GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
La historia de esta historia
El
28 de febrero de 1955 se conoció la noticia de que ocho miembros de la
tripulación del destructor Caldas, de
la Marina de Guerra de Colombia, habían caído al agua y desaparecido a causa de
una tormenta en el mar Caribe. La nave viajaba desde Mobile, Estados Unidos,
donde había sido sometida a reparaciones, hacia el puerto colombiano de
Cartagena, adonde llegó sin retraso dos horas después de la tragedia. La
búsqueda de los náufragos se inició de inmediato, con la colaboración de las
fuerzas norteamericanas del Canal de Panamá, que hacen oficios de control
militar y otras obras de caridad en el sur del Caribe. Al cabo de cuatro días
se desistió de la búsqueda, y los marineros perdidos fueron declarados
oficialmente muertos. Una semana más tarde, sin embargo, uno de ellos apareció
moribundo en una playa desierta del norte de Colombia, después de permanecer
diez días sin comer ni beber en una balsa a la deriva. Se llamaba Luis
Alejandro Velasco. Este libro es la reconstrucción periodística de lo que él me
contó, tal como fue publicada un mes después del desastre por el diario El Espectador de Bogotá.
Lo que no sabíamos ni el náufrago ni yo cuando tratábamos de
reconstruir minuto a minuto su aventura, era que aquel rastreo agotador había
de conducirnos a una nueva aventura que causó un cierto revuelo en el país, que
a él le costó su gloria y su carrera y que a mí pudo costarme el pellejo.
Colombia estaba entonces bajo la dictadura militar y folklórica del general
Gustavo Rojas Pinilla, cuyas dos hazañas más memorables fueron una matanza de
estudiantes en el centro de la capital cuando el ejército desbarató a balazos
una manifestación pacífica, y el asesinato por la policía secreta de un número
nunca establecido de taurófilos dominicales, que abucheaban a la hija del
dictador en la plaza de toros. La prensa estaba censurada, y el problema diario
de los periódicos de oposición era encontrar asuntos sin gérmenes políticos
para entretener a los lectores. En El
Espectador, los encargados de ese honorable trabajo de panadería éramos Guillermo
Cano, director; José Salgar, jefe de redacción, y yo, reportero de planta.
Ninguno era mayor de treinta años.
Cuando Luis Alejandro Velasco llegó por sus propios pies a
preguntarnos cuánto le pagábamos por su cuento, lo recibimos como lo que era:
una noticia refrita. Las fuerzas armadas lo habían secuestrado varias semanas
en un hospital naval, y sólo había podido hablar con los periodistas del
régimen, y con uno de oposición que se había disfrazado de médico. El cuento
había sido contado a pedazos muchas veces, estaba manoseado y pervertido, y los
lectores parecían hartos de un héroe que se alquilaba para anunciar relojes,
porque el suyo no se atrasó a la intemperie; que aparecía en anuncios de
zapatos, porque los suyos eran tan fuertes que no los pudo desgarrar para
comérselos, y en otras muchas porquerías de publicidad. Había sido condecorado,
había hecho discursos patrióticos por radio, lo habían mostrado en la televisión
como ejemplo de las generaciones futuras, y lo habían paseado entre flores y
músicas por medio país para que firmara autógrafos y lo besaran las reinas de
la belleza. Había recaudado una pequeña fortuna. Si venía a nosotros sin que lo
llamáramos, después de haberlo buscado tanto, era previsible que ya no tenía
mucho que contar, que sería capaz de inventar cualquier cosa por dinero, y que
el gobierno le había señalado muy bien los límites de su declaración. Lo
mandamos por donde vino. De pronto, al impulso de una corazonada, Guillermo
Cano lo alcanzó en las escaleras, aceptó el trato, y me lo puso en las manos.
Fue como si me hubiera dado una bomba de relojería.
Mi primera sorpresa fue que aquel muchacho de veinte años, macizo,
con más cara de trompetista que de héroe de la patria, tenía un instinto
excepcional del arte de narrar, una capacidad de síntesis y una memoria
asombrosas, y bastante dignidad silvestre como para sonreírse de su propio
heroísmo. En veinte sesiones de seis horas diarias, durante las cuales yo
tomaba notas y soltaba preguntas tramposas para detectar sus contradicciones,
logramos reconstruir el relato compacto y verídico de sus diez días en el mar.
Era tan minucioso y apasionante, que mi único problema literario sería
conseguir que el lector lo creyera. No fue sólo por eso, sino también porque
nos pareció justo, que acordamos escribirlo en primera persona y firmado por
él. Ésta es, en realidad, la primera vez que mi nombre aparece vinculado a este
texto.
La segunda sorpresa, que fue la mejor, la tuve al cuarto día de trabajo,
cuando le pedí a Luis Alejandro Velasco que me describiera la tormenta que
ocasionó el desastre. Consciente de que la declaración valía su peso en oro, me
replicó, con una sonrisa: «Es que no había tormenta». Así era: los servicios
meteorológicos nos confirmaron que aquél había sido uno más de los febreros
mansos y diáfanos del Caribe. La verdad, nunca publicada hasta entonces, era
que la nave dio un bandazo por el viento en la mar gruesa, se soltó la carga
mal estibada en cubierta, y los ocho marineros cayeron al mar. Esa revelación
implicaba tres faltas enormes: primero, estaba prohibido transportar carga en
un destructor; segundo, fue a causa del sobrepeso que la nave no pudo maniobrar
para rescatar a los náufragos, y tercero, era carga de contrabando: neveras,
televisores, lavadoras. Estaba claro que el relato, como el destructor, llevaba
también mal amarrada una carga política y moral que no habíamos previsto.
La historia, dividida en episodios, se publicó en catorce días
consecutivos. El propio gobierno celebró al principio la consagración literaria
de su héroe. Luego, cuando se publicó la verdad, habría sido una trastada
política impedir que se continuara la serie: la circulación del periódico
estaba casi doblada, y había frente al edificio una rebatiña de lectores que
compraban los números atrasados para conservar la colección completa. La
dictadura, de acuerdo con una tradición muy propia de los gobiernos
colombianos, se conformó con remendar la verdad con la retórica: desmintió en
un comunicado solemne que el destructor llevara mercancía de contrabando.
Buscando el modo de sustentar nuestros cargos, le pedimos a Luis Alejandro
Velasco la lista de sus compañeros de tripulación que tuvieran cámaras fotográficas.
Aunque muchos pasaban vacaciones en distintos lugares del país, logramos
encontrarlos para comprar las fotos que habían tomado durante el viaje. Una
semana después de publicado en episodios, apareció el relato completo en un
suplemento especial, ilustrado con las fotos compradas a los marineros. Al
fondo de los grupos de amigos en alta mar, se veían sin la menor posibilidad de
equívocos, inclusive con sus marcas de fábrica, las cajas de mercancía de
contrabando. La dictadura acusó el golpe con una serie de represalias drásticas
que habían de culminar, meses después, con la clausura del periódico.
A pesar de las presiones, las amenazas y las más seductoras
tentativas de soborno, Luis Alejandro Velasco no desmintió una línea del
relato. Tuvo que abandonar la Marina, que era el único trabajo que sabía hacer,
y se desbarrancó en el olvido de la vida común. Antes de dos años cayó la
dictadura y Colombia quedó a merced de otros regímenes mejor vestidos pero no
mucho más justos, mientras yo iniciaba en París este exilio errante y un poco
nostálgico que tanto se parece también a una balsa a la deriva. Nadie volvió a
saber nada del náufrago solitario, hasta hace unos pocos meses en que un periodista
extraviado lo encontró detrás de un escritorio en una empresa de autobuses. He
visto esa foto: ha aumentado de peso y de edad, y se nota que la vida le ha
pasado por dentro, pero le ha dejado el aura serena del héroe que tuvo el valor
de dinamitar su propia estatua.
Yo no había vuelto a leer este relato desde hace quince años. Me
parece bastante digno para ser publicado, pero no acabo de comprender la
utilidad de su publicación. Si ahora se imprime en forma de libro es porque
dije sí sin pensarlo muy bien, y no soy un hombre con dos palabras. Me deprime
la idea de que a los editores no les interese tanto el mérito del texto como el
nombre con que está firmado, que muy a mi pesar es el mismo de un escritor de
moda. Por fortuna, hay libros que no son de quien los escribe sino de quien los
sufre, y éste es uno de ellos.
G. G. M.
Barcelona, febrero 1970
1
Cómo eran mis compañeros muertos en el
mar
El 22 de febrero se nos
anunció que regresaríamos a Colombia. Teníamos ocho meses de estar en Mobile,
Alabama, Estados Unidos, donde el A.R.C. Caldas
fue sometido a reparaciones electrónicas y de sus armamentos. Mientras
reparaban el buque, los miembros de la tripulación recibíamos una instrucción
especial. En los días de franquicia hacíamos lo que hacen todos los marineros
en tierra: íbamos al cine con la novia y nos reuníamos después en Joe Palooka,
una taberna del puerto, donde tomábamos whisky y armábamos una bronca de vez en
cuando.
Mi novia se
llamaba Mary Address, la conocí dos meses después de estar en Mobile, por
intermedio de la novia de otro marino. Aunque tenía una gran facilidad para
aprender el castellano, creo que Mary Address no supo nunca por qué mis amigos
le decían «María Dirección». Cada vez que tenía franquicia la invitaba al cine,
aunque ella prefería que la invitara a comer helados. Nos entendíamos en mi medio
inglés y en su medio español, pero nos entendíamos siempre, en el cine o
comiendo helados.
Sólo una
vez no fui al cine con Mary: la noche que vimos El motín del Caine. A un grupo de mis compañeros le habían dicho
que era una buena película sobre la vida en un barreminas. Por eso fuimos a
verla. Pero lo mejor de la película no era el barreminas sino la tempestad.
Todos estuvimos de acuerdo en que lo indicado en un caso como el de esa tempestad
era modificar el rumbo del buque, como lo hicieron los amotinados. Pero ni yo
ni ninguno de mis compañeros había estado nunca en una tempestad como aquélla,
de manera que nada en la película nos impresionó tanto como la tempestad.
Cuando regresamos a dormir, el marino Diego Velázquez, que estaba muy
impresionado con la película, pensando que dentro de pocos días estaríamos en
el mar, nos dijo: «¿Qué tal si nos sucediese una cosa como ésa?».
Confieso
que yo también estaba impresionado. En ocho meses había perdido la costumbre
del mar. No sentía miedo, pues el instructor nos había enseñado a defendernos
en un naufragio. Sin embargo, no era normal la inquietud que sentía aquella
noche en que vimos El motín del Caine.
No quiero
decir que desde ese instante empecé a presentir la catástrofe. Pero la verdad
es que nunca había sentido tanto temor frente a la proximidad de un viaje. En
Bogotá, cuando era niño y veía las ilustraciones de los libros, nunca se me
ocurrió que alguien pudiera encontrar la muerte en el mar. Por el contrario, pensaba
en él con mucha confianza. Y desde cuando ingresé en la Marina, hace casi doce
años, no había sentido nunca ningún trastorno durante el viaje.
Pero no me
avergüenzo de confesar que sentí algo muy parecido al miedo después que vi El motín del Caine. Tendido boca arriba
en mi litera —la más alta de todas— pensaba en mi familia y en la travesía que
debíamos efectuar antes de llegar a Cartagena. No podía dormir. Con la cabeza
apoyada en las manos oía el suave batir del agua contra el muelle, y la
respiración tranquila de los cuarenta marinos que dormían en el mismo salón.
Debajo de mi litera, el marinero primero Luis Rengifo roncaba como un trombón.
No sé qué soñaba, pero seguramente no habría podido dormir tan tranquilo si
hubiera sabido que ocho días después estaría muerto en el fondo del mar.
La
inquietud me duró toda la semana. El día del viaje se aproximaba con alarmante
rapidez y yo trataba de infundirme seguridad en la conversación con mis
compañeros. El A.R.C. Caldas estaba
listo para partir. Durante esos días se hablaba con más insistencia de nuestras
familias, de Colombia y de nuestros proyectos para el regreso. Poco a poco se
iba cargando el buque con regalos que traíamos a nuestras casas: radios,
neveras, lavadoras y estufas, especialmente. Yo traía una radio.
Ante la
proximidad de la fecha de partida, sin poder deshacerme de mis preocupaciones,
tomé una determinación: tan pronto como llegara a Cartagena abandonaría la Marina.
No volvería a someterme a los riesgos de la navegación. La noche antes de
partir fui a despedirme de Mary, a quien pensé comunicarle mis temores y mi
determinación. Pero no lo hice, porque le prometí volver y no me habría creído
si le hubiera dicho que estaba dispuesto a no navegar jamás. Al único que
comuniqué mi determinación fue a mi amigo íntimo, el marinero segundo Ramón
Herrera, quien me confesó que también había decidido abandonar la Marina tan
pronto como llegara a Cartagena. Compartiendo nuestros temores, Ramón Herrera y
yo nos fuimos con el marinero Diego Velázquez a tomarnos un whisky de despedida
en Joe Palooka.
Pensábamos
tomarnos un whisky, pero nos tomamos cinco botellas. Nuestras amigas de casi
todas las noches conocían la noticia de nuestro viaje y decidieron despedirse,
emborracharse y llorar en prueba de gratitud. El director de la orquesta, un
hombre serio, con unos anteojos que no le permitían parecer un músico, tocó en
nuestro honor un programa de mambos y tangos, creyendo que era música
colombiana. Nuestras amigas lloraron y tomaron whisky de a dólar y medio la
botella.
Como en esa
última semana nos habían pagado tres veces, nosotros resolvimos echar la casa
por la ventana. Yo, porque estaba preocupado y quería emborracharme. Ramón
Herrera porque estaba alegre, como siempre, porque era de Arjona y sabía tocar
el tambor y tenía una singular habilidad para imitar a todos los cantantes de
moda.
Un poco
antes de retirarnos, un marinero norteamericano se acercó a la mesa y le pidió
permiso a Ramón Herrera para bailar con su pareja, una rubia enorme, que era la
que menos bebía y la que más lloraba —¡sinceramente!—. El norteamericano pidió
permiso en inglés, y Ramón Herrera le dio una sacudida, diciendo en español: «¡No
entiendo un carajo!».
Fue una de
las mejores broncas de Mobile, con sillas rotas en la cabeza, radiopatrullas y
policías. Ramón Herrera, que logró ponerle dos buenos pescozones al
norteamericano, regresó al buque a la una de la madrugada, imitando a Daniel
Santos. Dijo que era la última vez que se embarcaba. Y, en realidad, fue la
última.
A las tres
de la madrugada del 24 de febrero zarpó el A.R.C. Caldas del puerto de Mobile, rumbo a Cartagena. Todos sentíamos la
felicidad de regresar a casa. Todos traíamos regalos. El cabo primero Miguel Ortega,
artillero, parecía el más alegre de todos. Creo que ningún marino ha sido nunca
más juicioso que el cabo Miguel Ortega. Durante sus ocho meses en Mobile no
despilfarró un dólar. Todo el dinero que recibió lo invirtió en regalos para su
esposa, que le esperaba en Cartagena. Esa madrugada, cuando nos embarcamos, el
cabo Miguel Ortega estaba en el puente, precisamente hablando de su esposa y
sus hijos, lo cual no era una casualidad, porque nunca hablaba de otra cosa.
Traía una nevera, una lavadora automática, y una radio y una estufa. Doce horas
después el cabo Miguel Ortega estaría tumbado en su litera, muriéndose del
mareo. Y setenta y dos horas después estaría muerto en el fondo del mar.
Los invitados de la muerte
Cuando un buque
zarpa se le da la orden: «Servicio personal a sus puestos de buque». Cada uno
permanece en su puesto hasta cuando la nave sale del puerto. Silencioso en mi
puesto, frente a la torre de los torpedos, yo veía perderse en la niebla las
luces de Mobile, pero no pensaba en Mary. Pensaba en el mar. Sabía que al día siguiente
estaríamos en el golfo de México y que por esta época del año es una ruta
peligrosa. Hasta el amanecer no vi al teniente de fragata Jaime Martínez Diago,
segundo oficial de operaciones, que fue el único oficial muerto en la
catástrofe. Era un hombre alto, fornido y silencioso, a quien vi en muy pocas
ocasiones. Sabía que era natural del Tolima y una excelente persona.
En cambio,
esa madrugada vi al suboficial primero Julio Amador Caraballo, segundo
contramaestre, alto y bien plantado, que pasó junto a mí, contempló por un
instante las últimas luces de Mobile y se dirigió a su puesto. Creo que fue la
última vez que lo vi en el buque.
Ninguno de
los tripulantes del Caldas
manifestaba su alegría del regreso más estrepitosamente que el suboficial Elías
Sabogal, jefe de maquinistas. Era un lobo de mar. Pequeño, de piel curtida,
robusto y conversador. Tenía alrededor de cuarenta años y creo que la mayoría
de ellos los pasó conversando.
El
suboficial Sabogal tenía motivos para estar más contento que nadie. En
Cartagena lo esperaban su esposa y sus seis hijos. Pero sólo conocía cinco: el
menor había nacido mientras nos encontrábamos en Mobile.
Hasta el
amanecer el viaje fue perfectamente tranquilo. En una hora me había acostumbrado
nuevamente a la navegación. Las luces de Mobile se perdían en la distancia
entre la niebla de un día tranquilo y por el oriente se veía el sol, que
empezaba a levantarse. Ahora no me sentía inquieto, sino fatigado. No había
dormido en toda la noche. Tenía sed. Y un mal recuerdo del whisky.
A las seis
de la mañana salimos del puerto. Entonces se dio la orden: «Servicio personal,
retirarse. Guardias de mar, a sus puestos». Tan pronto como oí la orden me
dirigí al dormitorio. Debajo de mi litera, sentado, estaba Luis Rengifo,
frotándose los ojos para acabar de despertar.
—¿Por dónde
vamos? —me preguntó Luis Rengifo.
Le dije que
acabábamos de salir del puerto. Luego subí a mi litera y traté de dormir.
Luis
Rengifo era un marino completo. Había nacido en Chocó, lejos del mar, pero
llevaba el mar en la sangre. Cuando el Caldas
entró en reparación en Mobile, Luis Rengifo no formaba parte de su tripulación.
Se encontraba en Washington, haciendo un curso de armería. Era serio, estudioso
y hablaba el inglés tan correctamente como el castellano.
El 15 de
marzo se graduó de ingeniero civil en Washington. Allí se casó, con una dama
dominicana, en 1952. Cuando el destructor Caldas
fue reparado, Luis Rengifo viajó de Washington y fue incorporado a la
tripulación. Me había dicho, pocos días antes de salir de Mobile, que lo
primero que haría al llegar a Colombia sería adelantar las gestiones para
trasladar a su esposa a Cartagena.
Como tenía
tanto tiempo de no viajar, yo estaba seguro de que Luis Rengifo sufriría de
mareos. Esa primera madrugada de nuestro viaje, mientras se vestía, me
preguntó:
—¿Todavía
no te has mareado?
Le respondí
que no. Rengifo dijo, entonces:
—Dentro de
dos o tres horas te veré con la lengua afuera.
—Así te
veré yo a ti —le dije. Y él respondió:
—El día que
yo me maree, ese día se marea el mar.
Acostado en
mi litera, tratando de conciliar el sueño, yo volví a acordarme de la
tempestad. Renacieron mis temores de la noche anterior. Otra vez preocupado, me
volví hacia donde Luis Rengifo acababa de vestirse y le dije:
—Ten
cuidado. No vaya y sea que la lengua te castigue.
2
Mis últimos minutos a bordo del «barco
lobo»
«Ya estamos en el golfo»,
me dijo uno de mis compañeros cuando me levanté a almorzar, el 26 de febrero.
El día anterior había sentido un poco de temor por el tiempo del golfo de
México. Pero el destructor, a pesar de que se movía un poco, se deslizaba con
suavidad. Pensé con alegría que mis temores habían sido infundados y salí a
cubierta. La silueta de la costa se había borrado. Sólo el mar verde y el cielo
azul se extendían en torno a nosotros. Sin embargo, en la media cubierta, el
cabo Miguel Ortega estaba sentado, pálido y desencajado, luchando con el mareo.
Eso había empezado desde antes. Desde cuando todavía no habían desaparecido las
luces de Mobile, y durante las últimas veinticuatro horas, el cabo Miguel
Ortega no había podido mantenerse en pie, a pesar de que no era un novato en el
mar.
Miguel
Ortega había estado en Corea, en la fragata Almirante
Padilla. Había viajado mucho y estaba familiarizado con el mar. Sin embargo,
a pesar de que el golfo estaba tranquilo, fue preciso ayudarlo a moverse para
que pudiera prestar la guardia. Parecía un agonizante. No toleraba ninguna
clase de alimentos y sus compañeros de guardia lo sentábamos en la popa o en la
media cubierta, hasta cuando se recibía la orden de trasladarlo al dormitorio.
Entonces se tendía boca abajo en su litera, con la cabeza hacia afuera,
esperando la vomitona.
Creo que
fue Ramón Herrera quien me dijo, el 26 en la noche, que la cosa se pondría dura
en el Caribe. De acuerdo con nuestros cálculos, saldríamos del golfo de México
después de la medianoche. En mi puesto de guardia, frente a la torre de los
torpedos, yo pensaba con optimismo en nuestra llegada a Cartagena. La noche era
clara, y el cielo, alto y redondo, estaba lleno de estrellas. Desde cuando
ingresé en la Marina, me aficioné a identificar las estrellas. Esa noche me di
gusto, mientras el A.R.C. Caldas
avanzaba serenamente hacia el Caribe.
Creo que un viejo marinero que haya viajado
por todo el mundo, puede saber en qué mar se encuentra por la manera de moverse
el barco. La experiencia en ese mar donde hice mis primeras armas, me indicó
que estábamos en el Caribe. Miré el reloj. Eran las doce y treinta minutos de
la noche. Las doce y treinta y uno de la madrugada del 27 de febrero. Aunque el
buque no se hubiera movido tanto, yo hubiera sabido que estábamos en el Caribe.
Pero se movía. Yo, que nunca he sentido mareos, empecé a sentirme intranquilo.
Sentí un extraño presentimiento. Y sin saber por qué, me acordé entonces del
cabo Miguel Ortega, que estaba allá abajo, en su litera, echando el estómago
por la boca.
A las seis
de la mañana el destructor se movía como un cascarón. Luis Rengifo estaba despierto,
una litera debajo de la mía.
—Gordo —me
dijo—. ¿Todavía no te has mareado?
Le dije que
no. Pero le manifesté mis temores. Rengifo, que, como he dicho, era ingeniero,
muy estudioso y buen marino, me hizo entonces una exposición de los motivos por
los cuales no había el menor peligro de que al Caldas le ocurriera un accidente en el Caribe. «Es un barco lobo»,
me dijo. Y me recordó que durante la guerra, en esas mismas aguas, el
destructor colombiano había hundido un submarino alemán.
«Es un
buque seguro», decía Luis Rengifo. Y yo, acostado en mi litera, sin poder
dormir a causa de los movimientos de la nave, me sentía seguro con sus
palabras. Pero el viento era cada vez más fuerte a babor, y yo me imaginaba
cómo estaría el Caldas en medio de
aquel tremendo oleaje. En ese momento me acordé de El Motín del Caine.
A pesar de
que el tiempo no varió durante todo el día, la navegación era normal. Cuando
prestaba la guardia me puse a hacer proyectos para cuando llegara a Cartagena.
Le escribiría a Mary. Pensaba escribirle dos veces por semana, pues nunca he
sido perezoso para escribir. Desde cuando ingresé en la Marina, le he escrito
todas las semanas a mi familia de Bogotá. Les he escrito a mis amigos del
barrio Olaya cartas frecuentes y largas. De manera que le escribiría a Mary,
pensé, y saqué en horas la cuenta del tiempo que nos faltaba para llegar a
Cartagena: nos faltaban exactamente 24 horas. Aquélla era mi penúltima guardia.
Ramón
Herrera me ayudó a arrastrar al cabo Miguel Ortega hacia su litera. Estaba cada
vez peor. Desde cuando salimos de Mobile, tres días antes, no había probado
alimento. Casi no podía hablar y tenía el rostro verde y descompuesto.
Empieza el baile
El baile
empezó a las diez de la noche. Durante todo el día el Caldas se había movido, pero no tanto como en esa noche del 27 de
febrero en que yo, desvelado en mi litera, pensaba con pavor en la gente que estaba
de guardia en cubierta. Yo sabía que ninguno de los marineros que estaban allí,
en sus literas, había podido conciliar el sueño. Un poco antes de las doce le
dije a Luis Rengifo, mi vecino de abajo:
—¿Todavía
no te has mareado?
Como lo
había supuesto, Luis Rengifo tampoco podía dormir. Pero a pesar del movimiento
del barco, no había perdido el buen humor. Dijo:
—Ya te dije
que el día que yo me maree, ese día se marea el mar.
Era una frase
que repetía con frecuencia. Pero esa noche casi no tuvo tiempo de terminarla.
He dicho
que sentía inquietud. He dicho que sentía algo muy parecido al miedo. Pero no
me cabe la menor duda de lo que sentí a la medianoche del 27, cuando a través
de los altoparlantes se dio una orden general: «Todo el personal pasarse al
lado de babor».
Yo sabía lo
que significaba esa orden. El barco estaba escorando peligrosamente a estribor
y se trataba de equilibrarlo con nuestro peso. Por primera vez, en dos años de
navegación, tuve un verdadero miedo del mar. El viento silbaba, allá arriba,
donde el personal de cubierta debía estar empapado y tiritando.
Tan pronto
como oí la orden salté de la tarima. Con mucha calma, Luis Rengifo se puso en
pie y se fue a una de las tarimas de babor, que estaban desocupadas, porque
pertenecían al personal de guardia. Agarrándome a las otras literas, traté de
caminar, pero en ese instante me acordé de Miguel Ortega.
No podía
moverse. Cuando oyó la orden había tratado de levantarse, pero había caído
nuevamente en su litera, vencido por el mareo y el agotamiento. Lo ayudé a
incorporarse y lo coloqué en su litera de babor. Con la voz apagada me dijo que
se sentía muy mal.
—Vamos a conseguir
que no hagas la guardia —le dije.
Puede
parecer un mal chiste, pero si Miguel Ortega se hubiera quedado en su litera,
ahora no estaría muerto.
Sin haber
dormido un minuto, a las cuatro de la madrugada del 28 nos reunimos en popa
seis de la guardia disponible. Entre ellos Ramón Herrera, mi compañero de todos
los días. El suboficial de guardia era Guillermo Rozo. Aquélla fue mi última
misión a bordo. Sabía que a las dos de la tarde estaríamos en Cartagena.
Pensaba dormir tan pronto como entregara la guardia, para poder divertirme esa
noche en tierra firme, después de ocho meses de ausencia. A las cinco y media de
la madrugada fui a pasar revista a los bajos fondos acompañado por un grumete.
A las siete relevamos los puestos de servicio efectivo para desayunar. A las ocho
volvieron a relevarnos. Exactamente a esa hora entregué mi última guardia, sin
novedad, a pesar de que la brisa arreciaba y de que las olas, cada vez más
altas, reventaban en el puente y bañaban la cubierta.
En popa
estaba Ramón Herrera. Allí estaba también, como salvavidas de guardia, Luis Rengifo,
con los auriculares puestos. En la media cubierta, recostado, agonizando con su
eterno mareo, estaba el cabo Miguel Ortega. En ese lugar se sentía menos el
movimiento. Conversé un momento con el marinero segundo Eduardo Castillo,
almacenista, soltero, bogotano y muy reservado. No recuerdo de qué hablábamos.
Sólo sé que desde ese instante no volvimos a vernos, hasta cuando se hundió en
el mar, pocas horas después.
Ramón
Herrera estaba recogiendo unos cartones para cubrirse con ellos y tratar de
dormir. Con el movimiento era imposible descansar en los dormitorios. Las olas,
cada vez más fuertes y altas, estallaban en la cubierta. Entre las neveras, las
lavadoras y las estufas, fuertemente aseguradas en la popa, Ramón Herrera y yo
nos acostamos, bien ajustados, para evitar que nos arrastrara una ola. Tendido
boca arriba yo contemplaba el cielo. Me sentía más tranquilo, acostado, con la
seguridad de que dentro de pocas horas estaríamos en la bahía de Cartagena. No
había tempestad; el día estaba perfectamente claro, la visibilidad era completa
y el cielo estaba profundamente azul. Ahora ni siquiera me apretaban las botas,
pues me las había cambiado por unos zapatos de caucho después de que entregué
la guardia.
Un minuto de silencio
Luis Rengifo
me preguntó la hora. Eran las once y media. Desde hacía una hora el buque
empezó a escorar, a inclinarse peligrosamente a estribor. A través de los
altavoces se repitió la orden de la noche anterior: «Todo el personal ponerse
al lado de babor». Ramón Herrera y yo no nos movimos, porque estábamos de ese
lado.
Pensé en el
cabo Miguel Ortega, a quien un momento antes había visto a estribor, pero casi
en el mismo instante lo vi pasar tambaleando. Se tumbó a babor, agonizando con
su mareo. En ese instante el buque se inclinó pavorosamente; se fue. Aguanté la
respiración. Una ola enorme reventó sobre nosotros y quedamos empapados, como
si acabáramos de salir del mar. Con mucha lentitud, trabajosamente, el
destructor recobró su posición normal. En la guardia, Luis Rengifo estaba
lívido. Dijo, nerviosamente:
—¡Qué
vaina! Este buque se está yendo y no quiere volver.
Era la
primera vez que veía nervioso a Luis Rengifo. Junto a mí, Ramón Herrera,
pensativo, enteramente mojado, permanecía silencioso. Hubo un instante de silencio
total. Luego, Ramón Herrera dijo:
—A la hora
que manden cortar cabos para que la carga se vaya al agua, yo soy el primero en
cortar.
Eran las
once y cincuenta minutos.
Yo también
pensaba que de un momento a otro ordenarían cortar las amarras de la carga. Es
lo que se llama «zafarrancho de aligeramiento». Radios, neveras y estufas
habrían caído al agua tan pronto como hubieran dado la orden. Pensé que en ese
caso tendría que bajar al dormitorio, pues en la popa estábamos seguros porque
habíamos logrado asegurarnos entre las neveras y las estufas. Sin ellas nos
habría arrastrado la ola.
El buque
seguía defendiéndose del oleaje, pero cada vez escoraba más. Ramón Herrera rodó
una carpa y se cubrió con ella. Una nueva ola, más grande que la anterior,
volvió a reventar sobre nosotros, que ya estábamos protegidos por la carpa. Me
sujeté la cabeza con las manos, mientras pasaba la ola, y medio minuto después
carraspearon los altavoces.
«Van a dar
la orden de cortar la carga», pensé. Pero la orden fue otra, dada con una voz
segura y reposada: «Personal que transita en cubierta, usar salvavidas».
Calmadamente,
Luis Rengifo sostuvo con una mano los auriculares y se puso el salvavidas con
la otra. Como después de cada ola grande, yo sentía primero un gran vacío y
después un profundo silencio. Vi a Luis Rengifo que, con el salvavidas puesto,
volvió a colocarse los auriculares. Entonces cerré los ojos y oí perfectamente
el tic-tac de mi reloj.
Escuché el
reloj durante un minuto, aproximadamente. Ramón Herrera no se movía. Calculé
que debía faltar un cuarto para las doce. Dos horas para llegar a Cartagena. El
buque pareció suspendido en el aire un segundo. Saqué la mano para mirar la
hora, pero en ese instante no vi el brazo, ni la mano, ni el reloj. No vi la
ola. Sentí que la nave se iba del todo y que la carga en que me apoyaba se
estaba rodando. Me puse en pie, en una fracción de segundo, y el agua me
llegaba al cuello. Con los ojos desorbitados, verde y silencioso, vi a Luis
Rengifo que trataba de sobresalir, sosteniendo los auriculares en alto. Entonces
el agua me cubrió por completo y empecé a nadar hacia arriba.
Tratando de
salir a flote, nadé hacia arriba por espacio de uno, dos, tres segundos. Seguí
nadando hacia arriba. Me faltaba aire. Me asfixiaba. Traté de amarrarme a la
carga, pero ya la carga no estaba allí. Ya no había nada alrededor. Cuando salí
a flote no vi en torno mío nada distinto del mar. Un segundo después, como a
cien metros de distancia, el buque surgió de entre las olas, chorreando agua
por todos lados, como un submarino. Sólo entonces me di cuenta de que había
caído al agua.
3
Viendo, ahogarse a cuatro de mis
compañeros
Mi primera impresión
fue la de estar absolutamente solo en la mitad del mar. Sosteniéndome a flote
vi que otra ola reventaba contra el destructor, y que éste, como a doscientos
metros del lugar en que me encontraba, se precipitaba en un abismo y
desaparecía de mi vista. Pensé que se había hundido. Y un momento después,
confirmando mi pensamiento, surgieron en torno a mí numerosas cajas de la mercancía
con que el destructor había sido cargado en Mobile. Me sostuve a flote entre
cajas de ropa, radios, neveras y toda clase de utensilios domésticos que
saltaban confusamente, batidos por las olas. No tuve en ese instante ninguna
idea precisa de lo que estaba sucediendo. Un poco atolondrado, me aferré a una
de las cajas flotantes y estúpidamente me puse a contemplar el mar. El día era
de una claridad perfecta. Salvo el fuerte oleaje producido por la brisa y la
mercancía dispersa en la superficie, no había nada en ese lugar que pareciera
un naufragio.
De pronto
comencé a oír gritos cercanos. A través del cortante silbido del viento
reconocí perfectamente la voz de Julio Amador Caraballo, el alto y bien
plantado segundo contramaestre, que le gritaba a alguien:
—Agárrese
de ahí, por debajo del salvavidas.
Fue como si
en ese instante hubiera despertado de un profundo sueño de un minuto. Me di
cuenta de que no estaba solo en el mar. Allí, a pocos metros de distancia, mis
compañeros se gritaban unos a otros, manteniéndose a flote. Rápidamente comencé
a pensar. No podía nadar hacia ningún lado. Sabía que estábamos a casi
doscientas millas de Cartagena, pero tenía confundido el sentido de la
orientación. Sin embargo, todavía no sentía miedo. Por un momento pensé que
podría estar aferrado a la caja indefinidamente, hasta cuando vinieran en
nuestro auxilio. Me tranquilizaba saber que, alrededor de mí, otros marinos se
encontraban en iguales circunstancias. Entonces fue cuando vi la balsa.
Eran dos,
aparejadas, como a siete metros de distancia la una de la otra. Aparecieron
inesperadamente en la cresta de una ola, del lado donde gritaban mis
compañeros. Me pareció extraño que ninguno de ellos hubiera podido alcanzarlas.
En un segundo, una de las balsas desaparecía de mi vista. Vacilé entre correr
el riesgo de nadar hacia la otra o permanecer seguro, agarrado a la caja. Pero
antes de que hubiera tenido tiempo de tomar una determinación, me encontré
nadando hacia la última balsa visible, cada vez más lejana. Nadé por espacio de
tres minutos. Por un instante dejé de ver la balsa, pero procuré no perder la
dirección. Bruscamente, un golpe de la ola la puso al lado mío, blanca, enorme
y vacía. Me agarré con fuerza al enjaretado y traté de saltar al interior. Sólo
lo logré a la tercera tentativa. Ya dentro de la balsa, jadeante, azotado por
la brisa, implacable y helada, me incorporé trabajosamente. Entonces vi a tres
de mis compañeros alrededor de la balsa, tratando de alcanzarla.
Los
reconocí al instante. Eduardo Castillo, el almacenista, se agarraba fuertemente
al cuello de Julio Amador Caraballo. Éste, que estaba de guardia efectiva
cuando ocurrió el accidente, tenía puesto el salvavidas. Gritaba: «Agárrese
duro, Castillo». Flotaban entre la mercancía dispersa, como a diez metros de
distancia.
Del otro
lado estaba Luis Rengifo. Pocos minutos antes lo había visto en el destructor,
tratando de sobresalir con los auriculares levantados en la mano derecha. Con
su serenidad habitual, con esa confianza de buen marinero con que decía que
antes que él se marearía el mar, se había quitado la camisa para nadar mejor,
pero había perdido el salvavidas. Aunque no lo hubiera visto, lo habría reconocido
por su grito:
—Gordo,
rema para este lado.
Rápidamente
agarré los remos y traté de acercarme a ellos. Julio Amador, con Eduardo
Castillo fuertemente colgado del cuello, se aproximaba a la balsa. Mucho más
allá, pequeño y desolado, vi al cuarto de mis compañeros: Ramón Herrera, que me
hacía señas con la mano, agarrado a una caja.
¡Sólo tres metros!
Si hubiera
tenido que decidirlo, no habría sabido por cuál de mis compañeros empezar. Pero
cuando vi a Ramón Herrera, el de la bronca en Mobile, el alegre muchacho de Arjona
que pocos minutos antes estaba conmigo en la popa, empecé a remar con desesperación.
Pero la balsa tenía casi dos metros de largo. Era muy pesada en aquel mar
encabritado y yo tenía que remar contra la brisa. Creo que no logré hacerla
avanzar un metro. Desesperado, miré otra vez alrededor y ya Ramón Herrera había
desaparecido de la superficie. Sólo Luis Rengifo nadaba con seguridad hasta la
balsa. Yo estaba seguro de que la alcanzaría. Lo había oído roncar como un
trombón, debajo de mi tarima, y estaba convencido de que su serenidad era más
fuerte que el mar.
En cambio,
Julio Amador luchaba con Eduardo Castillo para que no se soltara de su cuello.
Estaban a menos de tres metros. Pensé que si se acercaban un poco más podría
tenderles un remo para que se agarrasen. Pero en ese instante una ola
gigantesca suspendió la balsa en el aire y vi, desde la cresta enorme, el
mástil del destructor, que se alejaba. Cuando volví a descender, Julio Amador
había desaparecido, con Eduardo Castillo agarrado al cuello. Solo, a dos metros
de distancia, Luis Rengifo seguía nadando serenamente hacia la balsa.
No sé por
qué hice esa cosa absurda: sabiendo que no podía avanzar, metí el remo en el
agua, como tratando de evitar que la balsa se moviera, como tratando de
clavarla en su sitio. Luis Rengifo, fatigado, se detuvo un instante, levantó la
mano como cuando sostenía en ella los auriculares, y me gritó otra vez:
—¡Rema para
acá, gordo!
La brisa
venía en la misma dirección. Le grité que no podía remar contra la brisa, que hiciera
un último esfuerzo, pero tuve la sensación de que no me oyó. Las cajas de mercancías
habían desaparecido y la balsa bailaba de un lado a otro, batida por las olas.
En un instante estuve a más de cinco metros de Luis Rengifo, y lo perdí de
vista. Pero apareció por otro lado, todavía sin desesperarse, hundiéndose
contra las olas para evitar que lo alejaran. Yo estaba de pie, ahora con el
remo en alto, esperando que Luis Rengifo se acercara lo suficiente como para
que pudiera alcanzarlo. Pero entonces noté que se fatigaba, se desesperaba.
Volvió a gritarme, hundiéndose ya:
—¡Gordo...
Gordo!
Traté de
remar, pero... seguía siendo inútil, como la primera vez. Hice un último
esfuerzo para que Luis Rengifo alcanzara el remo, pero la mano levantada, la
que pocos minutos antes había tratado de evitar que se hundieran los auriculares,
se hundió en ese momento para siempre, a menos de dos metros del remo...
No sé
cuánto tiempo estuve así, parado, haciendo equilibrio en la balsa, con el remo
levantado. Examinaba el agua. Esperaba que de un momento a otro surgiera
alguien en la superficie. Pero el mar estaba limpio y el viento, cada vez más
fuerte, golpeaba contra mi camisa con un aullido de perro. La mercancía había
desaparecido. El mástil, cada vez más distante, me indicó que el destructor no
se había hundido, como lo creí al principio. Me sentí tranquilo: pensé que
dentro de un momento vendrían a buscarme. Pensé que alguno de mis compañeros
había logrado alcanzar la otra balsa. No había razón para que no lo hubieran
logrado. No eran balsas dotadas, porque la verdad es que ninguna de las balsas del
destructor estaba dotada. Pero había seis en total, aparte de los botes y
balleneras. Pensaba que era enteramente normal que algunos de mis compañeros
hubieran alcanzado las otras balsas, como alcancé yo la mía, y que acaso el
destructor nos estuviera buscando.
De pronto
me di cuenta del sol. Un sol caliente y metálico, del puro mediodía. Atontado,
todavía sin recobrarme por completo, miré el reloj. Eran las doce clavadas.
Solo
La última
vez que Luis Rengifo me preguntó la hora, en el destructor, eran las once y
media. Vi nuevamente la hora a las once y cincuenta, y todavía no había
ocurrido la catástrofe. Cuando miré el reloj en la balsa, eran las doce en
punto. Me pareció que hacía mucho tiempo que todo había ocurrido, pero en
realidad sólo habían transcurrido diez minutos desde el instante en que vi por
última vez el reloj, en la popa del destructor, y el instante en que alcancé la
balsa, y traté de salvar a mis compañeros, y me quedé allí, inmóvil, de pie en
la balsa, viendo el mar vacío, oyendo el cortante aullido del viento y pensando
que transcurrirían por lo menos dos o tres horas antes de que vinieran a
rescatarme.
«Dos o tres
horas», calculé. Me pareció un tiempo desproporcionadamente largo para estar
solo en el mar. Pero traté de resignarme. No tenía alimentos ni agua y pensaba
que antes de las tres de la tarde la sed sería abrasadora. El sol me ardía en
la cabeza, me empezaba a quemar la piel, seca y endurecida por la sal. Como en
la caída había perdido la gorra, volví a mojarme la cabeza y me senté al borde
de la balsa, mientras venían a rescatarme.
Sólo
entonces sentí el dolor en la rodilla derecha. Mi grueso pantalón de dril azul
estaba mojado, de manera que me costó trabajo enrollarlo hasta más arriba de la
rodilla. Pero cuando lo logré me sentí sobresaltado: tenía una herida honda, en
forma de medialuna, en la parte inferior de la rodilla. No sé si tropecé con el
borde del barco. No sé si me hice la herida al caer al agua. Sólo sé que no me
di cuenta de ella sino cuando ya estaba sentado en la balsa, y que a pesar de
que me ardía un poco, había dejado de sangrar y estaba perfectamente seca, me
imagino que a causa de la sal marina. Sin saber en qué pensar, me puse a hacer
un inventario de mis cosas. Quería saber con qué contaba en la soledad del mar.
En primer término, contaba con mi reloj, que funcionaba a precisión y que no
podía dejar de mirar a cada dos, tres minutos. Tenía, además de mi anillo de
oro, comprado en Cartagena el año pasado, mi cadena con la medalla de la Virgen
del Carmen, también comprada en Cartagena a otro marino por treinta y cinco
pesos. En los bolsillos no tenía más que las llaves de mi armario del
destructor, y tres tarjetas que me dieron en un almacén de Mobile, un día del
mes de enero en que fui de compras con Mary Address. Como no tenía nada que
hacer, me puse a leer las tarjetas para distraerme mientras me rescataban. No
sé por qué me pareció que eran como un mensaje en clave que los náufragos echan
al mar dentro de una botella. Y creo que si en ese instante hubiera tenido una
botella, hubiera metido dentro una de las tarjetas, jugando al náufrago, para
tener esa noche algo divertido que contarles a mis amigos en Cartagena.
4
Mi primera noche solo en el Caribe
A las cuatro de la
tarde se calmó la brisa. Como no veía nada más que agua y cielo, como no tenía
puntos de referencia, transcurrieron más de dos horas antes de que me diera
cuenta de que la balsa estaba avanzando. Pero en realidad, desde el momento en
que me encontré dentro de ella, empezó a moverse en línea recta, empujada por
la brisa, a una velocidad mayor de la que yo habría podido imprimirle con los
remos. Sin embargo, no tenía la menor idea sobre mi dirección ni posición. No sabía
si la balsa avanzaba hacia la costa o hacia el interior del Caribe. Esto último
me parecía lo más probable, pues siempre había considerado imposible que el mar
arrojara a la tierra alguna cosa que hubiera penetrado doscientas millas, y
menos si esa cosa era algo tan pesado como un hombre en una balsa.
Durante mis
primeras dos horas seguí mentalmente, minuto a minuto, el viaje del destructor.
Pensé que si habían telegrafiado a Cartagena, habían dado la posición exacta
del lugar en que ocurrió el accidente, y que desde ese momento habían enviado
aviones y helicópteros a rescatarnos. Hice mis cálculos: antes de una hora los
aviones estarían allí, dando vueltas sobre mi cabeza.
A la una de
la tarde me senté en la balsa a escrutar el horizonte. Solté los tres remos y
los puse en el interior, listo a remar en la dirección en que aparecieran los
aviones. Los minutos eran largos e intensos. El sol me abrasaba el rostro y las
espaldas y los labios me ardían, cuarteados por la sal. Pero en ese momento no
sentía sed ni hambre. La única necesidad que sentía era la de que aparecieran
los aviones. Ya tenía mi plan: cuando los viera aparecer trataría de remar
hacia ellos, luego, cuando estuvieran sobre mí, me pondría de pie en la balsa y
les haría señales con la camisa. Para estar preparado, para no perder un
minuto, me desabotoné la camisa y seguí sentado en la borda, escrutando el
horizonte por todos lados, pues no tenía la menor idea de la dirección en que
aparecerían los aviones.
Así
llegaron las dos. La brisa seguía aullando, y por encima del aullido de la
brisa yo seguía oyendo la voz de Luis Rengifo: «Gordo, rema para este lado». La
oía con perfecta claridad, como si estuviera allí, a dos metros de distancia,
tratando de alcanzar el remo. Pero yo sabía que cuando el viento aúlla en el
mar, cuando las olas se rompen contra los acantilados, uno sigue oyendo las
voces que recuerda. Y las sigue oyendo con enloquecedora persistencia: «Gordo,
rema para este lado».
A las tres
empecé a desesperarme. Sabía que a esa hora el destructor estaba en los muelles
de Cartagena. Mis compañeros, felices por el regreso, se dispersarían dentro de
pocos momentos por la ciudad. Tuve la sensación de que todos estaban pensando
en mí, y esa idea me infundió ánimo y paciencia para esperar hasta las cuatro.
Aunque no hubieran telegrafiado, aunque no se hubieran dado cuenta de que
caímos al agua, lo habrían advertido en el momento de atracar, cuando toda la
tripulación debía de estar en cubierta. Eso pudo ser a las tres, a más tardar;
inmediatamente habrían dado el aviso. Por mucho que hubieran demorado los
aviones en despegar, antes de media hora estarían volando hacia el lugar del accidente.
Así que a las cuatro —a más tardar a las cuatro y media— estarían volando sobre
mi cabeza. Seguí escrutando el horizonte, hasta cuando cesó la brisa y me sentí
envuelto en un inmenso y sordo rumor. Sólo entonces dejé de oír el grito de
Luis Rengifo.
La gran noche
Al
principio me pareció que era imposible permanecer tres horas solo en el mar.
Pero a las cinco, cuando ya habían transcurrido cinco horas, me pareció que aún
podía esperar una hora más. El sol estaba descendiendo. Se puso rojo y grande
en el ocaso, y entonces empecé a orientarme. Ahora sabía por dónde aparecerían
los aviones: puse el sol a mi izquierda y miré en línea recta, sin moverme, sin
desviar la vista un solo instante, sin atreverme a pestañear, en la dirección
en que debía de estar Cartagena, según mi orientación. A las seis me dolían los
ojos. Pero seguía mirando. Incluso después de que empezó a oscurecer, seguí
mirando con una paciencia dura y rebelde. Sabía que entonces no vería los
aviones, pero vería las luces verdes y rojas, avanzando hacia mí, antes de percibir
el ruido de sus motores. Quería ver las luces, sin pensar que desde los aviones
no podrían verme en la oscuridad. De pronto el cielo se puso rojo, y yo seguía
escrutando el horizonte. Luego se puso color de violetas oscuras, y yo seguía
mirando. A un lado de la balsa, como un diamante amarillo en el cielo color de
vino, fija y cuadrada, apareció la primera estrella. Fue como una señal.
Inmediatamente después, la noche, apretada y tensa, se derrumbó sobre el mar.
Mi primera
impresión, al darme cuenta de que estaba sumergido en la oscuridad, de que ya
no podía ver la palma de mi mano, fue la de que no podría dominar el terror.
Por el ruido del agua contra la borda, sabía que la balsa seguía avanzando
lenta pero incansablemente. Hundido en las tinieblas, me di cuenta entonces de
que no había estado tan solo en las horas del día. Estaba más solo en la
oscuridad, en la balsa que no veía pero que sentía debajo de mí, deslizándose
sordamente sobre un mar espeso y poblado de animales extraños. Para sentirme
menos solo me puse a mirar el cuadrante de mi reloj. Eran las siete menos diez.
Mucho tiempo después, como a las dos, a las tres horas, eran las siete menos
cinco. Cuando el minutero llegó al número doce eran las siete en punto y el
cielo estaba apretado de estrellas. Pero a mí me parecía que había transcurrido
tanto tiempo que ya era hora de que empezara a amanecer. Desesperadamente, seguía
pensando en los aviones.
Empecé a
sentir frío. Es imposible permanecer seco un minuto dentro de una balsa.
Incluso cuando uno se sienta en la borda medio cuerpo queda dentro del agua,
porque el piso de la balsa cuelga como una canasta, más de medio metro por
debajo de la superficie. A las ocho de la noche el agua era menos fría que el
aire. Yo sabía que en el piso de la balsa estaría a salvo de animales, porque
la red que protege el piso les impide acercarse. Pero eso se aprende en la
escuela y se cree en la escuela, cuando el instructor hace la demostración en
un modelo reducido de la balsa, y uno está sentado en un banco, entre cuarenta
compañeros y a las dos de la tarde. Pero cuando se está solo en el mar, a las
ocho de la noche y sin esperanza, se piensa que no hay ninguna lógica en las
palabras del instructor. Yo sabía que tenía medio cuerpo metido en un mundo que
no pertenecía a los hombres sino a los animales del mar y a pesar del viento
helado que me azotaba la camisa no me atrevía a moverme de la borda. Según el
instructor, ése es el lugar menos seguro de la balsa. Pero, con todo, sólo allí
me sentía más lejos de los animales: esos animales enormes y desconocidos que
oía pasar misteriosamente junto a la balsa.
Esa noche
me costó trabajo encontrar la Osa Menor, perdida en una confusa e interminable
maraña de estrellas. Nunca había visto tantas. En toda la extensión del cielo
era difícil encontrar un punto vacío. Pero desde cuando localicé la Osa Menor
no me atreví a mirar hacia otro lado. No sé por qué me sentía menos solo
mirando la Osa Menor. En Cartagena, cuando teníamos franquicia, nos sentábamos
en el puente de Manga a la madrugada, mientras Ramón Herrera cantaba, imitando
a Daniel Santos, y alguien lo acompañaba con una guitarra.
Sentado en
el borde de la piedra, yo descubría siempre la Osa Menor, por los lados del
Cerro de la Popa. Esa noche, en el borde de la balsa, sentí por un instante
como si estuviera en el puente de Manga, como si Ramón Herrera hubiera estado
junto a mí, cantando acompañado por una guitarra, y como si la Osa Menor no
hubiera estado a doscientas millas de la tierra, sino sobre el Cerro de la
Popa. Pensaba que a esa hora alguien estaba mirando la Osa Menor en Cartagena,
como yo la miraba en el mar, y esa idea hacía que me sintiera menos solo.
Lo que hizo
más larga mi primera noche en el mar fue que en ella no ocurrió absolutamente
nada. Es imposible describir una noche en una balsa, cuando nada sucede y se
tiene terror a los animales, y se tiene un reloj fosforescente que es imposible
dejar de mirar un solo minuto. La noche del 28 de febrero —que fue mi primera
noche en el mar— miré al reloj cada minuto. Era una tortura. Desesperadamente
resolví quitármelo, guardarlo en el bolsillo para no estar pendiente de la
hora. Cuando me pareció que era imposible resistir, faltaban veinte minutos
para las nueve de la noche. Todavía no sentía sed ni hambre y estaba seguro de
que podría resistir hasta el día siguiente, cuando vinieran los aviones. Pero
pensaba que me volvería loco el reloj. Preso de angustia, me lo quité de la
muñeca para echármelo al bolsillo, pero cuando lo tuve en la mano se me ocurrió
que lo mejor era arrojarlo al mar. Vacilé un instante. Luego sentí terror: pensé
que estaría más solo sin el reloj. Volví a ponérmelo en la muñeca y seguí mirándolo,
minuto a minuto, como esa tarde había estado mirando el horizonte en espera de
los aviones; hasta cuando me dolieron los ojos.
Después de
las doce sentí deseos de llorar. No había dormido un segundo, pero ni siquiera
lo había intentado. Con la misma esperanza con que esa tarde esperé ver aviones
en el horizonte, estuve esa madrugada buscando luces de barcos. Permanecí
largas horas escrutando el mar; un mar tranquilo, inmenso y silencioso, pero no
vi una sola luz distinta de las estrellas. El frío fue más intenso en las horas
de la madrugada y me parecía que mi cuerpo se había vuelto resplandeciente, con
todo el sol de la tarde incrustado debajo de la piel. Con el frío me ardía más.
La rodilla derecha empezó a dolerme después de las doce y sentía como si el
agua hubiera penetrado hasta los huesos. Pero esas eran sensaciones remotas. No
pensaba tanto en mi cuerpo como en las luces de los barcos. Y pensaba que en
medio de aquella soledad infinita, en medio del oscuro rumor del mar, no
necesitaba sino ver la luz de un barco, para dar un grito que se habría oído a
cualquier distancia.
La luz de cada día
No amaneció
lentamente, como en la tierra. El cielo se puso pálido, desaparecieron las
primeras estrellas y yo seguía mirando primero el reloj y luego el horizonte.
Aparecieron los contornos del mar. Habían transcurrido doce horas, pero me
parecía imposible. Es imposible que la noche sea tan larga como el día. Se
necesita haber pasado una noche en el mar, sentado en una balsa y contemplando
un reloj, para saber que la noche es desmesuradamente más larga que el día.
Pero de pronto empieza a amanecer, y entonces uno se siente demasiado cansado
para saber que está amaneciendo.
Eso me
ocurrió en aquella primera noche de la balsa. Cuando empezó a amanecer ya nada
me importaba. No pensé ni en el agua ni en la comida. No pensé en nada hasta
cuando el viento empezó a ponerse tibio y la superficie del mar se volvió lisa
y dorada. No había dormido un segundo en toda la noche, pero en aquel instante
sentí como si hubiera despertado. Cuando me estiré en la balsa los huesos me
dolían. Me dolía la piel. Pero el día era resplandeciente y tibio, y en medio
de la claridad, del rumor del viento que empezaba a levantarse, yo me sentía
con renovadas fuerzas para esperar. Y me sentí profundamente acompañado en la balsa.
Por primera vez en los veinte años de mi vida me sentí entonces perfectamente
feliz.
La balsa
seguía avanzando, no podía calcular cuánto había avanzado durante la noche,
pero todo seguía siendo igual en el horizonte, como si no me hubiera movido un
centímetro. A las siete de la mañana pensé en el destructor. Era la hora del
desayuno. Pensaba que mis compañeros estaban sentados en la mesa comiéndose una
manzana. Después nos llevarían huevos. Después carne. Después pan y café con leche.
La boca se me llenó de saliva y sentí una torcedura leve en el estómago. Para
distraer aquella idea me sumergí en el fondo de la balsa hasta el cuello. El
agua fresca en la espalda abrasada me hizo sentir fuerte y aliviado. Estuve así
largo tiempo, sumergido, preguntándome por qué me fui a la popa con Ramón
Herrera, en lugar de acostarme en mi litera. Reconstruí minuto a minuto la
tragedia y me consideré como un estúpido. No había ninguna razón para que yo
hubiera sido una de las víctimas: no estaba de guardia, no tenía obligación de
estar en cubierta. Pensé que todo había sido por culpa de la mala suerte y
entonces volví a sentir un poco de angustia. Pero cuando miré el reloj volví a
tranquilizarme. El día avanzaba rápidamente: eran las once y media.
Un punto negro en el horizonte
La
proximidad del mediodía me hizo pensar otra vez en Cartagena. Pensé que era
imposible que no hubieran advertido mi desaparición. Hasta llegué a lamentar el
haber alcanzado la balsa, pues me imaginé por un instante que mis compañeros
habían sido rescatados, y que el único que andaba a la deriva era yo, porque la
balsa había sido empujada por la brisa. Incluso atribuí a la mala suerte el
haber alcanzado la balsa.
No había acabado de madurar esa idea cuando creí ver un punto
en el horizonte. Me incorporé con la vista fija en aquel punto negro que
avanzaba. Eran las once y cincuenta. Miré con tanta intensidad, que en un momento
el cielo se llenó de puntos luminosos. Pero el punto negro seguía avanzando,
directamente hacia la balsa. Dos minutos después de haberlo descubierto empecé
a ver perfectamente su forma. A medida que se acercaba por el cielo, luminoso y
azul, lanzaba cegadores destellos metálicos. Poco a poco se fue definiendo entre
los otros puntos luminosos. Me dolía el cuello y ya no soportaba el resplandor
del cielo en los ojos. Pero seguía mirándolo: era brillante, veloz, y venía
directamente hacia la balsa. En ese instante no me sentí feliz. No sentí una
emoción desbordada. Sentí una gran lucidez y una serenidad extraordinaria, de
pie en la balsa, mientras el avión se acercaba. Calmadamente me quité la
camisa. Tenía la sensación de que sabía cuál era el instante preciso en que
debía empezar a hacer señas con la camisa. Permanecí un minuto, dos minutos,
con la camisa en la mano, esperando a que el avión se acercara un poco más.
Venía directamente hacia la balsa. Cuando levanté el brazo y empecé a agitar la
camisa, oía perfectamente, por encima del ruido de las olas, el creciente y
vibrante ruido de sus motores.
5
Yo tuve un compañero a bordo de la
balsa
Agité la camisa
desesperadamente, durante cinco minutos por lo menos. Pero pronto me di cuenta
de que me había equivocado: el avión no venía hacia la balsa. Cuando vi crecer
el punto negro me pareció que pasaría por encima de mi cabeza. Pero pasó muy
distante y a una altura desde la cual era imposible que me vieran. Luego dio
una larga vuelta, tomó la dirección de regreso y empezó a perderse en el mismo
lugar del cielo por donde había aparecido. De pie en la balsa, expuesto al sol
ardiente, estuve mirando el punto negro sin pensar en nada, hasta cuando se
borró por completo en el horizonte. Entonces volví a sentarme. Me sentí
desgraciado, pero como aún no había perdido la esperanza, decidí tomar
precauciones para protegerme del sol. En primer término no debía exponer los
pulmones a los rayos solares. Eran las doce del día. Llevaba exactamente 24
horas en la balsa. Me acosté de cara al cielo en la borda y me puse sobre el
rostro la camisa húmeda. No traté de dormir porque sabía el peligro que me
amenazaba si me quedaba dormido en la borda. Pensé en el avión: no estaba muy
seguro de que me estuviera buscando. No me fue posible identificarlo. Allí,
acostado en la borda, sentí por primera vez la tortura de la sed. Al principio
fue la saliva espesa y la sequedad en la garganta. Me provocó tomar agua del
mar, pero sabía que me perjudicaba. Podría tomar un poco, más tarde. De pronto
me olvidé de la sed. Allí mismo, sobre mi cabeza, más fuerte que el ruido de
las olas, oí el ruido de otro avión.
Emocionado,
me incorporé en la balsa. El avión se acercaba, por donde había llegado el
otro, pero éste venía directamente hacia la balsa. En el instante en que pasó
sobre mi cabeza volví a agitar la camisa. Pero iba demasiado alto. Pasó de
largo; se fue; desapareció. Luego dio la vuelta y lo vi de perfil sobre el
horizonte, volando en la dirección en que había llegado. «Ahora me están
buscando», pensé. Y esperé en la borda, con la camisa en la mano, a que
llegaran nuevos aviones.
Algo había
sacado en claro de los aviones: aparecían y desaparecían por un mismo punto.
Eso significaba que allí estaba la tierra. Ahora sabía hacia dónde debía dirigirme.
¿Pero cómo? Por mucho que la balsa hubiera avanzado durante la noche, debía
estar aún muy lejos de la costa. Sabía en qué dirección encontrarla, pero
ignoraba en absoluto cuánto tiempo debía remar, con aquel sol que empezaba a
ampollarme la piel y con aquella hambre que me dolía en el estómago. Y sobre
todo, con aquella sed. Cada vez me resultaba más difícil respirar.
A las doce
y treinta y cinco, sin que yo hubiera advertido en qué momento, llegó un enorme
avión negro, con pontones de acuatizaje, pasó bramando por encima de mi cabeza.
El corazón me dio un salto. Lo vi perfectamente. El día era muy claro, de
manera que pude ver nítidamente la cabeza de un hombre asomado a la cabina,
examinando el mar con un par de binóculos negros. Pasó tan bajo, tan cerca de
mí, que me pareció sentir en el rostro el fuerte aletazo de sus motores. Lo
identifiqué perfectamente por las letras de sus alas: era un avión del servicio
de guardacostas de la Zona del Canal.
Cuando se
alejó trepidando hacia el interior del Caribe no dudé un solo instante de que
el hombre de los binóculos me había visto agitar la camisa. «¡Me han descubierto!»,
grité, dichoso, todavía agitando la camisa. Loco de emoción, me puse a dar
saltos en la balsa.
¡Me habían visto!
Antes de
cinco minutos, el mismo avión negro volvió a pasar en la dirección contraria, a
igual altura que la primera vez. Volaba inclinado sobre el ala izquierda y en
la ventanilla de ese lado vi de nuevo, perfectamente, al hombre que examinaba
el mar con los binóculos. Volví a agitar la camisa. Ahora no la agitaba
desesperadamente. La agitaba con calma, no como si estuviera pidiendo auxilio,
sino como lanzando un emocionado saludo de agradecimiento a mis descubridores.
A medida
que avanzaba me pareció que iba perdiendo altura. Por un momento estuvo volando
en línea recta, casi al nivel del agua. Pensé que estaba acuatizando y me
preparé a remar hacia el lugar en que descendiera. Pero un instante después
volvió a tomar altura, dio la vuelta y pasó por tercera vez sobre mi cabeza.
Entonces no agité la camisa con desesperación. Aguardé que estuviera exactamente
sobre la balsa. Le hice una breve señal y esperé que pasara de nuevo, cada vez
más bajo. Pero ocurrió todo lo contrario: tomó altura rápidamente y se perdió
por donde había aparecido. Sin embargo, no tenía por qué preocuparme. Estaba
seguro de que me habían visto. Era imposible que no me hubieran visto, volando
tan bajo y exactamente sobre la balsa. Tranquilo, despreocupado y feliz, me
senté a esperar.
Esperé una
hora. Había sacado una conclusión muy importante: el punto donde aparecieron
los primeros aviones estaba sin duda sobre Cartagena. El punto por donde desapareció
el avión negro estaba sobre Panamá. Calculé que remando en línea recta,
desviándome un poco de la dirección de la brisa llegaría aproximadamente al
balneario de Tolú. Ése era más o menos el punto intermedio entre los dos puntos
por donde desaparecieron los aviones.
Había
calculado que en una hora estarían rescatándome. Pero la hora pasó sin que nada
ocurriera en el mar azul, limpio y perfectamente tranquilo. Pasaron dos horas
más. Y otra y otra, durante las cuales no me moví un segundo de la borda.
Estuve tenso, escrutando el horizonte sin pestañear. El sol empezó a descender
a las cinco de la tarde. Aún no perdía las esperanzas, pero comencé a sentirme
intranquilo. Estaba seguro de que me habían visto desde el avión negro, pero no
me explicaba cómo había transcurrido tanto tiempo sin que vinieran a
rescatarme. Sentía la garganta seca. Cada vez me resultaba más difícil
respirar. Estaba distraído, mirando el horizonte, cuando, sin saber por qué, di
un salto y caí en el centro de la balsa. Lentamente, como cazando una presa, la
aleta de un tiburón se deslizaba a lo largo de la borda.
Los tiburones llegan a las cinco
Fue el
primer animal que vi, casi treinta horas después de estar en la balsa. La aleta
de un tiburón infunde terror porque uno conoce la voracidad de la fiera. Pero
realmente nada parece más inofensivo que la aleta de un tiburón. No parece algo
que formara parte de un animal, y menos de una fiera. Es verde y áspera, como
la corteza de un árbol. Cuando la vi pasar orillando la borda, tuve la
sensación de que tenía un sabor fresco y un poco amargo, como el de una corteza
vegetal. Eran más de las cinco. El mar estaba sereno al atardecer. Otros
tiburones se acercaron a la balsa, pacientemente, y estuvieron merodeando hasta
cuando anocheció por completo. Ya no había luces, pero los sentía rondar en la
oscuridad, rasgando la superficie tranquila con el filo de sus aletas.
Desde ese
momento no volví a sentarme en la borda después de las cinco de la tarde.
Mañana, pasado mañana y aun dentro de cuatro días, tendría suficiente
experiencia para saber que los tiburones son unos animales puntuales: llegarían
un poco después de las cinco y desaparecerían con la oscuridad.
Al
atardecer, el agua transparente ofrece un hermoso espectáculo. Peces de todos
los colores se acercaban a la balsa. Enormes peces amarillos y verdes; peces
rayados de azul y rojo, redondos, diminutos, acompañaban la balsa hasta el
anochecer. A veces había un relámpago metálico, un chorro de agua sanguinolenta
saltaba por la borda y los pedazos de un pez destrozado por el tiburón flotaban
un segundo junto a la balsa. Entonces una incalculable cantidad de peces
menores se precipitaban sobre los desperdicios. En aquel momento yo habría
vendido el alma por el pedazo más pequeño de las sobras del tiburón.
Era mi
segunda noche en el mar. Noche de hambre y de sed y de desesperación. Me sentí
abandonado, después de que me aferré obstinadamente a la esperanza de los
aviones. Sólo esa noche decidí que con lo único que contaba para salvarme era
con mi voluntad y con los restos de mis fuerzas.
Una cosa me
asombraba: me sentía un poco débil, pero no agotado. Llevaba casi cuarenta
horas sin agua ni alimentos y más de dos noches y dos días sin dormir, pues
había estado en vigilia toda la noche anterior al accidente. Sin embargo yo me
sentía capaz de remar.
Volví a buscar la Osa Menor. Fijé la vista en
ella y empecé a remar. Había brisa pero no corría en la misma dirección que yo
debía imprimirle a la balsa para navegar directamente hacia la Osa Menor. Fijé
los dos remos en la borda y comencé a remar a las diez de la noche. Remé al
principio desesperadamente. Luego con más calma, fija la vista en la Osa Menor,
que, según mis cálculos, brillaba exactamente sobre el Cerro de la Popa. Por el
ruido del agua sabía que estaba avanzando. Cuando me fatigaba cruzaba los remos
y recostaba la cabeza para descansar. Luego agarraba los remos con más fuerza y
con más esperanza. A las doce de la noche seguía remando.
Un compañero en la balsa
Casi a las
dos me sentí completamente agotado. Crucé los remos y traté de dormir. En ese
momento había aumentado la sed. El hambre no me molestaba. Me molestaba la sed.
Me sentí tan cansado que apoyé la cabeza en el remo y me dispuse a morir.
Entonces fue cuando vi, sentado en la cubierta del destructor, al marinero
Jaime Manjarrés, que me mostraba con el índice la dirección del puerto. Jaime
Manjarrés, bogotano, es uno de mis amigos más antiguos en la Marina. Con frecuencia
pensaba en los compañeros que trataron de abordar la balsa. Me preguntaba si
habrían alcanzado la otra balsa, si el destructor los había recogido o si los
habían localizado los aviones. Pero nunca había pensado en Jaime Manjarrés. Sin
embargo, tan pronto como cerraba los ojos aparecía Jaime Manjarrés, sonriente,
primero señalándome la dirección del puerto y luego sentado en el comedor,
frente a mí, con un plato de frutas y huevos revueltos en la mano.
Al
principio fue un sueño. Cerraba los ojos, dormía durante breves minutos y
aparecía siempre, puntual y en la misma posición, Jaime Manjarrés. Por fin decidí
hablarle. No recuerdo qué le pregunté en esa primera ocasión. No recuerdo tampoco
qué me respondió. Pero sé que estábamos conversando en la cubierta y de pronto
vino el golpe de la ola, la ola fatal de las once y cincuenta y cinco minutos, y
desperté sobresaltado, agarrándome con todas mis fuerzas al enjaretado para no
caer al mar.
Pero antes
del amanecer se oscureció el cielo. No pude dormir más porque me sentía
agotado, incluso para dormir. En medio de las tinieblas dejé de ver el otro
extremo de la balsa. Pero seguí mirando hacia la oscuridad, tratando de
penetrarla. Entonces fue cuando vi perfectamente, en el extremo de la borda, a
Jaime Manjarrés, sentado, con su uniforme de trabajo: pantalón y camisa azules,
y la gorra ligeramente inclinada sobre la oreja derecha, en la que se leía
claramente, a pesar de la oscuridad: A.R.C. Caldas.
—Hola —le
dije sin sobresaltarme. Seguro de que Jaime Manjarrés estaba allí. Seguro de que
allí había estado siempre.
Si esto
hubiera sido un sueño no tendría ninguna importancia. Sé que estaba
completamente despierto, completamente lúcido, y que oía el silbido del viento
y el ruido del mar sobre mi cabeza. Sentía el hambre y la sed. Y no me cabía la
menor duda de que Jaime Manjarrés viajaba conmigo en la balsa.
—¿Por qué
no tomaste bastante agua en el buque? —me preguntó.
—Porque
estábamos llegando a Cartagena —le respondí—. Estaba acostado en la popa con
Ramón Herrera.
No era una
aparición. Yo no sentía miedo. Me parecía una tontería que antes me hubiera
sentido solo en la balsa, sin saber que otro marinero estaba conmigo.
—¿Por qué
no comiste? —me preguntó Jaime Manjarrés.
Recuerdo
perfectamente que le dije:
—Porque no
quisieron darme comida. Pedí manzanas y helados y no quisieron dármelos. No sé
dónde los tenían escondidos.
Jaime
Manjarrés no respondió nada. Estuvo silencioso un momento. Volvió a señalarme
hacia donde quedaba Cartagena. Yo seguí la dirección de su mano y vi las luces
del puerto, las boyas de la bahía bailando sobre el agua. «Ya llegamos», dije,
y seguí mirando intensamente las luces del puerto, sin emoción, sin alegría,
como si estuviera llegando después de un viaje normal. Le pedí a Jaime
Manjarrés que remáramos un poco. Pero ya no estaba ahí. Se había ido. Yo estaba
solo en la balsa y las luces del puerto eran los primeros rayos del sol. Los
primeros rayos de mi tercer día de soledad en el mar.
6
Un barco de rescate y una isla de
caníbales
Al principio llevaba la
cuenta de los días por la recapitulación de los acontecimientos: el primer día,
28 de febrero, fue el del accidente. El segundo el de los aviones. El tercero
fue el más desesperante de todos: no ocurrió nada de particular. La balsa
avanzó impulsada por la brisa. Yo no tenía fuerzas para remar. El día se nubló,
sentí frío y como no veía el sol perdí la orientación. Esa mañana no hubiera podido
saber por dónde venían los aviones. Una balsa no tiene popa ni proa. Es
cuadrada y a veces navega de lado, gira sobre sí misma imperceptiblemente, y
como no hay puntos de referencia no se sabe si avanza o retrocede. El mar es
igual por todos lados. A veces me acostaba en la parte posterior de la borda,
en relación con el sentido en que avanzaba la balsa. Me cubría el rostro con la
camisa. Cuando me incorporaba, la balsa había avanzado hacia donde yo me encontraba
acostado. Entonces yo no sabía si la balsa había cambiado de dirección ni si
había girado sobre sí misma. Algo semejante me ocurrió con el tiempo después
del tercer día.
Al mediodía
decidí hacer dos cosas: primero, clavé un remo en uno de los extremos de la
balsa, para saber si avanzaba siempre en un mismo sentido. Segundo, hice con
las llaves, en la borda, una raya para cada día que pasaba, y marqué la fecha.
Tracé la primera raya y puse un número: 28.
Tracé la
segunda raya y puse otro número: 29. Al tercer día, junto a la tercera raya,
puse el número 30. Fue otra confusión. Yo creí que estábamos en el día 30 y en
realidad era el 2 de marzo. Sólo lo advertí al cuarto día, cuando dudé si el mes
que acababa de concluir tenía 30 o 31 días. Sólo entonces recordé que era
febrero, y aunque ahora parezca una tontería, aquel error me confundió el sentido
del tiempo. Al cuarto día ya no estaba muy seguro de mis cuentas en relación
con los días que llevaba de estar en la balsa. ¿Eran tres? ¿Eran cuatro? ¿Eran
cinco? De acuerdo con las rayas, fuera febrero o marzo, llevaba tres días. Pero
no estaba muy seguro, por lo mismo que no estaba seguro de si la balsa avanzaba
o retrocedía. Preferí dejar las cosas como estaban, para evitar nuevas
confusiones, y perdí definitivamente las esperanzas de que me rescataran.
Aún no
había comido ni bebido. Ya no quería pensar, me costaba trabajo organizar las
ideas. La piel, abrasada por el sol, me ardía terriblemente, llena de ampollas.
En la Base Naval el instructor nos había advertido que debía procurarse a toda
costa no exponer los pulmones a los rayos del sol. Ésa era una de mis preocupaciones.
Me había quitado la camisa, siempre mojada, y me la había amarrado a la cintura,
pues me molestaba su contacto en la piel. Como llevaba cuatro días de sed y ya
me era materialmente imposible respirar y sentía un dolor profundo en la
garganta, en el pecho y debajo de las clavículas, al cuarto día tomé un poco de
agua salada. Esa agua no calma la sed, pero refresca. Había demorado tanto
tiempo en tomarla porque sabía que la segunda vez debía tomar menos cantidad, y
sólo cuando hubieran transcurrido muchas horas.
Todos los
días, con asombrosa puntualidad, los tiburones llegaban a las cinco. Había entonces
un festín en torno a la balsa. Peces enormes saltaban fuera del agua y pocos
momentos después resurgían destrozados. Los tiburones, enloquecidos, se
precipitaban sordamente contra la superficie sanguinolenta. Todavía no habían
tratado de romper la balsa, pero se sentían atraídos por ella porque era de
color blanco. Todo el mundo sabe que los tiburones atacan de preferencia los
objetos blancos. El tiburón es miope, de manera que sólo puede ver las cosas
blancas o brillantes. Ésa era otra recomendación del instructor:
—Hay que
esconder las cosas brillantes para no llamar la atención de los tiburones.
Yo no
llevaba cosas brillantes. Hasta el cuadrante de mi reloj es oscuro. Pero me
habría sentido tranquilo si hubiera tenido cosas blancas para arrojar al agua,
lejos de la balsa, en caso de que los tiburones hubieran tratado de saltar por
la borda. Por si acaso, desde el cuarto día estuve siempre con el remo listo
para defenderme, después de las cinco de la tarde.
¡Barco a la vista!
Durante la
noche cruzaba un remo en la balsa y trataba de dormir. No sé si eso ocurriría
solamente cuando estaba dormido o también cuando estaba despierto, pero todas
las noches veía a Jaime Manjarrés. Conversábamos breves minutos, sobre
cualquier cosa, y luego desaparecía. Ya me había acostumbrado a sus visitas.
Cuando salía el sol me imaginaba que eran alucinaciones. Pero de noche no me
cabía la menor duda de que Jaime Manjarrés estaba allí, en la borda,
conversando conmigo. Él también trataba de dormir, en la madrugada del quinto
día. Cabeceaba en silencio, recostado en el otro remo. De pronto se puso a
escrutar el mar. Me dijo:
—¡Mira!
Yo levanté
la vista. Como a treinta kilómetros de la balsa, avanzando en el mismo sentido
de la brisa, vi las intermitentes pero inconfundibles luces de un barco.
Hacía horas
que no me sentía con fuerzas para remar. Pero al ver las luces me incorporé en
la balsa, sujeté fuertemente los remos y traté de dirigirme hacia el barco. Lo
veía avanzar lentamente, y por un instante no sólo vi las luces del mástil,
sino la sombra del mismo avanzando contra los primeros resplandores del
amanecer.
La brisa me
ofrecía una fuerte resistencia. A pesar de que remé con desesperación, con una
fuerza que no me pertenecía después de más de cuatro días sin comer ni dormir,
creo que no logré desviar la balsa ni un metro de la dirección que le imprimía
la brisa.
Las luces
eran cada vez más lejanas, empecé a sudar. Empecé a sentirme agotado. A los
veinte minutos, las luces habían desaparecido por completo. Las estrellas
empezaron a apagarse y el cielo se tiñó de un gris intenso. Desolado en medio
del mar, solté los remos, me puse de pie, azotado por el helado viento de la
madrugada, y durante breves minutos estuve gritando como un loco.
Cuando vi
el sol de nuevo, estaba otra vez recostado en el remo. Me sentía completamente
extenuado. Ahora no esperaba la salvación por ningún lado y sentía deseos de
morir. Sin embargo, algo extraño me ocurría cuando sentía deseos de morir: inmediatamente
empezaba a pensar en un peligro. Ese pensamiento me infundía renovadas fuerzas
para resistir.
En la
mañana de mi quinto día, estuve dispuesto a desviar la dirección de la balsa,
por cualquier medio. Se me ocurrió que si continuaba en dirección a la brisa,
llegaría a una isla habitada por caníbales. En Mobile, en una revista cuyo
nombre he olvidado, leí el relato de un náufrago que fue devorado por los
antropófagos. Pero no era en ese relato en lo que pensaba. Pensaba en El marinero renegado, un libro que leí
en Bogotá, hace dos años. Ésa es la historia de un marinero que durante la
guerra, después de que su barco chocó contra una mina, logró nadar hasta una
isla cercana. Allí permanece veinticuatro horas, alimentándose de frutas
silvestres, hasta cuando lo descubren los caníbales, lo echan en una olla de
agua hirviendo y lo cuecen vivo. Comencé a pensar instantáneamente en esa isla.
Ya no podía imaginarme la costa sino como un territorio poblado de caníbales.
Por primera vez durante mis cinco días de soledad en el mar, mi terror cambió
de dirección: ahora no tenía tanto miedo al mar como a la tierra.
Al mediodía
estuve recostado en la borda, aletargado por el sol, el hambre y la sed. No
pensaba en nada. No tenía sentido del tiempo ni de la dirección. Traté de
ponerme en pie, para probar las fuerzas, y tuve la sensación de que no podía
con mi cuerpo.
«Éste es el
momento», pensé. Y, en realidad, me pareció que ése era el momento más temible
de todos los que nos había explicado el instructor: el momento de amarrarse a
la balsa. Hay un instante en que ya no se siente la sed ni el hambre. Un
momento en que no se sienten ni los implacables mordiscos del sol en la piel
ampollada. No se piensa. No se tiene ninguna noción de los sentimientos. Pero
aún no se pierden las esperanzas. Todavía queda el recurso final de soltar los
cabos del enjaretado y amarrarse a la balsa. Durante la guerra muchos cadáveres
fueron encontrados así, descompuestos y picoteados por las aves, pero fuertemente
amarrados a la balsa.
Pensé que
todavía tenía fuerzas para esperar hasta la noche sin necesidad de amarrarme.
Me rodé hasta el fondo de la balsa, estiré las piernas y permanecí sumergido
hasta el cuello varias horas. Al contacto del sol, la herida de la rodilla
empezó a dolerme. Fue como si hubiera despertado. Y como si ese dolor me
hubiera dado una nueva noción de la vida. Poco a poco, al contacto del agua
fresca, fui recobrando las fuerzas. Entonces sentí una fuerte torcedura en el
estómago y el vientre se me movió, agitado por un rumor largo y profundo. Traté
de soportarlo, pero me fue imposible.
Con mucha
dificultad me incorporé, me desabroché el cinturón, me desajusté los pantalones
y sentí un grande alivio con la descarga del vientre. Era la primera vez en
cinco días. Y por primera vez en cinco días los peces, desesperados, golpearon
contra la borda, tratando de romper los sólidos cabos de la malla.
Siete gaviotas
La visión
de los peces, brillantes y cercanos, me revolvía el hambre. Por primera vez
sentí una verdadera desesperación. Por lo menos ahora tenía una carnada. Olvidé
la extenuación, agarré un remo y me preparé a agotar los últimos vestigios de
mis fuerzas con un golpe certero en la cabeza de uno de los peces que saltaban
contra la borda, en una furiosa rebatiña. No sé cuántas veces descargué el
remo. Sentía que en cada golpe acertaba, pero esperaba inútilmente localizar la
presa. Allí había un terrible festín de peces que se devoraban entre sí, y un
tiburón panza arriba, sacando un suculento partido en el agua revuelta.
La
presencia del tiburón me hizo desistir de mi propósito. Decepcionado, solté el
remo y me acosté en la borda. A los pocos minutos sentí una terrible alegría:
siete gaviotas volaban sobre la balsa.
Para un
hambriento marino solitario en el mar, la presencia de las gaviotas es un mensaje
de esperanza. De ordinario, una bandada de gaviotas acompaña a los barcos, pero
sólo hasta el segundo día de navegación. Siete gaviotas sobre la balsa
significaban la proximidad de la tierra.
Si hubiera
tenido fuerzas me habría puesto a remar. Pero estaba extenuado. Apenas sí podía
sostenerme unos pocos minutos en pie. Convencido de que estaba a menos de dos
días de navegación, de que me estaba aproximando a la tierra, tomé otro poco de
agua en la cuenca de la mano y volví a acostarme en la borda, de cara al cielo,
para que el sol no me diera en los pulmones. No me cubrí el rostro con la
camisa porque quería seguir viendo las gaviotas que volaban lentamente, en
ángulo agudo, internándose en el mar. Era la una de la tarde de mi quinto día
en el mar.
No sé en
qué momento llegó. Yo estaba acostado en la balsa, como a las cinco de la
tarde, y me disponía a descender al interior antes de que llegaran los
tiburones. Pero entonces vi una pequeña gaviota, como del tamaño de mi mano,
que volaba en torno a la balsa y se paraba por breves minutos en el otro
extremo de la borda.
La boca se
me llenó de una saliva helada. No tenía cómo capturar aquella gaviota. Ningún
instrumento, salvo mis manos y mi astucia, agudizada por el hambre. Las otras
gaviotas habían desaparecido. Sólo quedaba esa pequeña, color café, de plumas
brillantes, que daba saltos en la borda.
Permanecí
absolutamente inmóvil. Me parecía sentir por mi hombro el filo de la aleta del
tiburón puntual que desde las cinco debía de estar allí. Pero decidí correr el
riesgo. Ni siquiera me atrevía a mirar la gaviota, para que no advirtiera el
movimiento de mi cabeza. La vi pasar, muy baja, por encima de mi cuerpo. La vi
alejarse, desaparecer en el cielo. Pero yo no perdí la esperanza. No se me
ocurría cómo iba a despedazarla. Sabía que tenía hambre y que si permanecía
completamente inmóvil la gaviota se pasearía al alcance de mi mano.
Esperé más
de media hora, creo. La vi aparecer y desaparecer varias veces. Hubo un momento
en que sentí, junto a mi cabeza, el aletazo del tiburón, despedazando un pez.
Pero en lugar de miedo sentí más hambre. La gaviota saltaba por la borda. Era
el atardecer de mi quinto día en el mar. Cinco días sin comer. A pesar de mi
emoción, a pesar de que el corazón me golpeaba dentro del pecho, permanecí
inmóvil, como un muerto, mientras sentía acercarse la gaviota.
Yo estaba
estirado en la borda, con las manos en los muslos. Estoy seguro de que durante
media hora ni siquiera me atreví a parpadear. El cielo se ponía brillante y me
maltrataba la vista, pero no me atrevía a cerrar los ojos en aquel momento de
tensión. La gaviota estaba picoteándome los zapatos.
Había transcurrido
una larga e intensa media hora, cuando sentí que la gaviota se me paró en la
pierna. Suavemente me picoteó el pantalón. Yo seguía absolutamente inmóvil
cuando me dio un picotazo seco y fuerte en la rodilla. Estuve a punto de saltar
a causa de la herida. Pero logré soportar el dolor. Luego, se rodó hasta mi
muslo derecho, a cinco o seis centímetros de mi mano. Entonces corté la
respiración e imperceptiblemente, con una tensión desesperada, empecé a
deslizar la mano.
7
Los desesperados recursos de un
hambriento
Si uno se acuesta en
una plaza con la esperanza de capturar una gaviota, puede estarse allí toda la
vida sin lograrlo. Pero a cien millas de la costa es distinto. Las gaviotas
tienen afinado el instinto de conservación en tierra firme. En el mar son
animales confiados.
Yo estaba
tan inmóvil que probablemente aquella gaviota pequeña y juguetona que se posó
en mi muslo, creyó que estaba muerto. Yo la estaba viendo en mi muslo. Me
picoteaba el pantalón, pero no me hacía daño. Seguí deslizando la mano.
Bruscamente, en el instante preciso en que la gaviota se dio cuenta del peligro
y trató de levantar el vuelo, la agarré por un ala, salté al interior de la balsa
y me dispuse a devorarla.
Cuando esperaba
que se posara en mi muslo, estaba seguro de que si llegaba a capturarla me la
comería viva, sin quitarle las plumas. Estaba hambriento y la misma idea de la
sangre del animal me exaltaba la sed. Pero cuando ya la tuve entre las manos,
cuando sentí la palpitación de su cuerpo caliente, cuando vi sus redondos y
brillantes ojos pardos, tuve un momento de vacilación.
Cierta vez
estaba yo en cubierta con una carabina, tratando de cazar una de las gaviotas
que seguían al barco. El jefe de armas del destructor, un marinero experimentado,
me dijo: «No seas infame. La gaviota para el marinero es como ver tierra. No es
digno de un marino matar una gaviota». Yo me acordaba de aquel momento, de las
palabras del jefe de armas, cuando estaba en la balsa con la gaviota capturada,
dispuesto a darle muerte y despresarla. A pesar de que llevaba cinco días sin
comer, las palabras del jefe de armas resonaban en mis oídos, como si las estuviera
oyendo. Pero en aquel momento el hambre era más fuerte que todo. Le agarré
fuertemente la cabeza al animal y empecé a torcerle el pescuezo, como a una
gallina.
Era demasiado
frágil. A la primera vuelta sentí que se le destrozaron los huesos del cuello.
A la segunda vuelta sentí su sangre, viva y caliente, chorreándome por entre
los dedos. Tuve lástima. Aquello parecía un asesinato. La cabeza, aún
palpitante, se desprendió del cuerpo y quedó latiendo en mi mano.
El chorro
de sangre en la balsa soliviantó a los peces. La blanca y brillante panza de un
tiburón pasó rozando la borda. En ese instante, un tiburón, enloquecido por el
olor de la sangre, puede cortar de un mordisco una lámina de acero. Como sus
mandíbulas están colocadas debajo del cuerpo, tiene que voltearse para comer.
Pero como es miope y voraz, cuando se voltea panza arriba arrastra todo lo que
encuentra a su paso. Tengo la impresión de que en ese momento el tiburón trató
de embestir la balsa. Aterrorizado, le eché la cabeza de la gaviota y vi, a
pocos centímetros de la borda, la tremenda rebatiña de aquellos animales
enormes que se disputaban una cabeza de gaviota, más pequeña que un huevo.
Lo primero
que traté de hacer fue desplumarla. Era excesivamente liviana y los huesos tan
frágiles que podían despedazarse con los dedos. Trataba de arrancarle las
plumas, pero estaban adheridas a la piel, delicada y blanca, de tal modo que la
carne se desprendía con las plumas ensangrentadas. La sustancia negra y viscosa
en los dedos me produjo una sensación de repugnancia.
Es fácil
decir que después de cinco días de hambre uno es capaz de comer cualquier cosa.
Pero por muy hambriento que uno esté siente asco de un revoltijo de plumas de
sangre caliente, con un intenso olor a pescado crudo y a sarna.
Al
principio, traté de desplumarla cuidadosamente, con cierto método. Pero no
contaba con la fragilidad de su piel. Quitándole las plumas empezó a deshacérseme
entre las manos. La lavé dentro de la balsa. La despresé de un solo tirón y la
presencia de sus rozados intestinos, de sus vísceras azules, me revolvió el
estómago. Me llevé a la boca una hilaza de muslo, pero no pude tragarlo. Era
simple. Me pareció que estaba masticando una rana. Sin poder disimular la
repugnancia, arrojé el pedazo que tenía en la boca y permanecí largo rato
inmóvil, con aquel repugnante amasijo de plumas y huesos sangrientos en la
mano.
Lo primero
que se me ocurrió fue que aquello que no podía comerme me serviría de carnada.
Pero no tenía ningún elemento de pesca. Si al menos hubiera tenido un alfiler.
Un pedazo de alambre. Pero no tenía nada distinto de las llaves, el reloj, el
anillo y las tres tarjetas del almacén de Mobile.
Pensé en el
cinturón. Pensé que podía improvisar un anzuelo con la hebilla. Pero mis
esfuerzos fueron inútiles. Era imposible improvisar un anzuelo con el cinturón.
Estaba anocheciendo y los peces, enloquecidos por el olor de la sangre, daban
saltos en torno a la balsa. Cuando oscureció por completo arrojé al agua los
restos de la gaviota y me acosté a morir. Mientras preparaba el remo para
acostarme oía la sorda guerra de los animales disputándose los huesos que no me
había podido comer.
Creo que
esa noche hubiera muerto de agotamiento y desesperación. Un viento fuerte se
levantó desde las primeras horas. La balsa daba tumbos, mientras yo, sin pensar
siquiera en la precaución de amarrarme a los cabos, yacía exhausto dentro del
agua, apenas con los pies y la cabeza fuera de ella.
Pero después
de la medianoche hubo un cambio: salió la luna. Desde el día del accidente fue
la primera noche. Bajo la claridad azul, la superficie del mar recobra un
aspecto espectral. Esa noche no vino Jaime Manjarrés. Estuve solo, desesperado,
abandonado a mi suerte en el fondo de la balsa.
Sin
embargo, cada vez que se me derrumbaba el ánimo, ocurría algo que me hacía
renacer mi esperanza. Esa noche fue el reflejo de la luna en las olas. El mar
estaba picado y en cada ola me parecía ver la luz de un barco. Hacía dos noches
que había perdido las esperanzas de que me rescatara un barco. Sin embargo, a
todo lo largo de aquella noche transparentada por la luz de la luna —mi sexta
noche en el mar— estuve escrutando el horizonte desesperadamente, casi con
tanta intensidad y tanta fe como en la primera. Si ahora me encontrara en las
mismas circunstancias moriría de desesperación: ahora sé que la ruta por donde
navega la balsa no es ruta de ningún barco.
Yo era un muerto
No recuerdo
el amanecer del sexto día. Tengo una idea nebulosa de que durante toda la
mañana estuve postrado en el fondo de la balsa, entre la vida y la muerte. En
esos momentos pensaba en mi familia y la veía tal como me han contado ahora que
estuvo durante los días de mi desaparición. No me tomó por sorpresa la noticia
de que me habían hecho honras fúnebres. En aquella mi sexta mañana de soledad en
el mar, pensé que todo eso estaba ocurriendo. Sabía que a mi familia le habían
comunicado la noticia de mi desaparición. Como los aviones no habían vuelto
sabía que habían desistido de la búsqueda y que me habían declarado muerto.
Nada de eso
era falso, hasta cierto punto. En todo momento traté de defenderme. Siempre
encontré un recurso para sobrevivir, un punto de apoyo, por insignificante que
fuera, para seguir esperando. Pero al sexto día ya no esperaba nada. Yo era un
muerto en la balsa.
En la
tarde, pensando en que pronto serían las cinco y volverían los tiburones, hice
un desesperado esfuerzo por incorporarme para amarrarme a la borda. En
Cartagena, hace dos años, vi en la playa los restos de un hombre destrozado por
el tiburón. No quería morir así. No quería ser repartido en pedazos entre un
montón de animales insaciables.
Iban a ser
las cinco. Puntuales, los tiburones estaban allí, rondando la balsa. Me
incorporé trabajosamente para desatar los cabos del enjaretado. La tarde era
fresca. El mar, tranquilo. Me sentí ligeramente tonificado. Súbitamente, vi
otra vez las siete gaviotas del día anterior y esa visión me infundió renovados
deseos de vivir.
En ese instante
me hubiera comido cualquier cosa. Me molestaba el hambre. Pero era peor la
garganta estragada y el dolor en las mandíbulas, endurecidas por la falta de
ejercicio. Necesitaba masticar algo. Traté de arrancar tiras del caucho de mis
zapatos, pero no tenía con qué cortarlas. Entonces fue cuando me acordé de las
tarjetas del almacén de Mobile.
Estaban en
uno de los bolsillos de mi pantalón, casi completamente deshechas por la
humedad. Las despedacé, me las llevé a la boca y empecé a masticar. Aquello fue
como un milagro: la garganta se alivió un poco y la boca se me llenó de saliva.
Lentamente seguí masticando, como si fuera chicle. Al primer mordisco me dolieron
las mandíbulas. Pero después, a medida que masticaba la tarjeta que guardé sin
saber por qué desde el día en que salí de compras con Mary Address, me sentí
más fuerte y optimista. Pensaba seguirlas masticando indefinidamente para
aliviar el dolor de las mandíbulas. Pero me pareció un despilfarro arrojarlas
al mar. Sentí bajar hasta el estómago la minúscula papilla de cartón molido y
desde ese instante tuve la sensación de que me salvaría, de que no sería
destrozado por los tiburones.
¿A qué saben los zapatos?
El alivio
que experimenté con las tarjetas me agudizó la imaginación para seguir buscando
cosas de comer. Si hubiera tenido una navaja habría despedazado los zapatos y
hubiera masticado tiras de caucho. Era lo más provocativo que tenía al alcance
de la mano. Traté de separar con las llaves la suela blanca y limpia. Pero los
esfuerzos fueron inútiles. Era imposible arrancar una tira de ese caucho
sólidamente fundido a la tela.
Desesperadamente,
mordí el cinturón hasta cuando me dolieron los dientes. No pude arrancar ni un
bocado. En ese momento debí parecer una fiera, tratando de arrancar con los dientes
pedazos de zapatos, del cinturón y la camisa. Ya al anochecer, me quité la
ropa, completamente empapada. Quedé en pantaloncillos. No sé si atribuírselo a
las tarjetas, pero casi inmediatamente después estaba durmiendo. En mi séptima
noche, acaso porque ya estaba acostumbrado a la incomodidad de la balsa, acaso
porque estaba agotado después de siete noches de vigilia, dormí profundamente
durante largas horas. A veces me despertaba la ola; daba un salto, alarmado, sintiendo
que la fuerza del golpe me arrastraba al agua. Pero inmediatamente después
recobraba el sueño.
Por fin
amaneció mi séptimo día en el mar. No sé por qué estaba seguro de que no sería
el último. El mar estaba tranquilo y nublado, y cuando el sol salió, como a las
ocho de la mañana, me sentía reconfortado por el buen sueño de la noche
reciente. Contra el cielo plomizo y bajo pasaron sobre la balsa las siete
gaviotas.
Dos días antes había sentido una gran alegría con la
presencia de las siete gaviotas. Pero cuando las vi por tercera vez, después de
haberlas visto durante dos días consecutivos, sentí renacer el terror. «Son
siete gaviotas perdidas», pensé. Lo pensé con desesperación. Todo marino sabe
que a veces una bandada de gaviotas se pierde en el mar y vuela sin dirección
durante varios días, hasta cuando siguen un barco que les indica la dirección
del puerto. Tal vez aquellas gaviotas que había visto durante tres días eran
las mismas todos los días, perdidas en el mar. Eso significaba que cada vez mi
balsa se encontraba a mayor distancia de la tierra.
8
Mi lucha con los tiburones por un
pescado
La idea de que en lugar
de acercarme a la costa me había estado internando en el mar durante siete días
me derrumbó la resolución de seguir luchando. Pero cuando uno se siente al
borde de la muerte se afianza el instinto de conservación. Por varias razones,
aquel día —mi séptimo día—, era muy distinto de los anteriores: el mar estaba
calmado y oscuro; el sol no me abrasaba la piel, era tibio y sedante y una
brisa tenue empujaba la balsa con suavidad y me aliviaba un poco de las
quemaduras.
También los
peces eran diferentes. Desde muy temprano escoltaban la balsa. Nadaban
superficialmente. Yo los veía con claridad: peces azules, pardos y rojos. Los
había de todos los colores, de todas las formas y tamaños. Navegando junto a
ellos, la balsa parecía deslizarse sobre un acuario.
No sé si después
de siete días sin comer, a la deriva en el mar, uno llega a acostumbrarse a esa
vida. Me parece que sí. La desesperación del día anterior fue sustituida por
una resignación pastosa y sin sentido. Yo estaba seguro de que todo era distinto,
de que el mar y el cielo habían dejado de ser hostiles, y de que los peces que
me acompañaban en el viaje eran peces amigos. Mis viejos conocidos de siete
días.
Esa mañana
no pensé en arribar a ninguna parte. Estaba seguro de que la balsa había
llegado a una región sin barcos, en la que se extraviaban hasta las gaviotas.
Pensaba,
sin embargo, que después de haber estado siete días a la deriva, llegaría a
acostumbrarme al mar, a mi angustioso método de vida, sin necesidad de agudizar
el ingenio para subsistir. Después de todo había subsistido una semana contra
viento y marea. ¿Por qué no podía seguir viviendo indefinidamente en una balsa?
Los peces nadaban en la superficie, el mar estaba limpio y sereno. Había tantos
animales hermosos y provocativos en torno a la embarcación que me parecía que podría
agarrarlos a puñados. No había ningún tiburón a la vista. Confiadamente, metí
la mano en el agua y traté de agarrar un pez redondo, de un azul brillante, de
no más de veinte centímetros. Fue como si hubiera tirado una piedra. Todos los
peces se hundieron precipitadamente. Desaparecieron en el agua, momentáneamente
revuelta. Luego, poco a poco, volvieron a la superficie.
Pensé que
necesitaba un poco de astucia para pescar con la mano. Debajo del agua la mano
no tenía la misma fuerza ni la misma habilidad. Seleccionaba un pez en el
montón. Trataba de agarrarlo. Y lo agarraba, en efecto. Pero lo sentía escapar
de entre mis dedos, con una rapidez y una agilidad que me desconcertaban.
Estuve así, paciente, sin apresurarme, tratando de capturar un pez. No pensaba
en el tiburón, que acaso estaba allí, en el fondo, aguardando que yo hundiera
el brazo hasta el codo para llevárselo de un mordisco certero. Hasta un poco
después de las diez estuve ocupado en la tarea de capturar el pez. Pero fue
inútil. Me mordisqueaban los dedos, primero suavemente, como cuando triscan en
una carnada. Después con más fuerza. Un pez de medio metro, liso y plateado, de
afilados dientes menudos, me desgarró la piel del pulgar. Entonces me di cuenta
de que los mordiscos de los otros peces no habían sido inofensivos. En todos
los dedos tenía pequeñas desgarraduras sangrantes.
¡Un tiburón en la balsa!
No sé si
fue mi sangre, pero un momento después había una revolución de tiburones alrededor
de la balsa. Nunca había visto tantos. Nunca los había visto dar muestras de
semejante voracidad. Saltaban como delfines, persiguiendo, devorando peces
junto a la borda. Atemorizado, me senté en el interior de la balsa y me puse a
contemplar la masacre.
La cosa
ocurrió tan violentamente que no me di cuenta en qué momento el tiburón saltó
fuera del agua, dio un fuerte coletazo, y la balsa, tambaleante, se hundió en
la espuma brillante. En medio del resplandor del maretazo que estalló contra la
borda alcancé a ver un relámpago metálico. Instintivamente, agarré un remo y me
puse a descargar el golpe de muerte: estaba seguro de que el tiburón se había
metido en la balsa. Pero en un instante vi la aleta enorme que sobresalía por
la borda y me di cuenta de lo que había pasado. Perseguido por el tiburón, un
pez brillante y verde, como de medio metro de longitud, había saltado dentro de
la balsa. Con todas mis fuerzas descargué el primer golpe de remo en su cabeza.
No es fácil
darle muerte a un pez dentro de una balsa. A cada golpe la embarcación
tambaleaba; amenazaba con dar la vuelta de campana. El momento era
tremendamente peligroso. Necesitaba de todas mis fuerzas y de toda mi lucidez.
Si descargaba los golpes alocadamente la balsa podía voltearse. Yo habría caído
en un agua revuelta de tiburones hambrientos. Pero si no golpeaba con precisión
se me escapaba la presa. Estaba entre la vida y la muerte. O caía entre las
fauces de los tiburones, o tenía cuatro libras de pescado fresco para saciar mi
hambre de siete días.
Me apoyé
firmemente en la borda y descargué el segundo golpe. Sentí la madera del remo
incrustarse en los huesos de la cabeza del pez. La balsa tambaleó. Los tiburones
se sacudieron bajo el piso. Pero yo estaba firmemente recostado a la borda.
Cuando la embarcación recobró la estabilidad el pez seguía vivo, en el centro
de la balsa. En la agonía, un pez puede saltar más alto y más lejos que nunca.
Yo sabía que el tercer golpe tenía que ser certero o perdería la presa para
siempre.
De un salto
quedé sentado en el piso, así tendría mayores probabilidades de agarrarlo. Lo
habría capturado con los pies, entre las rodillas o con los dientes, si hubiera
sido necesario. Me aseguré firmemente al piso. Tratando de no errar, convencido
de que mi vida dependía de aquel golpe, dejé caer el remo con todas mis
fuerzas. El animal quedó inmóvil con el impacto y un hilo de sangre oscura tiñó
el agua de la balsa.
Yo mismo
sentí el olor de la sangre. Pero lo sintieron también los tiburones. Por
primera vez en ese instante, con cuatro libras de pescado a mi disposición,
sentí un incontenible terror: enloquecidos por el olor de la sangre los
tiburones se lanzaban con todas sus fuerzas contra el piso. La balsa
tambaleaba. Yo sabía que de un momento a otro podía dar la vuelta de campana.
Sería cosa de un segundo. En menos de lo que dura un relámpago yo habría sido
despedazado por las tres hileras de dientes de acero que tiene un tiburón en
cada mandíbula.
Sin
embargo, el apremio del hambre era entonces superior a todo. Apreté el pescado
entre las piernas y me apliqué, tambaleando, a la difícil tarea de equilibrar
la balsa cada vez que sufría una nueva arremetida de las fieras. Aquello duró
varios minutos. Cada vez que la embarcación se estabilizaba, yo echaba por la
borda el agua sanguinolenta. Poco a poco la superficie quedó limpia y las
fieras se aplacaron. Pero debía cuidarme: una pavorosa aleta de tiburón —la más
grande aleta de tiburón o de animal alguno que haya visto en mi vida— sobresalía
más de un metro por encima de la borda. Nadaba apaciblemente, pero yo sabía que
si percibía de nuevo el olor de la sangre habría dado una sacudida que hubiera
volteado la balsa. Con grandes precauciones me dispuse a despresar mi pescado.
Un animal
de medio metro está protegido por una dura costra de escamas. Cuando uno trata
de arrancarlas siente que están adheridas a la carne, como láminas de acero. Yo
no disponía de ningún instrumento cortante. Traté de quitarle las escamas con
las llaves, pero ni siquiera conseguí desajustarlas. Mientras tanto, me di
cuenta de que nunca había visto un pez como aquel: era de un verde intenso,
sólidamente escamado. Desde niño he relacionado el color verde con los venenos.
Es increíble, pero a pesar de que el estómago me palpitaba dolorosamente con la
simple perspectiva de un bocado de pescado fresco, tuve un momento de
vacilación ante la idea de que aquel extraño animal fuera un animal venenoso.
Mi pobre cuerpo
Sin
embargo, el hambre es soportable cuando no se tienen esperanzas de encontrar alimentos.
Nunca había sido tan implacable como en aquel momento en que yo, sentado en el
fondo de la balsa, trataba de romper la carne verde y brillante con las llaves.
Al cabo de
pocos minutos comprendí que necesitaba proceder con más violencia si en
realidad quería comerme mi presa. Me puse en pie, le pisé fuertemente la cola y
le metí el cabo de uno de los remos en las agallas. Tenía un caparazón grueso y
resistente. Barrenando con el cabo del remo logré por fin destrozarle las
agallas. Me di cuenta de que todavía no estaba muerto. Le descargué otro golpe
en la cabeza. Luego traté de arrancarle las duras láminas protectoras de las
agallas y en ese momento no supe si la sangre que corría por mis dedos era mía
o del pescado. Yo tenía las manos heridas y en carne viva los extremos de los dedos.
La sangre
volvió a revolver el hambre de los tiburones. Cuesta trabajo creer que en aquel
momento, sintiendo en torno de mí la furia de las bestias hambrientas,
sintiendo repugnancia por la carne ensangrentada, estuve a punto de echar el
pescado a los tiburones, como lo hice con la gaviota. Me sentía desesperado,
impotente ante aquel cuerpo sólido, impenetrable.
Lo exploré
minuciosamente, buscando sus partes blandas. Al fin encontré un resquicio
debajo de las agallas; con el dedo empecé a sacarle las tripas. Las vísceras de
un pez son blandas e inconsistentes. Se dice que si a un tiburón se le da un
fuerte tirón en la cola, el estómago y los intestinos salen despedidos por la
boca. En Cartagena he visto tiburones colgados de la cola, con una enorme,
oscura y viscosa masa de vísceras pendiente de la mandíbula.
Por
fortuna, las vísceras de mi pescado eran tan blandas como las de los tiburones.
En un momento las saqué con el dedo. Era una hembra: entre las vísceras había
un sartal de huevos. Cuando estuvo completamente destripado le di el primer
mordisco. No pude penetrar la corteza de escamas. Pero a la segunda tentativa,
con renovadas fuerzas, mordía desesperadamente, hasta cuando me dolieron las
mandíbulas. Entonces logré arrancar el primer bocado y empecé a masticar la
carne fría y dura.
Masticaba
con asco. Siempre me ha repugnado el olor a pescado crudo. Pero el sabor es
todavía más repugnante: tiene un remoto sabor a chontaduro crudo, pero más desabrido
y viscoso. Nadie se ha comido nunca un pescado vivo. Pero cuando masticaba el
primer alimento que llegaba a mi boca en siete días, tuve por primera vez en mi
vida la repugnante certidumbre de que me estaba comiendo un pescado vivo.
El primer
pedazo me produjo alivio inmediato. Di un nuevo mordisco y volví a masticar. Un
momento antes había pensado que era capaz de comerme un tiburón entero. Pero al
segundo bocado me sentí lleno. Mi terrible hambre de siete días se aplacó en un
instante. Volví a sentirme fuerte, como el primer día.
Ahora sé
que el pescado crudo calma la sed. Antes no lo sabía, pero observé que el
pescado no sólo me había aplacado el hambre sino también la sed. Estaba
satisfecho y optimista. Aún me quedaba alimento para mucho tiempo, puesto que
apenas había dado dos mordiscos en un animal de medio metro.
Decidí
envolverlo en la camisa y dejarlo en el fondo de la balsa, para que se
mantuviera fresco. Pero antes había que lavarlo. Distraídamente, lo agarré por
la cola y lo sumergí una vez por fuera de la borda. Pero la sangre estaba
coagulada entre las escamas. Había que estregarlo. Ingenuamente volví a
sumergirlo. Y entonces fue cuando sentí la embestida y el violento tabletazo de
las mandíbulas del tiburón. Apreté la cola del pescado con todas mis fuerzas.
El tirón de la fiera me hizo perder el equilibrio. Me di un golpe contra la
borda, pero seguí agarrando a mi alimento. Lo defendí como una fiera. No pensé
en esa fracción de segundo que un nuevo mordisco del tiburón podía arrancarme
el brazo desde el hombro. Volví a tirar con todas mis fuerzas, pero ya no había
nada en mis manos. El tiburón se había llevado mi presa. Enfurecido, loco de
desesperación y de rabia agarré entonces un remo y descargué un golpe tremendo
en la cabeza del tiburón, cuando volvió a pasar junto a la borda. La fiera dio
un salto. Se volvió furiosamente y de un solo mordisco, seco y violento, despedazó
y se tragó la mitad del remo.
9
Comienza a cambiar el color del agua
Con el remo roto,
desesperado por la furia, seguí golpeando el agua. Tenía necesidad de vengarme
de los tiburones que me habían arrebatado de las manos el único alimento de que
disponía. Iban a ser las cinco de la tarde de mi séptimo día en el mar. Dentro
de un momento vendrían los tiburones en masa. Yo me sentía fuerte con los dos
pedazos que logré comer, y la ira ocasionada por la pérdida del resto de
pescado me daba un extraño ánimo para luchar. Había dos remos más en la balsa.
Pensé cambiar por otro el remo partido por el mordisco del tiburón para seguir
batallando con las fieras. Pero el instinto de conservación fue más fuerte que
el furor: pensé que podría perder los otros remos y no sabía en qué momento
podía necesitarlos.
El anochecer
fue igual al de todos los días. Pero la noche fue más oscura. El mar estaba
borrascoso. Amenazaba lluvia. Pensando en que de un momento a otro podría
disponer de agua potable me quité los zapatos y la camisa, para tener donde
recogerla. Era lo que en tierra firme se llama «una noche de perros». En el mar
debe llamarse «una noche de tiburones».
Antes de
las nueve empezó a soplar el viento helado. Traté de resistir en el fondo de la
balsa, pero no fue posible. El frío me penetraba hasta el fondo de los huesos.
Tuve que ponerme la camisa y los zapatos, y resignarme a la idea de que la
lluvia me tomaría por sorpresa y no tendría en qué recoger el agua. El oleaje
era más fuerte que en la tarde del 28 de febrero, día del accidente. La balsa
parecía una cáscara en el mar picado y sucio. No podía dormir. Me había hundido
en el agua hasta el cuello, porque el aire estaba cada vez más helado.
Temblaba. Hubo un momento en que pensé que no podría resistir el frío y empecé
a hacer ejercicios gimnásticos, para tratar de entrar en calor. Pero era
imposible. Me sentía muy débil. Debía agarrarme fuertemente a la borda para
evitar que el fuerte oleaje me arrojara al agua. Tenía la cabeza apoyada en el
remo destrozado por el tiburón. Los otros estaban en el fondo de la balsa.
Antes de la
medianoche arreció el vendaval, el cielo se puso denso y de un color gris
profundo, y el aire húmedo, pero no había caído ni una sola gota. Pocos minutos
después de las doce de la noche una ola enorme —tan grande como la que barrió
la cubierta del destructor— levantó la balsa como una cáscara de plátano, la
enderezó primero hacia arriba, y en una fracción de segundo la hizo dar una
vuelta de campana.
Me di
cuenta de todo cuando estaba en el agua, nadando hacia arriba, como en la tarde
del accidente. Nadé desesperadamente, salí a la superficie y me sentí morir de
terror: no vi la balsa. Vi las enormes olas negras sobre mi cabeza y me acordé
de Luis Rengifo, un hombre fuerte, un buen nadador bien alimentado que no pudo
alcanzar la balsa a dos metros de distancia. Me había desorientado y estaba
buscando la balsa por el lado contrario. Detrás de mí, como a un metro de
distancia, la balsa apareció en la superficie, liviana, batida por las olas. La
alcancé en dos brazadas. Dos brazadas se dan en dos segundos, pero aquellos
fueron dos segundos eternos. Tan asustado estaba que de un salto me encontré
jadeando, completamente mojado, en el fondo de la embarcación. El corazón me
daba tumbos dentro del pecho y no podía respirar.
Mi buena estrella
No tenía
nada que decir contra mi suerte. Si aquella vuelta de campana hubiera sido a
las cinco de la tarde, me hubieran descuartizado los tiburones. Pero a las doce
de la noche los animales están en paz. Y mucho más cuando está el mar picado.
Cuando me
sentí de nuevo en la balsa tenía fuertemente agarrado el remo que destrozó el
tiburón. La cosa ocurrió con tanta rapidez que todos mis movimientos fueron
instintivos. Más tarde recordé que al caer al agua el remo me golpeó la cabeza
y lo capturé cuando empezaba a hundirme. Fue el único remo que quedó en la
balsa. Los otros dos habían quedado en el mar.
Para no
perder ni siquiera ese pedazo de palo destrozado por los tiburones lo amarré
fuertemente con uno de los cabos sueltos del enjaretado. El mar seguía
embravecido. Por esta vez había tenido suerte. Tal vez si la balsa volvía a
voltearse no lograría alcanzarla. Pensando en eso solté el cinturón y me até
fuertemente a los cabos del enjaretado.
Las olas
siguieron aventando contra la borda. La balsa bailaba en el mar bravo y turbio,
pero yo estaba seguro, amarrado con mi cinturón al enjaretado. El remo también
estaba seguro. Haciendo esfuerzos por no dejar que de nuevo se volteara la
embarcación, pensaba que estuve a punto de perder la camisa y los zapatos. De
no haber sido por el frío habría estado en el fondo de la balsa cuando ésta dio
la vuelta de campana, y junto con los dos remos habría caído al mar.
Es perfectamente
normal que una balsa dé la vuelta de campana en un mar picado. Es una
embarcación fabricada de corcho y forrada en una tela impermeabilizada con
pintura blanca. Pero el piso no es fijo, sino que cuelga del marco de corcho,
como una canasta. La balsa puede dar vueltas en el agua, pero el piso recobra
inmediatamente la posición normal. El único peligro es el de perder la balsa.
Yo pensaba por eso que mientras estuviera amarrado al enjaretado la balsa podía
dar mil vueltas sin peligro de que yo la perdiera.
Eso era cierto.
Pero había algo que yo no había perdido de vista: un cuarto de hora después de
la primera, la balsa dio una segunda y espectacular vuelta de campana. Primero
me sentí suspendido en el aire helado y húmedo, azotado por el vendaval. Vi
ante mis ojos el abismo y comprendí de qué lado se iba a voltear la balsa.
Traté de navegar hacia el otro lado, para equilibrar la embarcación, pero me lo
impidió la fuerte correa de cuero amarrada al enjaretado. En un instante
comprendí lo que estaba pasando: la balsa se había volteado por completo. Yo
estaba en el fondo, amarrado firmemente a la borda. Me estaba ahogando y mis
manos buscaban en vano la hebilla del cinturón para soltarla.
Desesperadamente,
pero tratando de no atolondrarme, traté de abrir la hebilla. Sabía que no
disponía de mucho tiempo: en buen estado físico puedo durar más de ochenta
segundos bajo el agua. Había dejado de respirar desde el momento en que me
sentí en el fondo de la balsa. Iban por lo menos cinco segundos. Corrí la mano
alrededor de la cintura y creo que en menos de un segundo encontré el cinturón.
En otro segundo encontré la hebilla. Estaba ajustada contra el enjaretado, de
manera que yo debía suspenderme de la balsa con la otra mano para aflojar la
presión. Tardé mucho en encontrar de donde agarrarme fuertemente. Luego me
suspendí a pulso con el brazo izquierdo. La mano derecha encontró la hebilla,
se orientó rápidamente y aflojó la correa. Manteniendo la hebilla abierta dejé
caer de nuevo el cuerpo hacia el fondo, sin soltarme de la borda, y en una
fracción de segundo me sentí libre del enjaretado. Sentía que me estallaban los
pulmones. Con un último esfuerzo me agarré de la borda con las dos manos; me
suspendí con todas mis fuerzas, todavía sin respirar. Involuntariamente, con mi
peso no logré otra cosa que voltear de nuevo la balsa. Y yo volví a quedar
debajo de ella.
Estaba
tragando agua. La garganta, destrozada por la sed, me ardía terriblemente. Pero
apenas si me daba cuenta. Lo importante era no soltar la balsa. Logré sacar la
cabeza. Tomé aire. Me sentí agotado. No creí que tuviera fuerzas para subir por
la borda. Pero estaba al mismo tiempo aterrorizado, metido en el agua que pocas
horas antes había visto infestada de tiburones. Seguro de que aquel día sería
el último esfuerzo que debía hacer en mi vida, apelé a mis últimos vestigios de
energía, me suspendí en la borda y caí exhausto en el fondo de la balsa.
No sé
cuánto tiempo estuve así, acostado de cara al cielo, con la garganta dolorida y
los extremos de los dedos palpitándome profundamente, en carne viva. Sólo sé
que tenía dos preocupaciones al mismo tiempo: que me descansaran los pulmones y
que no se volviera a voltear la balsa.
El sol del amanecer
Así
amaneció mi octavo día en el mar. Fue una mañana tempestuosa. Si hubiera
llovido no hubiera dispuesto de fuerzas para recoger el agua. Pero sentía que
la lluvia me habría tonificado. Sin embargo, no cayó ni una gota, a pesar de
que la humedad del aire era como un anuncio de la lluvia inminente. El mar
seguía picado al amanecer. No se calmó hasta después de las ocho de la mañana.
Pero entonces salió el sol y el cielo recobró su color azul intenso.
Completamente
agotado me incliné sobre la borda y tomé varios sorbos de agua de mar. Ahora sé
que es conveniente para el organismo. Pero entonces lo ignoraba, y sólo recurría
a ella cuando me desesperaba el dolor en el cuello. Después de siete días sin
tomar agua, la sed es una sensación distinta, es un dolor profundo en la
garganta, en el esternón y especialmente debajo de las clavículas. Y es la
desesperación de la asfixia. El agua de mar me aliviaba el dolor. Después de la
tormenta el mar amanece azul, como en los cuadros. Cerca de la costa se ven
flotar mansamente troncos y raíces, arrancados por la tormenta. Las gaviotas
salen a volar sobre el mar. Esa mañana, cuando cesó la brisa, la superficie del
agua se volvió metálica y la balsa se deslizó suavemente en línea recta. El
viento tibio me reconfortó el cuerpo y el espíritu.
Una gaviota
grande, oscura y vieja, voló sobre la balsa. Entonces no pude dudar de que me
encontraba cerca de tierra. La gaviota que había capturado unos días antes era
un animal joven. A esa edad tienen un formidable alcance de vuelo. Se les puede
encontrar a muchas millas en el interior. Pero una gaviota vieja, grande y
pesada como la que volaba sobre la balsa en mi octavo día era de aquellas que
no se alejaban cien millas de la costa. Me sentí con renovadas fuerzas para
resistir. Lo mismo que los primeros días, me puse a escrutar el horizonte.
Grandes cantidades de gaviotas se acercaban por todos lados.
Me sentí
acompañado y alegre. No tenía hambre. Con más frecuencia que antes tomaba sorbos
de agua de mar. Me sentía acompañado en medio de aquella cantidad de gaviotas
que volaban en torno a mi cabeza. Me acordé de Mary Address. «¿Qué habrá sido
de ella?», me preguntaba, recordando su voz cuando me ayudaba a traducir los
diálogos de las películas. Precisamente ese día —el único que me acordé de Mary
Address sin ningún motivo, apenas porque el cielo estaba lleno de gaviotas— Mary
estaba en el templo católico de Mobile ordenando una misa por el descanso de mi
alma. Aquella misa —según me escribió Mary a Cartagena— se dijo el octavo día
de mi desaparición. Fue por el descanso de mi alma. Y ahora también creo que
fue por el descanso de mi cuerpo, pues aquella mañana, mientras yo me acordaba
de Mary Address y ella asistía a una misa en Mobile, yo me sentía dichoso en el
mar, viendo las gaviotas que anunciaban la cercanía de la tierra.
Durante casi
todo el día estuve sentado en la borda, escrutando el horizonte. El día era de
una asombrosa claridad. Estaba seguro de que habría visto la tierra desde una
distancia de cincuenta millas. La balsa había cobrado una velocidad que no
habrían podido imprimirle dos hombres con cuatro remos. Navegaba en línea
recta, como impulsada por un motor, en una superficie lisa y azul.
Después de
estar siete días en una balsa, uno es capaz de advertir el cambio más imperceptible
en el color del agua. El siete de marzo, a las tres y media de la tarde,
advertí que la balsa entraba en una zona donde el agua no era azul, sino de un
verde oscuro. Hubo un instante en que vi el límite: de este lado, la superficie
azul que había visto durante siete días; del otro, la superficie verdosa y
aparentemente más densa. El cielo estaba lleno de gaviotas que pasaban volando
muy bajo. Yo sentía los fuertes aletazos sobre mi cabeza. Eran indicios
inequívocos: el cambio en el color del agua, la abundancia de las gaviotas, me
indicaron que esa noche debía permanecer en vela, listo a descubrir las
primeras luces de la costa.
10
Perdidas las esperanzas... hasta la
muerte
No tuve necesidad de
forzarme para dormir durante mi octava noche en el mar. La vieja gaviota se
posó en la borda desde las nueve, y no se separó de la balsa en toda la noche.
Yo estaba recostado en el único remo que me quedaba: el pedazo destrozado por
el tiburón. La noche era tranquila y la balsa avanzaba en línea recta hacia un
punto determinado. «¿Adónde llegaría?», me preguntaba, convencido por los indicios
—el color del agua y la vieja gaviota— de que al día siguiente estaría en
tierra firme. No tenía la menor idea del lugar hacia donde se dirigía la balsa
impulsada por la brisa.
No estaba
seguro de que el bote hubiera conservado la dirección inicial. Si había seguido
el rumbo de los aviones era probable que llegara a Colombia. Pero sin una
brújula era imposible saberlo. De haber estado viajando hacia el sur, en línea
recta, llegaría sin duda a las costas colombianas del Caribe. Pero también era
posible que hubiera estado viajando hacia el norte. En ese caso no tenía la menor
idea de mi posición.
Antes de la
medianoche, cuando caía vencido por el sueño, la vieja gaviota se acercó a
picotearme la cabeza. No me hacía daño. Me picoteaba suavemente, sin
maltratarme el cuero cabelludo. Parecía como si estuviera acariciándome. Me
acordé del jefe de armas del destructor, el que me dijo que era una indignidad
de un marino dar muerte a una gaviota, y sentí remordimiento por la pequeña gaviota
que maté inútilmente.
Escruté el
horizonte hasta la madrugada. Esa noche no hubo frío. Pero no pude descubrir
ninguna luz. No había señales de la costa. La balsa se deslizaba por un mar
claro y tranquilo, pero no había en torno a mí una luz diferente a la de las
estrellas. Cuando permanecí perfectamente quieto la gaviota parecía dormir. Bajaba
la cabeza, parado en la borda, y permanecía ella también inmóvil durante largo
tiempo. Pero tan pronto como yo me movía daba un salto y se ponía a picotearme la
cabeza.
En la
madrugada cambié de posición. Dejé a la gaviota del lado de los pies. La sentí
picotearme los zapatos. Luego la sentí acercarse por la borda. Permanecí
inmóvil. La gaviota se quedó completamente inmóvil. Luego se posó junto a mi
cabeza, también inmóvil. Pero tan pronto como moví la cabeza empezó a
picotearme el cabello, casi con ternura. Aquello se volvía un juego. Cambié
varias veces de posición. Y varias veces la gaviota se movió al lado de mi
cabeza. Ya al amanecer, sin necesidad de proceder con cautela, extendí la mano
y la agarré por el cuello.
No pensé en
darle muerte. La experiencia de la otra gaviota me indicaba que sería un sacrificio
inútil. Tenía hambre, pero no pensaba saciarla en aquel animal amigo, que me
había acompañado durante toda la noche, sin hacerme daño. Cuando la agarré
extendió las alas, se sacudió bruscamente y trató de liberarse. En un instante
le crucé las alas por encima del cuello, para privarla de su movilidad.
Entonces levantó la cabeza y a las primeras horas del día vi sus ojos,
transparentes y asustados. Aunque en algún momento hubiera pensado en
descuartizarla, al ver sus enormes ojos tristes hubiera desistido de mi propósito.
El sol
salió temprano, con una fuerza que puso a hervir el aire desde las siete. Yo seguía
acostado en la balsa, con la gaviota fuertemente agarrada. El mar era todavía
verde y espeso, como el día anterior, pero no había por ningún lado señales de
la costa. El aire era sofocante. Entonces solté a mi prisionera, que sacudió la
cabeza y salió disparada hacia el cielo. Un momento después se había
incorporado a la bandada.
El sol fue
esa mañana —mi novena mañana en el mar— mucho más abrasador que en todos los
días anteriores. A pesar de que me había cuidado de que no me diera nunca en
los pulmones, tenía la espalda ampollada. Tuve que quitar el remo en que me
apoyaba y sumergirme en el agua, porque ya no podía resistir el contacto de la
madera en la espalda. Tenía quemados los hombros y los brazos. Ni siquiera
podía tocarme la piel con los dedos, porque sentía como si fueran brasas al
rojo vivo. Sentía los ojos irritados. No podía fijarlos en ningún punto, porque
el aire se llenaba de círculos luminosos y cegadores. Hasta ese día no me había
dado cuenta del lamentable estado en que me encontraba. Estaba deshecho,
llagado por la sal del agua y el sol. Sin ningún esfuerzo me arrancaba de los
brazos largas tiras de piel. Debajo quedaba una superficie roja y lisa. Un instante
después sentía palpitar dolorosamente el espacio pelado y la sangre me brotaba
por los poros.
No me había
dado cuenta de la barba. Tenía once días de no afeitarme. La barba espesa me
llegaba hasta el cuello, pero no podía tocármela, porque me dolía terriblemente
la piel, irritada por el sol. La idea de mi rostro demacrado, de mi cuerpo
ampollado, me hizo recordar lo mucho que había sufrido en aquellos días de soledad
y desesperación. Y volví a sentirme desesperado. No había señales de la costa.
Era el mediodía y volví a perder las esperanzas de llegar a tierra. Por mucho
que avanzara la balsa era imposible que llegara a la playa antes del anochecer,
si no habían aparecido a esa hora, por ningún lado, los perfiles de la costa.
«Quiero morir»
Una alegría
elaborada en doce horas desapareció en un minuto, sin dejar rastros. Mis
fuerzas se derrumbaron. Desistí de todas mis preocupaciones. Por primera vez en
nueve días me acosté boca abajo, con la abrasada espalda expuesta al sol. Lo
hice sin piedad por mi cuerpo. Sabía que de permanecer así antes del anochecer
me habría asfixiado.
Hay un
instante en que ya no se siente dolor. La sensibilidad desaparece y la razón
empieza a embotarse hasta cuando se pierde la noción del tiempo y del espacio.
Boca abajo en la balsa, con los brazos apoyados en la borda y la barba apoyada
en los brazos, sentí al principio los despiadados mordiscos del sol. Vi el aire
poblado de puntos luminosos, durante varias horas. Por fin cerré los ojos,
extenuado, pero entonces ya el sol no me ardía en el cuerpo. No sentía sed ni
hambre. No sentía nada, aparte de una indiferencia general por la vida y la
muerte. Pensé que me estaba muriendo. Y esa idea me llenó de una extraña y
oscura esperanza.
Cuando abrí
los ojos estaba otra vez en Mobile. Hacía un calor asfixiante y había ido a una
fiesta al aire libre, con otros compañeros del destructor y con el judío Massey
Nasser, el dependiente del almacén de Mobile donde comprábamos ropa los marineros.
Era el que me había dado las tarjetas. Durante los ocho meses en que el buque
estuvo en reparación, Massey Nasser se dedicó a atender a los marinos
colombianos, y nosotros, en prueba de gratitud, no comprábamos en un almacén
distinto al suyo. Él hablaba el español correctamente, a pesar de que, según
nos dijo, nunca había estado en un país de lengua castellana.
Ese día,
como casi todos los sábados, estábamos en ese café al aire libre donde sólo
había judíos y marineros colombianos. En una tarima de tabla bailaba la misma mujer
de todos los sábados. Tenía el vientre desnudo y el rostro cubierto por un
velo, como las bailarinas árabes de las películas. Nosotros aplaudíamos y
tomábamos cerveza enlatada. El más alegre de todos era Massey Nasser, el
dependiente judío del almacén de Mobile, que nos vendió ropa fina y barata a
todos los marineros colombianos.
No sé
cuánto tiempo estuve así, embotado, con la alucinación de la fiesta de Mobile.
Sólo sé que de pronto di un salto en la balsa y estaba atardeciendo. Entonces
vi, como a cinco metros de la balsa, una enorme tortuga amarilla con una cabeza
atigrada y unos fijos e inexpresivos ojos como dos gigantescas bolas de
cristal, que me miraban espantosamente. Al principio creí que era otra
alucinación y me senté en la balsa, aterrorizado. El monstruoso animal, que
medía como cuatro metros de la cabeza a la cola, se hundió cuando me vio mover,
dejando un rastro de espuma. Yo no sabía si era realidad o fantasía. Y todavía
no me atrevo a decir si era realidad o fantasía, a pesar de que durante breves
minutos vi nadar aquella gigantesca tortuga amarilla delante de la balsa,
llevando fuera del agua su espantosa y pintada cabeza de pesadilla. Sólo sé que
—fuera realidad o fuera fantasía— habría bastado con que tocara la balsa para
que la hubiera hecho girar varias veces sobre sí misma.
La tremenda
visión me hizo recobrar el miedo. Y en ese instante el miedo me reconfortó.
Agarré el pedazo de remo, me senté en la balsa y me preparé para la lucha, con
ese monstruo o con cualquier otro que tratara de voltear la balsa. Iban a ser
las cinco. Puntuales, como siempre, los tiburones estaban saliendo del mar a la
superficie.
Miré al
lado de la balsa donde anotaba los días y conté ocho rayas. Pero recordé que no
había anotado la de aquel día. La marqué con las llaves, convencido de que
sería la última, y sentía desesperación y rabia ante la certidumbre de que me
resultaba más difícil morir que seguir viviendo. Esa mañana había decidido
entre la vida y la muerte. Había escogido la muerte, y sin embargo seguía vivo,
con el pedazo de remo en la mano, dispuesto a seguir luchando por la vida. A seguir
luchando por lo único que ya no me importaba nada.
La raíz misteriosa
En medio de
aquel sol metálico, de aquella desesperación, de aquella sed que por primera
vez empezaba a ser insoportable, me sucedió una cosa increíble: en el centro de
la balsa, enredada entre los cabos de la malla, había una raíz roja, como esas
raíces que machacan en Boyacá para hacer color, y cuyo nombre no recuerdo. No
sé desde cuándo estaba allí. Durante mis nueve días en el mar no había visto
una brizna de hierba en la superficie. Y, sin embargo, sin que supiera cómo,
aquella raíz estaba allí, enredada en los cabos de la malla, como otro anuncio
inequívoco de la tierra que no veía por ningún lado.
Tenía como
treinta centímetros de longitud. Hambriento, pero ya sin fuerzas para pensar en
mi hambre, mordí despreocupadamente la raíz. Me supo a sangre. Soltaba un
aceite espeso y dulce que me refrescó la garganta. Pensé que tenía sabor de
veneno. Pero seguí comiendo, devorando el pedazo de palo retorcido, hasta
cuando no quedó ni una astilla.
Cuando
terminé de comer no me sentí más aliviado. Se me ocurrió que aquello era una
rama de olivo, porque me acordé de la historia sagrada: cuando Noé echó a volar
la paloma el animal regresó al arca con una rama de olivo, señal de que el agua
había vuelto a desocupar la tierra. Yo pensaba que la rama de olivo de la
paloma era como aquella con que acababa de distraer mi hambre de nueve días.
Puede
esperarse un año en el mar, pero hay un día en que ya es imposible soportar una
hora más. El día anterior había pensado que amanecería en tierra firme. Habían
transcurrido veinticuatro horas y sólo seguía viendo agua y cielo. Ya no
esperaba nada. Era mi novena noche en el mar. «Nueve noches de muerto», pensé
con terror, seguro de que a esa hora mi casa del barrio Olaya, en Bogotá,
estaba llena de amigos de la familia. Era la última noche de mis velaciones.
Mañana desarmarían el altar y poco a poco se irían acostumbrando a mi muerte.
Nunca hasta
esa noche había perdido una remota esperanza de que alguien se acordara de mí y
tratara de rescatarme. Pero cuando recordé que aquella debía ser para mi
familia la novena noche de mi muerte, la última de mis velaciones, me sentí
completamente olvidado en el mar. Y pensé que nada mejor podía ocurrirme que
morir. Me acosté en el fondo de la balsa. Quise decir en voz alta: «Ya no me
levanto más». Pero la voz se me apagó en la garganta. Me acordé del colegio. Me
llevé a la boca la medalla de la Virgen del Carmen y me puse a rezar
mentalmente, como suponía que a esa hora lo estaba haciendo mi familia en mi
casa. Entonces me sentí bien, porque sabía que me estaba muriendo.
11
Al décimo día, otra alucinación: la
tierra
Mi novena noche fue la
más larga de todas. Me había acostado en la balsa y las olas se rompían
suavemente contra la borda. Pero no era dueño de mis sentidos. Y en cada ola
que estallaba junto a mi cabeza yo sentía repetirse la catástrofe. Se dice que
los moribundos «salen a recorrer sus pasos». Algo de eso me ocurrió en aquella
noche de recapitulación. Yo estaba otra vez en el destructor, acostado entre
las neveras y las estufas, en la popa, con Ramón Herrera, y viendo a Luis
Rengifo en la guardia, en una febril recapitulación del mediodía del 28 de
febrero. Cada vez que la ola se rompía contra la borda yo sentía que se rodaba
la carga, que me iba al fondo del agua y que nadaba hacia arriba, tratando de alcanzar
la superficie.
Minuto a
minuto, mis nueve días de soledad, angustia, hambre y sed en el mar se repetían
entonces, nítidamente, como en una pantalla cinematográfica. Primero la caída.
Después mis compañeros, gritando en torno a la balsa; después el hambre, la
sed, los tiburones y los recuerdos de Mobile pasando en una sucesión de
imágenes. Tomaba precauciones para no caer. Me veía otra vez en la popa del
destructor, tratando de amarrarme para que no me arrastrara la ola. Me amarraba
con tanta fuerza que me dolían las muñecas, los tobillos y sobre todo la
rodilla derecha. Pero, a pesar de los cabos sólidamente atados, la ola venía
siempre y me arrastraba al fondo del mar. Cuando recobraba la lucidez estaba
nadando hacia arriba. Asfixiándome.
Días antes
había pensado amarrarme a la balsa. Aquella noche debía hacerlo, pero no tenía
fuerzas para incorporarme y buscar los cabos del enjaretado. No podía pensar.
Por primera vez en nueve días no me daba cuenta de mi situación. En el estado
en que me encontraba hay que considerar como un milagro que aquella noche no me
arrastraran las olas al fondo del mar. No habría visto. Tenía la realidad confundida
en las alucinaciones. Si una ola hubiera volteado la balsa, tal vez yo habría
pensado que era otra alucinación, habría sentido que caía otra vez del destructor
—como lo sentí tantas veces aquella noche— y en un segundo habría caído al
fondo a alimentar los tiburones que durante nueve días habían esperado
pacientemente junto a la borda.
Pero de
nuevo esa noche me protegió mi buena suerte. Estuve sin sentido, recapitulando
minuto a minuto mis nueve días de soledad y ahora veo que iba tan seguro como
si hubiera estado amarrado a la borda.
Al
amanecer, el viento se volvió helado. Tenía fiebre. Mi cuerpo ardiente se
estremeció, penetrado hasta los huesos por el escalofrío. La rodilla derecha empezó
a dolerme. La sal del mar la había mantenido seca, pero continuaba viva, como
el primer día. Siempre me había cuidado de no lastimarla. Pero esa noche,
acostado boca abajo, llevaba la rodilla apoyada contra el piso de la balsa, y
la herida me palpitaba dolorosamente. Ahora tengo razones para pensar que la
herida me salvó la vida. Como entre nieblas, comencé a percibir el dolor. Estaba
dándome cuenta de mi cuerpo. Sentí el viento helado contra mi rostro febril.
Ahora sé que durante varias horas estuve diciendo un sartal de cosas confusas,
hablando con mis compañeros, tomando helados con Mary Address en un lugar donde
había una música estridente.
Después de
muchas horas incontables sentí que me estallaba la cabeza. Las sienes me
palpitaban y me dolían los huesos. Sentía la rodilla en carne viva, paralizada
por la hinchazón. Era como si la rodilla fuera más grande, mucho más grande que
mi cuerpo.
Me di
cuenta de que estaba en la balsa cuando empezó a amanecer. Pero entonces no
sabía cuánto tiempo llevaba en esa situación. Recordé, haciendo un esfuerzo supremo,
que había trazado nuevas rayas en la borda. Pero no recordaba cuándo había
trazado la última. Me parecía que había transcurrido mucho tiempo desde aquella
tarde en que me comí una raíz que encontré enredada en los cabos de la malla.
¿Había sido un sueño? Aún tenía en la boca un sabor dulce y espeso, pero cuando
hacía una recapitulación de mis alimentos no me acordaba de ella. No me había
reconfortado. Me la había comido entera, pero sentía el estómago vacío. Estaba
sin fuerzas.
¿Cuántos
días habían pasado desde entonces? Sabía que estaba amaneciendo, pero no habría
podido saber cuántas noches había estado exhausto en el fondo de la balsa,
esperando una muerte que parecía más esquiva que la tierra. El cielo se puso
rojo, como al atardecer. Y ése fue otro factor de confusión: entonces no supe
si era un nuevo día o un nuevo atardecer.
¡Tierra!
Desesperado
por el dolor de la rodilla traté de cambiar de posición. Quise voltearme, pero
me fue imposible. Me sentía tan agotado que me parecía imposible ponerme en
pie. Entonces moví la pierna herida, me suspendí con las manos apoyadas en el
fondo de la balsa y me dejé caer de espaldas, boca arriba, con la cabeza
apoyada en la borda. Evidentemente, estaba amaneciendo. Miré el reloj. Eran las
cuatro de la madrugada. Todos los días a esa hora escrutaba el horizonte. Pero
ya había perdido las esperanzas de la tierra. Continué mirando el cielo,
viéndolo pasar del rojo vivo al azul pálido. El aire seguía helado, me sentía
con fiebre, y la rodilla me palpitaba con un dolor penetrante. Me sentía mal
porque no había podido morir. Estaba sin fuerzas, pero completamente vivo. Y
aquella certidumbre me produjo una sensación de desamparo. Habría creído que no
pasaría de aquella noche. Y, sin embargo, seguía como siempre, sufriendo en la
balsa y entrando a un nuevo día, que sería un día más, un día vacío, con un sol
insoportable y una manada de tiburones en torno a la balsa, desde las cinco de
la tarde.
Cuando el
cielo comenzó a ponerse azul miré el horizonte. Por todos los lados estaba el
agua verde y tranquila. Pero frente a la balsa, en la penumbra del amanecer,
hallé una larga sombra espesa. Contra el cielo diáfano se encontraban los
perfiles de los cocoteros.
Sentí rabia.
El día anterior me había visto en una fiesta en Mobile. Luego, había visto una
gigantesca tortuga amarilla, y durante la noche había estado en mi casa de
Bogotá, en el colegio La Salle de Villavicencio y con mis compañeros del
destructor. Ahora estaba viendo la tierra. Si cuatro o cinco días antes hubiera
sufrido aquella alucinación me habría vuelto loco de alegría. Habría mandado la
balsa al diablo y me habría echado al agua para alcanzar rápidamente la orilla.
Pero en el
estado en que yo me encontraba se está prevenido contra las alucinaciones. Los
cocoteros eran demasiado nítidos para que fueran ciertos. Además, no los veía a
una distancia constante. A veces me parecía verlos al lado mismo de la balsa.
Más tarde parecía verlos a dos, a tres kilómetros de distancia. Por eso no
sentía alegría. Por eso me reafirmé en mis deseos de morir, antes que me
volvieran loco las alucinaciones. Volví a mirar hacia el cielo. Ahora era un
cielo alto y sin nubes, de un azul intenso.
A las
cuatro y cuarenta y cinco se veían en el horizonte los resplandores del sol.
Antes había sentido miedo de la noche, ahora el sol del nuevo día me parecía un
enemigo. Un gigantesco e implacable enemigo que venía a morderme la piel
ulcerada, a enloquecerme de sed y de hambre. Maldije el sol. Maldije el día.
Maldije mi suerte que me había permitido soportar nueve días a la deriva en
lugar de permitir que hubiera muerto de hambre o descuartizado por los tiburones.
Como volvía
a sentirme incómodo, busqué el pedazo de remo en el fondo de la balsa para
recostarme. Nunca he podido dormir con una almohada demasiado dura. Sin
embargo, buscaba con ansiedad un pedazo de palo destrozado por los tiburones
para apoyar la cabeza.
El remo
estaba en el fondo, todavía amarrado a los cabos del enjaretado. Lo solté. Lo
ajusté debidamente a mis espaldas doloridas, y la cabeza me quedó apoyada por encima
de la borda. Entonces fue cuando vi claramente, contra el sol rojo que empezaba
a levantarse, el largo y verde perfil de la costa.
Iban a ser
las cinco. La mañana era perfectamente clara. No podía caber la menor duda de
que la tierra era una realidad. Todas las alegrías frustradas en los días anteriores
—la alegría de los aviones, de las luces de los barcos, de las gaviotas y del
color del agua— renacieron entonces atropelladamente, a la vista de la tierra.
Si a esa
hora me hubiera comido dos huevos fritos, un pedazo de carne, café con leche y
pan —un desayuno completo del destructor— tal vez no me habría sentido con
tantas fuerzas como después de haber visto aquello que yo creí que realmente
era la tierra. Me incorporé de un salto. Vi, perfectamente, frente a mí, la
sombra de la costa y el perfil de los cocoteros. No veía luces. Pero a mi
derecha, como a diez kilómetros de distancia, los primeros rayos del sol
brillaban con un resplandor metálico en los acantilados. Loco de alegría,
agarré mi único pedazo de remo y traté de impulsar la balsa hasta la costa, en
línea recta.
Calculé que
habría dos kilómetros desde la balsa hasta la orilla. Tenía las manos deshechas
y el ejercicio me maltrataba la espalda. Pero no había resistido nueve días —diez
con el que estaba empezando— para renunciar ahora que estaba frente a la
tierra. Sudaba. El viento frío del amanecer me secaba el sudor y me producía un
dolor destemplado en los huesos, pero seguía remando.
Pero, ¿dónde está la tierra?
No era un
remo para una balsa como aquélla. Era un pedazo de palo. Ni siquiera me servía
de sonda para tratar de averiguar la profundidad del agua. Durante los primeros
minutos, con la extraña fuerza que me imprimió la emoción, logré avanzar un
poco. Pero luego me sentí agotado, levanté el remo un instante, contemplando la
exuberante vegetación que crecía frente a mis ojos, y vi que una corriente
paralela a la costa impulsaba la balsa hacia los acantilados.
Lamenté
haber perdido mis remos. Sabía que uno de ellos, entero y no destrozado por los
tiburones como el que llevaba en la mano, habría podido dominar la corriente.
Por instantes pensé que tendría paciencia para esperar a que la balsa llegara a
los acantilados. Brillaban bajo el primer sol de la mañana como una montaña de
agujas metálicas. Por fortuna estaba tan desesperado por sentir la tierra firme
bajo mis pies que sentí lejana la esperanza. Más tarde supe que eran las
rompientes de Punta Caribana, y que de haber permitido que la corriente me
arrastrara me habría destrozado contra las rocas.
Traté de
calcular mis fuerzas. Necesitaba nadar dos kilómetros para alcanzar la costa.
En buenas condiciones puedo nadar dos kilómetros en menos de una hora. Pero no
sabía cuánto tiempo podía nadar después de diez días sin comer nada más que un
pedazo de pescado y una raíz, con el cuerpo ampollado por el sol y la rodilla
herida. Pero aquella era mi última oportunidad. No tuve tiempo de pensarlo. No
tuve tiempo de acordarme de los tiburones. Solté el remo, cerré los ojos y me
arrojé al agua.
Al contacto
del agua helada me reconforté. Desde el nivel del mar perdí la visión de la
costa. Tan pronto como estuve en el agua me di cuenta de que había cometido dos
errores: no me había quitado la camisa ni me había ajustado los zapatos. Traté
de no hundirme. Fue eso lo primero que tuve que hacer, antes de empezar a
nadar. Me quité la camisa y me la amarré fuertemente alrededor de la cintura.
Luego, me apreté los cordones de los zapatos. Entonces sí empecé a nadar.
Primero desesperadamente. Luego con más calma, sintiendo que a cada brazada se
me agotaban las fuerzas, y ahora sin ver la tierra.
No había
avanzado cinco metros cuando sentí que se me reventó la cadena con la medalla
de la Virgen del Carmen. Me detuve. Alcancé a recogerla cuando empezaba a
hundirme en el agua verde y revuelta. Como no tenía tiempo de guardármela en
los bolsillos la apreté con fuerza entre los dientes y seguí nadando.
Ya me sentía sin fuerzas y, sin embargo, aún no veía la
tierra. Entonces volvió a invadirme el terror: acaso, ciertamente, la tierra
había sido otra alucinación. El agua fresca me había reconfortado y yo estaba
otra vez en posesión de mis sentidos, nadando desesperadamente hacia la playa
de una alucinación. Ya había nadado mucho. Era imposible regresar en busca de
la balsa.
12
Una resurrección en tierra extraña
Sólo después de estar
nadando desesperadamente durante quince minutos empecé a ver la tierra. Todavía
estaba a más de un kilómetro. Pero no me cabía entonces la menor duda de que
era la realidad y no un espejismo. El sol doraba la copa de los cocoteros. No
había luces en la costa. No había ningún pueblo, ninguna casa visible desde el
mar. Pero era tierra firme. Antes de veinte minutos estaba agotado, pero me
sentía seguro de llegar. Nadaba con fe, tratando de no permitir que la emoción
me hiciera perder los controles. He estado media vida en el agua, pero nunca
como esa mañana del nueve de marzo había comprendido y apreciado la importancia
de ser buen nadador. Sintiéndome cada vez con menos fuerza, seguí nadando hacia
la costa. A medida que avanzaba veía más claramente el perfil de los cocoteros.
El sol
había salido cuando creí que podría tocar fondo. Traté de hacerlo, pero aún había
suficiente profundidad. Evidentemente, no me encontraba frente a una playa. El
agua era honda hasta muy cerca de la orilla, de manera que tendría que seguir
nadando. No sé exactamente cuánto tiempo nadé. Sé que a medida que me acercaba
a la costa el sol iba calentando sobre mi cabeza, pero ahora no me torturaba la
piel sino que me estimulaba los músculos. En los primeros metros el agua helada
me hizo pensar en los calambres. Pero el cuerpo entró en calor rápidamente.
Luego, el agua fue menos fría y yo nadaba fatigado, como entre nubes, pero con
un ánimo y una fe que prevalecían sobre mi sed y mi hambre.
Veía
perfectamente la espesa vegetación a la luz del tibio sol matinal, cuando
busqué fondo por segunda vez. Allí estaba la tierra bajo mis zapatos. Es una
sensación extraña esa de pisar la tierra después de diez días a la deriva en el
mar.
Sin
embargo, bien pronto me di cuenta de que aún me faltaba lo peor. Estaba
totalmente agotado. No podía sostenerme en pie. La ola de resaca me empujaba
con violencia hacia el interior. Tenía apretada entre los dientes la medalla de
la Virgen del Carmen. La ropa, los zapatos de caucho, me pesaban terriblemente.
Pero aun en esas tremendas circunstancias se tiene pudor. Pensaba que dentro de
breves momentos podría encontrarme con alguien. Así que seguí luchando contra
las olas de resaca, sin quitarme la ropa, que me impedía avanzar, a pesar de
que sentía que estaba desmayándome a causa del agotamiento.
El agua me
llegaba más arriba de la cintura. Con un esfuerzo desesperado logré llegar
hasta cuando me llegaba a los muslos. Entonces decidí arrastrarme. Clavé en
tierra las rodillas y las palmas de las manos y me impulsé hacia adelante. Pero
fue inútil. Las olas me hacían retroceder. La arena menuda y acerada me lastimó
la herida de la rodilla. En ese momento yo sabía que estaba sangrando, pero no
sentía dolor. Las yemas de mis dedos estaban en carne viva. Aun sintiendo la
dolorosa penetración de la arena entre las uñas clavé los dedos en la tierra y
traté de arrastrarme. De pronto me asaltó otra vez el terror: la tierra, los
cocoteros dorados bajo el sol, empezaron a moverse frente a mis ojos. Creí que me
estaba tragando la tierra.
Sin
embargo, aquella impresión debió de ser una ilusión ocasionada por mi agotamiento.
La idea de que estaba sobre arena movediza me infundió un ánimo desmedido —el
ánimo del terror— y dolorosamente, sin piedad y por mis manos descarnadas,
seguí arrastrándome contra las olas. Diez minutos después todos los
padecimientos, el hambre y la sed de diez días, se habían encontrado
atropelladamente en mi cuerpo. Me extendí, moribundo, sobre la tierra dura y
tibia, y estuve allí sin pensar en nada, sin dar gracias a nadie, sin alegrarme
siquiera de haber alcanzado a fuerza de voluntad, de esperanza y de implacable
deseo de vivir, un pedazo de playa silenciosa y desconocida.
Las huellas del hombre
En tierra,
la primera impresión que se experimenta es la del silencio. Antes de que uno se
dé cuenta de nada está sumergido en un gran silencio. Un momento después, remoto
y triste, se percibe el golpe de las olas contra la costa. Y luego, el murmullo
de la brisa entre las palmas de los cocoteros infunde la sensación de que se
está en tierra firme. Y la sensación de que uno se ha salvado, aunque no sepa
en qué lugar del mundo se encuentra.
Otra vez en
posesión de mis sentidos, acostado en la playa, me puse a examinar el paraje.
Era una naturaleza brutal. Instintivamente busqué las huellas del hombre. Había
una cerca de alambre de púas como a veinte metros del lugar en que me encontraba.
Había un camino estrecho y torcido con huellas de animales. Y junto al camino
había cáscaras de cocos despedazados. El más insignificante rastro de la
presencia humana tuvo para mí en aquel instante el significado de una
revelación. Desmedidamente alegre, apoyé la mejilla contra la arena tibia y me
puse a esperar.
Esperé
durante diez minutos, aproximadamente. Poco a poco iba recobrando las fuerzas.
Eran más de las seis y el sol había salido por completo. Junto al camino, entre
las cáscaras destrozadas, había varios cocos enteros. Me arrastré hacia ellos,
me recosté contra un tronco y presioné el fruto liso e impenetrable entre mis
rodillas. Como cinco días antes había hecho con el pescado, busqué ansiosamente
las partes blandas. A cada vuelta que le daba al coco sentía batirse el agua en
su interior. Aquel sonido gutural y profundo me revolvía la sed. El estómago me
dolía, la herida de la rodilla estaba sangrando, y mis dedos, en carne viva,
palpitaban con un dolor lento y profundo. Durante mis diez días en el mar no
tuve en ningún momento la sensación de que me volvería loco. La tuve por
primera vez esa mañana, cuando daba vuelta al coco buscando un punto por donde
penetrarlo, y sentía batirse entre mis manos el agua fresca, limpia e
inalcanzable.
Un coco
tiene tres ojos, arriba, ordenados, en triángulo. Pero hay que pelarlo con un
machete para encontrarlos. Yo sólo disponía de mis llaves. Inútilmente insistí
varias veces, tratando de penetrar la áspera y sólida corteza con las llaves.
Por fin, me declaré vencido, arrojé el coco con rabia, oyendo rebotar el agua
en su interior.
Mi última
esperanza era el camino. Allí, a mi lado, las cáscaras desmigajadas me
indicaban que alguien debía venir a tumbar cocos. Los restos demostraban que
alguien venía todos los días, subía a los cocoteros y luego se dedicaba a pelar
los cocos. Aquello demostraba, además, que estaba cerca de un lugar habitado,
pues nadie recorre una distancia considerable sólo por llevar una carga de
cocos.
Yo pensaba
estas cosas, recostado en un tronco, cuando oí —muy distante— el ladrido de un
perro. Me puse en guardia. Alerté los sentidos. Un instante después, oí
claramente el tintineo de algo metálico que se acercaba por el camino.
Era una
muchacha negra, increíblemente delgada, joven y vestida de blanco. Llevaba en
la mano una ollita de aluminio cuya tapa, mal ajustada, sonaba a cada paso. «¿En
qué país me encuentro?», me pregunté, viendo acercarse por el camino a aquella
negra con tipo de Jamaica. Me acordé de San Andrés y Providencia. Me acordé de
todas las islas de las Antillas. Aquella mujer era mi primera oportunidad, pero
también podía ser la última. «¿Entenderá castellano?», me dije, tratando de
descifrar el rostro de la muchacha que distraídamente, todavía sin verme,
arrastraba por el camino sus polvorientas pantuflas de cuero. Estaba tan
desesperado por no perder la oportunidad, que tuve la absurda idea de que si le
hablaba en español no me entendería; que me dejaría allí, tirado en la orilla
del camino.
—Hello, Hello! —le dije, angustiado.
La muchacha
volvió a mirarme con unos ojos enormes, blancos y espantados.
—Help me! —exclamé, convencido de que me
estaba entendiendo.
Ella vaciló
un momento, miró en torno suyo y se lanzó en carrera por el camino, espantada.
El hombre, el burro y el perro
Sentí que
me moriría de angustia. En un momento me vi en aquel sitio, muerto, despedazado
por los gallinazos. Pero, luego, volví a oír al perro, cada vez más cerca. El
corazón comenzó a darme golpes, a medida que se aproximaban los ladridos. Me
apoyé en las palmas de las manos. Levanté la cabeza. Esperé. Un minuto. Dos. Y
los ladridos se oyeron cada vez más cercanos. De pronto sólo quedó el silencio.
Luego, el batir de las olas y el rumor del viento entre los cocoteros. Después,
en el minuto más largo que recuerdo en mi vida, apareció un perro escuálido,
seguido por un burro con dos canastos. Detrás de ellos venía un hombre blanco,
pálido, con sombrero de caña y los pantalones enrollados hasta la rodilla.
Tenía una carabina terciada a la espalda.
Tan pronto
como apareció en la vuelta del camino me miró con sorpresa. Se detuvo. El
perro, con la cola levantada y recta, se acercó a olfatearme. El hombre
permaneció inmóvil, en silencio.
Luego, bajó
la carabina, apoyó la culata en tierra y se quedó mirándome.
No sé por
qué, pensaba que estaba en cualquier parte del Caribe menos en Colombia. Sin
estar muy seguro de que me entendiera, decidí hablar en español.
—¡Señor,
ayúdeme! —le dije.
Él no
contestó en seguida. Continuó examinándome enigmáticamente, sin parpadear, con
la carabina apoyada en el suelo. «Lo único que me falta ahora es que me pegue
un tiro», pensé fríamente. El perro me lamía la cara, pero ya no tenía fuerzas
para esquivarle.
—¡Ayúdeme! —repetí,
ansioso y desesperado, pensando que el hombre no me entendía.
—¿Qué le
pasa? —me preguntó con acento amable.
Cuando oí
su voz me di cuenta de que más que la sed, el hambre y la desesperación, me
atormentaba el deseo de contar lo que me había pasado. Casi ahogándome con las
palabras, le dije sin respirar:
—Yo soy
Luis Alejandro Velasco, uno de los marineros que se cayeron el 28 de febrero
del destructor Caldas, de la Armada
Nacional.
Yo creí que
todo el mundo estaba obligado a conocer la noticia. Creí que tan pronto como
dijera mi nombre el hombre se apresuraría a ayudarme. Sin embargo, no se
inmutó. Continuó en el mismo sitio, mirándome, sin preocuparse siquiera del
perro, que me lamía la rodilla herida.
—¿Es
marinero de gallinas? —me preguntó, pensando tal vez en las embarcaciones de
cabotaje que trafican con cerdos y aves de corral.
—No. Soy
marinero de guerra.
Sólo
entonces el hombre se movió. Se terció de nuevo la carabina a la espalda, se
echó el sombrero hacia atrás, y me dijo: «Voy a llevar un alambre hasta el
puerto y vuelvo por usted». Sentí que aquella era otra oportunidad que se me
escapaba. «¿Seguro que volverá?», le dije, con voz suplicante.
El hombre
respondió que sí. Que volvía con absoluta seguridad. Me sonrió amablemente y
reanudó la marcha detrás del burro. El perro continuó a mi lado, olfateándome.
Sólo cuando el hombre se alejaba se me ocurrió preguntarle, casi con un grito:
—¿Qué país
es este?
Y él, con
una extraordinaria naturalidad, me dio la única respuesta que yo no esperaba en
aquel instante:
—Colombia.
13
Seiscientos hombres me conducen a San
Juan
Volvió, como lo había
prometido. Antes de que empezara a esperarlo —no más de quince minutos después—
regresó con el burro y los canastos vacíos y con la muchacha negra de la ollita
de aluminio, que era su mujer, según supe más tarde. El perro no se había
movido de mi lado. Dejó de lamerme la cara y las heridas. Dejó de olfatearme.
Se echó a mi lado, inmóvil, medio dormido, hasta cuando vio acercarse al burro.
Entonces dio un salto y empezó a menear la cola.
—¿No puede
caminar? —me dijo el hombre.
—Voy a ver —le
dije. Traté de ponerme en pie, pero me fui de bruces.
—No puede —dijo
el hombre, impidiéndome que me cayera.
Entre él y
la mujer me subieron en el burro. Y sosteniéndome por debajo de los brazos
hicieron andar al animal. El perro iba delante dando saltos.
Por todo el
camino había cocos. En el mar había soportado la sed. Pero allí, sobre el burro,
avanzando por un camino estrecho y torcido, bordeado de cocoteros, sentí que no
podía resistir un minuto más. Pedí que me diera agua de coco.
—No tengo
machete —dijo el hombre.
Pero no era
cierto. Llevaba un machete al cinto. Si en aquel momento yo hubiera estado en
condiciones de defenderme le habría quitado el machete por la fuerza y habría
pelado un coco y me lo habría comido entero.
Más tarde
me di cuenta por qué rehusó el hombre darme agua de coco. Había ido a una casa
situada a dos kilómetros del lugar en que me encontró, había hablado con la
gente de allí y ésta le había advertido que no me diera nada de comer hasta
cuando no me viera un médico. Y el médico más cercano estaba a dos días de
viaje, en San Juan de Urabá.
Antes de
media hora llegamos a la casa. Una rudimentaria construcción de madera y techo
de zinc a un lado del camino. Allí había tres hombres y dos mujeres. Entre
todos me ayudaron a bajar del burro, me condujeron al dormitorio y me acostaron
en una cama de lienzo. Una de las mujeres fue a la cocina, trajo una ollita con
agua de canela hervida y se sentó al borde de la cama, a darme cucharadas. Con
las primeras gotas me sentí desesperado. Con las segundas sentí que recobraba
el ánimo. Entonces ya no quería beber más, sino contar lo que me había pasado.
Nadie tenía
noticias del accidente. Traté de explicarles, de echarles el cuento completo
para que supieran cómo me había salvado. Yo tenía entendido que a cualquier
lugar del mundo a donde llegara se tendrían noticias de la catástrofe. Me decepcionó
saber que me había equivocado, mientras la mujer me daba cucharadas de agua de canela,
como a un niño enfermo.
Varias
veces insistí en contar lo que me había pasado. Impasibles, los cuatro hombres
y las otras dos mujeres permanecían a los pies de la cama, mirándome. Aquello
parecía una ceremonia. De no haber sido por la alegría de estar a salvo de los
tiburones, de los numerosos peligros del mar que me habían amenazado durante
diez días, habría pensado que aquellos hombres y aquellas mujeres no pertenecían
a este planeta.
Tragándose la historia
La
amabilidad de la mujer que me daba de beber no permitía confusiones de ninguna
especie. Cada vez que yo trataba de narrar mi historia me decía:
—Estése callado
ahora. Después nos cuenta.
Yo me
habría comido lo que hubiera tenido a mi alcance. Desde la cocina llegaba al
dormitorio el oloroso humo del almuerzo. Pero fueron inútiles todas mis
súplicas.
—Después de
que lo vea el médico le damos de comer —me respondían.
Pero el
médico no llegó. Cada diez minutos me daban cucharaditas de agua de azúcar. La
menor de las mujeres, una niña, me enjugó las heridas con paños de agua tibia.
El día iba transcurriendo lentamente. Y lentamente iba sintiéndome aliviado.
Estaba seguro de que me encontraba entre gente amiga. Si en lugar de darme
cucharadas de agua de azúcar hubieran saciado mi hambre, mi organismo no habría
resistido el impacto.
El hombre
que me encontró en el camino se llama Dámaso Imitela. A las diez de la mañana
del nueve de marzo, el mismo día en que llegué a la playa, viajó al cercano
caserío de Mulatos y regresó a la casa del camino en que yo me encontraba con
varios agentes de la policía. Ellos también ignoraban la tragedia. En Mulatos
nadie conocía la noticia. Allí no llegan los periódicos. En una tienda, donde
ha sido instalado un motor eléctrico, hay una radio y una nevera. Pero no se
oyen los radio-periódicos. Según supe después, cuando Dámaso Imitela avisó al inspector
de policía que me había encontrado exhausto en una playa y que decía pertenecer
al destructor Caldas se puso en
marcha el motor y durante todo el día se estuvieron oyendo los radio-periódicos
de Cartagena. Pero ya no se hablaba del accidente. Sólo en las primeras horas
de la noche se hizo una breve mención del caso. Entonces, el inspector de
policía, todos los agentes y sesenta hombres de Mulatos se pusieron en marcha
para prestarme auxilio. Un poco después de las doce de la noche invadieron la
casa y me despertaron con sus voces. Me despertaron del único sueño tranquilo
que había logrado conciliar en los últimos doce días.
Antes del
amanecer la casa estaba llena de gente. Todo Mulatos —hombres, mujeres y niños—
se había movilizado para verme. Aquél fue mi primer contacto con una
muchedumbre de curiosos que en los días sucesivos me seguiría a todas partes.
La multitud portaba lámparas y linternas de batería. Cuando el inspector de
Mulatos y casi todos sus acompañantes me movieron de la cama, sentí que me
desgarraban la piel ardida por el sol. Era una verdadera rebatiña.
Hacía
calor. Sentía que me asfixiaba en medio de aquella muchedumbre de rostros protectores.
Cuando salí al camino un montón de lámparas y linternas eléctricas enfocó mi
rostro. Quedé ciego en medio de los murmullos y de las órdenes del inspector de
policía, impartidas en voz alta. Yo no veía la hora de llegar a alguna parte.
Desde el día en que me caí del destructor no había hecho otra cosa que viajar
con rumbo desconocido. Esa madrugada seguía viajando, sin saber por dónde, sin
imaginar siquiera qué pensaba hacer conmigo aquella multitud diligente y
cordial.
El cuento del fakir
Es largo y
difícil el camino del lugar en que me encontraron hasta Mulatos. Me acostaron
en una hamaca colgada de dos largos palos. Dos hombres en cada extremo de cada
uno de los palos me condujeron por un largo, estrecho y retorcido camino
iluminado por las lámparas. Íbamos al aire libre, pero hacía tanto calor como
en un cuarto cerrado, a causa de las lámparas.
Los ocho
hombres se turnaban cada media hora. Entonces me daban un poco de agua y
pedacitos de galleta de soda. Yo hubiera querido saber hacia dónde me llevaban,
qué pensaban hacer conmigo. Pero allí se hablaba de todo. Todo el mundo hablaba,
menos yo. El inspector, que dirigía la multitud, no permitía que nadie se me
acercara para hablarme. Se oían gritos, órdenes, comentarios a larga distancia.
Cuando llegamos a la larga callecita de Mulatos la policía no dio abasto para
contener la multitud. Eran como las ocho de la mañana.
Mulatos es
un caserío de pescadores, donde no hay oficina telegráfica. La población más cercana
es San Juan de Urabá, adonde dos veces por semana llega una avioneta procedente
de Montería. Cuando llegamos al caserío pensé que había llegado a alguna parte.
Pensé que tendría noticias de mi familia. Pero en Mulatos estaba apenas a mitad
del camino.
Me
instalaron en una casa y todo el pueblo hizo cola para verme. Yo me acordaba de
un fakir que vi hace dos años en Bogotá, por cincuenta centavos. Era preciso
hacer una larga cola de varias horas para ver al fakir. Uno avanzaba apenas
medio metro cada cuarto de hora. Cuando se llegaba a la pieza en que estaba el
fakir, metido en una urna de vidrio, ya no se deseaba ver a nadie. Se deseaba
salir de eso cuanto antes para mover las piernas, para respirar aire puro.
La única
diferencia entre el fakir y yo era que el fakir estaba dentro de una urna de
cristal. El fakir tenía nueve días sin comer. Yo tenía diez en el mar y uno
acostado en una cama, en un dormitorio de Mulatos. Yo veía pasar rostros frente
a mí. Rostros blancos y negros, en una fila interminable.
El calor
era terrible. Y yo me sentía entonces lo suficientemente repuesto como para
tener un poco de sentido del humor y pensar que alguien pudiera estar en la
puerta vendiendo entradas para ver al náufrago.
En la misma
hamaca en que me llevaron a Mulatos me llevaron a San Juan de Urabá. Pero la
muchedumbre que me acompañaba se había multiplicado. No iban menos de
seiscientos hombres. Iban, además, mujeres, niños y animales. Algunos hicieron
el viaje en burro. Pero la generalidad lo hizo a pie. Fue un viaje de casi todo
un día.
Llevado por
aquella multitud, por los seiscientos hombres que se turnaron a lo largo del
camino, yo sentía que iba recobrando mis fuerzas paulatinamente. Creo que
Mulatos quedó desocupado. Desde las primeras horas de la mañana el motor
eléctrico estuvo funcionando y el receptor de radio invadiendo el caserío con
su música. Aquello era como una feria. Y yo, el centro y la razón de la feria,
seguía tumbado en la cama, mientras el pueblo entero desfilaba para conocerme.
Fue esa misma multitud la que no se resignó a dejarme partir solo, sino que se
fue a San Juan de Urabá, en una larga caravana que ocupaba todo el ancho de
aquel camino tortuoso.
Durante el
viaje yo sentía hambre y sed. Los pedacitos de galleta de soda, los
insignificantes sorbos de agua, me habían restablecido, pero al mismo tiempo me
habían exaltado la sed y el hambre. La entrada a San Juan me hizo recordar las
fiestas de los pueblos. Todos los habitantes de la pequeña y pintoresca
población, barrida por los vientos del mar, salieron a mi encuentro. Ya se
habían tomado medidas para evitar a los curiosos. La policía logró detener la
multitud que se agolpaba en las calles para verme.
Ése fue el
final de mi viaje. El doctor Humberto Gómez, el primer médico que me hizo un
examen detenido, me dio la gran noticia. No me la dio antes de terminar el
examen, pues quería estar seguro de que estaba en condiciones de resistirla.
Dándome una palmadita en la mejilla, sonriendo amablemente, me dijo:
—La
avioneta está lista para llevarlo a Cartagena. Allí lo está esperando su
familia.
14
Mi heroísmo consistió en no dejarme
morir
Nunca creí que un
hombre se convirtiera en héroe por estar diez días en una balsa, soportando el
hambre y la sed. Yo no podía hacer otra cosa. Si la balsa hubiera sido una
balsa dotada con agua, galletas empacadas a presión, brújula e instrumentos de
pesca, seguramente estaría tan vivo como lo estoy ahora. Pero habría una
diferencia: no habría sido tratado como un héroe. De manera que el heroísmo, en
mi caso, consiste exclusivamente en no haberme dejado morir de hambre y de sed
durante diez días.
Yo no hice
ningún esfuerzo por ser héroe. Todos mis esfuerzos fueron por salvarme. Pero
como la salvación vino envuelta en una aureola, premiada con el título de héroe
como un bombón con sorpresa, no me queda otro recurso que soportar la
salvación, como había venido, con heroísmo y todo.
Se me
pregunta cómo se siente un héroe. Nunca sé qué responder. Por mi parte, yo me
siento lo mismo que antes. No he cambiado ni por dentro ni por fuera. Las
quemaduras del sol han dejado de dolerme. La herida de la rodilla se ha
cicatrizado. Soy otra vez Luis Alejandro Velasco. Y con eso me basta.
Quien ha cambiado
es la gente. Mis amigos son ahora más amigos que antes. Y me imagino también
que mis enemigos son más enemigos, aunque no creo tenerlos. Cuando alguien me
reconoce en la calle se queda mirándome como a un animal raro. Por eso visto de
civil, hasta cuando a la gente se le olvide que estuve diez días sin comer ni
beber en una balsa.
La primera
sensación que se tiene, cuando se empieza a ser una persona importante, es la
sensación de que durante todo el día y toda la noche, en cualquier
circunstancia, a la gente le gusta que uno le hable de uno mismo. Me di cuenta de
eso en el Hospital Naval de Cartagena, donde pusieron un guardia para que nadie
hablara conmigo. A los tres días me sentía completamente restablecido, pero no
podía salir del hospital. Sabía que cuando me dieran de alta tendría que
contarle el cuento a todo el mundo, porque, según me decían los guardias,
habían llegado a la ciudad periodistas de todo el país para hacerme reportajes
y tomarme fotografías. Uno de ellos, con un impresionante bigote de veinte
centímetros de largo, me tomó más de cincuenta fotografías, pero no se le
permitió que me preguntara nada relacionado con mi aventura.
Otro, más
audaz, se disfrazó de médico, burló la guardia y penetró en mi habitación.
Obtuvo una resonante y merecida victoria, pero pasó un mal rato.
Historia de un reportaje
A mi
habitación sólo podían entrar mi padre, los guardias, los médicos y los
enfermeros del Hospital Naval. Un día entró un médico que no había visto nunca.
Muy joven, con su bata blanca, anteojos y fonendoscopio colgado del cuello.
Entró intempestivamente, sin decir nada.
El
suboficial de guardia lo miró perplejo. Le pidió que se identificara. El joven
médico se registró todos los bolsillos, se ofuscó un poco y dijo que había
olvidado sus papeles. Entonces, el suboficial de guardia le advirtió que no podría
conversar conmigo sin un permiso especial del director del establecimiento. De
manera que ambos se fueron donde el director. Diez minutos después regresaron a
mi pieza.
El
suboficial de guardia entró delante y me hizo una advertencia: «Le dieron permiso
para que lo examine durante quince minutos. Es un siquiatra de Bogotá, pero a
mí me parece que es un reportero disfrazado».
—¿Por qué
le parece? —le pregunté.
—Porque
está muy asustado. Además, los siquiatras no usan fonendoscopio.
Sin
embargo, había conversado durante quince minutos con el director del hospital.
Habían hablado de medicina, de siquiatría. Hablaron en términos médicos, muy
complicados, y rápidamente se pusieron de acuerdo. Por eso le dieron permiso
para hablar conmigo durante quince minutos.
No sé si
fue por la advertencia del suboficial, pero cuando el joven médico entró de
nuevo a mi pieza ya no me pareció un médico. Tampoco me pareció un reportero,
aunque hasta ese momento yo no había visto nunca un reportero. Me pareció un
cura disfrazado de médico. Creo que no sabía cómo empezar. Pero lo que
realmente ocurría era que estaba pensando en la manera de alejar al suboficial
de la guardia.
—Hágame el
favor de conseguirme un papel —le dijo.
Él debió
pensar que el suboficial de guardia iría a buscar el papel a la oficina. Pero
tenía orden de no dejarme solo. Así que no fue a buscar el papel, sino que
salió al corredor y gritó:
—Oiga,
traiga en seguida papel de escribir.
Un momento
después vino el papel de escribir. Habían transcurrido más de cinco minutos y
el médico no me había hecho todavía ninguna pregunta. Sólo cuando llegó el
papel comenzó el examen. Me entregó el papel y me pidió que dibujara un buque.
Yo dibujé el buque. Luego me pidió que firmara el dibujo, y lo hice. Después me
pidió que dibujara una casa de campo. Yo dibujé una casa lo mejor que pude, con
una mata de plátano al lado. Me pidió que la firmara. Entonces fue cuando yo me
convencí de que era un reportero disfrazado. Pero él insistió en que era
médico.
Cuando
acabé de dibujar, examinó los papeles, dijo algunas palabras confusas y comenzó
a hacerme preguntas sobre mi aventura. El suboficial de guardia intervino para
recordar que no se permitía aquella clase de preguntas. Entonces me examinó el
cuerpo, como lo hacen los médicos. Tenía las manos heladas. Si el suboficial de
guardia se las hubiera tocado lo habría echado de la pieza. Pero yo no dije
nada, pues su nerviosismo y la posibilidad de que fuera un reportero me
producían una gran simpatía. Antes de que se cumplieran los quince minutos del
permiso salió disparado con los dibujos.
¡La que se
armó al día siguiente! Los dibujos aparecieron en la primera página de El Tiempo, con flechas y letreros. «Aquí
iba yo», decía un letrero, con una flecha que señalaba el puente del buque. Era
un error, porque yo no iba en el puente, sino en la popa. Pero los dibujos eran
míos.
Me dijeron
que rectificara. Que podía demandarlo. Me pareció absurdo. Yo sentía una gran
admiración por un reportero que se disfrazaba de médico para poder entrar en un
hospital militar. Si él hubiera encontrado la manera de hacerme saber que era
un reportero yo habría sabido cómo alejar al suboficial de guardia. Porque la
verdad es que ese día yo ya tenía permiso para contar la historia.
El negocio del cuento
La aventura
del reportero disfrazado de médico me proporcionó una idea muy clara del
interés que los periódicos tenían en la historia de mis diez días en el mar.
Era un interés de todo el mundo. Mis propios compañeros me pidieron que la
contara muchas veces. Cuando vine a Bogotá, ya casi completamente restablecido,
me di cuenta de que mi vida había cambiado. Me recibieron con todos los honores
en el aeródromo. El presidente de la república me impuso una condecoración. Me
felicitó por mi hazaña. Desde ese día supe que seguiría en la Armada, pero
ahora con el grado de cadete.
Además,
había algo con lo cual no contaba: las propuestas de las agencias de
publicidad. Yo estaba muy agradecido de mi reloj, que marchó con precisión
durante mi odisea. Pero no creí que aquello le sirviera para nada a los
fabricantes de relojes. Sin embargo, me dieron quinientos dólares y un reloj
nuevo. Por haber masticado cierta marca de chicles y decirlo en un anuncio, me
dieron mil dólares. Quiso la suerte que los fabricantes de mis zapatos, por
decirlo en otro anuncio, me dieran dos mil pesos. Para que permitiera transmitir
mi historia por radio me dieron cinco mil. Nunca creí que fuera buen negocio
vivir diez días de hambre y de sed en el mar. Pero lo es: hasta ahora he
recibido casi diez mil pesos. Sin embargo, no volvería a repetir la aventura
por un millón.
Mi vida de
héroe no tiene nada de particular. Me levanto a las diez de la mañana. Voy a un
café a conversar con mis amigos, o a alguna de las agencias de publicidad que
están elaborando anuncios con base en mi aventura. Casi todos los días voy al
cine. Y siempre acompañado. Pero el nombre de la acompañante es lo único que no
puedo revelar, porque pertenece a la reserva del sumario.
Todos los
días recibo cartas de todas partes. Cartas de gente desconocida. De Pereira,
firmado con las iniciales J.V.C., recibí un extenso poema, con balsas y
gaviotas. Mary Address, quien ordenó una misa por el descanso de mi alma cuando
me encontraba a la deriva en el Caribe, me escribe con frecuencia. Me mandó un
retrato con dedicatoria que ya conocen los lectores.
He contado mi historia en la televisión y a través de un
programa de radio. Además, se la he contado a mis amigos. Se la conté a una
anciana viuda que tiene un voluminoso álbum de fotografías y que me invitó a su
casa. Algunas personas me dicen que esta historia es una invención fantástica.
Yo les pregunto: Entonces, ¿qué hice durante mis diez días en el mar?