En la
primera mitad del siglo diecisiete, Jaime I y Carlos I, reyes de Inglaterra,
Escocia e Irlanda, dictaron unas cuantas medidas destinadas a proteger la
naciente industria británica. Prohibieron la exportación de lana sin elaborar,
hicieron obligatorio el uso de textiles nacionales hasta en la ropa de luto, y
cerraron la puerta a buena parte de las manufacturas que provenían de Francia y
Holanda.
A
principios del siglo dieciocho, Daniel Defoe, el creador de Robinson Crusoe,
escribió algunos ensayos sobre temas de economía y comercio. En uno de sus
trabajos más difundidos, Defoe exaltó la función del proteccionismo estatal en
el desarrollo de la industria textil británica: si no hubiera sido por esos
reyes que tanto ayudaron al florecimiento fabril con sus barreras aduaneras y
sus impuestos, Inglaterra hubiera seguido siendo una proveedora de lana virgen
a la industria extranjera. A partir del crecimiento industrial de Inglaterra,
Defoe podía imaginar el mundo del futuro como una inmensa colonia sometida a
sus productos.
Después,
a medida que el sueño de Defoe se iba haciendo realidad, la potencia imperial
fue prohibiendo, por asfixia o a cañonazos, que otros países siguieran su
camino.
—Cuando llegó arriba, pateó la escalera
—dijo el economista alemán Friedrich List.
Entonces,
Inglaterra inventó la libertad de comercio: en nuestros días, los países ricos
siguen contando ese cuento a los países pobres, en las noches de insomnio.
Una
colonia porfiada
Pero
el tiempo fue pasando y las barreras y las prohibiciones no conseguían
desalojar la competencia. Medio siglo después de las máquinas de vapor y de la
revolución industrial inglesa, todavía los tejedores de la India eran duros de pelar. A
pesar de sus primitivos medios técnicos, sus telas de alta calidad y bajo
precio seguían encontrando clientes.
Estos
tozudos competidores no fueron aniquilados hasta que por fin, a principios del
siglo diecinueve, el imperio británico culminó a sangre y fuego su conquista
militar de casi todo el territorio hindú y obligó a los tejedores a pagar
impuestos astronómicos.
Después,
tuvo la gentileza de vestir a los sobrevivientes de la hecatombe. A mediados
del siglo diecinueve, cuando ya los telares de la India yacían ahogados en el
fondo del río Támesis, los hindúes eran los mejores clientes de la industria
textil de Manchester.
Para
entonces Dacca, que el legendario Clive de la India había comparado con Londres y Manchester,
estaba vacía. De cada cinco habitantes, cuatro se habían ido. Dacca era el
centro industrial de Bengala, y Bengala ya no producía tejidos, sino opio.
Clive, su conquistador, había muerto de sobredosis, pero los cultivos de
amapola gozaban de buena salud en medio de la ruina general.
Ahora
Dacca es la capital de Bangladesh, país pobre entre los pobres.
Taj
Mahal
A
mediados del siglo diecisiete, los talleres hindúes y chinos producían,
sumados, más de la mitad de todas las manufacturas del mundo.
En
aquellos tiempos, tiempos de esplendor, el emperador Shah Jahan alzó el Taj
Mahal, a orillas del río Yamuna, para que su mujer, la preferida entre todas
sus mujeres, tuviera casa en la muerte.
El
viudo decía que ella y su casa se parecían, porque el templo cambiaba, como
ella cambiaba, según la hora del día o de la noche.
Dicen
que el Taj Mahal fue diseñado por Ustad Ahmad, persa, arquitecto, astrólogo,
también llamado por muchos otros nombres.
Dicen
que fue construido por veinte mil obreros, a lo largo de veinte años.
Dicen
que fue hecho de mármol blanco, arena roja, jade y turquesa que mil elefantes
acarrearon desde las lejanías.
Dicen.
Pero quienes lo ven, leve hermosura, blancura flotante, se preguntan si el Taj
Mahal no habrá sido hecho de aire.
A fines
del año 2000, el mago más famoso de la
India lo hizo desaparecer, durante dos minutos, ante una
multitud boquiabierta.
Él
dijo que fue arte de su magia:
—Lo desvanecí—dijo.
¿Lo
desvaneció, o al aire lo devolvió?
Música
para las horas de la vida
Como
el Taj Mahal, las ragas cambian. No suenan en cualquier momento. Dependen de
cuándo, y para quién.
Desde
hace más de dos mil años, las ragas de la India ofrecen música al nacimiento del día y a
cada paso del día hacia la noche, y suenan según la estación del tiempo o del
alma.
Sobre
una nota, que se repite, descansan las melodías que suben y bajan libremente,
cambiando siempre, como cambian los colores del mundo y los paisajes del ánimo.
No hay
dos ragas iguales.
Nacen
y mueren y renacen cada vez que suenan.
A las
ragas no les gusta que las escriban. Han fracasado los expertos que han intentado
definirlas, codificarlas, clasificarlas.
Ellas
son misteriosas, como el silencio de donde vienen.
Hokusai
Hokusai,
el más famoso artista de toda la historia del Japón, decía que su país era
tierra flotante. Con lacónica elegancia, él supo verla y ofrecerla.
Había
nacido llamándose Kawamura Tokitaro y murió llamándose Fujiwara litsu. En el
camino, cambió de nombre y apellido treinta veces, por sus treinta
renacimientos en el arte o en la vida, y noventa y tres veces se mudó de casa.
Nunca
salió de pobre, aunque trabajando desde el amanecer hasta la noche creó nada
menos que treinta mil pinturas y grabados.
Sobre
su obra, escribió:
De todo lo que dibujé antes de mis
setenta años, no hay nada que valga la pena. A la edad de setenta y dos,
finalmente he aprendido algo sobre la verdadera calidad de los pájaros,
animales, insectos y peces, y sobre la vital naturaleza de las hierbas y los
árboles. Cuando tenga cien años, seré maravilloso.
De los
noventa no pasó.
Fundación
del Japón moderno
A
mediados del siglo diecinueve, amenazado por los buques de guerra que apuntaban
contra sus costas, el Japón aceptó tratados inaceptables.
Contra
esas humillaciones, impuestas por las potencias occidentales, nació el Japón
moderno.
Un
nuevo emperador inauguró la era Meiji, y el estado japonés, encarnado en su
sagrada figura,
creó y
protegió fábricas, de propiedad pública, que desarrollaron sesenta sectores de
la actividad industrial,
contrató
técnicos europeos que adiestraron a los técnicos japoneses y los pusieron al
día,
fundó
una red pública de trenes y telégrafos,
nacionalizó
la tierra de los señores feudales,
organizó
un ejército nuevo, que derrotó a los samuráis y los obligó a mudar de oficio,
impuso
la enseñanza pública gratuita y obligatoria
y
multiplicó los astilleros y los bancos.
Fukuzama
Yukichi, que fundó la universidad más importante de la era Meiji, resumió así
ese programa de gobierno:
—Ningún país debería tener miedo de defender
su libertad contra toda interferencia, aunque el mundo entero sea hostil.
Y así
Japón pudo anular los tratados maltratantes que le habían sido impuestos, y el
país humillado se convirtió en potencia humillante. Bien lo supieron, más
temprano que tarde, China, Corea y otros vecinos.
¿Libertad
de comercio? No, gracias
Cuando
la era Meiji estaba dando sus primeros pasos, Ulises Grant, presidente de los
Estados Unidos, visitó al emperador del Japón.
Grant
le aconsejó que no cayera en la trampa de la banca británica, porque no es por
pura generosidad que a ciertas naciones les gusta mucho prestar dinero, y lo
felicitó por su política proteccionista.
Antes
de las elecciones que lo hicieron presidente, Grant había sido el general
triunfante en la guerra que el norte industrial ganó contra el sur de las
grandes plantaciones, y bien sabía él que las tarifas aduaneras habían sido una
razón de guerra tan importante como la esclavitud. El sur había demorado cuatro
años y seiscientos mil muertos en enterarse de que los Estados Unidos habían
roto sus lazos de servidumbre colonial ante Inglaterra.
Ya
siendo presidente, Grant había respondido así a las continuas presiones
británicas:
—Dentro
de doscientos años, cuando hayamos obtenido del proteccionismo todo lo que nos
puede ofrecer, también nosotros adoptaremos la libertad de comercio.
Así
pues, en el año 2075, la nación más proteccionista del mundo adoptará la
libertad de comercio.
La
letra con sangre entra
Mientras Estados Unidos y Japón llevaban
adelante sus independencias, otro país, Paraguay, fue aniquilado por hacer eso
mismo.
Paraguay
era el único país latinoamericano que se negaba a comprar salvavidas de plomo a
los mercaderes y banqueros ingleses. Sus tres vecinos, Argentina, Brasil y
Uruguay, tuvieron que dictarle, a sangre y fuego, un curso sobre los usos de las naciones civilizadas,
como explicó el diario inglés «Standard», que se publicaba en Buenos Aires.
Todos
acabaron mal.
Los
alumnos, exterminados.
Los
profesores, fundidos.
Se
había anunciado que en tres meses Paraguay recibiría su merecida lección, pero
las clases duraron cinco años.
La banca
británica financió esa misión pedagógica, y la cobró muy cara. Los países
vencedores terminaron debiendo el doble de lo que debían cinco años antes, y el
país vencido, que no debía un centavo a nadie, fue obligado a inaugurar su
deuda externa: Paraguay recibió un préstamo de un millón de libras esterlinas.
El préstamo estaba destinado al pago de indemnización a los países vencedores.
El país asesinado pagaba a los países asesinos, por lo mucho que les había
costado asesinarlo.
De
Paraguay desaparecieron las tarifas aduaneras que protegían a la industria
nacional;
desaparecieron
las empresas del estado, las tierras públicas, los hornos siderúrgicos, el
ferrocarril que había sido uno de los primeros de América del Sur;
desapareció
el archivo nacional, quemado con todos sus tres siglos de historia;
y
desaparecieron los hombres.
El
presidente argentino, Domingo Faustino Sarmiento, educado educador, comprobó en
1870:
—Se acabó la guerra. Ya no queda ningún
paraguayo mayor de diez años.
Y celebró:
—Era preciso purgar la tierra de toda esa
excrecencia humana.
Prendas
típicas
América
del Sur era el mercado que siempre decía sí.
Aquí
se daba la bienvenida a todo lo que de Inglaterra venía.
Brasil
compraba patines para hielo. Bolivia, sombreros de copa y sombreros hongo que
ahora son prendas típicas de sus mujeres indígenas.
Y la prenda típica de los jinetes pastores de
Argentina y de Uruguay, infaltable en las Fiestas de la Tradición , había sido
fabricada por la industria textil británica para el ejército turco. Cuando la
guerra de Crimea concluyó, los mercaderes ingleses derivaron al río de la Plata sus miles y miles de
bombachudos sobrantes, que se convirtieron en la bombacha gaucha.
Una
década después, Inglaterra vistió con esos uniformes turcos a las tropas brasileñas,
argentinas y uruguayas que le hicieron el mandado de exterminar a Paraguay.
Aquí
fue Paraguay
El
imperio del Brasil estaba habitado por un millón y medio de esclavos y un
puñado de duques, marqueses, condes, vizcondes y barones.
Para
culminar la liberación del Paraguay, este imperio esclavista puso al mando de
las tropas al conde d' Eu, nieto del rey de Francia y marido de la heredera del
trono.
En los
retratos, mentón en fuga, nariz alzada, pecho sembrado de medallas, el llamado
Mariscal de la Victoria
no conseguía disimular el asco que le daba este desagradable asunto de la
guerra.
Él
supo ubicarse siempre a prudente distancia de los campos de batalla, donde sus
heroicos soldados enfrentaban a feroces niños paraguayos provistos de barbas de
utilería y armados de palos. Y desde lejos cumplió su hazaña final: cuando el
pueblo de Piribebuy se negó a rendirse, ordenó tapiar las ventanas y las
puertas del hospital, lleno de heridos, y lo mandó incendiar con todos adentro.
Estuvo
en la guerra poco más de un año, pero al regreso confesó:
—La guerra del Paraguay creó en mí una
repugnancia invencible por cualquier trabajo prolongado.
Fundación
del lenguaje
Del
Paraguay exterminado, sobrevivió lo primero: entre tanta muerte, sobrevivió el
nacimiento.
Sobrevivió
la lengua original, la lengua guaraní, y con ella la certeza de que la palabra
es sagrada.
La más
antigua de las tradiciones cuenta que en esta tierra cantó la cigarra colorada
y cantó el saltamontes verde y cantó la perdiz y entonces cantó el cedro: desde
el alma del cedro resonó el canto que en lengua guaraní llamó a los primeros
paraguayos.
Ellos
no existían.
Nacieron
de la palabra que los nombró.
Fundación
de la libertad de presión
El
opio estaba prohibido en China.
Los
mercaderes británicos metían de contrabando el opio que traían desde la India. Gracias a
sus esfuerzos, iba creciendo la cantidad de chinos enganchados a esa droga,
madre de la heroína y de la morfina, que les mentía felicidad y les rompía la
vida.
Los
contrabandistas estaban hartos de las molestias que les causaban las
autoridades chinas. El desarrollo del mercado exigía libertad de comercio y la
libertad de comercio exigía la guerra.
El
bondadoso William Jardine era el narcotraficante más poderoso y dirigía la Sociedad Médica
Misionera, que en China brindaba tratamiento a las víctimas del opio que él
vendía.
Jardine
se ocupó de comprar, en Londres, a algunos influyentes escritores y
periodistas, para crear un ambiente propicio a la guerra. El best-seller Samuel Warren y otros
profesionales de la comunicación pusieron por los cielos a los adalides de la
libertad. La libertad de expresión al servicio de la libertad de comercio: una
lluvia de folletos y de artículos se descerrajó sobre la opinión pública
británica, exaltando el sacrificio de los honestos ciudadanos que estaban
desafiando el despotismo chino y arriesgaban la cárcel, la tortura y la muerte
en aquel reino de la crueldad.
Creado
el clima, se desató la tormenta. La guerra del opio se prolongó, con unos años
de interrupción, desde 1839 hasta 1860.
Señora
de los mares, reina del narcotráfico
La
venta de gente había sido el más jugoso negocio del Imperio Británico; pero ya
se sabe que la felicidad no dura. Al cabo de tres siglos de prosperidad, la Corona tuvo que retirarse
del tráfico de esclavos, y la venta de drogas pasó a ser la más lucrativa
fuente de la gloria imperial.
La
reina Victoria no tuvo más remedio que voltear las puertas cerradas de China.
En los buques de la Royal
Navy , los misioneros de Cristo acompañaban a los guerreros de
la libertad de comercio. Tras ellos, venían los barcos que antes habían
transportado negros y ahora llevaban veneno.
En la
primera etapa de la guerra del opio, el imperio británico se apoderó de la isla
de Hong Kong. El flamante gobernador, sir John Bowring, declaró:
—El comercio libre es Jesucristo y Jesucristo
es el comercio libre.
Aquí
fue China
Fuera
de fronteras, los chinos comerciaban poco y no tenían la costumbre de la
guerra.
Ellos
despreciaban a los mercaderes y a los guerreros, y llamaban bárbaros a los
ingleses y a los pocos europeos que conocían.
Así
que estaba cantado. China debía caer vencida ante la marina de guerra más
mortífera del mundo y ante esos obuses, que de un solo disparo podían perforar
doce enemigos en fila.
En
1860, después de arrasar muchos puertos y ciudades, los británicos entraron en
Pekín, acompañados por los franceses, se lanzaron a saquear el Palacio de
Verano y ofrecieron algunos restos del botín a sus soldados coloniales
reclutados en la India
y en Senegal.
El
Palacio, centro de poder de la dinastía manchú, era en realidad muchos
palacios, más de doscientas residencias y pagodas entre lagos y jardines muy
parecidos al paraíso. Los vencedores robaron todo, todito, muebles y
cortinados, esculturas de jade, vestidos de seda, collares de perlas, relojes
de oro, prendedores de diamantes... Lo único que se salvó fue la biblioteca, y
un telescopio y un fusil que el rey inglés había obsequiado a China sesenta
años antes.
Entonces,
quemaron los edificios vaciados. Las llamas enrojecieron la tierra y el cielo
durante muchos días y noches, y fue no más que ceniza todo eso que tanto había
sido.
Botincito
Lord
Elgin, que ordenó la quemazón del palacio imperial, llegó a Pekín en brazos de
ocho portadores, vestidos con libreas de color escarlata, y escoltado por
cuatrocientos jinetes. Este lord Elgin, hijo del lord Elgin que había vendido
al British Museum las esculturas del Partenón, donó al British Museum toda la
biblioteca del palacio, que para eso había sido salvada del saqueo y del
incendio. Y al poco tiempo otro palacio, el Buckingham Palace, ofreció a la
reina Victoria el cetro de oro y jade del rey vencido y el primer perrito
pekinés que viajó a Europa. El perrito también era parte del botín. Lo habían
bautizado Lootie, Botincito.
China
fue obligada a pagar una inmensa indemnización a sus verdugos, por lo costosa
que había resultado su incorporación a la comunidad de las naciones
civilizadas, y al poco tiempo se convirtió en el principal mercado del opio y
en el mayor comprador de telas inglesas de Lancashire.
A
principios del siglo diecinueve, los talleres chinos producían un tercio de
toda la industria mundial. A fines del siglo diecinueve, producían el seis por
ciento.
Por
entonces, China fue invadida por Japón. No resultó difícil. Era una nación
dopada y humillada y arruinada.
Desastres
naturales
Un
desierto vacío de pasos y de voces, no más que polvo batido por el viento.
Muchos
chinos se ahorcan, antes de matar por hambre o antes de que el hambre los mate.
Los
mercaderes británicos triunfantes en la guerra del opio fundan en Londres el
Fondo de Socorro para el Hambre en China.
Esta
institución de caridad promete evangelizar al país pagano por la vía digestiva:
desde el Cielo lloverán los alimentos, enviados por Jesús.
En
1879, al cabo de tres inviernos sin lluvias, los chinos son quince millones
menos.
Otros
desastres naturales
En
1879, al cabo de tres inviernos sin lluvias, los hindúes son nueve millones
menos.
La
naturaleza tiene la culpa:
—Son desastres naturales —dicen los que
saben.
Pero
en la India , en
estos años atroces, más castiga el mercado que la sequía.
Por
ley del mercado, la libertad oprime. La libertad de comercio, que obliga a
vender, prohíbe comer.
El
gobierno británico se limita a ayudar a morir a unos cuantos moribundos, en sus
campos de trabajo llamados Campos de Socorro, y a exigir los impuestos que los
campesinos no pueden pagar. Los campesinos pierden sus tierras, que se venden
por nada; y por nada se venden los brazos que las trabajan, mientras la escasez
envía a las nubes el precio de los granos que los empresarios acaparan.
Los
exportadores venden más que nunca. Montañas de trigo y de arroz se vuelcan en
los muelles de Londres y Liverpool. La
India , colonia hambrienta, no come pero da de comer. Los
británicos comen el hambre de los hindúes.
Se
cotiza bien en el mercado esta mercancía llamada hambre, que amplía las
oportunidades de inversión, reduce los costos de producción y eleva los precios
de los productos.
Glorias
naturales
La
reina Victoria era la más entusiasta admiradora, y la única lectora, de los
versos de lord Lytton, su virrey en la India.
Movido
por la gratitud literaria o por el fervor patrio, el poeta virrey ofreció un
gigantesco banquete en su honor. Cuando Victoria se proclamó emperatriz, lord
Lytton recibió en su palacio de Delhi a setenta mil invitados, durante siete
días y siete noches.
Según
alardeó el diario «The Times», ésta fue la más
cara y colosal comida de toda la
historia universal.
En
plena sequía, mientras el sol freía los campos y la noche los congelaba, el
virrey leyó en el banquete el alentador mensaje de la emperatriz Victoria, que
auguraba a sus súbditos hindúes felicidad,
prosperidad y bienestar.
El
periodista inglés William Digby, que andaba por allí, calculó que unos cien mil
hindúes habían muerto de hambre durante los siete días y las siete noches de la
gran comilona.
Pisos
de arriba y pisos de abajo
En
lenta y complicada ceremonia, vaivén de discursos, entrega de emblemas,
intercambio de ofrendas, los príncipes hindúes se convertían en caballeros
ingleses y juraban obediencia a la reina Victoria. Príncipes vasallos: el
trueque de regalos era, según un embajador de Su Majestad, un canje de sobornos por tributos.
Los
numerosos príncipes moraban en la cumbre. El poder colonial reproducía, en
versión perfeccionada, la pirámide del sistema de castas.
El
imperio no necesitaba dividir para reinar. Las fronteras sociales, raciales y
culturales venían regaladas por la historia y sacralizadas por la herencia.
Desde
1872, los censos británicos clasificaron a la población de la India de acuerdo con las
castas. El orden extranjero no sólo confirmó, así, la legitimidad de esta
tradición nacional, sino que además la usó para organizar una sociedad aún más
estratificada y más rígida. Ningún policía podía imaginar nada mejor para
controlar la función y el destino de cada persona. El imperio codificó esas
jerarquías y esas servidumbres, y prohibió que nadie se moviera de su sitio.
Manos
callosas
Los
príncipes, al servicio de la corona británica, vivían angustiados por la
escasez de tigres en la selva y las crisis de celos que perturbaban el harén.
En
pleno siglo veinte, se consolaban como podían:
el
marajá de Bharatpur compró todos los Rolls-Royce disponibles en Londres y los
destinó a la recolección de la basura en sus dominios;
el de
Junagadh tenía muchos perros con habitación propia, teléfono y sirviente;
el de
Alwar incendió el hipódromo cuando su pony perdió una carrera;
el de
Kapurthala construyó una copia exacta del palacio de Versalles;
el de
Mysore construyó una copia exacta del palacio de Windsor;
el de
Gwalior compró un trencito de oro y plata que recorría el comedor del palacio
llevando sal y especias a sus invitados;
los
cañones del marajá de Baroda eran de oro macizo
y el
de Hyderabad usaba de pisapapeles un diamante de ciento ochenta y cuatro
quilates.
Florence
Florence
Nightingale, la enfermera más famosa del mundo, dedicó a la India la mayor parte de sus
noventa años de vida, aunque nunca pudo viajar a ese país que amó.
Florence
era una enfermera enferma. Había contraído una enfermedad incurable en la
guerra de Crimea. Pero desde su dormitorio de Londres escribió una infinidad de
artículos y cartas que quisieron revelar la realidad hindú ante la opinión
pública británica.
* Sobre la indiferencia imperial ante las
hambrunas: Cinco veces más muertos que en la guerra franco-prusiana. Nadie se
entera. No decimos nada de la hambruna en Orissa, cuando un tercio de su
población fue deliberadamente autorizada a blanquear los campos con sus huesos.
* Sobre la propiedad rural: El tambor paga
por ser golpeado. El campesino pobre paga por todo lo que hace, y por todo lo
que el terrateniente no hace y hace que el campesino pobre haga en su lugar.
* Sobre la justicia inglesa en la India : Nos dicen que el
campesino pobre tiene la justicia inglesa para defenderse. No es así. Ningún hombre
tiene lo que no puede usar.
* Sobre la paciencia de los pobres: Las
revueltas agrarias pueden convertirse en algo normal en toda la india. No
tenemos ninguna seguridad de que todos esos millones de hindúes silenciosos y
pacientes seguirán por siempre viviendo en el silencio y la paciencia. Los
mudos hablarán y los sordos escucharán.
El
viaje de Darwin
El
joven Charles Darwin no sabía qué hacer con su vida. El padre lo estimulaba:
—Serás una desgracia para ti y para tu
familia.
A
fines de 1831, se fue.
Regresó
a Londres después de cinco años de navegaciones por el sur de América, las
islas Galápagos y otros parajes. Trajo tres tortugas gigantes, una de las
cuales murió en el año 2007, en un zoológico de Australia.
Volvió
cambiado. Hasta el padre se dio cuenta:
—¡Tu cráneo tiene otra forma!
No
sólo traía tortugas. También traía preguntas. Tenía la cabeza llena de
preguntas.
Las
preguntas de Darwin
¿Por
qué el mamut estaba cubierto de espeso pelaje? ¿No habrá sido el mamut un
elefante que se abrigó cuando empezaba la era del hielo?
¿Por
qué es tan largo el pescuezo de la jirafa? ¿No será porque a lo largo del
tiempo se ha ido estirando para alcanzar los frutos más altos en las copas de
los árboles?
Los
conejos que corren en la nieve, ¿fueron siempre blancos o se fueron blanqueando
para engañar a los zorros?
¿Por
qué el pájaro pinzón tiene picos diferentes, según el lugar donde vive? ¿No
será que esos picos se fueron adaptando al ambiente, a lo largo del proceso
evolutivo, para cascar frutos, atrapar larvas o succionar néctar?
El
larguísimo pistilo de esa orquídea, ¿no indica que andan volando, en las
cercanías, mariposas cuya larguísima lengua mide tanto como ese pistilo que las
espera?
Quizá
fueron mil y una preguntas como éstas las que se fueron convirtiendo, al paso
de los años y de las dudas y de las contradicciones, en las páginas del
explosivo libro sobre el origen de las especies y la evolución de la vida en el
mundo.
Blasfema
idea, insoportable lección de humildad: Darwin reveló que Dios no inventó el
mundo en una semana, ni nos modeló a su imagen y semejanza.
La
pésima noticia no fue bien recibida. ¿Quién se creía que era este señor, para
corregir la Biblia ?
El
obispo de Oxford preguntaba a los lectores de Darwin:
—¿Usted desciende del mono por su abuelo o por
su abuela?
Te
muestro el mundo
Darwin
solía citar los apuntes de viaje de James Colman.
Nadie
describió mejor que él la fauna del océano índico,
el
cielo del Vesubio en llamas,
el
fulgor de las noches de Arabia,
el
color del calor de Zanzíbar,
el
aire de Ceilán, que es de canela,
las
sombras del invierno de Edimburgo
y la
grisura de las cárceles rusas.
Precedido
por su blanco bastón, Colman dio la vuelta al mundo, de punta a punta.
Este
viajero, que tanto nos ayudó a ver, era ciego.
—Yo veo con los pies —decía.
Humanitos
Darwin
nos informó que somos primos de los monos, no de los ángeles. Después supimos
que veníamos de la selva africana y que ninguna cigüeña nos había traído desde
París. Y no hace mucho nos enteramos de que nuestros genes son casi igualitos a
los genes de los ratones.
Ya no
sabemos si somos obras maestras de Dios o chistes malos del Diablo. Nosotros,
los humanitos:
los
exterminadores de todo,
los
cazadores del prójimo,
los
creadores de la bomba atómica, la bomba de hidrógeno y la bomba de neutrones,
que es la más saludable de todas porque liquida a las personas pero deja
intactas las cosas,
los
únicos animales que inventan máquinas,
los
únicos que viven al servicio de las máquinas que inventan,
los
únicos que devoran su casa,
los
únicos que envenenan el agua que les da de beber y la tierra que les da de
comer,
los
únicos capaces de alquilarse o venderse y de alquilar o vender a sus
semejantes,
los
únicos que matan por placer,
los
únicos que torturan,
los
únicos que violan.
Y también
los
únicos que ríen,
los
únicos que sueñan despiertos,
los
que hacen seda de la baba del gusano,
los
que convierten la basura en hermosura,
los que descubren colores que el arcoiris no
conoce, los que dan nuevas músicas a las voces del mundo y crean palabras, para
que no sean mudas la realidad ni su memoria.
La
locura de la libertad
Ocurrió
en Washington, en 1840.
Un
censo oficial midió la demencia de los negros en los Estados Unidos.
Según
el censo, había nueve veces más locos entre los negros libres que entre los
negros esclavos.
El
norte era un vasto manicomio; y cuanto más al norte, peor. Desde el norte hacia
el sur, en cambio, se iba pasando de la chifladura a la cordura. Entre los
esclavos que trabajaban en las prósperas plantaciones de algodón, tabaco y
arroz, la locura era poca o ninguna.
El
censo confirmaba las certezas de los amos. La esclavitud, buena medicina,
desarrollaba el equilibrio moral y la sensatez. La libertad, en cambio,
generaba chiflados.
En
veinticinco ciudades del norte no se había encontrado ni un solo negro cuerdo,
y en treinta y nueve ciudades del estado de Ohio y veinte ciudades de Nueva
York los negros locos sumaban más que todos los negros.
El
censo no parecía muy digno de fe, pero siguió siendo verdad oficial durante un
cuarto de siglo, hasta que Abraham Lincoln emancipó a los esclavos, ganó la
guerra y perdió la vida.
El
huracán del oro
Ocurrió
en Washington, en 1880.
Desde
hacía años, John Sutter deambulaba, arrastrando los pies, por los alrededores
del Capitolio y de la Casa
Blanca , con su remendado uniforme de coronel y su bolsa
repleta de documentos. Cuando por milagro encontraba quien lo escuchara,
desenvainaba sus títulos de propiedad sobre la ciudad de San Francisco y sus
vastos suburbios, y contaba la historia del millonario que fue desnudado por el
huracán del oro.
Él
había fundado su imperio en el valle de Sacramento y había comprado numerosos
vasallos indios y un título de coronel y un piano Pleyel, cuando el oro brotó
como trigo y sus tierras y sus casas fueron invadidas y fueron comidas sus
vacas y sus ovejas y arrasados sus plantíos.
Perdió
todo, y desde entonces pasó la vida pleiteando. Cuando un juez le dio la razón,
un gentío incendió el Palacio de Justicia.
Se
mudó a Washington.
Allí,
vivió esperando, y esperando murió.
Ahora,
una calle de la ciudad de San Francisco se llama Sutter.
Tarde
llegó el consuelo.
Whitman
Ocurrió
en Boston, en 1882.
Unos
años antes, Walt Whitman, el autor, había perdido su empleo cuando apareció la
primera edición.
Su
exaltación de los goces de la noche resultaba insoportable para la moral
pública.
Y eso
a pesar de que Whitman se las arregló bastante bien para ocultar lo más
prohibido. En algún tramo de «Hojas de hierba» alcanzó a insinuarlo, pero en
los demás poemas, y hasta en sus diarios íntimos, se tomó el trabajo de
corregir his por her, escribiendo ella
donde había escrito él.
El
gran poeta, el que cantó a la desnudez resplandeciente, no tuvo más remedio que
disfrazarse para sobrevivir. Inventó seis hijos que nunca tuvo, mintió
aventuras con mujeres que jamás existieron y se retrató a sí mismo como el
barbudo pisafuerte que encarnaba la virilidad de América abriendo muchachas
intactas y praderas vírgenes.
Emily
Ocurrió
en Amherst, en 1886.
Cuando
Emily Dickinson murió, la familia descubrió mil ochocientos poemas guardados en
su dormitorio.
En
puntas de pie había vivido, y en puntas de pie escribió. No publicó más que
once poemas en toda su vida, casi todos anónimos o firmados con otro nombre.
De sus
antepasados puritanos heredó el aburrimiento, marca de distinción de su raza y
de su clase: prohibido tocarse, prohibido decirse.
Los
caballeros hacían política y negocios y las damas perpetuaban la especie y
vivían enfermas.
Emily
habitó la soledad y el silencio. Encerrada en su dormitorio, inventaba poemas
que violaban las leyes, las leyes de la gramática y las leyes de su propio
encierro, y allí escribía una carta por día a su cuñada, Susan, y se la enviaba
por correo, aunque ella vivía en la casa de al lado.
Esos
poemas y esas cartas fundaron su santuario secreto, donde quisieron ser libres
sus dolores escondidos y sus prohibidos deseos.
La
tarántula universal
Ocurrió
en Chicago, en 1886.
El
primero de mayo, cuando la huelga obrera paralizó Chicago y otras ciudades, el
diario «Philadelphia Tribune» diagnosticó: El
elemento laboral ha sido picado por una especie de tarántula universal, y se ha
vuelto loco de remate.
Locos
de remate estaban los obreros que luchaban por la jornada de trabajo de ocho
horas y por el derecho a la organización sindical.
Al año
siguiente, cuatro dirigentes obreros, acusados de asesinato, fueron
sentenciados sin pruebas en un juicio mamarracho. Georg Engel, Adolf Fischer,
Albert Parsons y Auguste Spies marcharon a la horca. El quinto condenado, Louis
Linng, se había volado la cabeza en su celda.
Cada
primero de mayo, el mundo entero los recuerda.
Con el
paso del tiempo, las convenciones internacionales, las constituciones y las
leyes les han dado la razón.
Sin
embargo, las empresas más exitosas siguen sin enterarse. Prohíben los
sindicatos obreros y miden la jornada de trabajo con aquellos relojes
derretidos que pintó Salvador Dalí.
Señor
Corporación
Ocurrió
en Washington, en 1886.
Los
empresas gigantes conquistaron los mismos derechos legales que los ciudadanos
vulgares y silvestres.
A
principios del siglo veintiuno, así sigue siendo.
No me
pisen las flores
En
1871, una revolución dejó a París, por segunda vez, en manos de los comuneros.
Charles
Baudelaire comparó a la policía con el dios Júpiter, y advirtió que el culto de
la belleza desaparece cuando no hay aristocracia.
Théophile
Gautier dio testimonio:
—Las bestias malolientes, con sus aullidos
salvajes, nos invaden.
El
efímero gobierno de la Comuna
quemó la guillotina, ocupó los cuarteles, separó la Iglesia del Estado,
entregó a los obreros las fábricas cerradas por los patrones, prohibió el
trabajo nocturno y estableció la enseñanza laica, gratuita y obligatoria.
—La enseñanza laica, gratuita y obligatoria
no hará más que aumentar el número de los imbéciles —profetizó Gustave Flaubert.
Poco
duró la Comuna. Dos
meses y algo. Las tropas que habían huido a Versalles volvieron al ataque y,
tras varios días de combate, arrasaron las barricadas obreras y fusilando
celebraron la victoria. Durante una semana fusilaron noche y día, ráfagas de
ametralladoras que mataban de a veinte en veinte. Entonces Flaubert aconsejó no
tener compasión con los perros rabiosos y como primer remedio recomendó acabar con el sufragio universal, que es una
vergüenza del espíritu humano.
También
Anatole France celebró la carnicería:
—Los comuneros son un comité de asesinos, una
partida de bribones. Por fin el gobierno del crimen y de la demencia se está
pudriendo ante los pelotones de fusilamiento.
Emile
Zola anunció:
—El pueblo de París calmará sus fiebres y crecerá
en sabiduría y esplendor.
Los
vencedores erigieron la
Basílica del Sacré-Coeur, en la colina de Montmartre, para
agradecer a Dios la victoria concedida.
Mucho
atrae a los turistas esa gran torta de crema.
Comuneras
Todo
el poder a los barrios. Cada barrio era una asamblea.
Y en
todas partes, ellas: obreras, costureras, panaderas, cocineras, floristas,
niñeras, limpiadoras, planchadoras, cantineras. El enemigo llamaba petroleuses, incendiarias, a estas
fogosas que exigían los derechos negados por la sociedad que tantos deberes les
exigía.
El
sufragio femenino era uno de esos derechos. En la revolución anterior, la de
1848, el gobierno de la Comuna
lo había rechazado por ochocientos noventa y nueve votos en contra y uno a
favor. (Unanimidad menos uno).
Esta
segunda Comuna seguía sorda a las demandas de las mujeres, pero mientras duró,
lo poco que duró, ellas opinaron en todos los debates y alzaron barricadas y
curaron heridos y dieron de comer a los soldados y empuñaron las armas de los
caídos y peleando cayeron, con el pañuelo rojo al cuello, que era el uniforme
de sus batallones.
Después,
en la derrota, cuando llegó la hora de la venganza del poder ofendido, más de
mil mujeres fueron procesadas por los tribunales militares.
Una de
las condenadas a deportación fue Louise Michel. Esta institutriz anarquista
había ingresado a la lucha con una vieja carabina y en combate había ganado un
fusil Remington, nuevito. En la confusión final, se salvó de morir; pero la
mandaron muy lejos. Fue a parar a la isla de Nueva Caledonia.
Louise
—Quiero saber lo que saben —explicó ella.
Sus
compañeros de destierro le advirtieron que esos salvajes no sabían nada más que
comer carne humana:
—No saldrás viva.
Pero
Louise Michel aprendió la lengua de los nativos de Nueva Caledonia y se metió
en la selva y salió viva.
Ellos
le contaron sus tristezas y le preguntaron por qué la habían mandado allí:
—¿Mataste a tu marido?
Y ella
les contó todo lo de la Comuna :
—Ah —le dijeron—. Eres una vencida. Como nosotros.
Víctor
Hugo
Él fue
su época. Él fue su nación.
Fue
monárquico y fue republicano.
Encarnó
los ideales de la revolución francesa y por arte de su pluma supo convertirse
en el miserable que roba por hambre y en el jorobado de Notre Dame, pero
también creyó en la misión redentora de las armas francesas en el mundo.
En
1871, condenó, en soledad, la represión contra los comuneros.
Antes
había aplaudido, muy acompañado, las conquistas coloniales:
—Es la civilización que marcha sobre la
barbarie. Es un pueblo iluminado que va a encontrar un pueblo en la oscuridad.
Nosotros somos los griegos del mundo, nos toca iluminar el mundo.
Lección
de cultura colonial
En
1856, el gobierno francés contrató a Robert Houdin, mago maestro de magos, para
iluminar Argelia.
Había
que dar una lección a los brujos argelinos. Estos engañeros, que tragaban
vidrio y curaban heridas con sólo tocarlas, andaban sembrando semillas de
rebelión contra el poder colonial.
Houdin
exhibió sus prodigios. Los jeques principales y los brujos locales más
populares fueron apabullados por esos poderes sobrenaturales.
En el
momento cumbre de la ceremonia, el enviado de Europa depositó un pequeño cofre
en el suelo y pidió al forzudo más forzudo de Argelia que lo levantara. El
musculoso no pudo. Probó una vez, y otra, y otra, y no hubo caso. Y en el
último tirón cayó de culo al suelo, sacudido por violentos temblores, y huyó
despavorido.
Concluida
la humillación, Houdin quedó solo en la carpa. Recogió el cofre y se llevó su
poderoso electroimán, escondido bajo un tablón del suelo, y la manivela que
descargaba choques eléctricos.
Aquí
fue la India
Pierre
Loti, un escritor que vendía exotismos asiáticos al público francés, visitó la India en 1899.
Viajó
en tren.
En
cada estación, lo esperaban los coros del hambre.
Más
penetrante que el estrépito de la locomotora sonaba aquella letanía de niños, o
más bien esqueletos de niños, labios violetas, ojos desorbitados, acribillados
por las moscas, suplicando limosna. Dos o tres años antes, una niña o niño
costaba una rupia, pero ya ni regalados los quería nadie.
El
tren no sólo cargaba pasajeros. Detrás llevaba varios vagones repletos de arroz
y de mijo para exportación. Los guardias vigilaban, con el dedo en el gatillo.
Allí no se arrimaba nadie. Sólo las palomas, que picoteaban las bolsas y se
alejaban volando.
China
servida en la mesa de Europa
China
producía hambres, pestes y sequías de nunca acabar.
Los
llamados boxers, que empezaron siendo una sociedad secreta, querían restaurar
la rota dignidad nacional expulsando a los extranjeros y a las iglesias
cristianas.
—Si no
llueve —decían—, por algo será. Las
iglesias son capaces de embotellar el
cielo.
Al fin
del siglo, iniciaron desde el norte una rebelión que incendió los campos chinos
y llegó hasta Pekín.
Entonces,
ocho naciones, Gran Bretaña, Alemania, Francia, Italia, Austria, Rusia, Japón y
Estados Unidos, enviaron naves cargadas de soldados que restablecieron el orden
decapitando todo lo que tenía cabeza.
Y acto
seguido, recortaron a China como si fuera pizza
y se repartieron puertos, tierras y ciudades que la fantasmal dinastía china
otorgó en concesiones de hasta noventa y nueve años.
África
servida en la mesa de Europa
Siguiendo
los pasos de Inglaterra, un buen día Europa descubrió que la esclavitud era
ofensiva a los ojos de Dios.
Entonces
Europa emprendió, África adentro, la conquista colonial. Antes, los hombres de
las tierras frías no habían pasado más allá de los puertos donde compraban
negros, pero en esos años los exploradores se abrieron paso en las tierras
calientes, y tras ellos llegaron los guerreros, montados en los cañones, y tras
ellos los misioneros, armados de cruces, y tras ellos los mercaderes. Las
cataratas más prodigiosas y el lago más inmenso del África se llamaron
Victoria, en homenaje a una reina no muy africana, y los invasores bautizaron
ríos y montañas, creyéndose el cuento de que descubrían lo que veían. Y ya no
se llamaron esclavos los negros sometidos al trabajo esclavo.
En
1885, en Berlín, al cabo de un año de mucho pugilato, los conquistadores
pudieron ponerse de acuerdo en el reparto.
Tres
décadas después, Alemania perdió la primera guerra mundial y de paso perdió
también las colonias africanas que le habían tocado: británicos y franceses se
repartieron Togo y Camerún, la actual Tanzania pasó a manos británicas y
Bélgica se quedó con Ruanda y Burundi.
Para
entonces, ya hacía rato que Friedrich Hegel había explicado que África no tenía
historia y que sólo podía resultar interesante para el estudio de la barbarie
y el salvajismo, y otro pensador, Herbert Spencer, había sentenciado que la Civilización debía
borrar del mapa a las razas inferiores, porque
sea humano o bruto, todo obstáculo
debe ser eliminado.
Se
llamaron era de paz mundial las tres
décadas que desembocaron en la guerra de 1914. En esos dulces años, la cuarta
parte del planeta fue a parar al buche de media docena de naciones.
El
capitán de las tinieblas
En el
reparto del África, el rey Leopoldo de Bélgica recibió el Congo como propiedad
privada.
Fusilando
elefantes, el rey convirtió su colonia en la más pródiga fuente de marfil; y
azotando y mutilando negros, brindó caucho abundante y barato a las ruedas de
los automóviles que habían empezado a rodar por los caminos del mundo.
Él
nunca estuvo en el Congo, por los mosquitos. En cambio, el escritor Joseph
Conrad sí estuvo. Y en «El corazón de las tinieblas», su novela más famosa,
Kurtz fue el nombre literario del capitán Léon Rom, oficial distinguido de la
tropa colonial. Los nativos recibían sus órdenes en cuatro patas, y él los
llamaba bestias estúpidas. A la
entrada de su casa, entre las flores del jardín, se alzaban veinte picas que
completaban la decoración. Cada una sostenía la cabeza de un negro rebelde. Y a
la entrada de su oficina, entre las flores de su otro jardín, se alzaba una
horca que la brisa balanceaba.
En las
horas libres, cuando no cazaba negros ni elefantes, el capitán pintaba paisajes
al óleo, escribía poemas y coleccionaba mariposas.
Dos
reinas
Poco
antes de morir, la reina Victoria tuvo la alegría de incorporar otra perla a su
poblada corona. El reino ashanti, vasta mina de oro, pasó a ser colonia
británica.
Varias
guerras había costado, durante todo un siglo, esa conquista.
La
batalla final estalló cuando los ingleses exigieron que los ashantis les
entregaran el trono sagrado, donde residía el alma de la nación.
Los
ashantis eran tipos muy belicosos, que más valía perderlos que encontrarlos,
pero fue una mujer quien encabezó la batalla final. La reina madre, Yaa
Asantewaa, desalojó a los jefes guerreros:
—¿Dónde está la valentía? En ustedes
no está.
Fue
dura la pelea. Al cabo de tres meses, los cañones británicos impusieron sus
razones.
Victoria,
la reina triunfante, murió en Londres.
Yaa
Asantewaa, la reina vencida, murió lejos de su tierra.
Los
vencedores nunca encontraron el trono sagrado.
Años
después, el reino ashanti, llamado Ghana, fue la primera colonia del África
negra que conquistó la independencia.
Wilde
El
lord chambelán del reino británico era bastante más que un camarero. Entre
otras cosas, tenía a su cargo la censura del teatro. Con ayuda de sus expertos,
decidía qué obras debían ser cortadas o prohibidas para proteger al público
contra los riesgos de la inmoralidad.
En
1892, Sarah Bemhardt anunció que una nueva obra de Oscar Wilde, «Salomé», iba a
inaugurar su temporada en Londres. Dos semanas antes del estreno, la obra fue
prohibida.
Nadie
protestó, salvo el autor. Wilde recordó que él era un irlandés viviendo en una
nación de tartufos, pero los ingleses le festejaron el chiste. Este panzón
ingenioso, que llevaba una flor blanca en el ojal y en la lengua una navaja,
era el personaje más venerado en los teatros y en los salones de Londres.
Wilde
se burlaba de todos, y también de sí mismo:
—Yo puedo resistir todo, menos la tentación
—decía.
Y una
noche compartió su lecho con el hijo del marqués de Queensberry, fascinado por
su belleza lánguida, misteriosamente juvenil y a la vez crepuscular; y ésa fue
la primera noche de otras noches. El marqués se enteró, y le declaró la guerra.
Y la ganó.
Al
cabo de tres procesos humillantes, que ofrecieron cotidianos banquetes a la
prensa y desataron la indignación de los ciudadanos contra este corruptor de
costumbres, el jurado lo condenó, por haber cometido actos de grosera
indecencia con los jovencitos que tuvieron el placer de denunciarlo.
Dos años estuvo en la cárcel, trabajando a
pico y pala. Sus acreedores remataron todo lo que tenía. Cuando salió, sus
libros habían desaparecido de las librerías y sus obras de los escenarios.
Nadie lo aplaudía, nadie lo invitaba.
Vivía
solo y a solas bebía, pronunciando, para nadie, sus frases brillantes.
La
muerte fue amable. No demoró.
La
moral frigirrígida
El
doctor Watson no decía nada, pero Sherlock Holmes le respondía. Contestaba sus
silencios, mientras iba adivinando, uno tras otro, todos sus pensamientos.
Este
brillante festival de deducciones inició dos de las aventuras del detective
inglés. En las dos se repitió, palabra por palabra; y no fue por descuido del
autor.
El
relato original, «La caja de cartón», contaba la historia de un marinero que
mataba a su esposa y al amante. A la hora de reunir en libro los relatos
publicados en revistas, el autor, Arthur Conan Doyle, prefirió no herir la
sensibilidad de sus lectores ni disgustar a la reina.
La
época, good manners, exigía cortesía
y silencio. No había por qué nombrar el adulterio, porque el adulterio no
existía. Conan Doyle suprimió su pecaminoso relato, aplicando la autocensura,
pero salvó el monólogo del comienzo metiéndolo en otra historia de su famoso
detective.
Sin
embargo, Sherlock Holmes se inyectaba cocaína, en sus días aburridos, cuando
Londres no le ofrecía nada más que cadáveres mediocres y ningún enigma digno de
su superior inteligencia. Y Conan Doyle jamás sintió el menor reparo en incluir
esta costumbre en varias aventuras del detective más famoso del mundo.
Con
las drogas, no había problema. La moral victoriana no se metía en eso. La reina
no escupía donde comía. La época que llevaba su nombre prohibía pasiones pero
vendía consuelos.
El
papá de los Boy Scouts
Arthur
Conan Doyle recibió el título de sir,
y no fue por los méritos de Sherlock. El escritor ingresó a la nobleza por las
obras de propaganda que había escrito al servicio de la causa imperial.
Uno de
sus héroes era el coronel Baden-PoweII, el fundador de los Boy Scouts. Él lo
había conocido combatiendo contra los salvajes africanos:
—Siempre había algo de deportista en su aguda
apreciación de la guerra —decía sir Arthur.
Habilidoso
en el arte de rastrear huellas ajenas y borrar las propias, Baden-PoweII había
practicado exitosamente el deporte de la cacería de leones, jabalíes, venados,
zulúes, ashantis y ndebeles.
Contra
los ndebeles había librado una dura batalla en África del Sur.
Murieron
doscientos nueve negros y un inglés.
El
coronel se llevó de recuerdo el cuerno que el enemigo soplaba para dar la voz
de alarma. Y ese cuerno en espiral, del antílope kudu, fue incorporado a las
costumbres de los Boy Scouts, y pasó a ser símbolo de los muchachos que aman la
vida sana.
El
papá de la Cruz Roja
Gustave
Moynier, el primer presidente, encabezó durante más de cuarenta años el Comité
Internacional. Él explicaba que la
Cruz Roja , institución inspirada en la moral evangélica, era
bien recibida en los países civilizados, pero encontraba ingratitud en los
países colonizados.
—La compasión —escribió— es desconocida por esas tribus salvajes, que
practican el canibalismo. Tan extraña les resulta la compasión, que sus lenguas
no tienen ninguna palabra que exprese esa idea.
Churchill
Todopoderosa
era la influencia de los herederos de lord Marlborough, llamado Mambrú; y el
joven Winston Churchill consiguió meterse, gracias a su familia, en uno de los
batallones de lanceros que iban a pelear en Sudán.
Él fue
soldado y cronista de la batalla de Omdurman, en 1898, en las cercanías de
Jartum, a orillas del río Nilo.
La
corona británica estaba armando un corredor de colonias que atravesaba África
desde El Cairo, en el norte, hasta Ciudad del Cabo, en el extremo sur. La
conquista de Sudán era fundamental para ese proyecto de expansión imperial, que
Londres explicaba diciendo:
—Estamos civilizando el África a través del comercio,
en vez de confesar:
—Estamos comercializando el África a través
de la Civilización.
A
sangre y fuego se abría paso esta misión redentora. Como los raquíticos
cerebros africanos no podían comprenderla, nadie se tomaba el trabajo de
preguntarles qué opinaban.
En los
bombardeos de la ciudad de Omdurman, reconoció Churchill, murió un gran número de
infortunados no combatientes, víctimas de eso que un siglo después pasó a
llamarse daños colaterales. Pero, por fin, las armas imperiales lograron, según
sus palabras, el más elocuente triunfo
jamás alcanzado por las armas de la
Ciencia contra las armas de la barbarie, la derrota del más
poderoso y mejor armado ejército salvaje jamás alzado contra un moderno poder
europeo.
Según
los datos oficiales de los vencedores, éste fue el resultado de la batalla de
Omdurman:
en las
tropas civilizadas, un dos por ciento de bajas;
en las
tropas salvajes, un noventa por ciento de bajas.
El
Coloso de Rhodes
Tenía
un humilde proyecto de vida:
—Si pudiera, conquistaría otros planetas.
Su
energía venía de la cuna:
—Somos la primera raza del mundo. Cuanto más
mundo habitemos, mejor será para la raza humana.
Cecil
Rhodes, el hombre más rico del África, rey de los diamantes y dueño del único
ferrocarril que tenía acceso a las minas de oro, hablaba claro:
—Debemos apoderarnos de nuevos territorios
—explicaba—. Allí enviaremos nuestro
exceso de población y allí encontraremos nuevos mercados para los productos de
nuestras fábricas y de nuestras minas. El imperio, lo he dicho siempre, es una
cuestión de estómago.
Los
domingos, Rhodes se divertía arrojando monedas a la piscina, para que sus
vasallos negros las recogieran con los dientes, pero en los días de semana se
dedicaba a la devoración de tierras. Este angurriento amplió cinco veces el
mapa de Inglaterra, despojando a los negros, por derecho natural, y desalojando
a otros blancos, los llamados boers, por competencia colonial. Para llevar
adelante la tarea, fue necesario inventar los campos de concentración en
versión rudimentaria que los alemanes perfeccionaron en Namibia y después
desarrollaron en Europa.
En
homenaje a las hazañas del conquistador inglés, dos países africanos se
llamaron Rhodesia.
Rudyard
Kipling, la lira siempre pronta al pie del cañón, escribió su epitafio.
Trono
de oro
Unos
añitos antes que Cecil Rhodes, Midas, rey de Frigia, había querido que el mundo
fuera oro por magia de su mano.
Él
necesitaba convertir en oro cuanta cosa tocara, y pidió al dios Dioniso que le
otorgara ese poder. Y Dioniso, que creía en el vino y no en el oro, se lo
otorgó.
Entonces
Midas arrancó una rama de fresno y la rama se convirtió en vara de oro. Tocó un
ladrillo y se hizo lingote. Lavó sus manos y una lluvia de oro brotó de la
fuente. Y cuando se sentó a comer, el manjar le rompió los dientes y ninguna
bebida pudo pasar por su garganta. Y abrazó a su hija y ella era estatua de
oro.
Midas
iba a morir de hambre, sed y soledad.
Dioniso
se apiadó y lo sumergió en el río Pactolo.
Desde
entonces, el río tuvo arenas de oro y Midas, que perdió la magia y salvó la
vida, tuvo orejas de burro, mal disimuladas bajo un bonete rojo.
Fundación
de los campos de concentración
Cuando
Namibia conquistó la independencia, en 1990, se siguió llamando Göring la
principal avenida de su capital. No por Hermann, el célebre jefe nazi, sino en
homenaje a su papá, Heinrich Göring, que fue uno de los autores del primer
genocidio del siglo veinte.
Aquel
Göring, representante del imperio alemán en ese país africano, había tenido la
bondad de confirmar, en 1904, la orden de exterminio dictada por el general
Lothar von Trotta.
Los
hereros, negros pastores, se habían alzado en rebelión. El poder colonial los
expulsó a todos, y advirtió que mataría a los hereros que encontrara en
Namibia, hombres, mujeres o niños, armados o desarmados.
De
cada cuatro hereros, murieron tres. Los abatieron los cañones o los soles del
desierto adonde fueron arrojados.
Los
sobrevivientes de la carnicería fueron a parar a los campos de concentración,
que Göring programó. Entonces, el canciller Von Bülow tuvo el honor de
pronunciar por primera vez la palabra Konzentrationslager.
Los
campos, inspirados en el antecedente británico de África del Sur, combinaban el
encierro, el trabajo forzado y la experimentación científica. Los prisioneros,
que extenuaban la vida en las minas de oro y diamantes, eran también cobayos
humanos para la investigación de las razas inferiores. En esos laboratorios
trabajaban Theodor Mollison y Eugen Fischer, que fueron maestros de Joseph
Mengele.
Mengele
pudo desarrollar sus enseñanzas a partir de 1933. Ese año, Göring hijo fundó
los primeros campos de concentración en Alemania, siguiendo el modelo que su
papá había ensayado en África.
Fundación
del Far West
Los
escenarios de las películas del Oeste, donde cada revólver disparaba más balas
que una ametralladora, eran pueblitos de morondanga, donde lo único sonoro eran
los bostezos y los bostezos duraban mucho más que las parrandas.
Los cowboys, esos taciturnos caballeras,
jinetes erguidos que atravesaban el universo rescatando doncellas, eran peones
muertos de hambre, sin más compañía femenina que las vacas que arreaban, a
través del desierto, arriesgando la vida a cambio de una paga miserable. Y no
se parecían ni un poquito a Gary Cooper, ni a John Wayne, ni a Alan Ladd, porque
eran negros o mexicanos o blancos desdentados que nunca habían pasado por las
manos de una maquilladora.
Y los
indios, condenados a trabajar de extras en el papel de malos malísimos, nada
tenían que ver con esos débiles mentales, emplumados, pintarrajeados, que no
sabían hablar y ululaban en torno de la diligencia acribillada a flechazos.
La
gesta del Far West fue el invento de un puñado de empresarios venidos de Europa
oriental. Buen ojo para el negocio tenían estos inmigrantes, Laemmle, Fox,
Warner, Mayer, Zukor, que en los estudios de Hollywood fabricaron el mito
universal más exitoso del siglo veinte.
Buffalo
Bill
En el
siglo dieciocho, la colonia de Massachusetts pagaba cien libras esterlinas por
cada cuero cabelludo arrancado a un indio.
Cuando
los Estados Unidos conquistaron su independencia, los cueros cabelludos, scalps, se cotizaron en dólares.
En el
siglo diecinueve, Buffalo Bill se consagró como el mayor desollador de indios y
el gran exterminador de los búfalos que le dieron fama y nombre.
Cuando
los sesenta millones de búfalos habían sido reducidos a menos de mil y los
últimos indios rebeldes se habían rendido por hambre, Buffalo Bill paseó por el
mundo su gran espectáculo, el Wild West Circus. A un ritmo de una ciudad cada
dos días, él rescataba diligencias acosadas por los salvajes, cabalgaba potros
indomables y disparaba balazos que partían una mosca por la mitad.
El
héroe interrumpió su show para pasar
en familia la primera Navidad del siglo veinte.
Rodeado
por los suyos, en el calor del hogar, alzó la copa, brindó, bebió y cayó frito
al suelo.
En la
demanda de divorcio, acusó de envenenamiento a su esposa Lulú.
Ella
confesó que algo le había metido en el trago, pero dijo que era un elixir de
amor, marca Sangre de Dragón, que un gitano le había vendido.
Las
edades de Toro Sentado
A los
treinta y dos años, bautismo de fuego. Toro Sentado defiende a los suyos ante
un ataque de tropas enemigas.
A los
treinta y siete, su nación indígena lo elige jefe.
A los
cuarenta y uno, Toro Sentado se sienta. En plena batalla, a orillas del río
Yellowstone, camina hacia los soldados que disparan y se sienta en el suelo.
Enciende su pipa. Zumban las balas, como avispas. Él, inmóvil, fuma.
A los
cuarenta y tres, se entera de que los blancos han encontrado oro en las Black
Hills, en tierras reservadas a los indios, y han empezado la invasión.
A los
cuarenta y cuatro, durante una larga danza ritual, tiene una visión: miles de
soldados caen como saltamontes desde el cielo. Esa noche, un sueño le anuncia: Tu gente derrotará al enemigo.
A los
cuarenta y cinco, su gente derrota al enemigo. Los sioux y los cheyennes,
unidos, propinan tremenda paliza al general George Custer con todos sus
soldados.
A los
cincuenta y dos, tras unos años de exilio y cárcel, acepta leer un discurso de
homenaje al tren del Pacífico Norte, que ha culminado la construcción de sus
vías. Sobre el fin del discurso, hace a un lado los papeles y, encarando al
público, dice:
—Los blancos son todos ladrones y mentirosos.
El
intérprete traduce:
—Nosotros damos gracias a la Civilización.
El
público aplaude.
A los
cincuenta y cuatro, trabaja en el show de Buffalo Bill. En la arena del circo,
Toro Sentado representa a Toro Sentado. Hollywood todavía no es Hollywood, pero
ya la tragedia se repite como espectáculo.
A los
cincuenta y cinco, un sueño le anuncia: Tu
gente te matará.
A los
cincuenta y nueve, su gente lo mata. Indios que visten uniforme policial traen
orden de arresto. En el tiroteo, cae.
Fundación
de las desapariciones
Miles
de muertos sin sepultura deambulan por la pampa argentina. Son los
desaparecidos de la última dictadura militar.
La
dictadura del general Videla aplicó en escala jamás vista la desaparición como
arma de guerra. La aplicó, pero no la inventó. Un siglo antes, el general Roca había
utilizado contra los indios esta obra maestra de la crueldad, que obliga a cada
muerto a morir varias veces y que condena a sus queridos a volverse locos
persiguiendo su sombra fugitiva.
En la Argentina , como en toda
América, los indios fueron los primeros desaparecidos. Desaparecieron antes de
aparecer. El general Roca llamó conquista del desierto a su invasión de las
tierras indígenas. La
Patagonia era un espacio vacío, un reino de la nada, habitado
por nadie.
Y los
indios siguieron desapareciendo después. Los que se sometieron y renunciaron a
la tierra y a todo, fueron llamados indios
reducidos: reducidos hasta desaparecer. Y los que no se sometieron y fueron
vencidos a balazos y sablazos, desaparecieron convertidos en números, muertos
sin nombre, en los partes militares. Y sus hijos desaparecieron también:
repartidos como botín de guerra, llamados con otros nombres, vaciados de
memoria, esclavitos de los asesinos de sus padres.
La
estatua más alta
A
fines del siglo diecinueve culminó, a tiros de Remington, el vaciamiento de la Patagonia argentina.
Los
pocos indios que sobrevivieron a la matanza cantaron, al irse:
Tierra mía: no
te alejes de mí,
por más lejos que me vaya yo.
Ya
Charles Darwin había advertido, en su viaje a la región, que los indios no se
extinguían por selección natural,
sino porque su exterminio respondía a una política de gobierno. Domingo
Faustino Sarmiento creía que las tribus salvajes constituían un peligro para la
sociedad, y el autor del safari final, el general Julio Argentino Roca, llamaba
animales salvajes a sus víctimas.
El
ejército llevó adelante la cacería en nombre de la seguridad pública. Los
indios eran una amenaza y sus tierras, una tentación. Cuando la Sociedad Rural lo
felicitó por la misión cumplida, el general Roca anunció:
—Están libres para siempre del dominio del
indio esos vastísimos territorios que se presentan ahora llenos de
deslumbradoras promesas al inmigrante y al capital extranjero.
Seis
millones de hectáreas pasaron a manos de sesenta y siete propietarios. Cuando
murió, en 1914, Roca dejó a sus herederos sesenta y cinco mil hectáreas de
tierras arrancadas a los indios.
En
vida, no todos los argentinos habían sabido valorar la abnegación de este
guerrero de la patria, pero la muerte lo mejoró mucho: ahora tiene la estatua
más alta del país y otros treinta y cinco monumentos, su efigie decora el
billete más valioso y llevan su nombre una ciudad y numerosas avenidas, parques
y escuelas.
La
avenida más larga
Una
matanza de indios inauguró la independencia del Uruguay.
En
julio de 1830, se aprobó la
Constitución nacional, y un año después el nuevo país fue
bautizado con sangre.
Unos
quinientos charrúas, que habían sobrevivido a siglos de conquista, vivían al
norte del río Negro, perseguidos, acosados, exiliados en su propia tierra.
Las
nuevas autoridades los convocaron a una reunión. Les prometieron paz, trabajo,
respeto. Los caciques acudieron, seguidos por su gente.
Comieron,
bebieron y volvieron a beber hasta caer dormidos. Entonces fueron ejecutados a
punta de bayoneta y tajos de sable.
Esta
traición se llamó batalla. Y se llamó Salsipuedes, desde entonces, el arroyo
donde ocurrió.
Muy
pocos hombres lograron huir. Hubo reparto de mujeres y niños. Las mujeres
fueron carne de cuartel y los niños, esclavitos de las familias patricias de
Montevideo.
Fructuoso
Rivera, primer presidente del Uruguay, planificó y celebró esta obra
civilizadora, para terminar con las correrías de las hordas salvajes.
Anunciando
el crimen, había escrito: Será grande,
será lindísimo.
La
avenida más larga del país, que atraviesa la ciudad de Montevideo, lleva su
nombre.
Martí
Paseaban
el padre y el hijo por las calles floridas de La Habana , cuando se cruzaron
con un señor flaquito, calvo, que caminaba como si estuviera llegando tarde.
Y el padre advirtió al hijo:
—Ojo con ése. Es blanco por fuera, pero por
dentro es negro.
El
hijo, Fernando Ortiz, tenía catorce años.
Tiempo
después, Fernando iba a ser el hombre que supo rescatar, contra siglos de
negación racista, las ocultas raíces negras de la cubanía.
Y aquel peligroso señor, el flaquito, el calvo,
el que caminaba como si estuviera llegando tarde, se llamaba José Martí. Era
hijo de españoles el más cubano de los cubanos, el que denunció:
—Éramos una máscara, con los calzones de
Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de
España.
Y repudió la falsa erudición llamada
Civilización, y exigió:
—Basta de togas y de charreteras,
y
comprobó:
—Toda la gloria del mundo cabe en un grano de
maíz.
Poco
después de aquel cruce en La
Habana , Martí se echó al monte. Y estaba peleando por Cuba
cuando, en plena batalla, una bala española lo volteó del caballo.
Músculos
José
Martí lo había anunciado y denunciado: la joven nación norteamericana se
convertía en imperio glotón y era insaciable su hambre de mundo. Ya había
devorado todo el territorio indígena y se había comido medio México y no podía
parar.
—Ningún
triunfo de la paz es tan grandioso como el triunfo supremo de la guerra —proclamaba Teddy Roosevelt, que
recibió el premio Nobel de la
Paz.
Don
Teddy fue presidente hasta 1909, cuando se dejó de invadir países y se marchó a
combatir contra los rinocerontes del África.
Su
sucesor, William Taft, invocaba el orden natural:
—Todo el hemisferio será nuestro en los
hechos, como ya es nuestro moralmente en virtud de nuestra superioridad racial.
Mark
Twain
Cuando
el presidente George W. Bush invadió Irak, declaró que la guerra de liberación
de las islas Filipinas era su modelo.
Ambas
guerras habían sido inspiradas desde el Cielo.
Bush
reveló que Dios le había ordenado hacer lo que hizo. Y un siglo antes, el
presidente William McKinley también había escuchado la voz del Más Allá:
—Dios me dijo que no podemos dejar a los
filipinos en manos de ellos mismos, porque no están capacitados para el
autogobierno, y que nada podemos hacer salvo hacernos cargo de ellos y
educarlos y elevarlos y civilizarlos y cristianizarlos.
Así,
las Filipinas fueron liberadas del peligro filipino, y de paso, los Estados
Unidos salvaron también a Cuba, Puerto Rico, Honduras, Colombia, Panamá,
República Dominicana, Hawai, Guam, Samoa...
Por
entonces, el escritor Ambrose Bierce comprobó:
—La guerra es el camino que Dios ha elegido
para enseñarnos geografía.
Y su
colega Mark Twain, dirigente de la Liga Antiimperialista ,
diseñó una nueva bandera nacional, que lucía calaveritas en lugar de estrellas.
El
general Frederick Funston opinó que ese señor merecía la horca por traición a
la patria.
Tom
Sawyer y Huck Finn defendieron al papá.
Kipling
En
cambio, las guerras de conquista entusiasmaban a Rudyard Kipling. Este
escritor, nacido en Bombay pero fabricado en Londres, publicó por entonces su
exitoso poema «La carga del hombre blanco».
En sus
versos, Kipling exhortaba a las naciones invasoras a quedarse en las tierras
invadidas, hasta cumplir su misión civilizadora:
Asume la carga
del Hombre Blanco.
Envía a tus
hijos mejores,
oblígalos al
exilio
al servicio de
las necesidades de tus cautivos,
aceptando el
pesado yugo
que te imponen
tus recién capturados pueblos,
salvajes,
rencorosos,
mitad
demonios, mitad niños.
El
poeta hindú advertía que los siervos son tan ignorantes que hasta ignoran lo
que necesitan, y tan ingratos que jamás valoran los sacrificios que sus amos
hacen por ellos:
Asume la carga
del Hombre Blanco
a cambio de la antigua recompensa:
la maldición de los mejor tratados,
el odio de los mejor cuidados,
la queja de los mejor llevados
(¡ay, lentamente!) hacía la luz...
La espada del
Imperio
En
Wounded Knee, el general Nelson Miles solucionó el problema indio, acribillando
a las mujeres y a los niños.
En
Chicago, el general Nelson Miles solucionó el problema obrero, enviando al
cementerio a los dirigentes de la huelga de la empresa Pullman.
En San
Juan de Puerto Rico, el general Nelson Miles solucionó el problema colonial,
arriando la bandera de España y alzando en su lugar la bandera de las barras y
las estrellas. Y por todas partes clavó carteles que advertían English spoken here, por si alguno no se
había dado cuenta. Y se proclamó gobernador. Y explicó a los invadidos que los
invasores no habían venido a hacer la guerra, sino, por el contrarío, a brindarles protección, no sólo a ustedes,
sino también a sus propiedades, y a promover su prosperidad, y a...
El
arroz civilizado
La
redención de las islas Filipinas contó, desde el principio, con el invalorable
aporte de las damas de caridad.
Estas
buenas almas, señoras de los altos funcionarios y de los jefes militares de las
fuerzas invasoras, empezaron visitando la cárcel de Manila. Allí advirtieron
que los presos estaban bastante flacos. Cuando entraron en la cocina y vieron
lo que aquellos desgraciados comían, se les cayó el alma a los pies. Era el
arroz salvaje, típico de los pueblos primitivos: granos de todos los tamaños,
opacos, oscuros, con cascara y germen y todo.
Imploraron
ayuda a sus maridos, que no se negaron a la buena acción. Y el primer barco
trajo, desde los Estados Unidos, un cargamento de arroz civilizado, granos
todos igualitos y descascarados y pulidos y brillantes y blanqueados con talco.
Desde
fines de 1901, los presos filipinos comieron eso. En los diez primeros meses,
una peste enfermó a 4.825 y mató a 216.
Los
médicos norteamericanos atribuyeron el desastre a algún microbio de esos que
genera la falta de higiene en los países atrasados; pero, por las dudas,
mandaron que las cárceles regresaran a la dieta anterior.
Cuando
los presos volvieron a comer arroz salvaje, se acabó la peste.
Fundación
de la democracia
En
1889, murió la monarquía en Brasil.
Esa
mañana, los políticos monárquicos despertaron siendo republicanos.
Un par
de años después, se promulgó la
Constitución que implantó el voto universal. Todos podían
votar, menos los analfabetos y las mujeres.
Como
casi todos los brasileños eran analfabetos o mujeres, casi nadie votó.
En esa
primera elección democrática, noventa y ocho de cada cien brasileños no
acudieron al llamado de las urnas.
Un
poderoso hacendado del café, Prudente de Moraes, fue elegido presidente de la
nación. Llegó de San Pablo a Río y nadie se enteró. Nadie fue a recibirlo,
nadie lo reconoció.
Ahora
goza de cierta fama, por ser calle de la elegante playa de Ipanema.
Fundación
de la Universidad
En la
época colonial, las familias brasileñas que podían darse ese lujo mandaban a
sus hijos a estudiar a la
Universidad de Coimbra, en Portugal.
Después,
hubo en Brasil algunas escuelas para formar doctores en derecho o en medicina:
pocos doctores, porque pocos eran sus posibles clientes en un país donde muchos
eran los que no tenían ningún derecho, ni más medicina que la muerte.
Universidad,
no había.
Pero
en 1922, el rey belga Leopoldo III anunció su visita al país y tan augusta
presencia merecía el título de doctor honoris causa, que sólo la institución
universitaria podía otorgar.
Para
eso nació la
Universidad. Fue inventada de apuro, en la casona que ocupaba
el Instituto Imperial de Ciegos. Lamentablemente, no hubo más remedio que echar
a los ciegos.
Y así
Brasil, que debe a los negros lo mejor de su música, su fútbol, su comida y su
alegría, pudo doctorar a un rey cuyo único mérito era ser el heredero de una
familia especializada en el exterminio de negros en el Congo.
Fundación
de la tristeza
Montevideo
no era gris. Fue agrisada.
Allá
por 1890, uno de los viajeros que visitaron la capital de Uruguay pudo rendir
homenaje a la ciudad donde triunfan los
colores vivos. Las casas tenían, todavía, caras rojas, amarillas, azules...
Poco
después, los entendidos explicaron que esa costumbre bárbara no era digna de un
pueblo europeo. Para ser europeo, dijera lo que dijera el mapa, había que ser
civilizado. Para ser civilizado, había que ser serio. Para ser serio, había que
ser triste.
Y en 1911 y 1913, las ordenanzas municipales
dictaron que debían ser grises las baldosas de las veredas y se fijaron normas
obligatorias para los frentes de las casas, donde sólo será permitida la pintura que imite materiales de construcción,
como ser arenisca, ladrillo y piedras en general.
El
pintor Pedro Figari se burlaba de esta estupidez colonial:
—La moda exige que hasta las puertas,
ventanas y celosías se pinten de gris. Nuestras ciudades quieren ser Parises...
A Montevideo, ciudad luminosa, la embadurnan, la trituran, la castran...
Y Montevideo sucumbió a la copiandería.
En
aquellos años, sin embargo, Uruguay era el centro latinoamericano de la audacia
y probaba con hechos su energía creadora. El país tuvo educación laica y
gratuita antes que Inglaterra, voto femenino antes que Francia, jornada de
trabajo de ocho horas antes que los Estados Unidos y ley de divorcio setenta
años antes de que la ley se restableciera en España. El presidente José Batlle,
don Pepe, nacionalizó los servicios públicos, separó la Iglesia del Estado y
cambió los nombres del almanaque. La Semana Santa todavía se llama, en el Uruguay,
Semana de Turismo, como si Jesús hubiera tenido la mala suerte de ser torturado
y asesinado en una fecha así.
Fuera
de lugar
Una
típica escena de domingo es el cuadro que da fama a Edouard Manet: dos hombres
y dos mujeres en un picnic sobre la hierba, en las afueras de París.
Nada
de raro, salvo un detalle. Ellos están vestidos, impecables caballeros, y ellas
están completamente desnudas. Ellos conversan entre sí, algún tema serio, cosa
de hombres, y ellas tienen menos importancia que los árboles del paisaje.
La
mujer que aparece en primer plano nos está mirando. Quizá nos pregunta, desde
su ajenidad, dónde estoy, qué hago yo
aquí.
Ellas
sobran. Y no sólo en el cuadro.
Desalmadas
Aristóteles
sabía lo que decía:
—La hembra es como un macho deforme. Le falta
un elemento esencial: el alma.
Las
artes plásticas eran reinos prohibidos a los seres sin alma.
En el
siglo dieciséis, había en Bolonia quinientos veinticuatro pintores y una
pintora.
En el
siglo diecisiete, en la
Academia de París había cuatrocientos treinta y cinco
pintores y quince pintoras, todas esposas o hijas de los pintores.
En el
siglo diecinueve, Suzanne Valadon fue verdulera, acróbata de circo y modelo de
Toulouse-Lautrec. Usaba corsés hechos de zanahorias y compartía su estudio con
una cabra. A nadie sorprendió que ella fuera la primera artista que se atrevió
a pintar hombres desnudos. Tenía que ser una chiflada.
Erasmo
de Rotterdam sabía lo que decía:
—Una mujer es siempre mujer, es decir: loca.
Resurrección
de Camille
La
familia la declaró loca y la metió en un manicomio.
Camille
Claudel pasó allí, prisionera, los últimos treinta años de su vida.
Fue
por su bien, dijeron.
En el
manicomio, cárcel helada, se negó a dibujar y a esculpir.
La
madre y la hermana jamás la visitaron.
Alguna
que otra vez se dejó ver su hermano Paul, el virtuoso.
Cuando
Camille, la pecadora, murió, nadie reclamó su cuerpo.
Años
demoró el mundo en descubrir que Camille no sólo había sido la humillada amante
de Auguste Rodin.
Casi
medio siglo después de su muerte, sus obras renacieron y viajaron y asombraron:
bronce que baila, mármol que llora, piedra que ama. En Tokio, los ciegos
pidieron permiso para palpar las esculturas. Pudieron tocarlas. Dijeron que las
esculturas respiraban.
Van
Gogh
Cuatro
tíos y un hermano estaban dedicados al comercio de obras de arte, pero él
consiguió vender un cuadro, sólo uno, en toda su vida. Por admiración o por
lástima, la hermana de un amigo le pagó cuatrocientos francos por un óleo, El
viñedo rojo, pintado en Arles.
Más de
un siglo después, sus obras son noticia en las páginas financieras de diarios
que jamás leyó,
son
las pinturas más cotizadas en galerías de arte donde nunca entró,
las
más vistas en museos que ignoraron su existencia
y las
más admiradas en academias que le aconsejaron que se dedicara a otra cosa.
Ahora
Van Gogh decora restoranes que le negarían comida,
consultorios
de médicos que lo encerrarían en el manicomio
y
estudios de abogados que lo meterían preso.
Ese
grito
Edvard
Munch escuchó que el cielo gritaba.
Ya
había pasado el crepúsculo pero el sol persistía, en lenguas de fuego que
subían desde el horizonte, cuando el cielo gritó.
Munch
pintó ese grito.
Ahora,
quien ve su cuadro se tapa los oídos.
El
nuevo siglo nacía gritando.
Profetas
del siglo veinte
Carlos
Marx y Federico Engels habían escrito el «Manifiesto comunista» a mediados del
siglo diecinueve. No lo habían escrito para interpretar el mundo, sino para
ayudar a cambiarlo. Un siglo después, un tercio de la humanidad vivía en
sociedades inspiradas por este panfleto de apenas veintitrés páginas.
El
«Manifiesto» fue una certera profecía. El capitalismo es un brujo incapaz de
controlar las fuerzas que desata, dijeron los autores, y en nuestros días puede
comprobarlo, a simple vista, cualquiera que tenga ojos en la cara.
Pero a
los autores no se les pasó por la cabeza que el brujo pudiera tener más vidas
que un gato,
ni que
las grandes fábricas pudieran dispersar la mano de obra para reducir sus costos
de producción y sus amenazas de sublevación,
ni que
las revoluciones sociales pudieran ocurrir en las naciones que eran llamadas
bárbaras, más frecuentemente que en las llamadas civilizadas,
ni que
la unidad de los proletarios de todos los países pudiera resultar menos
frecuente que su división,
ni que
la dictadura del proletariado pudiera ser el nombre artístico de la dictadura
de la burocracia.
Y así,
por lo que sí y por lo que no, el «Manifiesto» confirmó la más profunda certeza
de sus autores: la realidad es más poderosa y asombrosa que sus intérpretes. Gris es la teoría y verde el árbol de la
vida, había dicho Goethe por boca del Diablo. Y Marx solía advertir que él
no era marxista, anticipándose así a quienes iban a convertir el marxismo en
ciencia infalible o religión indiscutible.
Fundación
de la publicidad
El
médico ruso Iván Pavlov descubrió los reflejos condicionados.
Él
llamó aprendizaje a este proceso de
estímulos y respuestas:
la
campanilla suena, el perro recibe comida, el perro segrega saliva;
horas
después, la campanilla suena, el perro recibe comida, el perro segrega saliva;
al día
siguiente, la campanilla suena, el perro recibe comida, el perro segrega
saliva;
y se
repite la operación, horas tras horas, día tras día, hasta que la campanilla
suena, el perro no recibe comida pero segrega saliva.
Horas
después, días después, el perro sigue segregando saliva, cuando la campanilla
suena, ante el plato vacío.
Pócimas
Los
cereales Postum te conducían por el Camino de la Felicidad hacia la Ciudad del Bienestar y la Luz del Sol. Sus copos
flotantes tenían propiedades religiosas, que por algo se llamaban Maná de Elías (el profeta), y sus nueces
conjuraban la apendicitis, la tuberculosis, la malaria y la caída de los
dientes.
En
1883, el profesor Holloway gastó cincuenta mil libras en la publicidad de un
producto, a base de jabón y de áloe, que era infalible contra cincuenta
enfermedades, enumeradas en el prospecto.
Los
polvos estomacales del Dr. Gregory te dejaban la barriga nueva gracias a la
exótica combinación de ruibarbo turco, magnesia calcinada y jengibre de
Jamaica, y el linimento del Dr. Veron, reconocido por miembros de la Real Academia de
Medicina, derrotaba los catarros, el asma y el sarampión.
El
aceite de serpientes del Dr. Stanley, que no tenía nada que ver con las
serpientes, era una mezcla de querosén, alcanfor y trementina que mataba el
reuma. A veces también mataba a los reumáticos, pero ese dato no aparecía en
los anuncios.
La
publicidad no mencionaba la morfina que contenía el jarabe de la Sra. Winslow , que
calmaba los nervios, porque lo elaboraba una familia de serenas costumbres. Y
la publicidad tampoco decía a qué coca se refería el nombre de la Coca-Cola , el tónico
ideal para el cerebro que vendía el Dr. Pemberton.
Marketing
A
fines de los años veinte, la publicidad difundió esta maravillosa novedad, a
tambor batiente: ¡Usted puede volar!
La gasolina con plomo corría más, y quien más corría triunfaba en la vida. Los
anuncios mostraban a un niño avergonzado, en un coche que andaba a paso de
tortuga: ¡Ay, Papi, te están pasando todos!
La
gasolina con plomo agregado fue inventada en los Estados Unidos, y desde los
Estados Unidos el bombardeo de la publicidad la impuso en el mundo. En 1986,
cuando por fin el gobierno de ese país decidió prohibirla, eran incalculables
las víctimas de envenenamiento en el planeta entero. Se sabía, eso sí, que la
gasolina con plomo estaba matando adultos estadounidenses a un ritmo de cinco
mil por año, y que durante sesenta años había provocado daños al sistema
nervioso y al nivel mental de muchos millones de niños.
Los
principales autores del crimen fueron dos ejecutivos de la General Motors ,
Charles Kettering y Alfred Sloan. Ellos han pasado a la historia como
benefactores de la humanidad, porque fundaron un gran hospital.
Marie
Fue la
primera mujer que recibió el premio Nobel, y lo recibió dos veces.
Fue la
primera mujer catedrática de la
Sorbona , y durante muchos años la única.
Y
después, cuando ya no podía celebrarlo, fue la primera mujer aceptada en el
Panteón, el portentoso mausoleo reservado a los grandes hombres de Francia,
aunque no era hombre y había nacido y crecido en Polonia.
A
fines del siglo diecinueve, Marie Sklodowska y su marido, Pierre Curie,
descubrieron una sustancia que emitía cuatrocientas veces más radiación que el
uranio. La llamaron polonio, en
homenaje al país de Marie. Poco después, inventaron la palabra radiactividad y comenzaron sus
experimentos con el radio, tres mil veces más poderoso que el uranio. Y juntos
recibieron el premio Nobel.
Pierre
ya tenía sus dudas: ¿eran ellos portadores de una ofrenda del cielo o del
infierno? En su conferencia de Estocolmo, advirtió que el caso del propio
Alfred Nobel, inventor de la dinamita, había sido ejemplar:
—Los poderosos explosivos han permitido a la
humanidad llevar a cabo trabajos admirables. Pero también son un medio temible
de destrucción en manos de los grandes criminales que arrastran a los pueblos a
la guerra.
Muy
poco después, Pierre murió atropellado por un carro que cargaba cuatro
toneladas de material militar.
Marie
lo sobrevivió, y su cuerpo pagó el precio de sus éxitos. Las radiaciones le provocaron
quemaduras, llagas y fuertes dolores, hasta que por fin murió de anemia
perniciosa.
A la
hija, Irene, que también fue premio Nobel por sus conquistas en el nuevo reino
de la radiactividad, la mató la leucemia.
El papá de las lamparitas
Vendía
diarios en los trenes. A los ocho años, entró en la escuela. Duró tres meses.
El maestro lo devolvió a la casa: Este
niño es hueco, explicó.
Cuando
Thomas Alva Edison creció, patentó mil cien invenciones: la lámpara
incandescente, la locomotora eléctrica, el fonógrafo, el proyector de cine...
En
1880, fundó la empresa General Electric y creó la primera estación central de
energía eléctrica.
Treinta
años después, este iluminador de la vida moderna conversó con el periodista
Elbert Hubbard.
Dijo:
—Algún día, alguien inventará una manera de
concentrar y almacenar la luz del sol, en lugar de este viejo, absurdo,
prometeico esquema del fuego.
Y
también dijo:
—La luz del sol es una forma de
energía, y los vientos y las mareas son manifestaciones de energía. ¿Acaso las
estamos usando? ¡Oh, no! Quemamos madera y carbón, como inquilinos que echan al
fuego la cerca del frente de la casa.
Tesla
Nikolai
Tesla siempre dijo que él había inventado la radio, pero el Nobel se lo llevó
Guglielmo Marconi. En 1943, al cabo de un pleito de muchos años, la Suprema Corte de los
Estados Unidos reconoció que la patente de Tesla era anterior, pero él no se
enteró. Hacía cinco meses que dormía en su tumba.
Tesla
siempre dijo que él había inventado el generador de corriente alterna, que hoy
ilumina las ciudades del mundo, pero la invención se estrenó achicharrando
condenados en la silla eléctrica, y eso le dio mala fama.
Tesla
siempre dijo que él era capaz de encender una lámpara sin cables y a cuarenta
kilómetros de distancia, pero cuando lo logró hizo estallar la usina de
Colorado Springs y los vecinos lo corrieron a palos.
Tesla
siempre dijo que él había inventado hombrecitos de acero guiados por control
remoto y rayos que fotografiaban el cuerpo por dentro, pero pocos tomaban en
serio a este mago de circo que conversaba con su difunto amigo Mark Twain y
recibía mensajes de Marte.
Tesla
murió en un hotel de Nueva York, con los bolsillos tan vacíos como estaban
sesenta años antes, cuando bajó del barco que lo trajo de Croacia. Ahora se
llama Tesla, en su memoria, la unidad de medida del flujo magnético y la bobina
que produce más de un millón de voltios.
Fundación
de los bombardeos aéreos
En
1911, los aviones italianos arrojaron granadas contra algunas poblaciones del
desierto de Libia.
Ese ensayo
demostró que desde el cielo los ataques eran más devastadores, más rápidos y
más baratos que las ofensivas terrestres. El mando de la fuerza aérea informó:
—El bombardeo ha tenido un maravilloso efecto
para desmoralizar al enemigo.
Las
experiencias siguientes fueron, también, matanzas europeas contra civiles
árabes. En 1912, los aviones franceses atacaron Marruecos y eligieron lugares
con mucha gente, para no errar el blanco. Y al año siguiente, la aviación
española estrenó, también en Marruecos, la novedad recién llegada de Alemania:
unas exitosas bombas de fragmentación que desparramaban mortíferas astillas de
acero por todas partes.
Después...
Las
edades de Santos Dumont
A los
treinta y dos años, el argonauta brasileño Alberto Santos Dumont, inexplicablemente
vivo al cabo de muchos desastres volanderos, recibe el título de Caballero de la Legión de Honor de Francia.
La prensa lo consagra como el hombre más elegante de París.
A los
treinta y tres, es el padre del avión moderno. Inventa un pájaro a motor, que
despega sin catapulta y se eleva y vuela a seis metros del suelo. Al aterrizar,
declara:
—Tengo la mayor confianza en el futuro del
aeroplano.
A los
cuarenta y nueve, poco después de la primera guerra mundial, advierte a la Liga de las Naciones:
—Las proezas de las máquinas aéreas
nos permiten entrever, con horror, el gran poder de destrucción que ellas
podrán alcanzar, como sembradoras de muerte, no sólo entre las fuerzas
combatientes sino también, infelizmente, entre la gente indefensa.
A los
cincuenta y tres:
—No veo por qué razón no se puede
prohibir a los aeroplanos que arrojen explosivos, cuando se prohíbe arrojar
veneno al agua.
Y a los cincuenta y nueve años, se pregunta:
—¿Por qué habré inventado esto, que en
vez de ayudar al amor se convierte en una maldita arma de guerra?
Y se ahorca. Como es tan minúsculo, casi nada
pesa, casi nada mide, con la corbata le alcanza.
Fotos:
Uno de muchos
Munich,
Odeonplatz, agosto de 1914.
La
bandera imperial flamea en las alturas. A su amparo, una multitud se junta en
el éxtasis de la germanidad.
Alemania
ha declarado la guerra. Guerra, guerra,
grita la gente, loca de alegría, ansiosa por llegar cuanto antes a los campos
de batalla.
En un
ángulo inferior de la foto, perdido en el gentío, asoma un hombre en estado de
gracia, los ojos al cielo, la boca abierta. Quienes lo conocen podrían
contarnos que se llama Adolf, es austríaco, feúcho, que habla con voz chillona
y está siempre al borde de un ataque de nervios, que duerme en un altillo y que
malvive vendiendo en los bares, mesa por mesa, las acuarelas que pinta copiando
paisajes de almanaques.
El
fotógrafo, Heinrich Hoffmann, no lo conoce. No tiene la menor idea de que en
ese mar de cabezas, su cámara ha registrado la presencia del mesías, el
redentor de la raza de los nibelungos y las valkirias, el Sigfrido que vengará
la derrota y la humillación de esta Gran Alemania, que cantando marcha desde el
manicomio hacia el matadero.
Kafka
Cuando
los tambores de la primera carnicería mundial andaban sonando cerca, Franz
Kafka escribió «La metamorfosis». Y poco después, ya con la guerra empezada,
nació «El proceso».
Son
dos pesadillas colectivas:
un
hombre despierta convertido en un enorme escarabajo, y no consigue entender por
qué, hasta que al fin lo barren con una escoba;
y otro
hombre es apresado, acusado, juzgado y condenado, y no consigue entender por
qué, hasta que al fin lo apuñalan los verdugos.
De
alguna manera esas historias, esas obras, continuaban cada día en las páginas
de los diarios, que daban noticia de la buena marcha de la máquina de la
guerra.
El
autor, fantasma de ojos febriles, sombra sin cuerpo, escribía en la frontera
última de la angustia.
Poca
cosa publicó, casi nadie lo leyó.
Se fue
en silencio, como había vivido. En su dolorosa agonía, sólo habló para pedir al
médico:
—Si usted no es un asesino, máteme.
Nijinsky
En
Suiza, en 1919, en un salón del hotel Suvretta de Saint Moritz, Vaclav Nijinsky
bailó por última vez.
Ante
un público de millonarios, el bailarín más famoso del mundo anunció que iba a
danzar la guerra. Y a la luz de los candelabros, la bailó.
Nijinsky
giraba en furiosos torbellinos y se desprendía del suelo y en el aire se partía
y al suelo caía, fulminado, y se revolcaba como si fuera de barro el piso de
mármol y otra vez se echaba a girar y subiendo se rompía, una vez y otra y
otra, hasta que por fin ese resto de él, ese mudo alarido, se estrelló contra
la ventana y se perdió en la nieve.
Nijinsky
entró en el reino de la locura, su tierra de exilio. Nunca volvió.
Fundación
del jazz
Corría
el año 1906. La gente iba y venía, como cualquier día, a lo largo de la calle
Perdido, en un barrio pobre de Nueva Orleans. Un niño de cinco años, asomado a
la ventana, contemplaba aquel aburrimiento, con los ojos y los oídos muy
abiertos, como esperando algo que iba a ocurrir.
Y
ocurrió. La música estalló desde la esquina y ocupó toda la calle. Un hombre
soplaba su corneta, alzada al cielo, y a su alrededor la multitud batía palmas
y cantaba y bailaba. Y Louis Armstrong, el niño de la ventana, se meneaba tanto
que por poco no se cayó desde allá arriba.
Unos
días después, el hombre de la corneta fue a parar al manicomio. Lo encerraron
en el sector reservado a los negros.
Ésa
fue la única vez que su nombre, Buddy Bolden, apareció en los diarios. Murió un
cuarto de siglo después, en ese mismo manicomio, y los diarios ni se enteraron.
Pero su música, nunca escrita ni grabada, siguió sonando dentro de quienes la
habían gozado en fiestas o funerales.
Según
dicen los que saben, ese fantasma fue el fundador del jazz.
Resurrección
de Django
Nació
en una caravana de gitanos. Pasó sus primeros años en los caminos de Bélgica,
acompañando con el banjo los bailes de un oso y una cabra.
Tenía
dieciocho años cuando su carreta se incendió. Quedó más muerto que vivo. Perdió
una pierna. Perdió una mano. Adiós al camino, adiós a la música, dijeron los
médicos. Pero recuperó la pierna, cuando se la iban a amputar, y de la mano
perdida consiguió salvar dos dedos. Y con eso le alcanzó para convertirse en
uno de los mejores guitarristas de toda la historia del jazz.
Había
un pacto secreto entre Django Reinhardt y su guitarra. Para que él la tocara,
ella le daba los dedos que le faltaban.
Fundación
del tango
Había
nacido en el río de la Plata ,
en los puteros de los suburbios. Los hombres lo bailaban entre ellos, para
entretener la espera, mientras las mujeres atendían otros clientes en la cama.
Sus sones, lentos, tartamudos, se perdían en los callejones donde reinaban el
cuchillo y la tristeza.
El
tango llevaba la marca de su origen en la frente, los bajos fondos, la mala
vida, y por eso tenía prohibido salir.
Pero
el impresentable se abrió paso. En 1917, de la mano de Carlos Gardel, el tango
irrumpió en el centro de Buenos Aires y subió al escenario del teatro Esmeralda
y se presentó por su nombre. Gardel cantó «Mi noche triste» y fue ovacionado. Y
se acabó el exilio del tango. Bañada en lágrimas, la pacata clase media le dio
clamorosa bienvenida y le otorgó certificado de buena conducta.
Ése
fue el primer tango que Gardel grabó en disco. Sigue sonando, y cada día suena
mejor. A Gardel lo llaman el Mago. No exageran ni un poquito.
Fundación
del samba
Como
el tango, el samba no era decente: música barata, cosa de negros.
En
1917, el mismo año en que Gardel abrió la puerta grande para que el tango
entrara, ocurrió la primera explosión del samba en el carnaval de Río de
Janeiro. Esa noche, que duró años, cantaron los mudos y danzaron los faroles de
las esquinas.
No
mucho después, el samba viajó a París. Y París enloqueció. Era irresistible esa
música donde se encontraban todas las músicas de una nación prodigiosamente
musical.
Pero
al gobierno brasileño, que por entonces no aceptaba negros en la selección
nacional de fútbol, esa bendición europea no le cayó nada bien. Eran músicos
negros los más famosos, y se corría el peligro de que Europa creyera que Brasil
estaba en África.
El más
músico de esos músicos, Pixinguinha, maestro de la flauta y el saxo, había
creado un estilo inconfundible. Los franceses nunca habían escuchado nada
igual. Más que tocar, jugaba. Y jugando invitaba a jugar.
Fundación
de Hollywood
Cabalgan
los enmascarados, túnicas blancas, blancas cruces, antorchas en alto: los
negros, hambrientos de blancas doncellas, tiemblan ante estos jinetes
vengadores de la virtud de las damas y el honor de los caballeros.
En
pleno auge de los linchamientos, la película de D. W. Griffith, «El nacimiento
de una nación», eleva su himno de alabanza al Ku Klux Klan.
Ésta
es la primera superproducción de Hollywood y el mayor éxito de taquilla de
todos los años del cine mudo. Es, también, la primera película estrenada en la Casa Blanca. El
presidente, Woodrow Wilson, la aplaude de pie. La aplaude, se aplaude: este
abanderado de la libertad es el autor de los principales textos que acompañan
las épicas imágenes.
Las
palabras del presidente explican que la emancipación de los esclavos ha sido un
verdadero derrocamiento de la Civilización en el
Sur, el Sur blanco bajo los talones del Sur negro.
Desde
entonces, el caos reina, porque los
negros son hombres que ignoran los usos de la autoridad, excepto sus
insolencias.
Pero
el presidente enciende la luz de la esperanza: Por fin ha nacido a la vida un gran Ku Klux Klan.
Y
hasta Jesús en persona baja del cielo, al fin de la película, para dar su
bendición.
Fundación
del arte moderno
Desde
siempre, los escultores africanos tallan cantando. Y no paran de cantar hasta
que concluyen sus obras, para que la música se meta en ellas y en ellas siga
sonando.
En
1910, Leo Frobenius quedó bizco ante las antiguas esculturas que encontró en la Costa de los Esclavos.
Tan
alta era su belleza que el explorador alemán creyó que ésas eran obras griegas,
traídas desde Atenas, o quizá creaciones de la perdida Atlántida. Y sus colegas
coincidieron: África, hija del desprecio, madre de esclavos, no podía ser la
autora de esas maravillas.
Pero
sí. Esas efigies llenas de música habían sido creadas, hacía unos cuantos
siglos, en el ombligo del mundo, en Ifé, el sagrado lugar donde los dioses
yorubas habían dado nacimiento a las mujeres y a los hombres.
Y en
África había seguido naciendo un manantial incesante de arte digno de ser
celebrado. Y digno de ser robado.
Parece
que Paul Gauguin, hombre bastante distraído, puso su firma a un par de
esculturas del Congo. El error fue contagioso. A partir de entonces, Picasso,
Modigliani, Klee, Giacometti, Ernst, Moore y muchos otros artistas europeos
también se equivocaron, y con frecuencia.
Saqueada
por derecho colonial, África ni se enteró de lo mucho que le debían las más
deslumbrantes conquistas de la pintura y la escultura en la Europa del siglo veinte.
Fundación
de la novela moderna
Hace
mil años, dos mujeres japonesas escribieron como si fuera ahora.
Según
Jorge Luis Borges y Marguerite Yourcenar, nadie nunca ha escrito una novela
mejor que la «Historia de Genji», de Murasaki Shikibu, magistral recreación de
aventuras masculinas y humillaciones femeninas.
Otra
japonesa, Sei Shônagon, compartió con Murasaki el raro honor de ser elogiada un
milenio después. Su «Libro de la almohada» dio nacimiento al género zuihitsu, que literalmente significa al correr del pincel. Era un mosaico
multicolor, hecho de breves relatos, apuntes, reflexiones, noticias, poemas:
esos fragmentos, que parecen dispersos pero son diversos, nos invitan a
penetrar en aquel lugar y en aquel tiempo.
El
Soldado Desconocido
Francia
perdió un millón y medio de hombres en la primera guerra mundial.
Cuatrocientos
mil, casi un tercio, fueron muertos sin nombre.
En
homenaje a esos mártires anónimos, el gobierno resolvió abrir una tumba al
Soldado Desconocido.
Se
eligió, al azar, uno de los caídos en la batalla de Verdún.
Al ver
el cadáver, alguien advirtió que era un soldado negro, de un batallón de la
colonia francesa de Senegal.
El
error fue corregido a tiempo.
Otro
muerto anónimo, pero de piel blanca, fue enterrado bajo el Arco de Triunfo, el
11 de noviembre de 1920. Envuelto en la bandera patria, recibió discursos y
honores militares.
Prohibido
ser pobre
El criminal nace, no se hace,
decía el médico italiano Cesare Lombroso, que se vanagloriaba de reconocer al
delincuente, por sus rasgos físicos, a simple vista.
Para
confirmar que el homo criminalis nacía predestinado al Mal, el médico brasileño
Sebastiào Leào midió y estudió a los presos de la cárcel de Porto Alegre. Pero
sus investigaciones revelaron
que la
fuente de la delincuencia era la pobreza, no la biología;
que
los presos negros, miembros de una raza que se consideraba inferior, eran tanto
o más inteligentes que los otros;
que
los presos mulatos, miembros de una raza que se consideraba débil y degradada,
habían llegado tan campantes a la vejez;
que
bastaba leer los versos escritos en las paredes para comprobar que no todos los
delincuentes eran brutos;
que
los estigmas físicos que Lombroso atribuía a los amigos del cuchillo, mentón
prominente, orejas aladas, colmillos salientes, eran menos frecuentes en la
cárcel que en la calle;
que la
falta de barba no podía ser una característica de los enemigos del orden
público, como Lombroso afirmaba, porque entre los muchos presos de Porto Alegre
no había más de diez lampiños;
y que
el clima ardiente no favorecía el delito, porque los índices de criminalidad no
aumentaban en verano.
Los
invisibles
En
1869, el canal de Suez hizo posible la navegación entre dos mares.
Sabemos
que Ferdinand de Lesseps fue autor del proyecto, que el pacha Said y sus
herederos vendieron el canal a los franceses y a los ingleses a cambio de poco
o nada,
que Giuseppe Verdi compuso la ópera «Aída»
para que fuera cantada en la inauguración
y que
noventa años después, al cabo de una larga y dolida pelea, el presidente Gamal
Abdel Nasser logró que el canal fuera egipcio.
¿Quién
recuerda a los ciento veinte mil presidiarios y campesinos, condenados a
trabajos forzados, que construyendo el canal cayeron asesinados por el hambre,
la fatiga y el cólera?
En
1914, el canal de Panamá abrió un tajo entre dos océanos.
Sabemos
que Ferdinand de Lesseps fue autor del proyecto,
que la
empresa constructora quebró, en uno de los más sonados escándalos de la
historia de Francia,
que el
presidente de los Estados Unidos, Teddy Roosevelt, se apoderó del canal y de
Panamá y de todo lo que encontró en el camino
y que
sesenta años después, al cabo de una larga y dolida pelea, el presidente Omar
Torrijos logró que el canal fuera panameño.
¿Quién
recuerda a los obreros antillanos, hindúes y chinos que cayeron construyéndolo?
Por cada kilómetro murieron setecientos, asesinados por el hambre, la fatiga,
la fiebre amarilla y la malaria.
Las
invisibles
Mandaba
la tradición que los ombligos de las recién nacidas fueran enterrados bajo la
ceniza de la cocina, para que temprano aprendieran cuál es el lugar de la
mujer, y que de allí no se sale.
Cuando
estalló la revolución mexicana, muchas salieron, pero llevando la cocina a
cuestas. Por las buenas o por las malas, por secuestro o por ganas, siguieron a
los hombres de batalla en batalla. Llevaban el bebé prendido a la teta y a la
espalda las ollas y las cazuelas. Y las municiones: ellas se ocupaban de que no
faltaran tortillas en las bocas ni balas en los fusiles. Y cuando el hombre
caía, empuñaban el arma.
En los
trenes, los hombres y los caballos ocupaban los vagones. Ellas viajaban en los
techos, rogando a Dios que no lloviera.
Sin
ellas, soldaderas, cucarachas, adelitas, vivanderas, galletas, juanas, pelonas,
guachas, esa revolución no hubiera existido.
A
ninguna se le pagó pensión.
Prohibido
ser campesino
Mientras
Pancho Villa, eufórico cuatrero, incendiaba el norte de México, Emiliano
Zapata, melancólico arriero, encabezaba la revolución del sur.
En
todo el país, los campesinos se alzaban en armas:
—La justicia se subió al cielo. Aquí ya no
está —decían.
Para
bajarla, peleaban.
Qué
más remedio.
Al
sur, el azúcar reinaba, tras las murallas de sus castillos, y el maíz malvivía
en los pedregales. El mercado mundial humillaba al mercadito local, y los
usurpadores de la tierra y del agua aconsejaban a sus despojados:
—Siembren en macetas.
Los
alzados eran gente de la tierra, no de la guerra, que suspendían la revolución
por siembra o por cosecha.
Sentado
entre los vecinos que charlaban de gallos y caballos a la sombra de los
laureles, Zapata escuchaba mucho y poco decía. Pero este callado logró que la
buena nueva de su reforma agraria alborotara las comarcas más lejanas.
Nunca
la nación mexicana fue tan cambiada.
Nunca
la nación mexicana fue tan castigada por cambiar.
Un
millón de muertos. Todos, o casi todos, campesinos, aunque algunos vistieran
uniforme militar.
Fotos:
El trono
Ciudad
de México, Palacio Nacional, diciembre de 1914.
El
campo, alzado en revolución, invade el planeta urbano. El norte y el sur,
Pancho Villa y Emiliano Zapata, conquistan la ciudad de México.
Mientras
sus soldados, perdidos como ciego en tiroteo, dan vueltas por las calles
pidiendo comida y esquivando máquinas jamás vistas, Villa y Zapata entran al
palacio de gobierno.
Y
Villa ofrece a Zapata la dorada silla presidencial.
Zapata
no la acepta.
—Deberíamos quemarla —dice—. Está embrujada. Cuando un hombre bueno se
sienta aquí, se vuelve malo.
Villa
se ríe, como si fuera chiste, desparrama sobre la silla su grande humanidad y
posa ante la cámara de Agustín Víctor Casasola.
A su
lado, Zapata se ve ajeno, ausente, pero mira la cámara como si disparara balas,
no flashes, y con los ojos dice:
—Lindo lugar para irse.
Y al
rato nomás, el jefe del sur se vuelve al pueblo de Anenecuilco, su cuna, su
santuario, para seguir rescatando, desde allá, las tierras robadas.
Villa
no demora en imitarlo:
—Este rancho está muy grande para nosotros.
Los
que después se sientan en la codiciada silla, la de los dorados oropeles,
presiden las matanzas que restablecen el orden.
Zapata
y Villa caen, asesinados a traición.
Resurrección
de Zapata
Nació,
dicen, con una manito tatuada en el pecho.
Murió
acribillado por siete balazos.
El
asesino recibió cincuenta mil pesos y el grado de general de brigada.
El
asesinado recibió a una multitud de campesinos, que sombrero en mano visitaron
su muerte.
De sus
abuelos indios habían heredado el silencio.
No
decían nada, o decían:
—Pobrecito.
Nada
más decían.
Pero
después, poco a poco, en las plazas de los pueblos se fueron soltando las
lenguas:
—No era él.
—Otro era.
—Muy gordo lo vi.
—Le faltaba el lunar de arriba del ojo.
—Se fue en un barco, salió de Acapulco.
—En la noche se voló, en un caballo
blanco.
—Se fue para Arabia.
—Por allá, por Arabia, está.
—Arabia queda muy lejos, más lejos que
Oaxaca.
—Ahorita vuelve.
Lenin
Nunca
escribió, y quién sabe si dijo, su frase más célebre:
—El fin justifica los medios.
También
se le atribuyen otras maldades.
En
todo caso, no hay duda de que hizo lo que hizo porque sabía lo que quería hacer
y para hacerlo vivió. Pasaba sus días y sus noches organizando, polemizando,
estudiando, escribiendo, conspirando. Se daba permiso para respirar y comer.
Dormir, nunca.
Llevaba
diez años de exilio en Suiza, su segundo exilio: era austero, vestía ropas
viejas y botas impresentables, vivía en el cuarto de arriba de un zapatero
remendón y le daba náuseas el olor a salchichas que subía desde la carnicería
de al lado. Se pasaba todo el día en la biblioteca pública, y tenía más
contacto con Hegel y Marx que con los obreros y campesinos de su patria y de su
tiempo.
En
1917, cuando subió al tren que lo devolvió a San Petersburgo, la ciudad que
después se llamó con su nombre, pocos rusos sabían quién era. El partido que él
fundó, y que iba a conquistar el poder absoluto, tenía todavía escaso arraigo
popular y estaba más bien a la izquierda de la luna.
Pero
Lenin supo, mejor que nadie, qué era lo que el pueblo ruso más necesitaba, paz y tierra, y no bien bajó del tren y
echó su primer discurso en la primera estación, un gentío harto de guerras y de
humillaciones pudo reconocer en él a su intérprete y a su instrumento.
Alexandra
Para
que el amor sea natural y limpio, como el agua que bebemos, ha de ser libre y compartido;
pero el macho exige obediencia y niega placer. Sin una nueva moral, sin un
cambio radical en la vida cotidiana, no habrá emancipación plena. Sí la
revolución social no miente, debe abolir, en la ley y en las costumbres, el
derecho de propiedad del hombre sobre la mujer y las rígidas normas enemigas de
la diversidad de la vida.
Palabra
más, palabra menos, esto exigía Alexandra Kollontai, la única mujer con rango
de ministro en el gobierno de Lenin.
Gracias
a ella, la homosexualidad y el aborto dejaron de ser crímenes, el matrimonio ya
no fue una condena a pena perpetua, las mujeres tuvieron derecho al voto y a la
igualdad de salarios, y hubo guarderías infantiles gratuitas, comedores
comunales y lavanderías colectivas.
Años
después, cuando Stalin decapitó la revolución, Alexandra consiguió conservar la
cabeza. Pero dejó de ser Alexandra.
Stalin
Aprendió
a escribir en la lengua de Georgia, su tierra, pero los monjes lo obligaron a
hablar ruso en el seminario.
Años
después, en Moscú, todavía delataba su acento del sur del Cáucaso.
Entonces
decidió ser el más ruso de los rusos. ¿Acaso Napoleón, que era corso, no había
sido el más francés de los franceses? ¿Y la reina Catalina de Rusia, que era
alemana, no había sido la más rusa de los rusos?
El
georgiano Iósif Dzhugashvili eligió un nombre ruso. Se llamó Stalin, que
significa acero.
Y de
acero había de ser el heredero del hombre de acero: Yakov, el hijo de Stalin,
fue templado desde la infancia en el fuego y en el hielo, y a golpes de
martillo fue modelado.
No
hubo caso. Había salido a la madre. Y a los diecinueve años, Yakov no quiso, no
pudo, más.
Apretó
el gatillo.
El
balazo no lo mató.
Despertó
en el hospital.
Al pie
de la cama, el papá comentó:
—Ni siquiera eso sabes hacer.
Coartadas
Se
dijo, se dice: las revoluciones sociales, atacadas por los poderosos de adentro
y los imperialistas de afuera, no pueden darse el lujo de la libertad.
Sin
embargo, fue en los primeros tiempos de la revolución rusa, en pleno acoso
enemigo, años de guerra civil y de invasión extranjera, cuando más libremente
floreció su energía creadora.
Después,
en tiempos mejores, cuando ya los comunistas controlaban el país, la dictadura
burocrática impuso su verdad única y condenó la diversidad como herejía
imperdonable.
Marc
Chagall y Wassily Kandinsky, pintores, se marcharon y nunca más volvieron.
Vladimir
Maiakovsky, poeta, se disparó un balazo al corazón.
Sergei
Esenin, también poeta, se ahorcó.
Isaac
Babel, narrador, fue fusilado.
Vsevolod
Meyerhold, que había hecho la revolución en sus desnudos escenarios del teatro,
también fue fusilado.
Y
fusilados fueron Nikolai Bujarin, Grigori Zinoviev y Lev Kamenev, jefes
revolucionarios de la primera hora, mientras León Trotski, fundador del
Ejército Rojo, caía asesinado en el exilio.
De los
revolucionarios de la primera hora, nadie quedó. Fueron todos purgados:
enterrados, encerrados o desterrados. Y fueron borrados de las fotos heroicas y
suprimidos de los libros históricos.
La
revolución elevó al trono al más mediocre de sus jefes.
Stalin
sacrificó a los que le hacían sombra, a los que decían no, a los que no decían
sí, a los peligrosos de hoy y a los peligrosos de mañana, por lo que hiciste o
por lo que harás, por castigo o por las dudas.
Fotos:
Los enemigos del pueblo
Moscú,
plaza del Teatro Bolshoi, mayo de 1920.
Lenin
arenga a los soldados soviéticos, que parten a luchar contra el ejército polaco
en el frente de Ucrania.
Al
costado de Lenin, en el podio alzado sobre la multitud, se ve a León Trotski,
el otro orador de esta jornada, y a Lev Kamenev.
La
foto, de G. R Goldshtein, se convierte en un símbolo universal de la revolución
comunista.
Pero
en pocos años más, Trotski y Kamenev desaparecen de la foto y de la vida.
De la
foto los borran los retocadores, que los sustituyen por cinco escalones de
madera, y de la vida los borran los verdugos.
Isaac
Babel era un escritor prohibido. Él explicaba:
—Es que he inventado un género nuevo: el
silencio.
En
1939, fue preso.
Al año
siguiente, fue juzgado.
El
juicio duró veinte minutos.
Confesó
que había escrito libros en los que su visión pequeño-burguesa distorsionaba la
realidad revolucionaria.
Confesó
que había cometido crímenes contra el Estado soviético.
Confesó
que había hablado con espías extranjeros.
Confesó
que en sus viajes al exterior había tenido contactos con trotskistas.
Confesó
que estaba enterado de un complot para asesinar al camarada Stalin, y no lo
había denunciado.
Confesó
que se había sentido atraído por los enemigos de la patria.
Confesó
que era falso todo lo que había confesado.
Lo
fusilaron en la noche de ese día.
Su
mujer se enteró quince años después.
Rosa
Nació
en Polonia, vivió en Alemania. A la revolución social consagró su vida, hasta
que cayó asesinada. A principios de 1919, los ángeles guardianes del
capitalismo alemán le partieron el cráneo a golpes de culata de fusil.
Poco
antes, Rosa Luxemburgo había escrito un artículo sobre los primeros pasos de la
revolución rusa. El artículo, nacido en la cárcel alemana donde estaba presa,
se oponía al divorcio del socialismo y la democracia.
*
Sobre la nueva democracia: La democracia socialista no es algo que
empieza en la tierra prometida sólo cuando han sido echados los fundamentos de
la economía socialista. No llega como una especie de regalo de Navidad para la
gente que la merece por haber soportado, en el ínterin, a un puñado de
dictadores socialistas. La democracia socialista empieza simultáneamente con el
comienzo de la destrucción de la clase dominante y de la construcción del
socialismo.
*
Sobre la energía del pueblo: El remedio que han encontrado Trotski y
Lenin, la eliminación de la democracia como tal, es peor que la enfermedad que
se proponen curar, porque tapona la única fuente de corrección de todas las
limitaciones de las instituciones sociales. Esa fuente es la activa,
irrestricta, energizante vida política de las más amplias masas del pueblo.
*
Sobre el control público: El control público es indispensablemente
necesario. Cuando no existe, el intercambio de experiencias se reduce al
cerrado círculo de los dirigentes del nuevo régimen. La corrupción resulta
inevitable.
*
Sobre la libertad: La libertad sólo para los partidarios del
gobierno, sólo para los miembros de un partido, por numeroso que sea, no es
libertad. La libertad es siempre y exclusivamente libertad para quien opina
diferente.
*
Sobre la dictadura burocrática: Sin elecciones generales, sin irrestricta
libertad de prensa y libertad de reunión, sin un libre debate de opiniones, la
vida muere en las instituciones públicas, se convierte en una caricatura de
vida donde sólo la burocracia es elemento activo. La vida pública cae
gradualmente dormida, y unos pocos líderes del partido, dotados de incansable
energía y de ilimitada experiencia, gobiernan y mandan. Entre ellos, no más que
una docena de cabezas dirigen realmente, y una minoría selecta de la clase
trabajadora es invitada, de tiempo en tiempo, a reuniones donde aplaude los
discursos de los líderes y aprueba las resoluciones por unanimidad.
Fundación
de dos países
Dicen
que Churchill dijo:
—Jordania fue una idea que se me ocurrió en
primavera, a eso de las cuatro y media de la tarde.
El
hecho es que en el mes de marzo de 1921, en apenas tres días, el ministro de
Colonias Winston Churchill y sus cuarenta asesores inventaron un nuevo mapa del
Medio Oriente, crearon dos países, los bautizaron, designaron a sus monarcas y
dibujaron sus fronteras con un dedo en la arena. Y fue llamada Irak la tierra
abrazada por los ríos Tigris y Éufrates, el barro de los primeros libros, y se
llamó Jordania el nuevo país amputado de Palestina.
Era
urgente que las colonias cambiaran de nombre y fueran, o parecieran, reinos
árabes. Y era urgente, también, dividir esas colonias, romperlas: la memoria
imperial lo había enseñado así.
Mientras
Francia inventaba el Líbano, Churchill otorgó a Feisal, el príncipe errante, la
corona de Irak; y un plebiscito lo ratificó, sospechoso entusiasmo, con un
noventa y seis por ciento de aprobación. Su hermano, el príncipe Abdullah, fue
rey de Jordania. Ambos monarcas pertenecían a una familia incorporada al
presupuesto británico, por recomendación de Lawrence de Arabia.
Los
fabricantes de países firmaron las partidas de nacimiento de Irak y de Jordania
en el hotel Semíramis, en El Cairo, y se marcharon a dar un paseo entre las
pirámides.
Churchill
se cayó del camello y se lastimó una mano.
Afortunadamente,
la herida fue leve: el artista que Churchill más admiraba pudo seguir pintando
paisajes.
El
rey ingrato
En
1932, Ibn Saud culminó su larga guerra de conquista de la Meca y Medina, y se proclamó
rey y sultán de esas ciudades santas y todo el vasto desierto a su alrededor.
En un
acto de humildad, Ibn Saud bautizó a su reino con el nombre de su familia,
Arabia Saudí; y en un acto de amnesia entregó el petróleo a la Standard Oil ,
olvidando así que entre 1917 y 1924 él y su familia habían comido de la mano
del imperio británico, según consta en la contabilidad oficial.
Arabia
Saudí se convirtió en el modelo de democracia en Medio Oriente. Sus cinco mil
príncipes demoraron setenta y tres años en organizar las primeras elecciones.
En esos comicios, municipales, no participaron los partidos políticos, porque
estaban prohibidos. Las mujeres tampoco, porque también estaban prohibidas.
Las
edades de Josephine
A los
nueve años, trabaja limpiando casas en Saint Louis, a orillas del Mississippi.
A los
diez, empieza a bailar, por monedas, en las calles.
A los
trece, se casa.
A los
quince, otra vez. Del primer marido, no le queda ni siquiera un mal recuerdo.
Del segundo, guarda el apellido, porque le gusta cómo suena.
A los
diecisiete, Josephine Baker baila charleston en Broadway.
A los
dieciocho, cruza el Atlántico y conquista París. La Venus negra aparece desnuda
en el escenario, sin más ropa que un cinturón de bananas.
A los
veintiuno, su rara mezcla de payasa y mujer fatal la convierte en la vedette
más admirada y mejor pagada de toda Europa.
A los
veinticuatro, es la mujer más fotografiada del planeta. Pablo Picasso,
arrodillado, la pinta. Por parecerse a ella, las pálidas damiselas de París se
frotan con crema de nuez, que oscurece la piel.
A los
treinta, tiene problemas en algunos hoteles, porque viaja acompañada por un
chimpancé, una serpiente, una cabra, dos loros, varios peces, tres gatos, siete
perros, una leoparda llamada Chiquita, que luce collar de diamantes, y un
cerdito, Albert, que ella baña con el perfume Je reviens, de Worth.
A los
cuarenta, recibe la Legión
de Honor por sus servicios a la resistencia francesa durante la ocupación nazi.
A los
cuarenta y uno, cuando ya va por el cuarto marido, adopta doce niños de
diversos colores y diversos lugares, que ella llama mi tribu del arcoiris.
A los
cuarenta y cinco, regresa a los Estados Unidos. Exige que a sus espectáculos
asistan, todos mezclados, blancos y negros. Si no, no actúa.
A los
cincuenta y siete, comparte el estrado con Martin Luther King y habla contra la
discriminación racial ante la inmensa Marcha sobre Washington.
A los
sesenta y ocho, se recupera de una estrepitosa bancarrota y celebra, en el
teatro Bobino de París, su medio siglo de actuación en este mundo.
Y se
va.
Sarah
—Actúo siempre —decía—. En el teatro y fuera del teatro, actúo. Yo
soy mi doble.
No se
sabía si Sarah Bemhardt era la mejor actriz de la historia o la mayor mentirosa
del mundo, o ambas cosas a la vez.
A
principios de los años veinte, al cabo de más de medio siglo de monarquía
absoluta, ella seguía reinando en los teatros de París y programando giras de
nunca acabar. Ya rondaba los ochenta años, estaba tan flaca que ni sombra hacía
y los cirujanos le habían cortado una pierna: todo París lo sabía. Pero todo
París creía que esa muchacha irresistible, que arrancaba suspiros a su paso,
estaba representando estupendamente a una pobre anciana mutilada.
Rendición
de París
Cuando
era un chiquilín descalzo., que pateaba pelotas de trapo en calles sin nombre,
se frotaba las rodillas y los tobillos con grasa de lagartija. Eso decía, y de
ahí le venía la magia de sus piernas.
José
Leandro Andrade era de poco hablar. No festejaba sus goles ni sus amores. Con
el mismo andar altivo, y aire ausente, llevaba la pelota atada al pie, bailando
rivales, y a la mujer atada al cuerpo, bailando tango.
En las
Olimpíadas de 1924, deslumbró a París. El público deliró, la prensa lo llamó La
Maravilla Negra. De la fama brotaban las damas. Le
llovían cartas, que él no podía leer, escritas en papel perfumado por señoras
que mostraban las rodillas y echaban humo en aros desde sus largas boquillas
doradas.
Cuando
regresó al Uruguay, trajo kimono de seda, guantes de color patito y un reloj
que le adornaba la muñeca.
Poco
duró todo.
En
aquellos tiempos, el fútbol se jugaba a cambio del vino y la comida y la
alegría.
Vendió
diarios en las calles.
Vendió
sus medallas.
Había
sido la primera estrella negra del fútbol internacional.
Noches
de harén
La
escritora Fátima Mernissi vio, en los museos de París, las odaliscas turcas
pintadas por Henri Matisse.
Eran
carne de harén: voluptuosas, indolentes, obedientes.
Fátima
miró las fechas de los cuadros, comparó, comprobó: mientras Matisse las pintaba
así, en los años veinte y treinta, las mujeres turcas se hacían ciudadanas,
entraban en la Universidad
y en el Parlamento, conquistaban el divorcio y se arrancaban el velo.
El
harén, prisión de mujeres, había sido prohibido en Turquía, pero no en la
imaginación europea. Los virtuosos caballeros, monógamos en la vigilia y
polígamos en el sueño, tenían entrada libre a ese exótico paraíso, donde las
hembras, bobas, mudas, estaban encantadas de dar placer al macho carcelero.
Cualquier mediocre burócrata cerraba los ojos y en el acto se convertía en un
poderoso califa, acariciado por una multitud de vírgenes desnudas que, bailando
la danza del vientre, suplicaban la gracia de una noche junto a su dueño y
señor.
Fátima
había nacido y crecido en un harén.
Las
personas de Pessoa
Era
uno, era muchos, era todos, era ninguno.
Fernando
Pessoa, burócrata triste, prisionero del reloj, solitario autor de cartas de
amor jamás enviadas, tenía un manicomio dentro de sí.
De sus
habitantes conocemos los nombres, las fechas y hasta las horas de nacimiento,
los horóscopos, los pesos y las estaturas.
Y las
obras, porque todos eran poetas.
Alberto
Caeiro, pagano, burlón de la metafísica y demás acrobacias de los intelectuales
que reducen la vida a los conceptos, escribía erupciones;
Ricardo
Reis, monárquico, helenista, hijo de la cultura clásica, que nació varias veces
y tuvo varios horóscopos, escribía construcciones;
Álvaro
de Campos, ingeniero de Glasgow, vanguardista, estudioso de la energía y
temeroso del cansancio de vivir, escribía sensaciones;
Bernardo
Soares, maestro de la paradoja, poeta en prosa, erudito que decía ser esforzado
ayudante de algún bibliotecario, escribía contradicciones;
y
Antonio Mora, psiquiatra y demente, internado en Cascáis, escribía lucubraciones
y locobraciones.
Pessoa
también escribía. Cuando ellos dormían.
War
Street
Desde
principios del siglo veinte, las campanas mecánicas saludan el principio y el
fin de cada jornada en la Bolsa
de Nueva York. Esos sones rinden homenaje a la abnegada labor de los
especuladores que timbean el planeta, deciden el valor de las cosas y de las
naciones, fabrican millonarios y mendigos y son capaces de matar más gente que
cualquier guerra, peste o sequía.
El 24
de octubre de 1929, las campanas sonaron alborozadas como siempre, pero ése fue
el peor día en toda la historia de la catedral de las finanzas. Su caída cerró
bancos y fábricas, lanzó el desempleo a las nubes y arrojó los salarios al
sótano, y el mundo entero pagó la cuenta.
El
Secretario del Tesoro de los Estados Unidos, Andrew Mellon, consoló a las
víctimas. Dijo que la crisis tenía su lado positivo, porque así la gente va a trabajar más duro y va a vivir una vida más
moral.
Prohibido
ganar elecciones
Para
que la gente trabajara más duro y viviera una vida más moral, la crisis de Wall
Street volteó el precio del café y volteó el gobierno civil de El Salvador.
Tomó
las riendas del país el general Maximiliano Hernández Martínez, que usaba un
péndulo mágico para descubrir el veneno en la sopa y al enemigo en el mapa.
El
general llamó a elecciones democráticas, pero el pueblo hizo mal uso de la
oportunidad brindada. La mayoría votó al Partido Comunista. El general no tuvo
más remedio que anular la votación, y estalló la sublevación popular y estalló
a la vez el volcán Izalco, que llevaba muchos años dormido.
Las
ametralladoras restablecieron la paz. Miles murieron. Cuántos, no se sabe. Eran
peones, eran pobres, eran indios: la economía los llamaba mano de obra y la
muerte los llamaba NN.
Al jefe indígena José Feliciano Ama ya lo habían matado
varias veces cuando fue colgado de una rama de olivo. Y ahí quedó, meciéndose
al viento, para que lo vieran los niños de las escuelas, venidos de todas
partes del país para asistir a esa clase de educación cívica.
Prohibido
ser fértil
Para
que la gente trabajara más duro y viviera una vida más moral, la crisis de Wall
Street desplomó también el precio del azúcar.
Ese
desastre castigó fuerte a las islas del mar Caribe y descerrajó el tiro de
gracia al nordeste del Brasil.
El
nordeste ya no era el centro azucarero del mundo, ni mucho menos, pero sí era
el más trágico heredero del monocultivo de la caña.
Tiempo
antes de que lo sacrificaran en los altares del mercado mundial, había sido
verde este inmenso desierto. El azúcar había asesinado los bosques y las
tierras fértiles. El nordeste producía cada vez menos azúcar y cada vez más
espinas y crimínales.
En
estas soledades habitaban el dragón de la sequía y el bandido Lampiào.
Antes
de cada faena, Lampiào besaba el puñal:
—¿Usted tiene coraje?
—Coraje, no sé. Tengo costumbre.
Por
fin, perdió la costumbre y la cabeza. Lo decapitó el teniente João Bezerra, a
cambio de doce automóviles de recompensa. Entonces el gobierno olvidó que había
otorgado a Lampiào el grado de capitán de ejército, para que cazara comunistas,
y triunfalmente exhibió sus bienes confiscados: un sombrero napoleónico llovido
de moneditas, cinco anillos de diamantes falsos, una botella de whisky White Horse, un frasquito de perfume Fleurs d'Amour, una capa impermeable y
otros adornos.
Prohibido
ser patria
Bajo
su sombrero aludo, ni se ve.
Desde
1926, una pulga llamada Augusto César Sandino está volviendo loco al gigante
invasor.
Miles
de marines llevan años en Nicaragua, pero la pesada máquina militar de los
Estados Unidos no consigue aplastar al saltarín ejército de los campesinos
patriotas.
—Dios y las montañas son nuestros aliados
—dice Sandino.
Y dice
que Nicaragua y él tienen, además, la buena suerte de padecer
latinoamericanitis aguda.
Sandino
cuenta con dos secretarios, dos brazos derechos: uno es salvadoreño, Agustín
Farabundo Martí, y el otro hondureño, José Esteban Pavletich. El general Manuel
María Girón Ruano, guatemalteco, es el único que entiende el cañoncito llamado la Chula , que en sus manos es
capaz de voltear aviones. En batalla han ganado posiciones de mando José León
Díaz, salvadoreño, Manuel González, hondureño, el venezolano Carlos Aponte, el
mexicano José de Paredes, el dominicano Gregorio Urbano Gilbert y los
colombianos Alfonso Alexander y Rubén Ardila Gómez.
Los
invasores llaman bandido a Sandino.
Él les
agradece el chiste:
—¿Así que era bandido George
Washington, que peleaba por lo mismo?
Y les agradece las donaciones: los rifles
Browning, las ametralladoras Thompson y todas las armas y municiones que
abandonan en sus valientes huidas.
Resurrección
de Sandino
En
1933, los marines, humillados, se fueron de Nicaragua.
Se
fueron, pero se quedaron. En su lugar, dejaron a Anastasio Somoza y a sus
soldados, entrenados por los invasores para ejercer la suplencia.
Y Sandino, victorioso en la guerra, en la
traición fue derrotado.
En
1934, cayó en una emboscada. Por la espalda tenía que ser.
—A la muerte no hay que tomarla en serio
—gustaba decir—. No es más que un
momentito de disgusto.
Y pasó el tiempo, y aunque su nombre fue
prohibido, y prohibida fue su memoria, cuarenta y cinco años después los
sandinistas voltearon la dictadura de su asesino y de los hijos de su asesino.
Y entonces Nicaragua, país chiquito, país
descalzo, pudo cometer la insolencia de resistir durante diez años la embestida
de la mayor potencia militar del mundo. Esto ocurrió a partir de 1979, gracias
a esos músculos secretos que no figuran en ningún tratado de anatomía.
Breve
historia de la siembra de la Democracia en América
En
1915, los Estados Unidos invadieron Haití. En nombre del gobierno, Robert
Lansing explicó que la raza negra era incapaz de gobernarse a sí misma, por su tendencia inherente a la vida salvaje y
su incapacidad física de Civilización. Los invasores se quedaron diecinueve
años. El jefe patriota Charlemagne Peralte fue clavado en cruz contra una
puerta.
Veintiún
años duró la ocupación de Nicaragua, que desembocó en la dictadura de Somoza, y
nueve años la ocupación de la República Dominicana , que desembocó en la dictadura
de Trujillo.
En
1954, los Estados Unidos inauguraron la democracia en Guatemala, mediante
bombardeos que acabaron con las elecciones libres y otras perversiones. En
1964, los generales que acabaron con las elecciones libres y otras perversiones
en Brasil recibieron dinero, armas, petróleo y felicitaciones de la Casa Blanca. Y algo
parecido ocurrió en Bolivia, donde algún estudioso llegó a la conclusión de que
los Estados Unidos eran el único país donde no había golpes de estado, porque
allí no había embajada de los Estados Unidos.
Esa
conclusión fue confirmada cuando el general Pinochet obedeció la voz de alarma
de Henry Kissinger, y evitó que Chile se volviera comunista por la irresponsabilidad
de su propio pueblo.
Poco
antes o poco después, los Estados Unidos bombardearon a tres mil panameños
pobres para capturar a un funcionario infiel, desembarcaron tropas en Santo
Domingo para evitar el regreso de un presidente votado por el pueblo, y no
tuvieron más remedio que atacar Nicaragua para evitar que Nicaragua invadiera
los Estados Unidos vía Texas.
Por
entonces, ya Cuba había recibido la cariñosa visita de aviones, buques, bombas,
mercenarios y millonarios enviados desde Washington en misión pedagógica. No
pudieron pasar más allá de la
Bahía de los Cochinos.
Prohibido
ser obrero
Carlitos
levanta un trapo rojo caído en la calle. Se pregunta qué será eso, y de quién
será, cuando súbitamente se encuentra encabezando, sin saber cómo, sin saber
por qué, una manifestación obrera que choca con la policía.
«Tiempos
modernos» es la última película de este personaje. Y Chaplin, el papá, no sólo
está diciendo adiós a su querible criatura. También se despide, para siempre,
del cine mudo.
La
película no merece ni una sola nominación al Oscar. A Hollywood no le gusta nada
la desagradable actualidad del tema. Ésta es la epopeya de un hombrecito
atrapado por los engranajes de la era industrial, en los años siguientes a la
crisis del 29.
Una
tragedia que hace reír, implacable y entrañable retrato de los tiempos que
corren: las máquinas comen gente y roban empleos, la mano humana no se
distingue de las demás herramientas, y los obreros, que imitan a las máquinas,
no se enferman: se oxidan.
A
principios del siglo diecinueve, ya había comprobado lord Byron:
—Ahora es más fácil fabricar personas que
fabricar máquinas.
Prohibido
ser anormal
Los
anormales físicos, mentales o morales, asesinos, depravados, deformes,
imbéciles, locos, masturbadores, borrachos, vagos, mendigos y prostitutas
estaban al acecho, listos para plantar su mala semilla en la virtuosa tierra de
los Estados Unidos.
En
1907, el estado de Indiana fue el primer lugar del mundo donde la ley autorizó
la esterilización compulsiva.
En
1942, ya habían sido obligados a esterilizarse cuarenta mil pacientes de
hospitales públicos en veintisiete estados. Todos pobres o muy pobres; muchos
negros y también unos cuantos portorriqueños y no pocos indios.
Suplicaban
auxilio las cartas que desbordaban los buzones de la Human Betterment
Foundation, organización consagrada a la salvación de la especie. Una
estudiante contaba que iba a casarse con un joven de apariencia normal, pero
cuyas orejas eran demasiado pequeñas y parecían puestas al revés:
—El
médico me advirtió que podemos tener hijos degenerados.
Una
pareja de altos altísimos pedía ayuda:
—No queremos traer al mundo niños
anormalmente altos.
En una
carta de junio de 1941, una estudiante delató a una compañera de clase que era
débil mental y la denunció porque se corría peligro de que pariera bobitos.
Harry
Laughlin, el ideólogo de la fundación, recibió en 1936 el doctorado honoris
causa de la Universidad
de Heidelberg por su contribución a la causa del Reich en la higiene racial.
Laughlin
tenía una obsesión contra los epilépticos. Sostenía que eran equivalentes a los
débiles mentales pero más peligrosos, y que no había ningún lugar para ellos en
una sociedad normal. La ley de Hitler para
la Prevención
de la Progenie
Defectuosa obligaba a la esterilización de los débiles
mentales, los esquizofrénicos, los maníaco-depresivos, los deformes físicos,
los sordos, los ciegos... y los epilépticos.
Laughlin
era epiléptico. No se sabía.
Prohibido
ser judío
En
1935, la Ley para
la Protección
de la Sangre y
el Honor de Alemania y otras leyes simultáneas fundaron la base biológica de la
identidad nacional.
Quienes
tuvieran sangre judía, aunque fueran gotitas nomás, no podían ser ciudadanos
alemanes ni podían casarse con ciudadanos alemanes.
Según
las autoridades, los judíos no eran judíos por su religión, ni por su idioma,
sino por su raza. Definirlos no resultaba nada fácil. Los expertos nazis
encontraron inspiración en la frondosa historia del racismo universal y
contaron con la invalorable ayuda de la empresa IBM.
Los
ingenieros de la IBM
diseñaron los formularios y las tarjetas perforadas que definían las
características físicas y la historia genética de cada persona. Y pusieron en
marcha un sistema automatizado, de alta velocidad y enorme alcance, que
permitió identificar a los judíos totales, a los semijudíos y a los que tenían
más de una decimosexta parte de sangre judía circulando por sus venas.
Higiene
social, pureza racial
Unos
doscientos cincuenta mil alemanes fueron esterilizados entre 1935 y 1939.
Después,
vino el exterminio.
Los
deformes, los retardados mentales y los locos estrenaron las cámaras de gas en
los campos de Hitler.
Setenta
mil enfermos psiquiátricos fueron asesinados entre 1940 y 1941.
Acto
seguido, la solución final se aplicó
contra los judíos, los rojos, los gitanos, los homosexuales...
Peligro en el camino
Alrededores
de Sevilla, invierno de 1936: se acercan las elecciones españolas.
Anda
un señor recorriendo sus tierras, cuando un andrajoso se le cruza en el camino.
Sin
bajarse del caballo, el señor lo llama y le pone en la mano una moneda y una
lista electoral.
El hombre
deja caer las dos, la moneda y la lista, y dándole la espalda dice:
—En mi hambre, mando yo.
Victoria
Madrid,
invierno de 1936: Victoria Kent es elegida diputada.
Su
popularidad proviene de la reforma de las cárceles.
Cuando
inició esa reforma, sus enemigos, numerosos, la acusaron de entregar a España,
inerme, en manos de los delincuentes. Pero Victoria, que había trabajado en las
prisiones y no conocía de oídas el dolor humano, siguió adelante con su
programa:
cerró las prisiones inhabitables, que eran la
mayoría;
inauguró los permisos de salida;
liberó a todos los presos mayores de setenta
años;
creó
campos de deportes y talleres de trabajo voluntario;
suprimió las celdas de castigo;
fundió todas las cadenas, grilletes y rejas
y convirtió todo ese hierro en una gran
escultura de Concepción Arenal.
El
Diablo es rojo
Melilla,
verano de 1936: estalla el golpe de estado contra la república española.
El
trasfondo ideológico será explicado, tiempo después, por el ministro de
Información, Gabriel Arias Salgado:
—El Diablo vive en un pozo de petróleo, en
Bakú, y desde allí da instrucciones a los comunistas.
El
incienso contra el azufre, el Bien contra el Mal, los cruzados de la Cristiandad contra los
nietos de Caín. Hay que acabar con los rojos, antes de que los rojos acaben con
España: los presos se dan la gran vida, los maestros desalojan a los curas de
las escuelas, las mujeres votan como si fueran varones, el divorcio profana el
sagrado matrimonio, la reforma agraria amenaza el señorío de la Iglesia sobre las
tierras...
El
golpe nace matando, y desde el principio es muy expresivo.
Generalísimo
Francisco Franco:
—Salvaré a España del marxismo al
precio que sea.
—¿Y si eso significa fusilar a media
España?
—Cueste lo que cueste.
General
José Millán-Astray:
—¡Viva la muerte!
General
Emilio Mola:
—Cualquiera que sea, abierta o secretamente,
defensor del Frente Popular, debe ser fusilado.
General
Gonzalo Queipo de Llano:
—¡Id preparando sepulturas!
Guerra
Civil es el nombre del baño de sangre que el golpe de estado desata. El
lenguaje pone, así, el signo de la igualdad entre la democracia que se defiende
y el cuartelazo que la ataca, entre los milicianos y los militares, entre el
gobierno elegido por el voto popular y el caudillo elegido por la gracia de Dios.
Última
voluntad
Bebel
es zurdo para jugar y para pensar.
En el
estadio, se pone la camiseta del Depor. A la salida del estadio, se pone la
camiseta de la
Juventud Socialista.
Once
días después del cuartelazo de Franco, cuando acaba de cumplir veintidós años,
enfrenta el pelotón de fusilamiento:
—Un momento —manda.
Y los
soldados, gallegos como él, futboleros como él, obedecen.
Entonces
Bebel se desabrocha la bragueta, lentamente, botón tras botón, y de cara al
pelotón echa una larga meada.
Después,
se abrocha la bragueta:
—Ahora sí.
Rosario
Villarejo
de Salvanés, verano de 1936: Rosario Sánchez Mora marcha al frente.
Ella
está en clase de Corte y Confección cuando unos milicianos vienen a buscar voluntarias.
Arroja al suelo las costurerías y de un salto trepa al camión, con sus
diecisiete años recién cumplidos, su falda de volados recién estrenada y un mosquetón
de siete kilos que carga, como un bebé, entre los brazos.
En el
frente, se hace dinamitera. Y en alguna batalla, cuando enciende la mecha de
una bomba casera, un envase de leche condensada relleno de clavos, la bomba
estalla antes de ser arrojada. Ella pierde la mano pero no la vida, gracias a
que un compañero le ata un torniquete con las cintas de sus alpargatas.
Después,
Rosario quiere seguir en las trincheras, pero no la dejan. Las milicias
republicanas necesitan convertirse en ejército, y en el ejército las mujeres no
tienen lugar. Tras mucho discutir consigue que al menos la dejen repartir
cartas, con grado de sargenta, en las trincheras.
Al fin
de la guerra, sus vecinos del pueblo le hacen el favor de denunciarla a las
autoridades, que la condenan a muerte.
Antes
de cada amanecer, espera el fusilamiento.
Pasa
el tiempo.
No la
fusilan.
Años
después, cuando sale de la cárcel, vende cigarrillos de contrabando en Madrid,
en los alrededores de la diosa Cibeles.
Guernica
París,
primavera de 1937: Pablo Picasso despierta y lee.
Lee el
diario mientras desayuna, en su taller.
El
café se le enfría en la taza.
La
aviación alemana ha arrasado la ciudad de Guernica. Durante tres horas, los
aviones nazis han perseguido y ametrallado al gentío que huía de la ciudad en
llamas.
El
general Franco asegura que Guernica ha sido incendiada por dinamiteros asturianos
y pirómanos vascos enrolados en las filas comunistas.
Dos
años después, en Madrid, Wolfram von Richthofen, comandante de las tropas
alemanas en España, acompaña a Franco en el palco de la victoria: matando
españoles, Hitler ha ensayado su próxima guerra mundial.
Muchos
años después, en Nueva York, Colin Powell pronuncia un discurso, en las
Naciones Unidas, anunciando la inminente aniquilación de Irak.
Mientras
él habla, el fondo de la sala no se ve, Guernica no se ve. La reproducción del
cuadro de Picasso, que decora la pared, ha sido completamente cubierta por un
enorme paño azul.
Las
autoridades de las Naciones Unidas han decidido que ése no es el acompañamiento
más adecuado para la proclamación de una nueva carnicería.
El
comandante que vino de lejos
Brunete,
verano de 1937: en plena batalla, un balazo parte el pecho de Oliver Law.
Oliver
era negro y rojo y obrero. Desde Chicago, se había venido a pelear por la
república española, en las filas de la Brigada Lincoln.
En la
brigada, los negros no integran un regimiento aparte. Por primera vez en la
historia de los Estados Unidos, blancos y negros están mezclados. Y por primera
vez en la historia de los Estados Unidos, soldados blancos han obedecido las
órdenes de un comandante negro.
Un
comandante raro: cuando Oliver Law daba orden de ataque, no contemplaba a sus
hombres con prismáticos, sino que se lanzaba a la pelea antes que ellos.
Pero
raros son, al fin y al cabo, todos estos voluntarios de las brigadas
internacionales, que no combaten por ganar medallas, ni por conquistar
territorios, ni por capturar pozos de petróleo.
A
veces, Oliver se preguntaba:
—Si ésta es una guerra entre blancos, y los
blancos nos han esclavizado durante siglos, ¿qué hago yo aquí? ¿Qué hago yo, un
negro, aquí?
Y se contestaba:
—Hay que barrer a los fascistas.
Y riendo agregaba, como si fuera chiste:
—Algunos de nosotros tendrán que morir
haciendo este trabajo.
Ramón
Mar
Mediterráneo, otoño de 1938: Ramón Franco estalla en el aire.
En
1926, había atravesado el océano desde Huelva hasta Buenos Aires, en un avión
llamado Plus Ultra. Y mientras el mundo entero aplaudía su hazaña, él la
celebraba en noches de juerga, bebiéndose la gloria y cantando la Marsellesa y
maldiciendo a los reyes y a los papas.
Y no mucho después, en alguna borrachera, lanzó
su avión sobre el Palacio Real de Madrid, y no echó las bombas porque había niños
jugando en los jardines.
Y sumó
y siguió: alzó la bandera republicana, participó en una sublevación anarquista,
fue elegido diputado por el nacionalismo catalán y una mujer lo denunció por
bigamia, aunque en realidad era trígamo.
Pero
cuando su hermano Francisco se alzó, Ramón Franco sufrió un súbito ataque de
familismo y se incorporó a las filas de la cruz y la espada.
Al
cabo de dos años de guerra, los restos del avión, su avión, se pierden en las
aguas del Mediterráneo. Ramón, cargado de bombas, se dirigía a Barcelona. Iba a
matar a los que habían sido sus compañeros y al loco lindo que él había sido.
Machado
La
frontera, invierno de 1939: la república española se está desmoronando.
Desde
Barcelona, desde las bombas, Antonio Machado consigue llegar a Francia.
Está
más viejo que sus años.
Tose,
camina con bastón.
Se
asoma a la mar.
En un
papelito, escribe:
Este sol de la infancia.
Es lo
último que escribe.
Matilde
Cárcel
de Palma de Mallorca, otoño de 1942: la oveja descarriada.
Está
todo listo. En formación militar, las presas aguardan. Llegan el obispo y el
gobernador civil. Hoy Matilde Landa, roja y jefa de rojos, atea convicta y
confesa, será convertida a la fe católica y recibirá el santo sacramento del
bautismo. La arrepentida se incorporará al rebaño del Señor y Satanás perderá a
una de las suyas.
Se
hace tarde.
Matilde
no aparece.
Está
en la azotea, nadie la ve.
Desde
allá arriba se arroja.
El
cuerpo estalla, como una bomba, contra el patio de la prisión.
Nadie
se mueve.
Se
cumple la ceremonia prevista.
El
obispo hace la señal de la Cruz ,
lee una página de los evangelios, exhorta a Matilde a renunciar al Mal, recita
el Credo y toca su frente con agua consagrada.
Las
cárceles más baratas del mundo
Franco
firmaba las sentencias de muerte, cada mañana, mientras desayunaba.
Los
que no fueron fusilados, fueron encerrados. Los fusilados cavaban sus propias
fosas y los presos construían sus propias cárceles.
Costo
de mano de obra, no hubo. Los presos republicanos, que alzaron la célebre
prisión de Carabanchel, en Madrid, y muchas más por toda España, trabajaban,
nunca menos de doce horas al día, a cambio de un puñado de monedas, casi todas
invisibles. Además, recibían otras retribuciones: la satisfacción de contribuir
a su propia regeneración política y la reducción de la pena de vivir, porque la
tuberculosis se los llevaba más temprano.
Durante
años y años, miles y miles de delincuentes, culpables de oponer resistencia al
golpe militar, no sólo construyeron cárceles. Fueron también obligados a
reconstruir pueblos derruidos y a hacer embalses, canales de riego, puertos,
aeropuertos, estadios, parques, puentes, carreteras; y tendieron nuevas vías de
tren y dejaron los pulmones en las minas de carbón, mercurio, amianto y estaño.
Y
empujados a bayonetazos erigieron el monumental Valle de los Caídos, en
homenaje a sus verdugos.
Resurrección
del carnaval
El sol
salía de noche,
los
muertos huían de sus sepulturas,
cualquier
bufón era rey,
el
manicomio dictaba las leyes,
los mendigos eran señores
y las
damas echaban llamas.
Y al
final, cuando llegaba el miércoles de ceniza, la gente se arrancaba las
máscaras, que no mentían, y volvía a ponerse las caras, hasta el año siguiente.
En el
siglo dieciséis, el emperador Carlos dictó en Madrid el castigo del carnaval y
sus desenfrenos: Si fuera persona baja,
cien azotes públicos; si noble, lo destierren seis meses...
Cuatro
siglos después, el generalísimo Francisco Franco prohibió el carnaval en uno de
sus primeros decretos de gobierno.
Invencible
fiesta pagana:, cuanto más la prohibían, con más ganas volvía.
Prohibido
ser negro
Haití
y la República
Dominicana son dos países separados por un río que se llama
Masacre.
Ya se
llamaba así en 1937, pero el nombre resultó una profecía: a la orilla de ese
río cayeron, asesinados a machete, miles de obreros haitianos que estaban
trabajando, del lado dominicano, en el corte de caña de azúcar. El generalísimo
Rafael Leónidas Trujillo, cara de ratón, sombrero de Napoleón, dio la orden de
exterminio de esos negros, para blanquear la raza y exorcizar su propia sangre
impura.
Los
diarios dominicanos no se enteraron de la novedad. Los diarios haitianos,
tampoco. Al cabo de tres semanas de silencio, algo se publicó, unas pocas
líneas, y Trujillo advirtió que no había que exagerar, que los muertos no eran
más de dieciocho mil.
Después
de mucho discutir, acabó pagando veintinueve dólares por muerto.
Insolencia
En las
Olimpíadas de 1936, el país natal de Hitler fue derrotado por la selección
peruana de fútbol.
El árbitro,
que anuló tres goles peruanos, hizo todo lo que pudo, y más, para evitar ese
disgusto al Führer, pero Austria perdió 4 a 2.
Al día
siguiente, las autoridades olímpicas y futboleras pusieron las cosas en su
sitio.
El
partido fue anulado. No porque la derrota aria resultara inadmisible ante una
línea de ataque que por algo se llamaba el Rodillo Negro, sino porque, según
las autoridades, el público había invadido la cancha antes del fin del partido.
Perú
abandonó las Olimpíadas y el país de Hitler conquistó el segundo puesto en el
torneo.
Italia,
la Italia de
Mussolini, ganó el primer puesto.
Negro
alado
En
esas Olimpíadas que Hitler había organizado para consagrar la superioridad de
su raza, la estrella más brillante fue un negro, nieto de esclavos, nacido en
Alabama.
Hitler
no tuvo más remedio que tragarse cuatro sapos: las cuatro medallas de oro que
Owens conquistó en velocidad y salto largo.
El
mundo entero celebró esas victorias de la democracia contra el racismo.
Cuando
el campeón regresó a su país, no recibió ninguna felicitación del presidente,
ni fue invitado a la Casa
Blanca. Volvió a lo de siempre:
entró
a los autobuses por la puerta de atrás,
comió
en restaurantes para negros,
usó baños
para negros,
se
hospedó en hoteles para negros.
Durante
años, se ganó la vida corriendo por dinero. Antes de que comenzaran los
partidos de béisbol, el campeón olímpico entretenía al público corriendo contra
caballos, perros, autos o motocicletas.
Después,
cuando las piernas ya no eran lo que habían sido, Owens se convirtió en
conferencista. Tuvo bastante éxito exaltando las virtudes de la Patria , la Religión y la Familia.
Estrella
negra
El
béisbol era cosa de blancos.
En la
primavera de 1947, Jackie Robinson, también nieto de esclavos, violó esa ley no
escrita, jugó en las Grandes Ligas y fue el mejor de los mejores.
Lo
pagó caro. Sus errores costaban el doble, sus aciertos valían la mitad. Sus
compañeros no le hablaban, el público lo invitaba a regresar a la jungla y su
mujer y sus hijos recibían amenazas de muerte.
Él
tragaba veneno.
Y al cabo de dos años, el Ku Klux Klan prohibió
el partido que los Dodgers de Brooklyn, el equipo de Jackie, iba a disputar en Atlanta.
Pero la prohibición no funcionó. Negros y blancos ovacionaron a Jackie
Robinson, al entrar al campo de juego, y a la salida, una multitud lo
persiguió.
Para
abrazarlo, no para lincharlo.
Sangre
negra
Era de
cordero la sangre de las primeras transfusiones; y corría el rumor de que esa
sangre hacía crecer lana en el cuerpo. En 1670, Europa prohibió las
experiencias.
Mucho
tiempo después, hacia 1940, las investigaciones de Charles Drew aportaron
técnicas nuevas para el procesamiento y almacenamiento del plasma. En mérito a
sus hallazgos, que salvaron millones de vidas durante la segunda guerra
mundial, Drew fue el primer director del Banco de Sangre de la Cruz Roja en los Estados
Unidos.
Ocho
meses duró en el cargo.
En
1942, una orden militar prohibió que la sangre negra se mezclara con la sangre
blanca en las transfusiones.
¿Sangre
negra? ¿Sangre blanca? Esto es pura estupidez, dijo Drew, y se negó a
discriminar la sangre.
Él
entendía del asunto: era científico, y era negro.
Y entonces renunció, o fue renunciado.
Voz
negra
La
empresa Columbia se negó a grabar esa canción, y el autor tuvo que firmar con
otro nombre.
Pero
cuando Billie Holiday cantó Strange fruit,
cayeron las barreras de la censura y el miedo. Ella cantó con los ojos cerrados
y la canción fue un himno religioso por obra y gracia de esa voz nacida para cantarlo,
y desde entonces cada negro linchado pasó a ser mucho más que un extraño fruto
colgado de un árbol, pudriéndose al sol.
Billie,
la que
a los catorce años lograba el milagro del silencio en los ruidosos puteros de
Harlem donde cambiaba música por comida,
la que
bajo la falda escondía una navaja,
la que
no supo defenderse de las palizas de sus amantes y sus maridos,
la que
vivió presa de las drogas y de la cárcel,
la que
tenía el cuerpo hecho un mapa de pinchazos y cicatrices,
la que
siempre cantaba como nunca.
La
impunidad es hija del olvido
El
imperio otomano se caía a pedazos y los armenios pagaron el pato. Mientras
ocurría la primera guerra mundial, una carnicería programada por el gobierno
acabó con la mitad de los armenios de Turquía:
casas
saqueadas y quemadas,
caravanas
de desnudos arrojados al camino sin agua ni nada,
mujeres
violadas a la luz del día en la plaza del pueblo,
cuerpos
mutilados flotando en los ríos.
Quien
no murió de sed o hambre o frío, murió de cuchillo o bala. O de horca. O de
humo: en el desierto de Siria, los armenios expulsados de Turquía fueron
encerrados en cuevas y asfixiados con humo, en lo que fue algo así como una
profecía de las cámaras de gas de la Alemania nazi.
Veinte
años después, Hitler estaba programando, con sus asesores, la invasión de
Polonia. Midiendo los pros y los contras de la operación, Hitler advirtió que
habría protestas, algún escándalo internacional, algún griterío, pero aseguró
que ese ruido no duraría mucho. Y preguntando comprobó:
—¿Quién se acuerda de los armenios?
El
engranaje
Los
batallones alemanes barrieron Polonia, aldea por aldea, exterminando judíos a
la luz del sol o a la luz de los faros de los camiones.
Los
soldados, casi todos civiles, funcionarios, obreros, estudiantes, eran actores
de una tragedia escrita de antemano. Iban a convertirse en verdugos, y podían
sufrir vómitos o diarreas. Pero cuando se abría el telón y entraban en escena,
actuaban.
En el
pueblo de Josefów, en julio del 42, el Batallón Policial de Reserva 101 tuvo su
bautismo de fuego contra mil quinientos viejos, mujeres y niños que no
ofrecieron la menor resistencia.
El
comandante reunió a los soldados, novatos en estas lides, y les dijo que si
alguno no se sentía en condiciones de realizar esta tarea, podía no hacerla.
Bastaba con que diera un paso al frente. El comandante lo dijo, y esperó. Muy
pocos dieron el paso.
Las
víctimas esperaron la muerte desnudos, acostados boca abajo.
Los
soldados les clavaron las bayonetas entre los omóplatos y dispararon todos a la
vez.
Prohibido
ser ineficiente
El
hogar estaba pegado a la fábrica. Desde la ventana del dormitorio, se veían las
chimeneas.
El
director regresaba a casa cada mediodía, se sentaba junto a su mujer y sus
cinco hijos, rezaba el Padrenuestro, almorzaba y después recorría el jardín,
los árboles, las flores, las gallinas y los pájaros cantores, pero ni por un
instante perdía de vista la buena marcha de la producción industrial.
Era el
primero en llegar a la fábrica y el último en irse. Respetado y temido,
aparecía a cualquier hora, sin aviso, en cualquier parte.
No
soportaba el desperdicio de recursos. Los costos altos y la productividad baja
le amargaban la vida. Le daban náuseas la falta de higiene y el desorden. Podía
perdonar cualquier pecado. La ineficiencia, no.
Fue él
quien sustituyó el ácido sulfúrico y el monóxido de carbono por el fulminante
gas Zyklon B, fue él quien creó hornos crematorios diez veces más productivos
que los hornos de Treblinka, fue él quien logró producir la mayor cantidad de
muerte en el menor tiempo y fue él quien creó el mejor centro de exterminio de
toda la historia de la humanidad.
En
1947, Rudolf Höss fue ahorcado en Auschwitz, el campo de concentración que él
había construido y dirigido, entre los árboles en flor a los que había dedicado
algunos poemas.
Mengele
Por
razones de higiene, a la entrada de las cámaras de gas había rejillas de
hierro. Ahí los funcionarios limpiaban el barro de sus botas.
Los
condenados, en cambio, entraban descalzos. Entraban por la puerta y salían por
las chimeneas, después de ser despojados de los dientes de oro, la grasa, el
pelo y todo lo que pudiera tener valor.
Allí,
en Auschwitz, el doctor Josef Mengele hacía sus experimentos.
Como
otros sabios nazis, él soñaba con criaderos capaces de generar la súper raza
del futuro. Para estudiar y evitar las taras hereditarias, trabajaba con moscas
de cuatro alas, ratones sin patas, enanos y judíos. Pero nada excitaba tanto su
pasión científica como los niños gemelos.
Mengele
repartía chocolatines y afectuosas palmadas entre sus cobayos infantiles,
aunque en la mayoría de los casos no resultaron útiles al progreso de la Ciencia.
Intentó
convertir a algunos gemelos en hermanos siameses, y les abrió las espaldas para
conectarles las venas: murieron despegados y aullando de dolor.
A
otros trató de cambiarles el sexo: murieron mutilados.
A
otros les operó las cuerdas vocales, para cambiarles la voz: murieron mudos.
Para
embellecer la especie, inyectó tintura azul en gemelos de ojos oscuros:
murieron ciegos.
Dios
En el
campo de concentración de Flossenbürg, está preso Dietrich Bonhoeffer.
Los
guardias obligan a todos los presos a asistir a la ejecución de tres
condenados.
Al
lado de Dietrich, alguien susurra:
—Y Dios, ¿dónde está?
Y él,
que es teólogo, señala a los ahorcados que se balancean a la luz del amanecer:
—Ahí.
Días
después, llega su turno.
Quiéreme
mucho
Los
amigos de Adolf Hitler tienen mala memoria, pero la aventura nazi no hubiera
sido posible sin la ayuda que de ellos recibió.
Como
sus colegas Mussolini y Franco, Hitler contó con el temprano beneplácito de la Iglesia Católica.
Hugo
Boss vistió su ejército.
Bertelsmann
publicó las obras que instruyeron a sus oficiales.
Sus
aviones volaban gracias al combustible de la Standard Oil y sus
soldados viajaban en camiones y jeeps marca Ford.
Henry
Ford, autor de esos vehículos y del libro El
judío internacional, fue su musa inspiradora. Hitler se lo agradeció
condecorándolo.
También
condecoró al presidente de la IBM ,
la empresa que hizo posible la identificación de los judíos.
Joe
Kennedy, padre del presidente, era embajador de los Estados Unidos en Londres,
pero más parecía embajador de Alemania. Y Prescott Bush, padre y abuelo de
presidentes, fue colaborador de Fritz Thyssen, quien puso su fortuna al
servicio de Hitler.
El
Deutsche Bank financió la construcción del campo de concentración de Auschwitz.
El
consorcio IGFarben, el gigante de la industria química alemana, que después
pasó a llamarse Bayer, Basf o Hoechst, usaba como conejillos de Indias a los
prisioneros de los campos, y además los usaba de mano de obra. Estos obreros
esclavos producían de todo, incluyendo el gas que iba a matarlos.
Los
prisioneros trabajaban también para otras empresas, como Krupp, Thyssen,
Siemens, Varta, Bosch, Daimler Benz, Volkswagen y BMW, que eran la base
económica de los delirios nazis.
Los
bancos suizos ganaron dinerales comprando a Hitler el oro de sus víctimas: sus
alhajas y sus dientes. El oro entraba en Suiza con asombrosa facilidad,
mientras la frontera estaba cerrada a cal y canto para los fugitivos de carne y
hueso.
Coca-Cola
inventó la Fanta
para el mercado alemán en plena guerra. En ese período, también Unilever,
Westinghouse y General Electric multiplicaron allí sus inversiones y sus
ganancias. Cuando la guerra terminó, la empresa ITT recibió una millonaria
indemnización porque los bombardeos aliados habían dañado sus fábricas en
Alemania.
Fotos:
La bandera de la victoria
Isla
de Iwo Jima, volcán Suribachi, febrero de 1945.
Seis marines plantan la bandera de los
Estados Unidos en la cumbre del volcán, que acaban de tomar tras un duro
combate contra los japoneses.
Esta
foto de Joe Rosenthal se convertirá en el símbolo de la patria victoriosa en
esta guerra y en las guerras siguientes, y será multiplicada millones de veces
en carteles y sellos de correos y hasta en los bonos del Tesoro.
En
realidad, ésta es la segunda bandera del día. La primera, bastante más pequeña
y poco adecuada para las imágenes épicas, ha sido plantada unas horas antes,
sin ninguna espectacularidad. Y cuando la foto registra el triunfo, esta
batalla no ha concluido, sino que recién comienza. Tres de esos seis soldados
no regresarán vivos, y siete mil marines
más morirán en esta minúscula isla del Pacífico.
Fotos:
Mapamundi
Costa
de Crimea, Yalta, febrero de 1945.
Se
reúnen los vencedores de la segunda guerra mundial.
Churchill,
Roosevelt y Stalin firman acuerdos secretos. Las grandes potencias deciden el
destino de varios países, que demorarán dos años en enterarse. Unos seguirán
siendo capitalistas y otros serán comunistas, como si tan tremendo salto
histórico pudiera reducirse a un cambio de nombre que se decide desde afuera y
desde arriba.
Tres
personas dibujan el nuevo mapa del mundo, fundan las Naciones Unidas y se
atribuyen el derecho de veto, que les garantiza el poder absoluto.
Las
cámaras de Richard Samo y Robert Hopkins registran la impasible sonrisa de
Churchill, el rostro de Roosevelt, ya visitado por la muerte, y los ojos
astutos de Stalin.
Stalin
todavía es el Tío Joe, pero pronto trabajará de villano en la película llamada
Guerra Fría, de inminente estreno.
Fotos:
Otra bandera de la victoria
Berlín,
Reichstag, mayo de 1945.
Dos
soldados plantan la bandera de la Unión Soviética en la cúpula del poder alemán.
Esta
foto, de Evgeni Jaldei, retrata el triunfo de la nación que más hijos perdió en
la guerra.
La
agencia Tass difunde la foto. Pero antes, la corrige. El soldado ruso que tenía
dos relojes pasa a tener uno solo. Los guerreros del proletariado no andan
saqueando cadáveres.
El
papá y la mamá de la penicilina
Él se
burlaba de su fama. Alexander Fleming decía que la penicilina había sido
inventada por un microbio, que se había colado en un cultivo ajeno aprovechando
el caos que reinaba en su laboratorio. Y decía que el mérito de los
antibióticos no era suyo, sino de los investigadores que habían convertido esa
curiosidad científica en una droga práctica.
Con
ayuda del microbio intruso, Fleming había descubierto la penicilina en 1928.
Nadie le hizo caso. La penicilina se desarrolló años después. Fue hija de la
segunda guerra mundial. Las infecciones mataban más que las bombas, y los
alemanes llevaban ventaja desde que Gerhard Domagk había inventado las
sulfamidas. Para los aliados, la producción de penicilina pasó a ser asunto
urgente. La industria química, convertida en industria militar, fue obligada a
salvar vidas además de matarlas.
Resurrección
de Vivaldi
Antonio
Vivaldi y Ezra Pound, hombres de cabellera llameante y flameante, han dejado
honda huella de sus pasos. El mundo sería bastante menos vivible si no tuviera
la música de Vivaldi y la poesía de Pound.
La
música de Vivaldi estuvo callada durante dos siglos.
Pound
la recuperó. Esos sones que el mundo había olvidado abrían y cerraban el
programa de radio del poeta, que trasmitía propaganda fascista, desde Italia,
en lengua inglesa.
El
programa ganó pocos simpatizantes para Mussolini, si es que alguno ganó; pero
conquistó muchos fervorosos para el músico de Venecia.
Cuando
el poder fascista se derrumbó, Pound cayó preso. Los militares de Estados
Unidos, su país, lo encerraron en una jaula de alambre de púas, a la
intemperie, para que la gente le arrojara monedas y escupidas, y después lo mandaron
al manicomio.
Fotos:
Un hongo grande como el cielo
Cielo
de Hiroshima, agosto de 1945.
El
avión B-29 se llama Enola Gay, como la mamá del piloto.
Enola
Gay trae un niño en la barriga. La criatura, llamada Little Boy, mide tres
metros y pesa más de cuatro toneladas.
A las
ocho y cuarto de la mañana, cae. Demora un minuto en llegar. La explosión
equivale a cuarenta millones de cartuchos de dinamita.
Allí
donde Hiroshima era, se alza la nube atómica. Desde la cola del avión, George
Carón, fotógrafo militar, dispara su cámara.
Este
inmenso, hermoso, hongo blanco, se convierte en el logotipo de cincuenta y
cinco empresas de Nueva York y del concurso de Miss Bomba Atómica, en Las
Vegas.
En
1970, un cuarto de siglo después, se publican por vez primera algunas fotos de
las víctimas de las radiaciones, que eran secreto militar.
En
1995, la
Smithsonian Institution anuncia en Washington una gran
exposición sobre las explosiones de Hiroshima y Nagasaki.
El
gobierno la prohíbe.
El
otro hongo
Tres
días después de Hiroshima, otro avión B-29 vuela sobre Japón.
El
regalo que trae, más gordo, se llama Fat Man.
Los
expertos quieren probar suerte con el plutonio, después del uranio ensayado en
Hiroshima. Un techo de nubes tapa a Kokura, la ciudad elegida. Después de dar
tres vueltas en vano, el avión cambia de rumbo. El mal tiempo y el poco
combustible deciden el exterminio de Nagasaki.
Como
en Hiroshima, los miles y miles de muertos en Nagasaki son todos civiles. Como
en Hiroshima, otros muchos miles morirán después. La era nuclear está
amaneciendo y una nueva enfermedad nace, el último grito de la Civilización : el
envenenamiento por radiaciones que, después de cada explosión, siguen matando
gente por los siglos de los siglos.
El
papá de la bomba
La
primera bomba atómica fue ensayada en el desierto de Nuevo México. El cielo se
incendió, y Robert Oppenheimer, que había dirigido los experimentos, sintió
orgullo de su trabajo bien hecho.
Pero
tres meses después de las explosiones en Hiroshima y en Nagasaki, Oppenheimer
dijo al presidente Harry Truman:
—Siento que mis manos están manchadas de
sangre.
Y el presidente Truman dijo a su secretario de
Estado, Dean Acheson:
—Nunca más quiero ver a este hijo de puta en
mi oficina.
Fotos:
Los ojos más tristes del mundo
Nueva
Jersey, Princeton, mayo de 1947. El fotógrafo, Philippe Halsman, le pregunta:
—¿Cree usted que habrá paz?
Y mientras la cámara hace clic, Albert Einstein
dice, o musita:
—No.
Según
cree la gente, Einstein recibió el premio Nobel por su teoría de la
relatividad, fue el autor de la famosa frase: Todo es relativo, y fue el inventor de la bomba atómica.
La
verdad es que no le dieron el Nobel por su teoría de la relatividad y nunca
dijo la frase ésa. Y tampoco inventó la bomba, aunque Hiroshima y Nagasaki no
hubieran sido posibles si él no hubiera descubierto lo que descubrió.
Y bien sabía él que sus hallazgos, nacidos de la
celebración de la vida, habían servido para aniquilarla.
No
eran héroes de Hollywood
En eso
coinciden todas las estadísticas de la segunda guerra mundial.
En
esta guerra, la más sangrienta de la historia, el pueblo que había humillado a
Napoleón hizo morder a Hitler el polvo de la derrota. Alto fue el precio: los
soviéticos sumaron más de la mitad de todos los muertos de los países aliados y
más del doble de todos los muertos del eje enemigo.
Algunos
ejemplos, en números redondos:
el
cerco de Leningrado mató de hambre a un millón;
la
batalla de Stalingrado dejó un tendal de ochocientos mil soviéticos muertos o
heridos;
en la
defensa de Moscú, cayeron setecientos mil, y seiscientos mil en Kursk;
en la
toma de Berlín, trescientos mil;
el
cruce del río Dniéper cobró cien veces más víctimas que el desembarco de
Normandía, pero fue cien veces menos famoso.
Zares
Iván
el Terrible, primer zar de todas las Rusias, inició su carrera en la infancia,
cuando mandó matar al príncipe que le hacía sombra, y la culminó, cuarenta años
más tarde, partiendo de un bastonazo el cráneo de su hijo.
Entre
esas dos puntas del camino, le dieron fama sus guerreros de la guardia negra,
negros caballos, largas capas negras, que daban pánico a las piedras,
sus
enormes cañones,
sus
invencibles fortalezas,
su
costumbre de llamar traidores a
quienes no se inclinaban a su paso,
su
tendencia a cortar el pescuezo de sus más talentosos cortesanos,
su
catedral de san Basilio, símbolo de Moscú, por él alzada para ofrecer a Dios
sus conquistas imperiales,
su
voluntad de ser el bastión del cristianismo en Oriente
y sus
largas crisis místicas, cuando arrepentido lloraba sangre, se golpeaba el
pecho, arañaba las paredes y aullando suplicaba perdón por sus pecados.
Cuatro
siglos después, en las horas más trágicas de la segunda guerra mundial, en
plena invasión alemana, Stalin encomendó a Sergei Eisenstein una película sobre
Iván el Terrible.
Eisenstein
hizo una obra de arte.
A
Stalin no le gustó ni un poquito.
Él
había encargado una obra de propaganda, y Eisenstein no lo había entendido:
Stalin el Terrible, último zar de todas las Rusias, implacable látigo de sus
enemigos, quería convertir en hazaña personal la resistencia patriótica contra
la avalancha nazi. Ese sacrificio de todos no era una epopeya de la dignidad
colectiva, sino la inspiración genial de un elegido, la obra maestra del sumo
sacerdote de una religión llamada Partido y de un dios llamado Estado.
Moría
una guerra, otras guerras nacían
El 28
de abril de 1945, mientras Mussolini se balanceaba, colgado boca abajo, en una
plaza de Milán, Hitler estaba acorralado en su bunker de Berlín. La ciudad
ardía en llamas y las bombas estallaban cerquita, pero él golpeaba el
escritorio con el puño y gritaba órdenes para nadie, con un dedo en el mapa
mandaba desplegar tropas que no existían y por un teléfono que no funcionaba
convocaba a sus generales muertos o fugados.
El 30
de abril, Hitler se pegó un balazo, cuando ya la bandera soviética flameaba en
las alturas del Reichstag; y en la noche del 7 de mayo, Alemania se rindió.
El 8,
desde muy temprano en la mañana, las multitudes inundaron las calles de las
ciudades del mundo. Era el fin de la pesadilla universal, al cabo de seis años
y cincuenta y cinco millones de muertos.
También
Argelia fue una fiesta. Muchos soldados argelinos habían dado la vida por la
libertad, la libertad de Francia, en las dos guerras mundiales.
En la
ciudad de Sétif, en plena celebración se alzó, entre las banderas triunfantes,
la bandera prohibida por el poder colonial. La enseña verdiblanca, símbolo
nacional de Argelia, fue aclamada por la manifestación, y un muchacho argelino
llamado Saâl Bouzid cayó, envuelto en ella, acribillado a balazos. La ráfaga lo
mató por la espalda.
Y
estalló la furia.
En
Argelia y en Vietnam y en todas partes.
El fin
de la guerra mundial estaba alumbrando el alzamiento de las colonias. Los súbditos,
que habían sido carne de cañón en las trincheras europeas, se levantaban contra
sus amos.
Ho
Nadie
faltó.
Todo
Vietnam en una plaza.
Un
campesino esmirriado, huesudo, barba de chivo, habló a la multitud reunida en
Hanoi.
Él
había tenido muchos nombres. Ahora lo llamaban Ho Chi Minh.
Era
hombre de palabra pausada y suave, como sus pasos. Sin apuro había andado mucho
mundo y había sobrevivido a muchas desventuras. Parecía estar charlando con los
vecinos de la aldea cuando dijo a la inmensa multitud:
—Bajo la bandera de la libertad, la igualdad
y la fraternidad, Francia ha construido en nuestro país más prisiones que
escuelas.
Él
había escapado de la guillotina y había estado varias veces preso, y con
grilletes en los pies. Su país seguía preso todavía, pero ya no, ya nunca: aquella
mañana de setiembre de 1945, Ho Chi Minh declaró la independencia. Serenamente,
sencillamente, dijo:
—Somos libres.
Y
anunció:
—Nunca más seremos humillados. ¡Nunca!
La
plaza se vino abajo.
La
poderosa fragilidad de Ho Chi Minh contenía la energía de su tierra, armada,
como él, de dolor y de paciencia.
Desde
su cabaña de madera, Ho dirigió dos largas guerras de liberación.
La
tuberculosis lo mató antes de la victoria final.
Él quería que sus cenizas fueran arrojadas libremente al
viento, pero sus camaradas lo convirtieron en momia y lo encerraron en un
sarcófago de cristal.
No
fue un regalo
A lo
largo de treinta años de guerra, Vietnam propinó tremendas palizas a dos
potencias imperiales: derrotó a Francia y derrotó a los Estados Unidos.
Grandeza
y horror de la independencia nacional:
Vietnam
sufrió más bombas que todas las que cayeron en la segunda guerra mundial;
sobre
sus junglas y sus campos se derramaron ochenta millones de litros de
exterminadores químicos;
dos
millones de vietnamitas murieron;
y fueron
incontables los mutilados, las aldeas aniquiladas, los bosques arrasados, las
tierras esterilizadas y los envenenamientos heredados por las generaciones
siguientes.
Los
invasores actuaron con la impunidad que la historia otorga y el poder
garantiza.
Tardía
revelación: en el año 2006, tras casi cuarenta años de secreto, se supo que
existía un informe de nueve mil páginas de minuciosas investigaciones del
Pentágono. El informe comprobaba que habían cometido crímenes de guerra contra
la población civil todas las divisiones militares de los Estados Unidos en
Vietnam.
La
información objetiva
En los
países democráticos, el deber de objetividad guía los medios masivos de
comunicación.
La
objetividad consiste en difundir los puntos de vista de cada una de las partes
implicadas en situaciones de conflicto.
En los
años de la guerra de Vietnam, los medios masivos de comunicación de los Estados
Unidos dieron a conocer a la opinión pública la posición de su gobierno y
también la posición del enemigo.
George
Bayley, curioso de estos asuntos, midió el tiempo dedicado a una y otra parte
en las cadenas televisivas ABC, CBS y NBC entre 1965 y 1970: el punto de vista
de la nación invasora ocupó el noventa y siete por ciento del espacio y el
punto de vista de la nación invadida ocupó el tres por ciento.
Noventa
y siete a tres.
Para
los invadidos, el deber de sufrir la guerra; para los invasores, el derecho de
contarla.
La
información hace la realidad, y no al revés.
La
sal de esta tierra
En
1947, la India
se convirtió en país independiente.
Entonces
cambiaron de opinión los grandes diarios hindúes, escritos en inglés, que se
habían burlado de Mahatma Gandhi, personajito
ridículo, cuando lanzó, en 1930, la marcha de la sal.
El
imperio británico había alzado una muralla de troncos de cuatro mil seiscientos
kilómetros de largo, entre el Himalaya y la costa de Orissa, para impedir el
paso de la sal de esta tierra. La libre competencia prohibía la libertad: la India no era libre de
consumir su propia sal, aunque era mejor y más barata que la sal importada
desde Liverpool.
A la
larga, la muralla envejeció y murió. Pero la prohibición continuó, y contra
ella lanzó su marcha un hombre chiquito, huesudo, miope, que andaba medio
desnudo y caminaba apoyado en un bastón de bambú.
A la
cabeza de unos pocos peregrinos, Mahatma Gandhi inició una caminata hacia la
mar. Al cabo de un mes, tras mucho andar, una multitud lo acompañaba. Cuando
llegaron a la playa, cada uno recogió un puñado de sal. Así, cada uno violó la
ley. Era la desobediencia civil contra el imperio británico.
Unos
cuantos desobedientes cayeron ametrallados y más de cien mil marcharon presos.
Presa
estaba, también, su nación.
Diecisiete
años después, la desobediencia la liberó.
La
educación en tiempos de Franco
Andrés
Sopeña Monsalve ha hecho un repaso de sus libros escolares:
* Sobre los españoles, los árabes y los
judíos: Proclamemos también en alto que
España no ha sido nunca un país atrasado, pues desde los primeros tiempos
realizó inventos tan útiles como la herradura, que enseñó a los pueblos más
adelantados de la tierra.
Aunque los árabes, al venir a España,
eran simples y feroces guerreros del desierto, el contacto con los españoles
despertó en ellos ilusiones de arte y saber.
En varias ocasiones, los judíos habían
martirizado a niños cristianos con horrendos suplicios. Por todo esto, el
pueblo les odiaba.
* Sobre América: Un día se presentó a Doña Isabel la Católica un marinero, que se llamaba Cristóbal
Colón, diciéndole que él quería recorrer los mares y buscar las tierras que
hubiera en ellos y enseñar a todas las gentes a ser buenos y rezar.
A España le dio mucha pena de aquellas
pobres gentes de América.
* Sobre el mundo: El Inglés y el francés son lenguas tan gastadas, que van camino de una
disolución completa.
Los chinos no tienen descanso semanal
y son fisiológica y espiritualmente inferiores a los demás hombres.
* Sobre los ricos y los pobres: Como todo está cubierto de nieve y hielo,
los pajaritos no pueden encontrar nada y ahora son pobres. Por esto les doy de comer,
de la misma manera que los ricos sostienen y alimentan a los pobres.
El socialismo organiza a los pobres
para que destruyan a los ricos.
* Sobre la misión del generalísimo Franco: Rusia había soñado con clavar la hoz
ensangrentada de su emblema en este hermoso pedazo de Europa, y todas las masas
comunistas y socialistas de la tierra, unidas con masones y judíos, anhelaban
triunfar en España... Y entonces surgió el hombre, el salvador, el Caudillo.
Encomendar al pueblo, que no ha estudiado ni aprendido el difícil arte de
gobernar, la responsabilidad de dirigir un Estado, es una insensatez o una
maldad.
* Sobre la buena salud: Los excitantes como el café, el tabaco, el alcohol, los periódicos, la
política, el cine y el lujo minan y gastan sin cesar nuestro organismo.
La
justicia en tiempos de Franco
Arriba,
en lo alto del estrado, enfundado en su toga negra, el presidente del tribunal.
A la derecha, el abogado. A la izquierda, el fiscal.
Escalones
abajo, el banquillo de los acusados, todavía vacío. Un nuevo proceso va a
comenzar.
Dirigiéndose
al ujier, el juez, Alfonso Hernández Pardo, ordena:
—Que pase el condenado.
Doria
En El
Cairo, en 1951, mil quinientas mujeres invadieron el Parlamento.
Durante
horas estuvieron allí, y no había manera de sacarlas. Clamaban que el
Parlamento era mentira, porque la mitad de la población no podía votar ni ser
votada.
Los
líderes religiosos, representantes del cielo, en el cielo pusieron el grito: ¡El voto degrada a la mujer y contradice a
la naturaleza!
Los
líderes nacionalistas, representantes de la patria, denunciaron por traición a
la patria a las militantes del sufragio femenino.
El
derecho al voto costó, pero a la larga salió. Fue una de las conquistas de la Unión de Hijas del Nilo.
Entonces el gobierno prohibió que se convirtieran en partido político, y
condenó a prisión domiciliaria a Doria Shafik, que era el símbolo vivo del
movimiento.
Eso
nada tenía de raro. Casi todas las mujeres egipcias estaban condenadas a
prisión domiciliaria. No podían moverse sin permiso del padre o del marido, y
muchas eran las que sólo salían de casa en tres ocasiones: para ir a La Meca , para ir a su boda y
para ir a su entierro.
Retrato
de familia en Jordania
Un día
del año 1998, Yasmin Abdullah entró en su casa llorando. Sólo atinaba a decir y
repetir:
—Ya no soy niña.
Había
ido a visitar a su hermana mayor.
La
violó el cuñado.
Yasmin
fue a parar a la cárcel de Jweidah, hasta que el padre la sacó de allí
comprometiéndose a cuidarla y pagando la fianza correspondiente.
Para
entonces, ya el padre, la madre, los tíos y setecientos vecinos habían
resuelto, en asamblea, que el honor de la familia debía ser lavado con sangre.
Yasmin
tenía dieciséis años.
Su
hermano, Sarhan, le metió cuatro balas en la cabeza.
Sarhan
estuvo seis meses en prisión. Fue tratado como héroe. También fueron tratados
como héroes otros veintisiete hombres presos por casos semejantes.
De
cada cuatro crímenes cometidos en Jordania, uno es crimen de honor.
Phoolan
Phoolan
Devi tuvo la mala ocurrencia de nacer pobre y mujer, y en una de las castas más
bajas de la India.
En 1974, a los once años de
edad, sus padres la casaron con un señor de casta no tan baja, a quien dieron
por dote una vaca.
Como
Phoolan ignoraba los deberes conyugales, su marido la instruía torturándola y
violándola. Y cuando huyó, él la denunció, y los policías la torturaron y la
violaron. Y cuando volvió a su aldea, el buey, su buey, fue el único que no la
acusó de ser impura.
Y se
fue. Y conoció a un ladrón de frondoso prontuario, y ése fue el único hombre
que le preguntó si tenía frío y si se sentía bien.
Su
amante ladrón cayó acribillado en la aldea de Behmai, y ella fue arrastrada por
las calles y torturada y violada por unos cuantos dueños de tierras. Y algún
tiempo después, Phoolan volvió a Behmai, en plena noche, y al frente de una
banda de forajidos buscó a esos hombres, casa por casa, y encontró a veintidós
y los despertó, uno por uno, y los mató.
Por
entonces, Phoolan Devi tenía dieciocho años. Toda la región bañada por el río
Yamuna sabía que ella era hija de la diosa Durga, bella y violenta como la
mamá.
Mapa
de la Guerra Fría
Macho,
lo que se dice macho, hombre de pelo en pecho, es el senador Joseph MacCarthy.
A mediados del siglo veinte, aporrea la mesa con el puño y ruge denunciando que
la patria corre grave peligro de caer en las garras del totalitarismo rojo,
como esos reinos del terror tras la
Cortina de Hierro donde
se
asfixia la libertad,
se
prohíben libros,
se
prohíben ideas,
los
ciudadanos denuncian antes de ser denunciados,
quien
piensa atenta contra la seguridad nacional
y
quien discrepa es un espía al servicio del enemigo imperialista.
El
senador MacCarthy siembra el miedo en los Estados Unidos. Y por orden del
miedo, que manda asustando,
se
asfixia la libertad,
se
prohíben libros,
se
prohíben ideas,
los
ciudadanos denuncian antes de ser denunciados,
quien
piensa atenta contra la seguridad nacional
y
quien discrepa es un espía al servicio del enemigo comunista.
El
papá de las computadoras
Por no
ser macho, lo que se dice macho, hombre de pelo en pecho, Alan Turing fue
condenado.
Él
chillaba, graznaba, tartamudeaba. Usaba una vieja corbata a modo de cinturón.
Dormía poco y pasaba días sin afeitarse y corriendo atravesaba las ciudades de
punta a punta, mientras mentalmente iba elaborando complicadas fórmulas
matemáticas.
Trabajando
para la inteligencia británica, unos años atrás, había ayudado a abreviar la
segunda guerra mundial cuando inventó la máquina capaz de descifrar los
indescifrables códigos del alto mando militar de Alemania.
Para
entonces, ya había imaginado un prototipo de computadora electrónica y había
echado las bases teóricas de la informática moderna. Después, dirigió la
construcción de la primera computadora que operó con programas integrados. Con
ella jugaba interminables partidas de ajedrez y le formulaba preguntas que la
volvían loca y le exigía que le escribiera cartas de amor. La máquina obedecía
emitiendo mensajes más bien incoherentes.
Pero
fueron policías de carne y hueso los que en 1952 se lo llevaron preso, en Manchester,
por indecencia grave.
Sometido
a juicio, Turing se declaró culpable de homosexualidad.
Para
que lo dejaran libre, aceptó someterse a un tratamiento de curación.
El
bombardeo de drogas lo dejó impotente. Le crecieron tetas. Se encerró. Ya no
iba ni a la universidad. Escuchaba murmullos, sentía miradas que lo fusilaban
por la espalda.
Antes
de dormir, era costumbre, comía una manzana.
Una
noche, inyectó cianuro en la manzana que iba a comer.
La
mamá y el papá de los derechos civiles
En un
autobús que circulaba por las calles de Montgomery, Alabama, una pasajera
negra, Rosa Parks, se negó a ceder su asiento a un pasajero blanco.
El
chófer llamó a la policía.
Llegaron
los agentes, dijeron: La ley es la ley, y arrestaron a Rosa por perturbar el
orden.
Entonces
un pastor desconocido, Martin Luther King, lanzó, desde su iglesia, un boicot
contra los autobuses. Lo propuso así:
—¿Es seguro?
—¿Es oportuno?
Y la Vanidad pregunta:
—¿Es popular?
Pero la Conciencia pregunta:
—¿Es justo?
Y
también él marchó preso. El boicot duró más de un año y desencadenó un oleaje
incontenible, de costa a costa, contra la discriminación racial.
En
1968, en la ciudad sureña de Memphis, un balazo rompió la cara del pastor King,
cuando estaba denunciando que la máquina militar comía negros en Vietnam.
Según
el FBI, él era un tipo peligroso.
Como
Rosa. Y como muchos otros pulmones del viento.
Los
derechos civiles en el fútbol
El
pasto crecía en los estadios vacíos.
Pie de
obra en pie de lucha: los jugadores uruguayos, esclavos de sus clubes,
simplemente exigían que los dirigentes reconocieran que su sindicato existía y
tenía el derecho de existir. La causa era tan escandalosamente justa que la
gente apoyó a los huelguistas, aunque el tiempo pasaba y cada domingo sin
fútbol era un insoportable bostezo.
Los
dirigentes no daban el brazo a torcer, y sentados esperaban la rendición por
hambre. Pero los jugadores no aflojaban. Mucho los ayudó el ejemplo de un
hombre de frente alta y pocas palabras, que se crecía en el castigo y levantaba
a los caídos y empujaba a los cansados: Obdulio Varela, negro, casi analfabeto,
jugador de fútbol y peón de albañil.
Y así,
al cabo de siete meses, los jugadores uruguayos ganaron la huelga de las
piernas cruzadas.
Un año
después, también ganaron el campeonato mundial de fútbol.
Brasil,
el dueño de casa, era el favorito indiscutible. Venía de golear a España 6 a 1 y 7 a 1 a Suecia. Por veredicto del
destino, Uruguay iba a ser la víctima sacrificada en sus altares en la
ceremonia final. Y así estaba ocurriendo, y Uruguay iba perdiendo, y doscientas
mil personas rugían en las tribunas, cuando Obdulio, que estaba jugando con un
tobillo inflamado, apretó los dientes. Y el que había sido capitán de la huelga
fue entonces capitán de una victoria imposible.
Maracaná
Los
moribundos demoraron su muerte y los bebés apresuraron su nacimiento.
Río de
Janeiro, 16 de julio de 1950, estadio de Maracaná.
La
noche anterior, nadie podía dormir.
La
mañana siguiente, nadie quería despertar.
Pelé
Dos
clubes británicos disputaban el último partido del campeonato. No faltaba mucho
para el pitazo final, y seguían empatados, cuando un jugador chocó con otro y
cayó despatarrado al piso.
Una
camilla lo retiró de la cancha y en un santiamén todo el equipo médico puso
manos a la obra, pero el desmayado no reaccionaba.
Pasaban
los minutos, los siglos, y el entrenador se estaba tragando el reloj con agujas
y todo. Ya había hecho los cambios reglamentarios. Sus muchachos, diez contra
once, se defendían como podían, pero no era mucho lo que podían.
La
derrota se veía venir, cuando de pronto el médico corrió hacia el entrenador y
le anunció, eufórico:
—¡Lo logramos! ¡Está despertando!
Y en
voz baja, agregó:
—Pero no sabe quién es.
El
entrenador se acercó al jugador, que balbuceaba incoherencias mientras
intentaba levantarse, y al oído le informó:
—Tú eres Pelé.
Ganaron
cinco a cero.
Hace
años escuché, en Londres, esta mentira que decía la verdad.
Maradona
Ningún
futbolista consagrado había denunciado sin pelos en la lengua a los amos del
negocio del fútbol. Fue el deportista más famoso y más popular de todos los
tiempos quien rompió lanzas en defensa de los jugadores que no eran famosos ni
populares.
Este
ídolo generoso y solidario había sido capaz de cometer, en apenas cinco
minutos, los dos goles más contradictorios de toda la historia del fútbol. Sus
devotos lo veneraban por los dos: no sólo era digno de admiración el gol del
artista, bordado por las diabluras de sus piernas, sino también, y quizá más,
el gol del ladrón, que su mano robó. Diego Armando Maradona fue adorado no sólo
por sus prodigiosos malabarismos sino también porque era un dios sucio,
pecador, el más humano de los dioses. Cualquiera podía reconocer en él una
síntesis ambulante de las debilidades humanas, o al menos masculinas:
mujeriego, tragón, borrachín, tramposo, mentiroso, fanfarrón, irresponsable.
Pero
los dioses no se jubilan, por humanos que sean.
Él
nunca pudo regresar a la anónima multitud de donde venía.
La
fama, que lo había salvado de la miseria, lo hizo prisionero.
Maradona
fue condenado a creerse Maradona y obligado a ser la estrella de cada fiesta,
el bebé de cada bautismo, el muerto de cada velorio.
Más
devastadora que la cocaína es la exitoína. Los análisis, de orina o de sangre,
no delatan esta droga.
Fotos:
El escorpión
Londres,
estadio de Wembley, otoño de 1995.
La
selección colombiana de fútbol desafía al venerable fútbol inglés en su templo
mayor, y René Higuita se manda una atajada jamás vista.
Un
delantero inglés dispara un tiro fulminante. Con el cuerpo horizontal en el
aire, el arquero deja pasar la pelota y la devuelve con los tacos, doblando las
piernas como el escorpión tuerce la cola.
Vale
la pena detenerse a mirar las fotos de este documento de identidad colombiana.
Su fuerza de revelación no está en la proeza deportiva, sino en la sonrisa que
cruza la cara de Higuita, de oreja a oreja, mientras comete su sacrilegio
imperdonable.
Brecht
Bertolt
Brecht adoraba burlarse de las máscaras que usa la realidad.
En 1953,
estalló la protesta obrera en la
Alemania comunista.
Los
trabajadores se lanzaron a las calles y los tanques soviéticos se ocuparon de
callarles la boca. El diario oficial publicó, entonces, una carta de Brecht
apoyando al partido gobernante. La carta, mutilada, no decía lo que él había
dicho. Pero Brecht se las arregló para burlar la censura difundiendo, por vías
subterráneas, un poema que proponía:
Tras el
alzamiento del 17 de junio
el Secretario
del Sindicato de Escritores
hizo
distribuir en la Avenida
Stalin unos volantes
donde podía
leerse que el pueblo
había perdido
la confianza del gobierno
y que sólo con
mucho esfuerzo
podría
recobrarla.
¿No sería más
fácil
que el
gobierno disuelva al pueblo
y elija otro?
Cien
flores y un solo jardinero
En China,
en los últimos años de Mao, cometía traición a la patria quien se atreviera a
comprobar que la realidad era como era, y no como el Partido mandaba que fuese.
Pero
en otros tiempos, Mao no había sido el que terminó siendo. Cuando tenía
veintipocos años, él proponía una síntesis de Lao Tsé y Carlos Marx, y se
atrevía a formularla así: La imaginación
es pensamiento, el presente es pasado y futuro, lo pequeño es grande, lo
masculino es femenino, muchos son uno y el cambio es permanencia.
Por
entonces, había sesenta comunistas en toda China.
Cuarenta
años después, la revolución había conquistado el poder, con Mao a la cabeza. Ya
no había mujeres caminando a duras penas con sus pies atrofiados por mandato de
una tradición atroz, ni parques donde los carteles advertían:
Prohibida
la entrada a chinos y perros
La revolución estaba cambiando la vida de la
cuarta parte de la humanidad y Mao no ocultaba sus divergencias con las
costumbres heredadas de Stalin, para quien las contradicciones no eran pruebas
de vida ni vientos de historia, sino molestias que sólo existían para ser
eliminadas.
Mao
decía:
—La disciplina que asfixia la
creatividad y la iniciativa debe ser abolida.
Y decía:
—El miedo no es solución. Cuanto más asustado
estés, más fantasmas vendrán a visitarte.
Y lanzó la consigna:
—Que cien flores florezcan, que se enfrenten
cien escuelas de pensamiento.
Pero
poco duró la floración.
En
1957, el Gran Timonel puso en práctica su Gran Salto Adelante, y anunció que
muy pronto la economía china iba a humillar a las economías más ricas del
mundo. A partir de entonces, la divergencia y la duda fueron prohibidas. Era
obligatorio creer en los números que los burócratas mentían para no perder el
empleo o la vida.
Mao
sólo escuchaba los ecos de su voz, que le decían lo que quería escuchar. El
Gran Salto Adelante saltó al vacío.
El
emperador rojo
Tres
años después del fracaso del Gran Salto Adelante, estuve en China. Nadie
hablaba del asunto. Era secreto de estado.
Vi a
Mao rindiendo homenaje a Mao. Parado en las alturas del pórtico de la Paz Celestial , Mao
presidía el inmenso desfile que la inmensa estatua de Mao encabezaba. Mao, el
de yeso, alzaba la mano, y Mao, el de carne y hueso, le respondía el saludo. La
multitud ovacionaba a los dos, desde un océano de flores y globos de colores.
Mao
era China, y China era su santuario. Mao exhortaba a seguir el ejemplo de Lei
Feng y Lei Feng exhortaba a seguir el ejemplo de Mao. Lei Feng, el joven
apóstol del comunismo, de existencia más bien dudosa, pasaba los días dando
consuelo a los enfermos, trabajando para las viudas y regalando su comida a los
huérfanos, y en las noches leía las obras completas de Mao. Cuando dormía, soñaba
con Mao, que en los días guiaba sus pasos. Lei Feng no tenía novia ni novio,
porque no perdía el tiempo en frivolidades, y ni se le pasaba por la cabeza la
idea de que la vida pudiera ser contradictoria y la realidad, diversa.
El
emperador amarillo
Pu Yi
tenía tres años de edad cuando en 1908 se sentó en el trono reservado a los
Hijos del Cielo. El minúsculo emperador era el único chino que podía usar el
color amarillo. La gran corona de perlas le escondía los ojos, pero no había
mucho que mirar: hundido en túnicas de seda y oro, se aburría en la inmensidad
de la Ciudad
Prohibida , su palacio, su prisión, siempre rodeado por una
multitud de eunucos.
Cuando
la monarquía cayó, Pu Yi pasó a llamarse Henry, al servicio de los ingleses.
Después, los japoneses lo sentaron en el trono de Manchuria y tuvo trescientos
cortesanos que comían las sobras de sus noventa platos.
Las
tortugas y las grullas simbolizan, en China, la vida eterna. Pero Pu Yi, que no
era tortuga ni grulla, había logrado conservar la cabeza sobre sus hombros, lo
que era más bien raro en su peligrosa profesión.
En
1949, cuando Mao tomó el poder, Pu Yi culminó su carrera convirtiéndose al
marxismo-leninismo.
A
fines de 1963, cuando lo entrevisté en Pekín, vestía como todos los demás,
uniforme azul abotonado hasta el cuello, y por las mangas asomaban tos puños
raídos de la camisa. Se ganaba la vida podando plantas en el Jardín Botánico de
Pekín.
Estaba
sorprendido de que alguien pudiera tener interés en hablar con él. Me entonó su
mea culpa, soy un traidor, soy un traidor, y con voz monocorde me recitó
consignas durante un par de horas.
De vez
en cuando, pude interrumpirlo. De su tía, la emperatriz, el Ave Fénix, sólo
recordaba que tenía cara de muerta. Cuando la vio, se asustó y lloró. Ella le
dio un caramelo y él lo tiró al suelo. De sus mujeres, me dijo que siempre las
había conocido por fotos que le daban a elegir los mandarines o los ingleses o
los japoneses. Hasta que por fin, gracias al presidente Mao, había podido
casarse con un amor de verdad.
—¿Con
quién, si no es indiscreción?
—Una trabajadora, una enfermera del hospital.
Nos casamos un primero de mayo.
Le
pregunté si era miembro del Partido Comunista. No, no era.
Le
pregunté si quería ser.
El
intérprete se llamaba Wang, no Freud. Pero se ve que estaba cansado, porque
tradujo:
—Sería para mí un grande horno.
Prohibido
ser independiente
A mediados
de 1960, se celebró la ceremonia de la independencia del Congo, que había sido,
hasta entonces, colonia belga.
Discurso
tras discurso, el público se derretía de calor y de aburrimiento. El Congo,
alumno agradecido, prometía buena conducta. Bélgica, maestra severa, advertía
contra los peligros de la libertad.
Entonces
estalló el discurso de Patricio Lumumba. Habló contra el imperio del silencio,
y por su boca hablaron los callados. Este aguafiestas rindió homenaje a los
autores de la independencia, los asesinados, los presos, los torturados y los
exiliados que a lo largo de tantos años se habían batido contra la humillante esclavitud del poder colonial.
Sus
palabras, recibidas por el silencio de hielo del estrado europeo, fueron
interrumpidas ocho veces por las ovaciones del público africano.
Ese
discurso selló su destino.
Lumumba,
recién salido de la cárcel, había ganado las primeras elecciones libres en la
historia del Congo y encabezaba su primer gobierno, pero la prensa belga lo
llamó delirante y ladrón analfabeto.
En las comunicaciones de los servicios belgas de inteligencia, Lumumba fue
nombrado Satán. El director de la
CIA , Allen Dulles, envió instrucciones a sus funcionarios:
—La destitución de Lumumba debe ser nuestro
objetivo urgente.
Dwight
Eisenhower, presidente de los Estados Unidos, dijo al canciller británico lord
Home:
—Deseo que Lumumba caiga en un río lleno de
cocodrilos.
A Lord
Home le llevó una semana contestar:
—Ha llegado el momento de deshacernos de él.
Y el ministro de Asuntos Africanos del gobierno
belga aportó lo
suyo a
la ronda de opiniones:
—Lumumba debe ser eliminado de una vez y para
siempre.
Oficiales
belgas, al mando de ocho soldados y nueve policías, lo fusilaron, a principios
de 1961, junto a sus dos colaboradores más cercanos.
Temiendo
un levantamiento popular, el gobierno belga y sus instrumentos congoleses,
Mobutu y Tshombé, ocultaron el crimen.
Quince
días después, el nuevo presidente de los Estados Unidos, John Kennedy, anunció:
—No aceptaremos que Lumumba vuelva al gobierno.
Y Lumumba, que para entonces había sido ya
fusilado y disuelto en un barril de ácido sulfúrico, no volvió al gobierno.
Resurrección
de Lumumba
El
asesinato de Lumumba fue un acto de reconquista colonial.
Las
riquezas minerales, cobre, cobalto, diamantes, oro, uranio, petróleo, dictaban
órdenes desde el fondo de la tierra.
La
sentencia fue ejecutada con la complicidad de las Naciones Unidas. Lumumba
tenía buenas razones para desconfiar de los oficiales de las tropas que decían
ser internacionales, y denunciaba el
racismo y el paternalismo de esta gente que reduce el África a la cacería de
leones, los mercados de esclavos y la conquista colonial. Naturalmente, se
entenderán con los belgas. Tienen la misma historia y la misma codicia por
nuestras riquezas.
Mobutu,
héroe del mundo libre, que atrapó a Lumumba y lo mandó triturar, disfrutó el
poder durante más de treinta años. Los organismos internacionales de crédito
reconocieron sus méritos y fueron generosos con él. Cuando murió, su fortuna
personal equivalía a poco menos que el total de la deuda externa del país al
que había consagrado sus mejores energías.
Lumumba
había anunciado:
—Algún día la historia tendrá la palabra. No
la historia enseñada por las Naciones Unidas, Washington, París o Bruselas. África
escribirá su propia historia.
El
árbol donde Lumumba fue atado y fusilado sigue estando en el bosque de
Mwadingusha. Acribillado a balazos, como él, sigue estando.
Mau-mau
En los
años cincuenta el terror era negro, se llamaba Mau-mau y acechaba en las negruras
de la selva de Kenia.
La
opinión pública mundial creía que los Mau-mau danzaban degollando ingleses, los
hacían picadillo y en satánicas ceremonias bebían su sangre.
En
1964, el jefe de estos salvajes, Jomo Kenyatta, recién salido de la cárcel, fue
el primer presidente de su país libre.
Después,
se supo: en los años de la guerra de la independencia, menos de doscientos
británicos habían caído, sumando militares y civiles. Los nativos ahorcados,
fusilados o muertos en los campos de concentración sumaban quinientas veces
más.
La
herencia europea
En el
Congo, Bélgica dejó un total de tres negros en puestos de responsabilidad en la
administración pública.
En
Tanzania, Gran Bretaña dejó dos ingenieros y doce médicos.
En el
Sahara Occidental, España dejó un médico, un abogado y un perito mercantil.
En
Mozambique, Portugal dejó noventa y nueve por ciento de analfabetos, ningún
bachiller y ninguna universidad.
Sankara
Thomas
Sankara cambió el nombre del Alto Volta. La antigua colonia francesa pasó a
llamarse Burkina Faso, tierra de hombres
honestos.
Tras
el largo dominio colonial, los hombres honestos heredaron el desierto: campos
exhaustos, ríos secos, bosques devastados. Uno de cada dos nacidos no llegaba
vivo a los tres meses.
Sankara
encabezó el cambio. La energía comunitaria se puso al servicio de la
multiplicación de los alimentos, la alfabetización, el renacimiento de los
bosques nativos y la defensa del agua, escasa y sagrada.
La voz
de Sankara multiplicó sus ecos desde el África hacia el mundo:
—Proponemos
que se destine a la salvación de la vida en este planeta al menos el uno por
ciento de las fabulosas sumas que se gastan estudiando la vida en otros
planetas.
—El Banco Mundial y el Fondo Monetario
Internacional nos niegan fondos para buscar agua a cien metros, pero nos
ofrecen excavar pozos de tres mil metros para buscar petróleo.
—Queremos crear un mundo nuevo. Nos
negamos a elegir entre el infierno y el purgatorio.
—Denunciamos a tos hombres cuyo
egoísmo causa el infortunio del prójimo. Sigue impune en el mundo la
destrucción de la biósfera, con esos ataques asesinos contra la tierra y el
aire.
En
1987, la llamada comunidad internacional decidió deshacerse de este nuevo
Lumumba.
Se
encomendó la tarea a su mejor amigo, Blaise Campaoré.
El
crimen le otorgó poder perpetuo.
Fundación
de Cuba
Revolución,
revelación: los negros entraban en las playas, antes prohibidas para quienes
teñían el agua, y todas las Cubas que Cuba escondía estallaban a plena luz.
Sierra
adentro, Cuba adentro, niños que nunca habían visto cine se hacían amigos de
Carlitos Chaplin, y los alfabetízadores llevaban letras a perdidos lugares
donde esas cosas raras no llegaban ni de visita.
En
pleno ataque de locura tropical, la Orquesta Sinfónica
Nacional viajaba completa, con Beethoven y todo, hacia pueblitos caídos del
mapa, y los eufóricos lugareños garabateaban carteles de invitación:
—¡A bailar y a gozar con la Sinfónica Nacional !
Andaba
yo por el oriente, allá donde los caracolitos de colores caen en lluvia desde
los árboles y las montañas azules de Haití asoman en el horizonte.
En
algún camino de tierra, me crucé con una pareja.
Ella
venía a lomo de burro, bajo un paraguas que la defendía del sol.
Él, a
pie.
Los
dos vestidos de fiesta, reina y rey de esos parajes, invulnerables al tiempo y
al barro: ni una arruga, ni una manchita perturbaban la blancura de esas ropas
que habían estado esperando años o siglos, desde el día de la boda, en el fondo
de algún armario.
Les
pregunté adónde iban. Contestó él:
—Nos vamos a La Habana. Al cabaret
Tropicana. Tenemos entradas para el sábado.
Y se
palpó el bolsillo, confirmando.
Yo
sí puedo
En
1961, un millón de cubanos aprendió a leer y a escribir, y miles de voluntarios
borraron las sonrisas burlonas y las miradas compasivas que habían recibido cuando
anunciaron que lo harían en un año.
Tiempo
después, Catherine Murphy recogió evocaciones:
* Griselda Aguilera: Mis padres alfabetizaban aquí en La Habana. Yo les pedía,
pero no me dejaban ir. Cada mañana, bien temprano, se marchaban los dos, y yo me
quedaba en casa, hasta la noche. Un día, después de tanto pedir y pedir, me
dejaron. Los acompañé. Carlos Pérez Isla se llamaba mi primer alumno. Tenía
cincuenta y ocho años. Yo, siete.
* Sixto Jiménez: A mí tampoco me dejaban. Tenía doce años, ya sabía leer y escribir y
cada día pedía y discutía, y nada. Es muy peligroso, decía mi madre. Y justo en
esos días vino la invasión de Bahía de Cochinos, los criminales esos venían a
vengarse, venían con la sangre en el ojo, ellos, los dueños de Cuba. Nosotros los
conocíamos bien, ya en los viejos tiempos nos habían incendiado la casa dos
veces, allá en la sierra. Y entonces mi madre me preparó la mochila. Adiós, me
dijo.
* Sila Osorio: Mi madre alfabetizó en las montañas, de Manzanillo para allá. Le tocó
una familia con siete hijos. Ninguno sabía leer ni escribir. Seis meses estuvo
mi madre viviendo en esa casa. Durante el día, recogía café, buscaba agua... En
las noches, enseñaba. Cuando ya todos sabían, se fue. Había llegado sola, pero
no se fue sola. Figúrate: si no hubiera sido por la campaña de alfabetización,
yo no existiría.
* Jorge Oviedo: Yo tenía catorce años cuando llegaron los brigadistas a Palma Soriano.
Nunca había ido a la escuela. Pero fui a la primera clase de alfabetización,
dibujé unos palotes y ya me di cuenta: esto es lo mío. Y a la mañana siguiente
me escapé de casa y me eché al camino. Bajo el brazo llevaba el manual de los
brigadistas. Caminé mucho, hasta que llegué a un pueblo metido allá en las
montañas de Oriente. Me presenté como alfabetizador. Di la primera clase,
repetí lo que había escuchado allá en Palma Soriano. Recordaba todito. Para la
segunda, estudié, o más bien adiviné, lo que decía el manual. Y para las clases
siguientes...
Yo fui alfabetizador antes de ser
alfabetizado. O fui todo junto, no sé.
Fotos:
Los ojos más habitados del mundo
Un
barco ha estallado en el puerto. Setenta y seis obreros muertos. El barco traía
armas y municiones para la defensa de Cuba, y el gobierno de Eisenhower ha
prohibido que Cuba se defienda.
La
multitud cubre las calles de la ciudad.
Desde
el podio, el Che Guevara contempla tanta furia reunida.
Tiene
la multitud en los ojos.
Korda
toma esta foto cuando los barbudos llevan poco más de un año en el poder.
Su
diario no la publica. El director no le ve nada especial.
Pasarán
los años. Esa foto será un símbolo de nuestro tiempo.
El
nacedor
¿Por
qué será que el Che tiene esta peligrosa costumbre de seguir naciendo? Cuanto
más lo manipulan, cuanto más lo traicionan, más nace. Él es el más nacedor de
todos.
¿No
será porque el Che decía lo que pensaba, y hacía lo que decía? ¿No será que por
eso sigue siendo tan extraordinario, en un mundo donde las palabras y los
hechos muy rara vez se encuentran, y cuando se encuentran no se saludan, porque
no se reconocen?
Fidel
Sus
enemigos dicen que fue rey sin corona y que confundía la unidad con la
unanimidad.
Y en eso sus enemigos tienen razón.
Sus
enemigos dicen que si Napoleón hubiera tenido un diario como el «Granma», ningún
francés se habría enterado del desastre de Waterloo.
Y en eso sus enemigos tienen razón.
Sus
enemigos dicen que ejerció el poder hablando mucho y escuchando poco, porque
estaba más acostumbrado a los ecos que a las voces.
Y en eso sus enemigos tienen razón.
Pero
sus enemigos no dicen que no fue por posar para la Historia que puso el
pecho a las balas cuando vino la invasión,
que
enfrentó a los huracanes de igual a igual, de huracán a huracán,
que
sobrevivió a seiscientos treinta y siete atentados,
que su
contagiosa energía fue decisiva para convertir una colonia en patria
y que
no fue por hechizo de Mandinga ni por milagro de Dios que esa nueva patria pudo
sobrevivir a diez presidentes de los Estados Unidos, que tenían puesta la
servilleta para almorzarla con cuchillo y tenedor.
Y sus enemigos no dicen que Cuba es un raro país
que no compite en la Copa
Mundial del Felpudo.
Y no dicen que esta revolución, crecida en el
castigo, es lo que pudo ser y no lo que quiso ser. Ni dicen que en gran medida
el muro entre el deseo y la realidad fue haciéndose más alto y más ancho
gracias al bloqueo imperial, que ahogó el desarrollo de una democracia a la
cubana, obligó a la militarización de la sociedad y otorgó a la burocracia, que
para cada solución tiene un problema, las coartadas que necesita para
justificarse y perpetuarse.
Y no dicen que a pesar de todos los pesares, a
pesar de las agresiones de afuera y de las arbitrariedades de adentro, esta
isla sufrida pero porfiadamente alegre ha generado la sociedad latinoamericana
menos injusta.
Y sus enemigos no dicen que esa hazaña fue obra
del sacrificio de su pueblo, pero también fue obra de la tozuda voluntad y el
anticuado sentido del honor de este caballero que siempre se batió por los
perdedores, como aquel famoso colega suyo de los campos de Castilla.
Fotos:
Puños alzados al cielo
Ciudad
de México, Estadio Olímpico, octubre de 1968.
La
bandera de las barras y las estrellas flamea, triunfante, en el mástil más
alto, mientras vibran los acordes del himno de los Estados Unidos.
Suben
al podio los campeones olímpicos. Y entonces, en el momento culminante, Tommie
Smith, medalla de oro, y John Carlos, medalla de plata, negros los dos,
estadounidenses los dos, alzan sus puños cerrados, en guantes negros, contra el
cielo de la noche.
El
fotógrafo de «Life», John Dominis, registra el acontecimiento. Esos puños
alzados, símbolos del movimiento revolucionario Panteras Negras, denuncian ante
el mundo la humillación racial en los Estados Unidos.
Tommie
y John son inmediatamente expulsados de la Villa Olímpica.
Nunca más podrán participar en ninguna competición deportiva. Los caballos de
carreras, los gallos de riña y los atletas humanos no tienen el derecho de ser
aguafiestas.
La
esposa de Tommie se divorcia. La esposa de John se suicida.
De
regreso a su país, nadie da trabajo a estos metelíos. John se las arregla como
puede y Tommie, que ha conquistado once récords mundiales, lava coches a cambio
de la propina.
Alí
Fue
pluma y plomo. Boxeando bailaba y demolía.
En
1967, Muhammad Alí, nacido Cassius Clay, se negó a vestir el uniforme militar:
—Quieren mandarme a matar vietnamitas —dijo—. ¿Quién humilla a los negros en mi país?
¿Los vietnamitas? Ellos nunca me hicieron nada.
Lo
llamaron traidor a la patria. Lo amenazaron con la cárcel, le prohibieron
seguir boxeando. Le quitaron el título de campeón mundial.
Ese
castigo fue su trofeo. Arrebatándole la corona, lo consagraron rey.
Cinco
años después, unos estudiantes universitarios le pidieron que recitara algo. Y
él inventó para ellos el poema más breve de la literatura universal:
—Me, we.
Yo,
nosotros.
El
jardinero
A
fines de 1967, en un hospital de África del Sur, Christian Barnard trasplantó
por primera vez un corazón humano y se convirtió en el médico más famoso del
mundo.
En una
de las fotos, apareció un negro entre sus ayudantes. El director del hospital
aclaró que se había colado.
Por
entonces, Hamilton Naki vivía en una barraca sin luz eléctrica ni agua
corriente. No tenía diploma, ni siquiera había terminado la escuela primaria,
pero era el brazo derecho del doctor Barnard. En secreto trabajaba a su lado.
La ley o la costumbre prohibían que un negro tocara carne o sangre de blancos.
Poco
antes de morir, Barnard reconoció:
—Quizás él era técnicamente mejor que yo.
Al fin
y al cabo, su hazaña no hubiera sido posible sin este hombre de dedos mágicos,
que había ensayado el trasplante de corazón, varias veces, en cerdos y perros.
En las
planillas del hospital, Hamilton Naki figuraba como jardinero.
De
jardinero se jubiló.
La sordera
impidió que Beethoven pudiera escuchar ni una nota de su Novena Sinfonía, y la
muerte impidió que se enterara de las aventuras y desventuras de su obra
maestra.
El
príncipe Bismarck proclamó que la
Novena inspiraba a la raza alemana, Bakunin escuchó en ella
la música de la anarquía, Engels anunció que sería el himno de la humanidad y
Lenin opinó que era más revolucionaria que la Internacional.
Von
Karajan la dirigió en concierto para el gobierno nazi y años después consagró
con ella la unidad de la Europa
libre.
Fue
cantada por quienes resistían la embestida alemana y fue tarareada por Hitler,
que en un raro ataque de modestia dijo que Beethoven era el verdadero führer.
Paul
Robeson la cantó contra el racismo y los racistas de África del Sur la usaron
de música de fondo en la propaganda del apartheid.
En
1961, al son de la Novena ,
se alzó el muro de Berlín.
En
1989, al son de la Novena ,
el muro de Berlín cayó.
Muros
El
Muro de Berlín era la noticia de cada día. De la mañana a la noche leíamos,
veíamos, escuchábamos: el Muro de la Vergüenza , el Muro de la Infamia , la Cortina de Hierro...
Por
fin, ese muro, que merecía caer, cayó. Pero otros muros brotaron, y siguen
brotando, en el mundo. Aunque son mucho más grandes que el de Berlín, de ellos
se habla poco o nada.
Poco
se habla del muro que los Estados Unidos están alzando en la frontera mexicana,
y poco se habla de las alambradas de Ceuta y Melilla.
Casi
nada se habla del Muro de Cisjordania, que perpetúa la ocupación israelí de
tierras palestinas y será quince veces más largo que el Muro de Berlín, y nada,
nada de nada, se habla del Muro de Marruecos, que perpetúa el robo de la patria
saharaui por el reino marroquí y mide sesenta veces más que el Muro de Berlín.
¿Por
qué será que hay muros tan altisonantes y muros tan mudos?
Fotos:
La caída del muro
Berlín,
noviembre de 1989. Ferdinando Scianna fotografía a un hombre que empuja una
carretilla. A duras penas carga una enorme cabeza de Stalin. La cabeza de
bronce ha sido decapitada mientras la furia popular volteaba a martillazos el
muro que partía en dos la ciudad de Berlín.
El
muro no cae solo. Con el muro se derrumban los regímenes que empezaron
anunciando la dictadura de los proletarios y terminaron ejerciendo la dictadura
de los funcionarios. Se viene abajo la conciencia política reducida a fe
religiosa por los partidos que invocaban a Marx, pero actuaban como iglesias
inspiradas por aquel dictamen del papa Gregorio VII: La
Iglesia nunca se ha
equivocado y, según los testimonios de la Escritura , no se equivocará jamás.
Sin
derramar una lágrima, y ni una sola gota de sangre, en todo el este de Europa
el pueblo asiste, cruzado de brazos, a la agonía del poder que actuaba en su
nombre.
Mientras
tanto., en China, Deng Xiao-ping, el heredero de Mao, lanza la consigna Hacerse rico es glorioso. Y al servicio
del glorioso enriquecimiento de sus dirigentes, China ofrece al mercado mundial
sus millones de brazos muy baratos y muy obedientes, y su aire, su tierra y su
agua, su naturaleza dispuesta a la inmolación en los altares del éxito.
Los
burócratas comunistas se convierten en hombres de negocios. Para eso habían estudiado
«El Capital»: para vivir de sus intereses.
Luz
divina, luz asesina
Crepitan
las llamas.
En la
pira arden colchones en desuso, sillones en desuso, neumáticos en desuso.
Y arde
un dios en desuso: el fuego achicharra el cuerpo de Pol Pot.
Al fin
del verano de 1998, ha
muerto en su casa, en su cama, este hombre que mucho mató.
Ninguna
peste redujo tanto la población de Camboya. Invocando los santos nombres de
Marx, Lenin y Mao, Pol Pot montó un matadero colosal. Por no gastar tiempo ni
dinero, cada acusación incluía la sentencia y cada cárcel tenía puerta a la
fosa común. Todo el país era una gran fosa común y un templo consagrado a Pol
Pot, que lo purificaba para que fuera digno de sus favores.
La
pureza revolucionaria exigía liquidar a los impuros.
Los impuros:
los que pensaban, los que discrepaban, los que dudaban, los que desobedecían.
El
crimen paga
Al fin
de sus muchos años en el poder, el general Suharto no conseguía contar sus
muertos ni sus dineros.
En
1965, había iniciado su carrera exterminando a los comunistas de Indonesia.
Cuántos, no se sabe. No menos de medio millón, quizá más de un millón. Difícil
calcular. Cuando los militares dieron luz verde para matar en las aldeas,
fueron súbitamente comunistas, merecedores de la horca, todos los que tenían
alguna vaca envidiable o unas cuantas gallinas codiciadas por los vecinos.
El
embajador Marshall Green expresó, en nombre del gobierno de los Estados Unidos,
simpatía y admiración por lo que el
ejército está haciendo. La revista «Time» informó que los muertos impedían
la navegación de los ríos, pero celebró lo que ocurría como la mejor noticia en
muchos años.
Un par
de décadas más tarde, esa revista reveló que el general Suharto tenía un tierno corazón. Para entonces, él ya
había perdido la cuenta de sus numerosos difuntos, aunque estaba por ampliar la
lista convirtiendo en tumbas las huertas de la isla de Timor.
Tampoco
era escasa su cuenta de ahorros cuando fue obligado a renunciar, al cabo de más
de treinta años de servicios a la patria. Bolsillo profundo: Abdurramán Wahid,
presidente heredero, estimó que Suharto había acumulado una fortuna personal
equivalente a todo lo que Indonesia debía al Fondo Monetario Internacional y al
Banco Mundial.
Se
sabía que las calles de los bancos, en Zurich y Ginebra, eran sus paseos
preferidos, por lo mucho que le gustaba el paisaje suizo, pero nunca consiguió
recordar dónde había dejado su dinero.
En el
año 2000, una junta médica examinó al general Suharto y lo declaró física y
mentalmente incapaz de ser sometido a juicio.
Otro
caso de amnesia
Un
informe médico dictaminó que el general Augusto Pinochet padecía demencia
senil.
Por no
estar en su sano juicio, no podía ser sometido a juicio.
Pinochet
atravesó sin inmutarse trescientas demandas criminales y murió sin sufrir ni
una sola condena. La democracia chilena había renacido obligada al pago de sus
deudas y al olvido de sus crímenes, y él compartía la amnesia oficial.
Había
matado, había torturado, pero decía:
—Yo no fui. Además, no lo recuerdo. Y si lo
recuerdo, yo no fui.
En el
idioma internacional del fútbol, todavía se llaman Pinochet los equipos muy
malos, porque llenan estadios para torturar a la gente; pero al general no le
faltaron admiradores. La avenida Once de Setiembre, en Santiago, no fue
bautizada así en memoria de las víctimas del atentado terrorista que derrumbó
las torres en Nueva York, sino en homenaje al golpe de estado terrorista que
derrumbó la democracia en Chile.
En
gesto de involuntaria adhesión, Pinochet murió el Día Internacional de los
Derechos Humanos.
Para
entonces, se habían descubierto más de treinta millones de dólares, por él
robados, en ciento veinte cuentas de varios bancos del mundo. Esa revelación
había afectado, un poquito, su prestigio. No porque hubiera sido un ladrón,
sino porque había sido un ladrón ineficiente.
Fotos:
Esa bala no miente
Santiago
de Chile, Palacio de Gobierno, setiembre de 1973.
Se
ignora el nombre del fotógrafo. Ésta es la última imagen de Salvador Allende:
tiene puesto un casco, camina con el arma en la mano, mira al cielo, los
aviones escupen bombas.
El
presidente de Chile, votado en elecciones libres, había dicho:
—Yo no salgo vivo de aquí.
En la
historia latinoamericana, es una frase de rutina: la han pronunciado muchos
presidentes que a la hora de la verdad prefieren sobrevivir, para seguir
pronunciándola.
Allende
no sale vivo de allí.
Un
beso abrió las puertas del infierno
Fue la
señal, como la traición contada en los evangelios:
—A la que yo dé un beso, ésa es.
Y a fines de 1977, en Buenos Aires, el Ángel
Rubio besó, una tras otra, a Esther Balestrino, María Ponce y Azucena
Villaflor, fundadoras de las Madres de Plaza de Mayo, y a las monjas Alice
Domon y Léonie Duquet.
Y se las tragó la tierra. El ministro del
Interior de la dictadura militar negó que las madres estuvieran presas y dijo
que las monjas se habían ido a México, a ejercer la prostitución.
Después
se supo que todas, madres y monjas, habían sido torturadas y arrojadas vivas al
mar desde un avión.
Y el Ángel Rubio fue reconocido. A pesar de la barba
y de la gorra, fue reconocido, cuando los diarios publicaron la foto del
capitán Alfredo Astiz firmando, cabizbajo, la rendición ante los ingleses.
Era el
fin de la guerra de las Malvinas, y él no había disparado ni un tiro. Estaba
especializado en otros heroísmos.
Retrato
de familia en Argentina
El
poeta argentino Leopoldo Lugones proclamó:
—¡Ha sonado, para bien del mundo, la
hora de la espada!
Y así
aplaudió, en 1930, el golpe de estado que instauró una dictadura militar.
Al
servicio de esa dictadura, el hijo del poeta, el comisario Polo Lugones,
inventó la picana eléctrica y otros convincentes instrumentos que él ensayaba
en los cuerpos de los desobedientes.
Cuarenta
y pico de años después, una desobediente llamada Pirí Lugones, nieta del poeta,
hija del comisario, sufrió en carne propia los inventos de su papá, en las
cámaras de torturas de otra dictadura.
Esa
dictadura desapareció a treinta mil argentinos.
Entre
ellos, ella.
Las
edades de Ana
En sus
primeros años, Ana Fellini creía que sus padres habían muerto en un accidente.
Sus abuelos se lo dijeron. Le dijeron que sus padres venían a buscarla cuando
se cayó el avión que los traía.
A los
once años, alguien le dijo que sus padres habían muerto peleando contra la
dictadura militar argentina. Nada preguntó, no dijo nada. Ella había sido niña
parlanchina, pero desde entonces habló poco o nada.
A los
diecisiete años, le costaba besar. Tenía una llaguita bajo la lengua.
A los
dieciocho, le costaba comer. La llaga era cada vez más honda.
A los
diecinueve, la operaron.
A los
veinte, murió.
El
médico dijo que la mató un cáncer a la boca.
Los
abuelos dijeron que la mató la verdad.
La
bruja del barrio dijo que murió porque no gritó.
El
nombre más tocado
En la
primavera de 1979, el arzobispo de El Salvador, Óscar Arnulfo Romero, viajó al
Vaticano. Pidió, rogó, mendigó una audiencia con el papa Juan Pablo II:
—Espere su turno.
—No se sabe.
—Vuelva mañana.
Por
fin, poniéndose en la fila de los fieles que esperaban la bendición, uno más
entre todos, Romero sorprendió a Su Santidad y pudo robarle unos minutos.
Intentó
entregarle un voluminoso informe, fotos, testimonios, pero el Papa se lo
devolvió:
—¡Yo no tengo tiempo para leer tanta cosa!
Y
Romero balbuceó que miles de salvadoreños habían sido torturados y asesinados
por el poder militar, entre ellos muchos católicos y cinco sacerdotes, y que
ayer nomás, en vísperas de esta audiencia, el ejército había acribillado a
veinticinco ante las puertas de la catedral.
El
jefe de la Iglesia
lo paró en seco:
—¡No exagere, señor arzobispo!
Poco
más duró el encuentro.
El
heredero de san Pedro exigió, mandó, ordenó:
—¡Ustedes deben entenderse con el
gobierno! ¡Un buen cristiano no crea problemas a la autoridad! ¡La Iglesia quiere paz y
armonía!
Diez
meses después, el arzobispo Romero cayó fulminado en una parroquia de San
Salvador. La bala lo volteó en plena misa, cuando estaba alzando la hostia.
Desde
Roma, el Sumo Pontífice condenó el crimen.
Se
olvidó de condenar a los criminales.
Años
después, en el parque Cuscatlán, un muro infinitamente largo recuerda a las
víctimas civiles de la guerra. Son miles y miles de nombres grabados, en
blanco, sobre mármol negro. El nombre del arzobispo Romero es el único que está
gastadito.
Gastadito
por los dedos de la gente.
El
obispo que murió dos veces
La
memoria está presa en los museos y no tiene permiso de salida.
El
obispo Juan Gerardi dirigió la investigación del terror en Guatemala.
Una
noche de la primavera de 1998, el obispo presentó los resultados, mil
cuatrocientas páginas, más de mil testimonios, en el patio de la Catedral. Y dijo:
—Bien sabemos que este camino, el
camino de la memoria, está lleno de riesgos.
Dos
noches después, apareció tendido sobre su sangre, con el cráneo despedazado a
golpes de piedra.
En
seguida, como por arte de magia, fue lavada la sangre y fueron borradas las
huellas. Se escucharon confesiones que eran, más bien, confusiones, y se lanzó
una gigantesca operación internacional para convertir el asesinato en un
laberinto intransitable.
Y así
ocurrió la segunda muerte del obispo. En la sucia tarea participaron abogados,
periodistas, escritores y criminólogos de alquiler. Nuevos culpables, y nuevas
historias, aparecían y desaparecían a ritmo de vértigo, paladas de infamia
sobre el cuerpo de la víctima, para salvaguardar la intocable impunidad de los
autores de este crimen y de doscientos mil asesinatos más:
—Fue alguno de los comunistas infiltrados en la Iglesia.
—Fue la cocinera.
—Fue el ama de llaves.
—Fue el borrachito ése que duerme
frente a la parroquia.
—Fue por celos.
—Entre maricas, es muy típico eso de
partir la cabeza.
—Fue una venganza, un cura que se la
tenía jurada.
—Fue el cura ése, y el perro.
—Fue...
El
impuesto global
El
amor que pasa, la vida que pesa, la muerte que pisa.
Hay
dolores inevitables, y así es nomás, y ni modo.
Pero
las autoridades planetarias agregan dolor al dolor, y encima nos cobran ese
favor que nos hacen.
En
dinero contante y sonante pagamos, cada día, el impuesto al valor agregado.
En
desdicha contante y sonante pagamos, cada día, el impuesto al dolor agregado.
El
dolor agregado se disfraza de fatalidad del destino, como si fueran la misma
cosa la angustia que nace de la fugacidad de la vida y la angustia que nace de
la fugacidad del empleo.
No
son noticia
Al sur
de la India , en
el hospital de Nallamada, un suicida resucita.
Alrededor
de su lecho, sonríen los que le devolvieron la vida. El resucitado los mira,
dice:
—¿Qué
esperan? ¿Que les dé las gracias? Yo debía cien mil rupias. Ahora voy a deber
también cuatro días de hospital. Ustedes, imbéciles, me hicieron este favor.
Mucho
sabemos sobre los terroristas suicidas. Los medios nos hablan de ellos cada
día. Nada nos cuentan, en cambio, sobre los granjeros suicidas.
A un
ritmo de mil por mes, según las cifras oficiales, se vienen matando los
agricultores hindúes, desde fines del siglo veinte y en estos primeros años del
veintiuno.
Muchos
granjeros suicidas mueren bebiendo los pesticidas que no pueden pagar.
El
mercado los obliga a endeudarse, las deudas impagables los obligan a morir.
Gastan cada vez más y cobran cada vez menos. Compran a precios gigantes y
venden a precios enanos. Son rehenes de la industria química extranjera,
semillas importadas, cultivos transgénicos: la India , que producía para comer, ahora produce
para que la coman.
Criminología
Cada
año, los pesticidas químicos matan a no menos de tres millones de campesinos.
Cada
día, los accidentes de trabajo matan a no menos de diez mil obreros.
Cada
minuto, la miseria mata a no menos de diez niños.
Estos
crímenes no aparecen en los noticieros. Son, como las guerras, normales actos
de canibalismo.
Los
criminales andan sueltos. Las prisiones no están hechas para los que destripan
multitudes. La construcción de prisiones es el plan de viviendas que los pobres
merecen.
Hace
más de dos siglos, se preguntaba Thomas Paine:
—¿Por qué será tan raro que ahorquen a
alguien que no sea pobre?
Texas,
siglo veintiuno: la última cena delata a la clientela del patíbulo. Nadie elige
langosta ni filet mignon, aunque esos
platos figuren en el menú de despedida. Los condenados prefieren decir adiós al
mundo comiendo hamburguesas con papas fritas, como es su costumbre.
En
vivo y en directo
Todo
Brasil asiste.
Un
espectáculo en tiempo real.
La
televisión no pierde detalle, desde el momento en que el criminal, negro tenía
que ser, convierte en rehenes a los pasajeros de un ómnibus de Río de Janeiro,
una mañana del año 2000.
Los
periodistas van contando lo que ocurre como si fuera una mezcla de fútbol y de
guerra, la emoción rompecorazones de una final de la Copa del Mundo narrada en el
tono epicotrágico del desembarco de Normandía.
La
policía ha puesto sitio al ómnibus.
En el
largo tiroteo, muere una muchacha. El público vocifera maldiciones contra la
fiera salvaje que no vacila en sacrificar inocentes vidas humanas.
Por
fin, al cabo de cuatro horas de mucho tiro y mucha ópera, una bala del orden
derriba al peligro público. Los policías exhiben su trofeo, el criminal
malherido, bañado en sangre, ante las cámaras.
Todos
quieren lincharlo, los miles que están allí y los millones que no están pero
miran.
Los
policías lo arrancan de manos de la multitud enardecida.
Entra
vivo al patrullero. Sale estrangulado.
En su
breve paso por el mundo, se llamó Sandro do Nascimento. Él era uno de los
muchos niños de la calle que dormían en las escalinatas de la iglesia de la Candelaria , una noche
de 1993, cuando llovió metralla. Ocho murieron.
De los
que sobrevivieron, casi todos fueron matados poco después.
Sandro
tuvo suerte, pero era un muerto en uso de licencia.
Siete
años después, cumple la sentencia.
Él
siempre había soñado con ser estrella de la tele.
En
directo y en vivo
Toda
Argentina asiste.
Un
espectáculo en tiempo real.
La
televisión no pierde detalle, desde el momento en que el toro, negro tenía que
ser, aparece en alguna calle de los suburbios de Buenos Aires, una mañana del
año 2004.
Los
periodistas van contando lo que ocurre como si fuera una mezcla de lidia y de
guerra, la emoción rompecorazones de una corrida en la Plaza de Sevilla narrada en
el tono epicotrágico de la caída de Berlín.
Pasa
la mañana y la policía no llega.
La
bestia, amenazante, pasta.
La
población, temerosa, mira de lejos.
Cuidado,
advierte un periodista que pasea entre la multitud, micrófono en mano: Cuidado,
que puede ponerse nervioso.
El
salvaje rumia pasto, ajeno a todos, concentrado en ese pedacito de campo que ha
encontrado entre los grises edificios.
Por
fin, llegan los patrulleros, cargados de agentes que se despliegan a su
alrededor y lo miran sin saber qué hacer.
Entonces
unos espontáneos se desprenden del gentío y, dando muestras de valor y de
destreza, se abalanzan sobre el toro bravo, lo arrojan al suelo, lo golpean a
puñetazos y patadas y lo atan con cadenas. Los cámaras registran el momento en
que uno de ellos, triunfante, pone un pie encima del trofeo.
Se lo
llevan en una carretilla. La cabeza le cuelga afuera. Cuando la levanta, le
llueven golpes. Las voces denuncian:
—¡Quiere escaparse! ¡Quiere escaparse
de nuevo!
Y así
acaba este ternero, este adolescente de cuernos recién despuntados, que se
había fugado del matadero.
El
plato era su destino.
Él
nunca había soñado con ser estrella de la tele.
Peligro
en las cárceles
En
1998, la Dirección
Nacional del Régimen Penitenciario de la República de Bolivia
recibió una carta firmada por todos los presos de una cárcel del valle de
Cochabamba.
Los
presos pedían a las autoridades que tuvieran a bien elevar la altura del muro
de la prisión, porque los vecinos lo saltaban fácilmente y les robaban la ropa
que ellos colgaban a secar en el patio.
Como
no había presupuesto disponible, no hubo respuesta. Y como no hubo respuesta,
los presos no tuvieron más remedio que poner manos a la obra. Y alzaron bien
alto el muro, con ladrillos de barro y paja, para protegerse de los ciudadanos
que vivían en los alrededores de la prisión.
Peligro
en las calles
Desde
hace más de medio siglo, Uruguay no ha ganado ningún campeonato mundial de
fútbol, pero durante la dictadura militar conquistó otros torneos: fue el país
que más presos políticos y torturados tuvo, en proporción a la población.
Libertad
se llamó la cárcel más numerosa. Y como rindiendo homenaje al nombre, se
fugaron las palabras presas. A través de sus barrotes se escurrieron los poemas
que los presos escribieron en minúsculas hojillas de papel de fumar. Como éste:
A veces llueve
y te quiero.
A veces sale
el sol y te quiero.
La cárcel es a
veces.
Siempre te
quiero.
Peligro
en los Andes
El
zorro venía bajando del cielo, cuando los loros le rompieron, a picotazos, la
cuerda por donde se deslizaba.
El
zorro se reventó contra los altos picos de la cordillera de los Andes, y su
estallido desparramó la quinua que traía en la barriga, robada a los festines
celestes.
Así,
esta comida de los dioses fue sembrada en el mundo.
Desde
entonces, la quinua vive en tierras muy altas, donde sólo ella es capaz de
aguantar la aridez y el frío.
El
mercado mundial jamás prestó la menor atención a esta despreciable comida de
indios, hasta que se supo que el minúsculo granito, capaz de crecer donde nada
crece, es muy buen alimento, no engorda y evita algunas enfermedades. Y en
1994, la quinua fue patentada por dos investigadores de la Colorado State
University (US Patent 5304718).
Se
desató, entonces, la furia de los campesinos. Los patentadores aseguraron que
no iban a usar su derecho legal a prohibir el cultivo, ni a cobrarlo, pero los
campesinos, indígenas bolivianos, respondieron:
—No necesitamos que venga ningún profesor de
los Estados Unidos a donarnos lo que es nuestro.
Cuatro
años después, el escándalo universal obligó a la Colorado State
University a renunciar a la patente.
Peligro
en el aire
La
radio de Paiwas nació en el centro de Nicaragua, en vísperas del siglo
veintiuno.
El
programa de más audiencia ocupa las madrugadas. «La bruja mensajera» acompaña a
miles de mujeres y mete miedo a miles de hombres.
A las
mujeres, la bruja les presenta amigos desconocidos, como ese tal Papanicolau y
esa señora Constitución, y les habla de sus derechos, cero violencia en la
calle, en la casa y también en la cama, y les pregunta:
—¿Cómo les fue anoche? ¿Cómo las
trataron? ¿Estuvieron placenteras o fue a la fuercecita?
Y a
los hombres, los denuncia con nombre y apellido cuando violan o golpean a las
mujeres. En las noches, la bruja va de casa en casa, a vuelo de escoba; y en
las madrugadas acaricia su bola de cristal y ante el micrófono adivina
secretos:
—¿Anjá? Por ahí estás, por ahí te veo.
Apaleando a tu mujer. ¡Qué bárbaro, jodido!
La
radio recibe y difunde las denuncias que los policías no atienden. Los policías
están ocupados con los robos de ganado, y una vaca vale más que una mujer.
Barbie
va a la guerra
Hay
más de mil millones de Barbies. Sólo los chinos superan tan enorme población.
La
mujer más amada del mundo no podía fallar. En la guerra del Bien contra el Mal,
Barbie se alistó, hizo la venia y se marchó a la guerra de Irak.
Llegó
al frente de guerra vistiendo uniformes de tierra, mar y aire, hechos a su
medida, que el Pentágono revisó y aprobó.
Ella
está acostumbrada a cambiar de profesión, de peinado y de ropa. Ha sido también
cantante, deportista, paleóntologa, odontóloga, astronauta, bombera, bailarina
y qué se yo qué más, y cada nuevo oficio implica un nuevo look y un nuevo
vestuario completo, que todas las niñas del mundo están obligadas a comprar.
En
febrero del año 2004, Barbie también quiso cambiar de pareja. Llevaba casi
medio siglo junto a Ken, que no tiene en el cuerpo otro bulto que no sea la
nariz, cuando fue seducida por un surfista australiano que la invitó a cometer
el pecado del plástico.
La
empresa Mattel anunció, oficialmente, la separación.
Fue
una catástrofe. Las ventas cayeron a pique. Barbie podía, y debía, cambiar de
ocupación y de vestidos, pero no tenía el derecho de dar malos ejemplos.
Entonces
la empresa Mattel anunció, oficialmente, la reconciliación.
Los
hijos de RoboCop van a la guerra
En el
año 2005, el Pentágono reveló que el sueño de un invulnerable ejército de
autómatas se está haciendo realidad.
Según
el vocero militar Gordon Johnson, las guerras de Afganistán y de Irak han sido
de gran utilidad para el progreso de los robots. Ya los robots, equipados con
visión nocturna y armas automáticas, están en condiciones de localizar y
demoler construcciones enemigas casi sin margen de error.
No hay
rasgos de humanidad que impidan un nivel óptimo de eficiencia:
—Los robots no tienen hambre ni
sienten miedo
—dijo Johnson—. Jamás olvidan las
órdenes. Y no les importa nada si cae muerto de un balazo el tipo que pelea a
su lado.
Guerras
disfrazadas
A
principios del siglo veinte, Colombia sufrió la guerra de los mil días.
A
mediados del siglo veinte, los días fueron tres mil.
A
principios del siglo veintiuno, ya los días son incontables.
Pero
esta guerra, mortal para Colombia, no es tan mortal para los dueños de
Colombia:
la
guerra multiplica el miedo, y el miedo convierte la injusticia en fatalidad del
destino;
la
guerra multiplica la pobreza, y la pobreza ofrece brazos que trabajan por poco
o nada;
la
guerra expulsa a los campesinos de sus tierras, que por poco o nada se venden;
la guerra otorga dinerales a los traficantes
de armas y a los secuestradores de civiles, y otorga santuarios a los
traficantes de drogas, para que la cocaína siga siendo un negocio donde los
norteamericanos ponen la nariz y los colombianos los muertos;
la
guerra asesina a los militantes de los sindicatos, y los sindicatos organizan
más entierros que huelgas y se dejan de molestar a las empresas Chiquita
Brands, Coca-Cola, Nestlé, Del Monte o Drummond Limited;
y la
guerra asesina a los que denuncian las causas de la guerra, para que la guerra
sea tan inexplicable como inevitable.
Los
expertos violentólogos dicen que Colombia es un país enamorado de la muerte.
Está
en los genes, dicen.
Una
mujer a la orilla del río
Llueve
muerte.
En el
moridero caen los colombianos por bala o por cuchillo,
por
machetazo o por garrotazo,
por
horca o por fuego,
por
bomba del cielo o por mina del suelo.
En la
selva de Urabá, en alguna orilla de los ríos Perancho o Peranchito, en su casa
de palo y palma, una mujer llamada Eligia se abanica contra el calor y los
mosquitos, y contra el miedo también. Y mientras el abanico aletea, ella dice,
en voz alta:
—Qué rico sería morir naturalmente.
Guerras
mentidas
Lanzamientos
publicitarios, operaciones de marketing.
La opinión pública es el target. Las
guerras se venden mintiendo, como se venden los autos.
En
agosto de 1964, el presidente Lyndon Johnson denunció que los vietnamitas
habían atacado dos buques de los Estados Unidos en el golfo de Tonkin.
Entonces,
el presidente invadió Vietnam, lanzó aviones y tropas y su popularidad subió a
las nubes y fue aclamado por los periodistas y por los políticos, y el gobierno
demócrata y la oposición republicana fueron un partido único contra la agresión
comunista.
Cuando
ya la guerra había destripado a una multitud de vietnamitas, en su mayoría
mujeres y niños, Robert McNamara, ministro de Defensa de Johnson, confesó que
el ataque del golfo de Tonkin no había existido.
Los
muertos no resucitaron.
En
marzo del año 2003, el presidente George W. Bush denunció que Irak estaba a punto
de aniquilar el mundo con sus armas de destrucción masiva, las armas más letales jamás
inventadas.
Entonces,
el presidente invadió Irak, lanzó aviones y tropas y su popularidad subió a las
nubes y fue aclamado por los periodistas y por los políticos, y el gobierno
republicano y la oposición demócrata fueron un partido único contra la agresión
terrorista.
Cuando
ya la guerra había destripado a una multitud de iraquíes, en su mayoría mujeres
y niños, Bush confesó que las armas de destrucción masiva no habían existido.
Las armas más letales jamás inventadas habían sido inventadas por él.
En las
elecciones siguientes, el pueblo lo recompensó reeligiéndolo.
Allá
en la infancia, mi mamá me había dicho que la mentira tiene patas cortas.
Estaba mal informada.
Fundación
de los abrazos
En
Irak nació el primer poema de amor de la literatura universal, miles de años
antes de su devastación:
Que el cantor
teja en cantares
esto que voy a
contarte.
El
canto contó, en lengua sumeria, el encuentro de una diosa y un pastor.
Inanna,
la diosa, amó esa noche como si fuera mortal. Dumuzi, el pastor, fue inmortal
mientras duró esa noche.
Guerras
mentirosas
La
guerra de Irak nació de la necesidad de corregir el error que la Geografía cometió cuando
puso el petróleo de Occidente bajo las arenas de Oriente, pero ninguna guerra
tiene la honestidad de confesar:
—Yo mato para robar.
Numerosas
hazañas bélicas ha cumplido y seguirá cumpliendo la mierda del Diablo,
como las malas lenguas llaman al oro negro.
Una
multitud perdió la vida en Sudán, entre fines del siglo veinte y principios del
veintiuno, en una larga guerra petrolera que se disfrazó de conflicto étnico y
religioso. Torres y taladros, tuberías y oleoductos brotaban, por arte de
magia, sobre las aldeas incendiadas y los cultivos aniquilados. Y en la región
de Darfur, donde continuó la carnicería, los nativos, todos musulmanes,
empezaron a odiarse cuando se supo que podía haber petróleo bajo sus pies.
También
dijo ser guerra étnica y religiosa la matanza en las colinas de Ruanda, aunque
matadores y matados eran todos católicos. El odio, herencia colonial, venía de
los tiempos en que Bélgica había decidido que eran tutsis los que tenían vacas
y hutus los que trabajaban la tierra, y que la minoría tutsi debía dominar a la
mayoría hutu.
En
estos años, otra multitud perdió la vida en la República Democrática
del Congo, al servicio de las empresas extranjeras que disputaban el coltán.
Este mineral raro es imprescindible para la fabricación de teléfonos celulares,
computadoras, microchips y baterías que usan los medios de comunicación, que
sin embargo se olvidaron de mencionarlo.
Guerras
voraces
En
1975, el rey de Marruecos invadió la patria saharaui y expulsó a la mayoría de
la población.
El
Sahara es, ahora, la última colonia del África.
Marruecos
le niega el derecho de elegir su destino, y así confiesa que ha robado un país
y que no tiene la menor intención de devolverlo.
Los
saharauis, los hijos de las nubes,
los perseguidores de la lluvia, están condenados a pena de angustia perpetua y
de perpetua nostalgia. Las Naciones Unidas les han dado la razón, mil y una
veces, pero la independencia es más esquiva que el agua en el desierto.
Mil y
una veces, también, las Naciones Unidas se han pronunciado contra la usurpación
israelí de la patria palestina.
En
1948, la fundación del estado de Israel implicó la expulsión de ochocientos mil
palestinos. Los palestinos desalojados se llevaron las llaves de sus casas,
como habían hecho, siglos antes, los judíos que España echó. Los judíos nunca
pudieron volver a España. Los palestinos nunca pudieron volver a Palestina.
Los
que se quedaran fueron condenados a vivir humillados en territorios que las
continuas invasiones van encogiendo cada día.
Susan
Abdallah, palestina, conoce la receta para fabricar un terrorista:
Despójelo de agua y de comida.
Rodee su casa con armas de guerra.
Atáquelo por todos los medios y a
todas las horas, especialmente en las noches.
Demuela su casa, arrase su tierra
cultivada, mate a sus queridos, especialmente a los niños, o déjelos mutilados.
Felicitaciones: ha creado usted un
ejército de hombres-bomba.
Guerras
matamundos
A
mediados del siglo diecisiete, el obispo irlandés James Ussher reveló que el
mundo nació en el año 4004 antes de Cristo, entre el crepúsculo del sábado 22
de octubre y la noche del día siguiente.
Sobre
la muerte del mundo, en cambio, no disponemos de información tan exacta. Se
teme, eso sí, que la defunción no demorará, dado el febril ritmo de trabajo de
sus asesinos. Los avances tecnológicos de este siglo veintiuno equivaldrán a
veinte mil años de progreso en la historia humana, pero no se sabe en qué
planeta serán celebrados. Ya lo había profetizado Shakespeare: La desgracia
de estos tiempos es que los locos conducen a los ciegos.
Nos
invitan a morir las máquinas creadas para ayudarnos a vivir.
Las
grandes ciudades prohíben respirar y caminar. Los bombardeos químicos disuelven
los polos y las nieves de las cumbres de las montañas. Una agencia de viajes de
California vende excursiones a Groenlandia, para decir adiós a los hielos. La
mar engulle las costas y las redes de los pescadores recogen medusas en vez de
bacalaos. Los bosques naturales, verdes fiestas de la diversidad, se convierten
en bosques industriales o en desiertos donde ni las piedras germinan. En veinte
países, a principios de este siglo, la sequía ha arrojado cien millones de
campesinos a la buena de Dios. «La naturaleza está ya muy cansada», escribió el
fraile español Luis Alfonso de Carvallo. Fue en 1695. Si nos viera ahora.
Donde
no hay sequías, hay diluvios. Año tras año se multiplican las inundaciones, los
huracanes, los ciclones y los terremotos de nunca acabar. Los llaman desastres
naturales, como si la naturaleza fuera su autora y no su víctima. Desastres
matamundos, desastres matapobres: en Guatemala dicen que los tales desastres
naturales se parecen a las viejas películas de cowboys, porque sólo mueren los
indios.
¿Por
qué tiemblan las estrellas? Quizá presienten que pronto invadiremos otros
astros del cielo.
El
gigante del Tule
Ya en
el año 1586, el sacerdote español Josep de Acosta lo vio, en el pueblo de Tule,
a tres leguas de Oaxaca: A este árbol
hirió un rayo desde lo alto, por el corazón hasta abajo. Antes de herirlo el
rayo, dicen que hacía sombra bastante para mil hombres.
Y en 1630,
Bernabé Cobo escribió que el árbol tenía tres puertas, tan grandes que se
entraba por ellas a caballo.
Él
sigue allí. Nació antes de Cristo, y sigue allí. Es el viviente más añoso y más
enorme del mundo. En la espesura de sus ramajes, miles de aves tienen casa.
Este
dios verde está condenado a la soledad. Ya no hay selva que lo acompañe.
Fundación
del tráfico urbano
Relinchaban
los caballos, maldecían los cocheros, silbaban los látigos en el aire.
El
noble señor estaba hecho una furia. Llevaba siglos esperando. Su carruaje había
sido bloqueado por otro carruaje, que en vano intentaba dar la vuelta entre
muchos carruajes más. Y perdió la ninguna paciencia que le quedaba, se bajó,
desenvainó la espada y despanzurró al primer caballo que encontró atravesado en
su camino.
Esto
ocurrió al anochecer de un sábado del año 1766, en la Place des Victoires, en
París.
El
noble señor era el Marqués de Sade.
Mucho
más sádicos son los atascos de ahora.
Adivinanza
Son
los mimados de la familia.
Son
glotones, devoran petróleo, gas, maíz, caña de azúcar y lo que venga.
Son
dueños del tiempo humano, dedicado a bañarlos, a darles comida y abrigo, a
hablar de ellos y a abrirles caminos.
Se
reproducen más que nosotros, y ya son diez veces más numerosos que hace medio
siglo.
Matan
más gente que las guerras, pero nadie denuncia sus asesinatos, y menos que
nadie los periódicos y canales de televisión que viven de su publicidad.
Nos
roban las calles, nos roban el aire.
Se
ríen cuando nos escuchan decir: Yo manejo.
Breve
historia de la revolución tecnológica
Creced
y multiplicaos, dijimos, y las máquinas crecieron y se multiplicaron.
Nos
habían prometido que trabajarían para nosotros. Ahora nosotros trabajamos para
ellas.
Multiplican
el hambre las máquinas que inventamos para multiplicar la comida.
Nos
matan las armas que inventamos para defendernos.
Nos
paralizan los autos que inventamos para movernos.
Nos
desencuentran las ciudades que inventamos para encontrarnos.
Los
grandes medios, que inventamos para comunicarnos, no nos escuchan ni nos ven.
Somos
máquinas de nuestras máquinas.
Ellas
alegan inocencia.
Y
tienen razón.
Bophal
La
pesadilla despertó a los vecinos en medio de la noche: el aire ardía.
En el
año 1984, estalló una fábrica de la Union Carbide Corporation en la ciudad de Bophal,
en la India.
No
funcionó ninguno de los sistemas de seguridad. O mejor dicho, en términos
económicos: la rentabilidad sacrificó la seguridad al imponer drásticas
reducciones de costos.
A
muchos miles mató este crimen llamado accidente, y a muchos más dejó enfermos
para siempre.
En el
sur del mundo, la vida humana se cotiza a precio de oferta. Después de mucho
tira y afloje, la Union
Carbide pagó tres mil dólares por muerto, y mil por cada
enfermo incurable. Y sus prestigiosos abogados rechazaron las demandas de los
sobrevivientes, porque eran analfabetos incapaces de entender lo que sus
pulgares firmaban. La empresa no limpió el agua ni el aire de Bhopal, que
siguieron estando intoxicados, ni limpió la tierra, que siguió estando
envenenada de mercurio y plomo.
En
cambio, la Union Carbide
limpió su imagen, pagando millonadas a los más cotizados expertos en
maquillaje.
Unos
años después, otro gigante químico, Dow Chemical, compró la empresa. La
empresa, no su prontuario: Dow Chemical se lavó las manos, negó cualquier
responsabilidad en el asunto y puso pleito a las mujeres que protestaban ante
sus puertas, por alteración del orden público.
Medios
animales de comunicación
Una
noche de la primavera de 1986, reventó la central nuclear de Chernóbil.
El gobierno
soviético dictó orden de silencio.
Muchas
personas, inmensa multitud, murieron o sobrevivieron convertidas en bombas
ambulantes, pero la televisión, la radio y los diarios no se enteraron. Y al
cabo de tres días, no violaron el secreto para advertir que ese estallido de
radiactividad era una nueva Hiroshima, sino que aseguraron que se trataba de un
accidente menor, cosa de nada, todo bajo control, que nadie se alarme.
Los
campesinos y los pescadores de tierras y aguas cercanas y lejanas sí supieron
que algo muy pero muy grave había ocurrido. Quienes les trasmitieron la mala
noticia fueron las abejas, las avispas y las aves que alzaron vuelo y se
perdieron de vista en el horizonte, y las lombrices que se hundieron un metro
bajo tierra y dejaron a los pescadores sin carnada y a las gallinas sin comida.
Un par
de décadas después, estalló el tsunami en el sudeste del Asia y las olas
gigantes engulleron a otro gentío.
Cuando
la tragedia estaba incubándose, y la tierra recién empezaba a crujir en las
profundidades de la mar, los elefantes hicieron sonar sus trompas, en
desesperados lamentos que nadie entendió, y rompieron las cadenas que los
ataban y se lanzaron, en estampida, selva adentro.
También
los flamencos, los leopardos, los tigres, los jabalíes, los ciervos, los
búfalos, los monos y las serpientes huyeron antes del desastre.
Sólo
sucumbieron los humanos y las tortugas.
Arno
Cuando
la naturaleza todavía no había sido enviada al manicomio, ya sufría ataques de
locura que avisaban lo que se venía.
A
fines de 1966, el río Arno realizó el sueño del diluvio propio y la ciudad de
Florencia sufrió la más feroz inundación de toda su historia. En un solo día,
Florencia perdió más que todo lo perdido durante todos los bombardeos de la
segunda guerra mundial.
Después,
sumergidos en el barro, los florentinos se lanzaron al rescate de los restos
del naufragio. Y en eso estaban, hombres y mujeres, chapoteando, trabajando,
insultando al Arno y a todos sus parientes, cuando un largo camión pasó, a los
tumbos, por allí cerquita.
El
camión cargaba un cuerpo enorme, que la inundación había herido de muerte: la
cabeza se bamboleaba sobre las ruedas de atrás y un brazo, roto, colgaba del
costado.
Al
paso de ese gigante de madera, los hombres y las mujeres hicieron a un lado sus
palas y sus baldes, descubrieron sus cabezas, se persignaron. Y callando
esperaron hasta que se perdió de vista.
Él
también era hijo de esta ciudad de Florencia.
Aquí
había nacido este Jesús crucificado, este Jesús despedazado. Había nacido hacía
siete siglos, de la mano de Giovanni Cimabue, maestro del Giotto, artista
pintor.
Ganges
El
gran río de la India
no bañaba la tierra. Bañaba los cielos, allá arriba, allá lejos, y los dioses
se negaban a desprenderse del río que les daba agua y frescura.
Y así
fue hasta que el Ganges decidió mudarse, y se vino a la India , donde ahora fluye
desde el Himalaya hasta la mar, para que los vivos se purificaran en sus aguas
y las cenizas de los muertos tuvieran destino.
Este
río sagrado, que se apiadó de los terrestres, no pudo sospechar que en el mundo
iba a recibir ofrendas de basura y veneno que le harían la vida imposible.
El
río y los peces
Un
viejo proverbio dice que enseñar a pescar es mejor que dar pescado.
El
obispo Pedro Casaldáliga, que vive en la región amazónica, dice que sí, que eso
está muy bien, muy buena idea, pero ¿qué pasa si alguien compra el río, que era
de todos, y nos prohíbe pescar? ¿O si el río se envenena, y envenena a sus
peces, por los desperdicios tóxicos que le echan? O sea: ¿qué pasa si pasa lo
que está pasando?
El
río y los ciervos
El más
antiguo tratado de educación fue obra de una mujer.
Dhouda
de Gasconia escribió el «Manual para mi hijo», en latín, a principios del siglo
nueve.
Ella
no imponía nada. Sugería, aconsejaba, mostraba. En una de sus páginas nos
invitó a aprender de los ciervos, que
atraviesan los ríos anchos nadando en fila, uno atrás del otro, con la cabeza y
el cuello apoyados en el lomo del ciervo que los precede; unos a otros se
sostienen y así pueden atravesar el río con mayor facilidad. Y son tan
inteligentes y sagaces que cuando se dan cuenta de que el primero está cansado,
lo hacen pasar al último puesto y otro toma la delantera.
Los
brazos del tren
Los
trenes de Bombay, que transportan seis millones de pasajeros por día, violan
las leyes de la física: en ellos entran muchos más pasajeros que los pasajeros
que en ellos caben.
Suketu
Mehta, que sabe de esos viajes imposibles, cuenta que cuando ya ha partido cada
tren repletísimo, hay gente que lo persigue corriendo. Quien pierde el tren,
pierde el empleo.
Y
entonces, de los vagones brotan brazos, brazos que salen por las ventanillas o
cuelgan desde los techos, y ayudan a trepar a los rezagados. Y esos brazos del
tren no preguntan al que viene corriendo si es extranjero o nacido aquí, ni le
preguntan qué lengua habla, ni si cree en Brahma o en Alá, en Buda o en Jesús,
ni le preguntan a qué casta pertenece, o si es de casta maldita, o de ninguna
casta.
Peligro
en la selva
Savitri
se fue.
Se la
llevó el salvaje que escuchó su llamado y la vino a buscar, atropelló la valla,
derribó a los guardias y se metió en la carpa. Ella rompió sus cadenas y los
dos desaparecieron, juntos, selva adentro.
El
dueño del circo Olympic calculó la pérdida en unos nueve mil dólares y dijo
que, para peor, la amiga de Savitri, Gayatri, había quedado muy deprimida y se
negaba a trabajar.
A
fines de agosto del año 2007, la pareja fugada fue localizada a la orilla de un
lago, a unos doscientos kilómetros de Calcuta.
Los
perseguidores no se atrevieron a acercarse. El elefante y la elefanta habían
anudado sus trompas.
Peligro
en las fuentes
Según
informa el Apocalipsis (21:6), Dios hará un mundo nuevo, y dirá:
—A los sedientos ofreceré, gratuitamente,
agua de los manantiales.
¿Gratuitamente?
¿El mundo nuevo no tendrá ni un lugarcito para el Banco Mundial, ni para las
empresas consagradas al noble negocio del agua?
Eso
parece. Mientras tanto, en el mundo viejo en el que todavía vivimos, las
fuentes del agua son tan codiciadas como las reservas de petróleo y se están
convirtiendo en campos de batalla.
En
América, la primera guerra del agua fue la invasión de México por Hernán
Cortés. Los más recientes combates por el oro azul ocurrieron en Bolivia y en
Uruguay. En Bolivia, el pueblo alzado recuperó el agua perdida; en Uruguay, un
plebiscito popular evitó que el agua se perdiera.
Peligro
en la tierra
Una
tarde de 1996, diecinueve campesinos fueron acribillados, a sangre fría, por
miembros de la Policía
Militar del estado de Para, en la Amazonia brasileña.
En
Para, y en buena parte de Brasil, los amos de la tierra reinan, por robo robado
o por robo heredado, sobre inmensidades vacías. Su derecho de propiedad es
derecho de impunidad. Diez años después de la matanza, nadie estaba preso. Ni
los amos, ni sus instrumentos armados.
Pero
la tragedia no había asustado ni desalentado a los campesinos del Movimiento
Sin Tierra. Los había multiplicado, y les había multiplicado las ganas de
trabajar, y de trabajar la tierra, aunque en este mundo sea imperdonable delito
o incomprensible locura.
Peligro
en el cielo
En el
año 2003, una pueblada volteó al gobierno de Bolivia.
El
pobrerío se hartó de aguantar. Se había privatizado hasta el agua de la lluvia,
se había puesto bandera de remate a Bolivia con bolivianos y todo.
La
sublevación sacudió El Alto, allá encima de la altísima ciudad de La Paz , donde los pobres más
pobres trabajan la vida día tras día, mascando melancolías, y tan arriba están
que caminan empujando nubes y todas las casas tienen puerta al cielo.
Y al
cielo fueron los que en la pueblada murieron. Les quedaba mucho más cerca que
el mundo. Ahora andan alborotando el Paraíso.
Peligro
en las nubes
Según
los indudables testimonios que han llegado al Vaticano, Antoni Gaudí merece
ingresar al santoral por sus numerosos milagros.
El
artista creador del modernismo catalán murió en 1926, y desde entonces ha
curado a muchos incurables, ha encontrado a muchos inencontrables y ha sembrado
empleos y viviendas por doquier.
El
proceso de beatificación está en curso.
Grave
peligro corre la arquitectura del cielo. Porque este puritano, casto,
infaltable en las procesiones, tenía mano pagana, y a la vista está en los
carnales laberintos que diseñó en casas y parques.
¿Qué
hará ahora con la nube que le otorguen? ¿No nos invitará a pasear por los
adentros de Adán y Eva, en la noche del primer pecado?
Inventario
general del mundo
Arthur
Bíspo do Rosario fue negro, pobre, marinero, boxeador y artista por cuenta de
Dios.
Vivió
en el manicomio de Río de Janeiro.
Allí,
los siete ángeles azules le trasmitieron la orden divina: Dios le mandó hacer
un inventario general del mundo.
Monumental
era la misión encomendada. Arthur trabajó noche y día, cada día, cada noche,
hasta que en el invierno de 1989, cuando estaba en plena tarea, la muerte lo
agarró de los pelos y se lo llevó.
El
inventario del mundo, inconcluso, estaba hecho de chatarras,
vidrios
rotos,
escobas
calvas,
zapatillas
caminadas,
botellas
bebidas,
sábanas
dormidas,
ruedas
viajadas,
velas
navegadas,
banderas
vencidas,
cartas
leídas,
palabras
olvidadas y
aguas
llovidas.
Arthur
había trabajado con basura. Porque toda basura era vida vivida, y de la basura
venía todo lo que en el mundo era o había sido. Nada de lo intacto merecía
figurar. Lo intacto había muerto sin nacer. La vida sólo latía en lo que tenía
cicatrices.
Continuidad
del camino
Cuando
alguien muere, cuando su tiempo acaba, ¿mueren también los andares, los
deseares y los decires que se han llamado con su nombre en este mundo?
Entre
los indios del alto Orinoco, quien muere pierde su nombre. Ellos comen sus
cenizas, mezcladas con sopa de plátano o vino de maíz, y después de esa
ceremonia ya nadie nombra nunca más al muerto: el muerto que en otros cuerpos,
con otros nombres, anda, desea y dice.
Peligro
en la noche
Durmiendo,
nos vio.
Helena
soñó que hacíamos fila en algún aeropuerto.
Una
larga fila: cada pasajero llevaba, bajo el brazo, la almohada donde había
dormido la noche anterior.
Las
almohadas iban pasando a través de una máquina que leía los sueños.
Era
una máquina detectora de sueños peligrosos para el orden público.
Objetos
perdidos
El
siglo veinte, que nació anunciando paz y justicia, murió bañado en sangre y
dejó un mundo mucho más injusto que el que había encontrado.
El
siglo veintiuno, que también nació anunciando paz y justicia, está siguiendo
los pasos del siglo anterior.
Allá
en mi infancia, yo estaba convencido de que a la luna iba a parar todo lo que
en la tierra se perdía.
Sin
embargo, los astronautas no han encontrado sueños peligrosos, ni promesas
traicionadas, ni esperanzas rotas.
Si no
están en la luna, ¿dónde están?
¿Será
que en la tierra no se perdieron?
¿Será que en la tierra se escondieron?