23
-Desearía
que Bob Ewell no mascara tabaco -fue todo el comentario de Atticus sobre el
incidente.
Según
miss Stephanie Crawford, sin embargo, Atticus salía de la oficina de Correos
cuando míster Ewell se le acercó, le maldijo, le escupió y le amenazó con
matarle. Miss Stephanie (que, después de haberlo contado dos veces resultó que
estaba allí y lo vio todo, pues venia del 'Jitney Jungle'), miss Stephanie dijo
que Atticus ni siquiera había movido un párpado: se limitó a sacar el pañuelo y
limpiarse la cara, y se quedó plantado permitiendo que míster Ewell le
dirigiera insultos que ni los caballos salvajes soportarían que ella repitiese.
Míster Ewell era veterano de una guerra indeterminada, lo cual, sumado a la
pacífica reacción de Atticus, le impulsó a inquirir:
-
¿Demasiado orgulloso para luchar, bastardo ama-negros?
Miss
Stephanie explicaba que Atticus respondió:
-No,
demasiado viejo -y se puso las manos en los bolsillos y siguió andando. Miss
Stephanie decía que había que reconocerle una cosa a Atticus Finch: a veces
sabía ser perfectamente seco y lacónico.
A
Jem y a mí aquello no nos pareció divertido.
-Después
de todo, no obstante -dije yo-, en otro tiempo fue el tirador más certero del
condado. Podría...
-Ya
sabes que ni siquiera llevaría un arma, Scout. No tiene ninguna... -objetó
Jem-. Ya sabes que ni aquella noche, delante de la cárcel, tenía ninguna. A mi
me dijo que el tener un arma equivale a invitar al otro a que dispare contra
ti.
-Esto
es diferente -dije-. Podemos suplicarle que pida prestada una.
Se
lo dijimos, y él contestó:
-Tonterías.
Dill
fue del parecer de que quizá diera resultado apelar a los buenos sentimientos
de Atticus: al fin y al cabo, si mister Ewell le matase nosotros moriríamos de
hambre, aparte de que nos educaría la tía Alexandra, exclusivamente, y de que
todos sabíamos que lo primero que haría antes de que Atticus hubiera recibido
sepultura
sería despedir a Calpurnia. Jem dijo que lo que acaso diera fruto sería que yo
llorase y simulara un ataque, puesto que era una niña y de pocos años. Pero
tampoco esto salió bien.
Sin
embargo, cuando advirtió que andábamos sin rumbo por la vecindad, no comíamos y
poníamos poco interés en nuestras empresas habituales, Atticus descubrió cuán
profundamente amedrentados estábamos. Quiso tentar a Jem una noche con una
revista deportiva nueva; y al ver que Jem la hojeaba rápidamente y la arrojaba
a un lado, preguntó:
¿Qué
te preocupa, hijo?
Jem
fue muy concreto.
-Míster
Ewell.
-
¿Qué ha pasado?
-No
ha pasado nada. Tenemos miedo por ti, y creemos que deberías tomar alguna
medida en relación a ese hombre.
Atticus
sonrió torcidamente.
-
¿Qué medida? ¿Hacerle encerrar por amenazas?
-Cuando
un hombre asegura que matará a otro, parece que ha de decirlo en serio.
-Cuando
lo dijo lo decía en serio -adujo Atticus-. Jem, a ver si sabes ponerte en el
puesto de Bob Ewell durante un minuto. En el juicio yo destruí el último
vestigio de crédito que mereciese su palabra, tenía que tomarse algún desquite;
los de su especie siempre se lo toman. De modo que si el escupirme en la cara
consiste en eso, acepto gustoso estas afrentas. Con alguien haba de
desahogarse, y prefiero que se haya desahogado conmigo antes que con la nidada
de chiquillos que tiene en casa. ¿Lo comprendes? Jem movió la cabeza
afirmativamente.
Tía
Alexandra entró en el cuarto mientras Atticus estaba diciendo:
-No
tenemos nada que temer de Bob Ewell; esta mañana ha sacado toda la rabia fuera
de su organismo.
-No
estaría tan segura, Atticus -dijo ella-. Los de su especie son capaces de todo
para devolver un agravio. Ya sabes cómo es esa gente.
-
¿Qué demonios puede hacerme Ewell, hermana?
-Te
atacará a traición -respondió tía Alexandra- Puedes darlo por descontado.
-En
Maycomb nadie tiene muchas posibilidades de hacer algo y pasar inadvertido.
Después
de aquello ya no tuvimos miedo. El verano se disipaba poco a poco, y nosotros
lo aprovechábamos al máximo. Attticus nos aseguraba que a Tom Robinson no le
pasaría nada hasta que el tribunal superior revisara su caso, y que tenía
muchas posibilidades de salir absuelto, o al menos de que se le juzgase de
nuevo. Estaba en la Granja-Prisión de Enfield, a setenta millas de distancia,
en el Condado de Chester. Yo le pregunté si a su esposa e hijos les permitían
ir a visitarle pero me contestó que no.
-Si
pierde la apelación, ¿qué le sucederá? -pregunté una tarde.
-Irá
a la silla eléctrica -respondió Atticus- a menos que el gobernador le conmute
la sentencia. No es tiempo de inquietarse todavía, Scout. Tenemos buenas
probabilidades.
Jem
se había tendido en el sofá leyendo la Popular Mechanics.
-Esto
no es justo- dijo levantando los ojos-. Aun suponiendo que fuese culpable, no
mató a nadie. No quitó la vida a nadie.
-Ya
sabes que en Alabama la violación es un delito capital -explicó Atticus.
-Sí,
señor, pero el jurado no estaba obligado a condenarlo a muerte; si hubiesen
querido habrían podido ponerle veinte años.
-Imponerle
-corrigió Atticus-. Tom Robinson es negro, Jem. En esta parte del mundo ningún
Jurado diría: 'Nosotros creemos que usted es culpable, pero no mucho',
tratándose de una acusación como ésta. O se obtenía una absolución total, o
nada.
Jem
meneaba la cabeza.
-Sé
que no es justo, pero no logro imaginarme qué es lo que no marcha bien; quizá
la violación no debería ser un delito capital...
Atticus
dejó caer el periódico al lado de su silla, y dijo que no se quejaba en modo
alguno de las disposiciones acerca de la violación, pero que le asaltaban dudas
tremendas cuando el fiscal solicitaba, y el Jurado concedía, la pena de muerte
basándose en pruebas puramente circunstanciales. Echó una mirada hacia mi, vio
que estaba escuchando y lo expresó de un modo más claro:
-Quiero
decir que antes de condenar a un hombre por asesinato, digamos, debería haber
uno o dos testigos presenciales. Debería haber una persona en condiciones de
decir: 'Sí, yo estaba allí; y le vi apretar el gatillo'.
-Sin
embargo, infinidad de gentes han sido colgadas..., ahorcadas... basándose en
pruebas circunstanciales -dijo Jem.
-Lo
sé, y es probable que muchos lo mereciesen; pero en ausencia de testigos
oculares siempre queda una duda, a veces sólo lo la sombra de una duda. Siempre
existe la posibilidad, por muy improbable que se considere, de que el acusado
sea inocente.
-Entonces
todo el conflicto carga sobre el Jurado. Deberíamos suprimir los Jurados -Jem
se mostraba inflexible.
Atticus
se esforzó con empeño en no sonreír, pero no pudo evitarlo.
-Eres
muy severo con nosotros, hijo. Yo creo que podría haber un recurso mejor:
cambiar la ley. Cambiarla de modo que los jueces tuvieran potestad para fijar
el castigo en los delitos capitales.
-Entonces,
vete a Montgomery y cambia la ley.
-Te
sorprendería ver lo difícil que seria. Yo no viviré lo suficiente para verla
cambiada, y si tú llegas a verlo, serás ya un anciano.
A
Jem esto no le satisfizo bastante.
-No,
señor, deberían suprimir los Jurados. En primer lugar Tom no era culpable, y
ellos dijeron que lo era.
-Si
tú hubieses formado parte de aquel Jurado, hijo, y contigo otros once muchachos
como tú, Tom sería un hombre libre -dijo Atticus-. Hasta el momento, no ha
habido nada en tu vida que interfiriese el proceso de razonamiento. Aquellos
hombres, del Jurado de Tom, eran doce personas razonables en su vida cotidiana,
pero ya viste que algo se interponía entre ellos y la razón. Viste lo mismo
aquella noche delante de la cárcel. Cuando el grupo se marchó, no se fueron
como hombres razonables, se fueron porque nosotros estábamos allí. Hay algo en
nuestro mundo que hace que los hombres pierdan la cabeza; no sabrían ser razonables
aunque lo intentaran. En nuestros Tribunales, cuando la palabra un negro se
enfrenta con la de un blanco, siempre gana el blanco. Son feas, pero las
realidades de la vida son así.
-Lo
cual no las hace justas -dijo Jem con terquedad, mientras se daba puñetazos en
la rodilla-. No se puede condenar a un hombre con unas pruebas como aquéllas;
no se puede.
-No
se puede; pero ellos podían, y le condenaron.
Cuanto
mayor te hagas, más a menudo lo verás. El sitio donde un hombre debería ser
tratado con equidad es una sala de Tribunal, fuese hombre de cualquiera de los
colores del arco iris; pero la gente tiene la debilidad de llevar sus
resentimientos hasta dentro del departamento del Jurado. A medida que crezcas,
verás a los blancos estafando a los negros, todos los días de tu vida, pero
permíteme que te diga una cosa, y no la olvides: siempre que un hombre blanco
abusa de un negro, no importa quién sea, ni lo rica que sea, ni cuán
distinguida haya sido la familia de que procede, ese hombre blanco es basura.
-Atticus
estaba hablando tan sosegadamente que la última palabra fue como un estallido
en nuestros oídos Levanté la vista y su cara tenía una expresión vehemente.
-A
mí nada me da más asco que un blanco de baja estofa se aproveche de la
ignorancia de un negro. No os engañeis, todo se suma a la cuenta, y el día
menos pensado la pagaremos. Espero que no sea durante vuestras vidas.
Jem
se rascaba la cabeza. De súbito se ensancharon sus ojos.
-Atticus
-dijo-, ¿por qué no formamos los Jurados como nosotros y miss Maudie? Nunca se
ve a nadie de Maycomb en un Jurado; todos vienen de los campos.
Atticus
se inclinó en su mecedora. Por no sé qué motivo parecía contento de Jem.
-Me
estaba preguntando cuándo se te ocurriría -dijo-. Hay un sinfín de razones. En
primer lugar, miss Maudie no puede formar parte porque es mujer...
-¿Quiere
decir que en Alabama las mujeres no pueden...? -yo estaba indignada.
-En
efecto. Me figuro que es para proteger a nuestras delicadas damas de casos
sórdidos como el de Tom. Además -añadió sonriendo-, dudo que se llegara a
juzgar por completo un caso; las señoras interrumpirían continuamente con
interminables preguntas.
Jem
y yo soltamos la carcajada. Miss Maudie en un Jurado causaría una impresión
tremenda. Pensé en la anciana mistress Dubose sentada en un sillón de ruedas:
'Basta de golpear, John Taylor, quiero preguntar una cosa a ese hombre'. Quizá
nuestros antepasados fueron sensatos.
Atticus
iba diciendo:
Con
gente como nosotros... ésta es la parte de la cuenta que nos corresponde.
Generalmente, tenemos los Jurados que merecemos. A nuestros sólidos ciudadanos
de Maycomb no les interesa, en primer lugar. En segundo lugar, tienen miedo.
Luego, son...
-¿Miedo
de qué- preguntó Jem.
-Mira,
¿qué pasaría si, digamos, míster Link Deas hubiese de decidir el importe de los
daños para satisfacer a miss Maudie cuando miss Rachel la atropellase con un
coche? A Link no le gustaría la idea de perder a ninguna de ambas damas como
cliente, ¿verdad que no? Así pues, le dice al juez Taylor que no puede formar
parte del Jurado porque no tiene quién se encargue de su tienda mientras él
está fuera. Por tanto, el juez Taylor le dispensa. A veces le dispensa con ira.
-¿Qué
es lo que le hace pensar que alguna de las dos dejaría de comprar sus géneros?
-pregunté.
Jem
dijo:
-Miss
Rachel sí dejaría; miss Maudie no. Pero el voto de un Jurado es secreto,
Atticus.
Nuestro
padre se rió.
-Tienes
que andar muchas millas todavía, hijo. Se da por supuesto que el voto de un
Jurado ha de ser secreto. Pero el formar parte de un Jurado obliga a un hombre
a tomar una decisión y pronunciarse sobre algo. A los hombres esto no les
gusta. A veces es desagradable.
-El
Jurado de Tom habrá tomado una decisión a toda prisa -musitó Jem.
Los
dedos de Atticus fueron a introducirse en el bolsillo del reloj.
-No,
no sucedió así -dijo, más para sí mismo que para nosotros-. Esto fue lo que me
hizo pensar que aquello podía ser la sombra de un comienzo. El Jurado tardó
unas horas. El veredicto era inevitable, quizá, pero generalmente sólo les
cuesta uno minutos. Esta vez... -aquí interrumpió y nos miró-. Acaso o guste
saber que hubo un individuo al cual hubieron de trabaja mucho rato; al
principio se pronunciaba resueltamente por un absolución pura y simple.
-
¿Quién? -Jem estaba atónito.
Atticus
guiñó los ojos.
-Yo
no puedo decirlo, pero os diré una cosa nada más. Era uno de vuestros amigos de
Old Sarum...
-¿Uno
de los Cunningham? -gritó Jem-. Uno de..., yo no reconocí a ninguno..., estás
de broma -y miró a Atticus por el rabillo del ojo.
-Uno
de sus parientes. Por una corazonada, no le taché. Por una corazonada
únicamente. Podía recusarle, pero no lo hice.
-
¡Cielo santo! -exclamó Jem reverentemente-. Este minuto tratan de matarle y al
minuto siguiente tratan de dejarle en libertad... No entenderé a esa gente en
toda mi vida.
Atticus
dijo que lo único que se precisa es conocerlos. Dijo que los Cunningham no
habían quitado nada a nadie ni aceptado nada de nadie desde que inmigraron al
Nuevo Mundo. Añadió que otra característica suya era la de que una vez uno
había conquistado su respeto, estaban por uno con uñas y dientes. Atticus dijo
que tenía la impresión, nada más que la simple sospecha, de que aquella noche
se alejaron de la cárcel con un considerable respeto hacia los Finch. Por otra
parte, prosiguió, precisaba un rayo, sumado a otro Cunningham, para lograr que
uno de ellos cambiase de idea.
-Si
hubiésemos tenido a dos de aquel clan hubiéramos conseguido un Jurado en
desacuerdo.
Jem
dijo muy despacio:
-¿Quieres
decir que pusiste de verdad en el Jurado a un hombre que la noche anterior
quería matarte? ¿Cómo te atreviste a correr ese riesgo, Atticus, cómo te
atreviste?
-Si
lo analizas, el riesgo era poco. No hay diferencia entre un hombre dispuesto a
condenar, y otro dispuesto a lo mismo, ¿verdad que no? En cambio, hay una
ligera diferencia entre un hombre dispuesto a condenar y otro en cuya mente ha
penetrado la duda, ¿verdad que si? Era la única incógnita de toda la lista.
-
¿Qué parentesto tenía aquel hombre con Walter Cunningham -pregunté yo.
Atticus
se levantó, se desperezó y bostezó. Aún no era la hora de acostarnos, pero
nosotros conocíamos cuándo quería tener un rato para leer el periódico. Lo
cogió, lo dobló y me dio un golpecito en la cabeza.
-Veamos
-dijo con voz profunda, para si mismo-. Ya lo tengo. Primo hermano doble.
-
¿Cómo puede ser eso?
Dos
hermanas se casaron con dos hermanos. Esto es todo lo que os diré; ahora
adivinadlo.
Yo
me estrujé el cerebro y concluí que si me casara con Jem, y Dill tuviera una
hermana y se casase con ella, nuestros hijos serian primos hermanos dobles.
-Recontra,
Jem -dije cuando Atticus hubo salido-, son una gente muy curiosa. ¿Lo has oído,
tiíta?
Tía
Alexandra estaba remendando una alfombra y no nos miraba, pero nos escuchaba.
Estaba sentada en su silla con la canastilla de la labor al lado y la alfombra
extendida sobre el regazo. El hecho de que en las noches agitadas las damas
remendasen alfombras de lana no lo entendí bien jamás.
-Lo
he oído -contestó.
Entonces
recordé la lejana y calamitosa ocasión en que me levanté en defensa de Walter
Cunningham. Ahora me alegraba de haberlo hecho.
-Tan
pronto como empiece la escuela invitaré a Walter a comer en casa -me propuse,
habiendo olvidado la resolución particular de darle una paliza la primera vez
que le viese-. Además, de cuando en cuando puede quedarse también después de
las clases. Atticus podría llevarle con el coche a Old Sarum. Quizá algún día
podría pasar la noche con nosotros. ¿De acuerdo, Jem?
-Veremos
cómo lo resolvemos -dijo tía Alexandra-. Una declaración que en sus labios era
una amenaza, nunca una promesa. Sorprendida me volví hacia ella.
-¿Por
qué no, tiíta? Son buena gente.
Ella
me miró por encima de las gafas de costura.
-Jean
Louise, mi mente no abriga la menor duda de que sean buena gente. Pero no son
gente de nuestra clase.
-Quiere
decir que son palurdos -explicó Jem.
-¿Qué
es un palurdo?
-Bah,
un desastrado. Les gusta la juerga, y cosas así.
-Pues
a mí también...
-No
seas necia, Jean Louise -dijo tía Alexandra-. El caso es que puedes restregar
con jabón a Walter Cunningham hasta que brille, puedes ponerle zapatos y un
traje nuevo, pero nunca será como Jem. Por otra parte, en aquella familia
existe una tendencia a la bebida que se ve desde cien leguas de distancia. Las
mujeres de los Finch no se interesan por aquella clase de gente.
-Ti-í-ta
-dijo Jem-, Scout no ha cumplido los nueve años todavía.
-Tanto
da que se entere desde ahora.
Tía
Alexandra había pronunciado su sentencia. Me acordé clarísmamente de la última
vez que plantó su 'de ahí no paso'. Nunca supe por qué. Fue cuando me absorbía
el proyecto de visitar la casa de Calpurnia; yo sentía curiosidad, me
interesaba; quería ser su 'invitada', ver cómo vivía, qué amigos tenía. Lo
mismo habría dado que hubiese querido ver la otra cara de la luna. Esta vez la
táctica era distinta; pero los objetivos de tía Alexandra eran los mismos.
Quizá fuese éste el motivo de que hubiera venido a vivir con nosotros: para
ayudarnos a escoger los amigos. Yo la mantendría en jaque todo el tiempo que
pudiese.
-Si
son buena gente, ¿por qué no podemos mostrarnos agradables con Walter?
-Yo
no he dicho que no os mostréis agradables con él. Han de tratarle amistosamente
y con cortesía, habéis de ser magnánimos con todo el mundo, querida. Pero no
debéis invitarle a vuestra casa.
-
¿Y si fuese pariente nuestro, tiíta?
-Lo
cierto es que no lo es, pero si lo fuese, mi respuesta sería la misma.
-Tiíta
-dijo Jem-, Atticus dice que uno puede escoger sus amigos, pero no puede
escoger su familia, y que tus parientes siguen siendo parientes tuyos tanto si
tú quieres reconocerlos por tales como si no, y que el no querer reconocerlos
te hace parecer completamente necio.
-Esta
es otra de las teorías que retratan a tu padre de padre de pies a cabeza -dijo
tía Alexandra-, pero yo continúo asegurando que Jean Louise no invitará a
Walter Cunningham a esta casa. Si fuese primo hermano suyo por partida doble,
una vez fuera de aquí no sería recibido en esta casa a menos que viniera a ver
a Atticus por asuntos profesionales. Y no hay más que hablar.
Tía
Alexandra había pronunciado su 'Ciertamente No', pero esta vez diría los
motivos.
-Pero
yo quiero jugar con Walter; tiíta, ¿por qué no he de poder?
Ella
se quitó las gafas y me miró fijamente.
-Te
diré por qué. Porque Walter es basura; he ahí el motivo de que no puedas jugar
con él. No quiero verle rondando cerca de ti para que tú adquieras sus hábitos
y aprendas Dios sabe qué. Ya eres sobrado problema para tu padre tal como
estás.
No
sé lo que habría hecho, pero Jem me detuvo. Me cogió por los hombros, me rodeó
con su brazo y me acompañó, mientras yo sollozaba con furia, hacia su
dormitorio. Atticus nos oyó y asomó la cabeza por la puerta.
-No
hay novedad, señor -dijo Jem, malhumorado-. No es nada. -Atticus se fue-. Masca
un rato, Scout -Jem rebuscó por el bolsillo y sacó un 'Tootsie Roll'. Me costó
unos minutos convertir la golosina en una confortable almohadilla pegada al paladar.
Jem
reordenó los objetos de su cómoda. El cabello le crecía hirsuto por atrás y
caído hacia delante cerca de la frente; yo me preguntaba si llegaría a tenerlo
algún día como el de un hombre; quizá si lo afeitase y le creciera de nuevo se
criaría como era debido. Sus cejas se habían hecho más gruesas, y advertí en su
cuerpo una esbeltez nueva. Ganaba estatura.
Cuando
miró a su alrededor, pensó sin duda que me pondría a llorar otra vez, porque me
dijo:
-Te
enseñaré una cosa si no has de decírselo a nadie.
Yo
pregunté qué era. El se desabrochó la camisa, sonriendo tímidamente.
-
¿Qué?
-
¿No lo ves?
-No.
-Es
pelo.
-
¿Dónde?
-Aquí.
Aquí mismo.
Jem
me había consolado, y, correspondiendo, yo dije que hacia muy bonito, pero no
vi nada.
-Está
bonito de veras, Jem.
-Debajo
de los brazos también tengo -dijo él-. El año que viene empezaré a formar parte
del equipo de fútbol. Scout, no permitas que tía Alexandra te ponga de mal
humor.
Parecía
que era ayer cuando me decía que no pusiera yo de mal humor a tía Alexandra.
-Ya
sabes que no está acostumbrada a tratar con muchachas -añadió Jem-, por lo
menos con muchachas como tú. Está probando a convertirse en una dama. ¿No
podrías aficionarte a la costura, o a otra cosa por el estilo?
-No,
diablos. No me quiere, he aquí todo lo que hay, pero a mi no me importa. Lo que
me ha sacado de quicio ha sido que dijese que Walter Cunningham es basura, y no
lo que ha dicho que yo sea un problema para Atticus. Esto lo puso en claro con
una vez; le pregunté si era un problema, y él me dijo que no muy grande; cuanto
más, era un problema que siempre sabia calcular, y que no me inquietase ni un
segundo la idea de si le molestaba. No, ha sido por Walter...; aquel muchacho
no es basura, Jem. No como los Ewell.
Jem
se libró de los zapatos con un par de sacudidas y subió los pies a la cama. Se
recostó en un almohadón y encendió la lámpara para leer.
-
¿Sabes una cosa, Scout? Ahora ya lo tengo resuelto. Ultimamente he pensado
mucho en ello y lo tengo resuelto. Hay cuatro clases de personas en el mundo.
Existen las personas corrientes como nosotros y nuestros vecinos, las personas
de la especie de los Cunningham, que viven allá, en el campo; la especie
parecida a los Ewell, del vaciadero; y los negros.
-¿Qué
me dices de los chinos y de los cajuns del Condado de Baldwin?
-Me
refiero al Condado de Maycomb. Y lo que ocurre en este problema es que nosotros
no apreciamos a los Cunningham, los Cunningham no aprecian a los Ewell
desprecian a la gente color.
Le
contesté que si era así, ¿cómo se explicaba que el Jurado de Tom, compuesto de
gente como los Cunningham, no le hubiese absuelto a fin de fastidiar a los
Ewell?
Jem
rechazó la pregunta con un manotazo, considerándola infantil.
-Ya
sabes -dijo-, he visto a Atticus golpeando el suelo con los pies cuando en la
radio dan una fiesta alegre, y le gusta la juerga más que a ningún hombre que
haya conocido...
-Entonces
esto nos hace parecidos a los Cunningham - dije yo-. No comprendo como tiíta...
-No,
déjame terminar; nos hace parecidos, en efecto, pero cierto modo somos
diferentes. En una ocasión Atticus dijo que la causa de que tía Alexandra haga
tanto hincapié en la familia nace de que todo lo que nosotros tenemos es
abolengo, pero sin un cuarto a nuestro nombre.
-Ea,
Jem, no sé... Atticus me dijo una vez que en buena parte ese cuento de la
'familia antigua' es una tontería, porque la familia de uno cualquiera es tan
antigua como la de cualquier otro. Yo le pregunté si en esto entraban la gente
de color y los ingleses, y él me dijo que si.
-Abolengo
no significa 'familia antigua' -puntualizó Jem-. Imagino que se trata del
tiempo que hace que la familia de uno sabe leer y escribir. Scout, he estudiado
este asunto con empeño, y es la única explicación que se me ocurre. En algún
lugar, cuando los Finch estaban en Egipto, uno de ellos debió de aprender un
jeroglífico o dos, y luego enseñó a su hijo -Jem se puso a reír-. Imaginate a
tiíta enorgulleciéndose de que su bisabuelo supiera leer y escribir... Las
señoras eligen detalles chocantes para sentirse orgullosas.
-Bien,
yo me alegro de que supiera; de lo contrario, ¿quién habría enseñado a Atticus
y a los demás? Y si Atticus no supiera leer, tú y yo nos encontraríamos en una
mala situación. No creo que esto sea abolengo, Jem.
-Entonces,
¿cómo explicas que los Cunningham sean diferentes? Míster Walter apenas sabe
firmar; yo le he visto. Simplemente, nosotros leemos y escribimos desde más
antiguo que ellos.
-No,
todo el mundo tiene que aprender, nadie nace sabiendo. Walter es tan listo como
le permiten las circunstancias; a veces se retrasa porque tiene que quedarse en
casa a ayudar a su papá. No tiene ningún defecto. No, Jem, yo creo que sólo hay
una clase de personas. Personas.
Jem
se volvió y dio un puñetazo a la almohada. Cuando se sosegó tenía el semblante
nublado. Se estaba hundiendo en una de sus depresiones, y yo me puse recelosa.
Sus cejas se juntaron; su boca se convirtió en una línea estrecha. Durante un
rato estuvo callado.
-Esto
pensaba yo también -dijo por fin- cuando tenía tu edad. Si sólo hay una clase
de personas, ¿por qué no pueden tolerarse unas a otras? Si todos son
semejantes, ¿cómo salen de su camino para despreciarse unos a otros? Scout,
creo que empiezo a comprender una cosa. Creo que empiezo a comprender por qué
Boo Radley ha estado encerrado en su casa todo este tiempo... Ha sido porque
quiere estar dentro.
24
Calpurnia
llevaba su delantal más almidonado. Transportaba una bandeja de mermelada de
manzanas con tostadas. Se puso de espaldas a la puerta y empujó suavemente. Yo
admiré la soltura y la gracia con que llevaba pesadas cargas de cosas
delicadas. Me figuro que también la admiraba tía Alexandra, porque aquel día
permitía que sirviese Calpurnia.
Agosto
estaba en el borde de septiembre. Dill se marcharía mañana a Meridian; hoy
estaba con Jem en el 'Remanso de Barker'. Jem había descubierto con enojada
sorpresa que nadie había enseñado a nadar a Dill, y él lo consideraba tan
necesario como saber andar. Habían pasado dos tardes en el río, pero decían que
se metían en el agua desnudos y yo no podía ir; por tanto, repartía las horas
solitarias entre Calpurnia y miss Maudie.
Hoy,
tía Alexandra y su círculo misionero estaban librando la batalla del Bien por
toda la casa. Desde la cocina, oía a mistress Grace Merriweather dando un
informe en la sala de estar sobre la mísera vida de los Merunas, me parece que
decía. Estos, cuando a sus mujeres les llega la hora (sea esto lo que fuere),
las encerraban en chozas; no tenían sentido alguno de familia -yo sabía que
esto apenaba mucho a tía Alexandra-; cuando los niños llegaban a los trece
años, los sometían a unas pruebas terribles. Los partos los tenían paralizados;
mascaban y escupían la corteza de un árbol dentro de un recipiente común y
luego se emborrachaban con aquello...
Inmediatamente
después, las damas aplazaron la sesión para merendar.
Yo
no sabía si entrar en el comedor o quedarme fuera. Tía Alexandra me dijo que
fuese para los refrescos; no era necesario que asistiese a la parte de trabajo
de la reunión, dijo que me aburriría. Yo llevaba mi vestido rosa de los
domingos y unas enaguas, y medité en que si derramaba algo, Calpurnia tendría
que volver a lavar el vestido para mañana. Y precisamente había tenido un día
de mucho ajetreo. Decidí permanecer fuera.
-¿Puedo
ayudarte, Cal? -pregunté deseando ser de alguna utilidad.
Calpurnia
se paró en el umbral.
Quédate
quieta como un ratoncito en aquel rincón y podrás ayudarme a llenar las
bandejas, cuando vuelva.
El
suave zumbido de las voces de las damas cobró intensidad cuando se abrió la
puerta.
-Vaya,
Alexandra, nunca había visto una mermelada así... deliciosa, sencillamente...,
jamás consigo que me quede esa costra, no, nunca... ¿Quién habría pensado en
tortitas de zarzamora?... ¿Calpurnia...? Quién habría pensado..., cualquiera
que le dijese que la esposa del pastor..., nooo..., pues sí, lo está, y el otro
que todavía no anda...
Se
quedaron silenciosas, con lo cual comprendí que las habían servido a todas.
Calpurnia regresó y puso el grueso jarrón de plata de mi madre en una bandeja.
-Este
jarrón de café es una curiosidad -murmuró-; ahora ya no los hacen.
-¿Puedo
llevarlo?
-Si
has de tener cuidado y no dejarlo caer... Ponlo en la punta de la mesa, al lado
de la tía Alexandra. Allá abajo, junto con las tazas y lo demás. Ella lo
servirá.
Traté
de empujar la puerta con la espalda como lo había hecho Calpurnia, pero no se
movió. Ella me la abrió sonriendo.
-Cuidado
ahora, que pesa. No lo mires y no verterás el café.
Mi
travesía terminó con éxito; tía Alexandra me dirigió una sonrisa luminosa.
-Quédate
con nosotras, Jean Luise -me dijo. Aquello formaba parte de su campaña para
enseñarme a ser una dama.
Era
costumbre que toda anfitriona de un círculo invitase a merendar a sus vecinas,
fuesen bautistas o presbiterianas, lo cual explicaba la presencia de miss Rachel
(seria como un juez), miss Maudie y miss Stephanie Crawford. Más bien nerviosa,
elegí un asiento al lado de miss Maudie y me pregunté por qué se ponían
sombrero las señoras sólo para cruzar la calle. Las señoras, tomadas en grupo,
siempre me llenaban de una vaga aprensión y de un firme deseo de estar en otra
parte, pero este sentimiento era lo que tía Alexandra llamaba ser 'malcriada'.
Las
damas buscaban frescor en leves telas estampadas; la mayoría llevaban una buena
capa de polvos, pero nada de rouge; el único lápiz de labios que se usaba en la
sala era 'Tangee Natural'. El 'Cutex Natural' centelleaba en las uñas, pero
algunas de las señoras más jóvenes usaban 'Rose'. Despedían un aroma celestial.
Yo no me movía, había dominado las manos cogiendo con fuerza los brazos del
sillón, y esperaba que alguna me dirigiese la palabra.
El
puente de la dentadura de miss Maudie lanzó un destello.
-Vas
muy vestida, Jean Louise -me dijo-. ¿Dónde tienes los pantalones, hoy?
-Debajo
del vestido.
No
me había propuesto ser graciosa, pero las señoras se rieron. Al comprender mi
error se me pusieron las mejillas encendidas, pero miss Maudie me miró
gravemente. Nunca se reía, a menos que yo hubiera querido ser graciosa.
En
el súbito silencio que vino a continuación, miss Stephan me llamó desde el otro
lado del comedor.
-
¿Qué vas a ser cuando seas mayor, Jean Louise? ¿Abogado?
-No,
no lo había pensado... -contesté, agradecida de que miss Stephanie hubiese
tenido la bondad de cambiar de tema. Y me puse a elegir profesión, apresuradamente.
¿Enfermera? ¿Aviadora?-. Pues...
-Vamos,
dilo; yo pensaba que querías ser abogado; has empezado ya a concurrir a la sala
del Tribunal.
Las
señoras volvieron a reír.
-Esa
Stephanie las canta claras -dijo una.
Miss
Stephanie se sintió animada a continuar el tema:
-
¿No quieres hacerte mayor para ser abogado?
La
mano de miss Maudie tocó la mía, y yo contesté con bastante dulzura:
-No;
una dama, nada más.
Miss
Stephanie me miró con cara de sospecha, decidió que yo no habla querido ser
impertinente y se contentó con:
-Vaya,
no llegarás muy lejos hasta que no empieces a llevar vestidos femeninos a
menudo.
La
mano de miss Maudie se había cerrado con fuerza alrededor de la mía, y yo no
dije nada. El calor de aquella mano fue suficiente.
Mistress
Grace Merriweather se sentaba a mi izquierda, y se me antojó que sería cortés
hablar con ella. Al parecer, su marido, míster Merriweather, metodista
militante, no veía alusión personal alguna al cantar: 'Gracia pasmosa, cuán
dulce el fondeadero que salvó a un náufrago como yo...'. Sin embargo, en
Maycomb era opinión general que su esposa le había puesto a raya y le había
convertido en un ciudadano razonablemente útil. Porque, en verdad, Grace
Merriweather era la señora más debota de Maycomb. Busqué, pues, un tema que le
interesase.
-
¿Qué han estudiado ustedes esta tarde? -pregunté.
Oh
niña, hemos hablado de los pobres Merunas -dijo, y soltó el disco. Pocas
preguntas mas serian necesarias ya.
Los
grandes ojos castaños de mistress Merriweather se llenaban invariablemente de
lágrimas cuando pensaba en los oprimidos.
-
¡Mira que vivir en aquella selva sin nadie más que J. Grimes Everett!
-exclamó-. Ninguna persona blanca quiere acercarse a ellos más que ese santo de
J. Grimes Everett -mistress Merriweather manejaba su voz como un órgano; cada
palabra obtenía todo el compás requerido-: La pobreza..., la oscuridad..., la
inmortalidad..., nadie más que J. Grimes Everett lo conoce. Ya saben, cuando la
iglesia me concedió aquel viaje a los terrenos del campamento, J. Grimes Everett
me dijo...
-
¿Estaba allí, señora? Yo pensaba...
-Estaba
en casa, de vacaciones. J. Grimes Everett me dijo:
'Mistress
Merriweather -me dijo-, usted no tiene idea, ninguna idea, de la lucha que
sostenemos allá'. Esto es lo que me dijo.
-Sí,
señora.
-Yo
le dije: 'Míster Everett -le dije-, las señoras de la Iglesia Metodista
Episcopal de Maycomb, Alabama, están con usted en un ciento por ciento'. Esto
es lo que le dije. Y ya sabes, en aquel momento y lugar hice una promesa en mi
corazón. Me dije:
'Cuando
vaya a casa daré un curso sobre los Merunas y llevaré a Maycomb el mensaje de
J. Grimes Everett', y esto es precisamente lo que estoy haciendo.
-Si,
señora.
Cuando
mistress Merriweather sacudía la cabeza, sus negros rizos bailoteaban.
-Jean
Louise -dijo luego-, tú eres una chica afortunada. Vives en un hogar cristiano,
con personas cristianas, en una ciudad cristiana. Allá en el país de J. Grimes
Everett no hay otra cosa que pecado y miseria.
-Sí,
señora.
-Pecado
y miseria... ¿Qué decías, Gertrude? -místress Memweather echó mano de sus tonos
argentinos para la señora que se sentaba a su lado-. Ah, sí. Bien, yo siempre
digo olvida y perdona, olvida y perdona. Lo que la Iglesia deberla hacer es
ayudarle a proporcionar una vida cristiana a sus hijos desde hoy en adelante.
Tendrían que ir allá unos cuantos hombres y decirle a su pastor que la
estimule.
-Perdone,
mistress Merriweather -la interrumpí-, se refiere a Mayella Ewell?
-¿A
May...?, no, niña. A la esposa del negro. A la mujer de Tom, de Tom...
-Robinson,
señora.
Mistress
Merrlweather se dirigió de nuevo a su vecina.
-Una
cosa creo sinceramente, Gertrude -continuó-, pero algunas personas no lo ven a
mi manera. Si les hiciéramos saber que les perdonamos, que lo hemos olvidado,
entonces todo esto se disiparía.
-Oh...
Mistress Merriweather -la interrumpí una vez más- ¿qué es lo que se disiparía?
Nuevamente
se dirigió a mi. Mistress Merriweather era una de esas personas mayores sin
hijos que consideran necesario emplear un tono distinto de voz cuando hablan con
chiquillos.
-Nada,
Jean Louise -contestó con un largo majestuoso-, las cocineras y los peones de
labranza están descontentos, pero ahora empiezan a tranquilizarse... El día
siguiente al del juicio se lo pasaron murmurando. -Mistress Merriweather se
enfrentó con mistress Farrow-. Te lo digo, Gertrude, no hay nada más penoso que
un negro preocupado. La boca les baja hasta aquí. Te amarga el día tener a uno
en la cocina. ¿Sabes lo que le dije a mi Sophy Gertrude? Le dije: 'Sophy,
sencillamente, hoy no eres cristiana. Jesucristo nunca anduvo por ahí
refunfuñando y quejándose'; y ¿sabes?, dio buen resultado. Apartó los ojos del
suelo y contestó 'No, miz Merriweather, Jezus nunca anduvo refunfuñando'. Te lo
digo, Gertrude, una no debería dejar pasar una oportunidad para dar testimonio
del Señor.
Yo
me acordé del órgano pequeño y antiguo del Desembarcadero de Finch. Cuando era
muy pequeñita, si me habla portado bien durante el día, Atticus me dejaba
maniobrar los bajos mientras él interpretaba una tonada con un dedo. La última
nota perduraba tanto rato como quedaba aire para sostenerla. Y juzgué que
mistress Merriweather había agotado su provisión de aire y la estaba renovando
mientras mistress Farrow se disponía a tomar la palabra.
Mistress
Farrow era una mujer espléndidamente formada, de ojos pálidos y pies esbeltos.
Llevaba una permanente recién hecha y su cabello era una masa de ricitos
grises. En todo Maycomb sólo otra dama la aventajaba en devoción. Tenía la
curiosa costumbre de prolongar todo lo que decía con un sonido suavemente
sibilante.
-Sssss,
Grace -dijo-, es precisamente como le decía al hermano Hudson el otro día.
'Ssss, hermano Hudson -le decía-, parece que si libráramos una batalla perdida,
una batalla perdida'. Le dije: Sss, a ellos no les importa un comino. Por más
que los eduquemos hasta ponérsenos el rostro morado, por más que intentemos,
hasta caer desplomados, hacerlos buenos cristianos, esas noches ninguna señora
está segura en su cama'. El me dijo: 'Mistress Esrrow, no sé adónde
llegaremos'. Ssss yo le dije que era una realidad muy cierta.
Mistress
Merriweather asintió sabiamente con la cabeza. Su voz se remontó por encima del
tintineo de las tazas de café y los suaves ruidos bovinos de las damas mascando
los pastelitos.
-Gertrude
-dijo-, te aseguro que en esta ciudad hay algunas personas buenas, pero mal
encaminadas. Buenas, pero mal encaminadas. Quiero decir, personas de esta
ciudad convencidas de que obran bien. Dios me libre de decir quiénes, pero
algunas de dichas personas de esta ciudad pensaban que obraban de acuerdo con
su deber, hace poco tiempo, y todo lo que hacían era soliviantarlos. Esto es lo
que hacían. Quizá pareciese en aquel momento que debía obrarse de aquel modo,
estoy segura de que lo sé, pero murrios..., descontentos... Te aseguro que si
mi Sophy hubiese continuado igual un día más, la habría dejado marchar. En
aquella cabeza de lana que tiene, no ha penetrado la idea de que el único
motivo de que la conserve es porque esta depresión continúa y ella necesita su
dólar y cuarto todas las semanas que puede ganarlos.
-Su
comida no sigue bajando, ¿verdad que no?
Era
miss Maudie la que lo había dicho. Dos ligeras líneas habían aparecido en los
ángulos de su boca. Hasta entonces estuvo sentada en silencio a mi lado, con la
taza da café en equilibrio sobre una rodilla. Yo había perdido el hilo de la
conversación hacía rato, y me contentaba pensando en el Desembarcadero de Finch
y el río. A tía Alexandra le había salido la cosa al revés: la parte de trabajo
de la reunión fue escalofriante; la hora de sociedad, monótona.
-Maudie,
estoy segura de que no sé lo que quieres decir -aseguró mistress Merriweather.
-Yo
estoy segura de que si lo sabes -contestó miss Maudie secamente.
Y
no dijo más. Cuando miss Maudie estaba enojada, su laconismo era glacial. Algo
la había enojado profundamente, y sus ojos grises estaban tan fríos como su
voz. Mistress Merriweather se puso colorada, me miró y apartó los ojos. A
mistress Farrow no podía verla.
Tía
Alexandra se levantó de la mesa y se dio prisa en repartir más golosinas,
enzarzando limpiamente a mistress Merriweather y a mistress Gates en animada
conversación. Cuando las tuvo bien en marcha, junto con mistress Perkins, tía
Alexandra volvió a su puesto y dirigió a miss Maudie una mirada de pura gratitud.
Yo me admiré del mundo de las mujeres. Miss Maudie y tía Alexandra no hablan
sido nunca muy íntimas, pero ahí estaba tiíta dándole las gracias calladamente
por algo. Cuál fuese ese algo, no sabia. Me contenté enterándome de que era posible
herir lo suficiente a tía Alexandra para que sintiera gratitud por la ayuda que
le prestasen. No cabía duda, pronto entraría yo en aquel mundo en cuya
superficie unas olorosas damas se mecían lentamente, abanicaban y bebían agua
fresca.
Pero
me encontraba más a mis anchas en el mundo de mi padre. Personas como mister
Heck Tate no le tendían a una la trampa de unas preguntas inocentes para
burlarse de ella; ni el mismo Jem exageraba sus censuras a menos que una dijese
una estupidez. Las señoras parecían vivir con un ligero horror a los hombres,
parecían mal dispuestas a darles el visto bueno de todo corazón. Pero a mi me
gustaban. Había algo en ellos, por más que maldijesen, bebiesen, jugasen y
mascasen tabaco; por muy poco deleitosos que fuesen, había algo en ellos que me
gustaba instintivamente... No eran...
-Hipócritas,
mistress Perkins, hipócritas natos -estaba diciendo mistress Merriweather-. Al
menos aquí abajo no llevamos el pecado sobre nuestros hombros. Allá arriba la
gente les da la libertad, pero no les ves sentados a la mesa con ellos. Al
menos nosotros no incurrimos en el engaño de decirles: 'Sí, vosotros valéis
tanto como nosotros, pero no os acerquéis'. Aquí abajo nos limitamos a decir:
'Vosotros vivid vuestra vida, y nosotros viviremos la nuestra'. Yo creo que
aquella mujer, la tal mistress Roosevelt ha perdido el juicio; ha perdido el
juicio, ni más ni menos, bajar a Birmingham y querer sentarse con ellos. Si yo
hubiese sido alcalde de Birmingham.
Bien,
ninguna de nosotras era alcalde de Birmingham, pero yo deseé ser gobernador de
Alabama por un día: soltaría a Tom Robinson tan de prisa que la Sociedad
Misionera no tendría tiempo de contener el aliento. El otro día Calpurnia le
contaba a la cocinera de miss Rachel lo mal que Tom se adaptaba a la situación,
y cuando entré en la cocina no dejó de hablar. Calpurnia decía que Atticus no
podía hacer nada para mitigar su encierro, y que lo último que Tom dijo a
Atticus antes de que lo llevaran al campo penitenciario fue: 'Adiós, míster
Finch; ahora usted no puede hacer nada en absoluto, de modo que no vale la pena
que lo intente'. Decía Calpurnia que Atticus le explico que el día que le encerraron
en la cárcel, Tom abandonó toda esperanza. Decía que Atticus había intentado
exponerle la situación, recomendándole que se esforzase en no perder las
esperanzas porque él hacia cuanto podía para conseguir su libertad. La cocinera
de miss Rachel le preguntó a Calpurnia por qué Atticus no decía llanamente:
'Sí, saldrás libre', sin otras explicaciones..., pues parecía que esto habría
dado mucho ánimo a Tom. Calpurnia respondió: 'Tú no estas familiarizada con la
ley. Lo primero que aprendes si estás en una familia de gente de leyes es que
no existe una respuesta concreta para nada. Míster Finch no podía decir: 'Esto
es así' no sabiendo con seguridad que sería así'.
La
puerta de la fachada dio un golpe, y oí los pasos de Atticus en el vestíbulo.
Automáticamente me pregunté qué hora seria. No era, ni con mucho la de que
volviera a casa, aparte de que los días de reunión de la Sociedad Misionera,
por lo general, se quedaba en la ciudad hasta ya de noche.
Atticus
se paró en la puerta. Tenía el sombrero en la mano, y la cara pálida.
-Dispensen,
señoras -dijo-. Sigan con su reunión; no quisiera molestarías. Alexandra,
¿podrías venir un minuto a la cocina? Me interesa que me prestes a Calpurnia
por un rato.
No
cruzó el comedor, sino que se fue por el pasillo posterior y entró en la cocina
por la puerta trasera. Tía Alexandra y yo nos reunimos con él. La puerta del
comedor se abrió y miss Maudie se sumó a nosotros. Calpurnia se había levantado
a medias de su silla.
-Cal
-dijo Atticus-, quiero que vengas conmigo a casa de Helen Robinson.
-¿Qué
pasa? -preguntó tía Alexandra, alarmada por la expresión de la cara de mi
padre.
-Tom
ha muerto.
Tía
Alexandra se cubrió la boca con las manos.
-Le
mataron a tiros -explicó Atticus-. Huía. Ocurrió durante el ejercicio físico.
Dicen que echó a correr ciegamente, cargando contra la valla, y empezó a trepar
por ella. En sus mismas barbas...
-¿No
intentaron detenerle? ¿No le avisaron primero? -la voz de tía Alexandra
temblaba.
-Ah,
sí los guardianes le gritaron que se parase. Primero dispararon al aire;
después, a matar. Le acertaron cuando iba a saltar al otro lado. Dijeron que si
hubiese tenido los dos brazos buenos lo habría conseguido; tal era la rapidez
con que se movía. Diecisiete agujeros de bala en su cuerpo. No era preciso que
le tirasen tanto. Cal, quiero que vengas conmigo y me ayudes a dar la noticia a
Helen.
-Si,
señor -murmuró ella, buscando por el delantal. Miss Maudie se le acercó y se lo
desató.
-Esto
es la última barbaridad, Atticus -dijo tía Alexandra.
-Depende
de cómo lo mires -contestó él-. ¿Qué era un negro más o menos entre dos
centenares? Para ellos no era Tom, era un prisionero que huía.
Atticus
se apoyó contra la nevera, se echó las gafas hacia la frente y se frotó los
ojos.
-
¡Tan buenas posibilidades que teníamos! -exclamó-. Yo le dije lo que pensaba,
pero no podía asegurarle honradamente que tuviéramos otra cosa que una buena
probabilidad. Me figuro que Tom estaba cansado de las probabilidades de los
hombres blanco y prefirió intentar la suya. ¿Estás dispuesta, Cal?
-Sí,
míster Finch.
-Entonces,
vámonos.
Tía
Alexandra se sentó en la silla de Calpurnia y se cubrió la cara con las manos.
Permanecía inmóvil, tan inmóvil que temí que se desmayase. Oía la respiración
de miss Maudie como si en aquel momento acabase de subir las escaleras. En el
comedor las damas charlaban gozosamente...
Pensaba
que tía Alexandra estaba llorando, pero cuando se quitó las manos de la cara,
vi que no. Parecía cansada. Habló su voz sonaba abatida.
-No
puedo decir que apruebe todo lo que hace, Maudie, pero es mi hermano, y sólo
quisiera saber cuándo terminará todo esto -su voz se elevó-. Le hace pedazos.
El no lo manifiesta mucho, pero le hace pedazos. Yo le he visto cuando... ¿Qué
más quieren de él, Maudie, qué más quieren?
-¿Qué
es ese más y quiénes son los que lo quieren, Alexandra -preguntó miss Maudie.
-Esta
ciudad, quiero decir. Están perfectamente dispuestos a que Atticus haga lo que
ellos tendrían miedo de hacer... Se expondrían a perder una monedita. Están
perfectamente dispuestos a permitir que arruine su salud haciendo lo que a
ellos les da miedo, están...
-Cállate,
pueden oírte -dijo miss Maudie-. ¿No lo has considerado de otro modo,
Alexandra? Tanto si Maycomb se da cuenta como si no, estamos rindiendo a
Atticus el tributo más grande que podemos rendir a un hombre. Ponemos en él la
confianza de que obrará rectamente. Es así, tan sencillo.
-
¿Quién? -tía Alexandra no sabía que se convertía en un eco de su sobrino de
doce años.
-El
puñado de personas de esta ciudad que dicen que el obrar con equidad no lleva
la etiqueta de Blancos Exclusivamente; el puñado de personas que dicen que todo
el mundo, y no sólo nosotros, tiene derecho a ser juzgado imparcialmente; el
puñado de personas con humildad suficiente para pensar, cuando miran a un
negro: 'De no ser por la bondad de Dios, ése seria yo'. -Miss Maudie volvía a
recobrar su antiguo aire tajante-: El puñado de personas de esta ciudad que
tienen abolengo, éstos son quiénes.
Si
yo hubiese estado atenta, habría recogido otra añadidura a la definición de Jem
sobre el abolengo, pero me sorprendí sollozando estremecida, sin poder
contenerme. Había visto la Granja-Prisión de Eifield y Atticus me había
señalado el patio de ejercicios. Tenía las dimensiones de un campo de fútbol.
-Basta
de llorar -ordenó miss Maudie, y me callé-. Levántate, Alexandra, las hemos
dejado solas bastante rato.
Tía
Alexandra se levantó y se alisó los caballones que le formaban las ballenas en
las caderas. Luego, se sacó el pañuelo del cinturón y se limpió la nariz.
Arreglándose
el cabello con unos golpecitos, preguntó:
-¿Se
me nota?
-Nada
en absoluto -contestó miss Maudie-. ¿Vuelves a ser dueña de ti, Jean Louise?
-Sí,
señora.
-Entonces
vamos a reunirnos con las damas -dijo ceñudamente.
Las
voces de éstas sonaron más fuertes cuando miss Maudie abrió la puerta del
comedor. Tía Alexandra iba delante de mi, y observé que al cruzar la puerta
erguía la cabeza.
-
¡Oh, mistress Perkins -exclamó-, usted necesita más café! Permita que se lo
traiga.
-Calpurnia
ha salido por unos minutos a hacer un encargo anunció miss Maudie-. Permitan
que les sirva unas tartitas más de zarzamora. ¿No se han enterado de lo que
hizo el otro día un primo mío, aquél que le gusta ir a pescar...?
Y
así continuaron, recorriendo la hilera de señoras risueñas, y dieron la vuelta
al comedor, llenando otra vez las tazas de café y sirvieron golosinas, como si
el único pesar que las afligiera fuese el desastre doméstico pasajero de no
contar con Calpurnia.
El
suave murmullo empezó de nuevo:
-Sí,
mistress Perkins, ese J. Grimes Everett es un santo mártir... Era preciso que
se casaran, y corrieron a... En el salón de belleza todos los sábados por la
tarde... En cuanto se pone el sol, él se acuesta con las... gallinas, una jaula
llena de gallinas enfermas. Fred dice que todo empezó por ahí. Fred dice...
Tía
Alexandra me miró desde el otro extremo de la sala y me sonrió. En seguida
volvió los ojos hacia una bandeja de pastelillos que había sobre la mesa y me
la indicó con un movimiento de cabeza. Yo cogí la fuente con todo cuidado y me
contemplé a mi misma acercándome a mistress Merriweather. Con mis mejores
maneras de señora de la casa, le pregunté si comería algo. Al fin y al cabo, si
tiíta sabía ser una dama en una ocasión como aquélla, también sabía yo.
25
-No
hagas eso, Scout. Sácala a las escaleras traseras.
-Jem,
¿estas loco?...
-He
dicho que la saques a las escaleras traseras.
Suspirando,
recogí el animalito, lo puse en el ultimo peldaño de las escaleras y volví a mi
catre. Septiembre había llegado, pero sin la compañía de un rastro siquiera de
tiempo fresco, y todavía dormíamos en el porche trasero, cerrado con cristales.
Las luciérnagas continuaban dando fe de vida, los gusanos nocturnos y los
insectos voladores que golpeaban los cristales todo el verano aún no se habían
marchado adonde sea que vayan cuando llega el otoño.
Una
cochinilla había encontrado una vía de entrada en la casa; yo me decía que
habría subido las escaleras y pasado por debajo de la puerta. Estaba dejando el
libro en el suelo, al lado del catre, cuando la vi. Estos bichitos no tienen
más de una pulgada de largo, y cuando uno los toca se arrollan formando una apretada
bolita gris.
Me
tendí de barriga, alargué el brazo y la empujé. La cochinilla se arrolló.
Luego, creyéndose a salvo, supongo, se desarrolló lentamente. Cuando hubo
caminado unas pocas pulgadas con su centenar de patas volví a tocarla. Se
arrolló de nuevo. Como tenía sueño, decidí terminar el asunto. Mi mano
descendía hacia el bichito cuando Jem habló.
Jem
fruncía el ceño. Esto formaba parte, probablemente, de la fase que estaba
atravesando, y yo deseé que se diera prisa y acabara de atravesarla pronto. Ciertamente,
jamás fue cruel con los animales, pero yo no me había enterado nunca de que su
caridad abrazase incluso el mundo de los insectos.
¿Por
qué no puedo aplastarla? -pregunté.
-Por
que no te hace daño -respondió en la oscuridad Jem, que había apagado la
lamparita de noche.
Calculo
que ahora estás en la fase en qué uno no mata moscas ni mosquitos, me figuro
-le dije-. Cuando cambies de ideas, avísame. Una cosa te diré, sin
embargo; voy a estarme sentada y
quietecita por ahí sin arañar una nigua.
-Bah,
cierra el pico -me dijo con voz de sueño.
Era
Jem el que cada día se volvía más como una muchacha, no yo. Con toda comodidad,
me tendí de espaldas y esperé el sueño y mientras esperaba pensé en Dill. Se
había marchado el día primero del mes, asegurándonos firmemente que regresaría
el mismo minuto en que terminase las clases; se figuraba que sus familiares
habían concebido la idea general de que le gustaba pasar los veranos en
Maycomb. Miss Rachel nos llevó con ellos en el taxi hasta el Empalme de Maycomb,
y Dill nos hizo adiós con la mano desde la ventanilla del tren hasta que se
perdió de vista. Pero no se perdió de vista en el recuerdo: le echaba de menos.
Los dos últimos días que pasó con nosotros, Jem le enseñó a nadar...
Le
enseñó a nadar. Estaba completamente despierta, rememorando lo que Dill me
había contado.
El
'Remanso de Eddy' se hallaba al final de un camino que partía de la carretera
de Meridian, a cosa de una milla de la ciudad. Es fácil conseguir que un carro
de algodón o un motorista que pasa le lleve a uno, y el corto paseo hasta el
río resulta hacedero, pero la perspectiva de andar a pie todo el trayecto de
regreso, al atardecer, cuando la circulación es escasa, no apetece mucho, y los
nadadores ponen buen cuidado en no quedarse hasta muy tarde.
Según
Dill, él y Jem habían llegado apenas a la carretera cuando vieron a Atticus
yendo hacia ellos en su coche. Como parecía que no les había visto, ambos le
llamaron con un ademán. Atticus disminuyó la marcha por fin, pero cuando le
alcanzaron les dijo:
-Será
mejor que veáis si os lleva alguien. Yo tardaré mucho rato en regresar
-Calpurnia iba en el asiento trasero. Jem protestó; luego suplicó, y Atticus
dijo-: Muy bien, podéis venir, a condición de que os quedéis en el coche.
Dirigiéndose
a casa de Tom Robinson, Atticus les explicó lo que había pasado.
Salieron
de la carretera, corrieron despacio por la orilla del vaciadero, dejando atrás
la residencia de los Ewell, y bajaron por el estrecho camino hasta las cabañas
de los negros. Dill dijo que una turba de chiquillos negros jugaba a las
canicas delante del patio de Tom. Atticus aparcó el coche y saltó. Calpurnia
iba detrás de él.
Dill
oyó cómo Atticus preguntaba a uno de los niños:
-¿Dónde
está tu madre, Sam? -y que Sam respondía:
-En
casa de Hermana Stevens, míster Finch. ¿La busco?
Dill
dijo que Atticus permaneció indeciso, y luego respondió que sí. Sam marchó al
momento. -Seguid jugando, muchachos
-dijo Atticus a los niños.
Una
niña pequeña salió a la puerta de la cabaña y se quedó mirando a mi padre.
Decía Dill que su cabello era una almohadilla de trencitas tiesas, cada una
terminando en un brillante lazo. La niña sonrió de oreja a oreja y quiso ir
hacia mi padre, pero era demasiado pequeña para salvar las escaleras. Según
Dill, Atticus fue hasta ella, se quitó el sombrero y le ofreció el dedo. La
niña lo cogió y él la bajó hasta el final de las escaleras. Luego la entregó a
Calpurnia.
Sam
trotaba detrás de su madre. Helen dijo:
-Buenas
noches, míster Finch. ¿No quiere sentarse? -pero no dijo nada más. Tampoco
Atticus dijo nada.
-Scout
-me dijo Dill-, la pobre mujer se desplomó sobre el suelo. Se desplomó sobre el
suelo lo mismo que si un gigante con un pie enorme hubiese pasado por allí y la
hubiese pisado. Así, ¡bam! -Dill hirió el suelo con el ancho pie-. Como si uno
pisara una hormiga.
Dill
dijo que Calpurnia y Atticus levantaron a Helen y medio la llevaron, medio la
acompañaron a la cabaña. Estuvieron dentro largo rato, y Atticus salió solo.
Cuando pasaron de regreso por el vaciadero, algunos de los Ewell les acogieron
a gritos, pero Dill no entendió lo que decían.
A
Maycomb la noticia de la muerte de Tom le interesó durante dos días, que fueron
los que bastaron para que la información se extendiese por todo el condado.
-¿No
te lo han dicho?... ¿No? Pues dicen que corría como el rayo.
Para
Maycomb, la muerte de Tom era típica. Era típico de un negro huir de pronto,
corriendo. Típico de la mentalidad de un negro no tener plan, no haber formado
un proyecto para el futuro, sin correr ciegamente a la primera oportunidad que
se le ofrecía. 'Es chocante, Atticus Finch quizá le hubiese puesto en libertad
sin más, pero, ¿esperar?... No, caramba. Ya sabes cómo son. Vienen fácilmente,
y fácilmente se van. Esto le demuestra una cosa a uno: ese Robinson estaba
casado legalmente, dicen que era honrado, iba a la iglesia y todo eso, pero
cuando se presenta el momento definitivo resulta que esa capa exterior es terriblemente
delgada. En ellos siempre sale a la superficie el negro'.
Unos
detalles más, poniendo en condiciones al oyente para repetir a su vez su propia
versión, y luego nada de qué hablar hasta que el jueves siguiente apareció The
Maycomb Tribune. Traía un breve obituario en la sección Colored News, pero
además un editorial.
Míster
B. B. Underwood lucía su humor más caústico, y no podía mostrar mayor desdén
por si alguien cancelaba anuncios suscripciones. (Aunque Maycomb no reaccionaba
de este modo: mister Underwood podía gritar hasta sudar y escribir todo que se
le antojase; a pesar de todo seguiría contando con sus suscriptores y
anunciantes. Si quería ponerse en ridículo en su propio periódico, era muy
dueño de hacerlo). Míster Underwood no hablaba de mala administración de la
justicia, escribía de modo que hasta los niños lo entendieran. Míster Underwood
argumentaba sencillamente que era pecado matar a personas mutiladas, estuvieran
de pie, sentadas o huyendo. Comparaba la muerte Tom con los cazadores y los
niños que mataban neciamente, sin objetivo, ruiseñores; pero Maycomb no pensó
sino que trataba de escribir un editorial lo bastante poético como para que lo
reprodujese The Montgomery Advertíser.
Mientras
leía el artículo de mister Underwood, me pregunté si era posible que fuese así.
Matar sin objetivo: Tom había estado sujeto al proceso legal hasta el día de su
muerte; doce hombres buenos e íntegros le habían juzgado y sentenciado; mi
padre había luchado en su favor en todo momento. Entonces el sentido de mister
Underwood se hizo claro en mi mente: Atticus ha empleado todas las armas de que
disponía un hombre libre para rescatar a Tom Robinson, pero en los Tribunales secretos
de los corazones de los hombres, Atticus no tenía donde apelar. Tom era hombre
muerto desde el momento en que Mayella Ewell abrió la boca y chilló.
El
nombre de Ewell me provocó náuseas. Maycomb se había apresurado a conocer la
opinión de míster Ewell sobre el fallecimiento de Tom y a pasarla al otro lado
de aquel Canal de la Mancha de las habladurías que era miss Stephanie Crawford.
Miss Stephanie explicó a tía Alexandra, en presencia de Jem ('¡Que canastos, es
bastante mayor para oírlo'), que míster Ewell dijo que aquello significaba
tener a uno enterrado y a dos más que habían de seguir el mismo camino. Jem me
dijo que no tuviese miedo: Míster Ewell tenía más de charlatán necio que de
otra cosa. Me advirtió que no hablase de eso ante Atticus.
26
Las
clases empezaron, y con ellas nuestros viajes diarios por delante de la Mansión
Radley. Jem estaba en el séptimo grado y asistía al Instituto, detrás del
edificio de primera enseñanza; yo estaba ahora en el tercer grado, y nuestras
rutinas eran tan diferentes que sólo veía a Jem al ir a la escuela por las
mañanas, y a las horas de comer. El entró en el equipo de fútbol, pero era
demasiado delgado y demasiado joven para hacer otra cosa que llevar cubos de
agua para los demás. Una misión que cumplía con entusiasmo: la mayoría de las
tardes, raras veces llegaba a casa antes de oscurecer.
La
Mansión Radley habla dejado de aterrorizarme, pero no era menos lúgubre, menos
helada debajo de los grandes robles, ni menos repelente. En los días serenos
continuábamos viendo a mister Nathan Radley, yendo y viniendo de la ciudad;
sabíamos que Boo, continuaba en casa, por la misma razón de siempre: nadie
había visto todavía que saliera. A veces sentía una punzada de remordimiento,
al pasar por delante de la vieja mansión, por haber tomado parte alguna vez en
cosas que hubieron de significar un vivo momento para Arthur Radley... ¿Qué
recluso razonable quiere que unos niños le espíen por la ventana, le envíen saludos
con una caña de pescar y ronden por sus coles de noche?
Y,
sin embargo, también recordaba: dos monedas con cabezas de indios, goma de
mascar, muñecos de jabón, una medalla oxidada, un reloj estropeado, con su
cadena. Jem debía de guardarlo en algún sitio. Una tarde me detuve y miré el
árbol: el tronco crecía alrededor del remiendo de cemento. El cemento se volvía
amarillo.
Un
par de veces casi le vimos; promedio más que satisfactorio para cualquiera.
Con
todo, cada vez que pasaba seguía mirando por si le veía. Quizá algún día le
veríamos. Me imaginaba cómo sería: cuando ocurriese, al pasar yo él estaría
sentado en la mecedora. '¿Cómo está, míster Arthur?', diría yo, como si lo
hubiese dicho todas las tardes de mi vida. 'Buenas noches, Jean Louise -diría
él, como si lo hubiese dicho todas las tardes de su vida-; tenemos un tiempo
hermoso de veras, ¿no es cierto?' 'Sí, en verdad, muy hermoso' afirmaría yo, y
continuaría andando.
Era
sólo una fantasía. Nunca le veríamos. Boo salía, probablemente, cuando la luna
se había escondido, e iba a espiar a miss Stephanie Crawford. Yo habría
escogido a cualquier otra persona para mirarla; pero allá él con sus gustos. A
nosotros nunca nos espiaría.
-No
váis a empezar de nuevo con eso, ¿verdad que no? -dijo Atticus una noche,
cuando yo expresé un deseo esporádico de poder ver una vez al menos, a mi
sabor, a Boo Radley antes del fin de mis días-. Sí pensáis volver a lo de
antes, os lo digo desde este momento: basta ya. Soy demasiado viejo para ir a
sacaros de la finca de los Radley. Por otra parte, es cosa peligrosa. Os
exponéis a que os disparen un tiro. Ya sabéis que míster Nathan dispara contra
cualquier sombra que vea, hasta contra las sombras que dejan huellas de pies
desnudos del tamaño cuatro. En aquella ocasión tuvistéis suerte y no os mató.
En
aquel momento y lugar me callé. Al mismo tiempo me admiré de Atticus. Era la
primera vez que nos daba a entender que sabía mucho más de lo que nosotros nos
figurábamos acerca de un suceso concreto. Y había ocurrido años atrás. No, el
verano pasado solamente... No, el verano anterior al pasado, cuando... El
tiempo me estaba jugando una treta. Tenía que acordarme de preguntárselo a Jem.
Nos
habían ocurrido tantas cosas que Boo Radley era el menor de nuestros pavores.
Atticus aseguraba que no veía que pudiera ocurrir nada más, que las cosas
tenían la virtud de ponerse en su punto por sí mismas, y que cuando hubiera
pasado el tiempo suficiente la gente olvidaría que un día había dedicado su
atención a la existencia de Tom.
Quizá
Atticus tuviera razón, pero los acontecimientos de verano continuaban
suspendidos sobre nosotros como el humo en un cuarto cerrado. Los adultos de
Maycomb nunca hablaban del caso con Jem ni conmigo; parece que lo comentaban
con sus hijos, y su actitud debía de ser la de que ni mi hermano ni yo podíamos
cambiar el hecho de que Atticus fuese nuestro padre, de modo que sus hijos
debían portarse bien con nosotros a pesar de él. Los hijos no habrían llegado
jamás por sí mismos a esta conclusión: si a nuestros condiscípulos les hubiesen
dejado obrar según sus propias iniciativas, Jem y yo habríamos librado unos
cuantos combates rápidos y satisfactorios con los puños cada uno y hubiéramos
terminado el asunto para mucho tiempo. Dadas las circunstancias, ahora nos
veíamos obligados a mantener la cabeza alta y ser, respectivamente, un
caballero y una dama. En cierto modo, era lo mismo que en la época de mistress
Lafayette Dubose, aunque sin sus gritos. No obstante, pasaba una cosa rara, que
nunca comprendí: a pesar de las deficiencias de Atticus como padre, aquel año
la gente tuvo a bien reelegirle para la legislatura de Estado, como de
costumbre sin oposición. Yo llegué a la conclusión de que, simplemente, la
gente era muy especial, me aparté de ella, y no pensaba en sus cosas más que
cuando era forzoso.
Un
día, en la escuela, me vi obligada. Una vez por semana teníamos una clase de
Noticias de Actualidad. Cada niño tenía que recordar una noticia de un
periódico, enterarse bien de su contenido y comunicarla a la clase. Se suponía
que esta práctica eliminaba una infinidad de males: el ponerse delante de sus
compañeros favorecía la buena postura y daba aplomo al niño; el pronunciar una
pequeña charla le obligada a sopesar el valor de las palabras; el aprenderse la
noticia que le correspondía reforzaba su memoria; el verse separado del Grupo
le hacía sentar más que nunca el afán de volver a fundirse en él mismo.
El
concepto era profundo, pero, como de costumbre, en Maycomb no salía demasiado
bien. En primer lugar, pocos chiquillos del campo tenían acceso a los
periódicos, de modo que el peso de las noticias de actualidad lo llevaban los
de la población, convenciendo más y más a los que venían de fuera de que, sea
como fuere, los niños de la ciudad acaparaban la atención de los maestros. Los
chicos campesinos que podían traían recortes del The Grit Paper, una
publicación espúrea, al menos a los ojos de miss Gates, nuestra maestra. La
causa de que frunciera el seño cuando un chiquillo recitaba algo del The Grit
Paper no la he sabido nunca, pero en cierto modo ello iba asociado con la
afición a la juerga, el comer bizcochos de jarabe para desayunar, el ser un poco
hereje, el cantar Dulcemente canta el asno, pronunciando mal la palabra asno,
para eliminar todo lo cual pagaba el Estado a los maestros.
Aun
así, no eran muchos los niños que supieran lo que era una noticia de
actualidad. Little Chuck Little, que en lo tocante a saber de las vacas y sus
costumbres tenía un siglo de experiencia, estaba a la mitad de una narración de
'Tío Natchell' cuando miss Gates le interrumpió.
-Charles,
eso no es una noticia de actualidad. Eso es un anuncio.' Sin embargo, Cecil
Jacobs sabía distinguir lo que era una noticia. Cuando le tocó el turno, se
situó delante de la clase y empezó:
-El
viejo Hitler...
-Adolf Hitler, Cecil -dijo miss Gates-. Nunca se
empieza diciendo 'el viejo Fulano, o Mengano'.
-Si,
señora -convino el chico-. El viejo Adolf Hitler ha estado prosiguiendo...
-Persiguiendo,
Cecil...
-No,
miss Gates, aquí dice... Sea como fuere, el viejo Hitler la ha emprendido con
los judíos y los encarcela, y les quita los bienes y no permite que ninguno
salga del país y limpia a todos los deficientes mentales y...
-
¿Limpia a los deficientes mentales?
-Si,
señora, miss Gates, yo me figuro que no tienen criterio suficiente para
limpiarse por si mismos, me figuro que un idiota no sabría conservarse limpio.
Sea como fuere, Hitler ha puesto en marcha un programa para reunir también a
todos los medios judios, y quiere hacer una lista de sus nombres para el caso
de que ellos quieran crearle algún problema, y yo creo que esto es una cosa
mala, y ésta es mi noticia de actualidad.
-Muy
bien, Cecil -dijo miss Gates. Resollando, Cecil volvió a su asiento.
En
el fondo de la sala se levantó una mano.
-
¿Cómo puede hacer eso?
-¿Quién
y qué? -preguntó miss Gates con paciencia.
-Quiero
decir, ¿cómo puede Hitler poner a un montón de gente en un corral, así de este
modo? Parece que el Gobierno debería impedirlo -dijo el propietario de la mano.
-Hitler
es el Gobierno -explicó miss Gates. Y aprovechando una oportunidad para hacer
dinámica la educación, fue a la pizarra y escribió DEMOCRACIA con letras
grandes-. Democracia -dijo-. ¿Sabe alguno una definición?
-Nosotros
-dijo alguien.
Yo
levanté la mano, recordando un antiguo latiguillo electoral que me había
explicado Atticus.
-Derechos
iguales para todos; privilegios especiales para ninguno -cité.
-Muy
bien, Jean Louise, muy bien -miss Gates sonrió. Delante de DEMOCRACIA escribió
entonces NOSOTROS SOMOS UNA-. Ahora, chicos, decidlo todos a coro: nosotros
somos una democracia.
-Esta
es la diferencia entre América y Alemania. Nosotros somos una democracia y
Alemania es una dictadura. Dictadura -repitió-. Aquí, en nuestro país, no
creemos que se deba perseguir a nadie. La persecución es propia de personas que
tienen prejuicios. Prejuicios -anunció cuidadosamente-. No hay en el mundo
personas mejores que los judíos, y el motivo de que no lo crea así es para mí
un misterio.
En
el centro de la sala un alma inquisitiva preguntó:
-Según
usted, ¿por qué no quieren a los judíos, miss Gates?
-No
lo sé, Henry. Los judíos ayudan con su aportación a todas las sociedades en que
viven, y, sobre todo, son un pueblo profundamente religioso. Hitler está
tratando de eliminar la religión, de manera que quizá sea ésta la causa.
Cecil
tomó la palabra:
-No
lo sé cierto, claro -dijo-, pero se dice que cambian dinero o algo así, aunque
esto no es motivo para perseguirlos. Los judios son blancos, ¿verdad?
-Cuando
estés en la segunda enseñanza, Cecil -dijo miss Gates-, aprenderás que los
judíos han sido perseguidos desde el comienzo de la Historia, incluso
expulsados de su propio país. Es uno de los episodios más terribles de la
Historia. Ha llegado la hora de Aritmética, niños.
Como
a mí nunca me había gustado la aritmética pasé aquella hora mirando por la
ventana. La única ocasión en que veía ponerse ceñudo a Atticus era cuando Elmer
Davis nos comunicaba las últimas hazañas de Hitler. Atticus daba toda la
potencia a la radio y decía:
-
¡Hummm!
Una
vez le pregunté cómo se enfadaba tanto con Hitler, y me contestó:
-Porque
es ún maníaco.
'Esto
no sirve', medité, mientras la clase se ensimismaba en las sumas. Un maníaco y
millones de alemanes. A mí me parece que deberían encerrarle en una cárcel, en
vez de permitirle que él les encierre a ellos. Había algo más que no marchaba
bien; se lo preguntaría a mi padre.
Se
lo pregunté, y él me dijo que no podía responderme, porque no sabia la
respuesta.
-
¿Pero está bien odiar a Hitler?
-No
-dijo-. No está bien odiar a nadie.
-Atticus,
hay una cosa que no entiendo. Miss Gates decía que lo que Hitler hace es
horroroso; hablando de ello se puso como una amapola...
-Lo
supongo, sin duda alguna.
-Pero...
-¿Qué?
-Nada,
señor -y me marché, pues no estaba segura de saberle explicar lo que tenía en
la mente, no estaba segura de poder clarificar lo que no era más que una
impresión. Quizá Jem pudiera darme la respuesta. Las cosas de la escuela las
entendía mejor Jem que Atticus.
Jem
estaba agotado después de un día de transportar agua. En el suelo, cerca de la
cama, había al menos doce cortezas de bananas, rodeando una botella de leche
vacía.
-
¿Cómo te das ese atracón? -pregunté.
-El
entrenador dice que si para el año que seguirá al que viene he ganado
veinticinco libras, podré jugar -respondió-. Y ésta la manera más rápida.
-Si
no lo vomitas todo. Jem -dije en seguida-, quiero preguntarte una cosa.
-Dispara
-Jem dejó el libro y estiró las piernas.
-Miss
Gates es una señora buena, ¿verdad?
-Sin
duda -contestó Jem-. Cuando estaba en su clase, la apreciaba mucho.
-Ella
odia a Hitler con todas sus fuerzas...
-
¿Y esto qué tiene de malo?
-Hoy
nos ha hecho un discurso sobre lo mal que está que trate los judíos de ese
modo. Jem, no está bien perseguir a nadie ¿verdad que no? Quiero decir, ni
siquiera tener pensamientos mezquinos respecto a nadie, ¿verdad que no?
-No,
Dios santo. ¿Qué te pasa, Scout?
-Pues
mira, aquella noche al salir del Juzgado, cuando bajábamos las escaleras, miss
Gates iba delante de nosotros; es posible que no la vieses, estaba hablando con
miss Stephanie Crawford. Yo oí que decía que es hora de que alguno les dé una
lección, que ya se salían de su esfera y que a continuación se figurarán que
pueden casarse con nosotras. Jem, ¿cómo es posible que uno odie tan
terriblemente a Hitler y luego, al mirar a su alrededor, sea tan injusto con
personas de nuestra propia Patria?
Jem
se puso furioso súbitamente. Saltó de la cama, me cogió por el cuello del
vestido y me zarandeó.
-
¡No quiero que vuelvas a hablarme del Juzgado ése nunca más, nunca más' ¿Me
oyes? ¿Me oyes? No me digas jamás ni una sola palabra de aquello, ¿me oyes?
Ahora vete!
Me
quedé demasiado sorprendida para llorar. Salí con paso receloso del cuarto de
Jem y cerré la puerta suavemente, por miedo a que un ruido indebido le
provocase otro arranque. Repentinamente cansada, sentí necesidad de Atticus. Mi
padre estaba en la sala; fui hasta él y traté de sentarme en el regazo sonrió.
-Creces
tanto ahora que sólo podré sostener una parte de ti -y me estrechó contra su
pecho-. Scout -me dijo dulcemente-, no te desilusiones respecto a Jem. Está
pasando unos días duros. He oído lo que decíais.
Atticus
me explicó que Jem ponía todo su empeño en olvidar algo, pero que lo que hacía
en realidad era apartarlo de la memoria por una temporada, hasta que hubiese
transcurrido el tiempo suficiente. Entonces estaría en condiciones de meditarlo
e interpretar los hechos. Cuando pudiera pensar con serenidad Jem volvería a
ser el mismo de siempre.
27
La
cosas volvieron a su cauce, hasta cierto punto, tal como Atticus habla dicho
que ocurriría. A mediados de octubre sólo dos pequeños acontecimientos fuera de
lo corriente afectaron a dos ciudadanos de Maycomb. No, fueron tres
acontecimientos, y no nos afectaban a nosotros -los Finch-, aunque en cierto
modo sí.
El
primero fue que míster Bob Ewell consiguió y perdió, en cosa de pocos días, un
empleo, convirtiéndose en un caso único en los anales de los años treinta de
nuestro siglo: era el único hombre del cual tuviese noticia que lo hubieran
despedido del W. P. A. por holgazán. Supongo que el breve período de ascensión
a la fama trajo consigo un estallido de amor al trabajo, pero el empleo duró
únicamente lo que duró su notoriedad: míster Ewell se vio pronto olvidado como
Tom Robinson. En lo sucesivo reanudó su hábito de presentarse a recoger su
cheque, y lo recibía sin agradecimiento, en medio de confusos murmullos, protestando
de que los canallas que creían regir aquella ciudad no permitiesen a un hombre
honrado ganarse la vida. Ruth Jones, la encargada de la Beneficencia, decía que
míster Ewell acusaba abiertamente a Atticus de haberle quitado el empleo, y se
sintió lo bastante impresionada como para acudir a la oficina de mi padre a
explicárselo. Atticus le dijo que no se inquietara, que si Bob Ewell quería
discutir que él le 'había quitado' el empleo, sabía el camino de su oficina.
El
segundo acontecimiento afectó al juez Taylor. El juez Taylor no solía asistir
al templo los domingos por la noche; su esposa sí. El juez Taylor saboreaba la
hora del domingo por la noche dándose solo en su espaciosa casa, y mientras la
señora estaba en el templo el se encerraba en su estudio leyendo los escritos
de Bob Taylor (que no era pariente suyo, aunque el juez le habría enorgullecido
poder sostener lo contrario). Una noche de domingo, un ruido molesto,
irritante, de alguien que arañaba una ventana arrancó de la página que leía la
atención del juez Taylor, perdido en jugosas metáforas y floridas elocuciones.
-Quieta-le
dijo a 'Ann Taylor', su gorda y extravagante perra.
En
seguida se dio cuenta, no obstante, de que estaba hablando a una habitación
vacía; el ruido procedía de la parte trasera de la casa. El juez Taylor anduvo
pesadamente hasta el porche trasero con la idea de dejar salir a 'Ann' y
encontró la puerta vidriera abierta. Una sombra en la esquina de la casa atrajo
su mirada, y aquello fue todo lo que vio de su visitante. Al llegar a casa
mistress Taylor, de regreso de la iglesia, encontró a su marido sentado en su
sillón y abstraído en los escritos de Bob Taylor, pero con una escopeta sobre
las rodillas.
El
tercer acontecimiento le pasó a Helen Robinson, la viuda de Tom. Si míster
Ewell había quedado tan olvidado como Tom Robinson, éste lo había quedado tanto
como Boo Radley. Una persona, empero, no había olvidado a Tom: era su patrono,
mister Link Deas. Míster Link Deas dio un empleo a Helen. En realidad no la
necesitaba, pero decía que estaba muy disgustado por el curso que habían
seguido las cosas. Nunca he sabido de quién cuidaba de sus hijos mientras Helen
estaba fuera de casa. Calpurnia decía que Helen sufría mucho, porque tenía que
dar un rodeo de casi una milla para evitar a los Ewell, los cuales, según
Helen, 'embistieron contra ella' la primera vez que trató de utilizar el camino
público. Con el tiempo, míster Link Deas se fijó en que Helen llegaba al
trabajo todas las mañanas viniendo de la dirección contraria a la de su casa y
le hizo explicar el motivo.
-Déjelo
como está, señor, se lo ruego -suplicó Helen.
-Por
el diablo que lo dejaré -dijo mister Link. Y le ordenó que aquella tarde, al
marcharse, pasara por su tienda. Helen obedeció. Míster Link cerró la tienda,
se caló bien el sombrero y acompañó a Helen a su casa, pasando por el camino
más corto, por delante de la choza de los Ewell. De regreso, míster Link se
paró en la desvencijada puerta -. ¡Ewell! -gritó-..
¡Ewell, he dicho!
Las
ventanas, habitualmente atestadas de chiquillos, estaban desiertas.
-
¡Ya sé que estáis todos ahí dentro, tendidos en el suelo!. ¡Ahora escúchame,
Bob Ewell: si me llega el más leve rumor de que mi criada Helen no puede pasar
por este camino, antes de la puesta del sol le habré hecho encerrar a usted en
el calabozo!
Míster
Link escupió en el suélo y se marchó a su casa.
A
la mañana siguiente, Helen fue al trabajo utilizando el camino público. Nadie
la embistió, pero cuando estuvo unos pasos más allá de la casa de los Ewell
volvió la cabeza y vio a mister Ewell que la seguía. Ella continuó andando,
pero mister Ewell continuó caminando detrás, siempre a la misma distancia,
hasta que ella llegó a casa de míster Link Deas. Todo el trayecto -dijo Helen-
oyó detrás una voz baja murmurando palabras injuriosas. Profundamente
atemorizada, telefoneó a mister Link a la tienda, que no estaba lejos de la
casa. Cuando míster Link salía de la tienda vio a míster Ewell apoyado en la
valla. Mister Ewell le dijo:-Link Deas, no me mire como si yo fuese una
piltrafa. No he asaltado a su...
-Lo
primero que puede hacer, Ewell, es apartar su carroña de mi propiedad. Se está
apoyando en ella, y yo no puedo permitirme el gasto de pintarla de nuevo. Lo
segundo que puede hacer es mantenerse apartado de mi cocinera, o de lo
contrario le detendré por asalto...
-
¡Yo no la he tocado, Link Deas, ni pienso arrimarme a ninguna negra!
-
¡No es preciso que la toque, basta con que la asuste, y si con mi denuncia por
asalto no es suficiente para tenerle encerrado una temporada, echaré mano de la
Ley de Damas; de modo que apártese de mi vista! ¡Si cree que no lo digo en
serio, vuelva a molestar a esa muchacha!
Míster
Ewell pensó, evidentemente, que lo decía en serio, por que Helen no se quejó de
nuevos contratiempos.
-No
me gusta, Atticus, no me gusta nada en absoluto -fue la conclusión de tía
Alexandra ante aquellos acontecimientos Ese hombre parece alimentar un agravio
permanente, sin tregua, contra todos los relacionados con estos sucesos. Sé
como suele saldar los resentimientos la gente de su especie, pero no entiendo
que él pueda tenerlo; en el Juzgado se salió con la suya, ¿verdad?
-Yo
creo comprenderlo -dijo Atticus-. Puede ser que en el fondo de su corazón sepa
que muy pocas personas de Maycomb creyeron de verdad los cuentos que contaron
él y Mayella. Pensó que sería un héroe, y el único premio que obtuvo por sus
esfuerzos fue un: '...Muy bien, nosotros condenaremos a este negro, pero tú
vuélves a tu vaciadero'. Ahora se ha desahogado ya con todo el mundo; de modo
que debería estar satisfecho. Se calmará cuando cambie el tiempo.
-Pero,
¿para qué había de querer asaltar la viuda de John Taylor? Evidentemente, no
sabía que John estuviera en casa, de lo contrario no lo habría intentado. Las
únicas luces que se ven en casa de John los domingos son la del porche de la
fachada y la de la parte trasera...
-No
se sabe si Bob Ewell forzó la puerta vidriera, no sabemos quién lo hizo -dijo
Atticus-. Pero me lo imagino. Yo demostré que era un embustero, pero John le
puso en ridículo. Todo el rato que Ewell ocupó el estrado, no pude mirar a John
y conservar el semblante serio. John le miraba como si fuese una gallina con
tres patas o un huevo cuadrado. No me digas que los jueces no procuran
predisponer al Jurado -concluyó Atticus, riendo.
A
finales de octubre nuestras vidas habían entrado en la rutina familiar de
escuela, juego y estudio. Jem parecía haber desterrado de su mente lo que fuese
que quería olvidar, y nuestros respectivos compañeros de clase tuvieron la
misericordia de dejarnos olvidar las excentricidades de nuestro padre. En una
ocasión Cecil Jacobs me preguntó si Atticus era radical. Cuando se lo pregunté,
a Atticus le divirtió tanto que casi me enfadé, aunque él me dijo que no se
reía de mí.
-Dile
a Cecil que soy tan radical, aproximadamente, como Cotton Tom Heflin.
Tía
Alexandra estaba medrando. Miss Maudie había acallado, por lo visto, a toda la
Sociedad Misionera, porque tía Alexandra volvía a gobernar aquel gallinero. Las
meriendas que daba fueron todavía más deliciosas. Escuchando a mistress
Merriweather, me documenté algo más sobre la vida de sociedad de los pobres
Merunas: tenían tan poco sentido de la familia que la tribu entera era una gran
familia. Un niño tenía tantos padres como hombres había en la comunidad, y
tantas madres como mujeres. J. Grimes Everett estaba haciendo más de lo que
podía para cambiar aquél estado de cosas, pero necesitaba desesperadamente
nuestras Oraciones.
Maycomb
volvía a ser el mismo de antes. El mismo exactamente del año anterior, y del
otro, con sólo dos cambios de poca consideración. El primero consistía en que
la gente había quitado de los escaparates de sus tiendas y de los cristales de
los automóviles los carteles que decían: NRA. -NOSOTROS HACEMOS LO QUE NOS
CORRESPONDE. Pregunté la causa a Atticus, y él me dijo que era porque la
National Recovery Act había muerto. Yo le pregunté quién la había matado, y él
me respondió que fueron nueve ancianos.
El
segundo cambio sufrido por Maycomb desde el año anterior no era de sentido
nacional. Hasta entonces, la víspera de Todos los Santos era en Maycomb una
fiesta perfectamente desorganizada, Cada chiquillo hacía lo que se le antojaba,
con la asistencia de sus compañeros si había que trasladar algo, como, por
ejemplo, subir un calesín ligero al tejado del establo de caballos de alquiler.
Pero los padres opinaron que el año anterior las cosas habían llegado demasiado
lejos, cuando se alteró la paz de miss Tutti y miss Frutti1.
Las
señoritas Tutti y Frutti Barber eran dos hermanas solteras algo mayores, las
cuales vivían juntas en la única residencia de Maycomb que se enorgullecía de
tener una bodega. Se rumoreaba que las tales damas eran republicanas, habiendo
inmigrado de Clanton Alabama, en 1911. Su manera de vivir era distinta de la
nuestra, y nadie sabía para qué quisieron una bodega; pero la querían y la
excavaron, y se pasaron el resto de la vida expulsando de ella a los
chiquillos.
Las señoritas Tutti y Frutti (sus
verdaderos nombres eran Sarah y Frances) además de tener costumbres yanquis,
eran sordas las dos. Miss Tutti lo negaba y vivía en un mundo de silencio, pero
miss Frutti, poco dispuesta a perderse nada, utilizaba una trompa para el oído,
y tan enorme que Jem declaraba que era el altavoz de una de esas gramolas del perro.
Con
estos hechos en la memoria y la víspera de Todos los Santos en la mano, unos
chiquillos malos habían esperado hasta que las señoritas Barber estuvieron
profundamente dormidas, se habían deslizado en su sala de estar (excepto los
Radley, nadie cerraba por la noche), se llevaron a hurtadillas hasta el último
mueble que había allí y los escondieron en la bodega. Niego haber tomado parte
en esa acción.
-
¡Yo los oí! -fue el grito que despertó, al alba de la mañana siguiente, a los
vecinos de las señoritas Barber-. ¡Los oí cuando paraban un camión junto a la
puerta! ¡Ahora estarán en Nueva Orleans!
Miss
Tutti estaba segura de que los vendedores de pieles que habían pasado por la
ciudad dos días atrás le habían robado los muebles.
-Eran
morenos -decía-. Sirios.
Llamaron
a míster Heck Tate. El sheriff inspeccionó el terreno y dijo que opinaba que
aquello lo había hecho alguien de la localidad. Miss Frutti replicó que habría
conocido una voz de Maycomb en cualquier parte, y no había voces de Maycomb en
su salita la noche pasada... 'porque, sí, los invasores habían gritado
continuamente, de verdad. Para localizar su mobiliario había que echar mano
nada menos que de perros sabuesos, insistía miss Tutti. Con lo cual míster Tate
se vio obligado a caminar diez millas, reunir todos los sabuesos del condádo, y
ponerlos sobre la pista.
Mister
Tate los soltó en las escaleras de la fachada de las señoritas Barber, pero
todo lo que los animales hicieron fue dar un rodeo hacia la parte trasera de la
casa y ponerse a ladrar ante la puerta de la bodega. Cuando míster Tate los vio
repetir la maniobra tres veces se imaginó la verdad. Aquel día, a eso de las
doce, no se veía un chiquillo descalzo en todo Maycomb; y nadie se quitó los
zapatos hasta que hubieron devuelto los perros a sus dueños.
Así
pues, las damas de Maycomb decían que este año las cosas marcharían de otro
modo. Abrirían la sala de actos del colegio de segunda enseñanza, y habría un
espectáculo para las personas mayores: pesca de manzanas, caza de bombones, y
otras diversiones para los niños. Habría también un premio de veinticinco
centavos al mejor disfraz creado por el mismo que lo llevase.
Tanto
Jem como yo refunfuñamos. No es que nunca hubiésemos hecho nada; era por una
cuestión de principios en relación al caso. Al fin y al cabo, Jem se
consideraba demasiado mayor para tomar parte en las travesuras propias del día;
pero aseguró que no le pescarían por ninguno de los alrededores de la escuela
para una cosa semejante. 'Ah, bien -pensé yo-, Atticus me llevará'.
Sin
embargo, pronto me enteré de que aquella noche se precisarían mis servicios en
el escenario. Mistress Grace Merriweather había compuesto una función titulada
Condado de Maycomb: Ad astra per aspera, y yo haría de jamón. La autora
consideraba que sería adorable que algunos niños llevasen trajes representando
los productos agrícolas del condado: a Cecil Jacobs le vestirían de vaca; Agnes
Moone sería una encantadora habichuela; otro niño haría el papel de cacahuete,
y así continuaba el programa hasta que la imaginación de mistress Merriweather
y la provisión de niños se agotaron.
Nuestros
solos deberes, por lo que pude colegir de nuestros dos ensayos, se limitaban a
entrar en el escenario por la izquierda cuando mistress Merriweather (no
solamente autora, sino narradora) nos mencionara. Cuando ella dijese 'Cerdo'
aquello significaría que me llamaba a mí. Luego toda la reunión cantaría: 'Con-dado
de Maycornb, Condado de Maycomb; te seremos fieles de todo corazón', como
apoteosis final, y mistress Merriweather subiría al escenario con la bandera
del Estado.
Mi
traje no significó un gran problema. Mistress Crenshaw, la costurera local,
tenía tanta imaginación como mistress Merriweather. Mistress Crenshaw cogió
tela de alambre de gallinero y la dobló dándole la forma de un jamón curado, la
recubrió de tela parda y la pintó de modo que se pareciese al original. Yo
podía entrar por debajo, y otra persona me colocaba el artefacto por la cabeza.
Casi me llegaba a las rodillas. Mistress Crenshaw... tuvo el buen criterio de
dejar dos agujeros para los ojos. Hizo un buen trabajo; Jem decía que parecía
exactamente un jamón con piernas. Sin embargo, aquello me hacía sufrir varias
incomodidades:
padecía
calor, me encontraba muy encerrada; si me picaba la nariz no podía rascarme, y
una vez metida dentro, si no me ayudaban, no podía salir.
Cuando
llegó la víspera de Todos los Santos, presumí que toda la familia estaría
presente para contemplar mi actuación, pero quedé defraudada. Atticus dijo, con
todo el tacto de que fue capaz, que no creía en verdad que aquella noche
pudiera resistir una función teatral; se encontraba cansadísimo. Había pasado
una semana en Montgomery y llegó a casa bien entrada la tarde. Se figuraba que
Jem podría darme escolta, si se lo pedía.
Tía
Alexandra dijo que precisamente tenía que irse a la cama temprano; había
decorado el escenario toda la tarde y estaba exhausta... y se detuvo en mitad
de la frase. Cerró la boca, la abrió de nuevo como si fuera a decir algo, pero
no salió ninguna palabra de sus labios.
-¿Qué
pasa, tiíta? -pregunté.
-Ah,
nada, nada -contestó-, se me ha ido de la cabeza.
Desechó
de su pensamiento lo que fuese que le hubiera causado un alfilerazo de
aprensión, y me indicó que diese una representación previa para la familia en
la sala de estar. Así pues, Jem me embutió dentro de mi disfraz, se plantó en
la puerta de la sala, gritó: 'Ce-er-do', igual que lo habría gritado mistress
Merriweather y yo entré en escena. Atticus y tía Alexandra se divirtieron en
grande.
Repetí
mi papel en la cocina para que lo viese Calpurnia, la cual dijo que estaba
maravillosa. Yo quería cruzar la calle para que me viese miss Maudie, pero Jem
dijo que, al fin y al cabo probablemente asistiría a la función.
Después
de aquello, ya no importó silos demás venían o no Jem dijo que me acompañaría.
Así empezó el viaje más largo que hicimos juntos.
28
Para
el último día de octubre, el tiempo estaba inusitadamente caluroso. Ni siquiera
necesitábamos chaquetas. El viento arreciaba cada vez más, y Jem dijo que era
posible que lloviese antes de que llegáramos a casa. No había luna.
La
lámpara pública de la esquina proyectaba unas sombras bien definidas sobre la
casa de los Radley. Oí que Jem reía por lo bajo.
-Apuesto
a que esta noche no nos molesta nadie -dijo. Jem llevaba mi traje de jamón, con
cierta torpeza, pues resultaba difícil cogerlo bien. Yo le consideré muy
galante por ello.
-De
todos modos, es una casa que da miedo, ¿verdad que sí? -dije-. Boo no quiere
hacer ningún daño a nadie, pero yo estoy muy contenta de que me acompañes.
-Ya
sabes que Atticus no te habría dejado ir sola al edificio de la escuela -dijo
Jem.
-No
sé por qué; está al doblar la esquina, y entonces sólo hay que cruzar el patio.
-Aquel
patio es terriblemente largo para que las niñas pequeñas lo crucen solas de
noche- Me zahirió Jem-. ¿No temes a los fantasmas?
Nos
pusimos a reír. Fantasmas, fuegos fatuos, encantaciones, signos secretos, todos
se hablan desvanecido con el paso de los años lo mismo que la bruma al
remontarse el sol.
-¿Cómo
era aquello que decíamos? -preguntó Jem-. Angel del destino, vida para el
muerto, sal de mi camino, no me sorbas el aliento.
-Deja
eso ahora -le pedí. Estábamos enfrente de la Mansión Radley.
-Boo
no debe estar en casa. Escucha.
Encima
de nosotros, muy arriba en la oscuridad, un ruiseñor desgranaba su repertorio.
Doblamos
la esquina y yo tropecé con una raíz que salía del suelo, en el camino. Jem
trató de ayudarme, pero todo lo que hizo fue dejar caer mi traje en el polvo.
Sin embargo, no me caí, y pronto volvimos a emprender la marcha.
Salimos
del camino y penetramos en el patio de la escuela. La noche era negra como boca
de lobo.
-¿Cómo
sabes dónde estamos, Jem? -pregunté cuando hubimos caminado unos cuantos pasos.
-Adivino
que estamos debajo del roble grande porque pasamos por un sitio fresco. Ten
cuidado, y no vuelvas a caerte.
Habíamos
acortado el paso, avanzando cautelosamente, y tentábamos el vacío con la mano a
fin de no chocar contra el tronco del árbol. Era éste un roble viejo y
solitario; dos muchachos no habrían podido abrazarlo tocándose las manos.
Estaba muy lejos de los maestros, de sus espías y de vecinos curiosos: estaba
cerca de la finca de los Radley, pero los Radley no eran curiosos. Debajo de
sus ramas había, por tanto, un pequeño pedazo de suelo apisonado por una
infinidad de peleas y de juegos de azar jugados a escondidas.
Las
luces de la sala de actos del colegio llameaban en la distancia, pero si para
algo servían era para cegarnos.
-No
mires al frente, Scout -dijo Jem-. Mira al suelo y no caerás.
-Tenías
que haber traído la pila eléctrica, Jem.
-No
sabía que estuviese tan oscuro. A primeras horas de la noche no parecía que hubiera
de haber estas tinieblas. Se ha nublado, he ahí la causa. De todos modos, tarde
o temprano despejará.
Alguien
saltó hacia nosotros.
-
¡Dios Todopoderoso! -gritó Jem.
Un
círculo de luz había estallado sobre nuestros rostros; detrás del mismo saltaba
regocijado Cecil Jacobs.
-
¡Aaah, os he cogido! -chilló-. ¡Me he figurado que vendríais por esta parte!
Cecil
habla ido cómodamente en coche con sus padres a la sala de actos, y como no nos
había visto se había aventurado a tanta distancia porque sabía con toda
seguridad que llegaríamos por aquella ruta. De todos modos, se figuraba que
míster Finch iría con nosotros.
-
¡Qué caramba, si esto está casi al doblar la esquina! -dijo Jem-. ¿Quién tiene
miedo de ir hasta el otro lado de la esquina?.
No
obstante, hubimos de admitir que Cecil era un chico listo. Nos había dado un
susto, y podía contarlo por toda la escuela; nadie le arrebataría este
privilegio.
-Oye
-dije yo-, ¿no eres una vaca esta noche? ¿Dónde tienes el traje?
-Arriba,
detrás del escenario -contestó-. Mistress Merriweather dice que la función no
empezará hasta dentro de un rato. Puedes dejar el traje junto al mío, detrás
del escenario, Scout, y nos reuniremos con los demás.
Jem
consideró que la idea era excelente. Consideró también muy satisfactorio que
Cecil y yo fuésemos juntos. De este modo él quedaba en libertad de acompañarse
con chicos de sus mismos años.
Cuando
llegamos a la sala de actos, la ciudad en peso estaba allí, excepto Atticus y
las damas agotadas de decorar el escenario, además de los desterrados y los
misántropos de costumbre. Al parecer habla acudido la mayor parte del condado;
la sala hormigueaba de campesinos endomingados. En la planta baja, el edificio
del colegio tenía un amplio vestíbulo; la gente se arremolinaba alrededor de
unos puestos que habían instalado a lo largo de sus paredes.
-Oh,
Jem, he olvidado mi dinero -suspiré al verlos.
-Atticus
no -respondió Jem-. Aquí tienes treinta centavos; puedes elegir seis cosas. Os
veré más tarde.
-De
acuerdo -dije yo, contenta con mis treinta centavos y con Cecil.
En
compañía de Cecil bajé hasta la parte delantera de la sala de actos, cruzamos
una puerta lateral y nos fuimos detrás del escenario. Me libré de mi traje con
jamón y marché a toda prisa, porque mistress Merriweather estaba de pie ante el
atril, delante de la primera fila de asientos, procediendo a unos retoques
frenéticos, de última hora, del escrito.
-¿Cuánto
dinero tienes tú? -preguntó Cecil.
También
tenía treinta centavos, con lo cual estábamos a la par. Derrochamos las primeras
monedas en la Casa de Horrores, que no nos amedrentó nada en absoluto; entramos
en el cuarto oscuro del séptimo grado por el que nos acompañó el vampiro de
turno y nos hizo tocar varios objetos que se pretendía eran las partes
componentes de un ser humano.
-Aquí
están sus ojos- nos dijeron cuando tocamos dos granos de uva puestos en un
platillo-. Eso es el corazón. -Y aquello tenía el tacto del hígado crudo-. Esto
son los intestinos. -Y nos metían las manos en una fuente de spaguetti fríos.
Cecil
y yo visitamos varios puestos. Ambos compramos un cucurucho de golosinas hechas
en casa por la señora del juez Taylor. Yo quería pescar manzanas, pero Cecil
dijo que no era higiénico. Su madre decía que podía contagiarse cualquier cosa,
puesto que todo el mundo había puesto la cabeza en la misma jofaina.
-Ahora
no hay en toda la ciudad nada que contagiarse -protesté.
Pero
Cecil alegó que era antihigiénico hacer como los demás. Más tarde se lo
consulté a tía Alexandra, y me dijo que, por lo común, las personas que
sustentaban tales teorías eran arribistas que querían situarse en sociedad.
Estábamos
a punto de comprar una bolsa de bombones cuando los ordenanzas de mistress
Merriweather aparecieron y nos dijeron que nos fuéramos entre los bastidores,
pues era hora de prepararse. La sala de espectáculos se llenaba de gente; la
Banda del Colegio Superior de Maycomb se había congregado ante el escenario:
las candilejas estaban encendidas, y las cortinas de terciopelo encarnado se
mecían y ondulaban con el aire del ir y venir a toda prisa de los que estaban
detrás.
En
el escenario, Cecil y yo entramos en el estrecho pasillo agrupándonos con la
gente; adultos con sombreros de tres picos confeccionados en casa, gorros de
confederados, sombreros de la Guerra Hispanoamericana y cascos de la Guerra
Mundial. Junto a la única y pequeña ventana se amontonaban unos niños vestidos
de diversos productos agrícolas.
-Me
han aplastado el traje -gemí descorazonada.
Mistress
Merriweather vino al galope, volvió a dar la forma convincente al alambre y me
embutió dentro.
-
¿Estás bien ahí dentro, Scout? -preguntó Cecil-. Tienes una voz distante, lo
mismo que si te encontraras al otro lado de la montaña.
-Tampoco
a ti se te oye cerca -dije yo.
La
banda interpretó el Himno Nacional, y oímos que el público se ponía de pie.
Entonces se oyó el redoble de un tambor grande. Mistress Merriweather, situada
detrás de su atril, al lado de la banda dijo:
-
¡Condado de Maycomb: Ad aztra per aspera! -El bombo volvió a redoblar-. Esto
significa -explicó mistress Merriweather, traduciendo en beneficio del elemento
rústico-: Desde el barro hacia las estrellas. -Y añadió, muy innecesariamente,
a mi criterío-: Función teatral.
-Imagino
que si no se lo hubiera dicho, la gente no habría sabido lo que era -murmuró
Cecil- a quien impusimos silencio inmediatamente con un siseo.
-La
ciudad entera lo sabe -suspiré.
-Pero
han venido también los campesinos -contestó Cecil.
-Silencio
ahí detrás -ordenó una voz de hombre, y nos callamos.
El
bombo subrayaba con fuerte trepidación cada una de frases que mistress
Merriweather iba pronunciando. La locutora salmodiaba con voz triste que el
Condado de Maycomb era más antiguo que el Estado, que forma parte de los
territorios del Mississippi y de Alabama, que el primer hombre blanco que puso
el pie en las selvas vírgenes fue el bisabuelo del juez comarcal cinco veces
trasladado, de quien no se tenía noticias posteriores. Luego vino el temerario
coronel Maycomb, del cual había recibido nombre el condado...
Andrew
Jackson le dio un cargo de autoridad, pero la injustificada confianza en sí
mismo y el deficiente sentido de orientación del coronel Maycomb llevaron al
desastre a todos los que tomaron parte con él en las guerras contra los creeks.
Las órdenes que recibió, y que había llevado un corredor indio adicto, eran de
que marchase hacia el sur. Después de consultar un árbol para deducir de sus
líquenes cuál era la dirección sur, y negándose a prestar oídos a los
subordinados que trataron de corregirle, el coronel Maycomb emprendió una
obstinada travesía para arrollar al enemigo e internó a sus tropas por la selva
primitiva, tan lejos en dirección noroeste, que con el tiempo hubieron de ser
rescatados por los colonos que avanzaban tierra adentro.
Mistress
Merriweather invirtió treinta minutos describiendo las hazañas del coronel
Maycomb. Yo descubrí que si doblaba las rodillas podía meterlas dentro del
traje y sentarme más o menos cómodamente. Me senté, escuchando el monótono
recitado de mistres Merriweather y los zambombazos del tambor, y pronto quedé
profundamente dormida.
Más
tarde me contaron que mistress Merriweather, que ponía el alma entera en el
imponente final, había canturreado -'Ce...erdo' con una confianza nacida de que
los pinos y las habichuelas hubieran entrado apenas mentarlos. Esperó unos
minutos y luego llamó '¿Cer...erdo?' Y al ver que nada aparecía gritó con todas
sus fuerzas: '¡Cerdo!'.
Debí
de oírla estando dormida, o fue quizá la banda que estaba tocando Dixie, lo que
me despertó, el caso es que en el momento en que mistress Merriweather subía
triunfante al escenario con la bandera del Estado fue el que elegí yo para
salir a escena. Decir que lo elegí es incorrecto: se me ocurrió que sería mejor
que me reuniese con los demás.
Más
tarde me explicaron que el juez Taylor tuvo que salir de la sala y allá se
quedó dándose palmadas a las rodillas con tanto entusiasmo que su señora le
trajo un vaso de agua y le hizo tomar una píldora.
Parecía
que mistress Merriweather conseguía un triunfo resonante pues todo el mundo se
deshacía en 'bravos' y aplausos, pero a pesar de ello, me cogió detrás del
escenario y me dijo que había arruinado la función. Me avergoncé de mi misma,
pero cuando Jem vino a buscarme se mostró comprensivo. Dijo que desde donde
estaba sentado no podía ver muy bien mi traje. No sé cómo podía adivinar por
encima de mi traje que yo tenía el ánimo deprimido, pero me dijo que lo hice
muy bien, que solo entré un poquitín tarde y nada más. Jem estaba adquiriendo
casi tanta habilidad como Atticus en hacer que uno se sintiera sosegado y bien
cuando las cosas iban mal. Casi; no del todo... Ni siquiera Jem pudo
convencerme de que cruzase por en medio de la multitud, y consintió en aguardar
detrás del escenario hasta que el
público se hubo marchado.
-¿Quieres
que te lo quite, Scout? -me preguntó.
-No,
lo llevaré puesto -respondí. Debajo del traje podía esconder mejor mi
mortificación.
-¿Queréis
que os lleve a casa? -preguntó uno.
-No,
señor, gracias -oí que contestaba Jem-. Es un corto paseo nada más.
-Cuidado
con los aparecidos -dijo la voz-. O mejor quizá, dí a los aparecidos que tengan
cuidado con Scout.
-Ahora
ya no quedan muchas personas -me dijo Jem-. Vámonos.
Cruzamos
el teatro hasta llegar al pasillo y luego bajamos las escaleras. La oscuridad
seguía siendo absoluta. Los coches que daban estaban aparcados al otro lado del
edificio; sus faros no nos servían de mucho.
-Si
marcharan algunos en nuestra misma dirección veríamos mejor-dijo Jem-. Ven,
Scout, deja que te coja por el... corvejón. Podrías perder el equilibrio.
-Veo
perfectamente.
-Sí,
pero podrías perder el equilibrio.
Sentí
un ligero peso en la cabeza y supuse que Jem había cogido aquel extremo del
jamón.
-¿Me
has cogido?
-¿Eh?
Sí, si.
Empezamos
a cruzar el negro patio, esforzando los ojos por vernos los pies.
-Jem
-dije-, he olvidado los zapatos; están detrás del escenario.
-Bien,
vayamos a buscarlos. -Pero cuando dábamos media vuelta, las luces de la sala se
apagaron-. Puedes recogerlos mañana -dijo él.
-Mañana
es domingo -protesté yo-, mientras Jem me hacía virar de nuevo en dirección a
casa.
-Pedirás
al conserje que te deje entrar... ¡Scout!
-¿Eh?
-Nada.
Hacia
mucho tiempo que Jem no salía con esas cosas. Me pregunté que estaría pensando.
Cuando él quisiera me lo diría; probablemente cuando llegásemos a casa. Sentí
que sus dedos oprimían la cima de mi traje con demasiada fuerza. Yo moví la
cabeza.
-Jem,
no has de...
-Cállate
un minuto, Scout -dijo él, dándome un golpecito. Anduvimos en silencio.
-Ha
pasado el minuto -dije-. ¿Qué estabas pensando? Me volví para mirarle, pero su
silueta apenas era visible.
-Creía
haber oído algo -respondió-. Párate un momento. Nos paramos.
-¿Oyes
algo? -preguntó Jem.
-No.
No
habíamos dado cinco pasos cuando me hizo parar de nuevo.
-Jem,
¿tratas de asustarme? Ya sabes que soy demasiado mayor...
-Cállate
-me dijo. Y yo comprendí que no era broma.
Hacía
una noche quieta. Oía a mi lado la sosegada respiración de Jem. De vez en
cuando se levantaba de súbito la brisa, azotando mis piernas desnudas; aquello
era todo lo que quedaba de una noche que se prometía de mucho viento. Peinaba
la calma que precede a la tormenta. Nos pusimos a escuchar.
-Lo
que has oído antes sería un perro -dije.
-No
era eso -respondió Jem-. Lo oigo cuando caminamos, pero cuando nos paramos no.
-Oyes
el crujido de mi traje. Bah, lo único que hay es que se te ha metido en el
cuerpo la Noche de las Brujas...
Lo
dije más para convencerme a mi misma que a Jem, porque, sin duda alguna, en
cuanto empezamos a andar de nuevo, oí lo que el me decía. No era mi traje.
-Será
el bueno de Cecil -afirmó Jem al poco rato-. Ahora no nos sorprenderá. No le
demos motivo para creer que apresuramos el paso.
Acortamos
la marcha hasta el límite. Yo pregunté cómo era posible que Cecil pudiera
seguirnos estando tan oscuro; se me antojaba que toparía con nosotros.
Yo
te veo. Scout -afirmó Jem.
-
¿Cómo? Yo no te veo a ti.
-Tus
rayas de tocino destacan más. -Mistress Crenshaw las había pintado con una
pintura brillante, con el fin de que reflejaran la luz de las candilejas-. Te
veo muy bien, y confío en que Cecil puede verte lo suficiente para conservar la
distancia.
Yo
le demostraría a Cecil que sabíamos que nos seguía y estábamos preparados para
recibirle.
-
¡Cecil Jacobs es una gallina gorda y moja... a...da! -grité de súbito,
volviéndome cara atrás.
Nos
paramos. Nadie nos contestó, excepto el 'a..da' rebotando en la pared distante
de la escuela.
-Yo
le haré responder -dijo Jem-. ¡ ¡Hee... y!!
'He-y,
ee-y, ee-y', contestó la pared.
No
era creíble que Cecil resistiera tanto rato; cuando se le había ocurrido una
broma la repetía una y otra vez. Ya debería habernos asaltado. Jem me indicó
que me parase de nuevo y me dijo en voz baja:
-Scout,
¿puedes quitarte eso?
-Creo
que sí, pero no llevo mucha ropa debajo.
-Aquí
traigo tu vestido.
-A
oscuras no sé ponérmelo.
-Está
bien -dijo él-, no importa.
-Jem,
¿tienes miedo?
-No.
Calculo que ahora hemos llegado casi hasta el árbo. Desde allí, unos cuantos
pasos más y estamos en el camino. Entonces ya veremos la luz de la calle.
Jem
hablaba con una voz apresurada, llana, sin entonación. Yo me preguntaba cuánto
rato trataría de mantener en pie el mito de Cecil.
-
¿Crees que deberíamos cantar, Jem?
-No.
Párate otra vez, Scout.
No
habíamos acelerado el paso. Jem sabía tan bien como yo que era difícil andar de
prisa sin darse un golpe en un dedo del pie, tropezar con piedras, y otros
inconvenientes, y, además, yo iba descalza. Quizá fuese el viento susurrando en
los árboles. Pero no soplaba nada de viento, ni había árboles, exceptuando el
enorme roble.
Nuestro
seguidor deslizaba y arrastraba los pies, como si llevase unos zapatos muy
pesados. Fuese quien fuere, llevaba pantalones de recia tela de algodón; lo que
yo había tomado por murmullo de árboles era roce suave, sibilante, de la tela
de algodón; un suisss a cada paso.
Sentía
que la arena se volvía más fresca debajo de mis pies, por ello conocía que
estábamos cerca del roble. Jem apretó la mano sobre mi cabeza. Nos paramos y
escuchamos.
Esta
vez el arrastra-pies no se había detenido al pararnos nosotros. Sus pantalones
producían un suiss, suiss suave pero seguido. Luego cesaron. Ahora corría,
corría hacia nosotros, y no con pasos de niño.
-
¡Corre, Scout! ¡Corre! -gritó Jem.
Di
un paso gigante y noté que me tambaleaba; no pudiendo mover los brazos, en la
oscuridad no sabía mantener el equilibrio.
- ¡Jem, Jem, ayúdame, Jem!
Algo
aplastó el alambre de gallinero que me rodeaba. El metal desgarraba la tela, y
yo caí al suelo y rodé tan lejos como pude, revolviéndome para librarme de mi
prisión de alambre. De un punto de las cercanías llegaban hasta mí ruidos de
pies danzando sobre el suelo, ruidos de patadas, de zapatos y de cosas
arrastradas sobre el polvo y las raíces. Una persona chocó rodando contra mí y
noté que era Jem. Mi hermano se levantó con la rapidez del rayo y me arrastró
consigo, pero aunque tenía la cabeza y los hombros libres, continuaba tan
enredada en mi traje que no fuimos muy lejos.
Estábamos
cerca del camino cuando sentí que la mano de Jem me abandonaba y noté que
sufría una sacudida y se caía de espaldas. Más ruido de pisadas precipitadas;
luego el sonido apagado de algo que se rompía, y Jem lanzó un alarido.
Corrí
hacia el lugar de donde vino el grito de Jem y me hundí en un flácido estómago
de varón. Su propietario exclamó:
-
¡Uff! -y quiso cogerme los brazos, pero yo los tenía estrechamente
aprisionados. El estómago de aquel hombre era blando, más los brazos los tenía
de acero. Poco a poco me dejaba sin respiración. Yo no podía moverme. De súbito
le echaron atrás de un tirón y le arrojaron al suelo, casi arrastrándome con
él. 'Jem se ha levantado', pensé.
En
ocasiones, la mente de uno trabaja muy despacio. Me quedé de pie allí,
sorprendida y atontada. El roce de los pies sobre el suelo se apagaba; alguien
jadeó un momento, y la noche quedó silenciosa otra vez.
Silencio,
excepto por la respiración fatigada, entrecortada, de un hombre. Me pareció que
se acercaba al árbol y se apoyaba en el tronco. Tosió violentamente, con una
tos de sollozo, que estremecía los huesos.
-
¡Jem!
Jem
no contestaba.
El
hombre empezó a moverse por allí, como si buscara algo. Le oí gemir y arrastrar
un objeto pesado. Yo iba percibiendo lentamente que ahora había cuatro personas
debajo del árbol.
-¡Atticus...!
El
hombre andaba con paso pesado e inseguro en dirección al camino. Fui adonde
imaginé que había estado y tenté frenéticamente el suelo valiéndome de los
dedos de los pies. Un momento después toqué a una persona.
-
¡Jem!
Mis
dedos de los pies tocaron unos pantalones, una hebilla de cinturón, una cosa
que no supe identificar, un cuello de camisa, y un rostro. El áspero rastrojo
de una barba me indicó que no era la cara de Jem. Percibí el olor de whisky
barato.
Me
puse a andar en la dirección que creí que me llevarla al camino, aunque no
estaba segura, porque habla dado demasiadas vueltas contra mi voluntad. Pero lo
encontré y miré abajo, hacia la luz de la calle. Un hombre pasaba debajo del
farol. Andaba con el paso cortado de la persona que transporta un peso
demasiado grande para ella. Estaba doblando la esquina. Transportaba a Jem cuyo
brazo colgaba oscilando de un modo absurdo delante de él.
En
el momento en que llegué a la esquina, el hombre cruzaba el patio de la fachada
de nuestra casa. La lámpara de la puerta recortó por un momento la silueta de
Atticus. Atticus subió las escaleras corriendo, y juntos, él y el hombre,
entraron a Jem en casa.
Yo
estaba en la puerta de la fachada cuando ellos cruzaban el vestíbulo. Tía
Alexandra corría a mi encuentro.
-
¡Llama al doctor Reynolds! -ordenaba imperativamente la voz de Atticus,
saliendo del cuarto de Jem-. ¿Dónde está Scout?
-Está
aquí -contestó tía Alexandra, llevándome consigo hacia el teléfono.
Tía
Alexandra me palpaba con ansiedad.
-Estoy
bien, tiíta -le dije-. Será mejor que telefonee.
Tía
Alexandra levantó el auricular del soporte y dijo:
-
¡Eula May, haga el favor de llamar al doctor Reynolds, en seguida! -Y a
continuación-: Agnes, ¿está tu padre en casa? ¡Oh, Dios mío! ¿Dónde se
encuentra? Dile, por favor, que venga acá en cuanto llegue. ¡Por favor, es
urgente!
No
había necesidad de que tía Alexandra dijese quién era; la gente de Maycomb se
conocían unos a otros por la voz.
Atticus
salió del cuarto de Jem. Apenas tía Alexandra hubo cortado la comunicación,
Atticus le quitó el aparato de la mano, Dio unos golpecitos al soporte, y luego
dijo:
-Eula
May, póngame con el sheriff se lo ruego... ¿Heck? Soy Atticus
Finch. Alguien
ha atacado a mis hijos. Jem está herido. Entre mi casa y la escuela. No puedo
dejar a mi hijo. Corra allá por mi, se lo ruego, y vea si el agresor ronda
todavía por los alrededores. Dudo que le encuentre ahora, pero si le encuentra,
me gustaría verle. Debo dejarle ya. Gracias, Heck.
-Atticus,
¿ha muerto Jem?
-No,
Scout. Cuida de ella, hermana -dijo mi padre, mientras cruzaba el vestíbulo.
Desenredando
la tela y el alambre aplastados a mi alrededor, los dedos de tía Alexandra
temblaban.
-
¿Te encuentras bien, cariño? -no se cansaba de preguntarme mientras me libraba
de mi prisión.
Fue
un alivio quedar libre. Los brazos empezaban a cosquillearme; los tenía encarnados
y con unas pequeñas huellas hexagonales. Me los froté, y los sentí mejor.
-Tiíta,
¿esta muerto Jem?
-No...,
no, cariño, está inconsciente. No sabremos el daño que ha recibido hasta que
llegue el doctor Reynolds. ¿Qué ha ocurrido, Jean Louise?
-No
lo sé.
Tía
Alexandra no insistió. Me trajo ropa que ponerme, y si yo hubiese prestado
entonces atención a ello, no le habría permitido luego que lo olvidase jamás:
en su distracción, tiíta me trajo el mono.
-Póntelo,
cariño -me dijo, entregándome la prenda que tanto desprecio le inspiraba.
En
seguida se precipitó hacia el cuarto de Jem; volvió a reunirse conmigo en el
vestíbulo, y otra vez se fue al cuarto de Jem.
Un
coche paró delante de la casa. Yo conocía el andar del doctor Reynolds casi tan
bien como el de mi padre. El doctor Reynolds nos había traído al mundo a Jem y
a mí, nos había asistido en todas las enfermedades de la infancia que el hombre
conoce, incluyendo la ocasión en que Jem se cayó de la choza del árbol, y jamás
había perdido nuestra amistad.
Al
aparecer en la puerta exclamó:
-Dios
misericordioso. -Vino hacia mi. Dijo-: Tú todavía estás en pie -y cambió de
rumbo. Conocía todas las habitaciones de la casa. Sabía también que si yo me
encontraba en mal estado, a Jem le pasaría lo mismo.
Después
de diez eternidades, el doctor Reynolds apareció de nuevo.
-
¿Ha muerto Jem? -le pregunté.
-Ni
mucho menos -respondió, poniéndose en cuclillas delante de mí-. Tiene un
chichón en la cabeza exactamente igual que el tuyo, y un brazo roto. Mira hacia
allá, Scout... No, no vuelvas la cabeza, vuelve solamente los ojos. Ahora mira
hacia el otro lado. Tiene un fractura difícil; por todo lo que puedo colegir en
estos momentos, la tiene en el codo. Como si alguien hubiera querido arrancarle
el brazo retorciéndoselo... Ahora mírame a mi.
-Entonces,
¿no está muerto?
-¡Nooo!
-El doctor Reynolds se puso en pie-. Esta noche no podemos hacer mucho, como no
sea ayudarle a pasarla lo mejor posible. Tendremos que obtener una radiografía
del brazo; parece que habrá de llevarlo una temporada levantado hacia el
costado. Pero no te acongojes, saldrá como nuevo. Los muchachos de su edad
rebotan.
Mientras
hablaba, el doctor Reynolds me había estado mirando atentamente, tentando con
dedos suaves el chichón que me salía en la frente.
-No
te sientes destrozada por ninguna parte, ¿verdad que no? La broma del doctor
Reynolds me hizo sonreír.
-¿De
modo que usted no cree que esté muerto?
El
médico se puso el sombrero.
-Claro
que podría equivocarme, naturalmente, pero yo creo que está completamente vivo.
Manifiesta todos los síntomas de estarlo. Ve a echarle un vistazo, y cuando yo
regrese nos reuniremos los dos y decidiremos.
El
doctor Reynolds tenía el caminar joven y resuelto. El de mister Tate no era
así. Sus pesadas botas castigaron el porche y abrió la puerta con gesto torpe,
pero soltó la misma exclamación que había proferido el doctor Reynolds cuando
llegó.
-¿Estás
bien, Scout? -añadió además.
-Si,
señor. Voy a ver a Jem. Atticus y los otros están allí dentro.
-Iré
contigo -dijo mister Tate.
Tía
Alexandra había velado la lámpara de lectura de Jem con; una toalla, y el
cuarto estaba sumido en una claridad apagada, confusa. Jem yacía de espaldas. A
lo largo de todo un costado de la cara tenía una señal fea. Tenía el brazo
izquierdo apartado del cuerpo y con el codo ligeramente doblado, pero hacia la
parte que no debía estarlo. Jem arrugaba el ceño.
-No
puede oírte, Scout, está apagado como una lámpara -me dijo Atticus-. Vuelve ya
en sí, pero el doctor Reynolds ha querido que continuase sin conocimiento.
-Sí,
señor.
Retrocedí.
El cuarto de Jem era grande y cuadrado. Tía Alexandra estaba sentada en una
mecedora, junto a la chimenea. El hombre que había traído a Jem estaba de pie
en un rincón, recostado contra la pared. Era algún campesino al cual yo no
conocía. Asistió probablemente a la función y se encontraría en las cercanías
cuando ocurrió aquello. Oyó sin duda nuestros gritos y acudió corriendo.
Atticus
estaba junto a la cama de Jem.
Míster
Heck Tate se había quedado en el umbral. Tenía el sombrero en la mano, y en el
bolsillo de los pantalones se le notaba el bulto de una pila eléctrica. Llevaba
el traje de trabajo.
-Entre,
Heck -dijo Atticus-. ¿Ha encontrado algo? No puedo concebir que exista un ser
lo bastante degenerado como para cometer una acción semejante, pero confío en
que le habrá descubierto.
Míster
Tate se puso tieso. Miró vivamente al hombre que había en el rincón, le saludó
inclinando la cabeza y luego paseó la mirada por el cuarto, fijándola en Jem,
en tía Alexandra y, finalmente, en Atticus.
-Siéntese,
míster Finch -dijo en tono agradable.
-Sentémonos
todos -propuso Atticus-. Coja esa silla, Heck. Yo traeré una de la sala.
Míster
Tate se sentó en la silla de la mesa de Jem y aguardó a que Atticus hubiera
regresado y estuviese sentado a su vez. Yo me pregunté por qué no había traído
Atticus una silla para el hombre del rincón, pero mi padre conocía las
costumbres de la gente del campo mejor que yo. Algunos de sus clientes
labradores solían atar sus caballos de largas orejas debajo de los cinamomos
del patio trasero, y Atticus despachaba a menudo sus consultas en las escaleras
del porche posterior. Era probable que aquel hombre se sintiera más a gusto tal
como estaba.
-Míster
Finch -empezó míster Tate-, le diré lo que he hallado. He hallado el vestido de
una niña; lo tengo ahí fuera en el coche. ¿Es el tuyo, Scout?
-Si,
señor, es uno de color rosa -contesté.
Míster
Tate actuaba como si se hallase en el estrado de los testigos. Le gustaba decir
las cosas a su modo, sin ser importunado ni por el fiscal ni por la defensa, y
a veces le costaba un buen rato explicar algo.
-He
encontrado unos trozos curiosos de una tela de color de barro...
-Son
de mi disfraz, míster Tate.
El
sheriff hizo deslizar las manos por sus muslos, se frotó el brazo izquierdo e
inspeccionó la campana de la chimenea de Jem. Luego pareció interesado en el
hogar de la lumbre. Sus dedos subieron en busca de su larga nariz.
-
¿Qué es ello, Heck? -preguntó Atticus.
Míster
Tate se llevó una mano al pescuezo y se lo restregó.
-Bob
Ewell yace en el suelo, debajo de aquel árbol, con un cuchillo de cocina
hundido en las costillas. Está muerto, míster Finch.
29
Tía
Alexandra se puso de pie y su mano buscó la campana de la chimenea. Míster Tate
se levantó, pero ella rehusó su asistencia. Por una vez en su vida, la cortesía
instintiva de Atticus falló: mi padre continuó sentado donde estaba.
Sea
por lo que fuere, yo no pude pensar en otra cosa más que en míster Ewell
diciendo que se vengarla de Atticus aunque tuviera que invertir en ello el
resto de su vida. Míster Ewell estuvo a punto de cumplir su amenaza, y era lo
ultimo que había hecho.
-
¿Está seguro? -preguntó Atticus con acento frío.
-Está
muerto, sin duda alguna -respondió mister Tate-. Muerto, y bien muerto. Ya no
volverá a hacer ningún daño a esos niños.
-No
quería decir eso. -Atticus parecía hablar dormido.
Empezaba
a notársele la edad, signo seguro en él de que sufría una tormenta interior: la
enérgica línea de su mandíbula se desdibujaba un poco, uno advertía que debajo
de las orejas se le formaban unas arrugas delatoras y no se fijaba en su
cabello de azabache más que en los trechos grises que aparecían en las sienes.
-¿No
sería mejor que nos fuésemos a la sala de estar? -dijo por fin tía Alexandra.
-Si
no le importa -objetó míster Tate-, preferiría que nos quedásemos aquí, salvo
que haya de perjudicar a Jem. Quiero echar un vistazo a sus heridas mientras
Scout... nos cuenta todo lo que ha pasado.
-
¿Hay inconveniente en que salga? -preguntó la tía-. Aquí estoy de más. Si me
necesitas, estaré en mi cuarto, Atticus. -Tía Alexandra fue hacia la puerta,
pero se detuvo y se volvió-. Atticus, esta noche he tenido el presentimiento de
que sucedería una cosa así... Yo... esto es culpa mía -empezó-. Debí...
Míster
Tate levantó la mano.
-Siga
su camino, miss Alexandra; ya sé que esto la ha impresionado terriblemente. Y
no se atormente por nada... ¡Caramba! Si siempre hiciéramos caso de los
presentimientos seriamos lo mismo que gatos que quieren cazarse la cola. Miss
Scout, ve si puedes contarnos lo que ha ocurrido, mientras lo tienes fresco en
la memoria. ¿Crees que podrás? ¿Viste al hombre que os seguía? Yo me acerqué a
mi padre, sentí que sus brazos me rodeaban y hundí la cabeza en su regazo.
-Hemos
emprendido el regreso a casa. Yo he dicho: 'Jem, he olvidado los zapatos'.
Apenas empezábamos a retroceder para ir a buscarlos se han apagado las luces.
Jem ha dicho que mañana podría ir por ellos...
-Levántate,
Scout, que mister Tate pueda oírte -dijo Atticus.
Yo
me acomodé en su regazo.
-Luego,
Jem me ha dicho que me callase un minuto. Yo he creído que estaba pensando
(siempre me hace callar para poder pensar mejor); luego ha dicho que había oído
algo. Hemos supuesto que sería Cecil.
-
¿Cecil?
-Cecil
Jacobs. Esta noche nos ha dado un susto, una vez, y hemos pensado que podía ser
él de nuevo. Llevaba una sábana. Daban un cuarto de dólar al mejor disfraz; no
sé quién lo habrá ganado.
-
¿Dónde estábais cuando habéis pensado que era Cecil?
-A
poca distancia de la escuela. Yo le he chillado algo...
-
¿Qué has chillado?
-'Cecil
Jacob es una gallina gorda y mojada', creo. No hemos oído nada... y entonces
Jem ha gritado 'Hola', o cosa parecida, con voz bastante fuerte para despertar
a los muertos...
-Un
momento nada más, Scout -dijo míster Tate-. ¿Los ha oído usted, míster Finch?
Atticus
respondió que no. Tenía la radio puesta. Tía Alexandra tenía puesta la suya en
su dormitorio. Lo recordaba porque tiíta le había pedido que bajase un poco la
potencia del aparato, con el fin de que ella pudiera oír el suyo. Atticus,
sonrió, diciendo:
Siempre
pongo la radio demasiado fuerte.
-Me
gustaría saber si los vecinos han oído algo... -dijo míster Tate.
-Lo
dudo, Heck. La mayoría escucha la radio o se va a la cama con las gallinas.
Maudie Atkinson es posible que estuviera levantada, pero lo dudo.
-Continúa, Scout -indicó míster Tate.
-Bien,
después de haber gritado Jem hemos seguido andando. Míster Tate, yo estaba
encerrada dentro del traje, pero entonces las he oído por mí misma. Las
pisadas, quiero decir. Caminaban cuando nosotros caminábamos, y se paraban
cuando nos parábamos. Jem ha dicho que me veía porque mistress Crenshaw pintó
unas rayas en mi traje con una pintura brillante. Yo era un jamón.
-¿Cómo
es eso? -preguntó mister Tate, atónito.
Atticus
le describió mi papel, así como la construcción de mi disfraz.
-Debería
haberla visto cuando ha entrado -dijo-. Lo llevaba aplastado y hecho pedazos.
Míster
Tate se frotó el mentón.
-Yo
mé preguntaba cómo tenía aquellas señales el muerto. Sus mangas aparecían
perforadas por pequeños agujeros. En los brazos había un par de pinchazos que
concordaban con los agujeros. Déjeme ver ese objeto, si quiere, señor.
Atticus
fue a buscar los restos de mi traje. Míster Tate lo miró por todos lados y lo
dobló para hacerse idea de su forma primitiva.
-Este
objeto le ha salvado probablemente la vida -afirmó-. Miré. -Y señalaba con su
largo índice. En el color apagado del alambre destacaba una línea brillante-.
Bob Ewell se proponía hacer un trabajo completo -musitó míster Tate.
-Había
perdido la cabeza -dijo Atticus.
-No
me gusta contradecirle, míster Finch..., pero no, no estaba loco, sino que era
ruin como el demonio. Una alimaña rastrera, con bastante licor en el cuerpo
para reunir la bravura suficiente para matar niños. Nunca se habría enfrentado
con usted cara a cara.
Atticus
movió la cabeza.
-Jamás
habría concebido que un hombre fuese capaz de...
-Míster
Finch, hay una especie de hombres a los cuales es preciso pegarles un tiro
antes de que uno pueda darles los buenos días. Y aun entonces, no valen el
precio de la bala que se gasta matándolos. Ewell era uno de ellos.
-Yo
pensaba que había satisfecho su rabia el día que me amenazó -dijo Atticus-. Y
en el caso de que no la hubiera satisfecho, pensaba que vendría por mí.
-Tuvo
reaños para molestar a una pobre negra, los tuvo para fastidiar al juez Taylor
cuando creía que la casa estaba desierta, ¿y usted se figuraba que los tendría
para presentarse cara a cara a la luz del día? -Míster Tate suspiró-. Será
mejor que continuemos, Scout, tú le oíste detrás de vosotros...
-Sí,
señor. Cuando llegamos debajo del árbol...
-¿Cómo
sabíais que estábais debajo del árbol? Allá no podíais ver nada en absoluto.
-Yo
iba descalza, y Jem dice que debajo de un árbol el suelo siempre está más fresco.
-Tendremos
que nombrarle delegado del sheriff; sigue adelante.
-Entonces,
de repente, alguien me ha cogido y ha aplastado mi traje... Creo que me he
caído al suelo... He oído un revoloteo
debajo del árbol, como si... lucharan alrededor del tronco, que hacía de
parapeto, según parecía por los ruidos. Entonces Jem me ha encontrado y hemos
echado a andar hacia el camino. Alguien... Mister Ewell, me figuro, ha tumbado
a Jem al suelo. Han forcejeado un poco más y entonces se ha oído aquel ruido
extraño... Jem ha dado un alarido... -Y me interrumpí. El ruido lo había
producido el brazo de Jem-. Sea como fuere, Jem ha dado un alarido, y no le he
oído más, y un segundo después... míster Ewell trataba de matarme apretándome
contra si, calculo... Entonces alguien ha tumbado al suelo a mister Ewell. Jem
ha debido levantarse, supongo. Esto es todo lo que se...
-
¿Y luego? -Míster Tate me miraba con viva atención.
-Alguien
se tambaleaba por allí, jadeaba y... tosía como si fuera a morirse. Al
principio he creído que era Jem, pero él no tose de aquel modo, por lo cual me
he puesto a buscar a Jem por el suelo. He pensado que Atticus había venido a
ayudarnos y se había fatigado en extremo...
-
¿Quién era?
-Ea,
allí está, míster Tate, él puede decirle cómo se llama.
Al
mismo tiempo que pronunciaba estas palabras, levanté un poco la mano para
señalar al hombre del rincón, pero bajé el brazo rápidamente temerosa de que
Atticus me reprendiera por señalar. Señalar era un detalle de mala educación.
El
hombre seguía recostado contra la pared. Estaba ya recostado contra la pared
cuando entré en el cuarto, y con los brazos cruzados sobre el pecho. Al
señalarle yo, bajó los brazos y apretó las palmas de las manos contra la pared.
Eran unas manos blancas, de un blanco enfermizo, que no habían visto nunca el
sol; tan blancas que a la escasa luz del cuarto de Jem destacaban vivamente
sobre el crema mate de la pared.
De
las manos pasé a los pantalones caqui manchados de arena; mis ojos subieron por
su delgado cuerpo hasta la camisa azul da tela de algodón. La cara tan blanca
como las manos, excepto por una sombra en su saliente barbilla. Tenía las
mejillas delgadas, chupadas; la boca grande; en las sienes aparecían unas
mellas poco profundas, casi delicadas, y los ojos eran de un color gris tan
claro que pensé que era ciego. Tenía el cabello muerto y fino, y en la cima de
la cabeza casi plumoso.
Cuando
le señalé, las palmas de sus manos se deslizaron ligeramente, dejando
grasientas huellas de sudor en la pared, y hundió los pulgares en el cinturón.
Un ligero y extraño espasmo lo agitó como si oyera unas uñas arañando pizarra,
pero cuando vio que yo le miraba con admiración la tensión desapareció
lentamente de su rostro. Sus labios se entreabrieron en una tímida sonrisa;
pero mis repentinas lágrimas difuminaron la imagen de nuestro vecino.
-Hola,
Boo -le dije.
30
-Mister
Arthur, cariño -dijo Atticus, corrigiéndome con dulzura-. Jean Louise, te
presento a míster Arthur Radley. Creo que él ya te conoce.
Si
Atticus era capaz de presentarme afablemente a Boo Radley en un momento como
aquél, ea... es que Atticus era asi.
Boo
me vio correr instintivamente hacia la cama en que dormía Jem, porque la misma
sonrisa tímida de antes cruzó lentamente por su rostro. Sonrojada de turbación,
traté de esconderme cubriendo a Jem.
-Eh,
eh, no le toques -dijo Atticus.
Míster
Heck Tate estaba mirando fijamente a Boo a través de sus gafas de concha. Iba a
tomar la palabra cuando el doctor Reynolds apareció en el vestíbulo.
-Fuera
todo el mundo -ordenó al llegar a la puerta-. Buenas noches, Arthur; la primera
vez que he venido no me he fijado en usted.
La
voz del doctor Reynolds tenía la misma desenvoltura que su andar, lo mismo que
si hubiese dicho aquello todas las noches de su vida; una declaración que me
dejó más atónita que el hecho de encontrarme en un mismo cuarto con Boo Radley.
Por supuesto... hasta Boo Radley se pone enfermo alguna vez, pensé. Aunque, por
otra parte, no estaba segura.
El
doctor Reynolds traía un voluminoso paquete envuelto en papel periódico. Lo
dejó sobre la mesa de Jem y se quitó la chaqueta.
-
¿Estás convencida de que vive, ahora? Te diré cómo lo he conocido. Cuando
trataba de examinarle me ha dado una patada. He tenido que hacerle perder el
conocimiento por completo para tocarle. Así pues, despeja -me dijo.
-Bien...
-dijo Atticus, dirigiendo una mirada a Boo-. Heck, salgamos al porche de la
fachada. Allí hay sillas suficientes, y todavía hace bastante calor.
A
mí me sorprendió que Atticus nos invitara al porche de la fachada y no a la
sala de estar; luego lo comprendí. Las lámparas de la sala despedían una luz
excesivamente viva.
Todos
desfilamos; míster Tate en cabeza... Atticus esperaba en la puerta con el
propósito de que Boo pasara delante. Después cambió de idea y siguió a míster Tate.
En
las cosas cotidianas, la gente sigue adicta a sus hábitos aun bajo las
condiciones más peculiares. Yo no era una excepción.
-Venga,
míster Arthur -me sorprendí diciendo-, usted no conoce bien la casa. Yo le
acompañaré al porche, señor.
El
bajó la vista para mirarme y asintió con la cabeza.
Yo
le conduje a través de la sala y cruzando el comedor.
-¿No
quiere sentarse, míster Arthur? Esta mecedora es bonita y cómoda.
Mi
pequeña fantasía había entrado otra vez en actividad: El estaría sentado en el
porche... 'Nos hace un tiempo hermoso de veras, ¿no es cierto, míster Arthur?'
Sí,
un tiempo hermoso de veras. Sintiéndome un poco fuera de la realidad, le
acompañé hasta el asiento más apartado de Atticus y de míster Tate. Un asiento
situado en la sombra más profunda. Boo se sentiría más a gusto a oscuras.
Atticus
se había sentado en una mecedora; míster Tate ocupaba una silla próxima. La luz
de las ventanas del comedor los iluminaba de pleno. Yo me senté al lado de Boo.
-Bien,
Heck -iba diciendo Atticus-, yo creo que lo que se debe hacer... Buen Dios,
estoy perdiendo la memoria... -Atticus se subió las gafas y se oprimió los ojos
con los dedos-. Jem no ha cumplido trece todavía..., no, sí que los ha
cumplido... No sé recordarlo. De todos modos, la cosa se verá en el tribunal
del condado.
-¿Qué
cosa, míster Finch? -Míster Tate descruzó las piernas y se inclinó adelante.
-Naturalmente,
fue un caso inconfundible de defensa propia; pero tendré que irme a la oficina
y rebuscar...
-Míster
Finch, ¿cree usted que Jem ha matado a Bob Ewell? ¿Lo cree de veras?
-Ha
oído ya lo que dijo Scout; no cabe la menor duda. Ha dicho que Jem se ha
levantado y ha apartado a Ewell de un tirón... Probablemente se habrá
apoderado, en la oscuridad, del cuchillo de Ewell... Mañana lo sabremos.
-Párese,
míster Finch -dijo míster Tate-. Jem no ha acuchillado a Bob EweIl.
Atticus
estuvo callado un momento. Miró a mister Tate como si agradeciese lo que decía.
Pero movió la cabeza negativamente.
-Heck,
se porta usted de un modo muy generoso, y sé que lo hace impulsado por su buen
corazón; pero no me salga con esas cosas.
Míster
Tate se levantó y fue hasta la orilla del porche. Escupió hacia los arbustos;
luego se puso las manos en los bolsillos y se enfrentó con Atticus,
preguntando:
-¿Qué
cosas?
-Lamento
haber hablado con demasiada viveza, Heck -dijo Atticus llanamente-, pero nadie
pondrá sordina a lo ocurrido. Yo no vivo de este modo.
-Nadie
pondrá sordina a nada, míster Finch.
Míster
Tate hablaba con voz calmosa, pero sus botas estaban plantadas tan sólidamente
en los tablones del porche que parecía que crecían allí. Entre mi padre y el
sheriff tenía lugar una curiosa contienda, cuya naturaleza escapaba a mi
penetración.
Ahora
le tocó a Atticus el turno de levantarse e irse hasta el extremo del porche.
Exclamó:
-
¡Hum! -y escupió, sin saliva, al patio. Se puso las manos en los bolsillos y se
enfrentó con míster Tate-. Heck, usted no lo ha dicho, pero yo sé lo que está
pensando. Gracias por ello, Jean Louise... -Mi padre se volvió hacia mi-. ¿Has
dicho que Jem ha cogido a míster Ewell y lo ha apartado de ti?
-Sí,
señor, esto es lo que he pensado... Yo...
-¿Lo
ve, Heck? Gracias desde lo más profundo de mi corazón, pero no quiero que mi
hijo emprenda su carrera con una cosa parecida sobre su cabeza. El mejor modo
de limpiar la atmósfera consiste en examinar el caso a la vista de todo el
mundo. Dejemos que el condado intervenga y traiga sandwiches. No quiero que mi
hijo crezca envuelto en una murmuración, no quiero que nadie diga: '¿Jem
Finch?... Ah, sí, su padre pagó un puñado de dinero para sacarle del apuro'.
Cuanto más pronto hayamos resuelto el caso, mejor.
-Míster
Finch -replicó, imperturbable, míster Tate-, Bob Ewell ha caído sobre su
cuchillo. Se ha matado él mismo.
Atticus
anduvo hasta la esquina del porche y fijó la vista en la enredadera. Yo pensé
que, a su manera, cada uno de ambos era tan terco como el otro. Y me pregunté
quién cedería primero. Atticus tenía una terquedad callada, que pocas veces se
ponía en, evidencia, pero en ciertos aspectos era tan obstinado como los
Cunningham. Míster Tate carecía de instrucción y se ponía más en evidencia,
pero hacía un digno contrincante de mi padre.
-Heck
-insistió Atticus, que estaba de espaldas-. Si silenciamos este caso, con ello
destruiremos todo lo que he hecho para educar a Jem a mi manera. A veces pienso
que como padre he fracasado en absoluto, pero soy el único que tienen. Antes de
mirar a nadie más, Jem me mira a mí, y yo he procurado vivir de forma que
siempre pueda devolverle la mirada sin desviar los ojos... Si consintiéramos en
una cosa como ésta, francamente, no podría sostener su mirada, y sé que el día
que no pudiera sostenerla le habría perdido. Y no quiero perder ni a Jem ni a
Scout: son todo lo que poseo.
Míster
Tate continuaba plantado en los maderos del suelo.
-Bob
Ewell ha caído sobre su cuchillo. Puedo demostrarlo.
Atticus
giró sobre sus talones. Sus manos hurgaron los bolsillos.
-Heck,
¿no puede hacer que al menos lo vea con mis ojos? Usted también tiene hijos,
pero yo le aventajo en edad. Cuando los míos sean mayores yo seré ya un viejo,
si es que sigo en este mundo, pero ahora soy... En fin, si no se fían de mí no
podrán fiarse de nadie. Jem y Scout saben lo que ha pasado. Si me oyen decir
por la ciudad que ha pasado una cosa distinta... Heck, ya no podré contar con
ellos nunca más. No puedo vivir de un modo en público y de un modo diferente en
casa.
Míster
Tate se meció sobre los talones y dijo con mucha paciencia:
-El
difunto ha echado al suelo a Jem, ha tropezado con una raíz de aquel árbol y...
mire, se lo puedo enseñar. -Míster Tate se metió la mano en el bolsillo y sacó
una larga navaja. En aquel momento llegó el doctor Reynolds. Míster Tate le
dijo-: El hijo de... el difunto está debajo de aquel árbol, doctor, apenas
entrar en el patio de la escuela. ¿Tiene una pila eléctrica? Será mejor que
coja ésta.
-Puedo
dar la vuelta con el coche y dejar los faros encendidos -dijo el doctor
Reynolds, pero al mismo tiempo aceptó la pila de míster Tate-. Jem está bien.
Confío en que esta noche no se despertará, por lo tanto no se inquieten. ¿Ese
es el cuchillo causante de la muerte, Heck?
-No,
señor, continúa hundido en el cadáver. Por el mango se diría que es un cuchillo
de cocina. Ken debería estar ya allí con el coche fúnebre, doctor. Buenas
noches.
A
continuación míster Tate abrió la hoja del cuchillo.
-Ha
sido de este modo -dijo. Con el cuchillo en la mano, fingió que tropezaba; al
inclinarse adelante el brazo izquierdo descendió delante del cuerpo-. ¿Lo ve?
Se ha clavado el cuchillo en los tejidos blandos de debajo de las costillas. El
peso entero del cuerpo ha sido causa de que la hoja se hundiese.
Míster
Tate cerró la navaja y se la metió en el bolsillo.
-Scout
tiene ocho años -añadió un instante después-. Estaba demasiado asustada para
enterarse bien de lo que ocurría.
-Le
sorprendería... -dijo Atticus tristemente.
-No
digo que lo haya inventado; digo que estaba demasiado amedrentada para saber
exactamente lo que ha pasado. Allí la oscuridad era absoluta; las tinieblas
eran negras como la tinta. Se precisaría una persona muy habituada a la
oscuridad para considerarla un testigo de crédito...
-No
lo admito -replicó Atticus suavemente.
-!!Maldita
sea, si no estoy pensando en Jem!!
La
hoja de míster Tate hirió los maderos con tal furia que las luces del
dormitorio de miss Maudie se encendieron. También se encendieron las de miss
Stephanie Crawford. Atticus y mister Tate volvieron la vista hacia el otro lado
de la calle, luego se miraron uno a otro. Y aguardaron.
Cuando
míster Tate tomó la palabra de nuevo, su voz apenas se oía.
-Míster
Finch, me molesta discutir con usted cuando se pone en esa actitud. Esta noche
usted ha pasado por una prueba que ningún hombre debería sufrir nunca. No sé
cómo no ha enfermado de las resultas y ahora no está en la cama, pero sé que
por una vez en la vida no ha sido capaz de atar cabos, y es preciso que dejemos
esto resuelto esta misma noche porque mañana sería demasiado tarde. Bob Ewell
tiene en el buche la hoja de un cuchillo de cocina.
Míster
Tate añadió en seguida que Atticus no sería capaz de plantarse allí y sostener
que un muchacho de la poca corpulencia de Jem, y con un brazo roto, tendría
energías bastante en el cuerpo para luchar con un hombre adulto y matarle, en
medio de las tinieblas más densas.
-Heck
-dijo Atticus bruscamente-, eso que manejaba ahora era una navaja. ¿De dónde la
ha sacado?
-Se
la he quitado a un borracho -contestó tranquilamente mister Tate.
Yo
procuraba recordar. Mister Ewell me tenía cogida... Luego se cayó... Jem debía
de haberse levantado. Al menos yo pensé...
-
¡Heck!
-He
dicho que se la he quitado esta noche a un borracho. El cuchillo de cocina lo
encontró Ewell, probablemente, en algún punto del vaciadero. Lo afiló y esperó
el momento oportuno... Esperó el momento oportuno, ni más ni menos.
Atticus
fue hasta la mecedora y se sentó. Las manos le colgaban como muertas entre las
rodillas. Tenía la vista fija en el suelo. Se había movido con la misma
lentitud que la noche aquella, delante de la cárcel, cuando pensé que le costaría
una eternidad el doblar el periódico, y arrojarlo sobre la silla.
Míster
Tate deambulaba con paso pesado, pero silencioso por el porche.
-No
es usted quien ha de tomar una decisión, míster Finch; soy yo, solamente yo. Es
una decisión y una responsabilidad que pesa únicamente sobre mí. Por una vez,
si usted no comparte mi punto de vista, poca cosa podrá hacer para imponer el
suyo. Si quiere intentarlo, yo le llamaré embustero en sus propias barbas. Su
hijo no ha dado ninguna cuchillada a Bob Ewell -añadió muy despacio-; estuvo a
mil leguas de ello, y ahora usted lo sabe. Su hijo no pretendía otra cosa que
llegar, él y su hermana, sanos y salvos a casa -mister Tate dejó de andar.
Paróse delante de Atticus, dándonos la espalda a Boo y a mí-. Yo no valgo mucho,
señor, pero soy el sheriff del Condado de Maycomb. He vivido en esta ciudad
toda mi vida y voy a cumplir cuarenta y tres años. Sé todo lo que ha pasado
aquí desde que nací. Un muchacho negro ha muerto sin motivo alguno, y el
responsable de ello ha fallecido también. Deje que los muertos entierren a los
muertos esta vez, míster Finch. Deje que los muertos entierren a los muertos.
Míster
Tate se acercó a la mecedora y recogió el sombrero, que estaba en el suelo, al
lado mismo de Atticus. Luego, empujó su silla hacia atrás y se cubrió.
-Nunca
me han dicho que exista una ley que prohiba a un ciudadano hacer cuanto pueda
por evitar que se cometa un crimen, que es precisamente lo que él ha hecho;
pero quizá usted considere que tengo el deber de comunicarlo a toda la ciudad
en lugar de silenciarlo. ¿Sabe lo que pasaría entonces? Que todas las señoras
de Maycomb, incluida mi esposa, correrían a llamar a la puerta de ese hombre
llevándole pasteles exquisitos. A mi manera de ver, el coger al hombre que les
ha hecho a usted y a la ciudad un favor tan grande y ponerle, con su natural tímido,
bajo una luz cegadora..., para mí, esto es un pecado. Es un pecado y no estoy
dispuesto a tenerlo en la conciencia. Si se tratase de otro hombre sería
distinto. Pero con ese hombre no puede ser, mister Finch.
Míster
Tate estaba tratando de abrir un hoyo en el suelo con la punta de la bota.
Luego se tiró de la nariz y se frotó el brazo izquierdo.
-Es
posible que yo no valga nada, míster Finch, pero sigo siendo el sheriff de
Maycom, y Bob Ewell se ha caído sobre su propio cuchillo. Buenas noches, señor.
Míster
Tate se alejó del porche con pisada recia y cruzó el patio de la fachada. La
portezuela de su coche se cerró de golpe, y el vehículo partió.
Atticus
permaneció sentado largo rato, con la mirada fija en el suelo. Finalmente,
levantó la cabeza.
-Scout
-dijo-, míster Ewell se ha caído sobre su propio cuchillo. ¿Eres capaz de
comprenderlo?
Por
su aspecto, yo habría dicho que Atticus necesitaba que le animasen. Corrí hacia
él y le abracé y le besé con todas mis fuerzas.
-Sí,
señor, lo comprendo -aseguré para tranquilizarle-. Mister Tate tenía razón.
Atticus
se libró del nudo de mis brazos y me miró.
-
¿Qué quieres decir?
-Mira,
hubiera sido una cosa así como matar un ruiseñor.
Atticus
apoyó la cara en mi cabello y me lo acarició con las mejillas. Cuando se
levantó y cruzó el porche, hundiéndose en las tinieblas, había recobrado su
paso juvenil. Antes de entrar en la casa, se detuvo delante de Boo Radley.
-Gracias
por mis hijos, Arthur -le dijo.
31
Cuando
Boo Radley se puso de pie con gesto vacilante, la luz de las ventanas de la
sala de estar arrancó reflejos de su frente. Todos sus movimientos eran
inciertos, como si no estuviera seguro de si sus manos establecerían el
contacto adecuado con las cosas que tocaba. Tosió con aquella tos estertorosa
que tenía, sufriendo tales sacudidas que tuvo que sentarse de nuevo. Su mano
fue en busca del bolsillo trasero de los pantalones y sacó un pañuelo. Despúés
de cubrirse la boca con él para toser, se secó la frente.
Como
estaba tan acostumbrada a no verle, me parecía increíble que hubiese estado
sentado a mi lado todo aquel rato, presente y visible. Boo no había producido
el menor sonido.
De
nuevo se puso de pie. Se volvió hacia mí, y, con un movimiento de cabeza, me
indicó la puerta de la fachada.
-Le
gustaría decir buenas noches a Jem, ¿verdad que sí, mister Arthur? Entre.
Y
le acompañé por el vestíbulo. Tía Alexandra estaba sentada al lado de la cama
de Jem.
-Entre,
Arthur -dijo-. Todavía duerme. El doctor Reynolds le ha administrado un sedante
enérgico. Jean Louise, ¿está tu padre en la sala?
-Si,
señora, creo que sí.
-Voy
a hablar un minuto con él. El doctor Reynolds ha dejado unas... -su voz se
perdió por otro aposento.
Boo
se había refugiado en un ángulo de la habitación y estaba de pie, con la
barbilla levantada, mirando tan lejos a Jem. Yo le cogí de la mano; una mano
sorprendentemente cálida a pesar de su palidez. Tiré levemente de él, y me
permitió que le condujese hasta la cama de Jem.
El
doctor Reynolds había armado una especie de pequeña tienda sobre el brazo de mi
hermano, con el fin de que no le tocase la manta, supongo, y Boo se inclinó
adelante para mirar por encima de ella. En su cara había una expresión de
curiosidad tímida, como si hasta entonces nunca hubiese visto a un muchacho.
Con la boca ligeramente abierta, miró a Jem de la cabeza a los pies. Su mano se
levantó, pero en seguida volvió a caer sobre el costado.
-Puede
acariciarle, mister Arthur. Está dormido. Si estuviera despierto no podría; el
no se lo consentiría... -me sorprendí explicando-. Vamos, anímese.
La
mano de Boo se quedó inmóvil más arriba de la cabeza de Jem.
-Siga,
señor; duerme.
La
mano bajó a posarse levemente sobre el cabello de Jem.
Yo
empezaba a comprender su inglés mudo. Su mano oprimió la mía con más fuerza,
indicando que quería marcharse.
Le
acompañé hasta el porche de la fachada, donde sus penosos pasos se detuvieron.
Seguía teniendo cogida mi mano, y no daba muestras de querer soltarla.
-
¿Quieres acompañarme a casa?
Lo
dijo casi en un susurro, con la voz de un niño asustado de la oscuridad.
Yo
puse el pie en el peldaño superior y me paré. Por nuestra casa le conduciría
tirándole de la mano, pero jamás le acompañaría a la suya de aquel modo.
-Míster
Arthur, doble el brazo así. Así está bien, señor.
Y
deslicé mi mano dentro del hueco de su brazo.
El
tenía que inclinarse un poco para acomodarse a mí; pero si miss Stephanie
Crawford estaba espiando desde la ventana de la cima de las escaleras, vería a
Arthur Radley dándome escolta por la acera, como lo hace un caballero.
Llegamos
al farol de la esquina de la calle, y me pregunté cuántas veces habla estado
allí Dill, abrazado al grueso poste, espiando, esperando, confiando. Pensé en
la multitud de veces que Jem y yo habíamos recorrido el mismo trayecto... Pero
ahora entraba en la finca de los Radley por la puerta del patio de la fachada
por segunda vez en mi vida. Boo y yo subimos los peldaños del porche. Sus dedos
buscaron la empuñadura. Me soltó la mano dulcemente, abrió la puerta, entró, y
cerró tras de si. Ya nunca más volví a verle.
Los
vecinos traen alimentos, cuando hay difuntos, flores cuando hay enfermos, y
pequeñas cosas entre tiempo. Boo era nuestro vecino. Nos había regalado dos
muñecos de jabón, un reloj descompuesto, con su cadena, un par de monedas de
las que traen buena suerte, y la vida de Jem y la mía. Pero los vecinos
correspondían a su vez con regalos. Nosotros nunca habíamos devuelto al tronco
del árbol lo sacado de allí; nosotros no le regalamos nunca nada, y esto me
entristecía.
Me
volví para irme a casa. Los faroles de la calle parpadeaban calle abajo en
dirección a la ciudad. Jamás vi a nuestros vecinos desde este ángulo. Existían
miss Maudie y miss Stephanie.., también nuestra casa (veía la mecedora del
porche), la casa de miss Rachel estaba más allá, perfectamente visible. Hasta
podía ver la de mistress Dubose.
Volvía
la vista atrás. A la izquierda de la parda puerta de Boo había una larga
ventana con persiana. Fui hasta ella, me paré delante y di una vuelta completa.
A la luz del día, pensé, se vería la esquina de la oficina de Correos.
A
la luz del día... En mi mente la noche se desvaneció. Era de día y los vecinos
iban y venían atareados. Miss Stephanie Crawford cruzaba la calle para comunicar
las últimas habladurías a miss Rachel. Miss Maudie se inclinaba sobre sus
azaleas. Estábamos en verano, y dos niños se precipitaban acera abajo yendo al
encuentro de un hombre que se acercaba en la distancia. El hombre agitaba la
mano, y los niños echaban a correr disputando quién le alcanzaría primero.
Continuábamos
estando en verano, y los niños se acercaban más. Un muchacho andaba por la
acera arrastrando tras de si una caña de pescar. Un hombre estaba de pie
esperando, con las manos en las caderas. Verano; los dos niños jugaban en el
porche con un amigo, representando un extraño y corto drama de su propia
invención.
Llegaba
el otoño, y sus niños se peleaban en la acera delante de la morada de mistress
Dubose. El muchacho ayudó a su hermana a ponerse de pie, y ambos se encaminaron
hacia su casa. Otoño, y sus niños trotaban de un lado a otro de la esquina,
pintados en el rostro los pesares y los triunfos del día. Se paraban junto a un
roble, embelesados, asombrados, aprensivos.
Invierno,
y sus niños se estremecían de frío en la puerta de la fachada del patio,
recortada su silueta sobre el fondo de una casa en llamas. Invierno, y un
hombre salió a la calle, dejó caer las gafas y disparó contra un perro.
Verano,
y vio cómo a sus niños se les partía el corazón. Otoño de nuevo, y los niños de
Boo le necesitaban.
Atticus
tenía razón. Una vez nos dijo que uno no conoce de veras a un hombre hasta que
se pone dentro de su pellejo y se mueve como si fuera él. El estar de pie,
simplemente, en el porche de los Radley, fue bastante.
Las
lámparas de la calle aparecían vellosas a causa de la lluvia fina que caía.
Mientras regresaba a mi casa, me sentía muy mayor, y al mirarme la punta de la
nariz veía unas cuentas finas de humedad; mas el mirar cruzando los ojos me mareaba,
y lo dejé. Camino de casa iba pensando en la gran noticia que daría a Jem al
día siguiente. Se pondría tan furioso por haberse perdido todo aquello que
pasarían días y días sin hablarme. Mientras regresaba a casa pensé que Jem y yo
llegaríamos a mayores, pero que ya no podíamos aprender muchas cosas más, excepto,
posiblemente álgebra.
Subí
las escaleras corriendo y entré en casa del mismo modo. Tía Alexandra se había
ido a la cama, y el cuarto de Atticus estaba a oscuras. Vería si Jem revivía.
Atticus estaba en el cuarto de mi hermano, sentado junto a la cama. Leía un
libro.
-¿No
se ha despertado Jem todavía?
-Duerme
pacíficamente. No se despertará hasta la mañana.
-Oh.
¿Estás aquí haciéndole compañía?
-Hace
una hora, aproximadamente. Vete a la cama, Scout. Has tenido un día largo y
agitado.
-Mira,
creo que me quedaré un rato contigo.
-Como
quieras -respondió Atticus.
Debía
de ser más de medianoche y su afable aquiescencia me asombró. De todos modos,
él era más listo que yo; en el mismo momento que me senté empecé a tener sueño.
-¿Que
estás leyendo? -pregunté.
Atticus
volvió el libro del otro lado.
-Una
cosa de Jem. Se titula El Fantasma Gris.
De
pronto me sentí bien despierta.
-Por
qué has escogido ése?
-No
lo sé, cariño. Lo he cogido al azar. Es una de las pocas cosas que no he leído
-dijo con intención.
-Léelo
en voz alta, por favor, Atticus. Da miedo de veras.
-No
-dijo él-. Hoy has tenido miedo sobrado para una temporada. Esto es
demasiado...
-Atticus,
yo no he tenido miedo -mi padre enarcó las cejas, y yo protesté-: Por lo menos
no lo he tenido hasta que he empezado a contar a míster Tate cómo había
ocurrido. Jem tampoco tenía miedo. Se lo he preguntado y me ha dicho que no.
Por otra parte, no hay nada que dé miedo de verdad, excepto en los libros
Atticus
abrió los labios para decir algo, pero los volvió a cerrar. Quitó el pulgar de
las hojas, hacia la mitad del libro, y retrocedió a la primera página. Yo me
acerqué y apoyé la cabeza sobre su rodilla.
-Hummm
-dijo Atticus-. El Fantasma Gris, por Seckatary Hawkins. Capítulo primero...
Yo
esforcé la voluntad para continuar despierta, pero la lluvia era tan suave, el
cuarto estaba tan templado, la voz de mi padre era tan profunda y su rodilla
tan cómoda, que me dormí.
Unos
segundos después, por lo que parecía, su zapato me rozaba blandamente las
costillas. Atticus me puso de pie y me llevó a mi cuarto.
-He
oído todas las palabras que me has dicho - murmuré-. No he dormido nada en
absoluto habla de un barco y de Fred 'Tres-Dedos' y de Kid 'Pedradas'... Atticus
me desató el mono, me apoyó contra sí y me lo quito. Luego me sostuvo con una
mano, mientras con la otra, cogía el pijama.
-Sí,
y todos creían que Kid 'Pedrada' desordenaba el local de su club y derramaba
tinta por todas partes y...
Atticus
me guió hasta la cama y me hizo sentar en ella. Me levantó las piernas y las
colocó debajo de la sábana.
-Y
le persiguieron, pero no podían cogerle porque no sabían que figura tenía, y,
Atticus, cuando por fin le vieron, resultaba que no había hecho nada de todo aquello...
Atticus, era un chico bueno de veras...
Las
manos de mi padre estaban debajo de mi barbilla, subiendo la manta y
arropándome bien.
-La
mayoría de personas lo son, Scout, cuando por fin las ves.
Atticus
apagó la luz y se volvió al cuarto de Jem. Allí estaría toda la noche; allí
estaría cuando Jem despertase por la mañana.