El café de los corazones rotos - Penelope Stokes





Bienvenido al Heartbreak Cafe.
Ven por la comida. Quédate por amor.


Prólogo

—Hay dos cosas en la vida de las que un hombre nunca se harta —me decía mi madre—: Un buen plato de comida y un buen abrazo.
Y con lo del abrazo se refería al sexo, claro. Pero como ella no había usado nunca esa palabra así tal cual, no estaba dispuesta a empezar a usarla delante de todo el mundo, mucho menos en la escalinata de la Iglesia Baptista de Chulahatchie el día de mi boda con Chase Haley.
Aunque resultara irónico, fue la combinación de buenos platos de comida sureña y buenos abrazos lo que hizo que mi padre no pudiera llevarme al altar aquella soleada mañana de junio. Cuatro años antes, la misma noche de la fiesta de fin de curso, mientras yo degustaba un trocito de la fruta prohibida en la parte trasera del coche de Juice McPherson, mi padre sufrió un infarto en el salón de casa, más concretamente en la alfombra azul trenzada que hizo mi madre.
Mi padre era un hombre grande, alto, corpulento y rollizo gracias a la buena dieta que mi madre le había ofrecido durante años: pollo frito con patatas, galletas, pan de maíz, estofado de alubias con carne de cerdo, gombo frito, tomates verdes fritos y calabacín frito. Mi madre siempre ha sido una mujer menudita, baja y delgada como un pajarillo, sin apenas carne en los huesos.
Me imagino (y digo «imagino» porque nunca me lo confirmó ni lo haría jamás de los jamases) que le costaría bastante salir de debajo de mi padre aquella noche en cuestión. Y después tendría que ponerle la ropa (todo un reto teniendo en cuenta lo grande que era mi padre), subir las persianas y quitar la sábana con la que solía cubrir la puerta de cristal del salón. Entre unas cosas y otras, cuando por fin acabó de adecentarlo y de adecentarse para llamar a urgencias, mi padre se había ido.
Los sanitarios del servicio de urgencias conocían a mis padres de toda la vida. Habían aprendido todo lo que había que saber sobre la vida de Jesús en la catequesis dominical que impartía mi madre, y también habían aprendido a lanzar una pelota de béisbol en el equipo del que mi padre era entrenador. Así que omitieron el detalle de que mi padre tenía la camisa mal abrochada y de que no llevaba calzoncillos.
Sabían lo que era la discreción. Y lo hicieron por respeto. Pero yo me imaginé la escena. Perfectamente.
Así que me casé con Chase Haley sin que mi padre me llevara al altar. Y ahora, treinta años después, mamá también me ha dejado, y la mayoría de la gente de Chulahatchie con la que crecí también ha enterrado a sus padres y ha casado a sus hijos.
Las cosas cambian. Pero hay una verdad que me dijo mi madre que se mantiene inalterable: por mucho que envejezca un hombre, siempre querrá un buen plato de comida y un buen abrazo.
El plato de comida es mi especialidad. Y sospecho que el buen abrazo se lo dan a Chase en otro sitio…



Capítulo 1

En un pueblo donde todo el mundo sabe cómo te llamas, todo el mundo sabe también lo que te pasa. Si crees que tienes secretos, vas listo.
Todo el mundo en Chulahatchie, Misisipi, le daba a la lengua. Hombres y mujeres por igual. Los chismes corrían entre nosotros como el Misisipi en temporada de lluvias. Y eso de susurrar no sabíamos ni lo que era. Al menor indicio de escándalo, lo mismo daba que hicieras sonar la sirena del descanso o que hicieras repicar las campanas de la iglesia metodista. La gente sólo bajaba la voz cuando el objeto del chismorreo andaba cerca.
Así fue cómo me enteré, o cómo comencé a sospechar, que mi marido, Chase, se estaba descarriando.
Era viernes por la mañana y estaba en Rizos Deslumbrantes. Tenía cita con DiDi Sturgis para que me cortara el pelo y en cuanto puse un pie en la peluquería, supe que pasaba algo. La campanilla que había sobre la puerta sonó, todo el mundo se volvió a mirar quién era y se hizo un absoluto silencio.
—¿Qué pasa? —pregunté, mirando a mi alrededor.
Stella Knox volvió a meterse bajo el secador y enterró la cara en un ejemplar de una revista de cotilleos. Sólo veía de ella las cejas (que necesitaban un buen depilado con urgencia) y el titular que decía algo de que Britney Spears estaba embarazada de un extraterrestre.
Rita Yearwood, a quien le estaban cortando el pelo, se giró hacia el espejo y empezó a examinarse las uñas. DiDi se había quedado a medio cortar, con el peine en una mano y las tijeras en la otra, como si alguien la estuviera apuntando con una pistola.
—¿Qué pasa? —repetí.
—Nada, guapa —respondió DiDi, pero desvió la vista hacia la izquierda, señal inequívoca de que mentía—. Rita nos estaba contando una anécdota graciosísima de su nieto más pequeño y… —Dejó la frase en el aire y se encogió de hombros—. Ya no tiene gracia.
En el espejo, por encima del hombro de DiDi, vi el reflejo de una mujer a la que apenas reconocí: bajita y regordeta, vestida con unos pantalones que le quedaban mal y un jersey de punto celeste, con el pelo lleno de canas y descuidado, con la cara roja como un tomate. ¡Por el amor de Dios! No parecía una cincuentona, sino un vejestorio total. A lo mejor también debería hacerme una limpieza de cutis… Y la manicura.
Me senté en el sillón de mimbre a esperar. Retomaron las conversaciones y regresó el habitual runrún de una peluquería, pero, por algún motivo, no parecía normal. Las risas parecían forzadas; las sonrisas, falsas y deliberadas. De vez en cuando, pillaba una miradita de reojo muy elocuente, pero saltaba a la vista que no iba dirigida a mí.
—DiDi —dije al final—, voy a tener que cancelar la cita. Puedo esperar otra semana para cortarme el pelo, pero acabo de recordar que tengo algo que hacer.
Salí de allí con un nudo en el estómago y las manos temblorosas. Me quedé sentada diez minutos al volante del coche, con la vista clavada en un mosquito despanzurrado en la luna delantera. Habían estado hablando de mí, era indudable.
Pero ¿por qué estaba tan segura de que tenía que ver con Chase?
Arranqué el coche, y justo estaba saliendo marcha atrás del aparcamiento cuando Hoot Everett atravesó la plaza a toda pastilla en su vieja camioneta Chevy. No miraba por dónde iba, claro, pero aunque lo hubiese hecho daba lo mismo. Hoot tenía ochenta y tres años, y veía menos que un gato de escayola, de modo que todo el mundo sabía que debía apartarse de su camino nada más verlo.
Esperé hasta que el corazón volvió a latirme con normalidad antes de rodear el Ayuntamiento y tomar la carretera hacia Tenn-Tom Plastics, Inc.
La empresa de plásticos llevaba en marcha tres años y se dedicaba a la fabricación de piezas para el interior de los coches: salpicaderos, consolas, manillas de las puertas y esa clase de cosas. Era un trabajo aburrido, pero estaba bien pagado, y casi toda la gente, incluido Chase, creía que era un regalo del cielo. Ya nadie podía vivir del campo, así que cuando cerró la fábrica de piensos, se quedaron en la calle seiscientas personas de tres condados distintos en un solo día. Tenn-Tom Plastics evitó que Chulahatchie desapareciera del mapa.
De todas formas, era incapaz de acercarme a la fábrica sin que se me pusieran los pelos de punta. Los directores serían más ricos que Creso, pero no se habían gastado un centavo en su diseño. No había árboles, ni jardines, ni ningún tipo de entorno. Enorme y feo, el monstruoso edificio parecía construido a base de unos gigantescos bloques de Lego desperdigados en unos doscientos mil metros cuadrados de asfalto que alguien había rodeado, como si se tratase de una prisión, con una verja de tres metros y medio de altura.
Me detuve al llegar a las puertas y Cuesco Unger salió de la garita para apoyarse en mi coche. En realidad, Cuesco se llamaba Theodore, pero le pusieron ese mote en el colegio y a esas alturas a nadie le importaba ni de dónde procedía ni por qué se lo habían puesto.
Era un hombre alto y delgado, calvo como una bola de billar, con piel sonrosada. Recuerdo que de pequeño era bajito y regordete con ojillos brillantes y pelo rojo. La víctima perfecta para los matones del colegio, un niño creado especialmente para que le pusieran motes hirientes. Sin embargo, cuando llegó al instituto, Cuesco sobrepasaba ya el metro noventa y se había convertido en el mejor jugador de baloncesto al norte del Misisipi.
Era un héroe… el chico del pueblo que demostraba su valía. El estado de Carolina del Norte le concedió una beca de deportes completa, pero cuando se fastidió la rodilla en su segundo año de universidad, regresó al pueblo para hacer lo que todo el mundo hacía: sentar cabeza, conseguir un trabajo, formar una familia e intentar llegar a final de mes. Y hacer todo lo posible por olvidarte de tus sueños antes de que éstos te destrocen.
—Hola, Cuesco —lo saludé—. ¿Cómo están Brenda y los chicos? Acabas de tener otro nieto, ¿no?
Cuesco me sonrió, se sacó la cartera del bolsillo trasero del pantalón y me enseñó la foto de un bebé regordete y sonrosado.
—Bertie se pasó por casa este fin de semana y nos la trajo para que la conociéramos. Es lo más bonito del mundo. Se llama Diana. La llamamos «Cerdita».
Meneé la cabeza y le devolví la foto.
—Tú mejor que nadie deberías saber lo que esa clase de motes le pueden hacer a un niño.
Cuesco se echo a reír.
—Tampoco me ha ido tan mal. —Le dio un golpecito a la ventanilla del coche—. ¿Has venido a ver a Chase?
—Sí, se le ha olvidado el almuerzo.
Cuesco miró el interior del coche, vacío, y supe que no lo había engañado. Me inventé una excusa.
—Tiene muchas horas acumuladas del mes pasado. Se me ocurrió darle una sorpresa y llevarlo a comer a Barney's. Los viernes ponen rape.
Nunca había sido muy rápida para las mentiras, ni tampoco se me había dado bien mentir. Chase siempre alababa mi cocina, así que se habría comido mis sobras antes que el rape de Barney's sin pensárselo. Además, Barney había dejado de servir almuerzos hacía ya dos años.
Cuesco me miró con lástima, una de esas miradas que los hombres nunca son capaces de disimular.
—Dile a Brenda que la llamaré. Cenaremos un día juntos —le dije al tiempo que él me abría la barrera.
Sólo eran las once y media. Conduje por el aparcamiento, de calle en calle, pero no vi la camioneta de Chase. A las doce menos diez, aparqué en una de las plazas reservadas para las visitas y fui a la oficina.
Tansie Orr, la auxiliar-administrativa, estaba sentada a su ordenador con la cabeza inclinada mientras tecleaba a toda velocidad.
—Enseguida estoy contigo —me dijo sin levantar la cabeza.
Esperé con la vista clavada en la cabeza de Tansie. Se le veía la raíz. Tenía cuatro dedos de pelo castaño lleno de canas y, de repente, pasaba a ser de un rubio exagerado, maltratado y frito. Pensé que estaría mejor al natural, ya que el pelo entrecano le sentaba bien a su color de piel. Además, ninguna cincuentona debería pensar siquiera en ponerse rubia platino a no ser que quiera parecer una buscona.
Cuando por fin Tansie levantó la cabeza, vi otra vez esa mirada, esa breve expresión de lástima que ocultó a toda velocidad con una sonrisa. Era la clase de mirada que le lanzas a un enfermo de cáncer antes de que el médico empiece a hablar de calidad de vida.
—Hola, Dell —me saludó con excesiva alegría—. ¿Qué haces por aquí?
—Había pensado en convencer a mi marido para que me invitase a comer —dije, repitiendo la mentira que le había soltado a Cuesco Ungen
Tansie se mordió el labio.
—Dame un segundo.
Salió por la puerta que rezaba «Sólo personal autorizado» y me dejó allí plantada con un nudo en el estómago del tamaño de una catedral.
Clavé la vista en el reloj que había encima de la puerta. Pasaron dos minutos. Tres. Cuatro. Sonó la sirena que anunciaba las doce del mediodía. La había escuchado un montón de veces en el pueblo. De lejos, era como el débil y lastimero sonido de un tren que se alejaba hacia lugares exóticos. De cerca, sonaba con tanta fuerza que me pitaron los oídos. Supuse que tenía que sonar tan fuerte para que se escuchara por encima del ruido de la fábrica.
A las doce y cinco la puerta se volvió a abrir. Al otro lado, escuché el murmullo de voces y de movimiento, la estampida de botas de trabajo que se encaminaban hacia el comedor. Tansie cerró la puerta tras ella y se colocó delante de mí, pasando el peso del cuerpo de una pierna a otra.
—Esto… —dijo—. Parece que Chase no está. Su supervisor me ha dicho que salió a eso de las once, que se ha tomado la tarde libre. —Sus ojos volaron hacia la cafetera de la esquina, hacia el tubo fluorescente que estaba en el techo, hacia cualquier parte menos a mi cara—. Supongo que tenía muchas horas acumuladas —concluyó con una vocecilla, como si eso lo explicara todo—.Él… mmmm… ¿no te ha dicho nada?
Me obligué a reír.
—Ahora que lo dices, creo que me comentó algo de ir a pescar. Se me había olvidado.
Corrí hacia la puerta antes de que me volviera a mirar con lástima.


Las siguientes dos horas me las pasé dando vueltas con el coche por el pueblo. Atravesé la plaza, dos veces; me acerqué al Piggly Wiggly; recorrí todas las calles de todos los barrios e incluso pasé por la cabaña del río que tenía Chase, por si las moscas. Pero su camioneta no estaba por ninguna parte.
No me quedaba más alternativa que volver a casa.
Estuve cocinando toda la tarde: pan de maíz, nabos, maíz tostado, estofado de calabaza, albóndigas de pollo caseras… Los platos preferidos de Chase. Incluso tarta de chocolate con doble cobertura de caramelo.
Dieron las cinco. A las seis salí al porche y contemplé la puesta del sol. A las siete salí al jardín trasero para ver el juego de luces sobre el río.
A las ocho en punto guardé la comida.
A las nueve corté la tarta y me comí tres trozos sin saborearla siquiera.
A las diez me acosté.
A las once y cuarto sonó el teléfono.
Era el sheriff. Chase estaba muerto.





Capítulo 2

En un pueblo pequeño como Chulahatchie, todo el mundo se conoce, pero muy pocos se conocen de verdad. Algunos te sonríen y te saludan cuando te los cruzas por la calle, aunque nunca hayan pisado tu casa ni tú hayas estado en las suyas. Otros se sientan a tu lado durante los almuerzos informales en la iglesia o en los partidos de fútbol del instituto e intercambias recetas o quedas con ellos para tomar café. Luego están aquellos que vienen a tu casa a cenar los sábados por la noche o a ver un partido los domingos por la tarde. Y, por último, los pocos, poquísimos, que te invitan a las cenas familiares, a los cumpleaños y la comida del Día de Acción de Gracias.
Sin embargo, después de toda una vida, sólo hay una o dos personas a las que puedes llamar en plena noche cuando tu mundo se desmorona.
En mi caso, se trataba de Antoinette Champion.
Toni y yo éramos amigas desde el parvulario. Nos pusieron la ortodoncia la misma semana, fuimos al baile de graduación del instituto juntas con nuestras respectivas citas, nos emborrachamos por primera vez juntas y juramos no volver a probar el alcohol en la vida. Fuimos damas de honor la una de la otra en nuestras respectivas bodas y no teníamos secretos la una con la otra.
La noche que Chase murió, la llamé a las once y veinte, y cogió el teléfono al segundo tono.
—¡Por Dios, Dell! ¿Me estás diciendo que el imbécil del sheriff te lo ha soltado por teléfono? ¿No ha ido a tu casa?
—No —contesté—. Me ha llamado por teléfono y ya está.
—Ese hombre es idiota. ¿Qué te ha dicho?
—No lo recuerdo —respondí mientras intentaba aclarar los recuerdos—. Algo sobre una llamada a emergencias y que los sanitarios del servicio de urgencias encontraron a Chase en la cabaña del río y lo llevaron al hospital. Creo que me explicó algunos detalles, pero como si hubiera estado hablando con la pared. No sé nada, Toni. No sé.
—Estás en estado de shock—me aseguró ella—. ¿Qué vas a hacer?
En ese momento, estaba temblando de arriba abajo, con ese frío que parece salir de los mismos huesos. Respiré hondo e intenté detener la tiritona, intenté parecer fuerte al hablar.
—Voy a hacer lo que tengo que hacer —contesté—. Iré al hospital, hablaré con el médico, reclamaré el cuerpo y mañana por la mañana me pondré en contacto con la funeraria.
—No deberías estar sola. Nos vemos allí.
Por un instante, estuve tentada de decirle que no.
—Vale —acabé diciendo—. Gracias.


Toni ya estaba en la puerta de urgencias del hospital, fumándose un cigarro, cuando yo llegué. No sé cómo pudo llegar tan rápido. Yo sólo me paré a ponerme la ropa antes de salir corriendo de casa, y allí estaba ella, antes que yo, como siempre.
Aplastó la colilla con la zapatilla de deporte y me dio un abrazo.
—Lo siento muchísimo —susurró con la cara enterrada en mi pelo. Estaba llorando porque sentí sus lágrimas en el cuello y noté que se le quebraba la voz. Sin embargo, cuando me soltó, se limpió las mejillas y soltó una bocanada de aire—. ¿Estás bien?
—Sí. A ver si acabamos con esto rápido.
El médico de guardia en urgencias se parecía a Doogie Howser, el jovencísimo médico de la serie Un médico precoz. Era bajito, rubio y delgado. Llevaba su nombre bordado en el bolsillo de la bata: Dr. Latourneau.
—Usted no es de por aquí, ¿no? —le preguntó Toni. Le di un codazo en el costado para que cerrara la boca, pero no captó la indirecta—. ¿De verdad es médico?
Él enarcó las cejas.
—Sí, señora. Le aseguro que tengo la titulación.
—Recién salido de la facultad de Medicina, supongo —insistió Toni—. ¿Ha estudiado en la Universidad Estatal de Misisipi?
—No, en la de Tennessee, en Memphis —puntualizó él.
—Pues su acento no parece de Memphis. Más bien parece yanqui.
—Toni —dije—, vamos al grano. —Hice oídos sordos a sus protestas y le dije al médico—: Soy Dell Haley. Creo que tienen aquí a mi marido.
La mirada perpleja que me lanzó me indicó que no tenía ni idea de lo que le estaba hablando.
—¿A su marido?
—Chase Haley. Cincuenta y cinco años. Un hombre corpulento. El sheriff me ha dicho que lo habían traído al hospital.
Ni idea de lo que le estaba hablando. Parecía mudo.
—Lo han traído en la ambulancia.
Eso pareció ayudarlo a recordar.
—¡Ah, sí! El del infarto. Llegó muerto.
—Sí, señor, con tacto y diplomacia —murmuró Toni lo suficientemente alto como para que él la escuchara—. El sheriff y usted deben de haber asistido al mismo seminario de Sensibilidad en la Atención a los Familiares.
Al menos, tuvo la delicadeza de parecer avergonzado.
—Lo siento —susurró—. Si me acompaña por aquí, señora Haley…
Me cogió del brazo, pensando quizá que era un gesto amable, y me condujo hacia una puerta doble de acero inoxidable, donde se giró de inmediato para impedirle la entrada a Toni.
Pero ella no estaba dispuesta a permitirlo. Nos siguió sin más, rezongando por lo bajo mientras sus pisadas resonaban sobre las baldosas como si fueran los latidos de un corazón.
La sala de exploración era un cubículo pequeño rodeado por unas cortinas de color mostaza casi transparentes, confeccionadas con un tejido horroroso. El lugar tenía un desagradable olor a desinfectante, como una mezcla de alcohol puro y piel quemada. Chase estaba desnudo en una camilla de acero inoxidable fría y desangelada, aunque lo habían tapado con una delgada sábana de algodón. Fui incapaz de mirarlo.
El doctor Latourneau cogió una tablilla sujetapapeles que descansaba bajo el muslo izquierdo de Chase, pero se le trabó en la pierna. Vi que Chase se movía un poco y me mareé. Toni me sujetó para que no me cayera. El médico no se dio cuenta de nada.
—La llamada a emergencias se produjo poco después de las nueve de la noche —leyó de las notas.
—¿Quién llamó? —preguntó Toni.
Doogie dio un respingo, como si alguien acabara de darle un guantazo en la cabeza y miró el papel sujeto en la tablilla.
—No lo especifica.
—En fin, pues algo dirá. —Toni le quitó la tablilla sujetapapeles de las manos y le echó un buen vistazo.
—Lo siento —dijo el médico, aunque saltaba a la vista que no lo sentía en lo más mínimo—. No está autorizada a acceder al informe médico privado del fallecido. —Le quitó la tablilla y la sostuvo contra su pecho—. Es posible que el sheriff tenga más información sobre la persona que realizó la llamada.
—Lo dudo mucho, es tonto del culo —replicó Toni—. Vale, ¿qué más?
El médico miró de nuevo el informe, aunque lo sostuvo de forma que Toni no pudiera ver nada.
—Los sanitarios acudieron tras la llamada y encontraron a un varón blanco, de cincuenta y cinco años, que sufría un paro cardíaco. Le hicieron la RCP, pero cuando llegaron…
No escuché nada más. A las nueve yo estaba atiborrándome de tarta de chocolate con doble cobertura de caramelo mientras ponía a mi marido de vuelta y media por haberme arruinado una cena estupenda y porque sabía, lo sabía perfectamente, que estaba dándose un revolcón con alguna zorra en un motel de mala muerte.
—¿Le harán la autopsia? —preguntó Toni.
Como había visto demasiados episodios de CSI, me imaginé a Chase abierto en canal sobre la mesa del forense, y la imagen me devolvió a la realidad.
—¿Quién ha hablado de autopsia?
Toni se volvió para mirarme. Ella también había visto demasiadas series de médicos forenses.
—Tienen que hacer una autopsia para determinar la causa de la muerte. A lo mejor no ha sido un infarto. A lo mejor…
El Doctor Sonrisas la interrumpió:
—La causa de la muerte está clara. El médico que acudió a la llamada firmó el informe. Si quiere una autopsia, puede solicitarla, pero…
—No —dije con rotundidad—. Nada de autopsia.
—De acuerdo. —Anotó algo en el informe médico y me entregó una bolsa de papel marrón con el logo del supermercado Piggly Wiggly—. Éstos son sus efectos personales. Si firma aquí, trasladaremos el cuerpo a la funeraria. Estará allí a las nueve de la mañana.
Clavé la vista en el papel sin ver nada mientras sujetaba el bolígrafo en el aire sin saber qué hacer.
—Aquí—me dijo él al tiempo que me guiaba la mano para que firmara en la parte inferior—. Las dejo con él para que puedan… mmmm, despedirse.
Percibí una expresión aliviada en su rostro cuando cogió la tablilla sujetapapeles y salió de la habitación. Las suelas de goma de sus zapatos chirriaron conforme se alejaba, y me hicieron pensar en un ratoncillo que corriera a refugiarse en un agujero.
Por fin logré reunir el valor suficiente para mirar a mi marido muerto. Tenía los ojos cerrados y el pelo, canoso en las sienes y más oscuro en la parte superior, parecía enredado, como si se le hubiera secado después de estar empapado de sudor. Se le veía la calva de la coronilla.
Le pasé los dedos por el pelo para tapársela, como si fuera un detalle obsceno y privado que debiera ocultarse delante de los demás.
Tenía la piel grisácea y fría, con un tinte azulado alrededor de los labios y bajo los ojos. Cuando le toqué el brazo, noté que su carne cedía un poco bajo la presión de mis dedos, como si fuera una pelota de playa.
Al parecer, le habían tapado la cara con la sábana en un primer momento, pero quien lo destapó lo había hecho con mucho cuidado y esmero, como si estuviera preparando el embozo de una cama de un hotel de cinco estrellas. Tenía la sensación de que si le miraba la frente, iba a encontrar un bombón de chocolate envuelto en papel brillante, de aquellos que solíamos comer todas las noches durante el crucero por el Caribe que hicimos tantísimos años antes para celebrar nuestro aniversario de bodas.
El recuerdo me atravesó como si fuera un cuchillo romo que pelara una manzana con torpeza. El corte no fue limpio y rápido, más bien fue un desgarro doloroso y lento.
Toni me echó un brazo por los hombros, devolviéndome a la realidad. Sentí la tibieza de su cuerpo a mi lado, noté el olor a tabaco, a chicle de menta y a Chanel N° 5. Respiraba de forma superficial. Estaba llorando.
La miré por primera vez esa noche. La miré con atención.
Siempre había sido una mujer atractiva. Sinceramente, era muchísimo más guapa que yo. Era alta, de piernas largas y rubia. La típica chica sureña con pinta de animadora o reina de la belleza a la que cualquiera habría tachado de ser una cabeza de chorlito si no fuera tan inteligente. Y tan realista. Y tan leal.
De algunas personas decimos que poseen una belleza despampanante. Toni Champion poseía una bondad despampanante. Nunca podría tener una amiga mejor que ella.
A lo largo de los años, dejé de notar lo guapa que era por fuera, porque lo que apreciaba de verdad era su corazón. Pero en ese momento, en plena crisis, lo noté. Seguía teniendo unas piernas infinitas, un tipo delgado, unos pómulos afilados y unos enormes ojos azules. Su pelo ya no era rubio natural, pero el tinte le sentaba bien, no era un rubio platino como el tono artificial de Tansie. Esa noche lo llevaba recogido en un moño sujeto por un lápiz. Y le quedaba genial.
Porque a Toni todo le quedaba genial. Todo menos la pena.
Parecía estar agotada, tenía muy mala cara, unas ojeras muy oscuras y restos de maquillaje en el pliegue del cuello. Si alguien nos hubiera visto en ese momento, no habría sabido decir quién era la viuda y quién era la amiga.
Seguí la dirección de su mirada, clavada en el hombre que descansaba en la camilla. La sábana lo tapaba hasta la mitad del pecho. Tenía la piel del cuello más morena justo hasta las clavículas y acababa en pico, como si fuera una uve, sobre el esternón. En comparación, sus hombros y sus brazos parecían muy blancos, y me percaté de que tenía un pequeño lunar en el que no había reparado antes. El vello de su pecho era canoso y rizado, y bajo él distinguí unos moratones del mismo color que las nubes de tormenta, grisáceos y morados.
—Dios —susurré—, por esto necesitamos hijos. Nadie debería pasar por esto a solas.
Escuché el sollozo de Toni. Había sido un comentario cruel y muy inoportuno, y me reprendí en silencio por ello. Porque aunque Chase y yo nunca pudimos tener hijos, mi mejor amiga tuvo uno. Un niño. Un niño que estaba muerto y enterrado en el cementerio del pueblo, muy cerca del lugar donde reposaría Chase.
Se llamaba Stanley, por su bisabuelo, pero todo el mundo lo conocía por Champ. Fue un niño maravilloso. Activo, listo y simpático. El mejor lanzador de su equipo de béisbol.
Toni le dijo a Rob, su marido, que no quería que le regalase a Champ una escopeta en Navidad, pero Rob no le hizo caso. Un chico necesitaba su propia escopeta, ¿o no? Ya tenía once años. Ya era hora de enseñarle a cazar. Ya era hora de que matara su primer ciervo. Un rito de iniciación entre padre e hijo.
Después del accidente, la relación entre Toni y Rob no pudo soportar la presión. Él la acusó de culparlo y, a decir verdad, Toni lo culpaba. Porque era culpa suya por haber enseñado a su hijo a pavonearse por el campo como uno de esos paletos sureños ignorantes que se pasan el día con la escopeta al hombro.
Sólo hizo falta un error. Champ apoyó la escopeta contra una valla mientras saltaba sobre el alambre, y sin saber muy bien cómo…
Intenté desterrar el recuerdo, pero no lo logré. Toni sabía mucho mejor que yo lo que era lidiar con el sufrimiento, con el dolor de perder a alguien antes de tiempo. Y ella había perdido a dos personas, lo había perdido todo, en un año. Rob no pudo soportarlo más, y un día se subió a su coche y se fue. No se habían divorciado, pero el papeleo era lo de menos. Lo último que supe de él fue que estaba viviendo con una mujer en Dahlonega, Georgia. A Toni le daba igual.
La cogí de la mano.
—¿Puedes quedarte conmigo en mi casa esta noche?
Ella asintió con la cabeza mientras tragaba saliva.
—Claro.


Sé que algún loquero diría que estaba alimentando mi dolor, pero cuando llegué a casa estaba muerta de hambre. Calenté las albóndigas de pollo, el estofado de calabaza y saqué la tarta de chocolate. Cuando acabamos de comer, eran las dos de la mañana. Mientras Toni metía los platos en el lavavajillas, yo abrí la bolsa del Piggly Wiggly y saqué los efectos personales de mi marido.
Alguien, alguna enfermera seguramente, le había doblado la ropa con pulcritud. Sobre ella estaba el reloj. No el de diario, sino el Bulova dorado que le regalé el año anterior por Navidad.
Mi mente notó algo raro. Algo fuera de lugar. Chase debería haber llevado la ropa de trabajo, pero en la bolsa descubrí los mocasines de piel y los calcetines azul marino de hilo. La camisa azul de cuadros que le regalé porque me recordó a la que llevaba durante nuestro viaje de novios treinta años antes. Los chinos de vestir con la trabilla del cinturón descosida en la parte de atrás que todavía no me había acordado de coserle.
Esa ropa no era la de Chase, intentaba decirme mi mente. Pero sí que lo era. Sabía que lo era. Porque todo me resultaba familiar. La cartera de cuero desgastada, con dieciocho dólares en metálico, la Visa y su carnet de conducir con la foto en la que tenía cara de mala leche.
La costumbre me hizo registrarle los bolsillos del pantalón, como solía hacer antes de meterlos en la lavadora. Unas cuantas monedas, las llaves del coche, la navaja suiza con el mango desportillado. Además de un objeto circular, de oro y pesado. Su alianza.
No quería ver nada de eso. No quería saber nada de eso. No quería confirmar lo que mi mente y mi corazón me decían. Sin embargo, me armé de valor y seguí. Seguí excavando torpemente, pero decidida, en busca de la verdad.
Y la encontré. Allí, en el fondo de la bolsa, doblados sobre una camiseta interior limpia. Unos calzoncillos nuevos.
No eran unos calzoncillos de algodón blanco, como los que solía llevar mi marido. No eran unos calzoncillos deformados ni desgastados, con el elástico cedido. No eran los calzoncillos de un hombre de cincuenta y cinco años casado desde hacía treinta.
Eran unos calzoncillos nuevos. Unos slips de seda negra.
Todas las dudas se disiparon. Las compuertas se abrieron y la desesperación, que había estado acechando en el subconsciente, me inundó de golpe.




Capítulo 3

—Deberían descuartizar y asar a la parrilla a quien inventó estos rituales para los muertos —me dijo mi madre después de que mi padre muriera.
Tenía razón. Todo el asunto parecía una salvajada, algo surrealista. En cuanto se corrió la voz de que Chase había muerto, todo el pueblo se detuvo en seco, como si alguien hubiera accionado el freno de emergencia de un tren de mercancías.
La gente empezó a ir a la casa, llevándome estofados de atún, macarrones, queso y tartas de manzana caseras, pollo frito, brownies de chocolate, galletitas de mantequilla de cacahuete y enormes cacerolas llenas de cerdo asado.
Las mujeres se apiñaron en la cocina como gallinas cluecas alrededor del grano, atusándose las plumas en su intento por ser las reinas del corral. Los hombres se arrellanaron en el salón, sudando la gota gorda por culpa de los trajes que no solían ponerse y sosteniendo los platos de comida sobre las rodillas mientras comían, compartían anécdotas sobre Chase y soltaban alguna que otra carcajada, hasta que me veían en el vano de la puerta.
Mi ansia de comida había pasado ya. De hecho, vomité todo lo que comí la noche que murió Chase y no había probado bocado desde entonces.
—Vamos, cariño, tienes que comer algo —me insistió Rita Yearwood al tiempo que me colocaba un plato de pollo frito con pan de maíz en las manos.
Odiaba el pan de maíz de Rita. No entendía cómo era capaz de estropear una receta tan sencilla, pero sabía igual que el polen amarillo que desprendían los magnolios en verano. Y también tenía pinta de polen, porque estaba arenoso y sin cuerpo.
DiDi Sturgis andaba cerca con expresión sombría. No abría la boca, pero saltaba a la vista que se moría de ganas por ponerle las manos encima a mi pelo. Lo veía en sus ojos.
«Pobre Dell, no pude arreglarle el pelo, y ahora va su marido y se muere, y ella tiene que pasar por el entierro con esas pintas…»
Sin previo aviso, empezó a darme vueltas la cabeza y las paredes se me vinieron encima, como los sofocos y los ataques de ansiedad que solía tener cuando empecé a experimentar la menopausia. Aparté a Rita y corrí hacia el cuarto de baño. Seguía vomitando cuando Toni entró y cerró la puerta.
—¿Estás bien?
—Sí, genial. ¿No lo ves? —Cogí un poco de agua fría entre las manos y me enjuagué la boca—. ¿Por qué no me dejan tranquila?
—Porque la gente no deja tranquilos a los demás cuando alguien muere. Traen comida. Vienen de visita. Presentan sus respetos.
—¿Sus respetos? —Las palabras se me atascaron en la garganta—. Toda esa gente sabe lo que estaba haciendo
Chase. ¡Todos lo saben! Y todos fingen que no pasa nada, que todo es como debería ser, que soy una viuda doliente que perdió a su amante y fiel esposo…
—Mira, ¿por qué no te echas un rato y descansas? —me sugirió Toni—. Les diré a todos que se vayan a casa, que ya los verás esta tarde en el entierro.
—¿Y qué pasa con la comida?
Por supuesto, tenía que pensar en la comida. Y en todas esas mujeres metiendo mano en mi cocina.
—Ya me encargo yo. —Me colocó una mano en el hombro y chasqueó la lengua—. No tendrás que cocinar en meses.
—Suponiendo que quiera comerme el estofado de atún de DiDi —dije—. Sabe a pelo.
—Lo hace con lo que saca de la peluquería —explicó Toni—. ¿No lo sabías? Por eso nunca da la receta.
Las dos nos echamos a reír… esa risa histérica que no puedes contener.
—¡Su ingrediente secreto! —quise susurrar, aunque fue más bien un gritito.
Dobladas de la risa, nos apoyamos en el lavabo, abrazadas la una a la otra. Durante un par de minutos me volví a sentir como una adolescente y después, de repente, me asaltaron las lágrimas. No pude detenerlas, de la misma manera que no había podido detener las carcajadas. Unos sollozos desgarradores, que brotaban de mi alma y que salían a la luz en contra de mi voluntad.
—Vamos —murmuró Toni.
Me condujo al dormitorio y me ayudó a acostarme antes de quitarme los zapatos y taparme con la colcha que mi madre me hizo para el día de mi boda.
A través de la puerta entreabierta escuché murmullos y pasos.
—Se pondrá bien —le dijo Toni a alguien—, sólo necesita descansar un poco.
Acto seguido, cerró la puerta del dormitorio tras ella y me dejó a solas con mi dolor.


Los ataúdes abiertos, en mi opinión, son vulgares, de mal gusto y totalmente innecesarios, pero en un pueblecito como Chulahatchie, todo el mundo espera tener la oportunidad de ver al difunto y de demostrar su ignorancia con frases como: «¡Si está como siempre!»
Cuando yo muera, espero que alguien tenga el buen tino de incinerar mis restos y utilizar mis cenizas para abonar las azaleas. Lo último que quiero es que me expongan a los ojos de Dios y de todo el mundo con demasiado colorete y un rosa chillón en los labios.
Además, Chase no parecía estar como siempre. Parecía muerto.
En vida, mi marido era un hombre con muchas pasiones. Una buena comida y un buen abrazo eran dos de ellas, pero también le gustaban otras cosas, como contar historias, reírse, ver los partidos juveniles de fútbol americano y disfrutar de los pasteles de la feria del condado. Jugó de receptor abierto al principio y después fue atleta en la Universidad de Misisipí, y cuando nos casamos todavía conservaba esos duros músculos y esa sonrisa torcida tan maravillosa, con un hoyuelo a la derecha de la boca.
A lo largo de los años, los músculos se habían desinflado, pero mantuvo la sonrisa. Ese hombre era capaz de aflojarle las bragas a…
Bueno, a cualquiera. Eso había quedado más claro que el agua.
Y había muerto, lo habían metido en un ataúd de caoba y su cabeza descansaba sobre un cojín de satén color marfil, con un aspecto tan natural como el de una reproducción de cera del Madame Tussauds.
—Está muy bien vestido —me susurró DiDi Sturgis al oído—. Pero le iría bien un corte de pelo. —No dijo ni una palabra sobre mi corte de pelo. Aunque seguía teniendo esa mirada tan elocuente.
En ese momento, me costó la misma vida no reírme en su cara. DiDi no sabía lo que yo sabía. Nadie más lo sabía, salvo Toni. Era nuestro secretillo, una pequeña y dulce venganza: a Chase lo enterrarían con la ropa que llevaba puesta cuando murió. O, para ser más exactos, la ropa que se estaba quitando cuando murió.
La camisa azul de cuadros. Los chinos, lavados y planchados, con la trabilla trasera del cinturón cosida. Los calcetines azul marino de hilo y los mocasines de piel.
Hasta los calzoncillos negros de seda.
Si mi marido había muerto siéndome infiel, lo menos que podía hacer era avergonzarse de su ropa interior en la otra vida.





Capítulo 4

No lloré durante el velatorio. Ni tampoco lloré durante el funeral. No lloré en el cementerio, cuando vi que Toni miraba hacia el lugar donde estaba la tumba de su hijo. Ni siquiera lloré esa noche, desvelada por el espectral silencio de un mundo sin los ronquidos de mi marido.
Lloré, qué cosas tiene la vida, en la oficina del banco de Chulahatchie el lunes por la mañana a las doce menos diez, precisamente cuando el pueblo entero hacía cola para ingresar la paga semanal que cobró el viernes.
Nunca me había gustado Marvin Beckstrom. En el colegio, era un niño raro y huraño, y con el paso del tiempo se había convertido en un hombre raro y huraño. Tal vez se debiera a todas las burlas que tuvo que soportar durante su infancia, no lo sé, pero los estudios no lo habían ayudado en nada y el hecho de convertirse en el director de la sucursal bancaria acabó por subírsele a la cabeza. Era bajo, escuálido y con aspecto de intelectual por culpa de las cicatrices que le había dejado el acné y de las enormes gafas de pasta que llevaba. Parecía un insecto alargado y de ojos grandes disfrazado con un traje hecho a medida.
A sus espaldas todos lo llamaban el Bicho, y ese era el apodo menos ofensivo de todos.
Tenía la costumbre de agitar las llaves que llevaba en el bolsillo, como si quisiera recordarle a la gente quién era el que estaba al mando, y la sonrisilla con la que miraba a todo el mundo decía bien claro que recordaba muy bien los insultos que había recibido en el instituto. Aquel que hubiera insultado a Marvin Beckstrom iba listo si quería que el banco le concediera un préstamo.
Mi cita estaba fijada para las once y cuarto. Me hizo esperar hasta las doce menos cuarto, porque le dio la gana. Me pasé media hora sentada al lado de la puerta de su despacho, retorciendo las manos en el regazo con la sensación de que estaba a punto de recibir un sermón de parte del director del instituto por haberme portado mal en clase. Entretanto, la gente que entraba y salía me miraba con gesto serio y alguno que otro me saludaba sin mirarme a los ojos.
Una vez llevado a cabo el ritual, nadie sabía qué hacer con la viuda más reciente del pueblo.
La puerta se abrió por fin.
—Pase, señora Haley —me dijo Marvin, invitándome a pasar a su santuario.
«¿Señora Haley?», pensé. Nos conocíamos desde que estábamos en el colegio y nunca me había hablado de usted.
—Supongo que tendré que llamarte señor Beckstrom y dejar el tuteo, ¿no? —solté—. ¿A qué viene tanta formalidad?
Él enarcó una ceja y me miró con una sonrisilla.
—Sólo intentaba ser profesional, Dell. Al fin y al cabo, éste es un momento difícil para todos. —Se inclinó sobre la pulida superficie de su escritorio—. ¿Cómo vamos?
El tono paternalista de la pregunta me puso los pelos como escarpias.
—En fin, tú verás —contesté sin intentar siquiera disimular el sarcasmo—, tengo cincuenta y un años, acabo de enterrar a mi marido y esta mañana me ha llamado tu secretaria diciéndome que tenía que venir urgentemente para hablar de mi situación económica. ¿Cómo crees que vamos?
Fue un error acorralarlo de esa forma, pero no pude evitarlo. Vi que me miraba con los ojos entrecerrados y que apretaba los dientes, y me recordó a un chihuahua enseñándole los dientes a un rottweiler. Después se reclinó en la silla y colocó una carpeta de color verde en el centro del escritorio.
—De acuerdo —dijo—. Formalidades aparte, la situación es la siguiente. Como ya sabrás, nuestro banco, Ahorros y Créditos de Chulahatchie, es el propietario de la hipoteca de tu casa…
—Hipoteca… —repetí como si fuera un loro.
—Sí, hipoteca. El préstamo avalado por tu propiedad.
—Ya sé lo que es una hipoteca —repliqué—. Llevamos viviendo treinta años en esa casa. Digo yo que a estas alturas ya habremos acabado de pagarla, ¿no?
La sonrisilla reapareció, acompañada del tono paternalista.
—Dell, soy consciente de que muchas mujeres de cierta edad… —Hizo una pausa para mirarme.
Me mordí la lengua hasta que me hice sangre, pero logré mantenerme en silencio. Satisfecho al parecer, Marvin asintió con la cabeza y retomó el discursito.
—De que muchas mujeres de cierta edad, como tú, han dependido toda su vida de sus maridos, que eran quienes se encargaban de los asuntos económicos. Por desgracia, esa situación no las ayuda mucho cuando sus maridos mueren… esto… de forma repentina.
Tenía razón, aunque no pensaba admitirlo en voz alta, claro. Siempre había dejado todo lo que tenía que ver con el dinero en manos de Chase. Yo me encargaba de la economía mensual, de las facturas y las compras, pero siempre y cuando hubiera dinero en la cuenta del banco, lo demás no me importaba.
Lo miré furiosa.
—Ahórrame el sermón y ve al grano, Marv.
—Voy al grano —repitió él con expresión guasona—. Más concretamente a la letra pequeña. —Hizo una pausa dramática—. La casa está hipotecada hasta las trancas. Chase pidió un nuevo crédito para comprar el terreno del río y la embarcación. Y la camioneta nueva, claro. —Sacó una hoja de papel de la carpeta y me la ofreció por encima del escritorio—. Aquí está todo desglosado. En resumidas cuentas, tienes treinta y cinco mil dólares en el banco, y tus deudas ascienden a un total de ciento treinta y dos mil.
No podía respirar ni pensar. Me estaba hundiendo, como si Marvin Beckstrom me hubiera atado una piedra al tobillo y me hubiera arrojado al río Tombigbee.
Intenté buscar algo para mantenerme a flote, una rama, una cuerda, cualquier cosa.
—¿Y no tengo derecho a ninguna pensión? El seguro de vida o algo. —Se me quebró la voz y me miré las manos. Cuando levanté la vista, la cucaracha asquerosa cambió la expresión ufana por una de preocupación, pero no fue lo bastante rápido y lo pesqué.
—Todo el mundo perdió el plan de jubilación cuando la fábrica de piensos cerró y Ray Kaiser se largó con el dinero —contestó Bicho—. Chase sólo llevaba dos años trabajando en Tenn-Tom Plastics, así que no esperes una cantidad importante. Porque además, parece que Chase eligió la cobertura menor en su seguro de vida. Veinte mil.
Veinte mil. Más treinta y cinco mil en la cuenta de ahorro. Nunca se me habían dado bien las matemáticas, pero no hacía falta ser un genio para comprender lo que significaba.
—Puedes vender la cabaña del río —señaló Marvin como si me hubiera leído el pensamiento—, aunque, tal como está el mercado, yo no contaría con ello. El coche valdrá cinco o seis mil dólares, calculo yo.
—¿Y cuánto pagó él? ¿Veinticuatro mil más o menos?
—Es lo que tiene la devaluación —contestó él mientras se encogía de hombros—. Estirando hasta el último centavo, podrías vivir durante un año con el dinero del seguro de vida —dijo—. Pero si quieres un consejo…
No lo quería. No quería sus consejos ni quería seguir mirando ni un minuto más esos ojos saltones ni esa cara de estaca. Tampoco quería llorar, pero las lágrimas me estaban ahogando y sabía que estaba a punto de vomitar en ese momento, en su despacho, encima de su carísima alfombra verde.
Así que salí corriendo. Abrí la puerta, sorteé entre empujones la cola de personas que esperaban su turno en el mostrador de Pansy Threadgood y entré en el baño de señoras, donde me encerré en el retrete para discapacitados.
Me pasé cinco minutos enteros inclinada sobre la taza, salivando como si fuera uno de los perros de Pavlov mientras mi estómago llegaba a la conclusión de que no tenía nada en su interior que echar. Cuando me convencí por fin de que las arcadas habían pasado, bajé la tapa, me senté en el retrete y me eché a llorar. La madre que lo trajo.
Lo mataría por haberme dejado así. Lo mataría por haber comprado la puñetera cabaña del río, por haber hipotecado de nuevo la casa, por no haber pensado en mi situación si él moría. Lo mataría por haber sido tan egoísta, por haberme sido infiel, por haber llegado tantas veces tarde a casa y por haberme engatusado con sus carantoñas, sus halagos y sus monerías para evitar más de una discusión.
—¡Te mataba ahora mismo Chase Haley! —grité—. ¡Por haber vivido y por haberte muerto! —estampé el puño contra la puerta del retrete.
Me dolió. Mucho. Pero no me detuve. No podía detenerme.
—Ojalá te pudras en el infierno. Ojalá ardas allí. Ojalá…
—¿Dell? —me llamó alguien al tiempo que daba unos suaves golpecitos en la puerta—. Dell, cariño, ¿estás bien?
Miré por una rendija y vi un mechón de pelo rubio achicharrado. Era Tansie Orr, que habría salido de Tenn-Tom Plastics aprovechando la hora de descanso para almorzar.
—¿Necesitas ayuda, corazón? Déjame entrar.
Abrí la puerta a regañadientes. Tansie se limitó a mirarme un minuto entero antes de coger el toro por los cuernos. Agarró el papel higiénico y cortó unos cinco metros que me dejó en la mano.
—Suénate la nariz, corazón, que se te están cayendo los mocos —dijo.
Me levanté, me acerqué al espejo y me miré con los ojos entrecerrados. Tenía razón. Se me estaban cayendo los mocos. Tenía la nariz y los ojos rojos, y se me había corrido el rimel mejillas abajo. En ese momento, me juré a mí misma que aunque no se me vieran los ojos por culpa de las bolsas y de las patas de gallo, en la vida volvería a usar rimel.
Tansie estaba detrás de mí, observando mi reflejo.
—Supongo que Carcoma te ha dado malas noticias, ¿verdad?
Sonreí sin poder evitarlo. Era otro de los apodos infantiles de Marvin, junto con Ratontón, Cucaracha y Gallina.
—Es un hijoputa con todas las letras —siguió Tansie con voz compasiva—. ¿Qué te ha hecho?
—Me ha dicho la verdad.
—Dios, es de lo peor. —Tansie meneó la cabeza con lástima y tiró de mí para abrazarme.
Era unos diez o quince centímetros más alta que yo, de modo que mis ojos quedaron al mismo nivel que su pecho. Se me saltaron las lágrimas por los efluvios de Estée Lauder y estuve a punto de morir asfixiada contra su canalillo.
Cuando me soltó, se apoyó en el lavabo y se hurgó entre los dientes con una larguísima uña pintada de rojo. Que fuera capaz de usar el teclado del ordenador con esas uñas era un misterio digno de Agatha Christie.
—Escúchame, preciosa —dijo—. Se ve que estás en un aprieto. Muchas estaríamos hasta el cuello de porquería si nuestros maridos se murieran de la noche a la mañana. Pero si quieres un consejo…
Esperó a que le diera el pie para continuar. Me encogí de hombros y contuve un suspiro.
—Sigue —le dije.
—En fin. Mira, he estado pensando. El año pasado, Tank me llevó a Asheville por Navidad, ¿te acuerdas? Nos quedamos en un Bed & Breakfast de estilo victoriano que era una monería. Un Bed & Breakfast es una pensión, por si no lo sabes. Un sitio precioso, regentado por una viuda.
Me miró a los ojos con gesto expectante. No tenía ni idea de adonde quería ir a parar.
—¿Y?
—Dell, tú podrías hacer lo mismo. ¡Puedes hacerlo! Tienes una casa de estilo Victoriano y te sobra un dormitorio. Podrías abrir tu propio Bed & Breakfast aquí en Chulahatchie.
Esa mujer estaba loca. Como un cencerro. En primer lugar, mi casa no era de estilo Victoriano. Era vieja. Punto. Sólo tenía un cuarto de baño, a menos que se contara el aseo tan minúsculo en el que Chase ni siquiera podía entrar. El dormitorio de invitados siempre había sido el trastero, ya que no teníamos ni ático ni sótano. En ese momento, estaba hasta arriba de cajas con los adornos navideños, con las macetas de geranios que se marchitaron durante la primera helada del invierno y con un montón de trastos viejos de pescar que Chase había ido almacenando para arreglarlos, pero que un día por otro se habían quedado en el olvido.
Además, Chulahatchie no era precisamente un hervidero de turistas. Nadie iba al pueblo a menos que fuera por un propósito concreto, o que se perdiera porque había cogido la salida equivocada de la autopista o que se hubiera quedado sin gasolina, ya que la estación de servicio del pueblo, Llénalo y Corre, era la última oportunidad de repostar hasta llegar a la frontera con Alabama.
¿Un Bed & Breakfast en Chulahatchie? Era ridículo.
Pero no le dije nada a Tansie. La pobre me lo había propuesto con su mejor intención, y parecía muy contenta por haber tenido una idea tan brillante. Como si llevara toda la vida esperando para decir algo inteligente e importante, algo que no se le hubiera ocurrido a ninguna otra persona.
Al final, resultó que Tansie no fue la única dispuesta a compartir conmigo los beneficios de su infinita sabiduría. Y lo habría agradecido de todo corazón si alguno de los consejos hubiera podido aplicarse a mi caso. Porque ni contaba con una diplomatura, ni con una licenciatura, ni había estudiado secretariado, ni tenía cabeza para los números. Tampoco podía cargar con treinta kilos de peso, ni podía levantar cajas, ni podía cargar camiones. Era una mujer de cincuenta y un años sin estudios superiores, sin experiencia laboral, sin dinero y sin perspectivas de futuro.
—Cada necio quiere dar su consejo —solía decirme mi madre.
Lo único que sabía hacer era cocinar. Y no tenía ni idea de cómo podía servirme eso.




Capítulo 5

Dos semanas después del entierro, estaba en la cocina sacando la última tanda de empanadillas de manzana de la sartén cuando sonó el timbre.
No terminaba de cogerle el tranquillo a eso de cocinar para una sola persona. Todas las superficies planas de la cocina estaban cubiertas con empanadillas de manzana: en bandejas para que se enfriaran, sobre papel de cocina, en recipientes planos para congelarlos… A Chase le encantaban, no se cansaba nunca de comerlas. Y aunque ya no estaba para disfrutarlas, yo seguía preparándolas. No era capaz de quedarme de brazos cruzados viendo cómo todas esas manzanas se estropeaban.
Saqué la última empanadilla del aceite, apagué el fuego y fui a abrir la puerta. Me encontré con Boone Atkins en el porche.
Había hablado con Boone cuando fue a mi casa a darme el pésame y luego en el funeral, claro. Asistió como todo el pueblo, pero no hablamos de verdad. Cuando había más gente delante, Boone solía mantener las distancias, como si estuviera encerrado en una burbuja de plástico que nadie más podía ver. Esa burbuja lo protegía de la hostilidad que los demás sentían hacia él, pero también le impedía conectar con otra persona.
Salvo en mi caso. Yo era la mejor amiga de Boone, su única amiga, porque todo el mundo creía que Boone era homosexual.
A las alturas que estamos, tal vez no sea un escándalo, al menos en Nueva York o en San Francisco, o incluso en Memphis o en Birmingham. Pero en Chulahatchie la gente no mira con buenos ojos a quien se salga de la norma, y aquí la norma es ser heterosexual, blanco y baptista. O tal vez episcopaliano, si tienes dinero y buen gusto.
Boone era el encargado de la biblioteca municipal de Chulahatchie. Llevaba más de cuarenta años viviendo en la casa que lo vio nacer, salvo por el periodo que pasó estudiando en la Universidad de Oxford para conseguir su licenciatura en biblioteconomía. Cuando su padre murió, Boone se quedó con su madre para cuidar de ella, y cuando ésta también murió, heredó la casa.
Era una persona callada y amable con tres pasiones en su vida: la música, los libros y el arte. Por supuesto, eso sólo empeoraba las cosas, ya que era un estereotipo andante.
La gota que colmó el vaso fue que después de la muerte de su madre redecoró la casa y pintó la fachada de esa preciosa casita blanca de un color llamado «Malva Sublime», con las contraventanas y los salientes en un «Ciruela Pasión». En realidad, ambos tonos eran más discretos de lo que parecían por el nombre y quedaban fantásticos, al menos en mi opinión, pero no les sentó nada bien a los habitantes del pueblo, que ya lo miraban con recelo.
Chase no soportaba a Boone. Lo llamaba «mariquita loca» a sus espaldas. Lo sé porque en una ocasión lo dijo delante de mí.
Una y no más. Porque le juré que si volvía a decirlo en mi presencia, lo mataría y después me divorciaría de él. De modo que mantuvo la boca cerrada a partir de ese momento, pero no necesitaba decir nada para hacerme saber que no le gustaba un pelo que fuera amiga de Boone.
Y Boone no era tonto. Nunca iba a verme a casa. Quedábamos para comer todas las semanas mientras Chase trabajaba, y normalmente íbamos a Starkville, a Túpelo o, de vez en cuando, incluso a Tuscaloosa, donde nadie podía reconocernos. Era casi como tener una aventura pero sin la parte carnal.
Aunque sí había amor, sólo que de otra clase. Boone veía cosas en mí que nadie había vislumbrado jamás, ni siquiera Toni. Hablábamos de libros, de ideas y de creatividad. Me recomendaba algunos títulos, me pedía opinión sobre algunos temas y hacía que me sintiera inteligente aunque no hubiera recibido una educación como la suya.
Boone era mi conexión con el mundo que existía más allá de Chulahatchie. Pero una conexión secreta. Siempre secreta.
Pero como Chase ya no estaba, supuse que podría invitar a quien me diera la gana a mi casa. Era una sensación extraña, y muy liberadora.
—Hola, Boone —lo saludé—. Entra.
Lo vi titubear un momento, clavar la mirada en el felpudo y después echar un vistazo a la calle desierta, como si quisiera asegurarse de que nadie nos miraba. Al final, traspasó el umbral de la puerta y me abrazó.
Me abrazó durante un buen rato, apretándome bien fuerte.
—Dell—dijo.
Sólo eso, sólo «Dell». Fue suficiente.
Cuando me soltó, retrocedí para mirarlo a la cara. No conseguía acostumbrarme a lo guapo que era, a pesar de que lo conocía desde siempre. Era unos cuantos años más joven que yo, y ya rondaba los cuarenta y cinco, pero aparentaba treinta. Tenía los hombros anchos, el pelo y los ojos oscuros, y un hoyuelo en la barbilla. Era lo bastante guapo para ser un rompecorazones si la situación hubiera sido distinta. Y, desde luego, no parecía un bibliotecario.
Lo miré con el ceño fruncido.
—¿Cómo es que has tardado tanto en venir a verme?
Me siguió a la cocina sin responderme.
—Huele que alimenta.
—Empanadillas de manzana. Acabo de terminar. Siéntate mientras hago café.
Se sentó a la mesa de la cocina y me observó mientras preparaba el café y colocaba unas empanadillas recién hechas en un plato. Boone tenía la habilidad de guardar silencio sin que resultase incómodo, algo que la mayoría de la gente era incapaz de hacer aunque le fuera la vida en ello.
Cuando por fin lo tuve todo listo, me senté. Boone me concedió cosa de medio minuto antes de apoyar los codos en la mesa y la barbilla en las manos.
—¿Qué vas a hacer, Dell?
Fue tan repentino y tan directo que solté una carcajada y espurreé el café por la mesa.
—No te gusta andarte por las ramas, ¿verdad? —le pregunté.
—Contigo, no. —Cogió una de las empanadillas y le dio un mordisco—. Está buenísima, Dell. Con el azúcar justo y mucha canela. La cobertura está crujiente… menos donde has espurreado el café. —Sonrió—. Contéstame.
—Es que no lo sé.
—Vale, entonces voy a responder a tu pregunta de antes. He esperado todo este tiempo para venir a verte porque cuando alguien muere, la gente se congrega alrededor de la familia durante un par de semanas y después vuelve a la normalidad. Todos retoman sus vidas. Se les olvida que la familia del difunto está sufriendo porque ellos no tienen que vivir con las emociones, con el vacío de la pérdida y la impredecible tristeza que te acompañan a todas horas y te asaltan cuando menos te lo esperas. Cuando sufres una pérdida así, necesitas un apoyo después del funeral, después de que se acabe la comida, después de que hayas vaciado los armarios y escrito las notas de agradecimiento. Sé que cuentas con Toni, pero quiero que sepas que también cuentas conmigo.
Se me nubló la vista por culpa de las lágrimas y vi su cara como a través de una catarata, o como si estuviera viendo su reflejo en el fondo de un pozo. Parpadeé.
—Gracias.
—Llorar es bueno, Dell.
—Eso me dicen. Pero tengo un problema con eso, Boone. Me parece que no lloro por los motivos adecuados: porque estoy triste o porque he perdido al que fue mi marido durante treinta años, o porque me he quedado sola. Creo que sólo lloro cuando me enfado. Cuando me enfado de verdad, cuando me pongo furiosa y me entran ganas de romper cosas o de pegarle un puñetazo a la pared.
Me miró con una expresión a la que no estaba muy acostumbrada: con ternura y comprensión.
—Tienes muchos motivos para estar enfadada.
Le di un mordisco a una empanadilla, pero no la saboreé. Se me atascó en la garganta como un tronco se atascaría en el barro del Misisipí.
—Tú sabes todo lo que se cuece en la ciudad —dije cuando conseguí tragar—. Dime la verdad.
—¿La verdad sobre qué?
—Sobre Chase. Sé que tenía una aventura y nadie me ha tranquilizado al respecto. Pero no sé ni con quién, ni dónde ni cuándo. Todo el mundo habla del tema, todo el mundo menos yo. Lo encontraron en la cabaña del río el viernes por la noche, pero esa tarde yo pasé por allí y su camioneta no estaba. Alguien llamó a emergencias, pero no sé quién.
—¿Para qué necesitas saberlo? —me preguntó.
—¡Lo necesito porque sí! —exclamé—. Llámalo curiosidad. Llámalo satisfacción. Llámalo como te dé la gana. Quiero la verdad. —Me aferré la cabeza con las manos y tragué saliva—. No puedo ir por la calle sin preguntarme si sería esa mujer o la otra. Sin preguntarme en quién puedo confiar. La gente me evita, susurra a mis espaldas o me mira con tanta lástima que me entran ganas de vomitar. Ojalá supiera la verdad. A lo mejor entonces podría seguir con mi vida y las cosas podrían volver a la normalidad.
Boone me sonrió y me colocó la mano en el brazo. La caricia de su mano me pareció cálida, sólida, real. Lo más real que había sentido en muchísimo tiempo.
—No volverán a la normalidad —me dijo en voz baja—. Nunca volverán a la normalidad… o al menos será una normalidad distinta a la de antes. Todo ha cambiado. A lo mejor nunca obtienes todas las respuestas que buscas, Dell. Si supieras con quién, te seguirías preguntando el porqué. Si supieras el porqué, te seguirías preguntando el cómo… cómo fue posible que tu marido hiciera algo así y cómo fuiste tan ciega como para no darte cuenta. —Me miró un buen rato a la cara, como si intentara desvelar algo oculto tras mi mirada—. No sé con quién —dijo—, pero Chase estaba en el río. Su camioneta estaba aparcada bajo la cabaña. Todavía está donde la dejó.
Guardé silencio un momento, sopesando sus palabras.
—Sí. Supongo que por eso no la vi desde la carretera. Normalmente aparcaba delante de la puerta, pero si estaba con una mujer…
—Tal vez creyó que tú irías a buscarlo.
Me invadió una oleada de gratitud hacia ese hombre tan maravilloso, sensible y honesto. Ni siquiera intentó sacarme de la cabeza la idea de que Chase me había sido infiel. A su manera, estaba confirmando mis sospechas y dando validez a mis emociones. En ese momento, lo quise más de lo que jamás creí posible.
—Gracias —le dije.
—¿Por qué?
—Por no intentar hacerme cambiar de opinión, buscar excusas o ponerme paños calientes diciéndome que son imaginaciones mías.
—Vivir engañado no es bueno.
El nudo que tenía en el estómago se aflojó un poco, de modo que le di otro mordisco a la empanadilla y rellené las tazas de café. Le hablé de la hipoteca, del seguro de vida y de que me quedaban once meses y diecinueve días antes de que me pusieran de patitas en la calle para vivir en una caja de cartón.
Me escuchó sin interrumpirme y sólo masculló algo cuando salió a relucir el nombre de Marvin Beckstrom, algo que se parecía sospechosamente a «cerdo asqueroso». Cuando terminé de hablar inspiré hondo, Boone me sonrió.
—¿Qué pasa?
—Nada. Estaba pensando que seguramente todo el mundo tenga una opinión acerca de lo que deberías hacer.
—¡Has dado en el clavo! Tansie Orr me sugirió que abriera un Bed & Breakfast al estilo inglés.
Me miró con incredulidad antes de esbozar una sonrisa deslumbrante.
—Esa mujer está para que la encierren en el manicomio de Whitfield.
—El de Túpelo está más cerca —dije—. Pero tendrías que haberle visto la cara. Creía que había tenido una revelación, como si acabara de descubrir un nuevo principio de la física cuántica o hubiera demostrado la teoría de la relatividad de Einstein.
—Qué inocente es, por Dios.
El comentario nos arrancó una carcajada. En el Sur puedes decir cualquier cosa de cualquier persona y no se considera un comentario malintencionado siempre y cuando acabes con esa frase.
—Así que… —dije a la postre— ¿tienes alguna brillante idea para evitar que tu vieja amiga acabe en un asilo para pobres?
—A decir verdad, tengo una sugerencia.
—Cariño, no te cortes. Suéltalo.
Boone bebió un sorbo de café y se acomodó en la silla.
—Sácales partido a tus habilidades.
—¿Y eso qué quiere decir? —quise saber—. ¿Es que no me has escuchado? No tengo ninguna habilidad especial. No tengo una licenciatura, soy demasiado vieja para un trabajo físico y…
—Sácales partido a tus habilidades —repitió. Cogió otra empanadilla, me saludó con ella y le dio un mordisco—. Mmmm. Buenísima. Dell Haley, eres sin lugar a dudas la mejor cocinera al este del Misisipí y de todo el Sur.
Y, tal como Boone sabía que pasaría, por fin lo entendí.




Capítulo 6

En el extremo oeste del pueblo, justo al lado de la plaza, había un local frente al cual había pasado millones de veces sin reparar en él. Llevaba muchísimos años cerrado y tenía los escaparates cubiertos por periódicos del año de la polca. A su izquierda, estaba el aparcamiento del Sav-Mor Dollar Store, y a su derecha se alzaba la Ferretería de Runyan.
Cuando vi que Boone sacaba la llave y me invitaba a pasar al interior como si me estuviera ofreciendo el Taj Mahal, llegué a la conclusión de que mi amigo había perdido la cabeza e iba a acabar compartiendo habitación con Tansie Orr en Whitfield.
El lugar carecía de suministro eléctrico, pero a través de los escaparates cubiertos por los periódicos entraba luz suficiente como para comprobar que el interior estaba hecho un desastre. Olía a humedad, lo normal después de haber estado cerrado tanto tiempo, y todo estaba cubierto por una capa amarillenta. Mi nariz me dijo que era una mezcla de grasa y nicotina. Además de ese olor, capté el de los ratones. Vi que algo corría a esconderse debajo de un tablón. Aquello era el infierno y yo acababa de morir, estaba segura.
Boone, en cambio, parecía estar en la gloria.
—¡Mira qué sitio! —exclamó.
—Ya lo veo, ya.
Al parecer, mi tono de voz le dejó claro que no estaba impresionada en absoluto. Se acercó a mí y me pasó un brazo por los hombros.
—No mires con los ojos —me dijo—. Mira con el corazón. Mira con la imaginación. Mira con el alma.
La verdad, en ciertas ocasiones Boone se ganaba a pulso su reputación de gay. Sin embargo, le seguí la corriente.
A lo largo de la pared situada frente a la puerta, había un mostrador delante del cual se alineaban unos cuantos taburetes con asientos giratorios. Las paredes laterales contaban con hileras de mesas y asientos de respaldo alto, aunque la tapicería de plástico se había roto en muchos de ellos y se veía el relleno. En el centro del local, se agrupaban unas cuantas mesas cuadradas de fórmica, típicas de los cincuenta.
Supongo que no se me daba muy bien eso de «mirar con el corazón», tal como lo llamaba Boone. Mis ojos se empeñaban en llevar la voz cantante.
—Mira hacia arriba —me dijo él—. ¿Qué ves?
—Un techo que está a punto de caérseme encima.
—Es estaño, Dell. Del bueno. —Se acercó al mostrador y lo acarició con ambas manos—. Esto es mármol. Es el mismo mostrador tras el cual despachaban los refrescos cuando este sitio era la antigua botica. Y mira esto…
Me arrastró hasta una puerta de vaivén a través de la cual se accedía a una cocina equipada con ocho fogones, dos hornos y una parrilla gigantesca.
—Mira, hay una cámara frigorífica y una nevera enorme. Vale, hay que cambiarla, pero fíjate en lo grande que es la despensa. Este sitio es perfecto.
—Es viejo —señalé yo—. Está asqueroso.
—Es vintage —me corrigió él, decidido a no dar su brazo a torcer.
—De acuerdo —claudiqué—. Reconozco su potencial, pero sabes que no puedo permitirme comprarlo y…
—Eso es lo mejor —me interrumpió—. No tienes que comprarlo. Puedes alquilarlo… por muy poco dinero. He hablado con Marvin Beckstrom y…
—Un momento. ¿Me estás diciendo que este local es del Banco de Ahorros y Créditos de Chulahatchie?
—Bueno, sí, pero…
—Ni hablar. Ni muerta haría negocios con Gallina Ratontón. Cree que soy tonta. Deberías haber visto la sonrisilla que puso mientras me decía…
Boone se acercó y me abrazó. Ese pequeño gesto de cariño me conmovió tanto que me eché a llorar.
—Pues demuéstrale que no lo eres —susurró—. Demuéstrales a Marvin Beckstrom y a este pueblo de paletos ignorantes que vales mucho más de lo que se creen.


Esa noche fui a casa de Toni y se lo conté todo mientras picoteaba de una empanada de pollo. Le hablé de mi situación económica, de la brillante idea de Boone, del viejo restaurante y de lo dejado que estaba, y de lo mucho que me asustaba el futuro.
—Es una idea genial —me dijo cuando se lo conté todo—. Es tan genial que me encantaría que se me hubiera ocurrido a mí.
—Podría perderlo todo. Hasta la funda de oro de la muela.
—Sí, pero piensa en las posibilidades —me aconsejó Toni con una expresión nostálgica y soñadora en la cara—. ¿Recuerdas cuando éramos pequeñas y ese sitio servía comidas?
—Recuerdo que lo cerraron porque incumplía las normativas sanitarias —contesté—. Además, ¿qué clientela podría tener cuando en el pueblo está el restaurante de Barney, el McDonald's en el área de descanso de la autopista y el mexicano?
—Pues yo creo que todo el mundo. Barney sólo sirve cenas. El mexicano es un nido de cucarachas —me recordó Toni—. Además, eso da igual. Lo importante es que esto es perfecto para ti. ¿Qué es lo que más te gusta hacer en la vida? Cocinar. ¿Qué es lo que mejor se te da? Cocinar. ¿Se te ocurre algún modo mejor de ganarte la vida?
—Pues no, pero…
—¡Dell Haley, a veces eres tan cabezona que me pones de los nervios! —Soltó un suspiro exagerado—. Has estado casada con Chase desde que tenías veinte años.
—Veintiuno.
—No te pongas tan quisquillosa, guapa. Hacía tres días que los habías cumplido. Tres días arriba o abajo no importan. Lo que importa es que a los veinte años, o a los veintiuno si lo prefieres, ya puedes votar, reproducirte y comprar bebidas alcohólicas, y aunque tu cuerpo esté perfectamente desarrollado y parezcas una mujer, el resto está sin hacer. Tu mente, tu corazón y el sentido común brillan por su ausencia. ¡Por Dios! Una mujer no se conoce bien hasta que llega a los treinta o a los treinta y cinco. En algunos casos, a los cuarenta.
—Estoy segura de que quieres llegar a algún sitio, ¿verdad?
—Lo que quiero que entiendas es que has vivido la vida de Chase, no la tuya. Él tomaba todas las decisiones, o si las tomabas tú, lo hacías basándote en sus necesidades y en sus gustos. Ahora que ya no está, te toca a ti. ¡Dell, por el amor de Dios, tírate a la piscina! Por una vez en tu vida, arriésgate y comprueba hasta dónde eres capaz de llegar.
—Boone me ha dicho lo mismo, casi palabra por palabra.
—Boone es un tío listo. Listísimo. —Esbozó una sonrisilla torcida—. Menos a la hora de elegir colores para su fachada.


En cuanto se corrió la voz de que había alquilado el antiguo restaurante para reabrirlo, la gente se acercó en tropel para cotillear. La situación me recordó a la época en la que el Tombigbee se desbordó y medio pueblo se plantó en la orilla para ver hasta dónde iba a llegar el agua. Algunos llevaban más de diez años sin hablarse; sin embargo, allí estaban, rascándose la cabeza mientras hacían apuestas unos con otros para ver qué altura alcanzaría la crecida y bromeaban como si fueran miembros de la misma congregación religiosa que se hubieran reunido después de una larga separación. Nada unía tanto a la gente como una buena catástrofe.
Claro que, en nuestro caso, no hacía falta ni media catástrofe para que la gente saliera a husmear. Bastaba con un simple tufillo a desastre y medio pueblo salía a presenciar el espectáculo. Sé que algunos de ellos hicieron una porra por lo bajini para ver quién acertaba lo pronto que el negocio acabaría hundiéndose. Otros se limitaron a observarlo todo mientras meneaban la cabeza y pronosticaban mi ruina, aunque ninguno me echó una mano; al contrario, eran más bien un estorbo.
Tansie Orr tenía que decir lo que opinaba, no podía ser de otra manera.
—Dell, te lo digo de verdad, deberías haber pensado en lo del Bed & Breakfast, no en esto.
—¡Anda ya! —exclamó DiDi Sturgis—. Deberías venirte a trabajar conmigo. Poniendo uñas de porcelana ganarías una pasta.
Ojalá hubiera podido soltarle una fresca, porque lo que quería decirle era que ninguna mujer con dos dedos de frente que viviera en el pueblo pagaría por ponerse unas uñas de porcelana. Salvo Tansie. Y como la tenía delante, tuve que morderme la lengua.
Marvin Beckstrom se acercó sin hacer caso de la mirada ponzoñosa que le lanzó Tansie.
—Es una mala idea, Dell. Podrías perderlo todo.
Como si no lo supiera… Pero ni muerta iba a darle la satisfacción de reconocerlo delante de él.
—Gracias por los ánimos, Marvin —repliqué.
El sarcasmo le resbaló por completo.
—Dell, tienes que ser realista. Ya te dije que…
—Sé muy bien lo que me dijiste —lo interrumpí—. Sin embargo, el banco me ha alquilado el local, ¿no?
Le echó un buen vistazo al local abandonado y se encogió de hombros.
—El trabajo es el trabajo.
—Ahí está —dije—. Y hablando de… ¿por qué no vuelves al tuyo y me dejas que yo siga trabajando?
Se alejó hacia la plaza con paso tranquilo y las manos en los bolsillos, mientras agitaba las llaves y silbaba. Cualquiera que lo observara vería un personajillo alegre, sin una sola preocupación en el mundo. Yo veía un agujero negro de desesperación que se alimentaba de mi vida y de mi energía.
¡Ese hombre era la leche! Su simple presencia convertía una boda en un funeral.








Capítulo 7

Mi madre siempre decía que se podía distinguir a los amigos de los enemigos con una sola frase. Los amigos nunca te soltaban un «Te lo dije».
Boone se tomó una semana de vacaciones para ayudarme a acondicionar el local. Toni se presentó todos los días después de clase. Cuesco se pasó por allí con su cinturón de herramientas y una escalera. Incluso Tansie y DiDi echaron una mano.
Yo estaba en la cocina con la vista clavada en ese desastre sin hacer nada por limpiarlo cuando escuché la discusión.
—¡Boone, no! —gritó Toni—. ¡Ni hablar! Contenta porque tenía un motivo para abandonar la zona catastrófica, salí al comedor.
—¿Qué pasa?
—Boone quiere pintar con estos dos colores, ¿te lo puedes creer? —Toni tenía en la mano un muestrario de pinturas—. «Morado Atardecer» y «Dulce Rendición». ¡Por el amor de Dios!
—¿Has estado alguna vez en un restaurante de altos vuelos? —le preguntó Boone—. Son unos colores maravillosos. Relajan y atraen a la vez. Muy vanguardistas.
—¡Vanguardistas, y un cuerno! —replicó Toni—. ¡Por Dios, Boone! ¿Es qué quieres ganar el premio al mayor topicazo? Creía que habías aprendido la lección cuando pintaste tu casa de morado.
—Deja que los vea —le pedí. Toni me dio el muestrario—. ¿Cómo se llama éste?
Boone entrecerró los ojos y frunció la nariz.
—¿«Batido de Chocolate»? No, Dell. Necesitas algo más llamativo, más alegre. Esto es tan… tan… beige…
Toni lo fulminó con la mirada.
—El beige es bonito. Es un color neutro, pero no es blanco. E irá genial con el suelo de madera y con los asientos burdeos.
—¿Por qué tienen que ser burdeos los asientos? —preguntó Boone—. Podríamos tapizarlos de piel sintética en un ciruela intenso…
Cerré los ojos e inspiré hondo.
—Boone —dije cuando me calmé lo suficiente para hablar—, me encanta tu estilo decorativo, pero no tenemos dinero para piel sintética de color ciruela. Arreglaremos los asientos que estén mal y los dejaremos del mismo color. Además, me gusta el «Batido de Chocolate». Me recuerda a los que bebía de pequeña.
—Dime que no bebías batidos de botella —dijo Boone—. Están asquerosos.
Le sonreí a Toni y le guiñé un ojo.
—Están buenísimos. Y están todavía mejor con una medialuna de chocolate. Deberías probarlo.
Boone se estremeció.
—No hay cultura en este pueblo. Ninguna.
—Por eso estás tú aquí —comentó Toni—. Para convertirnos a todos en un poquito más… ¿Cómo has dicho antes? Ah, sí, vanguardistas.
Pero Boone no le prestó atención. Me quitó de las manos el muestrario de colores y salió en busca de cuatro latas de un manido beige.


Cuesco observó la discusión entre Boone y Toni con una sonrisilla en los labios, pero no intervino. Se limitó a subirse a la escalera para llegar al techo y empezar a recolocar las placas. Yo volví a la cocina, pero seguía sin tener claro por dónde empezar a limpiar. La tarea me parecía abrumadora. Toda ella: desde la cantidad de trabajo manual necesario para restaurar el local, pasando por los incontables detalles que tenía que solucionar y, sobre todo, el dinero que iba escapándose de mi cuenta corriente como la sangre que brotaba de una herida abierta.
¡Por Dios! Estaba convencida de haber perdido todos los tornillos…
Seguía allí plantada, quieta como una estatua y hecha un manojo de nervios, cuando Tansie Orr abrió la puerta de vaivén que daba a la cocina y me golpeó en el trasero. Detrás de ella llegó DiDi Sturgis, con unos cuantos cubos y fregonas, y como cincuenta litros de amoníaco.
—Quítate de en medio, Dell —dijo Tansie—. A menos que quieras acabar rascada y filtrada por la cañería.
Me quité de en medio. Las dos se pusieron manos a la obra adecentando la cocina mientras yo limpiaba la despensa y forraba de nuevo los estantes. En un par de ocasiones escuché a Tansie soltar un taco entre dientes por perder dos uñas en nombre de la causa, pero a pesar de todo no se quejó ni una sola vez.
Nos costó una semana entera y mucho trabajo sucio adecentar el local, pero cuando empezamos a encerar el suelo y a montar los asientos de los taburetes, empecé a comprender lo que había querido decir Boone con eso de «mirarlo con el corazón». Me juré que jamás volvería a dudar de él.
Aun así, me pasaba el día preocupada por el dinero. Cuando por fin terminamos el trabajo, me costó veinte mil dólares sustituir el frigorífico, pagar los permisos y las inspecciones y aprovisionar la cocina. Cada vez que extendía un cheque, el nudo de mi estómago se iba haciendo más grande y me preguntaba si no estaría cavando mi propia tumba.
Fueron los pequeños detalles los que más me sorprendieron: el precio del ketchup, de las servilletas de papel y de los saleros y los pimenteros. Tuvimos que contratar a un exterminador para que fumigara el local. Tenía la sensación, y era algo casi literal, de que estaba tirando el dinero por la alcantarilla. Pero tenía que hacerse. Ya me había comprometido.
Era la misma sensación que tenía de pequeña cuando íbamos al río a deslizamos sobre el barro. Siempre que caía una buena tormenta de verano, buscábamos la orilla más escarpada y embarrada, y nos deslizábamos a toda velocidad por ella hasta el agua. Siempre tenía miedo. Me daba miedo la altura, me daba miedo la velocidad y me daban miedo las aguas turbulentas que se acercaban a mí con rapidez. Pero allí arriba ni se me pasaba por la cabeza rajarme porque todas mis amigas me estaban jaleando para que lo hiciera. Y una vez que empezaba el descenso, era imposible parar. El único remedio era encarar el peligro, plantarle cara al miedo y llegar hasta el final.
Lo bueno era que si te deslizabas por el barro no había posibilidad de acabar en la indigencia…
Mi infancia había estado teñida por la alargada sombra de la pobreza de la misma manera que muchos niños crecen con el miedo al hombre del saco. Aunque no éramos pobres ni corríamos el riesgo de serlo, cada vez que me dejaba la luz encendida o no cerraba del todo la puerta o me demoraba demasiado mirando lo que había en el frigorífico, mi madre decía:
—Niña, nos vas a llevar de cabeza a un asilo para pobres.
Desde muy pequeña, con cuatro o cinco años, tuve la impresión de que el asilo para pobres era una especie de mazmorra donde encerraban a las familias, con niños y todo. Familias encadenadas a la pared mientras el agua calaba por la piedra sobre nuestras cabezas y las ratas correteaban a nuestro alrededor a la espera de que nos durmiéramos para hincarnos el diente.
Más tarde, en la clase de Historia, me enteré de la existencia de la cárcel para deudores y de que en realidad hubo asilos para pobres en los que la gente tenía que pagar sus pecados económicos, y eso me puso los pelos como escarpias. Daba lo mismo que Estados Unidos hubiera acabado con la cárcel de deudores en el siglo XIX, la idea todavía me asustaba muchísimo, aunque no entendía cómo se pagaba una deuda encerrado en una celda…
No creo que mi madre quisiera asustarme tanto con las amenazas sobre el asilo para pobres, sólo era una manera de hablar. Pero ella había crecido durante la Gran Depresión y seguramente había visto las colas para conseguir un plato de comida o había escuchado a mi abuela hablar de las colas de parados y de las cartillas de racionamiento. Estar tan cerca de la indigencia tiene que dejarte marcado.
Ya en mi vida de adulta, después de perder el miedo al asilo para pobres, utilizaba la expresión de vez en cuando, pero su amenaza no era tan tremenda como para evitar que invirtiera hasta el último penique en el desquiciado plan de Boone. Claro que el miedo había regresado con fuerza a mis pesadillas, plagadas de imágenes de agujeros inmundos, ventanas tapiadas y ratas que me helaban la sangre en las venas.
Lo había hecho, había apostado todo lo que tenía aunque la posibilidad de hacer funcionar la cafetería era casi nula. Casi podía escuchar la voz de mi madre al oído:
—Niña, vas de cabeza a un asilo para pobres.


Por fin estuvo todo listo. Habíamos pasado la inspección pertinente y estábamos preparados para abrir, y por algún milagro conseguí pagarlo todo en efectivo y todavía me quedaba algo para pasar un par de meses. O eso esperaba.
No tenía muy claro si estaba en mi sano juicio o no. Presentía un ataque de nervios a la vuelta de la esquina, esperando cogerme por sorpresa. No era capaz de respirar con normalidad y me dolía la mandíbula de tanto apretar los dientes. La verdad era que esperaba caer en un pozo en cualquier momento, esperaba que Marvin Beckstrom apareciera por la puerta en cualquier momento para decirme que estaba arruinada. Sabía que ése podía ser el peor error que había cometido en mis cincuenta años, y eso que había cometido unos cuantos.
El día de la gran apertura, todos los que habían echado una mano se presentaron para ver la gran transformación. Boone y Cuesco aparecieron con dos enormes escaleras para colgar un letrero pintado a mano que rezaba:
HEARTBREAK CAFÉ
Un buen plato de comida sureña
Boone se bajó de la escalera, adoptó una pose a lo Elvis, con una mano en el aire, empezó a mover las caderas y se puso a cantar una versión personalizada de Heartbreak Hotel:
Desde que mi chica me dejó, he encontrado otro sitio para comer.
Está en Chulahatchie, Misisipí, en West Main Street.
Ay, nena, me muero de hambre. Me muero de hambre, nena.
Sí, me muero de hambre.
Todo el mundo se echó a reír y aplaudió. En mi caso y haciendo honor al nombre de mi cafetería, era cierto que tenía el corazón destrozado y que necesitaba un lugar en el que refugiarme, como cantaba Elvis en la canción original. Y tal vez fuera el nombre más adecuado, dadas las circunstancias. El pánico se apoderaba de mí cada vez que pensaba en lo que estaba haciendo, cada vez que veía mi menguante cuenta corriente. Pero me dije: «Vale, ya está hecho, no hay vuelta de hoja.»
—Bueno, abre la puerta —dijo Toni—. Déjanos pasar.
Jamás olvidaré ese momento aunque viva más que Matusalén. El sol vespertino entraba por los ventanales limpios, arrancándole destellos al mostrador de mármol y reflejándose en la tarima del suelo. La luz iluminaba el muro de ladrillos vistos que daba a la ferretería y la pared en la que se alineaban las mesas, con vistas al aparcamiento del Sav-Mor.
Supongo que para el estándar de Birmingham o Atlanta, la cafetería sería algo así como un cerdo con los morros pintados, pero aunque fuera cierto, yo estaba más contenta que dicho cerdo en una charca. Para mí era absolutamente maravillosa.
Y era mía.
Bueno, mía y del Banco de Ahorros y Créditos de Chulahatchie.
Me olvidé de las advertencias de mi madre, preparé tres cafeteras y serví trozos de tarta de manzana, de tarta de melocotón y de tarta de merengue de limón.
—Muy bien, gente —dije—. Mañana por la mañana empezaré a servir desayunos a las seis y media. Y os espero a todos aquí.
—¿Dónde está la carta? —preguntó alguien a gritos.
—No tengo carta —respondí—. Serviré lo que me apetezca cocinar según el día. O lo tomas o lo dejas.
—Si todo está como la tarta —dijo Cuesco Unger—, cuenta conmigo.




Capítulo 8

Enero es la época en la que todo el mundo decide hacer cambios: perder veinte kilos, dejar de fumar, beber menos, ahorrar más, hacer la declaración de Hacienda pronto y no dejarla para última hora… Normalmente sobre el 14 de mayo, esa misma gente está sentada a la mesa de su cocina fumando como carreteros, atiborrándose de chocolate y cerveza y tirándose de los pelos mientras intenta cumplimentar el formulario de la declaración.
Yo no esperé hasta el inicio del nuevo año. Chase murió el 3 de abril, más o menos un mes y medio antes de nuestro trigésimo primer aniversario de boda. El Heartbreak Café iba a inaugurarse en junio. Cuando acabamos con las reformas, tenía dos cosas muy claras: la primera, sobrevivir; la segunda, seguir a flote económicamente hablando para finales de año.
Mi madre me habría dicho sin duda que pedía muy poca cosa; pero, dadas las circunstancias, supuse que mi mejor opción para seguir adelante pasaba por pedir poco.
Siempre he sido muy madrugadora. Me levantaba al amanecer, le preparaba el desayuno a Chase, lo observaba marcharse al trabajo y, si el tiempo lo permitía, me sentaba en el porche trasero y me quebraba la cabeza con los crucigramas mientras me tomaba la segunda taza de café. No tenía por qué ir con prisas. Podía hacer las cosas a mi ritmo, a mi manera. Siempre y cuando la casa estuviera limpia y la comida lista para ponerla en la mesa, nadie metía las narices en cómo pasaba el día.
El Heartbreak Café cambió todo eso de la noche a la mañana.
El primer día llegué antes de que amaneciera. Quería hacer las cosas con tiempo, ya que había que encender la parrilla, hacer las galletas, preparar la masa de las tortitas y la sémola de maíz. Supuse que tendría muchos tiempos muertos a lo largo de la mañana y que podría aprovecharlos para hacer el pan de maíz, cocer la verdura, preparar una empanada de carne y freír el pollo.
A decir verdad, dudaba mucho que apareciera algún cliente. Pero tenía que prepararlo todo por si acaso.
Sin embargo, ésa no era mi cocina y tardé más de lo que pensaba en hacer las cosas. Antes de darme cuenta, había amanecido. Eran casi las seis y media, y no me había acordado de poner la cafetera ni de escribir el menú en la pizarra del escaparate.
De ahí que estuviera de espaldas a la puerta, subida en una escalera, cuando entraron los primeros clientes.
Al escuchar la campanilla de la entrada, estuve a punto de caerme de la escalera. Vi entrar a Cuesco Unger y a Boone Atkins, acompañados por un numeroso grupo de obreros, a juzgar por los vaqueros y las botas de trabajo, que no había visto en la vida.
Me las apañé como pude para hacer el café, anotar los pedidos y servir beicon, huevos, salchichas, tortitas y galletas. Cuesco Unger estaba sentado con los codos apoyados en la mesa y me miraba con expresión satisfecha.
Me acerqué para rellenarle la taza de café.
—¿Tienes algo que ver con esto, Cuesco? —le pregunté.
Él sonrió de oreja a oreja.
—Estos chicos —dijo mientras señalaba hacia una de las mesas— trabajan conmigo en Tenn-Tom Plastics.
—Sí, me ha parecido reconocer a algunos. Pero ¿y los demás? ¿Cómo se han enterado?
—Tengo un primo en Amory que es camionero. Ha comentado por radio que en Chulahatchie tenemos la mejor cocina del estado. —Señaló a través del escaparate hacia el aparcamiento, donde había varios camiones—. ¿Vas a darme un porcentaje de los beneficios?
—¿Vas a ayudarme en la cocina?
A eso de las ocho menos cuarto, los camioneros acabaron de desayunar y volvieron a la carretera, dejando tras de sí unas buenas propinas y la promesa de recomendar la cafetería a otros compañeros. Cuesco y sus colegas se fueron al trabajo. Sólo quedó Boone, sentado en la parte de atrás. Estaba leyendo mientras tomaba café.
—¿Te lleno la taza?
Lo vi levantar la cabeza.
—Sí, por favor. Y si tienes tiempo, un poco de compañía me vendría bien.
Cogí una taza para mí, llené ambas y me senté frente a él. Tenía la impresión de haber estado trabajando doce horas seguidas. Por dentro estaba como un flan, como cuando me paso con las medicinas para el resfriado o con la cafeína. Y eso que ni siquiera me había tomado la primera taza de café.
—¿Estás bien? —me preguntó Boone.
—Eso creo. Aunque no lo tengo muy claro. Me siento un poco…
—¿Abrumada?
—Sí, es una buena descripción. Pero «ahogada» sería más preciso. —Bebí un sorbo de café y noté que me relajaba un poco—. Cuando llegué esta mañana, me asustaba mucho la idea de que no entrara nadie. Y ahora…
—Ahora no estás segura de que quieras que venga más gente, ¿no?
—Es que… no sé. Es… demasiado. Cocinar, servir, rellenar las tazas de café. Asegurarse de que todo el mundo está contento, de que todos están bien servidos. Recordar detalles como el de ese chico que quería doble ración de mantequilla o el otro que me pidió el Tabasco. Y todos quieren hablar conmigo.
Boone le echó un vistazo al reloj, cerró el libro y se levantó.
—Acostúmbrate —me soltó al tiempo que me daba un beso en la mejilla—. Algo me dice que vas a convertirte en la mujer más famosa del pueblo.


No sé si era la más famosa, pero sí estaba segura de ser la más firme candidata al premio de la Más Agotada.
Un día y otro día y otro más… todos eran iguales. Salía a rastras de la cama a las cuatro y media de la madrugada, y aparcaba en la plaza antes de que los pájaros empezaran a cantar. Cuando el barullo del almuerzo acababa, en vez de estar en casa con las piernas en alto viendo la tele, me tenía que quedar para hacer caja, limpiar el suelo y preparar el menú del día siguiente. Normalmente un estofado con las sobras del rosbif o un revuelto picante con las sobras de las empanadas de carne. Tenía que lavar la verdura, hornear los pasteles, preparar los estofados y asegurarme de que había suficiente comida en el frigorífico para la mañana siguiente.
Porque no tenía tiempo de hacerlo mientras preparaba las tortitas y batía los huevos por las mañanas. Ni siquiera tenía tiempo para mear.
Nunca llegaba a casa antes de las cinco o las seis, y la mitad de los días tenía que hacer un par de tartas. Casi todas las noches me quedaba frita en el sillón de Chase mucho antes de que empezara La ruleta de la fortuna. Me despertaba cuando estaban anunciando las maravillas de un robot de limpieza que recorría la casa por su cuenta o un pegamento tan fuerte que era capaz de pegar la cabina de un tráiler al remolque. Después de apagar el televisor, me iba a rastras al dormitorio y tres horas más tarde me despertaba la alarma y descubría que tenía un palpitante dolor de cabeza.
—Tienes muy mala cara, Dell —me dijo Toni un sábado por la mañana, después de dos meses con esa rutina—. Necesitas descansar.
—¿Tú crees? —El comentario me salió más sarcástico de la cuenta, pero no me disculpé.
De vez en cuando, me miraba en el espejo y veía lo mismo que veía Toni. Mi vida era como la luna de un coche que había sufrido el impacto de una piedra. Las grietas se extendían poco a poco hasta que al final todo era una especie de telaraña a través de la cual era imposible ver. Me limitaba a esperar que el cristal acabara haciéndose añicos y cayera sobre mí.
—No puedo descansar —le dije—. Ahora mismo apenas cubro gastos.
Toni frunció el ceño.
—¡Pero si tienes muchos clientes! La cafetería está llena todos los días.
—Sí, pero es como intentar achicar el agua de una barca con un cubo lleno de agujeros. Conforme lo llenas, el agua se sale.
—¿Te refieres al dinero o a tu energía? —me preguntó ella.
Sentí un nudo en la garganta y tragué saliva para intentar deshacerlo.
—A las dos cosas —contesté—. Me paso el día agotada y el dinero se me escapa de entre los dedos. Cubro gastos por los pelos.
Toni me miró con los ojos entrecerrados.
—Dell, lo que necesitas es un poco de ayuda.
Vale que sea mayor, pero no tengo un pelo de tonta.
—¿Te crees que no me he dado cuenta? ¿De dónde voy a sacar el dinero para contratar a alguien?
Toni no tenía respuesta para mi pregunta, así que se fue con el rabo entre las piernas. Debería haberme sentido mal por desahogar mi mal humor con mi mejor amiga; pero, sinceramente, estaba tan cansada que me importaba un pimiento.




Capítulo 9

El lunes siguiente al fin de semana del 4 de julio, fui a la cafetería antes del amanecer, como de costumbre. Aunque sólo eran las cinco de la mañana, tenía la misma sensación que al meterme en una sauna: hacía calor y había tanta humedad que el agua se te metía en los pulmones hasta que te daba la sensación de que tenías un bloque de hormigón sobre el pecho.
Boone siempre decía que la humedad mataba las neuronas, razón por la que en el Sur la gente era más lenta de movimientos, de entendederas y de habla; razón por la que, en sus propias palabras, solía ser reaccionaria. No tengo muy claro ese punto, pero sí sé que el Misisipí en julio hace que me den ganas de volver a casa, poner el aire acondicionado a tope y echarme una siesta.
Por desgracia, una siesta no estaba en mi agenda del día. Me pasaría la mañana y la tarde delante de la cocina, en una diminuta cafetería donde el aire acondicionado sólo funcionaba en el comedor, para que los clientes estuvieran a gustito, y a la cocinera que le dieran… Esperaba que a la gente le gustase la verdura salada, porque en la cazuela iba a ir algo más que jamón.
El equipo de aire acondicionado era de los buenos. Regulé el termostato, puse la sémola de maíz a fuego lento y preparé la masa de las galletas. Estaba sacando del frigorífico la comida que ya había preparado para el almuerzo (macarrones caseros con queso para acompañar el jamón), cuando escuché un ruido que, incluso en mitad de la ola de calor, me puso el vello de punta.
Pasos. Un golpe, como si alguien hubiera tirado un ladrillo. Y después agua corriendo por las cañerías.
Encima de la cafetería había un pequeño apartamento que llevaba años deshabitado. Se accedía por unas destartaladas escaleras de madera situadas detrás del contenedor de basura. El apartamento constaba de una sola habitación con un diminuto cuarto de baño y una minicocina americana en un rincón. Sólo había subido una vez, cuando alquilé el edificio. A Marvin Beckstrom le encantó enseñarme el lugar mientras me sugería, a la vista de mi precaria situación económica, que podría considerar la idea de vender mi casa y mudarme allí de forma permanente. El lugar era un cuchitril no apto para que ninguna persona viviera en él.
Escuché otro golpe, todo un milagro, porque no debería haber sido capaz de escuchar nada por encima de los atronadores latidos de mi corazón y el zumbido de mis oídos. Cogí una sartén de hierro (la que usaba para el pan de maíz), salí por la puerta trasera y miré hacia arriba.
Parecía que había luz en el apartamento, aunque seguramente fuera un reflejo del letrero luminoso del Sav-Mor. Empecé a subir las escaleras, con la sartén en la mano, pero a medio camino me detuve y me aferré a la barandilla.
¿Qué leches estaba haciendo? Todo estaba a oscuras, era prácticamente de noche. Podría haber cualquiera allí arriba, desde un preso fugado a un asesino en serie o a un drogadicto. No acababa de ver que un asesino se escondiera encima del Heartbreak Café, pero incluso en Chulahatchie veíamos la tele. Sabíamos que existían personas así.
Lo que tenía que hacer era bajar de nuevo, cerrar con llave y llamar al sheriff. Lo que hice fue seguir subiendo, paso a paso, hasta que llegué al descansillo de lo alto de las escaleras.
La puerta estaba cerrada, pero no con llave. Levanté la pesada sartén sobre mi cabeza, preparada para atacar, y abrí la puerta.
Sí que había luz allí dentro, una solitaria bombilla colgando del cable. Con el rabillo del ojo, vi movimiento y una sombra. Me giré y lancé la sartén, que salió volando por los aires y se estrelló contra el suelo. Un enorme gato gris saltó de la encimera de la cocina americana y se plantó en mitad de la habitación con el lomo arqueado, los pelos erizados y un ratón en la boca, colgando del rabo.
El alivio me inundó y se me aflojaron las rodillas. Me apoyé en la pared para no caerme.
—Me has quitado diez años de vida —le dije al gato.
El gato… o la gata, porque no podía distinguirlo bien desde delante, me respondió lanzando el ratón al aire y atrapándolo de nuevo antes de llevárselo a un rincón y tumbarse para desayunar.
Recogí la sartén del suelo antes de hablarle de nuevo.
—Mira, me encanta que te encargues de los ratones aquí arriba y todo eso —le dije—, pero no puedes quedarte aquí. Venga, ¡hopo! —Le di un toquecito con el pie. El gato no se movió.
Le volví a dar, pero siguió donde estaba. Y en ese momento se me ocurrió algo, algo que a mi cerebro se le había pasado por alto. El lugar olía diferente, olía a limpiador con esencia de limón y a amoníaco. Habían barrido y fregado el suelo. Había un cubo en la encimera de la cocina con un pulverizador dentro y una fregona y un cepillo apoyados en la pared más alejada. Y entonces me di cuenta de que el sonido del agua se había cortado.
—Los gatos no encienden las luces —musité—. Los gatos no abren los grifos ni usan Don Limpio.
—No, señora, no lo hacen.
La voz me llegó desde atrás. Era muy grave. Me giré.
Bloqueando el estrecho pasillo que daba al cuarto de baño estaba el hombre más grande y más negro que había visto en la vida. Tenía un torso anchísimo, que estaba desnudo, una nariz ancha y una boca enorme, y unos bíceps del tamaño de mis muslos. Su piel estaba húmeda y brillante, y las gotas de agua que se le habían quedado en el pelo corto me recordaron a las perlitas que cosí en mi vestido de novia.
Parecía estar recién salido de la ducha. Por suerte, tenía los pantalones puestos, aunque iba descalzo, y me fijé que había una camiseta gris colgada en el pomo de la puerta del cuarto de baño.
Levanté la sartén e intenté parecer amenazadora.
—No te muevas.
—Lo que usted diga, señora. —Levantó las manos en señal de rendición, y la pálida piel de sus palmas brilló con un tono rosado a la luz de la solitaria bombilla.
El gato, que había terminado de desayunar, se acercó al desconocido y comenzó a restregarse contra sus piernas mientras ronroneaba.
—No voy a hacerle daño —dijo él en voz baja.
Lo señalé con la sartén.
—¿Qué haces aquí?
El hombre se encogió de hombros.
—Me quedo aquí.
—¿Cómo que te quedas aquí? ¿Quiere decir que estás viviendo aquí? ¿Encima de mi cafetería?
—Sí, señora.
—¿Cuánto llevas aquí?
—Hará una semana. Suelo marcharme antes del amanecer y volver después del anochecer.
—¿Y qué eres? ¿Un indigente? ¿Un mendigo? ¿Un vagabundo?
El hombre sonrió fugazmente al escuchar esa palabra.
—Soy un… viajero.
—Y has viajado hasta Chulahatchie y has acabado subiendo las escaleras de este apartamento abandonado.
—Eso es, señora, eso es.
—Y estás usando mi agua y mi electricidad.
El desconocido levantó una mano enorme y se rascó la cabeza.
—Una bombilla no gasta mucho, señora. Y me lavo muy rápido.
Le eché un buen vistazo. ¿A quién me recordaba? La voz, la cara, su enorme tamaño…
Y lo recordé. Al preso negro que salía con Tom Hanks en La milla verde. Él que estaba en el corredor de la muerte.
Acordarme de esa parte no me reconfortó en lo más mínimo.
—¿Tienes un nombre? —le pregunté.
Me sonrió.
—Todo el mundo tiene un nombre. El mío es Scratch. Y usted es la señorita Dell, ¿verdad?
—Así es.
Me saludó con un gesto de la cabeza.
—Encantado de conocerla.
Eché un vistazo a mi alrededor.
—¿Has limpiado este sitio?
—Sí, señora.
—¿Por qué?
Me miró como si hubiera perdido la cabeza.
—Porque estaba sucio.
Ese hombre tenía algo que me conmovía. Su mirada era directa e inteligente, poseía una especie de orgullo feroz que, pese a las circunstancias, nunca se doblegaría. Me recordó a un jefe guerrero africano. Casi podía imaginármelo con un tocado, una lanza y un collar hecho con colmillos de león.
Se me pasaron por la cabeza un centenar de preguntas, pero dos se impusieron a las demás.
—¿De qué has estado viviendo, Scratch? —le pregunté—. ¿Qué has estado comiendo?
Se encogió de hombros.
—Sobras.
—¿Sobras? ¿Quieres decir que has comido lo que yo he tirado? ¿Qué has estado sacando la comida del contenedor de la basura?
—Sobras —repitió él con terquedad—. Es usted una cocinera estupenda, señorita Dell, si me permite el atrevimiento.
Siempre he creído que sé juzgar bien a la gente. Los últimos descubrimientos acerca de mi marido deberían haber demostrado lo contrario, pero en ese momento no me lo parecía. Sólo sabía que aunque ese hombre orgulloso que se llamaba a sí mismo Scratch carecía de techo y de trabajo, tenía dignidad y era lo bastante decente como para no vivir en la inmundicia.
Chase habría dicho que era un vagabundo o algo peor. Muchísimo peor. Yo nunca utilizo esas palabras tan feas, odio cuando la gente los llama «negros de mierda», pero he crecido en el Sur y las he escuchado muchas veces a lo largo de mis cincuenta años de vida. Las use o no, se me vinieron a la cabeza cuando pensé en la reacción de Chase.
La gente de otras partes del país suele creer que los sureños somos todos unos racistas redomados, y admito que en un pasado no muy lejano nos ganamos esa reputación a pulso. En mis tiempos, vi algunos capirotes blancos e incluso sabía qué diácono baptista se escondía detrás. Además, algunos de los chicos mejor considerados del pueblo, amantes de las armas y de las camionetas grandes, parecen sacados de la película Defensa. Sin embargo, la gran mayoría hemos evolucionado lo bastante como para caminar erguidos y nos gusta pensar que somos más civilizados de lo que la gente cree.
Aunque no pienso mentir. Allí, en mitad del apartamento, con un negro enorme semidesnudo, me sentí un pelín asustada. Me asaltó un miedo momentáneo, seguido de una chispa de atracción.
Nos quedamos los dos quietos, mirándonos. Y en ese momento decidí lanzarme al vacío. Decidí que me caía bien. Decidí confiar en él.
Al menos, no creía que me fuera a rebanar el pescuezo con un cuchillo de carnicero ni a robarme.
Scratch debió de notar el cambio de mi expresión.
—Trabajo duro, señorita Dell —se apresuró a decir, como si quisiera aprovechar el momento para exponer sus virtudes antes de que fuera demasiado tarde—. Podría decirse que he pasado por una racha de mala suerte de un tiempo a esta parte, pero puedo hacer casi de todo. Puedo arreglar este sitio. Puedo reparar las escaleras. Puedo hacer de pinche o limpiar o…
Levanté la mano para que se callara.
—Para el carro. No puedo permitirme contratar a nadie.
—No me hace falta mucho —dijo él—. Sé apañármelas por mi cuenta.
No me estaba suplicando, se limitaba a constatar un hecho.
Podía escuchar a Chase en mi cabeza: «Dell, te has vuelto loca. No conoces a este hombre de nada. ¡Por el amor de Dios, mujer, piensa con esa cabeza que tienes! Piensa en lo que vas a hacer, en lo que dirán los demás…»
Y en ese momento, en mitad del discurso airado de mi marido, escuché la voz de mi madre: «Cariño, cuando la marea cambia, tienes que confiar en tu instinto», me decía siempre.
—De acuerdo —le dije, tanto a mi madre como a Scratch—. Si estás dispuesto, puedes trabajar a cambio del alojamiento y de dos comidas al día… además de todas las sobras que quieras llevarte. Puedes limpiar las mesas, barrer el suelo, limpiar la cocina y encargarte del lavavajillas. Te daré dos semanas de prueba. Si te digo que te vayas, te vas sin rechistar. ¿Te parece bien?
Scratch asintió con la cabeza.
—Sí, señora. Me parece perfecto.
—Si necesitas algo, me lo pides. Si te pillo robando, llamaré al sheriff y lo tendrás detrás antes de que te des la vuelta.
Se agachó para coger al gato y lo acunó contra ese enorme pecho.
—¿Qué pasa con Ratón?
El gato me miró con unos enormes ojos verdes.
¿Ratón?
—Sí, señora. Cuando la encontré, sólo era un cachorrito, del tamaño de un ratón. Y como es gris, el nombre le pegaba. No creará problemas.
—Puede quedarse, pero que no entre en la cafetería. La normativa sanitaria lo prohíbe.
—Sí, señora. —Guardó silencio—. ¿Señorita Dell?
—¿Qué?
—¿Va a pegarme con esa sartén?
De repente, me di cuenta de que seguía sosteniendo la sartén de hierro como si fuera un arma y de que no me había movido del sitio desde que lo vi.
Miré la sartén. Lo miré a él. Miré más allá de la ventanita, donde las primeras luces del alba empezaban a filtrarse a través de la deshilachada cortina.
—No —contesté—. Voy a preparar pan de maíz.







Capítulo 10

A las seis y media, abrí la puerta para que entraran los camioneros. Scratch había desayunado lo primero que había pillado y estaba en la cocina con un mandil blanco limpio, cortando el jamón en lonchas. Entretanto, yo tramaba un plan mientras preparaba las tortitas y servía el café.
El plan tenía sus inconvenientes. Ese hombre que se hacía llamar Scratch, ese negro, era un completo desconocido. Sí, era posible que estuviera pasando por una mala racha como me había asegurado. Pero también era posible que fuera un estafador dispuesto a engatusarme para largarse con mi dinero, lo que me dejaría directamente en el asilo para pobres.
No podía asegurarlo. No tenía forma de estar segura a menos que le diera una oportunidad. Sin embargo, mientras mi mente se imaginaba lo peor de lo peor, recordé de repente algo mucho más positivo. Aquella película antigua de Sally Field en la que, después de la repentina y violenta muerte de su marido, consigue seguir adelante recogiendo algodón y vendiéndolo. Recordé cómo confió en el negro que apareció en su casa porque no le quedó más remedio que confiar en él. Y, al final, la jugada le salió bien. Tal vez también a mí me saliera bien. De momento, la mera idea hacía que me sintiera mejor conmigo misma que la otra opción, que no era otra que la de llamar al sheriff y echarlo a la calle.
Así que mi plan era el siguiente: en algún lugar de lo que siempre habíamos llamado «el dormitorio de invitados» había un colchón con su somier que llevábamos unos quince años sin usar. Seguramente también pudiera encontrar una mesa y una lámpara, y quizás una cómoda. Además, aunque Scratch era más ancho de hombros y más estrecho de cintura que Chase, tal vez le sirviera la ropa de mi marido.
No entendía por qué estaba decidida a darle de comer, a darle cobijo y a darle ropa a un desconocido que se había colado en el piso de arriba de mi restaurante de forma ilegal. Pero me parecía lo correcto. Y al hacerlo me sentía bien conmigo misma.
Hasta que apareció Marvin Beckstrom en el Heartbreak Café esa mañana.
La cafetería estaba hasta arriba de gente y sólo quedaba una mesa vacía en el centro. Toni estaba sentada con Boone Atkins, mirando un libro de ilustraciones infantiles con unos monstruos muy graciosos.
Toni era maestra y enseñaba en la Escuela Primaria de Chulahatchie, así que tenía el verano libre. Antes solíamos aprovechar los veranos para irnos de aventura, como conducir hasta Aberdeen, Okolona o Pontotoc para comprar en los rastrillos o cargar el coche con verduras frescas que vendían los hortelanos en sus propias furgonetas en los arcenes de la carretera. Sin embargo, ese verano estaba agotada por culpa del Heartbreak Café y apenas veía a mi amiga a menos que se pasara por la cafetería o que quedáramos algún que otro domingo por la tarde.
La echaba de menos, y sabía que el sentimiento era mutuo. Pero no se quejaba. Toni entendía que yo estaba haciendo lo que debía hacer. Boone y ella habían trabado una buena amistad. Seguramente después de la discusión sobre el color de la pintura del local. Fuera como fuese, era muy normal verlos juntos.
También echaba de menos a Boone. Desde el día de la apertura de la cafetería, no habíamos tenido oportunidad de almorzar juntos como solíamos hacer. Nuestras conversaciones consistían en un par de frases apresuradas mientras yo servía platos y limpiaba mesas. A veces, tenía la impresión de que el Heartbreak Café se había adueñado de mí y no al contrario.
Sin embargo, ambos seguían siendo mis mejores amigos y me alegró mucho tenerlos allí cuando vi entrar a Marvin Beckstrom.
Llevaba unos cuantos meses evitando a Bicho y hasta ese momento lo había conseguido, pese a mis frecuentes visitas al banco. En un par de ocasiones, lo había pillado mirándome a través del cristal de su despacho mientras yo guardaba cola para que me atendiera Pansy Threadgood. Seguramente, se estaría preguntando si iba para hacer algún ingreso o para sacar dinero, o cuánto tardarían sus malos augurios en hacerse realidad. Estaba convencida de que rechinaba los dientes cada vez que me veía pagar el alquiler a tiempo, porque eso le impedía meter la nariz en mis asuntos.
Aunque ese día parecía dispuesto a meterla con razón o sin razón.
En cuanto entró por la puerta, bajó la cabeza. Saltaba a la vista que no había esperado encontrarse el local hasta los topes y le decepcionó ver que todo el mundo parecía estar muy contento.
Cuando ocupó la única mesa que quedaba libre, entre el bullicioso grupo de camioneros, me pareció una cucaracha en mitad de un congreso de exterminadores. Las conversaciones fueron decayendo hasta que todos los ojos se clavaron en él.
Me acerqué a la mesa luchando contra el irresistible impulso de echarle el café caliente en el regazo, pero al final decidí ser buena.
—Buenos días, Marvin —lo saludé con toda la amabilidad de la que fui capaz—. ¿Te apetece una taza de café? Asintió con la cabeza y le llené la taza. —Esta mañana tenemos especial de tortitas. Dos tortitas, dos huevos y beicon o salchichas a elegir por cuatro noventa y cinco.
Marvin no me estaba escuchando. Sus ojos saltones, exagerados por culpa de los cristales de culo de vaso, estaban clavados en Scratch, que acababa de cobrarles a dos camioneros y estaba limpiando la barra.
—¿Quién puñetas es ese hombre? —preguntó.
El silencio se hizo más evidente, como si todo el mundo hubiera contenido el aliento.
De no ser por las circunstancias, incluso habría sido gracioso. El Gallina acostumbraba a darse muchos aires, y su costumbre más reciente era dárselas de caballero inglés usando expresiones repelentes y ridículas. Toni decía que veía en secreto todas las series de la BBC porque estaba enamorado de los lores de época.
Sin embargo, nadie se rio. La tensión que se respiraba era mucho mayor que la humedad que había en la calle. Exactamente igual que cuando aparecen esas nubes verdosas que disparan las alarmas de tornados. Te preparas, esperas, pero sabes que lo único que puedes hacer es aguantar y rezar para que al final todo salga bien.
Scratch alzó la vista, soltó el paño con el que estaba limpiando y rodeó la barra.
—Me llamo Scratch —dijo al tiempo que le tendía una de sus enormes manos—. Soy el nuevo… —hizo una pausa y esbozó una sonrisa fugaz—, el nuevo socio de la señorita Dell.
Marvin no aceptó su mano ni lo miró a los ojos. Clavó la vista más o menos en la oreja de Scratch, como si no fuera digno de merecer su atención.
—No eres de por aquí, ¿verdad, much…?
Se mordió la lengua justo antes de decir «muchacho», pero la palabra flotó en el aire, dejándolo en evidencia. Nadie se movió.
La tensión se incrementó como si se aproximara una tormenta desde el río. Scratch era lo bastante grande y fuerte como para hacer papilla a Marvin, y todos lo sabían. Incluso el propio Marvin.
Sobre todo el propio Marvin.
Esperamos a que la tormenta arreciara, pero Scratch se limitó a mirarlo con esa especie de sonrisa fugaz.
—Encantado de conocerlo —dijo—. Será mejor que vuelva al trabajo.
Tan pronto como estuvo bien lejos y detrás de la barra, Marvin fue directo a mi yugular.
—¿¡Cómo se te ha ocurrido, Dell!? ¡Contratar a ese… a ese…!
—No lo digas —le advertí—. Ni se te ocurra.
Ni siquiera me escuchó.
—Una viuda sola y vulnerable. ¿Qué diría Chase?
Sabía muy bien lo que Chase podía decir. Mi mente me lo había repetido unas cuantas veces. Le dedicaría a Scratch todos los insultos habidos y por haber en el Diccionario Sureño de Intolerancia, y después llamaría al sheriff y lo denunciaría por allanamiento. Y creería estar actuando de forma justificada. Marvin seguía rezongando:
—¡Podría dejarte pelada! Podría matarte mientras duermes. ¿Quién sabe de lo que es capaz? Dell, tienes que actuar con un poco de sentido común. ¿Cómo se te ocurre contratar a un desconocido? ¿Y para colmo a un… a un… a uno así? —Respiró hondo mientras recorría con la mirada el fondo del local, donde estaba sentado Boone—. Además, echa un vistazo a tu alrededor. ¿Qué tipo de clientela estás atrayendo?
Eché un vistazo. Para ser un pueblecito de Misisipí, la clientela era muy variada. A esa hora, casi todos eran hombres, aunque también había unas cuantas mujeres. Trajes y gorras, mocasines y botas de trabajo. Caras blancas, negras, morenas, vaqueros, pantalones de pinzas, chinos y monos azules con el nombre cosido en los bolsillos. Y Boone, por supuesto, que para alguien con la estrechez de miras de Marvin tenía una categoría propia.
Y, en ese momento, mi cerebro se percató de algo rarísimo. Todo pareció ralentizarse, como en uno de esos documentales de vida salvaje donde se puede ver cómo bate las alas un colibrí. Marvin Beckstrom pareció encogerse y empequeñecer por momentos hasta que creí estar observándolo a través del extremo equivocado de un catalejo. Sus labios seguían moviéndose, pero lo único que escuchaba era el rugido de mi propia sangre en los oídos.
Intenté con todas mis fuerzas hacer acopio del valor que demostró Sally Field, intenté canalizar toda mi energía, toda mi rabia y mi coraje.
Y, durante un par de segundos, lo sentí. La horrible injusticia que Marvin Beckstrom acababa de cometer con sus prejuicios. La mejor parte de mí misma que ansiaba plantarle cara.
En ese momento, deseé poder volverlo del revés como si fuera un calcetín y echarle su hígado a la gata de Scratch. Deseé levantarlo del suelo y echarlo a la calle. Deseé poder decirle que aunque el Banco de Ahorros y Créditos de Chulahatchie fuera el dueño del local, no era mi dueño. Deseé poder decirle que era un racista intolerante y que Scratch no era un desconocido, que era mi primo. Mi primo segundo.
Me imaginaba perfectamente la cara que pondría Marvin al escucharlo.
Pero no lo hice. No fui capaz.
La mejor parte de mí misma titubeó y murió. Marvin había puesto el dedo en la llaga con sus palabras y, en el fondo, reconocí que tampoco estaba segura de poder confiar en Scratch. Y no porque fuera negro, sino porque yo era una mujer que estaba sola.
Sin embargo, y al mismo tiempo que hacía esa puntualización, sabía muy bien que las cosas habrían sido diferentes si Scratch fuera blanco. Intenté luchar contra esa sensación, intenté deshacerme de ella, ocultarla en lo más hondo, pero no me lo permitió.
Siguió en la superficie, tiesa y congelada como un trozo de carne recién sacado de la nevera, sin moverse y sin hablar.
—¿Qué diría Chase? —repitió Marvin, y su voz me pareció llegar desde la distancia, como si fuera un eco lejano.
No quería pensar en Chase. Sí, fue mi marido y sí, lo quise, pero a veces no le tenía demasiado aprecio. A veces me desquiciaba con su actitud retrógrada hacia los negros, hacia las mujeres, hacia la gente como Boone. A veces me costaba la misma vida no liarme a bofetadas con él hasta hacerlo madurar y traerlo hasta el siglo XXI, donde estaba el resto del mundo.
Sin embargo, ahí estaba en ese momento concreto, demostrando la misma actitud que Chase, la misma opinión, los mismos prejuicios. La diferencia era que yo no lo admitía abiertamente. Porque quería aparentar ser mucho mejor.
¿Qué diría Chase? Diría que había perdido la razón y que debería salir pitando hacia mi casa, hacia mi cocina, donde estaba mi sitio. Diría que cómo se me había ocurrido abrir el Heartbreak Café y que no tenía ni dos dedos de frente por haber permitido que se me acercara siquiera alguien como Scratch.
Pero Chase estaba muerto, y por su culpa no me quedaba más remedio que apañármelas sin él. Era la primera vez en toda mi vida que dependía de mí misma, y en esos momentos me sentía más vulnerable que nunca.
«Arriésgate», me habían dicho Toni y Boone. Vale, pues ya me había arriesgado. Me había lanzado a la piscina sin comprobar siquiera si había agua. Y, en ese momento, el miedo, el que había arrinconado, obviado o negado, emergió de las profundidades como si fuera un monstruo prehistórico. Recordé una cosa que Boone me dijo en una ocasión sobre el borde del mundo a través del cual caían las aguas de los océanos: «Hay dragones aquí.»
—Lo digo pensando en tu bien, Dell —me aseguró Marvin. Dejó un par de billetes nuevos de un dólar encima de la mesa para pagar el café, se levantó y caminó hacia la puerta.
Eché un vistazo en dirección a la cocina. Scratch estaba detrás de la barra, haciendo café como si no hubiera sucedido nada fuera de lo común. Boone y Toni seguían mirando ilustraciones. Cuesco Unger y dos de sus compañeros de trabajo estaban esperando en la caja para pagar.
Todo había vuelto a la normalidad. Todo salvo yo. Porque cuando pude haberle dicho a Marvin Becksom que se largara y no fui capaz, descubrí una cosa sobre mí misma. Una cosa que no me gustaba ni un pelo, demás del miedo, que ya era bastante malo de por sí. Otra cosa, que se extendía por encima del miedo como una capa de agua sucia en la superficie de una charca.
Algo para lo que no tenía nombre. Una sombra, un lado oscuro que ni siquiera sabía que poseía. Siempre me había creído una buena persona. Pero ya no estaba tan segura de serlo.




Capítulo 11

En la antigua casa, mi madre siempre tenía un cajón al que llamaba «el cajón de los posibles», lleno de cordeles, pegamento, destornilladores, pilas y cosas así. Casi todo el mundo lo llamaría el «cajón de sastre», pero a mi madre le gustaba ver el vaso medio lleno.
—Es posible que encuentres justo lo que necesitas —me decía— si sabes buscar.
Supuse que mi habitación de invitados podía ser la «habitación de los posibles», pero tuvimos que buscar muy a fondo para encontrar lo que necesitábamos. Y aunque sólo me acompañaban Boone y Scratch en la búsqueda, me sentía avergonzada por el desorden y esperaba que los dos tuvieran la decencia de mantener en secreto mis trapos sucios.
Scratch se había quedado, trabajaba duro y no me daba motivos para no confiar en él. De todas maneras, lo vigilaba como un halcón, como si quisiera aprovechar la menor excusa para mandarlo a paseo.
Siempre he sido un alma confiada que intenta pensar lo mejor de todas las personas hasta que me dan motivos para cambiar de opinión, y tengo que admitir que esa repentina suspicacia no me gustaba un pelo. Intenté convencerme de que si Scratch hubiera sido blanco, habría sentido lo mismo. Pero la racionalización de mi actitud no me terminaba de convencer, y aunque estaba segura de que ésa era la razón, la idea no me reconfortaba mucho.
Supongo que ser cobarde era mejor que ser racista. En todo caso, no me hacía gracia tener que asignarme cualquiera de esos dos apelativos.
Seguí con mi plan original de ayudar a Scratch a adecentar el apartamento situado sobre el Heartbreak Café para que viviera en él. Con ayuda de Boone, sacamos todo lo que había en la habitación de invitados y dimos con una cama, una alfombra, una cómoda de tres cajones, una mesita de noche, una lamparita y un sillón que Chase había guardado durante veinte años con la idea de cambiarle la tapicería cuando tuviera tiempo.
Boone recogió la camioneta de Chase, que seguía junto a la cabaña del río, y la cargamos con los muebles. Reuní sábanas, mantas, almohadas y una antigua colcha de patchwork, y también saqué algo de ropa del armario de Chase. Una vez que lo subimos todo al apartamento y lo colocamos en su sitio, quedó estupendo. No era muy lujoso ni mucho menos, pero sí muy acogedor, sobre todo porque Scratch lo había dejado todo limpio como una patena.
No paraba de repetirme cosas como «Gracias, señorita Dell», «Es precioso, señorita Dell» o «No sabe cuánto se lo agradezco, señorita Dell», hasta que me entraron ganas de decirle que cerrara la boca. A decir verdad, me avergonzaba sentir lo que estaba sintiendo, algo que no sabía cómo controlar, y el hecho de que me diera las gracias hasta la saciedad no me ayudaba a sentirme mejor conmigo misma.
Una vez que terminamos, Boone me acompañó de vuelta a casa, donde nos comimos unos sándwiches de carne al horno y ensalada de patatas, y fue entonces cuando comenzaron los problemas de verdad.
—¿Qué te pasa, Dell? —me preguntó nada más darle el primer bocado a mi sándwich.
Debería habérmelo esperado. Boone y yo siempre habíamos hablado claro, y cuando no era totalmente sincera con él, se daba cuenta y me lo hacía saber enseguida. Era una de las cosas que más me gustaban de él y de nuestra relación. Menos ese día.
Me obligué a tragar para pasar la carne.
—¿Qué quieres decir?
Boone soltó el tenedor y me miró.
—Algo te molesta. Lo sé. Estás muy rara últimamente, no eres tú misma.
Intenté hacer una broma.
—¿Y quién soy? Espero que una mujer guapísima y sexy. Como Marilyn Monroe.
Boone meneó la cabeza.
—No creas que te vas a librar con un chiste fácil. Dime la verdad. Suéltalo.
Claudiqué.
—Muy bien. Te la diré. La verdad es que ahora mismo no me gusto mucho. —Lo solté todo, mi reacción tan visceral a Marvin Beckstrom en la cafetería y mi incapacidad para ponerlo en su sitio. Le confesé que me sentía como una cobarde y como una racista. Le conté mis problemas para confiar en Scratch, aunque hasta el momento hubiera tenido un comportamiento modélico—. Que Dios me ayude, Boone, me aterra que Beckstrom tenga razón por una sola vez en su triste vida, pero no puedo evitar las dudas. ¿Por qué me siento así de repente? Nunca he sido recelosa. Siempre he aceptado a la gente tal como es, o al menos como yo creo que es, pero ahora me siento nerviosa y asustada. Y lo peor es que, al mirarme en el espejo, veo a una persona que casi no reconozco.
Boone se acomodó en su silla.
—A mí me parece lógico.
Lo miré boquiabierta.
—¿Cómo dices?
—Párate a pensarlo un minuto. —Se comió su sándwich y se terminó su ensalada de patata sin quitarme la vista de encima.
El tictac del reloj situado sobre la cocina resonaba en el silencio, como un grifo que no para de gotear y que te pone tan de los nervios que te entran ganas de gritar.
Intenté no hacerle caso, pero parecía sonar más fuerte con cada segundo que pasaba. Y en ese momento se me encendió la bombilla. Porque también había intentado no hacerle caso a otra cosa, a algo que había estado rumiando en el fondo de mi mente; y, a pesar de que había intentado mantener ese pensamiento a raya con el trabajo duro, no había desaparecido. Y no desaparecería hasta que arreglara la fuga.
—Chase —dije al fin—. No tiene nada que ver con Scratch. Se trata de Chase.
—¡Bingo! —Boone sonrió—. Sigue.
—El problema es que he pasado toda una vida con un hombre en quien confiaba y al final he descubierto que no merecía mi confianza. Me traicionó. Y alguien más me ha traicionado, aunque de momento no sepa el nombre de la culpable. Tal vez sea alguien a quien veo todos los días, alguien a quien conozco de toda la vida. Alguien que va a la cafetería o que se cruza conmigo en la calle y me saluda. Alguien que se puede sentar junto a mí en la iglesia los domingos. Tal vez sea alguien a quien yo considero mi amiga.
Boone asintió con la cabeza.
—Y si no puedes confiar en tus amigos, ¿cómo vas a confiar en alguien que apareció de buenas a primeras una madrugada?
Más que una epifanía, el momento fue una mini epifanía. Me ayudó a sentirme menos culpable por desconfiar de Scratch. Pero no sirvió para atajar el problema de base, para explicar ese lado oscuro de mi carácter que había asomado su desagradable cabeza.
Seguía sin saber quién estuvo con Chase aquel día. No sabía en quién podía confiar, quién era mi amigo y quién podía ser mi enemigo.
Y descubrí que, a otro nivel, tampoco confiaba en mí misma. Si era tan mala a la hora de juzgar a la gente como para convivir con un hombre durante treinta años sin percatarme de cómo era realmente, ¿cómo creer que veía las cosas con claridad? En mis días malos, me sentía inútil, rechazada, engañada y, en resumidas cuentas, estúpida. En los días buenos, me sentía tan vacía emocionalmente como una bayeta escurrida.
La mini epifanía sirvió para algo, o eso creo. Sin embargo, de identificar qué grifo gotea a arreglar la fuga va un abismo.




Capítulo 12

En cuanto se corrió la voz de la existencia del Heartbreak Café, los días comenzaron a tener su propio ritmo. En una ocasión, tuve una conversación muy interesante con Boone sobre el reloj interno de nuestro cuerpo, basado en algo llamado «ritmos circadianos», y aunque no recuerdo todos los detalles sobre la evolución de dicho reloj biológico y sobre la parte del cerebro que lo controla, veía su funcionamiento en las personas que conformaban la clientela de la cafetería.
Los camioneros y los compañeros de trabajo de Cuesco aparecían cuando abría, a las seis y media, y solían quedarse hasta las siete y media o las ocho menos cuarto. Boone llegaba para desayunar poco antes de que el grupo anterior se fuera. De nueve y media a once había un respiro, y después comenzaba a llegar la gente mayor para almorzar. Las mesas estaban todas ocupadas durante un par de horas, ya que las mujeres que salían de compras se paraban un ratito para tomar café con dulces. Además, siempre había unos cuantos rezagados que aparecían tarde para almorzar y se demoraban hasta que lograba echarlos a eso de las dos y media.
Llegó un momento en el que sabía quién iba a entrar cada vez que sonaba la campanilla, dónde iba a sentarse y qué iba a pedir. Somos criaturas de hábitos fijos, y si no te lo crees, sólo tienes que echar un vistazo a tu alrededor el domingo por la mañana en misa. Lo normal es que la marca de tu trasero se haya quedado grabada para siempre en el banco.
Sin embargo, nunca habría imaginado que aquella mañana de septiembre, viernes para más señas, Purdy Overstreet aparecería por primera vez en el Heartbreak Café.
Purdy era una amiga de la infancia de mi madre, una octogenaria que vivía en la residencia de ancianos de Saint Agnes. Llevaba cinco años sin verla, desde el funeral de mi madre, pero sabía que padecía Alzheimer y que en cualquier momento podía sufrir una pérdida de lucidez mental. La recordaba como una mujer menuda de aspecto frágil, con la cara en forma de corazón y un delicado halo de pelo canoso. Un alma candida sin hijos, que solía invitarme a hacer pastas de azúcar para el té cuando era pequeña.
Eran las once menos cuarto, la hora más tranquila entre el desayuno y el almuerzo. Yo estaba en la cocina, preparando la salsa para acompañar el rosbif mientras Scratch limpiaba las mesas y servía café. Los únicos clientes que aún no se habían ido eran Hoot Everett, que estaba sentado en la mesa más cercana a la puerta comiéndose unos huevos fritos con tostadas, y un par de mujeres de Alabama que iban camino de Túpelo y se habían parado en el pueblo a repostar.
Sonó la campanilla, la puerta se abrió y yo miré para ver quién era. En un primer momento, no la reconocí, pero tuve la sensación de que acababan de agarrarme del cuello y soltarme en mitad de la pista de un circo.
Era Purdy Overstreet, sí, pero no la Purdy que yo recordaba. No la Purdy de entrañable rostro arrugado y de árpelo de algodón de azúcar. La Purdy que tenía delante tenía el pelo naranja chillón y los labios pintarrajeados de rojo. Llevaba una minifalda de cuero negro que más bien era un cinturón ancho, medias de red, tacones de ocho centímetros, un top de lentejuelas azul eléctrico y una boa roja de plumas.
Los ojos de todos los presentes se clavaron en ella. Y Purdy pareció tomarlo como su pie, porque comenzó a cantar:
—¡Se llamaba Lo-La, y era una corista…!
Entró en la cafetería meneando las caderas al ritmo de un chachachá, se colocó una mano con las uñas pintadas de rojo chillón en el estómago e hizo un par de giros tambaleantes.
Yo dejé la salsa en el fogón y corrí hacia la puerta, pero llegué demasiado tarde. Purdy se resbaló y se deslizó peligrosamente un par de metros mientras cantaba a pleno pulmón.
Scratch se lanzó a por ella y logró agarrarla justo antes de que perdiera el equilibrio por completo. Contuve el aliento. En los tiempos de Purdy, los hombres negros no tocaban a las mujeres blancas. Jamás. Pero allí estaba ella, en los musculosos brazos de Scratch.
Purdy alzó la vista para mirarlo a la cara y después se echó a reír de buena gana.
—¡Abrázame fuerte, nene! —exclamó mientras le colocaba la boa alrededor del cuello.
Scratch sonrió mientras la abrazaba con fuerza y después la dejó con delicadeza en el suelo.
Para entonces yo ya había atravesado la cafetería y estaba junto a ellos.
—Gracias —le dije a Scratch en voz baja antes de preguntarle a Purdy—: ¿Te encuentras bien?
Ella se enderezó, me miró con los ojos entrecerrados y su expresión se agrió.
—¿Quién puñetas eres?
La acompañé hasta una mesa y la ayudé a sentarse.
—Purdy, soy Della Haley. ¿No me recuerdas? Soy la hija de Lillian.
—¡Lillian está muerta! —gritó—. ¡Lillian está muerta y a ti no te conozco!
—Tranquila, Purdy —le dije mientras le daba unas palmaditas en una mano para calmarla. Ella se apartó como si le hubiera mordido una serpiente y yo me senté al otro lado de la mesa—. ¿Quieres que avise a alguien? ¿A alguien de Saint Agnes?
—¡Lo que quiero es que me traigas una copa! —exclamó al tiempo que estampaba una mano sobre la mesa—. ¿Es que las mujeres no pueden beber aquí o qué?
Scratch se acercó en ese momento, le dejó un vaso de té endulzado delante y volvió a ponerle la boa en el cuello. Ella lo miró con una sonrisa deslumbrante.
—Gracias, nene.
—De nada —dijo él.
Purdy le guiñó un ojo.
—Salgo a las cinco. ¿Por qué no me esperas en la puerta de atrás del teatro? Nos daremos una vuelta por la ciudad para divertirnos un poco.
Miré hacia la mesa situada a espaldas de Purdy y vi que Hoot Everett nos miraba boquiabierto mientras le resbalaba un hilillo de yema de huevo por la barbilla.
—¿Qué miras? —le pregunté.
Eso lo devolvió a la realidad. Sus ojos llorosos parpadearon varias veces al tiempo que meneaba la cabeza.
—¡La Virgen Santa! —dijo—. Menuda pieza.
—No te revoluciones, Hoot. Es Purdy Overstreet y tiene ochenta años.
—¿Y qué? —replicó con cierto enfado—. Yo tengo ochenta y tres, y no estoy muerto. —Soltó una risotada que a punto estuvo de dejarlo sin respiración—. Tienes razón, Dell. Encantado de conocerte, Purdy. El nombre te va al pelo. Eres un pimpollo.
Purdy se giró en la silla para mirar a Hoot por encima del hombro y sus labios esbozaron una sonrisa grotesca y exagerada.
—Lo siento, guapo, pero ya he quedado. Aunque eres muy mono. —Devolvió la mirada a Scratch—. No tan mono como él, pero no estás mal. —Se volvió hacia mí al tiempo que retorcía la boa entre sus huesudos dedos—. ¿Todavía estás aquí?
—Todavía estoy aquí—dije—. Quédate aquí y avisaré a Saint Agnes para que vengan a recogerte.
—¿Agnes? —gritó ella—. ¡Agnes era mi madre y de santa no tenía un pelo! —Sorbió el té de forma ruidosa—. Además, ella también está muerta.
Purdy tenía razón. Su madre se llamaba Agnes y murió cuando yo estaba en el instituto. Según las habladurías, Agnes Overstreet tenía de santa lo mismo que yo tenía de monja.
Hoot Everett se había cambiado de sitio para echarle un buen vistazo, cosa que hacía con el cuello estirado.
—Déjame que te invite a almorzar, Purdy —le dijo con voz melosa.
Ella se volvió con brusquedad.
—¿No te he dicho que ya he quedado? Además, tengo dinero. —Abrió una carterita de fiesta adornada con cuentas y metió la mano. Del interior sacó una barra de labios, un espejito dorado, varias pelusas, unas cuantas gomillas, un puñado de píldoras de diversas clases y un billete de veinte dólares—. ¿Lo ves? Aquí está. —Agitó el billete en mi nariz—. Esto es un restaurante, ¿no? ¿Vas a quedarte ahí sentada como un pasmarote o me vas a poner algo de comer?
Scratch volvió a aparecer, en esa ocasión con el cuadernillo y el lápiz preparados.
—¿Qué le gustaría, señorita Purdy? —le preguntó con una entonación digna de un maître con esmoquin—. ¿Le apetece saber nuestro menú de hoy?
El comportamiento de la anciana cambió de inmediato. Su expresión se dulcificó y clavó los ojos en Scratch como si nunca hubiera visto a un hombre tan guapo.
—Sí, por favor.
—De primero, tenemos consomé, sopa de pollo con maíz y sopa de marisco. De segundo, rosbif con puré de patatas o pollo asado con guarnición. Además, puede elegir la ensalada que prefiera de las que están en la pizarra. ¿Prefiere galletas o pan de maíz?
—Me gusta el pollo asado con guarnición —dijo Purdy—. El rosbif me da gases.
Mientras la anciana almorzaba bajo la atenta mirada de Hoot Everett, llamé a Jane Lee Custer, la que cortaba el bacalao en Saint Agnes.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Jane, aliviada—. Estábamos a punto de llamar a la Guardia Nacional. No teníamos ni idea de dónde podía haberse metido.
—Bueno, pues aquí está. La entretendré un rato. —Titubeé un poco—. Está almorzando. No le perjudicará, ¿verdad? Lo digo por si tiene una dieta específica o algo así.
—¡Qué va! Tiene una salud de hierro —me aseguró Jane—. Para serte sincera, si tuviera alguien que se ocupara de ella, no tendría que estar con nosotros. No representa ningún peligro para sí misma, aunque a veces tiende a divagar.
La llegada de Jane fue una decepción para Hoot Everett.
—Podía haberla llevado yo —dijo—. Tengo la camioneta ahí afuera.
Le lancé una de mis miradas.
—Hoot, nadie con dos dedos de frente se metería en un coche contigo.
Él se encogió de hombros y me pagó con un billete de cinco dólares.
—En fin, en ese caso yo diría que ella es perfecta.
Purdy pagó su almuerzo antes de guardar todas sus cosas en la cartera.
—Gracias, Dell —me dijo al tiempo que me daba unas palmaditas en la cara—. Te has convertido en una mujer estupenda. Saluda a tu madre de mi parte.
Miré fijamente esos ojos azules, brillantes y de mirada lúcida. Purdy seguía ahí dentro y de vez en cuando subía a la superficie. La dulce Purdy de voz cariñosa, que hacía pastas de té. Por mucho pelo naranja y medias de red que llevara.
—Lo haré.
Cuando llegó a la puerta, se volvió y levantó una mano, como si fuera Miss América saludando a la multitud.
—Espérame en la puerta trasera —le gritó a Scratch—. Volveré a tiempo para el segundo pase.
Me fui hacia la cocina, pero el show de Purdy todavía no había acabado. Todavía no. Se colocó la boa de plumas sobre un hombro y me señaló con un dedo huesudo y torcido.
—¡Dell! —me dijo—. Tú y yo tenemos que hablar sobre Chase. —Asintió con la cabeza y me miró con expresión taimada—. Lo sé. Lo sé todo.
Se me cayó el alma a los pies. En ese momento, Purdy se marchó agarrada del brazo de Jane Lee mientras se despedía con la mano, arrastrando la boa por el suelo.




Capítulo 13

A partir de ese día, Purdy se presentó en el Heartbreak Café casi todas las tardes, pero cuando parecía estar en su sano juicio, no tenía oportunidad de hablar con ella y el noventa por ciento del tiempo era un imposible.
Todos los días a la hora del almuerzo, Hoot Everett se apropiaba de la segunda mesa de la izquierda, a la espera de que apareciera Purdy. A Hoot le había dado fuerte, desde luego. Aunque estaba medio ciego, recuperaba milagrosamente la vista cuando la anciana aparecía por la puerta. Tal vez fuera un acto de fe. O una muestra del poder del amor. Fuera lo que fuese, tenía expresión de cordero degollado, cosa que ya era mala de por sí en un adolescente, pero que en un viejo decrépito de más de ochenta años ponía los pelos de punta.
Purdy, por desgracia, sólo tenía ojos para Scratch. Coqueteaba sin cortarse un pelo con él e intentaba convencerlo para que bailara con ella tan a menudo que al final adopté la costumbre de apagar la radio nada más verla entrar.
Sin embargo, Scratch la trataba con tanta amabilidad que me sorprendía, sobre todo porque en los días malos Purdy podía ser muy hiriente. Tenía que esforzarme por recordar a la otra Purdy, a la que había sido la mejor amiga de mi madre durante tantos años. El día que tiró el pollo y las albóndigas al suelo, tuve que meterme en la cocina y contar hasta cincuenta para no perder los papeles.
—Sólo es una anciana —me recordó Scratch—. Es mayor y está confundida. Y seguramente también asustada. No quiere hacerle daño a nadie. Es que cuando nos hacemos mayores, perdemos la capacidad de entender las cosas y de saber cómo comportarnos. Ahora mismo es como una niña pequeña con una pataleta. Ya verá como dentro de diez minutos no se acuerda de nada.
—¿Cómo lo haces, Scratch? —le pregunté al tiempo que buscaba la respuesta en sus ojos oscuros—. Eres muy bueno con ella. Es como si vieras en su interior y supieras lo que pasa por esa cabeza tan loca que tiene.
Se encogió de hombros.
—Tuve una madre. Y también una niña. Supongo que aprendí cosillas por el camino.
Era lo más cerca que había estado Scratch de contar algo sobre su vida. Pero fue suficiente para que me pusiera a pensar. No sobre lo de la madre, porque todos tenemos una madre. Pero sí sobre la niña, y la esposa, tal vez, que flotaba como un fantasma en el limbo aunque él no la hubiera mencionado. Toda una vida de la que yo no sabía nada.
Supongo que todo el mundo tiene su lado oscuro.


Era martes por la tarde de la última semana de setiembre, Purdy Overstreet ya había pasado por allí y ya se había ido, y Hoot se había marchado poco después que ella. Scratch estaba en la despensa, haciendo inventario, y sólo había un cliente cuando Boone entró.
—No esperaba verte por aquí—dije—. ¿Un almuerzo tardío?
—No, la biblioteca está muy tranquila hoy y se me ha ocurrido tomarme medio día libre. Jill es una ayudante muy buena, puede cuidar el fuerte.
Le llevé una taza de café y un trozo de tarta, y me senté con él, muy agradecida por la oportunidad de hablar. Le conté el misterioso comentario de Purdy, su afirmación de que «lo sabía todo» sobre Chase.
—Yo no le haría mucho caso a Purdy —me advirtió Boone—. Ya sabes cómo es.
—Sé que no está en sus cabales la mayor parte del tiempo, si te refieres a eso —repliqué—. Pero, Boone, de vez en cuando vuelve en sí. Y tengo la sensación de que sabe algo de verdad.
—Mira —dijo él al tiempo que apartaba el trozo de tarta y me cogía la mano por encima de la mesa—, sé que Purdy era una de las mejores amigas de tu madre y sé que pasaste mucho tiempo con ella de pequeña…
—Tú no la conociste entonces, Boone —lo interrumpí—. No como yo la conocí. Recuerdo que me quedaba escuchándola embobada. Sabía todo lo que pasaba en este pueblo. Y no era una cotilla, sólo… Bueno, ella entendía las cosas. Veía cosas que los demás no podían ver. Al echar la vista atrás, supongo que era una mujer muy sabia. Tal vez la mujer más sabia que haya conocido.
—Pero ya no queda casi nada de esa mujer —señaló Boone—. Además, esto no va de lo que Purdy sabe o deja de saber. Va de…
Terminé la frase por él:
—Va de mi obsesión por averiguar con quién estaba pegándomela Chase.
Me dolían los oídos de todas las veces que lo había escuchado de labios de Boone y de Toni. Los dos me repetían una y otra vez que me olvidara del tema, que siguiera con mi vida.
Sin embargo, era más fácil decirlo que hacerlo. Tal vez ellos me entendieran mejor que nadie en el mundo, pero sucedían muchas cosas en mi interior que no comprendían, que ninguna persona podría imaginarse siquiera. Como los sueños que tenía en los que Chase y esa zorra sin cara se reían de mí. O como la sensación de sentirme un cero a la izquierda, de sentirme inferior, indigna de ser amada y de la fidelidad de otra persona.
Ya había tenido una conversación con Chyna Lovett en la oficina del sheriff, la mujer que recibió la llamada a emergencias la noche que murió Chase. Chyna se limitó a encogerse de hombros mientras jugueteaba con el aro de su nariz y me dijo que nadie se había puesto al teléfono. Nadie.
Me dijo que habían seguido el procedimiento establecido para ese tipo de llamadas. Si nadie respondía a la operadora, rastreaban la llamada y mandaban a un equipo. Pasaba a todas horas. Normalmente era una falsa alarma, pero no podían arriesgarse. Una vez, según me dijo, una anciana se cayó en la bañera y su pomerania marcó el número y estuvo ladrando hasta que llegó la ambulancia.
Seguramente Chase hizo la llamada él mismo, me explicó Chyna. Tuvo el ataque al corazón, llamó a emergencias, perdió el conocimiento y murió antes de que llegara la ambulancia.
Por muy lógico que eso sonara, no me lo tragaba. Alguien más estaba con él, seguro. Me daba igual lo que dijeran los demás, yo seguía con mis dudas. Incluso llegué a preguntarme, durante la última visita a la peluquería, si sería DiDi Sturgis.
Sabía a ciencia cierta que Chase odiaba a DiDi, que creía que era imbécil. Pero eso no importaba. Todas las mujeres del pueblo parecían ser candidatas, y el nudo de mi estómago no desaparecía en ningún momento.
Boone tenía razón, lo mejor era olvidarme del tema. Si lo hiciera, dormiría mejor, y supuse que mi digestión también agradecería que mi estómago no tuviera un nudo perpetuo. Pero, a veces, lo que sabes que debes hacer y lo que puedes hacer son en realidad dos cosas muy diferentes.
Estaba a punto de cambiar de tema cuando Boone lo hizo por mí.
—Me suena la cara de la mujer de la mesa del fondo —dijo—. ¿Quién es?
Giré la cabeza y le eché un vistazo. Llevaba acudiendo a la cafetería un par de días, siempre a la misma hora, y siempre se sentaba a la misma mesa, pero había estado tan liada que no había tenido la oportunidad de hablar con ella. Además, su actitud dejaba bien claro que no quería que la molestasen. Lo dejaba clarísimo, más que si tuviera un cartel de neón encima. Se pasaba todo el rato con la cabeza gacha, escribiendo en un libro de piel marrón que parecía una especie de diario, y sólo levantaba la vista para pedir más café.
—Creo que es Peach Rondell —susurró Boone.
—Estás de coña.
—No, de verdad, creo que es ella. Me llegó el rumor de que había vuelto al pueblo hace unos meses, pero no la había visto hasta ahora.
—No la habría reconocido. Ha…
—Cambiado —dijo Boone en voz baja.
Yo habría dicho que había «engordado». La respuesta de Boone fue mucho más suave.
Había cambiado, de eso no había duda. Peach Rondell fue, en sus tiempos, la niña bonita de Chulahatchie. Rica, privilegiada y guapa. Miss Universidad de Misisipí y Reina de las Habichuelas en la feria del condado. Primera dama de honor en Miss Misisipí.
Sin embargo, eso fue hace muchos años. Después del instituto, asistió a la Universidad Femenina de Misisipí, decisión que sorprendió a propios y extraños. Dos años más tarde, hizo un traslado de matrícula y se fue a la Universidad de Misisipí. A partir de entonces, no volvió al pueblo con frecuencia y, en las pocas ocasiones que lo hizo, no se quedó mucho tiempo. Nada más licenciarse, se mudó y se casó, y nadie la había visto ni había sabido nada de ella en más de veinte años.
Su madre, Donna, seguía viviendo en la enorme mansión emplazada al final de la Tercera Avenida, pero como Donna frecuentaba la sociedad histórica y a los miembros del club de campo, no la veía a menos que nos cruzáramos por la calle. Era evidente que Donna nunca pondría un pie en un lugar como el Heartbreak Café, donde tendría que codearse con el proletariado.
Peach era más joven que yo, tendría unos cuarenta y tantos, pero la recuerdo con una larga melena rubia y una piel perfecta, la clase de Barbie clónica que ganaría concursos de belleza, se casaría con un deportista y se convertiría en modelo o en presentadora de televisión como Vanna White.
Eso sí, a la niña bonita se le había estropeado la cara. No me sentía orgullosa por pensar así, pero era superior a mis fuerzas. Tenía la cara regordeta e hinchada, y si llevaba maquillaje, había bien poco para disimular las rojeces de su piel. Seguía teniendo una larga melena rubia, pero tenía una raíz oscura de al menos dos dedos e iba peinada con una coleta baja. Vestía unos vaqueros y una sudadera azul marino con las mangas cortadas y un desgastado emblema de la universidad en el pecho.
—¡Jo! —exclamé—. Me pregunto si su madre sabe que ha salido a la calle con esas pintas.
Boone me echó «la mirada»… Esa mirada con la que me dejó claro que me estaba pasando al criticarla de esa forma.
—¿Qué pasa? —le pregunté—. Sabes tan bien como yo lo que Donna Rondell diría sobre ese pelo y esa ropa.
Tenía razón, y Boone lo sabía. ¡Madre mía, Chulahatchie entero lo sabía! Esa mujer había criado a su hija para que se convirtiera en Miss América, y cualquier cosa por debajo de eso sería una tremenda decepción… incluso ser la Reina de las Habichuelas y Miss Universidad de Misisipí. Desde que la niña aprendió a andar, la había modelado y educado, la había arreglado y maquillado hasta el punto de que dudábamos de si se trataba de una niña de carne y hueso o de una muñeca de porcelana a tamaño real.
Y en ese momento estaba sentada a la vista de todos con pinta de harapienta, como si fuera la desdichada Hulga Joy Hopewell de La buena gente del campo, una historia de Flannery O'Connor que Boone me leyó una vez. Supuse que Donna no la había visto, porque de lo contrario habríamos escuchado las sirenas de la ambulancia que iría a buscarla después del ataque al corazón.
—Fuimos juntos al colegio —dijo Boone—. Le pedí salir en una ocasión, al baile de fin de curso.
Lo miré boquiabierta.
—¿Peach Rondell fue tu pareja del baile de fin de curso del colegio?
Se encogió de hombros.
—No he dicho que fuera mi pareja. He dicho que se lo pedí. Si no me falla la memoria, acabó yendo con Cade Young.
—El quarterback —dije—. Menuda sorpresa. Eso sí que es un topicazo. La reina del pueblo y el quarterback.
—Era un receptor —me corrigió Boone.
De vez en cuando, soltaba algo que echaba por tierra la teoría de que era gay.
—Da igual. Seguían siendo Ken y Barbie.
—No era así, de verdad. Las apariencias pueden engañar. Era muy lista, muy creativa.
Le sonreí.
—Parece que alguien sigue coladito por alguien…
Me volvió a lanzar «la mirada».
—Eso sí que haría correr los rumores, ¿no?
Me levanté, fui en busca de una jarra de café recién hecho y me acerqué a la mesa de Peach, que seguía escribiendo a toda prisa en su diario.
—¿Quieres más, Peach?
Levantó la cabeza de golpe al mismo tiempo que cerraba el cuaderno.
—¿Qué?
No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que no quería que nadie viera lo que estaba escribiendo. El efecto era el mismo que si hubiera cerrado el diario con cadena y candado. Capté la indirecta a la primera, así que retrocedí un paso.
—Te he preguntado si querías más café.
—Ah. Sí, gracias. —Me miró con el ceño fruncido—. ¿Nos conocemos?
Le serví el café.
—Soy Dell Haley, la propietaria de la cafetería. Y han pasado un montón de años, pero sí, nos conocemos. No muy bien… Me casé cuando tú empezaste el instituto. Pero seguro que recuerdas a Boone Atkins. —Señalé hacia Boone, que saludó con la mano.
Peach le devolvió el saludo y, animado por el gesto, Boone se levantó de su mesa y se acercó.
—Hola, Peach —le dijo—. Bienvenida a casa.
Peach lo miraba con la boca abierta. A mucha gente le pasaba eso cuando no habían tenido tiempo de acostumbrarse a lo guapo que era. Al cabo de un minuto, salió de su ensimismamiento y le estrechó la mano.
—No puedo creerlo… ¿Has hecho un pacto con el diablo o qué? ¡Estás igual!
—Y tú también, Peach —mintió él—. Me alegro muchísimo de verte.
—Bueno, ¿qué te trae de vuelta al pueblo? —le pregunté—. ¿Estás de visita?
Peach soltó un largo suspiro.
—La verdad es que voy a quedarme una temporada. Por asuntos personales. Desde la muerte de mi padre, mi madre necesita que le eche una mano.
Desde mi punto de vista, Donna Rondell no era de las mujeres que necesitaban ayuda de ningún tipo, ni de las que la recibirían de buen grado si se le ofrecía. Aunque tuviera más de setenta años, era más independiente que un armadillo y dos veces más dura. Sin embargo, no dije nada. Y tampoco le pregunté qué clase de asuntos personales la habían llevado de vuelta a casa, y eso que me moría de la curiosidad.
En cambio, dije:
—Siento mucho lo de tu padre. Estoy segura de que tu presencia consolará mucho a tu madre.
—Gracias —replicó ella—. Ha sido un año espantoso.
Cuando vi que se le llenaban los ojos de lágrimas, supe que había algo más detrás de su regreso, algo que no tenía nada que ver con la muerte de su padre. Pero también había aprendido por las malas que la gente tenía que lidiar con la pena a su manera y que no siempre agradecían que se ventilaran sus asuntos en público.
De repente, me avergoncé de mis crueles comentarios, de ese lado oscuro que seguía apareciendo cuando menos lo esperaba. A esas alturas, ya debería saber que las apariencias no son importantes. Todo el mundo tiene algún secreto que ocultar, algo a lo que enfrentarse.
Peach pasó la mano por la cubierta de cuero del diario.
—Espero que no te importe que ocupe una mesa —me dijo—. Sé que llevo aquí un buen rato.
—Puedes quedarte todo el tiempo que quieras. Dejo de servir comidas a las dos, pero me quedo limpiando y preparando las cosas para el día siguiente hasta las dos y media o las tres.
—Gracias —me dijo—. Sólo necesito un lugar en el que poder… —Se detuvo, como si no quisiera terminar la frase.
—¿Desconectar? —Asentí con la cabeza—. Bueno, cariño, puedes desconectar todo lo que quieras en el Heartbreak Café. Si quieres hablar, aquí estoy; y si quieres que te dejemos tranquila, también podemos hacerlo.
En su rostro apareció una expresión aliviada, de hecho, parecía asombrada… como si hubieran pasado siglos desde que alguien tuviera en cuenta sus sentimientos o sus necesidades.
Boone charló con ella unos cuantos minutos y después se fue, no sin antes prometerme que me llevaría a cenar el domingo. Los entrantes del día siguiente serían jamón y patatas gratinadas, así que tenía que pelar muchas patatas, pero no le quité el ojo de encima a Peach mientras trabajaba. La vi escribir en su diario, llorar un poco y seguir escribiendo.
Scratch salió de la despensa con el inventario en la uno y la miró desde el otro lado de la cafetería.
—Una señora muy guapa.
¿Por qué todo el mundo tardaba menos que yo en ver que había detrás de la fachada?, me pregunté.
—Sí que lo es —dije—. Guapísima.
—¿Es amiga suya?
Medité la respuesta un rato.
—Eso espero, Scratch. Eso espero. La observé un rato más, mientras me preguntaba qué, estaría escribiendo y por qué llevaba el diario pegado al pecho cuando se marchó, como si fuera un salvavidas sin el cual se hundiría y se ahogaría.








Capítulo 14

Cuando lo estás pasando mal, cuando sufres, cuando la vida te da un revés, la gente siempre intenta consolarte diciéndote que el tiempo lo cura todo. Mentira. El tiempo no cura nada. Lo que cuenta es lo que hagas con ese tiempo.
Mi problema era que no tenía ni idea de lo que debería haber hecho con mi tiempo. Habían pasado seis meses desde la muerte de Chase, y salvo por el comentario de Purdy que afirmaba saber algo, algo que permanecía enterrado en ese cerebro atrofiado que la pobre tenía, no había encontrado ninguna pista sobre la identidad de la mujer con la que mi marido me engañó.
De vez en cuando, lograba pasar un día entero sin pensar en el tema, sin darle vueltas a la pregunta de forma consciente. Pero por las noches, cuando estaba tan cansada que no me quedaban fuerzas para eludirlo, surgía en mis sueños. Unos sueños muy extraños que parecían piezas mal encajadas de un rompecabezas.
A veces todo estaba muy claro: Chase con sus hoyuelos a la vista, sonriendo a una mujer sin rostro; una breve imagen de sus nalgas enfundadas en los slips negros de seda. Pero, en ocasiones, me pasaba la noche vagando por un laberinto de pasillos parecidos a los de algún hospital o por una sucesión de cuevas húmedas donde se escuchaba gotear el agua, muy parecidas a las grutas de Blanchard Springs a las que fuimos durante unas vacaciones. En ninguno de los dos casos podía escapar del laberinto. Me limitaba a andar en círculos, atrapada en su interior mientras una voz me decía: «Por aquí, por aquí.» Sin embargo, cuando la seguía siempre acababa topándome con una pared.


Una soleada mañana de otoño en la que el trabajo no era demasiado agobiante en la cafetería, Scratch entró en la cocina y se detuvo en el vano de la puerta mientras yo me planteaba si merecía la pena darme el trabajazo de hacer empanadillas de manzana.
—Hay un hombre que pregunta por usted —me dijo—. Y no tiene muy buena pinta, la verdad sea dicha.
Estuve a punto de soltar una carcajada. Cuando descubrí a Scratch, estaba viviendo de ocupa en el apartamento que había encima de la cafetería y comía las sobras que yo tiraba al contenedor. Scratch no era el más indicado para criticar la apariencia de nadie.
Sin embargo, y en vez de soltárselo tal cual, me limpié las manos y salí al comedor.
Aunque Scratch no supiera quién era, el resto del pueblo lo conocía muy bien. Era Jape Hanahan y parecía más desaliñado que nunca con una barba sucia y canosa, unos pantalones de trabajo y una sudadera rota con capucha, adornada con una calavera y una serpiente en la parte delantera.
—Buenas, Dell —dijo. Nada más. Sólo «Buenas». Lo miré de arriba abajo. Jape era lo que mi madre solía llamar un «mal bicho» y mi madre jamás hablaba mal de nadie a menos que la obligaras a ser sincera. Jape tendría unos sesenta años, era enjuto y huesudo, y su apariencia se asemejaba a la de un trozo de alambre de espino. En realidad, era tan peligroso como dicho alambre cuando se emborrachaba. Esa mañana tenía la mirada perdida, los ojos rojos y apestaba incluso de lejos, pero más o menos parecía sobrio.
—¿Qué puedo hacer por ti, Jape? —Me planté frente a él para impedirle la entrada, lista para salir pitando o para defenderme, según las circunstancias. Era mejor no correr riesgos.
—Estaba pensando si podías ayudarme —contestó.
Alargó el cuello para mirar por encima de mi hombro a Scratch, que observaba la escena como si fuera un gigante con los puños apretados y los brazos en jarras.
Jape volvió a mirarme.
—He pasado por unos cuantos baches últimamente —dijo—. Me tienen que operar. —Se levantó una pernera del pantalón y dejó a la vista un enorme bulto en la pantorrilla que supuraba un pus verdoso.
No soy muy melindrosa, pero aparté la vista de todas formas.
—Así que me preguntaba si podrías dejarme veinte pavos hasta que me manden el cheque de la pensión.
En los viejos tiempos, cuando no se podía beber en Misisipí, Jape se ganaba muy bien la vida vendiendo whisky de contrabando en su cabaña del río. Todo el mundo lo sabía. ¡Leches, si el olor a whisky de maíz era tan fuerte que los pájaros se emborrachaban sólo con pasar por encima! El sheriff de por aquel entonces, Mose Braden, no solo hacía la vista gorda, sino que además iba todos los sábados por la noche a comprar whisky de contrabando, que metía en el maletero del coche patrulla camuflado en frascos de cristal para conservas.
Con la derogación de la ley seca a finales de los sesenta, el grifo de sus ingresos se secó, aunque por desgracia él no cerrara el suyo. Llevaba treinta años mendigando, haciendo chapuzas y, según algunos, robando para echarse algo a la boca porque se gastaba la pensión de invalidez íntegra en la licorería en cuanto le llegaba el cheque a primeros de mes.
Eché un vistazo por encima del hombro para comprobar que Scratch seguía montando guardia. Efectivamente, allí estaba.
—No tengo dinero, Jape —le dije—. Pero si te esperas un poco, te traigo un plato de comida.
Mi madre predicaba que nunca estaba de más mostrar compasión hacia los desfavorecidos, aunque éstos no hicieran nada por cambiar su suerte, así que la había visto muchas veces servir un plato de comida a algún pobre temporero o a algún jornalero famélico en el porche de atrás. Y aunque a mí no me saliera con tanta naturalidad como a ella, creí que debía seguir su ejemplo.
Scratch no le quitó la vista de encima en ningún momento mientras yo entraba en la cocina para llenar una fiambrera con el pollo frito y el pan de maíz que habían sobrado del día anterior.
—Gracias —murmuró sin mirarme a los ojos cuando se la di.
Estaba claro que prefería los veinte dólares para gastárselos en una botella de vino peleón.


Cuando Jape se marchó para ver si algún otro incauto le aflojaba la pasta, dejé a Scratch al cargo de la cafetería y me fui a arreglarme el pelo a Rizos Deslumbrantes. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que me hice un buen corte que pensé que DiDi Sturgis ni siquiera se acordaría de mí.
El salón de belleza de DiDi era uno de esos sitios donde parece que el tiempo no pasa, por mucho que corran las manecillas del reloj. Esa mañana en concreto me encontré allí con Stella Knox, Rita Yearwood y Brenda Unger. Me dio un vuelco el corazón y, de repente, me pareció haber vuelto a la mañana de primavera en la que descubrí que Chase me la estaba pegando.
—¿Qué tal te va, cielo? —me preguntó DiDi mientras me pasaba los dedos por el pelo y me miraba con el ceño fruncido a través del espejo.
—Bien, supongo —contesté—. Tirando.
—Me han contado que tienes la cafetería hasta los topes todos los días —me dijo Rita a voz en grito para hacerse oír por encima del secador.
Volví la cabeza para mirarla justo cuando DiDi empezaba a usar las tijeras y la escuché soltar un taco por lo bajini. Miré hacia abajo y descubrí un mechón de pelo enorme. Un mechón de mi pelo, castaño y canoso, que descansaba en el suelo al lado del sillón giratorio.
—¡Por Dios, DiDi! —exclamé—. ¿Qué haces?
—¿Por qué te mueves? Quédate quietecita. Tengo que igualártelo. Y no vuelvas a moverte así a menos que quieras que te corte un trozo de oreja.
Me obligué a seguir hablando con Rita mientras me miraba en el espejo.
—Nos va bien, la verdad —le dije—. Por lo menos cubrimos gastos.
No era cierto. Ni mucho menos. Estaba en la cuerda floja, al borde de la quiebra día sí y día también, pero no estaba dispuesta a airear mis problemas económicos en la peluquería.
Stella Knox estaba en el secador al lado de Rita, leyendo una revista de cotilleos, y me pareció que ni siquiera se había movido desde el día que Chase murió.
—Me han dicho que tienes un nuevo ayudante —comentó—. Y que Purdy Overstreet está loquita por él. —Arqueó una ceja—. La pobre Purdy no tiene la culpa, le faltan todos los tornillos.
—Es muy mayor —señalé yo—. Y se le olvidan algunas cosas, nada más.
—Sí, como el sentido común—apostilló Stella—. Está fatal.
—Yo pienso lo mismo —añadió DiDi al tiempo que hacía una fioritura en el aire con la tijera—. Si Purdy estuviera en sus cabales, no iría por ahí en minifalda con el pelo tintado ni le tiraría los tejos a un negro.
—Negro o no, la verdad es que está muy bien —gritó Rita.
—Haz el favor de hablar más bajo. ¿O quieres que te oiga todo el pueblo? —le dijo Stella, atizándole con una revista enrollada.
—Me da igual que me oigan —soltó Rita—. Está buenísimo. Como Denzel Washington.
Yo me limité a morderme la lengua y guardé silencio. Scratch y Denzel Washington sólo se parecían en el color de su piel.
—¿Cómo es, Dell? —me preguntó Rita.
—Sí, cuéntanos —dijo Stella—. Yo no habría tenido valor para contratar a un desconocido si fuera una viuda como tú. Estaría muerta de miedo. Porque me pasaría el día en vilo pensando que en cualquier momento podría matarme y largarse con mis diamantes.
—Dell no tiene diamantes —replicó DiDi, que miró mi reflejo con una sonrisa como si acabara de demostrarme su ayuda y apoyo con ese comentario.
Rita agitó una mano.
—Eso es lo de menos. El caso es que Dell está aquí sentada cortándose el pelo mientras que él está al cargo del negocio.
Qué coraje me daba que la gente hablara de mí como si fuera la Mujer Invisible…
—¿Se encarga del negocio cuando tú no estás? —preguntó Stella—. ¿Te fías de él hasta el punto de dejarle manejar el dinero?
—Pues sí, me fío de él —respondí—. Trabaja duro, es muy educado y no me ha dado motivos para desconfiar de él.
Ni yo misma me lo creía. De hecho, parecía una respuesta preparada y ensayada. En contra de lo que admitiera en voz alta, en el fondo seguía sobresaltándome un poco cada vez que pensaba en Scratch. Como cuando vas subiendo una escalera y te saltas un escalón. Al final, no acabas de bruces en el suelo, pero sí te asustas lo justo como para ir con más cuidado.
—En fin, yo que tú no le quitaba el ojo de encima —me aconsejó Rita—. No deja de ser un hombre.
—¿Qué insinúas, que los hombres no son de fiar? —preguntó DiDi.
Rita se echó a reír.
—Con ellos sólo se puede estar segura de una cosa.
El comentario provocó un silencio repentino y ninguna de las presentes me miró a los ojos. Otra vez salía a relucir el tema de Chase, el tema de la infidelidad, el tema del marido infiel que deja a su mujer sin dinero y sin respuestas.
Brenda Unger siguió sentada sin decir ni pío, hojeando un ejemplar de People con una foto de Denzel en la portada.
DiDi me pasó una mano por el pelo.
—Lista, guapa. ¿Cómo te ves?
Fue la primera vez que me miré de verdad en el espejo. La mujer que descubrí me resultó una total desconocida. Tenía el pelo corto y despeinado en la parte superior de la cabeza. Una punk cincuentona a la que sólo le faltaban unas mechas moradas. A la vejez, viruelas.
—¡Madre del amor hermoso! ¿¡Qué me has hecho, DiDi!?
—Es lo que se lleva.
—Es una locura. ¡Tengo cincuenta años!
—Sí, pero no tienes por qué aparentarlos. Además, después de cortarte ese mechón tan largo, no me ha quedado más remedio que cortar lo demás. Hace veinte años que llevas el mismo peinado, así que ya iba siendo hora de que cambiaras de imagen. Este corte te será muy práctico para trabajar en la cafetería. Podrás salir de la ducha, echarte un poco de gel fijador con los dedos y ¡se acabó! Lista en un momento.
—Parece que acabo de salir de la cama.
—Exacto —convino DiDi.
—Yo creo que estás monísima —dijo Rita—. Si hubieras estado así antes…
Stella le dio un codazo en las costillas para que se callara, pero llegó tarde. El resto de la frase quedó flotando en el aire como un nubarrón de tormenta, como el fantasma de un asunto sin resolver.
«Si hubieras estado tan mona antes de que Chase muriera, tal vez no te la habría pegado.»



Capítulo 15

Esa tarde conseguí acorralar a Purdy e intenté hablar con ella sobre lo que sabía, pero no me resultó fácil, porque Hoot se pegaba a ella como una lapa y Purdy no dejaba de coquetear cada vez que Scratch le pasaba por el lado. Sólo conseguí un críptico mensaje que parecía salido de la boca de una pitonisa en una feria: «Mira a tus amigos, Dell Haley. Mira a las personas en quienes más confías.»
Después de eso, me sonrió, chasqueó su dentadura postiza y dijo:
—Me gusta tu corte de pelo, Dell. Me recuerda a un puercoespín muerto que me encontré de pequeña.
Hice lo que pude para pasar por alto el comentario sobre mi pelo, pero por mucho que lo intenté no supe cómo tomarme sus palabras acerca de la confianza. ¿Quería decir que no podía confiar en la gente que yo creía de confianza? ¿O que tenía que confiar en ellos más de lo que lo hacía?
Además, no tenía ni idea de en quién podía confiar. En cuestión de seis meses, mi vida había pasado de ser sencilla y predecible, incluso aburrida, a convertirse en imposible y complicada. Tenía la sensación de estar cruzando un abismo sobre un puente hecho a base de huevos, algunos duros, pero otros crudos, sin saber qué paso haría que el suelo cediera bajo mis pies. Y sin saber si eso sería una bendición o una maldición.


El otoño hizo su aparición en Chulahatchie despacio, titubeante, como suele pasar en el Sur, llegó como un gato que persigue a un canario pero que sabe que tiene que permanecer oculto o perderá a su presa. Una sucesión de cálidos días, tras los cuales llegaba una ligera y fresca brisa para después volver a subir las temperaturas. Dos pasos hacia delante, uno hacia atrás, otro hacia delante…
Algunos de mis vecinos ya habían colocado calabazas en el porche para celebrar Halloween, pero sabía por experiencia que acabarían apestando mucho antes de que llegara la fecha del truco o trato. Poco a poco, se iban pudriendo al sol, y sus sonrisas se reblandecían hasta parecer la de un viejo desdentado.
La mayoría de la gente pensaba en el otoño como una estación opresiva y olorosa con aroma a calabaza y a canela, pero a mí siempre me recordaba a un suflé, muy delicado y frágil, que subía hasta las nubes envuelto en tonos amarillos y un delicioso aroma. De modo que mi afán era ir poco a poco, sin forzar demasiado, sin hacer muchos movimientos, para retrasar el momento en el que el otoño se desinflara como el suflé para dar paso al frío y lluvioso invierno.
Aunque era imposible evitar que se desinflara, claro. Por mucho que contuviera el aire y me quedara muy quieta con la esperanza de retrasar lo imposible, el invierno llegaba y había que prepararse para recibirlo.
Lo que no esperaba era que el suflé se desinflaría opcionalmente, ni que sería Cuesco Unger quien lo sufriría.
El Heartbreak Café estaba desierto. Hoot y Purdy habían ejecutado su habitual danza de coqueteo y rechazo, y se habían ido cada uno por su lado; Peach Rondell había cerrado su diario secreto y había regresado a la casa de su madre. Scratch estaba limpiando la cocina. Yo ya había colocado el cartel de cerrado en la puerta, pero todavía no había echado la llave. Cuando sonó la campanilla, levanté la vista y vi a Cuesco en la entrada. Su calva casi tocaba el dintel.
Mi reloj circadiano se sobresaltó. Cuesco no iba a la cafetería por las tardes. Siempre iba por la mañana temprano para desayunar con los otros trabajadores de la fábrica de plásticos. Se suponía que en ese mismo momento tenía que estar en su puesto, en la garita de la fábrica con su uniforme azul oscuro y la chapa con su nombre en la camisa. Pero allí estaba, con vaqueros y una sudadera celeste que proclamaba que era «El mejor padre del mundo», tan alto, tan delgado y con las rodillas tan separadas que sus piernas parecían unas pinzas enfundadas en unos pantalones.
—Dell —me saludó—, sé que se supone que ya has cerrado, pero…
—Pasa. —Le hice un gesto para que entrara, solté la bayeta y salí de detrás del mostrador—. ¿Quieres café? Todavía queda media jarra.
—Sí, me vendría genial.
Se arrastró hacia una mesa, se sentó y esperó a que yo llevara dos tazas de café y el último trozo de tarta de calabaza. Cualquiera se daría cuenta de que pasaba algo malo, aunque tuviera las cataratas de Hoot Everett. ¡Qué digo!
Me habría dado cuenta aunque tuviera los ojos vendados y fuera medianoche.
Me senté enfrente de él y esperé. No tuve que esperar mucho.
—Tengo que hablar con alguien, Dell, y tú eres la única persona que se me ocurrió que podría entenderlo. —Cuesco se pasó una mano por la calva, en un gesto muy habitual entre los calvos—. Se trata de Brenda.
El miedo me invadió de repente. Desde la muerte de Chase, no había pasado mucho tiempo con Brenda, aunque mientras estuvo vivo nos relacionábamos mucho como parejas. El caso era que había estado muy liada con la cafetería y, además, las cosas cambian cuando de repente te conviertes en viuda. Incluso en las mejores circunstancias, tus amigas casadas tienden a mantener las distancias, ya que no saben qué hacer con la mitad de la pareja, ni qué decir ni cómo comportarse. Y, desde luego, que las circunstancias de la muerte de Chase no invitaban a que la gente se sintiera cómoda.
Aun así, los cuatro llevábamos años siendo amigos y los quería con locura. Extendí el brazo por encima de la mesa y le toqué la mano.
—¿Qué pasa, Cuesco? ¿Está enferma?
Meneó la cabeza y vi cómo se le movía la nuez mientras intentaba tragar.
—Quiere el divorcio.
—¿¡Qué!?
Era lo último que me esperaba. Cáncer a lo mejor. Un tumor en el pecho. Una mancha en una ecografía, algún índice fuera de lo normal en un análisis de sangre que tuvieran que investigar. Todas las cosas que las mujeres de nuestra edad temíamos cada vez que nos hacíamos una revisión anual o una mamografía.
Pero no un divorcio. Mucho menos entre Cuesco y Brenda.
Eran la pareja perfecta, estaban hechos el uno para el otro. Ella era extrovertida y un poco extravagante, mientras que él era tranquilo y estable, y la quería con locura. Tenían dos hijos y una hija, todos casados e independizados, y una nieta de pocos meses. La sudadera de Cuesco lo decía todo. «El mejor padre del mundo.» «La mejor madre del mundo.» «El mejor matrimonio del mundo.»
Respondió mi primera pregunta antes de que yo pudiera hacerla siquiera.
—Ha tenido una aventura, Dell —me explicó con voz rota. Delante de mí vi cómo su rostro envejecía de dolor, cómo se arrugaba como una hoja de papel—. Lo ha admitido, pero no me ha contado los detalles, ni quién, ni cuándo ni por qué. Sólo me ha dicho que no era feliz y que necesitaba algo. Algo distinto.
—¡Por Dios! —exclamé—. ¿Ya no funciona el chocolate o comprarse un par de zapatos nuevos?
Eso redujo un pelín la tensión, lo bastante para que él soltara una carcajada, pero la risa se convirtió en un sollozo ahogado. Le tembló tanto la mano que derramó café sobre la mesa. Lo limpió con su servilleta y se negó a mirarme a los ojos.
—¿No hubo nada que te diera una pista? ¿No había señales?
Vi cómo aparecía un tic nervioso en su mejilla. Y también vi cómo su nuez se movía una vez, dos veces.
—Tal vez debí olérmelo. Lleva meses sin ser la misma, casi un año, desde que empezó con la menopausia. Estaba muy gruñona, ya sabes, saltaba a la mínima. Pero creía que eso era… normal. —Se encogió de hombros—. Y ahora me viene con estas de que quiere el divorcio, de que se ha dado cuenta de que la vida es muy corta y de que la idea de vivir conmigo lo que le queda…
No pudo continuar. En vez de seguir hablando, devoró la mitad de la tarta en dos bocados y se esforzó por tragar.
—Está buenísima, Dell —farfulló.
Mi tarta de calabaza es excelente, no como las que venden en las tiendas, naranjas y blandengues. Yo sigo la receta de mi abuela; sale muy sabrosa, firme y de color tostado, y la hago con canela, clavo, nuez moscada y jengibre. Era una de las tartas preferidas de Cuesco, pero estaba segura de que la alabó sin pensar, porque no la había saboreado. Sabía lo que estaba sintiendo. A mí tampoco me pasaba el café, aunque me lo estaba bebiendo para tener algo que hacer con las manos.
Cuesco tenía razón. Yo lo entendía a la perfección. Sabía de primera mano lo que se sentía cuanto te traicionan, lo que era vivir con preguntas sin respuesta, lo que era sentir que el mundo se te cae encima y sales mareada, como el superviviente de un tornado cuya casa ha quedado destruida. Puedes ver el camino que ha seguido la tormenta, pero no reconoces nada de lo que creías familiar. No puedes pensar en qué hacer, ni adonde ir ni cuál será tu siguiente paso. Sólo eres capaz de quedarte allí plantado, contemplando las ruinas.
Lo sabía, lo sabía perfectamente, porque era como mirarme en el espejo, y a pesar de eso no pude morderme la lengua y le pregunté:
—¿Qué vas a hacer ahora?
—No lo sé.
Era la única respuesta que podía darme, y tampoco esperaba otra cosa. También sabía, o sospechaba al menos, que la situación no tenía arreglo, pero algo en mi interior me llevó a intentarlo de todas maneras.
—Cuesco, somos amigos desde hace mucho tiempo. Me gustaría hablar con Brenda. ¿Te parece bien?
Se quedó boquiabierto y me miró sorprendido, alucinado por que le hubiera hecho esa pregunta.
—No necesitas mi permiso para hablar con nadie.
—Sí que lo necesito —lo contradije—. Me lo has contado en confianza. Si quieres que esto se quede entre nosotros, no le diré una palabra a nadie. Pero si voy a ver a Brenda, va a saber quién me lo ha contado.
—¿Crees que te escuchará?
—No lo sé. Ni siquiera tengo muy claro qué voy a decirle. A lo mejor empeoro las cosas al meterme donde no me llaman.
—No creo que se puedan empeorar, ¿no te parece? —Soltó una carcajada sarcástica—. Hazlo, Dell. Métete todo lo que quieras. Eres una mujer. A lo mejor consigues que se aclare un poco.
Se levantó y se llevó la mano al bolsillo trasero de los pantalones, en busca de su cartera. Le hice un gesto con la mano.
—Invita la casa.
—Gracias —me dijo—. Y gracias por escucharme. Algo me dice que voy a hacerme un asiduo de la cafetería. Por muy mal que se pongan las cosas, un hombre tiene que comer.


Dejé que Scratch cerrara la cafetería y me fui derecha a la casita que los Unger tenían en la parte sur del pueblo. Tuve que llamar cinco veces al timbre antes de que Brenda se dignara a abrirme.
—¡Dios, no, eres tú!
—Yo también me alegro de verte —le dije.
Soltó un suspiro pesaroso y se apartó.
—Sabía que Cuesco iría a hablar contigo. Anda, entra y acabemos con esto rapidito.
Su casa me resultaba casi tan conocida como la mía: tres dormitorios, dos baños y un salón con friso de madera al fondo de la casa. No era nada grandioso ni moderno, pero estaba como los chorros del oro. Lo de Brenda con la limpieza rayaba en la obsesión. Se podía comer pudín de plátano en el suelo de la cocina y rebañar con la lengua el sirope de vainilla.
En ese momento, sin embargo, la casa estaba hecha un desastre. Había zapatos en mitad del salón, una cesta llena de ropa para doblar en el sofá y un montón de pelusas debajo de las sillas del comedor. Brenda ni siquiera se disculpó por el desorden, se limitó a darme la espalda y a encaminarse a la cocina, esperando que yo la siguiera.
—Siéntate —me dijo.
Eran casi las tres de la tarde y la mesa de la cocina todavía tenía los restos del desayuno: platos con huevos revueltos y trocitos de beicon incrustados en su propia grasa. Recogió los platos y los metió en el fregadero sin molestarse en quitar las migas de pan del hule.
—¿Quieres tomar algo? Puedo preparar café.
Crecí en Misisipí y como buena sureña conocía perfectamente las frases en clave relacionadas con el café. «Acabo de preparar café» significaba una invitación a una visita larga y un café aderezado con canela. «Lo preparo enseguida, no tardo nada» significaba que la habías pillado en mal momento y que no esperaras tarta, pero que podías quedarte un ratito y luego marcharte para dejarla hacer sus cosas. «¿Quieres tomar algo?» quería decir que no eras bienvenida, así que ya podías decir lo que querías decir y largarte.
—No, gracias —respondí.
Me senté a la mesa y empecé a reunir las migas de pan junto al borde con la ayuda de una servilleta usada. Por mucho que le importunara mi visita, no tenía intención de irme hasta conseguir algunas respuestas. Además, las dos podíamos jugar a ese juego.
—¿Qué pasa, Brenda?
Se sentó, me quitó la servilleta de la mano y empezó a juguetear con las migas, formando dibujos como si fuera la arena de la playa.
—Si has hablado con Cuesco, supongo que ya sabes lo que pasa. Hemos decidido separarnos.
—Eso no es lo que él me ha dicho —Brenda se irguió.
—¿Cómo?
—Me ha dicho que le has pedido el divorcio.
—¿Y no es lo mismo que yo te acabo de decir?
—No, tú has dicho que lo habíais decidido. Lo que Cuesco me ha contado no me ha sonado a una decisión que hayáis tomado entre los dos.
—Vale, tú ganas —dijo ella—. Ya no puedo seguir así. La vida es demasiado corta para ser infeliz.
—Pero creía que Cuesco y tú erais felices. Siempre me habéis parecido…
—La pareja perfecta, sí, lo sé. —Su voz se suavizó y ¡me miró con la misma expresión infeliz que había visto en la cara de su marido—. Cuesco es un buen hombre, con él nunca me ha faltado nada. No es culpa suya. No ha hecho nada para hacerme daño. Supongo que me quiere…
—Está loquito por ti.
—Si tú lo dices… No bebe. No me pega. No se gasta el sueldo en el juego. Vuelve a casa todas las noches. Siempre ha sigo genial con los niños… Los llevaba de pesca, les enseñó a jugar al baloncesto. Incluso ahora que son mayores y se han ido de casa, es a él a quien recurren cuando necesitan algo. Como te he dicho, es un buen hombre. Durante mucho tiempo creí que eso sería suficiente, que no había nada más. Hasta…
Como ella no era capaz de decirlo, lo hice yo.
—Hasta que tuviste una aventura.
Enterró la cara en las manos, con los codos sobre las migas de pan.
—Sí.
—Mira, cariño —empecé—, no voy a decir que entiendo lo que te ha llevado a liarte con otro hombre, pero sí que sé algo sobre lo que supone un matrimonio de treinta años, cosas que parece que Chase no sabía. Sé que no siempre es excitante, pero en algún momento tienes que elegir entre la pasión y las promesas. Eso no quiere decir que el amor deje de tener importancia. Porque siempre es vital. Pero a lo largo del camino te das cuenta de que el amor duradero es distinto a la locura que nos consume cuando nos enamoramos. Cometiste un error, Brenda, pero sé que Cuesco te quiere. Y no tiene por qué cambiarlo todo si…
—¡Por el amor de Dios, Dell, ya vale! —gritó—. Eres la última persona con la que quiero hablar de esto.
Una alarma empezó a sonar en lo más recóndito de mi cabeza, pero no le presté atención.
—Brenda, somos amigas desde hace años. Chase, Cuesco, tú y yo. Estuve contigo cuando rompiste aguas, embarazada de Bertie, y te llevé al hospital. ¡Por Dios! ¿Por qué no quieres hablar conmigo?
Levantó la cabeza y me miró con una expresión tan apasionada y feroz que casi me achicharró.
—No te lo he contado precisamente porque somos amigas. Bastante has sufrido ya como para echarte esto encima. No quiero causarte más dolor. —Volvió a juguetear con las migas de pan—. Ya se ha acabado —me aseguró—. Pero me enseñó cómo habría podido ser mi vida, lo que podría ser si quiero. Tengo cincuenta años, Dell. Me pueden quedar otros treinta o cuarenta años de vida. No sé lo que me espera, pero tiene que ser mejor que esto.
Hablamos un poco más antes de que me fuera. Pero fui incapaz de dejar de darle vueltas a algunas de las cosas que me dijo. Cosas que me provocaron una sensación muy extraña en la boca del estómago. La misma que experimentó Jesús cuando Judas lo besó.





Capítulo 16

Repasé la conversación en mi cabeza una y otra vez, pero las sospechas no desaparecieron. ¿Existía la remota posibilidad de que Brenda Unger nos hubiera engañado tanto a Cuesco como a mí al mantener una aventura con Chase, mi marido? La idea me corroyó por dentro como el ácido. Como la picadura de una araña reclusa que se fuera extendiendo hasta llegar al hueso.
Por supuesto, Brenda no lo había admitido abiertamente y yo no estaba segura de lo que me había querido decir con su comentario. Traté de analizarlo de forma objetiva, intenté interpretarlo de otra forma. Pero la idea siguió torturándome. Ya tenía una cara que ponerle a la desconocida del sueño. Los sentimientos que en aquel momento creía superados volvieron con una fuerza arrolladora. Rabia, confusión, falta de autoestima… y un sufrimiento tan atroz que creí morir, y por momentos deseé hacerlo. Sería un alivio acabar con ese calvario de una vez por todas.
—Si vives lo suficiente, tarde o temprano descubres que hay cosas en la vida mucho peores que la muerte —solía decirme mi madre.
Así que mientras mi corazón tomaba una dirección concreta, el cerebro siguió dándole vueltas al asunto, haciéndose preguntas para las que no tenía respuestas. ¿Qué tenía Brenda Unger que le resultara atractivo a Chase? Siempre me lo había imaginado con una mujer joven, rubia y descerebrada, colgada de su brazo mientras le regalaba sonrisas almibaradas y miraditas tontas. Brenda era una mujer sensata, de mi edad, graciosa y extrovertida, pero no tenía ni un pelo de tonta.
¡Por Dios, si ni siquiera sabía cocinar!
Claro que, pensándolo bien, Chase no habría ido detrás de un pollo asado con albóndigas.
Quizá la cosa no dependiera tanto de Brenda. Quizá lo motivara la novedad, la emoción del momento. La atracción de la fruta prohibida.
En fin, ¿qué mejor fruta prohibida que la amiga íntima de tu mujer?


Al día siguiente, retomé la rutina intentando fingir que no había pasado nada, pero cuando Cuesco llegó a la cafetería, lo esquivé para no hablar con él. Noté sus miradas dolidas y confusas, pero era superior a mis fuerzas. Tenía la impresión de que había hecho algo malo, como si fuera yo la que lo había engañado, y estaba segura de que si hablaba con él, se lo soltaría todo. Cuesco merecía enterarse de otra forma.
Supongo que el cansancio emocional es mucho peor que el físico, porque llegué a casa agotada. Y después, esa misma noche, cuando por fin me dormí y bajé la guardia, la realidad me cayó encima.
El sueño comenzó como tantos otros, con gente conocida en un lugar extraño. En este caso, estábamos Chase, Brenda, Cuesco y yo en una especie de hotel de lujo, elegante y carísimo.
No dejaba de repetirle a Chase que se suponía que no podía estar allí. Que estaba muerto. Sin embargo, había regresado con la creencia de que las cosas seguían tal cual las dejó y de que yo estaría esperándolo.
En la vida real, sólo llevo gafas para leer, pero en el sueño las necesitaba para ver bien. Y se habían roto. El tornillito de la parte izquierda se había caído y me faltaba el cristal, así que lo veía todo borroso y distorsionado.
Estaba obsesionada con encontrar el tornillito y el cristal mientras Chase iba de habitación en habitación hablando conmigo, seguro de que yo lo seguiría. Sin embargo, no entendía lo que me estaba diciendo porque hablaba en voz muy baja. La situación me recordó a las conversaciones que tenía con Toni y su dichoso móvil. Cada vez que le decía a Chase que no lo entendía, que me lo repitiera, él se enfadaba como si yo careciera de inteligencia o no tuviera la decencia de prestarle atención.
La claridad del sueño, la riqueza de los detalles, era extraordinaria. Me parecía estar viendo una película en la que yo formaba parte del elenco de actores. A medida que nos movíamos, Chase de habitación en habitación y yo detrás de él, los objetos que nos rodeaban perdieron el lustre y se fueron estropeando, como sucede a veces en casa de las abuelas, donde todo necesita una buena limpieza. Las alfombras estaban sucias y polvorientas; las toallas del cuarto de baño, deshilachadas, desgastadas y eran de mala calidad, como las que regalan en algunos grandes almacenes cuando se hace una compra superior a cierto importe.
Me dieron ganas de preguntarle a gritos qué estaba haciendo allí, pero no me salía la voz, como suele pasar en los sueños.
No me quedaba más remedio que seguirlo e intentar hablar con él, intentar descifrar lo que estaba diciendo. Sin embargo, cuanto más lo intentaba, más refunfuñaba él y menos lo entendía, de forma que mi frustración iba en aumento.
Y, entonces, lo comprendí: Chase se estaba transformando en otra cosa. En una criatura que parecía humana, pero que no lo era del todo. Su piel era gris, sus ojos lo miraban todo con recelo y sus movimientos eran espasmódicos y rápidos. Nada que ver con la persona a la que amé en el pasado. El cambio era aterrador.
Me desperté sudando, con el corazón latiéndome tan fuerte que temí que se me saliera del pecho. Mientras intentaba recuperar el aliento tendida en la cama, mi mente se dispuso a analizar el sueño, a encontrarle sentido.
Boone me dijo en una ocasión que los sueños surgen del subconsciente, que es un mensaje que éste envía a la persona para hacerle saber a la parte consciente del cerebro lo que ha reprimido. Con respecto a mi sueño, lo que sí entendía era por qué no lograba comprender lo que Chase me decía y por qué no veía las cosas con claridad. Estaba segura de que la explicación era la infidelidad de mi marido.
Pero lo más desconcertante era su transformación final. La forma que había adoptado me resultaba familiar pero también extraña. Y entonces lo recordé y lo vi con claridad. ¡Era Gollum, el personaje de El señor de los anillos! ¡Él que agarraba el anillo mágico y decía: «Mi tesoro». Él que se negaba a abandonarlo aunque lo estuviera destruyendo.
Lloré hasta que me dolieron los costados, se me taponó la nariz y temí que me explotara la cabeza. Cuando sonó la alarma del despertador a las cuatro y media, me sorprendió comprobar que había vuelto a dormirme. Lo último que me apetecía era levantarme para ir al Heartbreak Café, hacer el desayuno y alimentar a la clientela mientras escuchaba sus alegrías y sus penas.
Pero fui de todas formas.
Cuando entré en la cafetería, Scratch ya estaba allí preparando el desayuno y haciendo café. Me miró de arriba abajo.
—¿Se encuentra bien, señorita Dell? —me preguntó—. No tiene muy buen aspecto.
La capacidad de la gente para señalar lo obvio y creer que te está haciendo un favor siempre me ha desconcertado.
—He dormido mal —contesté.
Él asintió con la cabeza.
—A veces, cuando tenemos problemas, el trabajo ayuda —me aseguró—. El trabajo duro puede ser la salvación.
Lo miré furiosa, pero conseguí no decirle lo que pensaba: que para decir tonterías, mejor se mordiera la lengua. Aunque tal vez tuviera razón. Tal vez el Heartbreak Café fuera mi salvación. No sé. De momento, no me parecía que estuviera funcionando. Y, a decir verdad, esta noción de que algo conseguirá sacarnos del pozo en el que hemos caído no me parece muy acertada. A veces, dan ganas de decirle a Dios, o al universo o a quien sea, que nos deje tranquilos, regodeándonos en la desesperación.


Ya era sábado y estábamos a punto de cerrar. Scratch había limpiado la cocina y ya se había ido a su apartamento. Como el domingo no abríamos, no tenía que hornear ni dejar nada preparado para el día siguiente. Sin embargo, Peach Rondell seguía sentada en la mesa del fondo, que se había convertido en su segundo hogar, con la cabeza gacha mientras escribía sin parar en ese diario de tapas de cuero del que no se separaba.
La observé un rato desde la barra. Tenía que ser agradable, pensé, poder evadirse a otro mundo como ella lo hacía. Aislarse de la realidad y sumergirse en uno mismo. Me pregunté por enésima vez sobre qué estaría escribiendo y por qué era tan importante para ella.
Esperé hasta que se detuvo para acercarme a la mesa. Tenía la mirada perdida como si estuviera observando algo distinto a la realidad. Sus ojos no me veían, ni veían la cafetería, ni nada que estuviera en este universo. Tuve que hablarle para devolverla al presente, y al hacerlo, la asusté y dio un respingo como si me hubiera materializado de la nada delante de ella. Cerró el diario con fuerza antes de que pudiera siquiera echarle una ojeada, aunque desde mi posición estuviera del revés.
Volvía a llevar vaqueros desgastados y una sudadera, en esa ocasión una gris muy descolorida con una enorme W en la parte delantera. Una reliquia de su época de estudiante en la Universidad Femenina de Misisipí, que tenía más de veinte años. Recordé la primera vez que la vi en el Heartbreak Café, recordé lo mucho que critiqué su aspecto.
—Hola, Peach —le dije.
Le echó un vistazo al reloj.
—Lo siento, Dell, es que pierdo la noción del tiempo. Perdona por haberte hecho esperar. —Recogió sus cosas e hizo ademán de ponerse en pie.
—Quédate sentada —le dije al tiempo que hacía un gesto con la mano—. No tengo prisa. ¿Puedo hablar contigo un momento?
—Claro —respondió—. ¿De qué?
—No sé —le dije—. Háblame de ti. ¿Cómo llevas lo de haber vuelto a Chulahatchie después de tantos años?
Peach agachó la cabeza y se frotó las manos. Me di cuenta de que llevaba las uñas cortas, sin rastro de esmalte.
—Bien, supongo. Las circunstancias no son las mejores, pero… —Se encogió de hombros—. No me quedaba más remedio que volver a casa, así que…
Abrí la boca para hablar, pero ella me interrumpió.
—No hace falta que lo niegues. Aunque haya pasado mucho tiempo fuera, hay ciertas cosas que no cambian nunca. La gente sigue criticando a todo el mundo a sus espaldas, no estoy sorda. Después del divorcio… bueno, después de la separación, porque todavía no tenemos los papeles definitivos, no sabía qué hacer. Mi padre murió y mi madre se quedó sola, así que me pareció que lo más lógico era volver.
—No te veo yo muy convencida —le dije.
—En realidad, ya no estoy convencida de nada —reconoció ella—. Vivir con mi madre es… un desafío, la verdad.
—Me lo imagino.
—No te ofendas, Dell, pero es imposible que te lo imagines. Mi madre aparenta ser una buena persona, pero no creo que nadie llegue a imaginarse cómo es de verdad. Y sé lo que la gente ha estado diciendo de mí. Peach Rondell, la Reina de las Habichuelas… caducadas. Una fracasada, divorciada y hecha polvo. —Se arrancó un padrastro y evitó mi mirada.
—Bueno —dije yo, que decidí cambiar de tema—. ¿Qué estás escribiendo en ese diario?
Colocó una mano sobre la tapa de cuero y apretó con fuerza, como si temiera que pudiera abrirse solo y empezara a largar información confidencial él sólito.
—Pues… cosas.
—Cosas —repetí.
—Pensamientos. Ideas. Historias. Quinientos a la semana y una puerta con pestillo.
Peach debió de notar la confusión que me provocó su comentario.
—Es una cita de Virginia Woolf —me explicó—. Decía que toda mujer necesitaba una habitación para su uso personal, un lugar donde escribir, pensar y descubrirse a sí misma. Y quinientos al mes, su propio dinero del que disponer para mantenerse por sí sola, además de una puerta con pestillo para que nadie interrumpiera su creatividad. —Esbozó una sonrisa torcida y se encogió de hombros—. Al parecer, esta mesa se ha convertido en mi habitación. En casa, es imposible encontrar un momento de tranquilidad con mi madre dándome la tabarra todo el rato. —Agitó una mano por delante de la cara como si estuviera espantando una mosca—. Esta cafetería y esta mesa en concreto son la salvación de mi alma. El único sitio donde puedo concentrarme.
—En fin, pues eres bienvenida cada vez que te apetezca —le dije—. Me alegro de poder ayudarte.
—Nada más volver a Chulahatchie, creí que había muerto y había acabado en el tercer círculo del infierno. Aunque tal vez me haya servido para algo bueno después de todo. —Sonrió—. Los personajes de este pueblo son la leche.
Sentí una punzada de temor y me pregunté si Chulahatchie iba a convertirse en el nuevo Peyton Place y si todos nuestros secretos serían revelados en una novela. Me parecía aterrador, pero también emocionante.
—¿Siempre has querido ser escritora? —le pregunté.
—Siempre —me contestó—. Pero la vida suele interponerse. Siempre hay expectativas que cumplir, no sé si me entiendes.
La entendía. Peach pensaba que yo ignoraba cómo era su vida, pero en realidad recordaba perfectamente cómo la había tratado su madre cuando era pequeña. Y me hacía una ligerísima idea de lo que Donna Rondell pensaba de su hija en el presente, una hija en plena madurez que ya no era la reina de la belleza.
—Las cosas no siempre salen como queremos que salgan —dije—. Pero a lo mejor este vuelco que ha dado tu vida te da la oportunidad de hacer lo que siempre has deseado hacer.
—Ojalá fuera tan fácil.
—¡Hija mía, las cosas nunca son fáciles! —exclamé—. Y nunca se presentan como las habías imaginado.
El comentario se parecía mucho a los consejos de mi madre. Tal vez debiera aplicarme el cuento, pensé.







Capítulo 17

El sueño de Chase, con todos sus significados ocultos, empezaba a desvanecerse. Aunque intenté recordarlo, repasarlo en mi cabeza y averiguar lo que quería decir, era como intentar contener un puñado de arena. Por más que cerraba la mano, se me escapaba de entre los dedos, dejándome unos cuantos granitos, lo bastante como para adentrarse en lugares inaccesibles y destrozarme el corazón.
Cuando era más joven y no tenía miedo de lo que le podía pasar a mi espalda ni a mi corazón, me encantaban las montañas rusas. Nunca tenía miedo, ni siquiera en esos destartalados vagones de madera que ponían en la feria del condado una vez al año. Traqueteabas y subías hasta ver el recodo del río y medio condado a tus pies. Después, el estómago te daba un vuelco y salías disparada hacia abajo con un grito en un tirabuzón que desafiaba todas las leyes de la física que nunca me aprendí.
Me encantaba, no me cansaba de montarme. Pero en el fondo de mi mente siempre supe que estaba a salvo, que el vagón se enderezaría y que se detendría, que todo volvería a la normalidad.
Pero ya no me quedaba ningún lugar seguro, no había manera de enderezar las cosas. No había un mundo normal al que regresar cuando acabara el viaje.
Boone insistía en que se debía al proceso normal del sufrimiento, no a una depresión. Pero daba igual cómo lo llamases, era como ir cuesta abajo y sin frenos. Te quedas suspendida unos segundos al borde de la cresta donde crees que podrás volver a ver el sol y oler el aire fresco. Después, la gravedad te atrapa y el descenso es muchísimo más rápido y más aterrador que el aburrido ascenso.
Por más que intenté convencerme de que las cosas mejorarían, mi mente se negaba a aceptarlo. No paraba de pensar en Chase, en el sueño y en las imágenes de mentiras y traición que se removían en mi estómago como un gusano.
Estaba cayendo deprisa. Necesitaba a mi mejor amiga.
—Pues llámala —me dijo Boone con voz cortante.
Era sábado por la mañana y había ido a desayunar a la cafetería, donde se demoró hasta después del almuerzo. Tardé un buen rato en darme cuenta de que me estaba esperando. Ya casi era hora de cerrar y por fin me había sentado con un vaso de té endulzado y un trozo de tarta de manzana y cereales.
Fingí concentrarme en la tarta.
—Mira —me dijo él al tiempo que se inclinaba sobre la mesa—, no sé qué pasa, Dell, pero algo te está carcomiendo. Si no puedes contármelo a mí, díselo a Toni. Pero habla con alguien, por el amor de Dios.
Se me llenaron los ojos de lágrimas, me dio un vuelco el estómago y se me formó un nudo en la garganta. No estaba acostumbrada a que Boone perdiera la paciencia conmigo y deseaba que no lo hubiera hecho. Pero también vi otra cosa en sus ojos y escuché un deje extraño en su voz. Preocupación.
No le había contado lo del sueño. No se lo había contado a nadie. Tenía que guardármelo para mí, diseccionarlo a pellizquitos como un cangrejo.
—A lo mejor tienes razón —dije—. La llamaré.
Pero no la llamé. Al menos, no de inmediato. No podía. Primero tenía que armarme de valor.
Porque la verdad era que estaba avergonzada. Me avergonzaba estar tan ensimismada en mi pequeño mundo que no veía el de nadie más. Boone había intentado decirme que Toni me echaba de menos, que se sentía sola. Cada vez que lo hacía, me juraba que hablaría con ella. Pronto.
Y lo decía en serio. Toni me llamaba, hablábamos un rato por teléfono… casi siempre sobre mí, ahora que lo pienso. Me quejaba de lo estresante que era llevar una cafetería, de lo cansada que estaba, y ella me daba ánimos. Cortábamos la llamada con la promesa de quedar para desayunar el domingo o para ir de compras las dos solas. Pero, de alguna manera, eso no llegaba a suceder.
Poco a poco las llamadas fueron haciéndose más escasas y más cortas, y mucho menos íntimas. De vez en cuando, Toni iba al Heartbreak Café, normalmente con Boone, y nos abrazábamos, nos reíamos y nos comportábamos como si no pasara nada.
Pero sí que pasaba. Además de todas las terribles pérdidas de ese año, estaba perdiendo a mi mejor amiga. Era culpa mía.


Sunnyside Up era nuestro restaurante preferido para desayunar los domingos. A decir verdad, era el único decente en unos cien kilómetros a la redonda de Chulahatchie. Estaba a unos veinte minutos del pueblo, en una carretera de mala muerte sin señalizar. Pegado al río, con un cenador cubierto desde el que se divisaba el agua. Era uno de esos sitios que nunca encontrarías sin conocerlo de antemano.
No tenía la menor idea de cómo conseguía sacarle beneficios la propietaria, una oronda negra llamada Netta Byrd. Pero esa mujer era capaz de hacer maravillas con un huevo y le salían unos bollitos de caramelo para chuparse los dedos, así que le llovían clientes de todas las partes del condado. Sobre todo los domingos.
Entre semana, Netta se especializaba en los pescados que capturaba su sobrino Stub y que le llevaba en una carretilla llena de agua del río. Sin embargo, los domingos eran otro cantar. Si querías catar esos bollitos de caramelo, o te saltabas el sermón o salías pitando de la iglesia en cuanto sonaba el último amén. Porque si no, nunca llegarías antes de que los baptistas cayeran sobre el restaurante como una plaga de langostas.
Toni y yo no hablamos mucho de camino al restaurante. Era una mañana soleada, uno de esos radiantes días de noviembre que salen de vez en cuando. Nos sentamos en un rincón del cenador.
Netta nos vio enseguida y se acercó a toda prisa. Me preparé para lo que estaba a punto de pasar. Los abrazos de esa mujer eran sobrecogedores, pero como no se los daba a todo el mundo, supuse que debería sentirme afortunada.
Una vez que nos abrazó, Toni y yo volvimos a sentarnos.
—Dell, cariño —dijo—, me alegro muchísimo de verte. ¿Estás bien? He tenido unos sueños rarísimos.
Los sueños de Netta eran legendarios en Chulahatchie. Tenía su propia religión, una mezcla de cristianismo y ritos paganos aderezada con un poco de vudú para cubrir todos los frentes. Boone sospechaba que si había alguien con poderes psíquicos sobre la faz de la tierra, ese alguien tenía que ser Netta Byrd.
—Estoy bien, Netta —mentí—. Liada. Deberías haberme dicho lo duro que es llevar un restaurante.
Netta arqueó las cejas.
—No me lo preguntaste, ¿a que no?
Toni se echó a reír, pero detecté una nota extraña en la carcajada, como si fuera forzada.
—Supongo que no —admití—. Pero me alegro muchísimo de que otra persona cocine en domingo.
Netta echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, dejando a la vista un montón de puentes de oro.
—El Señor tuvo a bien darme una licencia especial para trabajar en domingo —declaró—. Para que así pueda engordar a todos estos cristianos delgaduchos.
Se alejó de la mesa, riéndose entre dientes. Una chica flacucha y desgarbada con trenzas se acercó con una jarra de café en la mano.
—¿Café?
—Sí, por favor. —Toni le acercó la taza—. Y un poco de agua cuando puedas.
—Sí, señora. —La muchacha hizo un gesto con la cabeza y se fue.
—Sólo es una niña —dijo Toni—, no mucho mayor que mis estudiantes.
—Supongo que será una de las nietas de Netta. O una sobrina.
La conversación, si se le podía llamar así, no era muy fluida. La chica volvió con el agua, nos rellenó las tazas y nos tomó nota. Pedí una tortilla de salchichas y queso, unas tortitas de cereales y también tortitas de patata a la plancha. Toni se pidió una tostada francesa y beicon. Los bollitos de caramelo vendrían después. Las dos andaríamos como Netta cuando hubiéramos terminado de comer.
Clavamos la mirada en el río, en las oscuras aguas que pasaban junto a nosotras como el caramelo fundido, comentamos el veranillo de san Martín que estábamos teniendo y los brillantes colores de los arces ese año. Por dentro me estaba removiendo, incómoda por las tonterías que estábamos diciendo y por la conversación tan seria que tenía por delante, siempre y cuando reuniera el valor necesario para saltar de ese puente.
Toni me ahorró las molestias.
—Vale ya, Dell. —Me señaló con el tenedor, que tenía pinchado un trocito de tostada—. Desembucha.
—¿Qué tengo que desembuchar?
—Lo que sea que estás pensando. Estás más nerviosa que una gata en celo. No me miras a los ojos y salta a la vista que quieres decirme algo pero que no sabes cómo sacar el tema. Por el amor de Dios, eres mi mejor amiga desde que tengo uso de razón. Vale que estos meses no nos hemos comportado como las mejores amigas del mundo, pero… —Se detuvo de repente, se encogió de hombros y se metió el trozo de tostada en la boca.
Jugueteé con mis tortitas de patatas, quitándoles la capa más crujiente y deshaciendo el interior.
—Tienes razón —dije—. No me he comportado como la mejor amiga del mundo. He estado muy preocupada y…
—¿En serio?
Levanté la vista. Toni intentaba contener la risa, pero no lo estaba consiguiendo. Le sonreí.
—Sí, en serio. Bueno, la cosa es quería disculparme y pedirte perdón y…
—Vale, vale, tampoco vamos a sacar las cosas de quicio —me interrumpió—. Pero tú pagas el desayuno.
Sentí cómo se deshacía un poco el nudo que tenía en el pecho y, de repente, comprendí que hacía mucho tiempo que no respiraba con normalidad. ¿Desde el día que fui a ver a Brenda Unger? ¿Desde la noche que murió Chase?
Creía que sería difícil, pero en cuanto empecé a hablar, se puede decir que todo el asunto salió solo. Hablé de los meses que llevaba preguntándome quién sería la amante de Chase, sin pistas que seguir. Después, de cuando Cuesco me contó lo del divorcio y la posterior conversación con Brenda. Y también del sueño en el que Chase se convertía en otra cosa, en algo espantoso.
Fue un alivio tremendo quitármelo de encima, compartir la carga con una persona en quien confiaba. No tenía ni idea de lo que hacer a continuación ni sabía si cambiaría algo, pero al menos no tendría que estar sola.
Cuando terminé, la miré a la cara.
Toni me miraba con la boca abierta y la taza de café suspendida en el aire. Soltó la taza con tanta fuerza que la mesa se sacudió.
—Joder, Dell—dijo.
—Lo sé. —Meneé la cabeza—. Jamás habría pensado que…
—No. Escúchame bien, te equivocas.
—Yo tampoco quería creerlo, Toni. Pero Brenda dijo…
Apoyó los codos en la mesa.
—Dime lo que te contó Brenda. Sus palabras exactas.
Hice memoria para recordar la conversación.
—Bueno, admitió haber tenido una aventura. Cuando intenté razonar con ella para que no dejara a Cuesco, se puso muy nerviosa, me dijo que yo era la última persona con la que quería hablar de ese asunto, que llevábamos siendo amigas mucho tiempo y que no quería causarme más dolor.
—Pero no te dijo que ella era quien había tenido una aventura con Chase.
—No, no lo dijo con esas palabras. No fue tan clara. Pero se sobreentendía que era lo que intentaba decirme.
—¿De verdad?
—Bueno… sí. Para mí estaba claro. He intentado buscarle otro sentido, pero ¿qué más podría querer decirme? Cuesco me dijo que llevaba rara un tiempo… varios meses, puede que un año. Y que Brenda le dijo que aunque se había terminado la aventura, ya no podía seguir con la vida de siempre y que no quería contármelo todo porque yo ya había pasado bastante.
Miré a Toni con los ojos entrecerrados. Tenía una expresión muy rara, una que no terminaba de entender.
—Somos amigas de toda la vida —me dijo al cabo de un rato—. Y sabes que te quiero. Pero voy a decirte algo que te hace falta saber. Así que escucha con atención. —Inspiró hondo y suspiró con pesadez—. No escuchas, Dell. Tú oyes, pero no escuchas. Sobre todo durante estos últimos meses. Has estado tan ensimismada en tu propio dolor que no has visto nada más. Sé que lo has pasado muy mal, así que te he dado un poco de cuartelillo. He intentado ser comprensiva. Pero tienes unas anteojeras puestas en lo que se refiere a Chase. Estás sacando unas conclusiones equivocadas, y tienes que saber la verdad. —Se detuvo y apartó el plato que tenía delante. Esperé con la vista clavada en la vena que le palpitaba sobre la ceja derecha—. No era Brenda Unger.
—Pero me dijo…
—Te dijo que no quería causarte más dolor, que ya habías pasado bastante. A eso me refiero con que no escuchas, Dell. Te dijo que no te contó lo de la aventura porque creía que reabriría tus heridas. Sólo eso. No quería decir nada más.
—No, te equivocas —la corregí—. Tú no estabas allí.
—Dell, hazme caso —dijo Toni—. Brenda no tuvo una aventura con Chase.
—¿Cómo lo sabes?
Una vez tuve una perra, un cruce con spaniel, que mordía si tenía miedo, estaba herida o se sentía acorralada. Aprendí a reconocer las señales. Se tensaba un segundo antes y giraba la cabeza con brusquedad. Y tenía una mirada especial, con los ojos vidriosos, como si supiera que después se arrepentiría de lo que iba a hacer pero te mordía de todas maneras.
Toni tenía esa misma expresión. El instinto me decía que retrocediera, pero fui incapaz de hacerlo.
—¿Cómo lo sabes? —repetí.
Se mordió el labio inferior y clavó la vista en el río.
—Porque lo sé y punto.


Si creía que Brenda me había dado el beso de Judas, ahí estaba Toni con un enorme martillo para clavarme en la cruz. Casi podía sentir las vibraciones en mi cabeza por los golpes, unas vibraciones que me sacudían por entero. Casi podía sentir el ruido metálico del acero contra el acero, Netta se acercó con una jarra de café y nos rellenó las tazas mientras yo intentaba tragar el enorme nudo que se me había formado en la garganta. Toni le dio las gracias y se reclinó en su silla mientras bebía café, como si la discusión se hubiera terminado. Me miró por encima del borde.
Al cabo de un rato, cuando por fin recuperé la voz, le pregunté con voz ronca y quebrada:
—¿Qué es lo que sabes exactamente?
—Sé que no era Brenda.
—¿Entonces quién? ¿Y por qué puñetas no me lo dijiste? Sabes que esto me ha estado carcomiendo, Toni.
Extendió el brazo por encima de la mesa e intentó cogerme la mano. La aparté de un tirón. No quería que me tocase, no quería tener que mirarla.
—Le dije a Boone que reaccionarías de esta manera —masculló.
Se me cayó el alma a los pies.
—¿Boone? —pregunté.
—¿Con quién si no iba a hablar? Deja que te lo explique.
—¿Qué hay que explicar? —grité—. ¿Otra traición? ¿Otra puñalada trapera?
Dejé un billete de veinte dólares en la mesa y salí al aparcamiento. Toni me siguió a la carrera, intentando hablar conmigo.
—Cállate, ¿me has oído? Cállate y déjame tranquila.
Se calló.
Volvimos en silencio al pueblo. No sé cómo lo conseguimos sin acabar en la cuneta, porque las lágrimas me impedían ver la carretera y mis manos no dejaban de temblar sobre el volante. Cuando por fin detuve el coche delante de la casa de Toni, salió y yo me fui. Sin despedirme siquiera.
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Capítulo 18

Llevaba toda la vida en Chulahatchie y nunca me había sentido sola.
Triste de vez en cuando, pero era la clase de tristeza que supongo que experimentan todas las mujeres alguna que otra vez, cuando sus maridos no les prestan atención o cuando se sienten abandonadas o menospreciadas.
Nunca había sentido ese bloque de hielo en la boca del estómago, ese aislamiento. Era como una extraterrestre recién salida de su nave espacial, en mitad de un planeta donde la gente pronunciaba unas palabras que entendía por separado pero que, juntas en una frase, no tenían el menor sentido.
Era como una pesadilla de la que no podía despertarme, como esa película, La invasión de los ladrones de cuerpos. Todas las personas a las que quería, en quienes confiaba y a quienes creía conocer se estaban convirtiendo en unos desconocidos aterradores con caras familiares. Primero Chase, después Brenda y en ese momento Toni e incluso Boone. Nada era lo bastante sólido como para aferrarme. Todo el mundo se había convertido en un campo de arenas movedizas.
Una vez que se fueron los clientes del lunes y cerré el Heartbreak Café, me quedé sentada en una mesa de un rincón, incapaz de obligarme a levantarme y hacer algo. Durante un cuarto de hora, tracé con el pulgar la marca que tenía la mesa de fórmica.
Me rugió el estómago y me tembló la mano. Pensé de pasada que a lo mejor tenía hambre, pero era difícil diferenciar el hambre del vacío de mi interior.
Levanté la vista y vi a Scratch junto a mí con un plato en la mano.
—Lo sé. Tengo que preparar las cosas para el desayuno de mañana —dije—. Es que no puedo…
«No puedo ¿qué?», me pregunté. «¿No puedo funcionar? ¿No puedo terminar una frase? ¿No puedo aceptar el hecho de que todos aquellos a los que he querido han resultado ser unos mentirosos y unos traidores?»
—No pasa nada —dijo Scratch—. Todo está hecho. He guardado la comida y he preparado una sopa para mañana. La cocina está limpia y recogida. —Me acercó el plato—. Los cuervos nos han dejado pelados, pero le he preparado esto. Supuse que tendría hambre, porque no ha comido nada.
Dejó el plato delante de mí.
—¿Le importa si me siento?
Me importaba. En cierto modo, no me parecía bien estar sentada a la misma mesa que un negro, y aunque no quería sentir eso, no me quedaban fuerzas para controlar mis pensamientos y obligarme a sentir otra cosa.
Me caía bien Scratch, de verdad que sí. Trabajaba duro, tenía un corazón de oro y no me daba un solo problema. Sin embargo, no era capaz de librarme de la tensión cuando estaba con él, no terminaba de eliminar ese recelo innato que todos los sureños llevan en los huesos.
Aun así, dije lo que se esperaba, aunque no fuera lo que estaba pensando.
—Siéntate. —Le eché un vistazo al plato que me había llevado—. ¿Qué es?
Scratch se sentó muy despacio, como si no estuviera seguro de que el asiento aguantara su peso. Me daba la sensación de que él tampoco estaba muy cómodo con esa situación.
—Es un sándwich.
—Ya me he dado cuenta. ¿De qué?
—De mantequilla de cacahuete, mermelada y magro de cerdo enlatado.
—Estás de coña.
—No diga nada hasta que lo haya probado. Dicen que a Elvis le gustaba la mantequilla de cacahuete gratinada con plátanos. Supongo que nunca descubrió el magro de cerdo enlatado.
—Sí, pero Elvis tenía cuarenta y dos años cuando murió —dije—. Tampoco es que sea la mejor recomendación el mundo.
Scratch me hizo un gesto para que comiera.
—Vamos, déle un mordisco. Es lo mejor para los momentos de bajón.
Ya había cortado el sándwich por la mitad, en diagonal, como a mí me gustaba. Cogí uno de los trozos y le di un bocado.
—¿A que está bueno?
Estaba más que bueno. La combinación de sabores y de texturas era increíble: la suavidad de la mantequilla de cacahuete, la leve acidez de la mermelada de frambuesa y el sabor ligeramente salado y algo más fuerte de la carne enlatada.
Le di otros dos mordiscos y tragué.
—Tú ganas. Está buenísimo. Pero ¿por qué crees que lo necesito?
Dio unos golpecitos en la mesa con los dedos antes de poner la palma de la mano hacia arriba. Un gesto muy sencillo, pero que a la vez demostraba cierta vulnerabilidad, ya que dejaba a la vista la pálida piel de esas manos fuertes y negras.
—No hace falta ser un genio para reconocer las señales. —Se encogió de hombros—. Si quiere hablar, la escucho.
Abrí la boca para decir que no, que estaba bien. Pero me traicionó el corazón y fui incapaz de contener las lágrimas.
—Eso está bien. Desahóguese —murmuró él. Sacó un puñado de servilletas del servilletero y me las dio.
Estuve llorando un buen rato, sin mirarlo a la cara, y cuando por fin me soné la nariz y levanté la vista, allí estaba, mirándome, esperando pacientemente. Jamás había conocido a un hombre, salvo Boone, que se sintiera a gusto con las lágrimas femeninas, pero Scratch me sorprendió. Se me ocurrió de repente que a lo mejor también me sorprendería con otras muchas cosas si le daba la oportunidad.
—Ayer fui a desayunar con Toni —empecé.
Asintió con la cabeza.
—Y… bueno… —titubeé un segundo antes de lanzarme de cabeza.
Se lo conté todo. Hablé sobre Chase, sobre el sueño, sobre mis sospechas acerca de Brenda y sobre el hecho de que tanto Boone como Toni sabían algo que no me estaban contando. Sobre la profunda soledad y el aislamiento que nunca había experimentado hasta entonces. Me escuchó con paciencia, sin interrumpirme, pero tomándoselo todo muy en serio. Cuando terminé, tenía los ojos llenos de lágrimas.
Nadie había llorado por mí antes.
—¿Qué hago? —le pregunté.
No me contestó de inmediato. Se lo pensó un minuto y luego dijo:
—A veces la gente nos defrauda. Sufrimos un tiempo. A lo mejor durante mucho tiempo. Y después, poco a poco, empezamos a perdonar.
—No sé perdonar.
Me miró a los ojos.
—Nadie sabe. Lo que hay que hacer es levantarse por las mañanas y poner un pie delante del otro. Dar un paso tras otro, dejar que las heridas cicatricen hasta encontrar la fuerza para enterrar el pasado.
Pronunció esas palabras en voz baja, con seriedad, como si supiera (como si supiera de verdad) lo que querían decir. Como si él mismo hubiera pasado por eso.
En ese momento escuché algo más en su voz, vi algo que antes no había podido ver.
—Dime, ¿cómo conseguiste tú aprender a perdonar? —le pregunté.
Se encogió de hombros.
—Me levanto todas las mañanas —me contestó— y pongo un pie delante del otro.
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Capítulo 19

El lunes por la noche, mientras retransmitían el partido de fútbol por televisión, me senté en el sofá y le eché un vistazo a la contabilidad para decidir cuánto podía pagarle a Scratch por su trabajo en el Heartbreak Café. Había investigado un poco e incluso me había pasado por la biblioteca aprovechando que Boone no estaba, y el resultado me había indignado muchísimo.
En primer lugar, porque descubrí que en el estado de Misisipí el sueldo mínimo no estaba fijado por ley. Y, en segundo, porque no había protección social para los trabajadores más desfavorecidos, no había directriz legal alguna. Hasta ese momento, nunca me había parado a pensar sobre el tema. Nunca se me pasó por la cabeza cómo se las apañaba la gente para sobrevivir cuando carecían de sueldo y de prestaciones a las que recurrir. Al menos, no hasta que Chase me dejó con una mano delante y la otra detrás.
Tal vez no debería haberme dejado afectar por esa faceta personal que había descubierto en Scratch. Porque no sólo era un negro, un vagabundo, un mendigo que necesitaba limosna, sino un hombre. Una persona que tenía una vida más allá del Heartbreak Café, que sabía muy bien lo que era el sufrimiento, la pérdida de los seres queridos y el perdón. Una persona con la que tal vez pudiera entablar una amistad, aunque todo dependía de mi voluntad de entablarla, claro.
Después de todos esos meses, atisbaba el comienzo de un vínculo personal. Y eso hacía que lo viera con mejores ojos.
Y que la opinión que tenía sobre mí misma cayera en picado.
Cada vez que me miraba en el espejo, veía una cincuentona egoísta y superficial a la que no le interesaba nada salvo sus propias necesidades. Sí, podía racionalizarlo, podía echar mano de muchas excusas. Me había quedado viuda, me sentía herida y traicionada y estaba luchando sin ayuda de nadie para sacar a flote una cafetería. Sin embargo, por muchas excusas a las que me agarrara, el tufo seguía siendo horrible, como el del brócoli y la col cuando se pegan a la cacerola.
Toni tenía razón en una cosa: no le había prestado atención a nada. Me había pasado media vida avanzando como una sonámbula y había tenido que perderlo todo para despertarme. ¿Por eso Chase se fue con otra?, me preguntaba. ¿Por eso no respeté de verdad a Scratch hasta que me vi obligada a reconocer que poseía una sabiduría, una lucidez, que a mí me faltaba? ¿Por eso cuando miraba a Peach Rondell veía a la ajada Reina de la Habichuela en vez de ver su belleza interior?
Tal vez me había estado haciendo las preguntas equivocadas. Tal vez me había centrado demasiado en el qué, en el quién, en el cómo y en el cuándo, y todavía no había llegado al por qué.
—¿Por qué? —me preguntó él.
—¿Cómo que por qué? ¿No quieres cobrar dinero, dinero de verdad, no sólo propinas? Para comprarle comida a tu gata, para comprar pasta de dientes… —Me obligué a sonreír en un intento por quitarle hierro al asunto—. Para comprar productos de limpieza. No lo niegues, sé que estás obsesionado con la limpieza.
Scratch entrecerró los ojos y ladeó la cabeza.
—¿Por qué ahora?
No quería responder esa pregunta y estaba segurísima de que él lo sabía.
—Digamos que has superado el periodo de prueba y que puedo permitírmelo. Cinco dólares por hora no es mucho, pero algo es algo.
—Sí, señora—dijo—. Es algo.
—Entonces no hay más que hablar. Vámonos a trabajar antes de que cambie de opinión.
—¿Señorita Dell?
Me volví.
—Gracias.
—De nada. Y llámame Dell de ahora en adelante.


Esa tarde fue de locos en la cafetería. Faltaba una semana para el Día de Acción de Gracias y tal vez la gente se estuviera preparando para las fiestas y no tuviera ganas de cocinar. O tal vez el Heartbreak Café estuviera intentando salvarme otra vez, mantenerme ocupada hasta el punto de dejarme sin fuerzas y sin tiempo para regodearme en mis penas.
A la una ya no quedaba cerdo asado y la empanada de pollo estaba tiritando. Scratch estaba rebuscando en el congelador, en busca de cualquier cosa que se pudiera preparar en poco rato, cuando apareció una alegre Purdy Overstreet.
Como era habitual, la teatral entrada de la anciana detuvo todas las conversaciones de golpe. Purdy hizo una reverencia, saludó a su público con la mano y echó un vistazo a su alrededor.
Su mesa de siempre estaba ocupada por unos desconocidos, una familia de cuatro miembros procedente de Texarkana que se dirigían subiendo el curso del río a casa de la abuela, situada en Milledgville, Georgia. Me habían soltado un rollo durante diez minutos sobre Milledgville y sobre la abuela, que había conocido a Flannery O'Connor y que solía ir a la granja de la escritora a echarles de comer a los pavos reales. En un día como ése, no tenía tiempo para escuchar a nadie y las aves de Flannery me importaban un pimiento, pero sonreí, asentí con la cabeza y les serví la empanada de pollo.
Purdy los miró con cara de mala leche. Ellos no captaron el mensaje y siguieron disfrutando tranquilamente de su té helado, como si no tuvieran mucha prisa por llegar a casa de la abuela. Purdy siguió en la puerta, apoyando el peso del cuerpo en un pie y luego en el otro como si fuera un reloj de péndulo. Tic, tac. Tic, tac…
Y, en ese momento, Hoot Everett, que estaba sentado a la mesa situada más cerca de la cocina, levantó la cabeza y la vio. Se puso en pie de inmediato y estuvo a punto de volcar dos tazas de café y un vaso de té endulzado a medida que avanzaba como un loco entre la clientela.
Cuando llegó a la puerta, extendió un brazo y la saludó con una breve y artrítica reverencia.
—Señorita Purdy —dijo—, sería un placer disfrutar de su compañía durante el almuerzo.
Hoot iba de punta en blanco, como si hubiera presentido que ése iba a ser su día de suerte. Se había afeitado la barba canosa, salvo un trocito que había pasado por alto justo debajo de la oreja izquierda, y estaba como un pincel con su camisa blanca limpia y sus tirantes verdes. La alegre corbata roja con lunares blancos temblaba bajo su papada cual pajarillo nervioso.
A través de la ventana que comunicaba la cocina con la barra, vi que Purdy echaba un vistazo en busca de Scratch. Sin embargo, como su primer amor estaba ilocalizable, el segundo plato era mejor que nada. Hizo un puchero con esos labios pintarrajeados y le regaló a Hoot una enorme sonrisa.
—Encantada de acompañarlo —dijo con una afectada pronunciación mientras le ofrecía la mano.
Hoot la condujo hasta su mesa, la ayudó a tomar asiento y se sentó frente a ella con cara de estar en la mismísima gloria. Porque su amor por fin era correspondido.
Cogí mi cuadernillo para anotar los pedidos y me acerqué a ellos tan rápido como me lo permitieron los pies. Purdy querría empanada de pollo y sólo quedaban cuatro porciones, así que no estaba dispuesta a que ningún otro cliente pidiera antes que ella. No había nada más peligroso en el mundo que una mujer enfadada porque se había quedado sin pollo.
Anoté el pedido, le llevé el té y fui de mesa en mesa rellenando tazas y vasos mientras Scratch se ocultaba en la cocina. Las mesas fueron despejándose a medida que nos acercábamos a las dos de la tarde y por fin me permití respirar un poco más tranquila. Lo habíamos logrado sin necesidad de recurrir a los higaditos de pollo fritos que tenía reservados para el plato especial de un sábado.
Le cobré a la familia de Milledgville y los acompañé hasta la puerta. Hoot y Purdy estaban sentados con las cabezas muy juntas y riéndose. Habían hecho buenas migas. Peach Rondell estaba en su lugar habitual, observándolos y escribiendo sin parar.
Cuando me acerqué a su mesa para rellenarle la taza, me miró con las cejas enarcadas mientras esbozaba una sonrisilla maliciosa.
—Vaya dos personajes —me dijo al tiempo que señalaba con la cabeza a los dos tortolitos.
—Ya era hora —repliqué—. Parecía que no iba a dejar tranquilo a Scratch en la vida.
—A lo mejor Hoot tiene algo de lo que Scratch carece.
—¿A qué te refieres?
Peach señaló otra vez con la cabeza hacia el otro extremo de la cafetería. Cuando miré, Hoot estaba enseñando los pocos dientes que le quedaban al sonreír de oreja a oreja mientras le pasaba algo a Purdy.
Una botella. Una botella verde de cristal.
—¡Jo! —exclamé en voz baja—. ¿Qué es eso?
—No lo sé —respondió Peach—, pero sí sé que a los dos les gusta mucho.
En ese momento, sonó la campanilla de la puerta y entró Marvin Beckstrom, seguido del sheriff con su uniforme, su revólver enfundado en la cadera y sus esposas colgando del cinturón.
—¡Ay, por Dios! —exclamé—. Peach, tengo que hacer algo ya. No tengo licencia para vender bebidas alcohólicas, y si están bebiendo lo que creo que están bebiendo, el sheriff puede cerrarme el negocio a la orden de ya. Y el cerdo de Beckstrom seguro que hace palmas con las orejas.
—Vete —me dijo—. Yo los distraeré. Me acerqué a la mesa de Hoot con una sonrisa falsa e intenté actuar con normalidad.
A mi espalda, escuché un golpe, algo de cristal o de loza que se rompía, y un gruñido. Marvin y el sheriff corrieron hasta el lugar donde se sentaba Peach y Scratch salió de la cocina para ver qué estaba pasando.
Me planté delante de Hoot y de Purdy para que Marvin no pudiera verlos, y para que Purdy no viera a Scratch.
—¿Qué estáis haciendo? —mascullé, furiosa—. ¡Aquí no podéis beber eso!
—Claro que sí —me soltó Hoot. Tenía dificultades para hablar—. Somos adultos consentidos.
—Sí, señor —añadió Purdy alegremente—. No somos crios y tú no eres nuestra madre. No eres la jefa.
—¿Qué es eso? —Le quité la botella a Hoot de la mano y me la acerqué a la nariz. El fuerte olor a fruta y alcohol estuvo a punto de tumbarme—. ¡La leche, Hoot! Esto es muy fuerte.
—Pues sí —reconoció él—. Es vino y lo he hecho especialmente para la señorita Purdy. Tengo las mejores uvas del condado —añadió al tiempo que le daba unas palmaditas a la huesuda mano de Purdy—. Y la mujer más guapa.
Eché un vistazo por encima del hombro. Marvin y el sheriff estaban ayudando a Peach a ponerse en pie, ya que había fingido caerse al suelo. Scratch estaba limpiando los trozos de cristal y el té derramado. Escuché que Marvin le sugería a Peach que me demandara por haberse caído en el interior del local.
—Quedaos aquí quietecitos —les dije a Hoot y Purdy—. Voy a llevarme esto ahora mismo. —Le coloqué el tapón de corcho a la botella y la guardé en el bolsillo del mandil con la esperanza de deshacerme de ella antes de que el sheriff se oliera algo sobre el vino de Hoot.
—¡Devuélveme eso! —chilló Hoot—. No es tuyo.
—Ahora sí. Acabo de confiscarlo.
—¡Ladrona! —gritó Purdy—. Voy a llamar a la policía.
—La policía está aquí—señalé—. Y seguro que el sheriff os arresta a los dos por estar borrachos y causar un escándalo. Así que, por favor, quedaos aquí tranquilitos mientras yo os traigo café recién hecho. Invita la casa.
Sin embargo, Hoot ya se había puesto en pie. Estaba coloradísimo y le temblaban la papada y la corbata.
—Nos largamos —dijo—. Vamos, nena, salgamos de aquí. —Le tendió la mano a Purdy, que se levantó y se acercó a él a trompicones—. Nos vamos a mi casa. Allí tengo más.
Lo agarré del brazo.
—Hoot Everett —le dije—, no puedes conducir en ese estado. Sobrio ya eres un peligro en la carretera, así que ya puedes ir dándome las llaves.
—Ni hablar. —Se alejó hacia la puerta, agarrando a Purdy por la cintura y usando el otro brazo para apoyarse en las mesas.
Purdy, que apenas era capaz de andar con los tacones estando sobria, se tambaleaba peligrosamente.
Todo sucedió a cámara lenta. Purdy vio a Scratch con el rabillo del ojo, se volvió y fue directa al suelo mientras agitaba los brazos. Aterrizó de mala manera, ya que se le quedó una pierna doblada en un ángulo extraño, y soltó un alarido de dolor y rabia.
El jaleo que se había montado con la caída de Peach en el otro extremo de la cafetería se detuvo de pronto. El fingido accidente quedó olvidado, y Peach y Scratch corrieron hacia nosotros seguidos de cerca por Marvin Beckstrom y el sheriff.
Scratch se arrodilló para tantear con cuidado el tobillo de Purdy y la pantorrilla. Hoot se mantuvo cerca, observándolo todo como si fuera un bulldog protector y rabioso mientras le advertía a Scratch con la mirada que no se le ocurriera subir más allá de la rodilla.
—¿Lo ves, Dell? Te lo dije —masculló Marvin desde algún lugar cercano—. Este sitio es un desastre en potencia. Además, ¡aquí huele a alcohol!
—Cierra el pico, Marvin —le ordené—. ¿Tú qué crees, Scratch? ¿Se ha roto algo?
Él negó con la cabeza.
—Creo que no. Me parece que sólo tiene un esguince de tobillo. Pero a su edad es mejor ser precavido. Será mejor llevarla al hospital.
Peach ya había llamado a emergencias con su móvil y al cabo de unos minutos apareció la ambulancia con las luces encendidas en la puerta del Heartbreak Café, acompañada de una multitud de curiosos. ¡Era horrible! En ese pueblo no se podía ir a mear sin que cinco o seis personas lo comentaran.
Los sanitarios entraron, evaluaron la situación y, después de colocar a Purdy en una camilla, se marcharon a urgencias. El trayecto en ambulancia sólo les llevaría unos tres minutos. Hoot intentó subirse en la parte trasera, pero los sanitarios se lo impidieron. Después de un breve forcejeo, el sheriff decidió intervenir para evitar que se convirtiera en una pelea en toda regla.
—Yo lo llevo —se ofreció Peach—. No está en condiciones de conducir.
La ambulancia se puso en marcha con las sirenas y las luces. Un poco exagerado, en mi opinión, pero a los hombres les encanta enseñar sus juguetitos… Peach acompañó a Hoot hasta su Honda de color azul para seguir a la ambulancia.
Sólo se quedaron el sheriff y Marvin, sin contarnos a Scratch y a mí, claro. El sheriff estaba inspeccionando la mesa que habían ocupado Hoot y Purdy. Marvin me estaba mirando con cara de mala leche y expresión recelosa. Me metí la mano en el bolsillo del mandil y empujé la botella para que se quedara en el fondo. El bulto se notaba de todas formas, pero si dejaba la mano dentro y actuaba con normalidad, tal vez no se les ocurriera registrarme.
Marvin entrecerró los ojos y se frotó las manos, como una mantis religiosa gigantesca a punto de zamparse un insecto más pequeño y desvalido.
—Te lo dije —repitió—. Era una mala idea desde el principio. Supongo que no se te ocurrió que podían demandarte a las primeras de cambio, ¿verdad? Y como el propietario legítimo de la propiedad es el Banco de Ahorros y Créditos de Chulahatchie, puede verse perjudicado por el litigio. Si pudiera encontrar una excusa, legítima por supuesto, para clausurarte el local, te lo cerraba hoy mismo. —Soltó la parrafada de un tirón y después parpadeó, como si acabara de recobrar el sentido común después de un episodio de locura transitoria—. Por tu bien, claro.
Como no quería darle el gusto de discutir, guardé silencio y me limité a mirarlo fijamente hasta que él tragó saliva y parpadeó otra vez.
—Aunque, claro, tienes un contrato de alquiler…
—Exacto. Así que ahora os agradecería que os quitarais de en medio para poder cerrar.
Marvin le hizo un gesto al sheriff. Un gesto que me recordó al de un entrenador que le diera una orden a su perro. Una vez que los dos salieron, con gran parsimonia, por cierto, cerré la puerta, giré el cartel para que se viera bien el letrero de CERRADO y bajé la persiana.
—Por Dios… —dije al tiempo que me sentaba en la silla más cercana.
—Y por todos los Santos. —Scratch siguió de pie con los brazos en jarras y los puños apretados—. ¿Qué ha pasado?
Saqué la botella de vino del bolsillo y la dejé en la mesa.
—Purdy y Hoot se habían montado una fiesta.
Él soltó una carcajada y después siguió recogiendo las mesas. Debería haberme puesto en pie para ayudarlo, pero me temblaban las piernas, de modo que seguí sentada con la cabeza apoyada en las manos. Scratch estuvo trasteando un rato en la cocina y después volvió.
—Ya está todo —dijo—. Así que me voy.
—Vale. Hasta mañana.
—Una cosa antes de irme.
Levanté la cabeza y vi que sujetaba algo. Algo que, en comparación con el tamaño de su mano, parecía diminuto. Lo dejó en la mesa delante de mí.
En ese momento, escuché la campanilla de la puerta. Ni siquiera me había dado cuenta de que Scratch se había ido. No podía apartar los ojos del objeto que estaba en la mesa.
Un libro. Un libro encuadernado en cuero. El diario de Peach Rondell.
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Capítulo 20

Sabía que no debería hacerlo. Lo sabía.
Era una invasión de la intimidad, peor que espiar a tus vecinos con prismáticos. Peor que escabullirse entre los arbustos de noche para espiar por la ventana del dormitorio de alguien. Peor que levantar un teléfono supletorio para escuchar una conversación.
Pero fue superior a mis fuerzas.
La cafetería estaba cerrada al público; la puerta, cerrada con llave; las persianas, echadas; las luces, apagadas. Nadie podía verme. Nadie sabría nunca que estaba allí dentro a menos que rodeara el contenedor de basura y vieran mi coche aparcado.
Supongo que podría haberme ido a casa. Llevarme el diario y leerlo en mi cocina. Pero, de alguna forma, eso habría sido peor. No sólo me habría convertido en una fisgona, sino también en una secuestradora.
De modo que me quedé sentada un buen rato con el diario cerrado delante de mí, mirándolo, sopesando mis posibilidades.
—Puedes juzgar a la gente —solía decirme mi madre— por lo que hacen cuando nadie los mira.
Supongo que también diría que Dios siempre estaba mirando, pero como no había visto señales de Su presencia en esos meses, la idea de provocar la ira divina tampoco me preocupaba demasiado.
Desde luego que me picaba la curiosidad, pero era mucho más que eso. Era una especie de compulsión. Me temblaba la mano y tenía un nudo en el estómago, y aunque escuchaba la advertencia de mi madre en la cabeza, no pude contenerme.
El diario se abrió por la página que Peach había estado escribiendo, donde estaba metido el bolígrafo, con casi dos tercios de las hojas escritas. El papel era muy fino y estaba lleno de apretadas líneas azules, con una letra menuda, clara y limpia.
Hooch se inclinó y le dio un beso a Pansy en la mejilla. Sabía perfectamente que nunca se lo habría permitido de haber estado sobria, pero tenía que aprovechar cualquier oportunidad que se le presentase.
La puñetera corbata estaba a punto de ahogarlo. Pansy olía a ginebra casera, a polvos de talco y a un perfume tan agobiante que se le saltaban las lágrimas, y también a algo más… Eau de Asilo, pensó. Ese olor tan característico de los lugares donde conviven un montón de ancianos y moribundos.
Mis sospechas se confirmaban: Peach estaba escribiendo sobre Chulahatchie y sus habitantes. Sobre las personas que acudían al Heartbreak Café, de hecho, y sobre las cosas que pasaban en él todos los días.
¿Qué más habría escrito?
Pasé las páginas, yendo hacia atrás como los cangrejos. Había escrito sobre todo el mundo: sobre Scratch, sobre Cuesco, sobre los trabajadores de la fábrica de plásticos, sobre los camioneros, sobre las ancianas de pelo azul que iban a tomar café y un trozo de tarta. Sobre DiDi Sturgis y Tansie Orr. Incluso sobre Marvin Beckstrom.
En ese momento, un párrafo en concreto me llamó la atención y me detuve. Me detuve y me quedé de piedra.
Debería haber aceptado la invitación de Boone hace años, cuando tuve la oportunidad. Era muy dulce, inteligente y sensible, además de guapísimo, y podríamos haber tenido algo si yo no hubiera sido una marioneta tonta y me hubiera opuesto a mi madre para variar. Odio a esa mujer, la odio con todas mis fuerzas, y aunque no me siento orgullosa por pensar así, creo que mi vida sería muchísimo más sencilla si se muriera de una vez. Pero es demasiado insoportable y demasiado cabezota como para darme el gusto. Con la suerte que tengo, seguro que vive para siempre…
Se me desbocó el corazón y cerré el diario, aunque dejé el dedo entre las páginas para marcar por dónde me había quedado. Eran cosas íntimas, cosas que seguro que Peach quería guardarse para sí. Me sentía como una ladrona que le robaba a otra persona sus posesiones más preciadas y después fingía que era su amiga. Pero no podía parar. Todavía no. No si lo que me hacía falta saber estaba en ese diario.
Cualquier duda que pudiera tener al respecto se despejó. Peach Rondell entendía a las personas. Observaba. Escuchaba. Estaba todo allí, en su diario. Todas las manías y las excentricidades, los detallitos que nos hacían peculiares. La verdad sobre Chulahatchie.
Ella veía todas esas cosas que la gente intentaba ocultar.
Scratch, por ejemplo. Había escrito sobre él con dulzura y compasión, y lo había caracterizado como a un artista fallido, como a un hombre que ocultaba un pasado doloroso. Con un amor que se había torcido. Con una profesión destrozada. Un hombre reducido a servir mesas en una cafetería de segunda, un hombre al que nunca le habían otorgado la admiración que se merecía.
¿Cómo era posible que intuyera algo así sobre la cara oculta de Scratch cuando sólo lo había visto como un pinche y un camarero? ¿Y cómo había llegado a entender la situación de Cuesco? Lo había retratado a la perfección: un jugador de baloncesto apartado de ese mundo por una lesión, cuya vida y autoestima se basaban en proteger a su familia, en ser un buen marido y un buen padre. Un hombre que había enterrado sus sueños de fama y gloria para hacer feliz a su mujer, quien le había pagado abandonándolo sin mirar atrás.
Y Tansie Orr, cuyo marido, Tank (Peach lo llamaba Hank), interpretaba el papel de amante esposo en público pero la maltrataba de puertas para adentro. «¿Lo haría de verdad?», me pregunté. ¿Qué había visto Peach que a mí se me había escapado? ¿Tenía razón al decir que la única escapatoria de Tansie era poner buena cara e intentar parecer lo más joven y sexy posible para animar su maltrecho ego? ¿Era ésa la razón de que se tiñera el pelo, se vistiera con ropa provocativa y se pusiera esas uñas postizas tan horteras?
Era todo muy interesante, muy revelador, pero no lo que estaba buscando. Estaba segura de que se encontraba en el diario, en alguna parte. Sólo tenía que encontrarlo.
Y, en ese momento, mis ojos captaron una palabra. Un nombre. Mi nombre.
Dell Haley es una mujer increíble. Me siento en esta mesa todos los días y la observo, y aunque sé por lo que está pasando y me imagino, al menos en parte, el dolor y el sufrimiento que debe padecer, sigue con su vida. Sonríe, habla con la gente y la escucha, y hace que las personas se sientan importantes, las trata con dignidad. Aunque sean unos capullos o unos gilipollas, como Marvin Beckstrom.
Nunca había visto una fortaleza semejante en una mujer. Siempre me inculcaron, de palabra, que no de hechos, que una mujer es como un jarrón de cristal, que sin el apoyo y la firmeza de un hombre se resquebrajará y se romperá en mil pedazos.
Cuando volví a Chulahatchie, yo estaba resquebrajada y a punto de romperme en mil pedazos. Me daba lo mismo vivir que morir. Pero Dell me ha enseñado a ser fuerte y gracias a su ejemplo me he animado a seguir adelante. Tal vez algún día reúna el valor suficiente para hablar con ella, para decirle que es mi heroína y mi fuente de inspiración.
Tal vez algún día podamos ser amigas. Tal vez…
El teléfono sonó, rompiendo el silencio de la cafetería. Di un respingo, cerré el diario de golpe y lo aparté de mí como si quienquiera que estuviese al otro lado de la línea pudiera ver a través del auricular lo que yo estaba haciendo. El corazón se me iba a salir por la boca. La culpa me provocó un nudo en la garganta, impidiéndome respirar con normalidad.
El teléfono siguió sonando. Giré la cabeza para mirar el reloj situado sobre la ventana que comunicaba la cocina con el comedor. Eran casi las cuatro. Me obligué a levantarme de la mesa y contesté con voz temblorosa.
—Gracias a Dios, Dell —dijo una voz—. Al ver que no contestabas el teléfono de casa, supuse que seguirías en la cafetería.
Tragué saliva en vano para deshacer el nudo que tenía en la garganta. El silencio se alargó.
—¿Dell? ¿Estás bien? Soy Peach.
—Sí —contesté—. Lo siento. Sí, estoy bien.
—Supuse que querrías saber cómo está Purdy Overstreet. Se encuentra bien. Como dijo Scratch, sólo es un esguince, aunque el médico ha dicho que tiene los ligamentos un poco dañados, así que le ha puesto una férula, que tendrá que llevar durante seis semanas. Un chisme de esos que se pueden quitar para lavarse y para dormir.
—Estupendo —dije.
—La cosa es que tardamos más de la cuenta en urgencias. —Peach soltó una carcajada—. Y agárrate… Hoot Everett está empecinado en cuidarla él sólito. La ha instalado en la habitación de invitados de su casa.
—Te estás quedando conmigo, ¿verdad?
—El caso es que Purdy piensa que será una compañía más interesante que los residentes de Saint Agnes… Purdy los llama «la peña geriátrica». Jane Lee Custer se pasó por el hospital mientras la atendían. Dice que no puede mantenerla en la residencia en contra de su voluntad, pero que mandará a alguien todos los días a casa de Hoot para ver cómo está.
—Supongo que tendré que llevarles el almuerzo —comenté—. Purdy detesta la comida de la residencia.
—Creo que le gustará mucho la idea —dijo Peach—. Aunque seguro que le gustará mucho más que se la lleve Scratch.
—Lo que nos hacía falta… que Hoot se líe a puñetazos para defender el honor de Purdy.
—La vida es un drama —sentenció Peach—. Allá donde vayas, tienes un asiento en primera fila.
No sabía qué decirle. Porque lo cierto era que su diario reflejaba el drama que veía a su alrededor.
—Oye —siguió ella—, con todo el lío que se montó, me dejé el diario en la mesa.
Intenté que no me temblara la voz, que me saliera normal.
—Sí, lo he encontrado. —Contuve el aliento. Iba a decirme que quería pasarse por la cafetería para recuperarlo, estaba segurísima. Pero necesitaba ganar tiempo—. A ver si te parece bien esto. Como me quedan algunas cosas que hacer aquí, si quieres, me paso por tu casa y te lo llevo cuando cierre.
—Te lo agradezco, Dell, pero no hace falta —me dijo—. Lo recogeré mañana. Pero ponlo en un lugar seguro, ¿vale? —Titubeó—. Es importante para mí.
—Te lo cuidaré bien.
—Sé que lo harás. Confío en ti.
Colgó y yo regresé a la mesa y al diario, sintiéndome como una malísima persona.
Me quedé allí sentada unos diez minutos, acariciando las tapas de piel y debatiéndome con mi conciencia. Peach confiaba en mí. Pues me ganaría esa confianza. No leería ni una sola palabra más y asunto arreglado.
Sin embargo, fue superior a mis fuerzas. Era como si mis manos pertenecieran a otra persona mientras pasaba las páginas, y como si mis ojos no estuvieran en mi cabeza mientras leían por su cuenta y riesgo. Y en ese momento lo encontré. Ya no podía detenerme, ni siquiera aunque mi alma corriera el riesgo de arder en el infierno por ese pecado.
Esperó allí, sumido en la creciente oscuridad, con la vista clavada en el río y en las garzas blancas que pescaban a la sombra del embarcadero. El agua estaba rojiza por el sol del atardecer, de un rojo sangre como los ríos de Egipto durante las plagas bíblicas.
La cabaña se alzaba por encima del nivel del agua gracias a una plataforma elevada sobre unos pilares de madera, aunque el río no se había desbordado desde que el cuerpo de Ingenieros de la Guardia Nacional construyera el dique y el cauce. Debajo de la plataforma estaba la camioneta, oculta a las miradas indiscretas de la gente que pasaba por el camino. Seguramente una precaución innecesaria. Los únicos visitantes eran las garzas que pescaban en el río y, además, la cabaña estaba situada al final de un estrecho camino de tierra, lejos de la carretera y en un recodo del río bastante alejado.
Vio que los faros de un coche iluminaban los árboles y se dirigió al otro lado del embarcadero para ver cómo el coche aparecía lentamente. Detrás de él, en la cabaña, las luces estaban apagadas; las velas, encendidas; el vino, enfriándose; y sonaba música de fondo. Todo estaba listo.
El coche se detuvo en el camino de entrada. Ella salió y subió los escalones con esas largas piernas enfundadas en unos elegantes vaqueros negros y su ondulada melena rubia al viento.
Era guapa y un poco tímida, de risa fácil, y lo ayudaba a sentirse atractivo, sexy y deseable. Igual que se sentía hacía tantísimo tiempo, cuando tenía treinta años, un cuerpo atlético y un brillante futuro por delante. Pero el tiempo y la realidad eran únicos para desinflar los músculos y ensombrecer los sueños, y hacía años que no se sentía como alguien especial.
De ahí que hubiera mantenido las distancias, consumido por la indecisión, preguntándose si estaría interpretando bien las señales. Hasta que ella se lo dijo abiertamente. En ese momento, se excitó tanto que podría haberla poseído allí mismo, en la frutería del PigglyWiggly.
Pero la cabaña era un lugar mejor. Un lugar íntimo, relajado, secreto. La fruta prohibida a la espera de que él la cogiera, y mandara a la mierda las consecuencias.
Mi madre solía decirme que nunca debía condenar a nadie a menos que escuchara a dos testigos. Creo que está en alguna parte de la Biblia, pero esté donde esté, parece un buen consejo.
Escuché una voz en mi cabeza. La voz de mi mejor amiga diciéndome que estaba segura de que Brenda Unger no había tenido una aventura con mi marido… pero sin decirme quién había sido. Seguí con la vista clavada en el diario, con las páginas abiertas como un especial del Playboy en toda su obscena gloria. Me dolía la boca de apretar los dientes y me palpitaba la cabeza por el esfuerzo de leer las palabras a la mortecina luz del atardecer.
Sí, acababa de encontrar a mi segundo testigo.







Capítulo 21

El Día de Acción de Gracias llegó y pasó. El peor Día de Acción de Gracias de mi vida.
El Heartbreak Café permaneció cerrado durante todo el día y yo lo pasé sentada en la casa que había compartido con Chase, me comí un sándwich de pavo e intenté distraerme con el Desfile de Macy y, después, con diez horas ininterrumpidas de fútbol. Juro que no podría decir qué equipos estaban jugando.
Toni. Era incapaz de creerlo. Mi mejor amiga y mi marido. ¿Cómo había sido capaz de hacerme algo así? ¿Y cómo lo había descubierto Peach Rondell?
Y otra cosa, ¿quién más lo sabía y guardaba silencio? Boone, seguro.
Me paseé de un lado para otro. Ahuequé los cojines del sofá. Ventilé mi rabia a gritos, puse verde a todo aquel que aparecía en la televisión y lloré hasta que pensé que acabaría ahogándome con mis propios mocos. Le grité a Dios, al universo, a quienquiera que estuviese escuchándome:
—¡Joder, no! ¡No! ¿Qué he hecho yo para merecer todo esto?
Pero nadie me contestó.
El viernes, después de dormir tres horas, salí de la cama a rastras y me fui a la cafetería. Scratch ya estaba allí, preparando el desayuno y haciendo café. Me miró, pero no dijo nada aparte de un escueto:
—Buenos días, señorita Dell.
Y siguió con su trabajo. Lo dejé todo en sus manos y me senté a una mesa para beberme unas cuantas tazas de café seguidas mientras me preguntaba qué narices iba a hacer. Cómo iba a seguir adelante. Cómo podía sobrevivir a algo así.
Nadie apareció esa mañana. Nadie salvo Cuesco Ungen.
Se sentó frente a mí y aceptó el café que Scratch le ofrecía. Pasó un rato en silencio con la taza entre las manos hasta que al final dijo:
—Dell, ¿qué te pasa? Pareces estar en las últimas.
No pude contestarle. Me limité a mirarlo con un nudo enorme en la garganta y a encogerme de hombros.
—Trabajas como una mula —me dijo al cabo de un momento—. Deberías tomarte unos días de descanso.
La preocupación que destilaba su voz fue la gota que colmó el vaso, tanto fue así que se me saltaron las lágrimas.
—Es posible que tengas razón —dije—. Estoy muy estresada.
—Si necesitas hablar —siguió él después de beber un sorbo de café—, sabes que puedes contar conmigo.
Apreté los dientes y decidí animarme un poco.
—Se me pasará —le aseguré.
Él alargó un brazo y me acarició los dedos con una de sus encallecidas manos. Fue como el leve roce de un papel de lija.
—No tienes que hacerte la fuerte a todas horas —me dijo—. Tienes amigos.
—Lo sé.
Fue lo único que pude decirle. Si seguía hablando, acabaría hecha un mar de lágrimas y no podría parar. Así que cambié de tema.
—¿Te apetece desayunar?
—¿Me acompañas?
Eché un vistazo a mi alrededor. No había nadie.
—¿Por qué no?
Scratch no me permitió entrar en la cocina. Preparó huevos con beicon, patatas fritas y tortitas de plátano, y lo llevó a la mesa como si estuviera sirviendo a la realeza. Hablamos de cosas sin importancia mientras comíamos. Cuesco se zampó su desayuno y la mitad del mío. Cualquiera diría que le gustaba más la cocina de Scratch que la mía. Para cuando se comió la última tortita, estaba casi convencido de que no me pasaba nada. De que sólo estaba cansada. De que sólo necesitaba tomarme un descanso.
—Pues tómatelo —me dijo—. La cafetería no va a irse a ningún sitio.


Estoy segura de que se me fue la olla al marcharme de esa forma. A la mañana siguiente, preparé una maleta, le dí las llaves a Scratch y coloqué el cartel de CERRADO en la puerta del Heartbreak Café.
—Volveré dentro de unos días —le dije—. No creo que nadie se muera por no comer aquí.
Él me miró con los ojos entrecerrados.
—¿No deberías hablar con Toni? ¿O con Boone? Deberías decirle a alguien adonde vas. Se preocuparán por ti.
—Que se preocupen—repliqué—. Les vendrá bien.
Y, después, sintiéndome como una adolescente rebelde que acababa de fugarse de casa, me detuve en el cajero automático del Banco de Ahorros y Créditos de Chulahatchie, saqué el máximo permitido (doscientos dólares) y puse rumbo a la frontera con Alabama.
No sabía muy bien adonde me dirigía. A Atlanta, quizá. Me daba igual. Lo importante era salir de Misisipí, más concretamente de Chulahatchie, y alejarme de Toni, de Boone y del recuerdo de Chase Haley todo lo que me permitieran la Visa y la rabia que me quemaba por dentro.
Quizá condujera hasta Asheville; Tansie Orr no paraba de hablar maravillas de ese lugar desde que Tank la llevara el año anterior. Recordaba el montañoso paisaje que descubrí durante los viajes que había hecho muchísimos años antes a las Smoky Mountains, un lugar puro, maravilloso y sereno.
Llevaba una hora de viaje cuando llegué a la conclusión de que me había vuelto loca. El tráfico en Tuscaloosa era una pesadilla. Al parecer, había partido entre los equipos de la Universidad Estatal de Misisipí y la de Alabama. Me vi rodeada de coches que no paraban de tocar el claxon, llenos de universitarios y de antiguos alumnos que agitaban las banderas de su equipo por las ventanillas y se gritaban en plena autovía.
Cuando por fin dejé atrás la universidad y llegué al desvío de Birmingham, el tráfico se aligeró, pero yo seguía de los nervios. En ese momento, caí en la cuenta de que nunca había hecho algo así antes, de que era la primera vez que viajaba sola. Antes era Chase quien conducía, y las pocas veces que habíamos salido de vacaciones a Tennessee y a Carolina del Norte, mi labor consistía en consultar el mapa de carreteras y disfrutar del paisaje.
El paisaje de Alabama no era nada del otro mundo, aunque tampoco veía mucho, ya que estaba rodeada de camiones. Cogí la salida a Atlanta por los pelos. Me fijé en la señal en el último momento, contuve el aliento y crucé tres carriles para llegar al desvío. Escuché los chirridos de los frenos y las pitadas de los otros conductores, pero al menos no estaba muerta, no hubo ningún accidente ni tampoco me pescó la policía.
De vez en cuando, Dios me echaba una mano.
Al cabo de tres horas y después de un par de paradas para descansar, vi a lo lejos los edificios de la ciudad que emergían de la neblina. Coroné una suave colina y allí estaba, resplandeciente en la distancia como la Ciudad Esmeralda de El mago de Oz.
Pero allí no había magia, a menos que se contara el milagro de sobrevivir a la hora punta. Pasé por delante del parque de atracciones Six Flags, cerrado hasta el comienzo de la temporada, y su montaña rusa me pareció el esqueleto de un dinosaurio bajo la lluvia. Tardé otra hora y media en atravesar la ciudad. Cuando por fin llegué al motel Days Inn y alquilé una habitación de mala muerte por el exorbitante precio de sesenta y cuatro dólares la noche, estaba agotada, deprimida y a punto de darme la vuelta para regresar a Chulahatchie.
Claro que volver estaba totalmente descartado. Aunque el viaje fuera una locura, fruto de un arrebato poco característico en la Dell Haley que todo el mundo conocía, en el fondo era mi instinto de supervivencia el que había tomado el mando. Me obligué a salir de la habitación, fui a dar una vuelta y acabé en un restaurante italiano que había cerca del motel y que se llamaba Macarrones a la Parrilla.
Que pudieran hacerse macarrones a la parrilla me resultó sorprendente, pero el sitio resultó ser un restaurante decorado al estilo mediterráneo, de precios subiditos y con una mareante carta de platos de pasta acompañados por roscas de pan crujiente y calentito. Me decidí por la dosis más alta de grasa, colesterol y ajo, y pedí pasta con gambas y salsa Alfredo, ensalada César y media jarra de un vino blanco cuyo nombre no había visto en la vida.
Chulahatchie es uno de esos sitios donde el vino se vende en botellas con tapón de rosca, y si eres un gran bebedor, en una caja cuyo tamaño permite guardarla en el frigorífico. Según el camarero que me atendió, un chico muy guapo que bien podría haber sido stripper, el vino era un Pinot italiano. Si él lo decía… A mí me daba igual. Lo que me gustaba era que alguien me hiciera la cena, me sirviera la comida y me limpiara la mesa.
Que el camarero estuviera como un tren y se pasara todo el rato tonteando conmigo resultó un extra inesperado.
Como era de esperar, el camarero me convenció para que pidiera postre. Un trozo de tarta de queso tan grande como la mitad de mi cabeza, bañado con tanto chocolate que resbalaba por los bordes de la porción hasta llegar al plato. Después del vino, las gambas, la pasta, el pan y la tarta de queso bañada con chocolate, me sentí un poco más animada, aunque para ser sincera, la atención que me prestaba el camarero ayudó bastante, para qué nos vamos a engañar. Pagué la cuenta con dos billetes nuevecitos de veinte dólares, le di unas palmaditas al chico en la mejilla y le dije que se quedara con el cambio.


A la mañana siguiente, me sentía pesada, todo lo contrario a mi monedero, que estaba más ligero, y me dolía la cabeza por culpa de los excesos de la noche anterior. Pero, oye, sólo se vive una vez. Además, la repentina muerte de Chase y la traición de Toni me habían demostrado que no hay nada seguro en la vida.
Después de varias tazas de café solo bien cargado, cortesía del recepcionista del motel, volví a la carretera y puse rumbo hacia Carolina del Norte. Destino: Asheville.
Había escampado durante la noche, de modo que la mañana era fresca, despejada y luminosa. Tenía la sensación de haber traspasado una barrera invisible que me había llevado a otro mundo. El aire ya no olía a agua estancada, que era lo normal en las márgenes del Tennessee Tombigbee. Los riachuelos de agua oscura y poca corriente dieron paso a arroyos cristalinos que borboteaban sobre las rocas y caían en cascadas de un blanco resplandeciente. Después de una empinada cuesta y antes de lo que esperaba, llegué a un pueblecillo llamado Travelers Rest y fui recompensada con mi primera imagen de las montañas.
Me detuve en el arcén y me pasé un rato contemplando el paisaje, aferrada con fuerza al volante y respirando de forma superficial. La gente habla mucho de la majestuosidad de las Montañas Rocosas, pero nada es comparable a las Blue Ridge Mountains. Las Rocosas son montañas jóvenes, altas, escarpadas, puntiagudas y sin vegetación. Las que tenía delante eran redondeadas, con las cumbres cubiertas de nieve como si les hubieran espolvoreado azúcar, y estaban envueltas en una suave bruma. Unas montañas dignas de confianza, inalteradas e inalterables. Capas y capas de azul, morado, verde oscuro y gris. Notaba su inamovible presencia, tan reconfortante como un viejo pijama de franela, como si me estuviera abrazando, acogiéndome en sus brazos, dándome la bienvenida.
En el fondo, sabía que todo eran imaginaciones mías.
Mi hogar estaba en la dirección contraria, a más de seis cientos kilómetros de distancia, donde había vivido toda mi vida, donde estaba enterrado mi marido, donde me esperaba mi cafetería y donde todo el mundo me conocía.
Adonde tendría que volver tarde o temprano.
La idea no me resultaba agradable. Así que, de momento, dejé que las montañas me abrazaran, me permití soñar que aquél era mi sitio. Fingí que había llegado a casa.


Todos los folletos turísticos usaban palabras como «artístico» o «variado» para describir Asheville, y reconozco que tenían razón. La ciudad parecía estar habitada por hippies talluditos vestidos con vaqueros azules, músicos jóvenes que actuaban en las esquinas del centro y mujeres de mediana edad adornadas con tatuajes que tocaban tambores africanos en la plaza. En cierto modo, era como estar en un país extranjero, salvo que todo el mundo hablaba inglés. Nada que ver con Chulahatchie, desde luego.
Y dado que mi objetivo era alejarme de Chulahatchie en la medida de lo posible, decidí relajarme y disfrutar de esa variedad. Encontré una habitación libre en una pensión situada en Montford Avenue, cerca del centro, y firmé el registro sin fijarme siquiera en el precio.
Mapa en mano, me encaminé hacia Biltmore Village y pasé la tarde de tienda en tienda. A las cinco, me comí una quesadilla de pollo en un restaurante llamado La Paz y a las siete atravesé la calle en dirección a Biltmore Estáte, que ya estaba adornado con la decoración navideña. Volví a tirar de la Visa y me uní a un grupo de turistas para disfrutar del recorrido por la mansión a la luz de las velas. Todos exclamamos, asombrados y maravillados, a medida que descubríamos la magnificencia y el tamaño del lugar, acompañados por la música de un cuarteto de cuerda y por los villancicos de un coro Victoriano que sonaban de fondo.
La mansión Biltmore era impresionante, mucho más cuando se pensaba que fue una residencia privada. Claro que no me habría gustado ni un pelo estar en el pellejo del que tuviera que limpiarla. En ese momento, me acordé de Boone, que seguro que habría soltado más de un comentario sobre el papel que decoraba las paredes de los dormitorios.
Un par de días después, fui al Grove Park Inn, donde celebraban el concurso anual de casitas realizadas con pan de jengibre. El hotel era… increíble. La zona de recepción era gigantesca y contaba con dos chimeneas en las que se podría aparcar un Volkswagen. El lugar era más de mi estilo que la mansión Biltmore; mucha piedra y mucha decoración artesanal.
Deambulé por los pasillos mientras contemplaba los distintos diseños de las casas hechas con pan de jengibre y me preguntaba si yo podría hacer algo parecido. Porque no eran casas normales y corrientes, con cuatro paredes y un tejado; eran mansiones y castillos tan grandes que parecían lujosas casas de muñecas. Una de ellas era una mansión colonial con un amplio porche en la parte delantera que me recordó la casa de Peach Rondell en Chulahatchie. Otra de estilo reina Ana, con tres plantas y un diminuto balcón bajo un alero. Incluso había una reproducción de la mansión Biltmore, con todos sus torreones, sus chimeneas e incluso un pequeño invernadero de pan de jengibre a un lado.
Después de ver la exposición, pedí una copa de vino y salí a la Terraza de la Puesta de Sol. Aunque hacía frío, me demoré todo lo posible mientras disfrutaba de los cambios de luz y de color sobre las montañas que se alzaban al oeste. La bola anaranjada del sol flotaba justo sobre el borde de las montañas, tiñendo las nubes con pinceladas doradas, rosas y violáceas. Después, cuando se deslizó tras las montañas, el cielo adoptó un tinte morado y azul marino al tiempo que aparecía una solitaria estrella, un brillante puntito de luz en la oscuridad.
Junto con el frío, me inundó una sensación de paz y me descubrí rezando de nuevo, pidiéndole un deseo a esa estrella, suplicándole al universo. Pero sin gritos en esa ocasión, susurrando una sola palabra: «Socorro.»
Al igual que la vez anterior, no hubo respuesta, pero al menos el silencio no me contrarió tanto.
Me quedé en la terraza hasta que sentí el frío en los huesos, y después volví al interior para calentarme delante de una de las enormes chimeneas. Por último, le pedí al aparcacoches que me trajera mi coche, le di cinco dólares de propina y volví montaña abajo hacia mi pensión.


Estaba sentada en el salón delante del fuego, comiéndome un sándwich de pavo asado cuando se me acercó por detrás la casera, o posadera u hostelera o como se diga, y carraspeó.
—¡Oh! —exclamé, asustada al tiempo que daba un respingo, de forma que unas cuantas migas de pan cayeron a la alfombra oriental—. Lo siento. Supongo que no debería estar comiendo aquí.
—Tranquila. Nada que no se arregle con una pasada de aspiradora. —Se acomodó en el sillón situado frente al mío y sonrió—. ¿Qué tal su estancia en Asheville? ¿Se lo está pasando bien?
La miré. La miré de verdad por primera vez. Sólo la había visto dos veces. La primera cuando me registré y la segunda esa misma mañana durante el desayuno. Era más joven de lo que pensé en un primer momento. Tendría unos cuarenta y pocos. Pelirroja, de pelo ondulado, ojos verdes muy irlandeses y muy poco maquillaje. Llevaba una falda de vuelo con un estampado floral en tonos azules y verdes, una camiseta de manga corta a juego y una rebeca de punto de color beige. Creí recordar que se llamaba Nell.
No, no era Nell. Era Neal. Neal McLellan.
Me animé a responder su pregunta.
—He visitado Biltmore, he ido de tiendas y también he estado en Grove Park. Creo que mañana iré a Wall Street y visitaré Grove Arcade. He estado varias veces en el centro de la ciudad, viendo tiendas.
—¿Cómo es que viaja sola?
La inocente pregunta fue como un puñetazo en el estómago, y antes de que pudiera contenerme, se me llenaron los ojos de lágrimas y se formó un nudo en la garganta. Para mi sorpresa, Neal no pareció incómoda cuando me eché a llorar, ni tampoco se disculpó por haber provocado mi arrebato. Se limitó a esperar.
Había algo en ella… algo reconfortante, como les sucedía a las montañas. Algo intemporal, algo eterno. Como si no tuviera otra cosa mejor que hacer que sentarse ahí conmigo para estar a mi disposición, para escuchar cualquier cosa que quisiera contarle.
—Ha sido un año duro —dije.
Y después, sin ni siquiera planearlo, sin pararme a pensar lo que estaba haciendo, empecé a hablarle de Chulahatchie, de Chase, de Toni, de Boone, de Scratch, de Tansie Orr y de Marvin Beckstrom. Se lo confesé todo, sin dejar nada atrás, como si fuera católica y ella, mi sacerdote. Le hablé de mi lado oscuro, de mi rabia, de mi depresión, de la traición de mi mejor amiga.
Cuando me desahogué, descubrí que estaba vacía.
—Creo que te vendría bien deshacerte de algunas emociones negativas —me dijo Neal, tuteándome.
—¿No es lo que acabo de hacer? —Pese a la seriedad del momento, me eché a reír—. Lo siento. No pretendía aburrirte con mis problemas.
—Me alegro de que te sientas cómoda conmigo —me aseguró—. Pero es posible que sepa de algo que pueda ayudarte mucho más.
Se levantó para acercarse a un escritorio situado en un rincón y sacó un folleto informativo de un cajón. Regresó con una sonrisa en los labios.
—Ve tú —me dijo—. Es este sábado. Hice mi reserva hace meses, pero te cedo mi plaza.
Eché un vistazo al colorido tríptico. «La Experiencia Pictórica», rezaba. «Un viaje inaudito hacia el mundo de la expresión pictórica partiendo de la intuición. Un salto al vacío, a lo desconocido y a lo inesperado. Una inmersión sin reglas en el color, la forma y la imagen.»
—Nunca he participado en este tipo de cosas —dije—. No soy una artista.
—Ese es el quid de la cuestión —replicó Neal.
No supe muy bien qué quería decir con lo del quid de la cuestión, y tampoco alcanzaba a entender cómo iba a ayudarme, cómo iba a salvar mi vida. Pero ¿por qué no?, pensé. Asheville era un lugar lleno de artistas. Yo también podía fingir ser artista aunque sólo fuera un sábado.
—De acuerdo —dije al final—. Gracias. Tal vez sea divertido.



Capítulo 22

El estudio de pintura estaba en la cuarta planta de un edificio adyacente a la galería de arte Pack Place, con enormes ventanales que daban a Pack Square. Todas las paredes estaban cubiertas con cartones y en el centro de la estancia había cubículos triangulares que parecían fabricados con frigoríficos. Los asistentes, casi todos mujeres, deambulaban por el estudio, recogiendo sus tarjetas identificativas, apoderándose de los puestos de pintura o sentándose en el círculo de sillas que había al fondo de la estancia.
Mucha gente. Desconocidos.
No como la gente de Chulahatchie.
En la vida había visto a gente como ésa. Era como si me hubieran agarrado del cuello para soltarme en mitad de un circo de tres pistas. Había tres mujeres con la cabeza rapada, dos con rastas y una con una cresta púrpura. Vi más tatuajes que en toda mi vida. Había una enana que apenas me llegaba a la cintura.
Pegué la etiqueta identificativa con mi nombre en un puesto de pintura junto a un ventanal, me acerqué al círculo de sillas y me senté al lado de la persona más normal que pude encontrar.
—Me llamo Dell —le dije al tiempo que le tendía la mano.
—Suzanne —se presentó ella. Cuando se giró con una sonrisa, vi un piercing en su nariz—. ¿Es la primera vez que vienes?
Asentí con la cabeza.
—Yo también. Mi marido, Tad, cree que es una pérdida de tiempo y de dinero, pero una amiga mía hizo el curso y me dijo que le había cambiado la vida. —Soltó una carcajada—. A lo mejor eso es lo que teme Tad.
«¿Cómo podía cambiar la vida de alguien un taller de pintura de un fin de semana de duración?», me pregunté.
—Yo no espero nada tan impactante —le aseguré—. Sólo quiero pasármelo bien.
Suzanne abrió la boca para decirme algo, pero la mujer que estaba al lado le indicó que guardara silencio.
—Bienvenidas —dijo alguien—. Me llamo Annie y seré una de las monitoras de este taller durante el fin de semana.
Clavé la vista al otro lado del círculo de sillas. Era la enana, aunque a lo mejor debería decir «mujer pequeña», no lo sé. Tenía una melena rubia y rizada, unos alegres ojos azules y una sonrisa fácil que dejaba al descubierto unos dientes blanquísimos flanqueados por un par de hoyuelos. De cintura para arriba, estaba más o menos bien proporcionada, pero tenía las piernas muy cortas y arqueadas, y llevaba consigo un pequeño taburete de plástico para subirse en él.
—Las otras monitoras son Betsy, que está allí… —Una mujer alta con vaqueros desgastados levantó una mano—. Y Evonne… —Señaló un punto detrás de mí, así que me giré para mirar. La mujer con la cresta púrpura. Cómo no—. ¿Cuántas de vosotras habéis participado ya en un taller de Experiencia Pictórica? —preguntó Annie. Unas cuantas manos se alzaron—. Para las novatas, haré una pequeña introducción. Este taller no pretende enseñar técnicas de pintura. No se trata de aprender a pintar un cuadro bonito. No se trata del resultado final. Lo importante es lo que se llamaba el proceso creativo de la pintura, y es precisamente a lo que suena. Se trata de sumergirse en el proceso y dejar que la intuición y las emociones os guíen.
Un murmullo se alzó del círculo y Annie soltó una carcajada.
—A lo mejor no os gusta lo que pintáis. A lo mejor no os gustan las emociones que el proceso suscita. A algunas de vosotras os resultará muy doloroso, pero también puede tener un efecto curativo. Así que os animo a olvidaros de cualquier estrategia que tengáis preparada y a plasmar en el papel las necesidades que afloren desde vuestro interior.
Todo eso me sonaba a chino, muy moderno para mí, y me pregunté cuándo iban a quemar incienso y a sacar los cristalitos de colores. Sin embargo, seguí sentada, decidida a llegar hasta el final, y escuché atentamente mientras Annie enumeraba las reglas: la importancia del silencio en el estudio, el uso de las pinturas, lo que haríamos ese día y cómo ayudarían las monitoras.
—Ahora —dijo por último—, vayamos a la mesa con las pinturas y os mostraré los útiles que tenemos.
En cuestión de unos minutos estábamos en nuestros cubículos y el silencio era tal que se escuchaban las pasadas de los pinceles. Me quedé mirando el papel en blanco que tenía delante sin saber por dónde empezar siquiera.
Lo importante no era el arte, había dicho Annie. Lo importante era el proceso creativo. Ahondar en el interior.
Con la vista clavada en el blanco reluciente del papel, se me empezaron a llenar los ojos de lágrimas. Tenía tres colores en la paleta: verde chillón, azul intenso y amarillo. Colores alegres, los colores del cielo, la hierba y el sol.
Mojé un pincel en el color azul y lo llevé a la parte superior del papel. Pero no podía pintar. ¡No podía! Empezó a temblarme la mano y se me aflojaron las rodillas. Cogí una silla del círculo y me dejé caer sobre ella, con la vista clavada en el papel en blanco.
Mi vida. Quebradiza, en blanco y vacía.
Se me formó un nudo en la garganta, impidiéndome tragar. Quería salir corriendo de allí, salir pitando por la puerta antes de que las paredes se me cayeran encima.
Sentí un golpecito en el codo. Annie estaba allí, mirándome. Como ella estaba de pie y yo, sentada, nuestros ojos casi quedaban a la misma altura.
—¿Tienes problemas para empezar?
No estaba segura de que me saliera la voz. Así que asentí con la cabeza.
—¿Qué sientes? —me preguntó.
Medité la respuesta un instante.
—Que estoy a punto de vomitar.
Eso no la disuadió.
—Vaya, ¿tienes algunas emociones negativas en el estómago?
Yo no lo habría dicho de esa manera, aunque, claro, en Chulahatchie la gente no hablaba mucho sobre sus emociones.
—No sé cómo empezar de la forma correcta.
Me colocó una mano en el hombro.
—No hay una forma correcta. Estás sintiendo algo, algo que no te gusta.
No era una pregunta. Me encogí de hombros y asentí de nuevo con la cabeza.
—¿Qué te dice el instinto? ¿Qué quieres hacer?
La miré con una ceja arqueada.
—Salir echando leches.
Para mi sorpresa, se echó a reír.
—A mucha gente le pasa lo mismo cuando empieza. Pero vamos a suponer que te quedas. ¿De qué color es esa emoción?
La parte racional de mi cabeza no terminaba de entender la pregunta. Era como si me hubiera preguntado: «¿Qué pinta tenía el último extraterrestre que te visitó?»
Sin pensarlo, contesté:
—Negro. Un negro verdoso y sucio.
Annie se acercó a la mesa con las pinturas, me llevó un cuenquito con pintura negra y volcó un poco en mi paleta, junto al verde. Mezclé las pinturas con el pincel hasta que creí haber dado con el color correcto, un verde oscuro y sucio, como de una sustancia tóxica. Después volví a mirar el prístino papel blanco.
—No pienses —me dijo Annie—. Limítate a pintar.
Ataqué el papel con mi pincel, con movimientos enérgicos y rectos, de arriba abajo y después en horizontal. Jamás había experimentado nada parecido, jamás había sentido esa rabia extrema que me quemaba con cada pincelada. Era como si estuviera blandiendo un enorme cuchillo de carnicero en vez de un pincel y estuviera decidida a matar a un ladrón que se había colado a medianoche en mi ordenado y pacífico mundo. Casi podía escuchar la música de Psicosis en mi cabeza, la de la escena en la que Janet Leigh es apuñalada en la ducha. Cuando por fin me detuve, jadeaba y tenía la cara mojada por las lágrimas. Annie había desaparecido.
Me dejé caer en la silla y miré lo que había pintado. Era un agujero feo, como una herida abierta y gangrenada. Era yo. Pero también era algo más. Dos franjas oscuras de pintura, más anchas por abajo que por arriba, cortadas por dos barras horizontales.
Una escalera, subiendo al cielo.
No.
No era una escalera. Las vías de un tren que subían hacia un paso montañoso y se dirigían hacia… un agujero negro, un borrón de pintura en la parte alta del papel.
Un túnel. Una gruta oscura y amenazadora que podría ocultar toda clase de peligros.
Annie regresó, se colocó a mi lado y miró por encima de mi hombro.
—Lo odio —dije—. Es espantoso e inquietante, no me gusta lo que me hace sentir.
—Tal vez no te hace sentir nada —replicó Annie en voz baja—. Tal vez sólo refleja lo que ya sientes. —Señaló la parte alta de la pintura, donde los raíles se fundían con la oscuridad—. Háblame sobre esta parte.
—Es… No sé lo que es —dije, aunque tenía una idea bastante clara—. Una gruta, un túnel.
—¿Adónde conduce? ¿Qué hay dentro?
Apreté los dientes y resistí el impulso de zarandearla. Me estaba mirando con unos ojos tan azules como el mar caribeño, y cuando enfrenté su mirada, algo se movió desde esos ojos hasta mí. Paz. Valor. Voluntad.
Fuera lo que fuese, hizo añicos mi resistencia.
—No tengo ni idea de lo que hay dentro —confesé—. Pero supongo que tengo que averiguarlo.
Nunca había asistido a terapia, pero Toni me contó que ella fue después de la muerte de Champ. Eso se parecía mucho a lo que me había descrito: descubrir el lado oscuro que tenías dentro, esos lugares sombríos que no querías visitar. Pero tenías que hacerlo si querías mejorar. Tenías que llevar la luz a esos sitios y ver qué se escondía en sus rincones. Tenía que explotar la burbuja, aunque lo pusiera todo perdido. Tenías que trabar amistad con ese lado oscuro.
¡Qué leches! Ya había visto mi lado oscuro y no me gustaba un pelo. Por mí, lo encerraría para siempre y dejaría que se pudriera sin pensármelo dos veces.
De repente, me asaltó un recuerdo: Boone leyéndome la historia sobre Hulga-Joy Hopewell, con su licenciatura y su pata de palo. No recuerdo todo el episodio, pero sí la descripción de Hulga-Joy, como si la tuviera grabada a fuego en mi memoria: «La apariencia de alguien que ha alcanzado la ceguera por propia voluntad y pretende conservarla.»
Supongo que todos comprendemos lo que es cegarnos por propia voluntad. El problema es que, una vez que sabes que hay algo esperándote en ese lado oscuro, ese algo te atormentará hasta que te des la vuelta y lo mires a los ojos.
Así que me metí en el túnel.
A regañadientes, aterrada a cada paso, muerta de miedo por lo que pudiera encontrar, me armé con todo el valor, la paz y la voluntad que pude robarle a Annie y me obligué a adentrarme en ese agujero negro.




Capítulo 23

Pinté, o al menos traté de pintar, todo lo que veía, olía, escuchaba, paladeaba y sentía. En más de una ocasión, deseé poseer un poco de habilidad con los pinceles, algún tipo de formación que me ayudara a trasladar al papel lo que tenía en la cabeza y lo que me retorcía las entrañas. Pero seguí adelante tras recordarme que no importaba si el producto final era bonito o no. Lo que importaba era el proceso.
El estudio estaba en silencio salvo por los ruidos de la gente mientras pintaba o iba a por más pintura a las mesas, o por algún que otro susurro por parte de las monitoras. Alguien estaba llorando en un rincón, junto a una ventana. Escuché un sollozo desgarrador. Como el de un animal herido de muerte. Sabía muy bien lo que esa persona estaba sintiendo.
Poco a poco, los ruidos y los movimientos se desvanecieron hasta dejar una especie de limbo a mi alrededor, una especie de ruido blanco. Como si tuviera voluntad propia, mi mano trasladaba el pincel de la paleta al papel, elegía colores, plasmaba imágenes. Era como estar sonámbula.
El interior de la cueva era oscuro, húmedo y mohoso.
En la distancia, se escuchaba el incesante goteo del agua. Al principio, no fui capaz de ver nada, pero a medida que mis ojos se adaptaron a la oscuridad, me di cuenta de que había algo pintado en las paredes. Un graffiti. Unas palabras escritas sobre la piedra en color rojo sangre.
«Cabrón. Embustero. Mentiroso. Traidor.»
La sangre se filtró por los poros de mi piel. Se coló por mi nariz y aspiré la neblina que conformaba en el aire viciado. Paladeé su sabor metálico y supe, de forma inconsciente, que me envenenaría si no salía de allí.
Mi instinto también me advirtió de que no había vuelta atrás. La vía entraba, pero no salía. Mi única opción era continuar.
Seguí moviendo el pincel y la pintura me ayudó a avanzar un paso y luego otro más. Algo crujía bajo mis pies. Creí que era gravilla, pero no parecía tan duro. Más bien eran…
Huesos.
Miré hacia abajo. Miles de huesos. Diminutos, grandes, algunos blanqueados, otros ennegrecidos por el moho.
Los huesos de los sueños que habían muerto.
Me quedé quieta un buen rato, intentando no moverme para no romper ninguno más. Cerré los ojos y les rendí tributo, recé por ellos y les deseé que descansaran en paz. Les ofrecí un funeral decente, o al menos el mejor que pude celebrar. Y después, por fin, seguí caminando.
El túnel zigzagueaba por el interior de la montaña. Lo seguí hasta doblar un recodo, tras el cual descubrí una caverna gigantesca de techo muy alto. Tanto que no alcanzaba a verlo.
Y tampoco veía el suelo.
Estaba en un estrecho saliente de piedra y a mis pies encontré un abismo tan profundo que me robó el aliento y me mareé sólo de mirarlo. Me tambaleé hacia los lados antes de recuperarme para poder echar un vistazo a mi alrededor.
En el extremo opuesto de la caverna había otro túnel. Y al fondo de ese túnel había luz. Distinguí un puntito de luz natural, lo suficiente para recobrar la esperanza. Y justo delante del túnel, había un saliente igual al que yo ocupaba.
Seguí pintando con un ansia desesperada, con rapidez. No había forma de atravesar el abismo. No había ningún puente, ninguna cuerda.
Además, había gente que me bloqueaba el camino.
¿De dónde había salido? Una pincelada aquí, otra allá, y allí estaban. Transparentes como fantasmas, en fila delante del túnel como una hilera de soldaditos.
Agucé la vista para intentar captar algún detalle en la oscuridad y el corazón me dio un vuelco.
Boone. Toni de la mano de un niño rubio que supuse que era Champ. Cuesco Unger y Brenda. Scratch. Tansie Orr. Mi madre, mi padre y Purdy Overstreet en su juventud. Hoot Everett. Peach Rondell.
Y Chase.
Chase no. Por favor, pensé. Cualquiera menos Chase.
Volví a mojar el pincel y me incliné sobre el papel, dispuesta a borrarlo. Sin embargo, acababa de poner el pincel sobre él cuando sentí una mano en el hombro.
—¿Cómo vas? —me preguntó Annie.
Volví la cabeza y parpadeé, totalmente desorientada como cuando se sale del cine después de haber visto una película por la mañana. Me limité a mirarla en silencio durante un minuto mientras mi mente intentaba asimilar la repentina presencia de una enana sonriente.
—Bueno —dije—, bien. Voy bien.
Era uno de esos «bien» que en realidad quieren decir «Lárgate y déjame tranquila», y aunque estaba segurísima de que Annie había captado la indirecta, pasó de ella. Siguió a mi lado, esperando.
—Parece que estabas a punto de quitar algo del dibujo en lugar de agregar algo nuevo —comentó—. ¿Te importaría explicármelo?
Ansiaba soltarle un «Pues mira, sí que me importa», pero eso habría sido una grosería y mi madre siempre decía que los únicos que podían ser maleducados eran los que tenían mal carácter. Así que me mordí la lengua, me encogí de hombros y dije:
—He cometido un error y estaba a punto de corregirlo.
—¿Lo has hecho?
Fruncí el ceño.
—¿El qué?
—¿Has cometido un error?
Al ver que yo no contestaba, siguió:
—En la pintura intuitiva no se cometen errores, Dell. Aunque haya algo que no te guste, aunque quieras cambiarlo, aunque en realidad quieras arrancar el papel de la pared para hacerlo trizas, no hay ningún error. Porque todo lo que pintes representa algo sobre ti, algo procedente de tu interior. Así que en lugar de destruirlo, tal vez deberías detenerte un ratito a analizarlo. Ver cómo encaja en la visión general. Ver qué te dice ese supuesto error.
Me dio un suave apretón en el hombro y se marchó.
«¡Madre mía!», pensé. Qué bien se manejaba a pesar de tener las piernas cortas y arqueadas.
Durante el descanso del almuerzo, me uní a un grupo de mujeres que salían del estudio. Cruzamos la calle en dirección al Bistro 1896 y nos sentamos en el patio. Hacía un poco de frío, pero a ninguna nos apetecía comer en el interior, así que nos dejamos las chaquetas puestas y nos comimos nuestros bocadillos y nuestras ensaladas, disfrutando del solecito del mediodía.
En mi mesa estaba Suzanne del Piercing Nasal, una de las Rastas de Oro, una Rapada y tres Tatuadas. La camarera que nos sirvió también llevaba sus tatuajes, uno de ellos me pareció una especie de tótem indio, que llevaba sobre la ceja izquierda.
Aparte de lo obvio (obvio al menos para mí, ya que para el resto parecía invisible), mis compañeras de almuerzo resultaron ser mujeres normales y corrientes. Hablamos sobre cosas normales: trabajo, perros, niños, maridos, parejas y un buen número de experiencias desconocidas para mí como distintas terapias, guía espiritual, meditación y artes curativas. Casi todas eran, como yo, principiantes en lo de la Experiencia Pictórica, pero en general estuvimos de acuerdo en tildar el taller como algo increíblemente útil que volveríamos a repetir sin pensarlo.
—Esta mañana, cuando empezamos, no sabía si iba a ser capaz de hacer algo —dijo Beck, la de las rastas—. Al final, he recordado algunas cosas dolorosas, ciertos temas que creía olvidados.
—¿Tú eras la que lloraba en el rincón? —preguntó Rapada.
Beck se encogió de hombros y agachó la cabeza.
—Sí. Pero me repuse enseguida. Ha sido un año duro. He pasado por un divorcio y por la muerte de mi padre, y aunque pensaba que ya había sufrido bastante, es evidente que guardaba mucho dolor en mi interior. Este taller de pintura está liberando en cierto modo cosas que no había sido capaz de tratar ni en la terapia ni en mi propio diario.
Yo me mantuve casi todo el rato en silencio, pero me alegró saber que no era la única que estaba encontrando provechosa la experiencia. Cuando acabamos de comer y volvimos al estudio, me sorprendió descubrir que ya apenas me fijaba en los tatuajes.


Volví a la caverna insondable y me senté en el saliente un ratito para observarla bien. Después del almuerzo con las mujeres tatuadas, descubrí que la hilera de personas situada al otro lado de la caverna ya no me resultaba amenazadora.
Esperé. Observé. Y justo cuando pensaba que no tenía nada más que pintar, que ya no tenía nada en mi interior que quisiera plasmar en el papel, sucedió. Cogí un pincel más fino, lo mojé con un tono azul blanquecino muy tenue y empecé a pintar. Todos fueron moviéndose, uno a uno. El primero fue Scratch, y después le siguieron Toni, Champ y el resto, hasta llegar a Chase, que fue el último. Estaban tendidos sobre el abismo, tomados de las manos y de los pies.
Formaban una cadena humana a modo de puente sobre el abismo. Un puente de amigos y seres queridos que me ayudaban a salir de la oscuridad hacia la luz.
Seguí pintando hasta completar el puente.
Y después lloré.






Capítulo 24

El domingo por la mañana, bien temprano, hice el equipaje, pagué la factura y emprendí el camino de vuelta a Chulahatchie. En el asiento del acompañante, llevaba los cuadros que había pintado en el taller, con el último encima, el del abismo negro flanqueado por las fantasmagóricas figuras de mis amigos.
Había poco tráfico incluso al atravesar Atlanta. La 1-85 estaba casi desierta. Intenté escuchar un poco la radio, distraerme, pero en casi todas las emisoras había villancicos. La idea de que estábamos a las puertas de diciembre me cayó encima como una losa. Mi primera Navidad sin Chase.
Mientras cambiaba de emisora, llegué a una en la que un predicador intentaba convencerme de que Jesús era la respuesta. Era evidente que practicaba aquello de: cuanto más grites, más razón llevarás. Una filosofía que me resultaba muy familiar, dado que había asistido a varios cursillos religiosos estivales de niña.
Lo escuché un rato antes de apagar la radio. ¿Cómo iba a ser Jesús mi respuesta si ni siquiera conocía las preguntas?
Ojalá pudiera acallar las voces de mi cabeza con tanta facilidad.
En el silencio del coche, la soledad cayó sobre mí como la niebla y cualquier ruido parecía multiplicarse por diez. La calefacción gemía mientras escupía aire caliente, las ruedas protestaban contra las juntas de dilatación de la autopista y el viento silbaba a su paso junto a las ventanillas. Un corazón gigante que latía y hacía correr la sangre por las venas.
Los sonidos me llevaron de vuelta al pasado y los recuerdos brotaron como esas viejas grabaciones familiares, movidas, rayadas y difuminadas…


Era un sábado por la mañana, a primeros de junio, reluciente y bañado por la luz del sol. La temperatura subiría con el paso de las horas, pero al menos no alcanzaría esa humedad pegajosa del verano en el Misisipí.
Mi madre estaba detrás de mí, arreglándome el pelo, intentando colocarme un pasador de perlitas de forma que no se moviera. Me miré al espejo y apenas reconocí a la persona que me devolvía la mirada. Todavía me sentía como una niña, insegura como una potrilla recién nacida, pero en el espejo veía a una mujer.
Una mujer a punto de casarse.
«Una impostora», pensé. Un fraude. Una niña disfrazada que, de repente, se encontraba en el cuerpo de una adulta con las responsabilidades de una adulta.
Quería volver atrás con desesperación, rebobinar y volver a mi niñez. Decir: «Todo esto es un error enorme» y conseguir una segunda oportunidad.
Quería a mi padre.
Intenté contener las lágrimas para que no se me corriera el rímel. Mi madre se dio cuenta y me miró a través del espejo.
—¿Estás bien, cariño?
Tragué saliva para aliviar el nudo que tenía en la garganta.
—Estoy… asustada.
Se echó a reír.
—¡Pero si no hay nada de lo que tener miedo, cariño! Chase Haley es un buen hombre, aunque sea un poco bruto. Todo saldrá bien, ya lo verás. Tú relájate y deja que él tome la iniciativa y…
Se puso como un tomate, como siempre le pasaba cuando intentaba hablar de algo que la avergonzaba. Agachó la cabeza y se concentró en las perlas una vez más.
Entonces lo entendí. Se refería al sexo. Se refería a la noche de bodas.
¡Madre del amor hermoso! ¿Cómo podía estar tan ciega? Ya había probado la fruta prohibida hacía mucho, y no fue con Chase. A decir verdad, perdí la virginidad en el hoyo Ocho del campo de golf de Riverbend la noche de mi baile de graduación, con un desgarbado jugador de baloncesto llamado Gant Yarborough.
El padre de Gant era el conserje del instituto y se mudaron a otro pueblo poco después de la graduación. Una bendición, porque aunque Gant no era de los que iban alardeando de sus conquistas, era muy difícil mantener esos secretos en un pueblo tan pequeño como Chulahatchie. La única persona que estaba al tanto era Toni.
Además, con Chase llevaba haciéndolo desde hacía más de un año. En su coche, en algún recodo apartado del río y una vez en la cama de mi madre, cuando se fue un par de noches para cuidar a Purdy Overstreet, cuando le practicaron la histerectomía.
Claro que no podía decirle eso a mi madre, mucho menos lo del sexo en su cama. Mejor que me creyera nerviosa por la noche de bodas. Ojos que no ven, corazón que no siente. Además, tampoco podía contarle lo que estaba sintiendo yo en ese momento.
La única manera que tenía de explicarlo, incluso a mí misma, era que estaba sintiendo una terrible pérdida. Un sufrimiento tan grande como el océano. Una ola había caído sobre mí y me había hecho perder pie, arrastrándome mar adentro. Era un dolor sin fin. Y eso que ni siquiera sabía qué había muerto.
No podía quitarme de encima la sensación de que se me escapaba algo, de que en cuanto saliera por esa puerta, todas las otras puertas y cualquier ventana se me cerrarían a cal y canto. Todas las posibilidades se desvanecerían y las paredes comenzarían a cerrarse sobre mí.
No se trataba de la idea de casarme, ni de la idea de casarme con Chase. Tenía que ver conmigo, con dejar atrás una niñez plagada de posibilidades y grandes sueños para vivir en el mundo de los adultos donde el presente era igual que el ayer y el mañana sería igual que el presente.
Contemplé una vez más el reflejo desconocido del espejo, la impostora que me miraba. Mi madre me había colocado detrás el enorme espejo de pie para que pudiera admirar mi vestido de novia desde todos los ángulos. Y allí estaba yo, vista desde delante y desde atrás. La imagen de una imagen de otra imagen, y así hasta el infinito.
—No sé si puedo hacer esto —musité.
—No seas tonta —me dijo mi madre—. Tú recuerda que sólo hay dos cosas en la vida de las que un hombre nunca se harta: un buen plato de comida y un buen abrazo. —Me sonrió y me dio unas palmaditas en la mejilla—. Te he enseñado todo lo que sé sobre la comida —continuó—. El resto tendrás que averiguarlo tú sólita.


Menos mal que no había esperado que mi noche de bodas fuera la culminación de todos mis sueños infantiles. Porque me habría llevado un buen chasco.
El día fue larguísimo entre los preparativos, la ceremonia en sí y las recepciones. Sí, las recepciones, en plural. Como no podíamos beber y bailar en la iglesia baptista de Chulahatchie, acabamos con una recepción sin alcohol en el salón de actos de la iglesia, con ponche, entrantes y mucha conversación aburrida. Después, ya avanzada la noche, celebramos una recepción mucho más animada en Knights of Columbus, con costillas a la brasa, una banda de rock & roll y un montón de cerveza y champán.
Mi madre no aprobaba el alcohol, dado que era catequista, pero sí interpretaba a su manera algunas doctrinas de la fe baptista, y bailó como la que más. Cuando la segunda recepción llegó a su fin a regañadientes, mi madre había bailado con la mitad de la población masculina de Chulahatchie, incluidos el nuevo pastor metodista y el antiguo rector episcopaliano. Y también me daba en la nariz que se había tomado a escondidas un par de copas de champán.
Entre unas cosas y otras, Chase y yo llegamos a la habitación del hotel de Tuscaloosa agotados, medio borrachos y sin ganas de sexo. Nos dejamos caer en la enorme cama y dormimos como troncos hasta la tarde del día siguiente, y como resultado tuvimos que pagar por dos noches de habitación y perdimos medio día de viaje hasta nuestro destino final, la isla de Tybee, en la costa de Savannah.
Resacoso y gruñón, Chase se estuvo quejando todo el camino por tener que conducir ocho horas para disfrutar de una luna de miel de tres días. Yo había sugerido Nueva Orleans, que estaba a la mitad de distancia, pero se negó en redondo.
Ya había anochecido cuando llegamos, habíamos perdido otro día y era demasiado tarde para cenar en una de las famosas marisquerías de Tybee. Nos conformamos con una hamburguesa y un paseo por la playa, algo muy distinto a lo que me había imaginado. La luz de la luna sobre el océano sólo te parece romántica si estás de humor para apreciarla.
El segundo día no fue mucho mejor. Yo quería seguir la ruta histórica de Savannah. Chase quería jugar al golf. Yo quería hacer la ruta de los piratas y ver el faro. Chase quería salir a pescar en un bote. Yo quería ir de tiendas. Chase quería tumbarse en la playa.
Al final, nuestra luna de miel marcó lo que sería, en palabras de Boone, «la pauta a seguir». Chase se fue a lo suyo y yo, a lo mío; y al final del día nos juntábamos para cenar y, de vez en cuando, para darnos un revolcón.
Ya habíamos establecido la rutina. A él no parecía importarle. ¡Por Dios, ni siquiera parecía darse cuenta!
Pero yo miraba en el espejo y veía esas imágenes que se reflejaban una y otra vez, el reflejo de un reflejo. Hasta un punto en el que no había marcha atrás.




Capítulo 25

Chase no fue un mal marido. Siempre fue muy trabajador y a su lado nunca me faltó de nada, ya que todas las semanas volvía a casa con su paga. Así que nunca me dio motivos para sospechar que me estuviera engañando, al menos no hasta el final. La única pega: Chase no era… ¿cómo decirlo? Atento. Eso era. Chase no era atento.
Posiblemente se me hubiera pegado algo de los artistas y de los hippies con los que me había codeado en Asheville, porque no recordaba haber llegado a esa conclusión con anterioridad. De donde yo venía, las mujeres no se preocupaban pensando si sus maridos eran atentos o no. Se limitaban a dar las gracias por que no bebieran, no apostaran, no las maltrataran o no se tiraran a la nueva organista de la iglesia en el salón del coro los miércoles por la noche.
¿No era eso lo que había dicho Brenda Unger? Tal vez no hubiera usado la palabra «atento», pero para el caso era lo mismo. Cuesco era buen marido, un buen padre, un hombre junto al cual nunca le había faltado nada, pero Brenda quería más. O quizá necesitara más para poder sobrevivir sin perder su alma en el proceso.
Supongo que Chase fue más o menos igual que el resto de los hombres casados, siempre pensando en cosas de hombres. Los sueños de las mujeres, sus necesidades y sus deseos simplemente se escapaban a su radar. Chase trabajaba, traía un sueldo a casa, me daba las gracias a regañadientes por la cena y se quedaba frito en su sillón delante de la tele.
¡Por Dios, cómo odiaba ese trasto viejo! Toni siempre lo llamaba «el sillón del tonto», y mientras Chase estuvo vivo, no había manera de separarlo de él, ni haciendo palanca con una barra de hierro ni tampoco con un cartucho de dinamita. A esas alturas, ya me había deshecho del dichoso sillón, que estaba en el reducido apartamento de Scratch, encima de la cafetería, posiblemente lleno de pelos de gato y aplastado bajo un montón de libros, ya que Scratch siempre estaba leyendo. A Chase le daría un pasmo si supiera que se lo regalé a Scratch. Pero Chase ya no estaba.
La rabia y el dolor se acercaron a mí por detrás y me dieron una colleja. De repente, el paisaje que veía por el parabrisas, la autopista, los arcenes y los árboles, se volvió borroso y comenzó a brillar por culpa de las lágrimas. ¡Ay, Dios! ¿Cuándo lo superaría? ¿Cuándo lo superaría de una vez por todas?
Estaba harta de sufrir. Harta y agotada de sentir ese dolor y esa rabia que aparecían de repente sin avisar y sin pedir permiso. Harta y agotada de sentirme harta y agotada.
Mi mente regresó al pasado, a los años que compartí con Chase y a los recuerdos más sobresalientes. Aquella vez que me llevó de caza. Una sola vez. Le disparé a un ciervo y después cometí el error de verlo morir. Esos ojos tan oscuros como el chocolate derretido o el café bien cargado me miraron como si quisieran preguntarme por qué, hasta que el animal apoyó la cabeza en el suelo y la vida abandonó su mirada. Me acerqué a unos arbustos para vomitar el desayuno. Después, empecé a llorar a lágrima viva, como si hubiera matado a mi propio hijo.
Chase, como era normal, no tenía ni idea de lo que me pasaba. En su opinión, debería sentirme orgullosa de mí misma, debería disecar la cabeza y colgarla en la pared. Lo destripó, lo desolló y nos fuimos a casa. Me quedé en la ducha, frotándome para deshacerme de la culpa, hasta que me quedé sin agua caliente. Desde entonces no he vuelto a comer venado.
Otras aventuras, las pocas que compartimos a lo largo de treinta años de matrimonio, tuvieron un final más feliz, al menos para Chase. Planeó en secreto un crucero para celebrar nuestro vigésimo aniversario de boda y se lo agradecí, la verdad. Lo malo fue que se comió con los ojos a las bellezas en biquini que tomaban el sol en la playa de Cozumel. Y como yo no estaba dispuesta a ser el sustituto de las fantasías de ningún hombre, el viaje de vuelta fue bastante gélido pese al calor caribeño…
¿Había sido una buena esposa?, me preguntaba una y otra vez. Tal vez me sintiera culpable de ese fallo que le había achacado a Chase. Tal vez me había limitado a ir a mi ritmo, a vivir en mi mundo, a cumplir con mis obligaciones y a mantener las cosas como estaban.
Ojalá todo hubiera sido distinto. Ojalá Chase me hubiera valorado, me hubiera apreciado. Ojalá me hubiera esforzado más para amar al hombre del que afirmaba estar enamorada. Ojalá me hubiera sentido amada.


Estaba tan ensimismada en mis pensamientos que fue un milagro que no acabara en la cuneta o en Podunk, Arkansas. Cuando me desvié en la salida de Chulahatchie y vi la gasolinera, Llénalo y Corre, fue como recobrar la conciencia después de un sueño muy profundo.
¡Por Dios! Tenía la impresión de haber pasado años fuera. De que lo último que me apetecía era regresar. Pero Chulahatchie estaba como siempre. Con las calles desiertas, como todos los domingos a mediodía. Durante la semana que había estado en Asheville, habían decorado la plaza con las luces navideñas. Más que alegres, parecían descoloridas, desgastadas y tristes. Alguien le había puesto un gorro de Papá Noel a la estatua del soldado confederado y le había colocado en el cañón del rifle una rama de flor de pascua de plástico.
Giré en la rotonda y seguí hacia la cafetería. Tenía que decirle a Scratch que había vuelto y ver si hacía falta comida para preparar el desayuno al día siguiente. La mera idea hizo que se me cayera el alma a los pies.
Y, en ese momento, vi algo que no esperaba.
El Heartbreak Café, mi cafetería, rodeada de cinta amarilla policial. El cristal estaba roto y la puerta, descolgada. El coche del sheriff estaba aparcado frente a la puerta, con las luces encendidas.
En la puerta, con los brazos en jarras, estaba el sheriff en persona.





Capítulo 26

—¿Dónde coño has estado? —preguntó el sheriff.
Salí de mi coche y crucé la acera de camino a la puerta, sumida en una especie de atontamiento.
—¿Qué ha pasado?
—¿Tú qué crees? Han entrado a robar.
—¿Qué han entrado a robar? —Lo miré, tan grande y tan corpulento, tan diferente al niño delgaducho al que todos llamaban Palillo en el colegio. En realidad, se llamaba Warren, Warren Potts, pero cuando se convirtió en agente de la ley, dejó atrás ese nombre. Se convirtió en un matón con placa y todo el mundo lo llamaba «sheriff».
Por la cabeza se me pasó fugazmente una imagen, un tanto histérica, en la que su mujer se ponía a gritar «¡Sheriff, sí, sí, sheriff!» mientras lo hacían y se me escapó una risilla.
Me miró como si se me hubiera ido la pinza.
—Contéstame, Dell. ¿Dónde has estado? La pregunta me molestó.
—He pasado un par de días fuera del pueblo, pero no es asunto tuyo.
—Pues deberías habérselo dicho a alguien —me soltó él—. Si te largas sin avisar, es normal que la gente se preocupe. Podrían haberte secuestrado.
¡Por Dios! Era lo más absurdo que había oído en la vida.
—¿Secuestrarme? ¿Quién iba a secuestrar a una cincuentona que sólo tiene a su nombre el Heartbreak Café? Echa un vistazo a tu alrededor. No soy de las que pueden pagar un rescate. Y si quiero hacer las maletas y largarme del pueblo sin decirle nada a nadie, es asunto mío. Además, Scratch sabía que me había ido. Le di las llaves de la cafetería por si había alguna emergencia.
—¿Scratch? Es el… tío que trabaja para ti, ¿no?
—Sí, vive en el apartamento que hay encima de la cafetería. —Tuve un mal presentimiento—. ¿Dónde está? —pregunté—. ¿Has hablado con él?
—Pues no, ésa es la cosa —contestó el sheriff—. Ha desaparecido.
—¿Qué quieres decir con que ha desaparecido?
—No hay ni rastro de él. El apartamento está vacío. Supongo que cogió el dinero y salió corriendo. —Me miró con lástima y con una expresión ufana.
—Es la cosa más ridícula que he escuchado en la vida —le dije—. Estoy segura de que nunca me robaría.
Aunque, a decir verdad, no estaba segura. Ya no estaba segura de nada. ¿Hasta qué punto conocía a Scratch? ¿Hasta qué punto conocía a los demás? A Toni, a Boone, a Chase o a cualquier otro.
Las palabras de Purdy Overstreet resonaron como un mal presentimiento en el fondo de mi mente: «Mira a tus amigos, Dell Haley. Mira a las personas en quienes más confías.»
—Confío en él —afirmé, deseando creérmelo. Sin embargo y al tiempo que pronunciaba esas palabras, sentí cómo se me formaba un nudo en el estómago, sentí cómo el vacío y la soledad se apoderaban de mí.
—Da igual. Estamos seguros de que es el culpable y lo atraparemos tarde o temprano.
En circunstancias normales, me habría reído en su cara. Parecía un detective de una película de serie B. El sheriff vengador, pensé.
Busqué algo a lo que aferrarme, algo en lo que pudiese creer.
—Scratch tenía la llave —dije—. ¿Para qué iba a echar la puerta abajo si tenía la llave? Y ya que estamos, ¿por qué entra un ladrón por la puerta principal, a plena vista de la plaza, cuando podía entrar por el callejón sin correr el riesgo de que lo vieran?
—Suponemos que lo hizo así a propósito, para despistar. No nos hemos caído de un guindo.
Podría haber intentado discutirle ese punto, pero algo seguía distrayéndome.
—Sheriff, ¿por qué hablas en plural?
Un movimiento al otro lado de la puerta rota me llamó la atención.
—¡Hay alguien dentro! —exclamé.
—Sí. —Se giró un poco—. Sal. Dell quiere hablar contigo.
Una enorme cabeza salió de detrás del cristal roto. Marvin Beckstrom.
—¿Qué hace Marvin en mi cafetería? —pregunté—. ¿Qué tiene que ver con todo esto?
Marvin se metió las manos en los bolsillos y agitó las llaves. Inspiró hondo y sacó pecho.
—En caso de que lo hayas olvidado, Dell, eres una inquilina, no la dueña del edificio.
—¿Y qué?
—Pues que esto es asunto mío también. Se ha cometido un delito en mi propiedad.
—¿Tu propiedad? ¿No querrás decir en la propiedad del Banco de Ahorros y Créditos de Chulahatchie?
—No por mucho más tiempo —contestó—. La propiedad saldrá a la venta a primeros de año y tengo pensado comprarla. Después, seré tu casero. Yo en persona.
—Vale, pero tengo un contrato de alquiler —dije.
Me miró con socarronería.
—Cierto. Por ahora.
—Dell —nos interrumpió el sheriff—, tienes que cooperar. ¿Adonde puede haber ido Scratch?
—¡Y yo qué sé! —exclamé—. No soy su madre. Además, estás mirando en la dirección equivocada. Scratch no me… nunca…
—No pareces muy segura —comentó el sheriff—. ¿Hasta qué punto conoces a ese hombre, Dell? ¿Sabes que su verdadero nombre es John Michael Greer? ¿Y que tiene una orden de busca y captura pendiente?
—¿Una orden de busca y captura?
El sheriff asintió con la cabeza.
—Por violación de la libertad condicional. Lo condenaron por agresión. Cumplió siete años. La violación de la condicional significa que volverá a la cárcel.
Marvin sonrió con sorna y volvió a agitar las llaves que tenía en el bolsillo.
—Ya huyó una vez —siguió el sheriff—. Y parece que ha vuelto a las andadas.
No podía asimilarlo, no podía pensar. Seguía creyendo que era una película de serie B, pero se me habían quitado las ganas de reír. Agresión. Un arresto. Antecedentes penales. Toda una vida secreta de la que no sabía nada.
Y en ese momento, en mitad de la conmoción, me di cuenta de la situación en la que me encontraba. La caja registradora vacía. El dinero, desaparecido. Me fui con tanta prisa el sábado por la mañana que no tuve tiempo de ingresar la caja de la semana de Acción de Gracias. Tampoco era para tanto, pensé en su momento. Podía esperar a que volviera.
Pero sí que era importante. De hecho, se había convertido en un desastre. Mi margen de beneficios era tan escaso como la peladura de una patata, hasta el punto de que doscientos dólares podían poner mi balance en positivo o en negativo. Si los ingresos de la semana pasada se habían esfumado, tendría que sacar las peladuras de las patatas del contenedor de basura.
—Tengo que irme —dijo el sheriff—. Si tienes noticias de Greer, llámame, ¿entendido?
—Entendido.
—El alquiler se paga la semana que viene, que no se te olvide. —Marvin me miró y movió las cejas con arrogancia—. Y será mejor que cambies la puerta a la orden de ya.
Lo taladré con la mirada, pero no le solté todas las borderías que estaba pensando.
—Llamaré a Cuesco Unger. Me la arreglará.
Cuando se fueron, entré en la cafetería. Las luces estaban apagadas y el comedor, en penumbra y helado en ese grisáceo día de noviembre.
Me senté a la última mesa, la que siempre ocupaba Peach Rondell, y enterré la cabeza en las manos. Pensé en Peach y en la entrada del diario prohibido que había leído. Pensé en Chase y en cómo me había traicionado después de treinta años. Pensé en Toni y en Boone, mis mejores amigos, que me habían engañado. Pensé en Cuesco y Brenda y en su matrimonio perfecto, que se había ido al traste. Pensé en Scratch y en lo bueno y amable que parecía, y me pregunté dónde estaba y cómo era posible que un hombre así fuera un criminal convicto.
Nada parecía real. Nada parecía propio de las personas a las que creía conocer.
Claro que nada de eso importaba en ese preciso momento.
Me levanté, fui a la cocina y marqué un número de teléfono. Pero no llamé a Cuesco Unger. La puerta podía esperar. Marqué el número de Toni y contuve el aliento.







Capítulo 27

Toni atravesó la puerta a la carrera, con una expresión furiosa y decidida. Se acercó a mí para darme un fuerte y larguísimo abrazo. No pareció percatarse de que yo no se lo devolvía.
Por encima de su hombro vi otras caras: Boone y Peach Rondell. Los dos preocupados y molestos.
—¿Estás bien? —me preguntó Boone cuando Toni me soltó.
—Eso creo.
Toni me dio un guantazo en un hombro.
—¡Hemos estado muy preocupados por ti, tonta! ¿Por qué te fuiste de buenas a primeras, sin decirle nada a nadie?
—Necesitaba irme. Para pensar.
—Muy bien. Pues piensa en esto: somos tus amigos. Nos preocupamos por ti. No vuelvas a hacerlo nunca más, ¿vale?
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Boone.
—Justo lo que parece. Alguien ha forzado la entrada, ha robado el efectivo del cajón y tal vez toda la caja que hicimos la semana pasada, todavía no lo sé. —Cerré los ojos y apreté los dientes—. Scratch ha desaparecido. El sheriff cree que ha sido él. Y, para colmo, Marvin Beckstrom, Marvin ni más ni menos, va a convertirse en mi arrendador. Tiene pensado comprar el local.
Toni soltó una retahíla de tacos entre dientes, pero Boone no le hizo ni caso.
—¿Qué hacemos, Dell? —me preguntó.
«Pensar», contesté para mis adentros. «Piensa», me dije, pero mi cerebro no funcionaba. Odiaba sentirme tan inútil, como si fuera una desvalida chica sureña que había sufrido un vahído. Era una mujer de cincuenta y un tacos, ¡por el amor de Dios! Y debería ser capaz de cuidarme sola.
Peach Rondell evitó que siguiera hundiéndome en la desesperación.
—Quizá lo primero debería ser localizar a Scratch.
—La policía lo está buscando —dije—. ¿Por qué crees que podríamos encontrarlo antes que ellos?
—No lo sé, pero debemos intentarlo —contestó—. Vamos, Boone.
Y, sin más explicaciones, lo agarró de la mano y lo sacó de la cafetería.


La puerta se cerró tras ellos, o más bien intentó cerrarse porque seguía descolgada de las bisagras superiores como si fuera un hueso roto, y me quedé a solas con Toni.
Mi mejor amiga.
La traidora.
Me pasó un brazo por los hombros y me llevó a una mesa.
—Voy a hacer café. ¿Quieres comer algo? —Echó un vistazo a su alrededor—. No hay empanada porque llevas una semana fuera, pero seguro que encuentro algo en la despensa.
Negué con la cabeza.
—No me entra nada.
Lo que no me entraba era la idea de enfrentarme a ella a solas, de no saber qué decir después de toda una vida contándole mis secretos. Sentía una terrible acidez en el estómago y una horrorosa soledad que me abrumó hasta el punto de dejarme sin respiración.
Había vuelto a ese sitio. A esa caverna insondable y oscura de la que no podía salir. El silencio me rodeó. Una agobiante oscuridad sustituyó a mis antiguas pesadillas.
Me senté con la cabeza enterrada en las manos hasta que Toni se sentó enfrente y me puso una taza de café delante.
—Esto debe de ser horrible para ti —dijo—. Un allanamiento es como una violación…
Algo se rompió en mi interior. El censor interno que nos obliga a cerrar la boca para no decir algo de lo que podamos arrepentimos más tarde. No pude contenerme.
—Bueno, no es la peor violación de ese tipo que he sufrido.
Toni me miró en silencio. Parecía estar sopesando si hablaba o no con total sinceridad. El debate interno quedó reflejado en su cara, una expresión dolida que en otro momento habría despertado mi compasión.
Pero me daba igual. Me importaba un pimiento cualquier cosa que tuviera que decirme.
Sin embargo, era yo quien la había llamado. Cada vez que surgía una crisis, su nombre era el primero que se me venía a la cabeza.
—Tenemos que hablar de ciertas cosas —dijo por fin.
—No.
—¿Cómo que no? —replicó ella con las mejillas enrojecidas por el enfado—. Aquí estamos, tú y yo, juntas, como lo hemos estado desde que éramos pequeñas. No pienso seguir aquí sentada y dejar que sigamos mirándonos enfadadas.
—Si no te gusta, ahí tienes la puerta. —La señalé con el dedo.
Ella miró los fragmentos de cristal y la puerta que colgaba de una sola bisagra.
—Por decirlo de alguna manera —murmuró—. Porque tampoco es que la puerta sirva de mucho.
Me eché a reír en contra de mi voluntad. El comentario destrozó la tensión tal cual había hecho el puño, el martillo o la llave inglesa del ladrón con el cristal.
—Eso está mejor. —Toni se inclinó hacia delante con su taza de café entre las manos—. Habla conmigo, Dell. ¿Por qué estás haciendo esto? ¿Por qué me dejas al margen de repente?
Que tuviera el morro de preguntármelo me resultó increíble.
—Lo sabes perfectamente. Sé la verdad.
—Dell, iba a contártelo, de verdad. Pero no sabía cómo hacerlo. —Carraspeó y bebió un sorbo de café—. ¿Cómo lo has descubierto?
La indignación que sentía me parecía tan justificada que no fui capaz de admitir que había violado la intimidad de Peach Rondell al leer su diario.
—Eso no importa. Cuéntame qué pasó.
Toni se encogió de hombros.
—No va a hacerte gracia.
—¡Joder! —grité al tiempo que estampaba un puño contra la mesa, de forma que la mitad de mi café acabó sobre la superficie de fórmica. Solté todos los improperios que se me ocurrieron, algunos de los cuales nunca había pronunciado en mis cincuenta y un años de vida. Mi madre me habría lavado la boca con lejía de haberme escuchado—. Mierda, Toni. ¿Cómo puedes hablar de esto con tanta… naturalidad? ¡Me traicionaste con Chase! ¡Te tiraste a mi marido!
Le dije un sinfín de cosas hasta que me quedé sin reproches y en ese momento me percaté de que Toni ni siquiera había protestado. Alcé la vista. Y la descubrí sonriendo.
—¿Eso es lo que crees? ¿Qué me tiré a Chase? ¿Qué yo era la mujer con la que tenía una aventura? —Se echó a reír. Al principio, fue una carcajada contenida, pero no tardó en dejarse llevar y acabó llorando de la risa y doblada por la cintura—. ¡Ay, Dios, Dell! —dijo cuando logró recobrar el aliento y pudo volver a hablar—. Vale, recuerdo que hablamos de Chase y me dijiste que estabas segura de que te la había pegado con Brenda Unger.
—Sí. Y tú dijiste que Brenda no había tenido ningún lío con él. Que lo sabías de buena tinta.
Toni se inclinó hacia delante para mirarme a los ojos.
—Sí, estoy segurísima de que no era ella. Pero no porque yo estuviera liada con Chase.
De repente, se me encendió la bombilla y lo comprendí todo.
—¿Tú? —pregunté—. ¿Tú y…?
—Ajá. —Agachó la cabeza—. Yo y… Brenda.
La renuencia a perdonar es como abrazar un cactus y preguntarse mientras tanto por qué sangras.
Aunque había ciertas heridas abiertas, ya no me dolían porque había recuperado a mi mejor amiga.
La mesa a la que estábamos sentadas frente a frente estaba cubierta con los restos de los sándwiches que nos habíamos comido. La famosa especialidad de Scratch para los momentos de bajón: mantequilla de cacahuete, mermelada y magro de cerdo. Nos habíamos comido un bocadillo a medias y casi una bolsa entera de patatas fritas onduladas. En ese momento, estábamos zampándonos lo que quedaba de una tarta de chocolate que Toni había descubierto en la nevera.
—Cuéntame más cosas —le dije. La tentación de conocer los detalles jugosos era demasiado irresistible, por escandalosa que me pareciera la relación—. ¿Cómo empezó?
—Fue una locura —contestó Toni—. Nos encontramos una noche en el Llénalo y Corre. La vi un poco desanimada, así que intenté alegrarla un poco. Acabamos en Tuscaloosa compartiendo una botella de vino mientras ella me confesaba todo lo que sentía, lo confusa que estaba porque, aunque quería mucho a Cuesco, no soportaba la idea de continuar con la farsa. Ésa fue la palabra exacta: «farsa». Creo que siempre ha sido así; que siempre le han gustado las mujeres, vamos. Pero cuando éramos jóvenes ese tema era tabú.
—No me digas —repliqué—. Lo único que se escuchaba por aquel entonces eran chistes malos sobre tortilleras y mariquitas, y los sermones de los sacerdotes amenazando con el infierno a ese tipo de personas.
—En fin —siguió Toni—, el caso es que como habíamos bebido demasiado como para conducir de vuelta a Chulahatchie, nos quedamos en un motel y… —Enarcó las cejas.
—¿Cómo fue? —le pregunté—. Detalles. Quiero los detalles.
—Digamos que las cosas se pusieron interesantes en nada de tiempo.
—¿Y te lo pasaste bien? Porque tú no eres… una…
—¿Lesbiana? —me ayudó Toni con una carcajada—. No pasa nada porque uses esa palabra, Dell. No vas a pillar piojos ni nada de eso.
—Vale, ¿lo eres o no?
—No. Pero Brenda sí lo es. Me dijo que siempre le habían gustado las mujeres y que aunque quería a Cuesco, que de hecho todavía lo quiere, se casó con él porque eso es lo que se hacía entonces. Pero para ella todo es artificial.
—Entonces, ¿por qué…?
—¿Que por qué pasó lo que pasó entre Brenda y yo? No lo sé. Le tengo cariño, la verdad. Y me sentía sola. Me gustó lo de tener a alguien que me acariciara. Aunque reconozco que no son razones de peso. —Se encogió de hombros—. Brenda y yo lo hemos hablado y me entiende. De hecho, me ha dado las gracias por haberle proporcionado un entorno seguro en el que encontrarse a sí misma.
Miré a mi amiga como si la estuviera viendo por primera vez. Nunca la había creído capaz de hacer algo así, pero ni la juzgaba ni me sentía desilusionada por sus actos. Su explicación le había conferido al asunto un halo de amistad, de generosidad. Simplemente estaba asombrada por el hecho de que después de conocer a una persona durante tantísimos años, todavía lograra hacer algo que me sorprendiera.
—Además, creo que los límites no son tan rígidos, Dell. Creo que casi todas las personas, si se dan las circunstancias adecuadas, pueden sentirse atraídas por alguien de su mismo sexo.
Estaba a punto de protestar al respecto; pero, en realidad, no me oponía a esa idea. Al contrario, me sentía más bien emocionada por extraño y sorprendente que pareciera.
—Brenda me hizo prometerle que le guardaría el secreto —dijo Toni—. Creo que pasó una época enamorada de mí… o si no enamorada, un poco obsesionada. Así que no se lo conté a nadie, ni siquiera a ti, hasta que no me ha quedado más remedio.
—Salvo a Boone.
—Bueno, sí. Sabía que él lo entendería. Y también sabía que mantendría la boca cerrada.
—Sabes que yo también soy capaz de hacerlo —le recordé—. No diré ni pío.
—Ya lo sé. —Toni sonrió—. Llevas semanas sin dirigirme la palabra.
Recordé una ocasión en la que fui a hacerme una radiografía y me obligaron a ponerme una capa de plomo para proteger el resto de mi cuerpo de la radiación. Al principio, no noté el peso, pero conforme me movía, la cosa empeoró hasta el punto de que apenas era capaz de mantenerme en pie.
Había llevado ese peso sobre los hombros durante tanto tiempo que fue un alivio retomar mi amistad con Toni. La había echado de menos y, en ese momento, me alegraba mucho de que mi amiga no fuera de esas personas rencorosas, incapaces de perdonar un error durante años.
Casi se me había olvidado el allanamiento y el robo cuando escuché la bocina de un coche. Miré por la ventana y vi que el pequeño Honda azul de Peach se había detenido en la acera.
Toni y yo nos levantamos y fuimos hasta la puerta. Peach y Boone salieron y se acercaron a nosotras.
—No ha habido suerte —dije.
—No sé yo… —replicó Toni.
En ese instante, vi que un coche patrulla aparecía detrás del Honda con las luces rojas y azules encendidas. Aminoró la velocidad, pitó y después siguió hacia la plaza. En el asiento trasero y mirándome a través de la ventanilla, había un negro grande y musculoso.
Habían encontrado a Scratch.





Capítulo 28

—Yo no he sido, Dell —me dijo. Se dejó caer en una silla y enterró la cabeza en las manos.
Nos miramos. No se había afeitado y tenía los ojos enrojecidos y cansados. El dolor y la decepción de su expresión se me clavaron en el alma, pero fui incapaz de decir una sola palabra para tranquilizarlo. Una parte de mí quería extender los brazos y consolarlo, pero otra parte se encogía de miedo y quería salir corriendo de allí.
—¿Y por qué te han arrestado?
El silencio se alargó entre los dos, roto únicamente por el ruido de una silla al deslizarse por el suelo cuando los demás rodearon la mesa de la sala de interrogatorios.
El sheriff nos había permitido a Toni, a Boone y a mí hablar con Scratch, aunque, como nos recordó en dos ocasiones, iba «en contra de las normas». Supongo que creía que seríamos capaces de arrancarle una confesión con más facilidad, detalle que agilizaría muchísimo el proceso de encerrarlo y tirar la llave.
Menos mal que Boone se hizo con el mando de la conversación, porque yo me había quedado en blanco y era incapaz de pensar en otra cosa que no fuera el dolor que veía en la cara de Scratch, la postura derrotada de sus hombros y mis propias sospechas, que me corroían por dentro como el ácido.
—¿Sabes lo que pudo pasar en la cafetería? —preguntó Boone.
Scratch negó con la cabeza.
Apreté los dientes.
—¿Y por qué huiste?
—No huí. Sólo me fui un tiempo. Para pensar. Me giré hacia el sheriff.
—¿Dónde lo encontraron?
—¿Por qué no me lo preguntas a mí? —se quejó Scratch—. Hice autostop hasta la cabaña del río. No creí que te importase. No entré en la cabaña, no robe nada si es lo que te preocupa. —Apartó la mirada—. Me quedé sentado en el embarcadero.
—Allí lo pillamos —dijo el sheriff, que asintió con la cabeza.
—No se puede decir que me resistiera —les señaló Scratch—. Y no llevaba dinero encima cuando me registraron, ¿verdad?
Al mencionar el dinero, se me formó un nudo en el estómago.
—¿Ingresaste el dinero de la semana pasada en el banco por casualidad? —le pregunté. Scratch negó con la cabeza.
—No, señora. Creía que usted lo habría hecho antes de irse del pueblo.
Inspiré hondo y expulsé el aire muy despacio para mantener a raya el pánico. Con el Heartbreak Café, los ingresos de una semana podían significar mantenerse a flote o irse a pique.
—El sheriff dice que pende sobre ti una orden de busca y captura —dijo Boone en un intento por retomar el tema principal—. Algo sobre violación de la condicional.
—No —lo contradijo Scratch—. Quiero decir que sí, que estaba con la libertad condicional, pero que ya la cumplí. No he violado las putas condiciones y el sheriff debería saberlo. —Parpadeó y miró a su alrededor—. Perdón por el lenguaje.
La disculpa estaba tan fuera de lugar que todos nos echamos a reír. El sheriff carraspeó como indicándole que siguiera.
—Creo que deberíamos investigar sobre eso de la violación de la libertad condicional —dijo Boone—. No quiero inmiscuirme en tu vida, Scratch, pero tenemos que prepararnos si vamos a ayudarte.
Mientras Scratch intentaba ordenar sus pensamientos, recordé las distintas conversaciones que había mantenido con él, sobre todo la que tuvimos sobre el perdón y la forma de continuar con nuestras vidas después de que acabaran hechas añicos. En su momento, me pregunté cómo había aprendido esa lección, pero no tuve tiempo de preguntárselo, de averiguarlo.
Me daba en la nariz que estaba a punto de reunir las piezas del rompecabezas que me faltaban.
—Hace tiempo, estuve casado —comenzó Scratch en voz baja—. Tuve una niña. Pero también tuve un suegro manipulador que no me creía lo bastante bueno para su hija. Mi familia nunca ha tenido mucho —siguió—. Mi padre era aparcero en un cultivo de cacahuetes en el sur de Georgia. Nunca nos faltó la comida porque trabajábamos la tierra y mi madre cultivaba un buen huerto. Pero no nos sobraba el dinero. Y, evidentemente, no había para la universidad. Yo jugaba al fútbol, pero no era tan bueno como para que me dieran una beca, y en mis tiempos no había tantas opciones como ahora. La cosa es que me alisté en la Marina nada más salir del instituto, y cuando llegó el momento, me pagaron la matrícula para asistir a Morehouse. En mi segundo año, conocí a Alyssa. Ella cursaba primero en Spelman, quería licenciarse en Derecho. Me miró de reojo.
—Morehouse y Spelman son universidades para negros con mucha tradición en la zona de Atlanta. Morehouse es para chicos y Spelman, para chicas.
Asentí con la cabeza como si ya estuviera al tanto de eso y él continuó.
—Yo estaba cursando los estudios previos para cursar Medicina en Emory.
—¿Ibas a estudiar Medicina? —preguntó el sheriff con sorna.
—Sí, Medicina. Pero se nos trastocaron los planes cuando Alyssa quedó embarazada.
«Una hija», pensé. La niña a la que se había referido.
—Alyssa estaba dispuesta a casarse de inmediato. Y yo quería casarme con ella. Lo estaba deseando desde que nos conocimos. Pero sus padres se oponían rotundamente. Sobre todo su padre.
Fui incapaz de morderme la lengua por más tiempo.
—¿Por qué? —pregunté—. Si estabais enamorados…
—El padre de Alyssa era un abogado de renombre en Atlanta. Un abogado negro muy famoso con una despampanante mujer blanca. No me creía lo bastante bueno para la niña de sus ojos.
—Pero seguro que un médico…
Scratch agitó la mano, desentendiéndose de esas palabras como quien apartaba una mosca.
—Nunca creyó que pudiera conseguirlo. Cuando me miraba, sólo veía al hijo de un aparcero. Y eso era lo único que podría ser en su opinión. Y… bueno, supongo que al final le di la razón. —Suspiró—. Nos fugamos y nos fuimos a vivir a un cuchitril. No era a lo que Alyssa estaba acostumbrada, desde luego. Yo trabajaba por las noches para poder terminar el último curso y conseguir el grado medio, pero la carrera de Medicina estaba descartada. Alyssa lo intentó, de verdad que sí, pero al final fue incapaz de soportar la presión. Cuando nació nuestra hija, las cosas empeoraron. Una noche, volví a casa del trabajo y ya no estaba. —Se pasó una mano por el pelo—. Hice todo lo que estuvo en mi mano, pero su padre tenía demasiada influencia sobre ella. Alyssa era incapaz de plantarle cara. —Apretó los puños sobre la mesa—. Era un hombre acostumbrado a salirse con la suya, y siempre iba a por todas. Estaba decidido a separarnos, y presionó tanto a mi mujer que al final cedió y regresó a casa de sus padres, llevándose a nuestra hija.
Scratch guardó silencio y nos miró. Incluso el sheriff le estaba prestando atención, aunque la expresión burlona e incrédula no había abandonado su rostro.
—El caso es que me críe siendo pobre —siguió—, pero me enseñaron a ser orgulloso y no estaba dispuesto a arrastrarme a sus pies como un perro. Fui a la casa y exigí verla. Llamaron a la policía. Me arrestaron por altercado público y agresión con agravantes.
—¡Joder! —exclamó Toni, que no se molestó en pedir disculpas.
—Eso mismo —dijo Scratch—. El padre de Alyssa era muy influyente. Bastó una palabra suya para asegurar una condena muy dura. Fui a la cárcel. Mi vida quedó destruida. No hay muchas oportunidades para un cirujano negro con antecedentes penales.
—¿De verdad os estáis tragando esa sarta de mentiras? —lo interrumpió el sheriff—. ¿Este tío estudiando Medicina? ¿Casado con la hija del abogado?
Nos miramos, pero nadie dijo nada.
—No tienes motivos para retenerlo —le dijo Boone al sheriff—. No tienes pruebas.
—¿Y desde cuándo eres un abogado defensor? —replicó el sheriff—. Se queda donde está hasta que comprobemos lo de la condicional y averigüemos dónde ha escondido el dinero.
Todos me miraron como si esperasen que protestara, que dijera que no iba a presentar cargos por el robo, que creía en la inocencia de Scratch… lo que fuera. Pero no lo hice. No podía. Todavía tenía un montón de preguntas que flotaban en mi cabeza como los garbanzos de un potaje y no sabía cómo formularlas. Y tampoco sabía las respuestas.
—Búscale un abogado a tu muchacho —me dijo el sheriff cuando nos acompañó a la salida—. Le va a hacer falta.


La jarra del café estaba vacía, y nosotros, sentados en la cafería. Habíamos repasado los hechos una y otra vez, sin llegar a ninguna parte. Y todos me miraban mientras intentaban averiguar qué me pasaba y por qué no estaba participando en los planes para salvar a Scratch.
No podía explicarlo, ni siquiera yo lo entendía. Tenía la cabeza llena de posibilidades. Había confiado en él, después me había puesto nerviosa y había vuelto a desconfiar. Un paso hacia delante y otro hacia atrás. Un paso hacia delante y otro hacia atrás. No me gustaba un pelo lo que estaba haciendo, pero era superior a mis fuerzas.
Al cabo de un rato, Peach preguntó:
—¿Cómo ha dicho el sheriff que se llama Scratch? —John Michael Greer —respondí.
—¿Y su mujer?
—Alyssa, creo.
Se sacó un bolígrafo del bolsillo y lo apuntó en una servilleta.
«¡Qué raro!», pensé. Pero no me quedaban fuerzas para preguntarle qué estaba haciendo.
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Capítulo 29

El sheriff mantuvo encerrado a Scratch durante tres días.
Tres largos y estresantes días.
El lunes por la mañana, apareció Cuesco Unger con una puerta nueva para la cafetería en el cajón de su camioneta. Lo observé mientras se afanaba en quitar la puerta vieja y colocar la nueva. Observé esas piernas largas enfundadas en los vaqueros azules; la superficie curvada de su cabeza, lisa como una bola de billar; la resignación de su mirada.
Me alegró que estuviera en la cafetería. Por algún motivo que no alcanzaba a entender, su presencia me resultaba reconfortante. Era como un purificante soplo de cordura en mitad de la locura.
Boone, Toni y Peach aparecían de vez en cuando y discutían sobre la mejor forma de ayudar a Scratch, sobre la identidad del ladrón, sobre el abogado que podía representar a Scratch o sobre lo que podría pasar a continuación. Las mismas incógnitas que llevaban días analizando sin llegar a ninguna solución hasta el momento.
Por mi parte, era incapaz de librarme del estado de confusión en el que estaba sumida. Por un lado, quería creer en la inocencia de Scratch. Por otro, era un criminal convicto y, además, ¿qué sabíamos de él en realidad? La historia de su pasado, su matrimonio con una abogada millonaria, su futuro como cirujano, me parecía tan probable como la posibilidad de encontrarme a Ed McMahon en mi puerta con un montón de globos y un cheque por valor de diez millones de dólares. Sin embargo, recordé con cierta incomodidad la profesionalidad con la que se había ocupado de Purdy Overstreet cuando se torció el tobillo.
Pero si Scratch no lo había hecho, ¿quién había sido?
Y al hilo de esa pregunta siempre llegaba otra que me dejaba el corazón en un puño. ¿Cómo narices iba a apañármelas sin el dinero que me habían robado?
Parecía que la gente de Chulahatchie había echado de menos mi comida. O eso o estaban muy ocupados con los preparativos navideños y las compras como para cocinar, porque el miércoles me pasé toda la mañana sirviendo almuerzos desde las once hasta la una y media, sin descanso. La cafetería estaba repleta de gente, con todas las mesas ocupadas e incluso esperaban en la puerta, alargando el cuello como si fueran buitres en su intento por meterles prisa a los que estaban sentados.
Sentía la ausencia de Scratch como si fuera un dolor de muelas. Me pasé todo el día preocupada por él de forma inconsciente, como cuando tienes una muela rota y no puedes dejar de tocártela pese al dolor.
Iba todo el rato con la lengua fuera para servir a la clientela. En ese aspecto, lo echaba muchísimo de menos, porque me había acostumbrado a depender de él en la parrilla, en la barra y en la cocina. Sin embargo, iba mucho más allá. No sólo echaba de menos su trabajo en la cafetería. Lo echaba de menos a él. Echaba de menos su sentido del humor y sus comentarios graciosos. Su amabilidad y su paciencia a la hora de lidiar con personas como Hoot Everett y Purdy Overstreet. Su capacidad para hacerme sentir segura y no tan sola gracias a su presencia.
Debería confiar en él. Debería dejar las dudas a un lado y creer en su palabra. Pero era incapaz. Y el conflicto conmigo misma me estaba destrozando.
Cuando por fin se marchó la oleada de clientes del almuerzo, limpié la última mesa y me fui a la cocina. Cuesco Unger llevaba uno de los mandiles de Scratch y estaba delante del fregadero, enjuagando una bandeja de vasos.
—No tienes por qué hacerlo, Cuesco.
Él encogió sus huesudos hombros.
—Sólo quería echarte una mano. —Lo dijo sin darle importancia, pero capté una nota extraña en su voz.
—¿Quieres hablar?
Me miró en ese momento y vi cómo su nuez subía y bajaba en ese cuello tan delgado.
—Ajá —contestó al cabo de un minuto—. La verdad es que sí, si no te importa, claro.
La cafetería estaba vacía y silenciosa, iluminada por la pálida luz del sol invernal que se colaba a través del cristal rayado de la puerta nueva. Recordé que tenía que limpiarla y encargarle a alguien que rotulara el nombre del establecimiento en el cristal. Después, volví a prestarle atención a Cuesco.
Se sentó frente a mí y unió las manos con tanta fuerza que se le quedaron los nudillos blancos.
—Supongo que ya sabrás lo que ha pasado entre Brenda y yo y… en fin, todo —dijo.
Estaba a punto de decirle: «Sí, Toni me lo ha contado», pero algo hizo que me mordiera la lengua. No supe muy bien qué fue, tal vez su mirada o su forma de mordisquearse la uña del pulgar derecho, o tal vez fuera el reflejo del sol en su canosa barba de dos días. El caso fue que dije:
—¿Por qué no me lo cuentas?
—Cuando Brenda me pidió el divorcio, me pilló totalmente desprevenido —confesó—. Porque creía que éramos felices. Me tenía por un buen marido. Creía que… —titubeó—, en fin, creía muchas cosas. Pero nunca se me ocurrió pensar que la mujer a la que había amado, con la que me había casado, con la que había tenido hijos y con la que había compartido mi vida podría convertirse en una completa desconocida. —Apareció un tic nervioso en su mentón y soltó un largo suspiro—. Todavía no lo entiendo. Sigo sin entender lo que le ha pasado, eso de… en fin, ya sabes de lo que estoy hablando. Pero lo acepto. Porque no se puede obligar a nadie a ser lo que no es. ¿Cómo era el refrán aquel? «Cada uno donde es nacido y bien se está el pájaro en su nido.» —Intentó sonreír, pero sólo le salió una mueca tristona—. Tengo que aceptarlo y punto. Pero, Dell…
Me miró a los ojos y la agonía que se reflejó en ellos me dejó casi sin aliento.
—Dice que todavía me quiere y cada vez que me lo dice, me da esperanzas. ¿Cómo es posible que me quiera y me haga esto?
Se sumió en el silencio y esperé hasta estar segura de que había terminado.
—Cuesco, no es que yo entienda la situación mejor que tú —le dije—, pero sí que creo que Brenda te sigue queriendo y que siempre te querrá. Lo que pasa es que se trata de un amor distinto. Como el que yo siento por Boone, por Toni o… —Titubeé un segundo antes de continuar—: O por ti.
Él alzó la vista, sorprendido.
—Somos amigos—me apresuré a añadir—. Nos preocupamos los unos por los otros. Nos apoyamos. Somos familia.
Cuesco asintió despacio con la cabeza, como si mis palabras fueran un triste y escaso consuelo.
—De todas formas —seguí—, Brenda ha descubierto algo sobre sí misma que no tiene nada que ver contigo. Ni con lo buen marido que has sido, ni con tu carácter. —Sin pensar, coloqué una mano sobre sus puños unidos. Él dio un respingo, pero no me aparté.
—Me siento… No sé. Rechazado —susurró—. Como si tuviera algún defecto.
Le di un apretón en las manos.
—Te entiendo perfectamente, de verdad.
—¿Y qué hacemos ahora? —me preguntó.
Sus ojos recorrieron minuciosamente mi cara como si esperara encontrar la respuesta en ella. Pero si estaba, era en un idioma que él no había aprendido.
Pensé en Boone, en Toni, en Peach e incluso también en Scratch. En esa hilera de figuras fantasmagóricas que se estiraban en la oscuridad para formar un puente hacia la luz. Amigos. Gente que te quiere, pese a las tonterías que puedas decir, pensar o hacer. Gente que no te da la espalda, aunque te lo hayas ganado a pulso. Gente que se dejaría humillar en aras de esa amistad.
—Seguir juntos —respondí al cabo de un rato—. Ocuparnos los unos de los otros. Levantarnos por la mañana y poner un pie delante del otro. —Le di unas palmaditas en el brazo—. Darnos tiempo y ayudarnos a seguir adelante mientras tanto.
Cuesco y yo estuvimos sentados un buen rato, sin hablar mucho, apurando la última jarra de café y cambiando de postura en la silla de vez en cuando. Al final, me levanté y me fui a la cocina para dejar preparadas las cosas del desayuno del día siguiente. No quedaban muchas sobras, la plaga de langostas me había dejado la despensa y el frigorífico vacíos, pero quedaba suficiente rosbif para hacer un estofado y también había mucha verdura.
Mientras troceaba la carne y pelaba las patatas, dejé que mi mente regresara a Scratch, que seguía encerrado en la cárcel, posiblemente paseando de un lado al otro de la celda como una enorme pantera negra.
Nadie podía hacer nada por él. Boone y Toni no paraban de hablar del dinero de la fianza, pero eso no serviría de nada. El sheriff seguía dilatando su encierro con la excusa de que no había recibido noticias de las autoridades de Atlanta.
«¡Por el amor de Dios! —pensé—. Estamos en el siglo XXI. ¿Qué tecnología utiliza el imbécil del sheriff? ¿El Pony Express?»
En el fondo, evidentemente, sabía que no se trataba de un fallo en el sistema de comunicaciones. Era una cuestión de poder. De usarlo, de presumir de él, de demostrarlo.
Como un concurso de meadas masculino.
Acabé de pelar las patatas y seguí con las cebollas. Unas cebollas rojas procedentes del condado de Toombs, Georgia. Las más dulces del mundo.
Sin embargo, en ese momento no me lo parecían. Tan pronto como le metí el cuchillo a la primera, empecé a llorar. Parpadeé y sorbí por la nariz. Era raro que ese tipo de cebollas tuvieran ese efecto. Me ardían los ojos y no quería arriesgarme a frotármelos con la mano.
En cierto modo sabía, por mucho que me negara a reconocerlo, que las lágrimas tenían poco que ver con las cebollas. Me pregunté cuántas veces te pueden romper el corazón antes de que ya no tenga esperanzas de recuperarse.
Lo vi todo borroso. Moví el cuchillo, se me resbaló y me miré el dedo. La madera de la tabla de cortar estaba manchada de sangre.
Debí de gritar, porque Cuesco Unger llegó enseguida a mi lado y me sostuvo la mano mientras me apretaba con fuerza la herida. Me rodeó con el otro brazo, y menos mal que lo hizo porque me mareé y me habría caído redonda al suelo de no ser por su apoyo.
—No pasa nada, Dell —me dijo—. Aguanta. Yo me encargo. Y lo hizo.
Me llevó hasta el fregadero, limpió el corte y después fue a la despensa en busca del botiquín de primeros auxilios. Demostrando una delicadeza que jamás habría imaginado en un hombre, me puso crema antibiótica y me vendó. Después, en un gesto instintivo que sin duda se remontaba a su experiencia como padre y abuelo, se llevó mi dedo a los labios y lo besó.
—Ya está—dijo.
Lo miré a la cara. Y aunque lo conocía de toda la vida, ésa fue la primera vez que noté lo azules que eran sus ojos.


Nos quedamos petrificados mientras nos mirábamos, conscientes de una extraña corriente que parecía afectarnos a ambos por igual. Porque él también lo sentía. Lo percibí en la repentina tensión de sus manos y en su respiración, que se aceleró después de que contuviera el aliento.
No supe qué estaba pasando, pero me asusté mucho. Su cara tan familiar, y tan cercana en ese momento, se transformó de repente en otra, en la cara de un desconocido. Como ese espantoso momento cuando te despiertas de repente en plena noche, miras a la persona que tienes al lado sin encender la luz y crees estar en la cama con un extraño.
No podía respirar. No podía tragar saliva. No podía moverme aunque mi cuerpo me pedía a gritos que saliera corriendo.
De no ser por la campanilla de la puerta, habríamos seguido tal cual.
Pero la campanilla sonó y nos apartamos de un respingo como un par de adolescentes pillados in fraganti. Me pasé una mano por el pelo y salí de la cocina.


En la puerta había una mujer. La mujer más guapa que había visto en persona y de cerca. Parecía una estrella de cine. Una mezcla entre Halle Berry y Queen Latifah. Era alta y voluptuosa, de piel café con leche, pelo negrísimo, grandes ojos castaños y pómulos afilados. A su lado y pegada a ella como si necesitara protección, había una niña igual de guapa. A todas luces, su hija, porque era la viva imagen de la mujer salvo por su tono de piel, mucho más oscuro, como el del buen chocolate.
—Perdone —me dijo la mujer con una voz aterciopelada—. Supongo que habrá cerrado ya, pero…
—Entre —la interrumpí—. Siéntese, por favor.
—Gracias. Llevo horas conduciendo.
La niña le dio unos tirones de la manga y le susurró algo al oído.
—¿Le importa si mi hija usa el baño?
—En absoluto —contesté—. Ven conmigo, te enseñaré dónde está.
La niña retrocedió un poco.
—No pasa nada, cariño. Ve con esta señora tan agradable. —La mujer me miró a los ojos—. Se llama Imani. Significa «fe».
—Vaya. Pues me alegro de conocerte, Imani —dije al tiempo que le tendía una mano y la niña me dio un solemne apretón—. Me llamo Dell. Y soy la dueña de esta cafetería. La verdad es que nos vendría bien un poquito de fe por aquí.
Imani sonrió con timidez. La acompañé hasta el baño y cuando regresé, vi que su madre estaba sentada a una mesa con la cabeza enterrada en las manos. La observé un momento. Su lenguaje corporal delataba desesperación y frustración, nada que ver con la imagen que proyectaba cuando la vi en la puerta.
«Una mujer acostumbrada a ofrecer una buena fachada», pensé. Aunque por dentro estuviera hecha polvo.
Me acerqué a ella y, sin pensar que podría tomarlo como una intromisión, le coloqué una mano en un hombro. No se apartó. Al contrario, aceptó mi apoyo como si llevara muchísimo tiempo sin recibir una caricia reconfortante.
—¿Qué le traigo? —le pregunté—. ¿Té endulzado o café? Tendré que hacerlo, pero no tardará nada.
—Un café sería estupendo. Y un zumo de naranja para Imani, si tiene, claro.
—Ahora mismo lo traigo.
Volví a la cocina en busca del zumo de naranja y puse la cafetera. Cuesco había desaparecido.
Llené una jarra con el humeante y aromático café recién hecho, y se la llevé a la mesa. Imani estaba sentada a una mesa distinta a la de su madre, entretenida con unos lápices de colores y un papel que había sacado de su mochila.
—¿Puede sentarse un momento conmigo? —me preguntó la madre.
Me serví una taza de café y me senté.
—¿Le apetece comer algo?
—No, gracias, estamos bien. —Titubeó un momento—. Me llamo Alyssa. Alyssa Greer.
Lo supe desde el primer momento, claro está. Desde que la vi entrar por la puerta. Sabía que debían de ser la familia de Scratch. La esposa de Scratch, la que lo había abandonado. La niña de Scratch.
Una mujer educada, elegante y culta.
Scratch había dicho la verdad.
No tenía ni idea de cómo se las había arreglado Alyssa para llegar hasta Chulahatchie, pero allí estaba. Preparado o no, Scratch tendría que lidiar con el repentino encuentro de su pasado y su presente. Con el choque entre dos vidas muy distintas entre sí.




Capítulo 30

Me gustaría poder borrar de mi cabeza la imagen de Scratch en esa celda. Cuando lo arrestaron y fui con Boone para hablar con él, lo tenían en una habitación con una mesa y varias sillas. Sí, era triste, pero nada parecido a eso. No había barrotes ni cerraduras. No estaba en una jaula como un animal.
Peach había vuelto a la cafetería y estaba coloreando con Imani y jugando al ahorcado. Se presentó en cuanto la llamé, sin sorprenderse en absoluto por la repentina aparición de la mujer de Scratch y de su hija.
La expresión de Scratch cuando vio a Alyssa lo dijo todo. Daba igual lo que hubiera pasado entre ellos, la quería, y que ella lo viera allí encerrado, como si fuera un animal rabioso, le resultaba casi insoportable.
Alyssa, en cambio, no perdió la compostura.
—Vaya, así que tú eres la mujercita. —El sheriff la miró con lascivia.
Ella lo miró de arriba abajo, calándolo a la primera.
—Soy la abogada —dijo—. Y va a liberar a mi cliente. Ahora mismo.
—Para el carro, muchacha —le soltó él—. Es un criminal convicto que ha violado la libertad condicional. No va a ir a ninguna parte hasta que tenga los papeles de…
Alyssa sacó un sobre de su bolso y le golpeó el pecho con él.
—Aquí están sus papeles. Ha cumplido con los términos de la libertad condicional, como muy bien sabe, y no tiene una sola prueba que lo relacione con el robo. En cambio, yo tengo motivos para demandarlo, a usted y también a esta oficina, por detención ilegal y acusación falsa. Incluso podría denunciarlo por racismo. Pero supongo que prefiere que no tomemos esa dirección.
El sheriff la miró boquiabierto mientras intentaba responder, pero daba la sensación de que se le había quedado la boca seca y de que no podía hablar. Sin decir nada, se sacó las llaves, abrió la puerta de la celda y se apartó.
—Gracias —dijo Alyssa.
Scratch salió de la celda y se quedó quieto, cambiando el peso del cuerpo de una pierna a otra.
—Alyssa—dijo. Eso fue todo, sólo «Alyssa». Se atragantó y no pudo decir nada más.
—Volvamos a la cafetería —sugerí—. Hay una niñita preciosa esperando para conocer a su papá.


Casi había anochecido cuando Scratch bajó del apartamento, duchado, afeitado y con cierto aire de normalidad. Alyssa estaba sentada sola a una mesa, con los puños tan apretados que tenía los nudillos blancos. Imani y Peach estaban dibujando en los manteles individuales de papel. Boone y Toni se habían ido a casa. Yo estaba en la cocina, rebuscando para ver qué podía improvisar para los cinco. La gente tenía que comer pasara lo que pasase.
Supuse que una hamburguesa con queso nos ayudaría a superar el momento, porque bien sabía Dios que nos hacía falta algo que nos consolara. Puse pasta a cocer mientras rayaba un poco de parmesano reggiano. Scratch y Alyssa estaban en la mesa más cercana a la cocina, de modo que escuchaba su conversación palabra por palabra. No quería escuchar a hurtadillas, pero lo hice de todas maneras.
—¿Por qué has venido? —preguntó él—. ¿Y cómo te has enterado de dónde estaba?
—Me llamaron —contestó Alyssa—. Parece que tu Peach Rondell es una mujer de recursos y una buena investigadora. Debería contratarla de ayudante.
—Así que Peach te encontró y se metió donde…
—No se metió donde no la llamaban, John. Estaba preocupada por ti. Deberías dar gracias por tener tan buenos amigos.
—Y lo hago. Estas personas son como de mi familia. Creen en mí, a diferencia de… —Se interrumpió de golpe, y me imaginé que había apretado los dientes como hacía de vez en cuando y que tenía un tic nervioso en esa enorme mandíbula.
—A diferencia de mí.
—Sí.
—John, era muy joven. Era tonta. Y tenía miedo. Mi padre me había controlado toda la vida y no iba a dejarme marchar así como así. Estaba convencido de que me arruinarías la vida.
—Así que me tendió una trampa y me la arruinó él a mí.
Alyssa soltó un largo suspiro.
—Sí.
—Y tú no hiciste nada para impedírselo.
—Sólo tenía veinte años, John. No era capaz de enfrentarme a él.
—Y ahora que casi tienes treinta, cuando te ha pagado los estudios y estás trabajando de abogada, ¿de repente te han crecido las agallas?
Se hizo un largo silencio entre ellos, un silencio que sólo quedó roto por el borboteo del agua hirviendo. Al cabo de un rato, Scratch dijo:
—Dime una cosa, Alyssa. ¿Por qué has venido? ¿No tienes miedo de que papaíto te descubra y venga para llevarte de vuelta a Atlanta?
—Mi padre está muerto —contestó ella—. Murió hace dos años.
Scratch emitió un sonido estrangulado.
—Lo siento.
—¡Pues yo no! —replicó Alyssa con brusquedad—. ¡Me alegro de que ya no esté! —Se le escapó un sollozo—. No, eso no es verdad. Era mi padre. Lo quería a pesar de sus defectos. Pero lo que te hizo…
—No pasa nada —la interrumpió él—. Supongo que puedo aceptar que eras joven y que no supiste enfrentarte a la situación. Y seguro que estabas aterrorizada. Nunca habías vivido por tu cuenta, sin depender de tu padre. Pero ¿por qué ahora, Alyssa? ¿Por qué venir a buscarme después de tanto tiempo?
—Llevo mucho buscándote —contestó—. Hasta que esa mujer, Peach, me llamó, no tenía ni idea de dónde estabas. ¿Qué te hizo elegir un sitio como éste?
Scratch soltó una carcajada ronca que pareció salirle del alma.
—Se puede decir que no lo escogí yo —respondió—. Más bien fue al contrario.
Una pausa, un latido o dos a lo sumo.
—Todavía te quiero, John —confesó Alyssa—. Siempre te he querido.
La hamburguesa casera y la pasta con queso sentaron mejor de lo que había previsto. Cuando por fin terminamos de cenar y serví lo que quedaba de la tarta de merengue de limón del almuerzo, Imani estaba sentada en el regazo de su padre y comía de su plato.
La niña no dejaba de mirarlo, como si le resultara asombroso que ese gigante estuviera relacionado de alguna manera con su madre y con ella. Alyssa estaba sentada cerca de ellos, con la vista clavada en la cara de Scratch, y de vez en cuando le acariciaba los dedos.
Algo me sobrecogió mientras los miraba. Algo que no me esperaba. Mis dudas sobre Scratch se disiparon como una nube empujada por el viento hasta perderse de vista, hasta que no fue más que un fino velo entre el sol y yo. Hasta que desapareció.
Scratch me miró por encima de la cabeza de Imani, como si intentara leerme la mente, como si intentara averiguar lo que estaba pensando. Y yo habría sido incapaz de decírselo aunque me fuera la vida en ello. Sólo sabía que el nudo de mi estómago había desaparecido y que por fin podía mirarlo a los ojos. Pareció entenderlo, porque cuando le sonreí, él se limitó a asentir con la cabeza y a dar por zanjado el tema.
—Deberíamos irnos, Dell, para que puedas irte a casa —dijo él a la postre—. Te ayudaré a recogerlo todo.
—Ni hablar —me negué—. Vas a irte con tu familia y a pasar tiempo con tu mujer y con tu hija. Y si se te ocurre presentarte mañana a trabajar, te despido.
Scratch soltó una carcajada, pero la pregunta que no se atrevía a hacer quedó suspendida en el aire. ¿Adónde iban a ir? Al apartamento de encima de la cafetería desde luego que no.
Y, en ese momento, lo supe. Lo tuve clarísimo al instante.
Chase había hipotecado nuestro futuro por esa puñetera cabaña del río. Yo no había puesto un pie en ella desde que murió y me había jurado que en la vida volvería a pisarla. Cada vez que pensaba en ese lugar, la rabia y el dolor se apoderaban de mí. Una decepción tan amarga como el sabor de la bilis en la boca.
Y en ese momento, me alegré por primera vez de tener esa propiedad. Era como si alguien tuviera otros planes para esa cabaña. No sería el picadero de mi marido, sino el refugio necesario para curar una relación que se rompió hacía muchísimo tiempo.
Me levanté, cogí las llaves de Chase que colgaban al lado de la puerta de la cocina y se las di a Scratch.
—No es el Hilton —le dije—, y no puedo asegurarte que esté muy limpia. Pero es tuya durante todo el tiempo que la necesites.
—Gracias, Dell —replicó.
Y por su forma de decirlo y la expresión de sus ojos, supe que no se estaba refiriendo únicamente a la cabaña.




Capítulo 31

Desde que Scratch y su familia estaban en la cabaña del río, era incapaz de sacarme ese sitio de la cabeza. No paraba de pensar en él y llegué incluso al punto de soñar unas cuantas veces con ese lugar. Vi las escenas prohibidas descritas en el diario de Peach, la rubia delgada que entraba en la cabaña, lanzándose a los brazos de mi marido.
Mi madre aconsejaba enfrentar los problemas sin titubeos, coger el toro por los cuernos, vamos.
—Puedes salir mal parada —decía—, pero es preferible a agarrarlo por otro sitio.
Yo llevaba meses agarrando al toro por otro sitio, recelando de todas las mujeres del pueblo, incluida mi mejor amiga. Llevaba meses estresada, obsesionada, con un nudo en las entrañas, caminando en círculos como un perro rabioso.
Así que cuando Peach Rondell entró en el Heartbreak Café el viernes, durante la tercera semana de diciembre, decidí que había llegado la hora de soltar el rabo y agarrar los cuernos.
La hora del almuerzo había acabado y Peach era la única que quedaba en la cafetería. Como de costumbre, estaba escribiendo en su diario, ajena a todo lo que la rodeaba. Me acerqué a su mesa, jarra de café en mano. Le rellené la taza y me serví otra para mí.
—¿Tienes un momento, Peach? —le pregunté.
Ella acabó la frase que estaba escribiendo, dejó el bolígrafo en el diario para marcar la página y lo cerró. Mis ojos vagaron hasta posarse en la tapa. Peach estaba acariciando el suave cuero marrón con gesto distraído, igual que cuando se acaricia a un perro muy querido. Yo sabía cómo era el tacto de esa tapa, y si me concentraba un poco, podía ver la marca de mis dedos en el lomo.
Me senté, temerosa de que me fallaran las piernas si seguía mucho rato de pie. Las confesiones serán estupendas para el alma, pero para el cuerpo son terribles. Al menos, hasta que todo acaba.
Peach me miraba con curiosidad, esperando.
«Suéltalo —me dije—. Toros. Cuernos. Suéltalo. Ya.»
—Necesito hablar contigo de una cosa —dije. Me falló la voz.
Ella se inclinó hacia delante.
—Claro. Dell, ¿qué pasa?
—Es sobre… Bueno, sobre tu diario.
Ella lo aferró con gesto protector.
—¿Qué pasa con él?
—¿Recuerdas el día que Purdy Overstreet se torció el tobillo? Cuando te dejaste el diario aquí y viniste al día siguiente a recogerlo.
—Sí, lo recuerdo. —Me miró con los ojos entrecerrados.
Estaba segurísima de que se imaginaba lo que estaba a punto de decirle.
—En fin, pues…
—¿Lo leíste? —me interrumpió con voz calmada, lo que en cierto modo fue peor que si me hubiera gritado.
—Sí. Lo siento, Peach. No debería haberlo hecho.
—Exacto, no deberías haberlo hecho —repitió ella—. Confiaba en ti.
—Lo sé. —Agaché la cabeza y dejé que la rabia y la decepción que sentía en ese momento hacia mí me golpearan—. Lo siento, pero…
—Pero ¿qué?
—Pero hay algo sobre lo que escribiste que necesito saber. Y el único modo de saberlo es preguntándotelo.
Peach se encogió de hombros.
—A estas alturas, lo mismo da. El daño ya está hecho.
La miré y comprobé que estaba muy tranquila. Tenía una expresión pétrea en la cara, como si estuviera hecha de hielo. De haber sostenido más su mirada, habría acabado congelada de los pies a la cabeza.
Me miré las manos, que rodeaban la taza de café lo bastante fuerte como para romperla.
—Escribiste sobre mi marido, Chase, y la mujer con la que estaba teniendo una aventura. Sobre la cabaña del río. Sobre un encuentro entre ellos. ¿Quién era, Peach? ¿Y cómo te enteraste?
Mantuve la vista clavada en la taza, que vibraba sobre la mesa por culpa del temblor de mis manos. Un terremoto en miniatura. Un desplazamiento del mundo.
Peach no respondió. Yo no la miré. El silencio se alargó como si fuera un chicle que estiraras al máximo. Al final, escuché algo. Un jadeo. Una especie de gemido.
—¡Dios mío! —susurró.
Levanté la cabeza y vi que estaba llorando. Sus sollozos eran tan grandes que le agitaban los hombros. Enterró la cara entre las manos y lloró hasta tal punto que temí que se le saliera el alma del cuerpo.
Respiraba como si estuviera a punto de ahogarse. Una sensación que yo conocía muy bien. Porque había llorado así muchas noches desde que Chase murió. Saqué unas cuantas servilletas del servilletero y se las puse en una mano.
El roce pareció quemarla. Se apartó de mí y fui testigo de su retraimiento, del momento en el que se derrumbó por completo.
—No —me dijo—. Por favor, no.
No me moví, pero tampoco volví a tocarla. Se calmó al cabo de un rato. Se incorporó en la silla, se sonó los mocos y habló por fin:
—Dell, lo siento muchísimo.
—¿El qué? Yo soy la que tiene que disculparse.
—No. No lo entiendes. —Tomó una entrecortada bocanada de aire—. Era yo.
Tenía razón. No la entendía.
—¿De qué estás hablando?
—El hombre. La cabaña del río. La mujer. Era yo.
—Sí, ya. Escribiste sobre eso. No debería haberlo leído, pero lo hice. Y…
—¡Dell! —me interrumpió con brusquedad—. Escribí la escena desde el punto de vista masculino, como una escena de ficción, exactamente igual que en una novela. Pero era yo.
—No eras tú. Era una rubia alta y delgada, era…
Y, en ese momento, comprendí la verdad. Peach había escrito sobre ella misma, se había descrito como se veía, como era antes, o como deseaba volver a ser. Delgada, guapa, atractiva. Deseable.
—Pero Chase…
—En aquella época no te conocía, Dell. Y no tenía ni idea de que era tu marido. Ni siquiera supe que estaba casado hasta el final. Me dijo… —Se detuvo—. En fin, lo que me dijo ya da igual.
—Lo imagino —repliqué—. Lo que les dicen todos los hombres casados a las mujeres que quieren seducir.
—Posiblemente. —Me miró con una expresión angustiada y desesperada—. Supongo que fui una presa fácil. Estaba sola, herida y me sentía abandonada. Nueva en el pueblo, como si dijéramos. Me dijo que se llamaba Charles.
—Y es verdad —le aseguré—. Chase era su apodo, todo el mundo lo llamaba así. —Me sentía como si en cualquier momento pudiera venirme abajo, pero me armé de valor y seguí adelante—. ¿Lo sabe alguien más?
Cuando me contestó, su voz apenas fue un susurro.
—Nos veíamos en la cabaña del río, y en un par de ocasiones quedamos en un restaurante de Tuscaloosa. Casi nadie sabía por aquel entonces que yo había vuelto al pueblo y, en cualquier caso, no me habrían reconocido de haber estado al tanto de mi regreso. De todos modos, es posible que la gente sospechara que se traía algo entre manos, no lo sé.
—Sí, lo sospechaban —le confirmé—. Pero debisteis de ser muy discretos, porque nadie podía afirmarlo con rotundidad o, si podían, se lo callaron, y eso es muy raro en este pueblo.
Peach no añadió ningún comentario. Esperé hasta que al final hice la pregunta que necesitaba hacer:
—¿Estabas allí la noche que murió?
Ella negó con la cabeza.
—No. Estuve ese mismo día, pero más temprano. Por lo que sé, estaba solo.
No dijo lo que yo suponía que ambas estábamos pensando. Que tal vez ella fue la culpable del infarto, que tal vez el esfuerzo había sido demasiado para él o tal vez el causante fuera el estrés de mantener la relación en secreto.
De repente, apareció en mi cabeza la imagen de Peach y Chase juntos. No la Peach imaginaria de largas piernas y ondulada melena rubia, sino la Peach real, con sus raíces negras, sus ojos hinchados y su sudadera desgastada de la universidad. ¿Qué vio Chase en ella que a mí se me escapaba?
Y, en ese momento, sentí algo extraño. Una puerta que se cerraba en mi cabeza. O quizá fuese un ataúd. Por fin sabía la verdad. Quizá con el tiempo el dolor disminuyera y las heridas se cerraran, pero en ese instante la verdad atenazaba mis sentidos como si fuera un alambre de espino. No encontré consuelo en la confesión de Peach, aunque al menos sí una respuesta. Al menos encontré el alivio.
Y, por extraño que pareciera, no la culpé de nada. Al igual que todos los demás, Peach sólo buscó consuelo allí donde se lo ofrecían. Al igual que todos los demás, se dejó llevar a ciegas, buscando su camino a tientas en la oscuridad.
—Dell —siguió—, ese día, el día que murió, me dijo que ya no podía seguir viéndome. Me dijo que estaba casado y que debía tratar de solucionar las cosas. —Guardó silencio—. Te quería, Dell. Siempre te quiso.
Sabía que no estaba diciéndome la verdad. Pero al menos era una mentira piadosa.



Capítulo 32

No le conté a nadie lo que Peach Rondell me reveló.
Ni a Toni. Ni a Boone. Ni a ninguna otra persona. Me lo guardé muy bien entre los pliegues de mi corazón, escondido a la vista. Algunas cosas son demasiado valiosas o demasiado dolorosas como para contarlas.
Es una lección que me ha costado aprender. Algunos regalos, algunas penas y algunos recuerdos calan demasiado hondo como para expresarlos con palabras, nos acercan demasiado a las lágrimas.
Ya tenía mi respuesta. No era necesario que la gente pensara mal de Peach por el hecho de habérmelo confesado en persona.
Después de que Peach se fuera, cerré la puerta con llave, apagué las luces y me quedé sentada mientras el crepúsculo de diciembre se cernía sobre mí. La Navidad estaba a la vuelta de la esquina, pero yo no tenía ánimo para celebraciones.
Boone, que se había criado como católico mientras que yo renacía una y otra voz en la iglesia baptista, intentó inculcarme el sentido del Adviento. El periodo liminar, solía llamarlo. El umbral entre la oscuridad y la luz, entre el presente y el futuro inmediato. La transición, el tiempo de la espera.
Nunca lo había entendido. Los baptistas no celebramos el Adviento, nos lanzamos de cabeza a las Navidades, al niño en el pesebre, a los pastores y a los reyes magos, a la estrella de Belén y a los coros celestiales. Supongo que no nos gusta mucho lo de esperar y, desde luego, no somos lo bastante sofisticados como para apreciar lo que Boone denominaba «los regalos de la oscuridad». Los baptistas nos centramos en la luz, y lo principal es darle al interruptor, pase lo que pase.
Pero por fin comenzaba a entenderlo. Pensé en María, demasiado joven y demasiado inocente, embarazada, atemorizada y avergonzada… porque ¿quién se iba a tragar semejante historia? ¿La visita de un ángel y una virgen embarazada? En el mejor de los casos, sería un sueño o una visión. En el peor, una crisis neurótica. En cualquier caso, una excusa muy boba para un pecado que podría costarle una lapidación.
Me imaginaba a la perfección cómo pudo ser la realidad. Por primera vez en la vida, vi más allá de los alegres motivos decorativos, de los regalos y de toda la parafernalia. Vi a una adolescente exhausta, con una barriga que parecía un barril, entrar en Belén sobre una muía incómoda y terca. La vi hacer cola durante horas mientras se le hinchaban los tobillos para pagar unos impuestos que no podían permitirse. La vi ponerse de parto en un establo porque todas las hospederías estaban ocupadas y, de todas formas, no tenían dinero para pagar una habitación. Sin comadrona, sólo con la ayuda de un carpintero de manos encallecidas que no tenía ni idea de lo que hacer durante un parto.
María no escuchaba los cánticos celestiales que recorrían los campos, asustando a las ovejas y a los pastores, ni tampoco tenía noticias de esos reyes ricos que viajaban desde Oriente con caros regalos. Sólo era consciente de la oscuridad, el frío y el dolor. Sólo sentía la sangre, la suciedad del establo y el pánico del parto. Sólo escuchaba a su alrededor las quejas de los animales que sacaban de sus cuadras y las oraciones desesperadas de José, que suplicaba que ni ella ni el bebé muriesen, que sobrevivieran todos para ver el nuevo amanecer.
El tiempo de la espera. La oscuridad. El miedo. La trémula esperanza que, de algún modo, sobrevivió con tenacidad contra todo pronóstico…
Alguien llamó a la puerta. Salí de mi ensimismamiento y me giré para mirar. Era Marvin Beckstrom, que estaba mirando por el cristal de la puerta, con el nuevo letrero de la cafetería reflejado sobre la nuca de su cabezota. Detrás de él estaba el sheriff, que me hacía señas para que abriera la puerta y los dejara pasar.
Estaba segura de que no habían venido para decirme que habían atrapado al ladrón y que me devolvían el dinero robado.


La notificación de desahucio estaba bien clara, incluso para mí: tenía hasta el 1 de enero. Alyssa la revisó y anunció que, por desgracia, era legal y que yo no podía hacer nada. Se habían dado prisa, o eso me parecía a mí, pero mi contrato de alquiler me garantizaba treinta días para realizar el pago de la mensualidad en caso de no poder hacerlo el día fijado. Después del robo, no pude pagar el alquiler de diciembre. Se había terminado. El Heartbreak Café era historia.


En abril, me había fijado como objetivo seguir siendo solvente a finales de año. Una aspiración muy modesta, dadas las circunstancias. Nueve meses. Sin embargo, no sería posible. Ese bebé no llegaría a buen término.
Al día siguiente de la entrega de la notificación, Scratch fue a la cafetería con un pequeño pino que había cortado junto al río. Lo colocó en un rincón cerca de la puerta, donde parecía desnudo y perdido. Daba pena mirarlo.
Scratch se apartó un poco y lo observó.
—Supongo que es mejor adornarlo un poco antes de que deprima a todo el que entre por la puerta —sugirió.
—Yo tengo adornos en casa —dije—. Mañana los traigo.
No iba a poner un árbol de Navidad en casa ese año y la verdad era que tampoco quería uno en la cafetería. No le veía mucho sentido. No habría regalos, ni luces ni celebraciones. Chase no estaba, la cafetería tampoco duraría y la vida tal como la conocía había desaparecido. En ese momento, sólo podía aferrarme con uñas y dientes e intentar sobrevivir a las fiestas a la espera de que cayera el hacha.
Cuando formas parte de una familia (marido o mujer, hermanos y hermanas, tíos y tías, primos y amigos), no te paras a pensar en lo duros que son esos días para la gente que no tiene a nadie. No te paras a pensar en el viudo solitario que deambula por su casa vacía mientras se come un sándwich de pavo e intenta distraerse con el partido de fútbol de turno. No te paras a pensar en el divorciado con la vida destrozada que intenta día a día no sumirse en la tristeza. No te paras a pensar en la anciana que vive de su pensión al otro lado de la calle y que tiene que decidir entre comprar las medicinas o la comida. No te paras a pensar en la gente que no tiene a nadie a quien felicitar en Año Nuevo, a nadie a quien hacerle una tarta de cumpleaños, a nadie que espere su llamada. No te paras a pensar en los desamparados, en los solitarios, en los marginados.
Yo pensaba en todo eso y en mucho más. Lo sentía. Intentaba sin éxito desterrarlo al fondo de mi cabeza. Intentaba no dejarme llevar por el pánico.
—Ah, se me olvidaba una cosa —dijo Scratch—. Espera un momento.
Salió y regresó con un enorme pavo en las manos.
—Me pasé por el Piggly Wiggly esta mañana. Parece que has ganado la rifa. —Sostuvo el pavo en alto, un monstruo de diez kilos envuelto en plástico y en una redecilla de color amarillo.
Lo miré boquiabierta.
—¿Qué narices se supone que tengo que hacer con eso?
—Cocinarlo —me respondió él.
Ese hombre sí que sabía llegar al meollo del asunto. A pesar de todo, empecé a reír.
—Scratch, ¿qué haréis Alyssa, Imani y tú el día de Navidad? —le pregunté.
Se encogió de hombros.
—Supongo que la pasaremos en la cabaña del río. Alyssa no tiene que trabajar hasta Año Nuevo, así que no tenemos prisa por irnos a ninguna parte.
—¿Qué te parece si preparo una cena de Navidad aquí para la gente que no tiene familia ni ningún otro sitio al que ir? —le propuse—. Ya sabes, con un pavo, la guarnición y toda la parafernalia. ¿Qué te parece si lo preparamos todo como si fuera un banquete?
—¿Te apetece hacerlo?
—¿Qué voy a hacer si no? —repliqué—. Además, ya ha pasado lo peor que podía pasar. He perdido la cafetería. Al menos puedo cerrar a lo grande.


Y eso hicimos.
El día de Navidad amaneció radiante y gélido. Me levanté antes de que saliera el sol y encendí todas las luces del Heartbreak Café, tras lo cual empecé a hornear tartas y a preparar una enorme hornada de pan de maíz mientras empezaba a hacer el pavo. Todo el mundo traería algo: puré de patatas, patatas gratinadas y judías verdes hervidas. Boone prometió preparar sus ostras salteadas y Toni iba a preparar los bollitos caseros de su tía Madge.
Scratch colocó cuatro mesas juntas en el centro del comedor para formar una especie de mesa de banquetes, y las cubrimos con manteles verde oscuro y servilletas rojas de tela. El efecto era muy festivo, sobre todo para una cafetería de segunda al borde de la quiebra.
Cuando por fin comenzó a llegar la gente, el Heartbreak Café estaba inundado de aromas nostálgicos. Toni trajo un reproductor de música y lo colocó en un rincón, de modo que los acordes del disco navideño de Mannheim Steamroller se filtraban entre las conversaciones. De vez en cuando, sonaba la campanilla de la puerta y otro amigo se sumaba a la fiesta. Me recordó mi película navideña preferida, Qué bello es vivir. Otro ángel conseguía sus alas.


Estaba removiendo la salsa y Scratch trinchando el pavo cuando la puerta se abrió y entraron Hoot y Purdy. Hoot estaba hecho un pincel, con unos tirantes rojos y una pajarita del mismo color. Purdy llevaba una falda de vuelo que le quedaba demasiado grande con cancán, purpurina y lentejuelas.
Al parecer, se le había curado el tobillo por completo, ya que se puso a dar vueltas como una bailarina y sólo se tropezó una vez. Hoot la cogió en brazos y ella le plantó un beso en la boca con esos labios pintarrajeados de rojo chillón. La purpurina se esparció a su alrededor cuando se enderezó.
—¿¡A que no lo sabéis!? —gritó Purdy para hacerse oír—. ¡Hoot y yo vamos a casarnos!
Las conversaciones cesaron de golpe.
—Esto… felicidades —dije—. Pero ¿no ha sido un poco repentino?
Purdy resopló.
—Cuando tienes ochenta y pico, no tienes tiempo para andarte con tonterías. —Se echó a reír y esbozó una sonrisa picarona—. Además, tenemos que casarnos. Ya lo hemos hecho.
Hoot se puso como un tomate.
—Más de una vez —confesó entre dientes.
Era muchísima más información de la que necesitaba.
Y la imagen que se me había formado en la cabeza tenía que desaparecer. Sin pérdida de tiempo. Fue un alivio que Scratch saliera al rescate.
—Felicidades, señorita Purdy. —La besó en la mejilla y estrechó la mano de Hoot—. Supongo que ha ganado el mejor.
—Y tanto que sí—dijo Purdy para que todo el mundo pudiera escucharla—. Todavía eres el segundo de mi lista. Y si las cosas con Hoot no salen bien, plantaré mi raquítico trasero en la puerta de tu casa.
—Será un honor —replicó Scratch—. Pero mientras tanto, quiero presentarle a alguien. Purdy, le presento a mi esposa, Alyssa, y a mi hija, Imani. Alyssa, ésta es la señorita Purdy Overstreet.
—¿Estás casado? —preguntó Purdy entre carcajadas—. ¡Pero qué malo eres! —Le golpeó el pecho con el bolso y se giró hacia Alyssa—. Trátalo bien, cariño, porque aquí tienes competencia.
Imani miraba boquiabierta a Purdy y a Hoot.
—¿Esa falda no es la tela que se pone debajo del árbol de Navidad?
Alyssa le dio unos golpecitos en el brazo a su hija.
—¡Imani! No se critica la ropa de los demás.
—Sí, pero…
Purdy no se lo tomó a mal.
—Pues claro que sí. Copié la idea de Diseño Femenino. Esas mujeres tenían muy buen gusto y eran muy graciosas.
La cena ya estaba lista y la mesa de banquetes improvisada a rebosar con las fuentes humeantes y el enorme pavo dorado. Peach Rondell hizo su aparición en cuanto pudo escaparse de la casa de su madre, y se sentó entre Imani y Cuesco Unger.
Peach me miró, como si quisiera preguntarme si me parecía bien su presencia. Cuando sonreí, me di cuenta de que no me costaba hacerlo. Supongo que había dejado de abrazar el cactus y que las heridas habían comenzado a sanar. Me devolvió la sonrisa.
Imani miró a Peach.
—Cuando sea mayor —susurró la niña—, quiero ser una reina de la belleza, como tú.
Peach le dio unas palmaditas en la cara antes de bajar la vista y sacar algo del bolso. Algo brillante y reluciente.
Se inclinó y colocó la corona en la cabeza de Imani.
—Yo te corono Reina del Estofado de Maíz —dijo—. Duquesa de la Guarnición. Princesa de las Calabazas. Monarca de las Magdalenas.
Imani se echó a reír y agachó la cabeza cuando los demás se pusieron a aplaudir y a vitorear.
Cuando la ovación terminó, nos quedamos sentados, sumidos en un silencio incómodo, a la espera de que alguien lo rompiera. Al final, Scratch dijo:
—Si a nadie le importa, me gustaría dar las gracias.
Nos cogimos de las manos y esperamos a que hablara. Cuando se hizo el silencio, un rayo de sol invernal se coló por los ventanales y se reflejó en los adornos del triste arbolito navideño.
—Gracias —dijo Scratch en voz baja—, no sólo por la comida, sino por todas las maneras en las que nos alimentas. Por el amor, los amigos y la familia reunida. Por la tolerancia, la confianza y la sinceridad. Por hacer que nos hayamos encontrado. Por sanar nuestras heridas y recomponernos una vez más. Por llenar nuestros corazones de gratitud y nuestras vidas de paz. Amén.
Murmuramos un «amén». Fue un momento de recogimiento y emoción, un momento cargado de sinceridad y significado.
Yo lo sabía. Todos los sabíamos. Ninguno de los presentes estaría solo nunca más.
Éramos una familia.


Fue la mejor cena de Navidad de todos los tiempos. Purdy y Hoot se cogieron de las manos por debajo de la mesa como unos adolescentes en plena efervescencia hormonal. Scratch no era capaz de apartar la vista de Alyssa y estuvo casi toda la noche con Imani sentada en su regazo. Toni, Boone y Peach mantuvieron animadas conversaciones sobre algunas novelas recién publicadas. Cuesco estaba un poco alicaído, pero parecía contento de estar allí.
Y en ese momento, justo cuando estaba a punto de preguntar si alguien quería más tarta, Purdy habló. No con la voz que solía usar cuando se le iba la pinza, sino con claridad y lucidez.
—Dell, ¿qué vas a hacer para frustrar el plan de Marvin Beckstrom de quitarte el local y luego venderlo?
Me atraganté con el café y dejé la taza sobre la mesa con mano temblorosa.
—¿Qué has dicho?
Purdy me miró con expresión inquisitiva.
—Lo escuché hablar en el banco el otro día. La gente habla delante de mí como si no estuviera, pero lo escuché perfectamente. Estaba hablando por teléfono con alguien, diciéndole que estabas en la quiebra y que el Heartbreak Café estaría vacío a primeros de año y que entonces la venta podría proceder como estaba previsto.
Boone se inclinó sobre la mesa.
—Purdy, ¿estás completamente segura de que fue eso lo que dijo?
—Soy vieja, no sorda —respondió—. Lo oí como te estoy oyendo a ti ahora mismo. Tiene pensado comprar el edificio en enero para venderlo y ganar una pasta gansa. Ya tiene un comprador y todo.
La miré a los ojos, cuya mirada era clara y lúcida. Y después, en cuestión de un segundo, cayó un velo sobre ellos y dijo:
—¿Por qué no ha venido tu madre, Dell? Le encantaría la reunión que has organizado.


Parecía que nadie quería marcharse. Las sombras vespertinas se alargaban por el suelo y se perdían en un anochecer temprano. Me fui a la cocina para guardar los restos de la comida y preparar más café.
Cuesco Unger me siguió. Mientras yo metía los platos en el lavavajillas, él deshuesó el pavo y guardó las guarniciones en tarritos pequeños, que irían al frigorífico. Hablamos sobre tonterías, evitando con mucho tiento rozar siquiera el tema de Brenda, aunque en un par de ocasiones estuvimos a punto de hacerlo.
Y después él me rodeó para coger un paño de cocina y nuestras manos se tocaron.
—Lo siento —me disculpé. Hice ademán de retirar la mano, pero él no me dejó.
—¿Cómo tienes el dedo? —me preguntó al tiempo que me levantaba la mano para echarle un vistazo.
—Estupendamente. —En cuanto pronuncié esa palabra, me asaltó el recuerdo del momento en el que besó el vendaje. Me puse colorada y quise apartarme, pero me lo impidió.
—Dell —me dijo—, gracias por acordarte de mí.
—Pues claro. —Las palabras sonaron secas y cortantes, ni mucho menos como había querido que sonaran—. Quiero decir que claro que tenías que venir. No podía ser de otra manera. Quería que estuvieras aquí.
—Y yo quería estar. Sin ti… sin todos los demás… habrían sido unas Navidades espantosas.
—Para mí también —le aseguré—. Creo que he sido muy egoísta. He organizado todo esto para no sentirme sola.
—No ha tenido nada de egoísta —me contradijo—. Y lo sabes muy bien.






Capítulo 33

La reunión navideña de los raros y los marginados nos había proporcionado un grato, aunque efímero, respiro durante el cual habíamos dejado de lado el estrés y el miedo. Sin embargo, en cuanto nos ventilamos el pavo y despojamos al triste arbolito de Navidad de los adornos para tirarlo al contenedor, la ansiedad volvió con una fuerza arrolladora.
Faltaban seis días para el desahucio. Cinco. Cuatro.
Decidí no abrir la cafetería durante esa última semana. Tenía muchas cosas que hacer y, de todas formas, ¿qué sentido tenía abrirla? Unos cuantos cientos de dólares de beneficio no iban a solucionar nada. Un pago parcial de la deuda no derogaría la orden de desahucio y, además, era obvio que Marvin Beckstrom tenía otros planes para el Heartbreak Café. Unos planes mucho más rentables.
Marvin. El simple hecho de pensar en él me irritaba y me ponía de los nervios. Lo había visto dos o tres veces desde el día que me entregó los papeles. En el banco y en la plaza. Y en todas las ocasiones me había mirado con cara de «¡Te pillé!» y una expresión muy ufana.
—¿Creéis que es posible que Marvin organizara el allanamiento? —les pregunté a Scratch y a Alyssa por enésima vez.
—No sé si sería capaz de llegar tan lejos —contestó Scratch—, pero está claro que le va a sacar un buen provecho.
Scratch llevaba toda la razón del mundo. Marvin había planeado cerrarme la cafetería desde primera hora y, estuviera o no implicado en el robo, su intención era la de sacar una jugosa tajada por la venta del edificio. Como el sheriff se pasaba todo el día agachado lamiéndole los pies, no veía lo que sucedía a su alrededor, de modo que a esas alturas había perdido todas las esperanzas de recuperar mi dinero.
—El problema es que no es ilegal que Marvin compre una propiedad que el banco tiene alquilada para después revenderla —dijo Alyssa.
Cuando tienes una pierna atrapada en las vías del tren y se acerca una locomotora, a tu mente se le ocurren ideas de lo más desquiciadas. En mi caso, no paraba de pensar en series de televisión. Me imaginaba que Magnum, el detective privado, se colaba en el banco por la noche con una pequeña linterna entre los dientes y que encontraba un documento con la evidencia escrita que incriminaba al Gallina. Algo así: «Recordar contratar a alguien para entrar en el HBCafé lo antes posible.» En la parte superior, habría grapado un cheque cobrado con el último pago.
Vale, tal vez no hubiera ninguna evidencia escrita, pero Perry Mason sería capaz de arrancarle la verdad con sus interrogatorios. Lo hacía siempre, todas las semanas. O, al menos, lo conseguía hacía veinticinco años al menos. Conseguía llevar al presunto culpable a juicio en calidad de testigo. «Señoría, solicito tratar al testigo como sujeto hostil.» Y después procedería a sonsacarle la verdad, logrando que se sintiera tan culpable y poniéndolo tan ansioso que acabara gritando: «¡Vale, sí! ¡Confieso, fui yo!» Y el ujier se lo llevaría esposado.
Sin embargo, algunos no se dejaban acorralar tan fácilmente y a mí me daba en la nariz que Marvin Beckstrom había nacido sin conciencia, de la misma manera que había nacido sin barbilla. Así que el último recurso era Misión imposible. Y tenía que funcionar sí o sí.
El plan era complicado e incluía una réplica exacta del despacho de Marvin en el banco. Martin Landau, disfrazado del sheriff, lo engatusaría hasta que admitiera que fue el cerebro que lo planeó todo. Que lo hizo para echarle el guante a la cafetería y vender el local por una cantidad obscena. Y esa confesión quedaría grabada.
Estaba fantaseando sobre el proceso de fabricación de la máscara que llevaría Martin Landau para hacerse pasar por el sheriff, que implicaría látex y un busto de este último, cuando Scratch me devolvió a la realidad.
—¿Quieres llevarte esto? —Tenía en las manos una caja de cartón llena de un montón de cosas. Espátulas de acero inoxidable, espumaderas, ralladores, cuchillos de mesa y toda la parafernalia necesaria en la cocina de un restaurante.
—No lo sé. No creo que tenga sitio para todo eso en mi casa. —Me encogí de hombros—. Da igual. Déjalo en el asiento trasero de mi coche si no te importa.
Scratch empujó las puertas con un hombro y salió de la cocina.
Volvió al cabo de un minuto con una expresión muy rara.
—Ven a la calle. No te puedes perder esto. Lo seguí hasta la acera y me puse a tiritar bajo el gélido viento de diciembre. Lo vi señalar hacia West Main Street, en dirección a la licorería situada al lado de Sav-Mor Discounts.
—¿Qué estamos mirando?
—¿Ves esa vieja F-l 50 roja aparcada delante de la licorería? Pues espera y verás.
Lo de «F-l50» me sonaba directamente a chino, pero supuse que se refería a la destartalada camioneta aparcada en la acera. Esperé y, al cabo de unos minutos, vi salir a un hombre de la tienda con una caja de whisky Oíd Grand-Dad. La dejó en la camioneta y fue a por otra. La escena se repitió tres veces. Después, se metió en la camioneta y se marchó.
Ese hombre me resultaba conocido. Había algo en él que me puso nerviosa.
Era enjuto y huesudo, y caminaba encorvado hacia delante.
Jape Hanahan.
—¡La madre que lo…!
—Ajá—me interrumpió Scratch—. La última vez que lo vimos, estaba como una cuba y mendigaba.
—¿Estaba borracho?
Scratch no me contestó.
—La pregunta es: ¿de dónde ha sacado el dinero para comprar todo ese whisky?


29 de diciembre. Tres días para el desahucio.
—Lo tenemos —dijo Alyssa con una sonrisa, al tiempo que soltaba en la mesa una carpeta de color marrón.
Scratch estaba detrás de ella y también sonreía de oreja a oreja.
—¿Ha confesado? —pregunté.
—Lo ha contado todo con pelos y señales. —Alyssa se sentó, se quitó los zapatos y se frotó los pies—. Lo tengo todo anotado. —Suspiró—. ¿Tienes café recién hecho?
—Sí, espera. —Llevé una jarra y tres tazas a la mesa—. ¿Cómo lo habéis conseguido?
—Mi mujer es una abogada muy intimidante —contestó Scratch.
—Las narices. La intimidación no fue cosa mía.
Miré a Scratch.
—No le has pegado. Dime que no le has pegado.
—No le ha hecho falta —me tranquilizó Alyssa—. Una simple mirada amenazadora de John basta para que un cobarde como Jape Hanahan delate hasta a su abuela.
Scratch me miró con cara de resignación.
—El ayudante del sheriff nos acompañó en todo momento. El jefe no apareció. Jape no tardó mucho en cantar como un canario y acabó arrestado.
—Al parecer, estuvo vigilando la cafetería después de que tú te fueras —me explicó Alyssa—, y en cuanto John se marchó, aprovechó la oportunidad y echó la puerta abajo. Si tomamos como indicación las cajas de whisky que hemos encontrado en su cabaña, se ha gastado el botín en alcohol. Y ya se ha bebido la mayor parte.
Tenía que preguntarlo aunque conocía la respuesta.
—¿Conseguiré que me devuelva el dinero?
Alyssa se mordió el labio.
—El dinero se ha esfumado, Dell.
—Lo suponía. Salvar la cafetería era esperar demasiado.
—Lo siento mucho —me dijo—. Ojalá las cosas hubieran acabado de otra forma.
—En fin —repliqué en un vano intento por mostrarme fuerte—, fue divertido mientras duró.


Esa misma noche, me desperté sobresaltada por la alarma a las cuatro y media de la madrugada. Estaba soñando que la cafetería ardía y que todos nosotros, Toni, Boone, Cuesco y yo, todos, contemplábamos la escena con impotencia desde la acera mientras los bomberos bromeaban, se reían y se negaban a intervenir para apagar el incendio.
No era la alarma lo que me había despertado. Eran sirenas. Muchas sirenas que rompían el silencio de la madrugada con sus agudos alaridos. Agucé el oído. Eran coches de policía, camiones de bomberos y alguna que otra ambulancia. Los años pasados en una localidad pequeña me habían enseñado la diferencia. En Chulahatchie, cada cual se distrae como puede.
El sueño seguía acechando en los confines de mi mente. Casi podía oler el humo. Salí de la cama a trompicones, me puse unos vaqueros y una vieja sudadera de Chase con el emblema de los Falcons, y cogí el teléfono.
Toni contestó al primer tono.
—Me alegro de que estés despierta—dije—. ¿Qué narices pasa?
—No lo sé, pero todas las luces del vecindario están encendidas. Me parece que las sirenas suenan en la plaza. Nos vemos allí.
Cuando colgó, llamé a Boone, que también estaba despierto, y después marqué el número de la cabaña del río, donde me contestó una soñolienta Alyssa.
—Dile a Scratch que vaya a la cafetería —le solté sin pararme a explicarle nada ni a disculparme por haberla despertado—. Ha pasado algo y me da muy mala espina.
Cuando llegué a la plaza, se había congregado medio pueblo. Algunos recién salidos de la cama con los abrigos encima del pijama. Vi tres camiones de bomberos, dos ambulancias y tres agentes de policía que no sabían qué hacer porque no acababan de decidir quién estaba al mando. Del sheriff no había ni rastro.
Aparqué cerca de la cafetería, que no estaba en llamas, aunque teniendo en cuenta que faltaban dos días para el desahucio, no debería importarme. Toni llegó y Boone apareció pisándole los talones. No sé cómo lograron llegar tan pronto Scratch y Alyssa. Imani estaba dormida como un tronco en el asiento trasero del coche, arropada con una manta.
—¿Qué pasa? —preguntó Boone.
—Ni idea. Vamos a acercarnos a ver si nos enteramos.
Nos internamos en la multitud hasta llegar a la primera fila, donde los agentes de policía ya habían colocado vallas para mantener a raya a los curiosos. Los bomberos estaban intentando abrir la puerta de una camioneta con sus herramientas.
Era una destartalada F-l50 roja con el parabrisas destrozado y la estatua del soldado confederado incrustada en la parte delantera.


Jape Hanahan fue declarado muerto nada más llegar al Hospital del Condado de Chulahatchie, aunque todo el mundo sabía que ya estaba en el otro mundo después de haberse estampado contra el parabrisas. La verdad era que llevaba varios años muerto, suicidio por alcohol. Pero su cuerpo era demasiado testarudo como para rendirse.
—¿Qué hacía fuera de la cárcel? —le pregunté a Alyssa.
—Esa es la cosa —contestó Alyssa—. Sobornó al sheriff con una caja de whisky, se fue a casa y empezó a empinar el codo. Su tasa de alcohol en sangre superaba el doble de la permitida y no hay marcas de frenada. —Se encogió de hombros—. Lo más irónico es que el sheriff ha dimitido a primera hora de la mañana. Dice que se siente responsable por la muerte de Jape, por haberlo soltado.
Había conseguido esa información en la comisaría, de boca del agente al mando. Con el sheriff fuera de juego, estaba deseando hablar con cualquiera que supiera lo que se hacía.
Scratch salió de la cocina con un plato de beicon, el último que quedaba, y huevos revueltos, y volvió en busca de las galletas y de la sémola de maíz. La gente tenía que comer aunque fuese el fin del mundo.
—Entonces la cosa sigue igual —dije—. El dinero ha desaparecido y lo mismo le va a pasar al Heartbreak Café.
Comimos en silencio durante unos minutos. El sol salió y su luz desafió la oscuridad. Recordé el periodo liminar de Boone, pero ya no quedaba nada que esperar.




Capítulo 34

El último día del año pilló a Chulahatchie en plena efervescencia después de haber asistido al mayor escándalo desde hacía décadas.
Yo seguía en la ruina y a punto de que me desahuciaran. Dada la conmoción que reinaba en la oficina del sheriff, no me había llegado el aviso definitivo, pero un día o dos más no cambiaban las cosas. El hacha caería en algún momento, tal vez ese mismo día, o al siguiente, o al otro. Si hubiera sido fuerte, me habría largado de allí sin volver la vista atrás.
Sin embargo, parecía incapaz de alejarme del Heartbreak Café. Seguía yendo todas las mañanas, hacía café y deambulaba por el local como un alma perdida de camino al Hades. A veces, me parecía escuchar los ecos de las conversaciones y de las risas, ver las caras de la gente a la que había llegado a considerar de la familia. Boone y Toni. Scratch, Alyssa y la pequeña Imani.
Peach Rondell. Cuesco Unger. Hasta Purdy y Hoot, por muy locos que estuvieran.
—Dios los cría y ellos se juntan —musité. Me eché a reír. Y, después, llegaron las lágrimas.
Las sequé antes de echarme una reprimenda. Ni que hubieran muerto, pensé. Seguían siendo mis amigos. Todavía formaban parte de mi vida. Aunque el Heartbreak Café desaparecería. Nada sería igual. Era como ver que un ser querido se rendía ante el cáncer. Como ver que un sueño se alejaba por el mar y acababa desapareciendo bajo sus aguas.
El dolor me atravesó como una hoja afilada. Por fin era capaz de mirar ese viejo edificio con el corazón en vez de hacerlo con los ojos. Y lo adoraba. Me encantaba lo que me hacía sentir, lo que representaba. Era lo primero que había hecho por mí misma en mis cincuenta y un años de vida. Mi primer logro como tal. Un monumento a mi habilidad para convertirme en lo que nunca soñé que podía ser: una mujer capaz de cuidarse sola.
Peach Rondell lo había visto antes que yo, lo había escrito en su diario:
Dell me ha enseñado a ser fuerte y gracias a su ejemplo me he animado a seguir adelante. Tal vez algún día reúna el valor suficiente para hablar con ella, para decirle que es mi heroína y mi fuente de inspiración.
Nunca me había sentido como la heroína de nadie. Como la fuente de inspiración de otra persona. Sólo había sido la mujer de Chase Haley.
Pero, durante unos minutos más, tal vez durante otro día, sería algo más. Sería la dueña del Heartbreak Café.
Ese lugar había sido mi salvación, y por fin lo comprendía. Aunque nunca había buscado dicha salvación. Y a pesar de haberles suplicado a Dios, al karma y al universo que me dejaran tranquila.
En ese momento, sonó el teléfono. No me moví. Debería haberlo desconectado a esas alturas. Una cosa más que añadir a la lista de cosas por hacer.
Quienquiera que fuese, se mostró persistente. El teléfono sonó y sonó, y al final, en contra de lo que me decía el sentido común, me levanté y contesté.
—¿Dell? —Era Alyssa—. Escúchame… Mmmm, ¿podrías venir a la cabaña del río? —Su voz me pareció un poco forzada y rara—. Lo antes posible.
—¿A qué vienen tantas prisas?
—Tú ven.
Titubeé.
La verdad era que no quería ir. No quería volver a ver ese sitio en la vida. Para Scratch y Alyssa se había convertido en una especie de santuario; pero como si se incendiaba hasta los cimientos o se lo llevaba una riada hasta el océano, a mí plin.
Ese lugar había sido la niña de los ojos de Chase, desde el principio hasta el final, y sólo de pensar en él se me encogía el corazón. Me habría encantado no volver a verlo nunca, pero era consciente de que tenía que superar mi dolor e ir. Aunque no estaba segura de poseer el valor necesario para enfrentarme al lugar que fue testigo de la última y la peor traición de mi marido.
En mi recuerdo, la cabaña era como era una especie de caja enorme emplazada en una plataforma de madera sostenida por troncos y situada sobre una base de cemento que hacía las veces de almacén para los aparejos de pesca de Chase, la barca y el remolque. Por no mencionar que era el escondite perfecto para la camioneta. Desde la parte trasera de la cabaña, se extendía el embarcadero de madera, una plataforma ancha situada sobre un tranquilo recodo del río Tennessee-Tombigbee, con peldaños para bajar al nivel del suelo y una estrecha plancha a modo de muelle.
El lugar era, tal como Scratch lo había descrito en una ocasión, «rústico». Tablones de cedro en las paredes, tejado de chapa, una estancia enorme con la tarima a medio colocar, una chimenea de piedra y una cocina americana separada por una encimera a modo de barra. La cabaña contaba con dos dormitorios pequeños separados por un cuarto de baño. Lo justo para una escapada de fin de semana, pero nada elegante ni ostentoso. Me costaba mucho imaginarme a la glamorosa Alyssa viviendo en ella.
—¿Dell?
Descubrí que me había quedado con los ojos clavados en el teléfono y escuché que Alyssa me llamaba unas cuantas veces, aunque su voz sonaba distante y apagada, como el secreto de un niño contado a través del hilo que unía un par de latas. Intenté tragar saliva para librarme del nudo que se me había formado en la garganta.
—Claro —conseguí decir por fin—. Claro. En media hora estoy ahí.


El nivel inferior de la cabaña, situado justo bajo la construcción en sí, quedaba oculto desde la carretera por un muro de piedra que se alzaba desde el suelo hasta la plataforma de madera. El muro no soportaba la estructura, su fin era el de ocultar la zona destinada a almacenar cosas. En la parte posterior, de cara al río, el almacén carecía de muro, de forma que parecía una especie de patio techado.
En el extremo izquierdo, estaban la barca de Chase y el remolque, cubiertos por una lona beige. Habían barrido el suelo, que estaba limpísimo, ya que se había convertido en la zona de juego de Imani y contaba con una mesa de picnic, varias tumbonas de madera, un par de ventiladores de techo y un columpio sujeto en las vigas de madera. Saltaba a la vista que Scratch había hecho un buen trabajo. Todo estaba limpio y resultaba muy acogedor. Apilados frente a la barca de Chase había unos cuantos trastos sacados del interior de la cabaña que parecían aguardar a que los recogieran los de Goodwill o los del Ejército de Salvación.
Scratch y Alyssa salieron a recibirme cuando vieron el coche. Imani estaba en la orilla del agua, escarbando en el barro en busca de cangrejos de río. Levantó la cabeza y me saludó antes de seguir a lo suyo.
—Hola, Dell. —Alyssa me abrazó con fuerza durante unos segundos, como si se me hubiera muerto alguien.
Le devolví el abrazo con el mismo fervor porque, de repente, necesitaba el consuelo del contacto. Cuando se llega a los cincuenta años y se está sola, no es normal disfrutar del roce físico de nadie, y la piel anhela una caricia, aunque en el fondo no se sea consciente de esa necesidad.
Nos separamos al cabo de un buen rato y Scratch dijo:
—Dell, tienes que ver lo que hemos encontrado.
Me llevó hasta el montón de trastos viejos: el destartalado sofá que Chase se había llevado de casa cuando compré el nuevo hacía ya un sinfín de años; un par de sillones con la tapicería desgastada; varias mesitas y lámparas; unos cuantos colchones viejos.
—He hecho limpieza arriba para ganar un poco de espacio —dijo Scratch—. Espero que no te importe.
—Por mí como si le pegas fuego o lo vuelas todo por los aires.
Me detuve junto al desportillado escritorio de caoba de Chase y me fijé en un artefacto rarísimo que parecía una araña gigantesca.
—¿Qué es eso? —pregunté—. Es la primera vez que lo veo.
—Es para hacer ejercicio en casa —dijo Scratch—. Es un banco de entrenamiento muy completo. Si no te importa, me gustaría conservarlo. Es bastante decente.
Me encogí de hombros.
—Claro. Quédate con lo que quieras. Pero no me habéis pedido que venga para enseñarme esto.
Scratch meneó la cabeza.
—No.
—Hemos encontrado esto —dijo Alyssa—. Escondido detrás de uno de los cajones del escritorio.
Me dio un libro pequeño y delgado, con tapas forradas de tela verde oscuro. Parecía un libro de cuentas, de esos que se usan para llevar la contabilidad. Sin embargo, al abrirlo, descubrí que no había columnas de cifras, no había espacio para los asientos contables. Era un cuaderno de una raya. Escrito de arriba abajo. Con la letra de Chase.
—Creemos que es una especie de diario —comentó Scratch—. Apenas hemos leído nada. Lo justo para darnos cuenta de que era personal y de que tú eres la única que deberías leerlo.
Mantuve el cuaderno alejado de mi cuerpo, como si fuera una serpiente a punto de morderme.
—Gracias.
No sabía qué otra cosa decir. Evidentemente, ellos no sabían que yo ya estaba al tanto de aquella parte de la vida secreta de Chase que me interesaba. La única sorpresa era que hubiera llevado un diario a mis espaldas. Mi marido, el deportista… ¿escribiendo un diario?
Me llevé el cuadernillo a la mesa de picnic y me senté. Alyssa dijo algo sobre llevarme un refresco y desapareció por la escalera de camino al interior de la cabaña. Scratch siguió allí, observándome con atención.
—Tómate tu tiempo —me dijo—. Y llámanos si nos necesitas.
Me puso una de sus grandes manos en un hombro, una mano cálida y reconfortante, y la dejó durante un par de minutos. Después me dio un apretón y me soltó antes de alejarse.
Estaba sola. Sola con el recuerdo de un marido que me había traicionado y con un diario que tal vez no me dijera nada o que tal vez me dijera más de lo que quería saber.



Capítulo 35

1 de enero
Vale, ya tengo este chisme y estoy decidido a usarlo aunque muera en el intento. Odio escribir, y tampoco se me da muy bien eso de expresarme, pero supongo que ya es hora de que aprenda. Sí, ya es hora.
El diario se remontaba a primeros del año pasado, cuatro meses antes de que Chase muriera. Las entradas, con su letra tan conocida e irregular, estaban muy embrolladas y costaba descifrarlas. Sin embargo, el significado era evidente. Evidentísimo.
No sólo fue Peach Rondell. Fue también Ginger de Tuscaloosa, Kathleen de Túpelo y una chica a la que sólo llamaba «Nena» de vete tú a saber dónde… Ninguna duró más de un par de semanas. Escribió acerca de la compra del banco de ejercicios para recuperar su cuerpo de atleta y sus pruebas con diferentes colonias (¿Chase con colonia?) y de cómo Nena le había comprado ropa interior de seda negra y de cómo se había sentido sexy con ella.
«¡Jo! Es mejor que no lo lea», pensé.
Sin embargo, seguí leyendo. Era como ver un accidente de tren a cámara lenta: el chillido de los frenos, los cruces de los coches, los cuerpos volando y el amasijo de hierros. No quería verlo, pero tampoco podía apartar la vista.
Y entonces llegó una mujer a la que sólo identificaba como J.
J me obliga a hacerlo… a escribirlo todo. Dice que necesito más compromiso emocional. ¿Qué coño es eso? No sé qué hacer con los sentimientos. Soy un hombre, por el amor de Dios, no una reinona como ese Boone Atkins.
Me enfadé al leer eso. Si hubiera tenido una cerilla a mano, le habría pegado fuego al diario en ese preciso momento. Pero el único fuego ardía en mi estómago. Seguí leyendo.
Empiezo a verle sentido a lo que dice J. Supongo que puedo sentir esas emociones de las que ella habla, y que puedo vivir para contarlas. Todavía no me sale natural, pero voy a seguir intentándolo. De verdad que sí.
Hoy he llorado. Me sentía avergonzado y humillado, pero J dice que el llanto es una muestra de fortaleza, no de debilidad. Que sólo un hombre de verdad conoce la importancia de las lágrimas.
En casi treinta años de matrimonio, no había visto llorar a Chase Haley ni una sola vez. La idea de que lo hiciera sin tapujos delante de otra mujer hizo que el dragón que tenía en el estómago se levantara sobre las patas traseras, rugiera y soltara una bocanada de fuego.
Los celos me pillaron por sorpresa. Era curioso que lo del adulterio ya no me importase, pero que en cambio la idea de que hubiera soltado unas lágrimas me pusiera furiosa.
Me salté unas cuantas páginas y busqué la descripción que hizo Chase de su aventura con Peach. Ella no lo había reconocido, pero desde luego que él si se acordaba de ella. La llamaba la «Reina de las Habichuelas» y decía de ella que era «fácil de seducir, pero ha perdido mucho con los años. Algunas mujeres se echan a perder en cuanto cumplen los cuarenta».
Apreté los dientes y reprimí el impulso de hacer confeti con las páginas. De igual manera que nunca le contaré a nadie lo de Peach y Chase, también me callaré esas odiosas palabras de mi marido. Una mentira piadosa se merece otra.
Y en ese momento llegué al final. A la entrada del día de su muerte, una especie de testamento y últimas voluntades. Las últimas palabras de Chase Haley.
17 de abril
J me ha preguntado si por fin estaba preparado. Preparado para tomar una decisión. Preparado para cambiar. Estoy preparado. Lo sé desde hace un tiempo. Sólo que no tenía las palabras necesarias para decirlo, ni en mi cabeza. Pero no es la clase de cambio que J se espera, y no creo que tenga sentido contarle la verdad.
Como no sabía si quería continuar leyendo, coloqué un dedo para marcar la página, cerré los ojos y tomé una honda bocanada de aire.
Hace mucho que no soy feliz. Tal vez nunca lo haya sido. No sé si Dell es feliz o no, nunca me lo ha dicho. Supongo que eso quiere decir que se deja llevar con la marea, que no quiere agitar el avispero. Pero yo ya no puedo seguir así.
Sé que no parezco yo mismo. Joder, ni yo me reconozco. Es como si hubiera un desconocido bajo mi piel que intentase salir a la superficie. Y no sé si quiero que salga o no. Sólo sé que tengo que hacer algo.
He intentado cambiar. He intentado reencontrarme con el hombre que era, con el que tenía sueños y aspiraba a más, con el que no se sentaba delante de la tele y dejaba que el tiempo se le escapara de entre los dedos. Pero no puedo encontrarlo. He intentado recuperarlo, he intentado volver a ser la estrella del fútbol que podía conseguir a cualquier tía con chasquear los dedos. Y he conseguido unas cuantas. Pero no ha sido tan bueno como lo recordaba.
Le di un sorbo al té helado que Alyssa me había llevado, pero me costó mucho tragarlo. Tenía una piedra en la garganta del tamaño de un puño. No podía respirar, no podía pensar. Pero tampoco podía dejar de leer.
Nada me parece bien. Nada tiene sentido. Así que tiro la toalla. Nunca he sido el hombre que Dell se merecía. Debería tener a alguien mejor. Es una mujer estupenda y debería tener al lado a alguien con dos dedos de frente. No a alguien como yo.
Había pasado meses planeando dejarme, intentando encontrar un modo de contármelo. ¿Cuánto tiempo llevaba así sin que yo me diera cuenta? ¿Cómo fui tan ciega?
Algo se me escapaba, algo que merodeaba en el fondo de mi cabeza y me martilleaba como el Pájaro Loco. Pero no lograba identificar lo que era.
Así que esto es el final. Esta noche voy a decirle a la Reina de las Habichuelas que hemos terminado. Se acabó lo de salir de caza, se acabó lo de J. Se acabó todo.
Se me llenaron los ojos de lágrimas y vi los apretados renglones como si estuvieran al otro lado de una cortina de agua. Parpadeé para despejarme la vista e intenté leer las últimas palabras de la página final de la vida de Chase Haley.
Nunca le contaré a Dell lo que he hecho… Nunca le hablaré de todas esas mujeres, de todas las cosas de las que me avergüenzo. No lo entendería. Nadie lo entendería jamás. Si lo supiera, estoy seguro de que nunca me perdonaría, y yo no podría seguir viviendo. Así que voy a tener que seguir viviendo con mi culpa. A lo mejor los católicos están en lo cierto. A lo mejor hay un purgatorio, y es el ahora, el presente, la vida que debes retomar aunque sabes que merecerías caer fulminado.
Había un hueco en blanco, dos líneas sin escribir, antes de continuar:
Voy a volver. A volver con Dell, a volver a mi antigua vida. No sé cómo lo voy a hacer, pero tengo que intentarlo. J dice que he intentado recuperar mi juventud perdida, y supongo que tiene razón. Pero no puedes recuperarla por mucho que hagas el imbécil.
Ahora me pregunto cuánto hace que no le digo a Dell que la quiero. Debería habérselo dicho a menudo. A lo mejor si pronuncio las palabras mucho, se me hacen más reales. A lo mejor así habríamos estado más unidos, no habríamos sido dos extraños que viven bajo el mismo techo como dos fantasmas que deambulan por la escena de un crimen.
Tengo que conseguir que funcione. No me queda otra opción. No hay nada más para mí ahí fuera… Lo sé porque me he vuelto loco buscándolo y he acabado con las manos vacías. Así que supongo que tendré que vivir con este vacío, si eso es lo que hace falta, y fingir que soy feliz en la medida de lo posible.
Aunque lo finja, a lo mejor consigo hacer un poquito más feliz a Dell. Es lo mínimo que se merece: un marido que sepa lo afortunado que es por tener a una mujer como ella, un hombre que le preste atención y que le dé lo que necesite, que no lo dé todo por ganado.
No tengo muy claro que yo sea ese hombre, pero a lo mejor no es demasiado tarde. A lo mejor todavía puedo cambiar. A lo mejor puedo convertirme en un hombre del que sentirme orgulloso en vez de sentirme una mierda todo el tiempo.
Mi mente se quedó en blanco. Leí esas palabras una y otra vez para asegurarme de que no me las había imaginado ni las había malinterpretado. Peach Rondell no había querido ponerme un paño caliente con una mentira piadosa. Me había dicho la verdad.
La última vez que fui al médico, me dijo que era una bomba de relojería, que era un ataque al corazón con patas. Me dio pastillas de nitrato para los dolores de pecho, me dijo que me las tomara regularmente. También me advirtió que no probara la Viagra, pero he estado haciendo pesas y he bajado algo de peso, y me siento bien, me siento muy bien. Las pastillitas azules todavía no me han hecho nada. Además, a un hombre no le viene mal una ayudita de vez en cuando.
Me temblaban tanto las manos que no podía sostener el diario. Se me cayó al suelo, y algo salió de entre las últimas páginas.
Un recibo. Efectivo, ochenta dólares.
Firmado por la doctora Julia Hess, de la Clínica de Terapia familiar y en grupo de Túpelo.


Pastillas de nitrato y Viagra. Una combinación letal.
Chase se había provocado él sólito el ataque al corazón. Una oleada de tristeza se apoderó de mí, una tristeza teñida de algo que podía ser amor. Pobre Chase. Pobre Peter Pan. Un niño encerrado en el cuerpo de un hombre, un niño que había perdido la imagen que tenía de sí mismo a manos de los estragos del tiempo y de la dejadez, una imagen que no conseguía recuperar de ninguna de las maneras.
Podía verlo todo en la pantalla de mi mente: Chase preparándose para volver a mi lado a casa, vestido con sus mejores galas. Chase tomándose las pastillas. Y después, cuando el corazón empezó a fallarle, llamando a emergencias para que lo ayudaran. Una llamada que llegó demasiado tarde. Demasiado tarde para saber que habría sido capaz de perdonarlo si hubiera sido sincero conmigo. Que habríamos podido tener una segunda oportunidad. Que la distancia que nos separaba no era sólo culpa suya.
Me quedé sentada un buen rato, con el diario en las manos, mientras acariciaba sus páginas, con la vista clavada en la nada. A la espera de que llegasen las lágrimas. A la espera de que el dolor se apoderara de mí.
Pero no llegó. Lo que sentía no era dolor, sino lástima. Lástima y un tremendo alivio.
Se había terminado. Mi duelo había acabado junto con ese año. Hubo un tiempo en el que lo quise, o eso creí. Tal vez lo que confundí con amor sólo fue la conveniencia, la seguridad o la sosegada comodidad de lo conocido.
La verdadera lección sobre el amor no me vino por el matrimonio, sino por la viudez. En la etapa final de mi vida, a mis cincuenta años, el mundo se plegó sobre sí mismo y me vi obligada a aprender a abrirme a los demás para descubrir en qué consistía el verdadero amor.
El verdadero amor no era posible hasta que me convertí en una persona real. Hasta que el destino o lo que fuera intervino y me abrió en canal, destrozándome el alma y el corazón. Sólo sumida en ese torbellino de emociones, en mis horas más bajas, descubrí que la gente podía seguir amándome aunque viera mi verdadero yo. Con el lado oscuro incluido.
La gente como Toni Champion y Boone Atkins. La gente como Scratch, que me perdonó por no confiar en él, aunque no habíamos hablado del tema. La gente como Peach Rondell, que vio mi fuerza interior y me convirtió en su heroína.
Y también me di cuenta de otra cosa. La muerte de Chase, por muy dolorosa que resultara, fue el catalizador del cambio, la puerta que se abrió a una nueva vida. Jamás le habría deseado la muerte, ni tampoco habría deseado todo lo que me pasó. Pero también sabía que nunca querría (y que nunca podría) volver a ser como era antes.
Es curioso cómo el paso del tiempo convierte las maldiciones en bendiciones, cómo la experiencia que crees que va a matarte se transforma en una evolución. Si Chase hubiera seguido vivo, yo no habría tenido que enfrentarme a esos desafíos, no habría madurado, no habría descubierto lo que se escondía en mi interior. No habría evolucionado hasta convertirme en la mujer que he sido este último año.
Me gusta esa mujer. Me gusta mucho. También es mi heroína.


La temperatura había descendido con la caída de la tarde y empecé a tiritar. Imani y Scratch estaban sentados en unos troncos, junto a un círculo de piedras, a la orilla del río. Estaban echando ramitas a la hoguera. Imani se reía.
Cerré el diario y me levanté del banco.
—¿Todo bien? —me preguntó Scratch cuando me acerqué a ellos.
Me obligué a sonreír y asentí con la cabeza. Después, extendí el brazo y dejé caer el cuadernillo verde a la hoguera.
El fuego siempre me ha fascinado. Es hechizante, hipnótico, un ente vivo. Puedes observarlo toda la noche y no ver jamás una llama igual a otra. Da calor, luz y un montón de recuerdos dulces y nostálgicos al amparo del olor a madera quemada.
¿Es destructivo? Sí. Pero incluso la destrucción crea luz. Incluso la destrucción calienta.
La tapa del diario se ennegreció y se arrugó justo antes de que prendieran los bordes de las páginas. Vi las letras azules que Chase había escrito en un par de hojas y contemplé cómo las llamas naranjas se elevaban mientras últimas palabras de mi marido se convertían en humo y cenizas.
Otra puerta que se cerraba.
Otro secreto que me llevaría a la tumba.



Capítulo 36

Tres horas para el desahucio.
Habíamos decidido aprovecharlas al máximo. La cafetería lucía sus mejores galas. Había serpentinas colgadas en las luces del techo y las mesas estaban apiladas en los laterales para crear una pista de baile. Boone había llevado una bola de discoteca, y sus cristales lanzaban destellos en todas direcciones formando un arco iris de color, como el sol reflejado en un diamante. La barra estaba atestada de bandejas con sándwiches, pastelitos de cangrejo, mini tartaletas y empanadillas de manzana.
No podíamos salvar el Heartbreak Café, pero la cafetería nos había salvado a nosotros. Por eso estábamos de celebración.
Me senté a una mesa junto con Cuesco Unger mientras Scratch intentaba imitar el baile de su hija. La niña no dejaba de darle golpecitos y patadas en las espinillas con brazos y piernas, pero a él no parecía importarle. Desde el otro lado del comedor, Alyssa los miraba con el corazón en los ojos.
Peach se acercó a la mesa y se sentó.
—¿Estás bien, Dell?
La capacidad de observación de esa mujer no dejaba de asombrarme. Sabía que algo se estaba cociendo pero, afortunadamente, creía que estaba relacionado con el desahucio. Después de hacerme la pregunta, se quedó callada y, de vez en cuando, me daba un apretón en la mano.
La fiesta estaba en pleno apogeo cuando por fin cayó el hacha. Toni y Boone habían puesto la música a todo volumen y estaban bailando un boogie con Imani, Alyssa y Hoot Everett. Purdy Overstreet tenía una boa roja alrededor del cuello de Scratch mientras intentaba hacerle un bailecito sobre el regazo.
—¡Dell! —gritó para hacerse oír por encima de la música—. Ha venido alguien.
Miré hacia la puerta. Con todas las luces encendidas, sólo alcancé a ver una silueta al otro lado de la puerta de cristal, intentando ver lo que pasaba dentro. Fui a la puerta y le quité el pestillo.
Era Kevin Ivess, ese ayudante del sheriff tan joven y tan mono que consiguió el ascenso después del traslado de Warren Potts al Departamento de Sanidad de Chulahatchie. Unos cinco o seis años antes era un central del equipo de fútbol de los Confederados de Chulahatchie, pero todavía parecía un chiquillo, como si fuera al instituto. Rubio, con cara aniñada, mejillas sonrosadas y sonrisa tímida.
Esa noche, la sonrisa no se veía por ninguna parte.
—Lo siento muchísimo, señorita Haley. —Le salió un gallo, como a un adolescente—. Pero tengo que hacerlo. —Sostuvo en alto un papel doblado, que sabía que era la orden definitiva de desahucio—. Tiene que desalojar el edificio antes de las ocho de la mañana. —Apartó la mirada y la clavó en el interior de la cafetería, donde todavía sonaba la música a todo trapo aunque ya nadie bailaba. Todos lo miraban.
Percibí su incomodidad y sentí un ramalazo de tristeza y lástima. El muchacho sólo estaba cumpliendo con su deber, pobrecillo. No era su intención molestar. Y a juzgar por su expresión, supe que preferiría meterse en una charca infestada de caimanes a tener que desalojarme del Heartbreak Café. Él no tenía la culpa de nada.
—¿A las ocho de la mañana? —pregunté.
—Sí, señora.
—Bueno, eso nos deja tiempo para darle la bienvenida al Año Nuevo. —Lo miré—. ¿Sigues de servicio, sheriff?
—No, señora. Acabé hace diez minutos. —Me miró con una sonrisa avergonzada—. Pero llámeme Kevin a secas, señora, si no le importa.
—Bueno, Kevin a secas, entra y únete a la fiesta. Tenemos comida de sobra y la compañía es estupenda. —Me hice a un lado y abrí la puerta para que pasara—. Pero deja el arma y las esposas fuera, si no te importa.


—¡Cinco minutos para las doce! —gritó Imani.
La niña había tomado demasiada azúcar y no había dormido lo suficiente. Botaba como una pelota de ping-pong de una mesa a otra.
—¡Cuatro minutos! ¡Tres minutos!
Casi todos los adultos estaban derrengados y se habían sentado en las mesas mientras esperaban con desesperación que el año nuevo llegara para poder irnos a casa y meternos en la cama. Hoot y Purdy habían desaparecido hacía horas. El sheriff Kevin se fue a eso de las once, tras agradecerme la hospitalidad y buena comida, y decirme que tenía otro compromiso. Qué muchacho más bueno, su madre le había enseñado bien. Ya era hora de que tuviéramos un sheriff con buenos modales.
Cuesco se fue poco después con la excusa de que tenía que hacer algo, pero todavía no había vuelto. Muy a mi pesar, me sentía un pelín decepcionada por que no estuviera presente para la cuenta atrás.
—¡Un minuto! —chilló Imani.
Esperamos todos juntos antes de empezar la cuenta atrás con ella.
—Diez, nueve, ocho, siete…
—¡Feliz Año Nuevo! —gritó alguien.
Me giré. Cuesco estaba en la puerta con lo que parecía una especie de cesta de la ropa sucia, de las antiguas con dos asas.
—¡Todavía no! —exclamó Imani—. ¡Cuatro, tres, dos, uno!
Nos pusimos a gritar a la vez e hicimos sonar los matasuegras antes del brindis. Toni, que había ido preparada, puso una versión de Auld Lang Syne en el reproductor. Formamos un círculo, empezamos a balancearnos y cantamos todos juntos.
Cuando terminó la canción, nos quedamos mirándonos los unos a los otros.
—Mi madre hablaba mucho del carácter de las personas —dije—. Me dijo que se podía saber el carácter de alguien por el tipo de amigos que tenía. Y si eso es verdad, yo tengo que ser una persona fantástica.
Se echaron a reír.
—De cualquier modo, gracias por venir —continué—. Gracias por ser tan buenos amigos. ¡Feliz Año Nuevo a todos y buenas noches!
—No tan rápido —dijo Boone—. Esta fiesta no se acaba porque sea medianoche.
—Soy vieja, Boone —repliqué—. Ya es hora de acostarme.
—Bueno, pues vas a tener que retrasarlo un poquito más —dijo—. Siéntate.
Me senté.
Boone le hizo un gesto a Cuesco para que se acercara, y éste llevó la cesta a la mesa y la dejó delante de mí. Eran cartas. De hecho, eran felicitaciones de Navidad a juzgar por los sobres rojos, verdes y dorados.
—Son para ti, Dell —explicó Boone—. Siento que hayan llegado un pelín tarde.
—¿Todas? Seguro que no.
—Sólo hay una manera de averiguarlo. Ábrelas.
La primera era de un tal Scott Killian. Decía: «Feliz Navidad, Dell, y gracias por una comida tan estupenda. Nos vemos en enero.»
Dentro del sobre había un billete de veinte dólares.
—Trabaja en la fábrica de plásticos —me susurró Cuesco al oído—. Es uno de los que nos acompañan de vez en cuando.
Había más, muchas más, de los camioneros que venían a desayunar y de las ancianitas de pelo azulado que tomaban café y pasteles; de Tansie Orr, de DiDi Sturgis y de las chicas de la peluquería. Del grupo de catequesis de mi madre y de los chicos de la liga infantil a los que entrenaba mi padre. Y de casi todos los habitantes del pueblo, la verdad. Todas con un poco de dinero. Cinco, diez, veinte dólares. La cuenta fue subiendo.
Y después, abajo del todo, un puñado de sobres, todos con cheques en su interior: Boone y Toni, Cuesco, Scratch y Alyssa, Peach Rondell. Todos con más dinero de lo que podían permitirse, si no estaba muy equivocada.
Una lluvia de amor en forma de veintiocho mil quinientos noventa y cuatro dólares. Lo bastante como para ofrecerlo como entrada de la compra del Heartbreak Café.
Más otros tres dólares y cincuenta centavos en monedas pequeñas, de Imani, que estaban pegados a una tarjeta hecha a mano en la que se leía lo siguiente: «Tqm.»





Epílogo

Mi madre solía decir que el amor nunca se malgasta, aunque no te lo devuelvan en la misma medida que mereces o deseas.
—Déjalo salir a raudales —decía—. Abre tu corazón y no tengas miedo de que te lo rompan. Los corazones rotos se curan. Los corazones protegidos acaban convertidos en piedra.
El uno de abril, el día de los Inocentes, Hoot Everett y Purdy Overstreet se casaron en el Heartbreak Café.
Scratch fue el padrino. Imani llevó la cestita con los pétalos. Purdy me pidió que fuera su dama de honor, ya que mi madre no estaba disponible. Ofició la ceremonia la reverenda Lily Frasier, que acababa de llegar a la Residencia de Ancianos de Saint Agnes para hacerse cargo de los servicios religiosos.
La cafetería estaba hasta arriba. Todas las mesas y las sillas ocupadas, salvo la reservada para los novios. En el centro de la barra descansaba la tarta, una creación de dos pisos, y todo el mundo llevó comida. Olía de maravilla: a pollo frito, a mazorcas de maíz, a panecillos y a brownies de chocolate.
—Hermán Melville Everett, ¿aceptas a esta mujer, Priscilla Mayben Overstreet, como tu legítima esposa? —preguntó la reverenda Lily.
—Faltaría más —gritó Hoot.
—¿Y tú…?
—Sáltate las formalidades, guapa —la interrumpió Purdy—. Sí, quiero. Este viejo verde ya me ha levantado las faldas, así que lo mejor es que legalicemos la cosa. —Enarcó las cejas haciéndole un gesto a Scratch—. Aunque esté fuera del mercado, te dejo que admires la mercancía —susurró en voz tan alta que todos la escuchamos.
Y nos echamos a reír.
—Entonces os declaro marido y mujer.
Los asistentes vitorearon. Hoot agarró a Purdy por la cintura y la echó hacia atrás para darle un ruidoso beso en los labios.
—Muy bien —dijo Purdy una vez que se enderezó—, que empiece la fiesta.
Las bandejas con comida se pasaron de mesa en mesa y alguien puso un CD con música de los años cuarenta. Hoot y Purdy bailaron en el reducido espacio que quedaba entre las mesas y, en un momento dado, pasaron tan cerca de una vela encendida que la llama estuvo a punto de prender la manga del vestido de Purdy. Cuando volvieron a su mesa, me percaté de que Hoot se sacaba algo del bolsillo y se lo pasaba por debajo de la mesa a Purdy. Una botellita verde de su famoso vino.
Yo estaba detrás de la barra, observándolo todo.
En la mesa más cercana al escaparate estaban Peach Rondell, Boone y Toni. Ataviada con un vestido de color berenjena, peinada y maquillada en el salón de belleza, Peach era la viva imagen de la reina de la belleza que fuera antaño. Un poco más rellena, sí, y un poco más vieja, pero radiante de todos modos. Tenía a Imani sentada en el regazo mientras le colocaba la tiara de la Reina de la Habichuela en la cabeza. La felicidad que irradiaba era evidente.
Scratch y Alyssa estaban bailando Stardust, o al menos intentaban bailar. Scratch era tan grande que no paraba de chocarse con las mesas y tenía que disculparse cada dos por tres. Al final, se dieron por vencidos y volvieron a sus asientos, donde se quedaron cogidos de la mano.
DiDi Sturgis también estaba presente. Y Tansie Orr con su marido, Tank, y una buena parte de la clientela de Rizos Deslumbrantes. Todas compartían mesa mientras intercambiaban cotilleos y recetas con unas cuantas damas de pelo azulado residentes en Saint Agnes, las cuales no paraban de lanzarle miraditas envidiosas a la novia.
Para mi sorpresa, Marvin Beckstrom había aparecido, aunque no entendía por qué lo había hecho, ya que no era de esa gente dispuesta a pasárselo bien ni siquiera en una boda. Tal vez estuviera lamiéndose las heridas, regodeándose en su fracaso de la misma forma que nos arrancamos la postilla de un arañazo hasta que nos vuelve a sangrar.
El día 2 de enero, a las nueve en punto de la mañana, me presenté en la oficina del Banco de Ahorros y Créditos de Chulahatchie con mi cesta de los donativos en la mano e hice una oferta para comprar el edificio donde se emplazaba el Heartbreak Café. Marvin llegó tarde ese día al trabajo y cuando apareció, agitando las llaves en el bolsillo del pantalón, el trato ya estaba cerrado.
Esa derrota, junto con la nueva situación laboral de su colega el sheriff, que había empezado a trabajar de basurero, sirvió para bajarle un poco los humos. Sin embargo, su mirada me decía bien claro que habría dado la mitad de su salario anual con tal de arrebatarme el negocio. Cada vez que pasara por delante del Heartbreak Café durante el resto de su miserable vida, recordaría todo el dinero que había perdido por mi culpa.
De vez en cuando, hay justicia en esta vida. Seguramente eso no dice mucho de mi carácter, pero la idea me hace sonreír.


Sentí a alguien a mi lado y me volví para ver quién era. Cuesco Unger me estaba mirando con esos ojos tan azules. Llevaba un esmoquin. Alquilado, supuse al ver que le quedaba ancho de hombros, pero estaba guapísimo.
Esbozó una sonrisilla.
—¿En qué estás pensando?
Me encogí de hombros.
—No lo sé. En este lugar. En esta gente.
—Buena gente —apostilló él.
—Cuesco, cuando empecé con la cafetería, lo hice movida por la desesperación. Estaba segurísima de que iba a perderlo todo. Y estuve a un paso de hacerlo.
—¿Harías las cosas de otra manera si te dieran la oportunidad de empezar de nuevo?
Sopesé la respuesta un instante.
—¿Qué es la vida si no una sucesión de riesgos que debemos tomar?
—En tu caso, has corrido un riesgo, pero te ha merecido la pena.
—Gracias a todos vosotros. A todos los que me han apoyado. A todos los que han creído en mí. Boone, Toni, Scratch, Peach Rondell. Tú.
Noté que me ponía colorada y, cuando me llevé las manos a las mejillas, percibí el calor del sonrojo.
—Dell, somos tus amigos. Los amigos están para eso.
—Pero es mucho más —protesté—. Cuando pensamos en ponerle el nombre a la cafetería, lo hicimos porque le venía al pelo. Pero mira ahora. Mira la sonrisa de Peach Rondell. Mira a Boone y a Toni. Mira a Scratch, a Alyssa y a Imani. Mira a Hoot y a Purdy, que van a comenzar una nueva vida juntos a los ochenta y tantos.
Recordé aquella hilera de figuras fantasmagóricas que pinté en la caverna, cogidas de las manos y los pies para ayudarme a encontrar mi camino en la oscuridad. Pensé en Chase y en la posibilidad de que si se hubiera sentido tan apoyado como yo me sentía en ese momento, habría acabado por aceptarse y no habría muerto solo. Pensé en lo bien que sentaba el ser capaz de perdonar. En el dolor y en la sanación que había experimentado durante el pasado año. Al echar un vistazo hacia atrás, hacia el dificultoso camino que había recorrido, vi por primera vez los dones, los regalos.
—Este lugar es mágico —susurré, hablando más conmigo misma que con Cuesco—. Es un milagro.
Él me pasó un brazo por la cintura y me pegó a su costado. Se inclinó para mirarme a los ojos.
—No es el restaurante, Dell —me corrigió—. Es tu corazón. Esa alma tan grande y luminosa que tienes.
Y entonces me besó.
«Luminosa.» Me hizo pensar en la luna, que flotaba en el cielo nocturno, llena y brillante. Algún día tendría que preguntarle a Boone lo que significaba. Porque es muy listo y seguro que lo sabe.
Pero, de momento, tengo otras cosas en mente.
Como devolver un beso.


* * *


Un último consejode parte de Dell

Poco antes de morir, mi madre me dijo:
—Dell, cariño, voy a decirte una cosa. Cuando llegas al final de tu vida y ves cómo te acercas a la eternidad, lo único que importa es que hayas querido de todo corazón a tus seres queridos, nada más.
Mi madre tenía razón. Como siempre.
A largo plazo, es lo único que importa. Ni los objetos materiales que has acumulado, ni los méritos que has obtenido. Nada de eso importa por mucho que así te lo parezca ahora mismo. Porque al otro mundo sólo te podrás llevar una cosa. Una sola cosa. El amor. Por arriesgado, escandaloso, aterrador y revelador que sea.
El amor no es sólo lo más importante. Lo es todo.
Pero claro, tú ya lo sabes. Al igual que yo.
Lo que pasa es que, de vez en cuando, necesitamos que nos lo recuerden.


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