La cupula - Stephen King (Parte 3)

Tercera parte



PLAY THAT DEAD BAND SONG




 1


Cuando Linda y Jackie regresaron de la comisaría, Rusty y las niñas estaban sentados en el escalón delantero esperándolas. Las niñas aún llevaban puesto el pijama (de algodón ligero, no de franela como era habitual en esa época del año). A pesar de que aún no eran las siete de la mañana, el termómetro que había en la parte exterior de la ventana de la cocina marcaba ya dieciocho grados.
Por lo general, las niñas echaban a correr por el camino del jardín para abrazar a su madre mucho antes que Rusty, pero esa mañana su padre les sacó varios metros. Agarró a Linda de la cintura y ella le echó los brazos al cuello con tanto ímpetu que casi le hizo daño; no fue un abrazo de «hola, guapo», sino el de alguien que se estaba ahogando.
—¿Estás bien? —le susurró Rusty al oído.
El pelo de Linda rozaba la mejilla de su marido mientras asentía. Entonces se apartó. Le brillaban los ojos.
—Estaba convencida de que Thibodeau iba a mirar en los cereales, Jackie tuvo la idea de escupir en ellos, una genialidad, pero estaba segura…
—¿Por qué llora mamá? —preguntó Judy, que parecía a punto de romper a llorar también.
—No estoy llorando —respondió Linda; luego se secó los ojos—. Bueno, quizá un poco. Es que me alegro mucho de ver a vuestro padre.
—¡Todos nos alegramos de verlo! —le dijo Janelle a Jackie—. ¡Porque mi papá ES EL JEFE!
—Eso es nuevo —dijo Rusty, y acto seguido besó a Linda en la boca de forma apasionada.
—¡Se están besando en la boca! —exclamó Janelle, fascinada.
Judy se tapó los ojos y se rió.
—Venga, chicas, a los columpios —dijo Jackie—. Luego tenéis que vestiros para ir a la escuela.
—¡QUIERO DAR UNA VUELTA DE CAMPANA! —gritó Janelle, que encabezó la marcha.
—¿A la escuela? —preguntó Rusty—. ¿En serio?
—En serio —respondió Linda—. Solo los pequeños, a la escuela primaria de East Street. Medio día. Wendy Goldstone y Ellen Vanedestine se han ofrecido voluntarias para dar clase. Hasta los tres años en una clase, y de cuatro a seis en otra. No sé si aprenderán algo, pero tendrán un lugar al que ir y cierta sensación de normalidad. Quizá. —Miró hacia el cielo, que estaba despejado pero tenía un tono amarillento. Como un ojo azul con cataratas, pensó ella—. No me vendría mal un poco de normalidad. Fíjate en el cielo.
Rusty alzó la vista brevemente, luego apartó un poco a su mujer para poder mirarla con detenimiento.
—¿Lo habéis logrado? ¿Estás segura?
—Sí, pero casi nos pillan. Estas cosas son divertidas en las películas de espías, pero en la vida real son horribles. No participaré en su fuga, cariño. Por las niñas.
—Los dictadores siempre toman a los niños como rehenes —dijo Rusty—. En algún momento la gente debe plantarse y decir que eso ya no funciona.
—Pero no aquí ni ahora. Esto ha sido idea de Jackie, que se ocupe ella. No pienso tomar parte en ello, y tampoco permitiré que tú lo hagas.
Sin embargo, Rusty sabía que, si se lo pedía, su mujer sería incapaz de negarse; era la expresión que se ocultaba bajo su expresión. Si aquello lo convertía en el jefe, entonces no quería serlo.
—¿Vas a ir a trabajar? —le preguntó Rusty.
—Por supuesto. Los niños van a ir con Marta, Marta los lleva a la escuela, Linda y Jackie se enfrentan a otro día de trabajo como policías bajo la Cúpula. Cualquier otra cosa parecería rara. Odio tener que pensar así. —Lanzó un suspiro—. Además, estoy cansada. —Miró alrededor para asegurarse de que las niñas no podían oírla—. Estoy hecha una mierda. Apenas he dormido. ¿Tú vas a ir al hospital?
Rusty negó con la cabeza.
—Ginny y Twitch estarán solos como mínimo hasta mediodía… Aunque con la ayuda de ese hombre recién llegado no creo que pasen muchos apuros. Parece que a Thurston le va un poco el rollo new age, pero es bueno. Voy a ir a ver a Claire McClatchey. Tengo que hablar con los chicos y debo ir hasta el lugar donde detectaron la punta de radiación con el contador Geiger.
—¿Qué le digo a la gente que me pregunte dónde estás?
Rusty meditó la respuesta.
—La verdad, supongo. Al menos en parte. Diles que estoy investigando un posible generador de la Cúpula. Tal vez eso hará que Rennie se pare a pensar antes de dar el siguiente paso.
—¿Y cuando me pregunten por la ubicación? Porque lo harán.
—Di que no lo sabes, pero que crees que es en la zona oeste del pueblo.
—Black Ridge está al norte.
—Lo sé. Si Rennie le dice a Randolph que envíe a su policía montada, quiero que vayan al lugar equivocado. Si alguien te pregunta por ello más tarde, dile que estabas cansada y que te hiciste un lío. Y escucha, cariño, antes de ir a la comisaría haz una lista de la gente que podría considerar a Barbie inocente de los asesinatos. —Volvía a pensar de nuevo en términos de «nosotros y ellos»—. Tenemos que hablar con esas personas antes de la asamblea de mañana. Con mucha discreción.
—Rusty, ¿estás seguro de esto? Porque después del incendio de anoche, todo el mundo andará al acecho de los amigos de Dale Barbara.
—¿Que si estoy seguro? Sí. ¿Me gusta? Desde luego que no.
Linda alzó de nuevo la vista hacia el cielo teñido de amarillo, luego miró los dos robles de su jardín delantero, cuyas hojas colgaban lacias e inmóviles; se habían desteñido y sus vívidos colores se habían transformado en un marrón apagado. Suspiró.
—Si Rennie le ha tendido una trampa a Barbara, lo más probable es que también sea el responsable del incendio del periódico. Lo sabes, ¿no?
—Sí.
—Y si Jackie puede sacar a Barbara de la cárcel, ¿dónde lo esconderá? ¿En qué lugar del pueblo estará seguro?
—Tendré que pensar en ello.
—Si puedes encontrar el generador y apagarlo, todos estos juegos de espías serán innecesarios.
—Reza para que así sea.
—Lo haré. ¿Y qué pasa con la radiación? No quiero que acabes teniendo leucemia o algo así.
—Se me ha ocurrido una idea al respecto.
—¿Puedo preguntar?
Rusty sonrió.
—Mejor que no. Es una idea un poco loca.
Linda agarró de la mano a su marido y entrelazaron los dedos.
—Ten cuidado.
Él le dio un beso fugaz.
—Tú también.
Ambos miraron a Jackie, que estaba empujando a las chicas en los columpios. Debían tener cuidado con muchas cosas. Aun así, Rusty se dio cuenta de que el riesgo se estaba convirtiendo en un factor importante de su vida. Eso si quería seguir mirando su reflejo todas las mañanas en el espejo del baño mientras se afeitaba.
 2


A Horace el corgi le gustaba la comida de los humanos.
De hecho, a Horace el corgi le encantaba la comida de los humanos. Sin embargo, como sufría cierto sobrepeso (por no mencionar la manchita gris que le había salido en el hocico en los últimos años), se suponía que no podía probarla, y Julia había dejado de dársela después de que el veterinario le hubiera dicho claramente que su generosidad estaba reduciendo la esperanza de vida de su compañero de piso. Esa conversación había tenido lugar dieciséis meses antes; desde entonces la dieta de Horace se limitaba a la comida para perros Bil-Jac y alguna que otra chuchería canina de régimen. Las golosinas en cuestión parecían envoltorios de espuma de poliestireno, y a juzgar por la mirada de reproche que le lanzaba Horace antes de comérselas, su sabor debía de hacer honor a su aspecto. No obstante, Julia se mantuvo firme: se acabó la piel de pollo frito, se acabaron los Cheez Doodles y se acabaron los mordiscos a su donut del desayuno.
Eso limitaba el consumo de Horace de alimentos verboten, pero no lograba ponerle fin por completo; el régimen impuesto tan solo reducía su dieta a forraje, lo que gustaba a Horace, ya que lo devolvía a la naturaleza cazadora de sus parientes zorrunos. En sus paseos matutinos y nocturnos abundaban especialmente los placeres culinarios. Era increíble lo que la gente dejaba en las alcantarillas de Main y West Street que conformaban su ruta habitual. Había patatas fritas, patatas de bolsa, galletas con mantequilla de cacahuete a medio comer, algún que otro envoltorio de barrita de helado con restos de chocolate. En una ocasión encontró una tartaleta entera de Table Talk. La arrancó de la bandejita y se la zampó en un abrir y cerrar de ojos antes de que alguien pudiera decir «colesterol».
Sin embargo, no siempre lograba zamparse las golosinas que encontraba; a veces Julia veía uno de los objetivos de Horace y tiraba de la correa antes de que pudiera ingerirlo. Aun así, el corgi se salía con la suya en muchas ocasiones porque Julia lo paseaba a menudo sosteniendo en una mano un libro o una copia doblada de The New York Times. El hecho de que no le hiciera caso en favor del Times no era siempre bueno —como cuando quería que le rascara la barriga a conciencia, por ejemplo—, pero durante los paseos ese ninguneo era una bendición. Para un corgi pequeño y amarillo, ninguneo significaba aperitivo.
Esa mañana nadie le hacía caso. Julia y la otra mujer, la propietaria de la casa, cuyo olor lo impregnaba todo, en especial la zona cercana al cuarto al que iban los humanos a depositar sus cacas y marcar territorio, estaban hablando. De pronto la otra mujer se puso a llorar y Julia la abrazó.
—Estoy mejor, pero no bien del todo —dijo Andrea. Estaban en la cocina. Horace podía oler el café que estaban bebiendo. Café frío, no caliente. También olía los pastelitos. Eran de los glaseados—. Aún lo quiero. —Si se refería al pastelito glaseado, Horace también.
—Ese anhelo podría durar mucho tiempo —dijo Julia—, y eso ni tan siquiera es lo más importante. Celebro tu valor, Andi, pero Rusty tenía razón, el síndrome de abstinencia es peligroso, es insensato provocártelo. Tienes suerte de no haber sufrido convulsiones.
—Por lo que sé, alguna he padecido. —Andrea tomó un trago de su café. Horace oyó el sorbo—. He tenido unos cuantos sueños condenadamente vívidos. En uno había un incendio. Muy grande. En Halloween.
—Pero estás mejor.
—Un poco. Empiezo a pensar que lo conseguiré. Julia, me gustaría que te quedases conmigo, pero creo que podrías encontrar un lugar mejor. El olor…
—Sobre el olor podemos hacer algo. Compraremos un ventilador de batería en Burpee’s. Si la oferta de pensión completa es firme, e incluye a Horace, la acepto. Nadie que está dejando una adicción debería hacerlo solo.
—No creo que haya ningún otro método, cielo.
—Ya sabes a lo que me refiero. ¿Por qué lo has hecho?
—Porque los habitantes de este pueblo podrían necesitarme por primera vez desde que me eligieron. Y porque Jim Rennie me amenazó con no darme pastillas si me oponía a sus planes.
Horace desconectó del resto de la charla. Estaba más interesado en un olor que llegaba a su sensible olfato procedente del espacio entre la pared y el sofá. Era en ese sofá en el que a Andrea le gustaba sentarse en tiempos mejores (aunque también más medicados) para ver programas como The Hunted Ones (una ingeniosa continuación de Perdidos) y Dancing with the Stars, y a veces una película en HBO. Las noches de cine acostumbraba a comer palomitas hechas en el microondas. Ponía el bol en la mesa supletoria. Como la gente colocada no destaca por su pulcritud, había unas cuantas palomitas bajo la mesa. Eso era lo que había olido Horace.
Dejó a las mujeres con su cháchara y se escurrió bajo la mesa, hasta el hueco junto al sofá. Era un espacio estrecho, pero la mesita formaba un puente natural y él era un perro estrechito, sobre todo desde que se había convertido en una versión corgi de Weight Watchers. Las primeras palomitas estaban justo detrás de la carpeta VADER, que se encontraba en el interior del sobre de papel manila. De hecho, Horace estaba sobre el nombre de su ama (escrito con la letra clara de la difunta Brenda Perkins), dando buena cuenta de aquel inesperado manjar, sorprendentemente delicioso, cuando Andrea y Julia regresaron a la sala de estar.
Una mujer dijo: «Llévaselo a ella».
Horace alzó la mirada, con las orejas erguidas. No había sido Julia ni la otra mujer; sino una voz muerta. Horace, al igual que todos los perros, oía voces muertas a menudo, y en ocasiones veía a sus propietarios. Los muertos estaban por todas partes, pero los vivos no los veían, del mismo modo que no podían oler los más de diez mil aromas que los rodeaban cada minuto del día.
«Llévaselo a Julia, lo necesita, es suyo».
Aquello era absurdo. Julia jamás comería algo que hubiera estado en su boca, Horace lo sabía por experiencia. Aunque se lo acercara con el hocico, ella no lo comería. Era comida de humanos, sí, pero también era comida del suelo.
«Las palomitas no. El…».
—¿Horace? —preguntó Julia con ese tono brusco que significaba que se estaba portando mal, como si le dijera «Oh, qué perro tan malo eres, sabes portarte mejor», bla, bla, bla—. ¿Qué estás haciendo ahí? Sal ahora mismo.
Horace retrocedió. Le dedicó su sonrisa más simpática, en plan, «Oh, Julia, te quiero mucho», con la esperanza de que no tuviera ninguna palomita pegada en la punta del hocico. Se había comido unas cuantas, pero le daba la sensación de que solo había encontrado una mínima parte del tesoro.
—¿Estabas hurgando por ahí en busca de comida?
Horace se sentó y se la quedó mirando con una expresión de adoración absolutamente sincera; quería mucho a Julia.
—¿O debería preguntarte qué estabas comiendo? —Se agachó para mirar en el hueco que había entre el sofá y la pared.
Antes de lograr su objetivo, a la otra mujer le entraron arcadas. Se abrazó a sí misma en un intento de detener los espasmos, pero no lo logró. Su olor cambió. Horace sabía que iba a echar la pota. La miró atentamente. En ocasiones los vómitos de la gente contenían cosas buenas.
—¿Andi? —preguntó Julia—. ¿Estás bien?
Qué pregunta tan tonta, pensó Horace. ¿Acaso no notas el olor? Pero esa también era una pregunta tonta. Julia apenas percibía su propio olor cuando estaba sudada.
—Sí. No. No debería haber comido ese bollo con pasas. Voy a… —Salió corriendo de la habitación. El hedor a caca y pis de aquella casa iba a empeorar, supuso Horace. Julia la siguió. Por un instante Horace dudó, no sabía si meterse bajo la mesa, pero su sentido del olfato detectó la preocupación de Julia y corrió tras ella.
Había olvidado por completo la voz muerta.
 3


Rusty llamó a Claire McClatchey desde el coche. Era pronto, pero ella contestó al primer tono, lo cual no le sorprendió. Nadie en Chester’s Mills dormía demasiado últimamente, al menos sin ayuda farmacológica.
Le prometió que Joe y sus amigos estarían en casa a las ocho y media como muy tarde, que iría a recogerlos ella misma si era necesario. Bajó un poco la voz y añadió:
—Creo que Joe está enamorado de la chica de los Calvert.
—Sería tonto si no lo estuviera —respondió Rusty.
—¿Los llevarás ahí?
—Sí, pero no a la zona de mayor radiación. Se lo prometo, señora McClatchey.
—Claire. Si voy a permitir que mi hijo te acompañe a una zona en la que, al parecer, los animales se suicidan, creo que deberíamos tutearnos.
—Consigue que Benny y Norrie estén en tu casa a la hora acordada y prometo que cuidaré de ellos durante la excursión. ¿De acuerdo?
Claire se mostró conforme. Cinco minutos después de colgar el teléfono, Rusty dejaba la inquietantemente desierta Motton Road y enfilaba Drummond Lane, una calle corta flanqueada por las casas más bonitas de Eastchester. La más bonita entre las bonitas era la que tenía un buzón en el que se leía BURPEE. Unos instantes después Rusty se encontraba en la cocina de Romeo, bebiendo café (caliente; el generador de los Burpee aún funcionaba) con Romeo y su mujer, Michela. Ambos estaban pálidos y tenían un semblante adusto. Rommie ya iba vestido de calle, pero su esposa aún llevaba puesta la bata de ir por casa.
—¿Crees que Bagbie se caggó a Bren? —preguntó Rommie—. Pogque si lo hiso, amigo mío, lo mataré yo mismo.
Michela le puso una mano en el brazo.
—No seas tonto, cariño.
—No lo creo —respondió Rusty—. Creo que le han tendido una trampa. Pero si le cuentas a la gente lo que acabo de decir, todos podríamos meternos en problemas.
—Rommie apreciaba mucho a esa mujer. —Michela sonreía pero hablaba en tono gélido—. A veces pienso más que a mí.
Romeo no confirmó ni negó la acusación; de hecho, hizo como si no la hubiera oído. Se inclinó hacia Rusty y lo miró fijamente con sus ojos castaños.
—¿De qué hablas? ¿Cómo le tendiegon la trampa?
—Preferiría no entrar en detalles. He venido aquí por otra cuestión. Y me temo que también es secreta.
—Entonces prefiero no oírlo —dijo Michela, que salió de la cocina y se llevó la taza con ella.
—Creo que esta noche me va a dejag a pan y agua —dijo Rommie.
—Lo siento.
Romeo se encogió de hombros.
—Tengo una amiga en el otro lado del pueblo. Misha lo sabe, pego no dise nada. Dime qué otro asunto te traes entre manos, doctog.
—Hay unos niños que creen que pueden haber encontrado la fuente que genera la Cúpula. Son jóvenes pero inteligentes. Confío en ellos. Llevaron con ellos un contador Geiger y detectaron una punta de radiación en Black Ridge Road. No en la zona de peligro, no se acercaron tanto.
—¿Asercagse a qué? ¿Qué viegon?
—Unos destellos de luz púrpura. ¿Sabes dónde está aquel viejo campo de manzanos?
—Jodeg, sí. De los McCoy. De joven llevaba ahí a las chicas en mi coche. Se ve todo el pueblo. Tenía un Jeep Willys antiguo… —Lanzó una fugaz mirada nostálgica—. Bueno, eso da igual. ¿No egan más que destellos?
—También encontraron muchos animales muertos, entre ellos un ciervo y un oso. Les pareció que se habían suicidado.
Rommie lo miró muy serio.
—Te acompaño.
—Por mí perfecto… hasta cierto punto. Uno de nosotros tiene que ir hasta arriba, y ese debería ser yo. Pero necesito un traje antirradiación.
—¿Qué tienes en mente?
Rusty se lo dijo. Cuando acabó, Rommie sacó un paquete de Winston y le ofreció uno.
—Mi marca favorita, siempre que el paquete no sea mío —dijo Rusty, y cogió uno—. Bueno, ¿qué me dices?
—De acuegdo, te echagé una mano —respondió Rommie mientras encendía los cigarros con el mechero—. En mis almasenes tengo de todo, como bien saben todos los habitantes del pueblo; —Señaló a Rusty con su cigarrillo—. Pego mejog que no salga ninguna fotografía tuya en el pegiódico, pogque tendrás una pinta gidícula.
—Eso no me preocupa —dijo Rusty—. Anoche quemaron el periódico.
—Eso he oído. Otra vez Bagbara. Sus amigos.
—¿Te lo has creído?
—Soy un alma crédula. Cuando Bush dijo que había agmas nucleages en Iraq, me lo creí. Yo le desía a la gente: «Ese hombre sabe lo que dise». También creo que Oswald actuó solo.
Desde la habitación contigua Michela dijo:
—Deja de hablar con ese falso acento francés.
Rommie le lanzó una sonrisa burlona a Rusty, como diciendo «Ya ves lo que tengo que aguantar».
—Sí, querida —dijo sin el menor rastro de su acento gabacho, luego se volvió de nuevo hacia Rusty—. Deja tu coche aquí. Iremos en mi camioneta, que es más espaciosa. Llévame a la tienda y después ve a buscar a esos niños. Yo me encargo de confeccionar tu traje antirradiación. Pero en cuanto a los guantes… No sé qué hacer.
—Tenemos guantes de plomo en el armario de la sala de rayos X del hospital. Llegan hasta el codo. También puedo coger uno de los mandiles…
—Buena idea, no quiero que pongas en peligro tu recuento de esperma…
—Quizá también haya un par de las gafas de plomo que utilizaban los técnicos y los radiólogos en los setenta. Aunque puede que las tiraran. Lo único que espero es que el recuento de radiación no supere demasiado la última lectura que obtuvieron los chicos, que aún se encontraba en la zona verde.
—Sin embargo has dicho que no se acercaron mucho a la fuente.
Rusty lanzó un suspiro.
—Si la aguja del contador Geiger llega a ochocientos o mil, mi fertilidad será la última de mis preocupaciones.
Antes de que se fueran, Michela, que se había puesto una minifalda y un suéter sumamente cómodo, regresó a la cocina y regañó a su marido por ser tan tonto. Iba a meterlos en problemas. Lo había hecho en el pasado e iba a hacerlo de nuevo. Sin embargo, en esa ocasión las consecuencias podían ser mucho más graves de lo que él creía.
Rommie la abrazó y le contestó en un francés apresurado. Ella le contestó en el mismo idioma, escupiendo las palabras. Él replicó. Michela le dio dos golpes con el puño en el hombro, rompió a llorar y le besó. Una vez fuera, Rommie se volvió hacia Rusty y se encogió de hombros en un gesto de disculpa.
—No puede evitarlo —dijo Romeo—. Tiene el alma de un poeta y el carácter de un dóberman.
 4


Cuando Rusty y Romeo Burpee llegaron a los almacenes, Toby Manning ya estaba allí, esperando para abrir las puertas y servir al público, si tal era el deseo de Rommie. Petra Searles, que trabajaba en el Drugstore, se encontraba junto a Toby. Ambos estaban sentados en unas sillas de jardín, de las que colgaba una etiqueta que decía GRANDES REBAJAS DE FIN DE VERANO.
—¿Seguro que no quieres contarme cómo vas a fabricar ese traje antirradiación antes de —Rusty miró el reloj— las diez?
—Es mejor que no —dijo Romeo—. Me dirías que estoy loco. Tú vete. Coge los guantes, las gafas y el mandil. Habla con los chicos. Así me darás un poco de tiempo.
—¿Vamos a abrir, jefe? —preguntó Toby cuando Rommie bajó de la camioneta.
—No lo sé. Tal vez por la tarde. Voy a estar un poco liado esta mañana.
Rusty se puso en marcha. Se encontraba en la cuesta del Ayuntamiento cuando se dio cuenta de que tanto Toby como Petra llevaban brazaletes azules.
 5


Encontró guantes, mandiles y un par de gafas de plomo en el fondo del armario de la sala de rayos X, cuando ya casi estaba a punto de rendirse. La cinta de las gafas estaba rota, pero se dijo que seguro que Rommie podría graparla. Lo bueno fue que no tuvo que explicarle a nadie qué se traía entre manos. Todo el hospital parecía estar durmiendo.
Salió de nuevo a la calle, aspiró el aire de la mañana —anodino, aunque con un desagradable regusto a humo— y miró hacia el oeste, hacia el manchurrón negro que habían dejado los misiles. Parecía un tumor de piel. Era consciente de que él se estaba concentrando en Barbie, en Big Jim y en los asesinos porque eran el elemento humano, cosas que más o menos entendía. Pero olvidarse de la Cúpula sería un error potencialmente catastrófico. Tenía que desaparecer, y pronto, o sus pacientes con asma o enfermedades pulmonares obstructivas crónicas empezarían a tener problemas. Y todas esas personas eran solo los canarios de la mina de carbón.
Ese cielo manchado de nicotina.
—No es bueno —murmuró y tiró lo que había cogido a la parte de atrás de la camioneta—. No es bueno para nada.
 6


Los tres chicos se encontraban en casa de los McClatchey cuando Rusty llegó. Estaban extrañamente tranquilos para ser unos adolescentes que ese mismo miércoles, si les sonreía la suerte, podían ser aclamados como héroes nacionales.
—¿Estáis listos? —preguntó Rusty con mayor entusiasmo del que en realidad sentía—. Antes de dirigirnos a nuestro destino, tenemos que parar en los almacenes de Burpee, pero no nos entretendremos dem…
—Antes quieren decirte algo —le cortó Claire—. Sabe Dios que preferiría que no fuera así. Esto no hace más que empeorar. ¿Te apetece un zumo de naranja? Estamos intentando acabarlo antes de que se estropee.
Rusty respondió con un gesto del pulgar y el índice que indicaba que solo quería un sorbo. No le entusiasmaba el zumo de naranja, pero quería que la mujer saliera de la habitación y tenía la sensación de que ella quería irse. Estaba pálida y parecía asustada. Rusty sospechaba que el asunto no estaba relacionado con lo que los chicos habían encontrado en Black Ridge; era algo distinto.
Justo lo que necesitaba, pensó.
Cuando Claire se hubo ido, Rusty dijo:
—Escupid.
Benny y Norrie se volvieron hacia Joe, que lanzó un suspiro, se apartó el pelo de la frente y suspiró a su vez. Ese joven adolescente serio y el chico buscabroncas que agitaba pancartas en el campo de Alden Dinsmore tres días antes guardaban poco parecido. Estaba tan pálido como su madre, y unas cuantas espinillas, quizá las primeras, habían aparecido en su frente. Rusty había visto ese tipo de erupciones con anterioridad. Era acné causado por el estrés.
—¿Qué pasa, Joe?
—La gente dice que soy inteligente —respondió Joe, y Rusty se asustó al ver que el chico estaba al borde de las lágrimas—. Supongo que lo soy, pero a veces preferiría no serlo.
—Tranquilo —le dijo Benny—, en otros aspectos eres muy estúpido.
—Cierra el pico, Benny —le ordenó Norrie amablemente.
Joe no hizo caso de los comentarios.
—Empecé a ganar a mi padre al ajedrez cuando tenía seis años, y a mi madre a los ocho. En la escuela saco sobresalientes. Siempre gano los concursos de Ciencias. Hace dos años que escribo mis propios programas informáticos. No estoy fanfarroneando. Sé que tengo talento.
Norrie sonrió y puso una mano sobre la suya. Joe se la agarró.
—Pero me limito a establecer relaciones. Eso es todo. Si A, entonces B. Si A no, entonces B a tomar por saco. Y seguramente todo el alfabeto.
—¿De qué estamos hablando exactamente, Joe?
—No creo que el cocinero sea el autor de todos esos asesinatos. Es decir, no lo creemos.
Pareció aliviado cuando Norrie y Benny asintieron. Pero no fue nada en comparación con la mirada de alegría (entremezclada con incredulidad) que le iluminó la cara cuando Rusty admitió:
—Yo tampoco.
—Os dije que tenía agallas —dijo Benny—. Y cose las heridas.
Claire regresó con un vasito de zumo. Rusty dio un sorbo. Estaba caliente pero se podía beber. Si seguían sin generador, al día siguiente ya no estaría bebible.
—¿Por qué crees que no fue él? —preguntó Norrie.
—Vosotros primero.
El generador de Black Ridge había quedado temporalmente en un segundo plano para Rusty.
—Ayer por la mañana vimos a la señora Perkins —dijo Joe—. Estábamos en la plaza del pueblo haciendo lecturas con el contador Geiger. Vimos a la señora Perkins subir por la cuesta del Ayuntamiento.
Rusty dejó el vaso en la mesa que había junto a la silla y se inclinó hacia delante con las manos entre las rodillas.
—¿A qué hora fue?
—Mi reloj se paró el domingo cuando estaba junto a la Cúpula, así que no puedo decirlo con exactitud, pero la vimos mientras tenía lugar la pelea en el supermercado. De modo que debían de ser, más o menos, las nueve y cuarto. No podía ser más tarde.
—Ni más temprano. Porque los disturbios ya habían empezado. Los oísteis.
—Sí —afirmó Norrie—. Gritaban mucho.
—¿Y estáis seguros de que era Brenda Perkins? ¿De que no podría haber sido otra mujer? —El corazón le latía con fuerza. Si la habían visto con vida durante los disturbios, entonces Barbie estaba libre de toda sospecha.
—Todos la conocemos —dijo Norrie—. Era la jefa de mi grupo de exploradoras antes de que yo lo dejara. —El hecho de que en realidad la hubieran expulsado por fumar no le pareció relevante, de modo que lo omitió.
—Y sé por mi madre lo que dice la gente sobre los asesinatos —añadió Joe—. Me ha contado todo lo que sabe. Lo de las placas de identificación y eso.
—Tu madre no quería contarte todo lo que sabía —terció Claire—, pero mi hijo puede ser muy insistente y el asunto me pareció importante.
—Lo es —le aseguró Rusty—. ¿Adonde fue la señora Perkins?
Benny respondió a la pregunta.
—Primero a casa de la señora Grinnell, no sabemos qué le dijo pero no fue nada bonito porque le cerró la puerta en las narices.
Rusty frunció el entrecejo.
—Es cierto —dijo Norrie—. Creo que la señora Perkins le entregó correspondencia o algo parecido. Le dio un sobre; la señora Grinnell lo cogió y cerró de un portazo. Tal como ha dicho Benny.
—Vaya —murmuró Rusty. Desde el viernes anterior no había habido reparto de correo en Chester’s Mills. Pero lo que parecía importante era que Brenda estaba viva y haciendo recados en un momento en el que Barbie tenía coartada—. Luego ¿adonde fue?
—Cruzó Main Street y subió por Mills Street —respondió Joe.
—Esta calle.
—Así es.
Rusty se volvió hacia Claire.
—¿Vino…?
—No vino aquí —respondió Claire—. A menos que lo hiciera mientras yo estaba en el sótano comprobando cuántas latas de comida me quedaban. Estuve una media hora. Quizá cuarenta minutos. Yo… quería huir del alboroto del supermercado.
Benny repitió lo que había dicho el día anterior.
—Mills Street tiene cuatro manzanas. Eso son muchas casas.
—Para mí eso no es lo importante —terció Joe—. Llamé a Anson Wheeler, que era un skater tope hardcore y a veces aún va a The Pit, en Oxford. Le pregunté si Barbara fue a trabajar ayer por la mañana y me dijo que sí, que fue al Food City cuando empezaron los disturbios. Estuvo con Anson y con la señorita Twitchell a partir de entonces. De modo que Barbara tiene coartada para el asesinato de la señora Perkins, ¿y recuerdas lo que he dicho de que si A no, entonces B no? ¿Y tampoco el resto del alfabeto?
Rusty creía que la metáfora era un poco demasiado matemática para asuntos humanos, pero entendía lo que decía Joe. Había otras víctimas para las que quizá Barbie no tendría coartada, pero el hecho de que la mayoría de los asesinados hubiera muerto en circunstancias similares apuntaba claramente a que eran víctimas del mismo homicida. Y si Big Jim había matado a una de las víctimas, como mínimo, tal como sugerían los costurones de la cara de Coggins, lo más probable era que las hubiera matado a todas.
O quizá había sido Junior, que ahora iba por ahí armado con una pistola y lucía una placa.
—Tenemos que ir a la policía, ¿verdad? —preguntó Norrie.
—Eso me da mucho miedo —dijo Claire—. Me da muchísimo miedo. ¿Y si Rennie mató a Brenda Perkins? También vive en esta calle.
—Eso es lo que dije ayer —le recordó Norrie.
—¿Y no os parece probable que si fue a ver a una concejala y esta le cerró la puerta en las narices, luego fuera a probar suerte con el otro concejal de la calle?
Joe respondió con cierta indulgencia:
—Dudo que exista una relación entre ambos hechos, mamá.
—Quizá no, pero aun así podría haber ido a ver a Jim Rennie. Y Peter Randolph… —La mujer negó con la cabeza—. Cuando Big Jim le dice que salte, él pregunta hasta dónde.
—¡Muy buena, señora McClatchey! —exclamó Benny—. Es usted la más lista, oh, madre de mi…
—Gracias, Benny, pero en este pueblo el más listo es Jim Rennie, que es quien manda.
—¿Y qué hacemos? —Joe lanzó una mirada de preocupación a Rusty.
El auxiliar médico pensó de nuevo en la mancha. En el cielo amarillo. En el olor a humo que impregnaba el aire. También pensó en la determinación de Jackie Wettington para sacar a Barbie del calabozo. A pesar de lo peligroso que pudiera ser, a buen seguro era una opción más acertada que confiar en el efecto que pudiera surtir el testimonio de tres chicos, sobre todo cuando el jefe de policía que debía escucharlos era incapaz de limpiarse el culo sin un manual de instrucciones.
—Ahora mismo, nada. Dale Barbara está seguro donde está. —Rusty esperaba que eso fuera cierto—. Tenemos que ocuparnos del otro asunto. Si de verdad habéis encontrado el generador de la Cúpula, y podemos apagarlo…
—El resto de los problemas se solucionarán por sí solos —dijo Norrie Calvert, que pareció muy aliviada.
—Podría suceder así —admitió Rusty.
 7


Después de que Petra Searles regresara al Drugstore (a hacer inventario, dijo), Toby Manning le preguntó a Rommie si podía ayudarlo en algo, pero su jefe negó con la cabeza.
—Vete a casa a echarles una mano a tu padre y a tu madre.
—Solo está mi padre —dijo Toby—. Mi madre fue al supermercado de Castle Rock el sábado por la mañana. Dice que el Food City es muy caro. ¿Qué va a hacer?
—No mucho —respondió Rommie, sin precisar—. Dime una cosa, Toby, ¿por qué lleváis Petra y tú esos pedazos de tela de color azul en el brazo?
Toby miró la tela como si se hubiera olvidado de que la llevaba.
—Es solo para demostrar solidaridad —respondió—. Después de lo que ocurrió anoche en el hospital… después de todo lo que ha sucedido…
Rommie asintió.
—¿No os han nombrado ayudantes de policía ni nada por el estilo?
—Qué va. Es algo más parecido a… ¿recuerdas que tras los atentados del 11-S parecía que todo el mundo tenía una camiseta y una gorra de los bomberos y la policía de Nueva York? Pues es algo por el estilo. —Meditó unos instantes—. Supongo que si necesitaran ayuda me gustaría echar una mano, pero parece que se las apañan bien. ¿Seguro que no quiere que me quede?
—Sí. Venga, lárgate. Ya te llamaré si decido abrir esta tarde.
—Vale. —A Toby le brillaban los ojos—. Quizá podríamos organizar las Rebajas de la Cúpula. Ya sabe lo que dicen: cuando la vida te da limones, haz limonada.
—Quizá, quizá —dijo Rommie, pero dudaba que fuera a haber tales rebajas. Esa mañana estaba muy poco interesado en deshacerse de mercancías de mala calidad a unos precios que parecieran gangas. Tenía la sensación de que había experimentado grandes cambios en los últimos tres días; no tanto de carácter, sino de perspectiva. Parte de esos cambios estaban relacionados con la extinción del incendio y el compañerismo que surgió después. Todo el pueblo se había implicado, pensó. La gente había mostrado su mejor faceta, lo cual se debía, en gran parte, al asesinato de su antigua amante, Brenda Perkins… a quien Rommie aún recordaba como Brenda Morse. Era una mujer muy atractiva, y si descubría quién se la había cargado, suponiendo que Rusty tuviera razón y no hubiese sido Dale Barbara, esa persona pagaría por ello. Rommie Burpee se encargaría personalmente.
En el fondo de su tenebroso almacén se encontraba la sección Reparaciones del Hogar, situada, de forma muy conveniente, junto a la sección Bricolaje. Rommie cogió en esta un par de cizallas de uso industrial, entró en aquella y se dirigió al rincón más alejado, oscuro y polvoriento de su reino de la venta al por menor. Allí encontró veinticuatro rollos de veinte kilos de plomo en lámina de la marca Santa Rosa; normalmente se utilizaban para construir tejados, como tapajuntas y como aislamiento para chimeneas. Metió dos rollos (y las cizallas) en un carro y recorrió la tienda hasta llegar a la sección Deportes. Una vez allí, se puso a hurgar y rebuscar. Estalló varias veces en carcajadas. Iba a funcionar, sí, pero Rusty Everett estaría très amusant.
Cuando acabó, enderezó la espalda para relajar los músculos y las vértebras y vio el cartel en el que aparecía un punto de mira sobre un ciervo en el otro extremo de la sección Deportes. Sobre el ciervo aparecía el siguiente recordatorio: LA TEMPORADA DE CAZA ESTÁ A PUNTO DE EMPEZAR: ¡HORA DE ARMARSE!
Dado el modo en que se estaban desarrollando los acontecimientos, a Rommie le pareció buena idea pertrecharse. Sobre todo si Rennie o Randolph decidían confiscar todas las armas que no pertenecieran a los polis.
Cogió otro carro, se acercó a las vitrinas donde estaban los rifles, y buscó, guiándose solo por el tacto, la llave en el manojo que le colgaba del cinturón. Burpee solo vendía productos Winchester, y como faltaba una semana para el inicio de la temporada de caza del ciervo, Rommie creyó que podría justificar unos cuantos huecos en sus existencias si alguien preguntaba algo. Escogió un Wildcat 22, una Black Shadow que incorporaba el sistema speed-pump de cerrojo giratorio y dos Black Defenders, equipadas también con el speed-pump. A estas armas añadió una Model 70 Extreme Weather (con mira telescópica) y un 70 Featherweight (sin mira). Cogió munición para todas las armas, luego llevó el carro hasta su despacho y guardó los rifles en la vieja caja fuerte de color verde de la marca Defender que ocultaba en el suelo.
Esto es una paranoia, lo sé, pensó mientras giraba la ruedecilla.
Pero no se sentía paranoico. Y mientras se dirigía hacia el exterior para esperar a Rusty y a los chicos, se acordó de atarse un pedazo de tela azul en el brazo. Tenía que decirle a Rusty que hiciera lo mismo. El camuflaje no era mala idea.
Cualquier cazador de ciervos lo sabía.
 8


A las ocho en punto de esa mañana, Big Jim se encontraba de nuevo en el estudio de su casa. Carter Thibodeau, que iba a ser su guardaespaldas mientras la Cúpula no desapareciera, estaba enfrascado en la lectura de un número de Car and Driver, en concreto en una comparación entre el 2012 BMW H y el 2011 Ford Vesper R/T. Ambos parecían unos coches magníficos, pero cualquiera que no supiera que los BMW eran los mejores estaba loco. Lo mismo podía decirse, pensaba, de todo aquel que no supiera que el señor Rennie era ahora el BMW H de Chester’s Mill.
Big Jim se sentía bastante bien, en parte porque había dormido una hora más después de visitar a Barbara. Iba a necesitar muchas más siestas revitalizadoras en los próximos días. Tenía que mantenerse en forma, seguir siendo el primero. No iba a admitir que también le preocupaba la posibilidad de sufrir alguna arritmia más.
El hecho de tener a Thibodeau a su lado le tranquilizaba considerablemente, sobre todo desde que Junior mostraba un comportamiento tan errático (Por decirlo de algún modo, pensó). Thibodeau tenía pinta de matón, pero parecía encajar bien en el papel de ayuda de campo. Big Jim aún no estaba seguro del todo, pero creía que Thibodeau podía ser más inteligente que Randolph.
De modo que decidió ponerlo a prueba.
—¿Cuántos hombres hay vigilando el supermercado, hijo? ¿Lo sabes?
Carter dejó la revista y sacó una libretita desgastada del bolsillo trasero, un gesto que a Big Jim le gustó.
Después de pasar unas cuantas hojas, respondió:
—Anoche había cinco, tres agentes de plantilla y dos de los nuevos. No han tenido ningún problema. Hoy solo habrá tres. Todos de los nuevos. Aubrey Towle (su hermano es el propietario de la librería, ya sabe), Todd Wendlestat y Lauren Conree.
—¿Y convienes en que bastará solo con tres?
—¿Eh?
—Que si estás de acuerdo, Carter. Convenir significa estar de acuerdo.
—Sí, me parece bien porque es de día.
No hizo una pausa para pensar en lo que tal vez desearía oír el jefe. A Rennie le gustó su actitud.
—Muy bien. Ahora escucha. Quiero que hables con Stacey Moggin esta mañana. Dile que llame a todos los agentes que tengamos en plantilla. Quiero que se presenten en el Food City esta tarde, a las siete. Voy a hablar con ellos.
De hecho, iba a pronunciar otro discurso, en esta ocasión sin cortapisas, a tumba abierta. Quería azuzarlos como a una jauría de perros.
—De acuerdo. —Carter tomó nota de ello en su libro de ayuda de campo.
—Y diles a todos que cada uno debe traer a un voluntario más.
Carter deslizó el lápiz mordisqueado por la lista.
—Ya tenemos… a ver… veintiséis.
—Tal vez no sean suficientes. Recuerda lo que ocurrió ayer por la mañana en el supermercado, y lo del periódico de Julia Shumway anoche. Somos nosotros o la anarquía, Carter. ¿Sabes lo que significa esa palabra?
—Hum, sí, señor. —Carter estaba casi seguro de que tenía algo que ver con un campo de tiro con arco, y supuso que su nuevo jefe le estaba diciendo que Chester’s Mills podría convertirse en una galería de tiro o algo por el estilo si no controlaban la situación con mano dura—. Quizá deberíamos hacer una batida en busca de armas, o algo así.
Big Jim sonrió. Sí, era un chico encantador en muchos sentidos.
—Eso está en la orden del día, seguramente se llevará a cabo la semana que viene.
—Si la Cúpula sigue ahí. ¿Cree que será así?
—Lo creo. —Tenía que seguir. Aún quedaba mucho por hacer. Debía repartir de nuevo las reservas de propano por el pueblo. Debía borrar todos los rastros del laboratorio de metanfetaminas que había tras la emisora de radio. Además, y eso era crucial, aún no había alcanzado la grandeza. Aunque estaba en camino de lograrlo—. Mientras tanto, envía a un par de agentes, de los de plantilla, a los almacenes de Burpee para que confisquen todas las armas. Si Romeo pone alguna pega, que le digan que debemos mantenerlas fuera del alcance de los amigos de Dale Barbara. ¿Lo has entendido?
—Sí. —Carter tomó nota—. Enviaré a Denton y Wettington. ¿De acuerdo?
Big Jim frunció el entrecejo. Wettingon, la chica de los grandes pechos. No confiaba en ella. Seguramente era que no le gustaba ningún policía con pechos, las mujeres no podían tener lugar en un cuerpo de agentes de la ley, pero había algo más. Era el modo en que ella lo miraba.
—Freddy Denton sí, Wettington no. Tampoco Henry Morrison. Envía a Denton y a George Frederick. Diles que guarden las armas en la cámara acorazada de la comisaría.
—Vale.
Sonó el teléfono de Rennie y las arrugas de su frente se hicieron aún más profundas. Respondió a la llamada y dijo:
—Concejal Rennie.
—Hola, concejal. Soy el coronel James O. Cox. Estoy al mando del llamado Proyecto Cúpula. Me parece que ya es hora de que hablemos.
Big Jim se reclinó en la silla con una sonrisa en los labios.
—Pues diga usted, coronel, y que Dios le bendiga.
—Según la información que me ha llegado, han detenido al hombre designado por el presidente de Estados Unidos para asumir el mando de la situación en Chester’s Mills.
—Es correcto, señor. El señor Barbara está acusado de asesinato. Se le imputan cuatro cargos. No creo que el presidente quiera que un asesino en serie esté al mando de la situación. Esa decisión no le beneficiaría demasiado en las encuestas.
—De modo que es usted quien está al mando ahora.
—Oh, no —replicó Rennie, que sonrió de oreja a oreja—. No soy más que un humilde segundo concejal. Andy Sanders es quien manda, y Peter Randolph, nuestro nuevo jefe de policía, como ya sabrá, fue el agente que lo detuvo.
—En otras palabras, tiene las manos limpias. Esa será su posición cuando la Cúpula desaparezca y empiece la investigación.
Big Jim se regodeó de la frustración que detectó en la voz de aquel puñetero. Ese hijo de la Gran Bretaña estaba acostumbrado a dar órdenes; el hecho de recibirlas era una nueva experiencia para él.
—¿Por qué iba a tenerlas sucias, coronel Cox? Las placas de Barbara se encontraron en una de las víctimas. No creo que haya prueba más concluyente que esa.
—Ni conveniente.
—Llámelo como quiera.
—Si sintoniza cualquier canal de noticias por cable —dijo Cox—, verá que se están planteando interrogantes muy serios sobre la detención de Barbara, sobre todo en vista de su historial militar, que es ejemplar. También se están planteando interrogantes sobre su propio historial, que no es tan ejemplar.
—¿Cree que todo eso me sorprende? A ustedes se les da muy bien manejar a los medios de comunicación a su antojo. Llevan haciéndolo desde Vietnam.
—La CNN ha destapado una historia sobre una investigación a la que se le sometió por prácticas de publicidad engañosa a finales de la década de 1990. La NBC está informando de que también se le investigó en 2008 por la concesión de créditos no éticos. ¿Es posible que lo acusaran de imponer unos tipos de interés ilegales? ¿De alrededor del cuarenta por ciento? ¿Y de embargar coches y camiones que ya se habían pagado dos y hasta tres veces? Seguramente sus votantes estarán viendo las noticias en este momento.
Todas esas acusaciones habían desaparecido. Había pagado una buena cantidad de dinero para hacerlas desaparecer.
—La gente de mi pueblo sabe que esos programas son capaces de inventar cualquier cosa con tal de vender unos cuantos tubos más de crema para las hemorroides y más botes de somníferos.
—La cosa no acaba aquí. Según el fiscal general del estado de Maine, el antiguo jefe de policía, el que murió el sábado pasado, lo estaba investigando por evasión de impuestos, apropiación indebida de propiedades y fondos públicos, y por participación en tráfico de drogas. No hemos transmitido esta información a la prensa aún, y no tenemos intención de hacerlo… si está dispuesto a llegar a un acuerdo. Dimita como concejal. El señor Sanders debería hacer lo mismo. Nombren a Andrea Grinnell, la tercera concejala, responsable al mando de la situación, y a Jacqueline Wettington representante del presidente en Chester’s Mills.
El poco buen humor que le quedaba a Big Jim se fue al garete.
—Pero ¿es que se ha vuelto loco? ¡Andi Grinnell es una drogadicta enganchada al OxyContin, y en la puñetera cabeza de Jacqueline Wettington no hay rastro de su cerebro!
—Te aseguro que eso no es cierto, Rennie. —Se acabaron los tratamientos de cortesía; la era de los buenos sentimientos había quedado atrás—. Wettington recibió una mención especial por ayudar a desarticular una red que se dedicaba al tráfico de drogas en el Sexagesimoséptimo Hospital de Apoyo en Combate en Wurzburgo, Alemania, y fue recomendada especialmente por un hombre llamado Jack Reacher, el policía militar más duro que ha servido jamás en el ejército, hostia, según mi humilde opinión.
—Usted no tiene nada de humilde, señor, y no me gusta su lenguaje sacrílego. Soy cristiano.
—Un cristiano que vende droga, según mi información.
—A palabras necias, oídos sordos; sobre todo si vienen de usted. —Sobre todo mientras yo siga bajo la Cúpula, pensó Big Jim, que sonrió—. ¿Tiene alguna prueba?
—Venga, Rennie, de tipo duro a tipo duro, ¿acaso importa? Para la prensa, la Cúpula es un acontecimiento mayor que el 11-S. Y está despertando compasión. Si no empiezas a ceder, te emplumaré de tal manera que parecerás una gallina toda tu vida. En cuanto desaparezca la Cúpula te llevaré ante un subcomité del Senado, un gran jurado y a la cárcel. Te lo prometo. Pero si decides mantenerte al margen, nos olvidaremos de todo. Eso también te lo prometo.
—En cuanto desaparezca la Cúpula —murmuró Rennie—. ¿Y eso cuándo sucederá?
—Quizá antes de lo que crees. Pienso ser el primero en entrar, y la primera orden que daré será que te pongan las esposas y que te escolten hasta un avión que te llevará directo a Fort Leavenworth, en Kansas, donde serás huésped de Estados Unidos, a la espera de juicio.
Big Jim se quedó sin habla por unos instantes debido al descaro de su interlocutor. Entonces se rió.
—Si de verdad quisieras lo mejor para el pueblo, Rennie, te mantendrías al margen. Mira lo que ha ocurrido durante tu mandato: seis asesinatos, dos en el hospital anoche, por lo que sabemos, un suicidio y unos disturbios desencadenados por los alimentos. No estás a la altura de la misión.
Big Jim agarró la bola de béisbol con fuerza y la apretó. Carter Thibodeau lo miraba con el entrecejo fruncido y semblante de preocupación.
Si estuviera aquí, coronel Cox, le haría lo mismo que a Coggins. Lo haría con Dios como testigo.
—¿Rennie?
—Estoy aquí. —Hizo una pausa—. Y usted ahí. —Otra pausa—. Y la Cúpula no va a desaparecer. Creo que ambos lo sabemos. Pueden tirar la bomba atómica más grande que tengan, convertir los pueblos de nuestro alrededor en lugares inhabitables durante doscientos años, matar a todos los habitantes de Chester’s Mills con la radiación si atraviesa la Cúpula, y aun así no desaparecerá. —Se le había acelerado la respiración, pero el corazón le latía con fuerza y de forma constante en el pecho—. Porque la Cúpula es la voluntad de Dios.
Rennie, en lo más profundo de su corazón, creía en eso. Del mismo modo que creía que también era deseo de Dios que él cogiera las riendas del pueblo para sacarlo adelante durante las semanas, meses y años por venir.
—¿Qué?
—Ya me ha oído. —Era consciente de que lo estaba apostando todo, su futuro, a la existencia continuada de la Cúpula. Era consciente de que algunas personas creerían que estaba loco al hacerlo. También era consciente de que esas personas eran un puñado de infieles no creyentes. Como el puñetero coronel James O. Cox.
—Rennie, sé razonable. Por favor.
A Big Jim le gustó ese «por favor»; le permitió recuperar el buen humor de golpe.
—Es mejor que recapitulemos, ¿le parece, coronel Cox? Andy Sanders está al mando de la situación, no yo. Sin embargo agradezco la llamada de cortesía de un mandamás como usted, por supuesto. Y aunque estoy convencido de que Andy también agradecerá su oferta para gestionar la situación, por persona interpuesta, por así decirlo, creo que hablo por él cuando digo que puede coger su oferta y metérsela ahí donde no brilla el sol. Los habitantes de Chester’s Mills estamos solos, y vamos a manejar la situación solos.
—Estás loco —dijo Cox con perplejidad.
—Es lo que siempre dicen los infieles a los religiosos. Es su último argumento contra la fe. Estamos acostumbrados, y no se lo echo en cara. —Lo cual era mentira—. ¿Puedo hacerle una pregunta?
—Adelante.
—¿Va a cortarnos el teléfono y la conexión a internet?
—Es lo que te gustaría, ¿verdad?
—Por supuesto que no. —Otra mentira.
—Los teléfonos e internet van a seguir funcionando. Y también se mantiene la rueda de prensa del viernes. En la que vas a tener que responder a unas cuantas preguntas difíciles, te lo aseguro.
—No pienso asistir a ninguna rueda de prensa en el futuro más próximo, coronel. Y tampoco lo hará Andy. Y la señora Grinnell sería incapaz de realizar ninguna declaración comprensible, la pobre. Así que ya puede ir anulando su…
—Oh, no. En absoluto. —¿Era una sonrisa lo que le pareció detectar en el tono de voz de Cox?—. La rueda de prensa se celebrará el viernes a mediodía, de modo que tenemos tiempo de sobra para vender crema para las hemorroides en las noticias de la noche.
—¿Y quién de nuestro pueblo espera que asista?
—Todo el mundo, Rennie. No faltará nadie. Porque permitiremos que sus familiares se acerquen hasta la Cúpula desde el lado de Motton, en el lugar donde sucedió el accidente aéreo en el que murió la esposa de Sanders, tal como recordarás. La prensa también acudirá para grabarlo todo. Va a ser como un día de visita en la prisión del estado, aunque en este caso nadie es culpable de nada. Excepto tú quizá.
Rennie volvió a enfurecerse.
—¡No puede hacerlo!
—Oh, claro que sí. —Ahí estaba la sonrisa—. Si vas, puedes sentarte en tu lado de la Cúpula y hacerme gestos de burla con la mano; yo me sentaré en mi lado y haré lo mismo. La gente formará a una hilera alrededor de la Cúpula y estoy convencido de que muchos llevarán camisetas que digan DALE BARBARA ES INOCENTE y LIBERTAD PARA DALE BARBARA y DESTITUCIÓN DE JAMES RENNIE. Habrá reencuentros bañados en lágrimas, manos que intentarán acariciar las manos que estarán al otro lado de la Cúpula, quizá algún intento de beso. Será un material excelente para la televisión y una propaganda excelente. Y lo que es más importante: hará que la gente de Chester’s Mills se pregunte por qué tiene que aguantar a un incompetente como tú al mando de la situación.
La voz de Big Jim se convirtió en un gruñido cavernoso.
—No lo permitiré.
—¿Cómo piensas evitarlo? Habrá más de mil personas. No puedes pegarles un tiro a todas. —Cuando el coronel habló de nuevo, lo hizo con un tono calmado y razonable—. Venga, concejal, arreglemos la situación. Aún puedes salir limpio de todo esto. Solo tienes que soltar los mandos.
Big Jim vio a su hijo avanzar por el pasillo hacia la puerta de la calle, como un fantasma, todavía vestido con el pantalón del pijama y las zapatillas; apenas reparó en él. Junior podría haber caído muerto en el pasillo y Big Jim habría permanecido encorvado sobre el escritorio, con la bola de béisbol de oro en una mano y el teléfono en la otra. Un pensamiento le martilleaba la cabeza: poner a Andrea Grinnell al mando de la situación, y a la agente Pechos de segunda de a bordo.
Era una broma.
De mal gusto.
—Coronel Cox, váyase a tomar por culo.
Colgó, hizo girar la silla del escritorio y lanzó la bola de oro, que impactó en la fotografía autografiada de Tiger Woods. El cristal se partió en añicos, el marco cayó al suelo, y Carter Thibodeau, que estaba acostumbrado a infundir miedo en los corazones de los demás pero no a sentirlo en carne propia, se puso en pie de un salto.
—¿Señor Rennie? ¿Se encuentra bien?
No tenía muy buen aspecto. Unas manchas de color púrpura le motearon las mejillas. Sus pequeños ojos estaban abiertos como platos y sobresalían de sus órbitas de grasa sólida. La vena de la frente le latía.
—Nunca me quitarán el pueblo —susurró Big Jim.
—Claro que no —dijo Carter—. Sin usted, nos hundimos.
La reacción de Thibodeau relajó a Big Jim hasta cierto punto. Cogió de nuevo el teléfono y entonces recordó que Randolph se había ido a dormir. El nuevo jefe apenas había pegado ojo desde el inicio de la crisis y le había dicho a Carter que pensaba dormir al menos hasta mediodía. Lo cual no suponía ningún problema. De todos modos, aquel hombre era un inútil.
—Carter, escribe una nota, y enséñasela a Morrison (si es el jefe de la comisaría esta mañana) y luego déjala en el escritorio de Randolph. Después, regresa aquí. —Hizo una pausa para meditar, y frunció el entrecejo—. Y mira si Junior anda por ahí también. Se ha ido mientras hablaba por teléfono con el coronel Haz-lo-que-yo-te-diga. No salgas a la calle a buscarlo si no lo ves en la comisaría, pero si está ahí, comprueba que esté bien.
—Claro. ¿Qué mensaje quiere que deje?
—«Estimado jefe Randolph: Jacqueline Wettington debe ser depuesta de su cargo de agente de policía de Chester’s Mills de forma inmediata».
—¿Eso significa despedida?
—Sí, claro.
Carter tomaba nota en su libreta y Big Jim le dio tiempo para que lo apuntara todo. Volvía a sentirse bien. Más que bien. Se sentía en la gloria.
—Añade: «Estimado agente Morrison: Cuando Wettington llegue hoy, haga el favor de informarla de que ha sido relevada de su cargo y dígale que debe vaciar su taquilla. Si pregunta por la causa, dígale que estamos reorganizando el departamento y que ya no requerimos de sus servicios».
—¿«Servicios» se escribe con be, señor Rennie?
—No es la ortografía lo que importa, sino el mensaje.
—De acuerdo. Entendido.
—Si Wettington tiene más preguntas, que venga a verme.
—Muy bien. ¿Eso es todo?
—No. Diles que quien la vea primero debe quitarle la placa y la pistola. Si se pone tonta y dice que la pistola es de su propiedad, que le den un recibo y le prometan que se la devolverán o se la pagarán cuando haya acabado la crisis.
Carter acabó de tomar nota y luego alzó la vista.
—¿Qué problema hay con Junes, señor Rennie?
—No lo sé. Es un presentimiento, imagino. Sea lo que sea, no tengo tiempo para ocuparme de ello en este momento. Hay asuntos más acuciantes que requieren mi atención. —Señaló la libreta—. Déjame leer eso.
Carter obedeció. Su letra era como los garabatos de un niño de tercero de primaria, pero había tomado nota de todo. Rennie lo firmó.
 9


Carter llevó los frutos de su labor como secretario a la comisaría. Henry Morrison los recibió con una incredulidad que rayó en el motín. Thibodeau también echó un vistazo en busca de Junior, pero el hijo de Big Jim no estaba allí y nadie lo había visto. Le pidió a Henry que estuviera atento por si lo veía.
Entonces, le dio un arrebato y bajó a ver a Barbie, que estaba tumbado en el camastro, con las manos tras la cabeza.
—Ha llamado tu jefe —le dijo—. Ese tal Cox. Rennie lo llama el coronel «Haz-lo-que-yo-te-diga».
—Seguro que sí —afirmó Barbie.
—El señor Rennie lo ha enviado a tomar por culo. ¿Y sabes qué? Que tu amigo del ejército ha tenido que joderse y aguantarse. ¿Qué te parece eso?
—No me sorprende. —Barbie seguía sin apartar la vista del techo. Parecía calmado. Era irritante—. Carter, ¿has pensado hacia dónde se dirige todo esto? ¿Has intentado pensar a largo plazo?
—No hay largo plazo, Baaarbie. Ya no.
Barbie se limitaba a mirar el techo con una sonrisita que dibujaba unos hoyuelos en la comisura de sus labios. Como si supiera algo que Carter ignoraba. A Thibodeau le entraron ganas de abrir la puerta de la celda y darle un puñetazo a ese imbécil. Entonces recordó lo que había sucedido en el aparcamiento del Dipper’s. Prefería dejar que Barbie se enfrentara con sus trucos sucios a un pelotón de fusilamiento. A ver qué tal se le daba.
—Ya nos veremos, Baaarbie.
—Seguro —dijo Barbie, que no se molestó en mirarlo—. Vivimos en un pueblo pequeño, hijo, y todos apoyamos al equipo.
 10


Cuando sonó el timbre de la casa parroquial, Piper Libby aún llevaba la camiseta de los Bruins y los pantalones cortos que utilizaba como pijama. Abrió la puerta. Suponía que sería Helen Roux, que llegaba una hora antes a su cita de las diez para hablar sobre los preparativos del funeral y el entierro de Georgia. Pero era Jackie Wettington. Vestía el uniforme, pero no llevaba la placa en el pecho izquierdo ni pistola en la cadera. Parecía aturdida.
—¿Jackie? ¿Qué pasa?
—Me han despedido. Ese cabrón me la tiene jurada desde la fiesta de Navidad de la comisaría, cuando intentó meterme mano y le di un manotazo, pero dudo que me hayan echado por eso, dudo incluso que haya influido mínimamente en la decisión…
—Entra —dijo Piper—. He encontrado un pequeño hornillo de gas, del anterior pastor, creo, en uno de los armarios de la despensa y, por increíble que parezca, aún funciona. ¿No te apetece una taza de té?
—Sería fantástico —respondió Jackie. Tenía los ojos inundados en lágrimas, que empezaron a correrle por las mejillas. Se las limpió con un gesto casi furioso.
Piper la hizo pasar a la cocina y encendió el camping gas Brinkman que había sobre la encimera.
—Ahora cuéntamelo todo.
Jackie lo hizo, y no se olvidó del pésame de Henry Morrison, poco delicado pero sincero.
—Esa parte la susurró —dijo mientras tomaba la taza que Piper le ofreció—. Ahora mismo la comisaría parece el cuartel general de la maldita Gestapo. Perdón por el lenguaje grosero.
Piper le quitó importancia con un ademán.
—Henry dice que si protesto en la asamblea del pueblo de mañana, no haré más que empeorar las cosas, que Rennie sacará a relucir un puñado de acusaciones por incompetencia inventadas. Seguramente tiene razón. Pero el mayor incompetente que hay esta mañana en la comisaría es el que está al mando. En cuanto a Rennie… Está llenando la comisaría de agentes que le serán fieles en caso de que haya alguna protesta organizada en contra de su forma de dirigir la situación.
—Desde luego —dijo Piper.
—La mayoría de los nuevos policías no tienen la edad legal para comprar cerveza pero van por ahí con pistola. Se me pasó por la cabeza la posibilidad de decirle a Henry que él podría ser el siguiente en saltar, ha realizado ciertos comentarios sobre la forma en que Randolph dirige la comisaría, y está claro que los lameculos se habrán chivado, pero a juzgar por la expresión de su cara, ya lo sabía.
—¿Quieres que vaya a ver a Rennie?
—No serviría de nada. De hecho, no lamento estar fuera, lo que no soporto es que me hayan despedido. El gran problema es que lo que va a suceder mañana por la noche podría afectarme. Tal vez debería desaparecer con Barbie. Eso si encontráramos un escondite en el que ocultarnos.
—No entiendo de qué hablas.
—Lo sé pero voy a contártelo. Y aquí es donde empiezan los riesgos. Si no guardas el secreto, acabaré en la cárcel. Quizá me pongan al lado de Barbie cuando Rennie mande formar su pelotón de fusilamiento.
Piper la miró muy seria.
—Tengo cuarenta y cinco minutos antes de que llegue la madre de Georgia Roux. ¿Es tiempo suficiente para que me cuentes lo que tengas que contarme?
—De sobra.
Jackie empezó con el examen de los cuerpos en la funeraria. Describió la marca de las puntadas de la cara de Coggins y la bola de béisbol de oro que Rusty había visto. Respiró hondo y a continuación le contó su plan para sacar a Barbie del calabozo durante la asamblea extraordinaria que se iba a celebrar la noche siguiente.
—Aunque no tengo ni idea de dónde puedo esconderlo si logramos sacarlo de allí. —Tomó un sorbo de té—. ¿Qué te parece?
—Que necesito otra taza. ¿Tú?
—Estoy servida, gracias.
Desde la encimera Piper dijo:
—Vuestro plan es peligrosísimo, supongo que no necesitas que te lo diga, pero quizá no exista otro modo de salvarle la vida a un inocente. Nunca he creído que Dale Barbara fuera culpable de esos asesinatos, y después de mi encontronazo con las fuerzas del orden del pueblo, la idea de que intenten ejecutarlo para evitar que se haga con el mando de la situación no me sorprende demasiado. —Luego añadió, recurriendo al razonamiento de Barbie, aunque sin saberlo—: Rennie no sabe adoptar una perspectiva a largo plazo, y los policías tampoco. Lo único que les preocupa es quién es el amo del cotarro. Ese tipo de actitud está destinada al fracaso.
Regresó a la mesa.
—El día en que volví aquí para hacerme cargo de la casa parroquial, que era mi ambición desde niña, me di cuenta de que Rennie era un monstruo en fase embrionaria. Ahora, y disculpa si la expresión te parece muy melodramática, ha nacido el monstruo.
—Gracias a Dios —dijo Jackie.
—¿Gracias a Dios que ha nacido el monstruo? —Piper sonrió y enarcó las cejas.
—No, gracias a Dios que lo ves así.
—Hay más, ¿verdad?
—Sí. A menos que no quieras formar parte de ello.
—Cielo, ya estoy implicada. Si pueden meterte en la cárcel por conspiración, a mí podrían hacerme lo mismo por no denunciarlo. Somos lo que a nuestro gobierno le gusta llamar «terroristas autóctonos».
Jackie asimiló la idea en un silencio sombrío.
—Tú no estás hablando solamente de liberar a Dale Barbara, ¿verdad? Quieres organizar un movimiento de resistencia activa.
—Supongo que sí —admitió Jackie, y lanzó una risa de impotencia—. Después de estar seis años en el Ejército de Estados Unidos, nunca me lo habría imaginado, siempre he apoyado a mi país ciegamente, sin importarme que estuviera bien o no lo que hiciera, pero… ¿Se te ha pasado por la cabeza la posibilidad de que la Cúpula no desaparezca? ¿Ni este otoño, ni este invierno? ¿Quizá ni siquiera el año que viene ni en toda nuestra vida?
—Sí. —Piper mantenía la calma, pero tenía las mejillas pálidas—. He pensado en ello. Como la mayoría de los habitantes de Chester’s Mills, aunque solo sea de pasada.
—Entonces piensa en esto: ¿quieres vivir durante un año, o cinco, en una dictadura gobernada por un idiota homicida? Suponiendo que vayamos a tener cinco años.
—Por supuesto que no.
—Entonces quizá sea esta la única oportunidad de pararle los pies. Tal vez ya no sea un embrión, pero lo que está construyendo, esta máquina, aún está en pañales. Es el mejor momento. —Jackie hizo una pausa—. Si ordena a la policía que empiece a requisar las armas de los ciudadanos de a pie, podría ser nuestra única oportunidad.
—¿Qué quieres que haga?
—Celebremos una reunión en la casa parroquial. Esta noche. Estas personas, si vienen todas. —Sacó del bolsillo trasero la lista que Linda Everett y ella habían preparado.
Piper desdobló la hoja de papel y la leyó. Había ocho nombres. Alzó la vista.
—¿Lissa Jamieson, la bibliotecaria de los cristales? ¿Ernie Calvert? ¿Estás segura de estos dos?
—¿Quién mejor que una bibliotecaria cuando tienes que enfrentarte a un dictador novato? En cuanto a Ernie… En mi opinión, después de lo que sucedió en el supermercado ayer, si se encontrara a Jim Rennie en la calle, envuelto en llamas, ni siquiera se molestaría en mearle para apagarlo.
—Algo vago desde el punto de vista pronominal, pero por lo demás es una descripción muy pintoresca.
—Quería pedirle a Julia Shumway que sondeara a Ernie y a Lissa, pero ahora podré hacerlo por mí misma. Creo que voy a tener mucho tiempo libre.
Sonó el timbre de la puerta.
—Es probable que sea la afligida madre —dijo Piper, que se puso en pie—. Imagino que llegará medio achispada. Le gusta mucho el licor de café, pero dudo que alivie el dolor.
—No me has dicho lo que piensas sobre la asamblea —le dijo Jackie.
Piper Libby sonrió.
—Dile a nuestro grupo de amigos de terroristas autóctonos que se presenten aquí entre las nueve y las nueve y media. Deberían venir a pie y de uno en uno; son técnicas habituales de la resistencia francesa. No es necesario que hagamos publicidad de lo que estamos haciendo.
—Gracias —dijo Jackie—. Muchas gracias.
—De nada. También es mi pueblo. Si no te importa, preferiría que salieras por la puerta trasera.
 11


Había una pila de trapos limpios en la parte de atrás de la camioneta de Rommie Burpee. Rusty cogió un par y se los ató a modo de pañuelo en la mitad inferior de la cara, a pesar de lo cual seguía teniendo la nariz, la garganta y los pulmones impregnados del hedor del oso muerto. Los primeros gusanos habían incubado en sus ojos, en la boca abierta y en el cerebro.
Se puso en pie, retrocedió y se tambaleó un poco. Rommie lo cogió del hombro.
—Si se desmaya, agárralo —dijo Joe, nervioso—. Quizá esa cosa afecta más a los adultos.
—Es solo el olor —se justificó Rusty—. Ya estoy bien.
Pero a pesar de que se alejaron del oso, seguía oliendo muy mal: un hedor muy fuerte a humo lo impregnaba todo, como si Chester’s Mills se hubiera convertido en una gran habitación sin ventilar. Además del olor a humo y a animal descompuesto, percibía la vegetación putrefacta y la fetidez que desprendía el lecho moribundo del Prestile. Ojalá soplara un poco de viento, pensó, pero tan solo había una débil brisa de vez en cuando que solo traía más malos olores. Hacia el oeste se habían formado unas nubes —debía de estar cayendo un buen chaparrón en New Hampshire—, pero cuando llegaron a la Cúpula se disgregaron como un río que se divide al encontrar una roca grande que sobresale en su curso. Rusty empezaba a albergar grandes dudas de que llegara a llover bajo la Cúpula. Tenía que echar un vistazo a alguna página web de predicciones meteorológicas… si encontraba algún momento. Llevaba una vida terriblemente ajetreada e inquietantemente desestructurada.
—¿Crees que el oso murió de rabia, doctor? —preguntó Rommie.
—Lo dudo. Creo que sucedió justamente lo que dijeron los chicos: un simple suicidio.
Entraron en la camioneta, con Rommie al volante, e iniciaron el lento ascenso por Black Ridge Road. Rusty llevaba el contador Geiger en el regazo. La aguja subía de forma constante y vio cómo se acercaba a la marca de +200.
—¡Deténgase aquí, señor Burpee! —gritó Norrie—. ¡Antes de salir del bosque! Si va a perder el conocimiento, preferiría que no lo hiciera mientras conduce, aunque sea a quince kilómetros por hora.
Rommie obedeció y detuvo la camioneta.
—Bajad, chicos. Voy a haceros de niñera. A partir de aquí el doctor seguirá solo. —Se volvió hacia Rusty—. Llévate la camioneta, pero ve despacio y detente en cuanto la radiación alcance un nivel peligrosamente alto. O cuando empieces a sentirte mareado. Caminaremos detrás de ti.
—Tenga cuidado, señor Everett —dijo Joe.
Benny añadió:
—No se preocupe si se la pega con la camioneta. Le empujaremos hasta la carretera cuando vuelva en sí.
—Gracias —dijo Rusty—. Sois todo corazón.
—¿Eh?
—Da igual.
Rusty se puso al volante y cerró la puerta del conductor. El contador Geiger seguía funcionando en el asiento del acompañante. Salió del bosque muy lentamente. Enfrente, Black Ridge Road se alzaba hacia el campo de manzanos. Al principio no vio nada fuera de lo normal, y sintió una profunda decepción. Entonces una luz púrpura brillante lo cegó y pisó el freno de golpe. Había algo ahí, sin duda, algo brillante entre las copas de los árboles medio abandonados. Justo detrás de él, por el espejo retrovisor de la camioneta, vio que los demás se detenían.
—¿Rusty? —preguntó Rommie—. ¿Va todo bien?
—Lo veo.
Contó hasta quince y la luz púrpura emitió un nuevo destello. Iba a coger el contador Geiger cuando Joe se asomó a la ventanilla del copiloto. Los nuevos granos destacaban en la cara del chico como estigmas.
—¿Siente algo? ¿Como si estuviera atontado o le diera vueltas la cabeza?
—No —respondió Rusty.
Joe señaló hacia delante.
—Ahí es donde perdimos el conocimiento. Justo ahí. —Rusty vio las marcas en la tierra, en el lado izquierdo de la carretera.
—Id hasta ahí —le pidió Rusty—. Los cuatro. A ver si perdéis el conocimiento de nuevo.
—Joder —dijo Benny, que se acercó hasta Joe—. ¿Qué soy, un conejillo de Indias?
—De hecho, creo que el conejillo de Indias es Rommie. ¿Qué me dices, te atreves?
—Sí. —Rommie se volvió hacia los chicos—. Si pierdo el conocimiento y vosotros no, arrastradme hasta aquí, que parece una zona fuera de peligro.
El cuarteto se dirigió hacia el lugar donde estaban las marcas. Rusty los miró atentamente desde la camioneta. Casi habían llegado a su destino cuando Rommie aminoró la marcha y se tambaleó. Norrie y Benny lo agarraron de un lado para que no perdiera el equilibrio, y Joe del otro. Pero Rommie no se cayó. Al cabo de un instante se irguió de nuevo.
—No sé si ha sido algo real o solo… ¿cómo se dice…? El poder de la sugestión, pero ya me siento bien. Por un instante me he sentido aturdido. ¿Vosotros notáis algo, chicos?
Los tres negaron con la cabeza. A Rusty no le sorprendió. Era como la varicela: una enfermedad leve que contraían sobre todo los niños y que solo la pasaban una vez.
—Sigue avanzando, Rusty —le dijo Rommie—. No tienes que subir con todas esas láminas de plomo hasta ahí arriba si no es necesario, pero ve con cuidado.
Rusty siguió avanzando lentamente. Oyó los «clics» acelerados del contador Geiger pero no sintió nada extraordinario. La luz de la cima de la colina emitía destellos a intervalos de quince segundos. Llegó hasta Rommie y los chicos y los dejó atrás.
—No siento nad… —empezó a decir, y entonces sucedió: no se le fue la cabeza exactamente, pero tuvo una sensación rara, de extraña claridad. Mientras duró, sintió que su cabeza era un telescopio y que podía ver cualquier cosa que deseara, por muy lejos que estuviera. Si quería podía ver a su hermano realizando su trayecto matutino habitual en coche hasta San Diego.
En algún lugar, en un universo adyacente, oyó que Benny gritaba:
—¡Eh, el doctor Rusty está perdiendo el conocimiento!
Sin embargo, no era cierto; aún podía ver la tierra de la carretera a la perfección. Divinamente bien. Todas las piedras y esquirlas de mica. Si había dado un volantazo —y suponía que lo había hecho— fue para esquivar al hombre que había aparecido de repente ahí. Era un tipo escuálido que parecía más alto de lo que era debido a un ridículo sombrero de chistera de color rojo y blanco ladeado de un modo cómico. Vestía unos vaqueros y una camiseta en la que ponía SWEETHOME ALABAMA PLAY THAT DEAD BAND SONG.
Eso no es un hombre, es un muñeco de Halloween.
Sí, seguro. ¿Qué otra cosa podía ser con esas palas de jardinero a modo de manos, un saco de arpillera por cabeza y unas cruces blancas cosidas como ojos?
—¡Doc! ¡Doc! —Era Rommie.
El muñeco de Halloween empezó a arder.
Al cabo de un instante, desapareció. Ahora solo estaban la carretera, la colina y la luz púrpura, que resplandecía a intervalos de quince segundos, y parecía decir «Ven, ven, ven».
 12


Rommie abrió la puerta del conductor.
—Doc… Rusty… ¿Estás bien?
—Sí. Ha sido pasajero. Imagino que a ti te ha pasado lo mismo. ¿Has visto algo, Rommie?
—No. Por un instante me ha parecido que olía a fuego, pero creo que es porque el aire está impregnado de olor a humo.
—Yo vi una hoguera de calabazas ardiendo —dijo Joe—. Os lo dije, ¿no?
—Sí. —Rusty no le había concedido demasiada importancia a ese hecho, a pesar de que lo había oído por boca de su propia hija. En ese momento sí que le prestó atención.
—Yo oí gritos —dijo Benny—, pero he olvidado lo demás.
—Yo también —añadió Norrie—. Era de día, pero aún estaba un poco oscuro. Oí gritos y vi, creo, que me caía hollín en la cara.
—Doc, quizá sería mejor que volviéramos —observó Rommie.
—De eso nada —dijo Rusty—. Al menos mientras exista la posibilidad de sacar a mis hijas, y a los hijos de los demás, de aquí.
—Seguro que a algunos adultos también les gustaría irse —añadió Benny. Joe le dio un codazo.
Rusty miró el contador Geiger. La aguja estaba clavada en la marca de +200.
—Quedaos aquí —les ordenó.
—Doc —dijo Joe—, ¿y si la radiación le afecta y pierde el conocimiento? Entonces, ¿qué hacemos?
Rusty meditó la respuesta.
—Si aún estoy cerca, arrastradme hasta aquí. Pero tú no, Norrie. Solo los chicos.
—¿Por qué yo no? —preguntó ella.
—Porque quizá algún día quieras tener hijos. Y que solo tengan dos ojos y las extremidades en los lugares correspondientes.
—Vale. Yo me quedo aquí —dijo Norrie.
—En cuanto a los demás, la exposición durante un breve período de tiempo no entraña peligros. Pero me refiero a muy poco tiempo. Si recorro la mitad del camino o llego al campo de manzanos, dejadme.
—Eso es duro, Doc.
—No me refiero a que me abandonéis —dijo Rusty—. Tienes más rollos de láminas de plomo en la tienda, ¿verdad?
—Sí. Deberíamos haberlos traído.
—Estoy de acuerdo, pero no es imposible pensar en todo. Si ocurre lo peor, coge el resto del plomo, pégalo en las ventanas del coche que elijas y ven a por mí. Aunque quizá por entonces ya vuelva a estar de nuevo en pie y de camino hacia el pueblo.
—Sí. O tal vez sigas tirado en el suelo sometido a una exposición letal.
—Mira, Rommie, seguramente nos estamos preocupando de forma innecesaria. Creo que los mareos, o las pérdidas de conocimiento en el caso de los chicos, son como los demás fenómenos relacionados con la Cúpula. Los sientes una vez, y luego ya está.
—Podrías estar jugándote la vida.
—Tarde o temprano tendremos que empezar a apostar.
—Buena suerte —dijo Joe, y le acercó su puño por la ventana.
Rusty se lo chocó con suavidad e hizo lo mismo con Norrie y Benny. Rommie también le ofreció el suyo.
—Si es bueno para los chicos, también lo es para mí.
 13


Veinte metros más allá del lugar en el que Rusty había tenido la visión del muñeco con la chistera, los «clics» del contador Geiger se convirtieron en un rugido desquiciado. Vio que la aguja marcaba +400 y se adentraba en la zona roja.
Paró la camioneta y sacó el equipo que preferiría no tener que ponerse. Miró a los demás.
—Una advertencia —dijo—. Y esto va por ti, sobre todo, Benny Drake. Como os riáis, volvéis a casa a pie.
—No me reiré —prometió Benny, pero al cabo de poco estallaron todos en carcajadas, hasta el propio Rusty. Se quitó los tejanos y se puso unos pantalones de entrenamiento de fútbol americano por encima de los calzoncillos. En el lugar donde deberían haber ido las protecciones de los muslos y los glúteos, metió unas piezas cortadas de lámina de plomo. Luego se puso un par de espinilleras de receptor de béisbol y las cubrió con más lámina de plomo. Acto seguido se puso un collarín y un delantal de plomo para proteger la glándula tiroides y los testículos respectivamente. Era el delantal más grande que tenían, y colgaba hasta las brillantes espinilleras de color naranja. Había pensado en ponerse otro delantal por la espalda (en su opinión, tener un aspecto ridículo era mejor que morir de cáncer de pulmón), pero al final decidió no hacerlo. Ya había aumentado su peso hasta más de ciento treinta y cinco kilos. Y la radiación no disminuía. Creía que no tendría ningún problema si debía llegar hasta la fuente.
Bueno. Quizá.
Llegados a ese punto, Rommie y los chicos habían logrado reprimir las carcajadas y reducirlas a unas risitas discretas y contenidas. Estuvieron a punto de perder la compostura cuando Rusty se puso un gorro de baño de la talla XL con dos láminas de plomo, pero cuando se enfundó los guantes hasta los codos y se puso las gafas estallaron de nuevo en risotadas.
—¡Vive! —gritó Benny, que se puso a caminar con los brazos estirados, como el monstruo de Frankenstein—. ¡Amo, vive!
Rommie se dirigió a trompicones a un lado de la carretera y, riéndose a carcajadas, se sentó en una roca. Joe y Norrie se tiraron al suelo y se pusieron a rodar como un par de pollos revolcándose en la tierra.
—Ya podéis empezar a caminar hacia casa —dijo Rusty, pero sonreía mientras subía, no sin ciertas dificultades, de nuevo a la camioneta.
Frente a él, la luz púrpura brillaba como un faro.
 14


Henry Morrison salió de la comisaría cuando el jaleo que los nuevos reclutas armaban en los vestuarios, como si estuvieran en la media parte de un partido, le resultó insoportable. La situación no hacía más que empeorar. Supuso que lo sabía incluso antes de que Thibodeau, el matón que ahora hacía de guardaespaldas del concejal Rennie, apareciera con una orden firmada para despedir a Jackie Wettington, una buena agente y aún mejor persona.
Henry consideró que era el primer paso de lo que a buen seguro iba a ser una campaña exhaustiva para eliminar del cuerpo a los agentes mayores, a los que Rennie debía de ver como partidarios de Duke Perkins. Él sería el próximo. Freddy Denton y Rupert Libby tenían posibilidades de quedarse; Rupe era un capullo del montón; Denton, un caso perdido. Echarían a Linda Everett. Seguramente también a Stacey Moggin. Y entonces la comisaría de Chester’s Mills volvería a ser un club masculino, salvo por Lauren Conree, que era del género tonto.
Recorría lentamente Main Street, casi vacía, como la calle de un pueblo fantasma de un western. Sam «el Desharrapado» estaba sentado bajo la marquesina del Globe; la botella que tenía entre las rodillas no debía de contener Pepsi-Cola, pero Henry no se detuvo. Que el viejo borrachín disfrutara de un trago.
Johnny y Carrie Carver estaban tapando con tablones las ventanas delanteras de Gasolina & Alimentación Mills. Ambos lucían los brazaletes azules que se habían extendido por todo el pueblo y que a Henry le ponían la piel de gallina.
Se arrepentía de no haber aceptado la plaza en la policía de Orono cuando se la ofrecieron el año anterior. No habría sido un ascenso en su carrera, y sabía que tratar con universitarios borrachos o colocados habría sido una mierda, pero el sueldo era mayor y Frieda le dijo que las escuelas de Orono eran mucho mejores.
Sin embargo, al final Duke lo convenció de que se quedara con la promesa de que le conseguiría un aumento de cinco de los grandes en la siguiente asamblea del pueblo y la confesión de que iba a despedir a Peter Randolph si este no se jubilaba de forma voluntaria. «Ascenderías a adjunto del jefe de policía, y eso son diez de los grandes más al año —le dijo Duke—. Cuando me jubile, puedes optar a mi puesto, si eso es lo que quieres. La alternativa, claro, es hacer de taxista a universitarios con los pantalones pringados de vómito reseco y llevarlos de vuelta a su residencia. Piénsatelo».
La propuesta le pareció bien a él, le pareció bien (bueno… bastante bien) a Frieda y, por supuesto, tranquilizó a los niños, que no soportaban la idea de tener que trasladarse. Sin embargo, ahora Duke estaba muerto, Chester’s Mills se encontraba bajo la Cúpula y la comisaría se estaba convirtiendo en un lugar que transmitía muy malas sensaciones y olía aún peor.
Dobló por Prestile Street y vio a Junior frente a la cinta policial amarilla con la que habían acordonado la casa de los McCain. El hijo de Rennie llevaba pantalones de pijama, zapatillas y nada más. Se balanceaba de un modo ostensible y el primer pensamiento que le vino a la cabeza a Henry fue que Junior y Sam «el Desharrapado» tenían mucho en común.
El segundo pensamiento fue sobre el cuerpo de policía. Quizá no le quedaba mucho tiempo en él, pero aún pertenecía al cuerpo, y una de las reglas inquebrantables de Duke Perkins era: «Nunca permitáis que el nombre de un agente de policía de Chester’s Mills aparezca en la columna sobre tribunales del Democrat». Y Junior, tanto si a Henry le gustaba como si no, era un agente.
Detuvo la unidad Tres y se dirigió hacia el lugar en el que Junior se balanceaba hacia delante y hacia atrás.
—Eh, Junes, ¿por qué no volvemos a la comisaría y te tomas un café? A ver si se te pasa… —«la borrachera» era lo que quería decir, pero entonces reparó en que los pantalones del pijama del chico estaban empapados. Junior se había meado.
Alarmado y asqueado —nadie debía verlo, Duke se retorcería en su tumba—. Henry alargó el brazo y agarró a Junior del hombro.
—Venga, hijo. Estás montando una escena.
—Eran mis almiiigas —dijo Junior sin volverse. Se balanceaba más rápido. Por lo poco que podía ver Henry, tenía cara de distraído y ausente—. Las metí en la defensa para sorberlas. Sin metértela, solo lengua. —Se rió, luego escupió. O lo intentó. Un reguero blanco y espeso le colgaba de la barbilla, como un péndulo.
—Ya basta, voy a llevarte a casa.
Esta vez Junior se volvió y Henry vio que no estaba borracho. Tenía el ojo izquierdo teñido de un rojo brillante. La pupila muy dilatada. El lado izquierdo de la boca, abierto hacia abajo, mostraba algunos de sus dientes. Aquella mirada gélida le hizo pensar fugazmente en El barón sardónico, una película con la que pasó mucho miedo de niño.
Junior no tenía que ir a la comisaría a tomar un café, y no tenía que ir a casa a dormir la mona. Junior tenía que ir al hospital.
—Vamos, chico —dijo—. Camina.
Al principio Junior pareció dispuesto a obedecer y Henry lo acompañó casi hasta el coche, pero el chico se detuvo de nuevo.
—Olían igual y me gustaba —dijo—. Amos, amos, amos, está a punto de empezar a nevar.
—Sí, sin duda. —Henry quería que rodeara el capó del coche y meterlo en el asiento delantero, pero ahora le parecía una solución poco práctica. Tendría que conformarse con ir detrás, aunque los asientos traseros de los coches de policía acostumbraban a estar impregnados de un olor peculiar. Junior miró por encima del hombro hacia la casa de los McCain, y una expresión de anhelo se apoderó de su rostro medio congelado.
—¡Almiiigas! —gritó Junior—. ¡Sin metérlela, solo lengua! ¡Solo lengua, carbonazo! —Sacaba la lengua y hacía pedorretas. Era un ruido parecido al que hace el Correcaminos antes de dejar atrás al Coyote, envuelto en una nube de polvo. Entonces se rió y se dirigió de nuevo hacia la casa.
—No, Junior —dijo Henry, que lo agarró de la cintura de los pantalones del pijama—. Tenemos que…
Junior se dio la vuelta a una velocidad sorprendente. Ya no reía; su cara se había transformado en una mueca felina de odio y furia. Se abalanzó sobre Henry agitando los puños. Sacó la lengua y se la mordió con los dientes. Parloteaba en un extraño idioma que parecía no tener vocales.
Henry hizo lo único que se le ocurrió: apartarse a un lado. Junior se precipitó contra el coche y la emprendió a puñetazos con las luces del techo; rompió una de ellas y se hizo varios cortes en los nudillos. En ese instante la gente empezó a salir de sus casas para ver qué estaba ocurriendo.
—¡Gthn bnnt mnt! —gritó Junior—. ¡Mnt! ¡Mnt! ¡Gthn! ¡Gthn!
Apoyó el pie en el bordillo, resbaló y lo metió en la alcantarilla. Se tambaleó pero al final logró mantener el equilibrio. Un hilo de sangre y saliva le colgaba de la barbilla; tenía varios cortes en las manos; sangraban abundantemente.
—¡Me estaba volviendo loco! —gritó Junior—. ¡Le pagué con la rodilla para que se cayera y se pagó encima! ¡Mierda por todos lados! Yo… Yo… —Se calló. Pareció meditar sobre lo sucedido y dijo—: Necesito ayuda. —Entonces hizo «pum» con la boca, un ruido tan fuerte como la detonación de una pistola del calibre 22 en un entorno de silencio, se desplomó hacia delante y cayó entre el coche de policía aparcado y la acera.
Henry lo llevó al hospital con las luces y la sirena encendidas. Lo que no hizo fue pensar en las últimas palabras que había dicho Junior, unas palabras que casi tenían sentido. No quería ir tan lejos.
Ya tenía suficientes problemas.
 15


Rusty subía lentamente por Black Ridge, mirando continuamente el contador Geiger, que ahora rugía como una radio de AM sintonizada entre emisoras. La aguja subió de +400 a +1K. Rusty estaba convencido de que llegaría a +4K cuando alcanzara la cima de la cresta. Sabía que eso no podía significar nada bueno —su «traje antirradiación» podía considerarse una solución improvisada, en el mejor de los casos—, pero seguía avanzando, recordándose a sí mismo que los rads eran acumulativos; si actuaba con rapidez no se vería sometido a una cantidad de radiación letal. Tal vez pierda algo de pelo durante un tiempo, pero no será algo letal. Hay que pensar en ello como si fuera una misión de bombardeo: alcanzar el objetivo, hacer lo que haya que hacer y regresar.
Encendió la radio, oyó a los Mighty Clouds of Joy en la WCIK, y la apagó de inmediato. Las gotas de sudor le entraron en los ojos y tuvo que parpadear para que no le nublaran la vista. Incluso con el aire acondicionado al máximo, hacía muchísimo calor en la camioneta. Echó un vistazo por el espejo retrovisor y vio a sus compañeros de exploración apiñados. Parecían muy pequeños.
El rugido del contador Geiger cesó. Miró hacia el aparato y la aguja había caído hasta el cero.
Rusty estuvo a punto de frenar, pero cayó en la cuenta de que Rommie y los chicos creerían que tenía problemas. Además, debía de ser cosa de la batería. Pero cuando miró de nuevo el contador, vio que el indicador de encendido aún brillaba con fuerza.
En la cima de la colina, la carretera acababa frente a un granero rojo y largo delante del cual había espacio suficiente para que los vehículos dieran la vuelta. Había un camión viejo y un tractor aún más viejo que se aguantaba en una única rueda. El granero parecía en bastante buenas condiciones, aunque algunas de las ventanas estaban rotas. Detrás del edificio se alzaba una granja desierta con parte del tejado derruido, seguramente a causa del peso de la nieve.
Uno de los extremos del granero estaba abierto, e incluso con las ventanas cerradas y el aire acondicionado a toda marcha, Rusty podía oler el aroma a sidra de las manzanas viejas. Se detuvo junto a los escalones que conducían a la casa. Había una cadena que impedía el paso y de la que colgaba un cartel que decía: PROHIBIDO EL PASO. El cartel estaba oxidado, era viejo y, a todas luces, inútil. Había latas de cerveza desparramadas por el porche en el que la familia McCoy debía de sentarse en las tardes de verano para disfrutar de la brisa y de las vistas: a la derecha el pueblo entero de Chester’s Mills, y a la izquierda hasta el estado de New Hampshire. Alguien había escrito con spray LOS WILDCATS SON LOS MEJORES en una pared antaño roja pero ahora teñida de un rosa deslucido. En la puerta, con un spray de otro color, podía leerse GUARIDA DE ORGÍAS. Rusty supuso que la pintada expresaba los deseos de algún adolescente hambriento de sexo. O quizá era el nombre de un grupo de heavy-metal.
Cogió el contador Geiger y le dio unos golpecitos. La aguja se movió y el aparato hizo ruido. Parecía que funcionaba pero que no detectaba ninguna radiación.
Salió de la camioneta y, tras un breve debate interior, se quitó gran parte de las protecciones caseras; se dejó únicamente el delantal, los guantes y las gafas. Luego recorrió un lateral del granero sosteniendo el sensor del contador Geiger delante de él mientras se prometía que regresaría a por el resto de su «traje» en cuanto la aguja hiciera el menor movimiento.
Sin embargo, cuando llegó a la esquina del granero y la luz resplandeció a poco más de cuarenta metros de él, la aguja no se movió. Parecía imposible, si es que la radiación estaba relacionada con la luz. A Rusty solo se le ocurría una explicación: el generador había creado una zona de radiación para ahuyentar a los exploradores como él. Era una medida de protección. Quizá lo mismo podía decirse de la sensación de mareo que había sentido y de la pérdida de conocimiento de los chicos. Era una medida de protección, como las púas de un puercoespín o el olor de una mofeta.
¿No es más probable que el contador no funcione bien? Tal vez te estés sometiendo a una cantidad letal de rayos gama en este preciso instante. Este cacharro es una reliquia de la Guerra Fría.
Pero mientras se acercaba al campo de manzanos, Rusty vio una ardilla que corría por la hierba y se encaramaba a un árbol. Se detuvo en una rama doblada por el peso de la fruta y se quedó mirando al bípedo intruso con ojos brillantes y la cola ahuecada. A Rusty le pareció que estaba perfectamente, y no vio ningún cuerpo de animal muerto en la hierba, ni entre la vegetación que rodeaba los árboles: no había ningún rastro de suicidio ni de posibles víctimas de la radiación.
Ahora estaba muy cerca de la luz, cuyos destellos eran tan deslumbrantes que casi lo obligaban a cerrar los ojos. A la derecha, parecía que el mundo entero se extendía a sus pies. Podía ver el pueblo, que parecía una maqueta perfecta, a seis kilómetros de distancia. La cuadrícula de las calles; el chapitel de la aguja de la iglesia congregacional; el centelleo de unos cuantos coches en circulación. Veía el edificio bajo de ladrillo del hospital Catherine Russell, y, hacia el oeste, la mancha negra del lugar en el que habían impactado los misiles. Estaba suspendida en el cielo, como un lunar en la mejilla del día. El cielo era de un azul apagado, casi su color normal, pero en el horizonte el azul se convertía en un amarillo venenoso. Opinaba que ese color se debía, en parte, a la contaminación, la misma mierda que había teñido de rosa las estrellas, pero sospechaba que tal vez la verdadera causa era algo tan poco siniestro como el polen otoñal que se había pegado a la superficie invisible de la Cúpula.
Se puso en marcha de nuevo. Cuanto más rato estuviera ahí arriba, sobre todo fuera del alcance de la vista de sus amigos, más nerviosos se pondrían. Quería ir directamente a la fuente de la luz, pero salió del manzanar y se dirigió al borde de la colina. Desde ahí vio a los otros; no eran más que unos puntos a lo lejos. Dejó el contador Geiger en el suelo y agitó lentamente ambas manos por encima de la cabeza para demostrarles que estaba bien. Rommie y los chicos le devolvieron el gesto.
—Vale —dijo. Tenía las manos empapadas en sudor a causa de los pesados guantes—. A ver qué tenemos aquí.
 16


Era la hora del almuerzo en la escuela de primaria de East Street. Judy y Janelle Everett estaban sentadas al fondo del patio con su amiga Deanna Carver, que tenía seis años, de modo que encajaba a la perfección entre ambas hermanas en lo que respecta a la edad. Deanna llevaba un pequeño brazalete azul en la manga izquierda de su camiseta. Había insistido para que Carrie se lo atara antes de ir a la escuela, para ser igual que sus padres.
—¿Para qué es? —le preguntó Janelle.
—Significa que me gusta la policía —dijo Deanna, que siguió masticando su Fruit Roll-Up.
—Quiero uno —dijo Judy—, pero amarillo. —Pronunció esta palabra con mucho cuidado. Una vez, cuando era más pequeña, dijo «amalilo» y Jannie se rió de ella.
—De color amarillo no hay —dijo Deanna—, solo azul. Estos Roll-Up están buenos. Ojalá tuviera un millón.
—Engordarías mucho —dijo Janelle—. Explotarías.
Las niñas se rieron y luego permanecieron en silencio un rato, mientras observaban a los niños mayores. Las hermanas mordisqueaban sus galletitas saladas caseras untadas con mantequilla de cacahuete. Algunas chicas jugaban al tejo. Los chicos trepaban por una estructura con forma de puente colgante, y la señorita Goldstone empujaba a las gemelas Pruitt en los columpios. La señora Vanedestine había organizado un partido de kickball.
Janelle pensó que todo parecía bastante normal, pero no era así. Nadie gritaba, nadie lloraba por un rasguño en la rodilla, Mindy y Mandy Pruitt no le suplicaban a la señorita Goldstone que admirara sus peinados a juego. Parecía que todo el mundo se limitaba a fingir que era la hora del almuerzo, incluso los adultos. Y todo el mundo, incluida ella, lanzaba miradas furtivas hacia el cielo, que debería haber sido azul y no lo era, del todo.
Sin embargo, lo peor no era nada de eso. Lo peor era, desde el inicio de los primeros ataques, la agobiante certeza de que iba a suceder algo malo.
Deanna dijo:
—Iba a disfrazarme de Sirenita en Halloween, pero ahora ya no. No voy a ir de nada. No quiero salir. Halloween me da miedo.
—¿Has tenido una pesadilla? —le preguntó Janelle.
—Sí. —Deanna le ofreció su Fruit Roll-Up—. ¿Lo quieres? No tengo tanta hambre como creía.
—No —respondió Janelle, que ni tan siquiera quería el resto de su galletita con mantequilla de cacahuete, lo que era muy poco habitual en ella. Y Judy solo había comido la mitad de la suya. Janelle recordó que en una ocasión vio cómo Audrey arrinconaba a un ratón en el garaje de casa. Recordó que Audrey ladró, se abalanzó sobre el ratón cuando este intentó escabullirse. Aquello la entristeció y llamó a su madre para que se llevara a Audrey y no pudiera comerse el ratoncito. Su madre se rió, pero lo hizo.
Ahora ellas eran los ratones. Jannie había olvidado gran parte de los sueños que había tenido durante los ataques, pero eso aún lo recordaba.
Ahora eran ellas las que estaban arrinconadas.
—Me quedaré en casa y ya está —dijo Deanna. Tenía una lágrima en el ojo izquierdo, brillante, límpida y perfecta—. Me quedaré en casa durante todo Halloween. No vendré ni a la escuela. No. Nadie me obligará.
La señora Vanedestine dejó el partido de kickball e hizo sonar el timbre para que todos regresaran a la clase, pero al principio ninguna de las tres niñas se levantó.
—Ya es Halloween —dijo Judy—. Mira. —Señaló al otro lado de la calle, en dirección al porche de los Wheelers, donde había una calabaza—. Y mira. —Esta vez señaló un par de fantasmas de cartulina que flanqueaban las puertas de la oficina de correos—. Y mira.
Señaló el jardín de la biblioteca, donde había un muñeco de peluche que había puesto Lissa Jamieson. Sin duda lo había hecho con intención de que fuera algo divertido, pero a menudo lo que divierte a los adultos asusta a los niños, y Janelle pensó que tal vez el muñeco del jardín de la biblioteca iría a hacerle una visita esa misma noche mientras permanecía tumbada en la oscuridad y esperaba a quedarse dormida.
La cabeza estaba hecha con un saco de arpillera y los ojos eran unas cruces blancas de hilo. El sombrero era como el que llevaba el gato en el cuento del Dr. Seuss. Tenía palas de jardinero a manera de manos (Unas manos malas, viejas y que todo lo agarran, pensó Janelle) y una camiseta con una inscripción. No entendía lo que significaba, pero era capaz de leerlo: SWEETHOME ALABAMA PLAY THAT DEAD BAND SONG.
—¿Lo ves? —Judy no lloraba, pero tenía los ojos muy abiertos y una expresión muy seria; era una mirada consciente de un pensamiento demasiado complejo y oscuro para expresarlo—. Ya es Halloween.
Janelle cogió a su hermana de la mano y la puso en pie.
—No, aún no —la rectificó… pero tenía miedo de que sí lo fuera. Iba a suceder algo malo, algo relacionado con el fuego. Nada de golosinas o sustos. Sustos feos. Sustos malos.
—Vámonos adentro —les dijo a Judy y a Deanna—. A cantar canciones y eso. Será bonito.
Normalmente era bonito, pero ese día no. Incluso antes de la gran explosión en el cielo, no era bonito. Janelle no dejaba de pensar en el muñeco con los ojos con forma de cruz. Y en aquella camiseta horrible: PLAY THAT DEAD BAND SONG.
 17


Cuatro años antes de que apareciera la Cúpula, el abuelo de Linda Everett murió y dejó a cada uno de sus nietos una pequeña pero nada despreciable cantidad de dinero. El cheque de Linda ascendió a 17.232,04 dólares. Gran parte del dinero fue a parar a la cuenta de ahorro para la universidad de las niñas, pero le pareció más que justificado gastar unos cuantos cientos de dólares en un regalo para Rusty. Se acercaba su cumpleaños y desde que habían salido al mercado unos años antes, siempre había querido un Apple TV.
A lo largo de su relación le había comprado regalos más caros, pero nunca uno que le hubiera gustado más. La idea de poder descargar películas de la red y luego verlas en la televisión en lugar de estar encadenado a la pantalla más pequeña de su ordenador lo colmó de alegría. El artilugio en cuestión era un rectángulo blanco de plástico de dieciocho centímetros de lado y dos centímetros de grosor. El objeto que Rusty encontró en Black Ridge se parecía tanto a su Apple TV que al principio creyó que era uno… salvo que modificado, por supuesto, para poder mantener prisionero a todo un pueblo y emitir La sirenita en tu televisor vía wi-fi y en alta definición.
El aparato que había en el manzanar de los McCoy era de color gris oscuro, no blanco, y en lugar del logotipo familiar de la manzana, Rusty vio este símbolo algo turbador:
 

Sobre el símbolo había una excrecencia cubierta con un capuchón, del tamaño del nudillo de su dedo meñique. Dentro de la tapa había una lente de vidrio o cristal. Y era esta lente la que emitía los destellos púrpura intermitentes.
Rusty se inclinó y tocó la superficie del generador (si es que era un generador). Sintió de inmediato una fuerte descarga que le subió por el brazo y se extendió por todo el cuerpo. Intentó apartarse pero no pudo. Tenía los músculos agarrotados. El contador Geiger emitió un sonido estridente y se quedó en silencio. Rusty no sabía si la aguja había alcanzado la zona de peligro porque tampoco podía mover los ojos. De pronto el mundo empezó a oscurecerse, la luz se disipaba, desaparecía como el agua que se cuela por el desagüe de una bañera, y pensó con súbita y calma lucidez: Voy a morir. Qué forma tan estúpida de i…
Entonces, en esa oscuridad, surgieron unas caras, pero no eran rostros humanos, y más tarde no estaría muy seguro de que fueran caras. Eran unos cuerpos sólidos geométricos que parecían recubiertos de cuero. Las únicas partes de esos seres que parecían remotamente humanas eran las marcas con forma de diamante que tenían en los costados y que podrían haber sido las orejas. Las cabezas (si eran cabezas) se volvieron las unas hacia las otras, como si fueran a debatir algo, o en una actitud similar. Creyó oír risas. Creyó percibir cierta emoción. Vio a niños en el patio de la escuela de primaria de East Street —sus hijas, quizá, y su amiga Deanna Carver— intercambiando comida y secretos en el recreo.
Todo sucedió en pocos segundos, no más de cuatro o cinco. Luego se desvaneció. La descarga desapareció de forma tan brusca como cuando la gente tocaba por primera vez la superficie de la Cúpula; tan rápido como la sensación de mareo y la visión del muñeco con la chistera ladeada. Estaba arrodillado en la cima de la cresta desde la que se dominaba el pueblo, sofocado debido al traje de plomo.
A pesar de todo, la imagen de los cabeza de cuero permaneció. Apoyados unos contra otros y riendo, como una confabulación obscenamente infantil.
Los otros están ahí abajo observándome. Saluda. Demuéstrales que estás bien.
Alzó ambas manos por encima de la cabeza —ahora las movía con soltura—, y las agitó lentamente hacia delante y hacia atrás, como si el corazón no le latiera desbocado en el pecho, como si los regueros de sudor acre no le corrieran por el pecho.
Abajo, en la carretera, Rommie y los chicos le devolvieron el saludo.
Rusty respiró hondo varias veces para calmarse y luego acercó el sensor del contador Geiger al cuadrado plano y gris que se encontraba sobre una alfombra de hierba esponjosa. La aguja no llegaba a +5. Era radiación de fondo, nada más.
Rusty estaba casi convencido de que ese objeto cuadrado y plano era la fuente de todos sus problemas. Unas criaturas —no seres humanos, sino criaturas— lo estaban usando para mantenerlos prisioneros, pero eso no era todo. También lo estaban utilizando para observarlos.
Y para divertirse. Esos cabrones se estaban riendo. Los había oído.
Rusty se quitó el delantal, cubrió con él la caja, de la que sobresalía la lente, se levantó y retrocedió. Por un instante no sucedió nada. Entonces el delantal empezó a arder. Desprendió un olor acre y repugnante. Observó que la superficie brillante se llenaba de ampollas y burbujas, observó cómo aparecieron las llamas. Acto seguido, el delantal, que en realidad no era más que un trozo de plástico recubierto con una lámina de plomo, se deshizo en pedazos. De repente varios trozos ardieron, el mayor de los cuales se encontraba aún encima de la caja. Al cabo de un instante, el delantal, o lo que quedaba de él, se desintegró. Solo quedaron unos cuantos remolinos de ceniza y el olor, pero por lo demás… puuf. Había desaparecido.
¿He visto eso?, se preguntó Rusty, y luego lo dijo en voz alta, se lo preguntó al mundo. Percibía el olor del plástico quemado y otro olor más fuerte; dedujo que era el del plomo fundido, lo cual era una locura, algo imposible, pero el delantal había desaparecido.
—¿De verdad he visto eso?
Como respondiendo a su pregunta, la luz púrpura emitió un destello desde el capuchón del tamaño de un nudillo que había sobre la caja. ¿Eran aquellos fogonazos una forma de renovar la Cúpula, del mismo modo en que al apretar la tecla de un ordenador se actualiza la pantalla? ¿O acaso permitían que los cabeza de cuero observaran el pueblo? ¿Ambas cosas? ¿Ninguna?
Se dijo que no debía acercarse a la caja plana de nuevo. Se dijo que lo más sensato que podía hacer era regresar a la camioneta (sin el peso del delantal podría correr), luego huir de allí a toda prisa, deteniéndose únicamente para recoger a sus compañeros, que lo esperaban más abajo.
Pero lo que hizo fue acercarse otra vez a la caja y arrodillarse ante ella, una postura que para su gusto recordaba demasiado a un gesto de adoración.
Se quitó uno de los guantes, tocó el suelo alrededor de la cosa y apartó la mano rápidamente. Estaba caliente. Los pedazos del mandil quemado habían chamuscado algunos fragmentos de hierba. Entonces alargó la mano para tocar la caja y se armó de valor para sufrir otra quemadura o descarga… aunque no era eso lo que más le preocupaba: tenía miedo de ver aquellas formas de cuero, que parecían cabezas sin llegar a serlo, reunidas unas junto a otras urdiendo una conspiración de risas.
Pero no sucedió nada. No tuvo visiones y no sintió calor. La caja gris resultaba fría al tacto, a pesar de que había visto cómo bullía y ardía el delantal de plomo.
La luz púrpura volvió a destellar. Rusty fue precavido y no puso la mano delante. En lugar de eso, agarró la cosa por los lados mientras se despedía mentalmente de su mujer y sus hijas y les pedía perdón por ser tan rematadamente estúpido. Esperaba verse envuelto en llamas y arder. Cuando eso no sucedió, intentó levantar la caja. Aunque era del tamaño de un plato llano, y no mucho más grueso, no pudo moverla. Era como si estuviera soldada a un pilar que se hundía treinta metros en el lecho de roca de Nueva Inglaterra; sin embargo, no era así. Descansaba sobre una alfombra de hierba, y cuando Rusty deslizó los dedos por ambos lados, se tocaron por debajo. Los entrelazó e intentó levantar la cosa. No hubo descarga, visiones, ni calor; tampoco ningún movimiento. Ni la más mínima vibración.
Pensó: Estoy agarrando una especie de artilugio extraterrestre. Una máquina de otro mundo. Puede que incluso haya visto fugazmente a los seres que la manejan.
Desde un punto de vista intelectual la idea era increíble, alucinante incluso, pero no le emocionaba, quizá porque estaba demasiado aturdido, demasiado abrumado por un exceso de información que no podía asimilar.
¿Y ahora qué hago? ¿Ahora qué demonios hago?

No lo sabía. Sin embargo, se dio cuenta de que no debía de estar tan emocionalmente impasible como creía porque sintió que un arrebato de desesperación empezaba a hacer mella en él y a duras penas logró evitar la vocalización de ese sentimiento en un grito. Los cuatro compañeros que estaban abajo podían oírlo y creer que tenía problemas. Algo que, por supuesto, era cierto. Pero no estaba solo.
Se puso en pie, a pesar de que le temblaban las piernas y estas amenazaban con ceder en cualquier momento. El aire, denso y caliente, parecía pegarse a su piel como una capa de aceite. Regresó lentamente hacia la camioneta, entre los manzanos cargados de fruta. Lo único de lo que estaba convencido era de que Big Jim Rennie no podía de ninguna de las maneras conocer la existencia del generador. No porque fuera a intentar destruirlo, sino porque a buen seguro ordenaría que montaran guardia junto a él para asegurarse de que nadie lo destruyera. Para asegurarse de que siguiera haciendo lo que estaba haciendo, y así él pudiera seguir haciendo lo que estaba haciendo. A Big Jim le gustaban las cosas tal como estaban, al menos de momento.
Rusty abrió la puerta de la camioneta y fue entonces cuando, a poco más de un kilómetro al norte de Black Ridge, una gran explosión lo sacudió todo. Fue como si Dios se hubiera inclinado hacia abajo y hubiera disparado una escopeta celestial.
Rusty soltó un grito de sorpresa y miró hacia arriba. Se tapó los ojos de inmediato para protegérselos de la intensa bola de fuego que ardía en el cielo, en el límite entre el TR-90 y Chester’s Mills. Otro avión se había estrellado contra la Cúpula. Aunque en esta ocasión no fue un mero Seneca V. Una columna de humo negro se alzó en el punto de impacto; Rusty calculó que debía de encontrarse como mínimo a seis mil metros. Si la marca negra dejada por los impactos de los misiles era como un lunar en la mejilla del día, esa nueva marca era un tumor de piel. Un tumor que se había ido extendiendo de manera desenfrenada.
Rusty se olvidó del generador. Se olvidó de las cuatro personas que lo esperaban. Se olvidó de sus propias hijas, a pesar de las cuales había corrido el riesgo de acabar ardiendo en llamas y luego desintegrarse. Por un espacio de dos minutos, en su cabeza solo hubo lugar para un sobrecogimiento teñido de negro.
Los restos del aparato caían al suelo en el otro lado de la Cúpula. Tras el morro aplastado del avión caía un motor en llamas; tras el motor caía una cascada de asientos azules, muchos de los cuales arrastraban consigo a los pasajeros, atados con el cinturón; tras los asientos caía una gran ala brillante que descendía zigzagueando como una hoja de papel en una corriente de aire; tras el ala caía la cola de lo que debía de ser un 767. Era de color verde oscuro. Encima había un dibujo color verde claro. A Rusty le pareció un trébol.
No es un trébol cualquiera, sino el trébol irlandés, el shamrock.
Entonces el fuselaje del avión se estrelló contra el suelo como una flecha defectuosa y provocó un incendio en el bosque.
 18


La onda expansiva sacude el pueblo entero y todo el mundo sale a ver qué ha sucedido. Todo Chester’s Mills se lanza a la calle. La gente se queda frente a su casa, en el camino de entrada, en la acera, en medio de Main Street. Y aunque el cielo al norte de su cárcel está bastante nublado, tienen que taparse los ojos para que no los deslumbre el fulgor de lo que a Rusty le pareció, desde la cima de Black Ridge, un segundo sol.
Ven lo que es, por supuesto; los que tienen mejor vista incluso pueden leer el nombre del fuselaje del avión que se desploma antes de que desaparezca tras los árboles. No es nada sobrenatural; es algo que ya ha sucedido antes esa misma semana (aunque a menor escala, claro está). Sin embargo, desata una sombría sensación de pavor que se apodera de toda la población de Chester’s Mills y que no la abandonará hasta el final.
Todo aquel que ha atendido a un paciente terminal sabe que llega un momento, un punto de inflexión, en el que la negación da paso a la aceptación. Para la mayoría de los habitantes de Chester’s Mills, el punto de inflexión llegó el 25 de octubre, a media mañana, mientras se encontraban a solas, o acompañados por sus vecinos, viendo cómo más de trescientas personas caían a los bosques del núcleo urbano TR-90.
Esa misma mañana, un poco antes, alrededor de un quince por ciento de la población debía de lucir brazalete azul de «solidaridad»; al atardecer de ese miércoles de octubre, la cifra se doblará. Cuando salga el sol mañana, lo llevará más del cincuenta por ciento de la población.
La negación da paso a la aceptación; la aceptación genera dependencia. Todo aquel que ha atendido a un paciente terminal lo sabe. Los enfermos necesitan a alguien que les lleve las pastillas y los vasos de zumo dulce y frío con que tragarlas. Necesitan a alguien que les alivie el dolor de las articulaciones con árnica. Necesitan a alguien que se siente con ellos cuando cae la noche y las horas se alargan. Necesitan a alguien que les diga: «Duerme un poco, por la mañana te sentirás mejor. Estoy aquí, así que duerme. Duerme un poco. Duerme y deja que me encargue de todo».
«Duerme».
 19


El agente Henry Morrison llevó a Junior al hospital —por entonces el chico se encontraba en un estado más próximo a la conciencia, aunque aún decía cosas sin sentido— y Twitch se lo llevó en una camilla. Fue un alivio ver cómo se alejaba.
Henry llamó al servicio de información telefónica para pedir los números de teléfono de Big Jim de su casa y del ayuntamiento, pero no respondió nadie porque eran líneas fijas. Estaba escuchando a una máquina que le decía que el número de móvil de James Rennie no constaba en su base de datos cuando el avión explotó. Salió corriendo junto con todos los que no se encontraban postrados en una cama, y se quedó frente a la puerta de entrada del hospital mirando la nueva marca negra de la superficie invisible de la Cúpula. Los últimos restos del avión aún no habían llegado al suelo.
Big Jim sí que se encontraba en su despacho del ayuntamiento, pero había desconectado el teléfono para poder preparar ambos discursos —el que daría a los policías esa misma noche, y el que pronunciaría a todo el pueblo la noche siguiente— sin interrupciones. Oyó la explosión y salió corriendo afuera. El primer pensamiento que le vino a la cabeza fue que Cox había lanzado una bomba nuclear. ¡Una puñetera bomba nuclear! ¡Si atravesaba la Cúpula, arrasaría con todo!
Se encontraba junto a Al Timmons, el conserje del ayuntamiento. Al señaló hacia el norte, en lo alto del cielo, donde aún se alzaba una columna de humo. A Big Jim le pareció la explosión de un proyectil antiaéreo en una película antigua de la Segunda Guerra Mundial.
—¡Ha sido un avión! —gritó Al—. ¡Y era grande! ¡Dios mío! ¿Es que no los habían avisado?
Big Jim sintió una prudente sensación de alivio, y el martillo pilón que le machacaba el pecho aminoró el ritmo. Si era un avión… tan solo un avión y no una bomba nuclear o algún tipo de supermisil…
Sonó su teléfono móvil. Lo sacó del bolsillo del abrigo y lo abrió.
—¿Peter? ¿Eres tú?
—No, señor Rennie. Soy el coronel Cox.
—¿Qué ha hecho? —gritó Rennie—. ¿Qué han hecho ahora, por el amor de Dios?
—Nada —respondió Cox. En su voz no había el tono autoritario de antes; parecía aturdido—. No ha tenido nada que ver con nosotros. Ha sido… Espere un momento.
Rennie esperó. Main Street estaba atestada de gente que miraba hacia el cielo boquiabierta. A Rennie le parecieron ovejas vestidas con ropa humana. Al día siguiente se apiñarían en el ayuntamiento y empezarían «beee, beee, beee», ¿cuándo va a mejorar la situación? Y «beee, beee, beee», cuida de nosotros hasta entonces. Y él lo haría. No porque quisiera, sino porque era la voluntad de Dios.
Cox regresó al aparato. Ahora parecía cansado además de aturdido. No era el mismo hombre que había intimidado a Big Jim para que dimitiera. Y así es como quiero que te dirijas a mí, pensó Rennie. Exactamente.
—Según la información inicial de la que dispongo, el vuelo 179 de Air Ireland ha impactado contra la Cúpula y ha explotado.
Salió de Shannon y se dirigía hacia Boston. Tenemos dos testigos que afirman haber visto un trébol en la cola, y un equipo de la ABC que estaba grabando junto a la zona de cuarentena de Harlow podría haber… Un segundo.
Fue mucho más que un segundo; más que un minuto. El corazón de Big Jim estaba a punto de recuperar su ritmo normal (si ciento veinte latidos por minuto pueden considerarse como tal), pero volvió a acelerarse y sufrió otra arritmia. Rennie tosió y se golpeó el pecho. Parecía que el corazón se le había estabilizado cuando sufrió una arritmia descomunal. Notó cómo el sudor empezaba a brotarle en la frente. El día, que hasta entonces se presentaba como aburrido, de repente era demasiado trepidante.
—¿Jim? —Era Al Timmons, y aunque estaba justo al lado de Big Jim, su voz parecía provenir de una galaxia muy, muy lejana—. ¿Estás bien?
—Bien —respondió Big Jim—. Quédate aquí. Tal vez te necesite.
Cox retomó la conversación.
—Se confirma que era un vuelo de Air Ireland. Acabo de ver la grabación del accidente que ha hecho la ABC. Había una periodista realizando una crónica y la explosión sucedió detrás de ella. Lo han grabado todo.
—Estoy convencido de que les subirá la audiencia.
—Señor Rennie, tal vez hayamos tenido nuestras diferencias, pero confío en que transmitirá a sus electores el mensaje de que lo sucedido no debería preocuparles en absoluto.
—Dígame cómo es posible que una cosa así… —El corazón le hizo de nuevo un extraño. Se le agitó la respiración, y luego se le cortó. Se golpeó en el pecho por segunda vez, más fuerte, y se sentó en un banco junto al camino de ladrillo que llevaba del ayuntamiento a la acera.
Al lo miraba a él en lugar de mirar la cicatriz que el accidente había dejado en la Cúpula; tenía la frente surcada de arrugas de preocupación y —pensó Big Jim— miedo. Incluso entonces, a pesar de lo que estaba sucediendo, se alegraba de ver esa reacción, se alegraba de ver que lo consideraban alguien indispensable. De que las ovejas necesitaran un pastor.
—¿Rennie? ¿Está ahí?
—Estoy aquí. —Y también su corazón, aunque distaba mucho de encontrarse en la mejor situación posible—. ¿Cómo ha sucedido? ¿Cómo es posible? Creía que habían advertido a todo el mundo.
—No estamos seguros y no podremos estarlo hasta que recuperemos la caja negra, pero tenemos una teoría bastante plausible. Emitimos una directriz para avisar a todas las compañías aéreas comerciales de que se alejaran de la Cúpula, que se encuentra en la ruta habitual del 179. Creemos que alguien se olvidó de reprogramar el piloto automático. Tan sencillo como eso. En cuanto tengamos información más detallada se la transmitiremos, pero ahora mismo lo importante es sofocar cualquier estallido de pánico antes de que este se extienda.
Sin embargo, en ciertas circunstancias, el pánico podía ser algo bueno. En ciertas circunstancias, podía —como los disturbios por la comida o los incendios provocados— tener un efecto beneficioso.
—Ha sido una estupidez a gran escala, pero aun así no deja de ser un simple accidente —dijo Cox—. Asegúrese de que la gente de Chester’s Mills lo sabe.
Sabrán lo que yo les diga y creerán lo que yo quiera, pensó Rennie.
El corazón de Rennie se estremeció como un pedazo de carne al caer sobre una plancha caliente, recuperó un ritmo más normal, y luego se estremeció de nuevo. Big Jim apretó el botón rojo para colgar el teléfono sin responder a Cox y se guardó el móvil en el bolsillo. Entonces miró a Al.
—Necesito que me lleves al hospital —dijo con toda la calma de que fue capaz—. Tengo ciertas molestias.
Al, que llevaba un brazalete de solidaridad, parecía más alarmado que nunca.
—Por supuesto, Jim. Quédate ahí sentado mientras voy a por mi coche. No podemos permitir que te ocurra nada. El pueblo te necesita.
Bien lo sé, pensó Big Jim, sentado en el banco, mientras miraba la gran mancha negra que había en el cielo.
—Encuentra a Carter Thibodeau y dile que se reúna conmigo en el Cathy Russell. Quiero tenerlo cerca.
Quería dar más instrucciones, pero el corazón se le detuvo por completo. Por un instante que se hizo eterno, se abrió a sus pies un abismo claro y negro. Rennie dio un grito ahogado y se golpeó en el pecho. El corazón latió desbocado. Pensó: Ni se te ocurra dejarme ahora, tengo mucho que hacer. No te atrevas, puñetero. No te atrevas.
 20


—¿Qué ha sido eso? —preguntó Norrie con voz aguda e infantil, y acto seguido se respondió a sí misma—: Ha sido un avión, ¿verdad? Un avión lleno de gente. —Rompió a llorar. Los chicos intentaron contener sus propias lágrimas, pero no pudieron. A Rommie también le entraron ganas de llorar.
—Sí —dijo—. Creo que eso es lo que ha sido.
Joe se volvió para mirar hacia la camioneta, que ahora se dirigía hacia ellos. Al llegar al pie de la cresta aceleró, como si Rusty tuviera mucha prisa. Cuando llegó junto a ellos y salió del vehículo, Joe vio que tenía otro motivo para ir tan rápido: no llevaba el delantal de plomo.
Antes de que Rusty pudiera decir algo, sonó su móvil. Lo abrió, miró el número y contestó la llamada. Creía que sería Ginny, pero era el recién llegado, Thurston Marshall.
—Sí, ¿qué? Si es por el avión, lo he visto… —Escuchó, torció el gesto y asintió—. De acuerdo, sí. Vale. Voy ahora. Dile a Ginny o a Twitch que le den dos miligramos de Valium por vía intravenosa. No, mejor que sean tres. Y dile que se calme. Es algo ajeno a su naturaleza, pero dile que lo intente. A su hijo dadle cinco miligramos.
Colgó el teléfono y miró a sus compañeros.
—Los dos Rennie están en el hospital, el padre con una arritmia; las había padecido antes. Ese estúpido necesita un marcapasos desde hace dos años. Thurston dice que el hijo muestra los síntomas propios de un glioma. Espero que se equivoque.
Norrie volvió hacia Rusty su rostro surcado de lágrimas. Tenía un brazo alrededor de Benny Drake, que se estaba secando los ojos con afán. Cuando Joe se puso al otro lado de la chica, ella también lo abrazó.
—Eso es un tumor cerebral, ¿verdad? —preguntó Norrie—. Y de los malignos.
—Cuando afectan a chicos de la edad de Junior, la mayoría son malignos.
—¿Qué has encontrado ahí arriba? —preguntó Rommie.
—¿Y qué le ha pasado a su delantal? —preguntó Benny.
—He encontrado lo que Joe creía que encontraría.
—¿El generador? —preguntó Rommie—. Doc, ¿estás seguro?
—Sí. No se parece a nada que haya visto antes. Y estoy convencido de que nadie en toda la Tierra ha visto algo así.
—Es un objeto de otro planeta —dijo Joe en voz tan baja que pareció un susurro—. Lo sabía.
Rusty le lanzó una mirada seria.
—No puedes hablar del tema. Ninguno de nosotros debe hacerlo. Si os preguntan, decid que hemos estado buscando y no hemos encontrado nada.
—¿Ni tan siquiera a mi madre? —preguntó Joe en tono lastimero.
Rusty estuvo a punto de ceder, pero se hizo fuerte. Era un secreto que ya conocían cinco personas, muchas más de lo deseable. Pero los chicos merecían saberlo, y Joe McClatchey lo había adivinado desde el principio.
—Ni tan siquiera a ella, por lo menos de momento.
—No puedo mentirle —dijo Joe—. No me sale. Tiene visión de madre.
—Entonces dile que te hice jurar que guardarías el secreto y que es lo mejor para ella. Si te presiona, dile que hable conmigo. Venga, tengo que volver al hospital. Rommie, conduce tú. Tengo los nervios destrozados.
—¿No vas a…? —preguntó Rommie antes de que Rusty lo cortara.
—Os lo contaré todo. De camino al hospital. Quizá incluso podamos decidir qué demonios vamos a hacer al respecto.
 21


Una hora después de que el 767 de Air Ireland se estrellara contra la Cúpula, Rose Twitchell entraba en la comisaría de Chester’s Mills con un plato cubierto con una servilleta. Stacey Moggin volvía a estar sentada al escritorio, tan distraída y cansada como se sentía Rose.
—¿Qué es eso? —preguntó Stacey.
—La comida. Para mi cocinero. Dos sándwiches de beicon, lechuga y tomate.
—Rose, se supone que no puedo dejarte bajar. Se supone que no puedo dejar bajar a nadie.
Mel Searles estaba hablando con dos de los nuevos policías sobre un espectáculo de monster trucks que había visto en el Civic Center de Portland la primavera anterior, pero dejó la conversación a medias y se volvió.
—Yo se lo llevo, señora Twitchell.
—Ni hablar —replicó Rose.
Mel se quedó sorprendido. Y un poco dolido. Siempre le había caído bien Rose, y creía que el sentimiento era mutuo.
—Me da miedo que se te caiga el plato —le explicó, aunque eso no era del todo cierto; la verdad era que no confiaba lo más mínimo en él—. Te he visto jugar al fútbol americano, Melvin.
—Oh, venga, no soy tan torpe.
—Además, quiero ver si está bien.
—No puede recibir visitas —dijo Mel—. Lo ha dicho el jefe Randolph, que recibió órdenes directas del concejal Rennie.
—Bueno, pues voy a bajar. Y tendrás que utilizar la Taser para detenerme, y si lo haces, jamás volveré a prepararte los gofres de fresa tal como te gustan, con la masa del centro poco hecha. —Miró alrededor y preguntó con desdén—: Además, no veo a ninguno de los dos por aquí. ¿O acaso me equivoco?
A Mel se le pasó por la cabeza la idea de hacerse el duro, aunque solo fuera para impresionar a los novatos, pero decidió no hacerlo. Rose le caía bien. Y le gustaban sus gofres, sobre todo cuando estaban poco hechos y se le deshacían en la boca. Se subió el cinturón y dijo:
—De acuerdo. Pero la acompañaré y no le dará nada hasta que yo haya echado un vistazo bajo esa servilleta.
Rose la levantó. Debajo había dos sándwiches de beicon, lechuga y tomate, y una nota escrita en el dorso de una cuenta del Sweetbriar Rose. «Aguanta, confiamos en ti», decía.
Mel cogió la nota, la arrugó y la tiró a la papelera. Falló y uno de los agentes novatos se apresuró a recogerla.
—Vamos —dijo Mel; cogió medio sándwich y le dio un buen mordisco—. De todas maneras, tampoco se lo habría comido todo —le dijo a Rose.
Rose no respondió, pero mientras Mel bajaba la escalera, se le pasó por la cabeza la idea de estrellarle el plato en la crisma.
La dueña del Sweetbriar había recorrido la mitad del pasillo cuando Mel dijo:
—No dejaré que se acerque más, señorita Twitchell. Yo le acercaré la comida.
Rose le entregó el plato y observó con tristeza cómo Mel se arrodillaba, hacía pasar los sándwiches entre los barrotes y anunciaba:
—La comida está servida, «mesié».
Barbie no le hizo caso. Miraba a Rose.
—Gracias. Aunque si los ha hecho Anson, no sé si estaré tan agradecido después del primer mordisco.
—Los he preparado yo —respondió ella—. Barbie, ¿por qué te han pegado? ¿Intentabas huir? Tienes muy mal aspecto.
—No fue porque intentara huir, sino porque ofrecí resistencia a la autoridad. ¿Verdad, Mel?
—Deja de hacerte el listillo o entraré ahí y te quitaré los sándwiches.
—Bueno, podrías intentarlo —replicó Barbie—, y así zanjamos la cuestión. —Mel no mostró intención alguna de aceptar su oferta, por lo que Barbie volvió a dirigirse a Rose—. ¿Ha sido un avión? A juzgar por el ruido, lo parecía. Y de los grandes.
—La ABC dice que era un avión de Air Ireland. Cargado de pasajeros.
—Déjame adivinarlo. Se dirigía hacia Boston o Nueva York y alguna lumbrera menos lista de lo que se creía olvidó reprogramar el piloto automático.
—No lo sé. Aún no han dicho nada sobre esa parte.
—Vamos. —Mel se acercó a Rose y la agarró del brazo—. Ya basta de cháchara. Tiene que irse antes de que me meta en problemas.
—¿Estás bien? —preguntó Rose a Barbie, sin hacer caso de la orden, por lo menos en un principio.
—Sí —respondió Barbara—. ¿Y tú? ¿Ya has hecho las paces con Jackie Wettington?
¿Cuál era la respuesta correcta a esa pregunta? Por lo que ella sabía, no tenía que hacer las paces con Jackie. Le pareció ver que Barbie sacudía de forma imperceptible la cabeza, y esperó que no fuera solo fruto de su imaginación.
—Aún no —respondió Rose.
—Deberías hacerlo. Dile que deje de comportarse como una bruja.
—Como si eso fuera posible —murmuró Mel, que agarró a Rose del brazo con fuerza—. Vamos, no me obligue a arrastrarla.
—Dile que he dicho que eres buena —exclamó Barbie mientras Rose subía la escalera, esta vez seguida de Mel—. Deberíais hablar. Y gracias por los sándwiches.
«Dile que he dicho que eres buena».
Ese era el mensaje. Estaba convencida de ello. Creía que Mel no lo había pillado; siempre había sido un poco lerdo, y no parecía haberse vuelto más inteligente desde la aparición de la Cúpula. Seguramente por eso Barbie decidió arriesgarse.
Rose comprendió que tenía qué encontrar a Jackie cuanto antes y transmitirle el mensaje: «Barbie dice que soy buena. Barbie dice que puedes hablar conmigo».
—Gracias, Mel —dijo Rose cuando llegaron a la sala de los agentes—. Ha sido un detalle que me hayas dejado bajar.
Mel echó un vistazo alrededor y no vio a nadie de rango superior, así que se relajó.
—No pasa nada, pero no piense que le dejaré bajar con la cena, porque eso no sucederá. —Meditó sobre lo que había dicho y le salió la vena filosófica—: Aunque supongo que merece algún plato sabroso. La semana que viene a estas horas estará más tieso que el plato en el que le ha traído los sándwiches.
Eso ya lo veremos, pensó Rose.
 22


Andy Sanders y el Chef estaban sentados junto al granero de almacenamiento de la WCIK fumando cristal. Enfrente de ellos, en el campo que rodeaba la torre de la radio, había un montículo de tierra marcado con una cruz hecha con listones de cajas. Bajo el montículo se encontraba Sammy Bushey, torturadora de Bratz, víctima de una violación, madre de Little Walter. El Chef dijo que más tarde quizá robaría una cruz de verdad del cementerio que había junto al estanque de Chester. Si tenía tiempo. Quizá no.
Levantó el mando de la puerta del garaje como para dar énfasis a su afirmación.
A Andy le daba pena lo que le había sucedido a Sammy, como le daban pena Claudette y Dodee, aunque ahora era una pena fría y aséptica, almacenada en el interior de su propia Cúpula: la podías ver, apreciar su existencia, pero no podías llegar hasta ella, lo cual era positivo. Intentó explicarle todo eso a Chef Bushey, pero se trataba de un concepto complejo y se hizo un lío. A pesar de todo, el Chef asintió y le pasó una gran pipa de cristal a Andy. Grabadas en el costado podían leerse las palabras: PROHIBIDA SU VENTA.
—Es bueno, ¿verdad? —preguntó el Chef.
—¡Sí! —exclamó Andy.
Durante un rato debatieron sobre los dos grandes temas de los fumetas: que la droga que estaban fumando era de puta madre, y lo jodidos que los estaba dejando esa droga tan de puta madre. En cierto momento hubo una gran explosión hacia el norte. Andy se tapó los ojos, que le quemaban por culpa del humo. Estuvo a punto de tirar la pipa, pero el Chef la rescató.
—¡Me cago en la puta, ha sido un avión! —Andy intentó ponerse en pie, pero a pesar de que estaba rebosante de energía, le flaquearon las piernas y se dejó caer.
—No, Sanders —dijo el Chef; dio una calada a la pipa. Sentado con las piernas abiertas y dobladas, y los pies planta contra planta, a Andy le pareció que era un jefe indio con la pipa de la paz.
Apoyados en el costado de la cabaña entre Andy y el Chef había cuatro AK-47 automáticos, de fabricación rusa pero importados de China, al igual que muchos otros objetos almacenados en aquel lugar. También había cinco cajas apiladas con cargadores de treinta balas y una caja con granadas RGD-5. El Chef le ofreció a Andy una traducción de los ideogramas que aparecían en la caja de las granadas: «Que no se te caiga esta cabrona».
Entonces el Chef cogió uno de los AK y se lo puso sobre las rodillas.
—Eso no ha sido un avión —dijo en voz bien alta.
—Ah, ¿no? ¿Entonces qué ha sido?
—Una señal de Dios. —El Chef miró hacia la pared lateral del granero en la que había hecho un par de pintadas: dos citas (interpretadas de forma bastante libre) del Apocalipsis en las que destacaba el número 31 en grande. Entonces miró de nuevo a Andy. Al norte, la columna de humo empezaba a disiparse. Debajo de ella se alzaba una nueva columna en el lugar en el que había caído el avión—. Interpreté mal la fecha —dijo con voz siniestra—. Halloween va a llegar antes este año. Quizá hoy, quizá mañana, quizá pasado mañana.
—O quizá el día después de pasado mañana —añadió Andy amablemente.
—Quizá —admitió el Chef—, pero creo que será antes. ¡Sanders!
—¿Qué, Chef?
—Toma un arma. Ahora perteneces al Ejército del Señor. Eres un soldado cristiano. Tus días de lamerle el culo a ese apóstata hijo de puta han acabado.
Andy cogió un AK y lo dejó sobre sus muslos desnudos. Su peso y su calidez le resultaban agradables. Comprobó que el seguro estaba puesto.
—¿A qué apóstata hijo de puta te refieres?
El Chef le lanzó una mirada de absoluto desdén, pero cuando Andy alargó la mano para coger la pipa, se la entregó de buen grado. Había de sobra para los dos, habría hasta el final, y sí, en verdad, el final no estaba muy lejos.
—A Rennie. Ese apóstata hijo de puta.
—Es amigo mío, colega, pero puede ser un cabrón —admitió Andy—. Cielos, este cristal está de puta madre.
—Lo está —admitió el Chef con aire taciturno, y cogió la pipa (a la que Andy ahora llamaba la pipa de la paz)—. Es la más larga de las pipas largas de cristal, la más pura de las puras, ¿y qué es, Sanders?
—¡Un medicamento para la melancolía! —respondió Andy rápidamente.
—¿Y qué es eso? —Señaló la marca negra que el avión había dejado en la Cúpula.
—¡Una señal! ¡De Dios!
—Sí —dijo el Chef, más calmado—. Eso es justamente lo que es. Hemos emprendido un viaje por Dios, Sanders. ¿Sabes qué ocurrió cuando Dios abrió el séptimo sello? ¿Has leído el Apocalipsis?
Andy tenía algún recuerdo, de la época del campamento al que había asistido de adolescente, de unos ángeles saliendo de ese séptimo sello como los payasos que salen de un coche demasiado pequeño en el circo, pero prefirió no expresarlo de ese modo. El Chef podría considerarlo una blasfemia. Se limitó a negar con la cabeza.
—Ya me lo imaginaba —dijo el Chef—. Seguro que te han largado muchos sermones en el Santo Redentor, pero sermonear no es educar. Los sermones no son mierda visionaria de verdad. ¿Lo entiendes?
Lo que Andy entendía era que quería otra calada, pero asintió con la cabeza.
—Cuando se abrió el séptimo sello, aparecieron siete ángeles con siete trompetas. Y cada vez que uno la tocaba, una plaga asolaba la Tierra. Toma, dale una calada, te ayudará a concentrarte.
¿Cuánto tiempo llevaban fumando? Tenía la sensación de que hacía horas. ¿Habían visto un accidente de avión de verdad? Andy creía que sí, pero no estaba del todo convencido. Le parecía algo muy inverosímil. Quizá debería echarse una siesta. Sin embargo, el mero hecho de estar ahí con el Chef, colocándose y recibiendo enseñanzas, era una sensación maravillosa, rayana en el éxtasis.
—He estado a punto de suicidarme, pero Dios me ha salvado —le dijo al Chef. El pensamiento era tan maravilloso que se le inundaron los ojos de lágrimas.
—Sí, sí, eso es obvio. Pero esto que te voy a contar, no. Así que escucha.
—Eso hago.
—El primer ángel tocó la trompeta y desató una lluvia de sangre en la Tierra. El segundo ángel tocó la trompeta y una montaña de fuego se precipitó en el mar. De ahí los volcanes y toda esa mierda.
—¡Sí! —gritó Andy, que apretó sin querer el gatillo del AK-47 que tenía en el regazo.
—Ve con cuidado —le advirtió el Chef—. Si no hubiera tenido puesto el seguro, me habrías clavado la picha en ese pino. Dale una calada a esto. —Le pasó la pipa. Andy ni siquiera recordaba habérsela dado, pero debía de haberlo hecho por fuerza. ¿Y qué hora era? Parecía media tarde, pero ¿cómo era posible? No le había entrado hambre a la hora del almuerzo, y siempre tenía hambre a mediodía, era su momento de la comida preferido.
—Ahora escucha, Sanders, porque esta es la parte importante:
El Chef citó de memoria porque se había volcado en el Apocalipsis cuando se trasladó a la emisora de radio; lo leyó y releyó de forma obsesiva, a veces hasta que despuntaba el alba.
—«¡El tercer ángel tocó la trompeta, y cayó del cielo una gran estrella! ¡Ardiendo como una antorcha!».
—¡Es lo que acabamos de ver!
El Chef asintió. Tenía los ojos clavados en la mancha negra en la que el 179 de Air Ireland había encontrado su fin.
—«Y el nombre de la estrella es Ajenjo. Y la tercera parte de las aguas se convirtió en ajenjo; y muchos hombres murieron a causa de esas aguas, porque se hicieron amargas». ¿Tú eres un hombre amargado, Sanders?
—¡No! —exclamó Andy.
—No. Somos personas sosegadas. Pero ahora que la estrella Ajenjo ha refulgido en el cielo, llegarán los hombres amargados. Me lo ha dicho Dios, Sanders, y no son chorradas. Ponme a prueba, si quieres, y verás que paso de las chorradas. Van a intentar quitárnoslo todo. Rennie y sus compinches de mierda.
—¡Ni hablar! —gritó Andy. Un súbito ataque de paranoia, horriblemente intenso, se apoderó de él. ¡Quizá ya estaban ahí! ¡Esos compinches de mierda arrastrándose entre los árboles! ¡Esos compinches de mierda avanzando por la Little Bitch Road en una hilera de camiones! Ahora que El Chef había sacado el tema, entendía por qué Rennie quería hacerlo. Lo llamaría «eliminar las pruebas».
—¡Chef! —Agarró a su nuevo amigo del hombro.
—Afloja, Sanders, me haces daño.
Soltó un poco.
—Big Jim ya ha hablado de venir a buscar los depósitos de propano, ¡ese es el primer paso!
El Chef asintió.
—Ya vinieron una vez. Se llevaron dos depósitos. Los dejé. —Hizo una pausa y dio unas palmaditas a las granadas—. Pero no se lo volveré a permitir. ¿Estás conmigo?
Andy pensó en los kilos de droga que había en el edificio en el que estaban apoyados y le dio al Chef la respuesta que este esperaba.
—Hermano mío —dijo, y lo abrazó.
El Chef tenía calor y estaba pegajoso, pero Andy lo abrazó con entusiasmo. Las lágrimas le corrían por la cara; por primera vez en veinte años no se había afeitado a pesar de ser un día entre semana. Era genial. Era… era…
¡Algo que los unía!
—Hermano mío —le susurró al Chef al oído, entre sollozos.
El Chef lo apartó un poco y lo miró muy serio.
—Somos agentes del Señor —dijo.
Y Andy Sanders, solo en el mundo salvo por el escuálido profeta que estaba sentado a su lado, dijo amén.
 23


Jackie encontró a Ernie Calvert detrás de su casa, arrancando las malas hierbas del jardín. A pesar de lo que le había dicho a Piper, le preocupaba un poco cómo abordarlo, pero al final todo resultó fácil. Ernie la agarró de los hombros, con unas manos sorprendentemente fuertes para un hombre tan bajo y corpulento, y le brillaban los ojos.
—¡Gracias a Dios, por fin alguien ve lo que trama ese charlatán! —Dejó caer las manos—. Lo siento. Le he manchado la blusa.
—No pasa nada.
—Es un tipo peligroso, agente Wettington. Lo sabe, ¿verdad?
—Sí.
—Y listo. Organizó los disturbios del supermercado del mismo modo en que un terrorista pondría una bomba.
—No me cabe la menor duda.
—Pero también es estúpido. Listo y estúpido, una combinación terrible. Puede convencer a la gente de que lo siga. Hasta el infierno. ¿Se acuerda de Jim Jones?
—Logró que todos sus seguidores bebieran veneno. Entonces, ¿vendrá a la asamblea?
—Puede estar segura. ¡Y punto en boca! A menos que quiera que hable yo con Lissa Jamieson; no me importaría.
Antes de que Jackie pudiera responder, sonó su teléfono móvil.
Era el personal; había devuelto el del cuerpo de policía junto con la placa y la pistola.
—¿Diga? Jackie al habla.
—Mihi portatoe vulneratos, sargento Wettington —dijo una voz desconocida.
El lema de su antigua unidad de Wurzburgo («Traednos a vuestros heridos»), y Jackie respondió sin pensarlo:
—En camillas, muletas o bolsas, nosotros los curamos con saliva y harapos. ¿Quién demonios llama?
—El coronel James Cox, sargento.
Jackie apartó el teléfono de la boca.
—¿Me permites un instante, Ernie?
El hombre asintió y regresó a su jardín. Jackie se dirigió hacia la valla.
—¿Qué puedo hacer por usted, coronel? ¿Estamos hablando por una línea segura?
—Sargento, si su hombre, Rennie, puede intervenir las llamadas hechas desde fuera de la Cúpula, es que vivimos en un mundo que da pena.
—No es mi hombre.
—Me alegra saberlo.
—Y ya no pertenezco al ejército. El Sexagesimoséptimo ni tan siquiera aparece en mi retrovisor, señor.
—Bueno, eso no es del todo cierto, sargento. Por orden del presidente de Estados Unidos se ha reincorporado usted a filas. Bienvenida.
—Señor, no sé si darle las gracias o enviarlo a tomar por culo.
Cox se rió sin muchas ganas.
—Saludos de parte de Jack Reacher.
—¿Es él quien le ha dado el número?
—Me ha dado su número y la ha recomendado. Y una recomendación de Reacher puede llegar muy lejos. Me ha preguntado qué puede hacer por mí. La respuesta es doble, y ambas partes son sencillas. En primer lugar, ayude a Dale Barbara a salir del lío en que se ha metido. A menos que crea que es culpable de los cargos que se le imputan.
—No, señor, estoy convencida de que no lo es. Es decir, de que no lo somos. Nos acusan a varios.
—Bien. Muy bien. —Hubo un claro tono de alivio en la voz del hombre—. En segundo lugar, puede bajarle los humos a ese cabrón de Rennie.
—Eso sería trabajo de Barbie. Si… ¿está seguro de que esta línea es segura?
—Seguro.
—Si podemos sacarlo.
—En eso andan, ¿no es cierto?
—Sí, señor, eso creo.
—Excelente. ¿Cuántos camisas pardas tiene Rennie?
—Ahora mismo, unos treinta, pero no ha parado de contratar agentes. Y los de Chester’s Mills son camisas azules, pero le entiendo. No infravalore a Rennie, coronel. Tiene a gran parte del pueblo en el bolsillo. Vamos a intentar sacar a Barbie, y más le vale desearnos suerte, porque no creo que pueda enfrentarme a Big Jim a solas. Derrocar a dictadores sin ayuda del mundo exterior está muy por encima de mi rango. Y, para que lo sepa, mis días como agente de policía de Chester’s Mills se han acabado. Rennie me ha echado a la calle.
—Téngame al corriente de lo que sucede siempre que pueda. Saquen a Barbara de la cárcel y cédale el mando de la operación de resistencia. Ya veremos quién acaba en la calle.
—Le gustaría estar aquí, ¿verdad, señor?
—Con todo mi corazón —respondió sin el menor atisbo de duda—. Me libraría de ese hijo de puta en doce horas.
Jackie tenía sus dudas al respecto; las cosas eran distintas bajo la Cúpula. La gente de fuera no podía entenderlo. Incluso el tiempo era distinto. Hacía tan solo cinco días, todo era normal. Sin embargo, ahora…
—Una cosa más —añadió el coronel Cox—. Encuentre un hueco en su apretada agenda para mirar la televisión. Vamos a esforzarnos al máximo para hacerle la vida un poco más difícil a Rennie.
Jackie se despidió, colgó y se acercó a Ernie, que seguía arrancando malas hierbas.
—¿Tiene un generador? —preguntó.
—Se le acabó el combustible anoche —dijo Ernie en tono un tanto amargo.
—Bueno, pues vayamos a algún lugar donde haya un televisor que funcione. Mi amigo me ha dicho que deberíamos mirar las noticias.
Se dirigieron al Sweetbriar Rose. Por el camino, se encontraron a Julia Shumway y continuaron los tres juntos.




TRINCADO




 1


El Sweetbriar estaría cerrado hasta las cinco de la tarde, hora a la que Rose pensaba ofrecer una cena ligera, principalmente a base de sobras. Estaba preparando una ensalada de patata mientras miraba el televisor sobre la barra, cuando llamaron a la puerta. Eran Jackie Wettington, Ernie Calvert y Julia Shumway. Rose atravesó el restaurante vacío, secándose las manos con el delantal, y abrió la puerta. Horace el corgi siguió a su dueña con las orejas tiesas y una sonrisa amigable. Rose comprobó que el cartel de CERRADO seguía en su sitio y volvió a cerrar la puerta con llave.
—Gracias —dijo Jackie.
—De nada —contestó Rose—. De todos modos, quería verte.
—Hemos venido por eso —dijo Jackie señalando el televisor—. Estaba en casa de Ernie y hemos encontrado a Julia mientras veníamos hacia aquí. Estaba sentada en la acera de enfrente de su casa, mirando las ruinas, embobada.
—No estaba embobada —replicó Julia—. Horace y yo intentábamos decidir cómo vamos a publicar el periódico después de la asamblea. Tendrá que ser pequeño, probablemente de solo dos páginas, pero habrá periódico. Voy a poner todo mi empeño en ello.
Rose devolvió la mirada al televisor. En la pantalla aparecía una mujer joven en una conexión en directo. Bajo ella apareció IMÁGENES GRABADAS DE HOY. De repente se produjo una explosión y una bola de fuego inundó el cielo. La periodista parpadeó, gritó y se volvió. En ese instante, el cámara dejó de enfocar a la reportera e hizo un zum de los fragmentos del avión de Air Ireland que se precipitaban hacia el suelo.
—No paran de repetir las imágenes del accidente del avión —dijo Rose—. Si no las habéis visto, ahí las tenéis. Jackie, he ido a ver a Barbie a mediodía. Le he llevado unos sándwiches y me han dejado bajar a las celdas. Aunque Melvin Searles ha hecho de carabina.
—Qué suerte —dijo Jackie.
—¿Cómo está? —preguntó Julia—. ¿Se encuentra bien?
—Parece la imagen de la cólera de Dios, pero creo que sí. Me ha dicho… Quizá deberíamos mantener esta conversación en privado, Jackie.
—Sea lo que sea, creo que puedes decirlo delante de Ernie y Julia.
Rose lo meditó, pero solo un instante. Si no podía confiar en Ernie Calvert y Julia Shumway, no podía confiar en nadie.
—Me ha dicho que debía hablar contigo. Hacer las paces; como si nos hubiéramos peleado. Me ha dicho que te diga que soy buena.
Jackie se volvió hacia Ernie y Julia. A Rose le pareció oír cuchicheos, una pregunta y la consiguiente respuesta.
—Si Barbie lo dice, es que lo eres —afirmó Jackie, y Ernie asintió enérgicamente—. Cariño, vamos a celebrar una pequeña reunión esta noche. En la parroquia congregacional. Es más o menos secreta…
—Más o menos no, es secreta —la corrigió Julia—. Y dado el actual estado de cosas en el pueblo, es mejor que el secreto no se difunda.
—Si es sobre lo que creo que es, me apunto. —Acto seguido Rose bajó la voz—. Pero Anson no. Lleva uno de esos malditos brazaletes.
Justo entonces apareció en la televisión el rótulo de NOTICIA DE ÚLTIMA HORA de la CNN, acompañado por la molesta música en tono menor para desastres que la cadena empleaba para acompañar todas las noticias relacionadas con la Cúpula. Rose esperaba ver a Anderson Cooper o a su amado Wolfie —ambos se encontraban en Castle Rock—, pero apareció Barbara Starr, la corresponsal en el Pentágono. Se encontraba frente a un poblado formado por tiendas de acampada y camiones que hacía las veces de puesto de avanzada del ejército en Harlow.
—Don, Kyra: el coronel James O. Cox, el portavoz del Pentágono desde la aparición de ese monumental misterio conocido como la Cúpula el sábado pasado, está a punto de celebrar una rueda de prensa por segunda vez desde el inicio de la crisis. Acaban de comunicarnos el tema y va a movilizar a decenas de miles de estadounidenses que tienen a seres queridos en la población sitiada de Chester’s Mills. Nos han dicho… —Prestó atención a algo que le decían por el auricular—. Ahí está el coronel Cox.
Los cuatro se sentaron en taburetes de la barra mientras las imágenes mostraban el interior de una gran tienda de acampada. Debía de haber unos cuarenta periodistas sentados en sillas plegables, y varios más de pie, al fondo. Cuchicheaban entre ellos. En uno de los extremos de la tienda se había montado una tarima. En ella había un atril con micrófonos flanqueado por banderas estadounidenses. Detrás había una pantalla blanca.
—Es bastante profesional para ser una operación improvisada —dijo Ernie.
—Oh, creo que esto lo han tramado con tiempo —replicó Jackie, que recordaba su conversación con Cox: «Vamos a esforzarnos al máximo para hacerle la vida un poco más difícil a Rennie».
Se abrió una entrada en el lado izquierdo de la tienda y un hombre bajito, canoso y con aspecto de estar en buena forma se encaminó con brío hacia la tarima. A nadie se le había ocurrido poner una escalerilla, o un par de cajas, lo cual no supuso, sin embargo, ningún problema para el orador, que dio un salto con naturalidad, sin perder el ritmo. Llevaba un uniforme de batalla de color caqui. Si tenía medallas, no las lucía. En la camisa, una pequeña tarjeta decía CNEL. J. COX. No llevaba notas. Los periodistas guardaron silencio de inmediato y Cox esbozó una sonrisa.
—Este tipo debería haber dado las ruedas de prensa desde el principio —dijo Julia—. Tiene buena planta.
—Cállate, Julia —le espetó Rose.
—Damas y caballeros, gracias por venir —dijo Cox—. Seré breve y luego aceptaré unas cuantas preguntas. La situación en lo que respecta a Chester’s Mills y lo que ahora llamamos la Cúpula no ha variado: el pueblo sigue aislado, aún no sabemos cuál es la causa de esta situación, y aún no hemos logrado atravesar la barrera. En caso contrario ya lo sabrían, por supuesto. Los mejores científicos de Estados Unidos, los mejores de todo el mundo, están trabajando en el caso, y estamos barajando diversas opciones. No me pregunten cuáles porque ahora mismo no puedo responderles.
Un murmullo de descontento se extendió por la tienda. Cox no intervino. Debajo de él, apareció un mensaje de la CNN: DE MOMENTO NO HABRÁ RESPUESTAS. Cuando el murmullo cesó, Cox prosiguió.
—Tal como saben, hemos creado una zona prohibida alrededor de la Cúpula. En un principio era de un kilómetro y medio, el domingo la ampliamos a tres y el martes, a seis. Existen varios motivos que nos han llevado a tomar esta decisión, pero el más importante es que la Cúpula es peligrosa para la gente que lleva ciertos implantes, como marcapasos. Un segundo motivo es que nos preocupaba que el campo que generaba la Cúpula pudiera tener efectos perjudiciales más difíciles de detectar.
—¿Se refiere a la radiación, coronel? —preguntó alguien.
Cox lo fulminó con la mirada, y cuando creyó que ya había recibido suficiente castigo (Rose se alegró al ver que no era Wolfie, sino ese charlatán medio calvo de FOX News), prosiguió.
—Ahora creemos que no existen efectos perjudiciales, al menos a corto plazo, de modo que hemos designado el viernes 27 de octubre, pasado mañana, como el día de Visitas a la Cúpula.
Esta declaración desencadenó un aluvión de preguntas. Cox esperó a que amainara la tormenta, y cuando los periodistas se calmaron, tomó un mando a distancia del atril y apretó un botón. En la pantalla blanca apareció una imagen en alta resolución (demasiado buena para haber sido descargada de Google Earth, pensó Julia) que mostraba Chester’s Mills y los dos pueblos con los que limitaba al sur: Motton y Castle Rock. Cox dejó el mando a distancia y sacó un puntero láser.
En pantalla podía leerse: VIERNES DESIGNADO DÍA DE BISITAS LA CÚPULA. Julia sonrió. El coronel había pillado a la CNN con el corrector ortográfico desactivado.
—Creemos que podemos aceptar mil doscientas visitas —declaró Cox de manera concisa—. Los elegidos deberán ser familiares cercanos, al menos en esta ocasión… y todos esperamos y rezamos para que no tenga que haber otra. Los puntos de encuentro serán aquí, en el recinto ferial de Castle Rock, y aquí, en la gran extensión del circuito de Oxford. —Señaló ambas ubicaciones—. Dispondremos de dos docenas de autobuses, una en cada punto. Los vehículos serán proporcionados por los distritos escolares de los alrededores, que anularán las clases ese día para contribuir en este esfuerzo, motivo por el cual les transmitimos nuestro más sincero agradecimiento. Habrá un autobús más a disposición de la prensa en Shiner’s Bait and Tackle, en Motton. —Y añadió con sequedad—: Como Shiner’s es una licorería, estoy seguro de que la mayoría de ustedes la conocerán. También se permitirá la participación de una, repito, una unidad móvil de televisión. Ustedes mismos se encargarán de redistribuir las imágenes, damas y caballeros, pero el afortunado se elegirá mediante sorteo.
Los periodistas lanzaron un gruñido no demasiado sincero.
—En el autobús de la prensa hay cuarenta y ocho plazas, y salta a la vista que en esta tienda hay cientos de representantes de los medios de comunicación de todo el mundo…
—¡Miles! —exclamó un hombre canoso, lo que desató una oleada de carcajadas.
—Me alegra que alguien se divierta —comentó Ernie Calvert con amargura.
Cox no pudo reprimir una sonrisa.
—Acepto la corrección, señor Gregory. Los asientos se adjudicarán según el medio de comunicación al que pertenezcan (cadenas de televisión, Reuters, Tass, AP, etc.) y serán las respectivas empresas las encargadas de elegir a su representante.
—Más vale que la CNN elija a Wolfie, no digo más —afirmó Rose.
Un murmullo de emoción se extendió entre los periodistas.
—¿Puedo continuar? —preguntó Cox—. Los que estén enviando mensajes de texto, hagan el favor de parar.
—Oooh —exclamó Jackie—. Me gustan los hombres con carácter.
—¿Se dan ustedes cuenta de que no son los protagonistas de la noticia? ¿Se comportarían de este modo si estuvieran cubriendo el derrumbe de una mina, o el salvamento de las víctimas atrapadas entre los escombros tras un terremoto?
La reprimenda del coronel fue recibida con silencio, el mismo que se apodera de una clase de cuarto de primaria cuando el maestro ha perdido los nervios. Sin duda, era un hombre de carácter, pensó Julia, que por un instante deseó con todo su corazón que Cox estuviera ahí bajo la Cúpula, al mando de la situación. Pero, claro, si los cerdos tuvieran alas, el beicon volaría.
—Su trabajo, damas y caballeros, es doble: por un lado deben ayudarnos a hacer correr la voz, y por otro deben ayudarnos para que todo transcurra sin problemas durante el día de Visita.
El mensaje sobreimpreso de la CNN cambió: PRESIÓN PARA AYUDAR A LAS BISITAS EL VIERNES.
—Lo último que queremos es provocar una estampida de familiares de todo el país en dirección a Maine. Ya tenemos casi a diez mil familiares de personas atrapadas bajo la Cúpula en la zona; los hoteles, moteles y lugares de acampada están llenos a reventar. El mensaje que queremos transmitir a los familiares que se encuentran en otras partes del país es: «Si no está aquí, no venga». No solo no le concederán un pase de visita, sino que le obligarán a dar media vuelta en los puntos de control que hay aquí, aquí, aquí y aquí. —Señaló Lewiston, Auburn, North Windham, y Conway, New Hampshire.
»Los familiares que se encuentren actualmente en la zona deberían dirigirse a los oficiales encargados de la inscripción, que ya se hallan en el recinto ferial y el circuito de carreras. Si a alguien se le ha pasado por la cabeza la idea de subirse al coche en este momento, que no lo haga. Esto no son las rebajas del hogar de Filene, el hecho de ser el primero de la cola no le garantiza nada. Los visitantes se elegirán mediante sorteo, y deben inscribirse para poder participar en él. Todos los interesados en realizar la inscripción necesitarán dos documentos identificativos con fotografía. Intentaremos dar prioridad a los que tengan dos o más familiares en Chester’s Mills, pero no podemos hacer ninguna promesa al respecto. Y una advertencia a todo el mundo: todo aquel que se presente el viernes en los autobuses y no tenga un pase, o haya falsificado uno, en otras palabras, todo aquel que entorpezca nuestra operación, acabará en la cárcel. No nos pongan a prueba.
»Los elegidos podrán empezar a subir a los autobuses a partir de las ocho de la mañana. Si todo transcurre sin complicaciones, tendrán, al menos, cuatro horas para estar con sus seres queridos, tal vez más. Si alguien nos pone palos en las ruedas, todo el mundo dispondrá de menos tiempo junto a la Cúpula. Los autobuses partirán de la Cúpula a las cinco de la tarde.
—¿Dónde tendrá lugar el encuentro? —preguntó una mujer a voz en grito.
—Estaba a punto de explicarlo, Andrea. —Cox tomó de nuevo el mando y aumentó la imagen en la zona de la carretera 119.
Jackie conocía bien esa área; había estado a punto de romperse la nariz ahí. Reconoció los tejados de la granja de los Dinsmore, los cobertizos y los establos de las vacas.
—Hay un mercadillo en el lado de Motton de la Cúpula. —Cox lo señaló con el puntero—. Los autobuses aparcarán aquí y los visitantes irán a pie hasta la Cúpula. Hay una gran extensión de campo a ambos lados. Los restos de los diversos siniestros se han retirado.
—¿Los visitantes podrán acercarse hasta la Cúpula? —preguntó un periodista.
Cox volvió a mirar a la cámara para dirigirse de forma directa a los posibles afectados. Rose se imaginaba las esperanzas y el miedo que debían de estar sintiendo esas personas mientras seguían la rueda de prensa por la televisión de un bar o un motel, o por la radio de su coche. Ella misma sentía ambas cosas.
—Los visitantes podrán acercarse a dos metros de la Cúpula —dijo Cox—. Consideramos que se trata de una distancia segura, aunque no podemos garantizar nada. No estamos hablando de una atracción que ha superado todas las pruebas de seguridad. La gente que tenga implantes electrónicos debe mantenerse alejada. Cada uno es responsable de sus actos; no podemos desnudar de cintura para arriba a todo el mundo en busca de una cicatriz reveladora de un marcapasos. Los visitantes también deberán dejar en el autobús cualquier aparato electrónico, incluidos, entre otros, iPods, teléfonos móviles y BlackBerries. Los periodistas con micrófonos y cámaras se mantendrán a cierta distancia. El espacio más cercano a la Cúpula estará reservado para los visitantes, y lo que suceda entre ellos y sus seres queridos es asunto suyo y de nadie más. Damas y caballeros, esto funcionará si ustedes nos ayudan. Si me permiten expresarme como en Star Trek: ayúdennos a conseguirlo. —Dejó el puntero—. Ahora responderé a unas cuantas preguntas. Muy pocas. Señor Blitzer.
A Rose se le iluminó la cara. Levantó una taza de café recién hecho y brindó con un gesto hacia el televisor.
—¡Tienes buen aspecto, Wolfie! Como dice la canción «Puedes comer galletas en mi cama cuando quieras».
—Coronel Cox, ¿tienen intención de celebrar una rueda de prensa con las autoridades del pueblo? Tenemos entendido que el segundo concejal, James Rennie, está al mando de la situación. ¿Qué está sucediendo?
—Estamos intentando organizar una rueda de prensa con el señor Rennie y cualquier otra autoridad del pueblo que asista. Nuestra idea es celebrarla a mediodía, si todo se ajusta al horario que tenemos en mente.
La noticia fue recibida con aplausos por parte de los periodistas. Nada les gustaba más que una rueda de prensa, salvo un político de las altas esferas pillado en la cama con una puta de lujo.
Cox añadió:
—Nuestra intención es que la rueda de prensa tenga lugar allí mismo, en la carretera: con los portavoces del pueblo, sean quienes sean, al otro lado, y ustedes, damas y caballeros, a este.
Murmullo de emoción. Las posibilidades visuales del acontecimiento les gustaron.
Cox señaló a un periodista.
—Señor Holt.
Lester Holt, de la NBC, se puso en pie.
—¿Está seguro de que el señor Rennie asistirá? Lo pregunto porque han aparecido unos informes que lo acusan de haber llevado a cabo una mala gestión financiera, y se sabe de la existencia de una especie de investigación criminal de sus negocios por parte del fiscal general del estado de Maine.
—He oído hablar sobre esos informes —declaró Cox—. No estoy en disposición de analizar su contenido, aunque tal vez el señor Rennie desee hacerlo. —Hizo una pausa y esbozó algo muy parecido a una sonrisa—. Si estuviera en su lugar, lo haría, sin duda.
—Rita Braver, coronel Cox, de la CBS. ¿Es cierto que Dale Barbara, el hombre al que nombraron administrador de emergencia en Chester’s Mills, ha sido detenido por asesinato? ¿Y que la policía de Chester’s Mills cree que es un asesino en serie?
Silencio absoluto entre los periodistas; todas las miradas clavadas en él. Las cuatro personas sentadas a la barra del Sweetbriar Rose reaccionaron de igual modo.
—Es cierto —respondió Cox. Un leve murmullo se extendió entre los periodistas—. Pero no podemos verificar estas acusaciones ni examinar las pruebas que puedan existir. Lo que tenemos son los mismos rumores que ustedes han recibido, damas y caballeros, por teléfono e internet. Dale Barbara es un oficial condecorado. Nunca ha sido arrestado. Lo conozco desde hace muchos años y he respondido por él ante el presidente de Estados Unidos. No tengo ningún motivo para afirmar que me equivocara, basándome en la información de que dispongo ahora mismo.
—Ray Suárez, coronel, de la PBS. ¿Cree que en las acusaciones contra el teniente Barbara, ahora coronel Barbara, podría haber motivaciones políticas? ¿Que James Rennie lo ha encarcelado para evitar que asuma el control, tal como ordenó el presidente?
Y este era el objetivo de la segunda parte de este circo, se dio cuenta Julia. Cox ha convertido los medios de comunicación en la Voice of America, y nosotros somos el pueblo que se encuentra tras el muro de Berlín. Se sentía tremendamente admirada.
—Si tiene oportunidad de plantearle esta pregunta al concejal Rennie el viernes, señor Suárez, no olvide hacerlo. —Cox habló con una calma gélida—. Damas y caballeros, hasta aquí mis declaraciones.
Bajó de la tarima con la misma rapidez con la que subió, y antes de que los periodistas pudieran empezar a lanzar más preguntas a gritos, Cox había desaparecido.
—Caray —murmuró Ernie.
—Sí —asintió Jackie.
Rose apagó el televisor. Parecía entusiasmada, como si hubiera cargado las pilas.
—¿A qué hora es la asamblea? Estoy de acuerdo en todo lo que ha dicho el coronel Cox, pero quizá le haya complicado la existencia a Barbie.
 2


Barbie se enteró de la rueda de prensa que había dado Cox cuando Manuel Ortega, con la cara encendida, bajó y se lo contó. Ortega, que había trabajado para Alden Dinsmore, llevaba una camisa azul, una chapa de hojalata que parecía de fabricación casera, y una pistola del 45 en un segundo cinturón, por debajo de la cintura, al estilo de los pistoleros. Barbie lo consideraba un tipo afable —con entradas y una piel permanentemente quemada por el sol— al que le gustaba pedir platos típicos del desayuno a la hora del almuerzo —tortitas, beicon y huevos fritos— y hablar sobre vacas; su raza favorita era la Belted Galloways, pero nunca había logrado convencer al señor Dinsmore para que comprara una. A pesar de su nombre era yanqui hasta la médula, y poseía un sentido del humor muy mordaz y yanqui. A Barbie siempre le había caído bien. Sin embargo, el que tenía frente a él era otro Manuel, un desconocido sin sentido del humor. Le transmitió las noticias de los últimos acontecimientos, la mayoría a gritos a través de los barrotes, acompañados por una lluvia de saliva. Su rostro parecía casi radiactivo a causa de la ira.
—Ni una palabra de que encontraron tus placas de identificación en la mano de esa pobre chica, ¡ni una puta palabra sobre eso! ¡Y luego ese cabrón va y la toma con Jim Rennie, que ha mantenido unido al pueblo por sí solo desde que empezó todo! ¡Por sí solo! ¡Con esfuerzo y sin apenas medios!
—Tranquilízate, Manuel —le dijo Barbie.
—¡Llámame agente Ortega, cabrón!
—De acuerdo. Agente Ortega. —Barbie estaba sentado en el camastro, pensando en lo fácil que sería para Ortega desenfundar la vieja Schofield del 45 que llevaba en el cinturón y empezar a disparar—. Yo estoy aquí y Rennie, ahí fuera. En lo que a él respecta, seguro que está bien.
—¡CÁLLATE! —gritó Manuel—. ¡TODOS estamos aquí dentro! ¡Bajo la puta Cúpula! Alden no hace más que beber, el hijo que le queda no come, y la señora Dinsmore no para de llorar por Rory. Jack Evans se ha volado los sesos, ¿lo sabías? Y a esos cerdos del ejército no se les ocurre nada mejor que empezar a echar mierda. ¡Un montón de mentiras e historias inventadas mientras tú creas disturbios en el supermercado y quemas nuestro periódico! ¡Seguramente para que la señorita Shumway no pueda publicar LO QUE ERES!
Barbie permaneció en silencio. Creía que si abría la boca para defenderse, acabaría con un tiro entre ceja y ceja.
—Eso es lo que hacen con los políticos que no les gustan —dijo Manuel—. ¿Quieren que asuma el mando del pueblo un asesino en serie y un violador, un hombre que viola cadáveres en lugar de un cristiano? Nunca habían caído tan bajo.
Manuel desenfundó la pistola, la levantó y apuntó a través de los barrotes. A Barbie la boca del cañón le pareció tan grande como la entrada de un túnel.
—Si la Cúpula desaparece antes de que hayamos tenido tiempo de llevarte al paredón —prosiguió Manuel—, yo mismo me encargaré de hacerlo. Soy el primero de la cola, y ahora mismo en Chester’s Mills la cola de gente con ganas de pegarte un tiro es muy larga.
Barbie permaneció callado, en espera de que le llegara la muerte o de que pudiera seguir conteniendo el aliento. Los sándwiches de Rose Twitchell iniciaron el recorrido inverso al esperado y se le atragantaron.
—Estamos intentando sobrevivir y lo único que se les ocurre es echarle mierda encima al hombre que está evitando que el pueblo se suma en el caos. —Manuel guardó la pistola en la funda con un gesto brusco—. Que te den por culo. No lo mereces.
Se volvió y subió la escalera, encorvado y con la cabeza gacha.
Barbie se apoyó contra la pared y lanzó un suspiro. Tenía la frente empapada en sudor. Levantó una mano para secárselo y se dio cuenta de que le temblaba.
 3


Cuando la camioneta de Romeo Burpee tomó el camino de entrada de la casa de los McClatchey, Claire salió corriendo. Estaba llorando.
—¡Mamá! —gritó Joe, que bajó antes de que Rommie pudiera poner el freno de mano. Los demás saltaron en tropel—. ¿Qué pasa, mamá?
—Nada —respondió Claire entre sollozos; lo agarró y le dio un fuerte abrazo—. ¡Va a haber un día de Visita! ¡El viernes! ¡Creo que podremos ver a tu padre, Joey!
Joe dio un grito de alegría y se puso a bailar. Benny abrazó a Norrie… y Rusty vio que aprovechó la oportunidad para robarle un beso fugaz. Menudo diablillo descarado.
—Llévame al hospital, Rommie —dijo Rusty. Dijo adiós con la mano a Claire y los chicos mientras daban marcha atrás. Se alegraba de poder escapar de la señora McClatchey sin tener que hablar con ella; quizá la visión de madre también funcionaba con los auxiliares médicos—. ¿Y te importaría hacerme el favor de hablar en inglés en lugar de utilizar ese ridículo acento francés de tebeo?
—Hay gente que no tiene un patrimonio cultural al que recurrir —dijo Rommie—, y sienten celos de los que sí lo tienen.
—Sí, y tu madre lleva galochas —dijo Rusty.
—Es cierto, pero solo cuando llueve.
El móvil de Rusty sonó una vez: un mensaje de texto. Lo abrió y lo leyó: REUNIÓN A 2130 PARROQUIA CONGREGACIÓN SI NO VIENES TÚ TE LO PIERDES JW.
—Rommie —dijo, mientras cerraba el teléfono—. Si sobrevivo a los Rennie, ¿te apetecería asistir a una reunión conmigo esta noche?
 4


En el hospital, Ginny se cruzó con él en el vestíbulo.
—Es el día de los Rennie en el Cathy Russell —exclamó, como si el hecho no la desagradara en exceso—. Thurse Marshall ya les ha echado un vistazo. Rusty, ese hombre es un regalo de Dios. Salta a la vista que Junior no le cae bien (Frankie y Junior fueron los que se metieron con él en la cabaña), pero aun así ha mantenido una actitud de lo más profesional. Ese tipo está desaprovechado en un departamento de Inglés de una universidad; debería dedicarse a esto. —Bajó un poco la voz—. Se le da mejor que a mí. Y mucho mejor que a Twitch.
—¿Dónde está ahora?
—Ha regresado a la casa en la que se alojan para ver a esa novia jovencita y a los dos niños que tienen a su cargo. Parece que también se preocupa mucho por los críos.
—Oh, Dios mío, Ginny se ha enamorado —dijo Rusty con una sonrisa.
—No seas tonto. —Lo fulminó con la mirada.
—¿En qué habitaciones están los Rennie?
—Junior en la siete y su padre en la diecinueve. El padre llegó acompañado de Thibodeau, pero debe de haberlo enviado a hacer recados porque estaba solo cuando fue a ver a su hijo. —Sonrió con cinismo—. Fue una visita breve. Se ha pasado gran parte del tiempo colgado del móvil. Junior simplemente permanece sentado en la habitación, aunque parece que ya rige. Cuando lo trajo Henry Morrison, no estaba en sus cabales.
—¿Y la arritmia de Big Jim? ¿Qué me cuentas de eso?
—Thurston ha logrado estabilizarlo.
De momento, pensó Rusty, no sin cierta satisfacción. Cuando se le pasen los efectos del Valium, su corazón volverá a bailar el jitterbug.
—Ve a ver primero al chico —dijo Ginny. Estaban solos en el vestíbulo, pero le hablaba en voz muy baja—. No me gusta, nunca me ha gustado, pero me da pena. No creo que dure mucho.
—¿Le ha contado Thurston algo a Rennie sobre el estado de Junior?
—Sí, que la cosa puede ser grave. Pero, al parecer, no tanto como todas esas llamadas que está haciendo. Alguien debe de haberle contado lo del día de Visita del viernes. Rennie está un poco cabreado.
Rusty pensó en la caja de Black Ridge, tan solo un rectángulo muy delgado con una superficie de menos de tres metros cuadrados, a pesar de lo cual no pudo levantarlo. Ni tan siquiera moverlo un poco. También pensó en los cabeza de cuero que había visto fugazmente, y en sus risas.
—Hay gente a la que no le gustan las visitas —dijo.
 5


—¿Qué tal te sientes, Junior?
—Bien. Mejor. —Parecía apático. Llevaba un pijama del hospital y estaba sentado junto a la ventana. La luz mostraba sin piedad su rostro demacrado. Parecía un hombre de cuarenta años que no había tenido una vida fácil.
—Cuéntame lo que ocurrió antes de que perdieras el conocimiento.
—Iba a la facultad pero me pasé por casa de Angie. Quería decirle que hiciera las paces con Frank, que últimamente solo se dedica a hacer el vago.
Rusty pensó en preguntarle si sabía que Frank y Angie estaban muertos, pero no lo hizo, ¿de qué habría servido? En lugar de eso, le preguntó:
—¿Ibas a la facultad? ¿Y qué hay de la Cúpula?
—Ah, claro. —La misma voz inalterable, indiferente—. Se me había olvidado.
—¿Cuántos años tienes?
—Veinti… ¿uno?
—¿Cómo se llamaba tu madre?
Junior meditó la respuesta.
—Jason Giambi —dijo al final, y soltó una carcajada estridente sin que se le alterara el rostro apático y demacrado.
—¿Cuándo apareció la Cúpula?
—El sábado.
—¿Y cuánto hace de eso?
Junior frunció el entrecejo.
—¿Una semana? —respondió al cabo de un rato. Y añadió—: ¿Dos semanas? Hace ya un poco, eso seguro. —Se volvió hacia Rusty. Los ojos le brillaban a causa del Valium que Marshall le había inyectado—. ¿Te ha dicho Baaarbie que me hagas todas estas preguntas? Él las mató, lo sabes. —Asintió—. Encontramos sus playas de indefinición. —Hizo una pausa—. Placas de identificación.
—Barbie no me ha dicho que te pregunte nada —replicó Rusty—. Está en el calabozo.
—Dentro de poco estará en el infierno —dijo Junior en un tono de lo más natural—. Lo juzgaremos y lo ejecutaremos. Lo dice mi padre. En Maine no hay pena de muerte, pero dice que la situación que vivimos es como si estuviéramos en guerra. La ensalada de huevo tiene demasiadas calorías.
—Eso es cierto —admitió Rusty. Tenía un estetoscopio, un tensiómetro y un oftalmoscopio. Le puso el brazalete en el brazo—. ¿Puedes decirme el nombre de los tres últimos presidentes, por orden?
—Claro. Bush, Push y Tush. —Soltó una carcajada sin que se le alterara el semblante.
Tenía la presión a 147 y 120. Rusty esperaba algo peor.
—¿Recuerdas quién ha venido a verte antes de que llegara yo?
—Sí. El viejo al que Frankie y yo vimos en la cabaña antes de encontrar a los niños. Espero que estén bien. Eran muy monos.
—¿Recuerdas cómo se llaman?
—Aidan y Alice Appleton. Fuimos a la discoteca y esa chica pelirroja me hizo una paja por debajo de la mesa. Creía que iba a parar antes de alabar. —Hizo una pausa—. Acabar.
—Ajá. —Rusty le miró los ojos con el oftalmoscopio. El derecho estaba bien. El nervio óptico del izquierdo estaba inflamado, era una afección conocida como papiledema. Se trataba de un síntoma habitual en los tumores cerebrales avanzados y las hinchazones que estos provocaban.
—¿Ves algo verde, McQueen?
—No. —Rusty dejó el oftalmoscopio y estiró el dedo índice frente a Junior—. Quiero que me toques el dedo índice con tu dedo y que luego te toques la nariz.
Junior obedeció. Rusty empezó a mover el dedo lentamente hacia delante y hacia atrás.
—Sigue.
Junior logró tocarse la nariz una vez. Luego alcanzó el dedo de Rusty pero se tocó la mejilla. La tercera vez fue incapaz de llegar al dedo y se tocó la ceja derecha.
—Ya está. ¿Más? Podría pasarme así todo el día.
Rusty empujó la silla hacia atrás y se puso en pie.
—Le voy a decir a Ginny Tomlinson que te traiga una receta.
—Cuando la tenga, ¿podré irme a pasa? A casa, quiero decir.
—Esta noche te quedarás aquí, Junior. En estado de observación.
—Pero estoy bien, ¿no? Antes he tenido una de mis migrañas, una muy fuerte, pero ya se me ha pasado. Estoy bien, ¿verdad?
—Ahora no puedo decirte nada —dijo Rusty—. Quiero hablar con Thurston Marshall y consultar un par de libros.
—Eh, ese tío no es médico. Es profesor de inglés.
—Quizá, pero te ha tratado bien. Mejor de lo que lo tratasteis Frank y tú a él, por lo que me han contado.
Junior hizo un gesto de desdén con la mano.
—Solo estábamos jugando. Además, nos portamos bien con los niños, ¿verdad?
—Eso no te lo discuto. Ahora relájate, Junior. ¿Por qué no miras un rato la tele?
Junior pensó en ello y luego preguntó:
—¿Qué hay para cenar?
 6


En tales circunstancias, lo único que a Rusty se le ocurrió que podía administrarle a Junior Rennie para reducirle la presión del cerebro era manitol intravenoso. Cogió el historial clínico de la puerta y vio una nota pegada, escrita con una caligrafía muy redondeada y desconocida:
Estimado Dr. Everett: ¿Le parece bien que le administremos manitol a este paciente? No lo he hecho porque no sé la dosis correcta.
Thurse

Rusty apuntó la dosis. Ginny tenía razón; Thurston Marshall era bueno.
 7


La puerta de la habitación de Big Jim estaba abierta, pero dentro no había nadie. Rusty oyó la voz del segundo concejal. Procedía del refugio favorito del difunto doctor Haskell para echarse la siesta.
Rusty recorrió el pasillo. No pensó en echar un vistazo al historial de Big Jim, un despiste que más tarde lamentaría.
Big Jim estaba vestido de calle y sentado junto a la ventana, con el teléfono pegado a la oreja, a pesar de que en el cartel de la pared aparecía un teléfono móvil rojo tachado con una gran X, para los analfabetos. Rusty pensó que le proporcionaría un gran placer ordenar a Big Jim que colgara. Tal vez no era la forma más diplomática de empezar lo que iba a ser una mezcla de análisis médico y discusión, pero pensaba hacerlo. Se dirigió hacia el concejal, pero de repente se detuvo. En seco.
Le vino a la cabeza un recuerdo: no podía dormir, se levantó para comer un trozo del pastel de arándanos y naranja de Linda, oyó que Audrey sollozaba en la habitación de las niñas. Fue a ver cómo estaban. Se sentó en la cama de Jannie, bajo Hannah Montana, su ángel de la guarda.
¿Por qué había tardado tanto en recordar eso? ¿Por qué no le había sucedido durante su reunión con Big Jim en el estudio de la casa de Rennie?
Porque entonces no estaba al corriente de los asesinatos; estaba obcecado con el propano. Y porque Janelle no tenía un ataque, tan solo estaba en la fase REM del sueño. Hablaba en sueños.
«Tiene una pelota de béisbol dorada, papá. Es una pelota mala».

Ese recuerdo no le acudió al pensamiento ni tan siquiera la noche anterior, en la funeraria. Lo hacía entonces, cuando ya casi era demasiado tarde.
Pero piensa en lo que significa: quizá ese artilugio de Black Ridge solo emita una cantidad de radiación limitada, pero está transmitiendo algo más. Llamémoslo precognición inducida, o tal vez sea algo que ni siquiera tiene nombre, pero sea lo que sea, está ahí. Y si Jannie tenía razón sobre la pelota de béisbol dorada, entonces todos los niños que han hablado en tono profético sobre un desastre en Halloween quizá también tengan razón. Pero ¿significa eso que será actualmente ese día? ¿O podría ser antes?

Rusty consideraba esta última opción la más probable. Para los niños del pueblo, entusiasmados por las chucherías que iban a conseguir, ya era Halloween.
—Me da igual lo que tengas entre manos, Stewart —decía Big Jim. Los tres miligramos de Valium no parecían haberlo dulcificado; era el mismo gruñón recalcitrante de siempre—. Quiero que Fernald y tú vayáis allí arriba, y llevaos a Roger con voso… ¿Eh? ¿Qué? —Escuchó—. No tendría ni que decírtelo. ¿Es que no has visto la puñetera televisión? Si se pone muy gallito, le…
Alzó la mirada y vio a Rusty en la puerta. Por un instante, la mirada asustada de Big Jim fue la de un hombre que está repitiendo mentalmente la conversación para averiguar hasta dónde puede haber oído el recién llegado.
—Stewart, ha llegado una persona. Te llamaré más tarde, y cuando hablemos, más vale que me digas lo que quiero oír. —Colgó sin despedirse, alzó el teléfono hacia Rusty y esbozó una sonrisa que mostró la hilera superior de dientes—. Lo sé, lo sé, he sido muy malo, pero los asuntos del pueblo no pueden esperar. —Suspiró—. No es fácil ser el hombre del que depende todo el mundo, sobre todo cuando no te sientes bien.
—Debe de ser difícil —admitió Rusty.
—Dios me ayuda. ¿Quieres saber cuál es mi filosofía de vida?
No.
—Claro.
—Cuando Dios cierra una puerta, abre una ventana.
—¿Eso crees?
—Lo sé. Y algo que nunca olvido es que cuando rezas para pedir algo que quieres, Dios hace oídos sordos. Pero cuando rezas para pedir algo que necesitas, Dios es todo oídos.
—Ajá. —Rusty entró en la sala de personal. El televisor de la pared estaba sintonizado en la CNN, aunque sin sonido. En ese momento había una fotografía de James Rennie padre, que se alzaba por detrás del busto parlante: era una imagen en blanco y negro, no muy favorecedora. En ella Big Jim aparecía con un dedo y el labio superior alzado. No se trataba de una sonrisa, sino de una mueca de hiena. En el rótulo inferior podía leerse: ¿ERA EL PUEBLO DE LA CÚPULA UN REFUGIO DE TRAFICANTES DE DROGA? Ahora la pantalla mostraba un anuncio del concesionario de Jim Rennie, aquel tan irritante que siempre acababa con la imagen de un vendedor (nunca el propio Big Jim) gritando «¡Con Big Jim TODO irá sobre RUEDAS!».
Rennie señaló el televisor y esbozó una sonrisa triste.
—¿Ves lo que me están haciendo los amigos de Barbara de ahí fuera? Aunque, ¿a quién le sorprende? Cuando Jesucristo vino a redimir a la humanidad, lo obligaron a cargar con Su propia cruz hasta el monte Calvario, donde murió lleno de sangre y polvo.
Rusty pensó, y no por primera vez, que el Valium era un medicamento muy extraño. No sabía si en el vino había veritas, pero sí que la había en el Valium. Cuando lo administraba a la gente, sobre todo si era por vía intravenosa, acostumbraba a oír exactamente lo que las personas en cuestión pensaban sobre sí mismas.
Rusty acercó una silla y se preparó para auscultar a Rennie con el estetoscopio.
—Levántate la camisa. —Cuando Big Jim dejó el teléfono para obedecer a Rusty, este se lo guardó en el bolsillo del pecho—. Si no te importa, me llevo esto. Lo dejaré en el mostrador del vestíbulo, una zona donde está permitido hablar por el móvil. Las sillas no están tan bien tapizadas como estas, pero no son incómodas.
Temía que Big Jim se quejara, que estallara incluso, pero ni siquiera abrió la boca; dejó al descubierto su prominente barriga de buda, y sus pechos grandes y flácidos. Rusty se inclinó y lo auscultó. Estaba mucho mejor de lo que esperaba. Se habría conformado con ciento diez latidos por minuto y una fibrilación ventricular moderada. Sin embargo, el corazón de Big Jim latía a noventa pulsaciones por minuto, sin arritmias.
—Me siento mucho mejor —afirmó Rennie—. Era el estrés. He estado sometido a un estrés brutal. Me quedaré a descansar un par de horas (¿te das cuenta de que se ve todo el pueblo desde esta ventana, amigo?), y le haré otra visita a Junior. Luego me iré y…
—No es solo el estrés. Tienes sobrepeso y no estás en forma.
Big Jim volvió a mostrarle la hilera de dientes superiores con su falsa sonrisa.
—Dirijo un negocio y un pueblo, amigo; ambos en números rojos, por cierto. Eso me deja poco tiempo para cintas de andar, para StairMasters y aparatos por el estilo.
—Hace dos años te presentaste aquí con síntomas de TAP, Rennie. Eso es taquicardia auricular paroxística.
—Sé lo que significa. Lo busqué en WebMD y decía que la gente sana a veces experimenta…
—Ron Haskell no se anduvo con rodeos y te dijo que debías controlar el peso, que debías controlar la arritmia con medicación, y que si los medicamentos no eran efectivos, habría que tener en cuenta la vía quirúrgica para corregir el problema subyacente.
Big Jim puso cara de niño infeliz que está sentado en una trona y no puede bajar de ella.
—¡Dios me dijo que no lo hiciera! ¡Dios me dijo no al marcapasos! ¡Y Dios tenía razón! ¡Duke Perkins llevaba marcapasos y mira lo que le pasó!
—Por no hablar de su viuda —añadió Rusty en voz baja—. Ella también ha tenido mala suerte. Debía de estar en el lugar equivocado en el momento equivocado.
Big Jim lo escrutó con sus ojos de cerdo. Luego alzó la vista al techo.
—Volvéis a tener luz, ¿verdad? Os di el propano, tal como me pediste. Hay gente que no sabe lo que es la gratitud. Aunque, claro, un hombre en mi situación se acostumbra a eso.
—Mañana por la noche se nos habrá acabado otra vez.
Big Jim negó con la cabeza.
—Mañana por la noche tendrás suficiente propano para mantener el hospital en funcionamiento hasta Navidad si es necesario. Te lo prometo, por haberme tratado de forma tan agradable y por ser un tipo tan bueno en todos los aspectos.
—Me resulta difícil ser agradecido cuando la gente me devuelve lo que era mío. Imagino que soy un poco raro en ese aspecto.
—Ah, vaya, ¿así que ahora te comparas con el hospital? —rezongó Big Jim.
—¿Por qué no? Tú acabas de ponerte a la misma altura que Jesucristo. Pero regresemos a tu estado médico, ¿te parece?
Big Jim agitó sus manos grandes y gruesas en un gesto de indignación.
—El Valium no es un remedio. Si sales de aquí, podrías volver a tener arritmias a las cinco de la tarde. O directamente un infarto. Lo bueno de todo esto es que podrías reunirte con tu salvador antes de la puesta de sol.
—¿Y qué me recomiendas? —preguntó Rennie con calma. Había recuperado la compostura.
—Podría darte algo que solucionaría el problema, al menos a corto plazo. Es un medicamento.
—¿Cuál?
—Pero tiene un precio.
—Lo sabía —dijo Big Jim en voz baja—. Sabía que estabas del lado de Barbara desde el día en que viniste a mi despacho con tu «dame esto y dame aquello».
Lo único que hizo Rusty fue pedirle propano, pero decidió pasar por alto el comentario del concejal.
—¿Cómo sabías que había un bando de partidarios de Barbara? Aún no se habían descubierto los asesinatos, ¿cómo sabías que tenía un bando?
Los ojos de Big Jim se iluminaron con un destello de paranoia o de regocijo, o quizá de ambas cosas.
—Tengo mis métodos, amigo. Bueno, ¿cuál es el precio? ¿Qué quieres que te dé a cambio del medicamento que impedirá que me dé un infarto? —Y antes de que Rusty pudiera responder, añadió—: Déjame adivinarlo. Quieres la libertad de Barbara, ¿verdad?
—No. La gente del pueblo lo lincharía en cuanto pusiera un pie en la calle.
Big Jim soltó una carcajada.
—De vez en cuando das muestras de tener un poco de sentido común.
—Quiero que dimitas y te mantengas al margen de todo. Y Sanders también. Deja que Andrea Grinnell tome el mando, y que Julia Shumway le eche una mano hasta que Andi se haya desenganchado de las pastillas.
Esta vez Big Jim soltó una carcajada aún más sonora y se dio una palmada en el muslo.
—Yo creía que Cox ya estaba majara (quería que la pechugona ayudara a Andrea), pero tú aún estás peor. ¡Shumway! ¡Esa hija de fruta no se entera de la misa la media!
—Sé que mataste a Coggins.
No quería decirlo, pero le salió antes de que pudiera retractarse. ¿Y qué problema había? Estaban solos, a menos que contaran a John Roberts, de la CNN, que los miraba desde el televisor de la pared. Además, valió la pena por las consecuencias. Por primera vez desde que aceptó la existencia de la Cúpula, Big Jim sufrió una conmoción. Intentó mantener un semblante neutro, pero no lo consiguió.
—Estás loco.
—Sabes que no es así. Anoche fui a la Funeraria Bowie y examiné los cuerpos de las cuatro víctimas de asesinato.
—¡No tenías derecho a hacerlo! ¡No eres patólogo! ¡No eres ni un puñetero médico!
—Cálmate, Rennie. Cuenta hasta diez. Acuérdate de tu corazón. —Rusty hizo una pausa—. Pensándolo bien, que le den por saco a tu corazón. Después del lío que has montado y del que estás montando ahora, que le den por saco a tu corazón. Coggins tenía toda la cara y la cabeza llena de marcas muy raras pero fáciles de identificar. Eran puntadas. Y no me cabe la menor duda de que encajan con la bola de béisbol que vi en tu escritorio.
—Eso no significa nada. —Pero Rennie echó un vistazo hacia la puerta abierta del baño.
—Significa muchas cosas. Sobre todo si tenemos en cuenta los otros cuerpos que se encontraron en el mismo lugar. Para mí eso significa que el asesino de Coggins fue el asesino de los demás. Creo que fuiste tú. O quizá fuisteis Junior y tú. ¿Formasteis un equipo de padre e hijo? ¿Fue así?
—¡Me niego a escuchar esto! —Intentó levantarse pero Rusty lo obligó a sentarse de nuevo, algo que le resultó sorprendentemente fácil—. ¡Vamos a quedarnos quietos! —gritó Rennie—. ¡Vamos a quedarnos quietos, maldita sea!
Rusty le preguntó:
—¿Por qué lo mataste? ¿Amenazó con tirar de la manta y revelar tu operación de tráfico de drogas? ¿Acaso formaba parte de ella?
—¡Vamos a quedarnos quietos! —repitió Rennie, a pesar de que Rusty ya se había sentado. No se le ocurrió que Big Jim tal vez no se dirigía a él.
—Puedo cerrar la boca —dijo Rusty—. Y puedo darte algo más eficaz que el Valium para la TAP. Pero quid pro quo. A cambio debes mantenerte al margen de todo. Mañana durante la asamblea anuncia tu dimisión, por motivos de salud, en favor de Andrea. Y quedarás como un héroe.
No podía negarse, pensó Rusty; estaba entre la espada y la pared.
Rennie se volvió de nuevo hacia la puerta del baño abierta y dijo:
—Ya podéis salir.
Carter Thibodeau y Freddy Denton salieron del baño, donde estaban escondidos, y donde lo habían escuchado todo.
 8


—¡Maldición! —exclamó Stewart Bowie.
Su hermano y él estaban en el sótano de la funeraria. Stewart había estado maquillando a Arletta Coombs, el último suicidio de Chester’s Mills y la última clienta de la Funeraria Bowie.
—Maldito hijo de puta, listillo de mierda.
Dejó el teléfono móvil en la mesa y sacó un paquete de Ritz Bits con sabor a mantequilla de cacahuete del amplio bolsillo delantero de su delantal de goma. A Stewart le daba por comer cuando estaba disgustado, y siempre había sido muy guarro con la comida («Aquí han comido cerdos», acostumbraba a decir su padre cuando el joven Stewie se levantaba de la mesa); ahora una lluvia de migas de Ritz caía sobre el rostro de Arletta, que no tenía una expresión muy plácida; si la mujer creyó que bebiendo Liquid-Plumr lograría salir de forma rápida e indolora de la Cúpula, se llevó un gran desengaño. El maldito desatascador le licuó el estómago y salió por la retaguardia.
—¿Qué pasa? —preguntó Fern.
—¿Por qué coño tuve que hacer negocios con Rennie?
—¿Por dinero?
—¿De qué sirve ahora el dinero? —le espetó Stewart—. ¿Qué voy a hacer, ir a gastarme toda la puta pasta a los Almacenes Burpee’s? ¡Seguro que eso me pondría cachondo de cojones!
Abrió la boca de la anciana viuda y le echó el resto de Ritz Bits.
—Ahí tienes, zorra, es la hora del aperitivo.
Stewart agarró su móvil, apretó el botón de CONTACTOS y seleccionó un número.
—Como no esté —dijo, quizá a Fern, aunque lo más probable era que hablase consigo mismo—, saldré a buscarlo y cuando lo encuentre le meteré uno de sus pollos por el puto cu…
Sin embargo Roger Killian sí que estaba. Y en su maldita granja de pollos. Stewart los oía cloquear. También oía los violines avasalladores de Mantovani que sonaban en el equipo de sonido de la granja. Cuando los chicos andaban por ahí, ponían Metallica o Pantera.
—¿Sí?
—Roger. Soy Stewie. ¿Estás colocado, hermano?
—No —respondió Roger, lo que a buen seguro significaba que había estado fumando cristal, pero qué más daba.
—Baja al pueblo. Reúnete con Fern y conmigo en el aparcamiento. Vamos a llevar dos camiones grandes, de los que tienen grúa, a la WCIK. Hay que trasladar de nuevo todo el propano al pueblo. No podemos hacerlo en un día, pero Big Jim dice que tenemos que empezar ya. Mañana reclutaré a seis o siete chicos más de confianza, algunos del maldito ejército privado de Jim, si nos los presta, y acabaremos el traslado.
—Oh, Stewart, no… ¡Tengo que dar de comer a los pollos! ¡Todos mis hijos trabajan ahora de policías!
Lo que significa, pensó Stewart, que quieres quedarte sentado en ese despachito que tienes, fumando cristal, escuchando esa mierda de música y mirando vídeos de bolleras en el ordenador. No entendía cómo podía ponerse cachondo con aquel pestazo a mierda de pollo tan denso que se podría cortar con un cuchillo, pero Roger Killian lo conseguía.
—No es una misión voluntaria, hermano mío. He recibido órdenes, y yo te las doy a ti. Dentro de media hora. Y si ves a alguno de tus hijos por ahí, reclútalo para la causa.
Colgó antes de que Roger se pusiera a lloriquear de nuevo, y por un instante se quedó ahí, enfurruñado. Lo último que le apetecía hacer esa tarde de miércoles era cargar depósitos de propano en camiones… pero eso era justamente lo que iba a hacer. Qué remedio.
Agarró la manguera del fregadero, la metió entre la dentadura postiza de Arletta Coomb y abrió el agua. Era una manguera de alta presión y el cadáver dio una sacudida en la mesa.
—Para que bajen las galletitas, abuela —gruñó—. No quiero que te atragantes.
—¡Para! —gritó Fern—. Saldrá todo por el agujero de…
Demasiado tarde.
 9


Big Jim miró a Rusty y lanzó una sonrisa que parecía decir «Ya verás la que te espera». Entonces se volvió hacia Carter y Freddy Denton.
—¿Habéis oído cómo intentaba coaccionarme el señor Everett?
—Sin duda —respondió Freddy.
—¿Habéis oído cómo me amenazaba con negarme cierto medicamento que podría salvarme la vida si me negaba a dimitir?
—Sí —respondió Carter, que miró a Rusty con odio. El auxiliar médico se preguntaba cómo podía haber sido tan estúpido.
Ha sido un día muy largo, se lo puedo atribuir a eso.
—El medicamento en cuestión podría haber sido Verapamil, que el tipo del pelo largo me administró por vía intravenosa. —Big Jim mostró sus dientes con otra desagradable sonrisa.
Verapamil. Por primera vez Rusty se maldijo a sí mismo por no haber echado un vistazo al historial de Big Jim, que se encontraba en la puerta. No sería la última vez.
—¿Qué delitos consideráis que se han cometido? —preguntó Big Jim—. ¿Un delito de amenazas?
—Por supuesto, y extorsión —añadió Freddy.
—Al diablo con eso, ha sido un homicidio frustrado —afirmó Carter.
—¿Y quién creéis que lo ha incitado?
—Barbie —respondió Carter, y le dio un puñetazo en la boca a Rusty. Este no tuvo tiempo de reaccionar, ni siquiera pudo protegerse. Se tambaleó, chocó con una de las sillas y cayó de costado. Le sangraba la boca.
—Eso ha sido resistencia a la autoridad —observó Big Jim—. Pero no basta. Ponedlo en el suelo, chicos. Lo quiero en el suelo.
Rusty intentó huir, pero apenas logró levantarse de la silla antes de que Carter lo agarrara de un brazo y lo obligara a darse la vuelta. Freddy colocó un pie detrás de sus piernas. Carter le dio un empujón. Como los niños en el patio de la escuela, pensó Rusty mientras caía.
Carter se arrodilló a su lado y Rusty lanzó una bocanada de aire que rozó la mejilla izquierda del policía. Thibodeau se pasó la mano con un gesto de impaciencia, como alguien que intenta espantar a una mosca molesta. Al cabo de un instante estaba sentado sobre el pecho de Rusty con una sonrisa burlona en los labios. Sí, como en el patio, salvo que allí no había ningún monitor que fuera a obligarlo a parar.
Volvió la cabeza hacia Rennie, que estaba de pie.
—Es mejor que no sigas —dijo Rusty entre jadeos. El corazón le latía con fuerza. Apenas le llegaba el aire. Thibodeau pesaba mucho. Freddy Denton estaba arrodillado junto a ambos. A Rusty le pareció que era como el árbitro de uno de esos combates de lucha libre de pantomima.
—Pues voy a hacerlo, Everett —replicó Big Jim—. De hecho. Dios te bendiga, tengo que hacerlo. Freddy, coge mi móvil. Lo tiene en el bolsillo del pecho y no quiero que se rompa. Ese puñetero me lo ha robado. Puedes añadirlo al informe cuando os lo llevéis a la comisaría.
—Hay más gente que lo sabe —añadió Rusty. Nunca se había sentido tan indefenso. Ni tan estúpido. Tampoco le sirvió de mucho decirse a sí mismo que no era el primero que subestimaba a James Rennie padre—. Hay más gente que sabe lo que has hecho.
—Quizá —admitió Big Jim—. Pero ¿quiénes son? Otros amigos de Dale Barbara. Los mismos que causaron los disturbios en el supermercado, los mismos que quemaron el periódico. Los mismos que han creado la Cúpula, no me cabe la menor duda. Una especie de experimento del gobierno, eso es lo que creo. Pero no somos un puñado de ratas encerradas en una jaula, ¿verdad? ¿Verdad, Carter?
—No.
—Freddy, ¿a qué esperas?
Denton había escuchado a Big Jim con una expresión que decía «Ahora lo entiendo». Cogió el móvil de Big Jim del bolsillo del pecho de Rusty y lo lanzó a uno de los sofás. Luego se volvió hacia Everett.
—¿Cuánto tiempo llevabais planeando esto? ¿Cuánto tiempo llevabais planeando encerrarnos en el pueblo para observar cómo reaccionábamos?
—Freddy, escucha lo que dices —le pidió Rusty. Las palabras brotaron entre resuellos. Por Dios, Thibodeau pesaba mucho—. Es una locura. No tiene sentido. ¿Es que no ves…?
—Sujétale la mano en el suelo —ordenó Big Jim—. La izquierda.
Freddy obedeció la orden. Rusty intentó apartarla, pero no pudo hacer palanca para zafarse porque Thibodeau le inmovilizaba los brazos.
—Siento tener que hacer esto, amigo, pero los habitantes de este pueblo tienen que entender que debemos someter a los elementos terroristas.
Rennie ya podía ir diciendo que lo sentía, pero en cuanto pisó el puño izquierdo de Rusty con el talón de su zapato, y con sus ciento cinco kilos de peso, Rusty vio que tras los pantalones de gabardina del segundo concejal asomaba un motivo distinto. Estaba disfrutando de la situación, y no solo en un sentido cerebral.
El talón le apretaba y machacaba la mano: fuerte, más fuerte, con toda la fuerza posible. Big Jim hizo una mueca de esfuerzo. Le aparecieron unas manchas de sudor bajo los ojos. Se mordía la lengua.
No grites, pensó Rusty. Atraerías a Ginny y entonces ella también se vería involucrada en todo el lío. Además, es lo que quiere Rennie. No le des esa satisfacción.
Sin embargo, cuando oyó el primer crujido bajo el talón de Big Jim, gritó. No pudo evitarlo.
Hubo otro crujido. Luego un tercero.
Big Jim retrocedió, satisfecho.
—Levantadlo y llevadlo al calabozo. Que le haga una visita a su amigo.
Freddy echó un vistazo a la mano de Rusty, que ya se estaba hinchando. Tres de los cuatro dedos estaban dislocados y tenían un aspecto espantoso.
—Ya te hemos trincado —dijo con gran satisfacción.
Ginny apareció en la puerta con los ojos desorbitados.
—¿Qué estáis haciendo, por el amor de Dios?
—Detener a este hijo de puta por extorsión, por amenazas y por homicidio frustrado —dijo Freddy Denton mientras Carter ponía a Rusty en pie—. Y eso es solo el principio. Ha mostrado resistencia a la autoridad y hemos tenido que reducirlo. Ahora, apártese, señora. Por favor.
—¡Estáis locos! —gritó Ginny—. ¡Rusty, la mano!
—Estoy bien. Llama a Linda. Dile que estos matones…
No pudo decir nada más. Carter lo agarró del cuello, lo sacó por la puerta, con la cabeza gacha y le susurró al oído:
—Si estuviera seguro de que ese abuelo sabe tanto de medicina como tú, te mataría yo mismo.
Todo esto en poco más de cuatro días, pensó Rusty mientras Carter lo arrastraba por el pasillo, tambaleándose y doblado casi por la mitad debido a la fuerza con que lo agarraba del cuello. Su mano izquierda ya no era una mano, sino un amasijo de carne que le causaba un dolor insoportable. En poco más de cuatro días.
Se preguntó si los cabeza de cuero, fueran lo que fuesen, o quienes fuesen, estaban disfrutando del espectáculo.
 10


Era media tarde cuando Linda se encontró con la bibliotecaria de Chester’s Mills. Lissa circulaba en bicicleta por la carretera 117. Le dijo que había estado hablando con los centinelas de la Cúpula, intentando sonsacarles algo más de información sobre el día de Visita.
—Se supone que no deben cotillear con nosotros, pero algunos lo hacen. Sobre todo si te desabrochas los tres primeros botones de la blusa. Parece una forma muy fácil de iniciar una conversación. Con los chicos del ejército, al menos. Porque los marines… Creo que podría desnudarme y ponerme a bailar «Macarena», y aun así no dirían ni mu. Esos chicos parecen inmunes a las incitaciones sexuales. —Sonrió—. Aunque tampoco soy Kate Winslet.
—¿Te has enterado de algún cotilleo interesante?
—No. —Lissa estaba montada en la bicicleta y miraba a Linda a través de la ventanilla del acompañante—. No saben nada. Pero están muy preocupados por lo que nos pueda pasar; eso me conmovió. Y oyen los mismos rumores que nosotros. Uno de ellos me ha preguntado si era cierto que ya se habían suicidado más de cien personas.
—¿Puedes subir al coche un momento?
Lissa sonrió de oreja a oreja.
—¿Estoy detenida?
—Quiero hablar contigo de algo.
Lissa puso el caballete y entró en el coche, después de apartar la carpeta de citaciones y la pistola radar estropeada de Linda. Esta le contó la visita clandestina que hicieron a la funeraria y lo que encontraron allí, y luego le habló de la reunión que iban a celebrar en la parroquia. La reacción de Lissa fue inmediata y vehemente.
—Pienso asistir, y no intentes evitarlo.
En ese momento la radio carraspeó y se oyó la voz de Stacey.
—Unidad Cuatro, unidad Cuatro. Breico, breico, breico.
Linda agarró el micro. No pensaba en Rusty, sino en sus hijas.
—Aquí unidad Cuatro, Stacey. Adelante.
Lo que le dijo Stacey Moggin transformó su inquietud en una absoluta sensación de terror.
—Tengo malas noticias, Lin. Debería decirte que te preparases para lo que voy a contarte, pero no creo que puedas prepararte para algo así. Han detenido a Rusty.
—¿Qué? —exclamó Linda, casi gritando, pero solo la oyó Lissa, ya que no había apretado el botón lateral del micrófono.
—Lo han encerrado abajo, en el calabozo, con Barbie. Está bien, pero creo que tiene la mano rota; se la sujetaba contra el pecho y estaba muy hinchada. —Bajó la voz—. Han dicho que ofreció resistencia durante la detención. Cambio.
En esta ocasión Linda se acordó de apretar el botón del micrófono.
—Voy ahora mismo. Avísale. Cambio.
—No puedo —dijo Stacey—. Ya no dejan bajar a nadie, solo a los agentes que están en una lista especial… y no soy uno de ellos. Lo acusan de muchas cosas, entre otras de homicidio frustrado y cómplice de homicidio. Tómatelo con calma cuando regreses al pueblo. No te permitirán verlo, así que no hace falta que te calientes la cabeza por el camino…
Linda apretó el botón del micro tres veces: breico, breico, breico. Acto seguido dijo:
—Lo veré.
Pero no lo vio. El jefe Peter Randolph, que parecía recién despertado de la siesta, salió a su encuentro en los escalones de la comisaría y le dijo que entregara la placa y la pistola; como esposa de Rusty, también era sospechosa de haber atentado contra el gobierno legítimo del pueblo y de fomentar la insurrección.
A Linda le entraron ganas de espetarle a Randolph: «Muy bien. Detenme, llévame abajo con mi marido». Pero entonces pensó en las niñas, que ya debían de estar en casa de Marta, esperando a que las recogiera, y con ganas de contarle lo que habían hecho en la escuela durante el día. También pensó en la reunión que iban a mantener en la parroquia esa misma noche, y a la que no podría asistir si la encerraban en una celda. En ese momento la reunión era más importante que nunca.
Si iban a liberar a un prisionero al día siguiente por la noche, ¿por qué no a dos?
—Dile que le quiero —le pidió Linda, que se desabrochó el cinturón y se quitó la funda de la pistola. Nunca le había hecho mucha gracia tener que cargar con el arma. Ayudar a cruzar a los más pequeños de camino a la escuela, decirles a los chicos de secundaria que tiraran los cigarrillos y que no soltaran palabrotas… Ese tipo de cosas eran su fuerte.
—Le transmitiré el mensaje.
—¿Alguien ha echado un vistazo a su mano? Me han dicho que podría tenerla rota.
Randolph frunció el entrecejo.
—¿Quién se lo ha dicho, señora Everett?
—No sé quién me ha llamado. No se ha identificado. Creo que ha sido uno de nuestros chicos, pero la recepción no es demasiado buena en la 117.
Randolph meditó sobre la respuesta de Linda, pero decidió no seguir insistiendo.
—La mano de Rusty está bien —dijo—. Y nuestros chicos ya no son sus chicos. Váyase a casa. Estoy seguro de que tendremos que hacerle unas cuantas preguntas más adelante.
A Linda le entraron ganas de llorar, pero se contuvo.
—¿Y qué voy a contarles a mis hijas? ¿Que su padre está en la cárcel? Sabes que Rusty es uno de los buenos; lo sabes. ¡Dios, fue quien te diagnosticó los problemas de vesícula el año pasado!
—Me temo que no puedo serle de gran ayuda, señora Everett —dijo Randolph. Parecía que el llamarla Linda ya era cosa del pasado—. Pero le sugiero que no les explique que su papá conspiró con Dale Barbara para perpetrar el asesinato de Brenda Perkins y Lester Coggins. No estamos muy seguros sobre los demás, ya que fueron crímenes sexuales y tal vez Rusty no sabía nada sobre ellos.
—¡Es una locura!
Randolph prosiguió como si no la hubiera oído.
—También ha intentado matar al concejal Rennie, ya que lo amenazó con no proporcionarle un medicamento vital para él. Por suerte, Big Jim tuvo la precaución de ocultar a un par de agentes en el baño. —Movió la cabeza—. Amenazó con no proporcionarle un medicamento vital a un hombre que se ha puesto enfermo debido a la gran preocupación que ha mostrado por este pueblo. Así se comporta su buen chico, ese es su maldito buen chico.
Linda estaba en apuros, y lo sabía. Se fue antes de que la situación empeorase. Tenía cinco horas antes de la reunión en la parroquia. No se le ocurría ningún lugar al que ir ni nada que hacer.
Pero entonces tuvo una idea.
 11


La mano de Rusty no estaba bien, ni mucho menos. Hasta Barbie podía verlo, y había tres celdas vacías entre ellos.
—Rusty… ¿puedo hacer algo?
Everett logró esbozar una sonrisa.
—No, a menos que tengas unas cuantas aspirinas y me las puedas pasar. Un Darvocet sería aún mejor.
—Intenta relajarte. ¿No te han dado nada?
—No, pero el dolor ha bajado un poco. Sobreviviré. —Sus palabras fueron más optimistas de lo que en realidad sentía; el dolor era atroz, y estaba a punto de aumentar aún más—. Pero tengo que hacer algo con los dedos.
—Buena suerte.
Por increíble que pareciera, no tenía ningún dedo roto, tan solo un hueso de la mano, un metacarpiano, el quinto. Lo único que podía hacer al respecto era arrancar unos cuantos jirones de la camiseta y utilizarlos como vendaje. Pero antes…
Se agarró el dedo índice izquierdo, dislocado en la articulación interfalángica proximal. En las películas siempre se hacía rápido porque así era más espectacular. Por desgracia, si se precipitaba podía empeorar las cosas en lugar de mejorarlas. De modo que se aplicó una presión lenta, constante y cada vez mayor. El dolor era insoportable; sintió cómo le subía hasta la mandíbula. Oyó los crujidos del dedo, como las bisagras de una puerta que no se ha abierto en mucho tiempo. En algún lugar, cerca y al mismo tiempo muy lejos, vio a Barbie apoyado en la puerta de su celda, observándolo.
Entonces, de repente, el dedo volvía a estar recto, como por arte de magia, y el dolor había disminuido. Al menos el de ese dedo. Se sentó en el camastro; jadeaba como si acabara de finalizar una carrera.
—¿Ya está? —preguntó Barbie.
—Aún no. También tengo que volver a encajar el dedo de «que te follen». Podría necesitarlo.
Rusty se agarró el segundo dedo y se puso manos a la obra. Y de nuevo, cuando parecía que el dolor no podía ir a más, la articulación dislocada regresó a su sitio. Solo le faltaba recolocar el meñique, que estaba torcido, como si se dispusiera a hacer un brindis.
Y lo haría si pudiera, pensó. «Por el día más jodido de la historia». De la historia de Eric Everett, al menos.
Empezó a envolverse el dedo. También le dolió, y no había una solución rápida.
—¿Qué has hecho? —preguntó Barbie, y chasqueó los dedos dos veces. Señaló al techo y se llevó una mano a la oreja. ¿Sabía a ciencia cierta que había micrófonos en las celdas, o solo lo sospechaba? Rusty decidió que daba igual, que lo mejor era comportarse como si los hubiera, aunque resultaba difícil creer que se le hubiera ocurrido a alguien en aquel caos.
—He cometido el error de intentar obligar a dimitir a Big Jim —respondió Rusty—. Estoy convencido de que añadirán una docena de acusaciones o más, pero me han metido aquí por decirle que dejara de meter mano en todo o acabaría teniendo un infarto.
Por supuesto, no hizo referencia alguna al caso de Coggins; Rusty creyó que sería más beneficioso para su salud.
—¿Qué tal es la comida aquí?
—No está mal —dijo Barbie—. Rose me ha traído el almuerzo. Pero ten cuidado con el agua. A veces está un pelín salada.
Estiró los dedos índice y corazón de la mano derecha en una V, se señaló los ojos y luego la boca: «Mira».
Rusty asintió.
«Mañana por la noche», movió los labios sin pronunciar una palabra.
«Lo sé», Rusty hizo lo propio. Marcó las sílabas de un modo tan exagerado que se le agrietaron los labios y volvieron a sangrarle.
Barbie añadió: «Necesitamos… un… escondite… seguro».
Gracias a Joe McClatchey y a sus amigos, Rusty pensó que tenía esa parte solucionada.
 12


Andy Sanders tuvo un ataque.
En realidad, fue inevitable; no estaba acostumbrado al cristal y había fumado mucho. Se encontraba en el estudio de la WCIK, escuchando cómo la sinfonía de «El pan nuestro de cada día» se alzaba por encima de «How Great Thou Art», y movía las manos como si fuera un director de orquesta. Se vio a sí mismo descendiendo entre cuerdas eternas de violín.
El Chef estaba en algún lado con la pipa, pero le había dejado un buen suministro de cigarrillos híbridos a los que llamaba «petardos».
—Tienes que ir con cuidado con estos, Sanders —le dijo—. Son dinamita. «Aquellos que no están acostumbrados a la bebida deben hacerlo con moderación», Timoteo 1. Eso también se puede aplicar a los petardos.
Andy asintió muy serio, pero se puso a fumar como un loco en cuanto el Chef se fue: dos petardos, seguidos. Dio una calada tras otra hasta que solo quedaron las colillas, que le quemaban los dedos. El olor a pis de gato del cristal alcanzaba ya los primeros puestos de su lista de grandes éxitos de aromaterapia. Iba por el tercer petardo, y seguía dirigiendo la orquesta como Leonard Bernstein, cuando dio una calada muy grande y perdió el conocimiento al instante. Se cayó al suelo y empezó a temblar en una marea de música sacra. Le salió espuma entre los dientes, a pesar de que los tenía apretados. Los ojos, entreabiertos, giraban en las órbitas, viendo cosas que no estaban ahí. Por lo menos, aún no.
Al cabo de diez minutos se despertó de nuevo, lo suficientemente animado para recorrer el camino entre el estudio y el gran edificio rojo de suministros que había detrás.
—¡Chef! —gritó—. Chef, ¿dónde estás? ¡YA VIENEN!
Chef Bushey salió por la puerta lateral del edificio de suministros. Tenía el pelo de punta y muy grasiento. Llevaba unos pantalones de pijama mugrientos, con una mancha de orina en la entrepierna y otra de hierba en el trasero. Estampados con ranas de dibujos animados que decían RIBBIT, colgaban de forma precaria de sus caderas huesudas, y dejaban al descubierto una mata de vello púbico por delante y la raja del culo por detrás. Sujetaba su AK-47 con una mano. En la culata había pintado con sumo cuidado las palabras GUERRERO DE DIOS. Sostenía el mando del garaje con la otra mano. Dejó el Guerrero de Dios, pero no el mando de la puerta de Dios. Agarró a Andy de los hombros y lo sacudió con fuerza.
—Basta ya, Anders, estás histérico.
—¡Ya vienen! ¡Los hombres amargados! ¡Como tú has dicho!
El Chef meditó en silencio.
—¿Te ha llamado alguien para avisarte?
—¡No, ha sido una visión! ¡He perdido el conocimiento y he tenido una visión!
El Chef abrió los ojos como platos. El recelo dio paso al respeto. Su mirada pasó de Andy a la Little Bitch Road, y luego de nuevo a Andy.
—¿Qué has visto? ¿Cuántos son? ¿Vienen todos o solo unos cuantos, como la última vez?
—Yo… Yo… Yo…
El Chef lo sacudió de nuevo, pero en esta ocasión con más tacto.
—Cálmate, Sanders. Ahora perteneces al Ejército del Señor y…
—¡Soy un soldado cristiano!
—Sí, sí, sí. Y yo soy tu superior. Así que informa.
—Vienen en dos camiones.
—¿Solo dos?
—Sí.
—¿Naranja?
—¡Sí!
El Chef se subió los pantalones del pijama, que regresaron a su anterior posición de forma casi inmediata, y asintió.
—Camiones del ayuntamiento. Seguramente esos tres estúpidos: los Bowie y Don Pollo.
—¿Don…?
—Killian, Sanders, ¿quién, si no? Fuma cristal pero no entiende el objetivo del cristal. Es un idiota. Vienen a buscar más propano.
—¿Deberíamos escondernos? ¿Escondernos y dejar que se lo lleven?
—Eso es lo que hice la última vez. Pero esta vez no. Me he cansado de esconderme y dejar que la gente se lleve cosas. Ajenjo ha refulgido. Ha llegado el momento de que los hombres de Dios enarbolen su bandera. ¿Estás conmigo?
Andy, que desde la aparición de la Cúpula había perdido todo lo que era más importante para él, no dudó.
—¡Sí!
—¿Hasta el final, Sanders?
—¡Hasta el final!
—¿Dónde has dejado el arma?
Por lo que podía recordar, estaba en el estudio, apoyada en un póster de Pat Robertson en el que este abrazaba a Lester Coggins.
—Vamos a por ella —dijo el Chef, que cogió su GUERRERO DE DIOS y comprobó el cargador—. A partir de ahora, llévala siempre contigo. ¿Lo entiendes?
—Sí.
—¿Tienes una caja de munición?
—Sí. —Andy había traído una de esas cajas una hora antes. Al menos, creía que había sido una hora antes; los petardos tenían la capacidad de distorsionar el tiempo.
—Un momento —dijo el Chef. Se acercó a la caja de las granadas chinas y regresó con tres. Le dio dos a Andy y le dijo que se las guardara en el bolsillo. Chef colgó la tercera granada de la boca de GUERRERO DE DIOS, por la anilla—. Sanders, me dijeron que después de quitar el pasador teníamos siete segundos para librarnos de esos cabrones, pero cuando hice pruebas en el foso de grava de ahí detrás, fueron cuatro. No puedes confiar en las razas orientales. Recuérdalo.
Andy dijo que lo haría.
—Venga, vamos a buscar tu arma.
Pero Sanders le preguntó, con cierta indecisión:
—¿Las usaremos?
El Chef pareció sorprenderse.
—No, a menos que sea necesario.
—Vale —dijo Andy. A pesar de todo, no quería hacer daño a nadie.
—Pero si la situación se complica, haremos lo que sea necesario. ¿Lo entiendes?
—Sí —respondió Andy.
El Chef le dio una palmada en el hombro.
 13


Joe le preguntó a su madre si Benny y Norrie podían quedarse a pasar la noche. Claire le dijo que a ella le parecía bien si sus padres les daban permiso. Sería, de hecho, incluso un alivio. Después de su aventura en Black Ridge, a Claire le gustaba la idea de tenerlos cerca. Podían hacer palomitas en la cocina de leña y continuar con la escandalosa partida de Monopoly que habían empezado una hora antes. De hecho, era demasiado ruidosa; sus conversaciones y silbidos tenían un tono alegre y descarado que no la convencía.
La madre de Benny dio permiso a su hijo y, sorprendentemente, la de Norrie hizo lo propio con su hija.
—Es buena idea —dijo Joanie Calvert—. Tengo ganas de pillar un buen pedal desde que empezó todo esto. Parece que esta noche va a ser mi gran oportunidad. Y, Claire, dile a mi hija que vaya a ver a su abuelo mañana y que le dé un beso.
—¿Quién es su abuelo?
—Ernie. Conoces a Ernie, ¿no? Todo el mundo lo conoce. Se preocupa por ella. Y yo también, a veces. Ese skateboard… —Claire notó el estremecimiento en la voz de Joanie.
—Se lo diré.
La madre de Joe acababa de colgar cuando llamaron a la puerta. Al principio no reconoció a la mujer de mediana edad, pálida y rostro crispado. Entonces cayó en la cuenta de que era Linda Everett, que solía estar en el paso de cebra de la escuela y ponía multas a los coches que alargaban su estancia en las zonas de aparcamiento de Main Street más allá de dos horas. Y no era una mujer de mediana edad. Ese era el aspecto que tenía en ese momento.
—¡Linda! —exclamó Claire—. ¿Qué pasa? ¿Es Rusty? ¿Le ha pasado algo a Rusty? —Pensaba en la radiación… Al menos de forma consciente. En el inconsciente empezaban a tomar forma ideas mucho peores.
—Lo han detenido.
La partida de Monopoly de la sala de estar se interrumpió. Los participantes se arremolinaron junto a la puerta de la salita y miraban a Linda con aire serio.
—Le imputan una lista de acusaciones interminable, incluyendo complicidad criminal en los asesinatos de Lester Coggins y Brenda Perkins.
—¡No! —gritó Benny.
Claire pensó en decir a los niños que se fueran de la sala, pero se dio cuenta de que sería inútil. Intuía el motivo de la visita de Linda, y lo entendía, pero aun así sentía cierto odio hacia ella por haber acudido a su casa. Y también hacia Rusty por haber involucrado a los chicos en todo aquello. Aunque, bueno, todos estaban involucrados, ¿no? Bajo la Cúpula, no podías elegir si te involucrabas o no.
—Ha intentado frenarle los pies a Rennie —dijo Linda—. Eso es lo que ha pasado. Y eso es lo único que le importa a Big Jim en estos momentos: quién intenta frenarle los pies y quién no. Se ha olvidado de la terrible situación que estamos viviendo aquí. No, es algo peor que eso. Se está aprovechando de la situación.
Joe miró a Linda con seriedad.
—Señora Everett, ¿sabe el señor Rennie adonde hemos ido esta mañana? ¿Conoce la existencia de la caja? Creo que no debería enterarse.
—¿Qué caja?
—La que hemos encontrado en Black Ridge —dijo Norrie—. Nosotros solo hemos visto la luz que emite, pero Rusty ha subido hasta arriba y le ha echado un vistazo.
—Es el generador —dijo Benny—. Pero no pudo desconectarlo. Ni siquiera levantarlo, y eso que era muy pequeño.
—No sé nada de todo eso —afirmó Linda.
—Entonces Rennie tampoco —añadió Joe. Parecía que se había quitado un gran peso de encima.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque habría enviado a los polis para que nos interrogaran —respondió el chico—. Y si no hubiéramos respondido a las preguntas, nos habrían metido en el calabozo.
Se oyeron dos detonaciones a lo lejos. Claire ladeó la cabeza y, frunció el entrecejo.
—¿Han sido petardos o disparos?
Linda no lo sabía, y como no procedían del pueblo —fue un ruido demasiado débil—, no les prestó demasiada atención.
—Chicos, contadme lo que ha ocurrido en Black Ridge. Contádmelo todo. Lo que habéis visto vosotros y lo que ha visto Rusty. Y esta noche quizá se lo tendréis que contar a más gente. Ha llegado el momento de aunar esfuerzos y revelar todo lo que sabemos. De hecho, deberíamos haberlo hecho antes.
Claire abrió la boca para decir que no quería involucrarse, pero no lo hizo. Porque no había elección. Al menos, ella no veía ninguna otra posibilidad.
 14


El estudio de la WCIK se encontraba alejado de la Little Bitch, y el camino que conducía hasta la emisora (pavimentado, y en mucho mejor estado que la propia carretera) era de unos cuatrocientos metros. En el extremo donde confluía con la Little Bitch Road estaba flanqueado por un par de robles centenarios. Su follaje otoñal, que en una estación normal refulgía de tal modo que resultaba digno de un calendario o un folleto de turismo, colgaba ahora mustio y marrón. Andy Sanders se situó detrás de uno de aquellos troncos almenados. El Chef se escondió tras el otro. Oían el rugido de los camiones diesel que se aproximaban. Andy se limpió las gotas de sudor de los ojos.
—¡Sanders!
—¿Qué?
—¿Has quitado el seguro?
Andy lo comprobó.
—Sí.
—De acuerdo. Presta atención, a ver si lo entiendes a la primera. Si te digo que empieces a disparar, ¡acribilla a esos cabrones! ¡De arriba abajo, de proa a popa! Si no te digo que dispares, te quedas ahí quieto. ¿Lo entiendes?
—Sí.
—No creo que vayamos a cargarnos a nadie.
Gracias a Dios, pensó Andy.
—Eso si solo vienen los Bowie y Don Pollo. Pero no estoy seguro. Si tengo que intentar algo, ¿me apoyarás?
—Sí. —Sin titubeos.
—Y quita el dedo del maldito gatillo o te volarás la cabeza.
Andy bajó la mirada y vio que tenía el dedo enroscado en el gatillo de la AK, de modo que se apresuró a quitarlo.
Esperaron. Andy oía los latidos de su corazón en la cabeza. Se dijo a sí mismo que era una estupidez tener miedo (de no haber sido por una llamada de teléfono inesperada, estaría muerto), pero no sirvió de nada. Porque un nuevo mundo se abría ante él. Sabía que existía la posibilidad de que al final resultara un mundo falso (¿acaso no había visto los efectos que habían tenido los calmantes en Andi Grinnell?), pero era mejor que el mundo de mierda en que había vivido hasta entonces.
Dios, por favor, haz que se vayan, rezó. Por favor.
Aparecieron los camiones, avanzando lentamente, escupiendo bocanadas de humo negro en el silencioso atardecer. Andy asomó la cabeza por detrás del árbol y vio a dos hombres en el interior del primer camión. Debían de ser los Bowie.
El Chef permaneció inmóvil durante un buen rato. Andy empezaba a pensar que había cambiado de opinión y que iba a permitir que se acabaran llevando el propano. Entonces, el Chef salió y disparó dos ráfagas rápidas.
Estuviera o no colocado, tenía buena puntería. Las dos ruedas delanteras del primer camión se desinflaron. El morro del vehículo subió y bajó tres o cuatro veces, y al final se detuvo por completo. El camión de detrás estuvo a punto de chocar con él. Andy oía el leve sonido de la música, una especie de himno, y supuso que el conductor del segundo vehículo no había oído los disparos por culpa de la radio. La cabina del camión delantero, mientras tanto, parecía vacía. Ambos hombres se habían agachado.
Chef Bushey, que aún estaba descalzo y solo llevaba puesto su pijama de ranas (el mando de la puerta del garaje colgaba de la cinturilla como si fuera un busca), salió de su escondite.
—¡Stewart Bowie! —gritó—. ¡Fern Bowie! ¡Salid de ahí a hablar conmigo! —Apoyó el GUERRERO DE DIOS contra el roble.
No se apreció movimiento alguno en la cabina del primer camión, pero se abrió la puerta del conductor del segundo y descendió Roger Killian.
—¿Por qué hemos parado? —preguntó a gritos—. Tengo que regresar para dar de comer a mis po… —Entonces vio al Chef—. Eh, Philly, ¿qué te cuentas?
—¡Agáchate! —gritó uno de los Bowie—. ¡Ese hijo de puta chalado está disparando!
Roger miró al Chef y luego el AK-47 apoyado en el árbol.
—Antes quizá sí, pero ahora ha dejado el fusil. Además, está él solo. ¿Qué pasa, Phil?
—Ahora soy el Chef. Llámame Chef.
—Vale, Chef, ¿qué pasa?
—Sal, Stewart —le ordenó el Chef—. Tú también, Fern. Nadie va a resultar herido; supongo.
Las puertas del camión se abrieron. Sin volver la cabeza, el Chef dijo:
—¡Sanders! Si alguno de esos estúpidos tiene un arma, abre fuego. Y no solo un tiro; déjalos como un colador.
Pero ninguno de los Bowie tenía un arma. Fern bajó con las manos en alto.
—¿Con quién hablas, colega? —preguntó Stewart.
—Sal de ahí, Sanders —dijo el Chef.
Andy obedeció. Ahora que parecía que la amenaza de una carnicería se había esfumado, empezaba a disfrutar. Si se le hubiera ocurrido llevar consigo uno de los petardos del Chef, seguro que aún habría gozado mucho más.
—¿Andy? —dijo Stewart, atónito—. ¿Qué haces aquí?
—He sido reclutado por el Ejército del Señor. Y vosotros sois unos hombres amargados. Estamos al corriente de todos vuestros trapicheos, y aquí no hay lugar para vosotros.
—¿Eh? —preguntó Fern. Bajó las manos.
El morro del primer camión se inclinaba lentamente hacia la carretera mientras las ruedas delanteras se desinflaban.
—Bien dicho, Sanders —lo felicitó el Chef. Luego se dirigió a Stewart—: Subid los tres al segundo camión, dad la vuelta y arrastrad vuestro asqueroso culo hasta el pueblo. Cuando lleguéis allí, decidle a ese apóstata hijo del demonio que ahora la WCIK es nuestra. Eso incluye el laboratorio y todos los suministros.
—¿De qué coño hablas, Phil?
—Chef.
Stewart agitó una mano en un gesto de desdén.
—Puedes llamarte como te dé la gana, pero cuéntame ya de qué va es…
—Sé que tu hermano es estúpido —dijo el Chef— y que probablemente Don Pollo es incapaz de atarse los zapatos sin un manual de instrucciones…
—¡Eh! —exclamó Roger—. ¡Cuidado con lo que dices!
Andy levantó su AK. Pensó que, en cuanto tuviera ocasión, escribiría la palabra CLAUDETTE en la culata.
—No, eres tú quien debe tener cuidado con lo que dices.
Roger Killian palideció y retrocedió un paso. Aquello nunca sucedía cuando Andy hablaba en los plenos del ayuntamiento, y resultaba muy gratificante.
El Chef siguió hablando como si no hubiera habido ninguna interrupción.
—Pero tú, al menos, tienes medio cerebro, Stewart, así que utilízalo. Dejad ese camión donde está y regresad al pueblo con el otro. Decidle a Rennie que todo esto ya no le pertenece, que ahora es propiedad de Dios. Decidle que Ajenjo ha refulgido y que si no quiere que el Apocalipsis llegue antes de tiempo, más le vale que nos deje en paz. —Meditó sobre lo que había dicho—. También podéis decirle que seguiremos poniendo música. Dudo que eso le preocupe, pero quizá a algunos habitantes de Chester’s Mills les resulte reconfortante.
—¿Sabes cuántos polis tiene ahora? —preguntó Stewart.
—No me importa una mierda.
—Creo que unos treinta. Es probable que mañana sean cincuenta. Y la mitad de la gente lleva brazaletes de apoyo de color azul. A Rennie no le costaría nada ordenarles que vinieran aquí.
—Tampoco le serviría de mucho —replicó el Chef—. Tenemos fe en el Señor y una fuerza que vale por diez.
—Bueno —dijo Roger, haciendo gala de su habilidad para las matemáticas—, entonces sois veinte, pero aun así os superan en número.
—Cierra el pico, Roger —dijo Fern.
Stewart lo intentó de nuevo.
—Phil, quiero decir Chef, cálmate un poco, coño, porque así no podemos seguir. Rennie no quiere la droga, solo el propano. La mitad de los generadores de la ciudad se han quedado sin combustible. El fin de semana serán tres cuartas partes. Deja que nos llevemos el propano.
—Lo necesito para cocinar. Lo siento.
Stewart lo miró como si se hubiera vuelto loco. Probablemente ha perdido el juicio, pensó Andy. Probablemente lo hemos perdido ambos. Aunque Jim Rennie también se había trastocado, de modo que estaban empatados.
—Ahora, marchaos —ordenó el Chef—. Y decidle que como intente enviar tropas para liquidarnos, se arrepentirá.
Stewart pensó en las palabras del Chef y se encogió de hombros.
—Por mí como si te la pica un escarabajo. Vámonos, Fern. Yo conduzco, Roger.
—Encantado —replicó Roger Killian—. Odio los vehículos con marchas. —Lanzó una última mirada de recelo al Chef y a Andy, y se dirigió al segundo camión.
—Que Dios os bendiga, chicos —dijo Andy.
Stewart les lanzó una mirada fulminante por encima del hombro.
—Que Dios te bendiga a ti también. Porque bien sabe Dios que lo vas a necesitar.
Los nuevos propietarios del mayor laboratorio de metanfetaminas de Norteamérica permanecieron uno al lado del otro viendo cómo el gran camión naranja daba marcha atrás, realizaba una torpe maniobra para dar la vuelta, y luego se alejaba.
—¡Sanders!
—¿Sí, Chef?
—Quiero poner música más animada, y quiero hacerlo ya. Este pueblo necesita un poco de Mavis Staples. También de las Clark Sisters. Cuando lo haya solucionado, fumaremos.
A Andy se le saltaron las lágrimas. Puso un brazo sobre los hombros huesudos del hombre antes conocido como Phil Bushey y lo abrazó.
—Te quiero, Chef.
—Gracias, Sanders. Yo también. Acuérdate de tener siempre el arma cargada. A partir de ahora tendremos que montar guardia.
 15


Big Jim estaba sentado junto a la cama de su hijo mientras la puesta de sol teñía el cielo de naranja. Douglas Twitchell había ido a ponerle una inyección a Junior, que ahora dormía profundamente. Big Jim sabía que, en cierto sentido, sería mejor que Junior muriera; vivo y con un tumor que le oprimía el cerebro, resultaba imposible saber lo que era capaz de hacer o decir. Era sangre de su sangre, claro, pero tenía que pensar en el bien común; el bien del pueblo. Una de las almohadas que había en el armario le serviría…
Entonces sonó su teléfono. Miró el nombre de la pantalla y frunció el entrecejo. Algo había salido mal. De lo contrario, Stewart no le llamaría tan pronto.
—Qué.
Escuchó con una estupefacción que fue en aumento. ¿Andy estaba ahí? ¿Andy con un fusil?
Stewart esperaba su respuesta. Esperaba que le dijera lo que debía hacer. Ponte a la cola, amigo, pensó Big Jim, y lanzó un suspiro.
—Dame un minuto. Necesito pensar. Ya te llamaré.
Colgó y meditó sobre el nuevo problema que le había surgido. Podía ir al laboratorio con un puñado de policías esa misma noche. En cierto sentido, resultaba una idea atractiva: podía azuzarlos en el Food City y luego encabezar el asalto él mismo. Si Andy moría, mucho mejor. Aquello convertiría a James Rennie padre en el único representante del gobierno del pueblo.
Sin embargo, la asamblea extraordinaria del pueblo iba a celebrarse al día siguiente por la noche. Todo el mundo asistiría y habría preguntas. Estaba convencido de que podría echarle la culpa a Barbara y a los Amigos de Barbara de lo sucedido en el laboratorio de metanfetaminas (para Big Jim, Andy Sanders se había convertido en amigo oficial de Barbara), pero aun así… no.
No.
Quería asustar al rebaño, no sumirlo en un estado de pánico. El pánico no le serviría para llevar a cabo su objetivo, que consistía en hacerse con el control absoluto del pueblo. Y si permitía que Andy y Bushey se quedaran donde estaban durante un tiempo, ¿qué daño podían causar? Quizá, incluso, resultara beneficioso. Bajarían la guardia. Quizá creerían que se habían olvidado de ellos, porque las drogas los volverían estúpidos.
El viernes, sin embargo, pasado mañana, era el puñetero día de la Visita designado por Cox. Todo el mundo acudiría de nuevo en tropel a la granja de Dinsmore. Burpee montaría otro tenderete de perritos calientes. Mientras se organizaba ese lío de tres pares de cajones y mientras Cox celebraba su rueda de prensa a solas, Big Jim podía encabezar un grupo de dieciséis o dieciocho policías, dirigirse a la emisora de radio y cargarse a aquellos dos pendencieros colocados.
Sí, esa era la respuesta.
Llamó a Stewart y le dijo que se fuera de allí.
—Pero creía que querías el propano —dijo Stewart.
—Ya lo recuperaremos —replicó Big Jim—. Y podrás ayudarnos a librarnos de esos dos, si quieres.
—Claro que quiero. Ese hijo de puta, perdona, Big Jim, ese hijo de la Gran Bretaña de Bushey debe recibir su merecido.
—Lo recibirá. El viernes por la tarde. No conciertes ninguna cita.
Big Jim volvía a sentirse bien, el corazón latía de forma lenta y regular en el pecho, ni el menor atisbo de palpitaciones. Era una buena señal, porque tenía mucho que hacer, empezando por la charla a los policías de esa misma noche en el Food City: el entorno adecuado para resaltar la importancia de contratar a más agentes. Nada como un escenario de destrucción para que la gente siguiera a su líder a ciegas.
Estaba saliendo de la habitación, pero de pronto regresó y le dio un beso en la mejilla a su hijo, que seguía durmiendo. Quizá fuera necesario deshacerse también de Junior, pero de momento eso podía esperar.
 16


Cae otra noche en el pequeño pueblo de Chester’s Mills; otra noche bajo la Cúpula. Pero no hay descanso para nosotros; tenemos que asistir a dos reuniones, y también deberíamos ir a echar un vistazo a Horace el corgi antes de irnos a dormir. Esta noche Horace le hace compañía a Andrea Grinnell, y aunque está esperando a que llegue el momento oportuno, no se ha olvidado de las palomitas desperdigadas entre el sofá y la pared.
Así que vámonos, tú y yo, mientras la noche se extiende por el cielo como un paciente anestesiado sobre la mesa de operaciones. Vámonos mientras aparecen las primeras estrellas descoloridas. Es el único pueblo en un área que abarca cuatro estados en el que la gente sale esta noche. La lluvia se ha extendido por el norte de Nueva Inglaterra, y los espectadores de canales de noticias por cable no tardarán en ver unas fotografías extraordinarias tomadas por satélite que muestran un agujero en las nubes, que reproduce a la perfección la forma de calcetín de Chester’s Mills. Aquí las estrellas brillan, pero son estrellas sucias porque la Cúpula está sucia.
Caen fuertes chubascos en Tarker’s Mills y en la parte de Castle Rock conocida como The View; el meteorólogo de la CNN, Reynolds Wolf (que no guarda relación alguna con el Wolfie de Rose Twitchell), dice que, a pesar de que aún nadie puede afirmarlo a ciencia cierta, parece probable que la corriente de aire en dirección oeste-este empuje las nubes contra el lado occidental de la Cúpula y las esté aplastando como esponjas antes de que estas se deslicen hacia el norte y el sur. Lo califica de «fenómeno fascinante».
Suzanne Malveaux, la presentadora, le pregunta cómo podría ser el tiempo a largo plazo bajo la Cúpula si la crisis continúa.
—Suzanne —dice Reynolds Wolf—, es una buena pregunta. Lo único de lo que estamos seguros es de que esta noche no va a llover en Chester’s Mills, aunque la superficie de la Cúpula es lo bastante permeable para que se filtre un poco de humedad en las zonas en las que los chubascos son más fuertes. Los científicos de la NOAA me han dicho que las previsiones de precipitación bajo la Cúpula no son muy buenas. Y sabemos que su principal vía fluvial, el Prestile, está prácticamente seca. —Sonríe y muestra una hilera perfecta de dientes televisivos—. ¡Gracias a Dios que existen los pozos artesianos!
—Ya lo creo, Reynolds —dice Suzanne, y entonces aparece la salamanquesa de Geico en las pantallas de los televisores de Estados Unidos.
Basta ya de noticias por cable; nos deslizamos por calles medio desiertas, pasamos frente a la iglesia congregacional y la parroquia (la reunión aún no ha empezado, pero Piper ha cargado la gran cafetera, y Julia está haciendo bocadillos a la luz sibilante de una lámpara Coleman), frente a la casa de los McCain rodeada por la triste cinta policial medio caída, bajamos por la cuesta del Ayuntamiento, donde el conserje Al Timmons y un par de amigos limpian y lo arreglan todo para la asamblea extraordinaria que se va a celebrar mañana, frente al Monumento a los Caídos, donde la estatua de Luden Calvert (el bisabuelo de Norrie; a buen seguro no es necesario que te lo diga) sigue de guardia.
Nos detenemos solo un instante para comprobar qué tal están Barbie y Rusty, ¿de acuerdo? Será fácil llegar abajo; solo hay tres policías en la sala de los agentes, y Stacey Moggin, que se encuentra en la recepción, duerme con la cabeza apoyada en el antebrazo. El resto de los policías están en el Food City, escuchando el sermón incendiario de Big Jim, pero daría igual que estuvieran aquí, porque somos invisibles. Cuando pasáramos junto a ellos no sentirían más que una leve brisa.
No hay mucho que ver en los calabozos porque la esperanza es tan invisible como nosotros. Lo único que pueden hacer ambos hombres es esperar hasta mañana por la noche y confiar en que las cosas cambien de rumbo. A Rusty le duele la mano, pero menos de lo que creía, y la hinchazón también es menor de lo que temía. Además, Stacey Moggin, que Dios la bendiga, le ha dado un par de Excedrin a escondidas alrededor de las cinco de la tarde.
De momento, estos dos hombres, o héroes, supongo, están sentados en sus camastros y jugando a las Veinte Preguntas. Le toca adivinar a Rusty.
—¿Animal, vegetal o mineral? —pregunta.
—Ninguna de las tres —responde Barbie.
—¿Cómo puede ser? Tiene que ser una de esas cosas.
—No lo es —insiste Barbie, que está pensando en Papá Pitufo.
—Me estás tomando el pelo.
—No.
—Es imposible.
—Deja de quejarte y empieza a preguntar.
—¿Me das una pista?
—No. Es la primera respuesta. Te quedan diecinueve.
—Espera un minuto, joder. No es justo.
Los dejaremos para que disfruten de las próximas veinticuatro horas como buenamente puedan, ¿de acuerdo? Ahora pasamos frente a los escombros humeantes que antes eran el Democrat (que, ¡ay!, ya no informa al «Pequeño pueblo con forma de bota»), frente al Drugstore de Sanders (algo chamuscado, pero que aún se tiene en pie, a pesar de lo cual Andy Sanders no volverá a entrar por sus puertas nunca más), frente a la librería y la Maison des Fleurs de LeClerc, donde todas las fleurs están muertas o moribundas. Pasamos bajo el semáforo apagado que señala la intersección de las carreteras 119 y 117 (lo rozamos; siempre con mucho cuidado, luego se queda quieto de nuevo), y atravesamos el aparcamiento del Food City. Somos tan silenciosos como la respiración de un niño dormido.
Los grandes escaparates del supermercado están tapiados con láminas de madera contrachapada requisadas de la maderería de Tabby Morrell, y aunque Jack Cale y Ernie Calvert han fregado el suelo para intentar limpiar lo peor, el Food City está hecho un asco, y hay comida seca y cajas tiradas por todas partes. El resto de las mercancías (las que la gente no se ha llevado a sus despensas ni ha almacenado en el aparcamiento que hay detrás de la comisaría, en otras palabras) están esparcidas de forma caótica por las estanterías. Las neveras de refrescos, cervezas y helados están reventadas. Apesta a vino. Este caos es justamente lo que Big Jim quiere que vean sus nuevos (y en gran parte espantosamente jóvenes) agentes. Quiere que se den cuenta de que todo el pueblo podría acabar igual, y es lo bastante astuto para saber que no tiene que decirlo a las claras. Los chicos lo entenderán: es lo que ocurre cuando el pastor fracasa en su cometido y el rebaño huye en estampida.
¿Es necesario que escuchemos su discurso? No. Escucharemos a Big Jim mañana por la noche, y con eso bastará. Además, todos sabemos cómo funciona esto: las dos grandes especialidades de Estados Unidos son los demagogos y el rock and roll, y hemos escuchado ejemplos de sobra de ambas cosas en nuestra vida.
Sin embargo, antes de irnos sí que deberíamos examinar los rostros de los presentes. Fíjate en lo embelesados que están, y recuerda que muchos de ellos (Carter Thibodeau, Mickey Wardlaw y Todd Wendlestat, por nombrar solo a tres) son unos idiotas, incapaces de pasar una semana sin que los castigaran en la escuela por armar jaleo en clase o meterse en peleas en los baños. Pero Rennie los tiene hipnotizados. En las distancias cortas nunca ha destacado especialmente, pero cuando está frente a una multitud… Ay, caray, que se aprieten los machos, como decía el anciano Clayton Brasse, cuando aún le funcionaban unas cuantas neuronas. Big Jim les está hablando de las «fuerzas del orden» y del «orgullo de arrimar el hombro con vuestros compañeros» y les dice que «el pueblo depende de vosotros». Y más cosas. Esas palabras encantadoras que nunca pierden su efecto.
Big Jim pasa a hablar de Barbie. Les dice que los amigos de Barbara aún están ahí fuera, sembrando la discordia y fomentando el desacuerdo para alcanzar sus malvados fines. Entonces baja la voz y añade:
—Intentarán desacreditarme. Sus mentiras no tendrán fin.
Sus palabras son recibidas con un gruñido de desagrado.
—¿Haréis caso de sus mentiras? ¿Permitiréis que me desacrediten? ¿Permitiréis que este pueblo siga adelante sin un líder fuerte en esta época de gran necesidad?
La respuesta, por supuesto, es un ¡NO! atronador. Y aunque Big Jim sigue hablando (como a la mayoría de los políticos, le gusta no solo rizar el rizo sino hacer toda la permanente), podemos marcharnos.
Nos dirigimos por las calles desiertas hacia la iglesia congregacional. ¡Y mira! Por ahí va alguien a quien podemos acompañar: una chica de trece años que lleva unos vaqueros desgastados y una camiseta Winged Ripper de skater. Esta noche, el característico mohín de esta riot grrrl tan dura, y que tanto desespera a su madre, ha desaparecido del rostro de Norrie Calvert. Ha sido sustituido por una expresión de asombro que le confiere el aspecto de la niña de ocho años que era hasta hace no mucho. Seguimos su mirada y vemos una inmensa luna llena que surge entre las nubes al este del pueblo. Tiene el mismo color y la misma forma que un pomelo rosa recién cortado.
—Oh… Dios… mío… —susurra Norrie. Se lleva un puño entre sus incipientes pechos mientras dirige la mirada hacia la insólita luna rosa. Luego sigue caminando, pero no tan atónita como antes, y se acuerda de mirar a su alrededor de vez en cuando para asegurarse de que no la ve nadie. Es lo que le ha ordenado Linda Everett: tenían que ir solos, sin llamar la atención, y debían asegurarse por completo de que no los seguía nadie.
«Esto no es un juego», les había dicho Linda. A Norrie le impresionó más su rostro pálido y surcado de arrugas que sus palabras. «Si nos pillan, no se limitarán a quitarnos puntos de vida o a hacernos perder un turno. ¿Lo entendéis?», «¿Puedo ir con Joe?», había preguntado la señora McClatchey, que estaba casi tan pálida como la señora Everett.
Linda negó con la cabeza.
«Es mala idea». Y esa respuesta fue lo que más impresionó a Norrie. No, no era un juego; quizá su vida dependía de ello.
Ah, pero ahí está la iglesia, y la casa parroquial, a la derecha. Norrie puede ver el resplandor blanco y brillante de las lámparas Coleman en la parte de atrás, donde debe de estar la cocina. Dentro de poco estará allí, fuera del alcance de la mirada de esa luna rosa horrible. Dentro de poco estará a salvo.
Eso es lo que piensa cuando una sombra sale entre las sombras más oscuras y la agarra del brazo.
 17


Norrie se llevó un susto tan grande que no pudo gritar, lo cual fue una suerte; cuando la luna rosa iluminó la cara del hombre que la abordó, vio que se trataba de Romeo Burpee.
—Me has pegado un susto de muerte —susurró la chica.
—Lo siento. Solo estaba vigilando. —Rommie le soltó el brazo y miró alrededor—: ¿Dónde están tus novietes?
Norrie sonrió al oírlo.
—No lo sé. Nos dijeron que viniéramos por separado y por distintos caminos. Es lo que nos pidió la señora Everett. —Miró cuesta abajo—. Creo que se acerca Joey. Deberíamos entrar.
Se dirigieron hacia la luz de las lámparas. La puerta de la casa parroquial estaba abierta. Rommie golpeó sin hacer demasiado ruido el marco de la mosquitera y dijo:
—Rommie Burpee y una amiga. Si hay que dar un santo y seña no nos lo han dicho.
Piper Libby abrió y los dejó entrar. Miró a Norrie con curiosidad.
—¿Y tú quién eres?
—Que me aspen si no es mi nieta —dijo Ernie al entrar en la sala. Tenía un vaso de limonada en una mano y una sonrisa en la cara—. Ven aquí, chica. Te he echado mucho de menos.
Norrie le dio un fuerte abrazo y un beso, tal como le había pedido su madre. No esperaba tener que obedecer esas órdenes tan pronto, pero se alegró de hacerlo. Y a él podía contarle la verdad que, de otro modo, no le habrían arrancado delante de sus amigos ni torturándola.
—Abuelo, tengo mucho miedo.
—A todos nos pasa lo mismo, cariño. —El anciano la abrazó con más fuerza y luego la miró a la cara—. No sé qué haces aquí, pero ya que has venido, ¿te apetece una limonada?
Norrie vio la cafetera y dijo:
—Preferiría un café.
—Yo también —dijo Piper—. La cargué de café bien fuerte y luego me di cuenta de que no tengo electricidad. —Meneó la cabeza como si necesitara aclararse las ideas—. No para de sucederme una y otra vez.
Alguien más llamó a la puerta; entró Lissa Jamieson con las mejillas sonrosadas.
—He escondido la bicicleta en su garaje, reverenda Libby. Espero que no le importe.
—Perfecto. Y ya que nos vamos a embarcar en una conspiración criminal, tal como sin duda afirmarían Rennie y Randolph, más vale que me llames Piper.
 18


Todos llegaron pronto, y Piper abrió la sesión del Comité Revolucionario de Chester’s Mills cuando acababan de dar las nueve. Lo primero que la impresionó fue la desigualdad en cuanto a división de sexos: había ocho mujeres y solo cuatro hombres. Y de los cuatro, uno había sobrepasado la edad de jubilación y dos no podían ir al cine a ver películas para mayores de diecisiete años. Tuvo que recordarse a sí misma que cientos de guerrillas de todo el mundo habían entregado armas a mujeres y niños de la misma edad, o aún menores, que los asistentes a la reunión de esa noche. Eso no significaba que fuera lo correcto, pero en ocasiones lo correcto y lo necesario entraban en conflicto.
—Me gustaría que todos agacháramos la cabeza durante un minuto —dijo Piper—. No voy a rezar porque ya no estoy segura de con quién hablo cuando lo hago. Pero quizá os apetezca dedicarle unas palabras a vuestro Dios, porque esta noche necesitamos toda la ayuda posible.
Todos obedecieron. Algunos aún tenían la cabeza agachada y los ojos cerrados cuando Piper alzó la vista para mirarlos: dos mujeres policía que habían sido despedidas hacía muy poco, un gerente de supermercado jubilado, una periodista que ya no tenía periódico para el que escribir, una bibliotecaria, la propietaria del restaurante del pueblo, una viuda por culpa de la Cúpula que no dejaba de darle vueltas a la alianza de matrimonio, el magnate de los grandes almacenes del pueblo y tres chicos, con un rostro en el que se reflejaba una inusitada solemnidad, apretujados en el sofá.
—Bueno, amén —dijo Piper—. Voy a ceder el turno de palabra a Jackie Wettington, que sabe lo que se hace.
—Creo que pecas de optimismo —afirmó Jackie—. Por no decir de precipitación. Porque voy a cederle la palabra a Joe McClatchey.
Joe se sorprendió.
—¿Yo?
—Pero antes de que empiece —prosiguió la mujer—, voy a pedirles a sus amigos que monten guardia. Norrie delante y Benny detrás. —Jackie vio la mueca de descontento que se dibujó en sus rostros y alzó una mano para adelantarse a las quejas—. No se trata de una excusa para haceros salir de la sala; es importante. No es necesario que os diga que si Rennie y sus hombres descubren nuestro cónclave, podríamos meternos en un buen problema. Vosotros dos sois los más pequeños. Encontrad algún buen escondite entre las sombras y ocultaos. Si se acerca alguien con pinta sospechosa, o si aparece algún coche patrulla, dad palmadas así. —Dio una palmada, luego dos y luego otra—. Os lo explicaremos todo más tarde, os lo prometo. La nueva política es información sin barreras, nada de secretos.
Cuando se fueron, Jackie se volvió hacia Joe.
—Cuéntales a todos lo de la caja. Tal como se lo explicaste a Linda. De cabo a rabo.
Joe obedeció y se puso en pie, como si estuviera en la escuela respondiendo a las preguntas del profesor.
—Luego regresamos al pueblo —dijo para finalizar—. Y el cabrón de Rennie ordenó la detención de Rusty. —Se secó el sudor de la frente y se sentó de nuevo en el sofá.
Claire le puso un brazo sobre los hombros.
—Joe dice que sería negativo que Rennie se enterara de la existencia de la caja —añadió la madre—. Cree que a Big Jim podría interesarle que siguiera funcionando en lugar de intentar desconectarla o destruirla.
—Comparto su opinión —terció Jackie—. Así que su existencia y ubicación es nuestro primer secreto.
—No sé… —afirmó Joe.
—¿Qué? —preguntó Julia—. ¿Crees que lo sabe?
—Quizá. Más o menos. Tengo que pensar.
Jackie continuó sin presionarlo más.
—Este es el segundo punto del orden del día. Quiero intentar liberar a Barbie y a Rusty. Mañana por la noche, durante la gran asamblea del pueblo. Barbie es el hombre elegido por el presidente para ponerse al mando de la situación…
—Quien sea, excepto Rennie —gruñó Ernie—. Ese hijo de puta incompetente se cree el amo del pueblo.
—Hay una cosa que se le da muy bien —dijo Linda—. Crear problemas cuando le conviene. Los disturbios del supermercado y el incendio del periódico… Me parece que las dos cosas las ordenó él.
—Claro que sí —exclamó Jackie—. Alguien que sea capaz de matar a su pastor…
Rose la miró con ojos desorbitados.
—¿Estás diciendo que Rennie mató a Coggins?
Jackie les contó lo que habían visto en el sótano de la funeraria, y que las marcas de la cara de Coggins encajaban con la pelota de béisbol de oro que Rusty había visto en el estudio de Rennie. Todos la escucharon con consternación pero sin incredulidad.
—¿A las chicas también? —preguntó Lissa Jamieson con un hilo de voz horrorizada.
—Creo que eso es obra del hijo —respondió Jackie de forma casi precipitada—. Y es probable que esos asesinatos no estuvieran relacionados con las maquinaciones políticas de Big Jim. Junior ha perdido el conocimiento esta mañana. Y, por casualidad, resulta que se encontraba frente a la casa de los McCain, el lugar donde se hallaron los cuerpos. Donde él los encontró.
—Menuda coincidencia —dijo Ernie.
—Ahora está en el hospital. Ginny Tomlinson dice que están casi convencidos de que padece un tumor cerebral, lo que podría ser la causa de su comportamiento violento.
—¿Un equipo de asesinos de padre e hijo? —Claire abrazó a Joe con más fuerza que nunca.
—No creo que formen un equipo —dijo Jackie—. Más bien diría que comparten la misma conducta, como si fuera algo genético y que sale a relucir cuando se ven sometidos a mucha presión.
Linda añadió:
—Sin embargo, el hecho de que los cuerpos se encontraran en el mismo sitio indica de forma bastante clara que si hubo dos asesinos, trabajaron juntos. La cuestión es que Dale Barbara y mi marido han sido encarcelados, con toda probabilidad, por un asesino que los está utilizando para construir una gran teoría de la conspiración. El único motivo por el que aún no los han matado es porque Rennie quiere que sirvan de escarmiento para los demás. Quiere ajusticiarlos en público. —Por un instante se le crispó la cara mientras intentaba contener las lágrimas.
—No puedo creer que haya llegado tan lejos —dijo Lissa mientras daba vueltas al anj—. Es un vendedor de coches usados, por el amor de Dios.
Sus palabras fueron acogidas con silencio.
—Ahora escuchad —dijo Jackie después de dejar pasar un tiempo prudencial—. Al contaros lo que Linda y yo pensamos hacer, he convertido todo esto en una conspiración de verdad. Voy a pedir que hagamos una votación. Si queréis formar parte de esto, levantad la mano. Aquellos que no la alcéis, podéis iros, pero debéis prometer que no soltaréis prenda de lo que hemos hablado. Algo que, de todos modos, tampoco os conviene; si no le contáis a nadie quién estaba aquí y de qué se habló, tampoco tendréis que explicar cómo os habéis enterado del asunto. Esto es peligroso. Podríamos acabar en la cárcel o algo peor. Así que, votemos. ¿Quién se queda?
Joe fue el primero en alzar la mano, pero Piper, Julia, Rose y Ernie Calvert lo imitaron enseguida. Linda y Rommie levantaron la mano a la vez. Lissa miró a Claire McClatchey, que lanzó un suspiro y asintió. Ambas mujeres se unieron a los demás.
—Así se hace, mamá —dijo Joe.
—Como le cuentes a tu padre que te he permitido involucrarte en todo esto —dijo Claire—, no será necesario que te ejecute James Rennie porque lo haré yo misma.
 19


—Linda no puede entrar en la comisaría —le dijo Rommie a Jackie.
—Entonces, ¿quién?
—Tú y yo, cielo. Linda asistirá a la asamblea. De ese modo seiscientas u ochocientas personas podrán testificar que la vieron.
—¿Por qué no puedo ir yo? —preguntó Linda—. Es a mi marido a quien tienen encerrado.
—Precisamente por eso —respondió Julia.
—¿Cómo quieres hacerlo? —le preguntó Rommie a Jackie.
—Bueno, creo que deberíamos ponernos una máscara…
—No, ¿en serio? —exclamó Rose, que hizo una mueca.
Todos se rieron.
—Por suerte para nosotros —dijo Rommie—, tengo una gran variedad de máscaras de Halloween en la tienda.
—Quizá elija la de la Sirenita —dijo Jackie en tono pensativo. Entonces se dio cuenta de que todo el mundo la miraba y se sonrojó—. Bueno, eso da igual. En cualquier caso, necesitaremos armas. En casa tengo una Beretta. ¿Tú tienes algo, Rommie?
—He escondido unos cuantos fusiles y escopetas en la caja fuerte de la tienda. Al menos una tiene mirilla telescópica. No estoy diciendo que todo esto se veía venir, pero algo me pareció atisbar en el horizonte.
Joe intervino:
—También necesitaréis un vehículo para la huida. Y tu camioneta no sirve, Rommie, porque todo el mundo la conoce.
—Tengo una idea al respecto —terció Ernie—: ¿por qué no tomamos prestado un vehículo del aparcamiento de Jim Rennie? La primavera pasada compró media docena de camionetas, con muchos kilómetros, de una compañía telefónica. Están en la parte de atrás. Utilizar uno de sus vehículos sería, ¿cómo se dice? Justicia poética.
—¿Y cómo piensas conseguir la llave? —preguntó Rommie—. ¿Vas a forzar la puerta de su despacho en el concesionario?
—Si el vehículo que elegimos no tiene arranque electrónico, puedo hacer un puente —dijo Ernie. Frunció el entrecejo, miró a Joe y añadió—: Preferiría que no le contaras esto a mi nieta, jovencito.
Joe hizo el gesto de cerrarse los labios con cremallera y todos se rieron.
—La asamblea extraordinaria del pueblo está programada a las siete de la tarde de mañana —dijo Jackie—. Si entramos en la comisaría sobre las ocho…
—Tenemos que organizarnos mejor —la interrumpió Linda—. Ya que debo asistir a la maldita asamblea, me gustaría ayudar en algo. Me pondré un vestido con bolsillos grandes y llevaré mi radio de policía, la que aún tengo en mi coche personal. Vosotros dos estaréis en la camioneta, listos para poneros en marcha.
La tensión se apoderaba de la sala. Aquello empezaba a ser real.
—En la zona de carga de mi tienda —dijo Rommie—. Fuera del alcance de todas las miradas.
—Cuando Rennie empiece a pronunciar su discurso —dijo Linda—, os haré un triple breico por la radio. Será la señal para que os pongáis en marcha.
—¿Cuántos policías habrá en la comisaría? —preguntó Lissa.
—Quizá consiga que Stacey Moggin me lo diga —respondió Jackie—. Aunque no habrá muchos. ¿Qué iban a hacer ahí? En lo que respecta a Big Jim, él cree que Barbie no tiene amigos de verdad, piensa que solo existen los hombres de paja que él mismo ha inventado.
—También querrá asegurarse de que su culito está bien protegido —añadió Julia.
Hubo unas pocas risas, pero la madre de Joe parecía muy preocupada.
—Aun así, habrá algunos policías en la comisaría. ¿Qué haréis si oponen resistencia?
—No sucederá —respondió Jackie—. Los encerraremos en sus propias celdas antes de que se den cuenta de lo que está sucediendo.
—Pero ¿y si lo hacen?
—Entonces intentaremos no matarlos. —Linda habló con voz calmada, pero tenía la mirada de una criatura que se ha armado de valor en un último esfuerzo desesperado para salvarse—. De todos modos, lo más probable es que acabe habiendo muertos si la Cúpula sigue activa mucho tiempo más. La ejecución de Barbie y de mi marido frente al Monumento de los Caídos no será más que el inicio.
—Imaginemos que lográis sacarlos —dijo Julia—. ¿Adónde los llevaréis? ¿Aquí?
—Ni hablar —se apresuró a decir Piper. Se tocó la boca, que aún estaba hinchada—. Ya estoy en la lista negra de Rennie. Por no hablar del chico que ahora es su guardaespaldas. Thibodeau. Mi perro le mordió.
—Ningún lugar del centro del pueblo es buena idea —dijo Rose—. Podrían llevar a cabo un registro puerta a puerta. Bien sabe Dios que no les faltan policías.
—Además, todo el mundo lleva brazaletes azules —añadió Rommie.
—¿Y las cabañas de verano de Chester Pond? —preguntó Julia.
—Quizá —dijo Ernie—, pero también se les podría ocurrir a Rennie y sus hombres.
—Aun así, quizá sea la apuesta más segura —afirmó Lissa.
—Señor Burpee —intervino Joe—. ¿Le quedan más rollos de lámina de plomo?
—Claro, un montón. Y llámame Rommie.
—Si el señor Calvert puede robar una camioneta mañana, ¿podría ocultarla detrás de su tienda y meter unos cuantos trozos de lámina de plomo cortada en la parte de atrás? Trozos lo bastante grandes para cubrir las ventanas.
—Supongo…
Joe miró a Jackie.
—¿Y podría localizar al coronel Cox en caso de que fuera necesario?
—Sí. —Jackie y Julia respondieron al unísono y se miraron sorprendidas.
A Rommie se le iluminó la cara.
—Estás pensando en la antigua propiedad de los McCoy, ¿verdad? En Black Ridge. Donde está la caja.
—Sí. Tal vez no sea buena idea, pero si todos tuviéramos que huir… si todos estuviéramos allí arriba… podríamos defender la caja. Sé que parece una locura porque es lo que está causando todos los problemas, pero no podemos permitir que Rennie se haga con ella.
—Espero que no acabe siendo una recreación de la batalla del Álamo en un campo de manzanos —dijo Rommie—, pero entiendo tu punto de vista.
—También podríamos hacer otra cosa —dijo Joe—. Es un poco arriesgado y tal vez no funcione, pero…
—Suéltalo —dijo Julia, que miraba a Joe McClatchey con una mezcla de respeto y desconcierto.
—Bueno… ¿todavía tienes el contador Geiger en la camioneta, Rommie?
—Eso creo, sí.
—Quizá alguien podría devolverlo a su sitio, en el refugio antinuclear. —Joe se volvió hacia Jackie y Linda—. ¿Alguna de vosotras dos podría entrar ahí? Sé que os han despedido.
—Creo que Al Timmons nos dejaría entrar —dijo Linda—. Y sin duda dejaría entrar a Stacey Moggin, que está con nosotros. Si no ha venido esta noche es porque le toca turno. ¿Por qué quieres correr tantos riesgos, Joe?
—Porque… —Hablaba de un modo extraño, muy lento, como si avanzara a tientas—. Bueno… en Black Ridge hay radiación. Muy nociva. Pero solo es un cinturón; estoy seguro que podría atravesarse sin ninguna protección y sin sufrir daños, siempre que se haga rápido y no se intente a menudo. Sin embargo ellos lo ignoran. El problema es que no saben que hay radiación ahí arriba. Y no lo sabrán si no tienen el contador Geiger.
Jackie frunció el entrecejo.
—Es buena idea, pero no me gusta la parte de indicarle a Rennie adónde vamos. No encaja con mi concepto de refugio seguro.
—No tiene por qué ser así —dijo Joe, que aún hablaba despacio, buscando los puntos débiles de su plan—. No exactamente. Una de vosotras podría ponerse en contacto con Cox, ¿verdad? Y decirle que llame a Rennie y le diga que han detectado una zona de radiación. El coronel podría decir algo así como: «No podemos señalar el lugar exacto porque aparece y desaparece, pero el índice de radiactividad es bastante alto, quizá incluso letal, así que vayan con cuidado. No tendrán un contador Geiger por casualidad, ¿verdad?».
Se hizo un largo silencio mientras todos reflexionaban sobre aquello. Entonces Rommie dijo:
—Llevamos a Barbara y a Rusty a la granja de los McCoy. Nosotros mismos iremos allí si es necesario… Y es probable que lo sea. Y si intentan subir ahí arriba…
—El contador Geiger les marcará una punta de radiación que los hará volver corriendo al pueblo con las manos sobre sus despreciables gónadas —exclamó Ernie con voz áspera—. Claire McClatchey, tu hijo es un genio.
Claire abrazó con fuerza a Joe, esta vez con ambos brazos.
—Si también ordenara su habitación, ya sería… —dijo.
 20


Horace estaba tumbado en la alfombra de la sala de estar de Andrea Grinnell, con el morro apoyado en una pata y sin quitarle ojo a la mujer con la que lo había dejado su dueña. Por lo general, Julia se lo llevaba a todas partes; era un perro tranquilo y nunca causaba problemas, ni cuando había gatos, animales a los que no hacía el más mínimo caso debido al mal olor que desprendían. Sin embargo, esa noche Julia pensó que a Piper Libby podía resultarle doloroso ver que Horace estaba vivo cuando su perro había muerto. Además, también se había percatado de que a Andi le gustaba Horace, y creyó que el corgi podría ayudarla a distraerse para olvidar los síntomas del síndrome de abstinencia, que habían disminuido pero no desaparecido.
Durante un rato, funcionó. Andi encontró una pelota de goma en la caja de los juguetes que aún conservaba para su único nieto (que ya había dejado atrás la etapa de las cajas de juguetes). Horace cogía la pelota obedientemente y se la devolvía, tal como se esperaba de él, a pesar de que aquel juego no le resultaba muy estimulante; prefería las pelotas que se podían agarrar al vuelo. Pero un trabajo es un trabajo, y obedeció hasta que Andi empezó a temblar, como si tuviera frío.
—Oh. Oh, joder, ya estamos otra vez.
Se tumbó en el sofá; temblaba de pies a cabeza. Agarró uno de los cojines sobre el pecho y clavó la mirada en el techo. Poco después empezaron a castañetearle los dientes; un ruido muy molesto, en opinión de Horace.
El corgi le devolvió la pelota con la esperanza de distraerla, pero Andi lo apartó.
—Ahora no, cielo, ahora no. Tengo que pasar por esto.
Horace dejó la pelota frente al televisor apagado. Los temblores de la mujer disminuyeron, así como el olor a vómito. Los brazos aferrados al cojín se relajaron cuando Andi se quedó dormida y empezó a roncar.
Eso significaba que era la hora de comer.
Horace se deslizó bajo la mesa y pasó por encima del sobre de papel manila que contenía los documentos de la carpeta VADER. Más allá se encontraba el nirvana de las palomitas. ¡Qué perro tan afortunado!
Horace seguía enfrascado en su banquete, meneando su trasero sin rabo con un placer que rayaba en el éxtasis (las palomitas tenían muchísima mantequilla, muchísima sal y, lo mejor de todo, habían envejecido hasta alcanzar la perfección), cuando la voz muerta habló de nuevo.
«Llévaselo a ella».
Pero no podía. Su dueña había salido.
«La otra “ella”».
La voz muerta no toleró otra negativa y, además, ya casi había acabado las palomitas. Horace dejó las pocas que quedaban para más tarde, y retrocedió hasta tener el sobre delante de él. Por un instante olvidó qué debía hacer. Entonces lo recordó y agarró el sobre con la boca.
«Buen perro».
 21


Algo frío dio un lametón en la mejilla de Andrea. Lo apartó y se puso de lado. Por un instante estuvo a punto de sumirse de nuevo en un sueño reparador, pero oyó un ladrido.
—Cállate, Horace. —Se tapó la cabeza con el cojín.
Otro ladrido y, acto seguido, los quince kilos de corgi aterrizaron en sus piernas.
—¡Ah! —gritó Andi al tiempo que se incorporaba. Clavó la mirada en un par de ojos brillantes, color avellana y un rostro astuto y sonriente. Sin embargo, había algo que interrumpía esa sonrisa. Un sobre marrón de papel manila. Horace lo dejó sobre el estómago de la mujer y bajó al suelo de un salto. En teoría solo podía subir a sus propios muebles, pero la voz muerta le dio a entender que se trataba de una emergencia.
Andrea cogió el sobre; tenía las marcas de los dientes de Horace y unas manchas apenas visibles de sus patas. También había una palomita pegada; la quitó de un manotazo. El contenido abultaba bastante. En el anverso, impresas en mayúscula, podían leerse las palabras CARPETA VADER. Debajo, también impresas: JULIA SHUMWAY.
—¿Horace? ¿De dónde has sacado esto?
El corgi no pudo responder, claro, pero no fue necesario. La palomita fue reveladora. De pronto le vino a la cabeza un recuerdo tan difuso e irreal que le pareció un sueño. ¿Había sido un sueño o realmente Brenda Perkins había llamado a su puerta tras esa terrible primera noche de síndrome de abstinencia, mientras tenían lugar los disturbios en el otro extremo del pueblo?
«¿Podrías guardarme esto, cielo? Solo durante un rato. Tengo que hacer un recado y no quiero llevarlo encima».
—Estuvo aquí —le dijo a Horace—, y llevaba este sobre. Lo cogí… al menos creo que lo hice… pero de repente me entraron ganas de vomitar. De nuevo. Quizá lo tiré en la mesa mientras corría hacia el baño. ¿Se cayó? ¿Lo has encontrado en el suelo?
Horace dio un ladrido agudo. Quizá fue un asentimiento; o quizá fue un «Estoy listo para seguir jugando con la pelota si quieres».
—Bueno, gracias —dijo Andrea—. Eres un buen perro. Se lo daré a Julia en cuanto regrese.
Ya no tenía sueño, ni tampoco, de momento, temblores. Pero sentía curiosidad. Porque Brenda había muerto. Asesinada. Y debían de haberla matado poco después de que le entregara el sobre. Un hecho que tal vez lo convertía en algo importante.
—Solo voy a echar un vistazo, ¿vale? —dijo.
Horace ladró de nuevo. A Andi Grinnell le pareció un «¿Y por qué no?».
Andrea abrió el sobre y la mayoría de los secretos de Big Jim Rennie cayeron en su regazo.
 22


Claire fue la primera en llegar a casa. Luego Benny y después Norrie. Los tres estaban sentados juntos en el porche del hogar de los McClatchey cuando llegó Joe, atajando por los jardines, al amparo de las sombras. Benny y Norrie bebían una lata de Dr. Brown’s Cream Soda caliente. Claire sostenía una botella de la cerveza de su marido mientras se balanceaba lentamente en la mecedora. Joe se sentó junto a ella y Claire rodeó sus hombros huesudos con un brazo. Es frágil, pensó. No lo sabe, pero lo es. Tan frágil como un pajarito.
—Tío —dijo Benny tendiéndole la soda que le estaban guardando—. Empezábamos a preocuparnos.
—La señorita Shumway tenía más preguntas sobre la caja —dijo Joe—. Más de las que podía responder, en realidad. Jo, qué calor hace, ¿no? Parece una noche de verano. —Alzó la mirada hacia el cielo—. Y mirad la luna.
—No quiero —replicó Norrie—. Da miedo.
—¿Estás bien, cariño? —preguntó Claire.
—Sí, mamá. ¿Y tú?
La mujer sonrió.
—No lo sé. ¿Funcionará el plan? ¿Qué opináis, chicos? Quiero decir qué opináis de verdad.
Por un instante nadie respondió, y esa reacción la asustó. Entonces Joe le dio un beso en la mejilla y dijo:
—Funcionará.
—¿Estás seguro?
—Sí.
Claire siempre sabía cuándo mentía, aunque también sabía que quizá acabaría perdiendo esa facultad con el paso del tiempo, pero le pareció que en esa ocasión decía la verdad. Le devolvió el beso, con su aliento cálido y hasta cierto punto paternal, debido a la cerveza.
—Mientras no haya derramamiento de sangre…
—Nada de sangre —le aseguró Joe.
Ella sonrió.
—De acuerdo; con eso me basta.
Permanecieron un rato sentados en la oscuridad, sin apenas abrir la boca. Luego entraron en casa, mientras el pueblo conciliaba el sueño bajo la luna rosa.
Era poco más de medianoche.



SANGRE POR TODAS PARTES


 
 
 1


Eran las doce y media de la madrugada del 26 de octubre cuando Julia entró en casa de Andrea. Lo hizo sin hacer ruido, aunque no había ninguna necesidad; oía la música de la pequeña radio portátil de Andi, los Staples Singers pateando traseros santurrones con «Get Right Church».
Horace salió corriendo a recibirla por el pasillo, meneando el trasero y dedicándole esa sonrisa ligeramente enajenada de la que solo los corgis son capaces. Se inclinó ante ella con las patas extendidas y Julia le rascó brevemente detrás de las orejas: ese era su punto débil.
Andrea estaba sentada en el sofá bebiendo un vaso de té frío.
—Perdona por la música —dijo mientras bajaba el volumen—. No podía dormir.
—Estás en tu casa, cielo —replicó Julia—. Y, para ser la WCIK, eso que suena tiene muchísima marcha.
Andi sonrió.
—Llevan desde la tarde poniendo góspel movidito. Me siento como si me hubiera tocado la lotería. ¿Qué tal ha ido tu reunión?
—Bien. —Julia se sentó.
—¿Quieres que hablemos de ello?
—A ti no te hacen falta más preocupaciones. Necesitas concentrarte en tu recuperación. Y ¿sabes una cosa? Se te ve un poco mejor.
Era cierto. Andi todavía estaba pálida y demasiado delgada, pero las oscuras ojeras de los últimos días se habían desvaído un poco y brillaba una chispa en sus ojos.
—Gracias por decírmelo.
—¿Se ha portado bien Horace?
—Muy bien. Hemos jugado a la pelota y luego hemos dormido un poco los dos. Si estoy mejor, seguramente es por eso. Nada como una siesta para que una chica consiga estar guapa.
—¿Qué tal la espalda?
Andrea sonrió. Fue una extraña sonrisa de complicidad en la que no había demasiado humor.
—Mi espalda está bien. Apenas siento una pequeña punzada, incluso cuando me agacho. ¿Sabes qué creo?
Julia negó con la cabeza.
—Creo que, cuando se trata de medicamentos, el cuerpo y la mente se unen para conspirar. Si el cerebro quiere fármacos, el cuerpo le ayuda y dice: «No te preocupes, no te sientas culpable, a mí de verdad me duele». No estoy hablando exactamente de ser hipocondríaco, no es tan sencillo mentalmente. Es más bien que… —Perdió el hilo, y también su mirada se perdió en algún lugar mientras ella se alejaba mentalmente de allí.
¿Adónde irá?, se preguntó Julia.
Entonces regresó.
—La naturaleza humana puede ser destructiva. Dime, ¿crees que un pueblo es igual que un cuerpo?
—Sí —respondió Julia al instante.
—¿Y que puede decir que le duele algo para que el cerebro le dé esos fármacos que ansía?
Julia lo pensó y luego asintió con la cabeza.
—Sí.
—Y, ahora mismo, Big Jim Rennie es el cerebro de este pueblo, ¿verdad?
—Sí, cielo. Yo diría que sí.
Andrea se quedó sentada en el sofá con la cabeza gacha. Después apagó la pequeña radio a pilas y se puso en pie.
—Me parece que voy a subir a acostarme. Y, ¿sabes?, creo que a lo mejor hasta conseguiré dormir un poco.
—Eso está bien. —Y después, sin que pudiera pensar en ninguna razón para hacerlo, Julia preguntó—: Andi, ¿ha pasado algo mientras he estado fuera?
Andrea pareció sorprendida.
—Pues claro que sí. Horace y yo hemos jugado a la pelota. —Se agachó sin mostrar el menor gesto de dolor (un movimiento que apenas una semana antes habría dicho que era incapaz de realizar) y alargó una mano. Horace se le acercó y dejó que le acariciara la cabeza—. Es muy bueno jugando a traer cosas.
 2


En su habitación, Andrea se sentó en la cama, abrió el sobre de VADER y empezó a leer de nuevo los documentos. Esta vez con más atención. Cuando por fin volvió a meter las hojas en el sobre de papel manila, eran cerca de las dos de la madrugada. Guardó el sobre en el cajón de la mesita que tenía junto a la cama, donde tenía también el revólver del calibre 38 que su hermano Douglas le había regalado por su cumpleaños hacía dos años. Ella se había sentido consternada, pero Dougie había insistido en que una mujer que vivía sola necesitaba protección.
Cogió el revólver, abrió el tambor y comprobó las recámaras. La que se colocaría bajo el percutor cuando apretara el gatillo por primera vez, siguiendo las instrucciones de Twitch, estaba vacía. Las otras cinco estaban cargadas. Andrea guardaba más balas en el estante de arriba del armario, pero no tendría ocasión de recargar el arma. El pequeño ejército de policías de ese hombre la abatiría antes.
Además, si no era capaz de matar a Rennie con cinco tiros, probablemente de todas formas no merecía seguir viviendo.
—Al fin y al cabo —murmuró al volver a dejar el arma en el cajón—, ¿para qué, si no, vuelvo a sentirme firme? —La respuesta parecía muy clara ahora que tenía el cerebro limpio de Oxy: se sentía firme para disparar con firmeza—. Amén a eso —dijo, y apagó la luz.
Cinco minutos después, dormía.
 3


Junior estaba más que despierto. Estaba sentado en la única silla que había en la habitación del hospital, junto a la ventana, mirando cómo esa extraña luna rosa descendía y se escurría tras un manchón negro de la Cúpula que era nuevo para él. Ese era más grande y estaba mucho más arriba que el que habían dejado los impactos fallidos de los misiles. ¿Habrían realizado algún otro intento de atravesar la Cúpula mientras estaba inconsciente? No lo sabía y tampoco le importaba. La cuestión era que la Cúpula aún resistía. De no ser así, el pueblo estaría iluminado como si fuera Las Vegas y plagado de GI Joes. Bueno, había alguna luz aquí y allá señalando a unos cuantos insomnes impenitentes, pero la mayor parte de Chester’s Mills dormía. Eso estaba bien, porque Junior tenía cosas en que pensar.
Concretamente en Baaarbie y en los amigos de Barbie.
Junior, sentado junto a la ventana, ya no tenía dolor de cabeza y había recuperado sus recuerdos, pero sabía muy bien que era un chico enfermo. Sentía una sospechosa debilidad en toda la parte izquierda del cuerpo, y de vez en cuando le caía baba por la comisura de los labios. Si se la limpiaba con la mano derecha, unas veces sentía piel contra piel y otras veces no. Además de eso, veía una mancha oscura con forma de cerradura, bastante grande, flotando a la izquierda de su campo de visión. Como si se le hubiese reventado algo dentro del globo ocular. Supuso que así era.
Recordaba la rabia salvaje que sintió el día de la Cúpula; recordaba haber perseguido a Angie por el pasillo y hasta la cocina, haberla lanzado contra la nevera y haberle clavado la rodilla en la cara. Recordaba el sonido que produjo, como si detrás de esos ojos se escondiese una bandeja de porcelana y su rodilla la hubiese hecho añicos. Esa rabia ya había desaparecido. Su lugar lo ocupaba una ira sedosa que recorría su cuerpo y manaba de una fuente insondable que nacía en lo más profundo de su cabeza, un manantial que lo helaba y lo despejaba al mismo tiempo.
El viejo capullo al que Frankie y él habían hecho salir corriendo en Chester Pond se había presentado allí esa mañana para examinarlo. El viejo capullo se había comportado con mucha profesionalidad, le había tomado la temperatura y la presión sanguínea, le había preguntado qué tal el dolor de cabeza e incluso le había comprobado los reflejos de la rodilla con un pequeño martillo de goma. Después, cuando se marchó, Junior oyó comentarios y risas. Oyó mencionar el nombre de Barbie y se arrastró hasta la puerta.
Eran el viejo capullo y una de las enfermeras voluntarias, esa espagueti guapa que se llamaba Buffalo o algo parecido a Buffalo. El viejo capullo le desabrochaba la parte de arriba y le magreaba las tetas. Ella le bajaba la cremallera y le sobaba la polla. Una perniciosa luz verde los envolvía.
—Junior y su amigo me dieron una paliza —decía el viejo capullo—, pero ahora su amigo está muerto y él pronto lo estará también. Órdenes de Barbie.
—A Barbie me gusta chuparle el nabo como si fuera un helado —dijo la tal Buffalo, y al viejo capullo le pareció gracioso.
Después, al parpadear, Junior los vio simplemente hablando en el pasillo. Sin aura verde, sin hacer guarradas. Así que a lo mejor había sido una alucinación. Por otro lado, tal vez no lo fuera. Una cosa estaba clara: todos ellos estaban metidos en el fregado. Todos estaban compinchados con Baaarbie. De momento seguía en la cárcel, pero eso solo era temporal. Para ganarse simpatías, seguramente. Todo formaba parte del plaaan de Baaarbie. Además, seguro que pensaba que en la cárcel estaría a salvo de Junior.
—Se equivoca —susurró mientras seguía sentado junto a la ventana, mirando fuera, a la noche, con su visión defectuosa—. Se equivoca completamente.
Junior sabía muy bien qué le había pasado; lo había visto claro en un arrebato de lucidez y tenía una lógica irrefutable. Padecía una intoxicación por talio, lo mismo que le había pasado a aquel ruso en Inglaterra. Las placas de identificación de Barbie estaban recubiertas de polvo de talio, Junior las había manoseado y ahora se estaba muriendo. Además, había sido su padre quien lo había enviado al apartamento de Barbie, y eso quería decir que también él estaba compinchado. Era otro de los de Barbie… otro… ¿cómo se llamaban esos tíos…?
—Subalternos —susurró Junior—. Nada más que otro de los suba al tren dos de Big Jim Rennie.
Si uno se paraba a pensarlo (si pensaba con la mente clara), tenía mucho sentido. Su padre quería cerrarle la boca por lo de Coggins y Perkins. De ahí la intoxicación por talio. Todo estaba relacionado.
Fuera, más allá del césped de la entrada, un lobo cruzó el aparcamiento a la carrera. En el césped había dos mujeres desnudas haciendo el 69. «Sesenta y nueve, ¡chupa y huele!», solían entonar Frankie y él cuando eran niños y veían a dos chicas paseando juntas; no sabían qué quería decir, solo que era una grosería. Una de esas comerrajitas se parecía a Sammy Bushey. La enfermera (se llamaba Ginny) le había dicho que Sammy había muerto, lo cual evidentemente era mentira y quería decir que Ginny también estaba en el ajo; en el ajo con Baaarbie.
¿Es que no había nadie en todo el pueblo que no estuviera compinchado? ¿En quien pudiera confiar?
Sí, se dio cuenta de que había dos personas. Los niños que Frank y él habían encontrado en el Pond, Alice y Aidan Appleton. Recordaba sus ojos asustados y cómo la niña se abrazó a él cuando la cogió en brazos. Al decirle que estaba a salvo, ella le preguntó: «¿Me lo prometes?», y Junior le respondió que sí. Esa promesa le hizo sentirse muy bien. El confiado peso de la niña también le hizo sentirse bien.
De repente tomó una decisión: iba a matar a Dale Barbara. Y si alguien se interponía en su camino, también lo mataría. Después buscaría a su padre y acabaría con él…, algo que llevaba años soñando con hacer, aunque nunca había llegado a admitirlo del todo —ni siquiera para sus adentros— hasta ese momento.
Cuando se hubiera encargado de todo, iría a buscar a Aidan y a Alice. Si alguien intentaba detenerlo, también lo mataría. Se llevaría a los niños otra vez a Chester Pond y se ocuparía de ellos. Cumpliría la promesa que le había hecho a Alice. Si lo hacía, no moriría. Dios no dejaría que muriera de intoxicación por talio mientras se ocupaba de aquellos niños.
Y entonces Angie McCain y Dodee Sanders cruzaron el aparcamiento haciendo cabriolas, vestidas con falditas de animadoras y sudaderas de los Mills Wildcats con una gran W en el pecho. Las chicas lo vieron y empezaron a mover las caderas y a levantarse las faldas. Sus rostros se deshacían en una tonta sonrisilla podrida. Estaban cantando: «¡Ven a la despensa, no seas mojigato! ¡Ven a la despensa y follaremos un rato! ¡Vamos… EQUIPO!».
Junior cerró los ojos. Los abrió. Sus amigas ya no estaban. Otra alucinación, igual que el lobo. De las chicas haciendo el 69 no estaba tan seguro.
Pensó que quizá al final no se llevaría a los niños al Pond. Quedaba bastante lejos del pueblo. Quizá, en lugar de eso, se los llevaría a la despensa de los McCain. La despensa quedaba más cerca. Había mucha comida.
Y, por supuesto, estaba oscuro.
—Yo me ocuparé de vosotros, niños —dijo Junior—. Conmigo estaréis a salvo. En cuanto Barbie esté muerto, toda la conspiración se vendrá abajo.
Al cabo de un rato apoyó la frente en el cristal y también él se durmió.
 4


Puede que el trasero de Henrietta Clavard solo estuviera muy magullado pero no roto, sin embargo le dolía como un hijo de perra (a sus ochenta y cuatro años todo lo malo que le pasaba le dolía como un hijo de perra) y al principio creyó que había sido su trasero lo que la había despertado ese jueves por la mañana. Pero por lo visto el Tylenol que se había tomado a las tres de la madrugada todavía le hacía efecto. Además, había encontrado el cojín con forma de flotador de su difunto marido (John Clavard padecía de hemorroides), y eso la había ayudado considerablemente. No, era otra cosa, y poco después de despertarse se dio cuenta de qué.
El setter irlandés de los Freeman, Buddy, estaba aullando. Buddy nunca aullaba. Jamás. Era el perro más educado de todo Battle Street, una corta calle contigua al camino de entrada del Catherine Russell. Además, el generador de los Freeman se había parado. Henrietta pensó que tal vez era eso lo que la había despertado, y no el perro. Lo cierto es que esa noche había logrado conciliar el sueño gracias a esa máquina de sus vecinos. Era uno de esos cacharros estruendosos que expulsaban al aire un gas azulado; producía un ronroneo grave y constante que, a decir verdad, resultaba bastante relajante. Henrietta suponía que era caro, pero los Freeman podían permitírselo. Will era el propietario del concesionario Toyota que había codiciado Big Jim Rennie, y, a pesar de que los tiempos eran difíciles para casi todos los vendedores de coches, Will siempre había parecido la excepción que confirmaba la regla. El año anterior, precisamente, Lois y él habían construido una bonita ampliación de muy buen gusto a la casa.
Pero esos aullidos… Parecía que el perro estuviera herido. Una mascota herida era una de esas cosas de las que la gente agradable como los Freeman se ocupaban enseguida, así que… ¿cómo es que no lo habían hecho ya?
Henrietta se levantó de la cama (estremeciéndose un poco cuando el trasero salió del cómodo agujero de la rosquilla de espuma) y se acercó a la ventana. Veía perfectamente bien la casa de dos pisos de los Freeman, aunque la luz era grisácea y mortecina en lugar de clara y brillante como solía serlo por la mañana a finales de octubre. Desde la ventana oía mejor aún a Buddy, pero no veía a nadie moviéndose por allí. La casa estaba a oscuras, ni siquiera había una lámpara Coleman encendida en alguna ventana. Henrietta habría concluido que no estaban en casa, pero los dos coches seguían aparcados en el camino de entrada. Además, ¿adónde podrían haber ido?
Buddy no dejaba de aullar.
Henrietta se puso la bata de estar por casa y las zapatillas y salió fuera. Cuando estaba ya en la acera, vio acercarse un coche. Era Douglas Twitchell, que sin duda iba hacia el hospital. Tenía los ojos hinchados. Bajó del vehículo sin soltar una taza de café para llevar con el logo del Sweetbriar Rose.
—¿Está usted bien, señora Clavard?
—Sí, pero en casa de los Freeman pasa algo raro. ¿Lo oyes?
—Sí.
—Pues ellos también deberían oírlo. Sus coches están ahí, así que ¿por qué no lo hacen callar?
—Iré a echar un vistazo. —Twitch dio un sorbo a su café y después lo dejó en el capó del coche—. Usted quédese aquí.
—Qué tontería —dijo Henrietta Clavard.
Recorrieron unos veinte metros de acera, después torcieron por el camino de entrada de los Freeman. El perro no paraba de aullar. A Henrietta ese sonido le helaba la piel a pesar de la lánguida calidez de la mañana.
—El aire está fatal —dijo—. Huele igual que olía Rumford cuando yo estaba recién casada y la fábrica de papel aún funcionaba. Esto no puede ser bueno para la gente.
Twitch masculló algo y tocó el timbre de los Freeman. Al ver que no abrían, primero llamó a la puerta con la mano, después con el puño.
—Mira a ver si está cerrado con llave —dijo Henrietta.
—No sé si debería, señora…
—¡Ay, concho! —Lo apartó a un lado y probó suerte con el pomo. Giró. Abrió la puerta. La casa que había al otro lado estaba en silencio y llena de profundas sombras matutinas—. ¿Will? —llamó—. ¿Lois? ¿Estáis ahí?
No hubo más respuesta que los aullidos.
—El perro está fuera, en la parte de atrás —dijo Twitch.
Habría sido más rápido atajar por dentro, pero a ninguno de los dos les atraía la idea, así que salieron por el camino de entrada y recorrieron el estrecho pasadizo techado que unía la casa y el garaje en el que Will guardaba, no sus coches, sino sus juguetes: dos motonieves, un quad, una Yamaha de motocross y una abultada Honda Gold Wing.
El patio trasero de los Freeman estaba rodeado por una valla alta. La puerta quedaba al final del pasadizo. Twitch la abrió y se le echaron encima treinta y dos kilos de desesperado setter irlandés. Gritó con sorpresa y levantó las manos, pero el perro no quería morderlo; la actitud de Buddy no decía más que «¡Sálvame, por favor!». Apoyó las patas en la parte delantera de la última bata limpia de Twitch, manchándola de tierra, y empezó a babosearle la cara.
—¡Para ya! —gritó él. Empujó a Buddy, que bajó, pero enseguida volvió a saltarle encima, a dejar más huellas en su bata y a babearle las mejillas con una larga lengua rosada.
—¡Buddy, abajo! —ordenó Henrietta, y Buddy se sentó al instante sobre sus ancas, gimiendo y desplazando su mirada al uno y al otro. Bajo el animal empezó a extenderse un charco de orina.
—Señora Clavard, esto no tiene buena pinta.
—No —convino Henrietta.
—A lo mejor debería quedarse con el pe…
Henrietta volvió a exclamar «¡Concho!» y entró con paso firme en el patio de atrás de los Freeman; Twitch tuvo que correr para alcanzarla. Buddy los siguió con sigilo; la cabeza gacha, la cola entre las patas, gimiendo desconsoladamente.
Vieron una zona delimitada por piedras en la que había una barbacoa. Estaba muy bien resguardada por una lona en la que se leía LA COCINA ESTÁ CERRADA. Más allá, donde acababa el césped, había una plataforma de secuoya, y sobre esa plataforma los Freeman tenían su jacuzzi. Twitch supuso que habían instalado aquella valla tan alta para poder bañarse desnudos, puede que incluso para tontear un poco si les entraban ganas.
Will y Lois estaban allí dentro, pero sus días de tontear habían llegado a su fin. Los dos tenían una bolsa de plástico transparente en la cabeza, y parecía que la llevaban sujeta al cuello con un cordel o con goma elástica marrón. Las bolsas se habían empañado por la parte de dentro, pero no tanto como para que Twitch no pudiera distinguir sus rostros violáceos. Entre los restos mortales de Will y de Lois Freeman, sobre la superficie de secuoya, había una botella de whisky y una pequeña ampolla de un medicamento.
—Un momento —dijo. No sabía si hablaba consigo mismo o si se lo decía a la señora Clavard, o quizá incluso a Buddy, que acababa de proferir otro aullido de pena. En todo caso, seguro que no se lo decía a los Freeman.
Henrietta no esperó un momento. Se acercó al jacuzzi, subió los dos escalones con la espalda recta como un soldado, observó los rostros descoloridos de sus sumamente agradables vecinos (y sumamente normales, habría dicho ella), miró la botella de whisky, vio que era Glenlivet (al menos se habían despedido con estilo) y luego recogió la ampolla de medicamento; llevaba una etiqueta del Drugstore de Sanders.
—¿Ambien o Lunesta? —preguntó Twitch haciendo un esfuerzo.
—Ambien —contestó la mujer, y se sintió complacida al ver que la voz que salió de su garganta y su boca seca sonaba normal—. De ella. Aunque supongo que anoche lo compartieron.
—¿Hay alguna nota?
—Aquí no. A lo mejor dentro.
Pero no la había, al menos no en los lugares más evidentes, y a ninguno de los dos se le ocurrió un motivo para esconder una nota de suicidio. Buddy los siguió de habitación en habitación, no aullaba, sino que emitía un grave gemido gutural.
—Supongo que me lo llevaré a casa conmigo —dijo Henrietta.
—Tendrá que hacerlo. Yo no puedo llevármelo al hospital. Llamaré a Stewart Bowie para que venga y… se los lleve. —Señaló hacia atrás con el pulgar por encima del hombro. Tenía el estómago revuelto, pero eso no era lo peor; lo peor era el desánimo que empezaba a invadirlo y a proyectar una sombra sobre su alma, normalmente tan luminosa.
—No entiendo por qué lo han hecho —dijo Henrietta—. Si lleváramos un año bajo la Cúpula… o al menos un mes… sí, quizá. Pero no ha pasado ni una semana… No es así como la gente cuerda reacciona ante los problemas.
Twitch pensó que él sí lo entendía, pero no quiso decírselo a Henrietta: tarde o temprano se cumpliría un mes, tarde o temprano se cumpliría un año. Más, quizá. Y sin lluvia, cada vez con menos recursos y un aire más nauseabundo. Si a esas alturas el país más avanzado tecnológicamente del mundo no había sido capaz de desentrañar qué había sucedido en Chester’s Mills (y menos aún de solucionar el problema), seguro que la cosa no iba a resolverse pronto. Will Freeman debió de comprenderlo. O quizá había sido idea de Lois. Tal vez, al apagarse para siempre el generador, ella dijo: «Hagámoslo antes de que el agua del jacuzzi se enfríe demasiado, cielo. Salgamos de esta Cúpula ahora que todavía tenemos el estómago lleno. ¿Qué me dices? Un último bañito, con unas cuantas copas como despedida».
—Quizá fue el avión lo que los empujó al abismo —dijo Twitch—. El Air Ireland que se estrelló ayer contra la Cúpula.
Henrietta no respondió con palabras; carraspeó y escupió una flema en el fregadero de la cocina. Fue un gesto de rechazo algo chocante. Volvieron a salir.
—Habrá más gente que haga esto, ¿verdad? —preguntó la mujer cuando llegaron al final del camino de entrada—. Porque el suicidio a veces se contagia por el aire. Como los microbios del resfriado.
—Hay quien ya lo ha hecho. —Twitch no sabía si el suicidio era indoloro, como decía la canción de «Suicide is Painless», pero en determinadas circunstancias sin duda podía ser contagioso. Quizá especialmente contagioso cuando la situación no tenía precedentes y el aire empezaba a ser tan nauseabundo como lo era esa mañana sin viento y con un calor tan poco natural.
—Los suicidas son cobardes —dijo Henrietta—. Esa es una regla que no tiene excepciones, Douglas.
Twitch, cuyo padre había sufrido una muerte larga y agónica a consecuencia de un cáncer de estómago, se permitió dudarlo, pero no dijo nada.
Henrietta se agachó hacia Buddy con las manos sobre sus rodillas huesudas. Buddy estiró el cuello para olisquearla.
—Vente a la casa de al lado, amiguito peludo. Tengo tres huevos. Puedes comértelos antes de que se echen a perder.
Empezó a caminar, pero entonces se volvió hacia Twitch.
—Son cobardes —dijo, poniendo mucho énfasis en cada palabra.
 5


Jim Rennie salió del Cathy Russell, durmió profundamente en su propia cama y se despertó como nuevo. Aunque no lo habría admitido delante de nadie, en parte durmió bien porque sabía que Junior no estaba en la casa.
Eran ya las ocho en punto, su Hummer negro estaba aparcado una o dos casas más allá del restaurante de Rosie (delante de una boca de incendios, pero qué narices, en esos momentos no había cuerpo de bomberos). Estaba desayunando con Peter Randolph, Mel Searles, Freddy Denton y Carter Thibodeau. Carter ocupaba el que empezaba a ser su lugar habitual, a la derecha de Big Jim. Esa mañana llevaba dos armas: la suya en la cadera, y en una pistolera de hombro la Beretta Taurus que Linda Everett había devuelto hacía poco.
El quinteto se había instalado en la mesa del chismorreo, la del fondo del restaurante, destronando sin ningún reparo a los habituales. Rose no quiso acercarse; envió a Anson a que tratara con ellos.
Big Jim pidió tres huevos fritos, doble de salchicha y una tostada casera frita en grasa de beicon, como solía prepararla su madre. Sabía que debía intentar reducir el colesterol, pero ese día iba a necesitar toda la energía que fuera capaz de reunir. Los próximos días, de hecho. Después de eso, tendría la situación bajo control; ya se dedicaría entonces a intentar bajar el colesterol (un cuento que llevaba años contándose).
—¿Dónde están los Bowie? —le preguntó a Carter—. Quería ver aquí a esos dichosos Bowie, así que ¿dónde están?
—Han tenido que atender un aviso en Battle Street —dijo Carter—. El señor y la señora Freeman se han suicidado.
—¿Ese puñetero se ha matado? —exclamó Big Jim. Los pocos clientes que había (casi todos ellos en la barra, viendo la CNN) se volvieron para mirar y luego apartaron la vista—. ¡Bueno, mira por dónde! ¡No me sorprende en absoluto!
Se le ocurrió entonces que el concesionario de Toyota podría ser suyo si lo quería… pero ¿para qué iba a quererlo? Le había caído del cielo un chollo aún mayor: el pueblo entero. Ya había empezado a esbozar una lista de órdenes que empezarían a entrar en vigor en cuanto le concedieran plenos poderes ejecutivos. Eso sucedería esa misma noche. Y, además, hacía años que odiaba a ese meloso hijo de la Gran Bretaña de Freeman y a la mala púa pechugona de su mujer.
—Chicos, Lois y él están desayunando en el cielo. —Se detuvo, después estalló en carcajadas. No fue muy apropiado, pero no pudo evitarlo—. En las dependencias del servicio, no me cabe ninguna duda.
—Cuando los Bowie ya habían salido, han recibido otra llamada —dijo Carter—. La granja de Dinsmore. Otro suicidio.
—¿Quién? —preguntó el jefe Randolph—. ¿Alden?
—No. Su mujer. Shelley.
Eso sí que era una lástima, la verdad.
—Inclinemos la cabeza durante un minuto —dijo Big Jim, y extendió las manos.
Carter le estrechó una mano; Mel Searles, la otra; Randolph y Denton se unieron a la cadena.
—Ohdios, bendiceporfavoraesaspobresalmas, enelnombredeCristoamén —dijo Big Jim, y alzó la cabeza—. Ocupémonos un poco de los negocios, Peter.
Peter sacó su libreta. La de Carter ya estaba abierta junto a su plato; a Big Jim cada vez le gustaba más ese chico.
—He encontrado el propano que faltaba —anunció Big Jim—. Está en la WCIK.
—¡Jesús! —exclamó Randolph—. ¡Tendremos que enviar allí unos cuantos camiones para que lo traigan!
—Sí, pero hoy no —dijo Rennie—. Mañana, cuando todo el mundo esté visitando a la familia. Ya he empezado a trabajar en eso. Volverán a ir los Bowie y Roger, pero necesitaremos también a unos cuantos agentes. Fred, Mel y tú. También voy a elegir a otros cuatro o cinco. Tú no, Carter, a ti te quiero conmigo.
—¿Por qué necesitas policías para ir a buscar unos cuantos depósitos de propano? —dijo Randolph.
—Bueno —dijo Jim, rebañando la yema de huevo con un trozo de pan frito—, eso nos lleva de nuevo hasta nuestro amigo Dale Barbara y sus planes para desestabilizar este pueblo. En la emisora hay un par de hombres armados y, según parece, podrían estar protegiendo una especie de laboratorio de drogas. Creo que Barbara lo tenía montado desde mucho antes de que se presentara aquí en persona; esto estaba bien planificado. Uno de los encargados actuales es Philip Bushey.
—Ese fracasado —gruñó Randolph.
—El otro, y siento decirlo, es Andy Sanders.
Randolph estaba ensartando patatas fritas. En ese instante dejó caer el tenedor con estruendo.
—¡Andy!
—Triste pero cierto. Barbara lo metió en el negocio; lo sé de buena tinta, pero no me preguntes por mi fuente, ha pedido mantenerse en el anonimato. —Big Jim suspiró, después se embutió en la boca un pedazo de pan frito cubierto de yema de huevo. ¡Por Dios bendito, qué bien se encontraba esa mañana!—. Supongo que Andy necesitaba dinero. Tengo entendido que el banco estaba a punto de ejecutarle la hipoteca del Drugstore. La verdad es que nunca ha tenido mucha cabeza para los negocios.
—Ni para gobernar un pueblo —añadió Freddy Denton.
A Big Jim no solía gustarle que un inferior le interrumpiera, pero esa mañana disfrutaba con todo.
—Lamentablemente cierto —dijo, y después se inclinó sobre la mesa todo lo que se lo permitió su barrigota—. Bushey y él dispararon contra uno de los camiones que envié allí ayer. Le reventaron las ruedas delanteras. Esos puñeteros son peligrosos.
—Drogadictos con armas —dijo Randolph—. Una pesadilla para el cuerpo de policía. Los hombres que salgan para allá tendrán que llevar chaleco.
—Buena idea.
—Y no puedo responder por la seguridad de Andy.
—Dios te bendiga, ya lo sé. Haz lo que tengas que hacer. Necesitamos ese propano. El pueblo lo pide a gritos, y en la asamblea de esta noche tengo la intención de anunciar que hemos encontrado una nueva fuente de aprovisionamiento.
—¿Está seguro de que yo no puedo ir, señor Rennie? —preguntó Carter.
—Ya sé que te llevas una decepción, pero mañana te quiero conmigo, no donde van a celebrar la fiesta de las visitas. Randolph creo que sí. Alguien ha de coordinar este asunto, que tiene toda la pinta de terminar convirtiéndose en un lío de tres pares de cajones. Tendremos que intentar evitar que la gente acabe pisoteada. Aunque seguramente sucederá, porque la gente no sabe comportarse. Será mejor que le digamos a Twitchell que vaya allí con la ambulancia.
Carter lo anotó.
Mientras lo hacía, Big Jim se volvió de nuevo hacia Randolph y puso cara larga y lastimera.
—Me duele mucho decir esto, Pete, pero mi informante ha insinuado que a lo mejor Junior también está metido en lo del laboratorio de drogas.
—¿Junior? —dijo Mel—. Qué va, Junior no.
Big Jim asintió y se enjugó un ojo seco con el pulpejo de la mano.
—A mí también me cuesta creerlo. No quiero creerlo, pero ¿sabéis que está en el hospital?
Todos asintieron.
—Sobredosis —susurró Rennie inclinándose más aún sobre la mesa—. Esa parece ser la explicación más probable de lo que tiene. —Se enderezó y volvió a clavar sus ojos en Randolph—. No intentéis acercaros desde la carretera principal, es lo que esperan. Más o menos a kilómetro y medio al este de la emisora de radio hay una carretera de acceso…
—Ya sé cuál dice —interrumpió Freddy—. Sam Verdreaux «el Desharrapado» tenía allí la parcela de bosque antes de que el banco se la quitara. Me parece que ahora todo eso es del Cristo Redentor.
Big Jim sonrió y asintió, aunque en realidad la tierra pertenecía a una empresa de Nevada de la cual él era presidente.
—Entrad por allí y luego acercaos a la emisora desde atrás. Casi todo aquello es bosque viejo y no deberíais tener ningún problema.
Sonó el móvil de Big Jim, que consultó la pantalla y estuvo a punto de dejarlo sonar hasta que saltara el buzón de voz, pero después pensó: Qué puñetas. Tal como se sentía esa mañana, oír a Cox echando espuma por la boca podía resultar agradable.
—Aquí Rennie. ¿Qué quiere, coronel Cox?
Escuchó, y su sonrisa se desvaneció un poco.
—¿Cómo sé yo que me está diciendo la verdad sobre eso?
Escuchó un poco más, después colgó sin despedirse. Se quedó allí sentado un momento, con el entrecejo fruncido, procesando lo que había oído. Después levantó la cabeza y le habló a Randolph.
—¿Tenemos un contador Geiger? ¿Tal vez en el refugio nuclear?
—Caray, pues no lo sé. Al Timmons seguramente lo sabrá.
—Búscalo y dile que lo compruebe.
—¿Es importante? —preguntó Randolph y, al mismo tiempo, Carter añadió:
—¿Es radiación, jefe?
—No es nada de lo que haya que preocuparse —dijo Big Jim—. Como diría Junior, solo intenta hacerme alucinar un poco. Estoy convencido. De todas formas, comprueba lo de ese contador Geiger. Si tenemos uno y todavía funciona, tráemelo.
—Está bien —dijo Randolph con cara de susto.
Big Jim deseó entonces haber dejado que el buzón de voz contestara a la llamada. O haber tenido la boca cerrada. Searles era capaz de soltarlo por ahí y hacer correr el rumor. Puñetas, incluso Randolph era capaz. Y seguramente no sería nada, solo ese dichoso coronel chusquero con sombrero de hojalata que intentaba estropearle un buen día. El día más importante de su vida, quizá.
Por lo menos Freddy Denton seguía concentrado en el asunto que se traían entre manos.
—¿A qué hora quiere que asaltemos la emisora de radio, señor Rennie?
Big Jim hizo un repaso mental de lo que sabía sobre el programa del día de Visita, después sonrió. Fue una sonrisa genuina que alegró su morro ligeramente grasiento y dejó ver sus diminutos dientes.
—A las doce en punto. A esa hora todo el mundo estará asomando las narices por la carretera 119 y el pueblo se habrá quedado vacío. Entrad ahí, y sacad a esos puñeteros que han acaparado nuestro propano, cuando el sol esté en lo más alto. Como en esos westerns antiguos.
 6


A las once y cuarto de ese jueves por la mañana, la furgoneta del Sweetbriar Rose traqueteaba por la 119 en dirección sur. Al día siguiente, la carretera estaría bloqueada por los coches y apestaría a humo de tubo de escape, pero en ese momento estaba inquietantemente desierta. La que conducía era la propia Rose. Ernie Calvert ocupaba el asiento del acompañante. Norrie iba sentada entre ambos, encima del compartimiento del motor, aferrada a su tabla de skate cubierta de pegatinas con logos de grupos punk desaparecidos tiempo ha, como Stalag 17 y los Dead Milkmen.
—El aire huele fatal —dijo Norrie.
—Es el Prestile, cielo —afirmó Rose—. Donde antes cruzaba hacia Motton se ha convertido en un enorme pantano apestoso. —Sabía que era algo más que el simple hedor del río moribundo, pero no lo dijo. Tenían que respirar, así que de nada servía preocuparse por lo que pudieran estar inhalando—. ¿Has hablado con tu madre?
—Sí —respondió Norrie con desánimo—. Vendrá, aunque la idea no le entusiasma.
—¿Traerá toda la comida que tenga cuando llegue el momento?
—Sí. En el maletero de nuestro coche. —Lo que Norrie no añadió fue que Joanie Calvert cargaría primero toda la bebida que tenía guardada; las provisiones alimentarias tendrían un papel secundario—. ¿Qué haremos con la radiación, Rose? No podemos forrar con lámina de plomo todos los coches que suban allí.
—Si la gente sube solo una o dos veces, no les pasará nada. —Rose lo había corroborado por sí misma buscando en internet. También había descubierto que la seguridad, en casos de radiación, dependía de la fuerza de los rayos, pero no veía qué sentido tenía preocuparse por cosas que no podían controlar—. Lo importante es limitar la exposición… y Joe dice que el cinturón no es muy ancho.
—La madre de Joey no querrá venir —dijo Norrie.
Rose suspiró. Eso ya lo sabía. El día de Visita era una bendición a medias. Les serviría para encubrir su marcha, pero todos aquellos que tenían familiares al otro lado querrían ir a verlos. A lo mejor a McClatchey no le toca la lotería, pensó.
Por delante se veía ya Coches de Ocasión Jim Rennie con su gran cartel: ¡CON BIG JIM TODOS A MIL! ¡PÍDANOS CRÉDITO!
—Recordad… —empezó a decir Ernie.
—Ya lo sé —dijo Rose—. Si vemos a alguien, damos la vuelta en la entrada y regresamos al pueblo.
Sin embargo, en el concesionario de Rennie hasta el último aparcamiento RESERVADO PARA EL PERSONAL estaba libre, el salón de exposición estaba desierto y en la puerta principal colgaba una pizarra blanca en la que se leía el mensaje de CERRADO HASTA NUEVO AVISO. Rose condujo a toda prisa hacia la parte de atrás. Allí fuera había hileras de coches y camiones que tenían en las ventanillas carteles con precios y eslóganes del estilo de VALOR SEGURO, ESTOY COMO NUEVO y ¡EH! ÉCHAME UN VISTAZO (con esa O convertida en un femenino ojo de largas y sexys pestañas). Aquellos eran los caballos maltratados del establo de Big Jim, en nada parecidos a los llamativos purasangres de Detroit y Alemania que tenía expuestos en la parte de delante. En el extremo más alejado del aparcamiento, junto a la valla de tela metálica que separaba la propiedad de Big Jim de un terreno de bosque replantado lleno de basura, había una hilera de furgonetas de la compañía telefónica, algunas de las cuales todavía conservaban el logo de AT&T.
—Esas —dijo Ernie mientras buscaba algo detrás de su asiento. Sacó una tira de metal larga y delgada.
—Eso es una ganzúa para abrir coches —dijo Rose, riendo a medias a pesar de los nervios—. ¿Cómo es que tienes una herramienta para abrir coches, Ernie?
—De cuando trabajaba en el Food City. Te sorprendería la cantidad de gente que cierra el coche con las llaves dentro.
—¿Por dónde vas a empezar, abuelo? —preguntó Norrie.
Ernie esbozó una sonrisa.
—Ya se me ocurrirá algo. Para aquí, Rose.
Bajó y corrió hacia la primera furgoneta; se movía con una agilidad sorprendente para un hombre que andaba cerca de los setenta. Miró por la ventanilla, negó con la cabeza y se dirigió hacia la siguiente de la hilera. Después a la tercera… pero esa tenía una rueda pinchada. Tras echar un vistazo a la cuarta furgoneta, se volvió hacia Rose y levantó los pulgares.
—Vamos, Rose. Aire.
A Rose le dio la sensación de que Ernie no quería que su nieta lo viera abriendo un coche con una ganzúa. Emocionada, regresó hacia la parte de delante sin decir nada. Allí volvió a detenerse.
—¿Todo esto te parece bien, corazón?
—Sí —dijo Norrie mientras bajaba—. Si no consigue que arranque, volveremos al pueblo andando.
—Son casi cinco kilómetros. ¿Podrá recorrerlos?
Norrie estaba pálida pero consiguió sonreír.
—Mi abuelo me gana andando. Camina seis kilómetros y medio todos los días, dice que así mantiene las articulaciones bien lubricadas. Márchese antes de que venga alguien y la vea.
—Eres una chica muy valiente —dijo Rose.
—Pues yo no me siento nada valiente.
—La gente valiente nunca se siente valiente, cielo.
Rose volvió al pueblo con la furgoneta. Norrie la siguió con la mirada hasta que desapareció, después se puso a hacer rails y lazy diamonds por el aparcamiento de delante. Había una ligera pendiente, así que solo tenía que molestarse en empujar con el pie en una dirección… aunque estaba tan acelerada que le parecía que podría subir con la tabla hasta lo alto de la cuesta del Ayuntamiento sin enterarse siquiera. ¿Y si aparecía alguien? Bueno, había salido a dar un paseo con su abuelo, que quería echarles un vistazo a las furgonetas. Ella solo lo estaba esperando; después volverían al pueblo dando otro paseo. A su abuelo le encantaba caminar, todo el mundo sabía eso. Para lubricar las articulaciones. Solo que Norrie no creía que fuera solamente por eso, ni siquiera en buena parte. A su abuelo le dio por salir a pasear cuando su abuela empezó a confundir las cosas (nadie daba un paso al frente y decía que era Alzheimer, pero todos lo sabían). Norrie pensaba que caminar le servía para mitigar las penas. ¿Era posible algo así? Ella creía que sí. Sabía que, cuando montaba en su tabla y conseguía hacer un doble kink alucinante en la pista de skate de Oxford, en su interior no había espacio para nada que no fuera alegría y miedo, y la alegría se convertía en la reina de la casa. El miedo vivía en el cobertizo de la parte de atrás.
Después de un rato que le pareció larguísimo, la antigua furgoneta de la compañía telefónica salió de detrás del edificio con su abuelo al volante. Norrie se puso el skate debajo del brazo y subió de un salto. Su primer viaje en un vehículo robado.
—Abuelo, eres superguay —dijo, y le dio un beso.
 7


Joe McClatchey iba a la cocina porque quería una de las últimas latas de zumo de manzana que había en su difunta nevera cuando oyó que su madre decía «Meneo» y se quedó quieto.
Sabía que sus padres se habían conocido estudiando la carrera en la Universidad de Maine y que por aquel entonces a Sam McClatchey sus amigos lo conocían como «Meneo», pero su madre ya casi nunca lo llamaba así, y, cuando lo hacía, se echaba a reír y se ruborizaba, como si el apodo tuviera alguna clase de sucio trasfondo. Joe no sabía nada de eso. Lo que sí sabía era que ese resbalón —ese resbalón hacia atrás— significaba que estaba muy afectada.
Se acercó un poco más a la puerta de la cocina. Estaba abierta y calzada con una cuña, y Joe vio a su madre y a Jackie Wettington, que ese día vestía una blusa y unos tejanos desvaídos en lugar del uniforme. Si hubieran levantado la mirada lo habrían visto. Joe no tenía ninguna intención de escucharlas a escondidas; eso no molaba nada, y menos si su madre estaba disgustada. Pero por el momento las dos mujeres simplemente se miraban. Estaban sentadas a la mesa de la cocina. Jackie tenía las manos de Claire entre las suyas. Joe vio los ojos húmedos de su madre y eso hizo que le entraran ganas de llorar a él también.
—No puedes —estaba diciendo Jackie—. Ya sé que quieres, pero no puedes. No, si esta noche las cosas salen tal como se supone que han de salir.
—¿No puedo al menos llamarle y decirle por qué no estaré allí? ¡O escribirle un correo electrónico! ¡Podría hacer eso!
Jackie dijo que no con la cabeza. Su expresión era amable pero firme.
—Él podría explicárselo a alguien, y lo que dijera podría llegar a oídos de Rennie. Si Rennie se huele algo antes de que saquemos a Barbie y a Rusty de ahí, todo podría acabar en un completo desastre.
—Si le digo que no se lo cuente absolutamente a nadie…
—Pero, Claire, ¿no lo ves? Hay demasiado en juego. Las vidas de dos hombres. Y las nuestras también. —Hizo una pausa—. La de tu hijo.
Los hombros de Claire se hundieron, después volvió a enderezarse.
—Entonces, llévate a Joe. Yo iré después del día de Visita. Rennie no sospechará de mí; no conozco de nada a Dale Barbara, y a Rusty tampoco, salvo de saludarlo por la calle. Siempre he ido a la consulta del doctor Hartwell, en Castle Rock.
—Pero Joe sí conoce a Barbie —dijo Jackie con paciencia—. Joe fue el que preparó la conexión de vídeo cuando dispararon el misil. Y Big Jim lo sabe. ¿No crees que podría detenerte e interrogarte hasta que le dijeras adónde ha ido?
—No se lo diría —dijo Claire—. No se lo diría nunca.
Joe entró en la cocina. Claire se enjugó las lágrimas de las mejillas e intentó sonreír.
—Ah, hola, cariño. Solo estábamos hablando del día de Visita y…
—Mamá, puede que no solo te interrogue —dijo Joe—. Puede que te torture.
Claire parecía perpleja.
—¡Oh, cómo va a hacer eso! Ya sé que no es un hombre agradable, pero es uno de los concejales del pueblo, al fin y al cabo, y…
—Era concejal del pueblo —dijo Jackie—. Ahora está haciendo méritos para convertirse en emperador. Y, tarde o temprano, todo el mundo habla. ¿Quieres que Joe esté en algún lugar imaginándose cómo te arrancan las uñas?
—¡Basta ya! —exclamó Claire—. ¡Eso es horrible!
Jackie no le soltó las manos cuando Claire intentó liberarlas.
—Es todo o nada, y ya es demasiado tarde para que sea nada. Esto está en marcha y nosotros tenemos que movernos al mismo ritmo que todo lo demás. Si Barbie se escapara solo, sin ayuda por nuestra parte, puede que Big Jim lo dejara marchar. Porque todo dictador necesita a su hombre del saco. Pero no lo hará él solo, ¿verdad? Y eso quiere decir que intentará encontrarnos, y eliminarnos.
—Ojalá no me hubiera metido nunca en esto. Ojalá no hubiera ido a esa reunión y no hubiera dejado ir a Joe.
—¡Pero tenemos que pararle los pies! —protestó Joe—. ¡El señor Rennie está intentando convertir Mills en, bueno, en un estado policial!
—¡Yo no puedo pararle los pies a nadie! —dijo Claire, casi gimiendo—. ¡Soy una maldita ama de casa!
—Por si te sirve de consuelo —dijo Jackie—, seguramente tenías ya billete para este viaje desde que los niños encontraron la caja.
—Eso no es un consuelo. No lo es.
—En cierto modo, incluso tenemos suerte —siguió diciendo Jackie—. No hemos arrastrado a demasiados inocentes a esto, al menos por el momento.
—Rennie y su fuerza policial nos encontrarán de todas formas —dijo Claire—. ¿Es que no lo sabes? Este pueblo no es más que el que es.
Jackie sonrió con amargura.
—Para entonces seremos más. Y tendremos más armas. Y Rennie lo sabrá.
—Tenemos que ocupar la emisora de radio lo antes posible —dijo Joe—. La gente tiene que oír la otra parte de la historia. Tenemos que retransmitir la verdad.
A Jackie se le encendió la mirada.
—¡Esa es una idea fantástica, Joe!
—Ay, Dios mío —dijo Claire. Y se tapó la cara con las manos.
 8


Ernie aparcó la furgoneta de la compañía telefónica en el cargadero de Almacenes Burpee. Ahora soy un delincuente, pensó. Y mi nieta de doce años es mi cómplice. ¿O ya tiene trece? No importaba; no creía que Peter Randolph fuera a tratarla como a una menor si los pillaban.
Rommie abrió la puerta, vio que eran ellos y salió al muelle de carga con pistolas en las dos manos.
—¿Habéis tenido algún problema?
—Todo suave como la seda —dijo Ernie mientras subía los escalones del muelle de carga—. No hay nadie en las carreteras. ¿Tienes más armas?
—Pues sí. Unas cuantas. Dentro, detrás de la puerta. Ayude usted también, señorita Norrie.
Norrie cogió dos rifles y se los pasó a su abuelo, que los metió en la parte de atrás de la furgoneta. Rommie salió con una carretilla en la que había una docena de rollos de lámina de plomo.
—No tenemos por qué cargar esto ahora mismo —dijo—. Solo cortaré algunos trozos para las ventanas. El parabrisas lo cubriremos cuando lleguemos allí. Dejaremos una rendija —«guendija»— para poder ver, como en un viejo tanque alemán, y poder conducir. Norrie, mientras Ernie y yo hacemos esto, ve a ver si puedes sacar esa otra carretilla. Si no puedes, déjalo y ya iremos después por ella.
La otra carretilla estaba cargada de cajas de cartón con provisiones, la mayoría era comida enlatada o sobres de concentrado especiales para excursionistas. Había una caja llena de sobres de bebida en polvo de ocasión. La carretilla pesaba, pero en cuanto consiguió moverla rodó fácilmente. Frenarla era otra cosa; si Rommie no se hubiera apartado de donde estaba, junto a la parte de atrás de la furgoneta, la carretilla podría haberlo tirado del cargadero.
Ernie había terminado de tapar las pequeñas ventanillas traseras de la furgoneta robada con trozos de lámina de plomo y una generosa aplicación de cinta adhesiva. Se limpió la frente y dijo:
—Corremos un riesgo de aúpa, Burpee. Estamos organizando una condenada comitiva hacia el campo de los McCoy.
Rommie se encogió de hombros y luego empezó a cargar cajas de provisiones y a apilarlas contra las paredes de la furgoneta, dejando el centro vacío para los pasajeros. En la parte de atrás de su camisa empezó a crecer un árbol de sudor.
—Lo único que nos queda es esperar que, si lo hacemos deprisa y sin armar barullo, la gran asamblea nos cubrirá. No tenemos muchas más opciones.
—¿Julia y la señora McClatchey también pondrán plomo en las ventanillas de sus coches? —preguntó Norrie.
—Sí. Esta tarde. Yo las ayudaré, y luego tendrán que dejarlos aparcados detrás de la tienda. No pueden pasearse por el pueblo con las ventanillas recubiertas de plomo, la gente haría preguntas.
—¿Y tu Escalade? —preguntó Ernie—. Ese coche se tragará el resto de las existencias sin soltar un solo eructo. Tu mujer podría sacarlo de ca…
—Misha no quiere venir —dijo Rommie—. No quiere saber nada de todo esto. Se lo he pedido, lo he intentado todo menos ponerme de rodillas y suplicarle, pero es como si estuviera en el salón de casa oyendo llover. Supongo que yo ya lo sabía, porque no le he contado más que lo que ella misma ya sabía… lo cual no es mucho, aunque no le evitará problemas si Rennie va a buscarla. Pero ella no quiere darse cuenta.
—¿Por qué no? —preguntó Norrie con los ojos muy abiertos, sin darse cuenta de que la pregunta podía ser impertinente hasta después de haberla soltado y ver el ceño de su abuelo.
—Porque es un cielito muy tozudo. Le he dicho que a lo mejor le hacen daño. «Que lo intenten», ha dicho. Así es mi Misha. Bueno, puñetas. Si más adelante tengo ocasión, a lo mejor me acerco de extranjis a ver si ha cambiado de idea. Dicen que las mujeres siempre tienen derecho a cambiar de opinión en el último momento. Vamos, hay que meter alguna caja más. Y no tapes las armas, Ernie. A lo mejor las necesitamos.
—No puedo creer que te haya metido en esto, pequeña —dijo Ernie.
—No pasa nada, abuelo. Prefiero estar dentro que fuera. —Y al menos eso era cierto.
 9


BONK. Silencio.
BONK. Silencio.
BONK. Silencio.
Ollie Dinsmore estaba sentado con las piernas cruzadas a poco más de un metro de la Cúpula con su mochila de boy scout junto a él. La mochila estaba llena de piedras que había recogido a la entrada de su casa; estaba de hecho tan llena que había llegado hasta allí tambaleándose más que caminando, pensando que el fondo de lona cedería, se abriría y esparciría su munición. Pero eso no había sucedido, y allí estaba él. Escogió otra piedra, una bonita y lisa, pulida por algún antiguo glaciar, y la lanzó por encima de su cabeza contra la Cúpula, donde chocó contra lo que parecía ser solo aire y rebotó. Ollie la recogió y volvió a tirarla.
BONK. Silencio.
Pensó que la Cúpula tenía un punto bueno. Puede que fuera la causa por la que su hermano y su madre habían muerto, pero, por el buen Dios todopoderoso, con una carga de munición había suficiente para todo el día.
Boomerangs de piedra, pensó, y sonrió. Fue una sonrisa sincera, pero con lo delgada que tenía la cara le dio un aspecto horrible. No había comido demasiado, y pensaba que pasaría una buena temporada antes de que volviera a tener ganas de comer. Oír un tiro y luego encontrar a tu madre en el suelo, junto a la mesa de la cocina, con el vestido subido, enseñando las bragas y con media cabeza reventada… una cosa así no contribuía demasiado a abrir el apetito de un niño.
BONK. Silencio.
En el otro lado de la Cúpula había una actividad frenética; allí delante había crecido una ciudad de tiendas de acampada. Jeeps y camiones iban de aquí para allá sin parar, y cientos de tíos del ejército se afanaban por todas partes mientras sus superiores gritaban órdenes y despotricaban, a menudo sin respirar entre una cosa y la otra.
Además de las tiendas que ya habían montado, estaban preparando otras tres nuevas, alargadas. Los carteles que ya habían clavado ante ellas decían: PUESTO DE RECEPCIÓN DE VISITANTES 1, PUESTO DE RECEPCIÓN DE VISITANTES 2 y PUESTO DE PRIMEROS AUXILIOS. Había otra tienda aún más larga, con un cartel delante que decía REFRIGERIOS. Y poco después de que Ollie se sentara y empezara a lanzar su alijo de piedras contra la Cúpula, habían llegado dos camiones de plataforma cargados con retretes portátiles. En ese momento había allí dos hileras de alegres cagaderos de color azul, bastante apartados de la zona donde se situarían los familiares para hablar con sus seres queridos, a los que podrían ver pero no tocar.
Aquella cosa que había salido de la cabeza de su madre le pareció una mermelada de fresa enmohecida, y lo que Ollie no podía entender era por qué su madre se había matado así y en aquel lugar. ¿Por qué en la habitación donde hacían casi todas las comidas? ¿Estaba ya tan ida que no se había dado cuenta de que tenía otro hijo, y que ese hijo volvería a comer (suponiendo que no muriera antes de inanición) pero nunca olvidaría el horror de lo que había visto tirado en aquel suelo?
Pues sí, pensó. Tan ida. Porque Rory siempre fue su preferido, su niño bonito. Casi nunca se daba cuenta de que yo estaba por ahí, a no ser que me hubiese olvidado de dar de comer a las vacas o de limpiar los establos mientras ellos estaban en el campo. O si llegaba a casa con un suspenso en las notas. Porque él nunca sacaba nada que no fueran sobresalientes.
Lanzó una piedra.
BONK. Silencio.
Había muchos tíos del ejército clavando carteles de dos en dos allí delante, cerca de la Cúpula. Los que miraban hacia Mills decían:
 ¡CUIDADO!
¡POR SU PROPIA SEGURIDAD!
¡MANTÉNGANSE A 2 METROS DE LA CÚPULA!
 

Ollie suponía que en los carteles que miraban en la otra dirección ponía lo mismo; en el otro lado tal vez sirvieran de algo, porque en el otro lado habría un montón de tíos para mantener el orden. De su lado, sin embargo, iba a haber ochocientas personas del pueblo y unas dos docenas de polis, la mayoría de ellos nuevos en el cuerpo. Mantener alejada a la gente de ese lado sería como intentar proteger un castillo de arena cuando sube la marea.
Le había visto las bragas mojadas, y había visto también un charco entre sus piernas extendidas. Se había meado justo antes de apretar el gatillo o justo después. Ollie pensó que seguramente después.
Lanzó una piedra.
BONK. Silencio.
Había un tío del ejército allí cerca. Era bastante joven. No llevaba ninguna clase de insignia en las mangas, así que Ollie imaginó que era un soldado raso. Parecía que tenía unos dieciséis años, pero supuso que debía de ser mayor. Había oído hablar de chicos que mentían sobre su edad para alistarse, pero creía que eso era antes de que todo el mundo tuviera ordenadores para comprobar esas cosas.
El tío del ejército miró en derredor, vio que nadie lo miraba y habló en voz baja. Tenía acento sureño.
—¿Chico? ¿Por qué no paras el carro con eso? Me estás volviendo tarumba.
—Pues vete a otra parte —dijo Ollie.
BONK. Silencio.
—No puedo. Órdenes.
Ollie no contestó. En lugar de eso, lanzó otra piedra.
BONK. Silencio.
—¿Por qué lo haces? —preguntó el tío del ejército. Fingía que arreglaba los dos carteles que estaba clavando para poder hablar con Ollie.
—Porque tarde o temprano una no rebotará. Y cuando eso pase, me levantaré, echaré a andar y nunca volveré a ver esta granja. Nunca volveré a ordeñar una vaca. ¿Qué tal el aire de ahí fuera?
—Está bien. Aunque un poco fresco. Yo soy de Carolina del Sur. En Carolina del Sur no hace este tiempo en octubre, eso sí que te lo digo.
Donde estaba Ollie, a menos de tres metros del chico sureño, el aire era muy caliente. Y apestaba.
El tío del ejército señaló más allá de Ollie.
—¿Por qué no dejas las piedras y haces algo con esas vacas? —Pronunció «'sasvacas»—. Haz que entren en el establo y ordéñalas o frótales las ubres con alguna mierda de ungüento; algo así.
—No tenemos que hacerlas entrar. Ellas saben adónde tienen que ir. Lo que pasa es que ahora ya no hay que ordeñarlas, y tampoco necesitan Bag Balm. Tienen las ubres secas.
—¿Sí?
—Sí. Mi padre dice que a la hierba le pasa algo. Dice que la hierba está mala porque el aire está malo. Aquí dentro no huele bien, ¿sabes? Huele a mierda.
—¿Sí? —El tío del ejército parecía fascinado. Dio un par de golpes con su martillo encima de esos dos carteles que se daban la espalda, aunque ya parecían estar bien clavados.
—Sí. Mi madre se ha suicidado esta mañana.
El tío del ejército había levantado el martillo para dar otro golpe, pero volvió a bajar el brazo y lo dejó colgando a un lado.
—¿Te estás quedando conmigo, chico?
—No. Se ha pegado un tiro en la mesa de la cocina. La he encontrado yo.
—Joder, eso es una putada. —El tío del ejército se acercó a la Cúpula.
—Cuando murió mi hermano, este domingo, lo llevamos al pueblo porque todavía estaba vivo, un poco, pero mi madre estaba más muerta que muerta, así que la hemos enterrado en la loma. Mi padre y yo. A ella le gustaba ese sitio. Era un sitio bonito antes de que todo se pusiera tan asqueroso.
—¡Dios bendito, chico! ¡Has pasado un infierno!
—Sigo ahí —dijo Ollie, y, como si esas palabras hubieran accionado una válvula en algún lugar de su interior, empezó a llorar. Se levantó y se acercó a la Cúpula. El joven soldado y él estaban a menos de treinta centímetros, uno frente al otro. El soldado levantó la mano, se estremeció un poco cuando la descarga pasajera lo recorrió y luego lo abandonó. Puso la mano sobre la Cúpula, los dedos extendidos. Ollie levantó la suya y la apretó contra la Cúpula por su lado. Sus manos parecían tocarse, dedo con dedo y palma con palma, pero no lo hacían. Era un gesto inútil que al día siguiente sería repetido una y otra vez: cientos, miles de veces.
—Chico…
—¡Soldado Ames! —vociferó alguien—. ¡Aleje de ahí su cochino culo!
El soldado Ames se sobresaltó como un niño al que han pillado robando mermelada.
—¡Venga aquí ahora mismo! ¡A paso ligero!
—Aguanta ahí dentro, chico —dijo el soldado Ames, y corrió a recibir su regañina.
Ollie imaginaba que no sería más que una reprimenda, suponía que no se podía degradar a un soldado raso. Además, no iban a meterlo en la prisión militar o lo que fuera solo por hablar con uno de los animales del zoo. Ni siquiera le he sacado unos cacahuetes, pensó Ollie.
Por un momento levantó la mirada hacia las vacas que ya no daban leche, que ya apenas comían hierba siquiera, y luego se sentó otra vez junto a su mochila. Buscó y encontró otra piedra buena, redondeada. Pensó en el esmalte descascarillado de las uñas de la mano extendida de su madre muerta, la que tenía al lado la pistola aún humeante. Después lanzó la piedra. Chocó contra la Cúpula y rebotó.
BONK. Silencio.
 10


A las cuatro de la tarde de ese jueves, mientras en todo el norte de Nueva Inglaterra el cielo seguía cubierto y en Chester’s Mills el sol caía como un foco empañado por el agujero con forma de calcetín que se abría en las nubes, Ginny Tomlinson fue a ver cómo se encontraba Junior. Le preguntó si necesitaba algo para el dolor de cabeza. Él dijo que no, pero después cambió de opinión y pidió un poco de Tylenol o de Advil. Cuando la enfermera regresó y el chico cruzó la habitación para cogerlo. Ginny escribió en su historial: «Sigue presentando cojera, pero parece haber mejorado».
Cuando Thurston Marshall asomó la cabeza cuarenta y cinco minutos después, la habitación estaba vacía. Supuso que Junior había bajado a la sala de estar, pero, cuando fue allí a mirar, solo encontró a Emily Whitehouse, la paciente del ataque al corazón. Emily se estaba recuperando muy bien. Thurse le preguntó si había visto a un joven con el pelo rubio oscuro y que cojeaba un poco. La mujer dijo que no. Thurse volvió a la habitación de Junior y miró en el armario. Estaba vacío. El chico con un posible tumor cerebral se había vestido, se había saltado todo el papeleo y se había dado el alta él mismo.
 11


Junior se fue a casa andando. La cojera desapareció por completo en cuanto sus músculos entraron en calor. Además, la sombra con forma de cerradura que flotaba en la parte izquierda de su campo visual encogió hasta convertirse en una bola del tamaño de una canica. A lo mejor al final resultaba que no le habían administrado una dosis completa de talio. Era difícil de decir. Sea como fuere, tenía que mantener la promesa que le había hecho a Dios. Si él se ocupaba de los pequeños Appleton, Dios se ocuparía de él.
Al salir del hospital (por la puerta de atrás), el primer punto de su lista de tareas pendientes era matar a su padre. Sin embargo, cuando por fin llegó a casa (la casa en la que había muerto su madre, la casa donde habían muerto Lester Coggins y Brenda Perkins), había cambiado de opinión. Si mataba ya a su padre, la asamblea municipal extraordinaria quedaría cancelada. Junior no quería que eso sucediera, porque la asamblea de la ciudad le proporcionaría una buena tapadera para su misión principal. La mayoría de los polis estarían allí, y eso le haría más fácil colarse en el calabozo. Le hubiera gustado tener esas placas envenenadas. Habría disfrutado metiéndoselas a Baaarbie por su garganta agonizante.
De todas formas, Big Jim no estaba en casa. El único bicho viviente que había allí dentro era el lobo que había visto cruzar corriendo el aparcamiento del hospital a altas horas de la madrugada. Estaba en mitad de la escalera, mirándolo, y emitía un profundo gruñido que le nacía del pecho. Tenía el pelaje desgreñado y los ojos amarillos. Del cuello le colgaban las placas de identificación de Dale Barbara.
Junior cerró los ojos y contó hasta diez. Cuando volvió a abrirlos, el lobo había desaparecido.
—Ahora el lobo soy yo —susurró a la casa cálida y vacía—. Soy el hombre lobo, y he visto a Lon Chaney bailando con la reina.
Subió la escalera cojeando de nuevo, aunque no era consciente de ello. En el armario tenía el uniforme y también su pistola: una Beretta 92 Taurus. El departamento de policía contaba con una docena de ellas, casi todas pagadas con dinero federal de Seguridad Nacional. Comprobó el cargador de quince balas de la pistola y vio que estaba lleno. Metió el arma en su funda, se ciñó el cinturón alrededor de su menguante cintura y salió de la habitación.
Se detuvo en lo alto de la escalera preguntándose adonde iría hasta que la asamblea hubiera empezado y él pudiera poner en marcha su plan. No quería hablar con nadie, ni siquiera quería que nadie lo viera. Entonces se le ocurrió: un buen escondite que además estaba cerca de donde se desarrollaría la acción. Bajó los escalones con cuidado (esa condenada cojera había vuelto otra vez, y además tenía la parte izquierda de la cara tan dormida que era como si se le hubiera quedado paralizada) y se arrastró por el pasillo. Se detuvo un momento en la puerta del estudio de su padre, preguntándose si debería abrir la caja fuerte y quemar el dinero que había dentro. Decidió que no merecía la pena tomarse tantas molestias. Recordaba vagamente un chiste sobre unos banqueros que habían ido a parar a una isla desierta y se habían hecho ricos vendiéndose la ropa los unos a los otros, y profirió una corta risotada animal, aunque no recordaba exactamente cómo terminaba el chiste y, de todas formas, nunca lo había entendido del todo.
El sol se había ocultado tras las nubes que pendían al oeste de la Cúpula y el día quedó sumido en la penumbra. Junior salió de la casa y desapareció en la oscuridad.
 12


A las cinco y cuarto, Alice y Aidan Appleton, que estaban en el patio de atrás, entraron en la casa en la que vivían de prestado. Alice preguntó:
—Caro… ¿Nos llevarás a Aidan y a yo… a mí… a la gran asamblea?
Carolyn Sturges, que estaba preparando unos sándwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada para la cena en la encimera de Coralee Dumagen con el pan de Coralee Dumagen (algo duro pero comestible), miró a los pequeños con sorpresa. Nunca antes había oído que unos niños quisieran asistir a una reunión de adultos; si alguien le hubiese preguntado su opinión, habría dicho que seguramente echarían a correr en dirección contraria para evitar un acto tan aburrido. Se sintió tentada. Porque, si los niños iban, también ella podría asistir.
—¿Estáis seguros? —preguntó, agachándose—. ¿Los dos?
Antes de esos últimos días, Carolyn habría dicho que no le interesaba tener hijos, que lo que quería era labrarse una carrera como profesora y escritora. Quizá como novelista, aunque tenía la sensación de que escribir novelas era bastante arriesgado: ¿y si te pasabas todo ese tiempo escribiendo un volumen de mil páginas y luego era un asco? La poesía, sin embargo… recorrer todo el país (en moto, tal vez)… realizando lecturas y ofreciendo seminarios, libre como un pájaro… eso sí que sería una pasada. Quizá conocer a unos cuantos hombres interesantes, beber vino y discutir sobre Sylvia Plath en la cama. Alice y Aidan le habían hecho cambiar de opinión. Se había enamorado de ellos. Quería que la Cúpula se abriera, desde luego que sí, pero devolver esos niños a su madre le iba a partir el corazón. En cierto modo esperaba que también a ellos les doliese un poco. Seguramente era cruel, pero así era.
—¿Ade? ¿Es eso lo que quieres? Porque las asambleas de adultos pueden ser un tostón, largas y aburridas.
—Yo quiero ir —dijo Aidan—. Quiero ver a todo el mundo.
Entonces Carolyn lo entendió. Lo que les interesaba no era la discusión sobre los recursos ni sobre cómo los utilizaría el pueblo en adelante, ¿por qué habría de interesarles? Alice tenía nueve años y Aidan cinco. Pero que quisieran ver a todo el mundo reunido, como si fueran una gran familia… eso sí tenía sentido.
—¿Os portaréis bien? ¿Os estaréis quietecitos y no cuchichearéis por lo bajo?
—Claro que sí —respondió Alice con dignidad.
—¿Y los dos haréis todo el pipí que tengáis antes de salir?
—¡Sí! —Esta vez la niña puso los ojos en blanco para expresar que Caro se estaba comportando como una pesada insoportable… y a ella le encantó esa reacción.
—Entonces, lo que voy a hacer es envolver estos sándwiches para llevárnoslos. Y hay dos latas de refresco para los niños que se portan bien y saben beber con pajita. Suponiendo que los niños en cuestión hayan hecho todo el pipí que puedan antes de hincharse a beber más líquido, claro.
—Yo sé beber un montón con pajita —dijo Aidan—. ¿Hay Woops?
—Quiere decir pastelitos Whoopie Pies —aclaró Alice.
—Ya sé lo que quiere decir, pero no hay. Me parece que a lo mejor quedan algunas galletitas integrales. De esas que tienen azúcar y canela por encima.
—Las galletas de canela están ricas —dijo Aidan—. Te quiero, Caro.
Carolyn sonrió. Pensó que ningún poema que había leído jamás le parecía tan bonito. Ni siquiera ese de Williams sobre las ciruelas frías.
 13


Andrea Grinnell bajó la escalera despacio pero con paso seguro mientras Julia la miraba con asombro. Andi había sufrido una transformación. En parte porque se había maquillado y se había peinado lo que antes era la espantosa maraña de su melena, pero eso no era todo. Al mirarla, Julia se dio cuenta del tiempo que había pasado desde la última vez que había visto a la tercera concejala del pueblo siendo ella misma. Esa noche se había puesto un impresionante vestido rojo con un cinturón que le ceñía el talle (parecía de Ann Taylor) y llevaba un gran bolso de tela que se cerraba con un fruncido.
Incluso Horace se quedó boquiabierto.
—¿Qué tal estoy? —preguntó Andi cuando llegó al pie de la escalera—. ¿Da la impresión de que podría ir a la asamblea volando si tuviera una escoba?
—Estás fantástica. Veinte años más joven.
—Gracias, cielo, pero arriba tengo un espejo.
—Pues si no has visto lo mucho que has mejorado, prueba a mirarte en el de aquí abajo, que la luz es mejor.
Andi se cambió el bolso de brazo, como si le pesara mucho.
—Bueno. Supongo que sí. Al menos un poco.
—¿Estás segura de que tienes suficientes fuerzas para esto?
—Me parece que sí, pero si empiezo a temblar y a tiritar me escaparé por la puerta lateral. —Andi no tenía ninguna intención de escaparse, temblara o no.
—¿Qué llevas en el bolso?
La comida de Jim Rennie, pensó Andrea. Y pienso hacérsela tragar delante de todo este pueblo.
—Siempre me llevo la labor para tejer cuando voy a la asamblea municipal. A veces resultan muy pesadas y aburridas.
—No creo que la de hoy vaya a ser aburrida —dijo Julia.
—Tú también vienes, ¿verdad?
—Hum, supongo que sí —respondió Julia con vaguedad. Esperaba estar bien lejos del centro de Chester’s Mills antes de que la asamblea llegara a su fin—. Antes tengo unas cuantas cosas que hacer. ¿Podrás llegar tú sola?
Andi le dedicó una cómica mirada de «Mamá, por favor».
—Voy hasta el final de la calle, bajo la cuesta y ya estoy allí. Llevo años haciéndolo.
Julia consultó su reloj. Eran las seis menos cuarto.
—¿No sales demasiado pronto?
—Si no me equivoco, Al abrirá las puertas a las seis en punto, y quiero asegurarme de encontrar un buen asiento.
—Como concejala, deberías ocupar un sitio en el estrado —dijo Julia—. Si quieres, claro.
—No, creo que no. —Andi volvió a cambiarse el bolso de brazo. Sí que llevaba dentro sus labores; pero también los documentos de VADER y el 38 que le había regalado su hermano Twitch para que protegiera su casa. Pensó que serviría igual de bien para proteger el pueblo. Un pueblo era como un cuerpo, pero contaba con una ventaja sobre el cuerpo humano: si un pueblo tenía un cerebro defectuoso, podía llevarse a cabo un trasplante. Y a lo mejor no hacía falta llegar a asesinar a nadie. Rezó para que no hiciera falta.
Julia la miraba con socarronería. Andrea se dio cuenta de que se había quedado abstraída.
—Me parece que esta noche me sentaré con la gente corriente. Pero, cuando llegue el momento, diré la mía. Puedes estar segura.
 14


Andi tenía razón en eso de que Al Timmons abriría las puertas a las seis. A esas horas, Main Street (que había estado prácticamente vacía durante todo el día) empezaba a llenarse de ciudadanos que iban hacia la sala de plenos. Había más gente aún bajando en pequeños grupos por la cuesta del Ayuntamiento desde las calles residenciales. Empezaron a llegar coches desde Eastchester y Northchester, casi todos al completo. Por lo visto, esa noche nadie quería estar solo.
Andi llegó lo bastante pronto para poder elegir asiento y escogió uno en la tercera fila desde el estrado, junto al pasillo central. Por delante de ella, en la segunda fila, estaban Carolyn Sturges y los pequeños Appleton. Los niños miraban todo y a todo el mundo fijamente y con los ojos muy abiertos. El chiquillo sostenía algo que parecía una galletita integral.
Linda Everett fue otra de las que llegaron temprano. Julia le había explicado a Andi que habían detenido a Rusty (era completamente absurdo) y sabía que su mujer debía de estar destrozada, pero lo ocultaba muy bien tras el maquillaje y un bonito vestido con grandes bolsillos de parche. Dado el estado en que se encontraba ella (boca seca, dolor de cabeza, estómago revuelto), Andi admiró su valentía.
—Ven, siéntate conmigo, Linda —dijo al tiempo que daba unas palmaditas en el asiento de al lado—. ¿Cómo está Rusty?
—No lo sé —respondió Linda. Pasó frente a Andrea y se sentó. Algo que llevaba en esos divertidos bolsillos hizo ruido al chocar con la madera—. No me dejan verlo.
—Esa situación se rectificará —dijo Andrea.
—Sí —convino Linda con gravedad—. Se rectificará. —Después se inclinó hacia delante—. Hola, niños, ¿cómo os llamáis?
—Este es Aidan —dijo Caro—, y esta es…
—Yo me llamo Alice. —La niñita alargó una mano regia: de reina a fiel súbdita—. Yo y Aidan… Aidan y yo… somos Cupuérfanos. Quiere decir «Huérfanos de la Cúpula». Se lo ha inventado Thurston. Sabe hacer trucos de magia, como sacarte monedas de detrás de la oreja y cosas así.
—Vaya, parece que os ha ido la mar de bien —dijo Linda, sonriendo. No le apetecía sonreír; no había estado tan nerviosa en toda su vida. Pero «nerviosa» era una palabra demasiado suave. Estaba cagada de miedo.
 15


A las seis y media, el aparcamiento de detrás del ayuntamiento ya estaba lleno. Después de eso se llenaron las plazas de Main Street, y también las de West y East Street. A las siete menos cuarto, incluso los aparcamientos de correos y del parque de bomberos estaban completos.
Big Jim había previsto la posibilidad de aglomeración, y Al Timmons, ayudado por algunos de los agentes más nuevos, había sacado al césped unos cuantos bancos del Salón de Veteranos. APOYA A NUESTRAS TROPAS, se leía grabado en algunos; ¡JUEGA AL BINGO!, en otros. También habían instalado unos grandes altavoces Yamaha a un lado y otro de la puerta principal.
Casi toda la fuerza policial del pueblo (y todos los agentes experimentados, salvo uno) estaba allí para mantener el orden. Cuando los últimos en llegar protestaron porque tenían que sentarse fuera (o quedarse de pie, cuando hasta los bancos del césped se hubieron llenado), el jefe Randolph les dijo que tendrían que haber llegado antes: si te duermes, te lo pierdes. Además, añadía, hacía una noche muy buena, agradable y calurosa, y más tarde seguramente disfrutarían de otra gran luna rosa.
—Agradable si no te molesta este olor —dijo Joe Boxer. El dentista estaba de un humor de perros desde la confrontación en el hospital a causa de esos gofres que había liberado—. Espero que lo oigamos todo bien a través de esos cacharros. —Señaló los altavoces.
—Lo oirán bien —dijo Randolph—. Los hemos traído del Dipper’s. Tommy Anderson dice que son lo último de lo último, y los ha instalado él mismo. Imagínese que esto es un autocine pero sin la película.
—Me imaginaré que es un grano que me ha salido en el culo —exclamó Joe Boxer, luego cruzó las piernas y se frotó con nerviosismo la raya de los pantalones.
Junior los veía llegar desde su escondite en el Puente de la Paz, donde espiaba a través de una rendija entre los tablones. Se quedó pasmado al ver a tanta gente del pueblo en el mismo sitio y al mismo tiempo, y dio gracias por los altavoces. Así podría oírlo todo desde donde estaba, y en cuanto su padre hubiese entrado en materia, él iniciaría su maniobra.
Que Dios asista al que se interponga en mi camino, pensó.
Era imposible no ver la mole barriguda de su padre aun en la creciente penumbra. Además, el ayuntamiento estaba completamente iluminado y la luz de una de las ventanas proyectaba un rectángulo justo donde se encontraba Big Jim, en el límite del abarrotado aparcamiento. Carter Thibodeau estaba junto a él.
Big Jim no tenía la sensación de estar siendo observado; o, mejor dicho, tenía la sensación de que todo el mundo lo observaba, lo cual venía a ser lo mismo. Consultó su reloj y vio que solo eran las siete. Su sentido político, agudizado a lo largo de muchísimos años, le decía que una reunión importante tenía que empezar siempre diez minutos tarde; más no, pero tampoco menos. Lo cual quería decir que era hora de que enfilara hacia la pista de rodaje. Llevaba consigo una carpeta en la que guardaba su discurso, pero en cuanto cogiera carrerilla no lo necesitaría. Sabía lo que iba a decir. Tenía la sensación de haber pronunciado el discurso ya en sueños la noche anterior, no una sino varias veces, y cada vez le había salido mejor.
Dio un codazo a Carter.
—Es hora de poner en marcha el espectáculo.
—Vale. —Carter se acercó corriendo hasta donde estaba Randolph en los escalones del ayuntamiento (Seguro que cree que se parece al puñetero Julio César, pensó Big Jim), y volvió con el jefe de policía.
—Entraremos por la puerta lateral —dijo Big Jim. Consultó su reloj—. Dentro de cinco… no, de cuatro minutos. Tú irás delante, Peter; yo iré el segundo; Carter, tú detrás de mí. Iremos directos al estrado, ¿de acuerdo? Caminad con firmeza… nada de arrastrar los dichosos pies. Habrá aplausos. Manteneos en posición de «firmes» hasta que empiecen a decaer. Después sentaos. Peter, tú a mi izquierda. Carter, a mi derecha. Yo me adelantaré al atril. Primero rezaremos, luego todo el mundo se pondrá en pie para cantar el himno nacional. Después de eso, hablaré y repasaré el orden del día cagando leches. Votarán que sí a todo. ¿Lo tenéis?
—Estoy nervioso como una colegiala —confesó Randolph.
—Pues no lo estés. Todo va a salir bien.
En eso desde luego se equivocaba.
 16


Mientras Big Jim y su séquito se encaminaban hacia la puerta lateral del ayuntamiento, Rose torcía por el camino de entrada de los McClatchey con la furgoneta de su restaurante. Detrás de ella iba el sencillo Chevrolet sedán que conducía Joanie Calvert.
Claire salió de la casa con una maleta en una mano y una bolsa de lona llena de comida en la otra. Joe y Benny Drake también llevaban maletas, aunque la mayoría de la ropa que había en la de Benny había salido de los cajones de Joe. Benny llevaba otra bolsa de lona, más pequeña, cargada con todo lo que había podido encontrar en la despensa de los McClatchey.
Desde el pie de la cuesta llegó el sonido amplificado de unos aplausos.
—Daos prisa —dijo Rose—. Ya están empezando. Es hora de poner pies en polvorosa. —Lissa Jamieson iba con ella. Deslizó la puerta de la furgoneta para abrirla y empezó a cargar bultos dentro.
—¿Tenemos lámina de plomo para cubrir las ventanas? —le preguntó Joe a Rose.
—Sí, y también unos trozos de sobra para el coche de Joanie. Llegaremos hasta donde tú digas que es seguro y luego taparemos las ventanillas. Dame esa maleta.
—Esto es una locura, ¿sabes? —dijo Joanie Calvert. Caminó desde su coche hasta la furgoneta del Sweetbriar en una línea bastante recta, lo cual hizo pensar a Rose que solo se había tomado una o dos copas para infundirse valor. Eso era buena señal.
—Seguramente tienes razón —dijo Rose—. ¿Estás preparada?
Joanie suspiró y después pasó un brazo sobre los flacos hombros de su hija.
—¿Para qué? ¿Para ir de cabeza al desastre? ¿Por qué no? ¿Cuánto tiempo tendremos que quedarnos allí arriba?
—No lo sé —dijo Rose.
Joanie soltó otro suspiro.
—Bueno, al menos no hace frío.
Joe le preguntó a Norrie:
—¿Dónde está tu abuelo?
—Con Jackie y el señor Burpee en la furgoneta que hemos robado en Coches Rennie. Esperará fuera mientras ellos entran a sacar a Rusty y al señor Barbara. —Le dedicó una sonrisa muerta de miedo—. Será su hombre al volante.
—No hay tonto más tonto que un viejo tonto —comentó Joanie Calvert.
A Rose le dieron ganas de armarse de valor y soltarle un tortazo, y al mirar a Lissa se dio cuenta de que ella había sentido lo mismo, pero no era momento de ponerse a discutir, y menos aún de liarse a puñetazos.
O vencemos unidos o caemos por separado, pensó Rose.
—¿Y Julia? —preguntó Claire.
—Viene con Piper. Y con su perro.
Desde el centro llegó la voz amplificada del Coro Unido de Chester’s Mills (y las voces de los que estaban sentados en los bancos del exterior) cantando «The Star-Spangled Banner».
—Vamos —dijo Rose—. Yo iré la primera.
Joanie Calvert repitió con triste buen humor:
—Al menos no hace frío. Vamos, Norrie, haz de copiloto de tu vieja madre.
 17


Al sur de la Maison des Fleurs de LeClerc había un callejón de reparto, y allí estaba aparcada la furgoneta robada de la compañía telefónica, con el morro asomando. Ernie, Jackie y Rommie Burpee estaban sentados dentro escuchando el himno nacional que llegaba desde calle abajo. Jackie sintió una punzada en los ojos y vio que no era la única que se había emocionado: Ernie, al volante, se había sacado un pañuelo del bolsillo de atrás y estaba secándose los ojos.
—Supongo que no necesitamos que Linda nos dé la voz de alarma. —«Alagma», dijo Rommie—. No esperaba esos altavoces. De mi almacén no han salido.
—Aun así, está bien que la gente la vea en la asamblea —dijo Jackie—. ¿Tienes la máscara, Rommie?
Él levantó la careta de Dick Cheney estampada en plástico. A pesar de sus diversas existencias, Rommie no había podido proporcionarle a Jackie una careta de Ariel, la Sirenita, así que tuvo que conformarse con la de la amiguita de Harry Potter, Hermione. La máscara de Darth Vader de Ernie estaba detrás de su asiento. Jackie pensó que si llegaba a tener que ponérsela, seguramente estarían en graves apuros, pero no lo dijo.
Además, ¿qué importa? Cuando de pronto ya no estemos en el pueblo, todo el mundo comprenderá bastante bien por qué nos hemos marchado.
Sin embargo, sospechar no era lo mismo que saber, y si la sospecha era lo único que tenían Rennie y Randolph, tal vez los amigos y familiares a quienes dejaban atrás no se verían sometidos más que a un severo interrogatorio.
Tal vez. Jackie comprendía que, en circunstancias como esas, «tal vez» eran palabras mayores.
El himno terminó. Se oyeron más aplausos y luego el segundo concejal del pueblo tomó la palabra. Jackie comprobó la pistola que llevaba encima (la suya personal) y pensó que los siguientes minutos seguramente serían los más largos de toda su vida.
 18


Barbie y Rusty estaban junto a la puerta de sus respectivas celdas escuchando a Big Jim embarcarse en su discurso. Gracias a los altavoces que habían instalado en la puerta principal del ayuntamiento, lo oían bastante bien.
—¡Gracias! ¡Gracias a todos y cada uno de ustedes! ¡Gracias por venir! ¡Y gracias por ser los ciudadanos más valientes, más duros y con más aguante de estos Estados Unidos de América!
Aplausos entusiastas.
—Damas y caballeros… y niños también, puesto que veo unos cuantos entre el público…
Risas bondadosas.
—Nos encontramos en un aprieto terrible. Ya lo saben. Esta noche tengo intención de explicarles cómo hemos llegado a esta situación. No lo sé todo, pero compartiré con ustedes lo que sé, porque se lo merecen. Cuando haya terminado de ponerlos al corriente, tenemos un orden del día breve pero importante que repasar. Sin embargo, primero y ante todo, quiero decirles lo muy ORGULLOSO que estoy de ustedes, lo HUMILDE que me siento de ser el hombre que Dios (y ustedes) han elegido para ser su líder en esta crítica encrucijada, y quiero ASEGURARLES que juntos superaremos esta prueba. Juntos y con la ayuda de Dios ¡saldremos de esto MÁS FUERTES y MÁS JUSTOS y MEJORES de lo que hemos sido nunca! Puede que ahora seamos israelitas en el desierto…
Barbie puso cara de exasperación y Rusty cerró el puño e hizo como si se la pelara.
—… ¡pero pronto llegaremos a CANAÁN y nos deleitaremos con el banquete de leche y miel que el Señor y nuestros compatriotas americanos sin duda nos tendrán preparado!
Aplausos enfervorizados. Parecía una ovación de las de tener al público en pie. Barbie, bastante seguro de que, aunque hubiera un micrófono oculto en el calabozo, los tres o cuatro polis de arriba estarían apretados en la puerta de la comisaría escuchando a Big Jim, dijo:
—Prepárate, amigo.
—Ya lo estoy —dijo Rusty—. Créeme, lo estoy.
Siempre que Linda no sea una de los que planean asaltar esto, pensó. No quería que matara a nadie, pero, más que eso, no quería que se arriesgara a que la mataran. Por él no. Que se quede donde está, por favor. Puede que ese hombre esté loco, pero si Linda se queda con el resto del pueblo al menos estará a salvo.
Eso fue lo que pensó justo antes de que empezaran los disparos.
 19


Big Jim estaba exultante. Los tenía exactamente donde quería: en la palma de la mano. Cientos de personas, los que lo habían votado y los que no. Nunca había visto a tanta gente en esa sala, ni siquiera cuando habían discutido sobre el precepto de las oraciones en la escuela o el presupuesto de la escuela. Estaban sentados muslo contra muslo y hombro contra hombro, fuera igual que dentro, y hacían mucho más que escucharlo. Con Sanders desaparecido en combate y Grinnell sentada entre los asistentes (era difícil pasar por alto ese vestido rojo de la tercera fila), el público era todo para él. Sus ojos le suplicaban que cuidara de ellos. Que los salvara. Y lo que colmaba aún más su dicha era tener a su guardaespaldas junto a él y ver las filas de policías (sus policías) alineados a ambos lados de la sala. No todos vestían uniforme todavía, pero sí iban armados. Como mínimo otras cien personas del público llevaban brazaletes azules. Era como tener su propio ejército privado.
—Mis queridos conciudadanos, la mayoría de ustedes sabe que hemos detenido a un hombre llamado Dale Barbara…
Se levantó una tempestad de abucheos y silbidos. Big Jim esperó a que remitiera, con expresión grave por fuera, sonriendo por dentro.
—… por los asesinatos de Brenda Perkins, Lester Coggins y dos niñas encantadoras a las que todos conocíamos y queríamos: Angie McCain y Dodee Sanders.
Más abucheos salpicados de gritos de «¡Que lo cuelguen!» y «¡Terrorista!». La que gritaba «terrorista» parecía ser Velma Winter, la encargada de Brownie’s durante el día.
—Lo que no saben —siguió diciendo Big Jim— es que la Cúpula es el resultado de una conspiración perpetrada por un grupo de élite de científicos canallas y financiada encubiertamente por un grupo escindido del gobierno. ¡Somos conejillos de Indias de un experimento, queridos conciudadanos, y Dale Barbara era el hombre designado para planear y dirigir la ejecución de ese experimento desde dentro!
Esas palabras fueron recibidas por un silencio de estupefacción. Después se oyó un rugido de indignación.
Cuando cesó, Big Jim prosiguió; las manos plantadas a un lado y otro del atril, su enorme rostro brillando de sinceridad (y tal vez hipertensión). Tenía su discurso delante, pero no había desplegado el papel. No necesitaba mirarlo. Dios se valía de sus cuerdas vocales y le movía la lengua.
—Puede que se pregunten a qué me refiero cuando hablo de una financiación encubierta. La respuesta es terrorífica pero simple. Dale Barbara, ayudado por un número de conciudadanos todavía desconocido, montó una fábrica de estupefacientes que ha estado suministrando enormes cantidades de cristal de metanfetamina a los señores de la droga, algunos con contactos en la CIA, a lo largo de toda la costa Este. Y aunque todavía no nos ha dado los nombres de todos sus compañeros de conspiración, uno de ellos (y me parte el corazón decir esto) parece ser Andy Sanders.
Barullo y gritos de asombro entre el público. Big Jim vio que Andi Grinnell hacía ademán de levantarse de su asiento pero luego volvía a sentarse. Eso es, pensó. Quédate ahí sentada. Si eres lo bastante temeraria para poner en duda lo que digo, te comeré viva. O te señalaré con el dedo y te acusaré. Y entonces serán ellos quienes te comerán viva.
A decir verdad, se sentía como si pudiera hacerlo.
—El jefe de Barbara, su mando, es un hombre al que todos habéis visto en las noticias. Dice ser coronel del Ejército de Estados Unidos, pero en realidad es un alto cargo de los consejos de científicos y funcionarios gubernamentales responsables de este experimento satánico. Tengo aquí mismo la confesión de Barbara al respecto. —Se dio unos golpecitos en la americana, en cuyo bolsillo interior llevaba la cartera y un Nuevo Testamento de pequeño formato con las palabras de Cristo impresas en rojo.
Mientras tanto se habían elevado más gritos de «¡Que lo cuelguen!». Big Jim levantó una mano, la cabeza gacha, el rostro serio, y los gritos se acallaron por fin.
—Votaremos el castigo de Barbara como pueblo: un cuerpo unido y entregado a la causa de la libertad. Está en sus manos, damas y caballeros. Si votan que sea ejecutado, será ejecutado. Sin embargo, no habrá ningún ahorcamiento mientras yo sea su dirigente. Lo ejecutará un pelotón de fusilamiento de la policía…
Lo interrumpieron unos aplausos exaltados, y casi toda la asamblea se puso en pie. Big Jim se inclinó hacia el micrófono.
—… pero ¡solo después de haber sacado hasta el último ápice de información que sigue escondiendo el CORAZÓN DE ESE MISERABLE TRAIDOR!
En ese momento casi todo el mundo estaba en pie. Andi, sin embargo, no; ella seguía sentada en la tercera fila, junto al pasillo central, clavándole una mirada que debería haber sido ausente, brumosa y confusa, pero que no lo era. Mírame cuanto quieras, pensó Rennie. Mientras aguantes ahí sentadita como una niña buena.
Entretanto se deleitó con ese aplauso.
 20


—¿Ya? —preguntó Rommie—. ¿Tú qué dices, Jackie?
—Espera un poco más.
Era instinto, solo eso, y normalmente podía fiarse de sus instintos.
Después se preguntaría cuántas vidas podrían haberse salvado si le hubiera dicho a Rommie: «Vale, vamos».
 21


A través de la rendija de la pared del Puente de la Paz, Junior vio que incluso la gente que estaba sentada en los bancos de fuera se había puesto en pie, y el mismo instinto que le había dicho a Jackie que esperara un poco más, a él le dijo que era hora de ponerse en marcha. Salió cojeando del puente por el lado de la plaza del pueblo y cruzó hacia la acera. Cuando el ser que lo había engendrado volvió a tomar la palabra, él echó a andar hacia la comisaría. La mancha negra del lado izquierdo de su campo de visión había vuelto a expandirse, pero tenía la mente clara.
Ya voy, Baaarbie. Voy a por ti.
 22


—Esa gente son maestros de la desinformación —siguió diciendo Big Jim— y, cuando os acerquéis a la Cúpula a ver a vuestros seres queridos, la campaña contra mí irá ya a toda máquina. Cox y sus subalternos no se detendrán ante nada con tal de desacreditarme. Dirán que soy un mentiroso y un ladrón, incluso puede que digan que fui yo quien organizó su operación de fabricación de drogas…
—Sí que fuiste tú —dijo una voz nítida y clara.
Era Andrea Grinnell. Todas las miradas se fijaron en ella cuando se puso en pie; un signo de exclamación humano con su vestido rojo chillón. Miró un instante a Big Jim con una expresión de frío desprecio, después se volvió para contemplar a esas personas que la habían elegido tercera concejala cuando el viejo Billy Cale, el padre de Jack Cale, murió de un derrame cerebral hacía cuatro años.
—Conciudadanos, dejad a un lado vuestros miedos por un momento —dijo—. Si lo hacéis, veréis que la historia que está explicando Jim Rennie es absurda. Cree que se os puede hacer salir en estampida como al ganado en una tormenta. Yo he vivido con vosotros toda mi vida, y creo que se equivoca.
Big Jim esperó oír exclamaciones de protesta. No las hubo. Eso no quería decir necesariamente que la gente del pueblo la creyeran, solo que se habían quedado atónitos ante ese repentino giro de los acontecimientos. Alice y Aidan Appleton se habían dado la vuelta y estaban arrodillados en sus bancos, mirando boquiabiertos a la mujer de rojo. Caro estaba igual de pasmada.
—¿Un experimento secreto? ¡Menuda chorrada! Nuestro gobierno se ha involucrado en cosas bastante horrorosas durante estos últimos cincuenta años, y yo soy la primera en admitirlo, pero ¿tener prisionero a todo un pueblo con una especie de campo de fuerza? ¿Solo para ver qué hacemos? Es una idiotez. Solo una gente aterrorizada lo creería. Rennie lo sabe, y por eso ha estado orquestando el terror.
Big Jim había perdido el ritmo por un momento, pero entonces volvió a encontrar la voz. Y, desde luego, él tenía el micrófono.
—Damas y caballeros, Andrea Grinnell es una buena mujer, pero esta noche no es ella misma. Está tan conmocionada como el resto de nosotros, desde luego, pero, además, siento decir que tiene un grave problema de dependencia de los medicamentos a consecuencia de una caída y de su subsiguiente consumo de un fármaco extremadamente adictivo llamado…
—Hace días que no tomo nada más fuerte que aspirinas —dijo Andrea con una voz clara y nítida—. Y han llegado a mi poder unos documentos que demuestran…
—¡Melvin Searles! —vociferó Big Jim—. ¿Querrían usted y varios de sus compañeros sacar gentil pero firmemente a la concejala Grinnell de la sala y acompañarla a su casa? O quizá al hospital, para que la examinen. No es ella misma.
Se oyeron unos murmullos de aprobación, pero no el clamor que Big Jim esperaba. Por otra parte, Mel Searles solo había dado un paso adelante cuando Henry Morrison extendió su mano hacia el pecho de Mel y lo envió de vuelta a la pared, donde se dio un golpe que incluso se oyó.
—Dejémosla terminar —dijo Henry—. Ella también es concejala, así que dejémosla terminar.
Mel miró a Big Jim, pero Big Jim estaba mirando a Andi, casi hipnotizado, y vio cómo sacaba de su gran bolso un sobre manila de color marrón. Supo lo que era nada más verlo. Brenda Perkins, pensó. Oh, la muy puta. Aun muerta sus putadas continúan.
Cuando Andi sostuvo el sobre en alto, el papel empezó a agitarse atrás y adelante. Los temblores volvían, esos temblores de mierda. No podían haber escogido peor momento, pero a ella no le sorprendía; de hecho, casi podría haberlo esperado. Era el estrés.
—Los documentos de este sobre llegaron a mí a través de Brenda Perkins —dijo, y por fin su voz sonó firme—. Fueron reunidos por su marido y por el fiscal general del estado. Duke Perkins estaba investigando a James Rennie por una larga lista de faltas y delitos graves.
Mel miró a su amigo Carter en busca de consejo, y Carter le devolvió una mirada de ojos brillantes, muy abiertos y casi divertidos. Señaló a Andrea, después se llevó una mano a la garganta en posición horizontal: «Córtala». Esta vez, cuando Mel se adelantó, Henry Morrison no lo detuvo. Igual que casi todo el mundo en la sala, Henry estaba atónito mirando a Andrea Grinnell.
Marty Arsenault y Freddy Denton se unieron a Mel, que corría frente a la tarima, agachado como si cruzara por delante de la pantalla de un cine. Todd Wendlestat y Lauren Conree también se habían puesto en marcha desde el otro lado de la sala. La mano de Wendlestat aferraba un pedazo de bastón de nogal serrado que empuñaba a modo de porra; la de Conree agarraba la culata de su arma.
Andi los vio venir, pero no calló.
—La prueba está en este sobre, y creo que demuestra… —«que Brenda Perkins murió por esto», tenía intención de decir para terminar la frase, pero en ese momento a su mano temblorosa y cubierta de sudor se le resbaló el cordón que cerraba su bolso. Cayó al pasillo, y el cañón de su 38 de protección personal asomó por la boca fruncida de la bolsa como un periscopio.
En el silencio de la sala, todo el mundo oyó con claridad cómo Aidan Appleton decía:
—¡Hala! ¡Esta señora tiene una pistola!
Siguieron otros instantes de atónito silencio. Entonces, Carter Thibodeau saltó de su asiento y corrió a ponerse delante de su jefe gritando:
—¡Un arma! ¡Un arma! ¡UN ARMA!
Aidan salió al pasillo para investigar más de cerca.
—¡No, Ade! —gritó Caro, y se inclinó para agarrarlo justo cuando Mel disparaba el primer tiro.
La bala abrió un agujero en el suelo pulido, unos cuantos centímetros por delante de Carolyn Sturges. Volaron astillas. Una de ellas se le clavó a la joven justo debajo del ojo derecho, y la sangre empezó a resbalarle por la cara. Ella se dio cuenta vagamente de que todo el mundo se había puesto a gritar. Se arrodilló en el pasillo, cogió a Aidan de los hombros y lo protegió entre sus muslos como si fuera una pelota de fútbol americano. El niño regresó a toda prisa a la fila en la que había estado sentado, sorprendido pero ileso.
—¡UN ARMA! ¡TIENE UN ARMA! —gritó Freddy Denton, y apartó a Mel de en medio. Más tarde juraría que la joven intentaba alcanzar la pistola y que él solo tuvo la intención de herirla.
 23


Gracias a los altavoces, las tres personas que aguardaban en la furgoneta robada oyeron el cambio de rumbo de las festividades del ayuntamiento. El discurso de Big Jim y los aplausos que lo acompañaban habían sido interrumpidos por una mujer que hablaba en voz alta pero que estaba demasiado lejos del micrófono para que sus palabras pudieran entenderse desde fuera. Su voz había quedado ahogada por un murmullo general que culminó en gritos. Después se oyó un disparo.
—¿Qué narices es eso? —dijo Rommie.
Más disparos. Dos, quizá tres. Y gritos.
—No importa —dijo Jackie—. Arranca, Ernie, y deprisa. Si vamos a hacerlo, tenemos que hacerlo ya.
 24


—¡No! —gritó Linda, poniéndose en pie de un salto—. ¡No disparéis! ¡Hay niños! ¡HAY NIÑOS!
En el ayuntamiento estalló un pandemónium. Es posible que por unos instantes hubieran dejado de ser ganado, pero ya volvían a serlo. La estampida hacia las puertas principales estaba servida. Unos cuantos, los primeros, consiguieron salir. Después la multitud se atascó. Algunas personas que habían conservado una pizca de sentido común echaron a andar por los pasillos laterales y el central hacia las salidas que flanqueaban la tarima, pero fueron una minoría.
Linda se acercó a Carolyn Sturges con la intención de tirar de ella hacia la relativa seguridad de los bancos cuando Toby Manning, que corría por el pasillo central, chocó contra ella. Su rodilla impactó con la parte de atrás de la cabeza de Linda y la mujer cayó hacia delante, aturdida.
—¡Caro! —Alice Appleton gritaba desde muy lejos—. ¡Caro, levántate! ¡Caro, levántate! ¡Caro, levántate!
Carolyn quiso ponerse en pie, y fue entonces cuando Freddy Denton le pegó un tiro entre los ojos y la mató al instante. Los niños chillaron. Sus rostros estaban salpicados de sangre.
Linda notó vagamente que le daban patadas y la pisaban. Se puso a gatas (ponerse de pie quedaba descartado) y se arrastró hacia la fila contraria a la que había ocupado. Su mano se manchó de la sangre de Carolyn.
Alice y Aidan intentaban llegar hasta Caro. Como Andi sabía que podían hacerles mucho daño si salían al pasillo (y no quería que vieran cómo había quedado la mujer que ella suponía que era su madre), se inclinó hacia el banco de delante para agarrarlos. Había dejado caer el sobre de VADER.
Era lo que Carter Thibodeau había estado esperando. Todavía se encontraba de pie delante de Rennie, protegiéndolo con su propio cuerpo, pero había desenfundado el arma y la sostenía sobre el antebrazo. En ese momento apretó el gatillo y la problemática mujer del vestido rojo (la que había provocado todo ese jaleo) salió disparada hacia atrás.
El ayuntamiento estaba sumido en el caos, pero a Carter no le importó. Bajó los escalones y caminó con firmeza hacia donde había caído la mujer del vestido rojo. Cuando la gente que corría por el pasillo central chocaba con él, los empujaba para apartarlos, primero a la izquierda y luego a la derecha. La niñita, que estaba llorando, intentó aferrarse a su pierna, pero Carter se la quitó de encima de una patada, sin mirarla siquiera.
Le costó un poco ver el sobre. Pero lo localizó. Estaba en el suelo, junto a una de las manos abiertas de la señora Grinnell. Encima de la palabra VADER quedó estampada una gran huella impresa en sangre. Sereno aun en mitad del caos, Carter miró en derredor y vio a Rennie, que contemplaba con cara de asombro e incredulidad cómo se arrastraba su público. Bien.
Carter se sacó la camisa del pantalón. Una mujer que gritaba (era Carla Venziano) chocó con él y él la lanzó a un lado. Después se metió el sobre de VADER por dentro de la cinturilla, en la espalda, y volvió a meterse la camisa para ocultarlo.
Siempre era bueno tomar algunas precauciones.
Reculó hacia el escenario caminando hacia atrás para no perder el control visual de la situación. Cuando llegó a los escalones, se volvió y los subió corriendo. Randolph, el intrépido jefe de policía del pueblo, seguía sentado con las manos plantadas en sus carnosos muslos. Podría haber pasado por una estatua de no ser por el palpitar de una vena en mitad de la frente.
Carter se llevó a Big Jim del brazo.
—Vamos, jefe.
Big Jim lo miró como si no supiera muy bien dónde estaba ni quién era. Entonces su mirada se aclaró un poco.
—¿Grinnell?
Carter señaló el cuerpo de la mujer, tendido en el pasillo central, y el charco creciente que se extendía bajo su cabeza, a juego con su vestido.
—De acuerdo, bien —dijo Big Jim—. Salgamos de aquí. Bajemos. Tú también, Peter. Levanta. —Y al ver que Randolph seguía sentado y mirando a la muchedumbre enloquecida, Big Jim le dio una patada en la espinilla—. ¡Que te muevas!
En aquel pandemónium, nadie oyó los tiros del edificio de al lado.
 25


Barbie y Rusty se miraron.
—Joder, ¿qué está pasando ahí? —preguntó Rusty.
—No lo sé —dijo Barbie—, pero nada bueno. Se oyeron más disparos en el ayuntamiento, y después otro mucho más cerca: en el piso de arriba. Barbie esperó que fuera de los suyos… Y luego oyó gritar a alguien:
—¡No, Junior! ¿Te has vuelto loco? ¡Wardlaw, cúbreme!
Siguieron más disparos. Cuatro, tal vez cinco.
—Mierda —dijo Rusty—. Tenemos problemas.
—Lo sé —dijo Barbie.
 26


Junior se detuvo en los escalones de la comisaría y miró por encima del hombro hacia el tumulto que acababa de estallar en el ayuntamiento. Los de los bancos de fuera estaban de pie y alargaban el cuello, pero no alcanzaban a ver nada. Ni ellos ni él. A lo mejor alguien había asesinado a su padre (eso esperaba, así le habrían ahorrado la molestia), pero mientras tanto tenía cosas que hacer en la comisaría. En el calabozo, para ser exactos.
Junior empujó la puerta, en la que se leía TRABAJAMOS JUNTOS: LA POLICÍA DE TU PUEBLO Y TÚ. Stacey Moggin salió corriendo hacia él. Rupe Libby la seguía. En la sala de los agentes, de pie delante del malhumorado cartel que decía EL CAFÉ Y LOS DONUTS NO SON GRATIS, estaba Mickey Wardlaw. Por muy mole que fuera, se lo veía asustado e inseguro.
—No puedes entrar aquí, Junior —dijo Stacey.
—Claro que puedo. —«Claro» sonó «Caaa’o». Tenía todo un lado de la boca entumecido. ¡La intoxicación por talio! ¡Barbie!—. Estoy en el cuerpo. —«'stoy 'nel c’erbo».
—Estás borracho, eso es lo que estás. ¿Qué está pasando ahí fuera? —Pero, entonces, quizá al decidir que Junior no sería capaz de ofrecerle una respuesta coherente, la muy zorra le dio un empujón en mitad del pecho. Hizo que se tambaleara sobre la pierna mala y casi lo tiró al suelo—. Márchate, Junior. —Miró atrás por encima del hombro y pronunció las últimas palabras que diría en este mundo—. Quédate donde estás, Wardlaw. Nadie va a bajar ahí.
Cuando se volvió con la intención de obligar a Junior a salir de la comisaría, se encontró mirando la boca de una Beretta de las de la policía. Le dio tiempo a pensar una sola cosa más (Oh, no, no será capaz…), y entonces un guante de boxeo indoloro le golpeó entre los pechos y la empujó. Vio la cara de asombro de Rupe Libby del revés cuando la cabeza se le inclinó hacia atrás. Después ya no vio nada.
—¡No, Junior! ¿Te has vuelto loco? —gritó Rupe mientras intentaba sacar la pistola—. ¡Wardlaw, cúbreme!
Pero Mickey Wardlaw se quedó allí de pie, mirándolos como pasmado mientras Junior le metía cinco balas en el cuerpo al primo de Piper Libby. Tenía la mano izquierda entumecida, pero la derecha todavía le funcionaba bien; ni siquiera necesitaba apuntar demasiado con un blanco inmóvil a solo dos metros. Los primeros dos tiros se hundieron en la barriga de Rupe y lo lanzaron contra el escritorio de Stacey Moggin, que volcó. El chico se puso en pie, doblado, aferrándose el estómago. El tercer disparo de Junior no acertó, pero los dos siguientes entraron por la parte superior de la cabeza de Rupe, que cayó en una grotesca postura de ballet, las piernas separadas, y la cabeza (lo que quedaba de ella) descansando sobre el suelo, como si realizara una última gran reverencia.
Junior entró en la sala de los agentes cojeando y sosteniendo la Beretta humeante ante sí. No recordaba exactamente cuántas balas había gastado; creía que siete. Ocho, quizá. O tropecientos cincuenta… ¿Quién podía saberlo con exactitud? Volvía a dolerle la cabeza.
Mickey Wardlaw levantó una mano. Su rostro mostraba una gran sonrisa asustada y conciliadora.
—Yo no te daré problemas, hermano —dijo—. Haz lo que tengas que hacer. —Y le hizo la señal de la paz.
—Eso haré —dijo Junior—. Hermano.
Disparó a Mickey. El grandullón cayó al suelo, y la señal de la paz enmarcó el agujero de su cabeza que hasta hacía poco había contenido un ojo. El otro ojo levantó la mirada para contemplar a Junior con la estúpida humildad de una oveja que mira el redil donde la van a esquilar. Junior le disparó otra vez, solo para asegurarse. Después miró alrededor. Por lo visto, tenía todo aquel sitio para él solo.
—Vale —dijo—. Vale.
Fue hacia la escalera, después regresó junto al cadáver de Stacey Moggin. Comprobó que llevaba una Beretta Taurus como la de él y le sacó el cargador a la suya. Lo reemplazó con uno lleno del cinturón de la agente.
Junior se volvió, se tambaleó, cayó apoyándose en una rodilla y volvió a levantarse. La mancha negra del lado izquierdo de su campo visual era ya tan grande como una tapa de alcantarilla, y eso le hizo pensar que debía de tener el ojo izquierdo bastante jodido. Bueno, no pasaba nada; de todas formas, si necesitaba más de un ojo para disparar a un hombre encerrado en una celda, es que no valía un pimiento de chorlito. Cruzó la sala de agentes, resbaló con la sangre del difunto Mickey Wardlaw y casi se cayó otra vez, pero logró agarrarse a tiempo. La cabeza le martilleaba, pero él lo agradeció. Me mantiene despierto, pensó.
—Hola, Baaarbie —gritó hacia el final de la escalera—. Sé lo que me has hecho y voy a por ti. Si tienes alguna oración que rezar, más te vale que sea corta.
 27


Rusty vio las piernas que bajaban cojeando la escalera metálica. Percibió el olor a pólvora de los disparos, y también a sangre, y comprendió con claridad que le había llegado la hora de morir. El hombre que cojeaba había ido a buscar a Barbie, pero estaba casi seguro de que no se dejaría por el camino a cierto asistente médico encerrado entre barrotes. Nunca volvería a ver a Linda ni a las pequeñas J.
Entonces apareció el pecho de Junior, después el cuello, luego la cabeza. Rusty le vio la boca, que tenía el lado izquierdo caído y como paralizado en una expresión lasciva, y el ojo izquierdo, que derramaba lágrimas de sangre, y pensó: Está muy ido. Es un milagro que todavía se tenga en pie, y una lástima que no haya esperado solo un poco más. Un poco más y no habría sido capaz ni de cruzar la calle.
Tenuemente, como en otro mundo, oyó una voz que llegaba desde el ayuntamiento, amplificada por un megáfono:
—¡NO CORRAN! ¡QUE NO CUNDA EL PÁNICO! ¡YA NO HAY PELIGRO! ¡SOY EL AGENTE HENRY MORRISON Y, REPITO, YA NO HAY PELIGRO!
Junior resbaló, pero ya había llegado al último escalón, así que en lugar de caerse y partirse el cuello, solo se quedó arrodillado. Así descansó unos momentos, en la misma pose que un boxeador profesional esperando la obligada cuenta hasta ocho para retomar el combate. Rusty albergaba una sensación de afecto por todo lo que lo rodeaba muy cercana y nítida. Este valiosísimo mundo, que de pronto se había vuelto etéreo e inaprensible, ya no era más que una simple gasa que lo separaba de lo que fuera que había después. Si es que después había algo.
Cáete del todo, pensó, hablándole a Junior. Cáete de cara. Desmáyate, hijo de puta.
Pero Junior consiguió ponerse en pie con gran esfuerzo, miró la pistola que apretaba en una mano, fijamente, como si nunca antes hubiera visto nada parecido, y después dirigió la mirada hacia el pasillo y la celda del fondo, donde Barbie aferraba los barrotes con ambas manos y le devolvía la mirada.
—Baaarbie —dijo Junior en un susurro cantarín, y empezó a andar.
Rusty se hizo atrás; pensó que a lo mejor Junior no lo veía al pasar por delante y que a lo mejor se pegaba un tiro después de terminar con Barbie. Sabía que eran ideas de cobarde, pero también sabía que eran realistas. No podía hacer nada por su compañero de calabozo, pero a lo mejor lograría sobrevivir.
Y podría haber funcionado si hubiera estado en una de las celdas del lado izquierdo del pasillo, porque ese era el lado ciego de Junior. Sin embargo, lo habían encerrado en una de las de la derecha, y Junior lo vio moverse. Se detuvo y volvió la mirada hacia él. Su cara medio paralizada reflejaba una mezcla de malicia y desconcierto.
—Rústico —dijo—. ¿Así te llamas? ¿O era Berrick? No me acuerdo.
Rusty quería suplicar que le perdonara la vida, pero tenía la lengua pegada al paladar superior. Además, ¿de qué serviría suplicar? El chico ya estaba levantando la pistola. Junior iba a matarlo. No había poder en la Tierra capaz de detenerlo.
La mente de Rusty, como último recurso, buscó una huida que muchas otras mentes habían encontrado en sus últimos momentos de conciencia: antes de que el interruptor se accionara, antes de que se abriera la trampilla, antes de que la pistola que encañonaba la sien escupiera fuego. Esto es un sueño, pensó. Todo esto. La Cúpula, la locura del campo de Dinsmore, los disturbios de la comida; también este chico. Cuando apriete el gatillo, el sueño terminará y despertaré en mi cama una mañana fresca y clara de otoño. Me volveré hacia Linda y le diré: «¡Qué pesadilla he tenido, no te lo vas a creer!».
—Cierra los ojos, Rústico —dijo Junior—. Será mejor así.
 28


Lo primero que pensó Jackie Wettington al entrar en el vestíbulo de la comisaría fue: Oh, Dios bendito, hay sangre por todas partes.
Stacey Moggin estaba apoyada contra la pared, debajo del tablón de anuncios para uso de la comunidad, con su mata de pelo rubio esparcida sobre los ojos blancos, que miraban al techo. Otro policía (no supo decir quién era) estaba tirado boca abajo frente a la mesa de recepción, que había volcado, abierto de piernas como un bailarín imposible. Más allá, en la sala de los agentes, un tercer policía yacía muerto de lado. Ese tenía que ser Wardlaw, uno de los chicos nuevos de la oficina. Tan grande, solo podía ser él. El cartel que había sobre la cafetera había quedado salpicado por la sangre y los sesos del chico. Ahora decía EL C FÉ Y LOS DO N SON GRATIS.
Jackie oyó un tenue ruido tras ella. Se dio la vuelta sin ser consciente de que había levantado el arma hasta que tuvo a Rommie Burpee a tiro. El hombre ni siquiera se dio cuenta de que Jackie lo apuntaba; estaba mirando los cuerpos de los tres policías muertos. El ruido lo había hecho su máscara de Dick Cheney. Se la quitó y la dejó caer al suelo.
—Jesús, ¿qué ha pasado aquí? —preguntó—. ¿Esa es…?
Antes de que pudiera terminar, desde el calabozo llegó un grito:
—¡Eh, capullo! Te di una buena, ¿verdad? ¡Te di pero bien!
Y entonces, por increíble que fuera, una risa. Era muy aguda, maníaca. Por un momento, Jackie y Rommie solo pudieron mirarse uno al otro, incapaces de moverse. Después Rommie dijo:
—Creo que es Barbara.
—«Bagbaga».
 29


Ernie Calvert estaba sentado al volante de la furgoneta de la compañía telefónica y aguardaba con el motor encendido junto a un bordillo en el que se podía leer RESERVADO POLICÍA SOLO 10 MINS. Había cerrado el seguro de todas las puertas por miedo a que alguna o varias de las personas que corrían aterrorizadas por Main Street, huyendo del ayuntamiento, se metieran en la furgoneta. Sostenía el rifle que Rommie había dejado detrás del asiento del conductor, aunque no estaba muy seguro de que pudiera dispararle a nadie si intentaban entrar; conocía a aquellas personas, les había vendido alimentos durante años. El terror había deformado sus caras, pero no las había vuelto irreconocibles.
Vio a Henry Morrison corriendo de aquí para allá en el césped de delante del ayuntamiento. Parecía un perro de presa rastreando una pista. Gritaba por su megáfono e intentaba poner un poco de orden en aquel caos. Alguien lo tiró al suelo y Henry, que Dios lo bendiga, volvió a levantarse.
Entonces vio aparecer a otros: Georgie Frederick, Marty Arsenault, ese chico… Searles (lo reconoció por el vendaje que llevaba en la cabeza), los dos hermanos Bowie, Roger Killian y un par de novatos más. Freddy Denton bajaba con decisión los anchos escalones del ayuntamiento con el arma empuñada. Ernie no veía a Randolph; cualquiera que no supiera cómo eran las cosas por allí habría esperado ver al jefe de la policía al mando de la brigada de pacificación, la cual también estaba a punto de rendirse al caos.
Sin embargo, Ernie sí sabía cómo eran las cosas por allí. Peter Randolph siempre había sido un mal bicho inútil y fanfarrón, y no verlo en aquel desastre garrafal no le sorprendió en absoluto. Tampoco le preocupó. Lo que le preocupaba era que de la comisaría no salía nadie, y se habían oído más disparos. Habían sonado amortiguados, como si se hubieran producido en el sótano, donde tenían a los prisioneros.
Ernie, que no era mucho de oraciones, se puso a rezar. Para que nadie de los que huían del ayuntamiento se fijara en el viejo que esperaba sentado al volante de la furgoneta en marcha. Para que Jackie y Rommie salieran sanos y salvos, con o sin Barbara y Everett. Se le ocurrió entonces que también podía, simplemente, marcharse de allí con la furgoneta, y le sorprendió lo tentadora que resultaba la idea.
Le sonó el móvil.
Por un momento se quedó sentado sin saber muy bien qué estaba oyendo, después se lo sacó del cinturón tirando de él. Al abrirlo, leyó JOANIE en la pantalla. Pero no era su nuera; era Norrie.
—¡Abuelo! ¿Estás bien?
—Bien —dijo él mirando el caos que tenía delante.
—¿Los habéis sacado ya?
—Lo están haciendo ahora mismo, cielo —dijo, y esperó que fuera verdad—. No puedo hablar. ¿Estáis a salvo? ¿Estáis en… en el sitio?
—¡Sí! ¡Abuelo, de noche brilla! ¡El cinturón de radiación! ¡Y los coches también, pero luego han dejado de brillar! ¡Julia dice que cree que no es peligroso! ¡Dice que cree que es falso, para espantar a la gente!
Será mejor que no contemos con eso, pensó Ernie.
Llegaron otros dos disparos amortiguados, sordos, desde el interior de la comisaría. En el calabozo había muerto alguien; tenía que ser eso.
—Norrie, ahora no puedo hablar.
—¿Todo saldrá bien, abuelo?
—Sí, sí. Te quiero, Norrie.
Cerró el teléfono. Brilla, pensó, y se preguntó si llegaría a ver ese brillo. Black Ridge estaba cerca (en un pueblo pequeño, todo está cerca), pero en ese preciso instante parecía lejísimos. Miró fijamente hacia las puertas de la comisaría, intentando obligar a sus amigos a salir y, al ver que no lo hacían, bajó de la furgoneta. No podía quedarse ahí fuera sentado durante más tiempo. Tenía que entrar y ver qué estaba pasando.
 30


Barbie vio cómo Junior levantaba el arma. Oyó a Junior decirle a Rusty que cerrara los ojos. Gritó sin pensar, sin tener idea de lo que iba a decir hasta que las palabras le salieron de la boca.
—¡Eh, capullo! Te di una buena, ¿verdad? ¡Te di pero bien! —La risa que soltó a continuación sonó como la risa de un chiflado que ha dejado de tomarse la medicación.
O sea que así es como me río cuando estoy a punto de morir, pensó Barbie. Tendré que recordarlo. Lo cual le hizo reír más aún.
Junior se volvió hacia él. El lado derecho de su cara mostraba sorpresa; el izquierdo estaba paralizado en una mueca adusta. A Barbie le recordó a algún supervillano sobre el que había leído de joven, pero no recordaba cuál. Seguramente alguno de los enemigos de Batman, esos eran siempre los más espeluznantes. Después recordó que cuando su hermano pequeño, Wendell, quería decir «villanos», siempre le salía «billones». Eso le hizo reír más que nunca.
Podría haber formas peores de acabar, pensó mientras sacaba las dos manos por entre los barrotes y levantaba los dos dedos corazón. ¿Te acuerdas de Stubb en Moby Dick? «No sé lo que me espera, pero iré hacia ello riendo».
Junior vio que Barbie le estaba dedicando un gesto grosero con el dedo corazón (en estéreo) y se olvidó completamente de Rusty. Avanzó por el corto pasillo empuñando la pistola por delante de él. Barbie estaba muy alerta, pero no se fiaba de sí mismo. Seguramente la gente que creía oír en el piso de arriba —moviéndose y hablando— no eran más que imaginaciones suyas. Aun así, cada cual tenía que interpretar su melodía hasta el final. Como mínimo, podría conseguirle a Rusty unas cuantas respiraciones y algo más de tiempo.
—Eso es, capullo —dijo—. ¿Te acuerdas de la paliza que te di aquella noche en el Dipper’s? Llorabas como una zorrita.
—No lloré. —Sonó como el exótico plato especial de un menú chino.
La cara de Junior era un poema. La sangre que derramaba su ojo izquierdo goteaba por una mejilla con sombra de barba. A Barbie se le ocurrió que a lo mejor ahí tenía una oportunidad. Quizá no muy buena, pero una oportunidad mala era mejor que una inexistente. Empezó a caminar de un lado para otro delante de su camastro y su retrete, al principio despacio, pero cada vez más deprisa. Ahora ya sabes lo que siente un pato mecánico en una galería de tiro, pensó. Esto también tendré que recordarlo.
Junior seguía sus movimientos con el ojo bueno.
—¿Te la follaste? ¿Te follaste a Angie? —«¿Te’a f’lla’te? ¿Te filaste a An’yi?».
Barbie rió. Fue una risa demente que seguía sin reconocer como propia pero que no tenía nada de falsa.
—¿Que si me la follé? ¡¿Que si me la follé?! Junior, me la follé boca arriba, me la follé boca abajo y me la follé de lado, no me dejé nada. Me la follé hasta hacerla cantar «Hail to the Chief» y «Bad Moon Rising». Me la follé hasta que se puso a aporrear el suelo gritando para que le diera mucho más. Me la…
Junior inclinó la cabeza hacia la pistola. Barbie lo vio y brincó hacia la izquierda sin perder un segundo. Junior disparó. La bala impactó en la pared de ladrillos del fondo de la celda. Unas esquirlas de color rojo oscuro salieron volando. Algunas se estrellaron contra los barrotes (Barbie oyó el golpeteo metálico mientras la detonación del arma resonaba aún en sus oídos), pero ninguna de ellas le dio a Junior. Mierda. Desde el fondo del pasillo, Rusty gritó algo, seguramente intentando distraerlo, pero Junior ya no se dejaba distraer. Junior tenía a su blanco principal en el punto de mira.
No, todavía no lo tienes, pensó Barbie. Aún se reía. Era una locura, una chifladura, pero se reía. Todavía no me tienes, hijoputa feo y tuerto.
—Me dijo que a ti no se te levantaba, Junior. Te llamó el Pollacoja Supremo. Solíamos reírnos de eso mientras estábamos… —Saltó hacia la derecha en el mismo momento en que Junior disparaba. Esta vez oyó la bala pasar junto a su cabeza: el ruido fue «zzzzzz». Más esquirlas de ladrillo que salieron volando. Una le dio a Barbie en el cuello—. Vamos, Junior, ¿qué te pasa? Disparar se te da igual de bien que el álgebra a una marmota. ¿Eres un tarado? Eso es lo que decían siempre Angie y Frankie…
Barbie hizo un quiebro hacia la derecha y luego corrió hacia la izquierda de la celda. Junior disparó tres veces; explosiones ensordecedoras, un hedor a pólvora fuerte e intenso. Dos de las balas se sepultaron en el ladrillo, la tercera dio en el retrete metálico del suelo y produjo un clang. Empezó a manar agua. Barbie se golpeó con tanta fuerza contra la pared contraria de la celda que le vibraron los dientes.
—Ya te tengo —resolló Junior, «'a 'e 'engo». Pero en el fondo, con lo que quedaba de su recalentada maquinaria pensante, lo dudaba. Tenía el ojo izquierdo ciego, y con el derecho veía borroso. No veía un Barbie, sino tres.
Ese odioso hijo de puta se lanzó sobre el camastro justo cuando Junior disparó, y también esa bala erró el tiro. En el centro de la almohada que había en el cabecero se abrió un pequeño ojo negro. Pero al menos ya lo tenía tumbado. Ya no más correteos de aquí para allá. Gracias a Dios que he cambiado el cargador, pensó Junior.
—Me has envenenado, Baaarbie.
Barbie no tenía ni idea de qué decía, pero enseguida le dio la razón.
—Eso es, asqueroso títere de mierda, claro que sí.
Junior metió la Beretta entre los barrotes y cerró el ojo malo, el izquierdo; eso redujo el número de Barbies que veía a dos. Tenía la lengua atrapada entre los dientes. El sudor y la sangre le corrían por la cara.
—Veamos cómo corres ahora, Baaarbie.
Barbie no podía correr, pero sí podía arrastrarse, y eso hizo, directo hacia Junior. La siguiente bala pasó silbando por encima de su cabeza y él sintió una leve quemadura en una nalga justo cuando la bala rozó los vaqueros y los calzoncillos y arrancó la capa más superficial de la piel que había bajo ellos.
Junior retrocedió, tropezó, estuvo a punto de caerse, se agarró a los barrotes de la celda que tenía a la derecha y volvió a enderezarse.
—¡Estate quieto, hijo de puta!
Barbie rodó sobre el camastro para buscar a tientas la navaja que tenía ahí debajo. Se había olvidado por completo de la puta navaja.
—¿Quieres que te meta una bala en la espalda? —preguntó Junior, detrás de él—. Vale, a mí no me importa.
—¡Dispara! —gritó Rusty—. ¡Dispara, DISPARA!
Antes de oír el siguiente tiro, Barbie tuvo tiempo de pensar: Por el amor de Dios, Everett, ¿de qué lado estás?
 31


Jackie bajó la escalera seguida de Rommie. Le dio tiempo a ver la humareda de los disparos alrededor de los fluorescentes del techo y a oler la pólvora quemada, y entonces Rusty Everett empezó a gritar «Dispara, dispara».
Vio a Junior Rennie al final del pasillo, apretado contra los barrotes de la celda del fondo, la que los agentes a veces llamaban «el Ritz». Estaba gritando algo, pero apenas se le entendía.
No lo pensó. No le dijo a Junior que levantara las manos y se volviera. Le metió dos tiros en la espalda, sin más. Uno le entró por el pulmón derecho; el otro le perforó el corazón. Junior ya estaba muerto antes de caer al suelo con la cara apresada entre dos barrotes, los ojos estirados hacia arriba en una mueca tan crispada que parecía una máscara funeraria japonesa.
Cuando su cuerpo cayó, ante ella apareció Dale Barbara, agazapado en su camastro y aferrando en una mano la navaja que tan cuidadosamente había ocultado. Ni siquiera había tenido ocasión de abrirla.
 32


Freddy Denton agarró del hombro al agente Henry Morrison. Denton no era su persona preferida esa noche, y nunca lo sería. Como si lo hubiera sido alguna vez, pensó Henry con acritud.
Denton señaló.
—¿Qué hace ese viejo idiota de Calvert entrando en la comisaría?
—¿Cómo coño quieres que lo sepa? —preguntó Henry, y agarró a Donnie Barbeau cuando pasó corriendo por allí gritando cualquier mierda sin sentido sobre unos terroristas.
—¡Para de correr! —le vociferó Henry a la cara—. ¡Ya se ha terminado! ¡Todo está bien!
Donnie llevaba diez años cortándole el pelo y explicándole los mismos chistes trasnochados dos veces al mes, pero en ese momento miró a Henry como si fuera un completo desconocido. Después se zafó de él y corrió en dirección a East Street, donde estaba su barbería. Quizá tuviera intención de refugiarse allí.
—Ningún civil tiene nada que hacer en la comisaría esta noche —dijo Freddy. Mel Searles, junto a él, también se estaba caldeando.
—Bueno, ¿por qué no vas a ver qué pasa, asesino? —le preguntó Henry—. Llévate a este pasmarote contigo, porque ninguno de los dos hacéis ningún servicio aquí, joder.
—Esa chica iba a recoger la pistola —dijo Freddy; fue la primera de las muchas veces que lo diría—. Y no pretendía matarla. Yo solo quería, no sé, herirla.
Henry no tenía ninguna intención de discutir con él.
—Entrad ahí y decidle a ese viejo que se largue. También os podríais asegurar de que no hay nadie intentando liberar a los prisioneros mientras nosotros estamos aquí fuera corriendo de un lado para otro como un puñado de gallinas con las cabezas cortadas.
En los ojos pasmados de Freddy Denton se encendió una luz.
—¡Los prisioneros! ¡Mel, vamos!
Se pusieron en marcha, pero se quedaron petrificados por la voz de Henry, amplificada por el megáfono, a tres metros de ellos:
—¡Y GUARDAD ESAS ARMAS, IDIOTAS!
Freddy obedeció las órdenes de la voz amplificada. Mel hizo lo mismo. Cruzaron por delante del Monumento a los Caídos y subieron corriendo los escalones de la comisaría con las armas enfundadas, lo cual seguramente fue algo muy bueno para el abuelo de Norrie.
 33


Sangre por todas partes, pensó Ernie, igual que había pensado Jackie. Se quedó mirando aquella carnicería, consternado, y luego se obligó a moverse. Todo el contenido de la mesa de recepción había quedado esparcido por ahí cuando Rupe Libby la había volcado. En mitad de aquel desorden, Ernie vio un rectángulo de plástico rojo y rezó por que los de abajo todavía estuvieran a tiempo de utilizarlo.
Se estaba agachando para recogerlo (repitiéndose que no debía vomitar, repitiéndose que de momento aquello seguía siendo mucho mejor que el valle de A Shau, en Vietnam) cuando alguien, detrás de él, dijo:
—¡Me cago en Dios, joder! En pie, Calvert, despacio. Las manos encima de la cabeza.
Pero Freddy y Mel todavía estaban desenfundando cuando Rommie subió por la escalera para buscar lo que Ernie ya había encontrado. Llevaba el rifle Black Shadow que solía guardar en su caja fuerte y apuntó con él a los dos policías sin dudarlo un instante.
—Vosotros, caballeros, será mejor que paséis hasta el fondo —dijo—. Y no os separéis. Hombro con hombro. Si veo luz entre vosotros, disparo. No pienso andarme con chiquitas. —«Shiquitas».
—Guarde eso —dijo Freddy—. Somos policías.
—Unos gilipollas de primera, eso es lo que sois. Poneos ahí de pie, junto a ese tablón de anuncios. Y que vuestros hombros se toquen mientras vais hacia allí. Ernie, ¿qué puñetas estás haciendo aquí dentro?
—He oído disparos. Estaba preocupado. —Levantó la tarjeta de acceso de color rojo que abría las celdas del calabozo—. Vais a necesitar esto, creo. A menos… a menos que estén muertos.
—No están muertos, pero ha faltado poco, joder. Bájasela a Jackie. Yo vigilaré a estos tipos.
—No pueden soltarlos, son prisioneros —dijo Mel—. Barbie es un asesino. El otro intentó empapelar al señor Rennie con unos documentos… o algo así.
Rommie ni siquiera se molestó en contestarle.
—Venga, Ernie. Date prisa.
—Y ¿qué van a hacer con nosotros? —preguntó Freddy—. No irá a matarnos, ¿verdad?
—¿Por qué iba a matarte, Freddy? Todavía me debes dinero de ese motocultor que me compraste la primavera pasada. Además, andas retrasado en los pagos, si mal no recuerdo. No, solo os encerraremos en el calabozo. A ver si os gusta eso de ahí abajo. Huele un poco a meados, pero ¿quién sabe? A lo mejor os encontráis a gusto.
—¿Tenía que matar a Mickey? —preguntó Mel—. No era más que un chico tonto.
—Nosotros no hemos matado a nadie —dijo Rommie—. Esto lo ha hecho vuestro querido colega Junior. —Aunque seguro que nadie lo creerá mañana por la noche, pensó.
—¡Junior! —exclamó Freddy—. ¿Dónde está?
—Yo diría que cargando paletadas de carbón en el infierno —contestó Rommie—. Ahí es donde colocan a los nuevos cuando llegan.
 34


Barbie, Rusty, Jackie y Ernie subieron por la escalera. Los dos recientes ex prisioneros parecía que no acababan de creerse que seguían vivos. Rommie y Jackie escoltaron a Freddy y a Mel al calabozo. Cuando Mel vio el cuerpo de Junior tirado en el suelo, dijo:
—¡Lamentaréis haber hecho esto!
Rommie contestó:
—Cierra el pico y entra en tu nueva casa. Los dos en la misma celda. Al fin y al cabo, sois amigotes.
En cuanto Rommie y Jackie volvieron arriba, los dos jóvenes empezaron a vociferar.
—Salgamos de aquí ahora que todavía podemos —dijo Ernie.
 35


En los escalones de la comisaría, Rusty levantó la mirada hacia las estrellas rosadas e inspiró ese aire hediondo y al mismo tiempo impregnado de un olor increíblemente dulce. Se volvió hacia Barbie.
—Pensaba que ya no volvería a ver el cielo.
—Yo también. Larguémonos del pueblo mientras aún tengamos una oportunidad. ¿Qué tal te suena Miami Beach?
Rusty todavía se estaba riendo cuando subió a la furgoneta. En el césped del ayuntamiento había varios policías, y uno de ellos (Todd Wendlestat) miró hacia allí. Ernie levantó la mano para saludar; Rommie y Jackie siguieron su ejemplo. Wendlestat les devolvió el saludo y luego se inclinó para ayudar a una mujer que había quedado despatarrada en la hierba porque sus tacones altos la habían traicionado.
Ernie se sentó al volante y unió los cables eléctricos que colgaban por debajo del salpicadero. El motor se puso en marcha, la puerta lateral se deslizó hasta cerrarse de golpe y la furgoneta se alejó de la acera. Subió despacio por la cuesta del Ayuntamiento, esquivando a unas cuantas personas aturdidas que habían asistido a la asamblea y que caminaban por el medio de la calle. Enseguida dejaron atrás el centro y pusieron rumbo a Black Ridge, cada vez a más velocidad.
 
 
 HORMIGAS


 
 
 1


Empezaron a ver el resplandor al otro lado de un puente viejo y herrumbroso que se extendía sobre un lecho fangoso. Barbie se inclinó hacia delante entre los asientos frontales de la camioneta.
—¿Qué es eso? Parece el reloj Indiglo más grande del mundo.
—Es radiación —respondió Ernie.
—No te preocupes —añadió Rommie—. Tenemos lámina de plomo de sobra.
—Norrie me ha llamado desde el móvil de su madre mientras os esperaba —dijo Ernie—. Me ha contado lo del resplandor. Dice que Julia cree que no es más que una especie de… espantapájaros; supongo que podría decirse así. Que no es peligroso, vamos.
—Creía que Julia estaba licenciada en Periodismo, no en Ciencias —dijo Jackie—. Es una mujer muy agradable, e inteligente, pero aun así vamos a proteger la camioneta, ¿verdad? No me gustaría que uno de los regalos de mi cuarenta cumpleaños fuera un cáncer de mama o de ovarios.
—Lo atravesaremos deprisa —dijo Rommie—. Si eso ayuda a que te sientas más segura, métete un trozo de lámina de plomo por debajo de los vaqueros.
—Eso es tan gracioso que me he olvidado de reír —replicó ella, y entonces se imaginó con unas bragas de plomo, muy sexys, y se rió.
Llegaron al oso muerto que se encontraba junto al poste telefónico. Lo habrían visto incluso con los faros apagados, porque la luz combinada de la luna rosa y del cinturón de radiación era tan fuerte que casi se hubiera podido leer un periódico.
Mientras Rommie y Jackie tapaban las ventanillas de la camioneta con lámina de plomo, los demás se acercaron a observar al oso en descomposición.
—No ha sido la radiación —murmuró Barbie.
—No —concedió Rusty—. Suicidio.
—Y hay más.
—Sí. Pero los animales más pequeños parecen estar a salvo. Los chicos y yo vimos muchos pájaros, y en el campo de manzanos había una ardilla rebosante de vida.
—Entonces Julia podría tener razón —admitió Barbie—. El resplandor es un espantapájaros y los animales muertos, otro. Es la vieja táctica del cinturón y los tirantes.
—No te sigo, amigo —dijo Ernie.
Sin embargo Rusty, que aprendió la táctica del cinturón y los tirantes cuando estudiaba medicina, enseguida lo entendió.
—Dos advertencias para mantener alejados a los desconocidos —dijo—. Los animales muertos de día, y un cinturón de radiación brillante de noche.
—Por lo que sé —dijo Rommie, que se unió a ellos en un lado de la carretera—, la radiación solo brilla en las películas de ciencia ficción.
Rusty sintió la tentación de decirle que estaban viviendo en una película de ciencia ficción y que Rommie se daría cuenta de ello cuando se acercase a la extraña caja que había en la cresta. Pero Burpee, por supuesto, tenía razón.
—Se supone que debemos verlo —dijo—. Y lo mismo con los animales muertos. Se supone que debemos decir «Caramba, si hay una especie de rayos suicidas que afectan a los grandes mamíferos, más vale que me aleje. A fin de cuentas, soy un gran mamífero».
—Pero los chicos no se echaron atrás —terció Barbie.
—Porque son chicos —replicó Ernie. Luego, tras meditar sus palabras, añadió—: Y también son skaters. Pertenecen a una raza distinta.
—Aun así, no me gusta —dijo Jackie—, pero como no tenemos ningún otro lugar al que ir, quizá podríamos atravesar el cinturón de Van Allen antes de que pierda el poco valor que me queda. Después de lo sucedido en la comisaría, siento que me faltan las fuerzas.
—Un momento —dijo Barbie—. Aquí hay algo que no encaja. Sé lo que es pero necesito unos segundos para expresarlo.
Todos esperaron. La luz de la luna y la radiación iluminaban los restos del oso. Barbie lo miraba fijamente. Al final alzó la cabeza.
—Vale, esto es lo que me preocupa: hay un «ellos». Lo sabemos porque la caja que ha encontrado Rusty no es un fenómeno natural.
—Exacto, es algo manufacturado —dijo Rusty—. Pero no de origen terrestre. Me apostaría la vida. —Entonces pensó en lo cerca que había estado de perderla hacía menos de una hora y se estremeció. Jackie le dio un apretón en el hombro.
—Olvídate de esa parte ahora —dijo Barbie—. Existe un «ellos», y si quisieran cortarnos el paso, podrían hacerlo. Han aislado a Chester’s Mills de todo el mundo. Si quisieran impedir que nos acercáramos a la caja, ¿por qué no han creado una pequeña Cúpula alrededor de ella?
—O un sonido armónico que nos friera el cerebro como un muslo de pollo en el microondas —sugirió Rusty, que empezaba a imbuirse del espíritu de la situación—. O, para el caso, radiación de verdad, joder.
—Quizá sea radiación de verdad —replicó Ernie—. De hecho, el contador Geiger que trajisteis sí lo confirmó.
—Sí —admitió Barbie—, pero ¿qué significa eso, que lo que detecta el contador es peligroso? Rusty y los chicos no están sufriendo lesiones, no se les ha caído el pelo, no están vomitando hasta el hígado.
—Aún no —dijo Jackie.
—Qué alentador —añadió Romeo.
Barbie no hizo caso de sus comentarios.
—Lo que está claro es que si pueden crear una barrera tan fuerte que repele el impacto de los mejores misiles de Estados Unidos, también podrían crear un cinturón de radiación que nos matara rápidamente, quizá al instante. Quizá incluso les conviniera. Un par de víctimas humanas desalentaría más a los exploradores que un puñado de animales muertos. No, creo que Julia tiene razón, y que el supuesto cinturón de radiación no es más que un resplandor inofensivo modificado convenientemente para que lo registren nuestros aparatos de detección. Deben de parecerles muy primitivos, si de verdad son extraterrestres.
—Pero ¿por qué? —Rusty estalló—. ¿Por qué una barrera? ¡No he podido levantarla ni siquiera moverla un poco! Y cuando la tapé con el delantal de plomo, el mandil ardió. ¡A pesar de que la caja es fría al tacto!
—Si la están protegiendo, tiene que haber alguna forma de destruirla o desconectarla —dijo Jackie—. Sin embargo…
Barbie le lanzó una sonrisa. Sentía algo extraño, como si flotara por encima de sí mismo.
—Venga, Jackie, dilo.
—Sin embargo no la están protegiendo, ¿verdad? No de la gente que está decidida a acercarse a ella.
—Hay más —añadió Barbie—. ¿No podríamos decir que nos están señalando el camino para llegar hasta ella? Joe McClatchey y sus amigos casi siguieron un rastro de migas de pan.
—Aquí está, insignificantes terrícolas —dijo Rusty—. ¿Qué podéis hacer con ella, vosotros que sois lo bastante valientes para acercaros hasta aquí?
—Tiene sentido —dijo Barbie—. Vamos, subamos ahí arriba.
 2


—Es mejor que me dejes conducir a partir de aquí —le dijo Rusty a Ernie—. Los chicos perdieron el conocimiento un poco más adelante. A Rommie también estuvo a punto de pasarle, y yo sentí algo. Tuve una especie de alucinación. Un muñeco de Halloween que empezaba a arder.
—¿Otra advertencia? —preguntó Ernie.
—No lo sé.
Rusty se detuvo en el lugar donde acababa el bosque y empezaba la pendiente desnuda y rocosa que conducía hasta el campo de los McCoy. Frente a ellos, el aire refulgía con tal intensidad que tenían que entrecerrar los ojos, pero no se veía la fuente de aquella luz; el resplandor simplemente estaba ahí, flotando. A Barbie le pareció que era como la luz de las luciérnagas pero un millón de veces más potente. El cinturón debía de tener unos cincuenta metros de ancho. Tras él, el mundo volvía a sumirse en la oscuridad, salvo por el resplandor rosa de la luz de la luna.
—¿Estás seguro de que no volverás a desmayarte? —preguntó Barbie.
—Parece que es como cuando tocas la Cúpula: la primera vez te vacuna. —Rusty se puso cómodo, cambió de marcha y dijo—: Agárrense la dentadura postiza, damas y caballeros.
Pisó a fondo el acelerador y las ruedas traseras patinaron. La camioneta se adentró en el resplandor. Sus ocupantes no pudieron ver lo que sucedió a continuación ya que el vehículo iba muy bien protegido por las láminas de plomo; sin embargo, los que estaban en la cresta presenciaron la escena —con creciente ansiedad— desde el límite del campo de manzanos. Durante un instante la camioneta fue claramente visible, como si la estuvieran iluminando con un foco. Cuando salió del cinturón de resplandor siguió brillando durante unos segundos, como si la hubieran rociado con radio. Y dejó como una estela de cometa tras de sí, como gases de escape.
—Joder —exclamó Benny—. Son los mejores efectos especiales que he visto jamás.
Entonces el resplandor que rodeaba la camioneta se fue apagando y la estela despareció.
 3


Mientras atravesaban el cinturón de luz, Barbie sintió un leve mareo; nada más. Para Ernie, el mundo real de la camioneta y sus ocupantes fue sustituido por una habitación de hotel que olía a pino y en la que se oía el estruendo de las cataratas del Niágara. Y ahí estaba la que era su mujer desde hacía solo doce horas: se dirigía hacia él vestida únicamente con un camisón que no era más que un soplo de aroma de lavanda; le agarró las manos, se las llevó a los pechos y le dijo: «Esta vez no tenemos que parar, cariño».
Entonces oyó los gritos de Barbie y recuperó la conciencia.
—¡Rusty! ¡Jackie tiene un ataque! ¡Para!
Ernie miró a Jackie y vio que temblaba, tenía los ojos en blanco y los dedos abiertos.
—¡Sostiene una cruz y todo arde! —gritó ella. Le caía un hilo de saliva de la boca—. ¡El mundo está ardiendo! ¡LA GENTE ESTÁ ARDIENDO! —El grito resonó en la camioneta.
Rusty frenó en seco, detuvo el vehículo en medio de la carretera, bajó de un salto y corrió hasta la puerta lateral. Cuando Barbie la abrió, Jackie se estaba limpiando la saliva de la barbilla con la mano ahuecada. Rommie la había rodeado con un brazo.
—¿Estás bien? —preguntó Rusty.
—Ahora sí. Es que… todo… estaba en llamas. Era de día, pero estaba oscuro. La gente a-a-ardía… —Rompió a llorar.
—Has dicho algo de un hombre con una cruz —dijo Barbie.
—Una cruz grande y blanca. Colgada de un cordel, o de una tira de cuero. La llevaba en el pecho. El pecho desnudo. Entonces la sostuvo frente a su cara. —Respiró hondo y espiró el aire a breves intervalos—. Los recuerdos se desvanecen. Pero… Joder.
Rusty le enseñó dos dedos y le preguntó cuántos veía. Jackie respondió correctamente y siguió el pulgar con la mirada cuando lo movió a derecha y a izquierda, y luego arriba y abajo. Rusty le dio una palmadita en el hombro y lanzó una mirada de recelo hacia el cinturón de luz. ¿Qué es lo que dijo Gollum de Bilbo Bolsón? «Es artero, mi tesoro».
—¿Y tú, Barbie? ¿Estás bien?
—Sí. He sufrido un leve mareo durante unos segundos, eso es todo. ¿Ernie?
—He visto a mi mujer. Y la habitación del hotel de nuestra luna de miel. Era una imagen tan nítida como si fuera de día.
Pensó de nuevo en el momento en que ella se dirigía hacia él. Hacía años que no le venía esa imagen a la cabeza; era una pena haber relegado al olvido un recuerdo tan fantástico. Sus muslos blancos bajo el escueto camisón; el triángulo oscuro y nítido de su vello púbico; los pezones erectos al rozar con la seda, como si fueran a arañarle la palma de las manos mientras ella hundía la lengua en su boca y le lamía por dentro el labio inferior.
«Esta vez no tenemos que parar, cariño».
Ernie se reclinó en el asiento y cerró los ojos.
 4


Rusty subió hasta la cresta, esta vez lentamente, y aparcó la camioneta entre el granero y la granja destartalada. La camioneta del Sweetbriar Rose ya estaba allí, así como la de los Almacenes Burpee y un Chevrolet Malibu. Julia había aparcado su Prius dentro del granero. Horace el corgi estaba sentado junto al parachoques trasero, como si montara guardia. No parecía un perro feliz y no se acercó a saludarlos. En el interior de la granja había un par de lámparas Coleman encendidas.
Jackie señaló la camioneta en la que se podía leer ¡EN BURPEE’S TODOS LOS DÍAS HAY REBAJAS! en uno de los laterales.
—¿Cómo ha llegado eso hasta aquí? ¿Es que tu mujer ha cambiado de opinión?
Rommie esbozó una sonrisa.
—Si crees eso es que no conoces a Misha. No, tengo que darle las gracias a Julia, que ha reclutado a sus dos reporteros estrella. Esos chicos…
Se calló en cuanto Julia, Piper y Lissa Jamieson aparecieron entre las sombras del campo iluminadas por la luna. Avanzaban a trompicones, una junto a la otra, cogidas de la mano, llorando.
Barbie corrió hasta Julia y la agarró de los hombros. Ella estaba en el extremo de la hilera, y la linterna que sostenía con la mano libre cayó al suelo cubierto de maleza, frente a la puerta del jardín. Lo miró a la cara e intentó sonreír.
—Veo que te han sacado, coronel Barbara. Uno a cero para el equipo de casa.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Barbie.
Entonces llegaron corriendo Joe, Benny y Norrie, seguidos de sus madres. Los gritos de los chicos cesaron de golpe cuando vieron el estado en que se encontraban las tres mujeres. Horace se abalanzó ladrando sobre su ama. Julia se arrodilló y hundió la cara en su pelaje. Horace la olisqueó y, de repente, retrocedió. Se sentó y aulló. Julia lo miró y se tapó la cara como si estuviera avergonzada. Norrie agarraba a Joe de la mano con la izquierda y a Benny con la derecha. Estaban serios y asustados. Pete Freeman, Tony Guay y Rose Twitchell salieron de la casa pero no se acercaron a los recién llegados, permanecieron apiñados junto a la puerta de la cocina.
—Hemos ido a verla —dijo Lissa con indolencia. No había ni rastro de su típica alegría «jo-el-mundo-es-maravilloso»—. Nos hemos arrodillado alrededor. Tiene un símbolo que no había visto nunca… no es de la cábala…
—Es horrible —dijo Piper mientras se limpiaba los ojos—. Julia lo ha tocado. Ha sido la única, pero todas… todas…
—¿Los habéis visto? —preguntó Rusty.
Julia dejó caer los brazos y le dirigió una mirada de asombro.
—Sí. Yo los he visto, todas los hemos visto. A ellos. Horrible.
—Los cabeza de cuero —dijo Rusty.
—¿Qué? —preguntó Piper. Entonces asintió—. Supongo que podríamos llamarlos así. Caras sin caras. Caras altas.
Caras altas, pensó Rusty. No sabía qué significaba, pero sabía que era cierto. Pensó de nuevo en sus hijas y su amiga Deanna intercambiando secretos y chucherías. Entonces pensó en su mejor amigo de la infancia —al menos durante una temporada, ya que Georgie y él tuvieron una pelea muy fuerte en segundo— y una sensación de pánico sobrecogedor se apoderó de él.
Barbie lo agarró.
—¿Qué? —le preguntó casi a gritos—. ¿Qué pasa?
—Nada. Es que… Cuando era pequeño tenía un amigo. George Lathrop. Un año le regalaron una lupa por su cumpleaños. Y a veces… en el patio…
Rusty ayudó a Julia a ponerse en pie. Horace había regresado a su lado, como si aquello que lo asustaba se hubiera desvanecido, al igual que el resplandor de la camioneta.
—¿Qué hacíais? —le preguntó Julia, que volvía a hablar casi con calma—. Cuéntanoslo.
—Íbamos a la antigua escuela de primaria de Main Street. Solo había dos clases, una para los de primero a cuarto, y otra para los de quinto a octavo. El patio no estaba pavimentado. —Rió con voz temblorosa—. Joder, ni siquiera había agua corriente, solo un retrete, al que llamábamos…
—La Casa de la Miel —dijo Julia—. Yo también fui a esa escuela.
—George y yo pasábamos los columpios y nos acercábamos hasta la valla. Íbamos a un lugar donde había hormigueros, y quemábamos hormigas.
—No se ponga así, Doc —dijo Ernie—. Muchos niños han hecho eso y cosas aún peores. —El propio Ernie, junto con unos cuantos amigos, había untado con queroseno el rabo de un gato callejero y le había prendido fuego. Era un recuerdo que nunca había compartido con nadie, como tampoco compartía con nadie los detalles de su noche de bodas.
Sobre todo por cómo nos reímos cuando el gato echó a correr, pensó. Caray, menudas carcajadas.
—Sigue —le pidió Julia.
—Ya está.
—No está —dijo ella.
—Mira —intervino Joanie Calvert—. Estoy segura de que todo es muy psicológico, pero no creo que sea el momento apropiado para…
—Calla, Joanie —le ordenó Claire.
Julia no había apartado la mirada de Rusty en ningún momento.
—¿Por qué te importa tanto? —preguntó Rusty. En ese momento se sintió como si no tuvieran espectadores. Como si ellos dos estuvieran solos.
—Cuéntamelo.
—Un día, mientras hacíamos… eso… me di cuenta de que las hormigas también tienen su pequeña vida. Sé que suena a rollo sentimentaloide…
Barbie dijo:
—Millones de personas de todo el mundo creen eso mismo. A pies juntillas.
—Bueno, el caso es que pensé: «Les estamos haciendo daño. Las estamos quemando en el suelo, quizá las estamos achicharrando en su casa subterránea». Desde luego, así era en lo que respecta a las víctimas de la acción directa de la lupa de Georgie. Algunas dejaban de moverse, pero la mayoría empezaba a arder.
—Es horrible —dijo Lissa, que volvía a retorcer el anj.
—Sí. Pero entonces un día le pedí a Georgie que parara. No me hizo caso. Me dijo: «Es una guerra jukular». Lo recuerdo muy bien. No nuclear, sino jukular. Intenté quitarle la lupa, pero cuando me di cuenta ya estábamos peleándonos, y su lupa de cristal se rompió.
Hizo una pausa.
—Eso no es la verdad, aunque es lo que dije entonces, y ni siquiera la tunda que me dio mi padre me hizo cambiar la historia. Lo que George le contó a sus padres fue lo que de verdad pasó: rompí la maldita lupa a propósito. —Señaló hacia la oscuridad—. Como rompería esa caja si pudiera. Porque ahora nosotros somos las hormigas y la caja es la lupa.
Ernie pensó de nuevo en el gato con la cola en llamas. Claire McClatchey recordó que su mejor amiga de tercero y ella se sentaron sobre una niña llorica a la que odiaban. La niña acababa de llegar a la escuela y tenía un curioso acento sureño; cuando hablaba parecía que tenía la boca llena de puré de patatas. Cuanto más gritaba la chica, más se reían ellas. Romeo Burpee recordó la borrachera que cogió la noche en que Hillary Clinton lloró en New Hampshire, cómo alzó la copa hacia el televisor y dijo: «Se acabó lo que se daba, nena, apártate y deja que un hombre haga el trabajo de un hombre».
Barbie recordó cierto gimnasio: el calor del desierto, el olor a mierda y el sonido de las risas.
—Quiero verlo yo mismo —dijo—. ¿Quién me acompaña?
Rusty suspiró.
—Yo.
 5


Mientras Barbie y Rusty se acercaban a la caja del extraño símbolo y de la luz brillante e intermitente, el concejal James Rennie se encontraba en la celda en la que Barbie había estado encarcelado hasta esa misma noche.
Carter Thibodeau lo ayudó a poner el cuerpo de Junior sobre el camastro.
—Déjame a solas con él —le ordenó Big Jim.
—Jefe, sé lo mal que debe de sentirse, pero hay cientos de asuntos que requieren su atención en este momento.
—Soy consciente de ello. Y me ocuparé de todo. Pero antes quiero dedicarle unos momentos a mi hijo. Cinco minutos. Luego ve a buscar a unos cuantos compañeros y llevadlo a la funeraria.
—De acuerdo. Lamento su pérdida. Junior era un buen chico.
—No lo era —respondió Big Jim en aquel tono moderado de «Solo digo las cosas como son»—. Pero era mi hijo y lo quería. Y esto no es tan malo, lo sabes.
Carter reflexionó.
—Lo sé.
Big Jim sonrió.
—Sé que lo sabes. Empiezo a pensar que eres el hijo que debería haber tenido.
Carter, halagado, se sonrojó, luego subió al trote la escalera en dirección a la sala de los agentes.
Cuando se fue, Big Jim se sentó en el camastro y puso la cabeza de Junior en su regazo. Su hijo no tenía ni un rasguño en la cara, y Carter le había cerrado los ojos. De no ser por la sangre que le empapaba la camisa, podría haber estado durmiendo.
Era mi hijo y lo quería.
Era cierto. Había estado a punto de sacrificar a Junior, sí, pero existía un precedente para eso; bastaba recordar lo que había sucedido en el monte Calvario. Y al igual que Jesucristo, su hijo había muerto por una causa. Fueran cuales fuesen los daños causados por el desvarío de Andrea Grinnell, serían reparados en cuanto el pueblo se diera cuenta de que Barbie había matado a varios agentes de policía entregados a su trabajo, incluido el único hijo de su líder. El hecho de que Barbie anduviera suelto, y a buen seguro estuvieran planeando nuevas maldades, suponía un beneficio político para él.
Big Jim permaneció sentado un rato más, peinándole el pelo a Junior con los dedos, embelesado con su rostro sosegado. Entonces empezó a cantarle en voz baja la misma canción que su madre le cantaba a él de pequeño en la cuna, mientras observaba el mundo con ojos curiosos y muy abiertos. «La barca de mi bebé es una luna plateada, que navega por el cielo; navega por el mar de rocío, entre las nubes alza el vuelo… navega, bebé, navega… por el mar…».
Se detuvo ahí. No recordaba cómo seguía. Le levantó la cabeza a Junior y se puso en pie. El corazón le dio un vuelco y contuvo la respiración… pero enseguida recuperó el ritmo normal. Imaginaba que al final tendría que ir a por más verapaloquefuera a la farmacia de Andy, pero de momento tenía cosas que hacer.
 6


Dejó a Junior y subió lentamente por la escalera, agarrándose a la barandilla. Carter estaba en la sala de los agentes. Se habían llevado los cadáveres y estaban secando la sangre de Mickey Wardlaw con hojas de periódico.
—Vayamos al ayuntamiento antes de que esto se llene de policías —le dijo a Carter—. El día de Visita empieza oficialmente dentro de —miró su reloj— unas doce horas. Tenemos mucho que hacer antes de eso.
—Lo sé.
—Y no te olvides de mi hijo. Quiero que los Bowie lo hagan bien. Que presenten los restos de forma respetuosa y utilicen un buen ataúd. Dile a Stewart que como vea a Junior en una de esas cajas baratas que tienen detrás, lo mataré yo mismo.
Carter lo apuntó en su libreta.
—Yo me encargo de todo.
—Y dile a Stewart que iré a hablar con él dentro de poco. —Varios agentes entraron por la puerta principal. Parecían acoquinados, un poco asustados, muy jóvenes y verdes. Big Jim se levantó, no sin ciertas dificultades, de la silla en la que se había sentado para recuperar el aliento—. Hora de ponerse en marcha.
—Por mí perfecto —dijo Carter, pero no se movió.
Big Jim miró alrededor.
—¿En qué piensas, hijo?
«Hijo». A Carter le gustó cómo sonaba ese «hijo». Su padre había muerto cinco años antes, cuando empotró su camioneta contra uno de los puentes gemelos de Leeds; no fue una gran pérdida. Había maltratado a su mujer y a sus dos hijos (el hermano mayor de Carter servía en el ejército), pero a Thibodeau eso no le importaba demasiado; su madre recurrió al licor de café para sumirse en un estado de letargo, y Carter siempre fue capaz de encajar unos cuantos golpes. Odiaba a su padre porque era un llorón y un estúpido. La gente daba por sentado que Carter también lo era, hasta Junes lo creía, pero no era cierto. El señor Rennie lo entendía y, sin duda, no era un llorón.
Carter descubrió que tenía claro cuál debía ser su siguiente paso.
—Tengo algo que tal vez le interese.
—Ah, ¿sí?
Big Jim siguió a Carter al piso inferior, el chico quería ir a su taquilla. La abrió, sacó el sobre que tenía impresa la palabra VADER y se lo ofreció a Big Jim. La huella de sangre que había en el sobre parecía brillar.
Big Jim lo abrió.
—Jim —dijo Peter Randolph, que había entrado sin que se dieran cuenta y se encontraba junto al escritorio de recepción vuelto del revés; parecía cansado—. Creo que hemos logrado controlar la situación, pero no consigo encontrar a varios de los nuevos agentes. Me parece que han abandonado.
—Era de esperar —replicó Big Jim—. Pero será temporal. Volverán cuando recuperemos la calma y se den cuenta de que Dale Barbara no va a regresar al pueblo con una panda de caníbales sanguinarios para comérselos vivos.
—Pero ahora con el maldito día de Visita…
—Pete, mañana casi todo el mundo se comportará mejor que nunca, y estoy convencido de que tendremos suficientes agentes para ocuparnos de todos aquellos que no lo hagan.
—¿Y qué hacemos con la rueda de pre…?
—¿Es que no te das cuenta de que estoy un poco ocupado? ¿No lo ves, Pete? ¡Por el amor de Dios! Ve a la sala de plenos del ayuntamiento dentro de media hora y hablaremos de todo lo que quieras. Pero ahora, déjame en paz de una vez.
—Claro. Lo siento. —Pete se fue, tenso y ofendido, como su voz.
—Alto —dijo Rennie.
Randolph se detuvo.
—No me has expresado tu pésame por mi hijo.
—Lo… Lo siento mucho.
Big Jim escrutó a Randolph con la mirada.
—Ya lo creo que lo sientes.
Cuando Randolph se fue, Rennie sacó los papeles del sobre, les echó un vistazo y volvió a meterlos. Lanzó una mirada a Carter de sincera curiosidad.
—¿Por qué has tardado tanto en dármelo? ¿Acaso querías quedártelo?
Ahora que le había entregado el sobre, Carter vio que no le quedaba más remedio que contarle la verdad.
—Sí. Al menos durante un tiempo. Por si acaso.
—Por si acaso ¿qué?
Thibodeau se encogió de hombros.
Big Jim no insistió. Siendo un hombre acostumbrado a tener archivos sobre todo aquel que fuera susceptible de causarle problemas, no fue necesario. Otra cuestión le interesaba más.
—¿Por qué has cambiado de opinión?
A Carter le pareció de nuevo que no le quedaba más remedio que contarle la verdad.
—Porque quiero ser su hombre de confianza, jefe.
Big Jim enarcó sus pobladas cejas.
—¿Tú? ¿Más que él? —Señaló con la cabeza la puerta por la que acababa de salir Randolph.
—¿Él? Es un inútil.
—Sí. —Big Jim le puso una mano en un hombro—. Lo es. Vámonos. Y cuando lleguemos al ayuntamiento, el primer punto del día será quemar estos papeles en la estufa de leña de la sala de prensa.
 7


Eran muy altas. Y horribles.
Barbie las vio en cuanto la descarga que pasó por sus brazos se desvaneció. Su primer impulso fue soltar la caja, pero se contuvo y siguió agarrándola, mirando las criaturas que los mantenían cautivos. Que los mantenían cautivos y los torturaban por placer, si Rusty estaba en lo cierto.
Sus caras, si es que eran caras, eran angulosas, pero los ángulos estaban acolchados y parecían cambiar por momentos, como si la realidad subyacente no tuviera una forma fija. No sabía cuántos había ni dónde estaban. Al principio pensó que había cuatro; luego ocho; luego solo dos. Inspiraban una profunda sensación de odio en él, quizá porque eran tan extrañas que no podía percibirlas bien. La región de su cerebro encargada de interpretar la información sensorial que recibía era incapaz de descodificar los mensajes que enviaban sus ojos.
Mis ojos no podían verlos ni siquiera con un telescopio. Estas criaturas se encuentran en una galaxia muy, muy lejana.
No había forma de saberlo (la razón le decía que los propietarios de la caja tanto podían tener una base bajo el hielo en el Polo Sur como orbitar alrededor de la Luna con su versión de la nave estelar Enterprise), pero él lo sabía. Estaban en casa… fuera cual fuese su casa. Los observaban. Y se lo estaban pasando bien.
Por fuerza, porque esos hijos de puta se estaban riendo.
Entonces regresó al gimnasio de Faluya. Hacía calor porque no había aire acondicionado, solo unos ventiladores en el techo que removían el aire pegajoso y viciado. Habían soltado a todos los interrogados salvo a dos Abdules que cometieron la imprudencia de burlarse de ellos un par de días después de que dos artefactos explosivos mataran a seis estadounidenses y un francotirador asesinara a uno más, un chico de Kentucky que caía bien a todo el mundo: Carstairs. De modo que la emprendieron a patadas con los Abdules por todo el gimnasio, y los desnudaron, y a Barbie le habría gustado decir que se fue, pero no lo hizo. Le habría gustado decir que no participó, pero lo hizo. Todos estaban muy alterados. Recordó cómo propinó una patada en el trasero huesudo y manchado de mierda de uno de los Abdules, y la huella roja que dejó su bota. Ambos Abdules estaban ya desnudos por entonces. Recordó que Emerson le dio una patada tan fuerte en los cojones al otro que se los retorció de un modo espantoso, y que acto seguido le dijo: «Esto es por Carstairs, puto moro de mierda». Pocos días después alguien le entregaría una bandera a su madre mientras ella permanecía sentada en una silla plegable junto a la tumba; la misma historia de siempre. Y entonces, mientras Barbie tomaba conciencia de que técnicamente él estaba al mando de esos hombres, el sargento Hackermeyer agarró a uno de los retenidos de la kufiya deshilachada, la única prenda que llevaba puesta, y lo puso contra la pared y le apuntó a la cabeza con la pistola e hizo una pausa y nadie dijo «No» en la pausa y nadie dijo «No lo hagas» en la pausa y el sargento Hackermeyer apretó el gatillo y la sangre impactó contra la pared como lo ha hecho durante tres mil años y más, y eso fue todo, adiós, Abdul, no te olvides de escribirnos cuando estés desvirgando a esas vírgenes.
Barbie soltó la caja e intentó ponerse en pie, pero le fallaron las piernas. Rusty lo agarró hasta que recuperó las fuerzas.
—Joder —exclamó Barbie.
—Los has visto, ¿verdad?
—Sí.
—¿Son niños? ¿Qué opinas?
—Quizá. —Pero no lo dijo convencido, no era lo que le decía el corazón—. Podría ser.
Regresaron lentamente hasta donde se encontraban los demás, arremolinados frente a la granja.
—¿Estás bien? —preguntó Rommie.
—Sí —dijo Barbie. Tenía que hablar con los chicos. Y con Jackie. También con Rusty. Pero aún no. Antes debía recuperar el control sobre sí mismo.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—Rommie, ¿te queda más lámina de plomo en la tienda? —preguntó Rusty.
—Sí. La he dejado en el muelle de carga.
—Muy bien —dijo Rusty. Tomó prestado el móvil de Julia. Esperaba que Linda estuviera en casa y no en la sala de interrogatorios de la comisaría, pero albergar esperanzas era lo único que podía hacer.
 8


La llamada de Rusty fue necesariamente breve, duró menos de treinta segundos, lo suficiente para que ese horrible jueves diera un giro de ciento ochenta grados para Linda Everett y se convirtiera en un día radiante. Se sentó a la mesa de la cocina, se tapó la cara con las manos y lloró. Intentó hacerlo en silencio porque había cuatro niños arriba, no solo dos. Se había llevado a casa a los Appleton, de modo que ahora tenía a los A y a las J.
Alice y Aidan estaban alteradísimos —¿cómo no iban a estarlo, por Dios?—, pero la compañía de Jannie y Judy les había ayudado. Así como las dosis de Benadryl. A petición de las niñas, Linda había puesto los sacos de dormir en el suelo de la habitación, y ahora los cuatro dormían como troncos entre las camas; Judy y Aidan abrazados el uno al otro.
Mientras recuperaba el sosiego, alguien llamó a la puerta de la cocina. Al principio creyó que se trataba de la policía, aunque teniendo en cuenta el baño de sangre y el caos que imperaba en el centro del pueblo, no esperaba que fueran a verla tan pronto. Sin embargo, el golpeteo no fue en absoluto autoritativo.
Se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo para coger un trapo de la encimera con el que secarse la cara. Al principio no reconoció al hombre que había ido a verla, en gran parte porque llevaba el pelo diferente. Ya no lo tenía recogido en una cola, sino que caía sobre los hombros de Thurston Marshall, enmarcando su cara; parecía una anciana lavandera que ha recibido malas noticias, noticias horribles, tras un largo y duro día de trabajo.
Linda abrió la puerta. Por un instante Thurse permaneció en la entrada.
—¿Caro ha muerto? —preguntó con voz grave y áspera. Como si se hubiera desgañitado en Woodstock cantando el «Fish Cheer» y no hubiera recuperado la voz, pensó Linda—. ¿De verdad ha muerto?
—Me temo que sí —respondió Linda, en voz baja, por miedo a despertar a los niños—. Lo siento mucho, señor Marshall.
Thurse permaneció inmóvil bajo el dintel. Entonces enredó los dedos en los rizos canosos que colgaban a ambos lados de su cara y empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás. Linda no creía en los romances entre personas con mucha diferencia de edad; en ese aspecto estaba algo chapada a la antigua. Habría dado a Marshall y a Caro Sturges dos años como mucho, quizá solo seis meses (el tiempo que tardaran sus órganos sexuales en desfogarse) pero esa noche no cabía la menor duda en cuanto a los sentimientos de ese hombre. En cuanto a su pérdida.
Fuera lo que fuese lo que había entre ellos, esos niños intensificaron el sentimiento, pensó Linda. Y la Cúpula también. Vivir bajo la Cúpula lo intensificaba todo. A Linda le parecía que llevaban varios años en aquella situación, no días. El mundo exterior se desvanecía como un sueño al despertarse.
—Entre —le dijo—. Pero no haga ruido, señor Marshall. Los niños están durmiendo. Los míos y los suyos.
 9


Le dio un vaso de té hecho al sol; no estaba helado, ni siquiera un poco frío, pero era lo mejor que podía ofrecerle en esas circunstancias. Él se bebió la mitad, dejó el vaso, y se frotó los ojos con los puños, como un niño que sigue despierto mucho después de su hora de irse a la cama. Linda supo lo que era, un esfuerzo por mantener el control sobre sí mismo, y se sentó en silencio, a la espera.
Thurse respiró hondo, expulsó el aire, y metió la mano en el bolsillo de la vieja camisa azul que llevaba. Sacó una cinta de cuero y se ató el pelo. Linda lo consideró una buena señal.
—Cuénteme lo que ha ocurrido —le pidió Thurse—. Y cómo ha ocurrido.
—No lo he visto todo. Alguien me dio un golpetazo en la parte de atrás de la cabeza mientras intentaba apartar… a Caro… de en medio.
—Pero un policía le disparó, ¿no es cierto? Un policía de este maldito pueblo al que tanto le gustan los policías y las armas.
—Sí. —Linda estiró el brazo y le cogió la mano—. Alguien gritó «pistola». Y había una pistola. Era de Andrea Grinnell. Tal vez la llevó a la asamblea con la intención de matar a Rennie.
—¿Cree que eso justifica lo que le ha sucedido a Caro?
—Cielos, no. Y lo que le ha sucedido a Andi ha sido un claro homicidio.
—Caro ha muerto intentando proteger a los niños, ¿verdad?
—Sí.
—Unos niños que ni siquiera eran suyos.
Linda no respondió.
—Aunque sí. Suyos y míos. Llamémoslo vicisitudes de guerra o vicisitudes de la Cúpula, pero eran nuestros, los niños que, de otro modo, nunca habríamos tenido. Y hasta que la Cúpula desaparezca, si es que eso llega a suceder, son míos.
Los pensamientos bullían en la cabeza de Linda. ¿Podía confiar en ese hombre? Creía que sí. Rusty había confiado en él; dijo que era muy buen enfermero para llevar tanto tiempo sin practicar. Y Thurston odiaba a los que ostentaban el poder bajo la Cúpula. Tenía motivos para que fuera así.
—Señora Everett…
—Por favor, llámame Linda.
—Linda, ¿puedo dormir en tu sofá? Me gustaría estar aquí si se despiertan en mitad de la noche. Si no lo hacen, y espero que así sea, me gustaría que me vieran por la mañana cuando bajen.
—No hay ningún problema. Desayunaremos todos juntos. Toca cereales. La leche aún no se ha agriado, pero le falta poco.
—Me parece perfecto. En cuanto hayan desayunado los chicos, te dejaremos en paz. Perdóname si eres del pueblo de toda la vida, pero estoy hasta la coronilla de Chester’s Mills. No puedo alejarme tanto como me gustaría, pero pienso esforzarme al máximo. El único paciente del hospital que se encontraba en estado grave era el hijo de Rennie, y se ha ido esta tarde por su propio pie. Regresará, lo que tiene en la cabeza le hará volver, pero de momento…
—Está muerto.
Thurston no pareció muy sorprendido.
—Un ataque, supongo.
—No. Un disparo. En el calabozo.
—Me gustaría decir que lo siento, pero no es así.
—Yo tampoco —dijo Linda. No estaba segura de lo que había hecho Junior allí, pero imaginaba que el afligido padre se las ingeniaría para darle la vuelta a lo sucedido.
—Volveré con los niños al estanque donde estábamos Caro y yo cuando empezó todo. Es un lugar tranquilo y estoy seguro de que encontraré suficiente comida para unos cuantos días. Quizá bastantes. Tal vez encuentre incluso una cabaña con generador. Pero en lo que se refiere a la vida en comunidad —pronunció estas últimas palabras con ironía—, estoy en paz. Alice y Aidan también.
—Quizá yo conozca un lugar mejor al que ir.
—¿De verdad? —Y cuando Linda no dijo nada, Thurse estiró una mano y le acarició la suya—. Tienes que confiar en alguien. Y podría ser yo.
De modo que Linda se lo contó todo, incluso cómo pararon en la tienda de Burpee para coger más lámina de plomo antes de partir hacia Black Ridge. Hablaron hasta casi medianoche.
 10


El extremo norte de la granja de los McCoy era inservible (debido a las fuertes nevadas del invierno anterior, el tejado ocupaba ahora el salón) pero en el lado oeste había un comedor de estilo rústico casi tan largo como un vagón, y fue ahí donde se reunieron los fugitivos de Chester’s Mills. Para empezar, Barbie preguntó a Joe, Norrie y Benny por lo que habían visto, o soñado, cuando perdieron el conocimiento en lo que llamaban el cinturón de luz.
Joe recordó las calabazas en llamas. Norrie dijo que todo se tiñó de negro y que el sol desapareció. En un primer momento, Benny afirmó que no recordaba nada. Entonces se llevó la mano a la boca.
—Había gritos —dijo—. Oí gritos. Fue horrible.
Todos meditaron sobre las palabras de Benny en silencio. Entonces Ernie dijo:
—Las calabazas en llamas no nos permiten estrechar demasiado el círculo, si eso es lo que intenta, coronel Barbara. En todos los graneros del pueblo debe de haber un montón de calabazas. Ha sido una buena temporada. —Hizo una pausa—. Al menos lo era.
—Rusty, ¿y tus hijas?
—Más o menos lo mismo —respondió Rusty, y les contó lo que recordaba.
—Parar Halloween, parar la Gran Calabaza —murmuró Rommie.
—Tíos, creo que veo un patrón —exclamó Benny.
—No jodas, Sherlock —dijo Rose, y todos rieron.
—Te toca, Rusty —terció Barbie—. ¿Qué viste al perder el conocimiento mientras subías aquí?
—No llegué a perder el conocimiento —dijo Rusty—. Y todo esto podría explicarse por la presión a la que hemos estado sometidos. La histeria colectiva, incluidas las alucinaciones en grupo, son habituales cuando la gente está sometida a una gran tensión.
—Gracias, doctor Freud —dijo Barbie—. Ahora cuéntanos lo que viste.
Rusty llegó hasta la chistera con sus rayas patrióticas cuando Lissa Jamieson exclamó:
—¡Es el muñeco del jardín de la biblioteca! Lleva una vieja camiseta mía con una cita de Warren Zevon…
—«Sweet home Alabama, play that dead band’s song» —dijo Rusty—. Y unas palas de jardinero a modo de manos. La cuestión es que empezó a arder y, luego, puuf, desapareció. Y también la sensación de mareo.
Miró a los demás. Todos lo observaban con los ojos como platos.
—Tranquilos, relajaos, seguramente vi el muñeco antes de que sucediera todo esto, y mi subconsciente lo sacó a la luz. —Señaló a Barbie—. Y como vuelvas a llamarme doctor Freud, te daré un tortazo.
—¿Lo habías visto antes? —preguntó Piper—. ¿Quizá cuando fuiste a recoger a tus hijas a la escuela? La biblioteca está enfrente del patio.
—Que yo recuerde, no. —Rusty no añadió que no había ido a recoger a sus hijas desde principios de mes, y dudaba que entonces la biblioteca ya hubiera puesto la decoración de Halloween.
—Ahora tú, Jackie —dijo Barbie.
Ella se humedeció los labios.
—¿Tan importante es?
—Creo que sí.
—Gente en llamas —dijo ella—. Y humo, y un fuego que desprendía un brillo que atravesaba el humo cuando este cambiaba de dirección. Parecía que el mundo ardía.
—Sí —intervino Benny—. La gente gritaba porque se estaba quemando. Ahora lo recuerdo. —Con un gesto brusco pegó la cara contra el hombro de Alva Drake, que lo abrazó.
—Aún faltan cinco días para Halloween —dijo Claire.
—No lo creo —repuso Barbie.
 11


La estufa que había en un rincón de la sala de plenos del ayuntamiento estaba llena de polvo y en no muy buen estado, pero se podía utilizar. Big Jim se aseguró de que el tiro de la chimenea estuviera abierto (chirrió un poco), y entonces sacó los papeles de Duke Perkins del sobre con la huella de sangre. Echó un vistazo a las hojas, hizo una mueca al leer lo que decían y las tiró a la estufa. Sin embargo, decidió quedarse el sobre.
Carter estaba hablando por teléfono con Stewart Bowie; le dijo lo que Big Jim quería para su hijo y le ordenó que se pusiera manos a la obra de inmediato. Es un buen chico, pensó Big Jim. Quizá llegue lejos. Siempre que sepa dónde le aprieta el zapato. La gente que no lo sabía, pagaba un precio. Andrea Grinnell lo había descubierto esa misma noche.
Había una caja de cerillas en el estante, junto a la estufa. Big Jim encendió una y la acercó a la esquina de las «pruebas» de Duke Perkins. Dejó la portezuela de la estufa abierta para ver cómo ardía. Fue muy satisfactorio.
Carter se acercó hasta él.
—Tengo a Stewart Bowie al teléfono. ¿Le digo que le llamará luego?
—Trae aquí —dijo Big Jim, que extendió la mano para coger el móvil.
Carter señaló el sobre.
—¿No va a quemarlo?
—No. Quiero que pongas dentro unas cuantas hojas en blanco de la fotocopiadora.
Carter tardó un instante en comprenderlo.
—Esa mujer sufrió alucinaciones, ¿verdad?
—Pobrecilla —dijo Big Jim—. Baja al refugio antinuclear, hijo. Por ahí. —Señaló con el pulgar una discreta puerta (salvo por una vieja placa metálica con unos triángulos negros sobre fondo amarillo) no lejos de la estufa—. Hay dos habitaciones. Al fondo de la segunda verás un pequeño generador.
—De acuerdo…
—Delante del generador hay una trampilla. Cuesta de ver, pero si miras bien la verás. Levántala y echa un vistazo en el interior. Debería haber ocho o diez bombonas de propano. Al menos las había la última vez que miré. Compruébalo y dime cuántas quedan.
Esperó a ver si Carter preguntaba por qué, pero no lo hizo. Tan solo se volvió para cumplir con las órdenes que le habían dado. De modo que Big Jim se lo dijo.
—Tan solo una precaución, hijo. Sé minucioso y concienzudo, ese es el secreto del éxito. Y tener a Dios de tu parte, claro.
Cuando Carter se fue, Big Jim apretó el botón de llamada en espera… como Stewart no siguiera ahí, iba a meterse en un buen problema.
Stewart contestó.
—Jim, siento mucho que hayas perdido a tu hijo —dijo. Fue lo primero; un punto a su favor—. Nos ocuparemos de todo. Había pensado en el ataúd Descanso Eterno; es de roble y puede durar mil años.
Sigue y ofréceme el otro, pensó Big Jim, pero no dijo nada.
—Y lo haremos lo mejor que sepamos. Parecerá que está a punto de levantarse y sonreír.
—Gracias, amigo —dijo Big Jim, que pensó Más te vale.
—En cuanto al asalto de mañana… —dijo Stewart.
—Iba a llamarte por eso. Te estás preguntando si sigue en pie. Y sigue.
—Pero con todo lo que ha sucedido…
—No ha sucedido nada —replicó Big Jim—. Debemos dar gracias a Dios por la piedad que ha tenido. ¿No vas a decir amén, Stewart?
—Amén —dijo Stewart obedientemente.
—No ha sido más que un lío de tres pares de cajones causado por una mujer con las facultades mentales alteradas y que llevaba una pistola encima. En este instante está cenando con Jesús y todos los santos, no me cabe la menor duda, porque nada de lo que ha sucedido era culpa suya.
—Pero Jim…
—No me interrumpas cuando hablo, Stewart. Fueron los fármacos. Esas malditas drogas le pudrieron el cerebro. La gente se dará cuenta de eso en cuanto se calme un poco. Por fortuna, la gente de Chester’s Mill es sensata y valiente. Confío en que se sobrepondrán a lo sucedido, siempre lo han hecho y siempre lo harán. Además, el único pensamiento que tienen ahora en la cabeza es ver a sus seres más queridos. Nuestra operación se pondrá en marcha a mediodía, tal como acordamos. Fern, Roger y tú. Melvin Searles. Fred Denton estará al mando. Puede llamar a cuatro o cinco hombres más si los necesita.
—¿Es el mejor candidato que has encontrado? —preguntó Stewart.
—Fred está bien —respondió Big Jim.
—¿Y Thibodeau? Ese chico que te hace de guardaes…
—Stewart Bowie, cada vez que abres la boca, te pones en evidencia. Por una vez, calla y escucha. Estamos hablando de un drogadicto enclenque y un farmacéutico que no podrían asustar ni a una gallina. Quiero oír cómo dices amén.
—Sí, amén.
—Utilizad los camiones del pueblo. Habla con Fred en cuanto cuelgue, tiene que andar por ahí, y dile cuál es el plan. Dile que debéis ir bien armados, solo por si acaso. Tenemos todos esos trastos del departamento de Seguridad Nacional en el almacén de la comisaría (chalecos antibalas y no sé cuántas cosas más), así que haremos bien en utilizarlos. Luego entráis allí y sacáis a esos dos tipos. Necesitamos el propano.
—¿Y el laboratorio? Pensaba que quizá deberíamos quemarlo…
—¿Estás loco? —Carter, que acababa de entrar en la sala, lo miró sorprendido—. ¿Con todos los productos químicos que hay almacenados ahí? Una cosa es el periódico de Julia Shumway; ese almacén es harina de otro costal. Más te vale que vayas con cuidado, amigo, o empezaré a pensar que eres tan tonto como Roger Killian.
—De acuerdo. —Stewart parecía malhumorado, pero Big Jim creía que haría lo que le había ordenado. Además, ya no podía dedicarle más tiempo; Randolph llegaría en cualquier momento.
Este desfile de bobos no acaba nunca, pensó.
—Ahora quiero escuchar un «alabado sea Dios» a la antigua usanza —dijo Big Jim. En su cabeza se vio a sí mismo sentado sobre la espalda de Stewart aplastándole la cara en el suelo. Era una imagen alentadora.
—Alabado sea Dios —murmuró Stewart Bowie.
—Amén, hermano —dijo Big Jim, y colgó.
 12


El jefe Randolph entró al cabo de poco, tenía el aspecto cansado pero no parecía descontento.
—Creo que hemos perdido definitivamente a unos cuantos de los agentes más jóvenes, no hay rastro de Dodson, Rawcliffe y el chico de los Richardson. Pero la mayoría se han quedado. Y he traído savia nueva: Joe Boxer… Stubby Norman… Aubrey Towle… Su hermano es el propietario de la librería, ya sabes…
Big Jim escuchó la ristra de nombres con paciencia pero sin prestar demasiada atención. Cuando Randolph acabó, Rennie le pasó el sobre VADER por encima de la mesa pulida.
—Esto es lo que agitaba la pobre Andrea. Échale un vistazo.
Randolph dudó, abrió el cierre y sacó el contenido.
—Aquí no hay nada, solo papel en blanco.
—Tienes razón, toda la razón del mundo. Cuando reúnas a tus hombres mañana (a las siete en punto, en la comisaría, porque puedes creer a tu tío Jim cuando dice que las hormigas empezarán a salir del hormiguero pronto) no te olvides de decirles que la pobre mujer estaba tan chalada como el anarquista que disparó al presidente McKinley.
—¿Eso no es una montaña? —preguntó Randolph.
Big Jim se tomó un instante para preguntarse de qué árbol se habría caído de pequeño el hijo de la señora Randolph. Luego continuó. Esa noche no iba a poder dormir ocho horas, pero con la bendición tal vez serían cinco. Y las necesitaba. Su viejo y pobre corazón las necesitaba.
—Utiliza todos los coches de policía. Dos agentes en cada vehículo. Asegúrate de que todo el mundo tiene sprays de pimienta y pistolas de descarga eléctrica. Pero si alguien dispara un arma de fuego delante de los periodistas, las cámaras de televisión y el dichoso mundo exterior… Utilizaré sus tripas como liga.
—Sí, señor.
—Que conduzcan por el arcén de la 119, junto a la multitud. Sin sirenas, pero con las luces encendidas.
—Como en un desfile —dijo Randolph.
—Sí, Pete, como en un desfile. Deja la carretera para la gente. Diles a los que vayan en coche que bajen y caminen. Utiliza los altavoces. Quiero que estén rendidos cuando lleguen. La gente cansada tiende a portarse bien.
—¿No crees que deberíamos apartar a unos cuantos hombres para que dieran caza a los prisioneros huidos? —Vio cómo a Big Jim se le encendían los ojos y levantó una mano—. Solo preguntaba, solo preguntaba.
—De acuerdo, y mereces una respuesta. Al fin y al cabo, eres el jefe. ¿No es así, Carter?
—Sí —respondió Thibodeau.
—La respuesta es «no», jefe Randolph, porque… escúchame atentamente… no pueden escapar. Hay una Cúpula que rodea Chester’s Mill y es total… y absolutamente imposible… que escapen. ¿Lo entiendes? —Vio cómo Randolph se sonrojaba y dijo—: Cuidado con lo que respondes. Yo, al menos, lo tendría.
—Lo entiendo.
—Entonces a ver si entiendes esto también: ahora que Dale Barbara anda suelto, por no hablar de su amigo conspirador Everett, la gente recurrirá con aún mayor fervor a las fuerzas de seguridad pública en busca de protección. Y por mucha que sea la presión a la que estamos sometidos, estaremos a la altura de la situación, ¿verdad?
Randolph por fin lo entendió. Tal vez no sabía que había un presidente —así como una montaña— llamado McKinley, pero sí parecía entender que un Barbie suelto por los bosques les era mucho más útil que un Barbie en el calabozo.
—Sí —respondió—. Lo estaremos. No te quepa la menor duda. ¿Y qué sucede con la rueda de prensa? Si no vas a asistir, ¿quieres nombrar a…?
—No, en absoluto. Estaré aquí, en mi sitio, donde me corresponde estar, controlando cómo se desarrolla la situación. En cuanto a la prensa, por mí puede intentar entrevistar a las mil personas que se amontonarán en el lado sur del pueblo, como los mirones que se detienen ante una obra de la calle. Les deseo suerte para traducir los balbuceos de la gente.
—Quizá algunas personas digan cosas que no nos dejen muy bien —insinuó Randolph.
Big Jim le lanzó una sonrisa gélida.
—Para eso Dios nos dio estos grandes hombros, amigo. Además, ¿qué va a hacer ese puñetero de Cox? ¿Entrar aquí y sacarnos de la comisaría?
Randolph soltó una obediente risa, se dirigió hacia la puerta y, entonces, se le ocurrió algo más.
—Se juntará mucha gente y durante un largo periodo de tiempo. Los militares han instalado retretes portátiles en su lado. ¿No deberíamos hacer algo así en el nuestro? Creo que tenemos unos cuantos en el edificio de suministros. Para las patrullas de carretera, principalmente. Quizá Al Timmons podría…
Big Jim le dirigió una mirada que dejaba entrever que el nuevo jefe de policía había perdido la razón.
—Si de mí dependiera, la gente de Chester’s Mill estaría mañana en sus casas, a salvo, en lugar de huir del pueblo como los israelitas de Egipto. —Hizo una pausa dramática—. Si a alguien le da un apretón, que vaya al dichoso bosque.
 13


Cuando Randolph se fue, Carter dijo:
—Si juro que no le estoy lamiendo el culo, ¿puedo decir algo?
—Sí, por supuesto.
—Me encanta verlo trabajar, señor Rennie.
Big Jim sonrió de oreja a oreja; una sonrisa que le iluminó toda la cara.
—Bueno, dentro de poco tendrás tu oportunidad, hijo; has aprendido de la gente del montón, ahora aprenderás del mejor.
—Eso pienso hacer.
—Ahora mismo necesito que me lleves a casa. Pasa a buscarme a las ocho de la mañana en punto. Vendremos aquí y veremos la CNN. Pero antes nos sentaremos en la cuesta del Ayuntamiento para observar el éxodo. Muy triste, de verdad; israelitas sin un Moisés.
—Hormigas sin hormiguero —añadió Carter—. Abejas sin colmena.
—Pero antes de recogerme, quiero que vayas a ver a unas cuantas personas. O que lo intentes; he apostado conmigo mismo que se habrán ausentado sin permiso.
—¿Quién?
—Rose Twitchell y Linda Everett. La mujer del médico.
—Sé quién es.
—También convendría que te pasaras a ver a Julia Shumway. He oído que tal vez esté en casa de Libby, la predicadora y dueña de aquel perro con tan malas pulgas. Si encuentras a alguna de las tres, pregúntales por el paradero de nuestros fugitivos.
—¿A las buenas o a las malas?
—Ni lo uno ni lo otro. No quiero capturar a Everett y Barbara de inmediato, pero no me importaría saber dónde están.
Una vez fuera, Big Jim respiró hondo aquel aire maloliente y lanzó un suspiro que pareció de satisfacción. Carter también se sentía muy satisfecho consigo mismo. Hacía tan solo una semana estaba cambiando silenciadores, con gafas protectoras para evitar que las esquirlas de óxido de los tubos de escape corroídos por la sal le entraran en los ojos. En ese momento era un hombre influyente y con un buen cargo. El aire maloliente era el pequeño precio que debía pagar por ello.
—Me gustaría hacerte una pregunta —dijo Big Jim—. Si no quieres responder, no pasa nada.
Carter lo miró.
—Es sobre Sammy Bushey —dijo Rennie—. ¿Cómo fue? ¿Estuvo bien?
Carter titubeó y respondió:
—Al principio un poco seca, pero enseguida lubricó a la perfección.
Big Jim rió. Fue una risa metálica, como el sonido de las monedas al caer en la bandeja de una máquina tragaperras.
 14


Medianoche, y la luna rosa que desciende hacia el horizonte de Tarker’s Mill, donde dormitará hasta que salga el sol, se convierte en un fantasma y luego desaparece por completo.
Julia se abrió camino por el campo de manzanos, hasta el punto en que este descendía por la ladera oeste de Black Ridge, y no se sorprendió al ver una sombra oscura sentada junto a uno de los árboles. A la derecha de Julia, la caja del extraño símbolo grabado en la parte superior emitía un destello cada quince segundos: el faro más pequeño y extraño de todo el mundo.
—Barbie —dijo Julia en voz baja—. ¿Cómo está Ken?
—Se ha ido a San Francisco para participar en el desfile del Orgullo Gay. Siempre supe que ese tío no era hétero.
Julia se rió, le cogió de la mano y se la besó.
—Amigo mío, me alegro muchísimo de que estés bien.
Barbie la abrazó y le plantó dos besos en las mejillas antes de soltarla. Fueron dos besos intensos. De los de verdad.
—Amiga mía, yo también.
Julia se rió, pero un escalofrío le recorrió el cuerpo, del cuello a las rodillas. Era una sensación que conocía, pero no sentía desde hacía mucho tiempo. Cálmate, pensó. Es tan joven que podría ser tu hijo.
Bueno sí… si se hubiera quedado embarazada a los trece.
—Los demás duermen —dijo Julia—. Incluso Horace. Está dentro, con los niños. Han estado jugando con él, tirándole palos, hasta dejarlo con la lengua afuera. Seguro que cree que se ha muerto y se ha ido al cielo.
—He intentado dormir, pero no podía.
Estuvo a punto de quedarse dormido en dos ocasiones, y en ambas se vio en el calabozo frente a Junior Rennie. La primera vez Barbie tropezaba en lugar de lanzarse hacia la derecha, y caía despatarrado sobre la cama, lo que lo convertía en un blanco perfecto. La segunda vez, Junior lo alcanzaba a través de los barrotes con un brazo de plástico increíblemente largo, lo agarraba y lo inmovilizaba durante tanto tiempo que acababa muriendo tras darse por vencido. Después de ese segundo sueño, Barbie se fue del granero donde dormían los hombres y salió al exterior. El aire aún olía como una habitación en la que seis meses antes hubiera muerto un fumador de toda la vida, pero era mejor que el aire del pueblo.
—Hay muy pocas luces encendidas —dijo ella—. En una noche normal habría nueve veces más luz, incluso a esta hora. Las farolas parecerían un collar con dos hileras de perlas.
—Pero tenemos eso. —Barbie la rodeaba con un brazo, pero levantó la mano libre y señaló el cinturón de luz. Julia pensó que de no ser por la Cúpula, que cortaba el cinturón de forma abrupta, habría sido un círculo perfecto. Tal como era, parecía una herradura.
—Sí. ¿Por qué crees que Cox no lo ha mencionado? En sus fotos de satélite deben de verlo. —Reflexionó un instante—. Al menos a mí no me ha dicho nada. Quizá a ti sí.
—No, y lo habría hecho. Lo que significa que no lo ven.
—¿Crees que la Cúpula… qué? ¿Lo oculta?
—Algo así. Cox, las cadenas de noticias, el mundo exterior… no lo ven porque no necesitan verlo. Y supongo que nosotros sí.
—¿Crees que Rusty tiene razón? ¿Somos simples hormigas, víctimas de unos niños crueles con una lupa? ¿Qué tipo de raza superior permitiría que sus hijos hicieran algo así a una raza inteligente?
—Nosotros creemos que somos inteligentes pero ¿lo piensan ellos? Sabemos que las hormigas son insectos sociales, construyen casas, colonias y son unas arquitectas increíbles. Trabajan con tanto denuedo como nosotros. Incluso libran guerras por cuestiones de raza, las negras contra las rojas. Sabemos todo eso, pero no las consideramos inteligentes.
Julia tiró del brazo de Barbie para que la abrazara con más fuerza, aunque no hacía frío.
—Inteligentes o no, está mal.
—Estoy de acuerdo. Y la mayoría de la gente lo estaría. Rusty incluso lo sabía de pequeño, pero la mayoría de los niños no tienen una visión moral del mundo. Tardan años en desarrollarla. Cuando llegamos a la edad adulta, la mayoría dejamos atrás las actitudes infantiles, entre las que se incluyen quemar hormigas con una lupa o arrancarles las alas a las moscas. A buen seguro sus adultos han hecho lo mismo. Es decir, si llegan a darse cuenta de nuestra existencia. ¿Cuándo fue la última vez que te agachaste para examinar un hormiguero?
—Pero aun así… si encontráramos hormigas en Marte, o incluso microbios, no los destruiríamos. La vida en el universo es un bien muy escaso. Los demás planetas de nuestro sistema solar son un páramo, por el amor de Dios.
Barbie pensó que si la NASA encontraba vida en Marte, no tendría el menor reparo en destruirla para ponerla bajo un microscopio y estudiarla, pero no lo dijo.
—Si fuéramos más avanzados científicamente, o espiritualmente, quizás sea eso lo que se necesita para poder viajar por el espacio exterior, podríamos ver que hay vida en todas partes. Que hay tantos mundos habitados y formas de vida inteligentes como hormigueros en este pueblo.
¿Era la mano de Barbie la que encontraba junto a su pecho? Julia sabía que sí. Hacía mucho tiempo que un hombre no ponía una mano ahí, y le gustaba la sensación.
—Lo único de lo que estoy seguro es de que hay otros mundos aparte de los que podemos ver con nuestros telescopios de risa. O incluso con el Hubble. Y… no están aquí, ya lo sabes. No se trata de una invasión. Tan solo están mirando. Y… quizá… jugando.
—Sé a lo que te refieres —dijo Julia—. A que jueguen contigo.
Dale la miraba. Estaba muy cerca. A distancia de beso. A ella no le habría importado que la besara; en absoluto.
—¿A qué te refieres? ¿A Rennie?
—¿Crees que existen ciertos momentos clave en la vida de una persona? ¿Acontecimientos que marcan un hito y nos cambian?
—Sí —respondió Barbie; pensaba en la sonrisa roja que su bota había dejado en el trasero de Abdul. La nalga normal y corriente de un hombre que llevaba una vida normal y corriente—. Sin duda.
—A mí me sucedió en cuarto. En la escuela primaria de Main Street.
—Cuéntamelo.
—No hay mucho que contar. Fue la tarde más larga de mi vida, pero es una historia muy corta.
Barbara esperó.
—Yo no era más que una niña. Mi padre era el dueño del periódico local, tenía unos cuantos periodistas y un comercial, pero, por lo demás, era casi un hombre orquesta, y eso era lo que le gustaba. Nunca hubo duda de que yo lo sustituiría cuando se jubilara. Él lo creía, mi madre lo creía, mis profesores lo creían y, por supuesto, yo lo creía. Mi educación universitaria estaba planificada. Nada de una universidad de segunda como la de Maine, eso era inconcebible para la hija de Al Shumway. La hija de Al Shumway iría a Princeton. Cuando estaba en cuarto, tenía un banderín de Princeton colgado sobre mi cama y casi ya tenía las maletas hechas.
»Todo el mundo, y no me excluyo, adoraba el suelo que pisaba. Salvo mis compañeros de clase, claro. Entonces no entendí las causas, pero ahora me pregunto cómo se me pudieron pasar por alto. Yo era esa que se sentaba en la primera fila y siempre levantaba la mano cuando la señora Connaught hacía una pregunta, y siempre daba la respuesta correcta. Entregaba los trabajos antes de tiempo si podía, y me ofrecía como voluntaria para conseguir más créditos. Era la repelente de la clase y un poco pelota. En una ocasión, cuando la señora Connaught regresó al aula después de tener que dejarnos a solas durante unos minutos, Jessica Vachon sangraba por la nariz. La señora Connaught nos dijo que tendríamos que quedarnos todos después de clase a menos que alguien le dijera quién lo había hecho. Levanté la mano y dije que había sido Andy Manning. Andy le había dado un puñetazo en la nariz a Jessie porque no le había prestado su goma de dibujo. En ese momento me pareció que no había ningún problema en contar lo que había sucedido, porque era la verdad. ¿Te haces una idea?
—Perfectamente.
—Ese pequeño episodio fue la gota que colmó el vaso. Un día, no mucho después, pasaba por la plaza del pueblo de vuelta a casa y un puñado de chicas me esperaba en el Puente de la Paz. Eran seis. La cabecilla era Lila Strout, que ahora es Lila Killian (se casó con Roger, lo que le está muy bien empleado). Que nadie te diga nunca que tus hijos no arrastrarán tus rencillas y rencores hasta la edad adulta.
»Me llevaron hasta el quiosco de música. Al principio me resistí, pero dos de ellas (Lila fue una, y Cindy Collins, la madre de Toby Manning, la otra) me dieron un puñetazo. Y no en el hombro, como acostumbran a hacer los niños. Cindy me golpeó en la mejilla y Lila en toda la teta derecha. ¡Qué daño me hizo! Me estaban empezando a crecer los pechos y me dolían.
»Rompí a llorar. Esa es la señal, entre niños, al menos, de que las cosas ya han llegado demasiado lejos. Pero aquel día no fue así. Cuando empecé a gritar, Lila dijo: «Cállate o aún será peor». Además, estábamos solas y nadie podía pararlas. Era una tarde fría y lluviosa, y la plaza estaba desierta.
»Lila me cruzó la cara con un bofetón tan fuerte que me hizo sangrar por la nariz y me dijo: “¡Chivata, chivata! ¡Se ha acabado tu buena suerte, ahora empieza la mala pata!”. Y las demás se rieron. Me dijeron que era porque me había chivado de Andy, y entonces pensé que era cierto, pero ahora me doy cuenta de que fue por todo, hasta por la forma en que mis faldas, mis blusas e incluso mis lazos conjuntaban. Ellas llevaban ropa, yo uniformes. Andy fue la gota que colmó el vaso.
—¿Se pasaron mucho?
—Me dieron unos cuantos bofetones más. Me tiraron del pelo. Y… me escupieron. Entonces me fallaron las piernas y me caí al suelo. Estaba llorando más fuerte que nunca, y me tapaba la cara con las manos, pero aun así sentí que me escupían. La saliva es caliente, ¿sabes?
—Sí.
—Me llamaban cosas como la «niña mimada de la maestra» y «niña repipi» y «eres tan mona que crees que tu caca huele a rosas». Y entonces, justo cuando creía que habían acabado, Corrie Macintosh dijo: «¡Quitémosle los pantalones!». Porque ese día llevaba unos pantalones de pinzas, unos muy bonitos que me había comprado mi madre por catálogo. Me encantaban. Eran el tipo de pantalones que debían de llevar las universitarias en la residencia de Princeton. Al menos eso era lo que creía entonces.
»Me enfrenté a ellas con fuerza, pero me ganaron, claro. Me agarraron entre cuatro mientras Lila y Corrie me quitaban los pantalones. Entonces Cindy Collins empezó a reírse, a señalarme y dijo: «¡Lleva braguitas de Winnie the Pooh!». Lo cual era cierto, y también de Eeyore y Roo. Todas se pusieron a reír, y… Barbie… me fui haciendo cada vez más pequeña… y más pequeña… y más pequeña. Hasta que el suelo del quiosco se convirtió en un vasto desierto y yo en un insecto atrapado en él. Muriéndome en mitad del desierto.
—Como una hormiga bajo una lupa, en otras palabras.
—¡Oh, no! ¡Barbie! Hacía frío, no calor. Me estaba helando. Se me puso la carne de gallina en las piernas. Corrie dijo: «¡Vamos a quitarle también las bragas!», pero al final resultó que no estaban preparadas para llegar tan lejos. Como segunda opción, Lila cogió mis pantalones de pinzas y los lanzó sobre el tejado del quiosco. Después, se fueron. Lila fue la última, y me dijo: «Como te chives por esto, cogeré el cuchillo de mi hermano y te cortaré esa nariz de zorra que tienes».
—¿Qué ocurrió? —preguntó Barbie. Y sí, su mano reposaba, sin duda alguna, en el costado de su pecho.
—Lo que sucedió al principio fue que una chica asustada se acurrucó en el quiosco y se preguntó cómo iba a regresar a su casa sin que medio pueblo viera su ridícula ropa interior de bebé. Me sentía como la niña más pequeña y tonta de toda la historia. Al final decidí esperar hasta que oscureciera. Mis padres se preocuparían, quizá incluso llamasen a la policía, pero me daba igual. Estaba decidida a esperar hasta que oscureciera y luego volver a casa a hurtadillas, por calles poco transitadas. Me escondería detrás de los árboles si se acercaba alguien.
»Debí de quedarme dormida un rato, porque de repente apareció Kayla Bevins a mi lado. Había estado con las otras, dándome bofetadas, tirándome del pelo y escupiéndome. No habló tanto como las demás, pero participó en todo. Ayudó a agarrarme mientras Lila y Corrie me quitaban los pantalones, y cuando vieron que una de las perneras colgaba del borde del tejado, Kayla se subió a la barandilla y la echó hacia arriba, para que no pudiera alcanzarla.
»Le supliqué que no me hiciera más daño. Había renunciado a cosas como el orgullo y la dignidad. Le supliqué que no me bajara las bragas. Le imploré que me ayudara. Ella se quedó quieta y me escuchó, como si fuera insignificante. Y lo era. Fue entonces cuando me di cuenta. Supongo que con el paso de los años lo había olvidado, pero he vuelto a conectar con esa desagradable verdad como consecuencia de la experiencia de la Cúpula.
»Al final me tiré al suelo y me quedé ahí gimoteando. Me miró un rato más y luego se quitó el suéter que llevaba. Era un jersey viejo y muy ancho de color marrón que casi le llegaba hasta las rodillas. Kayla era una chica grande, de modo que era un suéter grande. Me lo tiró encima y me dijo: “Póntelo para irte a casa, parecerá que llevas un vestido”.
»Fue todo lo que dijo. Y aunque fui a la escuela con ella durante ocho años más, hasta que me gradué en el Mills High no volvimos a hablar. Sin embargo, a veces en sueños aún oigo cómo me dice: “Póntelo para irte a casa, parecerá que llevas un vestido”. Y le veo el rostro. No hay odio ni ira, pero tampoco compasión. No lo hizo ni por compasión, ni para que me callara. No sé por qué lo hizo. Ni siquiera sé por qué regresó. ¿Tú lo sabes?
—No —respondió él, y la besó en la boca. Fue un beso breve, pero cálido, húmedo y fantástico.
—¿Por qué lo has hecho?
—Porque me ha parecido que lo necesitabas, y sé que yo también. ¿Qué sucedió luego, Julia?
—Que me puse el suéter y me fui a casa, ¿qué iba a suceder? Y mis padres estaban esperándome.
Alzó la barbilla con un gesto de orgullo.
—Nunca les conté lo sucedido y nunca lo averiguaron. Durante una semana, más o menos, de camino a la escuela vi los pantalones tirados sobre el tejado cónico del quiosco. Y cada vez que los veía sentía la vergüenza y el dolor; como una puñalada en mi corazón. Entonces un día desaparecieron, lo cual no logró que también desapareciera el dolor, pero con el tiempo mejoró. Se convirtió en un dolor poco intenso en lugar de punzante.
»Nunca delaté a esas chicas, a pesar de que mi padre se puso furioso y me castigó hasta junio; podía ir a la escuela pero nada más. Incluso me prohibió asistir al viaje de toda la clase al Museo de Arte de Portland, algo que llevaba esperando todo el año. Me dijo que me permitiría ir de viaje y me levantaría el castigo si le daba el nombre de las chicas que me habían “maltratado”. Esa fue la palabra que utilizó. Sin embargo, no lo hice, y no fue únicamente porque guardar silencio sea la versión infantil del credo de los apóstoles.
—Lo hiciste porque, en el fondo, creías que merecías lo que te ocurrió.
—«Merecer» no es la palabra adecuada. Creía que me lo había buscado y que había pagado por ello, que no es lo mismo. A partir de entonces mi vida cambió. Seguí sacando buenas notas, pero ya no levantaba tanto la mano. No dejé de sacar buenas notas, pero ya no presumía de ello. Podría haber sido la alumna encargada de pronunciar el discurso de la ceremonia de graduación, pero me mantuve en un discreto segundo plano durante el segundo semestre del último año. Lo suficiente para asegurarme de que ganara Carlene Plummer. No lo quería. Ni el discurso ni la atención que conllevaba. Hice algunos amigos, los mejores de la zona de fumadores que había detrás del instituto.
»El mayor cambio fue ir a la Universidad de Main en lugar de a Princeton… donde, en realidad, me aceptaron. Mi padre se puso hecho una furia, gritó que su hija no iría a una universidad de pueblerino, pero me mantuve firme.
Julia sonrió.
—Bastante firme. Pero el compromiso es el ingrediente secreto del amor, y yo quería mucho a mi padre. Y a mi madre. Mi plan era ir a la Universidad de Maine, en Orono, pero durante el verano, después de acabar el instituto, envié una solicitud en el último momento a Bates, es lo que se llama una solicitud en circunstancias especiales, y me aceptaron. Mi padre me obligó a pagar con mi propio dinero el recargo de la matrícula por haber presentado la solicitud tan tarde, pero lo hice encantada ya que al final se vislumbraba un atisbo de paz en la familia tras dieciséis meses al borde de la guerra entre el país de los Padres Controladores y el principado, más pequeño pero bien fortificado, de la Adolescente Obstinada. Me licencié en Periodismo y eso acabó de cicatrizar la herida que se había abierto el día en que me dieron la paliza en el quiosco de la música. Sin embargo, mis padres nunca supieron por qué. No estoy aquí, en Chester’s Mill, por ese día (estaba predestinada a acabar en el Democrat), pero soy quien soy, en gran parte, debido a lo ocurrido entonces.
Las lágrimas asomaban a los ojos de Julia; le lanzó una mirada desafiante.
—Pero no soy una hormiga. No soy una hormiga.
Barbara la besó de nuevo. Ella lo abrazó con fuerza y le devolvió el beso. Y cuando la mano de él le levantó la blusa que llevaba metida por dentro de los pantalones, y se deslizó por el estómago hasta alcanzar el pecho, ella le dio un beso con lengua. Cuando se separaron, Julia respiraba agitadamente.
—¿Quieres? —preguntó él.
—Sí. ¿Y tú?
Dale le cogió la mano y se la puso en sus vaqueros, donde era tan evidente lo mucho que él quería.
Al cabo de un minuto, él estaba sobre ella, apoyado en los codos. Ella lo guió con la mano.
—Tómatelo con calma, coronel Barbara. Se me ha olvidado un poco cómo funcionan estas cosas.
—Es como montar en bicicleta —dijo Barbie.
Resultó que tenía razón.
 15


Cuando acabaron, ella permaneció con la cabeza apoyada en el brazo de Barbara, mirando las estrellas rosadas, y le preguntó en qué pensaba.
Barbie suspiró.
—Los sueños. Las visiones. Sean lo que sean. ¿Llevas el móvil encima?
—Siempre. Y aún le quedaba bastante batería, pero no sé cuánto durará. ¿A quién quieres llamar? A Cox, supongo.
—Supones bien. ¿Tienes su número grabado?
—Sí.
Julia echó mano a sus pantalones tirados por el suelo y cogió el teléfono del cinturón. Llamó a COX y le entregó el teléfono a Barbie, que empezó a hablar casi de inmediato. Cox debió de responder al primer timbrazo.
—Hola, coronel. Soy Barbie. Estoy fuera. Voy a arriesgarme y te voy a decir nuestra ubicación. Estamos en Black Ridge. En el antiguo campo de los McCoy. ¿Aparece en vuestros…? Sí. Claro que sí. Y tienes imágenes por satélite del pueblo, ¿verdad?
Escuchó, luego le preguntó a Cox si las imágenes mostraban una herradura de luz que rodeaba la cresta y finalizaba en el límite del TR-90. Cox respondió con una negación, y entonces, juzgando por el modo en que Barbie lo escuchaba, le pidió más detalles.
—Ahora no —dijo Barbie—. En este momento necesito que me hagas un favor, Jim, y cuanto antes mejor. Necesitaría un par de Chinooks.
Le explicó lo que quería. Cox escuchó y luego contestó.
—No puedo entrar en muchos detalles en este momento —dijo Barbie—, y no creo que tuviera mucho más sentido si lo hiciera. Fíate de mí, lo que está ocurriendo aquí es una puta locura, y lo peor aún está por venir. Quizá no suceda hasta Halloween, si tenemos suerte. Pero no creo que vayamos a ser tan afortunados.
 16


Mientras Barbie hablaba con el coronel James Cox, Andy Sanders estaba sentado, apoyado en la pared lateral del edificio de suministros que había tras la WCIK, con la mirada fija en aquellas estrellas anómalas. Estaba feliz como una perdiz, sereno como el cielo, más colgado que un murciélago; se le hubieran podido aplicar varios símiles más. Sin embargo, tenía un poso de honda tristeza (extrañamente plácida, casi reconfortante), que lo agitaba como una fuerte corriente subterránea. En su aburrida práctica y prosaica vida nunca había tenido una premonición. Sin embargo ahora tenía una. Esa iba a ser su última noche en la tierra. Cuando llegaran los hombres amargados, Chef Bushey y él morirían. Era muy simple, y no era en absoluto malo.
—Estoy jugando la partida extra —dijo—. Desde que estuve a punto de tomarme esas pastillas.
—¿Qué es eso, Sanders? —El Chef llego por el camino que salía de la parte posterior de le emisora; iluminaba con una linterna el suelo que pisaba con sus pies descalzos. Los pantalones de pijama con estampado de ranas aún se aferraban precariamente a sus huesudas caderas, pero había algo nuevo: una gran cruz blanca. La llevaba atada al cuello con una tira de cuero. De su hombro colgaba un GUERRERO DE DIOS. De la culata pendía otra tira de cuero con dos granadas más. En la otra mano llevaba el mando de la puerta del garaje.
—Nada, Chef —respondió Andy—. Solo hablaba conmigo. Parece que últimamente soy el único que escucha.
—Eso es una chorrada, Sanders. Una total y absoluta chorrada. Dios escucha. Dios pincha las almas del mismo modo que el FBI pincha los teléfonos. Yo también escucho.
La belleza de aquello, y el consuelo, hicieron que la gratitud manara del corazón de Andy. Le ofreció la pipa.
—Dale una calada a esta mierda. Ya verás cómo te enciende la caldera.
El Chef soltó una carcajada ronca, dio una gran calada a la pipa de cristal, se tragó el humo y lo expulsó tosiendo.
—¡Bazoom! —exclamó—. ¡El poder de Dios! ¡El poder que nunca te abandona, Sanders!
—Tienes razón —admitió Andy. Era lo que siempre decía Dodee, y al pensar en ella se le rompió el corazón de nuevo. Se limpió las lágrimas con un gesto distraído—. ¿De dónde has sacado la cruz?
El Chef señaló la emisora de radio con la linterna.
—Coggins tiene un despacho y la cruz estaba en su escritorio. El primer cajón estaba cerrado, pero lo forcé. ¿Sabes qué más había? Las revistas más guarras que he visto jamás.
—¿De niños? —preguntó Andy. No le sorprendería. Cuando el diablo tenía un predicador, era más que probable que este cayera muy bajo. Lo bastante como para ponerse un sombrero de copa y meterse bajo una serpiente de cascabel.
—Pero, Sanders. —Bajó la voz—. Orientales.
El Chef cogió el AK-47 que Andy tenía sobre los muslos. Iluminó la culata, donde Andy había escrito con cuidado la palabra CLAUDETTE con uno de los rotuladores de la emisora de radio.
—Mi esposa —dijo Andy—. Fue la primera víctima de la Cúpula.
El Chef lo agarró del hombro.
—Eres un buen hombre porque lo recuerdas, Sanders. Me alegro de que Dios haya unido nuestros caminos.
—Yo también. —Andy cogió la pipa—. Yo también, Chef.
—Sabes qué es lo más probable que ocurra mañana, ¿verdad?
Andy agarró la culata de CLAUDETTE. Esa fue su respuesta.
—Supongo que llevarán chalecos antibalas, de modo que si tenemos que ir a la guerra, apunta a la cabeza. Nada de pegarles un tiro, debes acribillarlos. Y si parece que van a vencernos… ya sabes lo que debes hacer, ¿verdad?
—Verdad.
—¿Hasta el final, Sanders? —El Chef alzó el mando de la puerta del garaje frente a su cara y la iluminó con la linterna.
—Hasta el final —dijo Andy. Tocó el mando con el cañón de CLAUDETTE.
 17


Ollie Dinsmore se despertó de golpe de una pesadilla, consciente de que algo iba mal. Permaneció en la cama, mirando la luz pálida y en cierto sentido sucia de los primeros rayos de sol que se filtraban por la ventana, intentando convencerse de que solo era un sueño, una pesadilla horrible que no podía recordar del todo. Fuego y gritos era lo único que le venía a la cabeza.
Gritos no. Chillidos.

Su despertador barato marcaba la hora en la mesita de noche. Lo cogió. Las seis menos cuarto y no oía a su padre trastear en la cocina. Y lo que era más revelador, no olía a café. Su padre siempre estaba levantado y vestido a las cinco y cuarto de la mañana («Las vacas no esperan» era la frase favorita de Alden Dinsmore), y alrededor de las cinco y media el café ya estaba preparado.
Esa mañana no.
Ollie se despertó y se puso los tejanos del día anterior.
—¿Papá?
No hubo respuesta. Nada salvo el tictac del reloj y, a lo lejos, el mugido de una vaca insatisfecha. El terror se apoderó de él. Se dijo que no había motivo para ello, que su familia —todos juntos y felices hacía tan solo una semana— había sufrido ya todas las tragedias que Dios podía permitir, al menos durante una temporada. Se lo dijo pero no se lo creyó.
—¿Papá?
El generador trasero aún funcionaba y, cuando entró en la cocina, vio las pequeñas pantallas verdes del horno y el microondas, pero la cafetera estaba apagada, vacía. La sala de estar también estaba vacía. Su padre estaba viendo la televisión cuando Ollie regresó la noche anterior, y el aparato seguía encendido, aunque en silencio. Un tipo que tenía muy mala pinta hacía una demostración del nuevo y mejorado ShamWow. «Está gastando cuarenta pavos al mes en papel de cocina y tirando su dinero», dijo el tipo de la pinta rara del otro mundo, donde esas cosas tal vez importaban.
Ha salido a dar de comer a las vacas, eso es todo.

Pero, en tal caso, ¿no habría apagado la televisión para ahorrar electricidad? Tenían un depósito grande de propano, pero no iba a durar eternamente.
—¿Papá?
No hubo respuesta. Ollie se acercó a la ventana y miró en dirección al granero. No había nadie. Con un temor cada vez mayor, recorrió el pasillo en dirección al dormitorio de sus padres armándose de valor para llamar a la puerta; pero no fue necesario. La puerta estaba abierta. La gran cama de matrimonio estaba revuelta (parecía que su padre hacía la vista gorda con el desorden en cuanto salía del granero) pero vacía. Ollie empezó a darse la vuelta cuando vio algo que lo asustó. Desde que tenía uso de razón, recordaba que en la habitación había habido un retrato de boda. Sin embargo, no estaba, tan solo quedaba la marca brillante en el papel de la pared.
Eso no da miedo.

Pero sí que daba.
Ollie siguió avanzando por el pasillo. Había una puerta más, y esta, que había permanecido abierta durante el último año, se encontraba cerrada. Había algo amarillo pegado. Una nota. Antes de acercarse lo suficiente para leerla, Ollie reconoció la letra de su padre. Era normal; cuando Rory y él regresaban de la escuela a menudo encontraban notas escritas con esos garabatos, y siempre acababan igual.
«Barred el granero, luego salid a jugar. Arrancad las malas hierbas de los tomates, luego salid a jugar. Recoged la colada de vuestra madre y tened cuidado de no arrastrarla por el barro. Luego salid a jugar».
La hora de los juegos se ha acabado, pensó Ollie sombríamente.
Pero entonces se le ocurrió algo esperanzador: quizá estaba soñando. ¿Acaso no era posible? Tras la muerte de su hermano por la bala que rebotó y tras el suicidio de su madre, ¿por qué no podía soñar que se despertaba en una casa vacía?
La vaca mugió de nuevo, e incluso eso fue como un sonido que uno podría oír en sueños.
La habitación que había al otro lado de la puerta con la nota había sido la del abuelo Tom. El hombre, que padeció el lento sufrimiento de una insuficiencia cardíaca congestiva, se fue a vivir con ellos cuando ya no pudo valerse por sí mismo. Durante un tiempo el anciano fue capaz de desplazarse hasta la cocina para comer con la familia, pero al final quedó postrado en la cama, primero con una cosa de plástico metida por la nariz —se llamaba candela o algo por el estilo—, y luego con una mascarilla de plástico durante la mayor parte del tiempo. Una vez Rory dijo que parecía el astronauta más viejo del mundo, y mamá le dio un bofetón.
Al final se turnaban para cambiarle las botellas de oxígeno, y una noche mamá lo encontró muerto en el suelo, como si hubiera intentado levantarse y hubiera muerto a consecuencia del esfuerzo. Mamá gritó para llamar a Alden, que llegó, lo miró, le auscultó el pecho y apagó el oxígeno. Shelley Dinsmore rompió a llorar. Desde entonces, la habitación había permanecido cerrada.
«Lo siento» era lo que decía la nota de la puerta. «Ve al pueblo, Ollie. Los Morgan, los Denton o la reverenda Libby te acogerán».
Ollie miró la nota durante un buen rato, luego giró el pomo con una mano que le parecía que no era la suya, con la esperanza de que no encontraría un gran desastre.
No lo encontró. Su padre yacía en la cama del abuelo con las manos entrelazadas sobre el pecho. Se había peinado como hacía siempre que bajaba al pueblo. Sostenía el retrato de su boda. En la esquina aún había una de las viejas botellas de oxígeno del abuelo; Alden había colgado su gorra de los Red SOS, la que decía PEONES DE LAS SERIES MUNDIALES, sobre la válvula.
Ollie agarró a su padre del hombro. Olía a alcohol, y durante unos segundos la esperanza (siempre pertinaz, en ocasiones odiosa) vivió de nuevo en su corazón. Quizá solo estaba borracho.
—¿Papá? ¿Papi? ¡Despierta!
Ollie no notó el aliento en su mejilla, y se dio cuenta de que los ojos de su padre no estaban cerrados por completo; pequeñas medialunas blancas sobresalían entre los párpados. También olía a lo que su madre llamaba «eau de pipí».
Su padre se había peinado, pero, al igual que su difunta esposa, se había meado encima mientras agonizaba. Ollie se preguntó si el hecho de saberlo podría haber impedido que se suicidara.
Se alejó lentamente de la cama. Ahora que quería sentir que tenía una pesadilla, resultó que no era así. Lo que sentía era una pesadilla real de la que no podía despertarse. Se le hizo un nudo en el estómago y una columna de bilis trepó por su garganta. Fue corriendo al baño, donde encontró a un intruso de mirada brillante. Estaba a punto de gritar cuando de pronto se reconoció en el espejo que había sobre el lavamanos.
Se arrodilló frente al váter, se agarró a la que Rory y él llamaban la barandilla de tullidos del abuelo, y vomitó. Cuando acabó, tiró de la cadena (gracias al generador y a un buen pozo profundo, pudo hacerlo), bajó la tapa y se sentó en ella; temblaba de pies a cabeza. Junto a él, en el lavamanos, había dos botes de pastillas del abuelo Tom y una botella de Jack Daniels. Los tres recipientes estaban vacíos. Ollie cogió uno de los botes de pastillas. PERCOCET, decía la etiqueta. No se molestó en mirar el otro.
—Ahora estoy solo —dijo.
Los Morgan, los Denton o la reverenda Libby te protegerán.

Sin embargo, no quería que nadie lo recogiera, eso era lo que se hacía con los trastos de una habitación desordenada. En ocasiones odiaba la granja, pero en general siempre la había amado. La granja lo tenía a él. La granja, las vacas y el montón de leña. Eran suyos y él era suyo. Lo sabía del mismo modo que sabía que Rory habría hecho una carrera brillante y repleta de éxitos, primero en la universidad y luego en alguna ciudad lejos de allí, donde habría asistido al teatro, a galerías de arte y cosas por el estilo. Su hermano había sido lo bastante listo para labrarse un buen futuro en aquel mundo tan grande; Ollie quizá habría sido lo bastante inteligente para mantenerse al margen de los préstamos bancarios y las tarjetas de crédito, pero no mucho más.
Decidió salir para dar de comer a las vacas. Les daría ración doble si se la comían. Tal vez habría una o dos que querrían que las ordeñara. En tal caso, a lo mejor bebería directamente de la ubre, como hacía de pequeño.
Después de eso, caminaría por el campo hasta donde pudiera y tiraría piedras contra la Cúpula hasta que la gente empezara a llegar para ver a sus familiares. «Menuda cosa», habría dicho su padre. Pero Ollie no tenía ganas de ver a nadie, salvo, tal vez, al soldado Ames de Carolina del Sur. Sabía que a lo mejor la tía Louis y el tío Scooter iban a verlo (vivían en New Gloucester), pero ¿qué les diría si aparecieran? ¿«Eh, tío, están todos muertos menos yo, gracias por venir»?
No, se dio cuenta de que, cuando empezara a llegar la gente del exterior, tendría que ir hasta donde estaba enterrada su madre y cavar un nuevo hoyo al lado. Así se mantendría ocupado y, quizá cuando llegase la hora de ir a la cama, podría conciliar el sueño.
La mascarilla de oxígeno del abuelo Tom colgaba del gancho de la puerta del baño. Su madre le había lavado con sumo cuidado y la había dejado ahí; nadie sabía por qué. Al mirarla, la verdad acabó desplomándose sobre él y fue como un piano que cae sobre un suelo de mármol. Sentado en el váter, Ollie se llevó las manos a la cara y empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás, llorando.
 18


Linda Everett llenó dos bolsas de tela con latas de comida; al principio pensó en ponerlas junto a la puerta de la cocina, pero luego decidió dejarlas en la despensa hasta que Thurse, los niños y ella estuvieran listos para irse. Cuando vio que Thibodeau se dirigía hacia la casa, se alegró de haber tomado esa decisión. Aquel muchacho le daba pánico, pero Linda habría tenido mucho más que temer si Carter hubiera visto las dos bolsas llenas de sopa, alubias y atún.
«¿Va a alguna parte, señora Everett? Hablemos de ello».
El problema era que de todos los policías nuevos a los que Randolph había contratado, Thibodeau era el único inteligente.
¿Por qué Rennie no ha enviado a Searles?

Porque Melvin Searles era tonto. Elemental, querido Watson.
Miró hacia el jardín trasero por la ventana de la cocina y vio que Thurston estaba empujando a Jannie y a Alice en los columpios. Audrey estaba echada cerca de las niñas, con el morro apoyado en una pata. Judy y Aidan jugaban en la arena. Su hija rodeaba con el brazo al pequeño de los Appleton, como si lo estuviera consolando. A Linda le emocionó la escena. Esperaba poder librarse del señor Carter Thibodeau antes de que Thurse y los niños se dieran cuenta de que había estado ahí. No había actuado desde que interpretó a Stella en Un tranvía llamado Deseo en la universidad, pero esa mañana iba a subir al escenario de nuevo. La única buena crítica que ansiaba era su libertad y la de los que se encontraban en el jardín.
Cruzó la sala de estar y antes de abrir la puerta intentó que su cara reflejara una mirada apropiada de preocupación. Carter se encontraba sobre el felpudo de BIENVENIDOS con el puño en alto, dispuesto a llamar. Tuvo que alzar la vista para mirarlo a la cara; ella medía un metro setenta y cinco, pero Thibodeau le sacaba quince centímetros.
—Vaya, a quién tenemos aquí —dijo él con una sonrisa—. Rebosante de energía y entusiasmo, y aún no son ni las siete y media de la mañana.
Sin embargo, no tenía muchas ganas de sonreír; la mañana no había sido muy productiva. La predicadora se había esfumado, la zorra del periódico se había esfumado, sus reporteros falderos habían desaparecido, al igual que Rose Twitchell. El restaurante estaba abierto y Wheeler atendía el negocio, pero dijo que no tenía ni idea de dónde podía estar Rose. Carter lo creyó. Anse Wheeler parecía un perro que había olvidado dónde había enterrado su hueso favorito. A juzgar por el asqueroso olor que llegaba de la cocina, tampoco tenía ni idea de cocinar. Carter fue a echar un vistazo a la parte de atrás, para comprobar si estaba la camioneta del Sweetbriar. Pero había desaparecido, lo cual no le sorprendió.
Después del restaurante fue hasta los almacenes. Llamó a la puerta de delante, y luego a la de atrás, donde un empleado poco cuidadoso había dejado un montón de material de aislamiento de tejados para que cualquiera con las manos largas lo robara. Sin embargo, ¿quién se iba a tomar la molestia de robar material de aislamiento en un pueblo en el que ya no llovía?
Carter creía que la casa de Everett también estaría vacía, pero fue hasta allí para poder decir que había obedecido las órdenes del jefe a pie juntillas. Sin embargo, oyó a los niños en el jardín trasero mientras se dirigía hacia la puerta. Además, la camioneta de Linda también estaba en su sitio. Era la suya, sin duda; tenía una de esas luces de quita y pon en el salpicadero. El jefe le había dicho que los sometiera a un interrogatorio moderado, pero puesto que Linda Everett era la única a la que había encontrado, a Carter le pareció que podía llegar al extremo más duro dentro de los límites de la moderación. Le gustara o no, y no iba a gustarle, Everett tendría que responder, además de por sí misma, por todos aquellos a los que no había podido encontrar. Sin embargo, antes de que Thibodeau pudiera abrir la boca, Linda lo avasalló. No solo con palabras, sino que lo agarró de la mano y tiró de él y lo hizo entrar en casa.
—¿Lo has encontrado? Por favor, Carter, ¿está bien Rusty? Si no está bien… —Le soltó la mano—. Si no está bien, no alces la voz, los niños están ahí detrás y no quiero que se lleven más disgustos.
Carter pasó junto a ella, entró en la cocina y miró por la ventana que había sobre el fregadero.
—¿Qué hace el doctor hippy aquí?
—Ha traído a los niños que están a su cuidado. Caro los llevó a la asamblea de anoche y… ya sabes lo que ocurrió.
Ese recibimiento abrumador era lo último que Carter esperaba. Quizá Linda no sabía nada. El hecho de que hubiera asistido a la asamblea la noche anterior y de que aún estuviera en casa esa mañana parecía confirmar esa posibilidad. O tal vez solo intentaba despistarlo y era un… ¿cómo se llamaba…? Ataque preventivo. Era posible; era una mujer inteligente. Bastaba con mirarla. También era bastante guapa para una madurita.
—¿Lo has encontrado? ¿Acaso Barbara…? —Le resultó fácil hablar con voz entrecortada—. ¿Acaso Barbara lo ha herido? ¿Lo ha herido y lo ha dejado tirado en algún lado? Puedes contarme la verdad.
Se volvió hacia ella y esbozó una sonrisa en la luz tenue que entraba por la ventana.
—Tú primera.
—¿Qué?
—He dicho que tú primera. Cuéntame la verdad.
—Lo único que sé es que ha desaparecido. —Dejó caer los hombros—. Y tú no sabes dónde está. Ya veo que no lo sabes. ¿Y si Barbara lo mata? ¿Y si ya lo ha mat…?
Carter la agarró, le dio la vuelta como habría hecho con una pareja de baile country, y le retorció y levantó el brazo por detrás de la espalda hasta que le crujió el hombro. Lo hizo tan rápido y con tanta decisión que Linda no se dio cuenta de sus intenciones hasta que ya era tarde.
¡Lo sabe! ¡Lo sabe y va a hacerme daño! Va a hacerme daño hasta que le diga…

Notó el cálido aliento de Carter en el oído. Sintió el cosquilleo de su barba de tres días en la mejilla, y se estremeció de pies a cabeza.
—No intentes timar a un timador, mami. —Fue un poco más que un susurro—. Wettington y tú siempre habéis estado muy unidas, cadera con cadera y teta con teta. ¿Me estás diciendo que no sabías que iba a liberar a tu marido? ¿Es eso lo que me estás diciendo?
Le levantó aún más el brazo y Linda tuvo que morderse el labio para reprimir un grito. Los niños estaban ahí al lado; Jannie le estaba pidiendo a Thurse que la empujara más fuerte. Si oían un grito procedente de la casa…
—Si me lo hubiera dicho, habría avisado a Randolph —dijo entre jadeos—. ¿Crees que me arriesgaría a que Rusty resultara herido cuando él no ha hecho nada?
—Vaya que si ha hecho… Amenazó al jefe con no darle sus medicamentos si no dimitía. Fue un puto chantaje. Lo oí. —Le retorció un poco más el brazo y Linda soltó un gemido—. ¿Tienes algo que decir sobre eso? ¿Mami?
—Quizá lo hizo. No lo he visto ni he hablado con él, ¿así que cómo iba a saberlo? Pero aun así, es lo más parecido a un médico que hay en el pueblo. Rennie nunca lo habría ejecutado. A Barbie, quizá, pero no a Rusty. Lo sabía, y tú también debes saberlo. Ahora suéltame.
Por un instante estuvo a punto de hacerlo. Todo encajaba. Entonces se le ocurrió una idea mejor y la empujó hacia el fregadero.
—Inclínate, mami.
—¡No!
Le retorció el brazo de nuevo. Linda creyó que le iba a desencajar el húmero.
—Inclínate. Como si fueras a lavarte tu bonita melena rubia.
—¿Linda? —la llamó Thurston—. ¿Va todo bien?
Por favor, Dios, que no pregunte por la comida. Por favor, Dios.

Entonces le vino otro pensamiento a la cabeza: ¿dónde estaban las maletas de los niños? Las niñas habían preparado una pequeña maleta de viaje cada una. ¿Y si las habían dejado en la sala de estar?
—Dile que estás bien —le ordenó Carter—. No querrías meter al hippy en todo esto. Ni a los niños. ¿Verdad?
Dios, no. Pero ¿dónde estaban sus maletas?
—¡Bien! —respondió ella.
—¿Ya has acabado? —preguntó él.
¡Oh, Thurse, cállate!

—¡Necesito cinco minutos!
Thurston se quedó donde estaba, como si fuera a decir algo más, pero entonces volvió a empujar a las niñas.
—Buen trabajo. —Carter se restregó contra ella; se había empalmado. Linda notaba el roce contra su trasero enfundado en los vaqueros. Parecía tan grande como una llave inglesa. Entonces Carter se apartó—. ¿Ya casi has acabado con qué?
Linda estuvo a punto de decir «De preparar el desayuno», pero los platos sucios estaban en el fregadero. Por un instante se quedó en blanco y deseó que Carter volviera a restregarle la polla, porque cuando los hombres estaban cachondos, el cerebro pasaba a modo carta de ajuste y toda la sangre fluía hacia la entrepierna.
Pero volvió a retorcerle el brazo.
—Responde, mami. Haz feliz a papi.
—¡Galletas! —dijo con la respiración entrecortada—. Le dije que haría galletas. ¡Me lo pidieron los niños!
—Galletas sin electricidad —murmuró él—. El mejor truco de la semana.
—¡Son de las que no se tienen que hacer al horno! ¡Mira en la despensa, hijo de puta! —Si miraba, encontraría la mezcla para galletas de avena que no hacía falta hornear. Pero si bajaba la vista, también vería las conservas en las bolsas que había preparado. Y era algo muy probable, ya que había muchas estanterías medio vacías o vacías del todo.
—No sabes dónde está tu marido. —Se le volvió a poner dura, pero Linda apenas notó la erección a causa del dolor punzante del hombro—. ¿Estás segura?
—Sí. Creía que tú lo sabías. Creía que habías venido a decirme que estaba herido o mu…
—Creo que intentas colarme una mentira. —Le retorció aún más el brazo; el dolor era insoportable y las ganas de gritar, irreprimibles. Sin embargo, logró contenerse—. Creo que sabes mucho, mami. Y como no me lo cuentes todo, te dislocaré el brazo. Es tu última oportunidad. ¿Dónde está?
Linda se resignó a que le rompiera el brazo o el hombro. Quizá ambos. La cuestión era si lograría contener los gritos, algo que haría que las niñas y Thurston entraran corriendo en casa. Con la cabeza gacha y el pelo colgando sobre el fregadero, dijo:
—En mi culo. ¿Por qué no me lo besas, hijo de puta? Quizá así asomará la cabeza y te saludará.
En lugar de romperle el brazo, Carter rió. Era una buena respuesta. Y la creyó. Linda nunca se atrevería a hablarle así a menos que dijera la verdad. Tan solo lamentó que la mujer de Rusty llevara puestos unos Levi’s. Si hubiera llevado falda, seguramente no habría podido follársela, pero habría estado mucho más cerca de su objetivo. Aun así, una corrida no era la peor forma de empezar el día de Visita, aunque tuviera que restregarse contra unos vaqueros, en lugar de unas bragas suaves y bonitas.
—Quédate quieta y cierra la boca —le dijo—. Si obedeces, tal vez salgas de esta sana y salva.
Linda oyó el tintineo de la hebilla del cinturón y el sonido de la cremallera. Entonces el miembro que se había frotado contra ella volvió a hacer lo mismo, salvo que en esta ocasión había menos ropa entre ellos. Una pequeña parte de Linda se alegraba de haberse puesto unos tejanos nuevos; esperaba que la polla le quedara en carne viva después de restregársela.
Siempre que las niñas no entren y me vean así.

De pronto Carter se apretó con más fuerza. Con la mano libre le sobó las tetas.
—Eh, mami —murmuró—. Eh, eh, oh, oh… —Linda sintió el espasmo, aunque no el flujo que lo siguió como el día sigue a la noche; los vaqueros eran gruesos, gracias a Dios. Al cabo de un instante la presión sobre su brazo se aflojó. Linda podría haber llorado de alivio, pero no lo hizo. No esperaba hacerlo. Se volvió. Carter se estaba abrochando el cinturón de nuevo.
—Será mejor que vayas a cambiarte los tejanos antes de que te pongas a hacer las galletas. Al menos, yo que tú lo haría. —Se encogió de hombros—. Pero quién sabe, quizá a ti te gusta. Sobre gustos no hay nada escrito.
—¿Así es como vais a hacer respetar la ley ahora? ¿Son estos los métodos que le gustan a tu jefe?
—Es un hombre de miras muy amplias. —Carter se volvió hacia la despensa, y a Linda se le paró el corazón. Entonces Thibodeau miró el reloj y se subió la cremallera—. Llama al señor Rennie o a mí si tu marido se pone en contacto contigo. Es lo mejor, créeme. Como no lo hagas y me entere, la próxima descarga irá por la retaguardia. Y me dará igual que las niñas estén mirando. No me importa tener público…
—Sal de aquí antes de que entren.
—Di por favor, mami.
Su garganta no parecía dispuesta a colaborar, pero sabía que Thurston no tardaría en ir a ver cómo estaba, de modo que lo dijo:
—Por favor.
Carter se dirigió a la puerta, echó un vistazo a la sala de estar y se detuvo. Había visto las maletas pequeñas. Linda estaba segura.
Pero el muchacho tenía otra cosa en mete.
—Y devuelve la luz del coche de policía que he visto en tu camioneta. Por si lo has olvidado, te han despedido.
 19


Linda estaba en el piso de arriba cuando Thurston y los niños entraron en casa tres minutos más tarde. Lo primero que hizo fue mirar en la habitación de las niñas. Las bolsas de viaje estaban en sus camas. El osito de Judy asomaba por una de ellas.
—¡Eh, niños! —los llamó con alegría. Toujours gaie, así era ella—. ¡Mirad algunos libros con fotos y enseguida bajo!
Thurston se acercó al pie de las escaleras.
—Deberíamos ponernos…
Le vio la cara y se calló. Linda le hizo señas.
—¿Mamá? —la llamó Janelle—. ¿Podemos tomarnos la última Pepsi si la compartimos?
En circunstancias normales no les habría permitido tomarse un refresco tan pronto, pero dijo:
—¡De acuerdo, pero que no se os caiga ni una gota!
Thurse subió medio tramo de escaleras.
—¿Qué ha pasado?
—Baja la voz. Ha venido la policía. Carter Thibodeau.
—¿Ese tan alto y de las espaldas anchas?
—Ese mismo. Ha venido a interrogarme…
Thurse se quedó pálido y Linda se dio cuenta de que el hombre estaba repitiendo mentalmente lo que le había dicho cuando creía que estaba sola.
—Creo que no se ha dado cuenta —lo tranquilizó ella—, pero tienes que asegurarte de que se ha ido de verdad. Iba a pie. Echa un vistazo en la calle y por encima de la valla para comprobar que no esté en el jardín de los Edmund. Tengo que cambiarme los pantalones.
—¿Qué te ha hecho?
—¡Nada! —susurró ella—. Tú comprueba que se ha ido, y si es así, nos largamos ahora mismo.
 20


Piper Libby soltó la caja y se sentó, tenía la mirada fija en el pueblo y los ojos anegados en lágrimas. Pensaba en todas aquellas plegarias a la Inexistencia a altas horas de la noche. Ahora sabía que todo había sido una broma estúpida y pretenciosa, y ahora resultaba que la víctima de la broma era ella. Había una Existencia, un alguien. Pero no era Dios.
—¿Los has visto?
Dio un respingo. Norrie Calvert estaba ahí. Parecía más delgada. Y también mayor, y Piper vio que iba a ser muy guapa. Seguramente para sus dos amigos ya lo era.
—Sí, cariño, los he visto.
—¿Barbie y Rusty están bien? ¿La gente que solo son niños?
Piper pensó: Quizá hay que ser niño para reconocer a otro niño.
—No estoy completamente segura, cariño. Inténtalo tú.
Norrie la miró.
—¿Sí?
Y Piper, que no sabía si hacía lo correcto o no, asintió.
—Sí.
—Si me… no lo sé… si hago algo raro, ¿me apartarás?
—Sí. Y no tienes que hacerlo si no quieres. No es un reto.
Sin embargo para Norrie lo era. Y sentía muchísima curiosidad. Se arrodilló en la hierba y agarró la caja firmemente con ambas manos. Se quedó electrizada al instante. Echó la cabeza hacia atrás con tanta fuera que Piper oyó el crujido de las vértebras del cuello como si fueran nudillos. Intentó tocarla, pero apartó la mano en cuanto Norrie se relajó. Apoyó la barbilla en el esternón y abrió los ojos, cerrados con fuerza hasta entonces. Tenía la mirada ausente y perdida.
—¿Por qué lo hacéis? —preguntó—. ¿Por qué?
A Piper se le puso la carne de gallina.
—¡Decídmelo! —Derramó una lágrima, que cayó sobre la caja, donde chisporroteó y desapareció—. ¡Decídmelo!
Siguió un silencio. Pareció muy largo. Luego soltó la caja y se dejó caer hasta apoyar las nalgas en los talones.
—Niños.
—¿Segura?
—Segura. No sé cuántos había. Todo cambiaba. Llevan sombreros de cuero. Y dicen palabrotas. Llevaban una especie de gafas protectoras y miraban su propia caja. Pero la suya es como un televisor. Lo ven todo, todo el pueblo.
—¿Cómo lo sabes?
Norrie negó con la cabeza en un gesto de impotencia.
—No lo sé, pero estoy convencida de que es así. Son niños malos que dicen cosas malas. No quiero volver a tocar esa caja nunca más. Me siento sucia. —Rompió a llorar.
Piper le cogió la mano.
—Cuando les has preguntado por qué, ¿qué han dicho?
—Nada.
—¿Crees que te han oído?
—Sí, pero les daba igual.
A sus espaldas oyeron un zumbido que se hacía cada vez más fuerte. Se acercaban dos helicópteros de transporte por el norte; casi rozaban las copas de los árboles del TR-90.
—¡Más les vale que tengan cuidado con la Cúpula o chocarán como el avión! —gritó Norrie.
Los helicópteros no chocaron. Llegaron hasta el límite del espacio aéreo seguro, a unos tres kilómetros de distancia, y empezaron a descender.
 21


Cox le había hablado a Barbie de una antigua carretera de abastecimiento que iba del campo de los McCoy hasta el límite del TR-90, y le había dicho que aún parecía transitable. Barbie, Rusty, Rommie, Julia y Pete Freeman circulaban por ella a las siete y media de la mañana del viernes. Barbie confiaba en Cox, pero no necesariamente en las imágenes de un camino para camiones tomadas desde trescientos kilómetros de altura, por lo que cogieron la camioneta que Ernie Calvert había robado del concesionario de Rennie. Barbie estaba dispuesto a abandonarla si se quedaban encallados. Pete se había quedado sin cámara; su Nikon digital había dejado de funcionar cuando se acercó a la caja.
—A los extraterrestres no les gustan los paparazzi, hermano —dijo Barbie. Le pareció una forma divertida de expresarlo, pero Pete no tenía sentido del humor cuando se trataba de su cámara.
La antigua camioneta de la compañía telefónica llegó a la Cúpula, y los cinco ocupantes observaron cómo los dos enormes CH-47 se dirigían hacia un campo de heno situado al lado del TR-90. La carretera se extendía más allá, y los rotores de los Chinook levantaron una gran nube de polvo. Barbie y los demás se taparon los ojos, pero fue una reacción instintiva e innecesaria; el polvo llegaba hasta la Cúpula y se amontonaba al otro lado.
Los helicópteros se posaron en el suelo con el lento decoro del que harían gala unas damas con problemas de sobrepeso al ocupar sus butacas en el teatro, un pelín demasiado pequeñas para sus posaderas. Barbie oyó el chirrido metálico del roce de uno de los aparatos contra una roca, y el helicóptero de la izquierda se desplazó treinta metros hacia un lado antes de intentarlo de nuevo.
Un hombre saltó del primer helicóptero y atravesó la nube de arenilla intentando abrirse paso con grandes aspavientos. Barbie habría reconocido en cualquier parte a ese retaco que nunca se andaba con rodeos. Cox aminoró el paso cuando se acercó, y extendió una mano como un ciego que avanza a tientas en busca de obstáculos. Entonces limpió el polvo de su lado.
—Me alegra verlo al aire libre, coronel Barbara.
—Sí, señor.
Cox miró a los demás.
—Hola, señorita Shumway. Hola a los demás amigos de Barbara. Quiero oírlo todo, pero tendrán que darse prisa, hemos montado un pequeño circo al otro lado del pueblo, y quiero llegar antes de que empiece la función.
Cox señaló con un pulgar por encima de su hombro, donde los demás hombres habían empezado a descargar de los helicópteros docenas de ventiladores Air Max con generadores incorporados. Barbie comprobó con alivio que eran de los grandes, de los que usaban para secar las pistas de tenis y las zonas de boxes de los circuitos de carreras tras fuertes lluvias. Cada uno estaba sujeto a una plataforma de dos ruedas. Los generadores debían de tener unos veinte caballos como máximo. Esperaba que fuera suficiente.
—En primer lugar, quiero que me digas que esos aparatos no van a ser necesarios.
—No estoy seguro —dijo Barbie—, pero me temo que podríamos necesitarlos. Tal vez deberíais poner unos cuantos en el lado de la 119, donde se va a reunir la gente del pueblo con sus familiares.
—Tendrá que ser esta noche —dijo Cox—. Es lo único que puedo prometer.
—Llevaos algunos de estos —replicó Rusty—. Si los necesitamos todos, significará que estaremos con la mierda al cuello.
—No puede ser. Lo haríamos si pudiéramos atravesar el espacio aéreo de Chester’s Mill, pero en tal caso no existiría el problema que nos ha reunido aquí, ¿verdad? Y poner una hilera de ventiladores industriales alimentados por generadores en el lugar donde van a estar las visitas va en contra de nuestros propios intereses. Nadie podría oír nada. Estos aparatejos son bastante ruidosos. —Miró el reloj—. ¿Hasta dónde puedes contarme en quince minutos?




HALLOWEEN SE ADELANTA


 
 
 1


A las ocho menos cuarto, el Honda Odyssey Green casi nuevo de Linda Everett se acercó al muelle de carga de la parte de atrás de Almacenes Burpee. Thurse iba en el asiento del acompañante. Los niños (demasiado callados para ser unos niños que se habían embarcado en una aventura) ocupaban el asiento de atrás. Aidan se había abrazado a la cabeza a Audrey, que a buen seguro sentía el nerviosismo del pequeño y lo soportaba con paciencia.
A pesar de las tres aspirinas, Linda todavía notaba un dolor punzante en el hombro y no conseguía quitarse de la cabeza la cara de Carter Thibodeau. Ni su olor: una mezcla de sudor y colonia. Tenía miedo de que apareciera detrás de ella en cualquier momento con uno de los coches patrulla y les cortara la retirada. «La próxima descarga irá por la retaguardia. Y me dará igual que las niñas estén mirando».
Y ese tipo era capaz. Lo haría. Aunque no podía largarse del pueblo, Linda estaba impaciente por alejarse todo lo posible del nuevo Yo Viernes de Rennie.
—Coge un rollo entero y las cizallas —le dijo a Thurse—. Están debajo de esa caja de leche. Eso me ha dicho Rusty.
Thurston abrió la puerta, pero se detuvo.
—No puedo hacerlo. ¿Y si alguien más lo necesita?
Linda no pensaba discutir; seguramente acabaría gritándole y asustando a los niños.
—Lo que tú quieras, pero date prisa. Esto es como una emboscada.
—Iré todo lo deprisa que pueda.
Aun así, pareció tardar una eternidad en recortar algunos trozos de lámina de plomo, y Linda tuvo que contenerse para no asomarse por la ventanilla y preguntarle si era una vieja remilgada ya de nacimiento o si se había convertido en una con los años.
Estate calladita. Anoche perdió a alguien a quien amaba.
Sí, y, si no se daban prisa, ella podía perderlo todo. En Main Street ya había gente que salía hacia la 119 y la granja lechera de Dinsmore, dispuestos a conseguir los mejores sitios. Linda daba un respingo cada vez que un altavoz de la policía vociferaba: «¡NO SE PERMITEN COCHES EN LA CARRETERA! A MENOS QUE SE ENCUENTREN FÍSICAMENTE IMPEDIDOS, DEBEN IR A PIE».
Thibodeau era listo, se había olido algo. ¿Y si regresaba y veía que su furgoneta ya no estaba? ¿Saldría a buscarla? Mientras tanto, Thurse no hacía más que cortar trozos de lámina de plomo para aislar tejados. Se volvió, y ella creyó que ya había terminado, pero solo estaba midiendo visualmente el parabrisas. Se puso a cortar otra vez. Arrancó otro trozo de un tirón. Tal vez sí que estaba intentando volverla loca. Una idea tonta, pero desde que se le había metido en la cabeza no había forma de hacerla desaparecer.
Todavía sentía a Thibodeau restregándose contra sus nalgas. El cosquilleo de su rastrojo de barba. Los dedos estrujándole los pechos. Se había dicho a sí misma que no miraría lo que le había dejado en la parte de atrás de los vaqueros cuando se los quitara, pero no pudo evitarlo. Lo que le vino a la mente fue «lefa», y había librado una breve y dura batalla por mantener el desayuno en el estómago. Lo cual a él, de haberlo sabido, le habría encantado.
El sudor afloró a su frente.
—¿Mamá? —Judy, justo en su oído.
Linda gritó al sobresaltarse.
—Lo siento, no quería asustarte. ¿Puedo comer algo?
—Ahora no.
—¿Por qué no deja de hablar ese hombre por el altavoz?
—Cielo, ahora mismo no puedo estar por ti.
—¿Estás agobiada?
—Sí. Un poco. Siéntate bien.
—¿Vamos a ver a papá?
—Sí. —A no ser que nos atrapen y me violen delante de vosotros—. Siéntate bien.
Thurse por fin volvía. Gracias a Dios por los pequeños favores.
Parecía que llevaba suficientes recortes de plomo cuadrados y rectangulares como para blindar un tanque.
—¿Lo ves? No ha sido tan terri… Ay, mierda.
Los niños estallaron en risitas; para Linda fueron gruesas limas que le rasparon el cerebro.
—Una moneda al bote de las palabrotas, señor Marshall —dijo Janelle.
Thurse miró hacia abajo divertido. Se había guardado las cizallas en el cinturón.
—Volveré a dejarlas bajo la caja de leche…
Linda se las arrebató antes de que pudiera terminar la frase, dominó el impulso momentáneo de hundírselas hasta el mango en su delgado torso (Un dominio admirable, pensó) y bajó para guardarlas ella misma.
Mientras lo hacía, un vehículo se colocó detrás de la furgoneta y les bloqueó el acceso a West Street, la única salida del callejón.
 2


El Hummer de Jim Rennie estaba aparcado pero en marcha en lo alto de la cuesta del Ayuntamiento, justo por debajo de la intersección en Y donde se bifurcaban Highland Avenue y Main Street. Desde abajo llegaban amplificadas exhortaciones para que todo el mundo dejara los coches y fuese a pie, a menos que se encontrasen impedidos. Las aceras eran un río de gente, muchos de ellos con una mochila a la espalda. Big Jim los contemplaba con esa especie de sufrido desdén que sienten los cuidadores que hacen su trabajo no por amor sino por deber.
El que iba a contracorriente era Carter Thibodeau. Avanzaba a grandes pasos por el centro de la calle, apartando de vez en cuando a alguien de en medio. Cuando llegó al Hummer, subió al asiento del pasajero y se secó el sudor de la frente con el brazo.
—Vaya, qué bien sienta el aire acondicionado. No son ni las ocho de la mañana y ahí fuera debemos de estar ya a veinticuatro grados. Además, el aire huele como un jodido cenicero. Perdón por la palabrota, jefe.
—¿Qué tal suerte has tenido?
—Más bien mala. He hablado con la agente Everett. Ex agente Everett. Los demás se han esfumado.
—¿Sabe algo?
—No. No ha tenido noticias del médico. Y Wettington la ha tratado como a un champiñón: la ha tenido a oscuras y la ha alimentado con mierda.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—¿Sus hijas estaban con ella?
—Pues sí. Y también el hippy. El que le arregló a usted el corazón. Además de los dos niños que Junior y Frankie encontraron en el Pond. —Carter lo pensó un poco—. Ahora que la amiguita de él está muerta y el marido de ella desaparecido, ese tipo y Everett seguramente acabarán chingando como conejos antes de que termine esta semana. Si quiere que le dé otro repaso a esa mujer, jefe, lo haré.
Big Jim levantó un solo dedo del volante para indicar que no sería necesario. Había concentrado su atención en otro lugar.
—Míralos, Carter.
Carter no podía hacer otra cosa. La afluencia de gente que salía del pueblo era mayor a cada minuto que pasaba.
—Casi todos estarán en la Cúpula a eso de las nueve, y sus puñeteros familiares no llegarán hasta las diez. Como muy pronto. Para entonces ya empezarán a tener sed. A mediodía, los que no hayan pensado en llevar agua estarán bebiendo meados de vaca del estanque de Alden Dinsmore, Dios los bendiga. Y la verdad es que debe de haberlos bendecido, porque la mayoría son demasiado idiotas para trabajar y están demasiado nerviosos para robar.
Carter rió con un ladrido.
—Con eso tenemos que vérnoslas —dijo Rennie—. Con la turba. La dichosa muchedumbre. ¿Ellos qué quieren, Carter?
—No lo sé, jefe.
—Claro que sí. Quieren comida, Oprah, música country y una cama caliente donde trajinar cuando se pone el sol. Para poder fabricar más de su especie. Madre mía, ahí viene otro miembro de la tribu.
Era el jefe Randolph; subía la cuesta trabajosamente y se enjugaba la cara, de un rojo encendido, con un pañuelo.
Big Jim estaba completamente inmerso en su discurso.
—Nuestro trabajo, Carter, es cuidar de ellos. Puede que no nos guste, puede que no siempre creamos que lo merecen, pero es la labor que Dios nos ha encomendado. Solo que, para cumplirla, antes tenemos que ocuparnos de nosotros mismos, y por eso almacenamos gran cantidad de fruta y verdura fresca del Food City en el despacho del secretario del ayuntamiento hace dos días. No lo sabías, ¿verdad? Bueno, no pasa nada. Vas un paso por delante de ellos y yo voy un paso por delante de ti, y así es como se supone que ha de ser. La lección es sencilla: el Señor ayuda a quienes se ayudan a sí mismos.
—Sí, señor.
Llegó Randolph. Iba con la lengua fuera, tenía ojeras y parecía haber perdido peso. Big Jim pulsó el botón que bajaba su ventanilla.
—Entra, jefe, y disfruta de un poco de aire acondicionado. —Y, cuando Randolph fue hacia el asiento del acompañante, Big Jim añadió—: Ahí no, ahí está sentado Carter. —Sonrió—. Sube atrás.
 3


No era un coche patrulla el que había aparcado detrás del monovolumen Odyssey; era una ambulancia del hospital. Dougie Twitchell iba al volante. Ginny Tomlinson ocupaba el asiento del acompañante con un bebé dormido en su regazo. Las puertas de atrás se abrieron y de allí salió Gina Buffalino. Todavía llevaba puesto el uniforme de enfermera voluntaria. La chica que la siguió, Harriet Bigelow, vestía vaqueros y una camiseta que decía EQUIPO OLÍMPICO DE BESOS DE ESTADOS UNIDOS.
—¿Qué…? ¿Qué…? —Era lo único que Linda lograba decir. El corazón le iba a toda velocidad y la sangre le afluía a la cabeza con tanta fuerza que tenía la sensación de notar cómo le vibraban los tímpanos.
Twitch dijo:
—Rusty ha llamado y nos ha dicho que vayamos al campo de manzanos de Black Ridge. Yo ni siquiera sabía que hubiese un manzanar allí arriba, pero Ginny sí, y… ¿Linda? Cielo, estás blanca como un fantasma.
—Estoy bien —dijo ella, y se dio cuenta de que estaba a punto de desmayarse. Se pellizcó el lóbulo de las orejas, un truco que le había enseñado Rusty hacía mucho tiempo. Igual que muchos de los remedios caseros de su marido (aplastar los quistes sebáceos con el lomo de un libro contundente era otro), funcionó. Cuando volvió a hablar, su voz sonó más cercana y, en cierto modo, más real—. ¿Os ha dicho que vinierais antes aquí?
—Sí. Para cargar un poco de eso. —Señaló la lámina de plomo que había en el muelle—. Solo por curarnos en salud, es lo que ha dicho. Pero necesitaré esas cizallas.
—¡Tío Twitch! —gritó Janelle, y corrió a sus brazos.
—¿Qué pasa, bomboncito? —La abrazó, dio unas vueltas con ella en brazos y la dejó en el suelo. Janelle se asomó a la ventanilla del acompañante para ver al bebé.
—¿Cómo se llama la niña?
—Es un niño —dijo Ginny—. Se llama Little Walter.
—¡Qué guay!
—Jannie, vuelve al coche, tenemos que irnos —dijo Linda.
Thurse preguntó:
—¿Quién cuida del fuerte, chicos?
Ginny parecía avergonzada.
—Nadie. Pero Rusty ha dicho que no nos preocupáramos a menos que hubiera alguien que necesitara cuidados continuados. Aparte de Little Walter, no había nadie más. Así que he cogido al bebé y nos hemos puesto en marcha. Twitch dice que a lo mejor podemos volver más tarde.
—Espero que alguien pueda hacerlo —dijo Thurse, pesimista. Linda se había fijado en que el pesimismo parecía ser la actitud por defecto de Thurston—. Tres cuartas partes de la ciudad van a pata hacia la Cúpula por la 119. La calidad del aire es mala y alcanzaremos los treinta grados a eso de las diez, que será más o menos la hora a la que llegarán los autobuses con los visitantes. Si Rennie y sus cohortes se han ocupado de preparar algún tipo de cobijo, yo no me he enterado. Seguramente antes de que se ponga el sol habrá un montón de enfermos en Chester’s Mills. Con suerte solo serán golpes de calor y asma, pero también podría haber ataques al corazón.
—Chicos, quizá deberíamos volver —dijo Gina—. Me siento como una rata escapando de un barco que naufraga.
—¡No! —gritó de repente Linda; todos, incluso Audi, la miraron—. Rusty ha dicho que va a pasar algo malo. Puede que no sea hoy… pero ha dicho que podría pasar. Cortad plomo para las ventanillas de la ambulancia y marchaos. Yo no me quedaría mucho más por aquí. Uno de los matones de Rennie ha venido a verme esta mañana y, si se pasa por casa y ve que el coche no está…
—Venga, poneos en camino —dijo Twitch—. Daré marcha atrás para que podáis salir. No te molestes en intentar ir por Main Street, ya es un caos.
—¿Main Street, por delante del garito de la policía? —Linda casi se estremeció—. No, gracias. El taxi de mamá subirá por West Street hacia Highland.
Twitch se sentó al volante de la ambulancia y las dos jóvenes reclutas sanitarias volvieron a subir. Gina dirigió a Linda una última mirada dubitativa por encima del hombro.
Linda se detuvo, miró primero al niño dormido y sudoroso, después a Ginny.
—A lo mejor Twitch y tú podríais volver al hospital esta noche a ver cómo van las cosas por allí. Podéis decir que habíais salido a atender una llamada en algún lugar que quede lejos, que estabais en Northchester o algo así. Pero, hagáis lo que hagáis, no nombréis Black Ridge.
—No.
Ahora es fácil decirlo, pensó Linda. Si Carter Thibodeau te arrincona contra un fregadero, tal vez no te resulte tan fácil encubrirnos.
Empujó a Audrey, cerró la puerta corredera y subió al asiento del conductor de su Odyssey Green.
—Salgamos de aquí —dijo Thurse, ocupando el otro asiento—. No estaba tan paranoico desde mis días de «¡Muerte a los polis!».
—Bien —contestó ella—. Porque paranoia total significa concentración total.
Dio marcha atrás con el monovolumen, rodeó la ambulancia y enfiló West Street.
 4


—Jim —dijo Randolph desde el asiento de atrás del Hummer—, he estado pensando en esa redada.
—Vaya, vaya… ¿Por qué no nos concedes el honor de compartir tus pensamientos, Peter?
—Soy el jefe de la policía. Si se trata de elegir entre controlar a la muchedumbre en la granja de Dinsmore y capitanear una redada en un laboratorio de drogas donde puede haber adictos armados protegiendo sustancias ilegales… bueno, tengo muy claro cuál es mi deber. Digámoslo así.
Big Jim descubrió que no quería discutir ese punto. Discutir con idiotas era contraproducente. Randolph no tenía ni idea de qué clase de armas podía haber almacenadas en la emisora de radio. A decir verdad, ni siquiera el propio Big Jim lo sabía (no tenía forma de saber lo que Bushey había cargado en la cuenta de la empresa), pero al menos podía imaginar lo peor; una hazaña mental de la que ese charlatán con uniforme parecía incapaz. ¿Y si le sucedía algo a Randolph…? Bueno, ¿acaso no había decidido ya que Carter sería un sustituto más que adecuado?
—Está bien, Pete —dijo—. Nada más lejos de mi intención que interponerme entre tu deber y tú. Eres el nuevo oficial al mando de la operación, con Fred Denton de segundo. ¿Te satisface eso?
—¡Puedes estar seguro de que sí, puñetas! —Randolph sacó pecho. Parecía un gallo hinchado y a punto de cantar. Big Jim, aunque no era conocido por su sentido del humor, tuvo que ahogar una risa.
—Entonces, baja a la comisaría y empieza a organizar a tu equipo. Camiones municipales, recuerda.
—¡Correcto! ¡El asalto será a mediodía! —Agitó un puño en el aire.
—Id por el bosque.
—Verás, Jim, yo quería hablar contigo de eso. Parece un poco complicado. Ese bosque de detrás de la emisora es bastante impenetrable, habrá hiedra venenosa… y zumaque venenoso, que es aún pe…
—Hay un camino de acceso —dijo Big Jim. Se le estaba agotando la paciencia—. Quiero que vayáis por allí. Que los ataquéis desde el lado ciego.
—Pero…
—Una bala en la cabeza sería mucho peor que la hiedra venenosa. Ha sido un placer hablar contigo, Pete. Me alegro de verte tan… —Pero ¿tan qué? ¿Presuntuoso? ¿Ridículo? ¿Imbécil?
—Tan absolutamente entusiasmado —dijo Carter.
—Gracias, Carter, justo lo que estaba pensando. Pete, dile a Henry Morrison que pasa a ser el encargado de controlar a la muchedumbre en la 119. ¡Y entrad por ese camino de acceso!
—De verdad, creo que…
—Carter, ábrele la puerta.
 5


—Ay, Dios mío —dijo Linda, y giró bruscamente hacia la izquierda con el monovolumen, que dio un bote al subirse al bordillo a menos de cien metros del lugar en que se bifurcaban Main y Highland. Las tres niñas se rieron al sentir la sacudida, pero el pobrecillo Aidan puso cara de susto y volvió a agarrarse a la cabeza de la sufrida Audrey.
—¿Qué? —soltó Thurse—. ¡¿Qué?!
Linda aparcó en el jardín de alguien, detrás de un árbol. Era un roble de buen tamaño, pero el monovolumen también era grande y el árbol había perdido la mayoría de sus hojas muertas. Ella quería creer que los ocultaba, pero no podía.
—El Hummer de Jim Rennie está ahí arriba, en mitad de ese maldito cruce de mierda.
—Has dicho una palabrota gorda —dijo Judy—. Dos monedas en el bote de las palabrotas.
Thurse estiró el cuello.
—¿Estás segura?
—¿Crees que alguien más en este pueblo tiene un vehículo tan descomunal?
—Joder —dijo Thurston.
—¡Al bote de las palabrotas! —Esta vez Judy y Jannie lo dijeron a la vez.
Linda sintió que se le secaba la boca y que la lengua se le pegaba al paladar. Thibodeau bajó entonces por la puerta del acompañante y, si miraba hacia donde estaban ellos…
Si nos ve, lo atropello, pensó. La idea le infundió una calma aviesa.
Thibodeau abrió una de las puertas del Hummer. Peter Randolph bajó del coche.
—Ese hombre se está sacando los pantalones del trasero —informó Alice Appleton a todo el grupo—. Mi madre dice que eso es que buscas petróleo.
Thurston Marshall estalló en carcajadas, y Linda, que habría jurado que ya no quedaba risa en su interior, se unió a él. Pronto estuvieron todos riendo, incluso Aidan, que, evidentemente, no sabía qué era lo que les hacía tanta gracia. Linda tampoco estaba muy segura.
Randolph empezó a bajar la cuesta, tirándose todavía de los fondillos del pantalón de su uniforme. No había ningún motivo para que eso les hiciera reír, lo cual lo hacía más gracioso todavía.
Audrey, que no quería quedarse al margen, se puso a ladrar.
 6


En algún lugar había un perro ladrando.
Big Jim lo oyó, pero no se molestó en buscarlo con la mirada. Ver a Peter Randolph marchar cuesta abajo lo llenaba de satisfacción.
—Mírelo cómo se saca los pantalones del trasero —comentó Carter—. Mi padre solía decir que eso es que estás buscando petróleo.
—Lo único que va a encontrar es la WCIK —dijo Big Jim— y, si no olvida esa cabezonería de realizar un asalto frontal, es muy probable que sea el último lugar al que vaya jamás. Bajemos al ayuntamiento a ver un rato ese carnaval por la tele. Cuando nos cansemos, quiero que vayas a buscar a ese médico hippy y le digas que, si intenta ir a algún sitio, nos lo llevaremos y lo encerraremos en la cárcel.
—Sí, señor. —Era un trabajo que no le importaba hacer. A lo mejor podía darle otro repaso a la ex agente Everett, esta vez quitándole antes los pantalones.
Big Jim puso la marcha y el Hummer empezó a moverse cuesta abajo, despacio, mientras él iba dando bocinazos a cualquiera que no se apartara enseguida de en medio.
En cuanto enfiló el camino de entrada del ayuntamiento, el monovolumen Odyssey cruzó la intersección y se alejó del pueblo. No había peatones en Upper Highland Street, así que Linda aceleró enseguida. Thurse Marshall empezó a entonar una canción infantil, «The Wheels on the Bus», y al cabo de nada todos los niños estaban cantando con él.
 7


El día de Visita ha llegado a Chester’s Mills y una impaciencia ansiosa impregna el ánimo de las personas que salen caminando por la carretera 119 hacia la granja de Dinsmore, donde tan mal terminó la manifestación de Joe McClatchey hace tan solo cinco días. Se sienten esperanzados (aunque no exactamente felices), a pesar de ese recuerdo; también a pesar del calor y el hedor del aire. El horizonte, más allá de la Cúpula, se ve ahora borroso, y por encima de los árboles el cielo se ha oscurecido a causa de las partículas de materia acumuladas. Cuando se mira directamente hacia arriba no se nota tanto, pero aun así el cielo no está del todo bien; el azul tiene un tinte amarillento, como una catarata cubriendo el ojo de un anciano.
—Así solía estar el cielo cuando las fábricas de papel funcionaban a pleno rendimiento allá por los años setenta —dice Henrietta Clavard (la del trasero no del todo roto). Le ofrece su botella de ginger ale a Petra Searles, que camina junto a ella.
—No, gracias —dice Petra—. He traído un poco de agua.
—¿Está aliñada con vodka? —se interesa Henrietta—. Porque esta sí. Mitad y mitad, corazón; yo lo llamo «Bomba de Canadá Dry».
Petra acepta la botella y echa un buen trago.
—¡Caray! —exclama.
Henrietta asiente con gesto profesional.
—Sí. No es sofisticado, pero le alegra a una el día.
Muchos de los peregrinos llevan pancartas que tienen pensado exhibir ante sus visitas del mundo exterior (y ante las cámaras, desde luego), como el público de un programa de las mañanas en directo de la televisión. Pero todos los carteles de los programas de las mañanas son alegres. La mayoría de estos no lo son. Algunos, reciclados de la manifestación del domingo pasado, dicen REVÉLATE CONTRA EL PODER y ¡¡DEJADNOS SALIR, JODER!! Hay algunos nuevos, que dicen EXPERIMENTO DEL GOBIERNO: ¿¿¿POR QUÉ??? FIN DEL SECRETISMO y SOMOS SERES HUMANOS, NO CONEJILLOS DE INDIAS. El de Johnny Carver dice ¡PARAD LO QUE ESTÁIS HACIENDO, EN EL NOMBRE DE DIOS! ¡¡ANTES D Q SEA DEMASIADO TARDE!! El de Frieda Morrison pregunta (agramatical pero apasionadamente) ¿POR CULPA DE CUÁLES CRÍMENES ESTAMOS MURIENDO? El de Bruce Yardley es el único que entona una nota completamente positiva. Va sujeto a una vara de dos metros envuelta con papel crepé azul (en la Cúpula sobresaldrá por encima de todos los demás) y dice ¡HOLA MAMÁ Y PAPÁ EN CLEVELAND! ¡OS QUEREMOS!
Unos nueve o diez carteles contienen referencias bíblicas. Bonnie Morrell, esposa del propietario del almacén de maderas del pueblo, lleva uno que proclama ¡NO LOS PERDONES, PORQUE SÍ SABEN LO QUE HACEN! En el de Trina Cole pone EL SEÑOR ES MI PASTOR debajo de un dibujo que probablemente sea un cordero, aunque es difícil asegurarlo.
El de Donnie Baribeau solo lleva escrito REZAD POR NOSOTROS.
Marta Edmunds, que a veces hace de canguro para los Everett, no se encuentra entre los peregrinos. Su ex marido vive en South Portland, pero duda que se presente, y ¿qué le diría si se presentara? ¿«Te estás retrasando con la pensión alimenticia, cabrón»? Sale por la Little Bitch en lugar de por la 119. La ventaja es que no tiene que caminar, va con su Acura (y pone el aire acondicionado a toda potencia). Su destino es la agradable casita donde Clayton Brassey ha pasado sus últimos años. Él es su tío bisabuelo segundo (o alguna chorrada por el estilo) y, aunque no está muy segura de su parentesco ni de su grado de separación, sí sabe que el viejo tiene un generador. Si todavía funciona, podrá ver la tele. También quiere asegurarse de que el tío Clayt sigue bien; o todo lo bien que se puede estar cuando se tienen ciento cinco años y el cerebro se te ha convertido en copos de avena Quaker.
No está bien. Clayton Brassey ya ha entregado el testigo de ser el habitante de mayor edad del pueblo. Está sentado en el salón, en su sillón preferido, con su orinal de esmalte desportillado en el regazo y el Bastón del Boston Post apoyado en la pared de al lado, y está frío como el hielo. No hay ni rastro de Nell Toomey, su tataranieta y principal cuidadora; la chica ha salido hacia la Cúpula con su hermano y su cuñada.
Marta dice:
—Oh, tío… Lo siento, pero seguramente ya era tu hora.
Entra en el dormitorio, saca una sábana limpia del armario y cubre al anciano con ella. El resultado se asemeja un poco a una pieza de mobiliario cubierta en una casa abandonada. Una cómoda alta, quizá. Marta oye el generador consumiendo combustible en la parte de atrás y piensa que qué demonios. Enciende el televisor, sintoniza la CNN y se sienta en el sofá. Lo que aparece en la pantalla casi consigue hacerle olvidar que está acompañada por un cadáver.
Es un plano aéreo tomado con un potente teleobjetivo desde un helicóptero que se cierne por encima del mercadillo de Motton, donde aparcarán los autobuses de las visitas. Los más madrugadores del interior de la Cúpula ya están allí. Detrás de ellos llega el haj: dos carriles de asfalto llenos de gente hasta el Food City. No puede pasarse por alto la similitud de los habitantes del pueblo con hormigas.
Un locutor no hace más que parlotear utilizando palabras como «maravilloso» y «sorprendente». La segunda vez que dice «Nunca había visto nada igual», Marta quita el sonido y piensa: Nadie había visto nunca nada igual, tonto del bote. Está pensando en levantarse a ver qué encuentra en la cocina para picar (a lo mejor no es apropiado, con un cadáver en la habitación, pero ella tiene hambre, joder), y entonces la imagen de la pantalla se divide. En la mitad izquierda, otro helicóptero sigue ahora la hilera de autobuses que salen de Castle Rock, y la leyenda de la parte inferior de la pantalla dice LOS VISITANTES LLEGARÁN POCO DESPUÉS DE LAS 10.00 H.
Al final tendrá tiempo de prepararse alguna cosilla. Marta encuentra galletitas saladas, mantequilla de cacahuete y (lo mejor de todo) tres botellas frías de Bud. Se lo lleva de vuelta al salón en una bandeja y se sienta.
—Gracias, tío —dice.
Aun sin sonido (sobre todo sin sonido), las imágenes yuxtapuestas son fascinantes, hipnóticas. Cuando la primera cerveza empieza a subírsele a la cabeza (¡qué felicidad!), Marta se da cuenta de que es como esperar que una fuerza irrefrenable se tope con un objeto inamovible, preguntándose si se producirá una explosión cuando se encuentren.
No muy lejos de la muchedumbre que se está reuniendo, en el montículo donde están cavando la tumba de su padre, Ollie Dinsmore se apoya en su pala y observa el gentío que se acerca: doscientos, después cuatrocientos, luego ochocientos. Ochocientos como mínimo. Ve a una mujer que lleva a un bebé a la espalda en una de esas mochilas para críos y se pregunta si está mal de la azotea, sacar a un niño tan pequeño con el calor que hace, sin un gorro siquiera para protegerle la cabeza. Los vecinos que van llegando se quedan de pie bajo el neblinoso sol, mirando y esperando con impaciencia los autobuses. Ollie piensa en lo lento y triste que será el paseo de vuelta, cuando la juerga haya terminado. Todo el trayecto hasta el pueblo bajo el calor abrasador de la tarde. Después retoma el trabajo que tiene entre manos.
Detrás de la creciente muchedumbre, en ambos arcenes de la 119, la policía (una docena de agentes, casi todos nuevos, comandados por Henry Morrison) aparca sus coches patrulla con las luces del techo encendidas. Los últimos dos vehículos llegan más tarde porque Henry les ha ordenado que carguen en el maletero garrafas de agua del caño que hay en el parque de bomberos, donde, según ha descubierto, el generador no solo sigue funcionando, sino que parece que aguantará un par de semanas más. No va a haber agua suficiente, ni mucho menos (es una cantidad absurdamente ridícula, de hecho, dado el gentío), pero es cuanto pueden hacer. La reservarán para los que se desmayen bajo el sol. Henry espera que no sean muchos, pero sabe que algunos caerán, y maldice a Jim Rennie por la falta de preparativos. Sabe que es porque a Rennie le importa un comino y, en opinión de Henry, eso hace que la negligencia sea aún más grave.
Él ha ido hasta allí con Pamela Chen, la única de los nuevos «ayudantes especiales» en quien confía por completo, y cuando ve esa afluencia de gente, le dice que llame al hospital. Quiere la ambulancia allí cerca, esperando. La chica vuelve cinco minutos después con una información que a Henry le resulta tan increíble como absolutamente esperable. Una paciente ha contestado al teléfono de recepción, dice Pamela, una joven que se ha presentado esa mañana con la muñeca rota. Dice que todo el personal médico se ha marchado y que la ambulancia tampoco está.
—Vaya, pues sí que estamos bien —dice Henry—. Espero que tengas frescos tus conocimientos de primeros auxilios, Pammie, porque a lo mejor vas a tener que ponerlos en práctica.
—Sé aplicar resucitación cardiopulmonar.
—Bien. —Señala a Joe Boxer, el dentista con debilidad por los Eggo. Boxer lleva un brazalete azul y gesticula con arrogancia para que la gente se aparte hacia uno y otro lado de la carretera (la mayoría no le hacen caso)—. Y si a alguien le duele una muela, que se la arranque ese capullo engreído.
—Eso será si tienen dinero en metálico para pagarle —dice Pamela. Tuvo su experiencia con Joe Boxer cuando le salieron las muelas del juicio. El hombre le dijo algo de «intercambiar un servicio por otro» mientras le miraba los pechos de una forma que a ella no le gustó lo más mínimo.
—Me parece que tengo una gorra de los Red Sox en el asiento de atrás del coche —dice Henry—. Si la encuentras, ¿te importaría llevársela? —Señala a la mujer a la que Ollie ya ha visto, la del bebé con la cabeza descubierta—. Pónsela a la niña y dile a esa mujer que es idiota.
—Le llevaré la gorra, pero no pienso decirle nada por el estilo —contesta Pamela con tranquilidad—. Es Mary Lou Costas. Tiene diecisiete años, lleva un año casada con un camionero que casi le dobla la edad y seguramente espera que haya venido a verla.
Henry suspira.
—Aun así, sigue siendo una idiota, pero supongo que a los diecisiete todos lo somos.
Y siguen llegando. Ven a un hombre que no parece llevar agua, pero sí carga con un gran radiocasete que retransmite a todo volumen el góspel de la WCIK. Dos de sus amigos despliegan una pancarta. Las palabras están flanqueadas por unos bastoncillos de algodón gigantescos y torpemente dibujados. ¡X FAVOR, SALVADNOS!, dice.
—Esto va a acabar mal —dice Henry, y tiene razón, desde luego, solo que no sabe lo mal que va a acabar.
La creciente muchedumbre aguarda bajo el sol. Los que tienen la vejiga floja se acercan a los matorrales que quedan al oeste de la carretera para mear. La mayoría acaban llenos de arañazos antes de poder aliviarse. Una mujer obesa (Mabel Alston; también padece lo que ella llama «la diabetes») se hace un esguince en el tobillo y cae ahí mismo aullando hasta que un par de hombres se le acercan y consiguen que se tenga sobre el pie que le queda sano. Lennie Meechum, el jefe de la oficina de correos del pueblo (al menos hasta esa semana, cuando las entregas del servicio postal de Estados Unidos han quedado suspendidas hasta nuevo aviso), consigue que le presten un bastón. Después le dice a Henry que Mabel necesita que la lleven al pueblo. Henry dice que no puede proporcionarle un coche. Tendrá que descansar en la sombra, dice.
Lennie gesticula con los brazos hacia ambos lados de la carretera.
—Por si no te habías dado cuenta, hay pastos para las vacas a un lado y zarzas al otro. No hay ninguna sombra a la vista.
Henry señala el establo de ordeño de Dinsmore.
—Allí hay un montón de sombra.
—¡Queda a más de cuatrocientos metros! —exclama Lennie, indignado.
Está a doscientos metros como mucho, pero Henry no se lo discute.
—Siéntala en el asiento del acompañante de mi coche.
—Hará un calor horroroso al sol —dice Lennie—. Habrá que poner el aire.
Sí, Henry sabe que la mujer necesitará el aire acondicionado, lo cual quiere decir poner el motor en marcha, lo que quiere decir más consumo de gasolina. Por el momento no hay escasez (suponiendo que puedan bombearla de los depósitos de Gasolina & Alimentación Mills, claro) e imagina que ya se preocuparán de eso más adelante.
—La llave está en el contacto —dice—. No lo pongas a mucha potencia, ¿entendido?
Lennie dice que sí y vuelve con Mabel, pero la mujer, aunque el sudor le cae por las mejillas y tiene la cara muy colorada, no está dispuesta a moverse.
—¡Todavía no he hecho pis! —vocifera—. ¡Tengo que hacer pis!
Leo Lamoine, uno de los nuevos agentes, se acerca a Henry caminando con tranquilidad. Henry podría pasar perfectamente sin su compañía; el chico tiene el mismo cerebro que un rábano.
—¿Cómo ha llegado esa mujer hasta aquí, compañero? —pregunta. Leo Lamoine es la clase de hombre que llama «compañero» a todo el mundo.
—No lo sé, pero ha llegado —dice Henry con hastío. Está empezando a dolerle la cabeza—. Reúne a unas cuantas mujeres para que la acompañen hasta detrás de mi coche patrulla y la sostengan mientras orina.
—¿A cuáles, compañero?
—A las más grandes —dice Henry, y se aleja antes de que el repentino y fuerte impulso de darle un puñetazo en la nariz sea superior a él.
—¿Qué clase de policía es esta? —pregunta una mujer mientras, junto con otras cuatro, escolta a Mabel hasta detrás de la unidad Tres, donde la señora hará pis apoyándose en el parachoques, con las demás de pie delante de ella por aquello del pudor.
Gracias a Rennie y a Randolph, nuestros intrépidos líderes, es una policía improvisada, le hubiera gustado contestar a Henry, pero no lo hace. Sabe que ya tuvo problemas por ser un bocazas anoche, cuando se pronunció a favor de que dejaran hablar a Andrea Grinnell. Lo que dice es:
—La única que tenemos.
Para ser justos, la mayoría de la gente, como la femenina guardia de honor de Mabel, está más que dispuesta a ayudar al prójimo. Los que se han acordado de llevar agua la comparten con los que no, y la mayoría beben con moderación. En toda muchedumbre hay idiotas, no obstante, y los de esta se dedican a tragar agua profusamente sin pararse a pensar. Hay quien mastica galletitas dulces y saladas que luego les darán más sed. La niña de Mary Lou Costas empieza a llorar con ansiedad bajo la gorra de los Red Sox, que le va demasiado grande. Mary Lou ha llevado una botella de agua y empieza a echarle gotitas en los mofletes sofocados y el cuello. La botella pronto estará vacía.
Henry agarra a Pamela Chen y vuelve a señalar a Mary Lou.
—Llévate esa botella y llénala con el agua que hemos traído. Intenta que no te vea mucha gente, o se nos habrá acabado toda antes del mediodía.
Ella cumple las órdenes, y Henry piensa: Al menos tengo a una persona que sí podría convertirse en una buena policía de pueblo, si es que algún día le interesa el trabajo.
Nadie se molesta en mirar adonde va Pamela. Eso está bien. Cuando lleguen los autobuses, esa gente se olvidará por completo de que tiene calor y sed. Durante un rato. Pero luego, en cuanto las visitas se hayan ido… y con una larga caminata de vuelta al pueblo por delante…
Henry tiene una idea. Echa un vistazo a sus «agentes» y ve a un montón de tarados pero a poca gente en quien confíe; Randolph se ha llevado a la mayoría de los medio decentes a una especie de misión secreta. Henry cree que tiene algo que ver con la fábrica de drogas que Andrea acusó a Rennie de haber montado, pero no le importa de qué se trata. Lo único que sabe es que no están ahí y que él no puede encargarse en persona de lo que se le ha ocurrido.
Pero sabe quién sí, y le hace una señal para que se acerque.
—¿Qué quieres, Henry? —pregunta Bill Allnut.
—¿Tienes las llaves de la escuela?
Allnut, que es el conserje de la escuela de secundaria desde hace treinta años, asiente con la cabeza.
—Aquí mismo. —El llavero que le cuelga del cinturón reluce bajo la neblinosa luz del sol—. Siempre las llevo encima, ¿por qué?
—Llévate la unidad Cuatro —dice Henry—. Vuelve al pueblo todo lo deprisa que puedas sin atropellar a ninguno de los rezagados. Coge uno de los autobuses escolares y tráelo aquí. Uno de esos de cuarenta y cuatro plazas.
Allnut no parece contento. Su mandíbula adopta una expresión yanqui que Henry (yanqui también) ha visto toda la vida, conoce bien y detesta. Es una expresión miserable que dice «Tengo c’ocuparme mis cosas, 'migo».
—No puedes meter a toda esta gente en un autobús escolar, ¿te has vuelto loco?
—A todos no —dice Henry—, solo a los que no puedan volver por su propio pie. —Está pensando en Mabel y en la niña sofocada de esa tal Corso, pero para las tres de la tarde habrá más personas que no puedan volver caminando hasta el pueblo, por supuesto. Que no puedan dar un paso siquiera, quizá.
La mandíbula de Bill Allnut adopta todavía mayor rigidez; ahora su barbilla sobresale como la proa de un barco.
—¡No, señor! Van a venir mis dos hijos y sus mujeres, eso me han dicho. Traen a los niños. No quiero perdérmelos. Además, no pienso dejar sola a mi señora. Está muy afectada.
A Henry le gustaría zarandear a ese hombre por su cerrazón (y estrangularlo por su egoísmo). En lugar de eso, le pide a Allnut las llaves y que le enseñe cuál abre el garaje. Después le dice que vuelva con su mujer.
—Lo siento, Henry —se disculpa el hombre—, pero tengo que ver 'mis hijos y nietos. Me lo merezco. Yo no he pedido que vinieran los cojos, los impedidos y los ciegos, y no tengo por qué pagar por su’stupidez.
—Sí, eres un buen americano, de eso no hay duda —dice Henry—. Fuera de mi vista.
Allnut abre la boca para protestar, cambia de opinión (puede que sea por algo que ha visto en la expresión del agente Morrison) y se aleja arrastrando los pies. Henry llama a Pamela a gritos y la chica no protesta cuando le dice que tiene que volver al pueblo, solo pregunta adonde, qué y por qué. Henry se lo explica.
—Vale, pero… ¿esos autobuses escolares tienen palanca de cambios manual? Porque yo solo sé conducir automáticos.
Henry le repite la pregunta a voz en grito a Allnut, que está de pie junto a la Cúpula con su mujer, Sarah, ambos observando con impaciencia la carretera vacía del otro lado del límite municipal de Motton.
—¡El número dieciséis tiene cambio manual! —exclama Allnut en respuesta—. ¡Todos los demás son automáticos! ¡Y dile que tenga en cuenta el bloqueo de seguridad! ¡Los buses no arrancan a menos que el conductor se abroche el cinturón!
Henry despide a Pamela diciéndole que se dé toda la prisa que le permita la prudencia. Quiere ese autobús allí cuanto antes.
Al principio la gente está de pie junto a la Cúpula, escrutando con impaciencia la carretera vacía. Después la mayoría se sientan. Los que han llevado mantas las extienden. Algunos se protegen la cabeza del neblinoso sol con sus carteles. La conversación empieza a decaer, y a Wendy Goldstone se la oye con bastante claridad cuando le pregunta a su amiga Ellen dónde están los grillos: no se los oye cantar en la alta hierba.
—¿O es que me he quedado sorda?
No, no está sorda. Los grillos están callados o muertos.
En el amplio (y agradablemente fresco) espacio central de los estudios de la WCIK resuena la voz de Ernie «The Barrel» Kellogg y el Delight Trio interpretando su «I Got a Telephone Call from Heaven and It Was Jesus on the Line». Los dos hombres que hay allí no los están escuchando; están viendo la televisión, tan paralizados por la imagen dividida de la pantalla como Marta Edmunds (que va por su segunda Bud y se ha olvidado completamente de que el cadáver del viejo Clayton Brassey sigue bajo la sábana). Tan paralizados como todos los habitantes de Estados Unidos y, sí, del resto del mundo.
—Míralos, Sanders —jadea el Chef.
—Eso hago —dice Andy. Tiene a CLAUDETTE en su regazo. El Chef le ha ofrecido también un par de granadas de mano, pero esta vez Andy las ha rechazado. Tiene miedo de tirar de la anilla de una y luego no poder reaccionar. Lo vio una vez en una película—. Es asombroso, pero ¿no crees que será mejor que nos preparemos para recibir a nuestras visitas?
El Chef sabe que Andy tiene razón, pero cuesta mucho apartar la mirada del ángulo de la pantalla en el que se ven los autobuses y el gran camión de la prensa que encabeza el desfile, enfocados desde el helicóptero. Reconoce todos los lugares por los que van pasando; resultan identificables incluso vistos desde arriba. Los visitantes ya están cerca.
Todos estamos cerca, piensa.
—¡Sanders!
—¿Qué, Chef?
El Chef le ofrece una cajita de Sucrets.
—Ni la roca nos esconde de ellos, ni el árbol muerto ofrece cobijo, ni el grillo alivio alguno. No consigo recordar en qué libro sale eso.
Andy abre la cajita, ve los seis gruesos cigarrillos liados allí apretados y piensa: Son soldados del éxtasis. Es lo más poético que ha pensado en toda su vida, y le entran ganas de llorar.
—¿Puedes darme un amén, Sanders?
—Amén.
El Chef apaga el televisor con el mando a distancia. Le gustaría ver llegar los autobuses (colocado o no, paranoico o no, las historias de felices reencuentros le gustan como al que más), pero esos hombres amargados podrían llegar en cualquier momento.
—¡Sanders!
—Sí, Chef.
—Voy a sacar del garaje el cristiano camión de Comida Sobre Ruedas y lo aparcaré al otro lado del edificio de suministros. Puedo apostarme detrás de él y así tendré una visión clara del bosque. —Se hace con el GUERRERO DE DIOS. Las granadas sujetas al rifle oscilan y se balancean—. Cuanto más lo pienso, más seguro estoy de que es por ahí por donde vendrán. Hay un camino de acceso. Seguramente han pensado que no lo conozco, pero… —sus rojos ojos brillan—… el Chef sabe más de lo que la gente cree.
—Ya lo sé. Te quiero, Chef.
—Gracias. Yo también te quiero. Si vienen por el bosque, esperaré a que salgan a campo abierto y entonces los segaré como si fueran espigas de trigo en época de cosecha. Pero no podemos jugárnoslo todo a una sola carta. Así que quiero que vayas a la parte de delante, donde estuvimos el otro día. Si alguno viene por ahí…
Andy levanta a CLAUDETTE.
—Eso es, Sanders. Pero no te precipites. Deja salir a todos los que puedas antes de empezar a disparar.
—Así lo haré. —A veces Andy tiene la sensación de que está viviendo un sueño; esta es una de esas veces—. Como si fueran espigas de trigo en época de cosecha.
—Sí, en verdad te digo. Pero escucha, porque esto es importante, Sanders. No salgas enseguida si oyes que he empezado a disparar. Y yo no saldré enseguida si te oigo empezar a ti. Podrían descubrir que no estamos juntos, ese truco ya me lo sé. ¿Sabes silbar?
Andy se mete un par de dedos en la boca y profiere un silbido penetrante.
—Eso está muy bien, Sanders. Asombroso, de hecho.
—Aprendí a hacerlo en primaria. —Y no añade: Cuando la vida era mucho más sencilla.
—No lo hagas a menos que estés en peligro de caer. Entonces acudiré. Y, si tú me oyes silbar a mí, vente corriendo como un condenado para reforzar mi posición.
—Vale.
—Sellémoslo con un cigarrillo, Sanders, ¿qué me dices?
Andy secunda la moción.
En Black Ridge, junto al campo de manzanos de McCoy, las siluetas de diecisiete exiliados del pueblo se recortan en el horizonte emborronado como indios en un western de John Ford. La mayoría contemplan en fascinado silencio el mudo desfile de personas que avanza por la carretera 119. Están a casi diez kilómetros de distancia, pero es tal la muchedumbre que es imposible no verla.
Rusty es el único que se ha fijado en algo que queda más cerca y que le llena de un alivio tan grande que parece cantar en su interior. Una furgoneta Odyssey plateada se acerca a toda velocidad por Black Ridge Road. Cuando el vehículo se aproxima a la linde del bosque y el cinturón de luz, que ahora vuelve a ser invisible, Rusty aguanta la respiración. Ha llegado el momento de pensar en lo horrible que sería que quienquiera que vaya conduciendo (supone que es Linda) perdiera el conocimiento y el monovolumen se estrellara, pero pasan enseguida el punto de mayor peligro. Puede que se haya producido un ligerísimo viraje, pero Rusty sabe que hasta eso podrían haber sido imaginaciones suyas. Pronto habrán llegado.
Todos ellos se encuentran unos noventa metros a la izquierda de la caja; aun así, a Joe McClatchey le parece sentirla: una pequeña pulsación que se hunde en su cerebro cada vez que destella esa luz color lavanda. Tal vez solo sea su mente, que le juega una mala pasada, pero no lo cree.
Barbie está junto a él, rodeando con el brazo a la señorita Shumway. Joe le da unos golpecitos en el hombro y dice:
—Esto me da mala espina, señor Barbara. Toda esa gente reunida. Me pone los pelos de punta.
—Sí —dice Barbie.
—Nos están observando. Los cabeza de cuero. Los siento.
—Yo también —dice Barbie.
—Y yo —añade Julia con una voz tan débil que apenas se oye.
En la sala de plenos del ayuntamiento, Big Jim y Carter Thibodeau miran en silencio cómo la pantalla dividida de la televisión da paso a un plano tomado a nivel del suelo. Al principio la imagen aparece entrecortada, como el vídeo de un tornado que se acerca o los instantes inmediatamente posteriores a la explosión de un coche bomba. Se ve el cielo, gravilla, pies que corren. Alguien farfulla: «¡Vamos, deprisa!».
Wolf Blitzer dice:
«Ya ha llegado el camión de la prensa. Está claro que van todo lo deprisa que pueden, pero seguro que en un momento… sí. Madre mía, miren eso».
La imagen de la cámara se estabiliza y enfoca a los cientos de habitantes de Chester’s Mills que esperan en la Cúpula justo cuando todos se ponen en pie. Es como ver a un gran grupo de fieles levantándose tras sus oraciones al aire libre. Los de más atrás empujan contra la Cúpula a los que están delante; Big Jim ve narices, mejillas y labios aplastados, como si los vecinos estuvieran apretados contra una pared de cristal. Siente un momento de vértigo y entonces comprende por qué: es la primera vez que lo está viendo desde el exterior. Por primera vez toma conciencia de la enormidad y la realidad del asunto. Por primera vez está asustado de verdad.
Tenuemente, algo amortiguado por la Cúpula, llega el sonido de unos disparos de pistola.
«Creo que oigo un tiroteo —dice Wolf—. Anderson Cooper, ¿has oído tiros? ¿Qué está sucediendo?».
Tenuemente, como el sonido de una llamada por teléfono vía satélite que llega desde lo más profundo del outback australiano, Cooper contesta:
«Wolf, todavía no hemos llegado, pero tengo un pequeño monitor y parece que…».
«Ahora lo veo —dice Wolf—. Parece ser…».
—Es Morrison —dice Carter—. Ese tío tiene agallas, solo digo eso.
—A partir de mañana está despedido —contesta Big Jim.
Carter lo mira levantando las cejas.
—¿Por lo que dijo anoche en la asamblea?
Big Jim lo señala con un dedo.
—Sabía que eras un chico listo.
En la Cúpula, Henry Morrison no está pensando en la asamblea de anoche, ni en ser valiente, ni siquiera en cumplir con su deber; está pensando que la gente se va a aplastar contra la Cúpula si no hace algo, y deprisa. Así que dispara su pistola al aire. Imitando su ejemplo, muchos otros policías (Todd Wendlestat, Ranee Conroy y Joe Boxer) hacen lo propio.
Las voces que gritan (y los alaridos de dolor de la gente de las primeras filas, que está quedando aplastada) dan paso a un silencio de estupefacción. Henry hace uso de su megáfono:
—¡DISPÉRSENSE! ¡DISPÉRSENSE, MALDITA SEA! ¡HAY SITIO PARA TODOS, SOLO TIENEN QUE SEPARARSE UN POCO, JODER!
Ese reniego tiene entre ellos un efecto más aleccionador que los disparos, y aunque los más tozudos se quedan en la carretera (Bill y Sarah Allnut son algunos de los más destacados; al igual que Johnny y Carrie Carver), los demás empiezan a repartirse a lo largo de la Cúpula. Algunos van hacia la derecha, pero la mayoría se desplaza hacia la izquierda, al campo de Alden Dinsmore, donde resulta más fácil avanzar. Henrietta y Petra están entre ellos, tambaleándose un poco a causa de las generosas dosis de «Bomba de Canadá Dry».
Henry enfunda su arma y les dice a los demás agentes que hagan lo mismo. Wendlestat y Conroy obedecen, pero Joe Boxer continúa empuñando su 38 de nariz respingona: una Saturday-Night Special, si la vista no engaña a Henry.
—Oblígame —dice con sorna, y Henry piensa: Todo esto es una pesadilla. Pronto despertaré en mi cama, me acercaré a la ventana y me quedaré allí mirando el bonito y nítido día de otoño.
Muchos de los que han preferido no acercarse a la Cúpula (una cantidad inquietante de personas se han quedado en el pueblo porque empiezan a tener problemas respiratorios) lo pueden ver por televisión. Treinta o cuarenta han ido al Dipper’s. Tommy y Willow Anderson están en la Cúpula, pero han dejado el bar abierto y la gran pantalla de televisión encendida. Todos los que se han reunido sobre el suelo de madera del local para ver la tele están tranquilos, aunque algunos lloran. Las imágenes de la pantalla de alta resolución son muy nítidas. Son desoladoras.
Ellos no son los únicos a quienes afecta la visión de ochocientas personas repartidas a lo largo de una barrera invisible, algunas con las manos plantadas en lo que parece no ser más que aire. Wolf Blitzer dice:
«Nunca había visto tanta nostalgia en unos rostros humanos. Yo… —Se queda sin voz—. Creo que será mejor dejar que las imágenes hablen por sí mismas».
Se queda callado, y eso está bien. La escena no necesita comentarios.
En la rueda de prensa, Cox había dicho: «Los visitantes podrán acercarse a dos metros de la Cúpula. Consideramos que se trata de una distancia segura». No es eso lo que sucede, por supuesto. En cuanto las puertas de los autobuses se abren, la gente baja en tropel gritando los nombres de sus seres queridos. Algunos se caen y son pisoteados con fuerza (en esa estampida, una persona morirá y catorce resultarán heridas, media docena de ellas de gravedad). Los soldados que intentan hacer respetar la zona muerta de delante de la Cúpula son arrollados y se hacen a un lado. Las cintas amarillas de PROHIBIDO EL PASO caen y desaparecen en el polvo que levantan los pies al correr. La marabunta de recién llegados avanza y se extiende por su lado de la Cúpula, la mayoría llorando y todos llamando a su esposa, marido, abuelo, hijo, hija, prometido. Cuatro personas han mentido acerca de sus aparatos médicos electrónicos o no se han acordado de ellos. Tres de esas personas mueren inmediatamente; la cuarta, un hombre que no ha visto en la lista de dispositivos prohibidos su audífono implantado (que funciona a pilas), pasará una semana en coma y fallecerá a causa de hemorragias cerebrales múltiples.
Poco a poco se dispersan, y las cámaras de televisión de la prensa lo ven todo. Observan a los vecinos del pueblo y a los visitantes uniendo sus manos con la barrera invisible de por medio; los captan intentando besarse; examinan a hombres y mujeres que lloran al mirarse a los ojos; toman nota de los que se desmayan, tanto dentro como fuera de la Cúpula, y de los que caen de rodillas y se ponen a rezar unos frente a otros levantando las manos unidas; graban al hombre del exterior que empieza a dar puñetazos contra esa cosa que lo separa de su esposa embarazada, y golpea hasta que la piel se le abre y su sangre queda suspendida en el aire en forma de gotas; espían a la anciana que intenta acariciar la frente de su llorosa nieta con los dedos (las yemas blancas a causa de la presión que ejerce contra la superficie invisible que las separa).
El helicóptero de la prensa despega y sobrevuela la zona, enviando imágenes de una doble serpiente humana que se extiende a lo largo de cuatrocientos metros. Del lado de Motton, el follaje encendido baila y reluce con los colores de finales de octubre; del lado de Chester’s Mills, las hojas penden inertes. Detrás de los vecinos del pueblo (en la carretera, en los campos, enredados en los arbustos) hay decenas de carteles abandonados. En ese momento de la reunión (o casi reunión), la política y las protestas han quedado olvidadas.
Candy Crowley dice:
«Wolf, este es, sin lugar a dudas, el acontecimiento más triste y más extraño del que he sido testigo en todos mis años como reportera».
Sin embargo, los seres humanos son, ante todo, adaptables, y poco a poco el nerviosismo y la extrañeza empiezan a desvanecerse. La muchedumbre se concentra en el acto de la visita en sí. Todos los que no han resistido la impresión (a ambos lados de la Cúpula) son apartados del gentío. En el lado de Mills no hay ninguna tienda de la Cruz Roja a la que arrastrarlos. Los policías los van llevando a la escasa sombra que proyectan los coches patrulla, a la espera de que Pamela Chen llegue con el autobús escolar.
En comisaría, el equipo de la redada está viendo la televisión con la misma muda fascinación que todos los demás. Randolph les deja; todavía tienen algo de tiempo. Comprueba los nombres en su carpeta sujetapapeles y después hace una señal a Freddy Denton para que salga con él a los escalones de la entrada. Había creído que a Freddy le molestaría que le hubiera quitado el papel de mandamás principal (Peter Randolph lleva toda la vida juzgando a los demás según su propio rasero), pero de eso nada. Esta operación es algo muchísimo más grande que echar a viejos borrachos asquerosos de la tienda 24 horas, y Freddy está encantado de ceder la responsabilidad. No le importaría llevarse los méritos si las cosas salen bien, pero ¿y si no es así? Randolph no tiene ese tipo de reparos. ¿Un parado alborotador y un farmacéutico afable que no diría «mierda» ni aunque se la encontrase en los cereales? ¿Qué puede salir mal?
Y Freddy, de pie en los escalones por los que cayó Piper Libby no hace mucho, descubre que no va a conseguir librarse del todo de su responsabilidad. Randolph le da una hoja de papel. En ella hay siete nombres. Uno es el de Freddy. Los otros seis son Mel Searles, George Frederick, Marty Arsenault, Aubrey Towle, Stubby Norman y Lauren Conree.
—Tú te llevarás a este destacamento por el camino de acceso —dice Randolph—. ¿Sabes cuál digo?
—Sí, el que sale de la Little Bitch Road de este lado del pueblo. El padre de Sam «el Desharrapado» abrió ese pequeño cam…
—No me importa quién lo abrió —dice Randolph—, tú llévalos hasta el camino. A mediodía, tus hombres y tú cruzaréis el bosque por allí. Iréis a parar a la parte de atrás de la emisora de radio. A mediodía, Freddy. Eso no quiere decir ni un minuto antes ni un minuto después.
—Pensaba que iríamos todos por ahí, Pete.
—Los planes han cambiado.
—¿Sabe Big Jim que han cambiado?
—Big Jim es concejal, Freddy. Yo soy el jefe de la policía. También soy tu superior, así que ¿quieres hacer el favor de callar y prestar atención?
—Lo sieeento —dice Freddy, y se lleva las manos a las orejas, haciendo bocina de una forma que como poco resulta insolente.
—Yo estaré aparcado en la carretera, delante de la emisora. Tendré conmigo a Stewart y a Fern, y también a Roger Killian. Si Bushey y Sanders son tan imbéciles como para ofreceros resistencia (en otras palabras, si oímos disparos procedentes de la parte de atrás de la emisora), los cuatro correremos en vuestra ayuda y los atacaremos desde atrás. ¿Lo tienes?
—Sí. —La verdad es que a Freddy le parece muy buen plan.
—Está bien, sincronicemos los relojes.
—Hum… ¿Cómo?
Randolph suspira.
—Debemos asegurarnos de que tenemos la misma hora, así será mediodía en el mismo momento para los dos.
Freddy todavía parece perplejo, pero accede.
Desde el interior de la comisaría, alguien (parece que Shubby) grita:
—¡Eh, otro que muerde el polvo! ¡A los que se desmayan los van apilando detrás de esos coches como si fueran leños! —El comentario es recibido con risas y aplausos. Todos están exultantes, entusiasmados por haber sido convocados a lo que Melvin Searles llama «Operación con posible tiroteo».
—Saldremos a las once y cuarto —le dice Randolph a Freddy—. Eso nos deja casi cuarenta y cinco minutos para ver el espectáculo por la tele.
—¿Quiere palomitas? —pregunta Freddy—. Tenemos montones en el armario de encima del microondas.
—Bueno, puede que sí.
Fuera, en la Cúpula, Henry Morrison se acerca a su coche y bebe un trago de agua fresca. Lleva el uniforme empapado de sudor y no recuerda haberse sentido nunca tan cansado (piensa que en gran parte se debe a la mala calidad del aire; le parece que no consigue respirar del todo bien), pero en general está satisfecho con sus hombres y consigo mismo. Han logrado evitar que la muchedumbre acabe aplastada contra la Cúpula, en su lado nadie ha muerto (todavía) y la gente se está tranquilizando. En el lado de Motton, media docena de cámaras de televisión corren de aquí para allá, grabando todas las enternecedoras estampas de reencuentro que pueden. Henry sabe que es una invasión de la intimidad, pero supone que Estados Unidos y el resto del mundo tienen derecho a verlo. Además, en general no parece que a nadie le moleste. A algunos incluso les gusta; están disfrutando de sus quince minutos de fama. Henry no tiene tiempo de buscar a sus propios padres, aunque no le sorprende no verlos; viven en Derry, en el quinto infierno, y ya empiezan a ser mayores. Duda que hayan incluido siquiera sus nombres en el sorteo de las visitas.
Un nuevo helicóptero llega zumbando desde el oeste y, aunque Henry no lo sabe, en él va el coronel James Cox, que tampoco está del todo descontento con la forma en que se está desarrollando el día de Visita. Le han dicho que no parece que en el lado de Chester’s Mills se estén preparando para dar una rueda de prensa, pero eso ni le sorprende ni le incomoda. Basándose en los extensos informes que ha ido acumulando, le habría sorprendido más que Rennie hubiera hecho acto de presencia. Cox se las ha visto con muchos hombres a lo largo de los años y puede oler a un charlatán cobarde a varios kilómetros.
Entonces ve la larga hilera de visitantes y vecinos atrapados, unos frente a otros. Esa imagen le hace que olvide a James Rennie.
—¿No es increíble? —murmura—. ¿No es lo más increíble que se haya visto nunca?
En el lado de la Cúpula, el ayudante especial Toby Manning grita:
—¡Ya llega el autobús!
Aunque los civiles apenas se dan cuenta (están ensimismados, hablando con sus familiares o buscándolos todavía), los policías estallan de júbilo.
Henry se dirige a la parte de atrás de su vehículo y, ciertamente, ve un gran autobús escolar amarillo pasando justo por delante de Coches de Ocasión Jim Rennie. Puede que Pamela Chen no pese más de cuarenta y siete kilos ni calada hasta los huesos, pero llega montada en el tren del éxito, bueno, en el autobús.
Henry consulta su reloj y ve que pasan veinte minutos de las once. Lo conseguiremos, piensa. Conseguiremos salir bien parados de esta.
En Main Street, tres grandes camiones de color naranja se dirigen hacia la cuesta del Ayuntamiento. Peter Randolph va apretujado en el tercero junto a Stew, Fern y Roger (que apesta a pollos). Mientras salen por la 119 en dirección norte hacia la Little Bitch y la emisora de radio, Randolph se acuerda de algo y casi no consigue contenerse y darse una palmada en la frente.
Tienen mucha potencia de fuego, pero se han olvidado los cascos y los chalecos antibalas.
¿Y si vuelven a buscarlos? Si lo hacen, no estarán en su posición hasta las doce y cuarto o incluso más tarde. Además, de todas formas seguramente los chalecos resultarán una precaución innecesaria. Son once contra dos, y seguro que esos dos están colocados hasta las cejas.
Debería ser un paseo, la verdad.
 8


Andy Sanders estaba apostado detrás del mismo roble que había utilizado para ponerse a cubierto en la primera visita de los hombres amargados. Aunque no había cogido ninguna granada, en la parte de delante de su cinturón guardaba seis cargadores de munición, llevaba cuatro más remetidos en la espalda y, en la caja de madera que tenía a sus pies, había otras dos docenas. Suficiente para plantar cara a un ejército… aunque suponía que, si Big Jim enviaba de verdad un ejército, lo eliminarían en un periquete. A fin de cuentas, él no era más que un recetapastillas.
Una parte de él no podía creer que estuviera haciendo eso, pero otra parte (un aspecto de su carácter que jamás habría sospechado que existiera sin la metanfetamina) estaba más que encantada. E indignada también. Los Big Jims del mundo no podían tenerlo todo, no podían llevárselo todo. Esta vez no habría negociación, ni politiqueo, ni vuelta atrás. Apoyaría a su amigo. A su hermano del alma. Andy comprendía que su estado mental era nihilista, pero no le importaba. Había pasado toda la vida calculando las consecuencias, y el «me importa una mierda» que le hacía sentir el cuelgue era un delirante cambio para mejor.
Oyó que se acercaban unos camiones y consultó su reloj. Se había parado. Miró arriba, al cielo, y por la posición de ese goterón blanco amarillento que antes era el sol dedujo que debía de ser cerca del mediodía.
Prestó atención al creciente sonido de los motores diesel y, cuando el ruido se bifurcó, Andy supo que su compadre se había olido bien la jugada: se la había olido con tanto acierto como buen jugador de la línea defensiva en una tarde de domingo. Algunos camiones estaban dando la vuelta hacia la parte de atrás de la emisora y el camino de acceso que había allí.
Andy dio otra profunda calada al petardo, contuvo la respiración todo lo que pudo y luego exhaló. Con pesar, tiró la colilla y la pisó. No quería que el humo (por muy deliciosamente que lo despejara) delatara su posición.
Te quiero, Chef, pensó Andy Sanders, y quitó el seguro de su Kalashnikov.
 9


Una delgada cadena cerraba el paso al camino de acceso, lleno de surcos. Freddy, que iba al volante del primer camión, no lo dudó, simplemente la embistió y se la llevó por delante. Su camión y el que lo seguía (pilotado por Mel Searles) se internaron en el bosque.
Stewart Bowie conducía el tercer vehículo. Lo detuvo en mitad de la Little Bitch Road, señaló la torre de radio de la WCIK y luego miró a Randolph, que estaba apretado contra la puerta con su HK semiautomática entre las rodillas.
—Continúa otros ochocientos metros —ordenó Randolph—, después aparca y apaga el motor. —Eran solo las once treinta y cinco. Fantástico. Tenían muchísimo tiempo.
—¿Cuál es el plan? —preguntó Fern.
—El plan es esperar hasta el mediodía. Cuando oigamos tiros, nos acercamos corriendo y atacamos desde atrás.
—Estos camiones son bastante escandalosos —dijo Roger Killian—. ¿Y si esos tipos los oyen llegar? Perderemos el… como-se-llama… el tractor sorpresa.
—No nos oirán —dijo Randolph—. Estarán en la emisora, viendo la televisión la mar de a gusto con el aire acondicionado. No sabrán lo que se les viene encima.
—¿No tendríamos que habernos puesto los chalecos antibalas o algo? —preguntó Stewart.
—¿Por qué cargar con tanto peso en un día de tanto calor? Dejad de preocuparos. Esos dos hippies fumados de ahí dentro estarán en el infierno antes de que se enteren de que han muerto.
 10


Poco antes de las doce, Julia miró alrededor y vio que Barbie no estaba. Cuando volvió a la granja, lo encontró cargando latas de comida en la parte de atrás de la furgoneta del Sweetbriar Rose. También había metido muchas bolsas en la furgoneta robada de la compañía telefónica.
—¿Qué estás haciendo? Las descargamos anoche…
Barbie se volvió hacia ella con una expresión tensa y nada sonriente.
—Ya lo sé, y me parece que nos equivocamos al hacerlo. No sé si es porque estamos muy cerca de la caja, pero de repente me parece sentir ese cristal de lupa del que hablaba Rusty justo encima de la cabeza, y dentro de nada saldrá el sol y sus rayos empezarán a abrasarnos a través de él. Espero equivocarme.
Julia lo miró con detenimiento.
—¿Quedan más cosas? Si es así, te ayudaré. Siempre podemos volver a descargarlo después.
—Sí —dijo Barbie, y le dirigió una sonrisa tensa—. Siempre podemos volver a descargarlo después.
 11


Al final del camino de acceso había un pequeño claro con una casa abandonada desde hacía mucho tiempo. El equipo de la redada aparcó allí los dos grandes camiones de color naranja y desmontó. En grupos de dos, fueron descargando largos y pesados sacos de lona con las palabras SEGURIDAD NACIONAL pintadas con plantilla. En uno de los sacos, algún gracioso había añadido en rotulador RECORDAD EL ÁLAMO. Dentro había más HK semiautomáticas, dos escopetas Mossberg con capacidad para ocho cartuchos y munición, munición, munición.
—Hum, Fred… —Era Stubby Norman—. ¿No tendríamos que ponernos chalecos o algo así?
—Vamos a asaltarles desde atrás, Stubby. No te preocupes. —Freddy esperaba haber transmitido más tranquilidad de la que sentía. Tenía el estómago lleno de mariposas.
—¿Les damos una oportunidad para rendirse? —preguntó Mel—. Quiero decir que como el señor Sanders es concejal y todo eso…
Freddy ya había pensado en eso. También había pensado en el Muro de Honor, donde colgaban las fotografías de los tres policías de Chester’s Mills que habían muerto en el cumplimiento del deber desde la Segunda Guerra Mundial. No tenía ninguna prisa por ver su fotografía en ese muro y, puesto que el jefe Randolph no le había dado órdenes específicas en cuanto a eso, se sintió libre de dar las suyas.
—Si levantan las manos, viven —dijo—. Si no van armados, viven. En cualquier otro caso, joder, mueren. ¿Alguien tiene algún problema con eso?
Nadie lo tenía. Eran las once cincuenta y seis. Casi la hora de levantar el telón.
Pasó revista con la mirada a sus hombres (y a Lauren Conree, que con sus duros rasgos y su pequeño busto casi podría haber pasado por uno), respiró hondo y dijo:
—Seguidme. En fila india. Nos detendremos en la linde del bosque a echar un vistazo.
Los reparos de Randolph en cuanto a la hiedra y el zumaque venenosos resultaron infundados, y los árboles estaban lo suficientemente espaciados para que pudieran avanzar con facilidad incluso cargados con pertrechos. Freddy pensó que su pequeño destacamento se movía entre los matojos de enebro con una agilidad y un sigilo admirables. Estaba empezando a sentir que aquello saldría bien. De hecho, casi tenía ganas de que empezara la acción. Ahora que ya estaban en marcha, las mariposas de su estómago se habían ido volando a otro lado.
Con calma, pensó. Con calma y en silencio. Y entonces, ¡bang! Ni siquiera sabrán qué les ha caído encima.
 12


El Chef, agazapado detrás del camión azul de reparto que había aparcado en la hierba alta de la parte de atrás del edificio de suministros, los oyó casi en cuanto salieron del claro, donde la casa del viejo Verdreaux se hundía poco a poco en la tierra. Para sus oídos aguzados por la droga y su cerebro con Aviso de Amenaza Grave, eran como una manada de búfalos buscando el abrevadero más cercano.
Caminó con sigilo hacia el morro del camión y se arrodilló con el arma apoyada en el parachoques. Las granadas que colgaban del cañón del GUERRERO DE DIOS habían quedado en el suelo, detrás de él. El sudor brillaba en su espalda escuálida y plagada de granos. Llevaba el mando de la puerta colgado del cinturón de su pijama de ranas.
Ten paciencia, se aconsejó a sí mismo. No sabes cuántos son. Deja que salgan a campo abierto antes de empezar a disparar, después siégalos a todos sin perder tiempo.
Esparció ante sí unos cuantos cargadores de más para el GUERRERO DE DIOS y esperó, pidiéndole a Dios que Andy no tuviera que silbar. Pidiéndole que tampoco él tuviera que hacerlo. Todavía era posible que lograran salir de esa y vivir para luchar otro día.
 13


Freddy Denton llegó a la linde del bosque, apartó una rama de abeto con el cañón de su fusil y miró fuera. Vio un campo de heno crecido con la torre de la radio en el centro; emitía un leve zumbido, y a Freddy le parecía que lo sentía en los empastes de las muelas. Estaba rodeada por una valla en la que había colgados carteles que decían ALTO VOLTAJE. A la izquierda de su posición, más allá, se hallaba el edificio de ladrillo de un piso que albergaba la emisora, pero antes había un gran cobertizo rojo. Supuso que era un almacén. O un laboratorio de drogas. O las dos cosas.
Marty Arsenault llegó junto a él. Unos círculos de sudor manchaban la camisa de su uniforme. Tenía una mirada aterrorizada.
—¿Qué hace ahí ese camión? —preguntó, señalando con el cañón del fusil.
—Es el camión de Comida Sobre Ruedas —dijo Freddy—. Para enfermos confinados en su casa y gente así. ¿No lo has visto por el pueblo?
—Lo he visto y he ayudado a cargarlo —dijo Marty—. Dejé a los católicos por el Cristo Redentor el año pasado. Tendría que estar aparcado en el cobertizo, ¿no? —Dijo ese «naaa» yanqui que sonaba como el balido de una oveja descontenta.
—¿Cómo voy a saberlo? Y, además, ¿a mí qué me importa? —preguntó Freddy—. Ellos están en el estudio.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque ahí es donde está el televisor, y el gran espectáculo de la Cúpula sale en todas las cadenas.
Marty levantó su AK.
—Déjame descargarle varios tiros a ese camión, solo para asegurarnos. Podría ser una trampa. Podrían estar ahí dentro.
Freddy le bajó el cañón.
—Dios nos proteja, ¿te has vuelto loco? No saben que estamos aquí ¿y tú quieres delatarnos? ¿Tu madre tuvo algún hijo que no fuera tonto?
—Que te jodan —dijo Marty. Lo pensó un momento—. Y que jodan a tu madre también.
Freddy miró hacia atrás por encima del hombro.
—Vamos, chicos. Atajaremos por el campo en dirección al estudio. Mirad por las ventanas de atrás para confirmar su posición. —Sonrió—. Será coser y cantar.
Aubrey Towle, hombre de pocas palabras, dijo:
—Ya veremos.
 14


En el camión que se había quedado en la Little Bitch Road, Fern Bowie dijo:
—No oigo nada.
—Ya lo oirás —contestó Randolph—. Tú espera.
Eran las doce y dos minutos.
 15


El Chef seguía vigilando cuando los hombres amargados salieron al descubierto y empezaron a avanzar en diagonal cruzando el campo hacia la parte de atrás del estudio. Tres de ellos vestían incluso el uniforme de la policía; los otros cuatro llevaban una camisa azul que el Chef supuso que debía de pasar por uniforme. Reconoció a Lauren Conree (antigua cliente en sus días de camello de maría) y a Stubby Norman, el trapero del pueblo. También reconoció a Mel Searles, otro antiguo cliente y amigo de Junior. Amigo también del difunto Frank DeLesseps, lo cual seguramente quería decir que era uno de los tíos que habían violado a Sammy. Bueno, pues después de esa mañana, ya no violaría a nadie más.
Siete. Al menos por ese lado. Por el de Sanders, a saber.
Esperó por si veía a otros y, como no salió nadie más, se puso de píe, plantó los codos en el capó del camión de reparto y gritó:
—¡HE AQUÍ LLEGADO EL DÍA DEL SEÑOR, DÍA CRUEL, CON FURIA Y ARDIENTE IRA, PARA CONVERTIR EN DESOLACIÓN LA TIERRA!
Volvieron la cabeza al instante, pero por un momento se quedaron paralizados, no intentaron levantar las armas ni dispersarse. El Chef supo entonces que no eran policías; solo eran pajarillos en el suelo, demasiado tontos para echar a volar.
—¡Y EXTERMINAR DE ELLA A SUS PECADORES! ¡ISAÍAS TRECE! ¡SELAH, HIJOS DE PUTA!
Con esa homilía y ese llamamiento a la conciencia de cada cual, el Chef abrió fuego y los barrió de izquierda a derecha. Dos de los policías de uniforme y Stubby Norman salieron volando hacia atrás como muñecas rotas y embadurnaron los hierbajos con su sangre. La parálisis de los supervivientes terminó. Dos de ellos dieron media vuelta y huyeron hacia el bosque. Conree y el último de los polis de uniforme corrieron hacia los estudios. El Chef los siguió y abrió fuego otra vez. El Kalashnikov eructó una breve ráfaga y el cartucho se acabó.
Conree se llevó la mano plana a la nuca, como si le hubiera picado algo, cayó de bruces sobre la hierba, dio dos patadas y quedó inmóvil. El otro (un tipo calvo) consiguió llegar a la parte de atrás de los estudios. Al Chef no le preocupaban demasiado los dos que habían huido hacia el bosque, pero no iba a dejar que el calvito se le escapara. Si el calvito daba la vuelta por la esquina del edificio, seguramente vería a Sanders y le dispararía por la espalda.
El Chef se hizo con un cargador nuevo y lo encajó con la base de la mano.
 16


Frederick Howard Denton, conocido también como «el calvito», no tenía pensado ningún plan cuando llegó a la parte de atrás de los estudios de la WCIK. Había visto a esa chica, Conree, caer con la garganta reventada, y en ese momento habían terminado todas sus consideraciones racionales. Lo único que sabía era que no quería que su fotografía colgara en el Muro de Honor. Tenía que ponerse a cubierto, y eso quería decir entrar en el edificio. Había una puerta. Tras ella se oía a un grupo de góspel cantando «We’ll Join Hands Around the Throne».
Freddy agarró el pomo, pero no había forma de hacerlo girar.
Estaba cerrado con llave.
Tiró el arma, levantó la mano con la que la había sostenido y gritó:
—¡Me rindo! ¡No dispares, me rin…!
Recibió tres puñetazos en la parte baja de la espalda. Vio que una salpicadura de color rojo manchaba la puerta y le dio tiempo a pensar: Tendríamos que habernos acordado de traer los chalecos. Después se desmoronó, aferrando todavía el pomo con una mano mientras el mundo se alejaba de él a toda prisa. Todo lo que era y todo lo que había conocido jamás se redujo a un único punto de luz ardiente. Entonces se apagó. Su mano resbaló del pomo. Murió de rodillas, apoyado contra la puerta.
 17


Melvin Searles tampoco pensó en nada. Había visto cómo segaban a Marty Arsenault, a George Frederick y a Stubby Norman delante de él, había sentido el siseo de por lo menos una bala justo delante de sus putos ojos, y esa clase de cosas no fomentaban la reflexión.
Mel se limitó a correr.
Se zambulló de nuevo en el bosque sin hacer caso de las ramas que le azotaban la cara, cayó y volvió a levantarse, y finalmente llegó al claro donde estaban los camiones. Poner uno en marcha y alejarse de allí habría sido la salida más razonable, pero Mel y la razón habían roto relaciones. Seguramente habría echado a correr por el camino de acceso hasta la Little Bitch Road si el otro superviviente del equipo de la redada no lo hubiera agarrado del hombro y lo hubiera lanzado contra el tronco de un gran pino.
Era Aubrey Towle, el hermano del dueño de la librería; un hombretón desgarbado y pálido que a veces ayudaba a su hermano Ray a llenar las estanterías pero que rara vez decía algo. En el pueblo había gente que pensaba que Aubrey era un poco simple, pero en ese momento no lo parecía. Tampoco parecía asustado.
—Voy a volver a por ese hijo de perra —informó a Mel.
—Que tengas buena suerte, amigo. —Se apartó del árbol y se giró de nuevo hacia el camino de acceso.
Aubrey Towle volvió a empujarlo, esta vez con más dureza. Se apartó el pelo de los ojos y luego apuntó al estómago de Mel con su fusil Heckler & Koch.
—Tú no vas a ninguna parte.
A lo lejos sonó otra ráfaga de disparos. Y gritos.
—¿Oyes eso? —preguntó Mel—. ¿Quieres volver a meterte ahí?
Aubrey lo miró con paciencia.
—No tienes que venir conmigo, pero vas a cubrirme. ¿Lo entiendes? O lo haces o te disparo yo mismo.
 18


La cara del jefe Randolph se partió en una tensa sonrisa.
—El enemigo está ocupado en la retaguardia de nuestro objetivo. Todo va según el plan. Tira, Stewart. Por el camino de entrada. Nos apearemos y atajaremos por los estudios.
—¿Y si están en el almacén? —preguntó Stewart.
—Aun así, de todas formas podremos atacarles desde atrás. ¡Venga, tira! ¡Antes de que perdamos la oportunidad!
Stewart Bowie tiró.
 19


Andy oyó los disparos de la parte de atrás del edificio del almacén, pero el Chef no había silbado, así que se quedó donde estaba, agazapado tras su árbol. Esperaba que todo estuviera yendo bien ahí atrás, porque ahora él tenía sus propios problemas: un camión municipal se disponía a torcer por el camino de entrada de la emisora.
Andy rodeó su árbol mientras se acercaban, siempre con el roble entre el camión y él. El vehículo se detuvo. Las puertas se abrieron y bajaron cuatro hombres. Andy estaba bastante seguro de que tres de ellos eran los mismos que ya habían estado allí antes… Sobre el señor Pollo no tenía ninguna duda. Habría reconocido esas botas de goma verdes y llenas de mierda en cualquier lugar.
Hombres amargados. No iba a dejar que atacaran al Chef por el lado ciego.
Salió de detrás del árbol y echó a andar por el centro mismo del camino, aferrando a CLAUDETTE cruzada delante del pecho en posición de «presenten armas». Sus pasos crujían sobre la gravilla, pero otros muchos ruidos lo cubrían: Stewart había dejado el camión en marcha, y de la emisora salía música góspel a todo volumen.
Levantó el Kalashnikov, pero se obligó a esperar. Deja que se agrupen, si ese es su plan. Cuando se acercaron a la puerta de entrada de los estudios ya se habían agrupado.
—Vaya, pero si tenemos aquí al señor Pollo y a todos sus amigos —dijo Andy arrastrando las palabras en una aceptable imitación de John Wayne—. ¿Qué tal va todo, muchachos?
Los hombres hicieron amago de volverse. Por ti, Chef, pensó Andy, y abrió fuego.
Con la primera descarga mató a los dos hermanos Bowie y al señor Pollo. A Randolph solo lo hirió. Andy extrajo el cargador tal como el Chef le había enseñado, se sacó otro de la cinturilla de los pantalones y lo encajó en su sitio. El jefe Randolph se arrastraba hacia la puerta de los estudios, le sangraban el brazo y la pierna izquierda. Miró hacia atrás por encima del hombro, unos ojos fijos, muy abiertos y brillantes en un rostro sudado.
—Por favor, Andy —susurró—. Teníamos órdenes de no hacerte daño, solo de llevarte de vuelta para que pudieras trabajar con Jim.
—Seguro —dijo Andy, e incluso se rió—. No intentes tirarte un farol conmigo. Queríais llevaros todo esto…
Una larga y tableteante ráfaga de fusil estalló tras los estudios. Tal vez el Chef tenía problemas, podía necesitarlo. Andy levantó a CLAUDETTE.
—¡Por favor, no me mates! —gritó Randolph, tapándose la cara con una mano.
—Tú solo piensa en el rosbif que cenarás hoy con Jesús —dijo Andy—. Caray, dentro de tres segundos estarás desdoblando la servilleta.
La prolongada ráfaga del Kalashnikov empujó a Randolph casi hasta la puerta del estudio. Después, Andy corrió hacia la parte de atrás del edificio. Mientras avanzaba, expulsó el cargador gastado en parte e insertó uno nuevo.
Desde el campo de heno llegó un silbido agudo y penetrante.
—¡Ya voy, Chef! —gritó Andy—. ¡Aguanta, ya voy!
Se oyó una explosión.
 20


—Tú cúbreme —dijo Aubrey, sombrío, en la linde del bosque. Se había quitado la camisa, la había partido en dos y se había atado una mitad alrededor de la frente, por lo visto quería parecerse a Rambo—. Y si estás pensando en joderme, será mejor que te salga bien a la primera, porque, si no, volveré y te cortaré tu maldito pescuezo.
—Te cubriré —prometió Mel. Y pensaba hacerlo. Allí, en la linde del bosque, al menos estaba a salvo.
Seguramente.
—Ese drogadicto loco no va a salirse con la suya —dijo Aubrey. Respiraba muy deprisa, mentalizándose—. Ese fracasado. Ese capullo yonqui. —Y, levantando la voz, dijo—: ¡Voy a por ti, capullo yonqui tarado!
El Chef había salido de detrás del camión de Comida Sobre Ruedas para localizar a su presa. Redirigió su atención hacia el bosque justo en el momento en que Aubrey Towle salía de allí gritando con todas sus fuerzas.
Entonces Mel empezó a disparar y, aunque la ráfaga no pasó ni mucho menos cerca de él, el Chef se agachó instintivamente. Al hacerlo, el mando de la puerta del garaje cayó de la cinturilla suelta de su pijama a la hierba. Se agachó para recogerlo y fue entonces cuando Aubrey abrió fuego con su fusil automático. Los agujeros de bala dibujaron una trayectoria demencial en el lateral del camión de Comida Sobre Ruedas, haciendo un hueco repiqueteo metálico, y la ventanilla del acompañante quedó convertida en destellantes añicos. Una bala gimió al rozar el embellecedor de metal del parabrisas.
El Chef pasó del mando de la puerta del garaje y correspondió al fuego, pero el factor sorpresa había desaparecido y Aubrey Towle ya no era un patito en una galería de tiro. Corría en zigzag hacia la torre de la radio. No le serviría para ponerse a cubierto, pero así le dejaría libre la línea de fuego a Searles.
A Aubrey se le agotó el cargador, pero su última bala hizo una muesca en el lado izquierdo de la cabeza del Chef. La sangre empezó a manar, y un mechón de pelo cayó sobre uno de sus escuálidos hombros, donde se quedó pegado por el sudor. El Chef se desplomó sobre su trasero y por un momento perdió el control del GUERRERO DE DIOS. Después lo recuperó. No creía que la herida fuera grave, pero ya era hora de que Sanders llegara, si es que todavía podía hacerlo. Chef Bushey se metió dos dedos en la boca y silbó.
Aubrey Towle llegó a la valla que rodeaba la torre de la radio justo cuando Mel abría fuego otra vez desde la linde del bosque. En esta ocasión, el blanco de Mel era la parte trasera del camión de Comida Sobre Ruedas. Los impactos abrieron ganchos y flores de metal. El depósito del combustible explotó y la mitad trasera del camión se alzó sobre un colchón de llamas.
El Chef sintió que un calor monstruoso le abrasaba la espalda, pero tuvo tiempo de acordarse de las granadas. ¿Explotarían? Vio al hombre que lo estaba apuntando junto a la torre de la radio y de repente comprendió claramente su disyuntiva: corresponder al fuego o recuperar el mando del garaje. Escogió el mando del garaje y, mientras su mano se cerraba con fuerza sobre él, de pronto el aire a su alrededor se llenó de zumbantes abejas invisibles. Una le picó en el hombro; otra se le hendió en el costado y le recolocó los intestinos. Chef Bushey se tambaleó y cayó rodando, de manera que volvió a perder el mando. Intentó alcanzarlo de nuevo, pero otro enjambre de abejas invadió el aire a su alrededor. Se arrastró hacia la hierba alta, dejando el mando donde estaba y esperando solamente la llegada de Sanders. El hombre de la torre de la radio (Un solo valiente entre siete hombres amargados, pensó el Chef, sí, en verdad) caminaba hacia él. El GUERRERO DE DIOS le pesaba mucho, todo su cuerpo pesaba, pero el Chef consiguió ponerse de rodillas y apretar el gatillo.
No sucedió nada.
O el cargador estaba vacío o se había atascado.
—Eh, colgado de mierda —dijo Aubrey Towle—. Yonqui tarado. Colócate con esto, gili…
—¡Claudette! —gritó Sanders.
Towle giró en redondo, pero ya era demasiado tarde. Una breve y dura ráfaga de disparos y cuatro balas chinas 7.62 le arrancaron casi toda la cabeza de encima de los hombros.
—¡Chef! —gritó Andy, y corrió hasta donde estaba su amigo, arrodillado en la hierba y sangrando del hombro, el costado y la sien. El Chef tenía todo el lado izquierdo de la cara rojo y húmedo—. ¡Chef! ¡Chef! —Cayó de rodillas y lo abrazó. Ninguno de los dos vio a Mel Searles, el último que quedaba en pie, salir del bosque y acercarse a ellos sigilosamente.
—El disparador —susurró Chef.
—¿Qué? —Andy bajó la mirada un momento hacia el gatillo de CLAUDETTE, pero era evidente que el Chef no se refería a eso.
—El mando del garaje —susurró el Chef. Su ojo izquierdo se ahogaba en sangre; el otro lo miraba con una intensidad brillante y lúcida—. El mando del garaje, Sanders.
Andy vio el mando de la puerta del garaje tirado en la hierba. Lo recogió y se lo dio al Chef, que lo envolvió con su mano.
—Tú… también… Sanders.
Andy cerró su mano sobre la del Chef.
—Te quiero, Chef —dijo, y besó los labios secos y salpicados de sangre de Bushey.
—Yo… también… te quiero… Sanders.
—¡Eh, maricas! —gritó Mel con una jovialidad algo delirante. Estaba de pie a solo nueve metros—. ¡Buscaos una habitación! ¡No, espera, tengo una idea mejor! ¡Que os den una en el infierno!
—Ahora… Sanders… ¡Ahora!
Mel abrió fuego.
Las balas abatieron a Andy y a Chef, pero, antes de separarse, sus manos unidas apretaron el botón blanco marcado con la palabra ABRIR.
La explosión fue blanca y omnipotente.
 21


Junto al campo de manzanos, los exiliados de Chester’s Mills están disfrutando de una comida estilo picnic cuando estallan los disparos; no en la 119, donde las visitas siguen su curso, sino en el sudoeste.
—Eso ha sido en la Little Bitch Road —dice Piper—. Dios, ojalá tuviéramos unos prismáticos.
Pero no los necesitan para ver la flor amarilla que se abre cuando explota el camión de Comida Sobre Ruedas. Twitch está comiendo pollo picante con una cuchara de plástico.
—No sé qué está pasando ahí abajo, pero aquello es la emisora de radio, seguro —dice.
Rusty aferra el hombro de Barbie.
—¡Ahí es donde está el propano! ¡Lo habían acumulado para el laboratorio de las drogas! ¡Ahí es donde está el propano!
Barbie vive un momento de claro terror premonitorio; un momento en el que lo peor está aún por llegar. Entonces, a algo más de seis kilómetros de distancia, una brillante chispa blanca destella en el cielo brumoso, como un relámpago que se dirige hacia arriba en lugar de hacia abajo. Un instante después, una titánica explosión abre un agujero justo en mitad del día. Una bola de fuego rojo arrasa primero la torre de la radio, luego los árboles que hay más allá y después el horizonte entero, a medida que se extiende hacia el norte y el sur.
La gente de Black Ridge grita, pero no pueden oír sus propios gritos por encima del descomunal, chirriante y creciente rugido que se produce cuando treinta y seis kilos de explosivo plástico y treinta y ocho mil litros de propano sufren una transformación fulminante. Se cubren los ojos y se tambalean hacia atrás, pisotean los sándwiches y derraman la bebida. Thurston estrecha a Alice y a Aidan contra sí y, por un momento, Barbie ve su rostro contra el cielo que se oscurece: el rostro alargado y aterrado de un hombre que ve abrirse las Puertas del Infierno y el océano de fuego que aguarda tras ellas.
—¡Tenemos que volver a la granja! —grita Barbie.
Julia está aferrada a él, llorando. Junto a ella, Joe McClatchey trata de ayudar a su llorosa madre a levantarse. Esa gente no va a ir a ningún sitio, al menos durante un buen rato.
Hacia el sudoeste, donde la mayor parte de la Little Bitch dejará de existir en el transcurso de los siguientes tres minutos, el cielo azul amarillento se está volviendo negro, y Barbie, con una calma total, tiene tiempo de pensar: Ahora sí que estamos bajo la lupa.
La onda expansiva destroza todas las ventanas del centro, casi desierto, y hace volar postigos, inclina postes telefónicos, arranca puertas de sus bisagras, aplasta buzones. En todo Main Street saltan las alarmas de los coches. Big Jim y Carter Thibodeau sienten como si la sala de plenos se hubiese visto sacudida por un terremoto.
La televisión sigue encendida. Wolf Blitzer, en tono de verdadera alarma, pregunta:
«¿Qué es eso? ¿Anderson Cooper? ¿Candy Crowley? ¿Chad Myers? ¿Soledad O’Brien? ¿Alguien sabe qué narices ha sido eso? ¿Qué está pasando?».
En la Cúpula, las más recientes estrellas de la televisión estadounidense miran en derredor, mostrando únicamente la espalda a las cámaras mientras se protegen los ojos con las manos y miran hacia el pueblo. Una cámara enfoca un momento hacia arriba y muestra una monstruosa columna de humo negro y escombros que se arremolinan en el horizonte.
Carter se levanta. Big Jim le agarra de la muñeca.
—Un vistazo rápido —dice Big Jim—. Para ver lo grave que es. Después vuelve a traer tu trasero aquí abajo. Puede que tengamos que ir al refugio nuclear.
—Vale.
Carter sube la escalera corriendo. Los cristales rotos de la puerta de entrada, prácticamente desintegrada, crujen bajo sus botas mientras cruza a la carrera el vestíbulo. Lo que ve cuando sale a los escalones supera tantísimo cualquier cosa que haya podido imaginar que le hace retroceder a la infancia y, por un momento, se queda paralizado donde está, pensando: Es como la tormenta más grande y más horrible que nadie haya visto jamás, solo que peor.
El cielo, hacia el oeste, es un infierno rojo anaranjado rodeado por gigantescas nubes del ébano más profundo. El aire apesta a propano líquido quemado. El sonido es como el rugido de una docena de plantas de laminación de acero funcionando a toda potencia.
Justo encima de él, los pájaros que huyen han oscurecido el cielo.
Esa visión —pájaros que no tienen adónde ir— es lo que hace reaccionar a Carter. Eso y el viento creciente que siente contra la cara. En Chester’s Mills no ha habido viento desde hace seis días, y este es caliente y repugnante, apesta a gas y a madera carbonizada.
Un enorme roble arrancado de cuajo aterriza en Main Street, llevándose por delante varios cabos de cable eléctrico muerto.
Carter vuelve corriendo por el pasillo. Big Jim está en lo alto de la escalera, su gruesa cara pálida parece asustada y, por una vez, indecisa.
—Abajo —dice Carter—. Al refugio. Viene hacia aquí. El fuego viene y, cuando llegue, se va a comer vivo este pueblo.
Big Jim gime.
—¿Qué han hecho esos idiotas?
A Carter no le importa. Sea lo que sea lo que han hecho, hecho está. Si no se mueven con rapidez, tampoco ellos tendrán vuelta atrás.
—¿Hay alguna máquina para purificar el aire ahí abajo, jefe?
—Sí.
—¿Conectada al generador?
—Sí, claro.
—Gracias a Dios. Quizá tengamos una posibilidad.
Mientras ayuda a Big Jim a bajar la escalera para que vaya más deprisa, Carter solo espera que no queden cocinados vivos ahí dentro.
Las puertas del Dipper’s, junto a la carretera, se mantenían abiertas gracias a unas cuñas, pero la fuerza de la explosión las ha roto y las cierra de golpe. El cristal se rompe y las astillas salen disparadas hacia el interior, donde se clavan en muchas de las personas que estaban al fondo de la pista de baile. Al hermano de Henry Morrison, Whit, le seccionan la yugular.
La gente corre en estampida hacia las puertas, olvidando por completo la gran pantalla de televisión. Pisotean al pobre Whit Morrison, que agoniza en el suelo sobre el creciente charco de su propia sangre. Llegan a las puertas, donde más gente resulta herida al intentar salir por los cortantes agujeros irregulares que se han abierto en el cristal.
—¡Pájaros! —grita alguien—. ¡Oh, Dios mío, mirad todos esos pájaros!
Pero la mayoría de ellos miran al oeste en lugar de hacia arriba: al oeste, donde la muerte abrasadora rueda hacia ellos bajo un cielo que es ya de un negro medianoche, lleno de aire envenenado.
Los que pueden, siguen el ejemplo de los pájaros y echan a correr, a trotar o a galopar directamente por el centro de la 117. Muchos otros se abalanzan hacia sus coches, y se producen varios topetazos en el aparcamiento de grava donde, érase una vez, en un tiempo muy lejano, Dale Barbara recibió una paliza. Velma Winter sube a su vieja furgoneta Datsun y, después de sortear a los autos de choque del aparcamiento, descubre que la salida a la carretera está bloqueada por los peatones que huyen. Mira a la derecha —a la tormenta de fuego que se les acerca, creciendo como un gigantesco vestido de llamas, devorando los bosques que hay entre la Little Bitch Road y el centro del pueblo— y acelera a ciegas, hacia delante, a pesar de la gente que se interpone en su camino. Atropella a Carla Venziano, que huía con su bebé en brazos. Velma siente cómo la furgoneta se bambolea al pasar por encima de sus cuerpos y decide hacer oídos sordos a los chillidos de Carla cuando se le parte la columna y su pequeño Steven muere aplastado bajo ella. Velma solo sabe que tiene que salir de allí. De alguna forma tiene que salir de allí.
En la Cúpula, un aguafiestas apocalíptico ha puesto fin a los reencuentros. Ahora mismo, los que están dentro tienen algo más importante de lo que ocuparse que de sus parientes: la nube con forma de hongo gigante que está creciendo al noroeste de donde se encuentran, alzándose sobre una columna de fuego que ya tiene kilómetro y medio de alto. La primera brizna de viento (el viento que ha impulsado a Carter y a Big Jim a correr en busca del refugio nuclear) llega hasta ellos, que se encogen contra la Cúpula, la mayoría sin pensar ya en la gente que tienen detrás. En cualquier caso, la gente que tienen detrás está retrocediendo. Tienen suerte; ellos pueden.
Henrietta Clavard siente que una mano fría se cierra sobre la suya. Se vuelve y ve a Petra Searles. El pelo de Petra ha perdido las horquillas que lo sujetaban y cuelga lacio sobre sus mejillas.
—¿Tienes un poco más de ese zumo de la alegría? —pregunta Petra, y consigue esbozar una espectral sonrisa de «Vámonos de fiesta».
—Lo siento, se me ha terminado —dice Henrietta.
—Bueno… Seguramente no importa.
—No te separes de mí, cielo —dice Henrietta—. Tú no te separes de mí. No nos va a pasar nada.
Pero, cuando Petra se asoma al fondo de los ojos de la anciana, no ve en ellos convicción ni esperanza. La fiesta casi ha llegado a su fin.
Ahora mira esto; fíjate bien. Ochocientas personas se aprietan contra la Cúpula, la cabeza levantada hacia arriba y los ojos muy abiertos, mirando cómo su inevitable final se acerca a toda velocidad.
Ahí están Johnny y Carrie Carver, y Bruce Yardley, que trabajaba en el Food City. Ahí están Tabby Morrell, propietario de un almacén de maderas que pronto habrá quedado reducido a remolinos de cenizas, y su mujer, Bonnie; Toby Manning, que despachaba en los almacenes; Trina Cole y Donnie Baribeau; Wendy Goldstone con su amiga, y profesora como ella, Ellen Vanedestine; Bill Allnut, que no ha querido ir a buscar el autobús, y su mujer, Sarah, que grita «Por el amor de Dios» mientras ve venir el fuego. Ahí están Todd Wendlestat y Manuel Ortega, alzando el rostro bobamente hacia el oeste, donde el mundo desaparece entre todo ese humo. Tommy y Willow Anderson, que nunca volverán a traer a ningún grupo de Boston a su local. Contémplalos a todos, un pueblo entero de espaldas a una pared invisible.
Detrás de ellos, los visitantes pasan de retroceder a batirse en retirada, y de la retirada a la huida. No se detienen en los autobuses e invaden la carretera en dirección a Motton. Unos cuantos soldados mantienen su posición, pero la mayoría tiran las armas, echan a correr tras la muchedumbre y no miran atrás más de lo que Lot miró atrás huyendo de Sodoma.
Cox no huye. Cox se acerca a la Cúpula y grita:
—¡Eh, oiga! ¡Agente al mando!
Henry Morrison se vuelve, camina hacia donde está el coronel y apoya las manos en una dura e inescrutable superficie que no puede ver. Respirar se ha hecho muy difícil; un viento viciado, impulsado por la tormenta de fuego, golpea la Cúpula y se arremolina allí antes de rebotar otra vez hacia ese gigante ávido que se aproxima: un lobo negro con ojos rojos. Aquí, en el límite municipal de Motton, está el redil de corderos en el que saciará su apetito.
—Ayúdenos —dice Henry.
Cox mira hacia la tormenta de fuego y calcula que no tardará más de quince minutos en llegar al emplazamiento actual de la multitud, puede que no más de tres. No es un incendio ni una explosión; en ese ecosistema cerrado y ya contaminado, es un cataclismo.
—Señor, no puedo hacer nada —responde él.
Antes de que Henry logre decir algo más, Joe Boxer lo agarra del brazo y farfulla algo atropelladamente.
—Déjalo, Joe —dice Henry—. No tenemos adonde huir, lo único que podemos hacer es rezar.
Pero Joe Boxer no reza. Todavía tiene en la mano esa estúpida pistolita de casa de empeños y, tras dirigir una última mirada enajenada al averno que se avecina, se lleva el arma a la sien como si estuviera jugando a la ruleta rusa. Henry intenta arrebatársela, pero es demasiado tarde. Boxer aprieta el gatillo. No muere al instante, aunque de un lado de su cabeza sale volando un cuajaron de sangre. Se aleja tambaleándose, agitando la estúpida pistolita como si fuera un pañuelo, gritando. Después cae de rodillas, lanza las manos hacia arriba, hacia el cielo que se oscurece, como si quisiera obtener una revelación del Altísimo, y se desploma de bruces sobre la truncada línea blanca de la carretera.
Henry vuelve su rostro perplejo de nuevo hacia el coronel Cox, que está simultáneamente a un metro y a un millón de kilómetros de él.
—Lo siento mucho, amigo —dice Cox.
Pamela Chen llega dando bandazos.
—¡El autobús! —le grita a Henry por encima del creciente estruendo—. ¡Tenemos que coger el autobús y atravesar el fuego a toda velocidad! ¡Es nuestra única alternativa!
Henry sabe que eso no es una alternativa, pero asiente y le dirige al coronel una última mirada (Cox jamás olvidará los ojos infernales y desesperados del policía), aferra la mano de Pammie Chen y la sigue hacia el autobús 19 mientras la mole negra humeante se abalanza hacia ellos.
El fuego alcanza el centro del pueblo y recorre Main Street como la llama de un soplete en el interior de un tubo. El Puente de la Paz queda desintegrado. Big Jim y Carter se encogen en el refugio nuclear mientras el ayuntamiento hace implosión por encima de ellos. La comisaría succiona sus propias paredes de ladrillo y luego las vomita hacia lo alto del cielo. En el Monumento a los Caídos, la estatua de Lucien Calvert es arrancada de cuajo. Lucien vuela hacia el agujero negro de fuego empuñando el fusil con valentía. En el césped de la biblioteca, el pelele de Halloween con su gracioso sombrero de copa y sus manos hechas de palas de jardín sucumbe a las llamas. Se ha levantado un fuerte bufido (suena como si fuera la aspiradora de Dios), y el fuego, ávido de oxígeno, inhala todo el aire bueno para llenar su único pulmón ponzoñoso. Los edificios de Main Street explotan uno detrás de otro, expulsan al aire sus tablones y su contenido, sus placas y sus cristales, como confeti en la noche de Fin de Año: el cine abandonado, el Drugstore de Sanders, Almacenes Burpee, Gasolina & Alimentación Mills, la librería, la tienda de flores, la barbería. En la funeraria, las últimas incorporaciones a la lista de difuntos empiezan a tostarse en sus compartimientos metálicos como pollos en una olla de hierro colado. El fuego termina su desfile triunfal por Main Street devorando el Food City, después sigue camino hacia el Dipper’s, donde quienes todavía están en el aparcamiento gritan y se abrazan unos a otros. La última imagen que ven en este mundo es la de un muro de llamas de casi cien metros de alto que corre ansioso por llegar hasta ellos, cual Albión hacia su amada. Ahora las llamas avanzan por las carreteras principales, hirviendo el asfalto hasta convertirlo en sopa. Al mismo tiempo se está extendiendo hacia Eastchester, tragándose tanto los hogares de los yuppies como a los pocos yuppies que aguardan dentro, encogidos de miedo. Michaela Burpee pronto correrá hacia el sótano, pero será demasiado tarde; la cocina explotará a su alrededor y lo último que verá en esta vida será su nevera Amana, derritiéndose.
Los soldados que están apostados en el límite Tarker-Chester (los que están más cerca del origen de la catástrofe) se tambalean hacia atrás cuando el fuego golpea la Cúpula con sus puños impotentes y la tiñe de negro. Los soldados sienten que el calor traspasa y eleva veinte grados la temperatura en cuestión de segundos, rizando las hojas de los árboles más cercanos. Uno de ellos dirá más adelante: «Fue como estar delante de una bola de cristal con una explosión nuclear dentro».
La gente arrinconada contra la Cúpula empieza a ser bombardeada por pájaros muertos y agonizantes a medida que gorriones, petirrojos, zanates, cuervos, gaviotas e incluso gansos se estrellan contra esa barrera que tan pronto habían aprendido a esquivar. Desde el otro lado del campo de Dinsmore llegan en estampida todos los perros y los gatos del pueblo. También hay mofetas, marmotas, puercoespines. Entre ellos saltan ciervos, varios alces galopan con torpeza y, desde luego, las reses de Alden Dinsmore, con los ojos desorbitados y mugiendo de inquietud. Cuando llegan a la Cúpula chocan con ella. Los animales más afortunados mueren. Los que no tienen tanta suerte quedan tirados sobre acericos de huesos rotos, ladrando, chillando, maullando y bramando.
Ollie Dinsmore ve a Dolly, la preciosa vaca Brown Swiss con la que una vez ganó un primer premio de 4-H (el nombre se lo puso su madre porque le parecía que Ollie y Dolly sonaba gracioso). Dolly galopa pesadamente hacia la Cúpula mientras el weimeraner de alguien le mordisquea las patas, que ya le sangran. La vaca choca contra la barrera produciendo un crujido que Ollie no puede oír por encima del fuego que se acerca… pero en su mente sí lo oye, y, en cierta forma, ver a ese perro igualmente condenado abalanzarse sobre la pobre Dolly y empezar a desgarrarle las indefensas ubres es aún peor que haber encontrado muerto a su padre.
Ver agonizar a la que fue su vaca preferida hace reaccionar al chico. Ni siquiera sabe si existe la más remota posibilidad de sobrevivir a ese día terrible, pero de repente con una nitidez total ve dos cosas. Una es la botella de oxígeno con la gorra de los Red Sox de su difunto padre encima. La otra es la mascarilla de oxígeno del abuelito Tom colgando del gancho de la puerta del baño. Mientras Ollie corre hacia la granja en la que ha vivido toda su vida (la granja que pronto dejará de existir), solo tiene un pensamiento completamente coherente: el sótano de las patatas. Enterrado bajo el establo, internándose en el subsuelo de la colina que hay detrás de la casa, el sótano de las patatas podría ser un lugar seguro.
Los expatriados siguen de pie junto al campo de manzanos. Barbie no ha conseguido que lo escuchen, y mucho menos ponerlos en marcha. Sin embargo, debe llevarlos de vuelta a la granja y los vehículos. Enseguida.
Desde allí gozan de una vista panorámica de todo el pueblo, y Barbie puede anticipar la trayectoria que seguirá el fuego, igual que un general podría anticipar la ruta más probable de un ejército invasor gracias a las fotografías aéreas. La explosión arrasa hacia el sudeste y podría detenerse en la orilla oeste del Prestile. El río, a pesar de estar seco, debería actuar como cortafuegos natural. El vendaval explosivo generado por el incendio también ayudará a mantenerlo alejado del cuadrante más septentrional del pueblo. Si las llamas lo arrasan todo hasta la Cúpula en los límites municipales de Castle Rock y Motton (el talón y la suela de la bota), las partes de Chester’s Mills que limitan con el TR-90 y el norte de Harlow podrían salvarse. Al menos del fuego. Sin embargo, no es el fuego lo que preocupa a Barbie.
Lo que le preocupa es el viento.
Lo siente; sopla sobre sus hombros y entre sus piernas separadas, con fuerza suficiente para hacer ondear su ropa y alborotar la melena de Julia alrededor de su cara. Se aleja de ellos para alimentar el fuego y, puesto que Mills es ahora un ecosistema casi herméticamente sellado, quedará muy poco aire saludable para reemplazar el que está siendo consumido. Barbie tiene una visión salida de una pesadilla: pececillos de colores muertos, flotando en la superficie de un acuario en el que se ha agotado el oxígeno.
Julia se vuelve hacia él antes de que Barbie pueda impedírselo, le señala algo a lo lejos, abajo: una figura que avanza con dificultad por Black Ridge Road, tirando de un objeto con ruedas. A esa distancia, Barbie no es capaz de distinguir si el refugiado es un hombre o una mujer, y además no importa. Quien sea morirá de asfixia casi con toda seguridad mucho antes de llegar a algún punto elevado.
Estrecha la mano de Julia y acerca los labios a su oído.
—Tenemos que irnos. Dale la mano a Piper, y que ella se la dé a quien tenga al lado. Así todo el mundo.
—¿Y ese de ahí? —grita ella, señalando todavía a la figura que avanza lentamente. Puede que lo que arrastra tras de sí sea una carretilla de niño. Está cargada con algo que debe de ser pesado, porque la figura avanza muy inclinada y se mueve muy despacio.
Barbie tiene que hacérselo comprender, porque ahora el tiempo apremia.
—No te preocupes por él. Volvemos a la granja. Ahora mismo. Que todo el mundo se dé la mano para que nadie se quede atrás.
Ella intenta volverse y mirarlo a los ojos, pero Barbie le impide moverse. Quiere estar cerca de su oído (literalmente), porque debe hacérselo comprender.
—Si no nos marchamos ahora mismo, podría ser demasiado tarde. Nos quedaremos sin aire.
En la 117, la furgoneta Datsun de Velma Winter encabeza un desfile de vehículos a la fuga. Lo único en lo que consigue pensar la mujer es en el fuego y el humo que ocupan todo su espejo retrovisor. Va a ciento diez cuando choca contra la Cúpula, cuya existencia ha olvidado por completo a causa del pánico (no es más que otro pájaro, dicho de otro modo, solo que en el suelo). La colisión tiene lugar en el mismo lugar en el que Billy y Wanda Debec, Nora Robichaud y Elsa Andrews cayeron en desgracia hace una semana, poco después de que apareciera la Cúpula. El motor de la furgoneta ligera de Velma sale propulsado hacia atrás y la secciona por la mitad. El segmento superior de su cuerpo atraviesa el parabrisas, deja un rastro de intestinos cual serpentinas, y se estrella contra la Cúpula igual que un jugoso gusano. Es el comienzo de un accidente en cadena de doce vehículos en el que mueren muchas personas. La mayoría solo resultan heridas, pero no sufrirán durante mucho tiempo.
Henrietta y Petra sienten el calor que se abalanza sobre ellas, igual que lo sienten los cientos de personas que se aprietan contra la Cúpula. El viento les alborota el pelo y les arruga la ropa, que pronto estará en llamas.
—Dame la mano, cielo —dice Henrietta, y Petra lo hace.
Ven que el gran autobús amarillo da un amplio giro de borracho. Se tambalea a lo largo de la cuneta, donde esquiva por muy poco a Richie Killian, que primero se hace a un lado y luego salta hacia delante con agilidad para agarrarse a la puerta trasera cuando el autobús pasa junto a él. Levanta los pies y se sube en cuclillas al parachoques.
—Espero que lo consigan —dice Petra.
—Yo también, cielo.
—Pero no creo que vaya a ser así.
Ahora, algunos de los ciervos que huyen dando saltos de la conflagración que se acerca también están en llamas.
Es Henry el que va al volante del autobús. Pamela está junto a él, agarrada a un poste de cromo. Los pasajeros son una docena de vecinos del pueblo, la mayoría de ellos ya habían subido antes porque sufrían algún problema físico. Entre ellos están Mabel Alston, Mary Lou Costas y su niña, que todavía lleva puesta la gorra de béisbol de Henry. El temible Leo Lamoine también va a bordo, aunque su problema parece ser más emocional que físico: está aullando de terror.
—¡Písale fuerte y ve hacia el norte! —grita Pamela. El fuego casi ha llegado hasta ellos, está a menos de quinientos metros por delante y el sonido que produce hace temblar el mundo—. ¡Acelera como un cabrón y no te pares por nada!
Henry sabe que es inútil, pero también sabe que prefiere intentar escapar así que quedarse indefensamente encogido con la espalda contra la Cúpula, así que enciende las luces y pisa el acelerador. Pamela sale lanzada hacia atrás y cae en el regazo de Chaz Bender, el maestro (a Chaz lo han llevado al autobús cuando ha empezado a sentir palpitaciones), que agarra a Pammie para sujetarla bien. Se oyen chillidos y gritos de alarma, pero Henry apenas los percibe. Sabe que enseguida perderá de vista la carretera a pesar de los faros, pero ¿y qué? Como policía, ha recorrido en coche ese tramo un millar de veces.
Usa la fuerza, Luke, piensa, e incluso llega a reírse mientras se lanza hacia la llameante oscuridad con el pedal del acelerador pisado hasta el fondo. Colgado de la puerta trasera del autobús, Richie Killian de repente no puede respirar. Todavía le da tiempo de ver que tiene fuego en el brazo. Un momento después, la temperatura en el exterior del autobús se eleva hasta los cuatrocientos veinte grados y el chico queda calcinado en su pescante como un resto de carne en la parrilla caliente de una barbacoa.
Las luces que recorren el techo del autobús están encendidas y proyectan un brillo débil, como de cafetería a medianoche, sobre los rostros aterrorizados y bañados en sudor de los pasajeros, pero el mundo de ahí fuera se ha vuelto mortalmente negro. Torbellinos de cenizas se revuelven en los haces de luz radicalmente escorzados de los faros. Henry conduce de memoria, preguntándose cuándo reventarán los neumáticos bajo él. Sigue riendo, aunque no puede oírse por encima del chirrido de gato escaldado que hace el motor del 19. Se mantiene en la carretera; al menos eso sí lo consigue. ¿Cuánto tiempo falta para que pasen al otro lado del muro de fuego? ¿Cabe la posibilidad de que logren atravesarlo? Está empezando a pensar que podría ser. Dios bendito, ¿cuánto puede tener de ancho?
—¡Lo vas a conseguir! —grita Pamela—. ¡Lo vas a conseguir!
A lo mejor, piensa Henry. A lo mejor sí. Pero, por Dios, ¡qué calor! Alarga la mano hacia la ruedecilla del aire acondicionado con la intención de girarla hasta MAX. FRÍO, y entonces las ventanas hacen implosión y el autobús se llena de fuego. Henry piensa: ¡No! ¡No! ¡Ahora que estamos tan cerca, no!
Sin embargo, cuando el autobús carbonizado sale de entre el humo, no ve más que un erial negro. Los árboles han quedado calcinados y convertidos en tocones brillantes, la carretera misma es una zanja burbujeante. Entonces, un abrigo de fuego le cae encima desde atrás, y Henry Morrison deja de ser consciente de nada. El 19 resbala sobre los restos de la carretera y vuelca mientras escupe llamas por todas las ventanas rotas. El cartel que rápidamente se ennegrece en la parte de atrás dice: ¡DESPACIO, AMIGO! ¡AMAMOS A NUESTROS NIÑOS!
Ollie Dinsmore corre hacia el establo todo lo deprisa que puede. Con la mascarilla de oxígeno del abuelito Tom colgando del cuello y cargando con dos botellas gracias a una fuerza que no sabía que tenía (la segunda la ha encontrado al atajar por el garaje), el chico corre hacia la escalera que lo llevará al sótano de las patatas. Desde arriba llegan ruidos de resquebrajamientos y gruñidos cuando el techo empieza a arder. En el lateral occidental del establo, las calabazas también empiezan a quemarse; un olor intenso y empalagoso, como Halloween en el infierno.
El fuego avanza hacia el sur de la Cúpula y acelera en los últimos cien metros; cuando se destruyen los establos de ordeño de Dinsmore se oye una explosión. Henrietta Clavard contempla el fuego que se acerca y piensa: Bueno, soy vieja. He tenido una vida. Eso es más de lo que puede decir esta pobre chica.
—Date la vuelta, cielo —le dice a Petra—, y apoya la cabeza en mi pecho.
Petra Searles levanta hacia Henrietta un rostro muy joven y surcado de lágrimas.
—¿Dolerá?
—Solo un segundo, cielo. Cierra los ojos y, cuando los abras, estarás refrescándote los pies en un riachuelo.
Petra pronuncia sus últimas palabras:
—Eso suena bien.
Cierra los ojos; Henrietta hace lo mismo. El fuego las alcanza. Están ahí y, un segundo después… ya no están.
Cox sigue cerca, al otro lado de la Cúpula, y las cámaras continúan rodando desde la seguridad de su emplazamiento, en el solar del mercadillo. En Estados Unidos todo el mundo lo está viendo con una fascinación horrorizada. Los comentaristas se han quedado mudos de asombro y lo único que se oye es el fuego, que tiene mucho que decir.
Cox todavía ve por un momento la larga serpiente humana, aunque las personas que la componen no son más que siluetas recortadas contra el fuego. La mayoría de ellas (igual que los expatriados de Black Ridge, que por fin van de camino a la granja y sus vehículos) se dan la mano. Después, el fuego hierve contra la barrera y acaba con ellos. Como para compensar su desaparición, la Cúpula misma se hace visible: una enorme pared calcinada que sube hacia el cielo. Contiene casi todo el calor en su interior, pero una buena cantidad sale en un fogonazo que obliga a Cox a dar media vuelta y echar a correr. Se arranca la camisa humeante a la carrera.
El fuego ha avanzado siguiendo la diagonal que ha anticipado Barbie, ha arrasado Chester’s Mills de noroeste a sudeste. Cuando se extinga, lo hará con una rapidez pasmosa. Lo que se ha llevado consigo es el oxígeno; lo que ha dejado tras de sí es metano, formaldehído, ácido hidroclórico, dióxido de carbono, monóxido de carbono y gases residuales igual de nocivos. También asfixiantes nubes de partículas de materia: casas desintegradas, árboles y, desde luego, personas.
Lo que ha dejado tras de sí es veneno.
 22


Un convoy de veintiocho exiliados y dos perros se dirigía hacia el lugar en el que la Cúpula limitaba con el TR-90, conocido por los más viejos como Canton. Iban apretados en tres furgonetas, dos coches y la ambulancia. Cuando llegaron, el día se había oscurecido y el aire era cada vez más difícil de respirar.
Barbie pisó el freno del Prius de Julia hasta el fondo y corrió hacia la Cúpula, donde un preocupado teniente coronel del ejército y media docena de soldados se adelantaron para encontrarse con él. La carrera fue corta, pero cuando llegó a la franja pintada con spray rojo estaba sin aliento. El aire bueno desaparecía como el agua en un fregadero.
—¡Los ventiladores! —gritó, jadeando, al teniente coronel—. ¡Enciendan los ventiladores!
Claire McClatchey y Joe bajaron de la furgoneta de los almacenes, ambos tambaleándose y respirando con mucho esfuerzo. La furgoneta de la compañía telefónica fue la siguiente en llegar. Ernie Calvert bajó, dio dos pasos y cayó de rodillas. Norrie y su madre intentaron ayudarlo a ponerse en pie. Las dos estaban llorando.
—Coronel Barbara, ¿qué ha sucedido? —preguntó el teniente coronel. Según la insignia de su uniforme de faena, se llamaba STRINGFELLOW—. Informe.
—¡A la mierda su informe! —gritó Rommie. Llevaba en brazos a un niño semiinconsciente (Aidan Appleton). Thurse Marshall llegó tropezando tras él. Rodeaba con un brazo a Alice, que tenía toda la camiseta salpicada de purpurina pegada al cuerpo; la parte de delante estaba vomitada—. ¡A la mierda su informe, encienda esos ventiladores de una vez!
Stringfellow dio la orden y los refugiados se arrodillaron con las manos apoyadas en la Cúpula, inspirando con avidez la leve brisa de aire limpio que los enormes ventiladores conseguían hacer pasar a través de la barrera.
Detrás de ellos, el fuego arreciaba.
 
 
 SUPERVIVIENTES


 
 
 1


Solo trescientos noventa y siete de los dos mil habitantes de Chester’s Mills han sobrevivido al fuego, la mayoría de ellos en el cuadrante nordeste del pueblo. Cuando caiga la noche y la sucia oscuridad del interior de la Cúpula sea absoluta, serán ciento seis.
El sábado por la mañana, cuando el sol sale y su débil brillo se filtra por la única parte de la Cúpula que no ha quedado carbonizada y completamente negra, la población de Chester’s Mills es de solo treinta y dos personas.
 2


Ollie cerró de golpe la puerta del sótano de las patatas antes de bajar corriendo la escalera. También accionó el interruptor que encendía las luces, sin saber si todavía funcionarían. Sí funcionaban. Mientras bajaba a trompicones al sótano del establo (allí hacía frío, aunque eso pronto cambiaría; ya podía sentir el calor que empezaba a empujar detrás de él), Ollie recordó el día, hacía cuatro años, en que los empleados de Ives Electric, de Castle Rock, se acercaron al establo para descargar el nuevo generador Honda.
«Más vale que este carísimo hijo de perra funcione bien —había dicho Alden mascando una brizna de hierba—, porque me he empeñado hasta las cejas para poder comprarlo».
Había funcionado bien, y seguía haciéndolo, pero Ollie sabía que no duraría mucho más. El fuego se lo llevaría consigo igual que se había llevado todo lo demás. Le sorprendería que le quedara más de un minuto de luz.
Puede que dentro de un minuto ni siquiera esté vivo.
En el centro del sucio suelo de cemento estaba la calibradora de patatas, un enredo de correas, cadenas y engranajes que tenía aspecto de antiguo instrumento de tortura. Más allá había una montaña de papas. Había sido un buen otoño para las patatas, y los Dinsmore habían acabado de cosecharlas apenas tres días antes de que cayera la Cúpula. En un año normal y corriente, Alden y sus chicos las habrían calibrado durante todo noviembre para venderlas en el mercado de cooperativas de productores de Castle Rock y en varios puestos de carretera en Motton, Harlow y Tarker’s Mills. Ese año las papas no darían dinero, pero Ollie pensó que a lo mejor le salvaban la vida.
Corrió hasta el pie del montón y se detuvo a examinar las dos botellas. El indicador de la que había encontrado en la casa decía que estaba a mitad de su capacidad, pero la aguja de la del garaje señalaba hasta bien arriba del sector verde. Ollie dejó caer al suelo de cemento la que estaba medio llena y conectó la mascarilla a la del garaje. Lo había hecho muchísimas veces cuando el abuelito Tom aún vivía, y no tardó más que unos segundos.
Justo cuando volvía a colgarse la mascarilla alrededor del cuello, las luces se apagaron.
El aire estaba cada vez más caliente. El chico se arrodilló y empezó a abrirse paso entre la fría mole de patatas empujándose con los pies, protegiendo la alargada botella con su cuerpo y arrastrándola bajo él con una mano. Con la otra realizaba extrañas brazadas de natación.
Entonces oyó que las patatas caían en avalancha por encima de él y, presa del pánico, luchó por contener el impulso de retroceder. Era como quedar enterrado vivo, y lo cierto es que, aunque no dejaba de repetirse que si no se enterraba vivo moriría sin remedio, no le servía de mucho. Boqueaba para respirar, tosía, tenía la sensación de inhalar tanta tierra de las patatas como aire. Se puso la mascarilla de oxígeno sobre el rostro y… nada.
Toqueteó la válvula de la botella durante lo que le pareció una eternidad, el corazón le latía con fuerza en el pecho, como un animal en una jaula. Unas flores rojas empezaron a abrirse tras sus ojos, en la oscuridad. El frío peso vegetal lo aplastaba. Estaba loco por intentar aquello, tan loco como lo estuvo su hermano Rory al disparar un tiro contra la Cúpula, e iba a pagar el precio. Iba a morir.
Por fin sus dedos encontraron la válvula. Al principio no había forma de hacerla girar, y entonces se dio cuenta de que estaba intentando girarla en la dirección equivocada. Después cambió la dirección de sus dedos y una bendita corriente de aire limpio inundó la mascarilla.
Ollie permaneció tumbado bajo las patatas, respirando entrecortadamente. Se removió un poco cuando el fuego hizo saltar la puerta de lo alto de la escalera; por un momento llegó a ver el lecho de tierra en el que yacía. La temperatura iba en aumento y él se preguntó si la botella medio llena que había dejado atrás explotaría. También se preguntó cuánto tiempo había conseguido ganar gracias a esa botella llena, y si había valido la pena.
Pero eso era cosa de su cerebro. Su cuerpo respondía a un único imperativo, y era mantenerse con vida. Ollie empezó a enterrarse más hondo en la montaña de patatas, arrastrando consigo la botella de oxígeno, recolocándose la mascarilla en la cara cada vez que se le torcía.
 3


Si los corredores de Las Vegas hubieran hecho apuestas sobre quiénes tenían más probabilidades de sobrevivir a la catástrofe del día de Visita, en el caso de Sam Verdreaux habrían sido de mil contra uno. Sin embargo, cosas más improbables se han visto (es lo que sigue atrayendo a la gente a las mesas de juego) y Sam era la figura que Julia había visto avanzar penosamente por Black Ridge Road poco antes de que los expatriados corrieran hacia los vehículos que estaban en la granja.
Sam «el Desharrapado», el Hombre del Calor Enlatado, había sobrevivido por la misma razón que Ollie: tenía oxígeno.
Cuatro años antes había ido a ver al doctor Haskell (el Mago, ya sabes quién es). Cuando Sam le dijo que últimamente tenía la sensación de quedarse sin aliento, el doctor Haskell auscultó al viejo borrachuzo y le preguntó cuánto fumaba.
«Bueno —había dicho Sam—, antes solía acabarme cuatro paquetes al día, cuando trabajaba n’el bosque, pero ahora que tengo la invalidez y estoy con la seguridad social, he recortado unos cuantos».
El doctor Haskell le preguntó qué significaba eso en términos de consumo real. Sam dijo que suponía que había bajado a dos paquetes diarios. American Eagles.
«Antes fumaba Chesterfoggies, pero ahora solo los venden con filtro —explicó—. Además, son caros. Los Iggles son baratos y puedes quitarles el filtro antes d’encenderlos. Es facilísimo». Y se puso a toser.
El doctor Haskell no encontró cáncer de pulmón (una sorpresa, en cierto modo), pero los rayos X parecían mostrar un buen caso de enfisema, así que le dijo a Sam que seguramente tendría que hacer uso del oxígeno durante el resto de su vida. Era un diagnóstico erróneo, pero no había que ser demasiado duro con el hombre. Como dicen los entendidos, la explicación más sencilla suele ser siempre la correcta. Además, uno siempre tiende a ver aquello que está buscando, ¿no es así? Y aunque el doctor Haskell había tenido lo que podría considerarse una muerte de película, nadie, ni siquiera Rusty Everett, lo tomó jamás por Gregory House. Lo que Sam padecía en realidad era bronquitis, y mejoró poco después de que el Mago le diera su diagnóstico.
Para entonces, sin embargo, Sam ya estaba inscrito en Castles in the Air (una empresa con sede en Castle Rock, por supuesto) para recibir una entrega semanal de oxígeno, y nunca llegó a cancelar el servicio. ¿Por qué habría de hacerlo? Igual que su medicamento para la hipertensión, el oxígeno lo cubría aquello que él llamaba EL SEGURO. Sam no acababa de entender qué era eso de EL SEGURO, pero sí comprendía que no tenía que pagar nada de su bolsillo por el oxígeno. También descubrió que unas inhalaciones de oxígeno puro conseguían, a su manera, animar un poco al cuerpo.
A veces, no obstante, pasaban semanas sin que a Sam se le ocurriera visitar la pequeña choza destartalada en la que él pensaba como «el bar del oxígeno». Después, cuando los tipos de Castles in the Air se presentaban para llevarse las botellas vacías (algo en lo que a veces se mostraban bastante poco eficientes), Sam se iba a su bar del oxígeno, abría las válvulas, dejaba las botellas secas, las apilaba en la vieja carretilla roja de su hijo y las arrastraba hasta el camión de un vivo color azul con burbujas pintadas.
Si todavía hubiese vivido en la Little Bitch Road, donde se encontraba el antiguo hogar Verdreaux, Sam habría acabado chamuscado como una patata frita (lo que le pasó a Marta Edmunds) pocos minutos después de la explosión inicial. Pero la vieja casa y la parcela de bosque que antaño la rodeaba le habían sido expropiadas hacía mucho por no pagar los impuestos (y, en 2008, una de las muchas empresas tapadera de Jim Rennie había vuelto a comprarlas… a precio de saldo). Sin embargo, su hermana pequeña tenía una parcela de tierra no muy grande en God Creek, y allí era donde estaba viviendo Sam el día en que el mundo voló por los aires. La cabaña no era gran cosa, y él tenía que hacer sus necesidades en un excusado exterior (la única agua corriente que había la suministraba una vieja bomba de mano que había en la cocina), pero como hay cielo que los impuestos se pagaban. De eso se encargaba su hermana… y él tenía EL SEGURO.
Sam no estaba orgulloso de su papel como instigador de los disturbios del Food City. Había compartido muchos lingotazos y muchas cervezas con el padre de Georgia Roux a lo largo de los años y se sentía mal por haberle dado en la cara con una piedra a la hija de aquel hombre. No hacía más que pensar en el sonido que produjo aquel pedazo de cuarzo al impactar, y en cómo se había desencajado la mandíbula rota de Georgia, que pareció el muñeco de un ventrílocuo con la boca reventada. ¡Podría haberla matado, por Dios bendito! Seguramente era un milagro que no lo hubiera hecho… aunque no es que la chica hubiese durado mucho más. Y luego pensó algo más triste todavía: si él la hubiera dejado en paz, no habría acabado en el hospital. Y si no hubiera estado en el hospital, seguramente seguiría con vida.
Visto así, sí que la había matado.
La explosión de la emisora de radio hizo que despertara de un sueño de embriaguez y se sentara en la cama de un salto, aferrándose el pecho y mirando en derredor como un poseso. La ventana que había sobre su cama había volado por los aires. De hecho, todas las ventanas habían estallado, y la explosión había arrancado de sus bisagras la puerta principal de la cabaña, que daba al oeste.
Sam salió andando por encima de la puerta y se quedó paralizado en su patio delantero, que estaba lleno de malas hierbas y neumáticos, con la mirada fija en el oeste, donde el mundo entero parecía estar en llamas.
 4


En el refugio nuclear, bajo el emplazamiento que antes había ocupado el ayuntamiento, el generador —pequeño, anticuado y, de pronto, lo único que separaba a los ocupantes del sótano del más allá— funcionaba con normalidad. Las luces de emergencia proyectaban un brillo amarillento desde las esquinas de la sala principal. Carter estaba sentado en la única silla que había, Big Jim ocupaba casi todo el viejo sofá de dos plazas mientras comía sardinas en lata. Las sacaba de una en una con sus rechonchos dedos y las colocaba sobre crackers Saltine.
Los dos hombres tenían poco que decirse; el televisor portátil que Carter había encontrado criando polvo en la habitación de las literas acaparaba toda su atención. Solo recibían un canal (el WMTW, de Poland Spring), pero con uno bastaba. Y sobraba, la verdad; era difícil asimilar aquella devastación. El centro del pueblo había quedado destruido. Las fotografías de satélite mostraban que el bosque de los alrededores de Chester Pond había quedado reducido a escombros, y el gentío del día de Visita, en la 119, no era más que polvo flotando en un viento agónico. La Cúpula se había hecho visible hasta una altura de seis mil metros: un interminable muro carcelario recubierto de hollín que encerraba un pueblo entero, el setenta por ciento del cual había quedado abrasado.
No mucho después de la explosión, la temperatura en el sótano había empezado a subir claramente. Big Jim le dijo a Carter que encendiera el aire acondicionado.
—¿El generador podrá con ello? —preguntó Carter.
—Si no puede, nos freiremos —contestó Big Jim de mal humor—. ¿Qué diferencia hay?
No me contestes de esa manera, pensó Carter. No me contestes así, cuando eres tú el que ha provocado todo esto. El responsable de todo.
Se levantó para buscar la unidad de aire acondicionado y, al hacerlo, otra idea le cruzó por la cabeza: esas sardinas apestaban. Se preguntó qué diría el jefe si le soltaba que lo que se estaba metiendo en la boca olía a coño viejo muerto.
Pero Big Jim le había llamado «hijo» y lo había dicho de corazón, así que Carter mantuvo la boca cerrada. Además, al encender el aire acondicionado se puso en marcha a la primera. El sonido del generador, sin embargo, se volvió algo más grave, como si cargase con más peso de la cuenta. Engulliría más deprisa sus existencias de propano líquido.
No importa, tiene razón, tenemos que encenderlo, se dijo Carter al ver las incesantes escenas de devastación en la tele. La mayoría procedían de satélites o aviones de reconocimiento que volaban a mucha altura. En los niveles más bajos, casi toda la Cúpula se había vuelto opaca.
Excepto, según descubrieron Big Jim y él, en el extremo nororiental del pueblo. A eso de las tres en punto de la tarde, la cobertura televisiva se trasladó hasta allí, y de pronto las imágenes de vídeo procedían del otro lado de un bullicioso puesto de avanzada que el ejército había montado en el bosque.
«Aquí Jake Tapper desde el TR-90, un núcleo urbano sin municipio que queda al norte de Chester’s Mills. Esto es todo lo que nos permiten acercarnos, pero, como pueden ver, ha habido supervivientes. Repito, ha habido supervivientes».
—Hay supervivientes aquí mismo, tonto del culo —dijo Carter.
—Cállate —replicó Big Jim. La sangre afluía a sus gruesos carrillos y le cruzaba la frente en una línea ondulada. Los ojos se le salían de las órbitas, tenía los puños apretados—. Ese es Barbara. ¡Es ese hijo de fruta de Dale Barbara!
Carter lo vio entre otras personas. Las imágenes estaban tomadas con una cámara de teleobjetivo bastante potente, lo cual las hacían muy temblorosas (era como estar viendo a un grupo de gente a través de la calima del calor), pero aun así se distinguían con claridad. Barbara. La reverenda respondona. El médico hippy. Un montón de críos. Esa Everett.
Esa puta nos mintió desde el principio, pensó Big Jim. Nos mintió y el estúpido de Carter la creyó.
«El estruendo que oyen no son helicópteros —estaba diciendo Jake Tapper—. Si pudiéramos retroceder un poco…».
La cámara retrocedió y encuadró una hilera de ventiladores enormes sobre plataformas rodantes, cada uno de ellos conectado a su propio generador. Al ver toda esa potencia a tan pocos kilómetros de distancia, a Carter se le removieron las tripas de envidia.
«Ya lo ven —prosiguió Tapper—. No son helicópteros, sino ventiladores industriales. Ahora… si podemos volver a enfocar a los supervivientes…».
La cámara lo hizo. Estaban arrodillados o sentados junto a la Cúpula, directamente delante de los ventiladores. Carter veía cómo la brisa les movía el pelo. No es que ondeara, pero estaba claro que se movía. Cual algas en una tranquila corriente submarina.
—Ahí está Julia Shumway —soltó Big Jim con asombro—. Tendría que haber matado a esa mala púa cuando tuve ocasión de hacerlo.
Carter no le prestó atención. Tenía la mirada clavada en el televisor.
«La potencia unida de cuatro docenas de ventiladores deberían bastar para tirar a esa gente al suelo, Charlie —dijo Jake Tapper—, pero desde aquí parece que no les llegue más que el aire que necesitan para mantenerse vivos en una atmósfera que se ha convertido en una sopa ponzoñosa de dióxido de carbono, metano y Dios sabe qué más. Nuestros expertos nos dicen que la limitada provisión de oxígeno de Chester’s Mills se ha agotado alimentando el fuego. Uno de esos expertos, el profesor de Química Donald Irving, de Princeton, me ha comentado por teléfono móvil que ahora mismo el aire del interior de la Cúpula puede no ser demasiado diferente a la atmósfera de Venus».
La imagen saltó a un Charlie Gibson de aspecto preocupado, a salvo en Nueva York. (Capullo con suerte, pensó Carter).
«¿Algún indicio sobre lo que puede haber originado el fuego?».
De vuelta a Jake Tapper… y luego a los supervivientes en su pequeña cápsula de aire respirable.
«Ninguno, Charlie. Ha sido una explosión, eso está claro, pero no tenemos más declaraciones por parte del ejército, y nada de Chester’s Mills. Algunas de las personas que veis en la pantalla deben de tener teléfono, pero, si se están comunicando con alguien, solo es con el coronel James Cox, que se ha presentado aquí hace unos cuarenta y cinco minutos e inmediatamente ha entablado conversación con los supervivientes. Mientras la cámara recoge esta lúgubre escena desde nuestra alejada posición, dejadme que dé a los preocupados telespectadores de Estados Unidos, y de todo el mundo, los nombres de las personas que se encuentran ahora junto a la Cúpula y que han podido ser identificadas. Me parece que tenéis imágenes de algunos de ellos, y quizá podéis mostrarlas en pantalla mientras repaso la lista. Creo que está por orden alfabético, pero no me toméis al pie de la letra».
«No te preocupes, Jake. Sí que tenemos algunas fotografías, pero ve despacio».
«El coronel Dale Barbara, antes teniente Barbara, Ejército de Estados Unidos. —En pantalla apareció una fotografía de Barbie con ropa de camuflaje para el desierto. Rodeaba con el brazo a un sonriente niño iraquí—. Veterano condecorado y, más recientemente, cocinero de cafetería en un establecimiento del pueblo.
»Angelina Buffalino… ¿Tenemos alguna fotografía de ella?… ¿No?… Está bien.
»Romeo Burpee, dueño de los almacenes de la localidad».
Sí había foto de Rommie. En ella aparecía de pie junto a una barbacoa de jardín, con su mujer, y vestía una camiseta que decía: BÉSAME, SOY FRANCÉS.
«Ernest Calvert, su hija Joan y la hija de Joan, Eleanor Calvert».
Esa fotografía parecía tomada en una reunión familiar; había Calvert por todas partes. Norrie, que estaba adusta y guapa a la vez, llevaba su tabla de skate bajo el brazo.
«Alva Drake… su hijo Benjamin Drake…».
—Apaga eso —gruñó Big Jim.
—Al menos ellos están al aire libre —dijo Carter con añoranza— y no encerrados en un agujero. Me siento como el puto Sadam Husayn cuando pretendía huir.
«Eric Everett, su mujer, Linda, y sus dos hijas…».
«¡Otra familia!», comentó Charlie Gibson en un tono de aprobación que resultaba casi mormonesco. Big Jim ya había tenido bastante; se levantó y apagó el televisor con un brusco golpe de muñeca. Todavía sostenía la lata de sardinas en la mano y al hacer ese gesto se derramó parte del aceite en los pantalones.
Esa mancha no se irá nunca, pensó Carter, pero no lo dijo.
Yo estaba viendo el programa, pensó Carter, pero no lo dijo.
—La mujer del periódico —refunfuñó Big Jim mientras volvía a sentarse. Los cojines sisearon al aplastarse bajo su peso—. Siempre ha estado en mi contra. Se las sabe todas, Carter. Se las sabe todas, la muy puñetera. Tráeme otra lata de sardinas, ¿quieres?
Ve tú a buscártela, pensó Carter, pero no lo dijo. Se levantó y le trajo otra lata de sardinas.
En lugar de comentar la asociación olfativa que había establecido entre las sardinas y los órganos sexuales de mujeres muertas, formuló la que parecía la pregunta más lógica:
—¿Qué vamos a hacer, jefe?
Big Jim sacó el abridor del fondo de la lata, lo insertó en la anilla, enrolló la tapa y dejó al descubierto un escuadrón fresco de pescado muerto. Su grasa brillaba bajo el resplandor de las luces de emergencia.
—Esperar a que el aire se despeje, después subir ahí arriba y empezar a recoger los pedazos, hijo. —Suspiró, colocó una sardina chorreante de grasa sobre una Saltine y se lo comió. Sobre sus labios quedaron migas de galleta salada atrapadas en cuentas de aceite—. Es lo que hace siempre la gente como nosotros. La gente responsable. Los que tiran del carro.
—¿Y si el aire no se despeja? En la tele han dicho…
—¡Ay, madre, el cielo se nos cae encima, ay, madre, el cielo se nos cae! —declamó Big Jim en un extraño (y extrañamente inquietante) falsete—. Llevan años diciéndolo, ¿verdad? Los científicos y los liberales, los defensores de las causas perdidas. ¡La Tercera Guerra Mundial! ¡Los reactores nucleares se funden y llegan al centro de la Tierra! ¡El efecto 2000 colapsa los ordenadores! ¡Es el fin de la capa de ozono! ¡Los casquetes de hielo se derriten! ¡Huracanes asesinos! ¡Calentamiento global!… ¡Basura de ateos enclenques a quienes no les da la gana confiar en la voluntad de un Dios que nos ama y nos cuida! ¡Que se niegan a creer que existe un Dios que nos ama y nos cuida!
Big Jim señaló al joven con un dedo grasiento pero categórico.
—Contrariamente a lo que creen los humanistas seculares, el cielo no se nos está cayendo encima. No pueden evitar ese ramalazo cobarde que les trepa por la espalda, hijo… «El culpable huye cuando nadie lo persigue», Levítico, ya sabes… Pero eso no cambia en nada la verdad de Dios: los que creen en él no se hastiarán, volarán con alas como las águilas… Libro de Isaías. Lo de ahí fuera es básicamente neblina. Solo tardará un rato en despejar.
Sin embargo, dos horas más tarde, justo pasadas las cuatro de la tarde del viernes, un estridente piiip piiip piiip llegó desde el cubículo que contenía el sistema de alimentación del refugio nuclear.
—¿Qué es eso? —preguntó Carter.
Big Jim, desplomado en el sofá con los ojos medio cerrados (y grasa de sardina en los carrillos), se irguió y aguzó el oído.
—El purificador de aire —dijo—. Algo así como un ambientador de iones muy grande. Tenemos uno en el concesionario, abajo, en la tienda. Un buen aparato. No solo mantiene el aire agradable y limpio, también evita esas descargas de electricidad estática que suelen producirse cuando hace frí…
—Si el aire del pueblo se está despejando, ¿por qué se ha encendido el purificador?
—¿Por qué no subes arriba, Carter? Abre la puerta solo un poco para ver cómo va todo. ¿Así te quedarás más tranquilo?
Carter no sabía si se quedaría más tranquilo o no, pero sí sabía que quedarse allí dentro sentado estaba consiguiendo que se sintiera como una ardilla. Subió la escalera.
En cuanto desapareció, Big Jim se puso en pie y caminó hasta la cajonera instalada entre los fogones y la pequeña nevera. Para ser un hombre tan grande, se movía con una velocidad y un sigilo sorprendentes. Encontró lo que estaba buscando en el tercer cajón. Miró por encima del hombro para asegurarse de que seguía solo y entonces se sirvió.
En la puerta de lo alto de la escalera, Carter se encontró frente a un cartel que no auguraba nada bueno:
 ¿HAY QUE COMPROBAR LA LECTURA DE RADIACIÓN?
¡¡¡PIENSE!!!

 
Carter pensó. Y la conclusión a la que llegó fue que Big Jim seguramente no sabía una puta mierda sobre si el aire se estaba despejando o no. Esos tipos alineados delante de los ventiladores eran la prueba de que el intercambio de aire entre Chester’s Mills y el mundo exterior era prácticamente nulo.
Aun así, comprobarlo no haría ningún daño.
Al principio la puerta no quería moverse. El pánico, atizado por la vaga idea de que estaba enterrado vivo, le ayudó a empujar con más fuerza. Esta vez el batiente se movió un poco. Oyó ladrillos que caían y madera que chirriaba. Quizá consiguiera abrirla algo más, pero no tenía motivo para intentarlo. El aire que había entrado por ese resquicio de un centímetro no era ni mucho menos aire, sino algo que olía como el interior de un tubo de escape cuando el motor al que va conectado está en marcha. No necesitaba ningún aparatejo moderno para saber que dos o tres minutos en el exterior del refugio lo matarían.
La cuestión era: ¿qué le diría a Rennie?
Nada, sugirió la fría voz del superviviente que llevaba dentro. Oír algo así solo lo pondrá peor. Será más difícil tratar con él.
¿Y eso qué quería decir exactamente? ¿Qué importaba, si en cuanto el generador se quedase sin combustible iban a morir en el refugio nuclear? Si ese era el caso, ¿qué importaba nada?
Volvió a bajar la escalera. Big Jim estaba sentado en el sofá.
—Bueno, ¿y?
—Bastante mal —dijo Carter.
—Pero se puede respirar, ¿verdad?
—Bueno, sí, aunque nos dejaría hechos polvo. Más vale esperar, jefe.
—Por supuesto que más vale esperar —replicó Big Jim, como si Carter hubiese propuesto otra cosa. Como si Carter fuese el mayor idiota del universo—. Pero estaremos bien, eso es lo que importa. Dios cuidará de nosotros. Siempre lo hace. Mientras tanto, aquí abajo el aire es bueno, no hace demasiado calor y tenemos un montón de comida. ¿Por qué no miras qué dulces hay, hijo? Chocolatinas y esa clase de cosas. Todavía tengo un poco de hambre.
Yo no soy tu hijo, tu hijo está muerto, pensó Carter… pero no lo dijo. Entró en la habitación de las literas para ver si había alguna chocolatina en las estanterías de allí dentro.
 5


A eso de las diez de la noche, Barbie concilió un sueño inquieto mientras dormía abrazado al cuerpo de Julia. Junior Rennie revoloteaba en sus sueños: Junior de pie ante la celda del calabozo. Junior con su arma. Esta vez no se produciría ningún rescate, porque fuera el aire se había vuelto veneno y todo el mundo estaba muerto.
Los sueños por fin lo abandonaron y lo dejaron dormir más profundamente, con la cabeza (la suya y también la de Julia) de cara a la Cúpula y el aire limpio que se filtraba por ella. Bastaba para seguir vivo pero no para respirar con normalidad.
Algo lo despertó a eso de las dos de la madrugada. Miró a través de la mugre de la Cúpula hacia las luces amortiguadas del campamento del ejército que había al otro lado. Entonces volvió a oír el ruido. Era una tos grave, ronca y desesperada.
Una linterna se encendió un instante a su derecha. Barbie se levantó haciendo el menor ruido posible, ya que no quería despertar a Julia, y caminó hacia la luz pasando por encima de otros que dormían tumbados en la hierba. La mayoría se habían quedado en ropa interior. Tres metros más allá, los centinelas estaban arrebujados en trencas y llevaban guantes, pero allí dentro hacía más calor que nunca.
Rusty y Ginny estaban arrodillados junto a Ernie Calvert. Rusty tenía un estetoscopio colgado del cuello y una mascarilla de oxígeno en la mano. Estaba conectada a una pequeña botella roja en la que se leía AMBULANCIA HCR NO EXTRAER REPONER SIEMPRE. Norrie y su madre miraban con angustia, abrazadas.
—Siento que te haya despertado —dijo Joanie—. Está mal.
—¿Muy mal? —preguntó Barbie.
Rusty sacudió la cabeza.
—No lo sé. Parece una bronquitis o un catarro fuerte, pero no lo es, por supuesto. Es por culpa de la mala calidad del aire. Le he dado un poco de oxígeno de la ambulancia y durante un rato le ha ido bien, pero ahora… —Se encogió de hombros—. Y no me gusta cómo suena su corazón. Ha sufrido muchísimo estrés y ya no es un hombre joven.
—¿No queda más oxígeno? —preguntó Barbie. Señaló la botella roja, tan parecida a esos extintores que la gente tiene en los armarios utilitarios de la cocina y que siempre se olvidan de recargar—. ¿Eso es todo?
Thurse Marshall se unió a ellos. Bajo el haz de luz de la linterna, se lo veía sombrío y cansado.
—Hay otra más, pero habíamos acordado… Rusty, Ginny y yo… reservarla para los niños pequeños. Aidan también ha empezado a toser. Lo he acercado todo lo que he podido a la Cúpula y a los ventiladores, pero sigue tosiendo. Empezaremos a darles el aire que queda a Aidan, Alice, Judy y Janelle en inhalaciones racionadas cuando despierten. A lo mejor si los oficiales trajeran más ventiladores…
—Por mucho aire limpio que traigan —dijo Ginny—, se filtra muy poco. Y por mucho que nos acerquemos a la Cúpula, seguimos respirando esta porquería. Además, los que peor lo están pasando son justamente quienes era de esperar.
—Los mayores y los más pequeños —añadió Barbie.
—Vuelve a acostarte, Barbie —dijo Rusty—. Ahorra energías. Aquí no puedes hacer nada.
—¿Y tú?
—A lo mejor sí. En la ambulancia también hay descongestionador nasal. Y epinefrina, si llegamos a necesitarla.
Barbie regresó arrastrándose a lo largo de la Cúpula con la cabeza vuelta hacia los ventiladores (lo hacían todos, sin siquiera pensarlo) y quedó consternado al ver lo cansado que se sentía cuando llegó junto a Julia. El corazón le palpitaba con fuerza, estaba sin aliento.
Julia se había despertado.
—¿Está muy mal?
—No lo sé —admitió Barbie—, pero no presagia nada bueno. Le han administrado oxígeno de la ambulancia y no ha despertado.
—¡Oxígeno! ¿Hay más? ¿Cuánto queda?
Él se lo explicó y lamentó ver cómo se extinguía el brillo de sus ojos.
Le aferró la mano. Sus dedos estaban sudados pero fríos.
—Es como si estuviéramos atrapados en una mina que se ha venido abajo.
Se habían sentado y estaban uno frente a otro, los hombros apoyados contra la Cúpula. Una ligerísima brisa suspiraba entre ambos. El rumor constante de los ventiladores Air Max se había convertido en un sonido de fondo; elevaban las voces para poder oírse, pero por lo demás ya ni se daban cuenta de ese ruido.
Nos daríamos cuenta si dejara de sonar, pensó Barbie. Durante algunos minutos, al menos. Después ya no notaríamos nada, nunca más.
Julia esbozó una sonrisa lánguida.
—Deja de preocuparte por mí, si es eso lo que haces. Para ser una republicana de mediana edad que no logra recobrar el aliento, estoy bien. Al menos he conseguido echar un último polvo. Bueno, agradable y como Dios manda.
Barbie le devolvió la sonrisa.
—El placer ha sido mío, créeme.
—¿Qué me dices del rayo nuclear que van a probar el domingo? ¿Tú qué crees?
—No creo nada. Solo espero.
—Y ¿cuánta esperanza tienes?
Barbie no quería decirle la verdad, pero la verdad era lo que merecía.
—Basándome en todo lo que ha sucedido y en lo poco que sabemos sobre las criaturas que controlan la caja, no demasiada.
—Dime que no te has rendido.
—Eso sí puedo hacerlo. Ni siquiera estoy tan asustado como seguramente debería. Creo que es porque… es algo insidioso. Incluso me he acostumbrado a este hedor.
—¿De verdad?
Se echó a reír.
—No. ¿Y tú? ¿Estás asustada?
—Sí, pero sobre todo estoy triste. Así es como se acaba el mundo, no con una explosión sino con un jadeo. —Volvió a toser; se tapó la boca con un puño.
Barbie oyó a otros que hacían lo mismo. Uno debía de ser el pequeño que ahora era de Thurston Marshall. Él respirará algo mejor por la mañana, pensó, y luego recordó cómo lo había expresado Thurston: «Aire en inhalaciones racionadas». Esa no era forma de respirar para un niño.
No era forma de respirar para nadie.
Julia escupió en la hierba y luego volvió a mirarlo.
—Es increíble que nos hayamos hecho esto a nosotros mismos. Las cosas que controlan la caja… los cabeza de cuero… preparan las circunstancias, pero yo creo que no son más que una panda de niños contemplándonos y pasándolo bien. Disfrutando del equivalente de un videojuego, quizá. Ellos están fuera. Nosotros estamos dentro y nos hemos hecho esto a nosotros mismos.
—Ya tienes suficientes problemas sin torturarte también con eso —dijo Barbie—. Si hay alguien responsable de esto, es Rennie. Él fue quien montó el laboratorio de drogas, y quien empezó a llevarse el propano de todos los almacenes del pueblo. También fue él quien envió allí a unos cuantos hombres y provocó algún tipo de confrontación, estoy convencido.
—Pero ¿quién lo eligió? —preguntó Julia—. ¿Quién le dio el poder para hacer todo eso?
—Tú no. Tu periódico hizo campaña en su contra. ¿O me equivoco?
—Tienes razón —contestó ella—, pero solo durante los últimos ocho años, más o menos. Al principio, el Democrat (yo, en otras palabras) pensaba que Rennie era el no va más. Cuando descubrí quién era en realidad, ya estaba atrincherado. Y tenía al pobre idiota sonriente de Andy Sanders al frente para crear distracciones.
—Aun así, no puedes culparte…
—Puedo y lo hago. Si hubiera sabido que ese hijo de puta incompetente y belicoso iba a terminar al mando en una crisis auténtica, podría haber… habría… lo habría ahogado como a un gatito en un saco.
Barbie se echó a reír, después tuvo un ataque de tos.
—Cada vez pareces menos republican… —empezó a decir, y se interrumpió.
—¿Qué? —preguntó ella, y entonces también lo oyó. Algo hacía ruido y chirriaba en la oscuridad. Se acercaba, y entonces vieron una figura que arrastraba los pies y tiraba de un cochecito de niño.
—¿Quién hay ahí? —exclamó Dougie Twitchell.
Cuando el recién llegado que arrastraba los pies respondió, su voz sonó algo amortiguada. La razón resultó ser la mascarilla de oxígeno que llevaba.
—Vaya, gracias a Dios —dijo Sam «el Desharrapado»—. Me he echado una siestecilla en el borde de la carretera y pensaba que me quedaría sin aire antes de llegar. Pero aquí estoy. Justo a tiempo, además, porque esto está casi agotado.
 6


El campamento del ejército en la 119, en Motton, era un lugar triste la madrugada de ese sábado. Solo quedaban tres docenas de militares y un Chinook. Una docena de hombres estaban cargando las grandes tiendas y unos cuantos ventiladores Air Max de refuerzo que Cox había encargado para el lado sur de la Cúpula cuando informaron de la explosión. Los ventiladores no habían llegado a usarse. Cuando los recibieron ya no quedaba nadie para agradecer el escaso aire que podían introducir por la barrera. El fuego se extinguió a eso de las seis de la tarde, asfixiado por la falta de combustible y de oxígeno, pero en el lado de Chester’s Mills había muerto todo el mundo.
La tienda de asistencia médica estaba siendo desmontada y enrollada por una docena de hombres. A los que no estaban ocupados en esa labor los habían enviado a hacer el más antiguo de los trabajos militares: patrullar la zona. Era un trabajo rutinario, pero a nadie de la patrulla «recogeporquería» le importaba. Nada podía hacerles olvidar la pesadilla que habían visto la tarde anterior, pero recoger envoltorios, latas, botellas y colillas de cigarrillo ayudaba un poco. Pronto llegaría el alba y el gran Chinook se pondría en marcha. Ellos subirían a bordo y se marcharían a otra parte. Los miembros de ese variopinto equipo estaban más que impacientes.
Uno de ellos era el soldado de primera Clint Ames, de Hickory Grove, Carolina del Sur. Llevaba una gran bolsa de basura verde en una mano y se movía despacio entre la hierba pisoteada, recogiendo algún que otro cartel olvidado y latas de Coca-Cola aplastadas para que si aquel capullo del sargento Groh miraba en su dirección le pareciera que trabajaba. Prácticamente estaba dormido de pie, y al principio creyó que los golpes que oía (sonaban como unos nudillos contra un grueso plato de Pyrex) formaban parte de un sueño. No podía ser de otra forma, porque parecían provenir del otro lado de la Cúpula.
Bostezó y se estiró, apoyando una mano en la parte baja de la espalda. Mientras estaba así, los golpes se oyeron de nuevo. Sí que procedían del otro lado de la ennegrecida pared de la Cúpula.
Después, una voz. Débil e incorpórea, como la voz de un fantasma. Se le pusieron los pelos de punta.
—¿Hay alguien ahí? ¿Alguien me oye? Por favor… me muero.
Cielos, ¿no conocía él esa voz? Parecía la de… Ames tiró la bolsa de basura, corrió hacia la Cúpula y puso las manos sobre su superficie negra y aún caliente.
—¡Chico de las vacas! ¿Eres tú?
Estoy loco, pensó. No puede ser. Nadie podría haber sobrevivido a esa tormenta de fuego.
—¡AMES! —rugió el sargento Groh—. ¿Qué cojones está haciendo ahí?
Estaba a punto de volverse cuando oyó de nuevo la voz del otro lado de la barrera calcinada.
—Soy yo. No… —Se oyeron una serie de toses y gemidos irregulares—. No te vayas. Si estás ahí, soldado Ames, no te vayas.
Entonces apareció una mano. Era tan fantasmal como la voz, y los dedos dejaron una mancha en el hollín. Restregaba con la mano el interior de la Cúpula para dejar un hueco limpio. Un momento después apareció un rostro. Al principio, Ames no reconoció al chico de las vacas. Después se dio cuenta de que llevaba puesta una mascarilla de oxígeno.
—Casi no tengo aire —gimió el chico—. La aguja está en el rojo. Lleva así… media hora ya.
Ames miró los ojos angustiados del chico de las vacas, y el chico de las vacas le devolvió la mirada. Un único imperativo nació entonces en la mente de Ames: no podía dejar morir al chico de las vacas. No, después de todo a lo que había sobrevivido… a pesar de que le resultaba imposible imaginar cómo había logrado seguir con vida.
—Chico, escúchame. Arrodíllate ahí y…
—¡Ames, capullo inútil! —bramó el sargento Groh, acercándose con grandes zancadas—. ¡Deje de tomarme el pelo y póngase a trabajar! ¡Hoy tengo cero paciencia para sus chorradas de mierda!
El soldado de primera Ames no le hizo caso. Estaba completamente concentrado en la cara que parecía mirarlo desde detrás de una mugrienta pared de cristal.
—¡Déjate caer y aparta la porquería del fondo! Hazlo ya, chico, ¡ahora mismo!
El rostro cayó y se perdió de vista, dejando a Ames con la esperanza de que el chico de las vacas estuviera haciendo lo que le había dicho, y no que simplemente se hubiera desmayado.
La mano del sargento Groh cayó sobre su hombro.
—¿Está sordo? Le he dicho…
—¡Traiga los ventiladores, sargento! ¡Tenemos que traer los ventiladores!
—Pero ¿qué está diciend…?
—¡Ahí hay alguien vivo! —gritó Ames a la cara del aterrorizado sargento Groh.
 7


En la carretilla roja de Sam «el Desharrapado» quedaba una única botella de oxígeno cuando llegó al campo de refugiados que había junto a la Cúpula, y la aguja del indicador estaba justo por encima del cero. El hombre no puso objeción cuando Rusty le quitó la mascarilla y se la colocó a Ernie Calvert sobre la boca; se limitó a arrastrarse hasta la Cúpula, al lado de donde Barbie y Julia estaban sentados. Allí, el recién llegado se puso a gatas e inspiró profundamente. Horace, el corgi, que estaba junto a Julia, lo miró con interés.
Sam rodó hasta quedar tumbado de espaldas.
—No es mucho, pero es mejor que lo que tenía. El final de las botellas nunca sabe igual de bien que el principio.
Después, increíblemente, encendió un cigarrillo.
—Apaga eso, ¿estás loco? —dijo Julia.
—Me moría por uno —repuso Sam, inhalando con placer—. No se puede fumar cerca del oxígeno, ¿sabes? Lo más probable es que vueles por los aires. Aunque hay gente que lo hace.
—Déjalo tranquilo —dijo Rommie—. No será mucho peor que esta mierda que estamos respirando. Por lo que sabemos, la nicotina y el alquitrán podrían estar protegiéndole los pulmones.
Rusty se acercó y se sentó.
—Esa botella está vacía —dijo—, pero Ernie le ha sacado unas cuantas inhalaciones. Ahora parece descansar más tranquilo. Gracias, Sam.
Sam le quitó importancia con un gesto de la mano.
—Mi aire es tu aire, doc. O al menos lo era. Dime, ¿no se puede fabricar más con algún cacharro de la ambulancia? Los tipos que me traen las botellas… que me traían, al menos, antes de que este saco de mierda se esparciera delante del ventilador… podían fabricar más allí mismo, en su camión. Tenían un comosellama, una bomba o algo así.
—Un extractor de oxígeno —dijo Rusty—, y tienes razón, en la ambulancia hay uno. Por desgracia, está estropeado. —Enseñó los dientes, un gesto que pasó por una sonrisa—. Lleva estropeado desde hace tres meses.
—Cuatro —dijo Twitch, que también se acercó. Miraba el cigarrillo de Sam—. Supongo que no tendrás más de esos, ¿verdad?
—Ni se te ocurra —dijo Ginny.
—¿Te da miedo que contamine este paraíso tropical de los fumadores pasivos, cielo? —preguntó Twitch, pero cuando Sam «el Desharrapado» le acercó su maltrecho paquete de American Eagles, Twitch dijo que no con la cabeza.
Rusty comentó:
—Yo mismo entregué la solicitud para reponer el extractor de oxígeno a la junta del hospital. Me dijeron que se habían quedado sin presupuesto, pero que a lo mejor podía conseguir un poco de ayuda en el pueblo. Así que envié la petición a la junta de concejales.
—A Rennie —dijo Piper Libby.
—A Rennie —confirmó Rusty—. Me contestaron con una carta tipo, diciendo que mi solicitud sería estudiada en la reunión presupuestaria de noviembre. Así que supongo que ya veremos entonces. —Agitó las manos hacia el cielo y se echó a reír.
Más gente se reunía a su alrededor, mirando a Sam con curiosidad y a su cigarrillo con horror.
—¿Cómo has llegado hasta aquí, Sam? —preguntó Barbie.
Sam estaba encantado de contar su historia. Empezó explicando cómo, de resultas del diagnóstico de enfisema, había acabado recibiendo entregas regulares de oxígeno gracias a EL SEGURO, y cómo a veces se le acumulaban las botellas llenas. Les dijo que había oído la explosión y les explicó lo que había visto al salir de la cabaña.
—Sabía lo que iba a suceder en cuanto vi lo grande que era —dijo. Su público incluía ahora a los militares del otro lado. Cox, vestido en calzoncillos y una camiseta interior caqui, estaba entre ellos—. Ya había visto incendios malos otras veces, cuando trabajaba en el bosque. Un par de veces tuvimos que soltarlo todo y ponernos a correr para escapar, y, si alguno de esos viejos camiones de International Harvester que teníamos en aquella época se hubiera quedado atascado, no lo habríamos conseguido. Los incendios de las copas son los peores, porque crean su propio viento. Enseguida he visto que iba a pasar lo mismo con este. Ha estallado algo cosa mala de grande. ¿Qué ha sido?
—Propano —dijo Rose.
Sam se acarició la barbilla, cubierta por un rastrojo de barba blanca.
—Sí, señor. Pero no todo era propano. Había también productos químicos, porque algunas de esas llamas eran verdes.
»Si hubiera venido hacia donde yo estaba, estaría acabado. Y vosotros, gente. Pero se fue para el sur. Por la forma del terreno o algo que ver con eso, no me extrañaría. Y también el cauce del río. En fin, sabía lo que iba a pasar y he sacado las botellas del bar del oxígeno…
—¿Del qué? —preguntó Barbie.
Sam dio una última calada a su cigarrillo y luego lo apagó en la tierra.
—Ah, es el nombre que le he puesto a la cabaña donde tengo las botellas. En fin, tenía cinco llenas…
—¡Cinco! —Thurston Marshall casi gimió.
—Sí, señor —dijo Sam con alegría—, pero no habría podido arrastrar cinco. Me hago mayor, ¿sabe?
—¿No podría haber buscado un coche o un camión? —preguntó Lissa Jamieson.
—Señora, perdí el carnet de conducir hace siete años. O quizá ocho. Demasiadas multas por conducir borracho. Si me pillan otra vez al volante de cualquier cosa más grande que un kart, me encierran y tiran la llave.
Barbie pensó en comentar el error fundamental de ese razonamiento, pero ¿por qué quedarse sin aliento hablando, cuando el aliento era algo tan difícil de conseguir?
—En fin, cuatro botellas en esa carretilla roja pensé que sí podría arrastrarlas, y no había caminado ni cuatrocientos metros cuando tuve que echar mano de la primera. No había más remedio, ¿no lo veis?
Jackie Wettington preguntó:
—¿Sabía que estábamos aquí?
—No, señora. Era terreno elevado, nada más, y sabía que el aire enlatado no me duraría para siempre. No sabía nada de vosotros, igual que no sabía nada de esos ventiladores. No tenía ningún otro sitio adonde ir.
—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó Pete Freeman—. No debe de haber ni cinco kilómetros entre God Creek y esto.
—Bueno, eso es algo curioso —dijo Sam—. Iba por la carretera, ya sabes, por Black Ridge Road, y crucé el puente sin problemas… chupando todavía de la primera botella, aunque empezaba a hacer un calor de mil demonios, y… ¡caray! ¿Visteis ese oso muerto? ¿El que parecía que se había aplastado los sesos él solo contra un poste de teléfonos?
—Lo vimos, sí —contestó Rusty—. Déjame adivinar. Un poco más allá del oso, empezaste a sentirte atontado y te desmayaste.
—¿Cómo lo sabes?
—Vinimos por ahí —dijo Rusty—; hay alguna clase de fuerza activa en ese sitio. Parece que afecta más a los niños y a los viejos.
—Yo no soy tan viejo —protestó Sam en tono ofendido—. Solo es que las canas me salieron pronto, como a mi madre.
—¿Cuánto tiempo estuviste inconsciente? —preguntó Barbie.
—Bueno, no llevo reloj, pero cuando por fin me puse en marcha otra vez ya estaba oscuro, así que ha sido un buen rato. Me desperté un momento porque casi no podía respirar, cambié la botella por una llena y me volví a dormir. Una locura, ¿eh? ¡Y qué sueños he tenido! ¡Como un circo de tres pistas! La última vez que me he despertado ya ha sido de verdad. Estaba oscuro y he buscado otra botella. Cambiarla no ha sido nada difícil, porque no estaba oscuro del todo. Tendría que haber estado… tendría que haber estado más oscuro que el culo de un gato, con todo ese hollín que el fuego ha pegado en la Cúpula, pero hay un trecho brillante allá abajo, donde estaba tumbado. De día no se ve, pero por la noche es como si hubiera un millón de luciérnagas.
—El cinturón de luz, así lo llamamos nosotros —dijo Joe.
Norrie, Benny y él estaban muy juntos. Benny se tapaba la boca con la mano para toser.
—Buen nombre —dijo Sam con agrado—. En fin, yo sabía que aquí arriba había alguien, porque por entonces ya se oían esos ventiladores y se veían luces. —Hizo un gesto con la cabeza en dirección al campamento del otro lado de la Cúpula—. No sabía si conseguiría llegar antes de quedarme sin aire… esa colina es una cabrona y me he chupado las otras dos como si nada… pero he llegado.
Miró a Cox con curiosidad.
—Eh, coronel Klink, le veo el aliento. Será mejor que se ponga un abrigo o que se venga aquí, que hace calorcito. —Soltó unas carcajadas, enseñando los pocos dientes que quedaban.
—Me llamo Cox, no Klink, y estoy bien.
Julia preguntó:
—¿Qué has soñado, Sam?
—Es curioso que me lo preguntes —dijo el hombre—, porque solo me acuerdo de uno de todos esos sueños, y salías tú. Estabas echada en el quiosco de la música de la plaza del pueblo, y llorabas.
Julia apretó con fuerza la mano de Barbie, pero sus ojos no se apartaron de la cara de Sam.
—¿Cómo sabes que era yo?
—Porque estabas cubierta de periódicos —dijo Sam—. Ejemplares del Democrat. Los apretabas contra ti como si debajo fueras desnuda, perdona, pero me has preguntado. ¿No es el sueño más raro que has oído nunca?
El walkie-talkie de Cox produjo tres pitidos: breico breico breico. Lo sacó de su cinturón.
—¿Qué pasa? Habla deprisa, aquí estoy ocupado.
Todos oyeron la voz que respondió:
—Tenemos un superviviente en el lado sur, coronel. Repito: ¡tenemos un superviviente!
 8


Cuando salió el sol la mañana del 28 de octubre, «sobrevivir» era todo lo que el último miembro de la familia Dinsmore podía afirmar que hacía. Ollie estaba echado con el cuerpo apretado contra la parte inferior de la Cúpula, boqueando para conseguir respirar el escaso aire de los grandes ventiladores del otro lado y seguir con vida.
Limpiar suficiente superficie de la Cúpula de su lado antes de que se le acabara el oxígeno de la botella había sido una carrera contrarreloj. Era la que había dejado en el suelo cuando se había enterrado bajo las patatas. Recordaba haberse preguntado si explotaría. No lo había hecho, y eso había sido algo muy bueno para Oliver H. Dinsmore. De haber explotado, yacería muerto bajo un túmulo funerario de patatas rojas y blancas.
Se arrodilló en su lado de la Cúpula para apartar terrones de porquería negra, consciente de que parte de ese engrudo era todo lo que quedaba de algunos seres humanos. Era imposible no pensarlo cuando no dejaba de clavarse astillas de hueso. Ollie estaba seguro de que, sin los ánimos constantes del soldado Ames, se habría rendido. Pero Ames no estaba dispuesto a abandonar, no hacía más que gritarle que cavara, maldita sea, cava y aparta toda esa mierda, chico de las vacas, tienes que hacerlo para que los ventiladores funcionen.
Ollie creía que no se había rendido porque Ames no sabía su nombre. Había tenido que aguantar que los niños del colegio le llamaran «recogemierda» y «ordeñatetas», pero le reventaba tener que morir oyendo como un paleto de Carolina del Sur lo llamaba «chico de las vacas».
Los ventiladores se pusieron en marcha con estruendo y Ollie sintió las primeras leves ráfagas de aire en su piel escaldada. Se quitó la mascarilla de la cara y apretó la boca y la nariz directamente contra la mugrienta superficie de la Cúpula. Después, sin dejar de boquear y de sacar el hollín con la tos, siguió rascando la capa de restos carbonizados. Veía a Ames al otro lado, a cuatro patas y con la cabeza inclinada como si intentara mirar al interior de una ratonera.
—¡Eso es! —gritaba—. Tenemos dos ventiladores más y los están trayendo. ¡No te me rindas, chico de las vacas! ¡No abandones!
—Ollie —dijo sin aliento.
—¿Qué?
—… llamo… Ollie. No me llames… chico de las vacas.
—Te llamaré Ollie hasta el día del Juicio Final, pero tú sigue despejando un buen trozo para que esos ventiladores sirvan de algo.
De alguna forma, los pulmones de Ollie consiguieron inspirar suficiente aire del que se filtraba a través de la Cúpula para mantenerlo con vida y consciente. Vio cómo el mundo se iluminaba a través de ese agujero en el hollín, y la luz también le ayudó, aunque le dolía en el corazón ver el brillo rosado del alba emborronado por la capa de porquería que seguía cubriendo su lado de la Cúpula. La luz era buena, porque allí dentro todo estaba oscuro y chamuscado, duro y silencioso.
Intentaron relevar a Ames a las cinco de la madrugada, pero Ollie gritó pidiendo que se quedara, y Ames se negó a marcharse. Quien fuera que estaba al mando cedió. Poco a poco, deteniéndose para apretar la boca contra la Cúpula e inspirar más aire, Ollie explicó cómo había sobrevivido.
—Sabía que tendría que esperar a que el fuego se extinguiera —dijo—, así que tuve mucho cuidado con el oxígeno. El abuelito Tom me explicó una vez que una botella podía durarle toda la noche si estaba dormido, así que me quedé allí muy quieto. Durante un buen rato no tuve que gastar nada, porque había aire bajo las patatas y podía respirar.
Apretó los labios contra la superficie y percibió el sabor del hollín pensando que podían ser los restos de una persona que había estado viva veinticuatro horas antes, y no le importó. Inspiró con avidez y tosió porquería negruzca hasta que pudo proseguir.
—Debajo de las patatas al principio hacía frío, pero después empezó a hacer calor, y luego me achicharraba. Pensé que me cocería vivo. El establo se estaba incendiando justo por encima de mi cabeza. Todo estaba en llamas, pero el calor era tanto y había llegado tan rápido que no duró mucho, y quizá fue eso lo que me salvó. No lo sé. Me quedé ahí hasta que la primera botella se quedó vacía. Entonces tuve que salir. Tenía miedo de que la otra hubiera explotado, pero no. Aunque supongo que estuvo a punto.
Ames asintió. Ollie succionó más aire a través de la Cúpula. Era como intentar respirar a través de un trapo grueso y muy sucio.
—Y la escalera. Si hubiera sido de madera en lugar de hormigón, no podría haber salido. Al principio ni siquiera lo intenté. Solo me arrastré otra vez bajo las papas, porque hacía muchísimo calor. Las que estaban en la parte de fuera de la pila se asaron, las olía. Después empezó a resultarme difícil conseguir aire, y así supe que la segunda botella se me acababa también.
Se detuvo a causa de un ataque de tos. Cuando volvió a recuperarse, siguió.
—En el fondo, yo solo quería oír otra vez una voz humana antes de morirme. Me alegro de que hayas sido tú, soldado Ames.
—Me llamo Clint, Ollie. Y tú no te vas a morir.
Pero los ojos que miraban a través del sucio agujero del fondo de la Cúpula como si miraran por la ventanilla de cristal de un ataúd parecían conocer otra verdad, más auténtica.
 9


La segunda vez que sonó el timbre, Carter supo lo que era, aunque lo había despertado de un sueño sin ensoñaciones. Porque parte de él no volvería a dormir de verdad hasta que todo aquello hubiera pasado o hasta que estuviese muerto. Suponía que eso era el instinto de supervivencia: un vigilante insomne en el fondo del cerebro.
La segunda vez fue a eso de las siete y media de la mañana del sábado. Lo sabía porque su reloj era de los que se encendían si apretabas un botón. Las luces de emergencia se habían apagado durante la noche y el refugio nuclear estaba completamente a oscuras.
Se sentó y sintió que algo le daba un golpe en la nuca. Supuso que sería el mango de la linterna que había usado esa noche. La buscó a tientas y la encendió. Estaba sentado en el suelo. Big Jim estaba tumbado en el sofá. Era Big Jim quien le había dado un golpe con la linterna.
Por supuesto, él se queda con el sofá, pensó Carter con rencor. Él es el jefe, ¿verdad?
—Venga, hijo —dijo Big Jim—. Date toda la prisa que puedas.
¿Por qué tengo que ir yo?, pensó Carter… pero no lo dijo. Tenía que ir él porque el jefe era viejo, el jefe estaba gordo y el jefe padecía del corazón. Y porque el jefe era el jefe, por supuesto. James Rennie, Emperador de Chester’s Mills.
El emperador de los coches usados, eso es lo que eres, pensó Carter. Y apestas a sudor y a aceite de sardinas.
—Venga. —Una voz irritada. Y asustada—. ¿A qué esperas?
Carter se levantó, el haz de luz rebotó en las estanterías repletas del refugio (¡cuántas latas de sardinas!), y caminó hacia la habitación de las literas. Allí dentro todavía había una luz de emergencia encendida, pero parpadeaba, casi se había apagado. Y el timbre sonaba más fuerte, era un gemido constante: AAAAAAAAAAAA. El gemido de una muerte próxima.
Nunca saldremos de aquí, pensó Carter.
Iluminó con la linterna la trampilla de delante del generador, que seguía produciendo ese molesto pitido monótono que, por alguna razón, le hacía pensar en el jefe cuando soltaba sus discursitos. A lo mejor el significado de ambos ruidos se reducía al mismo estúpido imperativo: «Dame, dame, dame de comer. Dame propano, dame sardinas, dame sin plomo para mi Hummer. Dame de comer. De todas formas moriré, y después también tú morirás, pero ¿a quién le importa? ¿A quién le importa una puta mierda? Dame, dame, dame de comer».
Dentro del compartimiento de almacenaje del suelo ya solo quedaban seis bombonas de propano. Cuando cambiara la que estaba casi vacía, quedarían solo cinco. Cinco bombonas de mierda, no mucho mayores que las de Blue Rhino, entre ellos y la muerte por asfixia cuando el purificador de aire dejara de funcionar.
Carter sacó una bombona, pero la dejó junto al generador. No tenía ninguna intención de cambiarla hasta que no quedara nada de propano, por muy molesto que fuera ese AAAAAA. No. Que no. Como solían decir del café de Maxwell House: era bueno hasta la última gota.
Sin embargo, estaba claro que ese timbre lo sacaba a uno de quicio. Carter supuso que podía buscar la alarma y silenciarla, pero entonces ¿cómo sabrían cuándo se estaba quedando seco el generador?
Como un par de ratas atrapadas en un cubo volcado, eso es lo que somos.
Hizo números mentalmente. Quedaban seis bombonas, cada una de ellas con una duración de unas once horas. Pero si apagaban el aire acondicionado, alargarían a doce o incluso trece horas por bombona. Mejor ser cautos y contar con doce. Doce por seis era… vamos a ver…
El AAAAAA hacía que la multiplicación fuera más difícil de lo que debería haber sido, pero al final lo consiguió. Setenta y dos horas entre ellos y una espantosa muerte por asfixia allí abajo, a oscuras. Y ¿por qué estaban a oscuras? Porque nadie se había molestado en cambiar las baterías de las luces de emergencia, por eso. Seguramente hacía veinte años o más que no las cambiaban. El jefe se había dedicado a «recortar gastos». Y ¿por qué había solo siete raquíticas bombonas de mierda en el almacén, cuando en la WCIK había un alijo de tropecientos litros esperando para estallar? Porque al jefe le gustaba tenerlo todo justo donde quería.
Allí sentado, escuchando el AAAAAA, Carter recordó uno de los dichos de su padre: «Esconde un penique y pierde un dólar». Ese era Rennie, de la cabeza a los pies. Rennie, el Emperador de los Coches Usados. Rennie, el pez gordo de la política. Rennie, el señor de la droga. ¿Cuánto había sacado con su operación de estupefacientes? ¿Un millón de dólares? ¿Dos? ¿Acaso importaba?
Seguramente nunca se lo habría gastado, pensó Carter, y ahora sí que no se lo gastará, joder. Aquí abajo no hay nada en qué gastárselo. Tiene todas las sardinas que es capaz de comer, y son gratis.
—¿Carter? —La voz de Big Jim llegó flotando en la oscuridad—. ¿Vas a cambiar esa bombona o vas a quedarte ahí a escuchar cómo pita?
Carter abrió la boca para vociferar que iban a esperar, que cada minuto contaba, pero justo entonces se acabó el AAAAAA. Y también el quiiip quiiip quiiip del purificador de aire.
—¿Carter?
—Estoy en ello, jefe. —Con la linterna bien sujeta bajo la axila, Carter sacó la bombona vacía, colocó la llena sobre una plataforma metálica lo bastante grande como para soportar un depósito diez veces mayor y la conectó.
Cada minuto contaba… ¿o no? ¿Por qué iba a contar, si al final llegarían a la misma asfixiante conclusión?
Sin embargo, el vigilante de la supervivencia que llevaba dentro pensaba que aquella era una pregunta de mierda. El vigilante de la supervivencia pensaba que setenta y dos horas eran setenta y dos horas, y que cada minuto de esas setenta y dos horas contaba. Porque ¿quién sabía lo que podía pasar? Puede que al final los militares lograran descubrir cómo abrir una brecha en la Cúpula. Puede que incluso desapareciera sola y se marchara tan repentina e inexplicablemente como había llegado.
—¿Carter? ¿Qué estás haciendo ahí dentro? Mi dichosa madre podría moverse más deprisa, ¡y está muerta!
—Ya casi estoy.
Se aseguró de haberla conectado bien y puso el pulgar sobre el botón de encendido (pensando que, si la batería de arranque era tan vieja como las baterías que habían alimentado las luces de emergencia, tendrían problemas de verdad). Entonces se detuvo.
Serían setenta y dos horas si estaban los dos. Pero si estuviera él solo, podría alargarlas a noventa, o puede que incluso a cien si apagaba el purificador hasta que el aire se volviera irrespirable. Le había mencionado la idea a Big Jim, pero él la vetó de plano. «Tengo problemas de corazón», le recordó. «Cuanto más irrespirable sea el aire, más probabilidades hay de que me dé guerra».
—¿Carter? —Con ímpetu y exigencia. Una voz que penetraba en el oído igual que el olor de las sardinas del jefe se le metía en la nariz—. ¿Qué está pasando ahí dentro?
—¡Todo listo, jefe! —exclamó, y apretó el botón. El motor de arranque ronroneó y el generador se puso en marcha al instante.
Tengo que pensarlo, se dijo Carter, pero el vigilante de la supervivencia tenía otra opinión. El vigilante de la supervivencia pensaba que cada minuto perdido era un minuto malgastado.
Ha sido bueno conmigo, se dijo Carter. Me ha dado responsabilidades.
Trabajos sucios que no quería hacer él mismo, eso es lo que te ha dado. Y un agujero en la tierra para que mueras dentro. Eso también.
Carter se decidió. Sacó la Beretta de la pistolera y regresó a la sala principal. Sopesó la idea de esconderla a la espalda para que el jefe no lo supiera, pero pensó que mejor no. El hombre lo había llamado «hijo», a fin de cuentas, y tal vez incluso lo sintiera así. Merecía algo mejor que un tiro inesperado en la nuca y marchar sin estar preparado.
 10


No era de noche en el extremo nororiental del pueblo; allí la Cúpula estaba muy sucia, pero no era ni mucho menos opaca. El sol brillaba a través de ella y lo teñía todo de un rosado febril.
Norrie corrió a donde estaban Barbie y Julia. La niña tosía y seguía sin aliento, pero, aun así, corrió.
—¡A mi abuelo le está dando un ataque al corazón! —gimió, y luego cayó de rodillas, tosiendo más y boqueando.
Julia la rodeó con sus brazos y le volvió la cara hacia los estruendosos ventiladores. Barbie se arrastró hasta el grupo de exiliados que estaban junto a Ernie Calvert, Rusty Everett, Ginny Tomlinson y Dougie Twitchell.
—¡Dejadles trabajar! —espetó—. ¡Dadle un poco de aire!
—Ese es el problema —dijo Tony Guay—. Le han dado lo que quedaba… el que se suponía que iba a ser para los niños… pero…
—Epi —dijo Rusty, y Twitch le pasó una jeringuilla. Rusty se la inyectó—. Ginny, empieza con el masaje. Cuando te canses, deja que Twitch te releve. Después yo.
—Yo también quiero hacerlo —dijo Joanie. Un mar de lágrimas caía por sus mejillas, pero parecía bastante serena—. Asistí a una clase.
—Yo fui con ella —dijo Claire—. También ayudaré.
—Y yo —dijo Linda en voz baja—. Hice el curso de reanimación este verano.
Es una ciudad pequeña y todos apoyamos al equipo, pensó Barbie. Ginny (con la cara aún hinchada por sus propias heridas) empezó con el masaje cardiopulmonar. Cedió el turno a Twitch justo cuando Julia y Norrie llegaban junto a Barbie.
—¿Podrán salvarlo? —preguntó la niña.
—No lo sé —repuso Barbie. Pero sí que lo sabía; eso era lo más infernal.
Twitch relevó a Ginny. Barbie los miraba mientras las gotas de sudor que caían de la frente de Twitch oscurecían la camisa de Ernie. Unos cinco minutos después se detuvo, tosiendo entrecortadamente. Cuando Rusty quiso ocupar su lugar, Twitch sacudió la cabeza.
—Se nos ha ido. —Se volvió hacia Joanie y dijo—: Lo siento mucho, señora Calvert.
El rostro de Joanie tembló, después se arrugó. La mujer profirió un grito de pena que se convirtió en un ataque de tos. Norrie la abrazó, tosiendo también ella otra vez.
—Barbie —dijo una voz—. ¿Podemos hablar?
Era Cox, que ahora iba vestido con ropa de camuflaje marrón y llevaba una chaqueta con forro de borreguillo para protegerse del frío del otro lado. A Barbie no le gustó la expresión sombría de su rostro. Julia lo acompañó. Se inclinaron muy cerca de la Cúpula, intentando respirar despacio y con regularidad.
—Ha habido un accidente en la base de la Fuerza Aérea de Kirtland, en Nuevo México. —Cox hablaba en voz muy baja—. Estaban realizando los tests definitivos del rayo nuclear que habíamos pensado probar y… mierda.
—¿Ha explotado? —preguntó Julia, horrorizada.
—No, se ha fundido. Han muerto dos personas, y es muy probable que otra media docena mueran a causa de quemaduras y/o intoxicación por radiación. El caso es que hemos perdido el arma. Hemos perdido esa condenada arma nuclear.
—¿Se ha debido a un mal funcionamiento? —preguntó Barbie, casi esperando que lo hubiera sido, porque eso querría decir que de todas formas no habría servido de nada.
—No, coronel. Por eso he utilizado la palabra «accidente». Eso pasa cuando la gente va demasiado deprisa, y estos días todos hemos ido perdiendo el culo.
—Lo siento mucho por esos hombres —dijo Julia—. ¿Lo saben ya sus familias?
—Dada vuestra situación, es muy amable por tu parte que pienses en eso. Pronto los informarán. El accidente ha tenido lugar a la una de esta madrugada. Ya han empezado a trabajar en el Muchacho Dos. Debería estar listo dentro de tres días. Cuatro como máximo.
Barbie asintió con la cabeza.
—Gracias, señor, pero no estoy seguro de que dispongamos de tanto tiempo.
Un prolongado y débil lamento de pena (un lamento de niña) se elevó tras ellos. Cuando Barbie y Julia dieron media vuelta, el lamento se convirtió en una serie de toses ásperas y ávidas boqueadas de aire. Vieron a Linda arrodillarse junto a su hija mayor y estrecharla entre sus brazos.
—¡No puede estar muerta! —gritó Janelle—. ¡Audrey no puede estar muerta!
Pero así era. La golden retriever de los Everett había muerto durante la noche, en silencio y sin armar alboroto, con las pequeñas J durmiendo una a cada lado de ella.
 11


Cuando Carter volvió a la sala principal, el segundo concejal de Chester’s Mills estaba comiendo cereales de una caja que tenía un loro de dibujos animados en la parte de delante. Carter reconoció el mítico pájaro de numerosos desayunos de su infancia: el tucán Sam, santo patrón de los Froot Loops.
Deben de estar más rancios que la leche, pensó Carter, y experimentó un fugaz momento de lástima por el jefe. Después pensó en la diferencia entre setenta y pocas horas de aire y ochenta, o cien, y su corazón se endureció.
Big Jim sacó otro puñado de cereales de la caja, después vio la Beretta en la mano de Carter.
—Vaya —dijo.
—Lo siento, jefe.
Big Jim abrió el puño y dejó caer de nuevo los Froot Loops en cascada dentro de la caja, pero tenía la mano pegajosa y algunos aros de cereal de vivos colores se le quedaron pegados en los dedos y la palma de la mano. El sudor brillaba en su frente y goteaba desde sus amplias entradas.
—Hijo, no lo hagas.
—Tengo que hacerlo, señor Rennie. No es nada personal.
Y no lo era, decidió Carter. Ni siquiera un poco. Estaban allí atrapados, eso era todo. Y, puesto que había sucedido a consecuencia de las decisiones de Big Jim, Big Jim tendría que pagar el precio.
Rennie dejó la caja de Froot Loops en el suelo. Lo hizo con cuidado, como si le diera miedo que pudiera hacerse añicos si la trataba con brusquedad.
—Entonces, ¿qué es?
—Todo se reduce… al aire.
—Aire. Comprendo.
—Podría haber entrado aquí con el arma escondida a la espalda y haberle metido una bala en la cabeza sin más, pero no he querido hacerlo así. Quería darle tiempo para que se prepare. Porque usted me ha tratado bien.
—Entonces, no me hagas sufrir, hijo. Si no es nada personal, no me harás sufrir.
—Si se queda quieto, no sufrirá. Será rápido. Como disparar a un ciervo herido en el bosque.
—¿Podemos hablarlo?
—No, señor. Estoy decidido.
Big Jim asintió.
—Está bien, pues. ¿Puedo pronunciar antes unas palabras de oración? ¿Me concederías eso?
—Sí, señor, puede rezar si quiere. Pero que sea rápido. Esto también es difícil para mí, ¿sabe?
—Te creo. Eres un buen chico, hijo.
Carter, que no había llorado desde los catorce años, sintió un escozor en el rabillo del ojo.
—Llamarme «hijo» no le servirá de nada.
—Sí que me sirve. Y ver que estás afectado… eso también me sirve.
Big Jim arrastró su mole fuera del sofá y se arrodilló. Al hacerlo, tiró la caja de Froot Loops y soltó una risita triste.
—No ha sido una última comida muy especial, eso sí que te lo digo.
—No, seguramente no. Lo siento.
Big Jim, que ahora le daba la espalda, suspiró.
—Pero dentro de uno o dos minutos estaré comiendo rosbif a la mesa del Señor, así que no pasa nada. —Levantó un dedo rechoncho y se lo llevó a la parte alta de la nuca—. Justo aquí. En la raíz del cerebro. ¿De acuerdo?
Carter tragó lo que sentía como una enorme bola de borra seca.
—Sí, señor.
—¿Quieres caer de rodillas conmigo, hijo?
Carter, que llevaba sin rezar aún más tiempo del que llevaba sin llorar, estuvo a punto de decir que sí. Después recordó lo ladino que podía ser el jefe. Seguramente en ese momento no estaba siendo ladino, seguramente ya no estaba para eso, pero Carter había visto al hombre en acción y no pensaba arriesgarse. Dijo que no con la cabeza.
—Diga sus oraciones. Y, si quiere llegar hasta el amén del final, será mejor que no tarde mucho.
Arrodillado de espaldas a Carter, Big Jim unió sus manos sobre el asiento del sofá, que seguía hundido por el peso nada despreciable de sus posaderas.
—Querido Dios, soy tu siervo James Rennie. Supongo que voy a verte, lo quiera o no. Han alzado el cáliz a mis labios y no puedo…
Se le escapó un enorme sollozo seco.
—Apaga la luz, Carter. No quiero llorar delante de ti. No es así como debería morir un hombre.
Carter alargó la pistola hasta que casi tocó con ella la nuca de Big Jim.
—Vale, pero esa ha sido su última voluntad. —Entonces apagó la luz.
Supo que había sido un error nada más hacerlo, pero ya era demasiado tarde. Oyó al jefe moverse, y lo hizo jodidamente deprisa para ser un hombretón con problemas cardíacos. Carter disparó y, en el fogonazo del tiro, vio aparecer un agujero de bala en el arrugado cojín del sofá. Big Jim ya no estaba arrodillado delante de él, pero no podía haber ido muy lejos, por muy rápido que se moviera. Cuando Carter apretó el botón de la linterna, Big Jim se abalanzó hacia delante con el cuchillo de carnicero del cajón de al lado de los fogones del refugio, y quince centímetros de acero penetraron en el vientre de Carter Thibodeau.
El chico gritó de dolor y volvió a disparar. Big Jim sintió zumbar la bala muy cerca de su oreja, pero no retrocedió. También él tenía un vigilante de la supervivencia, uno que le había servido maravillosamente bien a lo largo de los años, y esta vez le decía que si reculaba moriría. Se puso en pie como pudo, tirando del cuchillo hacia arriba, destripando a ese chico estúpido que había pensado que podía aprovecharse de Big Jim Rennie.
Carter volvió a gritar mientras lo abría en canal. Unas perlas de sangre salpicaron la cara de Big Jim, expulsadas por lo que él fervientemente esperaba que fuera el último aliento del muchacho. Empujó a Carter hacia atrás. En el haz de la linterna, tirada en el suelo, Carter se tambaleó haciendo crujir los Froot Loops caídos y agarrándose la barriga. La sangre manaba entre sus dedos. Intentó sostenerse en las estanterías dando zarpazos y cayó de rodillas bajo una lluvia de latas de sardinas de Vigo, Snow’s Clam Fry-Ettes y sopas Campbell. Por un momento se quedó así, como si hubiera cambiado de opinión y al final hubiese decidido rezar una oración. Tenía el pelo pegado a la cara. Después, la mano le resbaló y se desplomó.
Big Jim pensó en el cuchillo, pero resultaba un esfuerzo demasiado intenso para un hombre que padecía del corazón (volvió a prometerse que iría a que se lo miraran en cuanto terminara esa crisis). Así que, recogió el arma de Carter y se acercó al muy idiota.
—¿Carter? ¿Sigues con nosotros?
Carter gimió, intentó volverse, se rindió.
—Voy a descerrajarte uno justo en la nuca, igual que habías propuesto tú. Pero antes quiero darte un último consejo. ¿Me estás escuchando?
Carter volvió a gemir. Big Jim lo tomó por un sí.
—El consejo es este: a un buen político nunca le des tiempo para rezar.
Big Jim apretó el gatillo.
 12


—¡Creo que se está muriendo! —gritó el soldado Ames—. ¡Creo que el chico se muere!
El sargento Groh se arrodilló junto a Ames e intentó mirar por la ranura sucia del fondo de la Cúpula. Ollie Dinsmore estaba tumbado de lado, con los labios casi apretados contra una superficie que podían ver gracias a la porquería que seguía pegada a ella. Con su mejor voz de sargento gritando órdenes, Groh vociferó:
—¡Eh! ¡Ollie Dinsmore! ¡Al frente!
Lentamente, el chico abrió los ojos y miró a los dos hombres que tenía a menos de treinta centímetros pero en un mundo más frío y más limpio.
—¿Qué? —murmuró.
—Nada, hijo —dijo Groh—. Vuelve a dormir.
Groh se volvió hacia Ames.
—No se lo haga en las bragas, soldado. El chico está bien.
—No está bien. ¡Solo hay que mirarlo!
Groh agarró a Ames del brazo y lo ayudó (sin descortesía) a ponerse en pie.
—No —convino en voz baja—. No está ni siquiera un poco bien, pero está vivo y duerme, y ahora mismo es lo más que podemos pedir. Así consumirá menos oxígeno. Vaya a buscar algo de comer. ¿Ha desayunado ya?
Ames dijo que no con la cabeza. Ni siquiera se le había ocurrido pensar en el desayuno.
—Quiero quedarme por si vuelve a despertarse. —Hizo una pausa, luego se lanzó—. Quiero estar aquí si muere.
—Eso no va a suceder en un buen rato —dijo Groh. No tenía ni idea de si era cierto o no—. Vaya a buscar algo al camión, aunque no sea más que una loncha de mortadela envuelta en una rebanada de pan. Tiene muy mal aspecto, soldado.
Ames sacudió la cabeza en dirección al chico que dormía sobre el suelo calcinado con la boca y la nariz ladeadas hacia la Cúpula. Su rostro estaba surcado de mugre, apenas podían ver cómo su pecho se alzaba y se hundía.
—¿Cuánto tiempo cree que le queda, sargento?
Groh sacudió la cabeza.
—Seguramente no mucho. En el grupo del otro lado ya ha muerto alguien esta mañana. A muchos de los demás no les va demasiado bien. Y allí las cosas están mejor. Más limpio. Vaya haciéndose a la idea.
Ames sintió que estaba a punto de echarse a llorar.
—El chico ha perdido a toda su familia.
—Vaya a buscar algo de comer. Yo me quedaré hasta que vuelva.
—Pero, después de eso, ¿podré quedarme?
—El chico lo quiere a usted, soldado, y le tendrá a usted. Puede quedarse hasta el final.
Groh contempló a Ames marchar a paso ligero hacia una mesa que había cerca del helicóptero, donde habían preparado algo de comida. Allí fuera eran las diez en punto de una bonita mañana de finales de otoño. El sol brillaba y terminaba de derretir una gruesa capa de escarcha. Sin embargo, a solo unos metros de distancia había un mundo burbuja en perpetua penumbra, un mundo en el que el aire era irrespirable y el tiempo había dejado de tener ningún sentido. Groh recordó el estanque del parque del pueblo en el que había crecido. Eso fue en Wilton, Connecticut. En el estanque vivían carpas doradas, unos bichos grandes y viejos. Los niños solían darles de comer. Hasta que un día uno de los encargados tuvo un accidente con un fertilizante. Adiós peces. La decena o docena de carpas acabaron flotando muertas en la superficie.
Al mirar al chico mugriento que dormía al otro lado de la Cúpula le resultaba imposible no recordar esas carpas… solo que un chico no era un pez.
Ames regresó comiendo algo que estaba claro que no le apetecía. No era un gran soldado, en opinión de Groh, pero era buen chaval y tenía buen corazón.
El soldado Ames se sentó. El sargento Groh se sentó a su lado. A eso del mediodía, recibieron un informe del lado norte de la Cúpula: otro de los supervivientes había muerto. Un niño pequeño que se llamaba Aidan Appleton. Otro niño. Groh pensó que tal vez había conocido a su madre el día antes. Esperaba estar equivocado, pero no creía que fuera así.
—¿Quién ha hecho esto? —preguntó Ames—. ¿Quién ha planeado esta mierda, sargento? ¿Y por qué?
Groh sacudió la cabeza.
—Ni idea.
—¡Es que no tiene ningún sentido! —gritó Ames. Algo más allá, Ollie se movió, le faltó el aliento y acercó una vez más su rostro dormido a la escasa brisa que atravesaba la barrera.
—No lo despierte —dijo Groh, pensando: Si nos deja mientras duerme, será mejor para todos.
 13


A eso de las dos, todos los exiliados estaban tosiendo excepto (increíble pero cierto) Sam Verdreaux, a quien parecía que el aire viciado le sentaba estupendamente, y Little Walter Bushey, que no hacía nada más que dormir y succionar la ración de leche o zumo que le daban de vez en cuando. Barbie estaba sentado contra la Cúpula, rodeando a Julia con un brazo. No muy lejos, Thurston Marshall había permanecido junto al cadáver cubierto del pequeño Aidan Appleton, muerto de una forma horriblemente repentina. Thurse, que no dejaba de toser, tenía a Alice en su regazo. La niña se había quedado dormida llorando. Seis metros más allá, Rusty estaba acurrucado con su mujer y sus hijas, que también lloraron hasta conciliar el sueño. Rusty trasladó el cadáver de Audrey a la ambulancia para que las niñas no tuvieran que verlo. Contuvo la respiración todo el rato; a solo trece metros hacia el interior de la Cúpula, el aire se volvía asfixiante, mortífero. En cuanto recuperó el aliento, supuso que tendría que hacer lo mismo con el pequeño. Audrey sería una buena compañía para él; siempre le habían gustado los niños.
Joe McClatchey se dejó caer junto a Barbie. Ahora sí que parecía un espantapájaros. Su pálido rostro estaba salpicado de acné y bajo los ojos tenía unos semicírculos de piel amoratada, con aspecto de magulladura.
—Mi madre está dormida —dijo Joe.
—Julia también —replicó Barbie—, así que no hables muy alto.
Julia abrió un ojo.
—No duermo —dijo, y enseguida volvió a cerrarlo. Tosió, se calmó y luego tosió un poco más.
—Benny está muy mal —dijo Joe—. Le está subiendo la fiebre, como al niño pequeño antes de morir. —Dudó un momento—. Mi madre también está bastante caliente. A lo mejor es solo porque aquí la temperatura es muy alta, pero… No creo que sea eso. ¿Y si muere? ¿Y si morimos todos?
—Eso no pasará —respondió Barbie—. Se les ocurrirá algo.
Joe negó con la cabeza.
—No se les ocurrirá nada. Y lo sabe. Porque están fuera. Nadie de fuera puede ayudarnos. —Miró hacia el ennegrecido erial en el que un día antes había existido un pueblo, y rió (un sonido ronco, áspero, más terrible aún porque contenía cierta diversión)—. Chester’s Mills existía como pueblo desde 1803, eso aprendíamos en el colegio. Más de doscientos años. Y en una semana ha quedado arrasado de la faz de la Tierra. Ha bastado una puta semana. ¿Qué le parece eso, coronel Barbara?
A Barbie no se le ocurrió nada que decir.
Joe se tapó la boca, tosió. Detrás de ellos, los ventiladores seguían rugiendo y rugiendo.
—Soy un chico listo. ¿Sabe? Quiero decir que no es una fanfarronada… que soy listo de verdad.
Barbie recordó la transmisión de vídeo que el niño había organizado cerca del punto de impacto del misil.
—Sin discusión, Joe.
—En una película de Spielberg sería el niño listo al que se le ocurriré la solución en el último minuto, ¿verdad?
Barbie sintió que Julia volvía a moverse. Estaba vez tenía los dos ojos abiertos y miraba a Joe muy seria.
Al niño le caían lágrimas por ambas mejillas.
—Menudo niño de Spielberg he resultado. Si esto fuera Parque Jurásico, los dinosaurios se nos comerían.
—Ojalá se cansen —dijo Julia, somnolienta.
—¿Eh? —Joe la miró parpadeando.
—Los cabeza de cuero. Los niños cabeza de cuero. Se supone que los niños siempre se cansan de sus juegos y se marchan a hacer otra cosa. O… —tosió con fuerza— o que sus padres los llaman para que vayan a casa a cenar.
—Quizá no comen —dijo Joe con pesimismo—. Quizá ni siquiera tienen padres.
—O quizá para ellos el tiempo es diferente —dijo Barbie—. Quizá en su mundo se quedan sentados alrededor de su versión de la caja y ya está. Puede que para ellos el juego solo consista en empezar. Ni siquiera podemos estar seguros de que sean niños.
Piper Libby se unió a ellos. Tenía la cara sofocada y el pelo pegado a las mejillas.
—Son niños —dijo.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Barbie.
—Lo sé y punto. —Sonrió—. Ellos son el Dios en el que dejé de creer hace unos tres años. Dios ha resultado ser una panda de niños traviesos que juegan a la X-Box Interestelar. ¿No es gracioso? —Su sonrisa se ensanchó, y luego rompió a llorar.
Julia miraba hacia la caja y su destellante luz violeta. Tenía una expresión meditabunda y algo somnolienta.
 14


Es sábado por la noche en Chester’s Mills. Esta es la noche en que solían reunirse las señoras de Eastern Star (y después de la reunión a veces iban a casa de Henrietta Clavard a beber un poco de vino y soltar sus mejores chistes verdes). Es la noche en que Peter Randolph y sus amigotes solían jugar al póquer (y también soltar sus mejores chistes verdes). La noche en que Stewart y Fern Bowie iban a veces a Lewiston a por los servicios de un par de zorras en un puticlub de Lower Lisbon Street. La noche en que el reverendo Lester Coggins solía celebrar reuniones de oración para adolescentes en una sala de la casa parroquial del Cristo Redentor, y Piper Libby organizaba bailes para adolescentes en el sótano de la Congregación. La noche en que el Dipper’s solía estar a tope hasta la una (y a eso de las doce y media la concurrencia empezaba a pedir a gritos, borracha, que tocaran su himno, «Dirty Water», una canción que todas las bandas de Boston conocían muy bien). La noche en que Howie y Brenda Perkins salían a dar un paseo por la plaza del pueblo, cogidos de la mano, saludando a las demás parejas que conocían. La noche en que se sabía que Alden Dinsmore, su mujer, Shelley, y sus dos hijos jugaban a pasarse la pelota bajo la luz de la luna llena. En Chester’s Mills (como en la mayoría de las localidades pequeñas donde todos apoyan al equipo), los sábados por la noche solían ser las mejores noches, hechas para bailar, follar y soñar.
Esta no. Esta es negra y parece interminable. El viento ha muerto. No sopla ni una triste brisa de ese aire caliente. Allí donde estaba la carretera 119 hasta que el calor de horno la fundiera, Ollie Dinsmore yace en la escoria con la cara apretada contra su agujero, aferrándose todavía a la vida con tozudez, y, solo cuarenta y seis centímetros más allá, el soldado Clint Ames continúa su paciente guardia. A algún tipo brillante se le había ocurrido la idea de iluminar al chico con un foco; Ames (apoyado por el sargento Groh, que al final no es tan ogro) ha conseguido evitarlo, arguyendo que iluminar a alguien con focos mientras duerme es lo que se hace con los terroristas, y no con un adolescente que seguramente estará muerto antes de que salga el sol. Pero Ames tiene una linterna, y de cuando en cuando enfoca al chico con ella para asegurarse de que sigue respirando. Sí que respira, pero cada vez que Ames vuelve a encender la linterna, teme que su respiración superficial se haya detenido. En realidad, parte de él ya ha empezado a desear que suceda. Parte de él ha empezado a aceptar la realidad: no importa lo ingenioso que haya resultado ser Ollie Dinsmore ni lo heroicamente que haya luchado, no tiene futuro. Ser testigo de cómo sigue peleando es terrible. No mucho antes de la medianoche, el soldado Ames se queda dormido, sentado, asiendo la linterna sin mucha fuerza con una mano.
«¿Duermes?», dicen que Jesús le preguntó a Pedro. «¿No has podido velar una hora?».
A lo cual Chef Bushey podría haber añadido: «Evangelio según san Marcos, Sanders».
Justo después de la una, Rose Twitchell despierta a Barbie zarandeándolo.
—Thurston Marshall ha muerto —dice—. Rusty y mi hermano están llevándose el cadáver a la ambulancia para que la niña no se lleve un disgusto demasiado grande cuando despierte. —Después añade—: Si es que despierta. Alice también está enferma.
—Ahora todos estamos enfermos —dice Julia—. Todos menos Sam y ese bebé atontado.
Rusty y Twitch vuelven corriendo desde el grupo de vehículos, se desploman delante de uno de los ventiladores y respiran con grandes y convulsivas inhalaciones. Twitch tiene un ataque de tos y Rusty lo empuja con tanta fuerza para acercarlo al aire que la frente de Twitch se da contra la Cúpula. Todos oyen el golpe.
Rose aún no ha terminado su inventario.
—Benny Drake también está muy mal. —Baja la voz hasta convertirla en un susurro—. Ginny dice que es probable que no aguante hasta el amanecer. Ojalá pudiéramos hacer algo.
Barbie no contesta. Tampoco Julia, que de nuevo está mirando en dirección a una caja que, a pesar de medir menos de trescientos veinticinco centímetros cuadrados y no tener ni tres centímetros de grosor, no pueden mover. Su mirada es distante, reflexiva.
Una luna rojiza sale por fin de detrás de la porquería acumulada en la pared oriental de la Cúpula y proyecta su brillo sangriento. Octubre llega a su fin, y en Chester’s Mills octubre es el mes más cruel, una mezcla de recuerdo y deseo. No hay lilas en esta tierra muerta. No hay lilas, no hay árboles, no hay hierba. La luna contempla la destrucción de abajo y poco más.
 15


Big Jim despertó en la oscuridad agarrándose el pecho. El corazón volvía a fallarle. Se lo aporreó. Justo entonces, la bombona de propano que estaba instalada llegó al punto de peligro y la alarma del generador se puso en marcha: AAAAAAAAA. «Dame de comer, dame de comer».
Big Jim dio un respingo y gritó. Su pobre y torturado corazón daba sacudidas, se saltaba latidos, brincaba y después aceleraba para recuperar el ritmo. Se sentía como un coche viejo con el carburador estropeado, igual que esas carracas que a veces aceptaba en su negocio pero que jamás vendería, las que servían para chatarra y nada más. Rennie daba boqueadas y se golpeaba el corazón. Ese ataque era tan grave como el que lo había enviado al hospital. Tal vez incluso peor.
AAAAAAAAA: el sonido de un enorme insecto horripilante (una cigarra, quizá), que estaba allí en la oscuridad, con él. ¿Quién sabía lo que podía haberse colado allí dentro mientras dormía?
Big Jim buscó la linterna a tientas. Con la otra mano se golpeaba y se frotaba el pecho alternativamente, diciéndole a su corazón que se tranquilizara, que no se comportara como un puñetero crío, que no había pasado por todo aquello para acabar muriendo en la oscuridad.
Encontró la linterna y consiguió ponerse en pie, pero tropezó con el cadáver de su difunto ayuda de campo. Volvió a gritar y cayó de rodillas. La linterna no se rompió, pero se alejó de él rodando, proyectando un haz de luz móvil sobre el último estante de la izquierda, lleno de cajas de espagueti y latas de tomate concentrado.
Big Jim fue a buscarla a gatas. Al hacerlo, los ojos abiertos de Carter Thibodeau ¡se movieron!
—¿Carter? —El sudor manaba por el rostro de Big Jim; sentía las mejillas recubiertas por una especie de grasa suave y apestosa.
Notaba la camisa pegada al cuerpo. El corazón hizo otra de esas piruetas en tirabuzón y entonces, como por un milagro, recuperó de nuevo su ritmo normal.
Bueno. No. No exactamente, pero por lo menos adoptó algo parecido a un ritmo normal.
—¿Carter? ¿Hijo? ¿Estás vivo?
Era ridículo, desde luego; Big Jim lo había destripado como a un pez en la orilla de un río y después le había metido un tiro en la nuca. Estaba más muerto que Adolf Hitler. Aun así, habría jurado que… bueno, casi lo habría jurado… que los ojos del chico…
Intentó no imaginar que Carter alargaba la mano y lo agarraba de la garganta. Se dijo que era normal sentirse un poco
(aterrorizado)

nervioso, porque, al fin y al cabo, el chico había estado a punto de matarlo. De todas maneras no podía evitar pensar que Carter se incorporaría en cualquier momento, se abalanzaría hacia delante y le hundiría sus dientes ávidos en la garganta.
Big Jim apretó los dedos bajo la mandíbula del chico. Su carne, pegajosa de sangre, estaba fría y sin pulso. Claro. Estaba muerto. Llevaba muerto doce horas o más.
—Ya estás cenando con tu Salvador, hijo —susurró Big Jim—. Rosbif con puré de patatas. Y pastel de manzana de postre.
Eso hizo que se sintiera mejor. Siguió a gatas para recoger la linterna y, aun cuando le pareció oír que algo se movía detrás de él (el susurro de una mano, tal vez, resbalando por el suelo de cemento, buscando a ciegas), no miró atrás. Tenía que alimentar el generador. Tenía que acallar ese AAAAAA.
Mientras tiraba de una de las cuatro bombonas que quedaban para sacarla del compartimiento de almacenaje del suelo, su corazón volvió a sufrir una arritmia. Se sentó junto a la trampilla abierta, boqueando e intentando conseguir que los latidos recuperaran un ritmo regular a base de toses. Y de rezos, sin darse cuenta de que esas oraciones eran básicamente una ristra de peticiones y racionalizaciones: haz que pare, nada de esto ha sido culpa mía, sácame de aquí, yo he hecho todo lo que he podido, lo dejaré todo exactamente como estaba, esos incompetentes me han defraudado, cúrame el corazón.
—Por Jesucristo nuestro Señor, amén —dijo, pero el sonido de esas palabras fue más escalofriante que consolador. Fueron como huesos repiqueteando en una tumba.
Para cuando su corazón se hubo calmado un poco, el ronco grito de cigarra de la alarma ya había callado. La bombona del generador estaba seca. De no ser por el brillo de la linterna, la sala auxiliar del refugio nuclear se habría quedado tan a oscuras como la principal; la única luz de emergencia que quedaba allí dentro había parpadeado por última vez siete horas antes. Mientras hacía lo imposible por sacar la bombona vacía y colocar otra llena en la plataforma que había junto al generador, Big Jim recuperó el vago recuerdo de haber estampado un POSPUESTO en una petición de mantenimiento del refugio que había aparecido en su despacho hacía uno o dos años. Esa petición incluía probablemente el precio de unas baterías nuevas para las luces de emergencia. Pero no podía considerarse culpable. El dinero de un presupuesto municipal era limitado y la gente siempre extendía la mano: «Dame de comer, dame de comer».
Al Timmons debería haberlas cambiado por iniciativa propia, se dijo. Por el amor de Dios, ¿es mucho pedir que tengan algo de iniciativa? ¿No forma eso parte de las atribuciones por las que cobra el personal de mantenimiento? Podría haber ido a la tienda de ese franchute de Burpee y habérselas pedido como donación, por Dios bendito. Eso es lo que habría hecho yo.
Conectó la bombona al generador. Entonces su corazón volvió a trastabillar. Su mano se sacudió y tiró la linterna al compartimiento de almacenaje, donde rebotó haciendo ruido contra una de las bombonas que quedaban. El cristal se rompió y, una vez más, Big Jim se quedó totalmente a oscuras.
—¡No! —gritó—. ¡No, maldito sea Dios, NO!
Pero Dios no respondió. El silencio y la oscuridad siguieron oprimiéndolo mientras su forzado corazón se asfixiaba y peleaba por seguir latiendo. ¡Órgano traicionero!
—No importa. Habrá otra linterna en la sala grande. Y también cerillas. Solo tengo que encontrarlas. Si Carter hubiera hecho acopio de ellas, para empezar, ahora podría encontrarlas fácilmente. —Era cierto. Había sobrestimado a ese chico. Había pensado que era prometedor, pero al final se había llevado un chasco con él. Big Jim rió, después se obligó a parar. El sonido resultaba algo espeluznante en una oscuridad tan absoluta.
No importa. Pon en marcha el generador.
Sí. Exacto. El generador era el primero de la lista. Ya comprobaría mejor la conexión cuando estuviera encendido y el purificador de aire volviera a soltar su pitidito. Para entonces habría encontrado otra linterna, a lo mejor incluso un foco Coleman. Cuando tuviera que volver a cambiar la bombona tendría un montón de luz.
—Ese es el truco —dijo—. En este mundo, si quieres que algo esté bien hecho, tienes que hacerlo tú mismo. Que se lo pregunten a Coggins. Que se lo pregunten a esa púa de Perkins. Ellos lo saben. —Se rió más aún. No podía evitarlo, le parecía graciosísimo—. Ellos lo descubrieron. No hay que incordiar a un perro grande cuando solo tienes un palito pequeño. No, señor. No-se-ñor.
Buscó a tientas el botón de encendido, lo encontró y apretó. No sucedió nada. De repente el aire de aquella sala parecía más denso que nunca.
He apretado el botón que no era, nada más.
Sabía que se engañaba, pero lo creía porque había cosas en las que había que creer. Se sopló en los dedos como quien calienta un par de dados fríos antes de tirar en una partida de crap. Después rebuscó hasta que dio con el botón.
—Dios —dijo—, soy tu siervo James Rennie. Por favor, haz que este dichoso cacharro se encienda. Te lo pido en el nombre de Tu hijo, Jesucristo.
Apretó el botón de encendido.
Nada.
Se sentó en la oscuridad con los pies colgando en el interior del compartimiento de almacenaje, intentando contener el pánico que quería descender sobre él y comérselo vivo. Tenía que pensar. Era la única forma de sobrevivir. Pero le resultaba muy difícil. Cuando estabas a oscuras, cuando el corazón amenazaba con rebelarse contra ti en cualquier momento, pensar era difícil.
Y ¿lo peor de aquello? Que todo lo que había hecho y todo por lo que había trabajado durante los últimos treinta años de su vida parecía irreal. Igual que la gente que estaba al otro lado de la Cúpula. Caminaban, hablaban, conducían coches, incluso volaban en aviones y helicópteros. Pero nada de todo eso importaba bajo la Cúpula.
Serénate. Si Dios no te ayuda, ayúdate tú mismo.
De acuerdo. Lo primero era la luz. Le bastaría hasta con una cajita de cerillas. En alguna de aquellas estanterías de la otra sala tenía que haber alguna. Se limitaría a recorrerlas con la mano (muy despacio, metódicamente) hasta que la encontrara. Y después buscaría baterías para ese puñetero motor de arranque. Tenía que haber baterías, de eso estaba seguro, porque él necesitaba el generador. Sin el generador, moriría.
Supón que consigues encenderlo otra vez. ¿Qué pasará cuando se acabe el propano?

Bueno, pero algo intercedería. Él no iba a morir ahí abajo. ¿Rosbif con Jesús? En realidad, él pasaba de esa comida. Si no podía sentarse a la cabecera de la mesa, más le valía saltársela.
Eso lo hizo reír de nuevo. Avanzó muy lentamente y con mucho cuidado de vuelta a la puerta de la sala principal. Extendió las manos por delante de sí, como si fuera ciego. Después de dar siete pasos, tocó la pared. Big Jim se movió hacia la izquierda deslizando los dedos sobre la madera y… ¡Ah! Vacío. La puerta. Bien.
La cruzó dando pasos pequeños, moviéndose ya con más seguridad a pesar de la oscuridad. Recordaba perfectamente la disposición de esa sala: estanterías a cada lado, el sofá justo delan…
Tropezó otra vez con ese puñetero chaval de las narices y cayó de bruces. Se dio con la frente en el suelo y gritó: más por la sorpresa y la indignación que por el dolor, pues había una alfombra para amortiguar el golpe. Pero, ay, Dios, tenía una mano muerta entre las piernas. Parecía tirarle de las pelotas.
Big Jim se arrodilló, se arrastró hacia delante y volvió a golpearse la cabeza, esta vez con el sofá. Profirió otro grito, después se alzó como pudo y alzó las piernas rápidamente tras de sí, como quien saca los pies del agua en cuanto se da cuenta de que está infestada de tiburones.
Se quedó tumbado en el sofá, temblando, repitiéndose que tenía que calmarse, que tenía que calmarse o de verdad le daría un ataque al corazón.
«Cuando sienta estas arritmias, tiene que concentrarse y respirar con inhalaciones largas y profundas», le había dicho el médico hippy. En aquella ocasión, a Big Jim le habían parecido chorradas new age, pero en ese momento eran su último recurso (no tenía su Verapamil), así que había que intentarlo.
Y parecía dar resultado. Después de veinte inspiraciones profundas y de otras tantas exhalaciones largas y lentas, sintió que el corazón se tranquilizaba. El sabor a cobre desapareció de su boca. Por desgracia, parecía que empezaba a sentir un peso en el pecho. Le bajaba un dolor por el brazo izquierdo. Sabía que todo eso eran los síntomas de un ataque cardíaco, pero pensó que también cabía la posibilidad de que estuviera sufriendo una indigestión a causa de todas las sardinas que se había comido. Eso era incluso más probable. Las inspiraciones largas y lentas le estaban sentando muy bien a su corazón (aunque de todas formas iría a que se lo miraran en cuanto saliera de aquel jaleo, quizá incluso cedería y dejaría que le operaran para hacerle ese bypass). El problema era el calor. El calor y lo denso que estaba el aire. Tenía que encontrar esa linterna y conseguir poner otra vez en marcha el generador. Solo un minuto más, o tal vez dos…
Allí había alguien respirando.
Sí, claro. Yo estoy respirando.
Y, aun así, estaba bastante seguro de que oía a alguien más. A más de un solo alguien. Tenía la sensación de que allí abajo había muchas personas con él. Y pensó que sabía quiénes eran.
Eso es absurdo.
Sí, pero uno de los que respiraban estaba detrás del sofá. Otro acechaba en un rincón. Y otro estaba de pie, ni a un metro de él.
No. ¡Basta ya!

Brenda Perkins estaba detrás del sofá. Lester Coggins en el rincón, con la mandíbula desencajada y colgando.
Y de pie, justo delante…
—No —dijo Big Jim—. Eso son tonterías. ¡Sandeces!
Cerró los ojos e intentó concentrarse en respirar con inspiraciones largas y lentas.
—Aquí sí que huele bien, papá —dijo Junior con voz monótona, justo delante de él—. Huele como la despensa. Y como mis amigas.
Big Jim chilló.
—Ayúdame a levantarme, hermano —dijo Carter desde donde yacía en el suelo—. Me ha hecho un tajo bastante grande. Y también me ha pegado un tiro.
—Basta ya —susurró Big Jim—. No estoy oyendo nada de esto, así que dejadlo ya. Estoy contando mis respiraciones. Estoy intentando tranquilizar mi corazón.
—Todavía tengo los documentos —dijo Brenda Perkins—. Y un montón de copias. Pronto estarán colgados de todos los postes telefónicos del pueblo, igual que colgó Julia el último número de su periódico. «Y sabed que os alcanzará vuestro pecado». Números, capítulo treinta y dos.
—¡Tú no estás aquí!
Pero entonces algo (parecía un dedo) se deslizó como un beso por su mejilla.
Big Jim volvió a chillar. El refugio nuclear estaba lleno de gente muerta que, sin embargo, respiraba ese aire cada vez más nauseabundo. Se le estaban acercando. Aún en la oscuridad, era capaz de ver sus pálidos semblantes. Veía los ojos de su hijo muerto.
Big Jim se levantó del sofá como empujado por un resorte, sacudiendo los puños en el aire negro.
—¡Marchaos! ¡Alejaos todos de mí!
Salió a la carga hacia la escalera y tropezó con el último escalón. Esta vez no había alfombra para amortiguar el golpe. La sangre le anegó los ojos. Una mano muerta le acarició la nuca.
—Tú me mataste —dijo Lester Coggins, pero su mandíbula rota hizo que sonara «uuu e aaeee».
Big Jim subió corriendo la escalera y arremetió con su considerable peso contra la puerta que había en lo alto. Se abrió con un chirrido, empujando los maderos carbonizados y los ladrillos caídos que la atascaban. La abertura bastaba para que Rennie pudiera pasar por ella.
—¡No! —gritó—. ¡No, no me toquéis! ¡Que ninguno de vosotros me toque!
En las ruinas de la sala de plenos del ayuntamiento estaba casi tan oscuro como en el refugio, pero con una diferencia: el aire era irrespirable.
Big Jim se dio cuenta de eso a la tercera inspiración. Su corazón, torturado más allá de lo soportable por esa última atrocidad, le saltó de nuevo a la garganta. Esta vez se quedó ahí atascado.
De repente sintió como si estuvieran aplastándolo desde la garganta hasta el ombligo con un peso terrible: un largo saco de arpillera lleno de piedras. Intentó regresar a la puerta como pudo, caminando como si avanzara por un lodazal. Quiso colarse por la abertura, pero esta vez se quedó atascado. De su boca abierta y su garganta cerrada empezó a salir un sonido horroroso, y ese sonido era: «AAAAAA: dame de comer dame de comer dame de comer».
Se sacudió una vez, otra, y luego una más: la mano extendida, intentando aferrarse a una última salvación.
Desde el otro lado la acariciaron. «Papáaa», canturreó una voz suave.
 16


Alguien zarandeó a Barbie y lo despertó justo antes del alba de la mañana del domingo. Volvió en sí de mala gana, tosiendo, inclinándose instintivamente hacia la Cúpula y los ventiladores de más allá. Cuando la tos por fin remitió, miró para ver quién lo había despertado. Era Julia. El pelo le colgaba lacio y sus mejillas ardían de fiebre, pero tenía la mirada clara y dijo:
—Benny Drake murió hace una hora.
—Oh, Julia. Dios. Lo siento. —Tenía la voz ronca y cascada, ya no era su voz.
—Tengo que llegar hasta la caja que genera la Cúpula —dijo—. ¿Cómo llego hasta la caja?
Barbie negó con la cabeza.
—Es imposible. Aunque pudieras hacerle algo, está en Black Ridge, a casi ochocientos metros de aquí. Ni siquiera podemos llegar a las furgonetas sin contener la respiración, y solo están a quince metros.
—Hay una forma —dijo alguien.
Se volvieron y vieron a Sam Verdreaux «el Desharrapado». Se estaba fumando el último de sus cigarrillos y los miraba con ojos sobrios. Sam estaba sobrio; completamente sobrio por primera vez en ocho años.
Repitió:
—Hay una forma. Os la puedo enseñar.
 
 
 PÓNTELO PARA IRTE A CASA, PARECERÁ QUE LLEVAS UN VESTIDO


 
 
 1


Eran las siete y media de la mañana. Todos, incluso la madre del difunto Benny Drake, con los ojos rojos, habían formado un círculo. Alva tenía un brazo sobre los hombros de Alice Appleton. No quedaba ni rastro del descaro y el valor de la niña, y cuando respiraba se oía un pitido en su diminuto pecho.
Cuando Sam acabó de hablar, hubo un momento de silencio… salvo, por supuesto, el omnipresente rugido de los ventiladores. Entonces Rusty dijo:
—Es una locura. Vas a morir.
—Y si nos quedamos aquí, ¿viviremos? —preguntó Barbie.
—¿Cómo se te ha ocurrido intentar algo así? —inquirió Linda—. Aunque la idea de Sam funcione y lo logres…
—Oh, creo que funcionará —terció Rommie.
—Claro que sí —dijo Sam—. Un tipo llamado Peter Bergeron me lo dijo, poco después del gran incendio ocurrido en Bar Harbor en el cuarenta y siete. Pete podía ser muchas cosas, pero nunca un mentiroso.
—Aunque al final resulte —dijo Linda—, ¿por qué?
—Porque hay una cosa que no hemos intentado —respondió Julia. Ahora que había tomado una decisión y que Barbie había dicho que la acompañaría, se sentía serena y tranquila—. No hemos intentado suplicar.
—Estás loca, Jules —le espetó Tony Guay—. ¿Crees que te oirán? ¿O que, si te oyen, te escucharán?
Julia se volvió hacia Rusty con semblante grave.
—Cuando tu amigo George Lathrop quemaba hormigas vivas con la lupa, ¿oíste que suplicaran?
—Las hormigas no pueden suplicar, Julia.
—Tú dijiste: «Me di cuenta de que las hormigas también tienen su vida». ¿Por qué te diste cuenta?
—Porque… —Dejó la respuesta en el aire y se encogió de hombros.
—Quizá las oíste —dijo Lissa Jamieson.
—Con el debido respeto, eso es una chorrada —dijo Pete Freeman—. Las hormigas son hormigas. No pueden suplicar.
—Pero la gente sí —replicó Julia—. ¿Y acaso no tenemos también nuestra vida?
Todos se quedaron en silencio.
—¿Qué otra cosa podríamos probar?
Detrás de ellos, intervino el coronel Cox. Se habían olvidado de él. El mundo exterior y sus habitantes les parecían irrelevantes ahora.
—Yo en su lugar lo intentaría. No quiero empujarles, pero… sí. Lo haría. ¿Barbie?
—Ya les he dicho que estoy de acuerdo —dijo Barbara—. Julia tiene razón. Es nuestra única opción.
 2


—Veamos las bolsas —dijo Sam.
Linda le dio tres bolsas de la basura de color verde. En dos de ellas había guardado la ropa para ella y Rusty y unos cuantos libros para las niñas (las camisas, los pantalones, los calcetines y la ropa interior estaba tirada detrás del pequeño grupo de supervivientes). Rommie había donado la tercera, que había utilizado para llevar dos escopetas de caza. Sam examinó las tres, encontró un agujero en la bolsa de las armas y la apartó a un lado. Las otras dos estaban intactas.
—De acuerdo —dijo—. Escuchad con atención. Utilizaremos el monovolumen de la señora Everett para acercarnos a la caja, pero antes lo necesitamos aquí. —Señaló el Honda Odyssey—. ¿Está segura de que las ventanas están cerradas? Tienen que estarlo, varias vidas dependerán de ello.
—Estaban cerradas —dijo Linda—. Habíamos encendido el aire acondicionado.
Sam miró a Rusty.
—Tiene que traerla hasta aquí, Doc, pero lo primero que tiene que hacer es apagar el aire. Entiende el motivo, ¿verdad?
—Para proteger el entorno dentro del vehículo.
—Entrará un poco de aire nocivo cuando abra la puerta, claro, pero no mucho si se da prisa. En el interior aún quedará aire sano. Aire del pueblo. Suficiente para que los ocupantes respiren tranquilamente hasta llegar a la caja. La camioneta vieja no sirve de nada, y no solo porque tenga las ventanas abiertas…
—Tuvimos que hacerlo —dijo Norrie, que miró hacia la camioneta robada de la compañía telefónica—. El aire acondicionado estaba estropeado. Lo dijo el abuelo. —Un lágrima brotó lentamente de su ojo izquierdo y abrió un surco entre la suciedad de la mejilla. Todo estaba sucio, cubierto por una capa de hollín, tan fina que casi no se veía pero que caía del cielo opaco.
—No pasa nada, cielo —le dijo Sam—. Además, esos neumáticos no valen una mierda. Basta echarles un vistazo para saber de dónde ha salido ese cacharro.
—Entonces supongo que si necesitamos otro vehículo será una camioneta —dijo Rommie—. Iré a buscarla.
Sin embargo, Sam negó con la cabeza.
—Es mejor que utilicemos el coche de la señora Shumway, los neumáticos son más pequeños y serán más fáciles de manejar. Además, son nuevos. El aire de su interior será más fresco.
Joe McClatchey sonrió de oreja a oreja.
—¡El aire de los neumáticos! ¡Tenemos que pasar el aire de los neumáticos a las bolsas de basura! ¡Serán botellas de submarinismo caseras! ¡Señor Verdreaux, es un genio!
Sam «el Desharrapado» también sonrió, mostrando los seis dientes que le quedaban.
—La idea no es mía, hijo. Es mérito de Pete Bergeron. Me contó la historia de unos hombres que se quedaron atrapados en el incendio de Bar Harbor. Sobrevivieron y se encontraban en buen estado, pero cuando las llamas se extinguieron el aire era irrespirable. De modo que lo que hicieron fue coger la rueda de un camión maderero y turnarse para inspirar aire de la válvula hasta que el viento limpió el aire exterior. Pete dijo que sabía a rayos, como un pescado muerto, pero sobrevivieron.
—¿Bastará con una rueda? —preguntó Julia.
—Quizá, pero si la rueda de recambio es uno de esos donuts de emergencia que solo sirven para recorrer treinta kilómetros por autopista, no podemos fiarnos.
—No lo es —dijo Julia—. Odio esas ruedas. Le pedí a Johnny Carver que me consiguiera una nueva, y lo hizo. —Miró hacia el pueblo—. Supongo que ahora Johnny está muerto. Al igual que Carrie.
—Es mejor que quitemos una de las del coche, por si acaso —dijo Barbie—. Llevas gato, ¿verdad?
Julia asintió.
Rommie Burpee sonrió sin demasiado humor.
—Te echo una carrera, Doc. Tu camioneta contra el híbrido de Julia.
—Yo conduciré el Prius —terció Piper—. Quédate donde estás, Rommie. Estás hecho una mierda.
—Menudo vocabulario para ser una reverenda —gruñó Rommie.
—Deberías dar gracias de que aún me sienta con fuerzas para decir palabrotas. —En realidad, la reverenda Libby no tenía pinta de que le quedaran fuerzas para nada, pero aun así Julia le dio las llaves de su coche. Ninguno de ellos parecía en condiciones para salir a tomar unas copas y mover el esqueleto, y Piper estaba en mejor forma que algunos; Claire McClatchey estaba pálida como una vela.
—De acuerdo —dijo Sam—. Tenemos otro problemilla, pero antes…
—¿Qué? —preguntó Linda—. ¿Qué otro problema?
—No te preocupes por eso ahora. Antes pongámonos en marcha. ¿Cuándo quieres intentarlo?
Rusty miró a la reverenda congregacional de Chester’s Mills. Piper asintió.
—No hay mejor momento que el presente —dijo Rusty.
 3


El resto de los habitantes del pueblo los observaba, pero no eran los únicos. Cox y casi un centenar de soldados se habían reunido en su lado de la Cúpula y miraban atentos y en silencio, como los espectadores de un partido de tenis.
Rusty y Piper hiperventilaron en la Cúpula para llenarse los pulmones de tanto oxígeno como fuera posible. Entonces echaron a correr, agarrados de la mano, hacia los vehículos. Cuando llegaron a los coches se separaron. Piper tropezó, hincó una rodilla en el suelo y se le cayeron las llaves del Prius, lo que levantó un murmullo entre los espectadores.
La reverenda recogió las llaves de la hierba y se puso en pie de nuevo. Rusty ya estaba en el Odyssey y con el motor en marcha cuando ella abrió la puerta del coche verde y entró rápidamente.
—Espero que se hayan acordado de apagar el aire acondicionado —dijo Sam.
Los vehículos giraron en un tándem casi perfecto, el Prius detrás del monovolumen, mucho mayor, como un terrier pastoreando un rebaño. Avanzaban rápidamente hacia la Cúpula, dando botes en el terreno irregular. Los exiliados estaban desperdigados delante; Alva llevaba en brazos a Alice Appleton, y Linda tenía a una de las pequeñas J bajo cada brazo; no paraban de toser.
El Prius se detuvo a menos de treinta centímetros de la barrera de suciedad, pero Rusty giró con el Odyssey y dio marcha atrás.
—Tu marido tiene un buen par de pelotas y un par de pulmones aún mejores —le dijo Sam a Linda con la mayor naturalidad.
—Es porque dejó de fumar —replicó Linda, que no oyó la risa contenida de Twitch o, al menos, fingió no oírla.
Tuviera o no buenos pulmones, Rusty no se entretuvo. Bajó, cerró la puerta de golpe y se dirigió hacia la Cúpula.
—Está chupado —dijo… y empezó a toser.
—¿El aire en el interior de la camioneta es respirable, como dijo Sam?
—Es mejor que el de aquí fuera. —Soltó una risa distraída—. Pero tiene razón sobre otra cosa: cada vez que se abren las puertas, sale aire limpio y entra un poco de aire malo. Seguramente podríais llegar hasta la caja sin el aire del neumático, pero creo que lo necesitaríais para volver.
—No conducirán ellos —dijo Sam—. Lo haré yo.
Barbie sintió que sus labios esbozaban una sonrisa, la primera que adornaba su cara desde hacía varios días.
—Creía que te habían retirado el permiso.
—No veo a ningún poli por aquí —dijo Sam, que se volvió hacia Cox—. ¿Y usted, Cap? ¿Ve a algún poli pueblerino o algún policía montado?
—Ni uno —respondió Cox.
Julia se llevó a Barbie a un lado y le preguntó:
—¿Estás seguro de que quieres hacer esto?
—Sí.
—Sabes que las posibilidades de éxito rondan entre lo imposible y lo improbable, ¿verdad?
—Sí.
—¿Se le da bien suplicar, coronel Barbara?
Aquella pregunta le hizo retroceder de nuevo al gimnasio de Faluya: Emerson le dio unas patadas tan fuertes en los huevos a uno de los prisioneros que se los retorció de un modo horrible, Hackermeyer agarró a otro de la kufiya y lo apuntó con una pistola en la cabeza. La sangre manchó la pared como siempre lo había hecho, desde los tiempos en que los hombres se peleaban a garrotazos.
—No lo sé —dijo—. Lo único que sé es que es mi turno.
 4


Rommie, Pete Freeman y Tony Guay levantaron el Prius con el gato y desmontaron una de las ruedas. Era un coche pequeño, y en circunstancias normales quizá habrían podido levantar la parte de atrás a pulso. Pero en esa situación no. Aunque el coche estaba aparcado cerca de los ventiladores, tuvieron que acercarse a la Cúpula en repetidas ocasiones para coger aire antes de finalizar la tarea. Al final, Rose sustituyó a Tony, que tosía tanto que no podía continuar.
Sin embargo, lograron sacar dos ruedas y las dejaron apoyadas contra la Cúpula.
—Por el momento va todo bien —dijo Sam—. Ahora tenemos que solucionar el problemilla del que hablaba antes. Espero que a alguien se le ocurra una idea, porque a mí no.
Todos lo miraron.
—Mi amigo Peter me dijo que esos tipos arrancaron la válvula y respiraron directamente del neumático, pero aquí eso no va a funcionar. Hay que llenar esas bolsas de la basura, y eso significa un agujero más grande. Podríamos pinchar los neumáticos, pero si no podemos meter algo en el agujero, algo parecido a una pajita, se perderá demasiado aire. Así pues… ¿qué vamos a usar? —Miró alrededor, esperanzado—. Imagino que nadie habrá traído una tienda de campaña. Una de esas que tienen varillas de aluminio huecas.
—Las niñas tienen una de juguete —dijo Linda—, pero está en casa, en el garaje. —Entonces recordó que el garaje ya no existía, ni tampoco la casa a la que estaba adosado, y se rió.
—¿Y el tubo de un bolígrafo? —preguntó Joe—. Tengo un Bic…
—No es lo bastante grande —respondió Barbie—. ¿Rusty? ¿Y en la ambulancia?
—¿Un tubo para traqueotomías? —preguntó Rusty sin demasiada convicción, y se respondió a sí mismo—. No. No es lo bastante grande.
Barbie se volvió.
—¿Coronel Cox? ¿Alguna idea?
Cox negó con la cabeza, de mala gana.
—Aquí debemos de tener mil cosas que funcionarían, pero eso no sirve de mucho.
—¡No podemos permitir que esto dé al traste con nuestro plan! —exclamó Julia. Barbie notó la frustración y un punto de pánico en su voz—. ¡A la porra las bolsas! ¡Nos llevaremos los neumáticos y respiraremos directamente de ellos!
Sam negó con la cabeza de inmediato.
—No sirve, señorita. Lo siento pero no puede ser.
Linda se agachó junto a la Cúpula, respiró hondo varias veces y aguantó la respiración. Entonces se dirigió a la parte de atrás de su Odyssey, limpió el hollín de la ventana trasera y miró en el interior.
—La bolsa aún está ahí —dijo—. Gracias a Dios.
—¿Qué bolsa? —preguntó Rusty, que la agarró de los hombros.
—La de Best Buy, con tu regalo de cumpleaños. Es el ocho de noviembre, ¿o es que lo habías olvidado?
—Pues sí. Adrede. ¿Quién quiere cumplir los cuarenta? ¿Qué es?
—Sabía que si lo metía en casa antes de que lo envolviera, lo encontrarías… —Miró a los demás, con el rostro solemne y tan sucio como un niño de la calle—. Es un cotilla, de modo que lo dejé en el coche.
—¿Qué le compraste, Linnie? —preguntó Jackie Wettington.
—Espero que sea un regalo para todos nosotros —dijo Linda.
 5


Cuando estuvieron listos, Barbie, Julia y Sam «el Desharrapado» abrazaron y besaron a todo el mundo, incluso a los niños. Los rostros de las casi dos docenas de exiliados que iban a quedarse atrás no reflejaban demasiadas esperanzas. Barbie intentó decirse a sí mismo que se debía al cansancio y a las dificultades para respirar, pero sabía que la realidad era bien distinta. Eran besos de despedida.
—Buena suerte, coronel Barbara —dijo Cox.
Barbie asintió con un leve gesto de la cabeza y se volvió hacia Rusty, que era importante de verdad, porque estaba bajo la Cúpula.
—No pierdas la esperanza y no dejes que los demás la pierdan. Si esto no funciona, cuida de ellos hasta cuando puedas y tan bien como puedas.
—Oído. Hazlo lo mejor que puedas.
Barbie señaló con la cabeza a Julia.
—Creo que depende más de ella. Y qué demonios, tal vez incluso logremos regresar aunque no salga bien.
—Estoy seguro —dijo Rusty, que pareció sincero, pero su mirada lo delató.
Barbie le dio una palmada en el hombro y luego se reunió con Sam y Julia, junto a la Cúpula, respirando profundamente el aire fresco que lograba filtrarse. Le preguntó a Sam:
—¿Estás seguro de que quieres hacer esto?
—Sí. Estoy en deuda con alguien.
—¿A qué te refieres? —preguntó Julia.
—Preferiría no decirlo. —Esbozó una pequeña sonrisa—. Sobre todo frente a la periodista del pueblo.
—¿Lista? —le preguntó Barbie a Julia.
—Sí. —Lo agarró de la mano y le dio un apretón fuerte y fugaz—. En la medida en que pueda estarlo.
 6


Rommie y Jackie Wettington se situaron junto a las puertas de atrás del monovolumen. Cuando Barbie gritó «¡Ya!», Jackie abrió las puertas y Rommie lanzó los dos neumáticos del Prius al interior. Barbie y Julia se metieron dentro inmediatamente después, y las puertas se cerraron tras ellos al cabo de una fracción de segundo. Sam Verdreaux, viejo y muy castigado por la bebida, pero aun así ágil como un felino, ya estaba al volante del Odyssey, acelerando.
El aire del interior del monovolumen apestaba como el del exterior, una mezcla de madera quemada y hedor subyacente de pintura y aguarrás, pero era mejor que lo que habían respirado junto a la Cúpula, a pesar de la ayuda de las docenas de ventiladores.
No tardará en empeorar, pensó Barbie. No puede durar mucho siendo tres aquí dentro.
Julia cogió la bolsa con los característicos colores negro y amarillo de Best Buy y le dio la vuelta. Lo que cayó fue un cilindro de plástico con las palabras PERFECT ECHO. Y debajo: 50 CD VÍRGENES. Intentó quitar el precinto de celofán pero se resistía. Barbie hurgó en el bolsillo para sacar la navaja y se le cayó el alma a los pies. No encontraba la navaja. Claro que no. Ahora no era más que un montón de escoria bajo los restos de la comisaría.
—¡Sam! ¡Por favor, dime que tienes una navaja!
Sam le lanzó una sin abrir la boca.
—Era de mi padre. La he llevado encima toda la vida y quiero que me la devuelvas.
El mango de la navaja era de una madera muy pulida por el uso, pero cuando la abrió, comprobó que la hoja estaba muy afilada. Serviría para quitar el precinto y para pinchar las ruedas.
—¡Date prisa! —gritó Sam, que pisó con más fuerza el acelerador del Odyssey—. ¡No vamos a ponernos en marcha hasta que me avises, pero dudo que el motor aguante mucho más con este aire tan sucio!
Barbie rajó el precinto y Julia lo quitó. Cuando le dio la vuelta al cilindro de plástico hacia la izquierda, cayó. Los CD vírgenes que iban a ser el regalo de cumpleaños de Rusty Everett estaban en una bobina de plástico negro. Tiro los CD al suelo de la camioneta, y agarró la bobina. Apretó los labios a causa del esfuerzo.
—Déjame intent… —dijo Barbie, pero Julia partió la bobina.
—Las chicas también son fuertes. Sobre todo cuando están muertas de miedo.
—¿Está hueco? Como no lo esté, volveremos a la casilla de salida.
Se acercó la bobina a la cara. Barbie miró por un lado y vio el ojo azul de Julia en el otro extremo.
—En marcha, Sam —dijo Barbara—. Todo listo.
—¿Estás seguro de que funcionará? —preguntó Sam a gritos, mientras metía la marcha.
—¡Y que lo digas! —respondió Barbie, porque de haber dicho «¿Cómo demonios quieres que lo sepa?» no le habría infundido ánimos a nadie. Ni siquiera a sí mismo.
 7


Los supervivientes de la Cúpula observaban en silencio mientras el monovolumen avanzaba por el camino de tierra que conducía a lo que Norrie Calvert llamaba «la caja de los destellos». El Odyssey se adentró en la neblina, se convirtió en un fantasma y desapareció.
Rusty y Linda se encontraban uno junto al otro, cada uno con una niña en brazos.
—¿Qué opinas, Rusty? —preguntó Linda.
Él respondió:
—Creo que tenemos que esperar lo mejor.
—¿Y prepararnos para lo peor?
—Eso también.
 8


Pasaban frente a la granja cuando Sam dijo: —Vamos a entrar en el manzanar. Apretaos los machos porque no pienso frenar este cabrón aunque le destroce los bajos.
—¡Adelante! —exclamó Barbie, en el momento en que una sacudida lo hizo volar por el aire aferrado a uno de los neumáticos. Julia se agarraba al otro, como una náufraga a un salvavidas. Los manzanos pasaron fugazmente. Las hojas parecían sucias, marchitas. La mayoría de la fruta había caído al suelo a causa del fuerte viento que azotó el campo tras la explosión.
Otra fuerte sacudida. Barbie y Julia volaron y cayeron juntos; ella sobre el regazo de Barbie, que no soltaba su rueda.
—¿Dónde te dieron el carnet, viejo tarado? —gritó Barbie—. ¿En Sears and Roebuck?
—¡En Walmart! —respondió el anciano a grito pelado—. ¡Todo es más barato en el mundo de Wally! —Entonces dejó de reír—. La veo. Veo a la zorra de los destellos. Es una luz púrpura brillante. Me detendré a su lado. Esperad a pinchar los neumáticos cuando hayamos parado, a menos que queráis rajarlos.
Un instante después pisó el freno hasta el fondo y detuvo el Odyssey con una sacudida que hizo que Barbie y Julia se empotraran contra el asiento trasero. Ahora sé lo que siente una bola de la máquina del millón, pensó Barbie.
—¡Conduces como un taxista de Boston! —exclamó Julia, indignada.
—Tú no olvides… —un ataque de tos le obligó a dejar la respuesta a medias— que la propina es del veinte por ciento. —Parecía que se ahogaba.
—¿Sam? —preguntó Julia—. ¿Estás bien?
—Quizá no —respondió con naturalidad—. Estoy sangrando por algún lado. Podría ser la garganta, pero parece algo más profundo. Creo que se me ha desgarrado un pulmón. —Volvió a toser.
—¿Qué podemos hacer?
Sam logró controlar el ataque de tos.
—Apagar ese puto trasto para que podamos salir de aquí. No me quedan cigarrillos.
 9


—Ahora me toca a mí —dijo Julia—. Solo te aviso.
Barbie asintió.
—Sí, señora.
—Tú solo tienes que darme aire. Si lo que hago no funciona, intercambiamos los papeles.
—Tal vez me ayudaría saber qué piensas hacer.
—No tengo un plan concreto. Tan solo una intuición y un poco de esperanza.
—No seas tan pesimista. También tienes dos neumáticos, dos bolsas de basura y un tubo.
Julia sonrió. Su rostro tenso y sucio se iluminó.
—Tomo nota.
Sam volvió a toser, inclinado sobre el volante. Escupió algo.
—Jesús, José y María, qué asco —exclamó—. Daos prisa.
Barbie pinchó su neumático con la navaja y oyó el fuosh del aire en cuanto la quitó. Julia le puso el tubo en la mano con la eficiencia de una enfermera de urgencias. Barbie lo clavó en el agujero, vio la empuñadura de goma… y sintió una divina ráfaga de aire que le azotó el rostro sudoroso. Respiró profundamente una vez, incapaz de contenerse. El aire era mucho más fresco, más rico, que el que atravesaba la Cúpula gracias a los ventiladores del exterior. Su cerebro pareció despertarse y tomó una decisión. En lugar de poner una bolsa de basura sobre el tubo, arrancó un trozo grande de plástico de una de ellas.
—¿Qué haces? —gritó Julia.
No había tiempo para decirle que no era la única que había tenido una intuición.
Tapó el tubo con el trozo de plástico.
—Confía en mí. Ve a la caja y haz lo que tengas que hacer.
Lo miró por última vez con los ojos desorbitados y abrió la puerta del Odyssey. Estuvo a punto de caerse al suelo, recuperó el equilibrio, tropezó con un montículo y se arrodilló junto a la caja. Barbie la siguió con ambos neumáticos. Llevaba la navaja de Sam en el bolsillo. Se arrodilló él también y le ofreció a Julia la rueda de la que sobresalía el tubo negro.
Julia quitó el tapón de plástico, tomó aire (se le hincharon las mejillas con el esfuerzo, lo espiró a un lado y volvió a aspirar. Las lágrimas le corrían por la cara y abrían surcos limpios por las mejillas. Barbie también lloraba. No tenía nada que ver con la emoción; era como si estuvieran atrapados bajo la lluvia ácida más asquerosa del mundo. El aire exterior era mucho peor que el que había junto a la Cúpula.
Julia aspiró un poco más.
—Bueno —dijo, mientras espiraba, casi con un silbido—. Bastante bueno. No sabe a pescado. Solo a polvo. —Tomó aire de nuevo y le ofreció el neumático a Barbie.
Él negó con la cabeza y se lo devolvió, a pesar de que empezaba a notar un martilleo en los pulmones. Se dio unas palmadas en el pecho y la señaló.
Ella volvió a respirar hondo, y lo hizo en dos ocasiones. Barbie aplastó el neumático para ayudarla. Muy a lo lejos, en otro mundo, oía toser y toser y toser a Sam.
Se le va a partir el pecho en dos, pensó Barbie. Se sintió como si él mismo fuera a caer en pedazos si no respiraba en breve, y cuando Julia empujó el neumático para ofrecérselo, se inclinó sobre la pajita improvisada y respiró hondo, intentando que el maravilloso y polvoriento aire llegara hasta el fondo de sus pulmones. No había suficiente, parecía como si no fuera a haber suficiente, y hubo un momento en que el pánico
(Dios, me ahogo)

casi se apoderó de él. La imperiosa necesidad de regresar al monovolumen —qué más da Julia, que se ocupe de sí misma— fue casi imposible de resistir… pero logró imponerse a ella. Cerró los ojos, respiró e intentó hallar la calma, aquel punto de equilibrio que tenía que estar en algún lado.
Tranquilo. Calma. Tranquilo.
Aspiró aire de forma lenta y continua por tercera vez, y el corazón aminoró un poco el ritmo. Observó a Julia, que se inclinó hacia delante y agarró la caja a ambos lados. No ocurrió nada, lo cual no le sorprendió. Había tocado la caja la primera vez que subieron, por lo que era inmune a la descarga inicial.
Entonces, de repente, arqueó la espalda. Gruñó. Barbie intentó ofrecerle aire, pero ella no le hizo caso. Empezó a sangrar por la nariz, y por la comisura del ojo derecho. Las gotas rojas le corrían por las mejillas.
—¿Qué sucede? —gritó Sam. Con voz apagada, entrecortada.
No lo sé, pensó Barbie. No sé qué está pasando.
Pero una cosa sabía: si Julia no respiraba pronto, moriría. Sacó el tubo del neumático, lo sujetó con los dientes y clavó la navaja de Sam en la segunda rueda. Metió el tubo en el agujero y lo tapó con el plástico.
Entonces esperó.
 10


Este es el momento fuera del tiempo:

Julia está en una amplia habitación blanca sin techo sobre la que hay un extraño cielo verde. Es… ¿qué? ¿El cuarto de los juguetes? Sí, el cuarto de los juguetes. Su cuarto de los juguetes.
(No, está tumbada en el suelo del quiosco de música).

Es una mujer de cierta edad.
(No, es una niña).

No hay tiempo.
(Es 1974 y hay todo el tiempo del mundo).

Tiene que tomar aire del neumático.
(No lo hace).

Algo la mira. Algo horrible. Pero ella también le resulta terrible a ese algo, porque es mayor de lo que debería, y está ahí. Se supone que no debería estar ahí. Se supone que debería estar en la caja. Sin embargo, es inofensiva. Eso lo sabe, aunque es
(solo un niño)

de muy corta edad; de hecho, acaba de salir de la guardería. Habla.
—Eres de mentira.
—No, soy real. Por favor, soy real. Todos lo somos.
La cabeza de cuero la mira con su rostro sin ojos. Tuerce el gesto. Las comisuras de la boca se inclinan hacia abajo, a pesar de que no tiene boca. Y Julia se da cuenta de la suerte que ha tenido de haber encontrado solo a uno. Normalmente hay más, pero se han
(ido a casa a cenar ido a casa a comer ido a la cama ido a la escuela ido de vacaciones, da igual adonde se hayan ido)

ido a algún lado. Si estuvieran ahí todos juntos, la habrían echado. La que hay podría hacerlo, pero es muy curiosa.
¿Ella?
Sí.
Es de género femenino, como ella.
—Por favor, libéranos. Déjanos vivir nuestra vida.
No hay respuesta. No hay respuesta. No hay respuesta. Entonces:
—No eres real. Eres…
¿Qué? ¿Qué dice? ¿Sois juguetes de la tienda de juguetes? No, pero es algo así. A Julia le viene a la cabeza el recuerdo fugaz del terrario para hormigas que tuvieron su hermano y ella cuando eran pequeños. El recuerdo llega y se va en menos de un segundo. Un terrario para hormigas no es el concepto más adecuado, pero, al igual que los «juguetes de la tienda de juguetes», se acerca bastante. Es un símil bastante apropiado.
—¿Cómo podéis tener vida si no sois reales?
—¡SOMOS MUY REALES! —grita ella, y ese es el gemido que oye Barbie—. ¡TAN REALES COMO VOSOTROS!
Silencio. Un algo con un rostro de cuero que cambia en una amplia habitación blanca sin techo que, en cierto modo, también es el quiosco de música de Chester’s Mills. Entonces:
—Demuéstralo.
—Dame la mano.
—No tengo mano. No tengo cuerpo. Los cuerpos no son reales. Los cuerpos son sueños.
—¡Entonces dame tu mente!
La niña cabeza de cuero no quiere. No piensa hacerlo.
De modo que Julia se la coge.
 11


Este es el lugar que no es un lugar:

Hace frío en el quiosco y ella está muy asustada. Peor aún, está, ¿humillada? No, es algo mucho peor que la humillación. Si conociera la palabra «vejar» diría: «Sí, sí, eso es, me siento vejada». Le quitaron los pantalones.
(Y en algún lugar los soldados están dando patadas a gente desnuda en un gimnasio. Es la vergüenza de otra persona entremezclada con la suya).

Julia llora.
(A él le entran ganas de llorar, pero no lo hace. Ahora mismo eso tienen que ocultarlo).

Las chicas la han dejado sola, pero aún sangra por la nariz; Lila le dio un bofetón y le prometió que le cortaría la nariz si se chivaba y todas le escupieron y ahora está tirada aquí en el suelo y debe de haber llorado mucho porque cree que le sangra el ojo y la nariz y se ha quedado sin respiración. Pero no le importa si sangra mucho o por dónde. Preferiría morir desangrada en el suelo del quiosco que regresar a casa con aquellas braguitas de niña. Preferiría morir desangrándose si con ello no tuviera que ver cómo el soldado
(Después de esto Barbie intenta no pensar en ese soldado, pero cuando lo hace piensa «Hackermeyer el hackermonstruo»).

arrastraba al hombre desnudo por la cosa
(kufiya)

que lleva en la cabeza, pero ella sabe qué es lo que viene a continuación. Es lo que siempre viene a continuación cuando estás bajo la Cúpula.
Ve que una de las chicas ha vuelto. Kayla Bevins ha regresado. Está allí y mira a la estúpida Julia Shumway, que se creía muy lista. La pequeña y estúpida Julia Shumway con sus braguitas de niña pequeña. ¿Ha regresado Kayla para quitarle el resto de la ropa y tirarla en el tejado del quiosco para que tenga que regresar desnuda a casa, tapándose la entrepierna con las manos? ¿Por qué es tan mala la gente?
Cierra los ojos para contener las lágrimas y cuando los abre de nuevo, Kayla ha cambiado. Ahora no tiene cara, solo una especie de casco de cuero que cambia y que no muestra compasión, ni amor, ni siquiera odio.
Tan solo… interés. Sí, eso. ¿Qué hace cuando hago… esto?
Julia Shumway no es digna de nada más. Julia Shumway no importa; busca lo insignificante de lo más insignificante y allí está ella, la cucaracha Shumway que intenta escabullirse. También es una cucaracha prisionera desnuda; una cucaracha prisionera en un gimnasio en el que solo queda el turbante deshecho sobre la cabeza del hombre y bajo el turbante un último recuerdo de un khubz aromático y recién salido del horno que su mujer sostiene en las manos. Ella es un gato al que le queman la cola, una hormiga bajo un microscopio, una mosca a punto de perder las alas por culpa de los dedos curiosos de un niño de tercero en un día lluvioso, un juego para niños sin cuerpo aburridos y con todo el universo en sus manos. Ella es Barbie, es Sam a punto de morir en el monovolumen de Linda Everett, es Ollie muriendo entre las cenizas, es Alva Drake llorando a su hijo muerto.
Pero, sobre todo, es una niña pequeña encogida de miedo sobre el suelo de madera astillosa del quiosco de música de la plaza del pueblo, una niña pequeña castigada por su inocente arrogancia, una niña pequeña que cometió el error de pensar que era grande cuando era pequeña, que era importante cuando no lo era, que le importaba al mundo cuando, en realidad, el mundo es una enorme locomotora muerta con motor pero sin faro. Pero con todo su corazón y mente y alma grita:
—¡DÉJANOS VIVIR, POR FAVOR! ¡TE LO SUPLICO, POR FAVOR!
Y por un instante ella es la cabeza de cuero de la habitación blanca; es la chica que ha regresado (por una serie de motivos que ni siquiera puede explicarse a sí misma) al quiosco de música. Por un horrible instante Julia es la agresora en lugar de la víctima. Incluso es el soldado de la pistola, el monstruo con el que aún sueña Dale Barbara, el que no se detuvo.
Entonces vuelve a ser simplemente ella misma.
Y mira a Kayla Bevins.
La familia de Kayla es pobre. Su padre corta madera en el TR y bebe en el pub de Freshie (que, con el paso del tiempo, se convertirá en el Dipper’s). Su madre tiene una cicatriz rosa en la mejilla, por lo que los niños la llaman Cara de Cereza o Cabeza de Fresa. Kayla no tiene ropa bonita. Hoy lleva un viejo jersey marrón y una falda de cuadros vieja y unos mocasines gastados y unos calcetines blancos que se le caen. Tiene un rasguño en una rodilla de alguna caída o algún empujón en el patio. Es Kayla Bevins, sin duda, pero ahora tiene la cara de cuero. Y aunque adopta diversas formas, ninguna de ella se parece ni remotamente a la humana.
Julia piensa: Estoy viendo el aspecto que tiene el niño para la hormiga, si la hormiga alza la vista desde su lado de la lupa. Si alza la vista antes de empezar a arder.
—¡KAYLA, POR FAVOR! ¡POR FAVOR! ¡ESTAMOS VIVOS!
Kayla baja la mirada, hacia ella, sin hacer nada. Entonces cruza los brazos (son brazos humanos) y se quita el jersey por la cabeza. No hay cariño en su voz cuando habla; tampoco arrepentimiento ni remordimientos.
Pero tal vez haya compasión.
Dice.
 12


Julia fue apartada de la caja como si le hubieran dado un manotazo. Expulsó todo el aire. Antes de que pudiera inspirar, Barbie la agarró del hombro, quitó el tapón de plástico del tubo y se lo metió en la boca con la esperanza de no cortarle la lengua o, Dios no lo quisiera, clavarle el tubo de plástico en el paladar. Pero no podía permitir que respirara aire contaminado. Su necesidad de oxígeno era tan imperiosa, que podían darle convulsiones o morir en el acto.
Poco importaba dónde había estado, Julia parecía entender. En lugar de intentar zafarse, se aferró al neumático del Prius como si le fuera la vida en ello y empezó a aspirar por el tubo de forma desesperada. Barbie sintió las sacudidas estremecedoras que azotaron a Julia.
Sam por fin dejó de toser pero entonces oyó otro sonido. Julia también. Aspiró aire una vez más del neumático y alzó la vista, con los ojos abiertos como platos en sus profundas y oscuras órbitas.
Un perro ladró. Tenía que ser Horace, era el único perro que quedaba con vida. Él…
Barbie la agarró del brazo con tal fuerza que Julia creyó que se lo iba a romper. El rostro de Barbie era la expresión del más puro asombro.
La caja del extraño símbolo flotaba a algo más de un metro por encima del suelo.
 13


Horace fue el primero que notó el aire fresco porque era el que estaba más cerca del suelo. Empezó a ladrar. Entonces lo notó Joe: una brisa sorprendentemente fría que le acarició la espalda empapada en sudor. Estaba apoyado contra la Cúpula, y la Cúpula se movía. Hacia arriba. Norrie dormitaba con la cara sonrojada apoyada en el pecho de Joe, cuando él vio que un mechón de su pelo sucio y apelmazado empezaba a ondear. Norrie abrió los ojos.
—¿Qué…? Joey, ¿qué pasa?
Joe lo sabía, pero estaba demasiado aturdido para hablar. Sintió que algo frío se deslizaba por su espalda, como una interminable hoja de cristal que se alzaba.
Horace ladraba como un loco, agachado, con el hocico pegado al suelo. Era su postura de «quiero jugar», pero no estaba jugando. Metió el morro bajo la Cúpula y olisqueó el aire frío, dulce y fresco.
¡Cielos!
 14


En el lado sur de la Cúpula, el soldado Clint Ames también dormitaba. Estaba sentado con las piernas cruzadas en el arcén de la carretera 119, envuelto en una manta, al estilo indio. De pronto el aire se enrareció, como si las pesadillas que revoloteaban en su cabeza hubieran adoptado forma física. Entonces tosió y se despertó.
El hollín se arremolinaba alrededor de sus botas y le manchaba los pantalones caqui. ¿De dónde demonios procedía? El incendio había tenido lugar en el interior. Entonces lo vio. La Cúpula se estaba levantando como una persiana gigante. Era imposible, alcanzaba varios kilómetros por encima y por debajo de la tierra, todo el mundo lo sabía, pero estaba sucediendo.
Ames no dudó. Reptó con las manos y las rodillas y agarró a Ollie Dinsmore por los brazos. Por un instante sintió que la Cúpula le rozaba la espalda, parecía de cristal y muy dura, y no había tiempo para pensar: «Si vuelve a bajar ahora, me partirá en dos». Entonces arrastró al chico hacia fuera.
De pronto pensó que era un cadáver.
—¡No! —gritó. Llevó al chico hacia uno de los ventiladores—. ¡Ni se te ocurra morirte, chico de las vacas!
Ollie empezó a toser, se inclinó hacia delante y vomitó sin apenas fuerzas. Ames lo aguantó. Los demás corrían hacia ellos, gritando de alegría, encabezados por el sargento Groh.
Ollie vomitó de nuevo.
—No me llames chico de las vacas —susurró.
—¡Traed una ambulancia! —gritó Ames—. ¡Necesitamos una ambulancia!
—No, lo llevaremos al Central Maine General en helicóptero —dijo Groh—. ¿Alguna vez has ido en helicóptero, muchacho?
Con la mirada perdida, Ollie negó con la cabeza. Y vomitó sobre los zapatos del sargento Groh.
El militar sonrió y le estrechó la mugrienta mano.
—Bienvenido de nuevo a Estados Unidos, hijo. Bienvenido al mundo.
Ollie puso un brazo alrededor del cuello de Ames. Era consciente de que iba a perder el conocimiento. Intentó aguantar para dar las gracias, pero no lo consiguió. Lo último de lo que fue consciente antes de sumirse de nuevo en la oscuridad fue que el soldado sureño le dio un beso en la mejilla.
 15


En el extremo norte, Horace fue el primero en salir. Corrió como una bala hacia el coronel Cox y empezó a trotar alrededor de sus pies. Horace no tenía rabo, pero daba igual: meneaba el trasero.
—Diantre —dijo Cox. Cogió al corgi en brazos y Horace se puso a darle lametazos como un desesperado.
Los supervivientes permanecían juntos en su lado (la línea de demarcación se veía claramente en la hierba, brillante en un lado y de un gris apagado en el otro); empezaban a entender lo que estaba sucediendo pero no se atrevían a creerlo. Rusty, Linda, las dos pequeñas J, Joe McClatchey y Norrie Calvert, con sus madres de pie a ambos lados. Ginny, Gina Buffalino y Harriet Bigelow, abrazadas. Twitch también abrazaba a su hermana Rose, que lloraba y acunaba a Little Walter. Piper, Jackie y Lissa estaban cogidas de la mano. Pete Freeman y Tony Guay, los únicos que quedaban del Democrat, se encontraban tras ellas. Alva Drake se apoyaba en Rommie Burpee, que sostenía a Alice Appleton en brazos.
Todos observaron cómo la superficie sucia de la Cúpula se alzaba velozmente en el aire. El follaje otoñal del otro lado poseía un brillo desgarrador.
El aire dulce y fresco hizo ondear su pelo y les secó el sudor de la piel.
—Antes nos veíamos como a través de un cristal sucio… —dijo Piper Libby—. Y ahora nos vemos cara a cara.
Horace saltó de los brazos del coronel Cox y empezó a correr trazando ochos en la hierba, a ladrar, a olisquearlo todo y a intentar mear por todas partes.
Los supervivientes miraron con rostro de incredulidad hacia el brillante cielo que se extendía sobre una mañana de domingo de finales de otoño en Nueva Inglaterra. Y sobre ellos, la barrera sucia que los había mantenido prisioneros seguía alzándose, cada vez más rápido, y se encogía hasta convertirse en una línea, como un guión largo escrito con lápiz sobre una hoja de papel azul.
Un pájaro sobrevoló el lugar donde estuvo la Cúpula. Alice Appleton, que aún se encontraba en brazos de Rommie, miró hacia arriba y se rió.
 16


Barbie y Julia estaban de rodillas, separados por el neumático, respirando por turnos del tubo. Observaron la caja mientras esta se alzaba de nuevo. Al principio lo hizo lentamente, y pareció quedarse flotando en el aire a casi dos metros de altura, como si dudara. Entonces salió disparada hacia arriba a una velocidad imposible de seguir para el ojo humano; habría sido como intentar seguir la trayectoria de una bala. La Cúpula se levantaba o, en cierto modo, tiraban de ella.
La caja, pensó Barbie. Está atrayendo la Cúpula hacia arriba, del modo en que un imán atrae las limaduras de hierro.
La brisa avanzaba hacia ellos. Barbie percibió cómo ondeaba la hierba a su paso. Sacudió a Julia del hombro y señaló hacia el norte. El asqueroso cielo gris volvía a ser de un azul casi deslumbrante. Podían ver de nuevo claramente los árboles llenos de vida.
Julia apartó la cabeza del tubo y respiró.
—No sé si es muy buena… —dijo Barbie, pero entonces la brisa los acarició. Vio cómo agitaba el pelo de Julia y sintió que le secaba el sudor de su rostro mugriento con delicadeza, como la mano de una amante.
Julia tosió de nuevo. Barbara le dio unas palmadas en la espalda mientras él respiraba por primera vez. El hedor aún no había desaparecido y le desgarró la garganta, pero era respirable. El aire viciado se desplazaba hacia el sur, mientras el aire fresco del TR-90 procedente del lado de la Cúpula —lo que había sido el TR-90 del lado de la Cúpula— ocupaba su lugar. La segunda vez que inspiró aire fue mejor; la tercera, aún mejor; la cuarta, un regalo de Dios.
O de una niña cabeza de cuero.
Barbie y Julia se abrazaron junto al cuadrado negro que la caja dejó en el suelo, donde no volvería a crecer nada, nunca más.
 17


—¡Sam! —gritó Julia—. ¡Tenemos que ir a buscar a Sam!
Seguían tosiendo mientras corrían hacia el Odyssey, pero Sam ya no tosía. Estaba desplomado sobre el volante, con los ojos abiertos, respirando débilmente. Tenía la parte inferior de la cara cubierta de sangre, y cuando Barbie lo echó hacia atrás, vio que la camisa azul del anciano se había teñido de un púrpura sucio.
—¿Puedes llevarlo? —preguntó Julia—. ¿Puedes llevarlo hasta donde están los soldados?
Por un instante la respuesta estuvo a punto de ser «No», pero Barbie dijo:
—Puedo intentarlo.
—No —susurró Sam, que los miró—. Me duele demasiado. —Un hilo de sangre manaba de su boca con cada palabra que pronunciaba—. ¿Lo has logrado?
—Ha sido Julia —dijo Barbie—. No sé exactamente cómo, pero lo ha logrado.
—Parte del mérito es del hombre del gimnasio —dijo ella—. Del hombre al que disparó el hackermonstruo.
Barbie se quedó boquiabierto, pero Julia no se dio cuenta. Abrazó a Sam y le dio un beso en ambas mejillas.
—Y el mérito en parte también es tuyo, Sam. Nos has traído hasta aquí y viste a la niña del quiosco de música.
—En mi sueño no eras una niña —dijo Sam—. Eras adulta.
—Pues la niña estaba ahí. —Julia se llevó las manos al pecho—. Y también está aquí. Vive.
—Ayúdame a salir de la camioneta —susurró Sam—. Quiero oler el aire fresco antes de morir.
—No vas a…
—Cierra el pico, mujer. Ambos sabemos la verdad.
Julia y Barbie agarraron a Sam cada uno de un brazo, lo levantaron con cuidado, y lo tumbaron en el suelo.
—Huele este aire —dijo Sam—. Dios bendito. —Respiró profundamente y tosió un poco de sangre—. Me llega cierto olor a madreselva.
—A mí también —dijo Julia, y le apartó el pelo de la frente.
Sam puso una mano sobre la de Julia.
—¿Se… se han arrepentido?
—Solo había una —respondió Julia—. Si hubiera habido más, no habría funcionado. No se puede luchar contra una multitud azuzada por la crueldad. Y no… no se ha arrepentido. Ha tenido compasión, pero no se ha arrepentido.
—No son como nosotros, ¿verdad? —susurró el anciano.
—No, en absoluto.
—La compasión es para los fuertes —dijo Sam; suspiró—. Yo solo puedo arrepentirme. Lo que hice fue por culpa del alcohol, pero aun así me arrepiento. Si pudiera enmendaría todo lo hecho.
—Fuera lo que fuese, al final lo has compensado —terció Barbie; le agarró la mano izquierda. La alianza, grotescamente grande para tan poca carne, bailaba en el dedo corazón.
Los ojos de Sam, de un azul yanqui desvaído, se volvieron hacia él, e intentó sonreír.
—Quizá sí… por todo lo que he hecho. Pero he sido feliz en el proceso. No creo que se pueda compensar una cosa como… —Empezó a toser de nuevo, y escupió más sangre con la boca desdentada.
—Ya vale —dijo Julia—. No intentes hablar más. —Estaban arrodillados, uno a cada lado de Sam. Julia miró a Barbie—. Olvídate de llevarlo a ningún lado. Ha sufrido un desgarro interno. Vamos a tener que ir a pedir ayuda.
—¡Oh, el cielo! —dijo Sam Verdreaux.
Esas fueron sus últimas palabras. Suspiró y su pecho, vacío, no volvió a hincharse. Barbie intentó cerrarle los ojos, pero Julia le cogió la mano para detenerlo.
—Deja que mire —dijo—. Aunque esté muerto, deja que mire tanto tiempo como quiera.
Se sentaron junto a él. Oyeron cantar a un pájaro. Y en algún lugar, Horace seguía ladrando.
—Supongo que debería ir a buscar a mi perro —dijo Julia.
—Sí —dijo Barbie—. ¿En coche?
Ella negó con la cabeza.
—Vayamos a pie. Creo que aguantaremos medio kilómetro si vamos despacio, ¿no?
Barbie la ayudó a levantarse.
—Averigüémoslo —respondió.
 18


Mientras caminaban con las manos entrelazadas sobre la alfombra de hierba que cubría el antiguo camino de suministros, Julia le contó todo lo que pudo sobre lo que llamaba su «estancia en el interior de la caja».
—Así pues —dijo Barbie cuando ella acabó su relato—, le has contado las cosas horribles de las que somos capaces, o se las has mostrado, y aun así nos ha liberado.
—Saben todas las cosas horribles que podemos hacer —dijo Julia.
—Ese día de Faluya es el peor recuerdo de mi vida. Lo que lo convierte en algo tan malo es… —Intentó pensar en la expresión que había utilizado Julia—. Es que yo fui el agresor en lugar de la víctima.
—Tú no lo hiciste —dijo ella—. Fue ese otro hombre.
—No importa —replicó Barbie—. Aquel hombre está muerto, da igual quién lo hiciera.
—¿Habría sucedido si solo hubiera habido dos o tres de vosotros en el gimnasio? ¿O si hubieras estado tú solo?
—No. Por supuesto que no.
—Entonces culpa al destino. O a Dios. O al universo. Pero deja de culparte a ti mismo.
Quizá nunca fuera capaz de conseguirlo, pero entendía lo que había dicho Sam al final. El arrepentimiento por algo mal hecho era mejor que nada, supuso Barbie, pero por muy grande que fuera ese arrepentimiento no podría compensar la alegría sentida durante la destrucción, tanto si era quemar hormigas como disparar a prisioneros.
En Faluya no sintió alegría alguna. Podía considerarse inocente en ese aspecto. Y eso era bueno.
Los soldados corrían hacia ellos. Tal vez les quedaba un minuto más a solas. Quizá dos.
Barbara se detuvo y la agarró de los brazos.
—Te quiero por lo que has hecho, Julia.
—Lo sé —respondió ella con calma.
—Lo que has hecho es muy valiente.
—¿Me perdonas por haberte robado recuerdos? No quería hacerlo; simplemente ocurrió.
—Estás perdonada del todo.
Los soldados estaban más cerca. Cox corría con los demás, seguido de Horace. El coronel no tardaría en llegar, preguntaría por Ken y con esa pregunta el mundo los reclamaría.
Barbie alzó la mirada hacia el cielo, respiró hondo aquel aire cada vez más limpio.
—No puedo creer que haya desaparecido.
—¿Crees que regresará alguna vez?
—Quizá no a este planeta, y no gracias a esa tropa. Crecerán y no volverán a su cuarto de los juguetes, pero la caja permanecerá. Y otros niños la encontrarán. Tarde o temprano, la sangre siempre acaba salpicando la pared.
—Eso es horrible.
—Quizá, pero ¿quieres que te diga lo que decía mi madre?
—Por supuesto.
Barbie recitó:
—«La noche es más oscura justo antes del amanecer».
Julia rió. Fue un sonido precioso.
—¿Qué te dijo la niña cabeza de cuero al final? —preguntó Barbara—. Dímelo rápido porque ya casi han llegado y esto es solo entre tú y yo.
A Julia pareció sorprenderle que no lo supiera.
—Me dijo lo mismo que Kayla. «Póntelo para irte a casa, parecerá que llevas un vestido».
—¿Hablaba del jersey marrón?
Julia le cogió la mano de nuevo.
—No. De nuestra vida. Nuestra pequeña vida.
Barbara meditó sobre sus palabras.
—Si es lo que te ha dado, aprovechémosla.
Julia señaló hacia los soldados:
—¡Mira quién viene!
Horace la vio. Avivó el paso, se coló entre los hombres que corrían y, cuando los dejó atrás, se agachó un poco y aceleró al máximo. Una gran sonrisa adornaba su hocico. Llevaba las orejas pegadas hacia atrás. Su sombra se deslizaba sobre la hierba manchada de hollín. Julia se arrodilló y extendió los brazos.
—¡Ven con mamá, cariño! —gritó.
Horace saltó. Ella lo agarró al vuelo y se echó hacia atrás, riendo. Barbie la ayudó a ponerse en pie.
Regresaron juntos al mundo, con ese regalo que les habían dado: simplemente la vida.
La compasión no era amor, pensó Barbie…, pero si eres un niño, darle ropa a alguien que está desnudo tenía que ser un paso en la dirección adecuada.
22 de noviembre de 2007 - 14 de marzo de 2009