José Saramago
muestra lo importante que es el libro y la lectura en la vida de un ser humano.
Hace comparaciones con la vida cotidiana, manifestando que la gente sólo saca
excusas para explicar el porqué no leen, teniendo aún herramientas suficientes
para lograr una buena lectura. Cuestiona también, si la enseñanza refuerza como
debería de ser, la lectura y el amor por los libros, siendo ésta indispensable
en la educación. Para dar solución a todas estas cuestiones de Saramago, es
necesario detallar con atención sus explicaciones, pues da a entender que no es
que no se pueda leer un libro, sino que no se quiere.
El presente
texto es fiel trascripción, revisada por el autor, del pregón de la Feria del
Libro de Granada en su edición de 1999.
SARAMAGO DE LA PALABRA
José Saramago
es un mago de la palabra y no sólo de la escrita. Quien le ha escuchado en una
conferencia, en una tertulia, conoce bien la silbante dulzura de su discurso,
la seductora cadencia con que desgrana los sonidos. No hace mucho reconocía él
en Sevilla durante una de esas charlas, que cada vez se preguntaba más a menudo
si es posible hablar de literatura, si ésta no dice todo lo que tiene que decir
por sí misma. Nadie tiene la respuesta y, mientras tanto, todos lo seguimos
haciendo. Esta vez me toca hacerlo con el grato propósito de presentar un texto
del propio Saramago, una defensa del libro apasionada y sin complejos, una
auténtica declaración de amor.
Lo mejor con un
libro, título de la campaña que propone al ciudadano viajar mientras viaja,
no es para Saramago sólo un eslogan, sino una verdad vivida en primera persona.
Para él la lectura es una devoción que, como el propio amor, acepta mal los
verbos conjugados en imperativo. La concibe como una actividad que, si bien no
resulta imprescindible —«mi abuelo, el hombre más sabio que he conocido,
era analfabeto»—, pone a nuestro alcance lo mejor de la humanidad.
Saramago nos recomienda charlar con otros sobre lo que leemos, volver una y
otra vez a las páginas que nos cautivaron y no creer del todo a aquellos que
afirman que no pueden leer porque los libros son caros o que una imagen vale
más que mil palabras.
Ha sabido dar a
sus libros un tono severo y piadoso combinando en ellos una sencillez infantil
y una madurez aplastante. Sabe contar y permanecer cerca del corazón y —otra
paradoja— de la historia. Los miembros de la Academia Sueca ya le agradecieron,
en nombre de todos, su esfuerzo por volver comprensible una realidad huidiza
con «parábolas sostenidas por la imaginación, la compasión y la ironía». En
palabras de nuestro recordado Fernando Quiñones, la escritura del autor de Memorial
del convento nos ofrece una «fertilidad imaginativa y temática que hace de
su lectura un gustazo».
José Saramago
no nos recomienda todos los libros, sino una selección inteligente, deliberada
de nuestras lecturas que ha de perfilar nuestra individualidad. Con estas
páginas, él nos invita a sumergirnos en el placer de leer, en la magia de la
palabra; yo os invito a conocer sus obras. Será, sin duda, una decisión
inteligente.
LEER ES VIAJAR
Para ti,
viajero, va a suceder ahora un hecho extraordinario que, si lo piensas bien, te
puede convertir en un ser privilegiado. Has llegado a la ventanilla de tu estación
—ya sea de tren, de autobús, de avión o de barco— y, al otro lado del
mostrador, alguien te ha dado un billete en el que está escrito el nombre del
lugar al que tú has solicitado ir. Pues léelo con atención: en él se encierra
toda una historia. Ese billete es como la portada de un libro. Tenlo entre los
dedos muy despacio, con la intrigada ternura con la que se acaricia el pétalo
de una flor. Entorna mientras los ojos y deja que divague la memoria. No vayas
a olvidar nunca que vivir es viajar. Ya nos lo advirtió Dante Alighieri en su Divina
Comedia: «Nel mezzo del cammin di nostra vita». O, si no, también don
Antonio Machado: «caminante, se hace camino al andar».
Has llegado al
andén que es la víspera del sueño pues, así mismo, el viaje es un sueño. ¿Sabes
lo que va a ocurrir en el trayecto? ¿Sabes lo que te encontrarás a tu llegada?
El ejercicio de imaginación que supone pensarlo, te abre las primeras páginas
de un libro que estás dispuesto a leer. ¿O será a escribir? Si es el de tu
vida, tú solo lo lees; si es el de tu viaje, tú solo lo vas a escribir. Por eso
que no se te olvide que el escritor es el primer lector de su obra, y el
lector, el autor de un viaje maravilloso. Porque —digámoslo ya— la lectura es
un viaje, es una historia en la que el papel de protagonista se te tiene
reservado a ti.
Te has subido a
tu vehículo. El asiento acoge tu cuerpo con la amabilidad complacida que sólo
aportan los detalles. En cuanto empieces a moverte verás por la ventanilla que
el mundo es siempre distinto. Lo mismo que enfrascarse en la lectura de un
libro: con ser las mismas letras, con estar las páginas siempre en el mismo
sitio que señala el número que las marca, cada vez que se lee, la vida empieza
de una forma irrepetible. Así es que, por trivial que pueda ser tu
desplazamiento a un lugar, piensa, viajero, que eso que estás haciendo es una
oportunidad única que jamás se te va a volver a repetir, porque ese paisaje que
estás viendo es un destello de presencias que arde en tus ojos. Y el fuego,
después de las llamas y las brasas, sólo deja cenizas.
Y tal vez ese
paisaje que se le va revelando a tus pupilas sea como los latidos de tu
corazón: cada uno de ellos sigue siendo el mismo desde que naciste, y por eso
no le prestas atención, pero el último —ponte la mano en el costado izquierdo y
aprieta: ¡sí, en ese sitio!— es el que, de verdad, te da la vida o su ausencia,
te la quita.
Por todo ello,
viajero, siéntete ahora un ser privilegiado pero con esa sincera simplicidad de
la que carece el ufano orgulloso. Lo que se te presenta es un regalo y ni que
decir tiene que los dones gratuitos son tan escasos en esta vida que siempre se
prometen para la otra. ¡Aprovéchate! Así pues, mirar, mirar por la ventanilla,
mirar para ver, y no te extrañe, viajero, si alguna vez te sorprendes al
contemplar reflejado en el cristal tu rostro con un gesto de exclamación gozosa
que acaso esté dibujado con la ingenuidad de la cara de un niño. No te lo vayas
a reprochar, ni intentes simular poniendo cara de recién llegado, ni procures
borrar de tu cara ese gesto: sólo florece aquello que se abona y riega.
Y con todo este
cavilar ya casi has llegado a tu destino. Y aquí sí que hay que ser cauto
porque, por un lado, significa llegar al final del trayecto pero, por otro, es
iniciar la vida en otra estancia. Sin agobios hay que reconocer que cuando tus
pies pisan el andén en la llegada, andarás dando un paso y a la vez dejando una
huella. Y ahí es donde está el secreto: el futuro y el pasado los llevas en tus
zapatos, que ojalá los gasten sólo los viajes y nunca la miseria. Por eso, lo
mejor es poner en los labios el sosiego que significa saludar a quien nos viene
a recibir y ha estado allí aguardando el tiempo del encuentro.
Entonces con
llegar, has cumplido tu sueño. Como quien acaba su lectura y, sin quererlo, por
el arte de magia de la literatura se ha visto inmerso en una sucesión de
acontecimientos que le han llenado los bolsillos de la memoria con cosas que
aparentemente son golosinas pero que, a la larga, se le convertirán en el pan
que sacia el apetito.
Pero no te
vayas a rendir al cansancio. Si te has cansado, viajero, quizás será sólo
porque no te has concedido esa estupenda oportunidad. Claro, la rutina cansa,
cansa mucho, rinde hasta el cansancio, como el que deben tener los muertos siempre
en la misma postura en ese territorio vago de la eternidad. Aunque, por
fortuna, viajero, tú estás vivo —vuelve a ponerte la mano en el costado
izquierdo: ¿cuál es ahora el latido?
Y así llegas al
final de tu camino y resuenan de repente en el recuerdo aquellas otras palabras
de Machado cuando nos confesaba: «y al volver la vista atrás / se ve la senda
que nunca / se ha de volver a pisar». Ya decíamos antes que cada viaje es
irrepetible. Porque es un sueño y una historia. O, como afirmó una vez y para siempre
el maestro José Saramago, «ningún viaje es definitivo». Evidente: por lo menos,
hay que volver. Por cierto, viajero, ¿tú cuándo vuelves?
NUESTRO LIBRO
DE CADA DÍA
Los libros son
caros. Pero se puede también decir que los libros no son caros. Se puede decir
que lo único caro del mundo son los libros. Todo lo demás es baratísimo. Los
zapatos son baratos; la vivienda es barata; la barra de labios es muy barata.
Todo barato. Sólo son caros los libros. Quienes critican normalmente son los
que no leen. Y además encuentran en esta supuesta razón el argumento para decir
que no leen. Sí, los libros son caros. Pero es que todo es caro. Y ¿por qué
tienen los pobres libros que sufrir todos los días la monserga de que son
caros? La verdad es que los libros no nacen, no caen del cielo como la lluvia.
Se hacen. Se componen de papel, tinta, la sensibilidad de su autor, la
competencia técnica del tipógrafo —si es que aún se llama así—, necesitan de un
distribuidor, una librería. Y cualquiera de ellos ha de ganarse su salario. En
este proceso sucesivo parece que todos tienen que estar bien pagados menos los
que en primer lugar hacen los libros, o sea, los autores. Ésos no. Los autores
deben vivir como misioneros del libro: sin comer, sin casa, sin caprichos, así
los libros serán baratos. Pues bien, si los libros han de ser baratos y no lo
son, ¿qué haremos?
Vamos a acabar
de una vez por todas con esta fábula, aunque sea una fábula muy cierta, de que
el libro es caro. La verdad es que quien dice que el libro es caro no dice que
un coche es caro. Si uno no tiene dinero para comprarse un coche, va al banco
para pedir un préstamo. Tampoco se dice que es cara la entrada para un
concierto de rock. El libro cuesta lo que cuesta. Quizá pudiera ser un poco más
barato. Quizá los distribuidores podrían decir, «Vamos a ganar un poco menos de
dinero; vamos a racionalizar la distribución; vamos a hacer todo lo que sea
posible para que el libro salga más barato». Incluso podría decirse, «¿Y por
qué, en lugar de una tirada de tres o cuatro mil, no hacemos una de treinta o
cincuenta mil ejemplares?». Cuantos más, más baratos. A fin de cuentas el
precio lo deciden los lectores. El editor tiene su almacén, los libros entran y
los libros salen, pero puede llegar un momento en el que los libros entren y no
salgan. Y como cualquier empresa, la industria editorial ha de tener una rentabilidad.
El destinatario de este negocio es el lector, los lectores, ¿dónde están los
lectores? ¿Son muchos? ¿Son pocos? ¿Son bastantes?
Les voy a
exponer una teoría que tengo sobre la lectura que no es muy popular, incluso
podría decirse que no es políticamente correcta. Y es que la lectura no es
obligatoria. Leer no es obligatorio. Puedo preguntarle a un chico, «Mira, ¿y tú
por qué no lees?, ¿no te gusta leer?». Y él podrá decir, «No, no me gusta». Y
yo le diré, «¿No te das cuenta de lo que te estás perdiendo?». Pero imaginemos
que ese chico es un buceador y que me contesta, «¿Y usted no se da cuenta de lo
que se está perdiendo por no bucear?». Y tiene razón. ¿Quiere esto decir que no
debamos leer? No, no quiero decir eso. Lo que quiero decir es que no vale la
pena que se inventen excusas, explicaciones, para algo que está muy claro desde
que existe el libro. La lectura no es ninguna obligación. La lectura es una
devoción, es una pasión, es un amor.
Cuando un
lector no tiene medios para comprar un libro, ¿adonde puede ir? A una
biblioteca. Ocurre con los libros algo que no sucede con los coches. Cuando
quieres tener un coche, tienes que comprarlo, pero si quieres leer un libro, no
necesitas comprarlo, luego la excusa de que el libro es caro no sirve. Claro,
hay que ir a la biblioteca, hay que tener el suficiente tiempo disponible para
ir a la biblioteca. Pero eso se puede remediar. No se necesita ir a la
biblioteca todos los días. Acaso una vez a la semana, cada dos semanas, uno va
y se lleva a casa los libros que quiera. Por tanto, quien quiere leer, lee.
Están también
las librerías «de viejo», donde se pueden comprar libros extraordinarios por
poco dinero. Por lo menos la mitad de mis libros fueron comprados en librerías
«de viejo». Recomiendo que experimenten el placer que produce entrar en una de
esas librerías, el olor del libro viejo, del papel amarillo, del polvo del
tiempo… Y descubrir lo que se estaba buscando hace años y años. Un libro
agotado del siglo XIX o del siglo XVIII, un autor que es sólo una manía
nuestra, al que queremos y deseamos y al final encontramos, incluso en un libro
nuevo el olor es una alegría relacionada con la sensualidad, con la
sensibilidad del lector.
¿Por qué los
lectores de un libro que se conocen y viven más o menos cerca no se reúnen para
hablar de ese libro después de haberlo leído? ¿Por qué tiene la lectura que ser
siempre una actividad solitaria? ¿Por qué no un intercambio entre lectores y
libros? ¿Por qué no hablar de un libro que se acaba de publicar o de un libro
que forma parte de nuestra cultura y de nuestra educación sentimental? Esto
sería fomentar de verdad la lectura en el lector mismo, en lugar de caer en la
ambición quizá desmedida de poner a todo el mundo a leer. Se puede hacer de la
lectura algo distinto a un placer solitario, que lo es también, y en primera
instancia. No propongo un sistema colectivista sino la acción dinámica que
supone el intercambio de ideas u opiniones sobre el libro. Porque el libro es
algo más que un objeto que se coloca en la estantería para no volver a él,
resulta que el libro es una plataforma de comunicación entre personas, de modo
que pregunto, ¿por qué no organizan las librerías que disponen de sitio
encuentros de lectores? No se necesitan escritores o quizás sí, si es que están
por allí cerca y se les puede invitar. «Mire, ¿a usted no le importaría
encontrarse con algunos lectores?». Pero no es fundamental. Lo importante sería
que los lectores que son clientes de una librería se reúnan para charlar. Un
libro no es algo que deba avergonzarnos; entrar en una librería y comprar debe
de ser lo más normal. Creo que se pueden encontrar fórmulas atractivas para
hacer del libro, de ese objeto y de ese continente, una plataforma de
comunicación entre el yo y el otro.
Es verdad que
entre los lectores ocurre algo mágico —y no volveré a usar el plural lectores,
sino lector, porque cada lector es diferente, porque nadie es plural—. En el
espíritu de un chico o una chica de pronto nace sencillamente el gusto por
leer. Y no se sabe por qué. Nadie puede saberlo. Puede haber nacido en una
familia que no sabe leer. Puede no tener en casa un solo libro. Y aún así le
gusta leer. ¿Dónde está el secreto de ese chico o esa chica? Lo que pretendo
decir es que hay personas para cada libro. Incluso antes de conocer el
contenido de un libro, ese libro es ya importante para determinadas personas.
Ésta es, a mi
juicio, la pregunta, ¿qué es el libro? Pues el libro es un lugar donde vamos a
encontrar, sobre todo, una sensibilidad. Vamos a encontrar una visión de la
vida, una percepción de lo que es nuestro destino —vivir—, de nuestra relación
con los demás, la explicación de un sentimiento, o el enunciado de una teoría
que pasa por la sensibilidad y la formación del autor y que será recibida de
distinta manera por cada lector. Vamos a encontrar eso y algo más.
Bromas aparte,
pensemos ahora en la materia que encierran los libros. Todos y cada uno de
nosotros, ¿de qué podemos hablar más y mejor si no de nosotros mismos? Antes me
he referido a ese chico o esa chica que viven en una casa humilde donde no hay
libros… Ya saben. Pues eso me ocurrió a mí. En mi casa no había libros. Mi
madre era analfabeta y analfabeta fue hasta que murió. Mi padre sí sabía leer y
escribir algo, pero en mi familia, mis tíos, mis abuelos, todos eran
analfabetos. Y si no había un libro en mi casa, ¿cómo empecé yo a leer? Libros
míos, comprados con mi dinero —y ni siquiera eso porque me los prestaron—, los
tuve a los dieciocho años. Y miren que no soy excepcional. Soy un caso entre
miles. Personas con curiosidad intelectual, niños, jóvenes para quienes el
libro es un reclamo, no saben lo que hay dentro, pero intuyen que todo está
allí como una propuesta, como una invitación, «¡Conóceme! ¡Conóceme!». Es igual
que en la relación entre las personas. El otro, que es el libro, está
diciéndome: «¡Conóceme! Tengo mucho para darte». Y si un libro no te da nada,
otro sí te dará. Eso es seguro.
Hay un momento
que es verdaderamente extraordinario en la lectura: cuando uno la interrumpe.
Cuando uno está leyendo tiene el libro con las hojas abiertas, pero de pronto
levanta la vista del libro y mira adelante. Se suspende la lectura, algo ha
ocurrido, algo mágico: es como si la lectura quisiera transportar al lector a
otro universo. Y es que el lector, al levantar la mirada, se está mirando a sí
mismo. Eso es lo que ocurre en la relación entre el lector y el libro, es el
estado de gracia que propicia la lectura.
Por supuesto
que no quiero idealizar el acto de leer, pero la verdad es que es la vida la
que nos empuja a leer, leemos porque vivimos, de alguna manera vivimos porque
leemos. En el fondo, igual que el mundo necesita que lo vivamos en todos sus
acontecimientos, la lectura requiere ser vivida. Es decir, vivirse uno mismo,
vivir con la plena consciencia de lo que uno tiene, que no es, claro, la
riqueza o fortuna personal. Me refiero, sí, al mundo, a la tierra, a todo lo
que no nos pertenece y, sin embargo, es nuestro porque participamos de la vida.
Entiéndanme: vivir no es sobrevivir como quien sufre un daño. Y esa
participación puede y debe ser un acto de amor, como la lectura. Por eso digo
que lo primero que hay que hacer es despertar el amor por el libro, el amor por
la lectura, el amor por esa cosa tan sencilla que es tener un libro entre las
manos. Pero no se puede imponer a la gente la lectura como si fuera una obligación.
No lo es.
El libro
despierta el pensamiento. El pensar. Activa eso que tenemos dentro de esta caja
más o menos redonda que hay sobre nuestros hombros, esa cosa blancuzca, fea,
horrorosa, llamada cerebro. Muchas veces me descubro asombrado pensando que
tenemos eso dentro de la cabeza. Pero eso es lo que piensa, eso
es lo que escribe, eso es lo que pinta, eso es de donde nacen las
palabras, eso es donde está el dolor o el placer. Toda la creación
artística nace, se crea, se inventa en ese lugar que no sabemos muy bien cómo
funciona. No nos percatamos de su presencia ni de su importancia para ser, no
un gran escritor o un gran científico, sino para ser simplemente la persona
normal y corriente que cada uno de nosotros es.
Las expresiones
más completas del pensamiento humano se encuentran en los libros. Hay personas
a las que el libro no les interesa nada. A ésos les diría, «De acuerdo, que les
vaya bien en la vida». Pero están aquellos otros para quienes el libro es algo
que no puede ser sustituido. Y hay hasta quienes dicen que no se puede vivir
sin leer, lo que tampoco es cierto: incluso los muy lectores pueden pasar
algunos días sin un libro, porque la lectura no es un vicio, es un acto libre y
voluntario, que nace en el cerebro, que toca el corazón. Somos libres de hacer
y de no hacer, somos libres de estar y de no estar. Y somos libres de querer
leer y de no querer leer. Y es que el libro no es el único lugar donde se
aprende, donde se conoce, donde uno se reconoce a sí mismo. Sin embargo, el libro
está ahí y es el libro quien nos ha convocado esta tarde.
Viniendo hacia
aquí, bajo la lluvia, alguien me ha preguntado cómo me siento después de haber
recibido el premio Nobel, y la única respuesta posible parece un poco
disparatada y hasta grosera: «Sí, me han dado el premio Nobel, ¿y qué?». El
premio está muy bien. Llegó, pero la vida sigue. Y la vida de un escritor
sigue. Lo que escriba a continuación ya no tiene que ver con el premio. No le
van a dar otro Nobel, pero seguirá escribiendo. Igual que el lector seguirá
leyendo. Pero el trabajo del lector no es sólo leer lo que van escribiendo sus
contemporáneos, sino también leer lo que antes se escribió, como, por ejemplo, El
Quijote. Por cierto, y entre nosotros, casi en secreto les pregunto,
¿cuántos han leído El Quijote completo? Yo creo que no muchos. A veces
es necesario romperse una pierna para quedarse en casa y poder leer El
Quijote o En busca del tiempo perdido de Proust. Son obras inmensas
en tamaño, inmensas en contenido v valor.
Volvamos a la
Feria del Libro de Granada, a las ferias del libro, en general. Poner una
caseta, colocar los libros y esperar a que pase la gente, no es suficiente. Hay
que hacer algo más. Porque vivimos unos años muy complicados y hay que ser
listos, contraatacar, usar la imaginación. En los suplementos culturales de los
periódicos, hasta hace un tiempo, lo primero que aparecía era la literatura.
Luego venían la música, las artes plásticas, etc. Pero siempre que se abría un
suplemento cultural lo primero que se encontraba era la literatura. ¿Y dónde
está la literatura ahora? Al final. Parece que no nos damos cuenta, pero eso
significa una especie de degradación en la importancia que otorgan a la
literatura los redactores o editores de los periódicos. Depende
fundamentalmente de nosotros que la literatura no se pierda, que llegue a las
personas, que se encuentre con ellas en la celebración que es la lectura. Decía
al principio que podrían reunirse los lectores en sus respectivas librerías.
Digo ahora que las ferias del libro tienen que ser dinámicas. España es el país
donde, proporcionalmente, más se publica de Europa. Todo el mundo anda diciendo
que no hay lectores, pero creo que algo falla en esta aseveración, ¿por qué se
editan tantos libros si no hay lectores? Alguien debería respondernos a esta
pregunta. En cualquier caso, todo apunta a que los próximos años serán
difíciles, pero sobreviviremos. Lectores y escritores sobreviviremos al caos de
la industria, a las reglas del marketing, a la voracidad empresarial, a los
dictados de las modas, a los nuevos estímulos que parecen alejarnos del libro a
pesar de las cifras que maneja el mercado.
La imagen nos
puede decir la verdad o mentirnos. Nos han enseñado desde hace tiempo que una
imagen vale más que mil palabras. No lo creo, no es cierto. Las palabras
siempre son necesarias. Y si se quiere un ejemplo muy actual de la necesidad de
la palabra para decir lo que la imagen no está expresando, ahí está la guerra
de Yugoslavia. No nos faltan imágenes. A veces hasta asistimos en directo a la
caída de las bombas. Todo perfecto. Todo muy aséptico. Lo que está pasando allí
más se parece a un juego de ordenador que a la realidad atroz. Por eso las
palabras son necesarias para decir lo que la imagen muchas veces oculta.
Llegados a este
punto —y con todo el respeto que la televisión me merece— hay que decir que la
televisión, con su bombardeo sistemático de imágenes, no sustituye a la letra
impresa, aunque tenga tantos adeptos o adictos. La clave radica en que para
estar cuatro horas delante de la televisión no se necesita ningún esfuerzo. No.
Uno se sienta en su sofá y basta. Pero para leer sí se necesita esfuerzo. Leer
sí que es una batalla. Leer es un encuentro. Leer es un auténtico diálogo entre
mi sensibilidad y mi pensamiento y la sensibilidad y el pensamiento del
escritor. Leer es una relación. Mirar una pantalla no es ninguna relación. Y
sin acusar a nadie, he de decir que la televisión no hace lo que debería,
aunque, claro está, tampoco todos los libros lo hacen. Estoy hablando de esa
burda manipulación con que nos quieren tener controlados.
Debo acabar. La
lluvia ha modificado las condiciones de comodidad que nos habían preparado. A
lo mejor ahora no llueve. Si es así, cabría pensar que el cielo se está
divirtiendo con nosotros. Quizá porque el que da el Pregón soy yo precisamente.
Y es que el cielo tiene cuentas pendientes conmigo que algún día pretenderá
ajustar, en el Juicio Final, quizá mandándome al infierno.
Para concluir,
¿campañas para la lectura? Vale, pero sin olvidar hacer un debate muy serio en
la sociedad —no sólo en España— sobre si la escuela está preparando o no a los
ciudadanos para la lectura, la comprensión, la inteligencia, el pensamiento…
Y en medio de
este mundo complicado, atractivo, extravagante, interesante, necesario, ¿qué
hacen los libreros? Nosotros, en Portugal, tenemos en las Ferias una
institución que llamamos El Libro del Día. Es un libro que aparece sin
previo aviso y que no tiene el mismo descuento que los demás. Tiene el treinta
por ciento. Son libros buenos, no el resto que quedó en los almacenes y hay que
saldar. Los lectores saben que cada día han de pasarse de caseta en caseta
preguntando por el Libro del Día. Y así ahorran mientras compran y los
libreros venden más. Algo así deberían de hacer ustedes aquí, porque es una
buena idea. Ya saben: El Libro del Día. Y además, esto del Libro del
Día puede encaminarnos a que ciertos libros puedan ser para nosotros los
libros de todos los días.
JOSÉ DE SOUSA
SARAMAGO (Azinhaga, Santarém, Portugal, 16 de noviembre de 1922 - Tías,
Lanzarote, España, 18 de junio de 2010). Fue un escritor, novelista, poeta,
periodista y dramaturgo portugués.
Era hijo de
campesinos pobres. Pasó su infancia en el pueblo de Azinhaga, la familia se
trasladó un tiempo a Argentina, y después se afincaron en Lisboa.
Publicó su
primera novela, Tierra de pecado, en 1947. Aunque con esta obra recibió
muy buenas críticas Saramago decidió permanecer sin publicar más de veinte
años. Periodista y miembro del Partido Comunista Portugués sufrió censura y
persecución durante los años de la dictadura de Salazar. Se sumó a la llamada
Revolución de los Claveles que llevó la democracia a Portugal, en el año 1974.
Escéptico e
intelectual mantuvo una postura ética y estética por encima de partidismos
políticos, y comprometido con el género humano. Una controvertida visión de la
historia y de la cultura son el punto crucial de sus obras.
Obtuvo el
Premio Nobel de Literatura en 1998, siendo el primer escritor portugués en
conseguirlo. Ha sido distinguido por su labor con numerosos galardones y
doctorados honoris causa (por las Universidades de Turín, Sevilla, Manchester,
Castilla-La Mancha y Brasilia). Ha recibido el Premio Camoes, equivalente al
Premio Cervantes en los países de lengua portuguesa.
Su obra está
considerada por los críticos de todo el mundo como una de las más importantes
de la literatura contemporánea.
Pasó sus
últimos años en su casa de la isla española de Lanzarote (Canarias), al lado de
su compañera, Pilar del Río.