El proceso - Kafka Franz



Toda esta escritura no es otra cosa que la bandera de Robinson en el punto más alto de la isla. 
FRANZ KAFKA

La detención


ALGUIEN tenía que haber calumniado a Josef K2, pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo3. La cocinera de la señora Grubach, su casera, que le llevaba todos los días a eso de las ocho de la mañana el desayuno a su habitación, no había aparecido. Era la primera vez que ocurría algo semejante. K esperó un rato más. Apoyado en la almohada, se quedó mirando a la anciana que vivía frente a su casa y que le observaba con una curiosidad inusitada. Poco después, extrañado y hambriento, tocó el timbre. Nada más hacerlo, se oyó cómo llamaban a la puerta y un hombre al que no había visto nunca entró en su habitación. Era delgado, aunque fuerte de constitución, llevaba un traje negro ajustado, que, como cierta indumentaria de viaje, disponía de varios pliegues, bolsillos, hebillas, botones, y de un cinturón; todo parecía muy práctico, aunque no se supiese muy bien para qué podía servir.
—¿Quién es usted? —preguntó Josef K, y se sentó de inmediato en la cama.
El hombre, sin embargo, ignoró la pregunta, como si se tuviera que aceptar tácitamente su presencia, y se limitó a decir:
—¿Ha llamado?4
Anna me tiene que traer el desayuno dijo K, e intentó averiguar en silencio, concentrándose y reflexionando, quién podría ser realmente aquel hombre. Pero éste no se expuso por mucho tiempo a sus miradas, sino que se dirigió a la puerta, la abrió un poco y le dijo a alguien que presumiblemente se hallaba detrás:
Quiere que Anna le traiga el desayuno.
Se escuchó una risa en la habitación contigua, aunque por el tono no se podía decir si la risa provenía de una o de varias personas. Aunque el desconocido no podía haberse enterado de nada que no supiera con anterioridad, le dijo a K con una entonación oficial:
—Es imposible.
—¡Es lo que faltaba! —dijo K, que saltó de la cama y se puso los pantalones con rapidez—. Quiero saber qué personas hay en la habitación contigua y cómo la señora Grubach me explica este atropello.
Al decir esto, se dio cuenta de que no debería haberlo dicho en voz alta, y de que, al mismo tiempo, en cierta medida, había reconocido el derecho a vigilarle que se arrogaba el desconocido, pero en ese momento no le pareció importante. En todo caso, así lo entendió el desconocido, pues dijo:
—¿No prefiere quedarse aquí?
—Ni quiero quedarme aquí, ni deseo que usted me siga hablando mientras no se haya presentado.
—Se lo he dicho con buena intención dijo el desconocido, y abrió voluntariamente la puerta.
La habitación contigua, en la que K entró más despacio de lo que hubiera deseado, ofrecía, al menos a primera vista, un aspecto muy parecido al de la noche anterior. Era la sala de estar de la señora Grubach. Tal vez esa habitación repleta de muebles, alfombras, objetos de porcelana y fotografías aparentaba esa mañana tener un poco más de espacio libre que de costumbre, aunque era algo que no se advertía al principio, como el cambio principal, que consistía en la presencia de un hombre sentado al lado de la ventana con un libro en las manos, del que, al entrar K, apartó la mirada.
—¡Tendría que haberse quedado en su habitación! ¿Acaso no se lo ha dicho Franz?
—Sí, ¿qué quiere usted de mí? —preguntó K, que miró alternativamente al nuevo desconocido y a la persona a la que había llamado Franz, que ahora permanecía en la puerta. A través de la ventana abierta pudo ver otra vez a la anciana que, con una auténtica curiosidad senil, permanecía asomada con la firme resolución de no perderse nada.
—Quiero ver a la señora Grubach —dijo K, hizo un movimiento corno si quisiera desasirse de los dos hombres, que, sin embargo, estaban situados lejos de él, y se dispuso a irse.
—No —dijo el hombre de la ventana, arrojó el libro sobre una mesita y se levantó. No puede irse, usted está detenido.
—Así parece —dijo K—5. ¿Y por qué? preguntó a continuación.
—No estamos autorizados a decírselo. Regrese a su habitación y espere allí. El proceso se acaba de iniciar y usted conocerá todo en el momento oportuno. Me excedo en mis funciones cuando le hablo con tanta amabilidad. Pero espero que no me oiga nadie excepto Franz, y él también se ha comportado amablemente con usted, infringiendo todos los reglamentos. Si sigue teniendo tanta suerte como la que ha tenido con el nombramiento de sus vigilantes, entonces puede ser optimista.
K se quiso sentar, pero ahora comprobó que en toda la habitación no había ni un solo sitio en el que tomar asiento, excepto el sillón junto a la ventana.
Ya verá que todo lo que le hemos dicho es verdad dijo Franz, que se acercó con el otro hombre hasta donde estaba K. El compañero de Franz le superaba en altura y le dio unas palmadas en el hombro. Ambos examinaron la camisa del pijama de K y dijeron que se pusiera otra peor, que ellos guardarían ésa, así como el resto de su ropa, y que si el asunto resultaba bien, entonces le devolverían lo que habían tomado.
—Es mejor que nos entregue todo a nosotros en vez de al depósito —dijeron—, pues en el depósito desaparecen cosas con frecuencia y, además, transcurrido cierto plazo, se vende todo, sin tener en consideración si el proceso ha terminado o no. ¡Y hay que ver lo que duran los procesos en los últimos tiempos! Naturalmente, el depósito, al final, abona un reintegro, pero éste, en primer lugar, es muy bajo, pues en la venta no decide la suma ofertada, sino la del soborno y, en segundo lugar, esos reintegros disminuyen, según la experiencia, conforme van pasando de mano en mano y van transcurriendo los años.
K apenas prestaba atención a todas esas aclaraciones. Por ahora no le interesaba el derecho de disposición sobre sus bienes, consideraba más importante obtener claridad en lo referente a su situación. Pero en presencia de aquella gente no podía reflexionar bien, uno de los vigilantes —podía tratarse, en efecto, de vigilantes—, que no paraba de hablar por encima de él con sus colegas, le propinó una serie de golpes amistosos con el estómago; no obstante, cuando alzó la vista contempló una nariz torcida y un rostro huesudo y seco que no armonizaba con un cuerpo tan grueso. ¿Qué hombres eran ésos? ¿De qué hablaban? ¿A qué organismo pertenecían? K vivía en un Estado de Derecho, en todas partes reinaba la paz, todas las leyes permanecían en vigor6, ¿quién osaba entonces atropellarle en su habitación? Siempre intentaba tomarlo todo a la ligera, creer en lo peor sólo cuando lo peor ya había sucedido, no tomar ninguna previsión para el futuro, ni siquiera cuando existía una amenaza considerable. Aquí, sin embargo, no le parecía lo correcto. Ciertamente, todo se podía considerar una broma, si bien una broma grosera, que sus colegas del banco le gastaban por motivos desconocidos, o tal vez porque precisamente ese día cumplía treinta años7. Era muy posible, a lo mejor sólo necesitaba reírse ante los rostros de los vigilantes para que ellos rieran con él, quizá fueran los mozos de cuerda de la esquina, su apariencia era similar, no obstante, desde la primera mirada que le había dirigido el vigilante Franz, había decidido no renunciar a la más pequeña ventaja que pudiera poseer contra esa gente8. Por lo demás, K no infravaloraba el peligro de que más tarde se dijera que no aguantaba ninguna broma. Se acordó sin que fuera su costumbre aprender de la experiencia de un caso insignificante, en el que, a diferencia de sus amigos, se comportó, plenamente consciente, con imprudencia, sin cuidarse de las consecuencias, y fue castigado con el resultado. Eso no debía volver a ocurrir, al menos no esta vez; si era una comedia, seguiría el juego.
Aún estaba en libertad.
—Permítanme —dijo—, y pasó rápidamente entre los vigilantes para dirigirse a su habitación.
—Parece que es razonable —oyó que decían detrás de él.
En cuanto llegó a su habitación se dedicó a sacar los cajones del escritorio, todo en su interior estaba muy ordenado, pero, a causa de la excitación, no podía encontrar precisamente los documentos de identidad que buscaba. Finalmente encontró los papeles para poder circular en bicicleta, ya quería ir a enseñárselos a los vigilantes cuando pensó que esos papeles eran insignificantes, por lo que siguió buscando hasta que encontró su partida de nacimiento. Cuando regresó a la habitación contigua, se abrió la puerta de enfrente y apareció la señora Grubach. Sólo se vieron un instante, pues en cuanto reconoció a K pareció confusa, pidió disculpas y desapareció cerrando cuidadosamente la puerta.
—Pero entre —es lo único que K tuvo tiempo de decir.
Ahora se encontraba en el centro de la habitación, con los papeles en la mano. Continuó mirando hacia la puerta, que no se volvió a abrir, y le asustó la llamada de los vigilantes, quienes permanecían sentados frente a una mesita al lado de la ventana abierta. Como K pudo comprobar, se estaban comiendo su desayuno.
—¿Por qué no ha entrado la señora Grubach? —preguntó K.
—No puede —dijo el vigilante más alto—. Usted está detenido. —Pero ¿cómo puedo estar detenido, y de esta manera?
—Ya empieza usted de nuevo —dijo el vigilante, e introdujo un trozo de pan en el tarro de la miel—. No respondemos a ese tipo de preguntas.
—Pues deberán responderlas. Aquí están mis documentos de identidad, muéstrenme ahora los suyos y, ante todo, la orden de detención.
—¡Cielo santo! —dijo el vigilante—. Que no se pueda adaptar a su situación actual, y que parezca querer dedicarse a irritarnos inútilmente, a nosotros, que probablemente somos los que ahora estamos más próximos a usted entre todos los hombres.
Así es, créalo —dijo Franz, que no se llevó la taza a los labios, sino que dirigió a K una larga mirada, probablemente sin importancia, pero incomprensible. K incurrió sin quererlo en un intercambio de miradas con Franz, pero agitó sus papeles y dijo:
Aquí están mis documentos de identidad.
—¿Y qué nos importan a nosotros? —gritó ahora el vigilante más alto—. Se está comportando como un niño. ¿Qué quiere usted? ¿Acaso pretende al hablar con nosotros sobre documentos de identidad y sobre órdenes de detención que su maldito proceso acabe pronto? Somos empleados subalternos, apenas comprendemos algo sobre papeles de identidad, no tenemos nada que ver con su asunto, excepto nuestra tarea de vigilarle diez horas todos los días, y por eso nos pagan. Eso es todo lo que somos. No obstante, somos capaces de comprender que las instancias superiores, a cuyo servicio estamos, antes de disponer una detención como ésta se han informado a fondo sobre los motivos de la detención y sobre la persona del detenido. No hay ningún error. El organismo para el que trabajamos, por lo que conozco de él, y sólo conozco los rangos más inferiores, no se dedica a buscar la culpa en la población, sino que, como está establecido en la ley, se ve atraído por la culpa y nos envía a nosotros, a los vigilantes. Eso es ley. ¿Dónde puede cometerse aquí un error?
—No conozco esa ley —dijo K.
—Pues peor para usted —dijo el vigilante.
—Sólo existe en sus cabezas —dijo K, que quería penetrar en los pensamientos de los vigilantes, de algún modo inclinarlos a su favor o ir ganando terreno. Pero el vigilante se limitó a decir:
—Ya sentirá sus efectos.
Franz se inmiscuyó en la conversación y dijo:
—Mira, Willem, admite que no conoce la ley y, al mismo tiempo, afirma que es inocente.
—Tienes razón, pero no se puede conseguir que comprenda nada —dijo el otro.
K ya no respondió. «¿Acaso —pensó— debo dejarme confundir por la cháchara de estos empleados subalternos, como ellos mismos reconocen serlo? Hablan de cosas que no entienden en absoluto. Su seguridad sólo se basa en su necedad. Un par de palabras que intercambie con una persona de mi nivel y todo quedará incomparablemente más claro que en una conversación larga con éstos». Paseó de un lado a otro de la habitación, seguía viendo enfrente a la anciana, que ahora había arrastrado hasta allí a una persona aún más anciana, a la que mantenía abrazada. K tenía que poner punto final a ese espectáculo.
—Condúzcanme hasta su superior —dijo K.
—Cuando él lo diga, no antes —dijo el vigilante llamado Willem—. Y ahora le aconsejo —añadió— que vaya a su habitación, se comporte con tranquilidad y espere hasta que se disponga algo sobre su situación. Le aconsejamos que no se pierda en pensamientos inútiles, sino que se concentre, pues tendrá que hacer frente a grandes exigencias. No nos ha tratado con la benevolencia que merecemos. Ha olvidado que nosotros, quienes quiera que seamos, al menos frente a usted somos hombres libres, y esa diferencia no es ninguna nimiedad. A pesar de todo, estamos dispuestos, si tiene dinero, a subirle un pequeño desayuno de la cafetería.
K no respondió a la oferta y permaneció un rato en silencio. Tal vez no le impidieran que abriera la puerta de la habitación contigua o la del recibidor, tal vez ésa fuera la solución más simple, llevarlo todo al extremo. Pero también era posible que se echaran sobre él y, una vez en el suelo, habría perdido toda la superioridad que, en cierta medida, aún mantenía sobre ellos. Por esta razón, prefirió a esa solución la seguridad que traería consigo el desarrollo natural de los acontecimientos, y regresó a su habitación, sin que ni él ni los vigilantes pronunciaran una palabra más.
Se arrojó sobre la cama y tomó de la mesilla de noche una hermosa manzana que había reservado la noche anterior para su desayuno. Ahora era su único desayuno y, como comprobó al darle el primer mordisco, resultaba, sin duda, mucho mejor que el desayuno que le hubiera podido subir el vigilante de la sucia cafetería. Se sentía bien y confiado. Cierto, estaba descuidando sus deberes matutinos en el banco, pero como su puesto era relativamente elevado podría disculparse con facilidad. ¿Debería decir las verdaderas razones? Pensó en hacerlo. Si no le creían, lo que sería comprensible en su caso, podría presentar a la señora Grubach como testigo o a los dos ancianos de enfrente, que ahora mismo se encontraban en camino hacia la ventana de la habitación opuesta. A K le sorprendió, al adoptar la perspectiva de los vigilantes, que le hubieran confinado en la habitación y le hubieran dejado solo, pues allí tenía múltiples posibilidades de quitarse la vida. Al mismo tiempo, sin embargo, se preguntó, esta vez desde su perspectiva, qué motivo podría tener para hacerlo. ¿Acaso porque esos dos de al lado estaban allí sentados y se habían apoderado de su desayuno? Habría sido tan absurdo quitarse la vida, que él, aun cuando hubiese querido hacerlo, hubiera desistido por encontrarlo absurdo. Si la limitación intelectual de los vigilantes no hubiese sido tan manifiesta, se hubiera podido aceptar que tampoco ellos, como consecuencia del mismo convencimiento, consideraban peligroso dejarlo solo. Que vieran ahora, si querían, cómo se acercaba a un armario, en el que guardaba un buen aguardiente, cómo se tomaba un vaso como sustituto del desayuno y cómo destinaba otro para darse valor, pero este último sólo como precaución para el caso improbable de que fuera necesario.
En ese instante le asustó tanto una llamada de la habitación contigua que mordió el cristal del vaso.
—El supervisor le llama —dijeron.
Sólo había sido el grito lo que le había asustado, ese grito corto, seco, militar, del que jamás hubiera creído capaz a Franz. La orden fue bienvenida.
—¡Por fin! —exclamó, cerró el armario y se apresuró a entrar en la habitación contigua. Allí estaban los dos vigilantes que le conminaron a que volviera a su habitación, como si fuera algo natural.
—¿Pero cómo se le ocurre? —gritaron—. ¿Cómo pretende presentarse ante el supervisor en mangas de camisa? ¡Le dará una paliza y a nosotros también!
—¡Al diablo con todo! —gritó K, que ya había sido empujado hasta el armario ropero—. Cuando se me asalta en la cama no se puede esperar encontrarme en traje de etiqueta.
—No le servirá de nada resistirse —dijeron los vigilantes, quienes, siempre que K gritaba, permanecían tranquilos, con cierto aire de tristeza, lo que le confundía y, en cierta medida, le hacía entrar en razón.
—¡Ceremonias ridículas! —gruñó aún, pero cogió una chaqueta de la silla y la mantuvo un rato entre las manos, como si la sometiera al juicio de los vigilantes. Ellos negaron con la cabeza.
—Tiene que ser una chaqueta negra —dijeron.
K arrojó la chaqueta al suelo y dijo:
—Aún no se puede tratar de la vista oral.
Los vigilantes sonrieron, pero no cambiaron de opinión: —Tiene que ser una chaqueta negra.
—Si eso contribuye a acelerar el asunto, me parece bien —dijo K, que abrió el armario, buscó un buen rato entre los trajes y por fin sacó su mejor traje negro, un chaqué que por su elegancia había causado impresión entre sus amigos. A continuación, sacó también una camisa y comenzó a vestirse cuidadosamente. Creyó haber logrado un adelanto al comprobar que los vigilantes habían olvidado que se aseara en el baño. Los observaba para ver si se acordaban, pero naturalmente no se les ocurrió; sin embargo, Willem no olvidó enviar a Franz al supervisor con la noticia de que K se estaba vistiendo9.
Una vez vestido tuvo que atravesar, pocos pasos por delante de Willem, la habitación contigua, ya vacía, y entrar en la siguiente, cuya puerta, de dos hojas, estaba abierta. Esta habitación, como muy bien sabía K, había sido ocupada hacía poco tiempo por una mecanógrafa que solía salir muy temprano a trabajar y llegaba tarde por las noches, y con la que K apenas había cruzado algunas palabras de saludo. Ahora la mesilla de noche había sido desplazada desde la cama hasta el centro de la habitación para servir de mesa de interrogatorio, y el supervisor se sentaba detrás de ella. Tenía las piernas cruzadas y apoyaba un brazo en el respaldo de la silla. En una de las esquinas10 de la habitación había tres jóvenes que contemplaban las fotografías de la señorita Bürstner, colgadas de la pared. Del picaporte de la ventana, que permanecía abierta, colgaba una blusa blanca. En la ventana de enfrente se encontraban de nuevo los dos ancianos, pero la reunión había aumentado, pues detrás de ellos destacaba un hombre con la camisa abierta, mostrando el pecho, que no paraba de retorcer y presionar con los dedos su perilla pelirroja.
—¿Josef K? —preguntó el supervisor, tal vez sólo para captar su atención dispersa.
K asintió.
—¿Le han sorprendido mucho los acontecimientos de esta mañana? —preguntó el supervisor y, como si fueran elementos necesarios para el interrogatorio, desplazó con ambas manos algunos objetos que había sobre la mesilla: una vela, una caja de cerillas, un libro y un acerico.
—Así es —dijo K, y le invadió una sensación de bienestar por haber encontrado al fin a un hombre razonable con el que poder hablar sobre su asunto. Cierto, estoy sorprendido, pero de ningún modo muy sorprendido.
—¿No muy sorprendido? —preguntó el supervisor, y puso ahora la vela en el centro de la mesilla, mientras agrupaba el resto de los objetos a su alrededor.
—Es posible que no me interprete bien —se apresuró a especificar—. Quiero decir… —aquí K se interrumpió y buscó una silla—. ¿Puedo sentarme? —preguntó.
—No es lo normal —respondió el supervisor.
—Quiero decir —dijo ahora K sin más pausas— que me ha sorprendido mucho, pero como llevo treinta años en el mundo y he tenido que abrirme camino solo en la vida, estoy endurecido contra todo tipo de sorpresas, así que no las tomo por la tremenda11. Especialmente la de hoy, no.
—¿Por qué no especialmente la de hoy?
—No quiero decir que lo considere todo una broma, para ello me parecen demasiado complicadas todas las precauciones que se han tomado. Tendrían que participar todos los inquilinos de la pensión y también todos ustedes, eso me parece rebasar los límites de una broma. Por eso no quiero decir que se trata de una broma.
—En efecto —dijo el supervisor y se dedicó a contar las cerillas que había en la caja.
—Por otra parte —continuó K, y se dirigió a todos, incluso le hubiera gustado que los tres situados ante las fotografías se hubieran dado la vuelta para escucharle—, por otra parte el asunto no puede ser de mucha importancia. Lo deduzco porque he sido acusado, pero no puedo encontrar ninguna culpa por la que me pudieran haber acusado. Pero eso también es secundario. Las preguntas principales son: ¿Quién me ha acusado? ¿Qué organismo tramita mi proceso? ¿Es usted funcionario? Ninguno tiene uniforme, a no ser que su traje —y se dirigió a Franz— se pueda denominar un uniforme, aunque a mí me parece más bien un traje de viaje. Reclamo claridad en estas cuestiones y estoy convencido de que, una vez que hayan sido aclaradas, nos podremos despedir amablemente.
El supervisor derribó la caja de cerillas sobre la mesa.
—Usted se encuentra en un grave error —dijo—. Estos señores, aquí presentes, y yo, carecemos completamente, en lo que se refiere a su asunto, de importancia, más aún, apenas sabemos algo de él. Podríamos llevar los uniformes reglamentarios y su asunto no habría empeorado un ápice. Tampoco puedo decirle si le han acusado, o mejor, ni siquiera se si le han acusado. Usted está detenido, eso es cierto, no sé más. Es posible que los vigilantes hayan charlado de otra cosa, pero eso sólo es una charla. Aunque no pueda responder a sus preguntas, sí le puedo aconsejar que piense menos en nosotros y en lo que le pueda ocurrir y piense más en sí mismo. Y tampoco alardee tanto de su inocencia, estropea la buena impresión que da. También debería ser más reservado al hablar, casi todo lo que ha dicho hasta ahora se podría haber deducido de su comportamiento aunque hubiera dicho muchas menos palabras, además, no resulta muy favorable para su causa.
K miró fijamente al supervisor. ¿Acaso recibía lecciones de un hombre que probablemente era más joven que él? ¿Le reprendían por su sinceridad? ¿Y no iba a saber nada de su detención ni del que la había dispuesto? Se apoderó de él cierta excitación, fue de un lado a otro, siempre y cuando nada ni nadie se lo impedía, se subió los puños de la camisa, se tocó el pecho, se alisó el pelo, pasó al lado de los tres señores, dijo «esto es absurdo», por lo que éstos se volvieron y le contemplaron con amabilidad, pero serios, y, finalmente, se paró ante la mesa del supervisor.
—El fiscal Hasterer es un buen amigo mío —dijo—, ¿le puedo llamar por teléfono?
—Por supuesto —dijo el supervisor—, pero no sé qué sentido podría tener hacerlo, a no ser que quisiera hablar con él de algún asunto particular.
—¿Qué sentido? —gritó K, más confuso que enojado—. ¿Pero, entonces, quién es usted? Usted pretende encontrar algún sentido y procede de la manera más absurda. Esto es para volverse loco. Estos señores me han asaltado y ahora están aquí sentados o pasean alrededor y me obligan a comparecer ante usted como si fuera un colegial. ¿Qué sentido tendría llamar a un fiscal si, como indican las apariencias, estoy detenido? Bien, no llamaré por teléfono.
—Pero hágalo —dijo el supervisor, y extendió la mano en dirección al recibidor, donde estaba el teléfono—, por favor, llame.
—No, ya no quiero —dijo K, y se acercó a la ventana. Desde allí podía ver a las personas de enfrente, quienes ahora, al ver aparecer a K en la ventana, se sintieron algo perturbadas en su papel de tranquilos espectadores. Los ancianos querían levantarse, pero el hombre que estaba detrás de ellos los tranquilizó.
—¡Allí hay unos mirones! —gritó K hacia el supervisor y los señaló con el dedo—. ¡Fuera de ahí!
Los tres retrocedieron inmediatamente unos pasos, los dos ancianos se colocaron, incluso, detrás del hombre, que con su ancho cuerpo los tapaba. Por los movimientos de su boca se podía deducir que estaba diciendo algo, aunque incomprensible desde la distancia. Pero no llegaron a desaparecer del todo, más bien parecían esperar el instante en que pudieran acercarse a la ventana sin ser notados.
—¡Gente impertinente y desconsiderada! —dijo K al volverse hacia la habitación. El supervisor probablemente asintió, al menos así lo creyó K al dirigirle una mirada de soslayo. Aunque también era posible que no hubiera escuchado, pues había extendido una de sus manos en la mesa y parecía comparar los dedos. Los dos vigilantes estaban sentados en un baúl cubierto con un paño decorativo y frotaban sus rodillas. Los tres jóvenes habían colocado las manos en las caderas y miraban alrededor sin fijarse en nada. Había un silencio como el que reina en una oficina vacía.
—Bien, señores —dijo K, pues le pareció que él era quien lo soportaba todo sobre sus hombros—, de su actitud se puede deducir que han concluido con mi asunto. Soy de la opinión de que lo mejor sería no pensar más sobre si su actuación está justificada o no y terminar el caso reconciliados, con un apretón de manos. Si comparten mi opinión, entonces, por favor… —y se acercó a la mesa del supervisor alargándole la mano.
El supervisor elevó la mirada, se mordió el labio y miró la mano extendida de K. Aún creía K que el supervisor la estrecharía, pero éste se levantó, cogió un sombrero que estaba sobre la cama de la señorita Bürstner y se lo colocó cuidadosamente con las dos manos, como hace la gente cuando se prueba un sombrero nuevo.
—¡Qué fácil le parece todo a usted! —dijo a K mientras se ponía el sombrero. Deberíamos terminar el asunto con una despedida conciliadora, ¿ésa es su opinión? No, no, así no funcionan las cosas, y con esto tampoco le estoy diciendo que se desespere. No, ¿por qué hacerlo? Usted está detenido, nada más. Eso es lo que tenía que comunicarle, he cumplido mi misión y también he visto cómo ha reaccionado. Con eso es suficiente por hoy, ya podemos despedirnos, aunque sólo por el momento. Usted querrá ir al banco…
—¿Al banco? —preguntó K—. Pensé que estaba detenido.
K preguntó con cierto consuelo, pues aunque su apretón de manos no había sido aceptado, desde que el supervisor se había levantado se sentía mucho más independiente de aquella gente. Quería seguirles el juego. Tenía la intención, en el caso de que se fueran, de ir detrás de ellos hasta la puerta y ofrecerles su detención. Por eso repitió:
—¿Cómo puedo ir al banco, si estoy detenido?
—¡Ah, ya! —dijo el supervisor, que había llegado a la puerta, me ha entendido mal, usted está detenido, cierto, pero eso no le impide cumplir con sus obligaciones laborales. Debe seguir su vida normal.
—Entonces estar detenido no es tan malo —dijo K, y se acercó al supervisor.
—No he dicho nada que lo desmienta —dijo éste.
—Pero tampoco parece que haya sido necesaria la comunicación de la detención dijo K, y se acercó más. También los otros se habían acercado. Todos se habían reunido en un pequeño espacio al lado de la puerta.
—Era mi deber —dijo el supervisor.
—Un deber bastante tonto —dijo K inflexible.
—Puede ser —respondió el supervisor—, pero no vamos a perder el tiempo con conversaciones como ésta. He pensado que querría ir al banco. Como usted está al tanto de todas las palabras, añado: no le obligo a ir al banco, sólo he supuesto que quería hacerlo. Para facilitárselo y para que su llegada al banco sea lo más discreta posible, he mantenido a estos tres jóvenes, colegas suyos, a su disposición.
—¿Cómo? —gritó K, y miró asombrado a los tres.
Aquellos jóvenes tan anodinos y anémicos, que él aún recordaba sólo como grupo al lado de las fotografías, eran realmente funcionarios de su banco, no colegas, eso era demasiado decir, y demostraba una laguna en la omnisciencia del supervisor, aunque, en efecto, se trataba de funcionarios subordinados del banco. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Hasta qué punto había concentrado la atención en el supervisor y en los vigilantes, que había sido incapaz de reconocer a esos tres: al torpe Rabensteiner, siempre agitando las manos, al rubio Kullych, con los ojos caídos, y a Kaminer, con su sonrisa insoportable, producto de una distrofia muscular crónica.
—¡Buenos días! —dijo K, pasado un rato, y ofreció su mano a los señores, que se inclinaron correctamente—. No les había reconocido. Bien, entonces nos vamos juntos al trabajo, ¿no?
Los tres jóvenes asintieron solícitos y sonriendo, como si hubieran estado esperando ese momento durante todo el tiempo, sólo cuando K echó de menos su sombrero, que se había quedado en su cuarto, se apresuraron, uno detrás del otro, a recogerlo, de lo que se podía deducir cierta perplejidad. K permaneció en silencio y vio cómo se alejaban a través de las dos puertas abiertas, el último, naturalmente, era el indiferente Rabensteiner, que se había limitado a adoptar un elegante trote corto. Kaminer le entregó el sombrero, y K tuvo que decirse expresamente, lo que, por lo demás, era necesario con frecuencia en el banco, que la sonrisa de Kaminer no era intencionada, que en realidad era incapaz de sonreír intencionadamente. En el recibidor, la señora Grubach, que no aparentaba ninguna conciencia culpable, abrió la puerta de la calle a todo el grupo, y K, como muchas veces, se quedó mirando la cinta de su delantal, que ceñía innecesariamente su poderoso cuerpo. Una vez fuera, K, con el reloj en la mano, y para no aumentar el retraso de media hora, decidió llamar a un taxi. Kaminer se acercó corriendo a una esquina para llamar a uno, pero mientras los otros dos aparentemente intentaban distraer a K, Kullych señaló repentinamente la puerta de enfrente, en la que acababa de aparecer el hombre con la perilla pelirroja, quien quedó algo confuso, ya que ahora se mostraba en toda su estatura, por lo que retrocedió hasta la pared y se apoyó en ella. Los ancianos aún estaban en las escaleras. K se enfadó con Kullych por haber llamado la atención sobre el hombre al que ya había visto antes y al que incluso había esperado.
            —No mire hacia allí —balbuceó, sin darse cuenta de lo llamativa que resultaba esa forma de expresarse cuando se dirigía a personas maduras. Pero tampoco era necesaria ninguna explicación, pues acababa de llegar el coche, así que se sentaron y partieron. En ese instante, K se acordó de que no se había percatado de la partida del supervisor y de los vigilantes, el supervisor le había ocultado a los tres funcionarios y ahora los funcionarios habían ocultado, a su vez, al supervisor. Eso no denotaba mucha serenidad, así que K se propuso observarse mejor. No obstante, se dio la vuelta y se inclinó por si todavía existía la posibilidad de ver al supervisor y a los vigilantes. Pero recuperó en seguida su posición original sin ni siquiera haber intentado buscar a alguien, reclinándose cómodamente en uno de los extremos del asiento del coche12. Aunque no lo aparentaba, habría necesitado ahora algo de conversación, pero los señores parecían cansados. Rabensteiner miraba hacia la derecha, Kullych hacia la izquierda y sólo Kaminer estaba a su disposición con sus muecas, y hacer una broma sobre ellas, por desgracia, lo prohibía la humanidad.







Conversación con la señora Grubach. La Señorita Bürstner

 

 

EN esa primavera, K, después del trabajo, cuando era posible —normalmente permanecía hasta las nueve en la oficina—, solía dar un paseo por la noche solo o con algún conocido y luego se iba a una cervecería, donde se sentaba hasta las once en una tertulia compuesta en su mayor parte por hombres ya mayores. Pero había excepciones en esta rutina, por ejemplo cuando el director del banco, que apreciaba su capacidad de trabajo y su formalidad, le invitaba a una excursión con el coche o a cenar en su villa. Además, una vez a la semana iba a casa de una muchacha llamada Elsa, que trabajaba de camarera en una taberna hasta altas horas de la madrugada y durante el día sólo recibía en la cama a sus visitas.
Aquella noche, sin embargo —el día había transcurrido con rapidez por el trabajo agotador y las numerosas felicitaciones de cumpleaños—, K quería regresar directamente a casa. En todas las pequeñas pausas del trabajo había pensado en ello. Sin saber con certeza por qué, le parecía que los incidentes de aquella mañana habían causado un gran desorden en la vivienda de la señora Grubach y que su presencia era necesaria para restaurar de nuevo el orden. Una vez restaurado, quedaría suprimida cualquier huella del incidente y todo volvería a los cauces normales. De los tres funcionarios no había nada que temer, se habían vuelto a sumir en el gran cuerpo de funcionarios del banco, tampoco se podía notar ningún cambio en ellos. K les había llamado con frecuencia, por separado o en grupo, a su despacho, sólo para observarlos y siempre los había podido despedir satisfecho.
Cuando llegó a las nueve y media de la noche a la casa en que vivía, K se encontró en la puerta con un muchacho que permanecía con las piernas abiertas y fumando en pipa.
—¿Quién es usted? —preguntó K en seguida y acercó su rostro al del muchacho, pues no se veía mucho en el oscuro pasillo de entrada.
—Soy el hijo del portero, señor —respondió el muchacho, se sacó la pipa de la boca y se apartó.
—¿El hijo del portero? —preguntó K, y golpeó impaciente con el bastón en el suelo.
—¿Desea algo el señor? ¿Debo traer a mi padre?
—No, no dijo K. En su voz había un tono de disculpa, como si el muchacho hubiera hecho algo malo y él le perdonara. Está bien dijo, y siguió, pero antes de subir las escaleras, se volvió una vez más.
Habría podido ir directamente a su habitación, pero como quería hablar con la señora Grubach, llamó a su puerta. Estaba sentada a una mesa cosiendo una media. Sobre la mesa aún quedaba un montón de medias viejas. K se disculpó algo confuso por haber llegado tan tarde, pero la señora Grubach era muy amable y no quiso oír ninguna disculpa: siempre tenía tiempo para hablar con él, sabía muy bien que era su mejor y más querido inquilino. K miró la habitación, había recobrado su antiguo aspecto, la vajilla del desayuno, que había estado por la mañana en la mesita junto a la ventana, ya había sido retirada. «Las manos femeninas hacen milagros en silencio pensó, él probablemente habría roto toda la vajilla, en realidad ni siquiera habría sido capaz de llevársela». Contempló a la señora Grubach con cierto agradecimiento.
—¿Por qué trabaja hasta tan tarde? —preguntó.
Ambos estaban sentados a la mesa, y K hundía de vez en cuando una de sus manos en las medias.
—Hay mucho trabajo —dijo ella—. Durante el día me debo a los inquilinos, pero si quiero mantener el orden en mis cosas sólo me quedan las noches.
—Hoy le he causado un trabajo extraordinario.
—¿Por qué? —preguntó con cierta vehemencia; el trabajo descansaba en su regazo.
—Me refiero a los hombres que estuvieron aquí esta mañana.
—¡Ah, ya! —dijo, y se volvió a tranquilizar—. Eso no me ha causado mucho trabajo.
K miró en silencio cómo emprendía de nuevo su labor. «Parece asombrarse de que le hable del asunto pensó, no considera correcto que hable de ello. Más importante es, pues, que lo haga. Sólo puedo hablar de ello con una mujer mayor».
—Algo de trabajo sí ha causado —dijo—, pero no se volverá a repetir.
—No, no se puede repetir —dijo ella confirmándolo y sonrió a K casi con tristeza.
—¿Lo cree de verdad? —preguntó K.
—Sí —dijo ella en voz baja—, pero ante todo no se lo debe tomar muy en serio. ¡Las cosas que ocurren en el mundo! Como habla conmigo con tanta confianza, señor K, le confesaré que escuché algo detrás de la puerta y que los vigilantes también me contaron algunas cosas. Se trata de su felicidad, y eso me importa mucho, más, quizá, de lo que me incumbe, pues no soy más que la casera. Bien, algo he oído, pero no puedo decir que sea especialmente malo. No. Usted, es cierto, ha sido detenido, pero no como un ladrón. Cuando se detiene a alguien como si fuera un ladrón, entonces es malo, pero esta detención…, me parece algo peculiar y complejo, perdóneme si digo alguna tontería, hay algo complejo en esto que no entiendo, pero que tampoco se debe entender.
—No ha dicho ninguna tontería, señora Grubach, yo mismo comparto algo su opinión, pero juzgo todo con más rigor que usted, y no lo tomo por algo complejo, sino por una nadería. Me han asaltado de un modo imprevisto, eso es todo. Si nada más despertarme no me hubiera dejado confundir por la ausencia de Anna, me hubiera levantado en seguida y, sin tener ninguna consideración con nadie que me saliera al paso, hubiera desayunado, por una vez, en la cocina y me hubiera traído usted el traje de mi habitación, entonces habría negociado todo breve y razonablemente, no habría pasado a mayores y no hubiera ocurrido nada de lo que pasó. Pero uno siempre está tan desprevenido. En el banco, por ejemplo, siempre estoy preparado, allí no me podría ocurrir algo similar, allí tengo a un ordenanza personal; el teléfono interno y el de mi despacho están frente a mí, en la mesa; no cesa de llegar gente, particulares o funcionarios; además, y ante todo, allí estoy siempre sumido en el trabajo, lo que me mantiene alerta, allí sería un placer para mí enfrentarme a una situación como ésa. Bien, pero ya ha pasado y tampoco quiero hablar más sobre ello, sólo quería oír su opinión, la opinión de una mujer razonable, y estoy contento de que coincidamos. Pero ahora me debe dar la mano, una coincidencia así se tiene que sellar con un apretón de manos.
«¿Me dará la mano? El vigilante no me la dio» —pensó, y miró a la mujer de un modo diferente, con cierto aire inquisitivo. Ella se levantó, porque él también se había levantado, y se mostró algo turbada, ya que no había entendido todo lo que K había dicho. A causa de esa turbación dijo algo que no quería haber dicho y que estaba completamente fuera de lugar:
—No se lo tome muy en serio, señor K —dijo con voz temblorosa y, naturalmente, olvidó darle la mano.
No sabía que se lo tomaba tan en serio dijo K, repentinamente agotado al comprobar la inutilidad de todos los beneplácitos de aquella mujer.
Ya desde la puerta preguntó:
—¿Está en casa la señorita Bürstner?
—No —dijo la señora Grubach, y sonrió con simpatía al dar esa breve y seca información. Está en el teatro. ¿Desea algo de ella? ¿Quiere que le dé algún recado?
—Sólo quería conversar un poco con ella.
—Lamentablemente no sé cuándo regresará; cuando va al teatro suele llegar tarde.
—Da igual —dijo K, e inclinó la cabeza hacia la puerta para irse—, sólo quería disculparme por haber sido el causante de que ocuparan su habitación esta mañana.
—Eso no es necesario, señor K, usted es demasiado considerado, la señorita no sabe nada de nada, había abandonado la casa muy temprano, ya está todo ordenado, usted mismo lo puede comprobar.
Abrió la puerta de la habitación de la señorita Bürstner.
—Gracias, lo creo —dijo K, pero fue hacia la puerta abierta. La luna iluminaba la oscura habitación. Lo que pudo ver parecía en orden, ni siquiera la blusa colgaba en el picaporte de la ventana. Los almohadones de la cama alcanzaban una altura llamativa: sobre ellos caía la luz de la luna.
—La señorita viene con frecuencia muy tarde por la noche dijo K, y contempló a la señora Grubach como si fuera responsable de esa costumbre.
—¡Ah, la gente joven! —dijo la señora Grubach con un tono de disculpa.
—Cierto, cierto —dijo K—, pero no se deben extremar las cosas. —No, claro que no —dijo la señora Grubach—. Tiene mucha razón, señor K. Tal vez también en este caso. No quiero criticar a la señorita Bürstner, ella es una muchacha buena y amable, ordenada, puntual, trabajadora, yo aprecio todo eso, pero algo es verdad: debería ser más prudente y discreta. Este mes ya la he visto dos veces con un hombre diferente en calles apartadas. Para mí resulta muy desagradable; esto, pongo a Dios por testigo, sólo se lo cuento a usted, pero es inevitable, tendré que hablar sobre ello con la señorita. Y no es lo único en ella que considero sospechoso.
—Está equivocada —dijo K furioso e incapaz de ocultarlo—, usted ha interpretado mal el comentario que he hecho sobre la señorita, no quería decir eso. Es más, le advierto sinceramente que no le diga nada, usted está completamente equivocada, conozco muy bien a la señorita, nada de lo que usted ha dicho es verdad. Por lo demás, tal vez he ido demasiado lejos, no le quiero impedir que haga nada, dígale lo que quiera. Buenas noches.
—Señor K… —dijo la señora Grubach suplicante, y se apresuró a ir detrás de K hasta la puerta, que él ya había abierto, por el momento no quiero hablar con la señorita, naturalmente que antes quiero observarla, sólo a usted le he confiado lo que sabía. Al fin y al cabo intento mantener decente la pensión en beneficio de todos los inquilinos, ése es mi único afán.
—¡Decencia! —gritó K a través de la rendija de la puerta, si quiere que la pensión continúe siendo decente, debería echarme a mí primero.
A continuación, cerró la puerta de golpe e ignoró un suave golpeteo posterior.
Puesto que no tenía ganas de dormir, decidió permanecer despierto y comprobar a qué hora regresaba la señorita Bürstner. Tal vez fuera aún posible, por muy improcedente que resultara, intercambiar con ella algunas palabras. Cuando estaba en la ventana y se frotaba los ojos cansados llegó a pensar en castigar a la señora Grubach y en convencer a la señorita Bürstner para que ambos rescindieran el contrato de alquiler. Pero poco después todo le pareció terriblemente exagerado e, incluso, alimentó la sospecha contra él mismo de que quería irse de la vivienda por el incidente de la mañana. Nada podría haber sido más absurdo y, ante todo, más inútil y más despreciable14.
Cuando se cansó de mirar por la ventana, y después de haber abierto un poco la puerta que daba al recibidor para poder ver a todo el que entraba, se echó en el canapé. Permaneció tranquilo, fumando un cigarrillo, hasta las once. Pero a partir de esa hora ya no lo resistió más, así que se fue al recibidor, como si al hacerlo pudiese acelerar la llegada de la señorita Bürstner. No es que deseara especialmente verla, en realidad ni siquiera se acordaba de su aspecto, pero ahora quería hablar con ella y le irritaba que su tardanza le procurase intranquilidad y desconcierto al final del día. También la hacía responsable de no haber ido a cenar y de haber suprimido la visita prevista a Elsa. No obstante, aún se podía arreglar, pues podía ir a la taberna en la que Elsa trabajaba. Decidió hacerlo después de la conversación con la señorita Bürstner15.
Habían pasado de las once y media cuando oyó pasos en la escalera. K, que se había quedado ensimismado en sus pensamientos y paseaba haciendo ruido por el recibidor, como si estuviera en su propia habitación, se escondió detrás de la puerta. Era la señorita Bürstner, que acababa de llegar. Después de cerrar la puerta de entrada se echó, temblorosa, un chal de seda sobre sus esbeltos hombros. A continuación, se dirigió a su habitación, en la que K, como era medianoche, ya no podría entrar. Por consiguiente, tenía que dirigirle la palabra ahora; por desgracia, había olvidado encender la luz de su habitación, por lo que su aparición desde la oscuridad tomaría la apariencia de un asalto y se vería obligado a asustarla. En esa situación comprometida, y como no podía perder más tiempo, susurró a través de la rendija de la puerta:
—Señorita Bürstner.
Sonó como una súplica, no como una llamada.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó la señorita Bürstner, y miró a su alrededor con los ojos muy abiertos.
—Soy yo —dijo K abriendo la puerta.
—¡Ah, señor K! —dijo la señorita Bürstner sonriendo—. Buenas noches y le tendió la mano.
—Quisiera hablar con usted un momento, ¿me lo permite?
—¿Ahora? —preguntó la señorita Bürstner—. ¿Tiene que ser ahora? Es un poco extraño, ¿no?
—La estoy esperando desde las nueve.
—¡Ah!, bueno16, he estado en el teatro, usted no me había dicho nada.
—El motivo por el que quiero hablar con usted es algo que ha sucedido esta mañana.
—Bien, no tengo nada en contra, excepto que estoy agotada. Venga un par de minutos a mi habitación, aquí no podemos conversar, despertaremos a todos y eso sería muy desagradable para mí, y no por las molestias causadas a los demás, sino por nosotros. Espere aquí hasta que haya encendido la luz en mi habitación y entonces apague la suya.
Así lo hizo K, luego esperó hasta que la señorita Bürstner le invitó en voz baja a entrar en su habitación.
—Siéntese —dijo, y señaló una otomana; ella permaneció de pie al lado de la cama a pesar del cansancio del que había hablado. Ni siquiera se quitó su pequeño sombrero, adornado con un ramillete de flores.
—Bueno, ¿qué desea usted? Tengo curiosidad por saberlo —dijo, y cruzó ligeramente las piernas.
—Tal vez le parezca —comenzó K— que el asunto no era tan urgente como para tener que hablarlo ahora, pero…
—Siempre ignoro las introducciones —dijo la señorita Bürstner.
—Bien, eso me facilita las cosas —dijo K—. Su habitación ha sido esta mañana, en cierto modo por mi culpa, un poco desordenada. Lo hicieron unos extraños contra mi voluntad y, como he dicho, también por mi culpa. Por eso quisiera pedirle perdón.
—¿Mi habitación? —preguntó la señorita Bürstner, y en vez de mirar la habitación dirigió a K una mirada inquisitiva.
—Así ha sido —dijo K, y por primera vez se miraron a los ojos—. La manera en que ha ocurrido no merece la pena contarla.
—Pero es precisamente lo interesante —dijo la señorita Bürstner.
—No —dijo K.
—Bueno, tampoco quiero inmiscuirme en los asuntos de los demás, si usted insiste en que no es interesante, no objetaré nada. Acepto sus disculpas, sobre todo porque no encuentro ninguna huella de desorden.
Dio un paseo por la habitación con las manos en las caderas. Se paró frente a las fotografías.
—Mire —exclamó—, han movido mis fotografías. Eso es algo de mal gusto. Así que alguien ha entrado en mi habitación sin mi permiso.
K asintió y maldijo en silencio al funcionario Kaminer, que no podía dominar su absurda e inculta vivacidad.
—Es extraño —dijo la señorita Bürstner—, me veo obligada a prohibirle algo que usted mismo se debería prohibir: entrar en mi habitación cuando me hallo ausente.
—Yo le aseguro, señorita Bürstner —dijo K, acercándose a las fotografías—, que yo no he sido el que las ha tocado. Pero como no me cree, debo reconocer que la comisión investigadora ha traído a tres funcionarios del banco, de los cuales uno, al que cuando se me presente la primera oportunidad despediré del banco, probablemente tomó las fotografías en la mano. Sí añadió K, ya que la señorita le había lanzado una mirada interrogativa, esta mañana hubo aquí una comisión investigadora.
—¿Por usted? —preguntó la señorita.
—Sí —respondió K.
—No —exclamó ella, y rió.
—Sí, sí —dijo K—, ¿cree que soy inocente?
—Bueno, inocente… —dijo la señorita—. No quiero emitir ahora un juicio trascendente, tampoco le conozco, en todo caso debe de ser un delito grave para mandar inmediatamente a una comisión investigadora. Pero como está en libertad —deduzco por su tranquilidad que no se ha escapado de la cárcel—, no ha podido cometer un delito semejante.
—Sí —dijo K, pero la comisión investigadora puede haber comprobado que soy inocente o no tan culpable como habían supuesto.
—Cierto, puede ser —dijo ella muy atenta.
—Ve usted —dijo K—, no tiene mucha experiencia en asuntos judiciales.
—No, no la tengo —dijo la señorita Bürstner—, y lo he lamentado con frecuencia, pues quisiera saberlo todo y los asuntos judiciales me interesan mucho. Los tribunales ejercen una poderosa fascinación, ¿verdad? Pero es muy probable que perfeccione mis conocimientos en este terreno, pues el mes próximo entro a trabajar en un bufete de abogados como secretaria.
—Eso está muy bien —dijo K—, así podrá ayudarme un poco en mi proceso.
—Podría ser —dijo ella—, ¿por qué no? Me gusta aplicar mis conocimientos.
—Se lo digo en serio —dijo K—, o al menos en el tono medio en broma medio en serio que usted ha empleado. El asunto es demasiado pequeño como para contratar a un abogado, pero podría necesitar a un consejero.
—Sí, pero si yo tuviera que ser el consejero, debería saber de qué se trata dijo la señorita Bürstner.
Ahí está el quid, que ni yo mismo lo sé.
—Entonces ha estado bromeando conmigo, —dijo ella muy decepcionada—, ha sido algo completamente innecesario elegir una hora tan intempestiva —y se alejó de las fotografías, donde hacía rato que permanecían juntos.
—Pero no, señorita —dijo K—, no bromeo en absoluto. ¡Que no me quiera creer! Le he contado todo lo que sé, incluso más de lo que sé, pues no era ninguna comisión investigadora, le he dado ese nombre porque no sabía cómo denominarla. No se ha investigado nada, sólo fui detenido, pero por una comisión.
La señorita Bürstner se sentó en la otomana y rió de nuevo:
—¿Cómo fue entonces? —preguntó.
—Horrible —dijo K—, pero ya no pensaba en ello, se había quedado absorto en la contemplación de la señorita Bürstner, que, con la mano apoyada en el rostro, descansaba el codo en el cojín de la otomana y acariciaba lentamente su cadera con la otra mano.
—Eso es demasiado general —dijo ella.
—¿Qué es demasiado general? —preguntó K. Entonces se acordó y preguntó:
—¿Le puedo mostrar cómo ha ocurrido? —quería animar algo el ambiente para no tener que irse.
—Estoy muy cansada —dijo la señorita Bürstner.
—Vino muy tarde —dijo K.
—Y para colmo termina haciéndome reproches: me lo merezco, pues no debería haberle dejado entrar. Tampoco era necesario, como se ha comprobado después.
Era necesario, ahora lo comprenderá —dijo K—. ¿Puedo desplazar de su cama la mesilla de noche?
—Pero, ¿qué se le ha ocurrido? —dijo la señorita Bürstner—. ¡Por supuesto que no!
—Entonces no se lo podré mostrar —dijo K excitado, como si le causaran un daño enorme.
—Bueno, si lo necesita para su representación, desplace la mesilla —dijo la señorita Bürstner, y añadió poco después con voz débil:
—Estoy tan cansada que permito más de lo debido.
K colocó la mesilla en el centro de la habitación y se sentó detrás.
—Debe imaginarse correctamente la posición de las personas, es muy interesante. Yo soy el supervisor, allí, en el baúl, se sientan los dos vigilantes, al lado de las fotografías permanecen tres jóvenes, en el picaporte de la ventana cuelga, lo que menciono sólo de pasada, una blusa blanca. Y ahora comienza la función. Ah, se me olvidaba la persona más importante, yo estaba aquí, ante la mesilla. El supervisor estaba sentado con toda comodidad, las piernas cruzadas, el brazo colgando sobre el respaldo, tamaña grosería. Y ahora comienza todo de verdad. El supervisor me llama como si quisiera despertarme del sueño más profundo, es decir grita, por desgracia tengo que gritar para que lo comprenda, aunque sólo gritó mi nombre.
La señorita Bürstner, que escuchaba sonriente, se llevó el dedo índice a los labios para evitar que K gritase, pero era demasiado tarde, K estaba tan identificado con su papel que gritó:
—¡Josef K!
Aunque no lo hizo con la fuerza con que había amenazado, sí con la suficiente como para que el grito, una vez emitido, se expandiera lentamente por la habitación.
En ese instante golpearon la puerta de la habitación contigua; fueron golpes fuertes, cortos y regulares. La señorita Bürstner palideció y se puso la mano en el corazón. K se llevó un susto enorme, pues llevaba un rato en el que sólo había sido capaz de pensar en el incidente de la mañana y en la muchacha ante la que lo estaba representando. Apenas se había recuperado, saltó hacia la señorita Bürstner y tomó su mano.
—No tema usted nada —le susurró—, yo lo arreglaré todo. Pero, ¿quién puede ser? Aquí al lado sólo está el salón y nadie duerme en él.
—¡Oh, sí! —susurró la señorita Bürstner al oído de K—, desde ayer duerme un sobrino de la señora Grubach, un capitán. Ahora mismo no queda ninguna habitación libre. También yo lo había olvidado. ¡Cómo se le ocurre gritar así! Soy muy infeliz por su culpa.
—No hay ningún motivo —dijo K, y besó su frente cuando ella se reclinó en el cojín.
—Fuera, márchese —dijo ella, y se incorporó rápidamente—, márchese. Qué quiere, él escucha detrás de la puerta, lo escucha todo. ¡No me atormente más!
—No me iré —dijo K— hasta que se haya calmado. Venga a la esquina opuesta de la habitación, allí no nos puede escuchar.
Ella se dejó llevar.
—Piense que se trata sólo de una contrariedad, pero que no entraña ningún peligro. Ya sabe cómo me admira la señora Grubach, que es la que decide en este asunto, sobre todo considerando que el capitán es sobrino suyo. Se cree todo lo que le digo. Además, depende de mí, pues me ha pedido prestada una gran cantidad de dinero. Aceptaré todas sus propuestas para una aclaración de nuestro encuentro, siempre que sea oportuno, y le garantizo que la señora Grubach las creerá sinceramente y así lo manifestará en público. No tenga conmigo ningún tipo de miramientos. Si quiere que se difunda que la he sorprendido, así será instruida la señora Grubach y lo creerá sin perder la confianza en mí, tanto apego me tiene.
La señorita Bürstner contemplaba el suelo en silencio y un poco hundida.
—¿Por qué no va a creerse la señora Grubach que la he sorprendido? —añadió K. Ante él veía su pelo rojizo, separado por una raya, holgado en las puntas y recogido en la parte superior17. Creyó que le iba a mirar, pero ella, sin cambiar de postura, dijo:
—Discúlpeme, me he asustado tanto por los golpes repentinos, no por las consecuencias que podría traer consigo la presencia del capitán. Después de su grito estaba todo tan silencioso y de repente esos golpes, por eso estoy tan asustada. Yo estaba sentada al lado de la puerta, los golpes se produjeron casi a mi lado. Le agradezco sus proposiciones, pero no las acepto. Puedo asumir la responsabilidad por todo lo que ocurre en mi habitación y, además, frente a cualquiera. Me sorprende que no note la ofensa que suponen para mí sus sugerencias, por más que reconozca sus buenas intenciones. Pero ahora márchese, déjeme sola, ahora lo necesito mucho más que antes. Los pocos minutos que usted había pedido se han convertido en media hora o más.
K tomó su mano y luego su muñeca.
—¿No se habrá enfadado conmigo? —dijo él.
Ella retiró su mano y respondió:
—No, no, soy incapaz de enfadarme.
K volvió a tomar su muñeca y ella, esta vez, lo aceptó, pero le condujo así hasta la puerta. Él estaba firmemente decidido a irse, pero al llegar a la puerta, como si no hubiera esperado encontrarse allí con semejante obstáculo, se detuvo, lo que la señorita Bürstner aprovechó para desasirse, abrir la puerta, deslizarse hasta el recibidor y, desde allí, decirle a K en voz baja:
Ahora váyase, se lo pido por favor. Mire ella señaló la puerta del capitán, por debajo de la cual asomaba un poco de luz, ha encendido la luz y nos está espiando.
            Ya voy —dijo K, salió, la estrechó en sus brazos y la besó en la boca, luego ávidamente por todo el rostro, como un animal sediento que introduce la lengua en el anhelado manantial. Finalmente la besó en el cuello, a la altura de la garganta: allí dejó reposar sus labios un rato. Un ruido procedente de la habitación del capitán le obligó a mirar. Ya me voy dijo él, quiso llamarla por su nombre de pila, pero no lo sabía. Ella asintió cansada, le dejó la mano, mientras se volvía, para que la besara, como si no quisiera saber nada más y se retiró, encogida, a su habitación. Poco después K yacía en su cama. Se durmió rápidamente, aunque antes de dormirse pensó un poco en su comportamiento. Estaba satisfecho, pero se maravilló de no estar aún más satisfecho. Se preocupó seriamente por la señorita Bürstner a causa del capitán.




Primera citación judicial

 

 

A K le habían comunicado por teléfono que el domingo próximo tendría lugar una corta vista para la instrucción procesal de su causa. Sé le advertía que esas vistas se celebraban periódicamente, aunque no todas las semanas. También le comunicaron que todos tenían interés en concluir el proceso lo más rápidamente posible; sin embargo, las investigaciones tenían que ser minuciosas en todos los aspectos, aunque, al mismo tiempo, el esfuerzo unido a ellas jamás debía durar demasiado. Precisamente por este motivo se había elegido realizar ese tipo de citaciones cortas y continuadas. Se había optado por el domingo como día de la vista sumarial para no perturbar las obligaciones profesionales de K. Se presumía que él estaría de acuerdo, pero si prefería otra fecha se intentaría satisfacer su deseo. Las citaciones podían tener lugar también por la noche, pero K no estaría lo suficientemente fresco. Así pues, y mientras K no objetase nada, la instrucción se llevaría a cabo los domingos. Era evidente que debía comparecer, ni siquiera era necesario advertírselo. Le dijeron el número de la casa: estaba situada en una calle apartada de los suburbios en la que K jamás había estado.
Una vez oído el mensaje, K colgó el auricular sin contestar; estaba decidido a ir el domingo: con toda seguridad era necesario; el proceso se había puesto en marcha y tenía que dejar claro que esa citación debía ser la última. Aún permanecía pensativo junto al aparato, cuando escuchó detrás de él la voz del subdirector, que quería llamar por teléfono. K le obstruía el paso.
—¿Malas noticias? —preguntó el subdirector sin pensar, no para saber algo, sino simplemente para apartar a K del teléfono.
—No, no —dijo K, que se apartó pero no se alejó.
El subdirector cogió el auricular y, mientras esperaba la conexión telefónica, se dirigió a K:
—Una pregunta, señor K, ¿le apetecería venir a una fiesta que doy el domingo en mi velero? Nos reuniremos un buen grupo y encontrará conocidos suyos, entre otros al fiscal Hasterer. ¿Quiere venir? ¡Venga, anímese!
K intentó prestar atención a lo que decía el subdirector. No carecía de importancia para él, pues esa invitación del subdirector, con el que nunca se había llevado bien, suponía un intento de reconciliación de su parte y, al mismo tiempo, mostraba la importancia que K había adquirido en el banco, así como lo valiosa que le parecía al segundo funcionario más importante del banco su amistad o, al menos, su imparcialidad. Esa invitación suponía, además, una humillación del subdirector, por más que la hubiera formulado por encima del auricular mientras esperaba la conexión telefónica. Pero K se vio obligado a ocasionarle una segunda humillación, dijo:
—¡Muchas gracias! Pero por desgracia el domingo no tengo tiempo, tengo un compromiso.
—Es una pena —dijo el subdirector, que se concentró en su conversación telefónica. No fue una conversación corta y K permaneció todo el tiempo pensativo al lado del teléfono. Cuando el subdirector colgó, K se asustó y dijo para disculpar su pasiva permanencia allí:
—Me acaban de llamar por teléfono, tendría que ir a algún sitio, pero se les ha olvidado decirme la hora.
—Pregunte usted —dijo el subdirector.
—No es tan importante —dijo K, aunque así dejaba sin fundamento su ya débil disculpa anterior. El subdirector habló todavía sobre algunas cosas mientras se iba, K hizo un esfuerzo para responderle, pero sólo pensaba en que lo mejor sería ir el domingo a las nueve de la mañana, pues ésa era la hora en que todos los juzgados comenzaban a trabajar los días laborables.
El domingo amaneció nublado. K se levantó muy cansado, ya que se había quedado hasta muy tarde por la noche en una reunión de su tertulia. Casi se había quedado dormido. Deprisa, sin apenas tiempo para pensar en nada ni para recordar los distintos planes que había hecho durante la semana, se vistió y salió corriendo, sin desayunar, hacia el suburbio indicado. Curiosamente, y aunque apenas tenía tiempo para mirar a su alrededor, se encontró con los tres funcionarios relacionados con su causa: Rabensteiner, Kullych y Kaminer. Los dos primeros pasaron por delante de K en un tranvía, Kaminer, sin embargo, estaba sentado en la terraza de un café y se inclinó con curiosidad sobre la barandilla cuando K pasó a su lado. Todos miraron cómo se alejaba y se sorprendieron por la prisa que llevaba. Era una suerte de despecho lo que había inducido a K a no coger ningún vehículo para llegar a su destino, pues quería evitar cualquier ayuda extraña en su asunto, por pequeña que fuera; tampoco quería recurrir a nadie ni ponerle al corriente de ningún detalle; finalmente tampoco tenía ganas de humillarse ante la comisión investigadora con una excesiva puntualidad. No obstante, corría, pero sólo para llegar alrededor de las nueve, aunque tampoco le habían citado a una hora concreta.
Había pensado que podría reconocer la casa desde lejos por algún signo, que, sin embargo, no se había podido imaginar, o por cierto movimiento ante la puerta. Pero en la calle Julius, que era en la que debía estar, y en cuyo inicio permaneció K un rato, sólo se alineaban a ambos lados casas grises de alquiler, altas y uniformes, habitadas por gente pobre. En aquella mañana de domingo estaban todas las ventanas ocupadas, hombres en camiseta se apoyaban en los antepechos y firmaban o sostenían cuidadosamente entre sus brazos a niños. En otras ventanas colgaba la ropa de cama, sobre la que de vez en cuando aparecía por un instante la cabeza desgreñada de alguna mujer. Se llamaban unos a otros a través de la calle: una de esas llamadas provocó risas sobre K. Repartidas con regularidad, a lo largo de la calle se encontraban, algo por debajo del nivel de la acera, algunas tiendas a las que se descendía por unas escaleras y en las que se vendían distintos alimentos. Se veía cómo entraban y salían mujeres de ellas: otras permanecían charlando ante la puerta. Un mercader de fruta, que pregonaba su mercancía y circulaba sin prestar atención, casi atropella a K, también distraído, con su carro. En ese momento comenzó a sonar un gramófono de un modo criminal: era un viejo aparato que sin duda había conocido tiempos mejores en un barrio más elegante.
K avanzó lentamente por la calle, como si tuviera tiempo o como si el juez de instrucción le estuviera viendo desde una ventana y supiera que K iba a comparecer. Pasaban pocos minutos de las nueve. La casa quedaba bastante lejos, era extraordinariamente ancha, sobre todo la puerta de entrada era muy elevada y amplia. Aparentemente estaba destinada a la carga y descarga de mercancías de los distintos almacenes que rodeaban el patio y que ahora permanecían cerrados. En las puertas de los almacenes se podían ver los letreros de las empresas. K conocía a alguna de ellas por su trabajo en el banco. Aunque no era su costumbre, permaneció un rato en la entrada del patio dedicándose a observar detenidamente todos los pormenores. Cerca de él estaba sentado un hombre descalzo que leía el periódico. Dos muchachos se columpiaban en un carro. Una niña débil, con la camisa del pijama, estaba al lado de una bomba de agua y miraba hacia K mientras el agua caía en su jarra. En una de las esquinas del patio estaban tendiendo un cordel entre dos ventanas, del que colgaba la ropa para secarse. Un hombre permanecía debajo y dirigía la operación con algunos gritos.
K se volvió hacia la escalera para dirigirse al juzgado de instrucción, pero se quedó parado, ya que aparte de esa escalera veía en el patio otras tres entradas con sus respectivas escaleras y, además, un pequeño corredor al final del patio parecía conducir a un segundo patio. Se enojó porque nadie le había indicado con precisión la situación de la sala del juzgado. Le habían tratado con una extraña desidia o indiferencia, era su intención dejarlo muy claro. Finalmente decidió subir por la primera escalera y, mientras lo hacía, jugó en su pensamiento con el recuerdo de la máxima pronunciada por el vigilante Willem, que el tribunal se ve atraído por la culpa, de lo que se podía deducir que la sala del juzgado tenía que encontrarse en la escalera que K había elegido casualmente.
Al subir le molestaron los numerosos niños que jugaban en la escalera y que, cuando pasaba entre ellos, le dirigían miradas malignas. «Si tengo que venir otra vez se dijo, tendré que traer caramelos para ganármelos o el bastón para golpearlos». Cuando le quedaba poco para llegar al primer piso, se vio obligado a esperar un rato, hasta que una pelota llegase, finalmente, a su destino; dos niños, con rostros espabilados de granujas adultos, le sujetaron por las perneras de los pantalones. Si hubiera querido desasirse de ellos, les tendría que haber hecho daño y él temía el griterío que podían formar.
La verdadera búsqueda comenzó en el primer piso. Como no podía preguntar sobre la comisión investigadora, se inventó a un carpintero apellidado Lanz el nombre se le ocurrió porque el capitán, sobrino de la señora Grubach, se apellidaba así, y quería preguntar en todas las viviendas si allí vivía el carpintero Lanz, así tendría la oportunidad de ver las distintas habitaciones. Pero resultó que la mayoría de las veces era superfluo, pues casi todas las puertas estaban abiertas y los niños salían y entraban. Por regla general eran habitaciones con una sola ventana, en las que también se cocinaba. Algunas mujeres sostenían niños de pecho en uno de sus brazos y trabajaban en el fogón con el brazo libre. Muchachas adolescentes, aparentemente vestidas sólo con un delantal, iban de un lado a otro con gran diligencia. En todas las habitaciones las camas permanecían ocupadas, yacían enfermos, personas durmiendo o estirándose. K llamó a las puertas que estaban cerradas y preguntó si allí vivía un carpintero apellidado Lanz. La mayoría de las veces abrían mujeres, escuchaban la pregunta y luego se dirigían a alguien en el interior de la habitación que se incorporaba en la cama.
—El señor pregunta si aquí vive un carpintero, un tal Lanz.
—¿Carpintero Lanz? —preguntaban desde la cama.
—Sí —decía K, a pesar de que allí indudablemente no se encontraba la comisión investigadora y que, por consiguiente, su misión había terminado.
Muchos creyeron que K tenía mucho interés en encontrar al carpintero Lanz, intentaron recordar, nombraron a un carpintero que no se llamaba Lanz u otro apellido que remotamente poseía cierta similitud, o preguntaron al vecino, incluso acompañaron a K hasta una puerta alejada, donde, según su opinión, posiblemente vivía un hombre con ese apellido como subinquilino, o donde había alguien que podía dar una mejor información. Finalmente, ya no fue necesario que siguiese preguntando, fue conducido de esa manera por todos los pisos. Lamentó su plan, que al principio le había parecido tan práctico. Antes de llegar al quinto piso, decidió renunciar a la búsqueda, se despidió de un joven y amable trabajador que quería conducirle hacia arriba, y bajó las escaleras. Entonces se enojó otra vez por la inutilidad de toda la empresa. Así que volvió a subir y tocó a la primera puerta del quinto piso. Lo primero que vio en la pequeña habitación fue un gran reloj de pared, que ya señalaba las diez.
—¿Vive aquí el carpintero Lanz? —preguntó.
—Pase, por favor —dijo una mujer joven con ojos negros y luminosos, que lavaba en ese preciso momento ropa de niño en un cubo, señalando hacia la puerta abierta que daba a una habitación contigua.
K creyó entrar en una asamblea. Una aglomeración de la gente más dispar —nadie prestó atención al que entraba— llenaba una habitación de mediano tamaño con dos ventanas, que estaba rodeada, casi a la altura del techo, por una galería que también estaba completamente ocupada y donde las personas sólo podían permanecer inclinadas, con la cabeza y la espalda tocando el techo. K, para quien el aire resultaba demasiado sofocante, volvió a salir y dijo a la mujer, que probablemente le había entendido mal:
—He preguntado por un carpintero, por un tal Lanz.
—Sí —dijo la mujer, pase usted, por favor.
La mujer se adelantó y cogió el picaporte: sólo por eso la siguió; a continuación dijo:
—Después de que entre usted tengo que cerrar, nadie más puede entrar.
—Muy razonable —dijo K, pero ya está demasiado lleno.
No obstante, volvió a entrar.
Acababa de pasar entre dos hombres, que conversaban junto a la puerta uno de ellos hacía un ademán con las manos extendidas hacia adelante como si estuviera contando dinero, el otro le miraba fijamente a los ojos, cuando una mano agarró a K por el codo. Era un joven pequeño y de mejillas coloradas.
—Venga, venga usted —le dijo.
K se dejó guiar. Entre la multitud había un estrecho pasillo libre que la dividía en dos partes, probablemente en dos facciones distintas. Esta impresión se veía fortalecida por el hecho de que K, en las primeras hileras, apenas veía algún rostro, ni a la derecha ni a la izquierda, que se volviera hacia él, sólo veía las espaldas de personas que dirigían exclusivamente sus gestos y palabras a los de su propio partido. La mayoría de los presentes vestía de negro, con viejas y largas chaquetas sueltas, de las que se usaban en días de fiesta. Esa forma de vestir confundió a K, que, si no, hubiera tomado todo por una asamblea política18 del distrito.
En el extremo de la sala al que K fue conducido, había una pequeña mesa, en sentido transversal, sobre una tarima muy baja, también llena de gente, y, detrás de ella, cerca del borde de la tarima, estaba sentado un hombre pequeño, gordo y jadeante, que, en ese preciso momento, conversaba entre grandes risas con otro —que había apoyado el codo en el respaldo de la silla y cruzado las piernas—, situado a sus espaldas. A veces hacía un ademán con la mano en el aire, como si estuviera imitando a alguien. Al joven que condujo a K le costó transmitir su mensaje. Dos veces se había puesto de puntillas y había intentado llamar la atención, pero ninguno de los de arriba se fijó en él. Sólo cuando uno de los de la tarima reparó en el joven y anunció su presencia, el hombre gordo se volvió hacia él y escuchó inclinado su informe, transmitido en voz baja. A continuación, sacó su reloj y miró rápidamente a K.
—Tendría que haber comparecido hace una hora y cinco minutos —dijo.
K quiso responder algo, pero no tuvo tiempo, pues apenas había terminado de hablar el hombre, cuando se elevó un murmullo general en la parte derecha de la sala.
—Tendría que haber comparecido hace una hora y cinco minutos —repitió el hombre en voz más alta y paseó rápidamente su mirada por la sala. El rumor se hizo más fuerte y, como el hombre no volvió a decir nada, se apagó paulatinamente. En la sala había ahora menos ruido que cuando K había entrado. Sólo los de la galería no cesaban en sus observaciones. Por lo que se podía distinguir entre la oscuridad y el polvo, parecían vestir peor que los de abajo. Algunos habían traído cojines, que habían colocado entre la cabeza y el techo para no herirse.
K había decidido no hablar mucho y observar, por eso renunció a defenderse de los reproches de impuntualidad y se limitó a decir:
—Es posible que haya llegado tarde, pero ya estoy aquí.
A sus palabras siguió una ovación en la parte derecha de la sala.
«Gente fácil de ganar» pensó K, al que sólo le inquietó el silencio en la parte izquierda, precisamente a sus espaldas, y de la que sólo había surgido algún aplauso aislado. Pensó qué podría decir para ganárselos a todos de una vez o, si eso no fuera posible, para ganarse a los otros al menos temporalmente.
—Sí —dijo el hombre—, pero yo ya no estoy obligado a interrogarle —el rumor se elevó, pero esta vez era equívoco, pues el hombre continuó después de hacer un ademán negativo con la mano—, aunque hoy lo haré como una excepción. No obstante, un retraso como éste no debe volver a repetirse. Y ahora, ¡adelántese!
Alguien bajó de la tarima, por lo que quedó un sitio libre que K ocupó. Estaba presionado contra la mesa, la multitud detrás de él era tan grande que tenía que ofrecer resistencia para no tirar de la tarima la mesa del juez instructor o, incluso, al mismo juez.
El juez instructor, sin embargo, no se preocupaba por eso, estaba sentado muy cómodo en su silla y, después de haberle dicho una última palabra al hombre que permanecía detrás de él, cogió un libro de notas, el único objeto que había sobre la mesa. Parecía un cuaderno colegial, era viejo y estaba deformado por el uso.
—Bien —dijo el juez instructor, hojeó el libro y se dirigió a K con un tono verificativo:
—¿Usted es pintor de brocha gorda?
—No —dijo K—, soy el primer gerente de un gran banco.
Esta respuesta despertó risas tan sinceras en la parte derecha de la sala que K también tuvo que reír. La gente apoyaba las manos en las rodillas y se agitaba tanto que parecía presa de un grave ataque de tos. También rieron algunos de la galería. El juez instructor, profundamente enojado, como probablemente era impotente frente a los de abajo, intentó resarcirse con los de la galería. Se levantó de un salto, amenazó a la galería, y sus cejas se elevaron espesas y negras sobre sus ojos.
La parte de la izquierda aún permanecía en silencio, los espectadores estaban en hileras, con los rostros dirigidos a la tarima y, mientras los del partido contrario formaban gran estruendo, escuchaban con tranquilidad las palabras que se intercambiaban arriba, incluso toleraban que en un momento u otro algunos de su facción se sumaran a la otra. La gente del partido de la izquierda, que, por lo demás, era menos numeroso, en el fondo quería ser tan insignificante como el partido de la derecha, pero la tranquilidad de su comportamiento les hacía parecer más importantes. Cuando K comenzó a hablar, estaba convencido de que hablaba en su sentido.
—Su pregunta, señor juez instructor, de si soy pintor de brocha gorda —aunque en realidad no se trataba de una pregunta, sino de una apera afirmación—, es significativa para todo el procedimiento que se ha abierto contra mí. Puede objetar que no se trata de ningún procedimiento, tiene razón, pues sólo se trata de un procedimiento si yo lo reconozco como tal. Por el momento así lo hago, en cierto modo por compasión. Aquí no se puede comparecer sino con esa actitud compasiva, si uno quiere ser tomado en consideración. No digo que sea un procedimiento caótico, pero le ofrezco esta designación para que tome conciencia de su situación.
K interrumpió su discurso y miró hacia la sala. Lo que acababa de decir era duro, más de lo que había previsto, pero era la verdad. Se había ganado alguna ovación, pero todo permaneció en silencio, probablemente se esperaba con tensión la continuación, tal vez en el silencio se preparaba una irrupción que pondría fin a todo. Resultó molesto que en ese momento se abriera la puerta. La joven lavandera, que probablemente había concluido su trabajo, entró en la sala y a pesar de toda su precaución, atrajo algunas miradas. Sólo el juez de instrucción le procuró a K una alegría inmediata, pues parecía haber quedado afectado por sus palabras. Hasta ese momento había escuchado de pie, pues el discurso de K le había sorprendido mientras se dirigía a la galería. Ahora que había una pausa, se volvió a sentar, aunque lentamente, como si no quisiera que nadie lo advirtiera. Probablemente para calmarse volvió a tomar el libro de notas.
—No le ayudará nada —continuó K—, también su cuadernillo confirma lo que le he dicho.
Satisfecho al oír sólo sus sosegadas palabras en la asamblea, K osó arrebatar, sin consideración alguna, el cuaderno al juez de instrucción. Lo cogió con las puntas de los dedos por una de las hojas del medio, como si le diera asco, de tal modo que las hojas laterales, llenas de manchas amarillentas, escritas apretadamente por ambas caras, colgaban hacia abajo.
—Éstas son las actas del juez instructor —dijo, y dejó caer el cuaderno sobre la mesa. Siga leyendo en él, señor juez instructor, de ese libro de cuentas no temo nada, aunque no esté a mi alcance, ya que sólo puedo tocarlo con la punta de dos dedos.
Sólo pudo ser un signo de profunda humillación, o así se podía interpretar, que el juez instructor cogiera el cuaderno tal y como había caído sobre la mesa, lo intentara poner en orden y se propusiera leer en él de nuevo.
Los rostros de las personas en la primera hilera estaban dirigidos a K con tal tensión que él los contempló un rato desde arriba. Eran hombres mayores, algunos con barba blanca. Es posible que ésos fueran los más influyentes en la asamblea, la cual, a pesar de la humillación del juez instructor, no salió de la pasividad en la que había quedado sumida desde que K había comenzado a hablar.
—Lo que me ha ocurrido —continuó K con voz algo más baja que antes, buscando los rostros de la primera fila, lo que dio a su discurso un aire de inquietud—, lo que me ha ocurrido es un asunto particular y, como tal, no muy importante, pues no lo considero grave, pero es significativo de un procedimiento que se incoa contra otros muchos. Aquí estoy en representación de ellos y no sólo de mí mismo.
Había elevado la voz involuntariamente. En algún lugar alguien aplaudió con las manos alzadas y gritó:
—¡Bravo! ¿Por qué no? ¡Otra vez bravo!
Los ancianos de las primeras filas se acariciaron las barbas, pero ninguno se volvió a causa de la exclamación. Tampoco K le atribuyó ninguna importancia, seguía animado. Ya no creía necesario que todos aplaudieran, le bastaba con que la mayoría comenzase a reflexionar sobre el asunto y que alguno, de vez en cuando, se dejara convencer.
—No quiero alcanzar ningún triunfo retórico —dijo K, sacando conclusiones de su reflexión—, tampoco podría. Es muy probable que él señor juez instructor hable mucho mejor que yo, es algo que forma parte de su profesión. Lo único que deseo es la discusión pública de una irregularidad pública. Escuchen: fui detenido hace diez días, me río de lo que motivó mi detención, pero eso no es algo para tratarlo aquí. Me asaltaron por la mañana temprano, cuando aún estaba en la cama. Es muy posible —no se puede excluir por lo que ha dicho el juez instructor— que tuvieran la orden de detener a un pintor, tan inocente como yo, pero me eligieron a mí. La habitación contigua estaba ocupada por dos rudos vigilantes. Si yo hubiera sido un ladrón peligroso, no se hubieran podido tomar mejores medidas. Esos vigilantes eran, por añadidura, una chusma indecente, su cháchara era insufrible, se querían dejar sobornar, se querían apropiar con trucos de mi ropa interior y de mis trajes, querían dinero para, según dijeron, traerme un desayuno, después de haberse comido con desvergüenza inusitada el mío ante mis propios ojos. Y eso no fue todo. Me llevaron a otra habitación, ante el supervisor. Era la habitación de una dama, a la que aprecio mucho, y tuve que ver cómo esa habitación, por mi causa aunque no por mi culpa, fue ensuciada en cierto modo por la presencia de los vigilantes y del supervisor. No fue fácil guardar la calma. No obstante, lo conseguí, y pregunté al supervisor con toda tranquilidad —si estuviera aquí presente lo tendría que confirmar— por qué estaba detenido. ¿Y qué respondió ese supervisor, al que aún puedo ver sentado en el sillón de la mencionada dama, como la personificación de la arrogancia más estúpida? Señores, en el fondo no respondió nada, tal vez ni siquiera sabía nada, me había detenido y con eso quedaba satisfecho. Pero había hecho algo más, había introducido a tres empleados inferiores de mi banco en la habitación de esa dama, que se entretuvieron en tocar y desordenar unas fotografías, propiedad de la dama en cuestión. La presencia de esos empleados tenía, sin embargo, otra finalidad, su misión, como la de mi casera y la de la criada, consistía en difundir la noticia de mi detención para dañar mi reputación y, sobre todo, para poner en peligro mi posición en el banco. Pero no han conseguido nada. Hasta mi casera, una persona muy simple —quisiera mencionar aquí su nombre como timbre de honor, la señora Grubach—, hasta la señora Grubach tuvo la suficiente capacidad de juicio para comprender que semejante detención no tenía más importancia que un plan ejecutado por algunos jóvenes mal vigilados en una callejuela. Lo repito, lo único que me ha proporcionado todo esto han sido contrariedades y un enojo pasajero, pero ¿no hubiera podido tener acaso peores consecuencias?
Cuando K dejó de hablar y miró hacia el silencioso juez de instrucción, creyó notar que éste le hacía un signo con la mirada a alguien de la multitud. K se rió y prosiguió:
—El juez instructor acaba de hacer a alguien de ustedes una señal secreta. Parece que entre ustedes hay personas que se dejan dirigir desde aquí arriba. No sé si esa señal debe despertar ovaciones o silbidos, pero, al descubrir a tiempo el truco, renuncio a averiguar el significado del signo. Me es completamente indiferente y autorizo públicamente al señor juez instructor para que imparta sus órdenes a sus empleados asalariados de ahí abajo de viva voz y no con signos secretos, que diga algo como: «ahora silben» o «ahora aplaudan».
A causa de su confusión o de su impaciencia, el juez instructor no cesaba de removerse en su silla. El hombre que estaba detrás, y con el que había conversado anteriormente, se inclinó de nuevo hacia él, ya fuese para insuflarle valor o para darle un consejo. Abajo, la gente conversaba en voz baja, pero animadamente. Los dos partidos, que en un principio parecían tener opiniones contrarias, se mezclaron. Algunas personas señalaban a K con el dedo, otras al juez instructor. La neblina que había en la estancia era muy molesta, incluso impedía que el público más alejado pudiera ver con claridad. Tenía que ser especialmente molesto para los de la galería, quienes, no sin antes lanzar miradas temerosas de soslayo hacia el juez instructor, se veían obligados a preguntar a los participantes en la asamblea para enterarse mejor. Las respuestas también se daban en voz baja, disimulando con la mano en la boca.
—Ya termino —dijo K, y como no había ninguna campanilla, dio un golpe con el puño en la mesa; debido al susto, las cabezas del juez instructor y del consejero se separaron por un instante—. Todo este asunto apenas me afecta, así que puedo juzgarlo con tranquilidad. Ustedes podrán sacar, suponiendo que tengan algún interés en este supuesto tribunal, alguna ventaja si me escuchan. Les suplico, por consiguiente, que aplacen sus comentarios para más tarde, pues apenas tengo tiempo y me iré pronto.
Nada más terminar de decir estas palabras, se hizo el silencio, tal era el dominio que K ejercía sobre la asamblea. Ya no se lanzaron gritos como al principio, ya no se aplaudió más, parecían convencidos o estaban en vías de serlo.
—No hay ninguna duda —dijo K en voz muy baja, pues sentía cierto placer al percibir la tensa escucha de toda la asamblea; de ese silencio surgía un zumbido más excitante que la ovación más halagadora, no hay ninguna duda de que detrás de las manifestaciones de este tribunal, en mi caso, pues, detrás de la detención y del interrogatorio de hoy, se encuentra una gran organización. Una organización que, no sólo da empleo a vigilantes corruptos, a necios supervisores y a jueces de instrucción, quienes, en el mejor de los casos, sólo muestran una modesta capacidad, sino a una judicatura de rango supremo con su numeroso séquito de ordenanzas, escribientes, gendarmes y otros ayudantes, sí, es posible que incluso emplee a verdugos, no tengo miedo de pronunciar la palabra. Y, ¿cuál es el sentido de esta organización, señores? Se dedica a detener a personas inocentes y a incoar procedimientos absurdos sin alcanzar en la mayoría de los casos, como el mío, un resultado. ¿Cómo se puede evitar, dado lo absurdo de todo el procedimiento, la corrupción general del cuerpo de funcionarios? Es imposible, ni siquiera el juez del más elevado escalafón lo podría evitar con su propia persona. Por eso mismo, los vigilantes tratan de robar la ropa de los detenidos, por eso irrumpen los supervisores en las viviendas ajenas, por eso en vez de interrogar a los inocentes se prefiere deshonrarlos ante una asamblea. Los vigilantes me hablaron de almacenes o depósitos a los que se llevan las posesiones de los detenidos; quisiera visitar alguna vez esos almacenes, en los que se pudren los bienes adquiridos con esfuerzo de los detenidos, o al menos la parte que no haya sido robada por los empleados de esos almacenes.
K fue interrumpido por un griterío al final de la sala; se puso la mano sobre los ojos para poder ver mejor, pues la turbia luz diurna intensificaba el blanco de la neblina que impedía la visión. Se trataba de la lavandera, a la que K había considerado desde su entrada como un factor perturbador. Si era culpable o no, era algo que no se podía advertir. K sólo podía ver que un hombre se la había llevado a una esquina cercana a la puerta y allí se apretaba contra ella19. Pero no era la lavandera la que gritaba, sino el hombre, que abría la boca y miraba hacia el techo. Alrededor de ambos se había formado un pequeño círculo, los de la galería parecían entusiasmados, pues se había interrumpido la seriedad que K había impuesto en la asamblea20. K quiso en un primer momento correr hacia allí, también pensó que todos estarían interesados en restablecer el orden y, al menos, expulsar a la pareja de la sala, pero las personas de las primeras filas permanecieron inmóviles en sus sitios, ninguna hizo el menor ademán ni tampoco dejaron pasar a K. Todo lo contrario, se lo impidieron violentamente. Los ancianos rechazaban a K con los brazos, y una mano —K no tuvo tiempo para volverse— le sujetó por el cuello. K dejó de pensar en la pareja; le parecía como si su libertad se viera constreñida, como si lo de detenerle fuera en serio. Su reacción fue saltar sin miramientos de la tarima. Ahora estaba frente a la multitud. ¿Acaso no había juzgado correctamente a aquella gente? ¿Había confiado demasiado en el efecto de su discurso? ¿Habían disimulado mientras él hablaba y ahora que había llegado a las conclusiones ya estaban hartos de tanto disimulo? ¡Qué rostros los que le rodeaban! Pequeños ojos negros se movían inquietos, las mejillas colgaban como las de los borrachos, las largas barbas eran ralas y estaban tiesas, si se las cogía era como si se cogiesen garras y no barbas. Bajo las barbas, sin embargo —y éste fue el verdadero hallazgo de K—, en los cuellos de las chaquetas, brillaban distintivos de distinto tamaño y color. Todos tenían esos distintivos. Todos pertenecían a la misma organización, tanto el supuesto partido de la izquierda como el de la derecha, y cuando se volvió súbitamente, descubrió los mismos distintivos en el cuello del juez instructor, que, con las manos sobre el vientre, lo contemplaba todo con tranquilidad.
—¡Ah! —gritó K, y elevó los brazos hacia arriba, como si su repentino descubrimiento necesitase espacio—. Todos vosotros sois funcionarios, como ya veo, vosotros sois la banda corrupta contra la que he hablado, hoy os habéis apretado aquí como oyentes y fisgones, habéis formado partidos ilusorios y uno ha aplaudido para ponerme a prueba. Queríais poner en práctica vuestras mañas para embaucar a inocentes. Bien, no habéis venido en balde. Al menos os habréis divertido con alguien que esperaba una defensa de su inocencia por vuestra parte. ¡Déjame o te doy! —gritó K a un anciano tembloroso que se había acercado demasiado a él—. Realmente espero que hayáis aprendido algo. Y con esto os deseo mucha suerte en vuestra empresa.
Tomó con rapidez el sombrero, que estaba en el borde de la mesa, y se abrió paso entre el silencio general, un silencio fruto de la más completa sorpresa, hacia la salida. No obstante, el juez instructor parecía haber sido mucho más rápido que K, pues ya le esperaba ante la puerta.
—Un instante —dijo.
K se detuvo, pero no miró al juez instructor, sino a la puerta, cuyo picaporte ya había cogido.
—Sólo quería llamarle la atención, pues no parece consciente de algo importante —dijo el juez instructor—, de que hoy se ha privado a sí mismo de la ventaja que supone el interrogatorio para todo detenido.
K rió ante la puerta.
—¡Pordioseros! —gritó. Os regalo todos los interrogatorios.
Abrió la puerta y se apresuró a bajar las escaleras. Detrás de él se elevó un gran rumor en la asamblea, otra vez animada, que probablemente comenzó a discutir lo acaecido como lo harían unos estudiantes.



En la sala de sesiones. El estudiante. Las oficinas del juzgado

 

 

DURANTE la semana siguiente K esperó día tras día una notificación: no podía creer que hubieran tomado literalmente su renuncia a ser interrogado y, al llegar el sábado por la noche y no recibir nada, supuso que había sido citado tácitamente en la misma casa y a la misma hora. Así pues, el domingo se puso en camino, pero esta vez fue directamente, sin perderse por las escaleras y pasillos; algunas personas que se acordaban de él le saludaron, pero ya no tuvo que preguntarle a nadie y encontró pronto la puerta correcta. Le abrieron inmediatamente después de llamar y, sin ni siquiera mirar a la mujer de la otra vez, que permaneció al lado de la puerta, quiso entrar en seguida a la habitación contigua.
—Hoy no hay sesión —dijo la mujer.
—¿Por qué no? —preguntó K sin creérselo. Pero la mujer le convenció al abrir la puerta de la sala. Realmente estaba vacía y en ese estado se mostraba aún más deplorable que el último domingo. Sobre la mesa, que seguía situada sobre la tarima, había algunos libros.
—¿Puedo mirar los libros? —preguntó K, no por mera curiosidad, sino sólo para aprovechar su estancia allí.
—No —dijo la mujer, y cerró la puerta—. No está permitido. Los libros pertenecen al juez instructor.
—¡Ah, ya! —dijo K, y asintió—, los libros son códigos y es propio de este tipo de justicia que uno sea condenado no sólo inocente, sino también ignorante.
Así será —dijo la mujer, que no le había comprendido bien.
—Bueno, entonces me iré— dijo K.
—¿Debo comunicarle algo al juez instructor? —preguntó la mujer.
—¿Le conoce? —preguntó K.
—Naturalmente —dijo la mujer—. Mi marido es ujier del tribunal.
K advirtió que la habitación, en la que la primera vez sólo vio un barreño, ahora estaba amueblada como el salón de una vivienda normal. La mujer notó su asombro y dijo:
—Sí, aquí disponemos de vivienda gratuita, pero tenemos que limpiar la sala de sesiones. La posición de mi marido tiene algunas desventajas.
—No me sorprende tanto la habitación —dijo K, que miró a la mujer con cara de pocos amigos—, como el hecho de que usted esté casada.
—¿Hace referencia al incidente en la última sesión, cuando le molesté durante su discurso? —preguntó la mujer.
—Naturalmente —dijo K—. Hoy ya pertenece al pasado y casi lo he olvidado, pero entonces me puso furioso. Y ahora me dice que es una mujer casada.
—Mi interrupción no le perjudicó mucho. Después se le juzgó de una manera muy desfavorable.
—Puede ser —dijo K, desviando la conversación—, pero eso no la disculpa.
—Los que me conocen sí me disculpan —dijo la mujer—, el que me abrazó me persigue ya desde hace tiempo. Puede que no sea muy atractiva, pero para él sí lo soy. Aquí no tengo protección alguna y mi marido ya se ha hecho a la idea; si quiere mantener su puesto, tiene que tolerar ese comportamiento, pues ese hombre es estudiante y es posible que se vuelva muy poderoso. Siempre está detrás de mí, precisamente poco antes de que usted llegara, salía él.
—Armoniza con todo lo demás —dijo K—, no me sorprende en absoluto.
—¿Usted quiere mejorar algo aquí? dijo la mujer lentamente y con un tono inquisitivo, como si lo que acababa de decir fuese peligroso tanto para ella como para K—. Lo he deducido de su discurso, que a mí personalmente me gustó mucho. Por desgracia, me perdí el comienzo y al final estaba en el suelo con el estudiante. Esto es tan repugnante —dijo después de una pausa y tomó la mano de K.— ¿Cree usted que podrá lograr alguna mejora?
K sonrió y acarició ligeramente su mano.
—En realidad —dijo—, no pretendo realizar ninguna mejora, como usted se ha expresado, y si usted se lo dijera al juez instructor, se reiría de usted o la castigaría. Jamás me hubiera injerido voluntariamente en este asunto y las necesidades de mejora de esta justicia no me habrían quitado el sueño. Pero me he visto obligado a intervenir al ser detenido —pues ahora estoy realmente detenido—, y sólo en mi defensa. Pero si al mismo tiempo puedo serle útil de alguna manera, estaré encantado, y no sólo por altruismo, sino porque usted también me puede ayudar a mí.
—¿Cómo podría?—preguntó la mujer.
—Por ejemplo, mostrándome los libros que hay sobre la mesa.
—Pues claro —exclamó la mujer, y lo acompañó hasta donde se encontraban.
Se trataba de libros viejos y usados; la cubierta de uno de ellos estaba rota por la mitad, sólo se mantenía gracias a unas tiras de papel celo.
—Qué sucio está todo esto —dijo K moviendo la cabeza, y la mujer limpió el polvo con su delantal antes de que K cogiera los libros.
K abrió el primero y apareció una imagen indecorosa: un hombre y una mujer sentados desnudos en un canapé; la intención obscena del dibujante era clara, no obstante, su falta de habilidad había sido tan notoria que sólo se veía a un hombre y a una mujer, cuyos cuerpos destacaban demasiado, sentados con excesiva rigidez y, debido a una perspectiva errónea, apenas distinguibles en su actitud. K no siguió hojeando, sino que abrió la tapa del segundo volumen: era una novela con el título: Las vejaciones que Grete tuvo que sufrir de su marido Hans.
—Éstos son los códigos que aquí se estudian —dijo K—. Los hombres que leen estos libros son los que me van a juzgar.
—Le ayudaré —dijo la mujer—. ¿Quiere?
—¿Puede realmente hacerlo sin ponerse en peligro? Usted ha dicho que su esposo depende mucho de sus superiores.
—A pesar de todo quiero ayudarle —dijo ella—. Venga, hablaremos del asunto. Sobre el peligro que podría correr, no diga una palabra más. Sólo temo al peligro donde quiero temerlo. Venga conmigo —y señaló la tarima, haciendo un gesto para que se sentara allí con ella.
—Tiene unos ojos negros muy bonitos —dijo ella después de sentarse y contemplar el rostro de K—. Me han dicho que yo también tengo ojos bonitos, pero los suyos lo son mucho más. Me llamaron la atención la primera vez que le vi. Fueron el motivo por el que entré en la asamblea, lo que no hago nunca, ya que, en cierta medida, me está prohibido.
«Así que es eso —pensó K—, se está ofreciendo, está corrupta como todo a mi alrededor; está harta de los funcionarios judiciales, lo que es comprensible, y saluda a cualquier extraño con un cumplido sobre sus ojos».
K se levantó en silencio, como si hubiera pensado en voz alta y le hubiese aclarado así a la mujer su comportamiento.
—No creo que pueda ayudarme —dijo él—. Para poder hacerlo realmente, debería tener relaciones con funcionarios superiores. Pero usted sólo conoce con seguridad a los empleados inferiores que pululan aquí entre la multitud. A éstos los conoce muy bien, y podrían hacer algo por usted, eso no lo dudo, pero lo máximo que podrían conseguir carecería de importancia para el definitivo desenlace del proceso y usted habría perdido el favor de varios amigos. No quiero que ocurra eso. Mantenga la relación con esa gente, me parece, además, que le resulta algo indispensable. No lo digo sin lamentarlo, pues, para corresponder a su cumplido, le diré que usted también me gusta, especialmente cuando me mira con esa tristeza, para la que, por lo demás, no tiene ningún motivo. Usted pertenece a la sociedad que yo combato, pero se siente bien en ella, incluso ama al estudiante o, si no lo ama, al menos lo prefiere a su esposo. Eso se podría deducir fácilmente de sus palabras.
—¡No! —exclamó ella, permaneciendo sentada y cogiendo la mano de K, quien no pudo retirarla a tiempo—. No puede irse ahora, no puede irse con una opinión tan falsa sobre mí. ¿Sería capaz de irse ahora? ¿Soy tan poco valiosa para usted que no me quiere hacer el favor de permanecer aquí un rato?
—No me interprete mal —dijo K, y se volvió a sentar—, si es tan importante para usted que me quede, lo haré encantado, tengo tiempo, pues vine con la esperanza de que hoy se celebrase una reunión. Con lo que le he dicho anteriormente, sólo quería pedirle que no emprendiese nada en mi proceso. Pero eso no la debe enojar, sobre todo si piensa que a mí no me importa nada el desenlace del proceso y que, en caso de que me condenaran, sólo podría reírme. Eso suponiendo que realmente se llegue al final del proceso, lo que dudo mucho. Más bien creo que el procedimiento, ya sea por pura desidia u olvido, o tal vez por miedo de los funcionarios, ya se ha interrumpido o se interrumpirá en poco tiempo. No obstante, también es posible que hagan continuar un proceso aparente con la esperanza de lograr un buen soborno, pero será en vano, como muy bien puedo afirmar hoy, ya que no sobornaré a nadie. Siempre sería una amabilidad de su parte comunicarle al juez instructor, o a cualquier otro que le guste propagar buenas noticias, que nunca lograrán, ni siquiera empleando trucos, en lo que son muy duchos, que los soborne. No tendrán la menor perspectiva de éxito, se lo puede decir abiertamente. Por lo demás, es muy posible que ya lo hayan advertido, pero en el caso contrario, tampoco me importa mucho que se enteren ahora. Así los señores podrían ahorrarse el trabajo, y yo algunas incomodidades, las cuales, sin embargo, soportaré encantado, si al mismo tiempo suponen una molestia para los demás. ¿Conoce usted al juez instructor?
—Claro —dijo la mujer—, en él pensé al principio, cuando ofrecí mi ayuda. No sabía que era un funcionario inferior, pero como usted lo dice, será cierto. Sin embargo, pienso que el informe que él proporciona a los escalafones superiores posee alguna influencia. Y él escribe tantos informes. Usted dice que los funcionarios son vagos, no todos, especialmente este juez instructor no lo es, él escribe mucho. El domingo pasado, por ejemplo, la sesión duró hasta la noche. Todos se fueron, pero el juez instructor permaneció en la sala; tuve que llevarle una lámpara, una pequeña lámpara de cocina, pues no tenía otra, no obstante, se conformó y comenzó a escribir en seguida. Mientras, mi esposo, que precisamente había tenido libre ese domingo, ya había llegado, así que volvimos a traer los muebles, arreglamos nuestra habitación, vinieron algunos vecinos, conversamos a la luz de una vela, en suma, nos olvidamos del juez instructor y nos fuimos a dormir. De repente me desperté, debía de ser muy tarde, al lado de la cama estaba el juez instructor, tapando la lámpara para que no deslumbrase a mi esposo. Era una precaución innecesaria, mi esposo duerme tan profundamente que no le despierta ninguna luz. Casi grité del susto, pero el juez instructor fue muy amable, me hizo una señal para que me calmase y me susurró que había estado escribiendo hasta ese momento, que me traía la lámpara y que jamás olvidaría cómo me había encontrado dormida. Con esto sólo quiero decirle que el juez instructor escribe muchos informes, especialmente sobre usted, pues su declaración fue, con toda seguridad, el asunto principal de la sesión dominical. Esos informes tan largos no pueden carecer completamente de valor. Además, por el incidente que le he contado, puede deducir que el juez instructor se interesa por mí y que, precisamente ahora, cuando se ha fijado en mí, podría tener mucha influencia sobre él. Además, tengo aún más pruebas de que se interesa por mí. Ayer, a través del estudiante, que es su colaborador y con el que tiene mucha confianza, me regaló unas medias de seda, al parecer como motivación para que limpie y arregle la sala de sesiones, pero eso es un pretexto, pues ese trabajo es mi deber y por eso le pagan a mi esposo. Son medias muy bonitas, mire —ella extendió las piernas, se levantó la falda hasta las rodillas y también miró las medias—. Son muy bonitas, pero demasiado finas, no son apropiadas para mí.
De repente paró de hablar, puso su mano sobre la de K, como si quisiera tranquilizarle y musitó:
—¡Silencio, Bertold nos está mirando!
K levantó lentamente la mirada. En la puerta de la sala de sesiones había un hombre joven: era pequeño, tenía las piernas algo arqueadas y llevaba una barba rojiza y rala. K lo observó con curiosidad, era el primer estudiante de esa extraña ciencia del Derecho desconocida con el que se encontraba, un hombre que, probablemente, llegaría a ser un funcionario superior. El estudiante, sin embargo, no se preocupaba en absoluto de K, se limitó a hacer una seña a la mujer llevándose un dedo a la barba y, a continuación, se fue hacia la ventana. La mujer se inclinó hacia K y susurró:
—No se enoje conmigo, se lo suplico, tampoco piense mal de mí, ahora tengo que irme con él, con ese hombre horrible, sólo tiene que mirar esas piernas torcidas. Pero volveré en seguida y, si quiere, entonces me iré con usted, a donde usted quiera. Puede hacer conmigo lo que desee, estaré feliz si puedo abandonar este sitio el mayor tiempo posible, aunque lo mejor sería para siempre.
Acarició la mano de K, se levantó y corrió hacia la ventana. Involuntariamente, K trató de coger su mano en el vacío. La mujer le había seducido y, después de reflexionar un rato, no encontró ningún motivo sólido para no ceder a la seducción. La efímera objeción de que la mujer lo podía estar capturando para el tribunal, la rechazó sin esfuerzo. ¿Cómo podría hacerlo? ¿Acaso no permanecía él tan libre que podía destruir, al menos en lo que a él concernía, todo el tribunal? ¿No podía mostrar algo de confianza? Y su solicitud de ayuda parecía sincera y posiblemente valiosa. Además, no podía haber una venganza mejor contra el juez instructor y su séquito que quitarle esa mujer y hacerla suya. Podría ocurrir que un día el juez instructor, después de haber trabajado con esfuerzo en los informes mendaces sobre K, encontrase por la noche la cama vacía de la mujer. Y vacía porque ella pertenecía a K, porque esa mujer de la ventana, ese cuerpo voluptuoso, flexible y cálido, cubierto con un vestido oscuro de tela basta, sólo le pertenecía a él.
Después de haber ahuyentado de esa manera las dudas contra la mujer, la conversación en voz baja que sostenían en la ventana le pareció demasiado larga, así que golpeó con un nudillo la tarima y, luego, con el puño. El estudiante miró un instante hacia K sobre el hombro de la mujer, pero no se dejó interrumpir, incluso se apretó más contra ella y la rodeó con los brazos. Ella inclinó la cabeza, como si le escuchara atentamente, el estudiante la besó ruidosamente en el cuello, sin detener, aparentemente, la conversación. K vio confirmada la tiranía que el estudiante, según las palabras de la mujer, ejercía sobre ella, se levantó y anduvo de un lado a otro de la habitación. Pensó, sin dejar de lanzar miradas de soslayo al estudiante, cómo podría arrebatársela lo más rápido posible, y por eso no le vino nada mal cuando el estudiante, irritado por los paseos de K, que a ratos derivaban en un pataleo, se dirigió a él:
—Si está tan impaciente, puede irse. Se podría haber ido mucho antes, nadie le hubiera echado de menos. Sí, tal vez debiera haberse ido cuando yo entré y, además, a toda prisa.
En esa advertencia se ponía de manifiesto la cólera que dominaba al estudiante, pero sobre todo salía a la luz la arrogancia del futuro funcionario judicial que hablaba con un acusado por el que no sentía ninguna simpatía. K se detuvo muy cerca de él y dijo sonriendo:
—Estoy impaciente, eso es cierto, pero esa impaciencia desaparecerá en cuanto nos deje en paz. No obstante, si usted ha venido a estudiar —he oído que es estudiante—, estaré encantado de dejarle el espacio suficiente y me iré con la mujer. Por lo demás, tendrá que estudiar mucho para llegar a juez. No conozco muy bien este tipo de justicia, pero creo que con esos malos discursos que usted pronuncia con tanto descaro aún no alcanza el nivel exigido.
—No deberían haber dejado que se moviese con tanta libertad —dijo como si quisiera dar una explicación a la mujer sobre las palabras insultantes de K—. Ha sido un error. Se lo he dicho al juez instructor. Al menos se le debería haber confinado en su habitación durante el interrogatorio. El juez instructor es, a veces, incomprensible21.
—Palabras inútiles —dijo K, y extendió su mano hacia la mujer—. Venga usted.
—¡Ah, ya! —dijo el estudiante—, no, no, usted no se la queda —y con una fuerza insospechada levantó a la mujer con un brazo y corrió inclinado, mirándola tiernamente, hacia la puerta.
No se podía ignorar que en esa acción había intervenido cierto miedo hacia K, no obstante osó irritar más a K al acariciar y estrechar con su mano libre el brazo de la mujer. K corrió unos metros a su lado, presto a echarse sobre él y, si fuera necesario, a estrangularlo, pero la mujer dijo:
—Déjelo, no logrará nada, el juez instructor hará que me recojan, no puedo ir con usted, este pequeño espantajo —y pasó la mano por el rostro del estudiante, —este pequeño espantajo no me deja.
—¡Y usted no quiere que la liberen! —gritó K, y puso la mano sobre el hombro del estudiante, que intentó morderla.
—No —gritó la mujer, y rechazó a K con ambas manos—, no, ¿en qué piensa usted? Eso sería mi perdición. ¡Déjele! ¡Por favor, déjele! Lo único que hace es cumplir las órdenes del juez instructor, me lleva con él.
—Entonces que corra todo lo que quiera. A usted no la quiero volver a ver más —dijo K furioso ante la decepción y le dio al estudiante un golpe en la espalda; el estudiante tropezó, pero, contento por no haberse caído, corrió aún más ligero con su carga. K le siguió cada vez con mayor lentitud, era la primera derrota que sufría ante esa gente. Era evidente que no suponía ningún motivo para asustarse, sufrió la derrota simplemente porque él fue quien buscó la lucha. Si permaneciera en casa y llevara su vida habitual, sería mil veces superior a esa gente y podría apartar de su camino con una patada a cualquiera de ellos. Y se imaginó la escena tan ridícula que se produciría, si ese patético estudiante, ese niño engreído, ese barbudo de piernas torcidas, se arrodillara ante la cama de Elsa y le suplicara gracia con las manos entrelazadas. A K le gustó tanto esta idea que decidió, si se presentaba la oportunidad, llevar al estudiante a casa de Elsa.
K llegó hasta la puerta sólo por curiosidad, quería ver adónde se llevaba a la mujer; no creía que el estudiante se la llevara así, en vilo, por la calle. Comprobó que el camino era mucho más corto. Justo frente a la puerta de la vivienda había una estrecha escalera de madera que probablemente conducía al desván, pero como hacía un giro no se podía ver dónde terminaba. El estudiante se llevó a la mujer por esa escalera; ya estaba muy cansado y jadeaba, pues había quedado debilitado por la carrera. La mujer se despidió de K con la mano y alzó los hombros para mostrarle que el secuestro no era culpa suya, pero el gesto no resultaba muy convincente. K la miró inexpresivo, como a una extraña, no quería traicionar ni que estaba decepcionado ni que podía superar fácilmente la decepción.
Los dos habían desaparecido por la escalera; K, sin embargo, aún permaneció en la puerta. Se vio obligado a aceptar que la mujer no sólo le había traicionado, sino que le había mentido al contarle que el estudiante la llevaba con el juez instructor. Éste no podía esperar sentado en el desván. La escalera de madera tampoco aclaraba nada, al menos a primera vista. Entonces K advirtió una pequeña nota al lado de la escalera, fue hacia allí y leyó las siguientes palabras escritas con letra infantil y tosca: «Subida a las oficinas del juzgado». ¿Aquí, en el desván de una casa de alquiler se encontraban las oficinas del juzgado? No era un lugar que infundiera mucho respeto; por lo demás, era tranquilizante para un acusado imaginarse la falta de medios que estaban a disposición de un juzgado que albergaba sus oficinas donde los inquilinos, pertenecientes a las clases más pobres, arrojaban todos sus trastos inútiles. No obstante, tampoco se podía excluir que dispusiera del dinero suficiente, pero que el cuerpo de funcionarios se arrojase sobre él antes de que lo destinasen a los fines judiciales. Eso era, según las últimas experiencias de K, incluso muy probable; para el acusado, sin embargo, semejante robo a la justicia, si bien resultaba algo indigno, era más tranquilizador que la pobreza real del juzgado. También le parecía comprensible que se avergonzaran de citar al encausado en el desván para el primer interrogatorio y que se prefiriera molestarle en su propia vivienda. La posición en la que K se encontraba frente al juez, sentado en el desván, se podía caracterizar del siguiente modo: K disfrutaba en el banco de un gran despacho con su antedespacho y un enorme ventanal que daba a la animada plaza. No obstante, él carecía de ingresos extraordinarios procedentes de sobornos o malversaciones y no podía hacer que el ordenanza le trajera una mujer al despacho sobre el hombro. Pero a eso K podía renunciar, al menos en esta vida.
K aún permanecía frente a la nota, cuando un hombre bajó por la escalera, miró a través de la puerta en el salón de la vivienda, desde donde también se podía ver la sala de sesiones, y finalmente preguntó a K si no había visto hacía poco a una mujer.
—Usted es el ujier del tribunal, ¿verdad? —preguntó K.
—Sí —dijo el hombre—, ah, ya, usted es el acusado K, ahora le reconozco, sea bienvenido —y extendió la mano a K, que no lo había esperado.
—Hoy no hay prevista ninguna sesión —dijo el ujier al ver que K permanecía en silencio.
—Ya sé —dijo K, y contempló la chaqueta del ujier, cuyos únicos distintivos oficiales eran, junto a un botón normal, dos botones dorados que parecían haber sido arrancados de un viejo abrigo de oficial. Hace un rato he hablado con su esposa, pero ya no está aquí. El estudiante se la ha llevado al juez instructor.
—¿Se da cuenta? —dijo el ujier—, una y otra vez se la llevan de mi lado. Hoy es domingo y no estoy obligado a trabajar, pero sólo para alejarme de aquí me mandan realizar los recados más inútiles. Por añadidura, no me mandan muy lejos, de tal modo que siempre conservo la esperanza de que, si me doy prisa, tal vez pueda regresar a tiempo. Así que corro, tanto como puedo, grito sin aliento mi mensaje a través del resquicio de la puerta en el organismo al que me han mandado, tan rápido que apenas me entienden, y regreso también corriendo, pero el estudiante se ha dado más prisa que yo, además él tiene que recorrer un camino más corto, sólo tiene que bajar las escaleras. Si no fuese tan dependiente hace tiempo que habría estampado al estudiante contra la pared. Aquí, junto a la nota. Sueño con hacerlo algún día. Le veo ahí, aplastado en el suelo, los brazos extendidos, las piernas retorcidas y todo alrededor lleno de sangre. Pero hasta ahora sólo ha sido un sueño.
—¿No hay otra posibilidad? —dijo K sonriendo.
—No la conozco —dijo el ujier—. Y ahora es aún peor, antes se la llevaba a su casa, pero ahora, como yo ya presagiaba, se la lleva al juez instructor.
—¿No tiene su mujer ninguna culpa? —preguntó K. Se vio obligado a realizar esa pregunta, tanto le espoleaban los celos.
—Pues claro —dijo el ujier—, ella es incluso la que tiene más culpa. Ella se lo ha buscado. En lo que a él respecta, corre detrás de todas las mujeres. Sólo en esta casa ya le han echado de cinco viviendas en las que se había deslizado. Por lo demás, mi mujer es la más bella de toda la casa, y yo no puedo defenderme.
—Si todo es como usted lo cuenta, entonces no hay otra posibilidad —dijo K.
—¿Por qué no? —preguntó el ujier—. Cada vez que el estudiante, que, por cierto, es un cobarde, tocase a mi mujer habría que pegarle tal paliza que no se atreviera a hacerlo más. Pero no puedo, y otros tampoco me hacen el favor, pues todos temen su poder. Sólo un hombre como usted podría hacerlo.
—¿Por qué yo? —preguntó K asombrado.
—A usted le han acusado, ¿no?
—Sí —dijo K—, pero entonces debería temer con más razón que una acción así pudiera influir en el desarrollo del proceso o, al menos, en la preinstrucción.
—Sí, es verdad —dijo el ujier, como si la opinión de K fuese tan cierta como la suya—, pero aquí, por regla general, no se conducen procesos sin ninguna perspectiva de éxito.
—No soy de su opinión —dijo K—, pero eso no me impedirá que ajuste las cuentas de vez en cuando al estudiante.
—Le quedaría muy agradecido —dijo el ujier con cierta formalidad, pero no parecía creer mucho en la realización de su mayor deseo.
—Tal vez —prosiguió K— haya otros funcionarios que merezcan lo mismo.
—Sí, sí —dijo el ujier como si fuera algo evidente. Entonces miró a K con confianza, como hasta ese momento, a pesar de la amabilidad, aún no había hecho, y añadió—: Uno se rebela siempre.
Pero la conversación parecía serle ahora un poco desagradable, pues la interrumpió al decir:
—Ahora tengo que presentarme en las oficinas. ¿Quiere venir conmigo?
—No tengo nada que hacer allí —dijo K.
—Podría ver las oficinas del juzgado. Nadie se fijará en usted.
—¿Hay algo que merezca la pena? —preguntó K algo indeciso, aunque tenía ganas de ir.
—Bueno —dijo el ujier—, pensé que podría interesarle.
—Bien —dijo K—, iré —y subió las escaleras más deprisa que el ujier.
Estuvo a punto de caerse nada más entrar, pues había un escalón detrás de la puerta.
—No tienen mucha consideración con el público —dijo él.
—No tienen consideración alguna, —dijo el ujier— si no mire la sala de espera.
Era un largo corredor en el que había puertas toscamente labradas que conducían a los distintos departamentos del desván. Aunque no había ninguna entrada directa de luz, no estaba completamente oscuro, pues algunos departamentos no estaban separados del corredor por una pared, sino por unas rejas de madera que llegaban hasta el techo, a través de las cuales penetraba algo de luz y se podía ver cómo algunos funcionarios escribían o simplemente permanecían en las rejas observando a la gente que esperaba en el corredor. Había poca gente esperando, probablemente porque era domingo. Daban una pobre impresión. Todos vestían con cierto descuido, aunque la mayoría, ya fuese por la expresión de sus rostros, por su actitud, por la barba cuidada o por otros detalles, parecían pertenecer a las clases altas. Como no había perchas, habían colocado los sombreros debajo del banco, probablemente siguiendo uno el ejemplo de otro. Cuando los que estaban sentados más cerca de la puerta vieron a K y al ujier, se levantaron para saludar. Como el resto vio que se levantaban, se creyeron obligados a hacer lo mismo, así que se fueron levantando conforme pasaban los dos. Nunca permanecieron completamente rectos, las espaldas estaban encorvadas, las rodillas ligeramente flexionadas, parecían mendigos. K esperó al ujier, que venía algo retrasado, y le dijo:
—Qué humillados parecen.
—Sí —dijo el ujier—, son acusados, todos los que usted ve aquí son acusados.
—¿Sí? —dijo K—. Entonces son mis colegas.
Se dirigió al más próximo, un hombre alto y delgado, con el pelo canoso.
—¿Qué está esperando aquí? —preguntó K con cortesía.
La inesperada pregunta le dejó confuso, y su actitud se volvió más penosa por el hecho de parecer un hombre de mundo, que en otro lugar, sin duda, hubiera sabido dominarse y al que le costaba renunciar a la superioridad que había adquirido sobre los demás. Allí, sin embargo, no sabía responder a una pregunta tan simple, y se limitaba a mirar a los demás como si estuvieran obligados a ayudarle o como si nadie pudiese reclamar una respuesta sin dicha ayuda. Entonces intervino el ujier para tranquilizar y animar al hombre:
—Este señor sólo le pregunta a qué está esperando. Responda.
La voz familiar del ujier tuvo mejor efecto.
—Espero… —comenzó, pero no pudo seguir. Era probable que hubiese elegido ese inicio para responder con toda exactitud a la pregunta, pero ahora no sabía continuar.
Algunos de los que esperaban se habían aproximado y rodeaban al grupo. El ujier se dirigió a ellos:
—Vamos, vamos, dejen el corredor libre.
Retrocedieron un poco, pero no hasta sus sitios. Mientras tanto, el hombre al que le habían preguntado se había serenado y respondió incluso con una sonrisa:
—Hace un mes que presenté unas solicitudes de prueba para mi causa y espero a que se concluya su tramitación.
—Parece tomarse muchas molestias —dijo K.
—Sí —dijo el hombre—, se trata de mi causa.
—No todos piensan como usted —dijo K—. Yo, por ejemplo, también soy un acusado, pero, por más que desee una absolución, no he presentado una solicitud de prueba ni he emprendido nada similar. ¿Cree usted que eso es necesario?
—No lo sé con seguridad —dijo el hombre completamente indeciso. Probablemente creía que K le estaba gastando una broma, por eso le hubiera gustado repetir, por miedo a cometer un nuevo error, su primera respuesta, pero ante la mirada impaciente de K se limitó a decir:
—En lo que a mí concierne, he presentado solicitudes de prueba.
—Usted no se cree que yo sea un acusado —dijo K.
—Oh, por favor, claro que sí —dijo el hombre, y se echó a un lado, pero en la respuesta no había convicción, sino miedo.
—¿Entonces no me cree? —preguntó K, y le cogió del brazo, impulsado inconscientemente por la actitud humillada del hombre, como si quisiera obligarle a que le creyese. Aunque no quería causarle daño alguno, en cuanto le tocó ligeramente, el hombre gritó como si K en vez de con dos dedos le hubiese agarrado con unas tenazas ardiendo. Ese grito ridículo terminó por hartar a K. Si no se creía que era un acusado, mucho mejor. Quizá le tomaba por un juez. Y para despedirse lo cogió con más fuerza, lo empujó hacia el banco y siguió adelante.
—La mayoría de los acusados son muy sensibles —dijo el ujier.
Detrás de ellos, todos los que habían estado esperando se arremolinaron alrededor del hombre, que ya había dejado de gritar, y parecían preguntarle detalladamente sobre el incidente. Al encuentro de K vino ahora un vigilante; al que identificó por el sable, cuya vaina, al menos por el color, parecía hecha de aluminio. K se quedó asombrado y quiso tocarla con la mano. El vigilante, que había venido por el ruido, preguntó acerca de lo ocurrido. El ujier trató de tranquilizarlo con algunas palabras, pero el vigilante declaró que prefería comprobarlo personalmente, así que saludó y siguió adelante con pasos rápidos pero cortos, posiblemente por culpa de la gota.
K ya no se preocupó de él, ni de la gente, sobre todo porque una vez que había llegado a la mitad del corredor, vio la posibilidad de doblar a la derecha, a través de un umbral sin puerta. Habló con el ujier para comprobar si ése era el camino correcto y éste asintió, por lo que torció. Le resultaba molesto tener que ir dos pasos por delante del ujier, podía despertar la impresión de que era conducido como un detenido. Por esta razón, esperaba con frecuencia al ujier, pero éste siempre se quedaba atrás. Finalmente, K, para terminar con esa sensación desagradable, le dijo:
—Bien, ya he visto cómo es esto; ahora quisiera irme.
—Pero aún no lo ha visto todo —dijo el ujier con naturalidad.
—Tampoco lo quiero ver todo —dijo K, que realmente se sentía cansado—. Quiero irme, ¿cómo se llega a la salida?
—¿No se habrá perdido? —dijo el ujier asombrado—. Vaya hasta la esquina, luego tuerza a la derecha, atraviese el corredor y encontrará la puerta.
—Venga conmigo —dijo K—. Muéstreme el camino, si no me perderé, aquí hay tantos pasillos…
—Sólo hay un camino —dijo el ujier ahora lleno de reproches—. No puedo regresar con usted; tengo que llevar un recado y ya he perdido mucho tiempo por su culpa.
—¡Acompáñeme! —repitió K, esta vez con un tono más cortante, como si hubiera descubierto al ujier en una mentira.
—No grite así —susurró el ujier—, todo esto está lleno de despachos. Si no quiere regresar solo, acompáñeme un trecho o espéreme aquí hasta que haya cumplido mi encargo, entonces le acompañaré encantado.
—No, no —dijo K—, no esperaré aquí, y usted vendrá ahora conmigo.
K no había mirado en torno suyo para comprobar dónde se hallaba, sólo ahora, cuando una de las muchas puertas que le rodeaban se abrió, miró a su alrededor. Una muchacha, que había salido al oír el tono elevado de K, le preguntó:
—¿Qué desea el señor?
Detrás, en la lejanía, se podía ver en la semioscuridad a un hombre que se aproximaba. K miró al ujier. Éste había dicho que nadie se fijaría en K y ahora venían dos personas, poco más se necesitaba para que todos los funcionarios se fijasen en él y pidieran una explicación de su presencia. La única explicación comprensible y aceptable era hacer valer su condición de acusado: podía aducir que quería conocer la fecha de su próximo interrogatorio, pero ésa era precisamente la explicación que no quería dar, sobre todo porque no era toda la verdad, pues sólo había venido por pura curiosidad o, lo que era imposible de aducir como explicación, para comprobar que el interior de esa justicia era tan repugnante como el exterior. Y parecía que con esa suposición tenía razón, no quería adentrarse más, ya se había deprimido lo suficientemente con lo que había visto. Ahora no estaba en condiciones de encontrarse con un funcionario superior, como el que podía surgir detrás cada puerta; quería irse y, además, con el ujier, o solo si no había gira manera.
Pero quedarse allí mudo sería llamativo y, en realidad, la muchacha y el ujier ya le miraban cómo si se estuviera produciendo en él una extraña metamorfosis que no querían perderse de ningún modo. Y en la puerta estaba el hombre que K había visto en la lejanía: se mantenía aferrado a la parte de arriba del umbral y se balanceaba ligeramente sobre las puntas de los pies, como un espectador impaciente. La muchacha, sin embargo, fue la primera en reconocer que el comportamiento de K tenía como causa un ligero malestar, así que trajo una silla y le preguntó:
—¿No quiere usted sentarse?
K se sentó en seguida y apoyó los codos en los brazos de la silla para mantener mejor el equilibrio.
—Está un poco mareado, ¿verdad? —le preguntó.
Su rostro estaba ahora cerca del suyo, mostraba la expresión severa que tienen algunas mujeres en lo mejor de su juventud.
—No se preocupe —dijo ella—, aquí no es nada extraordinario, casi todos padecen un ataque semejante cuando vienen por primera vez. ¿Usted viene por primera vez? Bien, no es nada extraordinario, ya le digo. El sol cae sobre el tejado y la madera caliente provoca este aire tan enrarecido. El lugar no es el más adecuado para instalar despachos, por más ventajas que ofrezca en otros sentidos. Pero en lo que concierne al aire, los días en que hay mucha gente, y eso ocurre prácticamente todos los días, se torna casi irrespirable. Si considera, además, que aquí se cuelga ropa para que se seque —es algo que no se puede prohibir a los inquilinos—, entonces no se sorprenderá de haber sufrido un ligero mareo. Pero uno llega a acostumbrarse muy bien a este aire. Si viene por segunda o tercera vez, apenas notará este ambiente opresivo. ¿Se siente ya mejor?
K no respondió, le parecía algo lamentable depender de aquellas personas a causa de esa debilidad repentina; por añadidura, al conocer los motivos de su mareo, no se sintió mejor, sino un poco peor. La muchacha lo notó en seguida y, para refrescar a K, asió un gancho que colgaba de la pared y abrió un pequeño tragaluz, situado precisamente encima de K. Pero cayó tanto hollín que la joven tuvo que cerrarlo de inmediato y limpiar la mano de K con un pañuelo, pues K estaba demasiado cansado como para ocuparse de sí mismo. Le habría gustado permanecer allí sentado hasta que hubiera recuperado las fuerzas suficientes para irse, y eso ocurriría antes si no se preocupaban de él. Pero en ese momento añadió la muchacha:
—Aquí no puede quedarse, interrumpimos el paso.
K preguntó con la mirada a quién interrumpían el paso.
—Le llevaré, si lo desea, al botiquín.
—Ayúdeme, por favor —le dijo ella al hombre de la puerta, que ya se había acercado. Pero K no quería que lo llevaran al botiquín, precisamente eso era lo que quería evitar, que lo siguieran adentrando en las oficinas; cuanto más avanzase, peor.
—Ya puedo irme —dijo por esta razón, y se levantó temblando, acostumbrado a la cómoda silla. Pero no pudo mantenerse de pie.
—No, no puedo —dijo moviendo la cabeza y volvió a sentarse con un suspiro. Se acordó del ujier, que a pesar de todo le podría conducir fácilmente hacia la salida, pero parecía haberse ido hacía tiempo. K atisbó entre la joven y el hombre, que permanecían de pie ante él, pero no pudo encontrar al ujier.
—Creo —dijo el hombre, que vestía elegantemente: sobre todo llamaba la atención un chaleco gris que terminaba en dos largas puntas—, creo que la indisposición del señor se debe a la atmósfera de estas estancias; sería lo mejor, y probablemente lo que él preferiría, que no se le llevase al botiquín, sino fuera de las oficinas.
—Así es —exclamó K, que de la alegría había interrumpido al hombre, me sentiré mucho mejor, tampoco estoy tan débil, sólo necesito un poco de apoyo, no les causaré muchas molestias, el camino no es largo, condúzcanme hasta la puerta, me sentaré un rato en los escalones y me recuperaré, nunca he padecido este tipo de mareos, yo mismo estoy sorprendido. También soy funcionario y estoy acostumbrado al aire de las oficinas, pero aquí es muy malo, usted mismo lo ha dicho. ¿Tendrían la amabilidad de acompañarme un trecho? Estoy algo mareado y me pondré peor si me levanto sin ayuda.
Levantó los hombros para facilitarles que le cogieran bajo los brazos. Pero el hombre no siguió sus indicaciones, sino que se mantuvo tranquilo, con las manos en los bolsillos y rió en voz alta.
—Ve —le dijo a la muchacha—, he acertado. Al señor no le sienta den estar aquí.
La muchacha rió también y dio un golpecito con la punta del dedo en el brazo del hombre, como si se hubiese permitido una broma pesada con K.
—Pero, ¿qué piensa? —dijo el hombre entre risas—. Yo mismo conduciré al señor hasta la salida.
—Entonces está bien —dijo la muchacha inclinando un instante su bonita cabeza—. No le dé mucha importancia a la risa —dijo la joven a K, que se había vuelto a entristecer, miraba fijamente ante sí y no parecía necesitar ninguna explicación; este señor, ¿puedo presentarle? —el hombre dio su permiso con un gesto—, este señor es el informante. Él da a las partes que esperan toda la información que necesitan y, como nuestra justicia no es muy conocida entre la población, se reclama mucha información. Conoce la respuesta a todas las preguntas. Si alguna tiene ganas, puede probar. Pero no sólo posee ese mérito, otra de sus virtudes es su elegante forma de vestir. Nosotros, es decir los funcionarios, opinamos que el informante, como es el primero en tratar con las partes, debe vestir con elegancia para dar una impresión digna. Los demás, como puede comprobar conmigo, nos vestimos muy mal y pasados de moda. No tiene sentido gastar mucho en vestir, ya que estamos casi todo el tiempo en las oficinas, incluso dormimos aquí. Pero como he dicho, creemos que el informante tiene que vestir bien. Como no había dinero disponible para ropa elegante en nuestra administración, que en este sentido es algo peculiar, hicimos una colecta —en la que también participaron los acusados— y le compramos ese bonito traje y otros. Ahora está preparado para dar una buena impresión, pero lo estropea todo con su risa y asusta a la gente.
—Así es —dijo el hombre con tono burlón—, pero no entiendo, señorita, por qué le cuenta a este señor todas nuestras intimidades, o mejor, le obliga a oírlas, pues no creo que tenga ganas de conocerlas. Mire si no cómo permanece ahí sentado ocupado en sus propios asuntos.
K no tenía ganas de contradecirle. La intención de la muchacha podía ser buena, tal vez pretendía distraerle para darle la posibilidad de recuperarse, pero el medio elegido era inadecuado.
—Quería aclararle el motivo de su risa —dijo la muchacha—, era insultante.
—Creo que me perdonaría peores ofensas a cambio de que le condujera a la salida.
K no dijo nada, ni siquiera miró, dejó que ambos hablaran sobre él como si fuese un objeto, incluso lo prefería así. Pero de repente sintió la mano del informante en uno de sus brazos y la de la joven en el otro.
Arriba, hombre débil —dijo el informante.
—Se lo agradezco mucho a los dos —dijo alegremente sorprendido, se levantó lentamente y llevó él mismo las manos ajenas a las zonas en que más necesitaba su apoyo.
—Parece —musitó la joven al oído de K, mientras se acercaban al corredor— como si fuera muy importante para mí hablar bien del informante, pero sólo quiero decir la verdad. No tiene un corazón duro. No está obligado a conducir hasta la salida a las partes que se ponen enfermas y, sin embargo, lo hace, como puede ver. Ninguno de nosotros es duro de corazón, sólo queremos ayudar, pero como funcionarios judiciales damos la impresión de ser duros de corazón y de no querer ayudar a nadie. Yo sufro por eso.
—¿Quiere sentarse aquí un poco? —preguntó el informante: ya se encontraban en el corredor, precisamente ante el acusado con el que K había hablado anteriormente. K se avergonzó ante él, se había mantenido tan recto en su presencia y ahora se tenía que apoyar en dos personas, con la cabeza descubierta, pues el informante balanceaba su sombrero con los dedos, despeinado y con la frente bañada de sudor. Pero el acusado no pareció notar nada, permanecía humillado ante el informante, que ni siquiera lo miró, como si quisiera pedir perdón por su mera presencia.
—Ya sé —se atrevió a decir el acusado—, que hoy no puedo recibir los resultados de mis solicitudes. No obstante, aquí estoy, he pensado que podía esperar, es domingo, tengo tiempo y no estorbo.
—No debe disculparse —dijo el informante—, su esmero es digno de elogio; aunque está ocupando inútilmente un sitio, no le impediré seguir el transcurso de su proceso mientras no moleste. Cuando se ha visto gente que ha descuidado vergonzosamente su deber, se aprende a tener paciencia con personas como usted. Siéntese.
—Cómo sabe hablar con los acusados —susurró la muchacha a K. Éste asintió, pero se sobresaltó cuando el informante le preguntó de nuevo:
—¿No quiere sentarse aquí?
—No —dijo K, no quiero descansar.
Lo dijo con decisión, pero en realidad le habría venido muy bien sentarse. Se sentía mareado, como si estuviera en un barco en plena tormenta. Le parecía oír cómo el agua del mar golpeaba las paredes de madera, como si del fondo del corredor llegase el bramido de una catarata, y luego sintió que el corredor se balanceaba y le dio la impresión de que los acusados subían y bajaban. La tranquilidad de la muchacha y del hombre que le acompañaban le parecía, en esa situación, completamente incomprensible. Dependía de ellos: si le dejaban, caería al suelo como una tabla. Lanzaban miradas penetrantes a un lado y a otro, K sentía sus pasos regulares, pero no los podía imitar, pues prácticamente le llevaban en vilo. Finalmente, notó que le hablaban, pero no entendía lo que decían, sólo escuchaba un ruido que lo abarcaba todo, a través del cual se podía distinguir lo que podría ser el sonido de una sirena.
—Hablen más alto —musitó con la cabeza inclinada, aunque sabía que habían hablado con voz lo suficientemente alta. De repente, como si se hubiese derrumbado la pared ante él, sintió una corriente de aire fresco y oyó que decían a su lado:
Al principio quería salir, luego se le repite mil veces que ésta es la salida y no se mueve.
K notó que se hallaba en la puerta de salida, que la muchacha acababa de abrir. Le pareció como si le regresaran todas las fuerzas de una vez. Para sentir un anticipo de la libertad, bajó uno de los escalones y se despidió desde allí de sus acompañantes, que en ese instante se inclinaban sobre él.
            —Muchas gracias —repitió, estrechó las manos de ambos y las dejó cuando creyó ver que ellos, acostumbrados al aire de las oficinas, difícilmente soportaban el aire fresco que subía por la escalera. Apenas pudieron responder, y la muchacha tal vez se hubiera caído si K no hubiese cerrado la puerta a toda prisa. K permaneció un momento en silencio, se atusó el pelo con ayuda de un espejo de bolsillo, se puso el sombrero, que habían dejado en el siguiente escalón —el informante lo había arrojado al suelo— y bajó las escaleras tan fresco y con pasos tan largos que casi tuvo miedo del cambio repentino que acababa de experimentar. Su estado de salud, por otro lado siempre bastante bueno, jamás le había procurado una sorpresa semejante. ¿Acaso pretendía su cuerpo hacer una revolución e incoarle un nuevo proceso, ya que soportaba el otro con tanto esfuerzo? No descartó del todo la idea de ver a un médico, pero lo que sí se afianzó en su mente fue el firme propósito —en esto él mismo se podía aconsejar— de emplear mejor las mañanas de los domingos.



El azotador22

 

 

CUANDO K, una de las noches siguientes, pasó por el pasillo que separaba su despacho de las escaleras —esta vez se iba a casa uno de los últimos, sólo en el departamento de expedición quedaban dos empleados en el pequeño radio luminoso de una bombilla—, oyó detrás de una puerta, que siempre había creído que daba a un trastero, aunque nunca lo había constatado con sus propios ojos, una serie de quejidos. Se detuvo asombrado y escuchó detenidamente para comprobar si se había equivocado. Durante un rato todo quedó en silencio, pero los suspiros comenzaron de nuevo. Al principio pensó en traer a uno de los empleados —tal vez necesitara un testigo—, pero le invadió una curiosidad tan indomable que él mismo abrió la puerta. Se trataba, como había supuesto, de un trastero. Detrás del umbral se acumulaban formularios inservibles y frascos de tinta vacíos. Pero también había tres hombres inclinados en un espacio de escasa altura. Una vela situada en un estante les iluminaba.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó K, precipitándose por la excitación, pero no en voz alta. Uno de los hombres, que parecía dominar a los otros y que fue el primero que atrajo su atención, estaba embutido en una suerte de traje oscuro, que dejaba al aire el cuello hasta el pecho y todo el brazo. No respondió. Pero los otros dos gritaron:
—¡Señor! Nos tienen que azotar porque te has quejado de nosotros ante el juez instructor.
Y ahora comprobó K que, en efecto, se trataba de los vigilantes Franz y Willem. El tercero sostenía un látigo para azotarlos.
—Bueno— dijo K, y los miró fijamente—, no me he quejado, sólo he dicho lo que ocurrió en mi habitación. Y desde luego no os comportasteis de una manera irreprochable.
—Señor —dijo Willem, mientras Franz intentaba protegerse del tercero detrás de él—, si usted supiera lo mal que nos pagan, nos juzgaría mejor. Yo tengo que alimentar a una familia y Franz quiere casarse; uno intenta ganar dinero como puede, sólo con el trabajo no es posible, ni siquiera con el más fatigoso: a mí me tentó su fina ropa blanca. Por supuesto que está prohibido que los vigilantes actúen así, es injusto, pero es tradición que la ropa blanca pertenezca a los vigilantes, así ha sido siempre, créame. Además, es muy comprensible, pues ¿qué significan esas cosas para una persona tan desgraciada como para ser detenida? No obstante, si el detenido habla de ello públicamente, la consecuencia es el castigo.
—No sabía lo que me estáis diciendo. Tampoco he reclamado ningún castigo para vosotros; para mí es una cuestión de principios.
—Franz —se dirigió Willem al otro vigilante—, ¿no te dije que el señor no había reclamado que nos castigasen? Ya has oído que ni siquiera sabía que nos tenían que castigar.
—No te dejes conmover por esos discursos —dijo el tercero a K—, el castigo es tan justo como inevitable.
—No le escuches —dijo Willem, y se calló sólo para llevar rápidamente la mano, que acababa de recibir un azote, a la boca—, nos castigan sólo porque tú nos has denunciado, en otro caso no nos hubiera pasado nada, incluso si se hubiera sabido lo que habíamos hecho. ¿Se puede llamar a esto justicia? Nosotros dos, y sobre todo yo, somos vigilantes desde hace mucho tiempo. Tú mismo reconocerás que, mirado desde la perspectiva del organismo que representamos, hemos vigilado bien. Habríamos tenido posibilidades de ascender, con toda seguridad en poco tiempo habríamos llegado a ser azotadores, como éste, que tuvo la suerte de no ser denunciado por nadie, pues una denuncia semejante es muy rara. Y ahora, señor, todo está perdido, tendremos que trabajar en puestos aún más subordinados que el del servicio de vigilancia y, además, recibiremos unos espantosos y dolorosos azotes.
—¿Puede causar ese látigo tanto dolor? —preguntó K, y examinó el látigo que el azotador sostenía ante él.
—Nos tendremos que desnudar —dijo Willem.
—¡Ah, ya! —dijo K, y contempló más detenidamente al azotador. Estaba bronceado como un marinero y tenía un rostro lozano y feroz.
—¿Hay alguna posibilidad de ahorrarles los azotes? —le preguntó K.
—No —dijo el azotador, sacudiendo la cabeza sonriente—. Quitaos la ropa ordenó a los vigilantes y, a continuación, le dijo a K:
—No tienes que creerte todo lo que te dicen. Su mente se ha debilitado por el miedo a los azotes. Lo que éste —y señaló a Willem— te ha contado sobre su posible carrera es completamente ridículo. Mira lo gordo que está, los primeros azotes se perderán en la grasa. ¿Sabes por qué se ha puesto tan gordo? Tiene la costumbre de comerse el desayuno de todos los detenidos. ¿Acaso no se ha comido también el tuyo? Ya lo dije. Pero un hombre con semejante estómago jamás podrá llegar a ser azotador, eso es imposible.
—Hay azotadores así —afirmó Willem, que acababa de soltarse el cinturón.
—¡No! —dijo el azotador, que le rozó el cuello con el látigo causándole un sobresalto—. No tienes que escuchar lo que decimos, sino desnudarte.
—Te recompensaría bien, si los dejaras marchar —dijo K, sin mirar al azotador— esos negocios se cierran mejor con los ojos cerrados y sacó la cartera.
—Tú quieres denunciarme también a mí —dijo el azotador—, y procurarme también unos azotes.
—No, sé razonable —dijo K—, si hubiese querido que azotasen a estos hombres, no trataría ahora de liberarlos del castigo. Simplemente cerraría la puerta, no querría ver ni oír nada y me iría a mi casa. Sin embargo, no lo hago, sino que pretendo seriamente liberarlos. Si hubiera sospechado que los iban a castigar, no hubiera mencionado sus nombres. No los considero culpables, culpable es la organización, culpables son los funcionarios superiores.
—Así es —dijeron los vigilantes y recibieron de inmediato un latigazo en sus desnudas espaldas.
—Si tuvieras a un juez a merced de tu látigo —dijo K, y bajó el látigo que ya se elevaba otra vez—, no te impediría que lo azotases, todo lo contrario, te daría dinero para motivarte.
—Lo que dices suena creíble —dijo el azotador—, pero yo no me dejo sobornar. Mi puesto es el de azotador, así que azoto.
El vigilante Franz, que se había mantenido reservado hasta ese momento, tal vez con la esperanza de que la intercesión de K tuviera éxito, se acercó ahora a K, sólo vestido con los pantalones, y se arrodilló ante él cogiéndole la mano. A continuación, musitó:
—Si no puedes lograr que nos remitan a los dos el castigo, al menos intenta liberarme a mí. Willem es mayor que yo, menos sensible en todos los sentidos, incluso recibió hace un par de años una pena de azotes, yo, sin embargo, aún no he perdido el honor, fue Willem, mi maestro tanto en lo bueno como en lo malo, quien me indujo a actuar así. Abajo, en la puerta del banco, espera mi prometida, siento tanta vergüenza —y secó su rostro lleno de lágrimas en la chaqueta de K.
—Ya no espero más —dijo el azotador, tomó el látigo con ambas manos y azotó a Franz, mientras Willem rumiaba en una esquina y miraba a hurtadillas, sin atreverse a girar la cabeza. Entonces se elevó un grito procedente de Franz, ininterrumpido e intenso; no parecía humano, más bien parecía generado por un instrumento de tortura, resonó por todo el pasillo, se tuvo que escuchar en todo el edificio.
—¡No grites! —exclamó K. No se pudo contener y mientras miraba tenso en la dirección en la que deberían venir los empleados, empujó a Franz, no muy fuerte pero lo suficiente como para que cayera al suelo y allí se arrastrara, convulso, con ayuda de las manos. Pero ni aun así pudo evitar los azotes, el látigo supo encontrarle también en el suelo; mientras él se agitaba bajo los golpes, la punta del látigo bajaba y subía con perfecta regularidad. Y entonces apareció en la lejanía uno de los empleados, y dos pasos detrás, el segundo. K salió y cerró la puerta a toda prisa, se acercó a una pequeña ventana que daba al patio y la abrió. El vigilante dejó de gritar. Para no dejar que los empleados se acercaran, gritó:
—¡Soy yo!
—Buenas noches, señor gerente —le respondieron—, ¿ha ocurrido algo?
—No, no —respondió K—, es sólo un perro en el patio.
Como los empleados no se movían añadió: —Pueden seguir con su trabajo.
Para no continuar con la conversación, se inclinó por la ventana. Cuando, transcurrido un rato, miró por el pasillo, ya se habían ido. K, sin embargo, permaneció en la ventana, no se atrevía a volver al trastero y tampoco quería regresar a casa. Se limitó a contemplar el patio cuadrado que tenía ante él; alrededor había oficinas, todas las ventanas estaban oscuras, sólo las más altas recibían el reflejo de la luna. K se esforzó por discernir una de las oscuras esquinas del patio, en el que había dos carretas de mano. Le atormentaba no haber podido detener los azotes, pero no era culpa suya no haberlo logrado. Si Franz no hubiese gritado —cierto, tuvo que hacerle mucho daño, pero en determinados momentos decisivos hay que saber dominarse—, si no hubiera gritado, K habría encontrado con toda seguridad un medio para convencer al azotador. Si todos los empleados inferiores eran canallas, ¿por qué iba a constituir una excepción el azotador, que, además, ejercía el cargo más inhumano? K había observado muy bien cómo le habían brillado los ojos al ver los billetes. Posiblemente se había tomado en serio lo de los azotes para subir un poco la suma del soborno. Y K no habría ahorrado medios, realmente hubiera querido liberar a los vigilantes. Si había comenzado a combatir la corrupción de esa judicatura, era evidente que también tenía que intervenir en ese ámbito. Pero en el momento en el que Franz había comenzado a gritar, todo había acabado. K no podía permitir que los empleados, y quién sabe qué otras personas, vinieran y le sorprendieran tratando con los tipos del trastero. Nadie podía reclamar de K semejante sacrificio. Si se hubiera propuesto hacerlo, hubiera sido muy fácil, K se habría desnudado y se habría ofrecido al azotador como sustituto. Ciertamente, el azotador no hubiera admitido semejante cambio, pues sin obtener beneficio alguno habría tenido que incumplir seriamente su deber y, muy probablemente, por partida doble, pues K, mientras permaneciera sujeto al procedimiento, debía ser inviolable para todos los empleados del tribunal. Es posible, no obstante, que en ese terreno hubiera disposiciones especiales. Pero, en todo caso, K no podía haber hecho otra cosa que cerrar la puerta, aunque ni siquiera así había alejado del todo el peligro. Que al final hubiera tenido que empujar a Franz era algo lamentable y sólo se podía disculpar por su estado de excitación.
Oyó en la lejanía los pasos de los empleados. Para no llamar la atención cerró la ventana y avanzó en dirección a la escalera principal. Permaneció un rato escuchando al lado de la puerta del trastero. Silencio. El hombre podía haber matado a azotes a los vigilantes, estaban sometidos a su poder. K ya había extendido la mano para coger el picaporte, pero se arrepintió. Era tarde para ayudar a nadie y los empleados tenían que estar al llegar. No obstante, se propuso hablar del asunto e intentar que castigasen convenientemente a los culpables reales, es decir, a los funcionarios superiores, que aún no habían tenido el valor de presentarse ante él. Mientras bajaba la escalinata del banco, observó cuidadosamente a los paseantes, pero no había ninguna muchacha en las cercanías que pudiera estar esperando a alguien. La indicación de Franz, de que su prometida le estaba esperando, no era más que una mentira, si bien disculpable, cuyo único objetivo había sido despertar una mayor compasión.
El día siguiente K siguió pensando en los vigilantes. Como no se podía concentrar en el trabajo, decidió obligarse a permanecer más tiempo en el banco que el día anterior. Cuando pasó por el trastero para irse a casa, abrió la puerta como si fuera una costumbre. Quedó desconcertado ante la inesperada escena que se mostró ante sus ojos. Todo estaba exactamente igual que la noche anterior, cuando abrió la puerta. Los formularios y los frascos de tinta se acumulaban detrás del umbral; el azotador con el látigo; los vigilantes, completamente vestidos; la vela sobre el estante. Los vigilantes comenzaron a quejarse y gritaron:
—¡Señor!
K cerró la puerta de inmediato y la golpeó con los puños, como si sólo así pudiera quedar cerrada del todo. Al borde de las lágrimas se fue a ver a los empleados, que trabajaban tranquilamente con una multicopista y permanecían absortos en su actividad.
—¡Ordenad de una vez el trastero! —gritó—. La inmundicia nos va a llegar al cuello.
Los empleados se mostraron dispuestos a hacerlo al día siguiente. K asintió con la cabeza. No podía obligarles a realizar el trabajo tan tarde, como había previsto antes. Se sentó un rato, para tener a los empleados cerca, desordenó algunas copias, queriendo dar la impresión de que estaba examinando algo, pero comprobó que los empleados no se atreverían a salir con él, así que se fue a casa cansado y con la mente en blanco.



El tío. Leni

 

 

UNA tarde, cuando K estaba ocupado abriendo la correspondencia, el tío de K, Karl, un pequeño terrateniente de la provincia, se abrió paso entre dos empleados que llevaban algunos escritos y entró en el despacho. K se asustó menos de la llegada del tío de lo que le había asustado la simple idea de su posible visita. El tío iba a venir, de eso estaba seguro desde hacía un mes. Ya al principio había creído verlo, cómo le alcanzaba la mano derecha sobre el escritorio, algo inclinado, con su sombrero de jipijapa en la mano izquierda, mostrando una prisa desconsiderada y arrollando todo lo que se le ponía en su camino. El tío siempre tenía prisa, pues le perseguía el infeliz pensamiento de que en su estancia de un día en la ciudad tenía que tener tiempo para realizar todo lo que se había propuesto, sin perderse tampoco cualquier conversación, negocio o placer que ocasionalmente pudiera surgirle. En todo ello tenía que ayudarle K, pues había sido su tutor y estaba obligado; además le tenía que dejar dormir en su casa. K le solía llamar «el fantasma rural».
Inmediatamente después de saludarse —no tenía tiempo para seguir la invitación de K y sentarse en el sillón—, le pidió a K si podían conversar a solas.
—Es necesario —dijo, tragando con esfuerzo—, es necesario para mi tranquilidad.
K hizo salir a los empleados del despacho con instrucciones de que no dejaran pasar a nadie.
—¿Qué ha llegado a mis oídos, Josef? —exclamó el tío en cuanto se quedaron solos. A continuación, se sentó sobre la mesa y, sin verlos, puso varios papeles debajo para sentarse con más comodidad.
K no respondió: sabía lo que vendría a continuación, pero, repentinamente relajado al dejar el fatigoso trabajo, se apoderó de él una agradable lasitud, por lo que se limitó a mirar por la ventana hacia la calle de enfrente, de la que desde su sitio sólo se podía ver una pequeña esquina, la pared desnuda de una casa entre dos escaparates de tiendas.
—¡Y te dedicas a mirar por la ventana! —exclamó el tío alzando los brazos. ¡Por amor al Cielo, Josef ¡Respóndeme! ¿Es verdad? ¿Puede ser verdad?
—Querido tío —dijo K, y salió de su ensimismamiento—, no sé qué quieres de mí.
—Josef —dijo el tío advirtiéndole—, siempre has dicho la verdad, por lo que sé. ¿Acaso tengo que tomar tus últimas palabras como un mal signo?
—Supongo lo que quieres —dijo K sumiso—. Probablemente has oído hablar de mi proceso.
Así es —respondió el tío, asintiendo con la cabeza lentamente—, he tenido noticia de tu proceso.
—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó K.
—Ema23 me lo ha escrito —dijo el tío—. No tiene ningún trato contigo, por desgracia no te preocupas mucho de ella, sin embargo se ha enterado. Hoy he recibido la carta y he venido de inmediato. Por ningún otro motivo, pues me parece motivo suficiente. Te puedo leer la parte de la carta que se refiere a ti.
Sacó la carta del bolsillo.
—Aquí está. Escribe: «Hace tiempo que no veo a Josef, hace una semana estuve en el banco, pero Josef estaba tan ocupado que no me dejaron verle. Estuve esperando casi una hora, pero tuve que irme a casa porque tenía la lección de piano. Me hubiera gustado hablar con él, es posible que se presente otra oportunidad. Para mi cumpleaños me envió una gran caja de bombones de chocolate, fue muy atento y cariñoso. Se me olvidó escribíroslo, pero ahora que me preguntáis, lo recuerdo. Los bombones no duran mucho en la pensión, apenas tiene uno conciencia de que le han regalado bombones, cuando ya se han acabado. En lo que concierne a Josef os quería decir algo más. Como os he mencionado, en el banco no me dejaron entrar a verle porque en ese momento estaba tratando algo importante con un hombre. Después de esperar tranquilamente durante un buen rato, pregunté a un empleado si la reunión duraría mucho más. Él contestó que podría ser, pues probablemente tenía que ver con el proceso que se había incoado contra el gerente. Pregunté qué proceso y si no se equivocaba y me respondió que no se equivocaba, que era un proceso y, además, grave, pero que no sabía más. A él mismo le gustaría ayudar al gerente, pues le consideraba un hombre bueno y justo, pero que no sabría cómo empezar, sólo deseaba que personas influyentes lo apoyaran. Era muy probable que esto ocurriera, y todo terminaría bien, pero por ahora, como se, desprendía del mal humor del señor gerente, las cosas no iban nada bien. Por supuesto, no di mucha importancia a esta información, intenté tranquilizar al sencillo empleado, le aconsejé que no hablase de ello con otros y lo tuve todo por rumores infundados. Sin embargo, tal vez fuera conveniente que tú, querido padre, le visitaras la próxima vez que vinieras, a ti te será fácil averiguar algo y, si realmente fuera necesario, podrías intervenir con algunos de tus influyentes amigos. Y si no resulta necesario, que será lo más probable, al menos le darás a tu hija la oportunidad de abrazarte, lo que le alegrará mucho».
—Una niña encantadora —dijo el tío al terminar de leer la carta y se secó algunas lágrimas que brotaban de sus ojos.
K asintió. A causa de todos los problemas que había tenido en los últimos tiempos, había olvidado por completo a Ema, incluso se había olvidado de su cumpleaños y la historia de los bombones había sido sólo una fábula para protegerle frente a sus tíos. Era algo enternecedor, Y ni siquiera se lo podría pagar con las entradas para el teatro que, a partir de ahora, pensaba enviarle con regularidad, pero no se sentía con berzas para visitarla en la pensión, ni tampoco para sostener una conversación con una niña de diecisiete años que aún acudía al instituto.
—Y ¿qué dices tú ahora? —preguntó el tío, que daba la impresión de haberlo olvidado todo debido a su excitación y parecía leer la carta de nuevo.
—Sí, tío —dijo K—, es verdad.
—¿Es verdad? —exclamó el tío—. ¿Qué es verdad? ¿Cómo puede ser verdad? ¿Qué tipo de proceso? ¿No será un proceso penal?
—Un proceso penal —respondió K.
—¿Y estás aquí sentado tan tranquilo mientras tienes un proceso penal al cuello? —gritó el tío, que iba elevando cada vez más el tono de voz.
—Cuanto más tranquilo esté, mejor para el desenlace —dijo K cansado—. No temas nada.
—¡Eso no me puede tranquilizar! —gritó el tío—. Josef, querido Josef, piensa en ti, en tus parientes, en nuestro buen nombre. Hasta ahora has sido nuestro orgullo, no puedes convertirte en nuestra vergüenza. Tu actitud —y miró a K con la cabeza ligeramente inclinada—, tu actitud no me gusta, así no se comporta ningún acusado inocente que aún posee fuerzas. Dime en seguida de qué se trata para que pueda ayudarte. ¿Acaso se trata del banco?
—No —dijo K, y se levantó—. Hablas demasiado alto, querido tío, el empleado está seguramente detrás de la puerta y oye todo lo que decimos. Esto es muy desagradable para mí. Es mejor que nos vayamos. Contestaré a todas tus preguntas lo mejor que pueda. Sé muy bien que soy responsable ante la familia.
—Exacto —exclamó el tío—, exacto, date prisa, Josef, date prisa—. Aún tengo que dar unos encargos —dijo K, y llamó por teléfono a su sustituto, que entró poco después. El tío, en su excitación, señaló con la mano a K para indicar que éste era el que le había llamado, de lo que naturalmente no había ninguna duda. K, que permanecía detrás del escritorio, aclaró en voz baja a su sustituto, un hombre joven, que, sin embargo, escuchaba con seriedad, todo lo que tenía que hacer en su ausencia, mostrándole distintos escritos. El tío molestaba al permanecer allí de pie, con los ojos muy abiertos y mordiéndose los labios; aunque en realidad no escuchaba, la impresión de que lo hacía era muy incómoda. Luego comenzó a pasear de un lado a otro de la habitación, deteniéndose un rato ante la ventana o ante un cuadro y pronunciando expresiones como: «Me es completamente incomprensible» o «ahora dime adónde va a ir a parar todo esto». El hombre joven hacía como si no notase nada, escuchó tranquilamente las instrucciones de K, anotó algunas cosas y salió, después de haber realizado una ligera inclinación ante K, así como ante el tío, que, sin embargo, le volvió la espalda, miró por la ventana y cerró los visillos. Apenas se había cerrado la puerta, el tío exclamó:
—Al fin se ha ido ese pelele, ahora podemos irnos. ¡Ya era hora!
Por desgracia, no hubo ningún medio para que el tío dejase las preguntas sobre el proceso cuando pasaban por el vestíbulo del banco, donde se encontraban algunos funcionarios, entre ellos el subdirector.
—Bien, Josef —comenzó el tío, mientras saludaba con inclinaciones de cabeza a los presentes—, dime ahora abiertamente qué tipo de proceso es.
K hizo algunos gestos para que no dijera nada, sonrió un poco y sólo cuando llegaron a la escalinata explicó al tío que no había querido hablar ante la gente.
—Has hecho bien —dijo el tío—, pero ahora habla.
Escuchó con la cabeza inclinada, fumando un cigarrillo con nerviosismo.
Ante todo, tío, no se trata de un proceso ante un tribunal ordinario24.
—Malo —dijo el tío.
—¿Qué? —dijo K, y miró al tío.
—Eso es malo, según creo —repitió el tío.
Estaban al comienzo de la escalinata que conducía a la calle. Como el portero parecía escuchar, K se llevó al tío hacia abajo. El animado tráfico de la calle los acogió. El tío, que se había asido del brazo de K, ya no quiso hablar con tanta urgencia sobre el proceso, incluso anduvieron un rato en silencio.
—Pero, ¿cómo ha podido ocurrir? —preguntó finalmente el tío, y se detuvo tan súbitamente que los que venían detrás le tuvieron que esquivar asustados—. Esas cosas no surgen así, de repente, se van preparando con mucho tiempo de antelación, ha tenido que haber signos. ¿Por qué no me has escrito? Ya sabes que hago todo lo que puedo por ti, en cierta medida sigo siendo tu tutor, y hasta hoy he estado orgulloso de serlo. Por supuesto que seguiré ayudándote, aunque ahora que el proceso está en marcha, será muy difícil. Lo mejor sería que te tomaras unas pequeñas vacaciones y te vinieras con nosotros al campo. Estás un poco delgado, ahora lo noto. En el campo recuperarás las fuerzas, eso será bueno, pues te esperan grandes esfuerzos. Además, así eludirás al tribunal. Aquí disponen de todos los medios coercitivos y los pueden aplicar automáticamente. En el campo tienen que delegar en un órgano o intentar influir sobre ti por correspondencia, telégrafo o teléfono. Eso debilita, naturalmente, los efectos. Aunque no te libera, al menos te da un respiro.
—Me pueden prohibir salir de la ciudad —dijo K, que parecía entrar algo en el proceso mental del tío.
—No creo que lo hagan —dijo el tío pensativo—, con tu partida no sufren una pérdida excesiva de poder.
—Yo pensaba —dijo K, y tomó a su tío del brazo para impedirle que se detuviera— que le darías menos importancia que yo, y ahora compruebo que tú mismo lo tomas como algo muy serio.
Josef —exclamó el tío, e intentó desasirse para detenerse, pero K no le dejó—, estás cambiado, siempre has tenido una gran inteligencia, ¿y precisamente ahora no la empleas? ¿Acaso quieres perder el proceso? ¿Sabes lo que eso significa? Eso significa que te suprimirán, y a todos tus parientes contigo o, al menos, quedarán humillados, a la altura del suelo. Josef, concéntrate. Tu indiferencia me desespera. Al verte así se puede creer el refrán: «Proceso incoado, proceso perdido».
—Querido tío —dijo K, es inútil excitarse. Excitándose no se ganan los procesos. Deja que me guíe también por mis experiencias, del mismo modo en que respeto las tuyas, por más que algunas veces me asombren. Como dices que también la familia quedará afectada —lo que no puedo entender, pero es un asunto secundario—, seguiré tus consejos. Pero no considero una estancia en el campo como algo ventajoso, pues significaría reconocer mi culpa y podría entenderse como una huida. Además, aquí, es cierto, me pueden perseguir mejor pero también puedo actuar e influir en el asunto.
—Cierto —dijo el tío en un tono reconciliador—, sólo te hice esa proposición porque veía que peligraba todo el asunto con tu indiferencia y me parecía que la única salida viable era tomarlo todo en mis manos. Pero si quieres llevar tú mismo el asunto y con todas tus fuerzas, será desde luego mucho mejor.
—Entonces estamos de acuerdo —dijo K—. ¿Tienes algún consejo sobre lo que podría hacer?
—Aún tengo que meditar algo sobre el asunto —dijo el tío—. Como sabes, vivo ininterrumpidamente en el campo desde hace veinte años y así se pierde el instinto para estas cosas. Mis contactos con gente importante, que tal vez conozcan mejor estos asuntos, se han debilitado con el tiempo. En el campo estoy algo solo. Precisamente uno lo nota cuando se producen este tipo de incidentes. Además, todo esto ha sido inesperado, por más que después de la carta de Ema sospechase algo, que se convirtió en certeza nada más verte. Pero eso no tiene importancia, lo más importante es no perder el tiempo.
Mientras hablaba había hecho señas a un taxi, poniéndose de puntillas, y cuando éste paró, subió, le dijo una dirección al conductor e introdujo a K en el interior.
—Vamos a hacer una visita al abogado Huld25 —dijo el tío—, fuimos compañeros de colegio. ¿Conoces el nombre? ¿No? Es muy extraño. Tiene gran fama como defensor y abogado de los pobres. Yo tengo mucha confianza en él como persona.
—Me parece bien todo lo que emprendas —dijo K, aunque la manera precipitada de actuar del tío le causara cierto malestar. No era muy agradable visitar a un abogado para pobres siendo un acusado.
—No sabía —dijo— que en un asunto así se podía consultar a un abogado.
—Pues claro, naturalmente, ¿por qué no? Y ahora cuéntamelo todo para que esté bien informado de lo que ha ocurrido.
K se lo comenzó a contar, sin silenciar nada. Su completa sinceridad fue la única protesta que se pudo permitir contra la opinión del tío de que el proceso era una gran vergüenza. El nombre de la señorita Bürstner lo mencionó sólo una vez y de pasada, pero eso no influyó en la sinceridad de su exposición, pues ella no tenía ninguna relación con el proceso. Mientras hablaba, miraba por la ventanilla y observaba cómo se acercaban a los suburbios en los que se hallaban las oficinas del juzgado. Se lo dijo a su tío, pero éste no creyó que la coincidencia fuese digna de ser tenida en cuenta. El coche se detuvo ante una casa oscura. El tío llamó a la primera puerta de la planta baja. Mientras esperaban, sonrió, hizo rechinar sus grandes dientes y musitó:
—Las ocho, una hora inusual para recibir a los clientes. Huld no me lo tomará a mal.
En la mirilla de la puerta aparecieron dos grandes ojos negros, que contemplaron durante un rato a los huéspedes y desaparecieron. La puerta permaneció cerrada. El tío y K se confirmaron mutuamente haber visto los dos ojos.
—Una criada nueva que tiene miedo a los extraños —dijo el tío y llamó otra vez. Volvieron a aparecer los ojos, parecían tristes, pero podía ser una ilusión producida por la llama de gas que ardía por encima de sus cabezas y que apenas alumbraba.
—¡Abra! —gritó el tío golpeando la puerta con el puño—, somos amigos del señor abogado.
—El señor abogado está enfermo —susurró alguien a sus espaldas. En una puerta al otro lado del pasillo había un hombre en bata que era el que se había dirigido a ellos con voz tan baja. El tío, que ya estaba enfurecido por la espera, se dio la vuelta bruscamente y gritó:
—¿Enfermo? —y se fue hacia él con actitud amenazadora, como si el otro fuese la misma enfermedad.
—Ya les han abierto —dijo el hombre, señaló la puerta del abogado, se ajustó la bata y desapareció.
Era cierto, habían abierto la puerta, una muchacha —K reconoció en seguida los ojos oscuros, un poco saltones— permanecía con un delantal blanco en el vestíbulo y mantenía una vela en la mano.
—La próxima vez abra antes —dijo el tío en vez de saludar, mientras la muchacha hacía una ligera inclinación de cabeza.
—Vamos, Josef —dijo a K, que pasó lentamente al lado de la muchacha.
—El señor abogado está enfermo —dijo la joven, ya que el tío se dirigió directamente hacia una puerta sin detenerse. K aún contemplaba asombrado a la muchacha, cuando ella se volvió para impedir la entrada. Tenía un rostro redondo como el de una muñeca, pero no sólo las pálidas mejillas y la barbilla poseían una forma redondeada, sino también las sienes y la frente.
—Josef —volvió a llamar el tío y, a continuación, le preguntó a la joven:
—¿Es el corazón?
—Creo que sí —dijo ella, había tenido tiempo para avanzar con la vela y abrir la puerta de la habitación. En una de las esquinas, aún no iluminada, se elevó de la cama un rostro con una larga barba.
—Leni, ¿quién viene? —preguntó el abogado, que, deslumbrado por la luz de la vela, aún no había podido reconocer a los visitantes.
—Soy Albert, tu viejo amigo —dijo el tío.
—¡Ah!, Albert —dijo el abogado, y se dejó caer sobre la almohada, como si esa visita no necesitase ninguna atención especial.
—¿Tan mal estás? —preguntó el tío, y se sentó al borde de la cama—. No lo creo. Es una de tus recaídas, pero pasará como las anteriores.
—Es posible —dijo el abogado en voz baja—, pero es peor que otras veces. Respiro con dificultad, no duermo y voy perdiendo fuerzas día a día.
—Vaya —dijo el tío, y presionó su sombrero de jipijapa contra la rodilla—, son malas noticias. ¿Te están cuidando bien? Esto está tan triste, tan oscuro. Ha pasado ya mucho tiempo desde la última vez que estuve aquí, pero antes esto era más agradable. Tampoco tu pequeña señorita parece muy alegre, o tal vez disimula.
La muchacha permanecía con la vela cerca de la puerta. Parecía fijarse más en K que en el tío, aun cuando éste se refirió a ella. K se apoyó en una silla que él mismo había desplazado hasta las proximidades de la joven.
—Cuando se está tan enfermo como yo —dijo el abogado—, hay que tener tranquilidad, a mí no me parece triste.
Después de una pequeña pausa añadió:
—Y Leni me cuida muy bien, es muy buena26.
El tío, sin embargo, no se dejó convencer. Tenía un prejuicio contra la enfermera y aunque no replicó nada al enfermo, persiguió con mirada severa a la muchacha cuando ésta se acercó a la cama, dejó la vela en la me silla de noche, se inclinó sobre el enfermo y le susurró algo mientras le arreglaba la almohada. El tío prácticamente abandonó toda consideración hacia el enfermo, se levantó, estuvo paseando de un lado a otro detrás de la enfermera y a K no le hubiera asombrado que la hubiera cogido por la falda para apartarla de la cama. K, sin embargo, lo contemplaba todo con tranquilidad. Incluso la enfermedad del abogado era algo que no le venía mal, no había podido oponer nada a la actividad que el tío había desarrollado por su causa, pero el freno que experimentaba ahora ese celo, sin intervención alguna de K, lo tomó como algo positivo. Entonces el tío, tal vez sólo con la intención de ofender a la enfermera, dijo:
—Señorita, por favor, déjenos un momento a solas, tengo que tratar con mi amigo un asunto personal.
La enfermera, que se había inclinado aún más sobre el enfermo y precisamente en ese momento alisaba la sábana, volvió la cabeza y dijo con toda tranquilidad, que contrastaba con el silencio furioso y la verborrea del tío:
—Ya ve, el señor está muy enfermo, no puede hablar de ningún asunto personal.
Probablemente había repetido las palabras del tío sólo por comodidad, pero por alguna persona ajena se podría haber tomado como una burla. El tío, naturalmente, se comportó como si le hubieran acuchillado.
—Tú, condenada —logró decir con voz gutural y casi incomprensible por la excitación.
K se asustó, aunque había esperado una reacción semejante, así que corrió hacia él con la intención de taparle la boca con las manos. Felizmente, el enfermo se incorporó detrás de la muchacha. El rostro del tío se tornó sombrío, como si se estuviera tragando algo repugnante, y dijo algo más tranquilo:
—Por supuesto que aún no hemos perdido la razón; si lo que reclamo no fuera posible, no lo habría dicho. Por favor, váyase.
La enfermera estaba de pie al lado de la cama, mirando al tío, y con una de sus manos, como creyó advertir K, acariciaba la mano del ahogado.
—Puedes decir lo que quieras en presencia de Leni —dijo el enfermo con un tono de súplica.
—No me concierne a mí —dijo el tío—, no es mi secreto.
Y se dio la vuelta, como si no pensara participar en más negociaciones, pero concediera un periodo de reflexión.
—Entonces, ¿a quién concierne? —preguntó el abogado con voz apagada, y volvió a echarse.
—A mi sobrino —dijo el tío—, lo he traído conmigo.
Se lo presentó:
—Gerente Josef K.
—¡Oh! —dijo el enfermo con súbita vivacidad, y le extendió la mano—, disculpe, no había advertido su presencia.
—Retírate, Leni —dijo a la enfermera, que ya no se opuso, y le dio la mano como si se despidiera por largo tiempo.
—Así que no has venido a hacer una visita a un enfermo —dijo finalmente al tío, que se había acercado ya reconciliado—, vienes por motivos profesionales.
Era como si la idea de una visita de enfermo hubiese paralizado hasta ese momento al abogado, tan fortalecido aparecía ahora. Permaneció apoyado en el codo, lo que tenía que ser bastante fatigoso, y tiró una y otra vez de un pelo de su barba.
—Parece —dijo el tío— que te has recuperado algo desde la salida de esa bruja.
Se interrumpió y musitó:
—Apuesto a que está escuchando —y saltó hacia la puerta. Pero detrás de la puerta no había nadie. El tío regresó, pero no decepcionado, sino amargado, pues creía ver en el comportamiento recto de la muchacha una mayor maldad.
—No la conoces —dijo el abogado, sin proteger más a la enfermera. Tal vez sólo quería expresar con ello que no necesitaba protección. Pero prosiguió en un tono más interesado:
—En lo que se refiere al asunto de tu señor sobrino, me consideraría feliz si mis fuerzas bastasen para una tarea tan extremadamente difícil; me temo, sin embargo, que no bastarán, pero tampoco quiero dejar de intentarlo; si no puedo, siempre será posible solicitar la ayuda de otro. Para ser sincero, el asunto me interesa demasiado como para dejarlo pasar y renunciar a toda participación. Si mi corazón no lo soporta, al menos encontrará aquí una buena ocasión para fallar del todo.
K no creyó comprender ni una sola palabra de lo que había dicho. Miró al tío para encontrar una explicación, pero éste estaba sentado en la mesilla de noche, de la que se acababa de caer sobre la alfombra un frasco de medicinas. Con la vela en la mano, el tío asentía a lo que decía el abogado, se mostraba de acuerdo en todo y miraba de vez en cuando a K como si requiriera un asenso similar. ¿Acaso había hablado ya el tío con el abogado acerca del proceso? Pero eso era imposible, todo lo acaecido hablaba en contra. Por esta causa, dijo:
—No entiendo.
—¿Acaso le he interpretado mal? —preguntó el abogado tan asombrado y confuso como K—. Tal vez me he precipitado. ¿Sobre qué quería hablar conmigo? Creía que se trataba de su proceso.
—Naturalmente —dijo el tío, que entonces preguntó a K—: Pero ¿qué te pasa?
—Sí, pero, ¿de qué me conoce y cómo sabe de mi proceso? —inquirió K.
—¡Ah, ya! —dijo el abogado sonriendo—, soy abogado, trato con miembros de los tribunales, se habla de distintos procesos, sobre todo de los más llamativos, y cuando afectan al sobrino de un amigo se quedan en la memoria. No es nada extraño.
—Pero ¿qué te pasa? —volvió a preguntarle el tío—. Estás muy nervioso.
—¿Usted tiene trato con los miembros de los tribunales? —preguntó K.
—Sí —dijo el abogado.
—Haces preguntas de niño —dijo el tío.
—¿Con quién voy a tratar si no es con gente de mi gremio? —añadió el abogado.
Sonó tan irrebatible que K fue incapaz de contestar. «Usted trabaja en las estancias del Palacio de justicia pero no en las del desván», hubiera querido decir, pero no se atrevió.
—Tiene que tener en cuenta —continuó el abogado, como si le estuviera explicando algo evidente y superfluo— que de ese trato saco muchas ventajas para mis clientes y, además, en múltiples sentidos, pero de eso no se puede hablar. Naturalmente estoy algo impedido a causa de mi enfermedad; no obstante sigo recibiendo visitas de buenos amigos de los tribunales y me entero de algunas cosas. Es posible que me entere de mucho más de lo que se pueden enterar algunos que gozan de la mejor salud y se pasan todo el día en los tribunales. Precisamente ahora tengo una visita entrañable —y señaló hacia una de las esquinas.
—¿Dónde? —preguntó K de un modo algo grosero por la sorpresa. Miró a su alrededor con inseguridad, la luz de la vela no llegaba hasta la pared opuesta. Y realmente algo comenzó a moverse en la esquina. A la luz de la vela, que ahora el tío sostenía en alto, se podía ver a un señor bastante mayor sentado frente a una mesita. Era como si todo ese tiempo hubiera aguantado la respiración para permanecer inadvertido. Ahora se levantó algo molesto, insatisfecho por haber acaparado la atención. Era como si quisiera evitar, moviendo las manos como pequeñas alas, cualquier presentación o saludo, como si no quisiera molestar a los demás con su presencia y como si suplicase que le dejaran de nuevo en la oscuridad y en el olvido. Pero ya no se lo podían consentir.
—Nos habéis sorprendido —dijo el abogado como explicación e hizo una seña al señor para animarle a que se aproximara, lo que éste hizo lentamente, dudando, mirando alrededor y con cierta dignidad.
—El señor jefe de departamento judicial…, ¡ah!, perdón, no les he presentado. Aquí mi amigo Albert K, aquí su sobrino, el gerente Josef K, y aquí el señor jefe de departamento. Bien, pues el señor jefe de departamento ha sido tan amable de hacerme una visita. El valor de una visita así sólo puede ser apreciado por alguien que sepa lo cargado de trabajo que está el señor jefe de departamento. No obstante ha venido, y conversábamos tranquilamente, tanto como lo permitía mi debilidad. No habíamos prohibido a Leni que dejara entrar a visitantes, pues no esperábamos a ninguno, pero opinábamos que debíamos permanecer solos; entonces se oyeron tus golpes, Albert, y el señor jefe de departamento se retiró con su sillón a una esquina, pero ahora parece que tenemos un asunto para discutir en común y puede volver con nosotros. Señor jefe de departamento dijo con una inclinación y una sonrisa sumisa, señalando una silla en la cercanía de la cama.
—Por desgracia sólo podré permanecer unos minutos —dijo amablemente el jefe de departamento, se sentó cómodamente en la silla y miró el reloj—, pues el trabajo me llama. Pero tampoco quiero perder la oportunidad de conocer a un amigo de mi amigo.
Inclinó ligeramente la cabeza hacia el tío, quien parecía muy satisfecho por su nuevo conocido, satisfacción que, sin embargo, no supo manifestar, ya que, por su naturaleza, era incapaz de mostrar ningún sentimiento de sumisión, limitándose a acompañar las palabras del jefe de departamento con una risa confusa. ¡Una visión horrible! K podía contemplarlo todo tranquilamente, pues nadie se preocupaba de él. El jefe de departamento, como parecía que era su costumbre, tomó la palabra. El abogado, por su parte, cuya debilidad inicial parecía que sólo había servido para expulsar a la nueva visita, escuchaba con atención, con la mano en el oído; el tío, que mantenía la vela —la balanceaba sobre su muslo y el abogado le miraba frecuentemente con preocupación— había superado su confusión previa y seguía encantado la manera de hablar del jefe de departamento y los movimientos ondulados de manos con que éste acompañaba a sus palabras. K, que se apoyaba en la pata de la cama, era completamente ignorado por el jefe de departamento, probablemente con toda intención, y permaneció como mero oyente. Además, no sabía de qué estaban hablando y se dedicó a pensar en la enfermera, en el trato tan malo que había recibido del tío y llegó a considerar si no había visto ya al jefe de departamento, tal vez en la asamblea durante su primera comparecencia. Si se equivocaba, el jefe de departamento habría armonizado perfectamente con los participantes de las primeras filas, aquellos ancianos con sus barbas ralas.
En ese preciso momento todos se quedaron escuchando pues se había producido un ruido como el que hace la porcelana al romperse.
—Voy a ver qué ha podido ocurrir —dijo K, y salió lentamente, como si quisiera dar la oportunidad de que le detuvieran. Apenas había entrado en el vestíbulo e intentaba orientarse en la oscuridad, cuando una mano pequeña, mucho más pequeña que la de K, se posó sobre la suya, aún en el picaporte, y cerró suavemente la puerta. Era la enfermera, que había estado esperando allí.
—No ha ocurrido nada —susurró ella—, he arrojado un plato contra la pared para sacarle de la habitación.
K dijo algo confuso:
—También yo he pensado en usted.
—Mucho mejor —dijo la enfermera. Venga.
Llegaron a una puerta con un cristal opaco. La enfermera la abrió.
—Entre —dijo ella.
Era el despacho del señor abogado. Por lo que se podía apreciar a la luz de la luna, que sólo alumbraba con intensidad un espacio rectangular del suelo bajo dos grandes ventanas, los muebles eran antiguos y pesados.
—Venga aquí —dijo la enfermera, y señaló un oscuro arcón con forma de asiento provisto de un respaldo de madera labrada.
Cuando K se sentó, miró a su alrededor: era una habitación amplia y elevada, la clientela del abogado de los pobres se debía de sentir perdida27. K creyó apreciar los pequeños pasos con los que los visitantes se acercaban al poderoso escritorio. Pero poco después lo olvidó y sólo tuvo ojos para la enfermera, que estaba sentada junto a él y casi le presionaba contra uno de los brazos del arcón.
—Pensé —dijo ella— que vendría conmigo sin necesidad de llamarle. Ha sido muy extraño. Primero me estuvo mirando al entrar casi ininterrumpidamente y luego me dejó esperando. Por lo demás, llámeme Leni añadió rápida e inesperadamente, como si no quisiera desperdiciar ni un segundo de esa conversación.
—Encantado —dijo K—. Pero en lo que concierne a su extrañeza, Leni, se puede explicar fácilmente. En primer lugar, tenía que escuchar la cháchara de los dos ancianos y no podía salir sin motivo alguno; en segundo lugar, soy más bien tímido, y usted, Leni, no tenía el aspecto de poder ser conquistada en un instante.
—No ha sido eso —dijo Leni, que apoyó el brazo en el respaldo y contempló a K—, lo que pasa es que no le gusté al principio y probablemente tampoco le gusto ahora.
—«Gustar» no expresaría bien lo que siento —dijo K, eludiendo una respuesta directa.
—¡Oh! —exclamó ella sonriendo, y ganó gracias a las últimas palabras de K cierta superioridad. Por esta causa, K permaneció un rato en silencio. Como ya se había acostumbrado a la oscuridad de la habitación, pudo distinguir algunos objetos. En concreto, le llamó la atención un gran cuadro que colgaba a la derecha de la puerta. Se inclinó para verlo mejor. En él estaba retratado un hombre con la toga de juez, sentado en un sitial, cuyos adornos dorados destacaban intensamente. Lo insólito era que ese juez no estaba sentado en una actitud digna y reposada, sino que presionaba con fuerza el brazo izquierdo contra el respaldo y contra el brazo del sitial, mientras mantenía libre el brazo derecho, cuya mano se aferraba al otro brazo del asiento como si en el instante siguiente fuera a saltar con un giro violento para decir algo decisivo o pronunciar una sentencia28. Se suponía que el acusado estaba al inicio de una escalera, de la cual sólo se podían ver los peldaños superiores, cubiertos con una alfombra amarilla.
—Tal vez sea éste mi juez —dijo K, y señaló el cuadro con el dedo.
—Yo le conozco —dijo Leni, que también miró el cuadro—, viene a menudo de visita. El retrato lo pintaron cuando era joven, pero jamás ha podido parecerse al del cuadro, pues es muy bajito. Sin embargo, se hizo retratar con esa estatura porque es muy vanidoso, como todos los de aquí. Pero yo también soy vanidosa y estoy muy insatisfecha por no gustarle a usted.
K sólo respondió a este último comentario atrayendo a Leni hacia él y abrazándola: ella reclinó en silencio la cabeza en su hombro. A continuación, K le preguntó:
—¿Qué rango tiene?
—Es juez de instrucción —dijo ella, tomó la mano de K, con la que él la abrazaba y jugó con sus dedos.
—Otra vez sólo un juez instructor —dijo K decepcionado—, los funcionarios superiores se esconden, pero él está sentado en un sitial.
—Eso es todo un invento —dijo Leni, poniendo el rostro en la Mano de K, en realidad está sentado en una silla de cocina, cubierta una vieja manta para caballerías. Pero ¿tiene que pensar siempre en el proceso? añadió lentamente.
—No, no, en absoluto —dijo K—, incluso creo que pienso demasiado poco en él.
—Ése no es el error que está cometiendo —dijo Leni—. Usted es demasiado inflexible, al menos eso es lo que he oído.
—¿Quién ha dicho eso? —preguntó K. Sintió su cuerpo en su pecho y contempló su mata de pelo oscuro.
—Revelaría demasiado si se lo dijera —respondió Leni—. Por favor, no pregunte nombres, pero rectifique su error, no sea tan inflexible. No hay defensa posible contra esta judicatura, hay que confesar. Haga la confesión en la próxima oportunidad que se le presente. Sólo así tendrá la posibilidad de escapar, sólo así. No obstante, le será imposible sin ayuda. No tema por esa ayuda, yo se la prestaré.
—Usted sabe mucho de esta justicia y de todas las trampas necesarias para moverse en ella —dijo K, y, como se apretaba mucho a él, decidió sentarla sobre sus rodillas.
—Así estoy bien —dijo ella, y se acomodó un poco la falda y la camisa. Luego puso las manos en torno a su cuello, se inclinó un poco hacia atrás y lo contempló durante un rato.
Y si no confieso, ¿no me podrá ayudar? —preguntó K de prueba. Reúno ayudantes femeninos —pensó con asombro—, primero la señorita Bürstner, luego la esposa del ujier y por último esta pequeña enfermera, que parece sentir una incomprensible atracción hacia mí. ¡Se sienta en mis rodillas como si fuese su lugar preferido!»
—No —respondió Leni y sacudió lentamente la cabeza—. En ese caso no podría ayudarle. Pero está claro que usted no quiere mi ayuda usted es obstinado y no se deja convencer. ¿Tiene una amante? —preguntó después de un rato de silencio.
—No —dijo K.
—¡Oh, sí! —dijo ella.
—Sí, claro que sí —dijo K—. La he negado y, no obstante, llevo una fotografía suya.
Siguiendo su petición, le mostró la fotografía, que ella estudió hecha un ovillo sobre sus rodillas. Era una fotografía al natural: la tomaron mientras Elsa bailaba una danza trepidante, como las que le gustaba bailar en el local donde trabajaba; su falda volaba a su alrededor agitada por sus giros y apoyaba las manos en las caderas, al mismo tiempo miraba sonriendo hacia un lado con el cuello estirado. No se podía reconocer en la foto a quién dirigía esa sonrisa.
—Se ha ceñido demasiado el corpiño —dijo Leni, y señaló el lugar donde se podía apreciar—. No me gusta, es torpe y vulgar. Tal vez sea con usted dulce y amable, eso se podría deducir de la fotografía. Mujeres tan altas y fuertes no saben a menudo otra cosa que ser dulces y amables; pero, ¿sería capaz de sacrificarse por usted?
—No —dijo K—, ni es dulce ni amable, ni tampoco se sacrificaría por mí. Aunque hasta ahora no he reclamado de ella ni lo uno ni lo otro. Y no he contemplado la fotografía con tanto detenimiento como usted.
—Entonces no tiene mucha importancia para usted —dijo Leni—, no es su amante.
—Sí lo es —dijo K—, no voy a desmentirlo ahora.
—Bueno, por mucho que sea su amante —dijo Leni—, no la echaría de menos si la perdiera o la sustituyera por otra, por ejemplo por mí.
—Cierto —dijo K sonriendo—, eso sería posible, pero ella tiene una ventaja frente a usted, no sabe nada del proceso y si supiera algo, no pensaría en convencerme para que condescendiera.
—Eso no es ninguna ventaja —dijo Leni—. Si no tiene más ventajas, no perderé la esperanza. ¿Tiene algún defecto corporal?
—¿Un defecto corporal? —preguntó K.
—Sí —dijo Leni—, yo tengo un pequeño defecto, mire.
Estiró los dedos corazón e índice de su mano derecha y una membrana llegaba prácticamente hasta la mitad del dedo más corto. La oscuridad impidió ver a K lo que quería mostrarle, así que ella llevó su mano hasta el sitio indicado para que él lo tocara.
—Qué capricho de la naturaleza —dijo K, y añadió mientras miraba toda la mano—: Qué garra tan hermosa.
Leni contempló con orgullo cómo K abría y cerraba asombrado los dos dedos hasta que, finalmente, los besó ligeramente y los soltó.
—¡Oh! —exclamó ella en seguida—. ¡Me ha besado!
Ayudándose con las rodillas, trepó por el cuerpo de K con la boca abierta; K la miró consternado, ahora que estaba tan cerca notó que despedía un olor amargo y excitante, como a pimienta; atrajo su cabeza, se inclinó sobre ella y la mordió y besó en el cuello, luego mordió su pelo.
—La ha sustituido por mí —exclamaba ella—, ve, ¡la ha sustituido por mí!
Sus rodillas resbalaron y cayó hasta casi tocar la alfombra lanzando un pequeño grito. K la abrazó para sujetarla, pero ella lo atrajo.
—Ahora me perteneces29 —dijo ella.
—Aquí tienes la llave de la casa, ven cuando quieras —fueron sus últimas palabras y un beso al azar le alcanzó en la espalda mientras se alejaba. Cuando salió de la casa comprobó que caía una fina lluvia, quería llegar a la mitad de la calle para poder ver a Leni en la ventana, pero de un automóvil, que esperaba cerca de la casa, y que K no había advertido, salió el tío, le cogió del brazo y le empujó contra la puerta de la casa, como si quisiera apuntalarle contra ella.
            —¡Pero cómo has podido hacerlo! —gritó—. Has dañado gravemente tu causa cuando ya iba por el buen camino. Te ocultas con esa cosa sucia que, además, es la amante del abogado y permaneces ausente durante horas. Ni siquiera buscas una excusa, no, ni disimulas, sino que abiertamente corres hacia ella y te quedas con ella. Y mientras tanto nosotros permanecemos allí sentados, tu tío, que se esfuerza por ti, el abogado, al que hay que ganarse para que te defienda y, sobre todo, el jefe de departamento, ese gran señor, que domina tu caso en su estado actual. Queríamos hablar sobre cómo se te podía ayudar, yo tenía que hablar cuidadosamente con el abogado y luego éste con el jefe de departamento y al menos tendrías que haberme apoyado. En vez de eso permaneces ausente. Al final ya no se puede ocultar, son hombres educados, no hablan de ello, me guardan consideración, pero llega un momento en que ya no lo pueden tolerar, y como no pueden hablar del caso, enmudecen. Hemos permanecido allí sentados minutos y minutos sin decir una palabra, escuchando si venías o no. Todo en vano. Finalmente, el jefe de departamento, que ha permanecido más tiempo del que quería, se ha levantado y se ha despedido de mí, compadeciéndome y sin poder ayudarme. Luego esperó amablemente un tiempo en la puerta y se fue. Naturalmente, yo estaba feliz de que se hubiera ido, ya no podía ni respirar. Al abogado le ha sentado mucho peor, el pobre hombre no podía hablar cuando me despedí de él. Probablemente has contribuido a que sufriese una recaída y así aceleras la muerte del hombre del que dependes. Y me dejas a mí, a tu tío, aquí, bajo la lluvia, mira, estoy empapado, he esperado horas30.



El abogado. El fabricante. El pintor

 

 

UNA mañana de invierno —fuera caía la nieve y la luz era mortecina—, K estaba sentado en su despacho, exhausto a pesar de encontrarse en las primeras horas de la mañana. Para protegerse de los funcionarios inferiores, había encargado a su ordenanza que no dejase pasar a nadie; puso como excusa que estaba muy ocupado. Pero en vez de trabajar, giraba en su sillón, desplazaba lentamente distintos objetos sobre el escritorio y, sin ser muy consciente de lo que hacía, terminó por extender el brazo sobre la mesa y permanecer inmóvil con la cabeza inclinada.
El proceso ya no abandonaba sus pensamientos. Con frecuencia había considerado la posibilidad de redactar un escrito de defensa y Presentarlo al tribunal. En él incluiría una corta descripción de su vida y aclararía, respecto a cada acontecimiento importante, por qué motivos había actuado así, si esa forma de actuar, según su juicio actual, era reprochable o no, y las justificaciones que se podían aducir en uno u otro caso. Las ventajas de un escrito de defensa con un contenido similar, en comparación con la simple defensa a través del abogado, por lo demás tampoco libre de objeciones, eran indudables. K no sabía lo que el abogado emprendía; en todo caso no era mucho, hacía un mes que no le llamaba y en ninguna de las visitas previas tuvo la impresión de que ese hombre pudiera alcanzar algo. Ni siquiera le había preguntado apenas nada. Y, sin embargo, había tanto que preguntar. Preguntar era, sin duda, lo principal. K tenía la sensación de que él mismo podía plantear todas las preguntas necesarias del caso. El abogado, por el contrario, en vez de preguntarle, contaba cosas él mismo o permanecía en silencio, inclinándose sobre el escritorio —tal vez por su dureza de oído—, tirándose de un pelo de la barba y mirando fijamente la alfombra, es posible que hacia el lugar en el que habían yacido K y Leni. De vez en cuando le hacía alguna vacía advertencia, como se hace con los niños31. Palabras tan inútiles como aburridas, que K no pensaba pagar ni con un céntimo cuando le enviara la cuenta final. Una vez que el abogado creía haberle humillado lo suficiente, comenzaba, como de costumbre, a infundirle un poco de ánimo. Según le contaba, él había ganado ya total o parcialmente muchos procesos similares, procesos que, si bien no habían sido tan difíciles como el suyo, al menos se habían presentado igual de desesperanzados. Tenía una lista con esos procesos en su cajón —al decirlo golpeteaba en uno de los laterales de la mesa—, pero por desgracia no podía mostrar el material, pues se trataba de un secreto oficial. Naturalmente, decía, toda su experiencia revertía en favor de K. Había comenzado a trabajar de inmediato y el primer escrito judicial ya casi estaba redactado. Su importancia consistía en que al ser la primera impresión que daba la defensa, a menudo determinaba esencialmente el posterior desarrollo del procedimiento. No obstante, por desgracia, se veía obligado a advertirle que a veces ocurría que los primeros escritos presentados al tribunal no se leían. Simplemente se agregaban a las actas y se estimaba que provisionalmente era más importante el interrogatorio y la observación del acusado que todas las alegaciones realizadas por escrito. Si el solicitante mostraba apremio, se aducía que antes de la sentencia definitiva se reuniría todo el material, incluidas las actas respectivas, y se examinarían también los primeros escritos. Lamentablemente, esto no ocurría siempre así, el primer escrito se solía traspapelar o simplemente se extraviaba y, aunque se conservase hasta el final —esto lo había sabido el abogado sólo por rumores—, apenas se leía. Todo eso era lamentable, pero no carecía de justificación. K no debía sacar la falsa conclusión de que el procedimiento no era público, podía ser público, si el tribunal lo consideraba necesario, pero la ley no prescribía su publicidad. Como consecuencia de esto, los escritos judiciales, ante todo el escrito de acusación, eran inaccesibles para el acusado y la defensa, por consiguiente no se sabía con exactitud a qué se debía referir, en concreto, el primer escrito, así que éste sólo podía contener por casualidad algo que fuera importante para la causa. Datos exactos y aptos para servir de prueba se podían elaborar con posterioridad, cuando los interrogatorios del acusado hicieran aparecer con más claridad los cargos que se le imputaban o permitieran deducirlos con mayor precisión. Naturalmente, bajo estas condiciones, la defensa se encontraba en una situación muy desfavorable y difícil. Pero también esto era deliberado. En realidad, la ley no permitía una defensa, sólo la toleraba, no obstante, incluso respecto al sexto legal del que se podía deducir una tolerancia, existía una fuerte disensión doctrinal. Por consiguiente, estrictamente hablando, no podía haber ningún abogado reconocido por los tribunales, todos los abogados que comparecían ante ese tribunal eran abogados intrusos. El gremio consideraba esta situación indignante y si K, en su próxima visita a los juzgados, se fijaba en el despacho de los abogados, lo comprobaría. Probablemente quedaría horrorizado al ver en qué condiciones se reunía allí la gente. Ya la estancia estrecha mostraba el desprecio que la justicia tenía por ese gremio. La luz sólo penetraba por una claraboya, situada a tal altura que si alguien quería mirar por ella tenía que buscar a un colega para subirse a sus espaldas. Por añadidura, el humo de una chimenea cercana le entraría por la nariz y le dejaría la cara negra. En el suelo de esa estancia —sólo para añadir un ejemplo más del estado en que se encontraba aquello—, había, desde hacía más ele un año, un agujero, no tan grande como para que un hombre pudiese caer por él, pero sí lo suficiente como para poder meter una pierna. El despacho de los abogados estaba en el segundo piso, si alguien se hundía, la pierna aparecía en el primer piso, precisamente en el corredor donde esperan los acusados. No exageraba al decir que en los círculos de abogados esa situación se consideraba vergonzosa. Las quejas a la Administración de Justicia no habían tenido el más mínimo éxito, lo único que se había conseguido era que se prohibiera severamente que los abogados cambiasen algo en la habitación asumiendo ellos mismos los costes. Pero también esta forma de tratar a los abogados tenía un fundamento. Se quería impedir la defensa y se pretendía que todo recayese sobre el acusado. No era un mal criterio, pero sería un error deducir que en esa justicia los abogados no servían para nada. Todo lo contrario, en ningún lugar eran tan necesarios. El procedimiento no sólo no era público, sino que también permanecía secreto para el acusado. Naturalmente, todo lo secreto que era posible, pero era posible en su mayor parte. El acusado tampoco tenía acceso a los escritos judiciales y deducir de los interrogatorios el contenido de ellos era muy difícil, sobre todo para el acusado, confuso y lleno de preocupaciones. Aquí es cuando debía actuar la defensa. Por regla general, la defensa no podía estar presente durante los interrogatorios, así que se veía obligada a preguntar al acusado, si era posible en la misma puerta del despacho del juez instructor, acerca del interrogatorio e intentar deducir de esos informes, la mayoría de las veces muy vagos, la información conveniente. Pero esto no era lo más importante, pues así no se podía averiguar mucho, aunque, si bien era cierto, una persona competente averiguaría más que otra que no lo era. Lo más importante eran las relaciones personales del abogado, en ellas consistía la calidad de la defensa. K ya había sabido por propia experiencia que los rangos inferiores de esa organización judicial no eran del todo perfectos, que en ellos abundaban los empleados corruptos y aquellos que olvidaban fácilmente el cumplimiento del deber, por lo que la severa configuración judicial mostraba algunas lagunas. Aquí es donde la gran masa de abogados encontraba su campo de actuación, aquí se sobornaba y se espiaba, no hacía mucho tiempo, incluso, se produjeron robos de actas. No se podía dudar que de esa manera se podían conseguir resultados sorprendentemente favorables para el acusado, aunque sólo momentáneos. Los pequeños abogados los aprovechaban para hacerse publicidad y vanagloriarse, pero para el posterior transcurso del proceso no significaba nada o nada bueno. Lo que a fin de cuentas poseía más valor eran las buenas y sinceras relaciones personales y, además, con los funcionarios superiores, con lo que sólo se hacía referencia a los funcionarios superiores de los grados inferiores. Gracias a estas relaciones se podía influir en el desarrollo del proceso, al principio de una vera inapreciable, más tarde con mayor claridad. Esto lo conseguían muy pocos abogados, y aquí la elección de K se mostraba muy acertada. Tal vez sólo uno o dos abogados podían poseer unas relaciones similares a las suyas. Estos abogados, sin embargo, no se ocupaban de los clientes presentes en el despacho de abogados y no tenían nada que ver con ellos. Y precisamente esa circunstancia era la que fortalecía vínculo con los funcionarios judiciales. Ni siquiera era necesario que el Dr. Huld acudiera a los tribunales, que esperase allí a la casual aparición del juez instructor y que consiguiese algún éxito, dependiendo del humor del magistrado, o ni siquiera eso. No, K ya lo había podido ver, los funcionarios, y, entre ellos, algunos superiores, se presentaban por su propia voluntad, ofrecían espontáneamente alguna información, clara o fácilmente interpretable, hablaban sobre el posterior desarrollo del proceso, sí, incluso había casos en que se dejaban convencer y adoptaban encantados los puntos de vista ajenos. No obstante, tampoco se podía confiar mucho en ellos en este último aspecto. Por muy positiva que fuese su opinión para la defensa, nada impedía que regresasen a su despacho y al día siguiente emitiesen una sentencia completamente contraria y mucho más severa para el acusado que la pensada en un primer momento, de la que, sin embargo, afirmaban estar convencidos del todo. Contra esto no hay defensa posible, pues lo que han dicho en confianza sólo se ha dicho en confianza y no admite ninguna consecuencia pública, ni siquiera en el caso de que la defensa no se esforzara en mantener el favor de los señores. Por otra parte, resultaba cierto que estos señores no se ponían en contacto con la defensa, naturalmente con una defensa especializada, por amor al género humano o por sentimientos de amistad, también ellos, en cierta manera, dependían de ella. Aquí salía a la luz uno de los defectos de una organización judicial que establecía la confidencialidad del tribunal. A los funcionarios les faltaba el contacto con la población, para los procesos habituales estaban bien dotados, un proceso así prácticamente avanzaba por sí mismo y sólo necesitaba un pequeño empujón de vez en cuando, pero en los casos más simples o en los más difíciles se mostraban con frecuencia perplejos. Como estaban sumidos noche y día en la ley, carecían del sentido para las relaciones humanas y en algunos casos lo echaban de menos. Entonces acudían a los abogados para tomar consejo y detrás de ellos venía un empleado con esas actas que, en realidad, se supone, son tan secretas. En esa ventana había visto a algunos señores, de los que jamás se hubiera podido esperar una actitud así, mirando hacia la calle desconsolados, mientras el abogado estudiaba las actas para darle un buen consejo. Por lo demás, en esas situaciones se podía comprobar la enorme seriedad con que esos señores se tomaban su trabajo y cómo se desesperaban cuando topaban con impedimentos que, por su naturaleza, no podían superar. Su posición tampoco era fácil, se les haría una injusticia si se pensase que su posición era fácil. La estructura jerárquica de la organización judicial era infinita y ni siquiera era abarcable para el especialista. El procedimiento en los distintos juzgados era, por regla general, también secreto para los funcionarios inferiores, por consiguiente jamás podrían seguir los asuntos que trataban en las fases subsiguientes; las causas judiciales entraban en su ámbito de competencias sin que supieran de dónde venían y luego seguían su camino sin que supieran adónde iban. Así pues, estos funcionarios no podían sacar ninguna enseñanza del estudio de las distintas fases procesales, de las decisiones y fundamentos de las mismas. Sólo podían ocuparse de aquella parte del proceso que la ley les atribuía y del resultado de su trabajo sabían con frecuencia menos que la defensa, que, por regla general, permanecía en contacto con el acusado hasta el final del proceso. También a este respecto podían conocer a través de la defensa alguna información valiosa. Si K todavía se asombraba, teniendo en cuenta todo lo dicho, de la irascibilidad de los funcionarios —todos tenían la misma experiencia—, que con frecuencia se dirigían a las partes de un modo insultante, debía considerar que todos los funcionarios estaban irritados, incluso cuando parecían tranquilos. Era natural que los abogados sufrieran mucho por esa circunstancia. Se contaba, por ejemplo, una historia, que, según todos los indicios, podía ser verdadera: Un viejo funcionario, un señor bueno y silencioso, había estudiado una noche y un día, sin interrupción —estos funcionarios eran más diligentes que nadie—, un asunto judicial bastante difícil, especialmente complicado debido a los datos confusos aportados por el abogado. Por la mañana, después de un trabajo de veinticuatro horas, probablemente no muy fecundo, se fue hacia la puerta de entrada, permaneció allí emboscado y arrojó por las escaleras a todos los abogados que pretendían entrar. Los abogados se reunieron al pie de las escaleras y discutieron qué podían hacer. Por una parte, no tenían ningún derecho a entrar, así que no podían emprender acción judicial alguna contra el funcionario y, además, tenían que cuidarse mucho de poner al cuerpo de funcionarios en su contra. Por otra parte, como no hay día perdido en el juzgado, tenían la necesidad de entrar realmente, se pusieron de acuerdo en intentar cansar al funcionario. Una y otra vez mandaron a un abogado que volvía a ser arrojado escaleras abajo al ofrecer una resistencia meramente pasiva. Todo esto duró alrededor de una hora; entonces el hombre, ya viejo, debilitado por el trabajo nocturno, realmente fatigado, regresó a su despacho. Los de abajo no se lo querían creer, así que enviaron a uno para que mirase detrás de la puerta y comprobara que ya no estaba. Sólo entonces entraron, pero no se atrevieron ni a rechistar. Pues los abogados —y hasta el más ínfimo de ellos podía abarcar, al menos en parte, las circunstancias que allí prevalecían— no pretendían introducir ni imponer ninguna mejora en el funcionamiento de los tribunales, mientras que casi todos los acusados —y esto era lo significativo—, incluso gente muy simple, empezaban a pensar nada más entrar en proposiciones de mejora y así desperdiciaban el tiempo y las energías, que podrían emplear mucho mejor de otra manera. Lo correcto era adaptarse a las circunstancias. Aun en el supuesto de que a alguien le fuera posible mejorar algunos detalles —aunque sólo se trataba de una superstición absurda—, lo único que habría conseguido, en el mejor de los casos, sería mejorar algo para asuntos futuros, pero se habría dañado extraordinariamente a sí mismo, pues habría llamado la atención del cuerpo de funcionarios, siempre vengativo. ¡Jamás había que llamar la atención! Había que esforzarse por comprender que ese gran organismo judicial en cierta manera estaba suspendido, como si flotara, y si alguien cambiaba algo en su esfera particular podía perder el suelo bajo los pies y precipitarse, mientras que el gran organismo, para paliar esa pequeña distorsión, encontrar fácilmente un repuesto en otro lugar —todo está conectado— y permanecería así invariable o, lo que era aún más probable, todavía más cerrado, más atento, más severo, más perverso. Así que lo mejor era ceder el trabajo a los abogados en vez de molestarlos. Los reproches no servían de nada, sobre todo cuando no se podían comprender los motivos que los generaban, y no se podía negar que K, con su actitud frente al jefe de departamento, había dañado mucho su causa. A ese hombre tan influyente, que pertenecía a aquellos que pueden hacer algo por él, ya había que tacharlo de la lista. Desoía incluso las menciones más fugaces del proceso y, además, intencionadamente. En algunas cosas los funcionarios se comportaban como niños. Con frecuencia se podían ofender por pequeñeces —y la actitud de K, por desgracia, no quedaba encuadrada en esta categoría—, y entonces dejaban de hablar incluso con buenos amigos, los evitaban y los perjudicaban en todo lo que podían. Pero de pronto, sorprendentemente, sin un motivo que lo explicase, se les hacía reír con una broma, fruto de la desesperación, y se reconciliaban. El trato con ellos era al mismo tiempo difícil y fácil, no había reglas. A veces resultaba asombroso que una vida normal alcanzase para poder abarcar tanto y obtener aquí algún éxito laboral. Había, por supuesto, horas sombrías, como las que tiene cualquiera, en las que se creía no haber conseguido nada, en las que a uno le parecía que un proceso, con buenas perspectivas desde el principio hasta el final y con un buen resultado, podría haber llegado a la misma conclusión sin trabajo alguno, mientras otros muchos se habían perdido a pesar de todo el esfuerzo, de las muchas idas y venidas, de los pequeños éxitos aparentes, sobre los que uno tanto se alegraba. Entonces todo parecía inseguro y uno no osaría negar, incluso, que procesos con buenas expectativas se habían descarrilado precisamente por la ayuda prestada. También eso era una cuestión de confianza en uno mismo, y esa confianza era lo único que quedaba. A estos ataques —sólo eran pequeños ataques, caídas de ánimo, nada más— estaban expuestos los abogados cuando, de repente, se les quitaba un proceso que habían llevado durante mucho tiempo y satisfactoriamente. Esto era lo más enojoso que le podía ocurrir a un abogado. No era el acusado el que le quitaba el proceso, eso no sucedía nunca, un acusado que había nombrado a un abogado tenía que quedarse con él ocurriera lo que ocurriese. ¿Cómo podría defenderse solo si ya había pedido ayuda? Eso no sucedía, aunque podía ocurrir alguna vez que el proceso tomase un curso que el abogado ya no pudiese seguir. Entonces al abogado se le privaba del proceso, del acusado y de todo lo demás. En esta situación ya no podía ayudar las mejores relaciones con los funcionarios, pues ni siquiera ellos sabían algo. El proceso había entrado en una fase en la que ya se podía prestar ayuda alguna. De él se ocupaban ahora juzgados accesibles, donde el acusado no podía ser localizado por su defensor. Un día el abogado llegaba a casa y encontraba sobre la mesa todas las anotaciones y datos reunidos con tanto esfuerzo y con tantas esperanzas. Se los habían devuelto, pues no poseían valor alguno en la nueva fase procesal, eran desperdicios. Pero tampoco había que dar por perdido el proceso, en absoluto, al menos no había ningún motivo decir que avalase esa suposición, lo único que ocurría es que ya no se sabría nada del proceso. Afortunadamente, estos casos eran excepcionales y, aun en el supuesto de que el proceso de K pudiera convertirse en uno de ellos, por ahora estaría muy lejos de una fase semejante. Todavía quedaban muchas oportunidades para el trabajo del abogado y de que él las aprovecharía, de eso K podía estar seguro. El escrito, como le había mencionado, aún no había sido entregado, tampoco había prisa, mucho más importantes eran las entrevistas introductorias con los funcionarios decisivos y éstas ya se habían producido. Con distinto éxito, había que reconocerlo. Por ahora era mejor no revelar detalles, pues K podría ser influido desfavorablemente por ellos, ya fuera despertando en él demasiadas esperanzas o provocándole angustia; sí se podía decir, sin embargo, que algunos se mostraron muy favorables y dispuestos, mientras que otros se mostraron menos favorables, pero tampoco se habían negado a ayudar. El resultado, por consiguiente, muy satisfactorio, aunque tampoco se podían sacar conclusiones, pues todas las vistas preliminares comenzaban así y sólo el posterior transcurso del proceso podía mostrar el valor de esas vistas. En todo caso, aún no había nada perdido y si fuera posible ganarse al jefe de departamento —ya había emprendido algo en ese sentido—, entonces todo era, como dirían los cirujanos, una herida limpia y se podía esperar confiado el desarrollo posterior del proceso.
En discursos como éste el abogado era incansable. Se repetían en cada visita. Siempre había progresos, pero nunca podía comunicar de qué progresos se trataba. Se trabajaba sin cesar en el primer escrito, pero nunca se terminaba, lo que en la siguiente visita resultaba una gran ventaja, pues precisamente los últimos tiempos, lo que no se podía haber previsto, habían sido desfavorables para entregarlo. Si K algunas veces, agotado por el discurso, añadía que, teniendo en cuenta todas las dificultades, parecía que el asunto iba muy lento, se le replicaba que no iba nada lento, pero que ya habrían avanzado mucho más si K se hubiera dirigido al abogado en el momento oportuno. Por desgracia, había descuidado esa medida y un descuido así traería más desventajas, y no sólo temporales.
La única interrupción bienhechora en esas visitas era la aparición de Leni, que siempre sabía arreglárselas para traer el té al abogado en presencia de K. Luego permanecía detrás de K, aparentaba contemplar cómo el abogado se servía y sorbía inclinado el té, con una suerte de avaricia, y dejaba que K cogiese su mano en secreto. Reinaba un completo silencio. El abogado bebía, K estrechaba la mano de Leni y Leni se atrevía a veces a acariciar suavemente el cabello de K.
—¿Aún estás aquí? —preguntaba el abogado, después de haber terminado de beber.
—Quería llevarme el servicio —decía Leni, se producía un último apretón de manos, el abogado se secaba la boca y comenzaba a hablar a K con nuevas energías.
¿Era consuelo o desesperación lo que quería conseguir el abogado? K no lo sabía, no obstante pronto tuvo por seguro que su defensa no estaba en buenas manos. Es posible que todo lo que el abogado contaba fuese verdad, aunque estaba claro que siempre quería permanecer en un primer plano y que muy probablemente jamás había llevado un proceso tan grande como, según su opinión, era el de K. Lo más sospechoso, sin embargo, eran las supuestas relaciones con los funcionarios, de las que no dejaba de vanagloriarse. ¿Acaso debían ser empleados sólo en beneficio de K? El abogado jamás se olvidaba de indicar que siempre se trataba funcionarios inferiores, es decir de funcionarios en puestos muy dependientes, y cuyo ascenso podría verse influido por ciertos cambios en el proceso. ¿No podrían estar utilizando al abogado para conseguir cambios que, por supuesto, siempre serían contrarios al acusado? Probablemente no lo hicieran en todos los procesos, cierto, pero seguro que habían procesos en los que podían conseguir ventajas a través del abogado, pues les interesaba mantener incólume su buen nombre. Si era así, ¿de qué modo podrían intervenir en el proceso de K, el cual, como aclaraba el abogado, era un proceso muy difícil e importante y había llamado la atención en los tribunales desde el principio? No era muy difícil sospechar lo que harían. Se podían descubrir algunas señales de esto en el mero hecho de que ni siquiera se había entregado el primer escrito, a pesar de que el proceso ya duraba meses y según las indicaciones del abogado se encontraba en los inicios, lo que, naturalmente, era muy adecuado para adormecer al acusado y mantenerlo desamparado, hasta que, de repente, se abalanzaban sobre él con la sentencia o, al menos, con la comunicación de que la investigación, concluida en su perjuicio, se había trasladado a estancias superiores.
Era absolutamente necesario que K actuara por su propia cuenta. Precisamente en momentos de gran cansancio, como en esa mañana invernal, cuando todo pasaba inerte por su cabeza, ese convencimiento le parecía irrefutable. El desprecio que había sentido en un principio hacia el proceso había desaparecido. Si hubiera estado solo en el mundo, habría podido desdeñar fácilmente el proceso, aunque estaba seguro que en ese caso no habría habido proceso. Pero el tío le había llevado al abogado, había intereses familiares que contaban. Su posición no era por completo independiente del curso del proceso, él mismo había mencionado imprudentemente el asunto, con una inexplicable satisfacción, a conocidos, otros se habían enterado a través de fuentes desconocidas, la relación con la señorita Bürstner parecía vacilar conforme al curso que tomaba el proceso, en resumen, ya no tenía la elección de aceptar o rechazar el proceso, estaba metido en él de lleno y tenía que defenderse. Si estaba cansado, peor para él.
Pero por ahora no había motivo para una preocupación exagerada. Había sabido ascender en el banco, en relativamente poco tiempo, a una posición elevada, y mantenerse en ella reconocido por todos. Sólo tenía que emplear estas capacidades, que le habían posibilitado su éxito, en el proceso y no había duda de que todo saldría bien. Ante todo, si quería lograr algo, era necesario rechazar de antemano cualquier pensamiento sobre una posible culpabilidad. No había culpa alguna. El proceso no era otra cosa que un gran negocio, como él mismo los había cerrado anteriormente con ventaja para el banco, un negocio en el cual, como era la regla, amenazaban distintos peligros, que, sin embargo, se podían evitar. Para alcanzar este objetivo, no podía perder el tiempo pensando en una posible culpa, sino aferrarse al pensamiento del beneficio propio. Considerado desde esta perspectiva, también era inevitable privar al abogado de su defensa, aquella misma noche si fuera posible. Según lo que le había contado, sería algo inusitado e, incluso, insultante, pero K no podía tolerar que sus esfuerzos en el proceso tropezasen con impedimentos que podían provenir de su propio abogado. Una vez que hubiera prescindido del abogado, tendría que presentar el escrito de inmediato e insistir todos los días para que lo tuvieran en cuenta. Para alcanzar este objetivo no sería suficiente que K se quedara sentado como los demás en el corredor y colocara su sombrero bajo el banco. Él mismo, las mujeres o algún mensajero tendrían que perseguir a los funcionarios para obligarlos a sentarse en la mesa, en vez de mirar a través de las rejas hacia el corredor, y así presionarlos para estudiar el escrito de K. No había que cejar en estos esfuerzos, todo tenía que ser organizado y vigilado, la justicia tenía que toparse, por fin, con un acusado que sabía hacer valer sus derechos.
Aunque K tenía la esperanza de aplicar este método, la dificultad de redactar el escrito le resultaba insuperable. Hacía una semana había pensado con un sentimiento de vergüenza que en algún momento se vería obligado a redactar él mismo ese escrito, pero jamás hubiera creído que pudiera ser tan difícil. Recordó cómo una mañana, cuando estaba desbordado por el trabajo, lo dejó repentinamente todo a un lado y tomó un cuaderno e intentó bosquejar un escrito judicial para ponerlo a disposición del abogado, y cómo precisamente en ese instante se abrió la puerta del despacho contiguo y entró el subdirector riendo. Fue muy desagradable para K, aunque, naturalmente, el subdirector no se había reído de su escrito, del que no sabía nada, sino sobre un chiste bursátil que acababa de oír, un chiste que necesitaba, para comprenderse, de un dibujo, que el subdirector, inclinado sobre la mesa de K y con su lápiz, trazó en el cuaderno destinado a la redacción del escrito.
Pero K ya no conocía la vergüenza, el escrito se tenía que redactar. Si no encontraba tiempo para escribirlo en la oficina, lo tendría que hacer en su casa por las noches. Si las noches no bastaban, tendría que tomar unas vacaciones. Lo que no podía hacer era quedarse a medio camino, eso era lo más absurdo y no sólo en el mundo de los negocios, sino en todos los ámbitos. El escrito judicial significaba un trabajo interminable. No era necesario tener un carácter miedoso para llegar a creer que era imposible terminar un escrito semejante. Y no por pereza o astucia, lo que sin duda impedía a los abogados concluir su redacción, sino porque tenía que recordar y examinar concienzudamente, toda su vida, sin tener conocimiento de la acusación y de sus posibles ampliaciones. Y, por añadidura, qué trabajo tan triste. Tal vez fuera adecuado para ocupar a un anciano senil en los días vacíos de su jubilación. Pero, ahora que K necesitaba invertir toda su capacidad mental en su trabajo, ahora que cada minuto pasaba raudo —ya que se encontraba en plena promoción y representaba un serio peligro para el subdirector—, y ahora que, como un hombre joven, deseaba disfrutar las cortas tardes y las noches, precisamente ahora tenía que comenzar a redactar ese escrito. Otra vez sus pensamientos se tornaron en quejas. Casi sin advertirlo, sólo para ponerles fin, apretó el botón del timbre que se oía en el antedespacho. Mientras lo presionaba miró la hora. Eran las once, habían transcurrido dos horas; con sus reflexiones había perdido un tiempo precioso y estaba más cansado que antes. De todos modos, tampoco había perdido el tiempo del todo. Había tomado decisiones que podían ser muy valiosas. El empleado trajo además del correo dos tarjetas de visita pertenecientes a dos señores que ya esperaban a K desde hacía un tiempo. Precisamente se trataba de importantes clientes del banco a los que no se les debería haber hecho esperar en ningún caso. ¿Por qué habían venido en un momento tan poco propicio y por qué, parecían preguntarse aquellos señores detrás de la puerta cerrada, por qué empleaba el laborioso K el mejor momento para hacer negocios en asuntos particulares? Cansado por el tiempo transcurrido y cansado por lo que se le avecinaba, K se levantó para recibir al primero.
Era un señor pequeño y alegre. Lamentó haber molestado a K en un trabajo importante y K lamentó por su parte haber hecho esperar al fabricante tanto tiempo. Pero esa disculpa la expresó de un modo tan maquinal, con una acentuación tan falsa, que el fabricante, si no hubiera estado tan sumido en sus asuntos de negocios, lo habría advertido. En vez de eso, sacó a toda prisa, de todos sus bolsillos, cuartillas llenas de cifras y tablas, las extendió ante K, le aclaró algunos detalles y corrigió un pequeño error de cálculo que le había llamado la atención al supervisarlo superficialmente, luego recordó a K que hacía un año había cerrado con él un negocio similar y añadió de pasada que esta vez había otro banco que se interesaba en el proyecto. Finalmente, se calló para oír la opinión de K. Éste había seguido al principio la explicación del fabricante, también él había reconocido la importancia del negocio, pero, por desgracia, no por mucho tiempo, pronto perdió el hilo, se limitó a asentir con la cabeza a las aclaraciones del fabricante y, poco después, omitió hasta eso, dedicándose simplemente a contemplar la cabeza calva inclinada sobre el papel y a preguntarse cuándo se daría cuenta el fabricante de que todos sus esfuerzos eran inútiles. Cuando se calló, K creyó en un principio que eso sólo ocurría para darle la oportunidad de reconocer que era incapaz de escuchar nada. Por desgracia, notó en la mirada tensa del fabricante, quien parecía estar preparado para cualquier eventualidad, que la entrevista de negocios tenía que continuar. Así que inclinó la cabeza, como si se le hubiera impartido a orden y comenzó a desplazar el lápiz por los papeles, deteniéndose un lugar u otro y contemplando fugazmente alguna cifra. El fabricante supuso que tenía objeciones, era posible que las cifras no cuadraran, tal vez no fueran lo decisivo, en todo caso el fabricante tapó los papeles con la mano y, aproximándose más a K, comenzó a dar una idea general del negocio.
—Es difícil —dijo K frunciendo los labios y reclinándose contra el brazo de su sillón, ya que los papeles, lo único inteligible, estaban tapados. Incluso miró débilmente hacia arriba cuando se abrió la puerta del despacho contiguo y apareció, algo borroso, como si estuviera detrás de un velo, el subdirector. K ya no pudo reflexionar más, simplemente auspició el resultado, que sería satisfactorio para él. Pues el fabricante se levantó de un salto y se apresuró a saludar al subdirector. K, sin embargo, hubiese querido que se hubiera levantado diez veces más rápido, ya que temía que el subdirector pudiera desaparecer. Era un temor inútil, los señores se saludaron y se acercaron juntos a la mesa de K. El fabricante se quejó de que había encontrado poco interés por parte del gerente hacia el negocio y señaló a K, que, bajo la mirada del subdirector, se inclinó de nuevo sobre los papeles. Cuando ambos se apoyaron en la mesa y el fabricante intentó ganarse al subdirector, a K le pareció como si dos hombres, cuya estatura él se imaginó exagerada, estuvieran discutiendo sobre él. Lentamente, elevando los ojos con precaución, intentó enterarse de lo que ocurría arriba, tomó al azar un papel de la mesa, lo puso en la palma de la mano y lo elevó poco a foco, mientras se levantaba, hacia los señores. Al hacerlo no pensó en nada concreto, sólo tenía la impresión de que así era como tendría que comportarse si hubiera terminado su gran escrito judicial que finalmente le aliviaría de toda carga. El subdirector, que prestaba gran atención al fabricante, miró fugazmente el papel, pero no lo leyó, pues lo que era importante para el gerente no lo era para él, se limitó a cogerlo de la mano de K y dijo:
—Gracias, ya lo sé —y lo volvió a colocar tranquilamente en la mesa.
K lo miró de soslayo con amargura. El subdirector, sin embargo, no lo notó o, en el caso de haberlo notado, le produjo un efecto positivo, pues rió con frecuencia, confundió al fabricante con una réplica aguda, le sacó de la confusión haciéndose a sí mismo un reproche y, finalmente, le invitó a ir a su despacho para terminar allí el asunto.
—Es un negocio muy importante —le dijo al fabricante—, ya lo veo. Y al señor gerente —y al hacer esta indicación siguió hablando sólo con el fabricante— le gustará con toda certeza que le privemos de él. El asunto reclama una reflexión cuidadosa. El gerente parece hoy, sin embargo, sobrecargado de trabajo, aún espera gente desde hace horas en el antedespacho.
K tuvo la suficiente serenidad para apartar la mirada del subdirector y dirigirle una sonrisa amable pero rígida al fabricante, aparte de eso no emprendió nada, se apoyó con las dos manos en el escritorio, como un dependiente de comercio detrás del mostrador, y contempló cómo ambos señores recogían, mientras conversaban, todos los papeles de la mesa y desaparecían en el despacho del subdirector. Antes de salir, el fabricante se volvió y le dijo que no se despedía, que informaría naturalmente al gerente sobre el éxito de la entrevista y que aún tenía que comunicarle algo.
Al fin estaba solo. No pensó en recibir al resto de los clientes. Era agradable pensar que la gente del antedespacho creería que aún estaba hablando con el fabricante, así no entraría nadie, ni siquiera el ordenanza. Fue hacia la ventana, se sentó en el antepecho, asió el picaporte con la mano y contempló la plaza. Aún caía la nieve, no había aclarado.
Así permaneció mucho tiempo sin saber lo que realmente le preocupaba, sólo de vez en cuando miraba asustado por encima del hombro hacia la puerta del antedespacho, donde creía haber oído erróneamente un ruido. Pero como nadie venía, se fue tranquilizando. A continuación, entró en el lavabo, se lavó con agua fría y volvió a la ventana con la cabeza más despejada. La decisión de asumir su propia defensa le parecía ahora más ardua de lo previsto. Desde que había traspasado la defensa al abogado, el proceso le había afectado poco, lo había observado desde la lejanía y, aunque apenas se había logrado nada, había podido comprobar, siempre que había querido, cómo estaba el asunto, retirándose cuando lo creía oportuno. No obstante, si asumía su propia defensa, tendría que dedicarse plenamente al proceso, el éxito supondría una completa y definitiva liberación, pero para alcanzarla tendría que exponerse a peligros mayores. Si quedaba alguna duda, la visita del subdirector y del fabricante se la había aclarado. ¡Cómo se había quedado sentado completamente sumido en su decisión de defenderse a sí mismo! ¿Hasta dónde podría llegar? ¡Qué días le esperaban! ¿Lograría encontrar el camino que lleva a un buen fin? ¿Acaso no significaba una defensa cuidadosa —y cualquier otra cosa era absurda— la necesidad de aislarse al mismo tiempo de todo lo demás? ¿podría superarlo con éxito? ¿Y cómo podría llevarlo a cabo en el banco? No se trataba sólo del escrito, para lo que quizá hubieran bastado unas cortas vacaciones, aunque solicitar ahora unas vacaciones supondría una empresa arriesgada, se trataba de todo el proceso, cuya duración era imposible de prever. ¡Qué impedimento había sido arrojado repentinamente en la carrera de K!
¿Y ahora tenía que trabajar para el banco? Miró hacia el escritorio. ¿Ahora tendría que dejar pasar a los clientes para entrevistarse con ellos? ¿Tenía que preocuparse por los negocios del banco mientras su Proceso seguía su curso, mientras arriba, en la buhardilla, los funcionarios judiciales se sentaban ante los escritos de su proceso? ¿No parecía todo una tortura, reconocida por la justicia, y que acompañaba al proceso? ¿Y se tendría en cuenta en el banco a la hora de juzgar su trabajo la situación delicada en la que se encontraba? Nunca jamás. Su proceso tampoco era tan desconocido, aunque no estuviera muy claro quién sabía de él y cuánto. Aparentemente el rumor no había llegado hasta el subdirector, si no ya se habría visto claramente cómo éste lo utilizaba contra K, sin espíritu de solidaridad y sin la más mínima humanidad. ¿Y el director? Cierto, mostraba simpatía hacia K, y si hubiese sabido algo del proceso habría querido ayudarle aligerándole el trabajo, pero no hubiera intervenido, pues ahora que se había perdido el equilibrio formado por K quedaba sometido a la influencia del subdirector, quien se aprovechaba del estado de debilidad del director para fortalecer su propio poder. ¿Qué podía esperar entonces K?32 Era posible que con tanta reflexión estuviera debilitando su capacidad de resistencia, pero también resultaba necesario no hacerse ilusiones y verlo todo con la mayor claridad posible.
Sin un motivo especial, sólo para no tener que volver al escritorio, abrió la ventana. Se abría con dificultad, tenía que girar el picaporte con ambas manos. Al abrirse penetró una bocanada de niebla mezclada con humo que se extendió por toda la habitación, acompañada de un ligero olor a quemado. También penetraron algunos copos de nieve.
—Un otoño horrible —dijo el fabricante detrás de K, que había entrado desde el despacho del subdirector sin que K lo hubiese advertido. K asintió y miró, inquieto, la cartera del fabricante, de la que parecía querer sacar los papeles para comunicarle los resultados de su entrevista con el subdirector. Pero el fabricante siguió la mirada de K, golpeó su cartera y dijo sin abrirla:
—Quiere oír qué tal ha ido. No ha ido mal. Casi llevo el negocio cerrado en la cartera. Un hombre encantador, el subdirector, pero nada inocente —y rió estrechando la mano de K, intentando que también él riera. Pero a K le pareció sospechoso que el fabricante no quisiera mostrarle los papeles y no encontró nada divertida la insinuación del fabricante.
—Señor gerente —dijo el fabricante—, le sienta mal este tiempo. Parece deprimido.
—Sí —dijo K y se llevó una mano a la sien—, dolores de cabeza, preocupaciones familiares.
—Ya lo conozco —dijo el fabricante, que era un hombre siempre con prisas y no podía escuchar tranquilamente a nadie—, cada uno tiene que llevar su cruz.
K había dado un paso involuntario hacia la puerta, como si quisiera acompañar al fabricante, pero éste dijo:
Aún tengo algo que decirle al señor gerente. Temo importunarle precisamente hoy con esto, pero ya he estado dos veces aquí y siempre lo he olvidado. Si sigo aplazándolo, al final ya no tendrá ningún sentido. Y sería una pena, porque es muy probable que mi información sea valiosa.
Antes de que K hubiese tenido tiempo para responder, el fabricante se le acercó, le golpeó ligeramente con el dedo en el pecho y dijo voz baja:
—Usted está procesado, ¿verdad?
K retrocedió y exclamó:
—¿Se lo ha dicho el subdirector?
—No, no —dijo el fabricante—, ¿de dónde podría saberlo el subdirector?
—¿Y usted? —dijo K recuperando algo el sosiego.
—Yo me entero aquí y allá de alguna cosa relativa a los tribunales —dijo el fabricante—, precisamente de eso quería hablarle.
—¡Tanta gente está en contacto con los tribunales! —dijo K con la cabeza inclinada y llevó al fabricante hasta la mesa. Se sentaron como antes y el fabricante continuó:
—Por desgracia no es mucho lo que le puedo decir. Pero en estas cosas no se debe despreciar nada por mínimo que sea. Por lo demás, siento cierta inclinación a ayudarle, aunque mi ayuda sea tan modesta. Hasta ahora hemos sido buenos compañeros de negocios, ¿verdad? K quiso disculparse por su comportamiento en la entrevista de ese día, pero el fabricante no toleró ninguna interrupción. Puso la cartera bajo el brazo para mostrar que tenía prisa y dijo:
—He sabido algo de su proceso a través de un tal Titorelli. Es un pintor, Titorelli es sólo su nombre artístico, desconozco su nombre verdadero. Viene desde hace mucho tiempo a mi despacho y trae algunos cuadros por los que le doy —es casi un mendigo— alguna limosna. Además, son cuadros bonitos, paisajes y cosas parecidas. Estas compras —ya nos habíamos acostumbrado ambos a ellas— se producían con cierta regularidad y sin perder el tiempo. Pero durante un periodo sus visitas se hicieron tan frecuentes que le hice alguna objeción, entonces conversamos, me interesé por cómo podía subsistir sólo pintando y me enteré, para mi sorpresa, de que sus principales ingresos procedían de los retratos. Me dijo que trabajaba para los tribunales. Le pregunté para qué tribunal en concreto y entonces me contó acerca de esa justicia. Se puede figurar mi sorpresa al oír lo que me contaba. Desde ese día cada vez que me visita me entero de alguna novedad concerniente al tribunal y así me hago una idea del asunto. Titorelli es, sin embargo, bastante hablador y a veces tengo que pararle los pies, y no sólo porque miente, sino también porque un hombre de negocios como yo, abrumado de trabajo, tampoco puede ocuparse en cosas ajenas. Pero esto sea dicho sólo de paso. He pensado que Titorelli, tal vez, podría serle de alguna ayuda, conoce a muchos jueces y aunque no tenga mucha influencia, al menos podría darle algún consejo sobre cómo se puede encontrar a gente influyente. Y aunque estos consejos, considerados en sí mismos, no sean decisivos, creo que, en su posesión, pueden adquirir alguna importancia. Usted es casi un abogado. Yo suelo decir siempre: el gerente K es casi un abogado. Oh, no me preocupo en absoluto por su proceso. ¿Quiere ir a ver a Titorelli? Con mi recomendación hará todo lo que sea posible. Creo que debería visitarlo. No tiene que ser hoy, en alguna ocasión. Por supuesto, tengo que añadir, no está usted obligado por mi consejo a visitarle. No, si cree que puede prescindir de Titorelli, es mejor dejarlo de lado. Tal vez ya tenga un plan y Titorelli pueda estropearlo. No, entonces no vaya. También cuesta algo de superación aceptar consejos de un tipo así. Como usted quiera. Aquí tiene mi carta de recomendación y aquí la dirección.
K tomó decepcionado la carta y se la guardó en el bolsillo. En el caso más favorable, la ventaja que podría obtener de la recomendación sería mucho menor que los daños ocasionados por el hecho de que el fabricante se hubiera enterado del proceso y de que el pintor siguiera extendiendo la noticia. Apenas se sentía capaz de agradecerle el consejo al fabricante, que ya se dirigía a la puerta.
—Iré —dijo él, al despedirse del fabricante en la puerta—, o, como estoy muy ocupado, le escribiré para que venga a mi despacho.
—Ya sabía —dijo el fabricante— que encontraría la mejor solución. No obstante, pensé que evitaría invitar al banco a tipos como este Titorelli para hablar del proceso. Tampoco resulta muy ventajoso poner cartas en manos de esa gente. Pero estoy seguro de que usted lo ha pensado muy bien y sabe lo que tiene que hacer.
K asintió y acompañó al fabricante hasta el antedespacho. Pero a pesar de su tranquilidad aparente, estaba horrorizado. Que escribiría a Titorelli sólo lo había dicho para mostrar de alguna manera al fabricante que apreciaba su recomendación y que reflexionaría sobre las posibilidades de entrevistarse con él, pero si realmente hubiese considerado valiosa su ayuda no hubiera dudado en escribirle. No obstante, había reconocido los peligros que encerraba hacerlo gracias a la mención del fabricante. ¿Podía confiar tan poco en su inteligencia? Si era posible que invitara con una carta explícita a un hombre de dudosa reputación para visitarle en el banco, y allí, sólo separados por una puerta del despacho del subdirector, pedirle consejos acerca de su proceso, ¿no sería posible, incluso muy probable, que hubiera ignorado otros peligros o se estuviera metiendo de cabeza en ellos? No siempre iba a estar alguien a su lado para advertirle. Y precisamente ahora, cuando tenía que hacer acopio de todas sus fuerzas, tenían que asaltarle esas dudas sobre su capacidad para prestar atención. ¿Comenzarían a producirse en el proceso las mismas dificultades que ya tenía en la realización de su trabajo? No podía comprender cómo había sido capaz de pensar en escribir a Titorelli e invitarle a venir al banco para hablar del proceso.
Aún sacudía la cabeza ante semejante disparate, cuando el empleado se acercó hasta él y le indicó a tres señores que esperaban sentados en el antedespacho. Ya esperaban desde hacía mucho tiempo. Ahora, aprovechando la ocasión, se levantaron para intentar hablar con K. Como recibían un tratamiento tan desconsiderado por parte del banco, tampoco ellos quisieron tener ninguna consideración.
—Señor gerente —dijo uno de los que esperaban. Pero K le había pedido al empleado que le trajera el abrigo. Mientras le ayudaba a ponérselo, dijo a las tres personas presentes:
—Discúlpenme, señores, por desgracia no tengo tiempo de recibirles. Les pido perdón, pero tengo que terminar un negocio urgente y debo salir de inmediato. Ya han visto todo el tiempo que me han tenido ocupado. ¿Serían tan amables de venir mañana o cuando puedan? ¿O quizá prefieren que tratemos el asunto por teléfono? Tal vez prefieran informarme ahora brevemente y yo les daré una respuesta detallada por escrito. Lo mejor sería, sin embargo, que vinieran otro día.
Estas proposiciones de K dejaron a aquellos hombres, que habían esperado inútilmente tanto tiempo, tan asombrados que se miraron mutuamente sin decir palabra.
—Entonces, ¿estamos de acuerdo? —preguntó K, y se volvió hacia el empleado, que traía su sombrero. A través de la puerta abierta del despacho de K se podía ver que nevaba con fuerza. K se subió el cuello del abrigo y se abrochó el último botón.
En ese instante, el subdirector salió de su despacho, miró sonriendo cómo K, con el abrigo puesto, trataba con los señores, y preguntó:
—¿Se va ya, señor gerente?
—Sí —dijo K enderezándose—. Tengo que terminar un negocio.
Pero el subdirector ya se había vuelto hacia los señores.
—¿Y los señores? —preguntó. Ya esperan desde hace tiempo.
—Ya nos hemos puesto de acuerdo —dijo K. Pero los señores ya no se callaron, rodearon a K y explicaron que no habrían esperado tantas horas si sus asuntos no fueran importantes y no fuera necesario tratarlos confidencial y detalladamente. El subdirector les prestó atención, contempló a K, que sostenía el sombrero en la mano y le quitaba el polvo, y dijo:
—Señores, hay una solución muy fácil. Si no tienen nada en contra, asumiré encantado las gestiones del señor gerente. Sus asuntos, naturalmente, deben ser tratados en seguida. Somos hombres de negocios y sabemos valorar en su justa medida el tiempo de los hombres de negocios. ¿Quieren entrar a este despacho? —y abrió la puerta que conducía a su antedespacho.
¡Cómo se las arreglaba el subdirector para apropiarse de todo a lo que K se veía obligado a renunciar! ¿Acaso no renunciaba K a más de lo que era necesario? Mientras se apresuraba a visitar con pocas e inciertas esperanzas a un pintor desconocido, su prestigio allí sufría un daño irreparable. Habría sido mucho mejor quitarse el abrigo y ganarse a los dos señores que aún esperaban. K lo habría intentado si en ese instante no hubiese visto al subdirector en su despacho, buscando en los anaqueles de libros, como si todo fuera suyo. Cuando K, irritado por la intrusión, se aproximó a la puerta, el subdirector exclamó:
—Ah, aún no se ha ido —y volvió el rostro, cuyas arrugas no parecían ser huellas de la edad sino un signo de fuerza, y comenzó de nuevo a buscar.
—Busco la copia de un contrato —dijo—, que, según el representante de la empresa, tendría que estar en su despacho. ¿No quiere ayudarme a buscar?
K dio un paso, pero el subdirector dijo:
—Gracias, ya lo he encontrado —y regresó a su despacho con un paquete de escritos, que no sólo contenía la copia del contrato, sino mucho más.
«Ahora no le puedo hacer sombra —se dijo K—, pero cuando logre arreglar mis dificultades personales, él será el primero en enterarse y además con amargura».
Tranquilizado con estos pensamientos, encargó al empleado, que mantenía abierta para él la puerta del pasillo, que le dijera al director, si se presentaba la ocasión, que había salido a realizar una gestión. Luego abandonó el banco casi feliz de poder dedicarse con exclusividad a su asunto.
Fue directamente a ver al pintor, que vivía en los arrabales, precisamente en la dirección opuesta a donde se encontraba el juzgado en el que había estado. Era un barrio aún más pobre, las casas eran más oscuras, las calles estaban llenas de suciedad, que se acumulaba alrededor de la nieve. En la casa en que vivía el pintor sólo estaba abierta una hoja de la puerta, en la otra habían abierto un agujero, a través del cual, cuando K se aproximó, fluía una repugnante sustancia amarilla y humeante, de la que huyó una rata metiéndose en un canal cercano. A los pies de la escalera había un niño boca abajo que lloraba, pero sus sollozos apenas se oían por el ruido ensordecedor reinante, procedente de un taller de hojalatería, situado en la parte opuesta. La puerta del taller estaba abierta, tres empleados rodeaban una pieza y la golpeaban con martillos. Una gran plancha de hojalata colgaba de la pared y arrojaba una luz pálida que penetraba entre dos de los empleados e iluminaba los rostros y los mandiles. K sólo dedicó una mirada fugaz a ese cuadro, quería salir de allí lo más pronto posible, hacer un par de preguntas al pintor y regresar al banco en seguida. Si alcanzaba el más pequeño éxito, ejercería un buen efecto en su trabajo en el banco. Al llegar al tercer piso tuvo que ir más lento, le faltaba la respiración; los peldaños, así como las escaleras, eran excesivamente altos y el pintor debía de vivir en el ático. El aire también era muy opresivo, no había hueco en la escalera, sino que ésta, muy estrecha, estaba cerrada a ambos lados por muros, en los que sólo de vez en cuando había una pequeña ventana. Precisamente en el momento en el que K se detuvo para descansar, salieron varias niñas de una vivienda y, riéndose, adelantaron a K. Las siguió lentamente, alcanzó a una de las niñas que había tropezado y se había quedado rezagada y le preguntó, mientras las demás seguían subiendo:
—¿Vive aquí un pintor llamado Titorelli?
La niña, de apenas trece años y algo jorobada, le golpeó con el codo y le miró de soslayo. Ni su juventud ni su defecto corporal habían impedido que se corrompiese. Ni siquiera le sonreía, sino que lanzaba a K miradas provocativas. K hizo como si no hubiera notado su actitud y preguntó:
—¿Conoces al pintor Titorelli?
Ella asintió y preguntó a su vez:
—¿Qué quiere usted de él?
A K le pareció ventajoso obtener algo de información sobre Titorelli.
—Quiero que me haga un retrato —dijo él.
—¿Un retrato? —preguntó ella, abrió desmesuradamente la boca, golpeó ligeramente a K con la mano, como si hubiera dicho algo sorprendente o desacertado, se levantó sin más su faldita y corrió todo lo rápido que pudo detrás de las otras niñas, cuyo griterío se fue perdiendo conforme subían. K volvió a encontrarse con las niñas en el siguiente rellano. Aparentemente habían sido informadas por la jorobada y le esperaban. Estaban colocadas a ambos lados de la escalera y se apretaron contra la pared para que K pudiera pasar cómodamente entre ellas. Se limpiaban las manos en sus delantales. Sus rostros, así como su formación en fila, indicaban una mezcla de infantilismo y perdición. Arriba, al final de la hilera de niñas, que se juntaron por detrás de K y rieron, estaba la jorobada, que había tomado el liderato. K tenía que agradecerle haber encontrado con rapidez el camino correcto. Quería seguir subiendo, pero ella le mostró un desvío que conducía a la vivienda de Titorelli. La escalera que tuvo que tomar era aún más estrecha, muy larga, sin giros y finalizaba directamente ante la puerta cerrada de Titorelli. Esa puerta, provista de una pequeña claraboya y, por esta causa, mejor iluminada que la escalera, estaba hecha de tablas ensambladas sin blanquear, en las que estaba pintado con un pincel grueso con pintura roja el nombre de Titorelli. Cuando K, acompañado de su séquito, llegó a la mitad de la escalera, la puerta se abrió, probablemente debido al ruido de los numerosos pasos, y apareció un hombre en pijama.
—¡Oh! —gritó, al ver cómo se acercaba tal cantidad de gente y desapareció. La jorobada aplaudió de alegría y el resto de las niñas empujaron a K para que subiese con mayor rapidez.
Aún no habían llegado, cuando el pintor abrió la puerta del todo invitó a entrar a K con una profunda inclinación. A las niñas, sin embargo, las rechazó. No las quiso dejar pasar por más que se lo suplicaron. Sólo la jorobada logró deslizarse hasta el interior pasando por dejo de su brazo, pero el pintor la persiguió, la cogió por la falda, la sacudió a un lado y a otro y la puso en la puerta con las otras niñas, que, mientras el pintor había estado ausente, no se habían atrevido a cruzar el umbral. K no sabía qué pensar, parecía como si todo fuese una broma. Las niñas estiraron los cuellos y dirigieron al pintor algunas burlas, que K no entendió y de las que también se rió el pintor. Mientras, la jorobada estuvo a punto de escaparse de sus manos. Luego el pintor cerró la puerta, se inclinó una vez más ante K, le estrechó la imano y dijo:
—Pintor Titorelli.
K señaló la puerta, detrás de la cual se oía a las niñas susurrar, y dijo:
—Parece que le quieren mucho en la casa.
—¡Ah, esas pordioseras! —dijo el pintor, que intentó en vano abrocharse el último botón de la camisa del pijama. Estaba descalzo y llevaba puestos unos pantalones de lino amplios y amarillentos, que estaban ajustados a la cintura con un cordel, cuyos largos cabos se balanceaban de un lado a otro.
—Esas pordioseras son una verdadera carga —continuó, dejó de intentar abrocharse el botón, pues había terminado por arrancarlo, acercó una silla para K y casi le obligó a sentarse.
—Hace tiempo pinté a una de ellas, aunque no estaba entre las que usted ha visto, y desde esa vez me persiguen todas. Cuando estoy solo entran si se lo permito, pero cuando me voy siempre entra alguna. Se han hecho una llave de la cerradura y se la prestan unas a otras. No se puede imaginar lo pesadas que son. Una vez vine con una dama para pintarla, abrí la puerta con mi llave y encontré a la jorobada pintándose los labios de rojo con el pincel, mientras sus hermanas pequeñas, a las que tenía que vigilar, andaban por toda la habitación ensuciándolo y revolviéndolo todo. O regreso, como me ocurrió ayer, tarde por la noche —le suplico que, en consideración a ello, perdone mi estado y el desorden de la habitación—, quiero irme a la cama y de repente noto un pellizco en la pierna, miro debajo de la cama y saco a una de esas pordioseras. No entiendo por qué la han tomado conmigo, pues intento rechazarlas, ya lo ha visto usted. Naturalmente que estorban mi trabajo. Si no hubieran puesto gratuitamente a mi disposición este estudio ya me habría mudado hace tiempo.
Precisamente en ese momento se oyó a través de la puerta una vocecita suave y temerosa:
—Titorelli, ¿podemos pasar ya? El pintor no respondió.
—¿Yo tampoco? —preguntó otra de las niñas.
—Tampoco —dijo el pintor, se acercó a la puerta y la cerró con llave.
K, mientras tanto, se había dedicado a examinar la habitación, jamás podría haberse imaginado que aquel cuartucho pudiera recibir el nombre de estudio. Apenas se podían dar dos pasos a lo largo y a lo ancho. Todo, suelo, paredes y techo, era de madera, entre las tablas había resquicios. Frente a K estaba situada la cama, cubierta con mantas de distinto color. En medio de la habitación, sobre un caballete, había un cuadro cubierto con una camisa, cuyas mangas llegaban hasta el suelo. Detrás de K estaba la ventana, pero la niebla no permitía ver más que la nieve acumulada en el tejado de la casa de enfrente.
El ruido de la llave al girar recordó a K que quería irse lo más pronto posible. Así que sacó del bolsillo la carta del fabricante, se la dio al pintor y dijo:
—Me la ha dado un conocido suyo y, siguiendo su consejo, he venido a visitarle.
El pintor leyó la carta fugazmente y la arrojó sobre la cama. Si el fabricante no hubiera hablado del pintor como de un conocido suyo, como un pobre hombre dependiente de sus limosnas, se hubiera podido creer que Titorelli no conocía al fabricante o no se acordaba de él. Por añadidura, el pintor preguntó:
—¿Desea comprar algún cuadro o quiere que le haga un retrato?
K miró con asombro al pintor. ¿Qué es lo que había escrito el fabricante en la carta? K había considerado evidente que el fabricante informaría al pintor en la carta de que K sólo tenía interés en preguntar acerca de su proceso. ¿Se había precipitado al venir de un modo tan rápido e irreflexivo? Pero ahora tenía que responder al pintor. Mientras miraba hacia el caballete, dijo:
—¿Está trabajando en un cuadro?
—Sí —dijo el pintor, y arrojó la camisa, que colgaba sobre el caballete, en la cama, sobre la carta—. Es un retrato. Un buen trabajo, pero aún no está terminado.
La ocasión era propicia para que K hablase sobre el tribunal, pues, según todas las apariencias, se trataba del retrato de un juez. Además, era muy similar al que había en el despacho del abogado. No obstante, era otro juez, un hombre gordo con barba poblada y negra que le cubría por completo las mejillas, pero el del despacho del abogado era un retrato al óleo, mientras que éste era al pastel, por lo que la figura aparecía imprecisa y difuminada. Todo lo demás era similar, pues también aquí el juez quería que lo pintaran en el momento de incorporarse con actitud amenazadora, aferrando con fuerza los brazos del sitial.
«Es un juez», hubiera querido decir K de inmediato, pero se contuvo y se aproximó al cuadro como si quisiera estudiar algunos detalles. No pudo aclararse la presencia de una gran figura detrás del sitial, así que le preguntó al pintor sobre su significado.
—Tengo que trabajar más en ella —respondió el pintor, cogió un lápiz para pintar al pastel y realzó un poco el contorno de la figura, pero sin que apareciese más precisa para K.
—Es la justicia —dijo finalmente el pintor.
—Ahora la reconozco —dijo K. Ahí está la venda y aquí la balanza. Pero posee alas en los talones y está en movimiento.
—Sí —dijo el pintor—, pero la tengo que pintar así por encargo, en realidad representa al mismo tiempo a la justicia y a la diosa de la victoria.
—No es una buena combinación —dijo K sonriendo—. La justicia debería estar quieta, si no oscilaría la balanza y entonces no sería posible una sentencia justa.
—Me tengo que adaptar a los gustos de mi cliente —dijo el pintor.
—Sí, claro —dijo K, que no había querido molestar al pintor con su indicación—. Ha pintado la figura tal y como aparece detrás del sitial.
—No —dijo el pintor—, no he visto ni la figura ni el sitial, todo es pura invención, pero me indicaron qué es lo que tenía que pintar.
—¿Cómo? —preguntó K, y fingió que no comprendía del todo lo que decía el pintor—. Pero se trata de un juez sentado en un sitial de juez.
—Sí —dijo el pintor—, pero no es ningún juez supremo y jamás se ha sentado en un sitial así.
—¿Y, no obstante, se hace pintar en una actitud tan solemne? Parece el presidente de un tribunal supremo.
—Sí, los señores son vanidosos —dijo el pintor—. Pero tienen permiso de sus superiores para pintarse así. A cada uno de ellos se le prescribe con exactitud cómo se le tiene que retratar. Por desgracia, en el cuadro no se pueden apreciar los detalles del traje y del sitial, la pintura al pastel no es adecuada para este tipo de retratos.
—Sí —dijo K—, es extraño que lo haya tenido que pintar al pastel.
—Así lo ha querido el juez —dijo el pintor—, es para una dama.
La contemplación del cuadro parecía haber infundido ganas de trabajar en el pintor. Se subió las mangas de la camisa, cogió unos lápices K observó cómo bajo la punta temblorosa del lápiz iba surgiendo alrededor de la cabeza del juez una sombra rojiza que, adoptando una forma estrellada, llegaba hasta los bordes del cuadro. Paulatinamente, juego de sombras que rodeaba la cabeza se convirtió en una suerte de adorno honorífico. La figura que representaba a la justicia quedó de una tonalidad clara, y esa claridad la hacía resaltar, pero apenas recordaba a la diosa de la justicia, aunque tampoco a la de la victoria, más bien se parecía a la diosa de la caza. K se sintió atraído por el trabajo del pintor más de lo que hubiese querido. Al final, sin embargo, se hizo reproches por haber permanecido allí tanto tiempo y no haber emprendido nada en lo referente a su asunto.
—¿Cómo se llama ese juez? —preguntó de repente.
—No se lo puedo decir —respondió el pintor. Se había inclinado hacia el cuadro y descuidaba claramente a su huésped, al que, sin embargo, había recibido con tanta consideración. K lo atribuyó a un cambio de humor y se enojó porque debido a esa causa estaba perdiendo el tiempo.
—¿Es usted un hombre de confianza del tribunal? —preguntó.
El pintor dejó el lápiz a un lado, se irguió, se frotó las manos y miró a K sonriente.
—Bueno, vayamos al grano —dijo él. Usted quiere saber algo del tribunal, como consta en su carta de recomendación, y ha comenzado a hablar sobre mis cuadros para halagarme. Pero no lo tomo a mal, usted no puede saber que para mí eso es una impertinencia. ¡Oh, por favor! —dijo en actitud defensiva, cuando K quiso objetar algo, y continuó:
—Por lo demás, usted tiene razón con su indicación, soy un hombre de confianza del tribunal.
Hizo una pausa, como si quisiera dejarle tiempo a K para adaptarse a las circunstancias. Se oyó otra vez a las niñas detrás de la puerta. Era probable que se estuvieran peleando por mirar a través del ojo de la cerradura, aunque también era probable que pudieran ver a través de los resquicios. K decidió no disculparse, pues no quería que el pintor cambiase de tema, pero tampoco quería que el pintor se ufanase y se creyera inalcanzable, así que preguntó:
—¿Es un puesto reconocido oficialmente?
—No —dijo el pintor brevemente, como si con esa pregunta le impidiese continuar hablando. Pero K no quería que se callase y dijo:
—Bueno, con frecuencia ese tipo de puestos no reconocidos son más influyentes que los otros.
—Ése es mi caso —dijo el pintor, y asintió con la frente arrugada—. Ayer hablé con el fabricante sobre su problema, me preguntó si no quería ayudarle, yo respondí: «Puede venir a mi casa si quiere», y ahora estoy encantado de poder recibirle tan pronto. Parece que el asunto le afecta bastante y no me extraña. ¿No desea quitarse antes el abrigo?
Aunque K tenía previsto quedarse muy poco tiempo, aceptó de buen grado la proposición del pintor. El aire de la habitación le resultaba opresivo, con frecuencia había dirigido su mirada asombrada hacia una estufa de hierro, situada en una esquina, y que con toda seguridad estaba apagada. El bochorno en la habitación era inexplicable. Mientras se quitaba el abrigo y se desabrochaba la chaqueta, el pintor le dijo con un tono de disculpa:
—Tengo que tener la habitación templada. Se está muy confortable, ¿verdad? La habitación está muy bien situada.
K no dijo nada, no era el calor lo que le molestaba, sino el aire, tan enrarecido que dificultaba la respiración; era ostensible que hacía mucho tiempo que no ventilaban la habitación. Esta sensación desagradable se intensificó, ya que el pintor le invitó a sentarse en la cama, mientras él se sentaba en la única silla de la habitación, frente al caballete. Además, el pintor interpretó mal por qué K quería permanecer al borde de la cama, ya que le pidió que se pusiera cómodo y, como K dudase, se acercó él mismo y le puso en medio de la cama con los almohadones. A continuación, regresó a su silla y le hizo la primera pregunta, cuyo efecto fue que K olvidase todo lo demás:
—¿Es usted inocente? —preguntó.
—Sí —dijo K—. La respuesta a esta pregunta le causó alegría, especialmente porque la respondió ante un particular, es decir sin asumir responsabilidad alguna. Nadie hasta ese momento le había preguntado de un modo tan directo. Para disfrutar de esa alegría, añadió:
—Soy completamente inocente.
—Bien —dijo el pintor, bajó la cabeza y pareció reflexionar. De repente subió la cabeza y dijo:
—Si usted es inocente, entonces el caso es muy fácil.
La mirada de K se nubló, ese supuesto hombre de confianza del tribunal hablaba como un niño ignorante.
—Mi inocencia no simplifica el caso —dijo K, que, a pesar de todo, tuvo que reír, sacudiendo lentamente la cabeza—. Todo depende de muchos detalles, en los que el tribunal se pierde. Al final, sin embargo, descubre un comportamiento culpable donde originariamente no había nada.
—Sí, cierto, cierto —dijo el pintor, como si K estorbase innecesariamente el curso de sus pensamientos—. Pero usted es inocente.
—Bueno, sí —dijo K.
—Eso es lo principal —dijo el pintor.
No había manera de influir en él con argumentos en contra; a pesar de su resolución, K no sabía si hablaba así por convicción o por indiferencia. K quiso comprobarlo, así que dijo:
—Usted conoce este mundo judicial mucho mejor que yo, yo no sé más que lo que he oído aquí y allá, aunque lo oído procedía de personas muy distintas. Todos coinciden en que no se acusa a nadie a la ligera y que el tribunal, cuando acusa a alguien, está convencido de la culpa del acusado y que es muy difícil hacer que abandone ese convencimiento.
—¿Difícil? —preguntó el pintor, y elevó una mano—. Nunca se le puede disuadir. Si pintase a todos los jueces aquí en la pared, uno al lado del otro, y usted se defendiese ante ellos, tendría más éxito que ante un tribunal real.
—Sí —dijo K para sí mismo y olvidó que sólo había querido sondear un poco al pintor.
Una de las niñas volvió a preguntar a través de la puerta:
—Titorelli, ¿se irá pronto?
—¡Callaos! —gritó el pintor hacia la puerta—, ¿acaso no veis que estoy hablando con este señor?
Pero la muchacha no quedó satisfecha con esa respuesta, así que preguntó:
—¿Le vas a pintar?
Y cuando no recibió respuesta del pintor, añadió:
—Por favor, no pintes a un hombre tan feo.
A estas palabras siguió una confusión de exclamaciones incomprensibles aunque aprobatorias. El pintor dio un salto hacia la puerta, la abrió un resquicio se podían ver las manos extendidas de las niñas en actitud de súplica, y dijo:
—Si no os calláis, os arrojo a todas por la escalera. Sentaos aquí, en el escalón, y comportaos bien.
No debieron de seguir sus instrucciones, así que tuvo que impartirles órdenes.
—¡Aquí, en el escalón!
Sólo entonces se callaron.
—Disculpe —dijo el pintor cuando regresó.
K apenas se había vuelto hacia la puerta, había dejado a su discreción si quería protegerle y cómo. Tampoco se movió cuando el pintor se acercó hasta él y se inclinó para decirle algo al oído:
—También las niñas pertenecen al tribunal.
—¿Cómo? —preguntó K, que inclinó el rostro y miró al pintor. Éste, sin embargo, se sentó de nuevo y añadió medio en serio medio en broma:
—Todo pertenece al tribunal.
—No lo había notado —dijo K brevemente.
La indicación general del pintor al señalar a las niñas quitaba a la información toda su carga inquietante. No obstante, K contempló un rato la puerta, detrás de la cual permanecían las niñas, ya calladas y sentadas en el escalón. Una de ellas había introducido una pajita por una de las ranuras entre las tablas y la metía y sacaba lentamente.
—Por lo que parece aún no se ha hecho una idea del tribunal —dijo el pintor, que había estirado las piernas y golpeaba el suelo con las puntas de los pies—. No necesitará ser inocente. Yo mismo le sacaré del problema.
—¿Y como pretende conseguirlo? —preguntó K—. Hace poco usted me ha dicho que el tribunal es inaccesible a cualquier tipo de argumentación.
—Inaccesible a cualquier argumentación que se plantee ante él —dijo el pintor, y elevó el dedo índice como si K no hubiese percibido la sutil diferencia—. Pero esa regla pierde su validez cuando se argumenta a espaldas del tribunal oficial, es decir en los despachos de los asesores, en los pasillos o, por ejemplo, aquí, en mi estudio.
Lo que el pintor acababa de decir no le pareció a K tan descabellado, todo lo contrario, coincidía con lo que le habían contado otras personas. Incluso parecía otorgar muchas esperanzas. Si los jueces se dejaban influir tan fácilmente por sus relaciones personales, como el abogado había manifestado, entonces las relaciones del pintor con los vanidosos jueces eran muy importantes y de ninguna manera se podían menospreciar. En ese caso el pintor se adaptaba perfectamente al círculo de ayudantes que K paulatinamente iba reuniendo a su alrededor. Una vez habían elogiado en el banco su talento organizador, aquí, en una situación en la que dependía exclusivamente de sí mismo, había una buena oportunidad para ponerlo a prueba. El pintor observó el efecto que su aclaración había ejercido en K y dijo, no sin cierto temor:
—¿No le llama la atención que hablo casi como un jurista? Es por el trato ininterrumpido con los señores del tribunal, que tanto me ha influido. Por supuesto, saco muchos beneficios de ello, pero el impulso artístico se pierde en parte.
—¿Cómo entró en contacto con los jueces? —preguntó K. Quería ganarse primero la confianza del pintor, antes de tomarlo a su servicio.
—Muy fácil —dijo el pintor—, he heredado mi posición. Ya mi padre fue pintor judicial. Es un puesto hereditario. No se necesitan nuevas personas que ejerzan el oficio. Para pintar a los distintos grados de funcionarios se han promulgado tantas reglas secretas y, además, tan complejas, que no se pueden dominar fuera de determinadas familias. Por ejemplo, ahí, en el cajón, tengo los apuntes de mi padre, que no enseño a nadie. Sólo el que los conoce está capacitado para pintar a los jueces. Aun en el caso de que los perdiera, guardo en la memoria tal cúmulo de reglas que nadie podría aspirar a ocupar mi puesto. Los jueces quieren que se les pinte como se pintó a los jueces en el pasado, y eso sólo lo puedo hacer yo.
—Eso es digno de envidia —dijo K, que pensó en su puesto en el banco. Su posición, por consiguiente, es inalterable.
—Sí, inalterable —dijo el pintor, y alzó los hombros con orgullo—. Por eso mismo me puedo atrever de vez en cuando a ayudar a algún pobre hombre que tiene un proceso.
—Y, ¿cómo lo hace? —preguntó K, como si no fuera él a quien el pintor había llamado pobre hombre. El pintor, sin embargo, no se dejó interrumpir, sino que dijo:
—En su caso, por ejemplo, ya que usted es completamente inocente, emprenderé lo siguiente.
A K le comenzaba a resultar molesta la repetida mención de su inocencia. Le parecía que el pintor, con esas indicaciones, hacía depender su ayuda de un resultado positivo del proceso, en cuyo caso la ayuda carecería de cualquier valor. A pesar de esta duda, K se dominó y no interrumpió al pintor. No quería renunciar a su ayuda, estaba decidido, además le parecía que esa ayuda no era más cuestionable que la del abogado. K incluso la prefirió, pues era más inofensiva y sincera que esta última.
El pintor había acercado la silla a la cama y continuó con voz apagada:
—He olvidado preguntarle al principio qué tipo de absolución prefiere. Hay tres posibilidades, la absolución real, la absolución aparente y la prórroga indefinida. La absolución real es, naturalmente, la mejor, pero no tengo ninguna influencia para lograr esa solución. Aquí decide, con toda probabilidad, la inocencia del acusado. Como usted es inocente, podría confiar en alcanzarla, pero entonces no necesitaría ni mi ayuda ni la de cualquier otro.
Esta gama de posibilidades desconcertó al principio a K, luego dijo también en voz baja, como había hablado el pintor:
—Creo que se contradice.
—¿Por qué? —preguntó el pintor con actitud paciente, y se reclinó sonriente.
Esa sonrisa despertó en K la impresión de que no se proponía cubrir contradicciones en las palabras del pintor, sino en el mismo procedimiento judicial. No obstante, continuó:
—Hace poco comentó que el tribunal es inaccesible para todo tipo de argumentación, después ha limitado la validez de ese principio al tribunal oficial y ahora dice, incluso, que el inocente no necesita ayuda alguna ante el tribunal. Ahí se produce una contradicción. Además, antes ha dicho que se puede influir personalmente en los jueces, pero ahora pone en duda que se pueda llegar a la absolución real, como usted la llama, mediante una influencia personal. Ahí se incurre en una segunda contradicción.
—Esas contradicciones son fáciles de aclarar —dijo el pintor—. Aquí está hablando de dos cosas distintas, de lo que la ley establece y de lo que yo he experimentado personalmente; no debe confundir ambas cosas. En la ley, aunque yo no lo he leído, se establece por una parte que el inocente tiene que ser absuelto, pero por otra parte no se establece que los jueces puedan ser influidos. No obstante, yo he experimentado lo contrario. No he sabido de ninguna absolución real, pero he conocido muchas influencias. Es posible que en los casos que he conocido no se diera la inocencia del acusado. Pero, ¿no es acaso improbable que en tantos casos no haya ni uno solo en el que el acusado haya sido inocente? Ya cuando era niño escuchaba a mi padre cuando contaba algo de los procesos, también los jueces hablaban sobre procesos cuando le visitaban en su estudio, en nuestro círculo no se hablaba de otra cosa, siempre que tuve la oportunidad de ir a los juicios, siempre la aproveché, he presenciado innumerables procesos y he seguido sus distintas fases, tanto como era posible y, lo debo reconocer, no he conocido ninguna absolución real.
—Así pues, ninguna absolución —dijo K como si hablase consigo mismo y con sus esperanzas—. Eso confirma la opinión que tengo del tribunal. Tampoco por esa parte tiene sentido. Un único verdugo podría sustituir a todo el tribunal.
—No debe generalizar —dijo el pintor insatisfecho—, sólo he hablado de mis experiencias.
—Eso basta —dijo K—, ¿o acaso ha oído de absoluciones en otros tiempos?
—Ha debido de haber ese tipo de absoluciones —respondió el pintor—. Pero es difícil constatarlo. Las sentencias definitivas del tribunal no se hacen públicas, ni siquiera son accesibles para los jueces, por eso sólo se han conservado leyendas sobre casos judiciales antiguos. Estas leyendas, en su mayoría, contienen absoluciones reales, se puede creer en ellas, pero no se pueden demostrar. No obstante, no se deben descuidar, contienen una cierta verdad, y son muy bellas, yo mismo he pintado varios cuadros que tienen como tema esas leyendas.
—Simples leyendas no pueden hacerme cambiar de opinión —dijo K—, ¿acaso se pueden invocar esas leyendas en juicio?
El pintor rió.
—No, no se puede —dijo.
—Entonces es inútil hablar de ellas —dijo K. Quería aceptar provisionalmente todas las opiniones del pintor, aun en el caso de considerarlas improbables o que contradijeran otros informes. Ahora no disponía del tiempo preciso para analizar todo lo que el pintor había dicho y constatarlo o refutarlo de acuerdo con la verdad. Se daría por satisfecho si lograse que el pintor le ayudase incluso de una manera no decisiva. Así que dijo:
—Dejemos entonces la absolución real. Usted mencionó otras dos posibilidades.
—La absolución aparente y la prórroga indefinida. Sólo hay estas dos posibilidades —dijo el pintor—. Pero, ¿no quiere quitarse la chaqueta antes de que continuemos? Parece que tiene calor.
—Sí —dijo K, que hasta ese momento sólo había prestado atención a las explicaciones del pintor, pero que ahora, al recordársele el calor, sintió cómo el sudor bañaba su frente—. El calor es casi insoportable.
El pintor asintió como si entendiese perfectamente el malestar de K.
—¿No se puede abrir la ventana? —preguntó K.
—No —dijo el pintor—. No es más que un vidrio fijo, no se puede abrir.
Ahora se daba cuenta K de que todo el tiempo había alimentado la esperanza de que el pintor, o él mismo, se levantaría y abriría la ventana. Estaba incluso preparado para respirar la niebla a todo pulmón. La sensación de estar allí encerrado le produjo un mareo. Golpeó ligeramente la cama con la mano y dijo con voz débil:
—Es un ambiente opresivo e insano.
—¡Oh, no! —dijo el pintor en defensa de su ventana—. Precisamente porque no se puede abrir mantiene mejor el calor que una ventana doble. Si quiero airear, lo que no es muy necesario, pues penetra aire suficiente por los resquicios de las tablas, puedo abrir una de las puertas o ambas.
K, consolado un poco por esa explicación, miró en torno para descubrir esa segunda puerta. El pintor lo notó y dijo:
—Está detrás de usted. La tuve que tapar con la cama.
Ahora vio K la pequeña puerta en la pared.
—Esto es muy pequeño para ser un estudio —dijo el pintor, como si quisiera salir al paso de una crítica de K—. Tuve que instalarme como pude. La cama, justo delante de la puerta, está, naturalmente, en un mal lugar. El juez al que estoy retratando, por ejemplo, entra siempre por la puerta de la cama y le he dado una llave para que cuando no esté yo en casa pueda esperarme. Pero suele venir por la mañana temprano, cuando aún duermo. Naturalmente me despierta siempre del sueño más profundo cuando abre la puerta. Le perdería el respeto a todos los jueces si oyera las maldiciones con las que le recibo cuando se sube a mi rama tan temprano. Le podría quitar la llave, pero con eso sólo conseguiría enojarle. Todas las puertas de esta casa se podrían sacar de sus quicios sin hacer muchos esfuerzos.
Mientras hablaba el pintor, K pensaba si se debía quitar la chaqueta, finalmente reconoció que si no lo hacía sería incapaz de permanecer allí por más tiempo, así que se la quitó y la puso sobre sus rodillas para podérsela poner en cuanto terminara la conversación. Apenas se había quitado la chaqueta, una de las niñas gritó:
—¡Ya se ha quitado la chaqueta! —y se oyó cómo todas se apresuraban a mirar por las rendijas para contemplar el espectáculo.
—Las niñas —dijo el pintor— creen que le voy a pintar y que por eso se desnuda.
—¡Ah, ya! —dijo K poco animado, pues no se sentía mucho mejor que antes aunque estuviera sentado en mangas de camisa. Casi de mal humor preguntó:
—¿Cómo denominó las otras dos posibilidades?
Ya había olvidado las expresiones que el pintor había empleado.
—La absolución aparente y la prórroga indefinida —dijo el pintor—. Usted elige. Ambas se pueden lograr con mi ayuda, naturalmente no sin esfuerzo, la diferencia en este sentido radica en que la absolución aparente requiere un esfuerzo intermitente y concentrado, mientras que la prórroga, uno más débil, pero continuado. Bien, comencemos por la absolución aparente. Si eligiese ésta, escribiré en un papel una confirmación de su inocencia. El texto para una confirmación así lo he heredado de mi padre y resulta irrefutable. Con esa confirmación hago una ronda con los jueces que conozco. Por ejemplo, comienzo hoy por la noche con el juez al que estoy pintando, cuando venga a la sesión. Le presento la confirmación, le aclaro que usted es inocente y me hago garante de su inocencia. Pero no se trata de una garantía superficial o ficticia, sino real y vinculante.
En la mirada del pintor había un aire de reproche por el hecho de que K le cargase con esa responsabilidad.
—Sería muy amable de su parte —dijo K—. ¿Y el juez, en el caso de que le creyera, tampoco me absolvería realmente?
—Como ya le dije —respondió el pintor—. Pero tampoco es seguro que todos me crean, algún juez reclamará, por ejemplo, que le conduzca hasta él. Entonces no le quedará otro remedio que venir. En un su puesto así, se puede decir que la causa está casi ganada, especialmente porque antes le informaré de cómo tiene que comportarse ante el juez. Peor resulta con aquellos jueces que no me atienden desde el principio, esto también puede ocurrir. Nos veremos obligados a renunciar a ellos, aunque no falten algunos intentos, pero podemos permitirnos ese lujo, que unos cuantos jueces aislados no son decisivos. Si consigo un número suficiente de firmas de jueces en esta confirmación de inocencia, entonces voy a ver al juez que lleva su caso. Es posible que tenga ya su firma, en ese supuesto, todo va un poco más rápido. En general ya no hay muchos más impedimentos, ha llegado el momento para que el acusado tenga una gran confianza. Es extraño, pero cierto, la gente se encuentra en esa fase más confiada que después de la absolución. Ya no necesario esforzarse más. El juez posee en la confirmación de inocencia la garantía de un número de jueces y puede absolver sin preocuparse. Así lo hará, sin duda, para hacerme un favor a mí y a otros conocidos, después de realizar algunas formalidades. Usted sale del ámbito tribunal y es libre.
—Entonces soy libre —dijo K indeciso.
—Sí —dijo el pintor—, pero sólo libre en apariencia o, mejor dicho, libre provisionalmente. La judicatura inferior, a la que pertenecen mis conocidos, no posee el derecho a otorgar una absolución definitiva, este derecho sólo lo posee el tribunal supremo, inalcanzable para usted, para mí y para todos nosotros. No sabemos lo que allí pasa y, dicho sea de paso, tampoco lo queremos saber. Nuestros jueces carecen del gran derecho a liberar de la acusación, pero entre sus competencias está la de poder desprenderle de ella. Eso quiere decir que si obtiene este tipo de absolución, queda liberado momentáneamente de la acusación, pero pende aún sobre usted y puede suceder, si llega la orden desde arriba, que entre en vigor de inmediato. Como tengo tan buenos contactos con el tribunal, puedo decirle también cómo se refleja exteriormente en los reglamentos de la Administración de Justicia la diferencia entre una absolución real y otra aparente. En caso de una absolución real, se deben reunir todas las actas procesales, desaparecen por completo del procedimiento, todo se destruye, no sólo la acusación, sino también todos los escritos procesales, incluida la absolución. En la absolución aparente ocurre de un modo algo diferente. No se produce ninguna modificación más de las actas, a ellas se añaden la confirmación de inocencia, la absolución y el fundamento de la absolución. Por lo demás, las actas continúan en el proceso, se trasladan, como exige el continuo trámite administrativo, a los tribunales supremos, vuelve a los inferiores, y oscila entre unos y otros con mayor o menor fluidez Esos caminos son impredecibles. Considerado desde el exterior, se podría llegar a la conclusión de que todo se ha olvidado hace tiempo, que las actas se han perdido y que la absolución es completa. Un especialista no lo creerá jamás. No se pierden las actas, el tribunal no olvida. Un día —nadie lo espera—, un juez cualquiera toma el acta, le presta poco de atención, comprueba que la acusación aún está en vigor y ordena la detención inmediata. He dado a entender que entre la absolución aparente y la nueva detención transcurre un largo periodo de tiempo, es posible y conozco algunos casos, pero también es posible que el absuelto llegue a su casa de los tribunales y ya allí le esperen unos emisarios para detenerle de nuevo. Entonces, por supuesto, se ha terminado la vida en libertad.
—¿Y el proceso comienza otra vez? —preguntó K incrédulo.
—Así es —dijo el pintor—, el proceso comienza de nuevo, y también existe la posibilidad, como al principio, de obtener una absolución aparente. Hay que concentrar otra vez todas las fuerzas y no rendirse.
Lo último lo dijo el pintor probablemente guiado por la impresión de que el ánimo de K se había hundido.
—Pero, ¿no resulta más difícil obtener la segunda absolución que la primera? —preguntó K, como si quisiera anticiparse a alguna de las revelaciones del pintor.
—No se puede decir nada seguro al respecto —dijo el pintor—. ¿Quiere decir si el juez se puede ver influido desfavorablemente en su sentencia por la primera detención? No, ése no es el caso. Los jueces ya han previsto la detención en el momento de dictar la absolución. Esa circunstancia apenas tiene efecto. Pero otros muchos motivos pueden influir ahora en el humor del juez y en su enjuiciamiento jurídico del caso, y los esfuerzos se tendrán que adaptar a las nuevas circunstancias, siendo necesario, por supuesto, actuar con la misma fuerza y decisión que antes de la primera absolución.
—Pero esa segunda absolución tampoco es definitiva —dijo K, y giró la cabeza con actitud de rechazo.
—Por supuesto que no —dijo el pintor—, a la segunda absolución sigue la tercera detención; a la tercera absolución, la cuarta detención, Esto está implícito en el mismo concepto de absolución aparente.
K permaneció en silencio.
—La absolución aparente no le resulta muy ventajosa, ¿verdad? —dijo el pintor—. Tal vez prefiera la prórroga indefinida. ¿Desea que le are en qué consiste la prórroga indefinida?
K asintió con la cabeza.
El pintor se había reclinado cómodamente en la silla, su camisa del pijama estaba abierta y se rascaba el pecho con la mano.
—La prórroga —dijo el pintor, y miró un momento ante sí como si buscara las palabras adecuadas—, la prórroga consiste en que el proceso se mantiene de un modo duradero en una fase preliminar. Para lograrlo es necesario que el acusado y el ayudante, sobre todo el ayudante, permanezca continuamente en contacto personal con el tribunal. Repito, aquí no es necesario gastar tantas energías como para lograr una absolución aparente y, sin embargo, sí es necesario prestar una mayor atención. No se puede perder de vista el proceso, hay que ir a ver al juez competente en periodos de tiempo regulares y, además, en ocasiones especiales, y hay que intentar mantenerlo contento. Si no se conoce personalmente al juez, se puede intentar influir en él a través de otros jueces, sin por ello renunciar a las entrevistas personales. Si no se descuida nada a este respecto, se puede decir con bastante certeza que el proceso no pasará de su primera fase. El proceso, sin embargo, no se detiene, pero el acusado queda casi tan a salvo de una condena como si estuviera libre. Frente a la absolución aparente, la prórroga indefinida tiene la ventaja de que el futuro del acusado es menos incierto, evita los sustos de las detenciones repentinas y no tiene que temer, precisamente en aquellos periodos en que sus circunstancias son inapropiadas, los esfuerzos y las irritaciones que cuestan el logro de la absolución aparente. No obstante, la prórroga también posee ciertas desventajas para el acusado que no se deben subestimar. Y no pienso en que aquí el acusado nunca es libre, pues tampoco lo es, en un sentido estricto, en la absolución aparente. Se trata de otra desventaja. El proceso no se puede detener sin que, al menos, haya motivos aparentes para ello. Por lo tanto, y de cara al exterior, tiene que suceder algo en el proceso. Así pues, de vez en cuando se tomarán algunas disposiciones, se interrogará al acusado, se realizarán algunas investigaciones, etc. El proceso debe girar dentro de los estrechos límites a los que se le ha reducido artificialmente. Eso produce algunas molestias al acusado, que, sin embargo tampoco debe imaginarse que son tan malas. Todo es de cara al exterior; los interrogatorios, por ejemplo, son muy cortos, cuando se tiene poco tiempo o, simplemente, no se tienen ganas de comparecer, sé puede faltar presentando una disculpa, incluso con algunos jueces se pueden fijar de antemano las fechas de determinadas formalidades, se trata, en definitiva, ya que uno es un acusado, de presentarse ante el juez competente de vez en cuando.
Ya durante las últimas palabras K se había colocado la chaqueta en el brazo y se había levantado.
—¡Se ha levantado! —gritaron en seguida al otro lado de la puerta.
—¿Ya se quiere ir? —preguntó el pintor también levantándose—. Seguro que es el aire viciado por lo que se va. Me resulta muy desagradable. Me quedaban más cosas por decirle, tenía que haber abreviado. Espero que me haya comprendido.
—¡Oh, sí! —dijo K, al que le dolía la cabeza por el esfuerzo realizado para escuchar. No obstante esta confirmación, el pintor se lo resumió otra vez, como si quisiera que K se llevase consigo algún consuelo.
Ambos métodos tienen en común que impiden una condena del acusado.
—Pero también impiden la absolución real —dijo K en voz baja, como si se avergonzase de haberlo descubierto.
—Ha comprendido el meollo del asunto —dijo el pintor con rapidez.
K puso la mano en el abrigo, pero no podía decidirse a ponérselo. Le hubiera gustado recogerlo todo y salir a respirar el aire fresco. Tampoco las niñas le motivaban a vestirse, por más que desde el principió se gritaran entre ellas que se estaba vistiendo. El pintor intentó conocer el estado de ánimo de K, así que dijo:
—No se ha decidido respecto a mis proposiciones. Lo apruebo. Lo mismo le hubiera desaconsejado que se decidiera en seguida. Las ventajas y las desventajas son nimias. Hay que valorarlo todo con exactitud.
—Le volveré a visitar pronto —dijo K, que con decisión repentina puso la chaqueta, se echó el abrigo sobre los hombros y se apresuró hacia la puerta. Las niñas, al advertirlo, comenzaron a gritar.
—Pero debe mantener su palabra —dijo el pintor, que le había seguido, si no, me presentaré en su banco y preguntaré por usted.
—Abra la puerta —dijo K, al notar cómo las niñas hacían fuerza en el picaporte.
—¿Acaso quiere que las niñas le molesten? Salga mejor por la otra puerta —y señaló la puerta situada detrás de la cama.
K estuvo de acuerdo y retrocedió hasta la cama. Pero el pintor, en vez de abrir la puerta, se metió debajo de la cama y preguntó desde allí:
—¿No quiere ver un cuadro que le podría vender?
K no quería ser descortés, el pintor se había portado bien y le había prometido seguir ayudándole, además K se había olvidado de hablar sobre la recompensa por la ayuda, por este motivo no pudo zafarse y dejó que le mostrara el cuadro, aunque temblase de impaciencia por salir del estudio. El pintor sacó de debajo de la cama un montón de cuadros sin enmarcar tan llenos de polvo que, cuando el pintor sopló sobre el primero, K estuvo un tiempo sin poder respirar ni ver bien.
—Un paisaje de landa —dijo el pintor, y alcanzó el cuadro a K. Representaba unos árboles débiles, muy alejados entre sí, rodeados de hierba oscura. En segundo plano se veía un policromo crepúsculo.
—Muy bonito —dijo K—, lo compro.
K se había expresado con tal brevedad de una forma impensada. Por eso se alegró cuando el pintor en vez de tomarlo a mal, levantó otro cuadro del suelo.
—Aquí tiene un contraste con el anterior —dijo el pintor.
Se habría concebido como un contraste, pero no había la más mínima diferencia con el anterior, ahí estaban los árboles, la hierba y en el fondo el crepúsculo. Pero a K no le importaba.
—Son paisajes muy bonitos —dijo—. Se los compro. Los colgaré en mi despacho.
—Parece que el motivo le gusta. Casualmente tengo un tercer cuadro similar.
No era similar, más bien se trataba de un paisaje idéntico. El pintor aprovechaba la oportunidad para vender cuadros viejos.
—También lo compro —dijo K—. ¿Cuánto cuestan los tres cuadros?
—Ya hablaremos de eso —dijo el pintor—. Ahora tiene prisa, pero vamos a permanecer en contacto. Por lo demás, me alegra que le hayan gustado los cuadros. Le daré todos los que tengo debajo de la cama. Todos son paisajes de landa, ya he pintado muchos. Hay personas que les tienen cierta aversión porque son melancólicos, otros, sin embargo, entre los que usted se cuenta, aman precisamente esa melancolía. Pero K ya no tenía ganas de oír las experiencias profesionales del pintor pedigüeño.
—Empaquete los cuadros —exclamó, interrumpiendo al pintor—, mañana vendrá mi ordenanza y los recogerá.
—No es necesario —dijo el pintor—. Creo que podré conseguir que alguien se los lleve ahora.
Finalmente, salió de debajo de la cama y abrió la puerta.
—Súbase a la cama —dijo el pintor—, lo hacen todos los que entran.
K tampoco habría tenido ninguna consideración si el pintor no hubiese dicho nada. En realidad ya tenía puesto un pie encima de la cama, pero entonces se quedó mirando hacia la puerta abierta y volvió a retirar el pie.
—¿Qué es eso? —preguntó al pintor.
—¿De qué se asombra? —preguntó éste, asombrado a su vez—. Son dependencias del tribunal. ¿No sabía que aquí había dependencias judiciales? Este tipo de dependencias las hay en prácticamente todas las buhardillas, ¿por qué habrían de faltar aquí? También mi estudio pertenece a las dependencias del tribunal, éste es el que lo ha puesto a mi disposición.
K no se horrorizó tanto por haber encontrado allí unas dependencias judiciales, sino por su ignorancia en asuntos relacionados con tribunal. Según su opinión, una de las reglas fundamentales que debía regir la conducta de todo acusado era la de estar siempre preparado, no dejarse sorprender, no mirar desprevenido hacia la derecha, cuando el juez se encontraba a su izquierda, y precisamente infringía esta regla continuamente. Ante él se extendía un largo pasillo, por el que corría un aire fresco en comparación con el del estudio. A ambos lados del pasillo había bancos, como en la sala de espera de las oficinas judiciales competentes para el caso de K. Parecían existir reglas concretas para la construcción de las dependencias. En ese momento no había mucho tráfico de personas. Un hombre permanecía casi tendido, había apoyado la cabeza en el banco y se había cubierto el rostro con las manos. Parecía dormir. Otro estaba al final del pasillo, en una zona oscura. K se subió a la cama, el pintor le siguió con los cuadros. Al poco tiempo encontraron a un empleado de los tribunales. K reconocía a todos estos empleados por el botón dorado que llevaban en sus gajes normales, junto a los otros botones usuales. El pintor le encargó que acompañase a K con los cuadros. K vacilaba al caminar y avanzaba con el pañuelo en la boca. Ya se encontraban cerca de la salida, cuando las niñas irrumpieron frente a ellos, así que K ni siquiera se pudo ahorrar esa situación. Habrían visto cómo abrían la otra puerta y habían corrido para sorprenderlos.
—Ya no puedo acompañarle más —exclamó el pintor sonriendo y resistiendo el embate de las niñas—. ¡Adiós! ¡Y no tarde mucho en decidirse!
            K ni siquiera le miró. Al salir a la calle tomó el primer taxi que pasó. Deseaba deshacerse del empleado, ese botón dorado se le clavaba continuamente en el ojo, aunque a cualquier otro ni siquiera le llamara la atención. El empleado, servicial, quiso sentarse con K, pero éste lo echó abajo. K llegó al banco por la tarde. Habría querido dejarse los cuadros en el coche, pero temió necesitarlos en algún momento para justificarse ante el pintor. Así que pidió que los subieran a su despacho Y los guardó en el último cajón de su mesa. Allí estarían a salvo de la curiosidad del subdirector, al menos durante los primeros días.




El comerciante Block. K renuncia al abogado

 

 

POR fin se había decidido K a renunciar a la representación del abogado. Las dudas acerca de lo acertado de dicha medida no se podían eliminar, pero el convencimiento de la necesidad de ese paso terminó por prevalecer. La decisión, en el día que K tenía que visitar al abogado, le había costado tiempo y esfuerzo, trabajó con excesiva lentitud y tuvo que permanecer muchas horas en su despacho. Pasaban de las diez de la noche cuando K se presentó ante la puerta del abogado. Antes de llamar pensó si no sería mejor romper con el abogado por teléfono o por escrito, pues la entrevista tendría que ser por fuerza desagradable. Pero K decidió mantenerla, de otro modo el abogado aceptaría la decisión de K con algunas palabras formales o con silencio, y K, salvo lo que Leni le pudiera decir, desconocería su reacción ante la medida y las consecuencias que, según la opinión nada despreciable del abogado, ese paso tendría para K. No obstante, si K estaba sentado frente al abogado, aunque éste no quisiera decir mucho, al menos podría deducir bastante de sus gestos y de su actitud. Tampoco se podía excluir que le convenciese para que el abogado continuase con la defensa y que él renunciase a su decisión.
Como siempre, la primera llamada a la puerta quedó sin respuesta. «Leni podría ser más rápida» —pensó K. Pero resultaba una ventaja que no se inmiscuyeran los vecinos, como habitualmente, ya fuese el hombre en bata o cualquier otro. Mientras K tocaba el timbre por segunda vez, miró hacia la puerta vecina, pero permaneció cerrada. Finalmente aparecieron dos ojos en la mirilla de la puerta, pero no eran los de Leni. Alguien abrió la puerta, pero siguió apoyándose en ella, y gritó hacia el interior:
—¡Es él! —y abrió del todo.
K había empujado también la puerta, pues ya había escuchado la llave de la cerradura en la puerta de al lado. Cuando la puerta se abrió, se precipitó hacia dentro y le dio tiempo a ver cómo Leni, a la que habían dirigido antes el grito de advertencia, corría por el pasillo vestida con una simple camisa. Se quedó mirándola un rato y luego se volvió hacia el que había abierto la puerta. Era un hombre pequeño y delgado, con barba, y sostenía una vela en la mano.
—¿Está empleado aquí? —preguntó K.
—No —respondió el hombre—, el abogado me defiende, estoy aquí por un asunto judicial.
—¿Sin chaqueta? —preguntó K, y señaló con un movimiento de la mano su forma inapropiada de vestir.
—¡Oh, disculpe! —dijo el hombre, y se iluminó a sí mismo con la vela, como si advirtiese por primera vez su estado.
—¿Leni es su amante? —preguntó K brevemente. Había abierto algo las piernas, las manos, que sostenían el sombrero, permanecían en la espalda. Sólo por poseer un buen abrigo de invierno se sintió superior a aquella figura esmirriada.
—¡Oh, Dios! —dijo, y alzó la mano ante el rostro en una actitud defensiva—, no, no, ¿cómo puede pensar eso?
—Parece que dice la verdad —dijo K sonriendo—, no obstante, venga le hizo una seña con el sombrero y dejó que fuera por delante.
—¿Cómo se llama? —preguntó K mientras caminaban.
—Block, soy el comerciante Block —dijo, y al hacer su presentación se volvió, pero K no dejó que se detuviera.
—¿Es su apellido de verdad? —preguntó K.
—Claro —fue la respuesta—, ¿por qué?
—Pensé que tenía razones para silenciar su apellido —dijo K. Se sentía libre, tan libre como el que habla en el extranjero con gente de baja condición, guarda para sí todo lo que le afecta y sólo habla indiferente de los intereses de los demás, elevándolos o dejándolos caer según su gusto. K se paró ante la puerta del despacho del abogado, la abrió y gritó al comerciante, que había continuado:
—¡No tan deprisa! Ilumine aquí.
K pensó que Leni podía haberse escondido allí, por lo que obligó al comerciante a buscar por todas las esquinas, pero la habitación estaba vacía. K detuvo al comerciante ante el cuadro del juez cogiéndole por los tirantes.
—¿Le conoce? —preguntó, y señaló con el dedo hacia arriba.
El comerciante elevó la vela, miró guiñando los ojos y dijo:
—Es un juez.
—¿Un juez supremo? —preguntó K, y se puso al lado del comerciante para observar la impresión que le causaba el cuadro. El comerciante miraba con admiración.
—Es un juez supremo —dijo.
—Usted no tiene mucha capacidad de observación —dijo K—. Entre todos los jueces de instrucción inferiores, él es el inferior.
—Ahora me acuerdo —dijo el comerciante, y bajó la vela—, yo también lo he oído.
—Naturalmente —exclamó K—, lo olvidé, claro que lo habrá oído.
—Pero, ¿por qué?, ¿por qué? —preguntó el comerciante, mientras se dirigía hacia la puerta empujado por K. Ya en el pasillo, dijo K:
—¿Sabe dónde se ha escondido Leni?
—¿Escondido? —dijo el comerciante—. No, pero puede estar en la cocina preparando una sopa para el abogado.
—¿Por qué no lo ha dicho en seguida? —preguntó K.
—Yo quería conducirle hasta allí, pero usted mismo es el que me ha llamado —respondió el comerciante, algo confuso por las órdenes contradictorias.
—Usted se cree muy astuto —dijo K—. ¡Lléveme entonces hasta ella! K no había estado nunca en la cocina, era sorprendentemente grande y estaba muy bien amueblada. El horno era tres veces más grande que los normales; del resto podía ver muy poco, pues la cocina sólo estaba iluminada por una pequeña lámpara situada a la entrada. Frente al fogón se encontraba Leni con un delantal blanco, como siempre, y cascaba huevos en una olla puesta al fuego.
—Buenas noches, Josef —dijo mirándole de soslayo.
—Buenas noches —dijo K, y señaló una silla en la que el comerciante se debía sentar, lo que éste hizo sin vacilar. K, sin embargo, se aproximó a Leni por detrás, se inclinó sobre su hombro y preguntó:
—¿Quién es ese hombre?
Leni rodeó la cabeza de K con una mano mientras con la otra daba vueltas a la sopa, luego le atrajo hacia sí y dijo:
—Es un hombre digno de lástima, un pobre comerciante, un tal Block. Míralo.
Ambos le miraron. El comerciante estaba sentado en la silla que K le había asignado. Había apagado la vela, ya innecesaria, e intentaba presionar el pabilo con los dedos para evitar que humease.
—Estabas en camisa —dijo K, girando la cabeza hacia el fogón. Ella calló.
—¿Es tu amante? —preguntó K.
Ella quiso coger la olla, pero K tomó sus manos y dijo:
—¡Responde!
Ella musitó:
—Ven al despacho, te lo explicaré todo.
—No —dijo K—, quiero que lo aclares aquí.
Ella le abrazó y quiso besarle, pero K se resistió y dijo:
—No quiero que me beses ahora.
—Josef —dijo Leni, y miró a los ojos de K suplicante pero con sinceridad—, ¿no estarás celoso del señor Block? Rudi —dijo ahora volviéndose hacia el comerciante—, ayúdame y deja la vela, mira cómo sospecha de mí.
Se podría haber pensado que no prestaba atención, pero seguía perfectamente la conversación.
—No sé por qué tiene que estar celoso —dijo sin saber qué responder.
—Yo tampoco lo sé —dijo K, y contempló al comerciante sonriendo. Leni rió en voz alta, se aprovechó del descuido de K para rodearse con su brazo y susurró:
—Déjalo, ya ves la clase de hombre que es. Lo he tomado un poco bajo mi protección porque es un buen cliente del abogado, por ningún otro motivo. ¿Y tú? ¿Quieres hablar con el abogado? Hoy está muy enfermo, pero si quieres te anuncio ahora mismo. Por la noche te quedas conmigo, ¿verdad? Hace tiempo que no vienes, el abogado ha preguntado por ti. ¡No descuides el proceso! También yo tengo que comunicarte algo que he sabido hace poco. Pero ahora quítate el abrigo.
Ella le ayudó a quitárselo, también le cogió el sombrero, luego regresó y comprobó cómo iba la sopa.
—¿Quieres que te anuncie ahora o prefieres que le lleve primero la sopa?
—Anúnciame primero —dijo K.
Estaba enojado. En un principio tenía planeado hablar con Leni sobre la posibilidad de renunciar al abogado, pero la presencia del comerciante le había quitado las ganas. Ahora, sin embargo, consideraba el asunto demasiado importante como para que ese comerciante bajito pudiera interferir en él de una manera decisiva, así que llamó a Leni, que ya estaba en el pasillo, y le dijo que regresara.
—Llévale primero la sopa —dijo—, tiene que fortalecerse para nuestra entrevista, lo va a necesitar.
—¿Usted también es un cliente del abogado? —dijo el comerciante en voz baja desde su esquina sólo para confirmar.
—¿Qué le importa a usted eso? —dijo K.
Pero Leni intervino:
—Quieres callarte. Bueno, entonces le llevo primero la sopa —dijo Leni a K y sirvió la sopa en un plato—. Pero temo que se duerma; en cuanto come, se duerme.
—Lo que voy a decirle le mantendrá despierto —dijo K.
—Quería dar a entender que pretendía decirle algo muy importante, quería que Leni le preguntara qué era para luego pedirle consejo. Pero ella se limitó a cumplir las órdenes. Cuando pasó a su lado con el plato, le dio un golpe cariñoso y musitó:
—En cuanto se haya tomado la sopa, te anuncio, así te tendré conmigo antes.
—Ve —dijo K—, ve.
—Sé más amable —dijo ella, y se volvió al llegar a la puerta.
K miró cómo se iba. Su decisión de despedir al abogado era definitiva. Era mejor no haber hablado antes con Leni. Ella apenas tenía una visión general del caso, le habría desaconsejado ese paso, probable mente hubiera convencido a K para no darlo, habría seguido dudando, permanecería inquieto y, finalmente, habría tenido que tomar la misma decisión, pues era inevitable. Pero cuanto antes la tomara, más daños se ahorraría. Tal vez el comerciante pudiera decir algo al respecto.
K se volvió; apenas lo notó el comerciante, quiso levantarse.
—Permanezca sentado —dijo K, y puso una silla a su lado—. ¿Es un viejo cliente del abogado? preguntó K.
—Sí —dijo el comerciante—, desde hace muchos años.
—¿Cuántos años hace que le representa? —preguntó K.
—No sé qué quiere decir —dijo el comerciante—, en asuntos jurídicos y de negocios tengo un negocio de granos—, me asesora desde que asumí el negocio, hace casi veinte años, pero en mi proceso, a lo que usted probablemente se refiere, desde su inicio hace más de cinco años. Sí, hace más de cinco años —añadió, y sacó una cartera—. Lo tengo apuntado aquí, si quiere le doy las fechas precisas. Es difícil mantenerlo todo en la memoria. Mi proceso es posible que dure más, comenzó poco después de la muerte de mi mujer, y de eso ya hace más de cinco años.
K se acercó aún más a él.
—Así que el abogado también se hace cargo de asuntos jurídicos ordinarios —dijo K.
Esa conexión entre ciencias jurídicas y tribunal le pareció muy tranquilizadora.
—Cierto —dijo el comerciante, y susurró a K: Se dice incluso que es más habilidoso en las cuestiones jurídicas que en las otras.
Pero inmediatamente pareció lamentar lo dicho, puso una mano en el hombro de K y dijo:
—Le suplico que no me traicione.
K le dio unos golpecitos amistosos en el muslo y dijo:
—No se preocupe, no soy ningún traidor.
—Él es muy vengativo dijo el comerciante.
—No hará nada contra un cliente tan fiel —dijo K.
—¡Oh, sí! —dijo el comerciante—, cuando se excita no conoce diferencias. Además, no le soy tan fiel.
—¿Por qué no? —preguntó K.
—¿Puedo confiarle algo? —preguntó el comerciante indeciso.
—Creo que puede —dijo K.
—Bien, le confiaré una parte, pero usted debe decirme a su vez un secreto, así estaremos en las mismas condiciones ante el abogado.
—Es usted muy precavido —dijo K—, le diré un secreto que le tranquilizará por completo. Así que, ¿en que consiste su infidelidad con el abogado?
—Yo tengo… —dijo el comerciante indeciso, en un tono como si estuviera confesando algo deshonroso—, además de él tengo otros abogados.
—Eso no es tan malo —dijo K un poco decepcionado.
—Aquí sí —dijo el comerciante respirando con dificultad, aunque después de las palabras de K tuvo más confianza—. No está permitido. Y lo que no se tolera bajo ninguna circunstancia es tener otros abogados intrusos junto al abogado propiamente dicho. Y eso es precisamente lo que yo he hecho, además de él tengo cinco abogados.
—¡Cinco! —exclamó K, el número le dejó asombrado. ¿Cinco abogados además de éste?
El comerciante asintió:
—Ahora mismo estoy en tratos con el sexto.
—Pero, ¿para qué necesita tantos abogados? —preguntó K.
—Los necesito a todos —dijo el comerciante.
—¿Me lo puede explicar?
—Encantado —dijo el comerciante—. Ante todo no quiero perder el proceso, eso es evidente. Así, no puedo omitir nada que me sea útil. Aun cuando en un caso concreto las esperanzas de utilidad sean muy pequeñas, no las puedo rechazar. Por consiguiente, he invertido todo lo que poseo en el proceso. Por ejemplo, he sacado todo el dinero de mi negocio; antes las oficinas de mi negocio ocupaban toda una planta, ahora basta una pequeña estancia en la parte trasera de la casa, en la que trabajo con un aprendiz. Este repliegue no se ha debido exclusivamente a la carencia de dinero, sino también a la drástica reducción de la jornada laboral. Quien quiere hacer algo por su proceso, puede ocuparse muy poco de todo lo demás.
—Entonces, ¿usted mismo trabaja en los juzgados? —preguntó K—. Precisamente sobre eso quisiera saber algo más.
—Precisamente sobre eso le puedo informar muy poco —dijo el comerciante—. Al principio lo intenté, pero lo tuve que dejar. Es demasiado agotador y no es una actividad que procure muchos éxitos. Trabajar y negociar allí al mismo tiempo me resultó imposible. Simplemente estar sentado y esperar supone un esfuerzo agotador. Ya conoce usted ese aire opresivo de las oficinas.
—¿Cómo sabe que he estado allí? —preguntó K.
—Yo estaba precisamente en la sala de espera cuando usted pasó.
—¡Qué casualidad! —exclamó K, tan absorbido por la conversación que había olvidado lo ridículo que le había parecido al principio el comerciante. ¡Entonces me vio! Estaba en la sala de espera cuando pasé. Sí, yo pasé por allí una vez.
—No es tanta casualidad —dijo el comerciante—, estoy allí casi todos los días.
—Tendré que ir más —dijo K—, pero no seré recibido con tanto decoro como aquella vez. Todos se levantaron. Pensaron que yo era un juez.
—No —dijo el comerciante—, en realidad saludábamos al ujier. Nosotros ya sabíamos que usted era un acusado. Esas noticias se difunden con rapidez.
—Así que ya lo sabía —dijo K—, entonces mi comportamiento le debió de parecer, tal vez, arrogante. ¿No hablaron sobre ello?
—No —dijo el comerciante—. Todo lo contrario. No son más que tonterías.
—¿Que son tonterías? —preguntó K.
—¿Por qué pregunta eso? —dijo el comerciante enojado—. Parece no conocer a la gente de allí y tal vez lo interpretase mal. Debe tener en cuenta que en este tipo de procedimientos se habla de muchas cosas para las que ya no basta el sentido común, uno está demasiado cansado y confuso, así que se cae en las supersticiones. Hablo de los demás, pero yo no soy mejor. Una de esas supersticiones es, por ejemplo, que muchos pueden presagiar el resultado del proceso mirando el rostro del acusado, especialmente por la forma de los labios. Esas personas afirman que por sus labios deducen que usted será condenado en breve. Repito, es una superstición ridícula y en la mayoría de los casos refutada por los hechos, pero cuando se vive en esa compañía es difícil deshacerse de esas opiniones. Piense sólo la fuerza con que puede obrar esa superstición. Usted se dirigió a uno de los acusados ¿verdad? Él apenas le pudo responder. Hay muchas causas para quedar confuso en una situación así, pero una de ellas era sus labios. Luego contó que creía haber visto en sus labios el signo de su propia condena.
—¿En mis labios? —preguntó K, sacó un espejo y se contempló—. No noto nada especial en mis labios, ¿y usted?
—Yo tampoco —dijo el comerciante—. Nada en absoluto.
—Qué supersticiosa es la gente —exclamó K.
—¿Acaso no lo dije? —preguntó el comerciante.
—¿Hablan mucho entre ustedes? ¿Intercambian sus opiniones? —preguntó K—. Hasta ahora me he mantenido apartado.
—Por regla general no conversan entre ellos —dijo el comerciante—, no sería posible, son demasiados. Tampoco hay intereses comunes. Cuando alguna vez surge en un grupo la creencia en un interés común, resulta al poco tiempo un error. No se puede emprender nada en común contra el tribunal. Cada caso se investiga por separado, es el tribunal más concienzudo. Así pues, en común no se puede imponer nada. Sólo un individuo logra algo en secreto. Sólo cuando lo ha logrado, se enteran los demás. Nadie sabe cómo ha ocurrido. Así que no hay nada en común, uno se encuentra de vez en cuando con otro en la sala de espera, pero allí se habla poco. Las supersticiones vienen ya de muy antiguo y se difunden por sí mismas.
—Yo vi a los señores en la sala de espera —dijo K—, y su espera me pareció inútil.
—Esperar no es inútil —dijo el comerciante—, inútil es actuar por sí mismo. Ya le he dicho que yo, además de éste, tengo a cinco abogados. Se podría creer —yo mismo lo creí al principio—, que podría delegar en ellos todo el asunto. Eso sería falso. Les podría delegar lo mismo que si tuviera a un solo abogado. ¿No lo entiende?
—No —dijo K, y puso su mano en la del comerciante para apaciguarle e impedir que siguiese hablando con tanta rapidez—, pero quisiera pedirle que hable un poco más despacio, son cosas muy interesantes para mí y no le puedo seguir muy bien.
—Está bien que me lo recuerde —dijo el comerciante—, usted es nuevo, un novato por así decirlo. Su proceso lleva en marcha medio año, ¿verdad? He oído de ello. ¡Un proceso tan joven! Yo, sin embargo, he reflexionado sobre todas estas cosas mil veces, para mí son lo más evidente del mundo.
—¿Está contento de que su proceso ya esté tan avanzado? —preguntó K, aunque no quería preguntar directamente cómo le iban los asuntos al comerciante. Pero tampoco recibió una respuesta clara.
—Sí, llevo arrastrando mi proceso desde hace cinco años —dijo el comerciante hundiendo la cabeza—, no es un logro pequeño —y se calló un rato.
K escuchó un momento para saber si Leni venía. Por una parte no quería que viniese, pues aún le quedaba mucho por preguntar y no quería encontrarse con ella en medio de una conversación tan confidencial; por otra parte, sin embargo, le enojaba que permaneciera tanto tiempo con el abogado a pesar de su presencia, mucho más del tiempo necesario para servir una sopa.
—Recuerdo muy bien —comenzó de nuevo el comerciante, y K prestó toda su atención— cuando mi proceso tenía la misma edad que el suyo ahora. En aquel tiempo sólo tenía a este abogado, pero no estaba muy satisfecho con él.
«Aquí me voy a enterar de todo» —pensó K, y asintió insistentemente con la cabeza, como para animar así al comerciante a que revelase todo lo que tuviera importancia.
—Mi proceso —continuó el comerciante— no progresaba, se llevaban a cabo pesquisas, yo estuve presente en todas, reunía material, presenté todos mis libros de contabilidad ante el tribunal, lo que, como me enteré después, no había sido necesario, visité una y otra vez al abogado, presentó varios escritos judiciales…
—¿Varios escritos judiciales?
—Sí, cierto —dijo el comerciante.
—Eso es importante para mí —dijo K—, en mi causa aún trabaja en el primer escrito. Todavía no ha hecho nada. Ahora veo que me descuida vergonzosamente.
—Que el escrito judicial no esté terminado se puede deber a múltiples causas justificadas —dijo el comerciante—. Por lo demás, en lo que respecta a mis escritos resultó que no habían tenido ningún valor. Yo mismo he leído uno de ellos gracias a un funcionario judicial. Era erudito pero sin contenido alguno. Ante todo mucho latín, que yo no entiendo, también interminables apelaciones generales al tribunal; adulaciones a determinados funcionarios, que, aunque no eran nombrados, cualquier especialista podía deducir fácilmente de quién se trataba; un elogio de sí mismo del abogado, humillándose como un perro ante el tribunal y, finalmente, algo de jurisprudencia. Las diligencias, por lo que pude comprobar, parecían haber sido hechas con todo cuidado. Tampoco quiero juzgar en base a ellas el trabajo del abogado; además, el escrito que leí no era más que uno entre muchos, aunque, en todo caso, y de eso quiero hablar ahora, no percibí el más pequeño progreso en mi causa.
—¿Qué progreso quería usted ver? —preguntó K.
—Sus preguntas son muy razonables —dijo el comerciante sonriendo—, raras veces se pueden ver progresos en este procedimiento. Pero eso no lo sabía al principio. Soy comerciante, y antaño lo era más que ahora; yo quería ver progresos tangibles, todo tenía que aproximarse al final o, al menos, tomar el camino adecuado. En vez de eso sólo había interrogatorios, casi siempre con el mismo contenido. Las respuestas ya las tenía preparadas, como una letanía. Varias veces a la semana venían ujieres a mi negocio, a mi casa o a donde pudieran encontrarme, eso era una molestia —hoy, con el teléfono, es mucho mejor—, además, se empezaron a difundir rumores sobre mi proceso entre amigos de negocios y, especialmente, entre mis parientes, sufría perjuicios por todas partes, pero no había el más mínimo signo de que se fuera a producir en un tiempo prudencial la primera vista. Así que fui a ver al abogado y me quejé. Él me dio largas explicaciones, pero rechazó con decisión hacer algo en mi favor, nadie tenía poder, según él, para influir en la fijación de la fecha de la vista. Insistir sobre ello en un escrito, como yo pedía, era algo inaudito y nos llevaría a los dos a la ruina. Yo pensé: «Lo que este abogado ni quiere ni puede, es posible que otro abogado lo quiera y pueda». Así que busqué otro abogado. Se lo voy a anticipar: nadie ha impuesto o solicitado la fijación de la vista principal, eso es imposible, con una excepción de la que le hablaré a continuación. Respecto a ese punto el abogado no me había engañado. Pero tampoco tuve que lamentar haberme dirigido a otro abogado. Ya habrá oído algo sobre los abogados intrusos a través del Dr. Huld, él se los habrá presentado como seres bastante despreciables y así son en la realidad. Pero cuando habla de ellos y se compara siempre omite un pequeño detalle. Denomina a los abogados de su círculo los «grandes abogados». Eso es falso, cada cual puede llamarse, naturalmente, si le place, «grande», pero en este caso sólo deciden los usos judiciales. Este abogado y sus colegas son, sin embargo, los pequeños abogados, los grandes, de los que sólo he oído hablar y a los que no he visto nunca, están en un rango comparablemente superior al que ocupan éstos respecto a los despreciables abogados intrusos.
—¿Los grandes abogados? —preguntó K—. ¿Quiénes son? ¿Cómo se puede establecer contacto con ellos?
—Así que usted aún no ha oído hablar de ellos —dijo el comerciante—. Apenas hay un acusado que después de haber conocido su existencia no sueñe largo tiempo con ellos. Pero no se deje seducir por la idea. Yo no sé quiénes son los grandes abogados y no tengo ningún acceso a ellos. No conozco ningún caso en el que se pueda decir con seguridad que han intervenido. Defienden a algunos, pero no se puede lograr su defensa por propia voluntad, sólo defienden a los que quieren defender. Sin embargo, los asuntos que aceptan ya tienen que haber pasado de las instancias inferiores. Por lo demás, es mejor no pensar en ellos, pues de otro modo todas las entrevistas con los otros abogados, todos sus consejos y ayudas, aparecerán como algo completamente inútil, yo lo he experimentado, a uno le entran ganas de arrojarlo todo por la borda, irse a casa, meterse en la cama y no querer saber nada más asunto. Pero eso sería, una vez más, una gran necedad, tampoco en cama se podría gozar por mucho tiempo de tranquilidad.
—¿Usted no pensó entonces en los grandes abogados? —preguntó K.
—No por mucho tiempo —dijo el comerciante, y sonrió otra vez—, por supuesto no se les puede olvidar por completo, la noche es especialmente favorable para que surjan esos pensamientos. Pero en aquellos tiempos sólo pretendía éxitos inmediatos, así que fui a ver a los abogados intrusos.
—Qué bien estáis sentados los dos juntos —exclamó Leni, que había regresado con el plato de sopa.
Realmente estaban sentados muy cerca el uno del otro, al hacer el mínimo movimiento podrían golpearse mutuamente con la cabeza. El comerciante, que además de su pequeña estatura se mantenía encorvado obligó a que K se inclinara para poder oír lo que decía.
—Un momento todavía —gritó K, rechazando a Leni y agitando impaciente la mano que aún tenía sobre la del comerciante.
—Quería que le contase mi proceso —dijo el comerciante a Leni.
—Sigue, sigue contando —dijo ella. Hablaba al comerciante con cariño, pero también algo despectivamente. A K no le gustó. Como acababa de reconocer, ese hombre poseía un valor, al menos tenía experiencias que sabía comunicar. Era posible que Leni le juzgara injustamente. Miró a Leni enojado cuando ella le quitó la vela al comerciante, que había sostenido en alto todo ese tiempo, le limpió la mano con el delantal y se arrodilló a su lado para raspar algo de cera que le había caído en el pantalón.
—Quería hablarme de los abogados intrusos —dijo K y, sin más comentarios, dio una palmada en la mano de Leni.
—¿Qué quieres? —preguntó Leni, le devolvió la palmada y continuó su trabajo.
—Sí, de los abogados intrusos —dijo el comerciante y se pasó la mano sobre la frente, como si reflexionara.
K quiso ayudarle y dijo:
—Usted quería tener éxitos inmediatos y por eso buscó abogados intrusos.
—Ah, sí, cierto dijo el comerciante, pero no continuó hablando
«Es posible que no quiera hablar delante de Leni» pensó K. Dominó su impaciencia por oír el resto y no le presionó más.
—¿Me has anunciado? —preguntó a Leni.
—Naturalmente —dijo ella—, te está esperando. Deja a Block, con él puedes hablar más tarde, se quedará aquí.
K aún dudaba.
—¿Quiere quedarse aquí? —preguntó al comerciante. Quería oír su propia respuesta. No le gustaba que Leni hablase del comerciante como si estuviera ausente. Ese día estaba lleno de oscuros reproches contra Leni. Pero otra vez fue Leni la que respondió:
—Duerme aquí con frecuencia.
—¿Duerme aquí? —preguntó al comerciante. K había creído que esperaría allí hasta que él cumpliese rápidamente con el trámite de hablar con el abogado, luego podrían continuar juntos y hablarlo todo sin molestias.
—Sí —dijo Leni—, no todos son como tú, Josef, que te presentas a ver al abogado cuando quieres. Ni siquiera pareces asombrarte de que el abogado te reciba a las once de la noche y a pesar de su enfermedad. Aceptas todo lo que hacen tus amigos por ti como algo evidente. Bien, tus amigos o, al menos, yo, lo hacemos encantados. No quiero ningún otro agradecimiento, y tampoco lo necesito, salvo el de que me quieras.
«¿Que te quiera?» —pensó K en el primer momento, luego le pasó por la cabeza: «Bien, sí, la quiero». Sin embargo, al responder ignoró sus últimas palabras:
—Me recibe porque soy su cliente. Si fuese necesaria la ayuda de extraños, debería estar mendigando a casa paso.
—¿Qué mal está hoy, verdad? —preguntó Leni al comerciante.
«Ahora soy yo el ausente» —pensó K, y casi se enoja con el comerciante al asumir éste la descortesía de Leni y decir:
—El abogado también le recibe por otros motivos. Su caso es más interesante que el mío. Además, su proceso está en la primera fase, es decir, no ha avanzado mucho, por eso al abogado le gusta ocuparse de él. Más tarde será diferente.
—Sí, sí —dijo Leni, y contempló al comerciante sonriendo—. ¡Cómo bromea! No le creas nada —dijo Leni volviéndose a K—. Es tan cariñoso como hablador. A lo mejor es por eso que el abogado no le puede soportar. Sólo le recibe cuando está de buen humor. Me he esforzado mucho por cambiarlo, pero es imposible. Hay veces en que anuncio a Block y le recibe tres días después. Si cuando lo llama no está preparado para entrar, entonces está todo perdido y hay que anunciarle de nuevo. Por eso le he permitido dormir aquí, ya ha ocurrido que le ha llamado en plena noche. Ahora Block también está preparado de noche. Pero puede ocurrir que el abogado, si resulta que Block está aquí, cambie de opinión y cancele la visita.
K miró con gesto interrogativo al comerciante. Éste asintió y dijo abiertamente, como antes había hablado con K, quizá algo confuso por la vergüenza:
—Sí, uno termina volviéndose dependiente de su abogado.
—Sólo se queja para guardar las apariencias —dijo Leni—, le encanta dormir aquí, como ha reconocido ante mí muchas veces.
Ella se acercó a una pequeña puerta y la abrió de golpe.
—¿Quieres ver dónde duerme? —preguntó.
K fue hacia allí y vio desde el umbral un recinto bajo y sin ventanas, ocupado por completo por una cama estrecha. Sólo se podía subir a ella escalando por la pata de la cama. En la cabecera había un hundimiento en la pared, allí se podían ver, ordenados escrupulosamente, una vela, un tintero, una pluma y unos papeles, probablemente escritos del proceso.
—¿Duerme en la habitación de la criada? —preguntó K volviéndose hacia el comerciante.
—Leni la ha arreglado para mí —respondió el comerciante—. Dormir en ella es muy ventajoso.
K lo contempló un rato. La primera impresión que había recibido del comerciante era, probablemente, la correcta. Tenía experiencia, pues su proceso duraba ya mucho tiempo, pero la había pagado muy cara. De repente, K no soportó por más tiempo la visión del comerciante.
—¡Llévatelo a la cama! —le gritó a Leni, que pareció no entenderle. Él, sin embargo, quería ir a ver al abogado y, con su renuncia, liberarse no sólo de él, sino también de Leni y del comerciante. Pero antes de que llegase a la puerta, el comerciante se dirigió a él en voz baja:
—Señor gerente.
K se volvió enojado.
—Ha olvidado su promesa —dijo el comerciante, que se estiró en su sitio y miró a K suplicante—. Me tiene que decir un secreto.
—Es verdad —dijo K, y acarició ligeramente a Leni con una mirada. Ella prestó atención a lo que iba a decir—. Escuche, aunque ya no es ningún secreto. Voy a ver al abogado para despedirle.
—¡Le despide! —gritó el comerciante, saltó de la silla y corrió alrededor de la cocina con los brazos en alto.
Una y otra vez gritaba:
—¡Despide al abogado!
Leni quiso acercarse a K, pero el comerciante se interpuso en su camino, por lo que le dio un golpe con el puño. Aún con la mano cerrada, corrió detrás de K, pero éste le llevaba ventaja. Acababa de entrar en la habitación del abogado, cuando Leni logró alcanzarle. K cerró la puerta, pero Leni la mantuvo abierta con el pie, le cogió del brazo e intentó sacarle. K presionó tanto su muñeca que se vio obligada a soltarle lanzando un quejido. No se atrevió a entrar de inmediato en la habitación. K cerró la puerta con llave.
—Le espero desde hace tiempo —dijo el abogado desde la cama, dejó un escrito, que había estado leyendo a la luz de una vela, sobre la mesilla de noche y se puso las gafas, con las que miró a K con ojos penetrantes. En vez de disculparse, K dijo:
—Me iré en seguida.
El abogado ignoró las palabras de K, porque no suponían ninguna disculpa, y dijo:
—La próxima vez no le recibiré a una hora tan avanzada.
—No importa —dijo K.
El abogado le lanzó una mirada interrogativa.
—Siéntese —dijo.
—Como guste —dijo K, y trajo una silla hasta la mesilla de noche.
—Me parece que ha cerrado la puerta con llave dijo el abogado.
—Sí —dijo K—, ha sido por Leni.
No tenía la menor intención de respetar a nadie. Pero el abogado preguntó:
—¿Ha vuelto a ser atrevida?
—¿Atrevida? —preguntó K.
—Sí —dijo el abogado, y al reír sufrió un ataque de tos, pero continuó riendo en cuanto se le pasó.
—Usted habrá notado ya su osadía —dijo, y dio unos ligeros golpecitos en la mano de K, que, confuso, la había apoyado en la mesilla de noche, retirándola ahora de inmediato.
—No le da importancia —dijo el abogado cuando K se quedó callado—, mucho mejor. Si no hubiera tenido que disculparme ante usted. Es una peculiaridad de Leni, que ya le he perdonado hace mucho tiempo y de la que no hablaría si usted no hubiera cerrado la puerta con llave. A usted sería a quien menos se le debería explicar esa peculiaridad, pero como me mira tan consternado, lo haré. Esa peculiaridad consiste en que Leni encuentra guapos a la mayoría de los acusados. Se encapricha de todos, los ama, al menos aparentemente todos le corresponden; para entretenerme, cuando le doy permiso, me cuenta algo. Para mí no es ninguna sorpresa, como para usted parece serlo. Cuando se tiene la perspectiva visual adecuada, se encuentra que, efectivamente, la mayoría de los acusados son guapos. Se trata, en cierta manera, de un fenómeno científico bastante extraño. A causa de la apertura del proceso no se produce, naturalmente, una alteración clara y apreciable del aspecto exterior de una persona. Pero tampoco es como en otros asuntos judiciales, aquí la mayoría mantiene su forma de vida habitual y, si tienen un buen abogado que cuide de ellos, el proceso apenas les afectará. Sin embargo, los que poseen una dilatada experiencia son capaces de reconocer a los acusados entre una multitud. ¿Por qué?, preguntará. Mi respuesta no le satisfará. Los acusados son los más guapos. No puede ser la culpa la que los embellece, pues —y aquí tengo que hablar como abogado— no todos son culpables; tampoco puede ser la pena futura la que les hace guapos, pues no todos serán castigados; por consiguiente, se tendría que deber al proceso, que, de algún modo, les marca. Aunque también hay que reconocer que entre todos ellos hay algunos que se distinguen por una belleza especial. Pero todos son guapos, incluso Block, ese gusano miserable.
Cuando el abogado terminó de hablar, K estaba tranquilo, incluso había asentido con la cabeza a sus últimas palabras, confirmando así su antigua opinión de que el abogado siempre intentaba confundirle con informaciones generales ajenas al caso y, así, evitaba dar respuesta a la cuestión de si había realizado algo en su favor. El abogado notó que K estaba dispuesto a ofrecerle más resistencia que de costumbre, pues se calló para dar a K la posibilidad de hablar. No obstante preguntó al ver que K mantenía su silencio:
—Pero usted ha venido a verme con una intención especial, ¿verdad?
—Sí —dijo K y tapó un poco la vela con la mano para poder ver mejor al abogado—, quería decirle que renuncio a partir del día de hoy a sus servicios.
—¿Le he entendido bien? —preguntó el abogado, se incorporó en la cama y se apoyó con una mano en la almohada.
—Creo que sí —dijo K, que estaba sentado muy recto, como si estuviera al acecho.
—Bien, podemos discutir ese plan —dijo el abogado transcurrido un rato.
—Ya no es ningún plan —dijo K.
—Puede ser —dijo el abogado—, pero tampoco nos vamos a precipitar.
Utilizó la primera persona del plural, como si no tuviera la intención de desprenderse de K y como si quisiera seguir siendo, si no su defensor, sí, al menos, su consejero.
—No es precipitado —dijo K, y se levantó lentamente, poniéndose detrás de la silla, lo he pensado mucho y, quizá, demasiado tiempo. La decisión es definitiva.
—Al menos permítame decir algunas palabras —dijo el abogado, que se quitó la manta y se sentó en el borde de la cama. Sus piernas desnudas, cubiertas de pelo blanco, temblaban de frío. Le pidió a K que le diera una manta que había sobre el canapé. K le llevó la manta y dijo:
—Se expone inútilmente a un enfriamiento.
—El motivo es lo suficientemente importante —dijo el abogado, mientras cubría la parte superior del cuerpo con la manta de la cama y luego las piernas con la manta que le había llevado K—. Su tío es mi amigo y también le he cogido cariño a usted. Lo reconozco abiertamente. No necesito avergonzarme de ello.
Esos discursos enternecedores del viejo eran inoportunos para las intenciones de K, pues le obligaban a dar una aclaración detallada, que él hubiera querido evitar. Además, le confundían, aunque nunca lograban que cambiase de decisión.
—Le agradezco mucho la amable opinión que tiene de mí —dijo—, también reconozco que ha llevado mi asunto tan bien como le ha sido posible y con la mayor ventaja para mí. No obstante, en los últimos tiempos se ha afianzado en mí la convicción de que no es suficiente. Por supuesto que jamás intentaré convencerle, a usted, a un hombre mucho más experimentado y mayor que yo. Si lo he intentando alguna vez, le ruego que me perdone. El asunto, como usted dice, es lo suficientemente importante y estoy convencido de que es necesario actuar con más energías en el proceso de las que se han empleado hasta ahora.
—Le comprendo —dijo el abogado—. Usted es impaciente.
—No soy impaciente —dijo K algo irritado, y ya no cuidó tanto sus palabras—. Usted pudo notar, cuando vine la primera vez acompañado de mi tío, que el proceso no me importaba mucho. Si no me lo recordaban con insistencia, lo olvidaba por completo. Pero mi tío se empeñó en que le encargase mi defensa, así lo hice, pero sólo para ser amable con él. Y a partir de ese momento creí que soportar el proceso sería aún más fácil para mí, pues al encargar al abogado la defensa, la carga del proceso recaería sobre él. Pero ocurrió todo lo contrario. Nunca antes de que usted asumiera mi defensa tuve tantas preocupaciones a causa del proceso. Cuando estaba solo no emprendía nada a favor de mi causa, pero apenas lo sentía; luego, sin embargo, dispuse de un defensor, todo estaba dispuesto para que algo ocurriera, yo esperaba cada vez más tenso sus diligencias, pero no se produjeron. Eso sí, de usted recibí informaciones acerca del tribunal que no hubiera podido recibir de otros. Pero eso no me puede bastar cuando el proceso, aunque sea en secreto, me afecta cada vez más.
K había apartado la silla y permanecía de pie con las manos en los bolsillos de la chaqueta.
—Desde un punto de vista práctico —dijo el abogado en voz baja y con tranquilidad—, ya no se produce nada esencialmente nuevo. Usted está ahora ante mí del mismo modo en que estuvieron muchos otros acusados en la misma fase del proceso, y también dijeron lo mismo.
—Entonces todos esos acusados —dijo K— tenían la misma razón que yo tengo. Eso no refuta mis ideas.
—Yo no pretendía refutar su opinión —dijo el abogado—, sólo quería añadir que había esperado de usted una mayor capacidad de juicio, sobre todo porque le he permitido hacerse una mejor idea de la judicatura y de mi actividad que a otros. Y, sin embargo, ahora puedo comprobar que, a pesar de mis esfuerzos, no me tiene mucha confianza. No me lo pone muy fácil.
¡Cómo se humillaba el abogado ante K! Sin consideración alguna al honor de su gremio, que en este punto es de lo más sensible. Y, ¿por qué lo hacía? Según las apariencias era un abogado muy ocupado y, además, un hombre rico, en su caso no se trataba ni de ganancias ni de la pérdida de un cliente. Por añadidura, estaba enfermo y tenía que pensar en reducir su trabajo. No obstante, se aferraba a K. ¿Por qué? ¿Acaso era por el tío, o consideraba el proceso de K tan extraordinario que podría distinguirse ya fuese ante K o —la posibilidad no se podía excluir— ante sus amigos del tribunal? De su actitud no se podía deducir nada, por muy desconsiderada que fuese su mirada escrutadora. Se podría decir que esperaba con un gesto intencionadamente neutral el efecto de sus palabras. En todo caso pareció interpretar el silencio de K de un modo demasiado favorable, ya que continuó:
—Habrá notado que tengo un bufete grande pero que no empleo a pasantes. Antes era distinto, hubo un tiempo en que trabajaban para mí jóvenes juristas, hoy trabajo solo. En parte se debe a que me he ido restringiendo a asuntos como el suyo, en parte debido al profundo conocimiento que he ido acumulando acerca de esta judicatura. Pensé que un trabajo así no se puede delegar en nadie, que al hacerlo traicionaría al cliente y la tarea que había asumido. La decisión de realizar todo el trabajo por mí mismo tuvo consecuencias naturales: tuve que renunciar a casi todos los casos y sólo aceptar los que tenían un interés especial para mí. A fin de cuentas hay suficientes criaturas, y muy cerca de aquí, que se arrojan sobre cada mendrugo que yo rechazo. Aun así me puse enfermo por el exceso de trabajo. No obstante, no me arrepiento de mi decisión. Es posible que hubiera debido rechazar más casos de los que rechacé, pero que lo he dado todo en los procesos que he asumido es algo que ha resultado necesario y ha sido premiado con éxitos. Una vez encontré muy bien expresada en un escrito la diferencia entre la representación de mi cliente en asuntos judiciales normales y la representación en este tipo de asuntos. Decía: «Uno de los abogados lleva a su cliente de una hebra de hilo hasta la sentencia, el otro sube a su cliente sobre sus hombros y lo lleva así, sin bajarlo, hasta la sentencia e, incluso, más allá de ella». Así es. Pero no era del todo cierto cuando dije que jamás he lamentado asumir este trabajo tan pesado. Cuando usted, en su caso, se equivoca de manera tan garrafal, sólo entonces es cuando lo lamento.
K no sólo no se dejó convencer, sino que se fue poniendo cada vez más impaciente. Creyó percibir en el tono del abogado lo que le esperaría si cedía: comenzarían de nuevo los consuelos; se repetirían las menciones acerca de la redacción avanzada del escrito judicial, acerca del estado de ánimo de los funcionarios, pero también sobre las dificultades que se oponían al trabajo. En suma, todo eso, ya conocido, se tendría que repetir hasta la saciedad para embaucar a K con esperanzas inciertas y atormentarle con amenazas larvadas. Tenía que impedirlo definitivamente, así que dijo33:
—¿Qué emprendería si mantuviese mi representación?
El abogado aceptó esa pregunta humillante y contestó:
—Continuar con las diligencias ya iniciadas.
—Ya lo sabía —dijo K—. Cualquier palabra más resulta superflua.
—Haré todavía un intento —dijo el abogado, como si lo que irritaba a K le afectara en realidad a él—. Tengo la sospecha de que usted ha sido llevado a su falso enjuiciamiento de mi trabajo y a su comportamiento por el hecho de que, a pesar de ser un acusado, se le ha tratado demasiado bien o, mejor expresado, con aparente indulgencia. También esto último tiene su motivo. A menudo es mejor estar encadenado que libre. Pero quiero mostrarle cómo se trata a otros acusados, tal vez sea capaz de aprender una lección. Voy a llamar a Block, abra la puerta y siéntese aquí, junto a la mesilla de noche.
—Encantado —dijo K, e hizo lo que el abogado le había pedido. Siempre estaba dispuesto a aprender algo. Pero para asegurarse, preguntó:
—Pero, ¿se ha enterado de que le he retirado definitivamente mi confianza?
—Sí —dijo el abogado—, pero hoy mismo puede rectificar.
Se acostó, se tapó con la manta hasta la barbilla y se volvió hacia la pared. Entonces llamó. Al poco rato apareció Leni, intentó apreciar con miradas fugaces qué había ocurrido. Que K permaneciera tranquilo al lado de la mesilla de noche del abogado, era un signo positivo. Hizo una ligera seña con la cabeza a K, que la contempló rígido, y sonrió.
—Trae a Block —dijo el abogado.
En vez de salir de la habitación para traerlo, se acercó a la puerta y gritó:
—¡Block! ¡El abogado te llama! —luego se puso detrás de K, ya que el abogado continuaba mirando hacia la pared y no se preocupaba de nada. A partir de ese momento estuvo molestando a K, pues se inclinó sobre el respaldo de su silla y acarició, con sumo cuidado y suavidad, su pelo y mejillas. Finalmente, K intentó impedírselo al coger una de sus manos, que ella, después de resistirse algo, dejó en su poder.
Block llegó en seguida, pero se quedó esperando en la puerta: parecía reflexionar si debía entrar o no. Elevó las cejas e inclinó la cabeza como si estuviera esperando a que se repitiese la orden del abogado. K habría podido animarle a entrar, pero había decidido romper definitivamente no sólo con el abogado, sino con todo lo que había en casa, así que permaneció imperturbable. Leni tampoco habló. Block notó que nadie, en principio, le echaba, por lo que entró de puntillas, con los músculos del rostro tensos y las manos a la espalda, en una posición artificial. Dejó la puerta abierta para posibilitar una retirada. No miró a K, sino que su vista siempre se dirigió a la manta bajo la que se encontraba el abogado, al que ni siquiera podía ver por la postura adoptada. Pero entonces se oyó su voz:
—¿Block aquí? —preguntó el abogado.
Esa pregunta, que le cogió por sorpresa cuando ya había avanzado un buen trecho, le causó el mismo efecto que un golpe en el pecho y otro en la espalda, se tambaleó, permaneció profundamente inclinado y dijo:
—A su servicio.
—¿Qué quieres? —preguntó el abogado—. Vienes en un momento inoportuno.
—¿No me ha llamado? —preguntó Block, más a sí mismo que al abogado, y puso las manos hacia adelante, como para protegerse, disponiéndose a salir corriendo.
—Te he llamado —dijo el abogado—, pero vienes en un momento inoportuno y tras una pausa añadió: —Siempre vienes en un momento inoportuno.
Desde que el abogado comenzó a hablar, Block ya no miraba hacia la cama, más bien se quedó como petrificado en una esquina y se dedicaba exclusivamente a escuchar, como si la visión del que hablaba le deslumbrase tanto que no pudiese soportarlo. Pero escuchar al abogado era difícil, pues seguía de cara a la pared y hablaba despacio y rápido.
—¿Quiere que me vaya? —preguntó Block.
—Bueno, ya que estás aquí —dijo el abogado—, ¡quédate!
Se podía creer que el abogado no había satisfecho el deseo de Block, sino que le había amenazado con azotarle, pues Block comenzó temblar.
—Ayer estuve con el tercer juez, mi amigo, y la conversación terminó centrándose en ti. ¿Quieres saber lo que me dijo?
—¡Oh!, por favor —dijo Block.
Como el abogado no continuó hablando, Block repitió otra vez su súplica y se inclinó como si se propusiera arrodillarse. Entonces K se dirigió a él:
—¿Qué haces? —exclamó.
Leni intentó que no interviniera, por eso K cogió también su otra mano. No las apretaba precisamente con amor. Ella se quejaba e intentaba liberar las manos. Pero por culpa de la exclamación de K, el abogado castigó a Block:
—¿Quién es tu abogado? —preguntó el Dr. Huld.
—Usted —dijo Block.
—¿Quién más? —preguntó el abogado.
—Nadie más —dijo Block.
—Entonces no obedezcas a nadie más.
Block reconoció la situación, dirigió a K miradas malignas y sacudió la cabeza. Si se hubieran podido traducir esos gestos en palabras, habrían sido graves insultos. ¡Con ese hombre había querido hablar amigablemente K sobre su causa!
—Ya no te molestaré más —dijo K reclinado en la silla—. Arrodíllate o ponte a cuatro patas si quieres, haz lo que te dé la gana, a mí no me importa.
Pero Block tenía sentido del honor, al menos frente a K. Se lanzó hacia él con los puños en alto y gritó, tanto como era capaz de hacerlo en la cercanía del abogado:
—No me hable así, eso no está permitido. ¿Por qué me insulta? Y, además, aquí, en presencia del señor abogado, donde ambos, usted y yo, sólo somos tolerados por caridad. Usted no es mejor que yo, pues usted también es un acusado y tiene un proceso. Si a pesar de ello sigue siendo un señor, yo también, y aún más digno que usted. Y quiero que se dirija a mí como corresponde. Si se cree que es un privilegiado al estar sentado ahí y poder escuchar tranquilamente, mientras yo, como usted dice, me pongo a cuatro patas, le recuerdo la vieja máxima judicial: «Para el sospechoso es mejor moverse que sentarse, pues el que cansa puede hacerlo, sin saberlo, sobre una balanza y ser pesado según sus pecados».
K no dijo nada, se limitó a mirar asombrado, con ojos inmóviles, a ese hombre perturbado. ¡Qué cambios había experimentado en las últimas horas! ¿Sería acaso el proceso el que le confundía de esa manera, y el que no le dejaba reconocer dónde estaba el amigo y dónde el enemigo? ¿No se daba cuenta de que el abogado le humillaba intencionadamente y que no pretendía otra cosa que ufanarse de su poder ante K y así, tal vez, someterlo? Si Block no era capaz de darse cuenta, o si tanto temía al abogado que ese conocimiento no le ayudaba en nada, ¿cómo era posible que repentinamente se tornase tan astuto u osado corno para intentar engañar al abogado y ocultarle que tenía a su servicio a otros abogados? ¿Y cómo osaba atacar a K, que en cualquier momento podía revelar su secreto? Pero se atrevió a más, se acercó a la mesa del abogado y comenzó a quejarse de K:
—Señor abogado —dijo—, ¿ha oído cómo me ha tratado ese hombre? Se pueden contar las horas de su proceso y quiere darme lecciones, a mí, que ya llevo cinco años de proceso. Incluso me insulta. No sabe nada y me insulta, a mí, que he estudiado, tanto como mis fuerzas lo han permitido, lo que es decencia, deber y lo que son usos judiciales.
—No te preocupes —dijo el abogado— y haz lo que te parezca correcto.
—Cierto —dijo Block, como si él mismo se animase y, después de una corta mirada de soslayo, se arrodilló junto a la cama—. Ya me arrodillo, mi abogado —dijo.
Pero el abogado calló. Block acarició cuidadosamente la manta con una mano. Leni, liberándose de las manos de K, rompió el silencio que ahora reinaba:
—Me haces daño. Déjame. Me voy con Block.
Se fue hacia él y se sentó al borde de la cama. Block se alegró. Inmediatamente le suplicó por medio de signos enérgicos que le ayudase ante el abogado. Parecía necesitar urgentemente la información del abogado, aunque tal vez sólo para dejarse explotar por el resto de los abogados. Leni sabía muy bien cómo ganarse a Huld, señaló la mano del anciano y frunció los labios como para dar un beso. Sin pensarlo, Block le dio un beso en la mano y repitió el beso a petición de Leni. Pero el abogado seguía callado. Leni, entonces, se acercó a él, su esbelta figura se hizo visible al estirarse sobre la cama, y acarició su rostro inclinada sobre su largo pelo blanco. Eso le obligó a contestar.
—Estoy dudando en decírselo —dijo el abogado y se pudo ver cómo sacudió ligeramente la cabeza, tal vez para sentir mejor las caricias de Leni. Block escuchaba con la cabeza humillada, como si al escuchar estuviese incumpliendo un mandamiento.
—¿Por qué dudas? —preguntó Leni.
K tenía la impresión de que escuchaba una conversación estudiada, que ya se había repetido con frecuencia y se seguiría repitiendo en el futuro. Block era el único para el que no perdería su novedad.
—¿Cómo se ha portado hoy? —preguntó el abogado en vez de responder.
Antes de que Leni le contestase, miró hacia Block y observó un rato cómo elevaba las manos entrelazadas en actitud de súplica. Finalmente, ella asintió, se volvió hacia el abogado y dijo:
—Ha estado tranquilo y ha sido diligente.
Un viejo comerciante, un hombre con toda una barba, suplicaba a una muchacha para que diera un buen testimonio de él. Por más que se reservase sus pensamientos reales, nada podía justificarle ante los ojos de sus congéneres. Casi degradaba al espectador. K no comprendía cómo el abogado podía pensar en ganárselo con semejante representación. Si no hubiese prescindido antes de él, lo habría hecho al contemplar esa escena. Ésos eran, pues, los resultados del método empleado por el abogado, al que K, por fortuna, no había estado expuesto mucho tiempo. El cliente terminaba por olvidarse del mundo y esperaba arrastrarse hasta el final del proceso por ese camino erróneo. Eso ya no era un cliente, eso era el perro del abogado. Si éste le hubiera ordenado meterse debajo de la cama como si fuera una caseta de perro, y ladrar desde allí dentro, lo hubiera hecho con placer. K escuchó todo con actitud reflexiva e inquisidora, como si le hubieran encargado que retuviera todo lo dicho para presentar una denuncia y un informe en una instancia superior.
—¿Qué ha hecho durante todo el día? —preguntó el abogado.
—Le he encerrado en el cuarto de la criada —dijo Leni—, donde normalmente duerme, para que no me molestase mientras trabajaba. De vez en cuando le observé por la claraboya para ver qué hacía. Ha estado todo el tiempo arrodillado al pie de la cama, con los escritos que le has dejado abiertos, y no ha parado de leerlos. Eso me ha causado una buena impresión. Además, la ventana da a un pozo de ventilación, por lo que apenas tiene luz. Que Block, no obstante, leyera, me ha mostrado lo obediente que es.
—Me alegra oírlo —dijo el abogado, pero, ¿se enteraba de lo que leía?
Block, durante esa conversación, movía continuamente los labios, aparentemente formulaba así las respuestas que esperaba de Leni.
—A eso no puedo responder con seguridad —dijo Leni—. Lo único que sé es que le he visto leer concentrado. Ha leído durante todo el día la misma página y al leer ha seguido las líneas con el dedo. Siempre que le he mirado, suspiraba como si la lectura le costase un gran esfuerzo. Los escritos que le has dejado son, con seguridad, difíciles de entender.
—Sí —dijo el abogado—, sí que lo son. No creo que los entienda. Sólo tienen que darle una idea de lo dura que es la lucha que yo dirijo en su defensa. Y ¿para quién dirijo esa dura lucha? Es ridículo decirlo, para Block. También tiene que aprender lo que eso significa. ¿Ha estudiado sin interrupción?
—Casi sin interrupción —respondió Leni—, una vez pidió agua. Le di un vaso a través de la claraboya. A las ocho le dejé salir y le di algo de comer.
Block miró a K de soslayo, como si se estuviera contando algo honorable de él y también tuviera que impresionar a K. Ahora parecía tener buenas esperanzas, se movía con más libertad y, de rodillas como estaba, se giraba a un lado y a otro. Pero sólo sirvió para que se notase más su confusión al oír las palabras siguientes del abogado.
—Le alabas —dijo el abogado—, pero precisamente eso es lo que me impide hablar. El juez no se ha manifestado de un modo favorable, ni sobre Block ni sobre su proceso.
—¿No ha sido favorable? —preguntó Leni—. ¿Cómo es posible?.
Block le dirigió a Leni una mirada tensa, como si le atribuyese la capacidad de convertir en positivas las palabras pronunciadas por el juez.
—Nada favorables —dijo el abogado—. El juez, incluso, se mostró desagradablemente sorprendido cuando comencé a hablar de Block «No me hable de Block», dijo. «Pero es mi cliente», dije yo. «Deja que abusen de usted», dijo él. «No creo que su causa esté perdida», dije yo. «Deja que abusen de usted», repitió él. «No lo creo», dije yo, «Block sigue su proceso con diligencia. Prácticamente vive en mi casa para estar al corriente. No se encuentra a menudo un celo semejante. Cierto, no es una persona agradable, tiene malos modales y es sucio, pero desde una perspectiva meramente procesal, es irreprochable». Dije irreprochable y exageré intencionadamente. Él respondió: «Block es astuto. Ha acumulado mucha experiencia y sabe cómo retrasar el proceso. Pero su ignorancia es mucho más grande que su astucia. Qué diría si supiera que su proceso ni siquiera ha comenzado; que ni siquiera se ha dado la señal para el comienzo del proceso». Tranquilo, Block —dijo el abogado, pues Block había comenzado a levantarse sobre sus inseguras rodillas y parecía querer una explicación. Era la primera vez que el abogado se dirigía directamente a Block. Le miró desde arriba con los ojos cansados, aunque no fijamente. Block volvió a arrodillarse lentamente.
—Esa opinión del juez no tiene para ti ninguna importancia —dijo el abogado—. No te asustes por cada palabra que oigas. Si se vuelve a repetir, no te diré nada más. No se puede comenzar ninguna frase sin que mires como si se fuera a pronunciar tu sentencia definitiva. ¡Avergüénzate ante mi cliente! También tú quebrantas su confianza en mí. ¿Qué quieres? Aún vives, aún estás bajo mi protección. ¡Es un miedo absurdo! Has leído en alguna parte que la sentencia definitiva, en algunos casos, pronuncia de improviso, emitida por una boca cualquiera en un momento arbitrario. Eso es verdad, con algunas reservas, pero también es verdad que tu miedo me repugna y que en él sólo veo una falta de confianza en mí. ¿Qué he dicho? Me he limitado a repetir la opinión de un juez. Ya sabes que las opiniones más distintas se acumulan en el proceso hasta lo inextricable. Ese juez, por ejemplo, acepta el inicio del proceso en una fecha diferente a la mía. Una diferencia de opiniones, nada más. En una determinada fase del proceso se da una señal con una campanilla según una vieja costumbre. Según la opinión de este juez a partir de ese preciso momento es cuando se inicia el proceso. Ahora no te puedo decir todo lo que se puede objetar a esa opinión. Tampoco lo entenderías, te basta con saber que hay mucho que habla en contra.
Confuso, Block pasaba la mano sobre la manta, el miedo a las declaraciones del juez le hizo olvidar provisionalmente su sumisión frente al abogado. Sólo pensaba en él mismo y no cesaba de dar vueltas a las palabras del juez.
            —Block —dijo Leni con un tono admonitorio, y le tiró un poco hacia arriba del cuello de la chaqueta—, deja la manta y escucha al abogado.





En la catedral

 

 

K había recibido el cometido de enseñar algunos monumentos históricos a un buen cliente italiano del banco, que visitaba la ciudad por primera vez. Era una obligación que, en otro tiempo, hubiera considerado un honor, pero que ahora, cuando apenas lograba con esfuerzo mantener su prestigio en el banco, asumía con desagrado. Cada hora que no podía permanecer en el despacho le preocupaba. Por desgracia, tampoco podía aprovechar como antes sus horas laborales, pasaba mucho tiempo aparentando que trabajaba. Sin embargo, sus cuitas se hacían más grandes cuando permanecía ausente de su despacho. Imaginaba que el subdirector, siempre al acecho, entraba en su despacho, se sentaba a su mesa, registraba sus papeles, recibía a los clientes con los que K, desde hacía años, sostenía incluso una relación de amistad, les enemistaba con él, descubría fallos, que K, durante el trabajo, cometía sin darse cuenta y ya no podía evitar. Si se le encargaba realizar una salida de negocios o irse de viaje, aunque fuese como una distinción —semejantes encargos se habían hecho, casualmente, muy frecuentes en los últimos tiempos—, siempre sospechaba que se le quería alejar del despacho para examinar su trabajo o, simplemente, porque creían que podían prescindir de él. Podría haber rechazado todos esos encargos sin mayores dificultades, pero no se atrevió, pues, aunque sus temores no estuvieran justificados, un rechazo significaba una confesión del miedo qué sentía. Por este motivo aceptaba los encargos con aparente indiferencia, incluso llegó a silenciar un serio enfriamiento antes de emprender un agotador viaje de negocios de dos días, para no correr el peligro de que suspendieran el viaje a causa del mal tiempo otoñal. Cuando regresó de ese viaje con furiosos dolores de cabeza, supo que le habían encomendado que acompañase al día siguiente al hombre de negocios italiano. La tentación de negarse por una sola vez fue muy grande, además no se trataba de un encargo vinculado a su trabajo, por más que el cumplimiento de ese deber social fuese lo suficientemente importante, aunque no para K, que sabía muy bien que sólo se podía mantener con éxitos laborales y que si no lo lograba, no poseería el menor valor, por mucho que llegara a embelesar, de forma inesperada, al italiano. No quería que le apartaran del trabajo ni siquiera un día, pues el miedo de que lo dejasen atrás era demasiado grande, un miedo que él, como reconocía, era exagerado, pero era un miedo que le asfixiaba. En este caso, sin embargo, era casi imposible encontrar una excusa aceptable. El conocimiento que K tenía de la lengua italiana no era bueno, pero bastaba para un caso así. Lo decisivo, sin embargo, era que él poseía ciertos conocimientos artísticos adquiridos hacía tiempo y conocidos en el banco, si bien se exageraban un poco por el hecho de que K, aunque sólo por motivos de negocios, había sido miembro de la Asociación para la Conservación de los Monumentos Urbanos. El italiano, como habían sabido a través de fuentes distintas, resultaba ser un amante del arte, así que la elección de K era algo evidente.
Era una mañana fría y tormentosa. K, enojado por el día que le esperaba, llegó a su despacho a las siete para, al menos, trabajar algo antes de que la visita se lo impidiese. Estaba muy cansado, puesto que había pasado parte de la noche estudiando algo de gramática italiana. La ventana, junto a la que, últimamente, permanecía sentado con demasiada frecuencia, le tentaba mucho más que la mesa, pero resistió y continuó el trabajo. Por desgracia, al poco tiempo entró el ordenanza y anunció que el director le había enviado para comprobar si el gerente ya se encontraba en su despacho. Le pidió que fuese tan amable de acudir a la sala de recepción, donde ya se encontraba el señor de Italia.
—Ya voy —dijo K, se metió un pequeño diccionario en el bolsillo, cogió un folleto turístico y, a través del despacho del subdirector, entró en el del director. Se alegró de haber venido tan temprano a la oficina y poder estar ya dispuesto, lo que nadie podía haber esperado. El despacho del subdirector permanecía, naturalmente, aún vacío, como en lo más profundo de la noche, tal vez el ordenanza también le había buscado, aunque en vano. Cuando K entró en la sala de recepción, se levantaron los dos señores de sus cómodos sillones. El director sonrió amable, parecía muy contento de la llegada de K. Le presentó en seguida, el italiano estrechó con energía la mano de K y, sonriendo, dijo algo de madrugadores; K no entendió muy bien a quién se refería, además era una palabra extraña, que K sólo pudo comprender transcurrido rato. Respondió con algunas frases hechas, que el italiano escuchó sonriente, mientras, algo nervioso, acariciaba su poblado bigote gris azulado. El bigote parecía perfumado, uno casi se veía tentado a acercarse y olerlo. Cuando todos se sentaron y comenzaron a hablar, K notó con gran disgusto que apenas entendía al italiano. Cuando hablaba tranquilo, le entendía casi todo, pero ésos eran momentos excepcionales la mayoría de las veces las palabras manaban a borbotones de su boca y parecía sacudir la cabeza de placer cuando esto ocurría. Mientras hablaba lanzaba frases enteras en un dialecto extraño, que para K no tenía nada de italiano, pero que el director no sólo comprendía, sino que lo hablaba, lo que K tendría que haber previsto, ya que el italiano era originario del sur de Italia, en donde el director había residido algunos años. K reconoció que la posibilidad de comprenderse con el italiano sé había reducido drásticamente, pues su francés también era difícil de entender. Por añadidura, el bigote ocultaba los labios, así que al siquiera se podía leer en ellos para averiguar qué era lo que estaba diciendo. K comenzó a prever situaciones incómodas, provisionalmente renunció a entender al italiano en presencia del director, que le entendía tan fácilmente, hubiera sido un esfuerzo innecesario, así que se limitó a observar malhumorado cómo éste descansaba tranquilo y semihundido en el sillón, cómo estiraba de vez en cuando su chaqueta bien cortada y cómo una vez, elevando el brazo y agitando las manos, Intentaba explicar algo que K no podía comprender, a pesar de que no perdía de vista sus manos. Al final, K, que permanecía ausente, siguiendo mecánicamente la conversación, empezó a sentir el cansancio previo y se sorprendió a sí mismo, para su horror, aunque felizmente a tiempo, cuando, guiado por su confusión, pretendía levantarse, darse la vuelta y marcharse. Pero transcurrido un rato el italiano miró el reloj y se levantó. Después de despedirse del director, se acercó a K y, además, tanto, que K tuvo que desplazar el sillón para poderse mover. El director, que por la mirada de K reconoció la situación apurada de éste frente al italiano, se inmiscuyó en la conversación de un modo tan inteligente que pareció como si simplemente añadiera algunos consejos, mientras en realidad lo que estaba haciendo era traducir a K todo lo que el incansable italiano decía con su fluidez proverbial. K se enteró así de que el italiano aún debía terminar algunos negocios, que sólo tenía poco tiempo y que no pretendía visitar todos los monumentos. Más bien había decidido visitar —si K daba su aprobación, en él recaía la decisión— sólo la catedral, pero detenidamente. Él se alegraba mucho de poder realizar esa visita en compañía de un hombre tan erudito y amable —con estas palabras estaba haciendo referencia a K, que prescindía de las palabras del italiano e intentaba oír las del director—, así que le pedía, si le parecía bien, que se encontraran transcurridas dos horas, alrededor de las diez, en la catedral. Creía poder estar allí a esa hora. K respondió algo adecuado, el italiano estrechó primero la mano del director, luego la de K, y se dirigió, volviéndose continuamente y sin parar de hablar, hacia la puerta seguido por ambos. K permaneció un rato con el director, que ese día parecía enfermo. Creyó tener que disculparse ante K —estaban juntos en un trato de confianza—, al principio había previsto acompañar él mismo al italiano, pero luego —no adujo ningún motivo— se decidió por enviar a K. Si no entendía al italiano, no tenía por qué asustarse, con un poco de práctica lo comprendería mejor, pero que en el caso de que no lo hiciera, tampoco pasaba nada malo, para el italiano no era importante que le entendieran. Por lo demás, el italiano de K era sorprendentemente bueno y él cumpliría su misión a la perfección. Con estas palabras se despidió de K. El tiempo que aún le quedaba lo empleó en aprender algunos términos complejos que necesitaba para su guía por la catedral, sacándolos del diccionario. Era un trabajo muy pesado, el empleado le trajo la correspondencia, algunos funcionarios vinieron con algunas preguntas y, al ver a K ocupado, se quedaron esperando en la puerta, pero no se movieron hasta que K les atendió. El subdirector tampoco perdió la ocasión de molestar, pasó varias veces por su despacho, le quitó el diccionario de las manos y lo hojeó sin intención alguna, incluso clientes emergían cuando las puertas se abrían en la semioscuridad del antedespacho y se inclinaban indecisos, ya que querían llamar la atención, pero no estaban seguros de que les veían. Todo eso giraba en torno a K como si él fuese el centro, mientras él pensaba en las palabras que iba a necesitar, las buscaba en el diccionario, las apuntaba y las pronunciaba para, a continuación, aprendérselas de memoria. No obstante, su buena memoria de los viejos tiempos parecía haberle abandonado, algunas veces se puso tan furioso con el italiano por haberle obligado a ese esfuerzo que enterró el diccionario entre papeles con la firme intención de no prepararse más, aunque luego comprendía que no podía permanecer mudo con el italiano ante las obras de arte en la catedral, así que, aún más furioso, volvía a coger el diccionario.
Precisamente a las nueve y media, cuando se disponía a salir, recibió una llamada por teléfono. Leni le deseó buenos días y le preguntó sobre su estado. K le dio las gracias a toda prisa y le advirtió que en ese momento no podía conversar, que tenía que ir a la catedral.
—¿A la catedral? —preguntó Leni.
—Pues sí, a la catedral.
—¿Por qué precisamente a la catedral? —preguntó Leni.
K intentó explicárselo brevemente, pero apenas había comenzado, cuando Leni le interrumpió bruscamente:
—Te están acosando.
K no toleró una compasión que él ni había requerido ni esperado. Se despidió con dos palabras y, mientras colgaba el auricular, en parte para sí, en parte dirigiéndose a la muchacha, que ya no le podía oír, dijo:
—Sí, me están acosando.
Miró el reloj, corría el peligro de llegar tarde. Decidió desplazarse en automóvil, en el último momento se había acordado del folleto turístico, pues no había tenido la oportunidad de entregárselo al italiano, así que pensó en llevárselo. Lo mantenía sobre las rodillas y tamborileaba en él con los dedos. La lluvia se había apaciguado, pero el día era húmedo, frío y oscuro, podrían ver poco en el interior de la catedral y, además, a causa de la humedad y de una larga permanencia de pie el resfriado de K empeoraría con toda seguridad.
La plaza de la catedral estaba solitaria. K recordó que ya en su infancia le había llamado la atención que todas las casas de esa pequeña plaza siempre tenían las cortinas cerradas. Con ese tiempo, sin embargo, era comprensible. Tampoco parecía haber nadie en el interior de la catedral34. A nadie se le podía ocurrir visitar su interior en un día así. K paseó por ambas naves laterales, sólo encontró a una anciana envuelta en un mantón y arrodillada ante una imagen de la Virgen María. Desde lejos, sin embargo, vio cómo un sacristán cojo desaparecía por una puerta. K había sido puntual, precisamente al entrar tocaron las once35, el italiano, sin embargo, aún no había llegado. K regresó a la puerta principal, permaneció allí un rato indeciso y, finalmente, dio una vuelta en torno a la catedral bajo la lluvia para comprobar si el italiano no le estaba esperando en alguna puerta lateral. No lo encontró por ninguna parte. ¿Acaso el director había entendido mal la hora? ¿Cómo se podía comprender bien a ese hombre? Fuera lo que fuese, K tenía que esperar como mínimo media hora. Como estaba cansado, quiso sentarse, volvió a entrar en la catedral, encontró en uno de los escalones un trozo de tela, que parecía de una alfombra, lo llevó con la punta del pie hasta un banco cercano, se envolvió bien en su abrigo, se subió el cuello y se sentó. Para distraerse abrió el folleto, lo hojeó un poco, pero tuvo que dejarlo pues se hizo tan oscuro que, cuando miró hacia arriba, apenas pudo distinguir nada en la nave cercana.
En la lejanía brillaba un gran triángulo compuesto por velas. K no podía decir con certeza si lo había visto antes. Tal vez las acababan de encender. Los sacristanes son silenciosos, es un rasgo profesional, así que no se les nota. Cuando K se volvió casualmente, vio, no muy lejos de donde se encontraba, cómo ardía un cirio grande y grueso, adosado a una columna. Por muy bello que fuera, era insuficiente para iluminar las imágenes que colgaban en las tinieblas de las capillas laterales, en realidad contribuía a aumentar esas tinieblas.
Era al mismo tiempo razonable y descortés que el italiano no se hubiera presentado. No se podría haber visto nada, se tendrían que haber limitado a buscar algunas imágenes con la linterna de K. Para comprobar qué es lo que les esperaba, K se acercó a una capilla lateral, subió un par de escalones hasta llegar a un bajo antepecho de mármol e, inclinado sobre él, iluminó con la linterna el cuadro del altar. La luz continua osciló inquietante. Lo primero que K, más que ver, adivinó, fue un gran caballero con armadura, representado en uno de los extremos del cuadro. Se apoyaba en su espada, que mantenía firmemente sobre un suelo desnudo, a no ser por unas briznas de hierba aquí y allá. Parecía observar con atención un incidente que tenía lugar ante él. Era asombroso que se mantuviera en esa posición y no se aproximara. Tal vez su misión consistía en vigilar. K, que hacía tiempo que no contemplaba ningún cuadro, permaneció ante él un buen rato, aunque se veía obligado a guiñar continuamente los ojos, pues no soportaba la luz verde de la linterna. Cuando, a continuación, desplazó la luz hacia el resto del cuadro, pudo ver una versión usual del entierro de Cristo; por lo demás, se trataba de un cuadro moderno. Se guardó la linterna y volvió a su sitio.
Era inútil seguir esperando al italiano; fuera, sin embargo, debía de estar cayendo un chaparrón, y como en el interior no hacía tanto frío como había esperado, decidió permanecer dentro. Cerca de él estaba el púlpito, debajo del pequeño y redondo tornavoz había dos cruces doradas que se cruzaban en sus extremos. La parte exterior del pretil y el espacio que la unía a la columna sustentadora estaban adornados con hojas verdes esculpidas, que querubines mantenían en sus manos, unos con actitud vivaz, otros, reposada. K se acercó al púlpito y lo examinó por todas partes, el grabado de la piedra era extremadamente cuidadoso, la profunda oscuridad que reinaba entre los espacios vacíos del follaje pétreo y la que se extendía detrás de éste parecía atrapada, como si estuviera retenida; K introdujo su mano en uno de esos espacios vacíos y palpó la piedra, nunca había tenido conocimiento de la existencia de ese púlpito. En ese momento notó casualmente que un sacristán permanecía detrás de un banco cercano, vestido con una chaqueta negra colgante y arrugada, sosteniendo una cajita de rapé y observándole.
«¿Qué quiere ese hombre? —pensó K—. ¿Acaso le parezco sospechoso? ¿O querrá una limosna?» Cuando el sacristán vio que K le observaba, señaló con la mano derecha —entre dos dedos aún sostenía una pulgarada de rapé— hacia una dirección incierta. Su comportamiento era inexplicable. K esperó un rato, pero el sacristán no cesó de señalarle algo con la mano e incluso llegó a reforzar sus gestos con un movimiento de cabeza.
«¿Qué querrá?» —se preguntó K en voz baja. No se atrevía a gritar allí dentro. Su reacción fue sacar su cartera y acercarse al hombre. Pero éste hizo de inmediato un gesto de rechazo con la mano, alzó los hombros y se alejó cojeando. Con un paso semejante K había intentado imitar cuando era niño el trote de un caballo. «Un anciano senil —pensó K—. Su inteligencia apenas llega para ayudar en la Iglesia. Se para cuando yo me paro y acecha por si sigo andando». K siguió sonriendo al anciano por toda la nave lateral hasta llegar al Altar Mayor, el anciano no paraba de señalarle algo, pero K no se volvía. Esos gestos sólo tenían la intención de apartarle de sus huellas. Finalmente le dejó, no quería asustarlo, tampoco quería ahuyentarlo del todo, por si acaso venía el italiano.
Cuando entró en la nave principal para buscar el sitio en el que había dejado el folleto, descubrió muy cerca de una columna casi adosada a los bancos del coro del altar un sencillo y pequeño púlpito lateral, hecho de piedra desnuda y blanca. Era tan pequeño que desde lejos parecía una hornacina aún vacía, destinada a albergar una estatua. El sacerdote, con toda seguridad, apenas podría retroceder un paso desde el pretil. Además, el tornavoz, sin ningún adorno, estaba situado a una altura escasa y se inclinaba tanto que un hombre de mediana estatura no podía permanecer recto en el interior del púlpito, sino que debía agacharse y apoyarse en el pretil. Parecía diseñado específicamente para atormentar al sacerdote, era incomprensible para qué podía necesitarse ese púlpito, ya que se tenía el otro, más grande y decorado con tanto primor.
A K no le hubiera llamado la atención ese pequeño púlpito, si no hubiera descubierto una lámpara fijada en la parte superior, como las que se suelen colocar poco antes de un sermón. ¿Se pronunciaría ahora un sermón? ¿En la iglesia vacía? K miró hacia la escalera que, bordeando la columna, conducía al púlpito y que era tan estrecha que no parecía para uso humano, sino simplemente de adorno para la columna. Pero al pie del púlpito, K sonrió de asombro, se encontraba, efectivamente, un sacerdote. Apoyaba la mano en la barandilla, preparado para subir, y miraba a K. Entonces asintió levemente con la cabeza, por que K se persignó e inclinó, lo que debería haber hecho antes. El sacerdote tomó un poco de impulso y subió al púlpito con pasos cortos y rápidos. ¿Realmente iba a pronunciar un sermón? ¿Acaso el sacristán carecía de tan poco sentido común que le había querido conducir hasta el sacerdote, lo que, en vista de la iglesia vacía, era necesario? Además, por algún lado había una anciana ante la imagen de la Virgen María que también tendría que haber venido. Y, si se iba a pronunciar un sermón, ¿por qué no había sido precedido por el órgano? Pero éste permanecía en silencio y brillaba débilmente envuelto en las tinieblas.
K pensó si no debería alejarse deprisa, o lo hacía ahora o ya no tendría otra oportunidad, debería permanecer allí durante todo el sermón; en la oficina había perdido tanto tiempo; ya no estaba obligado a esperar más al italiano. Miró su reloj, eran las once. Pero, ¿realmente se iba a pronunciar un sermón? ¿Podía K representar a toda la comunidad de fieles? ¿Y si fuese un extranjero que sólo pretendía visitar la iglesia? En el fondo así era. Era absurdo pensar que se podía pronunciar un sermón, ahora, a las once de la mañana, en un día laborable y con un tiempo tan horrible. El sacerdote —se trataba sin duda de un sacerdote, un hombre joven con el rostro liso y oscuro— parecía subir a apagar la lámpara, que alguien había encendido por error.
Pero no fue así. El sacerdote, en realidad, examinó la luz, la ajustó y se dio la vuelta lentamente hacia el pretil, apoyándose en él con las dos manos. Así permaneció un rato y miró, sin mover la cabeza, a su alrededor. K había retrocedido un trecho y se apoyaba con el codo en el banco de delante. Con ojos inseguros, sin poder determinar exactamente el lugar, vio cómo el sacristán, algo encorvado, se ponía a descansar pacíficamente como si hubiera terminado su cometido. ¡Qué silencio reinaba ahora en la catedral! Pero K tenía que romperlo, no pretendía quedarse allí. Si era un deber del sacerdote predicar a una hora determinada sin consideración a las circunstancias, que lo hiciera, también podría cumplir su cometido en ausencia de K, su presencia tampoco contribuiría a aumentar el efecto. K se puso lentamente en camino y fue tanteando el banco de puntillas. Llegó a la nave central y prosiguió sin que nadie le detuviera, sólo sus pasos ligeros resonaban continuamente bajo las bóvedas con un ritmo regular y progresivo. K, consciente de que el sacerdote podía estar observándole, se sentía abandonado mientras avanzaba solo entre los bancos vacíos. Las dimensiones de la catedral le parecían ahora rayar en los límites de lo soportable para el ser humano. Cuando llegó al sitio que había ocupado anteriormente, cogió el folleto sin detenerse. Apenas había dejado atrás el banco y se acercaba al espacio vacío que le separaba de la salida, cuando escuchó por primera vez la voz del sacerdote. Era una voz poderosa y ejercitada. ¡Cómo se expandió por la catedral, preparada para recibirla! Pero no era a la comunidad de fieles a quien llamaba, su voz resonó clara, no había escapatoria alguna, exclamó:
—¡Josef K!
K se detuvo y miró al suelo. Aún era libre, podía seguir y escapar por una de las pequeñas y oscuras puertas de madera, que no estaban lejos. Pero eso significaría o que no había entendido o que había entendido pero no quería hacer ningún caso. Si se daba la vuelta, se tendría que quedar, pues habría confesado tácitamente que había comprendido muy bien su nombre y que quería obedecer. Si el sacerdote hubiese gritado de nuevo, K habría proseguido su camino, pero como todo permaneció en silencio, volvió un poco la cabeza, pues quería ver qué hacía el sacerdote en ese momento. Se le veía tranquilo en el púlpito, se podía advertir que había notado el giro de cabeza de K. Hubiera sido un juego infantil si K no se hubiese dado la vuelta por completo. Así lo hizo, y el sacerdote le llamó con una señal de la mano. Como ya todo ocurría abiertamente, avanzó —lo hizo en parte por curiosidad y en parte para tener la oportunidad de acortar su estancia allí— con pasos largos y ligeros hasta el púlpito. Se paró ante los bancos, pero al sacerdote le parecía que la distancia era aún demasiado grande. Estiró la imano y señaló con el dedo índice un asiento al pie del púlpito. K siguió su indicación y, al sentarse, tuvo que mantener la cabeza inclinada hacia atrás para poder ver al sacerdote.
—Tú eres Josef K —dijo el sacerdote, y apoyó una mano en el pretil con un movimiento incierto.
—Sí dijo K. Pensó cómo en otros tiempos había pronunciado su nombre con entera libertad, pero ahora suponía una carga para él, también ahora conocía su nombre gente a la que veía por primera vez. Qué bello era que le presentaran y luego conocer a la gente.
—Estás acusado —dijo el sacerdote en voz baja.
—Sí —dijo K—, ya me lo han comunicado.
—Entonces tú eres al que busco —dijo el sacerdote—. Yo soy el capellán de la prisión.
—¡Ah, ya! —dijo K.
—He hecho que te trajeran aquí para hablar contigo —dijo el sacerdote.
—No lo sabía —dijo K—. He venido para mostrarle la catedral a un italiano.
—Deja lo accesorio —dijo el sacerdote—. ¿Qué sostienes en la mano? ¿Un libro de oraciones?
—No —respondió K—, es un folleto con los monumentos históricos de la ciudad.
—Déjalo a un lado —dijo el sacerdote.
K lo arrojó con tal fuerza que se rompió y un trozo con las páginas dobladas se deslizó por el suelo.
—¿Sabes que tu proceso va mal? —preguntó el sacerdote.
—También a mí me lo parece —dijo K—. Me he esforzado todo lo que he podido, pero hasta ahora sin éxito. Además, aún no he concluido mi primer escrito judicial.
—¿Cómo te imaginas el final? —preguntó el sacerdote.
Al principio pensé que terminaría bien —dijo K—, ahora hay veces que hasta yo mismo lo dudo. No sé cómo terminará. ¿Lo sabes tú?
—No —dijo el sacerdote—, pero temo que terminará mal. Te consideran culpable. Tu proceso probablemente no pasará de un tribunal inferior. Tu culpa, al menos provisionalmente, se considera probada.
—Pero yo no soy culpable —dijo K—. Es un error. ¿Cómo puede ser un hombre culpable, así, sin más? Todos somos seres humanos, tanto el uno como el otro.
—Eso es cierto —dijo el sacerdote—, pero así suelen hablar los culpables.
—¿Tienes algún prejuicio contra mí? —preguntó K.
—No tengo ningún prejuicio contra ti —dijo el sacerdote.
—Te lo agradezco —dijo K—. Todos los demás que participan en mi proceso tienen un prejuicio contra mí. Ellos se lo inspiran también a los que no participan en él. Mi posición es cada vez más difícil.
—Interpretas mal los hechos —dijo el sacerdote—, la sentencia no se pronuncia de una vez, el procedimiento se va convirtiendo lentamente en sentencia.
—Así es, entonces —dijo K, y agachó la cabeza.
—¿Qué es lo siguiente que vas a hacer en tu causa? —preguntó el sacerdote.
—Quiero buscar ayuda —dijo K, y elevó la cabeza para ver cómo el sacerdote juzgaba su intención—. Aún quedan posibilidades que no he utilizado.
—Buscas demasiado la ayuda de extraños —dijo el sacerdote con un tono de desaprobación—, especialmente de mujeres. ¿Acaso no te das cuenta de que no es la ayuda verdadera?
—Algunas veces, incluso con frecuencia podría darte la razón —dijo K—, pero no siempre. Las mujeres tienen mucho poder. Si pudiera convencer a algunas mujeres de las que conozco para que trabajen en común para mí, podría abrirme paso. Especialmente en este tribunal, que parece constituido por mujeriegos. Muéstrale una mujer al juez instructor y arrollará la mesa y a los acusados para llegar hasta ella.
El sacerdote inclinó la cabeza hacia el pretil, ahora parecía como si el tornavoz le presionase hacia abajo. ¿Pero qué tiempo podía estar haciendo fuera? Ya no era sólo un día nublado y lluvioso, parecía noche profunda. Ninguna de las vidrieras era capaz de iluminar con un pobre resplandor los oscuros muros. Y precisamente en ese momento el sacristán comenzó a apagar todas las velas del Altar Mayor.
—¿Estás enfadado conmigo? —preguntó K al sacerdote—. Es posible que no conozcas el tipo de tribunal en el que prestas servicio.
No recibió ninguna respuesta.
—Son sólo mis experiencias —dijo K.
Arriba, en el púlpito, todo permaneció silencioso.
—No te he querido ofender —dijo K.
Entonces gritó el sacerdote hacia K:
—¿Acaso eres ciego?
Gritó con ira, pero también como alguien que ve caer a otro y, debido al susto, grita sin voluntad de hacerlo.
Ambos se callaron un rato. El sacerdote no podía reconocer a K, abajo, en la oscuridad, mientras que K podía ver claramente al sacerdote gracias a la pequeña lámpara. ¿Por qué no bajaba? No había pronunciado ningún sermón, sino que se había limitado a darle algunas informaciones, que a él, si las consideraba con detenimiento, antes le podrían dañar que beneficiar. No obstante, a K le parecía indudable la buena intención del sacerdote, no sería imposible que pudieran llegar a un acuerdo si bajaba, tampoco era imposible que recibiera de él un consejo decisivo y aceptable, que le mostrara, por ejemplo, no cómo se podía influir en el proceso, sino cómo se podía salir del proceso, cómo se podía vivir al margen de éste. Esa posibilidad tenía que existir, K había pensado mucho en ella en los últimos tiempos. Si el sacerdote conocía esa posibilidad, a lo mejor se la decía si se lo pedía, aunque perteneciera al tribunal, y a pesar de que K, al atacar al tribunal, hubiese herido sus sentimientos y le hubiera obligado a gritar.
—¿No quieres bajar? —dijo K—. No vas a pronunciar ningún sermón. Baja conmigo.
—Ya puedo bajar —dijo el sacerdote, parecía lamentar su grito. Mientras descolgaba la lámpara, dijo: —Primero tenía que hablar contigo guardando las distancias, si no me dejo influir fácilmente y olvido mi misión.
K le esperó abajo, al pie de la escalera. El sacerdote le ofreció la mano mientras bajaba los últimos escalones.
—¿Me podrías dedicar un poco de tu tiempo?
—Tanto como necesites —dijo el sacerdote, y le dio la lámpara a K para que éste la llevase. Ni siquiera tan cerca perdió su actitud en solemnidad.
—Eres muy amable conmigo —dijo K.
Comenzaron a recorrer la nave lateral uno al lado del otro.
—Eres una excepción entre todos los que pertenecen al tribunal. En ti tengo más confianza que en cualquiera de los demás. Contigo puedo hablar abiertamente.
—No te engañes —dijo el sacerdote.
—¿En qué podría engañarme? —preguntó K.
—Te engañas en lo que respecta al tribunal —dijo el sacerdote—, en la introducción a la Ley se ha escrito sobre este engaño36:
«Ante la Ley hay un guardián que protege la puerta de entrada. Un hombre procedente del campo se acerca a él y le pide permiso para acceder a la Ley. Pero el guardián dice que en ese momento no le puede permitir la entrada. El hombre reflexiona y pregunta si podrá entrar más tarde».
—Es posible —responde el guardián, pero no ahora.
«Como la puerta de acceso a la Ley permanece abierta, como siempre, y el guardián se sitúa a un lado, el hombre se inclina para mirar a través del umbral y ver así qué hay en el interior. Cuando el guardián advierte su propósito37, ríe y dice:
»—Si tanto te incita, intenta entrar a pesar de mi prohibición. Ten en cuenta, sin embargo, que soy poderoso y que, además, soy el guardián más insignificante. Ante cada una de las salas permanece un guardián, el uno más poderoso que el otro. La mirada del tercero ya es para mí insoportable.
»El hombre procedente del campo no había contado con tantas dificultades. La Ley, piensa, debe ser accesible a todos y en todo momento, pero al considerar ahora con más exactitud al guardián, cubierto con su abrigo de piel, al observar su enorme y prolongada nariz, la barba negra, fina, larga, tártara, decide que es mejor esperar hasta que reciba el permiso para entrar. El guardián le da un taburete y deja que tome asiento en uno de los lados de la puerta. Allí permanece sentado días y años. Hace muchos intentos para que le inviten a entrar y cansa al guardián con sus súplicas. El guardián le somete a menudo a cortos interrogatorios, le pregunta acerca de su hogar y de otras cosas, pero son preguntas indiferentes, como las que hacen grandes señores, y al final siempre repetía que todavía no podía permitirle la entrada. El hombre, que se había provisto muy bien para el viaje, utiliza todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Éste lo acepta todo, pero al mismo tiempo dice:
»—Sólo lo acepto para que no creas que has omitido algo.
»Durante los muchos años que estuvo allí, el hombre observó al guardián de forma casi ininterrumpida. Olvidó a los otros guardianes y éste le terminó pareciendo el único impedimento para tener acceso a la Ley. Los primeros años maldijo la desgraciada casualidad, más tarde, ya envejecido, sólo murmuraba para sí. Se vuelve senil, y como ha sometido durante tanto tiempo al guardián a un largo estudio ya es capaz de reconocer a la pulga en el cuello de su abrigo de piel, por lo que solicita a la pulga que le ayude para cambiar la opinión del guardián. Por último, su vista se torna débil y ya no sabe realmente si oscurece a su alrededor o son sólo los ojos los que le engañan. Pero ahora advierte en la oscuridad un brillo que irrumpe indeleble a través de la puerta de la Ley. Ya no vivirá mucho más. Antes de su muerte se concentran en su mente todas las experiencias pasadas, que toman forma en una sola pregunta que hasta ahora no había hecho al guardián. Entonces le guiña un ojo, ya que no puede incorporar su cuerpo entumecido. El guardián tiene que inclinarse hacia él profundamente porque la diferencia de tamaños ha variado en perjuicio del hombre de la provincia.
»—¿Qué quieres saber ahora? —pregunta el guardián—. Eres insaciable.
»—Todos aspiran a la Ley —dice el hombre—. ¿Cómo es posible que durante tantos años sólo yo haya solicitado la entrada?
»El guardián comprueba que el hombre ha llegado a su fin y, para que su débil oído pueda percibirlo, le grita:
»—Ningún otro podía haber recibido permiso para entrar por está puerta, pues esta entrada estaba reservada sólo para ti. Yo me voy ahora y cierro la puerta».
—El centinela, entonces, ha engañado al hombre —dijo K en seguida, fuertemente atraído por la historia38.
—No te apresures —dijo el sacerdote—, no asumas la opinión ajena sin examinarla. Te he contado la historia tal y como está escrita. En ella no se habla en ningún momento de engaño.
—Pero está claro —dijo K—, y tu primera interpretación era correcta. El vigilante le ha comunicado el mensaje liberador sólo cuando ya no podía ayudar en nada al hombre.
—Pero él tampoco preguntó antes —dijo el sacerdote—, considera que sólo era un vigilante y como tal se ha limitado a cumplir su deber.
—¿Por qué piensas que ha cumplido con su deber? —preguntó K—. No lo ha cumplido. Su deber consistía en rechazar a los extraños, pero tenía que haber dejado pasar al hombre para quien estaba destinada la entrada.
—No tienes el suficiente respeto a la letra escrita y cambias la historia —dijo el sacerdote—. La historia contiene dos explicaciones importantes del vigilante respecto a la entrada a la Ley, una al principio y otra al final. Una dice: «que no podía permitirle la entrada», y la otra: «esta entrada estaba reservada sólo para ti». Si entre ambas explicaciones existiese una contradicción, tú tendrías razón y el vigilante habría engañado al hombre. Pero no existe ninguna contradicción. Todo lo contrario, la primera explicación, incluso, indica la segunda. Se podría decir que el vigilante se excede en el cumplimiento de su deber al plantear la posibilidad de una futura entrada. En ese momento su único deber parecía consistir en no admitir al hombre. Y, en efecto, muchos intérpretes se maravillan de que el vigilante haya pronunciado semejante indicación, pues parece amar la precisión y cumple escrupulosamente con su deber. No abandona su puesto en tantos años y sólo cierra la puerta en el último momento, siendo consciente de la importancia de su misión, pues dice: «soy poderoso». Además, tiene respeto frente a sus superiores, pues dice: «soy el guardián más insignificante». Cuando se trata del cumplimiento del deber, no admite ruegos ni se deja ablandar, pues se dice: «cansa al guardián con sus súplicas». Tampoco es hablador, pues durante todos los años sólo plantea, como está escrito, preguntas «indiferentes». No se deja sobornar, pues dice sobre un regalo: «sólo lo acepto para que no creas que has emitido algo». Finalmente, su aspecto externo indica un carácter pedante, por ejemplo la gran nariz y la larga y fina barba tártara. ¿Puede haber un vigilante más fiel a su deber? Pero en el vigilante se mezclan otros caracteres esenciales que resultan muy favorables para quien solicita la entrada, y que, además, indican la posibilidad, manifestada en su anterior insinuación, de que en el futuro podría ir más allá de lo que le dicta el deber. No obstante, no se puede negar que es algo simple y, en relación con este atributo, presuntuoso. Si todas las menciones que hace referentes a su poder y sobre el poder de los demás vigilantes, cuya visión, como él reconoce, le es insoportable, son ciertas, entonces muestra, en la manera con que las emite, que sus ideas están afectadas por su simpleza y arrogancia. Los intérpretes aducen: «El correcto entendimiento de un asunto y una incomprensión de éste no se excluyen mutuamente». En todo caso, se debe reconocer que esa simpleza y arrogancia, por muy difuminadas que aparezcan, debilitan la vigilancia de la entrada, son lagunas en el carácter del vigilante. A esto se añade que el vigilante, según su talante natural, parece amable, no siempre actúa como si estuviera de servicio. Al principio dice en broma que, a pesar del mantenimiento de la prohibición, le invita a entrar, pero, a continuación, no le incita a entrar, sino que, como está escrito, le da un taburete y le deja sentarse al lado de la puerta. La paciencia con la que, durante tantos años, soporta las peticiones del hombre, los pequeños interrogatorios, la aceptación de los regalos, la nobleza con la que permite que el hombre a su lado maldiga en voz alta su desgraciado destino, del que hace culpable al vigilante, todo eso indica el talante compasivo del vigilante. No todos los vigilantes habrían actuado así. Y, al final, se inclina profundamente hacia el hombre para darle la oportunidad de plantear una última pregunta. Sólo deja traslucir una débil impaciencia —el vigilante sabe que todo ha acabado—, cuando dice: «Eres insaciable». Algunos intérpretes continúan, incluso, esta línea exegética y afirman que las palabras «eres insaciable» expresan una suerte de admiración, que, por supuesto, tampoco está libre de altivez. Pero así la figura del vigilante adquiere un perfil distinto al que tú le has atribuido.
—Tú conoces la historia con más detalle que yo y desde hace mucho más tiempo —dijo K.
Permanecieron callados un rato. Luego K preguntó:
—¿Entonces crees que no engañó al hombre?
—No me interpretes mal —dijo el sacerdote—, sólo te menciono las distintas opiniones sobre la leyenda. No debes fiarte tanto de las opiniones. La escritura es invariable, y las opiniones, con frecuencia, sólo son expresión de la desesperación causada por este hecho. En este caso hay, incluso, una opinión según la cual precisamente el vigilante es el engañado.
—Ésa es una interpretación que va demasiado lejos —dijo K—. ¿Cómo la fundamentan?
—La fundamentación se basa en la simpleza del centinela. Él dice que no conoce el interior de la Ley, sino sólo el camino que una y otra vez tiene que recorrer ante la entrada. Las ideas que posee del interior se consideran ingenuas y se cree que él mismo teme aquello que también quiere hacer que el hombre tema. Sí, incluso él tiene más miedo que el hombre, pues éste sólo quiere entrar, aun después de haber oído que hay vigilantes más poderosos; el centinela, sin embargo, no quiere entrar, al menos no se dice nada sobre ello. Otros, por el contrario, afirman que él ha tenido que estar en el interior, pues fue admitido para ponerse al servicio de la Ley y eso sólo puede ocurrir en el interior. A esto se responde que una voz procedente del interior pudo nombrarle vigilante y que, por consiguiente, es posible que no hubiese estado en el interior, al menos no en la parte más interna, ya que él mismo dice que no resiste la mirada del tercer centinela. Además, tampoco se informa de que durante todos esos años haya mencionado, aparte de su referencia a los otros vigilantes, algo del interior. Es posible que lo tuviera prohibido, pero no se nos dice nada de esa prohibición. De todo esto se deduce que no sabe nada del aspecto que presenta el interior ni de su importancia y que, por lo tanto, permanece allí engañado. Pero también está engañado respecto al hombre de la provincia, pues es su subordinado y no lo sabe. Que él trata al hombre como si fuera un subordinado, se reconoce en muchos detalles, fáciles de recordar. Pero que realmente sea un subordinado debería derivarse, según esa opinión, con la misma claridad. Ante todo es libre el que está por encima del que permanece sujeto. Ahora bien, el hombre es el que realmente está libre, él puede ir a donde quiera, sólo le está prohibida la entrada a la Ley y, además, sólo por una persona, por el centinela. Si se sienta en el taburete al lado de la puerta y allí pasa toda su vida, lo hace voluntariamente, la historia no habla de ninguna obligación. El centinela, sin embargo, está obligado por su cargo a permanecer en su puesto, no se puede alejar; según las apariencias, tampoco puede ir hacia el interior, ni en el caso de que así lo quisiera. Además, aunque está al servicio de la Ley, sólo presta su servicio ante esa entrada, es decir, en realidad está al servicio de ese hombre, el único al que está destinada dicha entrada. También desde esta perspectiva está subordinado a él. Se puede suponer que, a través de muchos años, sólo ha prestado un servicio inútil, pues se dice que llega un hombre maduro, es decir, que el centinela tuvo que esperar mucho tiempo hasta que pudo cumplir su objetivo y, además, tuvo que esperar tanto tiempo como quiso el hombre del campo, que vino voluntariamente. Pero también el final de su servicio queda determinado por la muerte del hombre, así que permanece subordinado a él hasta su fallecimiento. Y una y otra vez se acentúa que el centinela no sabe nada de eso. No es nada extraordinario, pues, según esta interpretación, el centinela es víctima de un engaño mucho mayor, el que hace referencia a su servicio. Al final habla de la entrada y dice: «Ahora me voy y la cierro», pero al principio se dice que la puerta que da acceso a la Ley permanece abierta, como siempre, así que siempre está abierta, siempre, con independencia de la vida del hombre para el que está destinada esa entrada, por consiguiente el vigilante no podrá cerrarla. Aquí divergen las opiniones. Unos creen que el centinela, con el anuncio de que va a cerrar la puerta, sólo pretende dar una respuesta o acentuar su obligación; otros piensan que en el último momento quiere entristecer al hombre e impulsarle a que se arrepienta. Muchos comentadores coinciden en que no podrá cerrar la puerta. Opinan, incluso, que al menos al final, también en lo que sabe, permanece subordinado al hombre, pues éste ve cómo surge el resplandor de la Ley, mientras que el centinela permanece de espaldas y no menciona nada que haga suponer que ha advertido alguna transformación.
—Esta última interpretación está bien fundada —dijo K, que había repetido para sí, en voz baja, algunos de los pasajes de la aclaración del sacerdote—. Está bien fundada, y creo también que el centinela está engañado. Pero al aceptar esto no me he apartado de mi primera opinión, ambas se cubren parcialmente. No es algo decisivo si el centinela ve claro o se engaña. Yo dije que han engañado al hombre. Si el centinela ve claro, se podría dudar, pero si el centinela está engañado, su engaño se transmite necesariamente al hombre. El centinela no es, en ese caso, un estafador, pero sí tan simple que debería ser expulsado inmediatamente del servicio. Tienes que considerar que el engaño que afecta al centinela no le daña, pero sí al hombre, y con crueldad.
—Aquí topas con una opinión contraria —dijo el sacerdote—. Muchos dicen que la historia no otorga a nadie el derecho a juzgar al centinela. Sea cual sea la impresión que nos dé, es un servidor de la Ley, esto es, pertenece a la Ley, por lo que es inaccesible al juicio humano. Tampoco se puede creer que el centinela esté subordinado al hombre. Estar sujeto, por su servicio, a la entrada de la Ley es incomparablemente más importante que vivir libre en el mundo. El hombre viene a la Ley, el centinela ya está allí. La Ley ha sido la que le ha puesto a su servicio. Dudar de su dignidad significa dudar de la Ley.
—Yo no comparto esa opinión —dijo K moviendo negativamente la cabeza, pues si se aceptan sus premisas hay que considerar que todo lo que dice el vigilante es verdad. Pero eso es imposible, como tú mismo has fundamentado con todo detalle.
—No —dijo el sacerdote—, no se debe tener todo por verdad, sólo se tiene que considerar necesario.
—Triste opinión —dijo K—. La mentira se eleva a fundamento del orden mundial.
K dijo estas palabras como conclusión, pero no eran su juicio definitivo. Estaba demasiado cansado para poder abarcar todas las posibilidades que ofrecía la historia, además conducía a razonamientos inusuales, a paradojas, más adecuadas para funcionarios judiciales que para él. Esa historia tan simple se había tornado en algo informe, quería sacudírsela de encima y el sacerdote, que ahora mostró una gran delicadeza de sentimientos, lo toleró y recibió en silencio la última indicación de K, aunque con toda seguridad no coincidía con ella.
Siguieron andando un rato en silencio. K se mantenía muy cerca del sacerdote, sin saber dónde se encontraba por las tinieblas que les rodeaban. La vela de la lámpara hacía tiempo que se había apagado. Una vez brilló ante él el pedestal de plata de un Santo, pero volvió a sumirse en la oscuridad. Para no depender por completo del sacerdote, K le preguntó:
—¿No nos encontramos cerca de la salida principal?
—No —dijo el sacerdote—, estamos muy lejos. ¿Quieres irte ya?
Aunque en ese momento no pensaba en ello, K respondió en seguida:
—Es verdad, tengo que irme. Soy gerente en un banco, me esperan, sólo he venido para enseñarle la catedral a un hombre de negocios extranjero.
—Bien —dijo el sacerdote, y estrechó la mano de K—, entonces vete.
—No puedo orientarme bien aquí en la oscuridad —dijo K.
—Ve a la izquierda, hacia el muro —dijo el sacerdote—, luego síguelo hasta que encuentres una salida.
El sacerdote sólo se había separado de él unos pasos, cuando K gritó:
—¡Por favor, espera!
—Espero —dijo el sacerdote.
—¿No quieres nada más de mí? —preguntó K.
—No —dijo el sacerdote.
Al principio has sido tan amable conmigo dijo K, y me lo has explicado todo, pero ahora me despides como si no te importase nada.
—Tienes que irte —dijo el sacerdote.
—Bien, sí —dijo K—, compréndelo.
—Comprende primero quién soy yo —dijo el sacerdote.
—Tú eres el capellán de la prisión —dijo K, y se acercó al sacerdote.
No necesitaba regresar tan pronto al banco como en un principio había creído. Podía permanecer aún allí.
—Yo pertenezco al tribunal —dijo el sacerdote—. ¿Por qué debería querer algo de ti? El tribunal no quiere nada de ti. Te toma cuando llegas y te despide cuando te vas.



El final

 

 

LA noche anterior al día en que cumplía treinta y un años —serían las nueve de la noche, tiempo de silencio en las calles—, dos hombres llegaron a la vivienda de K. Vestían levitas, sus rostros eran pálidos y grasientos, y estaban tocados con chisteras firmemente encajadas. Después de intercambiar algunas formalidades ante la puerta de la casa, repitieron las mismas formalidades, pero con más ceremonia, ante la puerta de K. Aunque nadie le había anunciado la visita, K, poco antes de la llegada de aquellos hombres, había permanecido sentado en una silla cerca de la puerta, también vestido de negro, poniéndose lentamente sus guantes, en una actitud similar a cuando alguien espera huéspedes. Se levantó en seguida y contempló a los hombres con curiosidad.
—¿Les han enviado para recogerme? —preguntó.
—Los hombres asintieron, uno de ellos hizo una seña a su compañero con la chistera en la mano. K reconoció que había esperado una visita distinta. Fue hacia la ventana y contempló una vez más la calle oscura. Casi todas las ventanas de la calle de enfrente también estaban oscuras, en muchas habían corrido las cortinas. En una de las ventanas iluminadas se podía ver cómo jugaban dos niños detrás de unas rejas, se tocaban con las manos, aún incapaces de moverse de sus sitios. «Viejos actores de segunda fila es lo que envían para recogerme» —pensó K, y miró a su alrededor, para convencerse otra vez de ello—. «Buscan librarse de mí de la forma más barata». K se volvió de repente y preguntó:
—¿En qué teatro actúan ustedes?
—¿Teatro? —preguntó uno de los hombres con un tic en la comisura del labio, volviéndose hacia su compañero para buscar consejo. El otro hizo gestos mudos, como el que lucha contra un ser fantasmal.
—No están preparados para que se les pregunte —se dijo K, y fue a recoger su sombrero.
Ya en la escalera querían cogerle de los brazos, pero K dijo:
—Cuando estemos en la calle, no estoy enfermo.
No obstante, en cuanto llegaron a la puerta le agarraron de un modo inaudito para K. Mantenían los hombros justo detrás de los suyos, no doblaban los brazos, sino que los utilizaban para rodear los brazos de K en toda su largura, por debajo agarraban las manos de K con una maña de colegio, pero estudiada e irresistible. K iba muy recto entre ambos, ahora los tres formaban tal unidad que, si alguien hubiese golpeado a uno de ellos, todos habrían sentido el golpe. Constituían una unidad como sólo la materia inanimada puede formar.
K, bajo la luz de las farolas, intentó a menudo contemplar mejor a sus acompañantes de lo que lo había hecho en la penumbra de su vivienda, a pesar de que la forma en que lo llevaban dificultaba esa operación. «A lo mejor son tenores» —pensó al mirar sus dobles papadas. La limpieza de sus rostros le daba asco. Vio cómo la mano lustrosa restregó el rabillo del ojo, frotó el labio superior, rascó las arrugas de la barbilla.
Cuando K lo advirtió, se detuvo, así que los otros también se detuvieron. Se encontraban al borde de una plaza solitaria, adornada con jardines.
—¡Por qué les han enviado precisamente a ustedes! —gritó más que preguntó.
Los hombres no supieron qué contestar, se limitaron a esperar con el brazo libre colgando, como enfermeros cuando el enfermo quiere descansar.
—No sigo —dijo K para probarlos.
A eso no necesitaron contestar, apretaron las manos de K e intentaron moverle de su sitio, pero K se resistió.
«No necesitaré más mi fuerza —pensó K—, la emplearé toda ahora». Recordó a las moscas que intentan escapar con las patitas rotas del papel encolado.
—Los señores van a tener trabajo —se dijo.
Ante ellos apareció en ese momento la señorita Bürstner, que salía por la plaza de una calle lateral. No era seguro que fuese ella, aunque se parecía mucho. Pero a K no le importaba si lo era o no, sólo tomó conciencia de lo inútil de su oposición. No había nada de heroico en ofrecer ahora resistencia, en poner dificultades a esos hombres, o en intentar disfrutar de la vida aparente que aún le quedaba mediante una defensa. Así que reanudó su camino y sintió algo de la alegría de sus acompañantes por haberlo hecho. Toleraron que determinase la dirección y él eligió seguir el camino de la señorita, y no porque la quisiera alcanzar, no porque la quisiera ver el mayor tiempo posible, sino simplemente para no olvidar la advertencia que ella significaba para él.
«Lo único que puedo hacer —se dijo, y la sincronicidad de sus pasos con los de sus acompañantes confirmó sus pensamientos—, lo único que puedo hacer es mantener el sentido común hasta el final. Siempre quise ir por el mundo con veinte manos y, además, con un objetivo no autorizado. Eso fue incorrecto, ¿acaso es necesario que diga que ni siquiera un proceso de un año ha logrado hacerme aprender algo? ¿Acaso debo partir como un ser humano obcecado? ¿Se puede decir de mí que quise terminar el proceso en su inicio y que ahora, cuando termina, quiero comenzarlo de nuevo? No quiero que se diga eso. Estoy agradecido de que me hayan asignado para este camino a estos hombres necios y semimudos, y de que se me haya permitido que yo mismo me diga lo necesario».
La señorita, mientras tanto, había doblado por una calle perpendicular, pero K ya podía abandonarla, así que se dejó conducir por los acompañantes. Los tres, en perfecta armonía, atravesaron un puente a la luz de la luna. Los hombres permitían que K hiciera los pequeños movimientos que deseaba. Cuando quiso girar un poco hacia la barandilla, los hombres también giraron, quedando todos de frente. El agua, brillante y temblorosa a la luz de la luna, se bifurcaba ante una pequeña isla, en cuyas orillas crecían arbustos y una espesa arboleda. Por debajo de ellos, invisibles, se extendían caminos de arena, formando pequeñas playas en las que K, en algún verano, se había tumbado para tomar el sol.
—En realidad, no quería pararme —dijo K a sus acompañantes, avergonzado por su buena disposición hacia él. Uno de ellos, a espaldas de K, pareció hacerle al otro un reproche por la equivocación, luego siguieron adelante.
Pasaron por algunas calles empinadas, en las que, más lejos o más cerca, vieron a algunos policías. Uno de ellos, con un bigote poblado, se acercó al grupo con la mano en la empuñadura del sable, probablemente le resultó sospechoso39. Los hombres se detuvieron, el policía iba a abrir la boca, pero entonces K empujó a sus acompañantes hacia adelante. Se volvió con frecuencia para comprobar si el policía les seguía. Pero en cuanto doblaron una esquina y perdieron de vista al policía, K comenzó a correr. Sus acompañantes tuvieron que correr con él perdiendo el aliento.
Así, salieron rápidamente de la ciudad, que, en esa dirección, limitaba prácticamente sin transición con el campo. Cerca de una casa de pisos, como las de la ciudad, había una pequeña cantera, abandonada y desierta. Allí se pararon, ya fuese porque ese lugar había sido su destino desde el principio, ya porque estuvieran demasiado agotados para seguir andando. Dejaron libre a K, que, mudo, se limitó a esperar. Los dos hombres se quitaron las chisteras y, mientras inspeccionaban con la mirada la cantera, se secaron el sudor de la frente con un pañuelo. La luz de la luna iluminaba todo el escenario con la naturalidad y tranquilidad que ninguna otra luz posee.
Después de intercambiar algunas cortesías sobre quién debería hacerse cargo de las próximas tareas —aquellos señores parecían haber recibido el encargo sin que les asignaran sus respectivas competencias—, uno de ellos se acercó a K y le quitó la chaqueta, el chaleco y, finalmente, la camisa. K tembló involuntariamente, por lo que uno de los hombres le dio una palmada tranquilizadora en la espalda. A continuación, dobló cuidadosamente las prendas, como si se fueran a utilizar otra vez, aunque no en un periodo inmediato. Para no exponer a K al aire frío de la noche, le tomó bajo su brazo y anduvo con él de un lado a otro, mientras el compañero buscaba un lugar apropiado en la cantera. Cuando lo hubo encontrado, hizo una seña y el otro acompañó a K hasta allí. Estaba cerca del corte, al lado de una piedra desprendida. Los hombres sentaron a K en el suelo, le apoyaron contra la piedra y reclinaron su cabeza. A pesar del esfuerzo que ponían y de toda la ayuda de K, su posición quedaba forzada e inverosímil. Uno de los hombres pidió al otro que le dejase a él buscar una postura mejor, pero tampoco logró nada. Finalmente, dejaron a K en una posición que ni siquiera era la mejor entre todas las que habían probado. Entonces uno de los hombres abrió su levita y sacó de un cinturón que rodeaba al chaleco un cuchillo de carnicero largo, afilado por ambas partes; lo mantuvo en alto y comprobó el filo a la luz. De nuevo comenzaron las repugnantes cortesías, uno entregaba el cuchillo al otro por encima de la cabeza de K, y el último se lo devolvía al primero. K sabía que su deber hubiera consistido en coger el cuchillo cuando pasaba de mano en mano sobre su cabeza y clavárselo. Pero no lo hizo; en vez de eso, giró el cuello, aún libre, y miró alrededor. No podía satisfacer todas las exigencias, quitarle todo el trabajo a la organización; la responsabilidad por ese último error la soportaba el que le había privado de las fuerzas necesarias para llevar a cabo esa última acción. Su mirada recayó en el último piso de la casa que lindaba con la cantera. Del mismo modo en que una luz parpadea, así se abrieron las dos hojas de una ventana. Un hombre, débil y delgado por la altura y la lejanía, se asomó con un impulso y extendió los brazos hacia afuera. ¿Quién era? ¿Un amigo? ¿Un buen hombre? ¿Alguien que participaba? ¿Alguien que quería ayudar? ¿Era sólo una persona? ¿Eran todos? ¿Era ayuda? ¿Había objeciones que se habían olvidado? Seguro que las había. La lógica es inalterable, pero no puede resistir a un hombre que quiere vivir. ¿Dónde estaba el juez al que nunca había visto? ¿Dónde estaba el tribunal supremo ante el que nunca había comparecido? Levantó las manos y estiró todos los dedos.
Pero las manos de uno de los hombres aferraban ya su garganta, mientras que el otro le clavaba el cuchillo en el corazón, retorciéndolo dos veces. Con ojos vidriosos aún pudo ver cómo, ante él, los dos hombres, mejilla con mejilla, observaban la decisión.
—¡Como a un perro! —dijo él: era como si la vergüenza debiera sobrevivirle.



Apéndice

 

 

            Capítulos que quedaron sin terminar




La amiga de B

 

 

EN los días siguientes, a K le había sido imposible intercambiar ni siquiera unas palabras con la señorita Bürstner. Intentó acercarse a ella por diversos medios, pero ella supo impedirlo. Después de la oficina se Iba directamente a casa, permanecía en su habitación sin encender la luz, sentado en el canapé o simplemente se limitaba a observar el recibidor. Si pasaba, por ejemplo, la criada, y ésta cerraba la puerta de la habitación, aparentemente vacía, K se levantaba pasado un rato y la abría de nuevo. Por las mañanas se levantaba una hora más temprano que de costumbre para poder encontrarse a solas con la señorita Bürstner, cuando ella se iba a la oficina. Pero ninguno de estos intentos culminó con éxito. Así pues, decidió escribirle una carta tanto a la oficina como a casa, en ella intentó justificar su comportamiento, ofreció una satisfacción, prometió no volver a sobrepasarse y pidió que le diera una oportunidad para hablar con ella, sobre todo porque no quería emprender nada respecto a la señora Grubach mientras no hubiesen hablado. Finalmente, le comunicaba que el domingo próximo permanecería todo el día en su habitación esperando un signo suyo, que él partía de la consideración de que cumpliría su petición o que, en caso contrario, le explicaría los motivos de su negativa, aunque él le había prometido plegarse a todos sus deseos. No devolvieron las cartas, pero tampoco recibió respuesta. Sin embargo, el domingo hubo un signo lo suficientemente claro. Por la mañana temprano K percibió a través del ojo de la cerradura un movimiento inusual en el recibidor, que pronto encontró una explicación. Una profesora de francés, que, por lo demás, era alemana y se llamaba Montag, una muchacha débil y pálida, que cojeaba un poco y que hasta el momento había vivido en su propia habitación, se estaba mudando a la habitación de la señorita Bürstnner. Se la vio arrastrar el pie por el recibidor durante horas. Siempre quedaba una prenda o una tapadera o un libro olvidados que había que ir a recoger y traer a la nueva habitación.
Cuando la señora Grubach le trajo el desayuno desde que enojó tanto a K ya no delegaba en la criada ningún servicio, K no se pudo contener y le habló por primera vez en seis días.
—¿Por qué hay hoy tanto ruido en el recibidor? —preguntó mientras se servía el café—. ¿No se podría evitar? ¿Precisamente hay que limpiar el domingo?
Aunque K no miró a la señora Grubach, notó que respiró aliviada. Consideraba esas palabras severas de K como un perdón o como el comienzo del perdón.
—No están limpiando, señor K —dijo ella—, la señorita Montag se está mudando a la habitación de la señorita Bürstner y traslada sus cosas.
No dijo nada más, se limitó a esperar a que K hablase o consintiese que ella lo siguiera haciendo. K, sin embargo, la puso a prueba, removió pensativo el café con la cuchara y calló. Luego la miró y dijo:
—¿Ha renunciado ya a su sospecha referente a la señorita Bürstner? Señor K —exclamó la señora Grubach, que había estado esperando esa pregunta, doblando las manos ante K—, usted tomó tan mal hace poco una mención ocasional. Jamás he pensado en insultar a nadie. Usted me conoce ya desde hace mucho tiempo, señor K, para estar convencido de ello. ¡No sabe lo que he sufrido los últimos días! ¡Yo, difamar a uno de mis inquilinos! ¡Y usted, señor K, lo creía! ¡Y dijo que debería echarle! ¡Echarle a usted!
El último grito se ahogó entre las lágrimas, se llevó el delantal al rostro y sollozó.
—No llore, señora Grubach —dijo K, y miró a través de la ventana. Seguía pensando en la señorita Bürstner y en que había admitido en su habitación a una persona extraña.
—No llore más —repitió al volverse hacia el interior de la habitación y ver que aún seguía llorando—. Tampoco lo dije con tan mala intención. Ha habido una confusión, eso es todo. Les puede ocurrir a viejos amigos.
La señora Grubach apartó el delantal de los ojos para ver si K realmente se había reconciliado.
—Bien, así es —dijo K y, como del comportamiento de la señora Grubach se podía deducir que el capitán no había contado nada, se atrevió a añadir:
—¿Acaso cree que me voy a enemistar con usted por una muchacha desconocida?
—Así es, precisamente —dijo la señora Grubach; su desgracia consistía en decir algo inadecuado cada vez que se sentía un poco libre—, siempre me pregunté: ¿por qué se toma tan en serio el señor K el asunto de la señorita Bürstner? ¿Por qué discute conmigo por su causa aun sabiendo que cada una de sus malas palabras me quita el sueño? De la señorita Bürstner sólo he dicho lo que he visto con mis ojos.
K no dijo nada, la tendría que haber echado de la habitación nada más abrir la boca, pero no quería hacerlo. Se contentó con tomarse el café y con hacer notar a la señora Grubach que allí sobraba. Fuera se volvió a oír el paso arrastrado de la señorita Montag, que atravesaba todo el recibidor.
—¿Lo oye? —preguntó K, y señaló con la mano hacia la puerta.
—Sí —dijo la señora Grubach, y suspiró—, la he querido ayudar, y también le dije que la criada podía ayudarla, pero es obstinada, ella quiere mudarlo todo sola. Con frecuencia me resulta desagradable tener a la señorita Montag de inquilina. La señorita Bürstner, sin embargo, se la lleva incluso a su habitación.
—Eso no debe preocuparle —dijo K, y deshizo los restos de azúcar en la taza—. ¿Le resulta perjudicial?
—No —dijo la señora Grubach—, en lo que a mí respecta no hay ningún problema. Además, así se queda una habitación libre y puedo alojar allí a mi sobrino, el capitán. Desde hace tiempo temo que le moleste por vivir ahí al lado, en el salón. Él no es muy considerado.
—¡Qué ocurrencia! —dijo K, y se levantó—. Ni una palabra sobre eso. Parece que me toma por un hipersensible sólo por el hecho de que no puedo soportar los paseos de la señorita Montag, y ahí la tiene, ya regresa otra vez.
La señora Grubach se vio impotente.
—¿Quiere que le diga que retrase el resto de la mudanza? Si usted quiere, lo hago en seguida.
—¡Pero tiene que mudarse a la habitación de la señorita Bürstner!
—Sí —dijo la señora Grubach, que no entendió muy bien lo que K quiso decir.
—Bien —dijo K—, pues entonces tendrá que trasladar todas sus cosas.
La señora Grubach se limitó a asentir. Esa impotencia muda, que se reflejaba exteriormente en un gesto de consuelo, irritaba aún más a K. Comenzó a pasear de un lado a otro de la habitación, de la ventana hasta la puerta y de ésta, de nuevo, a la ventana, y la señora Grubach aprovechó la oportunidad para alejarse, lo que probablemente hubiera hecho de todos modos.
Acababa de llegar K a la puerta, cuando alguien llamó. Era la criada. Anunció que la señorita Montag deseaba hablar con el señor K y por eso le pedía que fuera al comedor, donde ella le esperaba. K escuchó pensativo a la criada, luego se volvió hacia la asustada señora Grubach con una mirada irónica. Esa mirada parecía decir que K hacía tiempo que esperaba esa invitación y que se adaptaba perfectamente al tormento que los inquilinos de la señora Grubach le estaban infligiendo esa mañana dominical. Envió a la criada con la respuesta de que iría en seguida, se acercó al armario para cambiarse de chaqueta y como respuesta a la señora Grubach, que se quejaba en voz baja de esa persona tan desagradable, le pidió que se llevara la vajilla del desayuno.
—Pero si apenas ha comido algo —dijo la señora Grubach.
—¡Ah, lléveselo ya! —exclamó K, le parecía como si la señorita Montag se hubiera mezclado con el desayuno y lo hiciera repugnante. Cuando atravesó el recibidor, miró hacia la puerta cerrada de la habitación de la señorita Bürstner. Pero no estaba invitado allí, sino en el comedor, cuya puerta abrió sin llamar.
Era una habitación larga y estrecha, con una sola ventana. Había tanto espacio libre que se hubieran podido colocar en las esquinas, a ambos lados de la puerta, dos armarios, mientras que el resto del espacio quedaba acaparado por una larga mesa que comenzaba cerca de la puerta y llegaba casi hasta la ventana, que permanecía prácticamente inaccesible. La mesa estaba puesta y, además, para muchas personas, pues el domingo comían allí todos los inquilinos.
En cuanto K entró, la señorita Montag vino desde la ventana, a lo largo de la mesa, para encontrarse con K. Se saludaron sin pronunciar palabra. A continuación, la señorita Montag, con la cabeza demasiado erguida, como siempre, dijo:
—No sé si me conoce.
K la miró con ojos entornados.
—Claro que sí —dijo él—. Vive desde hace tiempo en casa de la señora Grubach.
—Usted, sin embargo, según creo —dijo la señorita Montag—, no se preocupa mucho de la pensión.
—No —dijo K.
—¿No quiere sentarse? —dijo la señorita Montag.
Llevaron dos sillas en silencio hacia el extremo de la mesa y allí se sentaron uno frente al otro. Pero la señorita Montag se volvió a levantar al poco tiempo, pues se había dejado el bolso en la ventana, así que fue a recogerlo. Cuando regresó, balanceando ligeramente el bolso, dijo:
—Quisiera hablar con usted sólo un momento por encargo de mi amiga. Quería haber venido ella misma, pero hoy no se siente bien. Le pide que la disculpe y que me oiga a mí en vez de a ella. No le hubiera podido decir nada diferente a lo que le voy a decir yo. Todo lo contrario, creo que yo le voy a decir más, ya que no tengo ningún interés en el asunto, ¿no cree?
—¡Qué podría decir yo! —respondió K, ya cansado de que la señorita Montag no parase de mirar sus labios. Así se arrogaba un dominio sobre lo que él quería decir.
—La señorita Bürstner, como veo, no está dispuesta a sostener conmigo la entrevista que le he solicitado.
—Así es —dijo la señorita Montag—, o, mejor, no es así, usted lo expresa con demasiada dureza. En general las conversaciones ni se conceden ni se niegan. Pero puede ocurrir que determinadas conversaciones se consideren inútiles, y éste es uno de esos casos. Después de su mención, ya puedo hablar abiertamente. Usted ha pedido por escrito u oralmente a mi amiga que sostenga una entrevista con usted. Pero mi amiga no sabe, al menos eso es lo que yo deduzco, cuál puede ser el objeto de esa entrevista y, por motivos que desconozco, está convencida de que, si tuviera lugar, no sería útil para nadie. Por lo demás, ayer me explicó, aunque de un modo fugaz, que a usted tampoco le podía importar mucho esa conversación, que se le debía de haber ocurrido por casualidad y que reconocería pronto, sin necesidad de aclaraciones, lo absurdo de la pretensión. Yo le respondí que podía tener razón, pero que sería más ventajoso, para una clarificación completa del asunto, hacerle llegar una respuesta. Yo me ofrecí a asumir esa tarea y, después de dudar algo, mi amiga consintió en ello. Espero haber trabajado también en su beneficio, pues la menor inseguridad en el asunto más insignificante siempre resulta desagradable. Además, si se puede resolver fácilmente, como en este caso, lo mejor es hacerlo en seguida.
—Se lo agradezco —dijo K con rapidez, se levantó lentamente, miró a la señorita Montag, luego deslizó su mirada a lo largo de la mesa hasta dejarla reposar en la ventana —en la casa de enfrente daba el sol— y, finalmente, se dirigió hacia la puerta.
            La señorita Montag le siguió unos pasos como si no confiase en él. No obstante, ambos tuvieron que apartarse nada más llegar a la puerta, pues el capitán Lanz entró. K era la primera vez que lo veía de cerca. Era un hombre alto, de unos cuarenta años, con un rostro carnoso y bronceado. Hizo una ligera inclinación, también dirigida a K, luego se acercó hasta donde estaba la señorita Montag y besó obsequioso su mano. Su cortesía frente a la señorita Montag contrastaba con la actitud que K había tenido ante ella. Pero la señorita Montag no parecía enojada con K, pues, según le pareció, quiso presentarle al capitán. Pero K no quería que le presentaran, no hubiese sido adecuado ser amable con el capitán o con la señorita Montag, el beso en la mano la había unido, para él, a un grupo que, bajo la apariencia de una extremada inocencia y desinterés, intentaba apartarle de la señorita Bürstner. K no sólo creyó reconocer esto, sino también que la señorita Montag había escogido un buen medio, aunque de dos filos. Por una parte, exageraba la importancia de la relación entre la señorita Bürstner y K, por otra, exageraba la importancia de la entrevista solicitada e intentaba darle la vuelta a la argumentación, de tal modo que K apareciese como el que lo exageraba todo. Se equivocaba, K no quería exagerar nada, K sabía que la señorita Bürstner no era más que una pequeña mecanógrafa que no podría ofrecerle resistencia durante mucho tiempo. Ni siquiera había tomado en cuenta lo que la señora Grubach sabía de la señorita Bürstner. Reflexionó sobre todo esto mientras salía de la habitación sin apenas despedirse. Quiso volver de inmediato a su cuarto, pero oyó, desde el comedor, la risa de la señorita Montag, y pensó que podría prepararles una sorpresa a ambos, tanto a ella como al capitán. Miró alrededor y escuchó por si acaso podía ser descubierto por alguien de las habitaciones vecinas. Reinaba el silencio, sólo se oía la conversación en el comedor y, en el pasillo que conducía a la cocina, la voz de la señora Grubach. La oportunidad parecía favorable. K se acercó a la puerta de la habitación de la señorita Bürstner y tocó sin hacer apenas ruido. Como no se oyó nada, volvió a llamar, pero tampoco obtuvo respuesta. ¿Dormía o realmente se encontraba mal? ¿O tal vez no quería abrir porque sospechaba que esa forma de llamar sólo podía proceder de K? K supuso que no quería abrir, así que golpeó la puerta con más fuerza. Como tampoco tuvo éxito, abrió la puerta con precaución, aunque no sin el sentimiento de hacer algo incorrecto, y además inútil. En la habitación no había nadie. Apenas recordaba a la habitación que K había visto. En la pared había dos camas contiguas, habían situado tres sillas cerca de la puerta y estaban repletas de ropa; un armario permanecía abierto. Era posible que la señorita Bürstner hubiera salido mientras K conversaba con la señorita Montag en el comedor. K no estaba muy desilusionado, no había esperado poder encontrar tan fácilmente a la señorita Bürstner. Lo había intentado sólo como consuelo contra la señorita Montag. Más desagradable fue, cuando K, mientras cerraba la puerta, vio, a través de la puerta del comedor, cómo conversaban la señorita Montag y el capitán. Era probable que ya permanecieran así antes de que K hubiese abierto la puerta, evitaban dar la impresión de que le observaban, se limitaban a conversar en voz baja y seguían los movimientos de K con la mirada, como se mira distraído durante una conversación. Pero a K esas miradas le afectaron especialmente: se apresuró a llegar a su habitación sin separarse de la pared.





El fiscal

 

 

A pesar de los conocimientos psicológicos y de la experiencia adquirida durante su larga actividad bancaria, sus compañeros de tertulia siempre le habían parecido dignos de admiración y jamás negaba que para él suponía un gran honor pertenecer a un grupo semejante. Estaba constituido casi exclusivamente por jueces, fiscales y abogados; a algunos jóvenes funcionarios y pasantes se les admitía en la reunión, pero se sentaban al final de la mesa y sólo podían intervenir en los debates cuando se les preguntaba expresamente algo. Pero esas preguntas solían tener el único objetivo de divertir a la concurrencia: especialmente el fiscal Hasterer, habitual vecino de mesa de K, gustaba de avergonzar así a los jóvenes. Cuando ponía su gran mano peluda en el centro de la mesa, la extendía y miraba hacia el extremo, todos aguzaban los oídos. Y cuando uno de los jóvenes se adjudicaba la pregunta, pero o no podía descifrarla o se quedaba mirando la cerveza pensativo, moviendo las mandíbulas en vez de hablar, o —lo que era más enojoso— defendía con un torrente de palabras una opinión falsa o desautorizada, entonces todos los señores volvían a acomodarse riendo en sus asientos y sólo a partir de ese momento parecían sentirse realmente a gusto. Las conversaciones serias y especializadas quedaban reservadas para ellos.
K había sido introducido en esa sociedad por el asesor jurídico del banco. Hubo un tiempo en que K tuvo que sostener largas entrevistas con ese abogado hasta muy tarde por la noche y se había adaptado a su costumbre de cenar en la tertulia, gustándole la compañía. Allí podía ver a eruditos, a hombres poderosos y de gran prestigio, cuya diversión consistía en intentar resolver cuestiones ajenas a la vida común. Aunque él podía intervenir muy poco, al menos disfrutaba de la posibilidad de acumular conocimientos, lo que más tarde o más temprano le procuraría ventajas en el banco. Además, podía conseguir importantes contactos personales con el mundo de la justicia, que siempre podían ser de utilidad. Pero también el grupo parecía tolerarle. Pronto fue reconocido como un experto en negocios y su opinión en esa materia —muchas veces emitida con ironía— resultaba irrefutable. Ocurría con frecuencia que dos personas, que juzgaban de manera diferente una cuestión jurídica, solicitaban a K su opinión, de tal modo que el nombre de K quedaba involucrado en todas las intervenciones, incluso en los análisis más abstractos, en los que K se perdía. No obstante, poco a poco iba comprendiendo las argumentaciones más complejas, pues contaba a su lado con el fiscal Hasterer, un buen consejero que le ayudaba amigablemente en esas cuestiones. Algunas veces K le acompañaba por la noche a casa, aunque no se podía acostumbrar a ir al lado de un hombre tan enorme, que le podría haber ocultado en los faldones de su abrigo.
A lo largo del tiempo se hicieron tan amigos que las diferencias de educación, de profesión y de edad desaparecieron. Hablaban entre ellos como si hubieran estado juntos desde siempre y, aunque en la relación a veces parecía que uno mostraba cierta superioridad, no era Hasterer, sino K el que quedaba algo por encima, pues sus experiencias prácticas le daban con frecuencia la razón, no en vano las había adquirido directamente, como nunca ocurre en un despacho judicial.
Esa amistad era conocida entre los contertulios; al final, sin embargo, se olvidó quién había introducido a K en la sociedad, aunque Hasterer le cubría en todo momento. Si el derecho de K a sentarse entre ellos hubiese sido puesto en duda, habría podido apelar a Hasterer con todo derecho. Por eso K ocupó una posición privilegiada, pues Hasterer era tan admirado como temido. La fuerza de su argumentación jurídica era digna de admiración, pero había otros señores que estaban a su altura en ese terreno. No obstante, ninguno de ellos alcanzaba la impetuosidad con que defendía su opinión. K tenía la impresión de que Hasterer, cuando no podía convencer a su contrario, al menos le quería asustar, sólo ante su dedo índice admonitorio había más de uno que retrocedía. Entonces era como si el oponente olvidara que estaba en la compañía de buenos conocidos y colegas, que sólo se trataba de cuestiones teóricas y de que en realidad no podía ocurrirle nada. A pesar de todo esto, enmudecía y un ligero balanceo de cabeza ya era un acto de valor. Era un espectáculo patético cuando el oponente estaba sentado lejos; Hasterer sabía que con esa distancia no se podría llegar a ninguna unanimidad, a no ser que desplazara el plato de la cena y se levantase lentamente para buscar al hombre en cuestión. Los que estaban a su lado miraban hacia arriba para observar su rostro. Pero esos incidentes eran relativamente escasos, ante todo se irritaba tratando de cuestiones jurídicas, principalmente en aquellas que aludían a procesos en los que él mismo participaba o había participado. Si no se trataba de esas cuestiones, permanecía tranquilo y amable, su sonrisa era cariñosa y su pasión era comer y beber. Podía ocurrir incluso que no escuchase la conversación, se volviera hacia K, pusiera el brazo sobre el respaldo de la silla de éste, le preguntase algo en voz baja acerca del banco, luego hablase él sobre su propio trabajo y contase algo sobre las damas que conocía, que le daban tanto o más trabajo que el tribunal. Con ningún otro hablaba así, podía ocurrir, incluso, que cuando alguien quería solicitar algo de Hasterer —la mayoría de las veces para lograr una reconciliación con algún colega— se dirigiera primero a K y le pidiera su intercesión, a lo que él siempre accedía. Sin aprovecharse en este sentido de la amistad con Hasterer, K era amable y modesto con todos los demás y sabía distinguir —lo que era mucho más importante que la cortesía y la modestia— los distintos rangos jerárquicos y tratar a cada uno según su posición. Hasterer le ilustraba a este respecto una y otra vez, ésas eran las únicas normas que ni siquiera Hasterer rompía en sus debates más enconados. Por el respeto a estas normas se juzgaba también a los jóvenes situados al fondo de la mesa, que aún no poseían rango alguno y a los que se dirigían como si no fueran individuos, sino una masa compacta. Pero precisamente estos jóvenes eran los que brindaban mayores honores a Hasterer, y cuando se levantaba a las once para irse a casa, siempre había uno dispuesto a ayudarle a ponerse el pesado abrigo y otro que con inclinaciones se apresuraba a abrirle la puerta y, naturalmente, la mantenía abierta hasta que K abandonaba la estancia detrás de él.
Mientras que al principio K acompañaba a Hasterer, o este último a K, un trecho del camino, más tarde Hasterer comenzó a invitar a K para que subiese a su vivienda y conversaran un rato. Permanecían alrededor de una hora juntos bebiendo licor y fumando cigarros. A Hasterer le gustaban tanto esas veladas que no quiso renunciar a ellas cuando una mujer, Helene de nombre, vivió allí durante unas semanas. Era una mujer gorda y ya mayor, con una piel amarillenta y rizos negros que le caían por la frente. K al principio sólo la vio en la cama; permanecía tendida sin vergüenza alguna, leyendo una novela y sin interesarse por la conversación de los dos hombres. Sólo cuando se había hecho tarde acostumbraba estirarse y bostezar. Y si así no podía llamar la atención, entonces le arrojaba la novela a Hasterer. Éste se levantaba sonriendo y se despedía de K. Después, cuando Hasterer comenzó a cansarse de Helene, ésta perturbaba considerablemente los encuentros. Esperaba la llegada de ambos completamente vestida y, además, con un traje que ella, probablemente, consideraba muy elegante, pero que en realidad era un vestido de baile pasado de moda y que llamaba desagradablemente la atención por una serie de volantes que ella misma le había añadido como adorno. K ignoraba el aspecto real que podía haber tenido ese vestido, él se negaba a mirarlo y permanecía sentado durante horas con los ojos bajos, mientras ella iba y venía contoneándose por la habitación o se sentaba cerca de él. Más tarde, cuando su situación empezaba a ser insostenible, intentó dar, llevada por la desesperación, un trato de preferencia a K para, así, poner celoso a Hasterer. Era sólo por desesperación, no por maldad, cuando apoyaba su grasienta espalda desnuda en la mesa, acercaba su rostro a K y le quería obligar a que la mirara. Ella sólo consiguió que K renunciase a visitar a Hasterer y cuando, transcurrido un tiempo, regresó, ya se había desembarazado de Helene. K lo tomó como algo evidente. Esa noche permanecieron juntos más de lo habitual, celebraron su hermandad por iniciativa de Hasterer y K regresó a casa algo mareado a causa de los cigarros y del licor.
Precisamente a la mañana siguiente, el director del banco, durante una conversación de negocios, mencionó que le había parecido ver a K la noche anterior. Si no se equivocaba, había visto a K andando con el fiscal Hasterer cogidos del brazo. Al director le parecía tan extraño, que nombró la iglesia —esto correspondía a su pasión por la exactitud— en cuyo muro lateral, cerca de la fuente, se había producido ese encuentro. Si hubiese querido describir un espejismo, no lo hubiera podido expresar mejor. K le explicó que el fiscal era amigo suyo y que, en efecto, la noche anterior habían pasado por la iglesia mencionada. El director rió asombrado y pidió a K que se sentase. Era uno de esos momentos por los que K tenía tanto cariño al director. Eran instantes en que ese hombre enfermo y débil, que apenas dejaba de toser, sobrecargado de trabajo y lleno de responsabilidad, se preocupaba por el bienestar de K y por su futuro. Se trataba de una preocupación que, según otros funcionarios que habían experimentado algo parecido, se podía denominar fría y superficial, pues no era nada más que un buen método para ganarse a valiosos funcionarios por muchos años con el sacrificio de dos minutos. Pero fuera lo que fuese, K quedaba sometido al director en esos instantes. Tal vez el director hablaba con K de un modo algo diferente, jamás olvidaba su posición para ponerse al mismo nivel de K —esto, sin embargo, lo hacía con regularidad en las relaciones usuales de negocios—, pero sí parecía olvidar la posición de K, ya que hablaba con él como con un niño o como con un joven ignorante que pretende un puesto de trabajo y, por motivos inescrutables, cae simpático al director. K no habría tolerado semejante tratamiento de nadie, ni siquiera del director, si su preocupación no le hubiera parecido sincera o si al menos la posibilidad de esa preocupación, como se mostraba en esos instantes, no le hubiera hechizado de ese modo. K reconocía sus debilidades. Tal vez el motivo era que en él había algo infantil, ya que no había recibido el cariño de un padre, pues éste había muerto muy joven. Además, había salido muy pronto de casa y no se había sentido atraído por la ternura de la madre, que, medio ciega, vivía en una de esas ciudades de provincia por las que no pasa el tiempo y a la que había visitado por última vez hacía dos años.
—No sabía nada de esa amistad —dijo el director, y sólo una débil y amable sonrisa dulcificó la severidad de sus palabras.



Hacia la casa de Elsa

 

 

UNA noche, poco antes de irse, K recibió una llamada en la que le exhortaban a que se presentase inmediatamente en las oficinas del juzgado. Se le advertía que obedeciese. Sus inauditas indicaciones acerca de la inutilidad de los interrogatorios, de que éstos no conducían a nada, de que él no volvería a comparecer, de que no atendería ninguna notificación, ni por teléfono ni por escrito, y de que echaría a todos los ujieres, todas esas indicaciones constaban en acta y ya le habían perjudicado mucho. ¿Por qué no se quería plegar? ¿Acaso no se esforzaban, sin considerar el tiempo invertido ni los costes, en ordenar algo su confusa causa? ¿Acaso pretendía molestar y que se tomasen medidas violentas, de las que hasta ahora había sido eximido? La citación de ese día era un último intento. Que hiciera lo que quisiese, pero que supiese que el tribunal supremo no iba a tolerar que se burlasen de él.
Precisamente esa noche K había avisado a Elsa de su visita y por ese motivo no podía comparecer ante el tribunal. Estaba contento de poder justificar su incomparecencia con ese motivo, aunque, natural mente, jamás utilizaría semejante excusa ni, con toda probabilidad, acudiría esa noche al tribunal aun cuando no tuviera la obligación más nimia. En todo caso, con la conciencia de estar en su derecho, planteó la pregunta de qué ocurriría si no fuera.
—Sabremos encontrarle —fue la respuesta.
—¿Y seré castigado porque no me he presentado voluntariamente? —preguntó K, y sonrió en espera de lo que le iban a responder.
—No —fue la respuesta.
—Estupendo —dijo K—, ¿qué motivo podría tener entonces para cumplir con la citación de hoy?
—No se suele acosar con los medios punitivos del tribunal —dijo la voz ya debilitada y que terminó por extinguirse.
«Es muy imprudente si no se hace —pensó K mientras se marchaba—. Hay que conocer esos medios punitivos».
Se dirigió a casa de Elsa sin pensarlo dos veces. Sentado cómodamente en la esquina del coche, con las manos en los bolsillos del abrigo —empezaba a hacer frío—, contempló las animadas calles. Pensó con cierta satisfacción que le causaría dificultades al tribunal, si realmente estaban trabajando, pues no había dicho con claridad si se iba a presentar o no. Así que el juez estaría esperando, quizá toda la asamblea, pero K, para decepción de toda la galería, no aparecería. Sin tomar en consideración al tribunal, iba a donde quería. Por un momento dudó de si, por distracción, le había dado al conductor la dirección del tribunal, así que le gritó la dirección de Elsa. El conductor asintió, la dirección que le había dado era la correcta. A partir de ese momento K se fue olvidando del tribunal y los pensamientos del banco comenzaron a invadir su mente, como en los viejos tiempos.



Lucha con el subdirector

 

 

UNA mañana K se encontró mucho más fresco y fuerte que de costumbre. Apenas pensaba en el tribunal. Cuando se acordaba de él, le parecía como si, palpando en la oscuridad un mecanismo oculto, pudiera manejar fácilmente a esa gran organización inabarcable, desgarrarla y hacerla trizas. Su ánimo extraordinario le tentó a invitar al subdirector para que viniera a su despacho y tratar de un asunto de negocios que urgía desde hacía tiempo. En esas ocasiones, el subdirector solía fingir que sus relaciones con K no se habían alterado en los últimos meses. Entraba tranquilo, como en los tiempos de continua competencia con K, le escuchaba paciente, mostraba su interés con pequeñas indicaciones amistosas y de confianza, y sólo confundía a K, sin que se notase ninguna intención expresa en ello, al no desviarse un ápice del asunto de negocios, al mostrarse receptivo y concentrado mientras los pensamientos de K, ante ese modelo de cumplimiento del deber, comenzaban a dispersarse y le obligaban, casi sin resistencia, a cederle todo el asunto. Una vez la situación fue tan mala que el subdirector se levantó repentinamente y regresó a su oficina en silencio. K no sabía lo que había ocurrido, era posible que la entrevista hubiera concluido, pero también era posible que el subdirector la hubiera interrumpido porque K, sin saberlo, le había molestado, o porque había dicho alguna necedad, o porque al subdirector le había resultado indudable que K no escuchaba y estaba ocupado en otros asuntos. Era posible, incluso, que K hubiese tomado una decisión ridícula o que el subdirector le hubiese sonsacado algo absurdo y ahora se apresurase a difundirlo para dañar a K. Por lo demás, ya no volvieron a hablar de ese asunto. K no quería recordárselo y el subdirector permaneció inaccesible al respecto. Tampoco hubo, al menos provisionalmente, consecuencias visibles. Pero K no aprendió del incidente, cuando encontraba una oportunidad adecuada y se sentía con algo de fuerzas, ya estaba en la puerta del despacho del subdirector invitándole a ir al suyo o pidiendo permiso para entrar. Ya no se escondía de él como había hecho anteriormente. Tampoco tenía la esperanza de que se produjera una pronta decisión que le liberase de una vez por todas de sus cuitas y que restableciera la relación originaria con el subdirector. K comprendió que no podía ceder; si retrocedía, como, tal vez, exigían las circunstancias, corría el peligro de no poder avanzar más. No se podía dejar que el subdirector creyese que K estaba acabado, no podía permanecer sentado tranquilamente en su despacho con esa suposición, había que ponerlo nervioso, tenía que experimentar con tanta frecuencia como fuera posible que K vivía y que, como todo lo que poseía vida, un día podía sorprender con nuevas capacidades, por muy inofensivo que pareciese hoy. A veces, sin embargo, K se decía que con ese método lo único que conseguía era luchar por su honor, pero que no le sería de ninguna utilidad, puesto que siempre que se enfrentaba al subdirector terminaba fortaleciendo la posición de éste y, además, le daba la oportunidad de realizar observaciones y tomar las medidas adecuadas que reclamaban las circunstancias que en ese momento se imponían. Pero K no hubiera podido alterar su comportamiento, estaba sometido a ilusiones generadas por él mismo, a veces creía que podía medirse con el subdirector con despreocupación. No aprendió de las experiencias más desgraciadas; lo que no había resultado en diez intentos, creía que podría resultar en el decimoprimero, aunque las circunstancias eran las mismas y todo estaba en su contra. Cuando, después de uno de esos encuentros, regresaba agotado, sudoroso, con la mente vacía, no sabía si lo que le había impulsado a entrevistarse con el subdirector había sido la esperanza o la desesperación. En la siguiente ocasión fue claramente la esperanza la que le indujo a apresurarse hacia la puerta del subdirector.
Así era hoy. El subdirector entró en seguida, permaneció cerca de la puerta, limpió sus quevedos —era una nueva costumbre que había adquirido—, miró a K y, a continuación, para no dar la impresión de fijarse demasiado en él, paseó la mirada por la habitación. Era como si aprovechase la oportunidad para examinar su vista. K resistió sus miradas, incluso sonrió un poco e invitó al subdirector a que tomase asiento. K se reclinó en su sillón, lo acercó un poco al subdirector, tomó los papeles necesarios y comenzó a informarle. El subdirector parecía como si apenas escuchara. La tabla de la mesa de K estaba rodeada por una pequeña moldura labrada. Toda la mesa estaba excepcionalmente trabajada y también la moldura era de madera y estaba sólidamente adosada a la tabla. Pero el subdirector hizo como si hubiese encontrado ahí precisamente una pieza suelta y quisiera repararla con el dedo índice. K pensó en interrumpir su informe, pero el subdirector no quiso, pues él, como explicó, lo escuchaba y comprendía todo. Mientras K era incapaz de sonsacarle una mera indicación, la moldura parecía requerir un tratamiento especial, pues el subdirector sacó una navaja de bolsillo, tomó la regla de K como palanca e intentó elevar la moldura para poder encajarla mejor. K había incluido en su informe una propuesta novedosa, la cual esperaba que ejerciera un efecto especial en el subdirector, pero cuando llegó el momento de mencionarla, no pudo parar, tanto le obsesionaba el trabajo o, mejor, tanto se alegraba de esa conciencia, cada vez más rara, de que aún era alguien en el banco y de que sus pensamientos tenían la fuerza de justificarle. Tal vez fuese esa forma de justificarse la mejor, y no sólo en el banco, sino también en el proceso, quizá mucho mejor que cualquier otra defensa ya intentada o planeada. Con su prisa por decirlo todo, K no tuvo tiempo de desviar la atención del subdirector de su actividad, se limitó, dos o tres veces, mientras leía, a pasar la mano sobre la moldura con un ademán tranquilizador, para, así, sin ser consciente de ello, mostrar al subdirector que la moldura no tenía ningún defecto y que, si encontraba uno, era mas importante escuchar y comportarse decentemente que cualquier mejora en el mueble. Pero el subdirector, como ocurre con frecuencia con hombres activos, asumió ese trabajo con celo, ya había levantado un trozo de moldura y ahora sólo le quedaba ir introduciendo las columnitas en sus agujeros respectivos. Eso era lo más difícil de todo. El subdirector se tuvo que levantar e intentó presionar con las dos manos la moldura contra la tabla. Pero no lo consiguió ni empleando todas sus fuerzas. K, mientras leía —aunque combinaba la lectura con muchas explicaciones—, sólo había percibido fugazmente que el subdirector se había levantado. Aunque apenas había perdido de vista la actividad complementaria del subdirector, supuso que el movimiento de éste se había debido a su informe, así que también se levantó y le extendió un papel al subdirector. El subdirector, mientras tanto, había comprendido que la presión de las manos no bastaría, así que se sentó con todo su peso encima de la moldura. Ahora lo consiguió, las columnitas se introdujeron chirriando en sus agujeros, pero una de ellas se quebró y la moldura se partió en dos.
—La madera es mala —dijo el subdirector enojado, dejó la mesa y se sentó…



La casa

 

 

SIN una intención concreta, K, en diversas ocasiones, había intentado enterarse del domicilio del organismo del que partió la primera denuncia en su causa. Lo averiguó sin dificultades, tanto Titorelli como Wolfhart le dieron el número de la calle cuando les preguntó. Titorelli completó la información, con la sonrisa que siempre tenía preparada para aquellos planes secretos que no se le presentaban para su examen pericial, diciendo que ese organismo no tenía ninguna importancia, sólo ejecutaba lo que se le encargaba y sólo era el órgano externo de la autoridad acusatoria, que era inaccesible para los acusados. Si se deseaba algo de la autoridad acusatoria —naturalmente siempre había muchos deseos, pero no siempre era inteligente manifestarlos—, había que dirigirse al mencionado organismo, pero así ni se lograba acceder a la autoridad acusatoria, ni que el deseo fuese transmitido a ésta.
K ya conocía la manera de ser del pintor, así que no le contradijo, tampoco quiso pedirle más información, se limitó a asentir y a darse por enterado. Una vez más le pareció que Titorelli, cuando se trataba de atormentar, superaba al abogado. La diferencia consistía en que K no dependía tanto de Titorelli y hubiera podido liberarse de él cuando hubiese querido. Además, Titorelli era hablador, incluso parlanchín, si bien antes más que ahora y, en definitiva, también K podía atormentar a Titorelli.
Y así lo hizo en esa oportunidad, habló con frecuencia a Titorelli de esa casa como si quisiera ocultarle algo, como si tuviera algún contacto con ese organismo, aunque no lo suficientemente intenso como para darlo a conocer sin peligro. Titorelli intentó obtener alguna información de K, pero éste, repentinamente, ya no volvió a hablar más del asunto. K se alegraba de esos pequeños éxitos, él creía después que entendía mejor a esas personas del tribunal, incluso que podía jugar con ellas, estar por encima y disfrutar, al menos en algunos instantes, de una mejor visión de las cosas, ya que ellas estaban en el primer nivel del tribunal. Pero, ¿qué ocurriría si perdía su posición? Aún habría una posibilidad de salvación, no tenía nada más que deslizarse entre esas personas, si no le habían podido ayudar en su proceso a causa de su bajeza o por otros motivos, al menos le podrían aceptar y esconder, sí, ni siquiera, si él lo planeaba bien y ejecutaba su plan en secreto, podrían rechazar ayudarle de esa manera, especialmente Titorelli no podría denegarle ayuda, ya que se había convertido en un benefactor.
Sin embargo K no se alimentaba diariamente de esas esperanzas, en general aún distinguía con precisión y se guardaba mucho de ignorar o pasar por alto alguna dificultad, pero a veces —normalmente en estados de agotamiento por la noche, después del trabajo— encontraba consuelo en los más pequeños y significativos incidentes del día. Usualmente permanecía tendido en el canapé de su despacho —no podía abandonar su despacho sin tener que recuperarse después una hora en el canapé— y se dedicaba a encadenar en su mente observación tras observación. No se limitaba a las personas que pertenecían a la organización de la justicia, en ese estado de duermevela se mezclaban todos, entonces se olvidaba del enorme trabajo del tribunal, le parecía que él era el único acusado y veía cómo el resto de las personas, una confusión de funcionarios y juristas, pasaban por los pasillos de un edificio. Ni los más lerdos hundían la barbilla en el pecho, todos mostraban los labios fruncidos y una mirada fija de reflexión responsable. Los inquilinos de la señora Grubach siempre aparecían como un grupo cerrado, permanecían juntos uno al lado del otro con las bocas abiertas, como los miembros de un coro. Entre ellos había muchos desconocidos, pues K hacía tiempo que no prestaba ninguna atención a la pensión. A causa de los muchos desconocidos le causaba desagrado acercarse al grupo, lo que a veces se veía obligado a hacer cuando buscaba entre ellos a la señorita Bürstner. Sobrevoló, por ejemplo, el grupo y, de repente, brillaron dos ojos completamente desconocidos que lo detuvieron. No encontró a la señorita Bürstner, pero cuando siguió buscando para evitar cualquier error, la encontró en el centro del grupo, rodeando a dos hombres con sus brazos. No le causó ninguna impresión, sobre todo porque esa visión no era nueva, sino un recuerdo imborrable de una fotografía de la playa que había visto una vez en la habitación de la señorita Bürstner. Esa visión separaba a K del grupo y aun cuando regresaba una y otra vez, sólo lo hacía para atravesar a toda prisa el edificio del tribunal. Conocía muy bien todas las estancias; incluso los pasillos perdidos, que no había visto nunca, le resultaban familiares, como si le hubieran servido de morada desde siempre. Los detalles quedaban grabados en su cerebro con una exactitud dolorosa. Un extranjero, por ejemplo, paseaba por una antesala, vestía como un torero, el talle apretado, su chaquetilla corta y rígida estaba adornada con borlas amarillas, y ese hombre, sin parar de pasear, se dejaba admirar por K. Éste, encogido, le contemplaba con los ojos muy abiertos. Conocía todos los dibujos, todos los flecos, todas las líneas de la chaquetilla y, aun así, no se cansaba de mirarla. O, mejor, hacía tiempo que se había cansado de mirarla o, aún más correcto, nunca la había querido mirar, pero no le dejaba. «¡Qué mascaradas ofrece el extranjero!» pensó, y abrió aún más los ojos. Y fue seguido por ese hombre hasta que se echó y presionó el rostro contra el canapé40.



Visita a la madre

 

 

DE repente, durante la comida, se le ocurrió visitar a su madre. La primavera ya estaba llegando a su fin y con ella se cumplía el tercer año desde que no la había visto. Su madre le había pedido hacía tres años que fuese a su cumpleaños y él había cumplido la promesa, a pesar de algunos impedimentos. Luego le había prometido visitarla en todos sus cumpleaños, una promesa que había dejado de cumplir dos veces. Ahora no quería esperar hasta su cumpleaños: aunque sólo faltaran catorce días, deseaba viajar en seguida. Sin embargo, se dijo que no había ningún motivo para salir tan rápido, todo lo contrario, las noticias que recibía regularmente, en concreto cada dos meses, de su primo, que poseía un comercio en la pequeña ciudad y administraba el dinero que K le enviaba a su madre, eran más tranquilizadoras que nunca. La vista de la madre se apagaba, pero eso, según lo que le habían dicho los médicos, ya lo esperaba K desde hacía años, no obstante su estado había mejorado en general, determinadas dolencias de la edad habían disminuido en vez de agravarse, al menos ella se quejaba menos. Según el primo, se podría deber a que en los últimos años K ya había advertido algo con disgusto en su visita se había vuelto muy piadosa. El primo le había descrito en una carta, de manera muy ilustrativa, cómo la anciana, que antes se había arrastrado con esfuerzo, ahora andaba muy bien cogida de su brazo cuando la llevaba los domingos a la iglesia. Y K podía creer al primo, pues éste era miedoso y solía exagerar en sus informes lo malo antes que lo bueno.
Pero K se había decidido a partir. Desde hacía tiempo había confirmado en su temperamento, entre otras cosas desagradables, una cierta inclinación a quejarse, así como una ansiedad irrefrenable por satisfacer todos sus deseos. Bien, en este caso particular, ese defecto serviría para una buena acción.
Se acercó a la ventana para ordenar un poco sus pensamientos, luego mandó que se llevasen la comida, envió al ordenanza a casa de la señora Grubach para que le anunciase su partida y para recoger el maletín, en el que la señora Grubach podía meter lo que considerase conveniente. A continuación, dejó unos encargos, referentes a algunos negocios, al señor Kühne, para que los realizase durante el tiempo en que iba a estar ausente; esta vez apenas se enojó por las malas maneras con que últimamente recibía sus encargos, sin ni siquiera mirarle, como si supiera de sobra lo que tenía que hacer y sólo tolerase ese reparto de encargos como una ceremonia. Finalmente, se fue a ver al director. Cuando le pidió dos días libres para visitar a su madre, el director preguntó, naturalmente, si la madre de K estaba enferma.
—No —dijo K, sin más explicaciones. Permanecía en medio de la habitación, con las manos entrelazadas a la espalda. Reflexionaba con la frente arrugada. ¿Acaso se había precipitado con los preparativos del viaje? ¿No era mejor quedarse? ¿Quería viajar sólo por puro sentimentalismo? ¿Y si por ese sentimentalismo descuidaba algo allí, por ejemplo perdía una importante oportunidad para actuar, que, además, podía surgir en cualquier momento, sobre todo ahora, cuando el proceso, desde hacía semanas, no había experimentado cambio alguno y no había surgido ninguna noticia referente a él? ¿Y no asustaría a la pobre mujer, ya mayor? Eso era algo que no pretendía en absoluto y, sin embargo, podía ocurrir contra su voluntad, pues ahora muchas cosas ocurrían contra su voluntad. Y la madre tampoco había manifestado su deseo de verle. Antes, en las cartas de su primo, se habían repetido regularmente las urgentes invitaciones de la madre, pero desde hacía un tiempo se habían interrumpido. Así que por la madre no iba, eso estaba claro. Si iba, no obstante, por alguna esperanza referida a él, entonces era un completo demente y allí, en la desesperación final, recibiría la recompensa por su demencia. Pero, como si estas dudas no fueran las suyas propias, sino que intentasen convencer a gente extraña, mantuvo, al despertar de su ausencia mental, la determinación de viajar. El director, mientras tanto, casualmente o, lo que era más probable, por especial consideración a K, se había inclinado sobre el periódico, pero ahora elevó los ojos, estrechó la mano de K y le deseó, sin plantearle más preguntas, un buen viaje.
K esperó en su despacho al ordenanza paseando de un lado a otro, rechazó casi en silencio al subdirector, que quiso entrar varias veces para preguntarle por los motivos de su viaje y, cuando al fin tuvo el maletín, se apresuró a llegar hasta el coche. Se encontraba aún en la escalera, cuando arriba apareció el funcionario Kullych con una carta en la mano, con la que aparentemente quería solicitar algo de K. Éste le rechazó con la mano, pero terco y necio como era ese hombre rubio y cabezón, interpretó mal el gesto de K y bajó las escaleras con el papel dando unos saltos en los que ponía en peligro su vida. K se enojó tanto que, cuando Kullych le alcanzó en la escalinata, le arrebató la carta y la rompió. Cuando K se volvió ya en el coche, Kullych, que probablemente aún no había comprendido el error cometido, permanecía estático en el mismo sitio y miraba cómo se alejaba el coche, mientras el portero, a su lado, se quitaba la gorra. Así que K aún era uno de los funcionarios superiores del banco, el portero rectificaría la opinión de quien lo quisiera negar. Y su madre le tendría, incluso, y a pesar de todos sus desmentidos, por el director del banco y, eso, desde hacía años. En su opinión jamás descendería de rango, por más que su reputación sufriese daños. Tal vez era una buena señal que justo antes de salir se hubiera convencido de que aún era un funcionario que incluso tenía conexiones con el tribunal, podía arrebatar una carta y romperla sin disculpa alguna. Pero no pudo hacer lo que más le hubiera gustado, dar dos sopapos en las mejillas pálidas y redondas de Kullych.