, son disparates de mi cabeza, cuando llegamos a
viejos y nos damos cuenta de que el tiempo se acaba, nos ponemos a imaginar que
tenemos en la mano el remedio para todos los males del mundo y nos desesperamos
porque no nos prestan atención, Nunca he tenido esas ideas, Ya le tocará la
vez, todavía es muy joven, Joven yo, estoy en los cincuenta y dos, Está en la flor
de la edad, No juegue conmigo, Sólo a partir de los setenta llegará a sabio,
pero entonces de nada le servirá, ni a usted ni a nadie. Como todavía me falta
mucho para llegar a esa edad no supe si tenía que estar de acuerdo o no, por
eso creí mejor callarme. Ahora ya podía despedirme, dije, No la molesto más, le
agradezco su paciencia y su gentileza, y le pido que me disculpe, la causa de
todo esto ha sido aquella locura que tuve, un absurdo como nunca se ha visto,
usted estaba tranquila en su casa y vine aquí con artimañas, con historias
engañosas, se me suben los colores
de
vergüenza al acordarme de ciertas preguntas que le hice, Al contrario de lo que
acaba de decir, yo no estaba tranquila, estaba sola, contarle algunas de las
cosas tristes de mi vida ha sido como quitarme un peso de encima, Menos mal que
piensa así, Así pienso, y no quería que se fuese sin hacerle una petición,
Dígame, haré todo lo que esté en mi mano para satisfacerla, No hay otra persona
que lo pueda hacer mejor, lo que tengo que pedirle es simple, que me visite
alguna que otra vez, cuando se acuerde y le apetezca, aunque no sea para hablar
de mi ahijada, Vendré a visitarla con mucho gusto, Habrá siempre una taza de
café o de té esperándolo, Ésa sería ya una buena razón para venir, pero no
faltan otras, Muchas gracias, y mire, le vuelvo a decir que no haga caso de
aquella idea mía, a fin de cuentas es tan loca como era la suya, Voy a
pensarlo. Le besé la mano como la primera vez, pero entonces ocurrió algo que
no esperaba, ella mantuvo mi mano agarrada y se la llevó a los labios. Jamás en
mi vida una mujer me había hecho esto, lo sentí como un choque en el alma, un
estremecimiento del corazón y aún ahora, de madrugada, tantas horas pasadas
mientras escribo en el cuaderno los acontecimientos de este día, miro mi mano
derecha y la encuentro diferente, aunque no sea capaz de decir en qué consiste
la diferencia, debe de ser cosa de dentro, no de fuera. Don José paró de
escribir, posó el lápiz, guardó cuidadosamente en el cuaderno las fichas
escolares de la mujer desconocida que, finalmente, sí se habían quedado encima
de la mesa, y los metió entre el colchón y el somier, hasta el fondo. Después
calentó el guiso que sobrara del almuerzo y se sentó a cenar. El silencio era
casi absoluto, apenas se notaba el ruido de los pocos coches que aún circulaban
en la ciudad. Lo que se oía mejor era un sonido sofocado, que subía y bajaba
como un fuelle distante, pero a ése estaba habituado don José, era la
Conservaduría respirando. Don José se metió en la cama pero no tenía sueño.
Recordaba los sucesos del día, la irritante sorpresa de ver al jefe entrar en
la Conservaduría a la hora inhabitual, la agitada conversación con la señora
del entresuelo derecha, de la que había dejado constancia en el cuaderno de
notas, fiel en el sentido, no tanto en la forma, lo que se comprende y disculpa
ya que la memoria, que es susceptible y no le gusta ser pillada en falta,
tiende a rellenar los olvidos con creaciones de realidad propias, obviamente
espurias, pero más o menos contiguas a los hechos de cuyo acontecer sólo le
quedaba un recuerdo vago, como lo que resta del paso de una sombra. Le parecía
a don José que todavía no había llegado a una conclusión lógica de lo que
ocurriera, que aún debería tomar una decisión o de lo contrario las últimas
palabras que le dijo a la señora del entresuelo, Lo voy a pensar, no serían más
que una promesa vana, de aquellas que siempre aparecen en las conversaciones y
que nadie espera ver cumplidas. Se desesperaba don José por entrar en el sueño
cuando repentinamente le surgió, a saber de qué profundidades, como la punta de
un nuevo hilo de Ariadna, la ansiada resolución, El sábado voy al cementerio,
dijo en voz alta. La excitación le hizo sentarse bruscamente en la cama, pero
la voz tranquila del sentido común acudió aconsejándole, Puesto que decidiste
lo que vas a hacer, tiéndete y duerme, no seas niño, no querrás, a estas horas
de la noche, ir al cementerio y saltar el muro, es una manera de hablar, claro.
Obediente, don José se deslizó entre las sábanas, se tapó hasta la nariz, pero
todavía se quedó un minuto con los ojos abiertos pensando, No voy a poder
dormir. En el segundo minuto ya dormía.
Se
despertó tarde, casi a la hora de abrir la Conservaduría, ni siquiera tuvo
tiempo de afeitarse, se vistió atropelladamente y salió de casa en desatinada
carrera, impropia de su edad y de su condición. Todos los funcionarios, desde
los ocho escribientes hasta los dos subdirectores estaban sentados con los ojos
fijos en el reloj de la pared, esperando que el puntero de los minutos se
sobrepusiese exactamente al número doce. Don José se dirigió al oficial de su
sección, al que debía dar las primeras satisfacciones, y pidió disculpas por el
retraso, He dormido mal, se justificó aunque sabía, por experiencia de muchos
años, que una explicación como ésta no serviría de nada, Siéntese, fue la
respuesta seca que oyó. Cuando, en seguida, el último desliz de la manecilla de
los minutos transitó del tiempo de espera al tiempo de trabajo, don José,
aturrullado por los cordones de los zapatos, que se olvidara de anudar, aún no había
alcanzado su mesa, circunstancia fríamente observada por el oficial que anotó
el hecho insólito en la agenda del día. Pasó más de una hora antes de que el
conservador llegase. Entró con una expresión concentrada, casi sombría, que
hizo que el ánimo de los funcionarios recelase, a primera vista se diría que
también él había dormido mal, pero lo cierto es que venía arreglado según su
costumbre, afeitado a conciencia, sin una arruga en el traje, ni un pelo fuera
de su lugar. Paró un instante junto a la mesa de don José y lo miró con
severidad, sin una palabra. Abrumado, don José inició un gesto que parece
instintivo en los hombres, el de llevarse la mano a la cara y frotar la barba
para ver si está crecida, pero el gesto se interrumpió a mitad de camino, como
si de esta manera pudiese disimular lo que para todo el mundo era evidente, el
imperdonable desaliño de su figura. La reprimenda, pensaron todos, está al
caer. El conservador se dirigió a su mesa, se
sentó y llamó a los dos subdirectores. La idea general fue
que el asunto se presentaba realmente feo para don José, de no ser así el jefe
no habría convocado a sus inmediatos conjuntamente, querría oír sus opiniones
sobre la pesada sanción que pretendía aplicar, La paciencia se le agotó,
pensaron con alegría los escribientes, últimamente escandalizados por el
tratamiento de inmerecido favor del que don José estaba siendo objeto por parte
del jefe, ya era hora, sentenciaron in mente.
Sin embargo, pronto percibieron que
los tiros no iban por ahí. Mientras uno de los subdirectores ordenaba que
todos, oficiales y escribientes, se volvieran hacia el conservador, el otro
rodeaba el mostrador y cerraba la puerta de entrada, fijando antes en el lado
de fuera un letrero que decía Cerrado temporalmente por necesidades del
servicio. Qué será, qué no será, se preguntaban los funcionarios, incluidos los
subdirectores, que sabían tanto como los otros, o un poco más, porque el jefe
sólo les comunicó que iba a hablar. La primera palabra por él dicha fue
Siéntense. La orden pasó de los subdirectores a los oficiales, de los oficiales
a los escribientes, hubo el inevitable ruido producido por el cambio de
posición de las sillas, colocadas de espaldas a las respectivas mesas, pero
todo esto se hizo con rapidez, en menos de un minuto el silencio de la
Conservaduría General era absoluto. No se oía una mosca, aunque se sabe que las
hay, algunas posadas en lugares seguros, otras agonizando en las inmundas
telarañas del techo. El conservador se levantó lentamente, con la misma
lentitud paseó los ojos por los funcionarios, uno a uno, como si los viese por
primera vez, o como si estuviera intentando reconocerlos después de una larga
ausencia, extrañamente su expresión ya no era sombría, o lo era en otro
sentido, como si lo atormentase un dolor moral. Después habló, Señores, en mi
condición de jefe de esta Conservaduría General del Registro Civil, heredero
último de un linaje de conservadores cuya actividad fue históricamente iniciada
con el depósito del más vetusto de los documentos custotiados en nuestros
archivos, haciendo también uso legítimo de las competencias que me fueron
consignadas y siguiendo el ejemplo de mis predecesores, he cumplido y he hecho
cumplir con el mayor de los escrúpulos las leyes escritas que regulan el
funcionamiento de los servicios, sin ignorar la tradición, antes al contrario
teniéndola invariablemente presente en cada momento. Soy consciente de la
mudanza de los tiempos, de la necesidad de una continua actualización de medios
y de maneras en la vida social, pero comprendo, como siempre tuvieron a bien
entender quienes antes de mí ejercieron el gobierno de esta Conservaduría, que
la preservación del espíritu, de un espíritu que llamaré de continuidad y de
identidad orgánica, debe prevalecer sobre cualquier otra consideración posible,
so pena, si así no nos condujéramos, de asistir al derrumbamiento del edificio
moral que, en cuanto que primeros y postreros depositarios de la vida y de la
muerte, seguimos representando aquí.
No dejará
de haber quien proteste por no encontrarse en esta Conservaduría General ni una
sola máquina de escribir, para no hablar de la ausencia de cualesquiera otros
aparatos más modernos, porque los armarios y las estanterías sigan siendo de
madera natural, porque los funcionarios hayan de mojar sus plumas en tinteros y
usar el papel secante, habrá quien nos considere ridículamente detenidos en la
historia, quien reclame de la autoridad la rápida incorporación de tecnologías
avanzadas en nuestros servicios, mas si es verdad que las leyes y los
reglamentos son susceptibles de ser alterados y sustituidos en cada momento, no
puede suceder del mismo modo con la tradición, que es, como tal, tanto en su
conjunto como en su esencia, inmutable. Nadie podrá regresar al pasado para
hacer mudanza de una tradición que nació en el tiempo y que por el tiempo fue
alimentada y sostenida.
Nadie
podrá decirnos que cuando existe no ha existido, nadie osará desear, como si de
un niño se tratase, que lo que ha acontecido no hubiera acontecido. Y si lo
hicieran, estarían dilapidando su propio tiempo. Éstos son los fundamentos de
nuestra razón y de nuestra fuerza, éste es el muro tras el cual nos ha sido
posible defender, hasta el día de hoy, ora nuestra identidad, ora nuestra autonomía.
Así deberemos continuar. Y así continuaríamos si nuevas reflexiones no nos
indicaran la necesidad de nuevos caminos.
Hasta
aquí no había surgido ninguna novedad del discurso del jefe, si bien es cierto
que ésta era la primera vez que se oía en la Conservaduría General algo
parecido a una declaración solemne de principios. La mentalidad uniforme de los
funcionarios se formaba sobre todo en la práctica del servicio, regulada en los
primeros tiempos con rigor y precisión, mas, en las últimas generaciones, tal
vez por fatiga histórica de la institución, se permitieron las graves y
continuadas negligencias que conocemos, censurables incluso a la luz de los más
benevolentes juicios.
Tocados
en su embotada conciencia, pensaron los funcionarios que éste sería el tema
central de la inesperada disertación, pero no tardaron en desengañarse. Es más,
si hubiesen atendido mejor a la expresión fisonómica del conservador, habrían
comprendido en seguida que su objetivo no era de carácter disciplinario, no
apuntaba a una represión general, en ese caso sus palabras sonarían como golpes
secos y todo su rostro se cubriría de desdeñosa indiferencia. Sin embargo no se
registraban estas señales en la actitud del jefe, apenas una disposición
semejante a la de quien, habituado a vencer siempre, se encuentra, por primera
vez en la vida, ante una fuerza mayor que la suya. Y unos pocos, en particular
los subdirectores y algún oficial, que creyeron deducir de la última frase
proferida el anuncio de la introducción inmediata de modernizaciones que eran
moneda corriente fuera de los muros de la Conservaduría General, tampoco
tardaron en reconocer, desconcertados, que se habían equivocado. El conservador
seguía hablando, Nadie se llame a engaño, sin embargo, creyendo que las
reflexiones que estoy exponiendo nos conducirían simplemente a abrir nuestras
puertas a los inventos modernos, no sería menester reflexionar para eso,
bastaría con hacer llamar a un técnico especializado en tales materias y en un
periodo de veinticuatro horas tendríamos la casa a rebosar de máquinas de toda
condición. Por mucho que me duela declararlo y por escandaloso que a ustedes
les resulte, lo que mis reflexiones pretenden poner en cuestión, quién me lo
iba a decir a mí, afecta a uno de los aspectos fundamentales de la tradición de
la Conservaduría General, esto es, la distribución espacial de los vivos y de
los muertos, su obligada separación, no sólo en archivos distintos sino también
en diferentes áreas del edificio. Se oyó un levísimo susurro, como si el
pensamiento común de los asombrados funcionarios se hubiese hecho audible, otra
cosa no podría ser, ya que ninguno de ellos había osado pronunciar palabra. Me
hago cargo de que esto les perturbe, prosiguió el conservador, porque yo mismo,
al pensarlo, me he sentido como si fuera responsable de una herejía, peor aún,
me he sentido culpable de una ofensa a la memoria de todos aquellos que, antes
de mí, ocuparon esta posición de mando, y también de cuantos trabajaron en
lugares ahora ocupados por ustedes, pero el empuje incontenible de la evidencia
me ha obligado a enfrentarme al peso de la tradición, de una tradición que,
durante toda mi vida, había considerado inamovible. Llegar a esta conciencia de
los hechos no es obra del azar ni obedece a una revelación instantánea. En dos
ocasiones desde que soy jefe de la Conservaduría, he sido objeto de avisos
premonitorios, a los que, en aquellos momentos, no atribuí especial relevancia,
salvo por haber reaccionado ante ellos de un modo que no tengo reparos en
catalogar como primario, pero que, hoy lo comprendo, preparaban el camino para
que, con espíritu abierto acogiese un tercero y reciente aviso, del cual, por
razones que a mi entender debo mantener secretas, evitaré hacer comentarios en
esta ocasión. El primer caso, del que todos ustedes sin duda guardan memoria,
tuvo lugar cuando uno de mis subdirectores, presente entre nosotros, propuso
que la organización del archivo de los muertos se hiciese al contrario, es
decir, más alejados los antiguos, más próximos los recientes.
Debido a
la suma de trabajo que implicaría una mudanza tal, y teniendo en cuenta la
escasez de funcionarios que padecíamos, la sugerencia se mostraba irrealizable
del todo, y así se lo hice saber al proponedor, aunque en términos que me
gustaría olvidar, y sobre todo que él los pudiese olvidar.
El
subdirector aludido se ruborizó de satisfacción, volvió atrás la cara,
mostrándose, y de nuevo mirando al superior asintió ligeramente con la cabeza,
como si estuviera pensando, Si pusieses más atención a lo que te dicen. El
conservador continuó, No me fue dado entonces percibir que, detrás de una idea
en apariencia absurda, y que, en efecto, juzgada desde un ángulo operativo, de
hecho lo era, latía una intuición de algo absolutamente revolucionario, una
intuición involuntaria, inconsciente, sí, mas no por ese motivo menos efectiva.
Bien es cierto que tampoco podría esperarse mucho más de la cabeza de un
subdirector, pero el conservador que yo soy estaba obligado, tanto por los
deberes connaturales del cargo cuanto por razones de experiencia, a comprender
de inmediato lo que la futilidad aparente de la idea ocultaba. Esta vez el
subdirector no miró hacia atrás, y si se ruborizó de despecho nadie lo notó
porque tenía la cabeza baja. El conservador hizo una pausa para suspirar
profundamente, y continuó, El segundo caso fue el que concierne a aquel
investigador de materias heráldicas que desapareció en el archivo de los
muertos y al que sólo una semana después conseguimos descubrir, a punto de
expirar, cuando ya habíamos perdido todas las esperanzas de encontrarlo vivo.
Tratándose de un episodio de características tan comunes, pues ciertamente no
creo que haya nadie que, al menos una vez en la vida, no se haya perdido en el
laberinto, me limité a tomar las providencias que se imponían, cursando una
orden interna destinada a determinar el uso obligatorio del hilo de
Ariadna,
designación clásica y, si me permiten ustedes que así me exprese, irónica, de
la cuerda que guardo en mi cajón. Que la medida fue acertada lo corrobora el
hecho de que, desde entonces, no se haya verificado ningún caso semejante o
siquiera parecido. Llegados a este punto, y según esta exposición, cabría
preguntarse cuáles fueron las conclusiones que deduje del caso del heraldista
perdido, y yo diré, con toda humildad, que si recientemente no hubiesen tenido
lugar ciertos hechos y si esos hechos de referencia no hubiesen suscitado en mí
ciertas reflexiones, jamás habría llegado a comprender el doble absurdo que
representa separar a los muertos de los vivos. Es absurdo, en primer lugar
desde el punto de vista archivístico, si se considera que la manera más fácil
de encontrar a los muertos será buscándolos donde se encuentran los vivos,
puesto que a éstos, por estar vivos, los tenemos permanentemente delante de los
ojos, pero, en segundo lugar, representa también un absurdo desde el punto de
vista de la memoria, ya que si los muertos no estuvieran en medio de los vivos
más tarde o más temprano acabarían por ser olvidados, y después, con perdón por
la vulgaridad de la expresión, es un engorro descubrirlos cuando los
necesitamos, y ya se sabe que antes o después eso ocurrirá. Para todos los que
me escuchan aquí, sin distinción de escalafones ni de circunstancias
personales, debe quedar claro que estoy hablando, únicamente, de asuntos
concernientes a esta Conservaduría General, y no del mundo exterior, donde, por
razones que atañen a la higiene física y a la salud mental de los vivos, se usa
enterrar a los muertos. Mas me atrevo a decir que es precisamente esa misma
necesidad de higiene física y de sanidad mental la que debe determinar que
nosotros, los de la Conservaduría General del Registro Civil, nosotros, los que
escribimos y movemos los papeles de la vida y de la muerte, reunamos en un solo
archivo, al que simplemente denominaremos histórico, a los muertos y los vivos,
haciéndolos inseparables en este lugar, ya que, extramuros, la ley, la costumbre
y el miedo no lo consienten. Firmaré, por tanto, una orden donde se
especificará, primero, que a partir de la fecha del día de hoy, los muertos
permanecerán en el mismo lugar del archivo que ocupaban en vida, segundo, que
progresivamente, expediente a expediente, documento a documento, desde los más
recientes a los más antiguos, se procederá a la reintegración de los muertos
del pasado en el archivo que vendrá a ser el presente de todos. Soy consciente
de que el segundo punto necesitará muchas decenas de años para hacerse
efectivo, que ni a nosotros ni probablemente a la generación siguiente nos será
dado asistir al momento en que los papeles del último muerto, hechos trizas,
devorados por las polillas, oscurecidos por el polvo de los siglos, regresen al
mundo de donde, por una última e innecesaria violencia, fueron retirados. Así
como la muerte definitiva es el fruto último de la voluntad de olvido, así la
voluntad de recuerdo podrá perpetuarnos la vida. Argumentarán tal vez, con
supuesta argucia, si es que yo esperase opinión, que una perpetuidad como ésta
de nada les valdría a los que murieron. Sería un argumento propio de quien no
ve más allá de la punta de su nariz. En tal caso, y en el caso, también, de que
yo creyera necesario responder, tendría que explicarles que sólo de vida he
estado hablando aquí, y no de muerte, y si esto no lo han entendido antes, es
porque nunca serán capaces de entender sea lo que sea.
La
actitud reverencial con que la parte final del discurso había sido escuchada
fue sacudida bruscamente por el sarcasmo de las últimas palabras.
El
conservador volvía a ser el jefe que conocían desde siempre, altanero e
irónico, implacable en los juicios, riguroso en la disciplina, como a
continuación dejó claro, Sólo en su interés, no en el mío, debo aún decirles
que el peor error en que incurrirían a lo largo de sus vidas sería considerar
una señal de flaqueza personal o de disminución de autoridad oficial el hecho
de que les haya hablado con el corazón y con la mente abiertos. Si no me he limitado
simplemente a ordenar, sin explicaciones, como sería mi derecho, la
reintegración o unificación de los archivos, es sólo porque quiero hacerles
comprender las razones profundas de mi decisión. Es sólo porque deseo que el
trabajo que les espera sea ejecutado con el espíritu de quien se siente
edificando algo y no con el alejamiento burocrático de quien ha sido mandado a
juntar papeles con papeles. La disciplina en esta Conservaduría seguirá siendo
la que siempre fue, ninguna distracción, ningún devaneo, ninguna palabra que no
esté directamente relacionada con el servicio, ninguna entrada fuera de horas,
ninguna muestra de desaliño en el comportamiento personal, tanto en los modos
como en la apariencia. Don José pensó, Esto va por mí, por no haberme afeitado,
pero no se preocupó, probablemente la alusión se quedase en eso, en todo caso
bajó la cabeza muy despacio, como un alumno que no ha estudiado la lección y
que quiere escapar de ser llamado a la pizarra. Parecía que el discurso había
llegado a su fin, pero nadie se movía, tenían que esperar la orden al trabajo,
por eso se sobresaltaron todos cuando el conservador llamó en un tono fuerte y
seco, Don José. El interpelado se levantó rápidamente, Qué querrá de mí, ya no
pensaba que el motivo
de la brusca llamada fuese la barba crecida, algo mucho
más grave que una simple reprimenda estaba por llegar, era eso lo que la severa
expresión del jefe le anunciaba, era eso lo que una angustia terrible comenzaba
a gritarle dentro de la cabeza cuando lo vio avanzar en su dirección, detenerse
frente a él, don José apenas puede respirar, espera la primera palabra como el
condenado a muerte espera la caída de la cuchilla, el tirón de la cuerda o la
descarga del pelotón de fusilamiento, entonces el jefe dijo, esa barba.
Después
se volvió de espaldas, hizo una señal a los subdirectores para recomenzar el
trabajo. Ahora se notaba en su cara una cierta placidez, un aire de extraño
sosiego, como si también él hubiese llegado al final de una jornada. Nadie
vendrá a comentar con don José estas impresiones, en primer lugar para que no
se le llene la cabeza con más fantasías, en segundo lugar porque la orden es
clara, Ninguna palabra que no esté directamente relacionada con el servicio.
Se entra
en el cementerio por un edificio antiguo cuyo frontispicio es hermano gemelo de
la fachada de la Conservaduría General del Registro Civil. Presenta los mismos
tres escalones de piedra negra, la misma vieja puerta en el centro, las mismas
cinco ventanas alargadas encima. Si no fuese por el gran portón de dos hojas
contiguo a la delantera, la única diferencia visible sería la placa sobre la
puerta de entrada, también con letras de esmalte, que dice Cementerio General.
El portón está cerrado desde hace muchos años, cuando se hizo evidente que el
acceso por allí se había vuelto impracticable, que dejara de satisfacer
cabalmente el fin a que había sido destinado, esto es, dar paso cómodo no sólo
a los difuntos y a sus acompañantes, sino también a las visitas que aquéllos
viniesen a tener después. Del mismo modo que todos los cementerios de este o de
cualquier otro mundo, comenzó siendo una cosita minúscula, una parcela breve de
terreno en la periferia de lo que todavía era un embrión de ciudad, orientado
hacia el aire libre de las campiñas, pero después, con el paso de los tiempos,
como infelizmente tenía que ser, fue creciendo, creciendo, creciendo, hasta
convertirse en la necrópolis inmensa que es hoy. Al principio estaba todo
tapiado y, durante generaciones, cada vez que la apertura de dentro comenzaba a
perjudicar tanto el alojamiento ordenado de los muertos como la circulación
práctica de los vivos, se hacía lo mismo que en la Conservaduría General, se
echaban abajo los muros y se levantaban un poco más atrás.
Un día,
va ya de camino de cuatro siglos que esto aconteció, el entonces curador del
cementerio tuvo la idea de abrirlo por todos los lados, excepto por la parte
que daba a la calle, alegando que ésta era la única manera de reanimar la
relación sentimental entre los de dentro y los de fuera, muy disminuida por
entonces, como cualquier persona podría verificar si reparase en el abandono en
que se encontraban las sepulturas, principalmente las más antiguas. Creía él
que los muros, aunque sirviendo de forma positiva a la higiene y el decoro, acababan
teniendo el efecto perverso de dar alas al olvido, lo que por otra parte no
debería causar sorpresa a nadie, diciendo como decía la sabiduría popular,
desde que el mundo es mundo, que el corazón no siente lo que los ojos no ven.
Tenemos muchas razones para pensar que fueran sólo de raíz interna los motivos
que llevaron al jefe de la Conservaduría a tomar la decisión de unificar,
contra la tradición y la rutina, los archivos de los muertos y de los vivos,
reintegrando de esta manera, en el área documental específica abarcada en sus
atribuciones, la sociedad humana. Por eso nos es más difícil comprender por qué
no fue aplicada luego la lección precursora de un humilde y primitivo curador
de cementerio, de pocas luces, sin duda, como era natural en el oficio y propio
de su tiempo, pero de revolucionarias intuiciones, y que para colmo, lo
registramos con tristezas, no tiene en su sepultura, señalando el hecho a las
generaciones venideras, una lápida digna. Por el contrario, desde hace cuatro
siglos andan cayendo anatemas, insultos, calumnias y vejámenes sobre la memoria
del infeliz innovador, considerado como el responsable histórico de la
situación presente de la necrópolis, a la que llaman desastrosa y caótica,
sobre todo porque el Cementerio General no sólo continúa sin tener muros
alrededor sino que además es imposible que los vuelva a tener alguna vez.
Expliquémonos mejor.
Quedó
dicho arriba que el cementerio creció, no, claro está, por obra y gracia de una
virtud reproductora intrínseca suya, como fuera, permítaseme el macabro
ejemplo, que los muertos imprudentemente hubieran generado muertos, sino porque
la ciudad fue aumentando en población y por tanto también en superficie. Cuando
todavía el Cementerio General estaba rodeado de muros, ocurrió, más de una vez,
en épocas sucesivas, aquello que después, en lenguaje burocrático municipal, se
denominaría brotes de expansión demográfica urbana. Poco a poco, los extensos
campos de detrás del Cementerio comenzaron a ser poblados, surgieron
pequeñas aglomeraciones, aldeas, caseríos, segundas
residencias, que a su vez fueron creciendo aquí y allí, tocándose unas a otras,
pero dejando aún entre medias amplios espacios vacíos, que eran campos de
cultivo, o bosques, o pastos, o matorrales. Por ahí fue avanzando el Cementerio
General cuando derribaron los muros.
Como una riada que comienza inundando las cotas
de nivel inferior, serpenteando por los valles, y después, paulatinamente, va
subiendo por las laderas, así las sepulturas fueron ganando terreno, muchas
veces con grave perjuicio para la agricultura, cuando los propietarios,
forzados por el asedio, no tuvieron otro remedio que vender las huertas, y
otras veces contorneando pomares, trigales, eras y corrales de ganado, siempre
a la vista de las poblaciones, y muchas veces, por así decirlo, puerta con
puerta. Observado desde el aire, el Cementerio General parece un árbol tumbado,
enorme, con un tronco corto y grueso, constituido por el núcleo original de
sepulturas, de donde arrancan cuatro poderosas ramas, contiguas en su
nacimiento, pero que después, en bifurcaciones sucesivas, se extienden hasta
perderse de vista, formando, según el decir de un poeta inspirado, una frondosa
copa en la que la vida y la muerte se confunden, como se confunden en los
árboles propiamente dichos, las avecillas y el follaje. Ésta es la causa por la
que el portón del Cementerio General ha dejado de servir como paso de las
comitivas fúnebres. Se abre sólo de tarde en tarde, cuando un investigador de
piedras viejas, después de haber estudiado en el lugar algún monolito funerario
de los primeros tiempos, pide autorización para sacar unos moldes, con el
consiguiente manejo de materias brutas, como son el yeso, la estopa y los
alambres, y en ocasiones complementariamente, fotografías delicadas y precisas,
de aquellas que necesitan focos, reflectores, baterías, fotómetros, sombrillas
y otros artefactos, que, unos y otros, para no perturbar el servicio
administrativo, no se permite que pasen por la pequeña puerta que une por
dentro el edificio con el Cementerio.
A pesar
de esta exhaustiva acumulación de pormenores, quizá considerados
insignificantes, en caso de que, por regresar a las comparaciones botánicas, el
bosque impidiera ver los árboles, es bien posible que algún oyente de este
relato, de los atentos y vigilantes, de los que no han perdido el sentido de
una exigencia normativa heredada de procesos mentales determinados sobre todo
por la lógica adquirida de los conocimientos, es bien posible que el tal oyente
se declare radicalmente contrario a la existencia y todavía más a la
generalización de cementerios tan desgobernados y delirantes como éste, que
llega al punto de pasearse, casi hombro con hombro, por lugares que los vivos
habían destinado para su exclusivo uso, o sea, las casas, las calles, las
plazas, los jardines y otros lugares públicos, los teatros y los cines, los
cafés y los restaurantes, los hospitales, los manicomios, las comisarías de
policía, los parques infantiles, las zonas deportivas, las de ferias y
exposiciones, los aparcamientos, los grandes almacenes, las tiendas pequeñas,
las travesías, los callejones, las avenidas. Que, aunque percibiendo como
irresistible la necesidad de crecimiento del Cementerio General, en armonía
simbiótica con el desarrollo de la ciudad y el aumento de la población,
consideran que el espacio destinado al reposo final debería seguir ciñéndose a
límites estrictos y obedeciendo a reglas estrictas. Un cuadrilátero vulgar de
muros altos, sin adornos ni excrecencias fantasiosas de arquitectura, sería más
que suficiente, en vez de esta especie de pulpo desmesurado, realmente más pulpo
que árbol, por mucho que duela a las imaginaciones poéticas, extendiendo por
ahí fuera sus ocho, dieciséis, treinta y dos, sesenta y cuatro tentáculos, como
si quisiese abarcar el mundo.
Que en
los países civilizados el uso correcto, con ventajas certificadas por la
experiencia, es que los cuerpos permanezcan bajo tierra unos cuantos años,
cinco en general, al final de los cuales, salvo milagro de incorrupción, se
retirará lo poco que haya sobrado del trabajo corrosivo de la cal viva y de la
digestión de los gusanos, para dar espacio a los nuevos ocupantes. En los
países civilizados no existe esta práctica absurda de los lugares a
perpetuidad, esta idea de considerar para siempre intocable cualquier
sepultura, como si, no habiendo podido ser definitiva la vida, la muerte lo
pudiese ser. Las consecuencias están a la vista, este portón condenado, la
anarquía de la circulación interna, el rodeo cada vez mayor que los entierros
tienen que dar por fuera del Cementerio General antes de llegar a su destino, en
un extremo cualquiera de uno de los sesenta y cuatro tentáculos del pulpo, que
nunca lograrían alcanzar si no llevasen delante un guía. De la misma manera que
la Conservaduría del Registro Civil, aunque la correspondiente información, por
deplorable olvido, no fuera dada el momento adecuado, la divisa no escrita de
este Cementerio General es Todos los Nombres, aunque deba reconocerse que, en
realidad, es a la Conservaduría a la que estas tres palabras le sientan como un
guante, por cuanto en ella todos los nombres efectivamente se encuentran, tanto
los de los muertos como los de los vivos,
mientras que el Cementerio, por su propia naturaleza de
último destino y último depósito, tendrá que contentarse siempre con los nombres
de los finados. Esta evidencia matemática, sin embargo, no es suficiente para
reducir al silencio a los curadores del Cementerio General, que, ante lo que
llaman su aparente inferioridad numérica, suelen encoger los hombros y
argumentar, Con tiempo y paciencia aquí vendrán todos a parar, la Conservaduría
del Registro Civil, bien vistas las cosas, no pasa de un afluente del
Cementerio General. Excusado será decir que para la Conservaduría es un insulto
llamarla afluente. A pesar de estas rivalidades, de esta emulación profesional,
las relaciones entre los funcionarios de la Conservaduría y del Cementerio son
claramente amistosas, de respeto mutuo, porque, en el fondo además de la
colaboración institucional a que están obligados por la comunidad formal y contigüidad
objetiva de sus respectivos estatutos, saben que andan cavando en los dos
extremos de la misma viña, esta que se llama vida y está situada entre la nada
y la nada.
No era la primera vez que don José aparecía en el
Cementerio General.
La necesidad burocrática de realizar
algunas verificaciones, el esclarecimiento de discrepancias, la confrontación
de datos, la dilucidación de diferencias obligan a trasladarse, con relativa
frecuencia, a los funcionarios de la Conservaduría al Cementerio, casi siempre
los escribientes, poco los oficiales y nunca, ni necesario sería referirlo, los
subdirectores o el conservador. También los escribientes y alguna que otra vez
los oficiales del Cementerio General, por motivos semejantes, van a la
Conservaduría, también allí lo reciben con la misma cordialidad con que van a
acoger aquí a don José. Tal como la fachada, el interior del edificio es una
copia fidelísima de la Conservaduría, debiendo en todo caso precisarse que los
funcionarios del Cementerio General suelen afirmar que es la Conservaduría del
Registro Civil la copia del Cementerio, y además, considerando que le falta el
portón, incompleta, a lo que los de la Conservaduría responden que buen portón
es ése, que está siempre cerrado. Sea como sea, aquí se encuentra el mismo
mostrador largo que atraviesa el enorme salón, las mismas altísimas
estanterías, la misma disposición del personal, en triángulo, con los ocho
escribientes en la primera línea, los cuatro oficiales a continuación, los dos
subcuradores, que así es como se llaman aquí, y no subdirectores, tal como el
curador, en el vértice, no es conservador, y sí curador. Sin embargo, el
personal burocrático no es todo el personal del Cementerio. Sentados en dos
bancos corridos, a un lado y a otro de la puerta de entrada, frente al
mostrador, están los guías. Hay quien, crudamente, sigue llamándoles
enterradores, como en los primeros tiempos, pero la designación de su categoría
profesional, en el boletín oficial de la ciudad, es guía–de–cementerio, lo que,
reparando mejor, y al contrario de lo que se podría imaginar no corresponde a
un eufemismo bien intencionado que pretendiese disimular la brutalidad dolorosa
de una azada excavando un agujero rectangular en la tierra, antes bien es la
expresión correcta de una función que no se limita a bajar al muerto a la
profundidad, pues lo conduce también por la superficie. Estos hombres, que
trabajan en pareja, esperan sentados, en silencio, que vengan los cortejos
fúnebres, y después, pertrechados de la respectiva guía de marcha, rellenada
por el escribiente a quien le tocó el difunto, se meten en uno de los coches de
servicio que esperan en el aparcamiento, aquellos que tienen en la parte de
atrás un letrero luminoso que se enciende y se apaga y que dice Sígame, como se
usa en los aeropuertos, por lo menos en este punto tiene toda la razón el
curador del Cementerio General cuando afirma que están más avanzados en la
moderna tecnología que la Conservaduría del Registro Civil, donde la tradición
todavía manda escribir con pluma de mojar en el tintero. Realmente, cuando se
ve al coche fúnebre y a sus acompañantes siguiendo obedientemente a los guías
por las cuidadas calles de la ciudad y por los malos caminos de los arrabales,
con la luz dale que dale hasta el sitio donde será la sepultura, Sígame,
Sígame, Sígame, es imposible no concordar que las mudanzas del mundo no siempre
son para peor. Y, aunque el pormenor no sea de especial importancia para la
comprensión global del relato, viene a propósito explicar que una de las características
más significativas de la personalidad de estos guías es que creen que el
universo está efectivamente regido por un pensamiento superior permanentemente
atento a las necesidades humanas, porque si así no fuese, argumentan ellos, los
automóviles no habrían sido inventados precisamente en el momento en que
comenzaban a ser más necesarios, o sea, cuando el Cementerio General se había
vuelto tan extenso que sería un verdadero calvario llevar al difunto al gólgota
por medios tradicionales, fuese el palo y la cuerda, fuese la carreta de dos
ruedas. Cuando sensatamente se les observa que deberían ser más cuidadosos con
las palabras, pues gólgota y calvario son una y la misma cosa, y que no tiene
sentido usar términos que anuncian el dolor a propósito del transporte de
alguien
que ya no tendrá que sufrir más, es seguro y garantizado
que nos responderán con malos modos, que cada uno sabe de sí y sólo Dios sabe
de todos.
Entró
pues don José y avanzó directamente al mostrador, lanzando al pasar una mirada
fría a los guías sentados, con quienes no simpatizaba porque su existencia
desequilibraba numéricamente la relación de personal a favor del Cementerio.
Siendo conocido de la casa, no necesitaría presentar el carné que lo
identificaba como funcionario del Registro Civil, y, en cuanto a la famosa
credencial, ni siquiera se le había pasado por la cabeza traerla, porque hasta
el más inexperto de los escribientes, de un golpe de vista, sería capaz de
percatarse de que era falsa desde la primera a la última línea. De los ocho
funcionarios que se alineaban tras el mostrador, don José escogió uno de los
que mejor le caían, un hombre algo mayor que él, con el aire ausente de quien ya
no espera otra vida. Tal como a los otros, cualquiera que fuese el día, siempre
lo habían encontrado allí. Al principio llegó a pensar que los funcionarios del
cementerio no disfrutaban de descanso semanal ni de vacaciones, que trabajaban
todos los días del año, hasta que alguien le dijo que no era así, que había
grupos de eventuales contratados para trabajar los domingos, ya no estamos en
el tiempo de la esclavitud, don José.
Parece
inútil decir que el deseo de los funcionarios del Cementerio General, desde
hace mucho tiempo, es que los eventuales se encarguen también de las tardes de
sábado, pero, por alegadas razones de presupuesto y partida económica, la
reivindicación no ha sido aún satisfecha, no sirviéndole de nada al personal
del Cementerio la invocación del ejemplo de la Conservaduría del Registro
Civil, que los sábados sólo trabaja por la mañana, por cuanto, según el
sibilino despacho superior que negó el requerimiento, Los vivos pueden esperar,
los muertos no. De todos modos, era insólito que un funcionario de la
Conservaduría apareciese por allí de servicio precisamente en una tarde de
sábado, cuando se suponía que estuviera disfrutando del ocio semanal con la
familia, paseando por el campo u ocupado en ajustes domésticos que se guardan
para cuando haya tiempo, o apenas vagueando, o, todavía, preguntándose para qué
sirve el descanso cuando no sabemos qué hacer con él. Con el fin de evitar
inoportunas extrañezas, que fácilmente se tornarían embarazosas, don José tuvo
el cuidado de adelantarse a la curiosidad del interlocutor, dando la
justificación que ya traía preparada, es un caso excepcional, de urgencia, mi
subdirector necesita esta información el lunes a primera hora, por eso me pidió
que viniese hoy al Cementerio General, en mis horas libres, Ah, bien, dígame de
qué se trata, Es muy simple, sólo queríamos saber cuándo fue enterrada esta
mujer.
El hombre
tomó la ficha que don José le presentaba, copió en un papel el nombre y la
fecha de fallecimiento y fue a consultar con el oficial respectivo. Don José no
entendió lo que decían, aquí, tal como en la Conservaduría, sólo se puede
hablar en voz baja, en este caso hay que contar también con la distancia, pero
vio que afirmaba con la cabeza y, por el movimiento de los labios, no tuvo
dudas de que decía, Puede informar. El hombre buscó en el fichero que se
encontraba debajo del mostrador, donde estaban archivadas las fichas de los
fallecidos en los últimos cincuenta años, los otros llenan las altas
estanterías que se prolongan hacia el interior del edificio, abrió uno de los
cajones, encontró la ficha de la mujer, copió en el papel la fecha necesaria y
volvió donde se hallaba don José, Aquí tiene, dijo, y añadió, como si creyese
que la información podía ser útil, Está en los suicidas. Don José sintió una
contracción súbita en la boca del estómago, que es, más o menos, el lugar
donde, según un artículo que leyera tiempos atrás en una revista de divulgación
científica, existe una especie de estrella de nervios con muchas puntas, un
enlace irradiante al que llaman plexo solar, sin embargo consiguió disimular la
sorpresa con un fingimiento automático de indiferencia, la causa de la muerte
constaría forzosamente en el certificado de defunción perdido, que él nunca ha
visto, pero que, como funcionario de la Conservaduría, y más viniendo al
Cementerio en misión oficial, no podía mostrar que desconocía. Con todo cuidado
dobló el papel y lo guardó en la cartera, dio las gracias al informador, no
olvidándose de añadir, entre oficiales del mismo oficio, manera simple de
decir, pues no pasaban ambos de escribientes, que quedaba a su disposición para
todo lo que necesitase de la Conservaduría y estuviese a su alcance. Cuando ya
había dado dos pasos en dirección a la puerta se volvió, Se me ha ocurrido
ahora una idea, aprovechar un rato de la tarde para dar un paseo por el
Cementerio, si me autorizasen a entrar por aquí, evitaría dar un rodeo, Espere
que voy a preguntar, dijo el escribiente. Comunicó la petición al oficial con
quien antes había hablado, pero éste, en lugar de responder, se levantó y se
dirigió al subcurador de su sección.
A pesar de que la distancia era mayor, don José entendió
por el gesto de la cabeza y por el movimiento de los labios que iba a ser
autorizado para servirse de la puerta interior.
El escribiente no volvió en seguida
al mostrador, abrió primero un armario de donde retiró un gran cartón que
después colocó debajo de la tapa de una máquina que tenía unas lucecitas de
colores. Presionó un botón, se oyó el ruido de un mecanismo, se encendieron
otras luces y luego salió una hoja de papel más pequeña por una abertura
lateral. El escribiente volvió a guardar el cartón en el armario y por fin
regresó al mostrador, Es mejor que se lleve un mapa, ya hemos tenido casos de
personas que se pierden, después es una enorme complicación encontrarlas, los
guías tienen que andar buscándolas con los coches y por esa causa se entorpece
el servicio, se juntan los funerales ahí fuera a la espera, Las personas entran
en pánico fácilmente, bastaría que siguiesen siempre en línea recta en una
misma dirección, a alguna parte llegarían, en el archivo de los muertos de la
Conservaduría General sí que es difícil, no hay líneas rectas, En teoría tiene
razón, pero las líneas rectas de aquí son como las de los laberintos de
corredores, están constantemente interrumpiéndose, cambiando de sentido, se da
la vuelta a una sepultura y de pronto dejamos de saber dónde estamos, En la
Conservaduría solemos usar el hilo de Ariadna, nunca falla, Hubo también una
época en que nosotros lo utilizamos, pero duró poco tiempo, el hilo apareció
cortado en varias ocasiones y nunca se llegó a saber quién había sido el autor
de la tropelía ni la razón que tuvo para cometerla, Los muertos no fueron,
seguro, Quién sabe, Esas personas que se perdieron eran gente sin iniciativa,
podrían haberse guiado por el sol, Alguna lo habrá hecho, lo malo es que ese
día el cielo estuviera cubierto, En la Conservduría no tenemos de aquellas
máquinas, Pues le digo que dan mucho apaño al servicio. La conversación no
podía proseguir por más tiempo, el oficial ya había mirado dos veces, y la
segunda con el ceño fruncido, fue don José quien lo observó en voz baja, Su
oficial ya nos ha echado dos miradas, no quiero que tenga problemas por mi
causa, Le indico sólo el lugar donde la mujer está enterrada, repare en el
extremo de este ramal, la línea ondulada que se ve aquí es un riachuelo que
todavía va sirviendo de frontera, la sepultura se encuentra en este recodo, la
identificará por el número, Y por el nombre, Sí, si, ya lo tiene, pero son los
números lo que cuentan, los nombres no cabrían en el mapa, sería necesario uno
del mismo tamaño del mundo, Escala uno por uno, Sí, escala uno por uno, e
incluso así habría superposiciones, Está actualizado, Lo actualizamos todos los
días, Y ya puestos, dígame qué le induce a imaginar que pretendo ver la
sepultura de esta mujer, Nada, tal vez porque yo habría hecho lo mismo si
estuviera en su lugar, Por qué, para tener la certeza, de que está muerta, No,
la certeza de que estuvo viva. El oficial miró por tercera vez, hizo el
movimiento de quien se va a levantar, pero no llegó a terminarlo, don José se
despidió precipitadamente del escribiente, Gracias, gracias, dijo, a la vez que
inclinaba ligeramente la cabeza en dirección al curador, entidad a quien las
reverencias debían ir siempre encomendadas, como cuando se da gracias al cielo,
aunque esté cubierto, con la importante diferencia de que en aquel caso la
cabeza no se baja, se levanta.
La parte
más antigua del Cementerio General, la que se ensanchaba unas cuantas decenas
de metros por la parte trasera del edificio administrativo, era la que los
arqueólogos preferían para sus investigaciones. Las vetustas piedras, algunas
tan gastadas por el tiempo que sólo se conseguía distinguir en ellas unas rayas
medio desvanecidas que tanto podrían ser restos de letras como el resultado de
desvíos de un escoplo torpe, continuaban siendo objeto de intensos debates y
polémicas en las que, perdida definitivamente, en la mayor parte de los casos,
la esperanza de saber quién había sido puesto bajo ellas, apenas se discutía,
como una cuestión vital, la datación probable de los túmulos. Diferencias tan
insignificantes como unos míseros cien años para atrás o para delante eran
motivo de larguísimas controversias, tanto públicas como académicas, de las que
resultaban, casi siempre, no sólo violentas rupturas de relaciones personales,
sino algunas mortales enemistades. Las cosas, si es posible, iban a peor cuando
los historiadores y los críticos de arte aparecían metiendo la cuchara en el
asunto, pues si era relativamente fácil, todavía, poner de acuerdo al cuerpo de
arqueólogos sobre un concepto amplio de antigüedad aceptable para todos,
dejando las fechas para después, ya la cuestión de lo bello y de lo verdadero
situaba a los hombres y a las mujeres de la estética y de la historia tirando
cada uno para su lado, no siendo nada raro ver a un crítico mudar súbitamente
de opinión sólo porque la mudanza de opinión de otro crítico hiciera coincidir
las dos. A lo largo de los siglos, la inefable paz del Cementerio General, con
sus alas de vegetación espontánea, sus flores, sus trepadoras, sus densos
macizos, sus festones y guirnaldas, sus ortigas y sus cardos, los poderosos
árboles cuyas raíces muchas veces desenterraban las piedras tumulares y hacían
subir hasta la luz del sol unos sorprendidos huesos, había sido objetivo y
testigo de feroces guerras de palabras y de
uno u otro paso a vías expeditivas. Siempre que incidentes
de esta naturaleza sucedían, el curador comenzaba ordenando a los guías
disponibles que acudiesen a separar a los ilustrados díscolos, dándose el caso,
cuando alguna situación de imperiosa necesidad lo exigió, de presentarse en
persona y figura para recordar irónicamente a los peleadores que no valía la
pena despeinarse por tan poco en vida, puesto que, tarde o temprano, allí se
reunirían todos calvos.
Del mismo
modo que el jefe de la Conservaduría del Registro Civil, el curador del
Cementerio General cultiva con brillantez el sarcasmo, quedando así confirmada
la presunción de que este trazo de carácter sea considerado indispensable para
acceder a sus altas y respectivas funciones, a la par, obviamente, de los
competentes conocimientos prácticos y teóricos de técnica archivística. En
alguna cosa, no obstante, historiadores, críticos de arte y arqueólogos
reconocen estar en consonancia, el hecho evidente de que el Cementerio General
es un catálogo perfecto, un muestrario, un resumen de todos los estilos, sobre
todo de arquitectura, escultura y decoración, y por tanto un inventario de
todos los modos de ver, estar y habitar existentes hasta hoy, desde el primer
dibujo elemental de un perfil de cuerpo humano, después abierto y excavado con
el pico en la piedra viva, hasta el acero cromado, los paneles reflectores, las
fibras sintéticas y las vidrieras de espejo usadas de forma disparatada en la
actualidad de la que se ha venido hablando.
Los
primeros monumentos funerarios estaban constituidos por dólmenes, cistas y
estelas, después aparecían, como una gran página extendida, en relieve, los
nichos, las aras, los tabernáculos, las duernas de granito, las vasijas de
mármol, las lápidas lisas y labradas, las columnas dóricas, jónicas, corintias
y compósitas, las cariátides, los frisos, los acantos, los entablamentos y los
frontones, las bóvedas falsas, las bóvedas verdaderas, y también los paños de
muro montados con tejas sobrepuestas, las fundaciones de murallas ciclópeas,
los tragaluces, los rosetones, las gárgolas, los ventanales, los tímpanos, los
pináculos, los enlosados, los arbotantes, los pilares, las pilastras, las
estatuas yacentes representando hombres de yelmo, espada y armadura; los
capiteles con historias y sin historias, las granadas, los lirios, las
perpetuas, los campanarios, las cúpulas, las estatuas yacentes representando
mujeres de tetas apretadas, las pinturas, los arcos, los fieles perros recostados,
los niños enfajados, las portadoras de ofrendas, las plañideras con la cabeza
cubierta por un manto, las agujas, las nervaduras, los vitrales, las tribunas,
los púlpitos, los balcones, otros tímpanos, otros capiteles, otros arcos, unos
ángeles de alas abiertas, unos ángeles de alas caídas, medallones, urnas
vacías, o fingiendo llamas de piedra, o dejando salir lánguidamente un crespón,
melancolías, lágrimas, hombres majestuosos, mujeres magníficas, niños amorosos
cercenados en la flor de la edad, ancianos y ancianas que ya no podían esperar
más, cruces enteras y cruces partidas, escaleras, clavos, coronas de espinas,
lanzas, triángulos enigmáticos, alguna insólita paloma marmórea, bandas de
palomas auténticas volando en círculo sobre el camposanto.
Y silencio.
Un silencio sólo interrumpido de cuando en cuando por los pasos de algún
ocasional y ansioso amante de la soledad, a quien una repentina tristeza le
llega desde las rumorosas cercanías, donde aún se oyen llantos a la vera del
túmulo y en él se depositan ramos de flores frescas, todavía húmedas por la
savia, atravesando, por decirlo así, el propio corazón del tiempo, estos tres
mil años de sepulturas de todas las formas, espíritus y condiciones, unidas por
el mismo abandono, por la misma soledad, pues los dolores que de ellas nacieron
un día ya son demasiado antiguos para tener herederos. Orientándose por el
mapa, sin embargo lamentando algunas veces la falta de una brújula, don José
camina en dirección al sector de los suicidas, donde está enterrada la mujer de
la ficha, pero a su paso es ahora menos rápido, menos decidido, de vez en
cuando se detiene contemplando un pormenor escultórico manchado por los
líquenes o por el escurrir de la lluvia, unas plañideras calladas en el
intervalo de dos gritos, unas declaraciones solemnes, unas plegarias
hieráticas, o deletrea con dificultad una inscripción cuya grafía, de paso, lo
atrae, se comprende que ya desde la primera línea lleve tanto tiempo
descifrándola, es que este funcionario a pesar de haber tenido que examinar
algunas veces, allá en la Conservaduría, pergaminos más o menos coetáneos de
esos tiempos, no es versado en escrituras antiguas, por eso nunca consiguió
pasar de escribiente. En lo alto de un cerro suave, a la sombra de un obelisco
que fue antes marco geodésico, don José se pone a mirar alrededor, hasta donde
la vista le alcanza y no encuentra más que túmulos subiendo y bajando los
accidentes del terreno, ladeando alguna vertiente abrupta, explayándose en las
planices, Son millones, murmuró, entonces piensa en la enorme cantidad de
espacio que se habría ahorrado si los muertos hubiesen sido enterrados de pie,
hombro con hombro, en formación cerrada, como
un
ejército en posición de firmes, teniendo cada uno, como única señal de su
presencia allí, un cubo de piedra colocado en la vertical de la cabeza, en el
que se relatarían, en las cinco caras visibles, los hechos principales de la
vida del fallecido, cinco cuadrados de piedra como cinco páginas, resumen del
libro entero que había sido imposible escribir. Casi tocando el horizonte, más
allá, más allá, más allá, don José ve unas luces que se van moviendo despacio,
como relámpagos amarillos encendiéndose y apagándose a intervalos constantes,
son los coches de los guías llamando a la gente que viene detrás, Sígame,
Sígame, uno de ellos para de repente, la luz desaparece, quiere decir que ya
llegó a su destino. Don José miró la altura del sol, después el reloj, se está
haciendo tarde, tendrá que caminar a paso rápido si quiere llegar a la mujer de
la ficha antes del crepúsculo. Consultó el mapa, deslizó por él el dedo
indicador para reconstruir, aproximadamente, el camino que había recorrido
desde el edificio de la administración hasta el sitio en que ahora se
encuentra, lo comparó con lo que todavía le faltaba por andar, y estuvo a punto
de perder el coraje. En línea recta, según la escala, serán unos cinco
kilómetros, pero la línea recta continua, en el Cementerio General, como ya
quedó dicho, no es cosa que dure mucho, estos cinco kilómetros a vuelo de
pájaro será necesario añadirles dos más, o incluso tres, viajando por la
superficie. Don José echó cuentas del tiempo y del vigor que aún le restaba en
las piernas, oyó la voz de la prudencia diciéndole que dejase para otro día,
con más calma, la visita a la sepultura de la mujer desconocida, toda vez que
sabiendo dónde está, cualquier taxi o autobús de línea, podrían llevarlo,
rodeando por fuera el Cementerio, hasta las proximidades del lugar, como hacen
las familias cuando tienen que ir a llorar a sus seres queridos y a ponerles
flores nuevas en los jarrones o a renovarles el agua, sobre todo en el verano.
Estaba don José dirimiendo esta perplejidad cuando le vino el recuerdo de su
aventura en el colegio, aquella tenebrosa noche de lluvia, aquel empinado
flanco de montaña en que se había transformado la cubierta del alpende, y
después la búsqueda ansiosa en el interior del edificio, chorreando de los pies
a la cabeza, con las rodillas desolladas rozándole dolorosamente en los
pantalones y cómo, por obra de tenacidad e inteligencia, consiguiera vencer sus
propios miedos y sobreponerse a las mil dificultades que le trabaran el paso,
hasta descubrir y finalmente penetrar en la buhardilla misteriosa, enfrentando
una oscuridad aún más aterradora que la del archivo de los muertos. Quien a
tanto fue capaz de atreverse no tiene ahora derecho a desanimarse ante el
esfuerzo de una caminata, por más larga que sea, sobre todo si la está haciendo
bajo la luz franca del claro sol, que, como sabemos, es amigo de los héroes. Si
las sombras del crepúsculo lo alcanzaran antes de llegar a la sepultura de la
mujer desconocida, si la noche viniera cortándole los caminos, diseminando en ellos
sus invisibles asombros e impidiéndole seguir adelante, podría esperar el
nacimiento del nuevo día tumbado en una de estas piedras musgosas, con un ángel
de piedra triste velándole el sueño. O bajo la protección de unos arbotantes
como aquéllos de allí, pensó don José, pero después se acordó de que un poco
más adelante ya no encontraría arbotantes. Gracias a las generaciones que están
por venir y al consiguiente desarrollo de la construcción civil, pronto
comenzarán a inventarse maneras menos dispendiosas de sostener una pared en
pie, de hecho en un cementerio es donde los resultados del progreso se
encuentran más a la vista de los estudiosos o simples curiosos, hay incluso
quien afirma que un cementerio así es como una especie de biblioteca donde el lugar
de los libros se encontrase ocupado por personas enterradas, en verdad es
indiferente, tanto se puede aprender con ellas como con ellos. Don José miró
para atrás, desde donde estaba sólo conseguía alcanzar con la vista, por encima
de las obras altas de los monumentos fúnebres, el dibujo distante del tejado
del edificio administrativo, No imaginaba que hubiese llegado tan lejos,
murmuró, y habiendo hecho esta observación, como si, para tomar una decisión
sólo esperase oír el sonido de su propia voz, puso otra vez los pies en el
camino.
Cuando
por fin llegó al departamento de los suicidas, con el cielo tamizando las
cenizas aún blancas del crepúsculo, pensó que se había equivocado de
orientación, o que el mapa estaba mal dibujado. Tenía ante sí una gran extensión
campestre, con numerosos árboles, casi un bosque, donde las sepulturas, si no
fuese por las poco visibles piedras tumulares, más parecían macizos de
vegetación natural. Desde aquí no se podía ver el arroyuelo, pero se sentía el
levísimo rumor deslizándose sobre las piedras, y en la atmósfera, que era como
cristal verde, flotaba una frescura que no era sólo la de la primera hora del
anochecer.
Siendo
tan reciente, de tan pocos días, la sepultura de la mujer desconocida tendría
que estar forzosamente en el límite exterior del terreno ocupado, la cuestión,
ahora, es saber en qué dirección. Don José pensó que lo mejor, para no
perderse, sería desviarse hacia la orilla del pequeño curso de agua y seguir
después a lo largo del margen hasta encontrar las últimas sepulturas. La sombra
de los árboles lo cubrió en seguida, como si la noche hubiese caído de
pronto. Yo debería tener miedo, murmuró don José, en medio
de este silencio, entre estos túmulos, con estos árboles que me rodean, y a
pesar de eso me siento tranquilo como si estuviese en mi casa, sólo me duelen
las piernas de haber andado tanto, aquí está el regato, si tuviese miedo podría
irme de aquí en este mismo instante, bastaba atravesarlo, sólo me tengo que
descalzar y remangar los pantalones, colgarme los zapatos al cuello y
atravesar, el agua no me llegará ni a las rodillas, en poco tiempo estaría con
gente viva, con esas luces que acaban de encenderse. Media hora después, don José
alcanzó el extremo del campo, cuando la luna, casi llena, casi redonda, salía
por el horizonte. Allí las tumbas todavía no tenían piedras grabadas con
nombres cubriéndolas ni adornos escultóricos, sólo podían ser identificadas por
los números blancos pintados en chapas negras clavados a la cabecera, como
mariposas atrapadas. La luz de la luna se derramaba poco a poco por el campo,
insinuándose despacio por entre los árboles como un fantasma habitual y
benévolo. En un claro, don José encontró lo que buscaba. No se sacó del
bolsillo el papel que el escribiente del Cementerio le había dado, no hizo
ningún esfuerzo para retener el número en la memoria, pero lo supo cuando
necesitó de él, y ahora lo tenía delante, iluminado de lleno, como si hubiera
sido pintado con tinta fosforescente. Está aquí, dijo.
Don José
pasó frío durante la noche. Después de haber preferido aquellas palabras
rotundas e inútiles, Está aquí, se quedó sin saber qué más podría hacer. Era
cierto que, al cabo de muchos y costosos trabajos, había conseguido, por fin,
encontrar a la mujer desconocida, o mejor dicho, el lugar donde yacía, siete
palmos contados bajo un suelo que todavía lo sustentaba a él, pero, en sus
adentros, pensaba que lo más natural sería sentir miedo, estar asustado con el
sitio, con la hora, con el runrunear de los árboles, con la misteriosa luz de
la luna y particularmente con el singular cementerio que le rodeaba, una
asamblea de suicidas, un ayuntamiento de silencios que de un momento a otro
podrá comenzar a gritar, Vinimos antes de acabar nuestro tiempo, nos trajo
nuestra propia voluntad, pero lo que percibía en su interior se parecía mucho
más a una indecisión, a una duda, como si, creyendo haber llegado al fin de
todo, su búsqueda todavía no hubiese terminado, como si haber venido aquí no
representase sino otro paso, sin mayor importancia que la casa de la señora
mayor del entresuelo derecha, o el colegio, o la farmacia donde hizo preguntas,
o el archivo en que, allá en la Conservaduría, se guardan los papeles de los muertos.
La
impresión fue tan fuerte que llegó al extremo de murmurar, como si pretendiese
convencerse a sí mismo, Está muerta, ya no puedo hacer nada más, contra la
muerte no se puede hacer nada. Durante largas horas había caminado a través del
Cementerio General, pasó por tiempos, épocas y dinastías, por reinos, imperios
y repúblicas, por guerras y epidemias, por infinitas muertes cotidianas,
comenzando en el primer dolor de la humanidad y acabando en esta mujer que se
suicidó hace tan pocos días, de manera que don José tiene la obligación de
saber que contra la muerte no se puede hacer nada. En un camino hecho de tantos
muertos, ninguno de ellos se levantó cuando lo oyó pasar, ninguno de ellos le
rogó que le ayudase a reunir el polvo esparcido de la carne con los huesos
descoyuntados, ninguno le pidió, Ven a soplarme en los ojos el hálito de la
vida, ellos saben bien que contra la muerte no se puede hacer nada, lo saben
ellos, todos lo sabemos, mas siendo así, de dónde viene esta angustia que
atenaza la garganta de don José, de dónde esta inquietud del espíritu, como si
cobardemente hubiese abandonado un trabajo a la mitad y ahora no supiese cómo
volver a retomarlo con dignidad. En el otro lado del regato, no muy lejos, se
ven algunas casas con las ventanas iluminadas, los focos mortecinos de las
farolas públicas del suburbio, una ráfaga fugitiva de automóvil que transita
por la carretera. Y al frente, apenas a unos treinta pasos, como tenía que
suceder más lejos o más cerca, un pequeño puente que liga los dos márgenes del
riachuelo, por tanto don José no tendrá que quitarse los zapatos y arremangarse
los pantalones cuando quiera alcanzar la orilla. En circunstancias normales ya
lo habría hecho, sobre todo teniendo en cuenta que no lo conocemos como persona
de extremo coraje, que es el que necesitará para permanecer impasible en un
cementerio por la noche, con un muerto bajo los pies y con una luna capaz de
hacer caminar las sombras. Las circunstancias, sin embargo, son éstas y no
otras, aquí no se trata de corajes o cobardías, aquí se trata de la muerte y la
vida, por eso don José, aun sabiendo que tendrá miedo muchas veces esta noche,
aun sabiendo que le aterrorizarán los suspiros del viento, que de madrugada el
frío que baja del cielo se juntará al frío que sube de la tierra, don José se
sentará bajo un árbol, acogiéndose al abrigo de la cavidad providencial de un
tronco. Se alza el cuello de la chaqueta, se encoge todo lo que puede para
guardar el calor del cuerpo, cruza los brazos resguardando las manos debajo de
los sobacos y se dispone a esperar el día.
Siente el estómago pidiéndole comida, pero no le importa,
nunca nadie ha muerto por haber prolongado el intervalo entre dos refecciones,
salvo cuando la segunda tardó tanto en ser servida que no llegó a tiempo de
servir. Don José quiere saber si realmente está todo terminado, o si por el
contrario, todavía falta alguna cosa que se le hubiese olvidado, o mucho más
importante, algo en que no haya pensado nunca y que sea, por fin, lo esencial
de esta extraña aventura que el azar le ha deparado. Había buscado a la mujer
desconocida por todas partes y acabó encontrándola aquí, debajo de aquel
montículo de tierra que las hierbas salvajes no tardarán en tapar, si antes no
viene el marmolista aplanándolo para sentar la lápida de mármol con la habitual
inscripción de fechas, la primera y la última, y el nombre, aunque puede
suceder que la familia sea de las que prefieren para sus difuntos un simple
marco rectangular en cuyo interior después se sembrará un césped decorativo,
solución que ofrece la doble ventaja de ser menos cara y de servir de casa a
los insectos de la superficie. La mujer está, pues, allí, se cerraron para ella
todos los caminos del mundo, anduvo lo que tenía que andar, paró donde quiso,
punto final, sin embargo don José no consigue liberarse de una idea fija, la de
que nadie más, a no ser él, podrá mover la última pieza que quedó en el
tablero, la pieza definitiva, aquella que, desplazada en la dirección correcta,
dará sentido real al juego, bajo pena, si no se hace, de dejarlo empatado para
la eternidad.
No sabe
qué mágico lance será ése, si decidió pasar la noche aquí no es porque albergue
esperanzas de que el silencio le confíe al oído el secreto ni que la luz de la
luna amablemente se lo dibuje entre las sombras de los árboles, está apenas
como alguien que, habiendo subido a una montaña para divisar desde allí los
paisajes, se resiste a regresar al valle mientras no sienta que en sus ojos
deslumbrados ya no quepan más amplitudes.
El árbol
al que don José se acogió es un olivo antiguo, cuyos frutos sigue recogiendo la
gente de extrarradio a pesar de que el olivar se haya convertido en cementerio.
Con la mucha edad, el tronco se ha ido abriendo de un lado, de arriba abajo,
como una cuna que hubiese sido puesta de pie para que ocupe menos espacio, y es
ahí donde don José dormita de vez en cuando, es ahí donde despierta bruscamente
asustado por un golpe de viento que le abofetea la cara, o si el silencio y la
inmovilidad del aire se hace tan profundos que el espíritu en duermevela
comienza a soñar con los gritos de un mundo que resbala hacia la nada. A cierta
altura, como quien decide limpiarse la mancha de una mora con otra, don José
resolvió servirse de la fantasía para recrear mentalmente todos los horrores
clásicos del lugar donde se encontraba, las procesiones de almas en pena
envueltas en sábanas blancas, las danzas macabras de esqueletos restallándoles
los huesos al compás, la figura ominosa de la muerte rasando el suelo con una
guadaña ensangrentada para que los muertos se resignen a seguir muertos, mas,
porque nada de esto sucedía en realidad, porque era sólo obra de la
imaginación, don José, poco a poco, fue cayendo en una enorme paz interior,
sólo perturbada a veces por las carreras irresponsables de los fuegos fatuos,
capaces de poner al borde de un ataque de nervios a cualquier persona, por muy
fuerte de ánimo que sea o conocedora de los principios elementales de la
química orgánica. Y es que el timorato don José está demostrando aquí un valor
que los muchos desconciertos y aflicciones que le vimos pasar antes no
permitían esperar de su parte, lo que viene a probar, una vez más, que es en
las ocasiones de mayor apuro cuando el espíritu da la auténtica medida de su
grandeza.
Cerca de
la madrugada, ya medio curado de espantos, reconfortado por el calor suave del
árbol que lo abrazaba, don José entró en el sueño con notable tranquilidad,
mientras el mundo a su entorno, lentamente, iba surgiendo de las sombras
malévolas de la noche y de las claridades ambiguas de la luna que se despedía.
Cuando don José abrió los ojos, el día clareaba. Estaba aterido, el amigable
abrazo vegetal no debió de ser más que otro sueño engañoso, a no ser que el
árbol, considerando cumplido el deber de hospitalidad a que todos los olivos,
por propia naturaleza, están obligados, lo hubiera soltado de sí antes de
tiempo y abandonado sin recursos a la frialdad de la finísima neblina que
flotaba, a ras de suelo, sobre el cementerio. Don José se levantó con dificultad,
sintiendo que le crujían todas las articulaciones del cuerpo, y avanzó
torpemente buscando el sol, al mismo tiempo que sacudía los brazos con fuerza
para calentarse. Al lado de la sepultura de la mujer desconocida, mordisqueando
la hierba húmeda, había una oveja blanca. Alrededor, aquí y allí, otras ovejas
pastaban. Y un hombre mayor, con un cayado en la mano, venía hacia don José. Lo
acompañaba un perro vulgar, ni grande ni pequeño, que no daba señales de
hostilidad, aunque tenía todo el aire de estar esperando una orden del dueño
para manifestarse. El hombre paró al otro lado de la tumba con la actitud
inquisitiva de quien,
sin
pedir una explicación, cree que se la deben, y don José dijo, Buenos días, a lo
que el otro respondió, Buenos días, Bonita mañana, No está mal, Me dormí, dijo
después don José, Ah se durmió, repitió el hombre en tono de duda, Vine aquí
para ver la tumba de una persona amiga, me senté a descansar debajo de aquel
olivo y me dormí, Pasó aquí la noche, Sí, Es la primera vez que encuentro a
alguien a estas horas, cuando traigo las ovejas a pastar, Durante el resto del
día, no, preguntó don José, Parecería mal, sería una falta de respeto, las
ovejas metiéndose por medio de los entierros o dejando cagarrutas cuando las
personas que vienen a recordar a sus seres queridos andan por ahí rezando y
llorando, aparte de eso, los guías no quieren que se les incomode cuando están
cavando las fosas, por eso no tengo otro remedio que traerles unos quesos alguna
que otra vez para que no se quejen al curador, Siendo el Cementerio General,
por todos lados, un campo abierto, cualquier persona puede entrar, y quien dice
personas, dice bichos, me sorprende no haber visto ni un perro o un gato desde
el edificio de la administración hasta aquí, Perros y gatos vagabundos no
faltan, Pues yo no encontré ninguno, Anduvo todos esos kilómetros a pie, Sí,
Podía haber venido en el autobús de línea, o en taxi, o en su automóvil, si lo
tiene, No sabía cuál era la sepultura, por eso tuve que informarme primero en
la administración, y después, como el día estaba hermoso, decidí venir andando,
Es raro que no le hayan mandado que dé la vuelta, como hacen siempre, Les pedí
que me dejasen pasar, y ellos me autorizaron, Es arqueólogo, No, Historiador,
Tampoco, Crítico de arte, Ni pensarlo, Investigador heráldico, Por favor,
Entonces no entiendo por qué quiso hacer toda esa caminata, ni cómo consiguió
dormir en medio de las sepulturas, acostumbrado estoy yo al paisaje y no me
quedaría ni un minuto después de la puesta de sol, Ya ve, me senté y me quedé
dormido, Es usted un hombre de valor, Tampoco soy hombre de valor, Descubrió a
la persona que buscaba, Es esa que está ahí, a sus pies, Es hombre o mujer, Es
mujer, Todavía no tiene nombre, supongo que la familia estará tratando lo de la
lápida, he observado que las familias de los suicidas, más que las otras,
descuidan esa obligación elemental, quizá tengan remordimientos, deben de
pensar que son culpables, Es posible, Si no nos conocemos de ninguna parte, por
qué responde a todas las preguntas que le hago, lo más natural sería que me
dijese que no tengo por qué meterme en su vida, Es ésta mi manera de ser,
siempre respondo cuando me preguntan, Es subalterno, subordinado, dependiente,
camarero, mozo de recados, Soy escribiente de la Conservaduría General del
Registro Civil, Entonces vino aposta para saber la verdad sobre el terreno de
los suicidas, pero antes de que se la cuente, tendrá que jurarme solemnemente
que nunca desvelará el secreto a nadie, Lo juro por lo más sagrado que tengo en
la vida, Y qué es para usted, ya puestos, lo más sagrado de su vida, No sé,
Todo, O nada, Tiene que reconocer que va a ser un juramento un tanto vago, No
veo otro que valga más, Hombre, jure por su honra, antes era el juramento más
seguro, Pues sí, juraré por mi honra, pero mire que le jefe de la Conservaduría
se hartaría de reír si oyese a uno de sus escribientes jurando por la honra,
Entre pastor de ovejas y escribiente es un juramento suficientemente serio, un
juramento que no da ganas de reír, por lo tanto nos quedaremos con él, Cuál es
la verdad del terreno de los suicidas, preguntó don José, Que en este lugar no
todo es lo que parece, Es un cementerio, es el Cementerio General, Es un
laberinto, Los laberintos pueden verse desde fuera, No todos, éste pertenece a
los invisibles, No comprendo, Por ejemplo, la persona que está aquí, dijo el
pastor tocando con la punta del cayado el montículo de tierra, no es quien
usted cree. De repente, el suelo osciló bajo los pies de don José, la última
pieza del tablero, su última certeza, la mujer desconocida finalmente
encontrada, acababa de desaparecer, Quiere decir que ese número está
equivocado, preguntó temblando, Un número es un número, un número nunca engaña,
respondió el pastor, si levantasen de aquí éste y lo colocaron en otro sitio,
aunque fuese en el fin del mundo, seguiría siendo el número que es, No le
entiendo, Ya va a entenderme, Por favor, mi cabeza está confusa, Ninguno de los
cuerpos que están aquí enterrados corresponde a los nombres que se leen en las
placas de mármol, No me lo creo, Se lo digo yo, Y los números, están todos
cambiados, Por qué, Porque alguien los muda antes de que traigan y coloquen las
piedras con los nombres, Quién hace eso, Yo, Pero eso es un crimen, protestó
indignado don José, No hay ninguna ley que lo diga, Voy a denunciarlo ahora
mismo a la administración del Cementerio, Acuérdese de que ha jurado, Retiro el
juramento, en esta situación no vale, Puede siempre poner la palabra buena
sobre la mala palabra, pero ni una ni otra podrán ser retiradas, palabra es
palabra, juramento es juramento, La muerte es sagrada, Lo que es sagrado es la
vida, señor escribiente, por lo menos así se dice, Pero tiene que haber, en
nombre de la decencia, un mínimo de respeto por los muertos, vienen aquí las
personas a recordar a sus pariente y amigos, a meditar o a rezar, a poner
flores o a llorar delante de un nombre querido, y ya ve, por culpa de la
malicia de un pastor de ovejas, el nombre auténtico del enterrado es otro, los
restos mortales venerados no son de quien se supone, la muerte así, es una
farsa, No creo que haya mayor respeto que llorar por alguien que no se ha
conocido, Pero la
muerte,
Qué, La muerte debe ser respetada, me gustaría que me dijera en qué consiste,
en su opinión, el respeto por la muerte, Sobre todo, en no profanarla, La
muerte, como tal, no se puede profanar, Sabe muy bien que estoy hablando de los
muertos, no de la muerte en sí misma, Dígame dónde encuentra aquí el menor
indicio de profanación, Haberles trocado los nombres no es chica profanación,
Comprendo que un escribiente de la Conservaduría del Registro Civil tenga esas
ideas acerca de los nombres. El pastor se interrumpió, hizo una señal al perro
para que fuera a buscar a una oveja descarriada, después continuó, Todavía no
le he dicho por qué razón comencé a cambiar las chapas en que están escritos
los números de las sepulturas, Dudo que me interese saberlo, Dudo que no le
interese, Dígame, Si fuese cierto, como es mi convicción, que las personas se
suicidan porque no quieren ser encontradas, éstas de aquí, gracias a lo que
usted llamó la malicia del pastor de ovejas, quedarán definitivamente libres de
intromisiones, la verdad es que ni yo mismo, aunque lo quisiese, sería capaz de
acordarme de los sitios cabales, sólo sé lo que pienso cuando paso ante una de
esas lápidas con el nombre completo y las respectivas fechas de nacimiento y
muerte, Qué piensa, Que es posible no ver la mentira incluso cuando la tenemos
delante de los ojos. Ya hacía mucho tiempo que la neblina había desaparecido,
ahora se advertía cómo era de grande el rebaño. El pastor hizo con el cayado un
movimiento sobre la cabeza, era una orden al perro para que fuese reuniendo al
ganado. Dijo el pastor, Es hora de irme con las ovejas, no sea que comiencen a
llegar los guías, ya veo las luces de los coches, pero aquéllos no vienen aquí,
Yo me quedo, dijo don José, Realmente está pensando en denunciarme, preguntó el
pastor, Soy un hombre de palabra, lo que juré está jurado, Además, seguro que
le aconsejarían callarse, Por qué, Imagínese el trabajo que daría desenterrar a
todas estas personas, identificarlas, muchas de ellas no son más que polvo
entre polvo. Las ovejas ya estaban reunidas, alguna, algo retrasada, saltaba
con agilidad sobre las tumbas para huir del perro y juntarse a sus hermanas. El
pastor preguntó, era amigo o pariente de la persona que vino a visitar, Ni
siquiera la conocía, Y a pesar de eso la buscaba, La buscaba porque no la
conocía, Ve cómo yo tenía razón cuando le dije que no hay mayor respeto que
llorar a una persona que no se ha conocido, Adiós, Puede ser que todavía nos
encontremos alguna vez, No creo, Nunca se sabe, Quién es usted, Soy el pastor
de estas ovejas, Nada más, Nada más. Una luz centelleó a lo lejos, Aquél viene
hacia aquí, dijo don José, Así parece, dijo el pastor. Con el perro al frente,
el rebaño comenzó a moverse en dirección al puente. Antes de desaparecer tras
los árboles de la otra orilla, el pastor se volvió e hizo un gesto de
despedida. Don José levantó también el brazo. Se veía ahora mejor la luz
intermitente del coche de los guías. De vez en cuando desaparecía, escondida
por los accidentes del terreno o por las construcciones irregulares del
Cementerio, las torres, los obeliscos, las pirámides, después reaparecía más
fuerte y más próxima, y venía deprisa, señal evidente de que los acompañantes
no eran muchos. La intención de don José, cuando dijo al pastor, Yo me quedo,
era permanecer a solas unos minutos más antes de ponerse de nuevo en camino. La
única cosa que quería era pensar un poco en sí mismo, encontrar la medida justa
de su decepción, aceptarla, poner el espíritu en paz, decir de una vez, Se
acabó, pero ahora le había surgido otra idea. Se aproximó a una sepultura y
adoptó la actitud de alguien que está meditando profundamente en la irremisible
precariedad de la existencia, en la vacuidad de todos los sueños y de todas las
esperanzas, en la fragilidad absoluta de las glorias mundanas y divinas.
Cavilaba con tanta concentración que no dio muestras de haber reparado en la
llegada de los guías y de la media docena de personas, o poco más, que
acompañaban al entierro. No se movió durante el tiempo que duró la apertura de
la fosa, la bajada del ataúd, el relleno del hueco, la formación del
acostumbrado montículo con la tierra sobrante. No se movió cuando uno de los
guías clavó en la parte de la cabecera la chapa metálica negra con el número de
la sepultura en blanco. No se movió cuando el automóvil de los guías y el coche
fúnebre se apartaban, no se movió durante los escasos dos minutos que los
acompañantes aún se mantuvieron al pie de la sepultura diciendo palabras
inútiles y enjugando alguna lágrima, no se movió cuando lo dos automóviles que
los trajeron se pusieron en marcha y atravesaron el puente. No se movió hasta
que no se quedó solo. Entonces retiró el número que correspondía a la mujer
desconocida y lo colocó en la sepultura nueva. Después, el número de ésta fue a
ocupar el lugar de otro. El trueque estaba hecho, la verdad se había convertido
en mentira. En todo caso, bien podría suceder que el pastor, mañana,
encontrando allí una nueva tumba, lleve, sin saberlo, el número falso que en
ella se ve a la sepultura de la mujer desconocida, posibilidad irónica en que
la mentira, pareciendo repetirse a sí misma, volvería a ser verdad. Las obras
de la casualidad son infinitas. Don José se marchó a casa. Por el camino, entró
en una pastelería. Tomó un café con leche y una tostada. Ya no aguantaba más el
hambre.
Decidido a recuperar el sueño perdido, don José se metió
en la cama nada más llegar a casa, pero todavía no habrían transcurrido dos
horas ya estaba otra vez despierto. Tuvo un sueño extraño, enigmático, se vio a
sí mismo en medio del cementerio, entre una multitud de ovejas, tan numerosas
que apenas dejaban distinguir los montículos de los túmulos, y cada una tenía
en la cabeza un número que mudaba continuamente, mas, siendo todas iguales, no
conseguía advertir si eran las ovejas las que cambiaban de número o eran los
números los que cambiaban de oveja. Se oía una voz que gritaba, estoy aquí, no
podía venir de las ovejas porque hace mucho tiempo que dejaron de hablar,
tampoco podían ser las sepulturas porque no hay memoria de que alguna vez hayan
hablado y, sin embargo, insistente, la voz seguía llamando, Estoy aquí, estoy
aquí, don José miraba en aquella dirección y sólo veía los hocicos levantados
de los animales, después las mismas palabras resonaban a sus espaldas, a la
derecha o a la izquierda, estoy aquí, estoy aquí, y él se volvía rápidamente,
pero no lograba saber de dónde venían. Don José estaba afligido, quería
despertar y no lo conseguía, el sueño continuaba, ahora aparecía el pastor con
el perro, entonces don José pensó, No hay nada que este pastor no sepa, él me
va a decir de quién es esta voz, pero el pastor no habló, sólo hizo un gesto
con el cayado sobre la cabeza, el perro rodeó a las ovejas, obligándolas
moverse en dirección a un puente por donde pasaban silenciosamente automóviles
con letreros luminosos encendiéndose y apagándose que decían Sígame, Sígame,
Sígame, en un instante el rebaño desapareció, desapareció el perro, desapareció
el pastor, sólo se quedó el suelo del cementerio cubierto de números, los
mismos que antes estuvieran en las cabezas de las ovejas, pero, porque se
encontraban ahora todos juntos, todos pegados por los extremos, en una espiral
ininterrumpida de la que él mismo era el centro, no se podía distinguir dónde comenzaba
uno y terminaba otro.
Angustiado, cubierto de sudor, don
José se despertó diciendo, Estoy aquí. Tenía los párpados cerrados, estaba
semiinconsciente, pero repitió dos veces con fuerza, Estoy aquí, estoy aquí,
después abrió los ojos al mezquino espacio en que vivía hacía tantos años, vio
el techo bajo, de estuco agrietado, el suelo con las tablas combadas, la mesa y
las dos sillas en medio de la sala, si tal nombre tiene sentido en un lugar
como éste, el armario donde guardaba las noticias y las imágenes de las
celebridades, la esquina que llevaba a la cocina, el cubículo que servía de
cuarto de baño, entonces fue cuando dijo, Tengo que descubrir una manera de
liberarme de esta locura, se refería, obviamente, a la mujer ahora para siempre
desconocida, la casa, pobre de ella, no tenía ninguna culpa, sólo era una cosa
triste. Por miedo a que el sueño se repitiera, don José no intentó dormirse
otra vez. Estaba acostado boca arriba, mirando al techo, esperando que éste le
preguntase, Por qué me miras, pero el techo no le hizo caso, se limitó a
observarlo sin mudar de expresión. Don José desistió de esperar que de allí le
viniera ayuda, tendría que resolver el problema él solo, y la mejor manera
seguía siendo convencerse de que no había problema alguno, Muerto el perro, se
acabó la rabia, fue el dictado poco respetuoso que le salió de la boca, llamar
perro rabioso a la mujer desconocida, olvidando por un momento que hay venenos
tan lentos que cuando llegan a producir efecto ya ni nos acordamos de su
origen. En seguida, cayendo en la cuenta, murmuró, Cuidado, la muerte es muchas
veces un veneno lento, después se preguntó, Cuándo y por qué comenzaría ella a
morir. Entonces fue cuando el techo, sin que parezca existir alguna relación,
directa o indirecta, con lo que acababa de oír, salió de su indiferencia para
recordar, Por lo menos hay todavía tres personas con quienes no has hablado,
Quiénes son, preguntó don José, Los padres y el ex marido, Realmente, no sería
mala idea hablar con los padres, al principio llegué a pensar en eso, pero
decidí dejarlo para otra ocasión, O lo haces ahora o nunca, aún te puedes
divertir andando un poco más de camino, antes de darte de bruces,
definitivamente, con el muro, Si no estuvieses ahí agarrado todo el tiempo,
como techo que eres, sabrías que no ha sido un divertimento, Pero ha sido una
diversión, Cuál es la diferencia, Ve a buscarla a los diccionarios, que para
eso existen, Pregunté por preguntar, cualquier persona sabe que una maniobra de
diversión no es una maniobra de divertimento, Y qué me dices del otro, El otro,
quién, El ex marido, probablemente será quien más cosas podrá contar acerca de
esa mujer desconocida, imagino que la vida de casados, la vida en común, será
como una especie de lente de aumento, imagino que no debe haber reserva o
secreto capaces de resistir durante mucho tiempo al microscopio de una
observación continua, Hay quien dice, por el contrario, que cuanto más se mira
menos se ve, sea como sea no creo que valga la pena hablar con ese hombre,
Tienes miedo de que se ponga a explicarte las causas del divorcio, no quiere
oír nada que vaya en detrimento suyo, En general las personas no consiguen ser
justas, ni consigo mismas, ni con los otros, de manera que él me contaría el
caso tratando de mantener toda la razón, Inteligente análisis, sí señor, No soy
estúpido, Pues no, estúpido no eres, lo que pasa es que empleas demasiado
tiempo en entender las cosas, sobre todo las más simples, Por ejemplo, Que no
tenías
ningún motivo para buscar a esa mujer, a no ser, A no ser,
qué, A no ser el amor, Es necesario ser un techo para tener una idea tan
absurda, Creo haberte dicho alguna vez que los techos de las casas son el ojo
múltiple de Dios, No me acuerdo, Si no te lo dije con estas precisas palabras,
te lo digo ahora, Entonces dime también cómo podría querer a una mujer a la que
no conocía, a quien nunca había visto, La pregunta es pertinente, si duda, pero
sólo tú podrás darle respuesta, Esa idea no tiene pies ni cabeza, Es indiferente
que tenga cabeza o tenga pies, te hablo de otra parte del cuerpo, del corazón,
ése del que decís que es el motor y la sede de los afectos, Repito que no podía
querer a una mujer que no conozco, a la que nunca he visto, salvo en retratos
antiguos, Querías verla, querías conocerla, y eso, concuerdes o no, ya es amar,
Fantasías de techo, Fantasías tuyas, de hombre, no mías, Eres pretencioso, te
crees que sabes todo sobre mí, Todo, no, pero alguna cosa habré aprendido
después de tantos años de vida en común, apuesto a que nunca habías pensado que
tú y yo vivimos en común, la gran diferencia que existe entre nosotros es que
tú sólo me prestas atención cuando necesitas consejos y levantas los ojos para
arriba, mientras que yo me paso todo el tiempo mirándote, El ojo de Dios, Toma
mis metáforas en serio, si quieres, pero no las repitas como si fuesen tuyas,
Después de esto, el techo decidió callarse, comprendió que los pensamientos de
don José estaban encaminados a la visita que iba a realizar a los padres de la mujer
desconocida, el último paso antes de darse de bruces con el muro, expresión
igualmente metafórica que significa, llegaste al final.
Don José salió de la cama, se aseó
como debía, preparó algo de comer y, recuperado el vigor físico de esta manera,
apeló al vigor moral para telefonear, con la indispensable frialdad
burocrática, a los padres de la mujer desconocida, en primer lugar para saber
si estaban en casa, después para preguntar si podrían, hoy mismo, recibir a un
funcionario de la Conservaduría General del Registro Civil que necesitaba
tratar con ellos de un asunto relacionado con la hija fallecida. Tratándose de
cualquier otra llamada, don José habría salido para hablar desde la cabina
pública que se encontraba al otro lado de la calle, pero, en este caso, cabía
el peligro de que, al atender, distinguieran el ruido de la moneda cayendo en
el interior de la máquina, hasta la menos suspicaz de las personas requeriría
que le explicasen por qué razón un funcionario de la Conservaduría General
telefoneaba desde una cabina, y además en domingo, sobre cuestiones de trabajo.
Aparentemente, la solución de la dificultad no se encontraba lejos de don José,
le bastaba entrar furtivamente una vez más en la Conservaduría y usar el
teléfono de la mesa del jefe, pero el riesgo de este acto no sería menor, pues
en la relación de llamadas telefónicas, todos los meses enviada por la central
y verificada, número a número, por el conservador, forzosamente constaría la
clandestina comunicación, Qué llamada es ésta, hecha desde aquí un domingo,
preguntaría el conservador a los subdirectores, y en seguida, sin esperar
respuesta ordenaría, Procédase a una investigación, ya. Resolver el misterio de
la llamada secreta sería la cosa más fácil del mundo, era sólo darse el trabajo
de conectar con el número sospechoso y oír de allí la información, Sí señor, en
ese día nos telefoneó un funcionario de la Conservaduría General del Registro
Civil, y no sólo telefoneó, vino aquí, quería saber las razones por las que
nuestra hija se suicidó, alegó que era para la estadística, Para la
estadística, Sí señor, para la estadística, por lo menos fue lo que nos dijo,
Muy bien, ahora escúcheme con atención, Dígame, Con vistas al completo
esclarecimiento de este asunto es indispensable que usted y su marido se
dispongan a colaborar con la autoridad de la Conservaduría, Qué debemos hacer,
Mañana vienen a la Conservaduría para identificar al funcionario que los
visitó, Allí estaremos, Pasará un coche a buscarlos. La imaginación de don José
no se limitó a crear este inquietante diálogo, terminado éste pasó a las
representaciones mentales de lo que acontecería después, los padres de la mujer
desconocida entrando en la Conservaduría y apuntando, Es aquél, o dentro del
coche que los recogió, observando la entrada de los funcionarios y señalando,
Fue aquél. Don José murmuró, Estoy perdido, no tengo ninguna salida. Sí la
tenía y cómoda, y definitiva, si renunciase a ir a casa de los padres de la
mujer desconocida, o si fuese sin avisar antes, si simplemente llamase a la
puerta y dijese, Buenas tardes, soy funcionario de la Conservaduría General del
Registro Civil, disculpen que venga a incomodarlos en domingo, pero el servicio
en la Conservaduría se ha acumulado hasta tal punto, con tanta gente naciendo y
muriendo, que hemos adoptado un régimen laboral de horas extraordinarias
permanentes. Sería sin ninguna duda el procedimiento más inteligente, aquel que
podría dar a don José las máximas garantías posibles sobre su seguridad futura,
pero parecía que las últimas horas vividas, aquel enorme cementerio con sus
brazos de pulpo extendidos, la noche de luna opaca y de sombras caminando, el
baile convulsivo de los fuegos fatuos, el pastor viejo y las ovejas, el perro
silencioso, como si le hubiesen extraído las cuerdas vocales, las tumbas con
los números cambiados, parecía que todo esto le había confundido los
pensamientos, en general suficientemente lúcidos y claros para el gobierno de
la
vida, de otra manera no se entendería por qué continúa
empeñado en su idea de telefonear, menos se entiende aún que, ante sí mismo, la
pretenda justificar con el argumento pueril de que una llamada previa le
facilitará el camino para recoger las informaciones. Piensa que tiene una
fórmula capaz de disipar de entrada la más leve desconfianza, que será decir,
como ya está diciendo, sentado en el sillón del jefe, Soy del retén de la
Conservaduría General del Registro Civil, esa palabra retén, cree él, es la
ganzúa que le abrirá todas las puertas, y parece que no le faltaba razón, del
otro lado ya están respondiéndole que Sí señor, venga cuando quiera, hoy no
salimos de casa. Un último vestigio de sensatez hizo cruzar por la cabeza de
don José el pensamiento de que, probablemente, acababa de hacer el nudo en la
cuerda que lo ahorcará, pero la locura le tranquilizó, le dijo que la relación
de llamadas tardaría unas cuantas semanas en ser remitida por la central, y,
quién sabe, puede suceder que el conservador se encuentre de vacaciones esos
días, o esté enfermo en casa, o simplemente ordene a uno de los subdirectores
conferir los números, no sería la primera vez, lo que, con bastante
probabilidad, significaría que el delito no se descubrirá, teniendo en cuenta
que a ninguno de los subdirectores le agrada el encargo, Bueno, mientras el
palo va y viene, descansa la espalda, murmuró don José para concluir,
resignándose a los dictados del destino.
Colocó la
guía de teléfonos en el sitio justo de la mesa, encuadrándola rigurosamente con
el ángulo recto de la tapa, limpió el auricular con el pañuelo para borrar las
impresiones digitales y entró en casa. Comenzó por abrillantar los zapatos,
después cepilló el traje, se puso una camisa limpia, la mejor corbata y ya
tenía en la mano el tirador de la puerta cuando se acordó de la credencial.
Presentarse en casa de los padres de la mujer desconocida diciendo simplemente,
Soy la persona que telefoneó de la Conservaduría, no tendría, seguro, en cuanto
a poder de convicción y autoridad, el mismo efecto que ponerles ante los ojos
un papel timbrado, sellado y firmado, otorgando al portador plenos derechos y
facultades en el ejercicio de sus funciones y para cabal cumplimiento de la
misión que le había sido asignada. Abrió el armario, buscó el expediente del
obispo y retiró la credencial, sin embargo, de un primer vistazo, comprendió
que no servía. En primer lugar, por la fecha, anterior al suicidio, y en
segundo lugar, por los propios términos de la redacción, por ejemplo, aquella
orden de averiguar hasta el fondo todo lo concerniente a la vida pasada,
presente y futura de la mujer desconocida, Ni siquiera sé dónde está ella
ahora, pensó don José, y en cuanto a una vida futura, en ese momento recordó la
copla popular que dice, lo que está tras la muerte, nunca nadie lo vio ni lo
verá, de tantos que allí fueron, nunca ninguno volvió acá. Iba a reponer la
credencial en su lugar, pero en el último instante tuvo que obedecer una vez
más al estado de espíritu que lo viene obligando a concentrarse de manera
obsesiva en una idea y a persistir en ella hasta verla realizada.
Ya que se
había acordado de la credencial, tendría, indefectiblemente, que llevar una
credencial. Volvió a entrar en la Conservaduría, fue al armario de los
impresos, mas se había olvidado de que el armario de los impresos, desde la
investigación, estaba siempre cerrado. Por primera vez en su vida de persona
pacífica sintió un ímpetu de furia, hasta el punto de pasársele por la cabeza
dar un golpe en el cristal y mandar al diablo las consecuencias. Felizmente
recordó a tiempo que el subdirector encargado de velar por el consumo de
impresos guardaba la llave del armario respectivo en un cajón de la mesa, y que
los cajones de los subdirectores, como era norma rigurosa en la Conservaduría
General, no podían estar cerrados, El único que aquí tiene derecho a guardar
secretos soy yo, dijo el jefe, y su palabra era ley, que al menos por esta vez
no se aplicaba a los oficiales y a los escribientes por la simple razón de que
ésos, como se ha visto, trabajan en mesas simples, sin cajones. Don José se
envolvió la mano derecha en el pañuelo para no dejar la menor señal de dedos
que lo denunciase, tomó la llave y abrió el armario de los impresos. Sacó una
hoja de papel con el timbre de la Conservaduría, cerró el armario, repuso la
llave en el cajón del subdirector, en ese momento la cerradura de la puerta exterior
del edificio crujió, oyó deslizarse la lengüeta una vez, durante un instante
don José se quedó paralizado, pero en seguida, como aquellos viejos sueños de
su infancia, en que, sin peso, sobrevolaba los jardines y los tejados, se movió
ligerísimo sobre las puntas de los pies, cuando la cerradura acabó de abrirse
ya don José estaba en casa, jadeante, como si el corazón se le hubiese subido a
la boca. Pasó un largo minuto hasta que del otro lado de la puerta se notó que
alguien tosía, El jefe, pensó don José, sintiendo las piernas flaquear, escapé
de puro milagro. De nuevo se oyó la tos, más fuerte, tal vez más próxima, con
la diferencia de que ahora parecía deliberada, intencional, como si quien entró
estuviese anunciando su presencia. Don José miraba aterrorizado la cerradura de
la delgada puerta que lo separaba de la Conservaduría. No tuvo tiempo de girar
la llave, sólo el picaporte mantenía la puerta cerrada, Si él viene, si mueve
el picaporte, si entra aquí, gritaba una
voz dentro de la cabeza de don José, te sorprende en
flagrante delito, con ese papel en la mano, la credencial sobre la mesa, la voz
no le decía nada más que esto, tenía pena del escribiente, no le hablaba de las
consecuencias. Don José retrocedió despacio hasta la mesa, tomó la credencial y
la escondió, así como la hoja sacada del armario, entre la ropa de la cama,
todavía por hacer. Después se sentó y quedó a la espera. Si le preguntasen qué
esperaba, no sabría responder. Pasó una hora y don José comenzó a
impacientarse. Del otro lado de la puerta no venía ningún otro ruido. Los
padres de la mujer desconocida ya estarían extrañándose por la demora del
funcionario de la Conservaduría, se parte del principio de que la urgencia es
la característica principal de los asuntos que están a cargo de un retén, sea
cual sea su naturaleza, agua, gas, electricidad o suicidio. Don José esperó un
cuarto de hora más sin moverse de la silla. Al fin de ese tiempo reparó en que
había tomado una decisión, no era simplemente seguir una idea fija como de
costumbre, se trataba de una decisión, aunque él mismo no supiese explicar cómo
la había tomado. Dijo casi en voz alta, Lo que tenga que ocurrir ocurrirá, el
miedo no resuelve nada.
Con una
serenidad que ya no lo sorprendía, recogió la credencial y la hoja de papel, se
sentó a la mesa, colocó el tintero delante y, copiando, abriendo y adaptando,
redactó el nuevo documento, Hago saber, como Conservador de esta Conservaduría
General del Registro Civil, a todos cuantos, civiles o militares, particulares
o públicos, vean, lean y compulsen esta credencial, que Fulano de tal recibió
directamente de mí la orden y el encargo de averiguar todo lo que se relacione
con las circunstancias del suicidio de Fulana de tal, en particular de sus
causas, tanto próximas como remotas, tras este punto el texto quedó más o menos
idéntico, hasta el rotundo imperativo final, Cúmplase.
Lamentablemente,
el papel no podría llevar el sello, inaccesible ahora por la entrada del jefe
en la Conservaduría, pero lo que contaba era la autoridad expresa en cada
palabra. Don José guardó la primera credencial con los recortes del obispo,
introdujo en el bolsillo interior de la chaqueta la que acababa de escribir y
miró con aire desafiante la puerta de comunicación. El silencio del otro lado
continuaba. Entonces don José murmuró, Me da igual que estés ahí como que no
estés. Avanzó hacia la puerta y la cerró con llave, bruscamente, con dos
vueltas rápidas de muñeca, zap, zap.
Un taxi lo llevó a la casa de los
padres de la mujer desconocida. Llamó al timbre, apareció una señora que
aparentaba unos sesenta y pocos años, más joven por tanto que la señora del
entresuelo derecha, con quien el marido la había engañado hacía treinta años,
Soy la persona que telefoneó de la Conservaduría General, dijo don José, Haga
el favor de entrar, estábamos esperándolo, Disculpe por no haber venido en
seguida, pero aún tuve que tratar de otra cuestión muy urgente, No tiene
importancia, entre, entre, yo voy delante. La casa tenía un aire sombrío, había
cortinas tapando las puertas y las ventanas, los muebles eran pesados, en las
paredes oscurecían cuadros con paisajes que nunca debieron de existir. La dueña
de la casa hizo pasar a don José a lo que parecía un despacho, donde esperaba un
hombre bastante mayor que ella, Es el señor de la Conservaduría, dijo la mujer,
Quiere sentarse, invitó el hombre, señalando una silla. Don José sacó la
credencial del bolsillo, sosteniéndola en la mano mientras decía, Lamento tener
que incomodarles en su luto, pero el trabajo así lo exige, este documento les
dirá con toda precisión en qué consiste mi misión aquí. Entregó el papel al
hombre, que lo leyó acercándoselo mucho a los ojos y al final dijo, Debe de ser
importantísima su misión, para que un documento redactado en tales términos se
justifique, es el estilo de la Conservaduría General, incluso tratándose de una
misión simple como ésta, de investigación de causas de suicidio, Le parece
poco, No me interprete mal, lo que quise decir es que cualquiera que sea la
misión que se nos encargue y para la que se considere necesario llevar
credencial, es ése el estilo, Una retórica de autoridad, Puede llamarla así. La
mujer intervino preguntando, Y qué pretende la Conservaduría saber de nosotros,
La causa inmediata del suicidio, en primer lugar, Y en segundo lugar, preguntó
el hombre, Los antecedentes, las circunstancias, los indicios, todo lo que
pueda ayudarnos a comprender mejor lo sucedido, No es suficiente para la
Conservaduría saber que mi hija se mató, Cuando les dije que necesitaba hablar
con ustedes por razones de estadísticas, estaba simplificando la cuestión,
Ahora podrá explicarse, ha pasado el tiempo de contentarnos con los números,
hoy en día lo que se pretende es conocer, lo más completamente posible, el
cuadro psicológico en que se desarrolla el proceso de suicidio, Para qué,
preguntó la mujer, si eso no restituye la vida de mi hija, La idea es
establecer parámetros de intervención, No le entiendo, dijo el hombre. Don José
sudaba, el caso se presentaba más complicado de lo que previera, Qué calor,
exclamó, Quiere un vaso de agua, preguntó la mujer, Si no es una molestia, Por
favor, la
mujer
se levantó y salió, en un minuto estaba de vuelta. Don José, mientras bebía,
decidió que tenía que mudar de táctica. Posó el vaso en la bandeja que la mujer
sostenía y dijo, Imagínense que su hija no se ha suicidado aún, imagínense que
la investigación en que la Conservaduría General del Registro Civil se
encuentra empeñada ya ha permitido definir ciertos consejos y recomendaciones,
capaces, eventualmente si son aplicados a tiempo, de detener lo que antes
designé como proceso de suicidio, Fue a eso a lo que llamó parámetros de
intervención, preguntó el hombre, Exactamente, dijo don José, y sin dar tiempo
a otro comentario asestó la primera estocada, si no pudimos impedir que su hija
se suicidase, tal vez podamos, con la colaboración de ustedes y de otras
personas en situación idéntica, evitar muchos disgustos y muchas lágrimas. La mujer
lloraba, murmurando, Mi querida hija, mientras el hombre se secaba los ojos
pasándoles, con violencia contenida, el dorso de la mano. Don José esperaba no
sentirse obligado a usar un último recurso, que sería, pensó, la lectura de la
credencial en voz alta y severa, palabra por palabra, como puertas que
sucesivamente se fuesen cerrando, hasta dejar una salida única al oyente,
cumplir inmediatamente el deber de hablar. Si esta posibilidad fallara, no le
quedaría otro remedio que encontrar a toda prisa una disculpa para retirarse lo
más airosamente posible. Y rezar para que a este obstinado padre de la mujer
desconocida no se le ocurriera telefonear a la Conservaduría para pedir
aclaraciones sobre la visita de un funcionario llamado don José, no me acuerdo
del apellido. No fue necesario. El hombre dobló la credencial y se la devolvió.
Después dijo, Estamos a su disposición. Don José respiró aliviado, tenía, por
fin el camino abierto para entrar en materia, Su hija dejó alguna carta,
Ninguna carta, ninguna palabra, Quiere decir que se suicidó así, sin más ni
menos, No sería sin más ni menos, ciertamente tendría sus razones, pero
nosotros no las conocemos, Mi hija era infeliz, dijo la mujer, nadie que sea
feliz se suicida, cortó el marido impaciente, Y era infeliz por qué, preguntó
don José, No sé, ya de chiquilla era triste, yo le pedía que me contase lo que
le pasaba y ella me respondía siempre con las mismas palabras, no me pasa nada,
madre, En ese caso la causa del suicidio no fue el divorcio, Al contrario, si
alguna vez llegué a ver a mi hija contenta fue cuando se separó, No tenía buena
relación con el marido, Ni buena ni mala, fue un matrimonio como tantos, Quién
pidió el divorcio, Ella, Hubo algún motivo concreto, Que nosotros supiésemos,
no, fue como si hubiesen llegado los dos al final de un camino, Cómo es él,
Normal, es una persona bastante normal, de buen carácter, nunca nos dio motivos
de queja, Y él la quería, Creo que sí, Y ella, le quería, Creo que sí, Y a
pesar de eso no eran felices, Nunca lo fueron, Qué extraña situación, La vida
es extraña, dijo el hombre. Hubo un silencio, la mujer se levantó y salió. Don
José se quedó en suspenso, no sabía si sería mejor esperar a que ella regresase
o continuar la conversación. Temía que la interrupción le hubiese desencaminado
el interrogatorio, la tensión ambiental casi se podía tocar. Don José se
preguntaba si aquellas palabras del hombre, La vida es extraña, no serían aún
el eco de su antigua relación con la señora del entresuelo derecha, y si la
brusca salida de la mujer no habría sido la respuesta de quien en aquel momento
no podía dar otra. Don José tomó el vaso, bebió un poco de agua para ganar
tiempo, después hizo una pregunta sin pensar, Su hija trabajaba, Sí, era
profesora de matemáticas, Dónde, En el mismo colegio en que había estudiado
antes de ir a la universidad. Don José tomó otra vez el vaso, estuvo a punto de
tirarlo con la precipitación, ridículamente tartamudeó, Disculpe, disculpe, y
de pronto le faltó la voz, el hombre lo miraba con una expresión de curiosidad
desdeñosa, mientras él bebía, le parecía que la Conservaduría General del
Registro Civil, a juzgar por la muestra, estaba bastante mal servida de
funcionarios, no merecía la pena que apareciera uno armado con una credencial
de ésas para después comportarse como un imbécil. La mujer entró en el momento
en que el marido estaba preguntándole irónicamente, No querrá que le dé el
nombre del colegio, tal vez pueda serle de alguna utilidad para el buen
resultado de su misión, Se lo agradezco mucho.
El hombre
se inclinó en la mesa, escribió en un papel el nombre del colegio y la
dirección, lo entregó con un gesto seco a don José, pero la persona que tenía
ahora delante ya no era la misma de momentos atrás, don José había recuperado
la serenidad al acordarse de que conocía un secreto de esta familia, un viejo
secreto que ninguno de los dos podría imaginar que él conociese. De este
pensamiento nació la pregunta que hizo a continuación, Saben si su hija tenía
algún diario, No creo, por lo menos no encontré nada parecido, dijo la madre,
Pero habría papeles escritos, anotaciones, apuntes, siempre los hay, si me
autorizaran a echar un vistazo tal vez pudiese encontrar algo interesante,
Todavía no hemos sacado nada de la casa, dijo el padre, ni sé cuando lo haremos,
La casa de su hija era de alquiler, No, era de su propiedad, Comprendo. Hubo
una pausa, don José desdobló la credencial, la miró de arriba abajo como si
estuviese certificándose de los poderes que aún podría usar, después dijo, Si
me permitiesen ir allí,
contando con su presencia, claro, No, la respuesta fue
seca, cortante, Mi credencial, recordó don José, Su credencial se contentará
por ahora con las informaciones que ya tiene, dijo el hombre, y añadió,
Podemos, si quiere, continuar nuestra conversación mañana, en la Conservaduría,
ahora dispense, tengo otros asuntos que resolver, No es necesario que vaya a la
Conservaduría, lo que he oído sobre los antecedentes del suicidio me parece
suficiente, respondió don José, pero tengo todavía tres preguntas, Diga, De qué
murió su hija, Ingirió una cantidad excesiva de pastillas para dormir, Se
encontraba sola en casa, Sí, Y la lápida de la sepultura, ya lo colocaron,
estamos ocupándonos de eso, por qué esta pregunta, Por nada, simple curiosidad.
Don José se levantó. Yo lo acompaño, dijo la mujer. Cuando llegaron al pasillo,
ella se llevó un dedo a los labios y le hizo una señal para que esperase. Del
cajón de una pequeña mesa que había allí, arrimada a la pared, retiró sin ruido
un pequeño manojo de llaves. Después, mientras abría la puerta, las introdujo
en la mano de don José, Son de ella, susurró, uno de estos días paso por la
Conservaduría para recogerlas. Y aproximándose más, casi en un suspiro, dijo la
dirección.
Don José durmió como una piedra.
Después
de regresar de la arriesgada aunque bien resuelta visita a los padres de la
mujer desconocida, quiso aún pasar al cuaderno los acontecimientos
extraordinarios de su fin de semana, pero el sueño era tanto que no consiguió
ir más allá de la conversación con el escribiente del Cementerio General. Se
fue a la cama sin cenar, en menos de dos minutos estaba dormido, y cuando abrió
los ojos, con la primera claridad del amanecer, descubrió que, sin saber cómo
ni cuando, había tomado la decisión de no ir a trabajar. Era lunes, justamente
el peor día para faltar al servicio, en particular tratándose de un
escribiente. Cualquiera que fuese el motivo alegado, y por muy convincente que
hubiera podido ser en otra ocasión, era considerado sospechoso de no ser más
que un falso pretexto, destinado a justificar la prolongación de la indolencia
dominical en un día legal y como norma dedicado al trabajo. Después de las
sucesivas y cada vez más graves irregularidades de conducta cometidas desde que
iniciara la búsqueda de la mujer desconocida, don José es consciente de que la
falta al trabajo podrá convertirse en la gota de agua que colmará de una vez el
vaso de la paciencia del jefe. Esta amenazadora perspectiva, sin embargo, no
fue bastante para disminuir la firmeza de la decisión. Por dos poderosas
razones, aquello que don José tiene que hacer no puede quedarse a la espera de
una tarde libre. La primera de esas razones es que uno de estos días vendrá la
madre de la mujer desconocida a la Conservaduría para recuperar las llaves, la
segunda es que el colegio, como muy sabe don José, y con un saber hecho de dura
experiencia, está cerrado los fines de semana.
A pesar
de haber decidido que no iría a trabajar, don José se levantó muy temprano. Querría
estar lejos de allí cuando la Conservaduría abriese, no vaya a suceder que al
subdirector de su sección se le ocurra mandar a alguien a su casa, para
preguntar si está otra vez enfermo. Mientras se afeitaba, ponderó si sería
preferible comenzar yendo a casa de la mujer desconocida o al colegio, pero
acabó inclinándose por el colegio, este hombre pertenece a la multitud de los
que siempre van dejando lo más importante para después. También se preguntó si
debía llevar consigo la credencial o si por el contrario sería peligroso
exhibirla, teniendo en cuenta que un director de colegio, por deber del cargo,
tiene que ser una persona instruida e informada, de muchas lecturas, imaginemos
que los términos en que el documento se encuentra redactado le parecen insólitos,
extravagantes, hiperbólicos, imaginemos que exige conocer el motivo de la falta
de sello, la prudencia manda que deje esta credencial junto a la otra, entre la
inocente papelada del obispo. El carné de identidad que me acredita como
funcionario de la Conservaduría General deberá ser más que suficiente, concluyó
don José, a fin de cuentas sólo voy a confirmar un dato concreto, objetivo,
factual, que ha sido profesora de matemáticas en aquel colegio una mujer que se
ha suicidado.
Todavía
era muy temprano cuando salió de casa, las tiendas estaban cerradas, sin luces,
con las persianas bajadas, el tránsito de los coches apenas se notaba,
probablemente sólo ahora el más madrugador de los funcionarios de la
Conservaduría estará levantándose de la cama. Para no ser visto en las
inmediaciones, don José se escondió en un jardín que había dos manzanas más
allá en la avenida principal, aquélla por donde circulaba el autobús que lo
llevó a casa de la señora del entresuelo derecha, la tarde en que vio entrar al
jefe a la Conservaduría. Salvo que se supiese de antemano que estaba allí,
nadie conseguiría distinguirlo en medio de los arbustos, entre las ramas bajas
del arbolado.
Debido a la humedad nocturna, don José no se sentó en un
banco, empleó el tiempo paseando por las alamedas, se distrajo mirando las
flores y preguntándose qué nombres tendrían, no es de sorprender que sepa tan
poco de botánica quien se ha pasado toda su vida metido entre cuatro paredes y
respirando el olor punzante de los papeles viejos, más punzante siempre que
atraviesa el aire aquel olor de crisantemo y rosa a que se hizo mención en la
primera página de este relato. Cuando el reloj marcó la hora de apertura de la
Consevaduría General al público, don José, ya a salvo de posibles malos
encuentros, se puso en camino del colegio. No tenía prisa, el día era todo
suyo, por eso decidió ir a pie.
Como
partía del jardín tuvo dudas sobre la dirección a seguir, pensó que si hubiera
comprado el mapa de la ciudad, como fuera su intención, no necesitaría estar
ahora pidiéndole a un agente de la policía que lo orientase, pero es verdad que
la situación, la ley aconsejando al crimen, le proporcionó un cierto placer
subversivo. El caso de la mujer desconocida había llegado al final, sólo
faltaba esta indagación en el colegio, después la inspección de la casa, si
tuviera tiempo todavía haría una visita rápida a la señora del entresuelo
derecha para narrarle los últimos acontecimientos, y después nada más. Se
preguntó cómo viviría su vida de ahora en adelante, si volvería a sus
colecciones de gente famosa, durante rápidos segundos apreció la imagen de sí
mismo, sentado a la mesa en la velada, recortando noticias y fotografías con
una pila de periódicos y revistas al lado, intuyendo una celebridad que
despuntaba o que, por el contrario, fenecía, alguna que otra vez, en el pasado,
tuvo la visión anticipada del destino de ciertas personas que después se
convertirían en importantes, alguna que otra vez había sido el primero en
sospechar que los laureles de este hombre o de aquella mujer iban a comenzar a
marchitarse, a secarse, a convertirse en polvo, Todo acaba en la basura, dijo
don José, sin percatarse en aquel momento si estaba pensando en las famas
perdidas o en su colección.
Con el
sol dando de lleno en la fachada, el reverdecer de los árboles del patio, los
arriates floreciendo, la apariencia del colegio no recordaba en nada al
tenebroso edificio donde este don José penetró, en una noche de lluvia, por
escalo y efracción.
Ahora estaba entrando por la puerta
principal, le decía a una empleada, necesito hablar con el director, no, no soy
encargado de educación, tampoco soy repartidor de material escolar, soy
funcionario de la Conservaduría General del Registro Civil, se trata de un
asunto de trabajo. La empleada informó por el teléfono interior, dio
conocimiento a alguien de la llegada del visitante, después dijo, Haga el favor
de subir, el señor director está en secretaría, es en el segundo piso, Muchas
gracias, dijo don José, y comenzó a subir la escalera tranquilamente, que la
secretaría estaba en el segundo piso él ya lo sabía. El director estaba
hablando con una mujer que debía de ser la jefa, le decía, Necesito el gráfico
mañana mismo, y ella respondía, Cuente con ello, director, don José se había
detenido en la entrada esperando que reparasen en su presencia. El director
terminó la conversación, lo miró, sólo entonces don José dijo, Buenos días,
señor director, después, ya con el carné de identidad en la mano, dio tres
pasos adelante, Como podrá verificar, soy funcionario de la Conservaduría
General del Registro Civil, vengo por una cuestión de trabajo. El director hizo
el gesto de rechazar el carné, después preguntó, De qué se trata, Es por causa
de una profesora, Y qué tiene que ver la Conservaduría General con los
profesores de este colegio, Como profesores, nada, aunque sí con las personas
que ellos son o fueron, Explíquese, por favor, Andamos trabajando en una
investigación sobre el fenómeno del suicidio, tanto en sus aspectos
psicológicos como en sus incidencias sociológicas y yo estoy encargado del caso
de una señora que era profesora de matemáticas en este colegio y que se
suicidó. El director puso cara de pena, Pobre señora, dijo, es una historia muy
triste que ninguno de nosotros, hasta hoy, consigue comprender, El primer acto
a que procederé, dijo don José, usando el lenguaje más oficial que podía, será
confrontar los elementos de identificación que constan en los archivos de la
Conservaduría con la inscripción profesional de la profesora, Supongo que se
refiere al registro como integrante de nuestra plantilla, Sí señor. El director
se volvió hacia la encargada de la secretaría, Búsqueme esa ficha, Todavía no
la habíamos retirado del cajón, dijo en tono de disculpa la mujer, al mismo
tiempo que recorría con los dedos las fichas de un archivador, Aquí está, dijo.
Don José sintió una contracción brusca en la boca del estómago, un conato de
mareo que felizmente no fue a más le recorrió la cabeza, de hecho el sistema
nervioso de este hombre se encuentra en un estado lastimoso, pero tenemos que
reconocer que el caso no es para menos, basta recordar que tuvo al alcance de
la mano la ficha que le está siendo mostrada en este momento, sólo con haber
abierto aquel cajón, el que tiene el rótulo que dice Profesores, pero cómo
podría entonces imaginar que la chiquilla que él buscaba vendría a enseñar
matemáticas
precisamente en el colegio en que había estudiado.
Disimulando la perturbación aunque no el temblor de las manos, don José fingió
que comparaba la ficha del colegio con la copia de la ficha de la
Conservaduría, después dijo, Es la misma persona. El director lo miraba con
interés, No se siente bien, preguntó, y él respondió simplemente, Es natural,
ya no soy joven, Supongo que querrá hacerme algunas preguntas, Así es, Venga
conmigo, vamos a mi despacho.
Don José sonrió para sus adentros
mientras seguía al director, Yo no sabía que su ficha estaba allí, y tú no
sabes que me quedé una noche en tu sofá. Entraron en el gabinete, el director
avisó, No tengo mucho tiempo, pero estoy a su disposición, siéntese, y apuntó
al sofá que sirviera de cama al visitante, Desearía saber, dijo don José, si
notaron alguna alteración en su habitual estado de ánimo en los días que
antecedieron al suicidio, Ninguna, siempre fue una persona discreta, muy
callada, Era buena profesora, De las mejores que el colegio ha tenido, Tenía
amistad con algún colega, Amistad, en qué sentido, Amistad, sin más, Era
amable, delicada con toda la gente, pero no creo que alguien de aquí pueda
decir que tenía con ella relaciones de amistad, Y los alumnos, la estimaban,
Mucho, Era saludable, Tanto cuanto creo saber, sí, Es extraño, Qué es extraño,
Ya hablé con los padres y todo lo que oí de sus bocas, más lo que estoy oyendo
ahora parece apuntar a un suicidio sin explicación, Me pregunto, dijo el
director, si el suicidio podrá ser explicado, Se refiere a éste, Me refiero al
suicidio en general, A veces dejan cartas, es cierto, lo que no sé es si podrá
llamarse explicación a lo que en ellas se dice, en la vida no faltan cosas por
explicar, eso es verdad, Qué explicación podrá tener, por ejemplo, lo que
sucedió aquí unos cuantos días antes del suicidio, Qué sucedió, Me asaltaron el
colegio, Sí, Cómo lo sabe, Perdone, mi sí quería ser interrogativo, tal vez no
le haya dado la suficiente entonación, en cualquier caso los asaltos
generalmente son fáciles de explicar, Excepto cuando el asaltante sube por un
tejadillo, entra por una ventana después de partir el vidrio, anda por toda la
casa, duerme en mi sofá, come de lo que encuentra en el frigorífico, usa el
material de la enfermería y después se va sin llevarse nada, Por qué dice que
durmió en su sofá, Porque estaba en el suelo la manta con la que suelo cubrirme
las rodillas para que no se me enfríen, tampoco yo soy joven, tal como usted ha
dicho, Presentó denuncia a la policía, Para qué, al no haber robo, no merecía
la pena, la policía diría que está para investigar delitos y no para descifrar
misterios, Es extraño, no hay duda, Verificamos en todas partes, todas las
instalaciones, la caja estaba intacta, todo se encontraba en su sitio, Excepto
la manta, Sí, excepto la manta, ahora dígame si encuentra alguna explicación
para esto, Habría que preguntarle al asaltante, él deberá saberlo, habiendo
dicho estas palabras don José se levantó, señor director, no le robo más
tiempo, le agradezco la atención que se dignó prestar al infeliz asunto que me
ha traído aquí, No creo que le haya ayudado mucho, Probablemente tenía razón
cuando dijo que tal vez ningún suicidio pueda ser explicado, Racionalmente
explicado, se entiende, Todo ha pasado como si ella no hubiese hecho más que
abrir una puerta y salir, O entrar, Sí, o entrar, según el punto de vista, Pues
ahí tiene una excelente explicación, Era una metáfora, La metáfora es siempre
la mejor forma de explicar las cosas, Buenos días, señor director, se lo
agradezco de todo corazón, buenos días, fue un placer conversar con usted,
evidentemente no me estoy refiriendo al triste asunto, sino a su persona,
Claro, son maneras de decir, Le acompaño a la escalera. Cuando don José ya
estaba bajando el segundo tramo, el director se acordó de que no le había
preguntado cómo se llamaba, No tiene importancia, reconsideró a continuación,
es una historia terminada.
No podía
decir lo mismo don José, a él todavía le faltaba dar el último paso, buscar y
encontrar en casa de la mujer desconocida una carta, un diario, un simple papel
donde cupiese el desahogo, el grito, el no puedo más que todo suicida tiene la
estricta obligación de dejar tras de sí antes de retirarse por aquella puerta,
para que los que aún van a continuar de este lado puedan tranquilizar las
alarmas de su propia consciencia diciendo, Pobrecillo, tuvo sus razones. El
espíritu humano, sin embargo, cuántas veces será necesario decirlo, es el lugar
predilecto de las contradicciones, además ni se ha observado últimamente que
ellas prosperen o simplemente tengan condiciones de existencia viable fuera de
él, y ésa debe de ser la causa de que don José ande dando vueltas por la
ciudad, de lado a lado, arriba y abajo, como perdido sin mapa ni guía, cuando
sabe perfectamente lo que tiene que hacer en este último día, que mañana ya
será otro tiempo, o que él será otro en un tiempo igual a éste, y la prueba de
que lo sabe es haber pensado, Después de esto, quién seré yo mañana, qué
especie de escribiente va a tener la Conservaduría General del Registro Civil.
Dos veces pasó frente a la casa de la mujer desconocida, dos veces no paró,
tenía miedo, no le preguntemos de qué, esta contradicción es de las que están
más a la vista, don José quiere y no quiere, desea y teme lo que desea, toda su
vida ha sido así. Ahora, para ganar tiempo, para retrasar lo que sabe que será
inevitable, decide que primero tiene que
almorzar, en un restaurante barato, como impone su magra
bolsa, pero sobre todo que quede lejos de estos sitios, no sea que a un vecino
curioso le dé por sospechar de las intenciones del hombre que ya pasó dos
veces. Aunque su aspecto no se distinga del que tienen habitualmente las
personas honestas, lo cierto es que nunca tenemos garantías firmes sobre lo que
se ve, las apariencias engañan mucho, por eso las llamamos apariencias, a pesar
de que en el caso a examen, atendiendo al peso de la edad y a la frágil
constitución física, a nadie se le ocurriría decir, por ejemplo, que don José
vive de escalar casas con nocturnidad. Prolongó el frugal almuerzo lo más que
pudo, cuando se levantó de la mesa ya pasaba mucho de las tres, y sin prisa,
como si arrastrara los pies, se fue aproximando a la calle donde la mujer
desconocida había vivido. Antes de torcer la última esquina paró, respiró
hondo, No soy miedoso, pensó para darse ánimos, pero era, como les sucede a
tantas personas de coraje, valiente para unas cosas, cobarde para otras, no es
por el hecho de haber pasado una noche en el cementerio por lo que se le
quitará el temblor de piernas de ahora. Metió la mano en el bolsillo exterior
de la chaqueta, palpó las llaves, una, la del buzón de correos, pequeña, estrecha,
quedaba excluida por naturaleza, las dos restantes eran casi iguales, una era
de la puerta de la calle, otra de la puerta del apartamento, ojalá acierte en
seguida, si el edificio tiene portera y es de las que asoman la nariz al menor
ruido, qué explicación dará, podrá decir que está allí autorizado por los
padres de la señora que se suicidó, que viene por causa del inventario de los
bienes, soy funcionario de la Conservaduría General del Registro Civil, señora,
aquí tiene mi carné y, como se ve, me confiaron las llaves de la casa. Don José
acertó con la llave a la primera tentativa, la guardiana de la puerta, si la
finca la tenía, no apareció preguntándole, Adónde va, señor, aunque es bien
cierto lo que se dice, que el mejor guarda de viñas es el miedo a que el guarda
venga, por tanto se aconseja comenzar venciendo el miedo, después veremos si el
guarda aparece.
El
edificio, a pesar de antiguo, tiene ascensor, con lo que le están pesando las
piernas a don José nunca conseguiría alcanzar el sexto piso donde la profesora
de matemáticas vivía. La puerta chirrió al abrirse, sobresaltando al visitante,
repentinamente con dudas sobre la eficacia de la justificación que había
pensado dar a la portera en el caso de que lo interpelara. Se deslizó con
rapidez al interior de la casa, cerró la puerta con todo cuidado y se encontró
en medio de una penumbra densa, a la que le faltaba poco para ser oscuridad.
Palpó la pared junto al marco de la puerta, encontró un interruptor, pero
prudentemente no lo hizo funcionar, podría ser peligroso encender las luces.
Poco a
poco los ojos de don José estaban habituándose a la penumbra, se diría que en
situación semejante lo mismo le ocurre a cualquier persona, pero lo que
comúnmente no se sabe es que los escribientes de la Conservaduría General, dada
la frecuentación regular al archivo de los muertos a que están obligados,
adquieren, al cabo de cierto tiempo, facultades de adecuación óptica
absolutamente fuera de lo común. Llegarían a tener ojos de gato si no los
alcanzase primero la edad de la jubilación.
Aunque el
suelo estuviese enmoquetado, don José creyó que sería mejor descalzarse los
zapatos para evitar cualquier choque o vibración que pudiese denunciar su
presencia a los inquilinos del piso de abajo. Con mil cuidados descorrió los
cerrojos de los postigos de una de las ventanas que daba a la calle pero sólo
los abrió lo suficiente para que entrase alguna luz. Estaba en un dormitorio.
Había una cómoda, un armario, una mesilla de noche. La cama, estrecha, de
soltera, como se decía antes. Los muebles eran de líneas simples y claras, lo
contrario del estilo bazo y pesado del mobiliario de la casa de los padres. Don
José dio una vuelta por las restantes habitaciones del apartamento, que se
limitaban a una sala de estar amueblada con los sofás de costumbre y una
estantería de libros que ocupaba de extremo a extremo una pared, una habitación
más pequeña que servía de despacho, la cocina minúscula, el cuarto de baño
reducido a lo indispensable.
Aquí
vivió una mujer que se suicidó por motivos desconocidos, que había estado
casada y se divorció, que podría haber vuelto a vivir con los padres después
del divorcio, pero que prefirió continuar sola, una mujer que como todas fue
niña y muchacha, que ya en ese tiempo, de una cierta e indefinible manera, era
la mujer que llegó a ser, una profesora de matemáticas que tuvo su nombre de
viva en el Registro Civil junto a los nombres de todas las personas vivas de
esta ciudad, una mujer cuyo nombre de muerta volvió al mundo vivo porque este
don José fue a rescatarlo al mundo de los muertos, apenas el nombre, no a ella,
que no podría un escribiente tanto. Con las puertas de comunicación interiores
todas abiertas, la claridad del día ilumina más
o
menos la casa, pero don José tendrá que despacharse en la búsqueda si no quiere
dejarla a medias. Abrió un cajón de la mesa del despacho, pasó los ojos
vagamente por lo que había dentro, le parecieron ejercicios escolares de
matemáticas, cálculos, ecuaciones, nada que le pudiese explicar las razones de
la vida y de la muerte de la mujer que se sentaba en este sillón, que encendía
esta lámpara, que sostenía este lápiz y con él escribía. Don José cerró
lentamente el cajón, todavía comenzó a abrir otro pero no llegó al final del
movimiento, se detuvo pensando un largo minuto, o fueron solamente uno pocos
segundos que parecieron horas, después empujó el cajón con firmeza, después
salió del despacho, después se sentó en uno de los sofás de la sala y allí se
quedó. Miraba los viejos calcetines zurcidos que traía puestos, los pantalones
sin raya un poco subidos, las canillas blancas y delgadas, con escaso vello.
Sentía que su cuerpo se acomodaba a la concavidad suave del tapizado y de los
muelles del sofá dejada por otro cuerpo, Nunca más se sentará aquí, murmuró. El
silencio, que le había parecido absoluto, era cortado ahora por los sonidos de
la calle, sobre todo, de vez en cuando, con el paso de un coche, pero había en
el aire también una respiración pausada, un latir lento, sería tal vez la
respiración de las casas cuando las dejan solas, ésta, probablemente, aún no se
percató de que tiene alguien dentro. Don José se dice a sí mismo que aún hay
cajones para examinar, los de la cómoda, donde se suelen guardar las ropas más
íntimas, los de la mesilla de noche, donde intimidades de otra naturaleza son
generalmente recogidas, el armario, piensa que si abre el armario no resistirá
al deseo de recorrer con los dedos los vestidos colgados, así, como si
estuviese acariciando las teclas de un piano mudo, piensa que levantará la
falda de uno para aspirarle el aroma, el perfume, el simple olor. Y están los
cajones de la mesa del despacho que no llegó a investigar, y la pequeña
cajonera de la estantería, en algún sitio tendrá que estar guardado aquello que
busca, la carta, el diario, la palabra de despedida, la señal de la última
lágrima. Para qué, preguntó, supongamos que tal papel existe, que lo encuentro,
que lo leo, no será por leerlo por lo que los vestidos dejarán de estar vacíos,
a partir de ahora los ejercicios de matemáticas no tendrán solución, no se
descubrirán las incógnitas de las ecuaciones, la colcha de la cama no será
apartada, el embozo de la sábana no se ajustará sobre el pecho, la lámpara de
la cabecera no iluminará la página del libro, lo que acabó, acabó. Don José se
inclinó hacia delante, dejó caer la frente sobre las manos, como si quisiese
seguir pensando, pero no era así, se le habían acabado los pensamientos. La luz
se quebró de pronto, alguna nube está pasando en el cielo. En ese momento el
teléfono sonó. No se había fijado antes, pero allí estaba, en una pequeña mesa,
en un rincón, como un objeto que pocas veces se utiliza. El mecanismo del
grabador de llamadas funcionó, una voz femenina dijo el número de teléfono, después
añadió, No estoy en casa, deje el recado después de oír la señal. Quien quiera
que hubiese llamado, colgó, hay personas que detestan hablarle a una máquina o,
en este caso, se trató de una equivocación, de hecho si no reconocemos la voz
que sale de la grabadora no merece la pena continuar. Esto habría que
explicárselo a don José, que nunca en su vida había visto un aparato de éstos
de cerca, aunque lo más probable sería que él no prestase atención a las
explicaciones, tan perturbado lo pusieron las pocas palabras que oyó, No estoy
en casa, deje el recado después de oír la señal, sí, no está en casa, nunca más
estará en casa, quedó apenas su voz, grave, velada, como distraída, como si
estuviera pensando en otra cosa cuando realizó la grabación. Don José dijo,
Puede ser que vuelvan a telefonear, y con esa esperanza no se movió del sofá
durante más de una hora, poco a poco la penumbra de la casa se iba haciendo más
densa y el teléfono no sonó más. Entonces don José se levantó, tengo que irme,
murmuró, pero antes de salir todavía dio una última vuelta por la casa, entró
en el dormitorio, donde había más luz, se sentó un momento en el borde de la
cama, una y otra vez deslizó la mano despacio por el embozo bordado de la
sábana, después abrió el armario, allí estaban los vestidos de la mujer que
había dicho las definitivas palabras, No estoy en casa. Se inclinó hacia ellos
hasta tocarlos con la cara, el olor que desprendían podría llamarse olor de
ausencia, o será aquel perfume mixto de rosa y crisantemo que de vez en cuando
recorre la Conservaduría General.
La
portera no apareció preguntándole de dónde venía, el edificio está silencioso,
parece deshabitado. Fue este silencio lo que hizo nacer en la cabeza de don
José una idea, la más osada de su vida, Y si me quedo aquí esta noche, si yo
duermo en su cama, nadie lo sabría. Dígase don José que no hay nada más fácil,
que sólo tiene que subir otra vez en el ascensor, entrar en el apartamento,
quitarse los zapatos, hasta puede suceder que alguien vuelva a equivocarse de
número, Si es así tendrás el gusto de oír una vez más la voz velada y grave de
la profesora de matemáticas, No estoy en casa, dirá ella, y si, durante la
noche, acostado en su cama, algún sueño agradable excita tu viejo cuerpo, ya
sabes, el remedio está a mano, sólo tendrás que tener cuidado con las sábanas.
Son sarcasmos y groserías que don José no merece, su osada idea, más romántica
que osada, así como vino, así se fue, él ya no está dentro del edificio, sino
fuera, parece
que lo ayudó a salir el recuerdo doloroso de la imagen de
sus viejos calcetines zurcidos y de sus canillas delgadas y blancas, de escaso
vello. Nada en el mundo tiene sentido, murmuró don José, y se encaminó hacia la
calle donde vive la señora del entresuelo derecha.
La tarde
está en el fin, la Conservaduría General ya cerró, no son muchas las horas que
restan al escribiente para inventar la historia que justifique haber faltado al
trabajo durante un día entero. Todos saben que no tiene familiares a quienes
necesite acudir de urgencia, y, aunque los tuviese, no puede haber disculpa
para su caso, compartiendo pared con la Conservaduría, era sólo entrar y decir
desde la puerta, Adiós, hasta mañana, tengo una prima muriéndose.
Don José
decide que está todo hecho, que lo pueden despedir si quieren, expulsarlo del
funcionariado, tal vez el pastor de ovejas necesite un ayudante para cambiar
los números de las tumbas, sobre todo si anda pensando en ensanchar su campo de
actividad, de hecho no hay motivo para que quede limitado a los suicidas, a fin
de cuentas los muertos son iguales, lo que es posible hacer con unos puede ser
hecho con todos, confundidos, mezclarlos, qué más da, el mundo no tiene
sentido.
Cuando
don José llamó a la puerta de la señora del entresuelo derecha, sólo tenía
pensamientos para la taza de té que tomaría. Tocó una vez, dos veces, pero
nadie abrió. Perplejo, inquieto, llamó al timbre del entresuelo izquierda.
Apareció una mujer que preguntó en tono seco, Qué desea, Nadie atiende en aquel
lado, Y qué, Puede decirme si ocurrió alguna cosa, Qué cosa, Un accidente, una
enfermedad, por ejemplo, Es posible, vino una ambulancia a buscarla, Y eso
cuándo ha sido, Hace tres días, Y no ha sabido más noticias, sabe por casualidad
dónde está, No señor, disculpe. La mujer cerró la puerta dejando a don José a
oscuras. Mañana tendré que ir a los hospitales, pensó.
Se sentía
exhausto, todo el día andando de un lado para otro, emociones todo el día,
ahora este choque para rematar. Salió del edificio y se quedó parado en la
acera preguntándose si podría hacer algo más, preguntar a otros inquilinos, no
todos serán tan desagradables como la mujer del entresuelo izquierda, don José
volvió a entrar en el edificio, subió la escalera hasta el segundo piso, llamó
a la puerta de la casa de la madre de la niña y del marido celoso, a esta hora
ya habrá vuelto del trabajo, pero eso no tiene importancia, don José sólo va
allí para preguntar si saben alguna cosa de la vecina del entresuelo derecha.
La luz de la escalera está encendida, la puerta se abrió, la mujer no trae a la
criatura en brazos y no reconoce a don José, Qué desea, preguntó, Perdone que
la incomode, venía a visitar a la señora del entresuelo derecha, pero ella no
está y la inquilina del otro lado me ha dicho que se la llevaron hace tres días
en una ambulancia, Sí, es cierto, Sabe por casualidad dónde se encuentra, en
qué hospital, o en casa de algún familiar.
Antes de
que la madre de la criatura tuviera tiempo de responder, una voz de hombre
preguntó desde dentro, Quién es, ella volvió la cabeza, Es una persona
preguntando por la señora del entresuelo, después miró a don José y dijo, No,
no sabemos nada.
Don José
bajó la voz y preguntó, No me reconoce, ella dudó, Ah, sí, me acuerdo, dijo en
un susurro, y, lentamente, cerró la puerta.
En la
calle don José hizo señal a un taxi, Lléveme a la Conservaduría, dijo
distraídamente al conductor. Hubiera preferido ir andando, para ahorrar su poco
dinero y para terminar el día como lo había comenzado, pero la fatiga no le
permitía dar un paso.
Creía él.
Cuando el conductor anunció, Llegamos, don José vio que no estaba frente a su
casa, sino ante la puerta de la Conservaduría. No merecía la pena explicar al
hombre que debía dar la vuelta a la plaza y seguir por la calle lateral,
finalmente sólo tendría que caminar unos cincuenta metros, ni tanto. Pagó con
las últimas monedas, salió y cuando asentó los pies en la calzada y levantó la
cabeza vio que las ventanas de la Conservaduría estaban iluminadas, Otra vez,
pensó, inmediatamente se le desvaneció la preocupación por la suerte de la
señora del entresuelo derecha y el recuerdo de la madre de la criatura, el
problema, ahora, es encontrar la justificación para el día siguiente.
Volvió la
esquina, allí estaba su casa, baja, casi una ruina, empotrada en la alta pared
del edificio, que parecía presto a aplastarla. Entonces unos dedos brutales
apretaron el corazón de
don
José. Había luz dentro de casa. Estaba seguro de haberla apagado cuando salió,
pero, teniendo en cuenta la confusión que reina desde hace tantos días en su
cabeza, admitiría que se hubiese olvidado, si no fuese por aquella otra luz, la
de la Conservaduría, las cinco ventanas iluminadas intensamente. Metió la llave
en la puerta, sabía a quién iba a ver, pero se detuvo en el umbral, como si las
convenciones sociales le impusiesen mostrarse sorprendido. El jefe se encontraba
sentado a la mesa, delante tenía algunos papeles cuidadosamente alineados. Don
José no necesitaba aproximarse para saber de qué se trataba, las dos falsas
credenciales, las fichas escolares, de la mujer desconocida, el cuaderno de
apuntes, la carpeta del expediente de la Conservaduría con los documentos
oficiales. Entre, dijo el jefe, la casa es suya. El escribiente cerró la puerta
avanzó hacia la mesa y paró. No habló, sentía en el cerebro un remolino líquido
donde todos los pensamientos se disolvían. Siéntese, ya le he dicho que está en
su casa. Don José observó que encima de las fichas escolares había una llave
igual que la suya. Está mirando la llave, preguntó el conservador, y con calma
prosiguió, No piense que se trata de una copia fraudulenta, las casas de los
funcionarios, cuando las había, siempre tuvieron dos llaves de comunicación
interna, una, claro está, era para uso del inquilino, la otra quedaba en poder
de la Conservaduría, todo se armoniza, como ve, Excepto que haya entrado aquí
sin mi autorización, consiguió decir don José, No la necesitaba, el dueño de la
llave es el dueño de la casa, digamos que ambos somos dueños de esta casa, tal
como usted parece que se considera lo bastante dueño de la Conservaduría para
distraer documentos oficiales del archivo, Puedo explicarlo, No es necesario,
he seguido regularmente sus actividades, además su cuaderno de apuntes me ha
sido de gran ayuda, aprovecho la ocasión para felicitarlo por la buena
redacción y propiedad del lenguaje, Mañana presentaré mi dimisión, Que yo no
aceptaré. Don José lo miró sorprendido, Que no aceptará, No señor, no aceptaré,
Por qué, si puedo preguntarle, Puede, una vez que estoy dispuesto a convertirme
en cómplice de sus irregulares acciones, No comprendo. El conservador tomó el
expediente de la mujer desconocida, después dijo, Ya va a comprender, pero
antes cuénteme lo que pasó en el cementerio, su narración se detiene en la
conversación que tuvo con el escribiente de allí, Llevará mucho tiempo decirlo,
En pocas palabras para que me quede con el cuadro completo, Atravesé a pie el
Cementerio General hasta la zona de los suicidas, dormí debajo de un olivo, a
la mañana siguiente, cuando me desperté, estaba en medio de un rebaño de
ovejas, y después supe que el pastor se entretiene cambiando los números de las
tumbas antes de que coloquen las lápidas, Por qué, Es difícil de explicar, todo
gira alrededor de saber dónde se encuentran realmente las personas que
buscamos, él cree que nunca lo sabremos, Como aquella a la que ha llamado la
mujer desconocida, Sí señor, Qué ha hecho hoy, He ido al colegio donde ella
había sido profesora, he ido a la casa donde vivió, Descubrió alguna cosa, No
señor, y creo que no quería descubrir nada. El conservador abrió el expediente,
sacó la ficha que viniera pegada a las de las cinco últimas personas famosas de
quien don José se había ocupado, Sabe lo que yo haría si estuviese en su lugar,
preguntó, No señor, Sabe cuál es la única conclusión lógica de todo lo que ha
sucedido hasta este momento, No señor, Hacer para esta mujer una ficha nueva,
igual que la antigua, con todos los datos exactos, pero sin la fecha del
fallecimiento, Y luego, Luego la coloca en el fichero de los vivos como si ella
no hubiese muerto, Sería un fraude, Sí, sería un fraude, pero nada de lo que
hemos hecho y dicho, usted y yo, tendría sentido si no lo cometiésemos, No
consigo comprender. El conservador se recostó en la silla, se pasó lentamente
las manos por la cara, después preguntó, Se acuerda de lo que dije allí dentro
el viernes, cuando se presentó en el trabajo sin afeitar, Sí señor, De todo, De
todo, Por lo tanto recordará que yo hice referencia a ciertos hechos sin los
cuales nunca habría llegado a comprender lo absurdo que es separar los muertos
de los vivos, Sí señor, Necesitaré decirle a qué hechos me refería, No señor.
El
conservador se levantó, Le dejo aquí la llave, no pretendo volver a usarla, y
añadió sin dar tiempo a que don José hablase, Hay todavía una última cuestión
por resolver, Cuál, señor, En el expediente de su mujer desconocida falta el
certificado de defunción, No conseguí descubrirlo, debe de haberse quedado en
el fondo del archivo o se me cayó por el camino, Mientras no lo encuentre esa
mujer estará muerta, Estará muerta aunque lo encuentre, A no ser que lo
destruya, dijo el conservador. Se volvió de espaldas sobre estas palabras, en
seguida se oyó el ruido de la puerta de la Conservaduría cerrándose. Don José
se quedó parado en medio de la casa. No era necesario rellenar una nueva ficha
porque ya tenía la copia en el expediente. Era necesario, sí, rasgar o quemar
la original donde había sido escriturada una fecha de muerte. Y todavía estaba
allí dentro el certificado0 de defunción.
Don José
entró en la Conservaduría, fue a la mesa del jefe, abrió el cajón donde lo
esperaba la linterna y el hilo de Ariadna. Se ató una punta del hilo al tobillo
y avanzó hacia la oscuridad.
Fin