EL
CEMENTERIO DE LOS LIBROS OLVIDADOS
Todavía
recuerdo aquel amanecer en que mi padre me llevó por primera vez a visitar el
Cementerio de los Libros Olvidados. Desgranaban los
primeros días del verano de 1945 y caminábamos por las calles de una Barcelona
atrapada bajo cielos de ceniza y un sol de vapor que se derramaba sobre la
Rambla de Santa Mónica en una guirnalda de cobre líquido.
—Daniel,
lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie —advirtió mi padre—. Ni a
tu amigo Tomás. A nadie.
—¿Ni
siquiera a mamá? —inquirí yo, a media voz.
Mi
padre suspiró, amparado en aquella sonrisa triste que le perseguía como una
sombra por la vida.
—Claro
que sí —respondió cabizbajo—. Con ella no tenemos secretos. A ella puedes
contárselo todo.
Poco después de la guerra civil, un brote de
cólera se había llevado a mi madre. La enterramos en Montjuïc el día de mi
cuarto cumpleaños. Sólo recuerdo que llovió todo el día y toda la noche, y que
cuando le pregunté a mi padre si el cielo lloraba le faltó la voz para
responderme. Seis años después, la ausencia de mi madre era para mí todavía un
espejismo, un silencio a gritos que aún no había aprendido a acallar con
palabras. Mi padre y yo vivíamos en un pequeño piso de la calle Santa Ana,
junto a la plaza de la iglesia. El piso estaba situado justo encima de la
librería especializada en ediciones de coleccionista y libros usados heredada
de mi abuelo, un bazar encantado que mi padre confiaba en que algún día pasaría
a mis manos. Me crié entre libros, haciendo amigos invisibles en páginas que
se deshacían en polvo y cuyo olor aún conservo en las manos. De niño aprendí a
conciliar el sueño mientras le explicaba a mi madre en la penumbra de mi
habitación las incidencias de la jornada, mis andanzas en el colegio, lo que
había aprendido aquel día... No podía oír su voz o sentir su tacto, pero su luz
y su calor ardían en cada rincón de aquella casa y yo, con la fe de los que
todavía pueden contar sus años con los dedos de las manos, creía que si
cerraba los ojos y le hablaba, ella podría oírme desde donde estuviese.
A veces, mi padre me escuchaba desde el comedor y lloraba a escondidas.
Recuerdo que aquel alba de junio me desperté gritando. El corazón me
batía en el pecho como si el alma quisiera abrirse camino y echar a correr
escaleras abajo. Mi padre acudió azorado a mi habitación y me sostuvo en sus
brazos, intentando calmarme.
—No puedo acordarme de su cara. No puedo acordarme de la cara de mamá
—murmuré sin aliento.
Mi padre me abrazó con fuerza.
—No te preocupes, Daniel. Yo me acordaré por los dos.
Nos miramos en la penumbra, buscando palabras que no existían. Aquélla
fue la primera vez en que me di cuenta de que mi padre envejecía y de que sus
ojos, ojos de niebla y de pérdida, siempre miraban atrás. Se
incorporó y descorrió las cortinas para dejar entrar la tibia luz del alba.
—Anda, Daniel, vístete. Quiero enseñarte algo —dijo.
—¿Ahora? ¿A las cinco de la mañana?
—Hay cosas que sólo pueden verse entre tinieblas —insinuó mi padre
blandiendo una sonrisa enigmática que probablemente había tomado prestada de
algún tomo de Alejandro Dumas.
Las calles aún languidecían entre neblinas y serenos cuando salimos al
portal Las farolas de las Ramblas dibujaban una avenida de vapor, parpadeando
al tiempo que la ciudad se desperezaba y se desprendía de su disfraz de
acuarela. Al llegar a la calle Arco del Teatro nos aventuramos camino del
Raval bajo la arcada que prometía una bóveda de bruma azul. Seguí a mi padre a
través de aquel camino angosto, más cicatriz que calle, hasta que el reluz de
la Rambla se perdió a nuestras espaldas. La claridad del amanecer se filtraba
desde balcones y cornisas en soplos de luz sesgada que no llegaban a rozar el
suelo. Finalmente, mi padre se detuvo frente a un portón de madera labrada
ennegrecido por el tiempo y la humedad. Frente a nosotros se alzaba lo que me
pareció el cadáver abandonado de un palacio, o un museo de ecos y sombras.
—Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie. Ni a tu
amigo Tomás. A nadie.
Un hombrecillo con rasgos de ave rapaz y cabellera plateada nos abrió
la puerta. Su mirada aguileña se posó en mí, impenetrable.
—Buenos días, Isaac. Este es mi hijo Daniel —anunció mi padre—.
Pronto cumplirá once años, y algún día él se hará cargo de la tienda. Ya tiene
edad de conocer este lugar.
El tal Isaac nos invitó a pasar con un leve asentimiento. Una
penumbra azulada lo cubría todo, insinuando apenas trazos de una escalinata de
mármol y una galería de frescos poblados con figuras de ángeles y criaturas fabulosas.
Seguimos al guardián a través de aquel corredor palaciego y llegamos a una gran
sala circular donde una auténtica basílica de tinieblas yacía bajo una cúpula acuchillada por
haces de luz que pendían desde lo alto. Un laberinto de corredores y
estanterías repletas de libros ascendía desde la base hasta la cúspide,
dibujando una colmena tramada de túneles, escalinatas, plataformas y puentes
que dejaban adivinar una gigantesca biblioteca de geometría imposible. Miré a
mi padre, boquiabierto. El me sonrió, guiñándome el ojo.
—Daniel,
bienvenido al Cementerio de los Libros Olvidados.
Salpicando
los pasillos y plataformas de la biblioteca se perfilaban una docena de
figuras. Algunas de ellas se volvieron a saludar desde lejos, y reconocí los
rostros de diversos colegas de mi padre en el gremio de libreros de viejo. A
mis ojos de diez años, aquellos individuos aparecían como una cofradía secreta
de alquimistas conspirando a espaldas del mundo. Mi padre se arrodilló junto a
mí y, sosteniéndome la mirada, me habló con esa voz leve de las promesas y las
confidencias.
—Este
lugar es un misterio, Daniel, un santuario. Cada libro, cada tomo que ves,
tiene alma. El alma de quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y
vivieron y soñaron con él. Cada vez que un libro cambia de manos, cada vez que
alguien desliza la mirada por sus páginas, su espíritu crece y se hace fuerte.
Hace ya muchos años, cuando mi padre me trajo por primera vez aquí, este lugar
ya era viejo. Quizá tan viejo como la misma ciudad. Nadie sabe a ciencia
cierta desde cuándo existe, o quiénes lo crearon. Te diré lo que mi padre me
dijo a mí. Cuando una biblioteca desaparece, cuando una librería cierra sus
puertas, cuando un libro se pierde en el olvido, los que conocemos este lugar,
los guardianes, nos aseguramos de que llegue aquí. En este lugar, los libros
que ya nadie recuerda, los libros que se han perdido en el tiempo, viven para
siempre, esperando llegar algún día a las manos de un nuevo lector, de un nuevo
espíritu. En la tienda nosotros los vendemos y los compramos, pero en realidad
los libros no tienen dueño. Cada libro que ves aquí ha sido el mejor amigo de
alguien. Ahora sólo nos tienen a nosotros, Daniel. ¿Crees que vas a poder
guardar este secreto?
Mi
mirada se perdió en la inmensidad de aquel lugar, en su luz encantada. Asentí y
mi padre sonrió.
—¿Y
sabes lo mejor? —preguntó.
Negué
en silencio.
—La
costumbre es que la primera vez que alguien visita este lugar tiene que
escoger un libro, el que prefiera, y adoptarlo, asegurándose de que nunca
desaparezca, de que siempre permanezca vivo. Es una promesa muy importante. De
por vida —explicó mi padre—. Hoy es tu turno.
Por
espacio de casi media hora deambulé entre los entresijos de aquel laberinto que
olía a papel viejo, a polvo y a magia. Dejé que mi mano rozase las avenidas de
lomos expuestos, tentando mi elección. Atisbé, entre los títulos desdibujados
por el tiempo, palabras en lenguas que reconocía y decenas de otras que era
incapaz de catalogar. Recorrí pasillos y galerías en espiral pobladas por
cientos, miles de tomos que parecían saber más acerca de mí que yo de ellos. Al
poco, me asaltó la idea de que tras la cubierta de cada uno de aquellos libros
se abría un universo infinito por explorar y de que, más allá de aquellos
muros, el mundo dejaba pasar la vida en tardes de fútbol y seriales de radio,
satisfecho con ver hasta allí donde alcanza su ombligo y poco más. Quizá fue
aquel pensamiento, quizá el azar o su pariente de gala, el destino, pero en
aquel mismo instante supe que ya había elegido el libro que iba a adoptar. O
quizá debiera decir el libro que me iba a adoptar a mí. Se asomaba tímidamente
en el extremo de una estantería, encuadernado en piel de color vino y
susurrando su título en letras doradas que ardían a la luz que destilaba la
cúpula desde lo alto. Me acerqué hasta él y acaricié las palabras con la yema de
los dedos, leyendo en silencio.
La Sombra del Viento
Julián CARAX
Jamás
había oído mencionar aquel título o a su autor, pero no me importó. La decisión
estaba tomada. Por ambas partes. Tomé el libro con sumo cuidado y lo hojeé,
dejando aletear sus páginas. Liberado de su celda en el estante, el libro
exhaló una nube de polvo dorado. Satisfecho con mi elección, rehice mis pasos
en el laberinto portando mi libro bajo el brazo con una sonrisa impresa en los
labios. Tal vez la atmósfera hechicera de aquel lugar había podido conmigo,
pero tuve la seguridad de que aquel libro había estado allí esperándome durante
años, probablemente desde antes de que yo naciese.
Aquella
tarde, de vuelta en el piso de la calle Santa Ana, me refugié en mi habitación
y decidí leer las primeras líneas de mi nuevo amigo. Antes de darme cuenta, me
había caído dentro sin remedio. La novela relataba la historia de un hombre en
busca de su verdadero padre, al que nunca había llegado a conocer y cuya
existencia sólo descubría merced a las últimas palabras que pronunciaba su
madre en su lecho de muerte. La historia de aquella búsqueda se transformaba en
una odisea fantasmagórica en la que el protagonista luchaba por recuperar una
infancia y una juventud perdidas, y en la que, lentamente, descubríamos la
sombra de un amor maldito cuya memoria le habría de perseguir hasta el fin de
sus días. A medida que avanzaba, la estructura del relato empezó a recordarme
a una de esas muñecas rusas que contienen innumerables miniaturas de sí mismas
en su interior. Paso a paso, la narración se descomponía en mil historias,
como si el relato hubiese penetrado en una galería de espejos y su identidad se
escindiera en docenas de reflejos diferentes y al tiempo uno solo. Los minutos
y las horas se deslizaron como un espejismo. Horas más tarde, atrapado en el
relato, apenas advertí las campanadas de medianoche en la catedral
repiqueteando a lo lejos. Enterrado en la luz de cobre que proyectaba el
flexo, me sumergí en un mundo de imágenes y sensaciones como jamás las había
conocido. Personajes que se me antojaron tan reales como el aire que respiraba
me arrastraron en un túnel de aventura y misterio del que no quería escapar.
Página a página, me dejé envolver por el sortilegio de la historia y su mundo
hasta que el aliento del amanecer acarició mi ventana y mis ojos cansados se
deslizaron por la última página. Me tendí en la penumbra azulada del alba con
el libro sobre el pecho y escuché el rumor de la ciudad dormida goteando sobre
los tejados salpicados de púrpura. El sueño y la fatiga llamaban a mi puerta,
pero me resistí a rendirme. No quería perder el hechizo de la historia ni
todavía decir adiós a sus personajes.
En una
ocasión oí comentar a un cliente habitual en la librería de mi padre que pocas
cosas marcan tanto a un lector como el primer libro que realmente se abre
camino hasta su corazón. Aquellas primeras imágenes, el eco de esas palabras
que creemos haber dejado atrás, nos acompañan toda la vida y esculpen un
palacio en nuestra memoria al que, tarde o temprano —no importa cuántos libros
leamos, cuántos mundos descubramos, cuánto aprendamos u olvidemos—, vamos a
regresar. Para mí, esas páginas embrujadas siempre serán las que encontré entre
los pasillos del Cementerio de los Libros Olvidados.
DÍAS DE CENIZA
1945-1949
1
Un
secreto vale lo que aquellos de quienes tenemos que guardarlo. Al despertar, mi
primer impulso fue hacer partícipe de la existencia del Cementerio de los
Libros Olvidados a mi mejor amigo. Tomás Aguilar era un compañero de estudios
que dedicaba su tiempo libre y su talento a la invención de artilugios
ingeniosísimos pero de escasa aplicación práctica, como el dardo aerostático o
la peonza dinamo. Nadie mejor que Tomás para compartir aquel secreto. Soñando despierto
me imaginaba a mi amigo Tomás y a mí pertrechados ambos de linternas y brújula
prestos a desvelar los secretos de aquella catacumba bibliográfica. Luego,
recordando mi promesa, decidí que las circunstancias aconsejaban lo que en las
novelas de intriga policial se denominaba otro modus operandi. Al mediodía
abordé a mi padre para cuestionarle acerca de aquel libro y de Julián Carax,
que en mi entusiasmo había imaginado célebres en todo el mundo. Mi plan era
hacerme con todas sus obras y leérmelas de cabo a rabo en menos de una semana.
Cuál fue mi sorpresa al descubrir que mi padre, librero de casta y buen
conocedor de los catálogos editoriales, jamás había oído hablar de La Sombra
del Viento o de Julián Carax.
Intrigado, mi padre inspeccionó la página con los datos de la edición.
—Según
esto, este ejemplar forma parte de una edición de dos mil quinientos
ejemplares impresa en Barcelona, por Cabestany Editores, en diciembre de 1935.
—¿Conoces
esa editorial?
—Cerró
hace años. Pero la edición original no es ésta, sino otra de noviembre del
mismo año, pero impresa en París... La editorial es Galliano & Neuval. No
me suena.
—Entonces,
¿el libro es una traducción? —pregunté, desconcertado.
—No
menciona que lo sea. Por lo que aquí se ve, el texto es original.
—¿Un
libro en castellano, editado primero en Francia?
—No
será la primera vez, con los tiempos que corren —adujo mi padre—. A lo mejor
Barceló nos puede ayudar...
Gustavo
Barceló era un viejo colega de mi padre, dueño de una librería cavernosa en la
calle Fernando que capitaneaba la flor y nata del gremio de libreros de viejo.
Vivía perpetuamente adherido a una pipa apagada que desprendía efluvios de
mercado persa y se describía a sí mismo como el último romántico. Barceló
sostenía que en su linaje había un lejano parentesco con lord Byron, pese a que
él era natural de la localidad de Caldas de Montbuy. Quizá con ánimo de
evidenciar esta conexión, Barceló vestía invariablemente al uso de un dandi
decimonónico, luciendo fular, zapatos de charol blanco y un monóculo sin
graduación que según las malas lenguas no se quitaba ni en la intimidad del
retrete. En realidad, el parentesco más significativo en su haber era el de su
progenitor, un industrial que se había enriquecido por medios más o menos turbios
a finales del siglo XIX. Según me explicó mi padre, Gustavo Barceló estaba,
técnicamente, forrado, y lo de la librería era más pasión que negocio. Amaba
los libros sin reserva y, aunque él lo negaba rotundamente, si alguien entraba
en su librería y se enamoraba de un ejemplar cuyo precio no podía costearse,
lo rebajaba hasta donde fuese necesario, o incluso lo regalaba si estimaba que
el comprador era un lector de casta y no un diletante mariposón. Al margen de
estas peculiaridades, Barceló poseía una memoria de elefante y una pedantería
que no desmerecía en porte o sonoridad, pero si alguien sabía de libros
extraños, era él. Aquella tarde, después de cerrar la tienda, mi padre sugirió
que nos acercásemos hasta el café de Els Quatre Gats en la calle Montsió, donde
Barceló y sus compinches mantenían una tertulia bibliófila sobre poetas
malditos, lenguas muertas y obras maestras abandonadas a merced de la polilla.
Els
Quatre Gats quedaba a tiro de piedra de casa y era uno de mis rincones predilectos
de toda Barcelona. Allí se habían conocido mis padres en el año 32, y yo
atribuía en parte mi billete de ida por la vida al encanto de aquel viejo café.
Dragones de piedra custodiaban la fachada enclavada en un cruce de sombras y
sus farolas de gas congelaban el tiempo y los recuerdos. En el interior, las
gentes se fundían con los ecos de otras épocas. Contables, soñadores y
aprendices de genio compartían mesa con el espejismo de Pablo Picasso, Isaac
Albéniz, Federico García Lorca o Salvador Dalí. Allí, cualquier pelagatos
podía sentirse por unos instantes figura histórica por el precio de un cortado.
—Hombre,
Sempere —proclamó Barceló al ver entrar a mi padre—, el hijo pródigo. ¿A qué se
debe el honor?
—El honor se lo debe usted a mi hijo Daniel, don Gustavo, que acaba de
hacer un descubrimiento.
—Pues vengan a sentarse con nosotros, que esta efemérides hay que
celebrarla —proclamó Barceló.
—¿Efemérides? —le susurré a mi padre.
—Barceló se expresa sólo en esdrújulas —respondió mi padre a media voz—.
Tú no digas nada, que se envalentona.
Los contertulios nos hicieron sitio en su círculo y Barceló, que
gustaba de mostrarse espléndido en público, insistió en invitarnos.
—¿Qué edad tiene el mozalbete? —inquirió Barceló, mirándome de reojo.
—Casi once años —declaré. Barceló me sonrió, socarrón.
—O sea, diez. No te pongas años de más, sabandijilla, que ya te los
pondrá la vida.
Varios de los contertulios murmuraron su asentimiento. Barceló hizo
señas a un camarero con aspecto inminente de ser declarado monumento histórico
para que se acercase a tomar nota.
—Un coñac para mi amigo Sempere, del bueno, y para el retoño una leche
merengada, que tiene que crecer. Ah, y traiga unos taquitos de jamón, pero que
no sean como los de antes, ¿eh?, que para caucho ya está la casa Pirelli —rugió
el librero.
El camarero asintió y partió, arrastrando los pies y el alma.
—Lo que yo digo —comentó el librero—. Cómo va a haber trabajo? Si en
este país no se jubila la gente ni después de muerta. Mire usted al Cid. Si es
que no hay remedio.
Barceló saboreó su pipa apagada, su mirada aguileña escrutando con
interés el libro que yo sostenía en las manos. Pese a su fachada farandulera y
a tanta palabrería, Barceló podía oler una buena presa como un lobo huele la
sangre.
—A ver —dijo Barceló, fingiendo desinterés—. ¿Qué me traen ustedes?
Le dirigí una mirada a mi padre. Él asintió. Sin más preámbulo, le
tendí el libro a Barceló. El librero lo tomó con mano experta. Sus dedos de
pianista rápidamente exploraron textura, consistencia y estado. Exhibiendo su
sonrisa florentina, Barceló localizó la página de edición y la inspeccionó con
intensidad policial por espacio de un minuto. Los demás le observaban en
silencio, como si esperasen un milagro o permiso para respirar de nuevo.
—Carax. Interesante —murmuró con tono impenetrable.
Tendí de nuevo mi mano para recuperar el libro. Barceló arqueó las
cejas, pero me lo devolvió con una sonrisa glacial.
—¿Dónde lo has encontrado, chavalín?
—Es un secreto —repliqué, sabiendo que mi padre debía de estar
sonriendo por dentro.
Barceló frunció el ceño y desvió la mirada hacia mi padre.
—Amigo Sempere, porque es usted y por todo el aprecio que le tengo y
en honor a la larga y profunda amistad que nos une como a hermanos, dejémoslo
en cuarenta duros y no se hable más.
—Eso lo va a tener que discutir con mi hijo —adujo mi padre—. El libro
es suyo.
Barceló me ofreció una sonrisa lobuna.
—¿Qué me dices, muchachete? Cuarenta duros no está mal para una
primera venta... Sempere, este chico suyo hará carrera en este negocio.
Los contertulios le rieron la gracia. Barceló me miró complacido,
sacando su billetero de piel. Contó los cuarenta duros, que para aquel
entonces eran toda una fortuna, y me los tendió. Yo me limité a negar en
silencio. Barceló frunció el ceño.
—Mira que la codicia es pecado mortal de necesidad, ¿eh? —adujo—.
Venga, sesenta duros y te abres una cartilla de ahorro, que a tu edad ya hay
que pensar en el futuro.
Negué de nuevo. Barceló le lanzó una mirada airada a mi padre a través
de su monóculo.
—A mí no me mire —dijo mi padre—. Yo aquí sólo vengo de acompañarte.
Barceló suspiró y me observó detenidamente. A ver, niño, pero ¿tú qué
es lo que quieres?
—Lo que quiero es saber quién es Julián Carax, y dónde puedo
encontrar otros libros que haya escrito.
Barceló rió por lo bajo y enfundó de nuevo su billetera,
reconsiderando a su adversario.
—Vaya, un académico. Sempere, pero ¿qué le da usted de comer a este
crío? —bromeó.
El librero se inclinó hacia mí con tono confidencial y, por un
instante, me pareció entrever en su mirada un cierto respeto que no había
estado allí momentos atrás.
—Haremos un trato —me dijo—. Mañana domingo, por la tarde, te pasas
por la biblioteca del Ateneo y preguntas por mí. Tú te traes tu libro para que
lo pueda examinar bien, y yo te cuento lo que sé de Julián Carax. Quid pro quo.
—¿Quid pro qué?
—Latín, chaval. No hay lenguas muertas, sino cerebros aletargados.
Parafraseando, significa que no hay duros a cuatro pesetas, pero que me has
caído bien y te voy a hacer un favor.
Aquel hombre destilaba una oratoria capaz de aniquilar las moscas al
vuelo, pero sospeché que si quería averiguar algo sobre Julián Carax, más me
valdría quedar en buenos términos con él. Le sonreí beatíficamente, mostrando
mi deleite con los latinajos y su verbo fácil.
—Recuerda, mañana, en el Ateneo —sentenció el librero—.
Pero trae el libro, o no hay trato.
—De acuerdo.
La conversación se desvaneció lentamente en el murmullo de los demás
contertulios, derivando hacia la discusión de unos documentos encontrados en
los sótanos de El Escorial que sugerían la posibilidad de que don Miguel de
Cervantes no había sido sino el seudónimo literario de una velluda mujerona
toledana. Barceló, ausente, no participó en el debate bizantino y se limitó a
observarme desde su monóculo con una sonrisa velada. O quizá tan sólo miraba
el libro que yo sostenía en las manos.
2
Aquel domingo, las nubes habían resbalado del cielo y las calles
yacían sumergidas bajo una laguna de neblina ardiente que hacía sudar los
termómetros en las paredes. A media tarde, rondando ya los treinta grados,
partí rumbo a la calle Canuda para mi cita con Barceló en el Ateneo con mi
libro bajo el brazo y un lienzo de sudor en la frente. El Ateneo era —y aún
es— uno de los muchos rincones de Barcelona donde el siglo XIX todavía no ha
recibido noticias de su jubilación. La escalinata de piedra ascendía desde un
patio palaciego hasta una retícula fantasmal de galerías y salones de lectura
donde invenciones como el teléfono, la prisa o el reloj de muñeca resultaban
anacronismos futuristas. El portero, o quizá tan sólo fuera una estatua de
uniforme, apenas pestañeó a mi llegada. Me deslicé hasta el primer piso,
bendiciendo las aspas de un ventilador que susurraba entre lectores adormecidos
derritiéndose como cubitos de hielo sobre sus libros y diarios.
La silueta de don Gustavo Barceló se recortaba junto a las cristaleras
de una galería que daba al jardín interior del edificio. Pese a la atmósfera
casi tropical, el librero vestía sus habituales galas de figurín y su monóculo
brillaba en la penumbra como una moneda en el fondo de un pozo. junto a él
distinguí una figura enfundada en un vestido de alpaca blanca que se me antojó
un ángel esculpido en brumas. Al eco de mis pasos, Barceló entornó la mirada
y me hizo un ademán para que me aproximase.
—Daniel, ¿verdad? —preguntó el librero—. ¿Has traído el libro?
Asentí por duplicado y acepté la silla que Barceló me brindaba junto a
él y a su misteriosa acompañante. Durante varios minutos, el librero se limitó
a sonreír plácida mente, ajeno a mi presencia. Al poco abandoné toda esperanza
de que me presentase a quien fuera que fuese la dama de blanco. Barceló se
comportaba como si ella no estuviese allí y ninguno de los dos pudiese verla.
La observé de reojo, temeroso de encontrar su mirada, que seguía perdida en
ninguna parte. Su rostro y sus brazos vestían una piel pálida, casi traslúcida.
Tenía los rasgos afilados, dibujados a trazo firme bajo una cabellera negra que
brillaba como piedra humedecida. Le calculé unos veinte años a lo sumo, pero
algo en su porte y en el modo en que el alma parecía caerle a los pies, como
las ramas de un sauce, me hizo pensar que no tenía edad. Parecía atrapada en
ese estado de perpetua juventud reservado a los maniquíes en los escaparates de
postín. Estaba intentando leerle el pulso bajo aquella garganta de cisne cuando
advertí que Barceló me observaba fijamente.
—Entonces, ¿vas a decirme dónde encontraste ese libro? —preguntó.
—Lo haría, pero prometí a mi padre guardar el secreto —aduje.
—Ya veo. Sempere y sus misterios —dijo Barceló—. Ya me figuro yo
dónde. Menuda potra has tenido, chaval. A eso le llamo yo encontrar una aguja
en un campo de azucenas. A ver, ¿me lo dejas ver?
Le tendí el libro, y Barceló lo tomó en sus manos con infinita
delicadeza.
—Lo has leído, supongo.
—Sí, señor.
—Te envidio. Siempre me ha parecido que el momento para leer a Carax
es cuando todavía se tiene el corazón joven y la mente limpia. ¿Sabías que ésta
fue la última novela que escribió?
Negué en silencio.
—¿Sabes cuántos ejemplares como éste hay en el mercado, Daniel?
—Miles, supongo.
—Ninguno —precisó Barceló—. Excepto el tuyo. El resto fueron quemados.
—¿Quemados?
Barceló se limitó a ofrecer su sonrisa hermética, pasando hojas del
libro y acariciando el papel como si fuese una seda única en el universo. La
dama de blanco se volvió lentamente. Sus labios esbozaron una sonrisa tímida y
temblorosa. Sus ojos palpaban el vacío, pupilas blancas como el mármol. Tragué
saliva. Estaba ciega.
—Tú no conoces a mi sobrina Clara, ¿verdad? —preguntó Barceló.
Me limité a negar, incapaz de quitar la mirada de aquella criatura con
tez de muñeca de porcelana y ojos
blancos, los ojos más tristes que he visto jamás.
—En realidad, la experta en Julián Carax es Clara, por eso la he
traído —dijo Barceló.
—Es más, pensándolo bien, creo que con vuestro permiso yo me voy a
retirar a otra sala a inspeccionar este volumen mientras vosotros habláis de
vuestras cosas. ¿Os parece?
Le miré, atónito. El librero, pirata hasta la sepultura y ajeno a mis
reservas, se limitó a darme una palmadita en la espalda y partió con mi libro
bajo el brazo.
—Le has impresionado, ¿sabes? —dijo la voz a mi espalda.
Me volví para descubrir la sonrisa leve de la sobrina del librero,
tanteando en el vacío. Tenía la voz de cristal, transparente y tan frágil que
me pareció que sus palabras se quebrarían si la interrumpía a media frase.
—Mi tío me ha dicho que te ofreció una buena suma por el libro de
Carax, pero que tú la rechazaste —añadió Clara—.Te has ganado su respeto.
—Cualquiera lo diría —suspiré.
Observé que Clara ladeaba la cabeza al sonreír y que sus dedos
jugueteaban con un anillo que parecía una guirnalda de zafiros.
—¿Qué edad tienes? —preguntó.
—Casi once años —respondí—. ¿Y usted?
Clara rió ante mi insolente inocencia.
—Casi el doble, pero tampoco es como para que me trates de usted.
—Parece usted más joven —apunté, intuyendo que aquello podía ser una
buena salida a mi indiscreción.
—Me fiaré de ti entonces, porque yo no sé qué aspecto tengo —repuso,
sin abandonar su sonrisa a media vela—. Pero si te parezco más joven, razón de
más para que me trates de tú.
—Lo que usted diga, señorita Clara.
Observé detenidamente sus manos abiertas como alas sobre su regazo, su
talle frágil insinuándose bajo los pliegues de alpaca, el dibujo de sus
hombros, la extrema palidez de si garganta y el cierre de sus labios, que
hubiera querido acariciar con la yema de los dedos. Nunca antes había tenido la
oportunidad de examinar a una mujer tan de cerca y con tanta precisión sin
temor a encontrarme con su mirada.
—¿Qué miras? —preguntó Clara, no sin cierta malicia.
—Su tío dice que es usted una experta en Julián Carax —improvisé, con
la boca seca.
—Mi tío sería capaz de decir cualquier cosa con tal de pasar un rato a
solas con un libro que le fascine —adujo Clara—. Pero tú debes preguntarte cómo
alguien que está ciego puede ser experto en libros si no los puede leer.
—No se me había ocurrido, la verdad.
—Para tener casi once años no mientes mal. Vigila, o acabarás como mi
tío.
Temiendo meter la pata por enésima vez, me limité a permanecer sentado
en silencio, contemplándola embobado.
—Anda, acércate —dijo ella.
—¿Perdón?
—Acércate sin miedo. No te voy a comer.
Me incorporé de la silla y me aproximé hasta donde Clara estaba
sentada. La sobrina del librero alzó la mano derecha, buscándome a tientas. Sin
saber bien cómo debía proceder, hice otro tanto y le ofrecí mi mano. La tomó en
su mano izquierda, y Clara me ofreció en silencio su derecha. Comprendí instintivamente lo que me
pedía, y la guié hasta mi rostro. Su tacto era firme y delicado a un tiempo.
Sus dedos me recorrieron las mejillas y los pómulos. Permanecí inmóvil, casi
sin atreverme a respirar, mientras Clara leía mis facciones con sus manos.
Mientras lo hacía, sonreía para sí y pude advertir que sus labios se
entrecerraban, como murmurando en silencio. Sentí el roce de sus manos en la
frente, en el pelo y en los párpados. Se detuvo sobre mis labios, dibujándolos
en silencio con el índice y el anular. Los dedos le olían a canela. Tragué
saliva, notando que el pulso se me lanzaba a la brava y agradeciendo a la
divina providencia que no hubiera testigos oculares para presenciar mi
sonrojo, que hubiera bastado para prender un habano a un palmo de distancia.
3
Aquella
tarde de brumas y llovizna, Clara Barceló me robó el corazón, la respiración y
el sueño. Al amparo de la luz embrujada del Ateneo, sus manos escribieron en mi
piel una maldición que habría de perseguirme durante años. Mientras yo la
contemplaba embelesado, la sobrina del librero me explicó su historia y cómo
ella había tropezado, también por casualidad, con las páginas de Julián Carax.
El accidente había tenido lugar en un pueblo de la Provenza. Su padre, abogado
de prestigio vinculado al gabinete del presidente Companys, había tenido la
clarividencia de enviar a su hija y a su esposa a vivir con su hermana al otro
lado de la frontera al inicio de la guerra civil. No faltó quien opinase que
aquello era una exageración, que en Barcelona no iba a pasar nada y que en España,
cuna y pináculo de la civilización cristiana, la barbarie era cosa de los
anarquistas, y éstos, en bicicleta y con parches en los calcetines, no podían
llegar muy lejos. Los pueblos no se miran nunca en el espejo, decía siempre el
padre de Clara, y menos con una guerra entre las cejas. El abogado era un buen
lector de la historia y sabía que el futuro se leía en las calles, las
factorías y los cuarteles con más claridad que en la prensa de la mañana.
Durante meses les escribió todas las semanas. Al principio lo hacía desde el
bufete de la calle Diputación, luego sin remite y, finalmente, a escondidas,
desde una celda en el castillo de Montjuïc donde, como a tantos, nadie le vio
entrar y de donde nunca volvió a salir.
La
madre de Clara leía las cartas en voz alta, disimulando mal el llanto y
saltándose los párrafos que su hija intuía sin necesidad de leerlos. Más tarde,
a medianoche, Clara convencía a su prima Claudette para que le leyese de nuevo
las cartas de su padre en su integridad. Así era cómo Clara leía, con ojos de
prestado. Nadie la vio nunca derramar una lágrima, ni cuando dejaron de recibir
correspondencia del abogado ni cuando las noticias de la guerra hicieron
suponer lo peor.
—Mi
padre sabía desde el principio lo que iba a pasar —explicó Clara—. Permaneció
al lado de sus amigos porque pensaba que ésa era su obligación. Le mató la
lealtad a gentes que, cuando les llegó la hora, le traicionaron. Nunca te fíes
de nadie, Daniel, especialmente de la gente a la que admiras. Ésos son los que
te pegarán las peores puñaladas.
Clara
pronunciaba estas palabras con una dureza que parecía forjada en años de
secreto y sombra. Me perdí en su mirada de
porcelana, ojos sin lágrimas ni engaños, escuchándola hablar de cosas que por
entonces yo no entendía. Clara describía personas, escenarios y objetos que
nunca había visto con sus propios ojos con un detalle y una precisión de
maestro de la escuela flamenca. Su idioma eran las texturas y los ecos, el
color de las voces, el ritmo de los pasos. Me explicó cómo, durante los años
del exilio en Francia, ella y su prima Claudette habían compartido un tutor y
maestro particular, un cincuentón borrachín con ínfulas de literato que
alardeaba de poder recitar la Eneida
de Virgilio en latín sin acento y
al que habían apodado como Monsieur Roquefort en virtud del peculiar aroma que
su persona destilaba pese a los baños romanos de colonia y perfume con que
adobaba su pantagruélica persona. Monsieur Roquefort, pese a sus notables
peculiaridades (entre las que destacaba una firme y militante convicción de que
el embutido y en particular las morcillas que Clara y su madre recibían de los
parientes de España eran mano de santo para la circulación y el mal de gota),
era hombre de gustos refinados. Desde joven viajaba a París una vez al mes para
enriquecer su acervo cultural con las últimas novedades literarias, visitar
museos y, se rumoreaba, pasar una noche de asueto en brazos de una nínfula a la
que había bautizado como madame Bovary pese a que se llamaba Hortense y tenía
cierta propensión al vello facial. En sus excursiones culturales, Monsieur
Roquefort solía frecuentar un puesto de libros usados apostado frente a
Notre-Dame y fue allí donde, por casualidad, se tropezó una tarde de 1929 con
una novela de un autor desconocido, un tal Julián Carax. Siempre abierto a las
novedades, Monsieur Roquefort adquirió el libro más que nada porque el título
le resultaba sugerente y él siempre acostumbraba a leer algo ligero en el tren
de vuelta. La novela llevaba por título La casa roja, y en la
contraportada aparecía una imagen borrosa del autor, quizá una fotografía o un
apunte al carbón. Según el texto biográfico, Julián Carax era un joven de
veintisiete años que había nacido con el siglo en la ciudad de Barcelona y
ahora vivía en París, escribía en francés y ejercía profesionalmente como
pianista nocturno en un local de alterne. El texto de la sobrecubierta, pomposo
y apolillado al gusto de la época, proclamaba en prosa prusiana que aquélla
era la primera obra de un valor deslumbrante, un talento proteico e insigne,
promesa de futuro para las letras europeas sin parangón en el mundo de los
vivos. Con todo, la sinopsis referida a continuación daba a entender que la
historia contenía elementos vagamente siniestros y de tono folletinesco, lo
cual a ojos de Monsieur Roquefort siempre era un punto a favor,
porque a él, después de los clásicos, lo que más le gustaba eran las intrigas
de crimen y alcoba.
La casa roja relataba la atormentada vida de un misterioso
individuo que asaltaba jugueterías y museos para robar muñecos y títeres, a los
que posteriormente arrancaba los ojos y llevaba a su vivienda, un
fantasmal invernadero abandonado a orillas del Sena. Al irrumpir una noche en
una mansión suntuosa de la avenue Foix para diezmar la colección privada de
muñecos de un magnate enriquecido a través de turbias artimañas durante la
revolución industrial, su hija, una señorita de la buena sociedad parisina,
muy leída y fina ella, se enamoraba del ladrón. A medida que avanzaba el
tortuoso romance, plagado de incidencias escabrosas y episodios a media luz,
la heroína desentrañaba el misterio que llevaba al enigmático protagonista,
que nunca revelaba su nombre, a cegar a los muñecos, descubría un horrible
secreto sobre su propio padre y su colección de figuras de porcelana y se
hundía inevitablemente en un final de tragedia gótica sin cuento.
Monsieur Roquefort, que era un corredor de fondo en las lides
literarias y que se enorgullecía de poseer una amplia colección de cartas
firmadas por todos los editores de París rechazando los tomos de verso y prosa
que él les enviaba sin tregua, identificó la editorial que había publicado la
novela como una casa del tres al cuarto, conocida, si acaso, por sus tomos de
cocina, costura y otras artes del hogar. El dueño del puesto de libros usados
le contó que la novela había salido apenas y que había conseguido arrancar un
par de reseñas en dos diarios de provincias, junto a las notas necrológicas. En
pocas líneas, los críticos se habían despachado a gusto y habían recomendado al
novel Carax que no dejase su empleo de pianista, porque en la literatura estaba
claro que no iba a dar la nota. Monsieur Roquefort, a quien se le ablandaba el
corazón y el bolsillo ante las causas perdidas, decidió invertir medio franco y
se llevó la novela del tal Carax junto con una edición exquisita del gran
maestro, de quien se sentía heredero por reconocer, Gustave Flaubert.
El tren a Lyon iba repleto hasta los topes y Monsieur Roquefort no
tuvo más remedio que compartir su cabina de segunda clase con un par de
religiosas que, tan pronto dejaron atrás la estación de Austerlitz, no cesaron
de lanzarle miradas de reprobación, murmurando por lo bajo. Ante semejante
escrutinio, el maestro optó por rescatar aquella novela de su cartera y
parapetarse tras sus páginas. Cuál fue su sorpresa cuando, cientos de
kilómetros más tarde, descubrió que había olvidado a las hermanas, el vaivén
del tren y el paisaje que se deslizaba como un mal sueño de los hermanos
Lumiére tras las ventanas del tren. Leyó toda la noche, ajeno a los ronquidos
de las religiosas y a las estaciones fugaces en la niebla. Girando la última
página al despuntar el alba, Monsieur Roquefort descubrió que tenía lágrimas en
los ojos y el corazón envenenado de envidia y asombro.
Aquel mismo lunes, Monsieur Roquefort llamó a la editorial de París
para solicitar información sobre el tal Julián Carax. Tras mucha insistencia,
una telefonista de tono asmático y disposición virulenta le respondió que el
señor Carax no tenía dirección conocida, que de todos modos ya no estaba en
tratos con la editorial en cuestión y que la novela La casa roja
había vendido exactamente setenta y siete ejemplares desde el día de
su publicación, presumiblemente adquiridos en su mayoría por las señoritas de
virtud fácil y otros habituales del local donde el autor desgranaba nocturnos
y polonesas por unas monedas. El resto de ejemplares habían sido devueltos y
transformados en pasta de papel para imprimir misales, multas y billetes de
lotería. La mísera fortuna del misterioso autor acabó por conquistar las
simpatías de Monsieur Roquefort. Durante los siguientes diez años, en cada una
de sus visitas a París, recorrería librerías de viejo en busca de más obras de
Julián Carax. Nunca encontró ninguna. Casi nadie había oído hablar del autor,
y a los que les sonaba, poco sabían. Había quien afirmaba que había publicado
algunos libros más, siempre en editoriales de poca monta y con tirajes
irrisorios. Esos libros, si realmente existían, eran imposibles de encontrar.
Un librero afirmó una vez haber tenido en sus manos un ejemplar de una novela
de Julián Carax llamada El ladrón de catedrales pero de eso
hacía ya tiempo y no estaba del todo seguro. A finales (le 1935 le llegaron
noticias de que una nueva novela de Julián Carax, La Sombra del Viento, había sido
publicada por una pequeña editorial de París. Escribió a la editorial para
adquirir varios ejemplares. Nunca recibió contestación. Al año siguiente, en la
primavera del 36, su antiguo amigo en el puesto de libros en la orilla sur del
Sena le preguntó si seguía interesado en Carax. Monsieur Roquefort afirmó que
él nunca se rendía. Era ya cuestión de tozudez: si el mundo se empeñaba en
enterrar a Carax en el olvido, a él no le daba la gana de pasar por el aro. Su
amigo le explicó que semanas atrás había circulado un rumor acerca de Carax.
Parecía que por fin su suerte había cambiado. Iba a contraer matrimonio con una
dama de buena posición y había publicado una nueva novela después de varios
años de silencio que, por primera vez, había recibido una reseña favorable en Le Monde. Pero justo
cuando parecía que los vientos iban a cambiar de rumbo, explicó el librero,
Carax se había visto complicado en un duelo en el cementerio de Pére Lachaise.
Las circunstancias que rodearon este suceso no estaban claras. Cuanto se sabía
era que el duelo había tenido lugar al alba del día en que Carax tenía que
contraer matrimonio, y que el novio nunca se presentó en la iglesia.
Había opiniones para todos los gustos: unos le hacían muerto en aquel
duelo y su cadáver abandonado en una tumba anónima; otros, más optimistas,
preferían creer que Carax, complicado en algún asunto turbio, había tenido que
abandonar a su prometida en el altar y huir de París para regresar a Barcelona.
La tumba sin nombre nunca fue encontrada y poco después había circulado otra
versión: Julián Carax, perseguido por la desgracia, había muerto en su ciudad
natal en la más absoluta de las miserias. Las chicas del burdel donde tocaba
el piano habían hecho una colecta para pagarle un entierro decente. Cuando
llegó el giro, el cadáver ya había sido enterrado en una fosa común, junto con
los cuerpos de mendigos y gente sin nombre que aparecían flotando en el puerto
o que morían de frío en la escalera del metro.
Aunque sólo fuese por llevar la contraria, Monsieur Roquefort no
olvidó a Carax. Once años después de haber descubierto La casa
roja, decidió prestar la novela a sus dos alumnas con la esperanza de que
tal vez aquel extraño libro las animase a adquirir el hábito de la lectura.
Clara y Claudette eran por entonces dos quinceañeras con las venas ardiendo de
hormonas y con el mundo guiñándoles el ojo desde las ventanas de la sala de
estudio. Pese a los esfuerzos de su tutor, hasta el momento habían demostrado
ser inmunes al encanto de los clásicos, las fábulas de Esopo o el verso
inmortal de Dante Alighieri. Monsieur Roquefort, temiendo que su contrato fuese
rescindido al descubrir la madre de Clara que sus labores docentes estaban
formando dos analfabetas con la cabeza llena de pájaros, optó por pasarles la
novela de Carax con el pretexto de que era una historia de amor de las que
hacían llorar a moco tendido, lo cual era una verdad a medias.
4
—Jamás me había sentido atrapada, seducida y envuelta por una historia
como la que narraba aquel libro —explicó Clara—. Hasta entonces para mí las
lecturas eran una obligación, una especie de multa a pagar a maestros y tutores sin saber muy bien para qué. No conocía el placer de leer, de
explorar puertas que se te abren en el alma, de abandonarse a la imaginación,
a la belleza y al misterio de la ficción y del lenguaje. Todo eso para mí
nació con aquella novela. ¿Has besado alguna vez a una chica, Daniel?
Se me atragantó el cerebelo y la saliva se me transformó en serrín.
—Bueno, eres muy joven todavía. Pero es esa misma sensación, esa
chispa de la primera vez que no se olvida. Éste es un mundo de sombras, Daniel,
y la magia es un bien escaso. Aquel libro me enseñó que leer podía hacerme
vivir más y más intensamente, que podía devolverme la vista que había perdido.
Sólo por eso, aquel libro que a nadie importaba cambió mi vida.
Llegado a este punto, yo había quedado reducido a pasmarote, a merced
de aquella criatura cuyas palabras y cuyos encantos no tenía yo modo, ni ganas,
de resistir. Deseé que nunca dejase de hablar, que su voz me envolviese para
siempre y que su tío no regresara jamás a quebrar aquel instante que me
pertenecía sólo a mí.
—Durante años busqué otros libros de Julián Carax —continuó Clara—.
Preguntaba en bibliotecas, en librerías, en escuelas... siempre en vano. Nadie
había oído hablar de él o de sus libros. No podía entenderlo. Más adelante
llegó a oídos de Monsieur Roquefort una extraña historia acerca de un individuo
que se dedicaba a recorrer librerías y bibliotecas en busca de obras de Julián
Carax y que, si las encontraba, las compraba, robaba o conseguía por cualquier
medio; acto seguido les prendía fuego. Nadie sabía quién era, ni por qué lo
hacía. Un misterio más que sumar al propio enigma de Carax. Con el tiempo, mi
madre decidió que quería regresar a España. Estaba enferma y su hogar y su
mundo siempre habían sido Barcelona. Secretamente, yo albergaba la esperanza de
poder averiguar algo sobre Carax aquí, puesto que al fin y al cabo Barcelona
había sido la ciudad donde había nacido y donde había desaparecido para siempre
al principio de la guerra. Lo único que encontré fueron vías muertas, y eso
contando con la ayuda de mi tío. A mi madre, en su propia búsqueda, le ocurrió
otro tanto. La Barcelona que encontró a su regreso ya no era la que había
dejado atrás. Se encontró con una ciudad de tinieblas, en la que mi padre ya no
vivía, pero que seguía embrujada por su recuerdo y su memoria en cada rincón.
Como si no le bastase con aquella desolación, se empeñó en contratar a un
individuo para que averiguase qué había sido exactamente de mi padre. Tras
meses de investigaciones, todo lo que el investigador consiguió recuperar fue
un reloj de pulsera roto y el nombre del hombre que había matado a mi padre en
los fosos del castillo de Montjuïc. Se llamaba Fumero, Javier Fumero. Nos
dijeron que este individuo, y no era el único, había empezado como pistolero a
sueldo de la FAI y había flirteado con anarquistas, comunistas y fascistas,
engañándolos a todos, vendiendo sus servicios al mejor postor y que, tras la
caída de Barcelona, se había pasado al bando vencedor e ingresado en el cuerpo
de policía. Hoy es un inspector famoso y condecorado. A mi padre no le
recuerda nadie. Como puedes imaginarte, mi madre se apagó en apenas unos meses.
Los médicos dijeron que era el corazón, y yo creo que por una vez acertaron. A
la muerte de mi madre me fui a vivir con mi tío Gustavo, que era el único
pariente que le quedaba a mi madre en Barcelona. Yo le adoraba, porque siempre
me traía libros de regalo cuando venía a visitarnos. Él ha sido mi única familia,
y mi mejor amigo, todos estos años. Aunque le veas así, un poco arrogante, en
realidad tiene el alma de pan bendito. Todas las noches sin falta, aunque se
caiga de sueño, me lee un rato.
—Si quiere usted, yo podría leer para usted —apunté solícito,
arrepintiéndome al instante de mi osadía, convencido de que para Clara mi
compañía sólo podía suponer un engorro, cuando no un chiste.
—Gracias, Daniel —repuso ella—. Me encantaría.
—Cuando usted quiera.
Asintió lentamente, buscándome con su sonrisa.
—Lamentablemente, no conservo aquel ejemplar de La casa roja
—dijo—. Monsieur Roquefort se negó a desprenderse de él. Podría
intentar contarte el argumento, pero sería como describir una catedral diciendo
que es un montón de piedras que acaban en punta.
—Estoy seguro de que usted lo contaría mucho mejor que eso —murmuré.
Las mujeres tienen un instinto infalible para saber cuándo un hombre
se ha enamorado de ellas perdidamente, especialmente si el varón en cuestión
es tonto de capirote y menor de edad. Yo cumplía todos los requisitos para que
Clara Barceló me enviase a paseo, pero preferí creer que su condición de
invidente me garantizaba cierto margen de seguridad y que mi crimen, mi total
y patética devoción por una mujer que me doblaba en edad, inteligencia y
estatura, permanecería en la sombra. Me preguntaba qué podía ella ver en mí
como para ofrecerme su amistad, sino acaso un pálido reflejo de ella misma, un
eco de soledad y pérdida. En mis sueños de colegial siempre seríamos dos
fugitivos cabalgando a lomos de un libro, dispuestos a escaparse a través de
mundos de ficción y sueños de segunda mano.
Cuando Barceló regresó arrastrando una sonrisa felina habían pasado
dos horas que a mí me habían sabido a dos minutos El librero me tendió el libro
y me guiñó el ojo.
—Míralo bien, albondiguilla, que luego no quiero que me vengas con que
te he pegado el cambiazo, ¿eh?
—Me fío de usted —apunté.
—Valiente bobada. Al último interfecto que me vino con eso (turista
yanqui él, convencido de que la fabada la había inventado Hemingway en los San
Fermines) le ven di un Fuenteovejuna firmado por Lope de Vega
a bolígrafo, fíjate tú, así que ándate con ojo, que en este negocio de los
libros no te puedes fiar ni del índice.
Anochecía cuando salimos de nuevo a la calle Canuda. Una brisa fresca
peinaba la ciudad, y Barceló se quitó el gabán para ponérselo sobre los
hombros a Clara. No viendo oportunidad más idónea en ciernes, dejé caer como
quien no quiere la cosa que si les parecía bien, podía pasarme al día siguiente
por su domicilio a leer en voz alta algunos capítulos de La Sombra
del Viento para Clara. Barceló me miró de reojo y soltó una carcajada seca a mi
costa.
—Chaval, que te embalas —masculló, aunque su tono delataba su
beneplácito.
—Bueno,
si no les va bien, quizá otro día o...
—Clara tiene la palabra —dijo el librero—. En el piso ya tenemos siete
gatos y dos cacatúas. No vendrá de una alimaña más o menos.
—Te espero entonces mañana a eso de las siete —concluyó Clara—.
¿Sabes la dirección?
5
Hubo un tiempo, de niño, en que quizá por haber crecido rodeado de
libros y libreros, decidí que quería ser novelista y llevar una vida de
melodrama La raíz de mi ensoñación literaria, además de esa maravillosa
simplicidad con que todo se ve a los cinco años, era una prodigiosa pieza de artesanía
y precisión que estaba expuesta en una tienda de plumas estilográficas en la
calle de Anselmo Clavé, justo detrás del Gobierno Militar. El objeto de mi
devoción, una suntuosa pluma negra ribeteada con sabía Dios cuántas exquisiteces
y rúbricas, presidía el escaparate como si se tratase de una de las joyas de
la corona. El plumín, un prodigio en sí mismo, era un delirio barroco de plata,
oro y mil pliegues que relucía como el faro de Alejandría. Cuando mi padre me
sacaba de paseo, yo no callaba hasta que me llevaba a ver la pluma. Mi padre
decía que aquélla debía de ser, por lo menos, la pluma de un emperador. Yo,
secretamente, estaba convencido de que con semejante maravilla se podía
escribir cualquier cosa, desde novelas hasta enciclopedias, e incluso cartas
cuyo poder tenía que estar por encima de cualquier limitación postal. En mi
ingenuidad, creía que lo que yo pudiese escribir con aquella pluma llegaría a
todas partes, incluido aquel sitio incomprensible al que mi padre decía que mi
madre había ido y del que no volvía nunca.
Un día se nos ocurrió entrar en la tienda a preguntar por el dichoso
artilugio. Resultó ser que aquélla era la reina de las estilográficas, una
Montblanc Meinsterstück de serie numerada, que había pertenecido, o eso
aseguraba el encargado con solemnidad, nada menos que a Víctor Hugo. De aquel
plumín de oro, fuimos informados, había brotado el manuscrito de Los miserables.
—Tal y como el Vichy Catalán brota del manantial de Caldas —atestiguó
el encargado.
Según nos dijo, la había adquirido personalmente a un coleccionista
venido de París y se había asegurado de la autenticidad de la pieza.
—¿Y qué precio tiene este caudal de prodigios, si no es mucho
preguntar? —inquirió mi padre.
La sola mención de la cifra le quitó el color de la cara, pero yo
estaba ya encandilado de remate. El encargado, tomándonos quizá por
catedráticos de física, procedió a endosarnos un galimatías incomprensible
sobre las aleaciones de metales preciosos, esmaltes del Lejano Oriente y una
revolucionaria teoría sobre émbolos y vasos comunicantes, todo ello parte de
la ignota ciencia teutona que sostenía el trazo glorioso de aquel adalid de la
tecnología gráfica. En su favor tengo que decir que, pese a que debíamos tener
pinta de pelagatos, el encargado nos dejó manosear la pluma cuanto quisimos, la
llenó de tinta para nosotros y me ofreció un pergamino para que pudiese anotar
mi nombre y así iniciar mi carrera literaria a la zaga de Víctor Hugo. Luego,
tras darle con un paño para sacarle de nuevo el lustre, la devolvió a su trono
de honor.
—Quizá otro día —musitó mi padre.
Una vez en la calle, me dijo con voz mansa que no nos podíamos
permitir su precio. La librería daba lo justo para mantenernos y enviarme a un
buen colegio. La pluma Montblanc del augusto Víctor Hugo tendría que esperar.
Yo no dije nada, pero mi padre debió de leer la decepción en mi rostro.
—Haremos una cosa —propuso—. Cuando ya tengas edad de empezar a
escribir, volvemos y la compramos.
—¿Y si se la llevan antes?
—Ésta no se la lleva nadie, créeme. Y si no, le pedimos a don
Federico que nos haga una, que ese hombre tiene las manos de oro.
Don Federico era el relojero del barrio, cliente ocasional de la
librería y probablemente el hombre más educado y cortés de todo el hemisferio
occidental. Su reputación de manitas llegaba desde el barrio de la Ribera hasta
el mercader del Ninot Otra reputación le acechaba, ésta de índole
menos decorosa y relativa a su predilección erótica por efebos musculados del
lumpen más viril y a cierta afición por vestirse de Estrellita Castro.
—¿Y si a don Federico no se le da lo de la pluma? —inquirí con divina
inocencia.
Mi padre enarcó una ceja, quizá temiendo que aquellos rumores
maledicentes me hubiesen maleado la inocencia.
—Don Federico de todo lo que sea alemán entiende un rato y es capaz de
hacer un Volkswagen, si hace falta. Además, habría que ver si ya existían las
estilográficas en tiempos de Víctor Hugo. Hay mucho vivo suelto.
A mí, el escepticismo historicista de mi padre me resbalaba. Yo creía
la leyenda a pies juntillas, aunque no veía con malos ojos que don Federico me
fabricase un sucedáneo. Tiempo habría para ponerse a la altura de Víctor Hugo.
Para mi consuelo, y tal como había predicho mi padre, la pluma Montblanc
permaneció durante años en aquel escaparate, que visitábamos religiosamente
cada sábado por la mañana.
—Aún esta ahí —decía yo, maravillado.
—Te espera —decía mi padre—. Sabe que algún día será tuya y que
escribirás una obra maestra con ella.
—Yo quiero escribir una carta. A mamá. Para que no se sienta sola.
Mi padre me observó sin pestañear.
—Tu madre no está sola, Daniel. Está con Dios. Y con nosotros, aunque
no podamos verla.
Esa misma teoría me había expuesto en el colegio el padre Vicente, un
jesuita veterano que tenía la mano rota para explicar todos los misterios del
universo —desde el gramófono hasta el dolor de muelas— citando el Evangelio
según san Mateo, pero en boca de mi padre sonaba a que aquello no se lo creían
ni las piedras.
—¿Y Dios para qué la quiere?
—No lo sé. Si algún día le vemos, se lo preguntaremos.
Con el tiempo deseché la idea de la carta y supuse que, ya puestos,
sería más práctico empezar con la obra maestra. A falta de la pluma, mi padre
me prestó un lápiz Staedtler del número dos con el que garabateaba en un
cuaderno. Mi historia, casualmente, giraba en torno a una prodigiosa pluma
estilográfica de pasmoso parecido con la de la tienda y que, además, estaba
embrujada. Más concretamente, la pluma estaba poseída por el alma torturada de
un novelista que había muerto de hambre y frío, y que había sido su dueño. Al
caer en manos de un aprendiz, la pluma se empeñaba en plasmar en el papel la
última obra que el autor no había podido terminar en vida. No recuerdo de dónde
la copié o de dónde vino, pero lo cierto es que nunca volví a tener una idea
semejante. Mis intentos de plasmarla en la página, sin embargo, resultaron
desastrosos. Una anemia de invención plagaba mi sintaxis y mis vuelos
metafóricos me recordaban a los de los anuncios de baños efervescentes para
pies que acostumbraba a leer en las paradas de los tranvías. Yo culpaba al
lápiz y ansiaba la pluma que habría de convertirme en un maestro. Mi padre
seguía mis accidentados progresos con una mezcla de orgullo y preocupación.
—¿Qué tal tu historia, Daniel?
—No sé. Supongo que si tuviese la pluma todo sería distinto.
Según mi padre, aquél era un razonamiento que sólo se le podría haber
ocurrido a un literato en ciernes.
—Tú sigue dándole, que antes de que termines tu opera prima, yo te la
compro.
—¿Lo prometes?
Siempre respondía con una sonrisa. Para fortuna de mi padre, mis aspiraciones
literarias pronto se desvanecieron y quedaron relegadas al terreno de la
oratoria. A ello contribuyó el descubrimiento de los juguetes mecánicos y de
todo tipo de artilugios de latón que se podían encontrar en el mercado de Los
Encantes a precios más acordes con nuestra economía familiar. La devoción infantil
es amante infiel y caprichosa, y pronto sólo tuve ojos para los mecanos y los
barcos de cuerda. No volví a pedirle a mi padre que me llevase a visitar la
pluma de Víctor Hugo, y él no volvió a mencionarla. Aquel mundo parecía haberse
esfumado para mí, pero durante mucho tiempo la imagen que tuve de mi padre, y
que aún hoy conservo, fue la de aquel hombre flaco enfundado en un traje viejo
que le venía grande y con un sombrero de segunda mano que había comprado en la
calle Condal por siete pesetas, un hombre que no podía permitirse regalarle a
su hijo una dichosa pluma que no servía para nada pero que parecía significarlo
todo. Aquella noche, a mi regreso del Ateneo, le encontré esperándome en el comedor,
luciendo aquella misma cara de derrota y anhelo.
—Ya
pensaba que te habías perdido por ahí —dijo—. Llamó Tomás Aguilar. Dice que
habíais quedado. ¿Te olvidaste?
—Barceló,
que se enrolla como una persiana —dije yo, asintiendo—. Ya no sabía cómo
quitármelo de encima.
—Es
buen hombre, pero un poco plomo. Tendrás hambre. La Merceditas nos ha bajado
algo de sopa que había hecho para su madre. Esa muchacha vale un montón.
Nos
sentamos a la mesa a degustar la limosna de la Merceditas, la hija de la vecina
del tercero, que según todos iba para monja y santa, pero a la que yo había
visto más de un par de veces asfixiando a besos a un marinero de manos hábiles
que a veces la acompañaba hasta el portal.
—Esta
noche tienes aire meditabundo —dijo mi padre, buscando la conversación.
—Será
la humedad, que dilata el cerebro. Eso dice Barceló.
—Será
algo más. ¿Te preocupa algo, Daniel?
—No.
Sólo pensaba.
—¿En
qué?
—En la
guerra.
Mi
padre asintió con gesto sombrío y sorbió su sopa en silencio. Era un hombre
reservado y, aunque vivía en el pasado, casi nunca lo mencionaba. Yo había
crecido en el convencimiento de que aquella lenta procesión de la posguerra, un
mundo de quietud, miseria y rencores velados, era tan natural como el agua del
grifo, y que aquella tristeza muda que sangraba por las paredes de la ciudad
herida era el verdadero rostro de su alma. Una de las trampas de la infancia es
que no hace falta comprender algo para sentirlo. Para cuando la razón es capaz
de entender lo sucedido, las heridas en el corazón ya son demasiado profundas.
Aquella noche primeriza de verano, caminando por ese anochecer oscuro y
traicionero de Barcelona, no conseguía borrar de mi pensamiento el relato de
Clara en torno a la desaparición de su padre. En mi mundo, la muerte era una
mano anónima e incomprensible, un vendedor a domicilio que se llevaba madres,
mendigos o vecinos nonagenarios como si se tratase de una lotería del
infierno. La idea de que la muerte pudiera caminar a mi lado, con rostro humano
y corazón envenenado de odio, luciendo uniforme o gabardina, que hiciese cola
en el cine, riese en los bares o llevase a los niños de paseo al parque de la
Ciudadela por la mañana y por la tarde hiciese desaparecer a alguien en las
mazmorras del castillo de Montjuïc, o en una
fosa común sin nombre ni ceremonial, no me cabía en la cabeza. Dándole
vueltas, se me ocurrió que tal vez aquel universo de cartón piedra que yo daba
por bueno no fuese más que un decorado. En aquellos años robados, el fin de la
infancia, como la Renfe, llegaba cuando llegaba.
Compartimos aquella sopa de caldo de sobras con pan, rodeados por el
murmullo pegajoso de los seriales de radio que se colaban a través de las
ventanas abiertas a la plaza de la iglesia.
—Entonces, ¿qué tal todo hoy con don Gustavo?
—Conocí a su sobrina, Clara.
—¿La ciega? Dicen que es una belleza.
—No sé. Yo no me fijo.
—Más te vale.
—Les dije que a lo mejor me pasaba mañana por su casa, al salir del
colegio, para leerle algo a la pobre, que está muy sola. Si tú me das permiso.
Mi padre me examinó de reojo, como si se preguntase si estaba él
envejeciendo prematuramente o yo creciendo demasiado rápido. Decidí cambiar de
tema, y el único que pude encontrar era el que me consumía las entrañas.
—En la guerra, ¿es verdad que se llevaban a la gente al castillo de
Montjuïc y no se les volvía a ver?
Mi padre apuró la cucharada de sopa sin inmutarse y me miró
detenidamente, la sonrisa breve resbalándole de los labios.
—¿Quién te ha dicho eso? ¿Barceló?
—No. Tomás Aguilar, que a veces cuenta historias en el colegio.
Mi padre asintió lentamente
—En tiempos de guerra ocurren cosas que son muy difíciles de explicar,
Daniel. Muchas veces, ni yo sé lo que significan de verdad. A veces es mejor
dejar las cosas como están.
Suspiró y sorbió la sopa sin ganas. Yo le observaba, callado.
—Antes de morir, tu madre me hizo prometer que nunca te hablaría de
la guerra, que no dejaría que recordases nada de lo que sucedió.
No supe qué contestar. Mi padre entornó la mirada, como si buscase
algo en el aire. Miradas o silencios, o quizá a mi madre para que corroborase
sus palabras.
—A veces pienso que me he equivocado al hacerle caso. No lo sé.
—Es igual, papa...
—No, no es igual, Daniel. Nada es igual después de una guerra. Y sí,
es cierto que hubo mucha gente que entró en ese castillo y nunca salió.
Nuestras miradas se encontraron brevemente. Al poco,
mi padre se levantó y se refugió en su habitación, herido de silencio. Retiré
los platos y los deposité en la pequeña pila de mármol de la cocina para
fregarlos. Al volver al salón, apagué la luz y me senté en el viejo butacón de
mi padre. El aliento de la calle aleteaba en las cortinas. No tenía sueño, ni
ganas de tentarlo. Me acerqué al balcón y me asomé hasta ver el reluz vaporoso
que vertían las farolas en la Puerta del Ángel. La figura se recortaba en un
retazo de sombra tendido sobre el empedrado de la calle, inerte. El tenue
parpadeo ámbar de la brasa de un cigarrillo se reflejaba en sus ojos. Vestía
de oscuro, una mano enfundada en el bolsillo de la chaqueta, la otra acompañando
al cigarro que tejía una telaraña de humo azul en torno a su perfil. Me
observaba en silencio, el rostro velado al contraluz del alumbrado de la
calle. Permaneció allí por espacio de casi un minuto fumando con abandono, la
mirada fija en la mía. Luego, al escucharse las campanadas de medianoche en la
catedral, la figura hizo un leve asentimiento con la cabeza, un saludo tras el
cual intuí una sonrisa que no podía ver. Quise corresponder, pero me había
quedado paralizado. La figura se volvió y le vi alejarse cojeando ligeramente.
Cualquier otra noche apenas hubiese reparado en la presencia de aquel extraño,
pero tan pronto le perdí de vista en la neblina sentí un sudor frío en la
frente y me faltó el aliento. Había leído una descripción idéntica de aquella
escena en La Sombra del Viento. En el relato, el protagonista se asomaba todas las
noches al balcón a medianoche y descubría que un extraño le observaba desde las
sombras, fumando con abandono. Su rostro siempre quedaba velado en la oscuridad
y sólo sus ojos se insinuaban en la noche, ardiendo como brasas. El extraño
permanecía allí, con la mano derecha enfundada en el bolsillo de una chaqueta
negra, para luego alejarse, cojeando. En la escena que yo acababa de
presenciar, aquel extraño hubiera podido ser cualquier trasnochador, una
figura sin rostro ni identidad. En la novela de Carax, aquel extraño era el
diablo.
6
Un sueño espeso de olvido y la perspectiva de que aquella tarde
volvería a ver a Clara me persuadieron de que la visión no había sido más que
una casualidad. Quizá aquel inesperado brote de imaginación febril fuera sólo
presagio del prometido y ansiado estirón que, según todas las vecinas de la
escalera, iba a hacer de mí un hombre, si no de provecho, al menos de buena
planta. A las siete en punto, vistiendo mis mejores galas y destilando vapores
de colonia Varón Dandy que había tomado prestada de mi padre, me planté en la
vivienda de don Gustavo Barceló dispuesto a estrenarme como lector a domicilio
y moscón de salón. El librero y su sobrina compartían un piso palaciego en la
plaza Real. Una criada de uniforme, cofia y una vaga expresión de legionario me
abrió la puerta con reverencia teatral.
—Usted debe de ser el señorito Daniel —dijo—. Yo soy la Bernarda, para
servirle a usted.
La Bernarda afectaba un tono ceremonioso que navegaba con acento
cacereño cerrado a cal y canto. Con pompa y circunstancia, la Bernarda me guió
a través de la residencia de los Barceló. El piso, un principal, rodeaba la
finca y describía un círculo de galerías, salones y pasillos que a mí,
acostumbrado a la modesta vivienda familiar en la calle Santa Ana, me semejaba
una miniatura de El Escorial. A la vista estaba que don Gustavo, amén de libros,
incunables y todo tipo de arcana bibliografía, coleccionaba estatuas, cuadros
y retablos, por no decir abundante fauna y flora. Seguí a la Bernarda a través
de una galería rebosante de follaje y especímenes del trópico que constituían
un verdadero invernadero. El acristalado de la galería tamizaba una luz dorada
de polvo y vapor. El aliento de un piano flotaba en el aire, lánguido y arrastrando
las notas con desabrigo. La Bernarda se abría paso entre la espesura blandiendo
sus brazos de descargador portuario a modo de machetes. Yo la seguía de cerca,
estudiando el entorno y reparando en la presencia de media docena de felinos
y un par de cacatúas de color rabioso y tamaño enciclopédico a las que, según
me explicó la criada, Barceló había bautizado como Ortega y Gasset, respectivamente.
Clara me esperaba en un salón al otro lado de este bosque que miraba sobre la
plaza. Enfundada en un
vaporoso vestido de algodón azul turquesa, el objeto de mis turbios anhelos
tocaba el piano al amparo de un soplo de luz que se prismaba desde el rosetón.
Clara tocaba mal, a destiempo y equivocando la mitad de las notas, pero a mí
su serenata me sonaba a gloria y el verla erguida frente al teclado, con una
media sonrisa y la cabeza ladeada, me inspiraba una visión celestial. Iba a
carraspear para denotar mi presencia, pero los efluvios de Varón Dandy me
delataron. Clara cesó su concierto de súbito y una sonrisa avergonzada le
salpicó el rostro.
—Por un
momento había pensado que eras mi tío —dijo—. Me tiene prohibido que toque a
Mompou, porque dice que lo que hago con él es un sacrilegio.
El
único Mompou que yo conocía era un cura macilento y de propensión flatulenta
que nos daba clases de física y química, y la asociación de ideas se me
apareció grotesca, cuando no improbable.
—Pues a
mí me parece que tocas de maravilla —apunté.
—Qué
va. Mi tío, que es un melómano de pro, hasta me ha puesto un maestro de música
para enmendarme. Es un compositor joven que promete mucho. Se llama Adrián Neri
y ha estudiado en París y en Viena. Tengo que presentártelo. Está componiendo
una sinfonía que le va a estrenar la orquesta Ciudad de Barcelona, porque su
tío está en la junta directiva. Es un genio.
—¿El
tío o el sobrino?
—No
seas malicioso, Daniel. Seguro que Adrián te cae divinamente.
Como un
piano de cola desde un séptimo piso, pensé.
—¿Te
apetece merendar algo? —ofreció Clara—. Bernarda hace unos bizcochos de canela
que quitan el hipo.
Merendamos
como la realeza, devorando cuanto la criada nos ponía a tiro. Yo ignoraba el
protocolo de estas ocasiones y no sabía muy bien cómo proceder. Clara, que siempre
parecía leer mis pensamientos, me sugirió que cuando quisiera podía leer La Sombra del Viento y que, ya puestos,
podía empezar por el principio. De esta guisa, emulando aquellas voces de Radio
Nacional que recitaban viñetas de corte patriótico poco después de la hora del
ángelus con prosopopeya ejemplar, me lancé a revisitar el texto de la novela
una vez más. Mi voz, un tanto envarada al principio, se fue relajando
paulatinamente y pronto me olvidé de que estaba recitando para volver a
sumergirme en la narración, descubriendo cadencias y giros en la prosa que
fluían como motivos musicales, acertijos de timbre y pausa en los que no había
reparado en mi primera lectura. Nuevos detalles, briznas de imágenes y
espejismos despuntaron entre líneas, como el tramado de un edificio que se
contempla desde diferentes ángulos. Leí por espacio de una hora, atravesando
cinco capítulos hasta que sentí la voz seca y media docena de relojes de pared
resonaron en todo el piso recordándome que ya se me estaba haciendo tarde.
Cerré el libro y observé a Clara, que me sonreía serenamente.
—Me
recuerda un poco a La casa roja —dijo—.
Pero ésta parece una historia menos sombría.
—No te
confíes —dije—. Es sólo el principio. Luego las cosas se complican.
—Tienes
que irte ya, ¿verdad? —preguntó Clara.
—Me
temo que sí. No es que quiera, pero...
—Si no
tienes otra cosa que hacer, puedes volver mañana —sugirió Clara—. Pero no
quiero abusar de...
—¿A las
seis? —ofrecí—. Lo digo porque así tendremos más tiempo.
Aquel
encuentro en la sala de música del piso de la plaza Real fue el primero entre
muchos más a lo largo de aquel verano de 1945 y de los años que siguieron.
Pronto mis visitas al piso de los Barceló se
hicieron casi diarias, menos los martes y jueves, días en que Clara tenía clase
de música con el tal Adrián Neri. Pasaba horas allí y con el tiempo me aprendí
de memoria cada sala, cada corredor y cada planta del bosque de don Gustavo.
La Sombra del Viento nos duró un par de semanas, pero no nos costó
trabajo encontrar sucesores con que llenar nuestras horas de lectura. Barceló
disponía de una fabulosa biblioteca y, a falta de más títulos de Julián Carax,
nos paseamos por docenas de clásicos menores y de frivolidades mayores. Algunas
tardes apenas leíamos, y nos dedicábamos sólo a conversar o incluso a salir a
dar un paseo por la plaza o a caminar hasta la catedral. A Clara le encantaba
sentarse a escuchar los murmullos de la gente en el claustro y adivinar el eco
de los pasos en los callejones de piedra. Me pedía que le describiese las
fachadas, las gentes, los coches, las tiendas, las farolas y los escaparates a
nuestro paso. A menudo, me tomaba del brazo y yo la guiaba por nuestra
Barcelona particular, una que sólo ella y yo podíamos ver. Siempre acabábamos
en una granja de la calle Petritxol, compartiendo un plato de nata o un suizo
con melindros. A veces la gente nos miraba de refilón, y más de un camarero
listillo se refería a ella como «tu hermana mayor», pero yo hacía caso omiso de
burlas e insinuaciones. Otras veces, no sé si por malicia o por morbosidad,
Clara me hacía confidencias extravagantes que yo no sabía bien cómo encajar.
Uno de sus temas favoritos era el de un extraño, un individuo que se le
acercaba a veces cuando ella estaba a solas en la calle, y le hablaba con voz
quebrada. El misterioso individuo, que nunca mencionaba su nombre, le hacía
preguntas sobre don Gustavo, e incluso sobre mí. En una ocasión le había
acariciado la garganta. A mí, estas historias me martirizaban sin piedad. En
otra ocasión, Clara aseguró que le había rogado al supuesto extraño que la
dejase leer su rostro con las manos. Él guardó silencio, lo que ella interpretó
como un sí. Cuando alzó las manos hasta la cara del extraño, él la detuvo en
seco, no sin antes darle oportunidad a Clara de palpar lo que le pareció cuero.
—Como si llevase una máscara de piel —decía.
—Eso te lo estás inventando, Clara.
Clara juraba y perjuraba que era cierto, y yo me rendía, atormentado
por la imagen de aquel desconocido de dudosa existencia que se complacía en
acariciar ese cuello de cisne, y a saber qué más, mientras a mí sólo me estaba
permitido anhelarlo. Si me hubiese parado a pensarlo, hubiera comprendido que
mi devoción por Clara no era más que una fuente de sufrimiento. Quizá por eso
la adoraba más, por esa estupidez eterna de perseguir a los que nos hacen daño.
A lo largo de aquel verano, yo sólo temía el día en que volviesen a empezar las
clases y no dispusiera de todo el día para pasarlo con Clara.
La Bernarda, que ocultaba una naturaleza de madraza bajo su severo
semblante, acabó por tomarme cariño a fuerza de tanto verme y, a su modo y
manera, decidió adoptarme.
—Se conoce que este muchacho no tiene madre, fíjese usted —solía
decirle a Barceló—. A mí es que me da una pena, pobrecillo.
La Bernarda había llegado a Barcelona poco después de la guerra,
huyendo de la pobreza y de un padre que a las buenas le pegaba palizas y la
trataba de tonta, fea y guarra, y a las malas la acorralaba en las porquerizas,
borracho, para manosearla hasta que ella lloraba de terror y él la dejaba ir,
por mojigata y estúpida, como su madre. Barceló se la había tropezado por
casualidad cuando la
Bernarda
trabajaba en un puesto de verduras del mercado del Borne y, siguiendo una
intuición, le había ofrecido empleo a su servicio.
—Lo
nuestro será como en Pigmalión —anunció—. Usted será mi Eliza y yo su
profesor Higgins.
La
Bernarda, cuyo apetito literario se saciaba con la Hoja Dominical, le
miró de reojo.
—Oiga,
que una será pobre e ignorante, pero muy decente.
Barceló
no era exactamente George Bernard Shaw, pero aunque no había conseguido dotar a
su pupila de la dicción y el duende de, don Manuel Azaña, sus esfuerzos habían
acabado por refinar a la Bernarda y enseñarle maneras y hablares de doncella
de provincias. Tenía veintiocho años, pero a mí siempre me pareció que
arrastraba diez más, aunque sólo fuera en la mirada. Era muy de misa y devota
de la virgen de Lourdes hasta el punto del delirio. Acudía a diario a la
basílica de Santa María del Mar a oír el servicio de las ocho y se confesaba
tres veces por semana como mínimo. Don Gustavo, que se declaraba agnóstico (lo
cual la Bernarda sospechaba era una afección respiratoria, como el asma, pero
de señoritos), opinaba que era matemáticamente imposible que la criada pecase
lo suficiente como para mantener semejante ritmo de confesión.
—Si tú
eres más buena que el pan, Bernarda —decía, indignado—. Esta gente que ve
pecado en todas partes está enferma del alma y, si me apuras, de los
intestinos. La condición básica del beato ibérico es el estreñimiento crónico.
Al oír
tamañas blasfemias, la Bernarda se santiguaba por quintuplicado. Más tarde, por
la noche, decía una oración extra por el alma poluta del señor Barceló, que
tenía buen corazón, pero a quien de tanto leer se le habían podrido los sesos,
como a Sancho Panza. De Pascuas a Ramos, a la Bernarda le salían novios que le
pegaban, le sacaban los pocos cuartos que tenía en una cartilla de ahorros, y
tarde o temprano la dejaban tirada. Cada vez que se producía una de estas
crisis, la Bernarda se encerraba en el cuarto que tenía en la parte de atrás
del piso a llorar durante días y juraba que se iba a matar con el veneno para
las ratas o a beberse una botella de lejía. Barceló, tras agotar todas sus
artimañas de persuasión, se asustaba de veras y tenía que llamar al cerrajero
de guardia para que abriese la puerta de la habitación y a su médico de
cabecera para que le administrase a la Bernarda un sedante de caballo. Cuando
la pobre despertaba dos días después, el librero le compraba rosas, bombones,
un vestido nuevo y la llevaba al cine a ver una de Cary Grant, que según ella,
después de José Antonio, era el hombre más guapo de la historia.
—Oiga,
y dicen que Cary Grant es de la acera de enfrente —murmuraba ella,
atiborrándose de chocolatinas—. ¿Será posible?
—Sandeces
—sentenciaba Barceló—. El cazurro y el zoquete viven en un estado de perenne
envidia.
—Qué
bien habla el señor. Se conoce que ha ido a la universidad esa del sorbete.
—Sorbona
—corregía Barceló, sin acritud.
Era muy
difícil no querer a la Bernarda. Sin habérselo pedido nadie, cocinaba y cosía
para mí. Me arreglaba la ropa, los zapatos, me peinaba, me cortaba el pelo, me
compraba vitaminas y dentífrico, e incluso llegó a regalarme una medallita con
un frasco de cristal que contenía agua bendita traída desde Lourdes en autobús
por una hermana suya que vivía en San Adrián del Besós. A veces, mientras se
empeñaba en examinarme el pelo en busca de liendres y otros parásitos, me
hablaba en voz baja.
—La
señorita Clara es lo más grande del mundo, y quiera
Dios que me caiga muerta si algún día se me ocurre criticarla, pero no está
bien que el señorito se obsesione mucho con ella, si me entiende usted lo que
quiero decir.
—No te preocupes, Bernarda, si sólo somos amigos.
—Pues eso mismo digo yo.
Para ilustrar sus argumentos, la Bernarda procedía entonces a
relatarme alguna historia que había oído por la radio en torno a un muchacho
que se había enamorado indebidamente de su maestra y al que, por obra de algún
sortilegio justiciero, se le había caído el pelo y los dientes al tiempo que la
cara y las manos se le recubrían de hongos recriminatorios, una suerte de lepra
del libidinoso.
—La lujuria es muy mala cosa —concluía la Bernarda—. Se lo digo yo.
Don Gustavo, pese a los chistes que se marcaba a mi costa, veía con
buenos ojos mi devoción por Clara y mi entusiasta entrega de acompañante. Yo
atribuía su tolerancia al hecho de que probablemente me consideraba inofensivo.
De tarde en tarde, seguía dejándome caer ofertas suculentas para adquirir la
novela de Carax. Me decía que había comentado el tema con algunos colegas del
gremio de libros de anticuario y todos coincidían que un Carax ahora podía
valer una fortuna, especialmente en Francia. Yo siempre le decía que no y él se
limitaba a sonreír, ladino. Me había entregado una copia de las llaves del
piso para que entrase y saliese sin estar pendiente de si él o la Bernarda
estaban en casa para abrirme. Mi padre era harina de otro costal. Con el paso
de los años había superado su reparo innato a abordar cualquier tema que le
preocupase de veras. Una de las primeras consecuencias de este progreso fue
que empezó a mostrar su clara desaprobación de mi relación con Clara.
—Tendrías que ir con amigos de tu edad, como Tomás Aguilar, que lo
tienes olvidado y es un muchacho estupendo, y no con una mujer que ya tiene
años de casarse.
—¿Qué más dará la edad que tenga cada uno si somos buenos amigos?
Lo que más me dolió fue la alusión a Tomás, porque era cierta. Hacía
meses que no salía por ahí con él, cuando antes habíamos sido inseparables. Mi
padre me observó con reprobación.
—Daniel, tú no sabes nada de las mujeres, y ésa juega contigo como un
gato con un canario.
—Eres tú el que no sabe nada de mujeres —replicaba yo, ofendido—. Y de
Clara, menos.
Nuestras conversaciones sobre el tema rara vez iban más allá de un
intercambio de reproches y miradas. Cuando no estaba en el colegio o con Clara,
todo mi tiempo lo dedicaba a ayudar a mi padre en la librería. Ordenando el
almacén de la trastienda, llevando pedidos, haciendo recados o atendiendo a los
clientes habituales. Mi padre se quejaba de que no ponía la cabeza ni el corazón
en el trabajo. Yo, a mi vez, replicaba que me pasaba la vida entera allí y que
no entendía de qué tenía que quejarse. Muchas noches, sin poder conciliar el
sueño, recordaba aquella intimidad, aquel pequeño mundo que ambos habíamos
compartido en los años que siguieron a la muerte de mi madre, los años de la
pluma de Víctor Hugo y las locomotoras de latón. Los recordaba como años de paz
y tristeza, un mundo que se desvanecía, que se había venido evaporando desde
aquel amanecer en que mi padre me había llevado a visitar el Cementerio de los
Libros Olvidados. Un día mi padre descubrió que yo había regalado el libro de
Carax a Clara y montó en cólera.
—Me has decepcionado, Daniel —me dijo—. Cuando te llevé a aquel lugar
secreto, te dije que el libro que escogieras era algo especial, que tú lo ibas
a adoptar y que debías responsabilizarte de él.
—Entonces tenía diez años, papá, y aquello era un juego de niños.
Mi padre me miró como si le hubiese apuñalado.
—Y ahora tienes catorce, y no sólo sigues siendo un niño, eres un niño
que se cree un hombre. Vas a llevarte muchos disgustos en la vida, Daniel. Y
muy pronto.
En aquellos días yo quería creer que a mi padre le dolía que pasase
tanto tiempo con los Barceló. El librero y su sobrina vivían en un mundo de
lujos que mi padre apenas podía olfatear. Pensaba que le molestaba que la
criada de don Gustavo se comportase conmigo como si fuese mi madre y que le
ofendía que yo aceptase que alguien pudiera desempeñar aquel papel. A veces,
mientras yo andaba por la trastienda haciendo paquetes o preparando un envío,
oía a algún cliente bromear con mi padre.
—Sempere, usted lo que tiene que hacer es buscarse una buena chavala,
que ahora sobran viudas de buen ver y en la flor de la vida, ya me entiende
usted. Una buena moza le arregla a uno la vida, amigo mío, y le quita veinte
años de encima. Lo que no puedan un par de tetas...
Mi padre nunca respondía a estas insinuaciones, pero a mí cada vez me
parecían más sensatas. En una ocasión, en una de nuestras cenas que se habían
transformado en combates de silencios y miradas robadas, saqué el tema a
relucir. Creía que si era yo quien lo sugería, facilitaría las cosas. Mi padre
era un hombre bien parecido, de aspecto pulcro y cuidado, y me constaba que más
de una mujer en el barrio lo veía con buenos ojos.
—A ti te ha resultado muy fácil encontrar una sustituta para tu madre
—replicó con amargura—. Pero para mí no la hay y no tengo interés alguno en
buscarla.
A medida que pasaba el tiempo, las insinuaciones de mi padre y de la
Bernarda, e incluso de Barceló, empezaron a hacer mella en mí. Algo en mi
interior me decía que estaba metiéndome en un camino sin salida, que no podía
esperar que Clara viese en mí más que a un muchacho al que llevaba diez años.
Sentía que cada día se me hacía más difícil estar junto a ella, sufrir el roce
de sus manos o llevarla del brazo cuando paseábamos. Llegó un punto en que la
mera proximidad con ella se traducía en casi un dolor físico. A nadie se le
escapaba este hecho, y menos que a nadie a Clara.
—Daniel, creo que tenemos que hablar —me decía—. Yo creo que no me he
portado bien contigo...
Nunca le dejaba acabar sus frases. Salía de la habitación con
cualquier excusa y huía. Eran días en que creí estar enfrentándome al
calendario en una carrera imposible. Temía que el mundo de espejismos que había
construido en torno a Clara se acercase a su fin. Poco imaginaba yo que mis
problemas apenas habían empezado.
MISERIA Y Compañía
(1950—1952)
7
El día de mi dieciséis cumpleaños conjuré la peor de cuantas
ocurrencias funestas había alumbrado a lo largo de mi corta existencia. Por mi
cuenta y riesgo, había decidido organizar una cena de cumpleaños e invitar a
Barceló, a la Bernarda y a Clara. Mi padre opinaba que aquello era un error.
—Es mi cumpleaños —repliqué cruelmente—. Trabajo para ti todos los
demás días del año. Al menos por una vez, dame el gusto.
—Haz lo que quieras.
Los meses precedentes habían sido los más confusos de mi extraña
amistad con Clara. Ya casi nunca leía para ella. Clara rehuía sistemáticamente
cualquier ocasión que implicase quedarse a solas conmigo. Siempre que la
visitaba, su tío estaba presente fingiendo leer el diario, o la Bernarda se
materializaba trajinando por el foro y lanzándome miradas de soslayo. Otras
veces, la compañía venía en forma de una o varias de las amigas de Clara. Yo
las llamaba las Hermanas Anisete, siempre tocadas de un recato y un semblante
virginal, patrullando las proximidades de Clara con un misal en la mano y una
mirada policial que mostraba sin tapujos que yo estaba de sobra, que mi
presencia avergonzaba a Clara y al mundo. El peor de todos, sin embargo, era el
maestro Neri, cuya infausta sinfonía seguía inconclusa. Era un tipo atildado,
un niñato de San Gervasio que pese a dárselas de Mozart, a mí, rezumando
brillantina, me recordaba más a Carlos Gardel. De genio yo sólo le encontraba
la mala baba. Le hacía la rosca a don Gustavo sin dignidad ni decoro, y
flirteaba con la Bernarda en la cocina, haciéndola reír con sus ridículos
regalos de bolsas de peladillas y pellizcos en el culo. Yo, en pocas palabras,
le detestaba a muerte. La antipatía era mutua. Neri siempre aparecía por allí
con sus partituras y su arrogante ademán, mirándome como si fuese un grumetillo
indeseable y poniendo toda clase de reparos a mi presencia.
—Niño, ¿tú no tienes que irte a hacer los deberes?
—¿Y usted, maestro, no tenía una sinfonía que acabar?
Al final, entre todos podían conmigo y yo me largaba cabizbajo y
derrotado, deseando haber tenido la labia de don Gustavo para poner a aquel
engreído en su sitio.
El día de mi cumpleaños, mi padre bajó al horno de la esquina y compró
el mejor pastel que encontró. Dispuso la mesa en silencio, colocando la plata
y la vajilla buena. Encendió velas y preparó una cena con los platos que suponía
mis favoritos. No cruzamos palabra en toda la tarde. Al anochecer, mi padre se
retiró a su habitación, se enfundó su mejor traje y regresó con un paquete
envuelto en papel de celofán que colocó en la mesita del comedor. Mi regalo.
Se sentó a la mesa, se sirvió una copa de vino blanco, y esperó. La invitación
decía que la cena era a las ocho y media. A las nueve y media todavía estábamos
esperando. Mi padre me observaba con tristeza sin decir nada. A mí me ardía el
alma de rabia.
—Estarás contento —dije—. ¿Es esto lo que querías?
—No.
La Bernarda se presentó media hora más tarde. Traía una cara de
funeral y un recado de la señorita Clara. Me deseaba muchas felicidades, pero
sentía no poder asistir a mi cena de cumpleaños. El señor Barceló se había
tenido que ausentar de la ciudad durante unos días por asuntos de negocios y
Clara se había visto obligada a cambiar la hora de su clase de música con el
maestro Neri. Ella había venido porque era su tarde libre.
—¿Clara no puede venir porque tiene una clase de música? —pregunté,
atónito.
La Bernarda bajó la vista. Estaba casi llorando cuando me tendió un
pequeño paquete que contenía su regalo y me besó ambas mejillas.
—Si no le gusta, se puede cambiar —dijo.
Me quedé a solas con. mi padre, contemplando la vajilla buena, la
plata y las velas consumiéndose en silencio.
—Lo siento, Daniel —dijo mi padre.
Asentí en silencio, encogiéndome de hombros.
—¿No vas a abrir tu regalo? —preguntó.
Mi única respuesta fue el portazo que di al salir. Bajé las escaleras
con furia, sintiendo los ojos rebosando lágrimas de ira al salir a la
calle desolada, bañada de luz azul y de frío. Llevaba el corazón envenenado y
la mirada me temblaba. Eché a andar sin rumbo, ignorando al extraño que me
observaba inmóvil desde la Puerta del Ángel. Vestía el mismo traje oscuro, su
mano derecha enfundada en el bolsillo de la chaqueta. Sus ojos dibujaban
briznas de luz a la lumbre de un cigarro. Cojeando levemente, empezó a
seguirme.
Anduve callejeando sin rumbo durante más de una hora hasta llegar a
los pies del monumento a Colón. Crucé hasta los muelles y me senté en los
peldaños que se hundían
en las aguas tenebrosas junto al muelle de las golondrinas. Alguien había
fletado una excursión nocturna y se podían oír las risas y la música flotando
desde la procesión de luces y reflejos en la dársena del puerto. Recordé los
días en que mi padre y yo hacíamos la travesía en las golondrinas hasta la
punta del espigón. Desde allí podía verse la ladera del cementerio en la
montaña de Montjuïc y la ciudad de los muertos, infinita. A veces yo saludaba
con la mano, creyendo que mi madre seguía allí y nos veía pasar. Mi padre
repetía mi saludo. Hacía ya años que no embarcábamos en una golondrina, aunque
yo sabía que él a veces iba solo.
—Una
buena noche para el remordimiento, Daniel —dijo la voz desde las sombras—. ¿Un
cigarrillo?
Me
incorporé de un brinco, con un frío súbito en el cuerpo. Una mano me ofrecía un
pitillo desde la oscuridad.
—¿Quién
es usted?
El
extraño se adelantó hasta el umbral de la oscuridad, dejando su rostro velado.
Un hálito de humo azul brotaba de su cigarrillo. Reconocí al instante el traje
negro y aquella mano oculta en el bolsillo de la chaqueta. Los ojos le
brillaban como cuentas de cristal.
—Un
amigo —dijo—. O eso aspiro a ser. ¿Cigarrillo?
—No
fumo.
—Bien
hecho. Lamentablemente, no tengo nada más que ofrecerte, Daniel.
Su voz
era arenosa, herida. Arrastraba las palabras y sonaba apagada y remota, como
los discos de setenta y ocho revoluciones por minuto que coleccionaba Barceló.
—¿Cómo
sabe mi nombre?
—Sé
muchas cosas de ti. El nombre es lo de menos.
—¿Qué
más sabe?
—Podría
avergonzarte, pero no tengo ni el tiempo ni las ganas. Baste decir que sé que
tienes algo que me interesa. Y estoy dispuesto a pagarte bien por ello.
—Me
parece que se equivoca usted de persona.
—No, yo
nunca me equivoco de persona. Para otras cosas sí, pero nunca de persona.
¿Cuánto quieres por él?
—¿Por
el qué?
—La Sombra del Viento.
—¿Qué
le hace pensar que lo tengo?
—Eso
está fuera de la discusión, Daniel. Es sólo una cuestión de precio. Hace mucho
que sé que lo tienes. La gente habla. Yo escucho.
—Pues
debe de haber oído mal. Yo no tengo ese libro. Y si lo tuviera, no lo
vendería.
—Tu
integridad es admirable, sobre todo en esta época de monaguillos y lameculos,
pero conmigo no hace falta que hagas comedia. Dime cuánto. ¿Mil duros? A mí el
dinero me trae sin cuidado. El precio lo pones tú.
—Ya se lo
he dicho: ni está en venta, ni lo tengo —repliqué—. Se ha equivocado usted, ya
lo ve.
El
extraño permaneció en silencio, inmóvil, envuelto en el humo azul de aquel
cigarrillo que nunca parecía acabarse. Noté que no olía a tabaco, sino a papel
quemado. Papel bueno, de libro.
—Quizá
seas tú el que se esté equivocando ahora —sugirió.
—¿Me
está amenazando? —Probablemente.
Tragué
saliva. Pese a mi bravata, aquel individuo me tenía totalmente aterrorizado.
—¿Y
puedo saber por qué está usted tan interesado?
—Eso es
asunto mío.
—Mío
también, si me amenaza usted para que le venda un libro que no tengo.
—Me caes
bien, Daniel. Tienes agallas y pareces listo. ¿Mil duros? Con eso puedes
comprar muchísimos libros. Libros buenos, no esa basura que guardas con tanto
celo. Venga, mil duros y quedamos tan amigos.
—Usted
y yo no somos amigos.
—Sí lo
somos, pero tú no te has dado cuenta todavía. No te culpo, con tantas cosas en
la cabeza. Como tu amiga, Clara. Por una mujer así, cualquiera pierde el
sentido común.
La
mención a Clara me heló la sangre.
—¿Qué
sabe usted de Clara?
—Me
atrevería a decir que sé más que tú, y que te convendría olvidarla, aunque ya
sé que no lo harás. Yo también he tenido dieciséis años...
Una
terrible certeza me golpeó de súbito. Aquel hombre era el extraño que abordaba
a Clara por la calle, de incógnito. Era real. Clara no había mentido. El
individuo dio un paso al frente. Me retiré. No había sentido tanto miedo en la
vida.
—Clara
no tiene el libro, más vale que lo sepa. No se atreva a tocarla otra vez.
—Tu
amiga me trae sin cuidado, Daniel, y algún día compartirás mi sentir. Lo que
quiero es el libro. Prefiero obtenerlo por las buenas y que nadie salga
perjudicado. ¿Me explico?
A falta
de mejores ideas me lancé a mentir como un bellaco.
—Lo
tiene un tal Adrián Neri. Músico. A lo mejor le suena.
—No me
suena de nada, y eso es lo peor que se puede decir de un músico. ¿Seguro que
no te has inventado a este tal Adrián Neri?
—Qué
más quisiera yo.
—Entonces,
ya que parece que sois tan buenos amigos, a lo mejor tú puedes persuadirle
para que te lo devuelva. Estas cosas, entre amigos, se solucionan sin problemas.
¿O prefieres que se lo pida a tu amiga Clara? Negué.
—Hablaré
con Neri, pero no creo que me lo devuelva, o que lo tenga todavía —improvisé—.
¿Y usted para qué quiere el libro? No me diga que para leerlo.
—No. Me
lo sé de memoria.
—¿Es usted
un coleccionista?
—Algo
parecido.
—¿Tiene
usted más libros de Carax?
—Los he
tenido en algún momento. Julián Carax es mi especialidad, Daniel. Recorro el
mundo buscando sus libros.
—¿Y qué
hace con ellos si no los lee?
El
extraño emitió un sonido sordo, agónico. Tardé unos segundos en comprender que
se estaba riendo.
—Lo
único que debe hacerse con ellos, Daniel —replicó.
Extrajo
entonces una cajetilla de fósforos del bolsillo. Tomó uno y lo prendió. La
llama iluminó por primera vez su semblante. Se me heló el alma. Aquel personaje
no tenía nariz, ni labios, ni párpados. Su rostro era apenas una máscara de
piel negra y cicatrizada, devorada por el fuego. Aquélla era la tez muerta que
había rozado Clara.
—Quemarlos
—susurró, la voz y la mirada envenenadas de odio.
Un
soplo de brisa apagó la cerilla que sostenía en los dedos, y su rostro quedó de
nuevo oculto en la oscuridad.
—Volveremos
a vernos, Daniel. A mí nunca se me olvida una cara y creo que a ti, desde hoy,
tampoco —dijo pausadamente—. Por tu bien, y por el de tu amiga Clara, confío en
que tomes la decisión correcta y aclares este tema con el tal señor Neri, que
por cierto tiene nombre de niñato. Yo no me fiaría ni un pelo de él.
Sin
más, el extraño se dio la vuelta y partió hacia los muelles, una silueta
evaporándose en la oscuridad envuelta en su risa de trapo.
8
Un
manto de nubes chispeando electricidad cabalgaba desde el mar. Hubiera echado a
correr para guarecerme del aguacero que se avecinaba, pero las palabras de
aquel individuo empezaban a hacer su efecto. Me temblaban las manos y las
ideas. Alcé la vista y vi el temporal derramarse como manchas de sangre negra
entre las nubes, cegando la luna y tendiendo un manto de tinieblas sobre los
tejados y fachadas de la ciudad. Intenté apretar el paso, pero la inquietud me
carcomía por dentro y caminaba perseguido por el aguacero con pies y piernas
de plomo. Me cobijé bajo la marquesina de un quiosco de prensa, intentando
ordenar mis pensamientos y decidir cómo proceder. Un trueno descargó cerca,
rugiendo como un dragón enfilando la bocana del puerto, y sentí el suelo
temblar bajo mis pies. El pulso frágil del alumbrado eléctrico que dibujaba
fachadas y ventanas se desvaneció unos segundos más tarde. En las aceras
encharcadas, las farolas parpadeaban, extinguiéndose como velas al viento. No
se veía un alma en las calles y la negrura del apagón se esparció con un
aliento fétido que ascendía de los desagües que vertían al alcantarillado. La
noche se hizo opaca e impenetrable, la lluvia una mortaja de vapor. «Por una
mujer así, cualquiera pierde el sentido común...» Eché a correr Ramblas arriba
con un solo pensamiento en la cabeza: Clara.
La
Bernarda había dicho que Barceló estaba fuera de la ciudad por asuntos de
negocios. Aquél era su día libre, y tenía por costumbre ir a pasar esa noche en
casa de su tía Reme y sus primas en San Adrián del Besós. Eso dejaba a Clara
sola en el piso cavernoso de la plaza Real y a aquel individuo sin rostro y sus
amenazas sueltos en la tormenta con sabe Dios qué ideas. Mientras me apresuraba
bajo el aguacero hacia la plaza Real, no podía quitarme del pensamiento la
idea de que había puesto en peligro a Clara al regalarle el libro de Carax.
Llegué a la entrada de la plaza empapado hasta los huesos. Corrí a cobijarme
bajo los arcos de la calle Fernando. Me pareció ver contornos de sombra
reptando a mis espaldas. Mendigos. El portal estaba cerrado. Busqué en mi
manojo de llaves el juego que Barceló me había dado. Llevaba conmigo las llaves
de la tienda, del piso de Santa Ana y de la vivienda de los Barceló. Uno de
los vagabundos se me acercó, murmurando si podía dejarle pasar la noche en el
vestíbulo. Cerré la puerta antes de que pudiese acabar su frase.
La
escalera era un pozo de sombra. El aliento de los relámpagos se filtraba entre
las comisuras del portón y salpicaba los contornos de los peldaños. Avancé a
tientas y encontré el primer peldaño de un tropezón. Sujeté la barandilla y
ascendí lentamente la escalera. Al poco, los peldaños se deshicieron en una
planicie y comprendí que había llegado al rellano del principal. Palpé los
muros de mármol frío, hostil, y encontré los relieves de la puerta de roble y
los picaportes de aluminio. Busqué el orificio de la cerradura e introduje la
llave a tientas. Al abrirse la puerta del piso, una franja de claridad azul me
cegó momentáneamente y un soplo de aire cálido me acarició la piel. El cuarto
de la Bernarda estaba situado en la parte posterior
del piso, junto a la cocina. Me dirigí allí primero, aunque tenía la seguridad
de que la criada estaba ausente. Golpeé con los nudillos en su puerta y, al no
obtener respuesta, me permití abrir la alcoba. Era una habitación sencilla,
con una cama grande, un armario oscuro con espejos ahumados y una cómoda sobre
la que la Bernarda había colocado suficientes santos, vírgenes y estampas para
abrir un santuario. Cerré la puerta y, al volverme, casi se me para el corazón
al vislumbrar una docena de ojos azules y escarlata avanzando desde el fondo
del pasillo. Los gatos de Barceló ya me conocían de sobra y toleraban mi
presencia. Me rodearon, maullando suavemente, y al comprobar que mis ropas
empapadas de lluvia no desprendían el calor deseado, me abandonaron con
indiferencia.
La habitación de Clara estaba situada en el otro extremo del piso,
junto a la biblioteca y la sala de música. Los pasos invisibles de los gatos me
seguían a través del corredor, expectantes. En la penumbra intermitente de la
tormenta, el piso de Barceló se me antojaba cavernoso y siniestro, distinto del
que había aprendido a considerar mi segunda casa. Alcancé la parte delantera
del piso que daba a la plaza. El invernadero de Barceló se abrió ante mí, denso
e impenetrable. Me adentré en la espesura de hojas y ramas. Por un instante me
asaltó la idea de que, si el extraño sin rostro se había infiltrado en el piso,
probablemente ése era el lugar que habría escogido para ocultarse. Para
esperarme. Casi me pareció percibir aquel olor a papel quemado que desprendía
en el aire, pero comprendí que lo que mi olfato había detectado era sencillamente
tabaco. Me asaltó un amago de pánico. En aquella casa nadie fumaba, y la pipa
de Barceló, siempre extinta, era puro atrezzo.
Llegué a la sala de música y el reluz de un relámpago encendió las
volutas de humo que flotaban en el aire como guirnaldas de vapor. El teclado
del piano formaba una sonrisa interminable junto a la galería. Crucé la sala de
música y llegué hasta la puerta de la biblioteca. Estaba cerrada. La abrí y la
claridad de la glorieta que rodeaba la biblioteca personal del librero me
ofreció una cálida bienvenida. Las paredes recubiertas de estanterías repletas
formaban un óvalo en cuyo centro descansaba una mesa de lectura y dos butacas
de mariscal de campo. Sabía que Clara guardaba el libro de Carax en una
vitrina junto al arco de la glorieta. Me dirigí hasta allí con sigilo. Mi plan,
o la ausencia de uno, había sido hacerme con el libro, sacarlo de allí,
entregárselo a aquel lunático y perderlo de vista para siempre. Nadie
repararía en la ausencia del libro, excepto yo.
El libro de Julián Carax me esperaba como siempre, asomando el lomo al
fondo de un estante. Lo tomé en mis manos y lo apreté contra el pecho, como si
abrazase a un viejo amigo al que estuviese a punto de traicionar. Judas,
pensé. Me dispuse a salir de allí sin dejar saber a Clara de mi presencia. Me
llevaría el libro y desaparecería de la vida de Clara Barceló para siempre.
Salí de la biblioteca con paso leve. La puerta de la habitación de Clara se
adivinaba al fondo del corredor. La imaginé tendida en su lecho, dormida.
Imaginé mis dedos acariciando su garganta, explorando un cuerpo que había
memorizado de pura ignorancia. Me volví, dispuesto a abandonar seis años de
quimeras, pero algo detuvo mis pasos antes de alcanzar la sala de música. Una
voz silbando a mi espalda, tras la puerta. Una voz profunda, que susurraba y
reía. En la habitación de Clara. Avancé hacia la puerta lentamente. Posé los
dedos sobre el pomo de la puerta. Los dedos me temblaban. Había llegado tarde.
Tragué saliva y abrí la puerta.
9
El
cuerpo desnudo de Clara yacía sobre sábanas blancas que brillaban como seda
lavada. Las manos del maestro Neri se deslizaban sobre sus labios, su cuello y
su pecho. Sus ojos blancos se alzaban hacia el techo, estremeciéndose bajo las
embestidas con que el profesor de música la penetraba entre sus muslos pálidos
y temblorosos. Las mismas manos que habían leído mi rostro seis años atrás en
las tinieblas del Ateneo aferraban ahora las nalgas del maestro, relucientes de
sudor, clavándole las uñas y guiándole hacia sus entrañas con un ansia animal,
desesperada. Sentí que me faltaba el aire. Debí de permanecer allí, paralizado,
observándolos por espacio de casi medio minuto, hasta que la mirada de Neri,
incrédula al principio, encendida de ira después, reparó en mi presencia.
Jadeando todavía, atónito, se detuvo. Clara le aferró sin comprender,
restregando su cuerpo contra el suyo, lamiéndole el cuello.
—¿Qué
pasa? —gimió—. ¿Por qué te paras?
Los
ojos de Adrián Neri ardían de furia.
—Nada
—murmuró—. Ahora vuelvo.
Neri se
incorporó y se lanzó hacia mí como un obús, apretando los puños. Ni le vi
venir. No podía apartar los ojos de Clara, envuelta en sudor, sin aliento, las
costillas dibujándose bajo su piel y los pechos temblando de anhelo. El
profesor de música me agarró del cuello y me arrastró afuera de la habitación.
Sentí que mis pies apenas rozaban el suelo, y por mucho que lo intenté no pude
zafarme de la presa de Neri, que me llevaba como un fardo a través del invernadero
—El
alma te voy a romper yo a ti, desgraciado —mascullaba entre dientes.
Me
llevó a rastras hasta la puerta del piso y una vez allí la abrió y me lanzó con
fuerza al rellano. El libro de Carax se me había caído de las manos. Lo
recogió y me lo tiró a la cara con rabia.
—Si te
vuelvo a ver por aquí, o me entero de que te has acercado a Clara en la calle,
te juro que te envío al hospital de la paliza que te doy, sin importarme una
mierda la edad que tengas —dijo fríamente—. ¿Estamos?
Me
incorporé trabajosamente, y descubrí que en el forcejeo Neri me había
desgarrado la chaqueta y el orgullo.
—¿Cómo
has entrado?
No
contesté. Neri suspiró, sacudiendo la cabeza.
—Venga,
dame las llaves —espetó Neri, conteniendo su furia.
—¿Qué
llaves?
De la
bofetada que me propinó, me caí al suelo. Me levanté con sangre en la boca y un
silbido en el oído izquierdo que me taladraba la cabeza como el silbato de un
urbano. Me palpé la cara y sentí el corte que me había partido los labios
ardiendo bajo los dedos. Un anillo de sello brillaba en el dedo anular del
profesor de música, ensangrentado.
—Las
llaves, te he dicho.
—Váyase
usted a la mierda —escupí.
No vi
venir el puñetazo. Tan sólo sentí como si un martillo pilón me hubiese
arrancado el estómago de cuajo. Me doblé en dos como un títere roto, sin
respiración, tambaleándome contra la pared. Neri me agarró de un tirón por el
pelo y hurgó en mis bolsillos hasta dar con las llaves. Me deslicé hasta el
suelo, sujetándome el estómago, lloriqueando de agonía, o de rabia.
—Dígale
a Clara que...
Me
cerró la puerta en las narices, y quedé en la oscuridad absoluta. Busqué el
libro a tientas en la negrura. Lo encontré y me deslicé con él escaleras abajo,
apoyándome contra los muros, jadeando. Salí al exterior escupiendo sangre y
respirando por la boca a borbotones. El frío y el viento me ciñeron las ropas
empapadas, mordientes. El corte en la cara me quemaba.
—¿Está
usted bien? —preguntó una voz en la sombra.
Era el
mendigo al que había negado mi ayuda un rato antes. Asentí, evitando su mirada,
avergonzado. Eché a andar.
—Espere
un poco, al menos hasta que amaine la lluvia —sugirió el mendigo.
Me tomó
del brazo y me guió hasta un rincón bajo los arcos donde guardaba un fardo y
una bolsa con ropa vieja y sucia.
—Tengo
un poco de vino. No es malo. Beba un poco. Le irá bien para entrar en calor. Y
para desinfectar eso...
Bebí un
trago de la botella que me ofrecía. Sabía a gasoil esclarecido con vinagre,
pero su calor me calmó el estómago y los nervios. Unas gotas me salpicaron la
herida y vi estrellas en la noche más negra de mi vida.
—Bueno,
¿eh? —Sonrió el mendigo—. Hala, échele un traguillo más, que esto levanta a los
muertos.
—No,
gracias. Para usted —musité.
El
mendigo bebió un largo trago. Le observé detenidamente. Parecía un contable
gris de ministerio que no se hubiese cambiado de traje en quince años. Me
ofreció su mano y la estreché.
—Fermín
Romero de Torres, cesante. Mucho gusto en conocerle.
—Daniel
Sempere, tonto de remate. El gusto es mío.
—No se
venda barato, que en noches así todo se ve peor de lo que es. Ahí donde me ve,
yo soy un optimista nato. No me cabe la menor duda de que el régimen tiene los
días contados. Según todos los indicios, los americanos nos van a invadir el
día menos pensado y a Franco le pondrán un puesto de chufas en Melilla. Y yo
recuperaré el puesto, la reputación y la honra perdida.
—¿A qué
se dedicaba usted?
—Servicio
de inteligencia. Alto espionaje —dijo Fermín Romero de Torres—. Sólo le diré
que yo era el hombre de Maciá en La Habana.
Asentí.
Otro loco. La noche de Barcelona los coleccionaba a puñados. Y a los idiotas
como yo, también.
—Oiga,
ese corte tiene mala pinta. Le han zurrado a base de bien, ¿eh?
Me
llevé los dedos a la boca. Sangraba todavía.
—¿Asunto
de faldas? —inquirió—. Se lo podía haber usted ahorrado. Las mujeres de este
país, se lo digo yo que he visto mundo, son unas mojigatas y unas frígidas. Así
como suena. Me acuerdo yo de una mulatita que dejé en Cuba. Óigame, otro mundo,
¿eh?, otro mundo. Y es que la hembra caribeña se te arrima al cuerpo con ese
ritmo isleño y te susurra «ay, papito, dame plaser, dame plaser», y un hombre
de verdad, con sangre en las venas, qué le voy yo a contar...
Me
pareció que Fermín Romero de Torres, o cualquiera que fuese su verdadero
nombre, anhelaba la anodina conversación casi tanto como un baño caliente, un
plato de lentejas con chorizo y una muda limpia. Le di cuerda durante un rato,
esperando a que se me calmase el dolor. No me costó gran esfuerzo, porque aquel
hombrecillo sólo necesitaba algún asentimiento puntual y alguien que hiciese
como que le escuchaba. Estaba el mendigo por relatarme los pormenores y
tecnicismos de un plan secreto para secuestrar a doña Carmen Polo de Franco cuando advertí que ya llovía con menos
fuerza y que la tormenta parecía alejarse lentamente hacia el norte.
—Se me hace tarde —murmuré, incorporándome.
Fermín Romero de Torres asintió con cierta tristeza y me ayudó a
levantarme, haciendo como que me quitaba el polvo de la ropa empapada.
—Otro día será, entonces —dijo, resignado—. A mí es que me pierde la
boca. Empiezo a hablar y... oiga, de lo del secuestro, que quede entre usted y
yo, ¿eh?
—No se preocupe. Soy una tumba. Y gracias por el vino.
Me alejé hacia las Ramblas. Me detuve en el umbral de la plaza y volví
la vista hacia el piso de los Barceló. Las ventanas permanecían oscuras,
llorando de lluvia. Quise odiar a Clara, pero fui incapaz. Odiar de veras es un
talento que se aprende con los años.
Me juré que no volvería a verla, que no volvería a mencionar su
nombre, o a recordar el tiempo que había perdido a su lado. Por alguna extraña
razón, me sentí en paz. La ira que me había sacado de casa se había evaporado.
Temí que volviese, y con saña renovada, al día siguiente. Temí que los celos y
la vergüenza me consumiesen lentamente una vez las piezas de cuanto había
vivido aquella noche cayesen por su propio peso. Faltaban varias horas para el
alba y todavía me quedaba una cosa que hacer antes de poder volver a casa con
la conciencia limpia.
La calle Arco del Teatro seguía allí, apenas una brecha de penumbra.
Un riachuelo de agua negra se había formado en el centro del callejón y se
adentraba en procesión funeraria hacia el corazón del Raval. Reconocí el viejo
portón de madera y la fachada barroca a la que me había conducido mi padre un
amanecer seis años atrás. Ascendí los peldaños y me resguardé de la lluvia bajo
la arcada del portal que olía a orines y a madera podrida. El Cementerio de los
Libros Olvidados olía más a muerto que nunca. No recordaba que el picaporte era
un rostro de diablillo. Lo así por los cuernos y golpeé tres veces la puerta.
El eco cavernoso se esparció en el interior. Al rato volví a llamar, seis
golpes esta vez, más fuertes, hasta que me dolió el puño. Pasaron otros tantos
minutos y empecé a pensar que no debía de haber ya nadie en aquel lugar. Me
acurruqué contra la puerta y saqué el libro de Carax del interior de la
chaqueta. Lo abrí y leí de nuevo aquella primera frase que me había capturado
años atrás.
Aquel verano llovió todos los días, y aunque muchos decían que era
castigo de Dios porque habían abierto en el pueblo un casino junto a la
iglesia, yo sabía que la culpa era mía y sólo mía porque había aprendido a
mentir y guardaba todavía en los labios las últimas palabras de mi madre en su
lecho de muerte: nunca quise al hombre con quien me casé, sino a otro que me dijeron
que había muerto en la guerra; búscale y dile que morí pensando en él, porque
él es tu verdadero padre.
Sonreí, recordando aquella primera noche de lectura febril seis años
atrás. Cerré el libro y me dispuse a llamar por tercera y última vez. Antes de
que pudiera rozar con los dedos el picaporte, el portón se abrió lo suficiente
para insinuar el perfil del guardián portando un candil de aceite.
—Buenas noches —musité—. Isaac, ¿verdad?
El guardián me observó sin pestañear. El reluz del candil esculpía sus
rasgos angulosos en ámbar y escarlata, y le confería una inequívoca semejanza
con el diablillo del picaporte.
—Usted
es Sempere hijo —murmuró con voz cansina.
—Tiene
usted una excelente memoria.
—Y
usted un sentido de la oportunidad que da asco. ¿Sabe qué hora es?
Su
mirada acerada ya había detectado el libro bajo mi chaqueta. Isaac hizo un
gesto inquisitivo con la cabeza. Extraje el libro y se lo mostré.
—Carax
—dijo—. Debe de haber diez personas como mucho en esta ciudad que sepan quién
es o que hayan leído ese libro.
—Pues
una de ellas anda empeñada en prenderle fuego. No se me ocurre mejor escondite
que éste.
—Esto
es un cementerio, no una caja fuerte.
—Precisamente.
Lo que este libro necesita es que lo entierren donde nadie pueda encontrarlo.
Isaac
lanzó una mirada recelosa hacia el callejón. Abrió un poco la puerta y me hizo
señas para que me colase dentro. El vestíbulo oscuro e insondable olía a cera
quemada y a humedad. Se podía oír un goteo intermitente en la oscuridad. Isaac
me tendió el candil para que lo sostuviese mientras él extraía de su abrigo un
manojo de llaves que hubiera sido la envidia de un carcelero. Conjurando
alguna ciencia ignota, acertó cuál era la que buscaba y la introdujo en un
cerrojo protegido por una carcasa de cristal repleta de relés y ruedas dentadas
que sugería una caja de música a escala industrial. A una vuelta de muñeca, el
mecanismo chasqueó como las entrañas de un autómata y vi las palancas y los
fulcros deslizarse en un ballet mecánico asombroso hasta trabar el portón con
una araña de barras de acero que se hundió en una estrella de orificios en los
muros de piedra.
—Ni el
Banco de España —comenté impresionado—. Parece algo sacado de Julio Verne.
—Kafka
—matizó Isaac, recuperando el candil y encaminándose hacia las profundidades
del edificio—. El día que comprenda usted que el negocio de los libros es miseria
y compañía y decida aprender a robar un banco, o a crear uno, que viene a ser
lo mismo, venga a verme y le explicaré cuatro cosas sobre cerrojos.
Lo
seguí a través de los corredores que recordaba con frescos de ángeles y
quimeras. Isaac sostenía el candil en alto, proyectando una burbuja
intermitente de luz rojiza y evanescente. Cojeaba vagamente, y el abrigo de
franela deshilachado que vestía semejaba un manto fúnebre. Se me ocurrió que
aquel individuo, a medio camino entre Caronte y el bibliotecario de Alejandría,
se sentiría a gusto en las páginas de Julián Carax.
—¿Sabe
usted algo de Carax? —pregunté.
Isaac
se detuvo al final de una galería y me miró, indiferente.
—No
mucho. Lo que me contaron.
—¿Quién?
—Alguien
que le conoció bien, o eso creía.
Me dio
el corazón un vuelco.
—¿Cuándo
fue eso?
—Cuando
aún me peinaba. Usted debía de andar en pañales, y no parece que haya
evolucionado mucho, la verdad. Mírese: está usted temblando —dijo.
—Es por
la ropa mojada, y el frío que hace aquí dentro.
—Otro
día me avisa y enciendo la calefacción central para recibirle en volandas,
capullito de alelí. Venga, sígame. Aquí está mi oficina, que tiene estufa y
algo que echarle a usted encima mientras le secamos la ropa. Y algo de
mercurocromo y agua oxigenada tampoco le irían mal, que me trae un careto que
parece salido de la comisaría de Vía Layetana.
—No se
moleste, de verdad.
—No me molesto. Lo hago por mí, no por usted. Pasada esa puerta, yo
pongo las reglas y aquí los únicos muertos son los libros. A ver si me va usted
a pillar una neumonía y tengo que llamar a los del depósito. Ya nos
encargaremos del libro ese más tarde. En treinta y ocho años todavía no he
visto ninguno que echase a correr.
—No sabe cómo se lo agradezco...
—Sin pamplinas. Si le he dejado pasar, es por respeto al padre de
usted, de lo contrario le hubiese dejado en la calle. Haga el favor de
seguirme. Y si se comporta, a lo mejor le cuento lo que sé de su amigo Julián
Carax
De refilón, cuando creyó que no podía verle, advertí que se le
escapaba una sonrisa de pillo redomado. Isaac estaba claramente disfrutando de
su papel de siniestro cancerbero. Yo también sonreí para mis adentros. Ya no me
cabía la menor duda de a quién pertenecía el rostro del diablillo del
picaporte.
10
Isaac me echó un par de mantas finas por los hombros y me ofreció una
taza con un mejunje humeante que olía a chocolate caliente con ratafía.
—Me contaba usted de Carax...
—No hay mucho que contar. Al primero que oí mencionar a Carax fue a
Toni Cabestany, el editor. Le hablo de veinte años atrás, cuando aún existía la
editorial. Siempre que volvía de sus viajes a Londres, París o Viena, Cabestany
se dejaba caer por aquí y charlábamos un rato. Los dos nos habíamos quedado
viudos y él se lamentaba de que ahora estábamos casados con los libros, yo con
los viejos y él con los de la contabilidad. Éramos buenos amigos. En una de
sus visitas me contó que acababa de adquirir por cuatro chavos los derechos en
castellano de las novelas de un tal Julián Carax, un barcelonés que vivía en
París. Eso debió de ser en el año 28 o 29. Al parecer, Carax trabajaba de
pianista en un burdel de poca monta en Pigalle por las noches y escribía de día
en un ático miserable en la barriada de Saint Germain. París es la única
ciudad del mundo donde morirse de hambre todavía es considerado un arte. Carax
había publicado un par de novelas en Francia que habían resultado ser un
absoluto fracaso de ventas. Nadie daba un duro por él en París, y a Cabestany
siempre le gustó comprar barato.
—¿Entonces, Carax escribía en castellano o en francés?
—A saber. Probablemente las dos cosas. Su madre era francesa, maestra
de música, creo, y él había vivido en París desde que tenía diecinueve o
veinte años. Cabestany decía que recibían de Carax los manuscritos en castellano.
Si eran una traducción o el original, tanto le daba. El idioma favorito de
Cabestany era el de la peseta, lo demás le traía al pairo. Cabestany había
pensado que tal vez, con un golpe de suerte, conseguir colocar unos miles de
ejemplares de Carax en el mercado español.
—¿Y lo consiguió?
Isaac frunció el ceño, escanciándome un poco más de su brebaje
reparador.
—Me parece que de la que más, La casa roja, vendió unos noventa.
—Pero siguió publicando a Carax, aunque perdiese dinero —apunté.
—Así es. No sé por qué, la verdad. Cabestany no era un romántico,
precisamente. Pero quizá todo hombre tiene sus secretos... Entre el 28 y el 36 le
publicó ocho novelas. Donde Cabestany hacía de verdad el dinero era en los
catecismos y en una serie de folletines rosa protagonizados por una heroína de
provincias, Violeta LaFleur, que se vendían muy bien en quioscos. Las novelas
de Carax, supongo, las editaba por gusto y por llevarle la contraria a Darwin.
—¿Qué
fue del señor Cabestany?
Isaac
suspiró, alzando la mirada.
—La
edad, que a todos nos pasa factura. Cayó enfermo y tuvo algunos problemas de
dinero. En 1936, el hijo mayor se hizo cargo de la editorial, pero era de los
que no saben ni leerse la talla de los calzoncillos. La empresa se vino abajo
en menos de un año. Afortunadamente, Cabestany no llegó a ver lo que sus
herederos hacían con el fruto de toda una vida de trabajo ni lo que la guerra
hacía con el país. Se lo llevó una embolia la noche de Todos los Santos, con
un Cohiba en la boca y una niña de veinticinco años en las rodillas. El hijo
estaba hecho de otra pasta. Arrogante como sólo los imbéciles pueden serlo. Su
primera gran idea fue intentar vender el stock de libros del catálogo de la
editorial, el legado de su padre, para transformarlos en pasta de papel o algo
así. Un amigo, otro niñato con casa en Caldetas y un Bugatti, le había
convencido de que las fotonovelas de amor y el Mein Kampf se iban a
vender de miedo y que haría falta celulosa a mansalva para satisfacer la
demanda.
—¿Llegó
a hacerlo?
—No le
dio tiempo. Al poco de tomar las riendas de la editorial, un individuo se
presentó en su casa y le hizo una oferta muy generosa. Quería adquirir todo el
stock de novelas de Julián Carax que todavía quedasen en existencias, y se
ofrecía a pagarlas tres veces su precio de mercado.
—No me
diga más. Para quemarlas —murmuré. Isaac sonrió, sorprendido.
—Pues
sí. Y parecía usted tonto, tanto preguntar y no saber nada.
—¿Quién
era ese individuo? —pregunté.
—Un tal
Aubert o Coubert, no recuerdo bien.
—¿Laín
Coubert?
—¿Le
suena?
—Es el
nombre de un personaje de La Sombra del Viento, la última novela de
Carax.
Isaac
frunció el ceño.
—¿Un
personaje de ficción?
—En la
novela, Laín Coubert es el nombre que emplea el diablo.
—Un
tanto teatral, le diré. Pero sea quien sea, al menos tenía sentido del humor
—estimó Isaac.
Yo, que
todavía tenía fresca la memoria de mi encuentro con aquel personaje, no le
encontraba la gracia ni de refilón, pero reservé mi opinión para mejor lance.
—Este
individuo, Coubert, o como se llame, ¿tenía la cara quemada, desfigurada?
Isaac
me observó con una sonrisa a medio camino entre la chanza y la preocupación.
—No
tengo la menor idea. La persona que me contó todo esto no le llegó a ver, y lo
supo porque Cabestany hijo se lo contó a su secretaria al día siguiente. De
caras quemadas no mencionó nada. ¿Quiere decir que eso no lo ha sacado de un
folletín?
Agité
la cabeza, quitándole importancia al tema.
—¿Cómo
acabó el asunto? ¿Le vendió los libros el hijo del editor a Coubert? —pregunté.
—El
botarate del niñato se quiso pasar de listo. Pidió más dinero del que Coubert
le ofrecía, y éste retiró su propuesta. Días más tarde, el almacén de la
editorial Cabestany en Pueblo Nuevo ardió
hasta los cimientos poco después de la medianoche. Y gratis.
Suspiré.
—¿Qué ocurrió con los libros de Carax? ¿Se perdieron?
—Casi todos. Por fortuna, la secretaria de Cabestany, al oír lo de la
oferta, tuvo una corazonada y, por su cuenta y riesgo, fue al almacén y se
llevó un ejemplar de cada título de Carax a su casa. Ella era la que mantenía
toda la correspondencia con Carax y, a lo largo de los años, habían entablado
cierta amistad. Se llamaba Nuria, y me parece que ella era la única persona en
la editorial, y probablemente en toda Barcelona, que se leía las novelas de
Carax. Nuria siente debilidad por las causas perdidas. De pequeña recogía
animalillos de la calle y los llevaba a casa. Con el tiempo pasó a adoptar
novelistas malditos, a lo mejor porque su padre quiso ser uno y nunca lo consiguió.
—Parece que la conozca usted muy bien.
Isaac blandió su sonrisa de diablillo cojuelo.
—Más de lo que ella se cree. Es mi hija.
Se me comió el silencio y la duda. Cuanto más oía de aquella historia,
más perdido me sentía.
—Tengo entendido que Carax volvió a Barcelona en 1936. Hay quien dice
que murió aquí. ¿Le quedaba familia en la ciudad? ¿Alguien que pudiera saber
de él?
Isaac suspiró.
—Vaya usted a saber. Los padres de Carax se habían separado hacía
tiempo, creo. La madre se había marchado a América del Sur, donde se volvió a
casar. Con su padre, que yo sepa, no se hablaba desde que se marchó a París.
—¿Por qué no?
—Qué sé yo. La gente se complica la vida, como si no fuese
suficientemente complicada.
—¿Sabe si vive aún?
—Eso espero. Era más joven que yo, pero uno ya sale poco y hace años
que no leo las necrológicas porque los conocidos caen como moscas y uno se
queda acojonado, la verdad. Por cierto, Carax era el apellido de la madre. El
padre se apellidaba Fortuny. Tenía una sombrerería en la ronda de San Antonio,
y por lo que sé no se llevaba mucho con su hijo.
—¿Pudiera ser entonces que al volver a Barcelona Carax se hubiese
sentido tentado de acudir a ver a su hija Nuria, si tenían cierta amistad,
aunque él no estuviese en buenos términos con su padre?
Isaac rió amargamente.
—Probablemente soy el menos indicado para saberlo. Después de todo,
soy su padre. Sé que una vez, en el 32 o el 33, Nuria viajó a París por asuntos
de Cabestany, y que se alojó en casa de Julián Carax un par de semanas. Eso me
lo contó Cabestany, porque según ella estuvo en un hotel. Mi hija estaba por
entonces soltera y a mí me daba en la nariz que Carax andaba un poco atontado
con ella. Mi Nuria es de las que rompen corazones con sólo entrar en una
tienda.
—¿Quiere decir que eran amantes?
—A usted le va el folletín, ¿eh? Mire, yo en la vida privada de Nuria
nunca me he metido, porque la mía tampoco es como para enmarcarla. Si algún
día tiene usted una hija, bendición que no se la deseo yo a nadie, porque es
ley de vida que tarde o temprano le romperá a uno el corazón, en fin, a lo que
iba, que si algún día tiene usted una hija empezará sin darse cuenta a dividir
a los hombres en dos clases: los que usted sospecha que se acuestan con ella y
los que no. El que diga que no, miente por los codos. A mí me daba en la nariz
que Carax era de los primeros, con lo cual me daba lo mismo si era un genio o un pobre desgraciado, yo siempre
le tuve por un sinvergüenza.
A lo
mejor estaba usted equivocado.
—No se
ofenda, pero usted es todavía muy joven y sabe de mujeres lo que yo de hacer panellets.
—También
es verdad —convine—. ¿Qué pasó con los libros que se llevó su hija del almacén?
—Están
aquí.
—¿Aquí?
—¿De
dónde piensa que salió ese libro que encontró usted el día que le trajo su
padre?
—No lo
entiende.
—Pues
es bien sencillo. Una noche, días después del incendio del almacén de
Cabestany, mi hija Nuria se presentó aquí. Estaba nerviosa. Decía que alguien
la había estado siguiendo y que temía que el tal Coubert quisiera hacerse con
los libros para destruirlos. Nuria me dijo que venía a esconder los libros de
Carax. Se adentró en la sala grande y los ocultó en el laberinto de
estanterías, como quien entierra tesoros. No le pregunté dónde los había
puesto, ni ella me lo dijo. Antes de marcharse me dijo que, en cuanto lograse
encontrar a Carax, volvería a por ellos. Me pareció que todavía seguía
enamorada de Carax, pero no dije nada. Le pregunté si le había visto recientemente,
si sabía algo de él. Me dijo que hacía meses que no tenía noticias suyas,
prácticamente desde que él había enviado sus últimas correcciones del
manuscrito de su último libro desde París. Si me mintió, no le sabría decir.
Lo que sí sé es que después de aquel día, Nuria nunca más volvió a saber de
Carax y aquellos libros se quedaron aquí, criando polvo.
—¿Cree
usted que su hija accedería a hablar conmigo de todo esto?
—Bueno,
mi hija a todo lo que sea hablar se apunta, pero no sé si podrá decirle algo
que no le haya contado ya un servidor. Piense que de todo esto hace ya mucho
tiempo. Y la verdad es que no nos llevamos tan bien como quisiera. Nos vemos
una vez al mes. Vamos a comer por aquí cerca y luego se va como ha venido. Sé
que hace años se casó con un buen chico; periodista y un poco atolondrado, la verdad,
de esos que siempre andan metidos en líos de política, pero de buen corazón. Se
casó por lo civil, sin invitados. Yo me enteré un mes más tarde. Nunca me ha
presentado a su marido. Miquel se llama. O algo así. Supongo que no está muy
orgullosa de su padre, y no la culpo. Ahora es otra mujer. Mire que hasta
aprendió a hacer punto y me dicen que ya no se viste de Simone de Beauvoir. Uno
de estos días me enteraré de que he sido abuelo. Hace años que trabaja en casa
como traductora de francés e italiano. No sé de dónde sacó el talento, la
verdad. De su padre está claro que no. Deje que le apunte su dirección, aunque
no sé si es muy buena idea que le diga que le envío yo.
Isaac
anotó unos garabatos en una esquina de un diario viejo y me tendió el recorte.
—Se lo
agradezco. Nunca se sabe, a lo mejor ella recuerda algo...
Isaac
sonrió con cierta tristeza.
—De
cría lo recordaba todo. Todo. Luego los hijos se hacen mayores y ya no sabes lo
que piensan ni lo que sienten. Y así ha de ser, supongo. No le cuente a Nuria
lo que le he explicado, ¿eh? Lo dicho aquí que quede entre nosotros.
—Descuide.
¿Cree que ella aún piensa en Carax? Isaac suspiró largamente, bajando la
mirada.
—Yo qué
sé. No sé si le quiso de verdad. Estas cosas se quedan en el corazón de cada uno,
y ella ahora es una mujer casada. Yo a la edad de usted tuve una novieta, Teresita Boadas se llamaba, que cosía delantales en
la textil Santamaría de la calle Comercio. Ella tenía dieciséis años, dos menos
que yo, y era la primera mujer de la que me enamoré. No ponga esa cara, que ya
sé que ustedes los jóvenes se creen que los viejos no nos hemos enamorado
nunca. El padre de Teresita tenía un carromato de hielo en el mercado del Borne
y era mudo de nacimiento. No sabe usted el miedo que pasé el día que le pedí
permiso para casarme con su hija y se tiró cinco minutos mirándome fijamente,
sin soltar prenda y con el pico del hielo en la mano. Llevaba yo ahorrando dos
años para comprar una alianza cuando Teresita cayó enferma. Algo que había
pillado en el taller, me dijo. En seis meses se me había muerto de
tuberculosis. Aún me acuerdo de cómo gemía el mudo el día que la enterramos en
el cementerio de Pueblo Nuevo.
Isaac se sumió en un profundo silencio. No me atreví ni a respirar. Al
poco alzó la vista y me sonrió.
—Le hablo de cincuenta y cinco años atrás, ahí es nada. Pero, si he de
serle sincero, no pasa un día que no me acuerde de ella, de los paseos que nos
dábamos hasta las ruinas de la Exposición Universal de 1888 y de cómo se reía
de mí cuando le leía los poemas que escribía en la trastienda del colmado de
embutidos y ultramarinos de mi tío Leopoldo. Me acuerdo hasta de la cara de una
gitana que nos leyó la mano en la playa del Bogatell y nos dijo que estaríamos
juntos toda la vida. A su manera, no mentía. ¿Qué le puedo decir? Pues sí, yo
creo que Nuria todavía se acuerda de ese hombre, aunque no lo diga. Y, la
verdad, yo eso no se lo perdonaré a Carax jamás. Usted es muy joven todavía,
pero yo sé lo que duelen esas cosas. Si quiere saber mi opinión, Carax era un
ladrón de corazones, y el de mi hija se lo llevó a la tumba o al infierno.
Sólo le pido una cosa, si es que la ve y habla con ella: que me diga cómo está.
Que averigüe si es feliz. Y si ha perdonado a su padre.
Poco antes del alba, portando tan sólo un candil de aceite, me adentré
una vez más en el Cementerio de los Libros Olvidados. Al hacerlo, imaginaba a
la hija de Isaac recorriendo aquellos mismos corredores oscuros e interminables
con idéntica determinación a la que me guiaba a mí: salvar el libro. En un
principio creí que recordaba la ruta que había seguido en mi primera visita a
aquel lugar de la mano de mi padre, pero pronto comprendí que los dobleces del
laberinto combaban los pasillos en volutas que era imposible recordar. Tres veces
intenté seguir una ruta que había creído memorizar, y tres veces me devolvió
el laberinto al mismo punto del que había partido. Isaac me esperaba allí,
sonriente.
—¿Piensa volver algún día a por él? —preguntó.
—Por supuesto.
—En ese caso, quizá quiera usted hacer una pequeña trampa.
—¿Trampa?
—Joven, usted es un poco duro de entendederas, ¿verdad? Acuérdese del
Minotauro.
Tardé unos segundos en comprender su sugerencia. Isaac extrajo un
viejo cortaplumas del bolsillo y me lo tendió.
—Haga usted una pequeña marca en cada esquina que tuerza, una muesca
que sólo usted conozca. Es madera vieja y tiene tantos arañazos y estrías que
nadie lo advertirá, a menos que sepa lo que está buscando...
Seguí su consejo y me adentré de nuevo en el corazón de la estructura.
Cada vez que torcía el rumbo me detenía a marcar los estantes con una C y una
X en el lado del corredor por el que me decantaba. Veinte minutos más tarde me
había perdido completamente en las entrañas de la torre y el lugar en que iba a
enterrar la novela se me reveló por casualidad. A mi derecha vislumbré una
hilera de tomos sobre la desamortización debidos a la pluma del insigne
Jovellanos. A mis ojos de adolescente, semejante camuflaje hubiera disuadido
hasta las mentes más retorcidas. Extraje unos cuantos e inspeccioné la segunda
hilera oculta detrás de aquellos muros de prosa granítica. Entre nubecillas de
polvo, varias comedias de Moratín y un flamante Curial e Güelfa alternaban
con el Tractatus
Logico Politicus de Spinoza. Como toque de gracia, opté por confinar
el Carax entre un anuario de sentencias judiciales de los tribunales civiles de
Gerona de 1901 y una colección de novelas de Juan Valera. Para ganar espacio,
decidí llevarme el libro de poesía del Siglo de Oro que los separaba y en su
sitio deslicé La
Sombra del Viento. Me despedí de la novela con un guiño, y volví a
colocar en su lugar la antología de Jovellanos, amurallando la primera fila.
Sin más ceremonial me alejé de allí, guiándome por las muescas que
había ido dejando en el camino. Mientras recorría túneles y túneles de libros
en la penumbra, no pude evitar que me embargase una sensación de tristeza y
desaliento. No podía evitar pensar que si yo, por pura casualidad, había
descubierto todo un universo en un solo libro desconocido entre la infinidad de
aquella necrópolis, decenas de miles más quedarían inexplorados, olvidados
para siempre. Me sentí rodeado de millones de páginas abandonadas, de
universos y almas sin dueño, que se hundían en un océano de oscuridad mientras
el mundo que palpitaba fuera de aquellos muros perdía la memoria sin darse
cuenta día tras día, sintiéndose más sabio cuanto más olvidaba.
Despuntaban las primeras luces del alba cuando regresé al piso de la
calle Santa Ana. Abrí la puerta con sigilo y me deslicé por el umbral sin
encender la luz. Desde el recibidor se podía ver el comedor al fondo del
pasillo, la mesa todavía ataviada de fiesta. El pastel seguía allí, intacto, y
la vajilla seguía esperando la cena. La silueta de mi padre se recortaba
inmóvil en el butacón, oteando desde la ventana. Estaba despierto y aún vestía
su traje de salir. Volutas de humo se alzaban perezosamente de un cigarrillo
que sostenía entre el índice y el anular, como si fuese una pluma. Hacía años
que no veía fumar a mi padre.
—Buenos días —murmuró, apagando el cigarrillo en un cenicero casi
repleto de colillas a medio fumar.
Le miré sin saber qué decir. Su mirada quedaba velada al contraluz.
—Clara llamó varias veces anoche, un par de horas después de que te
fueras —dijo—. Sonaba muy preocupada. Dejó recado que la llamases, fuera la
hora que fuese.
—No pienso volver a ver a Clara, o a hablar con ella —dije.
Mi padre se limitó a asentir en silencio. Me dejé caer en una de las
sillas del comedor. La mirada se me cayó al suelo.
—¿Vas a decirme dónde has estado?
—Por ahí.
—Me has dado un susto de muerte.
No había ira en su voz, ni apenas reproche, sólo cansancio.
—Lo sé. Y lo siento —respondí.
—¿Qué te has hecho en la cara?
—Resbalé en la
lluvia y me caí.
—Esa lluvia
debía de tener un buen derechazo. Ponte algo.
—No es
nada. Ni lo noto —mentí—. Lo que necesito es irme a dormir. No me tengo en pie.
—Al
menos abre tu regalo antes de irte a la cama —dijo mi padre.
Señaló
el paquete envuelto en papel de celofán que había depositado la noche anterior
sobre la mesa del comedor. Dudé un instante. Mi padre asintió. Tomé el paquete
y lo sopesé. Se lo tendí a mi padre sin abrir.
—Lo
mejor es que lo devuelvas. No merezco ningún regalo.
—Los
regalos se hacen por gusto del que regala, no por mérito del que recibe —dijo
mi padre—. Además, ya no se puede devolver. Ábrelo.
Deshice
el cuidadoso envoltorio en la penumbra del alba. El paquete contenía una caja
de madera labrada, reluciente, ribeteada con remaches dorados. Se me iluminó
la sonrisa antes de abrirla. El sonido del cierre al abrirse era exquisito, de
mecanismo de relojería. El interior del estuche venía recubierto de terciopelo
azul oscuro. La fabulosa Montblanc Meinsterstück de Víctor Hugo descansaba en
el centro, deslumbrante. La tomé en mis manos y la contemplé al reluz del
balcón. Sobre la pinza de oro del capuchón había grabada una inscripción.
Daniel Sempere,1953
Miré a
mi padre, boquiabierto. No creo haberle visto nunca tan feliz como me lo
pareció en aquel instante. Sin mediar palabra, se levantó de la butaca y me
abrazó con fuerza. Sentí que se me encogía la garganta y, a falta de palabras,
me mordí la voz.
GENIO Y FIGURA
1953
11
Aquel año, el otoño cubrió Barcelona con un manto de hojarasca que
revoloteaba en las calles como piel de serpiente. La memoria de aquella lejana
noche de cumpleaños me había enfriado los ánimos, o quizá fue la vida que
había decidido concederme un año sabático de mis penas de sainete para que
empezase a madurar. Me sorprendí a mí mismo apenas pensando en Clara Barceló, o
en Julián Carax, o en aquel fantoche sin rostro que olía a papel quemado y se
declaraba personaje escapado de las páginas de un libro. Para noviembre había
cumplido un mes de sobriedad, sin acercarme una sola vez a la plaza Real a
mendigar un atisbo de Clara en la ventana. El mérito, debo confesar, no fue del
todo mío. Las cosas en la librería se estaban animando y mi padre y yo teníamos
más trabajo del que podíamos quitarnos de encima.
—A este paso vamos a tener que coger a otra persona para que nos ayude
en la búsqueda de los pedidos —comentaba mi padre—. Lo que nos haría falta
sería alguien muy especial, medio detective, medio poeta, que cobre barato y al
que no le asusten las misiones imposibles.
—Creo que tengo al candidato adecuado —dije.
Encontré a Fermín Romero de Torres en su lugar habitual bajo los
arcos de la calle Fernando. El mendigo estaba recomponiendo la primera página
de la Hoja del
Lunes a partir de trozos rescatados de una papelera. La estampa del día iba
de obras públicas y desarrollo.
—¡Rediós! ¿Otro pantano? —le oí exclamar—. Esta gente del fascio
acabará por convertirnos a todos en una raza de beatas y batracios.
—Buenas —dije suavemente—. ¿Se acuerda de mí?
El mendigo alzó la vista, y su rostro se iluminó de pronto con una
sonrisa de bandera.
—¡Alabados sean los ojos! ¿Qué se cuenta usted, amigo mío? Me
aceptará un traguito de tinto, ¿verdad?
—Hoy invito yo —dije—. ¿Tiene apetito?
—Hombre, no le diría que no a una buena mariscada, pero yo me apunto a
un bombardeo.
De camino a la librería, Fermín Romero de Torres me relató toda suerte
de correrías que había vivido aquellas semanas a fin y efecto de eludir a las
fuerzas de seguridad del Estado, y más particularmente a su némesis, un tal
inspector Fumero con el que al parecer llevaba un largo historial de
conflictos.
—¿Fumero? —pregunté, recordando que aquél era el nombre del soldado
que había asesinado al padre de Clara Barceló en el castillo de Montjuïc a los
inicios de la guerra.
El hombrecillo asintió, pálido y aterrado. Se le veía famélico, sucio
y hedía a meses de vida en la calle. El pobre no tenía ni idea de adónde le
conducía, y advertí en su mirada cierto susto y una creciente angustia que se
esforzaba en vestir de verborrea incesante. Cuando llegamos a la tienda, el
mendigo me lanzo una mirada de preocupación.
—Ande, pase usted. Ésta es la librería de mi padre, al que quiero
presentarle.
El mendigo se encogió en un manojo de roña y nervios.
—No, no, de ninguna manera, que yo no estoy presentable y éste es un
establecimiento de categoría; le voy a avergonzar a usted...
Mi padre se asomó a la puerta, le hizo un repaso rápido al mendigo y
luego me miró de reojo.
—Papá, éste es Fermín Romero de Torres.
—Para servirle a usted —dijo el mendigo casi temblando.
Mi padre le sonrió serenamente y le tendió la mano. El mendigo no se
atrevía a estrecharla, avergonzado por su aspecto y la mugre que le cubría la
piel.
—Oiga, mejor que me vaya y les deje a ustedes —tartamudeó.
Mi padre le asió suavemente por el brazo.
—Nada de eso, que mi hijo me ha dicho que se viene usted a comer con
nosotros.
El mendigo nos miró, atónito, aterrado.
—¿Por qué no sube a casa y se da un buen baño caliente? —dijo mi
padre—. Luego, si le parece, nos bajamos andando hasta Can Solé.
Fermín Romero de Torres balbuceó algo ininteligible. Mi padre, sin
bajar la sonrisa, le guió rumbo al portal y prácticamente tuvo que arrastrarlo
escalera arriba hasta el piso mientras yo cerraba la tienda. Con mucha oratoria
y tácticas subrepticias conseguimos meterlo en la bañera y despojarlo de sus
andrajos. Desnudo parecía una foto de guerra y temblaba como un pollo
desplumado. Tenía marcas profundas en las muñecas y los tobillos, y su torso y
espalda estaban cubiertos de terribles cicatrices que dolían a la vista. Mi
padre y yo intercambiamos una mirada de horror, pero no dijimos nada.
El
mendigo se dejó lavar como un niño, asustado y temblando. Mientras yo buscaba
ropa limpia en el arcón para vestirlo, escuchaba la voz de mi padre hablándole
sin pausa. Encontré un traje que mi padre ya no se ponía nunca, una camisa
vieja y algo de ropa interior. De la muda que traía el mendigo no podían
aprovecharse ni los zapatos. Le escogí unos que mi padre casi no se calzaba
porque le quedaban pequeños. Envolví los andrajos en papel de periódico,
incluidos unos calzones que exhibían el color y la consistencia del jamón
serrano, y los metí en el cubo de la basura. Cuando volví al baño, mi padre
estaba afeitando a Fermín Romero de Torres en la bañera. Pálido y oliendo a
jabón, parecía un hombre veinte años más joven. Por lo que vi, ya se habían
hecho amigos. Fermín Romero de Torres, quizá bajo los efectos de las sales de
baño, se había embalado.
—Mire
lo que le digo, señor Sempere, de no haber querido la vida que la mía fuese una
carrera en el mundo de la intriga internacional, lo mío, de corazón, eran las
humanidades. De niño sentí la llamada del verso y quise ser Sófocles o
Virgilio, porque a mí la tragedia y las lenguas muertas me ponen la piel de
gallina, pero mi padre, que en gloria esté, era un cazurro de poca visión y
siempre quiso que uno de sus hijos ingresara en la Guardia Civil, y a ninguna
de mis siete hermanas las hubiesen admitido en la Benemérita, pese al problema
de vello facial que siempre caracterizó a las mujeres de mi familia por parte
de madre. En su lecho de muerte, mi progenitor me hizo jurar que si no llegaba
a calzar el tricornio, al menos me haría funcionario y abandonaría toda pretensión
de seguir mi vocación por la lírica. Yo soy de los de antes, y a un padre,
aunque sea un burro, hay que obedecerle, ya me entiende usted. Aun así, no se
crea usted que he desdeñado el cultivo del intelecto en mis años de aventura.
He leído lo mío y le podría recitar de memoria fragmentos selectos de La vida es sueño.
—Ande,
jefe, póngase esta ropa, si me hace el favor, que aquí su erudición está fuera
de toda duda —dije yo, acudiendo al rescate de mi padre.
A
Fermín Romero de Torres se le deshacía la mirada de gratitud. Salió de la
bañera, reluciente. Mi padre lo envolvió en una toalla. El mendigo se reía de
puro placer al sentir el tejido limpio sobre la piel. Le ayudé a enfundarse la
muda, que le venía unas diez tallas grande. Mi padre se desprendió del cinturón
y me lo tendió para que se lo ciñese al mendigo.
—Está
usted hecho un pincel —decía mi padre—. ¿Verdad, Daniel?
—Cualquiera
lo tomaría por un artista de cine.
—Quite,
que uno ya no es el que era. Perdí mi musculatura hercúlea en la cárcel y
desde entonces...
—Pues a
mí, me parece usted Charles Boyer, por la percha —objetó mi padre—. Lo cual me
recuerda que quería proponerle a usted algo.
—Yo por
usted, señor Sempere, si hace falta, mato. Sólo tiene que decirme el nombre y
yo liquido al tipo sin dolor.
—No
hará falta tanto. Yo lo que quería ofrecerle es un trabajo en la librería. Se
trata de buscar libros raros para nuestros clientes. Es casi un puesto de
arqueología literaria, para el que hace tanta falta conocer los clásicos como
las técnicas básicas del estraperlo. No puedo pagarle mucho, de momento, pero
comerá usted en nuestra mesa y, hasta que le encontremos una buena pensión, se
hospedará usted aquí en casa, si le parece bien.
El
mendigo nos miró a ambos, mudo.
—¿Qué
me dice? —preguntó mi padre—. ¿Se une al equipo?
Me pareció que iba a decir algo, pero justo entonces Fermín Romero de
Torres se nos echó a llorar.
Con su primer sueldo, Fermín Romero de Torres se compró un sombrero
peliculero, unos zapatos de lluvia y se empeñó en invitarnos a mi padre y a mí
a un plato de rabo de toro, que preparaban los lunes en un restaurante a un par
de calles de la Plaza Monumental. Mi padre le había encontrado una habitación
en una pensión de la calle Joaquín Costa donde, merced a la amistad de nuestra
vecina la Merceditas con la patrona, se pudo obviar el trámite de rellenar la
hoja de información sobre el huésped para la policía y así mantener a Fermín
Romero de Torres lejos del olfato del inspector Fumero y sus secuaces. A veces
me venía a la memoria la imagen de las tremendas cicatrices que le cubrían el
cuerpo. Me sentía tentado de preguntarle por ellas, temiendo quizá que el
inspector Fumero tuviese algo que ver con el asunto, pero había algo en la
mirada del pobre hombre que sugería que era mejor no mentar el tema. Ya nos lo
contaría él mismo algún día, cuando le pareciese oportuno. Cada mañana, a las
siete en punto, Fermín nos esperaba en la puerta de la librería, con presencia
impecable y siempre con una sonrisa en los labios, dispuesto a trabajar una jornada
de doce o más horas sin pausa. Había descubierto una pasión por el chocolate y
los brazos de gitano que no desmerecía de su entusiasmo por los grandes de la
tragedia griega, con lo cual había ganado algo de peso. Gastaba un afeitado
de señorito, se peinaba hacia atrás con brillantina y se estaba dejando un
bigotillo de lápiz para estar a la moda. Treinta días después de emerger de
aquella bañera, el ex mendigo estaba irreconocible. Pero, pese a lo
espectacular de su transformación, donde realmente Fermín Romero de Torres nos
había dejado boquiabiertos era en el campo de batalla. Sus instintos detectivescos,
que yo había atribuido a fabulaciones febriles, eran de precisión quirúrgica.
En sus manos, los pedidos más extraños se solucionaban en días, cuando no en horas.
No había título que no conociese, ni argucia para conseguirlo que no se le
ocurriese para adquirirlo a buen precio. Se colaba en las bibliotecas
particulares de duquesas de la avenida Pearson y diletantes del círculo
ecuestre a golpe de labia, siempre asumiendo identidades ficticias, y conseguía
que le regalasen los libros o se los vendiesen por dos perras.
La transformación del mendigo en ciudadano ejemplar parecía
milagrosa, una de esas historias que se complacían en contar los curas de
parroquia pobre para ilustrar la infinita misericordia del Señor, pero que
siempre sonaban demasiado perfectas para ser ciertas, como los anuncios de
crecepelo en las paredes de los tranvías. Tres meses y medio después de que
Fermín hubiera empezado a trabajar en la librería, el teléfono del piso de la
calle Santa Ana nos despertó a las dos de la mañana de un domingo. Era la
dueña de la pensión donde se hospedaba Fermín Romero de Torres. Con la voz
entrecortada nos explicó que el señor Romero de Torres se había encerrado en
su cuarto por dentro, estaba gritando como un loco, golpeando las paredes y
jurando que si alguien entraba, se mataría allí mismo cortándose el cuello con
una botella rota.
—No llame a la policía, por favor. Ahora mismo vamos.
Salimos a escape rumbo a la calle Joaquín Costa. Era una noche fría,
de viento que cortaba y cielos de alquitrán. Pasamos corriendo frente a la
Casa de la Misericordia y la Casa de la Piedad, desoyendo miradas y susurros que silbaban
desde portales oscuros que olían a estiércol y carbón. Llegamos a la esquina de
la calle Ferlandina. Joaquín Costa caía como una brecha de colmenas
ennegrecidas fundiéndose en las tinieblas del Raval. El hijo mayor de la dueña
de la pensión nos esperaba en la calle.
—¿Han llamado a la policía? —preguntó mi padre.
—Todavía no —contestó el hijo.
Corrimos escaleras arriba. La pensión estaba en el segundo piso, y la
escalera era una espiral de mugre que apenas se adivinaba al reluz ocre de
bombillas desnudas y cansadas que pendían de un cable pelado. Doña Encarna,
viuda de un cabo, de la Guardia Civil y dueña de la pensión, nos recibió a la
puerta del piso enfundada en una bata azul celeste y luciendo una cabeza de
rulos a juego.
—Mire, señor Sempere, ésta es una casa decente y de categoría. Me
sobran las ofertas y estos retablos yo no tengo por qué tolerarlos —dijo
mientras nos guiaba a través de un pasillo oscuro que olía a humedad y a
amoníaco.
—Lo comprendo —murmuraba mi padre.
Los gritos de Fermín Romero de Torres se oían desgarrando las paredes
al fondo del corredor. De las puertas entreabiertas se asomaban varias caras
chupadas y asustadas, caras de pensión y sopa aguada.
—Venga, y los demás a dormir, coño, que esto no es una revista del
Molino —exclamó doña Encarna con furia.
Nos detuvimos frente a la puerta de la habitación de Fermín. Mi padre
golpeó suavemente con los nudillos.
—¿Fermín? ¿Está usted ahí? Soy Sempere.
El aullido que atravesó la pared me heló el corazón. Incluso doña
Encarna perdió la compostura de gobernanta y se llevó las manos al corazón,
oculto bajo los pliegues abundantes de su frondosa pechuga.
Mi padre llamó de nuevo.
—¿Fermín? Ande, ábrame.
Fermín aulló de nuevo, lanzándose contra las paredes, gritando
obscenidades hasta desgañitarse. Mi padre suspiró.
—¿Tiene usted llave de esta habitación?
—Pues claro.
—Démela.
Doña Encarna dudó. Los demás inquilinos se habían vuelto a asomar al
pasillo, blancos de terror. Aquellos gritos se tenían que oír desde Capitanía.
—Y tú, Daniel, corre a buscar al doctor Baró, que está aquí al lado,
en el 12 de Riera Alta.
—Oiga, ¿no sería mejor llamar a un cura?, porque a mí éste me suena a
endemoniado —ofreció doña Encarna.
—No. Con un médico va que se mata. Venga, Daniel. Corre. Y usted deme
esa llave, haga el favor.
El doctor Baró era un solterón insomne que pasaba las noches leyendo a
Zola y mirando estereogramas de señoritas en paños menores para combatir el
tedio. Era cliente habitual en la tienda de mi padre y él mismo se autocalificaba
de matasanos de segunda fila, pero tenía más ojo para acertar diagnósticos que
la mitad de los doctores de postín con consulta en la calle Muntaner. Gran
parte de su clientela la componían furcias viejas del barrio y desgraciados
que apenas podían pagarle, pero a los que atendía igualmente. Yo le había
escuchado decir más de una vez que el mundo era un orinal y que estaba
esperando a que el Barcelona ganase la liga de una puñetera vez para morirse en
paz. Me abrió la puerta en bata, oliendo a vino y con un pitillo apagado en los labios.
—¿Daniel?
—Me
manda mi padre. Es una emergencia.
Cuando
regresamos a la pensión nos encontramos a doña Encarna sollozando de puro
susto, al resto de los inquilinos con color de cirio gastado y a mi padre
sosteniendo en sus brazos a Fermín Romero de Torres en un rincón de la
habitación. Fermín estaba desnudo, llorando y temblando de terror. La
habitación estaba destrozada, las paredes manchadas con lo que no sabría decir
si era sangre o excremento. El doctor Baró echó un rápido vistazo a la
situación y, con un gesto, le indicó a mi padre que tenían que tender a Fermín
en la cama. Les ayudó el hijo de doña Encarna, que aspiraba a boxeador. Fermín
gemía y se convulsionaba como si una alimaña le estuviese devorando las
entrañas.
—Pero
¿qué tiene este pobre hombre, por Dios? ¿Qué tiene? —gemía doña Encarna desde
la puerta, agitando la cabeza.
El
doctor le tomó el pulso, le inspeccionó las pupilas con una linterna y sin
mediar palabra procedió a preparar una inyección de un frasco que llevaba en
el maletín.
—Sujétenlo.
Esto lo pondrá a dormir. Daniel, ayúdanos.
Entre
los cuatro inmovilizamos a Fermín, que se sacudió violentamente cuando sintió
la punzada de la aguja en el muslo. Se le tensaron los músculos como cables de
acero, pero en unos segundos los ojos se le nublaron v su cuerpo cayó inerte.
—Oiga,
vigile, que este hombre es muy poca cosa y según lo que le dé lo mata —dijo
doña Encarna.
—No se
preocupe. Sólo está dormido —dijo el doctor, examinando las cicatrices que
cubrían el cuerpo famélico de Fermín.
Le vi
negar en silencio.
—Fills
de puta —murmuró.
—¿De
qué son esas cicatrices? —pregunté—. ¿Cortes?
El
doctor Baró negó, sin alzar la vista. Buscó una manta entre los despojos y
cubrió a su paciente.
—Quemaduras.
A este hombre lo han torturado —explicó—. Esas marcas las hace una lámpara de
soldar.
Fermín
durmió durante dos días. Al despertar no recordaba nada, excepto que creía
haberse despertado en una celda oscura y luego nada más. Se sintió tan avergonzado
por su conducta que se puso de rodillas a pedirle perdón a doña Encarna. Le
juró que le iba a pintar la pensión y, como sabía que ella era muy devota,
hacer decir diez misas por ella en la iglesia de Belén.
—Usted
lo que tiene que hacer es ponerse bien, y no darme más sustos así, que yo estoy
vieja para esto.
Mi
padre pagó los desperfectos y rogó a doña Encarna que le diese otra
oportunidad a Fermín. Ella asintió de buen grado. La mayoría de sus inquilinos
eran desheredados y gente sola en el mundo, como ella. Pasado el susto, le
cogió aún más cariño a Fermín y le hizo prometer que tomaría unas pastillas que
el doctor Baró le había recetado.
—Yo por
usted, doña Encarna, me trago un ladrillo si es necesario.
Con el
tiempo todos hicimos como que habíamos olvidado lo sucedido, pero nunca más
volví a tomarme a broma las historias del inspector Fumero. Después de aquel
episodio, para no dejarlo solo, nos llevábamos a Fermín Romero de Torres casi
todos los domingos a merendar al café Novedades. Luego subíamos andando hasta
el cine Fémina en la esquina de Diputación y paseo de Gracia. Uno de los
acomodadores era amigo de mi padre y nos dejaba colarnos por la salida de
incendios de platea a medio No-Do, siempre en el momento en que el Generalísimo
cortaba la cinta inaugural de algún nuevo pantano, lo cual a Fermín Romero de
Torres le atacaba los nervios.
—Qué
vergüenza —decía, indignado.
—¿No le
gusta a usted el cine, Fermín?
—En
confianza, a mí esto del séptimo arte me la repampinfla. A mi entender no es más
que pábulo para atontar a la plebe embrutecida, peor que el fútbol o los toros.
El cinematógrafo nació como invento para entretener a las masas analfabetas, y
cincuenta años más tarde no ha cambiado mucho.
Toda
aquella reticencia cambió radicalmente el día que Fermín Romero de Torres
descubrió a Carole Lombard.
—¡Qué
busto, Jesús, María y José, qué busto! —exclamó en plena proyección, poseído—.
¡Eso no son tetas, son dos carabelas!
—Cállese,
so guarro, o ahora mismo llamo al encargado —masculló una voz de confesonario
ubicada un par de filas a nuestras espaldas—. Habráse visto el poca vergüenza.
Qué país de cerdos.
—Más
vale que baje la voz, Fermín —aconsejé.
Fermín
Romero de Torres no me escuchaba. Andaba perdido en el suave vaivén de aquel
escote milagroso, con la sonrisa robada y los ojos envenenados de tecnicolor.
Más tarde, caminando de vuelta por el paseo de Gracia, observé que nuestro
detective bibliográfico seguía en trance.
—Creo
que vamos a tener que buscarle a usted una mujer —dije—. Una mujer le alegrará
la vida, ya lo verá.
Fermín
Romero de Torres suspiró, su mente rebobinando aún las delicias de la ley de
la gravedad.
—¿Habla
usted por experiencia, Daniel? —preguntó inocentemente.
Me
limité a sonreír, sabiendo que mi padre me observaba de refilón.
Después
de aquel día, Fermín Romero de Torres se aficionó a ir todos los domingos al
cine. Mi padre prefería quedarse en casa leyendo, pero Fermín Romero de Torres
no se perdía una sesión. Compraba un montón de chocolatinas y se sentaba en la
fila diecisiete a devorarlas, esperando la aparición estelar de la diva de
turno. El argumento le traía al pairo, y no paraba de hablar hasta que una
dama de considerables atributos llenaba la pantalla.
—He
estado pensando en lo que dijo usted el otro día sobre lo de buscarme una mujer
—dijo Fermín Romero de Torres—. A lo mejor tiene usted razón. En la pensión hay
un nuevo inquilino, un ex seminarista sevillano muy salado que de vez en cuando
se trae unas chavalas imponentes. Oiga, cómo ha mejorado la raza. No sé cómo
se lo hace, porque el muchacho es bien poca cosa, pero a lo mejor las atonta a
padrenuestros. Como tiene la habitación de al lado, yo lo oigo todo, y a
juzgar por lo que se escucha, el fraile debe de ser un artista. Lo que hace un
uniforme. ¿A usted cómo le gustan las mujeres, Daniel?
—No sé
yo mucho de mujeres, la verdad.
—Saber
no sabe nadie, ni Freud, ni ellas mismas, pero esto es como la electricidad, no
hace falta saber cómo funciona para picarse los dedos. Hala, cuente. ¿Cómo le
gustan? A mí que me perdonen, pero una mujer tiene que tener forma de hembra y
dónde agarrarse, pero usted tiene pinta de que le gusten las flacas, que es un
punto de vista que yo respeto muchísimo, ¿eh?, no me malinterprete.
—Si he
de serle sincero, no tengo mucha experiencia con las mujeres. Más bien ninguna.
Fermín
Romero de Torres me miró con detenimiento, intrigado ante esta manifestación
de ascetismo.
—Yo creía que lo de aquella noche, ya sabe, el porrazo...
—Si todo doliese como una bofetada...
Fermín pareció leerme el pensamiento, y sonrió solidariamente.
—Pues mire, que no le sepa mal, porque lo mejor de las mujeres es
descubrirlas. Como la primera vez, nada de nada. Uno no sabe lo que es la vida
hasta que desnuda por primera vez a una mujer. Botón a botón, como si pelase
usted un boniato bien calentito en una noche de invierno. Ahhhhh...
En pocos segundos, Verónica Lake hacía su entrada en escena, y Fermín
había saltado de dimensión. Aprovechando una secuencia en que Verónica Lake descansaba,
Fermín anunció que se iba a hacer una visita al puesto de chucherías del
vestíbulo para reponer existencias. Después de pasar meses de hambre, mi amigo
había perdido el sentido de la medida, pero merced a su metabolismo de bombilla
nunca llegaba a perder aquel aire hambriento y escuálido de posguerra. Me
quedé solo, apenas siguiendo la acción en pantalla. Mentiría si dijese que
pensaba en Clara. Pensaba sólo en su cuerpo, temblando bajo las embestidas del
profesor de música, reluciente de sudor y de placer. Se me cayó la mirada de
la pantalla y sólo entonces reparé en el espectador que acababa de entrar. Vi
su silueta avanzar hasta el centro del patio de butacas, seis filas más
adelante, y tomar asiento. Los cines estaban llenos de gente sola, pensé. Como
yo.
Intenté concentrarme en retomar el hilo de la acción. El galán, un
detective cínico pero con buen corazón, le explicaba a un personaje secundario
por qué las mujeres como Verónica Lake eran la perdición de todo macho cabal
y, aun así, no cabía sino amarlas con desesperación y perecer traicionado por
su perfidia. Fermín Romero de Torres, que se estaba convirtiendo en crítico
experto, denominaba a este género de historias «el cuento de la mantis religiosa». Según él
no eran sino fantasías misóginas para oficinistas con problemas de
estreñimiento y beatas ajadas de aburrimiento que soñaban con echarse al vicio
y llevar una vida de putón desorejado. Sonreí al imaginar los comentarios a
pie de página que hubiese hecho mi amigo el crítico de no haber acudido a su
cita con el puesto de golosinas. La sonrisa se me heló en menos de un segundo.
El espectador sentado seis filas al frente se había vuelto y me estaba mirando
fijamente. El haz nebuloso del proyector taladraba las tinieblas de la sala, un
soplo de luz parpadeante que apenas dibujaba líneas y manchas de color.
Reconocí al instante al hombre sin rostro, Coubert. Su mirada sin párpados
brillaba, acerada. Su sonrisa sin labios se relamía en la oscuridad. Sentí
dedos fríos cerrándose sobre mi corazón. Doscientos violines estallaron en la
pantalla, hubo tiros, gritos y la escena fundió a negro. Por un instante, la
platea se sumió en la oscuridad absoluta y sólo pude oír los latidos que me
martilleaban en las sienes. Lentamente, una nueva escena se iluminó en la
pantalla, deshaciendo la oscuridad de la sala en vahos de penumbra azul y
púrpura. El hombre sin rostro había desaparecido. Me volví y pude ver una
silueta alejándose por el pasillo de la platea y cruzarse con Fermín Romero de
Torres, que volvía de su safari gastronómico. Se adentró en la fila y retomó su
butaca. Me tendió una chocolatina de praliné y me observó con cierta reserva.
—Daniel, está usted blanco como nalga de monja. ¿Se encuentra bien?
Un aliento invisible barría el patio de butacas.
—Huele raro —comentó Fermín Romero de Torres—. Como a pedo rancio, de
notario o procurador.
—No. Huele a papel quemado.
—Ande, tenga un Sugus de limón, que lo cura todo.
—No me apetece.
—Pues se lo guarda, que nunca se sabe cuándo un Sugus le va a sacar a
uno de un apuro.
Guardé el caramelo en el bolsillo de la chaqueta y navegué
por el resto de la película sin prestar atención ni a Verónica Lake ni a las
víctimas de sus fatales encantos. Fermín Romero de Torres se había perdido en
el espectáculo y en sus chocolatinas. Cuando se encendieron las luces al
término de la sesión, me pareció haber despertado de un mal sueño y me sentí
tentado de tomar la presencia de aquel individuo en el patio de butacas como
una ilusión, un truco de la memoria, pero su breve mirada en la oscuridad había
bastado para hacerme llegar el mensaje. No se había olvidado de mí, ni de
nuestro pacto.
12
El primer efecto de la llegada de Fermín se hizo notar pronto:
descubrí que tenía mucho más tiempo libre. Cuando Fermín no andaba a la caza y
captura de algún volumen exótico para satisfacer los pedidos de los clientes,
se ocupaba de organizar las existencias de la tienda, idear estratagemas de
promoción comercial en el barrio, sacarle brillo al cartel y a las cristaleras
o dejar los lomos de los libros relucientes con un paño y alcohol. Dada la
coyuntura, opté por invertir mi tiempo de ocio en dos aspectos que había
dejado descuidados en los últimos tiempos: seguir dándole vueltas al enigma de
Carax y, sobre todo, tratar de pasar más tiempo con mi amigo Tomás Aguilar, a
quien echaba de menos.
Tomás era un muchacho meditabundo y reservado al que la gente temía
por su aspecto de matón, serio y amenazador. Tenía una constitución de
luchador, hombros de gladiador y una mirada dura y penetrante. Nos habíamos
conocido muchos años atrás en una pelea durante mi primera semana en los
jesuitas de Caspe. Su padre había venido a buscarle después de clase, acompañado
de una niña presumida que resultó ser la hermana de Tomás. Se me ocurrió hacer
una gracia imbécil sobre ella y, antes de que pudiese parpadear, Tomás Aguilar
cayó sobre mí como un diluvio de puñetazos que me dejó varias semanas
condolido. Tomás me doblaba en tamaño, fuerza y ferocidad. En aquel duelo de
patio, rodeado de un coro de críos sedientos de combate sangriento, perdí un
diente y gané un nuevo sentido de las proporciones. No le quise decir a mi
padre ni a los curas quién me había zurrado de aquel modo, ni explicarles que
el padre de mi adversario contemplaba la paliza complacido por el espectáculo
y coreando con los demás colegiales.
—Ha sido por culpa mía —dije, dando el tema por zanjado.
Tres semanas más tarde, Tomás se me acercó durante el recreo. Yo,
muerto de miedo, me quedé paralizado. Éste viene a rematarme, pensé. Empezó a
balbucear, y al poco comprendí que lo único que quería era disculparse por la
golpiza, porque sabía que había sido un combate desigual e injusto.
—Soy yo el que tiene que pedirte perdón por haberme metido con tu
hermana —dije—. Lo hubiera hecho el otro día, pero me partiste la boca antes de
que pudiese hablar.
Tomás bajó la mirada, avergonzado. Observé a aquel gigante tímido y
silencioso que vagaba por las aulas y pasillos del colegio como alma sin
dueño. Todos los demás chavales —yo el primero— le tenían miedo, y nadie le
hablaba u osaba cruzar la mirada con él. Con los ojos caídos, casi temblando,
me preguntó si yo querría ser su amigo. Le dije que sí. Me ofreció su mano y la
estreché. Su apretón dolía, pero me aguanté. Aquella misma tarde, Tomas me
invitó a merendar a su casa y me enseñó la colección de extraños artilugios
hechos a partir de piezas y chatarra que guardaba en su habitación.
—Los he hecho yo —me explicó, orgulloso.
Yo era incapaz de entender qué eran o pretendían ser, pero me callé y
asentí con admiración. Me parecía que aquel grandullón solitario se había
construido sus propios amigos de latón y que yo era el primero a quien se los
había presentado. Era su secreto. Yo le hablé de mi madre y de lo mucho que la
echaba a faltar. Cuando se me apagó la voz, Tomás me abrazó en silencio.
Teníamos diez años. Desde aquel día, Tomás Aguilar se convirtió en mi mejor —y
yo en su único—, amigo.
Pese a su apariencia beligerante, Tomás era un alma pacífica y
bondadosa a quien su aspecto evitaba toda confrontación. Tartamudeaba
bastante, especialmente cuando hablaba con cualquiera que no fuese su madre, su
hermana o yo, lo cual era casi nunca. Le fascinaban los inventos extravagantes
y los ingenios mecánicos, y pronto descubrí que llevaba a cabo autopsias en
todo tipo de artilugios, desde gramófonos hasta máquinas de sumar, a fin de
averiguar sus secretos. Cuando no estaba conmigo o trabajando para su padre,
Tomás pasaba la mayor parte de su tiempo encerrado en su habitación,
construyendo artefactos incomprensibles. Todo lo que le sobraba de inteligencia
le faltaba de sentido práctico. Su interés en el mundo real se concentraba en
aspectos como la sincronía de los semáforos de la Gran Vía, los misterios de
las fuentes luminosas de Montjuïc o los autómatas del parque de atracciones
del Tibidabo.
Tomás trabajaba todas las tardes en el despacho de su padre y a veces,
al salir, se pasaba por la librería. Mi padre siempre se interesaba por sus
inventos y le obsequiaba con manuales de mecánica o biografías de ingenieros
como Eiffel y Edison, a quienes Tomás idolatraba. Con los años, Tomás le había
tomado un gran afecto a mi padre y llevaba una eternidad intentando inventar
para él un sistema automático para archivar fichas bibliográficas a partir de
las piezas de un viejo ventilador. Hacía cuatro años que estaba trabajando en
el proyecto, pero mi padre seguía mostrando entusiasmo por el progreso del
mismo para que Tomás no perdiese los ánimos. En un principio me preocupaba
cómo iba a reaccionar Fermín ante mi amigo.
—Usted debe de ser el amigo inventor de Daniel. Tengo muchísimo gusto
en saludarle. Fermín Romero de Torres, asesor bibliográfico de la librería
Sempere para servirle a usted.
—Tomás Aguilar —tartamudeó mi amigo, sonriendo y estrechando la mano
de Fermín.
—Vigile, que eso que tiene usted no es una mano, sino una prensa
hidráulica, y yo preciso mantener dedos de violinista para mis labores en la
empresa.
Tomás le soltó, disculpándose.
—Y, a todo esto, ¿usted cómo se manifiesta frente al teorema de Fermat?
—preguntó Fermín, frotándose los dedos.
Acto seguido pasaron a enzarzarse en una incomprensible discusión
sobre matemática arcana que a mí me sonó a mandarín. Fermín le trataba siempre
de usted, o de doctor, y hacía como que no advertía el tartamudeo del muchacho.
Tomás, para corresponder a la infinita paciencia que Fermín mostraba con él, le
traía cajas de chocolatinas suizas envueltas con fotografías de lagos de azul
imposible, vacas en pastos verde tecnicolor y relojes de cucú.
—Su amigo Tomás tiene talento, pero le falta dirección en la vida, y
un poco de morro, que es lo que hace carrera —opinaba Fermín Romero de Torres—.
La mente científica tiene estas cosas. Vea usted, si no, a don Alberto
Einstein. Tanto inventar prodigios y el primero al que encuentran aplicación
práctica es la bomba atómica, y encima sin su permiso. Además, con ese aspecto
de boxeador que tiene Tomás, se lo van a poner muy difícil en los círculos
académicos, porque en esta vida lo único que sienta cátedra es el prejuicio.
Motivado a salvar a Tomás de una vida de penurias e incomprensión,
Fermín había decidido que lo necesario era hacerle ejercitar su oratoria
latente y su sociabilidad.
—El hombre, como buen simio, es animal social y en él priva el
amiguismo, el nepotismo, el chanchullo y el comadreo como pauta intrínseca de
conducta ética —argumentaba—. Es pura biología.
—Ya será menos.
—Qué pardillo que es usted a veces, Daniel.
Tomás había heredado la pinta de duro de su padre, un próspero
administrador de fincas que tenía despacho en la calle Pelayo junto a los
almacenes El Siglo. El señor Aguilar pertenecía a esa raza de mentes
privilegiadas que siempre tienen razón. Hombre de convicciones profundas,
estaba seguro, entre otras cosas, de que su hijo era un espíritu pusilánime y
un deficiente mental. Para compensar estas vergonzosas taras, contrataba a
toda suerte de profesores particulares con el objetivo de normalizar a su
primogénito. «A mi hijo quiero que lo trate usted como si fuese imbécil,
¿estamos?», le había oído yo decir en numerosas ocasiones. Los maestros lo
intentaban todo, incluso la súplica, pero Tomás tenía por costumbre dirigirse a
ellos sólo en latín, lengua que dominaba con fluidez papal y en la que no
tartamudeaba. Tarde o temprano, los tutores a domicilio dimitían por
desesperación y temor a que el muchacho estuviese poseído y les estuviera
endilgando consignas demoníacas en arameo. La única esperanza del señor Aguilar
era que el servicio militar hiciese de su hijo un hombre de provecho.
Tomás tenía una hermana un año mayor que nosotros, Beatriz. A ella le
debía nuestra amistad, porque si no la hubiese visto aquella lejana tarde de
la mano de su padre, esperando el término de las clases, y no me hubiese
decidido a hacer un chiste de pésimo gusto sobre ella, mi amigo nunca se habría
lanzado a darme una somanta de palos y yo nunca hubiera tenido el valor de
hablar con él. Bea Aguilar era el vivo retrato de su madre, y la niña de los
ojos de su padre. Pelirroja y pálida a morir, se la veía siempre enfundada en
carísimos vestidos de seda o lana fresca. Tenía el talle de maniquí y caminaba
erguida como un palo, pagada de sí misma y creyéndose la princesa de su propio
cuento. Tenía los ojos azul verdoso, pero ella insistía en decir que eran de
color «esmeralda y zafiro». Pese a haber pasado un montón de años en las
teresianas, o quizá por eso mismo, cuando su padre no miraba, Bea bebía anís en
copa alta, gastaba medias de seda de La Perla Gris y se maquillaba como las
vampiresas cinematográficas que perturbaban el sueño de mi amigo Fermín. Yo no
podía verla ni en pintura, y ella correspondía a mi franca hostilidad con
lánguidas miradas de desdén e indiferencia. Bea tenía un novio haciendo el
servicio militar como alférez en Murcia, un falangista engominado llamado Pablo
Cascos Buendía, que pertenecía a una familia rancia y propietaria de numerosos
astilleros en las rías. El alférez Cascos Buendía, que se pasaba media vida de
permiso merced a un tío suyo en el Gobierno Militar, siempre andaba largando
peroratas sobre la superioridad genética y espiritual de la raza española y el
inminente declive del Imperio bolchevique.
—Marx ha muerto —decía solemnemente.
—En 1883, concretamente —decía yo.
—Tú calla, desgraciado, a ver si te pego una leche que te mando a La
Rioja.
Más de una vez había sorprendido a Bea sonriendo para sí ante las
sandeces que profería su novio el alférez. Entonces ella alzaba la mirada y me
observaba, impenetrable. Yo le sonreía con esa cordialidad débil de los enemigos
en tregua indefinida, pero apartaba los ojos rápidamente. Antes me habría
muerto que admitirlo, pero en el fondo de mi ser le tenía miedo.
13
A principios de aquel año, Tomás y Fermín Romero de Torres decidieron
unir sus respectivos ingenios en un nuevo proyecto que, según ellos, habría de
librarnos de hacer el servicio militar a mi amigo y a mí. Fermín, particularmente,
no compartía el entusiasmo del señor Aguilar por la experiencia castrense.
—El servicio militar sólo sirve para descubrir el porcentaje de
cafres que cotiza en el censo —opinaba él—. Y eso se descubre en las dos
primeras semanas, no hacen falta dos años. Ejército, matrimonio, Iglesia y
banca: los cuatro jinetes del Apocalipsis. Sí, sí, ríase usted.
El pensamiento anarco-libertario de Fermín Romero de Torres habría de
peligrar una tarde de octubre en que, por casualidades del destino, recibimos
en la tienda la visita de una vieja amiga. Mi padre había ido a hacer una
valoración de una colección de libros a Argentona y no volvería hasta el
anochecer. Yo me quedé atendiendo el mostrador de la tienda mientras Fermín,
con sus habituales maniobras de equilibrista, se empeñó en empinarse por la
escalera y ordenar el último estante de libros que quedaba a apenas un palmo del
techo. Poco antes de cerrar, cuando ya había caído el sol, la silueta de la Bernarda
se recortó tras el mostrador. Iba vestida de jueves, su día libre, y me saludó
con la mano. Se me iluminó el alma de sólo verla y le indiqué que pasara.
—¡Ay, qué grande está usted! —dijo desde el umbral—. ¡Si no se le
conoce casi... ya es usted un hombre!
Me abrazó, soltando unas lagrimillas y palpándome la cabeza, los
hombros y la cara, para ver si me había roto en su ausencia.
—Se le echa a faltar a usted en la casa, señorito —dijo bajando la
mirada.
—Y yo te he echado a faltar a ti, Bernarda. Venga, dame un beso.
Me besó tímidamente, y yo le planté un par de sonoros besos en cada
mejilla. Se rió. Vi en sus ojos que estaba esperando que le preguntase por
Clara, pero no pensaba hacerlo.
—Te veo muy guapa hoy, y muy elegante. ¿Cómo es que te has decidido a
venir a visitarnos?
—Bueno, la verdad es que hacía tiempo que quería venir a verle, pero
ya sabe cómo son las cosas, y una está muy ocupada, que el señor Barceló aunque
es muy sabio es como un niño, y una ha de hacer de tripas corazón. Pero lo que
me trae es que, verá, mañana es el cumpleaños de mi sobrina, la de San Adrián,
y a mí me gustaría hacerle un regalo. Yo había pensado regalarle un libro
bueno, con mucha letra y poco cromo, pero como soy lerda y no entiendo...
Antes de que yo pudiese responder, la tienda se sacudió con estruendo
balístico al precipitarse desde las alturas unas obras completas de Blasco Ibáñez en
tapa dura. La Bernarda y yo alzamos la vista, sobresaltados. Fermín se
deslizaba escaleras abajo como un trapecista, la sonrisa florentina estampada
en el rostro y los ojos impregnados de lujuria y embeleso.
—Bernarda,
éste es...
—Fermín
Romero de Torres, asesor bibliográfico de Sempere e hijo, a sus pies, señora
—proclamó Fermín, tomando la mano de la Bernarda y besándola ceremoniosamente.
En
cuestión de segundos, la Bernarda se puso como un pimiento morrón.
—Ay,
que se confunde usted, yo de señora...
—Lo
menos marquesa —atajó Fermín—. Lo sabré yo, que me pateo lo más fino de la
avenida Pearson. Permítame el honor de escoltarla hasta esta nuestra sección
de clásicos juveniles e infantiles donde providencialmente observo que tenemos
un compendio con lo mejor de Emilio Salgari y la épica narración de Sandokan.
—Ay, no
sé, vidas de santos me da reparo, porque el padre de la niña era muy de la CNT,
¿sabe usted?
—Pierda
cuidado, porque aquí tengo nada menos que La isla misteriosa de Julio Verne,
relato de alta aventura y gran contenido educativo, por lo de los avances
tecnológicos.
—Si a
usted le parece bien...
Yo los
iba siguiendo en silencio, observando cómo a Fermín se le caía la baba y cómo
la Bernarda se abrumaba con las atenciones de aquel hombrecillo con planta de
caliqueño y labia de feriante que la miraba con el ímpetu que reservaba para
las chocolatinas Nestlé.
—¿Y
usted, señorito Daniel, qué dice?
—Aquí
el señor Romero de Torres es el experto; puedes confiar en él.
—Pues
entonces me llevo ese de la isla, si me lo envuelven ustedes. ¿Qué se debe?
—Invita
la casa —dije yo.
—Ah,
no, de ninguna manera...
—Señora,
si usted me lo permite y así me hace el hombre más dichoso de Barcelona,
invita Fermín Romero de Torres.
La
Bernarda nos miró a ambos, sin palabras.
—Oiga,
que yo pago lo que compro y esto es un regalo que quiero hacer a mi sobrina...
—Entonces
me permitirá usted, a modo de trueque, que la invite a merendar —lanzó Fermín,
alisándose el pelo.
—Anda,
mujer —le animé yo—. Ya verás como lo pasáis bien. Mira, te envuelvo esto
mientras Fermín coge su chaqueta.
Fermín
se apresuró a la trastienda a peinarse, perfumarse y colocarse la americana.
Le soplé unos cuantos duros de la caja para que invitase a la Bernarda.
—¿Dónde
la llevo? —me susurró, nervioso como un crío.
—Yo la
llevaría a Els Quatre Gats —le dije—. Que me consta trae suerte para asuntos
del corazón.
Le
tendí el paquete con el libro a la Bernarda y le guiñé el ojo.
—¿Qué
le debo entonces, señorito Daniel?
—No sé.
Ya te lo diré. El libro no llevaba precio y se lo tengo que preguntar a mi
padre —mentí.
Les vi
marchar del brazo, perdiéndose por la calle Santa Ana, pensando que a lo mejor
alguien en el cielo estaba de guardia y por una vez les concedía a aquel par
unas gotas de felicidad. Colgué el cartel de CERRADO en el escaparate. Pasé un
momento a la trastienda a repasar el libro donde mi padre apuntaba los pedidos
y escuché la campanilla de la puerta al abrirse. Pensé que sería Fermín, que
se había dejado algo, o quizá mi padre que ya había vuelto de Argentona.
—¿Hola?
Pasaron
varios segundos sin que me llegase una respuesta. Yo seguí ojeando el libro de
pedidos.
Escuché
pasos en la tienda, lentos.
—¿Fermín?
¿Papá?
No
obtuve respuesta. Me pareció advertir una risa ahogada y cerré el libro de
pedidos. Quizá un cliente había ignorado el cartel de CERRADO. Me disponía a atenderle cuando escuché el sonido de
varios libros caer desde los estantes en la tienda. Tragué saliva. Agarré un
abrecartas y me acerqué lentamente a la puerta de la trastienda. No me atreví a
llamar de nuevo. Al poco escuché de nuevo los pasos, alejándose. Sonó de nuevo
la campanilla de la puerta, y sentí un vahído de aire de la calle. Me asomé a
la tienda. No había nadie. Corrí hasta la puerta de la calle y la cerré a cal y
canto. Respiré hondo, sintiéndome ridículo y cobarde. Me dirigía de nuevo a la
trastienda cuando vi aquel pedazo de papel encima del mostrador. Al acercarme
comprobé que se trataba de una fotografía, una vieja estampa de estudio de las
que acostumbraban a imprimirse en una lámina de cartón grueso. Los bordes
estaban quemados y la imagen, ahumada, parecía surcada por el rastro de dedos
sucios de carbonilla. La examiné bajo una lámpara. En la fotografía podía verse
a una pareja de jóvenes, sonriendo para la cámara. Él no parecía tener más de
diecisiete o dieciocho años, con el cabello claro y los rasgos aristocráticos,
frágiles. Ella parecía quizá un poco menor que él, uno o dos años a lo sumo.
Tenía la tez pálida y un rostro cincelado, ceñido por un pelo negro, corto,
que acentuaba una mirada encantada, envenenada de alegría. Él le pasaba un
brazo por el talle y ella parecía susurrar algo, burlona. La imagen transmitía
una calidez que me robó una sonrisa, como si en aquellos dos desconocidos
hubiese reconocido a viejos amigos. Detrás de ellos se podía ver el escaparate
de una tienda, repleto de sombreros pasados de moda. Me concentré en la pareja.
Las ropas parecían indicar que la imagen tenía por lo menos veinticinco o
treinta años. Era una imagen de luz y de esperanza que prometía cosas que sólo
existen en las miradas de pocos años. Las llamas habían devorado casi todo el
contorno de la fotografía, pero aún podía adivinarse un rostro severo tras
aquel mostrador vetusto, una silueta espectral insinuándose tras las letras
grabadas en el cristal.
Hijos de Antonio Fortuny
Casa fundada en 1888
La
noche que había regresado al Cementerio de los Libros Olvidados, Isaac me había
contado que Carax usaba el apellido de su madre, no el de su padre: Fortuny.
El padre de Carax tenía una sombrerería en la ronda de San Antonio. Observé de
nuevo el retrato de aquella pareja y tuve la certeza de que aquel muchacho era
Julián Carax, sonriéndome desde el pasado, incapaz de ver las llamas que se
cerraban sobre él.
CIUDAD
DE SOMBRAS
1954
14
A la mañana siguiente, Fermín acudió a trabajar en alas de Cupido,
sonriente y silbando boleros. En otras circunstancias le habría preguntado
acerca de su merienda con la Bernarda, pero aquel día no tenía yo los ánimos
para la lírica. Mi padre había quedado en entregar un pedido a las once de la
mañana al profesor Javier Velázquez en su despacho de la facultad en plaza
Universidad. A Fermín, la sola mención del académico le inspiraba urticaria, y
con esa excusa me ofrecí yo a llevarle los libros.
—Ese individuo es un pedante, un crápula y un lameculos fascista
—proclamó Fermín, alzando el puño en alto al modo inequívoco de cuando le
entraba el prurito justiciero—. Con el cuento de la cátedra y el examen final,
ése se beneficiaba hasta la Pasionaria si se terciase.
—No se pase, Fermín. Velázquez paga muy bien, siempre por adelantado
y nos recomienda a los cuatro vientos —le recordó mi padre.
—Ese es dinero manchado con la sangre de vírgenes inocentes —protestó
Fermín—. Vive Dios que yo nunca me acosté con una mujer menor de edad, y no por
falta de ganas ni oportunidades; que hoy me ven ustedes en horas bajas, pero
hubo el día en que tuve presencia y gallardía como el que más, y
aun así, por si acaso y me daba en la nariz que eran un poco golfas, exigía la
cédula de identidad o en su defecto autorización paterna por escrito para no
faltarle a la ética.
Mi padre puso los ojos en blanco.
—Con usted es imposible discutir, Fermín.
—Es que si tengo razón, tengo razón.
Tomé el paquete que yo mismo había preparado la noche anterior, un par
de Rilkes y un ensayo apócrifo atribuido a Ortega en torno a las tapas y la
profundidad del sentir nacional, y dejé a Fermín y a mi padre entregados a su
debate de usos y costumbres.
Hacía un día espléndido, con un cielo azul de bandera y una brisa
limpia y fresca que olía a otoño y a mar. Mi Barcelona favorita siempre fue la
de octubre, cuando le sale el alma a pasear y uno se hace más sabio con sólo beber
de la fuente de Canaletas, que durante esos días, de puro milagro, no sabe ni a
cloro. Avanzaba a paso ligero, sorteando limpiabotas, chupatintas que volvían
del cafetito de media mañana, vendedores de lotería y un ballet de barrenderos
que parecían estar puliendo la ciudad a pincel, sin prisa y con trazo
puntillista. Ya por entonces, Barcelona empezaba a llenarse de coches, y a la
altura del semáforo de la calle Balmes observé apostadas en ambas aceras
cuadrigas de oficinistas con gabardina gris y mirada hambrienta, comiéndose un
Studebaker con los ojos como si se tratase de una cupletera en salto de cama.
Subí por Balmes hasta Gran Vía, viéndomelas con semáforos, tranvías,
automóviles y hasta motocicletas con sidecar. En un escaparate vi un cartel de
la casa Phillips que anunciaba la llegada de un nuevo mesías, la televisión,
que se decía iba a cambiarnos la vida y nos iba a transformar a todos en seres
del futuro, como los americanos. Fermín Romero de Torres, que siempre estaba al
tanto de todos los inventos, había profetizado ya lo que iba a suceder.
—La televisión, amigo Daniel, es el Anticristo y le digo yo que
bastarán tres o cuatro generaciones para que la gente ya no sepa ni tirarse
pedos por su cuenta y el ser humano vuelva a la caverna, a la barbarie
medieval, y a estados de imbecilidad que ya superó la babosa allá por el
pleistoceno. Este mundo no se morirá de una bomba atomica como dicen los
diarios, se morirá de risa, de banalidad, haciendo un chiste de todo, y además
un chiste malo.
El profesor Velázquez tenía el despacho en el segundo piso de la
Facultad de Letras, al fondo de una galería con embaldosado ajedrecístico y luz
en polvo que daba al claustro sur. Encontré al profesor a la puerta de un aula,
haciendo como que escuchaba a una alumna de figura espectacular que iba
enfundada en un traje granate que le ceñía el talle a cuchillo y dejaba asomar
unas pantorrillas helénicas relucientes en medias de seda fina. El profesor
Velázquez tenía fama de donjuán y no faltaba quien dijese que la educación
sentimental de toda señorita de buen nombre no estaba completa sin un
proverbial fin de semana en un hotelito en el paseo de Sitges recitando alejandrinos
téte-á-téte con el distinguido catedrático. Yo, con instinto comercial,
me guardé mucho de interrumpir su conversación, y decidí matar el tiempo
haciéndole una radiografía a la pupila aventajada. Quizá fuera la caminata a
paso ligero que me había levantado el ánimo, quizá fueran mis dieciocho años y
el hecho de que pasaba más tiempo entre las musas atrapadas en tomos viejos que
en compañía de muchachas de carne y hueso, que siempre me parecían a años luz
del fantasma de Clara Barceló, pero en aquel momento, leyendo cada pliegue en
la anatomía de aquella estudiante a la que únicamente podía ver de espaldas pero que me
imaginaba en tres dimensiones y perspectiva alejandrina, se me pusieron unos
dientes largos como palmatorias.
—Vaya,
pero si es Daniel —exclamó el profesor Velázquez—. Pues mira, menos mal que
vienes tú y no el mamarracho aquel de la última vez, ese con nombre de torero,
que me pareció que o iba bebido o estaba para encerrarlo y tirar la llave.
Imagínate que se le ocurrió preguntarme la etimología de la palabra capullo,
con un tonillo de sorna muy fuera de lugar.
—Es que
el médico le tiene bajo una medicación fortísima. Algo del hígado.
—De
puro torrado que va todo el día —masculló Velázquez—. Yo que vosotros llamaba
a la policía. Ése seguro que tiene ficha. Y cómo le huelen los pies, rediós,
que hay mucho rojo de mierda suelto por ahí que no se lava desde que cayó la
República.
Me
disponía a inventar alguna excusa decorosa para disculpar a Fermín cuando la
estudiante que había estado conversando con el profesor Velázquez se volvió y a
mí me cayó la lengua a los pies.
La vi
sonreírme y se me encendieron las orejas.
—Hola,
Daniel —dijo Beatriz Aguilar.
La
saludé con la cabeza, mudo al haberme descubierto a mí mismo babeando sin
saberlo por la hermana de mi mejor amigo, la Bea de mis temores.
—Ah,
pero ¿es que vosotros ya os conocéis? —preguntó Velázquez, intrigado.
—Daniel
es un viejo amigo de la familia —explicó Bea—. Y el único que ha tenido el
valor de decirme alguna vez que soy una cursi y una creída.
Velázquez
me miró, atónito.
—De eso
hace diez años —maticé yo—. Y no lo dije en serio.
—Pues
yo aún estoy esperando a que me pida disculpas.
Velázquez
rió de buena gana y me tomó el paquete de las manos.
—Me
parece que yo aquí estoy de sobra —dijo, abriendo el paquete—. Ah, estupendo.
Oye, Daniel, dile a tu padre que ando buscando un libro titulado Matamoros: cartas de juventud desde Ceuta, de
Francisco Franco Bahamonde, con prólogo y anotaciones de Pemán.
—Délo
por hecho. Le decimos algo en un par de semanas.
—Te
tomo la palabra, y me voy ya pitando que me esperan treinta y dos mentes en
blanco.
El
profesor Velázquez me guiñó un ojo y desapareció en el interior del aula,
dejándome a solas con Bea. Yo no sabía adónde mirar.
—Oye,
Bea, sobre lo del insulto, de verdad que...
—Te
estaba tomando el pelo, Daniel. Ya sé que aquello era cosa de críos, y Tomás
ya te dio suficientes palos.
—Aún me
duelen.
Bea me
sonreía en lo que parecía son de paz, o al menos de tregua.
—Además,
tenías razón, soy algo cursi y a veces un poco creída —dijo Bea—. Yo no te
caigo muy bien, ¿verdad, Daniel?
La
pregunta me pilló totalmente de sorpresa, desarmado, y asustado por lo fácil
que era perderle la antipatía a quien se tiene por enemigo en cuanto deja de
comportarse como tal.
—No,
eso no es verdad.
—Tomás
dice que, en realidad, no es que yo te caiga mal, es que no puedes tragar a mi
padre y me lo haces pagar a mí, porque con él no te atreves. Y no te culpo.
Con mi padre no se atreve nadie.
Me
quedé blanco, pero en unos segundos me encontré a mí mismo sonriendo y
asintiendo.
—Va a
resultar que Tomás me conoce mejor que yo mismo.
—No te
extrañe. Mi hermano nos tiene a todos cogido el número, lo que pasa es que
nunca dice nada. Pero si algún día se le ocurre abrir la boca, se van a caer
las paredes. Él te aprecia mucho, ¿sabes?
Me
encogí de hombros, bajando la mirada.
—Siempre
habla de ti, y de tu padre y la librería y ese amigo que tenéis trabajando con
vosotros, que Tomás dice que es un genio por descubrir. A veces parece que
piense que vosotros sois más su verdadera familia que la que tiene en casa.
Le
encontré la mirada, dura, abierta, sin miedo. No supe qué decirle y me limité a
sonreír. Sentí que me acorralaba con su sinceridad y eché los ojos al patio.
—No
sabía que estudiabas aquí.
—Éste
es mi primer año.
—¿Letras?
—Mi
padre opina que las ciencias no son para el sexo débil.
—Ya.
Mucho número.
—No me
importa, porque a mí lo que me gusta es leer, y además aquí se conoce a gente
interesante.
—¿Como
el profesor Velázquez?
Bea
sonrió de lado.
—Estaré
en el primer año, pero sé lo suficiente como para verlos venir de lejos,
Daniel. Especialmente a los de su clase.
Me
pregunté en qué clase debía clasificarme a mí.
—Además,
el profesor Velázquez es amigo de mi padre. Están los dos en el Consejo de la
Asociación para la Protección y Fomento de la Zarzuela y la Lírica Española.
Adopté expresión de estar muy
impresionado.
—¿Y qué
tal tu novio, el alférez Cascos Buendía?
Se le
fue la sonrisa.
—Pablo
viene de permiso en tres semanas.
—Estarás
contenta.
—Mucho.
Es un chico estupendo, aunque ya me imagino lo que debes de pensar de él.
Lo
dudo, pensé. Bea me observaba, vagamente tensa. Iba a cambiar de tema, pero la
lengua se me adelantó.
—Tomás
dice que vais a casaros y que os vais a vivir a El Ferrol.
Asintió
sin pestañear.
—En
cuanto Pablo termine el servicio militar.
—Debes
de estar impaciente —dije, sintiendo el sabor a mala leche en mi propia voz,
una voz insolente que no sabía de dónde venía.
—No me
importa, de verdad. La familia de él tiene propiedades allí, un par de
astilleros, y Pablo va a estar al frente de uno. Tiene mucho talento para el
liderazgo. Ya se le ve.
Bea
apretó la sonrisa.
—Además,
Barcelona ya la tengo vista, después de tantos años...
Le vi
la mirada cansada, triste.
—Tengo
entendido que El Ferrol es una ciudad fascinante. Llena de vida. Y el marisco,
dicen que es de fábula, especialmente el centollo.
Bea
suspiró, agitando la cabeza. Me pareció que quería llorar de rabia, pero era
demasiado orgullosa. Se rió tranquilamente.
—Diez
años y todavía no le has perdido el gusto a insultarme, ¿verdad, Daniel? Pues
anda, despáchate a gusto. La culpa es mía, por creer que a lo mejor podíamos
ser amigos, o hacer ver que lo éramos, pero supongo que yo no valgo lo que mi
hermano. Perdona que te haya hecho perder el tiempo.
Se dio
la vuelta y echó a andar por el corredor que conducía a la biblioteca. La vi
alejarse a través de las baldosas blancas y negras, su sombra cortando las
cortinas de luz que caían desde las cristaleras.
—Bea,
espera.
Maldije
mi estampa y eché a correr tras ella. La detuve a medio corredor, asiéndola
del brazo. Me lanzó una mirada que quemaba.
—Perdóname.
Pero te equivocas: la culpa no es tuya, es mía. Soy yo el que no vale lo que tu
hermano o lo que tú. Y si te he insultado es por envidia a ese imbécil que
tienes por novio y por rabia de pensar que alguien como tú se iría a El Ferrol
o al Congo por seguirle.
—Daniel...
—Te
equivocas conmigo, porque sí podemos ser amigos si tú me dejas intentarlo
ahora que sabes lo poco que valgo. Y te equivocas también con Barcelona, porque
aun que tú te creas que la tienes vista, yo te garantizo que no es así, y que
si me dejas te lo demostraré.
Vi que
se le iluminaba la sonrisa y una lágrima lenta, de silencio, le caía por la
mejilla.
—Más te
vale que digas la verdad —dijo—. Porque si no, se lo diré a mi hermano y te
sacará la cabeza como si fuese un tapón.
Le
tendí la mano.
—Me
parece justo. ¿Amigos?
Me
ofreció la suya.
—¿A qué
hora sales de clase el viernes? —pregunté.
Dudó un
instante
—A las
cinco.
—Te
esperaré en el claustro a las cinco en punto, y antes de que anochezca te
demostraré que hay algo en Barcelona que aún no has visto y que no puedes irte
a El Ferrol con ese idiota al que no me puedo creer que quieras, porque si lo
haces la ciudad te perseguirá y te morirás de pena.
—Pareces
muy seguro de ti mismo, Daniel.
Yo, que
nunca estaba seguro ni de la hora que era, asentí con la convicción del
ignorante. Me quedé viéndola alejarse por aquella galería infinita hasta que
su silueta se fundió en la penumbra y me pregunté qué es lo que había hecho.
15
La
sombrerería Fortuny, o lo que quedaba de ella, languidecía al pie de un
angosto edificio ennegrecido de hollín y de aspecto miserable en la ronda de
San Antonio, junto a la plaza de Goya. Todavía podían leerse las letras grabadas
sobre los cristales empañados de mugre, y un cartel en forma de bombín seguía
ondeando en la fachada, prometiendo diseños a medida y las últimas novedades
de París. La puerta estaba asegurada con un candado que parecía llevar allí por
lo menos diez años. Pegué la frente al cristal, intentando penetrar con la
mirada el interior en tinieblas.
—Si
viene por lo del alquiler, llega tarde —dijo una voz a mi espalda—. El
administrador de la finca ya se ha ido.
La
mujer que me hablaba debía de rondar los sesenta años y vestía el uniforme
nacional de viuda devota. Un par de rulos asomaban bajo un pañuelo rosa que le
cubría el pelo, y las pantuflas de boatiné iban a juego con unas medias color
carne de media caña. Di por sentado que era la portera del inmueble.
—¿Es
que la tienda está en alquiler? —pregunté.
—¿No
venía usted por eso?
—En
principio no, pero nunca se sabe, a lo mejor me interesa.
La
portera frunció el ceño, decidiendo si me catalogaba de cantamañanas o me
concedía el beneficio de la duda. Adopté la más angelical de mis sonrisas.
—¿Hace
mucho que cerró la tienda?
—Lo
menos doce años, cuando se murió el viejo.
—¿El
señor Fortuny? ¿Lo conocía usted?
—Llevo
cuarenta y ocho años en esta escalera, mozo.
—Entonces
a lo mejor conoció usted también al hijo del señor Fortuny.
—¿Julián?
Pues claro.
Saqué
del bolsillo la fotografía quemada y se la mostré.
—¿Cree
que podría decirme si el joven que aparece en la fotografía es Julián Carax?
La
portera me miró con cierta desconfianza. Tomó la fotografía en sus manos y
clavó la mirada en ella.
—¿Le
reconoce?
—Carax
era el apellido de soltera de la madre —matizó la portera, con cierta
reprobación—. Éste es Julián, sí. Le recuerdo muy rubito, aunque aquí en la
foto parece que tenga el pelo más oscuro.
—¿Podría
decirme quién es la muchacha que está con él?
—¿Y
quién lo pregunta?
—Discúlpeme,
mi nombre es Daniel Sempere. Estoy tratando de averiguar algo sobre el señor
Carax, sobre Julián.
—Julián
se fue a París, allá en el año 18 o 19. Su padre quería meterlo en el
ejército, ¿sabe? Yo creo que la madre se lo llevó para librarlo al pobrecillo.
Aquí se quedó solo el señor Fortuny, en el ático.
—¿Sabe
si Julián regresó a Barcelona alguna vez?
La
portera me miró en silencio.
—¿No lo
sabe usted? Julián murió aquel mismo año, en París.
—¿Perdón?
—Digo
que Julián falleció. En París. Al poco de llegar. Mas le hubiera valido meterse en el ejército.
—¿Puedo
preguntarle cómo sabe usted eso?
—¿Cómo
va a ser? Porque me lo dijo su padre. Asentí lentamente.
—Entiendo.
¿Le dijo de qué murió?
—El
viejo no daba muchos detalles, la verdad. Un día, al poco de marchar Julián,
llegó una carta para él y cuando le pregunté a su padre me dijo que su hijo
había muerto y que si llegaba algo más para él que lo tirase. ¿Por qué pone esa
cara?
—El
señor Fortuny le mintió. Julián no murió en 1919.
—¿Qué
me dice?
Julián
vivió en París, por lo menos hasta el año 35 y luego regresó a Barcelona.
El
rostro de la portera se iluminó.
—Entonces,
¿Julián está aquí, en Barcelona? ¿Dónde? Asentí, confiando en que de este modo
la portera se animaría a contarme más.
—Madre
de Dios... Pues me da usted una alegría, bueno, si es que vive, porque era un
crío muy cariñoso, un poco raro y muy fantasioso, eso sí, pero tenía un no sé
qué que te robaba el corazón. No hubiera servido para soldado, eso se veía de
lejos. A mi Isabelita le gustaba horrores. Fíjese que durante una temporada
pensé que se acabarían casando y todo, cosas
de críos... ¿Me deja ver esa foto otra vez?
Le tendí la foto de nuevo. La portera la contemplaba como si fuese un
talismán, un billete de vuelta a su juventud.
—Parece mentira, mire, como si le estuviese viendo ahora mismo... y el
malasombra ese decir que se había muerto. Desde luego, es que hay gente en el
mundo que está para que haya de todo. ¿Y qué se hizo de Julián en París? Seguro
que se hizo rico. A mí siempre me pareció que Julián iba para rico.
—No exactamente. Se hizo escritor.
—¿De cuentos?
—Algo parecido. Escribía novelas.
—¿Para la radio? Ay, qué bonito. Pues no me extraña nada, ¿sabe usted?
De chiquillo se pasaba la vida contándole historias a los críos de aquí por el
barrio. En verano, a veces mi Isabelita y sus primas subían al terrado por la
noche a escucharle. Decían que nunca contaba la misma historia dos veces. Eso
sí, todas iban de muertos y ánimas. Ya le digo que era un crío un poco raro.
Aunque con ese padre lo raro es que no saliera majareta. No me extraña que al
final lo dejara la mujer, porque era un malasombra. Mire usted que yo no me
meto en nada, ¿eh? A mí todo me parece muy bien, pero ese hombre no era bueno.
En una escalera, al final todo se sabe. El la pegaba, ¿sabe usted? Siempre se
oían gritos en la escalera, y más de una vez tuvo que venir la policía. Yo ya
entiendo que a veces el marido tiene que pegar a la mujer para que le respete,
no digo que no, que hay mucha golfa y las mozas ya no suben como antes, pero es
que a éste le gustaba zurrarla porque sí, ¿me entiende? La única amiga que
tenía esa pobre mujer era una chica joven, la Viçenteta, que vivía en el
cuarto segunda. A veces la pobre se refugiaba en casa de la Viçenteta para que
el marido no la zurrase más. Y le contaba cosas...
—¿Como qué?
La portera adoptó un aire confidencial, enarcando una ceja y mirando a
los lados de soslayo.
—Como que el crío no era del sombrerero.
—¿Julián? ¿Quiere decir que Julián no era hijo del señor Fortuny?
—Eso le dijo la francesa a la Viçenteta, no sé si por despecho o vaya
usted a saber por qué. A mí me lo contó la chica años después, cuando ya no
vivían aquí.
—¿Y quién era el verdadero padre de Julián entonces?
—La francesa nunca lo quiso decir. A lo mejor ni lo sabía. Ya sabe
cómo son los extranjeros.
—¿Y cree que por eso le pegaba su marido?
—Vaya usted a saber. Tres veces la tuvieron que llevar al hospital,
óigame, tres. Y el muy cerdo tenía los arrestos de contarle a todo el mundo que
la culpa era de ella, que era una borracha y se daba porrazos por la casa de
puro darle a la botella. A mí que no me digan. Siempre tenía pleitos con todos
los vecinos. A mi difunto marido, que en gloria esté, lo denunció una vez de
haberle robado en la tienda, porque según él todos los murcianos eran unos
vagos y unos ladrones, y fíjese usted que nosotros somos de Úbeda...
—¿Me decía usted que reconocía a la muchacha que aparece con Julián en
la foto?
La portera se concentró de nuevo en la imagen.
—No la había visto nunca. Muy mona.
—Por la foto parece que fuesen novios —sugerí, a ver si le pinchaba la
memoria.
Me la tendió, sacudiendo la cabeza.
—Yo de fotos no entiendo. Y que yo sepa, Julián no tenía novia, pero
me figuro yo que si la tuviese no me lo hubiera dicho. A duras penas me enteré de que
mi Isabelita se había liado con ése... ustedes los jóvenes nunca cuentan nada.
Somos los viejos los que no sabemos parar de hablar.
—¿Recuerda
a sus amigos, alguien en especial que viniese por aquí?
La
portera se encogió de hombros.
—Ay,
hace ya tanto tiempo. Además, en los últimos años Julián ya paraba poco por
aquí, ¿sabe usted? Había hecho un amigo en el colegio, un niño de muy buena familia,
los Aldaya, no le digo nada. Ahora ya no se habla de ellos, pero por entonces
era como decir la familia real. Mucho dinero. Lo sé porque a veces enviaban un
coche a buscar a Julián. Tenía usted que haber visto qué coche. Ni Franco,
oiga. Con chófer, todo reluciente. Mi Paco, que de esto entendía, me dijo que
era un rolsroi o algo así. Ahí es nada.
—¿Recuerda
usted el nombre de este amigo de Julián?
—Mire,
con un apellido como Aldaya, no hacen falta nombres, a ver si me entiende
usted. También me acuerdo de otro chico, un poco atolondrado, un tal Miquel.
Creo que también era compañero suyo de clase. No me pregunte ni qué apellido
ni qué cara tenía.
Parecía
que habíamos llegado a un punto muerto y temí empezar a perder el interés de la
portera. Decidí seguir una corazonada.
—¿Vive
alguien ahora en el piso de los Fortuny?
—No. El
viejo murió sin hacer testamento, y la mujer, que yo sepa, aún está en Buenos
Aires y no vino ni al entierro.
—¿Por
qué Buenos Aires?
—Porque
no pudo encontrar un sitio más lejos de él, digo yo. No la culpo, la verdad. Lo
dejó todo en manos de un abogado, un tipo muy raro. Yo no le he visto nunca,
pero mi hija Isabelita, que vive en el quinto primera, justo debajo, dice que a
veces, como tiene llave, viene por la noche y se pasa horas andando por el piso
y luego se va. Una vez hasta me dijo que se oían como tacones de mujer. Ya me
contará usted.
—A lo
mejor eran zancos —sugerí.
Me miró
sin comprender. Obviamente, para la portera el tema era muy serio.
—¿Y
nadie más ha visitado el piso en todos estos años?
—Una
vez se presentó aquí un tipo muy siniestro, de esos que sonríen todo el rato,
un risitas, pero que se le ve venir de lejos. Dijo que era de la Brigada
Criminal. Quería ver el piso.
—¿Dijo
por qué?
La
portera negó.
—¿Recuerda
su nombre?
—Inspector
nosequé. Ni me creí que fuese policía. El asunto olía mal, ya me entiende. A
algo personal. Le facturé con viento fresco y le dije que no tenía las llaves
del piso y que si quería algo, que llamase al abogado. Me dijo que volvería,
pero no le he vuelto a ver por aquí. Ni ganas.
—¿No
tendrá usted por casualidad el nombre y la dirección de ese abogado, verdad?
—Eso se
lo tendría que preguntar usted al administrador de la finca, el señor Molins.
Tiene la oficina aquí cerca, en el 28 de Floridablanca, entresuelo. Dígale que
va usted de parte de la señora Aurora, servidora de usted.
—Se lo
agradezco mucho. Y dígame, señora Aurora, ¿entonces el piso de los Fortuny está
vacío?
—Vacío
no, porque nadie se ha llevado nada de ahí en todos los años desde que murió el
viejo. Si a veces hasta huele. Yo diría que hay ratas y todo, fíjese usted.
—¿Cree
usted que sería posible echarle un vistazo? A lo mejor encontramos algo que nos
indique qué se hizo realmente de Julián...
—Ay, yo
no puedo hacer eso. Tiene usted que hablarlo con el señor, Molins, que es el
que lo lleva.
Le
sonreí con malicia.
—Pero
usted tendrá una llave maestra, supongo. Aunque le dijese a ese individuo que
no... No me diga que no se muere usted de curiosidad por saber lo que hay ahí
dentro.
Doña
Aurora me miró de reojo.
—Es
usted un demonio.
La
puerta cedió como la losa de un sepulcro, con un quejido brusco, exhalando el
aliento fétido y viciado del interior. Empujé el portón hacia el interior,
desvelando un pasillo que se hundía en la negrura. El aire hedía a cerrado y a
humedad. Volutas de mugre y polvo coronaban los ángulos de la techumbre,
pendiendo como cabellos blancos. Las losas quebradas del suelo estaban
recubiertas por lo que parecía un manto de cenizas. Advertí lo que parecían
marcas de pisadas adentrándose en el piso.
—Santa
Madre de Dios —murmuró la portera—. Aquí hay más mierda que en el palo de un
gallinero.
—Si lo
prefiere, ya entro yo solo —sugerí.
—Eso
quisiera usted. Venga, tire palante, que yo le sigo.
Cerramos
la puerta a nuestra espalda. Por un instante, hasta que la mirada se nos
acostumbró a la penumbra, permanecimos inmóviles en el umbral del piso.
Escuché la respiración nerviosa de la portera y percibí el vahído agrio a
sudor que desprendía. Me sentí como un ladrón de tumbas, con el alma envenenada
de codicia y anhelo.
—Oiga,
¿qué será ese ruido? —preguntó la portera, inquieta.
Algo
aleteaba en las tinieblas, alertado por nuestra presencia. Me pareció entrever
una forma pálida revoloteando en el extremo del corredor.
—Palomas
—dije— Deben de haberse colado por una ventana rota y anidado aquí.
—Pues
mire que me dan un asco a mí los pajarracos esos —dijo la portera—. Con lo que
llegan a cagar.
—Usted
tranquila, doña Aurora, que sólo atacan cuando tienen hambre.
Nos
adelantamos unos pasos hasta el fin del pasillo. Llegamos a un comedor que daba
al balcón. Se apreciaba el contorno de una mesa destartalada recubierta por un
mantel deshilachado que parecía una mortaja. La velaban cuatro sillas y un par
de vitrinas veladas de suciedad que custodiaban la vajilla, una colección de
vasos y un juego de té. En una esquina permanecía el viejo piano vertical de la
madre de Carax. Las teclas habían ennegrecido y apenas se veían las junturas
bajo el velo de polvo. Frente al balcón palidecía una butaca de faldones
raídos. Junto a ella había una mesa de café sobre la que reposaban unas lentes
de lectura y una Biblia encuadernada en piel pálida y ribeteada con filetes
dorados, de las que se regalaban entonces por la primera comunión. Todavía
conservaba el punto, una hebra de cordel escarlata.
—Mire,
en esa butaca es donde encontraron muerto al viejo. Dijo el médico que llevaba
ahí dos días. Qué triste morir así, solo como un perro. Y mire que se lo
buscó, pero aun así, mire que me da lástima.
Me
acerqué a la butaca mortuoria del señor Fortuny. Junto a la Biblia había una
pequeña caja con fotografías en blanco y negro, retratos viejos de estudio. Me
arrodillé a examinarlas, dudando casi viejos rozarlas con los dedos.
Pensé
que estaba profanando los recuerdos de un pobre hombre, pero la curiosidad pudo
más. La primera estampa mostraba a una pareja joven con un niño de no más de
cuatro años. Le reconocí por los ojos.
—Ahí
los tiene usted. El señor Fortuny de joven, y ella...
—¿No
tenía Julián hermanos o hermanas?
La
portera se encogió de hombros, suspirando.
—Decían
por ahí que ella había perdido un embarazo por una de las palizas del marido,
pero yo no sé. A la gente le gusta mucho la chafardería, la verdad. Una vez,
Julián le contó a los críos de la escalera que tenía una hermana que sólo él
podía ver, que salía de los espejos como si fuese de vapor y que vivía con el
mismísimo Satanás en un palacio debajo de un lago. Mi Isabelita tuvo pesadillas
para un mes entero. Mire que era morboso ese crío a veces.
Eché un
vistazo a la cocina. El cristal de una pequeña ventana que daba a un patio
interior estaba roto, y podía oírse el aleteo nervioso y hostil de palomas al
otro lado.
—¿Todos
los pisos tienen la misma distribución? —pregunté.
—Los
que dan a la calle, oséase los de la segunda puerta, sí, pero éste, al ser
ático, es algo diferente —explicó la portera—. Ahí tiene la cocina y un
lavadero que da al tragaluz. Por ese pasillo hay tres habitaciones y al fondo
un baño. Bien puestos dan mucho arreglo, no se piense. Éste es parecido al de
mi Isabelita, claro que ahora parece una tumba.
—¿Sabe
cuál era la habitación de Julián?
—La
primera puerta es el dormitorio principal. La segunda da a una habitación más
pequeña. A lo mejor ésa, digo yo.
Me
adentré en el pasillo. La pintura de las paredes se deshacía en jirones. Al
fondo del corredor, la puerta del baño estaba entreabierta. Un rostro me
observaba desde el espejo. Hubiera podido ser el mío o el de la hermana que
vivía en los espejos de aquel piso. Intenté abrir la segunda puerta.
—Está
cerrada con llave —dije.
La
portera me miró, atónita.
—Esas
puertas no tienen cerradura —murmuró.
—Ésta
sí.
—Pues
la haría poner el viejo, porque en los demás pisos...
Bajé la
mirada y observé que el rastro de pisadas en el polvo llegaba hasta la puerta
cerrada.
—Alguien
ha entrado en la habitación —dije—. Recientemente.
—No me
asuste —dijo la portera.
Me
acerqué a la otra puerta. No tenía cerradura. Cedió al tacto, deslizándose
hacia el interior con un gemido herrumbroso. En el centro descansaba una vieja
cama de palanquín, deshecha. Las sábanas amarilleaban como sudarios. Un
crucifijo presidía sobre el lecho. Había un pequeño espejo sobre una cómoda,
una vasija, una jarra y una silla. Un armario entreabierto reposaba contra la
pared. Rodeé la cama hasta una mesita de noche cubierta con un cristal que
aprisionaba estampas de antepasados, recordatorios de funerales y billetes de
lotería. Encima de la mesita había una caja de música de madera labrada y un
reloj de bolsillo congelado para siempre a las cinco y veinte. Intenté dar
cuerda a la caja de música, pero la melodía se trabó después de seis notas.
Abrí el cajón de la mesita de noche. Encontré un estuche de gafas vacío, un
cortaúñas, un frasco de petaca y una medalla de la virgen de Lourdes. Nada más.
—Tiene
que haber una llave de esa habitación en alguna parte —dije.
—La tendrá el administrador. Mire, digo yo que mejor nos vamos y...
Me cayeron los ojos a la caja de música. Levanté la tapa y allí,
bloqueando el mecanismo, encontré una llave dorada. La tomé, y la caja de
música reemprendió su tintineo. Reconocí una melodía de Ravel.
—Ésta tiene que ser la llave —sonreí a la portera.
—Oiga, si el cuarto estaba cerrado, sería por algo. Aunque sólo sea
por respeto a la memoria de...
—Si lo prefiere, puede usted esperarme en la portería, doña Aurora.
—Es usted un demonio. Ande, ábrala de una vez.
16
Un vahído de aire frío silbó por el orificio de la cerradura,
lamiéndome los dedos mientras insertaba la llave. El señor Fortuny había hecho
instalar un cerrojo en la puerta de la habitación desocupada de su hijo que
hacía tres del que tenía en la puerta del piso. Doña Aurora me miraba con
aprensión, como si estuviésemos a punto de abrir la caja de Pandora.
—¿Da esta habitación a la fachada de la calle? —pregunté.
La portera negó.
—Tiene una ventana pequeña, un respiradero que da al tragaluz.
Empujé la puerta hacia el interior. Un pozo de oscuridad se abrió
ante nosotros, impenetrable. La tenue claridad a nuestras espaldas nos
precedió como un aliento que apenas conseguía arañar las sombras. La ventana
que se asomaba al patio estaba cubierta con las páginas amarillentas de un
periódico. Arranqué las hojas de diario y una aguja de luz vaporosa taladró la
tiniebla.
—Jesús, María y José —murmuró la portera junto a mí.
La habitación estaba infestada de crucifijos. Pendían de la techumbre,
ondeando del extremo de cordeles, y cubrían las paredes fijados con clavos. Se
contaban por decenas. Podían intuirse en los rincones, grabados a cuchillo en
los muebles de madera, arañados en las baldosas, pintados en rojo sobre los
espejos. Las pisadas que llegaban hasta el umbral de la puerta trazaban un
rastro en el polvo en torno a una cama desnuda hasta el somier, apenas ya un
esqueleto de alambre y madera carcomida. En un extremo de la alcoba, bajo la
ventana del tragaluz, había un escritorio de consola cerrado y coronado por un
trío de crucifijos de metal. Lo abrí cuidadosamente. No había polvo en las
junturas del fuelle de madera, con lo que supuse que el escritorio había sido
abierto no hacía mucho. El escritorio tenía seis cajones. Los cierres habían
sido forzados. Los inspeccioné uno a uno. Vacíos.
Me arrodillé frente al escritorio. Palpé con los dedos los arañazos en
la madera. Imaginé las manos de Julián Carax trazando aquellos garabatos,
jeroglíficos cuyo sentido se había llevado el tiempo. En el fondo del
escritorio se adivinaba una pila de cuadernos y una vasija con lápices y
plumas. Tomé uno de los cuadernos y lo ojeé. Dibujos y palabras sueltas.
Ejercicios de cálculo. Frases sueltas, citas de libros. Versos inacabados.
Todos los cuadernos parecían iguales. Algunos dibujos se repetían página tras
página, con diferentes matices. Me llamó la atención la figura de un hombre
que parecía hecho de llamas. Otra describía lo que hubiera podido ser un ángel
o un reptil enroscado en una cruz. Se adivinaban esbozos de un caserón de aspecto extravagante,
tramado de torreones y arcos catedralicios. El trazo mostraba seguridad y
cierto instinto. El joven Carax mostraba las trazas de un dibujante de cierto
talento, pero todas las imágenes se quedaban en esbozos.
Estaba
por devolver el último cuaderno a su lugar sin inspeccionarlo cuando algo se
deslizó de entre sus páginas y cayó a mis pies. Era una fotografía en la que
reconocí a la misma muchacha que aparecía en la imagen quemada tomada al pie
de aquel edificio. La chica posaba en un suntuoso jardín y, entre las copas de
los árboles, se adivinaba la forma. de la
casa que acababa de ver esbozada en los dibujos de adolescente de Carax. La
reconocí al instante. La torre de «El Frare Blanc», en la avenida del Tibidabo.
Al dorso de la fotografía venía una inscripción que decía simplemente:
Te quiere, Penélope
Me la
guardé en el bolsillo, cerré el escritorio y sonreí a la portera.
—¿Visto?
—preguntó, ansiosa por salir de aquel lugar.
—Casi
—dije—. Antes me dijo usted que al poco de marchar Julián a París llegó una
carta para él, pero su padre le dijo que la tirase...
La
portera dudó un instante, luego asintió.
—La
carta la puse yo en el cajón de la cómoda del recibidor, por si la francesa
volvía algún día. Ahí estará todavía...
Nos
acercamos hasta la cómoda y abrimos el cajón superior. Un sobre ocre
languidecía entre una colección de relojes parados, botones y monedas que
habían dejado de estar en curso veinte años atrás. Cogí el sobre y lo examiné.
—¿La
leyó usted?
—Oiga,
¿por quién me toma?
—No se
ofenda. Sería lo más normal dadas las circunstancias, al pensar usted que el
pobre Julián estaba difunto...
La
portera se encogió de hombros, bajando la mirada y retirándose hacia la puerta.
Aproveché el momento para guardarme la carta en el bolsillo interior de la
chaqueta y cerrar el cajón.
—Mire,
no se vaya usted a hacer una idea equivocada —dijo la portera.
—Pues
claro que no. ¿Qué decía la carta?
—Era de
amor. Como las de la radio, pero más triste, eso sí, porque aquélla sonaba a
que era de verdad. Mire que al leerla me entraron ganas de llorar.
—Es
usted toda corazón, doña Aurora.
—Y
usted es un demonio.
Aquella
misma tarde, después de despedirme de doña Aurora y prometerle que la
mantendría informada acerca de mis pesquisas sobre Julián Carax, me acerqué al
despacho del administrador de la finca. El señor Molins había visto mejores
tiempos y ahora languidecía en un despacho cochambroso sepultado en un
entresuelo de la calle Floridablanca. Molins era un individuo risueño y orondo
aferrado a un puro a medio fumar que parecía crecerle del bigote. Era difícil
determinar si estaba dormido o despierto, porque respiraba como quien ronca.
Tenía el pelo grasiento y aplastado sobre la frente, la mirada porcina y
pícara. Vestía un traje por el que no le hubieran dado ni diez pesetas en el
mercado de Los Encantes, pero lo compensaba con una estrepitosa corbata de
colorido tropical. A juzgar por el aspecto de la oficina, allí ya apenas se
administraban musarañas y catacumbas de una Barcelona, de antes de la
Restauración.
—Estamos
de reformas —dijo Molins a modo de disculpa.
Para
romper el hielo, dejé caer el nombre de doña Aurora como si se tratase de una
vieja amiga de la familia.
—Mire
que estaba mollar de joven, la verdad —comentó Molins—. Los años la han puesto
fondona, claro que yo tampoco soy el que era. Aquí donde me ve, yo a la edad de
usted era un adonis. De rodillas se me ponían las chavalas para que les hiciera
un favor, cuando no un hijo. El siglo veinte es una mierda. En fin, ¿qué se le
ofrece a usted, joven?
Le
endosé una historia más o menos plausible sobre un supuesto parentesco lejano
con los Fortuny. Tras cinco minutos de cháchara, Molins se arrastró hasta su
archivo y me dio la dirección del abogado que llevaba los asuntos de Sophie
Carax, la madre de Julián.
—A
ver... José María Requejo. Calle León XIII, 59. Aunque la correspondencia la
enviamos cada semestre a un apartado de correos en la central de Vía Layetana.
—¿Conoce
usted al señor Requejo?
—Alguna
vez habré hablado con su secretaria por teléfono. La verdad, todos los
trámites con él se hacen por correo y los lleva mi secretaria, que hoy está en
la peluquería. Los abogados de hoy no tienen tiempo para el trato formal de
antes. Ya no quedan caballeros en la profesión.
Al
parecer tampoco quedaban direcciones fiables. Un simple vistazo a la guía de
calles que había sobre el escritorio del administrador me confirmó lo que
sospechaba: la dirección del supuesto abogado Requejo no existía. Así se lo
hice saber al señor Molins, que absorbió la noticia como un chiste.
—No me
joda —dijo riendo—. ¿Qué le decía yo? Chorizos.
El administrador
se reclinó en su butacón y emitió otro de sus ronquidos.
—¿Tendría
usted el número de ese apartado de correos?
—Según
la ficha es el 2837, aunque yo los números que hace mi secretaria no los
entiendo, porque ya sabe usted que las mujeres para las matemáticas no sirven;
para lo que sí sirven es para...
—¿Me
permite ver la ficha?
—Faltaría
más. Usted mismo.
Me
tendió la ficha y la examiné. Los números se entendían perfectamente. El
apartado de correos era el 2321. Me aterró pensar en la contabilidad que se
debía llevar en aquella oficina.
—¿Tuvo
usted mucho trato con el señor Fortuny en vida? —pregunté.
—De
aquella manera. Un hombre muy austero. Me acuerdo de que, cuando me enteré de
que la francesa le había dejado, le invité a venirse de putas con unos
amiguetes aquí a un local fabuloso que conozco al lado de La Paloma. Para que
se animase, ¿eh?, nada más. Y mire usted que dejó de dirigirme la palabra y de
saludarme por la calle, como si fuese invisible. ¿Qué le parece?
—Me
deja usted de piedra. ¿Qué más puede contarme de la familia Fortuny? ¿Les
recuerda usted bien?
—Eran
otros tiempos —musitó con nostalgia—. Lo cierto es que yo conocía ya al abuelo
Fortuny, que fundó la sombrerería. Del hijo, qué le voy a contar. Ella, eso sí,
estaba de miedo. Qué mujer. Y honrada, ¿eh?, pese a todos los rumores y
habladurías que corrían por ahí...
—¿Como
el de que Julián no era hijo legítimo del señor Fortuny?
—¿Y
usted dónde ha oído eso?
—Como
le dije, soy de la familia. Todo se sabe.
—De
todo eso nunca se probó nada.
—Pero
se habló —invité.
—La
gente le da al pico que es un contento. El hombre no viene del mono, viene de
la gallina.
—¿Y qué
decía la gente?
—¿Le
apetece a usted una copita de ron? Es de Igualada, pero tiene una chispilla
caribeña... Está buenísimo.
—No,
gracias, pero yo le acompaño. Vaya contándome mientras tanto...
Antoni
Fortuny, a quien todos llamaban el sombrerero, había conocido a Sophie Carax en
1899 frente a los peldaños de la catedral de Barcelona. Venía de hacerle una
promesa a san Eustaquio, que de entre todos los santos con capilla particular,
tenía fama de ser el más diligente y menos remilgado a la hora de conceder
milagros de amor. Antoni Fortuny, que ya había cumplido los treinta años y
rebosaba soltería, quería una esposa y la quería ya. Sophie era una joven
francesa que vivía en una residencia para señoritas en la calle Riera Alta e
impartía clases particulares de solfeo y piano a los vástagos de las familias
más privilegiadas de Barcelona. No tenía familia ni patrimonio, apenas su juventud
y la formación musical que su padre, pianista de un teatro de Nimes, le había
podido dejar antes de morir de tuberculosis en 1886. Antoni Fortuny, por
contra, era un hombre en vías de prosperidad. Había heredado recientemente el
negocio de su padre, una reputada sombrerería en la ronda de San Antonio en la
que había aprendido el oficio que algún día soñaba en enseñar a su propio hijo.
Sophie Carax se le antojó frágil, bella, joven, dócil y fértil. San Eustaquio había
cumplido conforme a su reputación. Tras cuatro meses de cortejo insistente,
Sophie aceptó su oferta de matrimonio. El señor Molins, que había sido amigo
del abuelo Fortuny, le advirtió a Antoni que se casaba con una desconocida, que
Sophie parecía buena muchacha, pero que quizá aquel enlace era demasiado
conveniente para ella, que esperase al menos un año... Antoni Fortuny replicó
que sabía ya lo suficiente de su futura esposa. Lo demás no le interesaba. Se
casaron en la basílica del Pino y pasaron su luna de miel de tres días en un
balneario de Mongat. La mañana antes de partir, el sombrerero preguntó
confidencialmente al señor Molins cómo debía proceder en los misterios de
alcoba. Molins, sarcástico, le dijo que le preguntase a su esposa. El
matrimonio Fortuny regresó a Barcelona apenas dos días después. Los vecinos
dijeron que Sophie lloraba al entrar en la escalera. La Viçenteta juraría años
más tarde que Sophie le había dicho que el sombrerero no le había puesto un
dedo encima y que cuando ella había querido seducirle, la había tratado de ramera
y se había sentido repugnado por la obscenidad de lo que ella proponía. Seis
meses más tarde, Sophie anunció a su esposo que llevaba un hijo en las
entrañas. El hijo de otro hombre.
Antoni
Fortuny había visto a su propio padre golpear a su madre infinidad de veces e
hizo lo que entendía procedente. Sólo se detuvo cuando creyó que un solo roce
más la mataría. Aun así, Sophie se negó a desvelar la identidad del padre de la
criatura que llevaba en el vientre. Antoni Fortuny, aplicando su lógica
particular, decidió que se trataba del demonio, pues aquél no era sino hijo del
pecado, y el pecado sólo tenía un padre: el maligno. Convencido así de que el
pecado se había colado en su hogar y entre los muslos de su esposa, el
sombrerero se aficionó a colgar crucifijos por doquier. en las paredes, en las
puertas de todas las habitaciones y en el techo. Cuando Sophie le encontró
sembrando de cruces la alcoba a la que la había confinado, se asustó y con
lágrimas en los ojos le preguntó si se había vuelto loco. Él, ciego de rabia,
se volvió y la abofeteó. «Una puta, como las demás», escupió al echarla a
patadas al rellano de la escalera tras desollarla a correazos. Al día
siguiente, cuando Antoni Fortuny abrió la puerta de su casa para bajar a abrir
la sombrerería, Sophie seguía allí, cubierta de sangre seca y tiritando de
frío. Los médicos nunca pudieron arreglar completamente las fracturas de la
mano derecha. Sophie Carax nunca volvería a tocar el piano, pero dio a luz un
varón al que habría de llamar Julián en recuerdo al padre que había perdido
demasiado pronto, como todo en la vida. Fortuny pensó en echarla de su casa,
pero creyó que el escándalo no sería bueno para el negocio. Nadie compraría
sombreros a un hombre con fama de cornudo. Era un contrasentido. Sophie pasó a
ocupar una alcoba oscura y fría en la parte de atrás del piso. Allí daría a luz
a su hijo con la ayuda de dos vecinas de la escalera. Antoni no volvió a casa
hasta tres días después. «Este es el hijo que Dios te ha dado —le anunció
Sophie—. Si quieres castigar a alguien, castígame a mí, pero no a una criatura
inocente. El niño necesita un hogar y un padre. Mis pecados no son los suyos.
Te ruego que te apiades de nosotros. »
Los
primeros meses fueron difíciles para ambos. Antoni Fortuny había decidido
rebajar a su esposa al rango de criada. Ya no compartían ni el lecho ni la
mesa, y rara vez cruzaban una palabra como no fuera para dirimir alguna
cuestión de orden doméstico. Una vez al mes, normalmente coincidiendo con la
luna llena, Antoni Fortuny hacía acto de presencia en la alcoba de Sophie de
madrugada y, sin mediar palabra, embestía a su antigua esposa con ímpetu pero
escaso oficio. Aprovechando estos raros y beligerantes momentos de intimidad,
Sophie intentaba congraciarse con él susurrando palabras de amor, dedicando caricias
expertas. El sombrerero no era hombre para fruslerías y la zozobra del deseo se
le evaporaba en cuestión de minutos, cuando no segundos. De dichos asaltos a
camisón arremangado no resultó hijo alguno. Después de unos años, Antoni
Fortuny dejó de visitar la alcoba de Sophie definitivamente, y adquirió el
hábito de leer las Sagradas Escrituras hasta bien entrada la madrugada,
buscando en ellas solaz a su tormento.
Con
la ayuda de los Evangelios, el sombrerero hacía un esfuerzo por suscitar en su
corazón un amor por aquel niño de mirada profunda que gustaba de hacer bromas
sobre todo e inventar sombras donde no las había. Pese a su empeño, no sentía
al pequeño Julián como hijo de su sangre, ni se reconocía en él. Al niño, por
su parte, no parecían interesarle en demasía los sombreros ni las enseñanzas
del catecismo. Llegada la Navidad, Julián se entretenía en recomponer las
figuras del pesebre y urdir intrigas en las que el niño Jesús había sido
raptado por los tres magos de Oriente confines escabrosos. Pronto adquirió la
manía de dibujar ángeles con dientes de lobo e inventar historias de espíritus
encapuchados que salían de las paredes y se comían las ideas de la gente
mientras dormía. Con el tiempo, el sombrerero perdió toda esperanza de
enderezar a aquel muchacho hacia una vida de provecho. Aquel niño no era un
Fortuny y nunca lo sería. Alegaba que se aburría en el colegio y regresaba con
todos sus cuadernos repletos de garabatos de seres monstruosos, serpientes
aladas y edificios vivos que caminaban y devoraban a los incautos. Ya por
entonces estaba claro que la fantasía y la invención le interesaban
infinitamente más que la realidad cotidiana que le rodeaba. De todas las decepciones
que atesoró en vida, ninguna le dolió tanto a Antoni Fortuny como aquel hijo
que el demonio le había enviado para burlarse de él.
A
los diez años, Julián anunció que quería ser pintor, como Velázquez, pues
soñaba con acometer los lienzos que el gran maestro no había podido llegar a
pintar en vida, argumentaba, por culpa de tanto retratar por obligación a los
débiles mentales de la familia real. Para acabar de arreglar las cosas, a
Sophie, quizá para matar la soledad y recordar a su padre, se le ocurrió darle
clases de piano. Julián, que adoraba la música, la pintura y todas las
materias desprovistas de provecho y beneficio en la sociedad de los hombres,
pronto aprendió los rudimentos de la harmonía y decidió que prefería inventarse
sus propias composiciones a seguir las partituras del libro de solfeo, lo cual
era contra natura. Por aquel entonces, Antoni Fortuny todavía creía que parte
de las deficiencias mentales del muchacho se debían a su dieta, demasiado influenciada por los hábitos de
cocina francesa de su madre. Era bien sabido que la exuberancia de mantequillas
producía la ruina moral y aturdía el entendimiento. Prohibió a Sophie cocinar
con mantequilla por siempre jamás. Los resultados no fueron exactamente los
esperados.
A los doce años, Julián empezó a perder su interés febril por la
pintura y por Velázquez, pero las esperanzas iniciales del sombrerero duraron
poco. Julián abandonaba los sueños del Prado por otro vicio mucho más
pernicioso. Había descubierto la biblioteca de la calle del Carmen y dedicaba
cada tregua que su padre le concedía en la sombrerería a acudir al santuario de
los libros y devorar tomos de novela, de poesía y de historia. Un día antes de
cumplir los trece años anunció que quería ser alguien llamado Robert Louis
Stevenson, a todas luces un extranjero. El sombrerero le anunció que a duras
penas llegaría a picapedrero. Tuvo entonces la certeza de que su hijo no era
sino un necio.
A menudo, sin poder conciliar el sueño, Antoni Fortuny se retorcía en
el lecho de rabia y frustración. En el fondo de su corazón quería a aquel
muchacho, se decía. Y, aunque ella no lo mereciese, también quería a la
mujerzuela que le había traicionado desde el primer día. Los quería con toda su
alma, pero a su manera, que era la correcta. Sólo le pedía a Dios que le
mostrase el modo en que los tres podían ser felices, preferiblemente también a
su manera. Imploraba al Señor que le enviase una señal, un susurro, una migaja
de su presencia. Dios, en su infinita sabiduría, y quizá abrumado por la
avalancha de peticiones de tantas almas atormentadas, no respondía. Mientras
Antoni Fortuny se deshacía en remordimientos y resquemores, Sophie, al otro
lado del muro, se apagaba lentamente, viendo su vida naufragar en un soplo de
engaños, de abandono, de culpa. No amaba al hombre al que servía, pero se
sentía suya, y la posibilidad de abandonarle y llevarse a su hijo a otro lugar
se le antojaba inconcebible. Recordaba con amargura al verdadero padre de
Julián, y con el tiempo aprendió a odiarle y a detestar cuanto representaba,
que no era sino cuanto ella anhelaba. A falta de conversaciones, el matrimonio
empezó a intercambiar gritos. Insultos y recriminaciones afiladas volaban por
el piso como cuchillos, acribillando a quien osara interponerse en su
trayectoria, habitualmente Julián. Luego, el sombrerero nunca recordaba
exactamente por qué había pegado a su mujer. Recordaba sólo el fuego y la
vergüenza. Se juraba entonces que aquello no volvería a suceder jamás, que si
era necesario se entregaría a las autoridades para que lo confinasen a un
penal.
Con la ayuda de Dios, Antoni Fortuny tenía la certeza de que podía
llegar a ser un hombre mejor de lo que lo había sido su propio padre. Pero
tarde o temprano, los puños encontraban de nuevo la carne tierna de Sophie y,
con el tiempo, Fortuny sintió que si no podía poseerla como esposo, lo haría
como verdugo. De este modo, a escondidas, la familia Fortuny dejó pasar los
años, silenciando sus corazones y sus almas, hasta el punto que, de tanto
callar, olvidaron las palabras para expresar sus verdaderos sentimientos y se
transformaron en extraños que convivían bajo un mismo tejado, uno de tantos en
la ciudad infinita.
Pasaban ya de las dos y media cuando regresé a la librería. Al
entrar, Fermín me lanzó una mirada sarcástica desde lo alto de una escalera,
donde le sacaba lustre a una colección de los Episodios nacionales del insigne
don Benito.
—Alabados sean los ojos. Ya le creíamos haciendo las Américas, Daniel.
—Me entretuve por el camino. ¿Y mi padre?
—Como usted no venía, marchó él a hacer el resto de las entregas. Me
encargó que le dijese a usted que esta tarde se iba a Tiana a valorar la
biblioteca privada de una viuda. Su padre es de los que las mata callando. Dijo
que no le esperase usted para cerrar.
—¿Estaba
enfadado?
Fermín
negó, descendiendo de la escalera con agilidad felina.
—Qué
va. Si su padre es un santo. Además estaba muy contento al ver que se ha echado
usted novia.
—¿Qué?
Fermín
me guiñó un ojo, relamiéndose.
—Ay,
granujilla, qué callado se lo tenía usted. Y qué niña, oiga, para cortar el
tráfico. De un fino que de qué. Se conoce que ha ido a buenos colegios, aunque
tenía un vicio en la mirada... Mire, si no tuviese yo el corazón robado con la
Bernarda, porque no le he contado a usted todavía lo de nuestra merienda...
chispas salían, oiga, chispas, que parecía la noche de San Juan...
—Fermín
—le corté—. ¿De qué demonios está usted hablando?
—De su
novia.
—Yo no
tengo novia, Fermín.
—Bueno,
ahora ustedes los jóvenes a eso lo llaman cualquier cosa, «güirlifrend» o...
—Fermín,
rebobine. ¿De qué está hablando?
Fermín
Romero de Torres me miró desconcertado, juntando los dedos de una mano y
gesticulando al uso siciliano. A ver. Esta tarde, hará cosa de una hora u hora
y media, una señorita de bandera pasó por aquí y preguntó por usted. Su padre
de usted y servidor estábamos de cuerpo presente y le puedo asegurar sin lugar
a dudas que la muchacha no tenía las pintas de ser un aparecido. Le podría
describir a usted hasta el olor. A lavanda, pero más dulce. Como un bollito
recién hecho.
—¿Dijo
acaso el bollito que era mi novia?
—Así,
con todas las palabras no, pero sonrió como de refilón, ya sabe usted, y dijo
que le esperaba el viernes por la tarde. Nosotros nos limitamos a sumar dos y
dos.
—Bea...
—murmuré yo.
—Ergo,
existe —apuntó Fermín, aliviado.
—Sí,
pero no es mi novia —dije.
—Pues
no sé a qué está usted esperando.
—Es la
hermana de Tomás Aguilar.
—¿Su
amigo el inventor?
Asentí.
—Razón
de más. Ni que fuese la hermana de Gil Robles, óigame; porque está buenísima.
Yo, en su lugar, estaría a la que salta.
—Bea ya
tiene novio. Un alférez que está haciendo el servicio.
Fermín
suspiró, irritado.
—Ah, el
ejército, lacra y reducto tribal del gremialismo simiesco. Mejor, porque así
puede usted ponerle la cornamenta sin remordimientos.
—Delira
usted, Fermín. Bea se va a casar cuando el alférez termine el servicio.
Fermín
me sonrió, ladino.
—Pues
mire usted por dónde, a mí me da como que no, que ésa no se casa.
—Usted
qué sabrá.
—De
mujeres, y de otros menesteres mundanos, bastante más que usted. Como nos
enseña Freud, la mujer desea lo contrario de lo que piensa o declara, lo cual,
bien mirado, no es tan terrible porque el hombre, como nos enseña Perogrullo,
obedece por contra al dictado de su aparato genital o digestivo.
—No me
largue discursos, Fermín, que le veo el plumero. Si tiene algo que decir,
sintetice.
—Pues
mire, en sucinta esencia se lo digo: ésa no tenía cara de casarse con el
Cascorro.
—¿Ah,
no? ¿Y de qué tenía cara, a ver?
Fermín
se me acercó con aire confidencial.
—De
morbo —apuntó, alzando las cejas con aire de misterio—. Y que conste que eso
lo digo como un cumplido.
Como
siempre, Fermín estaba en lo cierto. Vencido, opté por jugar la pelota en su
terreno.
—Hablando
de morbo, cuénteme lo de la Bernarda. ¿Hubo beso o no hubo beso?
—No me
ofenda, Daniel. Le recuerdo que está usted hablando con un profesional de la
seducción, y eso del beso es para amateurs y diletantes de pantufla. A la mujer
de verdad se la gana uno poco a poco. Es todo cuestión de psicología, como una
buena faena en la plaza.
—O sea,
que le dio calabazas.
A
Fermín Romero de Torres no le da calabazas ni san Roque. Lo que ocurre es que
el hombre, volviendo a Freud y valga la metáfora, se calienta como una bombilla:
al rojo en un tris, y frío otra vez en un soplo. La hembra, sin embargo, y
esto es ciencia pura, se calienta como una plancha, ¿entiende usted? Poco a
poco, a fuego lento, como la buena escudella.
Pero eso sí, cuando ha cogido calor, aquello no hay quien lo pare.
Como los altos hornos de Vizcaya.
Sopesé
las teorías termodinámicas de Fermín.
—¿Es
eso lo que está usted haciendo con la Bernarda? —pregunté—. ¿Poner la plancha
al fuego?
Fermín
me guiñó un ojo.
—Esa
mujer es un volcán al borde de la erupción, con una libido de magma ígneo y un
corazón de santa —dijo, relamiéndose—. Por establecer un paralelismo veraz, me
recuerda a mi mulatita en La Habana, que era una santera muy devota. Pero,
como en el fondo soy un caballero de los de antes, no me aprovecho, y con un
casto beso en la mejilla me conformé. Porque yo no tengo prisa, ¿sabe? Lo bueno
se hace esperar. Hay pardillos por ahí que se creen que si le ponen la mano en
el culo a una mujer y ella no se queja, ya la tienen en el bote. Aprendices. El
corazón de la hembra es un laberinto de sutilezas que desafía la mente cerril
del varón trapacero. Si quiere usted de verdad poseer a una mujer, tiene que
pensar como ella, y lo primero es ganarse su alma. El resto, el dulce envoltorio
mullido que le pierde a uno el sentido y la virtud, viene por añadidura.
Aplaudí
su discurso con solemnidad.
—Fermín,
es usted un poeta.
—No, yo
estoy con Ortega y soy un pragmático, porque la poesía miente, aunque en
bonito, y lo que yo digo es más verdad que el pan con tomate. Ya lo decía el
maestro, enséñeme usted un donjuán y le enseño yo a un mariposón enmascarado.
Lo mío es la permanencia, lo perenne. A usted le pongo por testigo que yo de
la Bernarda haré una mujer, si no honrada, porque eso ya lo es, al menos
feliz.
Le
sonreí, asintiendo. Su entusiasmo era contagioso, y su métrica invencible.
—Me la
cuide bien, Fermín. Que la Bernarda tiene demasiado corazón y ya se ha llevado
demasiados chascos.
—¿Se
cree que no me doy cuenta? Vamos, si lo lleva en la frente como una póliza del
patronato de viudas de guerra. Se lo digo yo, que en esto de encajar putadas
tengo muchísima experiencia: yo a esa mujer la colmo de dicha aunque sea lo
último que haga en este mundo.
—¿Palabra?
Me
tendió la mano con aplomo templario. Se la estreché.
—Palabra
de Fermín Romero de Torres.
Tuvimos
una tarde lenta en la tienda, con apenas un par de curiosos. En vista del
panorama, le sugerí a Fermín que se tomase libre el resto de la tarde.
—Ande, se va usted a buscar a la Bernarda y se la lleva al cine o a
mirar escaparates por la calle Puertaferrisa cogida del brazo, que a ella eso
le encanta.
Fermín se aprestó a tomarme la palabra y corrió a acicalarse en la
trastienda, donde guardaba siempre una muda impecable y toda suerte de colonias
y ungüentos en un neceser que hubiera sido la envidia de doña Concha Piquer.
Cuando salió parecía un galán de peliculón, pero con treinta kilos menos en los
huesos. Vestía un traje que había sido de mi padre y un sombrero de fieltro que
le venía un par de tallas grande, problema que solventaba colocando bolas de
papel de periódico bajo la copa.
—Por cierto, Fermín. Antes de que se vaya... Quería pedirle un favor.
—Eso está hecho. Usted ordene que yo estoy aquí para obedecer.
—Le voy a pedir que esto quede entre nosotros, ¿eh?, a mi padre ni una
palabra.
Sonrió de oreja a oreja.
—Ah, granujilla. Algo que ver con esa chavala imponente, ¿eh?
—No. Éste es un asunto de investigación e intriga. De lo suyo, vamos.
—Bueno, yo de chavalas también sé un rato. Se lo digo por si un día
tiene usted una consulta técnica, ya sabe. Con toda confianza, que para eso soy
como un médico. Sin ñoñerías.
—Lo tendré en cuenta. Ahora, lo que necesitaría saber es a quién
pertenece un apartado de correos en la oficina central de Vía Layetana. Número
2321. Y, a ser posible, quién recoge el correo que llega ahí. ¿Cree usted que
podría echarme un cable?
Fermín se anotó el número en el empeine, bajo el calcetín, a
bolígrafo.
—Eso es pan comido. A mí no hay organismo oficial que se me resista.
Deme unos días y le tendré un informe completo.
—Hemos quedado que a mi padre ni una palabra, ¿eh?
—Descuide. Hágase cuenta de que soy la esfinge de Keops.
—Se lo agradezco. Y ahora, venga, váyase ya y que se lo pase bien.
Le despedí con un saludo militar y le vi partir gallardo como un gallo
rumbo al gallinero. No debía de hacer ni cinco minutos que Fermín se había ido
cuando escuché las campanillas de la puerta y alcé la vista de las columnas
de cifras y tachones. Un individuo amparado en una gabardina gris y un sombrero
de fieltro acababa de entrar. Lucía un bigote pincelado y los ojos azules y
vidriosos. Exhibía una sonrisa de vendedor, falsa y forzada. Lamenté que Fermín
no estuviese allí, porque él tenía la mano rota para librarse de los viajantes
de alcanfores y morralla que ocasionalmente se colaban en la librería. El
visitante me brindó su sonrisa grasienta y falsa, cogiendo al azar un tomo de
una pila por ordenar y valorar que había junto a la entrada. Todo en él comunicaba
desprecio por cuanto veía. No me vas a vender ni las buenas tardes, pensé.
—Cuánta letra, ¿eh? —dijo.
—Es un libro; suelen tener bastantes letras. ¿En qué puedo ayudarle,
caballero?
El individuo devolvió el libro a la pila, asintiendo con displicencia
e ignorando mi pregunta.
—Es lo que yo digo. Leer es para la gente que tiene mucho tiempo y
nada que hacer. Como las mujeres. El que tiene que trabajar no tiene tiempo
para cuentos. En la vida hay que pencar. ¿No le parece a usted?
—Es una opinión. ¿Buscaba usted algo en especial?
—No es una opinión; es un hecho. Eso es lo que pasa en este país, que
la gente no quiere trabajar. Mucho vago es lo que hay, ¿no le parece a usted?
—No lo sé, caballero. Quizá. Aquí, como ve, sólo vendemos libros.
El individuo se acercó al mostrador, su mirada siempre revoloteando
por la tienda y posándose ocasionalmente en la mía. Su aspecto y su ademán me
resultaban vaga mente familiares, aunque no hubiera sabido decir de dónde.
Había algo en él que hacía pensar en una de esas figuras que aparecen en naipes de anticuario o adivino, un personaje escapado de los grabados de
un incunable. Tenía la presencia fúnebre e incandescente, como una maldición
con el traje de los domingos.
—Si me dice en qué puedo servirle...
—Soy yo más bien quien venía a hacerle a usted un servicio. ¿Es usted
el dueño de este establecimiento?
—No. El dueño es mi padre.
—¿Y su nombre es?
—¿El mío o el de mi padre?
El individuo me dedicó una sonrisa socarrona. Un risitas, pensé.
—Me haré cuenta de que el cartel de Sempere e hijos va por ambos,
entonces.
—Es usted muy perspicaz. ¿Puedo preguntarle cuál es el motivo de su
visita, si no está interesado en un libro?
—El motivo de mi visita, que es de cortesía, es advertirle que ha
llegado a mi atención que tienen ustedes tratos con gentes de mal vivir, en
particular invertidos y maleantes.
Le observé atónito.
—¿Perdón?
El individuo me clavó la mirada.
—Hablo de maricones y ladrones. No me diga que no sabe de lo que
hablo.
—Me temo que no tengo la más remota idea, ni interés alguno en seguir
escuchándole.
El individuo asintió, adoptando un gesto hostil y airado.
—Pues va a tener que joderse. Supongo que está usted al corriente de
las actividades del ciudadano Federico Flaviá.
—Don Federico es el relojero del barrio, una excelente persona y dudo
mucho de que sea un maleante.
—Hablaba de maricones. Me consta que la moñarra esa frecuenta su
establecimiento, supongo que para comprarles novelillas románticas y
pornografía.
—¿Y puedo preguntarle a usted qué le importa?
Por toda respuesta extrajo su billetero y lo tendió abierto sobre el
mostrador. Reconocí una tarjeta de identificación policial mugrienta con el
semblante del individuo, algo más joven. Leí hasta donde decía «Inspector jefe
Francisco Javier Fumero Almuñiz».
—Joven, a mí hábleme con respeto o les meto a usted y a su padre un
paquete que se les va a caer el pelo por vender basura bolchevique. ¿Estamos?
Quise replicar, pero las palabras se me habían quedado congeladas en
los labios.
—Pero bueno, el maricón ese no es lo que me trae hasta aquí hoy.
Tarde o temprano acabará en jefatura, como todos los de su catadura, y ya lo
espabilaré yo. Lo que me preocupa es que tengo informes de que están ustedes
empleando a un chorizo vulgar, un indeseable de la peor calaña.
—No sé de quién me habla usted, inspector.
Fumero rió su risita servil y pegajosa, de camarilla y comadreo.
—Dios
sabe qué nombre utilizará ahora. Hace años hacía llamar Wilfredo Camagüey, as
del mambo, y decía ser experto en vudú, profesor de danza de don Juan de Borbón
y amante de Mata Hari. Otras veces adopta nombres de embajadores, artistas de
variedades o toreros. Ya hemos perdido la cuenta.
—Siento
no poder ayudarle, pero no conozco a nadie llamado Wilfredo Camagüey.
—Seguro
que no, pero sabe a quién me refiero, ¿verdad?
—No.
Fumero
rió de nuevo. Aquella risa forzada y amanerada le definía y resumía como un
índice.
—A
usted le gusta poner las cosas difíciles, ¿verdad? Mire, yo he venido aquí en
plan de amigo para advertirles y prevenirles de que quien mete a un indeseable
en casa acaba con los dedos escaldados y usted me trata de embustero.
—En
absoluto. Yo le agradezco su visita y su advertencia, pero le aseguro que no
ha...
—A mí no
me venga con estas mierdas, porque si me sale de los cojones le pego un par de
hostias y le cierro el chiringuito, ¿estamos? Pero hoy estoy de buenas, así que
le voy a dejar sólo con la advertencia. Usted sabrá qué compañías elige. Si le
gustan los maricones y los ladrones, es que tendrá usted algo de ambos.
Conmigo, las cosas claras. O está usted de mi lado o contra mí. Así es la vida.
¿En qué quedamos?
No dije
nada. Fumero asintió, soltando otra risita.
—Muy
bien, Sempere. Usted mismo. Mal empezamos usted y yo. Si quiere problemas, los
tendrá. La vida no es como las novelas, ¿sabe usted? En la vida hay que tomar
un bando. Y está claro cuál ha elegido usted. El de los que pierden por burros.
—Le voy
a pedir que se vaya usted, por favor.
Se
alejó hacia la puerta arrastrando su risita sibilina.
—Volveremos
a vernos. Y dígale a su amigo que el inspector Fumero le tiene echado el ojo y
que le envía muchos recuerdos.
La
visita del infausto inspector y el eco de sus palabras me incendiaron la tarde.
Después de quince minutos de corretear tras el mostrador con las tripas
estrechándoseme en un nudo, decidí cerrar la librería antes de la hora y salir
a la calle a caminar sin rumbo. No podía quitarme del pensamiento las
insinuaciones y las amenazas que había hecho aquel aprendiz de matarife. Me
preguntaba si debía alertar a mi padre y a Fermín sobre aquella visita, pero
supuse que aquélla había sido precisamente la intención de Fumero, sembrar la
duda, la angustia, el miedo y la incertidumbre entre nosotros. Decidí que no
iba a seguirle el juego. Por otro lado, las insinuaciones acerca del pasado de
Fermín me alarmaban. Me avergoncé de mí mismo al descubrir que por un instante
había dado crédito a las palabras del policía. Tras darle muchas vueltas,
concluí sellar aquel episodio en algún rincón de mi memoria e ignorar sus
implicaciones. De regreso a casa, crucé frente a la relojería del barrio. Don
Federico me saludó desde el mostrador, haciéndome señas para que entrase en su
establecimiento. El relojero era un personaje afable y sonriente que nunca se
olvidaba de felicitar una fiesta y al que siempre se podía acudir para
solventar cualquier apuro, con la tranquilidad de que él encontraría la
solución. No pude evitar sentir un escalofrío al saberle en la lista negra del
inspector Fumero, y me pregunté si debía avisarle, aunque no imaginaba cómo
sin inmiscuirme en materias que no eran de mi incumbencia. Más confundido que
nunca, entré en la relojería y le sonreí.
—¿Qué tal, Daniel? Menuda cara traes.
—Un mal día —dije—. ¿Qué tal todo, don Federico?
—Sobre ruedas. Los relojes cada vez están peor hechos y me harto a
trabajar. Si esto sigue así, voy a tener que coger un ayudante. Tu amigo, el
inventor, ¿no estaría interesado? Seguro que tiene buena mano para esto.
No me costó imaginar lo que opinaría el padre de Tomas Aguilar sobre
la perspectiva de que su hijo aceptase un empleo en el establecimiento de don
Federico, mariquilla oficial del barrio.
—Ya se lo comentaré.
—Por cierto, Daniel. Tengo por aquí el despertador que me trajo tu
padre hace dos semanas. No sé lo que le hizo, pero le valdría más comprar uno
nuevo que arreglarlo.
Recordé que a veces, en las noches de verano asfixiantes, a mi padre
le daba por salir a dormir al balcón.
—Se le cayó a la calle —dije.
—Ya me parecía a mí. Dile que me diga el qué. Yo le puedo conseguir un
Radiant a muy buen precio. Si quieres, mira, te lo llevas y que lo pruebe. Si
le gusta, ya me lo pagará. Y si no, me lo devuelves.
—Muchas gracias, don Federico.
El relojero procedió a envolverme el armatoste en cuestión.
—Alta tecnología —decía, complacido—. Por cierto, me encantó el libro
que me vendió el otro día Fermín. Uno de Graham Greene. Ese Fermín es un
fichaje de primera.
Asentí.
—Sí, vale un montón.
—Me he dado cuenta de que nunca lleva reloj. Dile que se pase por aquí
y lo arreglamos.
—Así lo haré. Gracias, don Federico.
Al darme el despertador, el relojero me observó con detenimiento y
arqueó las cejas.
—¿Seguro que no pasa nada, Daniel? ¿Sólo un mal día?
Asentí de nuevo, sonriendo.
—No pasa nada, don Federico. Cuídese.
—Tú también, Daniel.
Al llegar a casa encontré a mi padre dormido en el sofá con el
periódico sobre el pecho. Dejé el despertador sobre la mesa con una nota que
decía «de parte de don Federico: que tires el viejo», y me deslicé
sigilosamente hasta mi habitación. Me tendí en la cama en la penumbra y me
quedé dormido pensando en el inspector, en Fermín y en el relojero. Cuando me
desperté eran ya las dos de la mañana. Me asomé al pasillo y vi que mi padre se
había retirado a su habitación con el nuevo despertador. El piso estaba en
tinieblas y el mundo me parecía un lugar mas oscuro y siniestro de lo que se me
había antojado la noche anterior. Comprendí que, en el fondo, nunca había llegado
a creer que el inspector Fumero fuese real. Ahora me parecía uno entre mil. Fui
a la cocina y me serví un vaso de leche fría. Me pregunté si Fermín estaría
bien, sano y salvo en su pensión.
De vuelta a mi habitación intenté apartar del pensamiento la imagen
del policía. Intenté conciliar de nuevo el sueño, pero comprendí que se me
había escapado el tren. Encendí la luz y decidí examinar el sobre dirigido a
Julián Carax que le había sustraído a doña Aurora aquella mañana y que todavía
llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Lo dispuse sobre mi escritorio bajo el
haz del flexo. Era un sobre apergaminado, de bordes serrados que amarilleaban
y tacto arcilloso. El matasellos, apenas una sombra, decía «18 de octubre de
1919». El sello de lacre se había desprendido, probablemente merced a los buenos oficios de doña Aurora. En
su lugar quedaba una mancha rojiza como un roce de carmín que besaba el cierre
sobre el que podía leerse el remite:
Penélope Aldaya
Avenida del Tibidabo, 32, Barcelona
Abrí el
sobre y extraje la carta, una lámina de color ocre nítidamente doblada por la
mitad. Un trazo de tinta azul se deslizaba con aliento nervioso,
desvaneciéndose paulatinamente y volviendo a cobrar intensidad cada pocas
palabras. Todo en aquella hoja hablaba de otro tiempo; el trazo esclavo del
tintero, las palabras arañadas sobre el papel grueso por el filo de la
plumilla, el tacto rugoso del papel. Alisé la carta sobre el mostrador y la
leí, casi sin aliento.
Querido Julián:
Esta mañana me he enterado por Jorge de que realmente dejaste
Barcelona y te fuiste en busca de tus sueños. Siempre temí que esos sueños no
te iban a dejar nunca ser mío, ni de nadie. Me hubiera gustado verte una última
vez, poder mirarte a los ojos y decirte cosas que no sé contarle a una carta.
Nada salió como lo habíamos planeado. Te conozco demasiado y sé que no me
escribirás, que ni siquiera me enviarás tu dirección, que querrás ser otro. Sé
que me odiarás por no haber estado allí como te prometí. Que creerás que te
fallé. Que no tuve valor.
Tantas veces te he imaginado, solo en aquel tren, convencido de que te
había traicionado. Muchas veces intenté encontrarte a través de Miquel, pero él
me dijo que ya no querías saber nada de mí. ¿Qué mentiras le contaron, Julián?
¿Qué te dijeron de mí? ¿Por qué les creíste?
Ahora ya sé que te he perdido, que lo he perdido lodo. Y aun así no
puedo dejar que te vayas para siempre y me olvides sin que sepas que no te
guardo rencor, que yo lo sabía desde el principio, que sabía que te iba a
perder y que tú nunca ibas a ver en mí lo que yo en ti. Quiero que sepas que te
quise desde el primer día y que te sigo queriendo, ahora más que nunca, aunque
te pese.
Te escribo a escondidas, sin que nadie lo sepa. Jorge ha jurado que
si vuelve a verte te matará. No me dejan ya salir de casa, ni asomarme a la
ventana. No creo que me perdonen nunca. Alguien de confianza me ha prometido
que te enviará esta carta. No menciono su nombre para no comprometerle. No sé
si te llegarán mis palabras. Pero si así fuera y decidieses volver por mí,
aquí encontrarás el modo de hacerlo. Mientras escribo, te imagino en aquel
tren, cargado de sueños y con el alma rota de traición, huyendo de todos
nosotros y de ti mismo. Hay tantas cosas que no puedo contarte, Julián. Cosas
que nunca supimos y que es mejor que no sepas nunca.
No deseo nada más en el mundo que seas feliz, Julián, que todo a lo
que aspiras se haga realidad y que, aunque me olvides con el tiempo, algún día
llegues a comprender lo mucho que te quise.
Siempre,
Penélope.
17
Las
palabras de Penélope Aldaya, que leí y releí aquella noche hasta aprendérmelas
de memoria, borraron de un plumazo el mal sabor que me había dejado la visita
del inspector Fumero. Tras pasar la noche en vela, absorto en aquella carta y
en la voz que intuía en ella, salí de casa con la madrugada. Me vestí en
silencio y le dejé a mi padre una nota sobre la cómoda del recibidor,
diciéndole que tenía que hacer algunos recados y que estaría de vuelta en la
librería a las nueve y media. Al asomarme al portal, las calles languidecían
ocultas todavía bajo un manto azulado que lamía las sombras y los charcos que
la llovizna había sembrado durante la noche. Me abroché el chaquetón hasta el
cuello y me encaminé a paso ligero rumbo a la plaza de Cataluña. Las escaleras
del metro exhalaban un lienzo de vapor tibio que ardía en luz de cobre. En las
taquillas de los ferrocarriles catalanes compré un billete de tercera clase
hasta la estación de Tibidabo. Hice el trayecto en un vagón, poblado de
ordenanzas, criadas y jornaleros portando bocadillos del tamaño de un ladrillo
envueltos en hojas de periódico. Me refugié en la negrura de los túneles y
apoyé la cabeza en la ventana, entrecerrando los ojos mientras el tren
recorría las entrañas de la ciudad hasta los pies del Tibidabo. Al emerger de
nuevo a la calle me pareció redescubrir otra Barcelona. Estaba amaneciendo y un
filo de púrpura rasgaba las nubes y salpicaba las fachadas de los palacetes y
caserones señoriales que flanqueaban la avenida del Tibidabo. El tranvía azul
reptaba perezosamente entre neblinas. Corrí tras él y conseguí auparme en la
plataforma trasera bajo la mirada severa del revisor. La cabina de madera
estaba casi vacía. Un par de frailes y una dama enlutada de piel cenicienta se
mecían adormecidos al vaivén del carruaje de caballos invisibles.
—Sólo
voy hasta el número treinta y dos —le dije al revisor, ofreciendo mi mejor
sonrisa.
—Pues
como si va hasta Finisterre —replicó, indiferente—. Aquí han pagado billete
hasta los soldados de Cristo. O apoquina, o camina. Y el pareado no se lo cobro.
El dúo
de frailes, que calzaba sandalias v un manto de saco marrón de austeridad
franciscana, asintió, mostrando sendos billetes rosa a título de prueba.
—Pues
entonces me bajo —dije—. Porque no llevo suelto.
—Como
guste. Pero espere a la próxima parada, que yo no quiero accidentes.
El
tranvía ascendía casi a ritmo de paseo, acariciando la sombra de la arboleda y
oteando sobre los muros y jardines de mansiones con alma de castillo que yo
imaginaba pobladas de estatuas, fuentes, caballerizas y capillas secretas. Me
asomé a un lado de la plataforma y distinguí la silueta de la torre de «El
Frare Blanc» recortándose entre los árboles. Al acercarse a la esquina de Román
Macaya, el tranvía disminuyó la marcha hasta detenerse casi por completo. El
conductor hizo sonar su campanilla y el revisor me lanzó una mirada de
censura.
—Venga,
listillo. Aligere, que el número treinta y dos lo tiene ahí.
Me apeé
y escuché el traqueteo del tranvía azul perderse en la bruma. La residencia de
la familia Aldaya quedaba al cruzar la calle. Un portón de hierro forjado
tramado de yedra y hojarasca la custodiaba. Recortada entre los barrotes se
adivinaba una portezuela cerrada a cal y canto. Sobre las verjas, anudado en
serpientes de hierro negro, se leía el número 32. Traté de atisbar el interior
de la propiedad desde allí, pero apenas se adivinaban las aristas y los arcos
de un torreón oscuro. Un rastro de herrumbre sangraba desde el orificio de la
cerradura en la portezuela. Me arrodillé y traté de ganar una visión del patio
desde allí. Apenas se vislumbraba una madeja de hierbas salvajes y el contorno
de lo que me pareció una fuente o un estanque de la que emergía una mano
extendida, señalando al cielo. Tardé unos instantes en comprender que se
trataba de una mano de piedra, y que había
otros miembros y siluetas que no acertaba a distinguir sumergidos en la
fuente. Más allá, entre los velos de maleza, se adivinaba una escalinata de
mármol quebrada y cubierta de escombros y hojarasca. La fortuna y gloria de los
Aldaya habían cambiado de dirección hacía mucho tiempo. Aquel lugar era una
tumba.
Me retiré unos pasos, rodeando la esquina para echar un vistazo al ala
sur de la casa. Desde allí podía obtenerse una visión más clara de una de las
torres del palacete. En aquel instante advertí por el rabillo del ojo la
silueta de un individuo con aire famélico ataviado con una bata azul que
blandía un escobón con el que martirizaba la hojarasca sobre la litera. Me
observaba con cierto recelo y supuse que era el portero de una de las
propiedades colindantes. Le sonreí como sólo quien ha pasado muchas horas tras
un mostrador sabe hacerlo.
—Muy buenos días —entoné cordialmente—. ¿Sabe usted si la casa de los
Aldaya lleva mucho tiempo cerrada
Me observó como si le hubiese interrogado acerca de la cuadratura del
círculo. El hombrecillo se llevó a la barbilla unos dedos que amarilleaban y
permitían suponer una debilidad por los Celtas sin filtro. Lamenté no llevar
encima una cajetilla de tabaco para congraciarme con él. Hurgué en los
bolsillos de la chaqueta, a ver qué ofrenda se propiciaba.
—Lo menos veinte o veinticinco años, y que siga así —dijo el portero
en aquel tono aplastado y dócil de la gente condenada a servir a fuerza de
palos.
—¿Hace mucho que está usted aquí?
El hombrecillo asintió.
—Servidor lleva empleado aquí con los señores Miravell endende el 20.
—No tendrá usted idea de qué se hizo de la familia Aldaya, ¿verdad?
—Bueno, ya sabrá usted que perdieron mucho cuando la República
—dijo—. El que siembra cizaña... Yo lo poco que sé es lo que he oído en la casa
de los señores Miravell, que antes eran amigos de la familia. Creo que el hijo
mayor, Jorge, marchó al extranjero, a la Argentina. Se ve que tenían fábricas
allí. Gente de mucho dinero. Ésos siempre caen de pie. ¿No tendrá usted un
pitillo, por casualidad?
—Lo siento, pero puedo ofrecerle un caramelo Sugus, que está
demostrado que lleva la misma nicotina que un Montecristo y además una
barbaridad de vitaminas.
El portero frunció el ceño con cierta incredulidad, pero asintió. Le
brindé el Sugus de limón que me había dado Fermín una eternidad atrás y que
había descubierto dentro del doblez del forro de mi bolsillo. Confié en que no
estuviese rancio.
—Está bueno —dictaminó el portero, rechupeteando el caramelo gomoso.
—Masca usted el orgullo de la industria confitera nacional. El
Generalísimo se los traga como peladillas. Y dígame, ¿oyó usted mencionar
alguna vez a la hija de los Aldaya, Penélope?
El portero se apoyó en el escobón a modo de pensador erecto de Rodin.
—Me parece que se equivoca usted. Los Aldaya no tenían hijas. Eran
todos muchachos.
—¿Está usted seguro? Me consta que allá por el año 19 vivía en esta
casa una joven llamada Penélope Aldaya, que probablemente era hermana del tal
Jorge.
—Podría ser, pero ya le digo que yo sólo estoy aquí desde el 20.
Y la finca, ¿a quién pertenece ahora?
—Que yo sepa está todavía en venta, aunque hablaban de
tirarla y construir un colegio. Es lo mejor que pueden hacer, la verdad.
Derribarla hasta los cimientos.
—¿Por qué lo dice?
El portero me miró con aire confidencial. Al sonreír observé que le
faltaban al menos cuatro dientes de la encía superior.
—Esa gente, los Aldaya. No eran trigo limpio, ya sabe usted lo que se
dice.
—Me temo que no. ¿Qué se dice?
—Ya sabe. Los ruidos y demás. Yo, creer en esos cuentos, no creo,
¿eh?, pero dicen que más de uno ha manchado los calzones ahí dentro.
—No me diga que la casa está encantada —dije, reprimiendo una sonrisa.
—Usted ríase. Pero cuando el río suena...
—¿Usted ha visto algo?
—Lo que se dice ver, no. Pero he oído.
—¿Ha oído? ¿El qué?
—Mire, una vez hará años, una noche que acompañé al Joanet, porque él
insistió, ¿eh?, que a mí no se me había perdido nada allí... lo que decía, que
oí algo raro allí. Como un llanto.
El portero me ofreció una imitación de viva voz del sonido al que se
refería. A mí me pareció la letanía de un tísico tarareando coplillas.
—Sería el viento —sugerí.
—Sería, pero a mí se me pusieron por corbata, la verdad. Oiga, no
tendrá otro caramelillo de ésos, ¿verdad?
—Acépteme una pastilla Juanola. Tonifican muchísimo después del dulce.
—Venga —convino el portero, plantando la mano para recolectar.
Le entregué el estuche entero. El tirón del regaliz pareció
lubricarle un poco más la lengua sobre aquella rocambolesca historia del
palacete Aldaya.
—Entre usted y yo, aquí hay tela. Una vez el Joanet, el hijo del señor
Miravell, que es un tiarrón que hace dos de usted (con decirle que está en la
selección nacional de balonmano)... pues unos amigotes del señorito Joanet
habían oído hablar de la casa de los Aldaya, y lo liaron. Y él me lió a mí para
que lo acompañase, porque mucho hablar pero no se atrevía a entrar solo. Ya
sabe usted, niñatos. Se empeñó en meterse de noche allí dentro para hacerse
el gallito con la novia y por poco se mea encima. Porque ahora la ve usted de
día, pero de noche esta casa es otra, ¿eh? El caso es que el Joanet dice que
subió al segundo piso (porque yo me negué a entrar, oiga, que eso no debe de
ser legal, aunque por entonces la casa ya llevaba lo menos diez años
abandonada) y dijo que allí había algo. Le pareció oír como una voz en una
habitación pero, cuando quiso entrar, la puerta se le cerró en las narices.
¿Qué le parece?
—Me parece una corriente de aire —dije.
—O de otra cosa —apuntó el portero, bajando la voz—. El otro día venía
en la radio: el universo está lleno de misterios. Fíjese usted que parece que
han encontrado la verdadera sábana santa en pleno centro de Sardanyola. La
habían cosido en la pantalla de un cine, para ocultarla de los musulmanes, que
la quieren usar para decir que Jesucristo era negro. ¿Qué le parece?
—No tengo palabras.
—Lo que yo le diga. Mucho misterio. Esa finca la tendrían que tirar
abajo y echar cal en el terreno.
Agradecí al señor Remigio la información y me dispuse a descender la
avenida de vuelta hasta San Gervasio. Alcé la vista y vi que la montaña del
Tibidabo amanecía entre nubes de gasa. Me apeteció de repente acercarme hasta
el funicular y escalar la ladera hasta el antiguo parque de atracciones en su
cima para perderme entre sus carruseles y sus salones de autómatas, pero había
prometido estar a tiempo en la librería. De vuelta hacia la estación del
metro imaginé a Julián Carax bajando por aquella misma acera y contemplando
aquellas mismas fachadas solemnes que apenas habían cambiado desde entonces,
con sus escalinatas y jardines de estatuas, quizá esperando aquel tranvía azul
que trepaba de puntillas al cielo. Al llegar al pie de la avenida saqué la
fotografía de Penélope Aldaya sonriendo en el patio del palacete familiar. Sus
ojos prometían el alma limpia y un futuro por escribir. «Te quiere, Penélope.»
Imaginé a un Julián Carax con mis años sosteniendo aquella imagen en
sus manos, tal vez a la sombra del mismo árbol que me amparaba a mí. Casi me
parecía verle, sonriente, seguro de sí, contemplando un futuro tan amplio y
luminoso como aquella avenida, y por un instante pensé que no había más
fantasmas allí que los de la ausencia y la pérdida, y que aquella luz que me
sonreía era de prestado y sólo valía mientras la pudiera sostener con la
mirada, segundo a segundo.
18
Al regresar a casa comprobé que Fermín o mi padre ya habían abierto la
librería. Subí un momento al piso a tomar un bocado rápido. Mi padre me había
dejado tostadas, mermelada y un termo de café en la mesa del comedor. Di
buena cuenta de todo ello y volví a bajaren menos de diez minutos. Entré a la
librería por la puerta de la trastienda que daba al vestíbulo del edificio y
acudí a mi armario. Me coloqué el delantal que solía utilizar en la tienda para
proteger la ropa del polvo de cajas y estanterías. En el fondo del armario
conservaba una caja de latón que todavía olía a galletas de Camprodón. Allí
guardaba todo tipo de cachivaches inútiles pero de los que era incapaz de
desprenderme: relojes y estilográficas dañadas sin remedio, monedas viejas,
piezas de miniaturas, canicas, casquillos de bala que había encontrado en el
parque del Laberinto y postales viejas de la Barcelona de principio de siglo.
Entre toda aquella morralla flotaba todavía el viejo pedazo de diario donde
Isaac Monfort me había anotado la dirección de su hija Nuria la noche que acudí
al Cementerio de los Libros Olvidados para ocultar La Sombra
del Viento. Lo estudié en la luz polvorienta que caía entre
estantes y cajas apiladas. Cerré el estuche y me guardé la dirección en el
monedero. Me asomé a la tienda, decidido a ocupar la mente y las manos en la
tarea más banal que se pusiera a tiro.
—Buenos días —anuncié.
Fermín clasificaba el contenido de varias cajas que habían llegado de
un coleccionista de Salamanca, y mi padre se las veía y deseaba para descifrar
un catálogo alemán de apócrifa luterana que tenía nombre de embutido fino.
—Y mejores tardes nos dé Dios —canturreó Fermín, en velada alusión a mi
cita con Bea.
No le di el gusto de responder y decidí encarar el inevitable trago
mensual de poner al día el libro de la contabilidad, cotejando recibos y hojas
de envío, cobros y pagos. Meciendo nuestra serena monotonía estaba la radio,
que nos obsequiaba con una selección de momentos escogidos en la carrera de
Antonio Machín, muy en boga por entonces. A mi padre los ritmos caribeños le
soliviantaban un tanto los nervios, pero los toleraba porque a Fermín le
recordaban su añorada Cuba. La escena se repetía cada semana: mi padre hacía
oídos sordos y Fermín se abandonaba en un vago meneo al compás del danzón,
puntuando los interludios comerciales con anécdotas de sus aventuras en La
Habana. La puerta de la tienda estaba abierta y entraba un aroma dulce a pan
fresco y a café que invitaba al optimismo. Al cabo de un rato nuestra vecina
la Merceditas, que venía de hacer la compra en el mercado de la Boquería, se
detuvo frente al escaparate y se asomó por la puerta.
—Buenas, señor Sempere —canturreó.
Mi padre le sonrió, sonrojado. A mí me daba la impresión de que la
Merceditas le gustaba, pero su ética de cartujo le confería un silencio inquebrantable.
Fermín la miraba de refilón, relamiéndose y siguiendo el suave balanceo de
caderas como si acabase de entrar un brazo de gitano por la puerta. La
Merceditas abrió una bolsa de papel y nos obsequió con tres manzanas
relucientes. Me imaginé que aún le rondaba por la cabeza la idea de trabajar
en la librería y hacía pocos esfuerzos por ocultar la antipatía que parecía
inspirarle Fermín, el usurpador.
—Mire qué majas. Las he visto y me he dicho: éstas para los señores
Sempere —dijo con tono melindroso—. Que yo sé que a ustedes los intelectuales
las manzanas les gustan, como a Isaac Peral.
—Isaac Newton, capullito de alelí —precisó Fermín, solícito.
La Merceditas le lanzó una mirada asesina.
—Ya salió el listo. Pues agradezca usted que le haya traído también
una, y no un pomelo que es lo que merece.
—Pero mujer, si para mí la ofrenda que sus manos núbiles me hacen de
ésta, la fruta del pecado original, me inflama el cañamazo de...
—Fermín, haga el favor —atajó mi padre.
—Sí, señor Sempere —acató Fermín, batiéndose en retirada.
Estaba la Merceditas por replicarle a Fermín cuando se oyó un revuelo.
Nos quedamos todos en silencio, expectantes. En la calle se alzaban voces de
indignación y se desataba una algarabía de murmuraciones. La Merceditas se asomó
a la puerta, prudente. Vimos pasar a varios comerciantes azorados, negando por
lo bajo. No tardó en presentarse don Anacleto Olmo, vecino del inmueble y
portavoz oficioso de la Real Academia de la Lengua en la escalera. Don Anacleto
era catedrático de instituto, licenciado en Literatura Española y Humanidades
varias, y compartía el segundo primera con siete gatos. En los ratos que le
dejaba libre la docencia hacía doblete como redactor de textos de
contraportada para una editorial de prestigio y, se rumoreaba, componía versos
de erótica crepuscular que publicaba con el seudónimo de Rodolfo Pitón. En el
trato personal, don Anacleto era un hombre afable y encantador, pero en público
se sentía obligado a representar el papel de rapsoda y afectaba unos hablares
que le habían granjeado el mote del Gongorino.
Aquella mañana, el catedrático traía el rostro púrpura de congoja, y
casi le temblaban las manos con que sostenía su bastón de marfil. Le miramos
los cuatro, intrigados.
—Don Anacleto, ¿qué pasa? —preguntó mi padre.
—Franco ha muerto, diga que sí —apuntó Fermín, esperanzado.
—Usted calle, animal —cortó la Merceditas—. Y deje hablar al señor
doctor.
Don Anacleto respiró hondo y, recuperando la compostura, pasó a
referirnos el parte de acontecimientos con su acostumbrada majestuosidad.
—Amigos,
la vida es drama y hasta las más nobles criaturas del señor saborean las
hieles de un destino caprichoso y contumaz. Ayer noche, de madrugada, mientras
la ciudad dormía ese sueño tan merecido de los pueblos laboriosos, don Federico
Flaviá i Pujades, estimado vecino que tanto ha contribuido al enriquecimiento y
solaz de esta barriada en su rol de relojero desde su establecimiento sito a
apenas tres puertas de ésta, su librería, fue arrestado por las fuerzas de
seguridad del Estado.
Sentí
que se me caía el alma a los pies.
—Jesús,
María y José —apostilló la Merceditas.
Fermín
resopló, decepcionado, pues a la vista estaba que el jefe del Estado seguía
gozando de excelente salud. Don Anacleto, ya embalado, tomó aire y se dispuso a
continuar.
—Al
parecer, y a fe del relato fidedigno que me ha sido revelado por fuentes
próximas a la Dirección General de Policía, dos condecorados miembros de la
Brigada Criminal de incógnito sorprendieron a don Federico poco después de la
medianoche de ayer ataviado de mujerona y entonando cuplés de letra picante en
el escenario de un tugurio de la calle Escudillers, para mayor beneficio de
una audiencia presuntamente compuesta por débiles mentales. Estas criaturas
olvidadas de Dios, fugadas la misma tarde del Cotolengo de una orden
religiosa, se habían bajado los pantalones en el frenesí del espectáculo y
bailoteaban sin decoro dando palmas con la umbría enhiesta y los morros
babeantes.
La
Merceditas se santiguó, sobrecogida por el giro escabroso que adquirían los
hechos.
—Las
madres de algunos de los pobres inocentes, al ser informadas del latrocinio,
presentaron denuncia por escándalo público y atentado a la moral más elemental.
La prensa, ave rapaz que medra en la desgracia y el oprobio, no tardó en
olfatear la carnaza y, merced a las argucias de un soplón profesional, no
habían transcurrido ni cuarenta minutos de la llegada a la escena de los dos
miembros de la autoridad cuando se personó en dicho local Kiko Calabuig, reportero
as del diario El Caso, más conocido
como remenamerda, dispuesto a
cubrir los hechos que fueren menester para que su crónica negra llegase antes
del cierre de la edición de hoy donde, huelga decirlo, se califica con
chabacanería amarillista el espectáculo habido en el local de dantesco y
escalofriante en titulares del cuerpo veinticuatro.
—No
puede ser —dijo mi padre—. Pero si parecía que don Federico hubiera
escarmentado.
Don
Anacleto asintió con vehemencia pastoral.
—Sí,
pero no olvide el refranero, acervo y voz de nuestro sentir más hondo, que ya
lo dice: la cabra tira al monte, y no sólo de bromuro vive el hombre. Y aún no
han oído ustedes lo peor.
—Pues
vaya al grano vuesa merced, que con tanto vuelo metafórico me están entrando
ganas de hacer de vientre —protestó Fermín.
—Ni
caso le haga a este animal, que a mí me gusta mucho como habla usted. Es como
el No-Do, señor doctor —intercedió la Merceditas.
—Gracias,
hija, pero sólo soy un humilde maestro. Pero a lo que iba, sin más dilación,
preámbulo ni floritura. Al parecer el relojero, que en el momento de su
detención respondía al nombre artístico de La
Niña er Peine, ha sido ya detenido en similares circunstancias en un
par de ocasiones que constan en los anales del acontecer criminal de los
guardianes de la paz.
—Diga
mejor maleantes con placa —espetó Fermín.
—Yo en
política no me meto. Pero puedo decirles que, tras derribar al pobre don
Federico del escenario de un botellazo
certero, los dos agentes lo condujeron a la comisaría de Vía Layetana. En otra
coyuntura, con suerte, la cosa no hubiera pasado de chanza y a lo mejor un par
de bofetadas y/o vejaciones menores, pero se dio la funesta circunstancia de
que ayer noche andaba por allí el célebre inspector Fumero.
—Fumero —murmuró Fermín, a quien la sola mención de su némesis le
había causado un estremecimiento.
—El mismo. Como iba diciendo, el adalid de la seguridad ciudadana,
recién llegado de una redada triunfal en un local ilegal de apuestas y carreras
de cucarachas ubicado en la calle Vigatans, fue informado de lo sucedido por la
angustiada madre de uno de los muchachos extraviados del Cotolengo y presunto
cerebro de la fuga, Pepet Guardiola. En éstas, el notable inspector, que al parecer
llevaba entre pecho y espalda doce carajillos de Soberano desde la cena,
decidió tomar cartas en el asunto. Tras estudiar los agravantes en danza,
Fumero se aprestó a indicar al sargento de guardia que tanta (y cito el vocábolo
en su más descarnada literalidad pese a la presencia de una señorita por su
valor documental en relación al suceso) mariconada merecía escarmiento y
que lo que el relojero, oséase don Federico Flaviá i Pujades, soltero y natural
de la localidad de Ripollet, necesitaba, por su bien y por el del alma inmortal
de los mozalbetes mongoloides cuya presencia era accesoria pero determinante
en el caso, era pasar la noche en el calabozo común del subsótano de la
institución en compañía de una selecta pléyade de hampones. Como probablemente
sabrán ustedes, dicha celda es célebre entre el elemento criminal por lo
inhóspito y precario de sus condiciones sanitarias, y la inclusión de un
ciudadano de a pie en la lista de huéspedes es siempre motivo de jolgorio por
lo que comporta de lúdico y de novedoso a la monotonía de la vida carcelaria.
Llegado este punto, don Anacleto procedió a esbozar una breve pero
entrañable semblanza del carácter de la víctima, por otro lado de todos bien
conocido.
—No es necesario que les recuerde que el señor Flaviá i Pujades ha
sido bendecido con una personalidad frágil y delicada, todo bondad y piedad
cristiana. Si una mosca se cuela en la relojería, en vez de matarla a alpargatazos,
abre la puerta y las ventanas de par en par para que al insecto, criatura del
Señor, se lo lleve la corriente de vuelta al ecosistema. Don Federico, me
consta, es hombre de fe, muy devoto e involucrado en las actividades de la
parroquia que, sin embargo, ha tenido que convivir toda su vida con un
tenebroso tirón al vicio que, en contadísimas ocasiones, le ha vencido y le ha
echado a la calle disfrazado de mujeruca. Su habilidad para reparar desde
relojes de pulsera hasta máquinas de coser siempre fue proverbial y su persona
apreciada por todos quienes le conocimos y frecuentamos su establecimiento,
incluso por aquellos que no veían con buenos ojos sus ocasionales escapadas
nocturnas luciendo pelucón, peineta y vestido de lunares.
—Habla usted como si estuviese muerto —aventuró Fermín, consternado.
—Muerto no, gracias a Dios.
Suspiré, aliviado. Don Federico vivía con una madre octogenaria y
totalmente sorda, conocida en el barrio como La Pepita y famosa por
soltar unas ventosidades huracanadas que hacían caer aturdidos a los gorriones
de su balcón.
—Poco imaginaba La Pepita que su Federico —continuó el catedrático—
había pasado la noche en una celda cochambrosa, donde un orfeón de macarras y
navajeros se lo habían rifado cual putón verbenero para luego, una vez ahítos
de sus carnes magras, propinarle una paliza de órdago mientras el resto
de presos coreaban con alegría la «maricón, maricón, come mierda mariposón».
Se apoderó de nosotros un silencio sepulcral. La Merceditas
sollozaba. Fermín quiso consolarla con un tierno abrazo, pero ella se zafó de
un brinco.
19
—Imagínense ustedes el cuadro —concluyó don Anacleto para consternación
de todos.
El epílogo de la historia no mejoraba las expectativas. A media
mañana, un furgón gris de jefatura había dejado tirado a don Federico a la
puerta de su casa. Estaba ensangrentado, con el vestido hecho jirones, sin su
peluca ni su colección de bisutería fina. Se le habían orinado encima y tenía
la cara llena de magulladuras y cortes. El hijo de la panadera lo había
encontrado acurrucado en el portal, llorando como un niño y temblando.
—No hay derecho, no señor —comentó la Merceditas, apostada a la puerta
de la librería, lejos de las manos de Fermín—. Pobrecillo, si es más bueno que
el pan y no se mete con nadie. ¿Que le gusta vestirse de faraona y salir a
cantar? ¿Y qué más dará? Es que la gente es mala.
Don Anacleto callaba, con la mirada baja.
—Mala no —objetó Fermín—. Imbécil, que no es lo mismo. El mal
presupone una determinación moral, intención y cierto pensamiento. El imbécil
o cafre no se para a pensar ni a razonar. Actúa por instinto, como bestia de
establo, convencido de que hace el bien, de que siempre tiene la razón y
orgulloso de ir jodiendo, con perdón, a todo aquel que se le antoja diferente a
él mismo bien sea por color, por creencia, por idioma, por nacionalidad o,
como en el caso de don Federico, por sus hábitos de ocio. Lo que hace falta en
el mundo es más gente mala de verdad y menos cazurros limítrofes.
—No diga usted majaderías. Lo que hace falta es un poco más de caridad
cristiana y menos mala leche, que parece esto un país de alimañas —atajó la
Merceditas—: Mucho ir a misa, pero a nuestro señor Jesucristo aquí no le hace
caso ni Dios.
—Merceditas, no mentemos a la industria del misal, que es parte del
problema y no de la solución.
—Ya salió el ateo. ¿Y a usted el clero qué le ha hecho, si se puede
saber?
—Venga, no se me peleen —interrumpió mi padre—. Y usted, Fermín,
acérquese a lo de don Federico y vea si necesita algo, que se le vaya a la
farmacia o que se le compre algo en el mercado.
—Sí, señor Sempere. Ahora mismo. A mí es que me pierde la oratoria, ya
lo sabe usted.
—A usted lo que le pierde es la poca vergüenza y la irreverencia que
lleva encima —apostilló la Merceditas—. Blasfemo. Que le tendrían que limpiar
el alma con salfumán.
—Mire, Merceditas, porque me consta que es usted una buena persona (si
bien algo estrecha de entendimiento y más ignorante que un zote), y en estos
momentos se presenta una emergencia social en el barrio frente a la que hay que
priorizar esfuerzos, porque si no, le iba yo a aclarar a usted un par de puntos
cardinales.
—¡Fermín! —clamó mi padre.
Fermín cerró el pico y salió a escape por la puerta. La Merceditas le
observaba con reprobación.
—Ese hombre les va a meter a ustedes en un lío el día menos pensado,
fíjese lo que le digo. Lo menos es anarquista, masón, y hasta judío. Con ese
narizón...
—No le haga usted ni caso. Todo lo hace por llevar la contraria.
La Merceditas negó en silencio, airada.
—Bueno, les dejo ya que una está pluriempleada y le falta el tiempo.
Buenos días.
Asentimos con reverencia y la vimos partir, erguida y castigando la
calle a taconazos. Mi padre respiró hondo, como si quisiera inspirar la paz
recuperada. Don Anacleto languidecía a su lado, el rostro blanqueado por momentos
y la mirada triste y otoñal.
—Este país se ha ido a la mierda —dijo, ya descabalgando de su
oratoria colosal.
—Venga, anímese, don Anacleto. Que las cosas siempre han sido así,
aquí y en todas partes, lo que pasa es que hay momentos bajos y cuando tocan de
cerca todo se ve más negro. Ya verá cómo don Federico remonta, que es más
fuerte de lo que todos nos pensamos.
El catedrático negaba por lo bajo.
—Es como la marea, ¿sabe usted? —decía, ido—. La barbarie, digo. Se va
y uno se cree a salvo, pero siempre vuelve, siempre vuelve... y nos ahoga. Yo
lo veo todos los días en el instituto. Válgame Dios. Simios es lo que llegan a
las aulas. Darwin era un soñador, se lo aseguro. Ni evolución ni niño muerto.
Por cada uno que razona, tengo que lidiar con nueve orangutanes.
Nos limitamos a asentir dócilmente. El catedrático se despidió con un
saludo y partió, cabizbajo y cinco años más viejo de lo que había entrado. Mi
padre suspiró. Nos miramos brevemente, sin saber qué decir. Me pregunté si
debía referirle la visita del inspector Fumero a la librería. Esto ha sido un
aviso, pensaba yo. Una advertencia. Fumero había utilizado al pobre don
Federico de telegrama
—¿Te ocurre algo, Daniel? Estás blanco.
Suspiré y bajé la mirada. Procedí a relatarle el incidente con el
inspector Fumero la otra noche, sus insinuaciones. Mi padre me escuchaba,
tragándose la furia que le ardía en los ojos.
—Es culpa mía —dije—. Tenía que haber dicho algo...
Mi padre negó.
—No. No podías saberlo, Daniel.
—Pero...
—Ni se te ocurra pensarlo. Y a Fermín, ni una palabra. Sabe Dios cómo
iba a reaccionar si supiera que ese individuo anda de nuevo tras él.
—Pero algo tendremos que hacer.
—Procurar que no se meta en líos.
Asentí, no muy convencido, y me dispuse a continuar la labor que había
empezado Fermín mientras mi padre volvía a su correspondencia. Entre párrafo y
párrafo, mi padre me lanzaba alguna mirada de soslayo. Fingí no darme cuenta.
—¿Qué tal con el profesor Velázquez ayer, todo bien? —preguntó,
deseoso de cambiar de tema.
—Sí. Quedó contento con los libros. Me comentó que anda buscando un
libro de cartas de Franco.
—El Matamoros. Pero si es apócrifo... un chiste de Madariaga. ¿Qué le
dijiste?
—Que ya estábamos en ello y le decíamos algo en dos semanas máximo.
—Bien hecho. Pondremos a Fermín en el asunto y se lo cobraremos a
precio de oro.
Asentí. Seguimos con la aparente rutina. Mi padre seguía mirándome.
Ahí viene, pensé.
—Ayer se pasó por aquí una chica muy simpática. ¿Dice Fermín que es la
hermana de Tomás Aguilar?
—Sí.
Mi padre asintió, ponderando la casualidad con gesto de
mira-tú-por-dónde. Me concedió un minuto de tregua antes de volver al ataque,
esta vez con aire de acordarse de repente de algo.
—Oye, por cierto, Daniel: hoy vamos a tener un día muy ligero y digo
yo que a lo mejor te apetece tomártelo para ti y tus cosas. Además, últimamente
me parece que trabajas demasiado.
—Estoy bien, gracias.
—Mira que hasta estaba pensando en dejar aquí a Fermín e irme al Liceo
con Barceló. Esta tarde ponen Tannhäuser y me ha invitado, porque él
tiene varias butacas de platea.
Mi padre hacía como que leía la correspondencia. Era un pésimo actor.
—¿Y a ti desde cuándo te gusta Wagner?
Se encogió de hombros.
—A caballo regalado... Además con Barceló da lo mismo la ópera que
pongan, porque él se pasa toda la representación comentando la jugada y
criticando el vestuario y el tempo. Me pregunta mucho por ti. A ver si vas a
verle un día a la tienda.
—Un día de éstos.
—Entonces, si te parece hoy dejamos a Fermín al mando y nosotros nos
vamos a divertir un rato, que ya toca. Y si necesitas algo de dinero...
—Papá, Bea no es mi novia.
—¿Y quién habla de novias? Lo dicho. Tú mismo. Si necesitas, coge de
la caja, pero deja una nota para que luego Fermín no se asuste al cerrar el
día.
Dicho esto, se hizo el despistado y se perdió por la trastienda con
una sonrisa de oreja a oreja. Consulté el reloj. Eran las diez y media de la
mañana. Había quedado con Bea en el claustro de la universidad a las cinco y,
muy a mi pesar, el día amenazaba con hacérseme más largo que Los hermanos
Karamazov.
Al poco regresó Fermín del domicilio del relojero y nos informó de que
un comando de vecinas había montado una guardia permanente para atender al
pobre don Federico, al que el doctor le había encontrado tres costillas rotas,
contusiones múltiples y un desgarro rectal de libro de texto.
—¿Ha hecho falta comprar algo? —preguntó mi padre.
—Medicinas y ungüentos ya tenían para abrir una botica, por lo cual
me he permitido llevarle unas flores, una botella de colonia Nenuco y tres
frascos de Fruco de melocotón, que es el favorito de don Federico.
—Ha hecho usted bien. Ya me dirá lo que le debo —dijo mi padre—. Y a
él, ¿cómo lo ha visto?
—Hecho una caquilla, para qué mentir. Sólo de verlo encogido en la
cama como un ovillo, gimiendo que se quería morir, me entró un ansia asesina,
fíjese usted. Me plantaba ahora mismo armado hasta el gaznate en la Brigada
Criminal y me cepillaba a trabucazos a media docena de capullos, empezando por
esa pústula supurante de Fumero.
—Fermín, tengamos la fiesta en paz. Le prohíbo terminantemente que
haga nada.
—Lo que usted mande, señor Sempere.
—¿Y La Pepita cómo lo lleva?
—Con una presencia de ánimo ejemplar. Las vecinas la tienen dopada a
base de lingotazos de brandy y cuando yo la vi había caído inerme de un sopor
en el sofá, donde roncaba como un marraco y expelía unas llufas que perforaban
la tapicería.
—Genio y figura. Fermín, le voy a pedir que se quede hoy usted en la
tienda, que yo me voy a pasar un rato a ver a don Federico. Luego he quedado
con Barceló. Y Daniel tiene cosas que hacer.
Alcé la vista justo a tiempo para sorprender a Fermín y a mi padre
intercambiando una mirada de complicidad.
—Menudo par de casamenteras —dije.
Aún se reían de mí cuando salí por la puerta echando chispas.
Barría las calles una brisa fría y cortante que sembraba a su paso
pinceladas de vapor. Un sol acerado arrancaba ecos de cobre al horizonte de
tejados y campanarios del barrio gótico. Faltaban todavía varias horas para mi
cita con Bea en el claustro de la universidad y decidí tentar a la suerte y
acercarme a visitar a Nuria Monfort, con la confianza de que todavía viviese en
la dirección que su padre me había proporcionado tiempo atrás.
La plaza de San Felipe Neri es apenas un respiradero en el laberinto
de calles que traman el barrio gótico, oculta tras las antiguas murallas
romanas. Los impactos del fuego de ametralladora en los días de la guerra salpican
los muros de la iglesia. Aquella mañana, un grupo de chiquillos jugaba a
soldados, ajenos a la memoria de las piedras. Una mujer joven, con el pelo
marcado con mechas de plata, los contemplaba sentada en un banco, con un libro
entreabierto en las manos y una sonrisa extraviada. Según las señas, Nuria
Monfort vivía en un edificio el, el umbral de la plaza. La fecha de
construcción aún podía leerse en el arco de piedra ennegrecida que
coronaba el portal, 1801. El zaguán apenas dejaba adivinar una estancia de
sombras por la que ascendía una escalera torcida en una suerte de espiral. Consulté
la colmena de buzones de latón. Los nombres de los inquilinos podían leerse en
unos pedazos de cartulina amarillenta insertados en una ranura al uso.
Miquel Moliner / Nuria
Monfort
3.°— 2.°
Ascendí lentamente, casi temiendo que la finca se
derribaría si me atrevía a pisar firme sobre aquellos peldaños diminutos, de
casa de muñecas. Había dos puertas por rellano, sin número ni distinción. Al
llegar al tercero escogí una al azar y llamé con los nudillos. La escalera olía
a humedad, a piedra envejecida y a arcilla. Llamé varias veces sin obtener
respuesta. Decidí probar suerte con la otra puerta. Golpeé la puerta con el
puño tres veces. Dentro del piso podía oírse una radio a todo volumen
transmitiendo el programa «Momentos para la Reflexión con el padre Martín
Calzado».
Me abrió la puerta una señora en bata acolchada a cuadros color
turquesa, pantuflas y un casco de rulos. En la penuria de luz me pareció un
buzo. A su espalda, la voz aterciopelada del padre Martín Calzado dedicaba unas
palabras al patrocinador del programa, los productos de belleza Aurorín,
predilectos de los peregrinos al santuario de Lourdes y verdadera mano de
santo con pústulas y verrugones irreverentes.
—Buenas tardes. Estaba buscando a la señora Monfort.
—¿La Nurieta? Se equivoca usted de puerta, joven. Es ahí enfrente.
—Usted perdone. Es que he llamado y no había
nadie.
—¿No será un acreedor, verdad? —preguntó de pronto la vecina con el
recelo de la experiencia.
—No. Vengo de parte del padre de la señora Monfort.
—Ah, bueno. La Nurieta estará abajo, leyendo. ¿No la ha visto usted al
subir?
Al bajar a la calle comprobé que la mujer de los cabellos plateados y
el libro en las manos seguía varada en su banco de la plaza. La observé con
detenimiento. Nuria Monfort era una mujer mas que atractiva, de rasgos tallados
para figurines de moda y retratos de estudio, a la que la juventud parecía
estar escapándosele por la mirada. Había algo de su padre en aquel talle frágil
y pincelado. Supuse que debía de rondar los cuarenta y pocos, dejándome
llevar, si acaso, por los trazos de cabello plateado y las líneas que ajaban un
rostro que, a media luz, hubiera podido pasar por diez años más joven.
—¿Señora Monfort?
Me miró como quien despierta de un trance, sin verme.
—Mi nombre es Daniel Sempere. Su padre me dio sus señas hace algún
tiempo y me dijo que tal vez usted podría hablarme sobre Julián Carax.
Al oír estas palabras, toda expresión de ensueño se desvaneció de su
rostro. Intuí que mencionar a su padre no había sido un acierto.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó con recelo.
Sentí que si no ganaba su confianza en aquel mismo instante, habría
perdido mi oportunidad. La única carta que podía jugar era decir la verdad.
—Permítame que me explique. Hace ocho años, casi por casualidad, encontré
en el Cementerio de los Libros Olvidados una novela de Julián Carax que usted
había ocultado allí para evitar que un hombre que se hace llamar Laín Coubert
la destruyese —dije.
Me miró fijamente, inmóvil, como si temiese que el mundo fuera a desmoronarse
a su alrededor.
—Sólo le voy a robar unos minutos —añadí—. Se lo prometo.
Asintió, abatida.
—¿Cómo está mi padre? —preguntó, rehuyéndome la mirada.
—Bien. Algo mayor ya. La extraña a usted mucho.
Nuria Monfort dejó escapar un suspiro que no supe descifrar.
—Mejor que suba usted a casa. No quiero hablar de esto en la calle.
20
Nuria Monfort vivía en sombras. Un angosto pasillo conducía a un
comedor que hacía las veces de cocina, biblioteca y oficina. De camino pude
entrever un dormitorio modesto, sin ventanas. Aquello era todo. El resto de la
vivienda se reducía a un baño minúsculo, sin ducha ni pica, por el que
penetraban toda suerte de aromas, desde los olores de las cocinas del bar de
abajo al aliento de cañerías y tuberías que rondaban el siglo. Aquella casa
yacía en perpetua penumbra, un balcón de oscuridades sostenido entre muros
despintados. Olía a tabaco negro, a frío y a ausencias. Nuria Monfort me
observaba mientras yo fingía no reparar en lo precario de su vivienda.
—Bajo a la calle a leer porque en el piso apenas hay luz —dijo—. Mi
marido ha prometido regalarme un flexo cuando vuelva a casa.
—¿Está su esposo de viaje?
—Miquel está en la cárcel.
—Disculpe, no sabía...
—No tenía usted por qué saberlo. No me avergüenza decírselo, porque mi
marido no es un criminal. Esta última vez se lo llevaron por imprimir
octavillas para el sindicato de metalurgia. De eso hace ya dos años. Los
vecinos creen que está en América, de viaje. Mi padre tampoco lo sabe, y no me gustaría que se enterase.
—Quede tranquila. Por mí no habrá de saberlo —dije.
Se tramó un silencio tenso y supuse que ella veía en mí a un espía de
Isaac.
—Debe de ser duro sacar adelante la casa, sola —dije tontamente, por
llenar aquel vacío.
—No es fácil. Saco lo que puedo con las traducciones, pero con un
marido en prisión no da para mucho. Los abogados me han desangrado y estoy de
deudas hasta el cuello. Traducir da casi tan poco como escribir.
Me observó como si esperase alguna respuesta. Me limité a sonreír
dócilmente.
—¿Traduce usted libros?
—Ya no. Ahora he empezado a traducir impresos, contratos y documentos
de aduanas, porque se paga mucho mejor. Traducir literatura da una miseria,
aunque algo más que escribirla, la verdad. La comunidad de vecinos ya ha
intentado echarme un par de veces. Lo de menos es que me retrase en los pagos
de los gastos de la comunidad. Imagínese usted, hablando idiomas y llevando
pantalones. Más de uno me acusa de tener en este piso una casa de citas. Otro
gallo me cantaría...
Confié en que la penumbra ocultase mi sonrojo.
—Perdone. No sé por qué le cuento todo esto. Le estoy avergonzando.
—Es culpa mía. Yo he preguntado.
Se rió, nerviosa. La soledad que desprendía aquella mujer quemaba.
—Se parece usted un poco a Julián —dijo de repente—. En la manera de
mirar y en los gestos. Él hacía como usted. Se quedaba callado, mirándote sin
que pudieses saber lo que pensaba, y una iba y como una tonta le contaba cosas
que más valdría callarse... ¿puedo ofrecerle algo?, ¿café con leche?
—Nada, gracias. No se moleste.
—No es molestia. Iba a hacerme uno para mí.
Algo me hizo sospechar que aquel café con leche era toda su comida del
mediodía. Decliné de nuevo la invitación y la vi retirarse hasta un rincón del
comedor donde había un hornillo eléctrico.
—Póngase cómodo —dijo, dándome la espalda.
Miré a mi alrededor y me pregunté cómo. Nuria Monfort tenía su
despacho en un escritorio que ocupaba la esquina junto al balcón. Una máquina
de escribir Underwood reposaba junto a un quinqué y una estantería repleta de
diccionarios y manuales. No había fotos de familia, pero la pared frente al
escritorio estaba recubierta de tarjetas postales, todas ellas estampas de un
puente que recordaba haber visto en algún sitio pero que no pude identificar,
quizá París o Roma. Al pie de este mural, el escritorio respiraba una
pulcritud y una meticulosidad casi obsesiva. Los lápices estaban afilados y
alineados a la perfección. Los papeles y carpetas estaban ordenados y dispuestos
en tres hileras simétricas. Cuando me volví me di cuenta de que Nuria Monfort
me observaba desde el umbral del pasillo. Me contemplaba en silencio, como se
mira a los extraños en la calle o en el metro. Encendió un cigarrillo y
permaneció donde estaba, su rostro velado en las volutas de humo azul. Pensé
que Nuria Monfort destilaba, a su pesar, trazas de mujer fatal, de las que
encandilaban a Fermín cuando aparecían entre las nieblas de una estación en
Berlín envueltas en halos de luz imposible, y que tal vez su propio aspecto la
aburría.
—No hay mucho que contar —empezó—. Conocí a Julián hace más de veinte
años, en París. Por aquel entonces, yo trabajaba para la editorial Cabestany.
El señor Cabestany
había adquirido los derechos de las novelas de Julián por dos duros. Yo había
empezado a trabajar en el departamento de administración, pero cuando el señor
Cabestany se enteró de que hablaba francés, italiano y algo de alemán me puso
al cargo de adquisiciones y me hizo su secretaria personal. Entre mis funciones
estaba el mantener la correspondencia con autores y editores extranjeros con
quienes la editorial tenía tratos, y así es cómo entré en contacto con Julián
Carax.
—Su
padre me contó que eran ustedes buenos amigos.
—Mi
padre le diría que tuvimos una aventura o algo así. ¿No es verdad? Según él, yo
echo a correr detrás de cualquier par de pantalones como si fuese una perra en
celo.
La
sinceridad y el desparpajo de aquella mujer me robaban las palabras. Tardé
demasiado en urdir una respuesta aceptable. Para entonces, Nuria Monfort sonreía
para sí y negaba con la cabeza.
—No le
haga ni caso. Mi padre sacó esa idea de un viaje que tuve que hacer a París en
el año 33 para resolver unos asuntos del señor Cabestany con Gallimard. Estuve
una semana en la ciudad y me hospedé en el apartamento de Julián por la
sencilla razón de que el señor Cabestany prefería ahorrarse el hotel. Ya ve
usted qué romántico. Hasta entonces había mantenido mi relación con Julián
Carax estrictamente por carta, normalmente para tratar asuntos de derechos de
autor, galeradas y temas de edición. Lo que sabía de él, o me imaginaba, lo
había sacado de la lectura de los manuscritos que nos enviaba.
—¿Le
contaba él algo acerca de su vida en París?
—No. A
Julián no le gustaba hablar de sus libros o de sí mismo. No me pareció que
fuese feliz en París, aunque me dio la impresión de que era de esas personas
que no pueden ser felices en ninguna parte. La verdad es que nunca llegué a
conocerle a fondo. No se dejaba. Era un hombre muy reservado y a veces me
parecía que había dejado de interesarle el mundo y la gente. El señor Cabestany
le tenía por muy tímido y un tanto lunático, pero a mí me pareció que Julián
vivía en el pasado, encerrado con sus recuerdos. Julián vivía de puertas
adentro, para sus libros y dentro de ellos, como un prisionero de lujo.
—Lo
dice usted como si le envidiase.
—Hay
peores cárceles que las palabras, Daniel.
Me
limité a asentir, sin saber muy bien a qué se refería.
—¿Hablaba
Julián alguna vez de esos recuerdos, de sus años en Barcelona?
—Muy
poco. En la semana que estuve en su casa, en París, me contó algo de su
familia. Su madre era francesa, profesora de música. Su padre tenía una
sombrerería o algo así. Sé que era un hombre muy religioso, muy estricto.
—¿Le
explicó Julián la clase de relación que tenía con él?
—Sé que
se llevaban a morir. La cosa venía de largo. De hecho, la razón de que Julián
marchase a París fue para evitar que su padre le metiese en el ejército. Su madre
le había prometido que antes de que eso sucediese, se lo llevaría lejos de
aquel hombre.
—Aquel
hombre era su padre, después de todo.
Nuria
Monfort sonrió. Lo hacía apenas con una insinuación en la comisura de los
labios y un brillo triste y cansino en la mirada.
—Aunque
lo fuera, nunca se comportó como tal y Julián nunca lo consideró así. En una
ocasión me confesó que, antes de casarse, su madre había tenido una aventura
con un desconocido cuyo nombre nunca quiso revelar. Ese hombre era el verdadero
padre de Julián.
—Eso
parece el arranque de La Sombra del
Viento. ¿Cree que le dijo la verdad?
Nuria
Monfort asintió.
Julián
me explicó que había crecido viendo cómo el sombrerero, porque así era como él
le llamaba, insultaba y pegaba a su madre. Después entraba en el dormitorio de
Julián para decirle que él era hijo del pecado, que había heredado el carácter
débil y miserable de su madre y que iba a ser un desgraciado toda su vida, un
fracasado en cualquier cosa que se propusiera...
—¿Sentía
Julián rencor hacia su padre?
—El
tiempo enfría estas cosas. Nunca me pareció que Julián le odiase. Quizá hubiera
sido mejor así. Mi impresión es que le había perdido completamente el respeto
al sombrerero a fuerza de tanto numerito. Julián hablaba de aquello como si no
le importara, como si fuese parte de un pasado que había dejado atrás, pero
esas cosas nunca se olvidan. Las palabras con que se envenena el corazón de un
hijo, por mezquindad o por ignorancia, se quedan enquistadas en la memoria y
tarde o temprano le queman el alma.
Me
pregunté si hablaba por experiencia propia y me vino de nuevo a la mente la
imagen de mi amigo Tomás Aguilar escuchando estoicamente las arengas de su
augusto progenitor.
—¿Qué
edad tenía entonces Julián?
—Ocho o
diez años, imagino.
Suspiré.
—En
cuanto tuvo edad de ingresar en el ejército, su madre se lo llevó a París. No
creo que ni se despidieran. El sombrerero nunca entendió que su familia le
abandonase.
—¿Oyó
mencionar alguna vez a Julián a una muchacha llamada Penélope?
—¿Penélope?
Creo que no. Lo recordaría.
—Era
una novia suya, de cuando todavía vivía en Barcelona.
Extraje
la fotografía de Carax y Penélope Aldaya y se la tendí. Vi que se le iluminaba
la sonrisa al ver a un Julián Carax adolescente. Se la comía la nostalgia, la
pérdida.
—Qué
jovencito estaba aquí... ¿es ésta la tal Penélope?
Asentí.
—Muy
guapa. Julián siempre se las arreglaba para acabar rodeado de mujeres bonitas.
Como
usted, pensé.
—¿Sabe
usted si tenía muchas...?
Aquella
sonrisa de nuevo, a mi costa.
—¿Novias?
¿Amigas? No lo sé. A decir verdad, nunca le oí hablar de ninguna mujer en su
vida. Una vez, por pincharle, le pregunté. Sabrá usted que se ganaba la vida
tocando el piano en una casa de alterne. Le pregunté si no se sentía tentado,
todo el día rodeado de bellezas de virtud fácil. No le hizo gracia la broma. Me
respondió que él no tenía derecho a amar a nadie, que merecía estar solo.
—¿Dijo
por qué?
—Julián
nunca decía el porqué.
—Aun
así, al final, poco antes de regresar a Barcelona en 1936, Julián Carax iba a
casarse.
—Eso
dijeron.
—¿Lo
duda usted?
Se
encogió de hombros, escéptica.
—Como
le digo, en todos los años que nos conocimos, Julián nunca me había mencionado
a ninguna mujer en especial, mucho menos a una con la que fuera a casarse. Lo
de la supuesta boda me llegó de oídas más tarde. Neuval, el último editor de
Carax, le contó a Cabestany que la novia era
una mujer veinte años mayor que Julián, una viuda adinerada y enferma. Según
Neuval, esta mujer lo había estado más o menos manteniendo durante años. Los
médicos le daban seis meses de vida, como mucho un año. Según Neuval, ella
quería casarse con Julián para que él fuese su heredero.
—Pero la ceremonia nunca llegó a celebrarse.
—Si es que alguna vez existió tal plan o tal viuda.
—Según tengo entendido, Carax se vio envuelto en un duelo, al amanecer
del mismo día en que iba a contraer matrimonio. ¿Sabe con quién o por qué?
—Neuval supuso que se trataba de alguien relacionado con la viuda. Un
pariente lejano y codicioso que temía ver la herencia ir a parar a manos de un
advenedizo. Neuval publicaba sobre todo folletines, y me parece que el género
se le había subido a la cabeza.
—Veo que no da usted mucho crédito a la historia de la boda y el
duelo.
—No. Nunca la creí.
—¿Qué piensa usted que sucedió entonces? ¿Por qué regresó Carax a
Barcelona?
Sonrió con tristeza.
—Hace diecisiete años que me hago esa pregunta.
Nuria Monfort encendió otro cigarrillo. Me ofreció uno. Me sentí
tentado de aceptar, pero negué.
—Pero tendrá usted alguna sospecha —sugerí.
—Todo lo que sé es que en el verano de 1936, al poco de estallar la
guerra, un empleado de la morgue municipal llamó a la editorial para decir que
habían recibido el cadáver de Julián Carax tres días antes. Le habían encontrado
muerto en un callejón del Raval, vestido con andrajos y una bala en el
corazón. Llevaba encima un libro, un ejemplar de La Sombra del Viento, y
su pasaporte. El sello indicaba que había cruzado la frontera con Francia un
mes antes. Dónde había estado durante ese tiempo, nadie lo sabe. La policía
contactó a su padre, pero éste se negó a hacerse cargo del cuerpo alegando que
él no tenía hijo. Después de dos días sin que nadie reclamase el cadáver, fue
enterrado en una fosa común en el cementerio de Montjuïc. No pude ni llevarle
unas flores, porque nadie supo decirme dónde había sido enterrado. Al empleado
de la morgue, que se había quedado el libro que encontró en la chaqueta de
Julián, se le ocurrió llamar a la editorial Cabestany días después. Así es
como supe lo sucedido. No lo pude entender. Si a Julián le quedaba alguien a
quien recurrir en Barcelona, era yo, o como mucho el señor Cabestany. Éramos
sus únicos amigos, pero nunca nos dijo que había vuelto. Sólo supimos que había
regresado a Barcelona después de muerto...
—¿Pudo averiguar algo más después de recibir la noticia de su muerte?
—No. Eran los primeros meses de la guerra y Julián no era el único que
había desaparecido sin dejar ni rastro. Nadie habla de eso ya, pero hay muchas
tumbas sin nombre como la de Julián. Preguntar era como darse con la cabeza
contra la pared. Con la ayuda del señor Cabestany, que por entonces ya estaba
muy enfermo, presenté quejas a la policía y tiré de todos los hilos que pude.
Lo único que conseguí fue recibir la visita de un inspector joven, un tipo
siniestro y arrogante, que me dijo que me convenía dejar de hacer preguntas y
concentrar mis esfuerzos en una actitud más positiva, porque el país estaba en
plena cruzada. Ésas fueron sus palabras. Se llamaba Fumero, es todo lo que
recuerdo. Ahora parece que es todo un personaje. Le mencionan mucho en los
diarios. A lo mejor ha oído hablar usted de él.
Tragué saliva.
—Vagamente.
—No
volví a oír hablar de Julián hasta que un individuo se puso en contacto con la
editorial y se interesó por adquirir los ejemplares que quedasen en el almacén
de las novelas de Carax.
—Laín
Coubert.
Nuria
Monfort asintió.
—¿Tiene
idea de quién era ese hombre?
—Tengo
una sospecha, pero no estoy segura. En marzo de 1936, me acuerdo porque por
entonces estábamos preparando la edición de La Sombra del Viento, una persona llamó a la editorial
pidiendo su dirección. Dijo que era un viejo amigo y que quería visitar a
Julián en París. Darle una sorpresa. Me lo pasaron a mí y yo le dije que no
estaba autorizada a darle esa información.
—¿Le
dijo quién era?
—Un tal
Jorge.
—¿Jorge
Aldaya?
—Es
posible. Julián le había mencionado en más de una ocasión. Me parece que habían
estudiado juntos en el colegio de San Gabriel y que a veces se refería a él
como si hubiera sido su mejor amigo.
—¿Sabía
usted que Jorge Aldaya era el hermano de Penélope?
Nuria
Monfort frunció el ceño, desconcertada.
—¿Le
dio usted a Aldaya la dirección de Julián en París? —pregunté.
—No. Me
dio mala espina.
—¿Qué
dijo él?
—Se rió
de mí, me dijo que ya la encontraría por otro conducto y me colgó el teléfono.
Algo
parecía estar carcomiéndola. Empecé a sospechar adónde nos conducía la
conversación.
—Pero
usted volvió a oír hablar de él, ¿no es así?
Asintió
nerviosamente.
—Como
le decía, al poco de la desaparición de Julián, aquel hombre se presentó en la
editorial Cabestany. Por entonces, el señor Cabestany ya no podía trabajar y su
hijo mayor se había hecho cargo de la empresa. El visitante, Laín Coubert, se
ofreció a comprar todos los restos de existencias que quedasen de las novelas
de Julián. Yo pensé que debía de tratarse de un chiste de mal gusto. Laín
Coubert era un personaje de La Sombra del
Viento.
—El
diablo.
Nuria
Monfort asintió.
—¿Llegó
usted a ver a Laín Coubert?
Negó y
encendió su tercer cigarrillo.
—No.
Pero oí parte de la conversación con el hijo en el despacho del señor
Cabestany.
Dejó la
frase colgada, como si temiese completarla o no supiera cómo hacerlo. El
cigarrillo le temblaba en los dedos.
—Su voz
—dijo—. Era la misma voz del hombre que llamó por teléfono diciendo ser Jorge
Aldaya. El hijo de Cabestany, un imbécil arrogante, quiso pedirle más dinero.
El tal Coubert dijo que tenía que pensar en la oferta. Aquella misma noche, el
almacén de la editorial en Pueblo Nuevo ardió, y los libros de Julián con él.
—Menos
los que usted rescató y escondió en el Cementerio de los Libros Olvidados.
—Así
es.
—¿Tiene
alguna idea de por qué motivo querría alguien quemar todos los libros de
Julián Carax?
—¿Por
qué se queman los libros? Por estupidez, por ignorancia, por odio... vaya usted
a saber
—¿Por
qué cree usted? —insistí.
—Julián
vivía en sus libros. Aquel cuerpo que acabó en la morgue era sólo una parte de
él. Su alma está en sus historias. En una ocasión le pregunté en quién se
inspiraba para crear sus personajes y me
respondió que en nadie. Que todos sus personajes eran él mismo.
—Entonces, si alguien quisiera destruirle, tendría que destruir esas
historias y esos personajes, ¿no es así? Afloró de nuevo aquella sonrisa
abatida, de derrota y cansancio.
—Me recuerda usted a Julián —dijo—. Antes de que perdiera la fe.
—¿La fe en qué?
—En todo.
Se acercó en la penumbra y me tomó la mano. Me acarició la palma en
silencio, como si quisiera leerme las líneas en la piel. La mano me temblaba
bajo su tacto. Me sorprendí a mí mismo dibujando mentalmente el contorno de su
cuerpo bajo aquellas ropas envejecidas, de prestado. Deseaba tocarla y sentir
el pulso ardiéndole bajo la piel. Nuestras miradas se habían encontrado y tuve
la certeza de que ella sabía lo que estaba pensando. La sentí más sola que
nunca. Alcé los ojos y me encontré con su mirada serena, de abandono.
—Julián murió solo, convencido de que nadie iba a acordarse de él ni
de sus libros y de que su vida no había significado nada —dijo—. A él le
hubiera gustado saber que alguien le quería mantener vivo, que le recordaba. Él
solía decir que existimos mientras alguien nos recuerda.
Me invadió el deseo casi doloroso de besar a aquella mujer, un ansia
como no la había experimentado jamás, ni siquiera conciliando el fantasma de
Clara Barceló. Me leyó la mirada.
—Se le hace a usted tarde, Daniel —murmuró.
Una parte de mí deseaba quedarse, perderse en aquella rara intimidad
de penumbras con aquella desconocida y escucharle decir cómo mis gestos y mis
silencios le recordaban a Julián Carax.
—Sí —balbuceé.
Asintió sin decir nada y me acompañó hasta la puerta. El pasillo se me
hizo eterno. Me abrió la puerta y salí al rellano.
—Si ve usted a mi padre, dígale que estoy bien. Miéntale.
Me despedí de ella a media voz, agradeciéndole su tiempo y
ofreciéndole la mano cordialmente. Nuria Monfort ignoró mi gesto formal. Me
puso las manos sobre los brazos, se inclinó y me besó en la mejilla. Nos
miramos en silencio y esta vez me aventuré a buscar sus labios, casi temblando.
Me pareció que se entreabrían y que sus dedos buscaban mi rostro. En el último
instante, Nuria Monfort se retiró y bajó la mirada.
—Creo que es mejor que se vaya usted, Daniel —susurró.
Me pareció que iba a llorar, y antes de que yo pudiese decir nada me
cerró la puerta. Me quedé en el rellano y sentí su presencia al otro lado de la
puerta, inmóvil, preguntándome qué había sucedido allí dentro. Al otro lado
del rellano, la mirilla de la vecina parpadeaba. Le dediqué un saludo y me
lancé escaleras abajo. Cuando llegué a la calle todavía llevaba su rostro, su
voz y su olor clavados en el almas Arrastré el roce de sus labios y de su
aliento sobre la piel por calles repletas de gente sin rostro que escapaba de
oficinas y comercios. Al enfilar la calle Canuda me embistió una brisa helada
que cortaba el bullicio. Agradecí el aire frío en el rostro y me encaminé hacia
la universidad. Al cruzar las Ramblas me abrí paso hasta la calle Tallers y me
perdí en su angosto cañón de penumbras, pensando que había quedado atrapado en
aquel comedor oscuro en el que ahora imaginaba a Nuria Monfort sentada a solas
en la sombra, arreglando sus lápices, sus carpetas y sus recuerdos en
silencio, con los ojos envenenados de lágrimas.
21
Se desplomó la tarde casi a traición, con un aliento frío y un manto
púrpura que resbalaba entre los resquicios de las calles. Apreté el paso y
veinte minutos más tarde la fachada de la universidad emergió como un buque
ocre varado en la noche. El portero de la Facultad de Letras leía en su garita
a las plumas más influyentes de la España del momento en la edición de tarde de
El Mundo Deportivo. Apenas parecían quedar ya estudiantes en el recinto.
El eco de mis pasos me acompañó a través de los corredores y galerías que
conducían al claustro, donde el rubor de dos luces amarillentas apenas
inquietaban la penumbra. Me asaltó la idea de que Bea me había tomado el pelo y
me había citado allí a aquella hora de nadie para vengarse de mi presunción.
Las hojas de los naranjos del claustro parpadeaban como lágrimas de plata y el
rumor de la fuente serpenteaba entre los arcos. Ausculté el patio con la mirada
barajando decepción y, quizá, cierto alivio cobarde. Allí estaba. Su silueta
se recortaba frente a la fuente, sentada en uno de los bancos con la mirada
escalando las bóvedas del claustro. Me detuve en el umbral para contemplarla
y, por un instante, me pareció ver en ella el reflejo de Nuria Monfort soñando
despierta en su banco de la plaza. Advertí que no llevaba su carpeta ni sus
libros y sospeché que quizá no hubiese tenido clase aquella tarde. Tal vez
había acudido allí tan sólo para encontrarse conmigo. Tragué saliva y me
adentré en el claustro. Mis pasos en el empedrado me delataron y Bea alzó la
vista, sonriendo sorprendida, como si mi presencia allí fuera una casualidad
—Creí que no ibas a venir —dijo Bea.
—Eso mismo pensaba yo —repuse.
Permaneció sentada, muy erguida, con las rodillas apretadas y las
manos recogidas sobre el regazo. Me pregunté cómo era posible sentir a alguien
tan lejos y, sin embargo, poder leer cada pliegue de sus labios.
—He venido porque quiero demostrarte que estabas equivocado en lo que
me dijiste el otro día, Daniel. Que me voy a casar con Pablo y que no importa
lo que me enseñes esta noche, me voy a El Ferrol con él tan pronto acabe el
servicio.
La miré como se mira a un tren que se escapa. Me di cuenta de que
había pasado dos días caminando sobre nubes y se me cayó el mundo de las
manos.
—Y yo que pensaba que habías venido porque te apetecía verme. —Sonreí
sin fuerzas.
Observé que se le inflamaba el rostro de reparo.
—Lo decía en broma —mentí—. Lo que sí iba en serio era mi promesa de
enseñarte una cara de la ciudad que no has visto todavía. Al menos, así tendrás
un motivo para acordarte de mí, o de Barcelona, dondequiera que vayas.
Bea sonrió con cierta tristeza y evitó mi mirada.
—He estado a punto de meterme en un cine, ¿sabes? Para no verte hoy
—dijo.
—¿Por qué?
Bea me observaba en silencio. Se encogió de hombros y alzó los ojos
como si quisiera cazar palabras al vuelo que se le escapaban.
—Porque tenía miedo de que a lo mejor tuvieses razón —dijo
finalmente.
Suspiré. Nos amparaba el anochecer y aquel silencio de abandono que
une a los extraños, y me sentí con valor de decir cualquier cosa, aunque fuese
por última vez.
—¿Le quieres o no?
Me ofreció una sonrisa que se deshacía por las costuras.
—No es asunto tuyo.
—Eso es verdad —dije—. Es asunto sólo tuyo.
Se le enfrió la mirada.
—¿Y a ti qué más te da?
—No es asunto tuyo —dije.
No sonrió. Le temblaban los labios.
—La gente que me conoce sabe que aprecio a Pablo. Mi familia y...
—Pero yo casi soy un extraño —interrumpí—. Y me gustaría oírlo de ti.
—¿Oír el qué?
—Que le quieres de verdad. Que no te casas con él para salir de tu
casa, o para dejar Barcelona y a tu familia lejos, donde no puedan hacerte
daño. Que te vas y no que huyes.
Los ojos le brillaban con lágrimas de rabia.
—No tienes derecho a decirme eso, Daniel. Tú no me conoces.
—Dime que estoy equivocado y me iré. ¿Le quieres? Nos miramos un largo
rato en silencio.
—No lo sé —murmuró por fin—. No lo sé.
—Alguien dijo una vez que en el momento en que te paras a pensar si
quieres a alguien, ya has dejado de quererle para siempre —dije.
Bea buscó la ironía en mi rostro.
—¿Quién dijo eso?
—Un tal Julián Carax.
—¿Amigo tuyo?
Me sorprendí a mí mismo asintiendo.
—Algo así.
—Vas a tener que presentármelo.
—Esta noche, si quieres.
Dejamos la universidad bajo un cielo encendido de moretones.
Caminábamos sin rumbo fijo, más por acostumbrarnos al paso del otro que por
llegar a algún sitio. Nos refugiamos en el único tema que teníamos en común, su
hermano Tomás. Bea hablaba de él como de un extraño a quien se quiere, pero
apenas se conoce. Rehuía mi mirada y sonreía nerviosamente. Sentí que se
arrepentía de lo que me había dicho en el claustro de la universidad, que le
dolían todavía las palabras que se la comían por dentro.
—Oye, de lo que te he dicho antes —dijo de repente, sin venir a
cuento—no le dirás nada a Tomás, ¿verdad?
—Claro que no. A nadie.
Rió nerviosa.
—No sé qué me ha pasado. No te ofendas, pero a veces una se siente
más libre de hablarle a un extraño que a la gente que conoce. ¿Por qué será?
Me encogí de hombros.
—Probablemente porque un extraño nos ve como somos, no como quiere
creer que somos.
—¿Es eso también de tu amigo Carax?
—No, eso me lo acabo de inventar para impresionarte.
—¿Y cómo me ves tú a mí?
—Como un misterio.
—Ése es el cumplido más raro que me han hecho nunca.
—No es un cumplido. Es una amenaza.
—¿Y eso?
—Los misterios hay que resolverlos, averiguar qué esconden.
—A lo mejor te decepcionas al ver lo que hay dentro.
—A lo mejor me sorprendo. Y tú también.
—Tomás no me había dicho que tuvieses tanta cara dura.
—Es que la poca que tengo, la reservo toda para ti.
—¿Por qué?
Porque me das miedo, pensé.
Nos refugiamos en un viejo café junto al teatro Poliorama. Nos
retiramos a una mesa junto a la ventana, y pedimos unos bocadillos de jamón
serrano y un par de cafés con leche para entrar en calor. Al poco, el
encargado, un tipo escuálido con mueca de diablillo cojuelo, se acercó a la
mesa con aire oficioso.
—¿Vosotro utede soy lo que habéi pedío lo entrepane de jamong?
Asentimos.
—Siento comunicarsus, en nombre de la diresión, que no queda ni veta
de jamong. Pueo ofresele butifarra negra, blanca, mixta, arbóndiga o chitorra.
Género de primera, frequísimo. Tamién tengo sardina en ecabexe, si no podéi
utede ingerí produto cárnico por motivo de consiensia religiosa. Como e
vierne...
—Yo con el café con leche ya estoy bien, de verdad —respondió Bea.
Yo me moría de hambre.
—¿Y si nos pone dos de bravas? —dije—. Y algo de pan también, por
favor.
—Ora mimo, caballero. Y utede perdonen la caretía de género.
Normalmente tengo de to, hasta caviar borxevique. Pero esta tarde ha sío la
semifinar de la Copa Europa y hemo tenío muchísimo personal. Qué partidaso.
El encargado partió con gesto ceremonioso. Bea lo observaba,
divertida.
—¿De dónde es ese acento? ¿Jaén?
—Santa Coloma de Gramanet —precisé—. Tú coges poco el metro, ¿verdad?
—Mi padre dice que el metro va lleno de gentuza y que, si vas sola, te
meten mano los gitanos.
Iba a decir algo, pero me callé. Bea rió. Tan pronto llegaron los
cafés y la comida me lancé a dar cuenta de todo ello sin pretensiones de
delicadeza. Bea no probó bocado. Con ambas manos en torno al tazón humeante me
observaba con una media sonrisa, entre la curiosidad y el asombro.
—Y entonces, ¿qué es lo que me vas a enseñar hoy que no he visto
todavía?
—Varias cosas. De hecho, lo que te voy a enseñar forma parte de una
historia. ¿No me dijiste el otro día que a ti lo que te gustaba era leer?
Bea asintió, arqueando las cejas.
—Pues bien, ésta es una historia de libros.
—¿De libros?
—De libros malditos, del hombre que los escribió, de un personaje que
se escapó de las páginas de una novela para quemarla, de una traición y de una
amistad perdida. Es una historia de amor, de odio y de los sueños que viven en
la sombra del viento.
—Hablas como la solapa de una novela de a duro, Daniel.
—Será porque trabajo en una librería y he visto demasiadas. Pero ésta
es una historia real. Tan cierta como que este pan que nos han servido tiene
por lo menos tres días. Y como todas las historias reales empieza y acaba en un
cementerio, aunque no la clase de cementerio que te imaginas.
Sonrió como lo hacen los niños a los que se les promete un acertijo o
un truco de magia.
—Soy toda oídos.
Apuré el último sorbo de café y la contemplé en silencio unos
instantes. Pensé en lo mucho que deseaba refugiarme en aquella mirada
huidiza que se temía transparente, vacía. Pensé en la soledad que iba a
asaltarme aquella noche cuando me despidiese de ella, sin más trucos ni
historias con que engañar su compañía. Pensé en lo poco que tenía que ofrecerle
y en lo mucho que quería recibir de ella.
—Te crujen los sesos, Daniel —dijo—. ¿Qué tramas?
Inicié mi relato con aquella alba lejana en que desperté sin poder
recordar el rostro de mi madre y no me detuve hasta recordar el mundo de
penumbras que había intuido aquella misma mañana en casa de Nuria Monfort. Bea
me escuchaba en silencio con una atención que no revelaba juicio o presunción.
Le hablé de mi primera visita al Cementerio de los Libros Olvidados y de la
noche que pasé leyendo La Sombra del Viento. Le hablé de
mi encuentro con el hombre sin rostro y de aquella carta firmada por Penélope
Aldaya que llevaba siempre conmigo sin saber por qué. Le hablé de cómo nunca
había llegado a besar a Clara Barceló, ni a nadie, y de cómo me habían
temblado las manos al sentir el roce de los labios de Nuria Monfort en la piel
apenas unas horas atrás. Le hablé de cómo hasta aquel momento no había
comprendido que aquélla era una historia de gente sola, de ausencias y de
pérdida, y que por esa razón me había refugiado en ella hasta confundirla con
mi propia vida, como quien escapa a través de las páginas de una novela porque
aquellos a quien necesita amar son sólo sombras que viven en el alma de un
extraño.
—No digas nada —murmuró Bea—. Sólo llévame a ese lugar.
Era ya noche cerrada cuando nos detuvimos frente al portón del
Cementerio de los Libros Olvidados en las sombras de la calle Arco del Teatro.
Así el picaporte del diablillo y golpeé tres veces. Soplaba un viento frío
impregnado de olor a carbón. Nos resguardamos bajo el arco de la entrada
mientras esperábamos. Encontré la mirada de Bea a apenas unos centímetros de la
mía. Sonreía. Al poco se escucharon unos pasos leves acercándose al portón y
nos llegó la voz cansina del guardián.
—¿Quién va? —preguntó Isaac.
—Soy Daniel Sempere, Isaac.
Me pareció oírle maldecir por lo bajo. Siguieron los mil crujidos y
quejidos del cerrojo kafkiano. Finalmente, la puerta cedió unos centímetros,
desvelando el rostro aguileño de Isaac Monfort a la lumbre de un candil. Al
verme, el guardián suspiró y puso los ojos en blanco.
—Yo, también, no sé por qué pregunto —dijo—. ¿Quién más podría ser a
estas horas?
Isaac iba enfundado en lo que me pareció un extraño mestizaje de bata,
albornoz y abrigo del ejército ruso. Las pantuflas acolchadas combinaban a la
perfección con una gorra de lana a cuadros, con borla y birrete.
—Espero no haberle sacado de la cama —dije.
—Qué va. Apenas había empezado a decir el Jesusito de mi vida.
Le lanzó una mirada a Bea como si acabase de ver un fajo de cartuchos
de dinamita encendido a sus pies.
—Espero por su bien que esto no sea lo que parece —amenazó.
—Isaac, ésta es mi amiga Beatriz y, con su permiso, me gustaría mostrarle
este lugar. No se preocupe, es de toda confianza.
—Sempere, he conocido lactantes con más sentido común que usted.
—Será sólo un momento.
Isaac dejó escapar un resoplido de derrota y examinó a Bea con
detenimiento y recelo policial.
—¿Ya sabe usted que anda en compañía de un débil mental? —preguntó.
Bea
sonrió cortésmente.
—Empiezo
a hacerme a la idea.
—Divina
inocencia. ¿Sabe las reglas?
Bea
asintió. Isaac negó por lo bajo y nos hizo pasar, auscultando como siempre las
sombras de la calle.
—Visité
a su hija Nuria —dejé caer casualmente—. Está bien. Trabajando mucho, pero
bien. Le envía saludos.
—Sí, y
dardos envenenados. Qué poca gracia tiene usted para el embuste, Sempere. Pero
se agradece el esfuerzo. Venga, pasen.
Una vez
dentro me tendió el candil y procedió a echar de nuevo el cerrojo sin
prestarnos más atención.
—Cuando
hayan acabado ya sabe dónde encontrarme.
El
laberinto de los libros se adivinaba en ángulos espectrales que despuntaban
bajo el manto de tiniebla. El candil proyectaba una burbuja de claridad
vaporosa a nuestros pies. Bea se detuvo en el umbral del laberinto, atónita.
Sonreí, reconociendo en su rostro la misma expresión que mi padre debía de
haber visto en el mío años atrás. Nos adentramos en los túneles y galerías del
laberinto, que crujía a nuestro paso. Las marcas que había dejado en mi
última incursión seguían allí.
—Ven,
quiero enseñarte algo —dije.
Más de
una vez perdí mi propio rastro y tuvimos que desandar un trecho en busca de la
última señal. Bea me observaba con una mezcla de alarma y fascinación. Mi
brújula mental sugería que nuestra ruta se había perdido en un lazo de
espirales que ascendía lentamente hacia las entrañas del laberinto. Finalmente
conseguí rehacer mis pasos en la maraña de pasillos y túneles hasta enfilar un
angosto corredor que parecía una pasarela tendida hacia la negrura. Me
arrodillé junto a la última estantería y busqué a mi viejo amigo oculto tras
la fila de tomos sepultados por una capa de polvo que brillaba como escarcha a
la luz del candil. Tomé el libro en mis manos y se lo tendí a Bea.
—Te
presento a Julián Carax.
—La Sombra del Viento —leyó Bea acariciando las letras desvaídas de la cubierta.
—¿Puedo
llevármelo? —preguntó.
—Cualquiera
menos ése.
—Pero
eso no es justo. Después de lo que me has contado éste es precisamente el que
quiero.
—Algún
día, quizá. Pero no hoy.
Se lo
tomé de las manos y volví a ocultarlo en su lugar.
—Volveré
sin ti y me lo llevaré sin que tú te enteres —dijo, burlona.
—No lo
encontrarías en mil años.
—Eso es
lo que tú te crees. Ya he visto tus marcas y yo también me sé el cuento del
Minotauro.
—Isaac
no te dejaría entrar.
—Te
equivocas. Le caigo mejor que tú.
—¿Y tú qué sabes?
—Sé
leer miradas.
A mi
pesar, la creí y escondí la mía.
—Escoge
cualquier otro. Mira, éste de aquí promete. El cerdo mesetario, ese desconocido: En busca de las raíces del tocino
ibérico, por Anselmo Torquemada. Seguro que vendió más ejemplares
que cualquiera de Julián Carax. Del cerdo se aprovecha todo.
—Este
otro me tira más.
—Tess d'Ubervilles. Es la versión original. ¿Te atreves con Thomas Hardy en inglés?
Me miró
de reojo.
—Adjudicado
entonces.
—¿No lo
ves? Si parece que me estuviese esperando a mí. Como si hubiera estado aquí
escondido para mí desde antes de que yo naciese.
La
miré, atónito. Bea arrugó la sonrisa.
—¿Qué
he dicho?
Entonces,
sin pensarlo, con apenas un roce en los labios, la besé.
Era ya
casi medianoche cuando llegamos al portal de casa de Bea. Habíamos hecho casi
todo el camino en silencio, sin atrevernos a decir lo que pensábamos.
Caminábamos separados, escondiéndonos el uno del otro. Bea caminaba erguida con
su Tess bajo el brazo y yo la seguía a un palmo, con su sabor en los labios.
Arrastraba todavía la mirada de soslayo que me había propinado Isaac al dejar
el Cementerio de los Libros Olvidados. Era una mirada que conocía bien y que
había visto mil veces en mi padre, una mirada que me preguntaba si tenía la
menor idea de lo que estaba haciendo. Las últimas horas habían transcurrido en
otro mundo, un universo de roces, de miradas que no entendía y que se comían la
razón y la vergüenza. Ahora, de regreso a aquella realidad que siempre
acechaba en las sombras del ensanche, el embrujo se desprendía y apenas me
quedaba el deseo doloroso y una inquietud que no tenía nombre. Una simple
mirada a Bea me bastó para comprender que mis reservas apenas eran un soplo en
la ventisca que se la comía por dentro. Nos detuvimos frente al portal y nos
miramos sin hacer ni amago por fingir. Un sereno tonadillero se aproximaba sin
prisa, canturreando boleros acompañándose del tintineo sabrosón de sus arbustos
de llaves.
—A lo
mejor prefieres que no volvamos a vernos —ofrecí sin convicción.
—No sé,
Daniel. No sé nada. ¿Es eso lo que tú quieres?
—No.
Claro que no. ¿Y tú?
Se
encogió de hombros, esbozando una sonrisa sin fuerza.
—¿Tú
qué crees? —preguntó—. Antes te he mentido, ¿sabes? En el claustro.
—¿En
qué?
—En que
no quería verte hoy.
El
sereno nos rondaba blandiendo una sonrisilla de refilón, obviamente indiferente
a aquella mi primera escena de portal y susurros que a él, en su veteranía, se
le debía de antojar banal y trillada.
—Por mí
no hay prisa —dijo—. Voy a hacer un cigarrito a la esquina y ya me dirán.
Esperé
a que el sereno se hubiese alejado.
—¿Cuándo
voy a verte otra vez?
—No lo
sé, Daniel.
—¿Mañana?
—Por
favor, Daniel. No lo sé.
Asentí.
Me acarició la cara.
—Ahora
es mejor que te vayas.
—¿Sabes
al menos dónde encontrarme, no? Asintió.
—Estaré
esperando.
—Yo
también.
Me
alejé con la mirada prendida de la suya. El sereno, experto en estos lances, ya
acudía a abrirle el portal.
—Sinvergüenza
—me susurró de pasada, no sin cierta admiración—. Menudo bombonazo.
Esperé
hasta que Bea hubo entrado en el edificio y partí a paso ligero, volviendo la
vista atrás a cada paso. Lentamente, me invadió la certeza absurda de que todo
era posible y me pareció que hasta aquellas calles desiertas y aquel viento
hostil olían a esperanza. Al llegar a la plaza Cataluña advertí que una bandada
de palomas se había congregado en el centro
de la plaza. Lo cubrían todo, como un manto. de
alas blancas que se mecía en silencio. Pensé en rodear el recinto, pero justo
entonces advertí que la bandada me abría paso sin alzar el vuelo. Avancé a
tientas, observando cómo las palomas se apartaban a mi paso y volvían a cerrar
filas tras de mí. Al llegar al centro de la plaza escuché el rumor de las
campanas de la catedral repicando la medianoche. Me detuve un instante, varado
en un océano de aves plateadas, y pensé que aquél había sido el día más extraño
y maravilloso de mi vida.
22
Todavía había luz en la librería cuando crucé frente al escaparate.
Pensé que tal vez mi padre se había quedado hasta tarde poniéndose al día con
la correspondencia o buscando cualquier excusa para esperarme despierto y
sonsacarme acerca de mi encuentro con Bea. Observé una silueta componiendo una
pila de libros y reconocí el perfil enjuto y nervioso de Fermín en plena
concentración. Golpeé en el cristal con los nudillos. Fermín se asomó,
gratamente sorprendido, y me hizo señas para que me asomase por la entrada a la
trastienda.
—¿Todavía trabajando, Fermín? Pero si es tardísimo.
—En realidad estaba haciendo tiempo para acercarme luego a casa del
pobre don Federico y velarlo. Nos hemos montado unos turnos con Eloy, el de la
óptica. Total, yo tampoco duermo mucho. Dos, tres horas a lo más. Claro que
usted tampoco se queda manco, Daniel. Pasa la medianoche, de lo cual infiero
que su encuentro con la chiquita ha sido un éxito clamoroso.
Me encogí de hombros.
—La verdad es que no lo sé —admití.
—¿Le ha metido mano?
—No.
—Buena señal. No se fíe nunca de las que se dejan meter mano de buenas
a primeras. Pero menos aún de las que necesitan que un cura les dé la
aprobación. El solomillo, valga el símil cárnico, está en medio. Si se tercia,
claro está, no sea mojigato y aprovéchese. Pero si lo que busca es algo serio,
como lo mío con la Bernarda, recuerde esta regla de oro.
—¿Es serio lo suyo?
—Más que serio. Espiritual. ¿Y lo de esta muchacha, Beatriz, qué? Que
cotiza de un mollar enciclopédico salta a la vista, pero el quid de la cuestión
es: ¿será de las que enamoran o de las que emboban las vísceras menores?
—No tengo la menor idea —apunté—. Las dos cosas, diría yo.
—Mire, Daniel, eso es como el empacho. ¿Nota usted algo aquí, en la
boca del estómago? Como si se hubiese tragado un ladrillo. ¿O es sólo una
calentura general?
—Más bien lo del ladrillo —dije, aunque no descarté completamente la
calentura.
—Entonces es que el asunto va en serio. Dios le coja confesado. Ande,
siéntese y le haré una tila.
Nos acomodamos en torno a la mesa que había en la trastienda, rodeados
de libros y de silencio. La ciudad dormía y la librería parecía un bote a la
deriva en un océano de paz y sombra. Fermín me tendió una taza humeante y me
sonrió con cierto embarazo. Algo le rondaba la cabeza.
—¿Puedo hacerle una pregunta de índole personal, Daniel?
—Por supuesto.
—Le ruego me responda con toda sinceridad —dijo y carraspeó—. ¿Usted cree que yo podría llegar a ser padre?
Debió de leer la perplejidad en mi rostro y se apresuró a añadir:
—No quiero decir padre biológico, porque se me verá algo enclenque
pero gracias a Dios la providencia ha querido dotarme la potencia y la furia
viril de un miura. Me refiero a otro tipo de padre. Un buen padre, ya sabe
usted.
—¿Un buen padre?
—Sí. Como el suyo. Un hombre con cabeza, corazón y alma. Un hombre.
que sea capaz de escuchar, guiar y respetar a una criatura, y de no ahogar en
ella sus propios defectos. Alguien a quien un hijo no sólo quiera por ser su
padre, sino que lo admire por la persona que es. Alguien a quien quiera
parecerse.
—¿Por qué me pregunta usted eso, Fermín? Yo pensaba que no creía
usted en el matrimonio y la familia. El yugo y todo eso, ¿recuerda?
Fermín asintió.
—Mire, todo eso es diletancia. El matrimonio y la familia no son más
que lo que nosotros hacemos de ellos. Sin eso, no son más que un pesebre de
hipocresías. Morralla y palabrería. Pero si hay amor de verdad, del que no se
habla ni se declara a los cuatro vientos, del que se nota y se demuestra...
—Me parece usted un hombre nuevo, Fermín.
—Es que lo soy. La Bernarda me ha hecho desear ser un hombre mejor de
lo que soy.
—¿Y eso?
—Para merecerla. Usted eso ahora no lo entiende, porque es joven.
Pero con el tiempo verá que lo que cuenta a veces no es lo que se da, sino lo
que se cede. La Bernarda y yo hemos estado hablando. Ella es una madraza, ya lo
sabe usted. No lo dice, pero me parece que la felicidad más grande que podría
tener en esta vida es ser madre. Y a mí esa mujer me gusta más que el melocotón
en almíbar. Con decirle que soy capaz de pasar por una iglesia después de treinta
y dos años de abstinencia clerical y recitar los salmos de san Serafín o lo
que haga falta por ella.
—Le veo muy lanzado, Fermín. Si apenas acaba de conocerla...
—Mire, Daniel, a mi edad o uno empieza a ver la jugada con claridad o
está bien jodido. Esta vida vale la pena vivirla por tres o cuatro cosas, y lo
demás es abono para el campo. Yo he hecho mucha tontería ya, y ahora sé que lo
único que quiero es hacer feliz a la Bernarda y morirme algún día en sus
brazos. Quiero volver a ser un hombre respetable, ¿sabe usted? No por mí, que a
mí el respeto de este orfeón de monas que llamamos humanidad me la trae
flojísima, sino por ella. Porque la Bernarda cree en estas cosas, en las
radionovelas, en los curas, en la respetabilidad y en la virgen de Lourdes.
Ella es así y yo la quiero como es, sin que me cambien ni un pelo de esos que
le salen en la barbilla. Y por eso quiero ser alguien de quien ella pueda estar
orgullosa. Quiero que piense: mi Fermín es un cacho de hombre, como Cary Grant,
Hemingway o Manolete.
Me crucé de brazos, calibrando el asunto.
—¿Ha hablado usted de todo esto con ella? ¿De tener un hijo juntos?
—No, por Dios. ¿Por quién me toma? ¿Se cree que voy por el mundo
diciéndole a las mujeres que tengo ganas de dejarlas preñadas? Y no por falta
de ganas, ¿eh?, porque a la tonta esa de la Merceditas le hacía yo ahora mismo
unos trillizos y me quedaba como Dios, pero...
—¿Le ha dicho la Bernarda que quiere formar una familia?
—Esas cosas no hace falta decirlas, Daniel. Se ven en la cara.
Asentí.
—Pues entonces, en lo que valga mi opinión, estoy seguro de que será
usted un padre y un esposo formidable. Aunque no crea usted en todas esas
cosas, porque así no las dará nunca por supuestas.
Se le deshizo la cara de alegría.
—¿Lo dice de verdad?
—Claro que sí.
—Pues me quita usted un peso enorme de encima. Porque sólo de
rememorar a mi progenitor y pensar que yo pudiera llegar a ser para alguien lo
que él fue para mí me entran ganas de esterilizarme.
—Pierda cuidado, Fermín. Además, su vigor inseminador probablemente
no hay tratamiento que lo doblegue.
—También es verdad —reflexionó—. Venga, váyase usted a descansar que
no lo quiero entretener más.
—No me entretiene, Fermín. Tengo la impresión de que no voy a pegar
ojo.
—Sarna con gusto... Por cierto, lo que me comentó de ese apartado de
correos, ¿se acuerda?
—¿Ha averiguado ya algo?
—Ya le dije que lo dejase de mi cuenta. Este mediodía, a la hora de
comer, me he acercado hasta Correos y he tenido unas palabras con un viejo
conocido que traba ja allí. El apartado de correos 2321 consta a nombre de un
tal José María Requejo, abogado con oficinas en la calle León XIII. Me permití
comprobar la dirección del interfecto y no me sorprendió averiguar que no
existe, aunque me imagino que eso usted ya lo sabe. La correspondencia
dirigida a ese apartado la viene recogiendo una persona desde hace años. Lo sé
porque algunos de los envíos que se reciben de una correduría de fincas vienen
certificados y al recogerlos hay que firmar un pequeño recibo y presentar la
documentación.
—¿Quién es? ¿Un empleado del abogado Requejo? —pregunté.
—Hasta ahí no pude llegar, pero lo dudo. O mucho me equivoco o el tal
Requejo existe en el mismo plano que la virgen de Fátima. Sólo le puedo decir
el nombre de la persona que recoge la correspondencia: Nuria Monfort.
Me quedé blanco.
—¿Nuria Monfort? ¿Está usted seguro de eso, Fermín? Yo mismo vi
algunos de esos recibos. En todos constaba el nombre y el número de la cédula
de identidad. Deduzco por la cara de vómito que se le ha puesto que esta
revelación le sorprende.
—Bastante.
—¿Puedo preguntar quién es la tal Nuria Monfort? El empleado con el
que hablé me dijo que la recordaba perfectamente porque acudió hace un par de
semanas a retirar la correspondencia y, en su opinión imparcial, estaba más
buena que la Venus de Milo y más firme de pecho. Y yo me fío de su evaluación
porque antes de la guerra era catedrático de estética, pero como era primo
lejano de Largo Caballero, claro, ahora lame pólizas de peseta...
—Hoy mismo estuve con esa mujer, en su casa —murmuré.
Fermín me observó, atónito.
—¿Con Nuria Monfort? Empiezo a pensar que me he equivocado con usted,
Daniel. Está usted hecho un auténtico calavera.
—No es lo que usted piensa, Fermín.
—Pues usted se lo pierde. Yo a su edad hacía como El Molino, pase de
mañana, tarde y noche.
Observé a aquel hombrecillo enjuto y huesudo, todo nariz y tez
amarillenta, y me di cuenta de que se estaba convirtiendo en mi mejor amigo.
—¿Puedo contarle algo, Fermín? Algo que me viene rondando la cabeza
desde hace ya tiempo.
—Claro que sí. Lo que sea. Especialmente si es escabroso y concierne
a la fámula esa.
Por segunda vez aquella noche procedí a relatar para Fermín la
historia de Julián Carax y el enigma de su muerte. Fermín escuchaba con suma
atención, tomando notas en un cuaderno e interrumpiéndome ocasionalmente para
preguntarme algún detalle cuya relevancia se me escapaba. Escuchándome a mí
mismo, se me hacían cada vez mas evidentes las lagunas que había en aquella
historia. En más de una ocasión me quedé en blanco, mis pensamientos extraviados
en tratar de discernir por qué motivo me habría mentido Nuria Monfort. ¿Qué
significado tenía el hecho de que ella hubiese estado recogiendo durante años
la correspondencia dirigida a un despacho de abogados inexistente que
supuestamente se hacía cargo del piso de la familia Fortuny-Carax en la ronda
de San Antonio? No me di cuenta de que estaba formulando mis dudas en voz alta.
—No podemos saber todavía por qué le mintió esa mujer —dijo Fermín—.
Pero podemos aventurarnos a suponer que si lo hizo a ese respecto, pudo
haberlo hecho, y probablemente lo hizo, respecto a otros tantos.
Suspiré, perdido.
—¿Qué sugiere usted, Fermín?
Fermín Romero de Torres suspiró con ademán de alta filosofía.
—Le diré lo que podemos hacer. Este domingo, si a usted le parece,
nos dejamos caer como aquel que no quiere la cosa por el colegio de San Gabriel
y hacemos alguna averiguación sobre los orígenes de la amistad entre ese Carax
y el otro chavalín, el ricachón...
—Aldaya.
—Yo con los curas tengo muchísima mano, ya verá, aunque sea por esta
pinta de cartujo golfo que tengo. Cuatro lisonjas y me los meto en el bolsillo.
—¿Quiere decir?
—¡Hombre! Le garantizo a usted que éstos van a cantar como la
Escolanía de Montserrat.
23
Pasé el sábado en trance, anclado tras el mostrador de la librería con
la esperanza de ver a Bea aparecer por la puerta como por ensalmo. Cada vez que
sonaba el teléfono me lanzaba a la carrera para contestar, arrebatando el
auricular a mi padre o a Fermín. A media tarde, después de una veintena de
llamadas de clientes y sin noticias de Bea, empecé a aceptar que el mundo y mi
miserable existencia llegaban a su fin. Mi padre había salido a valorar una
colección en San Gervasio y Fermín aprovechó la coyuntura para colocarme otra
de sus lecciones magistrales en los entresijos de las intrigas amatorias.
—Serénese o va a criar una piedra en el hígado —aconsejó Fermín—.
Esto del cortejo es como el tango: absurdo y pura floritura. Pero usted es el
hombre y le toca llevar la iniciativa.
Aquello empezaba a adquirir un cariz funesto.
—¿La iniciativa? ¿Yo?
—¿Qué quiere? Algún precio tenía que tener el poder mear de pie.
—Pero si Bea me dio a en tender que ya me diría ella algo.
—Qué
poco entiende usted de mujeres, Daniel. Me juego el aguinaldo a que esa pollita
está ahora en su casa mirando lánguidamente por la ventana en plan Dama de las
Camelias, esperando que llegue usted a rescatarla del cafre de su señor padre
para arrastrarla en una espiral incontenible de lujuria y pecado.
—¿Está
seguro?
—Ciencia
pura.
—¿Y si
ha decidido que ya no quiere verme más?
—Mire,
Daniel. Las mujeres, con notables excepciones como su vecina la Merceditas,
son más inteligentes que nosotros, o cuando menos más sinceras consigo mismas
sobre lo que quieren o no. Otra cosa es que se lo digan a uno o al mundo. Se
enfrenta usted al enigma de la naturaleza, Daniel. La fémina, babel y
laberinto. Si la deja usted pensar, está perdido. Recuerde: corazón caliente,
mente fría. El código del seductor.
Estaba
Fermín por detallarme las particularidades y tecnicismos del arte de la
seducción cuando sonó la campanilla de la puerta y vimos entrar a mi amigo
Tomás Aguilar. El corazón me dio un vuelco. La providencia me negaba a Bea pero
me enviaba a su hermano. Funesto heraldo, pensé. Tomás traía el rostro sombrío
y un aire de cierto desaliento.
—Menudo
aire funerario nos trae usted, don Tomás —comentó Fermín—. Nos aceptará un
cafetito al menos, ¿verdad?
—No le
diré que no —dijo Tomás, con la reserva habitual.
Fermín
procedió a servirle una taza del mejunje que guardaba en su termo y que
desprendía un sospechoso aroma jerezano.
—¿Algún
problema? —pregunté.
Tomás
se encogió de hombros.
—Nada nuevo.
Mi padre hoy tiene el día y he preferido salir a airearme un rato.
Tragué
saliva.
—¿Y
eso?
—Ve a
saber. Anoche mi hermana Bea llegó a las tantas. Mi padre la estaba esperando
despierto y algo tocado, como siempre. Ella se negó a decir de dónde venía ni
con quién había estado y mi padre se puso hecho una furia. Estuvo hasta las
cuatro de la mañana chillando, tratándola de zorra para arriba y jurándole que
la iba a meter a monja y que si volvía preñada la iba a echar a patadas a la
puta calle.
Fermín
me lanzó una mirada de alarma. Sentí que las gotas de sudor que me corrían por
la espalda descendían varios grados de temperatura.
—Esta
mañana —continuó Tomás—, Bea se ha encerrado en su cuarto y no ha salido en
todo el día. Mi padre se ha plantado en el comedor a leer el ABC y a escuchar
zarzuelas en la radio a todo volumen. En el entreacto de Luisa Fernanda he tenido que salir
porque me volvía loco.
—Bueno,
seguramente su hermana estaría con el novio, ¿no? —pinchó Fermín—. Es lo
natural.
Le
lancé un puntapié tras el mostrador, que Fermín dribló con agilidad felina.
—Su
novio está haciendo la mili —precisó Tomás—. No viene de permiso hasta dentro
de un par de semanas. Y además, cuando sale con él está en casa a las ocho,
como muy tarde.
—¿Y no
tiene usted idea de dónde estuvo ni con quién?
—Ya le ha
dicho que no, Fermín —intervine yo, ansioso por cambiar de tema.
—¿Y su
padre tampoco? —insistió Fermín, que se lo estaba pasando en grande.
—No.
Pero ha jurado averiguarlo y partirle las piernas y la cara en cuanto sepa
quién es.
Me
quedé lívido. Fermín me sirvió una taza de su brebaje sin preguntar. La apuré
de un trago. Sabía a gasoil tibio. Tomás me observaba en silencio, la mirada
impenetrable y oscura.
—¿Lo
han oído ustedes? —dijo de pronto Fermín—. Así como un redoble de salto mortal.
—No.
—Las
tripas de un servidor. Miren, de pronto me ha entrado un hambre... ¿les importa
si les dejo solos un rato y me acerco al horno a ver si pillo algún bollo? Eso
sin mencionar a esa dependienta nueva recién llegada de Reus que está para
mojar pan y lo que se tercie. Se llama María Virtudes, pero tiene un vicio la
niña... Así les dejo que hablen de sus cosas, ¿eh?
En diez
segundos Fermín había desaparecido por ensalmo, rumbo a su merienda y a su
encuentro con la nínfula. Tomás y yo nos quedamos a solas rodeados de un
silencio que prometía más solidez que el franco suizo.
—Tomás
—empecé, con la boca seca—. Ayer por la noche tu hermana estuvo conmigo.
Me
contempló sin apenas pestañear. Tragué saliva.
—Di
algo —dije.
—Tú
estás mal de la cabeza.
Pasó un
minuto de murmullos en la calle. Tomás sostenía su café, intacto.
—¿Vas
en serio? —preguntó.
—Sólo
la he visto una vez.
—Eso no
es respuesta.
—¿Te
importaría?
Se
encogió de hombros.
—Tú
sabrás lo que haces. ¿Dejarías de verla sólo porque yo te lo pidiese?
—Sí
—mentí—. Pero no me lo pidas.
Tomás
bajó la cabeza.
—Tú no
conoces a Bea —murmuró.
Me
callé. Dejamos pasar varios minutos sin mediar palabra, mirando las figuras
grises oteando desde el escaparate, rogando que alguna se animase a entrar y a
rescatarnos de aquel silencio envenenado. Al cabo de un rato, Tomás abandonó
la taza sobre el mostrador y se dirigió hacia la puerta.
—¿Te
vas ya?
Asintió.
—¿Nos
vemos mañana un rato? —dije—. Podríamos ir al cine, con Fermín, como antes.
Se
detuvo junto a la salida.
—Sólo
te lo diré una vez, Daniel. No le hagas daño a mi hermana.
Al
salir se cruzó con Fermín, que venía cargado con una bolsa de pastas humeantes.
Fermín lo contempló perderse en la noche, sacudiendo la cabeza. Dejó las
pastas sobre el mostrador y me ofreció una ensaimada recién hecha. Decliné el
ofrecimiento. No hubiera sido capaz de tragar ni una aspirina.
—Ya se
le pasará, Daniel. Ya lo verá. Estas cosas, entre amigos, son normales.
—No lo
sé —murmuré.
24
Nos
encontramos a las siete y media de la mañana del domingo en el café Canaletas,
donde Fermín me invitó a café con leche y unos brioches cuya textura, incluso
untados de mantequilla, albergaba cierta
similitud con la de la piedra pómez. Nos atendió un camarero que lucía un
emblema de la Falange en la solapa y un bigote cortado a lápiz. No paraba de
canturrear y, al preguntarle por la causa de su excelente humor, nos explicó
que había sido padre el día anterior. Cuando le felicitamos insistió en regalarnos
una Faria a cada uno para que nos la fumásemos durante el día a la salud de su
primogénito. Dijimos que así lo haríamos. Fermín lo miraba de reojo, con el
ceño fruncido, y sospeché que tramaba algo.
Durante el desayuno, Fermín dio por inaugurada la jornada detectivesca
con un esbozo general del enigma.
—Todo empieza con la amistad sincera entre dos muchachos, Julián
Carax y Jorge Aldaya, compañeros de clase desde la infancia, como don Tomás y
usted. Durante años todo va bien. Amigos inseparables con toda una vida por
delante. Sin embargo, en algún momento se produce un conflicto que rompe esa
amistad. Por parafrasear a los dramaturgos de salón, el conflicto tiene nombre
de mujer y se llama Penélope. Muy homérico. ¿Me sigue?
Lo único que me vino a la mente fueron las últimas palabras de Tomás
Aguilar la noche anterior, en la librería: «No le hagas daño a mi hermana.»
Sentí náuseas.
—En 1919, Julián Carax parte rumbo a París cual vulgar Odiseo
—continuó Fermín—. La carta firmada por Penélope, que él nunca llega a recibir,
establece que para entonces la joven está recluida en su propia casa, prisionera
de su familia por motivos poco claros, y que la amistad entre Aldaya y Carax
ha fenecido. Es más, por lo que nos cuenta Penélope, su hermano Jorge ha jurado
que si vuelve a ver a su viejo amigo Julián, lo matará. Palabras mayores para
el fin de una amistad. No hace falta ser Pasteur para inferir que el conflicto
es consecuencia directa de la relación entre Penélope y Carax.
Un sudor frío me cubría la frente. Sentí que el café con leche y los
cuatro bocados que había engullido me ascendían por la garganta.
—Con todo, hemos de suponer que Carax nunca llega a saber lo
acontecido a Penélope, porque la carta no llega a sus manos. Su vida se pierde
en las nieblas de París, donde desarrollará una existencia fantasmal entre su
empleo de pianista en un establecimiento de variedades y una desastrosa carrera
como novelista de ningún éxito. Estos años en París son un misterio. Todo lo
que queda de ellos es una obra literaria olvidada y virtualmente desaparecida.
Sabemos que en algún momento decide contraer matrimonio con una enigmática y
acaudalada dama que le dobla en edad. La naturaleza de tal matrimonio, si hemos
de atenernos a los testimonios, parece más bien un acto de caridad o amistad
por parte de una dama enferma que un lance romántico. A todas luces, la
mecenas, temiendo por el futuro económico de su protegido, opta por dejarle su
fortuna y despedirse de este mundo con un revolcón a mayor gloria del
protectorado de las artes. Los parisinos son así.
—Quizá fuera un amor genuino —apunté, con un hilo de voz.
—¿Oiga, Daniel, está usted bien? Se ha puesto blanquísimo y está
sudando a mares.
—Estoy perfectamente —mentí.
—A lo que iba. El amor es como el embutido: hay lomo embuchado y hay
mortadela. Todo tiene su lugar y función. Carax había declarado que no se
sentía digno de amor alguno y, de hecho, no sabemos de ningún romance
registrado durante sus años en París. Claro que trabajando en una casa de
citas, quizá los ardores primarios del instinto quedaban cubiertos vía la
confraternización entre empleados de la empresa, como si se tratase de un bono
o, nunca mejor dicho, el lote de Navidad. Pero este es pura especulación:
Volvamos al momento en que se anuncia el matrimonio entre Carax y su
protectora. Es entonces cuando vuelve a aparecer Jorge Aldaya en el mapa de
este turbio asunto. Sabemos que contacta con el editor de Carax en Barcelona a
fin de averiguar el paradero del novelista. Poco tiempo después, la mañana del
día de su boda, Julián Carax se bate en un duelo con un desconocido en el
cementerio de Pere Lachaise y desaparece. La boda jamás tiene lugar. A partir
de ahí, todo se confunde.
Fermín dejó caer una pausa dramática, dirigiéndome su mirada de alta
intriga.
—Supuestamente, Carax cruza la frontera y, demostrando una vez más su
proverbial sentido de la oportunidad, regresa a Barcelona en 1936, justo en
pleno estallido de la guerra civil. Sus actividades y paradero en Barcelona durante
esas semanas son confusos. Suponemos que permanece durante un mes en la ciudad
y que durante ese tiempo no contacta con ninguno de sus conocidos. Ni con su
padre ni con su amiga Nuria Monfort. Es encontrado muerto poco más tarde en
las calles, asesinado de un tiro. No tarda en hacer su aparición un funesto
personaje que se hace llamar Laín Coubert, nombre que toma prestado de un
personaje de la última novela del propio Carax, que para más inri no es sino el
príncipe de los infiernos. El supuesto diablillo se declara dispuesto a borrar
del mapa lo poco que queda de Carax y destruir sus libros para siempre. Para
acabar de redondear el melodrama, aparece como un hombre sin rostro,
desfigurado por el fuego. Un villano escapado de una opereta gótica en quien,
para confundir más las cosas, Nuria Monfort cree reconocer la voz de Jorge
Aldaya.
—Le recuerdo que Nuria Monfort me mintió —dije.
—Cierto, pero si bien Nuria Monfort le mintió es posible que lo
hiciera más por omisión y quizá por desvincularse de los hechos. Hay pocas
razones para decir la verdad, pero para mentir el número es infinito. ¿Oiga,
seguro que se encuentra bien? Tiene un color de cara como de tetilla gallega.
Negué y salí a escape rumbo al servicio.
Devolví el desayuno, la cena y buena parte de la ira que llevaba
encima. Me lavé la cara con el agua helada de la pica y contemplé mi reflejo en
el espejo nublado sobre el que alguien había garabateado con un lápiz de cera
la leyenda «Girón cabrito». Al volver a la mesa comprobé que Fermín estaba en
la barra, pagando la cuenta y discutiendo de fútbol con el camarero que nos
había atendido.
—¿Mejor? —preguntó.
Asentí.
—Eso es una bajada de presión —dijo Fermín—. Tenga un Sugus, que lo
cura todo.
Al salir del café, Fermín insistió en que tomásemos un taxi hasta el
colegio de San Gabriel y dejásemos el metro para otro día, argumentando que
hacía una mañana de mural conmemorativo y que los túneles eran para las ratas.
—Un taxi hasta Sarriá costará una fortuna —objeté.
—Invita el montepío de cretinos —atajó Fermín—, que aquí el patriota
me ha dado mal el cambio y hemos hecho negocio. Y usted no está como para
viajar bajo tierra.
Pertrechados así de fondos ilícitos, nos apostamos en una esquina al
pie de la Rambla de Cataluña y esperamos la llegada de un taxi. Tuvimos que
dejar pasar unos cuantos, porque Fermín declaró que para una vez que subía en
automóvil quería por lo menos un Studebaker. Nos llevó un cuarto de hora dar
con un vehículo de su agrado, que Fermín procedió a parar con grandes aspavientos.
Fermín insistió en viajar en el asiento de delante, lo que le dio
ocasión de enzarzarse en una discusión con el conductor en torno al oro de
Moscú y a Josef Stalin, que era su ídolo y guía espiritual en la distancia.
—Ha habido tres grandes figuras en este siglo: Dolores Ibárruri,
Manolete y José Stalin —proclamó el taxista, dispuesto a obsequiarnos con una
detallada hagiografía del ilustre camarada.
Yo viajaba cómodamente en el asiento de atrás, ajeno a la perorata,
con la ventana abierta y disfrutando del aire fresco. Fermín, encantado de
pasearse en Studebaker, le daba cuerda al conductor, puntuando de vez en cuando
la entrañable semblanza del líder soviético que glosaba el taxista con
cuestiones de dudoso interés historiográfico.
—Pues tengo entendido que padece muchísimo de la próstata desde que se
tragó un hueso de níspero y que ahora sólo consigue orinar si le tararean La
Internacional —dejó caer Fermín.
—Propaganda fascista —aclaró el taxista, más devoto que nunca—. El
camarada mea como un toro. Ya quisiera para sí el Volga tamaño caudal.
El debate de alta política nos acompañó a través de toda la travesía
por la Vía Augusta rumbo a la parte alta de la ciudad. Clareaba el día y una
brisa fresca vestía el cielo de azul ardiente. Al llegar a la calle Ganduxer,
el conductor torció a la derecha e iniciamos el lento ascenso hacia el paseo
de la Bonanova.
El colegio de San Gabriel se alzaba en el centro de una arboleda a lo
alto de una calle angosta y serpenteante que ascendía desde la Bonanova. La
fachada, salpicada de ventanales en forma de puñal, recortaba los perfiles de
un palacio gótico de ladrillo rojo, suspendido en arcos y torreones que
asomaban sobre las copas de un platanar en aristas catedralicias. Despedimos al
taxi y nos adentramos en un frondoso jardín sembrado de fuentes de las que
emergían querubines enmohecidos y trenzado con senderos de piedra que reptaban
entre los árboles. De camino a la entrada principal, Fermín me puso en antecedentes
sobre la institución con una de sus habituales lecciones magistrales de
historia social.
—Aunque ahora le parezca a usted el mausoleo de Rasputín, el colegio
de San Gabriel fue en su día una de las más prestigiosas y exclusivas
instituciones de Barcelona. En tiempos de la República vino a menos porque los
nuevos ricos de entonces, los nuevos industriales y banqueros a cuyos vástagos
les habían negado plaza durante años porque sus apellidos olían a nuevo,
decidieron crear sus propias escuelas donde se les tratase con reverencia y
donde ellos pudiesen negar plaza a los hijos de otros. El dinero es como
cualquier otro virus: una vez pudre el alma del que lo alberga, parte en busca
de sangre fresca. En este mundo, un apellido dura menos que una peladilla. En
sus buenos tiempos, digamos que entre 1880 y 1930 más o menos, el colegio de
San Gabriel acogía a la crema de los niñatos de rancia alcurnia y bolsa
sonante. Los Aldaya y compañía acudían a este siniestro lugar en régimen de
internado a confraternizar con sus semejantes, a oír misa y a aprender
historia para así poder repetirla ad náuseam.
—Pero Julián Carax no era precisamente uno de ellos —observé.
—Bueno, a veces estas egregias instituciones ofrecen una o dos becas
para los hijos del jardinero o de un limpiabotas y así mostrar su grandeza de
espíritu y generosidad cristiana —ofreció Fermín—. El modo más eficaz de hacer
inofensivos a los pobres es enseñarles a querer imitar a los ricos. Ése es el
veneno con que el capitalismo ciega a...
—Ahora
no se enrolle con la doctrina social, Fermín que si le oye uno de estos curas,
nos van a echar a patadas —corté, advirtiendo que un par de sacerdotes nos
observaban con una mezcla de curiosidad y reserva desde lo alto de la
escalinata que ascendía al portón del colegio y preguntándome si habrían oído
algo de nuestra conversación.
Uno de
ellos se adelantó exhibiendo una sonrisa cortés y las manos cruzadas sobre el
pecho con gesto obispal. Debía de rondar la cincuentena y su delgadez y una
cabellera rala le conferían un aire de ave rapaz. Calzaba una mirada penetrante
y desprendía un aroma a colonia fresca y a naftalina.
—Buenos
días. Soy el padre Fernando Ramos —anunció—. ¿En qué puedo servirles?
Fermín
ofreció su mano, que el sacerdote estudió brevemente antes de estrechar,
siempre escudado tras su sonrisa glacial.
—Fermín
Romero de Torres, asesor bibliográfico de Sempere e hijos, gustosísimo de
saludar a su devotísima excelencia. Aquí a mi vera obra mi colaborador a la par
que amigo, Daniel, joven de porvenir y reconocida calidad cristiana.
El
padre Fernando nos observó sin pestañear. Quise que me tragase la tierra.
—El
gusto es mío, señor Romero de Torres —replicó cordialmente—. ¿Puedo
preguntarles qué trae a tan formidable dúo a esta nuestra humilde institución?
Decidí
intervenir antes de que Fermín le soltase al sacerdote otra barbaridad y
tuviéramos que salir por piernas.
—Padre
Fernando, estamos tratando de localizar a dos antiguos alumnos del colegio de
San Gabriel: Jorge Aldaya y Julián Carax.
El
padre Fernando apretó los labios y enarcó una ceja.
—Julián
murió hace más de quince años y Aldaya marchó a la Argentina —dijo secamente.
—¿Les
conocía usted? —preguntó Fermín.
La
mirada afilada del sacerdote se detuvo en cada uno de nosotros antes de responder.
—Fuimos
compañeros de clase. ¿Puedo preguntar cuál es su interés en el asunto?
Andaba
yo pensando cómo contestar aquella pregunta cuando se me adelantó Fermín.
—Acontece
que ha llegado a nuestro poder una serie de artículos que pertenecen o pertenecieron,
pues la jurisprudencia a este particular es confusa, a los dos mentados.
—¿Y
cuál es la naturaleza de dichos artículos, si no es mucho preguntar?
—Ruego
a vuesa merced acepte nuestro silencio, pues vive Dios que abundan en la
materia motivos de conciencia y secretismo que nada tienen que ver con la
supina confianza que su excelentísima y la orden a la que con tanta gallardía y
piedad representa nos merecen —largó Fermín a toda velocidad.
El
padre Fernando le observaba al borde del pasmo. Opté por retomar de nuevo la
conversación antes de que Fermín recobrase el aliento.
—Los
artículos a los que hace referencia el señor Romero de Torres son de índole
familiar, recuerdos y objetos de valor puramente sentimental. Lo que
quisiéramos pedirle, padre, si ello no es gran molestia, es que nos hable de
lo que recuerda de Julián y de Aldaya en sus tiempos de estudiantes.
El
padre Fernando nos observaba todavía con recelo. Se me hizo obvio que no le
bastaban las explicaciones que le habíamos dado para justificar nuestro interés
y granjearnos su colaboración. Lancé una mirada de socorro a Fermín, rogando
que diese con alguna argucia con que ganarnos al cura.
—¿Sabe
que se parece usted un poco a Julián, de joven? —preguntó de repente el padre
Fernando.
A Fermín
se le encendió la mirada. Ahí viene, pensé. Nos lo jugamos todo a esta carta.
—Es
usted un lince, reverencia —proclamó Fermín fingiendo asombro—. Su perspicacia
nos ha desenmascarado sin misericordia. Llegará usted lo menos a cardenal o a
papa.
—¿De
qué está usted hablando?
—¿No es
obvio y patente, ilustrísima?
—La
verdad, no.
—¿Contamos
con su secreto de confesión?
—Esto
es un jardín, no un confesonario.
—Nos
basta con su discreción eclesiástica.
—La
tienen.
Fermín
suspiró profundamente y me miró con aire melancólico.
—Daniel,
no podemos seguir mintiendo a este santo soldado de Cristo.
—Claro
que no... —corroboré, totalmente perdido.
Fermín
se aproximó al sacerdote y le murmuró en tono confidencial:
—Pater,
tenemos motivos de solidez pétrea para sospechar que aquí nuestro amigo Daniel
no es sino un hijo secreto del difunto Julián Carax. De ahí nuestro interés en
reconstruir su pasado y recobrar la memoria de un prócer ausente que la parca
quiso arrancar del lado de un pobre chiquillo.
El padre
Fernando me clavó la mirada, atónito.
—¿Es
eso cierto?
Asentí.
Fermín me palmeó la espalda, compungido.
—Mírelo,
pobrecillo, buscando a un progenitor perdido en las nieblas de la memoria. ¿Qué
hay más triste que eso? Cuénteme vuesa santísima merced.
—¿Tienen
ustedes pruebas que sostengan sus afirmaciones?
Fermín
me aferró de la barbilla y ofreció mi rostro como moneda de pago.
—¿Qué
mas prueba ansía el mosén que este careto, testigo mudo y fehaciente del hecho
paternal en cuestión?
El
sacerdote pareció dudar.
—¿Me
ayudará usted, padre? —imploré, ladino—. Por favor...
El
padre Fernando suspiró, incómodo.
—No veo
el mal en ello, supongo —dijo finalmente—. ¿Qué quieren saber?
—Todo
—dijo Fermín.
25
El padre
Fernando recapitulaba sus recuerdos con cierto tono de homilía. Construía sus
frases con pulcritud y sobriedad magistral, dotándolas de una cadencia que
parecía encerrar una moraleja de propina que nunca llegaba a materializarse.
Años de profesorado le habían dejado aquel tono firme y didáctico de quien está
acostumbrado a ser oído, pero se pregunta si es escuchado.
—Si la
memoria no me falla, Julián Carax ingresó como alumno del colegio de San
Gabriel en el año 1914. En seguida simpaticé con él, porque ambos formábamos
parte del reducido grupo de alumnos que no proveníamos de familias acaudaladas.
Nos llamaban el comando Mortsdegana. Cada uno de nosotros tenía su
historia especial. Yo había conseguido una plaza becada gracias a mi padre,
que durante veinticinco años trabajó en las cocinas de esta casa. Julián había
sido aceptado gracias a la intercesión del señor Aldaya, que era cliente de la
sombrerería Fortuny, propiedad del padre de Julián. Eran otros tiempos, claro
está, y por entonces el poder aún se concentraba en familias y en dinastías.
Aquél es un mundo desaparecido, los últimos restos se los llevó la República,
supongo que para bien, y cuanto queda de él son esos nombres en el membrete de
empresas, bancos y consorcios sin faz. Como todas las ciudades viejas,
Barcelona es una suma de ruinas. Las grandes glorias de las que se vanaglorian
muchos, palacios, factorías y monumentos, insignias con las que nos
identificamos, no son más que cadáveres, reliquias de una civilización
extinguida.
Llegado
este punto, el padre Fernando dejó una solemne pausa en la que pareció que
esperase la respuesta de la congregación con algún latinajo o una réplica del
misal.
—Diga
usted amén, reverendo padre. Que gran verdad es ésa —ofreció Fermín para
salvar el incómodo silencio.
—Nos
hablaba usted del primer año de mi padre en el colegio —apunté con suavidad.
El
padre Fernando asintió.
—Ya por
entonces se hacía llamar Carax, aunque su primer apellido era Fortuny. Al
principio, algunos de los muchachos se burlaban de él por ello, y por ser uno
de los Mortsdegana, por supuesto. También se burlaban de mí porque era
el hijo del cocinero. Ya saben cómo son los críos. En el fondo de su corazón
Dios les ha llenado de bondad, pero repiten lo que oyen en casa.
—Angelitos
—puntuó Fermín.
—¿Qué
recuerda usted de mi padre?
—Bueno,
hace ya tanto... El mejor amigo de su padre por entonces no era Jorge Aldaya,
sino un muchacho llamado Miquel Moliner. Miquel provenía de una familia casi
tan adinerada como los Aldaya y me atrevería a decir que era el alumno mas
extravagante que ha visto esta escuela. El rector le tenía por endemoniado
porque recitaba a Marx en alemán durante las misas.
—Signo
inequívoco de posesión —corroboró Fermín.
—Miquel
y Julián hacían muy buenas migas. A veces nos reuníamos los tres durante la
hora del recreo del mediodía y Julián nos explicaba historias. Otras veces nos
hablaba de su familia y de los Aldaya...
El
sacerdote pareció dudar.
—Incluso
después de abandonar la escuela, Miquel y yo mantuvimos el contacto durante un
tiempo. Julián ya se había marchado a París por entonces. Sé que Miquel le
añoraba y a menudo hablaba de él y recordaba confidencias que le había hecho
tiempo atrás. Luego, cuando yo entré en el seminario, Miquel dijo que me había
pasado al enemigo, bromeando, pero lo cierto es que nos distanciamos.
—¿Le
suena a usted que Miquel se casara con una tal Nuria Monfort?
—¿Miquel,
casado?
—¿Le
extraña a usted?
—Supongo
que no debería, pero... No sé. Lo cierto es que hace muchos años que no sé de
Miquel. Desde antes de la guerra.
—¿Le
mencionó a usted alguna vez el nombre de Nuria Monfort?
—No,
nunca. Ni que pensara casarse o que tuviese una novia... Oigan, no estoy del
todo seguro de que deba hablarles a ustedes de todo esto. Son cosas que me
contaron Julián y Miquel a título personal, en el entendimiento de que quedaban
entre nosotros...
—¿Y va
a negar a un hijo la única posibilidad de recuperar la memoria de su padre?
—preguntó Fermín.
El
padre Fernando se debatía entre la duda y, me pareció, el deseo de recordar,
de recuperar aquellos días perdidos.
—Supongo
que han pasado tantos años que ya no importa. Me acuerdo todavía del día en
que Julián nos explicó cómo había conocido a los Aldaya y cómo, sin darse
cuenta, le había cambiado la vida...
... En
octubre de 1914, un artefacto que muchos tomaron por un panteón rodante se
detuvo una tarde frente a la sombrerería Fortuny en la ronda de San Antonio. De
él emergió la figura altiva, majestuosa y arrogante de don Ricardo Aldaya, ya
por entonces uno de los hombres más ricos no ya de Barcelona, sino de España,
cuyo imperio de industrias textiles se extendía en ciudadelas y colonias a lo
largo de los ríos de toda Cataluña. Su mano diestra sujetaba las riendas de la
banca y de las propiedades territoriales de media provincia. La siniestra,
siempre en activo, tiraba de los hilos de la diputación, el ayuntamiento,
varios ministerios, el obispado y el servicio portuario de aduanas.
Aquella
tarde, el rostro de bigotes exuberantes, patillas regias y testa descubierta
que a todos intimidaba necesitaba un sombrero. Entró en la tienda de don
Antoni Fortuny y tras echar un vistazo somero a las instalaciones miró de reojo
al sombrerero y a su ayudante, el joven Julián, y dijo lo siguiente: «Me han dicho
que de aquí, pese a las apariencias, salen los mejores sombreros de Barcelona.
El otoño pinta malcarado y voy a necesitar seis chisteras, una docena de
bombines, gorras de caza y algo que llevar para las Cortes en Madrid. ¿Está
usted apuntando o espera que se lo repita?» Aquél fue el inicio de un
laborioso, y lucrativo, proceso en el que padre e hijo aunaron sus esfuerzos
para completar el encargo de don Ricardo Aldaya. A Julián, que leía los
diarios, no se le escapaba la posición de Aldaya, y se dijo que no podía
fallarle ahora a su padre, en el momento más crucial y decisivo de su negocio.
Desde que el potentado había entrado en su tienda, el sombrerero levitaba de
gozo. Aldaya le había prometido que, si quedaba complacido, iba a recomendar su
establecimiento a todas sus amistades. Ello significaba que la sombrerería Fortuny,
de ser un comercio digno pero modesto, saltaría a las más altas esferas,
vistiendo cabezones y cabezolines de diputados, alcaldes, cardenales y
ministros. Los días de aquella semana pasaron por ensalmo. Julián no acudió a
clase y pasó jornadas de dieciocho y veinte horas trabajando en el taller de la
trastienda. Su padre, rendido de entusiasmo, le abrazaba de tanto en cuanto e
incluso le besaba sin darse cuenta. Llegó al extremo de regalar a su esposa
Sophie un vestido y un par de zapatos nuevos por primera vez en catorce años.
El sombrerero estaba desconocido. Un domingo se le olvidó ir a misa y aquella
misma tarde, rebosante de orgullo, rodeó a Julián con sus brazos y le dijo,
con lágrimas en los ojos: «El abuelo estaría orgulloso de nosotros. »
Uno
de los procesos más complejos en la ya desaparecida ciencia de la sombrerería,
técnica y políticamente, era el de tomar medidas. Don Ricardo Aldaya tenía un
cráneo que, según Julián, bordeaba el terreno de lo amelonado y agreste. El
sombrerero fue consciente de las dificultades tan pronto avistó la testa del
prohombre, y aquella misma noche, cuando Julián dijo que le recordaba ciertos
fragmentos del macizo de Montserrat, Fortuny no pudo sino que estar de acuerdo.
«Padre, con todo el respeto, usted sabe que a la hora de tomar medidas yo tengo
mejor mano que usted, que se pone nervioso. Déjeme hacer a mí. » El sombrerero
accedió de buen grado y, al día siguiente, cuando Aldaya acudió en su Mercedes
Benz, Julián le recibió y le condujo al taller. Aldaya, al comprobar que las
medidas se las iba a tomar un muchacho de catorce años, se enfureció: «Pero
¿qué es esto? ¿Un criajo? ¿Me están tomando ustedes el pelo?» Julián, que era consciente
de la significancia pública del personaje pero que no se sentía intimidado por
él en absoluto, replicó: «Señor Aldaya, pelo para tomarle a usted no hay
mucho, que esa coronilla parece la Plaza de las Arenas, y si no le hacemos
rápido un juego de sombreros le van a confundir a usted la closca con el plan Cerdá. »
Al escuchar estas palabras, Fortuny se creyó morir. Aldaya, impávido, clavó
los ojos en Julián. Entonces, para sorpresa de todos, se echó a reír como no lo
había hecho en años.
«Este
chaval suyo llegará lejos, Fortunato», sentenció Aldaya, que no acababa de
aprenderse el apellido del sombrerero.
Fue
de este modo como averiguaron que don Ricardo Aldaya estaba hasta la mismísima
y creciente coronilla de que todos le temiesen, le adulasen y se tendiesen en
el suelo a su paso con vocación de esterilla. Despreciaba a los lameculos, los
miedicas y a cualquiera que mostrase cualquier tipo de debilidad, física, mental
o moral. Al encontrarse con un humilde muchacho, apenas un aprendiz, que tenía
el rostro y el gracejo de burlarse de él, Aldaya decidió que realmente había
dado con la sombrerería ideal y duplicó su encargo. Durante aquella semana
acudió cada día de buena gana a su cita para que Julián le tomase las medidas y
le probase modelos. Antoni Fortuny se quedaba maravillado de ver cómo el adalid
de la sociedad catalana se deshacía de risa con las bromas e historias que le
contaba aquel hijo que le era desconocido, con el que nunca hablaba y que
hacía años que no mostraba señal alguna de tener sentido del humor. Al término
de aquella semana, Aldaya cogió al sombrerero por banda y se lo llevó a un
rincón para hablarle confidencialmente.
—A
ver, Fortunato, este hijo suyo es un talento y me lo tiene usted aquí muerto de
asco sacándole el polvo a las musarañas de una tienda de tres al cuarto.
—Éste
es un buen negocio, don Ricardo, y el muchacho muestra cierta habilidad,
aunque le falte actitud.
—Pamplinas.
¿A qué colegio lo lleva usted?
—Bueno,
va a la escuela de...
—Eso
son fábricas de peones. En la juventud, el talento, el genio, si se deja sin
atender, se tuerce y se come al que lo posee. Hay que ponerle cauce. Apoyo. ¿Me
entiende usted, Fortunato?
—Se
equivoca usted con mi hijo. Él de genio, nada de nada. Si a duras penas se saca
la geografía... los maestros ya me dicen que tiene la cabeza llena de pájaros,
y muy mala actitud, igual que su madre, pero aquí al menos siempre tendrá un
oficio honrado y...
—Fortunato,
me aburre usted. Hoy mismo voy a ver a la Junta Directiva del colegio de San
Gabriel y les voy a indicar que acepten a su hijo en la misma clase que mi
primogénito, Jorge. Menos, es ser miserable.
Al
sombrerero se le abrieron ojos de platillo. El colegio de San Gabriel era el
criadero de la crema y nata de la alta sociedad.
—Pero
don Ricardo, si yo no podría ni costear...
—Nadie
le ha dicho que tenga que pagar un real. De la educación del muchacho me hago
cargo yo. Usted, como padre, sólo tiene que decir sí.
—Pues
claro que sí, faltaría, pero...
—No
se hable más entonces. Siempre y cuando Julián acepte, claro está.
—Él
hará lo que se le mande, faltaría más.
En
este punto de la conversación, Julián se asomó desde la puerta de la
trastienda, con un molde en las manos.
—Don
Ricardo, cuando usted quiera...
—Dime,
Julián, ¿qué tienes que hacer esta tarde? —preguntó Aldaya.
Julián
miró alternativamente a su padre y al industrial.
—Bueno,
ayudar aquí en la tienda a mi padre.
—Aparte
de eso.
—Pensaba
ir a la biblioteca de...
—Te
gustan los libros, ¿eh?
—Sí,
señor.
—¿Has
leído a Conrad? ¿El corazón de las tinieblas?
—Tres
veces.
El
sombrerero frunció el ceño, totalmente perdido.
—¿Y ese Conrad quién es, si puede saberse?
Aldaya
lo silenció con un gesto que parecía forjado para acallar al untas de
accionistas.
—En
mi casa tengo una biblioteca con catorce mil volúmenes, Julián. Yo de joven
leí mucho, pero ahora ya no tengo tiempo. Ahora que lo pienso, tengo tres
ejemplares autografiados por Conrad en persona. Mi hijo Jorge no entra en la
biblioteca ni a rastras. En casa la única que piensa y lee es mi hija Penélope,
así que todos esos libros se están echando a perder. ¿ Te gustaría verlos ?
Julián
asintió, sin habla. El sombrerero presenciaba la escena con una inquietud que
no acertaba a definir. Todos aquellos nombres le resultaban desconocidos. Las
novelas, como todo el mundo sabía, eran para las mujeres y la gente que no
tenía nada que hacer. El corazón de las tinieblas le sonaba, por lo menos, a pecado
mortal.
—Fortunato,
su hijo se viene conmigo, que le quiero presentar a mi Jorge. Tranquilo, que
luego se lo devolvemos. Dime, muchacho, ¿has subido alguna vez en un Mercedes
Benz ?
Julián
dedujo que aquél era el nombre del armatoste imperial que el industrial
empleaba para desplazarse. Negó con la cabeza.
—Pues
ya va siendo hora. Es como ir al cielo, pero no hace falta morirse.
Antoni
Fortuny los vio partir en aquel carruaje de lujo desaforado y, cuando buscó en
su corazón, sólo sintió tristeza. Aquella noche, mientras cenaba con Sophie
(que llevaba su vestido y sus zapatos nuevos y casi no mostraba marcas ni
cicatrices), se preguntó en qué se había equivocado esta vez. Justo cuando Dios
le devolvía un hijo, Aldaya se lo quitaba.
—Quítate
ese vestido, mujer, que pareces una furcia. Y que no vuelva a ver este vino en
la mesa. Con el rebajado con agua tenemos más que suficiente. La avaricia nos
acabará pudriendo.
Julián
nunca había cruzado al otro lado de la avenida Diagonal. Aquella línea de
arboledas, solares y palacios varados a la espera de una ciudad era una
frontera prohibida. Por encima de la Diagonal se extendían aldeas, colinas y
parajes de misterio, de riqueza y leyenda. A su paso, Aldaya le hablaba del
colegio de San Gabriel, de nuevos amigos que no había visto jamás, de un futuro
que no había creído posible.
—¿Y
tú a qué aspiras, Julián? En la vida, quiero decir.
—No
sé. A veces pienso que me gustaría ser escritor. Novelista.
—Como
Conrad, ¿eh? Eres muy joven, claro. Y dime, ¿la banca no te tienta?
—No
lo sé, señor. La verdad es que no se me había pasado por la cabeza. Nunca he
visto más de tres pesetas juntas. Las altas finanzas son un misterio para mí.
Aldaya
rió.
—No
hay misterio alguno, Julián. El truco está en no juntar las pesetas de tres en
tres, sino de tres millones en tres millones. Entonces no hay enigma que valga.
Ni la santísima trinidad.
Aquella
tarde, ascendiendo por la avenida del Tibidabo, Julián creyó cruzar las
puertas del paraíso. Mansiones que se le antojaron catedrales flanqueaban el
camino. A medio trayecto, el chófer torció y cruzaron la verja de una de ellas.
Al instante, un ejército de sirvientes se puso en marcha para recibir al señor.
Todo lo que Julián podía ver era un caserón majestuoso de tres pisos. No se le
había ocurrido jamás que personas reales viviesen en un lugar así. Se dejó
arrastrar por el vestíbulo, cruzó una sala abovedada donde una escalinata de
mármol ascendía perfilada por cortinajes de terciopelo, y penetró en una gran
sala cuyas paredes estaban tejidas de libros desde el suelo al infinito.
—¿Qué
te parece? —preguntó Aldaya.
Julián
apenas le escuchaba.
—Damián,
dígale a Jorge que baje a la biblioteca ahora mismo.
Los sirvientes, sin rostro ni presencia audible, se deslizaban a la
mínima orden del señor con la eficacia y la docilidad de un cuerpo de insectos
bien entrenados.
—Vas a necesitar otro guardarropía, Julián. Hay mucho cafre que sólo
repara en las apariencias... Le diré a Jacinta que se encargue de eso, tú ni te
preocupes. Y casi mejor que no se lo menciones a tu padre, no se vaya a molestar.
Mira, aquí viene Jorge. Jorge, quiero que conozcas a un muchacho estupendo que
va a ser tu nuevo compañero de clase. Julián Fortu...
—Julián Carax —precisó él.
—Julián Carax —repitió Aldaya, satisfecho—. Me gusta
cómo suena. Éste es mi hijo Jorge.
Julián ofreció su mano y Jorge Aldaya se la estrechó. Tenía el tacto
tibio, sin ganas. Su rostro lucía el cincelado puro y pálido que confería el
haber crecido en aquel mundo de muñecas. Vestía ropas y calzaba zapatos que a
Julián se le antojaban novelescos. Su mirada delataba un aire de suficiencia y
arrogancia, de desprecio y cortesía almibarada. Julián le sonrió abiertamente,
leyendo inseguridad, temor y vacío bajo aquel caparazón de pompa y
circunstancia.
—¿Es verdad que no has leído ninguno de estos libros?
—Los libros son aburridos.
—Los libros son espejos: sólo se ve en ellos lo que uno ya lleva
dentro —replicó Julián.
Don Ricardo Aldaya rió de nuevo.
—Bueno, os dejo solos para que os conozcáis. Julián, ya verás que
Jorge, debajo de esa careta de niño mimado y engreído, no es tan tonto como
parece. Algo tiene de su padre.
Las palabras de Aldaya parecieron caer como puñales en el muchacho,
aunque no cedió su sonrisa ni un milímetro. Julián se arrepintió de su réplica
y sintió lástima por el muchacho.
—Tú debes de ser el hijo del sombrerero —dijo Jorge, sin malicia—. Mi
padre habla mucho de ti últimamente.
—Es la novedad. Espero que no me lo tengas en cuenta. Debajo de esta
careta de entrometido sabelotodo, no soy tan idiota como parezco.
Jorge le sonrió. Julián pensó que sonreía como la gente que no tiene
amigos, con gratitud.
—Ven, te voy a enseñar el resto de la casa.
Dejaron atrás la biblioteca y se alejaron hacia la puerta principal,
rumbo a los jardines. Al cruzar la sala al pie de la escalinata, Julián alzó
la vista y vislumbró el roce de una silueta ascendiendo con la mano sobre la
barandilla. Sintió que se perdía en una visión. La muchacha debía de tener doce
o trece años e iba escoltada por una mujer madura, menuda y rosada, con todas
las trazas de una aya. Lucía un vestido azul satinado. Su cabello era de color
almendra y la piel de sus hombros y la garganta esbelta parecía transparentar
a la luz. Se detuvo en lo alto de la escalera y se volvió un instante. Por un
segundo, sus miradas se encontraron y ella le concedió apenas un esbozo de
sonrisa. Luego, el aya rodeó con sus brazos los hombros de la muchacha y la
guió hacia el umbral de un corredor por el que ambas desaparecieron. Julián
bajó la vista y se encontró con Jorge de nuevo.
—Ésa es Penélope, mi hermana. Ya la conocerás. Está
un poco tocada del ala. Se pasa el día leyendo. Anda, ven, te quiero enseñar la
capilla del sótano. Según las cocineras está embrujada.
Julián siguió al muchacho dócilmente, pero el mundo le resbalaba. Por
primera vez desde que había subido al Mercedes Benz de don Ricardo Aldaya
comprendió el propósito. Había soñado con ella en incontables ocasiones, con
aquella misma escalera, aquel vestido azul y aquel giro en la mirada de ceniza,
sin saber quién era ni por qué le sonreía. Cuando salió al jardín se dejó guiar
por Jorge hasta las cocheras y las pistas de tenis que se extendían más allá.
Sólo entonces volvió la vista atrás y la vio, en su ventana del segundo piso.
Apenas distinguía su silueta, pero supo que le estaba sonriendo y que, de
alguna manera, también, ella le había reconocido.
Aquel atisbo efímero de Penélope Aldaya en lo alto de la escalera le
acompañó durante sus primeras semanas en el colegio de San Gabriel. Su nuevo
mundo tenía muchos dobleces, y no todos eran de su agrado. Los alumnos del San
Gabriel se comportaban como príncipes altivos y arrogantes y sus maestros
semejaban sirvientes dóciles e ilustrados. El primer amigo que Julián hizo
allí, amén de Jorge Aldaya, fue un muchacho llamado Fernando Ramos, hijo de
uno de los cocineros del colegio, que nunca se hubiera imaginado que acabaría
vistiendo una sotana y dando clases en las mismas aulas en las que había
crecido. Fernando, a quien los demás apodaban el Cocinillas y al que trataban
de criado, poseía una inteligencia despierta pero apenas tenía amigos entre los
alumnos. Su único compañero era un muchacho extravagante llamado Miquel
Moliner, que habría de convertirse con el tiempo en el mejor amigo que Julián
hizo jamás en aquella escuela. Miquel Moliner, a quien le sobraba cerebro y le
faltaba paciencia, se complacía en hacer rabiar a sus maestros poniendo en duda
todas sus afirmaciones mediante la aplicación de juegos dialécticos que
delataban tanto ingenio como saña viperina. Los demás temían su lengua afilada
y le tenían por miembro de otra especie, lo cual, de algún modo, no andaba muy
desencaminado. Pese a sus trazas bohemias y al poco tono aristocrático que
afectaba, Miquel era hijo de un industrial enriquecido hasta el absurdo gracias
a la fabricación de armas.
—Carax, ¿verdad? Me dicen que tu padre hace sombreros —le dijo cuando
Fernando Ramos les presentó.
—Julián para los amigos. Me dicen que el tuyo hace
cañones.
—Sólo los vende. Él, saber hacer, no sabe hacer más que dinero. Mis
amigos, entre los que sólo cuento a Nietzsche y aquí al compañero Fernando, me
llaman Miquel.
Miquel Moliner era un muchacho triste. Padecía de una malsana
obsesión con la muerte y todos los temas de ámbito fúnebre, materia a cuya
consideración dedicaba buena parte de su tiempo y talento. Su madre había
muerto tres años antes en un extraño accidente doméstico que algún médico
insensato se atrevió a calificar de suicidio. Miquel había sido quien había
encontrado el cadáver reluciente bajo las aguas del pozo del palacete de verano
que la familia tenía en Argentona. Cuando la izaron con cuerdas, los bolsillos
del abrigo que llevaba la muerta resultaron estar llenos de piedras. Había
también una carta escrita en alemán, la lengua materna de su madre, pero el
señor Moliner, que nunca se había molestado en aprender el idioma, la quemó
aquella misma tarde sin permitir que nadie la leyese. Miquel Moliner veía la
muerte en todas partes, en la hojarasca, en los pájaros caídos de los nidos, en
los viejos y en la lluvia, que se lo llevaba todo. Tenía un talento
excepcional para el dibujo, y a menudo se perdía durante horas en láminas al
carbón donde siempre aparecía una dama entre brumas y playas desiertas que
Julián imaginó era su madre.
—¿Qué quieres ser de mayor, Miquel?
—Yo nunca seré mayor—decía enigmáticamente.
Su principal afición, amén del dibujo y de contradecir a todo bicho
viviente, eran las obras de un enigmático médico austríaco que con los años
habría de ser célebre: Sigmund Freud. Miquel Moliner, que gracias a su difunta
madre leía y escribía alemán a la perfección, poseía varios volúmenes con
escritos del doctor vienés. Su terreno favorito era el de la interpretación de
los sueños. Acostumbraba a preguntar a la gente qué había soñado, para proceder
luego a un diagnóstico del paciente. Siempre decía que iba a morir joven, y que
no le importaba. De tanto pensar en la muerte, creía Julián, había terminado
por encontrarle más sentido que a la vida.
—El día que me muera, todo lo mío será tuyo, Julián
—solía decir—. Menos los sueños.
Además de Fernando Ramos, Moliner y Jorge Aldaya, Julián pronto trabó
conocimiento con un muchacho tímido y un tanto arisco llamado Javier, hijo
único de los conserjes de San Gabriel que vivían en una modesta caseta apostada a
la entrada de los jardines del
colegio. Javier, a quien, al igual que Fernando, el resto de los muchachos
consideraban poco menos que un lacayo indeseable, merodeaba solo por los
jardines y patios del recinto, sin entablar contacto con nadie. De tanto vagar
por el colegio, había llegado a aprenderse todos los recovecos del edificio,
los túneles de los sótanos, los pasajes que ascendían a las torres y toda
suerte de escondrijos laberínticos que nadie recordaba ya. Era su mundo secreto,
y su refugio. Siempre llevaba un cortaplumas que había sustraído de los
cajones de su padre y gustaba de tallar con él figuras de madera que guardaba
en el palomar del colegio. Su padre, Ramón, el conserje, era veterano de la
guerra de Cuba, donde había perdido una mano y (se rumoreaba con cierta
malicia) el testículo derecho de un perdigonazo disparado por el mismísimo
Theodore Roosevelt en la carga de Cochinos. Convencido de que la ociosidad era
la madre de todo mal, Ramón el Unicojonio (como le apodaban los alumnos) tenía
encargado a su hijo de recoger las hojas secas del pinar y del patio de las
fuentes en un saco. Ramón era un buen hombre, algo tosco y fatalmente condenado a
escoger malas compañías. La peor de ellas era su esposa. El Unicojonio se había casado con una
mujerona de escasas luces y delirios de princesa con trazas de fregona que
gustaba de insinuarse ligera de ropas a la vista de su hijo y de los alumnos
del colegio, lo cual era motivo de jolgorio y esperpento semanal. Su nombre de
bautismo era María Craponcia, pero ella se hacía llamar Yvonne, porque le
parecía de más tono. Yvonne tenía por costumbre interrogar a su hijo respecto a
las posibilidades de avance social que le iban a granjear las amistades que,
ella creía, su hijo estaba entablando con la crema de la sociedad barcelonesa.
Le cuestionaba sobre la fortuna de éste y aquél, imaginándose engalanada en
sedas de mona y siendo recibida para tomar el té con pastas de hojaldre en los
grandes salones de la buena sociedad.
Javier
procuraba pasar el mínimo tiempo posible en la casa y agradecía las tareas que
le imponía su padre, por duras que fuesen. Cualquier excusa era buena para
estar solo, para escapar a su mundo secreto a tallar sus figuras de madera.
Cuando los alumnos del colegio le veían de lejos, algunos se reían o le tiraban
piedras. Un día Julián sintió tanta lástima al ver cómo una pedrada le abría la
frente y lo derribaba sobre los escombros, que decidió acudir en su auxilio y
ofrecerle su amistad. Al principio, Javier pensó que Julián venía a rematarle
mientras los demás se partían a carcajadas.
—Mi
nombre es Julián —dijo, ofreciendo su mano—. Mis amigos y yo íbamos a jugar
unas partidas de ajedrez en el pinar y me preguntaba si te apetecería unirte a
nosotros.
—No
sé jugar al ajedrez.
—Yo,
hasta hace dos semanas, tampoco. Pero Miquel es un buen profesor...
El
muchacho miraba con recelo, esperando la burla, el ataque escondido en
cualquier momento.
—No
sé si tus amigos querrán que esté con vosotros...
—Ha
sido idea suya. ¿Qué me dices?
A
partir de aquel día, Javier se les unía a veces al término de las tareas que le
habían sido asignadas. Solía permanecer callado, escuchando y observando a los
demás. Aldaya le tenía cierto temor. Fernando, que había vivido en carne propia
el desprecio de los demás a consecuencia de su origen humilde, se desvivía en
amabilidades con el enigmático muchacho. Miquel Moliner, que le enseñaba los
rudimentos del ajedrez y lo observaba con ojo clínico, era el que estaba menos
convencido de todos.
—Ése
está chiflado. Caza gatos y palomas y los martiriza durante horas con su
cuchillo. Luego los entierra en el pinar. ¡Qué delicia!
—¿Quién
dice eso?
—Él
mismo me lo contaba el otro día mientras yo le explicaba el salto del caballo.
También me contaba que a veces su madre se le mete en la cama por la noche y lo
manosea.
—Te
estaría tomando el pelo.
—Lo
dudo. Ese chaval no está bien de la cabeza, Julián, y probablemente no es culpa
suya.
Julián
hacía un esfuerzo por ignorar las advertencias y profecías de Miquel, pero lo
cierto era que le estaba resultando difícil entablar una relación amistosa con
el hijo del conserje. Yvonne, en especial, no veía a Julián, ni a Fernando
Ramos, con buenos ojos. De toda la tropa de señoritos, ellos eran los únicos
que no tenían un duro. Se decía que el padre de Julián era un humilde tendero
y que su madre no había llegado más que a maestra de música. «Esa gente no
tiene dinero ni clase ni elegancia, mi cielo —aleccionaba su madre—, el que te
conviene es Aldaya, que es de familia muy bien.» «Sí, madre —respondía él—, lo
que usted diga.» Con el tiempo, Javier pareció empezar a confiar en sus nuevos
amigos. Despegaba ocasionalmente los labios, y estaba tallando un juego de
piezas de ajedrez para Miquel Moliner, en agradecimiento a sus lecciones. Un
buen día, cuando nadie lo esperaba o lo creía posible, descubrieron que Javier
sabía sonreír y que tenía una risa bonita y blanca, risa de niño.
—¿Ves?
Es un muchacho normal y corriente —argumentaba Julián.
Miquel
Moliner, sin embargo, no las tenía todas consigo y observaba al extraño
muchacho con celo, y recelo, casi científico.
—Javier
está obsesionado contigo, Julián —le dijo un día—. Todo lo hace por ganar tu
aprobación.
—¡Qué
tontería! Ya tiene un padre y una madre para eso; yo sólo soy un amigo.
—Un
inconsciente es lo que eres tú. Su padre es un pobre hombre que trabajo tiene
con encontrarse las nalgas a la hora de hacer aguas mayores, y doña Yvonne es
una harpía con cerebro de pulga que se pasa el día haciéndose la encontradiza
en paños menores convencida de que es doña María Guerrero, o algo peor que
prefiero no mentar. El chaval, como es natural, busca un sustituto y tú, ángel
salvador, caes del cielo y le das la mano. San Julián de la Fuente, patrón de
los desheredados.
—Ese
doctor Freud te está pudriendo la mollera, Miquel. Todos necesitamos tener
amigos. Incluso tú.
—Ese
muchacho no tiene ni tendrá nunca amigos. Tiene alma de araña. Y si no, tiempo
al tiempo. Me pregunto qué es lo que sueña...
Poco
sospechaba Miquel Moliner que los sueños de Francisco Javier eran más parecidos
a los de su amigo Julián de lo que él hubiera creído posible. En una ocasión,
meses antes de que Julián ingresara en el colegio, el hijo del conserje estaba
recogiendo la hojarasca en el patio de las fuentes cuando llegó el fastuoso
automóvil de don Ricardo Aldaya. Aquella tarde, el industrial traía compañía.
Le escoltaba una aparición, un ángel de luz enfundado de seda que parecía
levitar sobre el suelo. El ángel, que no era sino su hija Penélope, descendió
del Mercedes y anduvo hasta la fuente, aleteando su sombrilla y deteniéndose a
batir las aguas del estanque con la mano. Como siempre, su aya Jacinta la
seguía solícita, atenta al mínimo gesto de la muchacha. Poco hubiera importado
que la escoltase un ejército de sirvientes: Javier sólo tenía ojos para la
muchacha. Temió que si parpadeaba, la visión se esfumaría. Permaneció allí
paralizado, espiando el espejismo sin aliento. Poco después, como si ella
hubiese intuido su presencia y su mirada furtiva, Penélope alzó la vista hacia
él. La belleza de aquel rostro se le antojó dolorosa, insostenible. Le pareció
entrever un amago de sonrisa en sus labios. Aterrado, Javier corrió a ocultarse
en lo alto de la torre de las cisternas junto al palomar del ático del colegio,
su escondite predilecto. Las manos le temblaban todavía cuando cogió sus
útiles de tallar y empezó a trabajar en una nueva pieza que quería asemejarse
al rostro que acababa de vislumbrar. Cuando regresó a la vivienda del conserje
aquella noche, horas más tarde de lo habitual, su madre le esperaba, medio
desnuda y furiosa.
El muchacho bajó los ojos temiendo que, si su madre leía su mirada, vería en
ella a la muchacha del estanque y sabría lo que había estado pensando.
—¿Y tú dónde te metes, mocoso de mierda
—Perdóneme usted, madre. Me perdí.
—Tú estás perdido desde el día que naciste.
Años más tarde, cada vez que introducía su revólver en la boca de un
prisionero y apretaba el gatillo, el inspector jefe Francisco Javier Fumero
habría de evocar el día en que vio el cráneo de su madre estallar como una
sandía madura en las inmediaciones de un merendero de Las Planas y no sintió
nada, apenas el tedio de las cosas muertas. La Guardia Civil, alertada por el
encargado del establecimiento, que había oído el disparo, encontró al muchacho
sentado en una roca sosteniendo la escopeta en su regazo, todavía tibia.
Contemplaba impávido el cuerpo decapitado de María Craponcia, alias Yvonne, cubierto
de insectos. Al ver aproximarse a los guardias se limitó a encogerse de hombros,
el rostro salpicado de gotas de sangre como si se lo estuviese comiendo la
viruela. Siguiendo los sollozos, los guardias encontraron a Ramón el
Unicojonio acurrucado junto a un árbol a treinta metros de allí, entre la
maleza. Temblaba como un niño y fue incapaz de hacerse entender. El teniente de
la Guardia Civil, tras mucho cavilar, dictaminó que el suceso había sido un
trágico accidente y así lo hizo constar en el atestado, que no en su
conciencia. Al preguntarle al muchacho si podían hacer algo por él, Francisco
Javier Fumero preguntó si podía conservar aquella vieja escopeta, porque de
mayor quería ser soldado...
—¿Se encuentra usted bien, señor Romero de Torres?
La súbita aparición de Fumero en el relato del padre Fernando Ramos me
había dejado helado, pero el efecto sobre Fermín había sido fulminante.
Amarilleaba y le temblaban las manos.
—Es una bajada de tensión —improvisó Fermín con un hilo de voz—. Este
clima catalán a las gentes del sur a veces nos mortifica.
—¿Puedo ofrecerle un vaso de agua? —preguntó el sacerdote,
consternado.
—Si su ilustrísima no tiene inconveniente. Y quizá una chocolatina,
por aquello de la glucosa...
El sacerdote le escanció un vaso de agua, que Fermín apuró ávidamente.
—Todo lo que tengo son caramelos de eucalipto. ¿Le sirven?
—Dios se lo pague.
Fermín engulló un puñado de caramelos y, al rato, pareció recuperar
cierta palidez.
—¿Este muchacho, el hijo del conserje que perdió heroicamente el
escroto defendiendo las colonias, está usted seguro de que se llamaba Fumero,
Francisco Javier Fumero?
—Sí. Completamente. ¿Acaso le conocen ustedes?
—No —entonamos los dos en polifonía.
El padre Fernando frunció el ceño.
—No sería de extrañar. Francisco Javier ha acabado siendo un personaje
tristemente célebre.
—No estamos seguros de comprenderle...
—Me entienden ustedes de maravilla. Francisco Javier Fumero es
inspector jefe de la Brigada Criminal de Barcelona y su reputación es
sobradamente conocida incluso por los que no salimos de este recinto. Y usted
al oír su nombre ha encogido varios centímetros, diría yo.
—Ahora que lo menciona vuecencia, el nombre tiene una cierta
musiquilla familiar...
El padre Fernando nos miró de reojo.
—Este muchacho no es hijo de Julián Carax. ¿Me equivoco?
—Hijo espiritual, eminencia, que moralmente tiene mas peso.
—¿En
qué clase de embrollo están ustedes metidos? ¿Quién les envía?
Tuve
entonces la certeza de que estábamos a punto de salir despedidos a puntapiés
del despacho del sacerdote y opté por silenciar a Fermín y, por una vez, jugar
la carta de la honestidad.
—Tiene
usted razón, padre. Julián Carax no es mi padre. Pero no nos envía nadie. Hace
años tropecé por casualidad con un libro de Carax, un libro que se creía
desaparecido, y desde entonces he intentado averiguar más sobre él y esclarecer
las circunstancias de su muerte. El señor Romero de Torres me ha prestado su
ayuda...
—¿Qué
libro?
—La Sombra del Viento. ¿Lo ha leído usted?
—He
leído todas las novelas de Julián.
—¿Las
conserva usted?
El
sacerdote negó.
—¿Puedo
preguntarle qué hizo con ellas?
—Años
atrás alguien entró en mi habitación y les prendió fuego.
—¿Sospecha
usted de alguien?
—Por
supuesto. De Fumero. ¿No es por eso por lo que están ustedes aquí?
Fermín
y yo intercambiamos una mirada de perplejidad.
—¿El
inspector Fumero? ¿Por qué habría él de querer quemar esos libros?
—¿Quién
si no? Durante el último año que pasamos juntos en el colegio, Francisco Javier
intentó matar a Julián con la escopeta de su padre. Si Miquel no le hubiese
detenido...
—¿Por
qué intentó matarle? Julián había sido su único amigo.
—Francisco
Javier estaba obsesionado con Penélope Aldaya. Nadie lo sabía. No creo que ni
la misma Penélope hubiera reparado en la existencia del muchacho. Mantuvo el
secreto durante años. Al parecer seguía a Julián sin que él lo supiera. Creo
que un día le vio besarla. No lo sé. Lo que sé es que intentó matarle a plena
luz del día. Miquel Moliner, que nunca se había fiado de Fumero, se abalanzó
sobre él y le detuvo en el último momento. El agujero del balazo aún se puede
ver junto a la entrada. Cada vez que paso me acuerdo de aquel día.
—¿Qué
pasó con Fumero?
—Él y su
familia fueron expulsados del recinto. Creo que a Francisco Javier le metieron
durante una temporada en un internado. No supimos de él hasta un par de años
más tarde, cuando su madre murió en un accidente de caza. No hubo tal
accidente. Miquel había tenido razón desde el principio. Francisco Javier
Fumero es un asesino.
—Si yo
le contara... —musitó Fermín.
—Pues
no estaría de más que me contasen ustedes algo, algo verídico, para variar.
—Le
podemos decir que Fumero no fue quien quemó sus libros.
—¿Quién
fue entonces?
—Con
toda seguridad fue un hombre con el rostro desfigurado por el fuego que se hace
llamar Laín Coubert.
—¿No es
ése...?
Asentí.
—El
nombre de un personaje de Carax. El diablo.
El
padre Fernando se reclinó en su butaca, casi tan perdido como nosotros.
—Lo que
parece cada vez más claro es que Penélope Aldaya es el centro de todo este
asunto, y es de ella de quien menos sabemos —apuntó Fermín.
—No
creo que yo pueda ayudarles ahí. Apenas la vi, de lejos, un par o tres de
veces. Cuanto sé de ella es lo que me contó Julián, que no era mucho. La única
persona a quien oí mencionar el nombre de Penélope alguna vez fue a Jacinta
Coronado.
—¿Jacinta
Coronado?
—El aya
de Penélope. Había criado a Jorge y a Penélope. Los quería con locura,
especialmente a Penélope. A veces venía al colegio a recoger a Jorge, porque a
don Ricardo Aldaya no le gustaba que sus hijos pasaran un segundo sin la
vigilancia de alguien de la casa. Jacinta era un ángel. Había oído decir que
yo, como Julián, éramos muchachos de recursos modestos y siempre nos traía algo
de merendar porque creía que pasábamos hambre. Yo le decía que mi padre era el
cocinero, que no se preocupase que de comer no me faltaba. Pero ella insistía.
Yo la esperaba a veces y hablaba con ella. Era la mujer más buena que jamás he
conocido. No tenía hijos, ni novio conocido. Estaba sola en el mundo y había
dado la vida por criar a los hijos de los Aldaya. Adoraba a Penélope con toda
su alma. Aún habla de ella...
—¿Está
usted todavía en contacto con Jacinta?
—La
visito a veces en el asilo de Santa Lucía. Ella no tiene a nadie. El Señor, por
razones que nos están veladas al entendimiento, no siempre nos premia en vida.
Jacinta es una mujer muy mayor ya y sigue tan sola como siempre lo estuvo.
Fermín
y yo intercambiamos una mirada.
—¿Y
Penélope? ¿No la ha visitado nunca?
La
mirada del padre Fernando era un pozo de negrura.
—Nadie
sabe qué se hizo de Penélope. Esa muchacha era la vida de Jacinta. Cuando los
Aldaya se marcharon a América y ella la perdió, lo perdió todo.
—¿Por
qué no se la llevaron con ella? ¿Marchó Penélope también a la Argentina, con
el resto de los Aldaya? —pregunté.
El
sacerdote se encogió de hombros.
—No lo
sé. Nadie volvió a ver a Penélope o a oír hablar de ella después de 1919.
—El año
que Carax marchó a París —observó Fermín.
—Tienen
que prometerme ustedes que no van a molestar a esa pobre anciana para
desenterrar recuerdos dolorosos.
—¿Por
quién nos toma el mosén? —preguntó Fermín, airado.
Sospechando
que no nos iba a sacar nada más, el padre Fernando nos hizo jurarle que le
mantendríamos informado de lo que averiguásemos. Fermín, para tranquilizarlo,
se empeñó en jurar sobre un Nuevo Testamento que yacía en el escritorio del
sacerdote.
—Deje
los Evangelios tranquilos. Me basta con su palabra.
—No
deja pasar usted una, ¿eh, padre? ¡Qué fiera!
—Venga,
les acompaño hasta la salida.
Nos
guió a través del jardín hasta la verja de lanzas y se detuvo a una distancia
prudencial de la salida, contemplando la calle que serpenteaba de bajada hacia
el mundo real, como si temiera evaporarse si se aventuraba unos pasos más allá.
Me pregunté cuándo habría sido la última vez que el padre Fernando había
abandonado el recinto del colegio de San Gabriel.
—Lo
sentí mucho cuando supe que Julián había fallecido —dijo con voz queda—. Pese
a todo lo que pasó luego y a que nos distanciamos con el tiempo, fuimos buenos amigos: Miquel, Aldaya, Julián y yo. Incluso
Fumero. Siempre creí que íbamos a ser inseparables, pero la vida debe de saber
algo que nosotros no sabemos. No he vuelto a tener amigos como aquéllos, y no
creo que los vuelva a tener. Espero que encuentre usted lo que busca, Daniel.
26
Era casi media mañana cuando llegamos al paseo de la Bonanova, cada
uno retirado a sus propios pensamientos. No me cabía duda de que los de Fermín
se concentraban en la siniestra aparición del inspector Fumero en el asunto.
Le miré de reojo y advertí su semblante apesadumbrado, carcomido de inquietud.
Un velo de nubes oscuras se extendía como sangre derramada y destilaba astillas
de luz del color de la hojarasca.
—Si no nos damos prisa, nos va a pillar una buena —dije.
—Todavía no. Esas nubes tienen cara de noche, de magulladura. Son de
las que esperan.
—No me diga que también entiende usted de nubes.
—Vivir en la calle le enseña a uno más de lo que desearía saber. Sólo
de pensar en lo de Fumero me ha dado un hambre horrorosa. ¿Qué me dice si nos
acercamos al bar de la plaza de Sarriá y nos marcamos dos bocadillos de
tortilla con muchísima cebolla?
Pusimos rumbo hacia la plaza, donde una horda de abuelillos coqueteaba
el palomar local, reduciendo la vida a un juego de migajas y de espera. Nos
procuramos una mesa junto a la puerta del bar, donde Fermín procedió a dar
buena cuenta de los dos bocadillos, el suyo y el mío, una caña de cerveza, dos
chocolatinas y un trifásico de ron. De postre se tomó un Sugus. En la mesa
contigua, un hombre observaba a Fermín de refilón por encima del periódico,
probablemente pensando lo mismo que yo.
—No sé dónde mete usted todo eso, Fermín.
—En mi familia siempre hemos sido de metabolismo acelerado. Mi hermana
Jesusa, que en gloria esté, era capaz de merendarse una tortilla de morcilla y
ajos tiernos de seis huevos a media tarde y luego lucirse como un cosaco en la
cena. Le llamaban la Higadillos, porque sufría de
halitosis. Pobrecilla. Era igualita que yo, ¿sabe? Con este mismo careto y este
cuerpo serrano, más bien magro de carnes. Un doctor de Cáceres le dijo una vez
a mi madre que los Romero de Torres éramos el eslabón perdido entre el hombre
y el pez martillo, porque el noventa por ciento de nuestro organismo es
cartílago, mayormente concentrado en la nariz y en el pabellón auditivo. A la
Jesusa la confundían mucho conmigo en el pueblo, porque a la pobre nunca llegó
a salirle pecho y empezó a afeitarse antes que yo. Murió de tisis a los
veintidós años, virgen terminal y enamorada en secreto de un cura santurrón que
cuando se la cruzaba por la calle siempre le decía: «Hola, Fermín, estás ya hecho todo un hombrecito.»
Ironías de la vida.
—¿Les echa de menos?
—¿A la familia?
Fermín se encogió de hombros, varado en una sonrisa nostálgica.
—¿Qué sé yo? Pocas cosas engañan más que los recuerdos. Vea usted al
cura... ¿Y usted? ¿Echa de menos a su madre?
Bajé la mirada.
—Mucho.
—¿Sabe de lo que más me acuerdo de la mía? —preguntó Fermín—. De su
olor. Siempre olía a limpio, a pan dulce. Tanto daba si había pasado el día
trabajando en los campos o llevaba encima los mismos harapos de toda la semana.
Ella siempre olía a todo lo bueno que hay en este mundo. Y mire que era bruta.
Maldecía como un carretero, pero olía como las princesas de los cuentos. O al
menos eso me parecía a mí. ¿Y usted? ¿Qué es lo que más recuerda de su madre,
Daniel?
Dudé un instante, arañando las palabras que me rehuían la voz.
—Nada. No puedo recordar a mi madre hace ya años. Ni cómo era su cara,
o su voz, o su olor. Se me perdieron el día que descubrí a Julián Carax y no
han vuelto.
Fermín me observaba con cautela, midiendo su respuesta.
—¿No tiene usted un retrato de ella?
—Nunca he querido mirarlos —dije.
—¿Por qué no?
Nunca le había contado esto a nadie, ni siquiera a mi padre o a Tomás.
—Porque me da miedo. Me da miedo buscar un retrato de mi madre y
descubrir en ella a una extraña. Le parecerá a usted una tontería.
Fermín negó.
—¿Y por eso piensa usted que si consigue desentrañar el misterio de
Julián Carax y rescatarle del olvido, el rostro de su madre volverá a usted?
Le miré en silencio. No había ironía ni juicio en su mirada. Por un
instante, Fermín Romero de Torres me pareció el hombre más lúcido y sabio del
universo.
—Quizá —dije, sin pensar.
Al filo del mediodía abordamos un autobús de vuelta al centro. Nos
sentamos al frente, justo detrás del conductor, circunstancia que Fermín
aprovechó para entablar un debate con él acerca de los muchos avances, técnicos
y cosméticos, que advertía en el transporte público de superficie en relación
a la última vez que lo había utilizado, allá por 1940, particularmente en lo
referente a señalización, como demostraba un cartel que rezaba: «Se prohibe
escupir y la palabra soez.» Fermín examinó el cartel de reojo y optó por
rendirle pleitesía conjurando con enjundia un sonoro gargajo, lo que bastó
para granjearnos las miradas sulfúricas de un trío de beatorras que viajaban en
comando en la parte de atrás pertrechadas de sendas copias del misal.
—Salvaje —musitó la beata del flanco este, que guardaba un asombroso
parecido con el retrato oficial del general Yagüe.
—Ahí van —dijo Fermín—. Tres santas tiene mi España. Santa Sofoco,
santa Puretas y santa Remilgos. Entre todos hemos convertido este país en un
chiste.
—Diga que sí —convino el conductor—. Con Azaña estábamos mejor. Y el
tráfico no digamos. Asco da.
Un hombre sentado en la parte de atrás se rió, disfrutando del
intercambio de pareceres. Le reconocí como el mismo que había estado sentado
junto a nosotros en el bar. Su expresión parecía insinuar que estaba de parte
de Fermín y que deseaba verle ensañarse con las beatas. Crucé con él la mirada
brevemente. Me sonrió cordialmente y regresó a su periódico con desinterés. Al
llegar a la calle Ganduxer advertí que Fermín se había recogido en un ovillo
bajo su gabardina y estaba pegando una cabezadita con la boca abierta y el
rostro bendito. El autobús se deslizaba por el señorío almidonado del paseo de
San Gervasio cuando Fermín despertó de repente.
—He estado soñando con el padre Fernando —me dijo—. Sólo que en mi
sueño iba vestido de delantero centro del Real Madrid y tenía la copa de la
liga a su vera, reluciente como los chorros del oro.
—¿Y
eso? —pregunté.
—Si
Freud está en lo cierto, eso significa que tal vez el cura nos haya colado un
gol.
—A mí
me pareció un hombre honesto.
—La
verdad es que sí. Quizá demasiado para su propio bien. A los curas con madera
de santo los acaban enviando a todos a misiones, a ver si se los comen los mosquitos
o las pirañas.
—Ya
será menos.
—Bendita
inocencia la suya, Daniel. Se cree usted hasta lo del ratoncito dientes. Y si
no, de muestra un botón: el embrollo ese de Miquel Moliner que le endilgó Nuria
Monfort. Me parece que esa fámula le colocó a usted más trolas que la página
editorial de L'Observatore Romano. Ahora resulta que está casada con un
amigo de la infancia de Aldaya y Carax, mire usted por dónde. Y encima tenemos
la historia de Jacinta, el aya buena, que tal vez sea verídica pero suena
demasiado a último acto de don Alejandro Casona. Por no mencionar la aparición
estelar de Fumero en el papel de matarife.
—¿Cree
usted entonces que el padre Fernando nos mintió?
—No.
Convengo con usted en que parece honrado, pero el uniforme pesa mucho y lo
mismo se guardó alguna novena en la media, por así decirlo. Yo creo que si nos
mintió fue por omisión y decoro, no por mala leche o malicia. Además no le veo
capaz de inventarse un embrollo así. Si supiera mentir mejor, no estaría dando
clases de álgebra y latín; andaría ya en el obispado, con un despacho de
cardenal y melindros tiernos para el café.
—¿Qué
sugiere usted que hagamos entonces? —Tarde o temprano vamos a tener que
desenterrar a la momia de la abuelilla angelical y sacudirla de los tobillos,
a ver qué cae. De momento voy a tirar de algunos hilos, a ver qué averiguo de
este tal Miquel Moliner. Y no estaría de mas
echarle un ojo encima a esa Nuria Monfort, que me parece que está
resultando ser lo que mi difunta madre denominaba una lagarta.
—Se
equivoca usted con ella —aduje.
—A
usted le enseñan un par de tetas bien puestas y cree que ha visto a santa
Teresa de Jesús, lo cual a su edad tiene disculpa que no remedio. Déjemela a
mí, Daniel, que la fragancia del eterno femenino ya no me emboba como a usted.
A mis años, el riego sanguíneo a la cabeza adquiere preferencia al destinado a
las partes blandas.
—Menudo
fue a hablar.
Fermín
extrajo su monedero y procedió a contar el montante.
—Lleva
usted ahí una fortuna —dije—. ¿Todo eso ha sobrado del cambio de esta mañana?
—Parte.
El resto es legítimo. Es que hoy llevo a mi Bernarda por ahí. Yo a esa mujer no
le puedo negar nada. Si hace falta, asalto el Banco de España para darle todos
los caprichos. ¿Y usted qué planes tiene para el resto del día?
—Nada
en especial.
—¿Y la
nena esa, qué?
—¿Qué
nena?
—La
moños. ¿Qué nena va a ser? La hermana de Aguilar.
—No sé.
—Saber
sabe; lo que no tiene, hablando en plata, es cojones para coger el toro por los
cuernos.
A éstas
se nos acercó el revisor con gesto cansino, haciendo malabarismos con un
palillo que paseaba y volteaba entre los dientes con destreza circense.
—Ustedes
perdonen, que dicen esas señoras de ahí que si pueden utilizar un lenguaje más
decoroso.
—Y una mierda —replicó Fermín, en voz alta.
El revisor se volvió a las tres damas y se encogió de hombros,
dándoles a entender que había hecho cuanto podía y que no estaba dispuesto a
liarse a bofetadas por una cuestión de pudor semántico.
—La gente que no tiene vida siempre se tiene que meter en la de los
demás —masculló Fermín—. ¿De qué estábamos hablando?
—De mi falta de redaños.
—Efectivamente. Un caso crónico. Hágame caso. Vaya a buscar a su
chica, que la vida pasa volando, especialmente la parte que vale la pena
vivir. Ya ha visto lo que decía el cura. Visto y no visto.
—Pero si no es mi chica.
—Pues gánesela antes de que se la lleve otro, especialmente un
soldadito de plomo.
—Habla usted como si Bea fuese un trofeo.
—No, como si fuese una bendición —corrigió Fermín—. Mire, Daniel. El
destino suele estar a la vuelta de la esquina. Como si fuese un chorizo, una
furcia o un vendedor de lotería: sus tres encarnaciones más socorridas. Pero
lo que no hace es visitas a domicilio. Hay que ir a por él.
Dediqué el resto del trayecto a considerar esta perla filosófica
mientras Fermín emprendía otra cabezadita, menester para el que tenía un
talento napoleónico. Nos bajamos del autobús en la esquina de Gran Vía y paseo
de Gracia bajo un cielo de ceniza que se comía la luz. Abotonándose la
gabardina hasta el gaznate, Fermín anunció que partía a toda prisa rumbo a su
pensión con la intención de acicalarse para su cita con la Bernarda.
—Hágase cargo de que con una presencia mayormente modesta como la
mía, la toilette no baja de noventa minutos. No hay genio sin figura; ésa es
la triste realidad de estos tiempos faranduleros. Vanitas pecata mundi.
Le vi alejarse por la Gran Vía, apenas un bosquejo de hombrecillo
amparado en su gabardina gris que aleteaba como una bandera raída al viento.
Puse rumbo a casa, donde planeaba reclutar un buen libro y esconderme del
mundo. Al doblar la esquina de Puerta del Ángel y la calle Santa Ana, el
corazón me dio un vuelco. Fermín, como siempre, había estado en lo cierto. El
destino me aguardaba frente a la librería luciendo traje de lana gris, zapatos
nuevos y medias de seda, y estudiando su reflejo en el escaparate.
—Mi padre cree que estoy en misa de doce —dijo Bea sin alzar la vista
de su propia imagen.
—Como si lo estuvieses. Aquí, a menos de veinte metros, en la iglesia
de Santa Ana llevan en sesión continua desde las nueve de la mañana.
Hablábamos como dos desconocidos detenidos casualmente frente a un
escaparate, buscándonos la mirada en el cristal.
—No es como para hacer broma. He tenido que recoger una hoja
dominical para ver de qué iba el sermón. Luego me pedirá que le haga una
sinopsis detallada.
—Tu padre está en todo.
—Ha jurado partirte las piernas.
—Antes tendrá que averiguar quién soy. Y mientras yo las tenga
enteras, corro mas que él.
Bea me observaba tensa, mirando por encima del hombro a los
transeúntes que se deslizaban a nuestra espalda en soplos de gris y de viento.
—No sé de qué te ríes —dijo—. Lo dice en serio.
—No me río. Estoy muerto de miedo. Pero es que me alegra verte.
Una sonrisa a media asta, nerviosa, fugaz.
—A mí también —concedió Bea.
—Lo dices como si fuese una enfermedad.
—Es peor que eso. Pensaba que si volvía a verte a la luz del día, a lo
mejor entraba en razón.
Me pregunté si aquello era un cumplido o una condena.
—No pueden vernos juntos, Daniel. No así, en plena calle.
—Si quieres podemos entrar en la librería. En la trastienda hay una
cafetera y...
—No. No quiero que nadie me vea entrar o salir de aquí. Si alguien me
ve hablar ahora contigo, siempre puedo decir que me he tropezado con el mejor
amigo de mi hermano por casualidad. Si nos ven dos veces juntos, levantaremos
sospechas.
Suspiré.
—¿Y quién va a vernos? ¿A quién le importa lo que hagamos?
—La gente siempre tiene ojos para lo que no le importa, y mi padre
conoce a media Barcelona.
—¿Entonces por qué has venido hasta aquí a esperarme?
—No he venido a esperarte. He venido a misa, ¿te acuerdas? Tú mismo lo
has dicho. A veinte metros de aquí...
—Me das miedo, Bea. Mientes todavía mejor que yo.
—Tú no me conoces, Daniel.
—Eso dice tu hermano.
Nuestras miradas se encontraron en el reflejo.
—Tú me enseñaste algo la otra noche que no había visto jamás —murmuró
Bea—. Ahora me toca a mí.
Fruncí el ceño, intrigado. Bea abrió su bolso, extrajo una tarjeta de
cartulina doblada y me la tendió.
—No eres el único que sabe misterios en Barcelona, Daniel. Tengo una
sorpresa para ti. Te espero en esta dirección hoy a las cuatro. Nadie debe
saber que hemos quedado allí.
—¿Cómo sabré que he dado con el sitio correcto?
—Lo sabrás.
La miré de reojo, rogando que me estuviese tomando el pelo.
—Si no vienes, lo entenderé —dijo Bea—. Entenderé que ya no quieres
verme más.
Sin concederme un instante para responder, Bea se dio la vuelta y se
alejó a paso ligero hacia las Ramblas. Me quedé sosteniendo la tarjeta en la
mano y la palabra en los labios, persiguiéndola con la mirada hasta que su
silueta se fundió en la penumbra gris que precedía a la tormenta. Abrí la
tarjeta. En el interior, en trazo azul, se leía una dirección que conocía bien.
27
La tormenta no esperó al anochecer para asomar los dientes. Los
primeros relámpagos me sorprendieron al poco de tomar un autobús de la línea 22. Al rodear la
plaza Molina y ascender Balmes arriba, la ciudad ya se desdibujaba bajo telones
de terciopelo líquido, recordándome que apenas había tomado la precaución de
coger un mísero paraguas.
—Hay que tener valor —murmuró el conductor cuando solicité parada.
Pasaban ya diez minutos de las cuatro cuando el autobús me dejó en un
eslabón perdido al final de la calle Balmes a merced de la tormenta. Al
frente, la avenida del Tibidabo se desvanecía en un espejismo acuoso bajo
cielo de plomo. Conté hasta tres y eché a correr bajo la lluvia. Minutos más
tarde, empapado hasta la médula y tiritando de frío, me detuve al amparo de un
portal para recuperar el aliento. Ausculté el resto del trayecto. El aliento
helado de la tormenta arrastraba un velo gris que enmascaraba el contorno
espectral de palacetes y caserones enterrados en la niebla. Entre ellos se
alzaba el torreón oscuro y solitario del palacete Aldaya, varado entre la
arboleda ondulante. Me retiré el pelo empapado que me caía sobre los ojos y
eché a correr hacia allí, cruzando la avenida desierta.
La portezuela de la verja se balanceaba al viento. Más allá se abría
un sendero ondulante que ascendía hasta el caserón. Me colé por la portezuela y
me adentré en la finca. Entre la maleza se adivinaban pedestales de estatuas
derrocadas sin piedad. Al aproximarme hacia el caserón advertí que una de las
estatuas, la efigie de un ángel purificador, había sido abandonada en el
interior de una fuente que coronaba el jardín. La silueta de mármol ennegrecido
brillaba como un espectro bajo la lámina de agua que se desbordaba en el
estanque. La mano del ángel ígneo emergía de las aguas; un dedo acusador,
afilado como una bayoneta, señalaba la puerta principal de la casa. El portón
de roble labrado se adivinaba entreabierto. Empujé la puerta y me aventuré unos
pasos en un recibidor cavernoso, los muros fluctuando bajo la caricia de una
vela.
—Creí que no vendrías —dijo Bea.
Su silueta se perfilaba en un corredor clavado en la penumbra,
recortada en la claridad mortecina de una galería que se abría al fondo.
Estaba sentada en una silla, contra la pared, con una vela a sus pies.
—Cierra la puerta —indicó sin levantarse—. La llave está puesta en la
cerradura.
Obedecí. La cerradura crujió con un eco sepulcral. Escuché los pasos
de Bea acercándose a mi espalda y sentí su roce en la ropa empapada.
—Estás temblando. ¿Es de miedo o de frío?
—Aún no lo he decidido. ¿Por qué estamos aquí?
Sonrió en la penumbra y me tomó de la mano.
—¿No lo sabes? Creí que lo habrías adivinado...
—Ésta era la casa de los Aldaya, eso es todo lo que sé. ¿Cómo has
conseguido entrar y cómo sabías...?
Ven, encenderemos un fuego para que entres en calor.
Me guió a través del corredor hasta la galería que presidía el patio
interior de la casa. El salón se erguía en columnas de mármol y muros desnudos
que reptaban hacia el artesonado de una techumbre caída a trozos. Se
adivinaban las marcas de cuadros y espejos que tiempo atrás habían cubierto las
paredes, al igual que los rastros de muebles sobre el piso de mármol. En un
extremo del salón había un hogar con unos troncos dispuestos. Una pila de
diarios viejos descansaba junto al atizador. El aliento de la chimenea olía a
fuego reciente y a carbonilla. Bea se arrodilló frente al hogar y empezó a
disponer varias hojas de periódico entre los troncos. Extrajo un fósforo y las
prendió, conjurando rápidamente una corona de llamas. Las manos de Bea
agitaban los maderos con habilidad y experiencia. Imaginé que me suponía muerto
de curiosidad e impaciencia, pero decidí adoptar un aire flemático que dejase
claro que si Bea quería jugar conmigo a los misterios llevaba las de perder.
Ella se relamía en una sonrisa triunfante. Mi tembleque de manos, quizá, no
ayudaba a mi representación.
—¿Vienes mucho por aquí? —pregunté.
—Hoy es la primera vez. ¿Intrigado?
—Vagamente.
Se arrodilló frente al fuego y dispuso una manta limpia que sacó de
una bolsa de lona. Olía a lavanda.
—Anda, siéntate aquí, junto al fuego, no vayas a pillar una pulmonía
por mi culpa.
El calor de la hoguera me devolvió a la vida. Bea contemplaba las
llamas en silencio, hechizada.
—¿Vas a contarme el secreto? —pregunté finalmente.
Bea suspiró y se sentó en una de las sillas. Yo permanecí pegado al
fuego, observando el vapor ascender de mi ropa como ánima en fuga.
—Lo que tú llamas el palacete Aldaya, en realidad tiene nombre
propio. La casa se llama «El ángel de bruma», pero casi nadie lo sabe. El
despacho de mi padre lleva quince años intentando vender esta propiedad sin
conseguirlo. El otro día, mientras me explicabas la historia de Julián Carax y
de Penélope Aldaya, no reparé en ello. Luego, por la noche en casa, até cabos y
recordé que había oído hablar a mi padre de la familia Aldaya alguna vez, y de
esta casa en particular. Ayer acudí al despacho de mi padre y su secretario,
Casasús, me contó la historia de la casa. ¿Sabías que en realidad ésta no era
su residencia oficial, sino una de sus casas de veraneo?
Negué.
—La casa principal de los Aldaya era un palacio que fue derribado en
1925 para levantar un bloque de pisos, en lo que hoy es el cruce de las calles
Bruch y Mallorca, diseñado por Puig i Cadafalch por encargo del abuelo de
Penélope y Jorge, Simón Aldaya, en 1896, cuando aquello no eran más que campos
y acequias. El hijo mayor del patriarca Simón, don Ricardo Aldaya, la había
comprado allá en los últimos años del siglo XIX a un personaje muy pintoresco
por un precio irrisorio, porque la casa tenía mala fama. Casasús me dijo que
estaba maldita y que ni los vendedores se atrevían a venir a enseñarla y
escurrían el bulto con cualquier pretexto...
28
Aquella tarde, mientras entraba de nuevo en calor, Bea me refirió la
historia de cómo «El ángel de bruma» había llegado a las manos de la familia
Aldaya. El relato era un melodrama escabroso que bien podría haberse escapado
de la pluma de Julián Carax. La casa había sido construida en 1899 por la
firma de arquitectos de Naulí, Martorell i Bergadá bajo los auspicios de un
próspero y extravagante financiero catalán llamado Salvador Jausá, que sólo
habría de vivir en ella un año. El potentado, huérfano desde los seis años y
de orígenes humildes, había amasado la mayor parte de su fortuna en Cuba y
Puerto Rico. Se decía que la suya era una de las muchas manos negras tras la
trama de la caída de Cuba y la guerra con Estados Unidos en que se habían
perdido las últimas colonias. Del Nuevo Mundo se trajo algo más que una
fortuna: le acompañaban una esposa norteamericana, damisela pálida y frágil de
la buena sociedad de Filadelfia que no hablaba palabra de castellano, y una
criada mulata que había estado a su servicio desde los primeros años en Cuba y
que viajaba con un macaco enjaulado vestido de arlequín y siete baúles de
equipaje. Por el momento se instalaron en varias habitaciones del hotel Colón
en la plaza de Cataluña, a la espera de adquirir la vivienda adecuada a los
gustos y apetencias de Jausá.
A nadie le cabía la menor duda de que la criada —belleza de ébano dotada
de mirada y talle que según las crónicas de sociedad inducía taquicardias— era
en realidad su amante y guía en placeres ilícitos e innombrables. Su calidad de
bruja y hechicera se asumía por añadidura. Su nombre era Marisela, o así la
llamaba Jausá, y su presencia y aires enigmáticos no tardaron en convertirse
en el escándalo predilecto de las reuniones que las damas de buena cuna
propiciaban para degustar melindros y matar el tiempo y los sofocos otoñales.
En estas tertulias circulaban rumores sin confirmar que sugerían que la hembra
africana, por inspiración directa de los infiernos, fornicaba aupada al varón,
es decir, cabalgándolo cual yegua en celo, lo cual violaba por lo menos cinco o
seis pecados mortales de necesidad. No faltó pues quien escribiera al obispado,
solicitando una bendición especial y protección para el alma impoluta y nívea de las familias de buen
nombre de Barcelona ante semejante influencia. Para más inri, Jausá tenía la
desfachatez de salir a pasear con su esposa y con Marisela en su carruaje los
domingos a media mañana, ofreciendo así el espectáculo babilónico de la
depravación a ojos de cualquier mozalbete incorrupto que pudiere deambular por
el paseo de Gracia en su camino a misa de once. Hasta los diarios se hacían eco
de la mirada altiva y orgullosa de la negraza, que contemplaba al público
barcelonés «como una reina de las selvas miraría a una cofradía de pigmeos».
Por aquella época, la fiebre modernista ya consumía Barcelona, pero
Jausá indicó claramente a los arquitectos que había contratado para que le
construyesen su nueva morada que quería algo diferente. En su diccionario, «diferente»
era el mejor de los epítetos. Jausá había pasado años paseándose frente a la
hilera de mansiones neogóticas que los grandes magnates de la era industrial
americana se habían hecho construir en el tramo de la Quinta Avenida varado
entre las calles 58 y 72, frente a la cara este del Central Park. Prendido con
sus ensueños americanos, el financiero se negó a escuchar cualquier argumento
en favor de construir según la moda y uso del momento, del mismo modo en que
se había negado a adquirir un palco en el Liceo, como era de rigor,
calificándolo de babel de sordos y colmena de indeseables. Deseaba su casa
alejada de la ciudad, en el por entonces todavía relativamente desolado paraje
de la avenida del Tibidabo. Quería contemplar Barcelona desde la distancia,
decía. Por única compañía sólo deseaba un jardín de estatuas de ángeles que
según sus instrucciones (destiladas por Marisela) debían estar ubicadas en los
vértices del trazado de una estrella de siete puntas, ni una más ni una menos.
Resuelto a llevar sus planes a cabo, y con las arcas rebosantes para hacerlo a
su capricho, Salvador Jausá envió a sus arquitectos tres meses a Nueva York
para que estudiasen las delirantes estructuras erigidas para albergar al
comodoro Vandervilt, a la familia de John Jacob Astor, Andrew Carnagie y al
resto de las cincuenta familias de oro. Dio instrucciones para que asimilasen
el estilo y las técnicas del taller de arquitectura de Stanford, White &
McKim y les advirtió que no se molestasen en llamar a su puerta con un proyecto
al gusto de los que él denominaba «charcuteros y fabricantes de botones».
Un año más tarde, los tres arquitectos se personaron en sus suntuosas
habitaciones del hotel Colón para presentarle el proyecto. Jausá, en compañía
de la mulata Marisela, les escuchó en silencio y al término de la presentación
preguntó cuál sería el costo de llevar a cabo la obra en seis meses. Frederic
Martorell, socio líder del taller de arquitectos, carraspeó y, por decoro,
anotó la cifra en un papel y se la tendió al potentado. Éste, sin pestañear, extendió
en el acto un cheque por el montante total y despidió a la comitiva con un
saludo ausente. Siete meses más tarde, en julio de 1900, Jausá, su esposa, y la
criada Marisela se instalaban en la casa. En agosto de aquel año, las dos
mujeres estarían muertas y la policía encontraría a Salvador Jausá
agonizante, desnudo y esposado a la butaca de su estudio. El informe del
sargento que instruyó el caso mencionaba que las paredes de toda la casa
estaban ensangrentadas, que las estatuas de los ángeles que rodeaban el jardín
habían sido mutiladas —sus rostros pintados al uso de máscaras tribales—, y que
se habían encontrado rastros de cirios negros en los pedestales. La
investigación duró ocho meses. Para entonces, Jausá había enmudecido.
Las pesquisas de la policía concluyeron lo siguiente: todo parecía
indicar que Jausá y su esposa habían sido envenenados con un extracto vegetal
que les había sido administrado por Marisela, en cuyos aposentos se encontraron
varios frascos de la sustancia. Por alguna razón, Jausá había sobrevivido al
veneno, aunque las secuelas que éste dejó fueron terribles, haciéndole perder
el habla y el oído, paralizando parte de su cuerpo con tremendos dolores y
condenándole a vivir el resto de sus días en una perpetua agonía. La señora de
Jausá fue hallada en su habitación, tendida sobre el lecho sin más prenda que
sus joyas y un brazalete de brillantes. Las suposiciones de la policía
apuntaban que, cometido el crimen, Marisela se había abierto las venas con un
cuchillo y había recorrido la casa esparciendo su sangre por los muros de
corredores y habitaciones hasta caer muerta en su habitación del ático. El
móvil, según la policía, habían sido los celos. Al parecer la esposa del
potentado estaba embarazada en el momento de morir. Marisela, se decía, había
dibujado una calavera sobre el vientre desnudo de la señora con cera roja
caliente. El caso, como los labios de Salvador Jausá, quedó sellado para
siempre unos meses más tarde. La buena sociedad de Barcelona comentaba que
jamás había sucedido algo así en la historia de la ciudad, y que la purria de
indianos y gentuza que venía de América estaba arruinando la sólida fibra
moral del país. A puerta cerrada, muchos se alegraron de que las
excentricidades de Salvador Jausá hubiesen llegado a su fin. Como siempre, se
equivocaban: apenas habían empezado.
La policía y los abogados de Jausá se encargaron de cerrar el caso,
pero el indiano Jausá estaba dispuesto a continuar. Fue por entonces cuando
conoció a don Ricardo Aldaya, por aquella época ya un próspero industrial con
fama de donjuán y temperamento leonino, que se ofreció a comprarle la propiedad
con la intención de demolerla y venderla de nuevo a precio de oro, porque el
valor del terreno en la zona estaba subiendo como la espuma. Jausá no accedió
a vender, pero invitó a Ricardo Aldaya a visitar la casa con la intención de
mostrarle lo que denominó un experimento científico y espiritual. Nadie había
vuelto a entrar en la propiedad desde el término de la investigación. Lo que
Aldaya presenció allí dentro le dejó helado. Jausá había perdido totalmente la
razón. La sombra oscura de la sangre de Marisela seguía cubriendo las paredes.
Jausá había convocado a un inventor y pionero en la curiosidad tecnológica del
momento, el cinematógrafo. Su nombre era Fructuós Gelabert y había accedido a
las demandas de Jausá a cambio de fondos para construir unos estudios
cinematográficos en el Vallés, seguro de que durante el siglo XX las imágenes animadas iban a sustituir a la religión organizada. Al
parecer, Jausá estaba convencido de que el espíritu de la negra Marisela
permanecía en la casa. Él afirmaba sentir su presencia, sus voces y su olor, e
incluso su tacto en la oscuridad. El servicio, al oír estas historias, había
huido al galope rumbo a empleos de menos tensión nerviosa en la localidad
vecina de Sarriá, donde no faltaban palacios y familias incapaces de llenar un
balde de agua o remendarse los calcetines.
Jausá se quedó así solo, con su obsesión y sus espectros invisibles.
Pronto decidió que la clave estaba en superar esta condición de invisibilidad.
El indiano ya había te nido ocasión de ver algunos resultados de la invención
del cinematógrafo en Nueva York, y compartía la opinión de la difunta Marisela
de que la cámara succionaba almas, la del sujeto filmado y la del espectador.
Siguiendo esta línea de razonamiento, había encargado a Fructuós Gelabert que
rodase metros y metros de película en los corredores de «El ángel de bruma» en
busca de signos y visiones del otro mundo. Los intentos, hasta la fecha pese al
nombre de pila del técnico al mando de la operación, habían resultado
infructuosos.
Todo cambió cuando Gelabert anunció que había recibido un nuevo tipo
de material sensible de la factoría de Thomas Edison en Menlo Park, Nueva
Jersey, que permitía filmar escenas en condiciones precarias de luz inauditas
hasta el momento. Mediante un tecnicismo que nunca quedó claro, uno de los
ayudantes de laboratorio de Gelabert había derramado un vino espumoso del
género xarelo, proveniente del Penedés, en la cubeta de revelado y, fruto de
la reacción química, extrañas formas empezaron a aparecer en la película
expuesta. Ésa era la película que Jausá quería mostrar a don Ricardo Aldaya la
noche en que le invitó a su caserón espectral en el número 32 de la avenida del
Tibidabo.
Aldaya, al oír esto, supuso que Gelabert temía ver desaparecer los
fondos económicos que le proporcionaba Jausá y había recurrido a tan bizantino
ardid para mantener el interés de su patrón. Jausá, sin embargo, no tenía duda
alguna acerca de la fiabilidad de los resultados. Es más, donde otros veían
formas y sombras, él veía ánimas. Juraba distinguir la silueta de Marisela
materializarse en un sudario, sombra que se mutaba en un lobo y caminaba
erecto. Ricardo Aldaya no vio en la proyección más que rnanchurrones,
sosteniendo además que tanto la película proyectada como el técnico que operaba
el proyector apestaban a vino y otras bebidas espirituosas. Aun así, como buen
hombre de negocios, el industrial intuyó que todo aquello podía acabar
resultándole ventajoso. Un millonario loco, solo y obsesionado con la captura
de ectoplasmas constituía una víctima idónea. Así pues, le dio la razón y le
animó a continuar su empresa. Durante semanas, Gelabert y sus hombres rodaron
kilómetros de película que habría de ser revelada en diferentes tanques con
soluciones químicas de líquidos de revelado diluidos con Aromas de Montserrat,
vino tinto bendecido en la parroquia del Ninot y toda suerte de cavas de la
huerta tarraconense. Entre proyección y proyección, Jausá transfería poderes,
firmaba autorizaciones y confería el control de sus reservas financieras a
Ricardo Aldaya.
Jausá desapareció una noche de noviembre de aquel año durante una
tormenta. Nadie supo qué se había hecho de él. Al parecer estaba exponiendo
uno de los rollos de película especial de Gelabert cuando le sobrevino un
accidente. Don Ricardo Aldaya encargó a Gelabert recuperar dicho rollo y, tras
visionarlo en privado, le prendió fuego personalmente y sugirió al técnico que
se olvidase del asunto con la ayuda de un cheque de generosidad indiscutible.
Para entonces, Aldaya ya era titular de la mayoría de propiedades del
desaparecido Jausá. Hubo quien dijo que la difunta Marisela había regresado
para llevárselo a los infiernos. Otros apuntaron que un mendigo muy parecido
al difunto millonario fue visto durante unos meses en los alrededores de la
ciudadela hasta que un carruaje negro, de cortinajes velados, lo arrolló sin detenerse
en plena luz del día. Para entonces ya era tarde: la leyenda negra del caserón,
y la invasión del son montuno en los salones de baile de la ciudad, eran
inamovible.
Unos meses más tarde, don Ricardo Aldaya mudó a su familia a la casa
de la avenida del Tibidabo, donde a las dos semanas nacería la hija pequeña del
matrimonio, Penélope. Para celebrarlo, Aldaya rebautizó la casa como «Villa
Penélope». El nuevo nombre, sin embargo, nunca enganchó. La casa tenía su
propio carácter y se mostraba inmune a la influencia de sus nuevos dueños. Los
recientes inquilinos se quejaban de ruidos y golpes en las paredes por la
noche, súbitos olores a putrefacción y corrientes de aire helado que parecían
vagar por la casa como centinelas errantes. El caserón era un compendio de misterios.
Tenía un doble sótano, con una suerte de cripta por estrenar en el nivel
inferior y una capilla en el superior dominada por un gran Cristo en una cruz
policromada al que los criados encontraban un inquietante parecido con
Rasputín, personaje muy popular en la época. Los libros de la biblioteca
aparecían constantemente reordenados, o vueltos del revés. Había una
habitación en el tercer piso, un dormitorio que no se usaba debido a inexplicables
manchas de humedad que brotaban de las paredes y parecían formar rostros
borrosos, donde las flores frescas se marchitaban en apenas minutos y siempre
se escuchaban moscas revolotear, aunque era imposible verlas.
Las cocineras aseguraban que ciertos artículos, como el azúcar,
desaparecían como por ensalmo de la despensa y que la leche se teñía de rojo
con la primera luna de cada mes. Ocasionalmente se encontraban pájaros muertos
a la puerta de algunas habitaciones, o pequeños roedores. Otras veces se
echaban en falta objetos, especialmente joyas y botones de la ropa guardada en
los armarios y cajones. De Pascuas a Ramos, los objetos sustraídos aparecían
como por ensalmo meses después en algún rincón remoto de la casa, o enterrados
en el jardín.
Normalmente no se encontraban jamás. A don Ricardo todos estos
aconteceres se le antojaban supercherías y bobadas propias de la gente
pudiente. A su parecer, una semana en ayunas hubiera curado a la familia de
espantos. Lo que ya no veía con tanta filosofía eran los robos de las alhajas
de su señora esposa. Más de cinco criadas fueron despedidas al desaparecer
diferentes piezas del joyero de la señora, aunque todas juraron en lágrima viva
que eran inocentes. Los más perspicaces se inclinaban a pensar que, sin tanto
misterio, ello era debido a la infausta costumbre de don Ricardo de colarse en
las alcobas de las criadas jóvenes a medianoche con fines lúdicos y extramaritales.
Su reputación al respecto era casi tan celebrada como su fortuna, y no faltaba
quien dijese que al paso que iban sus proezas, los bastardos que iba dejando
por el camino organizarían su propio sindicato. Lo cierto es que no sólo las
joyas desaparecían. Con el tiempo, a la familia se le extravió el gusto de
vivir.
La familia Aldaya nunca fue feliz en aquella casa obtenida mediante
las turbias artes de negociante de don Ricardo. La señora Aldaya rogaba sin
cesar a su marido que vendiese la propiedad y que se mudasen a una residencia
en la ciudad, o incluso que regresaran al palacio que Puig i Cadafalch había
construido para el abuelo Simón, patriarca del clan. Ricardo Aldaya se negaba
en redondo. Al pasar la mayor parte del tiempo de viaje o en las factorías de
la familia, no encontraba ningún problema con la casa. En una ocasión, el
pequeño Jorge desapareció durante ocho horas en el interior de la casa. Su
madre y el servicio lo estuvieron buscando desesperadamente, sin éxito. Cuando
el muchacho reapareció, pálido y aturdido, dijo que había estado todo el rato
en la biblioteca en compañía de la misteriosa mujer de color, que le había
estado mostrando fotografías antiguas y que le había dicho que
todas las hembras de la familia habrían de morir en aquella casa para expiar
los pecados de sus varones. La misteriosa dama llegó incluso a desvelarle al
pequeño Jorge la fecha en que su madre iba a morir: el 12 de abril de 1921.
Huelga decir que la supuesta dama negra nunca fue encontrada, aunque años más
tarde la señora Aldaya fue hallada sin vida en el lecho de su dormitorio al
alba del 12 de abril de 1921. Todas sus joyas habían desaparecido. Al drenar
el pozo del patio, uno de los mozos las encontró entre el lodo del fondo, junto
a una muñeca que había pertenecido a su hija Penélope.
Una semana más tarde, don Ricardo Aldaya decidió desprenderse de la
casa. Para entonces su imperio financiero ya estaba herido de muerte, y no
faltaba quien insinuase que todo era debido a aquella casa maldita que traía la
desgracia a quien la ocupase. Otros, más cautos, se limitaban a aducir que
Aldaya nunca había entendido las transformaciones del mercado y que todo lo que
había hecho a lo largo de su vida era arruinar el negocio que había erigido el
patriarca Simón. Ricardo Aldaya anunció que dejaba Barcelona y se trasladaba
con su familia a la Argentina, donde sus industrias textiles flotaban en la
gloria. Muchos dijeron que huía del fracaso y la vergüenza.
En 1922, «El ángel de bruma» fue puesta a la venta a precio de risa.
Hubo mucho interés inicial por adquirirla, tanto por el morbo como por el
prestigio creciente de la barriada, pero ninguno de los potenciales compradores
hizo una oferta tras visitar la casa. En 1923, el palacete fue cerrado. El
título de propiedad fue transferido a una sociedad de bienes raíces a la que
Aldaya debía dinero para que tramitase su venta, derribo o lo que se terciase.
La casa estuvo en venta durante años, sin que la empresa consiguiese encontrar
un comprador. Dicha sociedad, Botell i Llofré, S. L., quebró en 1939 al
ingresar sus dos socios titulares en prisión bajo cargos que nunca quedaron
claros, y, al trágico fallecimiento de ambos en un accidente en el penal de
San Vicens en 1940, fue absorbida por un consorcio financiero de Madrid, entre
cuyos socios titulares se contaban tres generales, un banquero suizo y el
miembro ejecutor y directivo de la firma, el señor Aguilar, padre de mi amigo
Tomás y de Bea. Pese a todos los esfuerzos promocionales, ninguno de los
vendedores al mando del señor Aguilar consiguió colocar la casa, ni
ofreciéndola a un precio muy por debajo de su valor de mercado. Nadie volvió a
entrar en la propiedad en más de diez años.
—Hasta hoy —dijo Bea, para sumirse de nuevo en uno de sus silencios.
Con el tiempo me acostumbraría a ellos, a verla encerrarse lejos, con
la mirada extraviada y la voz en retirada.
—Quería enseñarte este lugar, ¿sabes? Quería darte una sorpresa. Al
escuchar a Casasús, me dije que tenía que traerte aquí, porque esto era parte
de tu historia, de Carax y de Penélope. Tomé prestada la llave del despacho de
mi padre. Nadie sabe que estamos aquí. Es nuestro secreto. Quería compartirlo
contigo. Y me preguntaba si vendrías. Ya sabías que lo haría.
Sonrió, asintiendo.
—Yo creo que nada sucede por casualidad, ¿sabes?
Que, en el fondo, las cosas tienen su plan secreto, aunque nosotros no lo
entendamos. Como el que encontrases esa novela de Julián Carax en el Cementerio
de los Libros Olvidados, o el que estemos tú y yo ahora aquí, en esta casa que
perteneció a los Aldaya. Todo forma parte de algo que no podemos entender,
pero que nos posee.
Mientras
ella hablaba, mi mano torpemente se había desplazado hasta el tobillo de Bea y
ascendido hasta su rodilla. Ella la observó como si se tratase de un insecto
que hubiese trepado hasta allí. Me pregunté qué es lo que hubiera hecho Fermín
en aquel momento. ¿Dónde estaba su ciencia cuando más la necesitaba?
—Tomás
dice que nunca has tenido novia —dijo Bea, como si aquello lo explicase todo.
Retiré
la mano y bajé la mirada, derrotado. Me pareció que Bea estaba sonriendo, pero
preferí no asegurarme.
—Para
ser tan callado, tu hermano está resultando ser un bocazas. ¿Qué más dice de mí
el No-Do?
—Dice
que estuviste enamorado de una mujer mayor que tú durante años y que la
experiencia te dejó el corazón roto.
—Lo
único roto que saqué de todo aquello fue un labio y la vergüenza.
—Tomás
dice que no has vuelto a salir con ninguna chica porque las comparas a todas
con esa mujer.
El
bueno de Tomás y sus golpes escondidos.
—El
nombre es Clara —ofrecí.
—Ya lo
sé. Clara Barceló.
—¿La
conoces?
—Todo
el mundo conoce a alguna Clara Barceló. El nombre es lo de menos.
Nos
quedamos callados un rato, mirando el fuego chispear.
—Ayer
noche, al dejarte, escribí una carta a Pablo —dijo Bea.
Tragué
saliva.
—¿A tu
novio el alférez? ¿Para qué?
Bea
extrajo un sobre del bolsillo de su blusa y me lo mostró. Estaba cerrado y
sellado.
—En la
carta le digo que quiero que nos casemos cuanto antes, en un mes a ser
posible, y que quiero irme de Barcelona para siempre.
Enfrenté
su mirada impenetrable, casi temblando.
—¿Por
qué me cuentas eso?
—Porque
quiero que me digas si tengo que enviarla o no. Por eso te he hecho venir hoy
aquí, Daniel.
Estudié
el sobre que giraba en sus manos como una apuesta de dados.
—Mírame
—dijo.
Alcé la
vista y le sostuve la mirada. No supe responder. Bea bajó los ojos y se alejó
hacia el extremo de la galería. Una puerta conducía a la balaustrada de mármol
abierta al patio interior de la casa. Observé su silueta fundirse en la lluvia.
Fui tras ella y la detuve, arrebatándole el sobre de las manos. La lluvia le
azotaba el rostro, barriendo las lágrimas y la rabia. La conduje de nuevo hacia
el interior del caserón y la arrastré hasta la calidez de la hoguera. Rehuía mi
mirada. Tomé el sobre y lo entregué a las llamas. Contemplamos la carta
quebrándose entre las brasas y las páginas evaporándose en volutas de humo
azul, una a una. Bea se arrodilló junto a mí, con lágrimas en los ojos. La
abracé y sentí su aliento en la garganta.
—No me
dejes caer, Daniel —murmuró.
El
hombre más sabio que jamás conocí, Fermín Romero de Torres, me había explicado
en una ocasión que no existía en la vida experiencia comparable a la de la
primera vez en que uno desnuda a una mujer. Sabio como era, no me había
mentido, pero tampoco me había contado toda la verdad. Nada me había dicho de
aquel extraño tembleque de manos que convertía cada botón, cada cremallera, en
tarea de titanes. Nada me había dicho de aquel embrujo de piel pálida y
temblorosa, de aquel primer roce de labios ni de aquel espejismo que parecía arder en cada poro de la piel. Nada me contó
de todo aquello porque sabía que el milagro sólo sucedía una vez y que, al
hacerlo, hablaba un lenguaje de secretos que, apenas se desvelaban, huían para
siempre. Mil veces he querido recuperar aquella primera tarde en el caserón de
la avenida del Tibidabo con Bea en que el rumor de la lluvia se llevó el mundo.
Mil veces he querido regresar y perderme en un recuerdo del que apenas puedo
rescatar una imagen robada al calor de las llamas. Bea, desnuda y reluciente de
lluvia, tendida junto al fuego, abierta en una mirada que me ha perseguido
desde entonces. Me incliné sobre ella y recorrí la piel de su vientre con la
yema de los dedos. Bea dejó caer los párpados, los ojos y me sonrió, segura y
fuerte.
—Hazme lo que quieras —susurró.
Tenía diecisiete años y la vida en los labios.
29
Había
anochecido cuando dejamos el caserón envueltos en sombras azules. La tormenta
se había quedado en un soplo de llovizna fría. Quise devolverle la llave, pero
Bea me indicó con la mirada que la guardase yo. Descendimos hasta el paseo de
San Gervasio con la esperanza de encontrar un taxi o un autobús. Caminábamos en
silencio, asidos de la mano y sin mirarnos.
—No podré volver a verte hasta el martes —dijo Bea con voz trémula,
como si de repente dudara de mi deseo de volver a verla.
—Aquí te esperaré —dije.
Di por supuesto que todos mis encuentros con Bea tendrían lugar entre
los muros de aquel viejo caserón, que el resto de la ciudad no nos pertenecía.
Incluso me pareció que la firmeza de su tacto palidecía a medida que nos
alejábamos de allí, que su fuerza y su calor menguaban a cada paso. Al
alcanzar el paseo comprobamos que las calles estaban prácticamente desiertas.
—Aquí no encontraremos nada —dijo Bea—. Mejor que bajemos por Balmes.
Enfilamos la calle Balmes a paso firme, caminando bajo las copas de
los árboles para resguardarnos de la llovizna y quizá de encontrarnos la
mirada. Me pareció que Bea aceleraba por momentos, que casi tiraba de mí. Por
un momento pensé que si soltaba su mano, Bea echaría a correr. Mi imaginación,
envenenada todavía con el tacto y el sabor de su cuerpo, ardía en deseos de
arrinconarla en un banco, de besarla, de recitarle la sarta de tonterías que a
cualquier otro le hubiesen matado de risa a mi costa. Pero Bea ya no estaba
allí. Algo la recomía por dentro, en silencio y a gritos.
—¿Qué pasa? —murmuré.
Me devolvió una sonrisa rota, de miedo y de soledad. Me vi entonces a
mí mismo a través de sus ojos; apenas un muchacho transparente que creía haber
ganado el mundo en una hora y que todavía no sabía que podía perderlo en un
minuto. Seguí caminando, sin esperar respuesta. Despertando al fin. Al poco se
escuchó el rumor del tráfico y el aire pareció prender como una burbuja de gas
al calor de farolas y semáforos que me hicieron pensar en una muralla
invisible.
—Mejor nos separamos aquí —dijo Bea, soltándome la mano.
Las luces de una parada de taxis se vislumbraban en la esquina, un
desfile de luciérnagas.
—Como quieras.
Bea se inclinó y me rozó la mejilla con los labios. El pelo le olía a
cera.
—Bea —empecé, casi sin voz—, yo te quiero...
Negó en silencio, sellándome los labios con la mano como si mis
palabras la hiriesen.
—El martes a las seis, ¿de acuerdo? —preguntó.
Asentí de nuevo. La vi partir y perderse en un taxi, casi una
desconocida. Uno de los conductores, que había seguido el intercambio con ojo
de juez de línea, me observaba con curiosidad.
—¿Qué? ¿Nos vamos a casa, jefe?
Me metí en el taxi sin pensar. Los ojos del taxista me examinaban
desde el espejo. Los míos perdían de vista el coche que se llevaba a Bea, dos
puntos de luz hundiéndose en un pozo de negrura.
No conseguí conciliar el sueño hasta que el alba derramó cien tonos
de gris sobre la ventana de mi habitación, a cuál más pesimista. Me despertó
Fermín, que tiraba piedrecillas a mi ventana desde la plaza de la iglesia. Me
puse lo primero que encontré y bajé a abrirle. Fermín traía su entusiasmo
insufrible de lunes tempranero. Levantamos las rejas y colgamos el cartel de ABIERTO.
—Menudas ojeras me lleva usted, Daniel. Parecen terreno edificable.
Se conoce que se llevó usted el gato al agua.
De vuelta a la trastienda me enfundé mi delantal azul y le tendí el
suyo, o más bien se lo lancé con saña. Fermín lo atrapó al vuelo, todo sonrisa
socarrona.
—Más bien el agua se nos llevó al gato y a mí —atajé.
—Las greguerías las deja usted para don Ramón Gómez de la Serna, que
las suyas padecen de anemia. A ver, cuente.
—¿Qué quiere que cuente?
—Lo dejo a su elección. El número de estocadas o las vueltas al ruedo.
—No estoy de humor, Fermín.
—Juventud, flor de la papanatería. En fin, conmigo
no se pique que tengo noticias frescas de nuestra investigación sobre su amigo
Julián Carax.
—Soy todo oídos.
Me lanzó su mirada de intriga internacional; una ceja enarcada, la
otra alerta.
—Pues resulta que ayer, tras dejar a la Bernarda de vuelta en su casa
con la virtud intacta pero un par de buenos moretones en las nalgas, me
acometió un arrebato de insomnio por aquello de la trempera vespertina, circunstancia
que aproveché para acercarme a uno de los centros informativos del inframundo
barcelonés, verbigracia la taberna de Eliodoro Salfumán, alias Pichafreda, sita
en un local insalubre pero de mucho colorido en la calle de Sant Jeroni,
orgullo y alma del Raval.
—Abrevie, Fermín, por el amor de Dios.
—A ello iba. El caso es que una vez allí, congraciándome con algunos
de los habituales, viejos compañeros de fatigas, procedí a indagar en torno al
tal Miquel Moliner, marido de su Mata Hari Nuria Monfort y supuesto interno en
los hoteles penitenciarios del municipio.
—¿Supuesto?
—Y nunca mejor dicho, porque valga decir que en este
caso del participio al hecho no hay trecho alguno. Me consta por experiencia
que por lo que hace al censo y recuento de la población presidiaria, mis
informantes en el tabernáculo del Pichafreda cotizan más fiabilidad que los
chupasangres del Palacio de justicia, y puedo certificarle, amigo Daniel, que
nadie ha oído hablar de un tal Miquel Moliner en calidad de preso, visitante o
ser viviente en las cárceles de Barcelona por lo menos en diez años.
—Quizá esté preso en otro penal.
—Alcatraz, Sing-Sing o la Bastilla. Daniel, esa mujer le mintió.
—Supongo que sí.
—No suponga, acepte.
—¿Y ahora qué? Miquel Moliner es una pista muerta.
—O esa Nuria es muy viva.
—¿Qué sugiere usted?
—De momento explorar otras vías. No estaría de más visitar a la
viejecilla esa, el aya buena del cuento que nos endilgó el mosén ayer por la
mañana.
—No me diga que sospecha usted que el aya también ha desaparecido.
—No, pero me parece que va siendo hora de que nos dejemos de remilgos
y de picar al portal como si pidiésemos limosna. En este asunto hay que entrar
por la puerta de atrás. ¿Está usted conmigo?
—Fermín, lo que usted diga va a misa.
—Pues vaya desempolvando el disfraz de monaguillo, que esta tarde tan
pronto cerremos le vamos a hacer una visita de misericordia a la vieja al asilo
de Santa Lucía. Y ahora, cuente, ¿cómo fue ayer todo con esa potrilla? No me
sea hermético, que lo que no me cuente le saldrá en forma de granos de pus.
Suspiré, vencido, y me vacié de confesiones sin dejar pelos ni
señales. Al término de mi relato y del recuento de mis angustias existenciales
de colegial retardado, Fermín me sorprendió con un abrazo repentino y sentido.
—Está usted enamorado —murmuró emocionado, palmeándome la espalda—.
Pobrecillo.
Aquella tarde salimos de la librería a la hora en punto, lo que bastó
para granjearnos una mirada acerada por parte de mi padre, que empezaba a
sospechar que nos llevábamos algo turbio entre manos con tanto ir y venir.
Fermín farfulló algunas incoherencias sobre unos recados pendientes y nos
escurrimos por el foro con celeridad. Supuse que tarde o temprano tendría que
desvelar parte de todo aquel embrollo a mi padre; qué parte exactamente, era
harina de otro costal.
De camino, con su habitual duende para el folclore folletinesco,
Fermín me puso en antecedentes sobre el escenario al que nos dirigíamos. El
asilo de Santa Lucía era una institución de reputación fantasmal que
languidecía en las entrañas de un antiguo palacio en ruinas ubicado en la calle
Moncada. La leyenda que lo envolvía dibujaba un perfil a medio camino entre un
purgatorio y una morgue en abismales condiciones sanitarias. Su historia era,
cuando menos, peculiar. Desde el siglo XI había albergado entre otras cosas
varias residencias de familias de buen asiento, una cárcel, un salón de
cortesanas, una biblioteca de códices prohibidos, un cuartel, un taller de
escultura, un sanatorio de apestados y un convento. A mediados del siglo XIX,
prácticamente cayéndose a trozos, el palacio había sido convertido en un museo
de deformidades y atrocidades circenses por un extravagante empresario que se
hacía llamar Laszlo de Vicherny, duque de Parma y alquimista privado de la
casa de Borbón, pero cuyo verdadero nombre resultó ser Baltasar Deulofeu i
Carallot, natural de Esparraguera, gigoló y embaucador profesional.
El susodicho se enorgullecía de contar con la más extensa colección
de fetos humanoides en diferentes fases de deformación preservados en frascos
de formol, por no hablar de la todavía más amplia colección de órdenes de
captura expedidas por las policías de media Europa y América. Entre otras
atracciones, el Tenebrarium (pues así había rebautizado Deulofeu a su
creación) ofrecía sesiones de espiritismo, necromancia, peleas de gallos,
ratas, perros, mujeronas, impedidos, o mixtas, sin descartar las apuestas, un
prostíbulo especializado en tullidos y fenómenos, un casino, una asesoría
legal y financiera, un taller de filtros de amor, un escenario para
espectáculos de folclore regional, funciones de títeres y desfiles de bailarinas
exóticas. Por Navidad escenificaban una función de Los Pastorets con el elenco
del museo y el putiferio, cuya fama había llegado hasta los confines de la
provincia.
El Tenebrarium fue un rotundo éxito durante quince años hasta
que, al descubrirse que Deulofeu había seducido a la esposa, a la hija y a la
madre política del gobernador militar de la provincia en el espacio de una
sola semana, la más negra ignominia cayó sobre el centro recreativo y su
creador. Antes de que Deulofeu pudiese huir de la ciudad y asumir otra de sus
múltiples identidades, una banda de matarifes enmascarados le dio caza en los
callejones del barrio de Santa María y procedió a colgarlo y prenderle fuego en
la Ciudadela, abandonando luego su cuerpo para que fuese devorado por los
perros salvajes que merodeaban por la zona. Tras dos décadas de abandono, y
sin que nadie se molestase en retirar el catálogo de atrocidades del malogrado
Laszlo, el Tenebrarium fue transformado en una institución de caridad
pública al cuidado de una orden de religiosas.
—Las Damas del último Suplicio, o alguna morbosidad por el estilo
—dijo Fermín—. Lo malo es que son muy celosas del secretismo del lugar (mala
conciencia, diría yo), con lo cual habrá que encontrar algún subterfugio para
colarse.
En tiempos más recientes, los inquilinos del asilo de Santa Lucía
venían reclutándose entré las filas de moribundos, ancianos abandonados,
dementes, indigentes y algún que otro iluminado ocasional que formaban el nutrido
inframundo barcelonés. Para su fortuna, la mayoría de ellos tendían a durar
poco una vez ingresaban; las condiciones del local y la compañía no invitaban
a la longevidad. Según Fermín, los difuntos eran retirados poco antes del
alba y hacían su último viaje a la fosa común en un carromato donado por una
empresa de Hospitalet de Llobregat especializada en productos cárnicos y de
charcutería de dudosa reputación que años más tarde se vería envuelta en un
sombrío escándalo.
—Todo esto se lo está inventando usted —protesté, abrumado por aquel
retrato dantesco.
—Mis dotes de invención no llegan a tanto, Daniel. Espere y verá. Yo
visité el edificio en infausta ocasión hará diez años y puedo decirle que
parecía que hubiesen contratado a su amigo Julián Carax de decorador. Lástima
que no hayamos traído unas hojas de laurel para acallar los aromas que lo
caracterizan. Suficiente trabajo tendremos para que nos dejen entrar.
Con semejantes expectativas en ciernes nos adentramos en la calle
Montada, que a aquellas horas ya se recogía en pasaje de tinieblas flanqueado
por los viejos palacios convertidos en almacenes y talleres. La letanía de
campanadas de la basílica de Santa María del Mar puntuaba el eco de nuestros
pasos. Al poco, un aliento amargo y penetrante permeó la brisa fría de
invierno.
—¿Qué es ese olor?
—Ya hemos llegado —anunció Fermín.
30
Un portón de madera podrida nos condujo al interior de un patio
custodiado por lámparas de gas que salpicaban gárgolas y ángeles cuyas
facciones se deshacían en la piedra envejecida. Una escalinata ascendía al primer piso, donde un
rectángulo de claridad vaporosa dibujaba la entrada principal del asilo. La
luz de gas que emanaba de esta abertura teñía de ocre la neblina de miasmas que
exhalaba del interior. Una silueta angulosa y rapaz nos observaba desde el
arco de la puerta. En la penumbra se podía distinguir su mirada acerada, del
mismo color que el hábito. Sostenía un cubo de madera que humeaba y desprendía
un hedor indescriptible.
—AveMaríaPurísimaSinPecadoConcebida
—ofreció Fermín de corrido y con entusiasmo.
—¿Y la
caja? —replicó la voz en lo alto, grave y reticente.
—¿Caja?
—preguntamos Fermín y yo al unísono.
—¿No
vienen ustedes de la funeraria? —preguntó la monja con voz cansina.
Me
pregunté si aquello era un comentario sobre nuestro aspecto o una pregunta
genuina. A Fermín se le iluminó el rostro ante tan providencial oportunidad.
—La
caja está en la furgoneta. Primero quisiéramos reconocer al cliente. Puro
tecnicismo.
Sentí
que se me comía la náusea.
—Creí
que iba a venir el señor Collbató en persona —dijo la monja.
—El
señor Collbató le ruega le disculpe, pero le ha salido un embalsamamiento de
última hora muy complicado. Un forzudo de circo.
—¿Trabajan
ustedes con el señor Collbató en la funeraria?
—Somos
sus manos derecha e izquierda, respectivamente. Wilfredo Velludo para
servirla, y aquí a mi vera mi aprendiz, el bachiller Sansón Carrasco.
—Tanto
gusto —completé.
La
monja nos dio un repaso sumario y asintió, indiferente al par de
espantapájaros que se reflejaban en su mirada.
—Bien
venidos a Santa Lucía. Yo soy sor Hortensia, la que les llamó. Síganme.
Seguimos
a sor Hortensia sin despegar los labios a través de un corredor cavernoso cuyo
olor me recordó al de los túneles del metro. El corredor estaba flanqueado por
marcos sin puertas tras los cuales se adivinaban salas iluminadas con velas,
ocupadas por hileras de lechos apilados contra la pared y cubiertos por
mosquiteras que ondeaban como sudarios. Se escuchaban lamentos y se adivinaban
siluetas entre la rejilla de los cortinajes.
—Por
aquí —indicó sor Hortensia, que llevaba la avanzadilla unos metros al frente.
Nos
adentramos en una bóveda amplia en la que no me costó gran esfuerzo situar el
escenario del Tenebrarium que me había descrito Fermín. La penumbra
velaba lo que a primera vista me pareció una colección de figuras de cera,
sentadas o abandonadas en los rincones, con ojos muertos y vidriosos que
brillaban como monedas de latón a la lumbre de las velas. Pensé que tal vez
eran muñecos o restos del viejo museo. Luego comprobé que se movían, aunque muy
lentamente y con sigilo. No tenían edad o sexo discernible. Los harapos que los
cubrían tenían el color de la ceniza.
—El
señor Collbató dijo que no tocásemos ni limpiásemos nada —dijo sor Hortensia
con cierto tono de disculpa—. Nos limitamos a poner al pobre en una de las
cajas que había por aquí, porque empezaba a gotear, pero ya está.
—Han
hecho ustedes bien. Toda precaución es poca —convino Fermín.
Le
lancé una mirada desesperada. Él negó serenamente, dándome a entender que le
dejase a cargo de la situación. Sor Hortensia
nos condujo hasta lo que parecía una celda sin ventilación ni luz al fin de un
pasillo angosto. Tomó una de las lámparas de gas que pendían de la pared y nos
la tendió.
—¿Tardarán ustedes mucho? Tengo que hacer.
—Por nosotros no se entretenga. A lo suyo, que nosotros ya nos lo
llevamos. Pierda cuidado.
—Bueno, si necesitan algo estaré en el sótano, en la galería de
encamados. Si no es mucho pedir, sáquenlo por la parte de atrás. Que no le vean
los demás. Es malo para la moral de los internos.
—Nos hacemos cargo —dije, con la voz quebrada.
Sor Hortensia me contempló con vaga curiosidad por un instante. Al
observarla de cerca me di cuenta de que era una mujer mayor, casi anciana.
Pocos años la separaban del resto de inquilinos de la casa.
—Oiga, ¿el aprendiz no es un poco joven para este oficio?
—Las verdades de la vida no conocen edad, hermana —ofreció Fermín.
La monja me sonrió dulcemente, asintiendo. No había desconfianza en
aquella mirada, sólo tristeza.
—Aun así —murmuró.
Se alejó en la tiniebla, portando su cubo y arrastrando su sombra como
un velo nupcial. Fermín me empujó hacia el interior de la celda. Era un
cubículo miserable cortado entre muros de gruta supurantes de humedad, de cuyo
techo pendían cadenas terminadas en garfios y cuyo suelo quebrado quedaba
cuarteado por una rejilla de desagüe. En el centro, sobre una mesa de mármol
grisáceo, reposaba una caja de madera de embalaje industrial. Fermín alzó la
lámpara y adivinamos la silueta del difunto asomando entre el relleno de paja.
Rasgos de pergamino, imposibles, recortados y sin vida. La piel abotargada era
de color púrpura. Los ojos, blancos como cáscaras de huevo rotas, estaban
abiertos.
Se me revolvió el estómago y aparté la vista.
—Venga, manos a la obra —indicó Fermín.
—¿Está usted loco?
—Me refiero a que tenemos que encontrar a la tal Jacinta antes de que
se descubra nuestro ardid.
—¿Cómo?
—¿Cómo va a ser? Preguntando.
Nos asomamos al corredor para asegurarnos de que sor Hortensia había
desaparecido. Luego, con sigilo, nos deslizamos hasta el salón por el que
habíamos cruzado. Las figuras miserables seguían observándonos, con miradas
que iban desde la curiosidad al temor, y en algún caso, la codicia.
—Vigile, que algunos de éstos, si pudiesen chuparle
la sangre para volver a ser jóvenes, se le tiraban al cuello —dijo Fermín—. La
edad hace que parezcan todos buenos como corderillos, pero aquí hay tanto hijo
de puta como ahí fuera, o más. Porque éstos son de los que han durado y
enterrado al resto. Que no le dé pena. Ande, usted empiece por esos del
rincón, que parece que no tienen dientes.
Si estas palabras tenían por objeto envalentonarme para la misión,
fracasaron miserablemente. Observé aquel grupo de despojos humanos que
languidecía en el rincón y les sonreí. Su mera presencia se me antojó una
estratagema propagandística en favor del vacío moral del universo y la
brutalidad mecánica con que éste destruía a las piezas que ya no le resultaban
útiles. Fermín pareció leerme tan profundos pensamientos y asintió con
gravedad.
—La madre naturaleza es una grandísima furcia, ésa es la triste
realidad —dijo—. Valor y al toro.
Mi primera ronda de interrogatorios no me granjeó más que miradas vacías, gemidos,
eructos y desvaríos por parte de todos los sujetos a quienes cuestioné sobre el
paradero de Jacinta Coronado. Quince minutos más tarde replegué velas y me
reuní con Fermín para ver si él había tenido más suerte. El desaliento le
desbordaba.
—¿Cómo
vamos a encontrar a Jacinta Coronado en este agujero?
—No sé.
Esto es una olla de tarados. He intentado lo de los Sugus, pero los toman por
supositorios.
—¿Y si
preguntamos a sor Hortensia? Le decimos la verdad y ya está.
—La
verdad sólo se dice como último recurso, Daniel, y más a una monja. Antes
agotemos los cartuchos. Mire ese corrillo de ahí, que parece muy animado.
Seguro que saben latín. Vaya e interróguelos.
—¿Y
usted qué piensa hacer?
—Yo
vigilaré la retaguardia por si vuelve el pingüino. Usted a lo suyo.
Con
poca o ninguna esperanza de éxito me aproximé a un grupo de internos que
ocupaba una esquina del salón.
—Buenas
noches —dije, comprendiendo en el acto lo absurdo de mi saludo, pues allí
siempre era de noche—. Busco a la señora Jacinta Coronado. Co-ro-na-do. ¿Alguno
de ustedes la conoce o puede decirme dónde encontrarla?
Enfrente,
cuatro miradas envilecidas de avidez. Aquí hay un pulso, me dije. Quizá no todo
está perdido.
—¿Jacinta
Coronado? —insistí.
Los
cuatro internos intercambiaron miradas y asintieron entre sí. Uno de ellos,
orondo y sin un solo pelo visible en todo el cuerpo, parecía el cabecilla. Su
semblante y su donaire a la luz de aquel terrario de escatologías me hizo
pensar en un Nerón feliz, pulsando su arpa mientras Roma se pudría a sus pies.
Con ademán majestuoso, el César Nerón me sonrió, juguetón. Le devolví el
gesto, esperanzado.
El
interfecto me indicó que me acercase, como si quisiera susurrarme al oído.
Dudé, pero me avine a sus condiciones.
—¿Puede
usted decirme dónde encontrar a la señora Jacinta Coronado? —pregunté por
última vez.
Acerqué
el oído a los labios del interno, tanto que pude sentir su aliento fétido y
tibio en la piel. Temí que me mordiese, pero inesperadamente procedió a
dispensar una ventosidad de formidable contundencia. Sus compañeros echaron a
reír y a dar palmas. Me retiré unos pasos, pero el efluvio flatulento ya me
había prendido sin remedio. Fue entonces cuando advertí junto a mí a un
anciano encogido sobre sí mismo, armado con barbas de profeta, pelo ralo y ojos
de fuego, que se sostenía con un bastón y les contemplaba con desprecio.
—Pierde
usted el tiempo, joven. Juanito sólo sabe tirarse pedos y ésos lo único que
saben es reírselos y aspirarlos. Como ve, aquí la estructura social no es muy
diferente a la del mundo exterior.
El
anciano filósofo hablaba con voz grave y dicción perfecta. Me miró de arriba
abajo, calibrándome.
—¿Busca
usted a la Jacinta, me pareció oír?
Asentí,
atónito ante la aparición de vida inteligente en aquel antro de horrores.
—¿Y por
qué?
—Soy su
nieto.
—Y yo
el marqués de Matoimel. Una birria de mentiroso es lo que es usted. Dígame
para qué la busca o me hago el loco. Aquí es fácil. Y si piensa ir preguntando
a estos desgraciados de uno en uno, no tardará usted en comprender el porqué.
Juanito y su camarilla de inhaladores seguían riéndose de lo lindo. El
solista emitió entonces un bis, más amortiguado y prolongado que el primero,
en forma de siseo, que emulaba un pinchazo en un neumático y dejaba claro que
Juanito poseía un control del esfínter rayano en el virtuosismo. Me rendí a la
evidencia.
—Tiene usted razón. No soy familiar de la señora Coronado, pero
necesito hablar con ella. Es un asunto de suma importancia.
El anciano se me acercó. Tenía la sonrisa pícara y felina, de niño
gastado, y le ardía la mirada de astucia.
—¿Puede usted ayudarme? —supliqué.
—Eso depende de en lo que pueda usted ayudarme a mí.
—Si está en mi mano, estaré encantado de ayudarle. ¿Quiere que le haga
llegar un mensaje a su familia?
El anciano se echó a reír amargamente.
—Mi familia es la que me ha confinado a este pozo. Menuda jauría de
sanguijuelas, capaces de robarle a uno hasta los calzoncillos mientras aún
están tibios. A ésos se los puede quedar el infierno o el ayuntamiento. Ya los
he aguantado y mantenido suficientes años. Lo que quiero es una mujer.
—¿Perdón?
El anciano me miró con impaciencia.
—Los pocos años no le disculpan la opacidad de luces, chaval. Le digo
que quiero una mujer. Una hembra, fámula o potranca de buena raza. Joven, esto
es, menor de cincuenta y cinco años, y sana, sin llagas ni fracturas.
—No estoy seguro de entender...
—Me entiende usted divinamente. Quiero beneficiarme a una mujer que
tenga dientes y no se mee encima antes de irme al otro mundo. No me importa si
es muy guapa o no; yo estoy medio ciego, y a mi edad cualquier chavala que
tenga donde agarrarse es una Venus. ¿Me explico?
—Como un libro abierto. Pero no veo cómo le voy a encontrar yo una
mujer...
—Cuando yo tenía la edad de usted, había algo en el sector servicios
llamado damas de virtud fácil. Ya sé que el mundo cambia, pero nunca en lo
esencial. Consígame una, llenita y cachonda, y haremos negocios. Y si se está
usted preguntando acerca de mi capacidad para gozar de una dama, piense que me
contento con pellizcarle el trasero y sospesarle las beldades. Ventajas de la
experiencia.
—Los tecnicismos son cosa suya, pero ahora no puedo traerle a una
mujer aquí.
—Seré un viejo calentorro, pero no imbécil. Eso ya lo sé. Me basta con
que me lo prometa.
—¿Y cómo sabe que no le diré que sí sólo para que me diga dónde está
Jacinta Coronado?
El viejecillo me sonrió, ladino.
—Usted deme su palabra, y deje los problemas de conciencia para mí.
Miré a mi alrededor. Juanito enfilaba la segunda parte de su recital.
La vida se apagaba por momentos.
La petición de aquel abuelete picantón era lo único que me pareció
tener sentido en aquel purgatorio.
—Le doy mi palabra. Haré lo que pueda.
El anciano sonrió de oreja a oreja. Conté tres dientes.
—Rubia, aunque sea oxigenada. Con un par de buenas peras y con voz de
guarra, a ser posible, que de todos los sentidos, el que mejor conservo es el
del oído.
—Veré lo que puedo hacer. Ahora dígame dónde encontrar
a Jacinta Coronado.
31
—¿Que le ha prometido al matusalén ese el qué?
—Ya lo ha oído.
—Lo habrá dicho en broma, espero.
—Yo no le miento a un abuelete en las últimas, por fresco que sea.
—Y ello le ennoblece, Daniel, pero ¿cómo piensa usted colar a una
fulana en esta santa casa?
—Pagando triple, supongo. Los detalles específicos se los dejo a
usted.
Fermín se encogió de hombros, resignado.
—En fin, un trato es un trato. Ya pensaremos en algo. Ahora bien, la
próxima vez que se plantee una negociación de esta naturaleza, déjeme hablar a
mí.
—Concedido.
Tal y como me había indicado el anciano vivales, encontramos a
Jacinta Coronado en un altillo al que sólo se podía acceder desde una
escalinata en el tercer piso. Según el abuelete lujurioso, el ático era el
refugio de los escasos internos a quienes la parca no había tenido la decencia
de privar de entendimiento, estado por otra parte de escasa longevidad. Al
parecer, aquella ala oculta había albergado en su día las habitaciones de
Baltasar Deulofeu, alias Laszlo de Vicherny, desde las
cuales presidía las actividades del Tenebrarium y cultivaba
las artes amatorias recién llegadas de Oriente entre vapores y aceites
perfumados. Cuanto quedaba de aquel dudoso esplendor eran los vapores y
perfumes, si bien de otra naturaleza. Jacinta Coronado languidecía rendida en
una silla de mimbre, envuelta en una manta
—¿Señora Coronado? —pregunté alzando la voz, temiendo que la pobre
estuviese sorda, tarada o ambas cosas.
La anciana nos examinó con detenimiento y cierta reserva. Tenía la
mirada arenosa, y apenas unas mechas de cabello blanquecino le cubrían la
cabeza. Advertí que me observaba con extrañeza, como si me hubiera visto antes
y no recordase dónde. Temí que Fermín se apresurase a presentarme como el hijo
de Carax o algún ardid semejante, pero se limitó a arrodillarse a la vera de
la anciana y a tomar su mano temblorosa y ajada.
—Jacinta, yo soy Fermín, y este pimpollo es mi
amigo Daniel. Nos envía su amigo el padre Fernando Ramos, que hoy no ha podido
venir porque tenía doce misas que decir, ya sabe cómo es esto del santoral,
pero le envía a usted muchísimos recuerdos. ¿Cómo se encuentra usted?
La anciana sonrió dulcemente a Fermín. Mi amigo le acarició el rostro
y la frente. La anciana agradecía el tacto de otra piel como un gato faldero.
Sentí que se me estrechaba la garganta.
—Qué pregunta más tonta, ¿verdad? —continuó Fermín—. A usted lo que
le gustaría es estar por ahí, marcándose un chotis. Porque tiene usted planta
de bailarina, se lo debe de decir todo el mundo.
No le había visto tratar con tanta delicadeza a nadie, ni siquiera a
la Bernarda. Las palabras eran pura zalamería, pero el tono y la expresión de
su rostro eran sinceros.
—Qué cosas más bonitas dice usted —murmuró con una voz rota, de no
tener con quien hablar o nada que decir.
—Ni la mitad de bonitas que usted, Jacinta. ¿Cree que le podríamos
hacer unas preguntas? Como en los concursos de la radio, ¿sabe?
La anciana pestañeó por toda respuesta.
—Yo diría que eso es un sí. ¿Se acuerda usted de
Penélope, Jacinta? ¿Penélope Aldaya? Es de ella de quien queríamos
preguntarle.
Jacinta asintió, la mirada encendida de súbito.
—Mi niña —murmuró y pareció que se nos iba a echar a llorar allí
mismo.
—La misma. Se acuerda, ¿eh? Nosotros somos amigos de Julián. Julián
Carax. El de los cuentos de miedo, se acuerda también, ¿verdad?
Los ojos de la anciana brillaban, como si las palabras y el tacto en
la piel le devolviesen a la vida por momentos.
—El padre Fernando, del colegio de San Gabriel, nos dijo que quería
usted mucho a Penélope. Él también la quiere a usted mucho y se acuerda todos
los días de usted, ¿sabe? Si no viene más a menudo es porque el nuevo obispo,
que es un trepa, lo fríe con un cupo de misas que lo tienen afónico.
—¿Ya come usted bien? —preguntó de súbito la anciana, inquieta.
—Trago como una lima, Jacinta, lo que ocurre es que tengo un
metabolismo muy masculino y lo quemo todo. Pero aquí donde me ve, debajo de
esta ropa es todo puro músculo. Toque, toque. Como Charles Atlas, pero más velludo.
Jacinta asintió, más tranquila. Sólo tenía ojos para Fermín. A mí me
había olvidado completamente.
—¿Qué puede decirnos de Penélope y de Julián?
—Me la quitaron entre todos —dijo—. A mi niña.
Me adelanté para decir algo, pero Fermín me lanzó una mirada que
decía: cállate.
—¿Quién le quitó a Penélope, Jacinta? ¿Se acuerda usted?
—El señor —dijo alzando los ojos con temor, como si temiera que
alguien pudiera oírnos.
Fermín pareció calibrar el énfasis del gesto de la anciana y siguió
su mirada hacia las alturas, cotejando posibilidades.
—¿Se refiere usted a Dios todopoderoso, emperador de los cielos, o más
bien al señor padre de la señorita Penélope, don Ricardo?
—¿Cómo está Fernando? —preguntó la anciana.
—¿El cura? Como una rosa. El día menos pensado le hacen papa y la
instala a usted en la Capilla Sixtina. Le manda muchos recuerdos.
—Él es el único que viene a verme, ¿sabe? Viene porque sabe que no
tengo a nadie más.
Fermín me lanzó una mirada de soslayo, como si estuviese pensando lo
mismo que yo. Jacinta Coronado estaba bastante más cuerda de lo que su
apariencia sugería. El cuerpo se apagaba, pero la mente y el alma seguían
consumiéndose en aquel pozo de miseria. Me pregunté cuántos más como ella, y
como el viejecillo licencioso que nos había indicado dónde encontrarla, habría
atrapados allí.
—Viene porque la quiere a usted mucho, Jacinta. Porque se acuerda de
lo bien cuidado y alimentado que lo tenía de chaval, que nos lo ha contado
todo. ¿Se acuerda usted, Jacinta? ¿Se acuerda de entonces, de cuando iba a
recoger a Jorge al colegio, de Fernando y de Julián? Julián...
Su voz era un susurro arrastrado, pero la sonrisa la traicionaba.
—¿Se acuerda usted de Julián Carax, Jacinta?
—Me acuerdo del día que Penélope me dijo que se iba a casar con él...
Fermín y yo nos miramos, atónitos.
—¿A casar? ¿Cuándo fue eso, Jacinta?
—El día que le vio por primera vez. Tenía trece años y no sabía ni
quién era ni cómo se llamaba.
—¿Cómo
sabía entonces que se iba a casar con él?
—Porque
lo había visto. En sueños.
De niña, María Jacinta Coronado estaba convencida de que el mundo se
acababa a las afueras de Toledo y de que más allá de los confines de la ciudad
no había sino tinieblas y océanos de fuego. Jacinta había sacado aquella idea
de un sueño que tuvo durante una fiebre que casi había acabado con ella a los
cuatro años. Los sueños empezaron con aquella fiebre misteriosa, de la que
algunos culpaban a la picadura de un enorme alacrán rojo que un día apareció en
la casa y al que nunca se volvió a ver, y otros a los malos oficios de una
monja loca que se infiltraba por las noches en las casas para envenenar a los
niños y que años más tarde moriría en el garrote vil, declamando el
padrenuestro al revés y con los ojos salidos de las órbitas al tiempo que una
nube roja se extendía sobre la ciudad y descargaba una tormenta de escarabajos
muertos. En sus sueños, Jacinta veía el pasado, el futuro y, a veces,
vislumbraba secretos y misterios de las viejas calles de Toledo. Uno de los
personajes habituales que veía en sus sueños era Zacarías, un ángel que vestía
siempre de negro y que iba acompañado de un gato oscuro de ojos amarillos cuyo
aliento olía a azufre. Zacarías lo sabía todo: le había vaticinado el día y la
hora en que iba a morir su tío Benancio, el mercachifle de ungüentos y aguas
benditas. Le había desvelado el lugar en que su madre, beata de pro, escondía
un pliego de cartas de un ardoroso estudiante de medicina de pocos recursos
económicos pero sólidos conocimientos de anatomía en cuya alcoba en el callejón
de Santa María había descubierto las puertas del paraíso por adelantado. Le
había anunciado que había algo malo clavado en su vientre, un espíritu muerto
que la quería mal, y que sólo conocería el amor de un hombre, un amor vacío y
egoísta que le rompería el alma en dos. Le había augurado que vería perecer en
vida todo aquello que amaba y que antes de llegar al cielo visitaría el
infierno. El día de su primera menstruación, Zacarías y su gato sulfúrico
desaparecieron de sus sueños, pero años más tarde Jacinta habría de recordar
las visitas del ángel de negro con lágrimas en los ojos, pues todas sus
profecías se habían cumplido.
Así, cuando los médicos diagnosticaron que nunca podría tener hijos,
Jacinta no se sorprendió. Tampoco se sorprendió, aunque casi se murió de pena,
cuando su esposo de tres años le anunció que la abandonaba por otra porque ella
era como un campo yermo y baldío que no daba fruto, porque no era mujer. En
ausencia de Zacarías (a quien tomaba por emisario de los cielos, pues de negro
o no, era un ángel luminoso —y el hombre más guapo que había visto o soñado
jamás—), la Jacinta hablaba con Dios a solas, en los rincones, sin verle y sin
esperar que él se molestase en contestar porque había mucha pena en el mundo y
lo suyo al fin y al cabo eran pequeñeces. Todos sus monólogos con Dios versaban
sobre el mismo tema: sólo deseaba una cosa en la vida, ser madre, ser mujer.
Un día de tantos, rezando en la catedral, se le acercó un hombre a
quien reconoció como Zacarías. Vestía como siempre y sostenía su gato malicioso
en el regazo. No había envejecido un solo día y seguía luciendo aquellas uñas
magníficas, de duquesa, largas y afiladas. El ángel le confesó que acudía él
porque Dios no pensaba contestar a sus plegarias. Zacarías le dijo que no se
preocupase porque, de un modo u otro, él le enviaría una criatura. Se inclinó
sobre ella, susurró la palabra Tibidabo, y la besó en los labios muy
tiernamente. Al contacto de aquellos labios finos, de caramelo, la Jacinta tuvo
una visión: tendría una niña sin necesidad de conocer varón (lo cual, a juzgar
por la experiencia de tres años de alcoba con el esposo que insistía en hacer
sus cosas sobre ella mientras le tapaba la cabeza con una almohada y le
murmuraba «no mires, guarra», le supuso un alivio). Esa niña vendría a ella en
una ciudad muy lejana, atrapada entre una luna de montañas y un mar de luz, una
ciudad forjada de edificios que sólo podían existir en sueños. Luego Jacinta
no supo decir si la visita de Zacarías había sido otro de sus sueños o si
realmente el ángel había acudido a ella en la catedral de Toledo, con su gato y
sus uñas escarlata recién manicuradas. De lo que no dudó un instante fue de la
veracidad de aquellas predicciones. Aquella misma tarde consultó con el diácono
de la parroquia, que era un hombre leído y que había visto mundo (se decía que
había llegado hasta Andorra y que chapurreaba el vascuence). El diácono, que
alegó desconocer al ángel Zacarías de entre las legiones aladas del cielo, escuchó
con atención la visión de la Jacinta y, tras mucho sopesar el tema, y
ateniéndose a la descripción de una suerte de catedral que, en palabras de la
vidente, parecía una gran peineta hecha de chocolate fundido, el sabio le
dijo: «Jacinta, eso que has visto tú es Barcelona, la gran hechicera, y el
templo expiatorio de la Sagrada Familia...»
Dos semanas más tarde, armada de un fardo, un misal y su primera sonrisa
en cinco años, Jacinta partía rumbo a Barcelona, convencida de que todo lo que
le había descrito el ángel se haría realidad.
Pasarían meses de arduas vicisitudes antes de que Jacinta encontrase
empleo fijo en uno de los almacenes de Aldaya e hijos, junto a
los pabellones de la vieja Exposición Universal de la Ciudadela. La Barcelona
de sus sueños se había transformado en una ciudad hostil y tenebrosa, de
palacios cerrados y fábricas que soplaban aliento de niebla que
envenenaba la piel de carbón y azufre.
Jacinta supo desde el primer día que aquella ciudad era mujer, vanidosa y
cruel, y aprendió a temerla y a no mirarla nunca a los ojos. Vivía sola en una
pensión del barrio de la Ribera, donde su sueldo apenas le permitía pagarse un
cuarto miserable, sin ventanas ni más luz que las velas que robaba en la
catedral y que dejaba encendidas toda la noche para asustar a las ratas que se
habían comido las orejas y los dedos del bebé de seis meses de la Ramoneta, una
prostituta que alquilaba la pieza contigua y la
única amiga que había conseguido hacer en once meses en Barcelona. Aquel
invierno llovió casi todos los días, lluvia negra, de hollín y arsénico. Pronto
Jacinta empezó a temer que Zacarías la había engañado, que había venido a
aquella ciudad terrible a morir de frío, de miseria y de olvido.
Dispuesta a sobrevivir, Jacinta acudía todos los días antes del
amanecer al almacén y no salía hasta bien entrada la noche. Allí la
encontraría por casualidad don Ricardo Aldaya atendiendo a la hija de uno de
los capataces, que había caído enferma de consumición, y al ver el celo y la
ternura que emanaba la muchacha decidió que se la llevaba a su casa para que
atendiese a su esposa, que estaba encinta del que habría de ser su primogénito.
Sus plegarias habían sido escuchadas. Aquella noche Jacinta vio a Zacarías de
nuevo en sueños. El ángel ya no vestía de negro. Iba desnudo, y su piel estaba
recubierta de escamas. Ya no le acompañaba su gato, sino una serpiente blanca
enroscada en el torso. Su cabello había crecido hasta la cintura y su sonrisa,
la sonrisa de caramelo que había besado en la catedral de Toledo, aparecía
surcada de dientes triangulares y serrados como los que había visto en algunos
peces de alta mar agitando la cola en la lonja de pescadores. Años más tarde,
la muchacha describiría esta visión a un Julián Carax de dieciocho años,
recordando que el día en que Jacinta iba a dejar la pensión de la Ribera para
mudarse al palacete Aldaya, supo que su amiga la Ramoneta había sido asesinada
a cuchilladas en el portal aquella misma noche y que su bebé había muerto de frío
en brazos del cadáver. Al saberse la noticia, los inquilinos de la pensión se
enzarzaron en una pelea a gritos, puñadas y arañazos para disputarse las
escasas pertenencias de la muerta. Lo único que dejaron fue el que había sido
su tesoro más preciado: un libro. Jacinta lo reconoció, porque muchas noches la
Ramoneta le había pedido si podía leerle una o dos páginas. Ella nunca había
aprendido a leer.
Cuatro meses más tarde nacía Jorge Aldaya, y aunque Jacinta le
brindaría todo el cariño que la madre, una dama etérea que siempre le pareció
atrapada en su propia imagen en el espejo, nunca supo o quiso darle, el aya
comprendió que no era aquélla la criatura que Zacarías le había prometido.
En aquellos años, Jacinta se desprendió de su juventud y se convirtió en otra
mujer que tan sólo conservaba el mismo nombre y el mismo rostro. La otra
Jacinta se había quedado en aquella pensión del barrio de La Ribera, tan muerta
como la Ramoneta. Ahora vivía a la sombra de los lujos de los Aldaya, lejos de
aquella ciudad tenebrosa que tanto había llegado a odiar y en la que no se
aventuraba ni en el día que tenía libre para ella una vez al mes. Aprendió a
vivir a través de otros, de aquella familia que cabalgaba en una fortuna que
apenas podía llegar a comprender. Vivía esperando a aquella criatura, que sería
una niña, como la ciudad, y a la que entregaría todo el amor con que Dios le
había envenenado el alma. A veces Jacinta se preguntaba si aquella paz
somnolienta que devoraba sus días, aquella noche de la conciencia, era lo que
algunos llamaban felicidad, y quería creer que Dios, en su infinito silencio,
había, a su manera, respondido a sus plegarias.
Penélope
Aldaya nació en la primavera de 1903. Para entonces don Ricardo Aldaya ya
había adquirido la casa de la avenida del Tibidabo, aquel caserón que sus
compañeros en el servicio estaban convencidos de que yacía bajo el influjo de
algún poderoso embrujo, pero a la que Jacinta no temía, pues sabía que lo que
otros tomaban por encantamiento no era más que una presencia que sólo ella
podía ver en sueños: la sombra de Zacarías, que apenas se parecía ya al hombre
que ella recordaba y que ahora sólo se manifestaba como un lobo que caminaba
sobre las dos patas posteriores.
Penélope
fue una niña frágil, pálida y liviana. Jacinta la veía crecer como a una flor
rodeada de invierno. Durante años la veló cada noche, preparó personalmente
todas y cada una de sus comidas, cosió sus ropas, estuvo a su lado cuando pasó
mil y una enfermedades, cuando dijo sus primeras palabras, cuando se hizo
mujer. La señora Aldaya era una figura más en el decorado, una pieza que
entraba y salía de la escena siguiendo los dictados del decoro. Antes de
acostarse, acudía a despedirse de su hija y le decía que la quería más que a
nada en el mundo, que ella era lo más importante del universo para ella.
Jacinta nunca le dijo a Penélope que la quería. El aya sabía que quien quiere
de verdad quiere en silencio, con hechos y nunca con palabras. En secreto,
Jacinta despreciaba a la señora Aldaya, aquella criatura vanidosa y vacía que
envejecía por los pasillos del caserón bajo el peso de las joyas con que su
esposo, que atracaba en puertos ajenos desde hacía años, la acallaba. La
odiaba porque, de entre todas las mujeres, Dios la había escogido a ella para
dar a luz a Penélope mientras que su vientre, el vientre de la verdadera madre,
permanecía yermo y baldío. Con el tiempo, como si las palabras de su esposo
hubieran sido proféticas, Jacinta perdió hasta las formas de mujer. Había
perdido peso y su figura recordaba el semblante adusto que dan la piel cansada
y el hueso. Sus pechos habían menguado hasta convertirse en soplos de piel, sus
caderas parecían las de un muchacho y sus carnes, duras y angulosas, resbalaban
hasta en la vista de don Ricardo Aldaya, a quien le bastaba intuir un brote de
exuberancia para embestir con furia, como bien sabían todas las doncellas de la
casa y las de las casas de sus allegados. Es mejor así, se decía Jacinta. No
tenía tiempo para tonterías.
Todo
su tiempo era para Penélope. Leía para ella, la acompañaba a todas partes, la
bañaba, la vestía, la desnudaba, la peinaba, la sacaba a pasear, la acostaba y
la despertaba. Pero sobre todo hablaba con ella. Todos la tomaban por una aya
lunática, una solterona sin más vida que su empleo en la casa, pero nadie
sabía la verdad: Jacinta no sólo era la madre de Penélope, era su mejor amiga.
Desde que la niña empezó a hablar y articular pensamientos, que fue mucho más
pronto de lo que Jacinta recordaba en ninguna otra criatura, ambas compartían
sus secretos, sus sueños y sus vidas.
El
paso del tiempo sólo acrecentó esta unión. Cuando Penélope alcanzó la
adolescencia, ambas eran ya compañeras inseparables. Jacinta vio florecer a
Penélope en una mujer cuya belleza y luminosidad
no sólo eran evidentes a sus ojos enamorados. Penélope era luz. Cuando aquel
enigmático muchacho llamado Julián llegó a la casa, Jacinta advirtió desde el
primer momento que una corriente circulaba entre él y Penélope. Un vínculo les
unía, similar al que unía a ella con Penélope, y al tiempo diferente. Más
intenso. Peligroso. Al principio creyó que llegaría a odiar al muchacho, pero
pronto comprobó que no odiaba a Julián Carax, ni podría odiarle nunca. A medida
que Penélope iba cayendo en el embrujo de Julián, ella también se dejó
arrastrar y con el tiempo sólo deseó lo que Penélope deseara. Nadie se había
dado cuenta, nadie había prestado atención, pero como siempre, lo esencial de
la cuestión había sido decidido antes de que empezase la historia y, para entonces,
ya era tarde.
Habrían de pasar muchos meses de miradas y anhelos vanos antes de que
Julián Carax y Penélope pudieran estar a solas. Vivían de la casualidad. Se
encontraban en los pasillos, se observaban desde extremos opuestos de la mesa,
se rozaban en silencio, se sentían en la ausencia. Cruzaron sus primeras
palabras en la biblioteca de la casa de la avenida del Tibidabo una tarde de
tormenta en que «Villa Penélope» se inundó del reluz de cirios, apenas unos
segundos robados a la penumbra en que Julián creyó ver en los ojos de la
muchacha la certeza de que ambos sentían lo mismo, que les devoraba el mismo
secreto. Nadie parecía advertirlo. Nadie excepto Jacinta, que veía con
creciente inquietud el juego de miradas que Penélope y Julián tejían a la
sombra de los Aldaya. Temía por ellos.
Ya por entonces había empezado Julián a pasar las noches en blanco,
escribiendo relatos desde la medianoche al amanecer, donde vaciaba su alma
para Penélope. Luego, visitando la casa de la avenida del Tibidabo con
cualquier excusa, buscaba el momento de colarse a escondidas en la habitación
de Jacinta y le entregaba las cuartillas para que ella se las diese a la
muchacha. A veces Jacinta le entregaba una nota que Penélope había escrito para
él y pasaba días releyéndola. Aquel juego habría de durar meses. Mientras el
tiempo les robaba la suerte, Julián hacía cuanto era necesario para estar
cerca de Penélope. Jacinta le ayudaba, por ver feliz a Penélope, por mantener
viva aquella luz. Julián, por su parte, sentía que la inocencia casual del
inicio se desvanecía y era necesario empezar a sacrificar terreno. Así empezó
a mentir a don Ricardo sobre sus planes de futuro, a exhibir un entusiasmo de
cartón por un porvenir en la banca y en las finanzas, a fingir un afecto y un
apego por Jorge Aldaya que no sentía para justificar su presencia casi
constante en la casa de la avenida del Tibidabo, a decir sólo aquello que
sabía que los demás deseaban oírle decir, a leer sus miradas y sus anhelos, a
encerrar la honestidad y la sinceridad en el calabozo de las imprudencias, a
sentir que vendía su alma a trozos, y a temer que si algún día llegaba a
merecer a Penélope, no quedaría ya nada del Julián que la había visto por
primera vez. A veces Julián se despertaba al alba, ardiendo de rabia, deseoso
de declararle al mundo sus verdaderos sentimientos, de encarar a don Ricardo
Aldaya y decirle que no sentía interés alguno por su fortuna, sus barajas de
futuro y su compañía, que tan sólo deseaba a su hija Penélope y que pensaba
llevarla tan lejos como pudiera de aquel mundo vacío y amortajado en el que la
había apresado. La luz del día disipaba su coraje.
En ocasiones Julián se sinceraba con Jacinta, que empezaba a querer al
muchacho más de lo que hubiera deseado. A menudo, Jacinta se separaba
momentáneamente de Penélope y, con la excusa de ir a recoger a Jorge al
colegio de San Gabriel, visitaba a Julián y le entregaba mensajes de Penélope.
Fue así como conoció a Fernando, que muchos años más tarde habría de ser el
único amigo que le quedaría mientras esperaba la muerte en el infierno de Santa
Lucía que le había profetizado el ángel Zacarías. A veces, con malicia, el aya
llevaba a Penélope con ella y facilitaba un encuentro breve
entre los dos jóvenes, viendo crecer entre ellos un amor que ella nunca había
conocido, que se le había negado. Fue también por entonces cuando Jacinta
advirtió la presencia sombría y turbadora de aquel muchacho silencioso al que
todos llamaban Francisco Javier, el hijo del conserje de San Gabriel. Le sorprendía
espiándolos, leyendo sus gestos desde lejos y devorando a Penélope con los
ojos. Jacinta conservaba una fotografía que el retratista oficial de los
Aldaya, Recasens, había tomado de Julián y de Penélope a la puerta de la
sombrerería de la ronda de San Antonio. Era una imagen inocente, tomada al
mediodía en presencia de don Ricardo y de Sophie Carax. Jacinta la llevaba
siempre consigo.
Un día, mientras esperaba a Jorge a la salida del colegio de San
Gabriel, el aya olvidó su bolsa junto a la fuente y al volver a por ella
advirtió que el joven Fumero merodeaba por allí, mirándola nerviosamente.
Aquella noche, cuando buscó el retrato no lo encontró y tuvo la certeza de que
el muchacho lo había robado. En otra ocasión, semanas más tarde, Francisco Javier
Fumero se aproximó al aya y le preguntó si podía hacerle llegar algo a Penélope
de su parte. Cuando Jacinta preguntó de qué se trataba, el muchacho extrajo un
paño con el que había envuelto lo que parecía una figura tallada en madera de
pino. Jacinta reconoció en ella a Penélope y sintió un escalofrío. Antes de que
pudiese decir nada, el muchacho se alejó. De camino a la casa de la avenida del
Tibidabo, Jacinta tiró la figura por la ventana del coche, como si se tratase
de carroña maloliente. Más de una vez, Jacinta habría de despertarse de
madrugada, cubierta de sudor, perseguida por pesadillas en las que aquel
muchacho de turbia mirada se abalanzaba sobre Penélope con la fría e
indiferente brutalidad de un insecto.
Algunas tardes, cuando Jacinta acudía a buscar a Jorge, si éste se
retrasaba, el aya conversaba con Julián. También él empezaba a querer a
aquella mujer de semblante duro y a confiar en ella más de lo que confiaba en
sí mismo. Pronto, cuando algún problema o alguna sombra se cernía sobre su
vida, ella y Miquel Moliner eran los primeros, y a veces los últimos, en
saberlo. En una ocasión, Julián Le contó a Jacinta que había encontrado a su
madre y a don Ricardo Aldaya en el patio de las fuentes conversando mientras
esperaban la salida de los alumnos. Don Ricardo parecía estar deleitándose con
la compañía de Sophie y Julián sintió cierto resquemor, pues estaba al
corriente de la reputación donjuanesca del industrial y de su voraz apetito por
las delicias del género femenino sin distinción de casta o condición, al que
sólo su santa esposa parecía inmune.
—Le comentaba a tu madre lo mucho que te gusta tu nuevo colegio.
Al despedirse de ellos, don Ricardo les guiñó un ojo y se alejó con
una risotada. Su madre hizo todo el trayecto de regreso en silencio,
claramente ofendida por los comentarios que le había estado haciendo don
Ricardo Aldaya.
No sólo Sophie veía con recelo su creciente vinculación con los Aldaya
y el abandono al que Julián había relegado a sus antiguos amigos del barrio y
a su familia. Donde su madre mostraba tristeza y silencio, el sombrerero
mostraba rencor y despecho. El entusiasmo inicial de ampliar su clientela a la
flor y nata de la sociedad barcelonesa se había evaporado rápidamente. Casi no
veía ya a su hijo y pronto tuvo que contratar a Quimet, un muchacho del
barrio, antiguo amigo de Julián, como ayudante y aprendiz en la tienda. Antoni
Fortuny era un hombre que sólo se sentía capaz de hablar abiertamente sobre
sombreros. Encerraba sus sentimientos en el calabozo de su alma durante meses
hasta que se emponzoñaban sin remedio. Cada día se le veía más malhumorado e
irritable. Todo le parecía mal, desde los esfuerzos del pobre Quimet, que se
dejaba el alma en aprender el oficio, a los amagos de su esposa Sophie por suavizar
el aparente olvido al que les había condenado Julián.
—Tu hijo se cree que es alguien porque esos ricachones le tienen de mona de
circo —decía
con aire sombrío, envenenado de rencor.
Un
buen día, cuando se iban a cumplir tres años desde la primera visita de don
Ricardo Aldaya a la sombrerería de Fortuny e hijos, el sombrerero dejó a
Quimet al frente de la tienda y le dijo que volvería al mediodía. Ni corto ni
perezoso se presentó en las oficinas que el consorcio Aldaya tenía en el paseo
de Gracia y solicitó ver a don Ricardo.
—¿Y
a quién tengo el honor de anunciar? —preguntó un lacayo de talante altivo.
—A
su sombrerero personal.
Don
Ricardo le recibió, vagamente sorprendido, pero con buena disposición,
creyendo que tal vez Fortuny le traía una factura. Los pequeños comerciantes
nunca acaban de comprender el protocolo del dinero.
—Y
dígame, ¿qué puedo hacer por usted, amigo Fortunato
Sin
más dilación, Antoni Fortuny procedió a explicarle a don Ricardo que andaba muy
engañado con respecto a su hijo Julián.
—Mi
hijo, don Ricardo, no es el que usted piensa. Muyi al contrario, es un muchacho
ignorante, holgazán y sin más talento que las ínfulas que su madre le ha metido
en la cabeza. Nunca llegará a nada, créame. Le falta ambición, carácter. Usted
no le conoce y él puede ser muy hábil para engatusar a los extraños, para
hacerles creer que sabe de todo, pero no sabe nada de nada. Es un mediocre.
Pero yo le conozco mejor que nadie y me parecía necesario advertirle.
Don
Ricardo Aldaya había escuchado este discurso en silencio, sin apenas
pestañear.
—¿Es
eso todo, Fortunato?
El
industrial procedió a presionar un botón en su escritorio a los pocos instantes
apareció en la puerta del despacho el secretario que le había recibido.
El
amigo Fortunato se iba ya, Balcells —anuncio—. Tenga la bondad de acompañarle a
la salirla.
El
tono gélido del industrial no fue del agrado del sombrerero.
—Con
su permiso, don Ricardo: es Fortuny, no Fortunato.
—Lo
que sea. Es usted un hombre muy triste, Fortuny. Le agradeceré que no vuelva
por aquí.
Cuando
Fortuny se encontró de nuevo en la calle, se sintió más solo que nunca,
convencido de que todos estaban contra él. Apenas días más tarde, los clientes
de postín que le había granjeado su relación con Aldaya empezaron a enviar
mensajes cancelando sus encargos y saldando sus cuentas. En apenas semanas,
tuvo que despedir a Quimet, porque no había trabajo para ambos en la tienda. Al
fin y al cabo, el muchacho tampoco valía para nada. Era mediocre y holgazán, como
todos.
Fue
por entonces que la gente del barrio empezó a comentar que al señor Fortuny se
le veía más viejo, más solo, más agrio. Ya apenas hablaba con nadie y pasaba
largas horas encerrado en la tienda, sin nada que hacer, viendo pasar a la
gente al otro lado del mostrador con un sentimiento de desprecio y, a un
tiempo, de anhelo. Luego se dijo que las modas cambiaban, que la gente joven
ya no llevaba sombrero y que los que lo hacían preferían acudir a otros
establecimientos en que los vendían ya hechos por tallas, con diseños más
actuales y más baratos. La sombrerería de Fortuny e hijos se hundió lentamente
en un letargo de sombras y silencios.
—Estáis
esperando que me muera —decía para sí—. Pues a lo mejor os doy el gusto.
Él
no lo sabía, pero había empezado ya a morir hacía mucho tiempo.
Después
de aquel incidente, Julián se volcó completamente en el mundo de los Aldaya, en
Penélope y en el único futuro que podía concebir. Así pasaron casi dos años en
la cuerda floja, viviendo en secreto. Zacarías, a su modo, le había advertido
mucho tiempo atrás. Sombras se esparcían a su alrededor y pronto estrecharían
el cerco. El primer signo llegó un día de abril de 1918. Jorge Aldaya cumplía
dieciocho años y don Ricardo, oficiando
de gran patriarca, había decidido organizar (o más bien dar órdenes de que se organizase) una monumental fiesta de cumpleaños que
su hijo no deseaba y de la que él, argumentando razones de alta empresa,
estaría ausente para encontrarse en la suite azul del hotel Colón con una deliciosa
dama de asueto recién llegada de San Petersburgo. La casa de la avenida del
Tibidabo quedó convertida en un pabellón circense para el evento: cientos de
faroles, banderines y tenderetes dispuestos en los jardines para atender a los
invitados.
Casi todos los compañeros de Jorge Aldaya del colegio de San Gabriel
habían sido invitados. Por sugerencia de Julián, Jorge había incluido a
Francisco Javier Fumero. Miquel Moliner les advirtió de que el hijo del
conserje de San Gabriel se iba a sentir desplazado en aquel ambiente fatuo y
pomposo de señoritos de postín. Francisco Javier recibió su invitación pero,
intuyendo lo mismo que Miquel Moliner vaticinaba, decidió declinar el ofrecimiento.
Cuando doña Yvonne, su madre, supo que su hijo pretendía rechazar una
invitación a la fastuosa mansión de los Aldaya, estuvo a punto de arrancarle
la piel. ¿Qué era aquello sino el signo de que pronto ella entraría en
sociedad? El próximo paso sólo podía ser una invitación para tomar el té y las
pastas con la señora Aldaya y otras damas de infatigable distinción. Así pues,
doña Yvonne cogió los ahorros que venía escatimando del sueldo de su esposo y
procedió a comprar un traje con trazas de marinerillo para su hijo.
Francisco Javier tenía ya por entonces diecisiete años y aquel traje,
azul, con pantalón corto y decididamente ajustado a la refinada sensibilidad
de doña Yvonne, le sentaba grotesco y humillante. Presionado por su madre,
Francisco Javier aceptó y pasó una semana tallando un abrecartas con el que
pensaba obsequiar a Jorge. El día de la fiesta, doña Yvonne se empeñó en escoltar
a su hijo hasta las puertas de la casa de los Aldaya. Quería sentir el olor a
realeza y aspirar la gloria de ver a su hijo franquear puertas que pronto se
abrirían para ella. A la hora de enfundarse el esperpéntico atuendo de
marinero, Francisco Javier descubrió que le venía pequeño. Yvonne decidió hacer
un apaño sobre la marcha. Llegaron tarde. Entretanto, y aprovechando el barullo
de la fiesta y la ausencia de don Ricardo, que a buen seguro estaba en aquel
instante saboreando lo mejor de la raza eslava y celebrando a su manera,
Julián se había escabullido de la fiesta. Penélope y él se habían citado en la
biblioteca, donde no había riesgo de tropezarse con ningún miembro de la ilustrada
y exquisita alta sociedad. Demasiado ocupados devorándose los labios, ni
Julián ni Penélope vieron a la delirante pareja que se acercaba a las puertas
de la casa. Francisco Javier, ataviado de marinero en su primera comunión y
púrpura de humillación, caminaba casi a rastras de doña Yvonne, que para la
ocasión había decidido desempolvar una pamela a conjunto con un vestido de
pliegues y guirnaldas que la hacía semejar un puesto de dulces o, en palabras
de Miquel Moliner, que la avistó de lejos, un bisonte disfrazado de Madame
Recamier Dos miembros del servicio guardaban la puerta. No parecieron muy
impresionados por los visitantes. Doña Yvonne anunció que su hijo, don
Francisco Javier Fumero de Sotoceballos, hacía su entrada. Los dos criados
replicaron, con sorna, que el nombre no les sonaba. Airada, pero manteniendo la
compostura de gran señora, Yvonne conminó a su hijo a que mostrase la tarjeta
de la invitación. Desafortunadamente, al hacer el arreglo de confección, la
tarjeta se había quedado en la mesa de costura de doña Yvonne.
Francisco Javier intentó explicar la circunstancia, pero tartamudeaba
y las risas de los dos criados no ayudaban a esclarecer el malentendido. Fueron
invitados a largarse con viento fresco. Doña Yvonne, encendida de rabia, les
anunció que no sabían con quién se las estaban jugando. Los criados les
replicaron que el puesto de fregona ya estaba cubierto. Desde la ventana de su
habitación, Jacinta vio que Francisco Javier ya se alejaba cuando, de repente,
se detuvo. El muchacho se volvió y, más allá del espectáculo de su madre
desgañitándose a alaridos con los arrogantes criados, les vio. Julián besaba a
Penélope en el ventanal de la biblioteca. Se besaban con la intensidad de quien se pertenece,
ajenos al mundo.
Al
día siguiente, durante el recreo del mediodía, Francisco Javier apareció de
pronto. La noticia del escándalo del día anterior ya había corrido entre los
alumnos y las risas no se hicieron esperar, ni las preguntas acerca de qué
había hecho con su traje de marinerito. Las risas se cortaron de golpe cuando
los alumnos advirtieron que el muchacho llevaba la escopeta de su padre en la
mano. Se hizo el silencio, y muchos se alejaron. Sólo el círculo de Aldaya,
Moliner, Fernando y Julián, se volvió y se quedó mirando al muchacho, sin
comprender. Sin mediar, Francisco Javier alzó el rifle y apuntó. Los testigos
dijeron luego que no había rabia ni ira en su rostro. Francisco Javier mostraba
la misma frialdad automática con que desempeñaba las tareas de limpieza en el
jardín. La primera bala pasó rozando la cabeza de Julián. La segunda hubiera
atravesado su garganta si Miquel Moliner no se hubiese abalanzado sobre el hijo
del conserje y le hubiese arrancado la escopeta a puñetazos. Julián Carax había
contemplado la escena atónito, paralizado. Todos creyeron que los disparos iban
dirigidos a Jorge Aldaya como venganza a la humillación sufrida la tarde
anterior. Sólo más tarde, cuando la Guardia Civil ya se llevaba al muchacho y
la pareja de conserjes era desalojada de su vivienda casi a patadas, Miquel
Moliner se acercó a Julián y le dijo, sin orgullo, que le había salvado la
vida. Poco imaginaba Julián que esa vida, o la parte que él quería vivir de
ella, se estaba acercando a su fin.
Aquél
era el último año para Julián y sus compañeros en el colegio de San Gabriel.
Quien más y quien menos comentaba ya sus planes, o los planes que sus
respectivas familias habían hecho por ellos para el siguiente año. Jorge Aldaya
sabía ya que su padre le enviaba a estudiar a Inglaterra y Miquel Moliner daba
por hecho su ingreso en la Universidad de Barcelona. Fernando Ramos había
mencionado más de una vez que quizá ingresara en el seminario de la Compañía,
perspectiva que sus maestros consideraban la más sabia en su particular
situación. En cuanto a Francisco Javier Fumero, todo lo que se sabía es que,
por intercesión de don Ricardo Aldaya, el muchacho había ingresado en un
reformatorio perdido en el Valle de Arán donde le esperaba un largo invierno.
Viendo a sus compañeros encaminados en alguna dirección, Julián se preguntaba
qué iba a ser de él. Sus sueños y ambiciones literarias le parecían más
lejanas e inviables que nunca. Tan sólo ansiaba estar junto a Penélope.
Mientras
él se preguntaba acerca de su porvenir, otros lo planeaban por él. Don Ricardo
Aldaya estaba ya preparándole un puesto en su empresa para iniciarle en el
negocio. El sombrerero, por su parte, había decidido que si su hijo no quería
seguir el negocio familiar, podía olvidarse de medrar a su costa. A tal fin,
había iniciado en secreto los trámites para enviar a Julián al ejército,
donde unos cuantos años de vida castrense le curarían los delirios de grandeza.
Julián ignoraba estos planes y, para cuando averiguase lo que unos y otros
habían preparado para él, ya sería tarde. Sólo Penélope ocupaba su pensamiento
y la distancia fingida y los encuentros furtivos de antaño ya no le
satisfacían. Insistía en verla más a menudo, arriesgándose cada vez más a que
su relación con la muchacha fuera descubierta. Jacinta hacía cuanto podía para
cubrirlos: mentía por los codos, tramaba reuniones secretas y urdía mil y un
ardides para concederles unos instantes a solas. Incluso ella comprendía que no
bastaba con aquello, que cada minuto que Penélope y Julián pasaban juntos les unía
más. Hacía tiempo que el aya había aprendido a reconocer en sus miradas el
desafio y la arrogancia del deseo: una voluntad ciega de ser descubiertos, de
que su secreto fuera un escándalo a voces y ya no tuvieran que ocultarse en
rincones y desvanes para amarse a tientas. A veces, cuando Jacinta acudía a
arropar a Penélope, la muchacha se deshacía en lágrimas y le confesaba sus
deseos de huir con Julián, de tomar el primer tren y escapar a donde nadie les
conociese. Jacinta, que recordaba la suerte de mundo que se extendía más allá
de las verjas del palacete Aldaya, se estremecía y la disuadía. Penélope era
un espíritu dócil, y el temor que veía en el rostro de Jacinta bastaba para
sosegarla. Julián era otra cuestión. Durante aquella última primavera en San
Gabriel, Julián descubrió con inquietud que don Ricardo Aldaya y su madre
Sophie se encontraban a veces en secreto. Al principio temió que el industrial
hubiera decidido que Sophie era una conquista apetecible que añadir a su
colección, pero pronto comprendió que los encuentros, que siempre tenían lugar
en cafés del centro y se desarrollaban dentro del más estricto decoro, se
limitaban a la conversación. Sophie mantenía estos encuentros en secreto.
Cuando finalmente
Julián decidió abordar a don Ricardo y preguntarle qué estaba sucediendo entre
él y su madre, el industrial rió.
—¿No
se te escapa nada, eh, Julián? Lo cierto es que pensaba hablarte del tema. Tu
madre y yo estamos discutiendo acerca de tu futuro. Ella vino a verme hace unas
semanas, preocupada porque tu padre está planeando enviarte al ejército el
próximo año. Tu madre, como es natural, quiere lo mejor para ti y acudió a mí
para ver si entre los dos podíamos hacer algo. No te preocupes, palabra de
Ricardo Aldaya que tú no serás carne de cañón. Tu madre y yo tenemos grandes
planes para ti. Confía en nosotros.
Julián
quería confiar, pero don Ricardo inspiraba todo menos confianza. Consultando
con Miquel Moliner, el muchacho estuvo de acuerdo con Julián.
—Si
lo que quieres es fugarte con Penélope, Dios te coja confesado, lo que
necesitas es dinero.
Dinero
es lo que Julián no tenía.
—Eso
tiene arreglo —le informó Miquel—, para eso están los amigos ricos.
Así
fue como Miquel y Julián empezaron a planear la fuga de los amantes. El
destino, por sugerencia de Moliner, sería París. Moliner opinaba que, puesto a
ser un artista bohemio y muerto de hambre, al menos el decorado de París era
inmejorable. Penélope hablaba algo de francés y para Julián, gracias a las
enseñanzas de su madre, era una segunda lengua.
—Además,
París es suficientemente grande para perderse, pero suficientemente pequeño
para encontrar oportunidades —estimaba Miquel.
Su
amigo reunió una pequeña fortuna, uniendo sus ahorros de años a lo que pudo
sacar a su padre con las excusas más peregrinas. Sólo Miquel sabría a donde
iban.
—Y
yo pienso enmudecer tan pronto subáis a ese tren.
Aquella
misma tarde, después de ultimar los detalles con Moliner, Julián acudió a la
casa de la avenida del Tibidabo para explicarle el plan a Penélope.
—Lo
que voy a decirte no puedes contárselo a nadie. A nadie. Ni siquiera a Jacinta
—empezó Julián.
La
muchacha le escuchó atónita y hechizada. El plan de Moliner era impecable.
Miquel compraría los billetes utilizando un nombre falso y contratando a un
desconocido para que los recogiese en la ventanilla de la estación. Si la
policía, por ventura, daba con él, todo lo que les podría ofrecer era la
descripción de un personaje que no se parecía a Julián. Julián y Penélope se encontrarían
en el tren. No habría espera en el andén para no dar oportunidad a ser vistos.
La fuga sería un domingo, al mediodía. Julián acudiría por su cuenta a la
estación de Francia. Allí le esperaría Miquel con los billetes y el dinero.
La
parte más delicada era la que concernía a Penélope. Debía engañar a Jacinta y
pedir al aya que inventase una excusa para sacarla de misa de once y llevarla a
casa. De camino, Penélope le pediría que la déjase ir al encuentro de Julián,
prometiendo estar de vuelta antes de que la familia regresara al caserón.
Penélope aprovecharía entonces para acudir a la estación. Ambos sabían que, si
le decía la verdad, Jacinta no les dejaría marchar. Les quería demasiado.
—Es
un plan perfecto, Miquel —había dicho Julián al escuchar la estrategia ideada
por su amigo.
Miquel
asintió tristemente.
—Excepto
por un detalle. El daño que vais a hacer a mucha gente al iros para siempre.
Julián
había asentido, pensando en su madre y en Jacinta. No se le ocurrió pensar que
Miquel Moliner estaba hablando de sí mismo.
Lo
más difícil fue convencer a Penélope de la necesidad de mantener a Jacinta a
oscuras respecto al plan. Sólo Miquel sabría la verdad. El tren partía a la
una de la tarde. Para cuando la ausencia de Penélope fuese advertida, ya.
habrían cruzado la frontera. Una vez en París, se instalarían en un albergue
como marido y mujer, usando nombre falso. Enviarían entonces una carta a Miquel
Moliner dirigida a sus familias confesando su amor, diciendo que estaban bien,
que les querían, anunciando su matrimonio por la iglesia y pidiendo su perdón y
comprensión. Miquel Moliner metería la carta en un segundo sobre para eliminar
el matasellos de París y él se encargaría de enviarla desde una localidad de
cercanías.
—¿Cuándo?
—preguntó Penélope.
—En
seis días —le dijo Julián—. Este domingo.
Miquel
estimaba que, para no levantar sospechas, lo mejor era que durante los días que
faltaban para la fuga Julián no visitara a Penélope. Debían quedar de acuerdo
y no volver a verse hasta que se encontrasen en aquel tren rumbo a París. Seis
días sin verla, sin tocarla, se le hacían infinitos. Sellaron el pacto, un
matrimonio secreto, en los labios.
Fue
entonces cuando Julián condujo a Penélope hasta la alcoba de Jacinta en el tercer
piso de la casa. En aquella planta sólo se encontraban las habitaciones de la
servidumbre y Julián quiso creer que nadie les encontraría. Se desnudaron a
fuego, con rabia y anhelo, arañando la piel y deshaciéndose en silencios. Se
aprendieron los cuerpos de memoria y enterraron aquellos seis días de
separación en sudor y saliva. Julián la penetró con furia, clavándola contra
los maderos del suelo. Penélope le recibía con los ojos abiertos, las piernas
abrazadas a su torso y los labios entreabiertos de ansia. No había atisbo de
fragilidad ni niñez en su mirada, en su cuerpo tibio que pedía más. Luego, con
el rostro todavía prendido de su vientre y las manos en el pecho blanco que
todavía temblaba, Julián supo que debían despedirse. Apenas tuvo tiempo de
incorporarse cuando la puerta de la habitación se abrió lentamente y la silueta
de una mujer se perfiló en el umbral. Por un segundo, Julián creyó que se
trataba de Jacinta, pero enseguida comprendió que se trataba de la señora
Aldaya, que les observaba hechizada en un rapto de fascinación y repugnancia.
Cuanto acertó a balbucear fue: «¿Dónde está Jacinta?» Sin más, se volvió y se
alejó en silencio mientras Penélope se encogía en el suelo en una agonía muda y
Julián sentía que el mundo se desmoronaba a su alrededor.
—Vete
ahora, Julián. Vete antes de que venga mi padre.
—Pero...
—Vete.
Julián
asintió.
—Pase
lo que pase, el domingo te espero en ese tren.
Penélope
consiguió arrancar media sonrisa.
—Allí
estaré. Ahora vete. Por favor...
Aún
estaba desnuda cuando la dejó y se deslizó por la escalera de servicio hasta
las cocheras y, de allí, a la noche más fría que recordaba.
Los
días que siguieron fueron los peores. Julián había pasado la noche en vela,
esperando que en cualquier momento viniesen a buscarle los sicarios de don
Ricardo. No le visitó ni el sueño. Al día siguiente, en el colegio de San
Gabriel, no advirtió cambio alguno en la actitud de Jorge Aldaya. Julián,
devorado por la angustia, confesó a Miquel Moliner lo que había sucedido.
Miquel, con su habitual flema, negó en silencio.
—Estás
loco, Julián, pero eso no es novedad. Lo extraño es que no haya habido revuelo
en casa de los Aldaya. Lo cual, si uno lo piensa, no es tan sorprendente. Si,
como dices, os descubrió la señora Aldaya, cabe la posibilidad de que ni ella
misma sepa todavía qué hacer. He tenido tres conversaciones con ella en mi
vida, y de ellas extraje dos conclusiones: uno, la señora Aldaya tiene una edad
mental de doce años; dos, padece de un narcisismo crónico que le imposibilita
ver o comprender cualquier cosa que no sea lo que quiere ver o creer,
especialmente en referencia a ella misma.
—Ahórrame
el diagnóstico, Miquel.
—Lo
que quiero decir es que probablemente todavía esté pensando en qué decir,
cómo, cuándo y a quién decírselo. Primero tiene que pensar en las consecuencias
para ella misma: el potencial escándalo, la furia de su esposo... Lo demás, me
atrevo a suponer, la trae al pairo.
—¿Crees
entonces que no dirá nada?
—Quizá
tarde uno o dos días. Pero no creo que sea capaz de guardar un secreto así a
espaldas de su marido. ¿Qué hay del plan de fuga? ¿Sigue en pie?
—Más
que nunca.
—Me
alegro de oírlo. Porque ahora sí que me parece que esto no tiene vuelta atrás.
Los
días de aquella semana pasaron en lenta agonía. Julián acudía cada día al
colegio de San Gabriel con la incertidumbre pisándole los talones. Pasaba las
horas fingiendo estar allí, apenas capaz de intercambiar miradas con Miquel
Moliner, que empezaba a estar tanto o más preocupado que él. Jorge Aldaya no
decía nada. Se mostraba tan cortés como siempre. Jacinta no había vuelto a
aparecer para recoger a Jorge. El chófer de don Ricardo acudía todas las
tardes. Julián se sentía morir, casi deseando que pasara lo que tuviera que
pasar, que aquella espera llegara a su fin. El jueves por la tarde, al
finalizar las clases, Julián empezó a pensar que la suerte estaba de su parte.
La señora Aldaya no había dicho nada, quizá por vergüenza, por estupidez o por
cualquiera de las razones que vislumbraba Miquel. Poco importaba. Lo único que
contaba es que guardase el secreto hasta el domingo. Aquella noche, por
primera vez en varios días, consiguió conciliar el sueño.
El
viernes por la mañana, al acudir a clase, el padre Romanones le esperaba en la
verja.
—Julián,
tengo que hablar contigo.
—Usted
dirá, padre.
—Siempre
he sabido que llegaría este día y tengo que confesarte que me alegra ser yo
quien te dé la noticia.
—¿Qué
noticia, padre?
Julián
Carax ya no era alumno del colegio de San Gabriel. Su presencia en el recinto,
las aulas o incluso los jardines estaba terminantemente prohibida. Sus útiles,
libros de texto y todas las pertenencias pasaban a ser propiedad del colegio.
—El
término técnico es expulsión fulminante —resumió el padre Romanones.
—¿Puedo
preguntar la causa?
—Se
me ocurren una docena, pero estoy seguro de que tú sabrás escoger la más
idónea. Buenos días, Carax. Suerte en la vida. La vas a necesitar.
A
una treintena de metros, en el patio de las fuentes, un grupo de alumnos le
observaba. Algunos reían, haciendo un gesto de despedida con la mano. Otros le
observaban con extrañeza y compasión. Sólo uno le sonreía con tristeza: su
amigo Miquel Moliner, que se limitó a asentir y a murmurar en silencio
palabras que Julián creyó leer en el aire. «Hasta el domingo. »
Al
regresar al piso de la Ronda de San Antonio, Julián advirtió que el Mercedes
Benz de don Ricardo Aldaya estaba parado frente a la sombrerería. Se detuvo en
la esquina y esperó. Al poco, don Ricardo salió de la tienda de su padre y se
introdujo en el coche. Julián se ocultó en un portal hasta que hubo desaparecido
rumbo a la plaza Universidad. Sólo entonces se apresuró a subir la escalera
hasta su casa. Su madre Sophie le esperaba allí, prendida de lágrimas.
—¿Qué
has hecho, Julián ? —murmuró, sin ira.
—Perdóneme,
madre...
Sophie
abrazó a su hijo con fuerza. Había perdido peso y estaba envejecida, como si
entre todos le hubiesen robado la vida y la juventud. «Yo más que ninguno»,
pensó Julián.
—Escúchame bien, Julián. Tu padre y don Ricardo
Aldaya lo han arreglado todo para enviarte al ejército en unos días. Aldaya
tiene influencias... Tienes que irte, Julián. Tienes que irte donde ninguno de
los dos pueda encontrarte...
Julián creyó ver una sombra en la mirada de su madre que la consumía por
dentro.
—Hay algo más, madre? ¿Algo que no me ha contado usted?
Sophie le contempló con labios temblorosos.
—Debes irte. Los dos debemos irnos de aquí para
siempre.
Julián la abrazó con fuerza y le susurró al oído:
—No se preocupe usted por mí, madre. No se preocupe usted.
Julián pasó el sábado encerrado en su habitación, entre sus libros y
sus cuadernos de dibujo. El sombrerero había bajado a la tienda casi al alba y
no regresó hasta bien entrada la madrugada. «No tiene ni el valor de decírmelo
a la cara», pensó Julián. Aquella noche, con los ojos velados de lágrimas, se
despidió de los años que había pasado en aquel cuarto oscuro y frío, perdido en
sueños que ahora sabía que nunca llegarían a cumplirse. Al alba del domingo,
pertrechado tan sólo de una bolsa con algo de ropa y unos libros, besó la
frente de Sophie, que dormía acurrucada entre mantas en el comedor, y se
marchó. Las calles vestían una neblina azulada y destellos de cobre despuntaban
sobre los terrados de la ciudad vieja. Caminó lentamente, despidiéndose de
cada portal, de cada esquina, preguntándose si la trampa del tiempo sería
cierta y algún día sólo sería capaz de recordar lo bueno, de olvidar la
soledad que tantas veces le había perseguido en aquellas calles.
La estación de Francia estaba desierta, los andenes combados en sables
espejados que ardían al amanecer y se hundían en la niebla. Julián se sentó en
un banco bajo la bóveda y sacó su libro. Dejó pasar las horas perdido en la
magia de las palabras, cambiando la piel y el nombre, sintiéndose otro. Se dejó
arrastrar por los sueños de personajes en sombra, creyendo que no le quedaba
más santuario ni refugio que aquél. Sabía ya que Penélope no acudiría
a su cita. Sabía que subiría a aquel tren sin más compañía que su recuerdo.
Cuando, al filo del mediodía, Miquel Moliner
apareció en la estación y le entregó su pasaje y todo el dinero que había
podido reunir, los dos amigos se abrazaron en silencio. Julián nunca había
visto llorar a Miquel Moliner. El reloj cercaba, contando los minutos en fuga.
—Aún hay tiempo —murmuraba Miquel con la mirada
puesta en la entrada de la estación.
A la una y cinco, el jefe de estación dio la llamada final para los
pasajeros con destino a París. El tren había empezado ya a deslizarse por el
andén cuando Julián se volvió para despedirse de su amigo. Miquel Moliner le
contemplaba desde el andén, con las manos hundidas en los bolsillos.
—Escribe —dijo.
—Tan pronto llegue te escribiré —replicó Julián.
—No. A mí no. Escribe libros. No cartas. Escríbelos por mí. Por
Penélope.
Julián asintió, dándose cuenta sólo entonces de lo mucho que iba a
echar de menos a su amigo.
—Y conserva tus sueños —dijo Miquel—. Nunca sabes cuándo te van a
hacer falta.
—Siempre —murmuró Julián, pero el rugido del tren ya les había robado
las palabras.
—Penélope me contó lo que había pasado la misma noche en que la señora
les sorprendió en mi alcoba. Al día siguiente, la señora me hizo llamar y me
preguntó qué sabía yo de Julián. Le dije que nada, que era un buen chico, amigo
de Jorge... Me dio órdenes de mantener a Penélope en su habitación hasta que
ella diera su permiso para que saliera. Don Ricardo estaba de viaje en Madrid
y no regresó hasta el viernes. Tan pronto llegó, la señora le
contó lo sucedido. Yo estaba allí. Don Ricardo saltó de la butaca y le propinó
una bofetada a la señora que la derribó al suelo. Luego, gritando como un loco,
le dijo que repitiese lo que había dicho. La señora estaba aterrorizada. Nunca
habíamos visto al señor así. Nunca. Era como si le hubieran poseído todos los
demonios. Rojo de rabia, subió al dormitorio de Penélope y la sacó de la cama
arrastrándola por el pelo. Yo le quise detener y me apartó a patadas. Aquella
misma noche hizo llamar al médico de la familia para que reconociese a
Penélope. Cuando el médico hubo terminado, habló con el señor. Encerraron a
Penélope bajo llave en su habitación y la señora me dijo que recogiese mis
cosas.
»No me dejaron ver a Penélope, ni despedirme de ella. Don Ricardo me amenazó
con denunciarme a la policía si revelaba a alguien lo sucedido. Me echaron a
patadas aquella misma noche, sin tener un sitio adonde ir, después de
dieciocho años de servicio ininterrumpido en la casa. Dos días más tarde, en
una pensión de la calle Muntaner, recibí la visita de Miquel Moliner, que me explicó
que Julián se había marchado a París. Quería que le contase qué había sucedido
con Penélope y averiguar por qué no había acudido a su cita en la estación.
Durante semanas regresé a la casa, rogando poder visitar a Penélope, pero no
me dejaron ni cruzar las verjas. A veces me apostaba en la otra esquina durante
días enteros, esperando verles salir. Nunca la vi. No salía de la casa. Más
adelante, el señor Aldaya llamó a la policía y con sus amigos de altos vuelos
consiguió que me ingresaran en el manicomio de Horta, alegando que nadie me
conocía y que yo era una demente que acechaba a su familia y a sus hijos. Pasé
dos años allí, encerrada como un animal. Lo primero que hice cuando salí fue acudir
a la casa de la avenida del Tibidabo a ver a Penélope.
—¿Consiguió verla? —preguntó Fermín.
—La casa estaba cerrada, en venta. No vivía nadie allí. Me dijeron que
los Aldaya se habían marchado a la Argentina. Escribí a la dirección que me
habían dado. Las cartas volvieron sin abrir...
—¿Qué se hizo de Penélope? ¿Lo sabe usted?
Jacinta negó, desplomándose.
—Nunca la volví a ver.
La anciana gemía, llorando a moco tendido. Fermín la sostuvo en brazos
y la meció. El cuerpo de Jacinta Coronado había menguado al tamaño de una
niña, y a su lado, Fermín parecía un gigante. Me hervían mil preguntas en la
cabeza, pero mi amigo hizo un gesto que indicaba claramente que la entrevista
había terminado. Le vi contemplar aquel agujero sucio y frío donde Jacinta Coronado
gastaba sus últimas horas.
—Ande, Daniel. Nos vamos. Vaya usted tirando.
Hice lo que me decía. Al alejarme me volví un momento y vi que Fermín
se arrodillaba frente a la anciana y la besaba en la frente. Ella exhibió su
sonrisa desdentada.
—Dígame, Jacinta —oí decir a Fermín—. A usted le gustan los Sugus,
¿verdad?
En nuestro periplo hacia la salida nos cruzamos con el legítimo
funerario y dos ayudantes de aspecto simiesco que venían pertrechados de un
ataúd de pino, cuerda y varios pliegos de sábanas viejas de aplicación
incierta. La comitiva desprendía un siniestro aroma a formol y a colonia de
baratillo y lucían una tez traslúcida que enmarcaba sonrisas macilentas y
caninas. Fermín se limitó a señalar hacia la celda donde esperaba el difunto y
procedió a bendecir al trío, que correspondió al gesto asintiendo y
santiguándose respetuosamente.
—Id en paz —murmuró Fermín, arrastrándome hacia la salida, donde una
monja portando un candil de aceite nos despidió con mirada fúnebre y
condenatoria.
Una vez fuera del recinto, el lúgubre cañón de piedra y sombra de la
calle Moncada se me antojó un valle de gloria y esperanza. A mi lado, Fermín
respiraba hondo, aliviado, y supe que no era el único en alegrarse de haber
dejado atrás aquel bazar de tinieblas. La historia que nos había relatado
Jacinta nos pesaba en la conciencia más de lo que nos hubiera gustado admitir.
—Oiga, Daniel. ¿Y si nos marcamos unas croquetillas de jamón y unos
espumosos aquí en el Xampañet para quitarnos el mal sabor de boca?
—No le diría que no, la verdad.
—¿No ha quedado hoy con la chavalilla?
—Mañana.
—Ah, granujilla. Se hace usted de rogar, ¿eh? Cómo vamos
aprendiendo...
No habíamos dado ni diez pasos rumbo a la ruidosa bodega, apenas unos
números calle abajo, cuando tres siluetas espectrales se desprendieron de las
sombras y nos salieron al paso. Los dos matarifes se apostaron a nuestras
espaldas, tan cerca que pude sentir su aliento en la nuca. El tercero, más
menudo pero infinitamente más siniestro, nos cerró el paso. Vestía la misma
gabardina y su sonrisa aceitosa parecía desbordar de gozo por las comisuras.
—Vaya, hombre, pero ¿a quién tenemos aquí? Si es mi viejo amigo, el
hombre de las mil caras —dijo el inspector Fumero.
Me pareció oír todos los huesos de Fermín estremecerse de terror ante
la aparición. Su locuacidad quedó reducida a un gemido ahogado. Para entonces,
los dos matones, que supuse no eran sino dos agentes de la Brigada Criminal, ya
nos tenían sujetos por la nuca y la muñeca derecha, listos para retorcernos el
brazo al mínimo asomo de movimiento.
—Veo por la
cara de sorpresa que pones que pensabas que te había perdido el rastro hace
tiempo, ¿eh? Supongo que no te habrías creído que una mierda seca como tú iba
a poder salir del arroyo y hacerse pasar por un ciudadano decente, ¿verdad? Tú
estás tarado, pero no tanto. Además me cuentan que estás metiendo las narices,
que en tu caso son muchas, en un montón de asuntos que no te interesan. Mala
señal... ¿Qué marrullo te traes con las monjitas? ¿Te estás beneficiando a
alguna? ¿A cómo lo cobran ahora?
—Yo respeto
los culos ajenos, señor inspector, especialmente si están bajo clausura. A lo
mejor si usted se aficionase a hacer lo propio, se ahorraría un pico en penicilina
e iría mejor de vientre.
Fumero soltó una risita envilecida de ira.
—Así me gusta. Cojones de toro. Lo que yo digo. Si todos los chorizos
fuesen como tú, mi trabajo sería una verbena. Dime, ¿cómo te haces llamar
ahora, cabroncete? ¿Gary Cooper? Venga, cuéntame qué haces metiendo ese narizón
tuyo aquí en el asilo de Santa Lucía y a lo mejor te dejo ir con sólo un par de
pellizcos. Hala, largando. ¿Qué os trae por aquí?
—Un asunto particular. Hemos venido a visitar a un familiar.
—Sí, a tu puta madre. Mira, porque hoy me coges de buen humor, porque
si no te llevaba ahora a jefatura y te daba otra pasada con el soplete. Anda,
sé un buen chaval y cuéntale de verdad a tu amigo el inspector Fumero qué coño
hacéis tú y tu amigo aquí. Colabora un poco, joder, y así me ahorras hacerle
una cara nueva al niñato este que te has echado de mecenas.
—Tóquele usted un pelo y le juro que...
—Pavor me das, fíjate lo que te digo. Me he cagado en los pantalones.
Fermín tragó saliva y pareció conjurar el coraje que se le escapaba
por los poros.
—¿No serán ésos los pantalones de marinerito que le puso su augusta
madre, la ilustre fregona? Lástima sería, porque me cuentan que el modelito le
sentaba a usted de fábula.
El rostro del inspector Fumero palideció y toda expresión resbaló de
su mirada.
—¿Qué has dicho, desgraciado?
—Decía que me parece que ha heredado usted el gasto y la gracia de
doña Yvonne Sotoceballos, dama de alta sociedad...
Fermín no era un hombre corpulento y el primer puñetazo bastó para
derribarle de un plumazo. Estaba él todavía hecho un ovillo sobre el charco en
el que había aterrizado cuando Fumero le propinó una sarta de puntapiés en el
estómago, los riñones y la cara. Yo perdí la cuenta al quinto. Fermín perdió el
aliento y la capacidad de mover un dedo o protegerse de los golpes un instante
después. Los dos policías que me sujetaban se reían por cortesía u obligación,
sujetándome con mano férrea.
—Tú no te metas —me susurró uno de ellos—. No me apetece romperte el
brazo.
Intenté zafarme de su presa en vano y al forcejear atisbé por un instante
el rostro del agente que me había hablado. Le reconocí al instante. Era el
hombre de la gabardina y el diario en el bar de la plaza de Sarriá días antes.
el mismo hombre que nos había seguido en el autobús riendo los chistes de
Fermín.
—Mira, a mí lo que más me jode en el mundo es la gente que
hurga en la mierda y en el pasado —clamaba Fumero, rodeando a Fermín—. Las
cosas pasadas hay que dejarlas estar, ¿me entiendes? Y eso va por ti
y por el lelo de tu amigo. Tú mira bien y aprende, chaval, que luego vas tú.
Contemplé cómo el inspector Fumero destrozaba a Fermín a puntapiés
bajo la luz sesgada de una farola. Durante todo el episodio fui incapaz de
abrir la boca. Recuerdo el impacto sordo, terrible, de los golpes cayendo sin
piedad sobre mi amigo. Todavía me duelen. Me limité a refugiarme en aquella
conveniente presa de los policías, temblando y derramando lágrimas de cobardía
en silencio.
Cuando Fumero se aburrió de sacudir un peso muerto, se abrió la
gabardina, se bajó la cremallera y procedió a orinarse encima de Fermín. Mi
amigo no se movía, dibujando apenas un fardo de ropa vieja en un charco.
Mientras Fumero descargaba su chorro generoso y vaporoso sobre Fermín, seguí
siendo incapaz de abrir la boca. Cuando hubo terminado, el inspector se abrochó
la bragueta y se me acercó con el rostro sudoroso, jadeando. Uno de los
agentes le tendió un pañuelo con el que se secó la cara y el cuello. Fumero se
me aproximó hasta detener su rostro a apenas unos centímetros del mío y me
clavó la mirada.
—Tú no valías esa paliza, chaval. Ése es el problema de tu amigo:
siempre apuesta por el bando equivocado. La próxima vez le voy a joder a fondo,
como nunca, y estoy seguro de que la culpa va a ser tuya.
Creí que me iba a abofetear entonces, que había llegado mi turno. Por
algún motivo celebré que así fuese. Quise creer que los golpes me curarían la
vergüenza de haber sido incapaz de mover un dedo por ayudar a Fermín cuando lo
único que él estaba haciendo, como siempre, era tratar de protegerme.
Pero no cayó golpe alguno. Tan sólo el latigazo de aquellos
ojos llenos de desprecio. Fumero se limitó a palmearme la mejilla.
—Tranquilo, niño. Yo no me ensucio la mano con cobardes.
Los dos policías le rieron la gracia, más relajados al comprobar que
el espectáculo se había terminado. Sus deseos de abandonar la escena eran
palpables. Se alejaron riendo en la sombra. Para cuando acudí en su ayuda,
Fermín luchaba en vano por incorporarse y encontrar los dientes que había
perdido en el agua sucia del charco. Le sangraban la boca, la nariz, los oídos
y los párpados. Al verme sano y salvo, hizo un amago de sonrisa y creí que se
me iba a morir allí mismo. Me arrodillé junto a él y le sostuve en mis brazos.
El primer pensamiento que me cruzó la cabeza fue que pesaba menos que Bea.
—Fermín, por Dios, hay que llevarle al hospital ahora mismo.
Fermín negó enérgicamente.
—Lléveme con ella.
—¿Con quién, Fermín?
—Con la Bernarda. Si tengo que palmarla, que sea en sus brazos.
32
Aquella noche regresé al piso de la plaza Real que había jurado no
volver a pisar años atrás. Un par de parroquianos que habían presenciado la
paliza desde la puerta del Xampañet se ofrecieron a ayudarme a llevar a Fermín
hasta una parada de taxis en la calle Princesa mientras un camarero del local
llamaba al número que le había dado advirtiendo de nuestra llegada. La carrera
en el taxi se me hizo infinita. Fermín había perdido el conocimiento antes de
arrancar. Yo le sostenía en mis brazos, aferrándole contra el pecho e intentando
darle calor. Podía sentir su sangre tibia empapándome la ropa. Yo le murmuraba
al oído, diciéndole que ya llegábamos, que no iba a ser nada. La voz me
temblaba. El conductor me lanzaba miradas furtivas desde el espejo.
—Oiga, yo no quiero líos, ¿eh? Si ése se muere, se bajan.
—Usted acelere y calle.
Cuando llegamos a la calle Fernando, Gustavo Barceló y la Bernarda ya
esperaban a la puerta del edificio en compañía del doctor Soldevila. Al vernos
cubiertos de sangre y mugre, la Bernarda se echó a gritar en un lance de
pánico. El doctor tomó rápidamente el pulso a Fermín y aseguró que el paciente
estaba vivo. Entre los cuatro conseguimos subir a Fermín escaleras arriba y
llevarlo hasta la habitación de la Bernarda, donde una enfermera que había traído
el doctor ya estaba preparándolo todo. Una vez el paciente estuvo dispuesto
sobre la cama, la enfermera empezó a desnudarlo. El doctor Soldevila insistió
en que saliésemos todos de la habitación y les dejásemos hacer. Nos cerró la
puerta en las narices con un sucinto «vivirá».
En el pasillo, la Bernarda lloraba desconsoladamente, gimiendo que por
una vez que encontraba a un hombre bueno, venía Dios y se lo arrancaba a
puñetazos. Don Gustavo Barceló la tomó en sus brazos y se la llevó a la cocina,
donde procedió a empapuzarla de brandy hasta que la pobre apenas se tuvo en
pie. Una vez las palabras de la criada empezaron a ser ininteligibles, el
librero se sirvió una copa para él y la apuró de un trago.
—Lo siento. No sabía adónde ir... —empecé.
—Tranquilo.
Has hecho bien. Soldevila es el mejor traumatólogo de Barcelona —dijo, sin
dirigirse a nadie en particular.
—Gracias
—murmuré.
Barceló
suspiró y me sirvió un buen trago de brandy en un vaso. Decliné su
ofrecimiento, que pasó a las manos de la Bernarda en cuyos labios desapareció
por ensalmo.
—Haz el
favor de darte una ducha y ponerte algo de ropa limpia —indicó Barceló—. Si
vuelves a tu casa con esas pintas, matarás a tu padre del susto.
—No
hace falta... estoy bien —dije.
—Pues
entonces deja de temblar. Anda, ve, puedes usar mi baño, que tiene termo. Ya
sabes el camino. Yo entretanto voy a llamar a tu padre y le diré que, bueno,
no sé qué le diré. Algo se me ocurrirá.
Asentí.
—Ésta
sigue siendo tu casa, Daniel —dijo Barceló mientras me alejaba por el pasillo—.
Se te ha echado de menos.
Fui
capaz de encontrar el baño de Gustavo Barceló, pero no el interruptor de la
luz. Pensándolo bien, me dije, prefiero ducharme en la penumbra. Me despojé de
mi ropa manchada de sangre y mugre y me aupé a la bañera imperial de Gustavo
Barceló. Una tiniebla perlada se filtraba por el ventanal que daba al patio
interno de la finca, sugiriendo los perfiles de la estancia y el juego de
baldosas esmaltadas del suelo y las paredes. El agua salía ardiendo y con una
presión que, comparada con la modestia de nuestro baño en la calle Santa Ana,
me pareció digna de hoteles de lujo en los que nunca había puesto los pies.
Permanecí varios minutos bajo los haces de vapor de la ducha, inmóvil.
El eco
de los golpes cayendo sobre Fermín seguía martilleándome en los oídos. No podía
quitarme de la cabeza las palabras de Fumero, ni el rostro de aquel policía
que me había sujetado, probablemente para protegerme. Al rato advertí que el
agua empezaba a enfriarse y supuse que estaba agotando la reserva del termo de
mi anfitrión. Apuré hasta la última gota de agua tibia y cerré el paso. El
vapor ascendía de mi piel como hilos de seda. A través de la cortina de la
ducha adiviné una silueta inmóvil frente a la puerta. Su mirada vacía brillaba
como la de un gato.
—Puedes
salir sin miedo, Daniel. Pese a todas mis maldades, sigo sin poder verte.
—Hola,
Clara.
Tendió
una toalla limpia hacia mí. Alargué el brazo y la cogí. Me envolví en ella con
pudor de colegiala e incluso en la penumbra vaporosa pude ver que Clara
sonreía, adivinando mis movimientos.
—No te
he oído entrar.
—No he
llamado. ¿Por qué te duchas a oscuras?
—¿Cómo
sabes que la luz no está encendida?
—El
zumbido de la bombilla —dijo—. Nunca volviste a despedirte.
Sí que
volví, pensé, pero estabas muy ocupada. Las palabras se me murieron en los
labios, su rencor y amargura lejanos, ridículos de repente.
—Lo sé.
Perdona.
Salí de
la ducha y me planté sobre la alfombrilla de felpa. El halo de vapor ardía en
motas de plata, la claridad del tragaluz un velo blanco sobre el rostro de
Clara. No había cambiado un ápice de como yo la recordaba. Cuatro años de
ausencia no me habían servido de casi nada.
—Te ha
cambiado la voz —dijo—. ¿Has cambiado tú también, Daniel?
—Sigo siendo tan bobo como antes, si es lo que te intriga.
Y más cobarde, añadí para mis adentros. Ella conservaba aquella misma
sonrisa rota que dolía incluso en la penumbra. Extendió la mano y, como aquella
tarde ocho años atrás en la biblioteca del Ateneo, entendí al instante. Guié su
mano hasta mi rostro húmedo y sentí sus dedos descubrirme de nuevo, sus labios
dibujando palabras en silencio.
—Nunca quise hacerte daño, Daniel. Perdóname.
Le tomé la mano y la besé en la oscuridad.
—Perdóname tú a mí.
Todo asomo de melodrama se astilló en pedazos al asomarse la Bernarda
a la puerta y, pese a estar prácticamente ebria, descubrirme desnudo,
chorreando, sosteniendo la mano de Clara en los labios y con la luz apagada.
—Por el amor de Dios, señorito Daniel, qué poca vergüenza. Jesús,
María y José. Es que hay quien no escarmienta...
La Bernarda se batió en retirada, azorada, y confié que cuando los
efectos del brandy menguasen, el recuerdo de lo que había visto se
desvaneciese de su mente como un retazo de sueño. Clara se retiró unos pasos y
me tendió la ropa que sostenía bajo el brazo izquierdo.
—Mi tío me ha dado este traje suyo para que te lo pongas. Es de cuando
él era joven. Dice que has crecido un montón y que ya te vendrá bien. Te dejo
para que te vistas. No tenía que haber entrado sin llamar.
Tomé la muda que me ofrecía y procedí a enfundarme la ropa interior,
tibia y perfumada, la camisa de algodón rosada, los calcetines, el chaleco,
los pantalones y la americana. El espejo mostraba un vendedor a domicilio,
desarmado de sonrisa. Cuando regresé a la cocina, el doctor Soldevila había
salido un instante de la habitación donde estaba atendiendo a Fermín para
informar a la concurrencia de su estado.
—De momento, lo peor ha pasado —anunció—. No hay que preocuparse.
Estas cosas siempre parecen más graves de lo que son. Su amigo ha sufrido una
fractura en el brazo izquierdo y dos costillas rotas, ha perdido tres dientes y
presenta magulladuras múltiples, cortes y contusiones, pero afortunadamente no
hay hemorragia interna ni síntomas de lesión cerebral. Los periódicos doblados
que el paciente llevaba bajo la ropa a modo de abrigo y acento de corpulencia,
como él dice, le han servido de armadura para amortiguar los golpes. Hace unos
instantes, al recobrar la conciencia durante unos minutos, el paciente me ha
pedido que les diga a ustedes que se encuentra como un chaval de veinte años,
que quiere un bocadillo de morcilla y ajos tiernos, una chocolatina y caramelos
Sugus de limón. En principio no veo inconveniente, aunque creo que de momento
es mejor empezar con unos zumos, yogur y quizá algo de arroz hervido. Además, y
como fe de su lozanía y presencia de ánimo, el paciente me ha indicado que les
transmita a ustedes que, al ponerle la enfermera Amparito unos puntos en la
pierna, ha experimentado una erección como un témpano.
—Es que él es muy hombre —murmuró la Bernarda, con tono de disculpa.
—¿Cuándo podremos verle? —pregunté.
—Ahora mejor
no. Quizá al alba. Le vendrá bien algo de reposo y mañana mismo me gustaría
llevarle al hospital del Mar para hacerle un encefalograma, para quedarnos
tranquilos, pero creo que vamos sobre seguro y que el señor Romero de Torres
estará como nuevo en unos días. A juzgar por las marcas y cicatrices que lleva
en el cuerpo, este hombre ha salido de peores lances y es todo un superviviente. Si necesitan
ustedes una copia del dictamen para presentar una denuncia en jefatura...
—No
será necesario —interrumpí.
—Joven, le advierto que esto
hubiera podido Ser muy serio. Hay que dar parte a la policía inmediatamente.
Barceló
me observaba atentamente. Le devolví la mirada y él asintió.
—Tiempo
habrá para esos trámites, doctor, no se preocupe usted —dijo Barceló—. Ahora
lo importante es asegurarse de que el paciente está en buen estado. Yo mismo
presentaré la denuncia pertinente mañana a primera hora. Incluso las
autoridades tienen derecho a un poco de paz y sosiego nocturno.
Obviamente,
el doctor no veía con buenos ojos mi sugerencia de ocultar el incidente a la
policía, pero al comprobar que Barceló se responsabilizaba del tema se encogió
de hombros y regresó a la habitación para proseguir con las curas. Tan pronto
hubo desaparecido, Barceló me indicó que le siguiera a su estudio. La Bernarda
suspiraba en su taburete, a merced del brandy y el susto.
—Bernarda,
entreténgase. Haga algo de café. Bien cargado.
—Sí,
señor. Ahora mismo.
Seguí a
Barceló hasta su despacho, una cueva sumergida en nieblas de tabaco de pipa
que se perfilaba entre columnas de libros y papeles. Los ecos del piano de
Clara nos llegaban en efluvios a destiempo. Las lecciones del maestro Neri
obviamente no habían servido de mucho, al menos en el terreno musical. El
librero me indicó que me sentara y procedió a prepararse una pipa.
—He
llamado a tu padre y le he dicho que Fermín ha tenido un pequeño accidente y
que tú lo habías traído aquí
—¿Se lo
ha tragado?
—No
creo.
—Ya.
El
librero prendió su pipa y se recostó en el butacón del escritorio, deleitándose
en su aspecto mefistofélico. En el otro extremo del piso, Clara humillaba a
Debussy. Barceló puso los ojos en blanco.
—¿Qué
se hizo del maestro de música? —pregunté.
—Lo
despedí. Abuso de cátedra.
—Ya.
—¿Seguro
que a ti no te han zurrado también? Le estás dando mucho a los monosílabos. De
chavalín eras más parlanchín.
La
puerta del estudio se abrió y la Bernarda entró portando una bandeja con dos
tazas humeantes y un azucarero. A la vista de sus andares temí interponerme en
la trayectoria de una lluvia de café hirviente.
—Permiso.
¿El señor lo tomará con un chorrito de brandy?
—Me
parece que la botella de Lepanto se ha ganado un descanso esta noche, Bernarda.
Y usted también. Venga, váyase a dormir. Daniel y yo nos quedamos despiertos
por si hace falta algo. Ya que Fermín está en su dormitorio, puede usted usar
mi habitación.
—Ay,
señor, de ninguna manera.
—Es una
orden. Y no me discuta. La quiero dormida en cinco minutos.
—Pero,
señor...
—Bernarda,
que se juega el aguinaldo.
—Lo que
usted mande, señor Barceló. Aunque yo duermo encima de la colcha. Faltaría más.
Barceló
esperó ceremoniosamente a que la Bernarda se hubiese retirado. Se sirvió siete
terrones de azúcar y procedió a remover la taza con la cucharilla, perfilando
una sonrisa felina entre nubarrones de tabaco holandés.
—Ya lo ves. Tengo que llevar la
casa con mano dura.
—Sí, está usted hecho un ogro, don Gustavo.
—Y tú un liante. Dime, Daniel, ahora que no nos oye nadie. ¿Por qué no
es una buena idea que demos parte a la policía de lo que ha pasado?
—Porque ya lo saben.
—¿Quieres decir...?
Asentí.
—¿En qué clase de lío estáis metidos, si no es mucho preguntar?
Suspiré.
—¿Algo en lo que yo pueda ayudar?
Alcé la mirada. Barceló me sonreía sin malicia, la fachada de ironía
en rara tregua.
—¿No tendrá todo esto, por una de aquellas cosas, que ver con aquel
libro de Carax que no quisiste venderme cuando debías?
Me cazó la sorpresa al vuelo.
—Yo podría ayudaros —ofreció—. Me sobra lo que a vosotros os falta:
dinero y sentido común.
—Créame, don Gustavo, ya he complicado a demasiada gente en este
asunto.
—No vendrá de uno, entonces. Venga, en confianza. Hazte a la idea de
que soy tu confesor.
—Hace años que no me confieso.
—Se te ve en la cara.
33
Gustavo Barceló tenía un escuchar contemplativo y salomónico, de
médico o nuncio apostólico. Me observaba con las manos unidas a modo de
plegaria bajo la barbilla y los codos sobre el escritorio, sin apenas
parpadear, asintiendo aquí y allá, como si detectase síntomas o pecadillos en
el flujo de mi relato y fuera componiendo su propio dictamen sobre los hechos a
medida que yo se los servía en bandeja. Cada vez que me detenía, el librero
alzaba las cejas inquisitivamente y hacía un gesto con la mano derecha para
indicar que siguiera desenhebrando el galimatías de mi historia, que parecía
divertirle enormemente. Ocasionalmente tomaba notas a mano alzada o levantaba
la mirada al infinito como si quisiera considerar las implicaciones de cuanto
le relataba. Las más de las veces se relamía en una sonrisa sardónica que yo
no podía evitar atribuir a mi ingenuidad o a la torpeza de mis conjeturas.
—Oiga, si le parece una tontería me callo.
—Al contrario. Hablar es de necios; callar es de cobardes; escuchar
es de sabios.
—¿Quién dijo eso? ¿Séneca?
—No. El señor Braulio Recolons, que regenta una tocinería en la calle
Aviñón y posee un don proverbial tanto para el embutido como para el aforismo
ocurrente. Prosigue, por favor. Me hablabas de esta muchacha pizpireta...
—Bea. Y eso es asunto mío y no tiene nada que ver con todo lo demás.
Barceló se reía por lo bajo. Estaba por continuar el recuento de mis
peripecias cuando el doctor Soldevila se asomó a la puerta del despacho con
aspecto cansado y resoplando.
—Disculpen ustedes. Yo ya me iba. El paciente está bien y, valga la
metáfora, lleno de energía. Este caballero nos enterrará a todos. De hecho
afirma que los sedantes se le han subido a la cabeza y está aceleradísimo. Se
niega a reposar e insiste en que tiene que tratar con el señor Daniel de
asuntos cuya naturaleza no ha querido aclararme alegando que no cree en el juramento
hipocrático, o hipócrita, como dice él.
—Ahora
mismo vamos a verle. Y disculpe al pobre Fermín. Sin duda sus palabras son
consecuencia del trauma.
—Quizá,
pero yo no descartaría la poca vergüenza, porque no hay modo de que deje de
pellizcarle el trasero a la enfermera y de recitar pareados glosando lo firme y
torneado de sus muslos.
Escoltamos
al doctor y a su enfermera hasta la puerta y les agradecimos efusivamente sus
buenos oficios. Al entrar en la habitación descubrimos que, después de todo,
la Bernarda había desafiado las órdenes de Barceló y se había tendido en el
lecho junto a Fermín, donde el susto, el brandy y el cansancio habían
conseguido finalmente hacerle conciliar el sueño. Fermín la sostenía dulcemente,
acariciándole el pelo, cubierto de vendas, apósitos y cabestrillos. Su rostro
dibujaba una magulladura que dolía al mirar y de la que emergían el narizón
incolumne, dos orejas como antenas repetidoras y unos ojos de ratoncillo
abatido. La sonrisa desdentada y ajada de cortes era de triunfo y nos recibió
alzando la mano derecha con el signo de la victoria.
—¿Cómo
se encuentra, Fermín? —pregunté.
—Veinte
años más joven —dijo en voz baja para no despertar a la Bernarda.
—No
haga cuento, que se le ve hecho una mierda, Fermín. Menudo susto. ¿Está seguro
de que se encuentra bien? ¿No le da vueltas la cabeza? ¿Oye voces?
—Ahora
que lo menciona, a ratos me parecía percibir un murmullo disonante y arrítmico,
como si un macaco intentase tocar el piano.
Barceló
frunció el ceño. Clara seguía tecleando en la distancia.
—No se
preocupe, Daniel. He encajado palizas peores. Ese Fumero no sabe pegar ni un
sello.
—Luego,
el que le ha hecho una cara nueva es el mismísimo inspector Fumero —dijo
Barceló—. Ya veo que se mueven ustedes en las altas esferas.
—A esa
parte de la historia no había llegado todavía —dije yo.
Fermín
me lanzó una mirada de alarma.
—Tranquilo,
Fermín. Daniel me está poniendo al corriente del sainete este que se llevan ustedes
entre manos. Debo reconocer que el asunto está interesantísimo. Y usted,
Fermín, ¿cómo anda de confesiones? Le advierto que tengo dos años de
seminarista.
—Yo le
ponía lo menos tres, don Gustavo.
—Todo
se pierde, empezando por la vergüenza. La primera vez que viene usted a mi casa
y acaba en la cama con la doncella.
—Mírela,
pobrecilla, mi ángel. Sepa que mis intenciones son honestas, don Gustavo.
—Sus
intenciones son asunto suyo y de la Bernarda, que ya es mayorcita. Y ahora, a
ver. ¿En qué pesebre se han metido ustedes?
—¿Qué
le ha contado usted, Daniel?
—Hemos
llegado hasta el segundo acto: entrada de la femme fatale —precisó Barceló.
—¿Nuria
Monfort? —preguntó Fermín.
Barceló
se relamió con deleite.
—¿Pero
es que hay más de una? Esto parece el rapto del serrallo.
—Le
ruego que baje la voz, que aquí mi prometida está presente.
—Tranquilo,
que su prometida lleva en las venas media botella de brandy Lepanto. No la
despertaríamos ni a cañonazos. Ande, dígale a Daniel que me cuente el resto. Tres cabezas piensan mejor que dos, especialmente
si la tercera es la mía.
Fermín hizo amago de encogerse de hombros entre los vendajes y
cabestrillos.
—Yo no me opongo, Daniel. Usted decide.
Resignado a tener a don Gustavo Barceló a bordo, continué mi relato hasta
llegar al punto en que Fumero y sus hombres nos habían sorprendido en la calle
Moncada horas antes. Concluida la narración, Barceló se levantó y anduvo arriba
y abajo por la habitación, cavilando. Fermín y yo le observábamos con cautela.
La Bernarda roncaba como un becerrillo.
—Criaturita —susurraba Fermín, embelesado.
—Varias cosas me llaman la atención —dijo finalmente el librero—.
Evidentemente, el inspector Fumero está en esto hasta el frenillo, aunque cómo
y por qué es algo que se me escapa. Por un lado está esa mujer...
—Nuria Monfort.
—Luego tenemos el tema del regreso de Julián Carax a Barcelona y su
asesinato en las calles de la ciudad tras un mes en que nadie sabe de él.
Obviamente, la fámula miente por los codos y hasta sobre el tiempo.
—Eso vengo yo diciéndolo desde el principio —dijo Fermín—. Pasa que
aquí hay mucha calentura juvenil y poca visión de conjunto.
—Quién fue a hablar: san Juan de la Cruz.
—Alto. Tengamos la fiesta en paz y ciñámonos a los hechos. Hay algo en
lo que Daniel ha contado que me ha parecido muy extraño, todavía más que el
resto, y no por lo folletinesco del embrollo, sino por un detalle esencial y
aparentemente banal —añadió Barceló.
—Deslúmbrenos, don Gustavo.
—Pues helo aquí: eso de que el padre de Carax se negase a reconocer
el cadáver de Carax alegando que él no tenía hijo. Muy raro lo veo yo.
Casi contra natura. No hay padre en el mundo que haga eso. No importa la mala
sangre que pudiera haber entre ellos. La muerte tiene estas cosas: a todo el
mundo le despierta la sensiblería. Frente a un ataúd, todos vemos sólo lo bueno
o lo que queremos ver.
—Qué gran cita es ésa, don Gustavo —adujo Fermín. ¿Le importa si la
añado a mi repertorio?
—Para todo hay excepciones —objeté—. Por lo que sabemos, el señor
Fortuny era un tanto particular.
—Todo lo que sabemos de él son chismes de tercera mano —dijo Barceló—.
Cuando todo el mundo se empeña en pintar a alguien como un monstruo, una de
dos: o era un santo o se están callando de la misa la media.
—A usted es que le ha caído en gracia el sombrerero por cabestro —dijo
Fermín.
—Con todo respeto a la profesión, cuando la semblanza del villano
tiene por toda base el testimonio de la portera del inmueble, mi primer
instinto es el de la desconfianza.
—Por esa regla de tres no podemos estar seguros de nada. Todo lo que
sabemos es, como usted dice, de tercera mano, o de cuarta. Con porteras o no.
—No te fíes del que se fía de todos —apostilló Barceló.
—Qué velada tiene usted, don Gustavo —alabó Fermín—. Perlas cultivadas
al por mayor. Quién tuviera su visión preclara.
—Aquí lo único realmente claro en todo esto es que necesitan ustedes
de mi ayuda, logística y probablemente pecuniaria, si pretenden resolver este
pesebre antes de que el inspector Fumero les reserve una suite en el presidio
de San Sebas. Fermín, ¿asumo que está usted conmigo
—Yo
estoy a las órdenes de Daniel. Si él lo ordena; yo hago hasta de niño Jesús.
—Daniel,
¿qué dices tú?
—Ustedes
se lo dicen todo. ¿Qué propone usted?
—Éste
es mi plan: en cuanto Fermín esté repuesto, tú, Daniel, casualmente, le haces
una visita a la señora Nuria Monfort y le pones las cartas sobre la mesa. Le
das a entender que sabes que te ha mentido y que esconde algo, mucho o poco,
ya veremos.
—¿Para
qué? —pregunté.
—Para
ver cómo reacciona. No te dirá nada, por supuesto. O te mentirá otra vez. Lo
importante es clavar la banderilla, valga el símil taurino, y ver adónde nos
conduce el toro, en este caso la ternerilla. Y ahí es donde entra usted,
Fermín. Mientras Daniel le pone el cascabel al gato, usted se aposta
discretamente vigilando a la sospechosa y espera a que ella muerda el anzuelo.
Una vez lo haga, la sigue.
—Asume usted que ella irá a algún
sitio —protesté.
—Hombre
de poca fe. Lo hará. Tarde o temprano. Y algo me dice que en este caso será más
temprano que tarde. Es la base de la psicología femenina.
—¿Y
mientras tanto usted qué piensa hacer, doctor Freud? —pregunté.
—Eso es
asunto mío y a su tiempo lo sabrás. Y me lo agradecerás.
Busqué
apoyo en la mirada de Fermín, pero el pobre se había ido quedando dormido
abrazado a la Bernarda a medida que Barceló formulaba su discurso triunfal.
Fermín había ladeado la cabeza y le caía la baba sobre el pecho desde una
sonrisa bendita. La Bernarda emitía ronquidos profundos y cavernosos.
—Ojalá
éste le salga bueno —murmuró Barceló.
—Fermín
es un gran tipo —aseguré.
—Debe
de serlo, porque por la pinta no creo que la haya conquistado. Anda, vamos.
Apagamos
la luz y nos retiramos de la estancia con sigilo, cerrando la puerta y dejando
a los dos tórtolos a merced de su sopor. Me pareció que el primer aliento del
alba despuntaba en las ventanas de la galería al fondo del corredor.
—Supongamos
que le digo que no —dije en voz baja—. Que se olvide.
Barceló
sonrió.
—Llegas
tarde, Daniel. Tendrías que haberme vendido ese libro hace años, cuando
tuviste la oportunidad.
Llegué
a casa al amanecer, arrastrando aquel absurdo traje de prestado y el naufragio
de una noche interminable por calles húmedas y relucientes de escarlata. Encontré
a mi padre dormido en su butaca del comedor con una manta sobre las piernas y
su libro favorito abierto en las manos, un ejemplar del Cándido de
Voltaire que releía un par de veces cada año, el par de veces que le oía
reírse de corazón. Le observé en silencio. Tenía el pelo cano, escaso, y la
piel de su rostro había empezado a perder la firmeza alrededor de los pómulos.
Contemplé a aquel hombre al que una vez había imaginado fuerte, casi
invencible, y le vi frágil, vencido sin saberlo él. Vencidos acaso los dos. Me
incliné para arroparle con aquella manta que hacía años que prometía donar a la
beneficencia y le besé la frente como si quisiera protegerle así de los hilos
invisibles que lo alejaban de mí, de aquel piso angosto y de mis recuerdos, como
si creyera que con aquel beso podría engañar al tiempo y convencerle de que
pasara de largo, de que volviese otro día, otra vida.
34
Pasé casi toda la mañana soñando despierto en la trastienda,
conjurando imágenes de Bea. Dibujaba su piel desnuda bajo mis manos y creía
saborear de nuevo su aliento a pan dulce. Me sorprendía recordando con
precisión cartográfica los pliegues de su cuerpo, el brillo de mi saliva en
sus labios y en aquella línea de vello rubio, casi transparente, que le
descendía por el vientre y a la que mi amigo Fermín, en sus improvisadas
conferencias sobre logística carnal, se refería como «el caminito de Jerez».
Consulté el reloj por enésima vez y comprobé con horror que todavía
faltaban varias horas hasta que pudiese ver —y tocar— de nuevo a Bea. Probé a
ordenar los recibos del mes, pero el sonido de los fajos de papel me recordaba
el roce de la ropa interior deslizándose por las caderas y los muslos pálidos
de doña Beatriz Aguilar, hermana de mi íntimo amigo de la infancia.
—Daniel, estás en las nubes. ¿Te preocupa algo? ¿Es Fermín? —preguntó
mi padre.
Asentí, avergonzado. Mi mejor amigo se había dejado varias costillas
por salvarme la piel unas horas antes y mi primer pensamiento era para el
cierre de un sujetador.
—Hablando del César...
Alcé la vista y allí estaba. Fermín Romero de Torres, genio y figura,
vistiendo su mejor traje y con aquella planta de caliqueño retorcido entraba
por la puerta con sonrisa triunfal y un clavel fresco en la solapa.
—Pero ¿qué hace usted aquí, infeliz?, ¿no tenía usted que guardar
reposo?
—El reposo se guarda solo. Yo soy hombre de acción. Y si yo no estoy
aquí, ustedes no venden ni un catecismo.
Desoyendo los consejos del doctor, Fermín venía decidido a
reintegrarse a su puesto. Lucía una tez amarillenta y picada de moretones,
cojeaba de mala manera y se movía como un muñeco roto.
—Usted se va ahora mismo a la cama, Fermín, por el amor de Dios —dijo
mi padre, horrorizado.
—Ni hablar. Las estadísticas lo demuestran: más gente muere en la cama
que en la trinchera.
Todas nuestras protestas cayeron en saco roto. Al poco, mi padre
cedió, porque algo en la mirada del pobre Fermín sugería que aunque le
doliesen los huesos hasta el alma, más le dolía la perspectiva de estar solo en
su habitación de la pensión.
—Bueno, pero si le veo levantar cualquier cosa que no sea un lápiz, me
va a oír.
—A sus órdenes. Tiene usted mi palabra de que yo hoy no levanto ni
sospecha.
Ni corto ni perezoso, Fermín procedió a calzarse su bata azul y se
armó de un trapo y una botella de alcohol con los que se instaló tras el
mostrador con la intención de dejar como nuevas las tapas y el lomo de los
quince ejemplares usados que nos habían llegado aquella mañana de un título
muy buscado, El
Sombrero de Tres Picos: Historia de la Benemérita en versos alejandrinos, por el
bachiller Fulgencio Capón, autor jovencísimo consagrado por la crítica de todo
el país. Mientras se entregaba a su tarea, Fermín iba lanzando miradas furtivas
guiñando el ojo como el proverbial diablillo cojuelo.
—Tiene usted las orejas rojas como pimientos, Daniel.
—Será de oírle decir majaderías.
—O de la calentura que lleva encima. ¿Cuándo se ve con la fámula?
—No es asunto suyo.
—Qué mal le veo. ¿Ya evita el picante? Mire que es un vasodilatador mortífero.
—Váyase a la mierda.
Como venía siendo costumbre, tuvimos una tarde entre lenta y
miserable. Un comprador calado de gris, desde la gabardina a la voz, entró a
preguntar si teníamos algún libro de Zorrilla, convencido de que se trataba de
una crónica en torno a las aventuras de una furcia de corta edad en el Madrid
de los Austrias. Mi padre no supo qué decirle pero Fermín salió al rescate,
comedido por una vez.
—Se confunde usted, caballero. Zorrilla es un dramaturgo. A lo mejor
le interesa a usted el don Juan. Trae mucho lío de faldas y además el
protagonista se lía con una monja.
—Me lo llevo.
Atardecía ya cuando el metro me dejó al pie de la avenida del
Tibidabo. La silueta del tranvía azul se adivinaba entre los pliegues de una
neblina violácea, alejándose. Decidí no esperar a su regreso e hice el camino a
pie mientras anochecía. Al rato vislumbré la silueta de «El ángel de bruma».
Extraje la llave que me había dado Bea y procedí a abrir la portezuela
recortada sobre la verja. Me adentré en la finca y dejé la puerta casi
ajustada, aparentemente cerrada pero preparada para franquear el paso a Bea. Había
llegado con antelación deliberadamente. Sabía que Bea tardaría por lo menos
media hora o cuarenta y cinco minutos en llegar. Quería sentir a solas la
presencia de la casa, explorarla antes de que Bea llegase y la hiciese suya. Me
detuve un instante a contemplar la fuente y la mano del ángel ascendiendo desde
las aguas teñidas de escarlata El dedo índice, acusador, parecía afilado como
un puñal. Me aproximé al borde del estanque. El rostro tallado, sin mirada ni
alma, temblaba bajo la superficie.
Ascendí la escalinata que conducía a la entrada. La puerta principal
estaba entornada unos centímetros. Sentí una punzada de inquietud, pues creía
haberla cerrado al salir de allí la otra noche. Examiné el cerrojo, que no
parecía forzado, y supuse que había olvidado cerrarla. La empujé con suavidad
hacia el interior y sentí el aliento de la casa acariciándome la cara, un
vahído a madera quemada, a humedad y a flores muertas. Extraje la cajetilla de
fósforos que me había procurado antes de salir de la librería y me arrodillé a
encender la primera de las velas que Bea había dejado. Una burbuja de color
cobre prendió en mis manos y desveló los contornos danzantes de muros tramados
de lágrimas de humedad, techos caídos y puertas desvencijadas.
Me adelanté hasta la siguiente vela y la prendí. Lentamente, casi
siguiendo un ritual, recorrí el rastro de velas que había dejado Bea y las
encendí una a una, conjurando un halo de luz ámbar que flotaba en el aire como
una telaraña atrapada entre mantos de negrura impenetrable. Mi recorrido
terminó junto a la chimenea de la biblioteca, junto a las mantas que seguían
en el suelo, manchadas de ceniza. Me senté allí, enfrentado al resto de la
sala. Había esperado silencio, pero la casa respiraba mil ruidos. Crujidos en
la madera, el roce del viento en las tejas del techo, mil y un repiqueteos
entre los muros, bajo el suelo, desplazándose tras las paredes.
Debían de haber transcurrido casi treinta minutos cuando advertí que
el frío y la penumbra empezaban a adormecerme. Me incorporé y empecé a recorrer
la sala para entrar en calor. Apenas quedaban los restos de un tronco en la
chimenea y supuse que, para cuando llegase Bea, la temperatura en el interior
del caserón habría descendido lo suficiente como para inspirarme
momentos de pureza y castidad y borrar todos los espejismos febriles que había
albergado durante días. Habiendo encontrado un propósito práctico y de menos
vuelo poético que la contemplación de las ruinas del tiempo, tomé una de las
velas y me dispuse a explorar el caserón en busca de material combustible con
el que hacer habitable la sala y aquel par de mantas que ahora tiritaban frente
a la chimenea, ajenas a las cálidas memorias que yo conservaba de ellas.
Mis nociones de literatura victoriana me sugerían que lo más razonable
era iniciar la búsqueda por el sótano, donde a buen seguro debían de haber
estado ubicadas las cocinas y una formidable carbonera. Con esta idea en mente,
tardé casi cinco minutos en localizar una puerta o escalinata que me condujese
al sótano. Elegí un portón de madera labrada en el extremo de un corredor.
Parecía una pieza de ebanistería exquisita, con relieves en forma de ángeles y
lienzos y una gran cruz en el centro. El cierre descansaba en el centro del
portón, bajo la cruz. Traté de forzarlo sin éxito. El mecanismo estaba
probablemente trabado o sencillamente perdido de óxido. El único modo de vencer
aquella puerta sería forzarla con una palanca o derribarla a hachazos,
alternativas que descarté rápidamente. Examiné aquel portón a la luz de las
velas, pensando que inspiraba más la imagen de un sarcófago que de una puerta.
Me pregunté qué se escondería al otro lado.
Un vistazo más detenido a los ángeles labrados sobre la puerta me robó
las ganas de averiguarlo y me alejé de aquel lugar. Estaba por desistir de mi
búsqueda de un camino de acceso al sótano cuando, casi por casualidad, di con
una pequeña portezuela en el otro extremo del corredor que tomé en principio
por un armario de escobones y cubos. Probé el pomo, que cedió al instante. Al
otro lado se adivinaba una escalera que descendía en picado hacia una balsa de
oscuridad. Un intenso hedor a tierra mojada me abofeteó. En la presencia de
aquel hedor, tan extrañamente familiar, y con la mirada caída en el pozo de
oscuridad al frente, me asaltó una imagen que conservaba desde la infancia,
enterrada entre cortinas de temor.
Una tarde de lluvia en la ladera este del cementerio de Montjuïc,
mirando al mar entre un bosque de mausoleos imposibles, un bosque de cruces y
lápidas talladas con rostros de calaveras y niños sin labios ni mirada, que
hedía a muerte, las siluetas de una veintena de adultos que sólo conseguía
recordar como trajes negros empapados de lluvia y la mano de mi padre
sosteniendo la mía con demasiada fuerza, como si así quisiera acallar sus lágrimas,
mientras las palabras huecas de un sacerdote caían en aquella fosa de mármol en
la que tres enterradores sin rostro empujaban un sarcófago gris por el que
resbalaba el aguacero como cera fundida y en el que yo creía oír la voz de mi
madre, llamándome, suplicándome que la liberase de aquella prisión de piedra y
negrura mientras yo sólo acertaba a temblar y a murmurar sin voz a mi padre que
no me apretase tanto la mano, que me estaba haciendo daño, y aquel olor a
tierra fresca, tierra de ceniza y de lluvia, lo devoraba todo, olor a muerte y
a vacío.
Abrí los ojos y descendí los peldaños casi a ciegas, pues la claridad
de la vela apenas conseguía robarle unos centímetros a la oscuridad. Al llegar
abajo sostuve la vela en alto y miré a mi alrededor. No descubrí cocina o alacena
repleta de maderos secos. Ante mí se abría un pasillo angosto que iba a morir a
una sala en forma de semicírculo en la que se alzaba una silueta con el rostro
surcado de lágrimas
de sangre y dos ojos negros y sin fondo, con los brazos desplegados como alas y
una serpiente de púas brotándole de las sienes. Sentí una ola de frío que me
apuñalaba la nuca. En algún momento recobré la serenidad y comprendí que
estaba contemplando la efigie de un Cristo tallada en madera sobre el muro de
una capilla. Me adelanté unos metros y vislumbré una estampa espectral. Una
docena de torsos femeninos desnudos se apilaban en un rincón de la antigua
capilla. Advertí que les faltaban los brazos y la cabeza y que se sostenían
sobre un trípode. Cada uno de ellos tenía una forma claramente diferenciada, y
no me costó adivinar el contorno de mujeres de diversas edades y
constituciones. Sobre el vientre se leían unas palabras trazadas al carbón.
«Isabel. Eugenia. Penélope.» Por una vez, mis lecturas victorianas salieron al
rescate y comprendí que aquella visión era la ruina de una práctica ya en
desuso, un eco de tiempos en que las familias acaudaladas disponían de maniquís
creados a la medida de los miembros de la familia para la confección de
vestidos y ajuares. Pese a la mirada severa y amenazadora del Cristo, no pude
resistir la tentación de alargar la mano y rozar el talle del torso que llevaba
el nombre de Penélope Aldaya.
Me
pareció entonces escuchar pasos en el piso superior. Pensé que Bea ya habría
llegado y que estaría recorriendo el caserón, buscándome. Dejé la capilla con
alivio y me dirigí de nuevo hacia la escalera. Estaba por ascender cuando
advertí que en el extremo opuesto del corredor se distinguía una caldera y una
instalación de calefacción en aparente buen estado que resultaba incongruente
con el resto del sótano. Recordé que Bea había comentado que la compañía
inmobiliaria que había tratado de vender el palacete Aldaya durante años había
realizado algunas obras de mejora con la intención de atraer compradores
potenciales sin éxito. Me aproximé a examinar el ingenio con más detenimiento y
comprobé que se trataba de un sistema de radiadores alimentado por una pequeña
caldera. A mis pies encontré varios cubos con carbón, piezas de madera prensada
y unas latas que supuse debían de ser de queroseno. Abrí la compuerta de la
caldera y escruté el interior. Todo parecía en orden. La perspectiva de
conseguir que aquel armatoste funcionase después. de
tantos años se me antojó desesperada, pero ello no me impidió proceder a llenar
la caldera de pedazos de carbón y madera y rociarlos con un buen baño de
queroseno. Mientras lo hacía me pareció percibir un crujido de madera vieja y
por un instante volví la vista atrás. Me invadió la visión de púas
ensangrentadas desclavándose de los maderos y, enfrentando la penumbra, temí
ver emerger a tan sólo unos pasos de mí la figura de aquel Santo Cristo que
acudía a mi encuentro blandiendo una sonrisa lobuna.
Al
contacto de la vela, la caldera prendió con una llamarada que arrancó un
estruendo metálico. Cerré la compuerta y me retiré unos pasos, cada vez menos
seguro de la solidez de mis propósitos. La caldera parecía tirar con cierta
dificultad y decidí regresar a la planta baja para comprobar si la acción tenía
alguna consecuencia práctica. Ascendí la escalera y regresé al gran salón esperando
encontrar a Bea, pero no había rastro de ella. Supuse que había pasado ya casi
una hora desde que había llegado, y mis temores de que el objeto de mis turbios
deseos nunca se presentase cobraron visos de dolorosa verosimilitud. Para
matar la inquietud, decidí proseguir con mis proezas de lampista y partí a la
búsqueda de radiadores que confirmasen que mi resurrección de la caldera había
sido un éxito. Todos los que encontré demostraron resistirse a mis anhelos,
helados como témpanos. Todos excepto uno. En
una pequeña habitación de no más de cuatro o cinco metros cuadrados, un cuarto
de baño, que supuse ubicado justo encima de la caldera, se percibía una cierta
calidez. Me arrodillé y comprobé con alegría que las baldosas del suelo estaban
tibias. Fue así cómo Bea me encontró, en cuclillas sobre el suelo, palpando las
baldosas de un baño como un imbécil con la sonrisa bobalicona del asno
flautista estampada en la cara.
Al volver la vista atrás y tratar de reconstruir los sucesos de
aquella noche en el palacete Aldaya, la única excusa que se me ocurre para
justificar mi comportamiento es alegar que a los dieciocho años, a falta de
sutileza y mayor experiencia, un viejo lavabo puede hacer las veces de paraíso.
Me bastaron un par de minutos para persuadir a Bea de que tomásemos las mantas
del salón y nos encerrásemos en aquella diminuta habitación con la sola compañía
de dos velas y unos apliques de baño de museo. Mi argumento principal,
climatológico, hizo mella rápidamente en Bea, a quien el calorcillo que
emanaba de aquellas baldosas disuadió de los primeros temores de que mi
disparatada invención fuera a prenderle fuego al caserón. Luego, en la penumbra
rojiza de las velas, mientras la desnudaba con dedos temblorosos, ella se
sonreía, buscándome la mirada y demostrándome que entonces y siempre cualquier
cosa que se me pudiera ocurrir, a ella se le había ocurrido ya antes.
La recuerdo sentada, la espalda contra la puerta cerrada de aquel
cuarto, los brazos caídos a los lados, las palmas de las manos abiertas hacia
mí. Recuerdo cómo mantenía el rostro erguido, desafiante, mientras le
acariciaba la garganta con la yema de los dedos. Recuerdo cómo tomo mis manos y
las posó sobre sus pechos, y cómo le temblaban la mirada y los labios cuando
tomé sus pezones entre los dedos y los pellizqué embobado, cómo se deslizó
hacia el suelo mientras buscaba su vientre con los labios y sus muslos blancos
me recibían.
—¿Habías hecho esto antes, Daniel?
—En sueños.
—En serio.
—No. ¿Y tú?
—No. ¿Ni siquiera con Clara Barceló?
Reí, probablemente de mí mismo.
—¿Qué sabes tú de Clara Barceló?
—Nada.
—Pues yo menos —dije.
—No me lo creo.
Me incliné sobre ella y la miré a los ojos.
—Nunca había hecho esto con nadie.
Bea sonrió. Se me escapó la mano entre sus muslos y me abalancé en
busca de sus labios, convencido ya de que el canibalismo era la encarnación
suprema de la sabiduría.
—¿Daniel? —dijo Bea con un hilo de voz.
—¿Qué? —pregunté.
La respuesta nunca llegó a sus labios. Súbitamente, una lengua de aire
frío silbó bajo la puerta y en aquel segundo interminable antes de que el
viento apagase las velas, nuestras miradas se encontraron y sentimos que la
ilusión de aquel momento se hacía añicos. Nos bastó un instante para saber que
había alguien al otro lado de la puerta. Vi el miedo dibujándose en el rostro
de Bea y un segundo después nos cubrió la oscuridad. El golpe sobre la puerta vino
después. Brutal, como si un puño de acero hubiese martilleado contra la puerta,
casi arrancándola de los goznes.
Sentí el cuerpo de Bea saltando en la oscuridad y la rodeé con
mis brazos. Nos retiramos hacia el interior de cuarto, justo antes de que el segundo
golpe cayese sobre la puerta, lanzándola con tremenda fuerza contra la pared.
Bea gritó y se encogió contra mí. Por un instante sólo atiné a ver la tiniebla
azul que reptaba desde el corredor y las serpientes de humo de las velas
extinguidas, ascendiendo en espiral. El marco de la puerta dibujaba fauces de
sombra y creí ver una silueta angulosa que se perfilaba en el umbral de la
oscuridad.
Me asomé al corredor temiendo, o quizá deseando, encontrar sólo a un
extraño, un vagabundo que se hubiese aventurado en un caserón en ruinas en
busca de refugio en una noche desapacible. Pero no había nadie allí, apenas las
lenguas de azul que exhalaban las ventanas. Acurrucada en un rincón del cuarto,
temblando, Bea susurró mi nombre.
—No hay nadie —dije—. Quizá ha sido un golpe de viento.
—El viento no da puñetazos en las puertas, Daniel. Vayámonos.
Regresé al cuarto y recogí nuestra ropa.
—Ten, vístete. Vamos a echar un vistazo.
—Mejor nos vamos ya.
—En seguida. Sólo quiero asegurarme de una cosa.
Nos vestimos aprisa y a ciegas. En cuestión de segundos pudimos ver
nuestro aliento dibujándose en el aire. Recogí una de las velas del suelo y la
encendí de nuevo. Una corriente de aire frío se deslizaba por la casa, como si
alguien hubiese abierto puertas y ventanas.
—¿Ves? Es el viento.
Bea se limitó a negar en silencio. Nos dirigimos de vuelta a la sala
protegiendo la llama con las manos. Bea me seguía de cerca, casi sin respirar.
—¿Qué estamos buscando, Daniel?
—Sólo es un minuto.
—No, vayámonos ya.
—De acuerdo.
Nos volvimos para encaminarnos hacia la salida y fue entonces cuando
lo advertí. El portón de madera labrada en el extremo de un corredor que había
intentado abrir una o dos horas antes sin conseguirlo estaba entornado.
—¿Qué pasa? —preguntó Bea.
—Espérame aquí.
—Daniel, por favor...
Me adentré en el corredor, sosteniendo la vela que temblaba en el
aliento frío del viento. Bea suspiró y me siguió a regañadientes. Me detuve
frente al portón. Se adivinaban peldaños de mármol descendiendo hacia la negrura.
Me adentré en la escalinata. Bea, petrificada, sostenía la vela en el umbral.
—Por favor, Daniel, vayámonos ya...
Descendí peldaño a peldaño hasta el fondo de la escalinata. El halo
espectral de la vela en lo alto arañaba el contorno de una sala rectangular, de
paredes de piedra desnudas, cubiertas de crucifijos. El frío que reinaba en
aquella estancia cortaba la respiración. Al frente se adivinaba una losa de
mármol y sobre ella, alineados uno junto al otro, me pareció reconocer dos
objetos similares de diferente tamaño, blancos. Reflejaban el temblor de la
vela con más intensidad que el resto de la sala e imaginé que se trataba de
madera esmaltada. Di un paso más al frente y sólo entonces lo comprendí. Los
dos objetos eran dos ataúdes blancos. Uno de ellos apenas medía tres palmos.
Sentí un vahído de frío en la nuca. Era el sarcófago de un niño. Estaba en una
cripta.
Sin darme cuenta de lo que estaba haciendo, me aproximé a la losa de
mármol hasta que me encontré a suficiente distancia como para poder alargar la
mano y tocarla. Advertí entonces que sobre los dos ataúdes había labrados un
nombre y una cruz. El polvo, un manto de cenizas, los enmascaraba. Posé la mano
sobre uno de ellos, el de mayor tamaño. Lentamente, casi en trance, sin pararme
a pensar lo que hacía, barrí las cenizas que cubrían la tapa del ataúd. Apenas
podía leerse en la tiniebla rojiza de las velas.
†
PENÉLOPE ALDAYA
1902—1919
Me quedé paralizado. Algo o alguien se estaba desplazando desde la
oscuridad. Sentí que el aire frío se deslizaba sobre mi piel y sólo entonces
retrocedí unos pasos.
—Fuera de aquí —murmuró la voz desde las sombras.
La reconocí al instante. Laín Coubert. La voz del diablo.
Me lancé escaleras arriba y una vez gané la planta baja así a Bea del
brazo y la arrastré a toda prisa hacia la salida. Habíamos perdido la vela y
corríamos a ciegas. Bea, asustada, no comprendía mi súbita alarma. No había
visto nada. No había oído nada. No me detuve a darle explicaciones. Esperaba
en cualquier momento que algo saltase de las sombras y nos cerrase el paso,
pero la puerta principal nos esperaba al final del corredor, los resquicios
proyectando un rectángulo de luz.
—Está cerrada —musitó Bea.
Palpé mis bolsillos buscando la llave. Volví la vista atrás una
fracción de segundo y tuve la certeza de que dos puntos brillantes avanzaban
lentamente hacia nosotros desde el fondo del corredor. Ojos. Mis dedos dieron
con la llave. La introduje desesperadamente en la cerradura, abrí y empujé a
Bea al exterior con brusquedad. Bea debió de leer el temor en mi voz porque se
apresuró hacia la verja a través del jardín y no se detuvo hasta que nos
encontramos los dos sin aliento y cubiertos de sudor frío en la acera de la
avenida del Tibidabo.
—¿Qué ha pasado ahí abajo, Daniel? ¿Había alguien?
—No.
—Estás pálido.
—Soy pálido. Anda, vamos.
—¿Y la llave?
La había dejado dentro, encajada en la cerradura. No sentí deseos de
regresar a por ella.
—Creo que la he perdido al salir. Ya la buscaremos otro día.
Nos alejamos avenida abajo a paso ligero. Cruzamos hasta la otra acera
y no aflojamos el paso hasta que nos encontramos a un centenar de metros del
caserón y su silueta apenas se adivinaba en la noche. Descubrí entonces que
todavía tenía la mano manchada de cenizas y di gracias por el manto de sombra
de la noche, que ocultaba a Bea las lágrimas de terror que me resbalaban por
las mejillas.
Anduvimos calle Balmes abajo hasta la plaza Núñez de Arce, donde
encontramos un taxi solitario. Descendimos por Balmes hasta Consejo de Ciento
casi sin mediar palabra. Bea me tomó la mano y un par de veces la descubrí
observándome con mirada vidriosa, impenetrable. Me incliné a besarla, pero no
separó los labios.
—¿Cuándo volveré a verte?
—Te llamaré mañana o pasado —dijo.
—¿Lo prometes?
Asintió.
—Puedes llamar a casa o a la librería. Es el mismo número. Lo tienes,
¿verdad?
Asintió de nuevo. Le pedí al conductor que se detuviese un momento en
la esquina de Muntaner y Diputación. Me ofrecí a acompañar a Bea hasta su
portal, pero ella se negó y se alejó sin dejarme besarla de nuevo, ni siquiera
rozarle la mano. Echó a correr y la vi partir desde el taxi. Las luces del piso
de los Aguilar estaban encendidas y pude ver claramente a mi amigo Tomás
observándome desde la ventana de su habitación, en la que habíamos pasado
tantas tardes juntos charlando o jugando al ajedrez. Le saludé con la mano,
forzando una sonrisa que probablemente no podía ver. No me devolvió el saludo.
Su silueta permaneció inmóvil, pegada al cristal, contemplándome fríamente.
Unos segundos más tarde se retiró y las ventanas se oscurecieron. Estaba
esperándonos, pensé.
35
Al llegar a casa encontré los restos de una cena para dos en la mesa.
Mi padre ya se había retirado y me pregunté si, por ventura, se habría animado
a invitar a la Merceditas a cenar en casa. Me deslicé hasta mi habitación y
entré sin encender la luz. Tan pronto me senté en el borde del colchón advertí
que había alguien más en la estancia, tendido en la penumbra sobre el lecho
como un difunto con las manos cruzadas sobre el pecho. Sentí un latigazo de
frío en el estómago pero rápidamente reconocí los ronquidos y el perfil de
aquella nariz sin parangón. Encendí la lamparilla de noche y encontré a Fermín
Romero de Torres perdido en una sonrisa embelesada y emitiendo pequeños gemidos
placenteros sobre la colcha. Suspiré y el durmiente abrió los ojos. Al verme
pareció extrañado. Obviamente esperaba otra compañía. Se frotó los ojos y miró
alrededor, haciéndose una más ajustada composición del lugar.
—Espero no haberle asustado. La Bernarda dice que dormido parezco el
Boris Karloff español.
—¿Qué hace en mi cama, Fermín?
Entornó los ojos con cierta nostalgia.
—Soñando con Carole Lombard. Estábamos en Tánger, en unos baños
turcos, y yo la untaba toda de aceite de ese que venden para el culillo de los
bebés. ¿Ha untado usted alguna vez a una mujer de aceite, de arriba abajo, a
conciencia?
—Fermín, son las doce y media de la noche y no me tengo de sueño.
—Usted disculpe, Daniel. Es que su señor padre insistió en que
subiera a cenar y luego me entró una ñoña, porque a mí la carne de res me
produce un efecto narcótico. Su padre me sugirió que me tendiese aquí un rato,
alegando que a usted no le importaría...
—Y no me
importa, Fermín. Es que me ha pillado por sorpresa. Quédese con la cama y
vuelva con Carole Lombard, que le debe de estar esperando. Y métase dentro,
que hace una noche de perros y encima va a pillar algo. Yo me iré al comedor.
Fermín asintió mansamente. Las magulladuras de la cara se le estaban
inflamando y su cabeza, tramada con una barba de dos días y aquella escasa
cabellera rala, parecía una fruta madura caída de un árbol. Cogí una manta de
la cómoda y le tendí otra a Fermín. Apagué la luz y salí al comedor, donde me
esperaba el butacón predilecto de mi padre. Me envolví en la manta y me
acurruqué como pude, convencido de que no iba a pegar ojo. La imagen de
dos ataúdes blancos en la tiniebla me sangraba en la mente. Cerré los ojos y
puse todo mi empeño en borrar aquella visión. En su lugar, conjuré la visión
de Bea desnuda sobre las mantas en aquel cuarto de baño a la luz de las velas.
Abandonado a estos felices pensamientos, me pareció oír el murmullo lejano del
mar y me pregunté si el sueño me habría vencido sin yo saberlo. Quizá navegaba
rumbo a Tánger. Al poco comprendí que eran sólo los ronquidos de Fermín y un
instante después se apagó el mundo. En toda mi vida no he dormido mejor ni más
profundamente que aquella noche.
Amaneció lloviendo a cántaros, con las calles anegadas y la lluvia
acribillando las ventanas con rabia. El teléfono sonó a las siete y media.
Salté de la butaca a contestar con el corazón en el gaznate. Fermín, en
albornoz y pantuflas, y mi padre, sosteniendo la cafetera, intercambiaron
aquella mirada que empezaba a hacerse habitual.
—¿Bea? —susurré al auricular, dándoles la espalda.
Creí oír un suspiro en la línea.
—¿Bea, eres tú?
No obtuve respuesta y, segundos más tarde, la línea se cortó. Me quedé
observando el teléfono durante un minuto, esperando que volviese a sonar.
—Ya volverán a llamar, Daniel. Ahora ven a desayunar —dijo mi padre.
Llamará más tarde, me dije. Alguien debe de haberla sorprendido. No
debía de ser fácil burlar el toque de queda del señor Aguilar. No había motivo
de alarma. Con estas y otras excusas me arrastré hasta la mesa para fingir que
acompañaba a mi padre y a Fermín en su desayuno. Quizá fuera la lluvia, pero la
comida había perdido todo el sabor.
Llovió toda la mañana y al rato de abrir la librería tuvimos un
apagón general en todo el barrio que duró hasta el mediodía.
—Lo que faltaba —suspiró mi padre.
A las tres empezaron las primeras goteras. Fermín se ofreció a subir a
casa de la Merceditas a pedir prestados unos cubos, platos o cualquier
receptáculo cóncavo al uso. Mi padre se lo prohibió terminantemente. El diluvio
persistía. Para matar la angustia le relaté a Fermín lo sucedido la noche
anterior, guardándome, sin embargo, lo que había visto en aquella cripta.
Fermín me escuchó fascinado, pero pese a su titánica insistencia me negué a
describirle la consistencia, textura y disposición del busto de Bea. El día se
fue en el aguacero.
Después de cenar, so pretexto de darme un paseo para estirar las
piernas, dejé a mi padre leyendo y me dirigí hasta casa de Bea. Al llegar me
detuve en la esquina a con templar los ventanales del piso y me pregunté qué
era lo que estaba haciendo allí. Espiar, fisgar y hacer el ridículo fueron
algunos de los términos que me cruzaron la mente. Aun así, tan desprovisto de
dignidad como de abrigo apropiado para la gélida temperatura, me resguardé del
viento en un portal al otro lado de la calle y permanecí allí cerca de media
hora, vigilando las ventanas y viendo pasar las siluetas del señor Aguilar y de
su esposa. No había rastro de Bea.
Era casi medianoche cuando regresé a casa, tiritando de frío y con el
mundo a cuestas. Llamará mañana, me repetí mil veces mientras intentaba
capturar el sueño. Bea no llamó al día siguiente. Ni al otro. Ni en toda aquella
semana, la más larga y la última de mi vida.
En siete días, estaría muerto.
36
Sólo alguien al que apenas le queda una semana de vida es capaz de
malgastar su tiempo como yo lo hice durante aquellos días. Me dedicaba a velar
el teléfono y roerme el alma, tan prisionero de mi propia ceguera que apenas
era capaz de adivinar lo que el destino ya daba por descontado. El lunes al
mediodía me acerqué hasta la Facultad de Letras en la plaza Universidad con la
intención de ver a Bea. Sabía que no le iba a hacer ninguna gracia que me
presentase allí y que nos viesen juntos en público, pero prefería enfrentar su
ira que seguir con aquella incertidumbre.
Pregunté en la secretaría por el aula del profesor Velázquez y me
dispuse a esperar la salida de los estudiantes. Esperé unos veinte minutos
hasta que se abrieron las puertas y vi pasar el semblante arrogante y
apincelado del profesor Velázquez, siempre rodeado de su corrillo de admiradoras.
Cinco minutos después no había rastro de Bea. Decidí aproximarme hasta las
puertas del aula a echar un vistazo. Un trío de muchachas con aire de escuela
parroquial conversaban e intercambiaban apuntes o confidencias. La que
parecía la líder de la congregación advirtió mi presencia e interrumpió su
monólogo para acribillarme con una mirada inquisitiva.
—Perdón, buscaba a Beatriz Aguilar. ¿Sabéis si asiste a esta clase?
Las muchachas intercambiaron una mirada ponzoñosa y procedieron a
hacerme una radiografía.
—¿Eres su novio? —preguntó una de ellas—. ¿El alférez?
Me limité a ofrecer una sonrisa vacía, que tomaron por asentimiento.
Sólo me la devolvió la tercera muchacha, con timidez y desviando la mirada.
Las otras dos se adelantaron, desafiantes.
—Te imaginaba diferente —dijo la que parecía la jefa del comando.
—¿Y el uniforme? —preguntó la segunda oficiala, observándome con
desconfianza.
—Estoy de permiso. ¿Sabéis si se ha marchado ya?
—Beatriz no ha venido hoy a clase —informó la jefa, con aire
desafiante.
—Ah, ¿no?
—No —confirmó la teniente de dudas y recelos—. Si eres su novio,
deberías saberlo.
—Soy su novio, no un guardia civil.
—Anda,
vayámonos, éste es un mamarracho —concluyó la jefa.
Ambas pasaron a mi lado dedicándome una mirada de soslayo y una media
sonrisa de asco. La tercera, rezagada, se detuvo un instante antes de salir y,
asegurándose de que las otras no la veían, me susurró al oído:
—Beatriz tampoco vino el viernes.
—¿Sabes por qué?
—Tú no eres su novio, ¿verdad?
—No. Sólo un amigo.
—Me parece que está enferma.
—¿Enferma?
—Eso dijo una de las chicas que la llamó a casa. Ahora tengo que
irme.
Antes de que pudiese agradecerle su ayuda, la muchacha partió al
encuentro de las otras dos, que la esperaban con ojos fulminantes en el otro
extremo del claustro.
—Daniel, algo habrá pasado. Una tía abuela que se ha muerto, un loro
con paperas, un catarro de tanto andar con el trasero al aire... sabe Dios el
qué. En contra de lo que usted cree a pies juntillas, el universo no gira en
torno a las apetencias de su entrepierna. Otros factores influyen en el
devenir de la humanidad.
—¿Se cree que no lo sé? Parece que no me conozca, Fermín.
—Querido, si Dios hubiera querido darme caderas más amplias, hasta le
podría haber parido: así de bien le conozco. Hágame caso. Salga de su cabeza y
tome la fresca. La espera es el óxido del alma.
—Así que le
parezco a usted ridículo.
—No. Me parece preocupante. Ya sé que a su edad estas cosas parecen
el fin del mundo, pero todo tiene un límite. Esta noche usted y yo nos vamos
de picos pardos a un local de la calle Platería que al parecer está causando
furor. Me han dicho que hay unas fámulas nórdicas recién llegadas de Ciudad
Real que le quitan a uno hasta la caspa. Yo invito.
—¿Y la Bernarda qué dirá?
—Las niñas son para usted. Yo pienso esperar en la salita, leyendo
una revista y contemplando el percal de lejos, porque me he convertido a la
monogamia, si no in mentis al menos de facto.
—Se lo agradezco, Fermín, pero...
—Un chaval de dieciocho años que rechaza una oferta así no está en
posesión de sus facultades. Hay que hacer algo ahora mismo. Tenga.
Se hurgó los bolsillos y me tendió unas monedas. Me pregunté si
aquéllos eran los doblones con los que pensaba financiar la visita al suntuoso
harén de las ninfas mesetarias.
—Con esto no nos dan ni las buenas noches, Fermín.
—Usted es de los que se caen del árbol y nunca llegan a tocar el
suelo. ¿Se cree de verdad que le voy a llevar de putas y devolvérselo forrado
de gonorrea a su señor padre, que es el hombre más santo que he conocido? Lo
de las nenas se lo decía para ver si reaccionaba, apelando a la única parte de
su persona que parece funcionar. Esto es para que vaya al teléfono de la
esquina y llame a su enamorada con algo de intimidad.
—Bea me dijo expresamente que no la llamase.
—También le dijo que llamaría el viernes. Estamos a lunes. Usted
mismo. Una cosa es creer en las mujeres y otra creerse lo que dicen.
Convencido por sus argumentos, me escabullí de la librería hasta el
teléfono público de la esquina y marqué el número de los Aguilar. Al quinto
tono, alguien alzó el teléfono al otro lado y escuchó en silencio, sin
contestar. Pasaron cinco segundos eternos.
—¿Bea? —murmuré—. ¿Eres tú?
La voz que contestó me cayó como un martillazo en el estómago.
—Hijo de puta, te juro que te voy a arrancar el alma a hostias.
El tono era acerado, de pura rabia contenida. Fría y serena. Eso es lo
que me dio más miedo. Podía imaginar al señor Aguilar sosteniendo el teléfono
en el recibidor de su casa, el mismo que yo había utilizado muchas veces para llamar
a mi padre y decirle que me retrasaba después de pasar la tarde con Tomás. Me
quedé escuchando la respiración del padre de Bea, mudo, preguntándome si me
habría reconocido por la voz.
—Veo que no
tienes cojones ni para hablar, desgraciado. Cualquier mierda seca es capaz de
hacer lo que tú, pero al menos un hombre tendría el valor de dar la cara. A mí
se me caería la cara de vergüenza de saber que una chica de diecisiete años
tiene mas huevos que yo, porque ella no ha querido decir quién eres y no lo
dirá. La conozco. Y ya que tú no tienes las agallas de dar la cara por
Beatriz, ella va a pagar por lo que tú has hecho.
Cuando colgué el teléfono me temblaban las manos. No fui consciente de
lo que acababa de hacer hasta que dejé la cabina y arrastré los pies de vuelta
a la librería. No me había parado a considerar que mi llamada sólo iba a
empeorar la situación en la que ya se encontrase Bea. Mi única preocupación
había sido mantener el anonimato y esconder la cara, renegando de aquellos a
quienes decía querer y quienes me limitaba a utilizar. Lo había hecho va cuando
el inspector Fumero había golpeado a Fermín. Lo había hecho de nuevo al
abandonar a Bea a su suerte. Volvería a hacerlo en cuanto las circunstancias me
brindasen la oportunidad. Permanecí en la calle diez minutos, intentando
calmarme, antes de volver a entrar en la librería. Quizá debía llamar otra vez
y decirle al señor Aguilar que sí, que era yo, que estaba atontado por su hija
y que ahí se acababa el cuento. Si luego le apetecía venir con su uniforme de
comandante a romperme la cara, estaba en su derecho.
Regresaba ya a la librería cuando advertí que alguien me observaba
desde un portal al otro lado de la calle. Al principio pensé que se trataba de
don Federico, el relojero, pero me bastó un simple vistazo para comprobar que
se trataba de un individuo más alto y de constitución más sólida. Me detuve a
devolverle la mirada y, para mi sorpresa, asintió, como si quisiera saludarme
e indicarme que no le importaba en absoluto que hubiera reparado en su presencia. La luz de una farola le caía sobre el rostro de perfil. Las
facciones me resultaron familiares. Se adelantó un paso y, abrochándose la
gabardina hasta arriba, me sonrió y se alejó entre los transeúntes en dirección
a las Ramblas. Le reconocí entonces como el agente de policía que me había
sujetado mientras el inspector Fumero atacaba a Fermín. Al entrar en la
librería, Fermín alzó la vista y me lanzó una mirada inquisitiva.
—¿Y esa cara que trae?
—Fermín, creo que tenemos un problema.
Aquella misma noche pusimos en marcha el plan de alta intriga y baja
consistencia que habíamos concebido días atrás con don Gustavo Barceló.
—Lo primero es asegurarnos de que está usted en lo cierto y somos
objeto de vigilancia policial. Ahora, como quien no quiere la cosa, nos vamos a
acercar dando un paseo hasta Els Quatre Gats para ver si ese individuo todavía
está ahí fuera, al acecho. Pero a su padre ni una palabra de todo esto, o va a
acabar por criar una piedra en el riñón.
—¿Y qué quiere que le diga? Ya hace tiempo que anda con la mosca
detrás de la oreja.
—Dígale que va a por pipas o a por polvos para hacer un flan.
—¿Y por qué tenemos que ir a Els Quatre Gats precisamente?
—Porque ahí sirven los mejores bocadillos de longaniza en un radio de
cinco kilómetros y en algún sitio tenemos que hablar. No me sea cenizo y haga
lo que le digo, Daniel.
Dando por bienvenida cualquier actividad que me mantuviese alejado de
mis pensamientos, obedecí dócilmente y un par de minutos más tarde salía a la
calle tras haberle asegurado a mi padre que estaría de vuelta a la hora de la
cena. Fermín me esperaba en la esquina de la Puerta del Ángel. Tan pronto me
reuní con él, hizo un gesto con las cejas y me indicó que echara a andar.
—Llevamos el cascabel a unos veinte metros. No se vuelva.
—¿Es el
mismo de antes?
—No
creo, a menos que haya encogido con la humedad. Éste parece un pardillo. Me
lleva un diario deportivo de hace seis días. Fumero debe de estar reclutando
aprendices en el Cotolengo.
Al
llegar a Els Quatre Gats, nuestro hombre de incógnito tomó una mesa a pocos
metros de la nuestra y fingió releer por enésima vez las incidencias de la
jornada de liga de la semana anterior. Cada veinte segundos nos lanzaba una
mirada de soslayo.
—Pobrecillo,
mire cómo suda —dijo Fermín, sacudiendo la cabeza—. Le veo un tanto disperso,
Daniel. ¿Ha hablado con la nena o no?
—Se ha
puesto su padre.
—¿Y han
tenido una conversación amigable y cordial?
—Más
bien un monólogo.
—Ya
veo. ¿Debo entonces inferir que todavía no le trata de papá?
—Me ha
dicho textualmente que me iba a arrancar el alma a hostias.
—Será
un recurso estilístico.
Al
punto, la silueta del camarero se cernió sobre nosotros. Fermín pidió comida
para un regimiento, frotándose las manos de anhelo.
—¿Y
usted no quiere nada, Daniel?
Negué.
Al regresar el camarero con dos bandejas repletas de tapas, bocadillos y
cervezas varias, Fermín le soltó un buen doblón y le dijo que podía quedarse
la propina.
—Jefe, ¿ve usted a ese individuo
de la mesa junto a la ventana, el que va vestido de Pepito Grillo y tiene la
cabeza metida dentro del periódico, a modo de cucurucho?
El
camarero asintió con aire de complicidad.
—¿Me
haría el favor de ir y decirle que el inspector Fumero le envía recado urgente
de que acuda ipso facto al mercado de la Boquería a comprar veinte duros de garbanzos
hervidos y llevarlos a jefatura sin dilación (en taxi si hace falta) o que se
prepare para presentar el escroto en bandeja? ¿Se lo repito?
—No
hace falta, caballero. Veinte duros de garbanzos hervidos o el escroto.
Fermín
le soltó otra moneda.
—Dios
le bendiga.
El
camarero asintió respetuosamente y partió rumbo a la mesa de nuestro
perseguidor a entregar el mensaje. Al escuchar las órdenes, al centinela se le
descompuso el rostro. Permaneció quince segundos en su mesa, debatiéndose
entre fuerzas insondables, y luego se lanzó al galope hacia la calle. Fermín
no se molestó ni en pestañear. En otras circunstancias habría disfrutado con el
episodio, pero aquella noche era incapaz de quitarme del pensamiento a Bea.
—Daniel,
tome tierra, que tenemos faena que discutir. Mañana mismo se va usted a
visitar a Nuria Monfort, tal como habíamos dicho.
—¿Y una
vez allí qué le digo?
—Tema
no le faltará. El plan es hacer lo que dijo el señor Barceló con muy buen
tino. Le suelta que sabe que le mintió con perfidia respecto a Carax, que su
supuesto marido Miquel Moliner no está en la cárcel como ella pretende, que ha
averiguado usted que ella es la mano negra que ha estado recogiendo la
correspondencia del antiguo piso de la familia Fortuny-Carax usando un apartado
de correos a nombre de un bufete de abogados inexistente... le dice usted lo
que sea necesario y conductivo para encenderle el fuego debajo de los pies.
Todo ello con melodrama y semblante bíblico. Luego, con golpe de efecto, se va
y la deja macerar un rato en los, jugos del resquemor.
—Y mientras tanto...
—Mientras tanto yo estaré presto a seguirla, propósito que pienso
llevar a cabo haciendo uso de avanzadas técnicas de camuflaje.
—No va a funcionar, Fermín.
—Hombre de poca fe. A ver, pero ¿qué le ha dicho el padre de esa
muchacha para ponerle así? ¿Es por lo de la amenaza? Ni le haga caso. A ver,
¿qué le ha dicho ese energúmeno?
Respondí sin pensar.
—La verdad.
—¿La verdad según san Daniel Mártir?
—Ríase lo que quiera. Me está bien empleado.
—No me río, Daniel. Es que me sabe mal verle con ese ánimo
autoflagelatorio. Cualquiera diría que está usted al borde del cilicio. No ha
hecho usted nada malo. Ya tiene la vida suficientes verdugos para que uno vaya
haciendo doblete y ejerciendo de Torquemada con uno mismo.
—¿Habla por experiencia?
Fermín se encogió de hombros.
—Nunca me ha contado usted cómo se cruzó con Fumero —apunté.
—¿Quiere oír una historia con moraleja? —Sólo si usted quiere
contármela.
Fermín se sirvió un vaso de vino y lo apuró de un trago.
—Amén —dijo para sí mismo—. Lo que puedo contarle de Fumero es vox
populi. La primera vez que oí hablar de él, el futuro inspector era un
pistolero al servicio de la FAI. Se había labrado toda una reputación porque no
tenía miedo ni escrúpulos. Le bastaba un nombre y lo despachaba de un tiro en
la cara en plena calle al mediodía. Talentos así se valoran mucho en tiempos
agitados. Lo que tampoco tenía era fidelidad ni credo. Le traía al pairo la
causa a la que servía, mientras la causa le sirviese para trepar en el
escalafón. Hay toneladas de gentuza así en el mundo, pero pocos tienen el
talento de Fumero. De los anarquistas pasó a servir a los comunistas, y de ahí
a los fascistas sólo había un paso. Espiaba y vendía información de un bando a
otro, tomaba el dinero de todos. Yo hacía tiempo que le tenía echado el ojo.
Por entonces, yo trabajaba para el gobierno de la Generalitat. A veces me
confundían con el hermano feo de Companys, lo que a mí me llenaba de orgullo.
—¿Qué hacía usted?
—Un poco de todo. En los seriales de ahora a lo que yo hacía se le
llama espionaje, pero en tiempos de guerra todos somos espías. Parte de mi
trabajo era estar al tanto de los individuos como Fumero. Ésos son los más
peligrosos. Son como víboras, sin color ni conciencia. En las guerras brotan
de todas partes. En tiempos de paz se ponen la careta. Pero siguen ahí. A
miles. El caso es que tarde o temprano averigüé cuál era su juego. Más tarde
que temprano, diría yo. Barcelona cayó en cuestión de días y la tortilla giró
completamente. Pasé a ser un criminal perseguido y mis superiores se vieron
forzados a esconderse como ratas. Por supuesto, Fumero ya estaba al mando de la
operación de «limpieza». La purga a tiros se llevaba a cabo en plena calle, o
en el castillo de Montjuïc. A mí me detuvieron en el puerto cuando intentaba
conseguir pasaje en un carguero griego para enviar a Francia a algunos de mis
jefes. Me llevaron a Montjuïc y me tuvieron dos días encerrado en una celda
completamente oscura, sin agua y sin ventilación. Cuando volví a ver la luz era
la de la llama de un soplete. Fumero y un tipo que sólo hablaba alemán me
colgaron boca abajo por los pies. El alemán primero me desprendió la ropa con
el soplete, quemándola. Me pareció que tenía práctica. Cuando me quedé en
pelota picada y con todos los pelos del cuerpo chamuscados, Fumero me dijo que
si no le decía dónde estaban ocultos mis superiores, la diversión empezaría de
verdad. Yo no soy un hombre valiente, Daniel. Nunca lo he sido, pero el poco
valor que tengo lo usé para cagarme en su madre y enviarle a la mierda. A un
signo de Fumero, el alemán me inyectó no sé qué en el muslo y esperó unos
minutos. Luego, mientras Fumero fumaba y me observaba sonriente, empezó a
asarme concienzudamente con el soplete. Usted ha visto las marcas...
Asentí. Fermín hablaba con tono sereno, sin emoción.
—Esas marcas son las de menos. Las peores se quedan dentro. Aguanté
una hora bajo el soplete, o quizá sólo fuera un minuto. No lo sé. Pero acabé
por dar nombres, apellidos y hasta la talla de camisa de todos mis superiores
y hasta de quien no lo era. Me abandonaron en un callejón del Pueblo Seco,
desnudo y con la piel quemada. Una buena mujer me metió en su casa y me cuidó
durante dos meses. Los comunistas le habían matado al marido y a sus dos hijos
a tiros a la puerta de su casa. No sabía por qué. Cuando pude levantarme y
salir a la calle, supe que todos mis superiores habían sido detenidos y ajusticiados
horas después de que les hubiese delatado.
—Fermín, si no quiere contarme esto...
—No, no. Más vale que lo oiga y sepa con quién se juega usted los
cuartos. Cuando regresé a mi casa, me informaron de que había sido expropiada
por el gobierno, al igual que mis posesiones. Me había convertido en un mendigo
sin saberlo. Traté de conseguir empleo. Se me negó. Lo único que podía
conseguir era una botella de vino a granel por unos céntimos. Es veneno lento,
que se come las tripas como el ácido, pero confié en que tarde o temprano haría
su efecto. Me decía que volvería a Cuba, con mi mulata, algún día. Me
detuvieron cuando intentaba abordar un carguero rumbo a La Habana. He olvidado
ya cuánto tiempo pasé en la cárcel. Después del primer año, uno empieza a
perderlo todo, hasta la razón. Al salir pasé a vivir en las calles, donde usted
me encontró una eternidad después. Había muchos como yo, compañeros de galería
o amnistía. Los que tenían suerte contaban con alguien fuera, alguien o algo a
lo que regresar. Los demás nos uníamos al ejército de desheredados. Una vez te
dan el carnet de ese club, nunca dejas de ser socio. La mayoría sólo salíamos
de noche, cuando el mundo no mira. Conocí a muchos como yo. Raramente los
volvía a ver. La vida en la calle es corta. La gente te mira con asco, incluso
los que te dan limosna, pero eso no es nada comparado con la repugnancia que
uno se inspira a sí mismo. Es como vivir atrapado en un cadáver que camina,
que siente hambre, que apesta y que se resiste a morir. De tarde en tarde,
Fumero y sus hombres me detenían y me acusaban de algún hurto absurdo, o de
tentar a niñas a la salida de un colegio de monjas. Otro mes en la Modelo,
palizas y a la calle otra vez. Nunca comprendí qué sentido tenían aquellas farsas.
Al parecer, la policía estimaba conveniente disponer de un censo de
sospechosos al que echar mano cuando fuera necesario. En uno de mis encuentros
con Fumero, que ahora era todo un prohombre respetable, le pregunté por qué no
me había matado, como a los demás. Se rió y me dijo que había cosas peores que
la muerte. El nunca mataba a un chivato, dijo. Lo dejaba pudrirse vivo.
—Fermín, usted no es un chivato. Cualquiera en su lugar hubiera hecho
lo mismo. Usted es mi mejor amigo.
—Yo no
merezco su amistad, Daniel. Usted y su padre me han salvado la vida, y mi vida
les pertenece. Lo que yo pueda hacer por ustedes, lo haré. El día que me sacó
usted de la calle, Fermín Romero de Torres volvió a nacer.
—Ése no es su verdadero nombre, ¿verdad?
Fermín negó.
—Ése lo vi en un cartel de la Plaza de las Arenas. El otro está
enterrado. El hombre que antes vivía en estos huesos murió, Daniel. A veces
vuelve, en pesadillas. Pero usted me ha enseñado a ser otro hombre y me ha dado
una razón para vivir otra vez, mi Bernarda.
—Fermín...
—No diga usted nada, Daniel. Sólo perdóneme, si puede.
Le abracé en silencio y le dejé llorar. La gente nos miraba de reojo,
y yo les devolvía una mirada de fuego. Al rato decidieron ignorarnos. Luego,
mientras acompañaba a Fermín hasta su pensión, mi amigo recuperó la voz.
—Lo que le he contado hoy... le ruego que a la Bernarda...
—Ni a la Bernarda ni a nadie. Ni una palabra, Fermín.
Nos despedimos con un apretón de manos.
37
Pasé la noche en vela, tendido sobre el lecho con la luz encendida
contemplando mi flamante pluma Montblanc, con la que no había vuelto a escribir
en años y que empezaba a convertirse en el mejor par de guantes que jamás se
le haya regalado a un manco. Más de una vez me sentí tentado de acercarme a
casa de los Aguilar y, a falta de mejor término, entregarme, pero tras mucha
meditación supuse que irrumpir de madrugada en el domicilio paterno de Bea no
iba a mejorar mucho la situación en la que se encontrase. Al alba, el cansancio
y la dispersión me ayudaron a localizar de nuevo mi proverbial egoísmo y no
tardé en convencerme de que lo óptimo era dejar correr las aguas y, con el
tiempo, el río se llevaría la sangre.
La mañana discurrió con poca acción en la librería, circunstancia que
aproveché para dormitar de pie con la gracia y el equilibrio de un flamenco, en
opinión de mi padre. Al mediodía, tal y como había acordado con Fermín la
noche anterior, yo fingí que iba a darme una vuelta y Fermín alegó que tenía
hora en el ambulatorio para que le quitasen unos puntos. Hasta donde me alcanzó
la perspicacia, mi padre se tragó ambos bulos hasta el tobillo. La idea de
mentir sistemáticamente a mi padre empezaba a ensuciarme el ánimo, y así se lo
había hecho saber a Fermín a media mañana en un rato que mi padre salió para
hacer un recado.
—Daniel, la relación paterno-filial está basada en miles de pequeñas
mentiras bondadosas. Los Reyes Magos, el ratoncito dientes, el que vale, vale,
etc. Ésta es una más. No se sienta culpable.
Llegado el momento, mentí de nuevo y me dirigí hacia el domicilio de
Nuria Monfort, cuyo roce y olor conservaba grabados en el ático de la memoria.
La plaza de San Felipe Neri había sido tomada por una bandada de palomas que
reposaban sobre el empedrado. Había esperado encontrar a Nuria Monfort en
compañía de su libro, pero la plaza estaba desierta. Crucé el empedrado bajo la
atenta vigilancia de docenas de palomas, y eché un vistazo alrededor buscando
en vano la presencia de Fermín camuflado de sabía Dios el qué, pues se había
negado a revelarme el ardid que tenía en mente. Me adentré en la escalera y
comprobé que el nombre Miquel Moliner seguía en el buzón. Me pregunté si aquél
sería el primer agujero que iba a señalarle a Nuria Monfort en su historia.
Mientras ascendía la escalera en penumbra, casi deseé no encontrarla en casa.
Nadie tiene tanta compasión con un embustero como alguien de su condición. Al
llegar al rellano del cuarto me detuve a reunir valor y urdir alguna excusa
con la que justificar mi visita. La radio de la vecina seguía atronando al otro
lado del rellano, esta vez transmitiendo un concurso de conocimientos religiosos
que llevaba por título «El santo al Cielo» y mantenía electrizadas a las
audiencias de España entera cada martes al mediodía.
Y ahora, por cinco duros, díganos, Bartolomé, ¿de qué guisa se aparece
el maligno a los sabios del tabernáculo en la parábola del arcángel y el
calabacín del libro de Josué?: a) un cabritillo, b) un mercader de botijos, o
c) un saltimbanqui con una mona.
Al estallido de aplausos de la audiencia en el estudio de Radio
Nacional, me planté decidido frente a la puerta de Nuria Monfort y presioné el
timbre durante varios segundos. Oí el eco perderse en el interior del piso y
suspiré de alivio. Estaba por irme cuando escuché los pasos acercarse a la
puerta y el orificio de la mirilla se iluminó en una lágrima de luz. Sonreí.
Escuché la llave girar en el cerrojo y respiré hondo.
38
—Daniel —murmuró, la sonrisa al contraluz.
El humo azul del cigarrillo le velaba el rostro. Los labios le
brillaban de carmín oscuro, húmedos y sangrando huellas sobre el filtro que
sostenía entre el índice y el anular. Hay personas que se recuerdan y otras que
se sueñan. Para mí, Nuria Monfort tenía la consistencia y la credibilidad de
un espejismo: no se cuestiona su veracidad, sencillamente se le sigue hasta que
se desvanece o te destruye. La seguí hasta el angosto salón de penumbras donde
tenía su escritorio, sus libros y aquella colección de lápices alineados como
un accidente de simetría.
—Pensaba que no volvería a verte.
—Siento decepcionarla.
Se sentó en la silla de su escritorio, cruzando las piernas e
inclinándose hacia atrás. Arranqué los ojos de su garganta y me concentré en
una mancha de humedad en la pared. Me aproximé hasta la ventana y eché un
vistazo rápido a la plaza. Ni rastro de Fermín. Podía oír a Nuria Monfort
respirar a mi espalda, sentir su mirada. Hablé sin apartar los ojos de la
ventana.
—Hace unos días, un buen amigo mío averiguó que el administrador de
fincas responsable del antiguo piso de la familia Fortuny-Carax había estado
enviando la correspondencia a un apartado de correos a nombre de un bufete de
abogados que, al parecer, no existe. Ese mismo amigo averiguó que la persona
que había estado recogiendo los envíos a ese apartado de correos durante años
había utilizado su nombre, señora Monfort...
—Cállate.
Me volví v la encontré retirándose en las sombras.
—Me juzgas sin conocerme —dijo.
—Ayúdeme a conocerla, entonces.
—¿A quién has contado esto? ¿Quién más sabe lo que me has dicho?
—Más gente de lo que parece. La policía lleva siguiéndome hace
tiempo.
—¿Fumero?
Asentí.
Me pareció que le temblaban las manos.
—No
sabes lo que has hecho, Daniel.
—Dígamelo
usted —repliqué con una dureza que no sentía.
—Piensas
que porque te tropezaste con un libro tienes derecho a entrar en la vida de
personas a quienes no conoces, en cosas que no puedes comprender y que no te
pertenecen.
—Me
pertenecen ahora, lo quiera o no.
—No
sabes lo que dices.
—Estuve
en la casa de los Aldaya. Sé que Jorge Aldaya se oculta ahí. Sé que fue él
quien asesinó a Carax.
Me miró
largamente, midiendo las palabras.
—¿Sabe
eso Fumero?
—No sé.
—Más
vale que sepas. ¿Te siguió Fumero hasta esa casa?
La
rabia que ardía en sus ojos me quemaba. Había entrado con el papel de acusador
y juez, pero a cada minuto que pasaba me sentía el culpable.
—No lo
creo. ¿Usted lo sabía? Usted sabía que fue Aldaya quien mató a Julián y que se
oculta en esa casa... ¿por qué no me lo dijo?
Sonrió
amargamente.
—No
entiendes nada, ¿verdad?
—Entiendo
que mintió usted para defender al hombre que asesinó a quien usted llama su
amigo, que ha estado encubriendo ese crimen durante años, un hombre cuyo único
propósito es borrar cualquier huella de la existencia de Julián Carax, que
quema sus libros. Entiendo que me mintió sobre su marido, que no está en la
cárcel y evidentemente aquí tampoco. Eso es lo que entiendo.
Nuria
Monfort negó lentamente.
—Vete,
Daniel. Vete de esta casa y no vuelvas. Ya has hecho suficiente.
Me
alejé hacia la puerta, dejándola en el comedor. Me detuve a medio camino y
regresé. Nuria Monfort estaba sentada en el suelo, contra la pared. Todo el
artificio de su presencia se había deshecho.
Crucé
la plaza de San Felipe Neri barriendo el suelo con la mirada. Arrastraba el
dolor que había recogido de labios de aquella mujer, un dolor del que me sentía
ahora cómplice e instrumento pero sin acertar a comprender ni el cómo ni el
porqué. «No sabes lo que has hecho, Daniel.» Sólo deseaba alejarme de allí. Al
cruzar frente a la iglesia apenas reparé en la presencia de aquel sacerdote
enjuto y narigudo que me bendecía con parsimonia al pie del portal, sosteniendo
un misal y un rosario.