Nuestro libro de cada día - José Saramago


José Saramago muestra lo importante que es el libro y la lectura en la vida de un ser humano. Hace comparaciones con la vida cotidiana, manifestando que la gente sólo saca excusas para explicar el porqué no leen, teniendo aún herramientas suficientes para lograr una buena lectura. Cuestiona también, si la enseñanza refuerza como debería de ser, la lectura y el amor por los libros, siendo ésta indispensable en la educación. Para dar solución a todas estas cuestiones de Saramago, es necesario detallar con atención sus explicaciones, pues da a entender que no es que no se pueda leer un libro, sino que no se quiere.

El presente texto es fiel trascripción, revisada por el autor, del pregón de la Feria del Libro de Granada en su edición de 1999.





SARAMAGO DE LA PALABRA

 

José Saramago es un mago de la palabra y no sólo de la escrita. Quien le ha escuchado en una conferencia, en una tertulia, conoce bien la silbante dulzura de su discurso, la seductora cadencia con que desgrana los sonidos. No hace mucho reconocía él en Sevilla durante una de esas charlas, que cada vez se preguntaba más a menudo si es posible hablar de literatura, si ésta no dice todo lo que tiene que decir por sí misma. Nadie tiene la respuesta y, mientras tanto, todos lo seguimos haciendo. Esta vez me toca hacerlo con el grato propósito de presentar un texto del propio Saramago, una defensa del libro apasionada y sin complejos, una auténtica declaración de amor.
Lo mejor con un libro, título de la campaña que propone al ciudadano viajar mientras viaja, no es para Saramago sólo un eslogan, sino una verdad vivida en primera persona. Para él la lectura es una devoción que, como el propio amor, acepta mal los verbos conjugados en imperativo. La concibe como una actividad que, si bien no resulta imprescindible —«mi abuelo, el hombre más sabio que he conocido, era analfabeto»—, pone a nuestro alcance lo mejor de la humanidad. Saramago nos recomienda charlar con otros sobre lo que leemos, volver una y otra vez a las páginas que nos cautivaron y no creer del todo a aquellos que afirman que no pueden leer porque los libros son caros o que una imagen vale más que mil palabras.
Ha sabido dar a sus libros un tono severo y piadoso combinando en ellos una sencillez infantil y una madurez aplastante. Sabe contar y permanecer cerca del corazón y —otra paradoja— de la historia. Los miembros de la Academia Sueca ya le agradecieron, en nombre de todos, su esfuerzo por volver comprensible una realidad huidiza con «parábolas sostenidas por la imaginación, la compasión y la ironía». En palabras de nuestro recordado Fernando Quiñones, la escritura del autor de Memorial del convento nos ofrece una «fertilidad imaginativa y temática que hace de su lectura un gustazo».
José Saramago no nos recomienda todos los libros, sino una selección inteligente, deliberada de nuestras lecturas que ha de perfilar nuestra individualidad. Con estas páginas, él nos invita a sumergirnos en el placer de leer, en la magia de la palabra; yo os invito a conocer sus obras. Será, sin duda, una decisión inteligente.
CARMEN CALVO








LEER ES VIAJAR

 

Para ti, viajero, va a suceder ahora un hecho extraordinario que, si lo piensas bien, te puede convertir en un ser privilegiado. Has llegado a la ventanilla de tu estación —ya sea de tren, de autobús, de avión o de barco— y, al otro lado del mostrador, alguien te ha dado un billete en el que está escrito el nombre del lugar al que tú has solicitado ir. Pues léelo con atención: en él se encierra toda una historia. Ese billete es como la portada de un libro. Tenlo entre los dedos muy despacio, con la intrigada ternura con la que se acaricia el pétalo de una flor. Entorna mientras los ojos y deja que divague la memoria. No vayas a olvidar nunca que vivir es viajar. Ya nos lo advirtió Dante Alighieri en su Divina Comedia: «Nel mezzo del cammin di nostra vita». O, si no, también don Antonio Machado: «caminante, se hace camino al andar».
Has llegado al andén que es la víspera del sueño pues, así mismo, el viaje es un sueño. ¿Sabes lo que va a ocurrir en el trayecto? ¿Sabes lo que te encontrarás a tu llegada? El ejercicio de imaginación que supone pensarlo, te abre las primeras páginas de un libro que estás dispuesto a leer. ¿O será a escribir? Si es el de tu vida, tú solo lo lees; si es el de tu viaje, tú solo lo vas a escribir. Por eso que no se te olvide que el escritor es el primer lector de su obra, y el lector, el autor de un viaje maravilloso. Porque —digámoslo ya— la lectura es un viaje, es una historia en la que el papel de protagonista se te tiene reservado a ti.
Te has subido a tu vehículo. El asiento acoge tu cuerpo con la amabilidad complacida que sólo aportan los detalles. En cuanto empieces a moverte verás por la ventanilla que el mundo es siempre distinto. Lo mismo que enfrascarse en la lectura de un libro: con ser las mismas letras, con estar las páginas siempre en el mismo sitio que señala el número que las marca, cada vez que se lee, la vida empieza de una forma irrepetible. Así es que, por trivial que pueda ser tu desplazamiento a un lugar, piensa, viajero, que eso que estás haciendo es una oportunidad única que jamás se te va a volver a repetir, porque ese paisaje que estás viendo es un destello de presencias que arde en tus ojos. Y el fuego, después de las llamas y las brasas, sólo deja cenizas.
Y tal vez ese paisaje que se le va revelando a tus pupilas sea como los latidos de tu corazón: cada uno de ellos sigue siendo el mismo desde que naciste, y por eso no le prestas atención, pero el último —ponte la mano en el costado izquierdo y aprieta: ¡sí, en ese sitio!— es el que, de verdad, te da la vida o su ausencia, te la quita.
Por todo ello, viajero, siéntete ahora un ser privilegiado pero con esa sincera simplicidad de la que carece el ufano orgulloso. Lo que se te presenta es un regalo y ni que decir tiene que los dones gratuitos son tan escasos en esta vida que siempre se prometen para la otra. ¡Aprovéchate! Así pues, mirar, mirar por la ventanilla, mirar para ver, y no te extrañe, viajero, si alguna vez te sorprendes al contemplar reflejado en el cristal tu rostro con un gesto de exclamación gozosa que acaso esté dibujado con la ingenuidad de la cara de un niño. No te lo vayas a reprochar, ni intentes simular poniendo cara de recién llegado, ni procures borrar de tu cara ese gesto: sólo florece aquello que se abona y riega.
Y con todo este cavilar ya casi has llegado a tu destino. Y aquí sí que hay que ser cauto porque, por un lado, significa llegar al final del trayecto pero, por otro, es iniciar la vida en otra estancia. Sin agobios hay que reconocer que cuando tus pies pisan el andén en la llegada, andarás dando un paso y a la vez dejando una huella. Y ahí es donde está el secreto: el futuro y el pasado los llevas en tus zapatos, que ojalá los gasten sólo los viajes y nunca la miseria. Por eso, lo mejor es poner en los labios el sosiego que significa saludar a quien nos viene a recibir y ha estado allí aguardando el tiempo del encuentro.
Entonces con llegar, has cumplido tu sueño. Como quien acaba su lectura y, sin quererlo, por el arte de magia de la literatura se ha visto inmerso en una sucesión de acontecimientos que le han llenado los bolsillos de la memoria con cosas que aparentemente son golosinas pero que, a la larga, se le convertirán en el pan que sacia el apetito.
Pero no te vayas a rendir al cansancio. Si te has cansado, viajero, quizás será sólo porque no te has concedido esa estupenda oportunidad. Claro, la rutina cansa, cansa mucho, rinde hasta el cansancio, como el que deben tener los muertos siempre en la misma postura en ese territorio vago de la eternidad. Aunque, por fortuna, viajero, tú estás vivo —vuelve a ponerte la mano en el costado izquierdo: ¿cuál es ahora el latido?
Y así llegas al final de tu camino y resuenan de repente en el recuerdo aquellas otras palabras de Machado cuando nos confesaba: «y al volver la vista atrás / se ve la senda que nunca / se ha de volver a pisar». Ya decíamos antes que cada viaje es irrepetible. Porque es un sueño y una historia. O, como afirmó una vez y para siempre el maestro José Saramago, «ningún viaje es definitivo». Evidente: por lo menos, hay que volver. Por cierto, viajero, ¿tú cuándo vuelves?
FIDEL VILLAR RIBOT










NUESTRO LIBRO DE CADA DÍA

Los libros son caros. Pero se puede también decir que los libros no son caros. Se puede decir que lo único caro del mundo son los libros. Todo lo demás es baratísimo. Los zapatos son baratos; la vivienda es barata; la barra de labios es muy barata. Todo barato. Sólo son caros los libros. Quienes critican normalmente son los que no leen. Y además encuentran en esta supuesta razón el argumento para decir que no leen. Sí, los libros son caros. Pero es que todo es caro. Y ¿por qué tienen los pobres libros que sufrir todos los días la monserga de que son caros? La verdad es que los libros no nacen, no caen del cielo como la lluvia. Se hacen. Se componen de papel, tinta, la sensibilidad de su autor, la competencia técnica del tipógrafo —si es que aún se llama así—, necesitan de un distribuidor, una librería. Y cualquiera de ellos ha de ganarse su salario. En este proceso sucesivo parece que todos tienen que estar bien pagados menos los que en primer lugar hacen los libros, o sea, los autores. Ésos no. Los autores deben vivir como misioneros del libro: sin comer, sin casa, sin caprichos, así los libros serán baratos. Pues bien, si los libros han de ser baratos y no lo son, ¿qué haremos?
Vamos a acabar de una vez por todas con esta fábula, aunque sea una fábula muy cierta, de que el libro es caro. La verdad es que quien dice que el libro es caro no dice que un coche es caro. Si uno no tiene dinero para comprarse un coche, va al banco para pedir un préstamo. Tampoco se dice que es cara la entrada para un concierto de rock. El libro cuesta lo que cuesta. Quizá pudiera ser un poco más barato. Quizá los distribuidores podrían decir, «Vamos a ganar un poco menos de dinero; vamos a racionalizar la distribución; vamos a hacer todo lo que sea posible para que el libro salga más barato». Incluso podría decirse, «¿Y por qué, en lugar de una tirada de tres o cuatro mil, no hacemos una de treinta o cincuenta mil ejemplares?». Cuantos más, más baratos. A fin de cuentas el precio lo deciden los lectores. El editor tiene su almacén, los libros entran y los libros salen, pero puede llegar un momento en el que los libros entren y no salgan. Y como cualquier empresa, la industria editorial ha de tener una rentabilidad. El destinatario de este negocio es el lector, los lectores, ¿dónde están los lectores? ¿Son muchos? ¿Son pocos? ¿Son bastantes?
Les voy a exponer una teoría que tengo sobre la lectura que no es muy popular, incluso podría decirse que no es políticamente correcta. Y es que la lectura no es obligatoria. Leer no es obligatorio. Puedo preguntarle a un chico, «Mira, ¿y tú por qué no lees?, ¿no te gusta leer?». Y él podrá decir, «No, no me gusta». Y yo le diré, «¿No te das cuenta de lo que te estás perdiendo?». Pero imaginemos que ese chico es un buceador y que me contesta, «¿Y usted no se da cuenta de lo que se está perdiendo por no bucear?». Y tiene razón. ¿Quiere esto decir que no debamos leer? No, no quiero decir eso. Lo que quiero decir es que no vale la pena que se inventen excusas, explicaciones, para algo que está muy claro desde que existe el libro. La lectura no es ninguna obligación. La lectura es una devoción, es una pasión, es un amor.
Cuando un lector no tiene medios para comprar un libro, ¿adonde puede ir? A una biblioteca. Ocurre con los libros algo que no sucede con los coches. Cuando quieres tener un coche, tienes que comprarlo, pero si quieres leer un libro, no necesitas comprarlo, luego la excusa de que el libro es caro no sirve. Claro, hay que ir a la biblioteca, hay que tener el suficiente tiempo disponible para ir a la biblioteca. Pero eso se puede remediar. No se necesita ir a la biblioteca todos los días. Acaso una vez a la semana, cada dos semanas, uno va y se lleva a casa los libros que quiera. Por tanto, quien quiere leer, lee.
Están también las librerías «de viejo», donde se pueden comprar libros extraordinarios por poco dinero. Por lo menos la mitad de mis libros fueron comprados en librerías «de viejo». Recomiendo que experimenten el placer que produce entrar en una de esas librerías, el olor del libro viejo, del papel amarillo, del polvo del tiempo… Y descubrir lo que se estaba buscando hace años y años. Un libro agotado del siglo XIX o del siglo XVIII, un autor que es sólo una manía nuestra, al que queremos y deseamos y al final encontramos, incluso en un libro nuevo el olor es una alegría relacionada con la sensualidad, con la sensibilidad del lector.
¿Se está haciendo todo lo que se puede para promocionar la lectura? Eso es otra cosa. El problema empieza en la escuela. Detengámonos para reflexionar sobre unas cuantas cuestiones. ¿La escuela enseña a amar el libro? Es bastante dudoso. ¿La escuela enseña a entender lo que está en un libro? Creo que no. El problema de la masificación de la enseñanza ha creado muchas dificultades, añadidas a la tarea ya complicada en sí misma de enseñar. Pero no es de la masificación de la enseñanza de lo que pretendo hablar sino de la evidencia de que el libro existe y el lector también. ¿Cómo se pueden acercar el uno al otro? Yo creo que la escuela tiene una importancia fundamental. Es necesario que los profesores sepan valorar el libro. Pero no sólo el libro que resulta necesario para enseñar las matemáticas, la geografía o la historia. Hay otros libros. Hagamos aquí un inciso: cuando hablamos de libros no podemos olvidar que hay unos que merecen ser leídos y otros que quizá no. Puede que estemos hablando de libros que no son los que a nosotros nos gustaría que fuesen los más leídos. ¿Cuál es el libro que merece la pena ser leído y cuál no? Ésta es una cuestión que no tiene respuesta. Cada uno recurre a lo que le gusta, y cada uno establece su criterio, que se irá modificando según evolucione su formación, si es que dedica tiempo y esfuerzo a esta actividad, que es también una actividad creadora. Es precisamente esto lo que me hace dudar de las bienintencionadas campañas de promoción del libro. Creo que se gasta mucho dinero y esfuerzo aquí y en todo el mundo en actuaciones dudosamente eficaces. Me gustaría saber cuáles han sido los resultados concretos de cualquier campaña en favor de la lectura. Sospecho —y me inquieta mucho pensarlo— que, en el fondo, lo que cuenta es la campaña en sí, hacer la campaña. Importa menos el resultado. El lector ha pertenecido siempre a una minoría. Nosotros, los que leemos, somos una minoría. Que esa minoría deba ensancharse, estupendo. Para ello hay que crear una conciencia de lector. Y eso se puede hacer de distintas formas.




¿Por qué los lectores de un libro que se conocen y viven más o menos cerca no se reúnen para hablar de ese libro después de haberlo leído? ¿Por qué tiene la lectura que ser siempre una actividad solitaria? ¿Por qué no un intercambio entre lectores y libros? ¿Por qué no hablar de un libro que se acaba de publicar o de un libro que forma parte de nuestra cultura y de nuestra educación sentimental? Esto sería fomentar de verdad la lectura en el lector mismo, en lugar de caer en la ambición quizá desmedida de poner a todo el mundo a leer. Se puede hacer de la lectura algo distinto a un placer solitario, que lo es también, y en primera instancia. No propongo un sistema colectivista sino la acción dinámica que supone el intercambio de ideas u opiniones sobre el libro. Porque el libro es algo más que un objeto que se coloca en la estantería para no volver a él, resulta que el libro es una plataforma de comunicación entre personas, de modo que pregunto, ¿por qué no organizan las librerías que disponen de sitio encuentros de lectores? No se necesitan escritores o quizás sí, si es que están por allí cerca y se les puede invitar. «Mire, ¿a usted no le importaría encontrarse con algunos lectores?». Pero no es fundamental. Lo importante sería que los lectores que son clientes de una librería se reúnan para charlar. Un libro no es algo que deba avergonzarnos; entrar en una librería y comprar debe de ser lo más normal. Creo que se pueden encontrar fórmulas atractivas para hacer del libro, de ese objeto y de ese continente, una plataforma de comunicación entre el yo y el otro.
Es verdad que entre los lectores ocurre algo mágico —y no volveré a usar el plural lectores, sino lector, porque cada lector es diferente, porque nadie es plural—. En el espíritu de un chico o una chica de pronto nace sencillamente el gusto por leer. Y no se sabe por qué. Nadie puede saberlo. Puede haber nacido en una familia que no sabe leer. Puede no tener en casa un solo libro. Y aún así le gusta leer. ¿Dónde está el secreto de ese chico o esa chica? Lo que pretendo decir es que hay personas para cada libro. Incluso antes de conocer el contenido de un libro, ese libro es ya importante para determinadas personas.
Ésta es, a mi juicio, la pregunta, ¿qué es el libro? Pues el libro es un lugar donde vamos a encontrar, sobre todo, una sensibilidad. Vamos a encontrar una visión de la vida, una percepción de lo que es nuestro destino —vivir—, de nuestra relación con los demás, la explicación de un sentimiento, o el enunciado de una teoría que pasa por la sensibilidad y la formación del autor y que será recibida de distinta manera por cada lector. Vamos a encontrar eso y algo más.
Al contrario de lo se cree, la primera lectura de un libro no lo agota. Una de las equivocaciones más graves en las que podemos incurrir es decir, «Ya lo he leído, ya está». Pero ¿cómo que ya está? ¿Cómo que ya lo he leído? Esto es lo mismo que entrar en una casa, pasar de una habitación a otra, salir luego por la puerta y decir, «Ya conozco esta casa». No, se necesita vivir en ella, por lo menos pasar más tiempo dentro de su espacio para descubrir los detalles que le confieren singularidad. Un libro es igual que una casa, nueva en cada mirada, un libro es un continente. En el Corán se promete a los creyentes que cuando lleguen al Paraíso se van a encontrar con las huríes. Esas mujeres serán siempre vírgenes porque la magia del Paraíso hace que si pierden la virginidad, la recuperan inmediatamente. Significa esto que el creyente en el Paraíso de Alá siempre encuentra vírgenes… Bien, sirva esta broma para decir que el libro, después de ser leído, es algo que se reorganiza, que se reconstituye, que recupera lo que podemos llamar la virginidad de la palabra. Y lo más hermoso de todo es que cada vez que volvemos al libro lo encontramos intacto. El libro está intacto, ofrecido a una nueva lectura, es decir, a un nuevo descubrimiento, como si fuera un continente. Porque se puede entrar por una parte o por otra, ir más despacio o más deprisa. Podemos recorrerlo de distinta forma, se puede ir de desierto en desierto, de lago en lago, de río en río. Todos ésos son los descubrimientos posibles de un libro. Un libro no se agota nunca. Incluso el peor de los libros no se agota. Y es que las palabras que a veces malgastamos, las que decimos sin darnos cuenta de lo que ellas son, de lo que ellas dicen, de lo que ellas hablan, en el libro, siempre nos están esperando. Esperan la lectura, la mirada, esperan que las descifremos, esperan sobre todo que las digamos. La palabra no es palabra mientras no se pronuncia. La palabra que está escrita es una sombra. Pero cuando la decimos es una sombra que se levanta, se presenta y se nos pone delante. La palabra más insignificante, la palabra que parece que no cuenta, la de todos los días, es como un pequeño tesoro. Y, en consecuencia, el libro es el lugar más rico que hay, aunque sepamos que no se puede pagar la factura de los restaurantes con un libro. Es impensable que yo diga, «Mire usted, estoy sin dinero y, si a usted no le importa, tengo aquí un libro que le voy a regalar con mi dedicatoria», y que se me responda, «Quédese usted tranquilo, y mañana puede volver a cenar otra vez».


Bromas aparte, pensemos ahora en la materia que encierran los libros. Todos y cada uno de nosotros, ¿de qué podemos hablar más y mejor si no de nosotros mismos? Antes me he referido a ese chico o esa chica que viven en una casa humilde donde no hay libros… Ya saben. Pues eso me ocurrió a mí. En mi casa no había libros. Mi madre era analfabeta y analfabeta fue hasta que murió. Mi padre sí sabía leer y escribir algo, pero en mi familia, mis tíos, mis abuelos, todos eran analfabetos. Y si no había un libro en mi casa, ¿cómo empecé yo a leer? Libros míos, comprados con mi dinero —y ni siquiera eso porque me los prestaron—, los tuve a los dieciocho años. Y miren que no soy excepcional. Soy un caso entre miles. Personas con curiosidad intelectual, niños, jóvenes para quienes el libro es un reclamo, no saben lo que hay dentro, pero intuyen que todo está allí como una propuesta, como una invitación, «¡Conóceme! ¡Conóceme!». Es igual que en la relación entre las personas. El otro, que es el libro, está diciéndome: «¡Conóceme! Tengo mucho para darte». Y si un libro no te da nada, otro sí te dará. Eso es seguro.
Hay un momento que es verdaderamente extraordinario en la lectura: cuando uno la interrumpe. Cuando uno está leyendo tiene el libro con las hojas abiertas, pero de pronto levanta la vista del libro y mira adelante. Se suspende la lectura, algo ha ocurrido, algo mágico: es como si la lectura quisiera transportar al lector a otro universo. Y es que el lector, al levantar la mirada, se está mirando a sí mismo. Eso es lo que ocurre en la relación entre el lector y el libro, es el estado de gracia que propicia la lectura.
Por supuesto que no quiero idealizar el acto de leer, pero la verdad es que es la vida la que nos empuja a leer, leemos porque vivimos, de alguna manera vivimos porque leemos. En el fondo, igual que el mundo necesita que lo vivamos en todos sus acontecimientos, la lectura requiere ser vivida. Es decir, vivirse uno mismo, vivir con la plena consciencia de lo que uno tiene, que no es, claro, la riqueza o fortuna personal. Me refiero, sí, al mundo, a la tierra, a todo lo que no nos pertenece y, sin embargo, es nuestro porque participamos de la vida. Entiéndanme: vivir no es sobrevivir como quien sufre un daño. Y esa participación puede y debe ser un acto de amor, como la lectura. Por eso digo que lo primero que hay que hacer es despertar el amor por el libro, el amor por la lectura, el amor por esa cosa tan sencilla que es tener un libro entre las manos. Pero no se puede imponer a la gente la lectura como si fuera una obligación. No lo es.
El libro despierta el pensamiento. El pensar. Activa eso que tenemos dentro de esta caja más o menos redonda que hay sobre nuestros hombros, esa cosa blancuzca, fea, horrorosa, llamada cerebro. Muchas veces me descubro asombrado pensando que tenemos eso dentro de la cabeza. Pero eso es lo que piensa, eso es lo que escribe, eso es lo que pinta, eso es de donde nacen las palabras, eso es donde está el dolor o el placer. Toda la creación artística nace, se crea, se inventa en ese lugar que no sabemos muy bien cómo funciona. No nos percatamos de su presencia ni de su importancia para ser, no un gran escritor o un gran científico, sino para ser simplemente la persona normal y corriente que cada uno de nosotros es.
Las expresiones más completas del pensamiento humano se encuentran en los libros. Hay personas a las que el libro no les interesa nada. A ésos les diría, «De acuerdo, que les vaya bien en la vida». Pero están aquellos otros para quienes el libro es algo que no puede ser sustituido. Y hay hasta quienes dicen que no se puede vivir sin leer, lo que tampoco es cierto: incluso los muy lectores pueden pasar algunos días sin un libro, porque la lectura no es un vicio, es un acto libre y voluntario, que nace en el cerebro, que toca el corazón. Somos libres de hacer y de no hacer, somos libres de estar y de no estar. Y somos libres de querer leer y de no querer leer. Y es que el libro no es el único lugar donde se aprende, donde se conoce, donde uno se reconoce a sí mismo. Sin embargo, el libro está ahí y es el libro quien nos ha convocado esta tarde.
Viniendo hacia aquí, bajo la lluvia, alguien me ha preguntado cómo me siento después de haber recibido el premio Nobel, y la única respuesta posible parece un poco disparatada y hasta grosera: «Sí, me han dado el premio Nobel, ¿y qué?». El premio está muy bien. Llegó, pero la vida sigue. Y la vida de un escritor sigue. Lo que escriba a continuación ya no tiene que ver con el premio. No le van a dar otro Nobel, pero seguirá escribiendo. Igual que el lector seguirá leyendo. Pero el trabajo del lector no es sólo leer lo que van escribiendo sus contemporáneos, sino también leer lo que antes se escribió, como, por ejemplo, El Quijote. Por cierto, y entre nosotros, casi en secreto les pregunto, ¿cuántos han leído El Quijote completo? Yo creo que no muchos. A veces es necesario romperse una pierna para quedarse en casa y poder leer El Quijote o En busca del tiempo perdido de Proust. Son obras inmensas en tamaño, inmensas en contenido v valor.
Quiero también referirme, aunque sea de pasada, a ese nuevo modo de leer que es el libro electrónico. La lectura en la pantalla del ordenador, si es que a eso se le puede llamar lectura. Es, a mi juicio, como hacer el amor sin tener a nadie con uno. Lo que me parece un poco complicado. A veces digo que sólo sobre la página de un libro se puede llorar porque sobre la pantalla de un ordenador no se llora. En primer lugar por la posición, y en segundo lugar porque en la página del libro la señal de la lágrima se queda. El libro es algo que pertenece a nuestra historia sentimental y nos sirve para llorar, para reír, para pensar.



Volvamos a la Feria del Libro de Granada, a las ferias del libro, en general. Poner una caseta, colocar los libros y esperar a que pase la gente, no es suficiente. Hay que hacer algo más. Porque vivimos unos años muy complicados y hay que ser listos, contraatacar, usar la imaginación. En los suplementos culturales de los periódicos, hasta hace un tiempo, lo primero que aparecía era la literatura. Luego venían la música, las artes plásticas, etc. Pero siempre que se abría un suplemento cultural lo primero que se encontraba era la literatura. ¿Y dónde está la literatura ahora? Al final. Parece que no nos damos cuenta, pero eso significa una especie de degradación en la importancia que otorgan a la literatura los redactores o editores de los periódicos. Depende fundamentalmente de nosotros que la literatura no se pierda, que llegue a las personas, que se encuentre con ellas en la celebración que es la lectura. Decía al principio que podrían reunirse los lectores en sus respectivas librerías. Digo ahora que las ferias del libro tienen que ser dinámicas. España es el país donde, proporcionalmente, más se publica de Europa. Todo el mundo anda diciendo que no hay lectores, pero creo que algo falla en esta aseveración, ¿por qué se editan tantos libros si no hay lectores? Alguien debería respondernos a esta pregunta. En cualquier caso, todo apunta a que los próximos años serán difíciles, pero sobreviviremos. Lectores y escritores sobreviviremos al caos de la industria, a las reglas del marketing, a la voracidad empresarial, a los dictados de las modas, a los nuevos estímulos que parecen alejarnos del libro a pesar de las cifras que maneja el mercado.
Voy acabando, pero resumamos. La escuela prepara mal. El instituto prepara mal. La universidad prepara mal. No sólo en España, sino en todo el mundo. Los idealistas europeos del siglo XIX, defensores de la enseñanza pública, afirmaban que abrir una escuela significaba cerrar una cárcel. Era tan sólo una buena idea —puro idealismo— porque no sólo no se cierran las cárceles, sino que cada vez hay más. Pero decía que la escuela enseña mal, de ahí la cantidad de personas que llevan a cuestas esa especie de rótulo invisible que es el analfabetismo funcional. Es gente con problemas gravísimos, porque el analfabeto funcional es aquel que, después de estudiar en la escuela o incluso en la universidad, no usa lo que aprendió. Y se va convirtiendo poco a poco —o muy rápidamente— en analfabeto, porque no ejerce la función para la que fue educado. Esto puede tener consecuencias tremendas incluso para la propia democracia. Porque si uno no entiende lo que lee, ¿cómo puede leer el programa electoral del partido que va a votar? ¿Con qué conciencia puede decir, «Yo voy a votar sabiendo exactamente qué es lo que estoy haciendo»? Por eso importa mucho leer lo que se escribe, incluso para encontrar las contradicciones de lo que se dijo ayer y lo que se está haciendo hoy. Aunque lo que parece interesar ahora es que el lector no pueda hacer una reflexión sobre las propuestas concretas de su partido, porque lo que cuenta no es el contenido sino la imagen.


La imagen nos puede decir la verdad o mentirnos. Nos han enseñado desde hace tiempo que una imagen vale más que mil palabras. No lo creo, no es cierto. Las palabras siempre son necesarias. Y si se quiere un ejemplo muy actual de la necesidad de la palabra para decir lo que la imagen no está expresando, ahí está la guerra de Yugoslavia. No nos faltan imágenes. A veces hasta asistimos en directo a la caída de las bombas. Todo perfecto. Todo muy aséptico. Lo que está pasando allí más se parece a un juego de ordenador que a la realidad atroz. Por eso las palabras son necesarias para decir lo que la imagen muchas veces oculta.
Llegados a este punto —y con todo el respeto que la televisión me merece— hay que decir que la televisión, con su bombardeo sistemático de imágenes, no sustituye a la letra impresa, aunque tenga tantos adeptos o adictos. La clave radica en que para estar cuatro horas delante de la televisión no se necesita ningún esfuerzo. No. Uno se sienta en su sofá y basta. Pero para leer sí se necesita esfuerzo. Leer sí que es una batalla. Leer es un encuentro. Leer es un auténtico diálogo entre mi sensibilidad y mi pensamiento y la sensibilidad y el pensamiento del escritor. Leer es una relación. Mirar una pantalla no es ninguna relación. Y sin acusar a nadie, he de decir que la televisión no hace lo que debería, aunque, claro está, tampoco todos los libros lo hacen. Estoy hablando de esa burda manipulación con que nos quieren tener controlados.
Debo acabar. La lluvia ha modificado las condiciones de comodidad que nos habían preparado. A lo mejor ahora no llueve. Si es así, cabría pensar que el cielo se está divirtiendo con nosotros. Quizá porque el que da el Pregón soy yo precisamente. Y es que el cielo tiene cuentas pendientes conmigo que algún día pretenderá ajustar, en el Juicio Final, quizá mandándome al infierno.
Para concluir, ¿campañas para la lectura? Vale, pero sin olvidar hacer un debate muy serio en la sociedad —no sólo en España— sobre si la escuela está preparando o no a los ciudadanos para la lectura, la comprensión, la inteligencia, el pensamiento…
Y en medio de este mundo complicado, atractivo, extravagante, interesante, necesario, ¿qué hacen los libreros? Nosotros, en Portugal, tenemos en las Ferias una institución que llamamos El Libro del Día. Es un libro que aparece sin previo aviso y que no tiene el mismo descuento que los demás. Tiene el treinta por ciento. Son libros buenos, no el resto que quedó en los almacenes y hay que saldar. Los lectores saben que cada día han de pasarse de caseta en caseta preguntando por el Libro del Día. Y así ahorran mientras compran y los libreros venden más. Algo así deberían de hacer ustedes aquí, porque es una buena idea. Ya saben: El Libro del Día. Y además, esto del Libro del Día puede encaminarnos a que ciertos libros puedan ser para nosotros los libros de todos los días.
Muchas gracias.












JOSÉ DE SOUSA SARAMAGO (Azinhaga, Santarém, Portugal, 16 de noviembre de 1922 - Tías, Lanzarote, España, 18 de junio de 2010). Fue un escritor, novelista, poeta, periodista y dramaturgo portugués.
Era hijo de campesinos pobres. Pasó su infancia en el pueblo de Azinhaga, la familia se trasladó un tiempo a Argentina, y después se afincaron en Lisboa.
Publicó su primera novela, Tierra de pecado, en 1947. Aunque con esta obra recibió muy buenas críticas Saramago decidió permanecer sin publicar más de veinte años. Periodista y miembro del Partido Comunista Portugués sufrió censura y persecución durante los años de la dictadura de Salazar. Se sumó a la llamada Revolución de los Claveles que llevó la democracia a Portugal, en el año 1974.
Escéptico e intelectual mantuvo una postura ética y estética por encima de partidismos políticos, y comprometido con el género humano. Una controvertida visión de la historia y de la cultura son el punto crucial de sus obras.
Obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1998, siendo el primer escritor portugués en conseguirlo. Ha sido distinguido por su labor con numerosos galardones y doctorados honoris causa (por las Universidades de Turín, Sevilla, Manchester, Castilla-La Mancha y Brasilia). Ha recibido el Premio Camoes, equivalente al Premio Cervantes en los países de lengua portuguesa.
Su obra está considerada por los críticos de todo el mundo como una de las más importantes de la literatura contemporánea.
Pasó sus últimos años en su casa de la isla española de Lanzarote (Canarias), al lado de su compañera, Pilar del Río.
Alzado del suelo (1980) fue la novela que le reveló como el gran novelista maduro y renovador portugués. Se trata de una novela histórica, situada en el Alentejo entre 1910 y 1979, con un lenguaje campesino, una estructura sólida y documentada y un estilo humorístico y sarcástico que llamó enormemente la atención en su momento. Siguieron obras de gran interés como Memorial del convento (1982), El año de la muerte de Ricardo Reis (1984), La balsa de piedra (1986), Historia del cerco de Lisboa (1989), El evangelio según Jesucristo (1991) y Ensayo sobre la ceguera (1995), obra en la que el autor desde planteamientos éticos advierte sobre «la responsabilidad de tener ojos cuando otros los perdieron». Murió el 18 de junio del 2010.