Espejos: Una Historia Casi Universal - Eduardo Galeano (Parte 1)

Eduardo Galeano
Espejos: Una Historia Casi Universa



Los espejos están llenos de gente.
Los invisibles nos ven.
Los olvidados nos recuerdan.
Cuando nos vemos, los vemos.
Cuando nos vamos, ¿se van?

De deseo somos
La vida, sin nombre, sin memoria, estaba sola. Tenía manos, pero no tenía a quién tocar. Tenía boca, pero no tenía con quién hablar. La vida era una, y siendo una era ninguna.
Entonces el deseo disparó su arco. Y la flecha del deseo partió la vida al medio, y la vida fue dos.
Los dos se encontraron y se rieron. Les daba risa verse, y tocarse también.
Caminos de alta fiesta
¿Adán y Eva eran negros?
En África empezó el viaje humano en el mundo. Desde allí emprendieron nuestros abuelos la conquista del planeta. Los diversos caminos fundaron los diversos destinos, y el sol se ocupó del reparto de los colores.
Ahora las mujeres y los hombres, arcoiris de la tierra, tenemos más colores que el arcoiris del cielo; pero somos todos africanos emigrados. Hasta los blancos blanquísimos vienen del África.
Quizá nos negamos a recordar nuestro origen común porque el racismo produce amnesia, o porque nos resulta imposible creer que en aquellos tiempos remotos el mundo entero era nuestro reino, inmenso mapa sin fronteras, y nuestras piernas eran el único pasaporte exigido.
El metelíos
Estaban separados el cielo y la tierra, el bien y el mal, el nacimiento y la muerte. El día y la noche no se confundían y la mujer era mujer y el hombre, hombre.
Pero Exû, el bandido errante, se divertía, y se divierte todavía, armando prohibidos revoltijos.
Sus diabluras borran las fronteras y juntan lo que los dioses habían separado. Por su obra y gracia, el sol se vuelve negro y la noche arde, y de los poros de los hombres brotan mujeres y las mujeres transpiran hombres. Quien muere nace, quien nace muere, y en todo lo creado o por crear se mezclan el revés y el derecho, hasta que ya no se sabe quién es el mandante ni quién el mandado, ni dónde está el arriba, ni dónde el abajo.
Más tarde que temprano, el orden divino restablece sus jerarquías y sus geografías, y pone cada cosa en su lugar y a cada cual en lo suyo; pero más temprano que tarde reaparece la locura.
Entonces los dioses lamentan que el mundo sea tan ingobernable.
Cavernas
Las estalactitas cuelgan del techo. Las estalagmitas crecen desde el suelo.
Todas son frágiles cristales, nacidos de la transpiración de la roca, en lo hondo de las cavernas que el agua y el tiempo han excavado en las montañas.
Las estalactitas y las estalagmitas llevan miles de años buscándose en la oscuridad, gota tras gota, unas bajando, otras subiendo.
Algunas demorarán un millón de años en tocarse.
Apuro, no tienen.
Fundación del fuego
En la escuela me enseñaron que en el tiempo de las cavernas descubrimos el fuego frotando piedras o ramas.
Desde entonces, lo vengo intentando. Nunca conseguí arrancar ni una humilde chispita.
Mi fracaso personal no me ha impedido agradecer los favores que el fuego nos hizo. Nos defendió del frío y de las bestias enemigas, nos cocinó la comida, nos alumbró la noche y nos invitó a sentarnos, juntos, a su lado.
Fundación de la belleza
Están allí, pintadas en las paredes y en los techos de las cavernas.
Estas figuras, bisontes, alces, osos, caballos, águilas, mujeres, hombres, no tienen edad. Han nacido hace miles y miles de años, pero nacen de nuevo cada vez que alguien las mira.
¿Cómo pudieron ellos, nuestros remotos abuelos, pintar de tan delicada manera? ¿Cómo pudieron ellos, esos brutos que a mano limpia peleaban contra las bestias, crear figuras tan llenas de gracia? ¿Cómo pudieron ellos dibujar esas líneas volanderas que escapan de la roca y se van al aire? ¿Cómo pudieron ellos...?
¿O eran ellas?
Verdores del Sáhara
En Tassili y otras comarcas del Sáhara, las pinturas rupestres nos ofrecen, desde hace unos seis mil años, estilizadas imágenes de vacas, toros, antílopes, jirafas, rinocerontes, elefantes...
¿Esos animales eran pura imaginación? ¿O bebían arena los habitantes del desierto? ¿Y qué comían? ¿Piedras?
El arte nos cuenta que el desierto no era desierto. Sus lagos parecían mares y sus valles daban de pastar a los animales que tiempo después tuvieron que emigrar al sur, en busca del verdor perdido.
¿Cómo pudimos?
Ser boca o ser bocado, cazador o cazado. Ésa era la cuestión.
Merecíamos desprecio, o a lo sumo lástima. En la intemperie enemiga, nadie nos respetaba y nadie nos temía. La noche y la selva nos daban terror. Éramos los bichos más vulnerables de la zoología terrestre, cachorros inútiles, adultos pocacosa, sin garras, ni grandes colmillos, ni patas veloces, ni olfato largo.
Nuestra historia primera se nos pierde en la neblina. Según parece, estábamos dedicados no más que a partir piedras y a repartir garrotazos.
Pero uno bien puede preguntarse: ¿No habremos sido capaces de sobrevivir, cuando sobrevivir era imposible, porque supimos defendernos juntos y compartir la comida? Esta humanidad de ahora, esta civilización del sálvese quien pueda y cada cual a lo suyo, ¿habría durado algo más que un ratito en el mundo?
Edades
Nos ocurre antes de nacer. En nuestros cuerpos, que empiezan a cobrar forma, aparece algo parecido a las branquias y también una especie de rabo. Poco duran esos apéndices, que asoman y caen.
Esas efímeras apariciones, ¿nos cuentan que alguna vez fuimos peces y alguna vez fuimos monos? ¿Peces lanzados a la conquista de la tierra seca? ¿Monos que abandonaron la selva o fueron por ella abandonados?
Y el miedo que sentimos en la infancia, miedo de todo, miedo de nada, ¿nos cuenta que alguna vez tuvimos miedo de ser comidos? El terror a la oscuridad y la angustia de la soledad, ¿nos recuerdan aquel antiguo desamparo?
Ya mayorcitos, los miedosos metemos miedo. El cazado se ha hecho cazador, el bocado es boca. Los monstruos que ayer nos acosaban son, hoy, nuestros prisioneros. Habitan nuestros zoológicos y decoran nuestras banderas y nuestros himnos.
Primos
Ham, el conquistador del espacio sideral, había sido cazado en África.
Él fue el primer chimpancé que viajó lejos del mundo, el primer chimponauta. Se marchó metido en la cápsula Mercury. Tenía más cables que una central telefónica.
Regresó al mundo sano y salvo, y el registro de cada función de su cuerpo demostró que también los humanos podíamos sobrevivir a la travesía del espacio.
Ham fue tapa de la revista «Life» y pasó el resto de su vida en las jaulas de los zoológicos.
Abuelos
Para muchos pueblos del África negra, los antepasados son los espíritus que están vivos en el árbol que crece junto a tu casa o en la vaca que pasta en el campo. El bisabuelo de tu tatarabuelo es ahora aquel arroyo que serpentea en la montaña. Y también tu ancestro puede ser cualquier espíritu que quiera acompañarte en tu viaje en el mundo, aunque no haya sido nunca pariente ni conocido.
La familia no tiene fronteras, explica Soboufu Somé, del pueblo dagara:
—Nuestros niños tienen muchas madres y muchos padres. Tantos como ellos quieran.
Y  los espíritus ancestrales, los que te ayudan a caminar, son los muchos abuelos que cada uno tiene. Tantos como quieras.


Breve historia de la civilización
Y  nos cansamos de andar vagando por los bosques y las orillas de los ríos.
Y  nos fuimos quedando. Inventamos las aldeas y la vida en comunidad, convertimos el hueso en aguja y la púa en arpón, las herramientas nos prolongaron la mano y el mango multiplicó la fuerza del hacha, de la azada y del cuchillo.
Cultivamos el arroz, la cebada, el trigo y el maíz, y encerramos en corrales las ovejas y las cabras, y aprendimos a guardar granos en los almacenes, para no morir de hambre en los malos tiempos.
Y  en los campos labrados fuimos devotos de las diosas de la fecundidad, mujeres de vastas caderas y tetas generosas, pero con el paso del tiempo ellas fueron desplazadas por los dioses machos de la guerra. Y cantamos himnos de alabanza a la gloria de los reyes, los jefes guerreros y los altos sacerdotes.
Y  descubrimos las palabras tuyo y mío y la tierra tuvo dueño y la mujer fue propiedad del hombre y el padre propietario de los hijos.
Muy atrás habían quedado los tiempos en que andábamos a la deriva, sin casa ni destino.
Los resultados de la civilización eran sorprendentes: nuestra vida era más segura pero menos libre, y trabajábamos más horas.
Fundación de la contaminación
Los pigmeos, que son de cuerpo corto y de memoria larga, recuerdan los tiempos de antes del tiempo, cuando la tierra estaba encima del cielo.
Desde la tierra caía sobre el cielo una lluvia incesante de polvo y de basura, que ensuciaba la casa de los dioses y les envenenaba la comida.
Los dioses llevaban una eternidad soportando esa descarga mugrienta, cuando se les acabó la paciencia.
Enviaron un rayo, que partió la tierra en dos. Y a través de la tierra abierta lanzaron hacia lo alto el sol, la luna y las estrellas, y por ese camino subieron ellos también. Y allá arriba, lejos de nosotros, a salvo de nosotros, los dioses fundaron su nuevo reino.
Desde entonces, estamos abajo.
Fundación de las clases sociales
En los primeros tiempos, tiempos del hambre, estaba la primera mujer escarbando la tierra cuando los rayos del sol la penetraron por atrás. Al rato nomás, nació una criatura.
Al dios Pachacamac no le cayó nada bien esa gentileza del sol, y despedazó al recién nacido. Del muertito, brotaron las primeras plantas. Los dientes se convirtieron en granos de maíz, los huesos fueron yucas, la carne se hizo papa, boniato, zapallo...
La furia del sol no se hizo esperar. Sus rayos fulminaron la costa del Perú y la dejaron seca por siempre jamás. Y la venganza culminó cuando el sol partió tres huevos sobre esos suelos.
Del huevo de oro, salieron los señores.
Del huevo de plata, las señoras de los señores.
Y del huevo de cobre, los que trabajan.
Siervos y señores
El cacao no necesita sol, porque lo lleva adentro.
Del sol de adentro nacen el placer y la euforia que el chocolate da.
Los dioses tenían el monopolio del espeso elixir, allá en sus alturas, y los humanos estábamos condenados a ignorarlo.
Quetzalcóatl lo robó para los toltecas. Mientras los demás dioses dormían, él se llevó unas semillas de cacao y las escondió en su barba y por un largo hilo de araña bajó a la tierra y las regaló a la ciudad de Tula.
La ofrenda de Quetzalcóatl fue usurpada por los príncipes, los sacerdotes y los jefes guerreros.
Sólo sus paladares fueron dignos de recibirla.
Los dioses del cielo habían prohibido el chocolate a los mortales, y los dueños de la tierra lo prohibieron a la gente vulgar y silvestre.
Dominantes y dominados
Dice la Biblia de Jerusalén que Israel fue el pueblo que Dios eligió, el pueblo hijo de Dios.
Y según el salmo segundo, a ese pueblo elegido le otorgó el dominio del mundo:

Pídeme, y te daré en herencia las naciones
y serás dueño de los confines de la tierra.

Pero el pueblo de Israel le daba muchos disgustos, por ingrato y por pecador. Y según las malas lenguas, al cabo de muchas amenazas, maldiciones y castigos, Dios perdió la paciencia.
Desde entonces, otros pueblos se han atribuido el regalo.
En el año 1900, el senador de los Estados Unidos, Albert Beveridge, reveló:
—Dios Todopoderoso nos ha señalado como su pueblo elegido para conducir, desde ahora en adelante, la regeneración del mundo.
Fundación de la división del trabajo
Dicen que fue el rey Manu quien otorgó prestigio divino a las castas de la India.
De su boca, brotaron los sacerdotes. De sus brazos, los reyes y los guerreros. De sus muslos, los comerciantes. De sus pies, los siervos y los artesanos.
Y a partir de entonces se construyó la pirámide social, que en la India tiene más de tres mil pisos.
Cada cual nace donde debe nacer, para hacer lo que debe hacer. En tu cuna está tu tumba, tu origen es tu destino: tu vida es la recompensa o el castigo que merecen tus vidas anteriores, y la herencia dicta tu lugar y tu función.
El rey Manu aconsejaba corregir la mala conducta: Si una persona de casta inferior escucha los versos de los libros sagrados, se le echará plomo derretido en los oídos; y si los recita, se le cortará la lengua. Estas pedagogías ya no se aplican, pero todavía quien se sale de su sitio, en el amor, en el trabajo o en lo que sea, arriesga escarmientos públicos que podrían matarlo o dejarlo más muerto que vivo.
Los sincasta, uno de cada cinco hindúes, están por debajo de los de más abajo. Los llaman intocables, porque contaminan: malditos entre los malditos, no pueden hablar con los demás, ni caminar sus caminos, ni tocar sus vasos ni sus platos. La ley los protege, la realidad los expulsa. A ellos, cualquiera los humilla; a ellas, cualquiera las viola, que ahí sí que resultan tocables las intocables.
A fines del año 2004, cuando el tsunami embistió contra las costas de la India, los intocables se ocuparon de recoger la basura y los muertos.
Como siempre.
Fundación de la escritura
Cuando Irak aún no era Irak, nacieron allí las primeras palabras escritas.
Parecen huellas de pájaros. Manos maestras las dibujaron, con cañitas afiladas, en la arcilla.
El fuego, que había cocido la arcilla, las guardó. El fuego, que aniquila y salva, mata y da vida: como los dioses, como nosotros. Gracias al fuego, las tablillas de barro nos siguen contando, ahora, lo que había sido contado hace miles de años en esa tierra entre dos ríos.
En nuestro tiempo, George W. Bush, quizá convencido de que la escritura había sido inventada en Texas, lanzó con alegre impunidad una guerra de exterminio contra Irak. Hubo miles y miles de víctimas, y no sólo gente de carne y hueso. También mucha memoria fue asesinada.
Numerosas tablillas de barro, historia viva, fueron robadas o destrozadas por los bombardeos.
Una de las tablillas decía:

Somos polvo y nada.
Todo cuanto hacemos no es más que viento.
De barro somos
Según creían los antiguos sumerios, el mundo era tierra entre dos ríos y también entre dos cielos.
En el cielo de arriba, vivían los dioses que mandaban.
En el cielo de abajo, los dioses que trabajaban.
Y así fue, hasta que los dioses de abajo se hartaron de vivir trabajando, y estalló la primera huelga de la historia universal.
Hubo pánico.
Para no morir de hambre, los dioses de arriba amasaron de barro a las mujeres y a los hombres y los pusieron a trabajar para ellos.
Las mujeres y los hombres fueron nacidos de las orillas de los ríos Tigris y Éufrates.
De ese barro fueron hechos, también, los libros que lo cuentan.
Según dicen esos libros, morir significa regresar al barro.
Fundación de los días
Cuando Irak era Sumeria, el tiempo tuvo semanas, las semanas tuvieron días y los días tuvieron nombres.
Los sacerdotes dibujaron los primeros mapas celestes y bautizaron los astros, las constelaciones y los días.
Hemos heredado sus nombres, que fueron pasando, de lengua en lengua, del sumerio al babilonio, del babilonio al griego, del griego al latín, y así.
Ellos habían llamado dioses a las siete estrellas que se movían en el cielo, y dioses seguimos llamando, miles de años después, a los siete días que se mueven en el tiempo. Los días de la semana siguen respondiendo, con ligeras variantes, a sus nombres originales: Luna, Marte, Mercurio, Júpiter, Venus, Saturno, Sol. Lunes, martes, miércoles, jueves...
Fundación de la taberna
Cuando Irak era Babilonia, manos femeninas se ocupaban de la mesa:

Que la cerveza nunca falte,
la casa sea rica en sopas
y el pan abunde.

En los palacios y en los templos, el chef era hombre. Pero en la casa, no. La mujer hacía las diversas cervezas, dulce, fina, blanca, rubia, negra, añeja, y también las sopas y los panes. Y lo que sobraba, se ofrecía a los vecinos.
Con el paso del tiempo, algunas casas tuvieron mostrador y los invitados se hicieron clientes. Y nació la taberna. Y fue lugar de encuentro y espacio de libertad este reino chiquito, esta extensión de la casa, donde la mujer mandaba.
En las tabernas se incubaban conspiraciones y se anudaban amores prohibidos.
Hace más de tres mil setecientos años, en tiempos del rey Hammurabi, los dioses trasmitieron doscientas ochenta y dos leyes al mundo.
Una de las leyes mandaba quemar vivas a las sacerdotisas que participaran en las conjuras de las tabernas.
Las misas de la mesa
Cuando Irak era Asiria, un rey ofreció en su palacio de la ciudad de Nimrod un banquete de veinte platos calientes, acompañados por cuarenta guarniciones y regados por ríos de cerveza y vino. Según las crónicas de hace tres mil años, hubo sesenta y nueve mil quinientos setenta y cuatro invitados, todos hombres, mujer ninguna, además de los dioses que también comieron y bebieron.
De otros palacios, todavía más antiguos, provienen las primeras recetas escritas por los maestros de cocina. Ellos tenían tanto poder y prestigio como los sacerdotes, y sus fórmulas de sagrada comunión han sobrevivido a los naufragios del tiempo y de la guerra. Sus recetas nos han dejado indicaciones muy precisas (que la masa se eleve hasta cuatro dedos en la marmita) y a veces no tanto (echar sal a ojo), pero todas terminan diciendo:

Listo para servir.

Hace tres mil quinientos años, también Aluzinnu, el payaso, nos dejó sus recetas. Entre ellas, esta profecía de la charcutería fina:
Para el último día del penúltimo mes del año, no hay manjar comparable a la tripa de culo de burro rellena de mierda de mosca.


Breve historia de la cerveza
Uno de los proverbios más antiguos, escrito en lengua de los sumerios, exime al trago de toda culpa en caso de accidentes:

La cerveza está bien.
Lo que está mal es el camino.

Y según cuenta el más antiguo de los libros, Enkidu, el amigo del rey Gilgamesh, fue bestia salvaje hasta que descubrió la cerveza y el pan.
La cerveza viajó a Egipto desde la tierra que ahora llamamos Irak. Como daba nuevos ojos a la cara, los egipcios creyeron que era un regalo de su dios Osiris. Y como la cerveza de cebada era hermana melliza del pan, la llamaron pan líquido.
En los Andes americanos, es la ofrenda más antigua: desde siempre la tierra pide que le derramen chorritos de chicha, cerveza de maíz, para alegrar sus días.
Breve historia del vino
Dudas razonables nos impiden saber si Adán fue tentado por una manzana o por una uva.
Sí sabemos, en cambio, que hubo vino en este mundo desde la Edad de Piedra, cuando las uvas ya fermentaban sin ayuda de nadie.
Antiguos cánticos chinos recetaban el vino para aliviar las dolencias de los tristes.
Los egipcios creían que el dios Horus tenía un ojo de sol y otro de luna, y el ojo de luna lloraba lágrimas de vino, que los vivos bebían para dormirse y los muertos para despertarse.
Una vid era el emblema del poder de Ciro, rey de los persas, y el vino regaba las fiestas de los griegos y de los romanos.
Para celebrar el amor humano, Jesús convirtió en vino el agua de seis tinajas. Fue su primer milagro.
El rey que quiso vivir siempre
El tiempo, que fue nuestra partera, será nuestro verdugo. Ayer el tiempo nos dio de mamar y mañana nos comerá.
Así es nomás, y bien lo sabemos.
¿Lo sabemos?
El primer libro nacido en el mundo cuenta las aventuras del rey Gilgamesh, que se negó a morir.
Esta epopeya pasó de boca en boca, desde hace unos cinco mil años, y fue escrita por los sumerios, los acadios, los babilonios y los asirios.
Gilgamesh, monarca de las orillas del Éufrates, era hijo de una diosa y de un hombre. Voluntad divina, destino humano: de la diosa heredó el poder y la belleza, y del hombre heredó la muerte.
Ser mortal no tuvo para él la menor importancia, hasta que Enkidu, su muy amigo, llegó al último de sus días.
Gilgamesh y Enkidu habían compartido hazañas asombrosas. Juntos habían entrado en el Bosque de los Cedros, morada de los dioses, y habían vencido al gigante guardián, cuyo bramido hacía temblar las montañas. Y juntos habían humillado al Toro Celeste, que con un solo bufido abría una fosa donde caían cien hombres.
La muerte de Enkidu derrumbó a Gilgamesh, y lo aterró. Descubrió que su valiente amigo era de barro, y que también él era de barro.
Y  se lanzó al camino, en busca de la vida eterna. El perseguidor de la inmortalidad vagó por estepas y desiertos,
atravesó la luz y la oscuridad,
navegó por los grandes ríos,
llegó hasta el jardín del paraíso,
fue servido por la tabernera enmascarada, la dueña de los secretos,
alcanzó el otro lado de la mar,
descubrió al barquero que sobrevivió al diluvio,
encontró la hierba que daba juventud a los viejos,
siguió la ruta de las estrellas del norte y la ruta de las estrellas del sur,
abrió la puerta por donde entra el sol y cerró la puerta por donde el sol se va.
Y  fue inmortal, hasta que murió.
Otra aventura de la inmortalidad
Mauí, el fundador de las islas de la Polinesia, nació mitad hombre y mitad dios, como Gilgamesh.
Su mitad divina obligó al sol, que andaba muy apurado, a caminar lentamente por el cielo, y pescó con anzuelo las islas, Nueva Zelanda, Hawai, Tahití, y una tras otra las izó, desde el fondo de la mar, y las puso donde están.
Pero su mitad humana lo condenaba a muerte. Mauí lo sabía, y sus hazañas no lo ayudaban a olvidar.
En busca de Hiñe, la diosa de la muerte, viajó al mundo subterráneo.
Y  la encontró: inmensa, dormida en la niebla. Parecía un templo.
Sus rodillas alzadas formaban un arco sobre la puerta escondida de su cuerpo.
Para conquistar la inmortalidad, había que meterse entero en la muerte, atravesarla toda y salir por su boca.
Ante la puerta, que era un gran tajo entreabierto, Mauí dejó caer sus ropas y sus armas. Y entró, desnudo, y se deslizó, poquito a poco, a lo largo del camino de húmeda y ardiente oscuridad que sus pasos iban abriendo en las profundidades de la diosa.
Pero a mitad del viaje cantaron los pájaros, y ella despertó, y sintió a Mauí excavando sus adentros.
Y  nunca más lo dejó salir.
De lágrimas somos
Antes de que Egipto fuera Egipto, el sol creó el cielo y las aves que lo vuelan y creó el río Nilo y los peces que lo andan y dio vida verde a sus negras orillas, que se poblaron de plantas y de animales.
Entonces el sol, el hacedor de la vida, se sentó a contemplar su obra.
El sol sintió la profunda respiración del mundo recién nacido, que se abría ante sus ojos, y escuchó sus primeras voces.
Tanta hermosura dolía.
Las lágrimas del sol cayeron en tierra y se hicieron barro.
Y  ese barro se hizo gente.
Nilo
El Nilo obedecía al faraón. Era él quien abría paso a las inundaciones que devolvían a Egipto, año tras año, su fertilidad asombrosa. Después de la muerte, también: cuando el primer rayo del sol se colaba por una rendija en la tumba del faraón, y le encendía la cara, la tierra daba tres cosechas.
Así era.
Ya no.
De los siete brazos del delta, quedan dos, y de los ciclos sagrados de la fertilidad, que ya no son ciclos ni son sagrados, solamente quedan los antiguos himnos de alabanza al río más largo del mundo:

Tú apagas la sed de todos los rebaños.
Tú bebes las lágrimas de todos los ojos.
¡Levántate, Nilo, que tu voz retumbe!
¡Que se escuche tu voz!
Piedra que dice
Cuando Napoleón invadió Egipto, uno de sus soldados encontró, a orillas del Nilo, una gran piedra negra, toda grabada de signos.
La llamaron Rosetta.
Jean François Champollion, estudioso de lenguas perdidas, pasó sus años mozos dando vueltas alrededor de esa piedra.
Rosetta hablaba en tres lenguas. Dos habían sido descifradas. Los jeroglíficos egipcios, no.
Seguía siendo un enigma la escritura de los creadores de las pirámides. Una escritura muy mentida: Heródoto, Estrabón, Diodoro y Horapolo habían traducido lo que habían inventado, y el sacerdote jesuita Athanasius Kircher había publicado cuatro volúmenes de disparates. Todos habían partido de la certeza de que los jeroglíficos eran imágenes que integraban un sistema de símbolos, y sus significados dependían de la fantasía de cada traductor.
¿Signos mudos? ¿Hombres sordos? Champollion interrogó a la piedra Rosetta, durante toda su juventud, sin recibir más respuesta que un obstinado silencio. Ya el pobre estaba comido por el hambre y el desaliento, cuando un día se planteó una posibilidad que nadie nunca se había planteado: ¿Y si los jeroglíficos fueran sonidos, además de ser símbolos? ¿Si fueran también algo así como letras de un abecedario?
Ese día se abrieron las tumbas, y el reino muerto habló.
Escribir no
Unos cinco mil años antes de Champollion, el dios Thot viajó a Tebas y ofreció a Thamus, rey de Egipto, el arte de escribir. Le explicó esos jeroglíficos, y dijo que la escritura era el mejor remedio para curar la mala memoria y la poca sabiduría.
El rey rechazó el regalo:
—¿Memoria? ¿Sabiduría? Este invento producirá olvido. La sabiduría está en la verdad, no en su apariencia. No se puede recordar con memoria ajena. Los hombres registrarán, pero no recordarán. Repetirán, pero no vivirán. Se enterarán de muchas cosas, pero no conocerán ninguna.
Escribir sí
Ganesha es panzón, por lo mucho que le gustan los caramelos, y tiene orejas y trompa de elefante. Pero escribe con manos de gente.
Él es maestro de iniciaciones, el que ayuda a que la gente empiece sus obras. Sin él, nada en la India tendría comienzo. En el arte de la escritura, y en todo lo demás, el comienzo es lo más importante. Cualquier principio es un grandioso momento de la vida, enseña Ganesha, y las primeras palabras de una carta o de un libro son tan fundadoras como los primeros ladrillos de una casa o de un templo.


Osiris
La escritura egipcia nos contó la historia del dios Osiris y de su hermana Isis.
Osiris fue asesinado en alguno de esos líos de familia frecuentes en la tierra y en el cielo, y fue descuartizado y se perdió en las profundidades del Nilo.
Isis, su hermana, su amante, se sumergió y recogió sus pedacitos, y uno por uno los fue pegando con barro, y de barro modeló lo que faltaba. Y cuando el cuerpo estuvo completo, lo acostó en la orilla.
Ese barro, revuelto por el Nilo, tenía granos de cebada y otras plantas.
El cuerpo de Osiris, cuerpo brotado, se alzó y caminó.
Isis
Como Osiris, Isis aprendió en Egipto los misterios del nacimiento incesante.
Conocemos su imagen: esta diosa madre dando de mamar a su hijo Horus, como mucho después la Virgen María amamantó a Jesús. Pero Isis nunca fue muy virgen, que digamos. Hizo el amor con Osiris, desde que se estaban formando, juntos, en el vientre de la madre, y ya crecida ejerció durante diez años, en la ciudad de Tiro, el oficio más antiguo.
En los miles de años siguientes, Isis anduvo mucho mundo, dedicada a resucitar a las putas, a los esclavos y demás malditos.
En Roma fundó templos en medio del pobrerío, a la orilla de los burdeles. Los templos fueron arrasados, por orden imperial, y fueron crucificados sus sacerdotes; pero esas mulas tozudas volvieron a la vida una y otra vez.
Y cuando los soldados del emperador Justiniano trituraron el santuario de Isis en la isla Filae, en el Nilo, y sobre las ruinas alzaron la católica iglesia de san Esteban, los peregrinos de Isis siguieron acudiendo a rendir homenaje a su diosa pecadora, ante el altar cristiano.
El rey triste
Según contó Heródoto, el faraón Sesostris III dominó toda Europa y toda Asia, distinguió a los pueblos valientes dándoles un pene por emblema y humilló a los pueblos cobardes grabando una vulva en sus estelas. Y por si todo eso fuera poco, caminó sobre los cuerpos de sus propios hijos para salvarse del fuego encendido por su hermano, que amablemente quiso asarlo vivo.
Todo eso parece increíble, y es. Pero en cambio está confirmado que este faraón multiplicó los canales de riego, convirtiendo desiertos en jardines, y cuando conquistó Nubia extendió el imperio más allá de la segunda catarata del Nilo. Y se sabe que nunca el reino de Egipto había sido tan pujante y envidiado.
Sin embargo, las estatuas de Sesostris III son las únicas que nos ofrecen un rostro sombrío, ojos de angustia, labios de amargura. Los demás faraones, perpetuados por los escultores imperiales, nos miran, serenos, desde su paz celestial.
La vida eterna era un privilegio de los faraones. Quizá, quién sabe, para Sesostris ese privilegio era una maldición.
Fundación de la gallina
El faraón Tutmosis regresó de Siria, tras culminar una de las fulminantes campañas que le dieron gloria y poder desde el delta del Nilo hasta el río Éufrates.
Como era costumbre, el cuerpo del rey vencido colgaba, boca abajo, de la proa de su nave capitana, y toda la flota venía repleta de tributos y de ofrendas.
Entre los regalos, había una pájara jamás vista, gorda y fea. El regalador había presentado a la impresentable:
Sí, sí—admitió, mirando al piso—. Esta pájara no es bella. No sabe cantar. Tiene pico corto, cresta boba y ojos estúpidos. Y sus alas, de plumas tristes, se han olvidado de volar.
Entonces tragó saliva. Y agregó:
—Pero tiene un hijo por día.
Y  abrió una caja, donde había siete huevos:
He aquí los hijos que ha parido en la última semana.
Los huevos fueron sumergidos en agua hirviente. El faraón los probó descascarados y aderezados con una pizca de sal.
La pájara viajó en su camarote, echada a su lado.
Hatsheput
Su esplendor y su forma eran divinas, doncella hermosa y floreciente.
Así se describió, modestamente, la hija mayor de Tutmosis. Hatsheput, la que ocupó su trono, guerrera hija de guerrero, decidió llamarse rey y no reina. Porque reinas, mujeres de reyes, había habido otras, pero Hatsheput era única, la hija del sol, la mandamás, la de veras.
Y  este faraón con tetas usó casco y manto de macho y barba de utilería, y dio a Egipto veinte años de prosperidad y gloria.
El sobrinito por ella criado, que de ella había aprendido las artes de la guerra y del buen gobierno, mató su memoria. Él mandó que esa usurpadora del poder masculino fuera borrada de la lista de los faraones, que su nombre y su imagen fueran suprimidos de las pinturas y de las estelas y que fueran demolidas las estatuas que ella había erigido a su propia gloria.
Pero algunas estatuas y algunas inscripciones se salvaron de la purga, y gracias a esa ineficiencia sabemos que sí existió una faraona disfrazada de hombre, la mortal que no quiso morir, la que anunció: Mi halcón vuela hacia la eternidad, más allá de las banderas del reino...
Tres mil cuatrocientos años después, fue encontrada su tumba. Vacía. Dicen que ella estaba en otro lado.
La otra pirámide
Más de un siglo podía demorar la construcción de algunas pirámides. Miles y miles de hombres alzaban, bloque tras bloque, día tras día, la inmensa morada donde cada faraón iba a vivir su eternidad, acompañado por los tesoros de su ajuar funerario.
La sociedad egipcia, que hacía pirámides, era una pirámide.
En la base, estaba el campesino sin tierra. Durante las inundaciones del Nilo, él construía templos, levantaba diques, abría canales. Y cuando las aguas del río volvían a su cauce, trabajaba tierras ajenas.
Hace unos cuatro mil años, el escriba Dwa-Jeti lo retrató así:

El hortelano lleva el yugo.
Sus hombros se doblan bajo el yugo.
En el cuello tiene un callo purulento.
Por la mañana, riega legumbres.
Por la tarde, riega pepinos.
Al mediodía, riega palmeras.
A veces se desploma y muere.

No había monumentos funerarios para él. Desnudo había vivido, y en la muerte tenía la tierra por casa. Yacía en los caminos del desierto, acompañado por la estera donde había dormido y el vaso de barro donde había bebido.
En el puño le ponían unos granos de trigo, por si se le ocurría comer.
El dios de la guerra
De frente o de perfil metía miedo el tuerto Odín, el dios más dios de los vikingos, divinidad de las glorias de la guerra, padre de las matanzas, señor de los ahorcados y de los malhechores.
Sus dos cuervos de confianza, Huguin y Munin, dirigían sus servicios de inteligencia. Cada mañana partían desde sus hombros y sobrevolaban el mundo. Al atardecer, regresaban a contarle lo visto y lo oído.
Las walkirias, ángeles de la muerte, también volaban para él. Ellas recorrían los campos de batalla, y entre los cadáveres elegían a los mejores soldados y los reclutaban para el ejército de fantasmas que Odín comandaba en las alturas.
En la tierra, Odín ofrecía botines fabulosos a los príncipes que protegía, y los armaba de corazas invisibles y espadas invencibles. Pero los mandaba al muere cuando decidía tenerlos a su lado, allá en el cielo.
Aunque disponía de una flota de mil naves y galopaba en caballos de ocho patas, Odín prefería no moverse. Desde muy lejos combatía este profeta de las guerras de nuestro tiempo. Su lanza mágica, abuela de los misiles teledirigidos, se desprendía de su mano y solita viajaba hacia el pecho del enemigo.
El teatro de la guerra
El príncipe japonés Yamato Takeru nació hace un par de milenios, hijo número ochenta del emperador, y principió su carrera partiendo en pedazos a su hermano gemelo, por ser impuntual en las cenas familiares.
Después, aniquiló a los campesinos rebeldes de la isla de Kyüshü. Vestido de mujer, peinado de mujer, maquillado de mujer, sedujo a los jefes del levantamiento y en una fiesta los abrió, como melones, a golpes de espada. Y en otros parajes atacó a otros pobres diablos que osaban desafiar el orden imperial, y haciéndolos picadillo los pacificó, como entonces se decía, como se dice ahora.
Pero su hazaña más famosa fue la que acabó con la infame fama del bandido que estaba alborotando la provincia de Izumo. El príncipe Yamato le ofreció el perdón y la paz, y el revoltoso lo invitó a compartir un paseo por sus dominios. En vaina lujosa, Yamato llevó una espada de madera, allí metida, allí mentida. Al mediodía, el príncipe y el bandido se refrescaron bañándose en el río. Mientras el otro nadaba, Yamato cambió las espadas. En la vaina del bandido metió la espada de madera y él se quedó con el filo de metal.
Al atardecer, lo desafió.
El arte de la guerra
Hace veinticinco siglos, el general chino Sun Tzu escribió el primer tratado de táctica y estrategia militar. Sus sabios consejos se siguen aplicando, hoy día, en los campos de batalla y también en el mundo de los negocios, donde la sangre corre mucho más.
Entre otras cosas, el general decía:

Si eres capaz, finge incapacidad.
Si eres fuerte, exhibe debilidad.
Cuando estés cerca, simula que estás lejos.
No ataques nunca donde el enemigo es poderoso.
Evita siempre el combate que no puedas ganar.
Si estás en inferioridad de condiciones, retírate.
Si el enemigo está unido, divídelo.
Avanza cuando no te espere
y por donde menos te espere, lanza tu ataque.
Para conocer al enemigo, conócete.
El horror de la guerra
A lomo de un buey azul, andaba Lao Tsé.
Andaba los caminos de la contradicción, que conducen al secreto lugar donde se funden el agua y el fuego.
En la contradicción, se encuentran el todo y la nada, la vida y la muerte, lo cercano y lo lejano, el antes y el después.
Lao Tsé, filósofo aldeano, creía que cuanto más rica es una nación, más pobre es. Y creía que conociendo la guerra se aprende la paz, porque el dolor habita la gloria:

Toda acción provoca reacciones.
La violencia siempre regresa.
Sólo zarpas y espinos nacen en el lugar donde acampan los ejércitos.
La guerra llama al hambre.
Quien se deleita en la conquista, se deleita en el dolor humano.
Los que matan en la guerra deberían celebrar cada conquista con un funeral.
Amarillo
El río más temido de China se llama Amarillo por la locura de un dragón o por la locura humana.
Antes de que China fuera China, el dragón K'au-fu intentó atravesar el cielo montado en uno de los diez soles que por entonces había.
Al mediodía, ya no pudo soportar ese fuego.
Incendiado de sol, loco de sed, el dragón se dejó caer sobre el primer río que vio. Desde las alturas se desplomó hasta el fondo y bebió toda el agua hasta la última gota, y donde el río había estado no quedó más que un largo lecho de barro amanto.
Hay quienes dicen que esta versión no es seria. Y dicen que está históricamente comprobado que el río Amarillo se llama así desde hace unos dos mil años, cuando fueron asesinados los bosques vecinos que lo defendían de las avalanchas de nieve, barro y basura. Y entonces el río, que había sido verde como el jade, perdió su color y ganó su nombre. Y con el paso del tiempo, las cosas fueron empeorando, hasta que el río se convirtió en una gran cloaca. En 1980, cuatrocientos delfines vivían allí. En el año 2004, quedaba uno. No duró mucho.
Yi y la sequía
Los diez soles se habían enloquecido y andaban girando todos juntos por el cielo.
Los dioses convocaron a Yi, el flechador infalible, el más diestro en artes de arquerías.
La tierra arde —le dijeron—. Mueren las gentes y mueren los animales y las plantas.
Al fin de la noche, el arquero Yi esperó. Y al amanecer, disparó.
Uno tras otro, los soles fueron apagados para siempre.
Sólo sobrevivió el sol que ahora enciende nuestros días.
Los dioses lloraron la muerte de sus hijos ardientes. Y aunque Yi había sido convocado por los dioses, ellos lo expulsaron del cielo:
Si tanto amas a los terrestres, vete con ellos.
Y  Yi marchó al exilio.
Y  fue mortal.
Yu y la inundación
Tras la sequía, llegó la inundación.
Crujían las rocas, aullaban los árboles. El río Amarillo, sin nombre todavía, tragó gentes y sembradíos y ahogó valles y montañas.
Yu, el dios cojo, vino en auxilio del mundo.
Caminando a duras penas, Yu entró en la inundación y con su pala abrió canales y túneles para desahogar el agua enloquecida.
Yu fue ayudado por un pez que conocía los secretos del río, por un dragón que marchaba delante desviando el agua con la cola y por una tortuga que iba detrás cargando el lodo.
Fundación del libro chino
Cang Jie tenía cuatro ojos.
Se ganaba la vida leyendo estrellas y adivinando destinos.
Él creó los signos que dibujan palabras, después de mucho estudiar el diseño de las constelaciones, el perfil de las montañas y el plumaje de las aves.
En uno de los libros más antiguos, hecho de tablillas de bambú, los ideogramas inventados por Cang Jie cuentan la historia de un reino donde los hombres vivían más de ocho siglos y las mujeres eran del color de la luz, porque comían sol.
El Señor del Fuego, que comía rocas, desafió el poder real y rumbo al trono lanzó sus tropas. Y sus artes mágicas hicieron caer una espesa cortina de niebla que dejó bobo al ejército del palacio. Los soldados se tambaleaban en la cerrazón, ciegos, sin rumbo, cuando la Mujer Negra, que volaba con plumas de ave, bajó de las alturas, inventó la brújula y la regaló al rey desesperado.
Y la niebla fue vencida, y el enemigo también.
Retrato de familia en China
En la antigüedad de los tiempos, Shun, el hibisco, reinó en China. Y Ho Yi, el mijo, fue su ministro de agricultura.
Los dos habían tenido ciertas dificultades en su vida infantil.
Desde que nació, Shun no resultó nada simpático a su papá ni a su hermano mayor, y ellos prendieron fuego a su casa, con él adentro, pero el bebé ni siquiera se chamuscó. Y lo metieron en un pozo y le echaron tierra encima, hasta taparlo del todo, pero el bebé ni siquiera se enteró.
También su ministro, Ho Yi, había sobrevivido a los mimos familiares. Su mamá, convencida de que ese recién nacido iba a darle mala suerte, lo abandonó en pleno campo, para que lo matara el hambre. Y como el hambre no lo mató, lo arrojó al bosque, para que lo comieran los tigres. Y como a los tigres no les interesó, lo tiró en la nieve, para que el frío acabara con él. Y unos días después lo encontró, de buen humor y un poquito acalorado.
Seda que fue baba
Lei Zu, la reina de Huangdi, fundó el arte chino de la seda.
Según cuentan los cuentacuentos de la memoria, Lei Zu crió el primer gusano. Le dio de comer hojas de morera blanca, y al poco tiempo los hilos de baba del gusano fueron tejiendo un capullo que envolvió su cuerpo. Entonces los dedos de Lei Zu desenrollaron ese hilo kilométrico, poquito a poco, de la más delicada manera. Y así el capullo, que iba a ser mariposa, fue seda.
La seda se convirtió en gasas transparentes, muselinas, tules y tafetanes, y vistió a las damas y a los señores con espesos terciopelos y brocados suntuosos, bordados de perlas.
Fuera del reino, la seda era un lujo prohibido. Sus rutas atravesaban montañas de nieve, desiertos de fuego y mares poblados de sirenas y piratas.
La fuga del gusano chino
Mucho tiempo después, en las rutas de la seda ya no acechaban tantos enemigos temibles, pero perdía la cabeza quien sacara de China semillas de morera o huevos del gusano hilandero.
En el año 420, Xuanzang, rey de Yutian, pidió la mano de una princesa china. Él la había visto una sola vez, dijo, pero desde entonces la había seguido viendo noche y día.
La princesa, Lu Shi se llamaba, le fue concedida.
Un embajador viajó a buscarla.
Hubo intercambio de regalos y hubo interminables agasajos y ceremonias.
En cierto momento, cuando pudo hablar a solas, el embajador contó a la princesa las angustias del marido que la esperaba. Desde siempre Yutian pagaba con jade la seda de China, pero ya poco jade quedaba en el reino.
Lu Shi no dijo nada. Su cara de luna llena no se movió.
Y se puso en marcha. La caravana que la acompañaba, miles de camellos, miles de tintineantes campanillas, atravesó el vasto desierto y llegó a la frontera en el paso de Yumenguan.
Unos cuantos días llevó la inspección. Ni la princesa se salvó de ser registrada.
Por fin, después de mucho andar, el cortejo nupcial llegó a destino.
Sin decir palabra, sin gesto alguno, había viajado Lu Shi.
Ella mandó que todos se detuvieran en un monasterio. Allí fue bañada y perfumada. Al son de la música comió, y en silencio durmió.
Cuando su hombre llegó, Lu Shi le entregó las semillas de morera que había traído escondidas en su cofre de medicinas. Después le presentó a tres doncellas de su servicio, que no eran doncellas ni eran de su servicio. Eran expertas en artes de sederías. Y después desprendió de su cabeza el gran tocado que la envolvía, hecho de hojas de canelo, y abrió para él su negra cabellera. Ahí estaban los huevos del gusano de la seda.
Desde el punto de vista de China, Lu Shi fue una traidora a la patria donde nació.
Desde el punto de vista de Yutian, fue una heroína de la patria donde reinó.
El emperador que vivió construyendo su muerte
China se llama China por Chin, Chin Shi Huang, que fue su primer emperador.
Él fundó a sangre y fuego la nación, hasta entonces despedazada en reinos enemigos, le impuso una lengua común y un común sistema de pesos y medidas y creó una moneda única, hecha de bronce con un agujerito en el centro. Y para proteger sus dominios alzó la Gran Muralla, una infinita cresta de piedra que atraviesa el mapa y sigue siendo, dos mil doscientos años después, la defensa militar más visitada del mundo.
Pero estas minucias nunca le quitaron el sueño. La obra de su vida fue su muerte: su sepultura, su palacio de después.
Comenzó la construcción el día que se sentó en el trono, a los trece años de su edad, y año tras año el mausoleo fue creciendo, hasta ser más grande que una ciudad. También creció el ejército que iba a custodiarlo, más de siete mil jinetes y soldados de infantería, con sus uniformes del color de la sangre y sus negras corazas. Esos guerreros de barro, que ahora asombran al mundo, habían sido modelados por los mejores escultores. Nacían a salvo de la vejez y eran incapaces de traición.
El monumento funerario era trabajo de presos, que extenuados morían y eran arrojados al desierto. El emperador dirigía la obra hasta en los más mínimos detalles y exigía más y más. Estaba muy apurado. Varias veces sus enemigos habían intentado matarlo, y él tenía pánico de morir sin sepultura. Viajaba disfrazado, y cada noche dormía en un lugar diferente.
Y llegó el día en que la colosal tarea terminó. El ejército estaba completo. El gigantesco mausoleo también, y era una obra maestra. Cualquier cambio ofendería su perfección.
Entonces, cuando el emperador estaba por cumplir medio siglo de vida, vino la muerte a buscarlo y se dejó llevar.
El gran teatro estaba listo, el telón se alzaba, la función comenzaba. Él no podía faltar a la cita. Ésa era una ópera para una sola voz.
Asesinos de pies
Hace un par de siglos, Lí Yu-chen inventó una China al revés. En su novela «Flores en el espejo» había un país de las mujeres, donde ellas mandaban.
En la ficción, ellas eran ellos; y ellos, ellas. Los hombres, condenados a complacer a las mujeres, estaban obligados a las más diversas servidumbres. Entre otras humillaciones, debían aceptar que sus pies fueran atrofiados.
Nadie se tomó en serio esta posibilidad imposible. Y siguieron siendo los hombres quienes estrujaron los pies de las mujeres hasta convertirlos en algo así como patas de cabras.
Durante más de mil años, hasta bien entrado el siglo veinte, las normas de belleza prohibieron que el pie femenino creciera. En China se escribió, en el siglo nueve, la primera versión de la Cenicienta, donde cobró forma literaria la obsesión masculina por el pie femenino diminuto; y al mismo tiempo, año más, año menos, se impuso la costumbre de vendar, desde la infancia, los pies de las hijas.
Y no sólo por un ideal estético. Además, los pies atados ataban: eran un escudo de la virtud. Impidiendo que las mujeres se movieran libremente, evitaban que alguna escapada indecente pudiera poner en peligro el honor de la familia.
Contrabandistas de palabras
Los pies de Yang Huanyi habían sido atrofiados en la infancia. A los tumbos caminó su vida. Murió en el otoño del año 2004, cuando estaba por cumplir un siglo.
Ella era la última conocedora del Nushu, el lenguaje secreto de las mujeres chinas.
Este código femenino venía de tiempos antiguos. Expulsadas del idioma masculino, que ellas no podían escribir, habían fundado su propio idioma, clandestino, prohibido a los hombres. Nacidas para ser analfabetas, habían inventado su propio alfabeto, hecho de signos que simulaban ser adornos y eran indescifrables para los ojos de sus amos.
Las mujeres dibujaban sus palabras en ropas y abanicos. Las manos que los bordaban no eran libres. Los signos, sí.
 El pánico macho
En la noche más antigua yacían juntos, por primera vez, la mujer y el hombre. Entonces él escuchó un ruidito amenazante en el cuerpo de ella, un crujidero de dientes entre sus piernas, y el susto le cortó el abrazo.
Los machos más machos tiemblan todavía, en cualquier lugar del mundo, cuando recuerdan, sin saber qué recuerdan, aquel peligro de devoración. Y se preguntan, sin saber qué preguntan: ¿Será que la mujer sigue siendo una puerta de entrada que no tiene salida? ¿Será que en ella queda quien en ella entra?
Un arma peligrosa
En más de treinta países, la tradición manda cortar el clítoris.
El tajo confirma el derecho de propiedad del marido sobre su mujer, o sus mujeres.
Los mutiladores llaman purificación a este crimen contra el placer femenino, y explican que el clítoris
es un dardo envenenado,
es una cola de escorpión,
es un nido de termitas,
mata al hombre o lo enferma,
excita a las mujeres,
les envenena la leche
y las vuelve insaciables
y locas de remate.
Para justificar la mutilación, citan al profeta Mahoma, que jamás habló de este asunto, y al Corán, que tampoco lo menciona.
Las nueve lunas
Gútapa se pasaba la vida dormitando, hamaqueando, mientras su mujer, que ni nombre tenía, le rascaba la cabeza, le espantaba los mosquitos y le daba de comer en la boca. De vez en cuando, él se levantaba y le propinaba una buena paliza, para cuidarle la conducta y mantenerse en forma.
Cuando la mujer huyó, Gútapa se lanzó a buscarla por los barrancos del río Amazonas, y con un palo aporreaba cualquier posible escondite de la fugitiva. Y pegó con alma y vida un garrotazo en un recoveco donde había un nido de avispas.
Las avispas, furioso torbellino, le clavaron mil aguijones en una rodilla.
La rodilla se hinchó. Y lentamente, luna tras luna, se convirtió en un gran globo. Y dentro del globo fueron cobrando forma y movimiento muchos minúsculos hombrecitos y mujercitas que tejían canastas y collares y tallaban flechas y cerbatanas.
A la novena luna, Gútapa parió. De su rodilla nacieron los primeros tikunas, que fueron recibidos por la algarabía del loro ala azul, el loro guayabero, el loro uvero y otros comentaristas.
Victorioso sol, luna vencida
La luna perdió la primera batalla contra el sol cuando se difundió la noticia de que no era el viento quien embarazaba a las mujeres.
Después, la historia trajo otras tristes novedades:
la división del trabajo atribuyó casi todas las tareas a las hembras, para que los machos pudiéramos dedicarnos al exterminio mutuo;
el derecho de propiedad y el derecho de herencia permitieron que ellas fueran dueñas de nada;
la organización de la familia las metió en la jaula del padre, el marido y el hijo varón
y se consolidó el estado, que era como la familia pero más grande.
La luna compartió la caída de sus hijas.
Lejos quedaron los tiempos en que la luna de Egipto devoraba el sol al anochecer y al amanecer lo engendraba,
la luna de Irlanda sometía al sol amenazándolo con la noche perpetua
y los reyes de Grecia y Creta se disfrazaban de reinas, con tetas de trapo, y en las ceremonias sagradas enarbolaban la luna como estandarte.
En Yucatán, la luna y el sol habían vivido en matrimonio. Cuando se peleaban, había eclipse. Ella, la luna, era la señora de los mares y de los manantiales y la diosa de la tierra. Con el paso de los tiempos, perdió sus poderes. Ahora sólo se ocupa de partos y enfermedades.
En las costas del Perú, la humillación tuvo fecha. Poco antes de la invasión española, en el año 1463, la luna del reino chimú, la que más mandaba, se rindió ante el ejército del sol de los incas.
Mexicanas
Tlazoltéotl, luna mexicana, diosa de la noche huasteca, pudo hacerse un lugarcito en el panteón macho de los aztecas.
Ella era la madre madrísima que protegía a las paridas y a las parteras y guiaba el viaje de las semillas hacia las plantas. Diosa del amor y también de la basura, condenada a comer mierda, encarnaba la fecundidad y la lujuria.
Como Eva, como Pandora, Tlazoltéotl tenía la culpa de la perdición de los hombres; y las mujeres que nacían en su día vivían condenadas al placer.
Y cuando la tierra temblaba, por vibración suave o terremoto devastador, nadie dudaba:
Es ella.
Egipcias
Heródoto, venido de Grecia, comprobó que el río y el cielo de Egipto no se parecían a ningún otro río ni a ningún otro cielo, y lo mismo ocurría con las costumbres. Gente rara, los egipcios: amasaban la harina con los pies y el barro con las manos, y momificaban a sus gatos muertos y los guardaban en cámaras sagradas.
Pero lo que más llamaba la atención era el lugar que las mujeres ocupaban entre los hombres. Ellas, fueran nobles o plebeyas, se casaban libremente y sin renunciar a sus nombres ni a sus bienes. La educación, la propiedad, el trabajo y la herencia eran derechos de ellas, y no sólo de ellos, y eran ellas quienes hacían las compras en el mercado mientras ellos estaban tejiendo en casa. Según Heródoto, que era bastante inventón, ellas meaban de pie y ellos, de rodillas.
Hebreas
Según el Antiguo Testamento, las hijas de Eva seguían sufriendo el castigo divino.
Podían morir apedreadas las adúlteras, las hechiceras y las mujeres que no llegaran vírgenes al matrimonio;
 marchaban a la hoguera las que se prostituían siendo hijas de sacerdotes
y la ley divina mandaba cortar la mano de la mujer que agarrara a un hombre por los huevos, aunque fuera en defensa propia o en defensa de su marido.
Durante cuarenta días quedaba impura la mujer que paría hijo varón. Ochenta días duraba su suciedad, si era niña.
Impura era la mujer con menstruación, por siete días y sus noches, y trasmitía su impureza a cualquiera que la tocara o tocara la silla donde se sentaba o el lecho donde dormía.
Hindúes
Mitra, madre del sol y del agua y de todas las fuentes de la vida, fue diosa desde que nació. Cuando llegó a la India, desde Babilonia o Persia, la diosa tuvo que hacerse dios.
Unos cuantos añitos han pasado desde la llegada de Mitra, y todavía las mujeres no son muy bienvenidas en la India. Hay menos mujeres que hombres. En algunas regiones, ocho por cada diez hombres. Son muchas las que no culminan el viaje, porque mueren en el vientre de la madre, y muchas más las que son asfixiadas al nacer.
Más vale prevenir que curar, y las hay muy peligrosas, según advierte uno de los libros sagrados de la tradición hindú:
—Una mujer lasciva es el veneno, es la serpiente y es la muerte, todo en una.
También hay virtuosas, aunque las buenas costumbres se están perdiendo. La tradición manda que las viudas se arrojen a la hoguera donde arde el marido muerto, pero ya quedan pocas dispuestas a cumplir esa orden, si es que alguna queda.
Durante siglos o milenios las hubo, y muchas. En cambio, no se conoce, ni se conoció nunca, en toda la historia de la India, ningún caso de un marido que se haya zambullido en la pira de su difunta mujer.
Chinas
Hace unos mil años, las diosas chinas dejaron de ser diosas. El poder macho, que ya se había impuesto en la tierra, estaba poniendo orden también en los cielos. La diosa Shi Hi fue partida en dos dioses, y la diosa Nu Gua fue degradada a la categoría de mujer.
Shi Hi había sido la madre de los soles y de las lunas. Ella daba consuelo y alimento a sus hijos y a sus hijas al cabo de sus agotadores viajes a través del día y de la noche. Cuando fue dividida en Shi y en Hi, dioses varones los dos, ella dejó de ser ella, y desapareció.
Nu Gua no desapareció, pero se redujo a mera mujer.
En otros tiempos, ella había sido la fundadora de todo lo que vive:
había cortado las patas de la gran tortuga cósmica, para que el mundo y el cielo tuvieran columnas donde apoyarse,
había salvado al mundo de las catástrofes del fuego y del agua,
había inventado el amor, echada junto a su hermano tras un alto abanico de hierbas
y había creado a los nobles y a los plebeyos, amasando a los de arriba con arcilla amarilla y a los de abajo con barro del río.
Romanas
Cicerón había explicado que las mujeres debían estar sometidas a guardianes masculinos debido a la debilidad de su intelecto.
Las romanas pasaban de manos de varón a manos de varón. El padre que casaba a su hija podía cederla al mando en propiedad o entregársela en préstamo. De todos modos, lo que importaba era la dote, el patrimonio, la herencia: del placer se encargaban las esclavas.
Los médicos romanos creían, como Aristóteles, que las mujeres, todas, patricias, plebeyas o esclavas, tenían menos dientes y menos cerebro que los hombres y que en los días de menstruación empañaban los espejos con un velo rojizo.
Plinio el Viejo, la mayor autoridad científica del imperio, demostró que la mujer menstruada agriaba el vino nuevo, esterilizaba las cosechas, secaba las semillas y las frutas, mataba los injertos de plantas y los enjambres de abejas, herrumbraba el bronce y volvía locos a los perros.
Griegas
De un dolor de cabeza, puede nacer una diosa. Atenea brotó de la dolida cabeza de su padre, Zeus, que se abrió para darle nacimiento. Ella fue parida sin madre.
Tiempo después, su voto resultó decisivo en el tribunal de los dioses, cuando el Olimpo tuvo que pronunciar una sentencia difícil.
Para vengar a su papá, Electra y su hermano Orestes habían partido de un hachazo el pescuezo de su mamá.
Las Furias acusaban. Exigían que los asesinos fueran apedreados hasta la muerte, porque es sagrada la vida de una reina y quien mata a la madre no tiene perdón.
Apolo asumió la defensa. Sostuvo que los acusados eran hijos de madre indigna y que la maternidad no tenía la menor importancia. Una madre, afirmó Apolo, no es más que el surco inerte donde el hombre echa su semilla.
De los trece dioses del jurado, seis votaron por la condenación y seis por la absolución.
Atenea decidía el desempate. Ella votó contra la madre que no tuvo y dio vida eterna al poder macho en Atenas.
Amazonas
Las amazonas, temibles mujeres, habían peleado contra Hércules, cuando era Heracles, y contra Aquiles en la guerra de Troya. Odiaban a los hombres y se cortaban el seno derecho para que sus flechazos fueran más certeros.
El gran río que atraviesa el cuerpo de América de lado a lado, se llama Amazonas por obra y gracia del conquistador español Francisco de Orellana.
Él fue el primer europeo que lo navegó, desde los adentros de la tierra hasta las afueras de la mar. Volvió a España con un ojo menos, y contó que sus bergantines habían sido acribillados a flechazos por mujeres guerreras, que peleaban desnudas, rugían como fieras y cuando sentían hambre de amores secuestraban hombres, los besaban en la noche y los estrangulaban al amanecer.
Y por dar prestigio griego a su relato, Orellana dijo que ellas eran aquellas amazonas adoradoras de la diosa Diana, y con su nombre bautizó al río donde tenían su reino.
Los siglos han pasado. De las amazonas, nunca más se supo. Pero el río se sigue llamando así, y aunque cada día lo envenenan los pesticidas, los abonos químicos, el mercurio de las minas y el petróleo de los barcos, sus aguas siguen siendo las más ricas del mundo en peces, aves y cuentos.


Cuando el hígado era la casa del alma
En otros tiempos, mucho antes de que nacieran los cardiólogos y los letristas de boleros, las revistas del corazón bien pudieron llamarse revistas del hígado.
El hígado era el centro de todo.
Según la tradición china, el hígado era el lugar donde el alma dormía y soñaba.
En Egipto, la custodia del hígado estaba a cargo de Amset, hijo del dios Horus, y en Roma quien se ocupaba de cuidarlo era nada menos que Júpiter, el padre de los dioses.
Los etruscos leían el destino en el hígado de los animales que sacrificaban.
Según la tradición griega, Prometeo robó para nosotros, los humanos, el fuego de los dioses. Y Zeus, el mandamás del Olimpo, lo castigó encadenándolo a una roca, donde un buitre le comía el hígado cada día.
No el corazón: el hígado. Pero cada día el hígado de Prometeo renacía, y ésa era la prueba de su inmortalidad.
Fundación del machismo
Por si fuera poco ese suplicio, Zeus también castigó la traición de Prometeo creando a la primera mujer. Y nos mandó el regalo.
Según los poetas del Olimpo, ella se llamaba Pandora, era hermosa y curiosa y más bien atolondrada.
Pandora llegó a la tierra con una gran caja entre los brazos. Dentro de la caja estaban, prisioneras, las desgracias. Zeus le había prohibido abrirla; pero apenas aterrizó entre nosotros, ella no pudo aguantar la tentación y la destapó.
Las plagas se echaron a volar y nos clavaron sus aguijones. Y así llegó la muerte al mundo, y llegaron la vejez, la enfermedad, la guerra, el trabajo...
Según los sacerdotes de la Biblia, otra mujer, llamada Eva, creada por otro dios en otra nube, también nos trajo puras calamidades.

Heracles
Zeus era muy castigador. Por mala conducta, vendió como esclavo a su hijo Heracles, que después, en Roma, se llamó Hércules.
Heracles fue comprado por Onfale, reina de Lidia, y a su servicio liquidó a una serpiente gigante, lo que no exigió un gran esfuerzo a quien despedazaba serpientes desde que era bebé, y capturó a los mellizos que en las noches, convertidos en moscas, robaban el sueño de la gente.
Pero a la reina Onfale no le interesaban ni un poquito esas proezas. Ella quería un amante, no un guardián.
Pasaban encerrados casi todo el tiempo. Cuando se mostraban, él lucía collares de perlas, brazaletes de oro y coloridas enaguas que poco duraban, porque sus músculos reventaban las costuras, y ella vestía la piel del león que él había asfixiado, con sus brazos, en Nemea.
Según se decía en el reino, cuando él se portaba mal, ella le pegaba con una sandalia en el culo. Y se decía que en los ratos libres, Heracles se echaba a los pies de su dueña y se distraía hilando y tejiendo, mientras las mujeres de la corte lo abanicaban, lo peinaban, lo perfumaban, le daban de comer en la boca y le servían vino de a sorbitos.
Tres años duraron las vacaciones, hasta que Zeus, el papá, mandó que Heracles regresara de una buena vez a su trabajo y culminara sus doce hazañas de supermacho universal.
Fundación de la Organización Internacional del Comercio
Había que elegir al dios del comercio. Desde el trono del Olimpo, Zeus estudió a su familia. No tuvo que pensarlo mucho. Tenía que ser Hermes.
Zeus le regaló sandalias con alitas de oro y le encargó la promoción del intercambio mercantil, la firma de tratados y la salvaguarda de la libertad de comercio.
Hermes, que después, en Roma, se llamó Mercurio, fue elegido porque era el que mejor mentía.
Fundación del Correo
Hace dos mil quinientos años, los caballos y los gritos llevaban noticias y mensajes a las lejanías.
Ciro el Grande, hijo de la casa de los Aqueménidas, príncipe de Anzán, rey de Persia, había organizado un sistema de correos que funcionaba, día y noche, mediante relevos sucesivos de los mejores jinetes de la caballería persa.
El servicio expreso, más caro, trabajaba a gritos. De voz en voz, las palabras atravesaban las montañas.
Eco
En otros tiempos, la ninfa Eco había sabido decir. Y con tanta gracia decía, que sus palabras parecían no usadas, jamás dichas antes por boca ninguna.
Pero la diosa Hera, la esposa legal de Zeus, la maldijo en uno de sus frecuentes ataques de celos. Y Eco sufrió el peor de los castigos: fue despojada de voz propia.
Desde entonces, incapaz de decir, sólo puede repetir.
La costumbre ha convertido esta maldición en alta virtud.
Tales
Hace dos mil seiscientos años, en la ciudad de Mileto, un sabio distraído llamado Tales paseaba en las noches, y espiando estrellas solía caerse en algún pozo.
Tales, hombre curioso, pudo averiguar que nada muere, que todo se transforma y que nada hay en el mundo que no esté vivo, y que en el origen y en el fin de toda vida está el agua. No los dioses: el agua. Los terremotos ocurren porque la mar se mueve y alborota la tierra, y no por las rabietas de Poseidón. No es por gracia divina que el ojo ve, sino porque el ojo refleja la realidad, como el río refleja los arbustos de las orillas. Y los eclipses ocurren porque la luna tapa el sol, y no porque el sol se esconda de las iras del Olimpo.
Tales, que en Egipto había aprendido a pensar, predijo los eclipses sin error, sin error midió la distancia de los barcos que venían de altamar, y supo calcular exactamente la altura de la pirámide de Keops por la sombra que proyectaba. Se le atribuye el teorema más famoso, y cuatro más, y hasta dicen que descubrió la electricidad.
Pero quizá su gran hazaña fue otra: vivir como vivió, desnudo del abrigo de la religión, sin consuelos.
Fundación de la música
Cuando Orfeo acarició las cuerdas de la lira, los robles bailaron, por gracia de sus sones, en los bosques de Tracia.
Cuando Orfeo se embarcó con los argonautas, las rocas escucharon la música, lengua donde todas las lenguas se encontraban, y la nave se salvó del naufragio.
Cuando el sol nacía, la lira de Orfeo lo saludaba, desde la cumbre del monte Pangaeum, y charlaban los dos de igual a igual, de luz a luz, porque también la música encendía el aire.
Zeus envió un rayo, que partió en dos al autor de estas arrogancias.
Monopolio divino
Los dioses no soportan la competencia de los terrestres vulgares y silvestres.
Nosotros les debemos humillación y obediencia. Hemos sido hechos por ellos, según ellos; y la censura del alto cielo prohíbe que se divulgue el rumor de que son ellos quienes han sido hechos por nosotros.
Cuando advirtieron que veíamos más allá del horizonte, los dioses mayas nos echaron polvo a los ojos; y los dioses griegos dejaron ciego a Fineo, rey de Salmidesos, cuando supieron que él veía más allá del tiempo.
Lucifer era el arcángel preferido del dios de los judíos, de los cristianos y de los musulmanes. Cuando Lucifer intentó levantar su trono por encima de las estrellas, ese dios lo hizo ceniza, quemándolo en el fuego de su propia belleza.
Y  fue ese dios quien expulsó a Adán y a Eva, los primeros, los que no tenían ombligo, porque quisieron conocer la gloria divina; y fue él quien castigó a los constructores de la torre de Babel, que estaban cometiendo la insolencia de llegar al cielo.
Gracias por el castigo
En Babilonia, la ciudad maldita, que según la Biblia fue puta y madre de putas, se estaba alzando aquella torre que era un pecado de arrogancia humana.
Y  el rayo de la ira no demoró: Dios condenó a los constructores a hablar lenguas diferentes, para que nunca más pudiera nadie en tenderse con nadie, y la torre quedó para siempre a medio hacer.
Según los antiguos hebreos, la diversidad de las lenguas humanas fue un castigo divino.
Pero quizá, queriendo castigarnos, Dios nos hizo el favor de salvarnos del aburrimiento de la lengua única.
Fundación de los idiomas
Según los antiguos mexicanos, la historia es otra.
Ellos contaron que la montaña Chicomóztoc, alzada donde la mar se partía en dos mitades, tenía siete cuevas en sus entrañas.
En cada una de las cuevas reinaba un dios.
Con tierra de las siete cuevas, y sangre de los siete dioses, fueron amasados los primeros pueblos nacidos en México.
Poquito a poco, los pueblos fueron brotando de las bocas de la montaña.
Cada pueblo habla, todavía, la lengua del dios que lo creó.
Por eso las lenguas son sagradas, y son diversas las músicas del decir.


Todas las lluvias
El dios de los hebreos estaba disgustado por la mala conducta de sus hijos, y el diluvio fue el escarmiento que sepultó bajo las aguas a toda la carne humana y también, de paso, a las bestias del campo y a las aves del cielo.
Noé, el único hombre justo, tuvo el privilegio de construir un arca de madera, de tres pisos, para salvar a su familia y a una pareja de macho y hembra de cada una de las especies que habían poblado el mundo.
Los demás fueron ahogados por la gran inundación.
También merecieron la muerte los que habían sido expulsados del arca: las parejas anormales, como el caballo pegado a la burra o la perra enamorada del lobo, y los machos dominados por las hembras, que ignoraban la jerarquía natural.
Fundación religiosa del racismo
Noé se emborrachó celebrando la llegada del arca al monte Ararat.
Despertó incompleto. Según una de las diversas versiones de la Biblia, su hijo Cam lo había castrado mientras dormía. Y esa versión dice que Dios maldijo a Cam y a sus hijos y a los hijos de sus hijos, condenándolos a la esclavitud por los siglos de los siglos.
Pero ninguna de las diversas versiones de la Biblia dijo que Cam fuera negro. África no vendía esclavos cuando la Biblia nació, y Cam oscureció su piel mucho tiempo después. Quizá su negritud empezó a aparecer allá por los siglos once o doce, cuando los árabes iniciaron el tráfico de esclavos desde el sur del desierto, pero seguramente Cam pasó a ser del todo negro allá por los siglos dieciséis o diecisiete, cuando la esclavitud se convirtió en el gran negocio europeo.
A partir de entonces se otorgó prestigio divino y vida eterna al tráfico negrero. La razón al servicio de la religión, la religión al servicio de la opresión: como los esclavos eran negros, Cam debía ser negro. Y sus hijos, también negros, nacían para ser esclavos, porque Dios no se equivoca.
Y Cam y sus hijos y los hijos de sus hijos tendrían pelo motudo, ojos rojos y labios hinchados, andarían desnudos luciendo sus penes escandalosos, serían aficionados al robo, odiarían a sus amos, jamás dirían la verdad y dedicarían a las cosas sucias su tiempo de dormir.
Fundación científica del racismo
Raza caucásica se llama, todavía, la minoría blanca que ocupa la cúspide de las jerarquías humanas.
Así fue bautizada, en 1775, por Johann Friedrich Blumenbach.
Este zoólogo creía que el Cáucaso era la cuna de la humanidad, y que de allí provenían la inteligencia y la belleza. El término se sigue usando, contra toda evidencia, en nuestros días.
Blumenbach había reunido doscientos cuarenta y cinco cráneos que fundamentaban el derecho de los europeos a humillar a los demás.
La humanidad formaba una pirámide de cinco pisos.
Arriba, los blancos.
La pureza original había sido arruinada, pisos abajo, por las razas de piel sucia: los nativos australianos, los indios americanos, los asiáticos amarillos. Y debajo de todos, deformes por fuera y por dentro, estaban los negros africanos.
La Ciencia siempre ubicaba a los negros en el sótano.
En 1863, la Sociedad Antropológica de Londres llegó a la conclusión de que los negros eran intelectualmente inferiores a los blancos, y sólo los europeos tenían la capacidad de humanizarlos y civilizarlos. Europa consagró sus mejores energías a esta noble misión, pero no tuvo suerte. Casi un siglo y medio después, en el año 2007, el estadounidense James Watson, premio Nobel de Medicina, afirmó que está científicamente demostrado que los negros siguen siendo menos inteligentes que los blancos.


El amar de los amares
Cantó el rey Salomón a la más mujer de sus mujeres. Cantó a su cuerpo y a la puerta de su cuerpo y al verdor del lecho compartido.
El «Cantar de los cantares» no se parece ni un poquito a los demás libros de la Biblia de Jerusalén. ¿Por qué está ahí?
 Según los rabinos, es una alegoría del amor de Dios por Israel. Según los curas, un jubiloso homenaje a la boda de Cristo con la Iglesia. Pero ningún verso menciona a Dios, y mucho menos a Cristo ni a la Iglesia, que nacieron mucho después de que el «Cantar» fuera cantado.
Más bien parece que este encuentro entre un rey judío y una mujer negra fue una celebración de la pasión humana y de la diversidad de nuestros colores.
Mejores que el vino son los besos de tu boca, cantaba esa mujer.
Y  según la versión que llegó a nuestros días, ella cantaba también:
Negra soy, pero bella,
y se disculpaba atribuyendo su color a su trabajo, a pleno sol, en los viñedos.
Sin embargo, según otras versiones, el pero fue agregado. Ella cantaba:
Negra soy, y bella.
Alejandro
Demóstenes se burlaba:
Este jovencito quiere que le levantemos altares. Y bueno. Vamos a hacerle el gusto.
El jovencito era Alejandro Magno. Se decía pariente de Heracles y de Aquiles. Se hacía llamar el dios invencible. Había sido herido ocho veces y seguía conquistando mundo.
Había empezado coronándose rey de Macedonia después de matar a toda su parentela y, queriendo coronarse rey de todo lo demás, vivió en guerra continua los pocos años de su vida.
Su caballo negro rompía el viento. Él era siempre el primero en atacar, espada en mano, penacho de blancas plumas, como si cada batalla fuera un asunto personal:
Yo no robo la victoria —decía.
Y  muy bien recordaba la gran lección de Aristóteles, su maestro:
La humanidad se divide entre los que nacen para mandar y los que nacen para obedecer.
Con mano dura apagaba las rebeliones, crucificaba o lapidaba a los desobedientes, pero era un raro conquistador que respetaba las costumbres de sus conquistados y hasta se daba el lujo de aprenderlas. Nacido para ser el mandamás, el rey de reyes, invadió tierras y mares desde los Balcanes hasta la India, pasando por Persia y Egipto y todo lo que encontró, y en todas partes sembró matrimonios. Su astuta idea de casar a los soldados griegos con mujeres del lugar fue una desagradable novedad para Atenas, donde cayó muy mal, pero consolidó el prestigio y el poder de Alejandro en su nuevo mapa del mundo.
Efestion lo acompañó siempre en el andar y el guerrear. Fue su brazo derecho en los campos de batalla y su amante en las noches de celebración. Junto con él y sus miles de jinetes imparables, largas lanzas, flechas de fuego, fundó siete ciudades, las siete Alejandrías, y parecía que eso no iba a terminar nunca.
Cuando Efestion murió, Alejandro bebió a solas el vino que habían compartido y al amanecer, borracho, mandó alzar una inmensa hoguera que quemara el cielo y prohibió la música en todo el imperio.
Y  poco después también él murió, a los treinta y tres años de su edad, sin haber conquistado todos los reinos que en el mundo eran.
Homero
No había nada ni nadie. Ni fantasmas había. No más que piedras mudas, y alguna que otra oveja buscando pasto entre las ruinas.
Pero el poeta ciego supo ver, allí, la gran ciudad que ya no era. La vio rodeada de murallas, alzada en la colina sobre la bahía; y escuchó los alaridos y los truenos de la guerra que la había arrasado.
Y  la cantó. Fue la refundación de Troya. Troya nació de nuevo, parida por las palabras de Homero, cuatro siglos y medio después de su exterminio. Y la guerra de Troya, condenada al olvido, pasó a ser la más famosa de todas las guerras.
Los historiadores dicen que ésa fue una guerra comercial. Los troyanos habían cerrado el paso hacia el mar Negro, y lo cobraban caro. Los griegos aniquilaron Troya para abrirse camino al Oriente por el estrecho de los Dardanelos. Pero comerciales fueron todas, o casi todas, las guerras que en el mundo han sido. ¿Por qué habría de hacerse digna de memoria una guerra tan poco original? Las piedras de Troya iban a convertirse en arena y nada más que arena, cumpliendo su destino natural, cuando Homero las vio y las escuchó.
Lo que él cantó, ¿fue pura imaginación?
¿Fue obra de fantasía esa escuadra de mil doscientas naves lanzadas al rescate de Helena, la reina nacida de un huevo de cisne?
¿Inventó Homero eso de que Aquiles arrastró a su vencido Héctor, atado a un carro de caballos, y le dio varias vueltas alrededor de las murallas de la ciudad sitiada?
Y la historia de Afrodita envolviendo a Paris en un manto de niebla mágica cuando lo vio perdido, ¿no habrá sido delirio o borrachera?
¿Y Apolo guiando la flecha mortal hacia el talón de Aquiles?
¿Habrá sido Odiseo, alias Ulises, el creador del inmenso caballo de madera que engañó a los troyanos?
¿Qué tiene de verdad el final de Agamenón, el vencedor, que regresó de esa guerra de diez años para que su mujer lo asesinara en el baño?
Esas mujeres y esos hombres, y esas diosas y esos dioses que tanto se nos parecen, celosos, vengativos, traidores, ¿existieron?
Quién sabe si existieron.
Lo único seguro es que existen.
Fundación literaria del perro
Argos fue el nombre de un gigante de cien ojos y de una ciudad griega de hace cuatro mil años.
También se llamaba Argos el único que reconoció a Odiseo, cuando llegó, disfrazado, a Ítaca.
Homero nos contó que Odiseo regresó, al cabo de mucha guerra y mucha mar, y se acercó a su casa haciéndose pasar por un mendigo achacoso y haraposo.
Nadie se dio cuenta de que él era él.
Nadie, salvo un amigo que ya no sabía ladrar, ni podía caminar, ni moverse siquiera. Argos yacía, a las puertas de un galpón, abandonado, acribillado por las garrapatas, esperando la muerte.
Cuando vio, o quizás olió, que aquel mendigo se acercaba, alzó la cabeza y sacudió el rabo.
Hesíodo
De Homero, nada se sabe. Siete ciudades juran que fueron su cuna. Quizás en ellas Homero recitó, alguna noche, a cambio de techo y comida.
De Hesíodo, dicen que nació en una aldea llamada Asera y que vivió en los tiempos de Homero.
Pero él no cantó a la gloria de los guerreros. Sus héroes fueron los labriegos de Beocia. Hesíodo se ocupó de los trabajos y los días de los hombres que arrancaban frutos pobres a la dura tierra, para cumplir con la maldición de los dioses despiadados.
Su poesía aconsejaba cortar la madera cuando Sirio aparece en el cielo,
recoger las uvas cuando Sirio viaja hacia el sur,
trillar cuando viene Orión,
cosechar cuando las Pléyades asoman,
labrar la tierra cuando las Pléyades se esconden,
trabajar desnudo
y desconfiar de la mar, de los ladrones, de las mujeres, de las lenguas inquietas y de los días nefastos.
El suicidio de Troya
Según Homero, fue la diosa Atenea quien sopló la idea al oído de Odiseo. Y así la ciudad de Troya, que había resistido durante diez años el acoso de las tropas griegas, fue vencida por un caballo de madera.
¿Por qué Príamo, el rey de Troya, lo dejó entrar? Desde que ese raro animal gigantesco apareció esperando ante las murallas, fue rojo el humo de las cocinas y lloraron las estatuas y se secaron los laureles y el cielo se vació de estrellas. La princesa Casandra le arrojó una antorcha encendida y el sacerdote Laocoonte le clavó una lanza en el costado. Los consejeros del rey opinaron que había que abrirlo, para ver qué contenía, y en toda Troya no hubo quien no sospechara que ese bicho era una trampa.
Pero Príamo eligió su perdición. Quiso creer que la diosa Atenea había enviado una ofrenda en señal de paz. Por no agraviarla, mandó que se abriera la muralla y el caballo fue recibido con cánticos de alabanza y gratitud.
De sus adentros salieron los soldados que arrasaron Troya hasta la última de sus piedras. Y sus vencidos fueron sus esclavos, y las mujeres de sus vencidos fueron sus mujeres.
El héroe
¿Cómo hubiera sido la guerra de Troya contada desde el punto de vista de un soldado anónimo? ¿Un griego de a pie, ignorado por los dioses y deseado no más que por los buitres que sobrevuelan las batallas? ¿Un campesino metido a guerrero, cantado por nadie, por nadie esculpido? ¿Un hombre cualquiera, obligado a matar y sin el menor interés de morir por los ojos de Helena?
¿Habría presentido ese soldado lo que Eurípides confirmó después? ¿Que Helena nunca estuvo en Troya, que sólo su sombra estuvo allí? ¿Que diez años de matanzas ocurrieron por una túnica vacía?
Y si ese soldado sobrevivió, ¿qué recordó?
Quién sabe.
Quizás el olor. El olor del dolor, y simplemente eso.
Tres mil años después de la caída de Troya, los corresponsales de guerra Robert Fisk y Fran Sevilla nos cuentan que las guerras huelen. Ellos han estado en varias, las han sufrido por dentro, y conocen ese olor de podredumbre, caliente, dulce, pegajoso, que se te mete por todos los poros y se te instala en el cuerpo.
Es una náusea que jamás te abandonará.
Retrato de familia en Grecia
El sol viajó al revés por el cielo y se fue por el oriente. Mientras moría aquel día tan raro, Atreo conquistaba el trono de Micenas.
Atreo sentía que la corona tambaleaba en su cabeza. Miraba de reojo a la parentela. El hambre de poder brillaba en los ojos de sus sobrinos. Por las dudas, los degolló. Los cortó en pedazos, los cocinó y los sirvió, como plato único, en el banquete que brindó a su hermano Tiestes, que era el papá de los difuntos.
Agamenón, hijo de Atreo, heredó el trono. Clitemnestra, mujer de su tío, le gustó para reina. Agamenón no tuvo más remedio que matar al tío. Y años después tuvo que cortar el pescuezo de Ifigenia, su hija más bella. La diosa Artemisa se lo exigió, para que sus huestes de sátiros, centauros y ninfas dieran buenos vientos a las naves que partían a la guerra contra el reino de Troya.
Al fin de la guerra, una noche de luna llena, Agamenón entró a paso triunfal en su palacio de Micenas. La reina Clitemnestra le dio la bienvenida y le ofreció un baño bien caliente. A la salida del baño, lo envolvió en una red tejida por ella. Esa red fue la mortaja de Agamenón. Egisto, amante de Clitemnestra, le hundió una espada de doble filo, y ella lo decapitó con un hacha.
Con esa misma hacha, tiempo después, Electra y Orestes vengaron al padre. Los hijos de Agamenón y Clitemnestra despedazaron a la madre y a su amante, y dieron inspiración al poeta Esquilo y al doctor Freud.
Huelga de piernas cerradas
En plena guerra del Peloponeso, las mujeres de Atenas, Esparta, Corinto y Beocia se declararon en huelga contra la guerra.
Fue la primera huelga de piernas cerradas de la historia universal. Ocurrió en el teatro. Nació de la imaginación de Aristófanes y de la arenga que él puso en boca de Lisistrata, matrona ateniense:
—¡No levantaré los pies hasta el cielo, ni en cuatro patas me pondré con el culo al aire!
La huelga continuó, sin tregua, hasta que el ayuno de amores doblegó a los guerreros. Cansados de pelear sin consuelo, y espantados ante la insurgencia femenina, no tuvieron más remedio que decir adiós a los campos de batalla.
Más o menos así lo contó, lo inventó, Aristófanes, un escritor conservador que defendía las tradiciones como si creyera en ellas, pero en el fondo creía que lo único sagrado era el derecho de reír.
Y hubo paz en el escenario.
En la realidad, no.
Los griegos ya llevaban veinte años peleando cuando esta obra fue estrenada, y la carnicería continuó siete años más.
Las mujeres continuaron sin tener derecho de huelga, ni derecho de opinión, ni más derecho que el derecho de obediencia a las labores propias de su sexo. El teatro no figuraba entre esas labores. Las mujeres podían asistir a las obras, en los peores lugares, que eran las gradas más altas, pero no podían representarlas. No había actrices. En la obra de Aristófanes, Lisistrata y las demás protagonistas fueron actuadas por hombres que llevaban máscaras de mujeres.
El arte de dibujarte
En algún lecho del golfo de Corinto, una mujer contempla, a la luz del fuego, el perfil de su amante dormido.
En la pared, se refleja la sombra.
El amante, que yace a su lado, se irá. Al amanecer se irá a la guerra, se irá a la muerte. Y también la sombra, su compañera de viaje, se irá con él y con él morirá.
Es noche todavía. La mujer recoge un tizón entre las brasas y dibuja, en la pared, el contorno de la sombra.
Esos trazos no se irán.
No la abrazarán, y ella lo sabe. Pero no se irán.
Sócrates
Varias ciudades peleaban de uno y otro lado. Pero esta guerra griega, la que más griegos mató, fue sobre todo la guerra de Esparta, oligarquía de pocos orgullosos de ser pocos, contra Atenas, democracia de pocos que simulaban ser todos.
En el año 404 antes de Cristo, Esparta demolió, con cruel lentitud, al son de las flautas, las murallas de Atenas.
De Atenas, ¿qué quedaba? Quinientos barcos hundidos, ochenta mil muertos de peste, una incontable cantidad de guerreros destripados y una ciudad humillada, llena de mutilados y de locos.
Y la justicia de Atenas condenó a muerte al más justo de sus hombres.
El gran maestro del Ágora, el que perseguía la verdad pensando en voz alta mientras paseaba por la plaza pública, el que había combatido en tres batallas de la guerra recién terminada, fue declarado culpable. Corruptor de la juventud, sentenciaron los jueces, aunque quizá quisieron decir que era culpable de haber amado a Atenas tomándole el pelo, criticándola mucho y adulándola nada.
Olimpíadas
A los griegos les encantaba matarse entre sí, pero además de la guerra practicaban otros deportes.
Competían en la ciudad de Olimpia, y mientras las olimpíadas ocurrían, los griegos olvidaban sus guerras por un rato.
Todos desnudos: los corredores, los atletas que arrojaban la jabalina y el disco, los que saltaban, boxeaban, luchaban galopaban o competían cantando. Ninguno llevaba zapatillas de marca, ni camisetas de moda, ni nada que no fuera la propia piel brillosa de ungüentos.
Los campeones no recibían medallas. Ganaban una corona de laurel, unas cuantas tinajas de aceite de oliva, el derecho a comer gratis durante toda la vida y el respeto y la admiración de sus vecinos.
El primer campeón, un tal Korebus, se ganaba la vida trabajando de cocinero, y a eso siguió dedicándose. En la olimpíada inaugural, él corrió más que todos sus rivales y más que los temibles vientos del norte.
Las olimpíadas eran ceremonias de identidad compartida. Haciendo deporte, esos cuerpos decían, sin palabras: Nos odiamos, nos peleamos, pero todos somos griegos.
Y así fue durante mil años, hasta que el cristianismo triunfante prohibió estas paganas desnudeces que ofendían al Señor.
En las olimpíadas griegas nunca participaron las mujeres, los esclavos ni los extranjeros.
En la democracia griega, tampoco.
Partenón y después
Fidias, el más envidiado escultor de todos los tiempos murió de tristeza. Su insoportable talento había sido castigado con pena de cárcel.
Muchos siglos después, Fidias fue también castigado con pena de usurpación.
Sus mejores obras, las esculturas del Partenón, ya no están en Atenas sino en Londres. Y no se llaman los mármoles de Fidias, sino que responden al nombre de los mármoles de Elgin.

Lord Elgin, que de escultor no tenía nada, era el embajador inglés que hace un par de siglos embarcó esas maravillas y las vendió a su gobierno. Desde entonces, están en el British Museum.
Cuando lord Elgin se llevó lo que se llevó, ya el Partenón había sido devastado por la intemperie y las invasiones. Aquel templo, nacido para eterna gloria de la diosa Atenea, había sufrido la invasión de la Virgen María y sus sacerdotes, que eliminaron unas cuantas figuras, borraron muchos rostros y mutilaron todos los penes. Y muchos años después ocurrió la invasión de las tropas venecianas y el templo, convertido en polvorín, estalló.
El Partenón quedó en ruinas. Las esculturas que lord Elgin arrancó estaban, y siguen estando, rotas. Esos despojos nos cuentan lo que fueron:
esa túnica no es más que un pedazo de mármol, pero en sus pliegues ondula un cuerpo de mujer o de diosa;
esa rodilla continúa en la pierna ausente;
ese torso se completa en su cabeza decapitada;
el caballo que falta relincha desde esas crines alzadas en el aire y truena en esas patas que en el aire galopan.
En lo poco que está, está todo lo que estuvo.
Hipócrates
Lo llaman Padre de la Medicina.
Los nuevos médicos juran en su nombre.
Hace dos mil cuatrocientos años, curó y escribió.
Estos son algunos de los aforismos nacidos, según él, de su experiencia:
La experiencia es engañosa, la vida es breve, largo el arte de curar, fugitiva la ocasión y difícil el juicio.
La medicina es la más noble de todas las artes, pero va muy a la zaga de las demás debido a la ignorancia de quienes la practican.
Hay una circulación común a todos, una respiración común a todos. Todo está relacionado con todo.
No se puede entender la naturaleza de las partes del cuerpo sin entender la naturaleza del organismo entero.
Los síntomas son defensas naturales del cuerpo. Nosotros los llamamos enfermedades, pero en realidad son la curación de la enfermedad.
Los eunucos no tienen calvicie.
Los calvos no padecen várices.
Que la comida sea tu alimento, y el alimento tu medicina.
Lo que cura a uno, mata a otro.
Si la mujer ha concebido un niño, tiene buen color. Si ha concebido una niña, tiene mal color.
Aspasia
En tiempos de Pericles, Aspasia fue la mujer más famosa de Atenas.
Lo que también se podría decir de otra manera: en tiempos de Aspasia, Pericles fue el hombre más famoso de Atenas.
Sus enemigos no le perdonaban que fuera mujer y extranjera, y por agregarle defectos le atribuían un pasado inconfesable y decían que la escuela de retórica, que ella dirigía, era un criadero de jovencitas fáciles.
Ellos la acusaron de despreciar a los dioses, ofensa que podía ser pagada con la muerte. Ante un tribunal de mil quinientos hombres, Pericles la defendió. Aspasia fue absuelta, aunque en su discurso de tres horas, Pericles olvidó decir que ella no despreciaba a los dioses pero creía que los dioses nos desprecian y arruinan nuestras efímeras felicidades humanas.
Por entonces, ya Pericles había echado a su esposa de su lecho y de su casa y vivía con Aspasia. Y por defender los derechos del hijo que con ella tuvo, había violado una ley que él mismo había dictado.
Por escuchar a Aspasia, Sócrates interrumpía sus clases. Anaxágoras citaba sus opiniones.
—¿Qué arte o poder tenía esta mujer, para dominar a los políticos más eminentes y para inspirar a los filósofos? —se preguntó Plutarco.
Safo
Poco se sabe de Safo.
Dicen que nació hace dos mil seiscientos años, en la isla de Lesbos, que por ella dio nombre a las lesbianas.
Dicen que estaba casada, que tenía un hijo y que se arrojó desde un acantilado porque un marinero no le hizo caso, y también dicen que era petiza y fea.
Quién sabe. A los machos no nos cae muy bien eso de que una mujer prefiera a otra mujer, en vez de sucumbir a nuestros irresistibles encantos.
En el año 1703, la Iglesia Católica, bastión del poder masculino, mandó quemar todos los libros de Safo.
Algunos poemas, pocos, se salvaron.
Epicuro
En su jardín de Atenas, Epicuro hablaba contra los miedos. Contra el miedo a los dioses, a la muerte, al dolor y al fracaso.
Es pura vanidad, decía, creer que los dioses se ocupan de nosotros. Desde su inmortalidad, desde su perfección, ellos no nos otorgan premios ni castigos. Los dioses no son temibles porque nosotros, efímeros, mal hechos, no merecemos nada más que su indiferencia.
Tampoco la muerte es temible, decía. Mientras nosotros somos, ella no es; y cuando ella es, nosotros dejamos de ser.
¿Miedo al dolor? Es el miedo al dolor el que más duele, pero nada hay más placentero que el placer cuando el dolor se va.
¿Y el miedo al fracaso? ¿Qué fracaso? Nada es suficiente para quien lo suficiente es poco, pero ¿qué gloria podría compararse al goce de charlar con los amigos en una tarde de sol? ¿Qué poder puede tanto como la necesidad que nos empuja a amar, a comer, a beber?
Hagamos dichosa, proponía Epicuro, la inevitable mortalidad de la vida.
Fundación de la inseguridad ciudadana
La democracia griega amaba la libertad, pero vivía de sus prisioneros. Los esclavos y las esclavas labraban tierras,
abrían caminos,
excavaban montañas en busca de plata y de piedras,
alzaban casas,
tejían ropas,
cosían calzados,
cocinaban,
lavaban,
barrían,
forjaban lanzas y corazas, azadas y martillos,
daban placer en las fiestas y en los burdeles
y criaban a los hijos de sus amos.
Un esclavo era más barato que una mula. La esclavitud, tema despreciable, rara vez aparecía en la poesía, en el teatro o en las pinturas que decoraban las vasijas y los muros. Los filósofos la ignoraban, como no fuera para confirmar que ése era el destino natural de los seres inferiores, y para encender la alarma. Cuidado con ellos, advertía Platón. Los esclavos, decía, tienen una inevitable tendencia a odiar a sus amos y sólo una constante vigilancia podrá impedir que nos asesinen a todos.
Y Aristóteles sostenía que el entrenamiento militar de los ciudadanos era imprescindible, por la inseguridad reinante.
La esclavitud según Aristóteles
El ser humano que pertenece a otro es por naturaleza un esclavo. El que siendo humano pertenece a otro es un artículo de propiedad, un instrumento. El esclavo es un instrumento viviente, así como un instrumento de trabajo es un esclavo inanimado.
Hay por naturaleza diferentes clases de jefes y subordinados. Los libres mandan a tos esclavos, los hombres a las mujeres y los adultos a los niños.
El arte de la guerra incluye la cacería contra las bestias salvajes y contra los hombres que habiendo nacido para ser mandados, no se someten; y esta guerra es naturalmente justa.
El servicio físico a las necesidades de la vida proviene de los esclavos y de los animales domesticados. Por eso ha sido intención de la naturaleza modelar cuerpos diferentes para el hombre libre y para el esclavo.
Ojo con las bacanales
También en Roma, los esclavos fueron el sol de cada día y la pesadilla de cada noche. Los esclavos daban vida y pánico al imperio.
Hasta las fiestas de Baco amenazaban el orden, porque en los rituales de la noche no había barreras entre los esclavos y los libres, y el vino autorizaba lo que el orden prohibía.
Subversión de las jerarquías desde la lujuria: estos desenfrenos tenían mucho que ver, se sospechaba, se sabía, con las rebeliones de esclavos que estallaban en el sur.
Roma no se cruzó de brazos. Un par de siglos antes de Cristo, el Senado acusó de conspiración a los seguidores de Baco y encomendó a los dos cónsules, Marcius y Postumius, la misión de liquidar hasta la raíz las bacanales en todo el imperio.
Corrió la sangre.
Las bacanales siguieron. Las rebeliones, también.
Antiocus, rey
Su dueño lo usaba de payaso en los banquetes.
El esclavo Eunus se ponía en trance y por la boca echaba humo y fuego y profecías que hacían reír a los invitados.
En una de esas comilonas, y después del éxtasis y las llamaradas, Eunus anunció, solemnemente, que él iba a ser rey de esta isla. Sicilia será mi reino, dijo, y dijo que se lo dijo la diosa Demeter.
Los invitados rieron hasta rodar por los suelos.
Unos días después, el esclavo fue rey. Echando incendios por la boca, degolló a su amo y desató una tremenda revuelta de esclavos que invadieron pueblos y ciudades y coronaron a Eunus rey de Sicilia.
La isla ardió. El nuevo monarca mandó matar a todos sus prisioneros, salvo a quienes supieran fabricar armas, y emitió monedas donde su nuevo nombre, Antiocus, fue estampado junto a la efigie de la diosa Demeter.
El reino duró cuatro años, hasta que Antiocus fue vencido por la traición, encarcelado y devorado por los piojos. Medio siglo después, llegó Espartaco.
Espartaco
Fue pastor en Tracia, soldado en Roma, gladiador en Capua.
Fue esclavo fugado. Huyó armado de un cuchillo de cocina, y al pie del volcán Vesubio fundó su tropa de libres, que andando creció y fue ejército.
Una mañana, setenta y dos años antes de Cristo, Roma tembló. Los romanos vieron que los hombres de Espartaco los veían. Habían amanecido erizadas de lanzas las crestas de las colinas. Desde allá arriba, los esclavos contemplaban los templos y los palacios de la más reina, la que tenía el mundo a su mandar: estaba al alcance de sus manos, tocada por sus ojos, la ciudad que les había arrancado sus nombres y sus memorias y los había convertido en cosas que podían ser azotadas, regaladas o vendidas.
El ataque no ocurrió. Nunca se supo si Espartaco y los suyos habían llegado hasta allí, hasta tan cerquita, o ésos eran no más que espejismos del miedo. Porque en aquellos días, los esclavos estaban propinando humillantes palizas a las legiones.
Dos años duró esa guerra de guerrillas que tuvo en vilo al imperio.
Por fin, los sublevados fueron cercados, en las montañas de Lucania, y fueron aniquilados por los soldados que en Roma había reclutado un joven militar llamado Julio César.
Cuando Espartaco se vio vencido, apoyó su cabeza en la cabeza de su caballo, la frente pegada a la frente de su compañero de todas las batallas, y le hundió el largo cuchillo y le partió el corazón.
Los carpinteros alzaron cruces nuevas a todo lo largo de la vía Appia, desde Capua hasta Roma.
Roma tour
El trabajo manual era cosa de esclavos.
Y aunque no fueran esclavos, los jornaleros y los artesanos desempeñaban oficios viles. Cicerón, que desempeñaba el noble oficio de la usura, había definido las categorías laborales:
 —Los menos honorables de todos son los que sirven a la glotonería, como el salchichero, el vendedor de aves o pescados, el cocinero...
Los romanos más respetados eran los señores de la guerra, que rara vez la peleaban, y los dueños de la tierra, que rara vez la tocaban.
Ser pobre era un crimen imperdonable. Por disimular esa deshonra, los ricos venidos a menos se endeudaban y, si tenían suerte, triunfaban en la carrera política, que ejercían al servicio de sus acreedores.
La venta de favores sexuales era una segura fuente de fortuna. También la venta de favores políticos y burocráticos. Ambas actividades llevaban el mismo nombre. Los empresarios de la prostitución y los profesionales del lobby se llamaban proxenetas.
Julio César
Lo llamaban el calvo putañero, decían que era el marido de todas las mujeres y la mujer de todos los maridos.
Fuentes bien informadas aseguraban que había estado encerrado varios meses en el dormitorio de Cleopatra, sin asomar la nariz.
Con ella, su trofeo, regresó a Roma desde Alejandría. Y coronando sus campañas victoriosas en Europa y en África, rindió homenaje a su propia gloria mandando al muere a una multitud de gladiadores y exhibiendo jirafas y otras rarezas que Cleopatra le había regalado.
Y  Roma lo vistió de púrpura, la única toga de ese color en todo el imperio, y ciñó su frente con corona de laurel, y Virgilio, el poeta oficial, cantó a su estirpe divina, que venía de Eneas, Marte y Venus.
Y  poco después, desde la cumbre de las cumbres, se proclamó dictador vitalicio y anunció reformas que amenazaban los intocables privilegios de su propia clase.
Y  los suyos, los patricios, decidieron que más vale prevenir que curar.
Y  el todopoderoso, marcado para morir, fue rodeado por sus íntimos y su bienamado Marco Bruto, que quizás era su hijo, lo estrujó en el primer abrazo y en la espalda le clavó la primera puñalada.
Y  otros puñales lo acribillaron y se alzaron, rojos, al cielo.
Y  allí tirado quedó el cuerpo, en el suelo de piedra, porque ni sus esclavos se atrevían a tocarlo.
La sal de este imperio
En el año 31 antes de Cristo, Roma lanzó la guerra contra Cleopatra y Marco Antonio, heredero de Julio César en la fama y en la cama.
Entonces, el emperador Augusto sobornó a su opinión pública regalando sal.
Los patricios habían concedido a los plebeyos el derecho a la sal, pero Augusto aumentó la dosis.
Roma amaba la sal. Siempre había sal, sal de roca o de mar, en las cercanías de las ciudades que los romanos fundaban.
Via Salaria se llamó el primer camino imperial, abierto para traer sal desde la playa de Ostia, y la palabra salario proviene del pago en sal que los legionarios recibían durante las campañas militares.
Cleopatra
Sus cortesanas la bañan en leche de burra y miel.
Después de ungirla en zumos de jazmines, lirios y madreselvas, depositan su cuerpo desnudo en almohadones de seda rellenos de plumas.
Sobre sus párpados cerrados, hay finas rodajas de áloe. En la cara y el cuello, emplastes hechos de bilis de buey, huevos de avestruz y cera de abejas.
Cuando despierta de la siesta, ya hay luna en el cielo.
Las cortesanas impregnan de rosas sus manos y perfuman sus pies con elixires de almendras y flores de azahar. Sus axilas exhalan fragancias de limón y de canela, y los dátiles del desierto dan aroma a su cabellera, brillante de aceite de nuez.
Y  llega el turno del maquillaje. Polvo de escarabajos colorea sus
mejillas y sus labios. Polvo de antimonio dibuja sus cejas. El lapislázuli y la malaquita pintan un antifaz de sombras azules y sombras verdes en torno de sus ojos.
En su palacio de Alejandría, Cleopatra entra en su última noche.
La última faraona,
la que no fue tan bella como dicen,
la que fue mejor reina de lo que dicen,
la que hablaba varias lenguas y entendía de economía y otros misterios masculinos,
la que deslumbró a Roma,
la que desafió a Roma,
la que compartió cama y poder con Julio César y Marco Antonio,
viste ahora sus más deslumbrantes ropajes y lentamente se sienta en su trono, mientras las tropas romanas avanzan contra ella.
Julio César ha muerto, Marco Antonio ha muerto.
Las defensas egipcias caen.
Cleopatra manda abrir la cesta de paja.
Suena el cascabel.
Se desliza la serpiente.
Y la reina del Nilo abre su túnica y le ofrece sus pechos desnudos, brillantes de polvo de oro.
Métodos anticonceptivos de comprobada eficacia
En Roma, muchas mujeres evitaban los hijos estornudando inmediatamente después del amor, pero las profesionales preferían sacudir las caderas, en el momento culminante, para desviar las semillas. Plinio el Viejo contó que las mujeres pobres evitaban los hijos colgándose al cuello, antes del amanecer, un amuleto hecho con los gusanos extraídos de la cabeza de una araña peluda, envueltos en piel de ciervo. Las mujeres de clase alta conjuraban el embarazo portando un tubito de marfil que contenía un trozo de útero de leona o de hígado de gato.
Mucho tiempo después, en España, las creyentes practicaban una plegaria infalible:

San José, tú que tuviste sin hacer
 haz que yo haga sin tener.
Show business
Silencio. Los sacerdotes consultan a los dioses. Destripan un toro blanco, leen las entrañas. Y de golpe la música estalla, el estadio aúlla: sí, los dioses dicen sí, ellos también están locos de ganas de que la fiesta empiece de una buena vez.
Los gladiadores, los que van a morir, alzan sus armas hacia el palco del emperador. Son esclavos, o delincuentes condenados a muerte; pero algunos provienen de las escuelas donde se entrenan, largamente, para una breve vida profesional que durará hasta el día en que el emperador señale el suelo con el dedo pulgar.
Los rostros de los gladiadores más populares, pintados en camafeos, placas y cacharros, se venden como pan caliente en las gradas, mientras la multitud enloquece multiplicando apuestas y gritando insultos y ovaciones.
La función puede durar varios días. Los empresarios privados cobran las entradas, y a precios altos; pero a veces los políticos ofrecen, gratis, las matanzas. Entonces las gradas se cubren de pañuelos y pancartas que exhortan a votar por el candidato amigo del pueblo, el único que cumple lo que promete.
Circo de arena, sopa de sangre. Un cristiano llamado Telémaco mereció la santidad porque se arrojó a la arena y se interpuso entre dos gladiadores que estaban en pleno combate a muerte. El público lo hizo puré, acribillándolo a pedradas, por interrumpir el espectáculo.
Retrato de familia en Roma
Durante tres siglos, el infierno fue Roma y los diablos fueron sus emperadores, que arrojaron a los cristianos a las fieras hambrientas en las arenas del Coliseo. El público, encantado. Nadie quería perderse esos almuerzos.
Según los historiadores de Hollywood, Nerón fue el peor de todos. Dicen que él crucificó boca abajo al apóstol san Pedro y dicen que incendió Roma, para echar la culpa a los cristianos. Y cumplió con la tradición imperial exterminando a su familia.
A su tía Lépida, que lo había criado, le aplicó una purga, y con setas envenenadas dijo adiós para siempre a su medio hermano, Británico.
Después de casarse con su media hermana, Octavia, la desterró y la mandó estrangular. Viudo y libre, pudo cantar a viva voz la incomparable belleza de Popea, a la que hizo emperadora hasta que se cansó y la echó al otro mundo de una patada.
Agripina fue la más dura de matar. Nerón le estaba agradecido, porque era fruto de su vientre y porque ella había envenenado al emperador Claudio, su marido, para que él, su hijito, ascendiera al trono. Pero Agripina, madre amantísima, no lo dejaba gobernar y al menor descuido se metía en su lecho haciéndose la dormida. Le costó sacársela de encima. Menos mal que madre hay una sola. Nerón la convidó con pócimas fulminantes, previamente ensayadas en esclavos y animales, le derrumbó el techo sobre la cama, le perforó la quilla del barco... Por fin, pudo llorarla.
Después mandó matar al hijo de Popea, Rufo Crispino, que jugaba a ser emperador.
Y  clavando un cuchillo en su propia garganta, acabó con el último pariente que le quedaba.
El poeta que se rió de Roma
España fue su tierra de nacer y de morir, pero en Roma vivió y escribió el poeta Marcial.
Eran tiempos de Nerón, y estaban de moda las pelucas hechas con pelos de los bárbaros, que así se llamaban los alemanes:

Ese pelo rubio le pertenece.
Ella lo dice, y no miente.
Yo sé dónde lo compró.

Y  las pestañas postizas:

Sigues guiñando el ojo bajo el párpado
que de un cajón sacaste esta mañana.

La muerte mejoraba, como ahora, a los poetas:

Sólo se alaba a los muertos.
Yo prefiero segui
r con vida y sin elogios.

La visita médica podía ser fatal:

No tenía fiebre cuando viniste.
La tuve cuando me viste.

Y la justicia podía ser injusta:

¿Quién te aconsejó cortar la nariz del adúltero?
 No es con esa punta que te han traicionado.
Terapia de risa
Su nombre dio nombre a su profesión.
Galeno empezó curando las heridas de los gladiadores y terminó siendo médico del emperador Marco Aurelio.
Creyó en la experiencia, y desconfió de la especulación:
—Prefiero el penoso y largo camino, antes que el hábil y corto sendero.
En sus años de trabajo con los enfermos, comprobó que la costumbre es una segunda naturaleza y que la salud y la enfermedad son modos de vida: a los pacientes de naturaleza enferma, les aconsejaba cambiar de costumbres.
Descubrió o describió centenares de dolencias y curaciones, y probando remedios comprobó:
—No hay mejor medicina que la risa.
Chistes
Habló a su alma el andaluz Adriano, emperador de Roma, cuando supo que ésa iba a ser su última mañana:

Alma mía pequeñita,
vagabunda y frágil,
huésped y compañera de mi cuerpo,
¿adónde irás ahora?
¿a qué lugares pálidos, duros, áridos, irás?
Ya no contarás más chistes.
El mundo al revés se burlaba del mundo
Las romanas gozaban de un día de poder absoluto. Durante la fiesta de las Matronalias, ellas mandaban; y los hombres se dejaban mandar.
Las Saturnalias, herederas de las Sacés de la antigua Babilonia, duraban una semana y eran, como las Matronalias, desahogos del mundo al revés. Inversión de las jerarquías: los ricos servían a los pobres, que invadían sus casas, vestían sus ropas, comían en sus mesas y dormían en sus camas. Las Saturnalias, homenajes al dios Saturno, culminaban el 25 de diciembre. Era el día del Sol Invicto, que siglos después fue Navidad, por decreto católico.
Durante la Edad Media europea, el Día de los Santos Inocentes otorgaba el poder a los niños, a los tontos y a los dementes. En Inglaterra reinaba The Lord of Misrule, el Señor del Desgobierno, y en España disputaban el trono el Rey de Gallos y el Rey de Puercos, que vivían en el manicomio. Un niño, ataviado de mitra y báculo, ejercía de Papa de los Locos y se hacía besar el anillo, y otro niño, montado en un burro, pronunciaba sermones de obispo.
Como todas las fiestas del mundo al revés, esos fugaces espacios de libertad tenían principio y fin. Poco duraban. Donde manda capitán, no manda marinero.
Prohibido reír
Las antiguas fiestas de los ciclos de la naturaleza se llaman ahora Navidad y Semana Santa, y ya no son homenajes a los dioses paganos, sino solemnes rituales de veneración a la divinidad que ha ocupado sus días y se ha apoderado de sus símbolos.
La Fiesta Hilaria, heredada o inventada por Roma, saludaba la llegada de la primavera. La diosa Cibeles se bañaba en el río, llamando a la lluvia y a la fertilidad de los campos, mientras los romanos, vestidos con ropas estrafalarias, rodaban de risa. Todos tomaban el pelo a todos, y no había en el mundo nada ni nadie que no fuera digno de ser reído.
Por decisión de la Iglesia Católica, esta fiesta pagana de la hilaridad, que riendo celebraba la resurrección de la primavera, coincide cada marzo, día más, día menos, con la resurrección de Jesús, de quien los evangelios no registran ni una sola risa.
Y por decisión de la Iglesia, el Vaticano ha sido construido en el exacto lugar donde la fiesta de la alegría culminaba. Allí, en la vasta plaza donde resonaban las carcajadas de la multitud, ahora se escucha la grave voz del Papa recitando páginas de la Biblia, un libro donde nadie ríe nunca.
La divinidad sonriente
Sus imágenes lo muestran sonriendo, serenamente irónico, como burlándose de las paradojas que signaron su vida y su después.
El Buda no creyó en dioses, ni se creyó Dios, pero sus devotos lo han divinizado.
El Buda no creyó en milagros, ni los practicó, pero sus devotos le atribuyen poderes milagreros.
El Buda no creyó en ninguna religión, ni fundó ninguna, pero el paso del tiempo convirtió al budismo en una de las religiones más numerosas del mundo.
El Buda nació a orillas del río Ganges, pero los budistas no suman ni el uno por ciento de la población de la India.
El Buda predicó el ascetismo, el renunciamiento a la pasión y la negación del deseo, pero murió de un atracón de carne de cerdo.
Un papá que jamás ríe
Los judíos, los cristianos y los musulmanes veneran a la misma divinidad. Es el dios de la Biblia, que responde a tres nombres, Yahvé, Dios a secas y Alá, según quien lo llame. Los judíos, los cristianos y los musulmanes se matan entre sí diciendo que obedecen sus órdenes.
En otras religiones, los dioses son o han sido muchos. Numerosos Olimpos hubo o hay en Grecia, en la India, en México, en Perú, en Japón, en China. Y sin embargo, el Dios de la Biblia es celoso.
 ¿Celoso de quién? ¿Por qué le preocupa tanto la competencia, si Él es el único y el verdadero?
No te postrarás ante ningún otro dios, pues Yahvé se llama Celoso, es un Dios celoso. (Éxodo)
¿Por qué castiga en los hijos, y por varias generaciones, la infidelidad de los padres?
Yo, Yahvé, tu Dios, castigo la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me odian. (Éxodo)
¿Por qué está siempre tan inseguro? ¿Por qué desconfía tanto de sus devotos? ¿Por qué necesita amenazarlos para que lo obedezcan? Hablando en vivo y en directo, o por boca de los profetas, advierte:
Si no obedeces a la voz de Yahvé, tu Dios, él te herirá de tisis, de fiebre, de inflamación, de gangrena, de aridez. Desposarás una mujer y otro hombre la hará suya. Polvo y arena serán la lluvia de tu tierra. Echarás en tus campos mucha semilla, pero la asolará la langosta. Plantarás viñas pero no beberás vino, porque el gusano las devorará. Os ofreceréis en venta a vuestros enemigos como esclavos y esclavas, pero no habrá comprador. (Deuteronomio) Durante seis días se trabajará, pero el día séptimo será sagrado para vosotros, día de descanso completo en honor de Yahvé. Cualquiera que trabaje en ese día, morirá. (Éxodo) Quien blasfeme el nombre de Yahvé, será muerto. Toda la comunidad le lapidará. (Levítico)
Más eficaces son los castigos que las recompensas. La Biblia es un catálogo de espantosos castigos contra los incrédulos:
Soltaré contra vosotros las fieras salvajes. Os azotaré siete veces más por vuestros pecados. Comeréis la carne de vuestros hijos, comeréis la carne de vuestras hijas. Desenvainaré la espada contra vosotros. Vuestra tierra será un yermo y vuestras ciudades una ruina. (Levítico)
Este Dios siempre enojado domina el mundo de nuestro tiempo por medio de sus tres religiones. No es un Dios muy amable, que digamos:
¡Dios celoso y vengador, Yahvé, rico en ira! Se venga de sus adversarios, guarda rencor a sus enemigos. (Nahum)
 Sus diez mandamientos no prohíben la guerra. En cambio, Él manda hacerla. Y es la suya una guerra sin piedad por nadie, ni siquiera por los bebés:
 No tengas compasión del pueblo de Amalee. Matarás hombres y mujeres, niños y lactantes, bueyes y ovejas, camellos y asnos... (Samuel)
Hija de Babel, devastadora: ¡Feliz quien agarre a tus pequeños y los estrelle contra la roca! (Salmos)
El hijo
Nadie sabe cómo: Yahvé, el único dios que nunca hizo el amor, fue padre de un hijo.
Según los evangelios, el hijo llegó al mundo cuando Herodes reinaba en Galilea. Como Herodes murió cuatro años antes del comienzo de la era cristiana, Jesús ha de haber nacido por lo menos cuatro años antes de Cristo.
En qué año, no se sabe. Tampoco el día, ni el mes. Jesús ya había pasado casi cuatro siglos sin cumpleaños cuando san Gregorio Nacianceno le otorgó, en el año 379, certificado de nacimiento. Jesús había nacido un 25 de diciembre. Así, la Iglesia Católica hizo suyo, una vez más, el prestigio de las idolatrías. Según la tradición pagana, ése era el día en que el sagrado sol iniciaba su camino contra la noche, a través de las tinieblas del invierno.
Haya ocurrido cuando haya ocurrido, seguramente no se festejó aquella primera noche de paz, noche de amor, con esa cohetería de guerra que ahora nos deja sordos. Seguramente no hubo estampitas mostrando al bebé de rulitos rubios que aquel recién nacido no era; como no eran tres, ni eran reyes, ni eran magos, los tres reyes magos que iban camino al pesebre de Belén, tras una estrella viajera que nadie vio nunca. Y seguramente, también, aquella primera Navidad, que tan malas noticias traía para los mercaderes del templo, no fue ni quiso ser una promesa de ventas espectaculares para los mercaderes del mundo.
Se busca
Se llama Jesús.
Lo llaman Mesías.
No tiene oficio ni residencia.
Dice ser hijo de Dios, y también dice que bajó del Cielo para incendiar el mundo.
Forajido del desierto, anda alborotando aldeas.
Lo siguen maleantes, malhechores, malvivientes.
Promete el Paraíso a los miserables, a los esclavos, a los locos, a los borrachos y a las prostitutas.
Engaña al populacho sanando leprosos, multiplicando panes y peces y haciendo otras magias y hechicerías.
No respeta la autoridad romana ni la tradición judía.
Ha vivido siempre fuera de la ley.
Lleva treinta y tres años huyendo de la sentencia de muerte que recibió al nacer.
La cruz lo espera.
El burro
Dio calor a Jesús, recién nacido, en el pesebre, y así figura en las estampitas: posando para la foto, con sus grandes orejas en primer plano junto a la cuna de paja.
A lomo de burro, se salvó Jesús de la espada de Herodes.
A lomo de burro, anduvo la vida.
A lomo de burro, predicó.
A lomo de burro, entró en Jerusalén.
¿Será tan burro el burro?
Resurrección de Jesús
Según cuentan, en Oaxaca, los mazatecos, Jesús fue crucificado porque hacía hablar a los pobres y a los árboles.
Y  cuentan que después de mucho padecer, lo bajaron de la Cruz.
Y  ya estaba enterrado, durmiendo su muerte, cuando un grillo se puso a cantar.
Y  el grillo lo despertó.
Y  Jesús dijo que quería salirse de la muerte.
Y  el grillo se lo dijo al topo, que cavó un largo camino por debajo de la tierra hasta que llegó al cajón donde lo habían metido.
Y  el topo pidió ayuda al ratón, que abrió el cajón con sus dientes afilados.
Y  Jesús salió.
Y  con un dedo empujó la inmensa piedra que los soldados le habían puesto encima.
Y  dio las gracias al grillo y al topo y al ratón, que tan buenos habían sido.
Y  subió al cielo, aunque no tenía alas.
Y  sobre su tumba abierta dejó la piedra inmensa flotando en el aire, con un ángel sentado encima.
Y  el ángel contó todo eso a doña María, la madre de Jesús.
Y  doña María no pudo aguantarse el secreto, y lo comentó con sus vecinas en el mercado.
Y  por ella se supo.
Marías
En los evangelios, María aparece poco.
La Iglesia tampoco le prestó mayor atención, hasta hace cosa de mil años. Entonces la madre de Jesús fue consagrada madre de la humanidad y símbolo de la pureza de la fe. En el siglo once, mientras la Iglesia inventaba el Purgatorio y la confesión obligatoria, brotaron en Francia ochenta iglesias y catedrales en homenaje a María.
El prestigio provenía de la virginidad. María, alimentada por los ángeles, embarazada por una paloma, jamás había sido tocada por mano de hombre. El marido, san José, la saludaba de lejos. Y más sagrada fue a partir de 1854, cuando el papa Pío IX, el infalible, reveló que María había sido sin pecado concebida, lo que traducido significaba que también era virgen la mamá de la Virgen.
María es, hoy por hoy, la divinidad más adorada y milagrera del mundo. Eva había condenado a las mujeres. María las redime. Gracias a ella, las pecadoras, hijas de Eva, tienen la oportunidad de arrepentirse.
Y  eso fue lo que pasó con la otra María, la que figura en las estampitas, al pie de la santa cruz, junto a la inmaculada.
Según la tradición, esa otra María, María Magdalena, era puta y se hizo santa.
Los creyentes la humillan perdonándola.
Resurrección de María
María renació en Chiapas.
Fue anunciada por un indio del pueblo de Simojovel, que era primo suyo, y por un ermitaño que no era pariente y vivía dentro de un árbol de Chamula.
Y  en el pueblo de Santa Marta Xolotepec, Dominica López estaba cosechando maíz cuando la vio. La mamá de Jesús le pidió que le alzara una ermita, porque estaba cansada de dormir en el monte.
Dominica le hizo caso; pero a los pocos días vino el obispo y se llevó presos a Dominica, a María y a todos sus peregrinos.
Entonces María se escapó de la cárcel y se vino al pueblo de Cancuc y habló por boca de una niña que también se llamaba María.
Los mayas tzeltales nunca olvidaron lo que dijo. Habló en lengua de ellos, y con voz ronquita mandó
que no se negasen las mujeres al deseo de sus cuerpos, porque ella se alegraba de esto;
que las mujeres que quisieran se volvieran a casar con otros maridos, porque no eran buenos los casamientos que habían hecho los curas españoles;
y que era cumplida la profecía de sacudir el yugo y restaurar las tierras y la libertad, y que ya no había tributo, ni rey, ni obispo, ni alcalde mayor.

Y  el Consejo de Ancianos la escuchó y la obedeció. Y en el año 1712, treinta y dos pueblos indios se alzaron en armas.





Fundación de Santa Claus
En su primera imagen, publicada en 1863 en la revista «Harper's», de Nueva York, Santa Claus era un gnomo gordito entrando en una chimenea. Nació de la mano del dibujante Thomas Nast, vagamente inspirado en las leyendas de san Nicolás.
En la Navidad de 1930, Santa Claus fue contratado por la Coca-Cola. Hasta entonces, no usaba uniforme, y por lo general prefería ropas azules o verdes. El dibujante Habdon Sundblom lo vistió con los colores de la empresa, rojo vivo con ribetes blancos, y le dio los rasgos que todos conocemos. El amigo de los niños lleva barba blanca, ríe sin parar, viaja en trineo y es tan rechoncho que no se sabe cómo se las arregla para entrar por las chimeneas del mundo, cargado de regalos y con una Coca-Cola en cada mano.
Tampoco se sabe qué tiene que ver con Jesús.
Fundación del Infierno
La Iglesia Católica inventó el Infierno y también inventó al Diablo.
El Antiguo Testamento no mencionaba esa parrilla perpetua, ni aparecía en sus páginas este monstruo que huele a azufre, usa tridente y tiene cuernos y rabo, garras y pezuñas, patas de chivo y alas de dragón.
Pero la Iglesia se preguntó: ¿Qué será de la recompensa sin el castigo? ¿Qué será de la obediencia sin el miedo?
Y  se preguntó: ¿Qué será de Dios sin el Diablo? ¿Qué será del Bien sin el Mal?
la Iglesia comprobó que la amenaza del Infierno es más eficaz que la promesa del Cielo, y desde entonces sus doctores y santos padres nos aterrorizan anunciándonos el suplicio del fuego en los abismos donde reina el Maligno.
En el año 2007, el papa Benedicto XVI lo confirmó:
—Hay Infierno. Y es eterno.
Prisciliano
Y  pasó el tiempo de las catacumbas.
En el Coliseo, los cristianos se comían a los leones. Roma se convirtió en la capital universal de la fe y la religión católica pasó a ser la religión oficial del imperio.
Y  en el año 385, cuando la Iglesia condenó al obispo Prisciliano y a sus seguidores, fue el emperador romano quien degolló a esos herejes.
Las cabezas rodaron por los suelos.
Los cristianos del obispo Prisciliano eran culpables:
bailaban y cantaban y celebraban la noche y el fuego,
 convertían la misa en una fiesta pagana de Galicia, la sospechosa tierra donde él había nacido,
vivían en comunidad y en la pobreza,
repudiaban la alianza de la Iglesia con los poderosos,
condenaban la esclavitud
y permitían que las mujeres predicaran, como sacerdotes.
Hipatia
Va con cualquiera —decían, queriendo ensuciar su libertad.
No parece mujer—decían, queriendo elogiar su inteligencia.
Pero numerosos profesores, magistrados, filósofos y políticos acudían desde lejos a la Escuela de Alejandría, para escuchar su palabra.
Hipatia estudiaba los enigmas que habían desafiado a Euclides y a Arquímedes, y hablaba contra la fe ciega, indigna del amor divino y del amor humano. Ella enseñaba a dudar y a preguntar. Y aconsejaba:
—Defiende tu derecho a pensar. Pensar equivocándote es mejor que no pensar.
¿Qué hacía esa mujer hereje dictando cátedra en una ciudad de machos cristianos?
La llamaban bruja y hechicera, la amenazaban de muerte.
Y un mediodía de marzo del año 415, el gentío se le echó encima. Y fue arrancada de su carruaje y desnudada y arrastrada por las calles y golpeada y acuchillada. Y en la plaza pública la hoguera se llevó lo que quedaba de ella.
Se investigará —dijo el prefecto de Alejandría.
Teodora
Ravena debía obediencia al emperador Justiniano y a la emperatriz Teodora, aunque las afiladas lenguas de la ciudad se deleitaban evocando el turbio pasado de esa mujer, las danzas en los bajos fondos de Constantinopla, los gansos picoteando semillas de cebada en su cuerpo desnudo, sus gemidos de placer, los rugidos del público...
Pero eran otros los pecados que la puritana ciudad de Ravena no le podía perdonar. Los había cometido después de su coronación. Por culpa de Teodora, el imperio cristiano bizantino había sido el primer lugar en el mundo donde el aborto era un derecho
no se penaba con muerte el adulterio,
las mujeres tenían derecho de herencia,
estaban protegidas las viudas y los hijos ilegales
el divorcio de la mujer ya no era una hazaña imposible
y ya no estaban prohibidas las bodas de los nobles cristianos
con mujeres de clases subalternas o de religión diferente.
Mil quinientos años después el retrato de Teodora en la iglesia de San Vital es el mosaico más famoso del mundo
Esta obra maestra de la pedrería es, también, el símbolo de la ciudad que la odiaba y que ahora vive de ella.
Urraca
Fue la primera reina de España.
Urraca gobernó durante diecisiete años; pero la historia clerical dice que no fueron más que cuatro.
Se divorció del marido que le impusieron, harta de agravios y patadas, y lo echó del lecho y del palacio, pero la historia clerical dice que él la repudió.
Para que la Iglesia supiera quién mandaba, y aprendiera a respetar el trono femenino, la reina Urraca encerró en la cárcel al arzobispo de Santiago de Compostela y le arrebató sus castillos, cosa jamás vista en tan cristianas tierras; pero la historia clerical dice que todo eso no fue más que un estallido de su ánimo mujeril que rápidamente se desorbitaba, y de su mente llena de pestífero veneno.
Tuvo amores, amoríos, amantes, y alegremente los celebró; pero la historia clerical dice que fueron conductas que sonrojaría relatar.
Aixa
Seis siglos después de la muerte de Jesús, murió Mahoma.
El fundador del Islam que por permiso de Alá había tenido doce
esposas, casi todas simultáneas, dejó nueve viudas. Por prohibición de Alá, ninguna volvió a casarse.
Aixa, la más joven, había sido la preferida.
Tiempo después, ella encabezó un alzamiento armado contra el gobierno del califa Alí.
En nuestro tiempo, muchas mezquitas impiden el paso a las mujeres, pero en los tiempos aquellos las mezquitas fueron los lugares donde Aixa pronunció las arengas que encendieron los fuegos de la ira popular. Después, montada en su camello, atacó la ciudad de Basora. La prolongada batalla dejó quince mil caídos.
Esa sangría inauguró el odio entre los sunitas y los chiítas, que todavía cobra víctimas. Y algunos teólogos dictaminaron que ésta era la prueba irrefutable de que las mujeres hacen desastres cuando se fugan de la cocina.
Mahoma
Cuando Aixa fue derrotada, alguien recordó súbitamente lo que Mahoma había aconsejado veintiocho años antes:
Cuelga tu látigo donde tu mujer pueda verlo.
Y justo en ese momento, otros discípulos del profeta, también dotados de una memoria muy oportuna, recordaron que él les había contado que el paraíso está lleno de pobres y el infierno de mujeres.
Pasó el tiempo, y un par de siglos después de la muerte de Mahoma ya sumaban más de seiscientas mil las frases que le atribuía la teocracia islámica. Buena parte de esas frases, y sobre todo las que maldicen a las mujeres, se han convertido en verdades religiosas bajadas del cielo, intocables por la duda humana.
Sin embargo, el Corán, el libro sagrado dictado por Alá, dice que el hombre y la mujer han sido creados en la igualdad, y que Eva no tuvo arte ni parte en la seducción de Adán por la serpiente.
El biógrafo de Mahoma
Fue pastor evangélico, pero poco duró. La ortodoxia religiosa no era lo suyo. Hombre de ideas abiertas, polemista apasionado, cambió la iglesia por la universidad.
Estudió en Princeton, enseñó en Nueva York.
Fue profesor de lenguas orientales y autor de la primera biografía de Mahoma publicada en los Estados Unidos.
Escribió que Mahoma había sido un hombre extraordinario, un visionario dotado de un imán irresistible, y también un impostor, un charlatán, un vendedor de ilusiones. Pero él no tenía mejor opinión del cristianismo, que era desastroso en la época de la fundación del Islam.
Ése fue su primer libro. Después, escribió otros. En asuntos de Medio Oriente, y en temas de la Biblia, pocos eran los estudiosos que se le podían comparar.
Vivió encerrado entre torres de libros raros. Cuando no escribía, leía.
Murió en Nueva York, en 1859.
Se llamaba George Bush.
Sukaina
En algunas naciones musulmanas, el velo es una cárcel de mujeres: una cárcel ambulante, que en ellas anda.
Pero las mujeres de Mahoma no llevaban la cara cubierta, y el Corán no menciona la palabra velo, aunque sí aconseja que, fuera de casa, las mujeres se cubran el cabello con un manto. Las monjas católicas, que no obedecen al Corán, se cubren el cabello, y muchas mujeres que no son musulmanas usan manto, mantilla o pañuelo en la cabeza, en muchos lugares del mundo.
Pero una cosa es el manto, prenda de libre elección, y otra el velo que, por mandato masculino, obliga a esconder la cara de la mujer.
Una de las más encarnizadas enemigas del tapacaras fue Sukaina, bisnieta de Mahoma, que no sólo se negó a usarlo, sino que lo denunció a gritos.
Sukaina se casó cinco veces, y en sus cinco contratos de matrimonio se negó a aceptar la obediencia al marido.
La mamá de los cuentacuentos
Por vengarse de una, que lo había traicionado, el rey degollaba a todas.
En el crepúsculo se casaba y al amanecer enviudaba. Una tras otra, las vírgenes perdían la virginidad y la cabeza.
Sherezade fue la única que sobrevivió a la primera noche, y después siguió cambiando un cuento por cada nuevo día de vida.
Esas historias, por ella escuchadas, leídas o imaginadas, la salvaban de la decapitación. Las decía en voz baja, en la penumbra del dormitorio, sin más luz que la luna. Diciéndolas sentía placer, y lo daba, pero tenía mucho cuidado. A veces, en pleno relato, sentía que el rey le estaba estudiando el pescuezo.
Si el rey se aburría, estaba perdida.
Del miedo de morir nació la maestría de narrar.
Bagdad
Sherezade vivió sus mil y una noches en un palacio de Bagdad, a orillas del río Tigris.
Sus mil y un cuentos habían nacido en esas tierras o habían venido desde Persia, Arabia, India, China o el Turquestán, como en las tiendas de los mercados se reunían las mil y una maravillas que las caravanas de los mercaderes traían desde las lejanías.
Bagdad era el centro del mundo. Todos los caminos, los caminos de las palabras y los caminos de las cosas, se cruzaban en esa ciudad de plazas y fuentes, baños y jardines. Y también los más afamados médicos, astrónomos y matemáticos se daban cita en Bagdad, en una academia de ciencias llamada Mansión de la Sabiduría.
Entre ellos estaba Mohamed al-Jwarizmi, el fundador del álgebra. El álgebra se llama así por el título de uno de sus libros, Al-Jabr..., y de su apellido provienen las palabras algoritmo y guarismo.
Voz del vino
Ornar Khayyam escribió tratados de álgebra, metafísica y astronomía. Y fue el autor de poemas clandestinos que se contagiaban, de boca en boca, en toda Persia y más allá.
Esos poemas cantaban al vino, pecaminoso elíxir que el poder islámico condenaba.
El Cielo no se ha enterado de mi venida, decía el poeta, y mi partida no disminuirá en nada su belleza ni su grandeza. La luna, que me buscará mañana, seguirá pasando aunque ya no me encuentre. Dormiré bajo tierra, sin mujer y sin amigo. Para nosotros, efímeros mortales, la única eternidad es el instante, y beber el instante es mejor que llorarlo.
Khayyam prefería la taberna a la mezquita. No temía al poder terrenal ni a las amenazas celestiales, y sentía piedad de Dios, que jamás podría emborracharse. La palabra suprema no estaba escrita en el Corán, sino en el borde de la copa de vino; y no se leía con los ojos, sino con la boca.
Las Cruzadas
A lo largo de más de un siglo y medio, Europa lanzó ocho Cruzadas rumbo a las tierras infieles de Oriente.
El Islam, que usurpaba el santo sepulcro de Jesús, era el remoto enemigo. Pero de paso, como les quedaba en camino, estos guerreros de la fe aprovechaban para limpiar otros mapas.
La guerra santa empezaba por casa.
La primera Cruzada incendió las sinagogas y no dejó ni un solo judío vivo en Mainz y en otras ciudades alemanas.
La cuarta Cruzada salió hacia Jerusalén, pero nunca llegó. Los guerreros cristianos se detuvieron en la cristiana Constantinopla, ciudad opulenta, y durante tres días y tres noches la saquearon todita, sin perdonar iglesias ni monasterios, y cuando ya no quedaban mujeres por violar ni palacios por vaciar se quedaron a disfrutar del botín y olvidaron el destino final de su sagrada empresa.
Pocos años después, en 1209, otra Cruzada se inició exterminando cristianos en suelo francés.
Los cataros, cristianos puritanos, se negaban a aceptar el poder del rey y del Papa y creían que toda guerra ofendía a Dios, incluyendo las guerras que se hacían, como las Cruzadas, en nombre de Dios. Esta herejía, muy popular, fue extirpada de raíz. De ciudad en ciudad, de castillo en castillo, de aldea en aldea. La más feroz matanza ocurrió en Béziers. Allí fueron todos pasados a cuchillo. Todos: los cataros y los católicos también. En vano algunos buscaron refugio en la catedral. Nadie se salvó de la degollatina general. El tiempo no daba para distinguir quién era quién.
Según algunas versiones, el arzobispo Arnaud-Amaury, duque de Narbona, delegado del Papa, lo tenía claro. Mandó;
Mátenlos a todos. Ya sabrá Dios reconocer a los suyos.


Divinos mandatos
La tasa de alfabetismo no era muy alta, que digamos, entre los brazos armados de la Cristiandad. Quizá por eso no pudieron leer correctamente los mandamientos en las tablas de Moisés.
Leyeron que Dios mandaba invocar su nombre en vano, y en nombre de Dios hicieron lo que hicieron.
Leyeron que Dios mandaba mentir, y traicionaron casi todos los acuerdos que firmaron en su guerra santa contra los infieles.
Leyeron que Dios mandaba robar, y saquearon cuanta cosa encontraron en su camino hacia oriente, amparados por el estandarte de la cruz y por la bendición del Papa, que les había garantizado el perdón de sus deudas y la salvación eterna.
Leyeron que Dios mandaba cometer proezas carnales, y las huestes del Señor no sólo cumplían ese deber con las numerosas profesionales contratadas por el Ejército de Cristo, sino también con las prisioneras impías que formaban parte del botín.
Y leyeron que Dios mandaba matar, y poblaciones enteras fueron pasadas a cuchillo, sin perdonar a los niños: por deber cristiano, para purificar esas tierras sucias de herejías, o por pura necesidad, como era el caso del rey Ricardo Corazón de León, que no tenía más remedio que degollar a sus prisioneros porque le estorbaban la marcha.
Caminan chapoteando sangre —contó un testigo.
Loco por las francesas
Imad ad-Din era el brazo derecho del sultán Saladino. Además, era poeta de mucho floripondio.
Así describió, desde Damasco, a las trescientas prostitutas francesas que acompañaban a los guerreros de Cristo en la Tercera Cruzada:
 Todas eran fornicadoras desenfrenadas, orgullosas y burlonas, que tomaban y daban, de carnes firmes y pecadoras, cantadoras y coquetas, públicas pero altivas, fogosas, apasionadas, teñidas y pintadas, deseables, apetecibles, exquisitas, agraciadas, que desgarraban y remendaban, destrozaban y reconstruían, extraviaban y encontraban, robaban y consolaban, putamente seductoras, lánguidas, deseadas y deseantes, despistadas y despistantes, cambiantes, experimentadas, adolescentes embelesadas, amorosas, ofreciéndose, amantes, apasionadas, desvergonzadas, caderas abundantes y esbeltas, muslos carnosos, voces nasales, ojos negros, ojos azules, ojos ceniza. Y tontitas.
Poeta profeta
Los herederos de Mahoma estaban dedicados a pelearse entre sí, sunitas contra chiítas, Bagdad contra El Cairo, y el mundo islámico se partía en pedazos consagrados al odio mutuo.
El ejército musulmán se desintegraba, en guerra contra sí mismo, y los cruzados avanzaban, sin encontrar obstáculos, a paso de conquista, hacia el santo sepulcro.
Un poeta árabe, que escribía desde los árabes y sobre los árabes, lo comentaba así:

Los habitantes de la tierra se dividen en dos:
 los que tienen cerebro pero no tienen religión
 y los que tienen religión pero no tienen cerebro.

Y también:

El destino nos rompe, como si fuéramos de cristal,
 y nuestros pedazos nunca más vuelven a unirse.

El autor se llamaba Abul Ala al Maari. Murió en el año 1057, en su ciudad siria de Maarat, cuarenta años antes de que los cristianos la demolieran piedra por piedra.
El poeta era ciego. Dicen.
Trótula
Mientras las Cruzadas arrasaban Maarat, Trótula Ruggiero moría en Salerno.
Como la Historia estaba ocupada registrando las hazañas de los guerreros de Cristo, no es mucho lo que se sabe de ella. Se sabe que un cortejo de treinta cuadras la acompañó al cementerio y que fue la primera mujer que escribió un tratado de ginecología, obstetricia y puericultura.
Las mujeres no se atreven a mostrar ante un médico hombre, por pudor y por innata reserva, sus partes íntimas, escribió Trótula. Su tratado recogía la experiencia de una mujer ayudando a otras mujeres en asuntos delicados. Ellas le abrían el cuerpo y el alma, y le confiaban secretos que los hombres no comprendían ni merecían.
Trótula les enseñaba a aliviar la viudez, a simular la virginidad, a sobrellevar el parto y sus trastornos, a evitar el mal aliento, a blanquear la piel y los dientes y a reparar de los años el irreparable ultraje.
La cirugía estaba de moda, pero Trótula no creía en el cuchillo. Ella prefería otras terapias: la mano, las hierbas, el oído. Daba masajes cariñosos, recetaba infusiones y sabía escuchar.
San Francisco de Asís
Los cruzados habían puesto sitio a la ciudad egipcia de Damieta. En el año 1219, en pleno asedio, el fraile Francisco se desprendió de su ejército y se echó a caminar, descalzo, solo, hacia el bastión enemigo.
El viento barría la tierra y golpeaba la túnica color tierra de este ángel enclenque, caído del cielo, que amaba la tierra como si de la tierra hubiera brotado.
Desde lejos lo vieron venir.
Dijo que venía a hablar de paz con el sultán Al-Kamil.
Francisco no representaba a nadie, pero la muralla se abrió.
La tropa cristiana estaba dividida en dos. La mitad creía que el fraile Francisco estaba loco de remate. La otra mitad creía que era tonto de capirote.
Era fama que charlaba con los pájaros, que se hacía llamar juglar de Dios, que predicaba y practicaba la risa y recomendaba a sus monjes:
Guárdense de aparecer tristes, ceñudos e hipócritas.
Se decía que en su huerto, en el pueblo de Asís, las plantas crecían al revés, con la raíz para arriba; y se sabía que al revés opinaba. La guerra, pasión y negocio de los reyes y de los papas, servía, según él, para conquistar riquezas, pero no servía para conquistar almas; y las Cruzadas se hacían para someter a los musulmanes y no para convertirlos.
Movido por la curiosidad, o quién sabe por qué, el sultán lo recibió.
El cristiano y el musulmán no cruzaron armas, sino palabras. Durante el largo diálogo, Jesús y Mahoma no coincidieron. Pero se escucharon.
Fundación del azúcar
El rey Darío había celebrado, en Persia, esta caña que da miel sin necesidad de abejas, y desde mucho antes la habían conocido los hindúes y los chinos. Pero los europeos cristianos descubrieron el azúcar gracias a los árabes, cuando los cruzados vieron las plantaciones en las llanuras de Trípoli y probaron los deleitosos jugos que habían salvado del hambre a las poblaciones sitiadas en Elbarieh, Marrah y Arkah.
Como el fervor místico no les cegaba el buen ojo para los negocios, los cruzados se apoderaron de las plantaciones y de los molinos en los territorios que iban conquistando, desde el reino de Jerusalén hasta Acre, Tiro, Creta y Chipre, pasando por un lugar de las cercanías de Jericó, que por algo se llamaba A-Sukkar.
A partir de entonces, el azúcar fue el oro blanco que en Europa se vendía, por gramos, en las boticas.
La Cruzadita contra Dolcino
En los archivos de la Inquisición, se guarda la historia de la última Cruzada. Fue lanzada a principios del siglo catorce, contra el hereje Dolcino y sus adeptos:
Dolcino tenía una amiga, llamada Margarita, que le acompañaba y vivía con él. Él decía tratarla con toda castidad y honestidad, como una hermana en Cristo. Y como ella había sido sorprendida en estado de gravidez, Dolcino y los suyos la declararon encinta del Espíritu Santo.
Los inquisidores de Lombardía, de acuerdo con el obispo de Verceil, predicaron una Cruzada con concesión de indulgencia plenaria y organizaron una importante expedición contra el susodicho Dolcino. Éste, después de haber infectado a numerosos discípulos y adeptos con sus prédicas contra la doctrina, se había retirado con ellos a las montañas del Novarais.
Allí sucedió, como consecuencia de la temperatura inclemente, que muchos desfallecieron y perecieron de hambre y de frío, de modo que murieron en sus errores. Además, el ejército, escalando las montañas, hizo prisioneros a Dolcino con unos cuarenta de los suyos. Entre los matados y los que habían muerto de hambre y de frío, se contaron más de cuatrocientos.
Con Dolcino se apresó igualmente a Margarita, hereje y encantadora, el día del Jueves Santo del año 1308 de la encarnación del Señor. Dicha Margarita fue cortada a trozos ante los ojos de Dolcino y luego éste fue igualmente hecho pedazos.
Santas visitadas desde el Cielo
Santa Mechtilde de Magdeburgo: Señor, ámame con fuerza, ámame con frecuencia y por largo tiempo. Te llamo, abrasada de deseo. Tu ardiente amor me inflama a todas horas. Soy sólo un alma desnuda y Tú, en ella, eres un huésped ricamente ataviado.
Santa Margarita María Alacoque: Un día que Jesús se puso sobre mí con todo su peso, respondió de esta forma a mis protestas: «Quiero que seas el objeto de mi amor, sin resistencia de tu parte, para que pueda gozar de ti».
Santa Ángela de Folígno: Era como si fuese poseída por un instrumento que me penetrase y se retirase rasgándome las entrañas. Mis miembros se quebraban de deseo... Y para este tiempo, Dios quiso que muriera mi madre, que era un gran impedimento para mí.
Al poco tiempo, mi marido y todos mis hijos murieron. Sentí un gran consuelo. Dios hizo esto por mí, para que mi corazón estuviese en su corazón.
Los santos retratan a las hijas de Eva
San Pablo: La cabeza de la mujer es el varón.
San Agustín: Mi madre obedecía ciegamente al que le designaron por esposo. Y cuando iban mujeres a casa llevando en el rostro señales de la cólera marital, les decía: «Vosotras tenéis la culpa».
San Jerónimo: Todas las mujeres son malignas.
San Bernardo: Las mujeres silban como serpientes.
San Juan Crisóstomo: Cuando la primera mujer habló, provocó el pecado original.
San Ambrosio: Si a la mujer se le permite hablar de nuevo, volverá a traer la ruina al hombre.
Prohibido cantar
Desde el año 1234, la religión católica prohibió que las mujeres cantaran en las iglesias.
Las mujeres, impuras por herencia de Eva, ensuciaban la música sagrada, que sólo podía ser entonada por niños varones o por hombres castrados.
La pena de silencio rigió, durante siete siglos, hasta principios del siglo veinte.
Pocos años antes de que les cerraran la boca, allá por el siglo doce, las monjas del convento de Bingen, a orillas del Rin, podían todavía cantar libremente a la gloria del Paraíso. Para buena suerte de nuestros oídos, la música litúrgica creada por la abadesa Hildegarda, nacida para elevarse en voces de mujer, ha sobrevivido sin que el tiempo la haya gastado ni un poquito.
En su convento de Bingen, y en otros donde predicó, Hildegarda no sólo hizo música: fue mística, visionaria, poeta y médica estudiosa de la personalidad de las plantas y de las virtudes curativas de las aguas. Y también fue la milagrosa fundadora de espacios de libertad para sus monjas, contra el monopolio masculino de la fe.
Prohibido sentir
—¡Oh, figura femenina! ¡Cuán gloriosa eres!
Hildegarda de Bingen creía que la sangre que mancha es la sangre de la guerra, no la sangre de la menstruación, y abiertamente invitaba a celebrar la felicidad de haber nacido mujer.
Y en sus obras de medicina y ciencias naturales, únicas en la Europa de su tiempo, se había atrevido a reivindicar el placer femenino en términos insólitos para su tiempo y su iglesia. Con sabiduría sorprendente en una abadesa puritana, de muy estrictas costumbres, virgen entre las vírgenes, Hildegarda afirmó que el placer del amor que arde en la sangre es más sutil y profundo en la mujer que en el hombre:
En la mujer, es comparable al sol y a su dulzura, que delicadamente calienta la tierra y la hace fértil.
Un siglo antes que Hildegarda, el célebre médico persa llamado Avicena había incluido en su «Canon» una descripción más detallada del orgasmo femenino, a partir del momento en que los ojos de ella empiezan a enrojecer, su respiración se acelera y comienza a balbucear.

Como el placer era un asunto masculino, las traducciones europeas de la obra de Avicena suprimieron la página.



Avicena
La vida se mide por su intensidad, no por su duración —había dicho, pero vivió casi sesenta años, lo que no estaba nada mal para el siglo once.
Lo atendía el mejor médico de Persia, que era él.
Su «Canon de Medicina» fue obra de obligada consulta durante siglos, en el mundo árabe, en Europa y en la India.
Este tratado de enfermedades y remedios no sólo recogía la herencia de Hipócrates y Galeno, sino que también bebía en las fuentes de la filosofía griega y la sabiduría oriental.
A los dieciséis años de edad, Avicena había abierto su consultorio.
Mucho después de su muerte, seguía atendiendo pacientes.
Una señora feudal explica cómo hay que cuidar los bienes terrenales
Desde el Papa de Roma hasta el más humilde cura de parroquia, no hay sacerdote que no dicte lecciones de buena conducta sexual. ¿Cómo pueden saber tanto sobre una actividad que tienen prohibido practicar?
Ya en el año 1074, el papa Gregorio Vil había advertido que sólo los casados con la Iglesia eran dignos de ejercer el servicio divino:
Los sacerdotes deben escapar de las garras de sus esposas —sentenció.
Y poco después, en el año 1123, el Concilio de Letrán impuso el celibato obligatorio. Desde entonces, la Iglesia Católica conjura la tentación carnal mediante el voto de castidad y es la única empresa de solteros en el mundo religioso. La Iglesia exige a sus sacerdotes dedicación exclusiva, un régimen full time que protege la paz de sus almas, evitando reyertas conyugales y chillidos de bebés.
Quizá, quién sabe, también la Iglesia quiso preservar sus bienes terrenales, y así los puso a salvo del derecho de herencia de las mujeres y de los hijos. Aunque sea un detalle sin importancia, vale la pena recordar que a principios del siglo doce la Iglesia era dueña de la tercera parte de todas las tierras de Europa.
Un señor feudal explica cómo hay que tratar a los campesinos
Bertrán de Bom, señor de Perigord, guerrero de brazo valiente, trovador de verso violento, definía así a sus campesinos, a fines del siglo doce:
 El labriego viene después del cerdo, por su especie y por sus maneras. La vida moral le repugna profundamente. Si por casualidad alcanza una gran riqueza, pierde la razón. Así, pues, hace falta que su bolsa esté siempre vacía. Quien no domina a sus labriegos, no hace más que aumentar su maldad.
La fuente de la fuente
Los campesinos no se cansaban de dar disgustos a sus amos.
La fuente de la ciudad de Maguncia ofrece un artístico testimonio.
No se la pierda, mandan las guías turísticas. Este tesoro del arte renacentista en Alemania, que alza su dorado esplendor en la plaza del mercado, es el símbolo de la ciudad y el centro de sus celebraciones.
De una celebración nació: coronada por la Virgen y el Niño, la fuente fue una ofrenda del arzobispo de Brandenburgo, que agradeció al Cielo la victoria de los príncipes sobre los campesinos rebeldes.
Los desesperados campesinos habían asaltado los castillos, opulencias que ellos pagaban, y una multitud de horquillas y de azadas había desafiado el poder de los cañones, las lanzas y las espadas.
Miles de ahorcados y decapitados dieron testimonio del restablecimiento del orden. La fuente también.
Pestes
En la división medieval del trabajo, los curas rezaban, los caballeros mataban y los campesinos alimentaban a todos los demás. En tiempos de hambruna, los campesinos huían de las cosechas arruinadas y de las siembras imposibles, de la mucha lluvia o de la lluvia ninguna, y se echaban al camino, donde disputaban carroñas y raíces; y cuando ya tenían pellejo amarillo y ojos de locos, se lanzaban al asalto de castillos o conventos.
En tiempos normales, los campesinos trabajaban y además pecaban. Cuando las pestes ocurrían, ellos tenían la culpa. Las desgracias no golpeaban porque los curas rezaran mal, sino porque sus fieles eran infieles.
Desde los pulpitos, los funcionarios de Dios los maldecían:
—¡Esclavos de la carne! ¡Ustedes merecen el castigo divino!
Entre 1348 y 1351, el castigo divino fulminó a uno de cada cuatro europeos. La peste arrasó los campos y las ciudades, volteó a los pecadores y a los virtuosos también.
Según Bocaccio, los florentinos desayunaban con sus parientes y cenaban con sus antepasados.
Mujeres contra la peste
En Rusia, la peste avanzaba aniquilando bestias y gentes, porque la tierra estaba ofendida. Los hombres habían olvidado entregarle sus ofrendas de gratitud por la última cosecha, o la habían lastimado clavándole palas o palos cuando ella estaba embarazada y dormía bajo la nieve.
Entonces las mujeres cumplían un ritual venido de la noche de los tiempos. La tierra, origen y destino de todo lo que en la tierra vive, recibía a sus hijas, paridoras como ella; y ningún hombre se atrevía a asomar la nariz.
Una mujer se enganchaba al arado, como buey, y marchaba abriendo el surco. Las otras iban detrás, arrojando semillas. Todas caminaban desnudas, descalzas, con el pelo suelto. Iban golpeando sus cacerolas y sus sartenes y reían a las carcajadas, metiendo miedo al miedo y al frío y a la peste.
Agua maldita
Conocemos a Nostradamus por sus profecías, que siguen siendo bestsellers en el mundo.
Ignoramos que Nostradamus fue también médico, un médico insólito, que no creía en las sanguijuelas y contra las pestes recetaba aire y agua: aire que ventila, agua que lava.
La mugre incubaba plagas; pero el agua tenía mala fama en la Europa cristiana. Salvo en el bautismo, el baño se evitaba porque daba placer y porque invitaba al pecado. En los tribunales de la Santa Inquisición, bañarse con frecuencia era prueba de herejía de Mahoma. Cuando el cristianismo se impuso en España como verdad única, la Corona mandó arrasar los muchos baños públicos que los musulmanes habían dejado, por ser fuentes de perdición. Ningún santo ni santa había puesto nunca un pie en la bañera y entre los reyes era raro bañarse, que para eso estaban los perfumes. La reina Isabel de Castilla tenía el alma limpia, pero los historiadores discuten si se bañó dos o tres veces en toda su vida. El elegante Rey Sol de Francia, el primer hombre que usó tacones altos, se bañó una sola vez entre 1647 y 1711. Por receta médica.
Los santos de la Edad Media practicaban la Medicina en serie
Según los testimonios de la época, santo Domingo de Silos abrió los cerrados ojos de los ciegos, limpió los cuerpos de los inmundos leprosos, brindó a los enfermos el ansiado don de la salud, concedió a los sordos el oído perdido, enderezó a los jorobados, hizo saltar de alegría a los cojos, hizo saltar de gozo a los tullidos, hizo que hablara con fuerza el mudo...
El fraile Bernardo de Tolosa curó a doce ciegos, tres sordos, siete cojos, cuatro contrahechos y sanó a otros enfermos, en número mayor de treinta.
San Luis devolvió la salud a una innumerable cantidad de sufrientes de tumefacciones, gota, parálisis, ceguera, sordera, fístulas, tumores y cojera.
Los santos muertos no perdían sus poderes terapéuticos. En Francia, los cementerios llevaban una contabilidad estricta de los milagros que habían sanado a los visitantes de los sepulcros sagrados: un 41% de hemipléjicos y parapléjicos, un 19% de ciegos, un 12% de dementes, un 8,5% de sordos, mudos y sordomudos y un 17% de febriles y enfermos diversos.
Fundación de la infancia
Cuando no los mataba la peste, a los niños pobres se los llevaba el frío o el hambre. La ejecución por hambre podía ocurrir en los días tempranos, si no sobraba bastante leche en las tetas de las madres, que eran nodrizas pobres de bebés ricos. Pero tampoco los bebés de buena cuna se asomaban a una vida fácil. En toda Europa, los adultos contribuían a elevar la tasa de mortalidad infantil sometiendo a sus hijos a una educación más bien severa.
El ciclo educativo comenzaba cuando el bebé era convertido en momia. Cada día, la servidumbre lo embutía, de la cabeza a los pies, en un envoltorio de vendas y fajas muy apretadas.
Así se cerraban sus poros al paso de las pestes y los vapores satánicos que poblaban el aire, y se lograba que la criatura no molestara a los adultos. El bebé, prisionero, mal podía respirar, ni se le ocurría llorar y sus piernas y brazos estrujados le prohibían moverse.
Si las llagas o la gangrena no lo impedían, este paquete humano pasaba a las etapas siguientes. Mediante el uso de correas le enseñaban a pararse y a caminar como Dios manda, evitando la costumbre animal de andar en cuatro patas. Y después, cuando ya estaba más crecidito, comenzaba el uso intensivo del látigo de nueve colas, los bastones, las palmetas, las varas de madera o hierro y otros instrumentos pedagógicos.
Ni los reyes se salvaban. El rey francés Luis XIII fue coronado cuando cumplió ocho años, y empezó el día recibiendo una ración de azotes.
El rey sobrevivió a su infancia.
Otros niños también sobrevivieron, quién sabe cómo, y fueron adultos perfectamente entrenados para educar a sus hijos.
Angelitos de Dios
Cuando Flora Tristán viajó a Londres, quedó impresionada porque las madres inglesas jamás acariciaban a sus hijos. Los niños ocupaban el último peldaño de la escala social, por debajo de las mujeres. Eran tan dignos de confianza como una espada rota.
Sin embargo, tres siglos antes había sido inglés el primer europeo de alta jerarquía que había reivindicado a los niños como personas dignas de respeto y disfrute. Tomás Moro los quería y los defendía, jugaba con ellos cada vez que podía y con ellos compartía el deseo de que la vida fuera un juego de nunca acabar.
Mucho no perduró su ejemplo.
Durante siglos, y hasta hace muy poco, fue legal el castigo de los niños en las escuelas inglesas. Democráticamente, sin distinción de clases, la civilización adulta tenía el derecho de corregir la barbarie infantil azotando a las niñas con correas y golpeando a los niños con varas o cachiporras. Al servicio de la moral social, estos instrumentos de disciplina corrigieron los vicios y las desviaciones de muchas generaciones de descarriados.
Recién en el año 1986, las correas, las varas y las cachiporras fueron prohibidas en las escuelas públicas inglesas. Después, también se prohibieron en las escuelas privadas.
Para evitar que los niños sean niños, los padres pueden castigarlos, siempre que los golpes se apliquen en medida razonable y sin dejar marcas.
El papá del Ogro
Los más famosos cuentos infantiles, obras terroristas, también merecen figurar en el arsenal de las armas adultas contra la gente menuda.
Hansel y Gretel te advierten que serás abandonado por tus padres, Caperucita Roja te informa que cada desconocido puede ser el lobo que te comerá, la Cenicienta te obliga a desconfiar de las madrastras y las hermanastras. Pero entre todos los personajes, el Ogro es el que más eficazmente ha enseñado la obediencia y ha difundido el miedo en las huestes infantiles.
El Ogro comeniños de los cuentos de Perrault tuvo por modelo a un ilustre caballero, Gilles de Rais, que había peleado junto a Juana de Arco en Orleans y en otras batallas.
Este señor de varios castillos, el mariscal más joven de Francia, fue acusado de torturar, violar y matar a los niños errantes que deambulaban por sus señoríos en busca de pan o de empleo en los coros que cantaban sus hazañas.
Sometido a tortura, Gilles confesó centenares de infanticidios, con detallados relatos de sus deleites carnales.
Acabó en la horca.
Cinco siglos y medio después, fue absuelto. Un tribunal, reunido en el Senado de Francia, revisó el proceso, dictaminó que era una patraña y revocó la sentencia.
Él no pudo celebrar la buena noticia.
El Ogro tártaro
Gengis Kan fue el Ogro de los cuentos que durante mucho tiempo aterrorizaron a los adultos europeos, el Anticristo que encabezaba las hordas enviadas por Satán desde Mongolia.
—¡No son hombres! ¡Son demonios! —clamaba Federico II, rey de Sicilia y de Alemania.
En realidad, Europa estaba ofendida porque Gengis Kan no se había dignado invadirla. La había despreciado, por atrasada, y había preferido el Asia. Y con métodos no muy delicados había conquistado un enorme imperio, que se extendía desde la meseta mongola hasta la estepa rusa, pasando por China, Afganistán y Persia.
La mala fama se transmitió a todos los miembros de la familia Kan.
Sin embargo, el nieto de Gengis, Kublai Kan, no se comía crudos a los viajeros europeos que muy de tanto en tanto llegaban hasta su trono de Pekín. Los agasajaba, los escuchaba, les ofrecía empleo.
Marco Polo trabajó para él.
Marco Polo
Estaba preso, en Génova, cuando dictó su libro de viajes. Sus compañeros de cárcel le creían todo. Cuando escuchaban las aventuras de Marco Polo, veintisiete años de viajes por los caminos de Oriente, todos los presos se escapaban y viajaban con él.
Tres años después, el prisionero veneciano publicó su libro. Publicó es un decir, porque la imprenta no existía en Europa. Circularon algunas copias, hechas a mano. Los pocos lectores que Marco Polo encontró no le creyeron ni una palabra.
Alucinaba el mercader: ¿así que las copas de vino se alzaban en el aire sin que nadie las tocara, y llegaban a los labios del gran Kan? ¿Así que había mercados donde un melón de Afganistán era el precio de una mujer? Los más piadosos dijeron que no estaba bien de la cabeza.
En el mar Caspio, camino del monte Ararat, este delirante había visto aceites que ardían, y había visto rocas que ardían en las montañas de China. Sonaba por lo menos ridículo eso de que los chinos tenían dinero de papel, billetes sellados por el emperador mongol, y barcos donde navegaban más de mil personas. Sólo carcajadas merecían el unicornio de Sumatra y las arenas cantoras del desierto de Gobi, y eran simplemente inverosímiles esas telas que se burlaban del fuego en los poblados que Marco Polo había encontrado más allá de Taklinakán.
Siglos después, se supo:
los aceites que ardían eran petróleo;
las piedras que ardían, carbón;
los chinos usaban papel moneda desde hacía quinientos años y sus buques, diez veces más grandes que los buques europeos, tenían huertas que daban verduras frescas a los marineros y les evitaban el escorbuto;
el unicornio era el rinoceronte;
el viento hacía sonar las cumbres de los médanos en el desierto;
y eran de amianto las telas resistentes al fuego.
En tiempos de Marco Polo, Europa no conocía el petróleo, ni el carbón, ni el papel moneda, ni los grandes buques, ni el rinoceronte, ni las altas dunas, ni el amianto.
¿Qué no inventaron los chinos?
Allá en la infancia, supe que China era un país que estaba al otro lado del Uruguay y se podía llegar allí si uno tenía la paciencia de cavar un pozo bien hondo.
Después, algo aprendí de historia universal, pero la historia universal era, y sigue siendo, la historia de Europa. El resto del mundo yacía, yace, en tinieblas. China también. Poco o nada sabemos del pasado de una nación que inventó casi todo.
La seda nació allí, hace cinco mil años.
Antes que nadie, los chinos descubrieron, nombraron y cultivaron el té.
Fueron los primeros en extraer sal de pozos profundos y fueron los primeros en usar gas y petróleo en sus cocinas y en sus lámparas.
Crearon arados de hierro de porte liviano y máquinas sembradoras, trilladoras y cosechadoras, dos mil años antes de que los ingleses mecanizaran su agricultura.
Inventaron la brújula mil cien años antes de que los barcos europeos empezaran a usarla.
Mil años antes que los alemanes, descubrieron que los molinos de agua podían dar energía a sus hornos de hierro y de acero.
Hace mil novecientos años, inventaron el papel.
Imprimieron libros seis siglos antes que Gutenberg, y dos siglos antes que él usaron tipos móviles de metal en sus imprentas.
Hace mil doscientos años inventaron la pólvora, y un siglo después el cañón.
Hace novecientos años, crearon máquinas de hilar seda con bobinas movidas a pedal, que los italianos copiaron con dos siglos de atraso.
También inventaron el timón, la rueca, la acupuntura, la porcelana, el fútbol, los naipes, la linterna mágica, la pirotecnia, la cometa, el papel moneda, el reloj mecánico, el sismógrafo, la laca, la pintura fosforescente, los carretes de pescar, el puente colgante, la carretilla, el paraguas, el abanico, el estribo, la herradura, la llave, el cepillo de dientes y otras menudencias.
La gran ciudad flotante
A principios del siglo quince, el almirante Zheng, comandante de la flota china, grabó en piedra, en las costas de Ceylán, su homenaje a Alá, Shiva y Buda. Y a los tres pidió, en tres idiomas, la bendición de sus marineros.
Zheng, eunuco fiel al imperio que lo había mutilado, encabezó la flota más grande de cuantas hayan navegado los mares del mundo.
Al centro, las naves gigantes, con sus huertos de frutas y legumbres, y alrededor un bosque de mil mástiles:
Se despliegan las velas como nubes del cielo...
Los barcos iban y venían entre los puertos de China y las costas del África, pasando por Java y la India y Arabia y... Los marineros partían de China llevando porcelanas, sedas, lacas, jades, y volvían cargados de historias y de plantas mágicas y de jirafas, elefantes y pavos reales. Descubrían idiomas, dioses, costumbres. Conocieron las diez utilidades del coco y el inolvidable sabor del mango, descubrieron caballos pintados a rayas blancas y negras y aves de largas patas que corrían como caballos, encontraron incienso y mirra en Arabia, y en Turquía piedras raras, como el ámbar, al que llamaron saliva de dragón. En las islas del sur fueron asombrados por pájaros que hablaban como hombres y por hombres que llevaban un sonajero colgando entre las piernas, para anunciar sus virtudes sexuales.
Los viajes de la gran flota china eran misiones de exploración y de comercio. No eran empresas de conquista. Ningún afán de dominio obligaba a Zheng a despreciar ni a condenar lo que encontraba. Lo que no era admirable resultaba, al menos, digno de curiosidad. Y de viaje en viaje iba creciendo la biblioteca imperial de Pekín, que en cuatro mil libros reunía los saberes del mundo.
Seis libros tenía, por entonces, el rey de Portugal.
Generoso el Papa
Setenta años después de aquellos viajes de la flota china, España inició la conquista de América y sentó a un español en el trono del Vaticano.
Rodrigo Borgia, nacido en Valencia, se convirtió en el Papa de Roma y pasó a llamarse Alejandro VI, gracias a los votos de los cardenales que compró con oro y plata cargados en cuatro mulas.
El Papa español promulgó sus Bulas de donación, que regalaron a los reyes de España y a sus herederos, en nombre de Dios, las islas y tierras que unos años después se llamaron América.
El Papa también confirmó que Portugal era dueña y señora de las islas y tierras del África negra, de las que arrancaba, desde hacía medio siglo, oro, marfil y esclavos.
Las intenciones no eran exactamente las mismas que habían guiado las navegaciones del almirante Zheng. El Papa regalaba América y el África para que las naciones bárbaras sean abatidas y reducidas a la fe católica.
España tenía, por entonces, quince veces menos habitantes que América y el África negra tenía cien veces más habitantes que Portugal.
El Mal copia al Bien
En uno de sus frescos, en una capilla de Padua, el Giotto mostró los tormentos que los diablos infligían a los pecadores en el infierno.
Como en otras obras de otros artistas de la época, los instrumentos del suplicio infernal provocaban espanto y miedo. Y cualquiera podía reconocer, en ese muestrario, las herramientas que la Santa Inquisición utilizaba para imponer la fe católica. Dios inspiraba a su peor enemigo: Satanás imitaba, en el infierno, la tecnología del dolor que los inquisidores aplicaban en la tierra.
El castigo confirmaba que este mundo no era más que un ensayo general del infierno. En el Más Acá y en el Más Allá, la desobediencia merecía el mismo premio.
Argumentos de la fe
Durante seis siglos, en varios países, la Santa Inquisición castigó a los rebeldes, a los herejes, a las brujas, a los homosexuales, a los paganos...
Muchos fueron a parar a la hoguera; y con leña verde ardieron los condenados al fuego lento. Y muchos más fueron sometidos a tortura. Éstos eran algunos de los instrumentos utilizados para arrancar confesiones, corregir convicciones y sembrar pánicos:
el collar de púas,
la jaula colgante,
la mordaza de hierro que evitaba gritos incómodos,
la sierra que lentamente te partía por la mitad,
los torniquetes estrujadedos,
los torniquetes aplastacabezas,
el péndulo rompehuesos,
la silla de pinchos,
la larga aguja que penetraba en los lunares del Diablo,
las garras de hierro que desgarraban la carne,
 las pinzas y tenazas calentadas al rojo vivo,
los sarcófagos con clavos adentro,
las camas de hierro que se estiraban hasta descoyuntar las piernas y los brazos,
los azotes de puntas de ganchos o de cuchillas,
los toneles llenos de mierda,
el brete, el cepo, las poleas, las argollas, los garfios,
la pera que se abría y desgarraba la boca de los herejes, el culo de los homosexuales y la vagina de las amantes de Satanás,
la pinza que trituraba las tetas de las brujas y de las adúlteras,
el fuego en los pies
y otras armas de la virtud.
Confesión del torturador
En el año 2003, Ibn al-Shaykh al-Libi, dirigente de Al Qaeda, fue torturado hasta que confesó que Irak lo había entrenado en el uso de armas químicas y biológicas. Acto seguido, el gobierno de los Estados Unidos blandió alegremente su testimonio para demostrar que Irak merecía ser invadido.
Poco después, se supo: como de costumbre, el torturado había dicho lo que el torturador quería que dijera.
Ese papelón no impidió que el gobierno de los Estados Unidos siguiera practicando y predicando la tortura, en escala universal, llamándola por sus muchos nombres artísticos: medio alternativo de coerción, técnica intensiva de interrogatorios, táctica de presión e intimidación, método de convencimiento...
Cada vez con menos disimulo, los más poderosos medios masivos de comunicación exaltan los méritos de esta máquina de picar carne humana, y cada vez más gente la aplaude, o por lo menos la acepta. ¿Acaso no tenemos derecho a defendernos de los terroristas y de los delincuentes que nos amenazan?
Pero bien lo sabían los inquisidores y bien lo saben, en nuestros días, los ladrones de países: la tortura no sirve para proteger a la población. Sirve para aterrorizarla.
La burocracia del dolor tortura al servicio del poder que la necesita para perpetuarse. La confesión del torturado vale poco o vale nada. En cambio, el poder se arranca la máscara en las cámaras de tormento. El poder confiesa, torturando, que come miedo.
Todos éramos verdugos
Poco o nada ha cambiado la calle Bòria, en Barcelona, aunque ahora se dedica a otros menesteres.
Durante buena parte de la Edad Media, éste fue uno de los escenarios europeos de la justicia convertida en espectáculo público.
El bufón y los músicos encabezaban la procesión. El condenado, o la condenada, salía de la cárcel a lomo de burro, desnudo o casi, y mientras iba recibiendo azotes era sometido a una lluvia de insultos, golpes, escupitajos, mierda, huevos podridos y otros homenajes de la multitud.
Los más entusiastas castigadores eran los más entusiastas pecadores.
Mercenarios
Ahora se llaman contratistas.
En Italia, hace siglos, se llamaban condottieri. Se alquilaban para matar, y condotta era el nombre del contrato.
Paolo Ucello pintó a estos guerreros, tan elegantemente vestidos y tan graciosamente movidos que sus cuadros más parecen desfiles de modas que sangrientas batallas.
Pero los condottieri eran hombres de pelo en pecho, que no tenían miedo a nada, salvo a la paz.
En sus años mozos, el duque Francesco Sforza había sido del oficio; y no lo olvidaba.
Una tarde, paseaba el duque por los alrededores de Milán, cuando desde lo alto del caballo arrojó una moneda a un mendigo.
El mendigo le deseó lo mejor:
Que la paz sea contigo.
—¿La paz?
Un golpe de espada le voló la moneda de la mano.
Nuestra Señora de los Imposibles
Porque creyó en la paz, fue llamada Nuestra Señora de los Imposibles.
Santa Rita hizo el milagro de la paz en tiempo de guerras,
guerras de vecinos,
guerras de familias,
guerras de reinos,
guerras de dioses.
Además, hizo otros milagros. El último fue en agonía. Rita pidió que los higos maduraran, aunque era pleno invierno, y que floreciera el rosal bajo la nieve, y así pudo morir con sabor a higo en la boca y respirando aromas de rosas recién abiertas, y las campanas sonaron solas, sin que nadie las tocara, en todas las iglesias de su pueblo de Cassia.
La santa guerrera
No había hombre que pudiera con ella, ni en el arado ni en la espada.
En el silencio del huerto, al mediodía, escuchaba voces. Le hablaban los ángeles y los santos, san Miguel, santa Margarita, santa Catalina, y también la voz más alta del Cielo:
No hay nadie en el mundo que pueda liberar el reino de Francia. Sólo tú.
Y  ella lo repetía, en todas partes, siempre citando la fuente:
Me lo dijo Dios.
Y  así, esta campesina analfabeta, nacida para cosechar hijos, encabezó un gran ejército, que a su paso crecía.
La doncella guerrera, virgen por mandato divino o por pánico masculino, avanzaba de batalla en batalla.
Lanza en mano, cargando a caballo contra los soldados ingleses, fue invencible. Hasta que fue vencida.
Los ingleses la hicieron prisionera y decidieron que los franceses se hicieran cargo de esa loca.
Por Francia y su rey se había batido, en nombre de Dios, y los funcionarios del rey de Francia y los funcionarios de Dios la mandaron a la hoguera.
Ella, rapada, encadenada, no tuvo abogado. Los jueces, el fiscal, los expertos de la Inquisición, los obispos, los priores, los canónigos, los notarios y los testigos coincidieron con la docta Universidad de la Sorbona, que dictaminó que la acusada era cismática, apóstata, mentirosa, adivinadora, sospechosa de herejía, errante en la fe y blasfemadora de Dios y de los santos.
Tenía diecinueve años cuando fue atada a una estaca en la plaza del mercado de Rouan, y el verdugo encendió la leña.
Después, su patria y su Iglesia, que la habían asado, cambiaron de opinión. Ahora, Juana de Arco es heroína y santa, símbolo de Francia y emblema de la Cristiandad.
Cuando los barcos navegaron sobre la tierra
El emperador Constantino bautizó con su nombre a la ciudad de Bizancio, y se llamó Constantinopla este estratégico punto de encuentro entre Asia y Europa.
Mil cien años después, cuando Constantinopla sucumbió al asedio de las tropas turcas, otro emperador, otro Constantino, murió con ella, peleando por ella, y entonces la Cristiandad perdió su puerta abierta al Oriente.
Mucha ayuda habían prometido los reinos cristianos; pero a la hora de la verdad, Constantinopla, sitiada, asfixiada, murió sola. Los enormes cañones de ocho metros, perforadores de murallas, y el insólito viaje de la flota turca, resultaron decisivos en el derrumbe final. Las naves turcas no habían podido vencer las cadenas, atravesadas bajo las aguas, que les impedían el paso, hasta que el sultán Mehmet dio una orden jamás escuchada: mandó que navegaran sobre la tierra. Apoyadas en plataformas rodantes y tiradas por muchos bueyes, las naves se deslizaron por la colina que separaba el mar Bósforo del Cuerno de Oro, cuesta arriba y cuesta abajo, en el silencio de la noche. Al amanecer, los vigías del puerto descubrieron, horrorizados, que la flota turca emergía ante sus narices, por arte de magia, en las aguas prohibidas.
A partir de entonces, el cerco, que era terrestre, se completó por mar, y la matanza final enrojeció la lluvia.
Muchos cristianos buscaron refugio en la inmensa catedral de Santa Sofía, que nueve siglos antes había brotado de un delirio de la emperatriz Teodora. Metidos en la catedral, esos cristianos esperaban que del cielo bajara un ángel y corriera a los invasores con su espada de fuego.
El ángel no vino.
Sí vino el sultán Mehmet, que entró en la catedral, montado en su caballo blanco, y la convirtió en la principal mezquita de la ciudad que ahora se llama Estambul.
Diabladas
Hacía ya unos años que había caído Constantinopla, cuando Martín Lutero advirtió que Satán no residía solamente entre los turcos y los moros, sino en nuestra propia casa: está en el pan que comemos, en la bebida que bebemos, en las ropas que usamos y en el aire que respiramos.
Y así siguió siendo.
Siglos después, en el año 1982, el Demonio tuvo la osadía de visitar, en forma de ama de casa, el Vaticano. Ante esa mujer que rugía arrastrándose por los suelos, el papa Juan Pablo II libró un combate cuerpo a cuerpo contra el Maligno. Conjuró al intruso recitando los exorcismos diablicidas de otro Papa, Urbano VIII, que en tiempos pasados había arrancado de la cabeza de Galileo Galilei la diabólica idea de que el mundo giraba alrededor del sol.
Cuando el Demonio apareció, en forma de becaria, en el Salón Oval de la Casa Blanca, el presidente Bill Clinton no recurrió a ese anticuado método católico. Durante tres meses, el presidente espantó al Maligno arrojando un huracán de misiles sobre Yugoslavia.
Diabluras
Venus apareció, una mañana, en la ciudad de Siena. La encontraron echada, desnuda, al sol.
La ciudad rindió honores a esta diosa de mármol, enterrada en tiempos del imperio romano, que había tenido la gentileza de surgir desde el fondo de la tierra.
Se le ofreció por residencia la cabecera de la fuente principal.
Nadie se cansaba de verla, todos querían tocarla.
Pero poco después llegaron la guerra y sus espantos, y Siena fue atacada y saqueada. Y en su sesión del 7 de noviembre de 1357, el Concejo Municipal decidió que Venus tenía la culpa. Por castigo del pecado de idolatría, Dios había enviado esa desgracia. Y el Concejo mandó destrozar a Venus, que invitaba a la lujuria, y dispuso que sus pedacitos fueran enterrados en la odiada ciudad de Florencia.
En Florencia, ciento treinta años después, otra Venus nació, de la mano de Sandro Botticelli. El artista la pintó mientras ella brotaba de la espuma, sin más ropa que la piel.
Y una década más tarde, cuando el monje Savonarola alzó su gran fogata de purificación, dicen que dicen que Botticelli, arrepentido de los pecados de sus pinceles, alimentó las llamas con algunas diabluras por él pintadas en sus años juveniles.
Con Venus, no pudo.
El diablicida
Un gran pico de ave de rapiña coronaba su figura, envuelta en un largo manto negro. Bajo el manto, el cilicio de crines le atormentaba la carne.
La cólera de Dios bramaba en sus sermones. Fray Jerónimo Savonarola asustaba, amenazaba, castigaba. Su verba incendiaba las iglesias de la ciudad de Florencia: exhortaba a los niños a delatar a sus padres pecadores, denunciaba a los homosexuales y a las adúlteras que huían de la Inquisición y exigía que los días del carnaval fueran convertidos en tiempo de penitencia.
Ardían de santa ira los pulpitos donde predicaba, y en la plaza de la Señoría ardía la hoguera de las vanidades, que Savonarola atizaba noche y día. Allí arrojaban sus joyas, sus perfumes y sus potingues las damas que renunciaban al placer para consagrarse a la virtud, y al fuego iban a parar también los cuadros lascivos y los libros que exaltaban la vida libertina.
Al fin del siglo quince, también Savonarola fue arrojado allí. La Iglesia, incapaz de controlarlo, lo quemó vivo.
Leonardo
A los veintipocos años, los vigilantes de la moral pública, los Oficiales de la Noche, arrancaron a Leonardo del taller del maestro Verrocchio y lo arrojaron a una celda. Dos meses estuvo allí, sin dormir, sin respirar, aterrorizado por la amenaza de la hoguera. La homosexualidad se pagaba con fuego, y una denuncia anónima lo había acusado de cometer sodomía en la persona de Jacopo Saltrelli.
Fue absuelto, por falta de pruebas, y volvió a la vida.
Y pintó obras maestras, casi todas inconclusas, que en la historia del arte inauguraron el esfumado y el claroscuro;
escribió fábulas, leyendas y recetas de cocina;
dibujó a la perfección, por primera vez, los órganos humanos, estudiando anatomía en los cadáveres;
confirmó que el mundo giraba;
inventó el helicóptero, el avión, la bicicleta, el submarino, el paracaídas, la ametralladora, la granada, el mortero, el tanque, la grúa móvil, la excavadora flotante, la máquina de hacer espaguetis, el rallador de pan...
y los domingos compraba pájaros en el mercado y les abría las jaulas.
Quienes lo conocieron dijeron que jamás abrazó a una mujer, pero de su mano nació el retrato más famoso de todos los tiempos. Y fue un retrato de mujer.
Tetas
Para eludir el castigo, algunos homosexuales se disfrazaban de mujeres y se hacían pasar por prostitutas.
A fines del siglo quince, Venecia dictó una ley que obligaba a las profesionales a exhibir sus tetas. Los pechos desnudos debían ser mostrados en las ventanas donde ellas se ofrecían a los clientes de paso. Trabajaban en un puente, cercano al Rialto, que todavía se llama Ponte delle Tette.
Fundación del tenedor
Dicen que Leonardo quiso perfeccionar el tenedor poniéndole tres dientes, pero le quedó igualito al tridente del rey de los infiernos.
Siglos antes, san Pedro Damián había denunciado esta novedad venida de Bizancio:
Dios no nos hubiera dado dedos si hubiera querido que usáramos ese instrumento satánico.
La reina Isabel de Inglaterra y el Rey Sol de Francia comían con las manos. El escritor Michel de Montaigne se mordía los dedos cuando almorzaba apurado. Cada vez que el músico Claudio Monteverdi se veía obligado a usar el tenedor, pagaba tres misas por el pecado cometido.
Visita al Vaticano
Pregunto a Miguel Ángel, por si me contesta:
—¿Por qué tiene cuernos la estatua de Moisés?
—En el fresco de la Creación del Hombre, en la Capilla Sixtina, todos clavamos la vista en el dedo que da la vida a Adán, ¿pero quién es esa muchacha desnuda que Dios estruja amorosamente, como al descuido, con el otro brazo?
—En el fresco de la Creación de Eva, ¿qué hacen esas ramas rotas en el Paraíso? ¿Quién las cortó? ¿Estaba autorizada la tala de bosques?
—Y en el fresco del Juicio Final, ¿quién es el Papa que se precipita al infierno, expulsado a puñetazos por un ángel, y en su caída se lleva las llaves pontificias y una bolsa llena?
—El Vaticano tapó cuarenta y un pitos que usted había pintado en ese fresco. ¿Se ha enterado usted de que su amigo y colega Daniele da Volterra fue quien cubrió las entrepiernas con pudorosos paños, por orden del Papa, y que por eso ha sido llamado II Braghettone?
El Bosco
Un condenado caga monedas de oro.
Otro cuelga de una llave inmensa.
El cuchillo tiene orejas.
El arpa ejecuta al músico.
El fuego hiela.
El cerdo viste toca de monja.
En el huevo, habita la muerte.
Las máquinas manejan a la gente.
Cada cual en lo suyo.
Cada loco con su tema.
Nadie se encuentra con nadie.
Todos corren hacia ninguna parte.
No tienen nada en común, salvo el miedo mutuo.
 —Hace cinco siglos, Hieronymus Bosch pintó la globalización —comenta John Berger.
Alabada sea la ceguera
Allá por el año 300, en Siracusa, Sicilia, santa Lucía se arrancó los ojos, o se los arrancaron, por negarse a aceptar un marido pagano. Perdió la vista para ganar el Cielo, y las estampitas muestran a la santa sosteniendo un plato donde brinda sus ojos a Nuestro Señor Jesucristo.
Mil doscientos cincuenta años después, san Ignacio de Loyola, fundador de la orden de los jesuitas, publicó en Roma sus ejercicios espirituales. Allí escribió este testimonio de su ciega sumisión:
Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad.
Y por si fuera poco:
Debo siempre creer, para en todo acertar, que lo blanco que yo veo es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina.
Prohibido ser curioso
El conocimiento es pecado. Adán y Eva comieron los frutos de ese árbol; y así les fue.
Algún tiempo después, Nicolás Copérnico, Giordano Bruno y Galileo Galilei sufrieron castigo por haber comprobado que la tierra gira alrededor del sol.
Copérnico no se atrevió a publicar la escandalosa revelación, hasta que sintió que la muerte estaba cerca. La Iglesia Católica incluyó su obra en el índex de los libros prohibidos.
Bruno, poeta errante, divulgó por los caminos la herejía de Copérnico: el mundo no era el centro del universo, sino apenas uno de los astros del sistema solar. La Santa Inquisición lo encerró ocho años en un calabozo. Varias veces le ofreció el arrepentimiento, y varias veces Bruno se negó. Por fin este cabeza dura fue quemado, ante un gentío, en el mercado romano de Campo del Fiori. Mientras ardía, le acercaron un crucifijo a los labios. Él volvió la cara.
Unos años después, explorando los cielos con los treinta y dos lentes de aumento de su telescopio, Galileo confirmó que el condenado tenía razón.
Fue preso por blasfemia,
En los interrogatorios, se derrumbó.
En alta voz juró que maldecía a quien creyera que el mundo se movía en torno del sol.
Y  por lo bajito murmuró, según dicen, la frase que le dio fama eterna.

El peligroso vicio de preguntar
¿Qué vale más? ¿La experiencia o la doctrina?
Dejando caer piedras y piedritas y bolas y bolitas, Galileo Galilei comprobó que la velocidad es la misma aunque el peso de los objetos sea diferente. Aristóteles estaba equivocado, y durante diecinueve siglos nadie se había dado cuenta.
Johannes Kepler, otro curioso, descubrió que las plantas no giraban en círculos cuando perseguían la luz a lo largo del día. ¿Acaso no era el círculo el camino perfecto de todo lo que gira? ¿No era el universo la perfecta obra de Dios?
Este mundo no es perfecto, ni mucho menos —concluía Kepler—. ¿Por qué habrían de ser perfectos sus caminos?
Sus razonamientos resultaban sospechosos para los luteranos y para los católicos también. La madre de Kepler había estado cuatro años presa, acusada de practicar brujerías. Por algo sería.
Pero él vio y ayudó a ver, en aquellos tiempos de oscuridad obligatoria:
adivinó que el sol giraba en torno de su eje,
descubrió una estrella desconocida,
inventó la unidad de medida que llamó dioptría y fundó la óptica moderna.
Y  cuando ya se estaba arrimando al fin de sus días, se le dio por
decir que así como el sol decidía el viaje de las plantas, las mareas
obedecían a la luna.
Demencia senil—opinaron los colegas.
Resurrección de Servet
En 1553, Miguel Servet se hizo carbón, junto con sus libros, en Ginebra. A pedido de la Santa Inquisición, Calvino lo quemó vivo, con leña verde.
Y por si fuera poco fuego, los inquisidores franceses volvieron a quemarlo, quemaron su efigie, unos meses después.
Servet, médico español, había vivido huyendo, cambiando de reino, cambiando de nombre. No creía en la Santísima Trinidad, ni en el bautismo recibido antes de la edad de la razón, y había cometido la imperdonable insolencia de comprobar que la sangre no está quieta y circula por el cuerpo y se purifica en los pulmones.
Por eso lo llaman, ahora, el Copérnico de la Fisiología.
Servet había escrito: En este mundo no hay Verdad alguna, sino sombras que pasan. Y su sombra pasó.
Siglos después, volvió. Era tozuda, como él.
Eurotodo
Copérnico publicó, en agonía, el libro que fundó la astronomía moderna.
Tres siglos antes, los científicos árabes Muhayad al-Urdi y Nasir al-Tusi habían generado teoremas que fueron importantes en el desarrollo de esa obra. Copérnico los usó, pero no los citó.
Europa veía el mundo mirándose al espejo.
Más allá, la nada.
Las tres invenciones que hicieron posible el Renacimiento, la brújula, la pólvora y la imprenta, venían de China. Los babilonios habían anunciado a Pitágoras con mil quinientos años de anticipación. Mucho antes que nadie, los hindúes habían sabido que la tierra era redonda y le habían calculado la edad. Y mucho mejor que nadie, los mayas habían conocido las estrellas, los ojos de la noche, y los misterios del tiempo.
Esas menudencias no eran dignas de atención.
Sur
Los mapas árabes todavía dibujaban el sur arriba y el norte abajo, pero ya en el siglo trece Europa había restablecido el orden natural del universo.
Según las reglas de ese orden, dictado por Dios, el norte estaba arriba y el sur abajo.
El mundo era un cuerpo. Al norte estaba la cara, limpia, que miraba al cielo. Al sur estaban las partes bajas, sucias, donde iban a para las inmundicias y los seres oscuros, llamados antípodas, que eran la imagen invertida de los luminosos habitantes del norte.
En el sur los ríos corrían al revés, el verano era frío, el día era noche y el Diablo era Dios. El cielo, negro, estaba vacío. Hacia el norte habían huido las estrellas.
Bestiario
Fuera de Europa, pululaban los monstruos, rugía el mar y ardía la tierra. Pocos viajeros habían sido capaces de atravesar el miedo. Al regreso contaron.
Odorico de Pordenone, que viajó desde el año 1314, vio pájaros de dos cabezas y gallinas cubiertas de lana en vez de plumas. En el mar Caspio, de las plantas brotaban corderitos vivos. En el desierto de Gobi, los testículos llegaban a las rodillas de los hombres. En el África, los pigmeos se casaban y tenían hijos no bien cumplían seis meses de edad.
Jean de Mandeville visitó algunas islas de oriente en 1356. Allí vio gente sin cabeza, que comía y hablaba por la boca abierta en el pecho, y también vio gente con un solo pie, que a veces servía de sombrilla o de paraguas. Otros tenían tetas y pene, o barba y vagina, y podían ser hombre o mujer a voluntad. Los habitantes de la isla de Tacorde, que sólo comían serpientes crudas. No hablaban. Silbaban.
En 148, el cardenal Pierre d’Ailly describió el Asia según la contaban los viajeros. En la isla Taprobana había montañas de oro, custodiadas por dragones y hormigas grandes como perros.
Antonio Pigafetta dio la vuelta al mundo en 1520. Vio árboles que echaban hojas vivas, con pies y todo, y durante el día las hojas se desprendían de las ramas y se iban a pasear.
Fundación de los vientos marineros
Según los cuentos de la antigua marinería, la mar era quieta, un inmenso lago sin olas ni olitas y sólo a remo se podía navegar.
Entonces una canoa, perdida en el tiempo, llegó al otro lado del mundo y encontró la isla donde vivían los vientos. Los marineros los capturaron, se los llevaron y los obligaron a soplar. La canoa se deslizó, empujada por los vientos prisioneros, y los marineros, que llevaban siglos remando y remando, por fin pudieron echarse a dormir.
No despertaron nunca.
La canoa se estrelló contra un peñón.
Desde entonces, los vientos andan en busca de la isla perdida que había sido su casa. En vano deambulan por los siete mares del mundo los alisios y los monzones y los ciclones. Por venganza de aquel secuestro, a veces echan a pique los barcos que se les cruzan en el camino.
El mapa de después
Hace un par de milenios, Séneca presintió que alguna vez el mapa del mundo se extendería más allá de Islandia, por entonces llamada Tule.
Escribió Séneca, que era español:

Vendrán en los tardos años del mundo
ciertos tiempos en los cuales la mar océana aflojará
los atamientos de las cosas.
Y    se abrirá una grande tierra.
Y    un nuevo marinero,
como aquel que fue guía de Jasón
y que hubo de nombre Tifis,
descubrirá nuevo mundo
y ya no será la isla Tule la postrera de las tierras.
Colón
Desafiando la furia de los vientos y el hambre de los monstruos devoradores de barcos, el almirante Cristóbal Colón se echó a la mar.
Él no descubrió América. Un siglo antes habían llegado los polinesios, cinco siglos antes habían llegado los vikingos. Y trescientos siglos antes que todos, habían llegado los más antiguos pobladores de estas tierras, a quienes Colón llamó indios creyendo que había entrado al Oriente por la puerta de atrás.
Como no entendía lo que esos nativos decían, Colón creyó que no sabían hablar; y como andaban desnudos, eran mansos y daban todo a cambio de nada, creyó que no eran gentes de razón.
Aunque murió convencido de que sus viajes lo habían llevado al Asia, Colón tuvo sus dudas. Las despejó en el segundo viaje. Cuando sus naves anclaron en una bahía de Cuba, a mediados de junio de 1494, el almirante dictó un acta estableciendo que estaba en China. Dejó constancia de que sus tripulantes lo reconocían así; y a quien dijera lo contrario se le darían cien azotes, se le cobraría una pena de diez mil maravedíes y se le cortaría la lengua.
Al pie, firmaron los pocos marineros que sabían firmar.
Caras
Las carabelas habían partido del puerto de Palos, al rumbo de las aves que volaban hacia la nada.
Cuatro siglos y medio después del primer viaje, Daniel Vázquez Díaz pintó las paredes del monasterio de la Rábida, pegado al puerto, para rendir homenaje al Descubrimiento de América.
Aunque el artista quiso celebrar aquella gesta, involuntariamente reveló que Colón y toda su marinería estaban de muy mal humor. En sus pinturas, nadie sonreía. Esas caras largas, sombrías, no anunciaban nada bueno. Presentían lo peor. Quizás aquellos pobres diablos, arrancados de las prisiones o secuestrados en los muelles, sabían que iban a hacer el trabajo sucio que Europa necesitaba para ser lo que es.
Destinos
En nombre de la corona española, Cristóbal Colón fue encadenado, en su tercera travesía de la mar océana, y regresó preso a España.
En nombre de la corona española, Vasco Núñez de Balboa perdió la cabeza.
En nombre de la corona española, Pedro de Alvarado fue procesado y encarcelado.
Diego de Almagro murió estrangulado por Francisco Pizarro, que acto seguido recibió dieciséis estocadas del hijo de su víctima.
Rodrigo de Bastidas, primer español que navegó el río Magdalena, acabó sus días acuchillado por su lugarteniente.
Cristóbal de Olid, conquistador de Honduras, quedó sin pescuezo por orden de Hernán Cortés.
Hernán Cortés, el conquistador más afortunado, que murió marqués y en cama, no se salvó de ser sometido a juicio por el enviado del rey.


Américo
La Venus de Botticelli se llamaba Simonetta, vivía en Florencia y se casó con un primo de Américo Vespucci. Y Américo, malherido de amores, no ahogó sus penas en lágrimas, sino en aguas de la mar; y navegando llegó a la tierra que ahora lleva su nombre.
Bajo estrellas nunca vistas en el cielo, Américo encontró gentes que no tenían rey, ni propiedad, ni ropa, y que más valor daban a las plumas que al oro, y les cambió un cascabel de latón por ciento cincuenta y siete perlas que valían mil ducados. Él se llevó de lo más bien con esos peligrosos inocentes, aunque dormía con un solo ojo por si en la noche se les ocurría darle un garrotazo y asarlo a la parrilla.
En América, Américo sintió que perdía la fe. Hasta entonces había creído, al pie de la letra, todo lo que la Biblia decía. Pero viendo lo que vio, ya nunca más creyó en ese cuento del arca de Noé, porque ninguna nave, por inmensa que fuera, podía albergar esos pájaros de mil plumajes y mil cantos y toda esa loca cantidad de prodigiosos bichos, bichitos y bicharracos.
Isabel
Colón partió del pequeño puerto de Palos, y no de Cádiz, como estaba previsto, porque allí no cabía un alfiler. Por el puerto de Cádiz, miles y miles de judíos estaban siendo arrojados fuera de la tierra de sus antepasados y de los antepasados de sus antepasados.
Colón viajó gracias a la reina Isabel. Los judíos también: ella los expulsó.
Los Reyes Católicos eran dos, Isabel y Fernando, pera Fernando estaba más preocupado por las damas y las camas que por las cosas del poder.
Después de los judíos, fue el turno de los musulmanes.
Diez años había luchado Isabel contra el último baluarte islámico de España. Cuando su cruzada culminó, y Granada cayó, hizo todo lo posible por salvar esas almas condenadas a la quemazón eterna. Su infinita misericordia les ofreció el perdón y la conversión. Le contestaron con palos y piedras. Entonces ella no tuvo más remedio: mandó quemar los libros de la secta de Mahoma en la plaza mayor de la ciudad conquistada, y expulsó a los infieles que persistían en su falsa religión y en su manía de hablar árabe.
Otros decretos de expulsión, firmados por monarcas posteriores, culminaron la purga. España envió al exilio, por siempre jamás, a sus hijos de sangre sucia, judíos y musulmanes, y así se vació de sus mejores artesanos, artistas y científicos, de sus agricultores más avanzados y de sus más experientes banqueros y mercaderes. A cambio, multiplicó sus mendigos y sus guerreros, sus nobles parásitos y sus monjes fanáticos, todos de limpia sangre cristiana.
Isabel, nacida en Jueves Santo, devota de la Virgen de las Angustias, había fundado la Inquisición española y había nombrado a su confesor, el célebre Torquemada, Inquisidor Supremo.
Su testamento, inflamado de místico ardor, insistió en la defensa de la pureza de la fe y la pureza de la raza. A los reyes venideros rogó y mandó que no cesen de pugnar por la fe contra los infieles y que siempre favorezcan mucho las cosas de la Santa Inquisición.
Las edades de Juana la Loca
A los dieciséis años, la casan con un príncipe flamenco. La casan sus padres, los Reyes Católicos. Ella nunca había visto a ese hombre.
A los dieciocho, descubre el baño. Una doncella árabe de su séquito le enseña las delicias del agua. Juana, entusiasmada, se baña todos los días. La reina Isabel, espantada, comenta: Mi hija es anormal.
A los veintitrés, intenta recuperar a sus hijos, que por razón de estado casi nunca ve. Mi hija ha perdido el seso, comenta su papá, el rey Fernando.
A los veinticuatro, en viaje a Flandes, el barco naufraga. Ella, impasible, exige que le sirvan la comida. ¡Estás loca!, le grita el marido, mientras patalea de pánico, metido en un enorme salvavidas.
A los veinticinco, se abalanza sobre unas damas de la corte y tijera en mano les esquila los rizos, por sospechas de traición conyugal.
A los veintiséis, enviuda. El marido, recién proclamado rey, ha bebido agua helada. Ella sospecha que fue veneno. No derrama una lágrima, pero desde entonces viste de negro a perpetuidad.
A los veintisiete, pasa los días sentada en el trono de Castilla, con la mirada perdida en el vacío. Se niega a firmar las leyes, las cartas y todo lo que le traen.
A los veintinueve, su padre la declara demente y la encarcela en un castillo, a orillas del río Duero. Catalina, la menor de sus hijas, la acompaña. La niña crece en la celda de al lado y por una ventana ve jugar a otros niños.
A los treinta y seis, queda sola. Su hijo Carlos, que pronto será emperador, se lleva a Catalina. Ella se declara en huelga de hambre hasta que regrese. La atan, la golpean, la obligan a comer. Catalina no vuelve.
A los setenta y seis, al cabo de casi medio siglo de vida prisionera, muere esta reina que no reinó. Llevaba mucho tiempo sin moverse, mirando nada.
Carlos
El hijo de Juana la Loca fue rey de diecisiete coronas heredadas, conquistadas o compradas.
En 1519, en Francfort, se hizo emperador de Europa convenciendo, mediante dos toneladas de oro, a los electores del trono del Sacro Imperio.
Le prestaron ese argumento decisivo los banqueros alemanes Fugger y Welser, los genoveses Fornari y Vivaldo y el florentino Gualterotti.
Carlos tenía diecinueve años y ya estaba preso de los banqueros.
Fue rey reinante y rey reinado.
La herencia negada
Una noche, en Madrid, pregunté al taxista:
—¿Qué trajeron los moros a España?
Problemas —me respondió, sin un instante de duda ni vacilación.
Los llamados moros eran españoles de cultura islámica, que en España habían vivido durante ocho siglos, treinta y dos generaciones, y allí habían brillado como en ninguna otra parte.
Muchos españoles ignoran, todavía, los resplandores que han dejado aquellas luces. La herencia musulmana incluye, entre otras cosas:
la tolerancia religiosa, que sucumbió a manos de los reyes católicos;
los molinos de viento, los jardines y las acequias que todavía dan de beber a varias ciudades y riegan sus campos;
el servicio público de correos;
el vinagre, la mostaza, el azafrán, la canela, el comino, el azúcar de caña, los churros, las albóndigas, los frutos secos;
el ajedrez;
la cifra cero y los números que usamos;
el álgebra y la trigonometría;
las obras clásicas de Anaxágoras, Ptolomeo, Platón, Aristóteles, Euclides, Arquímedes, Hipócrates, Galeno y otros autores, que gracias a sus versiones árabes se difundieron en España y en Europa;
las cuatro mil palabras árabes que integran la lengua castellana;
y varias ciudades de prodigiosa belleza, como Granada, que una copla anónima cantara así:

Dale limosna, mujer,
 que no hay en la vida nada
 como la pena de ser
 ciego en Granada.
Maimónides y Averroes
La cultura judía y la cultura musulmana habían florecido, juntas, en la España de los califas.
Dos sabios, Maimónides, judío, y Averroes, musulmán, nacieron casi al mismo tiempo, en Córdoba, en el siglo doce, y fueron caminantes de los mismos caminos.
Los dos fueron médicos.
El sultán de Egipto fue paciente de Maimónides y Averroes cuidó la salud del califa de Córdoba, sin olvidar jamás que, según escribió, la mayoría de las muertes ocurre por causa de la medicina.
Los dos fueron, también, juristas.
Maimónides ordenó la ley hebrea, hasta entonces dispersa, y dio coherencia y unidad a los muchos escritos de los rabinos que se habían ocupado del tema. Averroes fue la máxima autoridad judicial de toda la Andalucía musulmana y sus sentencias sentaron jurisprudencia, durante siglos, en el derecho islámico.
Y los dos fueron filósofos.
Maimónides escribió la «Guía de perplejos», para ayudar a los judíos, que habían descubierto la filosofía griega gracias a las traducciones árabes, a superar la contradicción entre la razón y la fe.
Esa contradicción condenó a Averroes. Los fundamentalistas lo acusaron de poner la razón humana por encima de la revelación divina. Para colmo, él se negaba a limitar el ejercicio de la razón a la mitad masculina de la humanidad, y decía que en algunas naciones islámicas las mujeres parecían vegetales. Pagó pena de exilio.
Ninguno de los dos murió en la ciudad donde había nacido. Maimónides en El Cairo, Averroes en Marrakech. Una mula llevó a Averroes de vuelta a Córdoba. La mula cargó su cuerpo y sus libros prohibidos.
Piedra
Cuando el triunfante poder católico invadió la mezquita de Córdoba, rompió la mitad de las mil columnas que tenía y la llenó de santos sufrientes.
Catedral de Córdoba es, ahora, su nombre oficial, pero nadie la llama así. Es la Mezquita. Este bosque de columnas de piedra, las columnas que sobrevivieron, sigue siendo un templo musulmán, aunque estén prohibidas las plegarias a Alá.
En el centro ceremonial, en el espacio sagrado, hay una gran piedra desnuda.
Los curas la dejaron estar.
Creyeron que era muda.
El agua y la luz
Allá por el mil seiscientos y algo, el escultor Luis de la Peña quiso esculpir la luz. En su taller, en una callecita de Granada, se pasó la vida queriendo, y no pudiendo.
Nunca se le ocurrió alzar la mirada. Allá en lo alto de la colina de tierra roja, otros artistas habían esculpido la luz, y el agua también.
En las torres y en los jardines de la Alhambra, corona del reino musulmán, esos artistas habían hecho posible la hazaña imposible.
La Alhambra no es una escultura quieta. Respira y juega los juegos del agua y de la luz, que se divierten encontrándose: luz viva, agua que viaja.
Prohibido ser
El bisnieto de la reina Isabel, el emperador Felipe II, enemigo del agua y de la luz, reiteró algunas prohibiciones contra los llamados moros, y mientras nacía el año 1567 decidió aplicarlas con puño de hierro.
No se podía:
hablar, leer y escribir en árabe,
vestir según los usos tradicionales,
celebrar fiestas con instrumentos y cantares moriscos,
usar nombres o sobrenombres moros
y bañarse en los baños públicos.
Esta última prohibición prohibía lo que ya no existía.
Un siglo antes, había seiscientos baños públicos sólo en la ciudad de Córdoba.
El hombre más poderoso de este mundo vivía en el otro
El emperador Chin fue el fundador de China, que por él se llama como se llama. El emperador Felipe II fue dueño y señor de medio mundo, desde América hasta las islas Filipinas, que por él se llaman como se llaman. Los dos vivieron para su muerte.
El monarca español dedicaba sus fines de semana a visitar el panteón de El Escorial, diseñado para su descanso eterno, y dormía sus mejores siestas en el ataúd. Así se iba acostumbrando.

Lo demás era lo de menos. Su Armada Invencible había sido vencida y las telarañas habían invadido los cofres del tesoro real, pero los paseos a su templo funerario lo salvaban de la ingratitud del mundo.
El rey Felipe mandó celebrar sesenta mil misas, en homenaje a su propia gloria, cuando partió del trono al sepulcro por última vez.
Último fulgor de los turbantes
La morería estalló. Contra las prohibiciones, se alzaron los hijos de Mahoma que todavía quedaban en tierras de Andalucía.
Pasó más de un año y los soldados de Cristo no conseguían apagar esos fuegos, hasta que recibieron, como en tiempos de las Cruzadas, una ayudita decisiva: se les otorgó derecho al botín, saqueos libres de impuestos y esclavitud de los prisioneros.
Las fuerzas del orden se apoderaron de las cosechas de trigo y cebada, las almendras, las vacas, las ovejas, las sedas, los oros, las ropas, los collares, las niñas y las señoras. Y vendieron en remate público a los hombres que habían cazado.
El Diablo es musulmán
Ya el Dante sabía que Mahoma era terrorista. Por algo lo ubicó en uno de los círculos del Infierno, condenado a pena de taladro perpetuo. Lo vi rajado, celebró el poeta en «La divina comedia», desde la barba hasta la parte inferior del vientre...
Más de un Papa había comprobado que las hordas musulmanas, que atormentaban a la Cristiandad, no estaban formadas por seres de carne y hueso, sino que eran un gran ejército de demonios que más crecía cuanto más sufría los golpes de las lanzas, las espadas y los arcabuces.
Allá por el año 1564, el demonólogo Johann Wier había contado los diablos que estaban trabajando en la tierra, a tiempo completo, por la perdición de las almas cristianas. Había siete millones cuatrocientos nueve mil ciento veintisiete, que actuaban divididos en setenta y nueve legiones.

Muchas aguas hirvientes han pasado, desde aquel censo, bajo los puentes del infierno. ¿Cuántos suman, hoy día, los enviados del reino de las tinieblas? Las artes de teatro dificultan el conteo. Estos engañeros siguen usando turbantes, para ocultar sus cuernos, y largas túnicas tapan sus colas de dragón, sus alas de murciélago y la bomba que llevan bajo el brazo.
El Diablo es judío
Hitler no inventó nada. Desde hace dos mil años, los judíos son los imperdonables asesinos de Jesús y los culpables de todas las culpas.
¿Cómo? ¿Que Jesús era judío? ¿Y judíos eran también los doce apóstoles y los cuatro evangelistas? ¿Cómo dice? No puede ser. Las verdades reveladas están más allá de la duda: en las sinagogas el Diablo dicta clase, y los judíos se dedican desde siempre a profanar hostias, a envenenar aguas benditas, a provocar bancarrotas y a sembrar pestes.
Inglaterra los expulsó, sin dejar ni uno, en el año 1290, pero eso no impidió que Marlowe y Shakespeare, que quizá no habían visto un judío en su vida, crearan personajes obedientes a la caricatura del parásito chupasangre y el avaro usurero.
Acusados de servir al Maligno, estos malditos anduvieron los siglos de expulsión en expulsión y de matanza en matanza. Después de Inglaterra, fueron sucesivamente echados de Francia, Austria, España, Portugal y numerosas ciudades suizas, alemanas e italianas. En España habían vivido durante trece siglos. Se llevaron las llaves de sus casas. Hay quienes las tienen todavía.
La colosal carnicería organizada por Hitler culminó una larga historia.
La caza de judíos ha sido siempre un deporte europeo.
Ahora los palestinos, que jamás lo practicaron, pagan la cuenta.
El Diablo es negro
Como la noche, como el pecado, el negro es enemigo de la luz y de la inocencia.
En su célebre libro de viajes, Marco Polo evocó a los habitantes de Zanzíbar: Tenían la boca muy grande, labios muy gruesos y nariz como de mono. Iban desnudos y eran totalmente negros, de modo que quien los viera en cualquier otra región del mundo creería que eran diablos.
Tres siglos después, en España, Lucifer, pintado de negro, entraba en carro de fuego a los corrales de comedias y a los tablados de las ferias. Santa Teresa nunca pudo sacárselo de encima. Una vez se le paró al lado, y era un negrillo muy abominable. Y otra vez ella vio que le salía una gran llama roja del cuerpo negro, cuando se sentó encima de su libro de oraciones y le quemó los rezos.
En América, que había importado millones de esclavos, se sabía que era Satán quien sonaba tambores en las plantaciones, llamando a la desobediencia, y metía música y meneos y tembladeras en los cuerpos de sus hijos nacidos para pecar. Y hasta Martín Fierro, gaucho pobre y castigado, se sentía bien comparándose con los negros, que estaban más jodidos que él:
A éstos los hizo el Diablo —decía— para tizón del infierno.
El diablo es mujer
El libro «Malleus Maleficarum», también llamado «El martillo de las brujas», recomendaba el más despiadado exorcismo contra el demonio que lleva tetas y pelo largo.
Dos inquisidores alemanes, Heinrich Kramer y Jakob Sprenger, escribieron, por encargo del papa Inocencio VIII, este fundamento jurídico y teológico de los tribunales de la Santa Inquisición.
Los autores demostraban que las brujas, harén de Satán, representaban a las mujeres en estado natural, porque toda brujería proviene de la lujuria carnal, que en las mujeres es insaciable. Y advertían que esos seres de aspecto bello, contacto fétido y mortal compañía encantaban a los hombres y los atraían, silbidos de serpiente, colas de escorpión, para aniquilarlos.
Este tratado de criminología aconsejaba someter a tormento a todas las sospechosas de brujería. Si confesaban, merecían el fuego. Si no confesaban, también, porque sólo una bruja, fortalecida por su amante el Diablo en los aquelarres, podía resistir semejante suplicio sin soltar la lengua.
El papa Honorio III había sentenciado:
Las mujeres no deben hablar. Sus labios llevan el estigma de Eva, que perdió a los hombres.
Ocho siglos después, la Iglesia Católica les sigue negando el púlpito.
El mismo pánico hace que los fundamentalistas musulmanes les mutilen el sexo y les tapen la cara.
Y el alivio por el peligro conjurado mueve a los judíos muy ortodoxos a empezar el día susurrando:
—Gracias, Señor, por no haberme hecho mujer.
El Diablo es pobre
En las ciudades de nuestro tiempo, inmensas cárceles que encierran a los prisioneros del miedo, las fortalezas dicen ser casas y las armaduras simulan ser trajes.
Estado de sitio. No se distraiga, no baje la guardia, no se confíe. Los amos del mundo dan la voz de alarma. Ellos, que impunemente violan la naturaleza, secuestran países, roban salarios y asesinan gentíos, nos advierten: cuidado. Los peligrosos acechan, agazapados en los suburbios miserables, mordiendo envidias, tragando rencores.
Los pobres: los pelagatos, los muertos de las guerras, los presos de las cárceles, los brazos disponibles, los brazos desechables.
El hambre, que mata callando, mata a los callados. Los expertos, los pobrólogos, hablan por ellos. Nos cuentan en qué no trabajan, qué no comen, cuánto no pesan, cuánto no miden, qué no tienen, qué no piensan, qué no votan, en qué no creen.
Sólo nos falta saber por qué los pobres son pobres. ¿Será porque su hambre nos alimenta y su desnudez nos viste?
El Diablo es extranjero
El culpómetro indica que el inmigrante viene a robarnos el empleo y el peligrosímetro lo señala con luz roja.
Si es pobre, joven y no es blanco, el intruso, el que vino de afuera, está condenado a primera vista por indigencia, inclinación al caos o portación de piel. Y en cualquier caso, si no es pobre, ni joven, ni oscuro, de todos modos merece la malvenida, porque llega dispuesto a trabajar el doble a cambio de la mitad.
El pánico a la pérdida del empleo es uno de los miedos más poderosos entre todos los miedos que nos gobiernan en estos tiempos del miedo, y el inmigrante está situado siempre a mano a la hora de acusar a los responsables del desempleo, la caída del salario, la inseguridad pública y otras temibles desgracias.
Antes, Europa derramaba sobre el sur del mundo soldados, presos y campesinos muertos de hambre. Esos protagonistas de las aventuras coloniales han pasado a la historia como agentes viajeros de Dios. Era la Civilización lanzada al rescate de la barbarie.
Ahora, el viaje ocurre al revés. Los que llegan, o intentan llegar, desde el sur al norte, son protagonistas de las desventuras coloniales, que pasarán a la historia como mensajeros del Diablo. Es la barbarie lanzada al asalto de la Civilización.
El Diablo es homosexual
En la Europa del Renacimiento, el fuego era el destino que merecían los hijos del infierno, que del fuego venían. Inglaterra castigaba con muerte horrorosa a quienes hubiesen tenido relaciones sexuales con animales, judíos o personas de su mismo sexo.
Salvo en los reinos de los aztecas y de los incas, los homosexuales eran libres en América. El conquistador Vasco Núñez de Balboa arrojó a los perros hambrientos a los indios que practicaban esta anormalidad con toda normalidad. Él creía que la homosexualidad era contagiosa. Cinco siglos después, escuché decir lo mismo al arzobispo de Montevideo.
El historiador Richard Nixon sabía que este vicio era fatal para la Civilización:
—¿Ustedes saben lo que pasó con tos griegos? ¡La homosexualidad los destruyó! Seguro. Aristóteles era homo. Todos lo sabemos. Y también Sócrates. ¿Y ustedes saben lo que pasó con los romanos? Los últimos seis emperadores eran maricones...
El civilizador Adolf Hitler había tomado drásticas medidas para salvar a Alemania de este peligro. Los degenerados culpables de aberrante delito contra la naturaleza fueron obligados a portar un triángulo rosado. ¿Cuántos murieron en los campos de concentración? Nunca se supo.
En el año 2001, el gobierno alemán resolvió rectificar la exclusión de los homosexuales entre las víctimas del Holocausto. Más de medio siglo demoró en corregir la omisión.
El Diablo es gitano
Hitler creía que la plaga gitana era una amenaza, y no estaba solo.
Desde hace siglos, muchos han creído y siguen creyendo que esta raza de origen oscuro y oscuro color lleva el crimen en la sangre: siempre malditos, vagamundos sin más casa que el camino, violadores de doncellas y cerraduras, manos brujas para la baraja y el cuchillo.
En una sola noche de agosto de 1944, dos mil ochocientos noventa y siete gitanos, mujeres, niños, hombres, se hicieron humo en las cámaras de gas de Auschwitz.
Una cuarta parte de los gitanos de Europa fue aniquilada en esos años.
Por ellos, ¿quién preguntó?
El Diablo es indio
Los conquistadores confirmaron que Satán, expulsado de Europa, había encontrado refugio en las islas y las orillas del mar Caribe, besadas por su boca llameante.
Allí habitaban seres bestiales que llamaban juego al pecado carnal y lo practicaban sin horario ni contrato, ignoraban los diez mandamientos y los siete sacramentos y los siete pecados capitales, andaban en cueros y tenían la costumbre de comerse entre sí.
La conquista de América fue una larga y dura tarea de exorcismo. Tan arraigado estaba el Maligno en estas tierras, que cuando parecía que los indios se arrodillaban devotamente ante la Virgen, estaban en realidad adorando a la serpiente que ella aplastaba bajo el pie; y cuando besaban la Cruz estaban celebrando el encuentro de la lluvia con la tierra.
Los conquistadores cumplieron la misión de devolver a Dios el oro, la plata y las otras muchas riquezas que el Diablo había usurpado. No fue fácil recuperar el botín. Menos mal que, de vez en cuando, recibían alguna ayudita de allá arriba. Cuando el dueño del Infierno preparó una emboscada en un desfiladero, para impedir el paso de los españoles hacia el Cerro Rico de Potosí, un arcángel bajó de las alturas y le propinó tremenda paliza.
Fundación de América
En Cuba, según Cristóbal Colón, había sirenas con caras de hombre y plumas de gallo.
En la Guayana, según sir Walter Raleigh, había gente con los ojos en los hombros y la boca en el pecho.
En Venezuela, según fray Pedro Simón, había indios de orejas tan grandes que las arrastraban por los suelos.
En el río Amazonas, según Cristóbal de Acuña, había nativos que tenían los pies al revés, con los talones adelante y los dedos atrás.
Según Pedro Martín de Anglería, que escribió la primera historia de América pero nunca estuvo allí, en el Nuevo Mundo había hombres y mujeres con rabos tan largos que sólo podían sentarse en asientos con agujeros.
El Dragón de la Maldad
En América, Europa encontró la iguana.
Esta bestia diabólica había sido presentida por las imágenes de los dragones. La iguana tiene cabeza de dragón, buche de dragón, cresta y coraza de dragón y garras y cola de dragón.
Pero si el dragón era como la iguana es, se equivocó la lanza de san Jorge.
Ella sólo se pone rara cuando se enamora. Entonces cambia de color y de ánimo, anda nerviosa, pierde el hambre y el rumbo y se vuelve desconfiada. Cuando el amor no la atormenta, se hace amiga de todos, trepa a los árboles en busca de hojas sabrosas, nada en los ríos por puro gusto y se echa a dormir la siesta al sol, sobre las piedras, abrazada a otras iguanas. A nadie amenaza, no sabe defenderse y ni siquiera es capaz de dar dolor de barriga a los humanos que la comen.
Americanos
Cuenta la historia oficial que Vasco Núñez de Balboa fue el primer hombre que vio, desde una cumbre de Panamá, los dos océanos. Los que allí vivían, ¿eran ciegos?
¿Quiénes pusieron sus primeros nombres al maíz y a la papa y al tomate y al chocolate y a las montañas y a los ríos de América? ¿Hernán Cortés, Francisco Pizarro? Los que allí vivían, ¿eran mudos?
Lo escucharon los peregrinos del Mayflower: Dios decía que América era la Tierra Prometida. Los que allí vivían, ¿eran sordos?
Después, los nietos de aquellos peregrinos del norte se apoderaron del nombre y de todo lo demás. Ahora, americanos son ellos. Los que vivimos en las otras Américas, ¿qué somos?


Caras y caretas
En vísperas del asalto de cada aldea, el Requerimiento de Obediencia explicaba a los indios que Dios había venido al mundo y que había dejado en su lugar a san Pedro y que san Pedro tenía por sucesor al Santo Padre y que el Santo Padre había hecho merced a la Reina de Castilla de toda esta tierra y que por eso debían irse de aquí o pagar tributo en oro y que en caso de negativa o demora se les haría la guerra y ellos serían convertidos en esclavos y también sus mujeres y sus hijos.
Este Requerimiento se leía en el monte, en plena noche, en lengua castellana y sin intérprete, en presencia del notario y de ningún indio.
La primera guerra del agua
Del agua había nacido, y de agua era, la gran ciudad de Tenochtitlán.
Diques, puentes, acequias, canales: por las calles de agua, doscientas mil canoas iban y venían entre las casas y las plazas, los templos, los palacios, los mercados, los jardines flotantes, los plantíos.
La conquista de México empezó siendo una guerra del agua, y la derrota del agua anunció la derrota de todo lo demás.
En 1521, Hernán Cortés puso sitio a Tenochtitlán, y lo primero que hizo fue romper a golpes de hacha el acueducto de madera que traía, desde el bosque de Chapultepec, el agua de beber. Y cuando la ciudad cayó, al cabo de mucha matanza, Cortés mandó demoler sus templos y sus palacios, y echó los escombros a las calles de agua.
España se llevaba mal con el agua, que era cosa del Diablo, herejía musulmana, y del agua vencida nació la ciudad de México, alzada sobre las ruinas de Tenochtitlán. Y continuando la obra de los guerreros, los ingenieros fueron bloqueando con piedras y tierras, a lo largo del tiempo, todo el sistema circulatorio de los lagos y ríos de la región.
Y el agua se vengó, y varias veces inundó la ciudad colonial, y eso no hizo más que confirmar que ella era aliada de los indios paganos y enemiga de los cristianos.
Siglo tras siglo, el mundo seco continuó la guerra contra el mundo mojado.
Ahora, la ciudad de México muere de sed. En busca de agua, excava. Cuanto más excava, más se hunde. Donde había aire, hay polvo. Donde había ríos, hay avenidas. Donde corría el agua, corren los autos.
Los aliados
Hernán Cortés conquistó Tenochtitlán con una tropa de seiscientos españoles y una incontable cantidad de indios de Tlaxcala, Chalco, Mixquic, Chimalhuacan, Amecameca, Tlalmanalco y otros pueblos humillados por el imperio azteca, hartos de bañar con su sangre las escalinatas del Templo Mayor.
Ellos creyeron que los guerreros barbudos venían a liberarlos.
El juego de pelota
Hernán Cortés lanzó la pelota al suelo. Y así el emperador Carlos y sus numerosos cortesanos asistieron a un prodigio jamás visto: la pelota rebotó y voló por los aires.
Europa no conocía esa pelota mágica, pero en México y en Centroamérica se usaba el caucho, desde siempre, y el juego de pelota tenía más de tres mil años de edad.
En el juego, ceremonia sagrada, combatían los trece cielos de arriba contra los nueve mundos de abajo, y la pelota, brincona, volandera, iba y venía entre la luz y la oscuridad.
La muerte era la recompensa del triunfador. El que vencía, moría. Él se ofrecía a los dioses, para que no se apagara el sol en el cielo y siguiera lloviendo la lluvia sobre la tierra.
Las otras armas
¿Cómo pudo Francisco Pizarro, con ciento sesenta y ocho soldados, vencer a los ochenta mil hombres del ejército de Atahualpa en el Perú, sin que su tropa sufriera ni una sola baja?
Los invasores, Cortés, Pizarro, supieron explotar hábilmente la división de los invadidos, desgarrados por los odios y las guerras, y con promesas jamás cumplidas pudieron multiplicar sus ejércitos contra los centros de poder de los aztecas y de los incas.
Además, los conquistadores atacaban con armas que América no conocía.
La pólvora, el acero y los caballos eran incomprensibles novedades. Nada podían los garrotes indígenas contra los cañones y los arcabuces, las lanzas y las espadas; ni las corazas de paño contra las armaduras de acero; ni los indios de a pie contra esos guerreros de seis patas que eran la suma del jinete y su caballo. Y no eran menos desconocidas las enfermedades, la viruela, el sarampión, la gripe, el tifus, la peste bubónica y otras involuntarias aliadas de las tropas invasoras.
Y por si todo eso fuera poco, los indios ignoraban las costumbres de la Civilización.
Cuando Atahualpa, rey de los incas, se acercó a dar la bienvenida a sus raros visitantes, Pizarro lo metió preso y prometió liberarlo a cambio del mayor rescate jamás exigido en un secuestro. Pizarro cobró el rescate y desnucó a su prisionero.
Fundación de la guerra bacteriológica
Mortífero fue, para América, el abrazo de Europa. Murieron nueve de cada diez nativos.
Los guerreros más chiquitos fueron los más feroces. Los virus y las bacterias venían, como los conquistadores, desde otras tierras, otras aguas, otros aires; y los indios no tenían defensas contra ese ejército que avanzaba, invisible, tras las tropas.
Los numerosos pobladores de las islas del Caribe desaparecieron de este mundo, sin dejar ni la memoria de sus nombres, y las pestes mataron a muchos más que los muchos muertos por esclavitud o suicidio.
La viruela mató al rey azteca Cuitláhuac y al rey inca Huayna Cápac, y en la ciudad de México fueron tantas sus víctimas que, para cubrirlas, hubo que voltearles las casas encima.
El primer gobernador de Massachusetts, John Winthrop, decía que la viruela había sido enviada por Dios para limpiar el terreno a sus elegidos. Los indios se habían equivocado de domicilio. Los colonos del norte ayudaron al Altísimo regalando a los indios, en más de una ocasión, mantas infectadas de viruela:
Para extirpar esa raza execrable —explicó, en 1763, el comandante sir Jeffrey Amherst.
En otros mapas, la misma historia.
Casi tres siglos después del desembarco de Colón en América, el capitán James Cook navegó los misteriosos mares del sur del oriente, clavó la bandera británica en Australia y Nueva Zelanda, y abrió paso a la conquista de las infinitas islas de la Oceanía.
Por su color blanco, los nativos creyeron que esos navegantes eran muertos regresados al mundo de los vivos. Y por sus actos, supieron que volvían para vengarse.
Y  se repitió la historia.
Como en América, los recién llegados se apoderaron de los campos fértiles y de las fuentes de agua y echaron al desierto a quienes allí vivían.
Y  los sometieron al trabajo forzado, como en América, y les prohibieron la memoria y las costumbres.
Como en América, los misioneros cristianos pulverizaron o quemaron las efigies paganas de piedra o madera. Unas pocas se salvaron y fueron enviadas a Europa, previa amputación de los penes para dar testimonio de la guerra contra la idolatría. El dios Rao que ahora se exhibe en el Louvre, llegó a París con una etiqueta que lo definía así: ídolo de la impureza, del vicio y de la pasión desvergonzada.
Como en América, pocos nativos sobrevivieron. Los que no cayeron por extenuación o bala, fueron aniquilados por pestes desconocidas, contra las cuales no tenían defensas.
Endemoniados
Vendrán a enseñar el miedo.
Vendrán a castrar el sol.
Los profetas mayas habían anunciado, en Yucatán, este tiempo de la humillación.
Y  fue en Yucatán, en 1562, que fray Diego de Landa arrojó al fuego, en larga ceremonia, los libros de los indios.
Y  escribió el exorcista:
Hallámosles gran número de libros de estas sus letras, y porque no tenían cosa en que no hubiese superstición y falsedades del Demonio, se los quemamos todos.
El olor a azufre se sentía de lejos. Los mayas merecían el fuego por preguntones, por curiosos, por perseguir el paso de los días en el tiempo y el paso de los astros en los trece cielos.
Entre muchas otras demonías, habían creado el calendario más preciso de cuantos existen o han existido, y habían sabido predecir mejor que nadie los eclipses del sol y de la luna, y habían descubierto la cifra cero tiempo antes de que los árabes tuvieran la gentileza de llevar esa novedad a Europa.
El arte oficial en los reinos mayas
La conquista española llegó mucho después de la caída de los reinos mayas.
Sólo ruinas quedaban de sus plazas inmensas y de los palacios y los templos donde los reyes, sentados en cuclillas ante los altos sacerdotes y los jefes guerreros, decidían la suerte y la desgracia de todos los demás.
En esos santuarios del poder, los pintores y los escultores se habían consagrado a la exaltación de los dioses, las proezas de los monarcas y la veneración de sus antepasados.
El arte oficial no ofrecía ningún lugarcito a los gentíos que trabajaban y callaban.
Las derrotas de los reyes tampoco figuraban en los códices, ni en los murales, ni en los bajorrelieves.
Un rey de Copan, pongamos por caso, el monarca 18-Conejo, había criado a Cauac Cielo como si fuera su hijo, y le había regalado el trono del vecino reino de Quiriguá. En el año 737, Cauac Cielo le pagó el favor: invadió Copan, humilló a sus guerreros, capturó a su protector y le cortó la cabeza.
El arte de palacio no se enteró. Ninguna corteza fue escrita, ni piedra alguna fue tallada, para ilustrar el triste fin del rey degollado, que en sus tiempos de esplendor había sido retratado varias veces con su bastón de mando y su vestuario de plumas, jades y pieles de jaguar.
Matando bosques murieron
Había cada vez más bocas y menos comida. Cada vez menos bosques y más desiertos. Demasiada lluvia, o lluvia ninguna.
Atados con cuerdas, los campesinos rascaban en vano las paredes desolladas de las montañas. El maíz no encontraba agua ni tierra donde alzar sus hojas. La tierra, sin árboles que la retuvieran, teñía de rojo las aguas del río y se perdía en el viento.
Al cabo de tres mil años de historia, cayó la noche sobre los reinos mayas.
Pero los días mayas siguieron caminando, en las piernas de las comunidades campesinas. Las comunidades se mudaron a otros parajes y sobrevivieron, casi en secreto, sin pirámides de piedra ni pirámides de poder: sin más rey que el sol de cada día.
La isla perdida
Muy lejos de los reinos mayas, y siglos después, la isla de Pascua fue devorada por sus hijos.
Los navegantes europeos que a ella llegaron, en el siglo dieciocho, la encontraron vacía de árboles y de todo lo demás.
Aquello daba espanto. Nunca se había visto soledad tan sola No había pájaros en el aire, ni pasto en el suelo, ni más animales que las ratas.
De los tiempos antiguos, tiempos verdes, ya no quedaba memoria. La isla era una piedra, habitada por quinientos gigantes de piedra que miraban al horizonte, lejos de todo y de todos.
Quizás esas estatuas pedían socorro a los dioses. Pero ni los dioses podían escuchar sus voces mudas, perdidas en medio de la mar como perdido está el mundo en el cielo infinito.
Los reinos sin rey
Según los historiadores, y según casi todos los demás, la civilización maya desapareció hace siglos.
Después, la nada.
La nada: la realidad comunitaria, nacida del silencio y en el silencio vivida, no ha despertado admiración ni curiosidad.
Asombro sí despertó, al menos en tiempos de la conquista española. Los nuevos señores estaban desconcertados: estos indios sin rey habían perdido la costumbre de obedecer.
Fray Tomás de la Torre contaba, en 1545, que los tzotziles de Zinacatán ponían a uno a dirigir la guerra y cuando no lo hacía bien, quitábanlo y ponían otro. En la guerra y en la paz, la comunidad elegía a la autoridad, que era, entre todos, quien mejor sabía escuchar.
Mucho azote y mucha horca gastó el poder colonial para obligar a los mayas al pago de tributos y al trabajo forzado. En Chiapas, en 1551, el magistrado Tomás López comprobaba que se negaban a la servidumbre, y reprobaba:
Es gente que tanto trabaja cuanto ha menester y no más.
Y un siglo y medio después, en Totonicapán, el corregidor Fuentes y Guzmán no tenía más remedio que reconocer que el nuevo despotismo no había avanzado mucho. Los indios seguían viviendo sin superior cabeza a quien obedecer, y todo entre ellos son juntas, pláticas, consejos y misterios, y sólo dudas para los nuestros.
Tu pasado te condena
El maíz, planta sagrada de los mayas, fue bautizado con diversos nombres en Europa. Los nombres inventaban geografías: lo llamaron grano turco, grano árabe, grano de Egipto o grano de la India. Estos errores no contribuyeron para nada a salvarlo de la desconfianza ni del desprecio. Cuando se supo de dónde venía, no fue bienvenido. Lo destinaron a los cerdos. El maíz rendía más que el trigo y crecía más rápido, aguantaba la sequía y daba buen alimento; pero no era digno de las bocas cristianas.
La papa también fue fruto prohibido en Europa. La condenaba, como al maíz, su origen americano. Para peor, la papa era una raíz criada al fondo de la tierra, donde el infierno tiene sus cuevas. Los médicos sabían que producía lepra y sífilis. En Irlanda, si una mujer embarazada la comía en la noche, en la mañana paría un monstruo. Hasta fines del siglo dieciocho, la papa estaba destinada a los presos, a los locos y a los moribundos.
Después, esta raíz maldita salvó del hambre a los europeos. Pero ni así la gente dejó de preguntarse:
Si la papa y el maíz no son cosa del Diablo, ¿por qué la Biblia no los menciona?
Tu futuro te condena
Siglos antes de que naciera la cocaína, ya la coca fue hoja del Diablo.
Como los indios andinos la mascaban en sus ceremonias paganas, la Iglesia incluyó la coca entre las idolatrías a extirpar. Pero las plantaciones, lejos de desaparecer, se multiplicaron por cincuenta desde que se descubrió que la coca era imprescindible. Ella enmascaraba la extenuación y el hambre de la multitud de indios que arrancaban plata a las tripas del Cerro Rico de Potosí.
Algún tiempo después, también los señores de la colonia se acostumbraron a la coca. Convertida en té, curaba indigestiones y resfríos, aliviaba dolores, daba bríos y evitaba el mal de altura.
Hoy en día, la coca sigue siendo sagrada para los indios de los Andes y buen remedio para cualquiera. Pero los aviones exterminan los plantíos, para que la coca no se convierta en cocaína.
Sin embargo, los automóviles matan mucha más gente que la cocaína y a nadie se le ocurre prohibir la rueda.
Ananá
El ananá, o abacaxi, que los españoles llamaron piña, tuvo mejor suerte.
Aunque venía de América, este manjar de alta finura fue cultivado en los invernaderos del rey de Inglaterra y del rey de Francia, y fue celebrado por todas las bocas que tuvieron el privilegio de probarlo.
Y  siglos después, cuando ya las máquinas lo despojaban de su penacho y lo desnudaban y le arrancaban los ojos y el corazón y lo despedazaban para meterlo en latas a un ritmo de cien frutas por minuto, Oscar Niemeyer le ofreció, en Brasilia, el homenaje que merecía.
El ananá se convirtió en catedral.
Don Quijote
Marco Polo había dictado su libro de las maravillas en la cárcel de Génova.
Exactamente tres siglos después, Miguel de Cervantes, preso por deudas, engendró a don Quijote de La Mancha en la cárcel de Sevilla.
Y  ésa fue otra aventura de la libertad, nacida en prisión.
Metido en su armadura de latón, montado en su rocín hambriento, don Quijote parecía destinado al perpetuo ridículo. Este loquito se creía personaje de novela de caballería y creía que las novelas de caballería eran libros de historia.
Pero los lectores, que desde hace siglos nos reímos de él, nos reímos con él. Una escoba es un caballo para el niño que juega, mientras el juego dura, y mientras dura la lectura compartimos las estrafalarias desventuras de don Quijote y las hacemos nuestras. Tan nuestras las hacemos que convertimos en héroe al antihéroe, y hasta le atribuimos lo que no es suyo. Ladran, Sancho, señal que cabalgamos es la frase que los políticos citan con más frecuencia. Don Quijote jamás la dijo.
El caballero de la triste figura llevaba más de tres siglos y medio de malandanzas por los caminos del mundo, cuando el Che Guevara escribió la última carta a sus padres. Para decir adiós, no eligió una cita de Marx. Escribió: Otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante. Vuelvo al camino con mi adarga al brazo.
Navega el navegante, aunque sepa que jamás tocará las estrellas que lo guían.
Derecho laboral
Rocinante, el corcel de don Quijote, era puro hueso:
—Metafísico estáis.
—Es que no como.
Rocinante rumiaba sus quejas, mientras Sancho Panza alzaba la voz contra la explotación del escudero por el caballero. Él se quejaba del pago que recibía por su mano de obra, no más que palos, hambres, intemperies y promesas, y exigía un salario decoroso en dinero contante y sonante.
A don Quijote le resultaban despreciables esas expresiones de grosero materialismo. Invocando a sus colegas de la caballería andante, el hidalgo caballero sentenciaba:
Jamás los escuderos estuvieron a salario, sino a merced.
Y prometía que Sancho Panza iba a ser gobernador del primer reino que su amo conquistara, y recibiría título de conde o de marqués.
Pero el plebeyo quería una relación laboral estable y con salario seguro.
Han pasado cuatro siglos. En eso estamos todavía.
Hemofobia
Desde el siglo quince, y por mucho tiempo, España practicó las obligatorias probanzas de limpieza de sangre.
Eran limpios de sangre, por linaje heredado o comprado, los cristianos puros. Quien fuera judío, moro o hereje, o descendiente hasta la séptima generación de algún antepasado judío, moro o hereje, no podía desempeñar ningún empleo público civil, militar, ni eclesiástico.
Desde el siglo dieciséis en adelante, esta prohibición se extendió a quienes querían viajar a América. Según parece, fue por eso que Cervantes no pudo marcharse al Nuevo Mundo. Dos veces fue rechazado: Busque por acá en qué se le haga merced, sentenció la seca respuesta oficial.
Se sospechaba que algún glóbulo judío navegaba en las venas del papá de don Quijote. Las razas infames eran dadas a las letras.
Morir de médico
A principios del siglo diecinueve, Francia compraba, cada año, más de treinta millones de sanguijuelas vivas.
Desde hacía muchos siglos, los médicos sangraban a los pacientes, por sanguijuela o tajo, para liberar al cuerpo de la sangre mala. La sangría era el remedio que se aplicaba contra la neumonía, la melancolía, el reumatismo, la apoplejía, los huesos rotos, los nervios deshechos y el dolor de cabeza.
La sangría debilitaba a los pacientes. Jamás se registró la menor evidencia de que hacía bien, pero la Ciencia la aplicó como curalotodo durante dos mil quinientos años, hasta bien entrado el siglo veinte.
Esta terapia infalible hizo más estragos que todas las pestes juntas.
Murió, pero curado —se podía decir.
Molière
Y por si el azote de las pestes fuera poco castigo, el miedo a la enfermedad se convirtió en una nueva enfermedad.
En Inglaterra, los médicos atendían pacientes que se creían frágiles como cacharros de barro y se apartaban de la gente por no chocar y romperse; y en Francia, Molière dedicó al enfermo imaginario la última de las obras que creó, dirigió y actuó.
Burlándose de sus propias manías y obsesiones, Molière se tomaba el pelo. Él representaba al personaje principal: hundido en los almohadones de su sillón, envuelto en pieles, el gorro hasta las orejas, se sometía a continuas sangrías, purgas y lavativas, recetadas por los médicos que le diagnosticaban brodipepsia, dispepsia, apepsia, lientería, disentería, hidropesía, hipocondría, hipocresía...
Hacía poco que la obra había sido estrenada, y con éxito, cuando una tarde todo el elenco le suplicó que suspendiera la función. Molière estaba muy enfermo, enfermo de veras y no por fiebre de la imaginación. Respiraba poco, tosía mucho, y apenas si podía hablar y caminar.
¿Suspender la función? Ni se tomó el trabajo de contestar. Sus compañeros lo estaban invitando a traicionar el reino donde había nacido y sido, desde el día aquel en que dejó de ser quien era y se convirtió en Molière para divertir a la buena gente.
Y  esa noche, el enfermo imaginario hizo reír más que nunca al público que llenaba la sala. Y la risa, por Molière escrita y actuada, lo alzó por encima de sus penurias y de su pánico de morir, y gracias a la risa, que de todo se reía, esa noche hizo el mejor trabajo de su vida. Tosió hasta romperse el pecho, pero no olvidó ni una palabra de sus largos parlamentos, y cuando vomitó sangre y cayó al suelo el público creyó, o supo, que la muerte era parte de la obra, y lo ovacionó mientras el telón caía con él.
Fundación de la anestesia
El carnaval de Venecia duraba cuatro meses, cuando duraba poco.
De todas partes venían saltimbanquis, músicos, teatreros, titiriteros, putas, magos, adivinos y mercaderes que ofrecían el filtro del amor, la pócima de la fortuna y el elixir de la larga vida.
Y  de todas partes venían los sacamuelas y los sufrientes de la boca que santa Apolonia no había podido curar. Ellos llegaban en un grito hasta los portales de San Marcos, donde los sacamuelas esperaban, tenaza en mano, acompañados por sus anestesistas.
Los anestesistas no dormían a los pacientes: los divertían. No les daban adormidera, ni mandrágora, ni opio: les daban chistes y piruetas. Y tan milagrosas eran sus gracias, que el dolor se olvidaba de doler.
Los anestesistas eran monos y enanos, vestidos de carnaval.
Fundación de la vacuna
A principios del siglo dieciocho, la viruela mataba medio millón de europeos por año.
Por entonces, lady Mary Montagu, la mujer del embajador inglés en Estambul, intentó difundir en Europa un viejo método preventivo, que se aplicaba en Turquía: un toquecito de pus variólica inmunizaba contra la peste asesina. Pero la gente se burló de esta mujer metida a científica, que traía supercherías de tierras paganas.
Setenta años después, un médico inglés, Edward Jenner, inoculó al hijo de su jardinero, un niño de ocho años, la llamada viruela de las vacas, que diezmaba los establos pero poco daño hacía a los humanos. Y después le aplicó la viruela mortífera. Al niño no le pasó nada.
Así nació la vacuna, que debe su existencia a un niño de la servidumbre, convertido en conejo de laboratorio, y debe su nombre a la palabra latina vacca.
Fundación de las procesiones
En 1576, una peste provocó un choque entre el arzobispo Carlos Borromeo, pecador en tránsito a la santidad, y el gobernador de Milán.
El arzobispo mandaba que los fieles se reunieran en las iglesias y juntos suplicaran a Dios el perdón de los pecados que habían traído la peste. Pero el gobernador prohibía cualquier reunión en lugares cerrados, para evitar contagios.
Entonces el arzobispo Borromeo inventó las procesiones. Ordenó que los santos y sus reliquias fueran sacados de las iglesias y que viajaran, en hombros de la multitud, por todas las calles de la ciudad.
Aquel mar de lirios, cirios y alas de ángeles se detenía ante las puertas de cada iglesia, para entonar cánticos de alabanza a los virtuosos de la cristiandad y para representar escenas de sus vidas y milagros.
Los teatreros morían de envidia.
Máscaras
 En Milán, el arzobispo Borromeo denunciaba que este mundo adúltero, ingrato, enemigo de Dios, mundo ciego y loco, feo y pestífero, se había entregado, enmascarado, a la lascivia de las fiestas paganas.
Y  había dictado sentencia contra las máscaras:
Las máscaras deforman el rostro humano y así profanan nuestra divina semejanza con Dios.
En nombre de Dios, la Iglesia las prohibió. En nombre de la libertad, tiempo después, las prohibió Napoleón.
Las máscaras de la comedia del arte encontraron refugio entre los títeres.
Con cuatro palitos y un trapo, los titiriteros montaban sus teatrinos, en las plazas públicas que compartían con los saltimbanquis, los vagamundos, los músicos nómadas, los cantahistorias y los magos de feria.
Y  cuando a los títeres enmascarados se les iba la mano en sus burlas contra los señores, los policías pegaban unos cuantos garrotazos a los titiriteros y se los llevaban presos. Y los títeres quedaban abandonados, guantes sin manos, en la noche de la plaza vacía.
Otras máscaras
Las máscaras africanas no te hacen invisible. No ocultan, no disfrazan, no enmascaran.
Los dioses que en África fundaron nuestra vida terrestre envían las máscaras para trasmitir energía a sus hijos. Da fuerza esa máscara de cuernos de toro, brinda velocidad la que ostenta cornamenta de antílope, la que tiene trompa de elefante enseña a resistir, la que tiene alas hace volar.
Cuando una máscara se rompe, el artista mascarero la talla de nuevo, para que su espíritu no quede sin casa y para que la gente no quede sin ayuda.
Pasquines
La palabra pasquín, libelo, escrito injurioso, proviene de una estatua de Roma. En el pecho o en la espalda de ese personaje de mármol, llamado Pasquino, manos anónimas escribían sus homenajes a los Papas.

*   Sobre Alejandro VI:
Alejandro vende los clavos y vende a Jesús crucificado.
Tiene derecho: él los habla comprado.

*   Sobre León X:
Ha muerto el décimo León,
que siempre dio su afecto
al canalla y al bufón.
Tirano sucio, deshonesto, infecto.

*   Sobre Paulo IV, el inquisidor:
Hijos, menos juicio
y más fe, manda el Santo Oficio.
Y de razones nada, desde luego,
que contra la razón existe el fuego.
Y guarden la lengua bien guardada,
porque al papa Paulo le gusta asada.

*   Y así habló la estatua de Pasquino al papa Pío V, que mandó a
la hoguera a más de un sospechoso de escribir pasquines:
La horca, el fuego lento
y todos tus tormentos
no me asustan, buen Pío.
Puedes mandarme quemar
pero no me harás callar.
De piedra soy. Me río
y te desafío.
Actas de las confesiones del Diablo
Fue viejo desde la infancia.
Carlos II, rey de España y de América, tenía más de treinta años y había que darle de comer en la boca y no podía caminar sin caerse.
De nada servían las palomas muertas que los médicos le ponían en la cabeza, ni los capones cebados con carne de víbora que sus sirvientes le metían en la garganta, ni las meadas de vaca que le daban de beber, ni los escapularios rellenos de uñas y de cáscaras de huevos que deslizaban bajo su almohada los frailes que le velaban el sueño.
Dos veces lo habían casado, y ningún príncipe había nacido de sus reinas, aunque ellas desayunaban leche de burra y extracto de hongos agáricos.
Por aquel entonces, el Diablo residía en Asturias, en el cuerpo de una de las monjas del convento de Cangas. El exorcista, fray Antonio Álvarez Argüelles, le arrancó la confesión:
Que es verdad que el rey está hechizado —dijo el exorcista que dijo la monja que dijo el Diablo. Y dijo que el hechizo había sido de restos de cadáver:
De los sesos, para dejarlo sin gobierno. De las entrañas, para quitarle la salud. De los riñones, para impedirle la generación.
Y dijo el exorcista que la monja dijo que el Diablo dijo que había sido hembra la autora del maleficio. La mamá del rey, para más datos.



Teresa
Teresa de Ávila había entrado al convento para salvarse del Infierno conyugal. Más valía ser esclava de Dios que sierva de macho.
Pero san Pablo había otorgado tres derechos a las mujeres: obedecer, servir y callar. Y el representante de Su Santidad el Papa condenó a Teresa por ser fémina inquieta y andariega, desobediente y contumaz, que a título de devoción inventa malas doctrinas contra san Pablo, que mandó que las mujeres no enseñasen.
Teresa había fundado en España varios conventos donde las monjas dictaban clases y tenían autoridad, y mucho importaba la virtud y nada el linaje, y a ninguna se le exigía limpieza de sangre.
En 1576, fue denunciada ante la Inquisición, porque su abuelo decía ser cristiano viejo pero era judío converso y porque sus trances místicos eran obra del Diablo metido en cuerpo de mujer.
Cuatro siglos después, Francisco Franco se apoderó del brazo derecho de Teresa, para defenderse del Diablo en su lecho de agonía. Por esas vueltas raras de la vida, por entonces Teresa ya era santa y modelo de la mujer ibérica y sus pedazos habían sido enviados a varias iglesias de España, salvo un pie que fue a parar a Roma.
Juana
Como Teresa de Ávila, Juana Inés de la Cruz se hizo monja para evitar la jaula del matrimonio.
Pero también en el convento su talento ofendía. ¿Tenía cerebro de hombre esta cabeza de mujer? ¿Por qué escribía con letra de hombre? ¿Para qué quería pensar, si guisaba tan bien? Y ella, burlona, respondía:
—¿Qué podemos saber las mujeres, sino filosofías de cocina?
Como Teresa, Juana escribía, aunque ya el sacerdote Gaspar de Astete había advertido que a la doncella cristiana no le es necesario saber escribir, y le puede ser dañoso.
Como Teresa, Juana no sólo escribía, sino que, para más escándalo, escribía indudablemente bien.
En siglos diferentes, y en diferentes orillas de la misma mar, Juana, la mexicana, y Teresa, la española, defendían por hablado y por escrito a la despreciada mitad del mundo.
Como Teresa, Juana fue amenazada por la Inquisición. Y la Iglesia, su Iglesia, la persiguió, por cantar a lo humano tanto o más que a lo divino, y por obedecer poco y preguntar demasiado.
Con sangre, y no con tinta, Juana firmó su arrepentimiento. Y juró por siempre silencio. Y muda murió.
Adiós
Las mejores pinturas de Ferrer Bassa, el Giotto catalán, están en las paredes del convento de Pedralbes, lugar de las piedras albas, en las alturas de Barcelona.
Allí vivían, apartadas del mundo, las monjas de clausura.
Era un viaje sin retorno: a sus espaldas se cerraba el portón, y se cerraba para nunca más abrirse. Sus familias habían pagado altas dotes, para que ellas merecieran la gloria de ser por siempre esposas de Cristo.
Dentro del convento, en la capilla de San Miguel, al pie de uno de los frescos de Ferrer Bassa, hay una frase que ha sobrevivido, como a escondidas, al paso de los siglos.
No se sabe quién la escribió.
Se sabe cuándo. Está fechada, 1426, en números romanos.
La frase casi no se nota. En letras góticas, en lengua catalana, pedía y pide todavía:

Dile a Juan
que no me olvide (*).
Tituba
En América del sur había sido cazada, allá en la infancia, y había sido vendida una vez y otra y otra, y de dueño en dueño había ido a parar a la villa de Salem, en América del norte.
Allí, en ese santuario puritano, la esclava Tituba servía en la casa del reverendo Samuel Parris.
Las hijas del reverendo la adoraban. Ellas soñaban despiertas cuando Tituba les contaba cuentos de aparecidos o les leía el futuro en una clara de huevo. Y en el invierno de 1692, cuando las niñas fueron poseídas por Satán y se revolcaron y chillaron, sólo Tituba pudo calmarlas, y las acarició y les susurró cuentos hasta que las durmió en su regazo.
Eso la condenó: era ella quien había metido el infierno en el virtuoso reino de los elegidos de Dios.
Y  la maga cuentacuentos fue atada al cadalso, en la plaza pública, y confesó.
La acusaron de cocinar pasteles con recetas diabólicas y la azotaron hasta que dijo que sí.
La acusaron de bailar desnuda en los aquelarres y la azotaron hasta que dijo que sí.
La acusaron de dormir con Satán y la azotaron hasta que dijo que sí.
Y  cuando le dijeron que sus cómplices eran dos viejas que jamás iban a la iglesia, la acusada se convirtió en acusadora y señaló con el dedo a ese par de endemoniadas y ya no fue azotada.
Y  después otras acusadas acusaron.
Y  la horca no paró de trabajar.
Endiabladas
El teólogo fray Martín de Castañega había confirmado que al Diablo le gustaban más las mujeres que los hombres, porque ellas son pusilánimes e de corazón más flaco e de celebro más húmido.
Satán las seducía acariciándolas con su pata de cabra y su garra de madera o disfrazándose de sapo vestido de rey.
Los exorcismos de las endemoniadas convocaban multitudes que desbordaban las iglesias.
Los escapularios, rellenos de sal consagrada, ruda bendita y pelos y uñas de santos, protegían el pecho del exorcista. Alzando un crucifijo, se lanzaba a pelear contra la brujería. Las poseídas blasfemaban, aullaban, ladraban, mordían, insultaban en las lenguas del infierno y a manotazos se arrancaban la ropa y riendo a carcajadas ofrecían sus partes prohibidas. El momento culminante llegaba cuando el exorcista rodaba por los suelos, abrazado a uno de los cuerpos donde el Diablo había hecho casa, hasta que cesaban las convulsiones y los griteríos.
Después, había quienes buscaban en el piso los clavos y los cristales vomitados por la poseída.
Hendrickje
En el año 1654, la joven Hendrickje Stoffels, notoriamente embarazada, fue juzgada y condenada por el Consejo de Iglesias Protestantes de Amsterdam.
Ella confesó haber fornicado con Rembrandt, el pintor, y admitió que compartía su lecho sin estar casada, como una puta o, en traducción más literal, cometiendo putaísmo.
El Consejo la castigó obligándola al arrepentimiento y la penitencia y excluyéndola para siempre de la mesa de Nuestro Señor Jesucristo.
Rembrandt no fue condenado, quizá porque el jurado tenía muy presente aquel famoso episodio de Eva y la manzana; pero el escándalo derrumbó el precio de sus obras y tuvo que declararse en bancarrota.
El maestro del claroscuro, que había revelado la luz nacida de la oscuridad, pasó en la sombra sus últimos años. Perdió su casa y sus cuadros. Fue enterrado en una tumba de alquiler.
Resurrección de Vermeer
Sus obras se vendían por nada cuando murió. En 1676, la viuda pagó con dos cuadros lo que debía al panadero.
Después, Vermeer van Delft fue castigado con pena de olvido.
Dos siglos demoró en regresar al mundo. Los impresionistas, cazadores de la luz, lo rescataron. Renoir dijo que su retrato de la mujer haciendo encajes era la pintura más bella que había visto.
Vermeer, cronista de la trivialidad, no pintó más que su casa y algo del vecindario. Su mujer y sus hijas eran sus modelos, y sus temas los quehaceres del hogar. Siempre lo mismo, nunca lo mismo: en esa casera rutina, él supo descubrir, como Rembrandt, los soles que el oscuro cielo del norte le negaba.
En sus cuadros, no hay jerarquías. Nada ni nadie es más ni menos luminoso. La luz del universo vibra, secretamente, en la copa de vino tanto como en la mano que la ofrece, en la carta tanto como en los ojos que la leen, en un gastado tapiz tanto como en la cara no usada de esa muchacha que te mira.
Resurrección de Arcimboldo
Cada persona era una fuente de sabores, olores y colores:
 la oreja, un tulipán;
 las cejas, dos langostinos;
 los ojos, dos uvas;
 los párpados, picos de pato;
 la nariz, una pera;
 la mejilla, una manzana;
 el mentón, una granada;
 y el pelo, un bosque de ramas.
Giuseppe Arcimboldo, pintor de corte, hizo reír a tres emperadores.
Lo celebraron, porque no lo entendieron. Sus obras parecían parques de diversiones. Y así pudo sobrevivir, y darse la gran vida, este artista pagano.
Arcimboldo se dio el lujo de cometer mortales pecados de idolatría, exaltando la comunión humana con la naturaleza exuberante y loca, y pintó retratos que decían ser juegos inofensivos pero eran burlas feroces.
Cuando murió, la memoria del arte lo suprimió, como si fuera pesadilla.
Cuatro siglos después, fue resucitado por los surrealistas, sus hijos tardíos.
Tomás Moro
A Tomás Moro sí lo entendieron, y quizás eso le costó la vida. En 1535, Enrique VIII, el rey glotón, exhibió su cabeza en una pica alzada sobre el río Támesis.
Veinte años antes, el decapitado había escrito un libro que contaba las costumbres de una isla llamada Utopía, donde la propiedad era común, el dinero no existía y no había pobreza ni riqueza.
Por boca de su personaje, un viajero regresado de América, Tomás Moro expresaba sus propias, peligrosas, ideas:

*      Sobre las guerras: Los ladrones son a veces galantes soldados, los soldados suelen ser valientes ladrones. Las dos profesiones tienen mucho en común.
*      Sobre el robo: Ningún castigo, por severo que sea, impedirá que la gente robe si ése es su único medio de conseguir comida.
*      Sobre la pena de muerte: Me parece muy injusto robar la vida de un hombre porque él ha robado algún dinero. Nada en el mundo tiene tanto valor como la vida humana. La justicia extrema es una extrema injuria. Ustedes fabrican a los ladrones y después los castigan.
*      Sobre el dinero: Tan fácil sería satisfacer las necesidades de la vida de todos, si esta sagrada cosa llamada dinero, que se supone inventada para remediarlas, no fuera realmente lo único que lo impide.
*      Sobre la propiedad privada: Hasta que no desaparezca la propiedad, no habrá una justa ni igualitaria distribución de las cosas, ni el mundo podrá ser felizmente gobernado.
Erasmo
Erasmo de Rotterdam dedicó a su amigo Tomás Moro el «Elogio de la locura».
En esa obra, la Locura hablaba en primera persona. Ella decía que no había alegría ni felicidad que no se debiera a sus favores, exhortaba a desarrugar el entrecejo, proponía la alianza de los niños y los viejos y se burlaba de los arrogantes filósofos, los purpurados reyes, los sacerdotes piadosos, los pontífices tres veces santísimos y toda esa turba de dioses.
Este hombre molestoso, irreverente, predicó la comunión del evangelio cristiano con la tradición pagana:
San Sócrates, ruega por nosotros.
Sus insolencias fueron censuradas por la Inquisición, incluidas en el índex católico y mal vistas por la nueva iglesia protestante.
Fundación del ascensor
El monarca inglés Enrique VIII tuvo seis reinas.
Enviudaba fácil.
Devoraba mujeres y banquetes.
Seiscientos lacayos servían sus mesas, rebosantes de pasteles rellenos de perdices, pavos reales servidos con todo su excelso plumaje y cortes de carne de ternero o lechón a los que otorgaba títulos nobiliarios, cuchillo en mano, antes de meterles diente.
Cuando llegó a su última reina, Enrique estaba tan gordo que ya no podía enfrentar la escalinata que iba desde el comedor hasta el lecho nupcial.
El rey no tuvo más remedio que inventar un sillón que mediante un complicado mecanismo de poleas lo subía, sentado, del plato a la cama.
El precursor del capitalismo
Inglaterra, Holanda, Francia y otros países le deben una estatua.
Buena parte del poder de los poderosos proviene del oro y la plata que él robó, de las ciudades que incendió, de los galeones que desvalijó y de los esclavos que cazó.
Algún fino escultor debería modelar la efigie de este funcionario armado del capitalismo naciente: el cuchillo entre los dientes, el parche en el ojo, la pata de palo, la mano de garfio, el papagayo al hombro.
Peligrosas esquinas del Caribe
Los piratas hacían la América. En las islas y en las costas del mar Caribe, ellos eran más temidos que los huracanes.
En su Diario del Descubrimiento, Colón había mencionado 51 veces a Dios y 139 veces al oro, aunque Dios estaba en todas partes y el oro no daba ni para emplomar una muela.
Pero el tiempo había pasado, y en las fértiles tierras americanas florecían el oro, la plata, el azúcar, el algodón y otros prodigios. Los piratas estaban especializados en la usurpación de esos frutos. Y por mérito de sus afanes, estos instrumentos de la acumulación de capitales se incorporaban a la nobleza británica.
La reina Isabel de Inglaterra fue socia del temible Francis Drake, que llegó a darle una ganancia del cuatro mil seiscientos por ciento sobre sus inversiones. Ella lo hizo sir. También hizo sir al tío de Drake, John Hawkins, y se asoció al negocio que Hawkins inauguró cuando compró trescientos esclavos en Sierra Leona, los vendió en Santo Domingo y sus tres naves volvieron a Londres cargadas de azúcar, pieles y jengibre.
A partir de entonces, el tráfico negrero pasó a ser el Cerro Rico de Potosí que Inglaterra no tenía.
Raleigh
Al sur de América, buscó El Dorado. Al norte, encontró el tabaco. Fue navegante, guerrero, explorador y poeta. Y fue pirata.
Sir Walter Raleigh:
el que fumaba en pipa y reveló a la nobleza británica el placer del tabaco;
el que en la corte vestía jubón tachonado de diamantes y en la batalla lucía armadura de plata;
el favorito de la reina Isabel, la Reina Virgen;
 el que por ella llamó Virginia a la tierra que se sigue llamando así;
el que para ella asaltó puertos y galeones de España y fue por ella convertido, al toque de la espada, en noble caballero;
el que años después, por los mismos motivos, perdió la cabeza, al golpe del hacha, en la torre de Londres,
Muerta Isabel, el rey inglés Jacobo quiso una reina española, y el pirata Raleigh, el malo de la película, fue condenado por alta traición.
La viuda recibió, como era costumbre, la cabeza embalsamada.
Retrato de familia en Inglaterra
Quizá las rencillas entre la familia York y la familia Lancaster no hubieran sido más que un conflicto vecinal, si no hubieran dado tema a la pluma de William Shakespeare.
Seguramente el poeta no imaginó que por virtud de su talento cobraría dimensión universal esa guerra de dinastías entre la rosa blanca y la rosa roja.
En la historia inglesa y en la obra de Shakespeare, el rey Ricardo III, profeta de los asesinos seriales, dejó un río de sangre en su camino a la corona. Mató al rey Enrique VI y también al príncipe Eduardo. A su hermano, Clarence, lo ahogó en un barril de vino; y ya que estaba, acabó con la vida de sus sobrinos. A dos de esos principitos, niños todavía, los encerró en la torre de Londres, los ahogó con sus almohadas y los enterró en secreto, al pie de una escalera. También ahorcó a lord Hastings y decapitó al duque de Buckingham, su mejor amigo, su otro yo, por si se les ocurría conspirar.
Ricardo III fue el último monarca inglés que murió en batalla.
Shakespeare le regaló la frase que le dio perpetuidad:
—¡Mi reino por un caballo!
Mare nostrum
Más de un siglo había pasado desde que el Papa de Roma había repartido medio mundo entre España y Portugal, cuando en 1635 el jurista inglés John Selden publicó «Mare clausum».
Este tratado demostraba que no sólo la tierra tenía dueño, sino también la mar, y Su Majestad el Rey de Inglaterra era, por derecho natural, el legítimo propietario de las tierras y las aguas de su imperio en expansión.
El derecho británico de propiedad se fundaba en el dios Neptuno, Noé y sus tres hijos, el Génesis, el Deuteronomio, los Salmos y las profecías de Isaías y de Ezequiel.
Trescientos setenta años después, los Estados Unidos reivindicaron plenos derechos sobre el espacio sideral y los cuerpos celestes, pero no invocaron fuentes tan prestigiosas.
Gracias
Año tras año, a fines de noviembre, los Estados Unidos celebran el día de Acción de Gracias. Así la nación expresa su gratitud a Dios y a los indios que colaboraron con Dios en la salvación de los conquistadores.
El invierno de 1620 había matado a la mitad de los europeos llegados en el navío Mayflower. Al año siguiente, Dios decidió salvar a los sobrevivientes. Los indios les dieron amparo, cazaron y pescaron para ellos, les enseñaron a cultivar maíz, a distinguir las plantas venenosas, a descubrir las plantas medicinales y a encontrar nueces y arándanos y otros frutos silvestres.
Los salvados ofrecieron a los salvadores una fiesta de Acción de Gracias. Se celebró en la aldea inglesa de Plymouth, que hasta poco antes se había llamado Patuxet y era una aldea indígena devastada por la viruela, la difteria, la fiebre amarilla y otras novedades venidas de Europa.
Ése fue el primer y último Día de Acción de Gracias de los tiempos coloniales.
Cuando los colonos invadieron las tierras indígenas, llegó la hora de la verdad. Los invasores, que se llamaban a sí mismos santos y también elegidos, dejaron de llamar nativos a los indios, que pasaron a ser salvajes.
«Esta execrable banda de carniceros»
A principios del siglo dieciocho, Jonathan Swift retrató la aventura colonial en el último capítulo de «Los viajes de Gulliver»:
Los piratas desembarcan para robar y saquear; descubren gente inofensiva, que los recibe amablemente; bautizan a ese país con un nuevo nombre y toman posesión en nombre de su rey; dejan constancia del hecho en un tablón podrido o en una piedra.
Aquí comienza un nuevo dominio, adquirido por derecho divino. Los nativos son expulsados o aniquilados; sus príncipes torturados para que confiesen dónde está el oro; hay patente de corso para todos los actos de inhumanidad y lujuria; la tierra apesta a sangre; y esta execrable banda de carniceros consagrada a tan piadosa expedición es una colonia moderna enviada para convertir y civilizar a un pueblo idólatra y bárbaro.
El papá de Gulliver
La primera edición de «Los viajes de Gulliver» se publicó con otro título y sin autor.
Los tropiezos obligaban a caminar con cuidado. Otras obras anteriores de Jonathan Swift, sacerdote de alta jerarquía, deán de la catedral de San Patricio en Irlanda, le habían valido varias denuncias por sedición y habían arrojado al editor a la cárcel.
El éxito clamoroso de «Gulliver» hizo posible que Swift firmara con su nombre las ediciones siguientes. Y firmó también su nueva obra. «Una modesta proposición para evitar que los hijos de los pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o su país y para que resulten de público beneficio» fue el larguísimo título del más feroz panfleto político del que se tenga noticia.
En el helado lenguaje de los expertos en la ciencia económica, el autor demostraba, objetivamente, la conveniencia de enviar al matadero a los hijos de los pobres. Estos niños podían convertirse en el más delicioso, nutritivo y completo alimento, estofado, asado, horneado o hervido, y además se podía aprovechar la piel para fabricar guantes de señoras.
Esto se publicó en 1729, cuando hasta los espectros deambulaban por las calles de Dublín en busca de comida. No cayó muy bien.
Swift se había especializado en formular preguntas insoportables:
¿Por qué provocaba horror su proyecto de canibalismo si Irlanda era un país comido por Inglaterra y a nadie se le movía un pelo?
¿Los irlandeses morían de hambre por culpa del clima o por la asfixia colonial?
¿Por qué él era un hombre libre cuando estaba en Inglaterra y se convertía en esclavo no bien pisaba Irlanda?
¿Por qué los irlandeses no se negaban a comprar ropas inglesas y muebles ingleses y aprendían a amar a su patria?
¿Por qué no quemaban todo lo que viniera de Inglaterra, excepto la gente?
Lo declararon loco.
Sus ahorros habían financiado el primer manicomio público de Dublín, pero no se pudo internarlo allí. Murió antes de que terminaran las obras.
Cielos y suelos
Inglaterra, siglo dieciocho: todo subía.
Subía el humo de las chimeneas de las fábricas,
subía el humo de los cañones victoriosos,
subía el oleaje de los siete mares dominados por los cien mil marineros del rey inglés,
subía el interés de los mercados por todo lo que Inglaterra vendía
y subían los intereses del dinero que Inglaterra prestaba.
Cualquier inglés, por ignorante que fuera, sabía que alrededor de Londres giraban el mundo y el sol y las estrellas.
Pero William Hogarth, el artista inglés del siglo, no se había distraído contemplando los esplendores de Londres en lo alto del universo. Más lo atraían las bajuras que las alturas. En sus pinturas y grabados, todo caía. Se arrastraban por los suelos los borrachos y las botellas,
las máscaras rotas,
las espadas rotas,
los contratos rotos,
las pelucas,
los corsés,
 las ropas íntimas de las damas,
el honor de los caballeros,
los votos comprados por los políticos,
los títulos de nobleza comprados por los burgueses,
los naipes de las fortunas perdidas,
las cartas del amor mentido
y la basura de la ciudad.
El filósofo de la libertad
Han pasado los siglos y sigue creciendo la influencia del filósofo inglés John Locke en el pensamiento universal.
No es para menos. Gracias a Locke, sabemos que Dios otorgó el mundo a sus legítimos propietarios, los hombres industriosos y racionales, y fue Locke quien dio fundamento filosófico a la libertad humana en todas sus variantes: la libertad de empresa, la libertad de comercio, la libertad de competencia, la libertad de contratación.
Y la libertad de inversión. Mientras escribía su «Ensayo sobre el entendimiento humano», el filósofo contribuyó al entendimiento humano invirtiendo sus ahorros en la compra de un paquete de acciones de la Royal África Company.
Esta empresa, que pertenecía a la corona británica y a los hombres industriosos y racionales, se ocupaba de atrapar esclavos en África para venderlos en América.
Según la Royal África Company, sus esfuerzos aseguraban un constante y suficiente suministro de negros a precios moderados.
Contratos
Mientras nacía el siglo dieciocho, un rey borbón se sentó por primera vez en el trono de Madrid.
No bien estrenó la corona, Felipe V se hizo traficante de negros.
Firmó contrato con la Compagnie de Guinée, francesa, y con su primo, el rey de Francia.
El contrato otorgaba a cada monarca el 25% de las ganancias por la venta de cuarenta y ocho mil esclavos en las colonias españolas de América durante los diez años siguientes, y establecía que el tráfico debía realizarse en buques católicos, con capitanes católicos y marineros católicos.
Doce años después, el rey Felipe firmó contrato con la South Sea Company, inglesa, y con la reina de Inglaterra.
El contrato otorgaba a cada monarca el 25% de las ganancias por la venta de ciento cuarenta y cuatro mil esclavos en las colonias españolas de América, durante los treinta años siguientes, y establecía que los negros no podían ser viejos ni defectuosos, que debían tener todos los dientes y llevar en lugar visible los sellos de la corona española y de la empresa británica, marcados a fuego.
Los propietarios garantizaban la calidad del producto.
Breve historia del intercambio entre África y Europa
Nada de nuevo tenía la esclavitud hereditaria, que venía de los tiempos de Grecia y Roma. Pero Europa aportó, a partir del Renacimiento, algunas novedades: nunca antes se había determinado la esclavitud por el color de la piel, y nunca antes la venta de carne humana había sido el más brillante negocio internacional.
Durante los siglos dieciséis, diecisiete y dieciocho, África vendía esclavos y compraba fusiles: cambiaba brazos por violencia.
Después, durante los siglos diecinueve y veinte, África entregaba oro, diamantes, cobre, marfil, caucho y café y recibía Biblias: cambiaba la riqueza de la tierra por la promesa del Cielo.
Agua bendita
Un mapa, publicado en París en 1761, reveló el origen del horror africano. Las bestias salvajes acudían en tropel a beber agua en los raros manantiales del desierto. Los animales más diversos disputaban el agua escasa. Excitados por el calor y por la sed, se montaban entre sí, cualquiera con cualquiera sin mirar a quién, y el cruzamiento de especies muy diferentes generaba los monstruos más espantosos del mundo.
Gracias a los traficantes, los esclavos tenían la suerte de salvarse de ese infierno. El bautismo les abría las puertas del Paraíso.
El Vaticano lo había previsto. En 1454, el papa Nicolás V había autorizado al rey de Portugal a practicar la esclavitud siempre y cuando evangelizara a los negros. Y un par de años después, otra bula, del papa Calixto III, había establecido que la captura del África era una Cruzada de la Cristiandad.
Por entonces, la mayor parte de esas costas estaba, todavía, prohibida por el miedo: las aguas hervían, en la mar acechaban serpientes que asaltaban los barcos y los marineros blancos se volvían negros apenas desembarcaban en tierra africana.
Pero durante los siglos siguientes, todas o casi todas las coronas europeas instalaron fortines y factorías a lo largo de esas costas de mala fama. Desde allí, manejaban el comercio más lucrativo de todos; y por cumplir con la voluntad divina, rociaban con agua bendita a los esclavos.
En los contratos y en los libros de contabilidad, los esclavos eran llamados piezas o mercancías, aunque el bautismo metía almas en esos cuerpos vacíos.
Europa caníbal
Los esclavos subían temblando a los barcos. Creían que iban a ser comidos. Tan equivocados no estaban. Al fin y al cabo, el tráfico negrero fue la boca que devoró al África.
Ya desde antes los reyes africanos tenían esclavos y peleaban entre sí, pero la captura y venta de gente se convirtió en el centro de la economía, y de todo lo demás, sólo a partir del momento en que los reyes europeos descubrieron el negocio. A partir de entonces, la sangría de jóvenes vació el África negra y selló su destino.
Malí es ahora uno de los países más pobres del mundo. En el siglo dieciséis, era un reino opulento y culto. La universidad de Tombuctú tenía veinticinco mil estudiantes. Cuando el sultán de Marruecos invadió Malí, no encontró el oro que buscaba, porque poco oro amarillo quedaba, pero vendió el oro negro a los traficantes europeos, y así ganó mucho más: sus prisioneros de guerra, entre los cuales había médicos, juristas, escritores, músicos y escultores, fueron esclavizados y marcharon rumbo a las plantaciones de América.
La máquina esclavista exigía brazos y la cacería de brazos exigía guerras. La economía guerrera de los reinos africanos pasó a depender más y más de todo lo que venía de afuera. Una guía comercial publicada en Holanda, en 1655, enumeraba las armas más codiciadas en las costas del África, y también las mejores ofrendas para halagar a esos reyes de utilería. La ginebra era muy valorada, y un puñado de cristales de Murano era el precio de siete hombres.
Fashion
La venta de esclavos descargó una lluvia de productos importados.
Aunque el África producía hierros y aceros de buena calidad, las espadas europeas eran codiciados objetos de ostentación para los monarcas y los cortesanos de los muchos reinos y reinitos que vendían negros a las empresas blancas.
Lo mismo ocurría con las telas africanas, hechas de fibras diversas, desde el algodón hasta la corteza de árbol. A principios del siglo dieciséis, el navegante portugués Duarte Pacheco había comprobado que los vestidos del Congo, hechos de palma, eran suaves como terciopelo y tan hermosos que no los hay mejores en Italia. Pero las ropas importadas, que costaban el doble, daban prestigio. El precio dictaba el valor. Cuesta tanto, tanto vale. Baratos y abundantes eran los esclavos, y por lo tanto no valían nada. Cuanto más caray más rara era alguna cosa, más valor tenía, y cuanto menos se necesitaba, mejor era: la fascinación por lo que venía de afuera daba preferencia a las novelerías inútiles, modas cambiantes, hoy esto, mañana aquello, pasado mañana quién sabe.
Esos brillos fugaces, símbolos de poder, distinguían a los mandones de los mandados.
Como ahora.
Jaulas navegantes
El traficante de esclavos que más amaba la libertad había llamado Voltaire y Rousseau a sus mejores navíos.
Algunos negreros habían bautizado sus barcos con nombres religiosos: Almas, Misericordia, Profeta David, Jesús, San Antonio, San Miguel, San Tiago, San Felipe, Santa Ana y Nuestra Señora de la Concepción.
Otros daban testimonio de amor a la humanidad, a la naturaleza y a las mujeres: Esperanza, Igualdad, Amistad, Héroe, Arcoiris, Paloma, Ruiseñor, Picaflor, Deseo, Adorable Betty, Pequeña Polly, Amable Cecilia, Prudente Hannah.
Las naves más sinceras se llamaban Subordinador y Vigilante.
Estos cargamentos de mano de obra no anunciaban con sirenas ni con cohetes su llegada a los puertos. No era necesario. Desde lejos se sabía, por el olor.
En las bodegas, se amontonaba su mercadería pestilente. Los esclavos yacían juntos día y noche, sin moverse, bien pegados para no desperdiciar ni un poquito de espacio, meándose encima, cagándose encima, encadenados unos a otros, pescuezos con pescuezos, muñecas con muñecas, tobillos con tobillos, y encadenados todos a largas barras de hierro.
Muchos morían en la travesía del océano.
Cada mañana, los guardias arrojaban esos bultos a la mar.
Hijos del camino
Las pateras, barquitos mamarrachos que la mar devora, son nietas de aquellos navíos negreros.
Los esclavos de ahora, que ya no se llaman así, tienen la misma libertad que tenían sus abuelos arrojados, a golpes de látigo, a las plantaciones de América.
No se van: los empujan. Nadie emigra porque quiere.
Desde el África y desde muchos otros lugares, los desesperados huyen de las guerras y las sequías y las tierras extenuadas y los ríos envenenados y las barrigas vacías.
Las ventas de carne humana son, hoy por hoy, las exportaciones más exitosas del sur del mundo.
Primera rebelión de los esclavos en América
Ocurre a principios del siglo dieciséis.
Un par de días después de la Navidad, los esclavos negros se alzan en un molino de azúcar de Santo Domingo, que es propiedad del hijo de Cristóbal Colón.
Tras la victoria de la Divina Providencia y del apóstol Santiago, los caminos se pueblan de negros ahorcados.
Porfiada libertad
Ocurre a mediados del siglo dieciséis.
Los esclavos que fracasan en la primera tentativa de fuga sufren castigos de mutilación, corte de una oreja, o tendón, o pie, o mano, y en vano el rey de España prohíbe cortarlas partes que no se pueden nombrar.
A los reincidentes les cortan lo que les queda, y por fin acaban en la horca, el fuego o el hacha. Sus cabezas se exhiben, clavadas en estacas, en las plazas de los pueblos.
Pero en toda América se multiplican los baluartes de los libres, metidos en lo hondo de la selva o en los vericuetos de las montañas, rodeados de arenas movedizas que simulan ser terreno firme y de falsos caminos sembrados de estacas en punta.
Allí llegan los venidos de muchas patrias del África, que se han hecho compatriotas de tanto compartir humillaciones.
Reino de los libres
Ocurre todo a lo largo del siglo diecisiete.
Como hongos brotan los refugios de esclavos fugados. En Brasil, se llaman quilombos. Esta palabra africana significa comunidad, aunque el racismo la traduce como relajo, gresca o casa de putas.
En el quilombo de Palmares, los que habían sido esclavos viven libres de sus amos y también libres de la tiranía del azúcar, que nada deja crecer. Ellos cultivan de todo, y de todo comen. El menú de sus amos viene de los barcos. El de ellos viene de la tierra. Sus forjas, hechas al estilo africano, les dan azadas, picos y palas para trabajar la tierra, y cuchillos, hachas y lanzas para defenderla.
Reina de los libres
Ocurre en la primera mitad del siglo dieciocho.
La división internacional del trabajo ha decidido que Jamaica existe para endulzar la mesa europea. La tierra produce azúcar y azúcar y azúcar.
En Jamaica, como en Brasil, la diversidad del menú es un privilegio de los esclavos fugados. Aunque la tierra fértil no abunda en estos altos picos, los cimarrones se las arreglan para plantar de todo, y hasta crían cerdos y gallinas.
Aquí metidos, ven sin ser vistos, muerden y se desvanecen.
En estas montañas azules de Barlovento, Nanny tiene templo y trono. Ella es la reina de los libres. Era una máquina de parir esclavos y ahora luce collares de dientes de soldados ingleses.
Arte de los libres
Ocurre a mediados del siglo dieciocho.
Los santuarios libres de Surinam resisten cambiando de lugar. Cuando las tropas holandesas los descubren, después de mucho penar, no encuentran más que cenizas de lo que fue una aldea.
¿Cuáles son sus productos de primera necesidad? Agujas de coser, hilos de colores. Los cimarrones piden eso a los raros mercachifles que por error o locura se cruzan con ellos. ¿Qué sería de sus vidas sin esas ropas de colores vivos, hechas de retazos de telas rotas sabiamente combinadas y cosidas?
De las aspas de los molinos de las plantaciones, rotas en pedazos, hacen anillos, brazaletes y ornamentos de la dignidad guerrera. Y con lo que el bosque ofrece, inventan instrumentos de música, para dar ritmo al cuerpo que exige bailar.
Rey de los libres
Ocurre a fines del siglo dieciocho.
El poder colonial ha ahorcado muchas veces a Domingo Bioho, pero él sigue reinando.
Aquí, en Palenque, no lejos del puerto de Cartagena de Indias, los cimarrones eligen al más valiente, el que merece ese nombre que de rey en rey se hereda. Domingo Bioho es muchos.
En busca de la propiedad fugada
Ocurre a principios del siglo diecinueve.
En sus sobremesas, la aristocracia habla de bodas, herencias y perros negreros.
Los diarios de Mississippi, Tennessee o Carolina del Sur ofrecen los servicios de los nigger dogs a unos cinco dólares por día. Los anuncios exaltan las virtudes de estos mastines, que persiguen a los esclavos fugados, los atrapan y los devuelven, intactos, a sus amos.
El olfato es fundamental. El buen perro cazador puede seguir la pista muchas horas después de que la presa ha pasado. También son muy apreciadas la velocidad y la tenacidad, porque para borrar el olor los esclavos nadan ríos y arroyos o siembran el camino de pimienta, y la fiera que sabe ganarse el hueso jamás se da por vencida, y no deja de rastrear hasta que recupera la huella perdida.
Pero lo más importante de todo es el largo entrenamiento para que la bestia no haga picadillo la carne negra. Sólo el legítimo propietario tiene el derecho de castigar la mala conducta de sus animales.
Harriet
Ocurre a mediados del siglo diecinueve.
Se fuga. Harriet Tubman se lleva de recuerdo las cicatrices en la espalda y una hendidura en el cráneo.
Al marido no se lo lleva. Él prefiere seguir siendo esclavo y padre de esclavos:
Estás loca —le dice—. Podrás escaparte, pero no podrás contarlo.
Ella se escapa, lo cuenta, regresa, se lleva a sus padres, vuelve a regresar y se lleva a sus hermanos. Y hace diecinueve viajes desde las plantaciones del sur hasta las tierras del norte, y atravesando la noche, de noche en noche, libera a más de trescientos negros.
Ninguno de sus fugitivos ha sido capturado. Dicen que Harriet resuelve con un tiro los agotamientos y los arrepentimientos que ocurren a medio camino. Y dicen que ella dice:
A mí no se me pierde ningún pasajero.
Es la cabeza más cara de su tiempo. Cuarenta mil dólares fuertes se ofrecen en recompensa.
Nadie los cobra.
Sus disfraces de teatro la hacen irreconocible y ningún cazador puede competir con su maestría en el arte de despistar pistas y de inventar caminos.
¡No se lo pierda!
Ningún abogado los defiende. Ellos tampoco pueden defenderse, porque la ley no cree en juramentos de negros.
El juez los condena en un parpadeo.
Unos cuantos incendios en la ciudad de Nueva York, durante todo el año 1741, exigen mano de hierro contra los esclavos corrompidos por exceso de libertad. Si los condenados tienen la culpa de estos incendios, será justo el castigo. Si ellos no tienen la culpa, el castigo servirá de advertencia.
Trece negros serán encadenados a las estacas y quemados vivos, diecisiete negros serán ahorcados y de las horcas seguirán colgados hasta que se pudran, y también marcharán al muere cuatro blancos, pobres pero blancos, porque alguien tiene que haber puesto inteligencia, que es cosa de blancos, en esta infernal conspiración.
Falta una semana para el espectáculo, y ya la multitud acampa disputando los mejores lugares.

Las edades de Rosa María
Cuando tenía seis años, en 1725, un navío negrero la trajo del África, y en Río de Janeiro fue vendida.
Cuando tenía catorce, el amo le abrió las piernas y le enseñó un oficio.
Cuando tenía quince, fue comprada por una familia de Ouro Preto, que desde entonces alquiló su cuerpo a los mineros del oro.
Cuando tenía treinta, esa familia la vendió a un sacerdote, que con ella practicaba sus métodos de exorcismo y otros ejercicios nocturnos.
Cuando tenía treinta y dos, uno de los demonios que le habitaban el cuerpo fumó por su pipa y aulló por su boca y la revolcó por los suelos. Y ella fue por eso condenada a cien azotes en la plaza de la ciudad de Mariana, y el castigo le dejó un brazo paralizado para siempre.
Cuando tenía treinta y cinco, ayunó y rezó y mortificó su carne con cilicio, y la mamá de la Virgen María le enseñó a leer. Según dicen, Rosa María Egipcíaca da Vera Cruz fue la primera negra alfabetizada en Brasil.
Cuando tenía treinta y siete, fundó un asilo para esclavas abandonadas y putas en desuso, que ella financiaba vendiendo bizcochos amasados con su saliva, infalible remedio contra cualquier enfermedad.
Cuando tenía cuarenta, numerosos fieles asistían a sus trances, donde ella bailaba al ritmo de un coro de ángeles, envuelta en humo de tabaco, y el Niño Jesús mamaba de sus pechos.
Cuando tenía cuarenta y dos, fue acusada de brujería y encerrada en la cárcel de Río de Janeiro.
Cuando tenía cuarenta y tres, los teólogos confirmaron que era bruja porque pudo soportar sin una queja, durante largo rato, una vela encendida bajo la lengua.
Cuando tenía cuarenta y cuatro, fue enviada a Lisboa, a la cárcel de la Santa Inquisición. Entró en las cámaras de tormento, para ser interrogada, y nunca más se supo.
Dormía Brasil en lecho de oro
Brotaba de la tierra, como si fuera pasto.
Atraía gentíos, como si fuera imán.
Brillaba, como si fuera oro.
Y  oro era.
Los banqueros ingleses celebraban cada nuevo hallazgo, como si el oro fuera de ellos.
Y  de ellos era.
Lisboa, que nada producía, enviaba a Londres el oro del Brasil a cambio de nuevos préstamos, ropas de lujo y todos los consumos de la vida parásita.
Ouro Preto, Oro Negro, se llamaba el centro de los esplendores del oro, porque negras eran las piedras que contenían el oro, noches con soles adentro, aunque bien podía llamarse así porque negros eran los brazos que arrancaban el oro de las montañas y de las orillas de los ríos.
Esos brazos costaban cada vez más caros. Los esclavos, amplia mayoría en la región minera, eran los únicos que trabajaban.
Y  mucho más caros eran los alimentos. Nadie cultivaba nada.
En los primeros años de la euforia minera, el precio de un gato equivalía al oro que recogía un esclavo en dos días de trabajo. La carne de gallina era más barata: no costaba más que el oro de un día.
Al cabo de más de un siglo, seguían siendo astronómicos los precios de la comida y los despilfarros de las fiestas de los mineros ricos, que vivían en farra continua, pero el manantial del oro, que parecía inagotable, brotaba cada vez con menos fuerza. Y cada vez resultaba más difícil cobrar los impuestos que exprimían las minas para financiar las fatigas de la corte portuguesa, cansada de tanto descansar al servicio de los banqueros ingleses.
En 1750, cuando murió el rey de Portugal, las arcas reales estaban vacías. Y fueron ellos, los banqueros ingleses, quienes pagaron los funerales.
Digestiones
Potosí, Guanajuato y Zacatecas comían indios. Ouro Preto comía negros.
En suelo español, rebotaba la plata que venía del trabajo forzado de los indios de América. En Sevilla, la plata estaba de paso. Iba a parar a la panza de los banqueros flamencos, alemanes y genoveses, y de los mercaderes florentinos, ingleses y franceses, que tenían hipotecada la corona española y todos sus ingresos.
Sin la plata de Bolivia y de México, puente de plata que atravesó la mar, ¿habría podido Europa ser Europa?
En suelo portugués, rebotaba el oro que venía del trabajo esclavo en Brasil. En Lisboa, el oro estaba de paso. Iba a parar a la panza de los banqueros y los mercaderes británicos, acreedores del reino, que tenían hipotecada la corona portuguesa y todos sus ingresos.
Sin el oro de Brasil, puente de oro que atravesó la mar, ¿habría sido posible la revolución industrial en Inglaterra?
Y  sin la compra y venta de negros, ¿habría sido Liverpool el puerto más importante del mundo y la empresa Lloyd's la reina de los seguros?
Sin los capitales del tráfico negrero, ¿quién hubiera financiado la máquina de vapor de James Watt? ¿En qué hornos se hubieran fabricado los cañones de George Washington?
El papá de las marionetas
Antonio José da Silva, nacido en Brasil, vive en Lisboa. Sus muñecos dan de reír a los escenarios portugueses.
Hace nueve años que no puede usar los dedos, machacados en las cámaras de tortura de la Santa Inquisición, pero sus personajes de madera, medeas, quijotes, proteos, siguen ofreciendo consuelos al gentío que los ama.
Temprano acaba. Acaba en la hoguera: por judío y por burlón, porque sus marionetas no guardan el debido respeto a la Corona ni a la Iglesia, ni a los verdugos encapuchados que hacen el ridículo persiguiéndolas en el escenario.
Desde el palco de honor, Joâo V, rey de Portugal, llamado el Magnánimo, contempla el auto de fe donde arde el rey de los titiriteros.
Y así dice adiós al mundo este Antonio, mientras otro Antonio dice hola, el mismo día del año 1730, al otro lado de la mar.
Antonio Francisco Lisboa nace en Ouro Preto. Será llamado Aleijadinho, Tullidito. Y también él perderá los dedos pero no será por torturas sino por misteriosa maldición.
Aleijadinho
El hombre más feo de Brasil crea la más alta hermosura del arte colonial americano.
El Aleijadinho talla en piedra la gloria y la agonía de Ouro Preto, la Potosí de oro.
Hijo de una esclava africana, este mulato tiene esclavos que lo mueven, lo lavan, le dan de comer y le atan el cincel a los muñones.
Atacado por la lepra, la sífilis o quién sabe qué, el Aleijadinho ha perdido un ojo y los dientes y los dedos, pero este resto de él talla piedras con las manos que le faltan.
Noche y día trabaja, como vengándose, y brillan más que el oro sus cristos, sus vírgenes, sus santos, sus profetas, mientras la fuente del oro es cada vez más avara en fortunas y más pródiga en desventuras y revueltas.
Ouro Preto y la región entera quieren dar la razón a la temprana sentencia del conde de Assumar, que fue su gobernador.
Parece que la tierra exhala tumultos y el agua, motines; las nubes vomitan insolencias y los astros, desórdenes; el clima es tumba de paz y cuna de rebeliones.
El arte oficial en Brasil
El pincel de Pedro Américo de Figueiredo e Meló, artista del género épico, ha retratado para la inmortalidad el sagrado instante.
En su cuadro, un airoso jinete desenvaina la espada y lanza el grito vibrante que da nacimiento a la patria brasileña, mientras posan para la ocasión los Dragones de la Guardia de Honor, armas en alto, y flamean al viento los plumajes de los cascos de guerra y las crines de los caballos.
Las versiones de la época no coinciden exactamente con estas pinceladas.
Según esas versiones, el héroe, Pedro, príncipe portugués, se agachó a orillas del arroyo Ipiranga. Le había caído mal la cena y estaba quebrando el cuerpo para responder al llamado de la naturaleza, al decir de una de las crónicas, cuando un mensajero trajo una carta de Lisboa. Sin interrumpir su tarea, el príncipe se hizo leer la carta, que contenía ciertas insolencias de sus reales parientes, quizás agravadas por su dolor de barriga. Y en medio de la lectura, se alzó y echó una larga blasfemia que la historia oficial tradujo, abreviada, en el famoso grito:
Independência ou morte!
Y así, esa mañana de 1822, el príncipe arrancó de su casaca las insignias portuguesas y se convirtió en emperador del Brasil.
Años antes, otras independencias habían querido ser. En Ouro Preto y en Salvador de Bahía. Habían querido ser, pero no fueron.
Las edades de Pedro
Con nueve años y dieciocho nombres, Pedro de Alcântara Francisco Antônio Joâo Carlos Xavier de Paula Miguel Rafael Joaquim José Gonzaga Pasqual Sipriano Serafim de Bragança y Borbón, príncipe heredero de la corona portuguesa, desembarcó en Brasil. Lo trajeron los ingleses, con toda la corte, para ponerlo a salvo de las embestidas de Napoleón. Por entonces, Brasil era colonia de Portugal y Portugal era colonia de Inglaterra, aunque eso no se decía.
A los diecinueve años, Pedro fue casado con Leopoldina, archiduquesa de Austria. Él ni se dio cuenta. Como muchos otros turistas de épocas posteriores, vivía persiguiendo mulatas en las noches ardientes de Río de Janeiro.
A los veinticuatro, proclamó la independencia del Brasil y pasó a ser el emperador Pedro I. Acto seguido, firmó los primeros empréstitos con la banca británica. La nueva nación y la deuda externa nacieron juntas. Siguen siendo inseparables.
A los treinta y tres, se le ocurrió la loca idea de abolir la esclavitud. Él mojó la pluma en el tintero, pero no alcanzó a firmar el decreto. Un golpe de estado lo dejó sin trono y sentado en el aire.
A los treinta y cuatro, regresó a Lisboa y pasó a ser el rey Pedro (V de Portugal.
A los treinta y seis, este rey de dos tronos murió en Lisboa. Fue su tumba la tierra que había sido su madre y su enemiga.
La libertad traiciona
La historia oficial de Brasil sigue llamando inconfidencias, deslealtades, a los primeros alzamientos por la independencia nacional.
Antes de que el príncipe portugués se convirtiera en emperador brasileño, hubo varias tentativas patrióticas. Las más importantes fueron la Inconfidencia mineira, en Ouro Preto, que en 1789 murió en el huevo, y la Inconfidencia bahiana, que estalló en 1794, en Salvador de Bahía, y se prolongó durante cuatro años.
El único protagonista de la Inconfidencia mineira que fue ahorcado y descuartizado era un militar de baja graduación, Tiradentes, el sacamuelas. Los demás conspiradores, señores de la alta sociedad minera hartos de pagar impuestos coloniales, fueron indultados.
La Inconfidencia bahiana duró más y llegó más lejos. No sólo luchó por una república independiente, sino también por la igualdad de derechos sin distinción de razas.
Guando ya había corrido mucha sangre y la rebelión había sido vencida, el poder colonial indultó a los protagonistas, con cuatro excepciones: Manoel Lira, Joâo do Nascimento, Luis Gonzaga y Lucas Dantas fueron ahorcados y descuartizados. Los cuatro eran negros, hijos o nietos de esclavos.
Hay quienes creen que la Justicia es ciega.
Resurrección de Túpac Amaru
Túpac Amaru había sido el último rey de los incas, que durante cuarenta años había peleado en las montañas del Perú. En 1572, cuando el sable del verdugo le partió el pescuezo, los profetas indios anunciaron que alguna vez la cabeza se juntaría con el cuerpo.
Y se juntó. Dos siglos después, José Gabriel Condorcanqui encontró el nombre que lo estaba esperando. Convertido en Túpac Amaru, él encabezó la más numerosa y peligrosa rebelión indígena en toda la historia de las Américas.
Ardieron los Andes. Desde la cordillera hasta la mar se alzaron las víctimas del trabajo forzado en las minas, las haciendas y los talleres. De victoria en victoria, amenazaban el menú colonial los sublevados que avanzaban, a paso imparable, vadeando ríos, trepando montañas, atravesando valles, pueblo tras pueblo. Y a punto estuvieron de conquistar el Cuzco.
La ciudad sagrada, el corazón del poder, estaba ahí: desde las cumbres se veía, se tocaba.
Habían pasado dieciocho siglos y medio, y se repetía la historia de Espartaco, que tuvo a Roma al alcance de la mano. Y tampoco Túpac Amaru se decidió a atacar. Tropas indias, al mando de un cacique vendido, defendían el Cuzco, ciudad sitiada, y él no mataba indios: eso no, eso nunca. Bien sabía que era necesario, que no había otra, pero...
Mientras él dudaba, que sí, que no, que quién sabe, pasaron los días y las noches y los soldados españoles, muchos, bien armados, iban llegando desde Lima.
En vano le enviaba desesperados mensajes su mujer, Micaela Bastidas, que comandaba la retaguardia:
—Tú me has de acabar de pesadumbres...
—Yo ya no tengo paciencia para aguantar todo esto...
—Bastantes advertencias te di...
Si tú quieres nuestra ruina, puedes echarte a dormir.

En 1781, el jefe rebelde entro en el Cuzco. Entró encadenado, apedreado, insultado.
Lluvia
En la cámara de torturas, lo interrogó el enviado del rey.
—¿Quiénes son tus cómplices? le preguntó
Y Tupac Amaru contestó:
—Aquí no hay más cómplices que tú y yo. Tú por opresor y yo por libertador, merecemos la muerte.
Fue condenado a morir descuartizado. Lo ataron a cuatro caballos, brazos y piernas en cruz, y no se partió. Las espuelas desgarraban los vientres de los caballos, que en vano pujaban, y no se partió.
Hubo que recurrir al hacha del verdugo.
Era un mediodía de sol feroz, tiempo de larga sequía en el valle del Cuzco, pero el cielo fue negro de pronto y se rompió y descargó una lluvia de esas que ahogan al mundo.
También fueron descuartizados los otros jefes y jefas rebeldes, Micaela Bastidas, Tûpac Catari, Bartolina Sisa, Gregoria Apaza… Y sus pedazos fueron paseados por los pueblos que habían sublevado, y fueron quemados, y sus cenizas arrojadas al aire, para que de ellos no quede memoria.
Los pocos y los todos
En 1776, la independencia de los Estados Unidos anticipó lo que después iba a ocurrir, de México al sur, con otras independencias de naciones americanas.
Para que no quedaran dudas sobre la función de los indios, George Wasshington propuso la total destrucción de los poblados indígenas, Thomas Jefferson opinó que esa infortunada raza había justificado su exterminio y Benjamín Franklin sugirió que el ron podía ser un medio adecuado para extirpar a esos salvajes.
Para que no quedaran dudas sobre la función de las mujeres, Constitución del estado de Nueva York agregó el adjetivo masculino al derecho de voto.
Para que no quedaran dudas sobre la función de los blancos pobres, los firmantes de la Declaración de Independencia fueron todos blancos ricos.
Y para que no quedaran dudas sobre la función de los negros, había seiscientos cincuenta mil esclavos que siguieron siendo esclavos en la nación recién nacida. Brazos negros edificaron la Casa Blanca.
Padre ausente
La Declaración de Independencia afirmó que todos los hombres son creados iguales.
Poco después, la primera Constitución nacional de los Estados Unidos aclaró el concepto: estableció que cada esclavo equivalía a las tres quintas partes de una persona.
Se opuso, en vano, el redactor de la Constitución, Gouverneur Morris. Poco antes, él había intentado, en vano, que el estado de Nueva York aboliera la esclavitud, y al menos había logrado la promesa constitucional de que en el futuro cada persona que respire el aire de este estado disfrutará los privilegios de un hombre libre.
Morris, que tanta importancia tuvo a la hora de dar rostro y alma a los Estados Unidos, fue uno de los padres fundadores que la historia olvidó.
En el año 2006, el periodista español Vicente Romero buscó su tumba. La encontró detrás de una iglesia, al sur del Bronx. La lápida, borrada por las lluvias y los soles, servía de apoyo a dos grandes tarros de basura.
Otro padre ausente
Robert Cárter fue enterrado en el jardín.
En su testamento, había pedido descansar bajo un árbol de sombra, durmiendo en paz y en oscuridad. Ninguna piedra, ninguna inscripción.
Este patricio de Virginia fue uno de los más ricos, quizás el más, entre todos aquellos prósperos propietarios que se independizaron de Inglaterra.
Aunque algunos padres fundadores tenían mala opinión de la esclavitud, ninguno liberó a sus esclavos. Cárter fue el único que desencadenó a sus cuatrocientos cincuenta negros para dejarlos vivir y trabajar según su propia voluntad y placer. Los liberó gradualmente, cuidando de que ninguno fuera arrojado al desamparo, setenta años antes de que Abraham Lincoln decretara la abolición.
Esta locura lo condenó a la soledad y al olvido.
Lo dejaron solo sus vecinos, sus amigos y sus parientes, todos convencidos de que los negros libres amenazaban la seguridad personal y nacional.
Después, la amnesia colectiva fue la recompensa de sus actos.
Sally
Cuando Jefferson enviudó, fueron suyos los bienes de su mujer. Entre otras propiedades, heredó a Sally.
Hay testimonios de su belleza en los años tempranos.
Después, nada.
Sally nunca habló, y si habló no fue escuchada, o nadie se tomó el trabajo de registrar lo que dijo.
En cambio, del presidente Jefferson tenemos unos cuantos retratos y muchas palabras. Sabemos que tenía fundadas sospechas de que los negros son inferiores a los blancos en los dones naturales del cuerpo y de la mente, y que siempre expresó su gran aversión a la mezcla de sangre blanca y sangre negra, que le resultaba moralmente repugnante. Él creía que si alguna vez los esclavos iban a ser liberados, había que evitar el peligro de la contaminación trasladándolos más allá de todo riesgo de mezcla.
En 1802, el periodista James Callender publicó en el «Recorder» de Richmond un artículo que repetía lo que se sabía: el presidente Jefferson era el padre de los hijos de su esclava Sally.


Muera el té, viva el café
La corona británica había decretado que sus colonias debían pagar un impuesto impagable. En 1773, los furiosos colonos del norte de América arrojaron cuarenta toneladas de té, venido de Londres, al fondo de la bahía del puerto. La operación fue cómicamente llamada Boston Tea Party. Y estalló la guerra de independencia.
El café se convirtió en un emblema patrio, aunque de producto patrio no tenía nada. Había sido descubierto, a saber cuándo, en una montaña de Etiopía, donde las cabras comieron unos frutos rojos que las pusieron a bailar toda la noche, y al cabo de un viaje de siglos había llegado a las islas del mar Caribe.
En 1776, las cafeterías de Boston se convirtieron en centros de conspiración contra la corona británica. Y no bien se proclamó la independencia, el presidente Washington atendía en una cafetería que vendía esclavos y café cultivado por esclavos en las islas del Caribe.
Un siglo después, los conquistadores del Far West bebían café, no té, a la luz de las hogueras de sus campamentos.
¿En Dios confiamos?
Los presidentes de los Estados Unidos suelen hablar en nombre de Dios, aunque ninguno ha revelado si se comunica con él por mail, por fax, por teléfono o por telepatía. Con o sin su aprobación, en el año 2006 Dios fue proclamado presidente del Partido Republicano en Texas.
Sin embargo, el Todopoderoso, que ahora figura hasta en los dólares, brillaba por su ausencia en los tiempos de la independencia. La primera Constitución ni siquiera lo mencionaba. Cuando alguien preguntó por qué, Alexander Hamilton explicó:
No necesitamos ayuda exterior.
En su lecho de agonía, George Washington no quiso oraciones, ni sacerdote, ni pastor, ni nada.
Benjamín Franklin decía que las revelaciones divinas eran pura superstición.
Mi propia mente es mi Iglesia, afirmaba Thomas Paine, y el presidente John Adams creía que éste sería el mejor de los mundos posibles si no hubiera religión.
Según Thomas Jefferson, los sacerdotes católicos y los pastores protestantes eran adivinos y nigromantes que habían dividido a la humanidad en dos, una mitad de tontos y otra mitad de hipócritas.
Un prólogo de la revolución francesa
Por la calle principal de Abbeville desfiló la procesión. Desde las aceras, todos se quitaban el sombrero al paso de la hostia, alzada sobre las cruces y los santos. Todos, salvo tres muchachos que tenían los ojos puestos en el público femenino y ni cuenta se dieron.
Y  fueron denunciados. Ellos no sólo se habían negado a descubrirse ante la blanca carne de Jesús, sino que además le habían dedicado sonrisas burlonas. Y los testigos agregaron otras evidencias graves: la hostia había sido rota, para hacerla sangrar, y una cruz de madera había aparecido, mutilada, en una zanja.
El tribunal concentró los rayos de la ira sobre uno de los tres muchachos, Jean François La Barre. Aunque recién había cumplido veinte años, este insolente se jactaba de haber leído a Voltaire y desafiaba a los jueces con su estúpida arrogancia.
El día de la ejecución, una mañana del año 1766, nadie faltó a la plaza del mercado. Jean François subió al cadalso con un cartel colgado del pescuezo:
Impío, blasfemador, sacrílego, execrable, abominable.
Y  el verdugo arrancó la lengua del condenado y le cortó el pescuezo y le partió el cuerpo y arrojó sus pedazos a la hoguera. Y con sus pedazos echó al fuego unos libros de Voltaire, para que juntos ardieran el autor y el lector.
Aventuras de la razón en tiempos de cerrazón
Veintisiete volúmenes.
La cifra no impresiona mucho, si se tienen en cuenta los setecientos cuarenta y cinco volúmenes de la enciclopedia china, publicada pocos años antes.
Pero la enciclopedia francesa, l 'Encyclopédie, marcó con su sello el Siglo de las Luces, que de alguna manera le debe su nombre. El Papa de Roma mandó quemarla y dictó la excomunión de quien tuviera algún ejemplar de obra tan blasfema. Los autores, Diderot, D'Alembert, Jaucourt, Rousseau, Voitaire y unos cuantos más, arriesgaron o padecieron cárcel y exilio para que su gran trabajo colectivo pudiera influir, como influyó, sobre la historia siguiente de las naciones europeas.
Dos siglos y medio después, esta invitación a pensar sigue resultando asombrosa. Algunas definiciones, entresacadas de sus páginas:
Autoridad: Ningún hombre ha recibido de la naturaleza el derecho de mandar sobre otros.
Censura: No hay nada más peligroso para la fe, que hacerla depender de una opinión humana.
Clítoris: Centro del placer sexual de la mujer.
Cortesano: Se aplica a quienes han sido colocados entre los reyes y la verdad, con el fin de impedir que la verdad llegue a los reyes.
Hombre: El hombre no vale nada sin la tierra. La tierra no vale nada sin el hombre.
Inquisición: Moctezuma fue condenado por sacrificar prisioneros a sus dioses. ¿Qué habría dicho si hubiera visto alguna vez un auto de fe?
Esclavitud: Comercio odioso, contra la ley natural, en el que unos hombres compran y venden a otros como si fueran animales.
Orgasmo: ¿Existe algo que merezca tanto ser logrado?
Usura: Los judíos no practicaban la usura. Fue la opresión cristiana la que forzó a los judíos a convertirse en prestamistas.
Mozart
El hombre que fue música creaba música todo el día y toda la noche y más allá del día y de la noche, como corriendo contra la muerte, como sabiendo que ella se lo llevaría temprano.
A ritmo de fiebre componía sus obras, una tras otra, y en sus partituras dejaba líneas desnudas que abrían espacio para improvisar en el piano sus aventuras de la libertad.
No se sabe de dónde sacaba tiempo, pero en su vida fugaz pasó largas horas metido en los libros de su vasta biblioteca o enredado en animadas discusiones con gente muy mal vista por la policía imperial, como Joseph von Sonnenfels, el jurista que logró que en Viena se prohibiera la tortura por primera vez en Europa. Sus amigos eran enemigos del despotismo y de la estupidez. Hijo del Siglo de las Luces, lector de la enciclopedia francesa, Mozart compartió las ideas que sacudieron su época.
A los veinticinco años perdió su empleo de músico del rey, y nunca más volvió a la corte. Desde entonces, vivió de sus conciertos y de la venta de sus obras, que eran muchas y tenían mucho valor pero poco precio.
Fue un artista independiente, cuando la independencia era cosa rara, y cara le costó. Por castigo de su libertad, murió ahogado en deudas: tanta música le debía el mundo, y él murió debiendo.
Pelucas
En la corte de Versalles, más de cien perruquiers se ocupaban de estos artificios, que de un salto habían atravesado el Canal de la Mancha para aterrizar en los cráneos del rey de Inglaterra, el duque de York y otros traficantes de esclavos que imponían la moda francesa a la alta nobleza británica.
Las pelucas masculinas habían nacido en Francia para exhibir el privilegio de clase, y no para ocultar la calvicie. Las de pelo natural, regadas de talco, eran las más caras, y las que más horas de trabajo exigían cada mañana.
Clase alta, altas torres: las damas, ayudadas por los postizos, que ahora se llaman extensiones, lucían complicadas armazones de alambre que elevaban sus cabezas en pisos sucesivos, exuberantes de plumas y de flores. La azotea capilar podía estar decorada por barquitos de vela o granjas con animalitos y todo. No resultaba fácil construir todo eso, y sostenerlo en la cabeza era una hazaña. Y por si fuera poco, ellas debían arreglárselas para moverse metidas en enormes miriñaques que las obligaban a caminar chocándose.
El peinado y el vestido ocupaban casi todo el tiempo y la energía de la aristocracia. El resto se consagraba a los banquetes. Tanto sacrificio había dejado exhaustos a las damas y a los caballeros. Escasa resistencia encontró la revolución francesa cuando les atragantó la comilona y suprimió las pelucas y los miriñaques.


La despreciable mano humana
En 1783, el rey de España decretó que los oficios manuales no eran deshonrosos.
Hasta entonces, no merecían el trato de don quienes hubieran vivido o vivieran del trabajo de sus manos, ni quienes tuvieran padre, madre o abuelos dedicados a oficios bajos y viles.
Desempeñaban oficios bajos y viles
los que trabajaban la tierra,
los que trabajaban la piedra,
los que trabajaban la madera,
los que vendían al por menor,
los sastres,
los barberos,
los especieros
y los zapateros.
Estos seres degradados pagaban impuestos.
En cambio, estaban exentos de impuestos
los militares,
los nobles
y los curas.
La revolucionaria mano humana
En 1789, la cárcel de la Bastilla fue asaltada, y conquistada, por el pueblo en furia.
Y en toda Francia los productores se alzaron contra los parásitos. La población se negó a seguir pagando los tributos y los diezmos que habían engordado a la monarquía, a la aristocracia y a la Iglesia, venerables instituciones a las que nadie había podido encontrar, nunca, ninguna utilidad.
El rey y la reina huyeron. El carruaje emprendió viaje hacia el norte, hacia la frontera. Los principitos iban vestidos de nenas. La institutriz, disfrazada de baronesa, llevaba un pasaporte ruso. El rey, Luis XVI, era su mayordomo. La reina, María Antonieta, su mucama.
Se había hecho noche cuando llegaron a Varennes.
De pronto, una multitud emergió de las sombras, rodeó el carruaje, atrapó a los monarcas y los devolvió a París.
María Antonieta
Poca importancia tenía el rey. La reina, María Antonieta, era la odiada. Odiada por extranjera, porque bostezaba durante las ceremonias reales, porque no usaba corset y porque tenía amantes Y por sus despilfarros. La llamaban Madame Déficit.
Fue muy concurrido el espectáculo. La multitud rugió una ovación cuando la cabeza de María Antonieta rodó a los pies del verdugo.
La cabeza desnuda. Sin collar.
Toda Francia estaba convencida de que la reina había comprado la joya más cara de Europa, un collar de seiscientos cuarenta y siete diamantes. También creían todos que ella había dicho que si el pueblo no tenía pan, bien podía comer tortas.
La Marsellesa
El himno más famoso del mundo nació de un famoso momento de la historia universal. Pero también nació de la mano que lo escribió y de la boca que por primera vez lo tarareó: la mano y la boca de su nada famoso autor, el capitán Rouget de Lisie, que lo compuso en una noche.
Dictaron la letra las voces de la calle, y la música brotó como si el autor la hubiera tenido adentro, desde siempre, esperando salir.
Corría el año 1792, horas turbulentas: las tropas prusianas avanzaban contra la revolución francesa. Arengas y proclamas alborotaban las calles de Estrasburgo:
—¡A las armas, ciudadanos!
 En defensa de la revolución acosada, el recién reclutado ejército del Rin partió hacia el frente. El himno de Rouget dio brío a las tropas. Sonó, emocionó; y un par de meses después reapareció, quién sabe cómo, en la otra punta de Francia. Los voluntarios de Marsella marcharon al combate entonando esa canción poderosa, que pasó a llamarse la Marsellesa, y toda Francia le hizo coro. Y el pueblo asaltó, cantándola, el palacio de las Tullerías.
El autor marchó preso. El capitán Rouget era sospechoso de traición a la patria, porque había cometido la insensatez de discrepar con doña Guillotina, la más afilada ideóloga de la revolución.
Por fin, salió de la cárcel. Sin uniforme, sin salario.
Durante años arrastró su vida, comido por las pulgas, corrido por la policía. Cuando decía que él era el papá del himno de la revolución, la gente se le reía en la cara.
Himnos
El primer himno nacional del que se tenga noticia nació en Inglaterra, de padres desconocidos, en 1745. Sus versos anunciaban que el reino iba a aplastar a los rebeldes escoceses, para desbaratar los trucos de esos bribones.
Medio siglo después, la Marsellesa advertía que la revolución iba a regar los campos de Francia con la sangre impura de los invasores.
A principios del siglo diecinueve, el himno de los Estados Unidos profetizaba su vocación imperial, por Dios bendita: Conquistar debemos, cuando nuestra causa es justa. Y a fines de ese siglo, los alemanes consolidaban su tardía unidad nacional erigiendo trescientas veintisiete estatuas al emperador Guillermo y cuatrocientas setenta al príncipe Bismarck, mientras cantaban el himno que ponía a Alemania über alles, por encima de todos.
Por regla general, los himnos confirman la identidad de cada nación por medio de las amenazas, los insultos, el autoelogio, la alabanza de la guerra y el honroso deber de matar y morir.
En América Latina, estas liturgias, consagradas a los laureles de los próceres, parecen obra de los empresarios de pompas fúnebres:
el himno uruguayo nos invita a elegir entre la patria y la tumba
y el paraguayo entre la república y la muerte,
el argentino nos exhorta a que juremos con gloria morir,
el chileno anuncia que su tierra será tumba de los libres,
el guatemalteco llama a vencer o morir,
el cubano asegura que morir por la patria es vivir,
el ecuatoriano comprueba que el holocausto de los héroes es germen fecundo,
el peruano exalta el terror de sus cañones,
el mexicano aconseja empapar los patrios pendones en olas de sangre
y en sangre de héroes se baña el himno colombiano, que con geográfico entusiasmo combate en las Termópilas.
Olympia
Son femeninos los símbolos de la revolución francesa, mujeres de mármol o bronce, poderosas tetas desnudas, gorros frigios, banderas al viento.
Pero la revolución proclamó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, y cuando la militante revolucionaria Olympia de Gouges propuso la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, marchó presa, el Tribunal Revolucionario la sentenció y la guillotina le cortó la cabeza.
Al pie del cadalso, Olympia preguntó.
Si las mujeres estamos capacitadas para subir a la guillotina, ¿porqué no podemos subir a las tribunas públicas?
No podían. No podían hablar, no podían votar. La Convención, el Parlamento revolucionario, había clausurado todas las asociaciones políticas femeninas y había prohibido que las mujeres discutieran con los hombres en pie de igualdad.
Las compañeras de lucha de Olympia de Gouges fueron encerradas en el manicomio. Y poco después de su ejecución, fue el turno de Manon Roland. Manon era la esposa del ministro del Interior, pero ni eso la salvó. La condenaron por su antinatural tendencia a la actividad política. Ella había traicionado su naturaleza femenina, hecha para cuidar el hogar y parir hijos valientes, y había cometido la mortal insolencia de meter la nariz en los masculinos asuntos de estado.
Y la guillotina volvió a caer.
La guillotina
Una alta puerta sin puerta, un marco vacío. En lo alto, suspendido, el filo mortal.
Tuvo varios nombres: la Máquina, la Viuda, la Afeitadora. Cuando decapitó al rey Luis, pasó a llamarse la Luisita. Y por fin fue bautizada, para siempre, la Guillotina.
En vano protestó Joseph Guillotin. Una y mil veces alegó que no era hija suya esa verduga que sembraba el terror y atraía multitudes. Nadie escuchaba las razones de este médico, enemigo jurado de la pena de muerte: dijera lo que dijera, la gente seguía creyendo que era el papá de la primera actriz del espectáculo más popular de las plazas de París.
Y la gente también creyó, y sigue creyendo, que Guillotin murió guillotinado. En realidad, él echó el último suspiro en la paz del lecho, con la cabeza bien pegada al cuerpo.
La guillotina trabajó hasta 1977, cuando un modelo ultrarrápido, con mando eléctrico, ejecutó a un inmigrante árabe en el patio de la prisión de París.
La revolución perdió la cabeza
Para sabotear la revolución, los dueños de la tierra incendiaban sus propias cosechas. El fantasma del hambre rondaba las ciudades. Los reinos de Austria, Prusia, Inglaterra, España y Holanda se alzaban en pie de guerra contra la contagiosa revolución francesa, que ofendía las tradiciones y amenazaba la santísima trinidad de la corona, la peluca y la sotana.
Acosada por dentro y por fuera, la revolución hervía. El pueblo era el público que veía lo que se estaba haciendo en su nombre. No mucha gente asistía a los debates. El tiempo no daba. Había que hacer cola para comer.
Las divergencias conducían al cadalso. Porque todos los dirigentes de la revolución francesa eran enemigos de la monarquía, pero algunos tenían un rey adentro, y por derecho revolucionario, nuevo derecho divino, eran dueños de la verdad absoluta y exigían el poder absoluto. Y quien osara discrepar era contrarrevolucionario, aliado del enemigo, espía extranjero y traidor a la causa.
Marat se salvó de la guillotina porque una señorita chiflada lo apuñaló cuando se estaba bañando.
Saint Just, inspirado por Robespierre, acusó a Danton.
Danton, condenado a muerte, pidió que no se olvidaran de exhibir su cabeza a la curiosidad pública y dejó su par de huevos, en herencia, a Robespierre. Dijo que los iba a necesitar.
Tres meses después, Saint Just y Robespierre fueron decapitados.
Sin quererlo ni saberlo, la república, caótica, desesperada, trabajaba por la restauración del orden monárquico. La revolución que había anunciado libertad, igualdad y fraternidad terminó abriendo paso al despotismo de Napoleón Bonaparte, que fundó su propia dinastía.
Büchner
En 1835, los diarios alemanes publicaron este anuncio de las autoridades:


SE BUSCA
 Georg Büchner, estudiante de medicina de Darmstadt,
 21 años de edad, ojos grises, frente prominente, nariz grande,
 boca pequeña, miope.


Büchner, agitador social, organizador de campesinos pobres, traidor a su clase, huía de la policía.
Poco después, a los veintitrés años, murió.
Murió de fiebres: tanta vida en tan poquito tiempo. Entre salto y salto de su vida fugitiva, Büchner escribió, con un siglo de anticipación, las obras que iban a fundar el teatro moderno: «Woyzzek», «Leoncio y Lena», «La muerte de Dantón».
En «La muerte de Dantón», este revolucionario alemán tuvo el coraje de poner en escena, desde el dolor y sin consuelo, el trágico destino de la revolución francesa, que había empezado anunciando el despotismo de la libertad y había acabado imponiendo el despotismo de la guillotina.
La maldición blanca
Los esclavos negros de Haití propinaron tremenda paliza al ejército de Napoleón Bonaparte; y en 1804 la bandera de los libres se alzó sobre las ruinas.
Pero Haití fue, desde el pique, un país arrasado. En los altares de las plantaciones francesas de azúcar se habían inmolado tierras y brazos, y las calamidades de la guerra habían exterminado a la tercera parte de la población.
El nacimiento de la independencia y la muerte de la esclavitud, hazañas negras, fueron humillaciones imperdonables para los blancos dueños del mundo.
Dieciocho generales de Napoleón habían sido enterrados en la isla rebelde. La nueva nación, parida en sangre, nació condenada al bloqueo y a la soledad: nadie le compraba, nadie le vendía, nadie la reconocía. Por haber sido infiel al amo colonial, Haití fue obligada a pagar a Francia una indemnización gigantesca. Esa expiación del pecado de la dignidad, que estuvo pagando durante cerca de un siglo y medio, fue el precio que Francia le impuso para su reconocimiento diplomático.
Nadie más la reconoció. Tampoco la Gran Colombia de Simón Bolívar, aunque él le debía todo. Barcos, armas y soldados le había dado Haití, con la sola condición de que liberara a los esclavos, una idea que al Libertador no se le había ocurrido. Después, cuando Bolívar triunfó en su guerra de independencia, se negó a invitar a Haití al congreso de las nuevas naciones americanas.
Haití siguió siendo la leprosa de las Américas.
Thomas Jefferson había advertido, desde el principio, que había que confinar la peste en esa isla, porque de allí provenía el mal ejemplo.
La peste, el mal ejemplo: desobediencia, caos, violencia. En Carolina del Sur, la ley permitía encarcelar a cualquier marinero negro, mientras su barco estuviera en puerto, por el riesgo de que pudiera contagiar la fiebre antiesclavista que amenazaba a todas las Américas. En Brasil, esa fiebre se llamaba haitianismo.
Toussaint
Nace esclavo, hijo de esclavos.
Es raquítico y feo.
Pasa la infancia charlando con los caballos y las plantas.
Los años lo hacen cochero del amo y médico de sus jardines.
No ha matado ni una mosca cuando las cosas de la guerra lo ponen donde está. Ahora lo llaman Toussaint L'Ouverture, porque a golpes de espada abre las defensas enemigas. Este general improvisado adoctrina a sus soldados, esclavos analfabetos, explicándoles el porqué y el cómo de la revolución, mediante los cuentos que aprendió o inventó cuando era chico.
En 1803, ya el ejército francés está en las últimas.
El general Leclerc, cuñado de Napoleón, le ofrece:
Conversemos.
Toussaint acude.
Lo atrapan, lo encadenan, lo embarcan.
Preso en el castillo más frío de Francia, de frío muere.
Muchas veces murió la esclavitud
Consulte cualquier enciclopedia. Pregunte cuál fue el primer país que abolió la esclavitud. La enciclopedia responderá: Inglaterra.
Es verdad que un buen día cambió de opinión el imperio británico, campeón mundial del tráfico negrero, cuando haciendo números advirtió que ya no era tan rentable la venta de carne humana. Pero Londres descubrió que la esclavitud era mala en 1807, y tan poco convincente resultó la noticia, que treinta años después tuvo que repetirla dos veces.
También es verdad que la revolución francesa había liberado a los esclavos de las colonias, pero el decreto libertador, que se llamó inmortal, murió poco después, asesinado por Napoleón Bonaparte.
El primer país libre, de veras libre, fue Haití. Abolió la esclavitud tres años antes que Inglaterra, en una noche iluminada por el sol de las hogueras, mientras celebraba su recién ganada independencia y recuperaba su olvidado nombre indígena.
La muerta que habla
La abolición de la esclavitud también se fue repitiendo, todo a lo largo del siglo diecinueve, en las nuevas patrias latinoamericanas.
La repetición era la prueba de su impotencia. En 1821, Simón Bolívar declaró muerta la esclavitud. Treinta años después, la difunta seguía gozando de buena salud, y nuevas leyes de abolición fueron dictadas en Colombia y en Venezuela.
En los días en que se promulgó la Constitución de 1830, los diarios del Uruguay publicaban ofertas así:
Se vende muy barato un negro zapatero.
Se vende una criada recién parida, propia para ama.
Se vende una negra joven, de 17 años, sin vicios.
Se vende una parda muy ladina para todo trabajo de estancia, y un tacho grande.
Cinco años antes, en 1825, se había promulgado la primera ley uruguaya contra la venta de gente, que tuvo que ser repetida en 1842,1846 y 1853.
Brasil fue el último país de las Américas y el penúltimo del mundo. Allí, hubo esclavitud legal hasta fines del siglo diecinueve. Después también hubo, pero ilegal; y sigue habiendo. En 1888, el gobierno brasileño mandó quemar toda la documentación existente sobre el tema. Así, el trabajo esclavo fue oficialmente borrado de la historia patria. Murió sin haber existido, y existe aunque murió.
Las edades de Iqbal
En Pakistán, como en otros países, la esclavitud sobrevive.
Los niños pobres son objetos descartables.
Cuando Iqbal Maiz tenía cuatro años, sus padres lo vendieron por quince dólares.
Lo compró un fabricante de alfombras. Encadenado al telar, trabajaba catorce horas por día. A los diez años, Iqbal tenía espalda de jorobado y pulmones de viejo.
Entonces huyó y viajó y se convirtió en el portavoz de los niños esclavos de Pakistán.
En 1995, cuando tenía doce años, un balazo lo volteó de la bicicleta.
Prohibido ser mujer
En 1804, Napoleón Bonaparte se consagró emperador y dictó un Código Civil, el llamado Código Napoleón, que todavía sirve de modelo jurídico al mundo entero.
Esta obra maestra de la burguesía en el poder consagró la doble moral y elevó el derecho de propiedad al más alto sitial en el altar de las leyes.
Las mujeres casadas fueron privadas de derechos, como los niños, los criminales y los débiles mentales. Ellas debían obediencia al marido. Estaban obligadas a seguirlo, dondequiera que fuese, y necesitaban su autorización para casi todo, excepto para respirar.
El divorcio, que la revolución francesa había reducido a un trámite simple, fue limitado por Napoleón a las faltas graves. El marido se podía divorciar por adulterio de su esposa. La esposa sólo se podía divorciar si el entusiasta había acostado a su amante en el lecho conyugal.
El marido adúltero pagaba una multa, en el peor de los casos. La esposa adúltera iba a la cárcel, en cualquier caso.
El Código no otorgaba permiso para matar a la infiel si era sorprendida en falta. Pero cuando el marido traicionado la ejecutaba, los jueces, siempre hombres, silbaban y miraban para otro lado.
Estas disposiciones, estas costumbres, rigieron en Francia durante más de un siglo y medio.
El arte oficial en Francia
En plena conquista de Europa, al frente de su inmenso ejército Napoleón cruzó los Alpes.
Lo pintó Jacques Louis David.
En el cuadro, Napoleón luce su vistoso uniforme de gala de general en jefe del ejército francés. La capa dorada ondula, con oportuna elegancia, al viento. Él alza la mano, señalando al cielo. Su brioso corcel blanco, crines y cola enrulados en la peluquería, acompaña el gesto parándose en dos patas. Las rocas del suelo llevan grabados los nombres de Bonaparte y sus colegas Aníbal y Carlomagno.
En realidad, Napoleón no llevaba uniforme militar. Él atravesó esas heladas alturas temblando de frío, envuelto en un grueso abrigo gris que le tapaba los ojos, a lomo de una muía parda que hacía lo posible por no caerse en las resbalosas rocas anónimas.
Beethoven
Vivió una infancia prisionera, y creyó en la libertad como si fuera religión.
Por ella dedicó a Napoleón su tercera sinfonía y después borró la dedicatoria,
inventó música sin miedo al qué dirán,
se burló de los príncipes,
vivió en perpetuo desacuerdo con todo el mundo,
fue solo y fue pobre, y tuvo que mudarse de casa más de sesenta veces.
Y odió la censura.
La censura cambió el nombre de la «Oda a la libertad», del poeta Friedrich von Schiller, que pasó a ser la «Oda a la alegría» de la Novena Sinfonía.
En el estreno de la Novena, en Viena, Beethoven se vengó. Dirigió la orquesta y el coro con tan desenfrenado brío que la censurada «Oda» se convirtió en un himno a la alegría de la libertad.
Ya la obra había concluido y él seguía de espaldas al público, hasta que alguien lo dio vuelta y él pudo ver la ovación que no podía escuchar.
Fundación de las agencias de noticias
Napoleón fue definitivamente aniquilado por los ingleses en la batalla de Waterloo, al sur de Bruselas.
El mariscal Arthur Wellesley, duque de Wellington, se adjudicó la victoria, pero el vencedor fue el banquero Nathan Rothschild, que no disparó ni un tiro y estaba muy lejos de allí.
Rothschild operó al mando de una minúscula tropa de palomas mensajeras. Las palomas, veloces y bien amaestradas, le llevaron la noticia a Londres. Él supo antes que nadie que Napoleón había sido derrotado, pero hizo correr la voz de que la victoria francesa había sido fulminante, y despistó al mercado desprendiéndose de todo lo que fuera británico, bonos, acciones, dinero. Y en un santiamén todos lo imitaron, porque él siempre sabía lo que hacía, y a precio de basura vendieron los valores de la nación que creían vencida. Y entonces Rothschild compró. Compró todo, a cambio de nada.
Así Inglaterra triunfó en el campo de batalla y fue derrotada en la Bolsa de Valores.
El banquero Rothschild multiplicó por veinte su fortuna y se convirtió en el hombre más rico del mundo.
Algunos años después, a mediados del siglo diecinueve, nacieron las primeras agencias internacionales de prensa: Havas, que ahora se llama France Presse, Reuter, Associated Press...
Todas usaban palomas mensajeras.
Fundación del croissant
Napoleón, símbolo de Francia, nació en Córcega. Su padre, enemigo de Francia, lo bautizó Napoleone.
Otro símbolo de Francia, el croissant, nació en Viena. Por algo tiene nombre y forma de luna creciente. La luna creciente era, y es, emblema musulmán. Las tropas turcas habían puesto sitio a Viena. La ciudad rompió el cerco, un día de 1683, y esa misma noche, en el horno de una pastelería, Peter Wender inventó el croissant: para comer a los vencidos.

Y Franz Georg Koltschitzky, un cosaco que se había batido por Viena, pidió en recompensa las bolsas de granos de café que los turcos habían abandonado en la retirada, y abrió la primera cafetería de la ciudad: para beber a los vencidos.


Fundación de la mesa francesa
Jean Anthelme Brillat-Savarin, revolucionario desilusionado, y Grimod de la Reynière, nostalgioso monárquico, fundaron la mesa que hoy por hoy es el emblema de Francia.
Ya la revolución había quedado atrás, ya los siervos habían cambiado de señores. Un nuevo orden nacía, una nueva clase mandaba, y ellos se dedicaron a educar los paladares de la burguesía triunfante.
A Brillat-Savarin, autor del primer tratado de gastronomía, se le atribuye la frase: Dime qué comes y te diré quién eres, que tan repetida ha sido por tantos, y también: Un plato nuevo contribuye a la felicidad humana más que una nueva estrella. Su sabiduría provenía de Aurora, la mamá, una especialista que a los noventa y nueve años murió en la mesa: se sintió mal, apuró el vaso de vino y suplicó que le trajeran con urgencia el postre.
Grimod de la Reynière fue el fundador del periodismo gastronómico. Sus artículos, publicados en periódicos y almanaques, orientaron las cocinas de los restaurantes donde el arte de buen comer había dejado de ser un lujo reservado a los salones de la nobleza. No tenía manos el que más mano tenía: Reynière, el gran maestro de la pluma y del cucharón, había nacido sin manos y con garfios escribía, cocinaba y comía.
Goya
En 1814, Fernando VII posó para Francisco de Goya. Eso nada tenía de raro. Goya, artista oficial de la corona española, estaba pintando el retrato del nuevo monarca. Pero el artista y el rey se detestaban.
El rey sospechaba, con toda razón, que era mentirosamente amable esa pintura cortesana. El artista no tenía más remedio que cumplir con su trabajo ganapán, que le daba de comer y le brindaba una buena armadura contra los embates de la Santa Inquisición. Al Tribunal de Dios no le faltaban ganas de quemar vivo al autor de La maja desnuda y de numerosas obras que hacían mofa de la virtud de los frailes y de la bravura de los guerreros.
El rey tenía el poder y el artista no tenía nada. Fernando había llegado al trono para restablecer la Inquisición y los privilegios del señorío, en andas de una multitud que lo aclamaba gritando:
—¡Vivan las cadenas!
A la corta, más que a la larga, Goya perdió su puesto de pintor del rey, y fue sustituido por Vicente López, obediente burócrata del pincel.
Entonces el artista desempleado buscó refugio en una quinta, a orillas del río Manzanares, y en esas paredes nacieron las obras maestras de la llamada pintura negra.
Goya las pintó para él, por su puro gusto o disgusto, en las noches de soledad y desesperación, a la luz de las velas que erizaban su sombrero.
Y así este sordo de absoluta sordera fue capaz de escuchar las voces rotas de su tiempo, y les dio forma y color.
Mariana
En 1814, el rey Fernando mató a la Pepa.
Pepa era el nombre que el pueblo daba a la Constitución de Cádiz, que dos años antes había abolido la Inquisición y había consagrado la libertad de prensa, el derecho de voto y otras insolencias.
El rey decidió que la Pepa no había sido. La declaró nula y de ningún valor ni efecto, como si no hubiesen pasado jamás tales actos, que debían quitarse de enmedio del tiempo.
Y después, para quitar de enmedio del tiempo a los enemigos del despotismo monárquico, se alzaron patíbulos en toda España.
Una mañana de 1831, bien tempranito, ante una de las puertas de la ciudad de Granada, el verdugo dio vueltas al torniquete hasta que el collar de hierro rompió el cuello de Mariana Pineda.
Ella fue culpable. Por bordar una bandera, por no delatar a los conspiradores de la libertad y por negar el favor de sus amores al juez que la condenó.
Mariana tuvo vida breve. Le gustaban las ideas prohibidas, los hombres prohibidos, las mantillas negras, el chocolate y las canciones suavecitas.
Abanicos
Las liberalas, que así les decían los policías de Cádiz, conspiraban en clave.
De sus abuelas andaluzas habían aprendido el lenguaje secreto del abanico, que lo mismo servía para desobedecer al marido o al rey: esos lentos despliegues y súbitos repliegues, esas ondulaciones, esos aleteos.
Si las damas se quitaban el pelo de la frente con el abanico cerrado, decían: No me olvides.
Si escondían los ojos detrás del abanico abierto: Te amo.
Si desplegaban el abanico sobre los labios: Bésame.
Si apoyaban los labios sobre el abanico cerrado: No me fío.
Si con un dedo rozaban las varillas: Tenemos que hablar.
Si abanicándose se asomaban al balcón: Nos vemos afuera.
Si cerraban el abanico al entrar: Hoy no puedo salir.
Si se abanicaban con la mano izquierda: No creas en ésa.
El arte oficial en Argentina
25 de mayo de 1810: llueve en Buenos Aires. Bajo los paraguas, hay una multitud de sombreros de copa. Se reparten escarapelas celestes y blancas. Reunidos en la que hoy se llama Plaza de Mayo, los señores de levita claman que viva la patria y exigen que se vaya el virrey.
En la realidad real, no maquillada por las litografías escolares, no hubo sombreros de copa, ni escarapelas, ni levitas, y parece que ni siquiera hubo lluvia ni paraguas. Hubo un coro de gente reclutada para apoyar, desde afuera, a los pocos que dentro del Cabildo discutían la independencia.
Esos pocos, tenderos, contrabandistas, ilustrados doctores y jefes militares, fueron los próceres que dieron nombre a las avenidas y a las calles principales.
No bien declararon la independencia, implantaron el comercio libre.
Así el puerto de Buenos Aires asesinó en el huevo a la industria nacional, que estaba naciendo en las hilanderías, tejedurías, destilerías, talabarterías y demás talleres artesanales de Córdoba, Catamarca, Tucumán, Santiago del Estero, Corrientes, Salta, Mendoza, San Juan...
Pocos años después, el canciller británico George Canning brindó celebrando la libertad de las colonias españolas en América:
Hispanoamérica es inglesa —comprobó, alzando la copa.
Inglesas eran hasta las piedras de las veredas.
La independencia que no fue
Así acabaron sus días los héroes de la emancipación latinoamericana.
Fusilados: Miguel Hidalgo, José María Morelos, José Miguel Carrera y Francisco de Morazán.
Asesinado: Antonio José de Sucre.
Ahorcado y descuartizado: Tiradentes.
Exiliados: José Artigas, José de San Martín, Andrés de Santa Cruz y Ramón Betances.
Encarcelados: Toussaint L'Ouverture y Juan José Castelli.
José Martí cayó en batalla.
Simón Bolívar murió en soledad.
El 10 de agosto de 1809, mientras la ciudad de Quito celebraba la liberación, alguna mano anónima había escrito en un muro:
Último día del despotismo
y primero de lo mismo.
Dos años después, Antonio Nariño comprobó en Bogotá:
Hemos mudado de amos.
El perdedor
Predicó en el desierto y murió solo.
Simón Rodríguez, que había sido maestro de Bolívar, anduvo medio siglo por los caminos de América, a lomo de mula, fundando escuelas y diciendo lo que nadie quería escuchar.
Un incendio se llevó casi todos sus papeles. Éstas son algunas de las palabras que sobrevivieron.

*      Sobre la independencia: Somos independientes, pero no libres. Hágase algo por unos pobres pueblos que han venido a ser menos libres que antes. Antes tenían un rey pastor, que no se los comía sino después de muertos. Ahora se los come vivos el primero que llega.
*      Sobre el colonialismo mental: La sabiduría de Europa y la prosperidad de los Estados Unidos son, en América, dos enemigos de la libertad de pensar. Nada quieren las nuevas repúblicas admitir, que no traiga el pase... ¡Imiten la originalidad, ya que tratan de imitar todo!
*      Sobre el colonialismo comercial: Unos toman por prosperidad el ver sus puertos llenos de barcos... ajenos, y sus casas convertidas en almacenes de efectos... ajenos. Cada día llega una remesa de ropa hecha, y hasta de gorras para los indios. En breve se verán paquetitos dorados, con las armas de la corona, conteniendo greda preparada «por un nuevo proceder», para los muchachos acostumbrados a comer tierra.
*      Sobre la educación popular: Mandar recitar de memoria lo que no se entiende, es hacer papagayos. Enseñen a los niños a ser preguntones, para que se acostumbren a obedecer a la razón: no a la autoridad como los limitados, ni a la costumbre como los estúpidos. Al que no sabe, cualquiera lo engaña. Al que no tiene, cualquiera lo compra.
Artigas
La arquitectura de la muerte es una especialidad militar. En 1977, la dictadura uruguaya erigió un monumento funerario en memoria de José Artigas.
Este enorme adefesio fue una cárcel de lujo: había fundadas sospechas de que el héroe podía escaparse, un siglo y medio después de su muerte.
Para decorar el mausoleo, y disimular la intención, la dictadura buscó frases del prócer. Pero el hombre que había hecho la primera reforma agraria de América, el general que se hacía llamar ciudadano Artigas, había dicho que los más infelices debían ser los más privilegiados, había afirmado que jamás iba a vender nuestro rico patrimonio al bajo precio de la necesidad, y una y otra vez había repetido que su autoridad emanaba del pueblo y ante el pueblo cesaba.
Los militares no encontraron ninguna frase que no fuera peligrosa.
Decidieron que Artigas era mudo.
En las paredes, de mármol negro, no hay más que fechas y nombres.
Dos traidores
Domingo Faustino Sarmiento odió a José Artigas. A nadie odió tanto.
Traidor a su raza, lo llamó, y era verdad. Siendo blanco y de ojos claros, Artigas se batió junto a los gauchos mestizos y a los negros y a los indios. Y fue vencido y marchó al exilio y murió en la soledad y el olvido.
Sarmiento también era traidor a su raza. No hay más que ver sus retratos. En guerra contra el espejo, predicó y practicó el exterminio de los argentinos de piel oscura, para sustituirlos por europeos blancos y de ojos claros. Y fue presidente de su país y egregio prócer, gloria y loor, héroe inmortal.
Constituciones
La principal avenida de Montevideo se llama 18 de Julio, en homenaje al nacimiento de la Constitución del Uruguay, y el estadio donde se jugó el primer campeonato mundial de fútbol fue construido para celebrar el primer siglo de vida de esa ley fundacional.
El magno texto de 1830, calcado del proyecto de la Constitución argentina, negaba la ciudadanía a las mujeres, a los analfabetos, a los esclavos y a quien fuera sirviente a sueldo, peón jornalero o simple soldado de línea. Sólo uno de cada diez uruguayos tuvo el derecho de ser ciudadano del nuevo país, y el noventa y cinco por ciento no votó en las primeras elecciones.
Y así fue en toda América, de norte a sur. Todas nuestras naciones nacieron mentidas. La independencia renegó de quienes, peleando por ella, se habían jugado la vida; y las mujeres, los pobres, los indios y los negros no fueron invitados a la fiesta. Las Constituciones dieron prestigio legal a esa mutilación.
Bolivia demoró ciento ochenta y un años en enterarse de que era un país de amplia mayoría indígena. La revelación ocurrió en el año 2006, cuando Evo Morales, indio aymara, pudo consagrarse presidente por una avalancha de votos.
Ese mismo año, Chile se enteró de que la mitad de los chilenos eran chilenas, y Michelle Bachelet fue presidenta.
América según Humboldt
Mientras el siglo diecinueve daba sus primeros pasos, Alexander von Humboldt entró en América y descubrió sus adentros. Años después, escribió:

*      Sobre las clases sociales: México es el país de la desigualdad. Salta a la vista la desigualdad monstruosa de los derechos y las fortunas. La piel más o menos blanca decide la clase que ocupa el hombre en la sociedad.
*      Sobre los esclavos: En ningún lugar uno se avergüenza tanto de ser europeo como en las Antillas, sean francesas, inglesas, danesas o españolas. Discutir sobre qué nación trata mejor a los negros es como elegir entre ser acuchillado o desollado.
*      Sobre los indios: Entre todas las religiones, ninguna enmascara tanto la infelicidad humana como la religión cristiana. Quien visite a los desafortunados americanos sujetos al látigo de los frailes, no querrá volver a saber nada más de los europeos y su teocracia.
*      Sobre la expansión de los Estados Unidos: Las conquistas de los norteamericanos me disgustan mucho. Les deseo lo peor en el México tropical. Y lo mejor sería que se quedaran en casa, en lugar de difundir su loca esclavitud.
Fundación de la ecología
Este alemán curioso y valiente estaba preocupado por el desarrollo sostenible, mucho antes de que eso se llamara así. En todas partes lo maravillaba la diversidad de los recursos naturales, y lo horrorizaba el poco respeto que se les tenía.
En la isla Uruana, en el río Orinoco, Humboldt advirtió que los indios no recogían una buena parte de los huevos que las tortugas dejaban en la playa, para que la reproducción continuara, pero los europeos no habían imitado esa buena costumbre y su voracidad estaba extinguiendo una riqueza que la naturaleza había puesto al alcance de la mano.
¿Por qué descendían las aguas en el lago venezolano de Valencia? Porque las plantaciones coloniales habían arrasado los bosques nativos. Humboldt decía que los viejos árboles demoraban la evaporación del agua de lluvia, evitaban la erosión del suelo y garantizaban el equilibrio armonioso de los ríos y las lluvias. Su asesinato era la causa de las sequías feroces y las inundaciones imparables:
No sólo el lago de Valencia —decía—. Todos los ríos de la región son cada vez menos caudalosos. La cordillera está deforestada. Los colonos europeos destruyen los bosques. Los ríos se secan, durante buena parte del año, y cuando en la cordillera llueve se convierten en torrentes que arrasan los campos.
A Bolivia la borraron del mapa
Una noche de 1867, el embajador del Brasil prendió al pecho del dictador de Bolivia, Mariano Melgarejo, la Gran Cruz de la Orden Imperial del Crucero. Melgarejo tenía la costumbre de obsequiar pedazos de país a cambio de condecoraciones o caballos. Aquella noche, se le saltaron las lágrimas y ahí nomás regaló al embajador sesenta y cinco mil kilómetros cuadrados de selva boliviana rica en caucho. Con ese regalo, y doscientos mil kilómetros cuadrados más de selva conquistada por guerra, Brasil se quedó con los árboles que lloraban goma para el mercado mundial.
En 1884, Bolivia perdió otra guerra, esta vez contra Chile. La llamaron Guerra del Pacífico, pero fue la Guerra del Salitre. El salitre, vasta alfombra de brillante blancura, era el más codiciado fertilizante de la agricultura europea y un ingrediente importante de la industria militar. El empresario inglés John Thomas North, que en las fiestas se disfrazaba de Enrique VIII, devoró todo el salitre que había sido de Perú y de Bolivia. Chile ganó la guerra y él la cobró. Perú perdió mucho y también perdió mucho Bolivia, que quedó sin salida al mar, sin cuatrocientos kilómetros de costa, sin cuatro puertos, sin siete caletas y sin ciento veinte mil kilómetros cuadrados de desiertos ricos en salitre.
Pero este país tantas veces mutilado no fue oficialmente borrado del mapa hasta que ocurrió un incidente diplomático en la ciudad de La Paz.
Puede que sí, puede que no. Muchas veces me lo contaron, y así lo cuento: Melgarejo, el dictador borracho, dio la bienvenida al representante de Inglaterra ofreciéndole un vaso de chicha, el maíz fermentado que era y es la bebida nacional. El diplomático agradeció y elogió las virtudes de la chicha, pero dijo que prefería chocolate. Entonces el presidente lo convidó, amablemente, con una enorme tinaja llena de chocolate. Toda la noche pasó el embajador, prisionero, obligado a beber este castigo hasta la última gota, y al amanecer fue paseado en burro, montado al revés, por las calles de la ciudad.
Cuando la reina Victoria se enteró del asunto, en su palacio de Buckingham, mandó traer un mapamundi. Preguntó dónde diablos quedaba Bolivia, tachó el país con una cruz de tiza y sentenció:
Bolivia no existe.
A México le comieron el mapa
Entre 1833 y 1855, Antonio López de Santa Anna fue once veces presidente de México.
En ese período, México perdió Texas, California, Nuevo México, Arizona, Nevada, Utah y buena parte de Colorado y de Wyoming.
México se redujo a la mitad al módico precio de quince millones de dólares y una cantidad de soldados muertos, indios y mestizos, que nunca fueron contados.
La mutilación había empezado en Texas, que por entonces se llamaba Tejas. Allí la esclavitud estaba prohibida. Sam Houston y Stephen Austin, dueños de negros, encabezaron la invasión que restableció la esclavitud.
Estos ladrones de tierras ajenas son ahora héroes de la libertad y próceres de la patria. La salud y la cultura llevan sus nombres. Houston brinda curación o consuelo a los enfermos graves y Austin otorga lustre a los intelectuales.
A Centroamérica le rompieron el mapa
Francisco Morazán no murió en la primera descarga. Se levantó, como pudo, y él mismo mandó corregir la puntería y dio la orden de fuego.
Después, el tiro de gracia le partió la cabeza.
Partida quedó, también, Centroamérica. Cinco pedazos, que ahora son seis. Estos seis países, que se ignoran y se malquieren, habían sido, en tiempos de Morazán, una sola república.
Él había presidido Centroamérica desde 1830 hasta 1838. La había querido unida, y por ella peleó.
En su última batalla, reunió a ochenta hombres contra cinco mil.
Cuando entró en San José de Costa Rica, atado al caballo, una multitud lo miró pasar en silencio.
Al rato nomás, recibió sentencia y fue fusilado y durante muchas horas siguió acribillándolo la lluvia.
Cuando Morazán nació, en Honduras, no había allí ni una sola escuela pública y ningún hospital donde los pobres pudieran entrar antes de pasar al cementerio.
Morazán convirtió los conventos en escuelas y hospitales, en Honduras y en toda Centroamérica, y el alto clero denunció que este Satán expulsado del Cielo tenía la culpa de la viruela y de la sequía y de la guerra que la Iglesia hizo contra él.
Trece años después de la caída de Morazán, William Walker invadió estas tierras.
El Predestinado
En 1856, William Walker se proclama presidente de Nicaragua. La ceremonia incluye discursos, desfile militar, misa y banquete con cincuenta y tres brindis de vinos europeos.
Una semana después, el embajador de los Estados Unidos, John H. Wheeler, reconoce oficialmente al nuevo presidente, y en su discurso lo compara con Cristóbal Colón.
Walker impone a Nicaragua la Constitución de Louisiana y restablece la esclavitud, que treinta años antes había sido abolida en toda Centroamérica. Lo hace por el bien de los negros, porque las razas inferiores no pueden competir con la raza blanca, si no se les da un amo blanco que dirija sus energías.
Este caballero de Tennessee, el Predestinado, recibe órdenes directas de Dios. Cavernoso, patibulario, siempre vestido de luto, encabeza una banda de mercenarios, reclutados en los muelles, que dicen ser los Caballeros del Círculo Dorado y también se hacen llamar, modestamente, Falange de los Inmortales.
Five or none, proclama Walker, que emprende la conquista de toda América Central.
Y los cinco países centroamericanos, divorciados, peleados, envenenados por los rencores mutuos, recuperan, al menos por un rato, su perdida unidad: se unen contra él.
En 1860, lo fusilan.
Mudanza de mapa
En 1821, la American Colonization Society compró un pedazo del África.
En Washington bautizaron al nuevo país, lo llamaron Liberia, y llamaron Monrovia a la capital en homenaje a James Monroe, que por entonces era presidente de los Estados Unidos. Y en Washington también diseñaron la bandera, igualita a la propia pero con una sola estrella, y eligieron las autoridades. En Harvard elaboraron la Constitución.
Los ciudadanos de la recién nacida nación eran esclavos liberados, o más bien expulsados, de las plantaciones del sur de los Estados Unidos.
Los que habían sido esclavos se convirtieron en amos no bien desembarcaron en tierra africana. La población nativa, negros salvajes de la selva, debía obediencia a estos recién llegados que venían de ser los últimos y pasaban a ser los primeros.
Al amparo de las cañoneras, ellos se apoderaron de las mejores tierras y se adjudicaron, en exclusiva, el derecho de voto.
Después, con el paso de los años, concedieron el caucho a las empresas Firestone y Goodrich y obsequiaron el petróleo, el hierro y los diamantes a otras empresas norteamericanas.
Sus herederos, cinco por ciento de la población total, siguen administrando esta base militar extranjera en África. Cada tanto, cuando el pobrerío entra en turbulencia, llaman a los marines para poner orden.
Mudanza de nombre
Aprendió a leer leyendo números. Jugar con números era lo que más la divertía y en las noches soñaba con Arquímedes.
El padre prohibía:
No son cosas de mujeres —decía.
Cuando la revolución francesa fundó la Escuela Politécnica, Sophie Germain tenía dieciocho años. Quiso entrar. Le cerraron la puerta en las narices:
No son cosas de mujeres —dijeron.
Por su cuenta, solita, estudió, investigó, inventó.
Enviaba sus trabajos, por correo, al profesor Lagrange. Sophie firmaba Monsieur Antoine-August Le Blanc, y así evitaba que el eximio maestro contestara:
No son cosas de mujeres.
Llevaban diez años carteándose, de matemático a matemático, cuando el profesor supo que él era ella.
A partir de entonces, Sophie fue la única mujer aceptada en el masculino Olimpo de la ciencia europea: en las matemáticas, profundizando teoremas, y después en la física, donde revolucionó el estudio de las superficies elásticas.
Un siglo después, sus aportes contribuyeron a hacer posible, entre otras cosas, la torre Eiffel.
La torre lleva grabados los nombres de varios científicos.
Sophie no está.
En su certificado de defunción, de 1831, figuró como rentista, no como científica:
No son cosas de mujeres —dijo el funcionario.
Las edades de Ada
A los dieciocho años, se fuga en brazos de su preceptor.
A los veinte se casa, o la casan, a pesar de su notoria incompetencia para los asuntos domésticos.
A los veintiuno, se pone a estudiar, por su cuenta, lógica matemática. No son ésas las labores más adecuadas para una dama, pero la familia le acepta el capricho, porque quizás así pueda entrar en razón y salvarse de la locura a la que está destinada por herencia paterna.
A los veinticinco, inventa un sistema infalible, basado en la teoría de las probabilidades, para ganar dinero en las carreras de caballos. Apuesta las joyas de la familia. Pierde todo.
A los veintisiete, publica un trabajo revolucionario. No firma con su nombre. ¿Una obra científica firmada por una mujer? Esa obra la convierte en la primera programadora de la historia: propone un nuevo sistema para dictar tareas a una máquina que ahorra las peores rutinas a los obreros textiles.
A los treinta y cinco, cae enferma. Los médicos diagnostican histeria. Es cáncer.
En 1852, a los treinta y seis años, muere. A esa misma edad había muerto su padre, lord Byron, poeta, a quien nunca vio.
Un siglo y medio después, se llama Ada, en su homenaje, uno de los lenguajes de programación de computadoras.
Ellos son ellas
En 1847, tres novelas conmueven a los lectores ingleses.
«Cumbres borrascosas», de Ellis Bell, cuenta una devastadora historia de pasión y venganza. «Agnes Grey», de Acton Bell, desnuda la hipocresía de la institución familiar. «Jane Eyre», de Currer Bell, exalta el coraje de una mujer independiente.
Nadie sabe que los autores son autoras. Los hermanos Bell son las hermanas Bronté.
Estas frágiles vírgenes, Emily, Anne, Charlotte, alivian la soledad escribiendo poemas y novelas en un pueblo perdido en los páramos de Yorkshire. Intrusas en el masculino reino de la literatura, se han puesto máscaras de hombres para que los críticos les disculpen el atrevimiento, pero los críticos maltratan sus obras rudas, crudas, groseras, salvajes, brutales, libertinas...
Flora
Flora Tristán, abuela de Paul Gauguin, errante militante, peregrina de la revolución, dedicó su turbulenta vida a pelear contra el derecho de propiedad del marido sobre la mujer, del patrón sobre el obrero y del amo sobre el esclavo.
En 1833, viajó al Perú. En las afueras de Lima, visitó un ingenio azucarero. Conoció los molinos que trituraban la caña, las calderas que hervían la melaza, la refinería que hacía el azúcar. Por todas partes vio esclavos negros que iban y venían, trabajando en silencio. Ni se enteraron de su presencia.
El dueño le dijo que tenía novecientos. En mejores tiempos había tenido el doble:
Es la ruina —se quejó.
Y dijo todo lo que estaba previsto que dijera: que los negros eran holgazanes como los indios, que sólo a latigazos trabajaban, que...
Cuando ya se estaba marchando, Flora descubrió una cárcel a un costado de la plantación.
Sin pedir permiso, se metió.
Allí, en la cerrada sombra de un calabozo, alcanzó a distinguir dos negras desnudas, agazapadas en un rincón.
Ni bestias son —despreció el guardián—. Las bestias no matan a sus cachorros.
Estas esclavas habían matado a sus cachorros.
Las dos miraron a esa mujer, que las miraba desde el otro lado del mundo.
Concepción
Pasó la vida luchando con alma y vida contra el infierno de las cárceles y por la dignidad de las mujeres, presas de cárceles disfrazadas de hogares.
Contra la costumbre de absolver generalizando, ella llamaba al pan pan y al vino, vino:
 —Cuando la culpa es de todos, es de nadie —decía. Así se ganó unos cuantos enemigos.
Y  aunque a la larga su prestigio ya era indiscutible, a su país le costaba creérselo. Y no sólo a su país: a su época también.
Allá por 1840 y algo, Concepción Arenal había asistido a los cursos de la Facultad de Derecho, disfrazada de hombre, el pecho aplastado por un doble corsé.
Allá por 1850 y algo, seguía disfrazándose de hombre para poder frecuentar las tertulias madrileñas, donde se debatían temas impropios a horas impropias.
Y  allá por 1870 y algo, una prestigiosa organización inglesa, la Sociedad Howard para la Reforma de las Prisiones, la nombró representante en España. El documento que la acreditó fue expedido a nombre de sir Concepción Arenal.
Cuarenta años después, otra gallega, Emilia Pardo Bazán, fue la primera mujer catedrática en una universidad española. Ningún alumno se dignaba escucharla. Daba clases a nadie.
Venus
Fue arrancada de África del Sur y vendida en Londres.
Y fue burlonamente bautizada Venus de los hotentotes.
Por dos chelines se podía verla, encerrada en una jaula, desnuda, con sus tetas tan largas que daban de mamar por la espalda. Y pagando el doble se podía tocarle el culo, que era el más grande del mundo.
Un cartel explicaba que esta salvaje era mitad humana y mitad animal, la encarnación de todo lo que los civilizados ingleses, felizmente, no son.
De Londres pasó a París. Los expertos del Museo de Historia Natural querían averiguar si esta Venus pertenecía a una especie ubicada entre el hombre y el orangután.
Tenía veintipocos años cuando murió. Georges Cuvier, célebre naturalista, hizo la disección. Informó que ella tenía cráneo de mono, cerebro escaso y culo de mandril.
Cuvier desprendió el labio inferior de la vagina, colgajo enorme, y lo metió en un frasco.
Dos siglos después, el frasco seguía en exhibición, en París, en el Museo del Hombre, junto a los genitales de otra africana y de una india peruana.
Muy cerquita estaban, en otra serie de frascos, los cerebros de algunos científicos europeos.
América profunda
La reina Victoria los recibió en el palacio de Buckingham, pasearon por las cortes europeas, en Washington fueron invitados a la Casa Blanca.
Bartola y Máximo eran de una pequeñez jamás vista. John Henry Anderson, que los había comprado, los exhibía bailando en las palmas de sus manos.
La publicidad de los circos los llamaba aztecas, aunque según Anderson venían de una ciudad maya escondida en la selva de Yucatán, donde los gallos cacareaban bajo tierra y los nativos llevaban turbantes y comían carne humana.
Los científicos europeos que estudiaron sus raros cráneos diagnosticaron que en esos cerebritos no cabían los principios morales, y que Bartola y Máximo provenían de ancestros americanos incapaces de pensar y de hablar. Por eso sólo podían repetir algunas palabras, como los loros, y no entendían más que las órdenes del amo.
Dieta de aire
A mediados del siglo diecinueve, Bernard Cavanagh atrajo gentíos en Inglaterra. Anunció que no comería bocado ni bebería una gota durante siete días y siete noches, y por si fuera poco informó que llevaba cinco años y medio con ese menú.
Cavanagh no cobraba entradas, pero aceptaba donaciones que iban directamente a manos del Espíritu Santo y de la Santísima Virgen.
Después de Londres, ofreció su conmovedor espectáculo en otras ciudades, ayuno tras ayuno, siempre encerrado en jaulas o en habitaciones herméticamente clausuradas, siempre sometido a controles médicos y vigilancias policiales y siempre rodeado por ávidas multitudes.
Cuando murió, el cadáver desapareció y nunca se encontró. Muchos creyeron que Cavanagh se había comido a sí mismo. Él era irlandés, y en aquellos años eso no tenía nada de raro.
Una colonia superpoblada
No salía humo de las chimeneas. En 1850, al cabo de cuatro años de hambres y plagas, los campos de Irlanda se habían despoblado, y poquito a poco se desmoronaban las casas sin nadie. La gente se había marchado al cementerio o a los puertos del norte de América.
La tierra no daba papas ni nada. Sólo crecía la producción de locos. El manicomio de Dublín, pagado por Jonathan Swift, tenía noventa huéspedes cuando fue inaugurado. Un siglo después, había más de tres mil.
En plena hambruna, Londres envió alguna ayuda de emergencia; pero en unos meses se acabó la caridad. El imperio se negó a seguir socorriendo a esta colonia incómoda. Según explicó el primer ministro, lord Russell, el pueblo irlandés, ingrato, pagaba la generosidad con rebeliones y difamaciones, y a la opinión pública eso le caía muy mal.
Y Charles Trevelyan, alto funcionario encargado de la crisis irlandesa, atribuyó el hambre a la Divina Providencia. Irlanda tenía la más alta densidad demográfica de toda Europa, y ya que el exceso de población no podía ser evitado por los hombres, Dios lo estaba resolviendo con toda su sabiduría, de modo imprevisto, inesperado, pero con gran eficacia.