PRIMERA PARTE
1
Cuando
se acercaba a los trece años, mi hermano Jem sufrió una peligrosa fractura del
brazo, a la altura del codo. Cuando sanó, y sus temores de que jamás podría
volver a jugar fútbol se mitigaron, raras veces se acordaba de aquel percance.
El brazo izquierdo le quedó algo más corto que el derecho; si estaba de pie o
andaba, el dorso de la mano formaba ángulo recto con el cuerpo, el pulgar
rozaba el muslo. A Jem no podía preocuparle menos, con tal de que pudiera pasar
y chutar.
Cuando
hubieron transcurrido años suficientes para examinarlos con mirada
retrospectiva, a veces discutíamos los acontecimientos que condujeron a aquel
accidente. Yo sostengo que Ewells fue la causa primera de todo ello, pero Jem,
que tenía cuatro años más que yo, decía que aquello empezó mucho antes.
Afirmaba que empezó el verano que Dill vino a vernos, cuando nos hizo concebir
por primera vez la idea de hacer salir a Boo Radley.
Yo
replicaba que, puestos a mirar las cosas con tanta perspectiva, todo empezó en
realidad con Andrew Jackson. Si el general Jackson no hubiera perseguido a los
indios creek valle arriba, Simon Finch nunca hubiera llegado a Alabama. ¿Dónde
estaríamos nosotros entonces?
Como
no teníamos ya edad para terminarla discusión a puñetazos, decidimos consultar
a Atticus. Nuestro padre dijo que ambos teníamos razón.
Siendo
del Sur, constituía un motivo de vergüenza para algunos miembros de la familia
el hecho de que no constara que habíamos tenido antepasados en uno de los dos
bandos de la Batalla de Hastings. No teníamos más que a Simon Finch, un
boticario y peletero de Cornwall, cuya piedad sólo cedía el puesto a su
tacañería. En Inglaterra, a Simon le irritaba la persecución de los sedicentes
metodistas a manos de sus hermanos más liberales, y como Simon se daba el
nombre de metodista, surcó el Atlántico hasta Filadelfia, de ahí pasó a
Jamaica, de ahí a Mobile y de ahí subió a Saint Stephens. Teniendo bien
presentes las estrictas normas de John Wesley sobre el uso de muchas palabras
al vender y al comprar, Simon amasó una buena suma ejerciendo la Medicina, pero
en este empeño fue desdichado por haber cedido a la tensión de hacer algo que
no fuera para la mayor gloria de Dios, como por ejemplo, acumular oro y otras
riquezas. Así, habiendo olvidado lo dicho por su maestro acerca de la posesión
de instrumentos humanos, compró tres esclavos y con su ayuda fundó una heredad
a orillas del río Alabama, a unas cuarenta millas más arriba de Saint Stephens.
Volvió a Saint Stephens una sola vez, a buscar esposa, y con ésta estableció
una dinastía que empezó con un buen número de hijas. Simon vivió hasta una edad
impresionante y murió rico.
Era
costumbre que los hombres de la familia se quedaran en la hacienda de Simon,
Desembarcadero de Finch, y se ganasen la vida con el algodón. La propiedad se
bastaba a sí misma. Aunque modesto si se comparaba con los imperios que lo
rodeaban, el Desembarcadero producía todo lo que se requiere para vivir, excepto
el hielo, la harina de trigo y las prendas de vestir, que le proporcionaban las
embarcaciones fluviales de Mobile.
Simon
habría mirado con rabia imponente los disturbios entre el Norte y el Sur, pues
éstos dejaron a sus descendientes despojados de todo menos de sus tierras; a
pesar de lo cual la tradición de vivir en ellas continuó inalterable hasta bien
entrado el siglo XX, cuando mi padre, Atticus Finch, se fue a Montgomery a
aprender leyes, y su hermano menor a Boston a estudiar Medicina. Su hermana
Alexandra fue la Finch que se quedó en el Desembarcadero. Se casó con un
hombre taciturno que se pasaba la mayor parte del tiempo tendido en una hamaca,
junto al río, preguntándose si las redes de pescar tendrían ya su presa.
Cuando
mi padre fue admitido en el Colegio de Abogados, regresó a Maycomb y se puso a
ejercer su carrera. Maycomb, a unas veinte millas al este del Desembarcadero de
Finch, era la capital del condado de su mismo nombre. La oficina de Atticus en
el edificio del juzgado contenía poco más que una percha para sombreros, un
tablero de damas, una escupidera y un impoluto Código de Alabama. Sus dos
primeros clientes fueron las dos últimas personas del condado de Maycomb que
murieron en la horca. Atticus les había pedido con insistencia que aceptasen la
generosidad del Estado al concederles la gracia de la vida si se declaraban
culpables, confesándose autores de un homicidio en segundo grado, pero eran dos
Haverford, un nombre que en el condado de Maycomb es sinónimo de borrico. Los
Haverford habían despachado al herrero más importante de Maycomb por un
malentendido suscitado por la supuesta retención de una yegua. Fueron lo
suficiente prudentes para realizar la faena delante de tres testigos y se
empeñaron en que 'el hijo de mala madre se lo había buscado' y que ello era
defensa sobrada para cualquiera. Se obstinaron en declararse no culpables de
asesinato en primer grado, de modo que Atticus pudo hacer poca cosa por sus
clientes, excepto estar presente cuando los ejecutaron, ocasión que señaló, probablemente,
el comienzo de la profunda antipatía que sentía mi padre por el cultivo del
Derecho Criminal.
Durante
los primeros cinco años en Maycomb, Atticus practicó más que nada la economía;
luego, por espacio de otros varios años empleó sus ingresos en la educación de
su hermano. John Hale Finch tenía diez años menos que mi padre, y decidió estudiar
Medicina en una época en que no valía la pena cultivar algodón. Pero en seguida
que tuvo a tío Jack bien encauzado, Atticus cosechó unos ingresos razonables
del ejercicio de la abogacía. Le gustaba Maycomb, había nacido y se había
criado en aquel condado; conocía a sus conciudadanos, y gracias a la
laboriosidad de Simon Finch, Atticus estaba emparentado por sangre o por
casamiento con casi todas las familias de la ciudad.
Maycomb
era una población antigua, pero cuando yo la conocí por primera vez era,
además, una población antigua y fatigada. En los días lluviosos las calles se
convertían en un barrizal rojo; la hierba crecía en las aceras, y, en la plaza,
el edificio del juzgado parecía desplomarse. De todas maneras, entonces hacía
más calor; un perro negro sufría en un día de verano; unas mulas que estaban
en los huesos, enganchadas a los carros Hoover, espantaban moscas a la
sofocante sombra de las encinas de la plaza. A las nueve de la mañana, los
cuellos duros de los hombres perdían su tersura. Las damas se bañaban antes del
mediodía, después de la siesta de las tres... y al atardecer estaban ya como pastelillos
blandos con incrustaciones de sudor y talco fino.
Entonces
la gente se movía despacio. Cruzaba cachazudamente la plaza, entraba y salía de
las tiendas con paso calmoso, se tomaba su tiempo para todo. El día tenía
veinticuatro horas, pero parecía más largo. Nadie tenía prisa, porque no había
adonde ir, nada que comprar, ni dinero con qué comprarlo, ni nada que ver fuera
de los limites del condado de Maycomb. Sin embargo, era una época de vago
optimismo para algunas personas: al condado de Maycomb se le dijo que no habla
de temer a nada, más que a si mismo.
Vivíamos
en la mayor calle residencial de la población, Aticcus, Jem y yo, además de
Calpurnia, nuestra cocinera. Jem y yo hallábamos a nuestro padre plenamente
satisfactorio: jugaba con nosotros, nos leía y nos trataba con un despego cortés.
Calpurnia,
en cambio, era otra cosa distinta. Era toda ángulos y huesos, miope y bizca;
tenía la mano ancha como un madero de cama, y dos veces más dura. Siempre me
ordenaba que saliera de la cocina, y me preguntaba por qué no podía portarme
tan bien como Jem, aun sabiendo que él era mayor, y me llamaba cuando yo no
estaba dispuesta a volver a casa. Nuestras batallas resultaban épicas y con un
solo final. Calpurnia vencía siempre, principalmente porque Atticus siempre se
ponía de su parte. Estaba con nosotros desde que nació Jem, y yo sentía su
tiránica presencia desde que me alcanzaba la memoria.
Nuestra
madre murió cuando yo tenía dos años, de modo que no notaba su ausencia. Era
una Graham, de Montgomery. Atticus la conoció la primera vez que le eligieron
para la legislatura del Estado. Era entonces un hombre maduro; ella tenía
quince años menos. Jem fue el fruto de su primer año de matrimonio; cuatro años
después nací yo, y dos años más tarde mamá murió de un ataque cardíaco
repentino. Decían que era cosa corriente en su familia. Yo no la eché de menos,
pero creo, que Jem, sí. La recordaba claramente; a veces, a mitad de un juego
daba un prolongado suspiro, y luego se marchaba a jugar solo detrás de la
cochera. Cuando estaba así, yo tenía el buen criterio de no molestarle.
Cuando
yo estaba a punto de cumplir seis años y Jem se acercaba a los diez, nuestros
límites de verano (dentro del alcance de la voz de Calpurnia) eran la casa de
mistress Henry Lafayette Dubose, dos puertas al norte de la nuestra, y la
Mansión Radley, tres puertas hacia el sur. Jamás sentimos la tentación de
traspasarlos. La Mansión Radley la habitaba un ente desconocido, la mera
descripción del cual nos hacía portar bien durante días sin fin. Mistress
Dubose era el mismísimo infierno.
Aquel
verano vino Dill.
Una
mañana temprano, cuando empezábamos nuestra jornada de juegos en el patio
trasero, Jem y yo oímos algo allí al lado, en el tramo de coles forrajeras de
miss Rachel Haverford. Fuimos hasta la valía de alambre para ver si era un
perrito -la caza-ratones de miss Rachel había de tenerlos- y en lugar de ello
encontramos a un sujeto que nos miraba. Sentado en el suelo no alzaba mucho más
que las coles. Le miramos fijamente hasta que habló.
-Eh,
tú -contestó Jem , amablemente.
-Soy
Charles Baker Harry -dijo el otro-. Sé leer.
-¿Y
qué? -dije yo.
-He
pensado nada más que os gustaría saber que sé leer. Si tenéis algo que sea
preciso leer, yo puedo encargarme...
-¿Cuántos
años tienes? -le preguntó Jem-. ¿Cuatro y medio?
-Voy
por los siete.
-Entonces,
no te ufanes -replicó Jem, señalándome con el pulgar-. Ahí Scout lee desde que
nació, y ni siquiera ha empezado a ir a la escuela. Estás muy canijo para andar
hacia los siete años.
-Soy
pequeño, pero soy mayor -dijo el forastero.
Jem
se echó el cabello atrás para mirarle mejor.
-¿Por
qué no pasas a este lado, Charles Baker Harry? -dijo-. ¡Señor ,qué nombre!
-No
es más curioso que el tuyo. Tía Rachel dice que te llamas Jeremy Atticus Finch.
Jeremy
puso mal talante.
-Yo
soy bastante alto para estar a tono con mi nombre -replicó-: El tuyo es más
largo que tú. Apuesto a que tiene un pie más que tú.
-La
gente me llama Dill -dijo Dill, haciendo esfuerzos por pasar por debajo de la
valía.
-Te
irá mejor si pasas por encima, y no por debajo -le dije-. ¿De dónde has venido?
Dill
era de Meridian, Mississippi, pasaba el verano con su tía, miss Rachel, y en
adelante pasaría todos los veranos en Maycomb. Su familia era originaria de
nuestro condado, su madre trabajaba para un fotógrafo en Meridian, y había
presentado el retrato de Dill en un concurso de niños guapos, ganando cinco
dólares. Este dinero se lo dio a él, y a Dill le sirvió para ir veinte veces al
cine.
-Aquí
no hay exposiciones de retratos, excepto los de Jesús, en el juzgado, a veces
-explicó Jem-. ¿Viste alguna vez algo bueno?
Dill
había visto Drácula, declaración que impulsó a Jem a mirarle con un
principio de respeto.
-Cuéntanosla
-le dijo.
Dill
era una curiosidad. Llevaba pantalones cortos azules de hilo abrochados a la
camisa, tenía el cabello blanco como nieve y pegado a la cabeza lo mismo que si
fuera plumón de pato. Me aventajaba en un año, en edad, pero yo era un gigante
a su lado. Mientras nos relataba la vieja historia, sus ojos azules se iluminaban
y se oscurecían; tenía una risa repentina y feliz, y solía tirarse de un mechón
de cabello que le caía sobre el centro de la frente.
Cuando
Dill hubo dejado a Drácula hecho polvo y Jem dijo que la película
parecía mejor que el libro, yo le pregunté al vecino dónde estaba su padre.
-No
nos dices nada de él.
-No
tengo.
-¿Ha
muerto?
-No...
-Entonces,
si no ha muerto, lo tienes, ¿verdad?
Dill
se sonrojó, y Jem me dijo que me callase, signo seguro de que, después de
estudiarle, le había hallado aceptable. Desde aquel momento el verano transcurrió
en una diversión que llenaba todos nuestros días. Tal diversión cotidiana
consistía en mejorar nuestra caseta, sostenida por dos cinamomos gemelos gigantes
del patio trasero, en promover alborotos y en repasar nuestra lista de dramas
basados en las obras de Oliver Optic, Víctor Appleton y Edgar Rice Burroughs.
Para este asunto fue una suerte contar con Dill, el cual representaba los
papeles que antes me asignaban a mí: el mono de Tarzán, mister Crabtree
en The Rover Boys, míster Damon en Tom Swift. De este modo
llegamos a considerar a Dill como a un Merlín de bolsillo, cuya cabeza estaba
llena de planes excéntricos, extrañas ambiciones y fantasías raras.
Pero
a finales de agosto nuestro repertorio se habla vuelto soso a copia de
innumerables reproducciones, y entonces fue cuando Dill nos dio la idea de
hacer salir a Boo Radley.
La
Mansión Radley le fascinaba. A despecho de todas nuestras advertencias y
explicaciones, le atraía como la luna atrae el agua, pero no le atraía más allá
del poste de la farola de la esquina, a una distancia prudencial de la puerta
de los Radley. Allí se quedaba, rodeando el grueso poste con el brazo, mirando
y haciendo conjeturas.
La
Mansión Radley se combaba en una cerrada curva al otro lado de nuestra casa.
Andando hacia el sur, uno se hallaba de cara al porche donde la acera hacía un
recodo y corría junto a la finca. La casa era baja, con un espacioso porche y
persianas verdes; en otro tiempo había sido blanca, pero hacia mucho que habla
tomado el tono oscuro, gris-pizarroso, del patio que la rodeaba. Unas tablas
consumidas por la lluvia descendían sobre los aleros de la galería; unos robles
cerraban el paso a los rayos del sol. Los restos de una talanquera formaban
como una guardia de borrachos en el patio de la fachada -un patio 'barrido' que
no se barría jamás-, en el que crecían en abundancia la 'hierba johnson' y el
'tabaco de conejo'.
Dentro
de la casa vivía un fantasma maligno. La gente decía que existía, pero Jem y yo
no lo habíamos visto nunca. Decían que salía de noche, después de ponerse la
luna, y espiaba por las ventanas. Cuando las azaleas de la gente se helaban, en
una noche fría, era porque el fantasma les había echado el aliento. Todos los
pequeños delitos furtivos cometidos en Maycomb eran obra suya. En una ocasión,
la ciudad vivió aterrorizada por una serie de mórbidos acontecimientos: encontraban
pollos y animales caseros mutilados, y aunque el culpable era Addie, 'el loco',
quien con el tiempo se suicidó ahogándose en el Remanso de Barker, la gente
seguía fijando la mirada en la Mansión Radley, resistiéndose a desechar sus
primeras sospechas. Un negro no habría pasado por delante de la Mansión Radley
de noche, pues es seguro que cruzaría hasta la acera opuesta y no cesaría de
silbar mientras caminaba. Los patios de la escuela de Maycomb lindaban con la
parte trasera de la finca Radley; desde el gallinero de los Radley, altos nogales
de la variedad llamada allí 'pecani' dejaban caer sus frutos dentro del patio,
pero los niños no tocaban ni una sola de aquellas nueces: las nueces de Radley
le habrían matado a uno. Una pelota que fuese a parar al patio de los Radley
era una pelota perdida, y no se hablaba más del asunto.
La
desgracia de aquella casa empezó muchos años antes de que naciésemos Jem y yo.
Los Radley, bien recibidos en todas partes de la ciudad, se encerraban en su
casa, gusto imperdonable en Maycomb. No iban a la iglesia, la diversión
principal de Maycomb, sino que celebraban el culto en casa. Mistress Radley
pocas veces o nunca cruzaba la calle para gozar del descanso del café de media
mañana con las vecinas, y ciertamente jamás intervino en ningún círculo
misional. Mister Radley iba a la ciudad todas las mañanas a las once treinta y
volvía prestamente a las doce, trayendo a veces una bolsa de papel pardo que
los vecinos suponían que contenía las provisiones de la familia. Jamás supe
cómo se ganaba la vida el viejo Radley -Jem decía que 'compraba algodón' una
manera fina de decir que no hacía nada-, aunque míster Radley y su esposa vivían
allí con sus dos hijos desde mucho antes de lo que la gente podía recordar.
Los
domingos, las persianas y las puertas de la casa de los Radley permanecían
cerradas, otro detalle ajeno a los usos de Maycomb, donde las puertas cerradas
significaban enfermedad o tiempo frío, únicamente. De todos los días, los
domingos eran los preferidos para ir de visita, por la tarde. Las señoras
llevaban corsés; los hombres, chaquetas, y los niños zapatos. Pero subir los
peldaños de la fachada de los Radley y gritar: '¡Eh!' una tarde de domingo, era
cosa que los vecinos no hacían nunca. La casa de los Radley no tenía puertas
vidrieras. Una vez pregunté a Atticus si las había tenido alguna vez; Atticus
me dijo que sí, pero antes de nacer yo.
Según
la leyenda de la vecindad, cuando el joven Radley estaba en la adolescencia
trabó relación con algunos Cuninghams, de Oíd Sarum, un enorme y confuso clan
que vivía en la parte norte del condado, y formaron la cosa más aproximada a
una banda que se haya visto jamás en Maycomb. Sus actividades no eran muchas,
pero sí las suficientes para que la ciudad hablase de ellos y les advirtieran
públicamente desde tres púlpitos: se les veía por los alrededores de la
barbería; los domingos marchaban con el autobús a Abbottsville y se iban al
cine; frecuentaban los bailes y el infierno de juego del condado, a la orilla
del río: la Posada y Campamento Pesquero Gota de Rocío; hacían experimentos con
whisky de contrabando. En Maycomb nadie tuvo el coraje suficiente para informar
a míster Radley de que su hijo iba en mala compañía.
Una
noche, llevados por un consumo excesivo de licor fuerte, los muchachos
corrieron por la plaza en un automóvil pequeño que les habían prestado, se
resistieron a dejarse detener por el anciano alguacil de Maycomb, mister
Conner, y le encerraron en el pabellón exterior del edificio del juzgado. La
ciudad decidió que había que hacer algo. Míster Conner dijo que los había
reconocido a todos, sin faltar uno, y estaba resuelto y determinado a que no
escaparan de aquélla. De modo que los muchachos tuvieron que presentarse ante
el juez, acusados de conducta desordenada, alteración de la tranquilidad
pública, asalto y violencia, y de usar un lenguaje insultante e inmoral en
presencia de una hembra. El juez le preguntó a míster Conner por qué incluía
la última acusación, y éste contestó que blasfemaban con voz tan fuerte que estaba
seguro de que todas las damas de Maycomb les habían oído. El juez decidió
enviarlos a la escuela industrial de Maycomb, adonde enviaban a veces a otros
muchachos con el solo objeto de procurarles alimento y un albergue decente: la
escuela industrial no era una cárcel, ni una deshonra. Pero míster Radley creyó
que si lo era. Si el juez ponía en libertad a Arthur, míster Radley se
encargaría de que no diese nunca motivos de queja. Sabiendo que la palabra de
míster Radley era una escritura, el juez aceptó con placer.
Los
otros muchachos estuvieron en la escuela industrial y recibieron la mejor
enseñanza secundaria que se podía recibir en el Estado; con el tiempo, uno de
ellos se abrió paso hasta la escuela de ingenieros de Autburn. Las puertas de
la casa de los Radley se cerraron los días de entre semana lo mismo que los
domingos, y al hijo de míster Radley no se le vio durante quince años.
Pero
vino un día, que Jem apenas recordaba, en que varias personas -pero Jem no-
vieron y oyeron a Boo Radley. Mi hermano decía que Atticus nunca hablaba mucho
de los Radley. Si él le preguntaba algo, Atticus se limitaba a contestarle que
se ocupase de sus propios asuntos y dejase que los Radley cuidasen de los de
ellos, que estaban en su derecho; pero cuando llegó el día aquel, decía Jem,
Atticus meneó la cabeza y dijo:
-Hummm, hummm, hummm.
Así
pues, Jem recibió la mayor parte de los informes que poseía de miss Stephanie
Crawford, una arpía de la vecindad que decía conocer todo el caso. Según miss
Stephanie, Boo estaba sentado en la sala recortando unas ilustraciones de The
Maycomb Tribune para pegarlas en su álbum. Su padre entró en el cuarto.
Cuando míster Radley pasó por delante, Boo le hundió las tijeras en la pierna,
las sacó, se las limpió en los pantalones y se entregó de nuevo a su ocupación.
Mistress
Radley salió corriendo a la calle y se puso a gritar que Arthur les estaba
matando a todos, pero cuando llegó el sheriff encontró a Boo sentado
todavía en la sala recortando la Tríbune. Tenía entonces treinta y tres
años.
Miss
Stephanie contaba que cuando le indicaron que una temporada en Tuscabosa quizá
remediaría a Boo, míster Radley dijo que ningún Radley iría jamás a un asilo.
Boo no estaba loco, lo que ocurría era que en ocasiones tenía el genio vivo.
Estaba bien que se le encerrase, concedió míster Radley, pero insistió en que
no se le acusara de nada; no era un criminal. El sheriff no tuvo el
valor de meterlo en un calabozo en compañía de negros, con lo cual Boo fue
encerrado en los sótanos del edificio del juzgado.
El
nuevo paso de Boo desde los sótanos a su casa quedaba muy nebuloso en el
recuerdo de Jem. Miss Stephanie dijo que alguno del concejo de la ciudad había
advertido a míster Radley que si no se llevaba a Boo, éste moriría del reúma
que le produciría la humedad. Por otra parte, Boo no podía seguir viviendo
siempre de la munificencia del condado.
Nadie
sabía qué forma de intimidación empleó míster Radley para mantener a Boo fuera
de la vista, pero Jem se figuraba que le tenía encadenado a la cama la mayor
parte del tiempo. Atticus dijo que no, que no era eso, que había otras maneras
de convertir a las personas en fantasmas.
Mi
memoria recogía ávidamente la imagen de mistress Radley abriendo de tarde en
tarde la puerta de la fachada para salir hasta la orilla del porche a regar sus
cannas. En cambio Jem y yo velamos a míster Radley yendo y viniendo de la
ciudad. Era un hombre delgado y correoso con unos ojos incoloros, tan
incoloros que no reflejaban la luz. Tenía unos pómulos agudos y la boca grande,
con el labio superior delgado y el inferior carnoso. Miss Stephanie Crawford
decía que era tan recto que tomaba la palabra de Dios como su única ley, y
nosotros la creíamos, porque míster Radley andaba tieso como una baqueta.
Jamás
nos hablaba. Cuando pasaba, bajábamos los ojos al suelo y decíamos:
-Buenos
días, señor.
Y
él, en respuesta, tosía.
El
hijo mayor de míster Radley vivía en Pensacola; tenía a su casa por Navidad, y
era una de las pocas personas a las que veíamos entrar y salir de la vivienda.
Desde el día en que míster Radley se llevó a Arthur a casa, la gente dijo que
aquella mansión había muerto.
Pero
vino el día en que Atticus nos dijo que nos castigaría seriamente si hacíamos
el menor ruido en el patio, y comisionó a Calpurnia para que le sustituyese en
su ausencia, si desobedecíamos la orden. Míster Radley estaba agonizando.
Se
tomó su tiempo para morir. A cada extremo de la finca de los Radley colocaron
caballetes de madera, cubrieron la acera de paja y desviaron el tráfico hacia
la calle trasera. Cada vez que visitaba al enfermo, el doctor Reynolds
aparcaba el coche delante de nuestra casa, y luego seguía a pie. Jem y yo nos
arrastramos por el patio días y días. M final quitaron los caballetes, y
nosotros nos plantamos a mirar desde el porche de la fachada cuando mister
Radley hizo su último viaje por delante de nuestra casa.
-Allá
va el hombre más ruin a quien Dios puso aliento en el cuerpo -murmuró
Calpurnia, escupiendo meditativamente al patio.
Nosotros
la miramos sorprendidos, porque Calpurnia raras veces hacía comentarios sobre
la manera de ser de las personas blancas.
Los
vecinos pensaban que cuando míster Radley bajara al sepulcro, Boo saldría,
pero lo que vieron fue otra cosa. El hermano mayor de Boo regresó de Pensacola
y ocupó el puesto de míster Radley. La única diferencia que había entre él y su
padre era la edad. Jem decía que míster Nathan también 'compraba algodón'. Sin
embargo, míster Nathan nos dirigía la palabra, al darnos los buenos días, y a
veces lo veíamos regresar de la población con una revista en la mano.
Cuanto
más hablábamos a Dill de los Radley, más quería saber; cuantos más ratos pasaba
de pie abrazando el poste de la farola, más intrigado se sentía.
-Me
gustaría saber qué hace allí dentro- solía murmurar-. Parece que, al menos,
habría de asomar la cabeza a la puerta.
-Sale,
no cabe duda, cuando es negra noche -decía Jem-. Miss Stephanie dijo que una vez
se despertó a medianoche y le vio mirándola fijamente a través de la
ventana... Dijo que era como si la estuviese mirando una calavera. ¿No te has
despertado nunca de noche y le has oído, Dill? Anda así... -Y Jem arrastró los
pies por la gravilla-. ¿Por qué te figuras que miss Rachel cierra con tanta
precaución por las noches? Muchas mañanas he visto sus huellas en nuestro
patio, y una noche le oí arañar la puerta vidriera de la parte de atrás, pero
cuando Atticus llegó allí ya se había marchado.
-¿Qué
figura debe de tener? -dijo Dill.
Jem
le hizo una descripción aceptable de Boo. A juzgar por sus pisadas, Boo medía
unos seis pies y medio de estatura; comía ardillas crudas y todos
los gatos que podía coger, por esto tenía las manos manchadas de sangre... (Si
uno se come un animal crudo, no puede limpiarse jamás la sangre). Por su cara
corría una cicatriz formando una línea quebrada; los dientes que le quedaban
estaban amarillos y podridos; tenía los ojos salientes, y la mayor parte del
tiempo babeada.
-Probemos
de hacerle salir -dijo Dill-. Me gustaría ver qué figura tiene.
Jem
contestó que si Dill quería que le matasen, le bastaba con ir allá y llamar a
la puerta.
Nuestra
primera incursión se produjo únicamente porque Dill apostó El Fantasma Gris contra
dos Tom Swift de Jem a que éste no llegaría hasta más allá de la puerta
del patio de los Radley. Jem no había rechazado un desafío en toda su vida.
Jem
lo pensó tres días enteros. Supongo que amaba el honor más que su propia
cabeza, porque Dill le hizo ceder fácilmente.
-Tienes
miedo -le dijo el primer día.
-No
tengo miedo, sino respeto -replicó él.
Al
día siguiente Dill dijo:
-Tienes
demasiado miedo para poner ni siquiera el dedo gordo del pie en el patio de la
fachada.
Jem
dijo que se figuraba que no, que había pasado por delante de la Mansión Radley
todos los días de clase de su vida.
-Siempre
corriendo -dije yo.
Pero
Dill le cazó el tercer día, al decirle que la gente de Meridian no era, en
verdad, tan miedosa como la de Maycomb, y que jamás había visto personas tan
medrosas como las de nuestra ciudad.
Esto
bastó para que Jem fuese hasta la esquina, donde se paró, arrimado contra el
poste de la luz, contemplando la puerta del patio suspendida estúpidamente de
su gozne de manufactura casera.
Como
en que te has grabado bien en la memoria que nos matará a todos sin dejar a
uno, Dill Harry -dijo Jem cuando nos reunimos con él-. No me eches las culpas
cuando Boo te saque los ojos. Recuerda que tú lo has empezado.
-Sigues
teniendo miedo -murmuró Dill con mucha paciencia. Jem quiso que Dill supiese de
una vez para siempre que no tenía miedo a nada.
-Lo
que sucede es que no se me ocurre una manera de hacerle salir sin que nos coja.
Además,
Jem había de pensar en su hermanita.
Cuando
pronunció estas palabras, supe que sí tenía miedo. Jem también había de pensar
en su hermanita aquella vez que yo le reté a que saltara desde el tejado de
casa.
-Si
me matase, ¿qué sería de ti? -me preguntó.
Luego
saltó, aterrizó sin el menor daño, y su sentido de la responsabilidad le
abandonó... hasta encontrarse con el reto de la Mansión Radley.
-¿Huirás
corriendo de un desafio? -le preguntó Dill-. Si es así, entonces...
-Uno
ha de pensar bien estas cosas, Dill -contestó Jem-. Déjame pensar un minuto...
Es una cosa así como hacer salir una tortuga...
-
¿Cómo se hace eso? -inquirió Dill.
-Poniéndole
una cerilla encendida debajo.
Yo
le dije a Jem que si prendía fuego a la casa de los Radley se lo contaría a
papá.
Dill
dijo que el encender una cerilla debajo de una tortuga era una cosa odiosa.
-No
es odiosa; sirve simplemente para convencerla... No es lo mismo que si la
asaras en el fuego -refunfuñó Jem.
-¿Y
cómo sabes que la cerilla no la hace sufrir?
-Las
tortugas no sienten nada, estúpido -replicó Jem.
-Has
sido tortuga alguna vez, ¿eh?
-
¡Cielo santo, Dill! Ea, déjame pensar... Me figuro que podríamos amansarle...
Jem
se quedó pensando tan largo rato que Dill hizo una pequeña concesión:
-Si
subes allá y tocas la casa no diré que has huido ante un reto y te daré
igualmente El fantasma Gris.
A
Jem se le iluminó el semblante.
-
¿Tocar la casa? ¿Nada más?
-Dill
asintió con la cabeza.
-
¿Seguro que eso es todo, di? No quiero que te pongas a chillar una cosa
diferente al minuto mismo que regrese.
-Sí,
esto es todo -contestó Dill-. Cuando te vea en el patio, saldrá probablemente a
perseguirte; entonces Scout y yo saltaremos sobre él y le sujetaremos hasta
que podamos decirle que no vamos a hacerle ningún daño.
Abandonamos
la esquina, cruzamos la calle lateral que desembocaba delante de la casa de
los Radley y nos paramos en la puerta del patio.
-Bien,
adelante -dijo Dill-. Scout y yo te seguiremos pisándote los talones.
-Ya
voy, no me des prisa -respondió Jem.
Fue
hasta la esquina de la finca, regresó luego, estudiando el terreno, como si
decidiera la mejor manera de entrar. Arrugaba la frente y se rascaba la cabeza.
Yo
me reí de él en son de mofa.
Jem
abrió la puerta de un empujón, corrió hacia un costado de la casa, dio un golpe
a la pared con la palma de la mano y regresó velozmente, dejándonos atrás, sin
esperar para ver si su correría había tenido éxito. Dill y yo le seguimos
inmediatamente. A salvo en nuestro porche, jadeando sin aliento, miramos
atrás.
La vieja
casa continuaba igual, caída y enferma, pero mientras mirábamos calle abajo nos
pareció ver que una persiana interior se movía. ¡Zas! Un movimiento leve, casi
invisible, y la casa continuó silenciosa.
2
Dill
nos dejó en septiembre, para regresar a Meridian. Le acompañamos al autobús de
las cinco, y sin él me sentí desdichada hasta que pensé que transcurrida una
semana empezaría a ir a la escuela. En toda mi vida jamás he esperado otra
cosa con tanto anhelo. Las horas del invierno me habían sorprendido en la
caseta de los árboles, mirando hacia el patio de la escuela, espiando las multitudes
de chiquillos con un anteojo de dos aumentos que Jem me había dado, aprendiendo
sus juegos, siguiendo la chaqueta encarnada de Jem entre el girar de los
corros de la 'gallina ciega' compartiendo en secreto sus desdichas y sus pequeñas
victorias. Ansiaba reunirme con ellos.
Jem
condescendió en llevarme a la escuela el primer día, tarea que gentilmente
hacen los padres de uno, pero Atticus había dicho que a mi hermano le
encantaría enseñarme mi clase. Creo que en esta transacción algún dinero cambió
de manos, porque mientras doblábamos al trote la esquina de más allá de la
Mansión Radley, oí un tintineo nada familiar en los bolsillos de Jem. Ya en los
límites del patio de la escuela, cuando disminuimos la marcha y nos pusimos al
paso, él tuvo buen cuidado de explicarme que durante las horas de clase no
debía molestarle. No me acercaría para pedirle que representásemos un capítulo
de Tarzán y el hombre de las hormigas, ni para sonrojarle con
referencias a su vida privada, ni tampoco andaría tras él durante el descanso
del mediodía. Yo me quedaría con los del primer grado y él permanecería con
los del quinto. En resumen, tenía que dejarle en paz.
-¿Quieres
decir que ya no podremos jugar más? -le pregunté.
-En
casa haremos lo mismo de siempre -me contestó-, pero tú verás que la escuela es
diferente.
Lo
era, en verdad. Antes de que terminase la primera mañana, miss Caroline Fisher,
nuestra maestra, me arrastró hacia la parte delantera de la sala y me pegó en
la palma de la mano con su regla; luego me hizo quedar de pie en el rincón
hasta el mediodía.
Miss
Caroline no pasaba de los veintiún años. Tenía el cabello pardo-rojizo
brillante, las mejillas rosadas y se pintaba con esmalte carmesí las uñas.
Llevaba también zapatos de tacón alto y un vestido a rayas encamadas y blancas.
Tenía el aspecto y el perfume de una gota de menta. Se alojaba al otro lado de
la calle, una puerta más abajo que nosotros, en el cuarto delantero del piso superior
de miss Maudie Atkinson. Cuando miss Maudie nos la presentó, Jem vivió en la
luna durante días.
Miss
Caroline escribió su nombre en la pizarra y dijo:
-Esto
dice que soy miss Caroline Fisher. Soy del norte de Alabama, del condado de
Winston.
La
clase murmuró con aprensión, temiendo que poseyera algunas de las
peculiaridades propias de aquella región. (Cuando Alabama se separó de la
Unión, el 11 de enero de 1861, el Condado de Winston se separó de Alabama, y
todos los niños de Maycomb lo sabían). Alabama del Norte estaba llena de
magnates de los licores, fabricantes de whisky, republicanos, profesores y
personas sin abolengo.
Miss
Caroline empezó el día leyéndonos una historia sobre los gatos. Los gatos
sostenían largas conversaciones unos con otros, llevaban unos trajecitos monos
y vivían en una casa calentita debajo de la estufa de la cocina. Por el tiempo
en que la Señora Gata llamaba a la tienda pidiendo un envío de ratones de
chocolate malteados, la clase estaba en agitación como un cesto de gusanos.
Miss Caroline parecía no darse cuenta de que los andrajosos alumnos de la
primera clase, con camisas de trapo y faldas de tela de saco, muchos de los
cuales habían cortado algodón y cebado puercos desde que supieron andar, eran
inmunes a la literatura de imaginación. Miss Caroline llegó al final del cuento
y exclamó:
-Oh,
qué bien! ¿No ha sido bonito?
Luego
fue a la pizarra y escribió el alfabeto con enormes letras mayúsculas de
imprenta. Después se volvió hacia la clase y preguntó:
-¿Sabe
alguno lo que son?
Casi
todo el mundo lo sabía. la mayoría del primer grado estaba allí desde el año
anterior, por no haber podido pasar al segundo.
Supongo
que me escogió a mí porque conocía mi nombre. Mientras yo leía el alfabeto una
leve arruga apareció entre sus cejas, y después de haberme hecho leer gran parte
de Mis Primeras Lecturas y los datos del mercado de Bolsa del The
Mobile Register en voz alta, descubrió que yo era letrada y me miró con
algo más que un leve desagrado. Miss Caroline me pidió que le dijese a mi padre
que no me enseñase nada más, pues ello podía ser incompatible con las clases.
-¿Enseñarme?
-exclamé sorprendida- Mi padre no me ha enseñado nada, miss Caroline. Atticus
no tiene tiempo para enseñarme nada. ¡Caramba!, por la noche está tan cansado
que no hace otra cosa que sentarse en la sala y leer.
-Si
no te enseñó él, ¿quién ha sido? -preguntó miss Caroline de buen talante-.
Alguno habrá sido. Tú no naciste leyendo The Mobile Register.
-Jem
dice que sí. Jem leyó un libro en el que yo era una Bullfinch en lugar de una
Finch1. Jem dice que mi verdadero nombre es Jean Louise Bullfinch,
y que cuando nací me cambiaron y que en realidad soy una...
Miss
Caroline pensó, por lo visto, que mentía.
-No
nos dejemos arrastrar por la imaginación, querida mía -dijo-. Y ahora dile a tu
padre que no te enseñe nada más. Es mejor empezar a estudiar con una mente
fresca. Dile que de ahora en adelante me encargo yo y que trataré de corregir
el mal...
-¿Señora...?
-Tu
padre no sabe enseñar. Ahora puedes sentarte.
Murmuré
que lo sentía y me retiré meditando mi crimen. Yo no aprendí intencionalmente a
leer, pero, no sé cómo, me había encenagado ilícitamente en los periódicos
diarios. En las largas horas en el templo... ¿Fue entonces cuando aprendí? No
podía recordar una época en que no supiera leer los himnos. Ahora que me veía
obligada a pensar en ello, el leer era cosa que sabía, naturalmente, lo mismo
que el abrocharme las posaderas de mi pelele sin mirar atrás, o el
terminar haciendo dos lazos con una maraña de cordones de zapato. No podía
recordar cuándo las líneas de encima del dedo en movimiento de Atticus se
separaron en palabras; sólo sabía que las contemplé todas las veladas que
recordaba, escuchando las noticias del día, los proyectos que había que elevar
a Leyes, los diarios de Lorenzo Dow..., todo lo que Atticus estuviera leyendo
cuando yo trepaba a su regazo cada noche. Hasta que temí perderlo, jamás me
embelesó el leer. A uno no le embelesa el respirar.
Comprendí
que había disgustado a miss Caroline, de modo que dejé la cosa como estaba y me
puse a mirar por la ventana hasta el descanso, en cuyo momento Jem me sacó de
la nidada de alumnos del primer grado, en el patio de la escuela. Jem me
preguntó qué tal me desenvolvía. Yo se lo expliqué.
-Si
no tuviera que quedarme, me marcharía, Jem, esa maldita señorita dice que
Atticus me ha enseñado a leer y que debe dejar de enseñarme...
-No
te apures, Scout -me reconfortó él-. Nuestro maestro dice que miss Caroline
está introduciendo una nueva manera de enseñar. La aprendió en la Universidad.
Pronto la adoptarán todos los grados. Según este estilo uno no ha de aprender
mucho de los libros. Es como, por ejemplo, si quieres saber cosas de las vacas,
vas y ordeñas una, -¿comprendes?
-Sí
Jem, pero yo no quiero estudiar vacas, yo...
Claro
que sí. Uno ha de saber de las vacas, forman una gran parte de la vida del
Condado de Maycomb.
Me
contenté preguntándole si había perdido la cabeza.
-Sólo
trato de explicarte la nueva forma que han implantado para enseñar al primer
grado, tozuda. Es el Sistema Decimal de Dewey.
Como
no había discutido nunca las sentencias de Jem, no vi motivo para empezar
ahora. El Sistema Decimal de Dewey consistía, en parte, en que miss Caroline
nos presentara cartulinas en las que había impresas palabras: 'el', 'gato',
'ratón' 'hombre' y 'tú'. No parecía que esperase ningún comentario por nuestra
parte, y la clase recibía aquellas revelaciones impresionistas en silencio. Yo
me aburría, por lo cual empecé una carta a Dill. Miss Caroline me sorprendió
escribiendo y me ordenó que dijese a mi padre que dejara de enseñarme.
-Además
-dijo-, en el primer grado no escribimos, hacemos letra de imprenta. No
aprenderás a escribir hasta que estés en el tercer grado.
De
esto tenía la culpa Calpurnia. Ello me libraba de volverla loca los días
lluviosos, supongo. Me ordenaba escribir el alfabeto en la parte de arriba de
una tablilla y copiar luego un capitulo de la Biblia debajo. Si reproducía su
caligrafía satisfactoriamente, me recompensaba con un sandwich de pan,
manteca y azúcar. La pedagogía de Calpurnia estaba libre de sentimentalismos;
raras veces la dejaba complacida, y raras veces me premiaba.
-Los
que van a almorzar a casa que levanten la mano miss Caroline, despertando mi
nuevo resentimiento contra Calpurnia.
Los
chiquillos de la población la levantaron, y ella nos recorrio con la mirada.
Los
que traigan el almuerzo que lo pongan encima de la mesa.
Fiambreras
aparecieron por arte de encantamiento, y en el techo bailotearon reflejos
metálicos. Miss Caroline iba de un extremo a otro de las hileras, mirando y
hurgando los recipientes del almuerzo, asintiendo con la cabeza si su contenido
le gustaba, arrugando un poco el ceño ante otros. Se paró en la mesa de Walter
Cunningham.
-¿Dónde
está el tuyo? -le preguntó.
La
cara de Walter Cunningham pregonaba a todos los del primer grado que tenía
lombrices. Su falta de zapatos nos explicaba además cómo las había cogido. Las
lombrices se cogían andando descalzo por los corrales y los revolcaderos de los
cerdos. Si Walter hubiese tenido zapatos los habría llevado el primer día de
clase y luego los hubiera dejado hasta mitad del invierno. Llevaba, eso sí,
una camisa limpia y un mono pulcramente remendado.
-¿Has
olvidado el almuerzo esta mañana? -preguntó miss Caroline.
Walter
fijó la mirada al frente. Vi que en su flaca mandíbula resaltaba de pronto el
bulto de un músculo.
-¿Lo
has olvidado esta mañana? -insistió miss Caroline.
La
mandíbula de Walter se movió otra vez.
-Sí,
señora -murmuró por fin.
Miss
Caroline fue a su mesa y abrió el monedero.
-Aquí
tienes un cuarto de dólar -le dijo a Walter-. Hoy vete a comer a la población.
Mañana podrás devolvérmelo.
Walter
movió la cabeza negativamente.
-No,
gracias, señora -tartajeó en voz baja.
La
impaciencia se acentuaba en la voz de miss Caroline.
-Vamos,
Walter, cógelo.
Walter
meneó la cabeza de nuevo.
Cuando
la meneaba por tercera vez, alguien susurró:
-Ve
y cuéntaselo, Scout.
Yo
me volví y vi a la mayor parte de los muchachos de la ciudad y a toda la
delegación del autobús mirándome. Miss Caroline y yo habíamos conferenciado ya
dos veces, y los otros me miraban con la inocente certidumbre de que la
familiaridad trae consigo la comprensión.
Yo
me levanté generosamente en ayuda de Walter.
-Oh..., miss Caroline...
-¿Qué
hay, Jean Louise?
-Miss
Caroline, es un Cunningham.
Y
me senté de nuevo.
-¿Qué
hay, Jean Louise?
Yo
pensaba haber puesto las cosas suficientemente en claro. Para todos los demás
lo eran de sobras: Walter Cunningham estaba sentado allí, dejando reposar la
cabeza. No había olvidado el almuerzo, no lo tenía. No lo tenía hoy, ni lo
tendría mañana, ni pasado. En toda su vida probablemente no habla visto nunca
tres cuartos de dólar juntos.
Hice
otra tentativa.
-Walter
es un Cunningham, miss Caroline.
-Perdona,
pero, ¿qué quieres decir, Jean Louise?
-No
tiene nada de particular, señorita; dentro de poco tiempo conocerá usted a toda
la gente del condado. Los Cunningham jamás cogen nada que no puedan devolver,
ni que sean sellos. Jamás toman nada de nadie, se arreglan con lo que tienen.
No tienen mucho, pero pasan con ello.
Mi
conocimiento especial de la tribu Cunningnam -es decir, de una de sus ramas- lo
debía a los acontecimientos del invierno pasado. El padre de Walter era
cliente de Atticus. Una noche, después de una árida conversación en nuestra
sala de estar sobre su apuro, y antes de marcharse, míster Cunningham dijo:
-Míster
Finch, no sé cuándo estaré en condiciones de pagarle.
-Esto
ha de ser lo último que debe preocuparle, Walter -respondió Atticus.
Cuando
le pregunté a Jem cuál era el apuro en que se encontraba Walter y Jem me dijo
que era el de tener cogidos los dedos en una trampa, pregunté a Atticus si
míster Cunningham llegaría a pagarnos alguna vez.
-En
dinero no -respondió Atticus-, pero no habrá transcurrido un año sin que haya
pagado. Fíjate.
Nos
fijamos. Una mañana, Jem y yo encontramos una carga de leña para la estufa en
el patio trasero. Más tarde apareció en las escaleras de la parte posterior un
saco de nueces. Con la Navidad llegó una caja de zarzaparrilla y acebo. Aquella
primavera, cuando encontramos un saco lleno de nabos, Atticus dijo que míster
Cunningham le había pagado con creces.
-¿Por
qué te paga de este modo? -pregunté.
-Porque
es del único modo que puede pagarme. No tiene dinero.
-¿Somos
pobres nosotros, Atticus?
Mi
padre movió la cabeza afirmativamente.
-Ciertamente,
lo somos.
Jem
arrugó la nariz.
-¿Somos
tan pobres como los Cunningham?
-No
exactamente. Los Cunningham son gente del campo, labradores, y la crisis les
afecta más.
Atticus
decía que los hombres de profesiones liberales eran pobres porque lo eran los
campesinos. Como el Condado de Maycomb era un terreno agrícola, las monedas de
cinco y de diez centavos llegaban con mucha dificultad a los bolsillos de
médicos, dentistas y abogados. La amortización era solamente uno de los males
que sufría míster Cunningham. Los acres no vinculados los tenía hipotecados
hasta el tope, y el poco dinero que reunía se lo llevaban los intereses. Si la
lengua no se le iba por mal camino, mister Cunningham podría conseguir un empleo
del Gobierno, pero sus campos irían a la ruina silos abandonaba, y él prefería
pasar hambre para conservar los campos y votar de acuerdo con su parecer.
Atticus decía que mister Cunningham venía de una casta de hombres testarudos.
Como
los Cunningham no tenían dinero para pagar a un abogado, nos pagaban con lo
que podían.
-¿No
sabíais que el doctor Reynolds trabaja en las mismas condiciones? -decía
Atticus-. A ciertas personas les cobra una medida de patatas por ayudar a un
niño a venir al mundo. Miss Scout, si me prestas atención te explicaré lo que
es una vinculación. A veces las definiciones de Jem resultan bastante exactas.
Si
hubiese podido explicar estas cosas a miss Caroline, me hubiera ahorrado
algunas molestias, y miss Caroline la mortificación subsiguiente, pero no
entraba en mis posibilidades el explicar las cosas tan bien como Atticus, de
modo que dije:
-Le
está llenando de vergüenza, miss Caroline. Walter no tiene en casa un cuarto
de dólar para traérselo luego, y usted no necesita leña para la estufa.
Miss
Caroline se quedó tiesa como un palo, luego me cogió por el cuello del vestido
y me remolcó hacia su mesa.
-Jean
Louise, esta mañana ya empiezo a estar cansada de ti -dijo-. Cada día te metes
en mal terreno, querida mía. Abre la mano.
Yo
pensé que iba a escupirme en ella, que era el único motivo por el cual
cualquier persona de Maycomb levantaba la mano: era ésta una manera de sellar
los contratos orales consagradas por el tiempo. Preguntándome qué trato
habríamos hecho, volví la mirada hacia la clase en busca de una respuesta, pero
los otros me miraron a su vez desorientados. Miss Caroline cogió la regla. me
dio media docena de golpecitos rápidos y me dijo que me quedara de pie en el
rincón. Cuando por fin se dieron cuenta de que miss Caroline me había pegado,
toda la clase estalló en una tempestad de risas.
Cuando
miss Caroline les amenazó con una suerte similar, el primer grado estalló otra
vez, y sólo imperó una seriedad rígida cuando cayó sobre ellos la sombra de
miss Blount. Miss Blount, que había nacido en Maycomb y todavía no estaba
iniciada en los misterios del Sistema Decimal, apareció en la puerta con las
manos en las caderas y anunció:
-Si
oigo otro sonido en esta sala, le pego fuego con todos los que están dentro.
¡Miss Caroline, con este alboroto, el sexto grado no puede concentrarse en las
pirámides!
Mi
estancia en el rincón fue corta. Salvada por la campana, miss Caroline
contempló cómo la clase salía en fila para el almuerzo. Como fui la última en
salir, la vi desplomarse en el sillón y hundir la cabeza entre los brazos. Si
hubiese tenido una conducta más amistosa conmigo, la hubiera compadecido. Era
una mujercita preciosa.
3
El
cazar a Walter Cunningham por el patio me causó cierto placer, pero cuando le
frotaba la nariz contra el polvo se acercó Jem y me dijo que le dejase.
-Eres
más fuerte que él -me dijo.
-Pero
él tiene, casi, tantos años como tú -repliqué-. Por su culpa me he puesto en
mal terreno.
-Suéltale,
Scout. ¿Por qué?
-No
traía almuerzo -respondí, y a continuación expliqué cómo me había mezclado con
los problemas dietéticos de Walter.
Walter
se había levantado y estaba de pie, escuchándonos calladamente a Jem y a mí.
Tenía los puños algo levantados, como si esperase un asalto de nosotros dos. Yo
di una patada en el suelo, mirándole, para hacerle marchar, pero Jem levantó
la mano y me detuvo. Luego examinó a Walter con aire especulativo.
-¿Tu
papá es mister Cunningham, de Oíd Sarum? -preguntó.
Walter
movió la cabeza asintiendo. Daba la sensación de que le habían criado con
pescado; sus ojos, tan azules como los de Dill Harry, aparecían rodeados de un
circulo rojo y acuosos. No tenía nada de color en el rostro, excepto en la
punta de la nariz, que era de un rosado húmedo. Y manoseaba las tiras de su
mono, tirando nerviosamente de las hebillas metálicas.
De
súbito, Jem le sonrió.
-Ven
a casa a comer con nosotros, Walter -le dijo-. Nos alegrará tenerte en nuestra
compañía.
La
cara de Walter se iluminó, pero luego se ensombreció. Jem dijo:
-Tu
papá es amigo del nuestro. Esa Scout está loca; ya no se peleará más contigo.
-No
estoy tan segura -repliqué. Me irritaba que Jem me dispensase tan liberalmente
de mis obligaciones, pero los preciosos minutos del mediodía transcurrían sin
cesar-. No, Walter, no volveré a arremeter contra ti. ¿Te gustan las alubias
con manteca? Nuestra Cal es una cocinera estupenda.
Walter
se quedó donde estaba, mordiéndose el labio. Jem y yo abandonamos la partida.
Estábamos cerca de la Mansión Radley cuando nos gritó:
-¡Eh!
¡Voy con vosotros!
Cuando
nos alcanzó, Jem se puso a conversar placenteramente con él.
-Aquí
vive un bicho raro -dijo cordialmente, señalando la casa de los Radley-. ¿No
has oído hablar nunca de él, Walter?
-Ya
lo creo -contestó el otro-. Por poco muero el primer año que vine a la escuela
y comí nueces... La gente dice que las envenenó y las puso en la parte de la
valía que da al patio de la escuela.
Ahora
que Walter y yo andábamos a su lado, parecía que Jem le temía muy poco a Boo
Radley. Lo cierto es que se puso jactancioso.
-Una
vez subí hasta la casa -dijo.
-Nadie
que haya ido una vez hasta la casa debería después echar a correr cuando pasa
por delante de ella -dije yo, mirando a las nubes del cielo.
-¿Y
quién echa a correr, señorita Remilgada?
-Tú,
cuando no va nadie contigo.
Cuando
llegamos a las escaleras de nuestra vivienda, Walter había olvidado ya que
fuese un Cunningham. Jem corrió a la cocina a pedir a Calpurnia que pusiera un
plato más; teníamos invitados. Atticus saludó a Walter e inició una conversación
sobre cosechas que ni Jem ni yo pudimos seguir.
-Si
no he podido pasar del primer grado, míster Finch, es porque todas las
primaveras he tenido que quedarme con papá para ayudarle a cortar matas; pero
ahora hay otro en casa ya mayor para el trabajo del campo.
-¿Habéis
pagado una medida de patatas por él? -pregunté, pero Atticus me reprendió
moviendo la cabeza.
Mientras
Walter amontonaba alimento en su plato, él y Atticus conversaban como dos
hombres, dejándonos maravillados a Jem y a mí. Atticus peroraba sobre los
problemas del campo cuando Walter le interrumpió para preguntar si teníamos
melaza en la casa. Atticus llamó a Calpurnia, que regresó trayendo el jarro de
jarabe y se quedó hasta que Walter se hubo servido. Walter derramó jarabe
sobre las hortalizas y la carne con mano generosa. Y probablemente se lo habría
echado también en la leche si yo no le hubiese preguntado qué diablos hacía.
La
salsera de plata tintineó cuando él puso otra vez el jarro en ella, y Walter se
llevó rápidamente las manos al regazo. Luego bajó la cabeza.
Atticus
me reprendió de nuevo moviendo la suya.
-
¡Pero si ha llegado al extremo de ahogar la comida en jarabe -protesté-. Lo que
ha derramado por todas partes...
Entonces
Calpurnia requirió mi presencia en la cocina.
Estaba
furiosa, y cuando ocurría así su gramática se volvía desarticulada. Estando
tranquila, la tenía tan buena como cualquier persona de Maycomb. Atticus decía
que Calpurnia estaba más instruida que la mayoría de gente de color.
Cuando
me miraba con sus ojos bizcos, las pequeñas arrugas que los rodeaban se hacían
más profundas.
-Hay
personas que no comen como nosotros -susurró airada-, pero no has de ser tú
quien las critique en la mesa cuando se da este caso. Aquel chico es tu
invitado, y si quiere comer los manteles le dejas que se los coma, ¿me oyes?
-No
es un invitado, Cal, es solamente un Cunningham...
-
¡Cierra la boca! No importa quién sea, todo el que pone el pie en esta casa es
tu invitado, ¡ y no quieras que te coja haciendo comentarios sobre sus maneras
como si tú fueras tan alta y poderosa! Tus familiares quizá sean mejores que
los Cunningham, pero sus méritos no cuentan para nada con el modo que tú tienes
de rebajarlos... ¡Y si no sabes portarte debidamente para comer en la mesa, te
sientas aquí y comes en la cocina! -concluyó Calpurnia, estropeando bastante
las palabras.
Luego,
con un cachete que me escoció bastante, me mandó cruzar la puerta que conducía
al comedor. Retiré mi plato y terminé la comida en la cocina, agradeciendo con
todo que me ahorrasen la humillación de continuar ante ellos. A Calpurnia le
dije que esperase, que le pasaría cuentas: uno de aquellos días, cuando ella
no mirase, saldría y me ahogaría en el Remanso de Barker, y entonces a ella le
molestaría. Además, añadí, ya me había creado conflictos una vez aquel día: me
había enseñado a escribir, y todo era culpa suya.
-Basta
de alboroto -replicó Calpumia.
Jem
y Walter regresaron a la escuela antes que yo; el quedarme atrás para advertir
a Atticus de las iniquidades de Calpurnia valía bien una carrera solitaria por
delante de la Mansión Radley.
-Sea
como fuere, a Jem le quiere más que a mí -terminé, e indiqué que debía
despedirla sin pérdida de tiempo.
-¿Has
considerado alguna vez que Jem no le da ni la mitad de disgustos que tú? -La
voz de Atticus era dura como el pedernal-. No tengo intención de deshacerme de
ella, ni ahora ni nunca. No podríamos arreglarnos ni un solo día sin Cal, ¿lo
has pensado alguna vez? Piensa en lo mucho que Cal hace por ti, y obedécela,
¿me oyes?
Regresé
a la escuela odiando profundamente a Calpurnia, hasta que un alarido repentino
disipó mis resentimientos. Al levantar la vista vi a miss Caroline de pie en
medio de la sala, inundado su rostro por el más vivo horror. Al parecer se
había reanimado bastante para perseverar en su profesión.
-
¡ Está vivo! -chillaba..............
La
población masculina de la clase corrió como un solo hombre en su auxilio.
¡Señor, pensé yo, la asusta un ratón! Little Chuck Little, que poseía una
paciencia fenomenal para todos los seres vivientes, dijo:
-¿Hacia
qué parte ha ido, miss Caroline? Díganos adónde ha ido, ¡de prisa! D.C... -le
ordenó a un chico que estaba detrás-, D.C., cierra la puerta y le cogeremos.
Rápido, señorita, ¿adónde ha ido?
Miss
Caroline señaló con un índice tembloroso, no el suelo ni el techo, sino a un
individuo grueso a quien yo no conocía. La faz de Little Chuck se contrajo, y
preguntó dulcemente:
-¿Quiere
decir éste, señorita? Sí, está vivo. ¿La ha asustado con algo?
Miss
Caroline dijo desesperada:
-En
el preciso momento en que pasaba por ahí, el bicho ha salido de su cabello...,
ha salido de su cabello, ni más ni menos...
Little
Chuck sonrió con ancha sonrisa.
-No
es preciso tenerle miedo a un piojo, señorita. ¿No ha visto nunca ninguno?
Vamos, no tenga miedo; vuélvase a su mesa, sencillamente, y enséñenos algo mas.
Little
Chuck Little era otro miembro de la población escolar que no sabía de dónde le
llegaría la comida siguiente, pero era un caballero nato. Puso la mano debajo
del codo de miss Caroline y la acompañó hasta la punta de la sala.
-Vamos,
no se incomode, señorita -decía-. No hay motivo para tener miedo de un piojo.
Voy a buscarle un poco de agua fría.
El
huésped del piojo no manifestó el más leve interés por el furor que había
despertado. Rebuscó por el cabello, encima de su frente, localizó a su invitado
y lo aplastó entre el pulgar y el índice.
Miss
Caroline seguía la maniobra entre fascinada y horrorizada. Little Chuck le
trajo agua en un vaso de papel, y ella la bebió agradecida. Al fin recobró la
voz.
-¿Cómo
te llamas, hijo? -preguntó cariñosamente.
El
del piojo parpadeó.
¿Quién,
yo?
Miss
Caroline hizo un signo afirmativo.
-Burns
Ewell.
Mis
Caroline examinó el libro de asistencia.
-Aquí
tengo un Ewell, pero no dice el primer nombre... ¿Querrás decírmelo, letra por
letra?
-No
sé hacerlo. En casa me llaman Burris.
-Bien,
Burris -dijo miss Caroline-. Creo que será mejor dejarte libre para el resto
de la tarde. Quiero que te vayas a casa y te laves el cabello.
En
seguida sacó un grueso libro de un cajón, hojeó sus páginas y leyó un momento.
-Un
buen remedio casero para... Burris, quiero que te vayas a casa y le laves el
cabello con jabón de lejía. Cuando lo hayas hecho, frótate la cabeza con
petróleo.
-¿Para
qué, señorita?
-Para
librarte de... pues... de los piojos. Ya ves, Burris, los otros podrían
cogerlos también, y tú no lo quieres, ¿verdad que no?
El
niño se puso en pie. Era el ser humano más sucio que he visto en mi vida.
Tenía el cuello gris oscuro, los dorsos de las manos orinientos y el negro de
las uñas penetraba hasta lo vivo. Miró a miss Caroline por un espacio limpio,
de la anchura de un puño, que le quedaba en la cara. Nadie se había fijado en
él, probablemente, porque miss Caroline y yo habíamos divertido a la clase la
mayor parte de la mañana.
-Y,
Burris -añadió la maestra-, haz el favor de bañarte antes de volver mañana.
El
chico soltó una carcajada grosera.
-No
es usted quien me echa, señorita -replicó con tosco lenguaje dialectal-. Estaba
a punto de marcharme; ya he cumplido mi tiempo por este año.
Miss
Caroline pareció desorientada.
-¿Qué
quieres decir con esto?
El
chico no respondió. Soltó un breve bufido de desprecio.
Uno
de los miembros de más edad de la clase, contestó:
-Es
un Ewell, señorita -y yo me pregunté si esta explicación tendría tan poco éxito
como mi tentativa. Pero miss Caroline parecía dispuesta a escuchar-. Toda la
escuela está llena de ellos. Vienen el primer día de cada año, y luego se
marchan. La encargada de la asistencia los hace venir amenazándolos con el sheriff
pero ha abandonado el empeño de hacerlos continuar. Calcula que ha cumplido
con la ley anotando sus nombres en la lista y obligándoles a venir el primer
día. Se da por descontado que el resto del año se les pondrá falta...
-Pero,
¿y sus padres? -preguntó miss Caroline, auténticamente preocupada.
-No
tienen madre -le respondió el chico-, y su padre es muy pendenciero.
El
recital había halagado a Burris Ewell.
-Hace
ya tres años que vengo el primer día al primer grado -dijo, expansionándose-.
Calculo que si soy listo este año me pasarán al segundo...
Mis
Caroline dijo:
-Haz
el favor de sentarte, Burris -y en el mismo momento en que lo dijo, yo
comprendí que había cometido un serio error. La condescendencia del muchacho se
inflamó en cólera.
-Pruebe
usted a obligarme, señorita.
Little
Chuck Little se puso en pie.
-Déjele
que se vaya, señorita -dijo-. Es un ruin, un ruin endurecido. Es capaz de
cualquier barbaridad, y aquí hay niños pequeños.
Little
era uno de los hombrecitos más diminutos, pero cuando Burris Ewell se volvió
hacia él, su diestra voló hacia el bolsillo.
Cuidado
con lo que haces, Burris -le dijo-. Te mataría con la misma rapidez con que te
miro. Ahora vete a casa.
Burris
pareció tenerle miedo a un niño de la mitad de su estatura, y miss Caroline
aprovechó su indecisión.
-Burris,
vete a casa. Si no te vas llamaré a la directora -dijo-. De todos modos, tendré
que dar parte de esto.
El
muchacho soltó un bufido y se dirigió cabizbajo hacia la puerta.
Cuando
estuvo fuera de su alcance, se volvió y gritó:
-
¡ Dé parte y reviente! ¡ Todavía no ha nacido ninguna puerca maestra que pueda
obligarme a hacer nada! Usted no me hace
ir a ninguna parte, señorita! ¡Recuérdelo bien, no me hace marchar a ninguna
parte!
Aguardó
hasta que estuvo seguro de que miss Caroline lloraba y luego salió con paso
torpe del edificio.
Pronto
estuvimos apiñados todos alrededor de la mesa de la maestra tratando de
consolarla de diversos modos... Era un malvado de verdad..., un golpe bajo...
'Usted no ha venido a enseñar a gente como ésa'... En Maycomb la gente no se
porta así, miss Caroline, de veras que no'... 'Vamos, no se atormente
señorita.' 'Miss Caroline. ¿por qué no nos lee un cuento? Aquél del gato ha
sido realmente bonito esta mañana'.
Miss
Caroline sonrió, se limpió la nariz, y dijo:
-Gracias,
preciosidades -nos dispersó-, abrió un libro y desconcertó al primer grado con
una larga narración sobre un sapo que vivía en un salón.
Cuando
pasé por delante de la Mansión Radley por cuarta vez aquel día -dos de ellas a
todo galope-, mi humor sombrío había aumentado hasta estar a tono con la casa.
Si el resto del año escolar resultaba tan cargado de dramas como el primer
día, quizá fuese un poco divertido, pero la perspectiva de pasar nueve meses
absteniéndome de leer y escribir me hizo pensar en marcharme.
Mediada
la tarde, había completado ya mis planes de viaje. Al competir con Jem
corriendo por la acera para ir al encuentro de Atticus, que regresaba a casa
después del trabajo, yo no me lancé con exceso. Teníamos la costumbre de correr
al encuentro de Atticus desde el momento en que le veíamos doblar la esquina de
la oficina de Correos, allá en la distancia. Atticus parecía haber olvidado que
al mediodía yo me había enajenado su predilección; no se cansaba de hacerme
preguntas sobre la escuela. Yo respondí con monosílabos, y él no insistió.
Quizá
Calpurnia, percibiera que había tenido un día triste. permitió que mirase cómo
preparaba una cena.
Cierra
los ojos y abre la boca y te daré una sorpresa -me dijo.
No
hacía buñuelos a menudo, pues aseguraba que no tenía tiempo, pero hoy estando
Jem y yo en la escuela, había sido para ella un día de poco ajetreo. Y sabía
que los buñuelos me gustaban mucho.
-Te
he echado de menos -dijo-. Alrededor de las dos la casa estaba tan solitaria
que he tenido que poner la radio...
-¿Por
qué? Jem y yo nunca estamos en casa, a menos que llueva.
-Ya
lo sé -contestó-, pero uno de los dos siempre está al alcance de mi voz. Me
pregunto cuántas horas del día me paso llamándoos. Bien -dijo levantándose de
la silla de la cocina-, ya es hora de preparar una cacerola de buñuelos, me
figuro. Ahora vete y déjame poner la cena en la mesa.
Calpurnia
se inclinó y me besó. Yo salí corriendo, preguntándome qué mudanza se operó en
ella. Había querido hacer las paces conmigo, he ahí el caso. Siempre fue
demasiado dura conmigo. Al fin habla visto el error de su proceder pendenciero,
y lo lamentaba, pero era demasiado obstinada para confesarlo. Yo estaba cansada
de los delitos cometidos aquel día.
Después
de cenar, Atticus se sentó, con el periódico en la mano, y me llamó:
-Scout,
¿estás a punto para leer?
El
Señor me enviaba más de lo que podía resistir, y me fui al porche de la
fachada. Atticus me siguió.
-¿Te
pasa algo, Scout?
Yo
le dije que no me encontraba muy bien y que, si él estaba de acuerdo, pensaba
no volver más a la escuela.
Atticus
se sentó en la mecedora y cruzó las piernas. Sus dedos fueron a manosear el
reloj de bolsillo; decía que sólo de este modo podía pensar. Aguardó en
amistoso silencio, y yo traté de reforzar mi posición.
-Tú
no fuiste a la escuela y te desenvuelves perfectamente; por tanto, yo también
quiero quedarme en casa. Puedes enseñarme tú, lo mismo que el abuelito os
enseñó a ti y a tío Jack.
-No,
no puedo -respondió Atticus-. Además, si te retuviera en casa me encerrarían en
el calabozo... Una dosis de magnesia esta noche, y mañana a la escuela.
-La
verdad es que no me encuentro bien.
-Me
lo figuraba. ¿Qué te pasa, pues?
Trocito
a trozo, le expliqué los infortunios del día:
-...Y
ha dicho que tú me lo enseñaste todo mal, de modo que ya no podremos volver a
leer; nunca. Por favor, no me mandes más allá, por favor, señor.
Atticus
se puso en pie y anduvo hasta el extremo del porche. Cuando hubo completado el
exámen de la enredadera regresó hacia mí.
-En
primer lugar -dijo-, si sabes aprender una treta sencilla, Scout, convivirás
mucho mejor con toda clase de personas. Uno no comprende de veras a una persona
hasta que considera las cosas desde su punto de vista...
-¿Qué
dice, señor?
Hasta
que se mete en el pellejo del otro y anda por ahí como si fuera el otro.
Atticus
dijo que yo había aprendido muchas cosas aquel día, y miss Caroline otras
varias, por su parte. Una concretamente: había aprendido a no querer dar algo
a un Cunningham; pero si Walter y yo hubiésemos mirado el caso con sus ojos,
habríamos visto que fue una equivocación honrada. No podíamos esperar que se
enterase de todas las peculiaridades de Maycomb en un día, y no podíamos
hacerla responsable cuando no conocía bien el terreno.
-Que
me cuelguen -repliqué-, yo no conocía el terreno en el sentido de que no había
de leer aquello, y ella me ha hecho responsable... Escucha, Atticus, ¡no es
preciso que vaya a la escuela! -Un pensamiento repentino me llenaba de entusiasmo-.
Burris sólo va a la escuela el primer día. La encargada de la asistencia da por
cumplida la ley habiendo inscrito su nombre en la lista...
-Tú
no puedes hacer eso, Scout -contestó Atticus-. A veces, en casos especiales, es
mejor doblar un poco la vara de la ley. En tu caso la ley permanece rígida. Tú
tienes que ir a la escuela.
-No
sé por qué he de ir yo y él no.
-Entonces,
escucha.
Atticus
dijo que los Ewell habían sido la vergüenza de Maycomb durante tres
generaciones. No recordaba que ninguno de ellos hubiese hecho una jornada de
trabajo honrado. Dijo que una Navidad, cuando fuera a llevar el árbol al
vertedero, me llevaría con él y me enseñaría dónde vivían. Eran personas, pero
vivían como animales.
-Pueden
ir a la escuela siempre que quieran, siempre que muestren el más leve síntoma
de estar dispuestos a recibir una educación -dijo Atticus-. Hay medios para
retenerlos en la escuela por la fuerza, pero es una necedad obligar a gente
como los Ewell a un ambiente nuevo...
-Si
mañana yo no fuese a la escuela, tú me obligarías.
-Dejemos
la cuestión en este punto -replicó Atticus secamente-. Tú, miss Scout Finch,
perteneces al tipo corriente de personas. Debes obedecer la ley.
Dijo
luego que los Ewell eran miembros de una sociedad cerrada, formada por los
Ewell. En ciertas circunstancias las personas corrientes, con muy buen
criterio, les concedían ciertos privilegios por el simple recurso de hacerse
las ciegas ante algunas de sus actividades. Por ejemplo, no estaban obligados a
ir a la escuela. Otra cosa, a míster Bob Ewell, el padre de Burris, se le
permitía que cazase y tendiese trampas en tiempo de veda.
-Esto
es malo, Atticus -dije-. En el Condado de Maycom, el cazar en veda era un
delito contra la ley, una felonía mayúscula a los ojos del populacho.
-Va
contra la ley, es cierto -dijo mi padre-, y es malo, en verdad; pero cuando un
hombre se gasta lo que le da la Beneficencia en whisky, sus hijos suelen llorar
sufriendo los dolores del hambre. No conozco a ningún terrateniente de estos
alrededores que quiera hacer pagar a los hijos la caza que mata el padre.
-Míster
Ewell no debería obrar así...
-Naturalmente
que no, pero jamás cambiará de manera de ser. ¿Vas a cargar tu repulsa sobre
los hijos?
-No,
señor -murmuré, presentando la última resistencia-. Pero si sigo yendo a la
escuela, no podremos leer ya más...
-Esto
te molesta, ¿verdad?
-Sí,
señor.
Cuando
Atticus me miró, vi en su cara la expresión que siempre me hacía esperar algo.
-¿Sabes
lo que es un compromiso? -preguntó.
-¿Doblar
la vara de la ley?
-No,
es un acuerdo al que se llega por mutuas concesiones. Es como sigue -dijo-. Si
reconoces la necesidad de ir a la escuela, seguiremos leyendo todas las noches
como lo hemos hecho siempre. ¿Te conviene?
-¡Sí,
señor!
-Lo
consideraremos sellado sin la formalidad habitual -dijo Atticus al ver que me
preparaba para escupir.
Cuando
abría la puerta vidriera de la fachada, Atticus dijo:
-Ah,
de paso, Scout, es mejor que no digas nada en la escuela de nuestro convenio.
-¿Porqué
no?
-Me
temo que nuestras actividades serían miradas con profunda repulsa por las
autoridades más enteradas.
Jem
y yo estábamos habituados al lenguaje de 'testamento y última voluntad' de mi
padre, y teníamos permiso para interrumpirle pidiéndole una aclaración en todo
momento, si no entendíamos lo que nos decía.
-¿Qué,
señor?
-Yo
nunca fui a la escuela -dijo-, pero tengo la impresión de que si le dijese a
miss Caroline que leemos todas las noches, la tomaría conmigo, y no quisiera
que me persiguiese a mí.
Aquella
noche Atticus nos tuvo en vilo, leyéndonos con aire grave columnas de letra
impresa sobre un hombre que sin ningún motivo discernible se había sentado en
la punta de un asta de bandera, lo cual fue razón suficiente para que Jem se
pasase todo el domingo siguiente encima de la caseta de los árboles. Allí
estuvo desde el desayuno hasta la puesta del sol y habría continuado por la
noche si Atticus no le hubiese cortado el aprovisionamiento. Yo me había pasado
la mayor parte del día subiendo y bajando, haciendo los encargos que me
ordenaba, proveyéndolo de literatura, alimento y agua, y le llevaba mantas para
la noche cuando Atticus me dijo que, si no le hacía eso, Jem bajaría. Atticus
tuvo razón.
4
El
resto de mis días en la escuela no fueron más propicios que los primeros.
Consistieron, ciertamente, en un proyecto interminable que se transformó
lentamente en una Unidad, por la cual el Estado de Alabama gastó millas de
cartulina y de lápices de colores en un bien intencionado, pero infructuoso
esfuerzo por inculcarme Dinámica de Grupo. Hacia el final de mi primer año, lo
que Jem llamaba el Sistema Decimal de Dewey dominaba toda la escuela, de modo
que no tuve ocasión de compararlo con otras técnicas de enseñanza. Lo único que
podía hacer era mirar a mi alrededor: Atticus y mi tío, que tuvieron la escuela
en casa, lo sabían todo; al menos, lo que uno no sabía lo sabía el otro. Más
aún, yo no podía dejar de pensar en que mi padre había pertenecido durante
años a la legislatura del Estado, elegido cada vez sin oposición, aun ignorando
las regulaciones que mis maestras consideraban esenciales para la formación de
un buen Espíritu Ciudadano. Jem, educado sobre una base mitad Decimal mitad
Dunceap, parecía funcionar con eficacia solo o en grupo, pero Jem no servía como
ejemplo; ningún sistema de vigilancia ideado por el hombre habría podido
impedirle que cogiera libros. En cuanto a mí, no sabía nada más que lo que
recogía leyendo la revista Time y todo lo que, en casa, caía en mis
manos, pero a medida que iba avanzando con marcha penosa y tarda por la noria
del sistema escolar del Condado de Maycomb, no podía evitar la impresión de que
me estafaban algo. No sabía en qué fundaba mi creencia, pero me resistía a
pensar que el Estado quisiera regalarme únicamente doce años de aburrimiento
inalterado.
Mientras
transcurría el año, como salía de la escuela treinta minutos antes que Jem, que
se quedaba hasta las tres, pasaba por delante de la mansión Radley tan de prisa
como podía, sin pararme hasta haber llegado al refugio seguro del porche de
nuestra fachada. Una tarde, cuando pasaba corriendo, algo atrajo mi mirada, y
la atrajo de tal modo que inspiré profundamente, miré con detención a mi
alrededor, y retrocedí.
En
el extremo de la finca de los Radley crecían dos encinas; sus raíces se
extendían hasta la orilla del camino, accidentando el suelo. En uno de aquellos
árboles había una cosa que me llamó la atención.
De
una cavidad nudosa del tronco, a la altura de mis ojos precisamente, salía una
hoja de papel de estaño, que me hacía guiños a la luz del sol. Me puse de
puntillas, miré otra vez, rápidamente, a mi alrededor, metí la mano en el
agujero, y saqué dos pastillas de goma de mascar sin su envoltura exterior.
Mi
primer impulso fue ponérmelas en la boca lo más pronto posible, pero recordé
dónde estaba. Corrí a casa, y en el porche examiné el botín. La goma parecía
buena. Las husmeé y les encontré buen olor. Las lamí y esperé un rato. Al ver
que no me moría, me las embutí en la boca. Era 'Wrigley's
DoubleMint' auténtico.
Cuando
Jem llegó a casa me preguntó cómo había conseguido aquellas pastillas. Yo le
dije que las había encontrado.
-No
comas las cosas que encuentres, Scout.
-Esta
no estaba en el suelo, estaba en un árbol.
Jem
refunfuñó.
-Pues
estaba -aseguré-. Salía de aquel árbol de allá, el que se encuentra viniendo de
la escuela.
-
¡ Escúpelas en seguida!
Las
escupí. De todos modos ya perdían el sabor.
-Toda
la tarde que las masco y todavía no me he muerto, ni siquiera me siento mal.
Jem
dio en el suelo con el pie.
-
¿No sabes que no tienes que tocar siquiera aquellos árboles? Si los tocas
morirás!
-
¡Una vez tú tocaste la casa!
-
¡ Aquello era diferente! Ve a gargarizar... En seguida, ¿me oyes?
-De
ningún modo; se me marcharía el sabor de la boca.
-
¡No lo hagas y se lo diré a Calpurnia!
Para
no arriesgarme a un altercado con Calpurnia, hice lo que Jem me mandaba. Por no
sé qué razón, mi primer año de escuela había introducido un gran cambio en
nuestras relaciones; la tiranía, la falta de equidad y la manía de Calpurnia
de mezclarse en mis asuntos se habían reducido a unos ligeros murmullos de
desaprobación general. Por mi parte, a veces, me tomaba muchas molestias para
no provocaría.
El
verano estaba en camino; Jem y yo lo esperábamos con impaciencia. El verano
era nuestra mejor estación: era dormir en catres en el porche trasero, cerrado
con cristales, o probar de dormir en la caseta de los árboles; era infinidad
de cosas buenas para comer; era un millar de colores en un paisaje reseco;
pero, lo más importante, el verano era Dill.
El
último día de clase las autoridades nos soltaron más temprano, y Jem y yo
fuimos a casa juntos.
Calculo
que Dill llegará mañana -dije.
-Probablemente
pasado -dijo Jem-. En Mississippi los sueltan un día más tarde.
Cuando
llegamos a las encinas de la Mansión Radley, levanté el dedo para señalar por
centésima vez la cavidad donde había encontrado la goma de mascar, tratando de
convencer a Jem de que la había hallado allí, y me vi señalando otra hoja de
papel de estaño.
-
¡Lo veo, Scout! Lo veo...
Jem
miró a todas partes, levantó la mano y con gesto vivo se puso en el bolsillo un
paquetito diminuto y brillante. Corrimos a casa y en el porche fijamos la
mirada en una cajita recubierta de trozos de papel de estaño recogido de las
envolturas de la goma de mascar. Era una cajita de las que contienen anillos de
boda, de terciopelo morado con un cierre diminuto. Jem abrió el cierre. Dentro
había dos monedas frotadas y pulidas, una encima de otra. Jem las examinó.
Cabezas
de indio -dijo-. Mil novecientos seis, y, Scout, una es de mil novecientos. Son
antiguas de verdad.
-Mil
novecientos -repetí-. Oye...
Cállate
un minuto, estoy pensando.
-Jem,
¿te parece que alguno tiene su escondite allí?
-No,
excepto nosotros, nadie pasa mucho por allí a menos que sea alguna persona
mayor...
-Las
personas mayores no tienen escondites. ¿Te parece que debemos guardarlas, Jem?
-No
sé qué podríamos hacer, Scout. ¿A quién se las devolveríamos? Sé con certeza
que nadie pasa por allí... Cecil pasa por la calle de detrás y da un rodeo por
el interior de la ciudad para ir a casa.
Cecil
Jacobs, que vivía en el extremo más alejado de nuestra calle, en la casa vecina
a la oficina de Correos, andaba un total de una milla por día de clase para
evitar la Mansión Radley y a la anciana mistress Henry Lafayette Dubose, dos
puertas más allá, calle arriba, de la nuestra; la opinión de los vecinos
sostenía unánime que mistress Dubose era la anciana más ruin que había
existido. Jem no quería pasar por delante de su casa sin tener a Atticus a su
lado.
-¿Qué
supones que debemos hacer, Jem?
Los
autores de un hallazgo eran dueños de la cosa, sólo hasta que otro demostrase
sus derechos. El cortar de tarde en tarde una camelia, el beber un trago de
leche caliente de la vaca de miss Maudie Atkinson en un día de verano, el
estirar el brazo hacia las uvas 'scuppernong' de otro formaba parte de nuestra
educación ética, pero con el dinero era diferente.
-¿Sabes
qué? -dijo Jem-. Las guardaremos hasta que empiece la escuela, entonces iremos
por las clases y preguntaremos a todos si son suyas. Hay chicos que vienen con
el autobús..., quizá uno había de cogerlas al salir hoy de la escuela y se ha
olvidado. Estas monedas son de alguien, ya lo sabes. ¿No ves cómo las han
frotado? Las ahorraban.
-Si,
pero, ¿cómo es posible que nadie guardase del mismo modo la goma de mascar? Tú
sabes que la goma no dura.
-No
lo sé, Scout. Pero las monedas tienen importancia para alguien...
-¿Por
qué causa, Jem...?
-Pues,
mira, cabezas indias... vienen de los indios. Tienen una magia poderosa de
verdad, le dan buena suerte a uno. No es cosa así como dar pollo frito cuando
uno no lo espera sino larga vida y buena salud, y aprobar los exámenes de cada
seis semanas..., sí, para alguna persona tienen mucho valor. Las guardaré en mi
baúl.
Antes
de irse a su cuarto, Jem miró largo rato la Mansión Radley. Parecía estar
pensando otra vez.
Dos
días después llegó Dill con un resplandor de gloria: había subido al tren sin
que le acompañara nadie, desde Meridian hasta el Empalme de Maycomb (un nombre
honorífico: el Empalme de Maycomb estaba en el Condado de Abbott) donde había
ido a buscarle miss Rachel con el único taxi de la ciudad; había comido en el
restaurante, y vio bajar del tren en Bay Saint Louis a dos gemelos enganchados
el uno con el otro, y se sostuvo en sus trece sobre estos cuentos, despreciando
todas las amenazas. Había desechado los abominables pantalones azules, cortos,
que se abrochaban en la camisa, y llevaba unos de verdad con cinturón; era
algo más recio, no más alto y decía que había visto a su padre. El padre de
Dill era más alto que el nuestro, llevaba una barba negra (en punta) y era
presidente de los 'Ferrocarriles L. & N.'.
-Ayudé
un rato al maquinista -dijo Dill, bostezando.
-A
caerse le ayudaste Dill. Cállate -replicó Jem-. ¿A qué jugaremos hoy?
-A
Tom, Sam y Dick -respondió Dill-. Vámonos al patio delantero.
Dill
quería jugar a Los Rover porque eran tres papeles responsables.
Evidentemente estaba cansado de ser nuestro primer actor.
-Estoy
hastiada de ellos -dije. Estaba hastiada de representar el papel de Tom Rover,
que de súbito perdía la memoria en mitad de una película y quedaba eliminado
de la escena hasta que le encontraban en Alaska-. Invéntanos una, Jem -pedí.
-Estoy
cansado de inventar.
Era
nuestro primer día de libertad y estábamos cansados todos. Yo me pregunté qué
nos traería el verano.
Habíamos
bajado al patio delantero, donde Dill se quedó mirando calle abajo,
contemplando la funesta faz de la Mansión Radley.
-Huelo
la muerte -dijo con énfasis-. Lo digo de veras -insistió cuando yo le dije que
se callase.
-¿Quieres
decir que cuando muere alguien tú lo notas por el olor?
-No,
quiero decir que puedo oler a una persona y adivinar si va a morir. Me lo
enseñó una señorita -Dill se inclinó y me olfateó-. Jean... Louise... Finch,
tú morirás dentro de tres días.
-Dill,
si no te callas te doy un golpe que te doblo las piernas. Y ahora lo digo en
serio...
Callaos
-refunfuñó Jem-. Os portáis como si creyéseis en fuegos fatuos.
-Y
tú te portas como si no creyeses -repliqué.
-¿Qué
es un fuego fatuo? -preguntó Dill.
-¿No
has ido de noche por un camino solitario y no has pasado junto a un lugar
maldito? -le preguntó Jem-. Un fuego fatuo es un espíritu que no puede subir al
cielo, está condenado a revolcarse por caminos solitarios, y si uno pasa por
encima de él, cuando se muere se convierte en otro fuego fatuo, y anda por ahí
de noche sorbiéndole el resuello a la gente...
-¿Cómo
se hace para no pasar por encima de uno?
-De
ningún modo -contestó Jem-. A veces se tienden cubriendo el camino de una
parte a otra, pero si al ir a cruzar por encima de uno dices: 'Angel del
destino, vida para el muerto; sal de mi camino, no me sorbas el aliento', con
ello haces que no pueda envolverte el espíritu...
-No
creas ni una palabra de lo que dice, Dill -aconcejé-. Calpurnia asegura que
eso son cuentos de negros.
Jem
me miró con ceño torvo, pero dijo:
-Bien,
¿vamos a jugar a algo o no?
-Podemos
rodar con el neumático -propuse.
-Yo
soy demasiado alto -objetó Jem con un suspiro.
-Tú
puedes empujar.
Corrí
al patio trasero, saqué de debajo de la caseta un neumático viejo de coche y
lo hice rodar hasta el patio de la fachada.
-Yo
primero -dije.
Dill
objetó que el primero había de ser él, que hacia poco que había llegado.
Jem
arbitró; me premió con el primer empujón, pero concediendo a Dill una carrera
más. Yo me doblé en el interior de la cubierta.
Hasta
que lo demostró, no comprendí que Jem estaba ofendido porque le contradije en
lo de los fuegos fatuos, y que esperaba pacientemente la oportunidad de
recompensarme. Lo hizo empujando la cubierta acera abajo con toda la fuerza de
su cuerpo. Tierra, cielo y casas se confundían en una paleta loca; me zumbaban
los oídos, me asfixiaba. No podía sacar las manos para parar; las tenía
empotradas entre el pecho y las rodillas. Sólo podía confiar en que Jem nos
pasara delante a la rueda y a mi, o que una elevación de la acera me
detuviese. Oía a mi hermano detrás, persiguiendo la cubierta y gritando.
La
cubierta saltaba sobre la gravilla, se desvió atravesando la calle y me
despidió como un corcho contra el suelo. Cegada y mareada, me quedé tendida
sobre el cemento, sacudiendo la cabeza para ponerla firme y golpeándome los
oídos, para que cesaran de zumbarme, cuando oí la voz de Jem:
-
¡ Scout, márchate de ahí; ven!
Levanté
la cabeza y vi allí delante los peldaños de la Mansión Radley. Me quedé helada.
-
¡Ven, Scout, no te quedes tendida ahí! -gritaba Jem-. ¡Levántate! ¿Es que no
puedes?
Yo
me puse en pie, temblando como si me derritiese.
-
¡Coge la cubierta! -aullaba Jem-. ¡Tráetela! ¿No te queda nada de sentido?
Cuando
estuve en condiciones de navegar, corrí hacia ellos a toda la velocidad que
pudieron llevarme las piernas.
-¿Por
qué no la has traído? -preguntó Jem.
-
¿Porqué no vas a buscarla tú? -chillé.
Se
quedó callado.
-Ve,
no está mucho más allá de la puerta. ¡Caramba!, si una vez hasta tocaste la
casa ,¿no te acuerdas?
Jem
me dirigió una mirada furiosa, no podía negarse; echó a correr acera abajo,
cruzó la entrada del patio con pie cauteloso y luego entró como una flecha y
recobró la cubierta.
-¿Lo
ves? -clamaba con cara de reproche y de triunfo-. No tiene importancia. Te lo
juro, Scout, a veces te portas tanto como una niña, que mortificas.
Tenía
más importancia de la que él suponía, pero decidí no decírselo.
Calpurnia
apareció en la puerta y gritó:
-
¡ Es la hora de la limonada! ¡ Entrad todos y libraos de ese sol abrasador
antes que os aséis vivos!
La
limonada a mitad de la mañana era un rito del verano. Calpurnia puso un jarrón
y tres vasos en el porche, y luego fue a ocuparse de sus asuntos. El haber
perdido el magnánimo favor de Jem no me inquietaba de un modo especial. La
limonada le devolvería el buen humor.
Jem
apuró su segundo vaso y se dio una palmada en el pecho.
-Ya
sé a qué jugaremos -anunció-. A una cosa nueva, a una cosa distinta.
-¿A
qué? -preguntó Dill.
-A Boo Radley.
A
veces Jem tenía la frente de cristal: había ideado aquel juego para darme a
entender que no temía a los Radley bajo ninguna forma ni carácter, y para hacer
contrastar su temerario heroísmo con mi cobardía.
-¿A Boo Radley? ¿Cómo? -preguntó Dill.
-Tú,
Scout, podrías ser mistress Radley... -dijo Jem.
-Lo
haré si quiero. No creo que...
-¿Cuentos
chinos? -dijo Dill-. ¿Todavía tienes miedo?
-A
lo mejor sale de noche, cuando todos dormimos... -dije.
Jem
silbó:
-Scout,
¿cómo sabrá lo que hacemos? Además, no creo que continúe ahí. Murió hace años y
le metieron en la chimenea.
Dill
dijo:
-Jem,
si Scout tiene miedo, tú y yo jugaremos, y ella que mire. Yo estaba
perfectamente segura de que Boo Radley estaba dentro de aquella casa, pero no
podía probarlo, y consideré mejor tener la boca cerrada, pues de lo contrario
me habrían acusado de creer en fuegos fatuos, fenómeno al que era completamente
inmune, durante las horas del día.
Jem
distribuyó los papeles: yo era mistress Radley, y todo lo que había de hacer
era salir a barrer el porche. Dill era el viejo míster Radley: caminaba acera
arriba y abajo, y cuando Jem le decía algo, él tosía. Naturalmente, Jem era
Boo: bajaba las escaleras de la puerta de casa y de vez en cuando chillaba y
aullaba.
A
medida que avanzaba el verano progresaba nuestro juego. Lo pulíamos y los
perfeccionábamos, añadiendo diálogo y trama hasta que compusimos una pequeña
obra teatral en la que introducíamos cambios todos los días.
Dill
era el villano de los villanos: sabía identificarse con cualquier papel que le
asignaran, y parecer alto si la estatura formaba parte de la maldad requerida.
Yo representaba de mala gana el papel de diversas damas que entraban en el
argumento. Nunca me pareció que aquello fuese tan divertido como Tarzán, y
aquel verano actué con una ansiedad algo más que ligera, a pesar de las
seguridades que me daba Jem de que Boo Radley había muerto y Calpurnia en casa
durante el día, y por la noche Atticus también.
Jem
era un héroe nato.
Habíamos
compuesto un pequeño drama triste, tejido con trozos y retales de habladurías
y leyendas de la vecindad: mistress Radley había sido hermosa hasta que se casó
con mister Radley y perdió todo su dinero. Perdió además la mayoría de dientes,
el cabello y el índice de la mano derecha (esto era una aportación de Dill: Boo
se lo había arrancado de un mordisco una noche, al no encontrar gatos y
ardillas que comer); se pasaba el tiempo sentada en la sala llorando casi
siempre, mientras Boo cercenaba poco a poco todo el mobiliario de la casa.
Nosotros
éramos también los muchachos que se encontraban en apuros; para variar, yo
hacía de juez de paz; Dill se llevaba a Jem y le embutía debajo de las
escaleras, pinchándole con la escoba de retama. Jem reaparecía cuando era
preciso en los personajes de sheriff, de varias personas de la ciudad y
de miss Stephanie Crawford, la cual sabía contar más cosas de los Radley que
ninguna otra persona de Maycomb.
Cuando
llegaba el momento de representar la escena de Boo, Jem entraba a hurtadillas
en la cocina, cogía las tijeras de la máquina de coser aprovechando el momento
en que Calpurnia estaba de espaldas, y luego se sentaba en la mecedora y
recortaba periódicos. Dill pasaba por delante, le saludaba tosiendo, y Jem
simulaba que le clavaba las tijeras. Desde donde yo estaba parecía real.
Cuando
mister Nathan Radley pasaba por nuestro lado en su viaje diario a la ciudad,
nosotros nos quedábamos quietos y callados hasta que se había perdido de
vista, y nos preguntábamos luego qué nos haría si sospechase algo. Nuestras
actividades se interrumpían cuando aparecía algún vecino, y una vez vi a miss
Maudie Atkinson mirándonos desde el otro lado de la calle, paradas a media
altura las tijeras de podar.
Un
día estábamos tan ocupados representando el capítulo XXV, libro II de La
familia de un solo hombre, que no vimos a Atticus plantado en la acera
contemplándonos al mismo tiempo que se golpeaba la rodilla con una revista
arrollada. El sol indicaba que eran las doce del mediodía.
-¿Qué
estáis representando? -preguntó.
-Nada
-contestó Jem.
La
evasiva de mi hermano me indicó que aquel juego era un secreto, de modo que
guardé silencio.
-¿Pues
qué haces con esas tijeras? ¿Por qué haces pedazos de ese periódico? Si es el
de hoy te daré una paliza.
-Nada.
-Nada,
¿qué? -dijo Atticus.
-Nada,
señor.
-Dame
las tijeras -ordenó Atticus-. No son cosas con las que se juegue. ¿Tiene eso
algo que ver con los Radley, acaso?
-No,
señor -contestó Jem, poniéndose colorado.
-Espero
que no -dijo secamente, y penetró en la casa.
-Jem...
-
¡Cállate! Se ha ido a la sala de estar, y desde allí puede oírnos.
A
salvo en el patio, Dill preguntó a Jem si podíamos jugar más.
-No
lo sé. Atticus no ha dicho que no...
-Jem
-dije yo-, de todos modos, Atticus está enterado.
-No,
no lo está. Si lo estuviera lo habría dicho.
Yo
no estaba tan segura, pero Jem me dijo que yo era una niña, que las niñas
siempre se imaginan cosas, lo cual da motivo a que las otras personas las odien
tanto, y que si empezaba a portarme como una niña Espodía marcharme ya y
buscar a otros con quienes jugar.
-Está
bien, vosotros continuad, pues -dije-. Veréis lo que pasa. La llegada de
Atticus fue la segunda causa de que quisiera abandonar el juego. La primera
venía del día que rodé dentro del patio delantero de los Radley. A través de
los meneos de cabeza, de los esfuerzos por dominar las náuseas y de los gritos
de Jem, habla oído otro son, tan bajo que no lo habría podido oír desde la
acera. Dentro de la casa, alguien reía.
5
Como
sabía que ocurriría, a fuerza de importunar conseguí doblegar a Jem, y con
gran alivio mío, dejamos la representación durante algún tiempo. Sin embargo,
Jem seguía sosteniendo que Atticus no había dicho que no pudiésemos jugar a
aquello y, por tanto, podíamos; y si alguna vez Atticus decía que no podíamos,
Jem había ideado ya la manera de salvar el obstáculo: sencillamente, cambiaría
los nombres de los personajes, y entonces no podrían acusarnos de representar
nada.
Dill
manifestó una conformidad entusiasta con este plan de acción. De todos modos,
Dill se estaba poniendo muy pesado; siempre seguía a Jem a todas partes. A
principios de verano me pidió que me casase con él, pero después lo olvidó
pronto. Estableció sus derechos sobre mi, dijo que yo era la única chica a la
que amaría en su vida, y luego me abandonó. Le di un par de palizas, pero fue
inútil, sólo sirvió para arrimarle más a Jem. Pasaban días enteros los dos
juntos en la caseta, trazando planes y conjeturas, y sólo me llamaban cuando
necesitaban un tercer personaje. Pero durante un tiempo me mantuve apartada de
sus proyectos más aventurados, y a riesgo de que me llamasen 'niñita' pasé la
mayor parte de atardeceres restantes de aquel verano sentada con miss Maudie
Atkinson en el porche de la fachada de su casa.
A
Jem y a mí nos había gustado siempre la libertad que nos daba miss Maudie de
entrar a correr por su patio, con tal de que no nos acercásemos a sus azaleas, pero
nuestra relación con Maudie no quedaba definida claramente. Hasta que Jem y
Dill me excluyeron de sus planes, ella no era más que otra señora de la vecindad,
si bien relativamente benigna.
El
tratado tácito que teníamos con miss Maudie era que podíamos jugar en su
jardín, comernos sus scuppernongs, si no saltábamos sobre el árbol, y
explorar el vasto terreno trasero, cláusulas tan generosas que raras veces le
dirigíamos la palabra (¡tan gran cuidado poníamos en mantener el delicado
equilibrio de nuestras relaciones!), pero Jem y Dill, con su conducta, me
acercaron más a miss Maudie.
Miss
Maudie tenía odio a su casa: el tiempo pasado dentro de ella era tiempo
perdido. Era viuda, una dama camaleón que trabajaba en sus parterres de flores
con sombrero viejo de paja y mono de hombre, pero después del baño de las
cinco aparecía en el porche y reinaba sobre toda la calle con el magisterio de
su belleza.
Amaba
todo lo que crece en esta tierra de Dios, hasta las malas hierbas. Con una
excepción. Si encontraba una hoja de hierba nutgrass en el patio, allí
se realizaba la segunda Batalla del Marne: se abatía sobre ella con un tubo de
hojalata y la sometía a unas rociadas, por debajo, de una sustancia venenosa
que decía que tenía poder para matarnos a todos si no nos apartábamos de allí.
-Por
qué no la arranca usted, y basta? -le pregunté después de presenciar una
prolongada campaña contra una hoja que no tenía tres pulgadas de altura.
-¿Arrancarla,
niña, arrancarla? -Levantó el doblado capullo y apretó su diminuto tallo con el
pulgar. Del tallo salieron unos granos microscópicos-. Diablos, un vástago de nutgrass
puede arruinar todo un patio. Mira. Cuando llega el otoño, esto se seca,
¡y el viento lo desparrama por todo el Condado de Maycomb! -La voz de miss Maudie
asimilaba aquel hecho a una peste del Antiguo Testamento.
Para
una habitante de Maycomb tenía un modo de hablar vivo, cortado. Nos llamaba a
todos por nuestros nombres, y cuando sonreía dejaba al descubierto dos
diminutas abrazaderas de oro sujetas a sus caninos. Cuando expresé la
admiración que me causaban y la esperanza de que con el tiempo yo también las
llevaría, me dijo:
-Mira
-y con un chasquido de la lengua hizo salir fuera el puente, gesto cordial que
afirmó nuestra amistad.
La
benevolencia de miss Maudie se extendía a Jem y a Dill, cuando éstos,
descansaban de sus empresas: todos cosechábamos los beneficios de un talento
que hasta entonces miss Maudie nos había escondido. De toda la vecindad, era la
que hacia los mejores pasteles. Cuando le hubimos concedido nuestra confianza,
cada vez que utilizaba el horno hacía un pastel grande y otros tres pequeños,
y nos llamaba desde el otro lado de la calle:
-¡Jem Finch, Scout Finch, Charles Baker Harry, venid
acá!
Nuestra
presteza hallaba siempre recompensa.
En
verano los crepúsculos son largos y pacíficos. Muy a menudo miss Maudie y yo
estábamos sentadas y en silencio en su porche, mirando cómo a medida que se
ponía el sol el cielo pasaba del amarillo al rosa, contemplando las bandadas
de golondrinas que cruzaban en vuelo bajo sobre los terrenos vecinos y desaparecían
detrás de los tejados del edificio escuela.
-Miss
Maudie -le dije una tarde-, ¿usted cree que Boo Radley todavía vive?
-Se
llama Arthur, y vive -respondió. Se mecía pausadamente en su enorme sillón de
roble-. ¿Notas el aroma de mis mimosas? Esta tarde parece el aliento de los
ángeles.
-Sí.
¿Cómo lo sabe?
-¿El
qué, niña?
-Que
Boo... míster Arthur todavía vive.
-Vaya
pregunta morbosa. Sé que vive, Jean Louise, porque todavía no he visto que lo
sacaran difunto.
-Quizá
murió y lo metieron en la chimenea.
-¿De
dónde has sacado semejante idea?
-Jem
dijo que creía que lo habían hecho así.
-Sss-sss-sss. Jem cada día se asemeja más a Jack
Finch.
Miss
Maudie conocía a tío Jack Finch, el hermano de Atticus, desde que ambos eran
niños. Tenían la misma edad, poco más o menos, y se habían criado juntos en el
Desembarcadero de Finch. Miss Maudie era hija de un terrateniente vecino, el
doctor Frank Buford. El doctor Buford tenía la profesión de médico, junto con
una profunda obsesión por todo lo que crecía sobre el suelo, de modo que se
quedó pobre. Tío Jack limitó su pasión por los cultivos a las macetas de sus
ventanas de Nashville y se hizo rico. A tío Jack lo veíamos todas las
Navidades, y todas las Navidades le gritaba a miss Maudie desde el otro lado de
la calle, que fuera a casarse con él. Miss Maudie le gritaba en respuesta:
-¡Grita
un poco más fuerte, Jack Finch, y te oirán desde la oficina de Correos; yo no
te he oído todavía!
A
Jem y a mí, esta manera de pedir la mano de una dama nos pareció un poco rara,
pero, en verdad, tío Jack era más bien raro. Decía que estaba tratando sin
éxito de sacar de quicio a miss Maudie, que lo intentaba desde hacía cuarenta
años, que él era la ultima persona con quien miss Maudie pensaría en casarse,
pero la primera que se le habría ocurrido para buscar camorra, y que con ella
la mejor defensa era un ataque decidido, todo lo cual nosotros lo entendíamos
claramente.
-Arthur
Radley no se mueve de dentro de la casa, no hay otra cosa -dijo miss Maudie-.
¿No te quedarías dentro de tu casa si no tuvieras ganas de salir?
-Sí,
pero yo querría salir. ¿Cómo es que él no quiere?
Miss
Maudie entornó los ojos.
Conoces
esta historia tan bien como yo.
-Sin
embargo, jamás me han dicho la causa. Nadie me ha explicado nunca el motivo.
Miss
Maudie se arregló el puente de la dentadura.
-Ya
sabes que el viejo míster Radley era, en religión, un bautista estricto. Uno
de esos que llaman 'lavadores de pies'.
-También
lo es usted, ¿verdad?
-No
tengo la concha tan pura. Yo soy bautista, a secas.
-¿No
creen todos ustedes en eso de lavar los pies?
-Sí,
creemos. En casa, en la bañera.
-Pero
nosotros no podemos comulgar con todos ustedes...
Decidiendo,
por lo visto, que era más fácil definir el carácter de la secta bautista
primitiva de la doctrina de la comunión limitada, miss Maudie dijo:
-Los
'lavapiés' creen que todo placer es pecado. ¿No sabias que un sábado vinieron
unos cuantos de los campos, pasaron por aquí delante y me dijeron que yo y mis
flores iríamos al infierno?
-¿Sus
flores también?
-Si,
señora. Arderían en mi compañía. Opinaban que paso demasiado tiempo en el aire
libre de Dios y no el suficiente dentro de casa, leyendo la Biblia.
Mi
confianza en el Evangelio de los púlpitos disminuyó ante la visión de miss
Maudie cociéndose en estofado en varios infiernos protestantes. Muy cierto,
miss Maudie tenía en la cabeza una lengua cáustica, y no andaba por la
vecindad haciendo buenas obras como miss Stephanie Crawford. Pero al paso que
nadie que tuviera una pizca de buen sentido se fiaba de miss Stephanie, Jem y
yo teníamos mucha fe en miss Maudie. Nunca nos delató, jamás jugó al gato y al
ratón con nosotros, no le interesaba nada en absoluto nuestra vida privada. Era
una amiga. Cómo una criatura tan razonable pudiera vivir en peligro de
tormento eterno era una cosa incomprensible.
-Eso
no es verdad, miss Maudie. Usted, es la señora más buena que conozco.
Miss Maudie sonrió.
-Gracias,
señorita. El caso es que los 'lavapiés' creen que las mujeres son, por
definición, un pecado. Interpretan la Biblia literalmente, ya sabes.
-¿Acaso
mister Arthur se queda en casa por esto, para estar alejado de las mujeres?
-No
tengo idea.
-No
lo entiendo. Parece que si míster Arthur desease ir al cielo saldría al porche,
por lo menos. Atticus dice que Dios ama a las personas como cada uno se ama a
sí mismo...
Miss
Maudie dejó de mecerse y su voz se endureció.
-Eres
demasiado joven para entenderlo -dijo-, pero a veces la Biblia en manos de un
hombre determinado es peor que una botella de whisky en las de..., oh, de tu
padre.
Me
quedé pasmada.
-Atticus no bebe whisky -repliqué-. No ha
bebido una gota en su vida..., aunque sí, sí la bebió. Dice que una vez bebió y
no le gustó.
Miss
Maudie se puso a reír.
-No
hablaba de tu padre -dijo-. Lo que quería expresar es que si Atticus Finch
bebiese hasta emborracharse no sería tan cruel como ciertos hombres en plena
lucidez. Sencillamente, hay hombres tan... tan ocupados en acongojarse por el
otro mundo que no han aprendido a vivir en éste, y no tienes más que mirar
calle abajo para ver los resultados.
-
¿Usted cree que son ciertas todas estas cosas que dicen de B... mister Arthur?
-¿Qué
cosas?
Yo
se las expliqué.
-Las
tres cuartas partes de eso ha salido de la gente de color y la otra cuarta
parte de Stephanie Crawford -aseguró miss Maudie, ceñuda-. Stephanie Crawford
llegó a explicarme que una vez se despertó en mitad de la noche y le sorprendió
mirándola por la ventana. Yo le contesté '¿Y tú qué hiciste, Stephanie?
¿Apartarte un poco en la cama y dejarle sitio?' Esto le cerró la boca por un
rato.
No
lo dudaba. La voz de miss Maudie bastaba para hacer callar a cualquiera.
-No,
niña -prosiguió-. Aquélla es una casa triste. Recuerdo a Arthur cuando era
muchacho. Siempre me hablaba amablemente. Tan amablemente como sabía, poco
importa lo que dijera la gente de él.
-
¿Se figura usted que está loco?
Miss
Maudie movió la cabeza:
-Si
no lo está, a estas horas debería estarlo. Nunca sabemos de verdad las cosas
que les pasan a las personas. No sabemos lo que sucede en las casas, detrás de
las puertas cerradas, qué secretos...
Atticus
no nos hace nada dentro de casa, a Jem y a mí, que no nos haga igualmente en el
patio -dije, creyéndome en el deber de defender a mi padre.
-Bondadosa
niña, yo desenmarañaba un hilo, no pensaba en tu padre; pero ahora que pienso
quiero decir esto: Atticus Finch es el mismo en casa que por las calles
públicas. ¿Te gustaría llevarte a casa un poundcake1 recién
hecho?
A mi me
gustó mucho.
A
la mañana siguiente, cuando me desperté, encontré a Jem y a Dill en el patio
trasero absortos en animada conversación. Cuando me acerqué, me dijeron como
de costumbre que me marchase.
-No
quiero. Este patio es tan mío como tuyo, Jem Finch. Tengo tanto derecho como
tú a jugar en él.
Dill
y Jem se juntaron para conferenciar.
-Si
te quedas tendrás que hacer lo que te digamos -advirtió Dill.
-Vaa...
ya -repliqué-, ¿quién se ha vuelto de súbito tan alto y poderoso?
-Si
no dices que harás lo que te digamos, no te diremos nada -continuó Dill.
-
¡ Te portas como si durante la noche hubieses crecido tres pulgadas! Muy bien,
¿de qué se trata?
Jem
dijo plácidamente:
-Vamos
a entregar una nota a Boo Radley.
-Pero,
¿cómo?
Yo
trataba de vencer el terror que crecía automáticamente en mi. Estaba muy bien
que miss Maudie dijese lo que se le antojara; era mayor y estaba muy tranquila
en su porche. En nuestro caso, era diferente.
Muy
sencillo, Jem colocaría la nota en la punta de una caña de pescar y la metería
a través de la ventana. Si se acercaba alguien, Dill tocaría la campanilla.
Dill
levantó la mano derecha. Tenía en ella la campanilla de plata que usaba mi
madre para anunciar la hora de la comida.
-Yo
daré un rodeo hasta el costado de la casa -dijo Jem-. Ayer nos fijamos y desde
la otra parte de la calle vimos que hay una persiana suelta. Creo que quizá
podré dejarla en el alféizar, al menos.
-Jem...
-
¡Ahora estás metida en el asunto y no puedes salirte! ¡Continuarás con
nosotros, miss Priss!
-Bien,
bien, pero no quiero vigilar, Jem, alguien estaba...
-Sí,
vigilarás; tú vigilarás, la parte de atrás de la finca y Dill vigilará la de
delante y la calle, y si viene alguien tocará la campanilla. ¿Está claro?
-De
acuerdo, pues. ¿Qué le escribiréis?
-Le
pedimos muy cortésmente que salga alguna vez y nos cuente lo que hace ahí
dentro; le decimos que no le haremos ningún daño y que le compraremos un
mantecado -explicó Dill.
-
¡Os habéis vuelto locos los dos; nos matará!
Dill
dijo:
-Ha
sido idea mía. Me figuro que si saliese y se sentase un ratito con nosotros
quizá se sentiría mejor.
-¿Cómo
sabes que no se siente a gusto?
-Mira,
¿cómo te sentirías tú si hubieses estado un siglo encerrado sin comer otra
cosa que gatos? Apuesto a que le ha crecido una barba hasta aquí...
-¿Cómo
la de tu papá?
-Papá
no lleva barba; papá... -Dill se interrumpió, como tratando de recordar.
-
¡Eh, eh! ¡Te cogí! -exclamé-. Tú dijiste que antes de que te vinieses con el
tren tu padre llevaba una barba negra...
-
¡Si te da lo mismo, se la afeitó el verano pasado! ¡Sí, y tengo la carta que
lo prueba; además me envió dos dólares!
-
¡Sigue, sigue..., me figuro que hasta te envió un uniforme de la Policía
Montada! ¡Esto! Pero no llegó, ¿verdad que no? Sigue contándolas gordas,
hijito...
Dill
Harry sabia contar las mentiras más gordas que yo oí. Entre otras cosas, había
subido a un avión correo diecisiete veces, había estado en Nueva Escocia, había
visto un elefante, y su abuelito era el brigadier general Joe Wheeler y,
además, le dejó la espada.
Callaos
-ordenó Jem. Y se escabulló hacia la parte superior de la casa, para regresar
con una caña amarilla de bambú-. ¿Calculáis que ésta será bastante larga para
llegar desde la acera?
-El
que ha sido bastante valiente para subir a tocar la casa no debería emplear una
caña de pescar -dije-. ¿Por qué no derribas a golpes la puerta de la fachada?
-Esto...
es... diferente -replicó Jem-. ¿Cuántas veces habré de decírtelo?
Dill
sacó un trozo de papel del bolsillo y se lo dio a Jem. Los tres nos encaminamos
con cautela hacia el viejo edificio. Dill se quedó junto al farol de la esquina
de la fachada de la finca; Jem y yo orillamos la acera paralelamente a la cara
lateral de la casa.
Yo
caminaba detrás de Jem y me quedé en un sitio que me permitiese ver al otro
lado de la curva.
-Todo
despejado -dije-. Ni un alma a la vista.
Jem
miró acera arriba a Dill, quien asintió con la cabeza.
Entonces
colocó la nota en la punta de la caña de pescar, inclinó ésta a través del
patio y la empujó hacia la ventana que había escogido. A la caña le faltaban
varias pulgadas de longitud, y Jem se inclinaba todo lo que podía. Al verle
tanto rato haciendo movimientos para meterla, abandoné mi puesto y fui hasta
él.
-No
puedo sacarlo de la caña -murmuró-, y silo saco no logro dejarlo allí. Vuelve
a tu puesto del fondo de la calle, Scout.
Regresé
allá y miré al otro lado de la curva, hacia la calle desierta. De vez en
cuando volvía la vista hacia Jem, que seguía probando con gran paciencia de
dejar la nota en el alféizar de la ventana. El papel revoloteaba hacia el
suelo y Jem volvía a utilizarlo hacia la ventana, hasta que se me ocurrió que
si Boo Radley llegaba a recibirlo no podría leerlo. Estaba mirando calle abajo
cuando sonó la campanilla.
Levantando
el hombro, corrí hacia el otro lado para enfrentarme con Boo Radley y sus
ensangrentados colmillos, pero en vez de ello, vi a Dill tocando la campanilla
con toda su fuerza delante de la cara de Atticus.
Jem
tenía un aire tan trastornado que yo no tuve valor para decirle que ya se lo
había advertido. Bajaba con paso tardo, arrastrando la caña tras de si por la
acera.
Atticus
dijo:
-Basta
de tocar la campanilla.
Dill
cogió el badajo. En el silencio que siguió, me dieron ganas de que empezara a
tocarla de nuevo. Atticus se echó el sombrero para atrás y se puso las manos en
las caderas.
-Jem,
¿qué hacías? -preguntó.
-Nada,
señor.
-No
me vengas con eso. Dímelo.
-Yo
probaba..., nosotros probábamos de dar una cosa a míster Radley.
-¿Qué
probabas a darle?
-Una
carta nada más.
-Déjame
verla.
Jem
le entregó un pedazo de papel sucio. Atticus lo cogió y trató de leerlo.
-¿Para
qué queréis que salga míster Radley?
-Hemos
pensado que quizá disfrutaría con nuestra compañía -dijo Dill-, pero se quedó
sin voz ante la mirada que le dirigió Atticus.
-Hijo
-mi padre se dirigía a Jem-. Voy a decirte una cosa, y te la diré una sola vez:
deja de atormentar a ese hombre. Y lo mismo os digo a vosotros dos.
Lo
que hiciera mister Radley era asunto suyo propio. Si quería salir, saldría. Si
quería quedarse dentro de su propia casa tenía el derecho de hacerlo, libre de
las atenciones de los niños curiosos, que era una manera benigna de calificar
a los diablillos como nosotros. ¿Nos gustaría mucho que Atticus irrumpiese, sin
llamar, en nuestros cuartos por la noche? Nosotros estábamos haciendo esto
precisamente con míster Radley. Lo que míster Radley hacía podía parecernos
singular a nosotros, pero a él no se lo parecía. Por lo demás ,¿no se nos había
ocurrido que la manera educada de comunicarse con otro ser era la puerta de la
calle y no por una ventana lateral? Y, por último, haríamos el favor de mantenernos
apartados de aquella casa hasta que nos invitaran a entrar; haríamos el favor
de no jugar a un juego de borricos como él había visto en cierto momento, ni
nos burlaríamos de nadie de aquella calle, ni de toda la ciudad...
-No
nos burlábamos de él, no nos reíamos de él -dijo Jem-. Sólo...
-Sí,
esto era lo que hacíais, ¿verdad?
-¿Burlarnos?
-No
-dijo Atticus-, poner la historia de su vida de manifiesto para edificación de
la vecindad.
Jem
pareció crecerse un poco.
-¡Yo
no he dicho que hiciéramos tal cosa; yo no lo he dicho!
Atticus
sonrió de una manera seca.
-Acabas
de decírmelo -replicó-. Desde este mismo momento ponéis fin a estas tonterías,
todos y cada uno.
Jem
le miró boquiabierto.
-Tú
quieres ser abogado, ¿verdad?
Nuestro
padre tenía los labios apretados, como si deseara mantenerlos en línea.
Jem
decidió que sería inútil buscar escapatorias y se quedó callado. Cuando
Atticus entró en casa a buscar un legajo que olvidó llevarse a la oficina por
la mañana, Jem se dio cuenta por fin de que le habían aplastado con la treta
jurídica más vieja que registran los anales. Aguardó a respetuosa distancia de
las escaleras de la fachada, vio cómo Atticus salía de casa y se encaminaba
hacia la ciudad, y cuando nuestro padre no podía oírle le gritó:
-¡Pensaba
que quería ser abogado, pero ahora no estoy tan seguro!
6
-Sí
-contestó nuestro padre, cuando Jem le preguntó si podíamos ir con Dill a
sentamos a la orilla del estanque de peces de miss Rachel, puesto que aquélla
era la última noche que Dill pasaba en Maycomb-. Dile adiós, en mi nombre, y
que el verano próximo le veremos.
Saltamos
la pared baja que separaba el patio de miss Rachel de nuestro paseo de entrada.
Jem se anunció con un silbido y Dill respondió en la oscuridad.
-Ni
un soplo de aire -dijo Jem-. Mira allá. -Señalaba hacia el este. Una luna
gigantesca se levantaba detrás de los nogales pecan de miss Maudie-. Con
aquello parece que haga más calor.
-¿Tienes
una cruz esta noche? -preguntó Dill, sin levantar la vista. Estaba
confeccionando un cigarrillo con papel de periódico y cuerda.
-No,
solamente la dama. No enciendas eso, Dill, apestarás todo este extremo de la
ciudad.
En
Maycomb la luna tenía una dama. Una dama sentada ante el tocador, peinándose el
cabello.
-Te
echaremos de menos, muchacho -dije yo-. ¿Te parece que debemos guardamos de
míster Avery?
Míster
Avery estaba alojado al otro lado de la calle, enfrente de la casa de mistres
Henry Lafayette Dubose. Aparte de recoger las colectas en la bandeja de la
cuestación los domingos, míster Avery se sentaba en el porche todas las noches
hasta las nueve y estornudaba. Una noche tuvimos el privilegio de presenciar
una actuación suya que por lo visto había sido positivamente la última, pues
no volvió a repetirla en todo el tiempo que le observamos. Jem y yo habíamos
bajado las escaleras de casa de miss Rachel una noche, cuando Dill nos detuvo.
-
¡Recontra! Mirad allá y señalaba al otro
lado de la calle. Al principio no vimos nada más que un porche delantero cubierto
de enredaderas, pero una inspección más detenida nos reveló un arco de agua que
surgía de entre las hojas y se derramaba en el circulo amarillo de la luz de
la calle. Había, nos pareció, una distancia de diez pies desde el manantial
hasta el punto de caída. Jem dijo que míster Avery apuntaba mal; Dill que debía
de beberse un galón al día, y la competición que siguió para determinar
distancias relativas y respectivas hazañas sólo sirvió para que yo volviera a
sentirme arrinconada, dado que en aquel terreno carecía de aptitudes.
Dill
se desperezó, bostezó y dijo en un tono demasiado indiferente:
-Ya
sé lo que haremos; salgamos a dar un paseo.
A
mí me sonó un tanto equívoco. En Maycomb nadie salía a dar un paseo nada más.
-¿Adónde,
Dill?
Dill
señaló con la cabeza en dirección sur.
Jem
dijo:
-Perfectamente
-y cuando yo protesté, me dijo dulcemente-:
No
es preciso que vengas, Angel de Mayo.
-Y
tú no es preciso que vayas. Recuerda...
Jem
no era persona que se parase en derrotas pretéritas: parecía que el único
mensaje que recogió de Atticus fue una penetración especial para el arte de
los interrogatorios.
-Mira,
Scout, no haremos nada, sólo iremos hasta el farol de la calle y regresaremos.
Anduvimos
calladamente acera abajo, escuchando con oído atento las mecedoras de los
porches que gemían bajo el peso de los vecinos, y los suaves murmullos
nocturnos de las personas mayores de nuestra calle. De cuando en cuando oíamos
las carcajadas de miss Stephanie Crawford.
-¿Qué?
-dijo Dill.
-De
acuerdo -contestó Dill-. ¿Porqué no te vas a casa, Scout?
-
¿Qué váis a hacer?
Simplemente,
Dill y Jem irían a espiar por la ventana de la persiana suelta para ver si
podían echar un vistazo a Boo Radley, y si yo no quería ir con ellos podía
volverme directamente a casa y tener mi bocaza cerrada, esto era todo.
-Pero,
en nombre de los santos montes, ¿porqué habéis esperado hasta esta noche?
Porque
de noche nadie podía verles, porque Atticus estaría tan enfrascado en algún
libro que no oiría ni la venida del otro mundo, porque si Boo Radiey los
mataba se quedarían sin ir a la escuela y no sin las vacaciones, y porque era
más fácil ver el interior de una casa oscura en las horas de oscuridad que
durante el día, ¿lo comprendía?
-
¡Scout, te lo digo por última vez, cierra la boca o vete a casa; al Señor le
declaro que cada día te vuelves más como las chicas!
Con
esto no tuve otra opción que la de unirme a ellos. Pensamos que sería mejor
pasar por debajo de la alta valía de alambre del fondo de la finca de los
Radley: corríamos menos riesgo de ser vistos. La valía encerraba un extenso
jardín y una estrecha casita exterior de madera.
Jem
levantó el alambre e indicó a Dill que pasara por debajo. Luego seguí yo, y
levanté el alambre para Jem. La prueba era dura y arriesgada para mi hermano.
-No
hagáis ningún ruido -susurró-. No os metáis en una hilera de coles; sería lo
peor de todo: despertarían hasta a los muertos.
Con
este pensamiento en la cabeza, yo daba quizá un paso por minuto. Caminé más de
prisa cuando vi a Jem muy adelante, haciendo señas bajo la luz de la luna.
Llegamos a la puerta que dividía el jardín del patio trasero. Jem la tocó. La
puerta lanzó un graznido.
-Escupe
en ella -susurró Dill.
-Nos
has metido en una trampa, Jem -murmuré-. No podremos salir de aquí fácilmente.
-Sssiit. Escupe, Scout.
Escupimos
hasta quedamos secos, y Jem abrió la puerta con cautela, empujándola a un lado
apoyada contra la valía. Estábamos en el patio trasero.
La
parte posterior de la casa de los Radley era menos acoge. dora que la fachada:
un destartalado porche ocupaba toda la anchura del edificio; había dos puertas
y dos ventanas oscuras entre las puertas. En lugar de columna, un tosco soporte
sostenía un extremo del tejado. En un rincón del porche descansaba una vieja
estufa Franklin; encima, un espejo de percha de sombreros reflejaba la luz de
la luna, con un brillo aterrador.
-Arr
-dijo Jem, levantando el pie.
-¿Te
enredas?
-Gallinas
-dijo en un aliento.
Que
tendríamos que esquivar lo no visto desde todas las direcciones quedó
confirmado cuando Dill, que iba adelante, pronunció en un susurro un
'Diii...ooooss'. Avanzamos lentamente hacia el costado de la casa, dando un
rodeo hasta la ventana que tenía una persiana colgante. El alféizar era varias
pulgadas más alto que Jem.
-Te
echaré una mano para subir -le dijo a Dill en un murmullo-. Espera, de todos
modos.
Jem
se cogió la muñeca izquierda con una mano, y mi muñeca derecha con la otra; yo
me así la muñeca izquierda, y con la otra mano agarré la muñeca derecha de Jem;
nos agachamos, y Dill se sentó en aquella silla. Le levantamos, y él se cogió
al alféizar de la ventana.
-Date
prisa -dijo Jem-. No podemos resistir mucho más.
Dill
me dio un golpe en el hombro, y le bajamos al suelo.
-¿Qué
has visto?
-Nada.
Cortinas. Sin embargo, hay una lucecita pequeña en alguna parte, muy adentro.
-Marchémonos
de aquí -indicó Jem-. Volvamos a dar el rodeo hacia la parte de atrás. Sssittt
-me advirtió, pues yo me disponía a protestar.
-Probemos
en la ventana trasera.
-Dill,
no -dije.
Dill
se paró y dejó que Jem pasara adelante. Cuando puso el pie en el peldaño del
final, éste rechinó. Jem se quedó inmóvil, luego fue cargando su peso
paulatinamente. El peldaño guardó silencio. Jem se saltó dos peldaños, puso el
pie en el porche, subió con esfuerzo y se tambaleó un rato. Al recobrar el
equilibrio, se puso de rodillas, se arrastró hasta la ventana, levantó la
cabeza y miró al interior.
Entonces
yo vi la sombra. Era la sombra de un hombre que llevaba el sombrero puesto.
Primero creía que era un árbol, pero no soplaba apenas viento, y los troncos de
los árboles no andan. El porche trasero estaba bañado por la luz de la luna, y
la sombra, seca como una tostada, avanzó cruzando el porche en dirección a Jem.
El
segundo en verla fue Dill. Y se cubrió la cara con las manos.
Cuando
la sombra crizó el cuerpo de Jem, Jem la vio. Se llevó las manos a la cabeza y
se quedó rígido.
La
sombra se detuvo detrás de Jem, a cosa de un pie. Su brazo se apartó del costado,
descendió y quedó inmóvil. Luego, la sombra se volvió, cruzó de nuevo el
cuerpo de Jem, se deslizó por lo largo del porche y desapareció por el costado
de la casa, marchándose como había venido.
Jem
saltó fuera del porche y galopó hacia nosotros. Abrió la puerta de un tirón,
nos empujó a Dill y a mí, que la cruzamos con pie alado, y nos dirigió por
medio de siseos entre dos hileras de coles forrajeras que se mecían al aire, a
mitad de las hileras, tropecé y me caí. En este momento, el estampido de una
escopeta conmovió la vecindad.
Dill
y Jem se echaron a mi lado. El aliento de Jem se notaba entrecortado.
-
¡Refugiaos en el patio de la escuela! ¡De prisa, Scout!
Jem
levantó el alambre del fondo; Dill y yo rodamos por debajo, y estábamos a
mitad de camino del abrigo del roble solitario del patio escolar cuando
percibimos que Jem no iba con nosotros. Retrocedimos a la carrera y le
encontramos debatiéndose en la valía, librándose a patadas de los pantalones
para soltarse. Corrió hacia el roble en calzoncillos.
Ya
a salvo detrás del tronco, Dill y yo nos dejamos ganar por una especie de
atontamiento, pero la mente de Jem galopaba.
-Hemos
de volver a casa, notarán que no estamos.
Cruzamos
el patio corriendo, reptamos por debajo de la valía, pasando al prado detrás de
nuestra casa, trepamos por nuestro cercado y estuvimos en las escaleras de la
parte posterior sin que Jem nos hubiera concedido una pausa para descansar.
Ya
con la respiración normal, los tres nos dirigimos con toda la naturalidad que
supimos al patio de la fachada. Al mirar calle abajo, vimos un corro de
vecinos delante de la puerta de la valía de los Radley.
-Será
mejor que bajemos allá -dijo Jem-. Si no
hacemos acto de presencia les llamará la atención.
Míster
Nathan Radley estaba de pie al otro lado de la puerta, con una escopeta cruzada
sobre el brazo. Atticus estaba de pie al lado de miss Maudie y de miss
Stephanie Crawford. Miss Rachel y míster Avery se encontraban a poca distancia.
Ninguno nos vio llegar.
Nos
metimos en el corro, al lado de miss Maudie, que volvió la vista en torno suyo.
-¿Dónde
estábais? ¿No habéis oído el estampido?
-¿Qué
ha pasado? -preguntó Jem.
-Mister
Radley ha disparado contra un negro en su bancal de coles.
-¡Oh!
¿Le ha dado?
-No -contestó miss Stephanie-. Ha disparado al
aire. Del susto le ha vuelto blanco, de todas maneras. Dice que si alguien ve
por ahí a un negro blanco, aquél será. Dice que tiene el otro cañón cargado
esperando que se oiga otro ruido en el bancal, y que la próxima vez no apuntará
al aire, sea perro, negro, o... ¡ Jem Finch!
-¿Qué,
señora? -preguntó Jem.
Atticus
tomó la palabra.
-¿Dónde
están tus pantalones, hijo?
-
¿Pantalones, señor?
-Pantalones,
sí.
Era
inútil. Allí, en calzoncillos, delante de Dios y de todo el mundo. Y suspiré:
-Eh...
¡Mister Finch!
A
la claridad de la lámpara de la calle, pude ver que Dill estaba imaginando
una: sus ojos se debilitaron, su gordinflona faz de querubín se puso más
redonda.
-¿Qué
hay, Dill? -inquirió Atticus.
-Pues...
se los he ganado -dijo con tono vago.
-¿Se
los has ganado? ¿Cómo?
La
mano de Dill fue en busca de la nuca, subió por la cabeza y frotó la frente.
-Estábamos
jugando al 'póker desnudo' allá arriba, junto al estanque de los peces -dijo.
Jem
y yo nos tranquilizamos. Los vecinos parecían convencidos: todos se pusieron
serios. Pero ¿qué era el 'póker desnudo'?
No
tuvimos ocasión de averiguado: miss Rachel se disparó como la sirena de
nuestros bomberos.
- ¡Bue... eeen Jeeee... sús, Dill Harry! ¿Jugando
junto a mi estanque? ¡Yo te enseñaré el 'póker desnudo', señorito!
Atticus
salvó a Dill de un despedazamiento inmediato.
-Un
minuto nada más, miss Rachel! -dijo-. No había oído nunca que hicieran una cosa
así, hasta este día. ¿Jugabáis a los naipes, los tres?
Jem
devolvió a ciegas la pelota lanzada por Dill.
-No,
señor, sólo con cerillas.
Yo
admiré a mi hermano. Las cerillas eran peligrosas, pero los naipes eran
fatales.
-Jem,
Scout -dijo Atticus-, no quiero volver a oír nombrar el póker bajo ninguna
forma. Vete a casa de Dill y coge los pantalones, Jem. Resolved la cuestión
vosotros mismos.
-No
te apures, Dill -dijo Jem mientras andábamos por la acera-, no te zumbará.
Atticus la convencerá con buenas palabras. Has sabido pensar de prisa, chico.
Escucha..., ¿no oyes?
Nos
paramos y oímos la voz de Atticus.
-...No
es un caso serio..., todos pasan por ello, miss Rachel...
Dill
se tranquilizó, pero Jem y yo, no. Quedaba el problema de que Jem había de
presentar unos pantalones por la mañana.
-Te
daría unos míos -dijo Dill cuando llegamos a las escaleras de miss Rachel.
Jem
contestó que no podría ponérselos, pero que muchas gracias, de todos modos. Nos
dijimos adiós, y Dill entró en la casa. Evidentemente, se acordó de que
estábamos prometidos, porque retrocedió corriendo y me besó a toda prisa
delante de Jem.
-
¡Escribidme! ¿Me oís? -nos gritó, a nuestra espalda.
Aunque
Jem hubiese llevado los pantalones puestos y sin novedad, tampoco habríamos
dormido mucho. Todos los sonidos nocturnos que escuchaba desde mi catre en el
porche trasero llegaban con triple aumento, todas las pisadas sobre la gravilla
eran Boo Radley que buscaba su venganza, todos los negros que pasaban riendo en
la noche eran Boo Radley suelto y persiguiéndonos; los insectos que chocaban
contra los cristales eran los dedos dementes de Boo Radley cortando el alambre
a pedazos; los cinamomos eran seres malignos, que nos rondaban alerta. Floté
entre el sueño y la vigilia hasta que oí murmurar a Jem.
-¿Duermes,
Tres-Ojos?
-Ssssittt.
Atticus ha apagado la luz.
A
la muriente luz de la luna vi que Jem bajaba los pies al suelo.
-¿Estás
loco?
-Voy
por ellos -dijo.
Yo
me senté muy erguida.
-No
puedes -dije-. No te lo permitiré.
-Tengo
que ir -replicó él, peleando para ponerse la camisa.
-Ve,
y yo despertaré a Atticus.
-Despiértale
y te mato.
Le
cogí y le hice tender a mi lado en el catre. Quise razonar con él.
-Míster
Nathan los encontrará por la mañana, Jem. Sabe que los perdiste tú. Cuando se
los enseñe a Atticus pasaremos un mal rato, pero no habrá otra cosa. Vuélvete a
la cama.
-Lo
sé, precisamente -respondió Jem-. Por esto voy a buscarlos.
Yo
empezaba a sentirme mareada. Irse solo
allá!... Recordaba lo de miss Stephanie, mister Nathan tenía el otro cañón
cargado esperando el primer ruido nuevo que oyese, fuese perro, negro, o...
Jem lo sabía mejor que yo.
Estaba
desesperada.
-Mira,
Jem, no vale la pena. Una paliza duele, pero no dura. Te pegarán un tiro a la
cabeza, Jem. Por favor...
Mi
hermano expulsó el aliento con gran paciencia.
-Yo...
Mira, esto es así Scout -murmuró-. Desde que tengo memoria, Atticus no me ha
pegado. Y quiero que continúe del mismo modo.
Esto
era una fantasía. Parecía que Atticus nos amenazaba día sí, día no.
-Quieres
decir que nunca te ha cogido en nada.
-Quizá
sea eso, pero... quiero que las cosas sigan de este modo, Scout. Debemos
resolverlo esta noche.
Supongo
que fue entonces cuando Jem y yo empezamos a separamos. A veces no le
entendía, pero mis períodos de desorientación duraban poco. Aquello estaba
fuera de mi alcance.
-Por
favor -supliqué- ¿no puedes pensarlo un minuto al menos...? ¿Tú solo en aquel
lugar...?
-
¡Cállate!
-Esto
no acabará en que Atticus no vuelva a dirigirte más la palabra, ni cosa asi...
Le despertaré, Jem, te lo juro que le despertaré... -Jem me cogió por el
cuello del pijama, tirando con fuerza-. Entonces, iré contigo... -dije medio
asfixiada.
-No,
no vendrás, harías ruido.
Fue
inútil. Abrí el cerrojo de la puerta trasera y lo sujeté mientras él bajaba
sigilosamente las escaleras. Debían de ser las dos. La luna se ponía y las
sombras de los listones de madera de las ventanas se disolvían en una borrosa
nada. El blanco faldón de la camisa de Jem bajaba y subía como un pequeño
fantasma bailarín que quisiera escapar de la mañana que se acercaba. Una débil
brisa corría y refrescaba las gotas de sudor que corrían por mis costados.
Jem
salió por la parte trasera, cruzó el prado y el patio de la escuela, y calculé
que estaría rodeando la valía, al menos se había encaminado en aquella
dirección. Todavía necesitaba más tiempo, de manera que no había llegado aún el
momento de inquietarse. Esperé hasta que tal momento hubo llegado y agucé el
oído esperando el disparo de la escopeta de míster Radley. Luego, creí percibir
unos chasquidos en la calle posterior. Era una creencia anhelante.
Después
oí toser a Atticus. Contuve el aliento. A veces, cuando hacíamos una
peregrinación a media noche al cuarto de baño, le encontrábamos leyendo. Decía
que con frecuencia se despertaba durante la noche, comprobaba cómo estábamos y
se ponía a leer hasta dormirse. Yo aguardé convencida de que su luz se
encendía, esforzando la vista para verla inundar el vestíbulo. La luz continuó
apagada, y yo volví a respirar.
Los
rondadores nocturnos se habían retirado, pero cuando se agitaba el viento, los
cinamomos maduros tamborileaban sobre el tejado, y la oscuridad parecía todavía
más desolada con los ladridos de los perros en la lejanía.
Ahí
estaba Jem regresando. Su camisa blanca asomó sobre la valla trasera; poco a
poco se hizo mayor. Jem subió las escaleras, pasó el cerrojo tras él y se sentó
en su catre. Sin decir palabra, levantó los pantalones. Luego se tendió y
durante un rato oí que su catre temblaba. Pronto se quedó quieto. No volví a
oír que se moviese.
7
Jem
estuvo huraño y silencioso toda una semana. Como Atticus me había aconsejado en
cierta ocasión, probé a meterme en su pellejo y hacer como si fuera él: si
hubiese ido sola a la Mansión Radley a las dos de la madrugada, la tarde
siguiente se habría efectuado mi entierro. En consecuencia, dejé en paz a Jem
y procuré no fastidiarle.
Empezaron
las clases. El segundo grado fue tan malo como el primero, y aun peor; seguían
pasándole cartulinas por delante de las narices a una y no la dejaban leer ni
escribir. Los progresos de miss Caroline, en la puerta de al lado, podían
calcularse por la frecuencia de las carcajadas; no obstante, la pandilla de
costumbre había fallado las pruebas otra vez, repetía el grado y le servía
para mantener el orden. Lo único que tenía de bueno el segundo grado era que
yo salía tan tarde como Jem, y habitualmente, a las tres, nos íbamos a casa
juntos.
Una
tarde, mientras cruzábamos el patio de la escuela en dirección a nuestra casa,
Jem dijo de pronto:
-Hay
una cosa que no te había explicado.
Como
ésta era la primera frase que pronunciaba en varios días, le alenté:
-¿Sobre
qué?
-Sobre
aquella noche.
Nunca
me has contado nada de aquella noche -dije.
Jem
despreció mis palabras con un ademán, como si espantara mosquitos. Guardó
silencio un rato, y luego, dijo:
Cuando
volví a buscar los pantalones... Bueno, al quitármelos quedaron hechos un lío,
de tal modo que no podían desenredarse... Cuando volví allá... -Jem inspiró
profundamente-. Cuando volví allá estaban doblados sobre la valla..., como si
me esperasen.
¿Sobre
la valla...?
-Y
otra cosa.. -Jem había bajado la voz-. Te lo enseñaré cuando lleguemos a casa.
Los habían cosido. No como si lo hubiera hecho una mujer, sino como si hubiera
probado de coserlos yo. Todo en serpentina. Es casi como si...
-....alguién
supiera que tu volverías por ellos.
Jem
se estremeció.
Como
si alguien hubiese leído mi pensamiento..., como si alguien hubiese podido
adivinar lo que haría. Nadie puede intuir lo que voy a hacer, a menos que me
conozcan ,¿verdad que no, Scout?
La
pregunta de Jem era una súplica. Yo le tranquilicé.
-Nadie
puede adivinar lo que vas a hacer a menos que viva en la casa contigo, y aun
así, a veces yo no sé adivinarlo.
Estábamos
pasando por la vera de nuestro árbol. En su cavidad había un ovillo de bramante
gris.
-No
lo cojas, Jem -pedí-. Esto sirve de escondrijo a alguna persona.
-No
lo creo, Scout.
-
¡Sí! Alguno por el estilo de Walter Cunningham baja aquí todos los recreos y
esconde cosas, y llegamos nosotros y se las quitamos. Oye, dejemos eso ahí y
esperemos un par de días. Si entonces todavía está, nos lo llevaremos. ¿De
acuerdo?
-De
acuerdo. quizá tengas razón -dijo Jem-. Puede ser el escondrijo de algún
chiquillo... Esconde las cosas de los que son mayores que él. Ya sabes, sólo
encontramos cosas cuando funciona la escuela.
-Sí
-respondí-, pero es que en verano nunca pasamos por aquí.
Nos
fuimos a casa. La mañana siguiente el bramante continuaba donde yo lo había
dejado. El tercer día, como todavía seguía allí, Jem se lo metió en el
bolsillo. En adelante consideramos que todo lo que encontrábamos en el agujero
nos pertenecía.
El
segundo grado era fatídico, pero Jem me aseguró que cuanto mayor me hiciese
mejor sería la escuela, que él había empezado del mismo modo, y que hasta que
uno no llegaba al sexto grado no aprendía nada de valor. El sexto grado pareció
gustarle desde el principio. pasó por un breve Período Egipcio que me
desconcertó: continuamente trataba de andar a paso lento, levantando un brazo
adelante y otro atrás, y asentando un pie detrás del otro. Declaraba que los
egipcios andaban de este modo, yo le dije que si era así no veía cómo podían
hacer nada, pero Jem replicó que habían hecho más que los americanos en toda su
historia; que inventaron el papel higiénico y el embalsamamiento perpetuo, y me
preguntó dónde estaríamos hoy en día si no los hubiese inventado. Atticus me
dijo que borrase los adjetivos y me atuviese a los hechos.
En
Alabama del Sur no hay estaciones bien definidas; el verano flota a la deriva
dentro del otoño, y al otoño a veces no le sigue el invierno, sino que se
convierte en una vaga primavera que se funde otra vez en verano. Aquel otoño
fue largo, apenas bastante fresco para ponerse una chaqueta ligera. Jem y yo
recorríamos nuestra órbita una templada tarde de octubre cuando nuestro agujero
nos detuvo de nuevo. Esta vez había dentro una cosa blanca.
Jem
permitió que yo hiciera los honores: saqué dos pequeñas imágenes esculpidas en
jabón. Una era la figura de un muchacho, la otra llevaba un vestido tosco.
Sin
tiempo para acordarme de que no existe eso del mal de ojo, solté un chillido y
las arrojé al suelo.
Jem
las recogió vivamente.
-¿Qué
te pasa? -gritó. Y limpió las figuras, librándolas del rojo polvo-. Son buenas
-dijo.
Y
bajó la mano para que yo las viese. Eran unas miniaturas casi perfectas de dos
chiquillos. El muchacho llevaba pantalón corto; los mechones de cabello le
llegaban hasta las cejas. Yo miré a Jem. Una punta de pelo castaño y estirado
le caía hacia adelante. Hasta entonces no me había fijado nunca.
Jem
miró la figurita de niña, luego a mí. La muñequita llevaba cerquillos. Yo
también.
-Estos
somos nosotros -dijo.
-
¿Quién los hizo? ¿Te lo figuras?
-¿A
quién conocemos por aquí que talle? -preguntó él.
-A míster Avery.
-A
míster Avery le gustan y nada más. Quiero decir las tallas.
Míster
Avery salía a un promedio de un palo de leña de estufa por semana; lo
adelgazaba hasta convertirlo en un palillo y luego lo mascaba.
-Está
el viejo enamorado de miss Stephanie Crawford -indiqué.
-Esculpe,
es cierto, pero vive en el campo. ¿Cuándo se habría fijado para nada en
nosotros?
-Quizá
se sienta en el porche y nos mira a nosotros en vez de fijarse en miss
Stephanie. Si yo estuviera en su lugar, lo haría.
Jem
me miró tan largo rato que yo le pregunté qué le pasaba, pero no conseguí otra
cosa que un 'nada, Scout', como respuesta. Cuando nos fuimos a casa, Jem puso
los muñecos en su baúl.
Menos
de dos semanas después encontramos un paquete entero de goma de mascar, que
saboreamos a placer, pues el hecho de que todo lo de la Mansión Radley era
veneno se había deslizado fuera de la memoria de Jem.
La
semana siguiente el agujero contenía una medalla deslucida. Jem se la enseñó a
Atticus, quien dijo que era una 'medalla de deletreo'. Antes de que nosotros
naciésemos, el condado de Maycomb celebraba competiciones de ortografía y
concedía medallas a los vencedores. Atticus afirmó que la habría perdido alguno
y que si habíamos preguntado por ahí. Jem me dio una coz de camello cuando
quise decir dónde la encontramos. Jem preguntó entonces si Atticus recordaba a
alguno que hubiese ganado una, pero éste dijo que no.
Nuestro
premio mayor apareció cuatro días más tarde. Era un reloj de bolsillo, que no
funcionaba, sujeto a una cadena, con un cuchillo de aluminio.
-¿Te
parece que es oro blanco, Jem?
-No
lo sé. Lo enseñaré a Atticus.
Atticus
dijo que si hubieran sido nuevos, reloj, cuchillo y cadena, habrían valido
probablemente unos diez dólares.
-¿Has
hecho un trueque con alguno en la escuela? -preguntó.
-
¡Oh, no, señor! -Jem sacó el reloj de su abuelo, que Atticus le dejaba llevar
una vez por semana a condición de que tuviera cuidado. Los días que llevaba el
reloj, Jem andaba como pisando huevos-. Atticus, si no tienes inconveniente,
prefiero llevar éste. Quizá pueda repararlo.
Cuando
el reloj nuevo desplazó al del abuelo, y el llevarlo se convirtió en una penosa
tarea cotidiana, Jem ya no sintió más la necesidad de consultar la hora cada
cinco minutos.
Hizo
con la reparación un buen trabajo: sólo le sobraron un muelle y un par de
piezas pequeñas, pero el reloj no quiso marchar.
-Aaah
-suspiró-, no funcionará nunca. ¡ Scout!
-¿Qué?
-¿Te
parece que deberíamos escribir una carta a quien sea que nos deja esta cosas?
-Eso
estaría muy bien, Jem; podemos darle las gracias... ¿Qué mal hay en ello?
Jem
se cogía las orejas meneando la cabeza de un lado para otro.
-No
lo entiendo, de veras que no lo entiendo; no sé por qué, Scout... -Y mirando en
dirección a la sala, no se por que se me ocurre la idea de explicárselo a
Atticus..., pero no, creo que no.
-Yo
se lo diré por ti.
-No,
Scout, no lo hagas. ¡Scout!
-
¿Quéee?
Toda
la tarde había estado a punto de decirme una cosa, su cara se animaba y se
volvía hacia mí, luego cambiaba de idea. Y cambió de nuevo.
-Oh,
nada.
-Vamos,
escribamos la carta. -Y le puse un papel y un lápiz debajo de la nariz.
-De
acuerdo. Querido señor...
-¿Cómo
sabes que es un hombre? Apuesto a que es miss Maudie; hace mucho tiempo que lo
pienso.
-Bah,
miss Maudie no sabe mascar goma... -Jem sonrió inesperadamente-. Ya sabes, a
veces habla con mucha finura. Un día le ofrecí un pedazo y dijo que no,
gracias, que... la goma de mascar se le pegaba al paladar y la dejaba sin
palabras -dijo Jem midiendo las suyas-. ¿No es decir una cosa fina?
-Sí,
a veces sabe decir cosas agradables. De todos modos, tampoco querría un reloj
y una cadena.
-Querido
señor -dijo Jem-. Agradecemos el... no, agradecemos todo lo que ha puesto en
el árbol para nosotros. Sinceramente suyos, Jeremy Atticus Finch.
-Si
firmas de este modo no sabrá quién eres.
Jem
borró el nombre y escribió: 'Jem Finch'. Yo firmé debajo: 'Jean Louise Finch
(Scout)'. Jem puso el billete dentro de un sobre.
A
la mañana siguiente, cuando íbamos a la escuela, Jem echó a correr delante de
mí y se paró junto al árbol. Cuando levantó la vista la dirigió hacia mí, y vi
que se volvía intensamente pálido.
-
¡Scout!
Yo
corrí hasta él.
Alguien
había llenado el agujero con cemento.
-No
llores ahora, Scout... no llores ahora, no te apures... -iba murmurando Jem,
camino de la escuela.
Cuando
volvimos a casa para la comida, Jem engulló su ración, corrió al porche y se
quedó plantado en las escaleras. Yo le seguí.
-No
ha pasado -me dijo.
Al
día siguiente, Jem se puso otra vez de vigilancia y fue recompensado.
-¿Qué
tal, mister Nathan? -saludó.
-Buenos
días, Jem y Scout -respondió mister Radley sin pararse.
Míster
Radley -dijo Jem. Mister Radley giró sobre sus talones-. Míster Radley, ¿puso
usted cemento en el agujero de aquel árbol de allá abajo?
-Si
-respondió-. Lo tapé.
-Por
qué lo hizo, señor?
-El
árbol está muriendo. Cuando los árboles están enfermo se los llena de cemento.
Deberías saberlo, Jem.
Jem
no dijo nada más sobre el asunto hasta muy avanzada la tarde. Cuando pasamos
junto al árbol dio una palmada meditabundo en el cemento, y se quedó sumido en
profundas meditaciones. Parecía ponerse de mal humor por momentos, y en
consecuencia yo guardé las distancias.
Como
de costumbre, aquella tarde encontramos a Atticus que regresaba del trabajo.
Cuando estuvimos en nuestras escaleras Jem dijo:
-Atticus,
mira el árbol aquel, te lo ruego.
-¿Qué
árbol, hijo?
-El
que está en la esquina de la finca de los Radley, viniendo de la escuela.
-Sí.
-¿Se
está muriendo?
-No,
caramba, hijo, no lo creo. Fíjate en las hojas, están verdes y lozanas, no hay
manchas pardas por ninguna parte...
-¿Ni
siquiera está enfermo?
-Aquél
árbol está tan sano como tú, Jem. ¿Por qué?
-Mister
Nathan Radley ha dicho que se esta muriendo.
-Bien,
quizá si. Estoy seguro de que mister Radley sabe mas de sus árboles que
nosotros.
Atticus
nos dejó en el porche. Jem se apoyó a una columna rascándose los hombros contra
ella.
-¿Tienes
picores, Jem? -le pregunté tan finamente como supe-. Entremos -dije.
-Dentro
de un rato.
Permaneció
allí hasta caer la noche, y yo le esperé. Cuando entramos en casa vi que había
llorado.
8
Por
motivos inescrutables para los profetas más experimentados del condado de
Maycomb, aquel año, el otoño se convirtió en invierno. Tuvimos dos semanas del
tiempo más frío desde 1885, según dijo Atticus. Míster Avery dijo que estaba
escrito en la Piedra de Rosetta que cuando los niños desobedeciesen a sus
padres, fumasen cigarrillos y se hicieran la guerra unos a otros, las
estaciones cambiarían: a Jem y a mí nos cargaban, pues, con el peso de contribuir
a las aberraciones de la Naturaleza, causando con ello la desdicha de nuestros
vecinos y nuestra propia incomodidad.
La
anciana mistress Radley murió aquel invierno, pero su muerte no causó apenas ni
la más leve alteración: los vecinos la veían raras veces, excepto cuando
regaba sus cannas. Jem y yo dedujimos que Boo se había cebado con ella por fin,
pero cuando Atticus regresó de casa de los Radley dijo, con gran desencanto
nuestro, que había muerto por causas naturales.
-Pregúntaselo
-susurró Jem.
-Pregúntaselo
tú; tú eres el mayor.
-Por
eso tienes que preguntárselo tú.
-Atticus
-dije-, ¿has visto a míster Arthur?
Atticus
asomó una cara severa por el costado del papel, mirándome.
-No.
Jem
me indicó que no hiciera más preguntas. Dijo que Atticus estaba todavía un poco
quisquilloso en relación a nosotros y los Radley y que no daría buenos
resultados el insistir. Jem sospechaba que Atticus pensaba que nuestras
actividades de aquella noche no se limitaron únicamente al 'póker desnudo'. No
tenía ninguna base firme para esta sospecha, decía que se trataba solamente de
una corazonada.
A
la mañana siguiente, al despertar, miré por la ventana y estuve a punto de
morir de espanto. Mis alaridos sacaron a Atticus del cuarto de baño a medio
afeitar.
-
¡El mundo está llegando a su fin, Atticus! ¡Haz algo, por favor...!
Le
arrastré hasta la ventana y señalé.
-No,
no termina -contestó-. Está nevando.
Jem
preguntó a Atticus si aquello persistiría. Jem tampoco había visto nunca
nieve, pero sabía lo que era. Atticus contestó que de nieve no sabía más que el
mismo Jem.
-No
obstante, creo que si la atmósfera sigue húmeda así, se convertirá en lluvia.
Sonó
el teléfono y Atticus dejó la mesa del desayuno para acudir a la llamada.
-Era
Eula May -dijo al regreso-. Cito sus palabras: 'Como no había nevado en Maycomb
desde 1885, hoy no habrá clases'.
Eula
May era la telefonista en jefe de Maycomb. Le habían con fiado la misión de
comunicar anuncios públicos, invitaciones de boda, poner en marcha la sirena de
incendios, y dar instrucciones para primeras curas cuando el doctor Reynolds
estaba ausente.
Cuando
por fin Articus nos llamó al orden y nos mandó que fijásemos la vista en el
plato en lugar de mirar por las ventanas Jem preguntó:
-¿Cómo
se hace un muñeco de nieve?
-No
tengo la menor idea -respondió Articus-. No quiero que os desilusionéis, pero
dudo que haya nieve bastante para hacer ni siquiera una bola.
Calpurnia
entró y dijo que le parecía que estaba cuajando. Cuando corrimos al patio
trasero, lo encontramos cubierto de una delgada capa de nieve fangosa.
-No
debemos pisarla -dijo Jem-. Mira, a cada paso que das, la estropeas.
Miré
atrás, a mis pisadas, Jem dijo que si esperábamos a que hubiera nevado un poco
más, la podríamos amontonar para hacer un muñeco. Yo saqué la lengua y cogí un
copo plano. Quemaba.
-
¡Jem, está caliente!
-No,
no está caliente, está tan fría que quema. Y no la comas, que la malgastas.
Deja que caiga al suelo.
-Pero
yo quiero andar por ella.
-Ya
sé lo que haremos: podemos ir a pisarla en el patio de miss Maudie.
Jem
avanzó a saltos cruzando el patio de la fachada. Yo seguí sus huellas. Cuando
estábamos en la acera delante de la casa de miss Maudie, se nos acercó mister
Avery. Tenía la cara encarnada y el estómago abultado debajo del cinturón.
-¿Véis
lo que habéis hecho? -nos dijo-. En Maycomb no había nevado desde Maricastaña.
Son los niños malos como vosotros los culpables de que cambien las estaciones.
Yo
me pregunté si míster Avery sabía con cuánto afán habíamos esperado el verano
pasado que repitiera su representación, y reflexioné que si era aquella la paga
que recibíamos, había que reconocerle ciertas ventajas al pecado. No me
pregunté de dónde sacaba mister Avery sus estadísticas meteorológicas: venían
directamente de la Piedra de Rosetta.
- ¡Jem Finch, eh, Jem Finch!
-Miss
Maudie te llama, Jem.
-Quedaos
los dos en el centro del patio. Cerca del porche hay unas cosas plantadas
debajo de la nieve. ¡No las piséis!
-
¡Bien! -gritó Jem-. ¡Qué hermosa es! ¿Verdad, miss
Maudie?
-
¡Hermosas mis patas! ¡Si esta noche hiela se me llevará todas las azaleas!
El
viejo sombrero de sol de miss Maudie centelleaba de cristales de nieve. La dama
se inclinaba sobre unos pequeños arbustos, envolviéndolos en sacos de
arpillera. Jem le preguntó por qué lo hacía.
-Para
conservarles el calor -respondió.
-¿Cómo
pueden conservar el calor las flores? No tienen circulación.
-No
sabría contestar a esta pregunta, Jem Finch. Todo lo que sé es que si esta
noche hiela, estas plantas se helarán, de modo que hay que cubrirlas. ¿Resulta
claro?
-Sí.
¡Miss Maudie!
-Di,
señor.
-Scout
y yo, ¿podríamos pedirle prestada una poca de su nieve?
-
¡Cielo bendito lleváosla toda! Debajo de la casa hay un cesto viejo para
melocotones, podéis transportarla en él. -Miss Maudie entomó los ojos-. Jem
Finch, ¿qué váis a hacer con mi nieve?
-Usted
verá -contestó Jem, y nos pusimos a transportar (fangosa operación) toda la
nieve que pudimos del patio de miss Maudie al nuestro.
-¿Qué
haremos, Jem? -pregunté.
-Ya
verás -dijo-. Ahora coge el cesto y lleva toda la nieve que puedas del patio
trasero al delantero. Al regresar sigue tus propias pisadas, sin embargo -me
advirtió.
-¿Haremos
un niño de nieve, Jem?
-No,
un hombre de verdad. Ahora hemos de trabajar de firme.
Jem
corrió al patio trasero, sacó la azada y se puso a cavar afanosamente detrás
de la pila de leña, depositando a un lado todos los gusanos que encontraba.
Luego entró en la casa, regresó con el canasto de la ropa, lo llenó de tierra y
la transportó al patio delantero.
Cuando
tuvimos cinco canastos de tierra y dos de nieve, Jem dijo que estábamos listos
para empezar.
-¿No
te parece que esto es un revoltijo? -le pregunté.
-Ahora
lo parece, pero después no lo parecerá -afirmó.
Jem
reunió una brazada de tierra que transformó a palmadas en un montículo; añadió
otra cantidad y otra, hasta que hubo construido un torso.
-Jem,
no había oído hablar de un muñeco de nieve negro -le dije.
-No
será negro mucho rato -refunfuñó él.
Del
patio trasero se proveyó de unas ramas de melocotonero cortó las ramitas y las
dobló en forma de huesos que habría que cubrir de tierra.
-Parece
miss Stephanie Crawford con las manos en las cadera -dije-. Gorda en el medio y
con unos bracitos diminutos.
-Se
los haré mayores -Jem derramó agua sobre la estatua de barro y añadió más
tierra. La contempló pensativamente un momento, y luego le formó una gran
barriga debajo de la cintura. Entonces me miró con unos ojos centelleantes-.
Míster Avery tiene una figura así como un muñeco de nieve ,¿verdad?
A
continuación cogió nieve y se puso a distribuirla sobre el monigote. A mí sólo
me permitió que cubriese la espalda, reservándose las partes púdicas para sí.
Poco a poco, míster Avery se volvió blanco.
Empleando
pedacitos de leña por ojos, nariz, boca y botones, Jem consiguió que mister
Avery tuviese un aire malhumorado. Un palo completó el cuadro. Después
retrocedió unos pasos para contemplar su creación.
-Es
hermoso, Jem -dijo-. Parece como si fuera a hablarle a uno.
-¿Verdad
que sí? -dijo él, ingenuamente.
No
supimos aguardar a que Atticus viniese a comer; le llamamos y le dijimos que
le teníamos preparada una gran sorpresa. Pareció pasmado cuando vio una gran
parte de la nieve del patio trasero en el de la fachada, pero dijo que
habíamos hecho un trabajo más que superior.
-No
sabia cómo te las arreglarías para construirlo -le dijo a Jem-, pero desde hoy
en adelante ya no me inquietaré por lo que pueda ser de ti, hijo: siempre
encontrarás un recurso.
A
Jem se le pusieron las orejas encarnadas de satisfacción ante semejante
cumplido, pero levantó los ojos vivamente cuando vio que Atticus retrocedía
unos pasos. Atticus miró un rato la figura ladeando la cabeza. Sonrióse, y
luego soltó la carcajada.
-Hijo,
ya sé lo que serás: ingeniero, abogado, o pintor de retratos. Has montado un
libelo aquí en el patio de la fachada. Hemos de disfrazar a ese sujeto.
En
seguida sugirió que Jem le rebajase un poco la barriga, trocase el bastón por
una escoba y le pusiera delantal.
Jem
explicó que si lo hacía, el muñeco de nieve se pondría fangoso y dejaría de
ser un muñeco de nieve.
-No
me importa lo que hagas, con tal que hagas algo -respondió Atticus-. No puedes
andar por ahí fabricando caricaturas de los vecinos.
-No
es una caractertura -replicó Jem-. Simplemente, se le parece.
-Es
posible que míster Avery no pensase lo mismo.
-
¡Ya lo tengo! exclamó Jem. Cruzó la calle corriendo, desapareció en el patio
trasero de miss Maudie y regresó triunfante. Colocó el sombrero de sol de la
dama en la cabeza del muñeco y le embutió las tijeras de podar en la curva del
brazo. Atticus dijo que de este modo estaría bien.
Miss
Maudie abrió la puerta de la fachada y salió al porche. Nos miró un momento
desde el otro lado de la calle, y de pronto sonrió.
-Jem Finch -gritó-. ¡ So demonio,
devuélveme el sombrero, señorito!
Jem
miró a Atticus, que movió la cabeza negativamente.
-Sólo
lo dice para armar jaleo -explicó-. En realidad está impresionada por tus...
triunfos.
Atticus
fue hasta la acera de miss Maudie, donde se enfrascaron en una conversación
abundante en ademanes, de la cual la única frase que cogí fue...
-...¡Levantando
un mamarracho en el patio! ¡Atticus, nunca sabrás educarlos!
Por
la noche dejó de nevar, la temperatura descendió, y al anochecer las
predicciones más horrendas de míster Avery se confirmaron. Calpurnia hacía
crepitar todos los hogares de la casa, pero teníamos frío. Cuando Atticus
regresó aquella noche dijo que no nos escapábamos del mal tiempo y preguntó a
Calpurnia si quería quedarse a pasar la noche con nosotros. Calpurnia echó una
mirada a los altos techos y a las largas ventanas y dijo que creía que
encontraría mejor temperatura en su casa. Atticus la llevó en el coche.
Antes
de irme a dormir, Atticus puso más carbón en el fuego de mi cuarto. Dijo que el
termómetro señalaba dieciséis grados1, que era la noche más fría que
recordaba y que el muñeco de nieve se habla helado y vuelto completamente
sólido.
Unos minutos después, a mi parecer, me
despertó alguien que me sacudía. Tenía extendido sobre mi el abrigo de Atticus.
-¿Ya es
de mañana?
-Levántate,
niña. -Atticus me presentaba el albornoz y el abrigo-. Ponte el vestido primero
-me dijo.
Jem
estaba al lado de Atticus, atontado y despeinado. Con una mano se cerraba el
cuello del abrigo; la otra la tenía metida en el bolsillo. Parecía haber
engordado de un modo raro.
Corre,
cariño -dijo Atticus-. Aquí tienes los zapatos y los calcetines.
Yo
me los puse con aire estúpido.
-¿Es
de mañana?
-No,
es poco más de la una. Date prisa ahora.
Por
fin se adentró en mi mente la idea de que ocurría algo malo.
-¿Qué
pasa?
Pero
entonces ya no fue preciso que me lo dijeran. Del mismo modo que los pájaros
saben adónde irse cuando llueve, yo sabía cuándo ocurría algo anormal en
nuestra calle. Unos sonidos blandos, como de tafetán, y los de las pisadas
apagadas y rápidas me llenaron de un espanto irremediable.
-¿En
qué casa es?
-En
la de miss Maudie, cariño -respondió Atticus dulcemente.
En
la puerta de la fachada vimos las ventanas de miss Maudie arrojando llamas.
Para confirmar lo que veíamos, la sirena de incendios gimió en tono cada vez más
agudo, subiendo toda la escala hasta una nota elevada. y temblorosa, que se
prolongó come un largo alarido.
-No
tiene remedio, ¿verdad? -gimió Jem.
-Creo
que no -Atticus-. Ahora escuchad los dos. Bajad y situaos delante de la
Mansión Radley. Manteneos apartados, ¿me ois? ¿Véis de qué parte sopla el
viento?
-Oh
-dijo Jem-. Atticus, ¿te parece que deberíamos empezar a sacar los muebles?
-Todavía
no, hijo. Haced lo que os mando. Corred ya. Cuida de Scout, ¿me oyes? No la
pierdas de vista.
Atticus
nos empujó y partimos hacia la puerta de entrada del patio trasero de los
Radley. Desde allí vimos cómo la calle se llenaba de hombres y de coches
mientras el fuego devoraba calladamente la casa de miss Maudie.
-¿Por
qué no se dan prisa?... ¿Por qué no se dan prisa? -murmuraba Jem.
Pronto
vimos el motivo. El viejo camión de los bomberos, averiado por el frío,
llegaba de la ciudad empujado por un tropel de hombres. Cuando hubieron
empalmado la manguera a una boca de riego, el agua salió con furia, salpicando
la calle.
-Oooh,
Señor, Jem...
Jem
me rodeó con el brazo.
Cállate,
Scout. Todavía no es el momento de inquietarse. Cuando lo sea te avisaré.
Los
hombres de Maycomb, en todos los grados de vestido y desvestido, sacaban
muebles de la casa de miss Maudie y los llevaban a un patio del otro lado de
la calle. Vi a Atticus transportando la pesada mecedora de roble, y pensé que
obraba muy cuerdamente al salvar lo que miss Maudie apreciaba más.
A
veces oíamos gritos. Entonces apareció la faz de míster Avery en una ventana
del piso. Míster Avery empujó el colchón fuera de la ventana y arrojó muebles
hasta que los hombres le gritaron:
-¡Baje
de ahí, Dick! ¡Las escaleras se están derrumbando! ¡Salga de ahí, míster Avery!
Mister
Avery se dispuso a saltar por la ventana.
-Está
sitiado, Scout... -dijo Jem con voz entrecortada-. Oh, Dios mío...
Mister
Avery se encontraba en un grave aprieto. Yo escondí la cabeza debajo del brazo
de Jem, y no volví a mirar hasta que mi hermano gritó:
-
¡Se ha liberado, Scout! ¡ Está a salvo!
Levanté
la vista para ver a míster Avery cruzando el porche del piso. Pasó las piernas
por encima de la baranda y se deslizaba por una columna, pero en aquel momento
resbaló. Cayó, dio un grito y fue a chocar contra los arbustos de miss Maudie.
De
pronto advertí que los hombres se apartaban de la casa de miss Maudie y venían
calle abajo en nuestra dirección. Ya no transportaban muebles. El fuego había
ganado el segundo piso y se había abierto paso hasta el tejado; los marcos de
las ventanas aparecían negros sobre un centro de color naranja vivo.
-Jem,
parece una calabaza...
-
¡Mira, Scout!
De
nuestra casa y de la de miss Rachel salía una masa de humo que parecía la
niebla en la orilla de un río, y los hombres estiraban las mangueras hacia los
edificios. Detrás de nosotros el camión de bomberos de Abbottsville lanzaba su
cuchillo doblando la curva y se paró delante de nuestra casa.
-Aquel
libro... -dije yo.
-¿Cuál?
-preguntó Jem.
-Aquel
Tom Swift, no era mío, era de Dill...
-No
te apures, Scout, no es momento de inquietarse todavía -dijo Jem-. Mira allá
-indicó, señalando.
Atticus
se encontraba en medio de un grupo de vecinos, con las manos en los bolsillos.
Podría haber estado siguiendo un partido de fútbol. Miss Maudie se hallaba a su
lado.
-Mira
allí, él todavía no está preocupado -hizo notar Jem.
-¿Cómo
no está arriba de una de las casas?
-Es
demasiado viejo; se rompería el cuello.
-¿Crees
que deberíamos hacerle sacar nuestras cosas?
-No
le fastidiemos, él sabrá cuando deba hacerse -replicó mi hermano.
El
coche bomba de incendios de Abbottsville empezó a arrojar agua sobre nuestra
casa; un hombre subido al tejado iba indican do los sitios que la necesitaban
más. Yo vi cómo nuestro muñeco de nieve se volvía negro y se desmoronaba; el
sombrero de miss Maudie quedó encima del
montón. No pude verlas tijeras de Podar. Con el calor que despedían entre la
casa de miss Maudie, la de miss Rachel y la nuestra, los hombres hacía rato que
se habían quitado los abrigos y albornoces. Trabajaban con las chaquetas de los
pijamas y las camisas de dormir embutidos dentro de los pantalones, pero yo
empecé a notar que me helaba poco a poco, inmóvil allí. Jem trataba de darme
calor, pero su brazo no era suficiente. Me liberé del mismo y me subí las manos
a los hombros Bailando un poco, recobré la sensibilidad de los pies.
Otro
camión contra incendios apareció y se paró delante de la casa de miss Stephanie
Crawford. No había boca de riego para otra manguera, y los hombres trataban de
empapar la casa con extintores de mano.
El
tejado de zinc de miss Maudie cerraba el paso a las llamas. Con una especie de
rugido, el edificio se desplomó; de todas partes salían chorros de fuego,
seguidos de un revoloteo de mantas de los hombres de los tejados de las casas
adyacentes, golpeando centellas y trozos de madera encendidos.
Había
llegado la aurora cuando los hombres empezaron a desfilar, primero de uno en
uno, luego en grupos. Empujando, lleva ron otra vez el camión de bomberos de
Maycomb al interior de la ciudad; el de Abbottsville se marchó, y el tercero se
quedó. Al día siguiente descubrimos que había venido de Clark, a unas setenta
millas de distancia.
Jem
y yo nos deslizamos al otro lado de la calle. Miss Maudie tenía la mirada fija
en el agujero negro, humeante, de su patio, y Atticus movió la cabeza para
decirnos que miss Maudie no quería hablar. Atticus nos acompañó a casa,
apoyándose en nuestros hombros para cruzar la helada calle. Nos dijo que, por
lo pronto, miss Maudie viviría con miss Stephanie.
-¿Alguno
quiere chocolate caliente? -nos preguntó.
Cuando
Atticus encendió el fuego en la estufa de la cocina, sentí un escalofrío.
Mientras
bebíamos el chocolate, noté que Atticus me miraba, primero con curiosidad,
luego con aire severo.
-Pensaba
que os había ordenado a Jem y a ti que no anduvieráis de un lado para otro
-dijo.
-
¡Si no nos movimos! Estuvimos quietos allí...
-Entonces,
¿de quién es esa manta?
-¿Manta?
-Sí,
señorita, manta. No es nuestra.
Yo
me miré y me vi sujetando una manta parda de lana que me envolvía los hombros,
a la manera de las mujeres indias.
-No
lo sé, Atticus, señor... Yo...
Me
volví hacia Jem en busca de una respuesta, pero Jem todavía estaba más pasmado
que yo. Dijo que no sabía cómo había llegado allí; nosotros hicimos exactamente
lo que Atticus nos ordenó, nos plantamos delante de la puerta de los Radley,
apartados de todo el mundo, no nos movimos ni una pulgada... Jem se
interrumpió.
-Míster
Nathan estaba en el fuego -balbuceó-, yo le vi, yo le vi, estaba arrastrando
aquel colchón... Atticus, juro que...
-Está
bien, hijo -Atticus sonrió con lenta sonrisa-. Parece que anoche todo el mundo
estuvo fuera de casa, más o menos rato. Jem, en la despensa hay papel de
embalaje. Ve a buscarlo y envolveremos...
-
¡Atticus, no, señor!
Jem
parecía hacer perdido la cabeza. Se puso a ventilar nuestros secretos sin
ninguna consideración por mi seguridad, ya que no por la suya propia, sin
omitir nada, ni agujero del árbol, ni pantalones, ni nada en absoluto.
-...Míster
Nathan puso cemento en aquel árbol, Atticus, y lo hizo para que no pudiéramos
encontrar mas cosas... El otro está loco, calculo, tal como dice la gente,
pero, Atticus, juro por Dios que jamás nos ha hecho ningún daño, jamás nos ha
hecho el menor mal, aquella noche podía cortarme la garganta de parte a parte,
y lo que hizo en cambio fue remendarme los pantalones..., nunca nos ha hecho
ningún daño, Atticus...
Atticus
dijo:
-Bueno,
hijo -con tal dulzura que yo me sentí grandemente animada. Era obvio que no
había entendido ni una palabra de lo que había dicho Jem, pues todo su
comentario se redujo a-: Tienes razón. Será mejor que nos guardemos esto y la
manta para nosotros. Algún día, quizá, Scout podrá darle las gracias por
haberla abrigado.
-¿Dar
las gracias? ¿A quién? -pregunté.
-A Boo Radley. Estabas tan embebida mirando el
fuego que no te diste cuenta cuando él te abrigó con la manta.
El
estómago se me disolvió en agua y estuve a punto de vomitar cuando Jem levantó
la manta y se acercó a mí.
-¡Se
escabulló fuera de la casa, dio un rodeo... se presentó a la callada, y se
volvió del mismo modo!
Atticus
dijo en tono seco:
-No
dejes que esto te inspire nuevas hazañas, Jeremy.
Jem
arrugó la frente.
-No
pienso hacerle nada. -Pero yo vi cómo el destello de nuevas aventuras
abandonaba sus ojos-. Piensa nada más, Scout -me dijo-, que si te hubieses
vuelto le habrías visto.
Calpurnia
nos despertó al mediodía. Atticus había dicho que aquel día no era necesario
que fuésemos a la escuela; después de una noche sin dormir, no habríamos
aprendido nada. Calpurnia nos dijo que probásemos a limpiar el patio de la
fachada.
El
sombrero de miss Maudie estaba suspendido dentro de una delgada capa de hielo,
lo mismo que un insecto en ámbar, y tuvimos que cavar la tierra en busca de las
tijeras de podar. Encontramos a miss Maudie en su patio trasero, contemplando
las heladas y chamuscadas azaleas.
-Le
devolvemos sus cosas, miss Maudie -dijo Jem-. Lo hemos sentido muchísimo.
Miss
Maudie volvió la vista, y la sombra de su antigua sonrisa cruzó por su cara.
-Siempre
deseé una casa más pequeña, Jem Finch. De este modo tendré más patio. ¡Fíjate
nada más, ahora dispondré de más espacio para mis azaleas!
-¿No
está apenada, miss Maudie? -pregunté yo, sorprendida. Atticus decía que la casa
era casi todo lo que tenía.
-¿Apenada,
niña? ¡Si le tenía odio a aquella vieja cuadra de vacas! Si no fuera porque me
habrían encerrado, se me ocurrió cien veces la idea de pegarle fuego yo misma.
-Pero...
-No
te inquietes por mi, Jean Louise Finch. Hay recursos que tú ignoras. Vaya, me
construiré una casa pequeña, tomaré un par de huéspedes y... Dios bendito,
tendré el patio más hermoso de Alabama. ¡Esos Bellingrath parecerán míseros,
cuando yo esté en marcha!
Jem
y yo nos miramos.
-¿Cómo
empezó el fuego, miss Maudie? -preguntó él.
-No
lo sé, Jem. Fue probablemente el petróleo de la cocina. Anoche tuve el fuego
encendido para mis tiestos de plantas. Me han dicho que tuviste una compañía
inesperada anoche, miss Jean Louise.
-¿Cómo
lo sabe?
-Atticus
me lo ha contado al marcharse a su trabajo esta mañana. Si he de decirte la
verdad, me hubiera gustado estar contigo. Y además, habría tenido el buen
sentido suficiente para volverme.
Miss
Maudie me dejaba pasmada. A pesar de haber perdido la mayoría de sus intereses,
y teniendo su amado patio hecho una calamidad, seguía tomándose un interés
animado y cordial por los asuntos de Jem y míos.
Sin
duda vio mi perplejidad, pues dijo:
-Lo
único que me atormentaba anoche era el peligro y la conmoción que originó el
incendio. Todo este barrio corrió el riesgo de desaparecer. Míster Avery estará
en cama una semana; tiene fiebre de verdad. Es demasiado viejo para hacer cosas
así, y yo se lo dije. En cuanto tenga las manos limpias y Stephanie Crawford no
esté mirando, le haré un pastel. Esa Stephanie anda detrás de mi receta desde
hace treinta años, y si se figura que se la diré sólo porque vivo con ella, se
equivoca por completo.
Yo
me dije que si miss Maudie abandonaba el puntillo y se la explicaba, miss
Stephanie no sabría aplicarla. Miss Maudie me la había dejado ver una vez; entre
otras cosas, la receta exigía una taza de azúcar.
Aún
era de día. El aire estaba tan frío y quieto que oíamos el chasquido, los roces
y los chirridos del reloj del juzgado antes de dar la hora. Miss Maudie tenía
la nariz de un color que yo no había visto nunca, y quise informarme.
-Estoy
aquí fuera desde las seis -me dijo-. A estas horas debería estar helada.
Levantó
las manos. Un entretejido de líneas surcaba sus palmas, sucias de tierra y de
sangre seca.
-Se
las ha arruinado -dijo Jem-. ¿Por qué no busca un negro?
-No
había ningún acento de sacrificio en su voz cuando añadió-: O a Scout y a mí;
nosotros podemos ayudarle.
-Muchas
gracias, señor, pero tenéis trabajo sobrado por vuestra parte -contestó miss
Maudie, señalando nuestro patio.
-¿Se
refiere al muñeco? -pregunté-. ¡Caramba!, podemos levantarlo de nuevo en un
periquete.
Miss
Maudie me miró fijamente, y sus labios se movieron en silencio. De repente se
llevó las manos a la cabeza y lanzó un '¡Uuuu-piii!'. Cuando la dejamos seguía
riendo.
Jem
declaró que no sabía lo que le pasaba a miss Maudie, que era su manera de ser.
9
-¡Puedes
retirar tus palabras, simplemente!
Este
mandato, dado por mí a Cecil Jacobs, señaló el comienzo de un tiempo más bien
ingrato para Jem y para mí. Yo tenía los puños cerrados y estaba a punto de
dispararme. Atticus me había prometido que si se enteraba de que me peleaba
alguna otra vez, me zurraría; era demasiado mayor y muy crecida para cosas tan
infantiles, y cuanto antes aprendiera a contenerme, tanto mejor sería para
todo el mundo. Pero pronto lo olvide..
Cecil
Jacobs tuvo la culpa de que lo olvidara. Había pregonado en el patio de la
escuela que el papá de Scout Finch defendía nigros. Yo le negué, pero se
lo expliqué a Jem.
-¿Qué
quería decir con esto? -le pregunté.
-Nada
-contestó Jem-. Pregúntaselo a Atticus; él te lo explicará.
-Atticus,
¿tú defiendes nigros? -pregunté a mi padre aquella noche.
Claro
que sí, Y no digas nigros, Scout. Es grosero.
-Es
lo que dice todo el mundo en la escuela.
-Desde
hoy lo dirán todos menos una...
-Bien,
si no quieres que me haga mayor hablando de este modo, ¿por qué me mandas a la
escuela?
Mi
padre me miró con dulzura y con un brillo divertido en los ojos. A pesar de
nuestro pacto, mi campaña por eludir la escuela había continuado bajo una u
otra forma desde la primera dosis diaria que tuve que soportar de ella: el
comienzo del septiembre anterior trajo consigo accesos de abatimiento, vértigos
y ligeras dolencias gástricas. Llegué al extremo de pagar cinco centavos por el
privilegio de restregar mi cabeza con la del hijo de la cocinera de miss
Rachel, que padecía una herpe fenomenal. Pero no se me contagió.
Sin
embargo, ahora roía otro hueso.
-¿Todos
los abogados defienden nnn... negros, Atticus?-
-Naturalmente
que sí, Scout.
-Entonces,
¿por qué decía Cecil que tú defiendes nigros? Lo decía con el mismo tono
que si tuvieras una destilería.
Atticus
suspiró.
-Simplemente,
estoy defendiendo a un negro: se llama Tom Robinson. Vive en el pequeño
campamento que hay más allá del vaciadero de la ciudad. Es miembro de la
iglesia de Calpurnia, y ésta conoce bien a su familia. Dice que son personas de
conducta intachable. Scout, tú no eres bastante mayor todavía para entender
ciertas cosas, pero por la ciudad se ha hablado mucho y en tono airado de que
yo no debería poner mucho interés en defender a ese hombre. Es un caso
peculiar... No se presentará a juicio hasta la sesión del verano. John Taylor
tuvo la bondad de concedernos un aplazamiento...
-Si
no debes defenderle, ¿por qué le defiendes?
-Por
varios motivos -contestó Atticus-. Pero el principal es que si no le defendiese
no podría caminar por la ciudad con la cabeza alta, no podría ordenaros a Jem y
a ti que hiciéseis esto aquello.
-¿Quieres
decir que si no defendieses a ese hombre, Jem y yo no deberíamos obedecerte?
-Esto
es, poco más o menos.
-¿Por
qué?
-Porque
no podría pediros que me obedeciéseis nunca más. Mira, Scout, por la misma
índole de su trabajo, cada abogado topa durante su vida con un caso que le
afecta personalmente. Este es el mío, me figuro. Es posible que oigas cosas
feas en la escuela: pero haz una cosa por mí, si quieres: levanta la cabeza y
no levantes los puños. Sea lo que fuere lo que te digan, no permitas que te
hagan perder los nervios. Procura luchar con el cerebro para variar... Es un
cambio excelente, aunque tu cerebro se resista a aprender.
-¿Ganaremos
el juicio, Atticus?
-No,
cariño.
-Entonces
como...
-Simplemente,
el hecho de que hayamos perdido cien años antes de empezar no es motivo para
que no intentemos vencer -respondió Atticus.
-Hablas
como el primo Ike Finch -dije. El primo lke Finch erá el único veterano
confederado superviviente del condado de Maycomb. Llevaba una barba a lo
general Hood, de la cual estaba desmesuradamente ufano. Atticus, Jem y yo
íbamos a visitarle al menos una vez al año, y yo tenía que besarle. Era
horrible. Jem y yo escuchábamos respetuosamente cómo Atticus y primo Ike recomponían
la guerra.
-Te
lo digo, Atticus -solía exclamar el primo Ike-, el Compromiso de Missouri fue
lo que nos derrotó, pero si hubiese de vivir otra vez todo aquello, daría los
mismos pasos para ir allá y los mismos para volver, lo mismo exactamente que
hice entonces, y además, esta vez les barreríamos... Ahora bien, en 1864, cuando
Stonewall Jackson vino allá..., perdonadme, chiquillos. El viejo Blue Leigh
estaba en el cielo entonces, Dios dé paz a su santa frente...
-Ven
acá, Scout -dijo Atticus. Yo me acurruqué en su regazo y puse la cabeza debajo
de su barbilla. El me rodeó con el brazo y me meció dulcemente-. Esta vez es
distinto -dijo-. Esta vez no luchamos contra los yanquis, luchamos contra
nuestros amigos. Pero tenlo presente, por muy mal que se pongan las cosas,
siguen siendo nuestros amigos, y éste es nuestro hogar.
Con
todo esto en la mente, al día siguiente me enfrenté con Cecil Jacobs en el
patio de la escuela.
-¿Retirarás
lo que dijiste, muchacho?
-
¡Tendrás que obligarme primero! -chilló él-. ¡Mis padres dicen que tu padre era
una calamidad y que aquel negro debería colgar del depósito de agua!
Yo
le asesté un golpe, y recordando lo que Atticus me había dicho, dejé caer los
puños a los costados y me marché. El grito de: '¡Scout es una co...barde!',
retumbaba en mis oídos. Era la primera vez que abandonaba una pelea.
No
sé cómo, pero si me hubiese peleado con Cecil habría traicionado a Atticus. Y
eran tan pocas las veces que Atticus nos pedía a Jem y a mí que hiciésemos algo
por él que podía tolerar muy bien, en su honor, que me llamasen cobarde. Me
sentía singularmente noble por haberme acordado a tiempo, y continué siendo
noble durante tres semanas. Entonces llegó la Navidad, y estalló el desastre.
Jem
y yo esperábamos la Navidad con sentimientos contradictorios. El lado bueno
nos lo proporcionaba el árbol y tío Jack Finch. Todos los años, la víspera de
Navidad íbamos al Empalme de Maycomb a esperar a tío Jack, quien pasaba una
semana con nosotros.
El
reverso de la medalla ponía al descubierto las facciones intransigentes de tía
Alexandra y de Francis.
Supongo
que debería incluir a tío Jimmy, el marido de tía Alexandra, pero como no me
habló una palabra en toda la vida, excepto una vez que me dijo: 'Apártate de la
valla', nunca vi motivo alguno para tomar nota de su presencia. Tampoco la
tomaba tía Alexandra. Mucho tiempo atrás, en un arranque de buena amistad, mi
tía y tío Jimmy tuvieron un hijo llamado Henry, el cual abandonó su hogar tan
pronto como fue humanamente posible, se casó y tuvo por hijo a Francis. Todas
las Navidades, Henry y su esposa depositaban a Francis en casa de los abuelos,
y luego ellos continuaban entregándose a sus propios placeres.
El
mucho suspirar no valía para inducir a Atticus a dejarnos pasar la Navidad en
casa. Desde que puedo recordar, todas las Navidades nos íbamos al
Desembarcadero de Finch. El hecho de que mi tiíta fuese una buena cocinera
compensaba en algo el tener que pasar una fiesta religiosa con Francis Hancock.
Tenía un año más que yo, y le evitaba por principio; a él le divertía todo lo
que yo desaprobaba, y le disgustaban mis ingenuas diversiones.
Tía
Alexandra era hermana de Atticus, pero cuando Jem me habló de robos y trueques
de niños, decidí que al nacer la habían cambiado y que acaso mis abuelos
recibieron una Crawford en lugar de una Finch. Si mi mente hubiese albergado
los simbolismos místicos relativos a las montañas que parecían obsesionar a
jueces y abogados, a tía Alexandra la hubiera asimilado al Monte Everest:
durante los primeros años de mi vida, fue fría y distante.
Cuando
tío Jack saltó del tren la víspera de Navidad, hubimos de esperar que el mozo
le entregase dos largos paquetes. A Jem y a mí siempre nos parecía chocante
cuando tío Jack besaba a Atticus en la mejilla; eran los dos únicos hombres que
habíamos visto jamás que se besasen. Tío Jack estrechó la mano a Jem, y a mi me
levantó en alto, aunque no a suficiente altura: tío Jack era más bajo que
Atticus; era el benjamín de la familia, más joven que tía Alexandra. El y la
tía se parecían, pero tío Jack hacía mejor uso de su cara: nosotros nunca
mirábamos con recelo su afilada nariz y su barbilla.
Era
uno de los pocos hombres de ciencia que jamás me causaron terror, probablemente
porque nunca adoptaba los aires de médico. Siempre que nos prestaba algún
pequeño servicio profesional a Jem y a mí, tal como arrancar una astilla de un
pie, nos explicaba al detalle lo que iba a hacer, nos daba una idea aproximada
de lo mucho que dolería y nos describía el uso de las pinza que hubiese de
emplear. Una Navidad, asomaba yo por las esquinas llevando una astilla
retorcida en el pie, sin permitir que se m acercarse nadie. Cuando me cogió tío
Jack, me tuvo riendo todo el rato, hablándome de un predicador al cual le
fastidiaba tanto ir la iglesia que todos los días se plantaba en la puerta del
templo, en bata y fumando una pipa turca, pronunciaba unos sermones de cinco
minutos a los transeúntes que deseaban auxilio espiritual. Yo le interrumpí
para pedirle que cuando fuese a sacar la astilla me avisase, pero él me
presentó un pedacito de madera ensangrentada cogido con unas pinzas y dijo que
me lo había arrancado mientras yo estaba riendo, y que aquello se conocía por
el nombre de relatividad.
-¿Qué
hay en aquellos paquetes? -le pregunté, señalando los dos largos envoltorios
que el mozo le había entregado.
-Nada
que te importe -respondió él.
Jem
dijo:
-¿Cómo
está 'Rose Aylmer'?
'Rose
Aylmer' era la gata de tío Jack. Era una hermosa hembra amarilla, y tío Jack
decía que era una de las pocas mujeres a las que podía soportar de modo
permanente. Tío Jack se llevó la mano al bolsillo y sacó unas fotografías.
Nosotros las admiramos.
-Está
engordando -dije.
-Creo
que sí. Se come todos los dedos y orejas que quedan de desecho en el hospital.
-
¡Oh, vaya historia maldita! -exclamé.
-¿Cómo
dices?
Atticus
le recomendó:
-No
le hagas caso, Jack. Pretende impresionarte. Cal dice que desde hace una semana
suelta palabrotas con toda desenvoltura.
Tío
Jack enarcó las cejas y no dijo nada. Yo obraba impulsada por la vaga teoría
-aparte del atractivo innato que tienen tales palabras- de que si Atticus
descubría que las había aprendido en la escuela, no me obligaría a ir.
Pero
durante la cena, cuando le pedí que me pasase el maldito jamón, tío Jack me
señaló con el dedo y me dijo:
-Ven
después a verme, señorita.
Terminada
la cena, tío Jack se fue a la sala y se sentó. Con una palmada en los muslos me
indicó que fuera a sentarme a su regazo. A mí me gustaba su aroma: era como una
botella de alcohol con algo agradablemente dulce. Tío Jack me apartó los
cerquillos y me miró.
-Te
pareces más a Atticus que a tu madre -dijo-. Además, estás creciendo tanto que
te sales un poco de tus pantalones.
-Yo
creo que me van muy bien.
-Te
gustan las palabras tales como 'maldito' y 'diablo', ¿verdad?
Contesté
que me parecía que sí.
-Pues
a mí no -replicó él-, no, a menos que las motive una provocación extrema.
Estaré aquí una semana, y mientras dure mi estancia no quiero oír palabras por
el estilo. Si continúas diciendo cosas así, Scout, te verás en un conflicto. Tú
quieres llegar ser una dama, ¿verdad?
Yo
dije que no tenía un empeño especial.
Claro
que si lo tienes. Ahora vamos a ver el árbol.
Estuvimos
adornándolo hasta la hora de acostarnos, y aquella noche soñé en los dos largos
paquetes para Jem y para mi. A mañana siguiente Jem y yo corrimos a buscarlos:
procedían de Atticus, quien había escrito a tío Jack que nos lo comprase,
contenían lo que habíamos pedido.
-No
apuntéis dentro de casa -ordenó Atticus viendo que Jem lo hacía a un cuadro de
la pared.
-Habrás
de enseñarles a tirar -dijo tío Jack.
-Esta
tarea te corresponde a ti -contestó Atticus-. Yo no hice otra cosa que
inclinarme ante lo inevitable.
Atticus
tuvo que emplear la voz que usaba en el juzgado para apartamos del árbol. Se
negó a permitirnos que nos llevásemos los rifles al Desembarcadero (yo había
empezado ya a pensar e dispararle un tiro a Francis) y decía que como diésemos
un paso en falso nos lo quitaría por una buena temporada.
El
Desembarcadero de Finch consistía en trescientos sesenta seis escalones que
descendían por una escarpadura y terminaba en un pontón de desembarque. Mucho más
abajo del río, al otro lado de la escarpadura, había vestigios de un
desembarcadero donde los negros de los Finch habían embarcado balas y otros
productos, y descargado bloques de hielo, harina y azúcar, equipo para la
granja y prendas femeninas. De la orilla del río arrancaba un camino de dos
roderas que se perdía entre los oscuros árboles. Al final del camino había una
casa blanca de dos plantas con porches que rodeaban el piso y la planta baja.
En su ancianidad, nuestro antepasado Simon Finch, la había construido para
complacer a su fastidiosa esposa, pero los porches le quitaban todo parecido
con las casas corrientes de aquella época. La distribución interna de la casa
de los Finch daba testimonio de la inocencia de Simon y de la confianza
absoluta con que miraba a sus retoños.
En
el piso había seis dormitorios, cuatro para las ocho hijas, uno para Welcome
Finch, el único hijo varón, y uno para los parientes que fueran a visitarles.
Muy sencillo, pero a los cuartos de las hijas sólo se podía subir por una
escalera; al de Welcome y de los huéspedes sólo por otra. La escalera de las
hijas empezaba en el dormitorio de sus padres en la planta baja, de modo que
Simon sabía siempre las horas de las idas y venidas nocturnas de sus hijas.
Había
una cocina separada del resto de la casa, aunque unida a ella por una
escalerilla de madera; en el patio trasero existía una campana olvidada en la
punta de una pértiga, utilizada para llamar a los que trabajaban en los
campos, o como señal de alarma; en el tejado había una galería de las que
llamaban 'paseo de viuda', aunque no paseó por ahí viuda alguna; desde aquella
galería Simon vigilaba a su vigilante, espiaba las embarcaciones fluviales y
observaba las vidas de los propietarios vecinos.
Adornaba
la casa la leyenda de rigor sobre los yanquis: en cierta ocasión una hembra
Finch, recién prometida, se puso su equipo completo de novia para salvarlo de
los asaltantes de la vecindad y se apuntaló contra la puerta de la escalera de
las hijas, pero la rociaron de agua y, finalmente, la atropellaron.
Cuando
llegamos al Desembarcadero, tía Alexandra besó a tío Jack, Francis besó a tío
Jack, tío Jimmy estrechó la mano en silencio a tío Jack, y Jem y yo dimos
nuestros regalos a Francis, y él nos dio uno suyo. Jem se sintió mayor y
gravitó alrededor de los adultos, dejándome la tarea de entretener a nuestro
primo. Francis tenía ocho años y se peinaba el cabello hacia atrás.
¿Qué
te ha traído la Navidad? -le pregunté muy cortés.
-Lo
que había pedido -dijo. Francis había pedido un par de pantalones hasta la
rodilla, una cartera de cuero, cinco camisas y un lazo para el cuello.
-Está
muy bien -mentí-. A Jem y a mí nos regalaron rifles de aire comprimido, y a Jem
un equipo de química.
Uno
de juguete, supongo.
-No,
uno de verdad. Me fabricará tinta invisible, y yo escribiré a Dill con ella.
Francis
me preguntó qué utilidad reportaría el hacerlo así.
- ¡Vaya! ¿No ves la cara que pondrá cuando
reciba una carta mía que no dice nada? Se volverá lelo.
El
hablar con Francis me daba la sensación de hundirme lentamente hacia el fondo
del océano. Era el chico más aburrido que había conocido en mi vida. Como vivía
en Mobile no podía delatarme a las autoridades de la escuela, pero se las
arreglaba para explicar todo lo que sabía a tía Alexandra, la cual a su vez lo
descargaba sobre Atticus, quien o lo olvidaba, o me pasaba una repulsa
fenomenal. según le daba el antojo. Pero la única vez que oí a Atticus hablar
en tono enojado a alguien, fue una vez que le Sorprendí diciendo:
- ¡Hermana, me desenvuelvo con ellos lo mejor
que puedo!
Discutían
algo relacionado con el hecho de que yo anduviera con mono.
En
lo tocante a mi modo de vestir, tía Alexandra era una fanática. Yo no podía
confiar en modo alguno en que me convertiría en una dama, si llevaba
pantalones; y cuando dije que con falda no podía hacer nada, me replicó que no
se me mandaba que hiciese cosas que exigiesen pantalones. Tía Alexandra no
concebía otra conducta por mi parte que la de jugar con cocinitas, juego de té,
y llevar el collarete de 'Añade-una-perla' que me regaló cuando nací; más aún,
yo había de ser un rayo de sol en la vida solitaria de mi padre. Yo indiqué que
una podía ser igualmente un rayo de sol con pantalones, pero tiíta dijo que una
debía portarse como un rayo de sol, que yo había nacido buena, pero cada año me
volvía progresivamente peor. Me ofendió en mis sentimientos y me dejó con los
dientes dispuestos a morder en cualquier instante, mas cuando consulté a
Atticus sobre ello, me contestó que en la familia existían ya suficientes rayos
de sol y que siguiera ocupándome de mis asuntos, que a él no le importaba que
fuera como era.
En
la comida de Navidad, me senté a una mesita del comedor; Jem y Francis se
sentaron con los adultos a la mesa grande. Tiíta había seguido aislándome mucho
después de que Jem y Francis hicieran méritos para pasar a la mesa grande. Yo
me preguntaba menudo qué se figuraba que haría, ¿levantarme y tirar algo? A
veces se me ocurría pedirle que me dejase sentar a la mesa grande una sola vez,
y le demostraría lo civilizada que sabía ser; al fin al cabo, en casa comía
todos los días sin percances de consideración. Cuando supliqué a Atticus que
pusiera en juego su influencia me dijo que no tenía ninguna; éramos invitados y
nos sentábamos donde ella nos mandaba. Dijo también que tía Alexandra no
comprendía mucho a las niñas, pues no había tenido ninguna.
Pero
su habilidad de cocinera lo compensaba todo: tres clases de carne, hortalizas
de verano de los estantes de su despensa; melocotón en almíbar, dos clases de
pasteles y ambrosía constituía una comida de Navidad bien decente. Después los
adultos pasaron a la sala y se sentaron un tanto aturdidos. Jem se tendió en el
suelo, y yo salí al patio posterior.
-Ponte
el abrigo -me dijo Atticus con voz de sueño, de modo que no le oí.
Francis
se sentó a mi lado en las escaleras.
-Esta
ha sido la mejor -comenté.
-La
abuela es una cocinera maravillosa -afirmó Francis-. M enseñará a guisar.
-Los
muchachos no guisan -y me reí al imaginarme a Francis con un delantal.
-La
abuela dice que todos los hombres deberían aprender, y ser muy atentos con sus
esposas y servirlas cuando no se encuentran bien -dijo mi primo.
-Yo
no quiero que Dill me sirva -contesté-. Prefiero servirle yo a él.
-¿Dill?
-Sí.
No digas nada de ello todavía, pero nos casaremos tan prono como seamos
bastante mayores. El verano pasado me pidió relaciones.
Francis
soltó un sonido despectivo.
-¿Qué
tiene de malo aquel chico? -pregunté-. No es cosa que te importe nada.
-¿Quieres
decir aquel enanito que abuela dice que pasa todos los veranos con miss Rachel?
-Exactamente,
ése quiero decir.
-Sé
todo lo que hay de él -dijo Francis.
-¿Qué
hay?
-La
abuela dice que no tiene casa...
-Ha
de tenerla, vive en Meridian.
-...Simplemente,
se lo pasan de un pariente a otro, y miss Rahel lo acoge todos los veranos.
-
¡Francis, eso no es verdad!
Francis
me sonrió.
-A
veces eres extremadamente estúpida, Jean Louise. De todos modos, supongo que no
lo puedes remediar.
-¿Qué
quieres decir?
-Si
tío Atticus deja que te acompañes con perros sin dueño, él es quien manda, como
dice mi abuela; por tanto, tú no tienes la culpa. Me figuro que no es culpa
tuya que tío Atticus sea además un ama-negros, pero aquí estoy yo para decirte
que ello mortifica de veras al resto de la familia...
-Francis,
¿qué diablos quieres decir?
-Lo
que he dicho nada más. La abuela dice que ya era bastante lamentable que dejase
que os criéis como salvajes, pero ahora que se ha vuelto un ama-negros no podrá
pasar nunca más por las calles de Maycomb. Está arruinando a la familia, esto
es lo que hace.
Francis
se levantó y echó a correr escalerilla abajo en dirección la vieja cocina. Fue
fácil cogerle por el cuello. Yo le ordené que retirase en seguida lo dicho.
El
se soltó de un tirón y se metió velozmente dentro de la cocina, gritando:
-
¡Ama-negros!
Cuando
uno acecha la presa, es mejor que se tome su tiempo.
No
digas nada, y tan seguro como sale el sol, la presa sentirá curiosidad y
saldrá. Francis apareció en la puerta de la cocina.
-¿Todavía
estás enojada, Jean Louise? -preguntó tanteando el terreno.
-No
vale la pena mencionarlo -contesté.
Francis
salió a la escalerilla.
Luego:
-¿Vas
a retirar lo dicho, Fra...aancis?
Pero
había sacado el arma demasiado pronto. Francis retrocedió disparado hacia la
cocina, con lo cual yo me retiré hasta la escaleras. Sabía esperar con calma.
Llevaba sentada quizá uno quince minutos cuando oí la voz de tía Alexandra:
-¿Dónde
está Francis?
-Abajo
en la cocina.
-Sabe
que no tiene permiso para jugar allí.
Francis
salió a la puerta y gritó:
-
¡Abuela, ella me ha metido aquí dentro y no quiere dejarme salir!
-¿Qué
significa todo eso, Jean Louise?
Yo
fije la mirada en tía Alexandra.
-No
le he metido allí dentro, tiíta, ni tampoco le sujeto.
-Si,
sí-gritó Francis-, ¡no me deja salir!
-¿Os
habéis peleado?
-
¡Jean Louise se ha enfadado conmigo, abuela! -grito Francis.
-
¡Francis, sal de ahí! Jean Louise, si te oigo una palabra más se lo diré a tu
padre. ¿No te he oído decir 'diablos' hace un rato.
-A
mí, no.
-Me
parecía que sí. Será mejor que no lo oiga más.
Tía
Alexandra era una espía-conversaciones. Apenas hubo desaparecido de la vista,
Francis salió con la cabeza erguida y sonriendo.
-No
hagas el tonto conmigo -dijo.
Y
saltó al patio, conservando la distancia, y se puso a dar patadas a las matas
de hierba, volviéndose de vez en cuando para sor reírme. Jem apareció en el
porche, nos miró y se fue. Francis trepó a la mimosa, bajó, se puso las manos
en los bolsillos y empezó a deambular por el patio.
-
¡Ah! -exclamó.
Yo
le pregunté quién creía ser. ¿Tío Jack? Francis contestó que recordaba que me
había advertido: tenía que estar sentada allí precisamente y dejarle en paz.
-Yo
no te molesto -le dije.
Francis
me miró con minuciosa atención, dedujo que me habían dominado lo bastante y se
puso a canturrear en voz baja:
-Ama-negros...
Esta
vez me partí el nudillo hasta el hueso sobre sus dientes. Inutilizada la
izquierda, arremetí con la mano derecha, pero no por mucho rato. Tío Jack me
sujetó los brazos a los costados y me dijo:
-
¡Quieta!
Tía
Alexandra auxilió a Francis, secándole las lágrimas con el pañuelo, frotándole
el cabello, dándole palmaditas en la mejilla. Al oír los gritos de Francis,
Atticus, Jem y tío Jimmy habían salido al porche trasero.
-¿Quién
ha empezado? -preguntó tío Jack.
Francis
y yo nos señalamos el uno al otro.
-
¡Abuela -gimió él-, me ha llamado ramera y ha saltado sobre mí!
-¿Es
cierto, Scout? -preguntó tío Jack.
-Me
figuro que sí.
Cuando
tío Jack inclinó la cabeza para mirarme, tenía una cara como la de tía
Alexandra.
-¿No
sabes que te dije que si usabas esas palabras te encontrarías en un conflicto?
Quédate ahí.
Yo
estaba especulando entre si me quedaba allí o echaba a correr, pero continué
indecisa unos segundos de más: me volvía para huir, pero tío Jack fue más
rápido, y me encontré mirando una hormiga diminuta que luchaba entre la hierba
con una migaja de pan.
-
¡No hablaré con usted en toda mi vida! ¡Le odio y le desprecio y deseo que
muera mañana!
La
declaración pareció animar a tío Jack más que ninguna otra cosa. Corrí a buscar
consuelo en Atticus, pero él me dijo que yo misma había traído la tormenta y
que ya era hora de que nos marchásemos a casa. Subí al asiento trasero del
coche sin despedirme le nadie; en casa corrí a mi cuarto y cerré la puerta de
golpe. Jem quiso decirme alguna cosa agradable, pero no se lo permití.
Cuando
inspeccioné los destrozos sólo vi siete u ocho señales encarnadas, y estaba
meditando sobre la relatividad cuando alguien llamó a la puerta. Pregunté quién
era y contestó tío Jack.
-
¡Vayase!
Tío
Jack contestó que si hablaba de aquel modo me pegaría otra vez, con lo cual me
callé. Cuando entró en el cuarto, retrocedí hasta un rincón y le volvía la
espalda.
-Scout
-dijo--, ¿todavía me odias?
-Váyase,
señor, se lo ruego.
-¿Cómo?
No creía que me guardases resentimiento por aquel lío -dijo-. Me desilusionas;
tú te lo buscaste, y lo sabes.
-¡Que
no!
Cariño,
no puedes ir por ahí llamando a la gente...
-Usted
no es justo -le interrumpí-, usted no es justo.
Las
cejas de tío Jack se enarcaron.
-¿No
soy justo? ¿Por qué no?
-Usted
es agradable de veras, tío Jack, y creo que le quiero hasta después de haber
hecho lo que hizo, pero usted no comprende mucho a los niños.
Tío
Jack se llevó las manos a las caderas y me miró.
-¿Y
por qué no comprendo a los niños, señorita Jean Louise. Una conducta como la
tuya requería poca comprensión. Fue turbulenta, desordenada y abusiva...
-¿Me
dará la oportunidad de explicárselo? No me propongo ser respondona, sólo trato
de explicárselo.
Tío
Jack se sentó en la cama. Sus cejas se juntaron, y mirándome por debajo de
ellas, me dijo:
-Sigue.
Yo
me llené los pulmones de aire.
-Bien,
en primer lugar, usted no se detuvo a darme una oportunidad para explicar mi
versión del caso; usted se contentó arrojándose contra mí. Cuando Jem y yo nos
peleamos, Atticus no detiene solamente a escuchar cómo lo cuenta Jem: me
escuchá mí también; y en segundo lugar, usted me dijo que no empleara aquellas
palabras más que en caso de provocación extrema, Francis me provocó bastante
para partirle la calabaza...
Tío
Jack se rascó la cabeza.
-¿Cuál
es tu versión del caso, Scout?
-Francis
le llamó una cosa fea a Atticus, y yo no estaba dispuesta a consentírselo.
-¿Qué
cosa le llamó?
-Ama-negros.
No estoy muy segura de lo que signifique, pero del modo que lo dijo Francis...
Ahora le diré una cosa, tío Jack, que me... juro ante Dios si soy capaz de
estar sentada allí y le permito que diga algo de Atticus...
-
¿Eso le llamó?
-Sí
señor, se lo llamó, y mucho más. Dijo que Atticus sería la ruina de la
familia y que dejaba que Jem y yo fuésemos unos salvajes...
Por
la expresión de la cara de tío Jack, pensé que me la cargaría otra vez. Pero
cuando dijo:
-Nos
ocuparemos de esto -comprendí que quien se la iba a cargar sería Francis-. Me
da la idea de irme allá esta misma noche.
-Se
lo ruego, señor, déjelo. Se lo ruego.
-No
tengo intención de dejarlo -dijo-. Alexandra debe saberlo. La idea de...
Espera hasta que le haya echado mano a ese muchacho...
-Tío
Jack, prométame una cosa, por favor. Prométame que no le dirá nada a Atticus.
Me... me pidió una vez que no permitiese que nada que oyera acerca de él me
hiciese perder la cabeza, y preferiría que se imaginase que peleábamos por
alguna otra cosa. prométamelo, por favor...
-No
me gusta que Francis se quede sin castigo por una cosa así...
-No
se quedó. ¿Le parece que podría vendarme la mano? Todavía me sangra un poco.
Claro
que te la vendaré, niña. No conozco ninguna mano que pudiera vendar más a
gusto. ¿Quieres venir acá?
Tío
Jack se inclinó en una galante reverencia indicándome el cuarto de baño.
Mientras limpiaba y vendaba mis nudillos, me entretenía con un relato sobre un
anciano caballero, miope y ridículo, que tenía un gato llamado 'Hodge' y que
cuando iba a la ciudad contaba todas las grietas de la acera.
-Ya
está -dijo-. Tendrás una cicatriz nada femenina en el dedo del anillo de boda.
-Gracias,
señor. ¡Tío Jack!
-Señorita...
-¿Qué
es una ramera?
Tío
Jack se sumergió en otro largo cuento sobre un primer ministro viejo que se
sentaba en la Cámara de los Comunes y levantaba una pluma al aire, soplando, y
probaba de mantenerla en vuelo, mientras todos los demás a su alrededor perdían
la cabeza. Me figuro que trataba de contestar a mi pregunta, pero yo no le veía
ningún sentido.
Más
tarde, cuando yo debía estar en la cama, fui hasta el vestíbulo para beber un
trago de agua, y oí a Atticus y a tío Jack en la sala:
-No
me casaré nunca, Atticus.
-
¿Por qué?
-Podría
tener hijos.
-Has
de aprender mucho, Jack -dijo Atticus.
-Lo
sé. Tu hija me ha dado la primera lección esta tarde. Me ha dicho que no
comprendía mucho a los niños y me ha explicado por qué. Tenía mucha razón. Me
ha explicado cómo debí tratarla; oh, querido, cuánto lamento haber saltado
sobre ella.
Atticus
se rió.
-Se
lo ganó, de modo que no sientas demasiado remordimiento. Yo aguardé con el alma
en un hilo, creyendo que tío Jack explicaría a Atticus mi versión del caso.
Pero no se la explicó. Se limitó a murmurar:
-El
uso que hace de invectivas de cuarto de aseo no deja sitio para la imaginación.
Pero no sabe el sentido de la mitad de lo que dice; me ha preguntado qué era
una ramera...
-¿Se
lo has dicho?
-No,
le he hablado de lord Melbourne.
-
¡Jack! Por la bondad divina, cuando un niño te pregunte algo, contéstale. Los
niños son niños, pero sorprenden una evasiva con mayor presteza que los
adultos, y las evasivas solamente si ven para atontarles. No -murmuró mi
padre-, esta tarde has tenido la respuesta acertada, pero los motivos eran
equivocados. El lenguaje feo es una fase por la que pasan todos los niños, que
desaparece cuando se dan cuenta de que con las malas palabras no llaman la
atención. En cambio, la testarudez no desaparece. Scout ha de aprender a
conservar la calma, y ha de aprender pronto, con lo que le reservan los
próximos meses. De todos modos, va progresando. Jem se hace mayor, y ella sigue
ahora un poco su ejemplo. Todo lo que necesita es que la ayuden alguna vez.
-Atticus,
tú nunca le has puesto la mano encima.
-Lo
confieso. Hasta ahora he podido seguir adelante con amenazas, nada más. Jack,
Scout me obedece lo mejor que sabe. La mitad de las veces no llega a la meta,
pero lo intenta.
-Esta
no es la solución dijo tío Jack.
-No,
la solución es que ella sabe que yo conozco que lo intenta. He ahí lo que
importa. Lo que me atormenta es que ella y Jem tendrán que soportar pronto
algunas cosas desagradables. No temo que Jem no sepa conservar la calma, pero
Scout, cuando esta en juego su orgullo, se arroja sobre uno con la misma
rapidez que la vista...
Yo
esperé para ver si tío Jack rompía su promesa. Todavía no lo hizo.
-Atticus,
¿será muy grave el caso? No has tenido mucha ocasión de hablarme de él.
-Podría
haber sido peor, Jack. Lo único que tenemos es palabra de un negro contra la de
los Ewell. Las pruebas se reducen a lo de 'lo hiciste; no lo hice'. No se puede
esperar que el Jurado acepte la palabra de Tom Robinson contra la de los Ewell
¿Conoces a los Ewell?
Tío
Jack dijo que sí; los recordaba. Y se los describió; pero Atticus dijo:
-Te
quedas atrasado en una generación. Sin embargo, los Ewell actuales son igual.
-¿Qué
harás, pues?
-Antes
de terminar, me propongo destrozar un poco el tímpano al Jurado... De todos
modos, creo que una apelación nos dará una probabilidad razonable. En este
estadio no puedo adivinarlo, en verdad, Jack. Ya sabes, yo confiaba terminar mi
vida sin un caso de esta índole, pero John Taylor me señaló con el dedo y dijo:
'Usted es el hombre'.
-Apartad
de mí ese cáliz, ¿eh?
-Exacto.
Pero, ¿crees que de otro modo podría volver a mirar a la cara a mis hijos? Tú
sabes lo mismo que yo lo que ha de ocurrir, y espero y ruego que Jem y Scout
atraviesen la prueba sin amargura, y sobre todo, sin contraer la enfermedad
corriente de Maycomb. El motivo de que personas razonables se pongan a delirar
como dementes en cuanto surge algo relacionado con un negro es cosa que no
pretendo comprender... Confío nada más en que Jem y Scout acudirán a mí para
resolver sus dudas en lugar de prestar oídos a la población. Espero que tendrán
bastante confianza en mí... ¡Jean Louise!
La
cabeza me dio un salto. La asomé por la esquina.
¡Señor!
-Vete
a la cama.
Me
escabullí hacia mi cuarto y me acosté. Tío Jack había sido un príncipe de los
hombres al no traicionarme. Pero no supe imaginarme cómo se enteró Atticus de
que estaba escuchando, y sólo al cabo de muchos años comprendí que quería que
oyese todas las palabras que dijo.
10
Atticus
estaba débil; se acercaba a los cincuenta. Cuando Jem y yo le preguntábamos por
qué era tan viejo, nos respondía que había empezado a vivir tarde, lo cual
nosotros lo reflejábamos sobre sus habilidades y su virilidad. Atticus era
mucho más viejo que los padres de nuestros condiscípulos, y Jem y yo no
podíamos replicar nada cuando los compañeros respectivos de clase comenzaban 'Mi
padre...'
Jem
estaba loco por el fútbol. Atticus no se cansaba nunca jugar de guardameta,
pero cuando Jem quería disputarle la pelota, Atticus solía decir:
-Soy
demasiado viejo para esto, hijo.
Atticus
no hacia nada; trabajaba en una oficina, no en una droguería. Atticus no
conducía un camión volquete a cuenta del Condado, no era sheriff no
cultivaba tierras, no trabajaba en un garaje, ni hacía nada que pudiera
despertar la admiración de nadie.
Aparte
de lo dicho, llevaba gafas. Estaba casi ciego del ojo izquierdo, y decía que
los ojos izquierdos eran la maldición tribal de los Finch. Cuando quería ver
bien alguna cosa, volvía la cabeza y miraba con el ojo derecho.
No
hacia las mismas cosas que los padres de nuestros compañeros de clase: jamás
iba de caza, no jugaba póker, ni pescaba, ni bebía, ni fumaba. Se sentaba en la
sala y leía.
Con
esos atributos, no obstante, no quedaba tan olvidado como nosotros habríamos
deseado: aquel año en la escuela zumbaban las conversaciones acerca de que
nuestro padre defendía Tom Robinson, y ninguna de ellas tenía un tono
laudatorio. Después de mi altercado con Cecil Jacobs, con motivo del cual me
comprometí a una política de cobardía, corrió la voz de que Scout Finch no se
pelearía más, ya que su padre no se lo permitía. Esto no era absolutamente
exacto: yo no lucharía en público por Atticus, pero la familia era un terreno
particular. Lucharía con cualquiera desde primo de tercer grado para arriba con
los dientes y las uñas. Francis Hancock, por ejemplo, estaba enterado de ello.
Cuando
nos regaló los rifles de aire comprimido, Atticus quiso enseñarnos a tirar. Tío
Jack nos instruyó en los rudimentos de tal deporte, y nos dijo que a Atticus no
le interesaban las armas. Atticus le dijo un día a Jem:
-Preferiría
que disparáseis contra botes vacíos en el patio trasero, pero sé que
perseguiréis a los pájaros. Matad todos los arrendajos azules que queráis, si
podéis darles, pero recordad que matar un ruiseñor es pecado.
Aquélla
fue la única vez que le oí decir a Atticus que ésta o aquélla acción fuesen
pecado, e -interrogué a miss Maudie sobre el caso.
-Tu
padre tiene razón me respondió-. Los
ruiseñores no se dedican a otra cosa que a cantar para alegrarnos. No devoran
los frutos de los huertos, no anidan en los arcones del maíz, no hacen nada
más que derramar el corazón, cantando para nuestro deleite. Por eso es pecado
matar un ruiseñor.
-Miss
Maudie, éste es un barrio viejo, ¿verdad?
-Existe
desde hace más años que la misma ciudad.
-No,
quiero decir que la gente de nuestra calle es vieja. Jem y yo somos los únicos
niños que hay por aquí. Mistress Dubose se acerca mucho a los cien años, miss
Rachel es vieja, y también lo son usted y Atticus.
-Yo
no diría que a los cincuenta sea uno muy viejo
replicó miss Maudie con aspereza-. Todavía no me llevan en un sillón de
ruedas, ¿verdad que no? Y a tu padre tampoco. Pero debo decir que la
Providencia tuvo la bondad de quemar aquel mausoleo antiguo que era mi casa, y
soy demasiado vieja para volver a levantarla... Quizá tengas razón, Jean
Louise, éste es un barrio de gente sosegada. Tú jamás has tratado mucho con
gente joven, ¿verdad que no?
-Si,
en la escuela.
-Quiero
decir personas que sean mayores y jóvenes. Eres afortunada, debes saberlo. Tú
y Jem habéis disfrutado del beneficio de la edad de tu padre. Si él hubiese
tenido treinta años, habrías hallado una vida muy distinta.
-Habría
sido distinta, sin duda. Atticus no sabe hacer nada...
-Te
sorprendería -dijo miss Maudie-. Aún queda mucha vida en su cuerpo.
-¿Qué
sabe hacer?
-Pues
sabe redactar un testamento de cualquiera con tal minuciosidad que nadie puede
buscarle pelos.
-Bah...
-¿Yno
sabías que es el mejor jugador de ajedrez de esta Población? Mira, abajo en el
Desembarcadero, cuando éramos chicos aún, Atticus Finch vencía a todos los
contrincantes de ambas orillas del río.
-Buen
Dios, miss Maudie, Jern y yo le ganamos todas las partidas.
-Ya
es hora, pues, de que sepáis que ganáis porque os deja. ¿ estábais enterada de
que sabe tocar el arpa judía?
Esta
modesta habilidad hizo que todavía me sintiera más avergonzada de mi padre.
-Pues...
-dijo mi interlocutora.
-¿Pues
qué, miss Maudie?
-Pues
nada. Nada...; parece que con todo esto deberías estar orgullosa de él. No todo
el mundo sabe tocar un arpa judía. ahora no estorbes a los carpinteros. Yo
estaré con mis azaleas no podré vigilarte. Podría herirte algún madero.
Me
fui al patio posterior y encontré a Jem disparando contra un bote de hojalata,
cosa que parecía estúpida, con tantos arrendajos azules como había por allí.
Volvía al patio de la fachada y durante dos horas me atareé levantando, a un
costado del porche un complicado parapeto, consistente en una cubierta de coche
una caja de navajas, el canasto de la ropa, las sillas del porche una bandera
de los EE. UU. que Jem había encontrado en una caja de rosetas de maíz, y que
me regaló.
Cuando
Atticus llegó a casa para la comida, me encontró acurrucada detrás, apuntando
al otro lado de la calle.
-¿Contra
qué vas a disparar?
-Contra
la parte trasera de miss Maudie.
Atticus
se volvió y vio mi abundante blanco doblado sobre los arbustos. Echándose el
sombrero hacia atrás, cruzó la calle.
-
¡Maudie gritó-, creo conveniente
advertirte! ¡Corres considerable peligro!
Miss
Maudie se irguió y volvió la vista hacia mí, exclamando:
-Atticus,
eres un demonio del infierno.
Al
regresar, Atticus me ordenó que levantase el campamento.
-No
permitas que vuelva a sorprenderte nunca apuntando nadie con esa arma -me dijo.
Yo
deseé que mi padre fuese un demonio del infierno. Sondeé a Calpurnia sobre la
cuestión que me preocupaba. -¿Míster Finch? Vaya, sabe hacer infinidad de
cosas.
¿Como
por ejemplo? -pregunté. Calpurnia se rascó la cabeza.
-Pues,
no lo sé exactamente -contestó.
Jem
subrayó la fase cuando preguntó a Atticus si jugaría por los metodistas, y éste
contestó que si jugara se rompería el cuello, que era demasiado viejo para
aquellas cosas. Los metodistas trataban de pagar la hipoteca que pesaba sobre
su templo, y habían retado a los bautistas a un partido de fútbol. Todos los
padres de la ciudad jugaban, excepto, al parecer, Atticus. Jem dijo que no iría
siquiera, pero era incapaz de resistirse al fútbol en cualquiera de sus formas,
y permaneció malhumorado en las líneas laterales con Atticus y conmigo viendo
al padre de Cecil Jacobs marcar tantos para los bautistas.
Un
sábado, Jem y yo decidimos salir de exploración con nuestros rifles de aire
comprimido para ver si encontrábamos un conejo o una ardilla. Habíamos ido
quizá unas quinientas yardas más allá de la Mansión Radley cuando advertí que
Jem miraba sesgadamente calle abajo. Había vuelto la cabeza hacía un lado y
miraba por el rabillo del ojo.
-¿Qué
estás mirando?
-Aquel
perro viejo de allá abajo -dijo.
-Es
el viejo 'Tim Johnson', ¿verdad?
-Si.
'Tim
Johnson' era propiedad de míster Harry Johnson, que guiaba el autobús de
Mobile y vivía en el extremo meridional de la ciudad. 'Tim' era un perro
perdiguero, color de hígado, el mimado de Maycomb.
-¿Qué
hace?
-No
lo sé, Scout. Será mejor que nos vayamos a casa.
-Bah,
Jem, estamos en febrero.
-No
me importa, se lo explicaré a Calpurnia.
Nos
precipitamos hacia casa y corrimos a la cocina.
Cal
-dijo Jem-, ¿podrías salir a la acera un minuto?
-¿Para
qué, Jem? Yo no puedo salir a la acera cada vez que tú me lo pides.
-Hay
un perro allá abajo que le pasa algo.
Calpurnia
suspiró.
-Ahora
no puedo vendar las patas de ningún perro. En el cuarto de baño hay gasa: ve a
buscarla y hazlo tú mismo.
Jem
meneó la cabeza.
-Está
enfermo, Cal. Le pasa algo raro.
-¿Qué
hace? ¿Prueba de morderse la cola?
-No,
hace así... -Jem hizo unos movimientos de deglución parecidos a los de una
carpa, encogió los hombros y dobló el torso-. Anda de este modo, pero como si
no lo hiciera adrede.
-¿Me
estás contando un cuento, Jem? -la voz de Calpurnia se endureció.
No
Cal, juro que no.
-¿Corría?
-No,
sólo aviva el paso, aunque tan poco que apenas se nota. Viene hacia esta parte.
Calpurnia
se lavó las manos y salió al patio detrás de Jem.
-No
veo ningún perro -dijo.
Nos
siguió hasta más allá de la Mansión Radley y miró hacia donde señalaba Jem. Tim
Johnson no era mucho más que una mancha distante, pero estaba más cerca de
nosotros. Andaba de un modo raro, como si tuviera las piernas delanteras más
cortas que las traseras. Me hacia pensar en un coche encallado en un arenal.
-Se
ha vuelto patituerto -dijo Jem.
Calpurnia
miró con ojos muy abiertos, luego nos cogió por los hombros y nos hizo regresar
corriendo a casa. Cerró la puerta de madera detrás de nosotros, cogió el
teléfono y gritó:
-¡Póngame
con la oficina de mister Finch! -al cabo de un momento gritaba: ¡Míster Finch! Soy Cal. Juro por Dios que un
trecho abajo de la calle hay un perro rabioso... Viene hacia acá, sí, señor...,
es... mister Finch, declaro que es... el viejo 'Tim Johnson', si, señor..., si,
señor.., si...
Colgó,
y cuando probamos de preguntarle qué había dicho Aticus, movió la cabeza. Hizo
sonar el soporte del teléfono y dijo:
-Miss
Eula May, he terminado de hablar con mister Finch; le ruego que no me conecte
más... Escuche, miss Eula May, ¿podría llamar a miss Rachel y a miss Stephanie
Crawford y a todos los de esta calle que tengan teléfono y decirles que viene
hacia acá un perro rabioso? ¡Se lo ruego, señora! Calpurnia escuchó unos
momentos. Ya sé que estamos en febrero, miss May, pero reconozco un perro
rabioso con sólo verlo. Por favor, señora, dése prisa.
Luego
preguntó a Jem:
-¿Tienen
teléfono los Radley?
Jem
consultó el listín y dijo que no.
-De
todos modos, no saldrán, Cal.
-No
me importa, voy a avisarles.
Y
corrió al porche de la fachada, seguida de Jem y de mí, que le pisábamos los
talones.
-
¡Vosotros quedaos en casa! -gritó.
Los
vecinos habían recibido el mensaje de Calpurnia; todas las puertas que quedaban
dentro del limite de nuestra visión estaba cerradas herméticamente. No vimos ni
rastro de 'Tim Johnson'. Con la mirada seguimos a Calpurnia, que corrió hacia
la Mansion Radley levantándose la falda y el delantal por encima de las
rodillas. Después de subir las escaleras de la fachada, golpeó con furia la
puerta. No obtuvo respuesta, y entonces gritó:
-
¡Míster Nathan, míster Arthur, viene un perro rabioso! ¡Viene un perro
rabioso!
-Tendría
que dar la vuelta y entrar por detrás -dije yo.
Jem
movió la cabeza negativamente.
-Ahora
ya es lo mismo.
Calpurnia
golpeó la puerta en vano. Nadie agradeció su mensaje, y pareció que no lo
había oído nadie.
Mientras
Calpumia venía como una flecha hacia el portal trasero, por el paseo de
entrada asomó un 'Ford' negro. Atticus y mister Heck Tate saltaron del coche.
Mister
Heck Tate era el sheriff del Condado de Maycomb. Era tan alto como
Atticus, pero más delgado. Tenía la nariz larga, llevaba botas con ojalitos
brillantes de metal, pantalones de montar y chaqueta de leñador. De su cinturón
asomaba una hilera de balas. Empuñaba un pesado rifle. Cuando él y Atticus
llegaron al porche, Jem abrió la puerta.
-Quédate
dentro, hijo -dijo Atticus-. ¿Dónde está Cal?
-Ya
debería estar ahora allí -contestó Calpurnia, señalando calle abajo.
-No
corre, ¿verdad que no? -preguntó mister Tate.
-No,
señor, está en la fase de los estremecimientos, míster Heck.
-¿Salimos
a su encuentro, Heck? -preguntó Atticus.
-Será
mejor que aguardemos, mister Finch. Generalmente siempre avanzan en línea
recta, pero no es posible asegurarlo. Acaso siga la curva..., confío en que no
lo haga, pues en este caso metería directamente dentro del patio trasero de los
Radley. Esperemos un minuto.
-No
creo que se meta en el patio trasero de los Radley -replicó Atticus-. La valía
le detendría. Probablemente seguirá la calle...
Yo
creía que los perros rabiosos sacaban espuma por la boca, galopaban, daban saltos
y se arrojaban sobre la garganta de la gente, y que todo esto lo hacían en
agosto. Si 'Tim Johnson' hubiese actuado según este modelo, hubiera estado
menos asustada.
No
hay otra cosa más muerta que una calle desierta, aguardando. Los árboles
estaban inmóviles, los ruiseñores callados, los carpinteros de la casa de miss
Maudie habían desaparecido. Oí que míster Tate estornudaba y luego se sonaba la
nariz. Le vi levantar el arma hasta el ángulo del codo. Vi la cara de miss
Stephanie Crawford enmarcada en el cristal de la ventana de su puerta de la
fachada. Miss Maudie apareció, y se quedó a su lado. Atticus apoyó un pie en un
travesaño de una silla y se frotó lentamente un lado del muslo con la mano.
-Allí
está -dijo con voz pausada.
'Tim
Johnson' apareció a la vista, andando a ciegas por el borde interior de la
curva paralela a la casa de los Radley.
-Míralo
-susurró Jem-. Míster Heck decía que caminaban en línea recta. Ese ni siquiera
sabe seguirla de la calle.
-Parece
más enfermo que otra cosa -dije yo.
-Deja
que se le ponga algo delante y se lanzará hacia ello derechamente.
Mister
Tate se llevó la mano a la frente y se inclinó adelante.
-Le
ha cogido, no cabe duda, míster Finch.
'Tim
Johnson' avanzaba a paso de caracol, pero no jugaba ni olfateaba el follaje;
parecía haberse señalado una trayectoria determinada, impulsado por una fuerza
invisible que le hacía avanzar lentamente hacia nosotros. Le vimos estremecerse
como el caballo que expulsa las moscas; su quijada se abría y se cerraba;
parecía sin conciencia, como si algo le empujase poco a poco hacia nosotros.
-Está
buscando un lugar donde morir -dijo Jem.
Míster
Tate se volvió.
-Está
muy lejos todavía de la muerte, Jem; todavía no ha entrado en la fase aguda.
'Tim
Johnson' llegó a la calle lateral que corría por delante de la Mansión Radley.
Lo que quedaba de su pobre entendimiento le hizo pararse y considerar, al
parecer, qué camino tomaría. Dio unos pasos indecisos y se detuvo delante de la
puerta del patio de los Radley; luego trató de volverse, pero le resultaba
difícil.
Atticus
dijo.
-Está
a tiro, Heck. Es mejor que le dé ahora, antes de que baje por la calle lateral,
Dios sabe quién puede haber al otro lado de la esquina. Vete dentro, Cal.
Calpurnia
abrió la puerta vidriera, pasó el cerrojo tras sí y se quedó con el mango en la
mano. Trataba de taparnos la vista con su cuerpo, pero Jem y yo mirábamos por
debajo de sus brazos.
Cójalo,
míster Finch -míster Tate ofrecía el rifle a Atticus; Jem y yo estuvimos a
punto de desmayamos.
-No
pierda tiempo, Heck -replicó Atticus-. Adelante.
-Míster
Finch, hay que resolver la tarea de un solo tiro.
Atticus
movió la cabeza con vehemencia.
-
¡No se quede ahí parado, Heck! El perro no le esperará todo el día...
-
¡Por amor de Dios, míster Finch, vea dónde está! ¡Si yerro el tiro
meto la bala dentro de la casa de los Radley! ¡Yo no soy tan buen tirador! ¡A
usted le consta!
-Y
yo no he disparado un arma desde hace treinta años...
Mister
Tate casi arrojó el rifle a Atticus.
-Me
sentiría muy satisfecho si la disparase ahora -dijo.
Como
en una bruma, Jem y yo observamos a nuestro padre cogiendo el rifle y saliendo
hasta el centro de la calle. Andaba de prisa, pero a mi se me antojó que se
movía como un nadador debajo del agua: el tiempo parecía arrastrarse con una
lentitud desesperante.
Cuando
Atticus se levantó las gafas, Calpumia murmuró:
-Dulce
Jesús, ayúdale -y se llevó las manos a las mejillas.
Atticus
se subió las gafas a la frente, pero se le deslizaron abajo. Entonces las dejó
caer al suelo. En el silencio, oí el ruido del golpe. Atticus se restregó los
ojos y la barbilla; le vimos parpadear vivamente.
Delante
de la puerta de los Radley, 'Tim Johnson' había puesto en juego el poco
entendimiento que le quedaba. Había dado media vuelta por fin, para seguir la
trayectoria primera, subiendo por nuestra calle. Dio un par de pasos adelante,
luego se paró y levantó la cabeza. Vimos que su cuerpo se ponía rígido.
Con
movimientos rápidos que parecían simultáneos, la mano de Atticus dio un tirón a
la bola del extremo de una palanca al mismo tiempo que se apoyaba el arma en el
hombro.
El
rifle rugió. 'Tim Johnson' dio un salto, se desplomó y cayó en la acera
formando un montón pardo y blanco. No supo lo que le había herido.
Míster
Tate saltó del porche y corrió hacia la Mansión Radley. Se paró delante del
perro, se agachó, volvióse y se dio unos golpecitos con el índice en la frente,
encima del ojo izquierdo.
-
¡Ha desviado un poco hacia la derecha, mister Finch! -gritó.
-Siempre
me ocurría -respondió Atticus-. Si hubiese podido elegir a mi gusto habría
cogido una escopeta.
Se
inclinó, recogió las gafas, trituró las lentes rotas con el tacón hasta
convertirlas en polvo, fue hasta donde estaba míster Tate y se quedó mirando a
'Tim Johnson'.
Las
puertas se abrieron una tras otra, y los vecinos fueron dando, poco a poco,
señales de vida. Miss Maudie bajó las escaleras en compañía de miss Stephanie
Crawford.
Jem
estaba paralizado. Yo le pellizqué para ponerle en marcha, pero cuando Atticus
vio que nos acercábamos, nos gritó:
-Quedaos
donde estáis!
Cuando
míster Tate y Atticus regresaron al patio, el primero sonreía.
-Mandaré
a Zeebo que lo recoja -dijo-. No lo ha olvidado mucho, míster Finch. Dicen que
uno no pierde nunca la habilidad. Atticus guardaba silencio.
-
¡Atticus! -dijo Jem.
-¿Qué?
-Nada.
-
¡Lo he visto. Finch 'Un tiro'!
Atticus
giró sobre sus talones y se encontró cara a cara con mis, Maudie. Se miraron
sin decir nada, y Atticus subió al coche de sheriff.
-Ven
acá -le dijo a Jem-. No os acerquéis al perro, ¿comprendes? No os acerquéis a
él; es tan peligroso muerto como vivo.
-Sí,
señor -respondió Jem-. Atticus...
-¿Qué
hijo?
-Nada.
-¿Qué
te pasa, muchacho, no sabes hablar? -dijo míster Tate sonriendo a Jem-. ¿No
sabías que tu padre...?
Cállate, Heck -ordenó Atticus-. Volvamos a la
ciudad.
Cuando
se hubieron marchado, Jem y yo nos fuimos a las escaleras de la fachada de miss
Stephanie y nos sentamos aguardando a que lleguase Zeebo con el camión de la
basura.
Jem
continuaba mudo y confuso. Miss Stephanie
Crawford dijo:
-¿Eh?, ¿eh?, ¿eh? ¿Quién habría
pensado en que podía rabiar un perro en febrero? Quizá no estaba rabioso, quizá
sólo estaba loco y nada más. No me gustaría ver la cara de Harry Johnson
cuando regrese del viaje a Mobile y se encuentre con que Atticus Finch ha
matado a su perro. Lo que pasa es que en alguna parte hubo algo que le puso de
mal humor...
Mis
Maudie dijo que miss Stephanie cantaría otra canción distinta si 'Tim Johnson'
todavía estuviera subiendo calle arriba, que pronto sabrían si rabiaba o no,
porque enviarían la cabeza a Montgomery.
Jem
recobró, aunque confusamente, el uso de la palabra.
-...Le
has visto, Scout?, ¿le has visto plantado allá?... Y de repente se ha quedado
tan tranquilo, y parecía que el arma formaba parte de su persona... y con
aquella rapidez, como si... Yo tengo que apuntar diez minutos para hacer blanco
en algo...
Miss
Maudie sonrió con malicia.
-Veamos,
señorita Jean Louise -dijo-, ¿todavía piensas que tu padre no sabe hacer nada?
Todavía te avergüenzas de él?
-No
-dije tímidamente.
-El
otro día olvidé que además de tocar el arpa judía, Atticus Finch era en sus
tiempos el tirador más certero del Condado de Maycomb.
-Tirador
certero... -repitió Jem.
-Así
lo he dicho, Jem Finch. Supongo que ahora cambiaréis de tonada. La mismísima
idea..., ¿no sabíais que cuando era muchacho le apodaban Finch 'Un Tiro'?
Caramba, allá abajo en el Desembarcadero, cuando se hacía mayor, si tiraba
quince tiros y mataba catorce tórtolas se quejaba de malgastar municiones.
-Nunca
nos había contado nada de esto -murmuró Jem.
-No
os había contado nada, ¿verdad que no?
-No,
señora.
-Me
sorprende que ahora nunca salga de caza -dije.
-Quizá
yo pueda explicároslo -contestó miss Maudie-. Por encima de todo, vuestro padre
es, en el fondo del corazón, un hombre educado. Una habilidad sobresaliente es
un don de Dios...; ah, claro, uno ha de ejercitarla para hacerla perfecta, pero
el tirar no es como tocar el piano, u otra cosa por el estilo. Yo creo que
quizá dejó el arma cuando comprendió que Dios le había concedido una ventaja
poco equitativa sobre la mayoría de seres vivientes. Me figuro que decidió no
disparar hasta que se viera en la obligación de hacerlo, y hoy se ha visto.
-Parece
que debería estar orgulloso de ello -dije.
-Las
personas que están en sus cabales no se enorgullecen de sus talentos -respondió
miss Maudie.
Entonces
vimos llegar el camión de Zeebo. De la parte trasera del vehículo, Zeebo sacó
una horca, recogió el perro con gesto vivo, lo arrojó sobre la caja del camión
y luego derramó un líquido de un bidón sobre el punto en que había caído
'Tim', así como por los alrededores.
-Durante
un rato no os acerquéis por aquí -nos gritó.
Cuando
nos fuimos a casa le dije a Jem que el lunes tendríamos de verdad algo de que
hablar en la escuela.
-No
digas una palabra de ello, Scout -me pidió.
-¿Qué?
Ya lo creo que la diré. No todos tienen un padre que sea el mejor tirador del
Condado de Maycomb.
-Me
figuro que si quisiera que lo supiéramos nos lo habría dicho -replicó Jem-. Si
estuviera orgulloso de ello, nos lo hubiera explicado.
-Quizá
se le fue de la memoria -objeté.
-No,
Scout, es una cosa que tú no comprenderías. Atticus es viejo de veras, pero a
mí no me importaría que no supiera hacer nada..., no me importaría que no
supiera hacer maldita cosa. -Jem cogió una piedra y la arrojó contra la
cochera. Echando a correr tras ella, me gritó-: ¡Atticus es un caballero, lo
mismo que yo!
11
Cuando
éramos pequeños, Jem y yo confinábamos nuestras actividades a la parte sur del
barrio, pero cuando estuve bien adelantada en el segundo grado de la escuela y
el atormentar a Boo Radley fue cosa pretérita, el sector comercial de Maycomb
nos atrajo con frecuencia calle arriba, hasta más allá de la finca de mistress
Henry Lafayette Dubose. Era imposible ir a la ciudad sin pasar por delante de
su casa, a menos que quisiéramos dar un rodeo de una milla. Los encuentros de
poca monta que había tenido previamente con aquella señora no me dejaron ganas
para otros; pero Jem decía que alguna vez tenía que hacerme mayor.
Dejando
aparte una criada negra de servicio permanente, mistress Dubose vivía sola,
dos puertas más arriba de la nuestra, en una casa con unas empinadas escaleras
en la fachada y un pasillo reducido. Era muy anciana; se pasaba la mayor parte
del día en la cama, y el resto en un sillón de ruedas. Se rumoreaba que llevaba
una pistola escondida entre sus numerosas bufandas y envolturas.
Jem
y yo la odiábamos. Si estaba en el porche al pasar, nos escudriñaba con una
mirada airada, nos sometía a despiadados interrogatorios acerca de nuestra
conducta, y nos hacía tristes presagios relativos a lo que valdríamos cuando
fuésemos mayores, los cuales podían resumirse siempre en que no valdríamos para
nada. Hacía tiempo que abandonamos la idea de pasar por delante de su casa
yendo por la acera opuesta; aquello sólo servía para que ella levantase la voz
haciendo partícipes a todos los vecinos de sus imprecaciones.
No
podíamos hacer nada que le agradase. Si la saludaba lo más risueña que sabía
con un:
-Hola,
mistress Dubose -recibía por respuesta:
-
¡No me digas hola, a mí, niña fea! ¡Debes decirme, buenas tardes, mistress
Dubose!
Era
malvada. Una vez oyó a Jem refiriéndose a nuestro padre con el nombre de
'Atticus' y su reacción fue apoplética. Además de ser los mocosos mas
respondones y antipáticos que pasaban por allí, tuvimos que escuchar que era
una pena que nuestro padre, después de la muerte de mamá, no hubiera vuelto a
casarse. Dama más encantadora que nuestra madre no había existido, decía ella,
y destrozaba el corazón ver que Atticus Finch permitía que sus hijos crecieran
como unos salvajes. Yo no recordaba a nuestra madre, pero Jem sí -a veces me
hablaba de ella-, y cuando mistress Dubose nos disparó su mensaje, se puso
lívido.
Después
de haber sobrevivido a los peligros de Boo Radley, de un perro rabioso y a
otros terrores, Jem decidió que era una cobardía pararse delante de las
escaleras de la fachada de miss Rachel y esperar, y decretó que habíamos de
correr hasta la esquina de la oficina de Correos yendo al encuentro de Atticus
cuando regresaba del trabajo. Innumerables tardes, Atticus encontraba a Jem
furioso por algo que había dicho mistress Dubose mientras pasábamos.
-El
remedio está en la calma, hijo -solía contestar Atticus. Es una señora anciana
y está enferma. Limítate a conservar la cabeza alta y a portarte como un
caballero. Te diga lo que te diga tu deber consiste en no permitir que te haga
perder los estribos.
Jem
replicaba que no debía de estar muy enferma cuando gritaba de aquel modo.
Cuando llegábamos los tres a la altura de su casa, Atticus se quitaba el
sombrero con una reverencia, le hacía un ademán afectuoso y la saludaba:
-
¡Buenos días, mistress Dubose! Esta mañana parece usted un cuadro.
Jamás
le oí decir a Atticus qué clase de cuadro. Luego le comunicaba las noticias del
juzgado, y decía que le deseaba de todo corazón un buen día para mañana. En
seguida se ponía el sombrero de nuevo, me subía a los hombros en presencia de
la vieja y nos íbamos a casa bajo la luz del crepúsculo. Hubo ocasiones como
éstas en que pensé que mi padre, que odiaba las armas y no había estado en
ninguna guerra, era el hombre más valiente que había existido.
Al
día siguiente al de su decimosegundo cumpleaños, a Jem quemaba el dinero en el
bolsillo, y a primera hora de la tarde nos dirigimos hacia la ciudad. Jem
pensaba que tendría bastante para comprarse una máquina de vapor de miniatura,
y un bastón para mí, de esos que se voltean en los desfiles.
Hacía
mucho tiempo que puse yo el ojo en aquella vara de mando. Estaba en la tienda
de V. J. Elmore, tenía incrustados cequines y lentejuelas, y costaba diecisiete
centavos. En aquel época ardía en mi la ambición de hacerme mayor y desfilar
con mi bastón delante de la banda del Instituto del Condado de Maycomb.
Habiendo desarrollado mi habilidad hasta el punto de lanzar un palo al aire y
faltarme poco para cogerlo en la bajada, había motivado que Calpurnia no me
dejase entrar en casa cada vez que me veía con uno en la mano. Yo pensaba que
vencería el inconveniente si tenía un bastoncito de verdad, y consideraba que
Jem era muy generoso al comprarme uno.
Cuando
pasamos por delante, mistress Dubose estaba en su porche.
-¿Adónde
váis vosotros dos a estas horas del día? -nos gritó-. A hacer novillos,
supongo. ¡Llamaré al director y se lo diré! -llevó las manos a las ruedas y
ejecutó un giro perfecto.
-Oh,
es sábado, mistress Dubose -contestó Jem.
-Importa
poco que sea sábado -dijo, con oscuro sentido-. Me gustaría saber si vuestro
padre está enterado de dónde os encontráis.
-Mistress
Dubose, nosotros hemos ido a la ciudad solos desde que éramos así -Jem se
inclinó para señalar con la palma de la mano una altura de unos dos píes sobre
la acera.
-
¡No me mientas! -chilló-. Jeremy Finch, Maudie Atkinson me ha dicho que esta
mañana le destrozaste la parra scuppernongs. ¡Se lo dirá a tu padre y
entonces desearás no haber visto nunca la luz del día! ¡Si no te mandan al
reformatorio antes de la semana próxima, es que yo no me llamo Dubose!
Jem,
que no se había acercado al árbol de miss Maudie desde el verano pasado, y que
sabía que, si se lo hubiera hecho, miss Maudie no se lo diría a Atticus, se
encerró en una negativa absoluta.
-
¡No me contradigas! -bramó mistress Dubose-. Y tú -dijo, señalándome con un
dedo artritico-, ¿qué haces con ese mono? ¡Deberías ir con vestido y camisola,
señorita! Te harás mayor sirviendo mesa, si alguien no te hace cambiar de
camino... Una Finch sirviendo mesas en el 'Café O.K..'..., ¡ja!, ¡ja!
Yo
estaba aterrorizada. El 'Café O.K." era una fatídica institución de la
cara norte de la plaza. Me cogí al brazo de Jem, pero él me hizo soltarle con
una sacudida.
-Ven, Scout -susurró-. No le hagas ningún
caso; levanta bien la cabeza, nada más, y sé un caballero.
Pero
mistress Dubose nos retuvo.
¡No
solamente una Finch sirviendo mesas, sino uno en el juzgado defendiendo
negros!
Jem
se puso rígido. El disparo de mistress Dubose había hecho blanco, y ella lo
comprendía.
-Si,
¿verdad? ¿Es qué ha terminado este mundo cuando un Finch se revuelve contra los
que le han formado? ¡Yo os lo diré!
-Aquí
se llevó la mano a la boca. Al retirarla, colgaba de ella un largo hilo
plateado de saliva-. ¡Vuestro padre no vale más que los negros y la canalla por
los cuales trabaja!
Jem
se había puesto escarlata. Le tiré de la manga, y mientras caminábamos por la
acera nos siguió una filípica acerca de la degeneración moral de nuestra
familia, cuya premisa más considerable era que, de todos modos, la mitad de los
Finch estaban en asilo; aunque si nuestra madre viviera no habríamos llegado a
tal estado.
No
estuve segura de qué era lo que le ofendía más a Jem, pero las alusiones al
estado mental de la familia provocaron en mí un vivo resentimiento contra
mistress Dubose. Me había acostumbrado casi a escuchar insultos dirigidos
contra Atticus, pero aquel era el primero que venia de un adulto. Excepto por
sus comentarios con respecto a Atticus, el ataque de miss Dubose era cosa
trillada. La atmósfera traía una insinuación del verano; en las sombras hacía
fresco, pero el sol era caliente, lo cual significaba que se acercaban los
buenos tiempos: sin escuela y con Dill.
Jem
se compró su máquina de vapor, y fuimos a la tienda de Elmore por mi bastón. A
Jem no le causó placer alguno la adquisición; se la metió en el bolsillo y de
regreso a casa caminó silenciosamente a mi lado. Por el camino le faltó poco
para que tocara con el bastón a mister Link Deas, quien me dijo:
-
¡ Ten cuidado ahora, Scout! -cuando no supe cogerlo al vuelo.
Al
llegar cerca de la casa de mistress Dubose, el bastón estaba sucio por haberlo
recogido del suelo tantas veces.
En
años posteriores, repetidamente me pregunté cuál fue el motivo que impulsó a
Jem, por qué causa quebró el mandato de 'Sé un caballero nada más, hijo', y la
fase de presuntuosa rectitud en que había entrado recientemente. Probablemente
tuvo que escuchar tantas tonterías como yo misma por el hecho de que Atticus
defendiera en el juzgado a los negros, y yo daba por descontado que se
dominaría los nervios; mi hermano tenía un temperamento naturalmente tranquilo
y se inflamaba despacio. A la sazón sin embargo, creí que la única explicación
de su conducta consistía en admitir que, por unos minutos, simplemente, se
volvió loco de rabia.
Jem
hizo lo que hubiese hecho yo con toda tranquilidad de no haberme encontrado
bajo la prohibición de Atticus, la cual incluía a mi entender, el no pelearme
con viejas horribles. Apena llegamos delante de la puerta de mistress Dubose,
me arrebató el bastón y ascendiendo las escaleras con furia salvaje, se metió
en el patio trasero de la anciana, olvidando todo lo que Atticus nos dijo
siempre, olvidando que mistress Dubose llevaba una pistola escondida debajo de
sus manteletas, olvidando que si mistress Dubose erraba el tiro, su criada
Jessie probablemente acertaría.
No
empezó a calmarse hasta que hubo cortado las puntas de todas las plantas de
camelia que mistress Dubose poseía, hasta que el suelo quedó alfombrado de
capullos verdes y de hojas. Entonces dobló el bastón sobre la rodilla, lo
partió en dos y lo arrojó al suelo.
En
aquel momento yo estaba ya dando alaridos. Jem me tiró del cabello, dijo que no
le importaba, que volvería a hacerlo si se le presentaba ocasión y que si no me
callaba me arrancaría todos los cabellos de la cabeza. Yo no me callé y él me
dio una patada. Perdí el equilibrio y caí de bruces. Jem me levantó con aire
brusco, pero tenía una expresión como si lo lamentase. No había nada que decir.
Aquella
tarde no se nos antojó ir al encuentro de Atticus, de regreso al hogar.
Rondamos huraños por la cocina hasta que Calpurnia nos echó. Por algún arte de
magia, Calpurnia parecía enterada de todo. Calpurnia fue una fuente de alivio
menos que satisfactoria, pero le dio a Jem un panecillo caliente con
mantequilla, que él partió en dos, dándome la mitad a mi. Aquello sabía a
algodón.
Nos
fuimos a la sala. Yo cogí una revista de fútbol, encontré un retrato de Dixie
Howell, lo enseñé a Jem y dije:
-Este
se parece a ti.
Fue
la cosa más agradable que se me ocurrió decirle, pero no sirvió de nada. Jem se
sentó junto a las ventanas, acurrucado en una mecedora, esperando con el ceño
adusto. La luz del día se apagaba.
Dos
edades geológicas más tarde, oímos las suelas de los zapatos de Atticus
arañando las escaleras de la fachada. La puerta vidriera se cerró de golpe,
hubo una pausa (Atticus estaba delante de la percha del vestíbulo) y le oímos
llamar:
-¡Jem!
-su voz era como el viento del invierno.
Atticus
encendió la luz del techo de la sala y nos encontró allí, inmóviles,
petrificados. En una mano llevaba mi bastón, cuya sucia borla se arrastraba
por la alfombra. Entonces extendió la otra mano; contenía hinchados capullos de
camelia.
-Jem
-dijo-, ¿eres el responsable de esto?
-Sí,
señor.
-¿Por
qué lo has hecho?
Jem
respondió en voz baja:
-Ella
ha dicho que defendía a negros y canallas.
-¿Lo
has hecho porque ella ha dicho estas palabras?
Los
labios de Jem se movieron, pero su 'Sí, señor' resultó inaudible.
-Hijo,
no dudo que tus contemporáneos te han fastidiado mucho a causa de que yo
defienda a los nigros, como vosotros decís, pero hacer una cosa como
ésta a una dama anciana no tiene excusa. Te aconsejo encarecidamente que vayas
a hablar con mistress Dubose -dijo Atticus-. Después ven directamente a casa.
Jem
no se movió.
-He
dicho que vayas.
Yo
quise salir de la sala, detrás de Jem.
-Ven
acá -me ordenó Atticus. Yo retrocedí.
Atticus
cogió el Bobile Press y se sentó en la mecedora que Jem había dejado
vacía. Por mi vida, no comprendía cómo podía seguir sentado allí con aquella
sangre fría cuando su único hijo varón corría el considerable riesgo de morir
asesinado por una antigualla del Ejército Confederado. Por supuesto, Jem me
hacía enfadar tanto a veces que habría sido capaz de matarle yo, pero si
mirábamos la realidad desnuda, él era todo lo que tenía. Atticus ni parecía
darse cuenta de eso, o si se daba, no le importa.
Por
tal motivo le odié, pero cuando uno está en apuros se cansa fácilmente; pronto
me hallé escondida en su regazo, y los brazos de mi padre me rodearon.
-Eres
demasiado mayor para mecerte -me dijo.
-A
ti no te importa lo que le pase -dije yo-. Le has enviado tan tranquilo a que
le peguen un tiro, cuando todo lo que ha hecho ha sido salir en tu defensa.
Atticus
me empujó la cabeza debajo de su barbilla, diciendo:
-Todavía
no es tiempo de inquietarse. Jamás creía que Jem perdiese la cabeza por ese
asunto; pensaba que me crearías más problemas tú.
Yo
contesté que no veía por qué habíamos de conservar la calma, al fin y al cabo;
en la escuela no conocía a nadie que tuviera que conservar la calma por nada.
-Scout
-dijo Atticus-, cuando llegue el verano tendrás que conservar la calma ante
cosas mucho peores... No es equitativo para ti y para Jem, lo sé, pero a veces
hemos de tomar las cosas del mejor modo posible, y del modo que nos comportemos
cuando estén en juego las apuestas... Bien, todo lo que puedo decir es que
cuando tú y Jem seáis mayores, quizá volveréis, la vista hacía esta época con
cierta compasión y con el convencimiento de que no os traicioné. Este caso, el
caso de Tom Robinson, es algo que entra hasta la esencia misma de la conciencia
de un hombre... Scout, yo no podría ir a la iglesia y adorar a Dios si no probara
de ayudar a aquel hombre.
-Atticus,
es posible que te equivoques...
-¿Cómo
es eso?
-Mira,
parece que muchos creen que tienen razón ellos y que tú te equivocas...
-Tienen
derecho a creerlo, ciertamente, y tienen derecho a que se respeten en absoluto
sus opiniones -contestó Atticus-, pero antes de poder vivir con otras personas
tengo que vivir conmigo mismo. La única cosa que no se rige por la regla de la
mayoría es la conciencia de uno.
Cuando
Jem regresó me encontró todavía en el regazo de mi padre.
-¿Qué,
hijo? -preguntó Atticus. Y se puso de pie. Yo procedí a un reconocimiento
secreto de Jem. Parecía continuar todo de una pieza, pero tenía una expresión
rara en el rostro. Quizá la vieja le había dado una dosis de calomelanos.
-Le
he limpiado el patio y he dicho que me pesaba (aunque no me pesa) y que
trabajaría en su jardín todos los sábados para tratar de hacer renacer las
plantas.
-No
había por qué decir que te pesaba si no te pesa -dijo Atticus-. Es vieja y
está enferma, Jem. No se la puede hacer responsable de lo que dice y hace. Por
supuesto, hubiera preferido que me lo hubiese dicho a mí antes que a ninguno de
vosotros dos, pero no siempre podemos ver cumplidos nuestros deseos.
Jem
parecía fascinado por una rosa de la alfombra.
-Atticus
-dijo-, quiere que vaya a leerle.
-¿A
leerle?
-Sí,
señor. Quiere que vaya todas las tardes al salir de la escuela, y también los
sábados, y le lea en alta voz durante dos horas.
¿Debo
hacerlo, Atticus?
-Ciertamente.
-Pero
quiere que lo haga durante un mes.
-Entonces
lo harás durante un mes.
Jem
puso la punta del pie delicadamente en el centro de la rosa y apretó. Por fin,
dijo:
-Atticus,
en la acera está muy bien pero dentro... dentro está oscuro y da hormigueos.
Hay sombras y cosas en el techo...
Atticus
sonrió con una sonrisa fea.
-Eso
debería excitar tu imaginación. Figúrate, simplemente, que estás en la casa de
los Radley.
El
lunes siguiente por la tarde, Jem y yo subimos las empinadas escaleras de la
casa de mistres Dubose y recorrimos el pasillo abierto. Jem, armado con Ivanhoe
y repleto de superiores conocimientos, llamó a la segunda puerta de la
izquierda.
- ¡Mistress Dubose! -gritó.
Jessie
abrió la puerta de madera y corrió el cerrojo de la de cristales.
-¿Eres
tú Jem Finch? -dijo-. Te acompaña tu hermana. No se si...
-Hazles
entrar a los dos -ordenó mistress Dubose.
Jessie
nos hizo pasar y se fue a la cocina.
Un
olor opresivo vino a nuestro encuentro apenas cruzamos umbral, un olor que
había percibido muchas veces en casas grises consumidas por la lluvia, donde
hay lámparas de petróleo, cazos de agua y sábanas domésticas sin pasar por la
colada. Un olor que siempre me dio miedo y me puso en guardia, recelosa.
En
el ángulo del cuarto había una cama de latón; y en la cama mistress Dubose. Yo
me pregunté si la había puesto allí la acción de Jem, y por un momento me
inspiró pena. Yacía debajo de un pila de colchas y tenía una expresión casi
amistosa.
Junto
a la cama había un lavabo con una losa de mármol; sobre la losa había una
cucharrilla, una jeringa encamada para los oídos. una caja de algodón hidrófilo
y un despertador de acero que se sostenía sobre tres patillas pequeñas.
-¿De
modo que te has traído a tu sucia hermanita? -fue el saludo que nos dedicó.
Jem
contestó sosegadamente:
-Mi
hermana no es sucia, y yo no le temo a usted -pero advertí que le temblaban las
rodillas.
Esperaba
un rosario de improperios, más la vieja se limitó decir:
-Puedes
empezar a leer, Jeremy.
Jem
se acomodó en una silla con asiento de caña y abrió Ivanhoe. Yo me
acerqué otra y me senté a su lado.
-Acercaos
-ordenó mistress Dubose-. Poneos al lado de la cama.
Nosotros
movimos las sillas adelante. Era la vez que había estado más cerca de la vieja,
y lo que anhelaba más era retirarla silla de nuevo.
Aquella
mujer era horrible. Tenía la cara del color de una funda sucia de almohada, y
en los ángulos de su boca brillaba la humedad, que descendía pausadamente, como
un glaciar, por los profundos surcos que encerraban su barbilla. Las manchas
violáceas de la ancianidad moteaban sus mejillas, y sus pálidos ojos
ostentaban unas pupilas negras, pequeñas como puntas de aguja. Tenía las manos
nudosas, y las crecidas cutículas cubrían buena parte de las uñas. Su encía
inferior no quedaba escondida, y el labio superior lo tenía saliente; de tiempo
en tiempo retraía el labio inferior hacia la encía superior arrastrando la
barbilla en el movimiento. Esto hacía que la humedad descendiese más de prisa.
No
miré más de lo preciso, Jem abrió de nuevo Ivanhoe y se puso a leer.
Probé a seguirle, pero leía demasiado aprisa. Cuando llegaba a una palabra que
no conocía se la saltaba, pero mistress Dubose le pescaba y se la hacía
deletrear. Jem leyó durante veinte minutos quizá; entretanto yo estuve
contemplando la campana de la chimenea, manchada de hollín, y mirando por la
ventana y hacia todas partes, con el fin de tener la vista apartada de la
vieja. A medida que mi hermano seguía leyendo, advertí que las correcciones de
mistress Dubose iban siendo menos, y más espaciadas, y que Jem hasta había
dejado una frase suspendida en el aire. Mistress Dubose no escuchaba.
Entonces
volví la vista hacia la cama.
Algo
le había pasado a mistress Dubose. Yacía tendida de espaldas, con las colchas
subidas hasta la barbilla. Sólo se le veían la cabeza y los hombros. Una cabeza
que se movía lentamente de un lado para otro. De tarde en tarde abría por
completo la boca, y yo veía su lengua ondulando levemente. Sobre los labios se
le acumulaban cintas de saliva,- la anciana las echaba hacia el interior de la
boca y abría los labios de nuevo. La boca parecía tener una existencia suya
particular. Trabajaba por separado e independientemente del resto del
organismo, afuera y adentro, lo mismo que el agujero de una almeja en la marca
baja. De vez en cuando producía un sonido de 'Pt', cual una sustancia viscosa
cuando empieza a hervir.
Yo
tiré a Jem de la manga.
El
me miró.- luego miró a la cama. La cabeza de la vieja continuaba con su
movimiento oscilatorio en dirección a nosotros. Jem preguntó:
-Mistress
Dubose, ¿se encuentra bien?
Ella
no le oyó.
El
despertador se puso a tocar y nos dejó tiesos de espanto. Un minuto después,
con los nervios todavía estremecidos, Jem y yo estábamos en la acera camino de
casa. No habíamos huido, nos envió Jessie: antes de que la campana del
despertador parase había entrado en el cuarto y nos había despedido.
-Fuera
-nos dijo-, idos a casa. En la puerta, Jem se paró indeciso.
-Es
la hora de la medicina explicó Jessie.
Mientras
la puerta se cerraba detrás de nosotros, la vi andar rápidamente hacia la cama
de mistress Dubose.
Eran
solamente las tres cuarenta y cinco cuando llegamos a casa, por lo que Jem y yo
salimos al patio trasero hasta que llegó hora de ir a esperar a Atticus.
Nuestro padre nos traía dos lápices amarillos para mí y una revista de fútbol
para Jem, lo cual era supongo, una recompensa muda por nuestra primera sesión
cotidiana con mistress Dubose. Jem le explicó cómo había ido.
-¿Habéis
tenido mucho miedo? -preguntó Atticus.
-No,
señor -respondió Jem-, pero es muy desagradable. Sufre ataques, o algo por el
estilo. Escupe mucho.
-No
puede evitarlo. Cuando las personas están enfermas, a veces no tienen un
aspecto agradable.
-A
mi me ha dado miedo -dije yo.
Atticus
me miró por encima de las gafas.
-No
es preciso que acompañes a Jem, ya lo sabes.
La
tarde siguiente en casa de mistress Dubose fue lo mismo que la anterior, y lo
mismo fue la otra, hasta que gradualmente quedó establecido un programa: todo
empezaba normal; es decir, mistress Dubose acosaba un rato a Jem con sus temas
favoritos; sus camelias y las inclinaciones de ama-negros de nuestro padre;
Poco a poco iba quedándose callada y, luego, se olvidaba de nosotros. Después
sonaba el despertador, Jessie nos empujaba fuera, y resto del día nos
pertenecía por entero.
-Atticus pregunté una tarde--, ¿qué es exactamente un
ama-negros?
Atticus
tenía la cara seria.
-¿Te
ha llamado alguien con esa palabra?
-No,
señor, mistress Dubose te lo llama a ti. Todas las tardes se entusiasma dándote
ese nombre. Francis me lo dijo a mí la Navidad pasada, entonces fue la primera
vez que lo oí.
¿Por
eso arremetiste contra él? -preguntó Attieus.
-Sí,
señor...
Entonces,
¿cómo me preguntas qué significa?
Yo
traté de explicar a Atticus que no fue tanto lo que decía Francis como su forma
de decirlo lo que me puso furiosa.
Era
lo mismo que si hubiese dicho 'nariz mocosa' u otra cosa parecida.
Scout
-dijo Atticus , ama-negros es simplemente una de esas expresiones que no
significan nada; igual que nariz mocosa. Es difícil de explicar; la gente
ignorante y peleona la emplea cuando se figura que uno favorece a los negros
más que a ella y por encima de ella. Se ha deslizado en el uso de algunas
personas, como nosotros mismos, cuando necesitan una palabra vulgar y fe para
ponerle una etiqueta a uno.
-De
modo que tú no eres realmente un ama-negros, ¿verdad que no?
Claro
que lo soy. Hago lo que puedo por amar a todo el mundo... A veces me encuentro
en una situación difícil... Niña, no es un insulto que a uno le den un nombre
que a otro le parece malo. Ello le demuestra a uno lo mísera que es aquella
persona, y no le hiere. Por lo tanto, deja que mistress Dubose se ensañe
contigo. La pobre tiene bastantes problemas para sí.
Un
mes después, una tarde, Jem se iba abriendo camino a través de sir Walter
'Scout', como él le llamaba, y mistress Dubose le corregía a cada frase, cuando
llamaron a la puerta.
-
¡Entre! -chilló la anciana.
Atticus
entró. Se acercó a la cama y cogió la mano de mistress Dubose.
-Venía
de la oficina y no he visto a los niños -dijo-. He pensado que quizá estarían
aquí.
Místress
Dubose le sonrió. Por mi vida que no sabía imaginarme cómo podía dirigir la
palabra a mi padre cuando parecía odiarle tanto.
-¿Sabe
qué hora es, Atticus? -le preguntó.
-Las
cinco y cinco minutos exactamente. El despertador está puesto para las cinco y
media. Quiero que se fije.
De
súbito me di cuenta de que cada día habíamos pasado un rato más en casa de
mistress Dubose, que el despertador tocaba un poco más tarde cada día, y que la
anciana estaba sumida por completo en uno de sus ataques cuando sonaba el
despertador. Aquel día había buscado pelea a Jem durante dos horas sin la idea
de sufrir un ataque, y yo me sentía irremediablemente cogida en la trampa. El
despertador era la señal de nuestra liberación; si un día no sonaba, ¿qué
haríamos?
-Se
me antoja que a Jem le quedan pocos días de lectura -dijo Atticus.
-Sólo
una semana más -replicó la anciana-, únicamente para estar bien segura...
Jem
se puso en pie.
-Pero...
Atticus
levantó la mano y Jem se calló. De regreso a casa, Jem protestó que sólo tenía
que leer durante un mes, que el mes había pasado y que aquello no era justo.
-Sólo
una semana más, hijo -le dijo Atticus.
-No
-replicó Jem.
-Sí-
insistió Atticus.
La
semana siguiente fuimos a casa de rnistress Dubose todos los días. El
despertador había cesado de sonar, pero la vieja nos dejaba en libertad con un
'Ya bastará' tan avanzada la tarde que cuando regresábamos Atticus solía estar
en casa leyendo el periódico. Aunque los ataques habían desaparecido, en todos
los aspectos mistress Dubose seguía siendo la misma de siempre: cuando sir
Walter Scott se enzarzaba en largas descripciones de fosos y castillos, ella se
aburría y la tomaba con nosotros.
-Jeremy
Finch, te dije que habrías de vivir para lamentar haberme destrozado las
camelias. Ahora ya lo lamentas, ¿verdad?
Jem
respondía que lo sentía de veras.
-Pensabas
que podrías matar mi "Nieve de la Montaña', ¿verdad? Bien, Jessie dice que
las puntas vuelven a crecer. La próxima vez sabrás hacer el trabajo más
perfecto, ¿verdad que sí? La arrancarás de raíz, ¿no es cierto?
Jem
contestaba que, ciertamente, lo haría así.
-
¡No me hables en murmullos, muchacho! Levanta la cabeza y di: 'Sí, señora'. No
creo que tengas ánimo para levantarla, embargo, siendo tu padre lo que es.
La
barbilla de Jem se levantaba, y mi hermano miraba a mistress Dubose con una
cara libre de resentimiento. A lo largo las semanas había cultivado una
expresión educada de persona que siente interés, pero que vive en otra esfera,
expresión que presentaba a la anciana en respuesta a sus invenciones más
escalofriantes.
Al
final llegó el día. Una tarde, mistress Dubose dijo:
Con
esto bastará. -Pero añadió: Y hemos terminado. -Buen días a los dos.
Habíamos
terminado. Acera abajo, corríamos, saltábamos gritábamos en un arrebato de
profundo alivio.
Aquella
primavera fue buena: los días se hicieron más largos nos concedieron más tiempo
para jugar. La mente de Jem está ocupada principalmente por las estadísticas
vitales de todos los colegiales de la nación entera que jugaban al fútbol.
Atticus no leía todas las noches las páginas de deporte de los periódicos.
juzgar por los jugadores en perspectiva, ninguno de cuyos nombres sabíamos
pronunciar. Alabama podría disputar de nuevo aquel año la Rose Bowe. Atticus
estaba a mitad del articulo de Windy Seaton, una noche, cuando sonó el
teléfono.
Después
de contestar a la llamada, Atticus fue hasta la percha del vestíbulo.
Me
voy un rato a casa de mistress Dubose -nos dijo-. No tardaré.
Pero
estuvo fuera hasta después de la hora de irme a la cama. De regreso, traía una
caja de bombones. Se sentó en la sala y dejó la caja en el suelo, al lado de
la silla.
-¿Qué
quería? -preguntó Jem.
Hacía
más de un mes que no habíamos visto a mistress Dubose. Cuando pasábamos ya no
estaba en el porche.
-Ha
muerto, hijo -respondió Atticus-. Ahora ya no sufre. Ha estado enferma
muchísimo tiempo. Hijo, ¿sabías la causa de sus ataques?
Jem
movió la cabeza negativamente.
-Mistress
Dubose era una consumidora de morfina -explicó Atricus-. La había tomado
durante años para calmar el dolor. El médico la había habituado a ello. Habría
pasado el resto de la vida sirviéndose de la droga, y habría muerto sin sufrir
tanto, pero le repugnaba demasiado...
-¿Señor?
-dijo Jem.
Atricus
prosiguió:
-Poco
antes de su arranque me llamó para redactar el testamento. El doctor Reynolds
le había dicho que le quedaban pocos meses. Sus asuntos financieros estaban en
orden perfecto, pero ella dijo: 'Todavía queda una cosa por ordenar'.
-¿Qué
era? -preguntó Jem, perplejo.
-Dijo
que iba a dejar este mundo sin tener que estar agradecida a nadie ni a nada.
Jem, cuando uno está enfermo como lo estaba ella, tiene derecho a tomar lo que
sea para hacer más llevaderos sus males; pero mistress Dubose no lo creía así.
Dijo que antes de morir quería quitarse de la morfina, y lo hizo.
-¿Quieres
decir que esto era lo que provocaba aquellos ataques? -preguntó Jem.
-Sí,
era esto. La mayor parte del tiempo que tú le leías dudo que oyese una sola
palabra de las que pronunciabas. Todo su cuerpo y toda su mente concentraban
la atención en el despertador. Si no hubieses caído en sus manos, yo te habría
mandado que fueses a leerle, de todos modos. Acaso la hayas distraído un poco.
No había otro motivo...
-
¿Ha muerto libre? -preguntó Jem.
-Como
el aire de las montañas -respondió Atticus-. Ha conservado el conocimiento casi
hasta el final. -Atticus sonrió-. conocimiento y las ganas de pelear. Ha seguido
desaprobando cordialmente mi conducta, y me ha dicho que probablemente me
pasaría el resto de mi vida depositando fianzas para sacarte de cárcel. Ha
mandado a Jessie que te preparase esta caja...
Atticus
se inclinó, recogió la caja del suelo y la entregó a Jem. Jem la abrió. Dentro,
rodeada de almohadillas de algodón húmedo, había una camelia, blanca, perfecta,
como de cera. Era una 'Nieve de la Montaña'.
A
Jem casi se le saltaban los ojos de la cara.
-
¡Demonio infernal de vieja! ¡Demonio infernal de vieja -chilló, arrojando la
camelia al suelo-. ¿Por qué no puede dejarme en paz?
En
un abrir y cerrar de ojos, Atticus estuvo de pie delante Jem. Mi hermano hundió
el rostro en la pechera de la camisa nuestro padre.
-Sssiittt
-le dijo-. Yo creo que ha sido su manera de decirte 'Ahora todo está como es
debido, Jem, todo está en orden'. Ya sabes, era una gran dama.
-¿Una
dama? -Jem levantó la cabeza. Tenía la cara encarnada-. ¿Después de todas
aquellas cosas que decía de ti, una dama?
-Lo
era. Tenía sus puntos de vista propios sobre las cosas muy diferentes de los
míos, quizá... Hijo, ya te dije que aunque tú no hubieses perdido la cabeza te
habría mandado que fueses a leerle. Quería que vieses una cosa de aquella
mujer, quería que vieses lo que es la verdadera bravura, en vez de hacerte la
idea de que la bravura la encarna un hombre con un arma en la mano. Uno es
valiente cuando, sabiendo que ha perdido ya antes de empezar, empieza a pesar
de todo y sigue hasta el final pase lo que pase. Uno vence raras veces, pero
alguna vez vence. Mistress Dubose venció; todas sus noventa y ocho libras
triunfaron. Desde su punto de vista, ha muerto sin quedar obligada a nada ni a
nadie. Era la persona más valiente que he conocido en mi vida.
Jem tomó
la caja de bombones y la echó al fuego. Luego recogió la camelia, y cuando me
fui a la cama le vi acariciando los blancos pétalos. Atticus estaba leyendo el
periódico.
SEGUNDA PARTE
12
Jem
tenía doce años. Era inconsciente, tornadizo; se hacía difícil vivir con él.
Tenía un apetito espantoso, y me ordenó tantas veces que dejase de fastidiarle
que consulté a Atticus.
-
¿Calculas que tiene la solitaria?
Atticus
dijo que no, que Jem estaba creciendo. Debía tener paciencia con él y
molestarle lo menos posible.
Este
cambio de Jem se había producido en cuestión de unas semanas. Mistress Dubose
todavía no se había enfriado en su sepultura... y, sin embargo, Jem parecía
haber agradecido ya lo suficiente mi compañía durante los días en que fue a
leerle. De la noche a la mañana, al parecer, Jem había adquirido un juego
extraño de valores y trataba de imponérmelos a mí: varias veces llegó al
extremo de decirme lo que debía hacer. Después de un altercado, rugió:
-
¡Ya sería hora que empezases a ser una muchacha y a portarte debidamente!
Yo
estallé en lágrimas y corrí a buscar consuelo en Calpurnia.
-No
te acongojes mucho por míster Jem... -empezó ella.
-¿Mís...
ter Jem?
-Sí,
ahora ya viene a ser, poco más o menos, míster Jem.
No
es tan mayor -dije yo-. Todo lo que necesita es alguno que le dé una paliza,
pero yo no soy bastante fuerte.
Niña
-respondió Calpurnia-, si míster Jem está creciendo, yo no puedo remediarlo.
Ahora querrá estar muchos ratos solo, haciendo todo lo que hacen los muchachos,
de modo que cuando tengas necesidad de compañía puedes entrar en la cocina.
Aquí dentro encontraremos infinidad de cosas que hacer.
El
principio de aquel verano se presentaba prometedor: Jem podía hacer lo que
quisiera; yo me pasaría el día con Calpurnia, hasta que llegase Dill. Ella
parecía contenta de verme cuando aparecía por la cocina, y al observarla empecé
a pensar que el ser mujer requería cierta habilidad.
Pero
llegó el verano sin que Dill hubiese llegado. Recibí de él una carta y una
fotografía. La carta decía que tenía un padre nuevo, cuyo retrato me
acompañaba, y que tendría que quedarse en Meridian porque proyectaban construir
un bote de pesca. Su nuevo padre era abogado como Atticus, pero mucho más
joven. Tenía una cara agradable, por lo cual me alegró que Dill lo hubiera
capturado, pero quedé abatida. Dill terminaba diciendo que me amaría
eternamente y que no me preocupase; él vendría a buscarme para casarse conmigo
tan pronto como tuviese dinero suficiente, y, por tanto, que le escribiera.
El
hecho de tener novio permanente me compensaba muy poco de su ausencia. Jamás me
había detenido a pensarlo, pero el verano era Dill junto al estanque de peces
fumando cordeles, sus ojos animados por complicados planes para hacer salir a
Boo Radley; el verano era la prontitud con que Dill levantaba el brazo y me
besaba cuando Jem no estaba mirando, las añoranzas que cada uno de nosotros
notaba a veces que el otro sentía. Con él vida era una dulce rutina; sin él, la
vida era insoportable. Me sentí desdichada durante dos días.
Como
si esto no fuese bastante, convocaron la legislatura del Estado para una sesión
de urgencia y Atticus estuvo ausente un par de semanas. El gobernador ansiaba
arrancar unos cuantos percebes del barco del Estado; había unas huélgas
estacionarias en Birmingham; las colas del pan crecían cada día en las
ciudades, la gente del campo se empobrecía. Pero estos acontecimiento
encontraban a una distancia tremenda del mundo de Jem y mío.
Una
mañana nos sorprendió ver en el Montgomery Advertiser una caricatura con
el pie: 'Finch, de Maycom'. Presentaba a Atticus con pantalón corto y los pies
descalzos, encadenado a una mesa escritorio: estaba escribiendo diligentemente
mientras unas chicas de aspecto frívolo le gritaban: ¡Oye, tú!'.
-Esto
es un elogio -explicó Jem-. Atticus pasa el tiempo haciendo cosas que si nadie
las hiciera quedarían por hacer.
Eh?
Además
de otras características recientemente adquiridas, había asumido un aire
enloquecedor de hombre enterado.
-Ah,
Scout, cosas tales como reorganizar el sistema de impuestos de los condados, y
por el estilo. Para la mayoría de hombres son cuestiones extremadamente áridas.
-¿Cómo
lo sabes?
-Oh,
vete y déjame en paz. Estoy leyendo el periódico.
Jem
vio cumplido su deseo. Yo me fui a la cocina.
Mientras
les quitaba la vaina a los guisantes, Calpurnia dijo de pronto:
-¿Qué
haré con vosotros este domingo a la hora de ir a la iglesia?
-Nada,
me figuro. -Calpurnia entornó los ojos y yo adiviné lo que pasaba por su
mente-. Cal -le dije-, ya sabes que nos portaremos bien. Hace años que no
hemos hecho nada malo en la iglesia.
Evidentemente,
Calpurnia se acordaba de un domingo de lluvia en que estábamos a la vez sin
padre y sin maestro. Abandonada a sus propias iniciativas, la clase ató a
Eunice Ann Simpson a una silla y la puso en el cuarto de la caldera de la
calefacción. Luego nos olvidamos de ella y subimos en tropel al templo, y
estábamos escuchando muy callados el sermón cuando de los tubos del radiador
salió un ruido espantoso de porrazos, persistiendo hasta que alguno fue a
investigar y trajo a Eunice Ann diciendo que no quería representar más el
papel de Shadrach... Jem Finch dijo que si Eunice tenía bastante fe no se
quemaría, pero allí abajo hacía mucho calor.
-Además,
Cal, ésta no es la primera vez que Atticus nos deja solos -protesté.
-Sí,
pero siempre se asegura de que vuestra maestra estará allí. Esta vez no he oído
que lo dijera; me figuro que lo habrá olvidado. -Calpurnia se rascó la cabeza.
De pronto sonrió-. ¿Os gustaría, a míster Jem y a ti, venir al templo conmigo,
mañana?
-¿De
veras?
-¿Qué
me dices? -inquirió ella con una sonrisa.
Si
Calpurnia me había bañado sin miramientos en otras ocasiones, no había sido
nada comparado con la inspección de la maniobra habitual de aquel sábado por
la noche. Me hizo enjabonar todo el cuerpo dos veces, puso agua nueva en la
bañera para cada aclarado; me hundió la cabeza en la pila, y me la lavó con
jabón Octagon y jabón de Castilla. A Jem le había concedido su confianza
durante años, pero aquella noche invadió sus dominios, provocando un estallido:
¿Acaso
en esta casa nadie puede tomar un baño sin que toda la familia esté mirando?
A
la mañana siguiente empezó la tarea más temprano que de costumbre, para
'repasar nuestras ropas'. Cuando Calpurnia se quedaba a pasar la noche con
nosotros dormía en un catre plegable, en la cocina; aquella mañana el catre
estaba cubierto con nuestros vestidos domingueros. Había almidonado tanto el
mío que, cuando me sentaba, el vestido quedaba en alto, como una tienda. Me
hizo poner las enaguas y me rodeó la cintura con una faja color rosa. Y frotó
mis zapatos de charol con un panecillo frío hasta que se vió la cara en ellos.
-Parece
como si fuéramos a un Martes de Carnaval -dijo Jem-. ¿A qué viene todo eso,
Calpurnia?
-No
quiero que nadie diga que no cuido de mis niños -murmuró Calpurnia-. Mister
Jem, de ningún modo puedes llevar esa corbata con aquel traje. Es verde.
-
¿Cuál va mejor?
-La
azul. ¿No las distingues?
-
¡Eh, eh! -grité yo-. Jem es ciego para los colores.
Jem
se puso encarnado de rabia, pero Calpurnia dijo:
-Varnos,
dejadlo los dos. Váis a ir a 'Primera Compra' con la sonrisa en la cara.
La
'Primera Compra African M.E. Church' estaba en los Quarters, fuera de los
límites meridionales de la ciudad, al otro lado de los caminos de las
aserradoras. Era un antiguo edificio de madera, cuya pintura se desconchaba, el
único templo de Maycomb con campanario y campana, llamado 'Primera Compra'
porque la pagaron con sus primeras ganancias los esclavos liberados. Los negros
celebraban culto en ella todos los domingos, y los blancos iban a jugar allí
los días de trabajo.
El
patio era de arcilla dura como ladrillo, lo mismo que el cementerio que había
al lado. Si moría alguien durante un periodo seco, cubrían el cadáver con
pedazos de hielo hasta que la lluvia ablandaba la tierra. Unas cuantas
sepulturas del cementerio estaban cubiertas con losas sepulcrales que se
desmijaban; las más nuevas presentaban el contorno señalado con cristales de
brillantes colores y botellas de 'Coca-Cola' rotas. Los pararrayos que guardaban
algunas tumbas denotaban muertos que tenían un descanso inquieto; en las
cabeceras de las tumbas de los niños se veían cabos de cirios consumidos. Era
un cementerio dichoso.
Al
entrar en el patio de la iglesia nos dio la bienvenida el olor cálido, agridulce,
de negro limpio: loción de Corazones de Amor mezclada con asafética, rapé,
Colonia Hoyt, tabaco de mascar, menta y talco lila.
Cuando
nos vieron a Jem y a mí en compañía de Calpurnia, los hombres retrocedieron
unos pasos y se quitaron los sombreros; las mujeres cruzaron los brazos sobre
la cintura, gestos cotidianos de respetuosa atención. Y separándose en dos
filas nos dejaron un estrecho sendero hasta la puerta de la iglesia. Calpurnia
caminaba entre Jem y yo, respondiendo a los saludos de sus vecinos, vestidos
con ropas de colores llamativos.
-
¿Qué se propone, miss Cal? -preguntó una voz detrás de nosotros.
Las
manos de Calpurnia corrieron a posarse en nuestros hombros, y nosotros nos
paramos y miramos a nuestro alrededor; detrás, de pie en el sendero. había una
mujer negra y alta. Cargaba el peso del cuerpo sobre una pierna y apoyaba el
codo izquierdo en la curva de la cadera, señalándonos con la palma de la mano
cara arriba. Tenía la cabeza como una bala, unos ojos raros en forma de
almendra, la nariz recta y la boca dibujando un arco indio. Parecía medir
siete pies de estatura.
Sentí
que la mano de Calpurnia se me clavaba en el hombro.
-¿Qué
quieres, Lula? -preguntó con unos acentos que no le había oído emplear jamás.
Hablaba con voz calmosa y despectiva.
-Quiero
saber por qué traes niños blancos a una iglesia negra -dijo con lenguaje
dialectal.
-Son
mis acompañantes -contestó Calpurnia. Otra vez me pareció extraña su voz:
hablaba como los demás negros.
-Si,
y creo que tú eres la compañía que hay en casa de los Finch durante la semana.
Un
murmullo se extendió por la multitud.
-No
te asustes -me susurró Calpurnia, aunque las rosas de su sombrero temblaban de
indignación.
Cuando
Lula vino hacia nosotros por el sendero, Calpurnia dijo:
-Párate
donde estás, negra.
Lula
se detuvo, pero replicó:
-No
tienes obligación alguna de traer niños blancos aquí: ellos tienen su iglesia,
nosotros tenemos la nuestra. Es nuestra iglesia, ¿verdad que sí, miss Cal?
-Es
el mismo Dios, ¿verdad que sí? -replicó Calpurnia.
Jem
intervino:
-Vámonos
a casa, Cal; no nos quieren aquí...
Yo
estuve de acuerdo: no nos querían allí. Más bien que verlo, percibí que la masa
de gente se nos acercaba. Parecían apiñarse hacia nosotros, pero cuando levanté
la mirada hacia Calpurnia vi una expresión divertida en sus ojos. Cuando me
fijé de nuevo en el sendero, Lula había desaparecido. En su lugar había un
sólido muro de gente de color.
Un
negro salió de la muchedumbre. Era Zeebo, el que recogía la basura.
-Míster
Jem -dijo-, estamos contentísimos de tenerles a ustedes aquí. No haga ningún
caso a Lula, está hoy muy susceptible porque el reverendo Sykes la amenazó con
purificarla. Es una camorrista de toda la vida, tiene ideas extravagantes y
maneras altaneras...; todos estamos contentísimos de tenerlos a ustedes aquí.
Con
esto Calpurnia nos dirigió hacia la puerta del templo, donde el reverendo
Sykes nos saludó y nos acompañó hasta el primer banco.
El
interior de 'Primera Compra' estaba sin techo y sin pintar. A lo largo de sus
paredes colgaban, de unos soportes de bronce, un lámparas de petróleo,
apagadas; los bancos eran de pino. Detrás del tosco púlpito de roble una
bandera de seda de un rosa descolorido proclamaba: 'Dios es Amor', único adorno
del templo, si se exceptuaba un huecograbado del cuadro de Hunt La Luz del
Mundo. No había signo alguno de piano, órgano, programas de iglesia... La
impedimenta eclesiástica familiar que veíamos todos los domingos. Dentro se
reflejaba una luz vaga, con un frescor húmedo disipado por la aglomeración de
fieles. En cada asiento había un abanico barato de cartón presentando un
abigarrado Jardín de Getsemaní, regalo de 'Ferretería Tyndal Co.' ('Nombre
usted lo que quiera, nosotros lo vendemos').
Calpurnia
nos empujó hacia el final de la fila, y se sentó entre Jem y yo. Buscó en el
bolso, sacó el pañuelo y desató el duro nudo de moneda fraccionaria que tenía
en una punta. Me dio una moneda de diez centavos a mí y otra a Jem.
-Nosotros
tenemos dinero nuestro -susurró mi hermano.
-Guardadlo
-respondió Calpurnia-, sois mis invitados...
La
cara de Jem manifestó una breve indecisión acerca del valor ético de retener su
moneda propia, pero su cortesía innata venció, y se puso la moneda de diez
centavos en el bolsillo. Yo seguí su ejemplo sin ningún escrúpulo de conciencia.
-Cal
-murmuré- ,¿dónde están los libros de los himnos?
-No
tenemos -me contestó.
-¿Pues
cómo...?
-Ssssitt
-me ordenó.
El
reverendo Sykes estaba de pie detrás del púlpito, mira a la congregación para
imponer silencio. Era un hombre bajo, recio, con un traje negro, corbata negra,
camisa blanca y una cadena de reloj de oro que brillaba a la luz de las
ventanas translúcidas.
-Hermanos
y hermanas -dijo-, nos alegra particularmente tener compañía nueva entre
nosotros esta mañana: Miss y mister Finch. Todos conocéis a su padre. Pero
antes de empezar leeré unas noticias. -El reverendo Sykes revolvió unos
papeles, escogió uno y lo sostuvo con el brazo bien estirado-. La Missionary
Society se reúne en casa de la hermana Annette Reeves el martes próximo. Traed la
labor de costura. -En otro papel leyó-: Todos estáis enterados del problema que
afecta al hermano Tom Robinson. Ha sido un miembro fiel de 'Primera Compra'
desde era un muchacho. La recaudación que se recoja hoy y los tres domingos
venideros la destinamos a Helen, su esposa, para ayudarle en casa.
Yo
le di un codazo a Jem.
-Este
es el Tom que Atticus...
- ¡Ssstt!
Me
volví a Calpurnia, pero me hizo callar antes de que abriese la boca.
Mortificada, fijé mi atención en el reverendo Sykes, que parecía esperar a que
yo me apaciguase.
-El
maestro de música tenga la bondad de dirigirnos en el primer himno -dijo.
Zeebo
se levantó de su banco y vino al pasillo central, parándose delante de
nosotros, de cara a la congregación. Llevaba un libro de himnos muy destrozado.
Lo abrió y dijo.
-Cantaremos
el número dos sesenta y tres. Aquello era demasiado para mí.
-
¿Cómo vamos a cantar si no hay libros de himnos? Calpurnia murmuró, sonriendo:
-Cállate,
niña; dentro de un minuto lo verás.
Zeebo
se aclaró la garganta y leyó con una voz que era como el retumbar de una
artillería distante:
-Hay
un país al otro lado del río.
Milagrosamente
conjuntadas, un centenar de voces cantaron las palabras de Zeebo. La última
sílaba, prolongada en un ronco y bajo acorde, fue seguida por la voz de Zeebo:
-Que
nosotros llamamos eternamente delicioso.
La
música se levantó de nuevo a nuestro alrededor; la última nota vibró
largamente, y Zeebo la unió con el verso siguiente:
-Y
sólo llegamos a aquella orilla por la ley de la fe.
La
congregación titubeó, Zeebo repitió el verso con cuidado, y lo cantaron. En el
coro, Zeebo cerró el libro, lo cual era una señal para que la congregación
siguiera adelante sin su ayuda.
A
continuación de las notas murientes de 'Jubileo', Zeebo dijo:
-En
aquel lejano país de delicias eternas, al otro lado del río luminoso.
Verso
por verso, las voces siguieron con sencilla armonía hasta que el himno terminó
en un melancólico murmullo.
Yo
miré a Jem, que estaba mirando a Zeebo por el rabillo del ojo. Tampoco yo lo
consideraba posible; pero ambos lo habíamos oído.
Entonces
el reverendo Sykes suplicó al Señor que bendijese a los enfermos y a los que
sufrían, acto que no se diferenciaba de los hábitos de nuestra iglesia, excepto
que el reverendo Sykes solicitó la atención de la Divinidad hacia varios casos
concretos.
En
su sermón, el reverendo denunció sin tapujos el pecado, explicó austeramente el
lema de la pared de su espalda; advirtió a su rebaño contra los males de las
bebidas fuertes, del juego y de mujeres ajenas. Los contrabandistas de licores
causaban sobrados contratiempos en los Quarters, pero las mujeres eran peores.
Como me había pasado con frecuencia en mi propio templo, otra vez me enfrentaba
con la doctrina de la Impureza de las Mujeres que parecía preocupar a todos los
clérigos.
Jem
y yo habíamos oído el mismo sermón un domingo y otro, con una sola variante. El
reverendo Sykes utilizaba su Púlpito con más libertad para expresar sus
opiniones sobre los alejamientos individuales de la gracia: Jim Hardy había estado
ausente de la iglesia durante cinco domingos, sin encontrarse enfermo;
Constance Jackson tenía que vigilar su comportamiento: estaba en grave peligro
por pelearse con sus vecinas; había levantado el único muro de odio de la
historia de los Quarters.
El
reverendo Sykes concluyó su sermón. Puesto de pie al lado de una mesa enfrente
del púlpito, reclamó el tributo de la mañana, un procedimiento que a Jem y a mí
nos resultaba extraño. Uno tras otro, los fieles desfilaron dejando caer
monedas de cinco y de diez centavos en un cazo esmaltado de café. Jem y yo
seguimos el ejemplo, y recibimos un tierno:
-Muchas
gracias, muchas gracias -mientras nuestras monedas tintineaban.
Con
gran sorpresa nuestra, el reverendo Sykes vació el cazo sobre la mesa y
rastrilló las monedas hacia la palma de su mano. Luego se irguió y dijo:
-Esto
no es bastante, hemos de reunir diez dólares. -La congregación se agitó-. Todos
sabéis para qué: Helen no puede dejar a sus hijos para irse a trabajar mientras
Tom está en la cárcel. Si todos dan diez centavos más, los tendremos... -El
reverendo Sykes hizo una señal con la mano y ordenó con voz fuerte a algunos
del fondo de la iglesia-: Alec, cierra las puertas. De aquí no nadie hasta que
tengamos diez dólares.
Calpurnia
hurgó en su bolso y sacó un monedero de cuero ajado.
-No,
Cal -susurró Jem, cuando ella le entregaba un brillante cuarto de dólar-,
podemos poner nuestras monedas. Dame la tuya, Scout.
La
atmósfera empezaba a cargarse, y pensé que el reverendo Sykes quería arrancar a
su rebaño la cantidad requerida bañándolos en sudor. Se oía el chasquear de los
abanicos, los pies restregaban el suelo, los mascadores de tabaco sufrían lo
indecible.
El
reverendo Sykes me dejó pasmada diciendo:
-Carlos
Richardson, no te he visto subir por este pasillo todavía.
Un
hombre delgado, con pantalones caqui, subió y depositó una moneda. De los
fieles se levantó un murmullo de aprobación. Entonces el reverendo Sykes dijo:
-Quiero
que todos los que no tenéis hijos hagáis un sacrificio y déis diez centavos por
cabeza. De este modo reuniremos lo preciso.
Lenta,
penosamente, se recogieron los diez dólares. La puerta se abrió y un chorro de
aire tibio nos reanimó a todos. Zeebo leyó, verso por verso, En las
tempestuosas orillas del Jordán, y el servicio se dio por concluido.
Quería
quedarme a explorar, pero Calpurnia me empujó hacia el pasillo, delante de
ella. En la puerta del templo, mientras Cal estuvo hablando con Zeebo y su
familia, Jem y yo charlamos con el reverendo Sykes. Yo reventaba de deseos de
hacer preguntas, pero determiné que esperaría y dejaría que me las contestase
Calpurnia.
-Hemos
tenido una satisfacción especial al verles aquí -dijo el reverendo Sykes-. Esta
iglesia no tiene mejor amigo que el padre de ustedes.
Mi
curiosidad estalló.
-¿Porqué
recaudaban dinero para la esposa de Tom Robinson?
-¿No
ha oído el motivo? -preguntó el reverendo-. Helen tiene tres pequeñuelos y no
puede ir a trabajar...
-¿Cómo
no se los lleva consigo, reverendo? -pregunté.
Era
costumbre que los negros que trabajaban en el campo y tenían hijos pequeños
los dejasen en cualquier sombra mientras ellos trabajaban; generalmente los
niños estaban sentados a la sombra entre dos hileras de algodón. A los que por
edad no podían estar sentados, las madres los llevaban atados a la espalda al
estilo de las mujeres indias, o los tenían en sacos.
El
reverendo Sykes vaciló.
-Para
decirle la verdad, miss Jean Louise, Helen encuentra dificultad en hallar
trabajo estos días... Cuando llegue la temporada de la recolección, creo que míster
Link Deas la aceptará.
-¿Por
qué no lo encuentra, reverendo?
Antes
de que él pudiera contestar, sentía la mano de Calpurnia en mi hombro. Bajo su
presión, dije:
-Le
damos las gracias por habernos dejado venir.
Jem
repitió la frase, y emprendimos el camino de nuestra casa.
-Cal,
ya sé que Tom Robinson está en el calabozo y que ha cometido algún terrible
delito, pero, ¿por qué no quieren contratar a Helen los blancos? -pregunté.
Calpurnia
caminaba entre Jem y yo con su vestido de vela de barco y su sombrero de tubo.
-Es
a causa de lo que la gente dice que ha hecho Tom -contestó-. La gente no desea
tener nada que ver con ninguno de familia.
-Pero,
¿qué hizo, Cal?
Calpurnia
suspiró.
-El
viejo míster Bob Ewell le acusó de haber violado a su hija y le hizo detener y
encerrar en la cárcel...
-¿Míster
Ewell? -Mi memoria se puso en marcha-. ¿Tiene algo que ver con aquellos Ewell
que vienen el primer día de clase y luego se marchan a casa? Caramba, Atticus
dijo que eran la basura más sucia; jamás había oído hablar a Atticus de nadie
como hablaba de los Ewell. Dijo...
-Sí,
aquéllos son.
-Pues
bien, si en Maycomb todo el mundo sabe qué clase de gente son los Ewell
deberían contratar a Helen de muy buena gana... ¿Y qué es violar, Cal?
-Es
una cosa que se la tendrás que preguntar a míster Finch -contestó-. El sabrá
explicártela mejor que yo. ¿Tenéis hambre? El reverendo ha prolongado mucho el
servicio esta mañana; por lo general no es tan aburrido.
-Es
lo mismo que nuestro predicador -dijo Jem-. Pero, por qué cantáis los himnos de
aquella manera?
-¿Verso
por verso? -preguntó Calpurnia.
-¿Así
lo llaman?
-Sí,
lo llaman verso por verso. Se hace de este modo desde que yo recuerdo.
Jem
dijo que parecía que podían ahorrar el dinero de las cuestaciones durante un
año e invertirlo comprando unos cuanto libros de himnos.
Calpurnia
se puso a reír y explicó:
-No
serviría de nada. No saben leer.
-¿No
saben leer? -pregunté- ¿Toda aquella gente no sabe leer?
-Esta
es la verdad -afirmó Calpurnia, apoyando las palabras con un movimiento de
cabeza-. En 'Primera Compra' no hay más que cuatro personas que sepan leer...
Yo soy una de ellas.
-¿Dónde
fuiste a la escuela, Cal? -inquirió Jem.
-En
ninguna parte. Veamos ahora..., ¿quién me enseñó lo que sé? La tía de miss
Maudie Atkinson, la anciana miss Buford.
-¿Tan
vieja
eres?
-Soy
más vieja que míster Finch, incluso. -Calpurnia sonrió-. Sin embargo, no sé con
certeza cuán vieja soy. Una vez nos pusimos a rememorar, tratando de adivinar
los años que tenía... Sólo recuerdo unos años más del pasado que él, de modo
que no soy mucho más vieja, sobre todo teniendo en cuenta el hecho de que los
hombres no recuerdan tan bien como las mujeres.
-¿Cuándo
es tu cumpleaños, Cal?
-Lo
celebro por Navidad, de este modo uno se acuerda más fácilmente... No tengo un
verdadero cumpleaños.
-Pero,
Cal -protestó Jem-, no pareces tan vieja como Atticus, ni mucho menos.
-La
gente de color no acusa la edad tan pronto -explicó ella.
-Acaso
sea porque no saben leer. Cal, ¿a Zeebo le enseñaste tú?
-Sí,
míster Jem. Cuando él era niño, ni siquiera había escuela. De todos modos le
hice aprender.
Zeebo
era el hijo mayor de Calpurnia. Si alguna vez me hubiese detenido a pensarlo,
habría sabido que Calpurnia estaba en sus años maduros: Zeebo tenía hijos a la
mitad del crecimiento; pero es que nunca lo había pensado.
-¿Le
enseñaste con un abecedario, como nosotros? -pregunté.
-No,
le hacía aprender una página de la Biblia cada día, y había un libro con el
que miss Buford me enseñó a mí... Apuesto a que no sabéis de dónde lo saqué -dijo.
No,
no lo sabíamos.
-Vuestro
abuelo Finch me lo regaló -dijo Calpurnia.
-¿Eras
del Desembarcadero? -preguntó Jem-. Nunca nos lo habías contado.
-Lo
soy, en efecto, míster Jem. Me crié allá abajo, entre la Mansión Buford y el
Desembarcadero. He pasado mis días trabajando para los Finch o para los
Buford, y me trasladé a Maycomb cuando se casaron tu papá y tu mamá.
-¿Qué
libro era, Cal?
-Los
Comentarios, de Blackstone.
Jem
se quedó de una pieza.
-¿Quieres
decir que enseñaste a Zeebo con aquello?
-Pues
si, señor, míster Jem. -Calpurnia se llevó los dedos a la boca con gesto
tímido-. Eran los únicos libros que tenía. Tu abuelo decía que míster
Blackstone escribía un inglés excelente.
-He
ahí por qué no hablas como el resto de ellos -dijo Jem.
-¿El
resto de cuáles?
-De
la gente de color. Pero en la iglesia, Cal, hablabas como los demás...
Jamás
se me había ocurrido pensar que Calpurnia llevase una modesta doble vida. La
idea de que tuviese una existencia aparte fuera de nuestra casa, era nueva para
mí, por no hablar del hecho de que dominara dos idiomas.
-Cal
-le pregunté-, ¿por qué hablas el lenguaje negro con... con tu gente, sabiendo
que no está bien?
-Pues,
en primer lugar, yo soy negra...
-Esto
no significa que debas hablar de aquel modo, sabiéndolo hacer mejor -objetó
Jem.
Calpurnia
se ladeó el sombrero y se rascó la cabeza; luego se caló cuidadosamente sobre
las orejas.
-Es
muy difícil explicarlo -dijo-. Supón que tú y Scout habláseis en casa el
lenguaje negro; estaría fuera de lugar, ¿no es verdad? Pues, ¿qué sería si yo
hablase lenguaje blanco con mi gente, en la iglesia, y con mis vecinos?
Pensarían que me había dado la pretensión de aventajar a Moisés.
-Pero,
Cal, tú sabes que no es así -protesté.
-No
es necesario que uno explique todo lo que sabe. No es femenino... Y, en segundo
lugar, a la gente no le gusta estar en compañía de una persona que sepa más que
ellos. Les deprime. No transformaría a ninguno, hablando bien; es preciso que
sean ellos mismos los que quieran aprender, y cuando no quieren, uno no puede
hacer otra cosa que tener la boca cerrada, o hablar su mismo idioma.
-Cal,
¿puedo ir a verte alguna vez?
Ella
me miró.
-¿Ir
a venme, cariño? Me ves todos los días.
-Ir
a verte a tu casa -dije-. ¿Alguna vez después del trabajo Atticus podría pasar
a buscarme.
-Siempre
que quieras -contestó-. Te recibiremos con mucho gusto.
Estábamos
en la acera, delante de la Mansión Radley.
-Mira
aquel porche de allá -dijo Jem.
Yo
miré hacia la Mansión Radley, esperando que vería a su ocupante fantasma
tomando el sol en la mecedora. Pero estaba vacía.
-Quiero
decir nuestro porche -puntualizó Jem.
Miré
calle abajo. Enamorada de sí misma, erguida, sin soltar prenda, tía Alexandra
estaba sentada en una mecedora, exactamente igual que si se hubiera sentado
allí todos los días de su vida.
13
-Pon
mi maleta en el dormitorio de la fachada, Calpurnia -fue lo primero que dijo
tía Alexandra. Y lo segundo que dijo, fue:
-Jean
Louise, deja de rascarte la cabeza.
Calpurnia
cogió la pesada maleta de tía Alexandra y abrió la puerta.
-Yo
la llevaré -dijo Jem-. Y la llevó. Después oí que la maleta hería el suelo del
dormitorio con un golpe sordo. Un ruido revestido de la cualidad de una sorda
permanencia.
-
¿Ha venido de visita, tiíta? -pregunté.
Tía
Alexandra salía pocas veces del Desembarcadero para venir a visitarnos, y
viajaba con toda pompa. Tenía un 'Buik' cuadrado, verde brillante, y un chofer
negro, ambos conservados en un estado de limpieza poco saludable, pero aquel
día no los veía por ninguna parte.
-¿No
os lo dijo vuestro padre? -preguntó.
Jem
y yo movimos la cabeza negativamente.
-Probablemente
se le olvidó. No ha llegado todavía, ¿verdad?
-No,
generalmente no regresa hasta muy entrada la tarde -respondió Jem.
-Bien,
vuestro padre y yo decidimos que ya era hora de que pasara algún rato con
vosotros.
En
Maycomb 'un rato' significaba un período de tiempo que podía oscilar entre tres
días y treinta años. Jem y yo nos miramos.
-Ahora
Jem crece mucho y tú también -me dijo-. Decidimos que a los dos os convenía
recibir alguna influencia femenina. No pasarán muchos años, Jean Louise, sin
que te interesen los vestidos y los muchachos...
Yo
habría podido replicar con varias respuestas: 'Cal es una mujer', 'Pasarán
muchos años antes de que me interesen los muchachos', 'Los vestidos no me
interesarán nunca'. Pero guardé silencio.
-¿Y
tío Jimmy? -preguntó Jem- ¿Vendrá también?
-Oh,
no, él se queda en el Desembarcadero. Conservará la finca en marcha.
En
el mismo momento en que dije:
-¿No
le echará usted de menos? -comprendí que no era una pregunta con tacto. Que tío
Jimmy estuviera presente o ausente no implicaba una gran diferencia; tío Jimmy
nunca decía nada. Tía Alexandra pasó por alto la pregunta.
No
se me ocurrió ninguna otra cosa que decirle. Lo cierto es que nunca se me
ocurría nada que decirle, y me senté pensando en conversaciones pretéritas, y
penosas, que habíamos sostenido: '¿Cómo estás, Jean Louise?', 'Perfectamente,
gracias, señora, ¿como está usted?', 'Muy bien, gracias. ¿Qué has hecho todo
este tiempo?', '¿No haces nada?', 'No', 'Tendrás amigos, ciertamente', 'Sí',
'Bien, ¿pues qué hacéis todos juntos?', 'Nada'.
Era
evidente que tiíta me creía en extremo obtusa, porque una vez oí que le decía a
Atticus que yo era tarda de comprensión.
Detrás
de todo aquello había una historia, pero yo no quería que tía Alexandra la
sacase a flote en aquel momento: aquel día era domingo, y en el Día del Señor
tía Alexandra se mostraba positivamente irritable. Me figuro que se debía a su
corsé de los domingos. No era gorda, aunque sí maciza, y escogía prendas
protectoras que elevasen su seno a una altura de vértigo, le redujeran la
cintura, pusieran de relieve la parte posterior y lograran dar idea de que en
otro tiempo tía Alexandra fue una figurita de adorno. Desde todos los puntos de
vista, era una cosa estupenda.
El
resto de la tarde transcurrió en medio de la suave melancolía que desciende
cuando se presentan los parientes, pero la tristeza se disipó cuando oímos
entrar un coche en el paseo. Era Atticus que regresaba de Montgomery. Jem, olvidando
su dignidad, corrió conmigo a su encuentro. El le cogió la cartera y maleta, yo
salté a sus brazos, percibí su beso vago y seco, y le dije:
-¿Me
traes un libro? ¿Sabes que tiíta está aquí?
Atticus
respondió a ambas preguntas afirmativamente.
-¿Te
gustaría que viniese a vivir con nosotros?
Yo
dije que me gustaría mucho, lo cual era una mentira, per uno debe mentir en
ciertas circunstancias... y en todas las ocasiones en que no puede modificar
las circunstancias.
-Hemos
creído que hacía tiempo que vosotros, los pequeños, necesitábais... Ea, la cosa
está así, Scout -dijo Atticus-, tu tía me hace un favor a mi lo mismo que a
vosotros. Yo no puedo estar aquí todo el día, y el verano va a ser muy
caluroso.
-Sí,
señor -respondí, sin haber entendido ni una palabra de lo dicho. No obstante,
se me antojaba que la aparición de tía Alexandra en la escena no era tanto obra
de Atticus como de ella misma. Tiíta tenía la manía de sentenciar qué era 'lo
mejor para la familia', y supongo que el venir a vivir con nosotros entraba en
esta categoría.
Maycomb
le dio la bienvenida. Miss Maudie Atkinson preparó un pastel tan cargado de
licor que me embriagó; miss Stephanie Crawford le hacía largas visitas, que
consistían principalmente en que miss Stephanie movía la cabeza para decir:
'Oh, oh, oh'. Miss Rachel, la de la puerta de al lado, retenía a tía Alexandra
a tomar el café por las tardes, y míster Nathan Radley llegó al extremo de
subir al porche de la fachada y decirle que se alegraba de verla.
Cuando
estuvo definitivamente acomodada con nosotros y la vida recobró su ritmo
cotidiano, pareció como si tía Alexandra hubiese vivido siempre en nuestra
casa. Los refrescos con que obsequiaba a la Sociedad Misionera se sumaron a su
reputación como anfitriona. (No permitía que Calpurnia preparase las golosinas
requeridas para que la Sociedad aguantase los largos informes sobre los
Cristianos de arroz1). Se afilió al Club de Escribientes de Maycomb
y pasó a ser la secretaria del mismo. Para todas las reuniones, que constituían
la vida social del condado, tía Alexandra era uno de los pocos ejemplares que
quedaban de su especie: tenía modales de yate fluvial y de internado de
señoritas; en cuanto salía a relucir la moral en cualquiera de sus formas, ella
la defendía; había nacido en caso acusativo; era una murmuradora incurable.
Cuando tía Alexandra fue a la escuela, la expresión 'dudar de sí mismo' no se
encontraba en ningún libro de texto; por lo tanto, ignoraba su significado.
Nunca se aburría, y en cuanto se le ofrecía la menor oportunidad ejercitaba sus
prerrogativas reales: componía, aconsejaba, prevenía y advertía.
Jamás
dejaba escapar la ocasión de señalar los defectos de otros grupos tribales,
para mayor gloria del nuestro, costumbre que Jem más bien le divertía que le
enojaba.
-Tiíta
debería tener cuidado con lo que dice; sacar al sol los trapitos sucios de la
mayoría de personas de Maycomb, y resulta que son parientes nuestros.
Al
subrayar el aspecto moral del suicidio de Sam Merriweather, tía Alexandra dijo
que era debido a una tendencia mórbida de la familia. Si a una chica de
dieciséis años se le escapaba una risita en el coro de la iglesia, tía
Alexandra decía:
-Eso
viene a demostraros, simplemente, que todas las mujeres de la familia Penfield
son traviesas.
Según
parecía, en Maycomb todo el mundo tenía una tendencia a la bebida, tendencia al
juego, tendencia ruin, tendencia ridícula.
En
una ocasión en que tiíta nos aseguraba que la tendencia de miss Stephanie
Crawford a ocuparse de los asuntos de las otras personas era hereditaria,
Atticus dijo:
-Hermana,
si te paras a pensarlo, nuestra generación es la primera de la familia Finch en
que no se casan primos con primos. ¿Dirías tú que los Finch tienen una
tendencia incestuosa?
Tiíta
dijo que no, que de ahí venía que tuviésemos los pies las manos pequeños.
Nunca
comprendí que le preocupase tanto la herencia. De ninguna parte había recogido
yo la idea de que eran personas excelentes aquéllas que obraban lo mejor que
sabían según el criterio que poseían, pero tía Alexandra alimentaba la
creencia, que expresaba de un modo indirecto, de que cuanto más tiempo había
estado asentada una determinada familia en el mismo trozo de terreno tanto más
distinguida y excelente era.
-De
este modo, los Ewell son una gente excelente -decía Jem.
La
tribu que formaban Burris Ewell y su hermandad vivía en el mismo pedazo de
terreno y medraba alimentándose del dinero de la Beneficencia del condado desde
hacía tres generaciones.
La
teoría de tía Alexandra tenía algo, no obstante, que la respaldaba. Maycomb era
una ciudad antigua. Estaba veinte mil millas al este del Desembarcadero de
Finch, absurdamente tierra adentro para una población tan antigua. Pero Maycomb
habría estado enclavada más cerca del río si no hubiese sido por el talento
despierto de un Sinkfield, que en los albores de la historia regentaba una
posada en la conjunción de dos caminos de cabras, la única taberna del
territorio. Sinkfield, que no era patriota, proporcionaba y suministraba
municiones a los indios y a los colonos por igual, sin saber ni importarle si
formaban parte del territorio de Alabama o de la nación creek, con tal que el
negocio se diera bien. Y el negocio era excelente cuando el gobernador William
Wyat Bibb, con el propósito de promover la paz doméstica del condado recién
formado, envió un equipo de inspectores a localizar el centro exacto para
establecer allí la sede del Gobierno. Los inspectores, huéspedes suyos,
explicaron a Sinkfield que se encontraba en los límites territoriales del
condado de Maycomb, y le enseñaron el lugar donde probablemente se erigiría la
capital del mismo. Si Sinkfield no hubiese dado un golpe audaz para salvar sus
intereses, Maycomb habría estado enclavado en medio de la Ciénaga de Winston,
un lugar totalmente desprovisto de interés. En cambio Maycomb creció y se
extendió a partir de su eje, la Taberna de Sinkfield, porque éste, una noche,
redujo a sus huéspedes a la miopía de la borrachera, les indujo a sacar sus
mapas y planos, y a trazar una curva aquí y añadir un trocito allí, hasta
situar el centro del condado en el punto que a él le convenía. Al día siguiente
les hizo recoger el equipaje y los envió armados de sus planos y de cinco
cuartos de galón de licor: dos por cabeza, y uno para el gobernador.
Como
la primera razón de su existencia fue la de servir de sede para el Gobierno,
Maycomb se ahorró desde un principio, el aspecto sucio y mísero que distinguía
a la mayoría de las poblaciones de Alabama de su categoría. Ya en el principio
tuvo edificios sólidos, uno de ellos para el juzgado, unas calles generosamente
anchas. La proporción de profesiones liberales era muy elevada en Maycomb: uno
podía ir allá a que le arrancasen un diente, le reparasen el carromato, le
auscultasen el corazón, le guardasen el dinero, le salvasen el alma, o a que el
veterinario le curase las mulas. Pero la sabiduría de largo alcance de la
maniobra de Sinkfield puede someterse a discusión. Sinkfield situó la ciudad demasiado
lejos del único medio de transporte de aquellos días -la embarcación fluvial- y
un hombre del extremo norte del condado necesitaba dos días de viaje para ir a
proveerse de géneros en las tiendas de Maycomb. En consecuencia, la población
conservó las mismas dimensiones por espacio de un centenar de años,
constituyendo una isla en un mar cuadriculado de campos de algodón y arboledas.
Aunque
Maycomb quedó ignorado durante la Guerra de Secesión, la ley de Reconstrucción
y la ruina económica la obligaron a crecer. Creció hacia dentro. Raramente se
establecían allí personas forasteras: las mismas familias se unían en
casamiento con otras mismas familias, hasta que todos los miembros de la
comunidad tuvieron una ligera semejanza. De cuando en cuando alguno regresaba
de Montgomery o de Mobile con una pareja forastera, pero el resultado sólo
causaba una ligera ondulación en la tranquila corriente del parecido de las
familias. Todo ello seguía igual; poco más o menos, durante mis primeros años.
En
Maycomb existía ciertamente un sistema de castas; pero para mi modo de pensar
funcionaban de este modo: se podía predecir que los ciudadanos más antiguos, la
presente generación de los moradores que habían vivido codo a codo durante años
y años, se relacionarían y se unirían entre sí; tenderían a las actitudes
admitidas, a los rasgos generales del carácter y hasta a los gestos que habían
repetido en cada generación y que el tiempo había refinado. Así pues, las
sentencias: 'Ningún Crawford se ocupa de asuntos'. 'De cada tres Merriweather
uno es enfermizo', 'La verdad no se halla en casa de los Delafield', 'Todos los
Buford caminan de este modo', eran simples guías de la vida cotidiana. Nunca se
aceptaba un cheque de un Delafield sin una discreta consulta previa al Banco;
miss Maudie Atkinson tenía los hombros caídos porque era una Buford; si
mistress Grace Merriweather sorbía Ginebra, no era cosa inusitada: su madre
hacía lo mismo.
Tía
Alexandra encajaba en el mundo de Maycomb lo mismo que la mano en el guante,
pero jamás en el mundo de Jem y mío. Me pregunté tan a menudo cómo era posible
que fuese hermana de Atticus y de tío Jack que reavivé en mi mente las
historias, recordadas a medias, de trueques y raíces de mandrágora, inventadas
por Jem mucho tiempo atrás.
Durante
su primer mes de estancia, todo esto fueron especulaciones abstractas, pues
tenía poca cosa que decirnos a Jem y a mi, y sólo la veíamos a las horas de
comer y por la noche, antes irnos a la cama. Era verano y pasábamos el tiempo
al aire libre. Naturalmente, algunas tardes, al entrar corriendo a beber un
trago de agua, encontraba la sala de estar invadida de damas de Maycomb que
bebían, susurraban y se abanicaban, y a mí se me ordenaba:
-Jean
Louise, ven a hablar con estas señoras.
Cuando
yo aparecía en el umbral, tiíta tenía una cara como si lamentase haberme
llamado; por lo general yo iba llena de salpicaduras de barro, o cubierta de
arena....
-Habla
con tu prima Lily -me dijo una tarde, cuando me tuvo en el vestíbulo, cogida en
la trampa.
-¿Con
quién? -pregunté.
-Con
tu prima Lily Brooke -dijo tía Alexandra.
-¿Lily
es prima nuestra? No lo sabía.
Tía
Alexandra se las compuso para sonreír de un modo que transmitía una suave
petición de excusas a prima Lily y una fuerte reprimenda a mí. Más tarde,
cuando Lily Brooke se hubo marchado, nos declaró a Jem y a mi lo lamentable que
era que nuestro padre hubiera olvidado hablarnos de la familia e inculcarnos el
orgullo de ser unos Finch. A continuación salió de la sala y regresó con un
libro de cubiertas moradas con unas letras impresas en oro que decían:
Meditaciones de Joshua S. Sta Clair.
-Tu
primo escribió este libro -dijo tía Alexandra-. Era un hombre notable.
Jem
examinó el pequeño volumen.
-¿Es
el primo Joshua que estuvo encerrado tanto tiempo?
-¿Cómo
estás enterado de eso? -preguntó a su vez tía Alexandra.
-Caramba,
Atticus dijo que en la Universidad le suspendieron y trató de pegarle un tiro
al presidente del tribunal. Dijo que el primo Joshua afirmaba que el presidente
no era otra cosa que un buscacloacas y que intentó disparar contra él con una
vieja pistola de pedernal, sólo que el arma le estalló en la mano. Atticus dice
que a la familia le costó quinientos dólares el sacarle de aquel lío...
Tía
Alexandra estaba inmóvil, de pie y tiesa como una cigüeña.
-Basta
ya -dijo-. Luego hablaremos de esto.
Antes
de la hora de acostarme, estaba yo en el cuarto de Jem tratando de que me
prestase un libro, cuando Atticus dio unos golpecitos en la puerta y entró.
Sentóse en el borde de la cama de Jem, nos miró muy serio, y luego sonrió.
-Errr...
hummm... -comenzó. Había empezado a adquirir la costumbre de preludiar algunas
de las cosas que decía con unos sonidos guturales, por lo cual yo pensaba que
quizá al fin se hacía viejo, aunque tenía el mismo aspecto de siempre-. No sé
cómo decirlo exactamente -anunció.
-Pues
dilo y nada más -replicó Jem-. ¿Hemos hecho algo?
Nuestro
padre se estrujaba los dedos.
-No;
sólo quería explicarte que... tu tía Alexandra me ha pedido... Hijo, tú sabes
que eres un Finch, ¿verdad?
-Esto
me han dicho. -Jem miraba por el rabillo del ojo. Su voz subió de tono sin que
la pudiera dominar-. Atticus, ¿qué pasa?
Atticus
cruzó las piernas y los brazos.
-Estoy
tratando de explicarte las realidades de la vida.
El
disgusto de Jem fue en aumento.
Conozco
todas esas sandeces -dijo.
Atticus
se puso súbitamente serio. Con su voz de abogado, sin la sombra de una inflexión,
dijo:
-Tu
tía me ha pedido que probase de inculcaros a ti y a Jean Louise la idea de que
no descendéis de gente vulgar, de que sóis el producto de varias generaciones
de personas de buena crianza... Atticus se interrumpió para ver cómo yo localizaba
una nigua huidiza en mi pierna-. De buena crianza -continuó, cuando la hube
encontrado y escarbado-, y que debéis tratar de hacer honor a vuestro nombre...
Me ha pedido que os diga que debéis tratar de portaros como la damita y el
pequeño caballero que sóis. Quiere que os hable de nuestra familia y de lo que
ha significado para el Condado de Maycomb en el transcurso de los años, con el
fin de que tengáis idea de quiénes sóis y os sintáis impulsados a obrar en
consecuencia -concluyó de un tirón.
Jem
y yo nos miramos atónitos; luego miramos a Atticus quien parecía molestarle el
cuello de la camisa. Pero no le contestamos nada.
Un
momento después yo cogí un peine de la mesa del tocador Jem y me puse a frotar
sus púas contra el borde la mesa.
-Acaba
con ese ruido -ordenó Atticus.
Su
brusquedad me hirió. El peine estaba a mitad de su carrera; lo dejé con un
golpe. Noté que lloraba sin motivo alguno, pero no pude reprimirme. Aquél no
era mi padre. Mi padre jamás concebía tales pensamientos. Mi padre nunca hablaba
de aquella manera, Fuese como fuere, tía Alexandra le había asignado aquel
papel. A través de las lágrimas vi a Jem plantado en un similar estanque
aislamiento; tenía la cabeza inclinada hacia un lado.
Aunque
no sabia a dónde ir, me volví para marcharme y topé con la chaqueta de Atticus.
Hundí la cabeza en ella y escuché pequeños ruidos internos que se producían
detrás de la delgada tela azul: el tic-tac del reloj de bolsillo, el leve
crepitar de la camisa almidonada, el sonido suave de la respiración de mi
padre.
-Te
ronca el estómago -le dije.
-Lo
sé- respondió.
-Te
conviene tomar un poco de agua carbónica.
-La
tomaré -prometió.
-Atticus,
esta manera de proceder y todas estas cosas, ¿van a cambiar la situación?
Quiero decir, ¿vas a...?
Sentí
su mano detrás de mi cabeza.
-No
te inquietes por nada -me dijo-. No es tiempo de inquietarse.
Al
oír estas palabras comprendí que había vuelto con nosotros. La sangre de mis
piernas empezó a circular de nuevo y levanté cabeza.
-
¿Quieres de veras que hagamos todas esas cosas? Yo no puedo recordar todo lo
que se da por supuesto que los Finch deberían hacer...
-No
quiero que recuerdes nada. Olvídalo.
Atticus
se encaminó hacia la puerta y salió del cuarto, cerrando la puerta tras de sí.
Estuvo a punto de cerrarla con recio golpe, pero se dominó en el último momento
y la cerró suavemente. Mientras Jem y yo mirábamos fijamente en aquella
dirección, puerta se abrió de nuevo y Atticus asomó la cabeza. Tenía las cejas
levantadas, y se le habían deslizado las gafas.
Cada
día me vuelvo más como el primo Joshua, ¿verdad? ¿Creéis que acabaré costándole
quinientos dólares a la familia?
Ahora
comprendo su intención, pero es que Atticus sólo era un hombre. Para esa clase
de trabajo se precisa una mujer.
14
Aunque
a tía Alexandra no la oímos hablar más de la familia Finch, escuchamos
sobradamente a toda la población. Los sábados, armados con nuestras monedas de
diez centavos, cuando Jem me permitía acompañarle (por entonces manifestaba una
positiva alergia a mi presencia, estando en publico), avanzábamos serpenteando
entre las sudorosas turbas reunidas en las aceras, y a veces escuchábamos: 'Ahí
van sus hijos', o 'Allá hay unos Finch'. Al volvernos para enfrentarnos con nuestros
acusadores, sólo veíamos un par de granjeros estudiando las bolsas para edemas
del caparate de la Droguería Mayco, O a dos regordetas campesinas con sombrero
de paja sentadas en un carro Hoover.
-A
juzgar por lo que se preocupan quienes rigen este condado pueden andar sueltos
y violar el campo entero -fue la oscura observación con que topamos cuando un
flaco y arrugado caballero se cruzó con nosotros. Lo cual me recordó que tenía
que hacer una pregunta a Atticus.
-¿Qué
es violar? -le pregunté aquella noche.
Atticus
me miró desde detrás del periódico. Estaba en su sillón junto a la ventana. Al
hacemos mayores, Jem y yo considerábamos un acto de generosidad concederle
treinta minutos después de cenar.
El
suspiró y dijo que violar era conocer carnalmente a una hembra por la fuerza y
sin consentimiento.
-Bien,
si todo acaba en esto, ¿cómo cortó Calpurnia la conversación cuando le pregunté
qué era?
Atticus
pareció pensativo.
-¿Y
eso a qué viene?
-A
que aquel día, al volver de la iglesia, pregunté a Calpurnia qué era violar y
ella me dijo que te lo preguntase a ti, pero me había olvidado, y ahora te lo
pregunto.
Mi
padre tenía el periódico en el regazo.
-Repítelo,
te lo ruego.
Yo
le expliqué con todo detalle nuestra ida a la iglesia con Calpurnia. A Atticus
pareció gustarle, pero tía Alexandra, que estaba sentada en un rincón cosiendo
en silencio, dejó su labor y nos miró fijamente.
-¿Aquel
domingo regresábais los tres del templo de Calpurnia?
-Sí,
ella nos llevó -contestó Jem.
Yo
recordé algo.
-Sí,
y me prometió que podría ir a su casa alguna tarde. Atticus, si no hay inconveniente,
iré el próximo domingo, ¿me dejas? Cal dijo que vendría a buscarme, si tú
estabas fuera con el coche.
-No
puedes ir.
Lo
había dicho tía Alexandra. Yo, pasmada, me volví en redondo, luego giré de
nuevo la cara hacia Atticus a tiempo para sorprender la rápida mirada que le
dirigió, pero era demasiado tarde.
- ¡No se lo he preguntado a usted! -exclamé.
Con
todo y ser un hombre alto, Atticus sabía sentarse y levantarse de la silla con
más rapidez que ninguna otra persona que yo conociese. Ahora estaba de pie.
-Pide
perdón a tu tía -me dijo.
-No
se lo he preguntado a ella, te lo preguntaba a ti...
Atticus
ladeó la cabeza y me clavó en la pared con su ojo bueno. Su voz sonó
mortalmente amenazadora.
-Lo
siento, tiíta -murmuré.
-Vamos,
pues -dijo él-. Que quede esto bien claro: tú harás lo que Calpurnia te mande,
harás lo que yo te mande, y mientras tu tía esté en esta casa, harás lo que
ella te mande. ¿Comprendes?
Yo
lo comprendí, reflexioné un momento y deduje que la única manera que tenía de
retirarme con un resto de dignidad consistía en irme al cuarto de baño, donde
estuve el rato suficiente para hacerles creer que mi marcha había respondido a
una necesidad. De regreso me entretuve en el vestíbulo para escuchar una
acalorada discusión que tenía lugar en la sala. Por la rendija de la puerta
pude ver a Jem en el sofá con una revista de fútbol delante de la cara,
moviendo la cabeza como si sus páginas contuvieran un interesante partido de
tenis.
Debes
hacer algo con respecto a ella -estaba diciendo mi tía. Has dejado que las
cosas continuaran así demasiado tiempo, Atticus, demasiado tiempo.
No
veo ningún mal en permitirle que vaya allá. Cal cuidará tan bien de ella como
cuida aquí.
¿Quién
era la 'ella' de la cual estaba hablando? El corazón se me encogió: era yo.
Sentí que las almidonadas paredes de una penitenciaría modelo se cerraban sobre
mí, y por segunda vez en mi vida pensé en huir. Inmediatamente.
-Atticus,
no está mal tener el corazón tierno. Tú eres un hombre sencillo, pero tienes
también una hija en quien pensar. Una hija que se hace mayor.
-En
eso estoy pensando.
-Y
no trates de eludir el problema. Tendrás que afrontarlo más pronto o más tarde,
y lo mismo da que sea esta noche. Ahora no la necesitamos.
Atticus
replicó con voz sosegada:
-Alexandra,
Calpumia no saldrá de esta casa hasta que ella quiera. Tú puedes pensar de otro
modo, pero yo no hubiera podido desenvolverme sin Calpurnia todos estos años.
Es un miembro fiel de esta familia, y, simplemente, tendrás que aceptar las
cosas como están. Por lo demás, hermana, no quiero que te estrujes cerebro por
nosotros; no tienes motivo alguno para hacerlo. Seguimos necesitando a Cal como
nunca la hayamos necesitado.
-Pero.
Atticus...
-Por
otra parte, no creo que los niños hayan perdido nada por que los haya criado
ella. Si alguna diferencia hay, Calpurnia ha sido más dura con ellos, en
algunos aspectos, de lo que habría sido una madre... Jamás les ha dejado pasar
nada sin castigo, nunca les ha consentido un mal comportamiento, como suelen
hacer las niñeras de color. Ha tratado de educarlos según sus propias luces, y
conste que las tiene muy buenas... Y otra cosa: los niños la quieren.
Yo
respiré de nuevo. No era de mi, era de Calpurnia de quién estaban hablando.
Vuelta a la vida, entré en la sala. Atticus se había parapetado detrás de su
periódico, y tía Alexandra atormentaba su labor. Punk, punk, punk, su aguja
rompía el tenso círculo. Se interrumpió y puso la tela más tirante: punk, punk,
punk. Tía Alexandra estaba furiosa.
Jem
se puso en pie y pisó la alfombra con paso tardo, haciéndome señas para que le
siguiera. Me condujo a su cuarto y cerré la puerta. Tenía la cara seria.
-Se
han peleado, Scout.
Jem
y yo nos peleábamos mucho aquellos días, pero no había visto ni sabido que
nadie se pelease con Atticus. No era un cuadro reconfortante.
-Scout,
procura no hacer enfadar a tiíta, ¿oyes?
Como
las observaciones de Atticus me escocían aún, no supe ver el tono de súplica de
las palabras de Jem. Ericé el pelo de nuevo.
-¿Estás
tratando de decirme lo que debo hacer?
-No,
lo que hay... Atticus tiene muchas cosas en la cabeza actualmente sin necesidad
de que nosotros le demos disgustos.
-¿Que
cosas? -Atticus no parecía tener nada especial en la cabeza.
-El
caso ese de Tom Robinson le da unas inquietudes de muerte...
Yo
dije que Atticus no se inquietaba por nada. Por otra parte, el caso no nos
causaba molestias más que vez por semana, y entonces todavía no duraba mucho.
-Esto
es porque no puedes retener nada en la mente, salvo un corto rato -dijo Jem -.
Con la gente mayor es distinto; nosotros...
Aquellos
días su enloquecedora superioridad se hacía insoportable. No quería hacer otra
cosa que leer y marcharse solo. Sin embargo, todo lo que leía me lo pasaba,
pero con esta diferencia: antes me lo pasaba porque creía que me gustaría;
ahora, para que me edificase y me instruyese.
-
¡Tres mil recanastos, Jem! ¿Quién te figuras ser?
-Ahora
lo digo en serio, Scout; si haces enfadar a nuestra tía, yo... yo te zurraré.
Con
esto perdí los estribos.
-
¡So maldito mamarracho, te mataré!
Jem
estaba sentado en la cama y fue fácil cogerle por el cabello de encima de la
frente y descargarle un golpe en la boca. El me dio un cachete, yo intenté otro
puñetazo con la izquierda, pero uno suyo en el estómago me envió al suelo con
los brazos y las piernas extendidos. El golpe me dejó casi sin respiración,
pero no importaba, porque veía que Jem estaba luchando, respondía a mi ataque.
Todavía éramos iguales.
-
¡Ahora no te sientes tan alto y poderoso! ¿Verdad que no? -grité volviendo al
ataque.
Jem
continuaba en la cama, por lo cual no pude plantarme sólidamente en el suelo, y
me arrojé contra él con toda la fuerza que pude, golpeando, tirando,
pellizcando, arañando. Lo que había empezado como una pelea terminó en un
alboroto. Estábamos todavía luchando cuando Atticus nos separó.
-Basta
ya -dijo-. Ahora, los dos inmediatamente a la cama.
-
¡Hala! -le dije a Jem. Le enviaban a la cama a la misma hora que yo.
-¿Quién
ha empezado? -preguntó Atticus, con resignación.
-Jem.
Quería decirme lo que debo hacer. Yo no tengo que obedecerle ,¿verdad que no?
Atticus
sonrió.
-Dejémoslo
así: tú obedecerás a Jem siempre que él pueda obligarte a obedecerle. ¿Te
parece justo?
Tía
Alexandra estaba presente, aunque callada, y cuando bajó al vestíbulo con
Atticus oímos que decía:
-...Precisamente
una de las cosas de que te había hablado -una frase que volvió a unirnos de
nuevo.
Nuestros
cuartos se comunicaban; mientras cerraba la puerta entre ambos, Jem dijo:
-Buenas
noches, Scout.
-Buenas
noches -murmuré cruzando la habitación a tientas para encender la luz.
Al
pasar junto a la cama pisé un objeto cálido, elástico y más bien blando. No era
exactamente como el caucho duro, y tuve la sensación de que aquello estaba
vivo. Además, oí que se movía.
Encendí
la luz y miré al suelo contiguo a la cama. Fuese lo que fuere, lo que pisé
había desaparecido. Llamé a la puerta de Jem.
-¿Qué?
-me contestó.
-¿Qué
tacto tiene una serpiente?
-Un
tacto áspero. Frío. Polvoriento. ¿Por qué?
-Creo
que hay una debajo de mi cama. ¿Puedes venir a verlo?
-¿Estás
de guasa? -Jem abrió la puerta. Iba con pantalón de pijama. Yo advertí, no sin
satisfacción, que sus labios conservaban la huella de mis nudillos. Cuando vio
que hablaba en serio dijo-: Si te figuras que voy a poner la cara en el suelo
al alcance de una serpiente, te equivocas. Espera un minuto -y se fue a la
cocina a buscar una escoba-. Será mejor que te subas a la cama -dijo entonces.
-¿Supones
que se ha marchado de verdad? -pregunté.
Aquello
era un acontecimiento. Nuestras casas no tenían bodegas, estaban construidas de
sillares de piedra hasta cierta altura sobre el suelo, y la entrada de reptiles
no era cosa desconocida pero tampoco frecuente. La excusa de miss Rachel
Haverford para tomarse un vaso de whisky puro todas las mañanas consistía en
que jamás podía vencer el susto de haber encontrado una serpiente de cascabel
arrollada en el armario de su dormitorio, cuando fue cierto día a colgar su
negligée.
Jem
metió la escoba en un movimiento de tanteo. Yo miré por encima de los pies de
la cama para ver si salía alguna serpiente. No salió ninguna. Jem dio un
escobazo más adentro.
-¿Gruñen
las serpientes?
-No
es una serpiente -dijo Jem-. Es una persona.
De
súbito salió disparado de debajo de la cama un paquete pardo y sucio. Cuando
apareció, Jem levantó la escoba y no acertó a la cabeza de Dill por una
pulgada.
-Dios
todopoderoso -la voz de Jem tenía un acento reverente.
Nos
quedamos mirando cómo Dill salía poco a poco. Estaba encogido en un apretado
fardo. Se puso en pie, desencogió los hombros, hizo girar los pies dentro de
los calcetines que le llegaban al tobillo y, restaurada la circulación, dijo:
-Hola.
Jem
volvió a dirigirse a Dios. Yo me había quedado sin palabra.
-Estoy
a punto de desfallecer -dijo Dill-. ¿Tenéis algo de comida?
Fui
a la cocina como una sonámbula. Le traje leche y media cacerola de tortas de
maíz que habían sobrado de la cena. Dill las devoró, mascando con los dientes
de delante, como tenía por costumbre. Por fin recobré la voz.
-¿Cómo
has llegado hasta aquí?
Por
una ruta complicada. Reanimado por el alimento, Dill recitó la siguiente
narración: después de haber sido encadenado por su nuevo padre, que le odiaba,
y abandonado en el sótano para que muriese (en Meridian había sótanos), y
después de conservar la vida gracias a un campesino que al pasar por allí oyó
sus gritos de socorro y le llevó, en secreto, guisantes crudos de los campos
(el buen hombre metió una medida entera, vaina por vaina, por el respiradero),
Dill se liberó arrancando las cadenas de la pared. Todavía con las muñecas
esposadas, se alejó sin rumbo dos millas más allá de Meridian, donde descubrió
un pequeño circo de animales y fue contratado inmediatamente para lavar el
camello. Viajó con el circo por todo el Mississippi, hasta que su infalible
sentido de orientación le indicó que estaba en el Condado de Abbott, Alabama,
enfrente mismo de Maycomb, pero al otro lado del río. El resto del camino lo
recorrió a pie.
-¿Cómo
has llegado hasta aquí? -insistió Jem.
Había
cogido trece dólares del monedero de su madre, subido al tren de las nueve de
Meridian y saltado en el Empalme de Maycomb. Había recorrido diez u once de las
millas que le separaban de nuestra ciudad andando por entre matorrales por
miedo a que las autoridades estuvieran buscándole, y había salvado el resto del
camino colgándose del cierre trasero de un vagón del algodón. Calculaba que
había estado unas dos horas debajo de la cama; nos había oído en el comedor, y
el tintineo de platos y tenedores estuvo a punto de volverle loco. Pensaba que
Jem y yo no nos acostaríamos nunca. Tomó en consideración la idea de
presentarse y ayudarme a pegar a Jem, pues había crecido mucho más, pero
comprendió que míster Finch interrumpiría pronto la pelea, y pensó que sería
mejor que continuase donde estaba. Se hallaba rendido, sucio como no se podía
imaginar, pero en casa.
-No
deben de saber que estás aquí --dijo Jem-. Si te estuvieran buscando nos
habríamos enterado...
-Me
figuro que todavía buscan por todos los cines de Meridian -Dill sonrió.
-Deberías
comunicar a tu padre dónde te encuentras -indicó Jem-. Deberías decirle que
estás aquí...
Los
ojos de Dill revolotearon hacia Jem, y éste bajó los suyos al suelo. En seguida
se levantó y rompió el código inalterado de nuestra infancia. Salió del
dormitorio y bajó al vestíbulo.
-Atticus
-su voz distante-, ¿puedes venir acá un momento señor?
Debajo
de la suciedad surcada por el sudor, la cara de Dill se volvió blanca. Yo me
sentí enferma. Atticus estaba en el umbral.
Luego,
entró hasta el centro de la habitación y se quedó plantado con las manos en los
bolsillos, mirando a Dill.
Al
final encontré la voz.
-Todo
va bien, Dill. Cuando quiere que te enteres de algo, lo dice -Dill me miró-.
Quiero decir que todo marcha bien -añadí-. Ya sabes que Atticus no te
molestará; ya sabe que no le tienes miedo.
-No
tengo miedo... -musitó Dill.
-Sólo
hambre, apostaría -la voz de Atticus tenía su agradable tono seco habitual-.
Scout, podemos proporcionarle algo me que una cacerola de tortas frías de maíz,
¿verdad? Ahora le llenaís la barriga a ese sujeto y cuando yo vuelva veremos lo
que podemos hacer.
-
¡Míster Finch, no avise a tía Rachel, no me haga regresar allá, se lo ruego,
señor! ¡Me escaparía otra vez...!
Bah,
hijo -respondió Atticus-, Nadie te obligará a ir a ninguna parte más que a la
cama temprano. Voy sólo a decirle a miss Rachel que estáis aquí y a preguntarle
si puedes pasar la noche con nosotros..., porque a ti te gustaría, ¿no es
cierto? Y por amor de Dios, devuelve al condado la parte de suelo que le
pertenece; la erosión es bastante considerable ya sin que la aumentemos
nosotros.
Dill
se quedó mirando fijamente la figura de mi padre, que retiraba.
-Procura
ser gracioso -dije yo-. Quiere decir que tomes un baño. ¿Ves? Ya te he dicho
que no te molestaría.
Jem
estaba en pie en un ángulo del cuarto, con la cara de traídor que le
correspondía.
-Tenía
que decírselo, Dill -dijo-. No puedes huir a trescientas millas de distancia
sin que tu madre lo sepa.
Le
dejamos sin contestación.
Dill
comía, y comía, y comía. No había comido desde la noche anterior. Gastó todo el
dinero comprando el billete, subió al tren como en muchas ocasiones anteriores
y charló tranquilamente con el revisor, para quien Dill era una figura
familiar, pero no tuvo la osadía para invocar la norma de los niños cuando
hacen un viaje largo: si uno ha perdido el dinero, el revisor le presta el
necesario para comer, y luego, al final del trayecto, el padre del niño se lo
devuelve.
Dill
había despejado los sobrantes de la cena y estaba tendiendo el brazo hacia un
bote de tocino con habichuelas de la despensa cuando estalló en el vestíbulo el
'¡Duul-ce Jeesús!' de miss Rachel. Dill se estremeció como un conejo.
Luego
soportó con fortaleza sus: 'Espera cuando te tenga en casa', 'Tu familia se
vuelve loca de inquietud', 'Está saliendo en ti todo lo de los Harris'; sonrió
ante su 'Me figuro que puedes quedarte una noche', y devolvió el abrazo que al
final le concedieron.
Atticus
se subió las gafas y se frotó el rostro.
-Vuestro
padre está cansado -dijo tía Alexandra; sus primeras palabras durante horas,
parecía. Había estado presente, pero muda de sorpresa, me figuro, la mayor
parte del tiempo-. Ahora, niños, debéis iros a la cama.
Los
dejamos en el comedor, Atticus todavía restregándose la cara.
-Pasamos
de violencias a alborotos y a fugas -le oímos exclamar riendo-. Veremos lo que
nos traen las dos horas siguientes.
Como
parecía que las cosas habían salido bastante bien, Dill y yo decidimos
mostramos corteses con Jem. Además, Dill había de dormir con él, por lo tanto
daba lo mismo que le hablase.
Yo
me puse el pijama, leí un rato y de pronto me vi incapaz de continuar con los
ojos abiertos. Dill y Jem estaban callados; cuando apagué la lámpara de noche
no se veía la raya de luz debajo de la puerta del cuarto de mi hermano.
Debí
de dormir mucho rato porque, cuando me despertaron con un ligero golpe, en el
cuarto había la claridad indecisa de la luna al ponerse.
-Deja
sitio, Scout.
-El
se creyó en el deber de hacerlo de aquel modo -murmuré yo-. No le guardes
rencor.
Dill
se metió en la cama, a mi lado.
-No
se lo guardo -dijo-. Sólo que quería dormir contigo. ¿Estás despierta?
En
aquel momento lo estaba, aunque perezosamente.
-¿Por
qué lo hiciste?
No
hubo respuesta.
-He
preguntado por qué te fugaste. ¿Aquel hombre era de verdad tan aborrecible como
decías?
-No...
-¿No
construiste el bote como me escribías cuando estabas fuera?
-El
dijo que lo construiríamos, nada más. Pero no lo construímos.
Me
incorporé sobre el codo, contemplando la silueta de Dill.
-Eso
no es motivo para huir. Los mayores no se ponen a hacer lo que han prometido ni
la mitad de las veces...
-No
era eso; él... ellos no se interesaban por mí, simplemente.
Aquél
era el motivo más extravagante para fugarse que hubiera escuchado en mi vida.
-¿Cómo
ocurrió?
-Estaban
ausentes continuamente, y hasta cuando se encontraban en casa se iban a un
cuarto solos.
-¿Qué
hacen allí dentro?
-Nada,
estar sentados y leer, únicamente...,pero no me querían con ellos.
Empujé
la almohada hacia la cabecera y me senté.
-¿Sabes
una cosa? Yo estaba dispuesta a huir esta noche que los tenía a todos aquí. Uno
no los quiere siempre a todos a su alrededor, Dill... -Dill respiró con aquella
respiración suya de hombre de paciencia, que era casi un suspiro-. Atticus está
fuera todo el día y a veces la mitad de la noche, y se va a la legislatura y no
sé adónde más. Uno no los quiere a su alrededor todo el tiempo, Dill, no
podrías hacer nada si estuvieran.
-No
es eso.
A
medida que Dill se explicó, me sorprendí, preguntándome qué seria la vida si
Jem fuese diferente, incluso de como era ahora; qué haría yo si Atticus no
sintiese la necesidad de mi presencia, ayuda y consejo. Diantre, no podría
pasar ni un día sin mi. Ni la misma Calpurnia sabría desenvolverse si yo no
estuviera allí. Me necesitaban.
-Dill,
tú no me lo explicas bien; tus familiares no podrían pasar sin ti. Serán
mezquinos contigo y nada más. Te diré lo que debes hacer respecto a ello...
La
voz de Dill prosiguió en la oscuridad:
-La
cuestión es... Lo que trato de decirte es... que se lo pasan muchísimo mejor
sin mí; no puedo ayudarles en nada. No son mezquinos. Me compran todo lo que
quiero, pero es aquello de 'ahora que tienes lo que pedías vete a jugar con
ello'. 'Tienes un cuarto lleno de
cosas'. 'Como te he comprado ese libro ve a leerlo'. -Dill trató de dar
profundidad a su voz-. 'Tú no eres un muchacho. Los muchachos salen y juegan al
béisbol con otros, no se quedan por la casa fastidiando a sus padres'. -Dill
habló de nuevo con su voz propia-. Oh, no son mezquindades. Te besan y te abrazan
al darte las buenas noches y los buenos días y al despedirte, y te dicen que te
aman... Scout, compremos un niño.
-
¿Dónde?
Dill
había oído decir que había un hombre que tenía un bote que llevaba a fuerza de
remos a una isla de niebla donde estaban los niños pequeños; se podía pedir
uno...
-Esto
es una mentira. Tiíta dice que Dios los baja por la chimenea. Al menos esto es
lo que creo que dijo. -Por una vez la pronunciación de tiíta no había sido
demasiado clara.
-Bah,
no es así. La gente saca niños el uno del otro. Pero hay ese hombre, además...
ese hombre que tiene una infinidad de niños esperando que les despierten; él
les da vida con un soplo...
Dill
estaba disparado otra vez. Por su cabeza soñadora flotaban cosas hermosas.
Podía leer dos libros mientras yo leía uno, pero prefería la magia de sus
propias invenciones. Sabía sumar y restar más de prisa que el rayo, pero
prefería su mundo entre dos luces, un mundo en el que los niños dormían,
esperando que fueran a buscarlos como lirios matutinos. Hablando, hablando se
dormía a si mismo, y me arrastraba a mi con él, pero en la quietud de su isla
de niebla se levantó la imagen confusa de una casa gris con unas puertas
pardas, tristes.
-¿Dill?
-
¿Mmmm?
-¿Por
qué no se ha fugado nunca Boo Radley? ¿Te lo figuras?
Dill
exhaló un largo suspiro y se volvió de espaldas a mi.
-Quizá
no tenga adonde huir...
15
Después
de muchas llamadas telefónicas, de mucho argüir a favor del acusado y de una
larga carta de su madre perdonando se decidió que Dill podía quedarse. Vivimos
juntos una semana de paz. Poca más quedaba por lo visto. Sobre nosotros se
cernía una pesadilla.
Empezó
una noche después de cenar. Dill había terminado; Tía Alexandra estaba en su
sillón del ángulo, Atticus en el suyo; Jem y yo, sentados en el suelo, leyendo.
Había sido una semana plácida: yo había obedecido a tiíta; Jem, a pesar de
haber crecido en exceso para la choza del árbol, nos había ayudado a Dill y a
mí a construir una nueva escalera de cuerda para subir a ella; Dill había dado
con un plan a prueba de fracasos para hacer salir a Boo Radley sin que nosotros
arriesgásemos nada (formaríamos una senda de trocitos de limón desde la puerta
trasera hasta el porche de la fachada, y él los seguiría, lo mismo que una
hormiga). Oímos unos golpecitos a la puerta; Jem abrió y dijo que era míster
Heck Tate.
-Bien,
pídele que entre -contestó Atticus.
-Se
lo he dicho ya. Hay unos hombres fuera, en el patio: quieren que salgas.
En
Maycomb, los hombres adultos sólo se quedaban en el patio por dos motivos: defunciones
y política. Yo me pregunté quién habría muerto. Jem y yo salimos a la puerta de
la fachada pero Atticus nos gritó que volviésemos a entrar a casa.
Jem
apagó las luces de la sala de estar y aplastó la nariz contra la persiana de
una ventana. Tía Alexandra protestó.
-Un
segundo nada más, tiíta, veamos quiénes son -dijo él.
Dill
y yo ocupamos otra ventana. Un tropel de hombres estaban de pie rodeando a
Atticus. Parecía que todos hablaban a la vez.
-...Trasladarle
mañana al calabozo del condado -decía mis Tate-. Yo no busco alborotos, pero no
puedo garantizar que los haya...
-No
sea tonto, Heck -replicó Atticus-. Estamos en Maycomb. -...dicho que sólo
estaba intranquilo.
-Heck,
hemos conseguido un aplazamiento del caso únicamente para aseguramos de que no
haya motivo de inquietud. Hoy es sábado -decía Atticus-. El juicio se celebrará
probablemente el lunes. Puede guardarlo todavía una noche, ¿verdad? No creo que
ninguna persona de Maycomb quiera indisponerme con un cliente, con lo difíciles
que están los tiempos.
Hubo
un murmullo de regocijo que murió súbitamente cuando míster Link Deas dijo:
-Nadie
de por aquí trama nada, son la manada de Old Sarum los que me preocupan... ¿No
podríais conseguir...?, ¿cómo se llama, Heck?
-Un
cambio de sede del jurado -contestó míster Tate-. No servirá de mucho, ¿verdad
que no?
Atticus
pronunció unas palabras inaudibles. Yo me volví hacia Jem, que me hizo callar
con un ademán.
-...Además
-estaba diciendo Atticus-, usted no le tiene miedo a la turba aquella, ¿verdad
que no?
-...Sé
cómo se portan cuando están saturados de licor.
-Habitualmente,
en domingo no beben; pasan la mayor parte del día en la iglesia... -dijo
Atticus.
-De
todos modos, ésta es una ocasión especial -indicó uno...
El
murmullo y el zumbido de la conversación continuó hasta que tiíta dijo que si
Jem no encendía las luces de la sala deshonraría a la familia. Jem no la oyó.
-...No comprendo cómo se metió en esto desde
un principio -estaba diciendo míster Link Deas-. Con este caso puede perderlo
todo, Atticus. Todo se lo digo.
-¿Lo
cree así, de veras?
Aquélla
era la pregunta peligrosa, en boca de Atticus.
'¿Crees
de veras que quieres jugar esa pieza ahí, Scout?' Bam, bam, bam, y el tablero
quedaba limpio de fichas mías. '¿Lo crees así de veras, hijo? Entonces lee
esto'. Y Jem luchaba todo el resto de la velada con los discursos de Henry W.
Gray.
-Link,
es posible que aquel muchacho vaya a la silla eléctrica, pero no irá hasta que
se haya dicho la verdad. -La voz de Atticus era tranquila-. Y usted sabe cuál
es la verdad.
Del
grupo de hombres se levantó un murmullo que se hizo más ominoso cuando Atticus
retrocedió hacia la escalera de la fachada y los hombres se le acercaron.
De
repente Jem gritó:
-
¡Atticus, el teléfono está llamando!
Los
hombres titubearon, sorprendidos. Eran gente a la cual veíamos todos los días:
comerciantes, granjeros que vivían en la población; estaba allí el doctor
Reynolds; y también estaba Mister Avery.
-Bien,
contesta tú, hijo -gritó Atticus.
Los
hombres se dispersaron riendo. Cuando Atticus encendió la lámpara del techo de
la sala encontró a Jem junto a la ventana muy pálido, excepto por la huella
encarnada que la persiana había dejado en su nariz.
-¿Cómo
diablos estáis todos sentados a oscuras? -preguntó.
Jem
le siguió con la mirada mientras él se iba a su sillón y cogía el periódico de
la noche. A veces pienso que Atticus sometía todas las crisis de su vida a una
tranquila evaluación detrás de Mobile Register, The Birmingham News y The
Montgomery Advertiser.
Jem
se le acercó.
-Venían
por ti, ¿verdad? Querían hacerte daño, ¿no es cierto?
Atticus
bajó el periódico y miró a Jem.
¿Qué
has estado leyendo? -preguntó. Luego dijo dulcemente-: No, hijo, ésos eran
amigos nuestros.
-¿No
eran una... banda? -Jem estaba mirando por el rabillo del ojo.
Atticus
trató de sofocar una sonrisa, pero no lo consiguió.
-No,
en Maycomb no tenemos bandas ni tonterías de esa clase. Jamás he oído hablar de
ninguna banda en Maycomb.
-El
Ku Klux Klan persiguió a algunos católicos, tiempo atrás.
-Tampoco
había oído hablar de católicos en Maycomb Atticus-. Te estás confundiendo con
alguna otra cosa. Tiempo atrás, hacia 1920, había un Klan, pero más que nada
era una organización política. Por lo demás, apenas encontraban a quién
asustar. Una noche desfilaron por delante de la casa de míster Levy, pero éste
se limitó a plantarse en su porche y decirles que las cosas habían tomado un
cariz divertido, pues él mismo les había vendido las sábanas que les cubrían.
Sam les llenó de vergüenza hasta tal punto que se marcharon.
La
familia Levy llenaba todos los requisitos para ser gente excelente: obraban lo
mejor que podían según el criterio que poseían, y habían vivido en el mismo
pedazo de terreno durante cinco generaciones.
-El
Ku Klux Klan ha desaparecido -añadió Atticus.
No revivirá nunca.
Yo
acompañé a Dill a casa y regresé a tiempo para oír que Atticus decía:
...En
favor de las mujeres del Sur como el primero, pero no para sostener una comedia
política a costa de vidas humanas -declaración que me hizo sospechar que habían
vuelto a pelearse.
Busqué
a Jem y le encontré en su cuarto, tendido en la cama y sumido en profundas
reflexiones.
-¿Han
vuelto a las andadas? -le pregunté.
-Algo
por el estilo. Ella no quiere dejarle en paz con respecto a Tom Robinson. Casi
ha dicho que Atticus deshonraba a la familia. Scout..., estoy asustado.
-
¿Asustado de qué?
-Asustado
por Atticus. Sería posible que alguien le hiciera algo malo. -Jem prefirió
encerrarse en el misterio; todo lo que contestó a mis preguntas fue que me
marchase y le dejara tranquilo.
El
día siguiente era domingo. En el intervalo entre la escuela dominical y la
función religiosa, durante el cual la congregación estiraba las piernas, vi a
Atticus de pie en el patio con otro apiñamiento de hombres. Como míster Tate
estaba presente, me pregunté si se habría convertido, pues jamás iba a la
iglesia. Hasta míster Underwood estaba allí. A míster Underwood no le
interesaba ninguna organización que no fuera The Maycomb Tribune, periódico del
cual era el único propietario, director e impresor. Se pasaba los días delante
de la linotipia, donde se refrescaba de vez en cuando bebiendo sorbos de una
jarra de aguardiente que nunca faltaba. Raras veces se preocupaba de recoger
noticias: la gente se las llevaba allí. Se decía que ideaba por sí mismo toda
las ediciones de The Maycomb Tribune y las escribía en la linotipia. Y era admisible.
Algo importante había de ocurrir para que saliera a la calle míster Underwood.
Alcancé
a Atticus en la puerta, al entrar, y me dijo que habían trasladado a Tom Robinson
a la cárcel de Maycomb. Dijo también, más para sí mismo que a mí, que si le
hubiesen tenido allí desde el principio no se habría producido el menor
revuelo. Le vi cómo se situaba en su asiento de la tercera fila y le oí cantar
en voz baja y profunda 'Más cerca, mi Dios, de Ti', un poco rezagado del resto
de nosotros. Nunca se sentaba con tía Alexandra, Jem y yo. En la iglesia le
gustaba estar solo.
La
presencia de tía Alexandra hacía más irritante la paz ficticia que imperaba los
domingos. Inmediatamente después de comer, Atticus solía escapar a su oficina,
donde le encontrábamos, si alguna vez íbamos a verle, arrellanado en su sillón
giratorio, leyendo. Tía Alexandra se preparaba para una siesta de un par de
horas y nos amenazaba severamente por si osábamos hacer el menor ruido en el
patio, pues los vecinos estaban descansando. Llegado ya a la ancianidad, Jem se
había habituado a retirarse a su cuarto con un montón de revistas deportivas.
Con todo ello, Dill y yo pasábamos los domingos rondando por el prado.
Como
en domingo estaba prohibido disparar, Dill y yo dábamos patadas a la pelota de
fútbol de Jem, lo cual no era nada divertido. Dill preguntó si me gustaría que
tratásemos de echar una ojeada a Boo Radley. Yo contesté que no creía que
estuviese bien ir a molestarle, y me pasé el resto de la tarde informándole de
los acontecimientos del invierno anterior. Le impresionaron considerablemente.
Nos
separamos a la hora de cenar, y después de la comida Jem y yo estábamos
sentados pasando la velada de la manera habitual, cuando Atticus hizo algo que
nos llamó la atención: entró en la sala de estar trayendo un largo cordón
eléctrico preparado para empalmarlo. En el extremo del cordón había una
lámpara.
-Salgo
un rato -dijo-. Cuando regrese, vosotros ya estaréis la cama, de modo que os
doy las buenas noches ahora.
Dicho
esto, se puso el sombrero y salió por la puerta trasera.
Coge
el coche -dijo Jem.
Nuestro
padre tenía algunas peculiaridades: una era que nunca comía postres; otra, que
le gustaba andar. Desde que puedo recordar, hubo siempre en la cochera un
'Chevrolet' en excelente estado, y Atticus hizo muchas millas en viajes
profesionales, pero en Maycomb iba y venía a pie de la oficina cuatro veces al
día cubriendo unas dos millas. Decía que el único ejercicio que hacía era
andar. En Maycomb, si uno salía a dar un paseo sin un objetivo concreto en la
mente, era acertado creer que su mente era incapaz de un objetivo concreto.
Un
rato después, di las buenas noches a mi tía y a mi hermano, y estaba ensimismada
en la lectura de un libro cuando oía a Jem ajetreado en la habitación. Los
ruidos que hacía al acostarse eran tan familiares que llamé a la puerta.
-¿Por
qué no te vas a la cama?
-Me
voy un rato al centro de la ciudad. Se
estaba cambiando los pantalones.
-¿Cómo?
¡Si son casi las diez, Jem!
Ya
lo sabía, pero a pesar de todo se marchaba.
-Entonces
me voy contigo. Si dices que no, que tú no vas, iré igual, ¿me oyes?
Jem
vio que tendría que pelearse conmigo para hacerme quedar en casa, de modo que
cedió con poca galantería.
Me
vestí rápidamente. Esperamos hasta que la luz de nuestra tía se apagó, y
bajamos calladamente las escaleras de la parte posterior. Aquella noche no
había luna.
-
Dill querrá venir con nosotros -susurré.
-Claro
que querrá -dijo Jem lúgubremente.
Saltamos
la pared del paseo, cruzamos el patio lateral de miss Rachel y fuimos a la
ventana de Dill. Jem imitó el canto de la perdiz. La faz de Dill apareció en la
persiana, desapareció, y cinco minutos después su propietario abría y se
deslizaba al exterior. Viejo combatiente, no dijo nada hasta que estuvimos en
la acera.
-¿Qué
pasa?
-A
Jem le ha dado la fiebre de ir a echar vistazos por ahí. -Una dolencia que
Calpumia decía que, a su edad, cogían todos los muchachos.
-Simplemente,
he sentido el impulso -dijo Jem-. El impulso, simplemente.
Pasamos
por delante de la casa de miss Dubose, desierta y destrozada, con las camelias
creciendo entre malas hierbas, hasta la esquina de la oficina de Correos había
otras ocho casas.
La
cara sur de la plaza estaba desierta. En cada esquina erizaban sus púas
arbustos gigantes de 'monkey-puzzle', y entre ellos, bajo la luz de las
lámparas de la calle, brillaba un larguero de hierro donde atar animales. En el
cuarto de aseo, del juzgado se veía una luz; por todo lo demás, aquella fachada
del edificio estaba oscura. Un gran cuadrado de almacenes rodeaba la plaza del
juzgado; muy al interior de ellos ardían unas luces tímidas.
Cuando
empezó a ejercer su carrera, Atticus tenía la oficina en el edificio del
juzgado, pero después de varios años de actuación se trasladó a un lugar más
tranquilo, en el edificio del Banco de Maycomb. Al doblar la esquina de la
plaza, vimos el coche aparcado delante del Banco.
-Está
allá dentro -dijo Jem.
Pero
no estaba. A su oficina se llegaba por un largo pasillo. Mirando hacia el fondo
del mismo deberíamos haber visto Atticus Finch, Abogado en letras pequeñas y
serias resaltando contra la luz de detrás de la puerta. Estaba oscuro.
Jem
examinó con la mirada la puerta del Banco para asegurarse. Hizo rodar la
empuñadura. La puerta estaba cerrada.
-Subamos
calle arriba. Quizá esté visitando a míster Underwood.
Míster
Underwood no sólo dirigía la oficina de The Maycomb Tribune, sino que vivía en
ella. Es decir, sobre ella. Las noticias del juzgado y de la cárcel las
recogía, simplemente, mirando por la ventana del piso. El edificio de la
oficina del periódico se encontraba en el ángulo noroeste de la plaza; para
llegar allí tenía que pasar por delante de la cárcel.
La
cárcel de Maycomb era el edificio más venerable y aborrecible del condado.
Atticus decía que era tal como el primo Joshua St. Clair habría podido
diseñarla. Ciertamente, aquello había salido de la fantasía de alguno. Muy
fuera de lugar en una población de tiendas de fachadas cuadradas y de casas de
inclinados tejados, la cárcel de Maycomb era una humorada gótica en miniatura,
de una celda de ancho y dos de alto, completada por unos diminutos sótanos y
unos contrafuertes salientes. Realzaban la fantasía del edificio su fachada de
ladrillo rojo y las gruesas barras de hierro de sus ventanas monacales. No se
levantaba sobre ningún monte solitario, sino que estaba enclavada entre la
ferretería de Tyndal y la oficina de The Maycomb Tribune. La cárcel era el
único motivo de conversación de Maycomb: sus detractores decían que tenía el
aspecto de un retrete victoriano; sus defensores afirmaban que daba a la ciudad
un aspecto sólido, respetable, interesante, y que ningún forastero sospecharía
nunca que estaba llena de negros.
Mientras
subíamos por la acera, vimos una luz solitaria encendida en la distancia.
-Es
chocante -dijo Jem-, la cárcel no tiene ninguna luz exterior.
-Parece
como si estuviese encima de la puerta -dijo Dill.
Un
largo cordón eléctrico descendía entre las barras de una ventana del segundo
piso y por el costado del edificio. A la luz lámpara sin pantalla, Atticus
estaba sentado, recostado contra la puerta de la fachada. Se sentaba en una
silla de su oficina y sin prestar atención a los insectos nocturnos que
danzaban sobre su cabeza.
Yo
eché a correr, pero Jem me cogió.
-No
vayas -me dijo-; es posible que no le gustase. Está bien y no le pasa nada.
Volvámonos a casa. Sólo quería saber donde se encontraba.
Estábamos
siguiendo un atajo a través de la plaza cuando entraron en ella cuatro coches
polvorientos procedentes de la carretera de Meridian, avanzando lentamente en
hilera. Dieron la vuelta a la plaza, dejaron atrás el edificio del Banco y se
pararon delante de la cárcel.
No
saltó nadie. Nosotros vimos que Atticus miraba por encima del periódico. Lo
cerró, lo dobló pausadamente, lo dejó caer en su regazo y se echó el sombrero
atrás. Parecía que les estaba esperando.
-Venid
-susurró Jem. Volvimos a cruzar rápida y sigilosamente la plaza y la calle
hasta encontrarnos en el hueco de la puerta de 'Jitney Jungle'. Jem miró acera
arriba. -Podemos acercarnos más -dijo. Entonces corrimos hasta la puerta de la
'Ferretería Tyndal', suficientemente próxima, y al mismo tiempo discreta.
Varios
hombres bajaron de los coches en grupos de uno y de dos. Las sombras tomaban
cuerpo a medida que la luz ponía de relieve macizas figuras moviéndose en
dirección a la puerta de la cárcel. Atticus continuó donde estaba. Los hombres
lo escondían a nuestra vista.
-¿Está
ahí dentro, Finch? -dijo uno.
-Sí
está -oímos que contestaba Atticus-, y duerme. No le despertéis.
En
obediencia a mi padre, se produjo entonces lo que más tarde comprendí que era
un aspecto tristemente cómico de una situación nada divertida; aquellos hombres
hablaron casi en susurros.
-Ya
sabe lo que queremos -dijo otro-. Apártese de la puerta, mister Finch.
-Puede
dar media vuelta y regresar a casa, Walter -dijo Atticus con aire campechano-.
Heck Tate está por estos alrededores.
-
¡Como el diablo está! -exclamó otro-. La patrulla de Heck se ha internado tanto
en los bosques que no volverá a salir hasta mañana.
-¿De
veras? ¿Y por qué?
-Los
invitaron a cazar agachadizas -fue la lacónica respuesta-. ¿No se le había
ocurrido pensar en eso, míster Finch?
-Si
lo había pensado, pero no lo creía. Bien, pues -la voz de mi padre continuaba
inalterada-, esto cambia la situación, ¿verdad?
-Sí,
la cambia -dijo otra voz. Su propietario era una mera sombra.
-¿Lo
cree así de veras?
Era
la segunda vez en dos días que oía la misma pregunta de labios de Atticus, y ello
significaba que alguno perdería una pieza del tablero. Aquello era demasiado
bueno para no verlo de cerca. Apartándome de Jem corrí tan de prisa como pude
hacia Atticus.
Jem
soltó un chillido e intentó cogerme, pero yo les llevaba delantera a él y a Dill.
Me abrí paso entre oscuros y malolientes cuerpos y salí de repente al círculo
de luz.
-
¡Hoo...la, Atticus!
Me
figuraba que le daría una excelente sorpresa, pero su cara mató mi alegría. Un
destello de miedo inconfundible desaparecía en aquel momento de sus ojos, pero
volvió de nuevo cuando Jem y Dill penetraron dentro del espacio de luz.
Se
notaba en el aire el olor a whisky barato y a pocilga, y cuando eché una mirada
a mi alrededor vi que aquellos hombres eran extraños. No eran los que había
visto la noche anterior. Una acalorada turbación me invadió instantáneamente:
había saltado con aire de triunfo en un corro de personas que no conocía.
Atticus
se levantó de la silla, pero se movía despacio, como anciano. Dejó el periódico
con mucho cuidado, arreglando pliegues con dedos perezosos. Unos dedos que
temblaban un poco.
-Vete
a casa, Jem -dijo-. Llévate a Scout y a Dill a casa.
Estábamos
acostumbrados a una pronta, si bien no siempre gustosa, sumisión a los mandatos
de Atticus, pero por la actitud de Jem se veía que no pensaba moverse.
-Vete
a casa, digo.
Jem
movió la cabeza, negándose. Cuando los puños de Atticus subieron hasta las
caderas, los de Jem le imitaron, y mientras padre e hijo se enfrentaban vi que
se parecían muy poco: el suave cabello castaño de Jem, y sus ojos, también
castaños, su cara ovalada y sus bien proporcionadas orejas eran de nuestra
madre, formando un contraste raro con el pelo canoso de Atticus y sus rasgos
angulosos; aunque en cierto sentido eran iguales. El mutuo desafío los asemejaba.
-Hijo,
he dicho que te vayas a casa.
Jem
movió la cabeza en un signo negativo.
-Yo
le enviaré allá -dijo un hombre corpulento, cogiendo brutalmente a Jem por el
cuello de la camisa y haciéndole perder casi el contacto con el suelo de un
tirón.
-
¡No le toque! -Y con tremenda presteza di una patada al forastero. Como iba con
los pies descalzos, me sorprendió verle retroceder sufriendo un dolor
auténtico. Me había propuesto darle en la espinilla, pero apunté demasiado
alto.
-Basta
ya, Scout. -Atticus me puso la mano en el hombro. No des patadas a la gente.
No... -insistió mientras yo quería justificarme.
-Nadie
atropellará a Jem de ese modo -protesté.
-Está
bien, míster Finch, sáquelos de aquí -refunfuño. Tiene quince segundos para
echarles de aquí.
De
pie, en medio de aquella extraña reunión, Atticus intentaba conseguir que Jem
le obedeciese.
-No
me iré -fue la firme respuesta que dio Jem a las amenazas, los requerimientos
y, por último al:
-Por
favor, Jem, llévalos a casa -de Atticus.
Yo
me cansaba ya un poco de todo aquello, pero compredía que Jem tenía sus motivos
particulares para portarse como se portaba, en vista de las perspectivas que le
aguardaban en cuanto Atticus le tuviera en casa. Paseé una mirada por la turba.
Era una noche de verano, a pesar de lo cual la mayoría de aquellos hombres
vestían mono y camisas azules abrochadas hasta el cuello. Me figuré que
tendrían un temperamento frío, pues no llevaban las mangas subidas, sino
abrochadas en la muñeca. Algunos llevaban sombrero, firmemente calado hasta las
orejas. Eran gente de aire huraño y ojos somnolientos; parecían poco habituados
a estar levantados hasta muy tarde. De nuevo busqué una cara familiar, y en el
centro del semicírculo encontré una.
-Hola,
míster Cunningham.
Por
lo visto, el hombre no me oyó.
-Hola,
míster Cunningham. ¿Cómo marcha su amortización? Estaba bien enterada de los
asuntos legales de mister Cunningham; una vez, Atticus me los había explicado
al detalle. El hombre, de aventajada estatura, pasó los pulgares por debajo de
los tirantes de su mono. Parecía incómodo; se aclaró la garganta y apartó la
mirada. Mi amistoso saludo había caído en el vacío.
Míster
Cunningham no llevaba sombrero; tenía la mitad superior de la frente muy
blanca, en contraste con la cara, requemada por el sol, lo cual me hizo pensar
que la mayoría de días si lo llevaba. Entonces movió los pies, protegidos por
gruesos zapatos de trabajo.
-¿No
me recuerda, míster Cunningham? Soy Jean Louise Finch. Una vez usted nos trajo
castañas de Indias, ¿se acuerda? Yo empezaba a experimentar la sensación de
ridículo que le invade a uno cuando un conocido de casualidad se niega a
reconocerle-; Voy a la escuela con Walter -empecé de nuevo-. Es hijo de usted;
¿verdad? ¿Verdad que lo es, señor?
Mister
Cunningham se dignó hacer un leve movimiento afirmativo con la cabeza. Después
de todo, me reconocía.
Está
en mi grado -dije- y se porta muy bien. Es un buen muchacho -añadí-, un
muchacho bueno de verdad. Una vez nos lo llevamos a comer a casa. Quizá le haya
hablado de mí; una vez le pegué, pero él no me guardó rencor y se portó muy
bien. Dígale hola por mi, ¿querrá hacerlo?
Atticus
decía que para ser cortés había que hablar a las personas de lo que les
interesaba, no de lo que pudiera interesarnos a nosotros. Míster Cunningham no
manifestó el menor interés por su hijo; en consecuencia abordé el tema de su
vinculación una vez más, en un desesperado esfuerzo por hacerle sentir como en
su casa.
-Las
vinculaciones son malas -le estaba aconsejando, cuando empecé a darme cuenta poco
a poco de que me dirigía a toda la reunión. Todos aquellos hombres me miraban,
algunos, con la boca abierta. Atticus había dejado de importunar a Jem; ambos
estaban de pie al lado de Dill. De tan atentos, parecían fascinados. Hasta el
mismo Atticus tenía la boca entreabierta, actitud que cierta ocasión nos dijo
era grosera. Nuestras miradas se encontraron, y la cerró.
'Mira,
Atticus, estaba diciendo a míster Cunningham que las amortizaciones son malas y
todo eso, pero que tú dijiste que no se apurase, que a veces se necesita mucho
dinero... Que entre los dos recorreríais el camino preciso... -Me estaba
quedando sin palabras, preguntándome qué idiotez había cometido. Las
vinculaciones parecían un tema bueno únicamente para conversaciones de sala de
estar.
Empecé
a sentir que el sudor se acumulaba en los bordes de cuello; era capaz de
resistirlo todo menos un puñado de gente con la mirada fija en mí. Todos
estaban perfectamente inmóviles.
-¿Qué
pasa? -pregunté.
Atticus
no dijo nada. Miré a mi alrededor y levanté la vista hacia míster Cunningham,
cuyo rostro estaba igualmente impasible. Entonces hizo una cosa singular. Se
puso en cuclillas y me cogió por ambos hombros.
-Le
diré que me has dicho 'hola', damita -prometió.
Luego
se levantó de nuevo y agitó su enorme zarpa.
-Vámonos
-gritó-. En marcha, muchachos.
Lo
mismo que habían venido, de uno en uno y de dos en dos, los hombres
retrocedieron con paso tardo hacia sus destartalados coches. Las puertas se
cerraron, los motores tosieron, y unos segundos después habían desaparecido.
Yo
me volví hacia Atticus, pero se había ido hasta la cárcel y se apoyaba en la
pared con la cara pegada a ella. Me acerqué y tiré de su manga.
-Podemos
irnos a casa ahora?
Atticus
movió la cabeza asintiendo, se sacó el pañuelo, se lo pasó por la cara y se
sonó con estrépito.
-¿Míster
Finch? -Una voz baja y ronca sonó en la oscuridad ¿Se han marchado?
Atticus
retrocedió unos pasos y levantó la vista.
-Se
han marchado -contestó-. Duerme un poco, Tom. no te molestarán mas.
Desde
otra dirección, una voz rasgó vivamente la noche.
-Puedes
pregonar muy bien que no. Te he tenido protegido todo el rato, Atticus.
Míster
Underwood y una escopeta de dos cañones asomaban por la ventana encima de la
oficina de The Maycomb Tribune.
Había
pasado hacía mucho la hora de acostarme y me iba sintiendo completamente
cansada; parecía que Atticus y míster Underwood seguirían hablando todo el
resto de la noche, míster Underwood desde su ventana y Atticus con la cabeza
levantada hacia él. Por fin Atticus regresó, desconectó la luz de encima de la
puerta de la cárcel, y recogió la silla.
-¿Puedo
llevársela, míster Finch? -preguntó Dill. No había pronunciado ni una sola
palabra en todo el rato.
-Naturalmente;
gracias, hijo.
Andando
hacia la oficina, Dill y yo nos encontramos caminando al mismo paso detrás de
Atticus y Jem. Con la molestia de la silla, Dill andaba más despacio. Atticus y
Jem iban un buen trecho más adelante, y yo presumí que Atticus regañaba
airadamente a Jem por no haberse marchado a casa, pero me equivoqué. Cuando
pasaban por debajo de un farol de la calle, Atticus levantó la mano y la pasó,
como dando masaje, por la cabeza de Jem; único gesto de afecto que solía
permitirse.
16
Jem
me oyó y asomó la cabeza por la puerta de comunicación. Mientras se acercaba a
mi cama, la luz de Atticus se encendió. Permanecimos inmóviles donde nos
encontrábamos hasta que se apagó; le oímos revolverse, y esperamos hasta que se
quedó quieto de nuevo.
Jem
me llevó a su cuarto y me puso en la cama, a su lado.
-Prueba
de dormirte -dijo-. Es posible que mañana termine todo.
Habíamos
entrado silenciosamente, para no despertar a
tía Alexandra. Atticus había parado el motor en el paseo y seguido hasta
la cochera; habíamos entrado por la puerta posterior y nos habíamos ido a nuestros
cuartos sin decir una palabra. Yo estaba muy cansada y me sumergí ya en el
sueño cuando el recuerdo de Atticus doblando calmosamente el periódico y
echándose el sombrero atrás se convirtió en Atticus de pie en medio de una
calle desierta y anhelante, subiéndose las gafas a la frente. Mi mente registró
el impacto del significado pleno de los acontecimientos de aquella noche y me
puse a llorar. Jem se portó estupendamente bien conmigo; por una vez no me
recordó que las personas que se acercan a los nueve años no hacen esas cosas.
Aquella
mañana todo el mundo tuvo un apetito menguado excepto Jem, que despachó
lindamente tres huevos. Atticus miraba con franca admiración; tía Alexandra
bebía el café a sorbitos, emitiendo oleadas de reproche. Los niños que de noche
se marchaban en secreto eran una desgracia para la familia. Atticus replicó que
se alegraba de que sus desgracias hubiesen aparecido la cárcel, pero tiíta
repuso:
-Tonterías,
mister Underwood estuvo vigilando todo el rato.
-Pues
eso fue chocante en Braxton -contó Atticus-. Desprecia a los negros; no quiere
ver a ninguno cerca.
Según
la opinión corriente de la ciudad, míster Underwood era un hombrecito vehemente
y mal hablado, a quien su padre, en un arranque de humorismo, puso el nombre de
Braxton Bragg; y míster Braxton se había esforzado siempre todo lo posible en
hacer honor a tal nombre. Atticus decía que el dar nombres de generales
confederados a las personas convertía poco a poco a éstas en bebedores
empedernidos.
Calpurnia
estaba sirviendo más café a tía Alexandra, y contestó moviendo la cabeza
negativamente a una mirada mía que yo consideraba suplicante y subyugadora.
-Eres
demasiado joven todavía -me dijo-. Cuando ya no lo seas, te avisaré. -Yo
repliqué que le sentaría bien a mi estómago-. De acuerdo -contestó, cogiendo
una taza del aparador. Después de echar en ella una cucharada de café, la llenó
hasta el borde de leche. Yo le di las gracias sacando la lengua despectivamente
al recibir y mirar la taza, y levanté los ojos a tiempo para advertir el ceño
de reproche de tiíta. Pero lo cierto es que ella destinaba el ceño a Atticus.
Tía
Alexandra aguardó a que Calpurnia estuviera en la cocina, y entonces dijo:
-No
hables de este modo delante de ellos.
-¿De
qué modo y delante de quién? -preguntó él.
-De
este modo delante de Calpurnia. Has dicho delante de ella que Braxton Underwood
desprecia a los negros.
-Bah,
estoy seguro de que Calpurnia lo sabía. Todo Maycomb lo sabe.
Por
aquellos días empezaba a notar un cambio sutil en mi padre, cambio que se
manifestaba cuando hablaba con tía Alexandra. Lo hacía con un tono levemente
zaheridor, nunca con franca irritación. En su voz hubo una ligera rigidez al
añadir:
-Todo
lo que puede decirse en esta mesa puede decirse delante de Calpurnia. Ella sabe
lo que representa para esta familia.
-No
creo que sea una buena costumbre, Atticus. Les da ánimo. Todo lo que sucede en
esta ciudad se sabe en los Quarters antes de la puesta de sol.
Mi
padre dejó el cuchillo.
-No
conozco ninguna ley que diga que no pueden hablar. Pero si nosotros no les
diésemos tanto de qué hablar quizá estarían callados. ¿Por qué no te bebes el
café, Scout?
Yo
estaba jugando con la cucharilla.
-Pensaba
que míster Cunningñam, era amigo nuestro. Hace mucho tiempo tú me dijiste que
lo era.
-Y
lo sigue siendo.
-Pero
anoche quería hacerte daño.
Atticus
dejó el tenedor al lado del cuchillo y apartó el plato.
-Fundamentalmente,
mister Cunningham es un buen hombre -dijo-; tiene nada más sus pequeñas taras,
como todos nosotros. Jem tomó la palabra.
-No
digas que eso sea una pequeña tara. Anoche, al llegar allá, habría sido capaz
de matarte.
-Es
posible que me hubiese causado alguna pequeña lesión -convino Atticus-, pero,
hijo, cuando seas mayor entenderás un poco mejor a las personas. Una turba, sea
la que fuere, está compuesta siempre por personas. Anoche míster Cunningham
formaba parte de una turba, pero, con todo, seguía siendo un hombre. Todas las
turbas de todas las ciudades pequeñas del Sur están compuestas siempre de
personas a quienes uno conoce... Aunque esto no hable mucho en favor de ellas,
¿ verdad que no?
-Yo
diría que no -contestó Jem.
-Y
resulta que se precisó una niña de ocho años para hacer recordar el buen
sentido, ¿no es cierto? -dijo Atticus-. Ello muestra una cosa: que es posible
detener a una cuadrilla, simplemente porque continúan siendo seres humanos.
Hummm, quizá necesitamos una fuerza de policía compuesta por niños... Anoche
vosotros, chiquillos, conseguisteis que Walter Cunningham se pusiera dentro de
mi pellejo por un minuto. Con esto bastó.
Confié
en que, cuando fuese mayor, Jem entendería un poco mejor a las personas; yo no
las entendería nunca.
-El
primer día que Walter Cunningham vuelva a la escuela será también el último
-afirmé.
-No
le tocarás -dijo Atticus llanamente-. No quiero que ninguno de vosotros dos
guarde el menor resentimiento por lo de anoche, pase lo que pase.
-Ya
ves ,¿verdad? -intervino tía Alexandra- lo que resulta de cosas así. No digas
que no te lo había advertido.
Atticus
contestó que nunca lo diría, apartó la silla y se levantó.
-Nos
espera un día de trabajo; por lo tanto dispensadme. Jemp, no quiero que ni tú
ni Scout vayáis al centro de la ciudad durante el día de hoy, os lo ruego.
Cuando
Atticus hubo salido, Dill vino saltando por el vestíbulo hasta el comedor.
-Esta
mañana la noticia ha corrido por toda la ciudad -anunció-. Todos hablan de cómo
pusimos en fuga a un centenar de sujetos nada más que con las manos desnudas...
Tía
Alexandra le impuso silencio con la mirada.
-No
eran un centenar de hombres -dijo-, ni nadie puso en fuga a nadie. Eran
simplemente un puñado de esos Cunningham, borrachos y alborotados.
-Bah,
tiíta, es la manera de hablar de Dill, no hay otra cosa -dijo Jem- al mismo
tiempo que nos indicaba con una seña que le siguiéramos.
-Hoy
quedaos todos en el patio -ordenó tía Alexandra, mientras nos encaminábamos
hacia el porche de la fachada.
El
día parecía un sábado. La gente del extremo sur del condado pasaba por delante
de nuestra casa en una riada pausada, pero continua.
Míster
Dolphus Raymond pasó dando bandazos sobre su 'pura sangre'.
-¿No
véis cómo se sostiene sobre la silla? -murmuró Jem-. ¿Cómo es posible que uno
aguante una borrachera que empieza antes de las ocho de la mañana?
Por
delante de nosotros desfiló traqueteando una carreta cargada de señoras.
Llevaban unos bonetes de algodón para protegerse del sol y unos vestidos con
mangas largas. Guiaba la carreta un hombre con sombrero de lana.
-Allá van unos mennonitas1 -le
dijo Jem a Dill-. No usan botones. -Vivían en el interior de los bosques,
realizaban la mayoría de sus transacciones en la otra orilla del río, y raras
veces venían a Maycomb-. Todos tienen los ojos azules -explicaba Jem-, y en
cuanto se han casado ya no se afeitan más. A sus esposas les gusta que les
hagan cosquillas con la barba.
Míster
X Billups pasó, caballero en una mula.
-Es
un hombre chocante -dijo Jem-. X no es una inicial, es todo su nombre. Una vez
estuvo en el juzgado y le preguntaron cómo se llamaba. Contestó: 'X Billups'.
El escribiente le pidió que dijera las letras y él contestó X. Le preguntó de
nuevo y él volvió a contestar X. Continuaron así hasta que escribió una X en
una hoja de papel y la sostuvo en la mano para que todos lo vieran. Entonces le
preguntaron en dónde había sacado ese nombre y él dijo que sus padres le habían
inscrito de este modo cuando nació.
Mientras
el condado desfilaba por allí, Jem le contaba a Dill la historia y las
características generales de las figuras más destacadas: Mister Tensaw Jones
votaba la candidatura de los prohibicionistas absolutos; en privado, miss Emily
Davis tomaba rapé; a míster Jake Síade le salían ahora los terceros dientes.
Entonces
apareció un carromato lleno de ciudadanos de caras inusitadamente serias.
Cuando señalaban el patio de miss Maudie Atkinson, encendido en una llamarada
de flores de verano, miss Maudie en persona salió al porche. Miss Maudie tenía
un detalle curioso: su porche estaba demasiado lejos de nosotros para que
distinguiésemos claramente su fisonomía, pero siempre adivinábamos su estado de
humor por la postura de su cuerpo. Ahora estaba con los brazos en jarras, los
hombros ligeramente caídos y la cabeza inclinada a un lado; sus gafas
centelleaban bajo la luz del sol. Nosotros comprendimos que sonreía con la
malignidad más absoluta.
El
que guiaba el carromato aminoró el paso de las mulas, y una mujer de voz
estridente gritó:
-'¡El
que vino en vanidad partió en tinieblas!'
-'¡Un
corazón contento proporciona un semblante alegre!' -contestó miss Maudie.
Mientras
el carretero apresuraba el paso de sus mulas, yo supuse que los 'lavapiés'
pensarían que el diablo estaba citado con las Escrituras para sus propios
fines. El motivo de que estuvieran disconformes con el patio de miss Maudie era
un misterio; un misterio más impenetrable para mí por el hecho de que, para ser
una persona que pasaba todas las horas diurnas fuera de casa, miss Maudie
demostraba un dominio formidable de la Escritura.
-
¿Irá al juzgado esta mañana? -preguntó Jem.
Nos
habíamos acercado allá.
-No
-respondió ella-. Esta mañana no tengo nada que hacer en el juzgado.
-¿No
irá a ver qué pasa? -inquirió Dill.
-No.
Ir a ver a un pobre diablo que tiene la vida en juego es morboso. Fijaos en
toda esa gente; parece un carnaval romano.
-Tienen
que juzgarle públicamente, miss Maudie -dije yo-. Si no lo hicieran no sería
justo.
-Me
doy cuenta perfectamente -replicó ella-. Pero no porque el juicio sea público
estoy obligada a ir, ¿verdad que no?
Miss Stephanie Crawford pasaba por allí. Llevaba
sombrero y guantes.
-Hummm,
hummm, hummm -dijo-. Mira cuánta gente... Una pensaría que ha de hablar William
Jennings Bryan.
-¿Y
tú adónde vas, Stephanie? -iñquirió missMaudie.
-Al
'Jitney Jungle'1
Miss
Maudie dijo que en toda su vida había visto a miss Stephanie yendo al 'Jitney
Jungle'(1) con sombrero.
-Bueno
-contestó miss Stephanie-, he pensado que tanto da que asome la cabeza en el
juzgado, para ver qué se propone Atticus.
-Vale
la pena que te asegures de que no te cita para comparecer.
Nosotros le pedimos que aclarase el sentido
de su frase, y ella respondió que miss Stephanie parecía tan enterada del caso
que no estaría de más que la llamasen a declarar...
Continuaron
rondando por allí hasta el mediodía, cuando Atticus vino a comer y dijo que
habían pasado la mañana eligiendo el jurado. Después de comer nos detuvimos a recoger
a Dill y nos fuimos a la ciudad.
Era
una fiesta de gala. En el poste de amarre no existía sitio para atar ni un
animal más; debajo de todos los árboles posibles había mulas y carros parados.
La plaza de delante del edificio del juzgado estaba cubierta de gente sentada
sobre periódicos, comiendo bollos con jarabe y empujándolos gaznate abajo con
leche caliente traída en jarros de fruta. Algunos mordisqueaban tajadas frías
de pollo y de cerdo. Los más pudientes regaban el alimento con 'Coca-Cola' de
la tienda, bebida en vasos abombados. Unos niños de cara sucia correteaban por
entre la multitud, y los rorros almorzaban en los pechos de sus madres.
En
un rincón apartado de la plaza, los negros estaban sentados en silencio, consumiendo
sardinas y galletas 'craker' entre los aromas, más penetrantes, del
'Nehi-Cola'. Míster Dulphus Raymond estaba con ellos.
-Mira,
Jem -dijo Dill-, bebe de una bolsa.
Parecía,
en efecto, que lo hacía así: dos pajas amarillas descendían de su boca hasta
las profundidades de una bolsa de papel marrón.
-No
lo había visto hacer nunca a nadie -murmuró Dill-. ¿Cómo hace para que no se le
vierta lo que haya allí dentro?
Jem
soltó una risita.
-Allí
dentro tiene una botella de 'Coca-Cola' llena de whisky. Lo hace así para no
alarmar a las señoras. Le verás chupando toda la tarde; luego se marchará un
rato a llenarla otra vez.
-¿Por
qué está sentado con la gente de color?
-Siempre
lo hace así. Los quiere más que a nosotros, me figuro. Vive solo allá abajo,
cerca del límite del condado. Tiene una mujer negra y un montón de hijos
mestizos. Te los enseñaré, si los vemos.
-No
tiene aire de chusma -aseguró Dill.
-No
lo es; allá abajo posee toda una ribera del río, y, como propina, viene de una
familia antigua de verdad.
-Entonces,
¿cómo obra de este modo?
-Es
su estilo, sencillamente -contestó Jem-. Dicen que no supo sobreponerse a lo de
la boda. Tenía que casarse con una de... de las señoritas Spender, creo. Iban a
celebrar una boda estupenda, pero no pudo ser... Después del ensayo, la novia
subió a su cuarto y se destrozó la cabeza con una escopeta. Apretó el gatillo
con los dedos del pie.
-¿Llegaron
a saber el motivo?
-No,
nadie se enteró bien de la causa, excepto míster Dolphus. Dicen que fue porque
supo lo de la mujer negra; él calculaba que podía continuar con la negra y
además casarse. Desde entonces siempre ha estado más o menos borracho. Ya
sabes, a pesar todo siempre ha sido muy bueno con aquellos pequeños...
-Jem
-pregunté yo-, ¿qué es un niño mestizo?
-Mitad
blanco y mitad de color. Tú lo has visto, Scout. Tú conoces a aquel chico de
cabello rojo y ensortijado que reparte para la droguería. Es mitad blanco. Son
una cosa triste de veras.
-¿Triste?
¿Cómo es eso?
-No
pertenecen a ninguna parte. La gente de color no los quiere porque son mitad
blancos; los blancos no los quieren con ellos porque son de color, de modo que
son una cosa intermedia, ni blancos ni negros. Por esto míster Dolphus de ahí
ha enviado dos al norte, donde esto no les importa. Allí hay uno.
Un
niño pequeño, cogido de la mano de una mujer negra, venía, hacia nosotros. Para
mis ojos era perfectamente negro: tenía un hermoso color chocolate con unas
narices anchas y unos dientes preciosos. A veces se ponía a saltar gozosamente,
y la mujer negra le tiraba de la mano para hacerle parar.
Jem
esperó hasta que hubieron pasado.
-Aquél
es uno de los pequeños que os decía -explicó.
-¿Cómo
lo conoces? -preguntó Dill-. A mí me ha parecido completamente negro.
-A
veces no se conoce, a menos que uno lo sepa de antemano. Pero es mitad Raymond,
no cabe duda.
-¿Cómo
puedes adivinarlo? -pregunté yo.
-Ya
te lo he dicho, Scout, es preciso saber quiénes son.
-Ea,
¿cómo conoces que nosotros no somos negros?
-Tío
Jack Finch dice que en realidad no lo sabemos. Dice que por todo lo que ha
podido seguir de la idea de los antepasados de Finch, nosotros no lo somos;
pero por lo que sabe, también sería posible que hubiésemos salido de Etiopía en
los tiempos del Antiguo Testamento.
-Bien,
si salimos durante el Antiguo Testamento hace tantísimo tiempo que ya no
importa.
-Esto
es lo que yo pensaba -contestó Jem-, pero en estas tierras en cuanto uno tiene
una gota de sangre negra, todo él es negro. Eh, mirad...
Una
señal invisible había motivado que los que comían en la plaza se levantasen y
desparramaran pedazos de papel de periódicos, de celofana y papel de envolver.
Los hijos corrían hacia sus madres, los de pecho eran colocados sobre las
caderas y los hombres, con los sombreros manchados de sudor, reunían a sus
familias y las hacían cruzar en rebaño las puertas del juzgado. En el rincón
más apartado de la plaza, los negros y míster Dolphus Raymond se pusieron en
pie y se limpiaron de polvo los pantalones. Entre ellos había pocas mujeres y
pocos niños, lo cual parecía disipar el aire dominguero. Los negros aguardaron
pacientemente en las puertas, detrás de las familias blancas.
-Entremos
-dijo Dill.
-No,
será mejor que esperemos a que entre la gente. A Atticus quizá no le gustase
vernos -dijo Jem.
El
edificio del juzgado del Condado de Maycomb le recordaba un poco a uno, y en un
aspecto, Arlington: las columnas de cemento armado que sostenían el tejado de
la parte sur eran demasiado recias para su leve carga. Las columnas eran todo
lo que quedó en pie cuando el edificio primitivo ardió en 1856. Alrededor de
ellas construyeron un edificio nuevo. Sería mejor decir que lo construyeron a
pesar de ellas. Exceptuando el porche meridional, el edificio del juzgado del
Condado de Maycomb era de estilo victoriano primitivo, y visto desde el norte
presentaba un cuadro inofensivo. No obstante, desde el otro lado, las columnas
estilo renacimiento griego contrastaban con la torre del reloj, del siglo XIX,
que albergaba un aparato herrumbroso y poco digno de confianza; una perspectiva
indicadora de que hubo una gente resuelta a conservar todo resto material del
pasado.
Para
llegar a la sala de los juicios, en el segundo piso, había que pasar por
delante de varias madrigueras privadas de sol: la del asesor de impuestos, la
del recaudador de éstos, la del escribiente del condado, la del distrito; el
juez de instrucción vivía en unas ratoneras frescas y oscuras que olían a
libros de registro en descomposición mezclados con cemento húmedo y orina
rancia. Durante el día era preciso encender las luces; en los ásperos maderos
del suelo había siempre una capa de polvo. Los habitantes de aquellas oficinas
eran criaturas adaptadas a su medio ambiente: hombrecillos de cara gris a los
que le parecía no haber tocado nunca el aire ni el sol.
Sabíamos
que habría una buena masa de gente, pero no habíamos pensado encontrar las
multitudes que llenaban el pasillo del primer piso. Me vi separada de Jem y de
Dill, pero me abrí paso hacia la pared de la caja de escalera, sabiendo que,
antes o después, Jem bajaría a buscarme. De pronto me hallé en medio del Club
de los Ociosos y procuré pasar lo más inadvertida posible. El Club de los
Ociosos era un grupo de ancianos de camisa blanca, pantalones caqui y tirantes,
que se habían pasado la vida sin hacer nada y dejaban transcurrir ahora sus
días crepusculares dedicados a la misma ocupación en los bancos de pino de
debajo las encinas de la plaza. Críticos minuciosos de los negocios del
juzgado. Atticus decía que, a fuerza de largos años de observación sabían
tantas leyes como el Juez Decano. Normalmente eran únicos espectadores de los
juicios, y hoy parecían quejosos de que se hubiera alterado su confortable
rutina. Cuando hablaron, sus voces me parecieron por casualidad revestidas de
importancia. La conversación tenía por tema a mi padre.
...Se
figura que sabe lo que hace -dijo uno.
-Oooh,
yo no diría eso -opuso otro-. Atticus Finch es un hombre muy documentado, un
hombre que sabe estudiar la ley a fondo.
-Sí,
estudia mucho, es lo único que hace. -El Club soltó una risita.
-Permíteme
que te diga una cosa, Billy -intervino un tercero-. Tú sabes que el tribunal le
encargó la defensa de ese negro.
-Sí,
pero Atticus se propone defenderle. Esto es lo que no gusta del caso.
He
ahí una noticia; una noticia que arroja una luz distinta sobre las cosas:
Atticus tenía que defender al negro, tanto si le gustaba como si no. Me pareció
raro que no nos hubiese dicho nada de ello; lo habríamos podido utilizar muchas
veces para defenderle y defendemos. 'Está obligado, he ahí la razón de que lo
haga', habría significado menos peleas y menos alborotos. Pero, ¿explicaba esto
la actitud de la ciudad? El tribunal designó a Atticus para defender al negro.
Atticus se proponía defenderle. He ahí lo que no les gustaba del caso.
Realmente, una se quedaba confundida.
Los
negros, después de esperar que subiesen los blancos, empezaron a entrar.
-Eh,
un minuto nada más -dijo un miembro del Club, levantando su bastón-. No
empiecen a subir estas escaleras hasta dentro de un momento.
El
Club inició su apiñada ascensión topando con Jem y Dill que bajaban a buscarme.
Los dos muchachos pasaron por entre los viejos, y Jem me gritó:
-
¡Ven, Scout, no queda ni un asiento libre! Tendremos que estar de pie. ¡Y
ahora, mira! -exclamó irritado, cuando los negros se lanzaron en alud escaleras
arriba. Los viejos que les precedían ocuparían la mayor parte del espacio para
estar de pie. No teníamos suerte, y todo era por culpa mía, me informó Jem. Nos
quedamos de pie malhumorados junto a la pared.
-¿No
pueden entrar?
El
reverendo Sykes nos estaba mirando, con el negro sombrero en la mano.
-Hola,
reverendo -respondió Jem-. No, esa Scout nos lo ha desbarato todo.
-Bien,
veamos lo que podemos hacer. -El reverendo Sykes se abrió camino escaleras
arriba. Unos momentos después estaba de regreso-. Abajo no hay ningún asiento.
¿Les parece que habría inconveniente en que viniesen a la galería conmigo?
-No,
diantre -exclamó Jem.
Muy
gozosos subimos con gran presteza delante del reverendo hacia el piso de la
sala del juzgado. Allí trepamos por una escalera cubierta y esperamos en la
puerta. El reverendo Sykes llegó resollando detrás de nosotros, y nos condujo
suavemente entre los negros de la galería. Cuatro hombres se levantaron y nos
cedieron sus asientos de primera fila.
La
galería de la gente de color ocupaba tres paredes de la sala del juzgado, como
una especie de terraza de segundo piso, y desde ella podíamos verlo todo.
El
jurado estaba sentado hacia la izquierda, bajo unas altas ventanas. Sus
miembros, tostados por el sol y flacos, parecían todos campesinos, aunque esto
era natural: los hombres de la ciudad ráras veces se sentaban en los bancos del
jurado; o los recusaban, o se excusaban. Uno o dos del jurado tenían un lejano
aire de Cunningham bien vestidos. En aquella fase del juicio estaban sentados
muy erguidos y atentos.
El
fiscal del distrito y otro hombre, Atticus y Tom Robinson estaban sentados a
unas mesas, de espaldas a nosotros. En la mesa del fiscal había un libro marrón
y varias tablillas amarillas. Atticus tenía la cabeza descubierta.
Dentro
de la baranda que separaba a los espectadores del tribunal, los testigos
estaban sentados en unas sillas con asientos de cuero de vaca. También ellos
nos daban la espalda.
El
juez Taylor estaba en la presidencia, con el aire de un tiburón viejo y
somnoliento, mientras su pez piloto escribía rápidamente más abajo y enfrente
de él. El juez Taylor tenía el aspecto de la mayoría de jueces que he visto:
afable, con el cabello blanco, la cara ligeramente rubicunda; era un hombre que
gobernaba su tribunal con una falta de formulismo alarmante; a veces levantaba
los pies hasta la mesa, a menudo se limpiaba las uñas con la navaja de
bolsillo. Durante las largas declaraciones de los juicios de faltas,
especialmente después de comer, daba la impresión de estar dormitando, una
impresión que se desvaneció definitivamente y para siempre en una ocasión en
que un abogado empujó una pila de libros intencionalmente, haciéndolos caer al
suelo, en un desesperado esfuerzo por despertarle. Sin abrir los ojos, el juez
Taylor murmuró:
-Míster
Whitley, repítalo una vez más y le costará cien dólares.
Era
un profundo conocedor de la ley, y aunque parecía tomarse su empleo con
indiferencia, en realidad gobernaba con mano fuerte todos los casos que se le
presentaban. Sólo una vez se vió al juez Taylor en un punto muerto en el
juzgado, y fue por causa de los Cunningham. Old Sarum, el reducido terreno en
que se revolcaban, estaba poblado por dos familias, separadas y distintas al
principio, pero que por desgracia llevaban el mismo apellido. Los Cunningham se
casaron con los Coningham con tal frecuencia que la ortografía del apellido
llegó a ser una cuestión académica..., académica hasta que un Cunningham
disputó a un Coningham unos títulos de propiedad y acudió al juzgado. Durante una
controversia sobre la cuestión, Jerus Cunningham declaró que su madre escribía
Cunningham en documentos y papeles, pero en realidad era una Coningham, pues
escribía mal, leía muy poco, y por las tardes, cuando se sentaba en la galería
de la fachada, tenía la costumbre de fijar la mirada a lo lejos. Después de
nueve horas de escuchar las excentricidades de los habitantes de Old Sarum, el
juez Taylor echó el caso del juzgado. Cuando le preguntaron con qué fundamento,
el juez Taylor contestó: 'Connivencia entre las partes', y declaró que le pedía
a Dios que los litigantes se sintieran satisfechos con haber podido decir en
público cada cual lo que tenía que decir. No habían pretendido otra cosa desde
el primer momento.
El
juez Taylor tenía una costumbre interesante. Permitía que se fumase en su sala,
aunque él no fumaba, a veces, si uno era afortunado, disfrutaba del privilegio
de verle poniéndose un cigarro largo y reseco en la boca y mascándolo poco a
poco. Trocito a trozo, el apagado cigarro desaparecía, para reaparecer una
horas más tarde en forma de una masa lisa y aplanada, cuya esencia había ido a
mezclarse con los jugos digestivos del juez Taylor. Una vez le pregunté a
Atticus cómo podía sufrir mistress Taylor el besar a su marido, pero Atticus
contestó que no se besaban mucho.
El
estrado de los testigos se hallaba a la derecha del juez Taylor. Cuando
llegamos a nuestros asientos lo ocupaba ya míster Heck Tate.
17
-Jem
-pregunté-, ¿están los Ewell sentados allá abajo?
-Cállate
-contestó-. Míster Heck Tate está prestando declaración.
Míster
Tate se había vestido para la solemnidad. Llevaba un traje corriente, que, en
cierto modo, le hacia parecerse a todos los demás hombres. Sus botas altas, su
chaqueta de cuero y su cinturón repleto de balas habían desaparecido. Desde
aquel momento dejó de causarme espanto. Sentado en la silla de los testigos,
tenía el cuerpo inclinado adelante, las manos enlazadas entre las rodillas, y
escuchaba atentamente al fiscal del distrito.
Al
fiscal, un tal míster Gilmer, no le conocíamos bien. Era de Abbottsville; le
veíamos únicamente cuando se convocaba el tribunal, y no en todas las
ocasiones, porque a Jem y a mi los asuntos del juzgado nos interesan muy poco.
Hombre calvo y de cara lisa, su edad podía oscilar entre los cuarenta y los
sesenta años. Aunque se encontraba de espaldas a nosotros, sabíamos que tenía
un ojo ligeramente desviado, defecto del que sacaba ventaja: parecía estar
mirando a una persona, cuando en realidad no era así, y de este modo
atormentaba a los miembros del jurado y a los testigos. El jurado, creyéndose
observado minuciosamente, fijaba la atención; y lo mismo hacía el testigo, con
igual convencimiento.
...Con
sus propias palabras, mister Tate -estaba diciendo mister Gilmer.
-Pues
bien -contestó míster Tate, manoseando sus gafas y como si hablara a sus
rodillas-, me llamaron...
-¿Podría
explicárselo al jurado, míster Tate? Gracias. ¿Quién le llamó?
Míster
Tate continuó:
-Vino
a buscarme Bob... Míster Bob Ewell, el de allá, una noche...
¿Qué
noche, señor?
-Fue
la noche del veintiuno de noviembre. Salía en aquel momento de la oficina
cuando Bob... Míster Ewell llegó, muy excitado el hombre, y me dijo que fuese a
su casa en seguida, que un negro había violado a su hija...
-
¿Acudió usted?
-En
efecto. Subí al coche y me fui allá todo lo de prisa que pude.
-¿Y
qué encontró?
-Encontré
a la muchacha tendida en el suelo en el centro cuarto de la fachada; el que hay
a la derecha entrando. La había golpeado de lo lindo, pero yo la puse en pie;
ella se lavó la cara en un cubo de un rincón y dijo que se sentía bien. Le
pregunté quién la había atacado y me dijo que había sido Tom Robinson.
El
juez Taylor, que parecía absorto en sus uñas, levantó la vista como si esperase
una objeción; pero Atticus continuó callado.
-...Le
pregunté si la había golpeado de aquel modo, y ella respondió que sí. En
consecuencia, me fui a casa de Robinson y lo llevé allá. Ella le identificó
como el agresor, y yo entonces lo detuve. Esto es todo lo que hubo.
-Gracias
-dijo míster Gilmer.
-
¿Alguna pregunta, Atticus? -inquirió el juez.
-Sí
-respondió mi padre. Estaba sentado detrás de su mesa; tenía la silla desviada
hacia un lado, las piernas cruzadas y un brazo descansado sobre el respaldo de
la silla-. ¿Llamó a un médico sheriff? ¿Llamó alguien a un médico? -preguntó
Atticus.
-No,
señor -contestó míster Tate.
-
¿No llamaron a un médico?
-No,
señor -repitió míster Tate.
-
¿Por qué no? -La voz de Atticus tenía un tono cortante.
-Le
diré por qué no lo llamé. No era necesario, míster Finch. A la muchacha la
habían aporreado de un modo terrible. Algo había pasado, era obvio.
-¿Pero
no llamó a un médico? Mientras usted estuvo allí, llamó alguien a alguno, fue a
buscarlo, o le llevó a la muchacha?
-No,
señor...
-Ha
contestado la pregunta tres veces, Atticus. No llamó médico -advirtió el juez.
Atticus
dijo:
-Quería
asegurarme bien, señor juez. -Y el juez sonrió.
La
mano de Jem, que reposaba sobre la baranda de la galería, se crispó alrededor
de su apoyo. Mi hermano contuvo repentinamente la respiración. Al mirar abajo y
no ver una reacción correspondiente, me pregunté si Jem quería mostrarse
teatral. Dill miraba sosegadamente, y lo mismo el reverendo Sykes, sentado a un
lado.
-¿De
qué se trata? -inquirí, sin obtener más que un seco:
-
Ssshhitt!
-Sheriff
-estaba diciendo Atticus-, usted afirma que la habían aporreado de un modo
terrible. ¿De qué manera?
-Pues...
-Describa
sus lesiones, nada más, Heck.
-Pues,
le habían golpeado en la cabeza, por todas partes. En sus brazos aparecían ya
unos morados; aquello había tenido lugar unos treinta minutos antes...
-¿Cómo
lo sabe?
Míster
Tate sonrió.
-Lo
siento, es lo que ellos me dijeron. Sea como fuere, cuando llegué allá estaba
llena de magulladuras, y se le ponía un ojo amoratado.
-¿Qué
ojo?
Mister
Tate se pasó la mano por el cabello.
-Veamos
-dijo. Luego miró a Atticus como si considerase pueril aquella pregunta.
-¿No
puede recordarlo? -insistió Atticus.
Mister
Tate señaló a una persona invisible, a unas cinco pulgadas delante de él, y
dijo:
-El
izquierdo.
-Espere
un minuto, sheriff -dijo Atticus-. ¿Era el izquierdo mirando de cara a usted, o
el izquierdo mirando en la misma dirección que usted miraba?
-Ah,
si -puntualizó míster Tate-, con esto resulta que era el ojo derecho de la
chica. Sí, era su ojo derecho, míster Finch. Ahora lo recuerdo, tenía todo
aquel lado de la cara hinchado...
Mister
Tate parpadeó otra vez, como si acabara de hacerle comprender claramente alguna
cosa. Luego volvió la cabeza y miró a Tom Robinson. Como por instinto, Tom
Robinson levantó la cabeza.
-También
Atticus había visto algo con toda claridad, y ello fue causa de que se pusiera
en pie.
-Sheriff,
repita, por favor, lo que ha dicho.
-He
dicho que era su ojo derecho.
-No...
-Atticus se acercó a la mesa del escribiente del juzgado y se inclinó sobre la
mano que escribía con furia. Esta se paró, echó atrás el cuaderno de
taquígrafo, y el escribiente dijo:
-Míster
Finch, ahora recuerdo que la joven tenía hinchado ese lado de la cara.
Atticus
levantó la vista hacia mister Tate.
-¿Qué
lado, una vez más, Heck?
-El
lado derecho mister Finch, pero tenía otras magulladuras... ¿Quiere que le
hable de ellas?
Atticus
parecía a punto de hacer otra pregunta, pero lo pensó mejor y dijo:
-Sí,
¿cuáles eran las otras lesiones?
Mientras
míster Tate contestaba, Atticus se volvió y miró a Tom Robinson como para
decirle que aquello era algo en lo cual no habían confiado.
-...Tenía
los brazos llenos de cardenales, y me enseñó el cuello. En la garganta se le
veían huellas digitales bien claras...
-¿Todo
alrededor? ¿Incluso en la nuca?
-Yo
diría que todo alrededor, míster Finch.
-¿De
verás?
-Sí,
señor, la muchacha tenía el cuello delgado, cualquiera habría podido rodearlo
con...
-Por
favor, sheriff limítese a contestar sí o no a la pregunta -dijo Atticus
secamente. Y míster Tate se quedó callado.
Atticus
se sentó e hizo un signo de cabeza al fiscal del distrito, el cual movió la
suya negativamente mirando al juez, quien dirigió una inclinación de la suya a
míster Tate, que se levantó muy tieso y bajó del estrado de los testigos.
Abajo,
las cabezas se volvieron, los pies restregaron el suelo, los rostros fueron
subidos a los hombros y unos cuantos chiquillos salieron de estampida de la
sala. Detrás, los negros susurraban en voz baja entre ellos. Dill preguntaba al
reverendo Sykes a qué venía todo aquello, pero el reverendo contestó que no lo
sabía. Hasta el momento todo se desenvolvía de un modo completamente soso:
nadie había atronado el aire, no hubo discusiones entre fiscal y abogado, no
había drama; todos los presentes parecían profundamente desilusionados. Atticus
procedía con aire amistoso, como si estuviera enzarzado en una disputa de poca
monta. Con infinita habilidad en calmar mares turbulentos, era capaz de
conseguir que un caso de violación resultase tan árido como un sermón. De mi
mente había huido el terror al whisky barato y a olores de establo, a los
hombres ceñudos de ojos somnoliento la voz ronca preguntando en la noche:
'¿Míster Finch? ¿Se ha marchado?' Con la luz del día se había disipado nuestra
pesadilla; todo saldría bien.
Todos
los espectadores estaban tan sosegados como el juez Taylor, excepto Jem. Mi
hermano tenía los labios curvados en una media sonrisa cargada de intención,
los ojos alegres, y dijo algo acerca de corroborar las pruebas que me dio la
seguridad de que estaba presumiendo.
- ...Robert
E. Lee Ewell!
Respondiendo
a la voz estentórea de escribiente, un hombrecito jactancioso como un gallo de
pelea se levantó, y correteó hacia el estrado, mientras la nuca se le ponía
encarnada al escuchar su nombre. Cuando se volvió para prestar juramento, vimos
que tenía la cara tan encarnada como el pescuezo. Vimos, además, que no tenía
ninguna semejanza con su tocayo1. De su frente se levantaba una
greña de cabello hirsuto, recién lavado; tenía la nariz estrecha, puntiaguda y
brillante; no tenía barbilla digna de mención: parecía formar parte de su
movible cuello.
-...
y que Dios me ayude -cacareó.
Todas las ciudades de la categoría de
Maycomb tenían familias como los Ewell. Ninguna fluctuación económica cambiaba
su nivel de vida; gente como los Ewell vivían en calidad de huéspedes del
condado en la prosperidad lo mismo que en las hondonadas de una depresión.
Ningún agente del orden era capaz de sujetar a su numerosa descendencia en la
escuela; ningún sanitario podía librarla de sus defectos congénitos, gusanos
diversos y enfermedades endémicas en los ambientes sucios.
Los
Ewell de Maycomb vivían detrás del vaciadero de la ciudad, en lo que en otro
tiempo fue una choza de negros. Las paredes de tablas de madera de la choza
estaban suplidas con planchas onduladas de hierro; el tejado, cubierto con
botes de hojalata aplanados a martillazos, de modo que únicamente su forma
indicaba su destino primitivo; era cuadrada, con cuatro cuartos pequeñísimos
que se abrían en un vestíbulo alargado, y descansaba sobre cuatro elevaciones
de piedra caliza. Las ventanas eran meros espacios abiertos de las paredes, y
en verano las cubrían con pedazos grasientos de estopilla, con el fin de cerrar
el paso a los bichos que se nutrían de los desechos de Maycomb.
Pero
estos bichos no celebraban grandes banquetes, pues los Ewell procedían a un
repaso diario del vaciadero, y los frutos de sus pesquisas (los que no
aprovechaban para comer) hacían que el trozo de terreno que rodeaba la cabaña
pareciese la casa de juguetes de un niño demente: lo que pasaba por valía eran
trozos de ramas de árboles, escobas y mangos de aperos, todo ello coronado con
herrumbrosas cabezas de martillo, palas, hachas y azadas de escardar, sujetadas
con trozos de alambre espinoso. Encerrado dentro de aquella barricada había un
patio sucio que contenía los restos de un 'Ford Modelo-T' (a trozos), un sillón
desechado de dentista, una nevera antigua, además de otros objetos menores:
zapatos viejos, destrozadas radios de mesa, marcos de cuadros y jarros de
frutas, debajo de los cuales unas gallinas flacas color naranja picoteaban
confiadamente.
Sin
embargo, había un rincón del patio que maravillaba a todo Maycomb. En fila,
junto a la valía había seis jarros de lavabo, con el esmalte desconchado, que
contenían unos geranios de col rojo vivo, cuidados con la misma ternura que si
hubiesen pertenecido a miss Maudie Atkinson, suponiendo que miss Maudie se
hubiese dignado admitir un geranio en sus dominios. La gente decía que
pertenecían a Mayella Ewell.
Nadie
sabía con seguridad cuántos niños había en la casa. Un decían seis, otros
nueve; cuando alguno pasaba por allí, en las ventanas, siempre había varios
pequeñuelos con la cara sucia. Pero nadie tenía ocasión de pasar, excepto por
Navidad, cuando las iglesias repartían cestos de provisiones, y el alcalde de
Maycomb nos rogaba que tuviésemos la bondad de ayudar al encargado la limpieza
yendo a arrojar al vaciadero los árboles y la basura nuestras casas.
La
Navidad anterior, al cumplir con lo que el alcalde había pedido, Atticus nos
llevó consigo. De la carretera partía hacia vaciadero un camino de tierra que
iba a terminar en una pequeña colonia negra, a unas quinientas yardas más allá
de los Ewell. Era preciso retroceder hacia la carretera, o continuar hasta el
final del camino y dar la vuelta; la mayoría de personas iba a darla delante de
los patios de la fachada de los negros. En el atardecer helado de diciembre,
sus cabañas aparecían limpias, cuidadas con una cinta pálida de humo azul que
salía por la chimenea y los umbrales de un color ámbar luminoso a causa del
fuego que ardía en el interior. Allí se percibían aromas deliciosos: pollo y
tocino friéndose, tersos como el aire del atardecer; Jem y yo olimos que allí
guisaban ardilla, pero se necesitaba un antiguo campesino como Atticus para
identificar la zarigúeya y el conejo; aromas todos que se desvanecieron cuando
pasamos por delante de la residencia de los Ewell.
Lo
único que poseía el hombrecito del estrado de los testigos susceptible de darle
alguna ventaja sobre sus vecinos más cercanos, era que si le restregaban con
jabón de sosa dentro de agua muy caliente, le saldría la piel blanca.
-¿Mister
Robert Ewell? -preguntó míster Gilmer.
-Ese
es mi nombre, capitán -contestó él, pronunciando horrorosamente el inglés.
La
espalda de míster Gilmer se puso un tanto rígida y yo le compadecí. Quizá
convendría que aclarase un detalle. He oído decir que los hijos de los
abogados, al ver a sus padres en el calor de una discusión, se forman una idea
equivocada: creen que el abogado de la parte contraria es un enemigo personal
de su padre, sufren vivo tormento, y se llevan una sorpresa tremenda al ver, a
menudo, a sus padres saliendo del brazo de sus atormentadores en cuando llega
el primer descanso. En el caso de Jem y mío, esto no era cierto. No recibíamos
herida alguna al ver que nuestro padre ganaba o perdía. Lamento no poder
ofrecer ninguna versión teatral en lo tocante a este punto; si lo hiciera,
faltaría a la verdad. No obstante, en las ocasiones en que el debate tomaba un
cariz más acrimonioso que profesional, sabíamos notarlo, pero esto ocurría
cuando observábamos a otros abogados que no eran nuestro padre. En toda mi vida
no había oído que Atticus levantase la voz, excepto si hablaba con un testigo
sordo. Míster Gilmer hacía su trabajo, lo mismo que Atticus hacía el suyo.
Además, mister Ewell era el testigo de Gilmer, y éste no tenía por qué
mostrarse grosero con nadie, y menos con él.
-¿Es
usted el padre de Mayella Ewell? -le preguntó a continuación.
La
respuesta consitió en un:
-Vaya,
si no lo soy, ya no puedo tomar medidas sobre el asunto: su madre ha muerto.
El
juez Taylor se agitó. Volvióse lentamente en su sillón giratorio y dirigió una
mirada benigna al testigo.
-¿Es
usted el padre de Mayella Ewell? -preguntó de un modo que hizo que, abajo, las
risas parasen súbitamente.
-Sí,
señor -dijo míster Ewell, con aire manso.
El
juez Taylor prosiguió con su acento de benevolencia.
-¿Es
ésta la primera vez que se encuentra ante un Tribunal? No recuerdo haberle
visto nunca aquí -y ante el cabezazo afirmativo del testigo, continuó-: Vamos a
dejar una cosa bien sentada. Mientras yo esté sentado aquí no habrá en esta
sala ninguna nueva especulación obscena sobre ningún tema. ¿Queda entendido?
Míster
Ewell movió la cabeza afirmativamente, pero no creo que le entendiese. El juez
Taylor dijo con un suspiro:
-¿Quiere
seguir, míster Gilmer?
-Gracias,
señor. Míster Ewell, ¿querría contarnos, por favor, con sus propias palabras,
qué pasó el anochecer del veintiuno de Noviembre?
Jem
sonrió y se echó el cabello atrás. 'Con sus propias palabras' era la marca de
fábrica de míster Gilmer. Nosotros nos preguntábamos a menudo, de quién temía
que fuesen las palabras que el testigo podía emplear.
-Pues
la noche del veintiuno de noviembre, yo venía del bosque con una carga de leña
y, apenas había llegado a la valla, cuando oí a Mayella chillando dentro de la
casa como un cerdo apaleado...
Aquí,
el juez Taylor miró vivamente al testigo y decidió, sin duda, que sus
especulaciones estaban desprovistas de mala intención, porque se apaciguó y
volvió a tomar un aire somnoliento.
-¿Qué
hora era, míster Ewell?
-Momentos
antes de ponerse el sol. Bien, iba diciendo que Mayella chillaba como para
sacar a Jesús de... -otra mirada de la presidencia hizo callar a míster Ewell.
-¿Si?
¿Gritaba? -preguntó mister Gilmer.
Míster
Eweli miró confuso al juez.
-Sí,
y como Mayella armaba aquel condenado alboroto, dejé caer la carga y corrí
cuanto pude, pero me enredé en la valla y, cuando pude soltarme corrí hacia la
ventana y vi... -la cara de míster Ewell se puso escarlata. Levantando el
índice, señal Tom Robinson-, ¡...vi aquel negro de allá maltratando a mil
Mayella!
La
sala del Tribunal del juez Taylor era tan tranquila que pocas ocasiones tenía
él que utilizar el mazo, pero ahora estuvo golpeando la mesa cinco minutos
largos. Atticus estaba junto al asiento diciéndole algo; míster Heck Tate, en
su calidad de primer oficial del condado, se plantó en medio del pasillo para
apaciguar a la atestada sala. Detrás de nosotros, la gente de color dejó oír un
sofocado gruñido de enojo.
El
reverendo Sykes se inclinó por encima de mí y de Dill para tirar del codo a
Jem.
-Míster
Jem -dijo-, será mejor que lleve a miss Jean Louise a casa. ¿Me oye?, míster
Jem?
Jem
volvió la cabeza.
-Scout,
vete a casa. Dill, tú y Scout marchaos a casa.
-Primero
tienes que obligarme -contesté, recordando la bendita sentencia de Atticus.
Jem
me miró frunciendo el ceño con furor, luego, le dijo al verendo Sykes:
Creo
que es igual, reverendo; Scout no lo entiende.
Yo
me sentí mortalmente ofendida.
-Sí
que lo entiendo, y muy bien.
-Bah,
cállate. No lo entiende, reverendo; todavía no tiene nueve años.
Los
negros ojos del reverendo Sykes manifestaban ansiedad.
-¿Sabe
mister Finch que estáis aquí? Esto no es adecuado para mis Jean Louise, ni para
ustedes, muchachos.
Jem
movió la cabeza.
-Aquí
tan lejos no puede vernos. No hay inconveniente, reverendo.
Comprendí
que Jem ganaría, porque ahora nada le convencería de marcharse. Dill y yo
estábamos a salvo, por un rato... Desde donde se hallaba, Atticus podía vernos,
si miraba en nuestra dirección.
Mientras
el juez Taylor daba con el mazo, mister Ewell inspeccionaba su obra,
cómodamente instalado en el sillón de los testigos. Con una sola frase había
convertido a un grupo alegre que salió de merienda en una turba tensa,
murmurante, hipnotizada poco a poco por los golpes del mazo, que perdían
intensidad, hasta que el único sonido que se oyó en la sala fue un débil
pinc-pinc-pinc. Lo mismo que si el juez hubiese golpeado la mesa con un lápiz.
Dueño
una vez más de la sala, el juez Taylor se recostó en el sillón. De pronto se le
vio cansado; su edad se manifestaba, y yo me acordé de lo que había dicho
Atticus: él y mistress Taylor no se besaban mucho; debía de acercarse a los
setenta años.
-Se
ha presentado la petición de que despejemos esta sala de espectadores -dijo
entonces-, o al menos de mujeres y niños; una petición que por ahora será
denegada. Por lo general, la gente ve lo que desea ver y oye lo que desea
escuchar, y tiene el derecho de someter a sus hijos a ello; pero puedo
asegurarles una cosa: o reciben ustedes lo que vean y oigan en silencio, o
abandonarán la sala; aunque no la abandonarán hasta que todo ese hormiguero humano
se presente ante mí acusado de desacato. Míster Ewell, usted mantendrá su
declaración dentro de los limites del lenguaje inglés y cristiano, si es
posible. Continué, míster Gilmer.
Mister
Ewell me hacía pensar en un sordomudo. Estaba segura de que no había oído nunca
las palabras que el juez Taylor le dirigió -su boca las configuraba
trabajosamente en silencio-, pero su cara revelaba que las consideraba
importantes. De ella desapareció la complacencia, substituida por una terca
seriedad que no engañó al juez; todo el rato que míster Ewell continuó en el
estrado, el juez tuvo los ojos fijos en él, como si lo desafiara a dar un paso
en falso.
Míster
Gilmer y Atticus se miraron. Atticus se había sentado de nuevo, su puño
descansaba en la mejilla; no podíamos verle la cara. Míster Gilmer tenía una
expresión más bien desesperada.
Una
pregunta del juez Taylor le sosegó.
-Míster
Eweil, ¿vio usted al acusado teniendo relación sexual con su hija?
-Sí,
señor, lo vi.
Los
espectadores guardaron silencio, pero el acusado dijo algo. Atticus le susurró
unas palabras, y Tom Robinson se calló.
-¿Dice
usted que estaba junto a la ventana? -preguntó míster Gilmer.
-Sí,
señor.
-¿A
qué distancia queda del suelo?
-A
unos tres pies.
-¿Veía
bien todo el cuarto?
-Sí,
señor.
-¿Qué
aspecto tenía?
-
Estaba todo revuelto, lo mismo que si hubiera tenido lugar una pelea.
-¿Qué
hizo usted cuando vio al acusado?
-Corrí
a dar la vuelta a la casa para entrar, pero él salió corriendo unos momentos
antes de que yo llegase a la puerta. Vi quién era, perfectamente. Yo estaba
demasiado alarmado, pensando en Mayella, para perseguirle. Entré corriendo en
la casa y la encontré tendida en el suelo gimiendo...
-Entonces,
¿qué hizo usted?
-Fui
a buscar a Tate, corriendo todo lo que pude. Sabía quien era, sin lugar a
dudas, vivía allá abajo en aquel avispero de negros, y todos los días pasaba
por delante de casa. Juez, desde hace quince años pido al condado que limpie
aquella madriguera; son un peligro para el que vive por las cercanías, además
de que desvalorizan mi propiedad...
-Gracias,
míster Ewell -dijo precipitadamente míster Gilmer.
El
testigo descendió a toda prisa del estrado y topó de manos a boca con Atticus,
que se había levantado para interrogarle. El juez Taylor permitió que la sala
soltase la carcajada.
Un
minuto nada más, señor dijo Atticus del
mejor talante . ¿Puedo hacerle un par de preguntas?
Mister
Ewell retrocedió hasta la silla de los testigos, se acomodó y dirigió a Atticus
una mirada de vivo recelo; expresión corriente entre los testigos del Condado
de Maycomb cuando se enfrentaban con el abogado de la parte contraria.
-Míster
Ewell empezó Atticus , la gente corrió
mucho aquella noche. Veamos, usted corrió hacia la casa, corrió hacia la
ventana, entró en la casa corriendo, corrió adonde estaba Mayella, corrió a
buscar a míster Tate. Durante todas esas carreras, no corrió a buscar a un
médico?
-No
había necesidad. Yo había visto lo ocurrido.
-Pero
hay una cosa que no entiendo -dijo Atticus-. ¿No le preocupaba a usted el
estado de Mayella?
-Mucho
me preocupaba -respondió míster Ewell-. Había visto al autor del mal.
-No,
me refiero a su estado físico. ¿No se le ocurrió que la naturaleza de sus
lesiones requería cuidados médicos inmediatos?
-¿Qué?
-¿No
consideró que debía contar con un médico inmediatamente?
El
testigo contestó que no se le había ocurrido; en toda la vida jamás había
llamado a un médico para ninguno de los suyos, y silo hubiese llamado le habría
costado cinco dólares.
-¿Eso
es todo? -terminó preguntando.
-Todavía
no -contestó Atticus con naturalidad-. Mister Ewell, usted ha oído la
declaración del sheriff ¿verdad?
-¿A
qué viene eso?
-Usted
estaba en la sala cuando míster Heck Tate ocupaba el estrado, ¿no es cierto?
Usted ha oído todo lo que él ha dicho, ¿verdad?
Míster
Ewell consideró la cuestión con todo cuidado y pareció decidir que la pregunta
no encerraba peligro.
-Sí
-contestó.
-
¿ Está de acuerdo con la descripción que nos ha hecho de las lesiones de
Mayella?
-
¿Qué significa eso?
Atticus
miró a su alrededor, y míster Gilmer sonrió. Míster Ewell pareció determinado a
no permitir que la defensa pasara un rato agradable.
-Míster
Tate ha declarado que la hija de usted tenía el ojo derecho morado, que la
habían golpeado en...
-Ah,
sí-declaró el testigo-. Estoy de acuerdo con todo lo que ha dicho Tate.
¿De
verdad? -preguntó Atticus afablemente-. Sólo quiero estar bien seguro -entonces
se acercó al escribiente, le dijo algo, y el otro nos entretuvo unos minutos
leyendo la declaración de Míster Tate como si se tratara de datos del mercado
de Bolsa:
-...
un ojo amoratado, era el izquierdo, ah si, con esto resulta que era el ojo
derecho de la chica, sí era su ojo derecho, míster Finch; ahora lo recuerdo,
tenía aquel lado -aquí volvió la página- de la cara hinchado. Sheriff repita por
favor, lo que ha dicho. He dicho que era su ojo derecho...
-Gracias,
Bert -dijo Atticus-. La ha oído una vez más, míster Ewell. ¿Tiene algo que
añadir? ¿Está de acuerdo con el sheriff?
-De
acuerdo con Tate. Tenía el ojo morado y la habían apaleado de lo lindo.
El
hombrecito parecía haber olvidado la humillación que anteriormente le había
hecho sufrir la presidencia. Empezaba a notarse con toda claridad que
consideraba a Atticus un adversario fácil. Parecía ponerse encarnado de nuevo;
hinchaba el pecho y se convertía una vez más en un gallito de pelea de rojas
plumas.
-Míster
Ewell, ¡usted sabe leer y escribir?
Mister
Gilmer interrumpió:
-Protesto
-dijo-. No sé ver qué relación tiene con el caso la instrucción del testigo; es
irrelevante, sin trascendencia.
El
juez Taylor se disponía a decir algo, pero Atticus se adelantó:
-Señor
juez, si autoriza la pregunta y otra más, pronto lo verá.
-Está
bien, veamos -contestó el juez Taylor-, pero asegúrese de que lo veamos,
Atticus. Denegada la protesta.
Míster
Gilmer parecía tan curioso como todos los demás ver qué relación tenía el
estado cultural de míster Ewell con el caso.
-Repetiré
la pregunta -dijo mi padre-. ¿Sabe usted leer y escribir?
-Muy
cierto que sí.
-¿Quiere
escribir su nombre y enseñárnoslo?
-Muy
cierto que sí ¿Cómo se figura que firmo los cheques de la Beneficencia?
Míster
Ewell buscaba la simpatía de sus conciudadanos. Los susurros y risitas que se
oían abajo se referían, sin duda, a lo raro que era aquel hombre.
Yo
me ponía nerviosa. Atticus parecía saber lo que estaba haciendo, pero a mí se
me antojó que había salido a pescar ranas sin llevar farol. Nunca, nunca jamás
en un interrogatorio, hagas pregunta a un testigo sin saber de antemano cuál es
la respuesta; he ahí un axioma que yo había asimilado junto con los alimentos
de mi niñez. Hazla, y a menudo obtendrás una respuesta que no esperas, una
respuesta que puede echar a perder tu caso.
Atticus
puso la mano en el bolsillo interior y sacó un sobre. Luego, de otro bolsillo
de la chaqueta, sacó la estilográfica. Se movía con desenvoltura, y se había
situado de modo que el Jurado le viese bien. Desenroscó el capuchón de la pluma
y lo dejó suavemente sobre la mesa. Sacudió un poco la pluma y la entregó,
junto con el sobre, al testigo.
-¿Quiere
escribirnos su nombre? -preguntó-. Con calma, que el Jurado pueda ver cómo lo
hace.
Míster
Ewell escribió en el reverso del sobre y levantó los ojos complacido para ver
que el juez Taylor le estaba mirando fijamente, cual si fuera una gardenia
aromática en plena floración en el estrado de los testigos, y para ver a míster
Gilmer en su mesa, mitad sentado, mitad de pie. También el Jurado le estaba
observando; uno de sus miembros se inclinaba adelante con las manos sobre la
barajida.
-¿Tan
interesante ha sido? -preguntó él.
-Usted
es zurdo, míster Ewell -dijo el juez Taylor.
Mister
Ewell se volvió enojado hacia el juez y dijo que no veía qué tenía que ver el
ser zurdo con lo que se discutía, que él era un hombre temeroso de Dios y que
Atticus Finch se burlaba de él con engaños. Los abogados marrulleros como
Atticus Finch le engañaban continuamente con sus mañosas tretas. El había
explicado lo que ocurrió, lo diría una y mil veces... y lo dijo. Nada de lo que
le preguntó Atticus después alteró su versión: que él había mirado por la
ventana, luego el negro huyó corriendo, luego él corrió a buscar al sheriff.
Por fin Atticus le despidió.
Míster
Gilmer le hizo una pregunta más.
-En
relación a lo de escribir con la mano izquierda, míster Ewell, ¿es usted
ambidextro?
-Sé
usar una mano tan bien como la otra. Una mano tan bien como la otra -repitió,
mirando furioso hacia la mesa de la defensa.
Jem
parecía estar sufriendo un ataque silencioso. Estaba golpeando blandamente la
baranda de la galería, y en determinado momento, murmuró:
-Le
hemos cazado.
Yo
no lo creía así; Atticus estaba tratando de demostrar, se me antojaba, que
quien había dado la paliza a Mayella pudo haber sido Míster Ewell. Hasta aquí
lo comprendía bien. Si ella tenía morado el ojo derecho y la habían pegado
principalmente en la mitad derecha de la cara, ello tendía a manifestar que el
que la pegó era zurdo. Sherlock Holmes y Jem Finch estarían de acuerdo. Pero
era muy fácil que Tom Robinson también fuese zurdo. Lo mismo que míster Heck
Tate, me imaginé a una persona situada frente a mi, repasé una rápida pantomima
en mi mente, y concluí que era posible que el negro hubiese sujetado a Mayella
con la mano derecha, pegándola al mismo tiempo con la izquierda. Bajé la vista
hacia Tom. Estaba de espaldas a nosotros, pero pude notar sus anchos hombros y
su cuello, recio como el de un toro. Podía haberlo hecho perfectamente. Y me
dije que Jem estaba echando las cuentas de la lechera.
18
Pero
alguien estaba retumbando de nuevo. ¡Mayella Violet Ewell...!
Una
muchacha joven se encaminó hacia el estrado de los testigos. Mientras levantaba
la mano y juraba decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, y
que Dios la ayudase, parecía tener un aspecto un tanto frágil, pero cuando se
sentó de cara a nosotros en el sillón de los testigos se convirtió en lo que
era: una muchacha de cuerpo macizo, acostumbrada a los trabajos penosos. En el
Condado de Maycomb era fácil distinguir a los que se bañaban con frecuencia de
los que se lavaban una vez al año: míster Ewell tenía un aspecto escaldado,
como si un lavado intempestivo le hubiese despojado de las capas protectoras de
suciedad; su cutis parecía muy sensible a los elementos. Mayella, en cambio,
tenía el aire de esforzarse en conservarse limpia, y yo me acordé de la fila de
geranios del patio de los Ewell.
Míster
Gilmer pidió a Mayella que contase al Jurado, con sus propias palabras, lo que
había ocurrido al atardecer del veintiuno de noviembre del año anterior, con
sus propias palabras, se lo rogaba.
Mayella
continuó sentada en silencio.
-
¿Dónde estaba usted al atardecer de aquel día? -empezó míster Gilmer con toda
paciencia.
-En
el porche.
-¿En
qué porche?
-No
tenemos más que uno, el de la fachada.
-¿Qué
hacía usted en el porche?
-Nada.
El
juez Taylor intervino:
-Explíquenos
lo que ocurrió, simplemente. Puede hacerlo, verdad que sí?
Mayella
le miró con ojos muy abiertos y estalló en llanto. Se cubrió la cara con las
manos y se puso a sollozar. El juez Taylor la dejó llorar un rato, y luego, le
dijo:
-Basta
por el momento. No tema a ninguno de los presentes, con tal de que diga la
verdad. Todo esto a usted le resulta extraño, lo sé, pero no tiene que
avergonzarse de nada ni temer nada. ¿Qué es lo que le asusta?
Mayella
dijo algo detrás de las manos.
-¿Qué
era? -preguntó el juez.
-El
-sollozó la muchacha, señalando a Atticus.
-
Mister Finch?
Mayella
movió la cabeza vigorosamente, afirmando:
-No
quiero que haga conmigo como ha hecho con papá, a quien ha probado de hacer
pasar por zurdo...
El
juez Taylor se rascó el blanco y espeso cabello. Era obvio que no se había
enfrentado nunca con un problema de aquella clase.
-¿Cuántos
años tiene usted? -preguntó.
-Diecinueve
y medio -dijo Mayella.
El
juez Taylor carraspeó para aclararse la voz y trató, aunque sin éxito, de
hablar con tonos apaciguadores.
-Míster
Finch no tiene el propósito de asustarla -dijo-, y si lo tuviera, aquí estoy yo
para impedírselo. Para esto y para otras cosas estoy sentado aquí. Ahora usted
ya es una chica mayor, enderece pues el cuerpo y cuéntenos la..., cuéntenos lo
que le pasó. Sabe contarlo, ¿verdad que sí?
Yo
le susurré a Jem:
-
¿Tiene buen sentido esa chica?
Jem
miraba oblicuamente hacia el estrado de los testigos.
-No
sabría decirlo todavía -contestó-. Tiene el sentido suficiente para conseguir
que el juez la compadezca, pero podría ser nada más... Ah, no sé, no sé.
Apaciguada,
Mayella dirigió una última mirada de terror a Atticus y dijo a míster Gilmer:
-Pues,
señor, yo estaba en el porche y... y llegó él y, vea usted, había en el patio
un armario viejo que papá había traído con el fin de partirlo para leña... Papá
me había dicho que lo partiese yo mientras él estaba en el bosque, pero yo no
me sentía bastante fuerte, y en esto él pasó por allí...
-¿Quién
en ese 'él'?
Mayella
señaló a Tom Robinson.
Habré
de pedirle que sea más explícita, por favor -dijo mister Gilmer-. El
escribiente no puede anotar los gestos suficientemente bien.
-Aquél
de allá -dijo la muchacha-. Robinson.
¿Qué
pasó entonces?
-Yo
dije: 'Ven acá, negro, y hazme pedazos de ese armario, tengo una moneda para
ti'. El podía hacerlo fácilmente, en verdad que podía. El entró en el patio, y
yo entré en casa para ir a buscar los cinco centavos, pero volví la cabeza y
antes de que me diera cuenta, él se me había echado encima. Había subido
corriendo tras de mí, de ahí lo que había hecho. Me cogió por el cuello
maldiciéndome y diciendo palabras feas... Yo luché y grité, pero él me tenía
por el cuello. Me golpeó una y otra vez...
Míster
Gilmer aguardó a que Mayella recobrase la compostura. La muchacha había
retorcido el pañuelo hasta convertirlo en soga mojada de sudor: cuando lo
desplegó para secarse la cara era una masa de arrugas producidas por sus manos
calientes. Mayella esperaba que mister Gilmer le hiciese otra pregunta, pero al
ver que no se la hacía, dijo:
-...me
echó al suelo, me tapó la boca y se aprovechó de mi.
-Usted,
¿gritaba? -preguntó mister Gilmer-. ¿Gritaba y se resistía?
-Ya
lo creo que sí; gritaba todo lo que podía, daba patadas y gritaba con toda mi
fuerza.
-
¿Qué sucedió entonces?
-No
lo recuerdo demasiado bien, pero de lo primero que me di cuenta, luego, fue de
que papá estaba en el cuarto preguntando a voces quién lo había hecho, quién
había sido. Entonces casi me desmayé y después vi que míster Tate me levantaba
del suelo y me acompañaba hasta el cubo del agua.
Al
parecer, la narración había dado confianza a Mayella, aunque no era una
confianza desvergonzada como la de su padre. Mayella tenía una audacia furtiva,
era como un gato con la mirada fija y la cola enroscada.
-¿Dice
usted que luchó con él con toda la energía que pudo? ¿Combatió con las uñas y
los dientes? -preguntó míster Gilmer.
-En
verdad que sí-contestó Mayella.
-¿Está
segura de que él se aprovechó de usted hasta el mayor extremo?
La
faz de la muchacha se contrajo: yo temí que se pondría a llorar de nuevo. Pero
en vez de llorar, respondió:
-Hizo
lo que se había propuesto hacer.
Míster
Gilmer rindió tributo al calor del día secándose la cabeza con la mano.
-Basta
por el momento -dijo placenteramente-, pero no se mueva de ahí. Espero que ese
gran malvado de míster Finch quiera hacerle algunas preguntas.
-El
Estado no ha de predisponer a la testigo contra el defensor del acusado
-murmuró, minucioso, el juez Taylor-, al menos no en este momento.
Atticus
se puso de pie sonriendo, pero en lugar de acercarse al estrado de los
testigos, se desabrochó la chaqueta y hundió los pulgares en el chaleco; luego
cruzó la sala caminando despacio hasta las ventanas. Miró al exterior, sin que
pareciese interesarle especialmente lo que veía; en seguida retrocedió y se
encaminó hacia el estrado de los testigos. Por mi experiencia de largos años,
pude adivinar que trataba de llegar a una decisión sobre algún punto
determinado.
-Miss
Mayella -dijo sonriendo-, durante un rato no trataré de asustarla; todavía no.
Conozcámonos bien, nada más. ¿Cuántos años tiene?
-He
dicho que tenía diecinueve; se lo he dicho al señor juez.
-Mayella
indicó a la presidencia con un movimiento resentido de cabeza-.
-Si
lo ha dicho, si lo ha dicho, señorita. Tendrá que ser tolerante conmigo, miss
Mayella; voy entrando en años y no tengo tan buena memoria como solía. Es
posible que le pregunte algunas cosas que ha dicho ya, pero usted me
responderá, ¿verdad que sí? Bien.
Yo
no sabía ver nada en la expresión de la muchacha que justificase la presunción
de Atticus de que se había conquistado su franca y entusiasta colaboración.
Mayella le miraba furiosa.
-No
contestaré a una sola palabra suya mientras usted siga burlándose de mí-
replicó.
-¿Señorita?
-inquirió Atticus, pasmado.
-Mientras
usted siga haciendo burla de mí.
El
juez Taylor intervino diciendo:
-Míster
Finch no se burla de usted. ¿Qué le pasa?
Mayella
miró a Atticus con los párpados bajos, pero contestó al juez:
-Mientras
me llame señorita y diga miss Mayella. No admito este descaro, y no estoy aquí
para soportarlo.
Atticus
reanudó el paseo hacia la ventana y el juez Taylor se encargó de resolver el
incidente. El juez Taylor no tenía una figura que moviese nunca a compasión, a
pesar de lo cual sentí pena por él, mientras trataba de explicar:
-Este
es el estilo de míster Finch, sencillamente. Hace años y años que trabajamos
juntos en este juzgado, y míster Finch se muestra siempre cortés con todo el
mundo. No trata de burlarse de usted, sino de ser cortés. Es su manera de
proceder -el juez se recostó en el sillón-. Atticus, sigamos con el
procedimiento, Y que conste en el escrito que nadie ha tratado con descaro a la
testigo.
Yo
me pregunté si alguien la había llamado 'señorita' o 'miss Mayella' en toda su
vida; probablemente no, pues a ella le ofendía la cortesía habitual. ¿Qué
diablos de vida llevaba? Pronto lo averigüé.
-Usted
dice que tiene diecinueve años, -empezó de nuevo Atticus-. ¿Cuántos hermanos 'y
hermanas tiene? -preguntó al mismo tiempo que se apartaba de las ventanas.
-Siete
-contestó ella-. Y yo me pregunté si todos eran igual que el ejemplar que había
visto en la escuela.
-¿Es
usted la mayor? ¿La de más edad?
-Si.
-¿Cuánto
tiempo hace que ha muerto su madre?
-No
lo sé; mucho tiempo.
-
¿Ha ido alguna vez a la escuela?
-Leo
y escribo tan bien como papá.
-¿Cuánto
tiempo fue a la escuela?
-Dos
años..., tres años... No lo sé.
Lenta,
pero claramente, empecé a ver la trama del interrogatorio. Con unas preguntas
que míster Gilmer no consideró bastante intrascendentes o inmateriales para
protestar de ellas, Atticus estaba levantando sosegadamente ante el Jurado el
cuadro de vida de familia de los Ewell. El Jurado se enteró de los hechos
siguientes: el cheque de la Beneficencia que recibían los Ewell distaba mucho
de bastar para alimentar a la familia, existiendo, además, la fundada sospecha
de que, de todos modos, papá lo gastaba en bebida; a veces pasaba fuera de casa
días enteros remojándose el gaznate, y volvía enfermo; el tiempo raramente
estaba lo bastante frío para requerir zapatos, pero cuando lo estaba uno podía
hacérselos muy elegantes con pedazos de cubiertas viejas de coche; la familia
traía el agua en cubos de un manantial que nacía en un extremo del vaciadero
(los alrededores del manantial los limpiaban de basura), y en lo tocante a la
limpieza, cada uno daba de sí mismo: el que quería lavarse había de traerse el
agua; los niños menores estaban resfriados continuamente y sufrían picores
crónicos; había una señora que iba allá alguna que otra vez y preguntaba a
Mayella por qué no asistían a la escuela; la tal señora anotó la respuesta: con
dos miembros de la familia que sabían leer y escribir, no era preciso que los demás
aprendiesen; papá los necesitaba en casa.
-Miss
Mayella -dijo Atticus, a despecho de sí mismo- siendo una muchacha de
diecinueve años, usted debe de tener amigos. ¿Quiénes son sus amigos?
-
¿Amigos?
-Sí,
¿no conoce a nadie de su edad, o mayor, o más joven? Amigos corrientes,
sencillamente.
La
hostilidad de Mayella, que había descendido hasta una neutralidad refunfuñante,
se inflamó de nuevo.
-¿Otra
vez mofándose de mí, míster Finch?
Atticus
dejó que la pregunta de la chica sirviera de respuesta a la suya.
-¿Ama
usted a su padre, miss Mayella? -inquirió luego.
-Amarle...,
¿qué quiere decir?
-Quiero
decir si se porta bien con usted, si es un hombre con quien se convive sin
dificultad.
-Se
porta tolerablemente, excepto cuando...
-¿Excepto
cuándo?
Mayella
miró a su padre, sentado en una silla que inclinaba hacia la baranda. El irguió
el cuerpo y esperó la respuesta.
-Excepto
nada -respondió ella-. He dicho que se porta tolerablemente.
Míster
Ewell se recostó otra vez en la silla.
-¿Excepto
cuando bebe? -preguntó Atticus con tal dulzura que Mayella movió la cabeza
asintiendo.
-¿Se
mete alguna vez con usted?
¿Qué
quiere decir?
Cuando
está... irritado, ¿la ha pegado alguna vez?
Mayella
miró a su alrededor, bajó la vista hacia el escribiente y la levantó hacia el
juez.
-Responda
a la pregunta, miss Mayella -ordenó el juez.
-Mi
padre no me ha tocado un pelo de la cabeza en toda la vida -declaró ella con
fuerza-. Nunca me ha tocado.
A
Atticus se le habían deslizado un poco las gafas, y volvió a subírselas.
-Hemos
tenido una conversación interesante para conocemos bien, miss Mayella; ahora
creo será mejor que nos ocupemos del caso presente. Usted ha dicho que pidió a
Tom Robinson que entrara a partirle un..., ¿qué era aquello?
-Un
armario ropero, un armario viejo con un costado lleno de cajones.
-¿Conocía
usted bien a Tom Robinson?
-¿Qué
quiere decir?
-Quiero
decir si usted sabía quién era, dónde vivía.
Mayella
asintió.
-Sabía
quién era, pasaba por delante de nuestra casa todo los días.
-¿Era
aquélla la primera vez que usted le pedía que pasase otro lado de la valla?
La
pregunta hizo dar un leve salto a Mayella. Atticus estaba realizando su lenta
peregrinación hacia las ventanas, como la había realizado todo el rato: hacía
una pregunta y, luego, miraba fuera, esperando la respuesta. No vio el salto
involuntario de la muchacha, pero me pareció que sabía que se había movido.
Entonces se volvió y enarcó las cejas.
-¿Era...?
-empezó de nuevo.
-Si,
lo era.
-¿No
le había pedido nunca, anteriormente, que entrase en el cercado?
Ahora
ella estaba preparada.
-No,
ciertamente que no.
Con
un no, hay bastante -le dijo serenamente Atticus-. ¿No le había pedido nunca
anteriormente que le hiciese algún trabajo extraordinario?
-Es
posible que sí -concedió Mayella-. Había por allí varios negros.
-
¿Puede recordar alguna otra ocasión?
-No.
-Muy
bien; pasemos ahora a lo que ocurrió. Usted ha dicho que Tom Robinson estaba
detrás cuando usted se volvió, ¿no es cierto?
-Sí.
-Usted
ha dicho que la cogió por el cuello maldiciendo y pronunciando palabras feas,
¿no es cierto?
-Sí,
es cierto.
La
memoria de Atticus se había vuelto muy fiel.
-Usted
ha dicho: 'Me echó al suelo, me tapó la boca y se aprovechó de mí' ,¿es cierto?
-Eso
es lo que he dicho.
-¿Recuerda
si le pegó en la cara?
La
testigo vaciló.
-Usted
parece muy segura de que él la asfixiaba. Todo aquel tiempo usted se resistía
luchando, recuérdelo. Usted 'daba patadas y gritaba tan fuerte como podía'.
¿Recuerda si le pegaba en la cara?
Mayella
seguía callada. Parecía estar tratando de poner algo en claro para sí misma.
Por un momento pensé que estaba empleando la estratagema de míster Heck Tate y
mía de imaginar que teníamos una persona delante. En seguida dirigió una mirada
a míster Gilmer.
-Es
una pregunta sencilla, miss Mayella, de modo que lo intentaré otra vez.
¿Recuerda si le pegó en la cara? -la voz de Atticus había perdido su acento
agradable; ahora hablaba en su tono profesional, árido e indiferente-.
¿Recuerda si le pegó en la cara?
-No,
no recuerdo si me pegó. Quiero decir que si lo recuerdo; me pegó.
-
¿La respuesta de usted es la última frase?
-¿Eh?
Sí, me pegó..., no, no lo recuerdo, no lo recuerdo... Todo ocurrió tan de
prisa!
El
juez Taylor miró severamente a Mayella.
-No
llore, joven -empezó.
Pero
Atticus dijo:
-Dejéla
llorar, si le gusta, señor juez. Tenemos todo el tiempo que se precise.
Mayella
dio un bufido airado y miró a Atticus.
-Contestaré
todas las preguntas que tenga que hacerme... Póngame aquí arriba y mófese de
mí, ¿quiere? Contestaré todas las preguntas que me haga...
-Esto
está muy bien -dijo Atticus-. Quedan sólo unas cuantas más. Para no ser
aburrido, miss Mayella, usted ha declarado que el acusado le pegó, la cogió por
el cuello, la asfixiaba y se aprovechó de usted. Quiero que esté segura de si
acusa al verdadero culpable. ¿Quiere identificar al hombre que la violó?
-Sí,
quiero, es aquél de allá.
Atticus
se volvió hacia el acusado.
-Póngase
en pie, Tom. Deje que miss Mayella le mire larga y detenidamente. ¿Es éste el
hombre, miss Mayella?
Los
hombros poderosos de Tom Robinson se dibujaban debajo de la delgada camisa. El
negro se puso de pie y permaneció con la mano derecha apoyada en el respaldo de
la silla. Parecía sufrir una extraña falta de equilibrio, aunque ello no venía
de la manera de estar de pie. El brazo izquierdo le colgaba, muerto, sobre el
costado, y lo tenía unas buenas doce pulgadas más corto que el derecho,
terminado en una mano pequeña, encogida, y hasta desde un punto tan distante
como la galería pude ver que no podía utilizarla.
-Scout -dijo Jem-. ¡Mira! ¡Reverendo,
es manco!
El
reverendo Sykes se inclinó y le susurró a Jem:
-Se
la cogió en una desmotadora de algodón (en la de míster Dolphus Raymond) cuando
era muchacho... Parecía que iba a morir desangrado..., la máquina desprendió
todos los músculos de los huesos...
-
¿Es ése el hombre que la violó a usted?
-Muy
ciertamente, lo es.
La
pregunta siguiente de Atticus constó de una sola palabra:
-
¿Cómo?
Mayella
estaba rabiosa.
-No
sé cómo lo hizo, pero lo hizo... He dicho que todo ocurrió tan de prisa que
yo...
-Veamos,
consideremos esto con calma... -empezó Atticus. Pero mister Gilmer le interrumpió
con una protesta: Atticus se entretenía en cosas irrelevantes, sin importancia,
pero estaba intimidando con la mirada a la testigo.
El
juez Taylor soltó la carcajada instantáneamente.
-Oh,
siéntese, Horace, no hace cosa parecida. En todo caso la testigo es la que está
intimidando con la mirada a Atticus.
El
juez Taylor era la única persona de la sala que reía.
-Veamos
-dijo Atticus-, usted, miss Mayella, ha declarado que el acusado la asfixiaba y
le pegaba; no ha dicho que se hubiese deslizado detrás de usted y la hubiese
dejado sin sentido de un golpe, sino que usted se volvió y allí estaba él...
-Atticus se encontraba detrás de su mesa y acentuó sus palabras pegando los
nudillos sobre la madera-. ¿Desea reconsiderar algún punto de sus
declaraciones?
-¿Quiere
que diga algo que no ocurrió?
-No,
señorita, quiero que diga algo que sí le ocurrió. Cuéntenos una vez más, por
favor, ¿qué sucedió?
-He
contado ya lo que sucedió.
-Usted
ha declarado que se volvió y allí estaba él. ¿Entonces la cogió por el cuello?
-Sí.
-¿Luego
le soltó el cuello y la golpeó?
-Ya
he dicho que si.
-¿Le
puso morado el ojo izquierdo con un golpe del puño derecho?
-Yo
me agaché y... y el puño vino como una exhalación. es lo que pasó. Me agaché, y
vino otra vez -por fin Mayella había visto la luz.
-Ahora,
de pronto, usted se expresa de un modo muy concreto sobre este punto. Hace un
rato no lo recordaba demasiado bien, ¿verdad que no?
-He
dicho que me había golpeado.
-De
acuerdo. El la cogió por el cuello, la golpeó y, luego la violó. ¿Es así?
-Es
así muy ciertamente.
-Usted
es una muchacha fuerte, ¿qué hacía?, ¿estar allí nada más?
-Le
he dicho que gritaba y luchaba -replicó la testigo.
Atticus
levantó el brazo y se quitó las gafas, volvió el ojo bueno, el derecho, hacia
la testigo y la sometió a un diluvio de preguntas. El juez Taylor intervino
diciendo:
-Una
pregunta cada vez, Atticus. Dé ocasión a la testigo de contestar.
-Muy
bien, ¿por qué no echó a correr?
-Lo
intenté...
-¿Lo
intentó? ¿Quién se lo impidió?
-Yo...,
él me arrojó al suelo. Esto es lo que hizo, me arrojó al suelo y se echó sobre
mí.
-
¿Usted estaba chillando continuamente?
-Ciertamente
que si.
-Entonces,
¿cómo no la oyeron los otros hijos? ¿Dónde estaban? ¿En el vaciadero?
No
hubo respuesta.
-¿Dónde
estaban?... ¿Cómo no los hicieron acudir a toda prisa los gritos de usted? El
vaciadero está más cerca que el bosque, ¿no es verdad?
Ninguna
respuesta.
-
¿O no chilló usted hasta que vio a su padre en la ventana? Hasta entonces no se
acordó de chillar, ¿verdad?
Ninguna
respuesta.
-¿Quién
le dio la paliza? ¿Tom Robinson o su padre de usted?
Sin
respuesta.
-¿Qué
vio su padre en la ventana, el delito de violación, o la mejor defensa para el
mismo? ¿Por qué no dice la verdad, niña? ¿No fue Bob Ewell el que la pegó?
Cuando
Atticus se alejó de Mayella tenía un aspecto como si le doliera el estómago,
pero la cara de la testigo era una mezcla de terror y de furia. Atticus se
sentó con aire fatigado.
De
súbito, Mayella recobró el uso de la palabra.
-Tengo
que decir una cosa -dijo.
-¿Quiere
explicarnos lo que ocurrió? pidió
Atticus.
Pero
ella no oyó el tono de compasión de sus palabras.
-Tengo
que decir una cosa, y luego no diré nada más. Aquel negro de allá se aprovechó
de mí. y si ustedes, distinguidos y elegantes caballeros, no quieren hacer nada
por remediarlo, es que son un puñado de cobardes hediondos, cobardes hediondos
todos ustedes. Sus elegantes modales no significan nada; su 'señorita' y su
'miss Mayella' no significan nada, míster Finch...
Entonces
estalló en lágrimas de verdad. Sus hombros se movían sacudidos por enojados
sollozos. E hizo honor a su palabra. No contestó a ninguna otra pregunta, ni
cuando míster Gilmer intentó ponerla de nuevo en vereda. Me figuro que si no
hubiese sido tan pobre e ignorante, el juez Taylor la habría recluido en la
cárcel por el desprecio con que había tratado a toda la sala. De todos modos,
Atticus la había herido de una determinada forma que yo no comprendía
claramente; pero lo hizo sin sentir el menor placer. Se quedó sentado con la
cabeza inclinada; y jamás he visto a nadie fijar una mirada de odio tan
profundo como la que le dirigió Mayella cuando bajó del estrado.
Cuando
míster Gilmer anunció al juez Taylor que el fiscal del Estado descansaba, el
juez contestó:
-Ya
es hora de que descansemos todos. Nos concederemos diez minutos.
Atticus
y míster Gilmer se encontraron delante de la presidencia, se dijeron algo en
voz baja y salieron de la sala por una puerta que había detrás del estrado de
los testigos, lo cual fue una señal para que todos nos desencogiésemos. Yo
descubrí que había estado sentada en el borde del largo banco y tenía las
piernas un poco dormidas. Jem se puso de pie y bostezó, Dill siguió, ejemplo, y
el reverendo Sykes se seco la cara en el sombrero. La temperatura era de unos
dulces noventa grados'1, nos dijo.
Míster
Braxton Underwood, que había estado todo el rato callado en una silla reservada
para la Prensa, absorbiendo declaraciones con la esponja de su cerebro,
permitió que sus ojos caústicos rondaran un momento por la galería de los
negros, y nos vío. Dio un bufido y desvió la mirada.
-Jem
-dije yo-, míster Underwood nos ha visto.
Es
igual. No se lo dirá a Atticus, sólo lo pondrá en las notas de sociedad de la
Tribune.
Luego se volvió hacia Dill, explicándole,
supongo, los puntos más delicados del juicio: pero yo no fui capaz más que de
preguntarme cuáles serian. No había habido largas discusiones entre Atticus y
míster Gilmer sobre ningún punto; míster Gilmer parecía llevar la acusación
casi con renuencia; a los testigos los habían conducido de la rienda como a borriquitos,
con pocas protestas. Pero Atticus nos había dicho en cierta ocasión que en la
sala del juez Taylor el abogado que se limitara a construir su defensa
estrictamente sobre las declaraciones acababa recibiendo instrucciones
estrictas de la presidencia. Y me especificó que esto quería decir que por más
que el juez Taylor pudiera dar la sensación de perezoso y de actuar durmiendo,
raras veces se dejaba desencaminar. Atticus decía que el juez Taylor era un
buen juez.
Poco
después, regresó el juez y se acomodó en su sillón giratorio. En seguida sacó
un cigarro del bolsillo de la chaqueta y lo examinó minuciosamente.
-A
veces venimos a observarle -expliqué-. Ahora tiene tarea para el resto de la
tarde. Fíjate -sin advertir que le observaban desde arriba, el juez Taylor se
desembarazó de la punta cortada, echó el resto con movimiento experto hacia los
labios e hizo: '¡Fluck!', y acertó tan bien en una escupidera que oímos el
chapoteo del agua.
-Apuesto
a que escupiendo bolitas de papel mascado era imbatible -murmuró Dill.
Por
lo común, un descanso significaba un éxodo general; en cambio aquel día la
gente no se movía. Hasta los Ociosos, que no habían conseguido que otros
hombres más jóvenes sintieran vergüenza y les cedieran los asientos, se habían
quedado de pie, arrimados a las paredes. Me figuro que míster Heck había
reservado el cuarto de aseo para los empleados del Juzgado.
Atticus
y míster Gilmer volvieron también, y el juez Taylor miró su reloj de bolsillo.
-Pronto
darán las cuatro -dijo-. Afirmación intrigante, porque el reloj del edificio
tenía que haber dado las campanadas de la hora al menos dos veces. Yo no las
había oído, ni había percibido sus vibraciones.
-¿Procuraremos
dejarlo resuelto esta tarde? ¿Qué le parece Atticus?
-Creo
que podremos -contestó mi padre.
-¿Cuántos
testigos tiene?
-Uno.
-Pues
llámelo.
19
Thomas
Robinson cruzó el brazo derecho hacia el otro costado, pasó la mano debajo del
izquierdo y lo levantó. Guió el brazo hacia la Biblia, y la mano izquierda, que
era como de goma, buscó el contacto de la oscura encuadernación. Mientras
levantaba la derecha, la mano inútil se deslizó fuera de la Biblia y fue a
golpear la mesa del escribiente. Estaba intentándolo de nuevo cuando el juez
Taylor murmuró:
-Ya
basta, Tom.
Tom
pronunció el juramento y fue a sentarse en la silla de los testigos. Con toda
rapidez, Atticus le introdujo a explicarnos que tenía veinticinco anos de edad;
estaba casado y tenía tres hijos; se había visto en apuros con la justicia anteriormente:
en una ocasión hubo de cumplir treinta días por conducta desordenada.
-Muy
desordenada hubo de ser -dijo Atticus-. ¿En qué consistió el desorden?
-Me
peleé con otro hombre, quería darme una cuchillada.
-
¿Lo consiguió?
-Sí,
señor, un poco, no lo bastante para hacerme daño -contestó Tom con su inglés
dialectal de negro-. Ya ve usted, yo....
-Tom
movió el hombro izquierdo.
Sí
-respondió Atticus-. ¿Les condenaron a los dos?
-Sí,
señor. Yo tuve que cumplir condena porque no pude pagar la multa. El otro pudo
pagar la multa que le pusieron.
Dill
se inclinó por delante de mí y preguntó a Jem qué estaba haciendo Atticus. Jem
contestó que Atticus estaba demostrando al Jurado que Tom no tenía nada que
ocultar.
-¿Conocía
usted a Mayella Violet Ewell? -preguntó Atticus.
-Sí,
señor, pasaba por delante de su casa todos los días yendo y viniendo del campo.
-¿Del
campo de quién?
-Recojo
algodón para míster Link Deas.
-¿Estaba
cosechando algodón en noviembre?
-No,
señor, en otoño e invierno trabajo en su patio. Trabajo fijo para él todo el
año; tiene muchos nogales y otras cosas.
-Dice
usted que pasaba por delante de la casa de los Ewell para ir y volver del
trabajo. ¿No se puede ir por otro camino?
-No,
señor; que yo sepa, ninguno más.
-Tom,
¿le hablaba alguna vez la muchacha?
-Pues
sí, señor, al pasar, yo me quitaba el sombrero, y un día me pidió que entrase
en el cercado e hiciese pedazos un armario.
-¿Cuándo
le pidió que partiese el... el armario?
-Fue
la primavera pasada, míster Finch. Lo recuerdo porque era la época de partir
leña, y yo llevaba una azada. Yo le dije que no tenía más que aquella azada, y
me contestó que ella tenía un hacha. Me dio el hacha y yo hice pedazos el
armario. Entonces me dijo: 'Me figuro que debo darle una moneda de cinco
centavos, ¿verdad?' Y yo le dije: 'No, señorita, no le cobro nada'. Entonces me
fui a casa. Míster Finch, esto era la primavera del año pasado, hace más de un
año.
-¿Entró
en la finca otras veces?
-Sí,
señor.
-
¿Cuándo?
-Pues,
muchas veces.
El
juez Taylor cogió instintivamente el mazo, pero dejó caer la mano. El murmullo
levantado debajo de nosotros murió sin que hubiera de intervenir.
-
¿En qué circunstancias?
-¿Qué
quiere decir, señor?
-¿Porqué
entró en el cercado muchas veces?
La
frente de Tom Robinson se serenó.
-Ella
me lo pedía, señor. Por lo visto, siempre que yo pasaba por allí tenía algún
pequeño trabajo que encargarme: partir leña, traerle agua... Ella regaba todos
los días aquellas flores rojas...
-¿Le
pagaba sus servicios?
-No,
señor; después de haberme ofrecido una moneda el primer día, no. Yo lo hacía
muy contento; parecía que míster Ewell no la ayudaba en nada, como tampoco los
pequeños, y yo sabía que no podía ahorrar dinero.
-¿Dónde
estaban los otros hijos?
-Siempre
estaban por los alrededores, por la finca. Algunos miraban cómo trabajaba;
otros salían a la ventana.
-
¿Solía hablar con usted miss Mayella?
-Si,
señor, hablaba conmigo.
Mientras
Tom Robinson prestaba declaración se me ocurrió Pensar que Mayella Ewell debía
de ser la persona más solitaria del mundo. Era aún más solitaria que Boo
Radley, que no había salido de casa en veinticinco años. Cuando Atticus le
preguntó si tenía amigos, pareció que ella no entendía lo que quería decir;
luego pensó que se burlaba. Era un ser tan triste como lo que Jem llamaba un
niño mestizo: los blancos no querían contacto con ella porque vivía entre
cerdos; los negros no querían contacto con ella porque era blanca. No podía
vivir como míster Dolphus Raymond, que prefería la compañía de los negros,
porque no poseía toda una orilla del río ni pertenecía a una familia antigua y
distinguida. De los Ewell nadie decía: 'Es su estilo, simplemente', Maycomb les
regalaba cestos de Navidad, dinero de Beneficencia... y el dorso de la mano.
Tom Robinson era, probablemente, la única persona que la había tratado jamás
con afecto. No obstante, ella dijo que la había forzado, y cuando él se puso de
pie le miró como si fuese el polvo que pisaban sus zapatos.
Atticus
interrumpió mis meditaciones.
-¿Entró
alguna vez en la propiedad de los Ewell, puso el pie en la finca de los Ewell
sin una invitación expresa de uno de ellos?
-No,
señor, míster Finch, nunca lo hice.
Atticus
decía a veces que la manera de adivinar si un testigo mentía o decía la verdad
consistía en escuchar, más bien que e mirar. Yo apliqué la prueba: Tom negó
tres veces de un solo tirón, pero sosegadamente, sin asomo de gimoteo en su
voz; y y me sorprendí creyéndole, a pesar de que hubiese negado demasiado.
Parecía un negro respetable, y un negro respetable jamás entraría en el patio
de nadie por su propia decisión.
-Tom,
¿qué le sucedió la tarde del veintiuno de noviembre del año pasado?
Abajo,
los espectadores inspiraron profundamente, todos a una, e inclinaron el cuerpo
adelante. Detrás de nosotros, los negros hicieron lo mismo.
Tom
tenía el color del terciopelo negro, pero no brillante, sino de terciopelo
blanco. El blanco de los ojos brillantes en medio de su cara, y al hablar
veíamos destellos de sus dientes. Si no hubiese estado mutilado, habría sido un
hermoso ejemplar de hombre.
-Mister
Finch -dijo-, aquella tarde volvía a casa como costumbre, y cuando pasé por
delante de la de los Ewell, míss Mayella estaba en el porche, como ella mismo
ha dicho. Parecía haber un gran silencio, pero yo no comprendía bien por qué.
Estaba estudiando el porqué, mientras iba caminando, cuando ella me dijo que
entrase y la ayudase un minuto. Bien, entré en el cercado y me puse a mirar si
había leña que partir, pero no vi ninguna, y ella me dijo: 'No, tengo un poco
de trabajo y para ti dentro de casa. La vieja puerta está fuera de sus goznes y
el otoño se acerca grandes pasos'. Yo le dije: '¿Tiene usted un destornillador,
miss Mayella?' Ella contestó que si, tenía uno. Bien, subí las escaleras y ella
me indicó con el ademán que entrase; yo entré en el cuarto de la fachada y
examiné la puerta. Dije: 'Mis Mayella, esta puerta está perfectamente bien'. La
moví adelante y atrás, y los goznes estaban bien. Entonces ella cerró la puerta
ante mis propias narices. Míster Finch, yo me estaba preguntando cómo había
tanto silencio, y de pronto me di cuenta de que no había ni un solo niño en la
casa; no había ni uno, y le pregunté a miss Mayella: 'Donde estan los niños?'
La
piel de terciopelo negro de Tom había empezado a brillar: el acusado se pasó la
mano por la cara.
Dije:
'¿Dónde están los niños?' -continuó-, y ella me dijo (estaba riendo, o lo
parecía), ella me dijo que se habían ido todos a la ciudad a comprar
mantecados. Me dijo: 'Me ha costado un año bisiesto el reunir las monedas
suficientes, pero lo he conseguido. Están todos en la ciudad'.
La
incomodidad de Tom no venía del sudor.
-
¿Qué dijo usted entonces, Tom? -preguntó Atticus.
-Dije
algo así como: 'Caramba, ha hecho usted muy bien, miss Mayella, invitándoles'.
Y ella dijo: '¿Lo crees así?' No creo que entendiese lo que yo estaba pensando;
yo quería decir que había hecho bien ahorrando de aquel modo para darles un
gusto.
-Le
comprendo, Tom. Siga -dijo Atticus.
-Bien...
yo dije que sería mejor que continuase mi camino, que no podía serle útil, pero
ella dijo que si; yo le pregunté en qué, y ella me dijo que subiese en aquella
silla de allá y le alcanzase una caja que había encima del armario.
-¿No
era el mismo armario que usted partió? -preguntó Atticus?
El
testigo sonrió.
-No,
señor, otro. Casi tan alto como el techo. Así pues, hice lo que me pedía, y
estaba levantando el brazo para alcanzar la caja cuando, sin que me hubiera
dado cuenta, ella me... me había abrazado las piernas; se me había abrazado a
las piernas, míster Finch. Me asustó tanto que bajé de un salto y tumbé la
silla; aquélla fue la única cosa, el único mueble que quedó fuera de sitio en
el cuarto cuando me marché, míster Finch. Lo juro ante Dios.
-
¿Qué pasó luego que usted hubo volcado la silla?
Tom
Robinson había llegado a un punto muerto. Miró a Attius, luego al Jurado, luego
a míster Underwood, sentado al otro lado de la sala.
-Tom,
usted ha jurado decir toda la verdad. ¿Quiere decirla?
Tom
se pasó la mano por la boca con gesto nervioso.
-¿Qué
ocurrió después de aquello?
-Conteste
la pregunta -dijo el juez Taylor. Un tercio de su cigarro había desaparecido.
-Míster
Finch, al saltar de la silla me volví y ella se me echo encima.
-¿Se
le echó encima? ¿Violentamente?
-No,
señor, me... me abrazó. Me abrazó por la cintura.
Esta
vez el mazo del juez Taylor se abatió con estrépito, al mismo tiempo que se
encendían las luces de la sala. La oscuridad no había llegado todavía, pero el
sol se había apartado de las ventanas. El juez Taylor restableció rápidamente
el orden.
-
¿Qué hizo luego la muchacha?
El
testigo estiró el cuello con dificultad.
-Se
puso de puntillas y me besó en un lado de la cara. Dijo que no había besado
nunca a un hombre adulto y que lo mismo daba que besase a un negro. Dijo que lo
que le hiciese su padre no importaba. Dijo: 'Devuélveme el beso, negro'. Yo
dije: 'Miss Mayella, déjeme salir de aquí', y probé de echar a correr, pero e
se apuntalaba de espaldas en la puerta y hubiera tenido que empujarla. No tenía
intención de hacerle ningún daño, míster Finch, y le dije que me dejase pasar,
pero en el momento en que se lo decía, míster Ewell se puso a gritar por la
ventana.
-¿Qué
dijo?
Tom
Robinson cerró los ojos, apretando los párpados.
-Decía:
'¡So puta maldita, te mataré'
-
¿Qué pasó entonces?
-Míster
Finch, yo corrí tan de prisa que no sé lo que pasó.
-Tom,
¿usted no violó a Mayella Ewell?
-No,
señor.
-
¿No le hizo ningún daño en ningún sentido?
-No,
señor.
-¿Se
resistió a sus requerimientos?
-Lo
intenté, míster Finch. Intenté resistir sin portarme mal con ella, no quería
empujarla ni hacerle ningún daño.
A
mí se me antojó que, a su manera, Tom tenía tan buenos modales como Atticus.
Hasta que mi padre me lo explicó más tarde, no comprendí lo delicado del caso
en que se encontraba Tom: bajo ninguna circunstancia habría osado pegar a una
mujer blanca, cierto de que si lo hacía no viviría mucho tiempo; por ello
aprovechó la primera oportunidad para huir corriendo: signo seguro de
culpabilidad.
Tom,
retroceda una vez más a míster Ewell -dijo Atticus. ¿Le dijo algo a usted?
-Nada
en absoluto, señor. Es posible que luego dijera algo, pero yo no estaba allí...
-Con
esto basta -dijo Atticus-. ¿Qué oyó usted? ¿A quién estaba hablando él?
-Míster
Finch, él estaba hablando y mirando a miss Mayella.
-¿Entonces
usted echó a correr?
-Eso
es lo que hice, señor.
-¿Por
qué corrió?
-Tenía
miedo, señor.
-¿Por
qué tenía miedo?
-Míster
Finch, si usted fuese negro, como yo, también lo habría tenido.
Atticus
se sentó. Mister Gilmer se encaminaba hacia el estrado de los testigos, pero
antes de que llegase allí, mister Link Deas se levantó de entre los
espectadores y anunció:
-Quiero
nada más que todos ustedes sepan una cosa desde este mismo momento. Ese
muchacho ha trabajado ocho años para mí y no me ha dado ni el más pequeño
disgusto. Una sombra.
-
¡Cierre la boca, señor! -el juez Taylor estaba perfectamente despierto y
rugiendo. Tenía, además, la cara encarnada. Por milagro, el cigarro no
constituía el menor estorbo para su palabra-. ¡Link Deas -gritó-, si tiene
usted algo que decir puede decirlo bajo juramento y en el momento adecuado pero
hasta entonces salga de esta sala! ¿Me oye? Salga de esta sala, señor, ¿me oye?
¡Que me cuelguen si tengo que volver a ocuparme de este caso!
Los
ojos del juez Taylor lanzaban puñales contra Atticus, como retándole a que
dijera algo, pero Atticus había bajado la cabeza y reía sobre su regazo. Yo
recordé un comentario que había hecho acerca de que las observaciones ex
cátedra del juez Taylor salían a veces de los límites del deber, pero que pocos
abogados Protestaban por ellas. Miré a Jem, pero éste movió la cabeza
negativamente.
-Esto
no es lo mismo que si se levantase un miembro del Jurado y tomase la palabra
-dijo-. Pienso que entonces sería diferente, Mister Link no ha hecho otra cosa
que alterar el orden, o algo por el estilo.
El
juez Taylor ordenó al escribiente que suprimiera todo lo que hubiese escrito,
si había escrito algo, después de 'Míster Finch, si usted fuese negro, como yo,
también lo habría tenido', y dijo al Jurado que pasara por alto la interrupción.
Fijó la mirada con recelo hacia el fondo del pasillo central y esperó, supongo,
que Míster Link Deas se marchase definitivamente. Luego dijo:
-Adelante,
míster Gilmer.
-¿Le
impusieron treinta días por conducta desordenada, Robinson? -preguntó míster Gilmer.
-Sí,
señor.
-¿Qué
aspecto tenía el negro cuando usted lo dejó?
-El
me pegó, míster Gilmer.
-Pero
a usted lo condenaron, ¿verdad?
Atticus
levantó la cabeza.
-Fue
un delito de mala conducta y figura en los archivos, juez -me pareció que su
voz denotaba cansancio.
-El
testigo debe responder, a pesar de todo -replicó el juez Taylor con idéntica
fatiga.
-Sí,
señor, me pusieron treinta días.
Yo
comprendí que míster Gilmer quería sinceramente hacer notar al Jurado que toda
persona que hubiera sufrido condena por conducta desordenada era muy fácil que
hubiese albergado en su pecho el propósito de atropellar a Mayella Ewell, que
era el único argumento que le interesaba. Argumentos de tal especie siempre
producían impresión.
-Robinson,
usted se desenvuelve sobradamente bien para desmenuzar armarios y partir leña
con una mano, ¿verdad?
-Sí,
señor, eso creo.
-
¿Es bastante fuerte para cortarle la respiración a una mujer y arrojarla al
suelo?
-Eso
no lo he hecho nunca, señor.
-¿Pero
es bastante fuerte para hacerlo?
Creo
que sí, señor.
-Hacía
mucho tiempo que tenía el ojo puesto en esa joven ¿verdad que sí, muchacho?
-No,
señor, nunca la había mirado.
-Entonces,
era usted terriblemente cortés al partir tantas cosas y transportar tantos
pesos por ella, ¿no es cierto?
-Sencillamente,
trataba de ayudarla, señor.
-Era
usted extraordinariamente generoso, porque después de la jornada corriente
tenía cosas que hacer en casa, ¿verdad?
-Sí,
señor.
-¿Por
qué no las hacía, en lugar de preocuparse de las de Ewell?
-Hacía
las unas y las otras, señor.
-Debía
de estar muy ocupado. ¿Por qué?
-¿Qué
quiere decir ese por qué, señor?
-
¿Por qué tenía tanto afán por hacer las tareas de aquella mujer?
Tom
titubeó buscando una respuesta.
-Como
dije, parecía que no había nadie que la ayudase...
-¿Con
míster Ewell y siete niños en la casa, muchacho?
-Bien,
yo dije que parecía como si no la ayudasen nada...
-Muchacho,
¿usted se entretenía partiendo leña y haciendo todos aquellos trabajos por pura
bondad?
-Procuraba
ayudarla, como he dicho.
Mister
Gilmer sonrió al Jurado.
-Por
lo visto es usted un sujeto muy bueno. ¿Hacía todo aquello sin pensar en cobrar
ni un penique?
-Sí,
señor. Ella me daba mucha compasión, parecía poner más empeño que todos los
demás...
-¿A
usted le daba compasión ella; a usted le daba compasión ella? -míster Gilmer
parecía dispuesto a elevarse hasta el techo.
El
testigo comprendió su error y se revolvió desazonado en la silla. Pero el mal
estaba hecho. Debajo de nosotros, la respuesta de Tom Robinson no gustó a
nadie. Míster Gilmer hizo una larga pausa para dejar que fuese penetrando.
-He
ahí que usted pasó por delante de la casa, como de costumbre, el veintiuno de
noviembre pasado -dijo luego-, y ella le pidió que entrase y le hiciese pedazos
un armario.
-No,
señor.
-¡Niega
que pasara por delante de la casa?
-No,
señor; ella dijo que tenía que hacerle algo dentro de la casa...
-Ella
dice que le pidió que le partiese un armario, ¿no es eso?
-No,
señor, no lo es.
-Entonces,
¿usted dice que miente, muchacho?
Atticus
se había puesto de pie, pero Tom Robinson no le necesitó.
-Yo
no digo que mienta, míster Gilmer, digo que está en una confusión.
-¿Míster
Ewell no le hizo huir corriendo de la casa, muchacho?
-No,
señor, no lo creo.
-No
lo creo... ¿Qué quiere decir con eso?
-Quiero
decir que no me quedé el rato suficiente para que me hiciera huir corriendo.
-Es
muy franco sobre este punto. ¿Por qué huyó tan de prisa?
-He
dicho que tenía miedo, señor.
-Si
tenía la conciencia limpia, ¿por qué tenía miedo?
-Como
he dicho antes, no era conveniente para un negro encontrarse en un...
compromiso como aquél.
-Pero
usted no estaba en un compromiso; usted ha declarado que resistía las
insinuaciones de miss Ewell. ¿Tenía tanto miedo de que ella le hiciese algún
daño, que corrió, siendo un varón fornido como es?
-No,
señor, tenía miedo de verme en el Juzgado, como me veo ahora.
-¿Miedo
de que le detuvieran? ¿Miedo de tener que enfrentarse con lo que hizo?
-No,
señor; miedo de tener que enfrentarme con lo que no hice.
-¿Se
muestra descarado conmigo, muchacho?
-No,
señor; no me he propuesto serlo.
Esto
fue todo lo que oí del interrogatorio a que procedió míster Gilmer, porque Jem
me obligó a sacar fuera a Dill. Por no se qué motivo, Dill se había puesto a
llorar y no podía dejarlo; calladamente al principio, pero luego varias
personas de la galería oyeron sus sollozos. Jem dijo que si no me iba con él,
me obligaría, y como el reverendo Sykes también insistió en que saliera, así lo
hice.
-¿No
te sientes bien? -le pregunté después.
Dill
procuró dominarse mientras bajábamos corriendo las escaleras. En el peldaño
superior estaba míster Link Deas.
-¿Ocurre
algo, Scout? -preguntó cuando pasamos por su vera.
-No,
señor -contesté volviendo la cabeza-. Dill está enfermo... Vámonos allá, debajo
de los árboles -le dije a Dill-. calor se te ha puesto en el cuerpo, me figuro.
Escogimos
una encina y nos sentamos debajo.
-Es
que no podía sufrir a aquel hombre -explicó Dill.
-¿A
quién, a Tom?
-Al
viejo aquél de míster Gilmer que le trataba de aquel modo, que le hablaba de
una manera tan odiosa...
-Es
su misión, Dill. Mira, si no tuviésemos fiscales... Bueno, podríamos tener
abogados defensores, calculo.
Dill
suspiró pacientemente.
-Sé
todas esas cosas, Scout. Era su manera de hablar lo que me ha dado náuseas; me
ha puesto malo de veras.
-Tiene
que obrar de aquel modo, Dill, estaba inte...
-No
obraba así cuando...
-Dill,
aquéllos eran los testigos suyos.
-Ea,
míster Finch no se portaba igual con Mayella y el viejo Ewell cuando los
interrogaba. ¡El tono con que aquel hombre llamaba continuamente 'muchacho' al
negro y se mofaba de él, volvía la vista hacia el Jurado cada vez que
contestaba...!
-Bien,
Dill al fin y al cabo no es más que un negro.
-No
me importa un comino. No es justo, sea como fuere es justo tratarlos de aquel modo...
-Es
el estilo de míster Gilmer, Dill; a todos los trata así. Tú no le has visto
ensañarse de veras con alguno todavía. Vaya, cuando.. mira, a mi se me antojaba
que hoy míster Gilmer no ponía ni la mitad de esfuerzo. A todos los tratan de
aquel modo; la mayoría de abogados, quiero decir.
-Míster
Finch no lo hace.
-Atticus
no sigue la regla general, Dill, él es... -Estaba tratando de buscar en la
memoria una frase aguda de miss Maudie Atkinson. Ya la tenía-: Atticus es lo
mismo en la sala del juzgado que en la vía pública.
-No
es esto lo que quiero decir -objetó Dill.
-Sé
lo que quieres decir, muchacho -exclamó una voz detrás de nosotros. Pensábamos
que había salido del tronco detrás de nosotros. Pertenecía a míster Dolphus
Raymond-. No es que tengas el cutis demasiado fino, es sencillamente que te da
asco, ¿verdad?
20
-Da
la vuelta y ven acá, hijo, tengo algo que te sosegará el estómago.
Como
míster Dolphus Raymond era un hombre malo, accedímos su invitación con recelo,
pero seguí a Dill. No se por qué motivo no creía que a Atticus le gustase que
nos hiciésemos amigos mister Raymond, y sabía perfectamente que a tía Alexandra
no le gustaría.
-Toma-
dijo, ofreciendo a Dill su bolsa de papel con las 4 pajas-. Bebe un buen sorbo;
esto te sosegará.
Dill
dio una chupada a las pajas, sonrió, y luego chupó un largo rato.
-
¡Eh, eh! -exclamó míster Raymond, visiblemente complacido de corromper a un
chiquillo.
-Dill,
ten cuidado ahora -le avisé.
Dill
soltó las pajas y sonrió.
-Scout,
no es otra cosa que 'Coca-Cola'.
Míster
Raymond se sentó, apoyando el cuerpo en el tronco. Hasta entonces había estado
tendido en la hierba.
-Vosotros,
chiquillos, no me delataréis ahora, ¿verdad que no? Si lo descubriéseis
arruinaríais mi reputación.
-¿Quiere
decir que todo lo que bebe de esa bolsa es 'Coca-Cola' ¿'Coca-Cola' y nada más?
-Sí,
señorita -asintió míster Raymond. Me gustaba el olor que despedía: olor a
cuero, caballos y semillas de algodón. Llevaba las únicas botas inglesas de
montar que había visto en mi vida-. Es lo único que bebo la mayor parte del
tiempo.
-¿Entonces
usted únicamente finge que está medio...? Le pido perdón, señor. -Me contuve a
tiempo-. No pretendía ser... -Míster Raymond soltó una risita, sin mostrarse
nada ofendido, y yo intenté formular una pregunta discreta-: ¿Por qué obra de
ese modo?
-Bah...,
oh, sí, ¿queréis decir por qué finjo? Es muy sencillo -contestó-. A ciertas
personas no les... gusta mi manera de vivir. Bien, yo podría mandarles al
diablo, si no les gusta no me importa. Que si no les gusta no me importa, lo
digo, en efecto, pero no las mando al diablo, ¿comprendéis?...
Dill
y yo contestamos al unísono:
-No,
señor.
-Yo
procuro proporcionarles una explicación, ya lo véis. La gente se siente
satisfecha si puede encontrar una explicación. Si cuando vengo a esta ciudad,
que es muy raramente, muy de tarde en tarde, me bamboleo un poco y bebo de esa
bolsa, la gente puede decir que Dolphus Raymond es un esclavo del whisky, y por
esto no cambia de conducta. No es dueño de sí mismo, por eso vive como vive.
-Pero
no está bien, míster Raymond, que se finja más malo de lo que ya es.
-No
está bien, pero a la gente le resulta muy útil. Diciéndolo en secreto, miss
Finch, yo no soy un gran bebedor, pero ya ves que los demás nunca, nunca
sabrían comprender que vivo como vivo porque es de la manera que quiero vivir.
Yo
tenía la convicción de que no debía estar allí escuchando a aquel hombre
pecaminoso que tenía hijos mestizos y no le importaba que la gente lo supiera,
pero le encontraba fascinador. Jamás había topado con un ser que
deliberadamente quisiera desacreditarse a sí mismo. Pero, ¿cómo nos había
confiado su secreto más escondido? Le pregunté la causa.
-Porque
vosotros sóis niños y podéis comprenderlo -dijo-, y porque he oído a ése... -Y
con un ademán de cabeza indicó a Dill-. Las cosas del mundo no le han
pervertido el instinto todavía. Deja que se haga un poco mayor y ya no sentirá
asco ni llorará. Quizá se le antoje que las cosas no están... del todo bien,
digamos, pero no llorará; cuando tenga unos años más, ya no.
-¿Llorar
por qué, míster Raymond? -La masculinidad de Dill espezaba a dar fe de vida.
Llorar
por el infierno puro y simple en que unas personas hunden a otras... sin
detenerse a pensarlo tan sólo. Llorar por el infierno en que los hombres blancos
hunden a los de color, sin pensar que también son personas.
-Atticus
dice que estafar a un hombre de color es diez veces peor que estafar a un
blanco -murmuró-. Dice que es lo peor que se puede hacer.
-No
creo que lo sea -replicó míster Raymond-. Miss Jean Louise, tú no sabes que tu
padre no es un hombre corriente, tardarás unos años todavía en penetrante de
este hecho; no has visto aún bastante mundo. No has visto ni siquiera esta
ciudad, pero todo lo que tienes que hacer es volver a entrar en el edificio del
juzgado.
Lo
cual me recordó que nos estábamos perdiendo casi todo el interrogatorio del
acusado por parte de míster Gilmer. Levanté los ojos hacia el sol y vi que se
hundía rápidamente detrás de los tejados de los almacenes de la parte oeste de
la plaza. Entre dos fuegos, no sabia sobre cuál saltar: si míster Raymond, o el
Tribunal del Quinto Distrito Judicial.
-Ven,
Dill -dije-. ¿Te sientes bien ahora?
-Si.
Encantado de haberle conocido, míster Raymond, y gracias por la bebida; ha sido
un gran remedio.
Retrocedimos
a toda prisa hacia el edificio del juzgado, subimos las escaleras corriendo y
nos abrimos paso avanzando junto a la baranda de la galería. El reverendo Sykes
nos había guardado los asientos.
La
sala estaba callada; una vez más me pregunté dónde estarían los niños de pecho.
El cigarro del juez Taylor era una mancha parda en el centro de su boca; míster
Gilmer estaba escribiendo en uno de los cuadernos amarillos de su mesa,
tratando de aventajar al escribiente del juzgado, cuya mano se movía
rápidamente.
-Truenos
-murmuré-, nos lo hemos perdido.
Atticus
estaba a la mitad de su discurso al Jurado. Sin duda había sacado de su
cartera, que reposaba al lado de la silla, unos papeles, pues ahora los tenía
sobre la mesa. Tom Robinson estaba jugueteando con ellos.
-...Ausencia
de toda prueba corroborativa, este hombre ha sido acusado de un delito capital
y en estos momentos se le juzga, del fallo depende su vida...
Di
un codazo a Jem.
-
¿Cuánto rato lleva hablando?
-Ha
hecho un repaso de las pruebas, nada más -susurró Jem-, ganaremos. No veo
ninguna posibilidad de que no ganemos. Ha invertido en ello cinco minutos. Lo
ha presentado todo tan claro y sencillo como... como si yo te lo hubiese
explicado a ti. Hasta tu lo habrías entendido.
-¿Míster
Gilmer le ha...?
-Ssstt.
Nada nuevo; lo corriente. Ahora cállate.
Otra
vez miramos abajo. Atticus hablaba con soltura, con misma naturalidad
indiferente que cuando dictaba una carta. Paseaba arriba y abajo, despacio,
delante del Jurado, y los miembros de éste parecían atentos: tenían las cabezas
levantadas y seguían a Atticus con una expresión que parecía de aprecio. Me
figuro que se debía a que Atticus no hablaba con voz tonante.
Atticus
se interrumpió y luego hizo una cosa que no solía hacer. Se quitó el reloj y la
cadena y los dejó encima de la mesa, diciendo:
-Con
el permiso de la sala...
El
juez Taylor asintió con la cabeza, y entonces Atticus hizo algo que no le he
visto hacer nunca antes ni después, ni en público ni en privado: se desabrochó
el chaleco y el cuello de la camisa, se aflojó la corbata y se quitó la
chaqueta. Jamás se aflojaba ni una prenda de ropa hasta que se desnudaba para
acostarse, y para Jem y para mí aquello era como si estuviera delante de
nosotros desnudo. Mi hermano y yo nos miramos horrorizados.
Atticus
se puso las manos en los bolsillos, y mientras se acercaba de nuevo al Jurado
vi el botón de oro del cuello de su camisa y las puntas de su lápiz y de su
pluma centellando a la luz.
-Caballeros
-dijo, Jem y yo nos volvimos a mirar: Atticus habría podido decir del mismo
modo: 'Scout'. Su voz había perdido la aridez, el tono indiferente, y hablaba
con el Jurado como si fuese un grupo de hombres en la esquina de la oficina de
Correos.
-Caballeros
-iba diciendo-, seré breve, pero querría emplear el tiempo que me queda con
ustedes para recordarles que este caso no ofrece dificultades, no requiere un
tamizado minucioso de hechos complicados, pero sí exige que ustedes estén
seguros, más allá de toda duda razonable, de la culpabilidad del acusado. Para
empezar, diré que este caso no debía haber sido llevado ante un tribunal. Es un
caso tan simple como lo blanco y lo negro.
'La
acusación no ha presentado ni la más mínima prueba médica de que el crimen que
se atribuye a Tom Robinson tuviera lugar jamás. En vez de ello se ha apoyado en
las declaraciones de dos testigos cuyo testimonio no sólo ha quedado en grave
entredicho al interrogarles la defensa, sino que ha sido llanamente rechazado
por el acusado. El acusado no es culpable, pero hay alguien en esta sala que lo
es.
'No
tengo en el corazón otra cosa que pena por la testigo principal de la
acusación, pero mi piedad no llega hasta el punto de admitir que ponga en juego
la vida de un hombre, cosa que ella ha hecho en un esfuerzo por librarse de su
propia culpa.
'He
dicho culpa, caballeros, porque la culpa fue lo que la impulsó. La testigo no
ha cometido ningún delito; simplemente, ha roto un código de nuestra sociedad,
rígido y sancionado por el tiempo, un código tan severo que todo el que lo
desprecia es expulsado de nuestro medio como inadecuado para vivir en nuestra
compañía. La testigo es víctima de una pobreza y una ignorancia crueles, pero
no puedo compadecerla: es blanca. Ella conocía bien la enormidad de su delito,
pero como sus deseos eran más fuertes que el código que estaba rompiendo,
persistió en romperlo. Persistió, y su reacción subsiguiente pertenece a una
especie que todos hemos visto en una u otra ocasión. Hizo una cosa que todos
los niños han hecho: trató de apartar de sí la prueba de su delito. Pero en
este caso no se trataba de un niño escondiendo contrabando robado: quiso herir
a su víctima; sentía la necesidad de apartarlo de si; había que quitarlo de su
presencia, de este mundo. Ella había de destruir la prueba de su crimen.
'¿Cuál
era la prueba de su crimen? Tom Robinson, un ser humano. La testigo había de
alejar de sí a Tom Robinson. Tom Robinson le recordaría todos los días lo que
había hecho. Pero ¿qué hizo? Tentar a un negro.
'Ella
es blanca, y tentó a un negro. Hizo una cosa que en nuestra sociedad no tiene
explicación: besó a un hombre negro. No un tío anciano, sino a un negro joven y
vigoroso. Ningún código le importaba antes de quebrarlo, pero luego cayó sobre
ella con fuerza.
'Su
padre lo vio, y el acusado ha dicho cuáles fueron sus palabras. ¿Qué hizo su
padre? No lo sabemos, pero hay pruebas circunstanciales que indican que Mayella
Ewell fue golpeada salvajemente por una persona que pegaba casi exclusivamente
con la izquierda. Sabemos en parte lo que hizo míster Ewell: hizo lo que todo
hombre blanco respetable, perseverante y temeroso Dios habría hecho en aquellas
circunstancias: firmó una denuncia, sin duda con la mano izquierda, y aquí está
Tom Robinson sentado ante ustedes, habiendo prestado juramento con la única
mano buena que posee, la derecha.
'Y
un negro tan callado, humilde, respetable, que cometió la inexcusable temeridad
de 'sentir pena' por una mujer blanca, ha tenido que poner su palabra contra la
de dos personas blancas. No necesito recordarles a ustedes el modo cómo éstas
se han presentado y conducido en el estrado; lo han visto por sí mismos. Los
testigos de la acusación, exceptuando al sheriff del Condado de Maycomb, se han
presentado ante ustedes, caballeros, ante este tribunal, con la cínica
confianza de que nadie dudaría de testimonio, confiados en que ustedes,
caballeros, compartir con ellos la presunción (la malvada presunción) de que
todos los negros mienten, de que todos los negros son fundamentalmente seres
inmorales, que no se puede dejar con el espíritu tranquilo, a ningún negro
cerca de nuestras mujeres, una presunción que uno asocia con mentes de su
calibre.
'Lo
cual, caballeros, sabemos que es una mentira tan negra como la piel de Tom
Robinson, una mentira que no tengo que hacer resaltar ante ustedes. Ustedes
saben la verdad, y la verdad es que algunos negros mienten, algunos negros son
inmorales, algunos negros no merecen la confianza de estar cerca de las
mujeres... blancas o negras. Pero ésta es una verdad que se aplica a toda la
especie humana y no a una raza particular de hombres. No hay en esta sala una
sola persona que jamás haya dejado de decir una mentira, que nunca haya
cometido una acción inmoral, y no hay un hombre vivo que siempre haya mirado a
una mujer sin deseo.
Atticus
hizo una pausa y sacó el pañuelo. Luego se quitó las gafas y las limpió.
Nosotros vimos otra cosa 'nueva': nunca le habíamos visto sudar; era uno de
esos hombres cuyos rostros jamás transpiran, y en cambio ahora tenía la piel
húmeda.
'Una
cosa más, caballeros, antes de que termine. Thomas Jefferson dijo una vez que
todos los hombres son creados igual, una frase que a los yanquis y al mundo
femenino de la rama ejecutiva de Washington les gusta soltarnos. En este año de
gracia de 1935 ciertas personas tienden a utilizar esa frase en un sentido
literal, aplicándola a todas las situaciones. El ejemplo más ridículo que se me
ocurre es que las personas que rigen la educación pública favorecen a los vagos
y tontos junto con los laboriosos; como todos los hombres son creados iguales,
les dirán gravemente los educadores, los niños que se quedan atrás sufren terribles
sentimientos de inferioridad. Sabemos que no todos los hombres son creados
iguales en el sentido que algunas personas querrían hacemos creer; unos son más
listos que otros, unos tienen mayores oportunidades porque les vienen de
nacimiento, unos hombres ganan más dinero que otros, unas mujeres guisan mejor
que otras, algunas personas nacen mucho mejor dotadas que el término medio de
los seres humanos.
'Pero
hay una cosa en este país ante la cual todos los hombres son creados iguales;
hay una institución humana que hace a un pobre el igual de un Rockefeller, a un
estúpido el igual de un Einstein, y al hombre ignorante, el igual de un
director de colegio. Esta institución, caballeros, es un tribunal. Puede ser el
Tribunal Supremo de Estados Unidos, o el Juzgado de Instrucción más humilde del
país, o este honorable tribunal que ustedes componen. Nuestros tribunales
tienen sus defectos, como los tienen todas las instituciones humanas, pero en
este país nuestros tribunales son los grandes niveladores, y para nuestros tribunales
todos los hombres han nacido iguales.
'No
soy un idealista que crea firmemente en la integridad de nuestros tribunales ni
del sistema de jurado; esto no es para mi una cosa ideal, es una realidad
viviente y operante. Caballeros, un tribunal no es mejor que cada uno de
ustedes, los que están sentados delante de mí en este Jurado. La rectitud de un
tribunal llega únicamente hasta donde llega la rectitud de su Jurado, y la
rectitud de un Jurado llega sólo hasta donde llega la de los hombres que lo
componen. Confío en que ustedes, caballeros, repasarán sin pasión las
declaraciones que han escuchado, tomarán una decisión y devolverán este hombre
a su familia. En nombre Dios, cumplan con su deber.
La
voz de Atricus había descendido, y mientras se volvía de espaldas al Jurado
dijo algo que no entendí. Lo dijo más para mismo que al tribunal.
-¿Qué
ha dicho? -le pregunté a jem, dándole un codazo.
-'En
nombre de Dios, creedle', eso creo que ha dicho.
Dill
levantó el brazo súbitamente por delante de mí y dio tirón a Jem.
-
¡Mirad allá!
Seguimos
la dirección de su índice con el corazón abatido. Calpurnia avanzaba por el
pasillo central, yendo directamente adonde estaba Atticus.
21
Calpurnia
se detuvo tímidamente ante la baranda y esperó a que el Juez Taylor se fijase
en ella. Llevaba un delantal nuevo y un sobre en la mano.
El
juez Taylor la vio y dijo:
-Es
Calpurnia, ¿verdad?
-Sí
señor -respondió ella-. ¿Tendría la bondad de dejarme entregar esta nota a
míster Finch? No tiene nada que ver con... con el juicio.
El
juez Taylor movió la cabeza afirmativamente, y Atticus cogió el sobre. Lo
abrió, leyó su contenido y dijo:
-Juez
yo... Esta nota es de mi hermana. Dice que mis hijos faltan de casa, no han
aparecido por allí desde el mediodía... Yo..., ¿podría usted...?
-Sé
dónde están, Atticus. -Era mister Underwood el que había hablado-. Están en la
galería de los de color; han estado allí desde la una y dieciocho minutos de la
tarde.
Nuestro
padre se volvió y levantó la mirada.
-¡Jem,
baja de ahí! -llamó.
Luego
dijo algo al juez, que no oímos. Nosotros pasamos al otro lado del reverendo
Sykes y nos dirigimos hacia la caja de escalera.
Abajo,
Atticus y Calpurnia se reunieron con nosotros. Calpurnia parecía irritada; en
cambio, Atticus parecía agotado. Jem saltaba de entusiasmo.
-Hemos
ganado, ¿verdad que sí?
-No
tengo idea -contestó secamente Atticus-. ¿Habéis estado aquí toda la tarde?
Marchaos a casa con Calpurnia, cenad... y quedaos allá.
-Oh,
Atticus, déjanos volver -suplicó Jem-. Déjanos oir el veredicto, por favor; por
favor.
-El
Jurado puede salir y volver a entrar al cabo de un minuto, es cosa que no
sabemos... Pero todos adivinamos que estaba cediendo-. Bien, habéis oído todo
lo que se ha dicho, tanto da que oigáis el resto. Os diré lo que haremos:
cuando hayáis cenado podeís regresar (comed despacio, eh, no perderéis nada
importante), Y si el Jurado todavía está deliberando, podréis esperar con
nosotros. Pero confío en que antes de que regreséis habrá terminado todo.
-¿Crees
que le absolverán tan de prisa? -preguntó Jem.
Atticus
abrió la boca para contestar, pero la cerró en seguida y nos dejó.
Yo
rogaba a Dios que el reverendo Sykes nos guardase los asientos, pero dejé de
rezar cuando recordé que mientras el Jurado estaba deliberando la gente se
levantaba y salía a riadas; hoy habrían invadido las droguerías, el 'café O.K.'
y el hotel, es decir, a menos que también se hubiesen traído la cena.
Calpurnia
nos hizo desfilar hacia casa:
-...Despellejaré
a todos y cada uno en vivo. ¡Pensar, Dios mio, que vosotros, niños, habéis
escuchado todas aquellas cosas! Míster Jem ,¿no sabe llevar a su hermana a un
sitio mejor que a juicio? ¡Cuando lo sepa, no cabe duda, miss Alexandra tendrá
un ataque de parálisis! No está bien que los niños oigan... -Las luces de la
calle estaban encendidas; cuando pasábamos por debajo de ellas vimos por un
momento el indignado perfil de Calpurnia_. Míster Jem, yo pensaba que empezaba
a tener la cabeza encima de los hombros... ¡Qué idea, Señor; es su hermanita!
¡Qué idea, Señor! Debería estar perfectamente avergonzado de si mismo... ¿Es
que no tiene nada de buen sentido?
Yo
rebosaba de gozo. En tan poco rato habían pasado tantas cosas que comprendía
que necesitaría años enteros para clasificarlas, y ahora ahí estaba Calpurnia
revolcando por el suelo a su adorado Jem... ¿Qué nuevas maravillas traería la
velada?
Jem
se reía.
-
¿No quieres que te lo expliquemos, Cal?
-
¡Cierre la boca, señor! Cuando debería bajar la cabeza avergonzado, continúa
riendo... Calpurnia sacó a relucir una serie amenazas enmohecidas, que
suscitaron pocos remordimientos en Jem, y subió a toda prisa las escaleras de
la fachada con su clásico-: ¡Si míster Finch no le deja molido a golpes, lo
haré yo!... ¡Entre en esa casa, señor!
Jem
entró sonriendo, y Calpurnia consintió, con un movimiento mudo, que Dill se
quedase a cenar.
-Ahora
os váis todos a ver a miss Rachel y le decís dónde estábais -ordenó-. Anda
desesperada, buscándoos por todas partes; ten cuidado de que mañana por la
mañana lo primero que haga no sea embarcarte para Meridian.
Tía
Alexandra salió a nuestro encuentro y por poco se desmaya cuando Calpurnia le
dijo dónde estábamos. Me figuro que se dio por ofendida cuando le explicamos
que Atticus había dicho que podíamos volver allá, pues durante toda la cena no
pronunció ni una palabra. Se limitó a reordenar el alimento en su plato,
mirándolo tristemente mientras Calpurnia nos servía a Jem, a Dill y a mí con
actitud airada. Mientras iba llenando las tazas de leche y sacaba ensalada de
patatas con jamón, repetía en varios grados de apasionamiento:
-Deberíais
avergonzaros de vosotros mismos. -Su mandato final fue un-. ¡Y ahora comed
despacio!
El
reverendo Sykes nos había guardado el puesto. Nos sorprendió comprobar que
habíamos estado ausentes cerca de una hora, y nos sorprendió igualmente
encontrar la sala del tribunal exactamente como la habíamos dejado, con sólo
algunos cambios de poca importancia: el recinto del Jurado estaba vacío; el
acusado estaba afuera; también el juez Taylor había salido, pero reapareció
cuando nos sentábamos.
-Apenas
se ha movido nadie -dijo Jem.
-La
gente se ha agitado un poco cuando ha salido el Jurado -explicó el reverendo
Sykes-. Los de ahí abajo han traído la cena a sus mujeres, y ellas han
alimentado a los pequeños.
-¿Cuánto
rato hace que están fuera? -preguntó Jem.
-Unos
treinta minutos. Míster Finch y mister Gilmer han dicho algunas cosas, y el
juez Taylor ha dirigido la palabra al Jurado.
-¿Cómo
ha estado? -inquirió Jem.
-¿Qué
ha dicho? Ah, lo ha hecho muy bien. No me quejo nada en absoluto; ha demostrado
gran sentido de la equidad. Ha dicho, más o menos: 'Si creéis esto habéis de
volver con un veredicto, pero si creéis lo otro, habéis de volver con otro'. Yo
creo que se inclinaba un poco de nuestra parte... -El reverendo Sykes se rascó
la cabeza.
Jem
sonrió.
-El
no tiene que inclinarse de ninguna parte, reverendo, pero no se inquiete: hemos
ganado -dijo con aire de persona enterada-. No veo que ningún Jurado pueda
condenar sobre la base de lo que hemos oído...
-No
esté tan confiado, míster Jem, no he visto nunca a ningún Jurado decidirse en
favor de un negro pasando por encima de un blanco...
Pero
Jem recusó las palabras del reverendo Sykes, y nos sometió a un extenso repaso
de las pruebas, mezcladas con sus ideas acerca de la ley sobre la violación: no
era violación si ella consentía, aunque había de tener dieciocho años -en
Alabama, al menos- y Mayella tenía diecinueve. Al parecer, una tenía que dar patadas
y gritar, tenía que ser sometida por la fuerza bruta y amarrada al suelo, y era
preferible todavía que la dejasen sin sentido de un golpe. Si una tenía menos
de dieciocho años, no habia de pasar por todo esto.
-Míster
Jem -protestó el reverendo Sykes-, no es de buena crianza que las señoritas
jóvenes escuchen estas cosas...
-Bah,
Scout no sabe de lo que estamos hablando -dijo Jem_. Scout, esto es demasiado
de persona mayor para ti, ¿verdad?
-Muy
en verdad que no; entiendo todas las palabras que dices.
-Quizá
tuve un acento demasiado convincente, porque Jem se calló y no volvió a
referirse al tema.
-¿Qué
hora es, reverendo? -preguntó entonces.
-Cerca
de las ocho.
Miré
abajo y vi a Atticus deambulando por allí con las manos en los bolsillos.
Después de dar una vuelta por las ventanas siguió a lo largo de la baranda
hasta el redil del Jurado. Miró al interior, inspeccionó al juez Taylor en su
trono, y regresó al punto de partida. Yo capté su mirada y le saludé con la
mano. El correspondió a mi saludo con un movimiento de cabeza, y reanudó el
paseo. Míster Gilmer estaba de pie junto a las ventanas, hablando con míster
Underwood. Bert, el escribiente del juzgado, estaba fumando en cadena,
arrellanado en la silla y con los pies sobre la mesa.
Pero
los empleados del tribunal, los que estaban presentes: Atticus, míster Gilmer,
el juez Taylor, profundamente dormido y Bert, eran las únicas personas que
aparentaban proceder de un modo normal. No he visto jamás una sala de tribunal
tan atestada y al mismo tiempo tan quieta. Algunas veces un pequeñín lloraba
medroso, y un chiquillo se escabullía al exterior, pero las personas mayores se
portaban como si estuvieran en la iglesia. En la galería, los negros
permanecían sentados o de pie a nuestro rededor con una paciencia biblica.
El
reloj del edificio sufrió su tirón preliminar y dio la hora, ocho campanadas
ensordecedoras que estremecían nuestro esqueleto. Cuando dio once campanadas,
yo no sentía nada; cansada de tanto resistir el sueño, me había concedido la
libertad de de descabezarlo recostada en el cómodo apoyo del brazo y el hombro
del reverendo Sykes. Me desperté de una sacudida e hice un sincero esfuerzo por
continuar despierta, bajando la vista y concentrando la atención en las cabezas
de abajo: había dieciséis que estaban calvas, catorce hombres que podían pasar
por pelirrojos, cuarenta cabezas oscilando entre el castaño y el negro, y...
entonces recordé una cosa que Jem me había explicado en cierta ocasión, durante
un breve período en que se aficionó a los estudios síquicos. Decía Jem que si
un número bastante grande de personas -un estadio entero, quizá- concentrase la
voluntad en una cosa, como, por ejemplo, en pegar fuego a un bosque, los
árboles se encendían espontáneamente. Yo acaricié la idea de pedir a todos los
que estaban abajo que concentrasen la voluntad en dejar libre a Tom Robinson,
pero pensé que si estaban tan cansados como yo, no saldría bien.
Dill
estaba profundamente dormido, la cabeza apoyada en el hombro de Jem, y éste
permanecía inmóvil.
-¿No
ha pasado mucho tiempo? -le pregunté.
-Sin
duda, Scout -dijo muy gozoso.
-Vaya,
según lo pintabas tú, habían de bastar cinco minutos.
Jem
arqueó las cejas.
-Hay
cosas que tú no entiendes -replicó. Yo estaba demasiado fatigada para discutir.
Pero
debí de estar razonablemente despierta, de lo contrario no habría recibido la
impresión que estaba penetrando dentro de mí. No era muy distinta de una que
recibí el invierno precedente, y, a pesar de que la noche era cálida, un
escalofrío recorrió mi cuerpo. La sensación fue en aumento hasta que la
atmósfera de la sala fue exactamente la misma que en una fría mañana de
febrero, cuando los ruiseñores estaban callados y los carpinteros habían dejado
de dar martillazos en la casa nueva de miss Maudie, y todas las puertas de
madera de la ciudad estaban tan herméticamente cerradas como las de la Mansión
Radley. La calle desierta, vacía, aguardando, y la sala del tribunal atestada
de gente. Una noche sofocante de verano no difería de una mañana de invierno.
Míster Heck Tate, que había entrado en la sala y estaba hablando con Atticus,
habría podido llevar sus botas altas y su chaqueta de cuero. Atticus había
interrumpido su caminata y apoyaba el pie en el travesaño más bajo de una
silla; y mientras escuchaba lo que mister Tate iba diciendo, se pasaba
lentamente la mano arriba y abajo del muslo. Yo esperaba que míster Tate diría
en cualquier momento: 'Lléveselo, míster Finch...
Pero
lo que dijo míster Tate fue:
El
tribunal se constituye de nuevo -con una voz que vibraba con tono de autoridad;
y, abajo, las cabezas se levantaron con una sacudida.
Míster
Tate salió de la sala y regresó con Tom Robinson. Le condujo hasta su puesto al
lado de Atticus, y se quedó plantado allí. El juez Taylor se manifestaba de
pronto despierto y alerta; estaba sentado con el cuerpo muy erguido, mirando el
recinto vacío del Jurado.
Lo
que ocurrió después pareció cosa de sueño: en un sueño vi regresar al Jurado,
cuyos miembros se movían como nadadores bajo del agua, y la voz del juez Taylor
llegaba de muy lejos, y muy tenue. Entonces vi una cosa que sólo podría
esperarse que viese, que buscase con la mirada la hija de un abogado, y era
como si contemplase a Atticus saliendo a la calle, llevándose la culata del
rifle al hombro y apretando el gatillo, pero cómo contemplarle sabiendo todo el
rato que el rifle estaba descargado... Un Jurado no mira nunca al acusado al
cual acaba de condenar: ninguno de aquellos hombres miró a Tom Robinson. El
presidente entregó una hoja de papel a mister Tate, quien la pasó al
escribiente, el cual la dio al juez...
Yo
cerré los ojos. El juez Taylor estaba leyendo los votos del Jurado:
-Culpable...
Culpable... Culpable... Culpable... -Yo pellizqué a Jem; mi hermano tenía las
manos blancas de tanto oprimir el larguero de la baranda, y sus hombros sufrían
una sacudida como si cada 'Culpable' fuese una puñalada nueva que recibiese
entre los omoplatos.
El
juez Taylor estaba diciendo algo. Tenía el mazo en la mano, pero no lo
empleaba. Vi confusamente que Atticus recogía papeles de la mesa y los ponía en
su cartera. La cerró de golpe, se acercó al escribiente del juzgado y le dijo
algo, saludó a míster Gilmer con una inclinación de cabeza y luego fue adonde
estaba Tom Robinson y le susurró unas palabras. Mientras le hablaba le puso la
mano en el hombro. Después cogió la chaqueta del respaldo de la silla y se la
echó sobre el hombro. A continuación abandonó la sala, pero no por su salida
habitual. Sin duda quería marcharse por el camino más corto, porque se puso a
caminar con paso vivo por el pasillo central en dirección a la puerta del sur.
Mientras avanzaba hacia la salida, yo seguía el movimiento de su cabeza. El no
levantó los ojos.
- ¡Miss Jean Louise!
Miré
a mi alrededor. Todos estaban de pie. A nuestro alrededor y en la galería de la
pared de enfrente, los negros se ponían en pie. La voz del reverendo Sykes
sonaba tan distante como la del juez Taylor.
-Miss
Jean Louise, póngase de pie. Pasa su padre.
22
Ahora
le tocó a Jem el turno de llorar. Mientras nos abríamos paso entre la alegre
multitud, lágrimas de cólera surcaban su cara.
-Esto
no es justo -murmuró todo el camino hasta la esquina de la plaza, donde
encontramos a Atticus esperando.
Atticus
estaba de pie debajo del farol de la calle, con el mismo aspecto que si no
hubiese ocurrido nada: llevaba el chaleco abrochado, el cuello y la corbata
pulcramente en su sitio, la cadena del reloj lanzaba destellos; volvía a tener
su aire impasible de siempre.
-Eso
no es justo, Atticus -dijo Jem.
-No,
hijo, no es justo.
Nos
fuimos a casa.
Tía
Alexandra nos esperaba levantada. Llevaba la bata, y yo habría jurado que
debajo tenía puesto el corsé.
-Lo
siento, hermano -murmuro.
Como
hasta entonces no había oído nunca que llamase 'hermano' a Atticus, dirigí una
mirada furtiva a Jem, pero éste no escuchaba. Levantaba la vista hacia Attícus
y después la fijaba en el suelo. Yo me pregunté si en cierto modo consideraba
responsable a nuestro padre de que hubieran condenado a Tom Robinson.
¿Está
perfectamente bien? -preguntó tía Alexandra, indicando a Jem.
-Lo
estará dentro de poco -respondio Atticus-. Ha sido demasiado fuerte para él.
-Nuestro padre suspiró-. Me voy a la cama -dijo-. Si por la mañana no me
despierto, no me llaméis.
-Desde
el primer momento no consideré prudente permitirles...
-Este
es su país, hermana -respondió Atticus-. Se lo hemos forjado de este modo, y
vale la pena que aprendan a aceptarlo tal como es.
-Pero
no hay necesidad de que vayan al juzgado a revolcarse en esas cosas...
-Unas
cosas que representan el Condado de Maycomb tanto como los tés misionales.
-Attícus...
-Los ojos de tía Alexandra manifestaban ansiedad-.Tú eres la última persona que
hubiera pensado que podía dejarse amargar por este incidente.
-No
estoy amargado, sino solamente cansado. Me voy a cama.
-Atticus...
-dijo Jem con tono abatido.
Atticus,
que estaba ya en el umbral, se volvió de cara a nosotros.
-¿Qué
hijo?
-¿Cómo
han podido hacerlo; cómo han podido?
-No
lo sé, pero lo han hecho. Lo hicieron en otras ocasiones anteriores, lo han
hecho esta noche y lo harán de nuevo, y cuando lo hacen... parece que sólo
lloran los niños. Buenas noches.
Por
la mañana todo se presenta siempre mejor. Atticus se levantó a la impía hora de
costumbre y estaba en la sala detrás del Mobile Register cuando nosotros
entramos con paso tardo. La cara de Jem formulaba la pregunta que sus labios
ansiaban expresar en palabras.
-Todavía
no es hora de inquietarse -le tranquilizó Atticus cuando pasamos al comedor-.
Todavía no hemos terminado. Habrá apelación, puedes darlo por descontado. Santo
Dios vivo, Calpurnia, ¿qué es todo esto? -Atticus tenía la mirada fija en plato
de desayuno.
-El
papá de Tom Robinson le ha enviado ese pollo esta mañana. Yo lo he guisado.
-Dile
que me siento orgulloso al recibirlo; apuesto a que en la Casa Blanca no desayunan
con pollo. ¿Y esto, que es?
-Bizcochos
-contestó Calpurnia-. Estelle, la del hotel, los ha enviado. -Atticus la miró,
desorientado, y ella le dijo-: Vale más que salga hasta la cocina y vea lo que
hay allá..
Nosotros
seguimos detrás de Atticus. La mesa de la cocina estaba cubierta de alimento
suficiente para enterrar a toda la familia: grandes pedazos de tocino salado,
tomates, habichuela hasta racimos de uvas. Atticus sonrió al encontrar un tarro
de patas de cerdo en salmuera.
-¿Os
parece que tiíta me las dejará comer en el comedor?
Calpurnia
dijo:
-Todo
esto estaba en las escaleras de la parte trasera cuando llegué aquí esta
mañana. Ellos... Ellos aprecian lo que usted hizo, mister Finch. ¿Verdad...
verdad que no se están propasando? ¿Verdad que no? ,
Los
ojos de Atticus se llenaron de lágrimas. Durante un momento no abrió los
labios.
-Diles
que quedo muy agradecido -dijo luego-. Diles... que no vuelvan a hacer eso. Los
tiempos están demasiado duros...
Después,
Atticus salió de la cocina, pasó al comedor, se excusó con tía Alexandra, se
puso el sombrero y se fue a la ciudad.
Al
oír las pisadas de Dill en el vestíbulo, Calpurnia dejó el desayuno de Atticus,
que continuaba intacto, sobre la mesa. Mientras comía con su mordisco de
conejo, Dill nos explicó la reacción de miss Rachel a lo de la noche anterior,
que había sido así: si un hombre como Atticus Finch quiere dar cabezazos contra
una pared de piedra, suya es la cabeza.
-Yo
se lo hubiera explicado todo -gruñó Dill, mordisqueando una pierna de pollo-,
pero ella no tenía aspecto de estar para narraciones esta mañana. Ha dicho que
estuvo despierta la mitad de la noche preguntándose dónde estaría yo; ha dicho
que hubiera encargado al sheriff que me buscase, pero el sheriff se encontraba
en el juicio.
-Dill,
eso de salir sin decírselo, debes terminarlo -dijo Jem-. Sólo sirve para
ponerla peor.
Dill
suspiró con paciencia.
-
¡ Si yo le expliqué, hasta ponérseme la cara morada por falta de aliento,
adónde iba! Lo que pasa es que ve demasiadas serpientes en el armario. Apuesto
a que esa mujer se bebe una pinta como desayuno todas las mañanas; sé que bebe
dos vasos llenos. La he visto.
-No
hables de ese modo, Dill -dijo tía Alexandra-. A un niño no le está bien. Es...
cínico.
-No
es cínico, miss Alexandra. Decir la verdad no es cínico, ¿verdad que no?
-Del
modo que tu la dice, sí lo es.
Los
ojos de Jem la miraron lanzando destellos, pero dijo a Dill:
-Vámonos.
Puedes llevarte ese aro.
Cuando
salimos al porche de la fachada, miss Stephanie Crawford estaba atareada explicando
el juicio a miss Maudie Atkinson y a míster Avery. Los tres dirigieron una
mirada hacia nosotros y continuaron hablando. Jem sacó de la garganta un
gruñido de fiera. Yo habría deseado tener un arma.
-A
mi me molesta que la gente mayor le mire a uno -dijo Dill-. Le hace sentir a
uno como si hubiera hecho algo malo.
Miss
Maudie gritó ordenando a Jem Finch que fuese allá.
Jem
se levantó con esfuerzo y refunfuñando de la mecedora.
-Iremos
contigo -dijo Dill.
La
nariz de mis Stephanie se estremecía de curiosidad. Quería saber quién nos
había dado permiso para ir al juzgado; ella no los vio, pero esta mañana corría
por toda la ciudad que estábamos en la galería de los negros. ¿Acaso Atticus
nos puso allá arriba como una especie de...? ¿No se estaba muy encerrado allí
con todos aquéllos...? ¿Entendió Scout todas las...? ¿No nos enfureció ver a
nuestro padre derrotado?
-Cállate,
Stephanie. -La dicción de mis Maudie tenía carácter de amenaza-. No tengo la
mañana disponible para pasarla entera en el porche. Jem Finch, te he llamado
para saber si tú y tus colegas estáis en condiciones de comer pastel. Me he
levantado a las cinco para hacerlo, de manera que vale más que digáis que sí.
Excúsanos, Stephanie. Buenos días, míster Avery.
En
la mesa de la cocina de miss Maudie había un pastel grande y dos pequeños.
Debía haber habido tres pequeños. No era propio de miss Maudie el olvidarse de
Dill, y sin duda nosotros lo manifestamos con la actitud. Pero lo comprendimos
cuando cortó una rebanada del pastel grande y se la dio a Jem.
Mientras
comíamos, nos dimos cuenta de que aquélla era la manera que tenía miss Maudie
de decirnos que por lo que a mi se refería no había cambiado nada. Miss Maudie
estaba sentada calladamente en una silla de la cocina, mirándonos. De pronto
dijo:
-No
te inquietes, Jem. Las cosas nunca están tan mal como aparentan.
Dentro
de casa, cuando miss Maudie quería explicar alguna cosa extensa, solía poner
los dedos sobre las rodillas y acomodarse el puente de la dentadura. Ahora lo
hizo, y nosotros nos quedamos aguardando.
-Quiero
deciros sencillamente que en este mundo hay hombres que nacieron para hacer los
trabajos desagradables que nos corresponderían a los otros. Vuestro padre es
uno de tales hombres.
-Ah,
bien -dijo Jem.
-No
me vengas con 'ah, bien', señorito -replicó miss Maudie, reconociendo los
sonidos fatalistas de Jem-; no eres bastante mayor para valorar lo que he
dicho.
Jem
tenía la mirada fija en su rebanada de pastel, a medio comer.
-Es
como ser una oruga dentro del capullo -dijo-. Es como una cosa dormida,
abrigada en un sitio caliente. Yo siempre había pensado que la gente de Maycomb
era la mejor del mundo; al menos, parecían serlo.
-Somos
la gentes de más confianza de este mundo -afirmó miss Maudie-. Pocas veces nos
llama la vocación para ser verdaderos cristianos, pero cuando nos llama,
tenemos hombres como Atticus que salen por nosotros.
Jem
sonrió tristemente.
-¡Ojalá
el resto del condado creyese eso?
-Te
sorprendería el número de personas que lo creemos.
-¿Quién?
-Jem levantaba la voz-. En esta ciudad, ¿quién hizo algo por ayudar a Tom
Robinson? ¿Quién?
-Sus
amigos negros, por una parte, y personas como nosotros. Personas como el juez
Taylor. Personas como mister Heck Tate. Deja de comer y empieza a pensar, Jem.
¿No se te ha ocurrido ni un momento que el juez Taylor no designó por
casualidad a Atticus para defender a aquel muchacho? ¿Que el juez Taylor quizá
tuviera sus razones para nombrarle?
Aquél
era un gran pensamiento. Cuando el mismo juzgado había de nombrar defensor,
solían confiar los casos a Maxwell Green, el abogado de Maycomb ingresado más
recientemente y que necesitaba experiencia. El caso de Tom Robinson
correspondía a Maxwell Green.
-Piénsalo
bien -estaba diciendo miss Maudie-. No fue un azar. Anoche yo estaba sentada en
el porche, esperando. Esperé y volví a esperar hasta que os vi llegar a todos
por la acera, y mientras esperaba pensé: 'Atticus Finch no ganará, no puede
ganar, pero es el único hombre por estas comarcas capaz de tener ocupado tanto
rato a un Jurado por un caso como éste'. Y me dije: 'Bien, estamos dando un
paso; no es más que un paso de niño, pero es un paso'.
-Hablar
de este modo está muy bien..., pero los jueces y los abogados cristianos no
pueden reparar el daño de los Jurados paganos -musitó Jem-. En cuanto yo sea
mayor...
-Esa
es una cosa que debes decírsela a tu padre -le interrumpió miss Maudie.
Descendimos
las frescas escaleras nuevas de miss Maudie hasta sumergirnos en la luz del sol
y encontramos a mis Stephanie Crawford y a míster Avery todavía en la tarea.
Habían caminado un poco por la acera y estaban de pie delante de la casa de
miss Stephanie. Miss Rachel se acercaba a ellos.
Cuando
sea mayor, creo que seré payaso -dijo Dill.
Jem
y yo nos paramos en seco.
-Si,
señor, payaso -repitió él-. En relación a la gente, no hay cosa alguna en el
mundo que pueda hacer si no es reírme; por lo tanto, ingresaré en el circo y me
reiré hasta volverme loco.
-Lo
tomas al reves, Dill -advirtió Jem-. Los payasos son hombres tristes; es la
gente la que se ríe de ellos.
-Bien,
yo seré un payaso de una especie nueva. Me plantaré en mitad del círculo y me
reiré de la gente. Mirad allá nada más -dijo señalando-. Todos ellos deberían
ir montados en escobas. Tía Rachel ya la monta.
Miss
Stephanie y miss Rachel nos hacían señas agitando la mano con furia, de un modo
que no desmentía la observación de Dill.
-Oh,
cielos -suspiró Jem-. Me figuro que sería una grosería no verlas.
Pasaba
algo anormal. Mister Avery tenía la cara encarnada a causa de un acceso de
estornudos, y cuando nos acercamos por poco nos echa fuera de la acera con un
golpe de aire. Miss Stephanie temblaba de excitación, y miss Rachel cogió a
Dill por hombro.
-Vete
al patio trasero y quédate allí -le dijo-. Se acerca peligro.
-¿Qué
pasa? -pregunté yo.
-¿No
lo has oído todavía? Corre por toda la ciudad...
En aquel
momento tía Alexandra salió a la puerta y nos llamó, pero llegaba demasiado
tarde. Miss Stephanie tuvo el placer contárnoslo: aquella mañana mister Bob
Ewell había parado a Atticus en la esquina de la oficina de Correos, le había
escupido en el rostro, y le había dicho que le saldaría las cuentas aunque ello
le costara todo lo que le quedaba de vida.