Capítulo 1
Adrian supo que estaba
muerto en cuanto se abrió la puerta. Podía verlo en los ojos —que rápidamente
evitaban la mirada—, en los hombros ligeramente encorvados, en el aspecto nervioso
y apresurado del médico, mientras atravesaba velozmente la habitación. Las
únicas preguntas verdaderas que de inmediato le venían a la mente eran: ¿Cuánto tiempo tenía? ¿Cómo
de malo iba a ser?
Observaba mientras el neurólogo revisaba
los resultados de las pruebas antes de escurrirse detrás de su gran mesa de
roble. El médico se echó hacia atrás en su silla y luego se balanceó hacia
delante, antes de levantar la vista y decir:
—Señor Thomas, los resultados de las
pruebas eliminan la mayoría de los diagnósticos de rutina...
Adrián había esperado esto. Resonancia
magnética. Electrocardiograma. Electroencefalograma. Sangre. Orina. Ultrasonido.
Escaneo cerebral. Una batería de estudios de las funciones cognitivas. Habían
pasado más de nueve meses desde que había notado por primera vez que se estaba
olvidando de cosas que eran normalmente fáciles de recordar: una visita a la
ferretería en la que se sorprendió a sí mismo ante las estanterías de
bombillas eléctricas sin tener la menor idea de lo que iba a comprar;
una vez, en la calle principal del pueblo, cuando se encontró con un compañero
de trabajo y al instante olvidó el nombre de aquel hombre que había ocupado la
oficina junto a la suya durante más de veinte años. También, un mes atrás,
había pasado toda una tarde conversando tranquilamente con su esposa, muerta
hacía mucho tiempo, en el cuarto de estar de la casa que habían compartido desde
que se trasladaron a Massachusetts. Ella incluso se había sentado en la silla
estilo Reina Ana, su favorita, tapizada y estampada con diseño de cachemira,
ubicada cerca de la chimenea.
Cuando pudo reconocer con claridad lo que
había pasado, tuvo la sospecha de que nada relacionado con la estructura de
su cerebro iba a aparecer en los informes impresos de los ordenadores ni en una
fotografía a color. Sin embargo, había pedido una cita urgente con su médico de
cabecera, quien lo derivó de inmediato a un especialista. Respondió pacientemente
a todas las preguntas y permitió que lo auscultaran, lo pincharan y le hicieran
radiografías.
En aquellos primeros minutos, cuando se
dio cuenta de que su esposa muerta había desaparecido de su vista, supuso
simplemente que se estaba volviendo loco. Una manera sencilla y carente de
rigor científico de definir la psicosis o la esquizofrenia. Pero lo cierto es
que no se había sentido loco. Se había sentido realmente muy bien, como si las
horas pasadas conversando con alguien que estaba muerto desde hacía tres años
fueran algo rutinario. Habían hablado sobre su cada vez más profunda soledad y
de las razones por las cuales debía dedicarse algún tiempo a enseñar
gratuitamente en la universidad, a pesar de haberse jubilado después de que
ella muriera. Hablaron de películas estrenadas últimamente, de libros interesantes
y de si ese año debían tratar de escaparse a Cape Cod en junio, para descansar
un par de semanas.
Sentado delante del neurólogo, pensó que
había cometido un gran error al pensar siquiera por un segundo que la alucinación
formaba parte de una enfermedad. Debía haber pensado en ella como una ventaja.
Estaba totalmente solo en ese momento y habría sido agradable volver a llenar
su vida con las personas a quienes había querido alguna vez, sin considerar si
todavía existían o no, sin importar el tiempo que hiciera que hubieran
abandonado esta tierra.
—Sus síntomas indican...
No quería escuchar al médico, que tenía
una expresión incómoda y penosa en el rostro y que era mucho más joven que él.
Era injusto, pensó, que alguien tan joven fuera quien iba a decirle que iba a
morir. Tenía que haber sido algún médico de pelo gris, con aspecto de dios y
una voz sonora cargada de años de experiencia, no aquel hombre de voz aguda
recién salido de la Facultad de Medicina que se balanceaba nerviosamente en su
silla.
Odió el consultorio esterilizado e
intensamente iluminado, con sus diplomas enmarcados y estanterías de madera
llenas de textos médicos que seguro que el neurólogo nunca había abierto.
Adrián sabía que el doctor era del tipo de hombre que prefería un par de clics
rápidos en el teclado de un ordenador o en un Blackberry para encontrar
información. Miró por la ventana, por encima del hombro del médico, y vio un
cuervo posado sobre las ramas frondosas de un sauce cercano. Fue como si el
médico estuviera parloteando en algún mundo distante del que él, en ese
preciso momento, ya no era parte. Sólo una pequeña parte, quizá. Una parte
insignificante. Por un instante imaginó que, en cambio, debía escuchar al
cuervo, y luego sufrió un ataque de confusión, por el que creyó que el cuervo
era quien le estaba hablando. Se dijo a sí mismo que eso era improbable, así
que bajó los ojos y se esforzó por prestar atención al médico.
—... Lo siento, profesor Thomas —dijo el
neurólogo lentamente. Elegía sus palabras con cuidado—. Creo que usted está
sufriendo las progresivas etapas de una enfermedad relativamente rara llamada
demencia de cuerpos de Lewy. ¿Sabe usted en qué consiste?
Lo sabía, vagamente. Había escuchado el
término una o dos veces, aunque no podía recordar en ese momento dónde. Quizá
uno de los otros miembros del Departamento de Psicología en la universidad lo
había usado en una reunión del cuerpo docente tratando de justificar alguna
investigación o quejándose de los procedimientos de solicitud de subvenciones.
De todos modos, sacudió la cabeza. Era mejor escucharlo todo sin rodeos, de
boca de alguien con más experiencia que él, aun cuando el médico fuera
demasiado joven.
Las palabras cayeron en el espacio entre
ellos como escombros de una explosión, ensuciando la superficie de la mesa: Constante. Progresivo.
Deterioro rápido. Alucinaciones. Pérdida de funciones corporales. Pérdida del
razonamiento crítico. Pérdida de la memoria a corto plazo. Pérdida de la memoria
a largo plazo.
Y luego, finalmente, la
sentencia de muerte:
—... Lamento tener que decirle esto, pero
normalmente estamos hablando de cinco a siete años. Tal vez. Y creo que usted
ha comenzando a sufrir el inicio de esta enfermedad... —el médico hizo una
pausa y miró sus notas antes de continuar—... desde hace más de un año, así
que ése sería el máximo. Y en muchos casos, las cosas avanzan más
rápidamente...
Se produjo una pausa momentánea, seguida
de un obsequioso:
—Si usted quiere una segunda opinión...
¿Por qué, se preguntó, iba a querer escuchar
malas noticias dos veces?
Y luego llegó un golpe
adicional y un tanto esperado:
—No hay ninguna cura.
Hay medicamentos que pueden aliviar algunos de los síntomas, como los indicados
para el alzhéimer, los antipsicóticos atípicos para tratar las visiones y las
alucinaciones..., pero nada de esto es garantía de mejora y a menudo no ayudan
realmente de manera significativa. Sin embargo, vale la pena probarlos para
ver si sirven para prolongar el funcionamiento...
Adrián hizo una pequeña pausa antes de
decir:
—Pero yo no me siento enfermo.
El neurólogo asintió con la cabeza.
—Eso, también, desafortunadamente, es
característico. Para ser un hombre de sesenta y tantos años, usted está en excelente
estado físico. Tiene el corazón de un hombre mucho más joven...
—Corro mucho y hago ejercicio...
—Bien, eso es bueno.
—¿Así que estoy lo suficientemente sano
como para poder observar mi propia destrucción? ¿Como en un asiento en primera
fila desde el que ver mi propia decadencia?
El neurólogo no respondió de inmediato.
—Sí... —dijo finalmente—. De todas formas
algunos estudios muestran que haciendo muchos ejercicios mentales, además de
seguir con una vida cotidiana activa y con ejercicio, se puede retrasar un poco
el impacto sobre los lóbulos frontales, que es donde se encuentra localizada
esta enfermedad.
Adrián asintió con la cabeza. Eso lo
sabía. También sabía que los lóbulos frontales controlaban los procesos de toma
de decisiones y la capacidad de comprender el mundo a su alrededor. Los lóbulos
frontales eran las partes de su cerebro responsables de que él fuera quien era,
y en ese momento iban a convertirlo en alguien muy diferente y probablemente
irreconocible. De pronto no esperó seguir siendo Adrián Thomas por mucho más
tiempo.
Ése fue el pensamiento que lo dominó, y
dejó de oír al neurólogo hasta que escuchó:
—¿Tiene alguien que lo ayude? ¿Esposa?
¿Hijos? ¿Otros parientes? No va a pasar mucho tiempo antes de que empiece a
necesitar un apoyo especial. A eso seguirá el control, las veinticuatro horas,
de un centro de atención médica. En realidad debo hablar con esas personas muy
pronto. Ayudarlos a entender lo que van a tener que atravesar...
El médico pronunció estas palabras
mientras cogía el talonario de recetas y rápidamente empezó a escribir la
lista de medicamentos.
Adrián sonrió.
—Tengo toda la ayuda que voy a necesitar
precisamente en mi casa.
La señora Ruger nueve milímetros
semiautomática, pensó. El arma estaba guardada en el
primer cajón de la mesita de luz, junto a su cama. El cargador de trece proyectiles
estaba lleno, pero sabía que iba a necesitar poner una sola bala en la
recámara.
El doctor dijo algunas otras cosas sobre
asistentes de salud de atención domiciliaria y pagos de seguro, poderes legales
y testamentos, largos internamientos hospitalarios y la importancia de respetar
todas las visitas al médico, de atenerse estrictamente a los medicamentos, que
él no creía que pudieran disminuir la velocidad del desarrollo de la
enfermedad, pero que debía tomar de todos modos. Adrián se dio cuenta de que ya
no tenía ninguna necesidad real de seguir prestando atención.
* * *
Encajada entre antiguas
tierras de cultivo que habían sido convertidas en modernas casas tipo mansión,
en las afueras del pequeño pueblo universitario de Adrián había un área de
protección del medio ambiente, donde una reserva natural abarcaba una modesta
colina que la gente del lugar llamaba montaña, pero que en realidad era un
simple saliente topográfico. Había un sendero para caminar que subía al monte
Pólux y que serpenteaba a través de los bosques antes de aparecer en un mirador
que daba al valle. Siempre le había molestado que no hubiera un monte Castor
cerca del monte Pólux, y se preguntaba quién habría bautizado la colina de
manera tan pretenciosa. Sospechaba que habría sido algún académico de un cuerpo
docente de hacía doscientos años que usaba trajes negros de lana y cuellos
blancos almidonados para inculcar una educación clásica en los estudiantes
matriculados en la universidad. De todas maneras, dejando aparte sus
cuestionamientos acerca del nombre y la exactitud en general del título honorífico
de «monte», seguía disfrutándolo a pesar del paso de los años. Era un sitio
tranquilo, muy amado por los perros del pueblo, ya que allí eran liberados de
sus correas. Y un lugar donde él podía estar solo con sus pensamientos.
Estacionó su viejo Volvo en un espacio en
la base del sendero y empezó la excursión a pie. Normalmente se habría puesto
botas para protegerse del barro de principios de primavera, y pensó que seguramente
iba a arruinar sus zapatos. Se dijo que ya no importaba demasiado.
La tarde se iba desvaneciendo a su
alrededor y podía sentir una caricia de frío por la espalda. No estaba vestido
para una caminata y las sigilosas sombras de Nueva Inglaterra llevaban cada
una consigo un soplo sobrante del invierno. Lo mismo que con sus zapatos, que
se empapaban con rapidez, hizo caso omiso del frío.
No había nadie más en el sendero. Ningún
perro golden retriever lanzándose por entre los arbustos bajos en busca de algún
olor especial. Sólo Adrián, sin compañía, caminando con paso regular. Estaba
feliz por esa soledad. Tenía la extraña idea de que si llegaba a encontrarse
con otra persona se habría sentido obligado a decirle: Tengo una enfermedad de
la que usted nunca ha oído hablar y que va a matarme, pero antes me va a
desgastar hasta convertirme en nada.
Por lo menos con el cáncer, pensó, o las
enfermedades cardíacas, uno podía seguir siendo quien era todo el tiempo,
mientras el mal lo iba matando. Estaba enfadado y quería golpear, dar una
patada a algo; en cambio sólo caminaba cuesta arriba. Escuchaba su
respiración. Era estable. Normal. De ninguna manera alterada. Habría preferido
con mucho un sonido tortuoso, áspero, algo que le dijera que era un enfermo
terminal.
Así y todo, le llevó unos treinta minutos
llegar a la cima. La luz del sol que quedaba se filtraba por encima de algunas
colinas en el oeste. Se sentó sobre una roca de esquisto de la Edad de Hielo
que se alzaba sobre el suelo y se quedó mirando hacia el valle. Las primeras
señales de la primavera de Nueva Inglaterra estaban ya bastante avanzadas.
Podía ver flores tempranas, principalmente azafranes amarillos y púrpuras que
asomaban sobre la tierra húmeda, y un toque de verde sobre los árboles que comenzaban
a echar brotes y oscurecían sus ramas como las mejillas de un hombre que no se
ha afeitado en uno o dos días. Una bandada de gansos canadienses cruzó el aire
por encima de él, volando en forma de V, rumbo al norte. Su ronco graznido
resonaba en el cielo azul pálido. Todo era tan claramente normal que se sentía
un poco estúpido, porque lo que estaba ocurriendo dentro de él parecía estar
mal sincronizado con el resto del mundo.
En la distancia podía distinguir los
chapiteles de la iglesia en el centro del campus de la universidad. El equipo
de béisbol estaría fuera, trabajando en las jaulas de bateo porque el campo de
juego todavía estaba cubierto con una lona impermeable. Su oficina había
estado bastante cerca, de modo que cuando abría la ventana en las tardes de
primavera, podía escuchar los ruidos distantes del bate contra la pelota. Al
igual que algún petirrojo buscando gusanos en los rincones, aquello había sido
una señal de bienvenida después del largo invierno.
Adrián respiró hondo.
Vete a casa, ordenó en voz alta. Dispárate una bala ahora,
mientras todas estas cosas que te dieron placer siguen siendo reales. Porque
la enfermedad se las va a llevar. Siempre se había
considerado a sí mismo una persona decidida y recibió bien esa fuerte insistencia
en suicidarse. Intentó buscar argumentos para una postergación, pero nada le
vino a la mente.
Tal vez, se dijo, simplemente quédate
aquí mismo. Era un sitio agradable. Uno de sus
favoritos. Un lugar muy bueno para morir. Se preguntó si por la noche la
temperatura bajaría lo suficiente como para hacerle morir congelado. Lo dudaba.
Imaginó que sólo pasaría una noche desagradable temblando y tosiendo, y que
viviría para ver salir el sol, lo cual sería bastante vergonzoso, dado que era
la única persona en todo el mundo que iba a considerar el amanecer como un
fracaso.
Adrián sacudió la cabeza. Mira a tu alrededor, se dijo a sí mismo. Recuerda lo que valga
la pena recordar. Ignora el resto. Se miró los zapatos.
Estaban llenos de barro y totalmente empapados, y se preguntaba por qué no
podía sentir la humedad en los dedos de los pies.
No más demoras, insistió. Adrián se
puso de pie y se sacudió un poco el polvo de esquisto de los pantalones. Podía
ver las sombras que se filtraban a través de los arbustos y los árboles
mientras el sendero que bajaba de la montaña se iba oscureciendo a cada segundo
que pasaba.
Se dio la vuelta para mirar el valle. Allí era donde yo enseñaba.
Allá es donde vivíamos. Deseó poder ver todo el
camino hasta el apartamento en Nueva York donde conoció a su esposa y se
enamoró por primera vez, pero no se podía. Deseó poder ver los sitios de su
infancia y los lugares que recordaba de su juventud. Deseó poder ver la Rué
Madeleine en París y el bistró de la esquina donde él y su esposa habían tomado
café todas las mañanas durante los años sabáticos, o el Hotel Savoy en Berlín;
se habían alojado en la suite Marlene Dietrich cuando había sido invitado a dar
un discurso en el Institut für Psychologie y fue donde concibieron a su único
hijo. Se esforzó mucho mirando hacia el este, hacia la casa sobre el cabo,
donde había pasado los veranos desde su juventud, y las playas donde había
aprendido a lanzar una mosca a las lubinas estriadas o a cualquiera de las
truchas en los arroyos de la zona, por donde había caminado en medio de rocas
antiguas y aguas que parecían estar llenas de energía.
Mucho para echar de menos, pensó. No puedo evitarlo. Se apartó de lo que
podía y de lo que no podía ver y empezó a descender por el sendero. Lentamente
fue entrando en la creciente oscuridad.
*
* *
Estaba a sólo un par de
calles de su casa, atravesando las hileras de modestas casas de clase media,
hogares de madera blanca ocupados por una ecléctica colección de profesores de
otra universidad y gente del lugar, empleados de la compañía de seguros,
dentistas, escritores por cuenta propia, instructores de yoga y entrenadores
que componían su vecindario, cuando descubrió a la chica que andaba por la
acera.
Normalmente no habría prestado mucha
atención, pero había algo en la manera resuelta con que esa chica caminaba
que le sorprendió. Parecía llena de determinación. Tenía el pelo rubio grisáceo
recogido debajo de una gorra de los Boston Red Sox, y pudo ver que su abrigo
oscuro estaba roto en un par de lugares, al igual que sus vaqueros. Lo que más
llamó su atención fue la mochila, que parecía repleta de ropa. En un primer
momento pensó que simplemente se dirigía hacia su casa después de bajar del
último autobús del instituto de enseñanza secundaria, el autobús que llevaba a
los alumnos que se tenían que quedar más tiempo en la escuela por razones
disciplinarias. Pero vio que atado a la mochila había un enorme oso de peluche,
y no pudo imaginar por qué alguien iba a llevar un juguete tan infantil al instituto.
Eso la habría convertido de inmediato en objeto de burlas.
La miró a la cara cuando pasó junto a
ella. Era joven, casi una niña, pero hermosa en la manera en que lo son todas
las niñas al borde del cambio, o al menos eso pensó Adrián. Le pareció que la
chica —tendría unos quince o dieciséis años, ya no podía calcular con precisión
la edad de los jóvenes— daba muestras de una resolución que manifestaba algo
más. Esa mirada lo fascinó, picó su curiosidad.
Ella miraba hacia delante con fiereza. A
él le pareció que ni siquiera vio su coche. Adrián entró a su jardín, pero no
se movió de detrás del volante. La miró en su espejo retrovisor mientras seguía
caminando con paso rápido hacia la esquina.
Entonces vio algo que parecía apenas un
poco fuera de lugar en su vecindario tranquilo y obstinadamente normal. Una
furgoneta blanca, como una camioneta de reparto pequeña pero sin ninguna
inscripción publicitaria de algún electricista o servicio de pintura, avanzaba
lentamente por su calle. La conducía una mujer y había un hombre en el asiento
del acompañante. Esto le sorprendió. Pensó que debería ser al revés, pero de
inmediato se dijo que simplemente estaba siendo machista y estereotipado.
Mientras miraba, la furgoneta disminuyó la velocidad y parecía estar siguiendo
a la joven que caminaba. De pronto se detuvo, ocultándose de su vista.
Pasó un momento y luego la furgoneta
aceleró repentina y bruscamente para doblar en la esquina. El motor bramó, y
las ruedas traseras giraron enloquecidas. Le pareció extrañamente peligroso en
su tranquilo vecindario, de modo que trató de ver la matrícula antes de que
desapareciera en los últimos momentos de penumbra que quedaban previos a la
noche.
Miró otra vez. La chica había
desaparecido.
Pero en la calle había dejado la gorra de
béisbol rosa.
Capítulo 2
Jennifer
Riggins no giró inmediatamente cuando la furgoneta se le acercó con sigilo.
Estaba totalmente concentrada en llegar rápido a la parada del autobús, apenas
a unos setecientos metros, en la calle principal más cercana. En su plan de
escape cuidadosamente diseñado, el autobús urbano la llevaría al centro del
pueblo, donde podía coger otro autobús que la transportaría a una terminal más
grande, a unos treinta kilómetros, en Springfield. Desde allí, imaginó, podía
ir a cualquier lugar. En el bolsillo de los vaqueros tenía más de trescientos
dólares, que había robado poco a poco, para no ser descubierta —cinco aquí,
diez allí— del monedero de su madre o de la billetera del novio de su madre. Se
había tomado su tiempo, juntando el dinero durante el último mes para ir
guardándolo en un sobre dentro de un cajón debajo de su ropa interior. Nunca
había cogido de una vez una cantidad tan grande como para que se dieran cuenta;
sólo cantidades pequeñas que pasaran inadvertidas.
Su objetivo era juntar lo suficiente para llegar a Nueva York, o a
Nashville, o incluso a Miami tal vez, o a Los Ángeles, por lo tanto, en su
último robo, temprano aquella misma mañana, había cogido sólo un billete de veinte
y tres de uno. Agregó también la tarjeta Visa de su madre. No estaba segura aún
de adónde iba a ir. A algún lugar cálido, esperaba. Pero cualquier lugar lejano
y muy diferente iba a estar bien para ella. En eso estaba pensando cuando la
furgoneta se detuvo junto a ella. Puedo
ir a donde quiera...
El hombre en el asiento del acompañante dijo:
—Eh, señorita..., ¿podría robarle un momento? Necesito orientarme.
Dejó de caminar y miró al hombre del vehículo. Su primera impresión
fue que no se había afeitado esa mañana y que su voz sonaba extrañamente aguda
y con más emoción de la que requería su muy común pregunta. Se sintió un tanto
molesta porque no quería que nada la retrasara; quería irse de su casa y de su
petulante vecindario, de su pequeño y aburrido pueblo universitario, lejos de
su madre y del novio de su madre, de la manera en que él la miraba y de
algunas de las cosas que le había hecho cuando estaban solos, de su horrible
instituto y de todos los muchachos que conocía y odiaba y que se burlaban de
ella todos los días de la semana.
Quería estar en un autobús yendo a cualquier lugar esa noche porque
sabía que hacia las nueve o las diez su madre habría terminado de llamar a
todos los números en los que podía pensar, para luego, tal vez, llamar a la
policía, porque eso era lo que había hecho anteriormente. Jennifer sabía que la
policía iba a estar por toda la terminal de autobús en Springfield, de modo que
tenía que estar ya en marcha para cuando todo eso entrara en acción. Al
escuchar la pregunta del hombre, todas estas ideas, amontonadas, se le vinieron
a la cabeza.
—¿Qué es lo que está buscando? —replicó Jennifer.
El hombre sonrió. Algo anda mal,
pensó. No debería estar sonriendo.
Su sospecha inicial fue que el hombre iba a hacer algún comentario
vagamente obsceno y sexual, algo ofensivo o denigrante, algo desagradable,
como: Hola, preciosa, ¿quieres que nos divirtamos un poco?, coronado por un
chasquido de labios. Estaba preparada para seguir caminando y decirle que se
fuera al cuerno, cuando miró por encima del hombro del tipo y vio a una mujer
al volante. La mujer llevaba sobre el pelo una gorra de lana tejida y, aunque
era joven, había algo duro en sus ojos, algo duro como el granito, algo que
Jennifer no había visto nunca antes y que de inmediato la asustó. La mujer
tenía en la mano una pequeña videocámara. Apuntaba en dirección a Jennifer.
La respuesta del hombre a su pregunta la confundió. Había esperado que
preguntara por alguna dirección cercana o una salida directa a la nacional 9,
pero lo único que dijo fue:
—A ti.
¿Por qué la buscaban a ella? Nadie estaba al tanto de su plan. Todavía
era demasiado temprano para que su madre hubiera encontrado la nota falsa que
había dejado pegada con un imán a la nevera, en la cocina. De modo que vaciló
precisamente en el instante en que debió haber corrido a toda velocidad o
gritado con fuerza pidiendo auxilio.
La puerta de la furgoneta se abrió abruptamente. El hombre saltó del
asiento del acompañante. Se movió mucho más rápido de lo que Jennifer nunca
habría imaginado que alguien pudiera hacerlo.
—¡Eh! —reaccionó Jennifer. Al menos, más tarde creyó que había dicho:
«¡Eh!», pero no estaba segura.
Ante su asombro, el hombre la golpeó en la cara. El golpe había
estallado en sus ojos, lo que envió una corriente de dolor rojo por todo su
ser, y se sintió mareada, como si el mundo a su alrededor hubiera girado sobre
su eje. Pudo sentir que perdía el conocimiento, que se tambaleaba hacia atrás
y se desmoronaba, cuando él la agarró por los hombros para evitar que cayera al
suelo. Sentía las rodillas débiles y la espalda como de goma. Cualquier fuerza
que ella tuviera desapareció al instante.
Fue sólo vagamente consciente de que la puerta de la furgoneta se
abría y de que el hombre la empujaba para meterla en la parte de atrás. Pudo
escuchar el ruido de la puerta que se cerraba de golpe. La camioneta, que
aceleró al girar la esquina, la empujó sobre su lecho de acero. Sentía el peso
del hombre que la aplastaba, sujetándola contra el suelo. Apenas podía respirar
y tenía la garganta casi cerrada por el terror. No sabía si se estaba
resistiendo o estaba luchando, no podía distinguir si estaba gritando o
llorando, ya no estaba con la conciencia lo suficientemente alerta como para
saber lo que estaba haciendo.
Dejó escapar un grito ahogado cuando una repentina y completa negrura
la envolvió, y en un primer momento creyó que se había desmayado, pero luego se
dio cuenta de que el hombre le había puesto una funda negra de almohada en la
cabeza, aislándola del diminuto mundo de la camioneta. Pudo sentir el gusto de
la sangre en sus labios. La cabeza todavía le daba vueltas y fuera lo que fuese
lo que estaba pasándole, sabía que era mucho peor que cualquier cosa de la que
hubiera tenido noticia antes.
El olor traspasó la funda de la almohada. Era un olor aceitoso, denso,
que venía del suelo del vehículo; el olor sudoroso y dulce del hombre que la
sostenía contra el suelo. En algún lugar, en su interior, sabía que sentía un
gran dolor, pero no podía precisar dónde. Trató de mover los brazos y las piernas,
manoteando a la nada, como un perro que sueña que está persiguiendo conejos,
pero escuchó que el hombre gruñía:
—No, no lo creo...
Y entonces hubo otra explosión en su cabeza, detrás de los ojos. Lo
último de lo que fue consciente fue de la voz de la mujer que decía:
—No
la mates, por el amor de Dios...
Capítulo 3
Sostuvo
la gorra rosa suavemente, como si estuviera viva, haciéndola girar con cuidado
en sus manos. En el borde de la parte interior vio el nombre «Jennifer» escrito
con tinta, seguido por un gracioso dibujo de un pato sonriente y las palabras
«es genial» como si fueran la respuesta a una pregunta. Ningún apellido, ningún
número de teléfono, ninguna dirección.
Adrian estaba sentado al borde de su cama. A su lado, sobre la colcha
multicolor hecha a mano que su esposa había comprado en una feria de colchas de
parches poco antes de su accidente, yacía fríamente su pistola automática Ruger
nueve milímetros. Había reunido una gran colección de fotografías de su esposa
y de la familia, y las había desparramado por todo el dormitorio para poder
mirarlas mientras se preparaba. En el pequeño despacho donde alguna vez había
trabajado sobre conferencias y planes de enseñanza, había grapado a un informe
del neurólogo una copia del artículo de Wikipedia sobre «Demencia por cuerpos
de Lewy».
Pensó que lo único que le faltaba era escribir una nota de suicidio
adecuada, algo sentido y poético. Siempre había adorado la poesía y hasta había
tenido sus escarceos escribiendo algunos versos. Había llenado estanterías con
colecciones que iban desde los modernos hasta los antiguos, desde Paul Muldoon
y James Tate hasta Ovidio y Catulo. Hacía algunos años había publicado por su
cuenta un pequeño volumen con sus propios poemas, Cantos de amor y locura. No porque pensara que fueran realmente
buenos. Pero le encantaba escribir, versos libres o con rima, y creyó que eso
podría ayudarle precisamente en aquel momento. Poesía en lugar de coraje, pensó, por un momento, se distrajo. Se
preguntó dónde habría puesto un ejemplar de su libro. Pensó que realmente
debía estar sobre la cama, al lado de las fotografías y de la pistola. Las
cosas quedarían totalmente claras para quienquiera que fuese el que llegara a
la escena de su propio asesinato.
Pensó que justo antes de apretar el gatillo debía llamar al 911 —que
es el teléfono de emergencias en Estados Unidos— e informar sobre disparos en
su casa. Eso haría que los policías, preocupados, llegaran en pocos minutos.
Sabía que debía dejar la puerta principal abierta de par en par como una
invitación a entrar. Estas precauciones impedirían que pasaran semanas antes
de que alguien encontrara su cuerpo. Sin descomposición. Sin olor. Haciendo que
todo fuera tan ordenado y pulcro como resultara posible. No podía hacer nada,
pensó, respecto a la salpicadura de sangre. Eso no se podía evitar.
Por un momento se preguntó si debía escribir un poema sobre su modo de
planear las cosas: Últimos actos antes
del último acto. Ése era un buen título, pensó.
Adrián se balanceó de un lado a otro, como si el movimiento pudiera
aflojar las ideas atascadas dentro de él en lugares ennegrecidos que ya no
podía alcanzar. Podría haber algunas otras pequeñas tareas previas al suicidio
de las que tuviera que ocuparse: pagar algunas facturas extraviadas, apagar la
calefacción o el calentador de agua, cerrar con llave el garaje, sacar la
basura. Se encontró repasando mentalmente una pequeña lista de verificación,
un poco como un típico habitante de un barrio de las afueras que repasaba las
tareas del sábado por la mañana. Tuvo la extraña idea de que parecía tener más
miedo al desorden producido al matarse y tener que dejar todo para que otros lo
limpiaran que al hecho mismo de suicidarse.
Limpiar el desorden de
la muerte. Más de una vez había tenido que hacer
precisamente eso. Los recuerdos trataron de atravesar la muralla de su
organización. Luchó para rechazar imágenes de tristeza que resonaban dentro de
él, y se concentró en las fotografías a su alrededor sobre la cama y apoyadas
sobre una mesa cercana. Padres, hermano, esposa e hijo: Pronto estaré con vosotros, pensó. Una hermana distante, sobrinas,
amigos y colegas: Os veré después. Parecía estar hablándoles directamente a las
personas que lo miraban. Se dio cuenta de que había muchas risas y sonrisas.
Momentos felices en barbacoas, bodas y vacaciones. Todo ello registrado en
imágenes.
Miró rápidamente a su alrededor. Los otros recuerdos estaban a punto
de desaparecer para siempre. Los malos tiempos que habían llegado con
demasiada frecuencia a lo largo de su vida. Aprieta
el gatillo y todo eso desaparece. Bajó la vista y vio que todavía sostenía
con fuerza la gorra rosa.
Empezó a colocarla a un lado para coger el arma, pero se detuvo. Pensó
que eso les confundiría. Algún policía se preguntaría: ¿Qué diablos está haciendo con una gorra rosa de los Red Sox? Podría enviarlos por alguna inexplicable
y superflua tangente de novela de misterio. Sostuvo la gorra delante de él otra
vez, directamente ante sus ojos, como se sujetaría una piedra preciosa a
contraluz, tratando de ver las imperfecciones ocultas.
El algodón rústico debajo de sus dedos se sentía tibio. Recorrió con
un dedo la distintiva B. El color rosa se había desteñido un poco y la cinta
interior estaba deshilachada. Eso solamente pudo ocurrir si la joven rubia la
hubiera usado con frecuencia, especialmente durante el invierno, en vez de una
gorra de esquiar más abrigada. La gorra —vaya uno a saber la razón oculta— era
una de sus prendas de vestir favoritas. Lo cual, le pareció a él, quería decir
que no la habría abandonado en la calle.
Adrian respiró hondo y reconsideró todas las impresiones de ese
anochecer, dándoles vueltas en su mente de manera muy parecida a como estaba
girando la gorra de béisbol en sus manos: La joven con la mirada decidida. La mujer al volante. El hombre a su lado. La
leve vacilación al detenerse junto a la adolescente. La aceleración rápida y la
desaparición. La gorra que quedó atrás. ¿Qué ocurrió?
¿Fuga? ¿Escapada? Tal vez era una de esas intervenciones de algún
culto o de algo relacionado con la droga, en las que aparecían los «salvadores»
para luego sermonear al candidato en una habitación alquilada en algún motel
barato hasta que el pobre niño admitía un cambio de actitud, de creencia o de
adicción.
No le pareció que eso fuera lo que había visto.
Se dijo: Revisa todo otra vez. Cada detalle, antes de que todo se
escape de tu memoria. Eso era lo que temía: que todo lo que recordaba y todo lo
que dedujera se disipara rápidamente como una niebla matutina después de que la
luz del sol empieza a comérsela. Se levantó, fue hacia la mesa, donde encontró
una pluma y una pequeña libreta de cuero. Generalmente, había usado páginas
blancas, gruesas y elegantes para redactar notas para poemas, escribiendo
alguna idea ocasional o una combinación de palabras o rimas que pudieran
prestarse para algún desarrollo posterior. Su esposa le había regalado la
libreta, y al tocar la suave superficie, pensó en ella.
Así que repitió todo de nuevo; esta vez fue apuntando algunos detalles
en una página en blanco: La muchacha... Ella iba mirando directamente hacia
delante y a él le pareció que ni siquiera lo vio cuando pasó con el coche junto
a ella. Ella tenía un plan. De eso estaba seguro, sólo por la
dirección de sus ojos y el ritmo con que caminaba..., lo cual dejaba fuera todo
lo demás.
La mujer y el hombre... Él ya había entrado en su jardín antes de que la furgoneta blanca
se acercara, estaba seguro de eso. ¿Acaso
lo vieron en su coche? No. Era poco probable.
La breve vacilación... Parecían estar siguiendo a la joven, aunque sólo fuera por unos
pocos metros. Estaba seguro de eso. Fue
como si la estuvieran evaluando. ¿Qué ocurrió luego? ¿Hablaron? ¿Fue invitada a subir a la furgoneta?
Tal vez se conocían y aquello no fue más que una amigable invitación a
llevarla. Nada más. Nada menos. No. Arrancaron demasiado rápido.
¿Qué vio él antes de que terminaran de doblar la esquina? Una matrícula de Massachusetts: QE2D. Escribió eso. Trató de recordar los otros dos
dígitos, pero no pudo. Pero lo que sí podía realmente recordar era el sonido
agudo de la furgoneta cuando aceleraba.
Y luego la gorra quedó abandonada.
Tuvo dificultades para formular la palabra «secuestro» en su
imaginación, y aun cuando lo hizo, se dijo que aquella conclusión sólo podía
ser una tontería. El vivía en un lugar dedicado a la razón, al aprendizaje y a
la lógica, con zonas aledañas relacionadas al arte y la belleza. Era miembro de
un mundo de escuelas y conocimiento. «Secuestro». Esta fea palabra correspondía
a algún sitio oscuro, desconocido en su vecindario.
Sin duda, pensó, las hileras tranquilas de cuidadas casas
residenciales que se extendían a su alrededor tenían algún crimen
escondido..., violencia doméstica, infidelidades sexuales de los adultos,
drogas entre los adolescentes del instituto de secundaria, fiestas de alcohol y
sexo. Tal vez la gente no pagaba sus impuestos o sus prácticas comerciales
eran turbias... Podía imaginar que esta clase de crímenes ocurrían detrás del
barniz de vida de clase media. Pero no podía recordar haber escuchado nunca un
disparo, ni siquiera ver sirenas de policía encendidas en ninguna calle
cercana.
Esas cosas ocurrían en otros lugares. Estaban limitadas a los telediarios
de por la noche, esos que lo dejaban a uno sin aliento, o a los titulares en el
periódico matutino.
Adrián miró la Ruger automática. El legado de su hermano. Nadie sabía
que la tenía. Sus amigos del cuerpo docente en la universidad considerarían que
el hecho de que poseyera el arma era sumamente desagradable. Se trataba de un
arma directa y fea cuyo verdadero propósito dejaba poco lugar al debate. Nunca
la había registrado. No era cazador ni del tipo de gente que se hace miembro de
la Asociación Nacional del Rifle. Rechazaba el modo de pensar que impulsaba
aquello de «tenga un arma para defenderse». Estaba seguro de que con el paso de
los años su esposa había olvidado que el arma estaba en la casa, si es que alguna
vez lo supo realmente. El jamás lo había comentado con ella, ni siquiera
después de su accidente, cuando ella había resistido pero lo miraba a él
anhelando una liberación.
Si él hubiera sido valiente, pensó, lo habría consentido. En ese
momento esa misma pregunta y esa misma respuesta quedaban para él, y sabía que
era tan cobarde como para ceder. Cuando colocara el arma en la sien o en la
boca y apretara el gatillo, ¿sería la segunda vez que el arma habría sido
disparada? Su piel negra y metálica parecía no tener corazón. Cuando sopesó el arma
en su mano, la sintió pesada y fría como el hielo.
Adrián dejó el arma y volvió a la gorra. Parecía hablar tan fuerte en
ese momento como la Ruger. Era como estar atrapado en medio de una discusión
entre dos objetos inanimados, mientras debatían sobre lo que él debía hacer.
Hizo una pausa y respiró hondo. Las cosas parecieron silenciarse en la
habitación, como si algún ruidoso alboroto relacionado con un autohomicidio
hubiera sido hecho callar repentinamente. Lo
menos que podía hacer, pensó, es
iniciar una modesta investigación.
La gorra parecía estar requiriendo tan sólo eso de él.
Cogió el teléfono y marcó el número de emergencias, el 911. Era
consciente de que había una pequeña ironía en el hecho de que estuviera
llamando primero por alguien a quien no conocía, ya que después haría más o
menos la misma llamada por sí mismo.
—Policía, bomberos y rescates. ¿Cuál es su emergencia?
—No es realmente una emergencia —aclaró Adrián. Quería estar seguro de
que su voz no vacilara, como la del anciano en el cual creía que se iba a
convertir repentinamente durante las horas posteriores a la consulta con el
neurólogo. Quería mostrarse enérgico y alerta—. Llamo porque creo que he sido
testigo de un hecho que podría ser de cierto interés para la policía.
—¿Qué clase de hecho?
Trató de imaginarse a la persona en el otro extremo de la línea. El
empleado en el teléfono tenía una manera de recortar cada palabra bruscamente
para que su sentido resultara inconfundible. El tono de su voz tenía una
fuerza muy ensayada, un timbre de sensatez. Era como si las pocas palabras que
el hombre que se ocupaba de emergencias pronunciaba estuvieran vestidas con
ceñidos uniformes de cuello alto.
—Vi una furgoneta blanca... Había una muchacha adolescente, Jennifer,
está escrito en su gorra, pero no la conozco, aunque debe vivir en algún lugar
del vecindario; en un momento estaba allí, y luego desapareció... —Adrián
quería abofetearse a sí mismo. Todas sus intenciones de ser razonable y
dinámico habían desaparecido instantáneamente en un mar de descripciones
entrecortadas, mal concebidas y apresuradas. ¿Era la enfermedad que castigaba su capacidad de hablar?
—Sí, señor. ¿Y usted exactamente qué cree que presenció?
La línea telefónica emitió una señal sonora. Estaba siendo grabado.
—¿... Han recibido algún aviso de una muchacha perdida en el sector
de las colinas del pueblo? —preguntó.
—Ningún informe de momento. No ha habido ninguna llamada hoy —dijo el
agente.
—¿Nada?
—No, señor. El pueblo ha estado muy tranquilo toda la tarde. Tomaré
nota de su información y se la pasaré a la oficina de detectives en caso de que
se reciba algún aviso. Lo investigarán si es necesario.
—Supongo que estaba equivocado —dijo Adrián. Colgó antes de que el
agente tuviera tiempo de preguntar su nombre y dirección.
Adrián levantó la vista y miró por la ventana. La noche había caído y
las luces se iban encendiendo por toda la calle. Hora de cenar, pensó. Familias
que se reúnen. Hablan sobre lo ocurrido durante el día, en el lugar de trabajo,
en la escuela. Todo muy normal y previsible. De pronto estalló con una pregunta
en voz alta que resonó en el pequeño dormitorio, como si pudiera producir un
eco en ese espacio pequeño; parecía que la hubiera gritado desde un cañón.
—No sé qué se supone que debo hacer ahora.
—Pero por supuesto que lo sabes, querido —respondió su esposa, sentada
en la cama junto a él.
Capítulo 4
La llamada no llegó hasta poco antes
de las once de la noche, y a esa hora la detective Terri Collins ya estaba pensando
seriamente en irse a la cama. Sus dos hijos estaban en su habitación, dormidos,
con los deberes del colegio hechos, con el cuento ya leído y arropados. Acababa
de hacer esa última visita maternal de la noche, en la que asomó la cabeza por
la puerta, dejando entrar la pálida luz del pasillo sólo para certificar, con
la mínima iluminación necesaria en las caras de los dos niños, que estaban
profundamente dormidos.
Sin pesadillas.
La respiración tranquila. Ni siquiera un resuello que pudiera indicar la proximidad
de un resfriado. Había algunos progenitores solteros, que conocía del grupo de
apoyo que ocasionalmente visitaba, que apenas podían apartarse de sus hijos
dormidos. Era como si durante la noche todos los males que habían creado sus
circunstancias tuvieran rienda suelta. Un tiempo que debiera estar dedicado al
descanso y la recuperación se había convertido en algo lleno de incertidumbre,
preocupación y miedo.
Pero todo estaba
bien esa noche. Todo era normal. Dejó la puerta entreabierta sólo unos pocos
centímetros y empezó a caminar silenciosamente hacia el baño cuando escuchó
sonar el teléfono de la cocina. Miró el reloj de pared mientras se apresuraba a
responder. Demasiado tarde para ser otra cosa que un problema, pensó.
Era el agente
nocturno de emergencias de las oficinas centrales de la policía.
—Detective, tengo
una mujer muy alterada en la otra línea. Creo que usted ha atendido llamadas
anteriores de ella. Aparentemente, tenemos otra joven que se ha fugado...
La detective
Terri Collins supo inmediatamente quién era. Quizá esta vez Jennifer
realmente se largó, pensó. Pero esto era poco profesional y «se largó» era
solamente una forma taquigráfica e insensible de ocultar una serie conocida de
miedos para cambiarla por otra potencialmente peor y de un tipo del todo
diferente.
—Estaré allí en
un momento —dijo Terri. Pasaba fácilmente del modo madre al modo detective de
policía. Uno de sus puntos fuertes era su habilidad para separar las diferentes
dimensiones de su vida en grupos bien definidos y ordenados. Demasiados años
con trastornos habían creado en ella una necesidad compulsiva de sencillez y
organización.
Puso al agente en
espera mientras llamaba a un segundo número, uno que tenía en la lista junto al
teléfono de la cocina. Una de las pocas ventajas de haber pasado por lo que
pasó era la red informal de ayuda disponible.
—Hola, Laurie,
soy Terri. Lamento molestarte a esta hora de la noche, pero...
—¿Te han llamado
por un caso y necesitas que cuide a los niños?
Terri podía
efectivamente escuchar el entusiasmo en la voz de su amiga.
—Sí.
Estaré allí en un
momento. No hay problema. Me encanta. ¿Cuánto crees que vas a tardar?
Terri sonrió.
Laurie era una insomne de primer orden, y Terri sabía que a ella, secretamente,
le encantaba que la llamaran en medio de la noche, especialmente para cuidar
niños, ya que los suyos habían crecido y se habían independizado. Le
proporcionaba algo para hacer en lugar de mirar, inútilmente, la programación
nocturna de la televisión por cable o pasearse de un lado a otro nerviosamente
por la casa a oscuras, hablando consigo misma sobre todo lo que le había
salido mal en la vida. Ésa era, Terri lo había aprendido, una larga conversación.
—Es difícil
decirlo. Al menos un par de horas. Pero probablemente tarde más. Tal vez
incluso toda la noche.
—Llevaré mi
cepillo de dientes —respondió Laurie.
Pulsó el botón de
espera y volvió a conectarse con el agente de emergencias.
—Dígale a la
señora Riggins que estaré en su casa dentro de media hora para hablar con ella.
¿Hay agentes uniformados allí?
—Han sido
enviados.
—Avíseles de que
estaré allí en unos momentos. Deben tomar nota de cualquier declaración
preliminar para que podamos trazar una línea de tiempo. También deben tratar
de tranquilizar a la señora Riggins.
Terri dudaba de
que tuvieran éxito en eso.
—Entendido
—respondió el agente, y colgó.
Laurie llegaría
en unos minutos. Le gustaba pensar que era una parte importante de la
investigación o de la escena del crimen a la que Terri estaba siendo llamada,
tan importante como un técnico forense o un experto en huellas digitales. Se
trataba de un orgullo inofensivo, y hasta útil. Terri regresó al baño, se echó
un poco de agua en la cara y se pasó un cepillo por el pelo. A pesar de la
hora, quería mostrarse fresca, presentable y excepcionalmente capaz de
enfrentar el mundo de pánico desesperado al que sabía que estaba a punto de
descender.
* * *
La calle estaba oscura y había pocas
luces encendidas en algunas de las casas cuando Terri atravesó con el coche el
vecindario de Riggins. La única casa con alguna actividad visible era su
destino, donde la luz del porche brillaba intensamente y Terri podía ver
siluetas que se movían por el salón. Un solo coche patrulla estaba aparcado en
la entrada, pero los agentes habían apagado las luces de la sirena, de modo que
simplemente parecía otro automóvil que esperaba el éxodo matutino al trabajo o
a la escuela.
Terri detuvo su
pequeño y traqueteado automóvil, que había adquirido hacía seis años. Se tomó
un minuto para respirar profundamente antes de recoger su bolso con una grabadora
de microcinta y una libreta encuadernada. Tenía la placa de policía sujeta a la
correa del bolso. Su semiautomática estaba enfundada sobre el asiento, junto a
ella. La enganchó al cinturón de sus vaqueros después de revisarla dos veces
para cerciorarse de que el seguro estuviera puesto y no hubiera ningún
proyectil en la recámara. Salió a la noche y caminó por el césped hacia la
casa.
Era un camino que
había hecho dos veces antes en los últimos dieciocho meses. Su respiración era
como un humo que iba envolviéndola. La temperatura había bajado, pero no tanto
como para que ningún habitante de Nueva Inglaterra hiciera otra cosa que
abrocharse un poco más el abrigo y tal vez subirse el cuello. Había claridad en
el frío, no era el indudable hielo del invierno, sino una sensación de que
había fragmentos que todavía se movían en el aire, incluso con algo de
primavera que a tropezones trataba de abrirse camino para empezar.
Terri deseó haber
pasado por el despacho que compartía con otras tres personas en el Departamento
de Detectives de la Oficina Central de Policía para sacar su archivo sobre la
familia Riggins, aunque dudaba de que hubiera algún detalle o nota en esos
informes que no hubiera memorizado ya. Lo que detestaba era la sensación de
que estaba entrando en una escena que en verdad era algo muy diferente de lo
que pretendía ser. Un fugitivo menor de edad era la manera en que lo iba
a escribir para los registros del departamento y precisamente así era como iba
a manejar el caso la oficina de detectives. Sabía exactamente qué pasos iba a
dar y cuáles eran las pautas departamentales y procedimientos para este tipo de
desapariciones. Incluso hasta tenía una conjetura razonable acerca del
resultado probable del caso.
Pero eso no era
realmente lo que estaba ocurriendo, se dijo. Había alguna razón subyacente para
la perseverancia de Jennifer y probablemente había un crimen mucho peor que se
ocultaba detrás de la firme insistencia de la adolescente para irse de su casa.
Terri simplemente no creía que fuera a descubrirlo, por muchas declaraciones
que tomara a la madre y al amante, o por mucho que trabajara en el caso.
Detestaba la idea de que estaba a punto de participar en una mentira.
Ya en la entrada,
vaciló. Se imaginó a sus dos niños en casa dormidos, sin saber que ella no
estaba en su pequeño dormitorio, con la puerta abierta que daba al pasillo, con
el sueño ligero en caso de que escuchara algún ruido extraño. Todavía eran tan
jóvenes que cualquier pena o preocupación que les tocara vivir —y seguramente
iba a haber algunas— seguía siendo parte del futuro.
Jennifer se había
alejado siguiendo aquel camino. Siguiendo más de un par de caminos, pensó
Terri. Dio una última bocanada profunda del aire frío de la noche, como quien
toma el último trago de agua de un vaso. Golpeó una vez la puerta y luego
empujó para abrirla y entró rápidamente en un pasillo pequeño. Sabía que había
una fotografía enmarcada de una sonriente Jennifer cuando tenía nueve años, con
un moño rosado en el pelo cuidadosamente peinado, colgada en la pared cerca de
las escaleras que iban a los dormitorios del piso superior. Había un simpático
espacio entre los dientes incisivos de la niña. Era el tipo de foto que los
padres amaban y los adolescentes odiaban porque a ambos les recordaba la misma
época, vista a través de lentes diferentes y distorsionada por distintos
recuerdos.
A su izquierda,
en el comedor, vio a Mary Riggins y a Scott West, su novio, sentado en el borde
de un sillón. Scott había puesto un brazo distendido sobre los hombros de Mary
y le agarraba la mano. Había cigarrillos encendidos en un cenicero sobre una
mesa baja llena de latas de refrescos y tazas de café medio vacías. Dos agentes
uniformados permanecían incómodos a un lado. Uno era el sargento del último
turno de la noche y el otro era un novato de veintidós años que estaba en el
cuerpo desde hacía sólo un mes. Terri hizo un movimiento de cabeza en su
dirección, y vio un leve movimiento de ojos del sargento, justo cuando Mary
Riggins estalló en un aullido.
—Lo ha hecho otra
vez, detective... —Estas palabras terminaron en un torrente de sollozos.
Terri saludó con
la cabeza a los dos agentes, luego se volvió hacia Mary Riggins. Había estado
llorando y el maquillaje se le había corrido en dos líneas negras por las
mejillas, dándole el aspecto de una máscara de Halloween. El llanto le había
hinchado los ojos, haciéndola parecer mucho más vieja de lo que era. Terri
pensó que las lágrimas eran injustas con las mujeres de edad madura, pues en un
instante sacaban a relucir todos los años que tanto trataban de esconder.
En lugar de
embarcarse en cualquier explicación adicional, Mary Riggins simplemente se
enroscó y enterró su cabeza en el hombro de Scott. Era un poco mayor que ella,
de pelo gris, de aspecto distinguido incluso con vaqueros y ropa de trabajo,
una desteñida camisa a cuadros rojos. Era un terapeuta de la New Age, especializado
en tratamientos holísticos para una gran cantidad de enfermedades psiquiátricas,
y tenía una carrera próspera entre la comunidad académica, siempre abierta a
técnicas diferentes, tal como esas personas que saltan de una dieta a otra.
Conducía un Mazda descapotable, deportivo de color rojo brillante, y se movía
a menudo Por el valle en invierno con la capota abierta, envuelto en un abrigo
y con un gorro de leñador de piel flexible. Parecía cruzar la línea de la
simple excentricidad; era como una especie de desafío.
La policía del
pueblo conocía bien a Scott West y su trabajo; él y el Mazda coleccionaban
multas por exceso de velocidad con una frecuencia desalentadora, y en más de
una ocasión la policía se había visto forzada a limpiar discretamente los
problemas producidos por sus complicados tratamientos. Algunos suicidios. Un
enfrentamiento con un esquizofrénico paranoide armado con un cuchillo a quien
le había aconsejado sustituir el Haldol que le habían recetado en Saint John's
Wort.
* * *
A Terri le gustaba considerarse a sí
misma como pragmática, fría, razonable y ordenada en su manera de pensar,
directa en sus enfoques. Si a veces este estilo hacía que pareciera antipática,
pues bien, a ella no le molestaba. Ya había tenido su cuota de pasión, delirio
y locura en su vida hacía años, y ahora prefería el orden y la estabilidad,
porque, pensaba, la mantenían a salvo.
Scott se inclinó
hacia delante. Habló con una voz estudiada de terapeuta, profunda, serena y
razonable. Era una voz diseñada para hacerlo aparecer como un aliado en esa
situación, cuando Terri sabía que lo contrario estaba mucho más cerca de la
verdad.
—Mary está muy
disgustada, detective. A pesar de todos nuestros esfuerzos, casi de manera
permanente... —Se detuvo.
Terri se volvió
hacia los dos agentes. El sargento le pasó una hoja suelta, de esas de un
cuaderno de anillas que tiene cualquier estudiante de secundaria. La escritura
era cuidadosa; alguien que quería asegurarse de que cada palabra fuera clara y
legible, no garabateada rápidamente por un adolescente ansioso por salir por
la puerta rápidamente. Era una nota que había sido trabajada. Terri estaba
segura de que si buscaba realmente a fondo podría encontrar variantes
descartadas en una papelera o en los contenedores de basura que estaban fuera,
en la parte de atrás. Terri leyó la nota entera tres veces.
Mamá:
Voy al cine con
unos amigos con los que he quedado en el centro comercial. Cenaré allí y tal
vez pase la noche en casa de Sarah o en la de Katie. Te llamaré después de la
película para avisarte, si no vuelvo directamente a casa. No llegaré demasiado
tarde. Ya he terminado los deberes del instituto y no tengo nada pendiente
hasta la próxima semana.
Muy razonable.
Muy conciso. Una mentira total.
—¿Dónde dejó
esto?
—Colgada en la
nevera con un imán —explicó el sargento—. En un lugar donde no pasaba
inadvertida.
Terri la leyó un
par de veces más. Estás aprendiendo, ¿no, Jennifer?, pensó. Sabías
exactamente qué escribir.
Cine. Eso quería decir
que su madre iba a suponer que su móvil estaría apagado, y le daba por lo menos
un espacio de dos horas de tiempo en que no podían comunicarse con ella.
Unos amigos... sin especificar,
pero aparentemente inocente. Los dos nombres que daba, Sarah y Katie, probablemente
estaban dispuestas a cubrirla, o eran difíciles de contactar.
Te llamaré..., de modo que su
madre y Scott iban a esperar sentados a que el teléfono sonara mientras
valiosos minutos se perdían.
Ya he terminado
los deberes del instituto. Jennifer sacaba de la ecuación la justificación
externa mayor de que su madre la llamara.
Terri pensó que
era inteligente. Miró a Mary Riggins.
¿Ha llamado a sus
amigos? —quiso saber.
Respondió Scott:
—Por supuesto,
detective. Después de que acabaran las últimas sesiones en los cines llamamos a
todas las Sarah y las Katie que hemos encontrado. Ninguno de nosotros dos
puede recordar que Jennifer haya hablado de alguna amiga con cualquiera de
esos nombres. Luego llamamos a todos los otros amigos que recordamos que ella
haya mencionado alguna vez. Ninguno de ellos había estado en el centro
comercial, y ninguno había hecho planes para reunirse con Jennifer. Ni tampoco
la habían visto desde que salieron del instituto por la tarde.
Terri asintió con
la cabeza. Una chica inteligente, se dijo.
—Jennifer parece
que no tiene muchos amigos —comentó Mary, melancólicamente—. Nunca ha sido
buena para establecer relaciones sociales, ni en el colegio ni en el
instituto.
Para Terri esa
declaración era una repetición de algo que Scott había dicho en muchas
discusiones «de familia».
—¿Pero ella
podría estar con alguien a quien ustedes no conocen? —Tanto la madre como el
novio negaron con la cabeza—. ¿Podría ser que tenga algún novio secreto que
les haya ocultado?
—No —aseguró
Scott—. Yo habría notado alguna señal.
Seguro, pensó Terri. Esto
no lo dijo en voz alta, pero hizo una anotación en sus papeles.
Mary se recompuso
un poco y trató de responder de manera menos lacrimógena. Pero su miedo hacía
que la voz le temblara.
—Cuando
finalmente pensé en ir a su habitación, ya sabe, para ver si tal vez había
alguna otra nota o algo que pudiera darnos una pista, vi que su oso había
desaparecido. Un osito de peluche llamado Señor Pielmarrón. Duerme con
él todas las noches..., es como un amuleto que le da seguridad. Su padre se lo
dio no mucho antes de morir, y jamás se iría a ninguna parte sin él...
Demasiado
sentimental, pensó Terri. Jennifer, llevarte ese osito de peluche ha sido un
error. Tal vez el único, pero un error al fin y al cabo. De otra manera habrías
tenido veinticuatro horas en lugar de las seis que has logrado conseguir en el
mejor de los casos.
—¿Hay algo en
particular que haya ocurrido en los últimos días que hiciera que Jennifer
tratara de huir? —preguntó—. ¿Una gran pelea..., tal vez algo que pasara en el
instituto?
Mary Riggins sólo
sollozó. Scott West respondió rápidamente:
—No, detective.
Si usted está buscando algún hecho externo por mi parte o por la de Mary que
pudiera haber incitado este comportamiento en Jennifer, puedo asegurarle que
no existe. Ninguna pelea. Ninguna exigencia. Ningún capricho de adolescente. No
estaba castigada sin salir. Es más, todo ha estado totalmente tranquilo por
aquí las últimas semanas. Yo pensaba, igual que su madre, que tal vez habíamos
llegado a buen puerto y que las cosas iban a calmarse.
Eso era porque estaba
planeando algo, pensó Terri. En la cascada de palabras pretenciosas
con las que Scott se justificaba, Terri creyó que había al menos una mentira y
tal vez más. Sabía que tarde o temprano la iba a encontrar. Si conocer la
verdad iba a ayudarla a localizar a Jennifer o no, era algo completamente
diferente.
—Es una
adolescente con muchos problemas, detective. Es muy delicada e inteligente,
pero está profundamente perturbada y confundida. Le he insistido en que debe
buscar algún tratamiento, pero hasta ahora..., bueno, usted sabe lo terco que
puede ser un adolescente.
Terri lo sabía.
Sólo que no estaba segura de que la terquedad fuera el verdadero tema.
—¿Cree que puede
haber algún lugar específico adonde podría haber ido? ¿Un pariente? ¿Un amigo
que se haya mudado a otra ciudad? ¿Alguna vez habló de querer ser modelo en
Miami, o convertirse en actriz en Los Ángeles, o trabajar en un barco pesquero
en Louisiana? Cualquier cosa, por remota e insignificante que parezca, podría
brindar una pista que intentaríamos seguir.
Terri había hecho estas preguntas las dos
veces anteriores en que Jennifer se había escapado. Pero en ninguna de esas
otras dos ocasiones Jennifer se las había arreglado para ganar tanto tiempo
como esa noche. Tampoco había ido muy lejos las otras veces; unos tres o cuatro
kilómetros la primera; al siguiente pueblo la segunda. Esta ocasión era
diferente.
—No, no... —respondió Mary Riggins,
retorciéndose las manos y buscando otro cigarrillo. Terri vio que Scott trataba
de detenerla poniéndole la mano sobre el antebrazo, pero ella lo apartó con un
ligero movimiento, cogió el paquete de Marlboro y encendió un cigarrillo de
manera desafiante, aun cuando había un cigarrillo a medio fumar echando humo en
el cenicero.
—No, detective. Mary y yo hemos tratado
de pensar en alguien o en algún sitio, pero no se nos ha ocurrido nada que
pueda ser de ayuda.
—¿Falta dinero? ¿Tarjetas de crédito?
Mary Riggins estiró la mano hacia abajo y
levantó un bolso del lugar donde había quedado abandonado en el suelo. Lo abrió
y sacó una cartera de cuero, de donde dejó caer tres tarjetas para la gasolina,
una American Express azul y una tarjeta Discover, junto con un carné de socia
de la biblioteca local y una tarjeta de descuento del supermercado del barrio.
Las cogió una por una, luego registró nerviosamente cada compartimento de la
billetera. Antes de que levantara la vista, Terri ya sabía la respuesta a su
pregunta.
Terri asintió con la cabeza, pensativa.
—Voy a necesitar la foto
más reciente que tenga —dijo.
—Aquí tiene —respondió Scott, mientras le
alcanzaba algo que obviamente ya tenía preparado.
Terri cogió la fotografía y le echó un
vistazo. Una adolescente sonriente. ¡Vaya mentira!, pensó.
—También tengo que ver su ordenador
—continuó Terri.
—¿Por qué quiere usted...? —empezó Scott.
Pero Mary Riggins le interrumpió:
—Está sobre su mesa. Es un ordenador
portátil...
—Podría haber algún problema de invasión
de la privacidad en esto —intervino Scott—.
Quiero decir, Mary, ¿cómo le vamos a explicar a Jennifer que simplemente permitimos
que la policía cogiera su...?
Se detuvo. Terri pensó: Por lo menos se da
cuenta de que parece tonto. Aunque tal vez, más que tonto, está preocupado por
algo. Entonces, abruptamente, hizo una pregunta
que probablemente no debió haber hecho:
—¿Dónde está enterrado su padre?
Se produjo un breve silencio. Hasta el
casi constante sollozo que venía de Mary cesó en ese momento. Terri vio que
Mary Riggins se ponía tensa, estirándose como si lo que quería decir necesitara
una inyección de fuerza o de orgullo entre los omoplatos que corriera por su
espina dorsal.
—En North Shore, cerca de Gloucester.
Pero ¿qué importancia tiene eso?
—Ninguna, probablemente —replicó Terri.
Pero interiormente, se dijo: Ese sería el lugar al
que yo iría si fuera una adolescente enfadada y deprimida, inundada por una
abrumadora necesidad de irme de casa. ¿No querría hacer una última visita para
despedirse de la única persona que, según ella creía, realmente la había
querido antes de comenzar su huida? Sacudió un poco la
cabeza, un movimiento tan leve que nadie en la habitación se dio cuenta. Un cementerio, pensó, o si no, Nueva York,
porque ése es un buen lugar para empezar el proceso de perderse de vista.
Capítulo 5
Al principio, pocos de
los invitados prestaron atención a las imágenes silenciosas de la enorme
pantalla montada en la pared del lujoso ático que daba al parque Gorki. Era una
repetición de un partido de fútbol entre el Dinamo de Kiev y el Locomotiv de
Moscú. Un hombre que lucía un gran bigote estilo Fu Manchú alzó la mano, e hizo
una seña para que todos en la sala callaran; alguien bajó el volumen de la
vibrante música tecno que salía de media docena de bafles escondidos en
distintas paredes. Llevaba un costoso traje negro, con camisa de seda color
púrpura desabotonada y joyas de oro, incluido el indispensable Rolex en la
muñeca. En el mundo moderno, donde los gánsteres y los hombres de negocios
tienen con frecuencia el mismo aspecto, podía haber sido cualquiera de esas dos
cosas, o tal vez las dos. Junto a él, una esbelta mujer probablemente veinte
años menor que él, con el pelo y las piernas de una modelo, vestido de noche de
lentejuelas suelto, que hacía poco por ocultar su figura andrógina, dijo
primero en ruso, luego en francés y posteriormente en alemán: «Nos hemos
enterado de que se va a presentar la nueva temporada de nuestra serie favorita
en la web, y empieza esta noche. Seguramente va ser de gran interés para
muchos de ustedes».
No dijo más. El grupo se amontonó frente
al televisor, sentados en cómodos sillones o instalados en sillas. Un gran comando
en forma de flecha que decía «play» apareció en la pantalla y el anfitrión
movió un cursor sobre la flecha e hizo clic con el ratón. De inmediato se oyó
música: La oda a la alegría de Beethoven se escuchó
en un sintetizador. Esto fue seguido por una imagen de Malcolm McDowell muy
joven con un cuchillo, en el papel de Alex en La naranja mecánica, de Stanley Kubrick. La
imagen dominaba la pantalla. Llevaba un traje blanco, el ojo maquillado, botas
con tachuelas y un sombrero hongo negro, que la colaboración entre artista y
director habían hecho famoso a comienzos de los años setenta. Esta imagen
provocó aplausos de algunas personas mayores entre los asistentes a la fiesta,
quienes recordaban el libro, recordaban la actuación y recordaban la película.
La fotografía del joven Alex desapareció
para ser reemplazada por una pantalla negra que parecía vibrar, expectante. A
los pocos segundos, apareció un texto rojo fuerte, en cursiva, que atravesó el
cuadro como un cuchillo, esculpiendo las palabras: What comes next? («¿Qué
viene después?»). El texto se fundió dando paso a un nuevo título: Serie # 4.
La imagen cambió luego, mostrando una
habitación con aspecto curiosamente granulado, casi unidimensional, un lugar
gris y pobre. Sin ventanas. Sin ninguna indicación de dónde estaba ocurriendo
la escena. Un lugar de anonimato total. Inicialmente, los espectadores sólo
pudieron ver una vieja cama de metal. Sobre la cama había una mujer joven en
ropa interior, con una capucha negra sobre su cara. Tenía las manos esposadas
y atadas a argollas en la pared como en una mazmorra, detrás de la cabeza. Los
tobillos estaban atados con sogas a la estructura de la cama.
La joven no se movía más que para
respirar pesadamente, de modo que los espectadores podían darse cuenta de que
todavía estaba viva. Podría haber estado inconsciente, drogada o incluso
dormida, pero después de unos treinta segundos, realizó un movimiento rápido,
como un tic, y una de las cadenas que la sujetaban hizo ruido.
Uno de los invitados dejó escapar un
grito ahogado. Alguien dijo en francés:
—Est-il vrai?
Pero nadie respondió a la pregunta,
salvo, quizá, por el silencio y por la manera en que estiraban el cuello hacia
delante, tratando de ver con más precisión.
En inglés, otro invitado dijo:
—Es
una actuación. Debe de ser una actriz contratada
específicamente para esta serie en la web...
La mujer vestida con lentejuelas miró al
hombre y negó con la cabeza. Su respuesta estaba teñida con su acento eslavo,
pero fue pronunciada de manera impecable:
—Al principio de la serie anterior muchos
pensaron eso. Pero al final, a medida que pasan los días, uno se da cuenta de
que no hay ningún actor que desee interpretar estos papeles.
Volvió a mirar la pantalla. La figura
encapuchada pareció temblar, y luego giró su cabeza bruscamente, como si alguien
fuera de cámara hubiera entrado en la habitación. Los espectadores podían ver
cómo ella tiraba de las cadenas que la sujetaban.
Entonces, casi tan rápidamente como llegó
esa escena, se congeló en la pantalla, como si la imagen hubiera sido tomada de
repente, igual que se fotografía un ave en vuelo. Fundió a negro y otra vez
apareció una pregunta escrita en color rojo sangre: «¿Quiere ver más?».
Detrás de esta pregunta se pedían los
datos de la tarjeta de crédito y un texto explicaba el sistema de pago de la
suscripción. Se podía comprar unos minutos, hasta una hora, o un bloque de
varias horas. Por último se podía comprar un día, o más. También había una
cifra mayor de pago para «Acceso total a Serie # 4 con pantalla
interactiva». En la parte inferior de los textos había un cronómetro
electrónico grande, también de color rojo brillante, puesto en 00:00. Estaba
junto a las abras: «Día uno». Todos los asistentes a la fiesta vieron que el
reloj de pronto marcaba un segundo, luego dos, al comenzar a medir el tiempo.
Era un poco como el reloj digital que marca el tiempo transcurrido de un
partido de tenis en Wimbledon o en el Open de Estados Unidos.
Aliado había un anuncio: «Posible
duración de Serie # 4: entre 1 semana y 1
mes».
En la fiesta, alguien gritó en ruso: —
¿Vamos, Dimitri! ¡Compra todo el
paquete... desde el principio hasta el fin! ¡Tú puedes pagarlo! —Esto fue
acompañado por una risa nerviosa y gritos entusiastas y de aprobación. El
hombre del bigote se volvió hacia los allí reunidos con los brazos bien
abiertos, como preguntando qué debía hacer. Antes de sonreír, esbozó una ligera
y teatral reverencia y marcó los números de la tarjeta de crédito. Apenas hizo
esto, apareció una ventana que pedía una contraseña. El hombre hizo un gesto
con la cabeza a la mujer de las lentejuelas y señaló el teclado de su
ordenador. Ella sonrió y tecleó algo. Uno podría haber imaginado que escribió
el apodo afectuoso de su amante, el que usaba en la intimidad. El anfitrión
sonrió e hizo una seña a un camarero de chaqueta blanca que esperaba en la
parte de atrás del lujoso ático para que volviera a llenar los vasos mientras
sus adinerados invitados se acomodaban para la serena y fascinante espera.
Faltaba una última confirmación electrónica de la operación.
Otros, en todo el mundo, estaban
esperando lo mismo.
* * *
No había ningún usuario
típico de whatcomesnext.com, aunque probablemente
el porcentaje era mucho menor de mujeres que de hombres. La naturaleza pública
de la fiesta en Moscú era una excepción; la mayoría de los clientes se hacían
miembros de whatcomesnext.com en lugares privados
donde podían ver el drama que se desarrollaba en Serie # 4 en soledad. La página
web controlaba el acceso de sus miembros con la identificación por medio de
contraseñas ciegas, con doble y triple sistema de seguridad, seguidas por una
secuencia de transferencias de alta velocidad a varios motores de búsqueda en
Europa oriental y en India. Era un sistema que había sido creado por una
sofisticada mente electrónica y había sobrevivido a más de un intento policial
de violarlo. Pero dado que no tenía connotaciones políticas —es decir, el
sitio no era frecuentado por organizaciones terroristas— y no se metía
abiertamente en la
pornografía infantil, había sobrevivido a esas modestas y sólo
ocasionales intrusiones. A decir verdad, esos poco frecuentes esfuerzos hechos
por la policía le daban al sitio cierta distinción, o lo que podría haber sido
considerado como una cierta respetabilidad propia de Internet.
Whatcomesnext.com estaba dirigido a un tipo
diferente de público. La lista de clientes estaba formada por personas que
podían pagar muy bien por una mezcla de experiencia sexual y producción de
ficción que estaba al borde del delito. Usaba los chats electrónicos y el veloz
boca a boca de Internet para enviar invitaciones a suscribirse a sus servicios.
Los diseñadores del sitio no se
consideraban delincuentes, aunque habían cometido muchos delitos. Ni tampoco
se identificaban como asesinos, aunque habían asesinado. Nunca habrían
considerado que lo que hacían era una perversión, aunque muchos argumentaban
que era precisamente eso. Ellos se consideraban empresarios modernos que
ofrecían un servicio especial, poco frecuente, muy demandado por los hombres y
que generaba un enorme interés en oscuros lugares en todo el mundo.
Michael y Linda se habían conocido cinco
años antes en una fiesta sexual clandestina en una casa de las afueras de Chicago.
Él era un licenciado en Ciencias Informáticas que preparaba su doctorado; era
un tanto tímido y de voz suave; ella era una joven ejecutiva en una poderosa
agencia de publicidad y ocasionalmente desempeñaba una segunda actividad en una
agencia de compañía femenina para equilibrar el presupuesto. Ella tenía gustos
que iban más allá de los límites; él tenía fantasías que jamás se habría
permitido convertirse en realidad. Ella tenía afinidad con los BMW y los estimulantes como
la dexedrina y estaba al borde de la
dependencia; cuando era adolescente, él había sido arrestado por robar el perro
a un vecino. Una mañana, al pasar camino del instituto, el animal le había
mordido el tobillo. La policía llegó a la conclusión de que Michael había
vendido el perro, un pequeño bichon frisé, a un hombre de la zona rural de
Illinois que abastecía de cebo a personas que hacían luchar a perros pitbull.
Veinticinco dólares en efectivo. Los cargos contra Michael habían sido
retirados cuando el informante confidencial que había suministrado su nombre a
las autoridades resultó estar involucrado en peores delitos que el secuestro de
perros. Más de un policía vio salir libre de un juzgado, sin antecedentes, al
adolescente Michael y pensó que no sería la
última vez que pasaría por allí. Hasta ahora, estos policías habían estado
equivocados.
Ambos venían de historias cuestionables,
pasados complicados y violentos que el barniz
de lo que estaban haciendo lograba esconder. Un estudiante brillante, el
primero de su clase, y una prometedora mujer de
negocios. Ambos eran intelectualmente sofisticados y tenían talento. En lo
exterior, parecían ser la clase de personas jóvenes que habían logrado superar
sus orígenes humildes. Sin embargo, ésas eran impresiones externas, y cada uno, por separado,
pensaba que eran mentiras, porque sus verdaderas identidades estaban ocultas en
lugares a los que sólo ellos tenían acceso. Pero descubrieron estas cosas el
uno del otro mucho más tarde. La noche en que se conocieron se estaban
dedicando a un tipo diferente de educación.
Las reglas de la reunión eran simples:
cada uno tenía que llevar una pareja del sexo opuesto; sólo se podían usar nombres
de pila; no podía haber ningún intercambio de números de teléfono ni de
direcciones de correo electrónico al finalizar la fiesta; si alguien llegaba a
encontrarse por casualidad con otro asistente en un contexto diferente,
prometía actuar como frente a un desconocido total, como si no hubieran
participado juntos en reuniones de sexo grupal, duro y pornográfico.
Todos aceptaban las reglas. Salvo la
primera, nadie les prestaba realmente atención. La primera tenía que ser cumplida,
porque de lo contrario no se podía entrar. Era un lugar de citas secretas, y
hablaba de deslealtad y de excesos. Nadie de los que entraban en la sofisticada
vivienda de dos plantas situada en las afueras estaba particularmente
interesado en las reglas.
Las contradicciones abundaban. Había dos
bicicletas infantiles tiradas en el jardín de delante. Había un estante lleno
de libros del doctor Seuss. Las cajas de varios tipos de copos de cereales para
el desayuno habían sido amontonadas en un rincón de la cocina para dejar espacio
a un espejo ubicado horizontalmente sobre la encimera, con rayas de cocaína
preparadas como gentileza de la casa. Un televisor en el comedor mostraba
material sólo apto para adultos, aunque pocos de los treinta y tantos
invitados prestaban atención a versiones filmadas de lo que ellos estaban
haciendo en ese momento. La ropa era descartada rápidamente. El licor era
abundante. Pastillas de éxtasis eran ofrecidas como entremeses. Los invitados
más viejos tenían probablemente cincuenta y tantos años. La mayoría rondaba
los treinta o los cuarenta, y cuando Linda atravesó la puerta y empezó el
proceso de dejar caer su ropa, más de un hombre la miró apreciativamente y de
inmediato hizo planes de acercarse a ella.
Michael y Linda habían llegado a la
fiesta con otras personas, pero se retiraron juntos. La acompañante de Michael
esa noche había sido otra estudiante que preparaba su doctorado de Sociología,
obviamente interesada en investigar la vida real, que había abandonado la
fiesta poco después de que tres hombres desnudos totalmente excitados la
acorralaran, indiferentes a sus preguntas de estudiosa acerca de por qué
estaban allí; no se mostraron dispuestos a escuchar sus débiles protestas
mientras se inclinaban sobre ella. Había un requisito tácito en la fiesta que
sugería que nadie fuera forzado a hacer algo que no quisiera. Ésta era una
regla que se prestaba a interpretaciones muy diferentes.
La pareja de Linda para esa noche había
sido un hombre que había pedido sus servicios, y luego, después de invitarla a
una costosa cena, había preguntado dónde quería pasar el resto de la noche.
Había ofrecido pagarle más de los mil quinientos dólares que ella cobraba
habitualmente. Ella había aceptado, siempre y cuando el dinero fuera en
efectivo y por adelantado, sin decirle que probablemente lo habría acompañado
sin cobrarle más. La curiosidad, pensaba ella, era como un excitante juego
preliminar. Después de llegar a la fiesta, su pareja había desaparecido en una
habitación lateral con un látigo de cuero y una ajustada máscara de seda negra
en la cara, dejando a Linda sola, pero no sin atención.
Su encuentro —como todos los encuentros
esa noche— fue casual. Fue una conexión de miradas de un extremo a otro de la
habitación, en el arco lánguido de sus cuerpos, en los tonos sedosos de sus
voces. Una sola palabra, un leve movimiento de la cabeza, un encogimiento de
los hombros —algún pequeño acto de intensidad emocional en una habitación
oscura dedicada al exceso y al orgasmo, llena de hombres y mujeres desnudos
copulando en todos los estilos y posiciones imaginables— era lo que los había
unido. Cada uno estaba con otra persona cuando sus ojos se encontraron. Ninguno
de los dos estaba realmente disfrutando lo que estaba haciendo en ese preciso
momento. En una habitación llena de lo que la mayoría de las personas habrían
considerado actos desenfrenadamente diferentes, ambos se sentían un poco
aburridos.
Pero se vieron el uno al otro y algo
profundo y probablemente espantoso resonó dentro de ellos. Es más, no tuvieron
relaciones sexuales entre ellos esa noche. Simplemente se observaron mutuamente
mientras copulaban con otros, y vieron alguna misteriosa unidad de propósitos
en medio de los gemidos y gritos de placer. Rodeados por despliegues de lujuria,
realizaron una conexión que casi estalla. Mantenían los ojos fijos en el otro,
aun cuando desconocidos exploraban sus cuerpos.
Michael finalmente se abrió camino por
entre figuras sudorosas hasta llegar junto a ella, sorprendido por su propia
agresividad. Habitualmente el no avanzaba y se enredaba con palabras y
presentaciones, todo el tiempo empujado por deseos irrestrictos dentro de sí.
Linda estaba siendo baboseada por un hombre cuyo nombre no conocía. Vio por el
rabillo del ojo que Michael se acercaba desde un rincón y supo instintivamente
que no se acercaba a ella en busca de algún orificio.
Se apartó bruscamente de su pareja, cuyas
torpes maniobras la habían aburrido de todos modos, dejándolo sorprendido,
insatisfecho y un poco enfadado. Puso fin a sus fervorosas quejas con una sola
mirada feroz, se puso de pie, desnuda, y cogió la mano del desnudo Michael como
si fuera alguien a quien conocía desde hacía años. Sin mucha charla, abandonaron
la fiesta. Por un instante, cuando fueron a buscar la ropa tomados de la mano,
parecieron una representación de Adán y Eva al ser expulsados del Jardín del
Edén realizada por algún artista del Renacimiento.
En los años que llevaban juntos desde
entonces, no habían vuelto a pensar en cómo se conocieron. No les había llevado
mucho tiempo descubrir en el otro pasiones oscuras, electrizantes, que iban más
allá del sexo.
* * *
El olor a gasolina
llenó las narices de Michael. Estuvo a punto de tener arcadas y giró la cabeza,
tratando de conseguir aire fresco, pero parecía que había poco dentro de la
furgoneta. El olor lo dejó mareado por un momento y tosió una o dos veces
mientras se salpicaba. Cuando el piso ondulado brilló con los colores del arco
iris, se lanzó con desesperación afuera por la puerta para tragar aire del
exterior, bebiéndose la oscuridad.
Cuando su cabeza se aclaró, volvió a la
tarea. Echó más gasolina por fuera, fue hacia el frente de la furgoneta y se
aseguró de que los asientos delanteros estuvieran empapados. Satisfecho
finalmente, arrojó el envase rojo sobre el asiento del acompañante. También
tiró dentro un par de guantes quirúrgicos. Había preparado una botella de
plástico con detergente y remojado una mecha de algodón con gasolina, con lo
que hizo un sencillo cóctel molotov. Metió la mano en un bolsillo buscando un
encendedor.
Michael aprovechó la oportunidad para
mirar a su alrededor. Estaba detrás de una vieja fábrica de papel, cerrada
desde hacía mucho tiempo. Se había asegurado de aparcar la furgoneta bien lejos
del edificio; no quería iniciar un incendio que atrajera la atención demasiado
pronto. Sólo quería destruir completamente la furgoneta robada. Había adquirido
cierta experiencia en eso. No era muy difícil.
Hizo un último control, asegurándose de que
no había olvidado nada. Apenas le tomó unos segundos desatornillar las
matrículas. Pensaba tirarlas en una laguna cercana. Luego se quitó toda la
ropa. La amontonó, la empapó con combustible y la arrojó al interior de la
furgoneta. Tembló cuando el frío lo envolvió y luego encendió su bomba casera y
la lanzó por la puerta abierta de la furgoneta. Dio media vuelta y empezó a
correr. Sus pies aplastaban la grava y la tierra apisonada mientras rogaba no
encontrar algún trozo de vidrio que le lastimara la planta de los pies. Detrás
oyó un ruido sordo cuando la bomba casera estalló.
Disminuyó la velocidad, miró una sola vez
por encima del hombro para asegurarse de que la furgoneta robada estuviera
envuelta en llamas. Amarillas lenguas de fuego salían en rizos por las
ventanillas y las primeras nubes de humo gris y negro se elevaban al cielo.
Satisfecho, Michael retomó el ritmo. Quería reírse a carcajadas... Le habría
encantado escuchar a algún testigo accidental, conmocionado y casi sin poder
hablar, mientras trataba de explicarle a un policía escéptico que había visto a
un hombre desnudo corriendo en la oscuridad y alejándose de una furgoneta que
acababa de explotar.
Todavía podía sentir el fuego con su
embriagador e inevitable olor a quemado flotando en la brisa ligera de la
noche. ¿Quién era en la película?, se preguntó de pronto. El coronel Kilgore: «Me
encanta el olor del napalm por la mañana». Bien, pensó, por la
noche resultaba igualmente atractivo y significaba lo mismo: Victoria.
Sus ropas lo estaban esperando en el
asiento del conductor de su maltrecha y vieja camioneta. Las llaves estaban
debajo del asiento, donde las había dejado. Arriba había un pequeño paquete de
toallitas desinfectantes. Él prefería las que usan los ancianos con hemorroides.
Estaban menos perfumadas que otras, pero eliminaban rápidamente los restos de
olor a gasolina. Abrió la puerta, y a los pocos segundos se había frotado todo
el cuerpo con las toallitas húmedas. Tardó sólo un minuto en ponerse los
vaqueros, la camiseta y la gorra de béisbol. Echó una última mirada alrededor.
Nadie. Tal como esperaba. A cien metros, oculta detrás del edificio, pudo ver
una espiral de humo, como un color más pálido de la noche, que subía al cielo
mientras un fuego brillaba abajo.
Se sentó detrás del volante, puso la
camioneta en marcha. Inhaló profundamente olfateando el interior... Como era
de esperar, el olor de la gasolina había desaparecido, aniquilado por las
toallitas higiénicas. De todas maneras, sacó de la guantera un aerosol para
quitar los olores y roció todo el interior. Probablemente aquélla era una
precaución que no necesitaba tomar, pensó. Pero si era detenido por un policía
por exceso de velocidad o por no parar en alguna señal de stop, o por no ceder
el paso, o por cualquier otra razón, no quería tener el olor de un
incendiario.
Pensar a fondo las cosas, ver todos los
ángulos con anticipación, imaginar cada variable en un mar de posibilidades
era lo que Michael disfrutaba casi por encima de todo lo demás. Hacía que su corazón
latiera más rápidamente.
Metió la primera en la camioneta, se bajó
la gorra hasta los ojos y maniobró con los dedos para acomodarse los audífonos
de un iPod. A Linda le gustaba hacerle selecciones especiales de melodías
cuando iba a hacer algunos de los trabajos desagradables relacionados con su
negocio. La pantalla del menú tenía una nueva lista de melodías: «Música para
gasolina». Esto lo hizo reír a carcajadas. Se echó hacia atrás cuando algo de
Chris Whitley que tenía un fragmento de guitarra sucia llegó por los
audífonos. Escuchó al cantante que pulsaba algunas cuerdas: «... Como una
caminata por una calle de mentiras...». Bastante cierto, pensó mientras salía
del estacionamiento del depósito abandonado. Linda siempre sabía lo que a él
le gustaba escuchar.
En una bolsa de plástico sobre el asiento
junto a él estaba la tarjeta de crédito que había cogido de la cartera de la
Número 4 y su teléfono móvil. La camioneta se había calentado y el calor
entraba por los conductos de ventilación que enviaban el aire hacia él.
Todavía hacía un frío desagradable y húmedo fuera, pensó. Decidió que la
próxima transmisión de la web debía hacerse desde Florida o Arizona. Pero eso
era adelantarse a la serie en curso, lo cual él sabía que era un error. Michael
se enorgullecía de concentrarse en una sola cosa; una vez en marcha, nada se
interponía en su camino, no permitía que nada le obstruyera en su avance, que
nada lo desviara o distrajera de lo que estaba haciendo. Creía que cualquier
artista u hombre de negocios con éxito diría lo mismo sobre sus proyectos de
trabajo. No se puede escribir una novela o
componer una canción, no se puede acordar una adquisición o ampliar una oferta
sin una completa dedicación a la tarea que se tiene entre manos. Linda pensaba lo mismo.
Por eso se querían tanto el uno al otro.
Soy increíblemente afortunado, pensó.
Michael se preparó para el viaje de dos
horas hasta la ciudad. Allá en la granja alquilada, ella tendría todo funcionando.
Pensaba que probablemente ya eran casi ricos. Pero no era el dinero lo que
realmente les interesaba. El comienzo de Serie # 4 lo excitaba y podía
sentir la tibieza abrumadoramente placentera que lo recorría por dentro, una
tibieza muy diferente del calor que provenía del sistema de calefacción de la
camioneta. Se movía al ritmo de la música que llenaba el interior del
vehículo.