Delirium 3: Requiem - Lauren Oliver (Parte 2)

Segunda parte

Hana

 

 

El sábado por la mañana hago mi visita a Deering Highland. Se está convirtiendo casi en una costumbre. Por suerte, consigo no ver a Grace: las calles están en silencio, quietan, envueltas en la neblina de la mañana temprana, y además me alegra comprobar que las baldas del cuarto subterráneo ya parecen más llenas.
De vuelta en casa, me doy una ducha con agua demasiado caliente, hasta que se me pone la piel rosa. Me froto con cuidado incluso debajo de la uñas, como si el olor a Highlands, a toda esa gente que vive ahí, se me pudiera haber pegado, Pero nunca se es demasiado cuidadoso. Si Cassie fue invalidada porque contrajo la enfermedad, o porque Fred sospechaba que era así, solo puedo imaginarme lo que nos haría a mí y a mi familia sí descubriera que la cura no ha funcionado a la perfección.
Tengo que saber con certeza qué le pasó a Cassandra.
Fred va a pasar el día jugando al golf con un grupo numeroso de simpatizantes y personas que apoyan su campaña, incluyendo a mi padre. Mi madre va a comer con la señora Hargrove en el club. Yo me despido alegremente de mis padres y después paso media hora matando el tiempo, demasiado inquieta para ver la tele o para hacer otra cosa que no sea dar vueltas.
Cuando ha transcurrido el tiempo suficiente, cojo la lista de invitados definitiva, con la distribución por mesas, y meto los papeles de cualquier manera en una carpeta. No tiene sentido que guarde el secreto sobre adonde me dirijo, así que llamo a Rick, el hermano de Tony, y espero en el porche delantero a que venga con el coche.
—A la casa de los Hargrove, por favor —digo en tono alegre, mientras me acomodo en el asiento de atrás.
Intento no moverme demasiado. No quiero que él se dé cuenta de que estoy nerviosa. No quiero que me haga preguntas. Pero no me hace ningún caso. Mantiene la vista en la carretera. Su cabeza calva, encajada en el cuello de la camisa, me recuerda un huevo rosa hinchado.
En la casa de los Hargrove no hay ninguno de los tres coches en el sendero circular. De momento, todo va bien.
—Espera aquí —le digo a Rick—. No tardaré.
Una chica que reconozco como parte del servicio de la casa abre la puerta. No tiene más que unos pocos años más que yo y muestra un aire permanente de sospecha aburrida, como un perro al que le han pegado demasiado en la cabeza.
—¡Vaya! —dice cuando me ve, y duda, claramente insegura, sobre si debe dejarme entrar.
Me pongo a hablar al instante:
—He venido todo lo rápido que he podido. ¿Puedes creer que al final a mi madre se le ha olvidado traer los planos a la comida? La señora Hargrove tiene que supervisar el reparto de asientos, por supuesto.
—¡Vaya! —dice otra vez la chica. Frunce el ceño—. Pero la señora Hargrove no está. Se ha ido al club.
Dejo escapar un gemido fingiendo una gran sorpresa.
—Cuando mi madre me ha dicho que iban a comer juntas yo simplemente he asumido…
—Están en el club —repite nerviosa. Se agarra a ese dato como si fuera un salvavidas.
—Tonta de mí —digo—. Y claro, ya no me da tiempo a ir al club. ¿Quizá puedo dejar aquí las listas para que la señora Hargrove…?
—Yo se las puedo dar, si quieres —dice.
—No, no. No hace falta —digo rápidamente. Me humedezco los labios con la lengua—. Si puedo entrar un segundo, le dejo una nota rápida. Las mesas seis y ocho puede que haya que cambiarlas, y quiero estar segura de qué hacer con el señor y la señora Kimble…
La chica se aparta para dejarme entrar.
—Claro —dice, abriendo un poco más la puerta.
Paso junto a ella. Aunque he estado muchas veces en la casa, sin los dueños parece distinta. La mayor parte de los cuartos están a oscuras y todo está tan silencioso que oigo el crujido de pasos en el piso superior y un ruido de telas a varias habitaciones de distancia. Se me pone la carne de gallina. Hace fresco en el vestíbulo, pero es también la sensación que da la vivienda, como si toda ella estuviera conteniendo el aliento, a la espera de que ocurra un desastre.
Ahora que estoy aquí, no sé por dónde empezar. Fred debe haber conservado los documentos de su boda con Cassie, y probablemente también de su divorcio. Nunca he estado en su estudio, pero él me enseñó dónde estaba durante mi primera visita, y es bastante probable que cualquier documento que tenga esté guardado ahí. Aunque primero tengo que librarme de la chica.
—Muchas gracias —le digo cuando me conduce hasta el salón. Le lanzo mi sonrisa más rutilante—. Me sentaré aquí un minuto y le escribiré una nota. Y tú le dices a la señora Hargrove que los papeles están en la mesita del café, ¿vale?
Mi intención es que ella se tome el comentario como una indirecta para que se vaya, pero se limita a asentir y se queda ahí mirándome tontamente.
En este momento estoy ya improvisando, buscando excusas a la desesperada.
—¿Me podrías hacer un favor? Ya que estoy aquí, ¿puedes ir arriba y buscar las muestras de color que le prestamos a la señora Hargrove hace mucho? El florista las necesita de vuelta. Y la señora Hargrove comentó que me las había dejado en su dormitorio, quizá en su escritorio o por ahí.
—¿Muestras de color…?
—Sí, un libro grande —digo. Y después, como todavía no se mueve, continúo—: Yo esperaré aquí mientras las buscas.
Por fin me deja sola. Espero hasta que oigo sus pasos en el piso de arriba antes de volver al vestíbulo.
La puerta del estudio de Fred está cerrada, pero, por suerte, no con llave. Me cuelo dentro y cierro sin hacer ruido. Tengo la boca seca y el corazón me late en la garganta. Tengo que recordarme que no he hecho nada malo. Al menos, aún no. Técnicamente, esta es también mi casa, o lo será muy pronto.
Tanteo la pared buscando la luz. Es un riesgo, cualquiera podría ver el resplandor por debajo de la puerta, pero por otro lado, andar a tientas en la penumbra volcando muebles también hará que vengan corriendo.
El cuarto está presidido por un amplio escritorio y una silla de cuero de respaldo duro. Reconozco el pisapapeles de plata y uno de los trofeos de golf de Fred, colocados sobre las librerías vacías. En un rincón hay un gran archivador de metal; junto a él, en la pared, hay un enorme retrato de un hombre, presumiblemente un cazador, de pie entre varios cuerpos de animales muertos. Aparto rápidamente la vista.
Me dirijo al archivador, que tampoco está cerrado con llave. Recorro montones de documentos con información financiera: papeles de bancos, declaraciones de impuestos, recibos y resguardos de depósitos que se remontan a casi diez años atrás. Un cajón contiene toda la información sobre el personal, incluyendo copias de los carnés de identidad. La chica que me ha abierto la puerta se llama Eleanor Latterly, y tiene exactamente la misma edad que yo.
Y entonces lo encuentro, escondido en la parte de atrás del cajón de abajo: un sobre sin marcar, fino, que contiene el certificado de nacimiento de Cassie y el de matrimonio. No hay ninguna referencia a un divorcio, solo una carta, doblada en dos, escrita a máquina en papel grueso.
Leo la primera línea rápidamente: Esta carta se refiere al estado físico y mental de Cassandra Melanea Hargrove, de soltera O’Donnell, que fue admitida bajo mi supervisión
Oigo mido de pisadas que cruzan muy rápido en dirección al estudio. Devuelvo bruscamente la carpeta a su sitio, cierro el archivador con el pie y me guardo la carta en el bolsillo trasero, dando gracias a Dios por haberme traído los vaqueros. Cojo una pluma del escritorio. Cuando Eleanor abre la puerta, yo enarbolo con aire triunfante la pluma antes de que tenga oportunidad de hablar.
—¡La he encontrado! —digo alegremente—. ¿Puedes creer que no se me había ocurrido traer algo para escribir? Hoy tengo la cabeza en las nubes.
No se fía de mí. Me doy cuenta. Pero tampoco es que pueda acusarme de nada.
—No había ningún libro de muestras —dice lentamente—. No estaba por ningún sitio, por lo que he podido ver.
—¡Qué raro! —Entre los pechos me corre un hilillo de sudor. Observo cómo sus ojos recorren en detalle toda la habitación, como buscando algo que esté fuera de su sitio—. Supongo que hoy ha sido un malentendido tras otro. Permíteme.
Tengo que apartarla para poder salir. Apenas me acuerdo de garabatear una nota rápida para la señora Hargrove: ¡Para tu aprobación!, escribo, aunque en realidad no me importa lo que piense. Eleanor permanece todo el tiempo detrás de mí merodeando, como si pensara que voy a robar algo.
Demasiado tarde.
Toda la operación no ha durado más de diez minutos. Rick todavía tiene el coche en marcha. Me siento atrás.
—A casa —le digo.
Mientras sale con el coche hacia la calle, me parece ver a Eleanor observándome desde una ventana.
Sería más seguro esperar hasta estar en casa para leer la nota pero no puedo contenerme y la desdoblo.
Echo una mirada más detenida al encabezamiento: Dr. Sean Perlin, Supervisor Jefe de Cirugía, Laboratorios Portland.
La carta es breve.
A quien pueda interesar,
Esta carta se refiere al estado físico y mental de Cassandra Melanea Hargrove, de soltera O’Donnell, que fue admitida bajo mi supervisión durante un periodo de nueve días.
En mi opinión como profesional, la señora Hargrove sufre agudos delirios provocados por una inestabilidad mental muy arraigada: tiene fijación con el mito de Barbazul y conecta esa historia con sus manías persecutorias, sufre un estado de neurosis profundo y, a mi modo de ver, es improbable que mejore.
Su condición parece ser de tipo degenerativo y puede haber sido provocada por ciertos desequilibrios químicos ocurridos como resultado de la operación, aunque resulta imposible afirmarlo de manera taxativa.
Leo la carta varias veces. Así que yo tenía razón: le pasaba algo. Se volvió majareta.
Quizá el procedimiento la trastornó, como le pasó a Willow Marks. Es raro que nadie lo notara antes de que se casara con Fred, pero supongo que a veces estas cosas suceden de manera gradual.
Con todo, el nudo que tengo en el estómago se niega a desenredarse. Bajo la pulida prosa del doctor hay un mensaje separado: un mensaje de miedo.
Me acuerdo de la historia de Barbazul: la historia de un hombre, un apuesto príncipe, que mantiene en su castillo una puerta cerrada con llave. Le dice a su nueva esposa que puede entrar en cualquier cuarto excepto en ese. Pero un día, la curiosidad de ella es demasiado grande y descubre una habitación llena de mujeres asesinadas, colgadas por los tobillos. Cuando él descubre que ella ha desobedecido sus órdenes, la añade a esa horrible y sanguinaria colección.
Cuando yo era niña, ese cuento me aterrorizaba, en especial la imagen de las mujeres acumuladas en un montón, con los brazos pálidos y los ojos sin vida, vacíos.
Doblo la carta con cuidado y la devuelvo al bolsillo trasero. Me estoy comportando como una estúpida. Cassie era defectuosa, como yo pensaba, y Fred tenía todas las razones del mundo para divorciarse de ella. Solo porque ella ya no aparezca en los registros no significa que le haya sucedido nada horrible. Quizá haya sido solo un fallo administrativo.
Pero durante todo el camino hasta casa, no puedo evitar acordarme de la extraña sonrisa de Fred y de la forma en que dijo: Cassie hacía demasiadas preguntas.
Y tampoco puedo evitar el pensamiento que me viene a la cabeza, sin querer: ¿y si Cassie tenía razón al estar asustada?


 Lena

 

 

Durante la primera parte del día no vemos ninguna señal de los soldados y se me ocurre que quizá Lu nos haya mentido, Me invade la esperanza. Quizá no ataquen el campamento después de todo, y no le pase nada a Pippa. Claro que siempre tendrán el problema del dichoso río, pero ella encontrará un modo de resolverlo. Es como Raven: una superviviente nata,
Pero por la tarde oímos gritos a lo lejos. Tack alza una mano indicando silencio. Todos nos quedamos paralizados y, cuando él nos hace una señal, nos dispersamos por el bosque. Julián se ha adaptado bien a la Tierra Salvaje y a nuestra necesidad de camuflarnos. Un instante está de pie junto a mí y al siguiente desaparece tras un pequeño grupo de árboles. Los demás se desvanecen con la misma rapidez.
Yo me agacho detrás de una antigua pared de cemento, que parece haber caído al azar desde algún sitio. Me pregunto a qué tipo de estructura pertenecía y, de pronto, me acuerdo de una historia que Julián me contó cuando estuvimos presos juntos, de una niña llamada Dorothy cuya casa se elevaba en espiral hacia el cielo por la fuerza poderosa de un tornado y terminaba llegando a un país mágico.
A medida que el sonido de los gritos se hace más fuerte y que el ruido de las armas y de las pisadas de botas se convierte en un ritmo regular y pesado, me encuentro imaginando que nosotros también nos desvanecemos: todos nosotros, todos los inválidos, la gente a la que se ha empujado por todos los medios para echarla de la sociedad, todos desaparecemos como por ensalmo y, al despertar, nos encontramos en un lugar distinto.
Pero esto no es un cuento de hadas. Esto es abril en la Tierra Salvaje y el barro negro que se va filtrando por mis zapatillas y nubes de mosquitos que merodean y aliento contenido y esperas.
Las tropas están a unos cien metros de nosotros, bajando por una suave pendiente, al otro lado de un pequeño arroyo. Desde nuestra posición más elevada, vemos sin dificultad la larga línea de soldados a medida que se hace visible, una mancha de uniformes militares que entra y sale de entre los árboles. El contorno de las hojas en forma de diamante se funde a la perfección con la masa borrosa y móvil de hombres y mujeres con uniforme de camuflaje, que cargan ametralladoras y gas lacrimógeno. Da la sensación de que no termina nunca.
Por fin acaba el paso de los soldados y, sin hablar, nos ponemos de acuerdo para reagruparnos y comenzar a caminar de nuevo. El silencio está cargado de inquietud. Intento no pensar en aquella gente del campamento, contenida en un cuenco de tierra, atrapada. Me acuerdo de una vieja expresión, como pescar en un balde, y me dan unas ganas salvajes e inapropiadas de reír. Eso es lo que son todos esos inválidos: peces con mirada salvaje y vientre pálido, vueltos hacia el sol, como si ya estuvieran muertos.
Conseguimos llegar a la casa de seguridad en algo menos de doce horas. El sol ha completado su ciclo y en este momento se esconde tras los árboles, descomponiéndose en vetas acuosas de naranja y amarillo. Me recuerda los huevos escalfados que me preparaba mi madre cuando estaba enferma, cómo la yema se extendía por el plato, con un color dorado vivo y asombroso, y siento una punzada de nostalgia de mi hogar. Ni siquiera estoy segura de si echo de menos a mi madre o, sencillamente, la antigua rutina de mi vida: una vida de escuela y compañeras, y reglas que me mantenían a salvo; de límites y fronteras, hora del baño y toque de queda. Una vida sencilla.
Localizamos la casa de seguridad. Es una pequeña estructura de madera, no más amplia que una letrina exterior y equipada con una puerta bastante tosca. Todo debe haber sido construido con materiales recuperados tras el gran bombardeo. Cuando Tack abre la puerta, girándola sobre sus bisagras oxidadas, dobladas y retorcidas como todo lo demás, apenas distinguimos unos cuantos peldaños que descienden a un agujero oscuro.
—Esperad —Raven se arrodilla, busca a tientas en una de las mochilas que le ha dado Pippa y saca una linterna—. Iré yo primero.
El aire huele a humedad y a algo más, un olor agridulce que no consigo identificar. Seguimos a Raven por las empinadas escaleras. Dirige la linterna a una sala que es sorprendentemente espaciosa y está muy limpia: estanterías, algunas mesas desvencijadas, un hornillo de queroseno. Más allá hay un pasillo en penumbra que lleva a otros cuartos. Siento un aleteo de calidez en el pecho. Me recuerda al hogar cerca de Rochester.
—Debería haber lámparas en algún sitio.
Raven da varios pasos hacia el interior de la habitación. La luz barre en zigzag el suelo de cemento y veo un par de ojillos relucientes, un destello de pelo gris. Ratones.
Raven encuentra en un rincón un montón de polvorientas lámparas que funcionan a pilas. Hacen falta tres para acabar con todas las sombras del cuarto. Normalmente ella insistiría en ahorrar electricidad, pero creo que piensa, como todos los demás, que esta noche necesitamos tanta luz como podamos conseguir. De otro modo, las imágenes del campamento volverán a atormentarnos, cargadas sobre tenebrosos dedos plateados: toda esa gente atrapada, impotente. Lo que debemos hacer es centrarnos en esta habitación brillante, pequeña, subterránea, con sus rincones iluminados y sus estanterías de madera.
—¿Hueles eso? —le dice Tack a Bram. Coge una de las linternas y se la lleva al siguiente cuarto—. ¡Bingo! —grita.
Raven ya está rebuscando en la mochila y va sacando comida. Coral ha encontrado grandes contenedores de metal llenos de agua almacenados en una de las baldas de abajo, se ha agachado y bebe agradecida. Pero el resto seguimos a Tack hasta la segunda habitación.
Hunter pregunta:
—¿De qué se trata?
Tack está de pie, sosteniendo en alto la linterna para mostrar una pared cubierta con una estantería de madera, como una celosía en forma de diamante.
—Una antigua bodega —dice—. Me había parecido oler el alcohol.
Quedan dos botellas de vino y una de whisky. Al momento, Tack abre el whisky y le da un trago antes de ofrecerle la botella a Julián, que acepta tras vacilar una décima de segundo. Hago ademán de protestar. Estoy segura de que no ha bebido nunca, prácticamente podría jurarlo, pero antes de que yo pueda hablar, le da un buen lingotazo y, milagrosamente, consigue tragar sin que le den arcadas.
Tack lanza una de sus raras sonrisas y le da una palmada en el hombro a Julián.
—Tú vales, Julián —le dice.
Este se limpia la boca con el dorso de la mano.
—No ha estado mal —dice con un pequeño jadeo, y Tack y Hunter se ríen. Álex le quita la botella a Julián y, sin decir nada, le pega un trago.
Todo el agotamiento de los últimos días me cae encima de repente. Más allá de Tack, al otro lado de la habitación con la celosía, hay varios catres, y prácticamente llego tambaleándome hasta el más cercano.
—Creo que… —empiezo a decir al tumbarme, encogiendo las rodillas junto al pecho. No hay mantas ni almohada, pero aun así me parece un lugar celestial: una nube, una pluma. No, yo soy la pluma. Me deslizo. Voy a dormir un rato, quiero decir, pero no puedo pronunciar las palabras y ya estoy durmiendo.
Me despierto en una oscuridad total. Durante un instante me asusto, pensando que sigo en la celda subterránea con Julián. Me siento, con el corazón que me golpea contra las costillas, y solo cuando oigo a Coral susurrar en el catre de al lado me acuerdo de dónde estoy. Huele mal y hay un cubo junto a la cama de Coral. Debe haber vomitado.
Un hilo de luz se cuela por la puerta abierta y oigo risas amortiguadas que proceden de la habitación contigua.
Alguien me ha tapado con una manta mientras dormía. La empujo hasta los pies de la cama y me levanto. No tengo ni idea de qué hora es.
Hunter y Bram están sentados en la habitación de al lado, juntos, riendo. Tienen el aspecto sudoroso y la mirada vidriosa de las personas que han bebido. La botella de whisky descansa entre ellos, casi vacía, junto con un plato que contiene los restos de lo que debe haber sido la cena: alubias, arroz, frutos secos.
Se quedan callados en cuanto entro en el cuarto, y me doy cuenta de que, fuera lo que fuese de lo que se reían, era algo confidencial.
—¿Qué hora es? —digo acercándome a los contenedores de agua. Me agacho y me llevo uno de los recipientes hasta la boca sin molestarme en echar el líquido en una taza. Me duelen las rodillas, los brazos y la espalda, mi cuerpo siente aún la pesadez del agotamiento.
—Probablemente, medianoche —dice Hunter. O sea, que no he dormido mucho.
—¿Dónde están los demás? —pregunto.
Hunter y Bram se miran brevemente. Bram intenta contener una sonrisa.
—Raven y Tack se han ido a poner trampas de medianoche —dice alzando una ceja. Esto es un antiguo chiste, una expresión en clave que inventamos en el antiguo hogar. Raven y Tack consiguieron mantener en secreto su relación durante casi un año. Pero una vez Bram no podía dormir y decidió dar un paseo y los pilló escabullándose juntos. Cuando les preguntó abiertamente qué estaban haciendo, Tack soltó: ¡Poner trampas!, aunque eran casi las dos de la mañana y todas las trampas habían sido inspeccionadas y vueltas a colocar poco antes.
—¿Dónde está Julián? —pregunto—. ¿Dónde está Álex?
Se produce otra pequeña pausa. Ahora Hunter hace esfuerzos por no reírse. Está borracho, lo noto en el color de sus mejillas, casi como una erupción.
—Fuera —dice Bram, y luego no puede remediarlo y suelta una gran carcajada. Al momento, Hunter se echa a reír también.
—¿Fuera? ¿Juntos? —Me pongo de pie, confundida, irritada. Cuando ninguno de los dos contesta, insisto—: ¿Qué están haciendo?
Bram lucha por controlarse.
—Julián quería aprender a pelear…
Hunter concluye por él:
—Álex se ha ofrecido voluntario para enseñarle.
Vuelven a partirse de risa.
Siento calor de repente, y a continuación, frío.
—¿Pero qué demonios? —estallo, y el enfado en mi voz hace que por fin se callen—. ¿Por qué no me habéis despertado?
Dirijo la pregunta sobre todo a Hunter. No espero que Bram comprenda. Pero Hunter es mi amigo y es demasiado sensible para no haber notado la tensión entre Álex y Julián.
Durante un instante, Hunter adopta un gesto de culpabilidad.
—Venga, Lena. No tiene importancia…
Estoy demasiado furiosa para contestar. Cojo una linterna de una estantería y voy hacia las escaleras.
—Lena, no te enfades…
Ahogo las palabras de Hunter haciendo ruido con los pies al subir. Imbécil, imbécil.
Fuera, el cielo está despejado y brillan relucientes puntos de luz. Agarro fuerte la linterna con una sola mano, intentando canalizar toda mi furia hacia los dedos. No sé a qué está jugando Álex, pero estoy más que harta.
Los bosques están quietos. No se ve a Tack ni a Raven, no se ve a nadie. Mientras escucho en la oscuridad, me doy cuenta de que el aire es muy cálido: debemos estar ya a mediados de abril. Pronto llegará el verano. Durante un instante me invade una avalancha de recuerdos, a caballo entre el aire y el olor a madreselva: Hana y yo echándonos zumo de limón en el pelo para aclarárnoslo, robando refrescos de la nevera en la tienda de tío William y llevándonoslos a Back Cove; aquellas cenas a base de almejas en el viejo porche de madera cuando hacía demasiado calor para comer dentro; persiguiendo a Gracie en su triciclo y tambaleándome en la bici para no adelantarla.
Los recuerdos traen, como siempre, un dolor profundo a mi interior. Pero ya estoy acostumbrada: espero a que ese sentimiento pase, y pasa.
Enciendo la linterna y hago un barrido por los bosques. A la luz de color amarillo pálido, la red de árboles y arbustos parece blanqueada con lejía, irreal. Apago la linterna. Si Julián y Álex han ido juntos a algún sitio, es difícil que los encuentre.
Estoy a punto de volver adentro cuando oigo un grito. El miedo me atraviesa. La voz de Julián.
Me sumerjo en la maraña de vegetación hacia la derecha, avanzando en dirección al sonido, usando la linterna para ayudarme a limpiar el sendero de agujas de pino y plantas trepadoras.
Poco después, llego de repente a un claro grande. Durante un instante me siento desorientada, pensando que estoy en la orilla de un amplio lago plateado. Luego me doy cuenta de que es un aparcamiento. Un montón de escombros en un extremo marca lo que debió haber sido un edificio.
Álex y Julián están de pie a pocos metros, respirando con dificultad, mirándose fijamente el uno al otro. Julián se sujeta la nariz con la mano y tiene los dedos manchados de sangre.
—¡Julián!
Corro hacia él, mientras él mantiene los ojos fijos en Álex.
—Estoy bien. Lena —dice. Su voz suena amortiguada y extraña. Cuando le pongo una mano en el pecho, la retira con suavidad. Huele débilmente a alcohol.
Me doy la vuelta para mirar a Álex.
—¿Qué diablos has hecho?
Sus ojos parpadean durante un segundo.
—Ha sido un accidente —dice con tono neutro—. He levantado demasiado el puño.
—Y una mierda —escupo. Me vuelvo hacia Julián—. Vamos —digo en voz baja—. Vayamos dentro. Te voy a limpiar la sangre.
Se quita la mano de la nariz, se lleva la camisa a la cara y se limpia la sangre del labio. Ahora la prenda está veteada de oscuro, con un brillo casi negro en la noche.
—Para nada —dice, todavía sin mirarme—. Apenas estábamos empezando, ¿verdad, Álex?
—Julián… —hago ademán de rogarle. Álex me interrumpe.
—Lena tiene razón —dice con tono deliberadamente suave—. Es tarde. Apenas se puede ver. Podemos continuar de nuevo mañana.
La voz de Julián también es suave, pero esconde un tono duro de enfado, una amargura que no reconozco.
—No hay mejor momento que el presente.
El silencio se extiende entre ellos, cargado y peligroso.
—Por favor, Julián —extiendo el brazo para cogerle de la muñeca, pero me aparta. Me vuelvo de nuevo a Álex, para que me mire y rompa el contacto visual con Julián. La tensión entre ellos aumenta, llega a su punto máximo, como algo negro y asesino que se alzara en la superficie del aire—. Álex…
Por fin me mira y durante un instante veo una expresión de sorpresa en su rostro, como si no se hubiera dado cuenta hasta entonces de que estaba allí, o como si acabara de verme. Rápidamente adopta una expresión de arrepentimiento, y así, sin más, la tensión se desvanece y puedo respirar.
—Esta noche, no —dice Álex brevemente. Luego se da la vuelta y se adentra en el bosque.
En un instante, antes de que yo pueda reaccionar o soltar un grito, Julián se abalanza sobre él y le agarra por detrás. Le trae a trompicones hasta el suelo de cemento y empiezan a escupir y a gruñir, ruedan el uno sobre el otro tirándose al suelo. Entonces grito los nombres de los dos, y parad, y por favor.
Julián está encima de Álex. Alza el puño, oigo el ruido sordo cuando lo lanza contra la mejilla de Álex. Este le escupe, le agarra por la mandíbula, le obliga a levantar la cabeza, apartándole. A lo lejos, me parece oír gritos, pero no puedo concentrarme, no puedo hacer nada más que gritar hasta que me duele la garganta. También hay luces que brillan en la periferia de mi visión, como si yo fuera la que recibe los golpes, como si mi visión explotara en estallidos de color.
Álex consigue hacerse con la ventaja y presiona a Julián contra el suelo. Le golpea dos veces, duro, y oigo un terrible chasquido. La sangre fluye ahora por la cara de Julián.
—¡Álex, por favor!
Estoy llorando. Quiero apartarle de Julián, pero el miedo me paraliza.
Álex no me oye, o prefiere ignorarme. Nunca le he visto así: la cara inundada de cólera, transformada por la luz de la luna en algo cruel y aterrador. Ni siquiera puedo gritar, no puedo hacer nada más que llorar de forma compulsiva, sentir que la náusea se acumula en mi garganta. Todo es irreal, como a cámara lenta.
En ese momento, Tack y Raven irrumpen de entre los árboles en un estallido de luz, sudando, sin aliento, con linternas, y ella grita y me agarra por los hombros, y él consigue separar a Álex y Julián.
—¿Qué cojones estáis haciendo? —y todo recupera la velocidad normal. Julián tose una vez y se tumba en el suelo. Yo me aparto de Raven y corro hacia él, caigo de rodillas a su lado. Sé al momento que tiene la nariz rota. Tiene la cara oscurecida por la sangre y sus ojos son apenas dos ranuras mientras intenta sentarse.
—Oye —le pongo una mano en el pecho, tragándome los espasmos de la garganta—. Oye, tranquilo, tranquilo.
Julián vuelve a relajarse. Noto que su corazón late contra mi palma.
—¿Pero qué ha pasado? —grita Tack.
Álex está de pie, un poco alejado de donde yace Julián. Todo su enfado se ha evaporado: por el contrario, parece perplejo, con las manos laxas a los lados. Mira fijamente a Julián con aire confuso, como si no supiera cómo ha llegado a esa situación.
Me pongo de pie y me acerco a él, sintiendo la furia entre los dedos. Ojalá pudiera ponérselos al cuello y ahogarle.
—¿Se puede saber qué demonios te pasa?
Hablo en voz baja. Tengo que hacer pasar las palabras por el nudo grueso de ira que tengo en la garganta.
—Lo… lo siento —susurra Álex. Mueve la cabeza—. Yo no quería… No sé qué ha sucedido. Lo siento, Lena.
Si sigue mirándome así, suplicándome, intentando hacerme comprender, sé que voy a perdonarle.
—Lena.
Da un paso hacia mí, y yo retrocedo. Durante un momento nos quedamos ahí; siento la presión de sus ojos y también su sentimiento de culpa. Pero no voy a mirarle. No puedo.
—Lo siento —repite una vez más, demasiado bajo para que Raven o Tack lo oigan—. Siento todo lo que ha pasado.
Entonces se vuelve y se dirige hacia el bosque, donde desaparece.


 Hana

 

 

De las arenas movedizas, mi sueño se alza y toma forma.
La cara de Lena.
La cara de Lena, que sale flotando de las sombras. No. No de las sombras. Sale de la ceniza, de una corriente profunda de cenizas y carbonilla. Tiene la boca abierta. Tiene los ojos cerrados.
Está gritando.
Hana, grita llamándome. La ceniza se precipita como arena en su boca abierta, y sé que pronto volverá a estar enterrada de nuevo, obligada al silencio, de vuelta a la oscuridad. Y sé también que no hay forma de alcanzarla, no hay esperanza de salvarla.
Hana, grita mientras yo me quedo inmóvil.
Perdóname, digo yo.
Hana, ayúdame.
Perdóname, Lena.
—¡Hana!
Mi madre está de pie en el umbral. Me incorporo, confusa y aterrorizada. La voz de Lena reverbera en mi mente. He soñado. Se supone que no debo soñar.
—¿Qué pasa? —su silueta se dibuja en la puerta abierta, detrás de ella solo distingo la pequeña luz nocturna de fuera de mi baño—. ¿Estás enferma?
—Estoy bien.
Me paso la mano por la frente y veo que está húmeda. Estoy sudando.
—¿Estás segura? —hace un gesto como para entrar en el cuarto, pero en el último instante se queda en la puerta—. Has gritado.
—Estoy segura —digo. Y luego, como parece que espera más—. Son los nervios, supongo, por la boda.
—No hay nada en absoluto por lo que ponerse nerviosa —dice, irritada—. Todo está bajo control. Todo va a salir perfecto.
Sé que se refiere a algo más que la ceremonia. Se refiere al matrimonio: todo ha sido dispuesto y coordinado, todo se ha organizado para que salga a la perfección, diseñado para la eficiencia y la belleza.
Mi madre suspira.
—Intenta dormir —dice—. Mañana a las nueve y media vamos a una iglesia en los laboratorios con los Hargrove. La prueba final del vestido es a las once. Y después está la entrevista con Casa y Hogar.
—Buenas noches, mamá —digo, y ella se va sin cerrar la puerta. La intimidad significa menos para nosotros de lo que significaba en el pasado: ese es otro beneficio, un efecto colateral de la cura. Menos secretos.
O menos secretos en la mayoría de los casos.
Voy al baño y me echo agua en la cara. Aunque el ventilador está enchufado, sigo teniendo calor. Durante un instante veo la cara de Lena en el espejo, que me mira desde detrás de mis ojos: un recuerdo, una visión de un pasado enterrado.
Parpadeo. Ya no está.


 Lena

 

 

Álex no ha regresado cuando Raven, Tack, Julián y yo volvemos a la casa de seguridad. Julián se ha recuperado e insiste en que puede andar, pero Tack, de todos modos, le pasa un brazo por los hombros. Julián camina de modo vacilante y sigue sangrando profusamente. En cuanto llegamos a la casa, Bram y Hunter charlan muy excitados sobre lo que ha sucedido, hasta que les lanzo la mirada más iracunda que puedo. Coral se asoma al umbral parpadeando con aire soñoliento, cubriéndose el estómago con un brazo.
Cuando terminamos de limpiar las heridas de Julián, Álex no ha vuelto.
—Rota —comenta Julián con voz espesa haciendo una mueca cuando Raven le pasa un dedo por el puente de la nariz. Y tampoco ha vuelto cuando todos, por fin, nos tumbamos en nuestros colchones con nuestras finas mantas y hasta Julián consigue dormir, respirando ruidosamente por la boca.
Cuando nos despertamos, Álex ya ha regresado y se ha ido de nuevo. Sus cosas no están, tampoco una botella de agua y uno de los cuchillos.
No ha dejado nada más que una nota, que encuentro pulcramente doblada bajo una de mis zapatillas.
La historia de Salomón es la única forma que conozco de explicarlo.
Y luego, con letra más pequeña:
Perdóname.


 Hana

 

 

Quedan trece días para la boda. Los regalos ya han empezado a llegar: cuencos de sopa y pinzas para servir la ensalada, jarrones de cristal, montañas de ropa blanca, toallas bordadas con nuestras iniciales, y cosas que hasta ahora no sabía nombrar: terrinas, ralladores, morteros. Este es el lenguaje de la vida adulta, la vida de casada, y me resulta totalmente extraño.
Doce días.
Me siento frente a la tele y escribo tarjetas de agradecimiento. Estos días, mi padre deja al menos un televisor encendido todo el tiempo. Me pregunto si se deberá en parte a que quiere demostrar que podemos permitirnos despilfarrar electricidad.
Fred sale en pantalla, me parece que es la décima vez hoy. Su cara tiene un tono anaranjado por el maquillaje. El sonido está desconectado, pero sé lo que dice. Los noticieros han estado informando una y otra vez sobre el anuncio en torno al Ministerio de Energía y Electricidad, y sobre los planes de Fred para la Noche Negra.
En la noche de nuestra boda, un tercio de las familias de Portland, cualquiera de quien se sospeche que es simpatizante o miembro de la Resistencia, se verá sumido en la oscuridad.
Las luces arden y brillan para quienes obedecen; los otros habitarán en las sombras todos los días de su vida (Manual de FSS, Salmo 17). Fred ha usado esa cita en su discurso.
Muchas gracias por las servilletas de lino rematadas de encaje Son exactamente lo que yo habría elegido.
Muchas gracias por el azucarero de cristal. Quedará perfecto sobre la mesa del comedor.
Suena el timbre de la puerta. Oigo que mi madre se dirige a abrir y el murmullo amortiguado de voces. Un minuto después, entra en la sala, acalorada, con aire agitado.
—Fred —dice en el momento en que él entra en el cuarto tras ella.
—Gracias, Evelyn —dice con voz crispada, y ella lo toma como una indicación para dejarnos a solas. Cierra la puerta por fuera.
—Hola —me pongo de pie, deseando no haberme puesto una camiseta vieja y unos gastados pantalones cortos. Fred lleva vaqueros oscuros y una camisa blanca remangada. Siento que sus ojos me examinan: mi pelo sucio, el dobladillo roto de los pantalones, la cara lavada—. No te esperaba.
No dice nada. En este momento hay dos Fred que me miran, el de la pantalla y el de verdad. El de la pantalla sonríe, se inclina hacia delante, simpático y relajado. El de verdad está de pie, tenso, mirándome fijamente.
—¿Pasa… pasa algo? —digo cuando el silencio se extiende durante varios segundos. Cruzo la sala y apago la tele, en parte para no tener que ver a Fred mirándome y en parte porque no soporto ver a más de un Fred.
Cuando me vuelvo, contengo la respiración. El se ha acercado en silencio, y en este momento está de pie a muy poca distancia, con la cara blanca de furia. Nunca antes le he visto así.
—¿Qué…? —empiezo a decir, pero me interrumpe.
—¿Qué demonios es esto?
Se lleva la mano a la chaqueta y saca un sobre marrón doblado y lo tira en el cristal de la mesita de café. El movimiento hace que varias fotos se salgan del sobre y se extiendan por la mesa en abanico.
Ahí estoy, congelada, detenida por la lente de la cámara. Clic. Caminando con la cabeza baja junto a una casa destartalada, la de los Tiddle en Deering Highlands, con la mochila vacía colgada al hombro. Clic. Desde atrás: saliendo de una masa de vegetación, alzando el brazo para apartar una rama baja. Clic. Dándome la vuelta, sorprendida, recorriendo con la mirada el bosque situado detrás de mí, a la busca del origen del sonido, un ruido suave de algo que se mueve, el clic.
—¿Quieres explicarme —pregunta Fred con frialdad— qué hacías en Deering Highlands el sábado?
Una oleada de cólera me atraviesa, y también de miedo. Lo sabe.
—¿Has hecho que me sigan?
—No te creas tan importante —dice en el mismo tono monocorde—. Hugo Bradley es amigo mío. Trabaja para el Daily. Estaba haciendo un encargo y te vio dirigirte a Highlands. Por supuesto, le entró curiosidad —su mirada se ha oscurecido. Tiene el color del cemento húmedo—. ¿Qué estabas haciendo?
—Nada —digo rápidamente—. Estaba explorando.
—Explorando… —Fred, prácticamente, escupe la palabra—. ¿Entiendes, Hana, que Highlands es un barrio condenado?
¿Tienes idea del tipo de gente que vive allí? Delincuentes Gente infectada. Simpatizantes y rebeldes. Se apoderan de esas casas como las cucarachas.
—Yo no estaba haciendo nada —insisto. Ojalá no se pusiera tan cerca. De pronto, temo que pueda oler el miedo, las mentiras, como lo hacen los perros.
—Pero estabas allí —dice Fred—. Eso ya es suficientemente malo —aunque nos separan apenas unos pocos centímetros, se mueve hacia delante. Inconscientemente, retrocedo y me choco con el televisor, que está detrás de mí—. Acabo de declarar públicamente que no vamos a tolerar más desobediencia civil. ¿Te das cuenta de la impresión que causaría si la gente se entera de que mi prometida se pasea a escondidas por Deering Highlands? —se acerca más aún. Ya no me queda sitio para retroceder, y me obligo a quedarme muy quieta. Entrecierra los ojos—. Pero quizá era ese el objetivo. Estás intentando avergonzarme. Fastidiar mis planes. Hacerme quedar como un tonto.
La esquina del aparato se me clava en la parte trasera de los muslos.
—Lo siento, Fred —digo—, pero no todo lo que hago tiene que ver contigo. De hecho, la mayor parte de las cosas tienen que ver conmigo.
—Muy lista —responde.
Durante un instante nos quedamos así, mirándonos el uno al otro. Se me ocurre la idea más tonta. Cuando a Fred y a mí nos emparejaron, ¿dónde estaba este núcleo duro y frío?, ¿dónde se mencionaba entre sus cualidades y características?
Fred retrocede unos centímetros y yo me permito respirar.
—Las cosas van a ir muy mal si vuelves allí —dice.
Me obligo a mirarle a los ojos.
—¿Eso es una advertencia o una amenaza?
—Es una promesa —su boca se curva en una pequeña sonrisa—. Si no estás conmigo, estás contra mí. Y la tolerancia no es una de mis virtudes. Cassie te lo podría confirmar, pero me temo que últimamente no tiene mucha gente con quien hablar.
Se ríe como un ladrido.
—¿Qué… qué quieres decir?
Ojalá pudiera hablar sin que me temblara la voz.
Entorna los ojos. Yo contengo el aliento. Durante un instante me da la sensación de que va a admitirlo: lo que le hizo, dónde está. Pero simplemente dice:
—No voy a permitir que eches a perder algo por lo que he luchado tanto. Vas a hacer lo que yo te diga.
—Soy tu prometida —digo—. No tu perro.
Sucede a la velocidad del rayo. Se acerca hasta mí y me pone la mano en torno a la garganta y me deja sin respiración. El pánico, pesado y negro, se asienta en mi pecho. La saliva se me acumula en la garganta. No puedo respirar.
Los ojos de Fred, fríos e impenetrables, bailan ante mí.
—Tienes razón —dice. En este momento se muestra totalmente calmado mientras aprieta los dedos alrededor de mi garganta. Mi visión se encoge hasta un único punto: esos ojos. Durante un instante, todo se vuelve oscuro, un parpadeo, y luego ahí está él, mirándome fijamente, hablándome con esa voz como de canción de cuna—. Tú no eres mi perro.
Pero aun así vas a aprender a saltar cuando yo te lo diga. Aún así vas a aprender a obedecer.
—¿Hola? ¿Hay alguien en casa?
La voz llega desde el recibidor. Al momento, Fred me suelta Trago aire y enseguida empiezo a toser. Me arden los ojos Los pulmones tartamudean en mi pecho, intentando aspirar más aire.
—¿Hola?
Se abre la puerta y entra en la sala Debbie Sayer, la peluquera de mi madre.
—¡Ay! —dice, y se detiene. Se pone colorada cuando nos ve a Fred y a mí—. Alcalde Hargrove —dice—. No quería interrumpir…
—No nos has interrumpido —dice Fred—. Ya me iba.
—Teníamos hora —añade Debbie, insegura. Me mira. Yo me paso la mano por los ojos, están húmedos—. Íbamos a hablar de peinados para la ceremonia… No me habré equivocado con la hora, ¿verdad?
La boda: en este momento parece algo absurdo, una broma de mal gusto. Este es mi camino: casarme con este monstruo, que es capaz de sonreír en un momento y apretarme la garganta al siguiente. Siento que los ojos se me llenan de lágrimas y me tapo con las palmas apretando los párpados, haciendo un esfuerzo para que caigan.
—No —tengo la garganta en carne viva—. Tienes razón.
—¿Estás bien? —me pregunta Debbie.
—Hana tiene alergias —responde Fred con fluidez, antes de que yo pueda hacerlo—. Le he dicho mil veces que pida una receta… —alarga la mano y toma la mía, me aprieta los dedos con mucha fuerza, pero ella no se da cuenta—. Es muy cabezona.
Retira la mano. Me llevo los dedos doloridos a la espalda y los flexiono, aún luchando contra las ganas de llorar.
—Mañana nos vemos —dice Fred lanzándome una sonrisa—. No te has olvidado del cóctel, ¿verdad?
—No me he olvidado —digo negándome a mirarle.
—Bien —cruza la sala. En el vestíbulo, oigo que comienza a silbar.
En cuanto él se va, Debbie se pone a charlar.
—Tienes tanta suerte… Henry, mi pareja, ya sabes, tiene una cara que parece que se la hubiera aplastado una roca —se ríe—. Pero para mí es una buena pareja. Somos partidarios acérrimos de tu esposo, o de tu futuro esposo, supongo que debería decir. Le apoyamos mucho.
Coloca un secador, dos cepillos y una bolsa transparente con horquillas, todo en fila sobre las tarjetas de agradecimiento y las fotos, en las que no se ha fijado.
—¿Sabes? Henry conoció a tu futuro marido hace muy poco, en un acto de recogida de fondos. ¿Dónde habré dejado la laca?
Cierro los ojos. Quizá todo esto es solo un sueño: Debbie, la boda, Fred. Quizá me despierte y sea el verano pasado, o hace dos veranos, o cinco, antes de que todo esto fuera real.
—Sabía que iba a ser un gran alcalde. No me caía mal Hargrove padre, y estoy segura de que lo hizo lo mejor que pero si quieres mi opinión, era un poco blando. De verdad quería desmantelar las Criptas… —mueve la cabeza—. Lo que yo digo es que los enterremos allí para que se pudran.
De repente, me doy cuenta de lo que acabo de escuchar.
—¿Cómo has dicho?
Ella continúa con su cepillo, tirando de aquí y de allá,
—No me entiendas mal: Hargrove padre me caía bien. Pero creo que se equivocaba con cierto tipo de gente.
—No, no —trago saliva—. ¿Qué has dicho después de eso?
Tira de mi barbilla hacia arriba con brusquedad y me mira con detalle.
—Bueno, yo creo que deberían pudrirse en las Criptas. Los delincuentes, quiero decir, y los enfermos.
Empieza a rizarme el pelo, haciendo pruebas para ver cómo queda.
Tonta, qué tonta he sido.
—Y cuando una piensa en cómo murió…
El padre de Fred murió el 12 de enero, el día de los incidentes, debido a la explosión de las bombas en las Criptas. La fachada este del edificio saltó por los aires; de pronto, los prisioneros se encontraron en celdas sin paredes, en patios sin vallas.
Hubo una insurrección masiva. El padre de Fred acudió con la policía e intentó restaurar el orden.
Me llegan las ideas rápida y bruscamente, como una nevada abundante, de modo que se forma una pared blanca que no puedo escalar ni rodear.
Barbazul mantenía una habitación cerrada con llave, un lugar secreto donde ocultaba a sus esposas… Cuartos cerrados, pesados cerrojos, mujeres que se pudren en cárceles de piedra…
Posible. Es posible. Encaja. Eso explicaría la nota, y por qué ella no estaba en el sistema COIE. Puede que la invalidaran. A algunos presos los invalidan. Su identidad, su historia, se borra toda su vida. Paf. Con un sencillo golpe de tecla, una puerta metálica se cierra, y es como si nunca hubiera existido.
Debbie sigue dándole a la lengua:
—Que sea en buena hora es lo que digo yo, y deberían estar agradecidos de que no los matemos allí mismo. ¿Has oído lo que ha pasado en Waterbury?
Se ríe y el sonido retumba en la sala. En mi cabeza estallan pequeñas explosiones de dolor.
El sábado por la mañana, en una hora nada más, un enorme campamento de miembros de la Resistencia situado a las afueras de Waterbury fue borrado del mapa. Solo unos pocos de nuestros soldados resultaron heridos.
Debbie vuelve a ponerse seria.
—¿Sabes una cosa? Creo que es mejor la luz del piso de arriba, en el cuarto de tu madre. ¿No crees?
Yo me muestro de acuerdo y, antes de que me dé cuenta, me pongo también en movimiento. Subo las escaleras como flotando por delante de ella. Dirijo la marcha hacia el dormitorio de mi madre como si me deslizara, como si estuviera soñando, o muerta.


 Lena

 

 

Con la marcha de Álex, se apodera de nosotros una sensación de embotamiento. Estaba causando problemas, pero seguía siendo uno de nosotros, uno del grupo, y creo que todos, salvo Julián, lamentan haberle perdido.
Me muevo como aturdida. A pesar de todo, me consolaba su presencia, verle, saber que estaba a salvo. Ahora que se ha ido solo, ¿quién sabe lo que puede pasarle? Ya no es mío para perderlo, pero el dolor de la pérdida está ahí, la sensación de incredulidad.
Coral está pálida y silenciosa, siempre con los ojos muy abiertos. No llora. Tampoco come mucho.
Tack y Hunter hablaron de ir en busca de Álex, pero enseguida Raven les hizo ver lo absurdo de la idea. Sin duda llevaba muchas horas de ventaja: una persona sola, que se mueve rápidamente a pie, es más difícil de rastrear que un grupo. Sería una pérdida de tiempo, de recursos, de energía.
—No hay nada que podamos hacer —dijo, con cuidado de no mirarme a la cara—, solo dejar que se vaya.
Y eso es lo que hacemos. De pronto no hay lámparas suficientes que puedan acabar con las sombras que a menudo se interponen entre nosotros, las siluetas de otras personas y otras vidas perdidas en la Tierra Salvaje, en este mundo dividido en dos. No puedo evitar pensar en el campamento, y en Pippa, y en la fila de soldados que vimos avanzando por los bosques.
Ella dijo que había que esperar a que la Resistencia contactara con nosotros en un periodo de tres días, pero el tercero llega lentamente a la noche sin que haya aparecido nadie.
Cada día nos volvemos un poco más locos. No es ansiedad exactamente. Tenemos comida suficiente, y ahora que Tack y Hunter han encontrado un arroyo cercano, suficiente agua. La primavera ha llegado: los animales salen y hemos empezado a colocar las trampas con buenos resultados.
Pero estamos completamente aislados, no sabemos lo que ha pasado en Waterbury ni lo que está ocurriendo en el resto del país. Es demasiado fácil imaginar, mientras otra mañana más pasa como una suave ola por encima de los robles viejos y altísimos, que somos los únicos que quedamos en el mundo.
Ya no puedo soportar más estar dentro, bajo tierra. Cada día, después de comer lo que hayamos conseguido reunir, elijo una dirección y me pongo a caminar, intentando no pensar en Álex y en el mensaje que me dejó, y dándome cuenta de que no puedo pensar en otra cosa.
Hoy me dirijo al este. Es uno de mis momentos favoritos del día: ese perfecto instante cuando la luz es casi líquida, como un chorro de sirope. Sin embargo, no puedo librarme del nudo de infelicidad que llevo en el pecho. No puedo quitarme de la cabeza la idea de que el resto de nuestra vida va a ser así: huir y esconderse, y perder las cosas que amamos, y cobijarnos bajo tierra y sobrevivir buscando comida y agua.
La marea no va a cambiar. Nunca marcharemos de vuelta a las ciudades, triunfantes, gritando nuestra victoria por las calles. Simplemente, nos partiremos el lomo para buscar alimento aquí hasta que no quede alimento por el que partirse el lomo.
La historia de Salomón. Es extraño que Álex eligiera esa historia, de entre todas las que hay en el Manual de FSS, cuando esa era la que me obsesionaba tanto tras enterarme de que estaba vivo. ¿Pudo haberlo sabido de algún modo? ¿Podía saber él que yo me sentía justo como aquel pobre bebé cortado en dos?
¿Estaba intentando decirme que él se sentía igual?
No. Él me dijo que nuestro pasado juntos, y lo que habíamos compartido, estaba muerto. Me dijo que nunca me había amado.
Sigo caminando por el bosque, sin ser apenas consciente de adonde me dirijo. Las preguntas en mi cabeza son como una marea, que me lleva de vuelta una y otra vez a los mismos sitios.
La historia de Salomón. El juicio de un rey. Un bebé cortado en dos y una mancha de sangre que penetra en el suelo…
En cierto momento, me doy cuenta de que no tengo ni idea de cuánto tiempo llevo deambulando ni de a qué distancia está la casa de seguridad. Tampoco he prestado atención al paisaje, un error de novata. Grandpa, uno de los inválidos más ancianos del hogar de Rochester, nos contaba historias de los duendecillos que supuestamente vivían en la Tierra Salvaje y se dedicaban a cambiar de sitio árboles, rocas y ríos, solo para confundir a la gente. Ninguno de nosotros lo creía de veras, pero el mensaje era cierto: la Tierra Salvaje es un caos, un laberinto cambiante que te puede desorientar y hacer que te pierdas.
Comienzo a volver sobre mis pasos, buscando sitios donde mis pies hayan dejado huellas en el barro, señales de vegetación aplastada. Me obligo a desterrar de mi mente cualquier pensamiento sobre Álex. Es demasiado fácil perderse en el bosque: si no tienes cuidado, te puede tragar para siempre.
Veo un rayo de luz solar entre los árboles: el arroyo. Justo ayer vine a coger agua y, desde ese punto, seguro que puedo orientarme para regresar. Pero primero, un baño rápido. A estas alturas estoy sudando.
Me abro paso entre las últimas matas hasta salir a una orilla amplia, de hierba y cantos, bañada por el sol.
Me detengo.
Hay alguien más ahí: una mujer, agachada, a unos quince metros más abajo en la orilla opuesta, con las manos sumergidas en el agua. Tiene la cabeza baja y todo lo que veo es una mata de pelo gris veteado de blanco. Durante un instante barajo la posibilidad de que sea reguladora, o soldado, pero incluso desde esta distancia me doy cuenta de que su ropa no es un uniforme. La mochila que tiene a su lado es vieja y está remendada, su camiseta tiene manchas amarillas de sudor.
Un hombre al que no veo dice algo que no entiendo, y ella contesta sin alzar la vista:
—Solo un minuto más.
Mi cuerpo se pone tenso, me paralizo. Conozco esa voz.
Saca del agua un trozo de tela, una prenda que ha estado lavando, y se pone de pie. Cuando lo hace, me quedo sin respiración. Sostiene la tela tensa entre las dos manos y le da la vuelta rápidamente; luego al revés, con la misma velocidad. El movimiento provoca un remolino de agua en la orilla.
Y de repente vuelvo a tener cinco años, estoy en el lavadero, en Portland, escucho el borboteo gutural del agua jabonosa que se va lentamente por el desagüe, la miro hacer lo mismo con nuestras camisas, nuestra ropa interior, observo las salpicaduras del agua en las paredes de azulejo, la miro mientras se vuelve y, clip, clip, cuelga la ropa con pinzas en los tendederos que cruzan nuestro techo y luego se gira otra vez me sonríe, tarareando para sí misma…
Jabón de lavanda. Lejía. Camisetas que escurren y agua que cae al suelo. Es este momento. Estoy allí.
Ella está aquí.
Me ve y se queda paralizada. Durante un instante, no dice nada y me da tiempo a darme cuenta de lo diferente que es del recuerdo que tengo de ella. Ahora tiene un aspecto mucho más duro, la cara afilada, con muchas líneas y ángulos. Pero por detrás detecto otro rostro, como una imagen que ronda justo bajo la superficie del agua, una boca redonda y sonriente, pómulos altos, ojos chispeantes.
Por fin dice:
—Magdalena.
Yo trago aire. Abro la boca.
Digo:
—Mamá.
Durante un interminable minuto nos quedamos así, mirándonos fijamente la una a la otra, mientras el pasado y el presente siguen convergiendo y separándose: mi madre entonces, mi madre ahora.
Hace ademán de decir algo. Justo en ese momento, dos hombres salen deprisa de entre los árboles, en mitad de una conversación. En cuando me ven, alzan las armas.
—Esperad —dice mi madre con severidad levantando una mano—. Está con nosotros.
No respiro. Suelto aire mientras los hombres bajan las armas. Mi madre sigue mirándome en silencio, asombrada y quizá algo más. ¿Tiene miedo?
—¿Quién eres? —pregunta uno de los hombres. Tiene el pelo rojo, lustroso, veteado de blanco. Parece un enorme gato anaranjado—. ¿Con quién estás?
—Me llamo Lena —milagrosamente, no me tiembla la voz. Mi madre hace una mueca de dolor. Ella siempre me llamaba Magdalena, y no le gustaba acortar mi nombre. Me pregunto por qué sigue molestándole después de todo este tiempo—. He venido de Waterbury con más gente.
Espero que mi madre diga o haga algo para indicar que nos conocemos, que soy su hija, pero no lo hace. Intercambia una mirada con sus dos compañeros.
—¿Estás con Pippa? —pregunta el hombre pelirrojo.
Muevo la cabeza.
—Pippa se quedó —digo—. Nos indicó cómo venir hasta aquí, hasta la casa de seguridad. Nos dijo que vendría la Resistencia.
El otro hombre, que es moreno y enjuto, se ríe brevemente mientras se echa el rifle al hombro.
—Esto es la Resistencia —dice—. Yo soy Cap. Este es Max —señala con el dedo al hombre gato—, y esta es Bee —señala con la cabeza a mi madre.
Bee. Mi madre se llama Annabel. El nombre de esta mujer es Bee. Mi madre siempre se estaba moviendo. Mi madre tenía manos suaves que olían a jabón y una sonrisa como el primer rayo de sol que se asomaba sobre un césped recortado.
No sé quién es esta mujer.
—¿Vas de vuelta hacia la casa? —pregunta Cap.
—Sí —consigo decir.
—Te seguimos dice haciendo una media reverencia que teniendo en cuenta donde estamos, parece bastante irónica Siento que mi madre me mira otra vez, pero en cuanto le devuelvo la mirada, aparta la vista.
Caminamos hasta la casa en silencio, aunque Max y Cap intercambian unas pocas palabras aisladas, casi todas en un código que no puedo comprender. Mi madre, Annabel, Bee, está callada.
A medida que nos acercamos, voy ralentizando el paso sin darme cuenta, desesperada por alargar el trayecto, deseando que mi madre diga algo, que me reconozca.
Pero alcanzamos demasiado pronto la maltrecha caseta y la escalera que lleva al subterráneo. Me quedo atrás y permito que Max y Cap pasen delante. Espero que mi madre también pille la indirecta y se quede un momento, pero ella simplemente sigue a Cap hasta abajo.
—Gracias —dice suavemente al pasar junto a mí.
Gracias.
Ni siquiera soy capaz de enfadarme. Me siento demasiado aturdida, demasiado pasmada por su aparición: esta mujer espejismo con la cara de mi madre. Mi cuerpo es como un vacío; mis manos y mis pies, enormes, como globos, como si pertenecieran a otra persona. Observo las manos que avanzan a tientas por la pared, veo los pies que bajan las escaleras con un ruido, clop, clop, clop.
Durante un instante me quedo al pie de la escalera, desorientada. En mi ausencia, han vuelto todos. Tack y Hunter hablan a la vez, contestando preguntas; Julián se levanta de una silla en cuanto me ve; Raven se mueve presurosa por el cuarto organizando, dando ordenes.
Y en mitad de todo ello, mi madre, que se quita la mochila y se sienta en una silla moviéndose con una elegancia de la que no es consciente. Todo el mundo se aparta como en un revoloteo de excitación, como polillas que giran alrededor de una llama, borrones indiferentes a contraluz. Hasta el cuarto parece distinto ahora que ella está en él.
Esto debe de ser un sueño. Tiene que serlo. Un sueño sobre mi madre que no es de verdad mi madre, sino otra persona.
—Hola, Lena —Julián me acaricia la barbilla con las dos manos y se inclina para darme un beso. Sigue teniendo los ojos hinchados y amoratados. Automáticamente le beso—. ¿Estás bien?
Se separa de mí y yo, deliberadamente, evito su mirada.
—Sí —le digo—. Ya te lo explicaré más tarde.
Se ha quedado atrapada en mi pecho una burbuja de aire que me dificulta hablar o respirar.
No lo sabe. Nadie lo sabe, excepto Raven y puede que Tack. Ellos ya han trabajado antes con Bee.
En este momento, mi madre no me mira en absoluto. Acepta una taza de agua de Raven y se pone a beber. Y solo eso, ese movimiento minúsculo, hace que el enfado se desencadene en mi interior.
—Hoy he matado un ciervo —cuenta Julián—. Tack lo ha visto en mitad del claro. Yo no me lo creía, pero…
—Me alegro por ti —le interrumpo—. Has apretado un gatillo.
Julián parece dolido. Llevo días portándome mal con él. Ese el problema: eliminas la cura y las cartillas y los códigos, y te quedas sin reglas que obedecer. El amor llega sólo en destellos.
—Es comida, Lena —dice suavemente—. ¿No me has dicho siempre que esto no era un juego? Yo estoy jugándomelo todo para siempre —hace una pausa—. Para quedarme.
Recalca esta última parte, y sé que está pensando en Álex y entonces no puedo evitar pensar yo también en él.
Tengo que seguir en movimiento, encontrar mi equilibrio, salir de este cuarto sofocante.
—Lena —Raven aparece a mi lado—. Ayúdame a preparar algo de comida, ¿vale?
Esta es la regla de Raven. Mantente ocupada. Sigue haciendo lo que haga falta. Ponte de pie.
Abre una lata. Saca agua.
Haz algo.
La sigo automáticamente hasta el fregadero.
—¿Se sabe algo del campamento de Waterbury? —pregunta Tack.
Durante un momento hay silencio. Mi madre es quien habla:
—Desaparecido —dice simplemente.
Raven, sin darse cuenta, corta con demasiada fuerza una tira de carne seca y aparta el dedo, jadeando y chupándoselo.
—¿Qué quieres decir con desaparecido? —la voz de Tack tiene un tono severo.
—Borrado —esta vez habla Cap—. Barrido del mapa.
—¡Dios mío! —Hunter se sienta pesadamente en una silla. Julián está de pie perfectamente rígido, tieso, con las manos apretadas El gesto de Tack se ha vuelto frío. Mi madre, la mujer que era mi madre, está sentada con las manos juntas sobre el regazo, inmóvil, sin expresión. Solo Raven sigue moviéndose, envolviéndose el dedo herido con un trapo de cocina, cortando la carne seca, una y otra vez, una y otra vez.
—¿Y ahora qué? —pregunta Julián con la voz tensa.
Mi madre alza la mirada. Algo antiguo y profundo se mueve en mi interior. Sus ojos siguen teniendo el azul que yo recuerdo, inalterado, como un cielo al que caer. Como los ojos de Julián.
—Tenemos que movernos —dice—. Proporcionar apoyo donde pueda servir. La Resistencia continúa uniendo fuerzas, aunando a más gente…
—¿Y qué pasa con Pippa? —estalla Hunter—. Pippa nos dijo que la esperáramos. Dijo…
—¡Hunter! —dice Tack—. Ya has oído lo que ha dicho Cap —baja la voz—. Barrido.
Hay otro momento de pesado silencio. Veo un músculo que se mueve en la mandíbula de mi madre, un nuevo tic. Cuando ella se vuelve, observo el desvaído número verde que lleva tatuado en el cuello, justo bajo la atroz avalancha de irritadas cicatrices, resultado de todas sus operaciones fallidas. Pienso en todos los años que pasó en su diminuta celda sin ventanas en las Criptas, erosionando poco a poco las paredes con el colgante metálico que mi padre le había regalado, grabando la palabra amor interminablemente en la piedra. Y ahora, en este momento, tras menos de un año de libertad, ha ingresado en la Resistencia. Más que eso. Está en el núcleo de la organización.
No conozco a esta mujer en absoluto; no sé cómo se ha convertido en lo que es, o cuándo empezó a temblarle la mandíbula y su pelo empezó a volverse gris, y ella empezó a ponerse un velo sobre los ojos y a evitar la mirada de su hija.
—Bueno, entonces ¿adonde vamos? —pregunta Raven.
Max y Cap se intercambian una mirada.
—Algo se está moviendo por el norte —dice Max—. En Portland.
—¿Portland? —repito la palabra aunque no tenía intención de hablar. Mi madre alza la mirada hacia mí y me da la sensación de que tiene miedo. Luego la baja.
—Es la ciudad de la que procedes, ¿no? —me pregunta Raven.
Me apoyo en el fregadero, cierro los ojos un instante y me llega una imagen de mi madre en la playa, corriendo por delante de mí, riendo, levantando arena oscura, con un amplio vestido verde que le revoloteaba en los tobillos. Abro los ojos de nuevo rápidamente y consigo asentir con la cabeza.
—No puedo volver allí.
Me salen las palabras con más fuerza de la que quería y todo el mundo se vuelve a mirarme.
—Si vamos a algún sitio, iremos todos juntos —dice Raven.
—Hay un gran movimiento clandestino en Portland —dice Max—. La red está creciendo, no ha dejado de hacerlo desde los incidentes. Aquello fue tan solo el principio. Lo que suceda después… —mueve la cabeza, los ojos brillantes—. Va a ser algo grande.
—Yo no puedo ir —repito—, y no lo haré.
Me vuelven los recuerdos a toda velocidad: Hana que corre junto a mí por Back Cove, con las zapatillas hundiéndose en el barro; los fuegos artificiales del 4 de julio en la bahía, que envían tentáculos de luz por encima del agua; Álex y yo, tumbados, riendo, sobre la manta en la casa del número 37 de la calle Brooks; Grace, que tiembla a mi lado en el dormitorio de la casa de tía Carol y me abraza por la cintura con sus bracitos delgados, huele a chicle de uva. Capas y capas de recuerdos, una vida que he procurado enterrar y matar, un pasado que estaba muerto, como siempre ha dicho Raven, pero que ahora surge de pronto y amenaza con hundirme.
Y con los recuerdos llega el sentimiento de culpa, otra emoción que he intentado hacer desaparecer con todas mis fuerzas. Los abandoné: a Hana y a Grace, también a Álex. Los abandoné y me eché a correr, y nunca miré atrás.
—No te corresponde a ti decidir —dice Tack.
Raven dice:
—No seas niña, Lena.
Normalmente, cuando los dos se unen contra mí, yo me achanto. Pero hoy no. Aplasto el sentimiento de culpa con un puñado de ira. Todo el mundo me mira fijamente, pero siento los ojos de mi madre como una quemadura, su curiosidad impasible, como si yo fuera un espécimen de museo, una herramienta antigua y extraña cuya utilidad está intentando deducir.
—Yo no voy a ir —dejo caer el abrelatas en la encimera, con demasiada fuerza.
—¿Se puede saber qué te pasa? —dice Raven en voz baja. Pero se ha hecho tal silencio en el cuarto que estoy segura de que todo el mundo lo oye.
Tengo la garganta tan tensa que casi no puedo tragar. Me doy cuenta, de pronto, de que estoy a punto de llorar.
—Pregúntale a ella —consigo decir alzando la barbilla en dirección a la mujer que se llama a sí misma Bee.
Se produce otro momento de silencio. En ese instante, todos los ojos se vuelven hacia mi madre. Al menos tiene aspecto de culpabilidad, sabe que es una impostora. Esta mujer que quiere encabezar una revolución en nombre del amor y no es capaz siquiera de reconocer a su propia hija.
Justo entonces, Bram baja silbando por las escaleras. Lleva un cuchillo grande manchado de sangre: ha debido estar destazando el ciervo. También tiene la camiseta manchada. Se para cuando nos ve ahí de pie, en silencio.
—¿Qué pasa? —pregunta—. ¿Qué me he perdido? —y después, al ver a mi madre, Cap y Max—: ¿Quiénes sois vosotros?
Ver toda esa sangre hace que se me revuelva el estómago. Somos asesinos, todos nosotros. Matamos nuestra vida, nuestro yo, las cosas que nos importaban. Lo enterramos todo bajo consignas y excusas. Antes de romper a llorar, me aparto bruscamente del fregadero y paso junto a Bram con tanta furia que suelta una exclamación de sorpresa. Echo a correr escaleras arriba y salgo al exterior, al aire libre y a la tarde cálida y al sonido ronco de los bosques que se abren a la primavera.
Pero incluso fuera siento claustrofobia. No hay adonde huir. No hay forma de escapar a la sensación aplastante de pérdida, al interminable cansancio del tiempo que separa de mí a las personas y las cosas que he amado.
Hana, Grace, Álex, mi madre, las mañanas de Portland con el aire cargado de espuma salada del mar y los gritos lejanos de las gaviotas que revoloteaban en círculos, todo roto, hecho añicos, alojado en algún sitio profundo, imposible librarse de todo eso.
Quizá, después de todo, ellos tuvieran razón sobre la cura. No soy más feliz ahora de lo que era cuando creía que el amor era una enfermedad. En muchos aspectos, soy más infeliz.
Solo consigo alejarme unos minutos de la casa antes de dejar de luchar contra la presión que siento en los ojos. Mis primeros sollozos son convulsiones, y me traen un regusto a bilis. Me dejo llevar por completo. Me hundo entre la maleza y el musgo, coloco la cabeza entre las piernas y lloro hasta quedarme sin respiración, hasta que escupo en las hojas que hay bajo mis pies. Lloro por todo lo que he abandonado y porque yo también he sido abandonada: por Álex, por mi madre, por el tiempo que partió en dos nuestro mundo y nos separó.
Oigo pasos a mi espalda y sé, sin volverme, que será Raven.
—Vete —digo. Mi voz suena espesa. Me paso el dorso de la mano por las mejillas y la nariz.
Pero es mi madre quien responde:
—Estás enfadada conmigo —dice.
Dejo de llorar al instante. Todo mi cuerpo se queda quieto y frío. Ella se agacha a mi lado y, aunque tengo cuidado de no alzar la vista, de no mirarla en absoluto, puedo sentirla, puedo oler el sudor de su piel y oír el ritmo irregular de su respiración.
—Estás enfadada conmigo —repite, y su voz se quiebra un poco—. Crees que no me importas.
Su voz es igual. Durante años me imaginé una y otra vez esa voz pronunciando las palabras prohibidas. Te amo. Recuerda. Eso no pueden quitártelo. Sus últimas palabras antes de irse.
Avanza y se agacha junto a mí. Duda, luego alarga el brazo y coloca la palma de su mano en mi mejilla y presiona de forma que tengo que mirarla. Siento los callos en sus dedos.
En sus ojos me veo reflejada en miniatura y regreso por el túnel del tiempo hasta un momento anterior a que ella se fuera, antes de creer que se había ido para siempre, cuando sus ojos me daban la bienvenida a cada nuevo día y me acompañaban cada noche, hasta el sueño.
—Eres incluso más hermosa de lo que imaginaba —susurra. Ella también está llorando.
La dura coraza de mi interior se rompe.
—¿Por qué? —es todo lo que se me ocurre. Sin intención y sin pensar siquiera en ello, permito que me estreche contra su pecho, que me envuelva en sus brazos. Lloro en el hueco entre sus clavículas, inhalando el olor de su piel que me sigue siendo familiar.
Hay tantas cosas que tengo que preguntarle: ¿Qué te sucedió en las Criptas? ¿Cómo permitiste que te llevaran? ¿Dónde fuiste? Pero todo lo que puedo decir es:
—¿Por qué no viniste a por mí? Después de todos aquellos años, después de todo aquel tiempo, ¿por qué no viniste?
Luego ya no puedo hablar más, los sollozos se vuelven estremecimientos.
—Chist —presiona sus labios sobre mi frente y me acaricia el pelo, como solía hacer cuando yo era niña. Soy otra vez un bebé en sus brazos, indefenso y necesitado—. Ahora estoy aquí.
Me frota la espalda mientras lloro. Lentamente, siento que la oscuridad me abandona, como llevada por el movimiento de su mano. Por fin puedo volver a respirar. Me arden los ojos y tengo la garganta dolorida, en carne viva. Me aparto de ella, limpiándome los ojos con la mano, sin que me importe la agüilla que me cae de la nariz.
De repente me siento agotada, demasiado cansada para sentirme herida, demasiado cansada para enfadarme. Quiero dormir, y dormir.
—Nunca he dejado de pensar en ti —dice mi madre—. He pensado en ti cada día, en ti y en Rachel.
—Rachel fue curada —digo. El agotamiento es algo pesado, una manta que aplasta cada sentimiento—. La emparejaron y se fue. Y tú dejaste que yo pensara que estabas muerta. Todavía seguiría pensándolo si…
Si no hubiera sido por Alex, pienso, pero no lo digo. Por supuesto, mi madre no conoce la historia de Álex. No conoce ninguna de mis historias.
Mi madre aparta la mirada. Durante un instante me parece que va a ponerse a llorar otra vez. Pero no lo hace.
—Cuando estaba en ese lugar lejano, pensar en vosotras, mis dos hermosas hijas, era lo único que me hacía seguir. Era lo único que me impedía volverme loca.
Su voz posee un filo, un trasfondo de furia, y me acuerdo de cuando estuve en las Criptas con Álex: la asfixiante oscuridad y los ecos de gritos inhumanos, el olor del Pabellón Seis, las celdas como jaulas.
Yo insisto, testaruda.
—Para mí fue duro también. No tenía a nadie. Y podrías haber venido a buscarme cuando te escapaste. Podrías habérmelo dicho… —se me quiebra la voz y trago saliva—. Cuando me encontraste en Salvamento… estábamos muy cerca. Me podrías haber mostrado tu cara, podrías haber dicho algo…
—Lena —mi madre alza la mano hasta mi cara una vez más, pero esta vez nota que me pongo tensa y la deja caer con un suspiro—. ¿Alguna vez has leído el Libro de las Lamentaciones?
¿Has leído sobre María Magdalena y José? ¿Alguna vez has preguntado por qué te puse ese nombre?
—Lo he leído.
He leído el Libro de las Lamentaciones por lo menos diez veces: es el capítulo del Manual de FSS que mejor conozco Buscaba claves, una señal secreta de mi madre, suspiros de muertos.
El Libro de las Lamentaciones es una historia de amor. Es más que eso: es una historia de sacrificio.
—Solo quena que estuvieras a salvo —dice mi madre—. ¿Lo comprendes? Que estuvieras a salvo y que fueras feliz. Todo lo que yo podía hacer… aunque significara que yo no podría estar contigo…
Su voz se pone pastosa y tengo que apartar la vista para contener el dolor que se me acumula otra vez. Mi madre envejeció en un pequeño cuarto cuadrado, solo con un poco de esperanza duramente atesorada, palabras garabateadas en las paredes día a día, para darse fuerzas.
—Si no lo hubiera creído, si no hubiera podido confiar en que… Hubo muchas veces en que pensé en… —se interrumpe.
No hace falta que termine la frase. Comprendo lo que quiere decir. Hubo veces en que deseó morir.
Recuerdo que solía imaginarla a veces de pie, al borde de un acantilado, con un abrigo ondeando al viento. La veía. Durante un instante se quedaba suspendida en el aire, inmóvil, como una visión de un ángel. Pero siempre, incluso en mi mente, el acantilado desaparecía, y la veía caer. Yo me quedaba sin poder hacer nada cuando ella saltaba, con el abrigo ondeando a su alrededor. Me pregunto si de alguna manera ella deseaba llegar a mí a través de los ecos del espacio en aquellas noches, si yo podía sentirla.
Durante un rato dejamos que el silencio se extienda entre nosotras. Me seco la cara con la manga. Luego me pongo de pie. Ella se pone de pie conmigo. Me sorprende, como me sorprendió darme cuenta de que ella había sido una de las personas que me rescataron de Salvamento, ver que tenemos más o menos la misma altura.
—¿Y ahora qué? —pregunto—. ¿Te vas a volver a ir?
—Iré adonde me necesite la Resistencia —dice.
Aparto la vista.
—Así que sí te vas a ir —digo sintiendo que un peso sordo se instala en mi estómago. Claro. Eso es lo que la gente hace en un mundo desorganizado, en un mundo de libertad donde se puede elegir. Se van cuando quieren. Desaparecen, regresan, se vuelven a ir. Y tú te quedas sola, a recoger los fragmentos.
Un mundo libre es también un mundo fracturado, justo como nos advertía el Manual de FSS. Hay más verdad en Zombilandia de la que yo quería creer.
El viento sopla levantando el pelo de la frente a mi madre. Ella se lo vuelve a colocar detrás de la oreja, un gesto que recuerdo de hace años.
—Tengo que asegurarme de que lo que me sucedió a mí, todo aquello a lo que tuve que renunciar por fuerza, no le vuelva a suceder a nadie más —sus ojos encuentran los míos y me obligan a mirarla—. Pero yo no quiero irme —añade en voz baja—. Me… me gustaría conocerte como eres ahora, Magdalena.
Me cruzo de brazos y me encojo de hombros, intentando encontrar parte de la dureza que me he ido construyendo durante el tiempo pasado en la Tierra Salvaje.
—No sé ni por dónde empezar —digo.
Ella abre las manos en un gesto de sumisión.
—Ni yo tampoco. Pero podemos hacerlo, creo. Yo puedo, si me dejas —esboza una sonrisa—. Tú también eres parte de la Resistencia, ¿sabes? Esto es lo que hacemos. Luchamos por lo que nos importa. ¿De acuerdo?
La miro a los ojos. Tienen el color azul claro del cielo que se extiende bien alto por encima de los árboles, un alto techo de color. Recuerdo: playas de Portland, cometas que vuelan, ensalada de pasta, picnics veraniegos, las manos de mi madre, una canción de cuna que suena hasta que me duermo.
—De acuerdo —digo.
Volvemos caminando, juntas, hacía la casa de seguridad.



Hana

 

 

Las Criptas tienen un aspecto distinto de lo que recuerdo.
Solo había estado aquí una vez, en una excursión escolar cuando estaba en tercero. Es raro, no recuerdo nada de la visita, solo que Jen Finnegan vomitó en el autobús de regreso y que olía a atún, incluso después de que el conductor abriera todas las ventanas.
Las Criptas están situadas en la frontera norte y llegan hasta la Tierra Salvaje y el río Presumpscot. Por eso es por lo que tantos prisioneros pudieron escapar durante los incidentes. La metralla destruyó grandes tramos del muro fronterizo; los presos que consiguieron salir de sus celdas huyeron directamente a la Tierra Salvaje.
Después de los incidentes, fueron reconstruidas y se añadió una nueva ala. Las Criptas siempre fueron de una fealdad monstruosa, pero ahora es peor que nunca: el anexo de acero y cemento contrasta con el antiguo edificio de piedra ennegrecida, con sus cientos de ventanas diminutas con barrotes. Hoy hace sol y, más allá del tejado, el cielo tiene un color azul profundo. Toda la escena me resulta extraña. Este es un lugar que nunca debería ver la luz del sol.
Durante un instante me quedo frente a las puertas, preguntándome si debería darme la vuelta. He llegado en el autobús municipal, que me ha traído desde el centro, y que iba vaciándose a medida que nos acercábamos aquí. Al final, yo compartía el vehículo solo con el conductor y con una mujer grande y muy maquillada que llevaba un uniforme de enfermera. Cuando el autobús se ha ido, levantando barro y humo, durante un instante de confusión he pensado en salir corriendo detrás de él.
Pero tengo que saber. Sea como sea.
Así que sigo a la enfermera, que se dirige arrastrando los pies hacia el guardia situado justo en el lado exterior de la verja y le muestra su identificación. El guardia me mira y yo, sin hablar, le paso un papel.
Escanea la copia.
—¿Eleanor?
Asiento con la cabeza. No confío en mí misma para hablar. En la fotocopia es imposible distinguir muchos de sus rasgos, o identificar el color indistinto de su pelo. Pero si el guardia se fija, se dará cuenta de que los detalles no encajan: la altura, el color de ojos.
Por suerte, no lo hace.
—¿Qué le ha pasado al original?
—Se me quedó en la secadora —contesto con prontitud—. He tenido que solicitar uno nuevo al SVS.
Vuelve la mirada a la fotocopia. Yo tengo la esperanza de que no pueda oír mi corazón, que late acelerado y con mucho ruido.
Conseguir la fotocopia no ha sido ningún problema. Una llamada rápida a la señora Hargrove esta mañana, una taza de té, una charla de veinte minutos, el deseo de usar el baño y, en vez de eso, un desvío de dos minutos al estudio de Fred. No podía arriesgarme a que me identificaran como su futura esposa. Si Cassie está aquí, es posible que alguno de los guardias le conozca a él también. Y si se entera de que he estado husmeando en las Criptas…
Ya me ha dicho que no debo hacer preguntas.
—¿Asunto?
—Solo… de visita.
El guardia gruñe. Me devuelve el papel y me hace un gesto para que pase cuando las puertas se abren con un estremecimiento.
—Tienes que pasar por el mostrador de visitantes —rezonga. La enfermera me lanza una mirada de curiosidad antes de cruzar el patio rápidamente por delante de mí. Imagino que aquí no vienen muchas visitas.
Esa es la idea. Encerrarlos y dejar que se pudran.
Cruzo el patio y paso por una puerta pesada de acero reforzado, para encontrarme en un claustrofóbico vestíbulo de entrada, dominado por un detector de metales y varios guardias enormes. Para cuando entro por la puerta, la enfermera ya ha puesto su bolso en la cinta y está de pie con las manos y los brazos separados mientras un guardia le pasa un detector por el cuerpo, buscando armas. Ella casi no se da cuenta, está ocupada charlando con la mujer que lleva el mostrador de recepción de la derecha, situado detrás de un vidrio a prueba de balas.
—Como siempre —dice—. El bebé me ha tenido en pie toda la noche. Así que si el 2426 me da más problemas hoy, le mando a confinamiento.
—Ya te digo —dice la mujer del mostrador. Luego vuelve la mirada hacia mí—. ¿Identificación?
Repetimos exactamente el mismo procedimiento Paso papel por el hueco en la ventana y explico que el original se ha echado a perder.
—¿Qué deseas? —pregunta.
Durante las últimas veinticuatro horas he estado preparando mi historia con todo cuidado, pero aun así me doy cuenta de que las palabras me salen vacilantes.
—Yo… yo estoy aquí para ver a mi tía.
—¿Sabes en qué pabellón está?
Muevo la cabeza en sentido negativo.
—No, verá… Yo ni siquiera sabía que estaba aquí. Quiero decir, me acabo de enterar. La mayor parte de mi vida he pensado que estaba muerta.
La mujer no muestra ninguna reacción ante esto.
—¿Nombre?
—Cassandra. Cassandra O’Donnell.
Aprieto los puños y me centro en el dolor que me recorre las manos a medida que ella introduce el nombre en el ordenador. No estoy segura de si tengo la esperanza de que aparezca el nombre.
La mujer niega con la cabeza. Tiene ojos azules aguados y una masa de pelo rubio muy rizado, que con esta luz parece del mismo tono gris apagado de las paredes.
—Aquí no hay nada. ¿Tienes el mes de ingreso?
¿Cuántos años hace que Cassie desapareció? Me acuerdo de haber oído en la toma de posesión de Fred que no tiene pareja desde hace tres años.
Me aventuro a decir algo.
—Enero o febrero. Hace tres años.
Suspira y se levanta de la silla.
—Solo se informatizó el año pasado.
Va a un lugar donde no puedo verla. Luego vuelve con un libro gordo forrado en cuero, que coloca en su lado del mostrador con un ruido pesado. Pasa unas cuantas páginas. A continuación, abre una ventanilla en la cabina y me pasa el grueso volumen.
—Enero y febrero —dice bruscamente—. Está todo organizado por fecha: si pasó por aquí, tiene que estar en el libro.
El libro es muy grande y tiene las páginas repletas de una escritura menuda, fechas de ingreso, nombres de internos y el número de prisionero correspondiente. El periodo de enero a febrero llena varias páginas, y me siento incómoda sabiendo que la mujer me observa con impaciencia mientras recorro lentamente con el dedo las columnas de nombres.
Noto una tensión en el estómago. No está aquí. Claro, puede que me haya equivocado con las fechas, o puede que me haya equivocado del todo. Tal vez nunca haya estado en la Criptas.
Me acuerdo de Fred riéndose mientras decía: Últimamente no tiene mucha gente con quien hablar.
—¿Has tenido suerte? —pregunta la mujer, sin ningún interés sincero.
—Solo un momento.
Una gota de sudor me corre por la columna. Paso a abril y sigo buscando.
Entonces veo un nombre que me detiene: Melanea O.
Melanea. Esa era el segundo nombre de Cassandra. Me acuerdo de haberlo oído en la toma de posesión de Fred y de haberlo visto en la carta que robé de su estudio
—Aquí está —digo. Tiene sentido que Fred no la ingresara con su nombre de verdad. Después de todo, la idea era hacer que desapareciera.
Paso el libro por la ventanilla. Los ojos de la mujer van de Melanea O. al número de recluso que se le asignó: 2225. Lo introduce en el ordenador mientras lo repite entre dientes.
—Pabellón B —dice—. En el ala nueva —introduce más órdenes con el teclado y, por detrás de ella, la impresora vuelve a la vida con un estremecimiento y de ella sale una pequeña etiqueta blanca que lleva impreso claramente VISITANTE PABELLÓN B. Me la pasa por la ventanilla junto con otro libro más fino, también forrado en piel—. Firma con tu nombre y rellena la fecha en el libro de visitas, y marca el nombre de la persona a la que vienes a ver. Colócate la etiqueta en el pecho; debe estar visible en todo momento. Y tendrás que esperar a que venga alguien que te acompañe. Pasa por el control de seguridad y llamaré para que te recojan.
Me suelta este último discurso con rapidez, en tono monocorde. Rebusco en el bolso hasta encontrar un boli y escribo Eleanor Latterly en la posición indicada, rezando para que no pregunte por mi carné de identidad. El libro de visitas es muy fino. En la última semana solo han venido tres personas.
Han empezado a temblarme las manos. Tengo problemas para quitarme la chaqueta cuando los guardias de seguridad me ordenan que la ponga en la cinta. El bolso y los zapatos también se ponen en bandejas, y tengo que colocarme con los brazos y las piernas abiertos, como ha hecho la enfermera, mientras uno de los hombres me inspecciona con pocas contemplaciones, pasándome un detector entre las piernas y sobre los pechos.
—Despejado —dice, haciéndose a un lado para que pase. Justo después del control hay una pequeña zona de espera, amueblada con varias sillas baratas de plástico y una mesa. Más allá veo que salen varios pasillos y hay letreros que indican diferentes pabellones y secciones del complejo. En un rincón está puesta una televisión sin sonido: un programa de política. Aparto los ojos rápidamente, no sea que aparezca Fred en la pantalla.
Una enfermera con el pelo negro y la cara grasienta y brillante viene hacia mí por el pasillo con aire enérgico. Lleva zuecos de hospital y un uniforme de flores. El nombre de su identificación es JAN.
—¿Tú eres la del Pabellón B? —me dice jadeando.
Asiento con la cabeza. Usa perfume de vainilla, demasiado dulce e intenso, pero aun así no puede enmascarar por completo los otros olores de este sitio: lejía, olor corporal.
—Por aquí.
Camina delante de mí hasta una puerta doble, que abre con un empujón de cadera.
Más allá de la puerta, el ambiente cambia. El pasillo por el que hemos entrado es de un blanco reluciente. Esta debe ser el ala nueva. Los suelos, las paredes, hasta el techo, todo es del mismo recubrimiento sin mancha. Hasta el aire huele distinto, más limpio, más nuevo. Hay mucho silencio, pero a medida que avanzamos por el pasillo oigo voces amortiguadas, ruido de equipo mecánico, el taconeo de los zuecos de otra enfermera que camina por otro corredor.
—¿Has estado aquí antes? —me pregunta resollando. Niego con la cabeza y me lanza una mirada de soslayo—. Eso pensaba. No recibimos muchas visitas por aquí. Total, para qué, es lo que yo digo.
—Acabo de enterarme de que mi tía…
Me interrumpe.
—Vas a tener que dejar la bolsa fuera del pabellón —jadeo, jadeo, jadeo—. Hasta una lima de uñas sirve en caso de extrema necesidad. Y tendremos que darte unas zapatillas. No puedes entrar al pabellón con esos cordones. El año pasado, uno de nuestros internos se colgó de una tubería, en un abrir y cerrar de ojos, en cuanto se hizo con unos cordones. Estaba más seco que la mojama. ¿A quién vienes a ver?
Lo dice todo tan deprisa que casi no puedo seguir el hilo de la conversación. Se me forma una imagen muy rápida: alguien que cuelga del techo con unos cordones atados a la garganta. En mi mente la persona se balancea, dando vueltas a mi alrededor. Es raro: es la cara de Fred la que me imagino, enorme, hinchada, roja.
—He venido a ver a Melanea —observo la cara de la enfermera, ese nombre no significa nada para ella—. Número 2225 —añado.
Al parecer, en las Criptas solo se identifica a la gente por su número, porque la enfermera suelta un gruñido de reconocimiento.
—No te va a dar ningún problema —dice con aire de complicidad, como si estuviera compartiendo un gran secreto—. Es tan tranquila como un ratón de iglesia. Bueno, no siempre. Me acuerdo de los primeros meses, que gritaba y gritaba: «¡Este no es mi sitio! ¡Yo no estoy loca!» —la enfermera se ríe—. Claro, eso es lo que dicen todos. Y si les haces caso, te aburren hablándote de hombrecitos verdes y arañas.
—¿Ella está… está loca, entonces? —pregunto.
—Bueno, no estaría aquí si no lo estuviera, ¿no? —dice Jan. Claramente, no espera que conteste. Hemos llegado a otra puerta doble, marcada con un letrero que dice: Pabellón B: Psicosis, Neurosis, Histeria.
—Vete y coge un par de zapatillas —continúa con aire alegre, señalando.
Fuera de las puertas hay un banco y una pequeña estantería de madera, en la cual han dejado varios pares de zapatillas de plástico. Los muebles son viejos y resultan raros en mitad de toda la blancura reluciente.
—Deja tus zapatos y el bolso justo aquí. No te preocupes, nadie te los va a quitar. Los delincuentes están en los pabellones viejos.
Se vuelve a reír.
Me siento en el banco y tiro de los cordones, deseando haberme puesto botas o zapatos planos en vez de esto. Noto los dedos torpes.
—¿Así que gritaba? —pregunto—. Cuando vino aquí, quiero decir.
La enfermera pone los ojos en blanco.
—Pensaba que su marido intentaba acabar con ella. No hacía más que hablar de una conspiración.
Todo mi cuerpo se pone frío. Trago saliva.
—¿Acabar con ella? ¿Qué quiere decir?
—No te preocupes —Jan mueve una mano—. Enseguida se tranquilizó. Les pasa a la mayoría. En cuanto se toman la medicación, no dan ni un problema —me toca el hombro—. ¿Estás lista?
No puedo más que asentir, aunque no me siento lista en absoluto. Mi cuerpo rebosa de la necesidad de dar la vuelta, de salir corriendo. Pero en vez de eso me quedo y sigo a Jan, que pasa por la puerta hasta otro pasillo, tan limpio como el anterior, con puertas blancas a ambos lados, sin ventanas. Cada paso parece más seguro que el anterior. Siento el frío del piso a través de las suelas, que son muy finas, y cada vez que poso el pie, me sube un escalofrío hasta la columna.
Llegamos a la puerta donde dice 2225 demasiado pronto. Jan da dos golpes con energía, pero no parece que espere respuesta. Se quita una llave que lleva al cuello y la coloca en el escáner situado a la izquierda de la puerta.
—Hemos renovado todos los sistemas de segundad a raíz de los incidentes. Mola, ¿verdad? —y cuando la puerta se abre con un ruidito, la empuja con firmeza.
—Tienes una visita —dice alegremente entrando en el cuarto.
Este último paso es el más duro. Durante un instante me parece que no voy a ser capaz de darlo. Prácticamente tengo que lanzarme hada delante cruzando el umbral, entrando en la celda. Al hacerlo, me quedo sin aire en los pulmones.
Está sentada en una silla de plástico de bordes redondeados, mirando por un ventanuco con gruesos barrotes de hierro. No se vuelve cuando entramos, aunque distingo su perfil, al que llega la luz que se filtra desde el exterior: la nariz respingona, exquisita boca pequeña, las largas pestañas, su oreja rosada como una concha marina y la clara marca de la operación justo debajo. Tiene el pelo largo y rubio, lo lleva suelto, casi hasta la cintura. Me parece que debe tener unos treinta años.
Es bella.
Se parece a mí.
El estómago me da una sacudida.
—Buenas —dice con voz fuerte Jan, como si Cassandra no pudiera oírnos de otro modo, aunque el cuarto es diminuto. Es demasiado pequeño para que quepamos todas, y aunque no hay más que un catre, una silla, un lavabo y un inodoro, parece demasiado Heno—. Te he traído una visita. Qué agradable sorpresa, ¿verdad?
Cassandra no habla. Ni siquiera se da por aludida.
Jan pone los ojos en blanco de forma muy expresiva. Me dice sin voz: Lo siento. En voz alta dice:
—Venga, vamos, no seas maleducada. Date la vuelta y saluda como una niña buena.
En ese momento Cassie se vuelve, aunque sus ojos me pasan por encima completamente y van directos ajan.
—¿Me puede traer una bandeja, por favor? Esta mañana no be desayunado.
Jan se lleva las manos a las caderas y dice con un tono exagerado de reproche, como si estuviera hablando con un niño:
—Bueno, eso ha sido una tontería por tu parte, ¿no?
—No tenía hambre —dice Cassie con sencillez.
Jan suspira.
—Tienes suerte de que hoy esté de buen humor —dice con guiño—. ¿No te importa quedarte sola un minuto? —esta pregunta me la dirige a mí.
—Yo…
—No te preocupes —dice Jan—. Es inofensiva —alza la voz y adopta de nuevo el tono de forzado optimismo—. Ahora mismo vuelvo. Pórtate bien. No le causes problemas a tu invitada —se vuelve de nuevo hacia mí—. Si pasa cualquier cosa, dale al botón de emergencias que está junto a la puerta.
Antes de que pueda reaccionar, ya está en el pasillo y cierra la puerta a su espalda. Oigo el cerrojo que se desliza. El miedo me apuñala, agudo y claro, a través de los efectos amortiguadores de la cura.
Durante un momento hay silencio mientras intento recordar lo que había venido a decir. El hecho de haber encontrado a la mujer misteriosa es abrumador, y de repente no se me ocurre qué preguntarle.
Sus ojos se vuelven a los míos. Son de color avellana, muy claros. Inteligentes.
Nada de locos.
—¿Quién eres? —ahora que Jan se ha ido del cuarto, su voz adopta un tono acusador—. ¿Qué has venido a hacer aquí?
—Me llamo Hana Tate —digo. Aspiro hondo—. Me voy a casar con Fred Hargrove el próximo sábado.
El silencio se extiende entre nosotras. Siento que sus ojos me recorren y me obligo a quedarme quieta.
—Sus gustos no han cambiado —dice con tono neutro. Luego se vuelve hacia la ventana.
—Por favor —se me quiebra un poco la voz. Ojalá tuviera agua—. Me gustaría saber lo que sucedió.
Sigue teniendo las manos en el regazo. Debe haber perfeccionado este arte a lo largo de los años: estar sentada sin moverse.
—Estoy loca —dice sin entonación—. ¿No te lo han dicho"?
—Yo no me lo creo —digo, y es verdad. No lo creo. Ahora que estoy hablando con ella, sé con certeza que está cuerda—. Quiero la verdad.
—¿Por qué? —se vuelve hacia mí—. ¿Qué te importa?
Para que no me suceda a mí. Para poder detenerlo. Esa es la verdadera y egoísta razón. Pero no puedo decir eso. Ella no tiene ningún motivo para ayudarme. Ya no se nos educa para que nos preocupemos por las personas que no conocemos.
Antes de poder pensar en algo que decir, se ríe: un sonido seco, como si no hubiera usado la garganta en mucho tiempo.
—Quieres saber lo que hice, ¿no? Quieres estar segura de que no cometes el mismo error.
—No —digo, aunque por supuesto tiene razón—. Eso no es lo que yo…
—No te preocupes —dice—. Lo comprendo —una sonrisa ilumina brevemente su rostro. Se mira las manos—. Me emparejaron con Fred cuando yo tenía dieciocho años —dice. No fui a la universidad. El era mayor. Habían tenido problemas para encontrarle una pareja. Era muy quisquilloso, y se le permitía serlo porque su padre era quien era. Todo el mundo decía que yo había tenido mucha suerte —se encoge de hombros—. Estuvimos casados cinco años.
Eso significa que es más joven de lo que yo creía.
—¿Qué pasó? —pregunto.
—Se cansó de mí —esto lo afirma con rotundidad. Sus ojos se posan en los míos un instante—. Y yo era un lastre. Sabía demasiado.
—¿Qué quieres decir? —me gustaría sentarme en el catre: me siento un poco mareada y las piernas me pesan. Pero me da miedo moverme. Me da miedo hasta respirar. En cualquier momento me puede ordenar que me vaya. No me debe nada.
No me contesta directamente.
—¿Sabes lo que le gustaba hacer cuando era pequeño? Solía atraer hasta su casa a los gatos del vecindario, les daba leche, atún, se ganaba su confianza. Y luego los envenenaba. Le gustaba verlos morir.
El cuarto parece más pequeño que nunca, sofocante y sin aire.
Vuelve a mirarme una vez más. Su mirada serena y firme me desconcierta. Tengo que hacer un esfuerzo para no apartar los ojos.
—A mí también me envenenó —dice—. Estuve enferma durante meses y meses. Por fin me lo contó. Ricino en el café. Lo suficiente para mantenerme en cama, enferma, dependiente. Me lo dijo para que supiera de lo que era capaz —hace una pausa—. Mató a su propio padre, ¿sabes?
Por primera vez, me pregunto si no estará loca después de todo Quizá la enfermera tenía razón, quizá este sea su sitio. Esa idea supone una liberación.
—El padre de Fred murió durante los incidentes —digo—. Le mataron los inválidos.
Me mira con pena.
—Lo sé —como si me leyera la mente, añade—. Tengo ojos y oídos. Las enfermeras hablan. Y, por supuesto, yo estaba en el ala antigua cuando explotaron las bombas —baja la mirada hasta sus manos—. Se escaparon trescientos prisioneros. Y unos cuantos murieron. Yo no tuve la suerte de estar en ninguno de esos dos grupos.
—Pero ¿qué tiene eso que ver con Fred? —pregunto. Se me cuela un quejido en la voz.
—Todo —dice. Su tono se vuelve acerado—. Fred quería que tuvieran lugar los incidentes. Quería que las bombas explotaran. Trabajó con los inválidos, ayudó a planearlo.
No puede ser verdad. No puedo creerla. No voy a creerla.
—Eso no tiene ningún sentido.
—Tiene todo el sentido del mundo. Fred debe haberlo planeado durante años. Trabajó con la ASD, ellos tenían la misma idea. El quería demostrar que su padre se equivocaba respecto a los inválidos, y quería que su padre muriera. Así se vería que él tenía razón y sería alcalde.
Una sacudida me recorre la columna vertebral cuando menciona la ASD. En marzo, durante una enorme concentración de esa organización en Nueva York, los inválidos atacaron y mataron a treinta ciudadanos e hirieron a muchos más. Todos lo compararon con los incidentes, y durante semanas se incrementó la seguridad por todas partes: se escaneaban los carnés de identidad, se hicieron búsquedas en vehículos, redadas en casas, y se redoblaron las patrullas callejeras.
Pero también hubo otros rumores: algunas personas decían que Thomas Fineman, el presidente de la ASD, sabía con antelación lo que iba a suceder y que incluso había permitido que pasara. Luego, dos semanas más tarde, fue asesinado.
No sé qué creer. Me duele el pecho por una emoción que no recuerdo cómo se nombra.
—Me caía bien el señor Hargrove —dice Cassandra—. Yo le daba pena. Sabía cómo era su hijo. Me visitaba de vez en cuantío, después de que Fred me hiciera encerrar, gracias a que consiguió gente que testificó que yo era una lunática. Amigos. Médicos. Me internaron en este sitio de por vida —señala el pequeño cuarto blanco, su tumba—. Pero el señor Hargrove sabía que no estaba loca. Me contaba historias del mundo exterior. Les buscó a mi madre y a mi padre un sitio donde vivir en Deering Highlands. Fred también quería silenciarlos a ellos. Debe haber pensado que yo les había contado que… Debe haber pensado que ellos sabían lo que yo sabía —mueve la cabeza—. Pero yo no se lo conté. Ellos no sabían nada.
Así que los padres de Cassie se vieron forzados a vivir en Highlands, como la familia de Lena.
—Lo siento —digo. Es lo único que se me ocurre, aunque sé lo endeble que suena.
Ella no parece oírme.
—Ese día, cuando explotaron las bombas, el señor Hargrove había venido de visita. Me trajo chocolate —se vuelve hacia la ventana. Me pregunto en qué pensará, está de nuevo completamente quieta, su perfil dibujado con la escasa luz solar—. Me oído que murió intentando restaurar el orden. Entonces me sentí triste por él. Es raro, ¿verdad? Pero supongo que al final Fred consiguió acabar con los dos.
—¡Aquí estoy! ¡Más vale tarde que nunca!
La voz de Jan hace que me sobresalte. Me doy la vuelta: entra por la puerta trayendo una bandeja de plástico con un pequeño vaso de plástico con agua y un pequeño cuenco de plástico con una papilla grumosa de avena. Me hago a un lado mientras deposita la bandeja en el catre. Noto que los cubiertos son de plástico también. Claro, no puede haber metal. Ni cuchillos tampoco.
Me acuerdo del hombre que se colgó con los cordones de los zapatos, cierro los ojos y en vez de eso pienso en la bahía. La imagen se quiebra en las olas. Vuelvo a abrirlos.
—Bueno, ¿qué te parece? —dice Jan alegremente—. ¿Quieres comer ahora?
—La verdad es que creo que voy a esperar —dice con voz suave Cassie. Sus ojos siguen dirigidos al exterior de la ventana—. Se me ha pasado el hambre.
Jan me mira y pone los ojos en blanco como diciendo: Majaretas.


 Lena

 

 

No perdemos tiempo en abandonar la casa de seguridad una vez se ha decidido: vamos a ir a Portland todos juntos en grupo, para unirnos a la Resistencia de allí y añadir nuestra fuerza a los agitadores. Se prepara algo grande, pero Cap y Max se niegan a comentar nada al respecto, y mi madre alega que, de todos modos, solo conocen unos pocos detalles. Ahora que ha caído el muro que nos separaba, ya no me resisto a volver a Portland. De hecho, una pequeña parte de mí incluso lo espera con impaciencia.
Mi madre y yo hablamos junto al fuego de campamento mientras comemos. Nos quedamos a hablar hasta bien entrada la noche, hasta que Julián asoma la cabeza por la tienda, desorientado y con cara de sueño, y me dice que tendría que dormir un poco, o hasta que Raven nos da una voz para que nos callemos.
Hablamos por la mañana. Hablamos mientras caminamos.
Hablamos de cómo ha sido mi vida en la Tierra Salvaje, y la suya. Me cuenta que incluso cuando estaba en las Criptas, ya estaba metida en la Resistencia. Había un topo, un infiltrado, un curado que aun así simpatizaba con la causa y que trabajaba de guardia en el Pabellón Seis, donde ella estaba presa. Le echaron la culpa de que ella escapara y le encerraron a él también.
Me acuerdo de él: le vi hecho un ovillo, como un feto, en una esquina de una celda diminuta de piedra. Pero esto no se lo he contado a mi madre. No le he contado que Álex y yo conseguimos entrar en las Criptas, porque eso implicaría hablar de él. Y no puedo hablar de él, ni con ella ni con nadie.
—Pobre Thomas —mi madre mueve la cabeza—. Se esforzó mucho para que le pusieran en el Pabellón Seis. Me buscó —mira de soslayo—. Conocía a Rachel, ¿sabes?, desde hacía mucho. Creo que nunca pudo superar haber tenido que renunciar a ella. Siguió estando enfadado, incluso después de su operación.
Aprieto bien los ojos al mirar al sol. Me vuelven imágenes largo tiempo enterradas: Rachel encerrada en su habitación, negándose a salir y a comer; la cara pálida y pecosa de Thomas en la ventana, diciéndome por gestos que le deje entrar; yo, agachada en un rincón el día que se llevaron a Rachel a rastras a los laboratorios, viéndola dar patadas y gritar enseñando los dientes, como un animal.
Yo debía tener ocho años. Solo había pasado un año desde la muerte de mi madre, o desde que me dijeron que había muerto.
—Thomas Dale —suelto. Me he quedado con el nombre durante todos estos años.
Mi madre pasa la mano con aire distraído por la hierba. Al sol, su edad y las arrugas se hacen más evidentes.
—Casi no me acordaba de él. Y por supuesto, cuando le volví a ver, había cambiado un montón. Habían pasado tres, cuatro años. Me acuerdo de que le pillé merodeando cerca de casa una vez que volví pronto del trabajo. Se asustó muchísimo. Pensaba que le iba a denunciar —suelta una carcajada—. Eso fue justo antes de que… me llevaran.
—Y él te ayudó —digo. Intento aclarar mentalmente los detalles de su cara, recuperarlos del olvido, pero todo lo que veo es una figura mugrienta hecha un ovillo en el suelo de una celda asquerosa.
Mi madre asiente.
—No consiguió olvidar del todo lo que había perdido. Conservó una parte. A veces les pasa, ¿sabes?, a algunas personas. Siempre pensé que eso era lo que le había pasado a tu padre.
—Entonces, ¿papá estaba curado?
No sé por qué me siento tan decepcionada. Casi ni me acuerdo de él: murió de cáncer cuando yo tenía un año.
—Sí, lo estaba —a mi madre le tiembla la barbilla—. Pero había veces en que yo sentía… Había veces en que parecía como si todavía pudiera sentirlo, solo durante un instante. Quizá eran solo imaginaciones mías. No importa. Yo le amaba de todos modos. Él era muy bueno conmigo.
Inconscientemente se lleva la mano al cuello como buscando el colgante que llevaba, la insignia militar del abuelo, que mi padre le regaló. La usó para abrirse un túnel y escapar de las Criptas.
—El colgante —digo—. Aún no te acostumbras a no tenerlo.
Se vuelve hacia mí entrecerrando los ojos. Consigue esbozar una pequeña sonrisa.
—Hay algunas pérdidas que nunca se superan.
También le hablo a mi madre sobre mi vida, en especial de lo que ha sucedido desde que vine de Portland, y de cómo llegué a implicarme con Raven, Tack y la Resistencia. De vez en cuando, sacamos a relucir recuerdos de la época de antes: el tiempo perdido antes de que ella se fuera, antes de que mi hermana fuera curada, antes de que a mí me llevaran a casa de tía Carol. Pero no muy a menudo.
Como dice mi madre, hay pérdidas que nunca se superan.
Algunos temas siguen siendo tabú. Ella no me pregunta qué me impulsó a cruzar, y yo no se lo cuento tampoco. Conservo la nota de Álex en un pequeño bolsito de cuero que llevo al cuello, un regalo de mi madre. Se lo compró a un buhonero a comienzos de año, pero es un recuerdo de una vida pasada, como llevar la foto de alguien que está muerto.
Mi madre sabe, por supuesto, que he descubierto el camino del amor. De vez en cuando, la pillo mirándome cuando estoy con Julián. La expresión de su cara, orgullo, dolor, envidia y amor todo mezclado, me recuerda que no solo es mi madre, sino una mujer que ha luchado toda su vida por algo que nunca ha experimentado de verdad.
Mi padre estaba curado. Y no se puede amar, no plenamente, a menos que ese amor sea correspondido.
Me duele por ella. Es un sentimiento que odio y del que, de algún modo, me avergüenzo.
Julián y yo hemos encontrado de nuevo nuestro ritmo. Es como si hubiéramos saltado por encima de las últimas semanas, por encima de la larga sombra de Álex, y hemos aterrizado limpiamente al otro lado. Nunca nos cansamos el uno del otro. Me asombra una vez más cada parte de él: sus manos, su modo amable y grave de hablar, todas las formas distintas en que se ríe.
Por la noche, en la oscuridad, nos volvemos el uno hacia el otro. Nos perdemos en el ritmo nocturno, en los gritos, aullidos y gruñidos de los animales de fuera. Y a pesar de los peligros de la Tierra Salvaje y de la amenaza constante de los reguladores y los carroñeros, me siento libre por primera vez en lo que parece una eternidad.
Una mañana, salgo de la tienda y me encuentro que Raven se ha quedado dormida y en realidad son Julián y mi madre quienes están atizando el fuego. Están de espaldas a mí y se ríen por algo. Se elevan finos hilillos de humo en el aire primaveral. Durante un momento me quedo completamente inmóvil, aterrorizada, sintiendo como si estuviera al borde de algo: si me muevo, si doy un paso hacia delante o hacia atrás, la imagen se desvanecerá en el viento y ellos se volverán polvo.
En ese momento, Julián se gira y me ve.
—Hola, guapa —dice. Sigue teniendo moretones en la cara, aún hinchada en algunos sitios, pero sus ojos mantienen el color exacto del cielo de la mañana temprana. Cuando sonríe, me parece la cosa más bella que he visto nunca.
Mi madre agarra un cubo y se pone de pie.
—Iba a darme un baño —dice.
—Te acompaño —digo.
Al meterme en el arroyo de aguas aún heladas, el viento me pone la piel de gallina. Un grupo de golondrinas se desliza por el cielo y el agua trae un ligero sabor a tierra. Mi madre tararea una canción, un poco más abajo. Esta no es la felicidad que yo hubiera imaginado. No es lo que elegí.
Pero es suficiente. Es más que suficiente.
En la frontera con Rhode Island nos encontramos con otro grupo de unos veintitantos habitantes de un hogar, que también se dirigen a Portland. Todos menos dos apoyan a la Resistencia, y los dos que no quieren luchar no se atreven a quedarse solos. Nos estamos aproximando a la costa y se ven por todas partes los desechos de la antigua vida. Nos encontramos con una enorme estructura de cemento en forma de colmena, que Tack identifica como un antiguo aparcamiento de varias plantas.
Hay algo en la estructura que me produce ansiedad. Es como un altísimo insecto de piedra con cientos de ojos. Todo el grupo se queda en silencio mientras pasamos junto a él. Se me erizan los pelos de la nuca y, aunque sé que es absurdo, no puedo sacudirme la idea de que nos están vigilando.
Tack, que dirige el grupo, alza la mano. Todos nos detenemos bruscamente. Inclina la cabeza como si intentase oír algo. Contengo el aliento. Todo está en silencio, salvo por los sonidos de los animales del bosque y el suave canto del viento.
En ese momento nos cae un montoncito de fina grava, como si alguien, por descuido, la hubiera empujado con el pie desde alguno de los pisos superiores de la construcción.
Al instante, todo se vuelve un caos.
—¡Agachaos, agachaos! —grita Max, mientras todos nos lanzamos a por nuestras armas, sacando rifles y escondiéndonos entre la maleza.
—¡Cuuuu-iiiii!
La voz, el grito, nos paraliza. Alzo la cabeza hacia el cielo, protegiéndome los ojos del sol. Durante un instante me parece estar soñando.
Pippa ha salido de las cavernas de la colmena y está de pie en una cornisa bañada por el sol, saludándonos con un pañuelo rojo, sonriendo.
—¡Pippa! —grita Raven con voz estrangulada. Solo entonces me lo creo.
—Hola a todos —nos grita Pippa a su vez. Y lentamente, de detrás de ella sale más y más gente: una masa de gente flaca, andrajosa, que llena las diferentes plantas del aparcamiento.
Cuando por fin Pippa llega a la planta baja, inmediatamente es tragada por Tack, Raven y Max. Beast, que también está vivo, sale a la luz justo detrás de ella, y casi me parece demasiado para creerlo. Durante un cuarto de hora no hacemos más que gritar y reír y hablar todos a la vez, sin que se entienda ni una sola palabra de lo que decimos.
Por fin, Max consigue hacerse oír por encima del caos de voces y risas.
—¿Qué pasó? —está riendo, sin aliento—. Oímos que no había sobrevivido nadie. Que había sido una masacre.
Al momento, Pippa se pone seria.
—Fue una masacre —dice—. Perdimos a cientos de personas. Llegaron los tanques y rodearon el campamento. Usaron gases lacrimógenos, ametralladoras, bombas. Fue un baño de sangre. Los gritos… —se interrumpe—. Fue horrible.
—¿Cómo conseguisteis salir? —pregunta Raven. Todos nos hemos quedado en silencio. Ahora parece horrible que hace solo un segundo estuviéramos todos riendo y celebrando que Pippa esté a salvo.
—Casi no tuvimos tiempo —dice Pippa—. Intentamos advertir a todo el mundo. Pero ya podéis imaginar cómo fue: un caos. Nadie hacía caso.
Por detrás de ella, los inválidos van saliendo del aparcamiento a la luz del sol con aire cauto, con los ojos muy abiertos, en silencio, nerviosos, como supervivientes de un huracán que se sorprenden de que el mundo siga existiendo. No puedo imaginarme lo que habrán presenciado en Waterbury.
—¿Cómo conseguisteis evadir el cerco de tanques? —pregunta Bee. Aún me resulta raro pensar en ella como mi madre cuando se comporta así, como una curtida combatiente de la Resistencia. De momento, me contento con permitirle una doble existencia—, a veces es mi madre y a veces es una líder, una luchadora.
—No salimos corriendo —dice Pippa—. No hubo oportunidad. Toda la zona estaba hasta arriba de soldados. Nos escondimos.
Le cruza la cara un gesto de dolor. Abre la boca, como para seguir hablando, pero luego vuelve a cerrarla.
—¿Dónde os escondisteis? —Insiste Max.
Pippa y Beast se intercambian una mirada indescifrable. Durante un instante, me da la sensación de que Pippa no va a contestar. Algo sucedió en el campo, algo que no nos quieren contar.
Luego tose y vuelve la mirada a Max.
—En el lecho del río, al principio, antes de que empezaran los disparos. Poco después empezaron a caer los cuerpos. Y nos protegimos con ellos.
—¡Dios mío! —Hunter se lleva el puño al ojo derecho. Parece como si fuera a vomitar. Julián se aparta de Pippa.
—No teníamos elección —dice ella con severidad—. Además, ya estaban muertos. Al menos sus cuerpos sirvieron para algo.
—Nos alegramos de que lo consiguierais, Pippa —dice amablemente Raven, y le pone una mano en el hombro. Pippa se vuelve hacia ella, agradecida, con una expresión ilusionada, abierta, como la de un cachorro.
—Pensaba enviaros noticias a la casa de seguridad, pero me imaginé que ya os habríais ido —dice—. No quise arriesgarme habiendo tropas en la zona. Demasiado visible. Así que nos dirigimos al norte. Nos encontramos con la colmena por casualidad —señala con la barbilla la enorme estructura del aparcamiento. Es verdad que parece una colmena gigante ahora que hay figuras, medio en sombras, que nos miran desde distintos niveles, flotando en distintos planos de luz y luego retirándose de nuevo a la oscuridad—. Pensamos que era un buen sitio para escondernos un tiempo y esperar a que se calmaran las cosas.
—¿Cuánta gente tienes? —pregunta Tack. Han bajado decenas y decenas de personas y están de pie, agrupadas juntas, un poco por detrás de Pippa, como una jauría de perros que han sido golpeados y han pasado hambre y por eso son sumisos. Su silencio resulta desconcertante.
—Más de trescientos —dice Pippa—. Casi cuatrocientos.
Un número enorme; con todo, solo una fracción de la cantidad de gente que estaba acampada en las afueras de Waterbury. Durante un instante me llena la rabia ciega, ardiente. Queríamos libertad de amar, y en lugar de eso nos hemos convertido en salvajes, en luchadores. Julián se acerca a mí y me pasa la mano por el hombro permitiendo que me apoye en él, como si supiera lo que estoy pensando.
—No hemos visto señales de los soldados —dice Raven—. Yo supongo que vendrían de Nueva York. Si tenían tanques, deben haber usado alguna de las carreteras de servicio a lo largo del Hudson. Es de esperar que hayan vuelto al sur.
—Misión cumplida —dice Pippa con amargura.
—No han conseguido nada —mi madre interviene de nuevo, pero ahora su voz es más suave—. La lucha no ha terminado, solo está empezando.
—Nos dirigimos a Portland —dice Max—. Tenemos amigos allí muchos. Entonces será la hora de devolver el golpe —añade con repentina fiereza—. Ojo por ojo.
—Y todo el mundo se queda ciego —dice Coral en voz baja.
Todo el mundo se vuelve a mirarla. Apenas ha hablado desde que Álex se fue, y yo la he evitado cuidadosamente. Siento su dolor como una presencia física, una energía oscura y absorbente que la consume y la rodea y que me hace compadecerla, al tiempo que me irrita. Es un recuerdo de que él ya no era mío para perderlo.
—¿Qué has dicho? —pregunta Max con una agresividad apenas disimulada.
Coral aparta la vista.
—Nada —dice—. Es solo algo que oí una vez.
—No tenemos opción —insiste mi madre—. Si no luchamos, acabarán con nosotros. No se trata de devolver el golpe —lanza una mirada a Max, que gruñe y se cruza de brazos—. Es una cuestión de supervivencia.
Pippa se pasa una mano por la cabeza.
—Mi gente está débil —dice por fin—. Nos hemos estado alimentando con lo que encontrábamos por el bosque, ratas sobre todo.
—En el norte habrá comida —dice Max—. Pertrechos. Como he dicho, la Resistencia tiene amigos en Portland.
—No estoy segura de que consigan llegar —dice Pippa bajando la voz.
—Bueno, aquí tampoco os podéis quedar —apunta Tack.
Pippa se muerde el labio e intercambia una mirada con Beast. Él asiente.
—Tiene razón, Pip —dice Beast.
Por detrás de Pippa, de repente, interviene una mujer. Está tan delgada que parece como si hubiera sido tallada en madera.
—Iremos —su voz suena sorprendentemente profunda y fuerte. En su rostro hundido, naufragado, sus ojos brillan como dos carbones ardientes—. Lucharemos.
Pippa suelta el aire despacio. Luego asiente.
—De acuerdo, entonces —dice—. Iremos a Portland.
A medida que nos acercamos a la ciudad, a medida que la luz y el terreno se van haciendo más familiares, con vegetación frondosa y olores que conozco desde la infancia, de mis recuerdos más antiguos, empiezo a trazar mis planes.
Nueve días después de abandonar la casa de seguridad, ahora que somos mucho más numerosos, atisbamos por primera vez una de las vallas fronterizas de Portland. Solo que ya no es una valla. Es una alta pared de cemento, una lámina de piedra sin rostro, manchada de un rosa sobrenatural a la luz del amanecer.
Me quedo tan sorprendida que me detengo.
—¿Qué demonios…?
Max camina detrás de mí y tiene que evitarme en el último momento.
—Obra reciente —dice—. Han reforzado los controles fronterizos. Han intensificado el control por todas partes. Portland está dando ejemplo.
Mueve la cabeza y murmura algo.
Esta imagen, la visión de un muro construido hace poco, ha hecho que mi corazón se desboque. Me fui de la ciudad hace menos de un año, pero ya ha cambiado. Se apodera de mí el miedo a que todo sea distinto también dentro de ese muro. Quizá no reconoceré ninguna calle. Quizá no seré capaz de encontrar el camino hasta la casa de tía Carol.
Tal vez no pueda encontrar a Grace.
No puedo evitar preocuparme también por Hana. Me pregunto dónde estará una vez que entremos en la ciudad en masa, los niños rechazados, los hijos pródigos, como los ángeles que se describen en el Manual de FSS, que fueron arrojados del paraíso por haber contraído la enfermedad, expulsados por un dios colérico.
Pero recuerdo que mi Hana, la Hana que conocí y amé, ya no existe.
—No me gusta —digo.
Max se gira para mirarme, un lado de su boca curvado en una sonrisa.
—No te preocupes —dice—. No seguirá en pie mucho tiempo.
Me guiña un ojo.
Vaya. Más explosiones. Eso tiene sentido: de alguna forma tenemos que introducir a un gran número de personas en la ciudad.
Un silbato agudo, débil, rompe el silencio de la mañana. Beast. Pippa y él se han adelantado al grupo esta mañana para explorar recorriendo el perímetro de la ciudad, buscando a otros inválidos o señales de un campamento o un hogar. Nos volvemos hacia el sonido. Llevamos caminando desde medianoche, pero en este momento encontramos una energía renovada y nos movemos más rápido que durante todo el trayecto.
Los árboles nos escupen al borde de un amplio claro. La vegetación ha sido estrictamente recortada y ante nosotros se extiende un largo camino de césped, bien cuidado, que medirá medio kilómetro. En el hay caravanas colocadas sobre ladrillos y bloques de cemento, al igual que remolques de camión oxidados y mantas colgadas de las ramas de los árboles para formar improvisados doseles. La gente ya se mueve en torno al campamento y el aire huele a madera quemada.
Beast y Pippa están de pie un poco aparte, conversando con un hombre alto de pelo rubio rojizo en el exterior de una de las caravanas.
Raven y mi madre empiezan a dirigir el grupo hacia el claro. Yo me quedo donde estoy, paralizada. Julián, al darse cuenta de que no estoy con el grupo, se vuelve hacia mí.
—¿Qué pasa? —pregunta. Tiene los ojos rojos. Ha estado haciendo más que la mayoría: explorar, buscar comida, hacer guardia mientras el resto dormíamos.
—Yo… yo sé dónde estamos —digo—. He estado aquí antes.
No digo que con Álex. No hace falta. Julián parpadea.
—Vamos —dice. Su voz suena forzada, pero alarga el brazo y me toma la mano. Se le han encallecido las palmas, pero me sigue tocando con ternura.
Instintivamente busco en la línea de caravanas, intentando identificar la que Álex se había apropiado. Pero eso fue el verano pasado, era de noche y yo estaba muerta de miedo. No recuerdo ninguna de sus características, salvo el techo enrollable de lona, que no se distinguiría desde donde me encuentro.
Siento un breve aleteo de esperanza. Quizá Álex esté aquí. Quizá haya vuelto a territorio conocido.
El hombre rubio habla con Pippa.
—Habéis llegado justo a tiempo —dice. Es mucho mayor de lo que parecía desde lejos, por lo menos tiene cuarenta años, aunque no tiene cicatriz en el cuello. Obviamente, no ha pasado mucho tiempo en Zombilandia—. El juego comienza mañana a las doce.
—¿Mañana? —repite Pippa. Tack y ella intercambian una mirada. Julián me aprieta la mano. Siento una corriente de ansiedad—. ¿Por qué tan pronto? Sí tuviéramos más tiempo para planear…
—Y más tiempo para alimentarnos —interrumpe Raven—. La mitad de nuestra gente está muerta de hambre. No van a poder luchar mucho.
El hombre rubio extiende los brazos.
—No ha sido cosa mía. Nos estamos coordinando con nuestros amigos del otro lado. Mañana tenemos nuestra mejor oportunidad de entrar. Una parte significativa del personal de seguridad estará ocupada, hay un evento público en la zona de los laboratorios. Eso significa que se los llevarán del perímetro para proteger ese acontecimiento.
Pippa se frota los ojos y suspira. Mi madre interviene:
—¿Quién va primero?
—Aún estamos decidiendo los últimos detalles —dice—. No sabíamos si la Resistencia había hecho correr la voz. No sabíamos si podíamos esperar alguna ayuda.
Cuando se dirige a mi madre, su expresión cambia: se hace más formal, y mucho más respetuosa también. Veo que sus ojos descienden hasta el tatuaje del cuello, el que la identifica como antigua prisionera de las Criptas. Sin duda sabe lo que eso significa, aunque no haya pasado mucho tiempo en la ciudad.
—Ahora tenéis ayuda —dice mi madre.
El hombre rubio recorre nuestro grupo con la mirada y más gente sale de los bosques, fluyen hacia el claro, se van juntando en la débil luz de la mañana. Se sorprende un poco, como si acabara de darse cuenta de cuántos somos.
—¿Cuántos sois en total? —pregunta.
Raven sonríe enseñando todos los dientes.
—Suficientes —asegura.


 Hana

 

 

La casa de los Hargrove derrocha luz. Cuando nuestro coche entra en el sendero, me da la sensación de que es un enorme barco blanco varado. En cada ventana reluce una lámpara; de los árboles del jardín se han colgado pequeñas lucecitas blancas, y el tejado está también coronado de ellas.
Por supuesto, las luces no tienen que ver con el hecho de celebrar. Son una manifestación de poder. Nosotros tendremos, controlaremos, poseeremos, incluso derrocharemos, y otros se marchitarán en la oscuridad, sudarán en verano, se congelarán en cuanto cambie el tiempo.
—¿No crees que es precioso, Hana? —dice mi madre en el momento en que guardias vestidos de negro aparecen surgidos de la oscuridad y abren las puertas del coche. Se apartan y esperan a que salgamos, con las manos juntas, respetuosos, deferentes, en silencio. Obra de Fred, probablemente. Me acuerdo de sus dedos apretándome la garganta. Aun así vas a aprender a saltar cuando yo te lo diga
Y la inexpresiva voz de Cassandra, la apagada resignación en sus ojos. De niño envenenaba gatos. Le gustaba ver cómo morían.
—Precioso —repito como un eco.
Se vuelve a mí mientras está girando las piernas para salir del coche y frunce el ceño ligeramente.
—Estás muy callada esta noche.
—Cansada —digo.
La última semana y media se ha pasado sin sentir. No puedo recordar días concretos. Todo se mezcla, adopta el gris entreverado de un sueño confuso.
Mañana me caso con Fred Hargrove.
Todo el día me he sentido como sonámbula He visto como mi cuerpo se movía y sonreía y hablaba, se vestía y se echaba crema y perfume, bajaba las escaleras como flotando hasta el coche que esperaba, y en este momento se deja llevar por el sendero de baldosas hasta la puerta principal de la casa de Fred.
Mira a Hana caminar. Mira a Hana que entra en el vestíbulo, parpadeando por lo brillante de las luces: una araña que envía dardos irisados de luz por las paredes, lámparas que atiborran la mesa del salón y las librerías, velas que arden en candelabros de plata maciza. Mira a Hana que se vuelve hacia la sala llena de gente, un centenar de caras brillantes e hinchadas que se giran a mirarla.
—¡Ahí está!
—¡Aquí llega la novia…!
—Y la señora Tate.
Mira a Hana que dice hola, saluda con la mano y asiente, estrecha manos y sonríe.
—¡Hana! Justo a tiempo. Justamente estaba cantando tus alabanzas.
Fred se dirige hacia mí cruzando la habitación, sonriente. Sus zapatos elegantes se hunden silenciosos en la elegante moqueta.
Mira a Hana que le da una mano a su casi esposo.
Fred se inclina para susurrar.
—Estás muy guapa —y luego—. Espero que te hayas tomado en serio lo que hablamos.
Al decirlo me pellizca el brazo, fuerte, en la parte carnosa justo por encima del codo. Le da el otro brazo a mi madre y nos movemos por la sala mientras la multitud se abre a nuestro paso, con un crujido de sedas y lino. Fred me dirige, deteniéndose a charlar con los miembros más importantes del gobierno de la ciudad y con sus benefactores más generosos. Yo escucho y río en los momentos adecuados, pero todo el tiempo tengo la sensación de estar soñando.
—Una idea brillante, alcalde Hargrove. Justo le estaba diciendo a Ginny…
—¿Y por qué tendrían que tener luz? ¿Por qué tendrían que recibir nada de nosotros, después de todo?
—… pronto se acabará el problema.
Mi padre ya está aquí; veo que habla con Patrick Riley, el hombre que se hizo cargo de la presidencia de América sin Deliria cuando Thomas Fineman fue asesinado el mes pasado. Riley debe haber venido de Nueva York, donde la organización tiene su cuartel general.
Me acuerdo de lo que me contó Cassandra: que la ASD había colaborado con los inválidos, que también Fred lo ha hecho, y que ambos ataques estaban planeados. Siento que me estoy volviendo loca. Ya no sé qué creer. Quizá me encerrarán en las Criptas con ella y me quitarán los cordones de los zapatos.
Tengo que tragarme las ganas repentinas de reír.
—Con permiso —digo en cuanto se afloja el apretón de Fred en mi codo y veo la oportunidad de escapar—. Voy a buscar una bebida.
Fred me sonríe, aunque su mirada es sombría. La advertencia está clara: Compórtate.
—Por supuesto —dice en tono relajado. A medida que me abro camino por la sala, la multitud cierra filas en tomo a él hasta que no se le ve.
Han colocado una mesa cubierta con un mantel de lino ante uno de los amplios ventanales que dan al césped bien cuidado y a los impecables arriates, donde las flores están dispuestas por altura, tipo y color.
Pido agua y trato de pasar lo más inadvertida posible, esperando evitar la conversación al menos durante unos pocos minutos.
—¡Ahí está! ¡Hana! ¿Te acuerdas de mí? —Desde el otro lado de la sala, Celia Briggs, que está de pie junto a Steven Hilt, vestida como si se hubiera tropezado por accidente con un montón enorme de gasa azul, está tratando desesperadamente de atraer mi atención. Yo aparto la vista, fingiendo que no la he visto. A medida que ella se abre paso a empujones en mi dirección, tirando de Steven por una manga, yo avanzo hacia el vestíbulo y me apresuro en dirección a la parte trasera de la casa.
Me pregunto si ella sabe lo que sucedió el verano pasado: cómo Steven y yo respirábamos el uno en la boca del otro, dejando que los sentimientos se transmitieran por nuestros labios. Puede que Steven se lo haya contado. Quizá ahora se rían con ello, ahora que ya estamos todos a salvo, del otro lado de aquellas agitadas noches aterradoras.
Me dirijo al porche cubierto de la parte de atrás, pero esa zona también está llena de gente. Cuando estoy a punto de pasar la cocina, oigo alzarse la voz de la señora Hargrove.
—Agarra ese cubo de hielo, ¿vale? Al camarero de la barra casi se le ha acabado.
Tratando de evitarla, me cuelo en el estudio de Fred y cierro la puerta rápidamente a mi espalda. Ella solo me llevaría firmemente de vuelta a la fiesta, de vuelta a Celia Briggs y a esa sala llena de dientes. Me apoyo en la puerta, soltando el aire despacio.
Mis ojos se posan en el único cuadro de la habitación: el hombre, el cazador y los cuerpos masacrados.
Solo que esta vez no aparto la vista.
Hay algo raro en el cazador: va demasiado bien vestido, lleva un traje pasado de moda y botas pulidas. Sin darme cuenta me acerco dos pasos, horrorizada e incapaz de mirar a otro lado. Los animales colgados de ganchos de carne no son animales.
Son mujeres.
Cadáveres, cadáveres humanos colgados del techo y apilados en el suelo de mármol.
Junto a la firma del artista hay una pequeña nota pintada: El Mito de Barbazul o Los Peligros de la Desobediencia.
Siento una necesidad que no puedo nombrar de manera precisa, de hablar, de gritar, de correr. Sin embargo, me siento en la silla de cuero de respaldo duro que está detrás del escritorio, me inclino hacia delante y apoyo la cabeza en los brazos intentando recordar cómo se llora. Pero no me viene nada, excepto un ligero picor en la garganta y un dolor de cabeza.
No sé cuánto tiempo llevo sentada en esa posición cuando oigo que se acerca una sirena. Entonces la habitación se llena repentinamente de color: ráfagas de rojo y blanco se cuelan de manera intermitente por los cristales de la ventana. Las sirenas siguen sonando y entonces me doy cuenta de que están por todas partes, tanto cerca como lejos, algunas aúllan con un sonido agudo calle abajo y otras no llegan a ser más que un eco.
Algo pasa.
Salgo al vestíbulo, justo cuando varias puertas resuenan a la vez. Ha cesado el murmullo de las conversaciones y la música. En vez de eso, oigo cómo se gritan unos a otros. Fred sale corriendo al vestíbulo y viene hacia mí a grandes zancadas, justo después de que haya cerrado la puerta de su estudio.
Al verme se detiene.
—¿Dónde estabas? —pregunta.
—En el porche —contesto rápidamente. Me late el corazón a toda velocidad—. Necesitaba un poco de aire.
Abre la boca y en ese mismo momento llega mi madre, pálida.
—Hana —dice—. Aquí estás.
—¿Qué ha pasado? —pregunto.
Cada vez más grupos abandonan la sala: reguladores de impecable uniforme, los guardaespaldas de Fred, dos oficiales de policía con expresión solemne, y Patrick Riley poniéndose la americana. Los móviles no paran de sonar y el vestíbulo está inundado por las interferencias de los walkie-talkies.
—Se ha producido un incidente en el muro fronterizo —dice mi madre mirando nerviosamente a Fred.
—Miembros de la Resistencia —la expresión de mi madre me confirma que mis sospechas son ciertas.
—Han sido eliminados, por supuesto —dice Fred en voz alta, para que todo el mundo lo oiga.
—¿Cuántos había? —pregunto.
Fred se vuelve hacia mí mientras se pone la americana que un regulador de cara gris acaba de pasarle.
—¿Importa eso? Ya nos hemos ocupado del asunto.
Mi madre me lanza una mirada y mueve la cabeza en un tímido gesto de negación.
Detrás de él, un policía habla por el walkie.
—Diez-cuatro, diez-cuatro, estamos en camino.
—¿Estás listo? —pregunta Patrick Riley a Fred. Este asiente. Al momento, su teléfono móvil empieza a sonar. Lo saca del bolsillo y lo silencia rápidamente.
—Mierda. Más vale que nos demos prisa. Los teléfonos del despacho probablemente se estarán volviendo locos.
Mi madre me pasa un brazo por los hombros. Por un momento me sobresalto. Es muy raro que nos toquemos así. Debe estar más preocupada de lo que aparenta.
—Vamos —dice—. Tu padre nos espera.
—¿Adonde vamos? —pregunto mientras me conducen hacia la parte delantera de la casa.
—A casa —dice.
Fuera, ya se están reuniendo los invitados. Nos unimos a la fila de gente que espera sus coches. Vemos siete u ocho personas que se amontonan en un vehículo, mujeres con trajes largos, una encima de otra en los asientos traseros. Está claro que nadie quiere caminar por las calles, que siguen invadidas con el sonido de las sirenas.
Mi padre se sienta delante, con Tony. Mi madre y yo nos apretamos atrás con el señor y la señora Brande, que trabajan en el Ministerio de Desinfección. Normalmente la señora Brande no se calla ni dormida —mi madre siempre ha dicho que la cura la dejó sin autocontrol verbal—, pero esta noche viajamos en silencio. Tony conduce más rápido de lo normal.
Empieza a llover. Las farolas crean formas en las ventanas como haces de luz rotos. En este momento en que estoy alerta por el miedo y la ansiedad, no me puedo creer lo estúpida que he sido. Tomo una decisión repentina.' nada de volver Deering Highlands. Es demasiado peligroso. La familia de Lena no es mi problema. He hecho todo lo que podía.
El sentimiento de culpa sigue ahí, haciendo presión sobre mi garganta, pero me lo trago.
Pasamos otra farola, y la lluvia se convierte en largos dedos sobre el cristal de la ventanilla; después, el coche es tragado de nuevo por la oscuridad. Imagino figuras que se mueven en las tinieblas deslizándose junto al coche, caras que salen y entran en las sombras. Durante un instante, cuando pasamos junto a otra farola, veo una figura con capucha que sale del bosque a un lado de la carretera. Nuestros ojos se cruzan y suelto un pequeño grito.
Álex. Es Álex.
—¿Qué pasa? —pregunta mi madre, tensa.
—Nada, yo… —para cuando me doy la vuelta, ya no está. Estoy segura de que solo lo he imaginado. He debido imaginármelo. Álex está muerto; acabaron con él en la frontera y nunca consiguió llegar a la Tierra Salvaje. Trago saliva—. Me había parecido ver algo.
—No te preocupes, Hana —dice mi madre—. En el coche estamos a salvo —pero se inclina hacia delante y le dice a Tony con severidad—. ¿No puedes conducir más rápido?
Me acuerdo de la nueva muralla, iluminada por una luz giratoria, manchada de rojo por la sangre.
¿Y qué pasa si hay más? ¿Qué pasa si vienen por nosotros?
Tengo una visión de Lena moviéndose por ahí, moviéndose furtivamente por las calles, escondiéndose en las sombras, con un cuchillo. Durante un instante, mis pulmones dejan de funcionar.
Pero no. Ella no sabe que fui yo quien los denunció a Álex y a ella. Nadie lo sabe.
Además, probablemente está muerta.
E incluso si no lo está, incluso si por algún milagro se salvó cuando escapaba y ha conseguido sobrevivir en la Tierra Salvaje, ella nunca se uniría a la Resistencia. Nunca sería violenta ni vengativa. Lena no, ella casi se desmayaba cuando se pinchaba un dedo, y ni siquiera era capaz de contarle una bola a un profesor por llegar tarde. No sería capaz.
¿O sí?


 Lena

 

 

Los planes continúan hasta bien avanzada la noche. El hombre rubio, que se llama Colin, sigue encerrado en una de las caravanas junto a Beast y Pippa, Raven y Tack, Max, Cap, mi madre y algunos otros que él ha elegido de su grupo. Asigna a una persona la vigilancia en la puerta y no se admite a nadie más. Sé que se prepara algo grande, tan grande como los incidentes en que volaron parte de un muro de las Criptas y pusieron una bomba en una comisaría, o incluso más. Por pequeños comentarios que se le han escapado a Max, he deducido que esta nueva rebelión no se reduce solo a Portland. Como en los anteriores incidentes, en ciudades de todo el país se están juntando inválidos y simpatizantes y canalizando su energía y su furia en manifestaciones de resistencia.
En cierto momento, Max y Raven salen de la caravana para mear en el bosque, con los rostros demacrados y serios, pero cuando le suplico a Raven que me deje asistir, me corta al momento.
—Vete a la cama, Lena —dice—. Todo está controlado.
Debe ser casi medianoche. Julián lleva horas dormido. Pero yo no soy capaz de estar tumbada. Siento como si mi sangre estuviera llena de hormigas: me recorren brazos y piernas, es un picor que me incita a moverme, a hacer algo. Camino en círculos intentando librarme de esa sensación, y al mismo tiempo me siento irritada, molesta con Julián, furiosa con Raven, pensando en todas las cosas que me gustaría decirle.
Yo fui la que sacó a Julián del subsuelo. Yo fui la que arriesgó la vida para introducirme clandestinamente en Nueva York y salvarle. Yo fui la que entró en Waterbury. Yo fui la que descubrí que Lu era una traidora. Y ahora Raven me dice que me vaya a la cama, como si fuera una niña revoltosa de cinco años.
Apunto con una piedra a una taza metálica que estaba tirada, medio enterrada en la ceniza, en el borde de un fuego apagado, y la veo rodar varios metros hasta golpear el costado de una caravana. Un hombre grita:
—¡Ya vale con el ruido!
Pero no me importa si le he despertado. No me importa si despierto a todo el campamento.
—¿No puedes dormir?
Me vuelvo, sobresaltada. Coral está sentada un poco aparte, con las rodillas contra el pecho, junto a lo que queda de otra hoguera. De vez en cuando atiza la lumbre con un palo.
—Hola —digo con cautela. Desde que Álex se fue, es casi como si fuera muda—. No te había visto.
Sus ojos buscan los míos. Sonríe débilmente.
—Yo tampoco podía dormir.
Aunque sigo nerviosa, se me hace raro estar hablando de pie cuando ella está sentada, así que me acomodo en uno de los troncos ennegrecidos por el humo que rodean el fuego.
—¿Estás preocupada por lo de mañana?
—La verdad es que no —vuelve a atizar el fuego, observa cómo se aviva la llama por un momento—. Para mí no cambia demasiado.
—¿Qué quieres decir?
La miro de cerca por primera vez en una semana. Inconscientemente he tratado de evitarla. Ahora veo en ella algo trágico y hueco: su piel cremosa y pálida parece una cáscara, vacía, seca.
Se encoge de hombros y mantiene la vista en las brasas
—Pues que a mí ya no me queda nadie.
Trago saliva. Tenía intención de hablarle de Álex, pedirle perdón de algún modo, pero no me salían las palabras. Incluso ahora crecen y se me quedan atascadas en la garganta.
—Oye, Coral —respiro hondo. Dilo, solo dilo—. Siento mucho que Álex se fuera. Sé… sé que debe haber sido muy duro para ti.
Ahí está: he admitido explícitamente que era suyo, por lo que la pérdida es suya. En cuanto las palabras abandonan mi boca, me siento extrañamente desinflada, como si todo este tiempo hubieran estado hinchadas, como un globo, en mi pecho.
Por primera vez desde que me he sentado, me mira. No puedo leer la expresión de su cara.
—No importa —dice por fin volviendo a mirar la lumbre—. De todas formas, él seguía enamorado de ti.
Es como si hubiera alargado el brazo y me hubiera pegado un puñetazo en el estómago. De repente, no puedo respirar.
—¿Qué… qué dices?
Su boca se curva en una sonrisa.
—De veras. Estaba claro. No importa. Yo le caía bien y él me caía bien a mí —mueve la cabeza—. Cuando he dicho que no me quedaba nadie, no me refería a Álex. Pensaba en Nan y en el resto del grupo. Mi gente —tira el palo y se abraza las rodillas con más fuerza—. Es raro que hasta ahora no me haya dado cuenta, ¿verdad?
Aunque sigo aturdida por lo que acaba de decir, consigo mantener el control. Alargo la mano y te toco el codo.
—Oye —digo—. Ahora nos tienes a nosotros. Ahora nosotros somos tu gente.
—Gracias —sus ojos vuelven a los míos. Fuerza una sonrisa. Inclina la cabeza hacia un lado y me observa un instante—. Entiendo por qué te amaba.
—Coral, estás equivocada —empiezo a decir.
Pero justo en ese momento se oyen pisadas detrás de nosotras y mi madre dice:
—Pensaba que te habías ido a dormir hace horas.
Coral se pone de pie limpiándose la trasera de los vaqueros. Son nervios, porque todos estamos cubiertos de polvo y de suciedad, que se nos ha metido hasta en las pestañas y entre las uñas.
—Ya me iba —dice—. Buenas noches, Lena. Y… gracias.
Antes de que pueda reaccionar, se da la vuelta y se dirige al extremo sur del claro, donde se ha juntado la mayor parte de nuestro grupo.
—Parece una muchacha muy dulce —dice mi madre sentándose en el tronco que ha dejado vacío Coral—. Demasiado dulce para la Tierra Salvaje.
—Lleva aquí casi toda su vida —no puedo evitar la tensión en mi voz—. Y es una gran luchadora.
Mi madre se me queda mirando.
—¿Pasa algo?
—Lo que pasa es que no me gusta quedarme al margen. Quiero saber cuál es el plan para mañana.
Mi corazón late a toda velocidad. Sé que no estoy siendo justa con mi madre: no ha sido culpa suya que no me admitieran en la reunión de planificación, pero tengo ganas de gritar. Las palabras de Coral han removido algo en mi interior, lo noto vibrando dentro de mí, chocando dolorosamente con mis pulmones: Él seguía enamorado de ti.
No. Es imposible; ella no ha entendido nada. Él nunca me amó. Él me lo dijo.
Mi madre se pone seria.
—Lena, tienes que prometerme que te quedarás aquí, en el campamento, mañana. Tienes que prometerme que no vas a luchar.
Ahora me toca a mí quedarme mirándola.
—¿Qué?
Se pasa una mano por el pelo. Parece que se lo ha peinado con una corriente eléctrica.
—Nadie tiene una idea muy clara sobre lo que encontraremos al otro lado de ese muro. Los números que tenemos de las fuerzas de seguridad son solo aproximados, y no estamos seguros de cuánto apoyo habrán conseguido nuestros amigos de Portland. Yo era partidaria de un retraso, pero ha ganado la otra opción —mueve la cabeza—. Es peligroso, Lena. No quiero que participes en ello.
Eso que vibra en mi pecho —la furia y la tristeza por haber perdido a Álex, y también por esta vida que vamos construyendo a base de restos y harapos, de medias palabras y promesas incumplidas— estalla de repente.
—Sigues sin entenderlo, ¿no? —estoy casi temblando—. Ya no soy una niña. He crecido. He crecido sin ti. Y tú no puedes decirme lo que tengo que hacer.
Casi espero que me responda con la misma moneda, pero se limita a suspirar y se queda mirando el resplandor anaranjado que aún brilla entre las brasas, como un ocaso enterrado. Luego dice de pronto:
—¿Te acuerdas de la historia de Salomón?
Sus palabras me resultan tan inesperadas que por un instante no puedo hablar. Solo puedo asentir con la cabeza.
—Cuéntamela —dice—. Cuéntame lo que recuerdas.
La nota de Álex, aún guardada en el bolsito que llevo al cuello, también parece arder, me quema junto al pecho.
—Dos madres se pelean por un bebé —digo con cautela—. Deciden cortarlo en dos. El rey así lo decreta.
Mi madre niega con la cabeza.
—No. Esa es la versión corregida; esa es la historia tal como aparece en el Manual de FSS. En la historia real, las madres no cortan al bebé en dos.
Me quedo muy quieta, casi me da miedo hasta respirar. Me parece que estoy tambaleándome al borde de un precipicio, a punto de comprender algo, y no estoy segura de si quiero avanzar.
Mi madre continúa:
—En la historia de verdad, el rey Salomón decide que el bebé debería ser cortado en dos. Pero solo es una prueba. Una de las madres acepta, la otra dice que renunciará al bebé para siempre. No quiere que se haga daño al niño. —Mi madre vuelve los ojos hacia mí. Incluso en la oscuridad, veo su brillo, esa claridad que nunca ha desaparecido—. Así es como el rey identifica a la madre verdadera. Está dispuesta a sacrificar su derecho a su hijo, a sacrificar su felicidad, con tal de mantenerlo a salvo.
Cierro los ojos y veo las brasas que arden tras mis párpados: el alba rojo sangre, humo y fuego, Álex detrás de las cenizas De repente, lo sé. Comprendo el significado de su nota.
—No estoy intentando controlarte, Lena —dice mi madre en voz baja—. Solo quiero que estés a salvo. Eso es lo que siempre he querido.
Abro los ojos. El recuerdo de Álex de pie tras la valla mientras te rodeaba un enjambre negro, retrocede.
—Es demasiado tarde —mi voz suena hueca, no se parece a mi voz—. He visto cosas… He perdido cosas que no puedes comprender.
Es lo más cerca que he estado de hablarle de Álex. Por fortuna, no insiste. Simplemente, asiente con la cabeza.
—Estoy cansada.
Me pongo de pie. Siento algo extraño en mi cuerpo, como si fuera una marioneta a la que han empezado a abrírsele las costuras. Álex se sacrificó una vez para que yo pudiera vivir y ser feliz. Ahora ha vuelto a hacerlo.
He sido tan tonta… Y ahora él ya no está y no puedo encontrarte y decirle que lo sé y que lo entiendo.
No puedo confesarle que sigo enamorada de él.
—Voy a dormir un poco —te digo a mi madre evitando su mirada.
—Creo que esa es una buena idea —dice.
Ya me he dado la vuelta para alejarme cuando me llama. Me vuelvo. El fuego se ha apagado por completo y su cara está sumida en la oscuridad.
—Salimos hacia el muro al amanecer —dice.



Hana

 

 

No puedo dormir.
Mañana dejaré de ser yo misma. Caminaré por la alfombra blanca y me colocaré bajo el dosel blanco y pronunciaré votos de lealtad y determinación. Después me caerán encima pétalos blancos lanzados por los sacerdotes, por los invitados, por mis padres.
Mañana volveré a nacer: la plantilla en blanco, limpia, uniforme, como el mundo después de una tormenta de nieve.
Me quedo despierta toda la noche y contemplo cómo el amanecer rompe lentamente por el horizonte, dándole al mundo un toque de blanco.


 Lena

 

 

Me encuentro en una multitud, contemplando cómo dos niños se pelean por un bebé. Ambos tiran de él en direcciones opuestas, violentamente, atrás y adelante, y el bebé está morado, y sé que con tanto movimiento lo están matando. Intento abrirme paso entre la gente, pero cada vez aparecen más personas a mi alrededor, me cierran el paso, hacen que no pueda moverme. Y luego, justo como me temía, el bebé cae: al chocar contra el suelo, se rompe en mil pedazos como una muñeca de porcelana.
Y entonces la gente ya no está. Estoy sola en una carretera y, delante de mí, una niña con el pelo largo y enredado está inclinada sobre la muñeca rota, volviendo a juntar los pedazos cuidadosamente, mientras canturrea. Es un día muy claro y todo está en perfecta quietud. Cada uno de mis pasos resuena como un disparo, pero la niña no alza la vista hasta que estoy delante de ella.
Entonces levanta los ojos, y es Grace.
—¿Ves? —dice extendiendo la muñeca hacia mí—. La he arreglado.
Y veo que la cara de la muñeca es la mía, recorrida por miles de pequeñas grietas y fisuras.
Grace acuna la muñeca en sus brazos.
—Despierta, despierta —dice tiernamente.
—Despierta.
Abro los ojos: mi madre está de pie junto a mí. Me siento, el cuerpo tenso. Intento que los dedos de los pies y de las manos recuperen la sensibilidad, los flexiono y los estiro. El ambiente está cubierto de niebla y el cielo apenas comienza a aclararse. El suelo está lleno de escarcha, que se ha filtrado a través de mi manta mientras dormía, y el viento tiene un filo agudo en esta mañana. Hay mucha actividad en el campamento: a mi alrededor la gente se estira, se pone de pie, moviéndose como sombras en la penumbra. Hay hogueras que chisporrotean cada vez más, y de vez en cuando me llega un fragmento de conversación, un grito que contiene una orden.
Mi madre alarga el brazo y me ayuda a ponerme de pie. Es increíble, tiene un aire descansado y alerta. Doy unos cuantos saltitos para desentumecer las piernas.
—El café hará que te circule la sangre —dice.
No me sorprende que Raven, Tack, Pippa y Beast estén levantados. Están de pie junto a Colin, y otros diez más cerca de uno de los fuegos más grandes. Su aliento empaña el aire mientras hablan en voz baja. Hay un pote de café al fuego: amargo y lleno de granos sin moler, pero caliente. Solo después de tomar unos pocos sorbos, empiezo a sentirme mejor y más despierta. Pero no consigo comer nada.
Raven alza las cejas cuando me ve. Mi madre le hace un gesto de resignación, y Raven se vuelve hacia Colin.
—Vale —dice él—. Como hablamos anoche, entraremos en la ciudad en tres grupos. El primero sale dentro de una hora, lleva a cabo las tareas de exploración y establece contacto con nuestros amigos. La fuerza principal no se mueve hasta la explosión de las doce-cero-cero horas. El tercer grupo sigue inmediatamente después y se dirige directamente al objetivo…
—Hola —Julián aparece a mi espalda. Acaba de despertarse: tiene los ojos aún un poco hinchados y el pelo totalmente revuelto—. Te eché de menos anoche.
La noche pasada, no fui capaz de acostarme junto a él En de eso, busqué una manta y me hice la cama a la intemperie junto a cientos de mujeres. Durante mucho tiempo me quedé mirando a las estrellas, acordándome de la primera vez que vine a la Tierra Salvaje con Álex, de cómo me llevó a una de las caravanas y desenrolló la lona que servía de techo para que pudiéramos ver el cielo.
Tantas cosas entre nosotros se quedaron sin decir… Ese es el riesgo, y la belleza, de la vida sin la operación. Siempre hay barullo y confusión, y el camino nunca está claro.
Julián hace ademán de tocarme y yo retrocedo un paso.
—Me costó dormirme —digo—. No quería despertarte.
Él frunce el ceño. No consigo mirarle a los ojos. A lo largo de la última semana, he aceptado que nunca le amaré como amé a Álex. Pero ahora esa idea es enorme, como un muro entre nosotros. Nunca amaré a Julián como amo a Álex.
—¿Qué te pasa? —Julián me mira con recelo.
—Nada —digo, y luego repito—: Nada.
—¿Ha pasado…? —comienza a decir Julián, cuando Raven se da la vuelta y le mira fijamente.
—Oye, Julis —le suelta ese mote con aspereza, se lo llama cuando está molesta—. Este no es momento de cotorrear, ¿vale? O te callas o te piras.
Julián se calla. Vuelvo la mirada hacia Colin y Julián no intenta tocarme ni acercarse a mí. El cielo ahora está veteado con largos filamentos de naranja y rojo, como los tentáculos de una medusa enorme flotando en un océano blanco lechoso. Se alza la niebla, la tierra empieza a despertarse. Portland también estará volviendo a la vida.
Colin nos cuenta el plan.


 Hana

 

 

En mi última mañana como Hana Tate, me tomo el café en el porche: delantero, a solas.
Había planeado darme una última vuelta en la bici, pero ya no es posible, no después de lo que sucedió anoche. Las calles estarán atestadas de policía y reguladores. Tendré que enseñar mis documentos y eludir preguntas que no puedo responder.
En vez de eso, me siento en el columpio del porche, buscando consuelo en su quejido rítmico. El aire tiene esa quietud de la mañana, es fresco y gris y está cargado de sal. Está claro que va a hacer un día perfecto, despejado y luminoso. De vez en cuando, una gaviota suelta un chillido agudo. Por lo demás, todo está en silencio. Aquí no suenan alarmas ni sirenas, nada que recuerde los problemas de la noche pasada.
Pero en el centro será distinto. Habrá barricadas y controles, habrán reforzado la seguridad en el nuevo muro fronterizo. De pronto me acuerdo de lo que me contó Fred una vez sobre él: que sería como la palma de la mano de Dios, que nos cobijaría eternamente y nos mantendría a salvo, dejando fuera a los enfermos, los dañados, los desleales y los indignos.
Pero quizá nunca se puede estar verdaderamente a salvo.
Me pregunto si habrá más redadas en Highlands, si las familias de allí tendrán que irse a otro lugar, y enseguida desecho esa preocupación. La familia de Lena está fuera de mi alcance, ahora me doy cuenta. Debería haberlo visto desde el principio. Lo que les ocurra, si pasan hambre o se mueren de frío, no es cosa mía.
Todos somos castigados por la vida que hemos elegido, de una manera o de otra. Yo pagaré mi penitencia, a Lena por fallarle, a su familia por ayudarla, cada día de mi vida.
Cierro los ojos y veo la zona de Old Port: el laberinto de calles, los muelles, el sol que se libera del agua y las olas que golpean contra los muelles.
Adiós, adiós, adiós.
Mentalmente dibujo una ruta desde Eastern Prom hasta la cima de Munjoy Hill: contemplo toda la ciudad extendida a mis pies, brillando con una luz nueva.
—¿Hana?
Abro los ojos. Mi madre ha salido al porche. Arrebujada en su fino camisón, con los ojos entrecerrados. Su piel, sin maquillaje, tiene un aspecto casi gris.
—Probablemente Tendrías que darte una ducha —dice.
Me pongo de pie y la sigo hasta el interior de la casa.


 Lena

 

 

Hemos llegado hasta el muro. Debemos ser unos cuatrocientos agrupados entre los árboles.
La noche pasada, un pequeño equipo efectuó el cruce para ocuparse de los últimos preparativos de cara a la operación a gran escala de hoy. Y esta mañana temprano, otro pequeño grupo, la gente de Colin, elegida especialmente, ha saltado la valla por el lado oeste de Portland, cerca de las Criptas donde todavía no han construido el muro y donde la seguridad había sido burlada por amigos y aliados desde el interior.
Pero eso ha sido hace horas, y en este momento no queda más que esperar la señal.
El grupo principal atacará el muro, todos a la vez. La mayor parte de las fuerzas de Portland estarán ocupadas en los laboratorios: tengo entendido que hoy tendrá lugar allí un gran acontecimiento.
Debería haber solo un pequeño número de policías para contenernos, aunque a Colin le preocupa que la operación de anoche no fuera tan bien como se había planeado. Es posible que dentro del muro haya más reguladores y más armas de lo que pensamos.
Tendremos que esperar y ver.
Desde donde estoy agachada entre las matas, veo a veces a Pippa, a unos cuarenta metros de distancia, cuando se mueve por detrás del junípero que ha elegido para ocultarse. Me pregunto si estará nerviosa. Ella tiene uno de los papeles más importantes.
Es la encargada de una de las bombas. El grupo principal, el caos en la muralla, tiene la función de permitir a los que llevan las bombas, cuatro en total, que se introduzcan en Portland sin llamar la atención. El objetivo de Pippa es el número 88 de la calle Essex, una dirección que no reconozco, posiblemente un edificio gubernamental, como los otros objetivos.
El sol se eleva lentamente en el cielo. Son las diez de la mañana. Son las diez y media. Mediodía.
Ya falta muy poco.
Esperamos.


 Hana

 

 

—Ya ha llegado el coche —mi madre apoya una mano en mi hombro—. ¿Estás lista?
No confío en poder hablar, así que asiento con la cabeza. La chica del espejo —mechones de pelo rubio recogidos hacia atrás con horquillas, pestañas oscuras por el rímel, piel perfecta, labios pintados— asiente también.
—Me siento muy orgullosa de ti —dice mi madre en voz baja.
La gente sale y entra del cuarto: fotógrafos, maquilladores y Debbie, la peluquera. Supongo que le da vergüenza: mi madre no ha admitido nunca en toda su vida que estuviera orgullosa de mí.
—Ven.
Mi madre me ayuda a ponerme una suave bata de algodón para que el vestido, largo y con mucho vuelo, ceñido al hombro con un broche de oro en forma de águila —el animal con el que a menudo se compara a Fred— no se ensucie durante el corto trayecto hasta los laboratorios.
En el exterior de la cancela hay un grupo de periodistas y, cuando salgo al porche, me sorprende contemplar tantas lentes enfocadas en mí, el rápido clic-clic-clic de las cámaras. El sol flota en el cielo sin nubes, como un único ojo blanco. Aún no deben ser las doce. Siento un gran alivio cuando llegamos al coche. El interior del vehículo está sombrío y fresco, y sé que nadie puede verme a través de los cristales ahumados.
—La verdad es que no puedo creerlo —mi madre juguetea con sus pulseras. Está más excitada de lo que la he visto nunca—. Siempre pensé que este día no iba a llegar jamás. ¡Qué tontería!
—Tontería —repito como un eco. Cuando salimos de la urbanización, veo que la presencia policial se ha doblado. La mitad de las calles que conducen al centro tienen barricadas y están patrulladas por reguladores, policía y hasta algunos hombres que llevan las insignias de plata de la guardia militar. Para cuando veo los blancos tejados inclinados del complejo de los laboratorios, donde Fred y yo vamos a contraer matrimonio en una de las salas de conferencias médicas más amplias, con capacidad para acoger a mil invitados, la multitud es tan grande que Tony apenas consigue avanzar.
Parece que todo Portland ha venido a ver cómo nos casamos. La gente alarga el brazo y toca el capó del coche con los nudillos como si fuera un amuleto que diera buena suerte. Las manos golpean el techo y las ventanillas, y hacen que me sobresalte. La policía se mete entre la gente apartándola, intentando abrir paso al vehículo, gritando: Abran paso, abran paso.
En el exterior de la valla de los laboratorios se ha erigido una serie de barricadas policiales. Varios reguladores las apartan para que podamos acceder al pequeño aparcamiento pavimentado justo delante de la entrada principal de los laboratorios. Veo el coche familiar de Fred. Debe haber llegado ya.
Se me revuelve un poco el estómago. No había vuelto aquí desde que me hicieron la intervención, cuando entré como una muchacha abatida y atormentada, llena de enojo, de culpa y de dolor, y salí completamente distinta, menos confundida. Ese mismo día me separaron de Lena, y de Steve Hilt también, y de todas aquellas noches oscuras y sudorosas en que no estaba segura de nada.
Pero aquello fue solo el comienzo de la cura. Esto —el emparejamiento, la boda, y Fred— es su culminación.
Han vuelto a cerrar las puertas tras nosotros y a colocar las barricadas. Sin embargo, al salir del vehículo, siento que la multitud se acerca más y más, que avanza centímetro a centímetro para entrar, para observar, para verme consagrar mi vida y mi futuro al camino que ha sido elegido para mí. Pero la ceremonia no va a empezar hasta dentro de quince minutos, y las puertas continuarán cerradas hasta ese momento.
Al otro lado de las puertas giratorias de cristal veo a Fred esperándome, sin sonreír, con los brazos cruzados. Su rostro está distorsionado por la luz y el cristal. Desde aquí parece como si su piel estuviera llena de agujeros.
—Ha llegado el momento —dice mi madre.
—Lo sé —contesto, y paso ante ella camino del interior del edificio.


 Lena

 

 

Ha llegado el momento. Los disparos resuenan en la distancia, al menos una decena, y así, sin más, nos movemos todos a la vez. Salimos de los árboles, cientos de nosotros, levantando polvo y barro. El ritmo de nuestras pisadas es como un único latido.
Por encima del muro aparecen dos escalas de cuerda, luego otras dos, luego tres más. De momento, todo va bien. El primero de nuestro grupo alcanza una de las escalas, coge el primer peldaño y comienza a subir.
A lo lejos, una banda de música está tocando la marcha nupcial.


 Hana

 

 

En el exterior de los laboratorios, los guardias, unos veinte, con uniformes inmaculados, disparan una salva de bienvenida, lo que señala que la ceremonia puede comenzar. Los amplios ventanales de la sala de conferencias están abiertos y por ellos podemos oír a la banda que comienza a tocar la marcha nupcial. La mayoría de los espectadores no han podido entrar en los laboratorios y estarán apiñados fuera, escuchando, esforzándose en ver por las ventanas lo que sucede en el interior. El sacerdote lleva un micrófono para que su voz sea amplificada, de forma que llegue a cada miembro de la multitud que se ha reunido, para que los toque con sus palabras de perfección y honor, de deber y seguridad.
Se ha erigido una plataforma en el centro de la sala, justo delante del podio desde donde el sacerdote va a oficiar la ceremonia. Dos participantes, ambos vestidos simbólicamente con batas de los laboratorios, me ayudan a subir a él.
Cuando Fred toma mis manos entre las suyas y las coloca sobre el Manual de FSS, un pequeño suspiro recorre la sala, una exhalación de alivio.
Para esto es para lo que nos han preparado: promesas, compromisos, juramentos solemnes de obediencia.


 Lena

 

 

Voy por la mitad de la escala cuando comienzan a sonar las alarmas. Un segundo después, se desencadena otra ráfaga de disparos. No hay nada coordinado en ellos: explotan con un rápido ruido entrecortado, tan cerca que resultan ensordecedores, y al instante el aire se convierte en una sinfonía de gritos, detonaciones y chillidos. Una mujer que estaba encabalgada en la pared cae hacia atrás y aterriza en el suelo con un golpe escalofriante. La sangre le brota del pecho.
Solo una pequeña parte de nuestro grupo ha conseguido escalar el muro. De repente, el aire se espesa con el humo de las armas. Se oyen gritos: Vamos, parad, moveos. ¡Quédate donde estás o te disparo! Durante un instante me quedo paralizada, balanceándome en la escala, petrificada, se me resbalan un poco las manos, apenas consigo equilibrarme para no caerme. No recuerdo cómo debo moverme. En lo alto de la escala, un regulador está cortando las cuerdas con un cuchillo.
—¡Adelante, Lena, adelante!
Julián está debajo de mí en la escala. Levanta los brazos y me empuja, haciendo que recupere el control de mi cuerpo. Comienzo a ascender de nuevo, ignorando el dolor de las manos. Mejor luchar contra los reguladores en terreno firme, donde tendremos una oportunidad: todo es mejor que estar colgados aquí, expuestos, como un pez en un sedal.
La escala se estremece. El regulador sigue trabajando enfebrecidamente con su cuchillo. Es joven, me resulta familiar y el sudor le pega el pelo rubio a la frente. Beast acaba de llegar a lo alto del muro. Se oye un ruido y un pequeño grito cuando le pega un golpe con el codo en la nariz al regulador.
El resto sucede muy rápido: Beast agarra el cuchillo del hombre con el puño y tira fuerte; el regulador cae hacia delante, sin ver, y Beast lo tira sin miramientos por la muralla, como si fuera una bolsa de basura. Su cuerpo también produce un sonido al llegar al suelo. Solo entonces lo reconozco: es un chico de los que iban a la escuela Joffrey’s Academy, alguien con quien Hana habló una vez en la playa. De mi edad: nos evaluaron el mismo día.
No hay tiempo de pensar en eso.
Dos fuertes impulsos más y llego a lo alto del muro. Me tumbo sobre el estómago apretándome fuerte contra el cemento, intentando ocupar el menor espacio posible. Compacto. La parte interior del muro está llena de andamios de cuando se construyó. Solo están completas algunas secciones del sendero para las patrullas. Hay cuerpos caídos por todas partes, gente que pelea, cuerpos enredados luchando por obtener ventaja.
Pippa va subiendo forzadamente por la escala de mí derecha. Tack se ha agazapado en un andamio para cubrirla, barriendo con su arma de derecha a izquierda, abatiendo a los guardias que nos acosan desde abajo. Detrás de Pippa va Raven, con el mango de un cuchillo entre los dientes y un arma atada a la cadera. Tiene la cara tensa, muy concentrada.
Lo percibo todo a retazos, en momentos aislados.
Guardias que corren hacia la muralla, que aparecen saliendo de garitas y naves.
Sirenas que aúllan, policía. Han respondido muy rápido a la señal de alarma.
Y por debajo de esto, se me tensan las entrañas: el paisaje de tejados y calles, la cinta gris oscuro del pavimento; Back Cove, que reluce ante mí; parques como puntos verdes en la distancia; la extensión de la bahía, más allá del borrón blanco que es el complejo de los laboratorios… Portland, mi hogar.
Durante un instante, me preocupa estar a punto de desmayarme. Hay demasiada gente, cuerpos que oscilan y se balancean por todas partes, caras contraídas y grotescas, demasiado ruido. Me arde la garganta por el humo. Una parte del andamio se ha incendiado. Y todavía no hemos conseguido que escale la muralla más que una cuarta parte de nosotros. No puedo ver a mi madre, no sé qué le ha pasado.
En ese momento, Julián llega hasta mí, me toma de la cintura y me obliga a arrodillarme.
—¡Abajo, abajo! —me grita, y caemos de rodillas en el momento en que una ráfaga de proyectiles impacta en la pared que está detrás de nosotros y nos cae encima un polvo fino y trocitos de muro. El andamio cruje y se balancea bajo nosotros. En el suelo, los guardias, que se han agrupado, empujan los soportes, intentando hacer que caiga.
Julián grita algo. Sus palabras se pierden, pero sé que me está diciendo que tenemos que movernos, que tenemos que bajar a tierra. Junto a mí, Tack está ayudando a Pippa a cruzar a este otro lado del muro. Ella se mueve con torpeza, lastrada por la mochila que carga. Durante un segundo imagino que la bomba va a estallar justo aquí —la sangre y el fuego, el humo de olor dulzón y la metralla de piedra que sale disparada—, pero en ese momento Pippa pasa sin dificultad y se pone de pie.
Justo entonces, un guardia dirige el rifle hacia ella y apunta. Quiero gritar, advertirla, pero no me sale ningún sonido.
—¡Abajo, Pippa! —Raven se lanza por encima del muro, apartando a Pippa y sacándola de la trayectoria del proyectil justo en el momento en que el guardia aprieta el gatillo.
Bang. El ruido más pequeño. Un sonido de petardo de juguete.
Raven hace un movimiento compulsivo y se tensa. Durante un instante, me parece que solo se ha sorprendido: abre la boca y los ojos de par en par. Luego comienza a tambalearse hacia atrás y me doy cuenta de que está muerta. Cae, cae, cae…
—¡No!
Tack se lanza hacia delante y la agarra por la camiseta antes de que caiga de la pared, la baja y la coloca en su regazo. La gente sigue trepando a su alrededor, bullendo como ratas por entre el andamio, pero él simplemente se queda ahí sentado, acunándose un poco, acariciándole la cara con las manos. Le limpia la frente, le aparta el cabello de la cara. Ella le mira fijamente sin ver, con la boca abierta y húmeda, los ojos abiertos en una expresión de shock, la trenza negra hecha un círculo junto a la pierna de Tack. Los labios de él se mueven, le está hablando.
Y en ese momento surge un grito en mi interior, silencioso y enorme, como un agujero negro que excava un túnel en lo más profundo de mí. No puedo moverme, no puedo hacer nada más que quedarme mirando fijamente. No es así como Raven muere, no aquí, no de esta forma, no en un endeble segundo, no sin luchar.
Bang hace la comadreja. Me acuerdo entonces del juego infantil, de cómo nos perseguíamos unos a otros por el parque, jugando a pillar. Bang. Tú la llevas.
Esto es todo un juego de niños. Jugamos con relucientes juguetes de metal y ruidos fuertes. Lo jugamos en dos bandos, como cuando éramos niños.
Bang. Me atraviesa un dolor abrasador, candente. Me llevo te mano instintivamente a la cara y me toco buscando la herida, los dedos me acarician la oreja y vuelven húmedos de sangre. Una bala me ha debido pasar rozando.
Es el shock, más que el dolor, lo que me saca del trance lo que hace que mi cuerpo se ponga en movimiento. No había pistolas suficientes para todos, aunque tengo un cuchillo, está viejo y mal afilado, pero sigue siendo mejor que nada. Lo saco con dificultad de la bolsita de cuero que llevo en la cadera. Julián va bajando del andamio, balanceándose en las barras cruzadas de metal como si fuera un mono. Un guardia intenta atrapar una de sus piernas. Julián se retuerce y le da un puntapié fuerte en la cara. El policía cae hacia atrás tambaleándose y le suelta. Julián cae el resto de la distancia hasta el suelo, hasta ese caos de cuerpos: inválidos y agentes, de los nuestros y de los suyos, que se funden en un animal enorme y ensangrentado que se retuerce.
Corro hasta el borde del sendero de la muralla y pego el salto. Los pocos segundos en que estoy en el aire, y soy un objetivo, son los más aterradores. Me siento totalmente expuesta, totalmente vulnerable. Dos segundos, tres máximo, pero me parecen una eternidad.
Caigo al suelo, casi encima de un regulador, y lo derribo al caer, se me tuerce el tobillo y me desplomo en la gravilla. Nos enredamos, por un momento mezclados, luchando por conseguir ventaja. Intenta apuntarme con su arma, pero le agarro por la muñeca y se la retuerzo hacia atrás con fuerza. Grita y suelta la pistola. Alguien le da una patada al arma y salta dando vueltas, lejos de mi alcance, hacia el caos de polvo gris.
Entonces la veo a apenas treinta centímetros de distancia. El regulador la ye al mismo tiempo y ambos nos lanzamos a por ella a la vez. Él es más grande que yo, pero también más lento. La tengo en mi mano y cierro los dedos en torno al gatillo un segundo antes que él, así que su puño solo conecta con la tierra Ruge enfurecido y se lanza contra mí. Giro el arma hacia arriba, le pego en un lado de la cabeza, oigo el crujido cuando la pistola choca con su sien. Se queda flojo y yo me pongo en pie rápidamente antes de que me aplaste.
Me sabe la boca a polvo y a metal y ha empezado a martillearme la cabeza. No veo a Julián. No veo a mi madre ni a Colin ni a Hunter.
Y a continuación, una explosión de mortero, que levanta piedra y polvo blanco. El impacto casi me hace caer. Al principio me parece que una de las bombas debe haberse activado accidentalmente y miro alrededor buscando a Pippa, intentando despejar mi cabeza del pitido, del polvo que pica y asfixia, justo a tiempo de ver cómo se escurre entre dos garitas sin que la vean y se dirige al centro de la ciudad.
A mi espalda, uno de los andamios cruje y empieza a derrumbarse. Aumentan los gritos. Hay manos que tiran de mí mientras todo el mundo se lanza hacia delante, intentando salir de la trayectoria de caída. Lenta, muy lentamente, con un gemido, la estructura se tambalea y luego acelera el movimiento y choca contra el suelo, haciéndose pedazos, atrapando bajo su peso a quienes no han tenido suerte.
La pared tiene ahora un enorme agujero en su base; me doy cuenta de que esto debe haber sido obra de una bomba de tubería, una detonación improvisada por la Resistencia. El dispositivo de Pippa habría partido la pared en dos.
Con todo, es suficiente: los que faltaban de nuestra gente entran por la brecha en tropel, una corriente de personas que se han visto obligadas a vivir fuera, que han sido desposeídas de todo, a las que se ha etiquetado como enfermas, y en este momento entran en Portland como un torrente. Los guardias, una línea desordenada de uniformes de color azul y blanco son tragados por la marea, tienen que retroceder, se ven forzados a salir corriendo.
He perdido a Julián. Ya no tiene sentido intentar encontrarle solo puedo rezar para que esté a salvo y para que consiga salir indemne de esta confusión. No sé tampoco lo que le ha pasado a Tack. Parte de mí tiene la esperanza de que se haya retirado al otro lado de la muralla con Raven, y durante un instante imagino que la ha llevado de vuelta a la Tierra Salvaje, que ella despertará. Abrirá los ojos y se dará cuenta de que el mundo ha sido reconstruido como ella deseaba.
O quizá no despertará. Tal vez está ya en un peregrinaje distinto y se ha ido a buscar a Blue de nuevo.
Me abro paso hacia el lugar donde vi desaparecer a Pippa, luchando por respirar en el aire cargado de humo. Una de las garitas de los guardias está en llamas. Me acuerdo de la vieja placa de matrícula que encontramos, medio enterrada en el lodo, durante nuestra migración desde Portland el invierno pasado.
Vive libre o muere.
Me tropiezo con un cuerpo. Se me sube el estómago a la boca, durante una décima de segundo se apodera de mí la oscuridad, enredada en mi estómago como el pelo de Raven en la pierna de Tack. Ella está muerta, Dios mío, pero trago y respiro hondo y sigo adelante, sigo luchando y peleando. Queríamos la libertad para amar. Queríamos la libertad para elegir. Pues ahora tenemos que luchar por ella.
Por fin consigo salir de donde se lucha. Me escabullo hasta alcanzar la zona situada más allá de las garitas de los guardias, echo a correr por el sendero de grava que las separa, en dirección al pequeño grupo de árboles que rodea Back Cove.
Me duele el tobillo cada vez que apoyo el peso, pero no me detengo. Me limpio la oreja rápidamente con la manga y me parece que ya ha dejado de sangrar.
Puede que la Resistencia tenga una misión en Portland, pero yo tengo la mía propia.


 Hana

 

 

Saltan las alarmas antes de que el sacerdote nos declare marido y mujer. Por un momento, todo está tranquilo y ordenado. La música ha cesado, la gente está en silencio, la voz del sacerdote resuena por la sala, deslizándose sobre el público. En esta quietud, casi puedo oír el obturador de cada cámara por separado: la apertura y el cierre, la apertura y el cierre, como pulmones de metal.
Al momento siguiente, todo se vuelve movimiento y sonido, un caos chillón, sirenas. Y sé en ese instante que los inválidos están aquí. Han venido a por nosotros.
Hay manos que me agarran violentamente desde todos lados.
—Vamos, vamos, vamos.
Los guardaespaldas me dirigen hacia la salida. Alguien pisa el borde de mi vestido y oigo cómo se rasga. Me escuecen los ojos; me ahogo con el olor de tanto aftershave, de tantos cuerpos que se acumulan y tiran de mí.
—Vamos, deprisa. Deprisa.
Los walkie-talkies estallan de ruido de fondo. Voces que gritan con urgencia en un lenguaje codificado que no comprendo. Intento girarme para buscar a mi madre y mis pies casi se alzan del suelo por la presión de los guardias que me empujan hacia delante. Alcanzo a ver a Fred rodeado de su equipo de seguridad. Está pálido, grita por un teléfono móvil Intento con todas mis fuerzas que él me mire. En ese momento se me olvida Cassie, se me olvida todo. Necesito que me diga que estamos bien, necesito que me explique lo que está sucediendo.
Pero él ni siquiera mira hacia mí.
Fuera, la luz es cegadora. Aprieto bien los ojos. Los periodistas corren para acercarse a las puertas, con lo que bloquean el camino hacia el coche. Los largos tubos de metal de los objetivos me parecen armas durante un instante, todas apuntadas hacia mí.
Nos van a matar a todos.
Los guardaespaldas luchan para abrirme camino, apartando por la fuerza a la oleada de gente que corre. Por fin llegamos al coche. De nuevo busco a Fred. Nuestros ojos se encuentran brevemente entre la multitud. Él se dirige a un vehículo de policía.
—Llevadla a mi casa.
Esto se lo grita a Tony, luego se vuelve y se sienta en el asiento trasero del coche policial. Eso es todo. Ni una palabra para mí.
Tony me pone una mano en la cabeza y me hace entrar sin miramientos en la parte posterior del vehículo. Dos de los guardaespaldas de Fred se colocan a ambos lados, con las armas a la vista. Quiero pedirles que las guarden, pero mi cerebro no parece funcionar correctamente, no consigo recordar cómo se llama ninguno de los dos.
Tony arranca el coche con brusquedad, pero los nudos de gente en el aparcamiento implican que estamos atrapados. Tony toca el claxon largamente. Me tapo los oídos y me recuerdo que debo respirar, que estamos a salvo, que estamos en el coche, que todo va a ir bien. La policía se ocupará de todo.
Por fin nos ponemos en marcha, nos abrimos paso firmemente entre la muchedumbre que se dispersa. Tardamos casi veinte minutos en salir del largo sendero que lleva a los laboratorios. Giramos para acceder a la calle Comercial, que está atascada con más peatones. Luego circulamos contra corriente hasta meternos por una calleja estrecha de un solo sentido. En el interior del vehículo todo el mundo está callado, observando la mancha de gente en las calles, gente que corre asustada, sin dirección. Aunque veo personas con la boca abierta, gritando, solo el ruido de las alarmas penetra las gruesas ventanillas. Curiosamente, esto es lo que resulta más aterrador: toda esa gente sin voz, dando gritos silenciosos.
Aceleramos por una calle tan estrecha que estoy segura de que nos vamos a quedar atrapados entre las paredes de ladrillo a ambos lados. Luego salimos por otra calle de sentido único, casi sin gente. Pasamos sin respetar las señales de STOP y nos metemos bruscamente por otro callejón. Por fin, nos movemos.
Se me ocurre que puedo hablar con mi madre por el móvil, pero cuando marco su número, el sistema telefónico no hace más que decirme que es un número equivocado. Las líneas deben estar sobrecargadas. De repente me siento muy pequeña. El sistema es seguridad, lo es todo. En Portland, siempre hay alguien que observa.
Pero ahora parece que el sistema ha sido cegado.
—Pon la radio —le digo a Tony. Lo hace. Se oye de manera fragmentaria el Servicio Nacional de Noticias. La voz del presentador resulta reconfortante, casi perezosa, habla de cosas terribles en un tono de calma total.
… ataque en el muro… se urge a todo el mundo a que mantenga la calma… hasta que la policía restaure el control… cierren con llave puertas y ventanas, manténgase en sus casas… los reguladores y todos los funcionarios públicos están trabajando muy duro deforma coordinada
La voz se corta de manera abrupta. Durante un instante no hay más que ruido de fondo. Tony gira el dial, pero los altavoces solo ofrecen un zumbido mezclado con pedorretas, nada más que ruido. Luego, de repente, entra una voz desconocida, demasiado alta y con tono urgente:
Estamos reconquistando la ciudad. Estamos recobrando nuestros derechos y nuestra libertad. Uníos a nosotros. Derribadlos muros. Derribad los
Tony apaga la radio bruscamente. El silencio se extiende por el vehículo, ensordecedor. Recuerdo el día de los primeros ataques terroristas, cuando a las diez de la mañana, en mitad de un martes tranquilo y nada especial, tres bombas estallaron a la vez en la ciudad. Yo en aquel momento iba en un coche con mi madre, me acuerdo; cuando oímos la noticia por la radio, al principio no la creímos. No la creímos hasta que vimos el humo que empañaba el cielo y vimos la gente que se agolpaba y corría, pálida, y la ceniza que comenzaba a caer como nieve.
Cassandra dijo que Fred permitió que ocurrieran aquellos ataques para demostrar que los inválidos existían, para poner de manifiesto que eran unos monstruos. Pero ahora los monstruos están aquí, dentro de los muros, otra vez en nuestras calles. No puedo creer que él haya permitido que suceda esto.
Tengo que creer que lo va a arreglar, incluso si eso significa matarlos a todos.
Por fin salimos del caos y las multitudes. Estamos ya cerca de la calle Cumberland, donde vivía Lena, en un barrio levemente destartalado de la ciudad. A lo lejos comienza a sonar la sirena de niebla en la antigua torre de vigilancia de Munjoy Hill. Tiene un tono funeral entremezclado con las alarmas. Ojalá fuéramos a mi casa en vez de a la de Fred. Deseo hacerme un ovillo en mi cama y dormir; quiero despertar y descubrir que el día de hoy ha sido solo una pesadilla que se ha colado por las grietas, más allá de la cura.
Pero mi hogar ya no es mi hogar. Incluso si el sacerdote no ha conseguido terminar de declararnos marido y mujer, ya estoy oficialmente casada con Fred Hargrove. Ya nada será igual.
A la izquierda por la cañe Sherman, y luego a la derecha por otra calleja, que nos lleva hasta Park Street. Justo cuando llegamos al final, alguien sale corriendo delante del coche, un bulto gris.
Tony grita y pisa el freno a fondo, pero es demasiado tarde. Me da tiempo a ver la ropa harapienta, el largo pelo apelmazado, una inválida, antes de que el impacto la derribe. Da vueltas por la capota, se pega un instante al parabrisas, antes de desaparecer de la vista.
Se acumula la furia en mi interior, repentina y sorprendente, una puñalada aguda que atraviesa el miedo. Me inclino hacia delante gritando:
—¡Es una de ellos, es una de ellos! ¡No dejéis que se escape!
No tengo que repetir la orden a Tony y los otros guardias. Al momento, bajan del vehículo a toda prisa, con las armas en la mano, dejando las puertas de par en par. Me tiemblan las manos. Aprieto los puños y me recuesto hacia atrás respirando profundamente, intentando calmarme. Con las puertas abiertas me llega más claramente el sonido de las sirenas, y ruidos lejanos de gritos también, como el eco del rugido del océano.
Esto es Portland, mi Portland. En ese momento, no importa nada más, ni las mentiras, ni los errores, ni las promesas que no he sido capaz de cumplir. Esta es mi ciudad, y mi ciudad está siendo atacada. La furia se concentra.
Tony hace que la chica se ponga de pie. Ella lucha y se debate, aunque está sola y en manifiesta inferioridad. Le cae el pelo sobre la cara, y araña y patalea como un animal.
Quizá la mate yo misma.


 Lena

 

 

Para cuando llego a la avenida Forest, se ha amortiguad el ruido de la lucha, tragado por los chillidos agudos de las alarmas. De vez en cuando veo una mano que mueve una cortina, un ojo de pecera que me mira y luego desaparece rápidamente. Todo el mundo se queda dentro de su casa, encerrado.
Mantengo la cabeza baja, me muevo lo más rápido que puedo a pesar del dolor en el tobillo, que me he lastimado al caer mal, y me mantengo alerta por si se oyen patrullas o brigadas. No hay forma de que la gente piense que soy más que una inválida: tengo un aspecto asqueroso, llevo ropa vieja y llena de barro y mi oreja sigue manchada de sangre. Curiosamente, no hay nadie por la calle. Las fuerzas de seguridad parece que han sido enviadas a otras zonas. Después de todo, esta es la parte más pobre de la ciudad. Sin duda se considera que esta gente no necesita protección.
Un sendero y un sentido para cada uno… y para algunos, un sendero que conduce directamente a la tumba.
Consigo llegar a la calle Cumberland sin problemas. En cuanto pongo el pie en lo que era mi manzana, me da la sensación por un momento de estar atrapada en una naturaleza muerta del pasado.
Parece que hace una eternidad desde que giraba en esta esquina al volver del colegio. Aquí era donde hacía los estiramientos después de correr, colocando una pierna en el banco de la parada del autobús. Aquí miraba a Jenny y a los otros chicos que jugaban a darle patadas a una lata y les abría las bombas de agua cuando hacía calor en verano.
En realidad, hace una vida de todo eso. Ahora soy una Lena distinta.
También la calle parece distinta, más hundida, como si un agujero negro invisible hiciera que toda la manzana se derrumbara lentamente sobre sí misma. Incluso antes de llegar a la cancela frente al número 237, sé que la casa va a estar vacía. La certeza se aloja como un peso pesado entre mis pulmones. Pero aun así me quedo tontamente en mitad de la acera, mirando al edificio ahora abandonado —mi hogar, mi antigua casa, el pequeño dormitorio del piso de arriba, los olores a jabón y a ropa recién lavada y a salsa de tomate—, observando la pintura que se cae, los peldaños del porche que se están pudriendo, las ventanas tapadas con tablas, la desgastada equis pintada con espray sobre la puerta, que señala que la casa está condenada.
Siento como si me hubieran dado un puñetazo en el estómago. La tía Carol se sentía tan orgullosa de esta casa… No dejaba pasar ni un año sin darle una mano de pintura, sin desatascar a fondo los canalones y hacer una buena limpieza en el porche.
Luego, el dolor es sustituido por el pánico. ¿Dónde habrán ido?
¿Qué le habrá pasado a Grace?
A lo lejos aúlla la sirena antiniebla, que suena como una canción funeraria. Me sobresalto, y de pronto me doy cuenta de dónde estoy: una ciudad extraña, hostil. Ya no es mi sitio, ya no soy bienvenida aquí. La sirena de niebla aúlla por segunda vez, y luego, una tercera. La señal significa que las bombas han sido colocadas con éxito. Eso nos da una hora hasta que exploten y se desencadenen todas las cóleras del infierno.
Eso me da solo una hora para encontrar a Grace, y no tengo ni idea de por dónde empezar.
Un ventana se cierra de pronto a mi espalda. Me vuelvo justo a tiempo para ver una cara redonda como una luna, preocupada; parece la señora Hendrickson, que desaparece de la vista. Una cosa está clara: tengo que irme de aquí.
Agacho la cabeza y camino apresuradamente calle abajo, dando la vuelta en cuanto veo una calleja estrecha entre dos edificios. Me muevo a ciegas, esperando que los pies me lleven en la dirección adecuada. Grace. Grace, Grace. Rezo para que ella, de algún modo, pueda oírme.
Ciegamente, cruzo la calle Mellen hacia otro callejón más, un negro agujero abierto, un lugar de sombras laterales que me oculten. Grace, ¿dónde estás? En mi mente grito, grito tan fuerte que el grito se lo traga todo y apaga el sonido del coche que se acerca.
Y de repente, salido de la nada, ahí está: el motor resuena y jadea, la ventanilla que refleja la luz en mis ojos, cegándome, los neumáticos que chirrían mientras el conductor intenta frenar. Luego, el dolor, la sensación del golpe. Pienso: Voy a morir. Veo el cielo que da vueltas por encima, veo la cara de Álex, que sonríe, y luego siento el mordisco duro del suelo por debajo de mí. Me quedo sin aire y giro para quedar de espaldas, con los pulmones que tartamudean, luchando por llenarse de aire.
Durante un instante de confusión, viendo el cielo azul por encima, extendido tenso y alto entre los tejados de los edificios, se me olvida dónde estoy. Siento que estoy flotando, me deslizo por una superficie de agua azul. Todo lo que sé es que no estoy muerta. Mi cuerpo sigue siendo mío: muevo las manos y flexiono los pies solo para asegurarme. Milagrosamente, he conseguido no golpearme la cabeza.
Se oye ruido de puertas. Voces que gritan. Me acuerdo de que tengo que moverme, tengo que incorporarme. Grace.
Pero antes de que pueda hacer nada, unas manos me cogen con violencia de los brazos y me ponen de pie. Todo me llega en ráfagas. Oscuros trajes negros. Armas. Caras malas.
Muy malas.
El instinto se impone y empiezo a revolverme y a dar patadas. Muerdo la mano del guardia que me tiene agarrada, pero no me suelta y otro se adelanta y me da una bofetada. El golpe me duele y envía una explosión de fuego a mis ojos. Le escupo sin ver. Otro guardia —hay tres— me apunta a la cabeza con el arma. Sus ojos son negros y tan fríos como la piedra tallada. No están llenos de odio —los curados no odian, pero tampoco hay nada que les importe—, sino de asco, como si yo fuera un tipo de insecto especialmente asqueroso, y en ese momento sé que voy a morir.
Perdóname, Álex. Y Julián, perdóname tú también.
Perdóname, Grace.
Cierro los ojos.
—¡Esperad!
Abro los ojos. Del asiento de atrás sale una chica.
Lleva el traje blanco de muselina de las novias. Su pelo está peinado de una manera muy elaborada, con rizos en tomo a la cabeza, y la cicatriz de su operación ha sido destacada con maquillaje para que parezca una pequeña estrella coloreada justo debajo de su oreja izquierda. Es hermosa, parece uno de esos cuadros de ángeles que solíamos ver en la iglesia.
Entonces sus ojos se posan en mí, y se me revuelve el estomago. El suelo se abre por debajo. Apenas puedo confiar en que podré mantenerme en pie.
—Lena —dice serenamente. Es más un anuncio que un saludo.
No consigo hablar. No puedo pronunciar su nombre, aunque reverbera en un chillido por mi cabeza.
Hana.
—¿Adonde vamos?
Hana se vuelve hacia mí. Son las primeras palabras que he conseguido decirle. Durante un instante muestra sorpresa, y también algo más. ¿Placer? Es difícil de decir. Sus expresiones son distintas, y ya no puedo leer su rostro.
—A mi casa —dice tras una breve pausa.
Podría reírme a carcajadas. Está tan ridículamente tranquila… Es como si me estuviera invitando a buscar música en BMPA, o a que veamos una película acurrucadas en su sofá.
—¿No vas a entregarme? —mi voz suena sarcástica. Sé que va a entregarme. Lo he sabido desde que he visto la cicatriz, la inexpresión tras sus ojos, como un estanque que ha perdido toda su profundidad.
Puede que no perciba el desafío, o tal vez prefiere ignorarlo.
—Lo haré —dice sencillamente—, pero aún no.
Por su cara pasa una expresión, una incertidumbre momentánea, y parece que va a decir algo más. Sin embargo, se vuelve hacia la ventanilla mordiéndose el labio inferior.
Eso me preocupa, ese morderse el labio. Es una grieta en esa superficie suya de serenidad, un pliegue que no me esperaba. Es la antigua Hana que asoma en esta nueva versión rutilante, y eso me produce otro calambre de estómago. Me abruma la necesidad urgente de abrazarla, de aspirar su olor —dos gotitas de vainilla en los codos y un poco de jazmín en el cuello— y decirle cuánto la he echado de menos.
Justo a tiempo, me pilla mirándola fijamente y aprieta los labios en una línea firme. Yo me recuerdo a mí misma que la antigua Hana ya no existe. Probablemente, ya ni huele igual. No me ha hecho ni una sola pregunta sobre lo que me ha pasado, dónde he estado, cómo es que estoy en Portland, manchada de sangre y con ropa sucia de tierra. Apenas no me ha mirado en absoluto y, cuando me mira, lo hace con una curiosidad vaga, distante, como si yo fuera una extraña especie animal en un zoo.
Espero que giremos hacia el West End, pero lo que hacemos es dirigirnos hacia el exterior de la península. Hana debe haberse trasladado. Las casas por esta zona son aún más amplias y señoriales que en su antiguo barrio. No sé por qué me sorprende. Esa es una de las cosas que he aprendido durante mi periodo en la Resistencia. La cura tiene que ver con el control. Tiene que ver con el sistema. Y los ricos se hacen cada vez más ricos, mientras se exprime a los pobres para que vivan en callejas estrechas y espacios diminutos, y se les dice que se les está protegiendo, y se les promete que se les premiará por su obediencia en el cielo. La servidumbre se llama seguridad.
Entramos en una calle bordeada de arces que parecen muy viejos, árboles cuyas ramas se entrelazan para formar un pasillo cubierto. Atisbo al pasar un letrero con el nombre de la calle: Essex Street. Mi estómago pega otro violento revolcón. En el número 88 de esta calle es donde Pippa ha colocado la bomba. ¿Cuánto hace que ha sonado la sirena antiniebla? ¿Diez minutos? ¿Quince?
Se me acumula el sudor bajo los brazos. Compruebo los buzones al pasar. Una de estas casas, una de estas gloriosas mansiones blancas, coronadas como pasteles con cúpulas y celosías, rodeadas de amplios porches blancos y alejadas de la calle por extensiones de césped de intenso color verde, va a volar por los aires en menos de una hora.
El coche frena hasta detenerse ante una cancela de hierro muy ornamentada. El conductor se inclina por la ventanilla para introducir un código en un teclado y las puertas se abren suavemente. Eso me recuerda a la antigua casa de Julián en Nueva York, y sigue asombrándome: toda esta energía, toda esta electricidad que fluye y bombea bajo el control de unos pocos.
Hana sigue mirando impasible por la ventanilla y me entran de repente ganas de extender el brazo y darle un puñetazo a esa imagen tal como se refleja en el cristal. Ella no tiene ni idea de cómo es el resto del mundo. No ha visto nunca la adversidad ni ha pasado hambre, o vivido sin calefacción ni comodidades. Me asombra incluso que en el pasado fuera mi mejor amiga. Siempre vivimos en mundos separados, solo que yo era tan tonta que pensaba que no importaba.
Altos setos flanquean el coche por ambos lados, delimitando un corto sendero que lleva a otra casa monstruosa. Es más amplia que todas las que hemos visto antes. En la puerta delantera hay un número metálico clavado.
88.
Durante un instante no veo nada. Luego parpadeo. Pero el número sigue ahí.
El número 88 de la calle Essex. Aquí está la bomba. Me corre el sudor por la parte baja de la espalda. No tiene ningún sentido: las otras bombas están colocadas en el centro, en edificios municipales, como las del año pasado.
—¿Tú vives aquí? —le pregunto a Hana. Está bajando del coche, aún mantiene esa misma calma irritante, como si estuviéramos en una visita de cortesía.
De nuevo duda.
—Es la casa de Fred —dice—. Supongo que en realidad ahora la compartimos —como me la quedo mirando, corrige—: Fred Hargrove. Es el alcalde.
Se me había olvidado por completo que Hana estaba emparejada con Fred Hargrove. Habíamos oído el rumor por medio de la Resistencia de que Hargrove padre murió durante los incidentes. Fred debe haber ocupado su lugar. Ahora empieza a tener sentido que hayan puesto una bomba en este lugar; nada resulta más simbólico que golpear directamente al líder. Pero nos hemos equivocado: no es Fred quien va a estar en casa, es Hana.
Se me seca la boca y me pica. Uno de los matones intenta agarrarme y obligarme a bajar del coche, y me zafo de él con un tirón.
—No me voy a escapar —digo prácticamente escupiendo las palabras, y me bajo del coche por mis propios medios. Sé que no podría dar más de tres pasos antes de que abrieran fuego sobre mí. Tendré que tener mucho cuidado, y pensar, y buscar una oportunidad de escapar. Para nada voy a quedarme por aquí cerca cuando la bomba estalle.
Hana nos ha precedido subiendo las escaleras del porche. Espera, de espaldas a mí, hasta que uno de los guardias se adelanta y abre la puerta. Siento un ramalazo de odio por esta niña malcriada y de aire frágil, con su vestido blanco inmaculado y su casa de amplios salones.
El interior, curiosamente, está oscuro, decorado con mucho roble oscuro y cuero. Casi todas las ventanas están medio cubiertas por elaboradas colgaduras y cortinas de terciopelo. Hana hace ademán de llevarme a la sala de estar, pero luego se lo piensa mejor. Sigue por el pasillo sin preocuparse de encender la luz, solo se vuelve una vez a mirarme con una expresión que no consigo descifrar, y por fin pasamos unas puertas batientes y accedemos a la cocina.
Este cuarto, por contraste con el resto de la casa, es muy luminoso. Amplios ventanales dan a un enorme patio trasero. Aquí la madera es pino o fresno visto, suave y casi blanco, y las encimeras son de mármol blanco inmaculado.
Los guardias nos siguen y entran en la cocina. Hana se vuelve hacia ellos.
—Dejadnos —dice. Iluminada por la luz del sol, que la hace aparecer como si brillara ligeramente, parece una vez más un ángel. Me sorprende su inmovilidad y el silencio de la casa, lo limpia que está y lo bella que es.
Y en alguna parte de sus entrañas, bien enterrado, crece un tumor que hace tic-tac mientras se acerca a la explosión final.
El guardia que conducía, el que me ha amenazado con una llave, intenta protestar, pero Hana le hace callar rápidamente.
—He dicho que nos dejéis —durante un segundo, resurge la antigua Hana; veo el desafío en sus ojos, el ángulo imperial de su barbilla—. Y cerrad la puerta al salir.
Los guardias se van de mala gana. Siento el peso de sus miradas y sé que si Hana no estuviera aquí, yo ya estaría muerta. Pero me niego a sentir agradecimiento hacia ella. Para nada.
Cuando nos quedamos a solas, Hana me mira fijamente durante un minuto en silencio. Su gesto es indescifrable. Por fin dice:
—Estás demasiado flaca.
Casi me echo a reír.
—Bueno, ya sabes. Los restaurantes en la Tierra Salvaje están casi todos cerrados. La verdad es que la mayor parte han sido bombardeados.
No intento suavizar el tono de mi voz.
Ella no reacciona. Se limita a seguir mirándome. Pasa otro minuto en silencio. Luego señala la mesa.
—Siéntate.
—Prefiero quedarme de pie, gracias.
Hana frunce el ceño.
—Considéralo una orden.
La verdad es que no creo que vaya a llamar a los guardias si me niego a sentarme, pero no tiene sentido arriesgarse. Me siento en una silla, sin dejar de mirarla fijamente todo el rato. Pero no puedo relajarme. Han pasado por lo menos veinte minutos desde que sonó la sirena de la niebla. Eso quiere decir que me quedan menos de cuarenta para salir de aquí.
En cuanto me siento, Hana se da la vuelta y desaparece en la parte de atrás de la cocina, donde un hueco oscuro más allá del frigorífico indica que hay una despensa. Antes de que pueda pensar en huir, vuelve a salir con una hogaza de pan envuelta en un trapo de cocina. Llega a la encimera y corta gruesas rebanadas, untándolas de mantequilla y apilándolas en un plato. Luego se acerca al fregadero y humedece el trapo de cocina.
Viéndola girar el grifo, observando el agua caliente que aparece al instante, me siento llena de envidia. Ha pasado muchísimo tiempo desde que me di una ducha en condiciones o desde que me pude lavar, excepto en ríos helados.
—Toma —me pasa la toalla caliente—. Estás hecha un desastre.
—No he tenido tiempo de maquillarme —contesto con retintín Pero igualmente acepto la toalla y me la llevo con cuidado a la oreja. Ha dejado de sangrar, por lo menos, aunque la toalla se queda manchada de sangre seca. Mantengo los ojos en Hana mientras me limpio la cara y las manos. Me pregunto qué estará pensando.
Me pone el plato de pan delante cuando acabo con la toalla, y me llena un vaso de agua con cubitos de verdad, cinco que golpean alegremente al chocar unos con otros.
—Come —dice—. Bebe.
—No tengo hambre —digo mintiendo.
Pone los ojos en blanco, y veo de nuevo a la antigua Hana que se cuela en esta nueva impostora.
—No seas tonta. Claro que tienes hambre, estás que te mueres de hambre. Probablemente, también de sed.
—¿Por qué haces esto? —le pregunto.
Hana abre la boca y la vuelve a cerrar.
—Éramos amigas —dice.
—Lo éramos —digo con firmeza—. Ahora somos enemigas.
—¿De verdad?
Parece sobresaltada, como si la idea no se le hubiera ocurrido nunca. Una vez más, siento un aleteo de incomodidad, un sentimiento de culpa y vergüenza. Hay algo que no está bien. Me obligo a pasar de esa sensación.
—Por supuesto —digo.
Hana me observa durante un segundo más. Luego, abruptamente, se levanta de la mesa y se acerca a los ventanales. Cuando está de espaldas a mí, cojo rápidamente un trozo de pan y me lo meto en la boca, y lo como tan rápido como puedo sin ahogarme. Lo paso con un largo trago de agua, tan fresca que me produce un dolor de cabeza ardiente, delicioso.
Durante largo rato, Hana no dice nada. Yo como otro trozo de pan. Sin duda ella me oye masticar, pero no hace comentarios ni se da la vuelta. Me permite mantener la pose de que no estoy comiendo y a mí me asalta un breve estallido de gratitud.
—Siento lo de Álex —dice por fin, sin darse la vuelta.
Mi estómago da un vuelco incómodo. Demasiada comida, demasiado deprisa.
—No murió.
Mi voz suena demasiado fuerte. No sé por qué siento la necesidad de contárselo. Pero necesito que ella sepa que su lado, su gente, no se salió con la suya; al menos, no en este caso. Aunque, por supuesto, en cierto modo sí se salieron con la suya.
Se vuelve.
—¿Qué?
—Que no murió —repito—. Lo llevaron a las Criptas.
Hana hace un gesto de dolor, como si la hubiera abofeteado. Se mete el labio inferior hacia dentro y empieza a mordérselo.
—Yo… —se interrumpe frunciendo un poco el ceño.
—¿Qué? —conozco ese gesto, lo reconozco. Sabe algo—. ¿Qué pasa?
—Nada. Yo… —mueve la cabeza como para quitarse una idea que tiene—. Me pareció verle.
El estómago se me sube a la garganta.
—¿Dónde?
—Aquí —me mira con otra de sus expresiones inescrutables La nueva Hana es mucho más difícil de interpretar que la antigua—. Anoche. Pero si está en las Criptas…
—Ya no. Se escapó.
Hana, la luz, la cocina, hasta la bomba que hace tic-tac silenciosamente por debajo, acercándonos a la destrucción, todo eso parece lejano de repente. En cuanto Hana lo sugiere, me doy cuenta de que tiene sentido. Álex estaba totalmente solo. Habría vuelto a territorio conocido.
Álex podría estar aquí, en algún lugar de Portland. Cerca. Quizá haya esperanza, después de todo.
Si pudiera salir de aquí…
—Entonces, ¿qué? —me levanto de la silla—. ¿Vas a llamar a los reguladores o qué?
Incluso mientras hablo, no dejo de hacer planes. Probablemente podría con ella, si la cosa llega a eso, pero la idea de atacarla me produce incomodidad. Y seguro que ella lucha. Para cuando consiguiera dominarla, los guardias se nos habrían echado encima.
Pero si puedo hacer que salga de la cocina, aunque sea durante unos pocos segundos, tiraré la silla por la ventana, saldré por el jardín, intentaré despistar a los guardias en los árboles. El jardín probablemente lleva a otra calle; si no, tendré que dar la vuelta para volver a Essex. Es una posibilidad remota, pero es una posibilidad.
Hana me observa fijamente. El reloj que está sobre la cocina parece moverse a una velocidad récord, y me imagino que el temporizador de la bomba también lo hace.
—Quería pedirte perdón —dice con calma.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
No tengo tiempo para esto. No tenemos tiempo para esto. Hago a un lado pensamientos de lo que le pasará a Hana incluso si consigo escapar. Ella se quedará aquí, en la casa…
Mi estómago se tensa y se destensa. No quiero acabar vomitando el pan. Tengo que centrarme. Lo que le pase a Hana no es cosa mía, ni es culpa mía tampoco.
—Por hablarles a los reguladores de la casa del número 37 de Brooks —dice—. Por contarles lo de Álex contigo.
Y así, de repente, se me funde el cerebro.
—¿Cómo?
—Yo se lo conté —suelta una pequeña exhalación, como si pronunciar las palabras le hubiera proporcionado alivio—. Lo siento. Estaba celosa.
No puedo hablar. Nado entre la niebla.
—¿Celosa? —consigo decir escupiendo las palabras.
—Yo… yo quería lo que tú tenías con Álex. Me sentía confusa. No comprendía lo que estaba haciendo.
Vuelve a mover la cabeza.
Me siento mareada, como si estuviera en un columpio o en un barco. No tiene ningún sentido. Hana, la chica dorada, mi mejor amiga, impulsiva y temeraria. Yo confiaba en ella. La amaba.
—Eras mi mejor amiga.
—Lo sé.
Una vez más tiene un aire preocupado, como si estuviera intentando recordar lo que significan las palabras.
—Tú lo tenías todo —no puedo evitar alzar la voz. Mi cólera vibra, me recorre como una corriente eléctrica—. Una vida perfecta. Notas perfectas. Todo —señalo la cocina inmaculada el sol que entra y reluce sobre las encimeras de mármol como mantequilla fundida—. Yo no tenía nada. Él era todo lo que tenía. Mi único… —la náusea sube y doy un paso adelante apretando los puños, ciega de rabia—. ¿Por qué no pudiste dejar que lo disfrutara? ¿Por qué tuviste que arrebatármelo? ¿Por qué siempre tenías que quedarte con todo?
—Te he dicho que lo sentía —dice de nuevo mecánicamente.
Podría aullar de risa. Podría gritar, o sacarle los ojos. Lo que hago es alargar el brazo y darle un bofetón. La corriente eléctrica fluye hasta mi brazo, llega hasta mi mano antes de que me dé cuenta de lo que estoy haciendo. El sonido es inesperadamente agudo y durante un instante estoy segura de que los guardias van a aparecer por la puerta. Pero no viene nadie.
Al momento, la cara de Hana comienza a ponerse roja. Pero no grita. No emite ningún sonido.
En el silencio, puedo oír mi propia respiración, agitada y desesperada. Siento las lágrimas que hacen presión en el fondo de mis ojos. Me siento avergonzada, furiosa y enferma, todo a la vez.
Hana se vuelve lentamente hacia mí. Tiene un aire casi triste.
—Eso me lo merecía —dice.
De pronto me siento agotada. Estoy cansada de luchar, de golpear y ser golpeada. Es lo extraño del mundo: las personas que sencillamente desean amar, por el contrario, deben convertirse en guerreros. Es la naturaleza contra natura de la vida. Hago todo lo que puedo por no caer de nuevo en la silla.
—Después me sentí fatal —dice Hana con una voz que es poco más que un suspiro—. Tienes que saber eso. Por eso es por lo que te ayudé a escapar. Sentí —Hana busca la palabra adecuada— arrepentimiento.
—¿Y ahora? —le pregunto.
Hana se encoge de hombros.
—Ahora estoy curada —dice—. Ahora es distinto.
—¿Distinto? ¿Cómo? —durante una fracción de segundo, deseo más que nada, más que respirar, haberme quedado aquí con ella, haber dejado que el cuchillo cayera sobre mi nuca.
—Me siento más libre —dice. Sea lo que fuere lo que yo esperaba que dijera, no era esto. Debe notar que estoy sorprendida, porque continúa—: Todo está como… amortiguado. Es como oír las cosas debajo del agua. No tengo que sentir cosas por otra gente con tanta intensidad —un lado de su boca se curva en una sonrisa—. Quizá, como tú decías, nunca lo sentí.
Ha empezado a dolerme la cabeza. Se ha terminado. Se ha terminado todo. Solo quiero hacerme una bola y dormir.
—No lo decía en serio. Claro que sentías. Tenías sentimientos. Quiero decir, por los demás. Los tenías.
No estoy segura de que me escuche. Dice, casi como si acabara de ocurrírsele:
—Ya no tengo que hacer caso a nadie nunca más.
Algo en su tono me suena raro, casi triunfante. Cuando la miro sonríe. Me pregunto si estará pensando en alguien en concreto.
Se oye una puerta que se abre y se cierra y la voz de un hombre, como un ladrido. Toda su expresión cambia. En un instante se vuelve a poner seria.
—Es Fred —dice. Cruza rápidamente hasta las puertas batientes a mi espalda y asoma la cabeza tímidamente por el pasillo Luego se vuelve para mirarme, de pronto sin aliento.
—Vamos —dice—. Rápido, mientras él está en el estudio.
—¿Vamos? ¿Adonde? —pregunto.
Hana tiene un aire irritado por un momento.
—La puerta trasera da al porche. Por ahí puedes atajar por el jardín y salir a la calle Dennett, que te llevará de vuelta a Brighton. Rápido —añade—. Si te ve, te matará.
Me sorprende tanto que por un instante me quedo ahí mirándola, con la boca abierta.
—¿Por qué? —pregunto—. ¿Por qué me estás ayudando?
Hana vuelve a sonreír, pero sus ojos siguen estando turbios e indescifrables.
—Tú lo has dicho. Yo era tu mejor amiga.
De repente me vuelve la energía. Va a dejar que me marche. Antes de que cambie de opinión, me acerco a ella. Empuja con la espalda uno de los batientes, manteniéndolo abierto para mí, asomando la cabeza al pasillo cada pocos segundos para asegurarse de que no hay moros en la costa. Justo cuando estoy a punto de pasar junto a ella, me detengo.
Jazmín y vainilla. Después de todo sigue usándolos. De verdad, huele igual.
—Hana —digo. Estoy muy cerca de ella. Puedo ver el oro entremezclado con el azul de sus ojos. Me paso la lengua por los labios—. Hay una bomba.
Se echa un poco para atrás.
—¿Qué?
No me da tiempo a arrepentirme de lo que estoy diciendo.
—Aquí. En alguna parte de la casa. Sal de aquí, ¿vale? Sálvate.
Se llevará a Fred también y el atentado será un fracaso, pero no me importa. Amé a Hana antaño y ella me está ayudando ahora. Se lo debo.
De nuevo, su expresión es inescrutable.
—¿Cuánto tiempo? —pregunta de repente.
Muevo la cabeza.
—Diez, máximo quince minutos.
Asiente con la cabeza para indicar que ha comprendido. Paso junto a ella hacia la oscuridad del pasillo. Ella permanece donde está, apoyada contra las puertas, rígida como una estatua. Alza la barbilla señalando la puerta trasera.
Justo cuando voy a tocar el pomo de la puerta, me llama en un susurro.
—Casi se me olvida —se acerca a mí, su traje cruje y durante un instante me da la impresión de que es un fantasma—. Grace está en Highlands. En el número 31 de la calle Wynnewood Road. Viven allí ahora.
Me la quedo mirando. En alguna parte, en el fondo de esta desconocida, está enterrada mi mejor amiga.
—Hana —comienzo a decir.
Me interrumpe.
—No me lo agradezcas —dice en voz baja—. Solo vete.
Impulsivamente, sin pensar en lo que estoy haciendo, extiendo el brazo y tomo su mano. Dos apretones largos, dos cortos. Nuestro antiguo código.
Hana se queda perpleja; luego, lentamente, su cara se relaja Apenas por un instante resplandece como si estuviera iluminada por dentro con una antorcha.
—Me acuerdo… —susurra.
Una puerta se cierra de un portazo. Hana se separa bruscamente, de repente asustada. Me da la vuelta y me empuja hacia la puerta trasera.
—Vete —dice, y yo me voy. No miro atrás.


 Hana

 

 

Llevo contados treinta y tres segundos por el reloj cuando Fred irrumpe en la cocina, con la cara colorada.
—¿Dónde está?
Tiene las axilas mojadas de sudor, y su pelo, que durante la ceremonia estaba peinado y engominado de manera tan cuidada, está hecho un desastre.
Me siento tentada de preguntarle a quién se refiere, pero sé que eso solo le pondría furioso.
—Se ha escapado —digo.
—¿Qué quieres decir? Marcus me ha dicho que…
—Me ha golpeado —digo. Espero que Lena me haya dejado una marca en la cara al darme la bofetada—. Yo… yo me he golpeado la cabeza en la pared. Y ella ha echado a correr.
—Mierda —Fred se pasa una mano por el pelo, sale al pasillo y llama a gritos a los guardias. Luego se vuelve hacia mí—. ¿Por qué demonios no has dejado que Marcus se ocupara del asunto? ¿Por qué te has quedado a solas con ella?
—Quería información —digo—. Me pareció que era más probable que me la diera estando yo sola.
—Mierda —vuelve a decir Fred. Cuanto más nervioso se pone, curiosamente, más serena me siento yo.
—¿Qué está pasando, Fred?
De pronto le pega una patada a una silla y la manda dando tumbos por la cocina.
—Un maldito caos, eso es lo que está pasando —no puede dejar de moverse; aprieta el puño y durante un instante me parece que va a venir a por mí, solo por tener algo que golpear—. Debe haber como mil personas que se están rebelando. Algunos de ellos son inválidos. Otros son solo niños… Qué tontos, qué tontos… Si supieran…
Se interrumpe cuando se acercan los guardias corriendo por el pasillo.
—Ha dejado que se escapara la chica —dice Fred sin darles una oportunidad de preguntar qué pasa. Es obvio el desprecio en su voz.
—Es que me ha golpeado —repito una vez más.
Noto que Marcus me mira. Deliberadamente evito sus ojos. Él no tiene forma de saber que he dejado que Lena se escape. No he dado ninguna pista de que la conocía. En el coche he tenido cuidado de no mirarla.
Cuando los ojos de Marcus vuelven a Fred, me permito respirar.
—¿Qué quiere que hagamos? —pregunta Marcus.
—No lo sé —Fred se frota la frente—. Tengo que pensar. Maldita sea. Tengo que pensar.
—La chica estaba presumiendo de que tenían refuerzos en la calle Essex —digo—. Ha dicho que había un inválido apostado en cada casa de la calle.
—Mierda —Fred se queda quieto un instante mirando al patio de atrás. Luego relaja los hombros—. Vale. Llamad al 1-1-1 para que envíen refuerzos. Mientras tanto, salid ahí fuera y empezad a peinar las calles. Buscad movimiento entre los árboles. Vamos a hacer salir a todos los gilipollas de esos que podamos. Yo voy enseguida.
—De acuerdo.
Marcus y Bill desaparecen por el pasillo.
Fred coge el teléfono. Yo le pongo una mano en el brazo. Se vuelve hacia mí, irritado, y cuelga.
—¿Qué quieres? —dice casi escupiendo las palabras.
—No salgas ahí, Fred —digo—. Por favor. La chica ha dicho… ha dicho que los otros estaban armados. Ha dicho que abrirían fuego en cuanto asomaras la cabeza por la puerta…
—No me va a pasar nada.
Se aparta bruscamente de mí.
—Por favor —repito. Cierro los ojos y rezo una breve plegaria a Dios. Perdón—. No vale la pena, Fred. Te necesitamos. Quédate en casa. Deja que la policía haga su trabajo. Prométeme que no vas a salir de aquí.
Se le mueve un músculo en la mandíbula. Pasa un largo instante. A cada segundo, no hago más que esperar la explosión: un tornado de metralla de madera, un túnel como un rugido de fuego. Me pregunto si dolerá.
Dios, perdóname, porque he pecado.
—Vale —dice por fin Fred—. Lo prometo —levanta de nuevo el auricular—. Solo mantente fuera de mi vista. No quiero que lo estropees todo.
—Estaré arriba —le digo. Pero ya me ha vuelto la espalda.
Paso al corredor, dejando que las puertas se cierren a mi espalda. Oigo el sonido amortiguado de su voz a través de la madera. En cualquier momento, el infierno.
Pienso en subir al piso de arriba, a la que debería haber sido mi habitación. Podría tenderme y cerrar los ojos. Estoy lo suficientemente cansada para dormir.
Pero lo que hago en realidad es abrir con cuidado la puerta trasera, cruzar el porche y bajar al jardín, con cuidado de mantenerme fuera de la vista de los amplios ventanales de la cocina. Huele a primavera, a tierra mojada y brotes nuevos. Los pájaros cantan en los árboles. Se me pega a los tobillos la hierba húmeda y me mancha el dobladillo de mi traje de novia.
Los árboles me rodean y después ya no puedo ver la casa.
No me quedaré a verla arder.


 Lena

 

 

Highlands está en llamas.
Huelo el humo antes de llegar, y cuando estoy todavía a medio kilómetro de distancia empiezo a ver la mancha de humo sobre los árboles, y el fuego que se eleva de los tejados viejos y golpeados por el tiempo.
En la calle Harmon he visto un garaje abierto y una bici herrumbrosa colgada de la pared como un trofeo de cazador. Aunque es muy mala y las marchas gimen y protestan cada vez que intento ajustarlas, es mejor que nada. La verdad es que no me importa el ruido, el chirrido de la cadena o el pitido intenso del viento en los oídos. Eso me impide pensar en Hana y tratar de comprender lo que ha sucedido. Ahoga en el interior de mi cabeza su voz, que dice: Vete.
No ahoga la explosión, sin embargo, ni las sirenas que la siguen. Las oigo aunque casi he recorrido todo el trayecto hasta Highlands: se alzan como gritos.
Espero que haya podido salir. Rezo por que haya sido así. Aunque ya no sé a quién le estoy rezando.
Y entonces me encuentro en Highlands y solo puedo pensar en Grace.
Lo primero que veo es el fuego, que salta de casa a casa, de un árbol a un tejado o a una pared. Quien lo haya iniciado lo ha hecho de manera deliberada, sistemática. El primer grupo de inválidos cruzó la valla no lejos de aquí. Esto debe ser obra de reguladores.
La segunda cosa que noto es la gente: gente que corre entre los árboles, cuerpos que no se distinguen entre el humo. Eso me sorprende. Cuando vivía en Portland, este barrio estaba deshabitado, lo habían evacuado tras las acusaciones de que había personas contagiadas, con lo que se convirtió en un desierto. No he tenido tiempo de pensar en lo que significa que Grace y mi tía vivan aquí en este momento, o de deducir que otros podrían haberse hecho un hogar aquí también.
Intento buscar caras conocidas mientras pasan junto a mí como en un remolino, escabullándose entre los árboles, gritando. No puedo distinguir nada más que formas y colores, gente que carga en los brazos bultos con sus pertenencias. Los niños gritan y mi corazón se detiene: cualquiera de ellos podría ser Grace. La pequeña Grace, que apenas pronunciaba sonidos, ella podría estar aullando en la semipenumbra en algún sitio.
Un sentimiento caliente, eléctrico, vibra en mi interior, como si las llamas hubieran llegado a mi sangre. Estoy intentando recordar la estructura de esta zona, pero tengo la mente llena de ruido inútil: no deja de obsesionarme una imagen de la casa del número 37 de Brooks, de la manta en el jardín y los árboles teñidos de dorado por el sol poniente. Llego a Edgewood y me doy cuenta de que me he pasado.
Doy la vuelta, tosiendo, y vuelvo sobre mis pasos. El aire está lleno de chasquidos, crujidos como de un trueno: casas enteras son pasto de las llamas, arden de pie como fantasmas que se estremecen, con las puertas como agujeros, la piel que se funde sobre la carne. Por favor, por favor, por favor. Las palabras me taladran la mente. Por favor.
Luego veo el letrero de la calle Wynnewood: por suerte, una calle corta de tres manzanas. Aquí el incendio no se ha extendido tanto y sigue retenido en el enmarañado dosel de árboles y se desliza sobre los tejados, una corona de naranja y blanco que cada vez se hace más grande. Ahora se ve menos gente entre los árboles, pero no hago más que pensar que oigo gritar a niños, ecos, aullidos espectrales.
Estoy sudando y me arden los ojos. Cuando suelto la bici, tengo que esforzarme por recobrar el aliento. Me llevo la camiseta a la cara e intento respirar a través de ella mientras corro por la calle. La mitad de las casas no tienen números visibles. Sé que con toda probabilidad Grace ha huido. Espero que sea una de las personas que he visto moverse entre los árboles, pero no puedo sacudirme el miedo de que pueda estar atrapada en algún lugar, que la tía Carol y el tío William y Jenny la hayan dejado atrás. Ella siempre estaba haciéndose una bola en un rincón y escondiéndose en lugares ocultos y retirados, siempre intentando hacerse invisible.
Un buzón desgastado indica el número 31, una casa triste y decaída de cuyas ventanas superiores sale humo. Las llamas la acosan por el tejado, castigado por los elementos. Entonces la veo, o al menos eso me parece. Solo por un instante, juro que veo su cara pálida en una de las ventanas. Pero desaparece antes de que pueda gritar su nombre.
Tomo aire y corro cruzando el césped y subo la mitad de los peldaños medio carcomidos. Me paro nada más pasar la puerta principal, un poco mareada. Reconozco los muebles, el gastado sofá de rayas, la alfombra con sus flecos raídos y la mancha en los viejos cojines donde Jenny dejó caer su zumo de uva… Todo ello de mi antigua casa, la casa de tía Carol en Cumberland. Me parece que me he tropezado directamente con el pasado, pero con un pasado alterado: un pasado que huele a humo y a papel pintado mojado, con habitaciones que han sido distorsionadas.
Voy de cuarto en cuarto llamando a Grace, comprobando detrás de los muebles y en los armarios de varias salas, que están totalmente vacías. Esta casa es mucho más grande que la nuestra de antes y no hay cosas suficientes para llenarla ni de lejos. Se ha ido. Quizá nunca haya estado aquí, puede que yo solo me haya imaginado que veía su cara.
El piso de arriba está negro de humo. Solo he llegado a mitad de camino del descansillo cuando me veo obligada a retroceder y a bajar a la planta baja, jadeando y tosiendo. Ahora los cuartos delanteros están también en llamas. Cortinas de ducha baratas están pegadas a las ventanas con chinchetas. Con el fuego desaparecen en un instante, y sueltan un olor terrible a plástico quemado.
Retrocedo hasta la cocina sintiendo que un gigante me tiene agarrada del pecho con el puño. Necesito salir, necesito respirar. Le doy un empujón con el hombro a la puerta de atrás. Está hinchada por el calor y se resiste, pero al final salgo dando traspiés al patio trasero, tosiendo, con los ojos llorosos. Ya no pienso, mis pies se mueven de forma automática para alejarme del fuego hacia el aire limpio, lejos, cuando siento un dolor lacerante en el pie y caigo. Caigo al suelo y miro para ver qué es lo que me ha hecho caer: es la manija de una portezuela, una bodega, medio oculta por la hierba que crece alta a ambos lados de la trampilla.
No sé qué es lo que me hace abrirla de un tirón, quizá el instinto o la superstición. Unas escaleras empinadas de madera conducen a un pequeño sótano, vaciado de manera tosca en la tierra. El diminuto espacio está equipado con estanterías que contienen latas de comida. Varias botellas de cristal, quizá de refresco, están alineadas en el suelo.
Ella está tan encogida en un rincón que casi no la veo. Por suerte, antes de volver a cerrar la trampilla, se mueve y distingo una de sus deportivas, iluminada por la luz roja humeante que viene de arriba. Los zapatos son nuevos, pero reconozco los cordones morados, que se pintó ella misma.
—Grace.
Tengo la voz ronca. Bajo con cuidado el peldaño superior. A medida que mis ojos se acostumbran a la penumbra, su figura aparece mejor enfocada: más alta que hace ocho meses, más delgada y también más sucia, acurrucada en la esquina, mirándome con ojos salvajes, aterrorizados.
—Grace, soy yo.
Extiendo el brazo hacia ella, pero no se mueve. Bajo cautelosamente otro peldaño, sin intención de entrar en la bodega y tratar de agarrarla. Siempre ha sido rápida, me da miedo que consiga eludirme y eche a correr. Me palpita con fuerza el corazón en la garganta y me sabe la boca a humo. Hay en el sótano un olor intenso, penetrante, que no consigo identificar. Me centro en Grace, en conseguir que se mueva.
—Soy yo, Grace —lo vuelvo a intentar. Solo puedo imaginar el aspecto que tengo para ella, lo cambiada que debo estar—. Soy Lena. Tu prima Lena.
Se queda tiesa, como si le hubiera dado un susto.
—¿Lena? —susurra con voz asombrada. Pero aun así no se mueve. Por encima de nuestras cabezas, se oye un crujido tremendo. Una rama de árbol, o parte del tejado. Me entra el terror repentino de que nos vayamos a quedar enterradas aquí si no nos movemos ya. La casa se derrumbará y nos atrapará debajo.
—Vamos, Gracie —digo usando su antiguo diminutivo. Me suda la nuca—. Tenemos que irnos, ¿vale?
Por fin se mueve. Extiende torpemente un pie y oigo el ruido de cristal al romperse. Se intensifica el olor, me quema las fosas nasales y de repente sé lo que es.
Gasolina.
—Ha sido sin querer —dice Grace con voz aguda, más chillona por el pánico. Ahora se agacha y veo una mancha oscura de líquido que se extiende a su alrededor por el suelo de tierra.
Ahora mi pánico es enorme. Me presiona desde todos lados.
—Grace, vamos, bonita —intento mantener el miedo lejos de mi voz—. Ven y toma mi mano.
—¡Ha sido sin querer!
Comienza a llorar.
Bajo los últimos peldaños y la agarro y me la coloco en la cintura. No es cómodo, es demasiado grande para cargarla con facilidad, pero pesa sorprendentemente poco. Me rodea la cintura con las piernas. Noto sus costillas y los huesos de sus caderas. Le huele el pelo a grasa y aceite y, muy muy débilmente, a liquido lavavajillas.
Subimos las escaleras y accedemos a ese universo de llamas y fuego, al aire que se ha convertido en algo húmedo, que hierve de calor, como si el mundo se estuviera descomponiendo para formar un espejismo. Seria más rápido si dejara a Grace en el suelo y permitiera que ella corriera junto a mí, pero ahora que la tengo, ahora que está aquí, colgada de mí, con su corazón batiendo frenéticamente en el pecho, golpeando con su ritmo en el mío, no la quiero soltar.
La bici está donde la había dejado, gracias a Dios. Grace se monta torpemente en el sillín y yo me aprieto como puedo detrás de ella. Tiro por la calle, con las piernas que me pesan como piedras, hasta que el impulso nos transporta y entonces pedaleo tan rápido como puedo, alejándome del humo y las llamas, dejando que Highlands se queme.


 Hana

 

 

Camino sin prestar atención al sitio donde estoy o adonde me dirijo. Un pie delante del otro, con los zapatos blancos que golpean suavemente en el pavimento. A lo lejos oigo voces que gritan. El sol brilla y me agrada sentirlo sobre los hombros. Se levanta una brisa silenciosa en los árboles, que se inclinan y saludan cuando paso.
Un pie y luego el otro. Es tan simple… El cielo es tan brillante…
¿Qué va a ser de mí?
No lo sé. Quizá me encuentre con alguien que me reconozca. Quizá me lleven de vuelta con mis padres. Quizá, si el mundo no termina, si Fred está muerto, me emparejarán con otra persona.
O quizá seguiré caminando hasta llegar al fin del mundo.
Tal vez. Pero por el momento solo existe el alto sol, y el cielo, e hilillos de humo gris, y voces que suenan como olas del océano a lo lejos.
Existe el sonido de mis zapatos, y los árboles que parece que asienten y me dicen: Todo va bien. Todo va a ir bien.
Puede que, después de todo, tengan razón.


 Lena

 

 

A medida que nos acercamos a Back Cove, la fila de gente se va engrosando hasta formar un arroyo rugiente y apresurado y apenas consigo maniobrar con la bici entre ellos. Corren, gritan, enarbolan martillos y cuchillos y trozos de tubería metálica, se dirigen hacia algún punto desconocido, y me sorprende ver que ya no son solo inválidos: son chavales también, algunos de tan solo doce o trece años, incurados y rebeldes. Distingo incluso a unos cuantos curados que miran desde sus ventanas por encima de la calle y, de vez en cuando, saludan con la mano, en muestra de solidaridad.
Me aparto de la multitud y dirijo la bici hasta la orilla de la cala, cubierta de barro revuelto, donde Álex y yo tomamos nuestra decisión hace una vida, donde por primera vez él sacrificó su felicidad por la mía. La hierba crece alta entre los escombros de la antigua carretera y hay gente herida o muerta tendida en ella, personas que gimen o miran sin ver el cielo sin nubes. Veo varios cuerpos boca abajo en las aguas superficiales, y tirabuzones rojos que se extienden por la superficie del agua.
Más allá de la cala, en el muro, la muchedumbre sigue siendo enorme, pero parece que es sobre todo gente nuestra. Los reguladores y la policía se habrán visto obligados a retroceder, a irse más hacia Old Port. Ahora miles de amotinados avanzan en esa dirección, con sus voces unidas en una nota única de ira.
Apoyo la bici a la sombra de un gran junípero y, por fin, tomo a Grace por los hombros y la examino buscando cortes o moratones. Está temblando, con los ojos muy abiertos, mirándome como si pensara que voy a desaparecer en cualquier momento.
—¿Qué les ha pasado a los demás? —le pregunto. Tiene las uñas negras de suciedad y está muy flaca, pero, por lo demás, parece que está bien. Más que bien, está preciosa. Siento que me sube un sollozo a la garganta, me lo trago. No estamos a salvo, aún no.
Grace mueve la cabeza.
—No lo sé. Ha habido un fuego y… yo me he escondido.
O sea, que sí la han abandonado. O no les ha importado lo suficiente para buscarla cuando ha desaparecido. Siento una oleada de náusea.
—Pareces distinta —dice Grace en voz baja.
—Tú estás más alta —digo. De repente, me dan ganas de ponerme a dar saltos de alegría. Podría ponerme a gritar de felicidad mientras el mundo entero se consume entre las llamas.
—¿Adonde fuiste? —me pregunta Grace—. ¿Qué te pasó?
—Ya te lo contaré todo más tarde —la tomo por la barbilla con una mano—. Oye, Grace, tengo que decirte cuánto lo siento. Siento haberte dejado atrás. Nunca volveré a abandonarte, ¿vale?
Sus ojos recorren mi cara. Asiente con un gesto.
—A partir de ahora te voy a mantener a salvo —tengo que empujar las palabras para que consigan traspasar la rigidez que siento en la garganta—. ¿Me crees?
Vuelve a asentir. La atraigo hacia mí, la aprieto. Parece tan delgada, tan frágil… Pero sé que es fuerte. Siempre lo ha sido. Va a estar preparada para lo que venga después.
—Tómame de la mano —le digo. No estoy segura de adonde ir y me acuerdo de Raven. Luego me doy cuenta de que está muerta, de que la han matado en el muro, y las ganas de vomitar amenazan con apoderarse de mí otra vez. Pero tengo que mantener la calma por Grace.
Debo encontrar un lugar seguro para ir con ella hasta que termine la lucha. Mi madre me ayudará, ella sabrá qué hacer.
El apretón de Grace es curiosamente fuerte. Avanzamos por la orilla, entre la gente, inválidos y reguladores todos mezclados: heridos, moribundos, muertos.
En lo alto de la loma, Colin, que cojea, camina apoyándose mucho en otro muchacho y se dirige hacia un trozo vacío en la hierba. El otro chico alza la cabeza y se me para el corazón.
Álex.
Me ve casi un segundo después de que le vea yo. Quiero llamarle, pero se me queda la voz atrapada en la garganta. Durante un instante, duda. Luego coloca a Colin con cuidado en la hierba y se inclina para decirle algo. Colin asiente, se sujeta la rodilla con un gesto de dolor.
Luego, Álex corre hacia mí.
—Álex —es como si decir su nombre le hiciera real. Se para a unos centímetros y sus ojos descubren a Grace y luego se vuelven hacia mí—. Esta es Grace —digo, tirando de su mano. Ella se queda atrás, intentando esconder su cuerpo tras el mío.
—Me acuerdo —dice. Ya no hay más dureza en sus ojos, ni más odio. Se aclara la garganta—. Pensé que no te iba a volver a ver.
—Aquí estoy —el sol parece demasiado brillante, y de pronto no se me ocurre qué decir, no tengo palabras para describir todo lo que he pensado y deseado, tantas cosas que me he preguntado—. Yo… vi tu nota.
Asiente con la cabeza. Se le tensa la boca solo un poco.
—¿Julián está…?
—No sé dónde está Julián —digo, y al momento me siento culpable. Me acuerdo de sus ojos azules y de su calor, que me envolvía mientras yo dormía. Espero que no haya resultado herido. Me agacho para poder mirar a Grace a los ojos—. ¿Te puedes sentar aquí un minuto, Gracie, porfa?
Se sienta en el suelo obedientemente. No consigo alejarme más que dos pasos de ella. Álex me sigue.
Bajo la voz para que Grace no nos oiga.
—¿Es cierto? —le pregunto.
—¿Qué es cierto?
Sus ojos son del color de la miel. Esos son los ojos que recuerdo de mis sueños.
—Que aún me quieres —digo sin aliento—. Tengo que saberlo.
Álex asiente con la cabeza. Alarga la mano y me toca la cara, apenas rozándome el pómulo y apartando un poco el pelo.
—Es cierto.
—Pero… he cambiado —digo—. Y tú has cambiado.
—Eso también es cierto —dice suavemente. Miro la cicatriz de su cara, que se extiende desde el ojo izquierdo hasta la mandíbula, y algo se me encoge en el pecho.
—¿Y ahora qué? —le pregunto. La luz es demasiado intensa, parece como si el día se estuviera fundiendo con el sueño.
—¿Tú me quieres? —pregunta Álex. Y yo podría llorar, podría apretar la cara contra su pecho y aspirar su olor, y fingir que nada ha cambiad, que todo va a ser perfecto, entero, sin fisuras.
Pero no puedo. Sé que no puedo.
—Nunca he dejado de quererte —aparto la vista Miro a Grace y a la hierba alta cubierta de heridos y de muertos. Pienso en Julián, en sus ojos azules, en su paciencia y su bondad. Pienso en toda la lucha que hemos llevado adelante y en toda la que aún nos queda. Respiro hondo—. Pero es más complicado.
Álex me coloca las manos en los hombros.
—Ya no voy a volver a huir nunca —dice.
—No quiero que lo hagas —le digo yo.
Sus dedos encuentran mi mejilla y por un instante me apoyo en su palma, dejando que el dolor de los últimos meses me abandone. Dejo que me vuelva la cabeza en su dirección. Entonces se inclina y me besa: es un beso ligero y perfecto, sus labios apenas se juntan con los míos, un beso que promete una renovación.
—¡Lena!
Me aparto de Álex al oír el grito de Grace. Se ha puesto de pie y señala hacia la pared fronteriza dando saltitos de alegría sobre los dedos de los pies, llena de energía. Me vuelvo a mirar. Durante un instante, las lágrimas descomponen mi visión y convierten el mundo en un caleidoscopio de colores: color que trepa por el muro, de forma que el cemento es un mosaico.
No. No es color: gente. Gente que confluye en el muro.
Es más que eso: lo están derribando.
Entre gritos salvajes y triunfantes, con martillos y trozos de andamios derribados o con las manos desnudas, están desmantelando el muro trozo a trozo, quebrando los límites del mundo tal como lo conocemos. La alegría rebosa en mi interior. Grace echa a correr, ella también se ve atraída hacia la pared.
—¡Grace, espera!
Hago ademán de seguirla, pero Álex me toma de la mano.
—Te encontraré —dice mirándome con los ojos que recuerdo—. No te dejaré ir otra vez.
No confío en mí misma para hablar. En vez de eso asiento con la cabeza, con la esperanza de que comprenda. Me aprieta la mano.
—Ve —me dice.
Y me voy. Grace se ha detenido para esperarme, y cojo su pequeña mano delgada en la mía, y enseguida me doy cuenta de que estamos corriendo entre el sol y el humo persistente, por la hierba de la orilla que se ha convertido en un cementerio, mientras el sol continúa su rotación indiferente y el agua no refleja nada más que cielo.
Al acercarnos a la muralla veo a Hunter y a Bram, uno al lado del otro, sudorosos y morenos, atacando el cemento con enormes trozos de tubería metálica. Veo a Pippa, de pie sobre un tramo que todavía permanece, ondeando una falda de color verde fuerte como una bandera. Veo a Coral, salvaje y bella, que aparece y desaparece cuando la multitud pasa junto a ella. A varios metros de distancia, mi madre trabaja con un martillo moviéndolo con facilidad y elegancia, de forma que parece un baile: esta mujer dura y musculosa a la que casi no conozco, una mujer a la que he amado toda mi vida. Está viva. Estamos vivas. Va a poder conocer a Grace.
Veo a Julián también. No lleva camiseta, se mantiene en equilibrio sobre un montón de escombros y usa la culata de un rifle para derribar la pared, con lo que los trozos y el polvo blanco caen sobre la gente de debajo. El sol hace que su pelo brille como un anillo de fuego pálido, y le toca los hombros con alas blancas.
Durante un instante me asalta un dolor abrumador: por cómo las cosas cambian, por el hecho de que nunca podemos volver atrás. Ya no estoy segura de nada. No sé lo que va a suceder, ni a mí ni a Álex ni a Julián, a ninguno de nosotros.
—Vamos, Lena.
Grace me tira de la mano.
Pero no se trata de saber. Se trata simplemente de avanzar hacia delante. Los curados desean saber. Nosotros, por el contrario, hemos elegido la fe. Yo le he pedido a Grace que confiara en mí. Nosotros también tendremos que confiar, confiar en que el mundo no va a acabarse, en que mañana llegará, en que la verdad también llegará.
Una vieja frase, una frase prohibida de un texto que Raven me enseñó una vez, me viene ahora a la memoria: Quien salta puede caer, pero también es posible que vuele.
Es el momento de saltar.
—Vamos —le digo a Grace, y dejo que ella me lleve hasta el grupo de gente, manteniéndola bien sujeta de la mano todo el tiempo.
Nos abrimos paso entre los gritos y la alegría y conseguimos llegar hasta la pared. Grace se sube a un montón hecho de madera rota y trozos de cemento y yo la sigo con torpeza, hasta que estoy arriba manteniendo el equilibrio junto a ella. Grita, más alto de lo que nunca la he oído, en un lenguaje infantil ininteligible de gozo y de libertad, y me doy cuenta de que me uno a ella mientras juntas nos ponemos a quitar trozos de cemento con las uñas, mirando cómo desaparece la frontera, mirando cómo más allá de ella emerge un mundo nuevo.
Derribad los muros.
Ese es el quid de la cuestión, a fin de cuentas. No se sabe lo que pasará si derribamos los muros, no se puede ver lo que pasa al otro lado, no sabemos si eso traerá la libertad o la ruina, la solución o el caos. Puede ser el paraíso o la destrucción.
Derribad los muros.
De otro modo, viviremos encerrados en el miedo, elevando barricadas contra lo desconocido, rezando contra la oscuridad, pronunciando versículos de terror y rigidez.
De otro modo, puede que nunca conozcáis el infierno, pero tampoco conoceréis el cielo. No conoceréis el aire fresco y la sensación de volar.
Todos vosotros, dondequiera que estéis, en vuestras ciudades caóticas o en vuestros pueblecitos. Encontrad la fortaleza que hay en vuestro interior, el punto donde el metal se fisura, las esquirlas de piedra que os colman el estómago. Os propongo un pacto: yo lo haré si lo hacéis vosotros, por siempre y para siempre.

Derribad los muros.