El profesor - John Katzenbach (Primeros capitulos)







Capítulo 1


Adrian supo que estaba muerto en cuanto se abrió la puerta. Podía verlo en los ojos —que rápidamente evita­ban la mirada—, en los hombros ligeramente encorvados, en el aspecto nervioso y apresurado del médico, mientras atravesaba velozmente la habitación. Las únicas preguntas verdaderas que de inmediato le venían a la mente eran: ¿Cuánto tiempo tenía? ¿Cómo de malo iba a ser?
Observaba mientras el neurólogo revisaba los resulta­dos de las pruebas antes de escurrirse detrás de su gran mesa de roble. El médico se echó hacia atrás en su silla y luego se balanceó hacia delante, antes de levantar la vista y decir:
—Señor Thomas, los resultados de las pruebas eliminan la mayoría de los diagnósticos de rutina...
Adrián había esperado esto. Resonancia magnética. Elec­trocardiograma. Electroencefalograma. Sangre. Orina. Ultraso­nido. Escaneo cerebral. Una batería de estudios de las funciones cognitivas. Habían pasado más de nueve meses desde que ha­bía notado por primera vez que se estaba olvidando de cosas que eran normalmente fáciles de recordar: una visita a la ferre­tería en la que se sorprendió a sí mismo ante las estanterías de bombillas eléctricas sin tener la menor idea de lo que iba a com­prar; una vez, en la calle principal del pueblo, cuando se encon­tró con un compañero de trabajo y al instante olvidó el nombre de aquel hombre que había ocupado la oficina junto a la suya durante más de veinte años. También, un mes atrás, había pa­sado toda una tarde conversando tranquilamente con su espo­sa, muerta hacía mucho tiempo, en el cuarto de estar de la casa que habían compartido desde que se trasladaron a Massachusetts. Ella incluso se había sentado en la silla estilo Reina Ana, su favorita, tapizada y estampada con diseño de cachemira, ubicada cerca de la chimenea.
Cuando pudo reconocer con claridad lo que había pasa­do, tuvo la sospecha de que nada relacionado con la estructu­ra de su cerebro iba a aparecer en los informes impresos de los ordenadores ni en una fotografía a color. Sin embargo, había pedido una cita urgente con su médico de cabecera, quien lo derivó de inmediato a un especialista. Respondió paciente­mente a todas las preguntas y permitió que lo auscultaran, lo pincharan y le hicieran radiografías.
En aquellos primeros minutos, cuando se dio cuenta de que su esposa muerta había desaparecido de su vista, supuso simplemente que se estaba volviendo loco. Una manera senci­lla y carente de rigor científico de definir la psicosis o la esquizofrenia. Pero lo cierto es que no se había sentido loco. Se había sentido realmente muy bien, como si las horas pasadas conversando con alguien que estaba muerto desde hacía tres años fueran algo rutinario. Habían hablado sobre su cada vez más profunda soledad y de las razones por las cuales debía de­dicarse algún tiempo a enseñar gratuitamente en la universi­dad, a pesar de haberse jubilado después de que ella muriera. Hablaron de películas estrenadas últimamente, de libros inte­resantes y de si ese año debían tratar de escaparse a Cape Cod en junio, para descansar un par de semanas.
Sentado delante del neurólogo, pensó que había cometi­do un gran error al pensar siquiera por un segundo que la aluci­nación formaba parte de una enfermedad. Debía haber pensado en ella como una ventaja. Estaba totalmente solo en ese mo­mento y habría sido agradable volver a llenar su vida con las personas a quienes había querido alguna vez, sin considerar si todavía existían o no, sin importar el tiempo que hiciera que hubieran abandonado esta tierra.
—Sus síntomas indican...
No quería escuchar al médico, que tenía una expresión incómoda y penosa en el rostro y que era mucho más joven que él. Era injusto, pensó, que alguien tan joven fuera quien iba a decirle que iba a morir. Tenía que haber sido algún médi­co de pelo gris, con aspecto de dios y una voz sonora cargada de años de experiencia, no aquel hombre de voz aguda recién salido de la Facultad de Medicina que se balanceaba nerviosa­mente en su silla.
Odió el consultorio esterilizado e intensamente ilumi­nado, con sus diplomas enmarcados y estanterías de madera llenas de textos médicos que seguro que el neurólogo nunca había abierto. Adrián sabía que el doctor era del tipo de hom­bre que prefería un par de clics rápidos en el teclado de un or­denador o en un Blackberry para encontrar información. Miró por la ventana, por encima del hombro del médico, y vio un cuervo posado sobre las ramas frondosas de un sauce cercano. Fue como si el médico estuviera parloteando en al­gún mundo distante del que él, en ese preciso momento, ya no era parte. Sólo una pequeña parte, quizá. Una parte insignifi­cante. Por un instante imaginó que, en cambio, debía escuchar al cuervo, y luego sufrió un ataque de confusión, por el que creyó que el cuervo era quien le estaba hablando. Se dijo a sí mismo que eso era improbable, así que bajó los ojos y se es­forzó por prestar atención al médico.
—... Lo siento, profesor Thomas —dijo el neurólogo lentamente. Elegía sus palabras con cuidado—. Creo que us­ted está sufriendo las progresivas etapas de una enfermedad relativamente rara llamada demencia de cuerpos de Lewy. ¿Sabe usted en qué consiste?
Lo sabía, vagamente. Había escuchado el término una o dos veces, aunque no podía recordar en ese momento dón­de. Quizá uno de los otros miembros del Departamento de Psicología en la universidad lo había usado en una reunión del cuerpo docente tratando de justificar alguna investigación o quejándose de los procedimientos de solicitud de subvencio­nes. De todos modos, sacudió la cabeza. Era mejor escuchar­lo todo sin rodeos, de boca de alguien con más experiencia que él, aun cuando el médico fuera demasiado joven.
Las palabras cayeron en el espacio entre ellos como es­combros de una explosión, ensuciando la superficie de la me­sa: Constante. Progresivo. Deterioro rápido. Alucinaciones. Pérdida de funciones corporales. Pérdida del razonamiento crítico. Pérdida de la memoria a corto plazo. Pérdida de la me­moria a largo plazo.
Y luego, finalmente, la sentencia de muerte:
—... Lamento tener que decirle esto, pero normalmente estamos hablando de cinco a siete años. Tal vez. Y creo que usted ha comenzando a sufrir el inicio de esta enfermedad... —el médico hizo una pausa y miró sus notas antes de conti­nuar—... desde hace más de un año, así que ése sería el máxi­mo. Y en muchos casos, las cosas avanzan más rápidamente...
Se produjo una pausa momentánea, seguida de un obse­quioso:
—Si usted quiere una segunda opinión...
 ¿Por qué, se preguntó, iba a querer escuchar malas noti­cias dos veces?
Y luego llegó un golpe adicional y un tanto esperado:
—No hay ninguna cura. Hay medicamentos que pueden aliviar algunos de los síntomas, como los indicados para el alzhéimer, los antipsicóticos atípicos para tratar las visiones y las alucinaciones..., pero nada de esto es garantía de mejora y a menudo no ayudan realmente de manera significativa. Sin em­bargo, vale la pena probarlos para ver si sirven para prolongar el funcionamiento...
Adrián hizo una pequeña pausa antes de decir:
—Pero yo no me siento enfermo.
El neurólogo asintió con la cabeza.
—Eso, también, desafortunadamente, es característico. Para ser un hombre de sesenta y tantos años, usted está en ex­celente estado físico. Tiene el corazón de un hombre mucho más joven...
—Corro mucho y hago ejercicio...
—Bien, eso es bueno.
—¿Así que estoy lo suficientemente sano como para po­der observar mi propia destrucción? ¿Como en un asiento en primera fila desde el que ver mi propia decadencia?
El neurólogo no respondió de inmediato.
—Sí... —dijo finalmente—. De todas formas algunos estudios muestran que haciendo muchos ejercicios menta­les, además de seguir con una vida cotidiana activa y con ejercicio, se puede retrasar un poco el impacto sobre los lóbu­los frontales, que es donde se encuentra localizada esta enfer­medad.
Adrián asintió con la cabeza. Eso lo sabía. También sa­bía que los lóbulos frontales controlaban los procesos de to­ma de decisiones y la capacidad de comprender el mundo a su alrededor. Los lóbulos frontales eran las partes de su cerebro responsables de que él fuera quien era, y en ese momento iban a convertirlo en alguien muy diferente y probablemente irre­conocible. De pronto no esperó seguir siendo Adrián Thomas por mucho más tiempo.
Ése fue el pensamiento que lo dominó, y dejó de oír al neurólogo hasta que escuchó:
—¿Tiene alguien que lo ayude? ¿Esposa? ¿Hijos? ¿Otros parientes? No va a pasar mucho tiempo antes de que empiece a necesitar un apoyo especial. A eso seguirá el control, las vein­ticuatro horas, de un centro de atención médica. En realidad debo hablar con esas personas muy pronto. Ayudarlos a en­tender lo que van a tener que atravesar...
El médico pronunció estas palabras mientras cogía el ta­lonario de recetas y rápidamente empezó a escribir la lista de medicamentos.
Adrián sonrió.
—Tengo toda la ayuda que voy a necesitar precisamente en mi casa.
La señora Ruger nueve milímetros semiautomática, pen­só. El arma estaba guardada en el primer cajón de la mesita de luz, junto a su cama. El cargador de trece proyectiles estaba lleno, pero sabía que iba a necesitar poner una sola bala en la recámara.
El doctor dijo algunas otras cosas sobre asistentes de sa­lud de atención domiciliaria y pagos de seguro, poderes lega­les y testamentos, largos internamientos hospitalarios y la importancia de respetar todas las visitas al médico, de atener­se estrictamente a los medicamentos, que él no creía que pu­dieran disminuir la velocidad del desarrollo de la enfermedad, pero que debía tomar de todos modos. Adrián se dio cuenta de que ya no tenía ninguna necesidad real de seguir prestando atención.

* * *

Encajada entre antiguas tierras de cultivo que habían sido convertidas en modernas casas tipo mansión, en las afueras del pequeño pueblo universitario de Adrián había un área de protección del medio ambiente, donde una reserva natural abarcaba una modesta colina que la gente del lugar llamaba montaña, pero que en realidad era un simple saliente topográ­fico. Había un sendero para caminar que subía al monte Pólux y que serpenteaba a través de los bosques antes de aparecer en un mirador que daba al valle. Siempre le había molestado que no hubiera un monte Castor cerca del monte Pólux, y se pre­guntaba quién habría bautizado la colina de manera tan preten­ciosa. Sospechaba que habría sido algún académico de un cuer­po docente de hacía doscientos años que usaba trajes negros de lana y cuellos blancos almidonados para inculcar una edu­cación clásica en los estudiantes matriculados en la universi­dad. De todas maneras, dejando aparte sus cuestionamientos acerca del nombre y la exactitud en general del título honorí­fico de «monte», seguía disfrutándolo a pesar del paso de los años. Era un sitio tranquilo, muy amado por los perros del pueblo, ya que allí eran liberados de sus correas. Y un lugar donde él podía estar solo con sus pensamientos.
Estacionó su viejo Volvo en un espacio en la base del sendero y empezó la excursión a pie. Normalmente se habría puesto botas para protegerse del barro de principios de pri­mavera, y pensó que seguramente iba a arruinar sus zapatos. Se dijo que ya no importaba demasiado.
La tarde se iba desvaneciendo a su alrededor y podía sentir una caricia de frío por la espalda. No estaba vestido pa­ra una caminata y las sigilosas sombras de Nueva Inglaterra llevaban cada una consigo un soplo sobrante del invierno. Lo mismo que con sus zapatos, que se empapaban con rapidez, hizo caso omiso del frío.
No había nadie más en el sendero. Ningún perro golden retriever lanzándose por entre los arbustos bajos en busca de al­gún olor especial. Sólo Adrián, sin compañía, caminando con paso regular. Estaba feliz por esa soledad. Tenía la extraña idea de que si llegaba a encontrarse con otra persona se habría senti­do obligado a decirle: Tengo una enfermedad de la que usted nunca ha oído hablar y que va a matarme, pero antes me va a desgastar hasta convertirme en nada.
Por lo menos con el cáncer, pensó, o las enfermedades cardíacas, uno podía seguir siendo quien era todo el tiempo, mientras el mal lo iba matando. Estaba enfadado y quería gol­pear, dar una patada a algo; en cambio sólo caminaba cuesta arri­ba. Escuchaba su respiración. Era estable. Normal. De ninguna manera alterada. Habría preferido con mucho un sonido tor­tuoso, áspero, algo que le dijera que era un enfermo terminal.
Así y todo, le llevó unos treinta minutos llegar a la cima. La luz del sol que quedaba se filtraba por encima de algunas colinas en el oeste. Se sentó sobre una roca de esquisto de la Edad de Hielo que se alzaba sobre el suelo y se quedó miran­do hacia el valle. Las primeras señales de la primavera de Nue­va Inglaterra estaban ya bastante avanzadas. Podía ver flores tempranas, principalmente azafranes amarillos y púrpuras que asomaban sobre la tierra húmeda, y un toque de verde so­bre los árboles que comenzaban a echar brotes y oscurecían sus ramas como las mejillas de un hombre que no se ha afeita­do en uno o dos días. Una bandada de gansos canadienses cruzó el aire por encima de él, volando en forma de V, rumbo al norte. Su ronco graznido resonaba en el cielo azul pálido. Todo era tan claramente normal que se sentía un poco estúpi­do, porque lo que estaba ocurriendo dentro de él parecía estar mal sincronizado con el resto del mundo.
En la distancia podía distinguir los chapiteles de la igle­sia en el centro del campus de la universidad. El equipo de béisbol estaría fuera, trabajando en las jaulas de bateo porque el campo de juego todavía estaba cubierto con una lona im­permeable. Su oficina había estado bastante cerca, de modo que cuando abría la ventana en las tardes de primavera, podía escuchar los ruidos distantes del bate contra la pelota. Al igual que algún petirrojo buscando gusanos en los rincones, aque­llo había sido una señal de bienvenida después del largo in­vierno.
Adrián respiró hondo.
Vete a casa, ordenó en voz alta. Dispárate una bala aho­ra, mientras todas estas cosas que te dieron placer siguen sien­do reales. Porque la enfermedad se las va a llevar. Siempre se había considerado a sí mismo una persona decidida y recibió bien esa fuerte insistencia en suicidarse. Intentó buscar argu­mentos para una postergación, pero nada le vino a la mente.
Tal vez, se dijo, simplemente quédate aquí mismo. Era un sitio agradable. Uno de sus favoritos. Un lugar muy bueno para morir. Se preguntó si por la noche la temperatura bajaría lo suficiente como para hacerle morir congelado. Lo dudaba. Imaginó que sólo pasaría una noche desagradable temblando y tosiendo, y que viviría para ver salir el sol, lo cual sería bas­tante vergonzoso, dado que era la única persona en todo el mundo que iba a considerar el amanecer como un fracaso.
Adrián sacudió la cabeza. Mira a tu alrededor, se dijo a sí mismo. Recuerda lo que valga la pena recordar. Ignora el resto. Se miró los zapatos. Estaban llenos de barro y total­mente empapados, y se preguntaba por qué no podía sentir la humedad en los dedos de los pies.
No más demoras, insistió. Adrián se puso de pie y se sa­cudió un poco el polvo de esquisto de los pantalones. Podía ver las sombras que se filtraban a través de los arbustos y los árboles mientras el sendero que bajaba de la montaña se iba oscureciendo a cada segundo que pasaba.
Se dio la vuelta para mirar el valle. Allí era donde yo en­señaba. Allá es donde vivíamos. Deseó poder ver todo el ca­mino hasta el apartamento en Nueva York donde conoció a su esposa y se enamoró por primera vez, pero no se podía. Deseó poder ver los sitios de su infancia y los lugares que re­cordaba de su juventud. Deseó poder ver la Rué Madeleine en París y el bistró de la esquina donde él y su esposa habían to­mado café todas las mañanas durante los años sabáticos, o el Hotel Savoy en Berlín; se habían alojado en la suite Marlene Dietrich cuando había sido invitado a dar un discurso en el Institut für Psychologie y fue donde concibieron a su único hijo. Se esforzó mucho mirando hacia el este, hacia la casa so­bre el cabo, donde había pasado los veranos desde su juven­tud, y las playas donde había aprendido a lanzar una mosca a las lubinas estriadas o a cualquiera de las truchas en los arro­yos de la zona, por donde había caminado en medio de rocas antiguas y aguas que parecían estar llenas de energía.
Mucho para  echar de menos, pensó. No puedo evitar­lo. Se apartó de lo que podía y de lo que no podía ver y empezó a descender por el sendero. Lentamente fue entrando en la cre­ciente oscuridad.

* * *

Estaba a sólo un par de calles de su casa, atravesando las hile­ras de modestas casas de clase media, hogares de madera blan­ca ocupados por una ecléctica colección de profesores de otra universidad y gente del lugar, empleados de la compañía de seguros, dentistas, escritores por cuenta propia, instructores de yoga y entrenadores que componían su vecindario, cuando descubrió a la chica que andaba por la acera.
Normalmente no habría prestado mucha atención, pe­ro había algo en la manera resuelta con que esa chica cami­naba que le sorprendió. Parecía llena de determinación. Tenía el pelo rubio grisáceo recogido debajo de una gorra de los Boston Red Sox, y pudo ver que su abrigo oscuro estaba roto en un par de lugares, al igual que sus vaqueros. Lo que más llamó su atención fue la mochila, que parecía repleta de ropa. En un primer momento pensó que simplemente se dirigía hacia su casa después de bajar del último autobús del instituto de enseñanza secundaria, el autobús que lleva­ba a los alumnos que se tenían que quedar más tiempo en la escuela por razones disciplinarias. Pero vio que atado a la mochila había un enorme oso de peluche, y no pudo imagi­nar por qué alguien iba a llevar un juguete tan infantil al ins­tituto. Eso la habría convertido de inmediato en objeto de burlas.
La miró a la cara cuando pasó junto a ella. Era joven, ca­si una niña, pero hermosa en la manera en que lo son todas las niñas al borde del cambio, o al menos eso pensó Adrián. Le pareció que la chica —tendría unos quince o dieciséis años, ya no podía calcular con precisión la edad de los jóvenes— daba muestras de una resolución que manifestaba algo más. Esa mirada lo fascinó, picó su curiosidad.
Ella miraba hacia delante con fiereza. A él le pareció que ni siquiera vio su coche. Adrián entró a su jardín, pero no se movió de detrás del volante. La miró en su espejo retrovisor mientras seguía caminando con paso rápido hacia la esquina.
Entonces vio algo que parecía apenas un poco fuera de lugar en su vecindario tranquilo y obstinadamente normal. Una furgoneta blanca, como una camioneta de reparto pe­queña pero sin ninguna inscripción publicitaria de algún electricista o servicio de pintura, avanzaba lentamente por su calle. La conducía una mujer y había un hombre en el asiento del acompañante. Esto le sorprendió. Pensó que debería ser al revés, pero de inmediato se dijo que simplemente estaba siendo machista y estereotipado. Mientras miraba, la furgone­ta disminuyó la velocidad y parecía estar siguiendo a la joven que caminaba. De pronto se detuvo, ocultándose de su vista.
Pasó un momento y luego la furgoneta aceleró repenti­na y bruscamente para doblar en la esquina. El motor bramó, y las ruedas traseras giraron enloquecidas. Le pareció extraña­mente peligroso en su tranquilo vecindario, de modo que trató de ver la matrícula antes de que desapareciera en los últimos momentos de penumbra que quedaban previos a la noche.
Miró otra vez. La chica había desaparecido.
Pero en la calle había dejado la gorra de béisbol rosa.

Capítulo 2


Jennifer Riggins no giró inmediatamente cuando la furgoneta se le acercó con sigilo. Estaba totalmente concen­trada en llegar rápido a la parada del autobús, apenas a unos setecientos metros, en la calle principal más cercana. En su plan de escape cuidadosamente diseñado, el autobús urbano la lleva­ría al centro del pueblo, donde podía coger otro autobús que la transportaría a una terminal más grande, a unos treinta kilóme­tros, en Springfield. Desde allí, imaginó, podía ir a cualquier lu­gar. En el bolsillo de los vaqueros tenía más de trescientos dólares, que había robado poco a poco, para no ser descubierta —cinco aquí, diez allí— del monedero de su madre o de la billetera del novio de su madre. Se había tomado su tiempo, juntando el dinero durante el último mes para ir guardándolo en un sobre dentro de un cajón debajo de su ropa interior. Nunca había cogido de una vez una cantidad tan grande como para que se dieran cuenta; sólo cantidades pequeñas que pasa­ran inadvertidas.
Su objetivo era juntar lo suficiente para llegar a Nueva York, o a Nashville, o incluso a Miami tal vez, o a Los Ánge­les, por lo tanto, en su último robo, temprano aquella misma mañana, había cogido sólo un billete de veinte y tres de uno. Agregó también la tarjeta Visa de su madre. No estaba segura aún de adónde iba a ir. A algún lugar cálido, esperaba. Pero cualquier lugar lejano y muy diferente iba a estar bien para ella. En eso estaba pensando cuando la furgoneta se detuvo junto a ella. Puedo ir a donde quiera...
El hombre en el asiento del acompañante dijo:
—Eh, señorita..., ¿podría robarle un momento? Necesi­to orientarme.
Dejó de caminar y miró al hombre del vehículo. Su pri­mera impresión fue que no se había afeitado esa mañana y que su voz sonaba extrañamente aguda y con más emoción de la que requería su muy común pregunta. Se sintió un tanto mo­lesta porque no quería que nada la retrasara; quería irse de su casa y de su petulante vecindario, de su pequeño y aburrido pueblo universitario, lejos de su madre y del novio de su ma­dre, de la manera en que él la miraba y de algunas de las cosas que le había hecho cuando estaban solos, de su horrible insti­tuto y de todos los muchachos que conocía y odiaba y que se burlaban de ella todos los días de la semana.
Quería estar en un autobús yendo a cualquier lugar esa noche porque sabía que hacia las nueve o las diez su madre ha­bría terminado de llamar a todos los números en los que podía pensar, para luego, tal vez, llamar a la policía, porque eso era lo que había hecho anteriormente. Jennifer sabía que la policía iba a estar por toda la terminal de autobús en Springfield, de modo que tenía que estar ya en marcha para cuando todo eso entrara en acción. Al escuchar la pregunta del hombre, todas estas ideas, amontonadas, se le vinieron a la cabeza.
—¿Qué es lo que está buscando? —replicó Jennifer.
El hombre sonrió. Algo anda mal, pensó. No debería es­tar sonriendo.
Su sospecha inicial fue que el hombre iba a hacer algún comentario vagamente obsceno y sexual, algo ofensivo o deni­grante, algo desagradable, como: Hola, preciosa, ¿quieres que nos divirtamos un poco?, coronado por un chasquido de labios. Estaba preparada para seguir caminando y decirle que se fuera al cuerno, cuando miró por encima del hombro del tipo y vio a una mujer al volante. La mujer llevaba sobre el pelo una go­rra de lana tejida y, aunque era joven, había algo duro en sus ojos, algo duro como el granito, algo que Jennifer no había visto nunca antes y que de inmediato la asustó. La mujer tenía en la mano una pequeña videocámara. Apuntaba en dirección a Jennifer.
La respuesta del hombre a su pregunta la confundió. Había esperado que preguntara por alguna dirección cercana o una salida directa a la nacional 9, pero lo único que dijo fue:
—A ti.
¿Por qué la buscaban a ella? Nadie estaba al tanto de su plan. Todavía era demasiado temprano para que su madre hu­biera encontrado la nota falsa que había dejado pegada con un imán a la nevera, en la cocina. De modo que vaciló precisamente en el instante en que debió haber corrido a toda veloci­dad o gritado con fuerza pidiendo auxilio.
La puerta de la furgoneta se abrió abruptamente. El hombre saltó del asiento del acompañante. Se movió mucho más rápido de lo que Jennifer nunca habría imaginado que al­guien pudiera hacerlo.
—¡Eh! —reaccionó Jennifer. Al menos, más tarde creyó que había dicho: «¡Eh!», pero no estaba segura.
Ante su asombro, el hombre la golpeó en la cara. El gol­pe había estallado en sus ojos, lo que envió una corriente de dolor rojo por todo su ser, y se sintió mareada, como si el mundo a su alrededor hubiera girado sobre su eje. Pudo sen­tir que perdía el conocimiento, que se tambaleaba hacia atrás y se desmoronaba, cuando él la agarró por los hombros para evitar que cayera al suelo. Sentía las rodillas débiles y la espalda como de goma. Cualquier fuerza que ella tuviera desapare­ció al instante.
Fue sólo vagamente consciente de que la puerta de la furgoneta se abría y de que el hombre la empujaba para me­terla en la parte de atrás. Pudo escuchar el ruido de la puerta que se cerraba de golpe. La camioneta, que aceleró al girar la esquina, la empujó sobre su lecho de acero. Sentía el peso del hombre que la aplastaba, sujetándola contra el suelo. Apenas podía respirar y tenía la garganta casi cerrada por el terror. No sabía si se estaba resistiendo o estaba luchando, no podía dis­tinguir si estaba gritando o llorando, ya no estaba con la con­ciencia lo suficientemente alerta como para saber lo que estaba haciendo.
Dejó escapar un grito ahogado cuando una repentina y completa negrura la envolvió, y en un primer momento creyó que se había desmayado, pero luego se dio cuenta de que el hombre le había puesto una funda negra de almohada en la ca­beza, aislándola del diminuto mundo de la camioneta. Pudo sentir el gusto de la sangre en sus labios. La cabeza todavía le daba vueltas y fuera lo que fuese lo que estaba pasándole, sa­bía que era mucho peor que cualquier cosa de la que hubiera tenido noticia antes.
El olor traspasó la funda de la almohada. Era un olor aceitoso, denso, que venía del suelo del vehículo; el olor sudo­roso y dulce del hombre que la sostenía contra el suelo. En al­gún lugar, en su interior, sabía que sentía un gran dolor, pero no podía precisar dónde. Trató de mover los brazos y las pier­nas, manoteando a la nada, como un perro que sueña que está persiguiendo conejos, pero escuchó que el hombre gruñía:
—No, no lo creo...
Y entonces hubo otra explosión en su cabeza, detrás de los ojos. Lo último de lo que fue consciente fue de la voz de la mujer que decía:
—No la mates, por el amor de Dios...



Capítulo 3


Sostuvo la gorra rosa suavemente, como si estuviera viva, haciéndola girar con cuidado en sus manos. En el borde de la parte interior vio el nombre «Jennifer» escrito con tinta, seguido por un gracioso dibujo de un pato sonriente y las pa­labras «es genial» como si fueran la respuesta a una pregunta. Ningún apellido, ningún número de teléfono, ninguna direc­ción.
Adrian estaba sentado al borde de su cama. A su lado, sobre la colcha multicolor hecha a mano que su esposa había comprado en una feria de colchas de parches poco antes de su accidente, yacía fríamente su pistola automática Ruger nueve milímetros. Había reunido una gran colección de fotografías de su esposa y de la familia, y las había desparramado por todo el dormitorio para poder mirarlas mientras se preparaba. En el pequeño despacho donde alguna vez había trabajado sobre conferencias y planes de enseñanza, había grapado a un infor­me del neurólogo una copia del artículo de Wikipedia sobre «Demencia por cuerpos de Lewy».
Pensó que lo único que le faltaba era escribir una nota de suicidio adecuada, algo sentido y poético. Siempre había adorado la poesía y hasta había tenido sus escarceos escribien­do algunos versos. Había llenado estanterías con colecciones que iban desde los modernos hasta los antiguos, desde Paul Muldoon y James Tate hasta Ovidio y Catulo. Hacía algunos años había publicado por su cuenta un pequeño volumen con sus propios poemas, Cantos de amor y locura. No porque pen­sara que fueran realmente buenos. Pero le encantaba escribir, versos libres o con rima, y creyó que eso podría ayudarle pre­cisamente en aquel momento. Poesía en lugar de coraje, pensó, por un momento, se distrajo. Se preguntó dónde habría pues­to un ejemplar de su libro. Pensó que realmente debía estar so­bre la cama, al lado de las fotografías y de la pistola. Las cosas quedarían totalmente claras para quienquiera que fuese el que llegara a la escena de su propio asesinato.
Pensó que justo antes de apretar el gatillo debía llamar al 911 —que es el teléfono de emergencias en Estados Unidos— e informar sobre disparos en su casa. Eso haría que los policías, preocupados, llegaran en pocos minutos. Sabía que debía dejar la puerta principal abierta de par en par como una invitación a entrar. Estas precauciones impedirían que pasaran semanas an­tes de que alguien encontrara su cuerpo. Sin descomposición. Sin olor. Haciendo que todo fuera tan ordenado y pulcro co­mo resultara posible. No podía hacer nada, pensó, respecto a la salpicadura de sangre. Eso no se podía evitar.
Por un momento se preguntó si debía escribir un poema sobre su modo de planear las cosas: Últimos actos antes del úl­timo acto. Ése era un buen título, pensó.
Adrián se balanceó de un lado a otro, como si el movi­miento pudiera aflojar las ideas atascadas dentro de él en luga­res ennegrecidos que ya no podía alcanzar. Podría haber algunas otras pequeñas tareas previas al suicidio de las que tu­viera que ocuparse: pagar algunas facturas extraviadas, apagar la calefacción o el calentador de agua, cerrar con llave el garaje, sacar la basura. Se encontró repasando mentalmente una pe­queña lista de verificación, un poco como un típico habitante de un barrio de las afueras que repasaba las tareas del sábado por la mañana. Tuvo la extraña idea de que parecía tener más miedo al desorden producido al matarse y tener que dejar todo para que otros lo limpiaran que al hecho mismo de suicidarse.
Limpiar el desorden de la muerte. Más de una vez había tenido que hacer precisamente eso. Los recuerdos trataron de atravesar la muralla de su organización. Luchó para rechazar imágenes de tristeza que resonaban dentro de él, y se concen­tró en las fotografías a su alrededor sobre la cama y apoyadas sobre una mesa cercana. Padres, hermano, esposa e hijo: Pronto estaré con vosotros, pensó. Una hermana distante, sobrinas, amigos y colegas: Os veré después. Parecía estar hablándoles directamente a las personas que lo miraban. Se dio cuenta de que había muchas risas y sonrisas. Momentos felices en bar­bacoas, bodas y vacaciones. Todo ello registrado en imágenes.
Miró rápidamente a su alrededor. Los otros recuerdos estaban a punto de desaparecer para siempre. Los malos tiem­pos que habían llegado con demasiada frecuencia a lo largo de su vida. Aprieta el gatillo y todo eso desaparece. Bajó la vista y vio que todavía sostenía con fuerza la gorra rosa.
Empezó a colocarla a un lado para coger el arma, pero se detuvo. Pensó que eso les confundiría. Algún policía se pre­guntaría: ¿Qué diablos está haciendo con una gorra rosa de los Red Sox? Podría enviarlos por alguna inexplicable y superflua tangente de novela de misterio. Sostuvo la gorra delante de él otra vez, directamente ante sus ojos, como se sujetaría una pie­dra preciosa a contraluz, tratando de ver las imperfecciones ocultas.
El algodón rústico debajo de sus dedos se sentía tibio. Recorrió con un dedo la distintiva B. El color rosa se había desteñido un poco y la cinta interior estaba deshilachada. Eso solamente pudo ocurrir si la joven rubia la hubiera usado con frecuencia, especialmente durante el invierno, en vez de una gorra de esquiar más abrigada. La gorra —vaya uno a saber la razón oculta— era una de sus prendas de vestir favoritas. Lo cual, le pareció a él, quería decir que no la habría abandonado en la calle.
Adrian respiró hondo y reconsideró todas las impresio­nes de ese anochecer, dándoles vueltas en su mente de manera muy parecida a como estaba girando la gorra de béisbol en sus manos: La joven con la mirada decidida. La mujer al volante. El hombre a su lado. La leve vacilación al detenerse junto a la adolescente. La aceleración rápida y la desaparición. La gorra que quedó atrás. ¿Qué ocurrió?
¿Fuga? ¿Escapada? Tal vez era una de esas intervencio­nes de algún culto o de algo relacionado con la droga, en las que aparecían los «salvadores» para luego sermonear al candi­dato en una habitación alquilada en algún motel barato hasta que el pobre niño admitía un cambio de actitud, de creencia o de adicción.
No le pareció que eso fuera lo que había visto.
Se dijo: Revisa todo otra vez. Cada detalle, antes de que todo se escape de tu memoria. Eso era lo que temía: que todo lo que recordaba y todo lo que dedujera se disipara rápidamente como una niebla matutina después de que la luz del sol empieza a comérsela. Se levantó, fue hacia la mesa, donde encontró una pluma y una pequeña libreta de cuero. Generalmente, había usado páginas blancas, gruesas y elegantes para redactar notas para poemas, escribiendo alguna idea ocasional o una combina­ción de palabras o rimas que pudieran prestarse para algún de­sarrollo posterior. Su esposa le había regalado la libreta, y al tocar la suave superficie, pensó en ella.
Así que repitió todo de nuevo; esta vez fue apuntando algunos detalles en una página en blanco: La muchacha... Ella iba mirando directamente hacia delante y a él le pareció que ni siquiera lo vio cuando pasó con el coche junto a ella. Ella tenía un plan. De eso estaba seguro, sólo por la dirección de sus ojos y el ritmo con que caminaba..., lo cual dejaba fuera todo lo demás.
La mujer y el hombre... Él ya había entrado en su jardín antes de que la furgoneta blanca se acercara, estaba seguro de eso. ¿Acaso lo vieron en su coche? No. Era poco probable.
La breve vacilación... Parecían estar siguiendo a la jo­ven, aunque sólo fuera por unos pocos metros. Estaba seguro de eso. Fue como si la estuvieran evaluando. ¿Qué ocurrió luego? ¿Hablaron? ¿Fue invitada a subir a la furgoneta? Tal vez se conocían y aquello no fue más que una amigable invita­ción a llevarla. Nada más. Nada menos. No. Arrancaron de­masiado rápido.
¿Qué vio él antes de que terminaran de doblar la esqui­na? Una matrícula de Massachusetts: QE2D. Escribió eso. Trató de recordar los otros dos dígitos, pero no pudo. Pero lo que sí podía realmente recordar era el sonido agudo de la furgoneta cuando aceleraba.
Y luego la gorra quedó abandonada.
Tuvo dificultades para formular la palabra «secuestro» en su imaginación, y aun cuando lo hizo, se dijo que aquella con­clusión sólo podía ser una tontería. El vivía en un lugar dedica­do a la razón, al aprendizaje y a la lógica, con zonas aledañas relacionadas al arte y la belleza. Era miembro de un mundo de escuelas y conocimiento. «Secuestro». Esta fea palabra corres­pondía a algún sitio oscuro, desconocido en su vecindario.
Sin duda, pensó, las hileras tranquilas de cuidadas casas residenciales que se extendían a su alrededor tenían algún cri­men escondido..., violencia doméstica, infidelidades sexuales de los adultos, drogas entre los adolescentes del instituto de secundaria, fiestas de alcohol y sexo. Tal vez la gente no pa­gaba sus impuestos o sus prácticas comerciales eran tur­bias... Podía imaginar que esta clase de crímenes ocurrían detrás del barniz de vida de clase media. Pero no podía re­cordar haber escuchado nunca un disparo, ni siquiera ver sirenas de policía encendidas en ninguna calle cercana.
Esas cosas ocurrían en otros lugares. Estaban limitadas a los telediarios de por la noche, esos que lo dejaban a uno sin aliento, o a los titulares en el periódico matutino.
Adrián miró la Ruger automática. El legado de su herma­no. Nadie sabía que la tenía. Sus amigos del cuerpo docente en la universidad considerarían que el hecho de que poseyera el arma era sumamente desagradable. Se trataba de un arma directa y fea cuyo verdadero propósito dejaba poco lugar al debate. Nunca la había registrado. No era cazador ni del tipo de gente que se hace miembro de la Asociación Nacional del Rifle. Rechazaba el modo de pensar que impulsaba aquello de «tenga un arma para defenderse». Estaba seguro de que con el paso de los años su esposa había olvidado que el arma estaba en la casa, si es que al­guna vez lo supo realmente. El jamás lo había comentado con ella, ni siquiera después de su accidente, cuando ella había resis­tido pero lo miraba a él anhelando una liberación.
Si él hubiera sido valiente, pensó, lo habría consentido. En ese momento esa misma pregunta y esa misma respuesta quedaban para él, y sabía que era tan cobarde como para ce­der. Cuando colocara el arma en la sien o en la boca y apreta­ra el gatillo, ¿sería la segunda vez que el arma habría sido disparada? Su piel negra y metálica parecía no tener corazón. Cuando sopesó el arma en su mano, la sintió pesada y fría co­mo el hielo.
Adrián dejó el arma y volvió a la gorra. Parecía hablar tan fuerte en ese momento como la Ruger. Era como estar atrapado en medio de una discusión entre dos objetos inani­mados, mientras debatían sobre lo que él debía hacer.
Hizo una pausa y respiró hondo. Las cosas parecieron silenciarse en la habitación, como si algún ruidoso alboroto relacionado con un autohomicidio hubiera sido hecho callar repentinamente. Lo menos que podía hacer, pensó, es iniciar una modesta investigación. La gorra parecía estar requiriendo tan sólo eso de él.
Cogió el teléfono y marcó el número de emergencias, el 911. Era consciente de que había una pequeña ironía en el hecho de que estuviera llamando primero por alguien a quien no conocía, ya que después haría más o menos la misma lla­mada por sí mismo.
—Policía, bomberos y rescates. ¿Cuál es su emergencia?
—No es realmente una emergencia —aclaró Adrián. Quería estar seguro de que su voz no vacilara, como la del an­ciano en el cual creía que se iba a convertir repentinamente durante las horas posteriores a la consulta con el neurólogo. Quería mostrarse enérgico y alerta—. Llamo porque creo que he sido testigo de un hecho que podría ser de cierto interés para la policía.
—¿Qué clase de hecho?
Trató de imaginarse a la persona en el otro extremo de la línea. El empleado en el teléfono tenía una manera de recortar cada palabra bruscamente para que su sentido resultara incon­fundible. El tono de su voz tenía una fuerza muy ensayada, un timbre de sensatez. Era como si las pocas palabras que el hom­bre que se ocupaba de emergencias pronunciaba estuvieran vestidas con ceñidos uniformes de cuello alto.
—Vi una furgoneta blanca... Había una muchacha ado­lescente, Jennifer, está escrito en su gorra, pero no la conozco, aunque debe vivir en algún lugar del vecindario; en un mo­mento estaba allí, y luego desapareció... —Adrián quería abofetearse a sí mismo. Todas sus intenciones de ser razonable y dinámico habían desaparecido instantáneamente en un mar de descripciones entrecortadas, mal concebidas y apresuradas. ¿Era la enfermedad que castigaba su capacidad de hablar?
—Sí, señor. ¿Y usted exactamente qué cree que presenció?
La línea telefónica emitió una señal sonora. Estaba sien­do grabado.
—¿... Han recibido algún aviso de una muchacha perdi­da en el sector de las colinas del pueblo? —preguntó.
—Ningún informe de momento. No ha habido ninguna llamada hoy —dijo el agente.
—¿Nada?
—No, señor. El pueblo ha estado muy tranquilo toda la tarde. Tomaré nota de su información y se la pasaré a la oficina de detectives en caso de que se reciba algún aviso. Lo investiga­rán si es necesario.
—Supongo que estaba equivocado —dijo Adrián. Colgó antes de que el agente tuviera tiempo de preguntar su nombre y dirección.
Adrián levantó la vista y miró por la ventana. La noche había caído y las luces se iban encendiendo por toda la calle. Hora de cenar, pensó. Familias que se reúnen. Hablan sobre lo ocurrido durante el día, en el lugar de trabajo, en la escuela. Todo muy normal y previsible. De pronto estalló con una pre­gunta en voz alta que resonó en el pequeño dormitorio, como si pudiera producir un eco en ese espacio pequeño; parecía que la hubiera gritado desde un cañón.
—No sé qué se supone que debo hacer ahora.
—Pero por supuesto que lo sabes, querido —respondió su esposa, sentada en la cama junto a él.

Capítulo 4


La llamada no llegó hasta poco antes de las once de la no­che, y a esa hora la detective Terri Collins ya estaba pen­sando seriamente en irse a la cama. Sus dos hijos estaban en su habitación, dormidos, con los deberes del colegio hechos, con el cuento ya leído y arropados. Acababa de hacer esa última visita maternal de la noche, en la que asomó la cabeza por la puerta, dejando entrar la pálida luz del pasillo sólo para certificar, con la mínima iluminación necesaria en las caras de los dos niños, que estaban profundamente dormidos.
Sin pesadillas. La respiración tranquila. Ni siquiera un resuello que pudiera indicar la proximidad de un resfriado. Había algunos progenitores solteros, que conocía del grupo de apoyo que ocasionalmente visitaba, que apenas podían apartarse de sus hijos dormidos. Era como si durante la noche to­dos los males que habían creado sus circunstancias tuvieran rienda suelta. Un tiempo que debiera estar dedicado al descan­so y la recuperación se había convertido en algo lleno de incertidumbre, preocupación y miedo.
Pero todo estaba bien esa noche. Todo era normal. Dejó la puerta entreabierta sólo unos pocos centímetros y empezó a caminar silenciosamente hacia el baño cuando escuchó sonar el teléfono de la cocina. Miró el reloj de pared mientras se apresuraba a responder. Demasiado tarde para ser otra cosa que un problema, pensó.
Era el agente nocturno de emergencias de las oficinas centrales de la policía.
—Detective, tengo una mujer muy alterada en la otra lí­nea. Creo que usted ha atendido llamadas anteriores de ella. Aparentemente, tenemos otra joven que se ha fugado...
La detective Terri Collins supo inmediatamente quién era. Quizá esta vez Jennifer realmente se largó, pensó. Pero esto era poco profesional y «se largó» era solamente una for­ma taquigráfica e insensible de ocultar una serie conocida de miedos para cambiarla por otra potencialmente peor y de un tipo del todo diferente.
—Estaré allí en un momento —dijo Terri. Pasaba fácil­mente del modo madre al modo detective de policía. Uno de sus puntos fuertes era su habilidad para separar las diferentes dimensiones de su vida en grupos bien definidos y ordenados. Demasiados años con trastornos habían creado en ella una ne­cesidad compulsiva de sencillez y organización.
Puso al agente en espera mientras llamaba a un segundo número, uno que tenía en la lista junto al teléfono de la coci­na. Una de las pocas ventajas de haber pasado por lo que pasó era la red informal de ayuda disponible.
—Hola, Laurie, soy Terri. Lamento molestarte a esta hora de la noche, pero...
—¿Te han llamado por un caso y necesitas que cuide a los niños?
Terri podía efectivamente escuchar el entusiasmo en la voz de su amiga.
—Sí.
Estaré allí en un momento. No hay problema. Me en­canta. ¿Cuánto crees que vas a tardar?
Terri sonrió. Laurie era una insomne de primer orden, y Terri sabía que a ella, secretamente, le encantaba que la llamaran en medio de la noche, especialmente para cuidar niños, ya que los suyos habían crecido y se habían independizado. Le proporcionaba algo para hacer en lugar de mirar, inútilmente, la programación nocturna de la televisión por cable o pasear­se de un lado a otro nerviosamente por la casa a oscuras, ha­blando consigo misma sobre todo lo que le había salido mal en la vida. Ésa era, Terri lo había aprendido, una larga conver­sación.
—Es difícil decirlo. Al menos un par de horas. Pero probablemente tarde más. Tal vez incluso toda la noche.
—Llevaré mi cepillo de dientes —respondió Laurie.
Pulsó el botón de espera y volvió a conectarse con el agente de emergencias.
—Dígale a la señora Riggins que estaré en su casa dentro de media hora para hablar con ella. ¿Hay agentes uniformados allí?
—Han sido enviados.
—Avíseles de que estaré allí en unos momentos. Deben tomar nota de cualquier declaración preliminar para que po­damos trazar una línea de tiempo. También deben tratar de tranquilizar a la señora Riggins.
Terri dudaba de que tuvieran éxito en eso.
—Entendido —respondió el agente, y colgó.
Laurie llegaría en unos minutos. Le gustaba pensar que era una parte importante de la investigación o de la escena del crimen a la que Terri estaba siendo llamada, tan importante co­mo un técnico forense o un experto en huellas digitales. Se tra­taba de un orgullo inofensivo, y hasta útil. Terri regresó al baño, se echó un poco de agua en la cara y se pasó un cepillo por el pelo. A pesar de la hora, quería mostrarse fresca, presen­table y excepcionalmente capaz de enfrentar el mundo de pá­nico desesperado al que sabía que estaba a punto de descender.

* * *

La calle estaba oscura y había pocas luces encendidas en algu­nas de las casas cuando Terri atravesó con el coche el vecin­dario de Riggins. La única casa con alguna actividad visible era su destino, donde la luz del porche brillaba intensamente y Te­rri podía ver siluetas que se movían por el salón. Un solo coche patrulla estaba aparcado en la entrada, pero los agentes habían apagado las luces de la sirena, de modo que simplemente pare­cía otro automóvil que esperaba el éxodo matutino al trabajo o a la escuela.
Terri detuvo su pequeño y traqueteado automóvil, que había adquirido hacía seis años. Se tomó un minuto para res­pirar profundamente antes de recoger su bolso con una graba­dora de microcinta y una libreta encuadernada. Tenía la placa de policía sujeta a la correa del bolso. Su semiautomática esta­ba enfundada sobre el asiento, junto a ella. La enganchó al cinturón de sus vaqueros después de revisarla dos veces para cerciorarse de que el seguro estuviera puesto y no hubiera ningún proyectil en la recámara. Salió a la noche y caminó por el césped hacia la casa.
Era un camino que había hecho dos veces antes en los últimos dieciocho meses. Su respiración era como un humo que iba envolviéndola. La temperatura había bajado, pero no tanto como para que ningún habitante de Nueva Inglaterra hiciera otra cosa que abrocharse un poco más el abrigo y tal vez subirse el cuello. Había claridad en el frío, no era el indu­dable hielo del invierno, sino una sensación de que había fragmentos que todavía se movían en el aire, incluso con algo de primavera que a tropezones trataba de abrirse camino para empezar.
Terri deseó haber pasado por el despacho que compartía con otras tres personas en el Departamento de Detectives de la Oficina Central de Policía para sacar su archivo sobre la familia Riggins, aunque dudaba de que hubiera algún detalle o nota en esos infor­mes que no hubiera memorizado ya. Lo que detestaba era la sen­sación de que estaba entrando en una escena que en verdad era algo muy diferente de lo que pretendía ser. Un fugitivo menor de edad era la manera en que lo iba a escribir para los registros del departamento y precisamente así era como iba a manejar el caso la oficina de detectives. Sabía exactamente qué pasos iba a dar y cuáles eran las pautas departamentales y procedimientos para este tipo de desapariciones. Incluso hasta tenía una conje­tura razonable acerca del resultado probable del caso.
Pero eso no era realmente lo que estaba ocurriendo, se dijo. Había alguna razón subyacente para la perseverancia de Jennifer y probablemente había un crimen mucho peor que se ocultaba detrás de la firme insistencia de la adolescente para irse de su casa. Terri simplemente no creía que fuera a descu­brirlo, por muchas declaraciones que tomara a la madre y al amante, o por mucho que trabajara en el caso. Detestaba la idea de que estaba a punto de participar en una mentira.
Ya en la entrada, vaciló. Se imaginó a sus dos niños en casa dormidos, sin saber que ella no estaba en su pequeño dormitorio, con la puerta abierta que daba al pasillo, con el sueño ligero en caso de que escuchara algún ruido extraño. Todavía eran tan jóvenes que cualquier pena o preocupación que les tocara vivir —y seguramente iba a haber algunas— se­guía siendo parte del futuro.
Jennifer se había alejado siguiendo aquel camino. Siguien­do más de un par de caminos, pensó Terri. Dio una última boca­nada profunda del aire frío de la noche, como quien toma el último trago de agua de un vaso. Golpeó una vez la puerta y lue­go empujó para abrirla y entró rápidamente en un pasillo peque­ño. Sabía que había una fotografía enmarcada de una sonriente Jennifer cuando tenía nueve años, con un moño rosado en el pe­lo cuidadosamente peinado, colgada en la pared cerca de las es­caleras que iban a los dormitorios del piso superior. Había un simpático espacio entre los dientes incisivos de la niña. Era el ti­po de foto que los padres amaban y los adolescentes odiaban porque a ambos les recordaba la misma época, vista a través de lentes diferentes y distorsionada por distintos recuerdos.
A su izquierda, en el comedor, vio a Mary Riggins y a Scott West, su novio, sentado en el borde de un sillón. Scott había puesto un brazo distendido sobre los hombros de Mary y le agarraba la mano. Había cigarrillos encendidos en un cenice­ro sobre una mesa baja llena de latas de refrescos y tazas de café medio vacías. Dos agentes uniformados permanecían in­cómodos a un lado. Uno era el sargento del último turno de la noche y el otro era un novato de veintidós años que estaba en el cuerpo desde hacía sólo un mes. Terri hizo un movi­miento de cabeza en su dirección, y vio un leve movimiento de ojos del sargento, justo cuando Mary Riggins estalló en un aullido.
—Lo ha hecho otra vez, detective... —Estas palabras terminaron en un torrente de sollozos.
Terri saludó con la cabeza a los dos agentes, luego se volvió hacia Mary Riggins. Había estado llorando y el maqui­llaje se le había corrido en dos líneas negras por las mejillas, dándole el aspecto de una máscara de Halloween. El llanto le había hinchado los ojos, haciéndola parecer mucho más vieja de lo que era. Terri pensó que las lágrimas eran injustas con las mujeres de edad madura, pues en un instante sacaban a relucir todos los años que tanto trataban de esconder.
En lugar de embarcarse en cualquier explicación adicio­nal, Mary Riggins simplemente se enroscó y enterró su cabe­za en el hombro de Scott. Era un poco mayor que ella, de pelo gris, de aspecto distinguido incluso con vaqueros y ropa de trabajo, una desteñida camisa a cuadros rojos. Era un tera­peuta de la New Age, especializado en tratamientos holísticos para una gran cantidad de enfermedades psiquiátricas, y tenía una carrera próspera entre la comunidad académica, siempre abierta a técnicas diferentes, tal como esas personas que saltan de una dieta a otra. Conducía un Mazda descapota­ble, deportivo de color rojo brillante, y se movía a menudo Por el valle en invierno con la capota abierta, envuelto en un abrigo y con un gorro de leñador de piel flexible. Parecía cru­zar la línea de la simple excentricidad; era como una especie de desafío.
La policía del pueblo conocía bien a Scott West y su tra­bajo; él y el Mazda coleccionaban multas por exceso de veloci­dad con una frecuencia desalentadora, y en más de una ocasión la policía se había visto forzada a limpiar discretamente los problemas producidos por sus complicados tratamientos. Al­gunos suicidios. Un enfrentamiento con un esquizofrénico paranoide armado con un cuchillo a quien le había aconsejado sustituir el Haldol que le habían recetado en Saint John's Wort.

* * *
A Terri le gustaba considerarse a sí misma como pragmática, fría, razonable y ordenada en su manera de pensar, directa en sus enfoques. Si a veces este estilo hacía que pareciera antipá­tica, pues bien, a ella no le molestaba. Ya había tenido su cuo­ta de pasión, delirio y locura en su vida hacía años, y ahora prefería el orden y la estabilidad, porque, pensaba, la mante­nían a salvo.
Scott se inclinó hacia delante. Habló con una voz estu­diada de terapeuta, profunda, serena y razonable. Era una voz diseñada para hacerlo aparecer como un aliado en esa situa­ción, cuando Terri sabía que lo contrario estaba mucho más cerca de la verdad.
—Mary está muy disgustada, detective. A pesar de to­dos nuestros esfuerzos, casi de manera permanente... —Se detuvo.
Terri se volvió hacia los dos agentes. El sargento le pasó una hoja suelta, de esas de un cuaderno de anillas que tiene cualquier estudiante de secundaria. La escritura era cuidado­sa; alguien que quería asegurarse de que cada palabra fuera clara y legible, no garabateada rápidamente por un adolescen­te ansioso por salir por la puerta rápidamente. Era una nota que había sido trabajada. Terri estaba segura de que si buscaba realmente a fondo podría encontrar variantes descartadas en una papelera o en los contenedores de basura que estaban fue­ra, en la parte de atrás. Terri leyó la nota entera tres veces.

Mamá:
Voy al cine con unos amigos con los que he quedado en el centro comercial. Cenaré allí y tal vez pase la noche en casa de Sarah o en la de Katie. Te llamaré después de la pelí­cula para avisarte, si no vuelvo directamente a casa. No llega­ré demasiado tarde. Ya he terminado los deberes del instituto y no tengo nada pendiente hasta la próxima semana.

Muy razonable. Muy conciso. Una mentira total.
—¿Dónde dejó esto?
—Colgada en la nevera con un imán —explicó el sar­gento—. En un lugar donde no pasaba inadvertida.
Terri la leyó un par de veces más. Estás aprendiendo, ¿no, Jennifer?, pensó. Sabías exactamente qué escribir.
Cine. Eso quería decir que su madre iba a suponer que su móvil estaría apagado, y le daba por lo menos un espacio de dos horas de tiempo en que no podían comunicarse con ella.
Unos amigos... sin especificar, pero aparentemente ino­cente. Los dos nombres que daba, Sarah y Katie, probable­mente estaban dispuestas a cubrirla, o eran difíciles de con­tactar.
Te llamaré..., de modo que su madre y Scott iban a es­perar sentados a que el teléfono sonara mientras valiosos mi­nutos se perdían.
Ya he terminado los deberes del instituto. Jennifer sacaba de la ecuación la justificación externa mayor de que su madre la llamara.
Terri pensó que era inteligente. Miró a Mary Riggins.
¿Ha llamado a sus amigos? —quiso saber.
Respondió Scott:
—Por supuesto, detective. Después de que acabaran las últimas sesiones en los cines llamamos a todas las Sarah y las Ka­tie que hemos encontrado. Ninguno de nosotros dos puede re­cordar que Jennifer haya hablado de alguna amiga con cualquiera de esos nombres. Luego llamamos a todos los otros amigos que recordamos que ella haya mencionado alguna vez. Nin­guno de ellos había estado en el centro comercial, y ninguno había hecho planes para reunirse con Jennifer. Ni tampoco la habían visto desde que salieron del instituto por la tarde.
Terri asintió con la cabeza. Una chica inteligente, se dijo.
—Jennifer parece que no tiene muchos amigos —comen­tó Mary, melancólicamente—. Nunca ha sido buena para esta­blecer relaciones sociales, ni en el colegio ni en el instituto.
Para Terri esa declaración era una repetición de algo que Scott había dicho en muchas discusiones «de familia».
—¿Pero ella podría estar con alguien a quien ustedes no conocen? —Tanto la madre como el novio negaron con la cabe­za—. ¿Podría ser que tenga algún novio secreto que les haya ocultado?
—No —aseguró Scott—. Yo habría notado alguna señal.
Seguro, pensó Terri. Esto no lo dijo en voz alta, pero hi­zo una anotación en sus papeles.
Mary se recompuso un poco y trató de responder de manera menos lacrimógena. Pero su miedo hacía que la voz le temblara.
—Cuando finalmente pensé en ir a su habitación, ya sa­be, para ver si tal vez había alguna otra nota o algo que pudie­ra darnos una pista, vi que su oso había desaparecido. Un osito de peluche llamado Señor Pielmarrón. Duerme con él todas las noches..., es como un amuleto que le da seguridad. Su padre se lo dio no mucho antes de morir, y jamás se iría a ninguna parte sin él...
Demasiado sentimental, pensó Terri. Jennifer, llevarte ese osito de peluche ha sido un error. Tal vez el único, pero un error al fin y al cabo. De otra manera habrías tenido veinticuatro horas en lugar de las seis que has logrado conseguir en el mejor de los casos.
—¿Hay algo en particular que haya ocurrido en los últi­mos días que hiciera que Jennifer tratara de huir? —pregun­tó—. ¿Una gran pelea..., tal vez algo que pasara en el instituto?
Mary Riggins sólo sollozó. Scott West respondió rápida­mente:
—No, detective. Si usted está buscando algún hecho ex­terno por mi parte o por la de Mary que pudiera haber incita­do este comportamiento en Jennifer, puedo asegurarle que no existe. Ninguna pelea. Ninguna exigencia. Ningún capricho de adolescente. No estaba castigada sin salir. Es más, todo ha es­tado totalmente tranquilo por aquí las últimas semanas. Yo pensaba, igual que su madre, que tal vez habíamos llegado a buen puerto y que las cosas iban a calmarse.
Eso era porque estaba planeando algo, pensó Terri. En la cascada de palabras pretenciosas con las que Scott se justifica­ba, Terri creyó que había al menos una mentira y tal vez más. Sabía que tarde o temprano la iba a encontrar. Si conocer la verdad iba a ayudarla a localizar a Jennifer o no, era algo com­pletamente diferente.
—Es una adolescente con muchos problemas, detective. Es muy delicada e inteligente, pero está profundamente per­turbada y confundida. Le he insistido en que debe buscar al­gún tratamiento, pero hasta ahora..., bueno, usted sabe lo terco que puede ser un adolescente.
Terri lo sabía. Sólo que no estaba segura de que la ter­quedad fuera el verdadero tema.
—¿Cree que puede haber algún lugar específico adonde podría haber ido? ¿Un pariente? ¿Un amigo que se haya mu­dado a otra ciudad? ¿Alguna vez habló de querer ser modelo en Miami, o convertirse en actriz en Los Ángeles, o trabajar en un barco pesquero en Louisiana? Cualquier cosa, por remota e insignificante que parezca, podría brindar una pista que in­tentaríamos seguir.
Terri había hecho estas preguntas las dos veces anterio­res en que Jennifer se había escapado. Pero en ninguna de esas otras dos ocasiones Jennifer se las había arreglado para ganar tanto tiempo como esa noche. Tampoco había ido muy lejos las otras veces; unos tres o cuatro kilómetros la primera; al si­guiente pueblo la segunda. Esta ocasión era diferente.
—No, no... —respondió Mary Riggins, retorciéndose las manos y buscando otro cigarrillo. Terri vio que Scott tra­taba de detenerla poniéndole la mano sobre el antebrazo, pe­ro ella lo apartó con un ligero movimiento, cogió el paquete de Marlboro y encendió un cigarrillo de manera desafiante, aun cuando había un cigarrillo a medio fumar echando humo en el cenicero.
—No, detective. Mary y yo hemos tratado de pensar en alguien o en algún sitio, pero no se nos ha ocurrido nada que pueda ser de ayuda.
—¿Falta dinero? ¿Tarjetas de crédito?
Mary Riggins estiró la mano hacia abajo y levantó un bolso del lugar donde había quedado abandonado en el suelo. Lo abrió y sacó una cartera de cuero, de donde dejó caer tres tarjetas para la gasolina, una American Express azul y una tar­jeta Discover, junto con un carné de socia de la biblioteca lo­cal y una tarjeta de descuento del supermercado del barrio. Las cogió una por una, luego registró nerviosamente cada compartimento de la billetera. Antes de que levantara la vista, Terri ya sabía la respuesta a su pregunta.
Terri asintió con la cabeza, pensativa.
—Voy a necesitar la foto más reciente que tenga —dijo.
—Aquí tiene —respondió Scott, mientras le alcanzaba al­go que obviamente ya tenía preparado.
Terri cogió la fotografía y le echó un vistazo. Una adoles­cente sonriente. ¡Vaya mentira!, pensó.
—También tengo que ver su ordenador —continuó Terri.
—¿Por qué quiere usted...? —empezó Scott.
Pero Mary Riggins le interrumpió:
—Está sobre su mesa. Es un ordenador portátil...
—Podría haber algún problema de invasión de la priva­cidad en esto —intervino Scott—. Quiero decir, Mary, ¿cómo le vamos a explicar a Jennifer que simplemente permitimos que la policía cogiera su...?
Se detuvo. Terri pensó: Por lo menos se da cuenta de que parece tonto. Aunque tal vez, más que tonto, está preocupado por algo. Entonces, abruptamente, hizo una pregunta que pro­bablemente no debió haber hecho:
—¿Dónde está enterrado su padre?
Se produjo un breve silencio. Hasta el casi constante so­llozo que venía de Mary cesó en ese momento. Terri vio que Mary Riggins se ponía tensa, estirándose como si lo que quería decir necesitara una inyección de fuerza o de orgullo entre los omoplatos que corriera por su espina dorsal.
—En North Shore, cerca de Gloucester. Pero ¿qué im­portancia tiene eso?
—Ninguna, probablemente —replicó Terri. Pero inte­riormente, se dijo: Ese sería el lugar al que yo iría si fuera una adolescente enfadada y deprimida, inundada por una abrumadora necesidad de irme de casa. ¿No querría hacer una última visita para despedirse de la única persona que, según ella creía, realmente la había querido antes de comenzar su huida? Sacu­dió un poco la cabeza, un movimiento tan leve que nadie en la habitación se dio cuenta. Un cementerio, pensó, o si no, Nueva York, porque ése es un buen lugar para empezar el proceso de perderse de vista.




Capítulo 5


 Al principio, pocos de los invitados prestaron atención a las imágenes silenciosas de la enorme pantalla montada en la pared del lujoso ático que daba al parque Gorki. Era una repetición de un partido de fútbol entre el Dinamo de Kiev y el Locomotiv de Moscú. Un hombre que lucía un gran bigote estilo Fu Manchú alzó la mano, e hizo una seña para que todos en la sala callaran; alguien bajó el volumen de la vibrante música tecno que salía de media docena de bafles escondidos en distintas paredes. Llevaba un costoso traje ne­gro, con camisa de seda color púrpura desabotonada y joyas de oro, incluido el indispensable Rolex en la muñeca. En el mundo moderno, donde los gánsteres y los hombres de nego­cios tienen con frecuencia el mismo aspecto, podía haber sido cualquiera de esas dos cosas, o tal vez las dos. Junto a él, una esbelta mujer probablemente veinte años menor que él, con el pelo y las piernas de una modelo, vestido de noche de lente­juelas suelto, que hacía poco por ocultar su figura andrógina, dijo primero en ruso, luego en francés y posteriormente en alemán: «Nos hemos enterado de que se va a presentar la nueva temporada de nuestra serie favorita en la web, y em­pieza esta noche. Seguramente va ser de gran interés para muchos de ustedes».
No dijo más. El grupo se amontonó frente al televisor, sentados en cómodos sillones o instalados en sillas. Un gran co­mando en forma de flecha que decía «play» apareció en la pantalla y el anfitrión movió un cursor sobre la flecha e hizo clic con el ratón. De inmediato se oyó música: La oda a la ale­gría de Beethoven se escuchó en un sintetizador. Esto fue se­guido por una imagen de Malcolm McDowell muy joven con un cuchillo, en el papel de Alex en La naranja mecánica, de Stanley Kubrick. La imagen dominaba la pantalla. Llevaba un traje blanco, el ojo maquillado, botas con tachuelas y un som­brero hongo negro, que la colaboración entre artista y director habían hecho famoso a comienzos de los años setenta. Esta ima­gen provocó aplausos de algunas personas mayores entre los asistentes a la fiesta, quienes recordaban el libro, recordaban la actuación y recordaban la película.
La fotografía del joven Alex desapareció para ser reem­plazada por una pantalla negra que parecía vibrar, expectante. A los pocos segundos, apareció un texto rojo fuerte, en cursiva, que atravesó el cuadro como un cuchillo, esculpiendo las pala­bras: What comes next? («¿Qué viene después?»). El texto se fundió dando paso a un nuevo título: Serie # 4.
La imagen cambió luego, mostrando una habitación con aspecto curiosamente granulado, casi unidimensional, un lugar gris y pobre. Sin ventanas. Sin ninguna indicación de dónde es­taba ocurriendo la escena. Un lugar de anonimato total. Inicialmente, los espectadores sólo pudieron ver una vieja cama de metal. Sobre la cama había una mujer joven en ropa interior, con una capucha negra sobre su cara. Tenía las manos esposa­das y atadas a argollas en la pared como en una mazmorra, detrás de la cabeza. Los tobillos estaban atados con sogas a la estructura de la cama.
La joven no se movía más que para respirar pesadamen­te, de modo que los espectadores podían darse cuenta de que todavía estaba viva. Podría haber estado inconsciente, droga­da o incluso dormida, pero después de unos treinta segundos, realizó un movimiento rápido, como un tic, y una de las cade­nas que la sujetaban hizo ruido.
Uno de los invitados dejó escapar un grito ahogado. Al­guien dijo en francés:
—Est-il vrai?
Pero nadie respondió a la pregunta, salvo, quizá, por el silencio y por la manera en que estiraban el cuello hacia delan­te, tratando de ver con más precisión.
En inglés, otro invitado dijo:
Es una actuación. Debe de ser una actriz contratada específicamente para esta serie en la web...
La mujer vestida con lentejuelas miró al hombre y negó con la cabeza. Su respuesta estaba teñida con su acento eslavo, pero fue pronunciada de manera impecable:
—Al principio de la serie anterior muchos pensaron eso. Pero al final, a medida que pasan los días, uno se da cuenta de que no hay ningún actor que desee interpretar estos papeles.
Volvió a mirar la pantalla. La figura encapuchada pare­ció temblar, y luego giró su cabeza bruscamente, como si al­guien fuera de cámara hubiera entrado en la habitación. Los espectadores podían ver cómo ella tiraba de las cadenas que la sujetaban.
Entonces, casi tan rápidamente como llegó esa escena, se congeló en la pantalla, como si la imagen hubiera sido tomada de repente, igual que se fotografía un ave en vuelo. Fundió a negro y otra vez apareció una pregunta escrita en color rojo sangre: «¿Quiere ver más?».
Detrás de esta pregunta se pedían los datos de la tarjeta de crédito y un texto explicaba el sistema de pago de la sus­cripción. Se podía comprar unos minutos, hasta una hora, o un bloque de varias horas. Por último se podía comprar un día, o más. También había una cifra mayor de pago para «Acceso total a Serie # 4 con pantalla interactiva». En la parte inferior de los textos había un cronómetro electrónico grande, tam­bién de color rojo brillante, puesto en 00:00. Estaba junto a las abras: «Día uno». Todos los asistentes a la fiesta vieron que el reloj de pronto marcaba un segundo, luego dos, al comen­zar a medir el tiempo. Era un poco como el reloj digital que marca el tiempo transcurrido de un partido de tenis en Wimbledon o en el Open de Estados Unidos.
Aliado había un anuncio: «Posible duración de Serie # 4: entre 1 semana y 1 mes».
En la fiesta, alguien gritó en ruso: —
¿Vamos, Dimitri! ¡Compra todo el paquete... desde el principio hasta el fin! ¡Tú puedes pagarlo! —Esto fue acompa­ñado por una risa nerviosa y gritos entusiastas y de aproba­ción. El hombre del bigote se volvió hacia los allí reunidos con los brazos bien abiertos, como preguntando qué debía hacer. Antes de sonreír, esbozó una ligera y teatral reverencia y mar­có los números de la tarjeta de crédito. Apenas hizo esto, apa­reció una ventana que pedía una contraseña. El hombre hizo un gesto con la cabeza a la mujer de las lentejuelas y señaló el teclado de su ordenador. Ella sonrió y tecleó algo. Uno podría haber imaginado que escribió el apodo afectuoso de su amante, el que usaba en la intimidad. El anfitrión sonrió e hizo una seña a un camarero de chaqueta blanca que esperaba en la parte de atrás del lujoso ático para que volviera a llenar los vasos mien­tras sus adinerados invitados se acomodaban para la serena y fascinante espera. Faltaba una última confirmación electrónica de la operación.
Otros, en todo el mundo, estaban esperando lo mismo.

* * *

No había ningún usuario típico de whatcomesnext.com, aun­que probablemente el porcentaje era mucho menor de muje­res que de hombres. La naturaleza pública de la fiesta en Moscú era una excepción; la mayoría de los clientes se hacían miembros de whatcomesnext.com en lugares privados donde podían ver el drama que se desarrollaba en Serie # 4 en soledad. La página web controlaba el acceso de sus miembros con la identificación por medio de contraseñas ciegas, con doble y triple sistema de seguridad, seguidas por una secuencia de transferencias de alta velocidad a varios motores de búsqueda en Europa oriental y en India. Era un sistema que había sido creado por una sofisti­cada mente electrónica y había sobrevivido a más de un intento policial de violarlo. Pero dado que no tenía connotaciones po­líticas —es decir, el sitio no era frecuentado por organizaciones terroristas— y no se metía abiertamente en la pornografía in­fantil, había sobrevivido a esas modestas y sólo ocasionales intrusiones. A decir verdad, esos poco frecuentes esfuerzos hechos por la policía le daban al sitio cierta distinción, o lo que podría haber sido considerado como una cierta respetabilidad propia de Internet.
Whatcomesnext.com estaba dirigido a un tipo diferente de público. La lista de clientes estaba formada por personas que podían pagar muy bien por una mezcla de experiencia sexual y producción de ficción que estaba al borde del delito. Usaba los chats electrónicos y el veloz boca a boca de Internet para enviar invitaciones a suscribirse a sus servicios.
Los diseñadores del sitio no se consideraban delincuen­tes, aunque habían cometido muchos delitos. Ni tampoco se identificaban como asesinos, aunque habían asesinado. Nun­ca habrían considerado que lo que hacían era una perversión, aunque muchos argumentaban que era precisamente eso. Ellos se consideraban empresarios modernos que ofrecían un servicio especial, poco frecuente, muy demandado por los hombres y que generaba un enorme interés en oscuros lugares en todo el mundo.
Michael y Linda se habían conocido cinco años antes en una fiesta sexual clandestina en una casa de las afueras de Chi­cago. Él era un licenciado en Ciencias Informáticas que prepa­raba su doctorado; era un tanto tímido y de voz suave; ella era una joven ejecutiva en una poderosa agencia de publicidad y ocasionalmente desempeñaba una segunda actividad en una agencia de compañía femenina para equilibrar el presupuesto. Ella tenía gustos que iban más allá de los límites; él tenía fanta­sías que jamás se habría permitido convertirse en realidad. Ella tenía afinidad con los BMW y los estimulantes como la dexedrina y estaba al borde de la dependencia; cuando era adolescente, él había sido arrestado por robar el perro a un vecino. Una ma­ñana, al pasar camino del instituto, el animal le había mordido el tobillo. La policía llegó a la conclusión de que Michael había vendido el perro, un pequeño bichon frisé, a un hombre de la zona rural de Illinois que abastecía de cebo a personas que ha­cían luchar a perros pitbull. Veinticinco dólares en efectivo. Los cargos contra Michael habían sido retirados cuando el in­formante confidencial que había suministrado su nombre a las autoridades resultó estar involucrado en peores delitos que el secuestro de perros. Más de un policía vio salir libre de un juz­gado, sin antecedentes, al adolescente Michael y pensó que no sería la última vez que pasaría por allí. Hasta ahora, estos poli­cías habían estado equivocados.
Ambos venían de historias cuestionables, pasados com­plicados y violentos que el barniz de lo que estaban haciendo lograba esconder. Un estudiante brillante, el primero de su cla­se, y una prometedora mujer de negocios. Ambos eran intelectualmente sofisticados y tenían talento. En lo exterior, parecían ser la clase de personas jóvenes que habían logrado superar sus orígenes humildes. Sin embargo, ésas eran impresiones exter­nas, y cada uno, por separado, pensaba que eran mentiras, porque sus verdaderas identidades estaban ocultas en lugares a los que sólo ellos tenían acceso. Pero descubrieron estas cosas el uno del otro mucho más tarde. La noche en que se conocie­ron se estaban dedicando a un tipo diferente de educación.
Las reglas de la reunión eran simples: cada uno tenía que llevar una pareja del sexo opuesto; sólo se podían usar nom­bres de pila; no podía haber ningún intercambio de números de teléfono ni de direcciones de correo electrónico al finalizar la fiesta; si alguien llegaba a encontrarse por casualidad con otro asistente en un contexto diferente, prometía actuar como frente a un desconocido total, como si no hubieran participado juntos en reuniones de sexo grupal, duro y pornográfico.
Todos aceptaban las reglas. Salvo la primera, nadie les prestaba realmente atención. La primera tenía que ser cumpli­da, porque de lo contrario no se podía entrar. Era un lugar de citas secretas, y hablaba de deslealtad y de excesos. Nadie de los que entraban en la sofisticada vivienda de dos plantas situada en las afueras estaba particularmente interesado en las reglas.
Las contradicciones abundaban. Había dos bicicletas in­fantiles tiradas en el jardín de delante. Había un estante lleno de libros del doctor Seuss. Las cajas de varios tipos de copos de cereales para el desayuno habían sido amontonadas en un rin­cón de la cocina para dejar espacio a un espejo ubicado horizontalmente sobre la encimera, con rayas de cocaína preparadas como gentileza de la casa. Un televisor en el comedor mostra­ba material sólo apto para adultos, aunque pocos de los trein­ta y tantos invitados prestaban atención a versiones filmadas de lo que ellos estaban haciendo en ese momento. La ropa era descartada rápidamente. El licor era abundante. Pastillas de éxtasis eran ofrecidas como entremeses. Los invitados más viejos tenían probablemente cincuenta y tantos años. La ma­yoría rondaba los treinta o los cuarenta, y cuando Linda atra­vesó la puerta y empezó el proceso de dejar caer su ropa, más de un hombre la miró apreciativamente y de inmediato hizo planes de acercarse a ella.
Michael y Linda habían llegado a la fiesta con otras per­sonas, pero se retiraron juntos. La acompañante de Michael esa noche había sido otra estudiante que preparaba su doctorado de Sociología, obviamente interesada en investigar la vida real, que había abandonado la fiesta poco después de que tres hom­bres desnudos totalmente excitados la acorralaran, indiferen­tes a sus preguntas de estudiosa acerca de por qué estaban allí; no se mostraron dispuestos a escuchar sus débiles protestas mientras se inclinaban sobre ella. Había un requisito tácito en la fiesta que sugería que nadie fuera forzado a hacer algo que no quisiera. Ésta era una regla que se prestaba a interpretacio­nes muy diferentes.
La pareja de Linda para esa noche había sido un hombre que había pedido sus servicios, y luego, después de invitarla a una costosa cena, había preguntado dónde quería pasar el resto de la noche. Había ofrecido pagarle más de los mil quinientos dólares que ella cobraba habitualmente. Ella había aceptado, siempre y cuando el dinero fuera en efectivo y por adelanta­do, sin decirle que probablemente lo habría acompañado sin cobrarle más. La curiosidad, pensaba ella, era como un exci­tante juego preliminar. Después de llegar a la fiesta, su pareja había desaparecido en una habitación lateral con un látigo de cuero y una ajustada máscara de seda negra en la cara, dejando a Linda sola, pero no sin atención.
Su encuentro —como todos los encuentros esa noche— fue casual. Fue una conexión de miradas de un extremo a otro de la habitación, en el arco lánguido de sus cuerpos, en los tonos sedosos de sus voces. Una sola palabra, un leve mo­vimiento de la cabeza, un encogimiento de los hombros —al­gún pequeño acto de intensidad emocional en una habitación oscura dedicada al exceso y al orgasmo, llena de hombres y mujeres desnudos copulando en todos los estilos y posicio­nes imaginables— era lo que los había unido. Cada uno esta­ba con otra persona cuando sus ojos se encontraron. Nin­guno de los dos estaba realmente disfrutando lo que estaba haciendo en ese preciso momento. En una habitación llena de lo que la mayoría de las personas habrían considerado ac­tos desenfrenadamente diferentes, ambos se sentían un poco aburridos.
Pero se vieron el uno al otro y algo profundo y proba­blemente espantoso resonó dentro de ellos. Es más, no tuvie­ron relaciones sexuales entre ellos esa noche. Simplemente se observaron mutuamente mientras copulaban con otros, y vie­ron alguna misteriosa unidad de propósitos en medio de los gemidos y gritos de placer. Rodeados por despliegues de luju­ria, realizaron una conexión que casi estalla. Mantenían los ojos fijos en el otro, aun cuando desconocidos exploraban sus cuerpos.
Michael finalmente se abrió camino por entre figuras sudorosas hasta llegar junto a ella, sorprendido por su propia agresividad. Habitualmente el no avanzaba y se enredaba con palabras y presentaciones, todo el tiempo empujado por de­seos irrestrictos dentro de sí. Linda estaba siendo baboseada por un hombre cuyo nombre no conocía. Vio por el rabillo del ojo que Michael se acercaba desde un rincón y supo ins­tintivamente que no se acercaba a ella en busca de algún ori­ficio.
Se apartó bruscamente de su pareja, cuyas torpes manio­bras la habían aburrido de todos modos, dejándolo sorprendi­do, insatisfecho y un poco enfadado. Puso fin a sus fervorosas quejas con una sola mirada feroz, se puso de pie, desnuda, y cogió la mano del desnudo Michael como si fuera alguien a quien conocía desde hacía años. Sin mucha charla, abandona­ron la fiesta. Por un instante, cuando fueron a buscar la ropa tomados de la mano, parecieron una representación de Adán y Eva al ser expulsados del Jardín del Edén realizada por al­gún artista del Renacimiento.
En los años que llevaban juntos desde entonces, no ha­bían vuelto a pensar en cómo se conocieron. No les había lle­vado mucho tiempo descubrir en el otro pasiones oscuras, electrizantes, que iban más allá del sexo.

* * *

El olor a gasolina llenó las narices de Michael. Estuvo a punto de tener arcadas y giró la cabeza, tratando de conseguir aire fresco, pero parecía que había poco dentro de la furgoneta. El olor lo dejó mareado por un momento y tosió una o dos veces mientras se salpicaba. Cuando el piso ondulado brilló con los colores del arco iris, se lanzó con desesperación afuera por la puerta para tragar aire del exterior, bebiéndose la oscuridad.
Cuando su cabeza se aclaró, volvió a la tarea. Echó más gasolina por fuera, fue hacia el frente de la furgoneta y se ase­guró de que los asientos delanteros estuvieran empapados. Sa­tisfecho finalmente, arrojó el envase rojo sobre el asiento del acompañante. También tiró dentro un par de guantes quirúrgi­cos. Había preparado una botella de plástico con detergente y remojado una mecha de algodón con gasolina, con lo que hizo un sencillo cóctel molotov. Metió la mano en un bolsillo bus­cando un encendedor.
Michael aprovechó la oportunidad para mirar a su alre­dedor. Estaba detrás de una vieja fábrica de papel, cerra­da desde hacía mucho tiempo. Se había asegurado de aparcar la furgoneta bien lejos del edificio; no quería iniciar un incen­dio que atrajera la atención demasiado pronto. Sólo quería destruir completamente la furgoneta robada. Había adquiri­do cierta experiencia en eso. No era muy difícil.
Hizo un último control, asegurándose de que no había olvidado nada. Apenas le tomó unos segundos desatornillar las matrículas. Pensaba tirarlas en una laguna cercana. Luego se quitó toda la ropa. La amontonó, la empapó con combusti­ble y la arrojó al interior de la furgoneta. Tembló cuando el frío lo envolvió y luego encendió su bomba casera y la lanzó por la puerta abierta de la furgoneta. Dio media vuelta y em­pezó a correr. Sus pies aplastaban la grava y la tierra apisona­da mientras rogaba no encontrar algún trozo de vidrio que le lastimara la planta de los pies. Detrás oyó un ruido sordo cuando la bomba casera estalló.
Disminuyó la velocidad, miró una sola vez por encima del hombro para asegurarse de que la furgoneta robada estu­viera envuelta en llamas. Amarillas lenguas de fuego salían en rizos por las ventanillas y las primeras nubes de humo gris y negro se elevaban al cielo. Satisfecho, Michael retomó el ritmo. Quería reírse a carcajadas... Le habría encantado escuchar a al­gún testigo accidental, conmocionado y casi sin poder hablar, mientras trataba de explicarle a un policía escéptico que había visto a un hombre desnudo corriendo en la oscuridad y aleján­dose de una furgoneta que acababa de explotar.
Todavía podía sentir el fuego con su embriagador e ine­vitable olor a quemado flotando en la brisa ligera de la noche. ¿Quién era en la película?, se preguntó de pronto. El coronel Kilgore: «Me encanta el olor del napalm por la mañana». Bien, pensó, por la noche resultaba igualmente atractivo y sig­nificaba lo mismo: Victoria.
Sus ropas lo estaban esperando en el asiento del conduc­tor de su maltrecha y vieja camioneta. Las llaves estaban debajo del asiento, donde las había dejado. Arriba había un pequeño paquete de toallitas desinfectantes. Él prefería las que usan los ancianos con hemorroides. Estaban menos perfumadas que otras, pero eliminaban rápidamente los restos de olor a gaso­lina. Abrió la puerta, y a los pocos segundos se había frotado todo el cuerpo con las toallitas húmedas. Tardó sólo un minuto en ponerse los vaqueros, la camiseta y la gorra de béisbol. Echó una última mirada alrededor. Nadie. Tal como esperaba. A cien metros, oculta detrás del edificio, pudo ver una espiral de hu­mo, como un color más pálido de la noche, que subía al cielo mientras un fuego brillaba abajo.
Se sentó detrás del volante, puso la camioneta en mar­cha. Inhaló profundamente olfateando el interior... Como era de esperar, el olor de la gasolina había desaparecido, aniqui­lado por las toallitas higiénicas. De todas maneras, sacó de la guantera un aerosol para quitar los olores y roció todo el inte­rior. Probablemente aquélla era una precaución que no nece­sitaba tomar, pensó. Pero si era detenido por un policía por exceso de velocidad o por no parar en alguna señal de stop, o por no ceder el paso, o por cualquier otra razón, no quería te­ner el olor de un incendiario.
Pensar a fondo las cosas, ver todos los ángulos con anti­cipación, imaginar cada variable en un mar de posibilidades era lo que Michael disfrutaba casi por encima de todo lo de­más. Hacía que su corazón latiera más rápidamente.
Metió la primera en la camioneta, se bajó la gorra hasta los ojos y maniobró con los dedos para acomodarse los audí­fonos de un iPod. A Linda le gustaba hacerle selecciones espe­ciales de melodías cuando iba a hacer algunos de los trabajos desagradables relacionados con su negocio. La pantalla del menú tenía una nueva lista de melodías: «Música para gasoli­na». Esto lo hizo reír a carcajadas. Se echó hacia atrás cuando algo de Chris Whitley que tenía un fragmento de guitarra su­cia llegó por los audífonos. Escuchó al cantante que pulsaba algunas cuerdas: «... Como una caminata por una calle de mentiras...». Bastante cierto, pensó mientras salía del estacio­namiento del depósito abandonado. Linda siempre sabía lo que a él le gustaba escuchar.
En una bolsa de plástico sobre el asiento junto a él esta­ba la tarjeta de crédito que había cogido de la cartera de la Nú­mero 4 y su teléfono móvil. La camioneta se había calentado y el calor entraba por los conductos de ventilación que envia­ban el aire hacia él. Todavía hacía un frío desagradable y húme­do fuera, pensó. Decidió que la próxima transmisión de la web debía hacerse desde Florida o Arizona. Pero eso era adelantarse a la serie en curso, lo cual él sabía que era un error. Michael se enorgullecía de concentrarse en una sola cosa; una vez en marcha, nada se interponía en su camino, no permitía que nada le obstruyera en su avance, que nada lo desviara o distrajera de lo que estaba haciendo. Creía que cualquier artista u hombre de negocios con éxito diría lo mismo sobre sus proyectos de tra­bajo. No se puede escribir una novela o componer una canción, no se puede acordar una adquisición o ampliar una oferta sin una completa dedicación a la tarea que se tiene entre manos. Linda pensaba lo mismo. Por eso se querían tanto el uno al otro.
Soy increíblemente afortunado, pensó.
Michael se preparó para el viaje de dos horas hasta la ciudad. Allá en la granja alquilada, ella tendría todo funcio­nando. Pensaba que probablemente ya eran casi ricos. Pero no era el dinero lo que realmente les interesaba. El comienzo de Serie # 4 lo excitaba y podía sentir la tibieza abrumadoramente placentera que lo recorría por dentro, una tibieza muy diferente del calor que provenía del sistema de calefacción de la camioneta. Se movía al ritmo de la música que llenaba el in­terior del vehículo.