Erebos - Ursula Poznanski (Parte 1)


Ursula Poznanski
Erebos

En un instituto de Londres circula un misterioso juego informático llamado Erebos. Copias piratas pasan secretamente de un alumno a otro provocando una fuerte adicción entre los estudiantes. Las reglas son muy estrictas: debes jugar siempre solo, tienes una única oportunidad y no puedes hablar con nadie sobre ello. Quien no las cumple o no termina una misión se queda fuera y no puede volver a intentarlo. Solo hay un pequeño inconveniente: Erebos es mucho más que un simple juego informático y las misiones que exige no deben ser realizadas en ese escenario sino en la vida real. El límite entre la realidad y el mundo virtual empieza a desaparecer peligrosamente… 

Erebos es un juego.

Te recompensa, te habla, te amenaza, te observa, te castiga.



Siempre comienza de noche. La oscuridad alimenta mis planes. Y, si algo me sobra, es oscuridad. Ella es el suelo donde única­mente florecerá lo que satisfaga mis deseos.
Si pudiera elegir, siempre preferiría la noche al día, el sótano al jardín. Solo después del atardecer, la esencia de mis ideas puede salir de su escondite para respirar el aire helado que le da una belleza grotesca a su cuerpo deforme. La carnada debe ser apeti­tosa para que la presa mire el anzuelo que se hundirá con fuerza en su carne. Mi presa. Aún no la conozco y casi deseo abrazarla. De alguna manera lo haré: ambos seremos uno en mi espíritu.
No necesito ir en busca de la oscuridad: siempre me rodea y yo la exhalo como si fuera mi aliento. Como si fuera el sudor de mi cuerpo. Mientras tanto, ella me esquiva, y eso es bueno. Todos me acechan y cuchichean, están incómodos, angustiados. Piensan que la peste los mantiene lejos, pero yo sé que es la oscuridad.





Capítulo 1

Son las tres y diez y no hay rastro de Colin. Nick botaba la pe­lota de baloncesto contra el suelo, la atrapaba con la mano derecha, luego con la izquierda y después volvía a su diestra. Un corto y sonoro golpe retumbaba con cada bote. Se esfor­zaba para mantener el ritmo. Veinte veces más la bola tendría que cambiar de mano. Si no llegaba Colin, le tocaría ir solo al entrenamiento.
«Cinco, seis». No podía comprender por qué no aparecía. Sabía de sobra que era muy fácil que te echaran del equipo de Betthany. Tampoco tenía encendido el móvil, seguro que se le olvidó cargar la batería. «Diez, once». A cualquiera se le olvida enchufar el teléfono, pero… ¿también se le habían ol­vidado el baloncesto, sus amigos, el equipo? «Dieciocho. Diecinueve. Veinte». Ni rastro de Colin. Nick suspiró y cogió la pelota bajo el brazo.

El entrenamiento fue extenuante. Después de dos horas, Nick estaba bañado en sudor. Con las rodillas doloridas cami­nó cojeando hacia la ducha, se puso bajo el chorro y cerró los ojos. Colin no había aparecido y Betthany —por no variar— estaba furioso. Había descargado toda su rabia contra Nick, como si él fuera culpable de la desaparición de Colin.
Nick se echó champú y lavó su larga cabellera (al menos así le parecía al entrenador Betthany), que después recogió en una coleta con una goma desgastada. Fue el último en irse del gimnasio.
Afuera ya era de noche. Mientras bajaba por las escaleras me­cánicas para llegar al metro, sacó su móvil y presionó la tecla de marcación rápida con el número de Colin. Después de sonar dos veces saltó el buzón de voz y colgó sin dejar un mensaje.

Su madre estaba recostada en el sofá, leía una de sus revistas de peluquería y veía la televisión.
—Hoy cenaremos perritos calientes —le dijo a Nick en cuanto cerró la puerta—. Estoy muerta. ¿Me traes una aspirina de la cocina?
El chico dejó caer su mochila en el rincón y echó una aspiri­na efervescente con vitamina C en un vaso de agua. «Perritos, genial». Se moría de hambre.
—¿Y papá?
—No está, hoy llegará tarde… Es el cumpleaños de uno de sus compañeros.
Sin muchas esperanzas, Nick hurgó en la nevera en busca de algo sabroso: unas salchichas o el resto de la pizza de ayer, por ejemplo. No encontró nada.
—¿Cómo ves el asunto de Sam Lawrence? —gritó su madre desde el salón—. Qué locura, ¿no?
«¿Sam Lawrence?». El nombre le sonaba, pero no le ponía cara. Las confusas noticias de su madre siempre le sacaban de quicio cuando llegaba hecho polvo. Le sirvió el anhelado cóctel contra el dolor de cabeza y se preguntó si también él debería tomarse uno.
—¿Vosotros estabais ahí cuando se lo llevaron? Me lo ha contado hoy la señora Gillinger mientras le retocaba las me­chas; trabaja en la misma empresa que la madre de Sam.
—¡No te entiendo! ¿Sam Lawrence va a mi instituto?
Su madre le observó con el ceño fruncido.
—¡Pues claro que sí! Va dos cursos por detrás de ti. Lo ex­pulsaron. ¿No te has enterado del escándalo?
No, Nick no se había enterado, pero su madre le puso al corriente.
—¡Encontraron armas en su taquilla! ¡Armas! Se supone que eran una pistola y dos navajas de muelle. ¿De dónde sacó un mu­chacho de quince años una pistola? ¿Sabes dónde las consiguió?
—No —dijo Nick sin ganas de mentir.
A él le daba igual el escándalo (como lo llamaba su madre). Sin embargo, pensó en los estudiantes que cometían asesinatos en los institutos estadounidenses y se estremeció sin querer. ¿De verdad había tipos tan enfermos en su colegio? Tuvo ganas de hablar con Colin, quizá él supiese más acerca de lo que había pasado, pero el muy holgazán no contestaba al teléfono. Tal vez fuese lo mejor, seguramente su madre estaba exage­rando, como siempre, y Sam Lawrence solo tenía una pistolita de agua y una navaja de boy scout.
—Es horrible la de cosas que pueden salir mal cuando los niños crecen —afirmó ella, y lo observó con una mirada que decía: «Mi precioso, mi pequeño, mi bebé, ¿verdad que tú no harías algo así?».
Esa era la expresión que le llevaba a plantearse si no debería mudarse con su hermano.

—¿Estabas enfermo? ¡Betthany nos dio caña como nunca!
—No. Todo va bien.
Los ojos de Colin, enrojecidos, se fijaron en la pared del pasi­llo del instituto.
—¿Estás seguro? Tienes una pinta espantosa.
—Seguro. Anoche casi no pegué ojo.
La mirada de Colin recorrió a toda prisa la cara de Nick y después volvió a clavarse en la pared. Nick reprimió un suspi­ro. A Colin nunca le había importado dormir poco.
—¿Saliste?
Su amigo negó con la cabeza y las rastas se balancearon de un lado al otro.
—Vale. Pero si fue tu padre el que…
—No fue mi padre, ¿de acuerdo?
Colin le apartó a un lado y se dirigió a clase. No se sentó en su sitio de siempre, sino que fue al lado de Dan y de Alex, que estaban de pie junto a la ventana, metidos en su charla.
¿Dan y Alex? Nick parpadeó con incredulidad. Esos dos eran tan aburridos que Colin siempre los llamaba «las abuelitas teje­doras». La abuelita tejedora uno (Dan) no había terminado de dar el estirón y se diría que intentaba compensarlo con un culo gordísimo, que le encantaba rascarse. A la abuelita tejedora 2 (Alex) el color de la cara le cambiaba a la velocidad de la luz en cuanto uno le dirigía la palabra: del blanco harina al rojo semá­foro. ¿Colin quería convertirse en la tercera abuelita tejedora?
—Eso no me cabe en la cabeza —murmuró Nick.
—¿Hablando solo?
Jamie apareció detrás de Nick: le dio una palmada en el hom­bro y arrastró su estropeada mochila por toda la clase. Al sonreír, mostró la hilera de dientes más torcida que podía encontrarse en el instituto.
—Hablar solo es muy mala señal. Uno de los primeros sín­tomas de la esquizofrenia. ¿También oyes voces?
—No seas idiota —dijo Nick mientras le daba un amistoso empujón—. Pero, mira, Colin se está haciendo amigo de las abuelitas tejedoras.
Volvió a mirarlo y se quedó de piedra. Alto. Lo que ocurría no era el comienzo de una amistad sino un sometimiento. Co­lin tenía pinta de estar rogando. Sin pensarlo, Nick se acercó un poco más.
—No entiendo qué pasa, ¿me lo explicas? —escuchó decir a Colin.
—No se puede. Déjate de tonterías, ya sabes lo que está pa­sando —le dijo Dan y cruzó los brazos sobre su barriga gelati­nosa. En la corbata de su uniforme tenía restos de yema de huevo del desayuno.
—¡No es nada del otro mundo! Y tampoco te voy a delatar.
Mientras Alex miraba algo escamado a Dan, este parecía fe­liz ante la escena.
—Olvídalo —reiteró Dan—. No seas tan creído. A ver cómo sales de esta.
—Por lo menos…
—¡No! ¡Cállate ya, Colin!
A punto. A punto estuvo Colin de agarrar a Dan de los hombros y arrastrarlo por el pasillo. A punto. Pero se limitó a bajar la cabeza y mirar las puntas de sus zapatos.
Algo andaba mal. Nick caminó hacia la ventana y se unió al trío.
—Oye, ¿qué pasa con vosotros?
—¿Necesitas algo? —preguntó Dan con tono agresivo.
Nick lo miró de arriba abajo.
—De ti, nada —respondió—. Solo de Colin.
—¿Es que no lo ves? Ahora está hablando con nosotros.
A Nick se le fue el aire. ¿Cómo era posible que Dan le hablara de esa manera?
—¡Ah! ¿En serio, Dan? —dijo muy despacio—. ¿De qué po­dría hablar contigo? ¿Del punto de cruz?
Colin le dirigió una rápida mirada, pero no dijo una sola palabra. Si su piel no fuera tan morena, Nick habría jurado que se había puesto rojo.
¡Aquello no podía estar pasando! ¿Colin era responsable de algo y Dan lo sabía? ¿Le estaba chantajeando?
—Colin —dijo Nick con voz bien alta—, Jamie y yo nos encontraremos con los demás en el Camden Lock a la salida de clase. ¿Te vienes?
Pasó un buen rato antes de que Colin respondiera.
—No sé —dijo con la mirada fija más allá de la ventana—. Mejor no contéis conmigo.
La mirada de complicidad que Dan y Alex cruzaron logró que a Nick se le revolviera el estómago.
—¿Qué pasa? —dijo mientras tomaba a su amigo de los hombros—. ¿Colin?, ¿qué pasa?
Fue Dan, el ridículo albondigón, quien apartó las manos de Nick de los hombros de Colin.
—Nada que te importe. Nada que puedas entender.

A las seis y media la Northern Line estaba abarrotada. Cami­no del cine, Nick y Jamie iban de pie, apretados entre la gente cansada y sudorosa. Menos mal que Nick pudo alzarse por encima de la multitud para respirar aire fresco; Jamie no tuvo más remedio que quedarse atrapado entre un tipo trajeado y una matrona con pechos exuberantes.
—Ya te digo, algo anda mal —insistió Nick—. Dan trató a Colin como si fuera su recadero. Y a mí como a un mocoso. La próxima vez…
Se contuvo. ¿Qué haría la próxima vez? ¿Darle a Dan un puñetazo en la nariz?
—La próxima vez le voy a enseñar quién manda aquí —y terminó su frase.
Jamie se encogió de hombros. No había lugar para más mo­vimiento.
—Creo que son imaginaciones tuyas —dijo impasible—. A lo mejor Colin espera que Dan le eche una mano en espa­ñol; da clases particulares a mucha gente.
—No. No iba por ahí. ¡Deberías haberlos escuchado!
—Lo mismo está tramando algo —dijo Jamie mientras sonreía de oreja a oreja—. Se está burlando de los dos, ¿me entiendes? Como aquella vez que trató de convencer a Alex de que Michelle estaba colada por él. ¡De aquello nos estuvimos riendo semanas!
Nick sonrió en contra de su voluntad. Colin se aseguró de que Alex no diese tregua a la tímida Michelle. Claro, todo salió mal, y al pobre Alex no le cambió el color del rostro en varios días. Todo ese tiempo estuvo rojo como un tomate.
—Eso pasó hace dos años, solo teníamos catorce —dijo Nick—. Y fue una bobada infantil.
Las puertas del vagón se deslizaron para abrirse y salieron algunas personas, pero eran más las que intentaban meterse. Una mujer joven con tacones altos pisó a Nick con todo su peso. El dolor lo alejó durante algunos minutos de cualquier idea sobre el extraño comportamiento de Colin.
No fue sino después, cuando estaban sentados en la oscura sala del cine viendo los anuncios proyectados en la enorme pantalla, cuando Nick volvió a recordar la imagen de Colin al lado de ese par de inútiles. La mirada afanosa y brillante de Alex y la arrogante sonrisa de Dan. El bochorno de Colin.
No se trataba de clases particulares, eso fijo.

Durante todo el fin de semana Colin no dio señales de vida, y el lunes apenas si cruzó palabra con Nick. Siempre parecía con prisa. En una de las pausas, Nick vio cómo le enseñaba algo a Jerome. Algo fino de plástico brillante. A Jerome se le veía poco interesado, mientras que Colin se lo entregaba en­tre gestos nerviosos para luego irse.
—Oye, Jerome —Nick se acercó a él con tono de buen hu­mor—. Dime, ¿qué te ha dado Colin?
El otro se encogió de hombros:
—Nada especial.
—Entonces, enséñamelo.
Durante un momento, Jerome hurgó en el bolsillo de su chaqueta, pero cambió de opinión.
—¿Por qué te interesa tanto?
—Por nada en especial. Es solo curiosidad.
—No es nada importante. Y, a fin de cuentas, pregúntale a Colin.
Jerome se dio la vuelta y se acercó a un par de chicos que discutían sobre los resultados de fútbol.

Nick sacó los libros de Inglés de la taquilla y caminó hacia clase, en donde —como siempre— su mirada se quedó pren­dida de Emily. Dibujaba concentrada y con la cabeza gacha. Su oscura melena llegaba hasta el papel.
Apartó la vista de ella y se dirigió al pupitre de Colin, pero ahí estaba Alex, la majestuosa abuelita tejedora. Él y Colin acer­caron sus cabezas y empezaron a cuchichear.
—¡Me las vas a pagar! —murmuró Colin con tono sombrío.
Al día siguiente, no fue al instituto.

—Aquí hay gato encerrado. ¡Normalmente desconfía de mí y no de ti! —dijo Jamie mientras cerraba de golpe la puerta de su taquilla—. ¿No has pensado si Colin está enamorado de algu­na? A la mayoría se les va la cabeza. De Gloria, por ejemplo, ¿quién sabe? O a lo mejor de Brynne. No, ella se muere por ti, Nick, rompecorazones.
Nick solo lo escuchó a medias: en el pasillo donde estaban, enfrente de los baños, se encontraban dos muchachos de se­cundaria. Dennis y… uno de cuyo nombre Nick no se acor­daba en absoluto. Dennis hablaba un poco inquieto mientras sostenía algo frente a la nariz de su compañero: un paquetito cuadrado y fino. Esa escena ya le resultaba muy familiar. El otro sonrió y lo hizo desaparecer discretamente en su bolsillo.
—A lo mejor Colin está enamorado de la maravillosa Emily Carver —repuso Jamie con buen humor—. Y como lo tiene muy complicado con ella, no me sorprendería su mal humor. O tal vez de nuestra preferida: ¡Helen! —dijo mientras le daba una fuerte palmada en el trasero a la chica gordita que caminaba hacia clase.
Helen se giró y le dio un golpe que lo hizo tambalearse por medio pasillo.
—¡No me toques, animal! —le espetó en voz baja pero ame­nazante.
Después de unos segundos, Jamie consiguió recuperar el equilibrio.
—Pero sí, así es. Aunque me parece difícil no admirar tu as­pecto: ¡me vuelvo loco por los granos y los puntos negros!
—Déjala en paz —dijo Nick.
Jamie se quedó de una pieza.
—¿Se puede saber qué te pasa? ¿Te acabas de apuntar a Greenpeace? ¡Salvad a las ballenas!, ¿o algo así?
Nick no respondió. Las bromas de Jamie a costa de Helen siempre le daban la impresión de que alguien hacía estallar fuegos artificiales sobre un tanque de gasolina.

En la televisión ponían Los Simpson. Con el pantalón de chándal, Nick se sentó en el sofá y empezó a comer directamente de una lata de raviolis tibios. Su madre todavía no estaba en casa. Seguro que tenía mucha prisa y guardó sus cosas sin fijarse: la mitad de sus «herramientas de trabajo» estaban esparcidas por el suelo. Al entrar en casa, Nick había pisado uno de los rulos de su madre y casi se cae de boca. Era un caos.
Su padre roncaba en la habitación. Había puesto en la puerta el cartel de «Por favor, no molestar: recuperando fuerzas».
La lata de raviolis ya estaba vacía y Homer Simpson había es­trellado su coche contra un árbol. Nick bostezó. Ya sabía lo que iba a pasar y, además, tenía que irse al entrenamiento. Sin mu­cho entusiasmo, metió sus cosas en la mochila. Quizá hoy sí aparecería Colin, después de haber faltado al último entreno. De todos modos, llamarlo y recordárselo no estaba de más. Tres veces lo intentó, pero solo respondía el buzón de voz y —como todo el mundo sabía— Colin casi nunca lo escuchaba.

—¡Quienes no se tomen en serio el entrenamiento no tienen nada que hacer en el equipo! —el vozarrón de Betthany llenó sin dificultad el pabellón.
Los miembros del equipo, claramente diezmado, se miraron los zapatos. Betthany vociferaba contra las personas equivoca­das: por lo menos ellos sí habían ido al entrenamiento. Pero solo eran ocho y con ese número no se pueden armar dos equipos y tampoco pueden hacerse cambios. Por supuesto, Colin no había aparecido. Y tampoco Jerome. Curioso.
—¿Qué les pasa a esos perdedores? ¿Se han puesto enfer­mos? ¿Hay una epidemia de debilidad cerebral aguda?
Nick confiaba en que Betthany se quedara afónico más pron­to que tarde.
—Si va a estar siempre de malas, la próxima vez yo me que­do en casa —murmuró, y como recompensa tuvo que hacer veinticinco abdominales.
Camino de casa Nick llamó otras dos veces a Colin, sin éxito. «¡Maldita sea!».
¿Por qué estaba tan inquieto? ¿Solo porque Colin se compor­taba como un loco? No, se dijo después de pensarlo un poco. Comportarse como un loco estaría bien. El problema era que, como pintaban las cosas, de un día para otro Colin había decidido borrar por completo a Nick de su vida y él, por lo me­nos, se merecía una explicación, un porqué.
Al llegar a casa, se sentó en la silla giratoria y coja; que estaba frente su escritorio. Encendió su ordenador y abrió su correo.

de: Nick Dunmore <nickl803@aon.co.uk>
para: Colin Harris <colin.harris@hotmail.com>
asunto: ¿Todo bien contigo?

¡Hola! ¿Estás enfermo?, ¿algo va mal?, ¿he he­cho algo que te haya molestado? Si es eso, no ha sido a propósito. Y oye, ¿qué pasa entre Dan y tú? Ese tipo es verdaderamente extraño, y nosotros  nos llevábamos bien… ¿Vas a ir mañana al instituto? Si hay algún problema, vamos a hablarlo.
Un saludo,
Nick

Dio al botón de enviar, abrió su buscador y entró al chat de la Asociación de Jugadores de Baloncesto. No había nadie, así que navegó hacia el deviantART. Hacia Emily. Ahí buscó si había subido un nuevo manga o un poema. Esa chica era puro talento.
Encontró dos nuevos bocetos que bajó a su disco duro, y una entrada de blog. Dudó si leerla. Siempre tenía que supe­rar un límite invisible, porque sabía que no estaba dirigida a él. Emily trataba de permanecer en el anonimato, pero tenía amigas muy chismosas.
Se sacudió esos pensamientos de la cabeza. Allí, en esa pági­na, estaba cerca de ella. Como si la tocara en la oscuridad.
Emily había escrito en su blog que sentía la cabeza vacía. Decía que le gustaría irse al campo, salir del gigantesco Moloch de Londres. A Nick, esas palabras le parecieron puñala­das. Era impensable que Emily abandonara su ciudad y su vida. Tres veces lo leyó antes de cerrar la página.
Una vez más, revisó los correos electrónicos. Ni una palabra de Colin. Llevaba días sin recibir siquiera un tweet. Nick sus­piró, golpeó con el ratón sobre la mesa con más fuerza de la necesaria y apagó el ordenador.

La clase de Química era un castigo del destino. Con una de­sesperación creciente, Nick se apoyó en su libro y trató de en­tender el problema que la señora Ganter les había dado para resolver durante la clase. Si por lo menos le bastara con un seis al final del año. Pero, por desgracia, ni un ocho le servi­ría de nada; en realidad necesitaba un diez. Las facultades de Medicina no admiten a inútiles en Química.
Levantó la mirada. Delante de él estaba sentada Emily, su oscura cola de caballo se extendía sobre su espalda. No tenía dorso de sílfide, sino uno en el que se podían apreciar las ho­ras de natación. Y, además, sus piernas eran largas y musculo­sas y Sacudió la cabeza para dirigir sus pensamientos en la dirección correcta. «Maldición. Otra vez, ¿a cuántos moles equivalían diecinueve gramos de CH4?».
El timbre sonó muy rápido indicando el final de la clase. Nick, convencido de que la señora Ganter no estaría contenta, fue uno de los últimos en entregar su hoja. Emily ya se había ido. Nick la buscó con la vista y la descubrió un par de metros más allá en el pasillo. Hablaba con Rashid, cuya enorme nariz proyectaba sobre la pared una sombra picuda. Nick dio unos pasos para acercarse y simuló que buscaba algo en su carpeta.
—No puedes decírselo a nadie, ¿entiendes? —Rashid le ex­tendió algo a Emily, un paquetito plano, envuelto en periódi­co. Otra vez cuadrado—. Tiene lo suyo. Te vas a llevar una sorpresa, está genial.
El rostro de Emily mostraba a las claras su escepticismo.
—No tengo tiempo para tonterías.
Nick permaneció un poco apartado y fingió que estudiaba el tablón de anuncios del Club de Ajedrez.
—¿Que «no tienes tiempo»?, ¡por favor! ¡Inténtalo! Toma.
Una mirada de reojo le bastó para distinguir cómo Rashid le entregaba a Emily el paquetito envuelto en periódico, y cómo ella lo rechazaba. La chica dio un paso atrás, negó con la cabeza y se marchó.
—Regálaselo a otra persona —gritó a Rashid mirándolo por encima del hombro.
«Eso, regálamelo a mí», pensó Nick. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué nadie hablaba de estos paquetitos? ¿Y por qué de­monios él no tenía ninguno? ¡Él, que siempre estaba al tanto de todo!
Nick observó a Rashid, que metió el paquetito en el bolsi­llo de su abrigo y se fue arrastrando los pies a lo largo del pasillo. Luego se dirigió a Brynne, quien se despedía de una amiga. Sacó el paquete del bolsillo y habló con ella.
—¿Por qué estás tan concentrado? —una mano le dio un fuerte golpe en la espalda. Era Jamie—. ¿Cómo fue la espan­tosa clase de Química?
—Un horror —balbuceó Nick—. ¿Qué esperabas?
—Solo quería escucharlo de primera mano.
Unas cuantas personas permanecían quietas en mitad del pa­sillo y le impedían ver a Brynne y Rashid. Nick se acercó, pero la negociación ya había terminado. Rashid se esfumó arrastrán­dose como siempre, y Brynne desapareció tras la esquina.
—Mierda —maldijo Nick.
—Oye, ¿qué pasa?
—Pues aquí sí hay gato encerrado. El otro día, Colin metió algo en la mochila de Jerome y se hicieron los misteriosos. Ahora mismo lo acaba de intentar Rashid con Emily, pero ella le ha mandado al diablo, así que se lo ha dado a Brynne —Nick se pasó la mano por el cabello recogido—. El resto me lo he perdido. Tengo que saber qué está pasando.
—Unos CD —dijo Jamie con tono sombrío—. Copias pirata, supongo. Hoy ya he visto dos veces cómo alguien arrastraba a otra persona a un rincón y le endilgaba un CD. Da lo mismo, ¿no crees?
Un CD. Eso podría justificar el tamaño del paquetito de Rashid. Una copia pirata que va de mano en mano, tal vez música que estaba en el índice de discos prohibidos. De ser eso, no le extrañaría que Emily no quisiera saber nada al res­pecto. Sí, podía ser. Naturalmente, este pensamiento tran­quilizó un poco la curiosidad de Nick… Sin embargo, si solo era un CD o un DVD, ¿por qué nadie hablaba sobre él? La última vez que una película prohibida pasó de mano en mano, fue el chisme de varios días. Los que la habían visto la ponían por las nubes, mientras que los demás escuchaban con envidia.
Pero ¿y ahora? Era como si se estuviese jugando al teléfono estropeado, como si una consigna secreta pasara de boca en boca. Los iniciados callaban, cuchicheaban, se ocultaban.
Nick, pensativo, echó a andar hacia su clase de Inglés. La si­guiente hora fue bastante aburrida, se puso a rumiar sus pen­samientos, y veinte minutos después se dio cuenta de que no solo había faltado Colin, sino también Jerome.

Una cálida luz otoñal caía sobre el escritorio de Nick y proyec­taba un color dorado sobre el caótico montón de libros, cua­dernos y hojas de trabajo arrugadas. El trabajo de inglés, sobre el que Nick meditaba desde hacía más de media hora, apenas tenía tres renglones, pero, eso sí, el margen estaba repleto de círculos, relámpagos y series de bolitas. «Maldita sea», sencilla­mente no era capaz de concentrarse, sus pensamientos divaga­ban mucho.
Escuchaba a su madre trastear en la cocina mientras cam­biaba la emisora de radio. Whitney Houston cantaba I will always love you, ¿qué había hecho para merecer eso?
Arrojó con fuerza el bolígrafo sobre el escritorio, se puso en pie de un salto y cerró la puerta. No podía continuar así, no podía sacarse los CD de la cabeza. ¿Por qué todavía no tenía uno? ¿Por qué nadie le contaba nada? Una vez más intentó llamar a Colin, pero este, ¡sorpresa!, no contestó. Nick le dejó unos cuantos insultos en el buzón de voz, desplazó el dedo hasta encontrar el número de Jerome y pulsó marcar. La señal de llamada sonó una, dos, tres veces, y luego se cor­tó la conexión.
«Maldita sea, otra vez». Nick respiró hondo. Aquello era ri­dículo. Se movió para guardar su móvil en la mochila, pero de repente se detuvo. Una idea peregrina empezaba a formar­se en su cabeza: también tenía guardado el número de Emily.
Antes de que se le ocurriera el sinfín de razones por las cua­les no debería hacerlo, ya había marcado. De nuevo penetraba en su oído la señal de llamada, una, dos veces…
—¿Sí?
—¿Emily? Eh… Soy yo, Nick. Solo llamaba para pregun­tarte una cosa… Se trata de hoy… en el instituto —apretó los ojos y respiró profundamente.
—¿Es por el examen de Química?
—No… no es eso. Es que vi por casualidad que Rashid quería darte algo. ¿Podrías decirme qué era?
Pasaron algunos segundos hasta que Emily respondió.
—¿Por qué?
—Bueno, porque… últimamente algunas personas se están comportando de forma muy extraña. Además, muchos están faltando a clase, ¿no te has dado cuenta? —por fin podía for­mar oraciones completas—. Creo que tiene que ver con esas cosas que se andan pasando. Por eso… ya sabes… me gustaría mucho saber de qué se trata.
—Yo tampoco tengo ni idea.
—¿Rashid no te dijo nada?
—No, solo hacía preguntas. Quería saber cosas sobre mi fa­milia que no le importan. Que si deben darme más libertad y eso —dejó escapar una risa breve, sin alegría—. También quería saber si tengo un ordenador propio.
—Ah, ya —en vano trató Nick de entender lo que escucha­ba—. ¿Te dijo para qué ibas a necesitarlo?
—No. Solo que me daría algo único, mejor que nada de lo que haya recibido, y que debía verlo a solas —en el tono de voz de Emily se notaba que no confiaba de las palabras de Ras­hid—. Estaba muy inquieto, muy pesado… pero tú también lo notaste, ¿o no?
Al decir esto último, su voz sonó seca. Nick sintió cómo se ruborizaba.
—Sí, lo noté —contestó.
Una pausa.
—¿Qué crees que será? —preguntó Emily.
—No se me ocurre nada. Le preguntaré a Colin cuando vaya otra vez al instituto. O… tal vez tú tengas una idea me­jor.
Se hizo un silencio en la línea.
—No —dijo Emily—. Sinceramente, no le he dado mu­chas vueltas.
Nick tomó aire antes de formular la siguiente pregunta.
—Si me entero de algo, ¿te gustaría saberlo? Solo si es inte­resante, claro.
—Sí, claro —dijo Emily—. Pero tengo que colgar ya. Ten­go mucho que hacer.
Después de esta llamada su día se salvó. Colin podía irse al diablo. Había logrado establecer contacto con Emily, y tenía un pretexto para volver a llamarla tan pronto como su­piera algo.

Colin reapareció. Como si nada hubiera pasado, se apoyó en su taquilla, sonrió a Nick y se echó las rastas sobre los hombros.
—Tuve las peores anginas de mi vida —dijo señalándose la bufanda—. Ni siquiera podía hablar por teléfono, estaba completamente afónico.
Nick le buscó la mentira en la cara, pero no la encontró.
—Betthany se cabreó más que de costumbre. ¿Por qué no dijiste que estabas enfermo?
—Me sentía mal, y el entrenador no es quién para mos­quearse.
Nick valoró sus palabras con mucho cuidado.
—Lo tuyo debe de ser muy contagioso. Anteayer solo fui­mos ocho, un récord de inasistencia.
Si Colin estaba sorprendido, no dio muestras.
—A veces pasa.
—Jerome también faltó —el leve movimiento de pestañas de Colin le reveló que ahora sí había despertado su interés. Insistió—: Hablando de Jerome, ¿qué le diste el otro día?
La respuesta le impactó como un balazo.
—El nuevo álbum de Linkin Park. Lo siento, también debe­ría haberte hecho a ti una copia. Mañana te lo traigo, ¿hecho?
Colin cerró de golpe la puerta de su taquilla, se metió los li­bros de Matemáticas bajo el brazo y lanzó una mirada a Nick, como invitándolo.
—¿Y bien? ¿Vamos?
En un santiamén se sacudió la tensión que le había provoca­do la respuesta de Colin. ¡Linkin Park! ¿Solo se había ima­ginado una conspiración? ¿Y si su fantasía le había jugado una mala pasada y una simple epidemia de gripe era la responsa­ble de tantas faltas de asistencia entre los alumnos? Bien visto, en realidad no eran tantos. Nick los contó rápidamente antes de que sonara el timbre para entrar a clase. La abuelita tejedo­ra 2 había faltado y también Jerome, Helen y el silencioso Greg. Los otros estaban medio adormilados en sus sillas.
«Muy bien —pensó Nick—. Así que me lo inventé todo. No hay ningún secreto, solo Linkin Park». Se rió de sí mismo y se giró hacia Colin para describirle el ataque de rabia de Betthany. Pero Colin no le hizo caso. Concentrado, miraba a Dan, que estaba de pie en su lugar de siempre junto la ventana. Dan le­vantó cuatro dedos medio escondidos en su barriga; Colin alzó las cejas en señal de asentimiento y levantó tres.
Nick los miró una y otra vez, pero —antes de poder pregun­tar a Colin de qué iba todo aquello— el señor Fornary entró a clase. Pasaron la hora entera resolviendo problemas de mate­máticas tan difíciles que, al final, Nick no tuvo tiempo de pen­sar en cosas tan insulsas como levantar tres o cuatro dedos.




Capítulo 2

Sobre la mesa de la cocina estaban el dinero y una lista de la com­pra asombrosamente larga. Su madre tenía por delante muchísi­mas permanentes: en Londres, el otoño parecía haber despertado en las mujeres la imperiosa necesidad de rizarse el pelo. Con el ceño fruncido, Nick revisó la lista: mucha pizza congelada, ade­más de lasaña, croquetas de pescado y bandejas de pasta precocinada. Todo apuntaba a que su madre no tenía pensado cocinar en los próximos días. Suspiró, cogió tres de las bolsas grandes para las compras y puso rumbo al supermercado. En el camino volvieron a su mente las señas de Dan y la silenciosa respuesta de Colin. ¿Eran imaginaciones suyas? De hecho, esa era la opinión de Jamie: «Lo que pasa es que estás aburrido —le dijo—, necesi­tas un pasatiempo, una novia. ¿Te preparo una cita con Emily?».
Nick tomó un carrito del súper y trató de olvidar sus pensa­mientos sobre el instituto. Jamie tenía razón: lo mejor era pre­ocuparse por problemas reales. Por ejemplo: cómo diablos iba a cargar las veinte botellas de agua que su madre había anotado en la lista.

Al día siguiente, cuando entró en el instituto, el aire vibraba por la excitación. En el vestíbulo había más alumnos que de costumbre, la mayoría formaba pequeños grupos. Cuchichea­ban, murmuraban, sus conversaciones se desvanecían en un fluido del que Nick no podía entender una sola palabra. Toda la atención estaba concentrada en los dos agentes de poli­cía que caminaban con determinación por el pasillo rumbo a la oficina del director.
En un rincón, no lejos de la escalera, Nick vio que Jamie sostenía una acalorada conversación con Alex, la abuelita teje­dora; a Rashid lo descubrió discutiendo con otro muchacho cuyo nombre no podía recordar, aunque… claro, se llamaba Adrian, tenía trece años y casi nunca se juntaba con los mayo­res. Nick sabía quién era porque todo el mundo conoció la historia de su familia cuando llegó al instituto dos años atrás: al parecer, su padre se había ahorcado.
—¡Oye! —grito Jamie a Nick mientras hacía una seña exa­gerada—. ¡Ahora sí que hay movida!
—¿Qué hacen aquí esos policías?
Jamie sonrió de oreja a oreja.
—Entre nosotros hay delincuentes, malvados, una banda del crimen organizado: han robado nueve ordenadores nuevecitos que compraron para la clase de Informática. Y esos tipos van a buscar huellas en el aula de ordenadores.
Adrian asintió.
—Pero estaba cerrada —aseguró con timidez—. Eso le dijo el señor Garth a los policías, yo escuché exac…
—Cállate, baboso —ordenó Alex.
Sus espinillas brillaban, «seguramente por la excitación», pen­só Nick. Cuando volvió a mirar al imbécil de Alex, tuvo ganas de darle un golpe. Para no hacerlo, se concentró en Adrian.
—¿Echaron abajo la puerta?
—No, qué va —le respondió nervioso—. La abrieron con llave. Alguien robó la llave, pero el señor Garth dice que eso es imposible: las tres están en su sitio, y una de ellas siempre la trae…
—¿Nick? —un susurro interrumpió la verborrea de Adrian.
Una mano con esmalte de uñas transparente se posó sobre su hombro. «Emily», pensó Nick por un instante, pero inme­diatamente rechazó la idea: Emily no llevaba tres anillos en cada dedo ni olía… como a comida china.
Volvió la cabeza y vio los ojos azul claro, casi acuosos, de Brynne.
—Nicky, ¿podrías…? Quiero decir, ¿podríamos… hablar un segundo, en privado?
Alex soltó una risita sarcástica y se relamió los labios; aque­llo hizo que Nick apretara los puños.
—Claro —le dijo a Brynne—, pero solo unos minutos.
Brynne ni siquiera advirtió el gesto de Alex o, en caso de haberlo advertido, no dio muestras de ello. Era guapa, sin duda, pero sobre todo era una cotilla y, en opinión de Nick, muy tonta. La chica echó a caminar con sus tacones altos, balanceando la cadera frente a él y lo condujo a la escalera que llevaba a las clases de gimnasia. A esa hora no había na­die por ahí.
—Mira, Nick —susurró—. Me haría mucha ilusión darte una cosa. Está genial, de verdad —Brynne hurgó con la mano en su mochila, la mantuvo dentro y luego la sacó. Nick clavó su mira­da en ella. Empezaba a darse cuenta de qué se trataba y poco fal­tó para que le sonriese—. Pero antes tengo que preguntarte algo.
Con aire teatral, se apartó muy despacio un rizo teñido de la frente.
«Si quieres hacerte un favor, no me preguntes qué pienso de ti».
—Dime.
—¿Tienes ordenador? Uno propio, es muy importante. En tu cuarto.
«¡Por fin, eso es!».
—Sí, tengo uno.
Ella asintió satisfecha.
—Oye, ¿y tus padres husmean en tus cosas?
—Mis padres no se meten en mis asuntos.
—Eso está muy bien —reflexionó arrugando la frente con cierto esfuerzo—. Espera, hay otra cosa. Exacto.
Se acercó un poco más y puso su cara frente a la de Nick. Su aliento a chicle y el intenso perfume formaban una combina­ción muy extraña.
—No puedes enseñárselo a nadie; si lo haces, no funciona. Guárdalo ahora mismo y no le digas a nadie que te lo he dado yo. ¿Me lo prometes?
Todo sonaba un poco ridículo. Nick torció el gesto.
—¿Por qué?
—Esas son las reglas —insistió Brynne—. Si no me lo pro­metes, no puedo dártelo.
Nick suspiró con fuerza para mostrar su irritación.
—Está bien, prometido.
—Pero recuérdalo, ¿eh? Si no, tendré problemas —le tendió la mano y él la aceptó. La sintió muy caliente. Caliente y un poco húmeda—. Bien —susurró Brynne—. Confío en ti.
En ese momento le lanzó una mirada seductora, tal y como Nick sospechaba que haría, y luego sacó de su mochi­la una envoltura de plástico estrecha y cuadrada. Se la puso en la mano.
—Que te diviertas —dijo y se fue.
No la siguió con la mirada. Su atención estaba concentrada en el objeto que tenía en la mano: un DVD con una funda sin título. Nick la abrió lleno de curiosidad.
«Qué Linkin Park ni qué nada».
El lugar casi estaba a oscuras y dirigió el DVD hacia la luz para reconocer lo que Brynne había escrito con letra cursi.
Solo era una palabra completamente desconocida para Nick: «Erebos».

El resto del día, Jamie se lo pasó burlándose de él por su encuen­tro con Brynne. Eso era típico de él, aunque no era grave. Lo más grave era luchar contra la tentación de sacar el DVD del bolsillo de su abrigo para enseñárselo a su amigo. Aun así, cada vez que lo intentaba, decidía no hacerlo. Primero lo vería a solas, para saber qué era y por qué todos se ponían tan misteriosos. Pero por ningún motivo se uniría a ese chismorreo que lo sacaba de quicio.
El día en el instituto transcurría con una lentitud horrible. Nick casi no lograba concentrarse, toda su atención se dirigía una y otra vez al insignificante objeto que guardaba en su abrigo. Podía sentirlo a través de las capas de tela. Su peso, sus contornos.
—¿Te encuentras mal? —le preguntó Jamie un poco antes de que sonara el timbre de la última clase.
—No, ¿por?
—Tienes una cara muy rara.
—No, estoy pensando.
Jamie frunció la comisura de los labios con gesto burlón.
—Déjame adivinar… ¿En Brynne? ¿Vais a salir juntos?
Nick nunca podría entender cómo era posible que Jamie pensara que a él le gustaba esa chica. Sin embargo, hoy no tenía ganas de contradecirlo.
—¿Y si así fuera? —respondió mientras ignoraba la cara de «ya lo sabía» de Jamie.
—Entonces espero que mañana me cuentes todos los detalles.
—Sí, tal vez.

Capítulo 3

Cuando Nick entró al apartamento, estaba vacío, helado. Segu­ramente a su madre le entraron las prisas y se le olvidó cerrar las ventanas. No se quitó el abrigo, cubrió todas las rendijas y puso la calefacción a tope en su cuarto. Después sacó el paquete de su bolsillo y lo abrió: Erebos.
Nick hizo una mueca. Erebos sonaba muy parecido a Eros. «¿A lo mejor es un programa para encontrar pareja? Eso encajaría bien con Brynne», pero esta idea desapareció inmediatamente de su cabeza.
Encendió el ordenador. Mientras el sistema se iniciaba fue al salón a por una manta de lana y se la puso sobre los hombros.
Por lo menos le quedaban cuatro horas sin que lo molesta­ran. Por costumbre, pero también para hacerlo un poco más emocionante, primero abrió sus mails (tres anuncios publici­tarios, cuatro correos basura y una amarga notificación de Betthany que amenazaba: quien faltara otra vez al entrena­miento que se atuviese a las consecuencias). Cuando estaba a punto abrir su Facebook, Finn se conectó por el chat.
—¡Hola, hermano del alma! ¿Todo bien?
Nick no pudo evitar reírse.
—Sí, todo muy bien.
—¿Cómo está mamá?
—Tiene mucho que hacer pero está bien. Y tú, ¿qué tal?
—Bien. Los negocios van de maravilla.
—Genial —Nick se contuvo para no preguntar más detalles.
—Nicky, la camiseta que te había prometido… Ya sabes a cuál me refiero, ¿verdad?
Y cómo iba a olvidarlo: una camiseta de Hell Froze Over, el mejor grupo de rock del mundo, si uno le preguntaba a Finn.
—¿Qué pasa con ella?
—No encuentro de tu talla. No en las siguientes cuatro sema­nas. Es que, sencillamente, eres muy largo, hermanito. Ya la han pedido a la tienda de fans pero tardará en llegar. ¿Está bien?
Por un instante, Nick no supo por qué sonaba su hermano tan decepcionado. Seguramente porque tenía grabada la ima­gen de ambos en el concierto que tendría lugar dentro de dos semanas; los dos con la camiseta de los HFO, con una cabeza del diablo azul en el pecho, gritando al unísono Down the line.
—No es para tanto —tecleó Nick.
—La conseguiré, lo prometo. ¿Vendrás otra vez a casa?
—Claro.
—Te echo de menos, hermanito. Lo sabes, ¿no?
—Y yo a ti —«no sabes cuánto». Pero eso no se lo diría a Finn abiertamente, le provocaría remordimientos.
Después de chatear con su hermano, entró en la página de di­bujos de Emily en deviantART, pero nada había cambiado desde ayer. «Lógico», pensó un poco avergonzado y se desconectó.
La voz de la conciencia le dijo que más le valía escribir su ensayo de Inglés antes de dedicarse a Erebos. No pudo hacer­lo: la curiosidad era más fuerte. Abrió la caja, hizo una mueca al ver la letra de Brynne y lo metió en la unidad de disco. Pa­saron unos segundos hasta que se abrió la ventana.
Ni película, ni música. Un juego.
La ventana de instalación mostraba una imagen sombría: en el fondo se veía una torre derruida en medio de un paisaje asolado por las llamas. Frente a la torre, una espada clavada en la tierra desnuda; en el mango tenía atado un listón rojo que ondeaba con el viento, como si fuera la última señal de vida en un mundo inerte. Encima, también en rojo vivo, se hallaba la palabra «Erebos».
A Nick le dio un vuelco el estómago. Subió el volumen pero no había música, solo se escuchaba un profundo retumbar, como si se acercara un temporal.
Dejó flotar el cursor sobre el botón de instalación; tenía una sensación de inseguridad, de haber olvidado algo… Claro, el antivirus. Con dos programas revisó los archivos del DVD y suspiró con alivio cuando indicaron que no había peligro. «Manos a la obra».
La barra azul de instalación comenzó a avanzar terriblemente despacio. A saltos ínfimos. Muchas veces parecía como si el siste­ma se hubiera caído, no se movía nada. Para asegurarse Nick des­plazó el ratón de un lado a otro. Por lo menos la flecha del cursor se movía, aunque también lenta y trémula. Impaciente, se revol­vió en su asiento. «Apenas veinticinco por ciento, ¡no puede ser verdad!». Le daba tiempo a ir a la cocina y traer algo para beber.
Cuando regresó unos minutos más tarde, llevaba solo un treinta y uno por ciento. Se dejó caer en su silla renegando un poco y se restregó los ojos. «Qué pesadez».
Una hora después alcanzó el cien por cien. Nick se alegró mu­cho, pero en ese instante la pantalla se puso negra. Y se quedó totalmente negra. Ni dándole golpes al monitor, ni probando combinaciones de teclas, ni encolerizándose logró que cambiara: la pantalla solo mostraba una oscuridad inexorable.
Cuando Nick estaba a punto de darse por vencido y se plan­teaba hacer clic en la función de Reiniciar, algo pasó: unas letras rojas irrumpieron como gajos de la oscuridad. Eran pala­bras pulsantes, como si un corazón escondido las alimentara de sangre y vida.

Entrada.
O Salida.
Este es Erebos.

«¡Por fin!». Lleno de excitación, eligió «Entrada».
Para un leve cambio de intensidad, la pantalla volvió a po­nerse negra durante varios segundos. Nick se recostó en su si­lla. «Ojalá que el juego no vaya tan lento». No dependía de su ordenador: era tan bueno como los mejores, el procesador y la tarjeta de vídeo eran muy potentes, y todos los juegos que te­nía corrían sin problemas.
Poco a poco volvió a aclararse la pantalla para mostrar la imagen nítida de una luz muy realista en mitad de un bosque, sobre ella se veía la luna. En el centro se hallaba un personaje con la camisa desgarrada y los pantalones deshilachados. Sin ninguna arma, solo con un cayado en la mano. En apariencia, este debería ser su personaje del juego. Probando, Nick hizo clic a la derecha de la fi­gura, y esta saltó y se movió al sitio indicado. «Muy bien», el con­trol de movimiento estaba hecho para idiotas y el resto lo descu­briría rápidamente. A fin de cuentas, no era su primer juego.
«Manos a la obra. Pero ¿en qué dirección?». No había nin­gún camino o señal. ¿Tal vez un mapa de orientación? Nick trató de buscar un inventario o un menú, pero no había nada. Ninguna indicación de búsqueda de algo o de algún objetivo, ninguna otra figura en la pantalla. Solo una barra roja para la señal de vida y abajo una azul, que con toda probabilidad mostraba el grado de resistencia. Probó con varias combina­ciones de teclas que le habían funcionado en otros juegos, pero aquí no surtieron ningún efecto.
«Probablemente esta cosa está llena de errores de progra­mación», pensó malhumorado. Otra prueba: hizo clic sobre la figura andrajosa. Las palabras Sin Nombre aparecieron so­bre su cabeza.
—Está bien… el misterioso Sin Nombre —murmuró Nick.
Movió su harapienta figura hacia delante, luego hacia la iz­quierda y finalmente a la derecha. Ninguna de las direcciones parecía conducir a ningún lado y no vino nadie a quien le pu­diera preguntar.
«Está genial, de verdad», imitó en su pensamiento la voz de Brynne. Sin embargo, se diría que a Colin le había encantado el juego. Y Colin no era ningún idiota.
Nick decidió hacer que su personaje caminara hacia delan­te. De haberse perdido, eso es justo lo que él haría: mantener un rumbo fijo. Con algo tendría que toparse, todos los bos­ques tienen una salida.
Se concentró en su sin nombre: esquivaba con destreza los árboles y con su cayado echaba a un lado las fastidiosas ramas. Cada paso que daba se escuchaba con total claridad, la made­ra resonaba y las hojas marchitas crujían. Cuando el personaje subió a un peñasco, pudo oír cómo las piedrecitas rodaban hasta el fondo.
Pasado el peñasco, el suelo se encontraba húmedo. El sin nombre ya no avanzaba tan rápido, sus pies se sumergían has­ta los tobillos. Nick estaba impresionado. Todo era extraordi­nariamente real, ni siquiera faltaba el sonido viscoso al caminar por el lodo.
El sin nombre seguía esforzándose y empezaba a jadear. La barra azul había disminuido a un tercio de su longitud. Al llegar al siguiente peñasco, Nick concedió una pausa al per­sonaje: la figura apoyó las manos sobre los muslos y agachó la cabeza; era obvio que estaba agotado, necesitaba tomar aire.
«En algún lugar tiene que haber un arroyo». Nick lo escu­chó correr y puso fin a la pausa. Dirigió al sin nombre un poco a la derecha, donde descubrió un pequeño manantial. Su personaje, aún agitado, se quedó inmóvil frente al agua.
—Anda, bebe —dijo Nick. Oprimió la tecla con la flecha hacia abajo y quedó encantado cuando el sin nombre se inclinó, hizo un cuenco con la mano, tomó agua y la bebió.
Después avanzó con más rapidez. El suelo ya no estaba hú­medo y los árboles tampoco eran tan frondosos. Sin embargo, aún le faltaba un punto de orientación y Nick, poco a poco, se percató de que su táctica de avanzar hacia delante era un disparo en la oscuridad. Si por lo menos pudiera abarcar más espacio con la mirada, si tuviera un mapa o algo…
«¡Una vista mejor!». Nick sonrió. ¡Tal vez su yo virtual no solo podía inclinarse, sino también ascender! Escogió un ár­bol sólido, con ramas largas y robustas, situó a su personaje enfrente y apretó la tecla de la flecha hacia arriba.
Con mucho cuidado, el sin nombre depositó su cayado en el suelo y comenzó a trepar por las ramas. En cuanto Nick soltaba la tecla, la figura se detenía, y seguía escalando en cuanto Nick volvía a pulsarla. El chico la mandó tan arriba como pudo, hasta las ramas más delgadas y ligeras, y hasta que el personaje casi se resbalaba. Cuando encontró un punto de apoyo, se atrevió a contemplar a su alrededor. La vista era impresionante: la luna llena estaba muy alta en el cielo e ilu­minaba un infinito mar de árboles color verde plata. A la iz­quierda se reconocían las estribaciones de una cadena arbórea; a la derecha continuaba la planicie. Hacia delante, el paisaje se dispersaba entre las colinas. Sobre algunas de ellas, unos puntitos que parecían aldeas.
«Claro —pensó Nick triunfante—. El camino correcto es se­guir de frente».
Ya tenía su dedo sobre la tecla con la flecha hacia abajo cuando le llamó la atención un cálido rayo de luz amarillenta entre los arbustos, estaba muy cerca. Parecía bastante prome­tedor. Si corregía sus pasos un poco a la izquierda, en un par de minutos debería toparse con la fuente de luz. «¿Quizá es una casa?». Impaciente, devolvió al suelo a su personaje, que volvió a coger su cayado para continuar la marcha. Nick se mor­día el labio inferior y esperaba recordar el rumbo.
No pasó mucho tiempo antes de que comenzara a recono­cer los primeros atisbos de la luz que se vislumbraba entre las ramas. Justo entonces se encontró con un obstáculo: una grie­ta en la tierra. Era demasiado ancha para que el personaje pu­diera saltarla. «¡Maldita sea!». La grieta se iba ensanchando cada vez más y más hasta perderse en la negrura entre los ár­boles. Al sin nombre le llevaría mucho tiempo sortearla, y lo más probable era que perdiese la orientación.
Nick distinguió un árbol caído después de maldecir durante un rato. «Si pudiera ponerlo en la posición correcta…».
La barra espaciadora era la clave para el éxito: el personaje trepó, tiró y empujó el tronco en todas las direcciones que se le indicaban. Cuando logró que el árbol atravesara la grieta, el sin nombre se agitó y el indicador de vida dismi­nuyó.
Con todo cuidado, Nick dejó que su héroe se balanceara sobre el tronco, que parecía un puente muy inseguro, y que de hecho se vino abajo al quinto paso. Apenas pudo salvar a su personaje con un arriesgado salto.
El rayo de luz era más intenso y titilaba. Ante Nick se abría una pequeñísima vereda y en medio de ella ardía una hoguera. Un hombre solitario se encontraba sentado frente al fuego con la mirada clavada en las llamas. Nick quitó los dedos del ratón y el sin nombre se detuvo al instante.
El hombre que estaba sentado frente al fuego no se inmu­tó. No se veía que llevara un arma, pero eso no significaba nada. Quizá fuese un mago, como presagiaba ese manto lar­go y negro. Tal vez podía saber más si hacía clic en la figura. En cuanto el cursor de Nick tocó al hombre, este levantó la cabeza y mostró una cara alargada con una boca pequeña. En ese instante se abrió una ventana de diálogo en la parte inferior de la pantalla.
—Te saludo, Sin Nombre —las letras se elevaban desde el fondo negro en color gris plata—. Fuiste rápido.
Nick acercó su personaje, pero el otro no reaccionó: se li­mitaba a remover con una larga vara las brasas de la hogue­ra. Le decepcionó: por fin se encontraba con alguien en ese bosque desolado y apenas le dedicaba un seco saludo.
Solo cuando descubrió que el cursor palpitaba en el si­guiente renglón de la ventana de diálogo se dio cuenta de que el personaje aguardaba una respuesta.
—También yo te saludo —tecleó.
El hombre del manto negro asintió.
—Trepar por el árbol fue una buena idea. No muchos cami­nantes sin nombre han sido tan inteligentes. Eres una gran esperanza para Erebos.
—Gracias —escribió Nick.
—¿Qué piensas, te gustaría continuar?
La pequeña boca del hombre se agrandó en una sonrisa que abría muchas expectativas. Nick quiso escribir: «¡Por supues­to!», pero su interlocutor aún no había terminado.
—Solo si te unes a Erebos, podrás comenzar con Erebos. Tienes que estar seguro.
—De acuerdo —respondió Nick.
El hombre bajó la cabeza y dirigió su vara a la profundi­dad de las brasas de la hoguera. Crepitaba. «Se ve real, muy real».
Nick esperó, pero el otro ni se inmutó ni intentó seguir la conversación. Seguramente ya había desplegado todo el texto que tenía.
Para averiguar si reaccionaba cuando uno le hablaba, Nick tecleó «p#434<3xxq0jolk-<fi0e8r» en la ventana de texto. Al parecer, aquello divirtió a su interlocutor, pues levantó un poco la cabeza y le sonrió.
«Me está mirando directamente a los ojos —pensó Nick y reprimió su malestar—. Me ve como si pudiera mirar a través de la pantalla».
Por fin, el hombre volvió del fuego.
Solo entonces se percató el muchacho de que sonaba una mú­sica a un volumen muy bajo, una filigrana, pero con una melodía muy penetrante que le hacía sentirse incómodo.
—¿Quién eres? —tecleó en su ventana de texto.
Obviamente no hubo respuesta. El hombre ladeó la cabeza como si estuviera pensando. Pero, para sorpresa de Nick, un par de segundos después aparecieron unas palabras en la ven­tana de diálogo:
—Soy un muerto.
Nick volvió a mirar como si quisiera corroborar lo que ha­bía leído.
—Solo un muerto, y tú, al contrario, eres un vivo. Un sin nombre, pero que no durará mucho. Pronto podrás elegir un nombre, una vocación y una vida completamente nueva.
Los dedos de Nick se resbalaban del teclado. Eso era inusual, no alarmante. El juego había dado una respuesta razonable a una pregunta cualquiera.
Quizá era una coincidencia.
—No es común que los muertos hablen —escribió y se echó hacia atrás en su silla. Esa no había sido una pregunta, más bien era una objeción. El hombre de la hoguera no esta­ría programado para una réplica apropiada.
—Tienes razón. Ese es el poder de Erebos.
El personaje sostuvo la vara en la llama y la sacó ardiente.
Un tanto inquieto, pese a que no quería admitirlo, Nick comprobó que su ordenador realmente estaba desconectado, que no había nadie gastándole una broma. No. No había co­nexión a Internet. La vara en la mano del hombre muerto ardía y el reflejo bailaba en sus ojos.
Nick tecleó la siguiente oración casi sin pensarlo.
—¿Qué se siente al estar muerto?
El hombre rió con una risa jadeante, fatigosa.
—¡Eres el primer sin nombre que me lo pregunta! —con un movimiento distraído, el personaje aventó el resto del palo en las llamas—. Me siento solitario. O solo lleno de espíritu. ¿Quién podría decirlo? —el muerto se pasó la mano por la frente—. Si te preguntara qué se siente al estar vivo, ¿qué responderías? Cada uno vive a su manera. Así, cada uno tiene su propia muerte.
Como si quisiera subrayar sus palabras, el muerto sacó la capucha de su manto y se cubrió con ella la cabeza, una som­bra se posó sobre sus ojos y nariz. Solo la pequeña boca resul­taba visible.
—Sin duda, lo sabrás algún día.
«Sin duda». Nick se secó las manos húmedas en los pantalones. El tema ya no le angustiaba.
—¿Cómo debo continuar mi camino? —tecleó y comprobó divertido que contaba con una respuesta razonable.
—Entonces ¿quieres continuar? Te lo advierto: mejor no lo hagas.
—Claro que quiero.
—En ese caso, gira a la izquierda y sigue el curso del arroyo hasta llegar a una quebrada. Crúzala. Después… ya verás cómo continuar.
El hombre se encogió bajo su manto, como si tuviera frío.
—Y presta atención al mensajero de ojos amarillos.

Capítulo 4

El personaje caminaba siguiendo el curso del arroyo, mante­niendo siempre a la izquierda su gutural gorgoteo. Llevaba un paso moderado para no agotar la barra azul. Nick comprobó que la resistencia no era el punto fuerte de su sin nombre: jadeaba tras subir una leve pendiente, y por ese motivo tuvo que detenerse hasta que la barra volvió a quedar completa­mente azul. Solo entonces continuó. Escaló las piedras, saltó obstáculos, buscó con la vista el paso entre montañas. Por ningún lado veía mensajeros con ojos amarillos.
Poco a poco se fue elevando la tierra a ambos lados del ria­chuelo, el oscuro piso del bosque se alejaba del suelo pedrego­so, y a cada momento se encontraba con más cantos rodados que dificultaban el avance del sin nombre. Varias veces se cayó por su causa. Cuando el terreno alcanzó la estatura de su per­sonaje, Nick se dio cuenta de que se hallaba en medio de la quebrada. No estaba solo. En la seca maleza del camino crujía algo, algo se movía, y en ese momento —como obedeciendo una orden inaudible— unos pequeños seres con forma de sapo saltaron hacia el personaje, se lanzaron contra él. Sus patas no solo tenían membranas natatorias, sino también garras, con las que infligieron varias heridas al sin nombre de Nick. El susto le duró algunos segundos, hasta que recordó el cayado que su personaje tenía entre las manos: entonces co­menzó a defenderse.
Dos sapos huyeron, otro murió a los pies del sin nombre a resultas del golpe.
—Dale —murmuró Nick.
Un último sapo se colgó de la pierna izquierda del sin nom­bre y una mancha de sangre empezó a resbalar por sus garras. Asustado, Nick se percató de que la señal de vida apenas ocu­paba algo más de la mitad de la barra. Oprimió la barra espadadora e hizo que su personaje saltara, pero eso no impresionó al sapo.
La tecla de escape le dio la victoria. El sin nombre se dio la vuelta con la rapidez de un relámpago, se sacudió al sapo y, por orden de Nick, lo mató con el palo.
Mientras tanto, la señal de vida ya había bajado a menos de la mitad. Nick se aseguró de que no hubiera más agresores, deslizó la flecha del cursor sobre los cadáveres de los sapos y apareció la información: «Cuatro unidades de carne».
—Menos mal —refunfuñó.
Puso en pie a su agotado personaje y le hizo recoger la carne antes de continuar el camino por el paso. Andaba con cuidado y estaba listo para golpear con su palo a cualquier sapo con ga­rras que le saliera al cruce, pero no aparecieron más enemigos. Solo se oía un ruido rítmico de fondo, un sonido que retumba­ba contra las paredes de la quebrada. Los cascos de un caballo.
Nick hizo que el sin nombre caminara más despacio y entrara con mucho cuidado en la siguiente curva, tras la que nada se escondía: solo más paredes de áspera piedra y más cantos ro­dados.
Unos instantes después, cesaron las pisadas de caballo. Nick hizo que su personaje caminara pegado a la pared rocosa, así pasó junto a unos arbustos espinosos del tamaño de un hom­bre. Continuó su marcha hasta que volvió a encontrarse otra pared de piedra. A la mitad de su altura, por encima de la ca­beza del sin nombre, distinguió un saliente y más adelante se abría la angosta entrada de una cueva. Ante este pasaje, a lo­mos de un enorme caballo acorazado, se hallaba un flaco per­sonaje de atuendo gris: hacía señas a Nick, al sin nombre. Nick observó en un primer vistazo el cráneo calvo y puntia­gudo, y los dedos exageradamente largos y huesudos del personaje. Sin embargo, concentró toda su atención en los ojos pálidos y amarillentos.
—Fuiste muy diestro.
—Gracias.
—Mas tu fuerza de vida ya no está del todo bien.
—Lo sé.
—En lo que sigue, habrás de poner más atención.
La forma de hablar del mensajero, fría e impersonal, casaba bien con su escalofriante aspecto.
—Llegó la hora de que tengas un nombre —continuó—. Llegó la hora del primer ritual —con un movimiento parsi­monioso, señaló la cueva que se abría a su espalda—. Te de­seo suerte y que tomes las decisiones correctas. Volveremos a vernos.
Tras estas palabras, hizo que su montura volviese grupas y partió al galope.
Nick esperó a que el ruido de los cascos se perdiera en la le­janía antes de hacer avanzar a su personaje. Una escalera em­pinada y tallada en la roca conducía a la meseta. «Llegó la hora del primer ritual». ¿Por qué le sudaban otra vez las ma­nos? Al alcanzar la boca de la cueva, hizo clic en el botón iz­quierdo del ratón. El sin nombre entró y desapareció. De in­mediato, la pantalla se tornó negra.

Oscuridad total. Silencio. Nick se balanceaba en su silla. «¿Por qué tarda tanto?». Probó golpeando un poco el teclado por to­dos lados, pero nada cambió.
—¡Eh, vamos! —dijo dando golpecitos al monitor—. No te duermas.
La oscuridad continuó, el nerviosismo de Nick aumentaba. Podía sacar el DVD de la unidad de disco y volver a insertarlo; también podía oprimir la tecla de Reiniciar, pero eso era muy arriesgado. Lo mismo tendría que empezar desde el principio o quizá el juego ya no se reiniciaría.
De repente escuchó un sonido. ¡Toc toc! Parecía un latido de corazón.
Nick abrió el cajón superior de su escritorio, sacó sus auri­culares y los conectó al ordenador. Ahora escuchaba mejor y pudo percibir algo más en la lejanía: cuernos que emitían una serie de tonos. Recordaba a las señales de una partida de caza. Sonaba prometedor. Era como si, en el fondo, el juego se ha­llara en su apogeo pero sin su presencia. Subió el volumen y le molestó que no se le hubiera ocurrido antes ponerse los auri­culares. Quizá se había perdido información relevante: adver­tencias, indicaciones… Quizá no había escuchado la pista de­cisiva de cómo continuar con el juego.
Nick presionó la tecla enter más por impaciencia que con la esperanza de que se aceleraran las cosas.
El latido cesó y de nuevo empezaron a aparecer, como por gajos, letras rojas del fondo negro.
—Yo soy Erebos. ¿Quién eres tú?
Nick no lo pensó demasiado. Volvería a emplear el mismo nombre que utilizaba en otros juegos de ordenador.
—Soy Gargoyle.
—Dime cómo te llamas.
—¡Gargoyle!
—Tu verdadero nombre.
Nick se sorprendió. «¿Para qué?». Muy bien, le daría un nom­bre y un apellido para que el juego siguiera adelante.
—Simon White.
El nombre estaba ahí, rojo sobre negro, y no pasó nada du­rante algunos segundos. Solo el cursor palpitaba.
—Dije tu verdadero nombre.
Incrédulo, Nick fijó la vista en la pantalla y tuvo la sensación de que alguien lo miraba fijamente. Respiró con cierta angustia y volvió a intentarlo.
—Thomas Martinson.
De nuevo, el nombre permaneció estático durante unos se­gundos, sin comentarios, antes de que el juego respondiera:
—«Thomas Martinson» es falso. Si quieres jugar, dime cuál es tu nombre.
No había ninguna explicación razonable. Posiblemente se tratara de un error del software y el juego no aceptase nin­gún nombre. Las letras desaparecieron y el cursor continuó palpitando en rojo. De pronto, Nick temió que el progra­ma se cayese o que se bloqueara automáticamente una vez hubiese escrito la respuesta incorrecta en tres ocasiones, igual que un móvil se bloquea si uno teclea tres veces el PIN incorrecto.
—Nick Dunmore —tecleó con cierta esperanza de que la verdad también fuese rechazada.
Sin embargo, en lugar de que esto ocurriera, el programa le susurró su nombre:
—Nick Dunmore. NickDunmore. Nick. Dunmore.
Las palabras se repetían como una consigna que pasaba de un ser susurrante a otro. Como el saludo de bienvenida de una comunidad invisible.
La sensación de sentirse observado le dio miedo, y se quitó los auriculares. Para entonces, tanto las letras como las voces ya se habían desvanecido, y una seductora melodía comenza­ba a escucharse: una promesa de secretos y aventuras.
—Bienvenido, Nick. Bienvenido al mundo de Erebos. Antes de que comiences el juego, debes conocer las reglas. Si no te gustan, puedes poner fin al juego en cualquier momento. ¿Está claro?
Nick volvió a fijar la mirada en la pantalla. El juego le había pillado escribiendo mentiras. Erebos supo cuál era su verda­dero nombre. Parecía que ahora aguardaba impaciente una respuesta. El cursor parpadeaba cada vez más rápido.
—Sí —tecleó con el temor impreciso de que toda la panta­lla se pusiera negra si tardaba demasiado. Luego, podría pen­sar, luego.
—Bien. Esta es la primera regla: solo tienes una oportunidad para jugar con Erebos. Si la desaprovechas, se termina. Si muere tu personaje, se termina. Si violas las reglas, se termina. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Segunda regla: cuando juegues, asegúrate de estar solo. Nunca digas tu nombre durante el juego. Nunca menciones el nombre de tu personaje fuera del juego.
«¿Y eso por qué?», pensó Nick. Y entonces recordó que Brynne, que no era nada discreta, tampoco le había dicho una sola palabra sobre Erebos: «Está genial, de verdad», eso fue todo.
—De acuerdo.
—Bien. Tercera regla: el contenido del juego es secreto. No hables con nadie al respecto. Sobre todo con los que no se han registrado. Mientras juegues, puedes intercambiar impresio­nes ante la hoguera. No divulgues ninguna información a tus amistades ni a tu familia. Tampoco en Internet.
«Como si te fueras a enterar», pensó Nick y tecleó:
—De acuerdo.
—Cuarta regla: guarda muy bien el DVD de Erebos. Lo ne­cesitarás siempre que comiences el juego. Por ningún motivo lo copies, solo si el mensajero te lo pide.
—De acuerdo.
En cuanto oprimió la tecla enter, amaneció. Por lo menos eso parecía. La negra pantalla se desvaneció en un tenue rojo y un poco después cambió a tonos amarillos y dorados. El sin nombre de Nick apareció como una sombra, pero lentamente empezó a cobrar forma, al igual que su entorno: un claro en el bosque, donde crecían altas hierbas y serpenteaba un sendero desgastado.
Lo condujo hacia una torre cubierta de musgo cuya puerta colgaba de un solo gozne. Sobre un asiento de roca, un poco a la izquierda de la torre, el sin nombre se sentó con los ojos cerrados y la cara hacia el sol. Nick sintió una pizca de envi­dia, como si estuviera viendo las fotografías de unas grandio­sas vacaciones. Durante un momento pensó que podía oler la resina de los árboles y las abundantes hierbas que rodeaban la torre. Sonaba el cricrí de los grillos y el viento soplaba con suavidad sobre la hierba.
El ladeado portón de la torre golpeó con estrépito el muro y el personaje del juego, aún con ropa harapienta, se irguió y se puso en pie. Se llevó una mano a la cara y se arrancó el rostro como una máscara. Tras ella solo había una piel lisa, brillante como un cascarón de huevo.
Un nuevo golpe de viento hizo ondear la bandera situada en el vértice de la torre: mostraba un borroso número uno.
«Por aquí se llega al primer nivel», supuso Nick, y condujo a su personaje a la torre. La ausencia de rostro le molestaba más de lo que podía aceptar.

En el interior todo estaba tranquilo: el viento callaba y el portón ya no daba golpes. Entre la paja y los huesos dispersos se halla­ban unos baúles de madera con herrajes oxidados. En las paredes colgaban siete placas de cobre enmohecidas en las que se podía leer palabras labradas. La primera era siempre la misma: elige.
Nick las inspeccionó una a una.
«Elige un sexo», pedía la primera.
Sin vacilar, optó por hombre. Apenas tomó esta decisión, pensó que el juego podría ser muy atractivo si fuera mujer. «No importa, demasiado tarde».
«Elige un pueblo», leyó en la segunda.
Esta elección le tomó más tiempo. Desechó al bárbaro y al vampiro, aunque se metió en sus cuerpos a modo de prueba. Al contemplar los musculosos hombros del bárbaro, que bri­llaban como si estuvieran cubiertos de aceite, Nick torció el gesto. Examinó varios minutos al hombre lagarto: su cuerpo escamado relucía seductor y cambiaba de color según incidie­se en él la luz. También podía elegir un humano, pero eso no le interesaba. «Demasiado cotidiano. Demasiado débil».
El enano, el hombre lobo, el hombre gato o el elfo negro. Las últimas cuatro opciones resultaban muy tentadoras. Se probó el cuerpo del enano: pequeño, nudoso y fuerte. Le atraía la idea de tener corta estatura. Sin embargo, las piernas torcidas y la amargada expresión de su rostro le gustaron menos.
Al final se decidió por el elfo negro: tenía una estatura me­dia, pero era muy diestro, elegante y misterioso. Esa opción era digna de considerarse.
«Elige tu aspecto físico», pedía la tercera placa de cobre.
Quería parecerse lo menos posible a sí mismo. Es decir: ca­bello rubio, corto y con el pelo de punta como espinas, nariz respingona y pequeños ojos verdes. Nick observó a su recién creado personaje, que nada tenía que ver con el aspecto del sin nombre. Con mucho cuidado, buscó su vestimenta: una chaqueta verde olivo, pantalones oscuros y botas con bordes acampanados. Una gorra de piel que lo protegería como nin­guna, aunque hubiera preferido un casco. Lamentablemente, no había cascos para los elfos negros.
Continuó trabajando en los rasgos faciales. Agrandó los ojos y la distancia entre nariz y boca. Situó las cejas más arriba. Resaltó los pómulos y entonces pensó que su aspecto era el del hijo pródigo de un rey.
«Elige una ocupación», estaba escrito en la cuarta placa.
Asesino, bardo, mago, cazador, explorador, vigilante, caba­llero o ladrón. Una buena selección. Nick ponderó las venta­jas de cada una. Y observó que los hombres lobo eran espe­cialmente buenos magos, mientras que los vampiros poseían el talento de ser buenos asesinos y ladrones. También los elfos negros, como él, podían resultar buenos ladrones.
Titubeó un poco. De pronto, el rechinar del gozne del por­tón le sobresaltó, se hizo a un lado y escuchó que alguien en­traba en la torre. Una sombra se acercaba. Un gnomo con jo­roba y piernas arqueadas; tenía la nariz roja y chata como de boxeador y, en el cuello, un moretón azul marino. Se aproxi­mó cojeando, se sentó a horcajadas en uno de los baúles y se lamió los labios.
—Otro elfo oscuro, claro. Parece una especie muy cotizada.
Eso no le gustó al elfo negro recién creado. No deseaba ser uno entre muchos.
—¿De verdad?
—Por supuesto. ¿Y ya te has decidido por alguna profesión?
Contempló las listas.
—Posiblemente ladrón. O vigilante. Tal vez caballero.
—¿Qué te parece mago? Los hechiceros son poderosos.
Antes de descartarla, reflexionó sobre esta posibilidad por un instante. A él no le iban las hechicerías sino los combates con espada.
—No, mago no. Caballero.
—¿Estás seguro?
Ese era él: caballero suena como noble, casi como un príncipe.
—Caballero —insistió.
«Elige tus habilidades», solicitaba la quinta placa de cobre. Debajo se vislumbraba una larga lista de cualidades, no dema­siado clara.
Nick escogió poder ver a larga distancia. Fuerza, resistencia y la habilidad de adaptarse al entorno. Hacer fuego. Celeri­dad y versatilidad. Sin embargo, fue cauteloso. No sabía cuántas destrezas le correspondían: cualquier decisión ten­dría como consecuencia que se le cerraran otras posibilidades. Al optar por «ligera fuerza curativa», se borró la habilidad «maldición letal». Al elegir «escudo de fuerza», desapareció «piel de acero».
Después de elegir diez veces, terminó el interrogatorio. Las palabras desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos, justo en el momento en que pensaba que podría continuar para siempre.
—Algunas de las cualidades que desdeñaste vas a echarlas de menos muy pronto —le dijo el gnomo, y se rió.
—Puede ser.
Nick se preguntó qué hacía ahí ese tipo tan feo. En realidad, preferiría estar a solas. La sexta placa lo estaba esperando.
«Elige tus armas».
Bajo la placa se abrió un enorme baúl: espadas, lanzas, escu­dos y otras maravillas de distintos tamaños. Algunos horripi­lantes cuchillos con garfios, látigos con garras, mazas con púas.
—¿Quieres un consejo? —preguntó el gnomo.
«¿Para que puedas tenderme una trampa?».
—No, gracias.
Deseaba encontrar lo correcto a solas. Nick extrajo de sus fundas una espada tras otra con mucho cuidado y las puso en hilera contra la pared. Luego las fue probando para ver cómo se levantaban y surcaban el aire. Al final, eligió una larga espa­da con fina hoja y mango con envoltura escarlata, que zum­baba al blandirla.
Los escudos eran de madera y no parecían muy de fiar. Ade­más, cuanto mayores eran, más pesados y más lentos de ma­nejar. Decidió quedarse con el escudo más pequeño que pudo encontrar: redondo con realces de bronce y pinturas azules enmarañadas sobre la madera.
—Puedes atártelo a la espalda —sugirió el gnomo mientras se balanceaba con agilidad sobre sus arqueadas piernas, como si quisiera espolear el baúl.
El elfo negro no le contestó y avanzó hacia la séptima y últi­ma placa.
«Elige tu nombre».
Un poco sorprendido, Nick recordó que hacía poco había de­cidido llamarse Gargoyle. Pero ese nombre ya no le pegaba. Echó un vistazo en derredor para intentar descubrir si se abría otro baúl que contuviera pergaminos con sugerencias. Nada. Para elegir su nombre debía arreglárselas solo, pues el gnomo tenía sus propias ideas de cómo ayudarlo a tomar decisiones.
—¡Cola de elfo, piel de elfo, diminuto pedazo de masa oscu­ra! ¡Duendecillo con orejas puntiagudas, cara de zorro! ¿O más clásicos? Momos, Eris, Ker o Ponos, ¡y no olvidemos a Moros! ¿Cuál prefieres?
Por un momento jugó con la idea de tomar su espada y aca­bar con el gnomo. No podía ser tan difícil. Después de eso podría pensar con más tranquilidad. Sin embargo, lo detuvo el pensamiento de los agudos gritos de los gnomos moribun­dos, y lo mismo le ocurrió al pensar en el charco de sangre sobre el suelo de la torre.
«Algo clásico sería una buena entrada teatral —se dijo—. Algo clásico romano. Marius. No, Sarius».
No lo pensó más, ese nombre era exactamente lo que estaba buscando. Lo tecleó.
—Sarius, Ssssarius, Sa-ri-us —se escuchó en la torre—. Bienvenido, Sarius.
—¿Sarius? ¡Qué aburrido! Los aburridos mueren más rápi­do. ¿Lo sabías, Sarius?
El gnomo saltó del baúl y, en un último gesto, sacó su puntia­guda y verde lengua que le llegaba hasta el pecho.
Sarius salió de la torre y se encaminó al prado lleno de luz. Cuando vio que el gnomo se perdía en el bosque, se ató el escu­do a la espalda.

Capítulo 5

Brillaban como pequeños rubíes entre hojas aterciopeladas. Al llegar a la linde del bosque, Sarius descubrió las bayas que crecían a la sombra de los árboles. ¿Podía recolectarlas? «Sí, sí puede». Para su satisfacción, comprobó que tenía un inventario donde se almacenaban sus posesiones: ahí estaba la carne de sapo que recogió cuando aún era un sin nombre. Fuera de eso, se hallaba vacío. Todavía tenía suficiente espa­cio para las bayas.
Al escuchar los ruidos se levantó con rapidez. «¿Hay ser­pientes en la maleza? —echó un vistazo rápido—. No, no hay nada. No hay nadie». Sarius se concentró en las bayas. «Segu­ramente crecen aquí para que consiga alimentos».
El ataque fue tan rápido que solo pudo asustarse cuando terminó: dos hombres lo derribaron y lo sujetaron con fuerza en el suelo. El primero le puso la rodilla en la espalda, le do­bló los brazos hacia atrás y los anudó con fuerza. El otro le puso el puñal en el gaznate: el arma estaba manchada con sangre seca, tenía cabellos pegados.
Sarius no podía defenderse. Lo intentó, pero solo logró pa­talear. El más grande de los agresores lo levantó y se lo cargó al hombro como si fuera un costal.
Eso fue todo. Sarius, elfo negro y caballero, fue sorprendido y secuestrado mientras recogía bayas. «¡Qué desgracia!». El hom­bre del puñal estaba dispuesto a matarlo y con eso se terminaría el juego. No podía ser más tonto, ni sentirse más miserable: que lo atrapasen de una manera tan imbécil era el colmo. «Fijo que a nadie le han capturado de una forma tan estúpida».
Caminaban por el bosque y el tipo que cargaba a Sarius no dejaba de acomodárselo sobre sus hombros. No quería que se le cayera por un descuido. Aunque no le importó hacerlo adrede: al llegar al borde de una pendiente se detuvo, lo arro­jó al suelo y con una patada lo empujó ladera abajo.
Sarius dio dos vueltas antes de quedarse tumbado.
Allá abajo lo esperaban tres personajes que se parecían mu­cho a sus secuestradores: su ropa era harapienta, tenían la piel cubierta de costras de mugre, de cicatrices. A uno le faltaba un ojo; otro era jorobado. Solo sus armas resplandecían.
—¿De dónde lo habéis sacado? —preguntó el jorobado.
—Se estaba arrastrando por la torre. Fue más fácil que ro­barle a un niño.
El jorobado tomó a Sarius por el cuello y lo enderezó contra un tronco.
—¿Qué opináis?, ¿podría ser un bandido?… ¿Nos lo que­damos?
El tuerto se giró para mirarlo con cierta atención.
—No. Este no tiene nada que ver con nosotros… Mira, se le nota en la ropa. Es de los que están en contra de Ortolan.
—Pues entonces… ¡matémoslo! —dijo el jorobado rego­deándose.
Sarius hubiera querido replicar algo; por ejemplo, que no conocía a ningún Ortolan y que se uniría al instante a cual­quier grupo de bandidos con tal de que le permitieran conser­var la vida. Pero no pudo. Si antes podía hablar con el gno­mo, ahora estaba mudo. Su vida transcurría como si fuera una película antigua.
Hasta ese momento, el tercer hombre —cuya cara se halla­ba cubierta por la sombra de un gran sombrero— no había dicho nada, pero en ese instante dio un paso al frente.
—No, no vamos a matarlo. No es como los otros.
Se inclinó y revisó los bolsillos de Sarius.
—¿Veis? No trae veneno, tampoco hay indicios de que sea un cazarrecompensas. No tiene oro. A este podemos perdo­narle la vida.
—¿Así? ¿Así sin más? —replicó el jorobado, había decep­ción en su voz—. ¡Pero esto no tiene sentido! ¡No es diver­tido!
El hombre del sombrero hizo señas con la mano.
—Quisiera que alguien como él lograra la victoria. Lamen­tablemente, Sarius, los pequeños casi siempre son los perde­dores. Pierden los que son como tú… Por eso no los ataco.
Sus palabras espantaron al jorobado, que aún intentaba sa­ber qué guardaba Sarius en los bolsillos.
—En lugar de eso te doy un consejo. ¿Sabes qué sería lo me­jor para ti?
«No», habría dicho Sarius de poder hacerlo. Aun así, su in­terlocutor no esperaba que le respondiera. Lo tomó de los brazos y le soltó las ataduras.
—Deberías irte de Erebos. Vete, no regreses nunca. Haz como si jamás hubieras estado aquí. Olvídate de este mundo. ¿Lo harás?
«Por supuesto que no», pensó Sarius mientras intentaba reconocer la cara que se ocultaba bajo el ala del enorme sombrero. Ni siquiera podía verle los ojos.
—Si quieres irte de Erebos, corre. Regresa a la torre. Ahora.
¿Se trataba de una oportunidad para huir o era una trampa? ¿Erebos se cerraría si aprovechaba la oportunidad de liberarse de sus secuestradores? Indeciso, se quedó inmóvil y el bandido tomó su actitud como respuesta.
—Lo suponía —suspiró—. Entonces escúchanos bien: aquí nadie es tu amigo, aunque lo parezca. Nadie te ayudará, todos desean entrar al círculo privilegiado y solo algunos lo logran.
Sarius no entendía sus palabras. «¿Qué círculo privilegiado?».
—Al final solo quedan unos cuantos: los elegidos que pueden pelear con Ortolan. Ellos pueden matar al monstruo y encontrar el tesoro. Y no cualquiera posee la habilidad para lograrlo.
Resultaba casi imposible saber si el bandido bromeaba o hablaba en serio, Sarius no podía preguntarle nada.
—No le cuentes a nadie una sola palabra de lo que te estoy diciendo. Cuida tu ventaja, es pequeña. Trata de encontrar los cristales mágicos, te facilitarán la vida. La vida… ¿me entiendes?
—No le digas nada de los cristales mágicos —interrumpió el jorobado.
—¿Por qué no? Los va a necesitar. ¿Sabes? Los cristales mágicos son uno de los mayores secretos de Erebos. Existen para ayudarte. Hacen posible lo imposible. Hacen que tus sueños se vuelvan realidad.
—Si el mensajero se entera de lo que le has susurrado al jovencito, te va a cortar la cabeza —graznó el jorobado.
—De todos modos, lo hará en cuanto me tenga en sus manos.
El hombre con sombrero grande… —«Es el cabecilla, debe serlo», pensó Sarius— le dio la espalda y se escurrió lenta­mente entre la maleza. Los otros lo siguieron; antes de irse, el tuerto le escupió a la cara. Los demás no le tocaron un pelo. Sin embargo, ninguno le reveló lo que tenía que hacer.

Volvió a escalar la cuesta, intentó orientarse. La torre debía estar a la izquierda, pero no quería regresar a ella. Miró a su alrededor para encontrar un punto de referencia. De repente, escuchó un tintineo que venía de la zona más oscura del bosque.
Sarius siguió el sonido, que se hacía más claro a cada paso que daba: hierro golpeando sobre hierro, sobre madera, sobre piedra. Se oían voces roncas y algo que se asemejaba a gritos de dolor. «Una batalla». Siguió los ruidos con una sensación de calor que quizá era una señal de curiosidad, o de miedo, o tal vez de ambas cosas. Así continuó hasta que de pronto se topó con un obstáculo. Disminuyó el ritmo y, sorprendido, fijó la mirada en la negra muralla que abarcaba todo el espa­cio y sobresalía por encima de los árboles. Era negra como el alquitrán.
Resultaba imposible saltarla, tenía que encontrar una en­trada o descubrir el final del obstáculo. Giró a la izquierda, hacia el lugar de donde procedía el ruido de la batalla. Cami­nó hasta donde se lo permitió su resistencia. «Ninguna puer­ta». Lleno de furia, golpeó con su espada la muralla. El color negro se quebró un poco y pudo vislumbrar dos letras: re. Tras la brillante capa había un mensaje. Siguió golpeando con su acero, tenía la esperanza de que la muralla no se hicie­ra añicos.
Aquello funcionó: unos minutos más tarde, Sarius descubrió una oración completa. Una oración con un sentido extraño: VE A LA RED.
Sonrió para sus adentros. «Soy una buena presa», pensó, y abrió la conexión a Internet.
En ese instante se desgajó un trozo de la muralla y Sarius pudo atisbar el combate. Dos bárbaros, una mujer gato, un hombre lobo, varios enanos, tres vampiros y dos elfos negros peleaban contra cuatro troles horripilantes. Uno tenía tres flechas clavadas en el cuello, seguramente se las lanzó la mu­jer gato, pues era la única que tenía un arco. Otro se balan­ceaba sobre una roca mientras el hombre lobo se lanzaba contra él. Sin embargo, se puso a salvo con un gran salto. Dos enanos hundían sus hachas en las piernas del tercer trol ayudados por el bárbaro más grande, que le golpeaba la es­palda con su maza.
Sobre ellos flotaba un óvalo azul. Resplandecía como un enorme zafiro que giraba sobre su eje. «¿Un cristal mágico?». No, era demasiado grande como para cogerlo sin problemas. Los otros, los que luchaban, no prestaban la más mínima atención al objeto centrados como estaban en el combate.
Sarius tomó su espada. Durante un instante le pareció muy pequeña, casi insignificante. Probablemente debería participar en el combate, pero no se atrevía.
A uno de los enanos le escurría sangre desde el casco hasta la barba y ahí se perdía, pero él continuaba luchando como un campeón.
Sarius respiró hondo. Ninguna herida podría dolerle de ver­dad, daba igual cuán reales parecieran. Dio un paso hacia de­lante, pero se contuvo para decidir su estrategia: el cuarto trol estaba libre, tenía acorralada a una mujer vampiro que, con su larga y delgada espada, trataba de mantenerse lejos del atacante y su mangual. No había advertido la presencia de Sarius.
«Entonces, contra el trol». Con un rápido movimiento, Sarius cogió el escudo, levantó la espada y se lanzó a la batalla. Durante un segundo le avergonzó el no ser absolutamente valiente.
Su acero impactó contra la piel del trol como unos minutos atrás lo había hecho contra la muralla, pero esta vez no dejó huella alguna. El trol rugió con sarcasmo. Asió a la mujer vam­piro con una mano y la zarandeó en el aire. Ella lanzaba ta­jos, pero perdió su espada y cayó al suelo con un ruido espe­luznante. Un color gris oscuro empezó a cubrir la banda escarlata que tenía alrededor de su talle, solo restaba un dimi­nuto vestigio de rojo. «La señal de vida», comprendió Sarius. En ese momento se dio cuenta de que cada uno de los lucha­dores llevaba algo rojo en su equipamiento: la mayoría una banda en el pecho o en el cinturón, como él mismo.
La mujer vampiro sabía que se encontraba en peligro de muerte. Se arrastró hacia la maleza, su pierna izquierda estaba torcida de manera grotesca y la arrastraba como si fuera un cuerpo extraño.
El trol perdió todo interés en su enemiga. Se dio la vuelta y se enfrentó a Sarius. Tenía los ojos opacos y una espuma vis­cosa le goteaba del hocico. Sin poder evitarlo, Sarius dio un paso atrás. «Solo puedes jugar una vez», no lo había olvidado. De ninguna manera pretendía terminar tan pronto.
El trol se le acercó y Sarius dio vueltas a su alrededor con la velocidad del relámpago. Tan rápido como le fuera posible, debía herirlo en alguna parte. Apuntó a los tendones de las piernas y lanzó un tajo. El trol volvió a rugir, pero esta vez lle­no de dolor. La sangre roja, oscura y espesa como jarabe, manó de la herida. Sorprendido, el elfo negro contempló la sangre. Demasiado tarde: el mangual de su adversario giraba sobre su cabeza. Lo vio dirigiéndose contra él, e instintiva­mente se hizo a un lado.
La esfera con picos le raspó el hombro. Se escuchó un chilli­do ensordecedor y los oídos le punzaron como si le hubieran metido un alambre candente en el cerebro.
Cayó. Frente a él, de pie, se alzaba el trol; lo miraba de arriba abajo con ojos gris piedra. Una vez más levantó su arma. Y en­tonces, a través del doloroso zumbido, Sarius comenzó a escu­char los truenos. El trol se tambaleó y Nick vio que el más grande de los dos bárbaros surgía de la nada para intentar rom­perle la columna vertebral al trol con su maza.
El golpe fue atinado, el adversario de Sarius perdió el control y, tras otro golpe, cayó de rodillas. Ya no rugía, solo gemía. Bas­tó un último mazazo en el cuello para que se quedara inmóvil.
Sarius quiso incorporarse, pero cada vez que lo intentaba el horrible chirrido aumentaba. Era mejor que se moviera des­pacio. Su cinturón todavía tenía como un cuarto de rojo. «¿Y si el rojo aumenta si me quedo quieto?». Permaneció tendido sobre la maleza. Lo que había visto era suficiente para quedar­se tranquilo. La batalla ya casi había acabado. Dos troles más cayeron rendidos, y el tercero huyó. El cuarto aún se mantenía en pie, pero los bárbaros lo atacaban con dureza. Los que toda­vía eran capaces de caminar se unieron en la matanza. El trol no podía hacer nada contra tal superioridad de fuerzas; se tam­baleaba y volvió a lanzar mandobles en derredor, pero terminó cayendo con el hacha de uno de los enanos profundamente en­terrada entre los omóplatos.
—Hemos ganado —susurró una voz incorpórea.
Enseguida apareció el mensajero de los ojos amarillos en la linde del bosque y detuvo su caballo ante los combatientes.
—Habéis conquistado el óvalo —dijo y tocó el cristal irisa­do con sus dedos huesudos—. Se os otorga una recompensa. ¡BloodWork!
«¿BloodWork?». Sarius no entendió nada hasta que el bár­baro gigantesco dio un paso al frente e hizo una reverencia al mensajero.
—Tu contribución resultó decisiva en la batalla. Te recom­penso con un casco de fuerza 27. Te protegerá de los venenos, los rayos y los encantamientos que causan fiebres.
El mensajero le entregó a BloodWork el casco dorado con cuernos de carnero. Con presteza, el bárbaro se quitó su senci­llo casco de hierro y se puso el brillante yelmo, con el que pare­cía aún más grande.
—Keskorian —continuó el mensajero y el bárbaro de menor estatura se adelantó un paso—. Has dado cuanto has podido, sin embargo, titubeas a menudo. Aun así te has ganado una re­compensa: toma el viejo casco de BloodWork, es mucho mejor que el tuyo.
Keskorian hizo lo que se le ordenó.
—¡Sarius! —llamó el mensajero.
«¿Tan pronto?». Se sorprendió: había llegado tarde a la pelea y no se había lucido gran cosa. Con un sorprendente esfuer­zo, consiguió levantarse. A cada movimiento aumentaba el chirrido que lo torturaba. Su hombro volvió a sangrar y una pequeña parte de su cinturón empezó a ponerse negra.
—Fue tu primera batalla y mostraste valentía en lugar de conformarte con mirar. Yo valoro la valentía, por eso obten­drás lo que más necesitas: curación. Toma esta pócima, te reestablecerá la salud y aumentará tu resistencia. Salud, amigo.
Sarius miró la reluciente botella de un color áureo como el sol que flotaba enfrente de él, la tomó y la abrió. Bebió.
Las manchas de sangre en su hombro desaparecieron al instan­te, su cinturón brilló pleno de rojo y, «qué alivio», el sonido chi­rriante que salía por su herida se esfumó. En ese momento regre­só la música que había escuchado en la torre. La melodía estaba repleta de promesas. De todo lo que siempre había querido.
—Tengo una nueva hacha para Sapujapu, que por primera vez aguantó hasta el final.
El enano dio un paso hacia delante, asió el arma y de inme­diato dio un paso atrás. Se hizo una pausa. El mensajero los miró a los ojos como si estuviera pensando.
—¡Golor! —llamó a uno de los vampiros y le regaló veinti­cinco minutos de invisibilidad; al segundo vampiro, LaCor, lo recompensó con veinticinco monedas de oro.
Nurax, el hombre lobo, recibió un elogio y un arnés para el pecho; Samira, la mujer gato, una espada doblemente fortifi­cada. El mensajero repartió pequeños y grandes obsequios a todos: al segundo enano le dio un escudo hechizado con runas, un puñal ponzoñoso a Vulcanos, el elfo negro. Solo faltaban el otro elfo negro y la mujer vampiro herida que yacía sobre la maleza junto a Sarius.
—Lelant, te quedaste a la zaga. Fuiste cobarde, apenas diste tres mandobles que no tuvieron efecto. No te ganaste ninguna recompensa y creo que debo degradarte.
Lelant, el elfo negro de cabello oscuro, permaneció al borde del claro, un poco oculto entre los árboles tras los que se es­condió durante el combate.
Sarius sintió una satisfacción extraña: no había sido espe­cialmente bueno, lo sabía, pero hubo otro peor que él.
—Te lo advierto, Lelant. El miedo no se paga. En la próxima batalla espero tu voluntad, tu fuerza, tu corazón.
Hasta al final, el mensajero no se dirigió a la mujer vampiro.
—Jaquina. Estás casi muerta. Si te dejo aquí, fallecerás muy pronto. Si eso es lo que deseas, prepárate para morir. Si no, sígueme.
Con gran esfuerzo, la mujer vampiro se puso de rodillas. La sangre que manaba de sus heridas era negra. Se arrastró hacia el mensajero. Cuando estuvo cerca, este la levantó y la cargó a lomos del caballo.
—Tenéis derecho a hacer una hoguera.
Emprendió el galope y se adentró en la oscuridad.

Sapujapu era el más rápido. Bastaron tres ramas y unas chis­pas rojas, que lanzó con los dedos, para que la leña comenzara a arder en mitad del claro del bosque. Inmediatamente, todos rodearon el fuego.
—¿Qué hará Jaquina? —preguntó Nurax.
—Lo de siempre —dijo Keskorian—. ¿A quién le preocupa? Cuando regrese estará en cuarto nivel.
—Si regresa —replicó Sapujapu.
Se sentaron uno tras otro. Sarius estaba indeciso. Se sentía extraño, no se encontraba a gusto. Aunque era muy probable que conociese a alguno, quizá a todos, pero quién sabe…
—Tenemos a uno nuevo: Sarius —dijo Samira.
—Sí, otra vez un elfo negro —se burló BloodWork, que hasta ese momento había permanecido callado—. Son como las moscas.
—Pero tienen mejor aspecto que los bárbaros —dijo Lelant.
—Cállate, fracasado.
Lelant guardó silencio y BloodWork le dedicó toda su aten­ción a Sarius.
—¿Por qué un elfo negro? ¿Nadie te dijo que ya teníamos suficientes?
—¿Y a ti qué te importa?
—Seguro que también eres un espía —continuó el bárba­ro—, como todos los de tu calaña.
—Soy un caballero. ¿Qué te parece si te llamo maldito?
El vampiro LaCor se deleitaba con sus palabras.
—¡Un caballero! Morirás antes de lo que imaginas. Sobre todo si permites que BloodWork te ponga apodos —le dijo.
«¿Qué tiene de malo ser un caballero?». A Sarius le hubiera gustado preguntárselo, pero no quería exponerse. Quizá el gno­mo se lo habría dicho, claro, si él le hubiera pedido consejo.
—¿Adonde se ha llevado el mensajero a Jaquina? —preguntó.
—Ya te enterarás —contestó Sapujapu con tono desdeñoso.
—¿Por qué no me lo dices?
—No puedo. Estás en nivel uno.
«Nivel uno, claro». Acababa de empezar, por eso los otros se regodeaban viendo cómo se iba de bruces. O cómo mordía el polvo, en palabras de LaCor. Observó con atención a Sapujapu y Samira, pero no encontró información alguna sobre su nivel. ¿Por qué todos sabían que era un principiante?
Para ese momento, el tema de conversación ya había cam­biado.
—¿Alguien sabe dónde está Drizzel?
—Ni idea. Quizás anda con otro grupo.
—O tiene que dar un salto de nivel.
—Yo creo que tiene cosas que hacer fuera.
El interés en Sarius se desvaneció. Aquello le alegró, aunque comenzó a preguntarse quién era Drizzel y qué significaba te­ner que hacer algo «fuera». Aunque no entendía todo lo que se estaba hablando, poco a poco empezó a relajarse, envuelto con la embriagadora música que —como si fuera miel— lo iba colmando lentamente. Se sentía cansado pero, al mismo tiempo, contento, como si la siguiente contienda estuviera dispuesta para él.
Durante todo el tiempo Samira estuvo muy cerca de él. Sarius no podía evitar la sensación de que ella quería decirle algo, pero no sabía cómo abordarlo.
—El viejo sombrero de Blood es una porquería —protestó Keskorian, malhumorado—. Hubiera preferido una espada mejor.
—Debiste hacer más —replicó Nurax.
—Sí, ya lo sé, pero mejor alégrate por tu arnés. Aunque te advierto, también es una porquería. ¿Cuántos puntos de defen­sa te ganaste? ¿Catorce? Hasta podrías hacerte uno de papel.
—¡Sí, cómo no! —se indignó Nurax—. Catorce resisten las flechas de orcos… ¡Ayer me habrían costado casi toda la energía!
Sarius abandonó la discusión. Había comprendido que su jubón era un problema: solo cinco puntos de defensa. «Espe­remos que no haya orcos cerca».
—¡Por favor, mira el arnés de Blood! ¿Cuántos puntos de fuerza tiene?
BloodWork se tomó su tiempo para responder.
—Cincuenta y dos.
—No quiero saber lo que tuvo que hacer para obtenerlos —opinó Sapujapu.
—Eso te importa un bledo —dijo el enorme bárbaro.
—¡Cuidado! El mensajero ya regañó a alguien por malde­cir… a un enano, yo vi cómo lo hacía.
Mientras Nurax hablaba, un nuevo personaje apareció ante la hoguera: una elfa negra, con un arco largo cruzado a la espalda. A Sarius le recordó la oscura y apretada trenza de Emily. La llamaron por su nombre: Arwen's Child.
—Hola, AC —saludó Nurax—. ¡Vaya, ya estás en el nivel tres! Felicidades.
—Gracias, fue sencillo. ¿Hubo pelea?
—Acabamos de terminar —le informó Keskorian—. Cuatro troles, no fue nada divertido. ¿Los conoces a todos? Seguro que a BloodWork sí, ¿o no?
—Sí, nos enfrentamos en un verdadero pandemónium. Hola, Blood.
El bárbaro no respondió. Permaneció inmóvil con la mirada fija en el fuego.
—Aunque a LaCor no lo conozco, ni a Sapujapu, Samira y Sarius. Todos los nombres empiezan por «sa», ¿está de moda?
—Son mejores que si los hubiéramos copiado de El señor de los anillos —replicó Sarius, y se ganó la aprobación de Samira.
Arwen's Child se acercó a él.
—Tú eres un uno.
—Sí.
—¿Hay más unos por aquí?
—Hoy vi a cuatro —dijo Lelant.
Sarius ya casi se había olvidado del pequeño elfo negro. Le­lant se había tomado lo de «negro» en sentido estricto: su ropa era negra, su cabello también y su cara tenía el color de un café con leche muy cargado. De manera involuntaria, Sarius se pre­guntó si Colin no se escondería detrás de ese personaje.
—Cada vez hay más unos. Aparte de Sarius, hoy vi a dos elfos negros, una mujer lobo y un humano.
—Casi nunca hay humanos —dijo Sapujapu.
—Y son innecesarios —completó BloodWork.
A Sarius le habría encantado interrumpir y hacer algunas preguntas. ¿La piedra ovalada y giratoria era un cristal mági­co? ¿Qué debería hacer para que su frágil equipamiento pu­diera sobrevivir a la próxima pelea? ¿Cómo podría pasar más rápido al siguiente nivel? Porque siendo un uno, era como si fuese un cero a la izquierda.
¿Tenéis algún consejo que darme? preguntó.
Sí, intenta mantenerte con vida dijo Nurax—. En la pelea y mientras seas tan débil, lo mejor es que te quedes cer­ca de uno de los personajes más fuertes.
Pero luego uno no se los quita de encima dijo BloodWork—. Malditos elfos.
¿Para qué diablos le das consejos al nuevo? rezongó Keskorian—. Somos enemigos, ¿ya se te ha olvidado? ¿Quie­res ganarte la recompensa o que se la gane él? Por mí que todos los nuevos se mueran, ya somos demasiados.
Es cierto dijo BloodWork.
¿Demasiados para qué? preguntó Sarius.
Después de la reprimenda, Nurax se quedó callado; pero Sapujapu ignoró las objeciones de los bárbaros.
Bueno, para la última pelea: el combate contra Ortolan. Solo cinco o seis pueden sacar ventaja y ganarán, no sé… algo así como la lotería. No te imaginas hasta qué punto Blood­Work se muere por conseguirla.
Con un solo golpe, el bárbaro mandó al suelo a Sapujapu. Una parte del cinturón del enano se puso negra.
A callar, idiotas. No tenéis ni idea de lo que estáis diciendo.
BloodWork se apartó del fuego y se encaminó al límite del bosque. Keskorian lo siguió como un perro tras su amo.
¿Puede hacerlo? ¿Está permitido? preguntó Nurax algo alterado mientras Sapujapu se incorporaba tambaleándose.
Eso parece. Si no lo estuviera, ya habría aparecido uno de los gnomos del mensajero para advertírselo. Se presentan por cualquier violación de las reglas explicó Arwen's Child.
En ese preciso instante, algo salió cojeando de entre la maleza. Un gnomo con piel color naranja que se parecía al de la torre.
«Ah —pensó Sarius—, hay problemas para el cachas».
Sin embargo, el gnomo no dijo ni una sola palabra sobre la tosquedad de BloodWork.
—Noticias de su amo: los ladrones de sarcófagos saquearon los lugares santos. Si los matáis, el botín será vuestro. ¡Comen­zad, rápido!
Con una sacudida de manos apagó el fuego y se escondió entre los arbustos.
«¿Y ahora qué hacemos?», quiso preguntar Sarius, pero ya no había manera de conversar frente al fuego. ¿Los demás sabían dónde estaban los lugares santos? Al parecer no, pues camina­ban en distintas direcciones: BloodWork se dirigió hacia la iz­quierda entre la maleza, con Keskorian pegado a él. LaCor y Arwen's Child corrieron hacia la derecha. Nurax, Golor y Lelant también desaparecieron como los bárbaros.
Para no quedarse atrás, Sarius permaneció cerca de Sapujapu. El enano no podía caminar muy bien y el elfo contaba con la rapidez entre las habilidades que había elegido. Se encaminaron directos hacia el bosque, donde los recibieron la oscuridad y los ruidos amenazantes. Sarius se mantuvo junto a Sapujapu; sin embargo, su resistencia disminuía con cada paso que daba. ¿Dependía de que fuera un uno? Parsimonioso, pero sin bajar el paso, Sapujapu iba a trote. Si el elfo tuviera que descansar, el enano no lo esperaría. «¿Por qué habría de hacerlo?».
Su barra de resistencia se hacía cada vez más corta. Sarius jadeaba, la respiración cada vez era más rápida, empezó a tro­pezarse. «Si pudiera descansar un poco…», pero el otro conti­nuaba como una locomotora y Sarius no quería quedarse atrás, solo. Siguió caminando sin quitar ojo a la barra azul.
Luego apareció una cuesta, no muy larga, apenas empinada, pero era demasiado para él. Cayó al suelo. Su pecho se inflaba y desinflaba a toda velocidad, mientras Sapujapu se perdía en­tre la maleza.
A lo lejos comenzaban a oírse ruidos de pelea —«Mira, BloodWork encontró el camino correcto y le está haciendo un verdadero elogio a su nombre»—. Poco a poco, Sarius em­pezó a levantarse. Se tambaleaba, estaba exhausto. Como­quiera que fuese, ya conocía la dirección: seguiría los ruidos de la contienda. Tal vez aún quedaban algunos ladrones de sarcófagos. «Bien». Si no era así, no habría mucho que hacer.
Con enorme cuidado y sabiendo que tenía que preservar fuerzas, reanudó la marcha. No pasó mucho tiempo antes de que, a su izquierda, apareciera la negra muralla. Hizo una pausa, golpeó las piedras brillantes del muro con su espada: ojalá hubiese un texto que lo pudiera ayudar.
El negro brillante se desmoronó, pero nada detrás, solo ha­bía negrura. Sarius caminó a lo largo de la muralla que se adentraba en el bosque y volvió a intentarlo. Solo encontró piedra negra, nada más. Con cierta frustración, golpeó el tronco de un árbol y algo salió volando para alejarse con len­tos aletazos.
Al parecer, el pájaro no era la única criatura a la que Nick podía asustar. En el follaje, un par de pasos más adelante, algo crujía y echaba chispas. Espada en mano, corrió hacia la hoja­rasca lanzando tajos. Se escuchó un grito y algo vibró.
Un ser tipo duende —con piel amarilla y arrugas de perga­mino— saltó entre las ramas. El hombro le sangraba horrible­mente, pero no dejó de aferrar los objetos brillantes que car­gaba entre los brazos. Sarius fue tras él y trató sin éxito de darle otra estocada. De pronto, el gnomo tiró algo que pare­cía una bandeja de plata y siguió corriendo. Con el siguiente tajo, Sarius abrió una herida profunda en la pierna del ladrón de sarcófagos, y este empezó a gritar hasta caerse, aún sin sol­tar el botín. Sarius no esperó. Comenzó a asentar al duende golpes con su espada hasta que este…
—¿Nick?
… ya no se movió más. Los brazos cayeron inertes a los la­dos: un casco rodó al suelo, un pequeño puñal, un…
—¿Nick? ¿A qué juegas?
—Luego te explico.
… un amuleto y algo que parecía una greba. Apresurado, Sa­rius empezó a recoger todo, pero había algo, había algo más…
—¿Es nuevo? ¿De dónde lo has sacado?
—Ya voy, ¿vale? ¡Dame un minuto!
… exacto. La bandeja que había dejado caer. ¿Dónde se ha­bría quedado? «Se le cayó, maldita sea, se le cayó». Pero tenía que encontrarla. Rebuscó entre los arbustos…
—¿Ya has cenado?
—Demonios, mamá, ¿no puedes dejarme un minuto en paz?
… ahí está la bandeja. Había rodado contra un árbol. A su espalda se escuchó un ruido tan fuerte que casi dolía. Se dio la vuelta.
Su madre había abierto la puerta.

Capítulo 6

El agua hervía en una gran olla. Su madre apoyaba los codos sobre la encimera y hojeaba una revista de mujeres. A su vaso de vino tinto solo le quedaba el último sorbo.
—Perdona por lo de antes —dijo Nick.
Con cierta calma, examinó a su madre: se había puesto dos mechas anaranjadas en el cabello teñido de negro. Acababa de hacérselas y a él no le gustaban.
—Hay pasta con salsa del supermercado —dijo ella sin le­vantar la vista—. Hoy no puedo hacer más. ¿Qué era eso que estabas haciendo, como para que te molestase tanto y te pu­sieras tan delicado? —preguntó después de bostezar.
—Ah, nada. Lo siento, me porté como un idiota.
—Exacto —su madre se giró a mirarlo y le sonrió—. ¿Esta­ba emocionante?
—Sí —se sintió obligado a contar algún detalle—. Ha sido la adquisición de hoy, una aventura gráfica. No está nada mal, la verdad.
Su madre echó la pasta en el agua hirviendo.
—Espero que también hayas hecho los deberes.
—Claro —contestó mientras escondía su remordimiento tras una sonrisa.

23.00. El zumbido de la bombilla sobre el escritorio. Un co­che que se detiene en la siguiente calle. En el apartamento que huele a salsa de tomate con ajo en polvosa tranquilidad es agobiante.
Después de la cena, Nick garabateó a toda prisa el ensayo de Inglés. Luego encendió el ordenador e inició Erebos. Presa del nerviosismo, esperó varios minutos a que desapareciera la pantalla negra y a que emergieran las letras rojas. Se sintió aliviado al ver que comenzaba el juego; solo entonces fue cons­ciente de que había estado aguantando la respiración.

El paisaje nocturno le pareció extraño. No era el bosque don­de hirió al ladrón de sarcófagos, tampoco el escenario de la lucha contra el trol. Se trataba de un paraje de arbustos con escasas colinas; por aquí y por allá, unos cuantos árboles.
«¡El ladrón de sarcófagos!». Sarius se dio cuenta de que no había comprobado si aún conservaba los tesoros robados. Observó su equipaje y suspiró con alivio: ahí estaban la ban­deja, el casco, el puñal y el amuleto. Quiso ponerse el casco de inmediato pero, para su fastidio, no le valía.
Avanzó un tramo sobre el pasto crepitante. No tenía indica­ción de ningún objetivo. Deseaba escuchar la música o voces, sin embargo solo se sentía el leve hálito del viento nocturno y un lejano bisbiseo. En esta ocasión no vaciló y siguió el rumor hasta encontrarse con un río que brillaba con un color azul claro un tanto irreal. Sarius buscó una hoguera: sin ho­gueras no hay conversaciones y sin conversaciones no hay in­formación. El mismo podría encender una, ¿acaso no tenía la habilidad para hacerlo? Quizá la luz atraería a alguien y en­tonces podrían conversar. Sarius casi reventaba por las pre­guntas que no podía hacer. Pero entonces recordó que Sapujapu prendió el fuego solo después de que el mensajero de ojos amarillos se lo permitiese. «Mejor no saltarse las reglas».
Caminó mucho rato hasta que, en la lejanía, le pareció dis­tinguir un destello de luz. Se alegró pero, al mismo tiempo, sintió un malestar: «Sarius está solo en el bosque». Se sentía muy vulnerable. Desenvainó su espada, un segundo después se sintió ridículo y volvió a envainarla. Le parecía que se dela­taba a cada paso que daba.
Cuando el fuego ya estaba a la vista, respiró con tranquili­dad. El ambiente parecía pacífico. Solo dos personajes estaban ante la luz centelleante: un elfo negro y un vampiro. No co­nocía a ninguno de los dos.
—Hola, ¿tenéis sitio para alguien más?
El elfo negro, que se llamaba Xohoo, se movió un poco.
—Claro que hay sitio, hasta para un nivel uno. ¿Cómo te llamas… Sarius? Mierda, eso suena a latín.
—No des información del mundo que está fuera de Erebos —le advirtió el vampiro, cuyo nombre era Drizzel—. Si lo haces, el mensajero te dará tal estacazo que ya no podrás vol­ver a levantar una espada.
«Drizzel». A Sarius, el nombre le resultó familiar, pero no podía recordar a cuenta de qué diablos lo había oído antes. Pensativo, contempló el reluciente río azul.
—¿Puedo preguntaros algo?
Drizzel mostró los colmillos.
—Claro… pero ya veremos si recibes una respuesta.
Sarius se lo pensó antes de formular la pregunta.
—¿Por qué vosotros podéis ver que soy un uno y yo no pue­do ver vuestro nivel?
—Porque estamos más avanzados —le respondió Xohoo—. Uno siempre ve el nivel de los más débiles.
—Entonces, ¿si fuera un dos reconocería a los unos?
—Exacto.
«Por fin una información útil». Contento, hizo la siguiente pregunta.
—¿Cómo puedo convertirme en un dos? En ningún lado pue­do ver mi puntuación o un marcador de avance.
—La cosa no va así. Tienes que esperar hasta que él piense que ya has madurado lo suficiente.
—¿Él?
Esta vez Xohoo no respondió, y Drizzel asintió complacido.
—Vaya, por fin cierras la boca. Sabes que no debemos hablar demasiado.
—Pero no he descubierto ningún secreto —se defendió Xo­hoo mientras comenzaban a oírse pasos al fondo.
Una bárbara se unió al pequeño grupo. Era mucho más alta que Sarius y su faldita, que le llegaba por encima de los mus­culosos muslos, resultaba absurdamente corta. Sobre los hom­bros cargaba un hacha enorme. Sarius examinó su nombre: Tyrania. «Muy revelador».
—Aquí no pasa nada —dijo a modo de saludo—. ¿No te­nemos ninguna misión?
—No, ¿es que no lo ves? —respondió Xohoo.
—Bueno, ¿alguien tiene ganas de un duelo? —Tyrania tomó el hacha de sus hombros y la hizo zumbar en el aire has­ta formar un semicírculo, muy cerca del pecho de Sarius.
Drizzel se mofó de su propuesta.
—¿Estás loca? ¡No estamos en la ciudad y mucho menos en la arena de combate! Además, habría que ser imbécil para enre­darse en un duelo con una bárbara de tu calaña. Peléate con uno de los musculosos descerebrados. Algún día se darán cuen­ta de que la energía vital no cae de los árbo…
El ataque llegó de repente y sin que el agua los advirtiera. Peor aún, el agua los atacaba. La corriente, azul y brillante, se alzó en olas tan altas como torres y formó enormes figuras de mujeres que saltaron a la orilla. Todo quedó envuelto en una fantasmagórica luz azul.
Sarius desenvainó rápidamente su espada, aunque hubiera preferido huir. «Es solo agua, solo agua». Por desgracia, sus estocadas hendían los cuerpos de las atacantes como si fueran agua. Eran siete y mostraban una tremenda superioridad so­bre Tyrania, Drizzel y él. Xohoo había huido, ya no se le veía.
El elfo decidió pelear contra la mujer de agua más pequeña. Blandió su espada contra el cuerpo buscando una parte vul­nerable, pero no la encontró. Su acero, que solo producía chasquidos, traspasaba piernas, estómago y pecho. Por mucho que quisiera no podía llegar más arriba. «Por lo menos no nos estamos haciendo daño —pensó—: Yo no la hiero y ella tam­poco a mí».
Al instante, la mujer dio un gran paso hacia Sarius. No, más bien sobre él, y se quedó inmóvil. Su pierna lo envolvió como una brillante columna de agua azul.
El penetrante chirrido regresó a sus oídos y le taladró el cere­bro. Sarius veía cómo se le iba la vida. «Me estoy ahogando», comprendió.
Dio un paso, uno más. Sin ningún esfuerzo, la giganta lo alcanzó. Lo tenía rodeado, no podía escapar pese a los más desesperados tajos que lanzaba en derredor. Tyrania también estaba acorralada, mientras que Drizzel intentaba ponerse a resguardo escondiéndose entre los árboles. Sarius vio cómo desaparecía en la oscuridad. Le hubiera gustado seguirlo, pero eso ya era imposible. Las cinco atacantes que no encon­traron adversarios volvieron a las aguas. El chirrido en su cabeza ascendió a niveles insoportables.
«Magia de fuego —pensó Sarius—. Fuego contra agua». Tenía que pensar cómo hacerlo; nunca había prendido fue­go. Pero tenía que hacerlo, rápido: su cinturón estaba casi completamente negro. «¡Rápido!».
El fuego siseaba, humeaba. Con un ruido de olas azotadas por un temporal, la gigante de agua lo dejó libre y, derramán­dose, se perdió en el río. Unos segundos después, lo mismo pasó con la de Tyrania. «Seguro que ha copiado mi truco», pensó Sarius un poco ofendido.
Para su disgusto, el indicador de vida de Tyrania estaba mucho mejor que el suyo: no había perdido ni siquiera la mitad de su energía vital. Él tenía tan poca vida que ya no se atrevía a moverse. De todos modos, el agudo sonido lo para­lizaba, igual que había ocurrido durante el combate. Tal vez su personaje desapareciera cuando se agotara la última franja roja de su cinturón. «Eso no puede pasar por nada del mundo». No debía correr más riesgos. Sarius se mantuvo de pie, inmóvil. Quién sabe, quizá bastaba con un tropezón para que muriera.
Sin embargo, según todas las apariencias, no tenía derecho al descanso. Alguien se acercaba, Sarius escuchó cascos de ca­ballo. «¿Es solo uno?, ¿o son varios?». Entonces decidió mo­verse, sacó su espada y a hurtadillas se dirigió al límite del bosque. Por ahí había desaparecido Drizzel, y él quería hacer lo mismo: no podía permitirse más valentía. «Maldita sea, ¿por qué no puedo ser prudente?».
Cuando llegó a la sombra de los árboles reconoció el caballo acorazado del mensajero.
—Sarius —le susurró una voz—. Acércate.
El mensajero detuvo su montura en el mismo lugar donde se había extinguido la hoguera. Los ojos amarillos bajo la ca­pucha observaban el escondite de Sarius.
Titubeante, salió del amparo que le brindaban los árboles.
—Las hermanas de agua os atacaron con fuerza —dijo el mensajero.
—Sí.
—¿Tyrania y tú fuisteis los únicos que las hicieron frente?
—Sí.
—¿No había otro combatiente?
Sarius permaneció callado, fue Tyrania quien dio más infor­mación.
—Drizzel y Xohoo también estaban aquí, pero se largaron.
—¿De verdad?
El mensajero se giró hacia el bosque en el que ambos se ha­bían ocultado. Luego metió la mano bajo su capa y sacó una pequeña bolsa.
—Para ti, Tyrania. Son cuarenta monedas de oro, con las que deberías comprarle un equipo mejor al comerciante más cercano. Si sigues el cauce del río, llegarás a una pequeña aldea. Da igual si llegas muy tarde, despierta al comerciante y dile que yo te envío. Para reponer tu salud, busca en la orilla las hierbas con hojas rojas.
Tyrania cogió la bolsa con el oro y se esfumó.
—¿Sarius? —el mensajero se inclinó sobre su silla y estiró su mano huesuda—. Para ti la cosa pinta más difícil… Tendrás que venir conmigo.
El gesto del mensajero llenó al elfo de desazón. De alguna manera le pareció que pretendía algo.
—¿Quieres ayudarme? —preguntó, pero al segundo se arre­pintió de sus palabras. Le sonaron infantiles y tontas.
—Nos ayudaremos mutuamente —respondió el mensajero al tiempo que estiraba su mano un poco más.
Como no tenía alternativa y era evidente que el mensajero no traía ninguna pócima reparadora, tomó los huesudos de­dos que se le ofrecían. El mensajero lo subió al caballo que re­linchaba, volvió grupas y partió al galope.
Pronto Sarius se sintió mejor. El chirrido desapareció y es­cuchó de nuevo la deliciosa música. Esta le decía que todo iba a ir bien y que nada podía pasarle. Él era el héroe de la epope­ya, aquí todo giraba a su alrededor. Le alegraba haberse lanza­do a la batalla contra las siete gigantas de agua en vez de huir como Drizzel y Xohoo.
El corcel del mensajero era veloz. Galopaban a lo largo de un sendero del bosque que se iba elevando poco a poco. Del mar­gen derecho, los árboles —que eran oscuros como agua sucia— se apartan de las grandes peñas. El mensajero desvió su cabalgadura del camino y la dirigió hacia las rocas. Cuando se encontraban cerca, el elfo descubrió en la piedra algunos dibujos tallados, mensajes que era incapaz de descifrar.
Se detuvieron ante una cueva y desmontaron. El mensajero le señaló la entrada y Sarius se adentró en ella. La inquietud que había hecho presa en él al montar el caballo acorazado había desaparecido y no creyó que fuese a regresar al entrar en la cueva, que era espaciosa como una catedral y donde cada paso resonaba hasta perderse.
—Peleaste con valor —le dijo el mensajero.
—Gracias. Por lo menos lo intenté.
—Es una pena que hayas resultado tan malherido. No so­brevivirás otra batalla.
No es que Sarius no lo supiera, pero por la forma en que lo dijo el mensajero parecía como si el destino fuese ineludi­ble. Todo parecía indicar que Sarius estaba condenado a muerte. Tardó en responder y, al final, decidió contestar con una pregunta.
—¿Nos ayudaremos mutuamente?
—Sí, esa era mi propuesta. Creo que ya no eres un novato y debes prepararte para el segundo ritual.
Eso era más de lo que Sarius esperaba. «Después del ritual ascenderé al nivel dos», supuso.
—Te voy a curar y te voy a dar más fuerza, más resistencia y un mejor armamento —continuó el mensajero—. ¿Te interesa?
—Por supuesto —respondió Sarius.
Ahora solo faltaba la petición del mensajero, el precio que tendría que pagar. Sin embargo, el mensajero guardó silencio y entrecruzó las larguísimas falanges de sus dedos. Esperó.
—¿Y qué puedo hacer por ti? —preguntó el elfo, cuando la pausa le pareció muy larga.
Los ojos amarillos de su interlocutor se iluminaron.
—Solo una bagatela, pero es importante: un recado.
Sarius, que esperaba verse obligado a vencer a un monstruo o a pelear contra un dragón, no sabía si sentirse aliviado o de­cepcionado.
—Lo haré encantado.
—Me alegro. Mañana ve a Totteridge y entra en la iglesia de Saint Andrew. Ahí encontrarás un antiquísimo tejo. Muy cer­ca descubrirás una caja con la palabra Galaris. Está cerrada. No puedes abrirla… limítate a guardarla en una bolsa. De ahí irás a la avenida que cruza sobre Dollis Road. Al llegar, colo­carás la caja en el matorral que se encuentra bajo uno de los arcos cercanos a esa calle. Escóndela bien, nadie debe verla. Después vete sin mirar atrás. ¿Has entendido lo que te he dicho?
Sarius miró al mensajero. No, no había entendido nada. ¿Totteridge y Dollis Road? «Están en Londres, no en el mundo de Ere­bos. ¿O sí?». Titubeó, pensó y de nuevo preguntó para asegurarse:
—¿Tengo que hacer tu encargo en Londres? ¿En la realidad?
—Exactamente eso es lo quise decir… Aunque, claro, de­pende de qué entiendas por «realidad».
El mensajero lo miró con ojos expectantes, pero a Sarius no se le ocurrió ninguna respuesta. «Eso es una tontería. No voy a encontrar ninguna caja en Saint Andrew, ¿cómo funciona el juego?». Por supuesto, podría afirmar cualquier cosa, por ejem­plo: mentir, asegurar que haría el encargo al pie de la letra.
—De acuerdo. Lo haré.
—Me alegro. No esperes mucho tiempo. Nos vemos maña­na antes del mediodía. Para entonces ya debes haber cumpli­do mi encargo. Pero si me decepcionas…
Por primera vez desde que se lo encontró, Sarius observó que el mensajero sonreía. Parecía saber lo que pensaba el elfo.
—… si me decepcionas, este será nuestro último encuentro en condiciones amistosas.
Con un gesto de despedida, el mensajero se dio la vuelta y partió. Tras él se cerró el acceso a la cueva. Ninguna luz se fil­traba por las rendijas. Oscuridad. La negrura era tan impene­trable que Sarius ya no supo si formaba parte de esa tiniebla o si ya había dejado de hacerlo.

Al final, todos moriremos. Qué raro que la mayoría monte tanto escándalo por algo que pasará tarde o temprano. El tiempo fluye como el agua y nosotros con él, por mucho que intentemos nadar contra la corriente.
Qué bien se siente uno al darse por vencido. Dejar pasar los días y las noches y no ver ni oír, ni sentir el andar del mundo. Vivir en mi mundo, donde solo valen las reglas que yo impongo. No tratar de perseguir innumerables objetivos sino solo tener uno, y seguirlo firme y consecuentemente.
Ah, sí, consecuente. Yo ya no lo soy tanto, bueno, sí soy consecuen­te. Lo que de mí se origina es bueno; es mucho mejor que lo que soy. Una de las pocas cosas en la vida que para mí tiene sentido es crear algo que lo sobrepase a uno mismo. Y que crezca. Que crezca.
Casi no me di cuenta. Fui desconsiderado cuando dije que me daba igual cuánto durase la vida de las personas a mi alrededor. No se trata de eso. Lo que sí es cierto es que a mí no me importa prolongarla, por el contrario. Estoy aquí, sentado, puliendo mis herramientas con las que acortaré lo que se tenga que acortar.


Capítulo 7

Cualquier combinación de teclas resultó inútil. Con un suspi­ro, Nick oprimió reset y el ordenador se reinició. El tiempo que transcurrió antes de que se desplegara la imagen del escri­torio y todo estuviera listo para el juego le pareció indescriptiblemente largo. Movió los pies y miró el reloj: 1.48 AM. Por suerte, mañana era sábado y podría jugar con calma. «Claro, en caso de que Erebos abra… pero seguro que lo hará». Si fuera necesario, podría crear un nuevo personaje. Le pareció una buena idea. «Quizás un bárbaro o un vampiro». Los bár­baros tenían una resistencia envidiable.
Buscó el icono de Erebos, una simple E, e hizo clic. En una fracción de segundo, el cursor se convirtió en un reloj de are­na pero después recobró su forma de flecha. Eso fue todo. Nick hizo doble clic sobre la E, extrajo el DVD y volvió a me­terlo. Nada.
Dos veces reinició el ordenador antes de darse por vencido. Los demás programas funcionaban sin problemas; Erebos era el único que no daba señales de vida. «Maldita sea».
Se sentía demasiado nervioso como para irse a dormir. Ahí estaba, sentado, perdiendo el tiempo… A la orilla del río azul o en la muralla negra se iniciaban las batallas más emocionan­tes. Y, si no era así, por lo menos podría estar frente a la hoguera y conversar con los otros.
Pero, al parecer, su copia del juego tenía un fallo grave, un problema.
Entonces recordó a Colin pidiéndole consejos a Dan. Nick miraba cómo su amigo se sometía a la voluntad de la abuelita tejedora y, a pesar de eso, Dan no se los dio. «¿Su juego dejó de funcionar sin remedio en el mismo punto?».
Molesto, abrió el Buscaminas y jugó tres partidas del tirón mientras maldecía en voz alta. «Después de esto me iré a dormir. ¿Y si entro a la página de Emily?». No, no tenía áni­mo para hacerlo. No estaba lo suficientemente relajado, ni romántico, ni curioso.

Contra su costumbre, Nick se despertó a las siete. Estaba nervioso, como antes de un examen. Sintió los ojos pega­dos, ardientes. El solo hecho de pensar en levantarse lo adormilaba. En realidad, no tenía por qué hacerlo. No toda­vía. Escondió la cabeza bajo la almohada y trató de no pen­sar en nada, pero se sorprendió repitiendo las combinacio­nes que había descubierto en Erebos: ctrl+f para encender fuego, b para bloquear, space para saltar, esc para escapar. Se preguntó si Colin estaría jugando en ese momento. «No seas estúpido, está durmiendo. ¿Cuál será su alias? —Nick tuvo una sospecha—. ¿Cómo se llamaba el elfo negro que se es­condió durante el combate contra los troles? Lelant… Sí, Lelant se quitó de en medio en la batalla y Colin hace justo lo mismo cuando da por perdido el partido: se sale del juego y no mueve un dedo».
En su mente, Nick registró a Colin como Lelant. «Bien». Pero todavía era más interesante saber quién se escondía tras BloodWork… Probablemente uno de los matones que mero­deaban por los cubos de basura en el patio del instituto para asustar a los chicos de once años. A casi ninguno lo conocía por su nombre.
«¿Dan?». Fijo que Dan era un enano gordo como Sapujapu. O igual se presentaba delgado y con buena planta, como vampiro, por ejemplo. O tal vez era uno de los elfos negros, que eran demasiados, muy a pesar de Nick. Cualquiera que fuese, lo reconocería por su fastidiosa manera de hablar, por su fanfarronería y, en ese momento le daría un golpe con la espada.
Nick suspiró. No podía volver a conciliar el sueño con el juego dándole vueltas en la cabeza. Se estiró, se sentó y balan­ceó sus piernas más allá del borde de la cama.
Totteridge no estaba lejos. La Northern Line era su ruta de casa al instituto. Aunque solo fuera para mantener las buenas maneras y a pesar de que el juego ya no corría, podría ir a la iglesia de Saint Andrew.
Nick se sentó frente al ordenador y volvió a intentarlo. Ob­tuvo el mismo resultado que antes de irse a dormir: Erebos no abrió.
Por suerte, la conexión a Internet funcionaba. En pocos mi­nutos encontró en los mapas de Google la ubicación de la iglesia de Saint Andrew, también halló la imagen del tejo que por lo visto tenía dos mil años y que, justo por eso, era el ser vivo más antiguo de Londres. «¡Vaya!». Sus ramas estaban tan entramadas que en la pantalla parecían un enorme arbusto.
Hacía media hora que su padre se había ido a trabajar y su madre seguramente dormiría hasta las diez. Nick se cepilló el pelo, lo sujetó en la nuca y se puso la misma ropa del día ante­rior. Podía aprovechar la oportunidad y traer el desayuno. Su madre iba a agradecer que apareciese con unos pastelitos con topping de chocolate. Cogió una vieja bolsa de tela, la metió en el bolsillo de su cazadora y le dejó una nota a su madre sobre la mesa de la cocina: «Voy a llevarle algo a Colin, no tardo».
Cerró la puerta con tanto cuidado que ni siquiera él pudo escucharla. Su madre no llamaría a Colin para comprobar que era cierto lo que había escrito. Y, aunque lo hiciera, su amigo llevaba varios días sin contestar al teléfono.

Nick se bajó en Totteridge & Whetstone y tuvo que esperar diez minutos el autobús que lo llevaría a la iglesia siguiendo Totteridge Lane.
El tejo se veía a kilómetros de distancia. Pero, por desgracia, no se encontraba tan solo como Nick lo imaginó a partir de la foto de Internet; por el cementerio paseaba mucha gente: una pareja de ancianos, dos mujeres con cochecitos de bebé, un jardinero. Ninguno de ellos se preocupó por Nick, aunque se sentía estúpido por tener que buscar algo que estaba al pie del enorme árbol, o algo que seguramente no estaba.
De pronto cobró conciencia de lo absurda que era su situación. ¿Por qué estaba ahí?, ¿porque un personaje de una aventura gráfi­ca le había ordenado que buscara algo debajo de un árbol? «Dios mío, esto es ridículo». Al fin y al cabo, nadie sabía lo que estaba haciendo. Podía limitarse a regresar a casa y olvidarse de todo; podía desayunar con mamá y después salir a dar una vuelta con Jamie. O jugar a un juego de ordenador más amigable.
Solo que el juego ya no arrancaba. «Ese maldito juego de mierda».
Para distraerse y darle algún sentido a su excursión matutina, Nick dio una vuelta alrededor de Saint Andrew. Contempló el edificio de ladrillo rojo con su blanca y cuadrada torre, y tomó una decisión: era estúpido regresar a casa sin examinar el tejo.
A la sombra del árbol se erguían unas lápidas antiquísimas, estaban ladeadas. «Qué animado», pensó Nick. Casi con res­peto puso la mano sobre el imponente tronco. ¿Cuántas per­sonas harían falta para poder rodearlo?, ¿cuatro?, ¿quizá cin­co? No costaba ningún esfuerzo esconder cosas en el interior. Sin embargo, no había nada, al menos no a simple vista. Nick hundió la mano en una oquedad del tronco y tocó la tierra que se había acumulado en el interior. Dirigió su mirada ha­cia el suelo. Ahí tampoco había nada. «¿Y ahora qué?».
Siguió caminando, se colocó bajo las pesadas ramas y miró la parte trasera de la hendidura del árbol. Se agachó.
Un objeto cuadrado y de color café claro asomaba entre las plantas que se arremolinaban contra la agrietada corteza del árbol. Nick revolvió los tallos.
La caja tenía el tamaño de un libro grueso y el borde de sus esquinas estaba envuelto con cinta adhesiva negra. Incrédulo, Nick la levantó, era pesada. Ensimismado limpió la tierra que se le había adherido. Sobre la madera, con letra manuscrita, se leía una sola palabra: «Galaris» y, abajo, una fecha: 18/03. Nick luchó contra la sensación de irrealidad.
El 18 de marzo era su cumpleaños.

Con la bolsa que contenía la caja sobre las piernas, Nick miró más allá de la ventanilla del tren. Una parte de él estaba con­centrada en no pasarse de estación. Otra más importante, esencial, intentaba explicarse lo que estaba pasando. Casi eran las dos de la mañana cuando el mensajero le pidió que busca­ra la caja. ¿Ya estaba bajo el árbol en ese momento? Y, más importante: ¿cómo diablos llegó allí? ¿Por qué tenía escrita la fecha de su cumpleaños? ¿Qué significaba Galaris?
Más que nunca deseó aclarar sus dudas con Colin. Seguro que él conocía mejor Erebos, claro, si también lo habían man­dado al viejo tejo.
Se bajó en West Finchley. Tenía por delante unos quince minutos de caminata, pero podía hacerla por la pradera. Co­nocía la zona, con cierta frecuencia iban a pasear por allí. Era un paraíso para los corredores y los dueños de perros. Mien­tras cruzaba un pequeño puente sobre el Dollis Brook, sacó su móvil y marcó. Antes de que sonara dos veces, Colin ya le había contestado. Nick estaba tan sorprendido que por un momento olvidó para qué había llamado.
—¡Estoy ocupado! —le dijo Colin—. Si quieres hablar, po­demos hacerlo en el instituto. ¿Te parece?
—¡Espera! Quiero preguntarte algo sobre Erebos. Se trata… Me encomendaron una tarea tan rara, he tenido que…
—Cállate, ¿quieres? —lo interrumpió—. Conoces las re­glas, ¿o no? ¡No divulgues ninguna información, ni siquiera entre tus amigos! No hables sobre el contenido del juego. ¿Eres idiota, o qué?
Por un instante, Nick levantó los ojos hacia el cielo.
—Pero… es que… ¿te lo tomas tan en serio?
—Es serio. Guárdate tus comentarios o te expulsarán antes de que puedas contar hasta tres.
Nick calló un instante. Pensar en que lo expulsarían lo inco­modaba. Lo humillaba.
—Yo… pensaba que… Olvídalo —dijo.
Cuando Colin le respondió, su tono sonaba conciliador.
—Lo siento, chaval, son las reglas. Y créeme, vale la pena se­guirlas. El juego es genial. Y cada vez se pone mucho mejor.
La bolsa con la misteriosa caja pesaba mucho para las ma­nos de Nick.
—Estupendo. Bueno, pues…
—Aún llevas poco tiempo en el juego —Colin sonaba ani­mado—. Pero ya verás. Solo cumple las reglas… eso significa que nada de rumores.
Nick aprovechó el cambio de humor de su amigo para ha­cerle una última pregunta.
—¿Alguna vez se te ha bloqueado el juego?
Colin se rió.
—¿Bloquearse? No. Pero sé a qué te refieres —bajó la voz como si presintiera que alguien pudiera escucharlo—. A ve­ces… simplemente no quiere. Espera. Te pone a prueba. ¿Sa­bes algo?, a veces creo que está vivo.

Nick dejó atrás los pequeños parterres multicolores a ambos lados del camino. El Dollis Brook corría sosegado junto a él, casi sin hacer ruido.
«"A veces creo que está vivo", muy gracioso, Colin».
El sol salió entre las nubes justo cuando entró al bosque. Se quedó parado y giró la cara hacia los cálidos rayos. ¿Y si bus­caba un lugar tranquilo donde pudiera quitarle la cinta adhe­siva a la caja con mucho cuidado?, solo para echarle un ojo. «¿Solo para saber qué es lo que pesa tanto?».
Nick dejó pasar a tres personas que iban trotando y miró a su alrededor. Nadie lo veía.
Con una sensación de cosquilleo, Nick sacó la caja de la bolsa. Apenas era del tamaño de una cajetilla de cigarrillos, pero pon­dría la mano en el fuego por que no tenía nada que ver con el ta­baco. Sostuvo la caja inclinada: lo que estaba dentro resbaló hacia la izquierda. Era probable que fuese de metal y no especialmente grande. Considerando el tiempo que necesitaba para deslizar­se de un extremo a otro, no ocupaba la mitad del recipiente.
Para probar, Nick metió una uña en uno de los bordes de la cinta adhesiva. Estaba bastante pegada. Tardaría mucho en quitársela y podría dejarle huellas. No era buena idea.
Unos ladridos furiosos distrajeron a Nick de sus pensa­mientos. Un labrador y un pequeño perro cazador color ca­nela aparecieron un par de metros detrás de él y, por lo visto, no simpatizaban entre sí. Sus dueños tiraban de las correas para se­pararlos.
Nick metió la caja en la bolsa y entró en el bosque acompa­ñado por los ladridos de uno de los perros.

No fue difícil encontrar Dollis Road: resaltaba por encima del bosque y la calle; además, las vías de la Northern Line pasa­ban sobre ella. Un vagón del metro corría bajo la luz del sol casi veinte metros por encima del suelo. Bajo el puente, por el contrario, era terreno de sombras, húmedo.
El mensajero había hablado de uno de los arcos cercanos a la calle. Cerca es relativo. Nick se decidió por la segunda co­lumna de los arcos y ocultó la caja bajo el pasto que crecía en exceso al pie del pilar de piedra. Ahí podrían encontrarla, pero nadie se tropezaría con ella por casualidad.
Satisfecho, miró a su alrededor hasta que recordó las palabras del mensajero. «Vete sin mirar atrás».
«¿Qué puede pasar?». Desde el punto de vista lógico, no po­día ocurrir nada: el juego no podía saber si había llevado a cabo su encargo y cómo lo había hecho. Aunque, pensándolo bien, conocía su nombre, el escondite de la caja y la palabra Galaris.
El paso de un tren provocó un gran estruendo sobre su ca­beza. No debía girarse. Aunque, en realidad, no existía la míni­ma razón para hacerlo. Quizá solo era un delirio de persecución y Nick no había sentido que lo siguieran.
Dobló la pequeña bolsa de tela y la metió en su abrigo. Lue­go se fue sin mirar hacia atrás.

Ya era casi mediodía cuando Nick regresó a su casa, traía una bolsa de papel con cuatro pastelillos. Su madre ya iba por el segundo café.
—Nos quedamos de charla —murmuró Nick y dispuso los pastelillos en un plato. Se moría de hambre.
—¿Quieres café?
—Sí, si se hace pronto.
La cafetera sacaba de quicio a su madre, pero ella, de reojo, miraba con gula el plato de pastelillos.
—¿Son de topping de chocolate?
—Sí, los dos oscuros. Los de coco son míos.
Su madre le puso frente a la nariz una taza tamaño gigante de capuchino con espuma. Nick devoró el primer pastelillo como si se estuviera muriendo de hambre, y de un solo trago bebió la mitad del café.
—Por la tarde voy a ir a casa del tío Hank, está redecorando. Me iría bien que vinieras conmigo. Papá tiene que sustituir a un compañero: tú eres el único que puede subir la escalera has­ta el techo, alguien tiene que pintarlo.
Nick tenía la boca llena, y aprovechó la circunstancia du­rante algunos segundos.
—Me encantaría, en serio —dijo, con voz de lamento—. Pero en unos días tengo que entregar un trabajo de Quími­ca… Es dificilísimo. Me sentiría fatal si no estudio. Había pensado que hoy tendría tiempo…
La mirada de mamá era divertida y curiosa.
—¿Quieres estudiar Química? ¿No vas a ir al polideportivo ni al cine?
—Lo juro. Ni el polideportivo ni el cine entran en mis pla­nes —Nick sonrió a su madre con la conciencia tan limpia como la nieve inmaculada. Su última frase, palabra por pala­bra, era una verdad absoluta.

Capítulo 8

Ordenador encendido, DVD insertado. Auriculares puestos. Largos segundos de espera hasta que el programa se puso en marcha.
—Sarius —le susurró una voz espectral.
Se hallaba en la misma cueva donde se encontró con el mensajero. Pero, a diferencia de ayer, en esta ocasión la luz emana de las paredes, claras y esmeriladas como cristal. «¿Cristal mágico?».
Cuando Sarius se agachó para recoger algo que parecía una moneda de oro, el acceso a la cueva se abrió para dar paso al mensajero. El hombre examinó al elfo con sus ojos amarillos.
—¿Cumpliste con el encargo?
—Sí.
—Solo por curiosidad: además de Galaris, ¿qué había escrito sobre la caja?
—Números… 18/03.
—Bien, muy bien. Ahí está tu nuevo equipo: una coraza, un casco y una espada decente. Sarius, estoy satisfecho conti­go —dijo mientras señalaba hacia una roca empotrada que tenía forma de mesa.
La curiosidad llevó a Sarius hacia allí. Su casco cobrizo res­plandecía, estaba adornado con el relieve de una cabeza de lobo que enseñaba los dientes. Se sentía contento, los lobos eran uno de sus animales favoritos. Se puso la coraza —«¡Nue­ve puntos de fuerza!»— y tomó la espada: era más larga y de un metal más oscuro que la que tenía. «¡Esto ya es otra cosa!». Como una suerte de coronación, se puso el casco de lobo.
—¿Estás satisfecho? —preguntó el mensajero.
Sarius asintió de todo corazón. Ya era un dos y tenía un as­pecto estupendo.
Pero eso no era todo. El mensajero ciñó su manto a su cuer­po enjuto.
—Esto es Erebos. Ya verás que los servicios bien cumplidos son recompensados.

Dile a Nick Dunmore que debe ocuparse de que ningún no iniciado invada este territorio, después debe ir al patio interior de la casa de sus vecinos. La reja del pozo de ventilación está suelta. Si la quita y mete la mano, encontrará algo.

«¿Encontrar algo?». Sarius no quería ir a ningún lado, solo anhelaba comenzar y probar su nueva espada.
—¿Ahora mismo? —preguntó.
—Claro. Yo esperaré lo que sea necesario.
El mensajero se recostó contra la pared cristalina y cruzó los brazos sobre su pecho.

Aplazamientos, solo aplazamientos. Nick se quitó los auricu­lares. Por si acaso, cerró su habitación con llave. Si su madre lo descubría, le haría preguntas incómodas. Y, para colmo, tendría que pasar frente a ella. Si le preguntaba adónde iba, no podría darle ninguna respuesta razonable.
Lo mejor era acabar pronto. Salió a hurtadillas, abrió con muchísimo cuidado la puerta y aguzó los oídos para distin­guir los ruidos en el apartamento. Alcanzaba a escuchar a me­dias las palabras de mamá en la cocina. Estaba hablando por teléfono. Era una suerte inesperada. Nick caminó con disimulo hacia la puerta del piso, a toda velocidad se puso las zapatillas de deporte, cogió su abrigo y salió.
El patio interior de la casa vecina lucía un descuido acogedor. Varios años atrás, alguien intentó plantar flores en la verde su­perficie, la mayoría se habían marchitado. Lo que sobrevi­vió proliferaba sin ton ni son.
Frente a él había tres rejillas de ventilación, todas a la altura de la rodilla. La primera estaba firmemente sujeta. Nick la sa­cudió un poco pero no se movió un milímetro. Se asomó por uno de los huecos cuadrados: solo se veía oscuridad y olía a humedad de sótano.
Por su parte, la segunda rejilla fue todo un descubrimiento: se veía desprendida del muro y, cuando Nick intentó quitarla, no opuso resistencia. En ese momento se preguntó qué le es­peraba tras la abertura. ¿Otra vez una caja con la fecha de su cumpleaños? ¿Otro encargo? ¿La recompensa que el mensaje­ro había mencionado?
«Chocolate —pensó Nick—. Ositos de goma como provi­sión para las largas noches de Erebos». Palpó la abertura del lado derecho pero quitó su mano inmediatamente. «Cobarde —se dijo—. ¿Qué te pasa? ¿Miedo a las ratas? ¡Contrólate, lo que está aquí pertenece al mundo real!».
Pese a sus pensamientos, sintió un escalofrío en la nuca cuando volvió a meter la mano en el hueco. Al principio solo encontró suciedad, pero después sintió un plástico. Lo cogió y sacó una bolsa amarilla de los grandes almacenes Selfridges, que tenía algo blando dentro. Durante un instante, Nick pensó que podía ser un uniforme de Erebos, como el que los jugadores portaban a partir del segundo nivel; pero eso era a todas luces ridículo, aunque resultaba más convincente que lo que en realidad extrajo de la bolsa: sobre la camiseta negra estaba impreso en azul «Hell Froze Over» y, debajo, sonreía la cabeza del diablo cubierta de hielo.
Durante unos segundos imperó el silencio. «Esto no pue­de estar pasando», HFO era algo que solo conocían él y su hermano; solo Finn y él sabían de la camiseta. Nick estaba seguro de que no le había dicho una palabra de esto al mensajero, ni lo había hablado delante de nadie. Echó un vistazo a la etiqueta de la talla: XXL. «Entonces sí podía conseguirse».
Llamaría a Finn. Seguro que había una explicación, proba­blemente fue su hermano quien escondió la camiseta. Nick se la puso bajo la nariz. ¿A qué olía?, ¿a la casa de Finn? No, solo a detergente y un poco a sótano húmedo.
¿Era posible que Finn jugara Erebos? Claro, ¿por qué no? A veces ocurrían las casualidades más locas.

—¿Dónde te habías metido? —preguntó su madre cuando entró por la puerta.
Por suerte, había sido lo bastante listo como para esconder la camiseta dentro del abrigo.
—Fui a comprar chicles.
Hasta tenía un paquete abierto en el bolsillo, pero su madre no quiso verlo.
Al regresar a su cuarto, Nick se aseguró de que el mensajero aún estaba en su lugar. Lo miró antes de coger el móvil de la mesita de noche y marcar el número de Finn.
—¡Hola, enano! Me alegro de oírte. ¿Qué pasa?
—Finn, ¿has recibido ya la camiseta de HFO?
Solo se escuchó una breve pausa.
—No, ya te lo dije. Por el momento es imposible, pero voy a seguir intentándolo, ¿de acuerdo? No sabía que era tan im­portante.
—No, no, está bien. No te preocupes.
Finn no mentía, claro que no, ¿por qué iba a hacerlo?
—No te enfades, Nicky, pero tengo que colgar, hay mucha gente en la tienda.
—Está bien. Espera, una cosa más: ¿últimamente estás jugan­do al ordenador? ¿Alguna aventura gráfica?
—No, para nada. No tengo tiempo. ¡Inconvenientes de ser empresario! —Finn se rió, colgó y dejó a Nick con más incertidumbre que antes de la llamada.
El mensajero no parecía impaciente, al contrario. Despacio, como si tuviera todo el tiempo del mundo, se apartó de la pa­red, y Sarius empezó a moverse de nuevo.
—¿Encontraste tu recompensa?
—Sí, gracias.
—Espero que te haya gustado.
—Claro, cómo no. ¿Puedo preguntar algo?
Parecía que el mensajero vacilaba un poco.
—Dime.
—¿Cómo sabe él qué es lo que deseo? Nadie puede saberlo si yo no lo digo.
—Ese es el poder de Erebos. Debes alegrarte de tenerlo de tu lado.
El mensajero inclinó la cabeza, una sonrisa desfiguró sus de­macradas facciones.
—Mientras no nos decepciones, estará de tu parte. Ahora dime, ¿qué te apetece? Podrías ayudar a destruir una aldea de orcos, allí hay mucho oro que recoger. También podrías bus­car el pasaje secreto de la Ciudad Blanca, mañana habrá combates en la arena. Es una oportunidad estupenda de convertir a un dos en un tres. O tal vez hasta en un cuatro.
—¿Se puede?
—¡Por supuesto que se puede! En la arena se demuestra de qué madera es el combatiente. Allí puedes ganar o per­derlo todo. Claro, es mejor que ganes. Cristales mágicos, armas, nivel. La última vez, en una sola pelea, un vampiro llamado Drizzel le hizo perder tres niveles a otro vampiro lla­mado Blackspell.
—¿Se puede? —volvió a preguntar Sarius, contento de to­das las posibilidades que se le presentaban.
—Por supuesto.
La decisión de Sarius fue firme. «Al diablo con la aldea de los orcos».
—Quiero ir a la Ciudad Blanca.
—Buena elección. Solo queda esperar que la encuentres a tiempo. La inscripción para los combates termina mañana, cuando el reloj de la torre dé las tres. Mucha suerte.
El mensajero se despidió haciéndole señas con sus largos y huesudos dedos, y Sarius salió de la cueva a un florido prado bañado por el sol. Nuevamente tendría que arreglár­selas solo.
Árboles frondosos, arbustos floridos. Dio una vuelta pero no vio ninguna señal de una ciudad blanca. Para no quedarse así, inmóvil, caminó hacia delante. Una vez le dio buen resultado.
El gorjeo de los pájaros lo sacó de sus casillas. Aquello se pare­cía más a un paseo campestre que a una atmósfera de aventu­ras. No vio ningún pasaje secreto. Ni el montículo de un topo.
Sin embargo, allá, a lo lejos, algo yacía sobre la hierba: quizá era un pedazo de tela, quizá una bandera. Se acercó, se agachó y se quedó helado. Levantó un trozo de tela ensangrentada que aún goteaba. Una camisa.
A la distancia escuchó un ruido, semejante a un gruñir con­tenido. Sarius dejó caer la camisa y echó a correr. Quiso ale­jarse del gruñido que no sonaba ni a animal ni a humano, sino a una espantosa mezcla de ambos. Mientras corría sobre una pequeña elevación descubrió que su resistencia era más duradera.
Solo por casualidad le hizo frenar justo antes de caer en un cráter que surgió de pronto en el borde de la colina. Sarius echó un vistazo a la profundidad escabrosa, abrupta y nada tentadora. Tras él se escuchaba el gruñido, cada vez era más fuerte y, a pesar de la curiosidad, no quiso saber quién o qué lo originaba. Un poco más adelante encontró una escalera oxidada que no inspiraba confianza alguna; sin embargo, era una seductora posibilidad de escapar del ser que gruñía. Pen­só en la camisa ensangrentada y, con mucho cuidado, puso un pie en el primer escalón. Rechinó, pero súbitamente em­pezó a sonar la deliciosa música y acopió el valor necesario para convencerse a sí mismo de que iba por el camino correc­to. Nada había que pudiera hacerle mal. Siguió adelante, sin titubear, acompañado por la melodía, lleno de emoción por lo que podría esperarlo al final de la escalera. Con cada peldaño que descendía, todo se iba haciendo más oscuro. Cuando llegó al fondo solo reconoció lo que las antorchas de las pare­des alumbraban con luz crepitante: muros, caminos, pasadi­zos y bifurcaciones abiertas en la áspera roca. Se encontraba en un laberinto. Empezó a caminar al azar y, en unos cuantos segundos, perdió la orientación.
Entre sus aparejos no tenía nada con lo que pudiera mar­car las paredes. Ni una tiza, ni un hilo. Lo único que podía hacer era raspar la roca pero con mucho cuidado. «No con la espada nueva».
Cuando miró hacia arriba se percató de que la hendidura por donde había entrado estaba muy lejos. La luz del día casi no lle­gaba hasta allí, pero había antorchas prendidas en las paredes a intervalos irregulares. Entre ellos, distintos niveles de oscuridad.
Sarius siguió caminando, sus pasos retumbaban. ¿Solo eran los suyos? Se detuvo, el eco se agotó.
La música le dio fuerza para continuar adelante. En la pri­mera bifurcación optó al azar por el camino de la izquierda, pero inmediatamente se arrepintió: la siguiente antorcha esta­ba demasiado lejos. Apresuró el paso para alcanzar la luz pero se quedó inmóvil a unos cuantos pasos de ella. Algo brillaba en la pared rocosa. «¿Un cristal mágico?». Sarius tocó el muro con ansiedad y al hacerlo la cosa brillante se deshizo y se escu­rrió como una huella viscosa. Asqueado, solo pudo girar el rostro. Por fin llegó a la siguiente antorcha. Tras ella lo espera­ba otra bifurcación. «¿A la derecha o la izquierda?».
Hacia la izquierda había más claridad. Torció la esquina con cautela, con la espada bien agarrada. Cada paso retumbaba. Si aquí abajo había monstruos, ya lo habían escuchado.
Sarius llegó a otro cruce de caminos. Una especie de intran­quilidad se apoderó de él. Desde luego, aún le sobraba mucho tiempo para inscribirse en los combates en la arena; sin em­bargo, todo se veía igual. Rocas oscuras, antorchas, charcos de agua. Nada más. «Ni siquiera hay un luchador por ningún lado», pensó.
Al atravesar un cruce se tropezó con un cuerpo. El susto le llegó hasta la punta de los dedos, saltó atrás tan rápido como pudo, volvió a ponerse de pie, desenvainó su espada y la apuntó hacia el obstáculo que lo había hecho tropezar.
«Una mujer gato». Sarius examinó su nombre: Aurora. Su cinturón solo mostraba los últimos puntos rojos, el resto se hallaba negro como el carbón. «No está muerta del todo». Al tocarla, movió ligeramente la mano. El elfo tardó en en­tender lo que quería decirle. Prendió fuego.
—Gracias. Estoy a punto de morir. ¿Puedes ayudarme?
—¿Qué te ha pasado?
—Un escorpión gigante. Hay cuatro o cinco por aquí. Esco­ria; si te pican, estás perdido.
«Un escorpión gigante». A Sarius la amenaza no le pareció pequeña.
—¿Somos los únicos aquí abajo?
—No… Hay un montón de gente. ¿Sabes curar?
Sarius reflexionó un momento. El escorpión debió de picarla tan fuerte que su doloroso lamento era casi insoportable.
—Puedo… pero nunca lo he hecho.
—¡Maldita sea! Yo no puedo y tampoco sé cómo se hace.
«Debe hacerse igual que cuando prendí fuego», pensó Sarius y lo intentó. No pasó mucho tiempo antes de que se viera un relámpago rojo. El cinturón de Aurora comenzó a recobrar su color, pero el poder vital de Sarius disminuyó de forma considerable. No contaba con eso, necesitaba cada chispa de energía para no morir en el laberinto.
—Podías habérmelo dicho —reprendió a Aurora.
—¿Qué pasa? —la mujer gato ya estaba tan recuperada que pronto se incorporó y tomó su arma: un látigo de nueve colas. «Qué apropiado».
—¡Que te has curado a mi costa!
—Tranquilízate. Te vas a recuperar. Es distinto a las heridas de verdad.
Aún furioso, Sarius miró su cinturón: algo se movía. Milí­metro a milímetro, el gris se transformaba en rojo.
—¿También estás buscando la ciudad? —preguntó Aurora.
—Sí. No tenía ganas de pelearme con orcos.
—Yo tampoco. Aunque tal vez sean más agradables que los escorpiones. Me dio tanto miedo que no te lo puedes ni imaginar.
De manera involuntaria, Sarius se preguntó si ya conocía a Aurora. Claro, fuera de Erebos.
—¿Escuchaste el gruñido? Arriba, en la colina.
—Sí —dijo.
—¿Sabes de qué tipo de bichos se trata?
—No era ningún bicho, eran zombis. Me tocó deshacerme de dos de ellos antes de bajar la escalera. Fue asqueroso, se des­hacen cuando los golpeas.
Sarius no se arrepintió de no haber visto un zombi. Estaba seguro de que haber bajado la escalera era lo correcto, solo así podía continuar con su búsqueda. Sin embargo, en ese mo­mento creyó escuchar algo: los resonantes pasos de varias pa­tas sobre el duro suelo de piedra.
—¿Aún eres un dos? —preguntó Aurora.
—¿Sí, y qué? ¿Tú qué eres?
Algo rugió sobre ellos como si se aproximara una tormenta.
—No puedo decirlo, conoces las reglas.
Los cortos pasos cada vez se aproximaban más. ¿Acaso ella no los escuchaba? ¿No le importaba lo que se oía?
—Por lo menos podías decirme quién está aquí abajo.
—Los verás muy pronto. Algunos que no conozco y otros que siempre han estado aquí. Hace un rato vi a Nodhaggr, Duke y Nurax, además de a una tal Samira, con la que nunca me había topado, y algún que otro vampiro.
—A Samira la conozco —se apresuró a decir Sarius.
—Sí, ¿y qué? De todas formas se largó cuando…
El escorpión negro se movió como un rayo en el rincón que estaba detrás de Aurora: era enorme y el golpeteo de sus patas era muy intenso. Haciéndose a un lado, Sarius logró esquivar su curvado aguijón y blandió su espada. «Si se acercara un poco, podría intentar cortarle las tenazas». Pero no lo hizo, el animal estaba muy entretenido con Aurora. Ella lo descubrió demasiado tarde, cuando se puso en posición de ataque y la pinchó. La mujer gato cayó al suelo. «¿Aún tiene algo de rojo en su cinturón?». Sarius no tenía tiempo para comprobarlo, ni ganas de volver a perder energía vital con ella. En ese mo­mento, creyó escuchar que el escorpión venía por el otro lado. La bestia le cortaría el paso y él tendría que regresar…
No lo pensó demasiado tiempo. Ondeó su espada y asestó un golpe a la tenaza izquierda. El sonido era idéntico al cho­que de metal contra metal. El escorpión retrocedió un poco. Sarius enterró la espada en la diminuta cabeza, el animal le lanzó golpes con sus tenazas y sacudió su aguijón por los ai­res. Algo empezó a gotear de la punta; en el suelo había san­gre, veneno o ambas cosas que formaba un humeante charco en el piso de piedra.
Entonces, Sarius apuntó hacia el aguijón que se cernía muy cerca de su cabeza. Al segundo intento le atinó. El escorpión se estremeció, reculó y huyó por uno de los oscuros pozos del laberinto.
El elfo echó un último vistazo a la inmóvil Aurora y se alejó. «Ya la ayudé una vez, con eso debe ser suficiente». Mientras corría miraba con mucha atención a lo que había a su alrede­dor. «¿Por qué no escuchó al escorpión?». Apenas tenía una vaga idea: estaba herida y quiso ahorrarse el doloroso chillido en su cabeza. «Grave error». Por ese motivo, Sarius deci­dió escuchar atentamente cualquier sonido. No se dejaría sor­prender. No moriría como un dos.
Había sentido un escorpión a su espalda. Hasta había podido oírlo. No renunciaría a ninguno de sus sentidos, pero tampo­co tenía una estrategia para salir ileso del laberinto.
Respiró profundamente y aguzó el oído. Ningún ruido de pelea. Tampoco se escuchaba el ruido de los pasos del escor­pión que lo seguía. Estaba nervioso. Poco a poco Sarius con­tinuó, tomó el camino de la derecha y se detuvo ante una bifurcación. ¿Alguien se podría morir de hambre en este la­berinto?
Siguió a su instinto y se dirigió a la izquierda. Ahí, suspen­dido en el muro, se encontraba un escorpión de aspecto arácnido: sus planchas dorsales reflejaban la luz de la antorcha. Era más grande que el anterior. El bicho movió su aguijón como si quisiera hipnotizarlo. Sarius no blandió su acero: apuntó y lo clavó en el centro del cuerpo acorazado, ahí don­de se unían las planchas dorsales…
Se escuchó un ruido, un chillido horripilante. La espada desapareció en la profundidad del cuerpo del animal, que in­tentaba como loco atrapar a Sarius con sus tenazas. Era en vano: no se podía mover, la espada estaba muy clavada. Los brazos del elfo temblaban. Sostener un escorpión era más pe­sado que subir laderas. No quiso pensar en lo que pasaría cuando su resistencia se agotara.
«Muérete —pensó—. Muérete de una vez».
En algún momento se detuvieron los estertores del animal, se desmayó, su cola llena de púas cayó hacia un lado. Por fin logró sacar su arma. Lo que no había tenido en cuenta es que los escorpiones muertos no pueden sostenerse en las paredes. Cuando se percató de ello, casi fue demasiado tarde: tuvo que saltar a un lado antes de que el animal le cayera encima y lo aplastara con todo su peso. Yacía inmóvil, solo una de sus pa­tas se sacudía de cuando en cuando.
Sarius se sentó, apoyó la espalda contra la pared y miró fija­mente al escorpión. Puso atención para descubrir si otro ser de este tipo se acercaba, pero —aunque se esforzó por escu­char— no oyó ningún eco. En cambio, volvía a sonar la mú­sica en un tono tan bajo que apenas resultaba audible.
Era nueva, pero al mismo tiempo conocida. La música con­venció a Sarius de que no corría ningún peligro. Podía tomar­se un tiempo para contemplar a su contrincante derrotado y descubrió que podía desmembrarlo sin mayor esfuerzo. «Qui­tarle las tenazas, por ejemplo». Las guardó junto con una de las planchas dorsales. Dudó un poco sobre el aguijón veneno­so. Quién sabe, quizá le hiriese con solo tocarlo. Lo que me­nos deseaba era que volviera el horrible y estridente quejido de dolor.
Tocó el aguijón con mucho cuidado, solo en el extremo. No pasó nada. Con enorme cautela, lo desprendió y lo guardó en­tre sus pertenencias.
Una vez que retomó el camino, a unos cuantos pasos se en­contró con un elfo negro y lo reconoció nada más verlo: era Lelant, y desde la última vez que se encontraron ya se había ganado un nuevo equipo. Balanceaba un mangual con unos alarmantes y largos picos. Los dos se examinaron por un mo­mento. Ninguno prendió una hoguera. Sarius no quiso dar el primer paso. Todavía se sentía un novato, apenas un simple dos. Además, solo había una cosa que le gustaría saber de Le­lant: si él era Colin. Pero si era o no Colin, jamás se lo revela­ría, ni aunque prendiera diez fuegos.
El escorpión tenía una pinta horrible: casi estaba deshecho. Sarius ni siquiera deseaba tocar su carne rosa y grisácea, bri­llante y húmeda. Dio un paso hacia Lelant, que permanecía inmóvil, como una sombra, recostado contra la pared.
«¿A qué espera? ¿Quiere continuar el camino junto con Sa­rius? No estaría mal, no debe de quedar mucho para la próxi­ma batalla». Gritos, truenos y golpes de metal resonaban en los pasillos del laberinto.
Sarius examinó su fuerza vital. No iba mal; ya había recupe­rado la mayor parte de lo que le supuso curar a Aurora. Supe­ró la pelea contra el escorpión casi sin bajas, y nada como di­rigirse a la siguiente contienda. Lanzó una última mirada a Lelant, que se apartó de la pared y caminó alrededor del es­corpión que yacía en el suelo. Lo miró con atención. Tenía que abastecerse con esas asquerosas provisiones. El escorpión le ofrecía siete unidades de carne, pero Sarius no había queri­do ninguna de ellas.
El ruido de la lucha atrajo su atención. Se dejó guiar por el estruendo y encontró un truculento y bajo pasaje sumido en la oscuridad, llegó a un camino más ancho cuyas paredes pa­recían aterciopeladas, como si estuvieran cubiertas de moho azul marino. En el siguiente cruce de caminos giró a la dere­cha y se topó con un callejón. «Maldito laberinto». Contuvo su enfado y en cuanto pudo cogió otra vez la vía de la dere­cha. El pasaje no tenía ni siquiera una pequeña antorcha. Si algún escorpión andaba husmeando por ahí, Sarius solo se daría cuenta de su presencia cuando le encajara el aguijón en la espalda.
Sin embargo, todo parecía indicar que esa bifurcación era la correcta: el sonido de la lucha le llegaban con más claridad que antes. También se oía el golpeteo de las patas de un escor­pión. Dio un paso en la oscuridad y sintió una amenaza om­nipresente. Levantó la espada y se giró de golpe. ¿Había algo ahí, junto a él, detrás de él? No.
No había otro remedio: si quería seguir avanzando, debía decidirse a hacerlo. Sostuvo el escudo muy cerca del cuerpo y desenvainó la espada; se movía a tientas por la oscuridad.
Cuanto más se adentraba en el pasadizo, más parecía que se le echaban encima las paredes. Al cabo de un rato, muy lejos de él, Sarius distinguió un pequeño resplandor. Hacia allá te­nía que ir. Con la sensación de casi haberlo logrado, aceleró el paso… y se cayó. Reaccionó a la sensación de pánico blan­diendo su arma en la nada, y esperó que en cualquier mo­mento lo atacaran, le hirieran o llegara a sus oídos el ruido atormentador, pero nada de eso sucedió. Volvió a ponerse de pie. La escasa luz le indicó que estaba solo, completa­mente solo. Eso, por supuesto, sin contar con la cosa con la que había tropezado.
Se agachó. Reconoció huesos, unos mechones de cabellos rojizos, un arco largo y dos flechas rotas. El cráneo que perte­neció al esqueleto rodó un poco más allá y se detuvo junto a la pared de piedra.
«¿Es uno de nosotros? No importa, solo hay que irse de aquí». Con desagrado echó otra mirada al esqueleto y conti­nuó su marcha hacia donde había más ruido y luz. Más ade­lante había una pelea: enfrentarse a ella era mejor que la incertidumbre y mucho mejor que la desierta oscuridad.
«¿Dónde se ha metido la luz?». Era imposible que desapare­ciera, ¿por qué estaba inmóvil ante la pared? Se dio la vuelta. «Nunca vas a salir de aquí». Volvió a pensar en la camisa en­sangrentada que encontró en la hierba… Si se hubiera queda­do arriba, habría tenido que pelear con zombis, pero, por lo menos habría sido bajo el sol.
Parecía que algo irradiaba una luz, una luz que dibujaba una sombra en la pared. Al golpear con su espada se dio cuenta de que esa sombra era la suya propia. El eco del golpe se perdió en la oscuridad de los pasajes.
El fragor de la batalla se escuchaba tan cerca, que los otros de­bían encontrarse detrás del siguiente muro. Caminó a tientas si­guiendo la pared, contra la que rechinaba su coraza. De pronto, la pared desapareció. Sarius se topó con un nicho y en él, por fin, un portón. Obviamente estaba cerrado. Lo examinó, descu­brió el cerrojo y lo abrió. Empujó la madera con todas sus fuer­zas, logró entreabrir la hoja y la luz entró a raudales por la rendi­ja. El fragor de la batalla era tan fuerte como nunca antes: frente a sus ojos aparecieron piernas enfundadas en botas de piel, así como negras patas de escorpión que golpeteaban contra el suelo.
Una parte de él, una gran parte, quería volver a cerrar el portón y esperar hasta que todo se hubiera acabado. Nadie lo había visto, ¿o sí? Quizá solo el mensajero que todo lo ve y todo lo sabe…
A Sarius le bastó con pensar en los ojos amarillos. Abrió el portón y se lanzó hacia delante. Vio tres escorpiones y a seis, no, a siete combatientes. ¿Conocía a alguno? No tuvo tiempo para detenerse a mirar, pues uno de los escorpiones se apartó de su contrincante y corrió hacia él.
Retrocedió y se cercioró de que su espada apuntase en direc­ción del agresor, cuya cola con su aguijón se hallaba bien er­guida y se movía de aquí para allá en busca de un punto vulne­rable donde clavarse. Sarius asestó un fuerte tajo al cuerpo del escorpión, y se escuchó un crujido. El segundo golpe atinó en el ponzoñoso aguijón; aquello había ahuyentado al primer es­corpión, pero por desgracia no tuvo la misma suerte con este. Quizá Sarius no había dado un buen golpe, pero aun así su adversario retrocedió un paso, solo para volver al ataque con renovados bríos.
El elfo negro saltó a la derecha, y el aguijón pasó junto a él sin tocarlo. Entonces aprovechó la oportunidad y una vez más lo atacó con su acero. Por fin el bicho empezaba a tambalearse. Con un poco de suerte, Sarius podría hundirle la espada como al otro escorpión que quedó atrás de la pared. Una de las afila­das tenazas pasó zumbando alarmantemente cerca, y el elfo se agachó a la espera del horripilante chirrido, pero el escorpión falló. Un empujón con el arma y el caparazón cedió. El animal cayó a la derecha, Sarius persistió en su ataque y le hundió la espada en la panza descubierta. Dio en el blanco. De pronto, alguien apareció junto a él y clavó su alabarda en el escorpión.
Así como hacía un momento deseaba compañía, ahora ya no la quería. Era una estúpida elfa negra quien pretendía ahora entrometerse en sus asuntos, justo cuando ya había pa­sado la peor parte y lo que faltaba era tan fácil como comer pastelillos. Su compañera de batalla no quería abandonar la presa. Su arma debía de ser mucho más fuerte que la de Sa­rius, pues tres golpes bastaron para que el escorpión quedara inmóvil sobre el suelo.
En su interior, el elfo se sentía furioso. Su espada estaba em­badurnada de esa sustancia gris y viscosa, y le asaltó el deseo de mezclarla con la sangre de la elfa negra que se había entro­metido en su combate y había aprovechado para consumar la parte fácil. Como si hubiera necesitado ayuda. Como si no lo hubiera logrado él solo.
Buscó su nombre. «Feniel, ¡vaya! Entrometida de pacotilla. ¿A qué viene aquí en este momento?». A abalanzarse contra el escorpión ya muerto para hacerlo carne picada. A diferencia de Sarius, ella no había tenido que enfrentarse con el aguijón ni con las tenazas, y ahora —evidentemente— prefería hurgar en lo que podía sacar del cadáver. «En serio, esto es de locos».
Victoria, susurró una voz al oído de Sarius. Miró para todos lados. Había vencido en la lucha, pero los otros combatientes de Erebos aún estaban muy ocupados. Al igual que Feniel, descuartizaban a los escorpiones en trocitos y el elfo tuvo la sensación de que se le estaba escapando algo.
Cuando escuchó los cascos del caballo supo perfectamente lo que le esperaba. En ese instante entró al galope el corcel acorazado del mensajero, y su jinete alzó la mano a modo de saludo.
—Habéis hecho un buen trabajo y una vez más recibiréis vuestra recompensa. Creo que empezaré por Drizzel.
El vampiro, que aún escarbaba con los brazos hasta los codos en el abdomen del escorpión, se levantó. Sarius se esforzó en no pensar en qué era lo que escurría de las manos de Drizzel.
—Combatiste muy bien, aunque no con excelencia. Te daré un nuevo escudo. También muy bueno. No excelente.
Drizzel cogió el escudo con sus manos pegajosas y lanzó el viejo a uno de los pasajes del laberinto.
—Feniel.
La elfa negra se abrió paso delante de Sarius, echándolo a un lado.
—Veo con agrado que no lo piensas dos veces, tienes arrojo y consigues lo que quieres obtener. Por eso has de hacer lo mismo con tu equipamiento. Aquí tienes cincuenta monedas de oro. Decide libremente qué quieres comprar con ellas.
Sarius tuvo que hacer un esfuerzo para no lanzar un tajo a Feniel. Esa elfa se metió en su combate cuando casi había ter­minado y ahora la recompensaban por hacerlo. «Esto es una tomadura de pelo».
—Sarius.
Dio un paso al frente. «Estuve magnífico, anda, acéptalo. Vamos, admite que lo hice de coña para ser un dos».
—Saliste ileso de la batalla. Mi enhorabuena. Sin embargo, llegaste tarde a la lucha y no mataste al escorpión tú solo. Aun así quiero recompensarte. Voy a reforzar tu magia curativa. Ahora puedes dar más poder a los demás.
Le molestó un poco que aquello fuera todo. «¿Y ya está? —Sarius miró perplejo al mensajero—. ¿Qué tipo de recom­pensa es esa? Cuando uno cura debilita su propia fuerza, ¿y ahora me voy a boicotear a mí mismo todavía más?». No iba a usar esa estúpida magia, no estaba loco.
—Blackspell —el mensajero llamó al que le seguía. Un vampiro, al que puso por las nubes, y al que regaló una espa­da de color rojo intenso y traslúcida como vino oscuro. Sarius quería una de esas. Pero no, acababa de recibir una nueva y maravillosa pócima mágica para curar y reforzar. «Me la ha hecho buena».
¿Por qué estaba tan enfadado? También se sentía furioso con Nurax, el hombre lobo, a quien el mensajero regaló un par de resistentes botas, y con Grotok, el primer ser huma­no que se encontró en Erebos, quien recibió unos rollos de pergamino.
Así como conocía a Nurax, Sarius también reconoció a la siguiente persona que fue recompensada: Arwen's Child. Aunque tenía leves lesiones, recibió un poco de pócima cura­tiva y diez monedas de oro. Todo era mejor que la porquería que le habían dado a él.
—¡Gagnar! —llamó el mensajero. Un hombre lagarto, en­vuelto en andrajos y visiblemente malherido, salió arrastrán­dose de detrás de uno de los escorpiones muertos—. Estuvo cerca, Gagnar. Si te quedas aquí, morirás. Ven conmigo.
Gagnar intentó levantarse. En su desarrapado jubón y en su manchada capucha Sarius reconoció con claridad el número uno. Estaba marcado en la tela como si hubiera sido grabado a fuego. No podía quitarle la mirada de encima. Por fin alguien que tenía menos idea que él. El hombre lagarto se dejó ayudar para montar a lomos del caballo.
—Tenéis permitido hacer una hoguera —notificó el mensa­jero, luego partió al galope.
El fuego de Sarius ya estaba ardiendo antes de que cualquie­ra pudiera reaccionar. Arwen's Child y Blackspell se acercaron lentamente, los otros volvieron hacia los cadáveres y hurga­ron en ellos.
—¿Qué buscáis? —preguntó Sarius para empezar la conver­sación.
Blackspell guardó silencio, pero Arwen's Child dio la infor­mación de buena gana.
—Cristales mágicos, claro.
—¿En los escorpiones muertos?
Sarius se quedó estupefacto. Ese era el último lugar don­de los buscaría. Aquello explicaba todo el alboroto que se traían Drizzel y acompañantes. Sarius casi estuvo tentado a unírseles.
—¿Alguna vez has encontrado alguno? —preguntó a la elfa negra.
—Hasta ahora no. Son muy escasos, lo más preciado que puedas obtener aquí. Una vez estuve presente cuando BloodWork sacó uno de una araña gigante. Era azul. No tengo ni idea de lo que hizo con él.
Pensativo, Sarius contempló las altas llamas de la hoguera. ¿Cuándo volvió a sonar la música? No se había dado cuenta, pero ahora estaba ahí y eso le reconfortaba. Podría hacer frente a la siguiente batalla, así de fuerte se sentía y en esta ocasión no permitiría que Feniel le hiciera a un lado.
—¿Sabes qué se puede hacer exactamente con los cristales?
Arwen's Child se tomó su tiempo antes de responderle.
—Los cristales pueden cumplir tus más grandes deseos. In­cluso, probablemente, devolver a la vida a los muertos. Y también te permiten entrar al círculo privilegiado.
—¿Qué es eso del círculo privilegiado? —preguntó Sarius. Su ignorancia no le molestaba en lo más mínimo. Eso era por la música; cada nota le hacía sentirse como un rey. «Aquí eres el protagonista, los demás son solo actores de reparto». Sin embargo, no obtuvo lo que buscaba: Blackspell intervino en la conversación.
—Tienes que encontrar la respuesta por ti mismo. También nosotros tuvimos que hacerlo.
—Está bien, solo era una pregunta.
Drizzel y Nurax se dieron por vencidos, abandonaron los cuerpos de los escorpiones y se acercaron al fuego.
—Por lo menos podrían haberse lavado, llevan una pinta terriblemente asquerosa —dijo Arwen's Child al tiempo que les daba la espalda.
Drizzel se situó a su derecha.
—Oye, Sarius, pensaba que ya estabas muerto. Que las gi­gantes azules te habían liquidado en el río.
—Pues ya ves, aquí estoy.
—¿Y qué tal fue la carnicería?
—Lo sabrías si no te hubieras largado.
—Vaya, estás muy crecidito para ser solo un dos.
El elfo se quedó callado. Los demás podían ver cuál era su nivel, pero él no podía ver el de ellos. De pronto se sintió in­defenso.
—Déjale en paz o le contaré unas cuantas cosas que sé sobre ti —dijo Arwen's Child.
—Hazlo. Ya sabes cuánto le gustan los cotillas al mensajero —replicó el vampiro.
En ese instante Lelant apareció por la esquina. Se detuvo en seco y con la rapidez de un relámpago sacó su mangual del cinto.
—Ay, maldita sea, una invasión de elfos —se lamentó Blackspell.
—Cállate —dijo Sarius.
Le gustó que Lelant anduviera por ahí. «Sé quién eres, ami­go». Con un gesto de invitación, se hizo a un lado para que Le­lant se sentase junto a él. Pero, al parecer, el otro no quería. Se mantuvo alejado de la fogata. Después miró a Feniel y a Grotok, que aún estaban muy ocupados con los escorpiones muertos. Se les acercó un poco, aunque volvió a cambiar de opinión y, así, acabó acercándose al fuego. Sin embargo, se quedó tan lejos de Sarius como le fue posible.
—Qué hay, Lelant —le saludó este.
—¿Esos dos buscan cristales mágicos? —preguntó el elfo en lugar de saludar.
—Claro —dijo Blackspell—. Pero no tienen mucha suerte. Los bichos no llevan nada dentro.
—Ajá, mala suerte. Conmigo fue distinto —Lelant escarbó con la mano en su bolsillo y sacó un cristal que despedía una luz verde—. Genial, ¿no?
—¿De dónde la has sacado? —preguntó Arwen's Child.
—A ti qué te importa.
Sarius miró fijamente la piedra luminosa y sintió cómo em­pezaba a enfurecerse. No tenía que preguntar de dónde proce­día ese cristal. Ese era su escorpión, su botín, se lo había dejado a Lelant y este se había aprovechado de él. Era muy desagrada­ble, y punto.
—Eres consciente de que esa piedra en realidad me pertenece, ¿verdad?
—No veo por qué.
—Porque solo yo aniquilé al escorpión, por eso. Si fueras justo, renunciarías a ella.
—Sigue soñando. No estoy borracho.
Sarius ni siquiera supo cómo había desenvainado la espada. Ahora estaba ahí, de pie, desconcertado. En realidad no quería atacar a Lelant, solo quería recuperar el cristal que le pertene­cía. «Si supieras quién soy, sencillamente me lo darías».
—¡Eh, oye, no queremos duelos fuera de la ciudad! —exclamó Drizzel.
—¡Uy, qué miedo! ¡El dos quiere atacarme! —se burló Le­lant—. Un roce con la espada y el mensajero se cebará contigo. Anda, dame. Hazme el favor.
Por mera formalidad, Sarius apuntó con su espada el pecho de Lelant durante algunos segundos antes de volver a envainar­la. En el fondo, estaba contento de haberse librado de la pelea.
—Sabes de sobra que el cristal no te pertenece.
—¿Por qué? ¿Tengo yo la culpa de que te hayas largado y solo te hayas llevado el aguijón y las tenazas? ¡Deberíais ha­berlo visto! Le cortó las tenazas al bicho y recargó su bolsa de adquisiciones con ellas. ¿Para qué las quieres? ¿Para hacer manualidades?
Sarius clavó una mirada a Lelant. Su rostro era marrón os­curo, tenía el pelo revuelto y los ojos negros relucían. «Me las vas a pagar, imbécil».
—Entonces quédatelo. Eres un gorrón cobarde.
—Pero un gorrón cobarde con un cristal mágico. ¿Alguien sabe en qué dirección queda la ciudad?
—Pregúntale a tu cristal —dijo Sarius con acritud—. O, para variar, esfuérzate un poco.
No aguardó la réplica de Lelant, solo dio la espalda a la ho­guera, echó a caminar hacia el primer pasaje del laberinto que vio ante sí y, sin más, entró en él. Era mejor continuar solo que rodearse de idiotas.
Estuvo muy cerca de encontrar un cristal mágico, ¡muy cer­ca! En los pasajes siempre está oscuro, pero cuando pensó en Lelant se sintió con fuerza para continuar avanzando. Si se le aparecía un escorpión, lo haría papilla. «Continúa, continúa». Aún tenía mucho tiempo para llegar a su destino y se había propuesto librarse de los demás.
Para su total desconcierto, todos los pasillos se veían iguales. No había ninguna señal para ir a la Ciudad Blanca. No se en­contró con nadie, y nadie lo atacó. Después de un rato que le pareció interminable, se detuvo. Su furia se había reducido a la mínima expresión.
«¿Y ahora qué?». Se podría dar de bofetadas por su impru­dencia. ¿Por qué no le pidió por lo menos a Arwen's Child que lo acompañara? Ella estaba de su lado, no debió haberla dejado plantada con los otros. Ahora podría hacer una fogata y no se las tendría que arreglar solo.
Una vez más intentó orientarse. Debía de haber alguna se­ñal. Quizá piedrecitas blancas en las desviaciones correctas o las campanadas que resuenan a cada hora. Aguzó el oído. Ob­servó en todas las direcciones. Puso atención en cada bifurca­ción. Y ahí, en el tercer desvío escuchó algo, no una campana, sino un ruido de fondo. Solo que era casi silencioso, un punto de referencia. Algo que se podía perseguir.
Cuanto más se fijaba en él, más claro le parecía a Sarius que lo seguía. A pesar de su previsión, algo le dijo que no había peligro. Por un momento se detuvo para intentar aclarar de dónde venía su certeza. Reconoció que provenía de la música. Suavemente y sin que se diera cuenta, le cambió el carácter; las notas le dieron consuelo y no le quedó duda de que se ha­llaba en el camino correcto.
Minutos después, Sarius descubría de dónde provenía el murmullo: un río subterráneo cuya agua apenas se vislumbra­ba negra a la luz de las antorchas, pero que al acercarse parecía roja como la sangre.
Involuntariamente, empezó a imaginarse lo peor: campos de batalla, gigantescos montones de cadáveres, rituales de sa­crificio. De algún lado tenía que venir la sangre. «¡Si es que es sangre!». Aún no podía saberlo a ciencia cierta. El color del agua quizá se debiera a las piedras del fondo… pero eso no importaba. De todos modos no iba a beber de allí, aunque un refuerzo no le vendría nada mal.
Se detuvo en el borde pedregoso, justo ante la orilla del agua que corría con regularidad y constancia como si fuera lineal, como si avanzara por un canal. «Muchas veces, las ciudades se construyen a orillas de los ríos». Se decidió a se­guir ese camino como si fuera un hilo de Ariadna. Pero ¿río arriba o río abajo? Examinó su alrededor en busca de alguna indicación, y al no encontrar ninguna optó por continuar río arriba.
Al poco empezó a clarear. En la orilla del río relucían a dis­tancias regulares los rescoldos del fuego. «Parece un juego de niños». Sarius aceleró el paso, agrandó la zancada al descubrir la ancha escalera que lo conduciría hacia arriba, solo se detu­vo un momento para revisar su barra de resistencia. Tomó aire y comenzó a subir, la música a su alrededor lo festejaba, y la luz diurna caía reparadora sobre él.
Cuando por fin llegó al monte, el paisaje que descubrió era majestuoso. Muros, torres y níveos arcos marmóreos brillaban con la luz del sol. Incluso las calles que conducían a la ciudad relumbraban.
Sarius ya no tenía prisa. Parecía que la ciudad solo lo espera­ba a él, que guardaba esa perspectiva solo para él, y caminó lentamente hacia ella.
A su llegada y delante del portón, los cuatro guardias bajaron sus lanzas a modo de saludo, sonó una fanfarria, el heraldo barri­gón que se hallaba en lo alto de la muralla de la ciudad anunció la nueva:
—Sarius ha llegado. El caballero Sarius, perteneciente a la casta de los elfos negros, entra en la Ciudad Blanca.

Capítulo 9

—¿Quieres más arroz? —su madre cogió el cucharón y sirvió con mucho ánimo una abundante ración en el plato de Nick.
—No, gracias.
—¿No te gusta?… Qué raro en ti que solo estés revolviendo los pedazos de carne.
Nick no podía concentrarse en las palabras de su madre. Sa­rius se acababa de instalar en una de las posadas de la Ciudad Blanca, y el mesonero que estaba a cargo de ella le ordenó que descansara durante tres horas. Tras ello, la pantalla volvió a quedarse negra.
—¡Oye, tu madre te ha hecho una pregunta!
—Sí, papá, lo siento. Está buenísimo, es que estoy un poco cansado.
Su padre bebió un trago de cerveza y frunció el ceño.
—¡Pero si hoy ni siquiera has tenido clase!
—No, pero ha estado estudiando Química —dijo su madre para echarle una mano—. Deberías alegrarte de que se tome los estudios en serio. Ayer hablé con la señora Falkner; su hijo ya no aparece por casa y en el colegio no hace otra cosa más que causar problemas…
De nuevo, el pensamiento de Nick voló a otra parte: aún no se había inscrito en los combates en la arena. Ni siquiera sabía a qué lugar debía acudir. ¿Qué pasaría si no encontraba el sitio correcto o si antes tenía que llevar a cabo algún encargo? En ese caso tendría muy poco tiempo. Pero, de momento, debía esperar casi una hora para cumplir el plazo de descanso. Su madre se quedaría dormida frente al televisor, y su padre se iría a tomar su tercera cerveza al bar. Le habría ido mejor que Sa­rius descansase más tarde, después de medianoche, cuando Nick seguramente ya estaría muy cansado. Se preguntó si los otros ya habrían encontrado el río rojo o si todavía estaban perdidos en el laberinto.
Se frotó los ojos, le escocían. Mientras examinaba su equi­pamiento, el mesonero le había hablado sobre las magníficas fraguas de armas que tenía la Ciudad Blanca. Sin embargo, Sarius no tenía oro ni cristales mágicos, tampoco sabía cómo iba a pagar la habitación de la posada, pero debía coger una. Fue una orden explícita del mensajero.
«Maldito Lelant». El lunes Nick agarraría a Colin del cuello, «a ese tramposo de mierda».
—¿… ya la próxima semana?
El repentino silencio que siguió a la pregunta le hizo saber a Nick que era él quien debía responderla.
—Ay, lo siento, ¿qué decías?
—Te acabo de preguntar si tienes que entregar la próxi­ma semana el trabajo de Química. Por Dios, Nick, ¿qué te pasa?
La considerable barriga de su padre quedó contra el borde de la mesa cuando, enfadado, se inclinó hacia delante.
—No me parece bien que te andes distrayendo en la con­versación. Sobre todo si estamos hablando de ti.
—Sí, lo siento —no hubo ninguna pregunta de por qué, a cau­sa de qué, con qué motivo—. Tengo que entregarlo la próxi­ma semana, pero lo tengo bajo control. ¿Qué tal te ha ido hoy en el trabajo?
Preguntarle a su padre sobre su trabajo era ir a lo seguro. Siem­pre tenía algo que comentar: esta vez, un paciente le había meti­do al enfermero Dunmore cinco libras en el bolsillo para que le llevara un pescado con patatas fritas del restaurante más cercano.
—Pero el tipo tiene unos niveles de colesterol altísimos —ex­plicó su padre al tiempo que volvía a servirse del cocido de po­llo—. Uno da por hecho que la gente se da cuenta de cuando ha comido hasta reventar y acaba en el hospital, pero nada de eso.
Nick sonrió automáticamente, solo deseaba regresar a la Ciudad Blanca.
—¿Puedo levantarme de la mesa?
—Claro —dijo la mujer.
—Antes ayuda a tu madre a recoger los platos —masculló su padre entre bocado y bocado.
Con la velocidad de un rayo, Nick se levantó de la mesa, metió los platos y los vasos en el lavavajillas a la carrera y su­bió de tres en tres las escaleras para ir a su habitación. Ahí pasó lo que ya temía: intentó comenzar con el juego y, obvia­mente, no funcionó. Le quedaban tres cuartos de hora que podía aprovechar para estudiar Química, pero, al pensar en ello, se le erizó la piel. «Vamos —trató de convencerse a sí mismo—. Aunque sea unas cuantas fórmulas».
Sin embargo, justo en el momento en que abrió el libro y comenzaba a luchar contra la oleada de mal humor que lo inundaba, su padre entró en su cuarto.
—Olvidé por completo preguntarte si mañana puedes… ¡Oye, pero si es verdad que estás estudiando!
—Pues sí.
—¿Difícil?
—Puedes jurarlo.
Su padre se quedó de pie, a su espalda, y lanzó una ojeada al libro con un interés benévolo que se desvaneció en cuestión de segundos. No es que el hombre fuese un genio en las cosas del instituto.
—¡Madre mía! En esto sí que no te puedo echar una mano, Nick.
—Está bien, papá. Tampoco tienes por qué hacerlo, yo me apaño.
Su padre le puso una mano sobre el hombro.
—Siento mucho haberte interrumpido. Estoy muy orgullo­so de ti… ¿lo sabías? Al menos uno de mis hijos llegará a ser alguien en la vida.
Nick reprimió el impulso de sacudirse la mano de encima y se mordió el labio inferior. Justo después sintió cómo se reti­raba el peso de su hombro.
—Voy al bar. No estudies hasta muy tarde.
Cerró la puerta tras de sí.
Faltaban cuarenta y tres minutos. Se frotó la cara con las manos antes de inclinarse sobre el libro y concentrarse en las fórmulas. Si por lo menos fuese capaz de redactar unos cuantos párrafos para su trabajo, sería suficiente. Nick ce­rró los ojos y repasó lo que acababa de leer. «Qué lástima que en la vida real no existan los cristales mágicos»; de ver­dad, él los hubiera utilizado para aprobar Química. Jamás lograría un diez, nunca, nunca podría hacerlo en esa asig­natura.
Tomó un folio y escribió el título: «La identificación de aminoácidos mediante la cromatografía de película fina».
—Vale —el primer paso ya estaba dado. Ahora necesitaba una introducción. Aunque así no valía la pena trabajar. Si iba a escribir, por lo menos tendría que hacerlo bien. Esto le llevaría mucho tiempo, lo mejor sería intentarlo mañana, después del desayuno. Así no le estarían pasando escorpio­nes por la cabeza y, tal vez, su enfado con Colin ya se ha­bría apaciguado.
Nick echó un último vistazo a su libro y encendió el orde­nador. Como era habitual, navegó en la página deviantART de Emily, pero no había nada nuevo. Por un momento se sin­tió decepcionado, pero luego se le ocurrió algo. «¿Por qué no lo había pensado antes?». Abrió la página de Google y escri­bió «Erebos» en el campo de búsqueda. Tenía que existir una página de la compañía que lo creó, un foro, o tal vez hasta las actualizaciones para descargarlo, consejos, trucos y todo lo demás.
En la primera posición, Nick encontró una notificación de Wikipedia. «Ahí está, el juego es famoso». Hizo clic en el vín­culo y leyó:

En la mitología griega, Erebos (ρεϐος, del griego ρεβος, «oscuro») es el dios de la oscuridad y su personificación. Según dice de manera explícita el poeta Hesíodo, Erebos surgió del Caos al mismo tiempo que Gaia, Nyx, Tártaro y Eros. Como afirma Hesíodo, primero fue el Caos (espacio absolutamente vacío), del cual emanaron las densas tinieblas de la oscuridad, Erebos. Nyx y Erebos se aparearon y crearon junto con el dor­mir y los sueños y el mal en el mundo: la perdición, la vejez, la muerte, la discordia, la ira, la miseria y la renuncia; la némesis, las moiras y las hespérides que aparecían como aspectos amena­zantes de la diosa lunar, pero también la alegría, la amistad (Fi­lotes) y la compasión.
En leyendas posteriores, Erebos era una parte del inframundo, el lugar a donde los muertos tenían que ir nada más fallecer. Erebos se consideró asimismo sinónimo del Hades, el dios griego del inframundo.

Nick leyó el texto dos veces y lo cerró. Seguramente sería muy interesante para aquel a quien le gustase la mitología griega, pero para él no tenía valor. «Por ningún lado hay un consejo». Continuó la búsqueda. Solo encontraba vínculos sobre mitología griega; algunos sobre un grupo de Death Metal. No fue sino el último vínculo el que arrebató a Nick un grito de triunfo: «Erebos, el videojuego». Nada más. Esperanzado, hizo clic en la página. Tardó un momento en abrirse. Letras rojas sobre un fondo negro:

Sarius, esta no ha sido una buena idea.

«¿Por qué no?», estuvo tentado de preguntar en un primer mo­mento, pero luego se percató de lo aterrador de la situación, cerró la ventana y cerró el buscador como si pretendiera con ello cerrarle la puerta a alguien. No era real, se lo había imagi­nado. No podía ser que la red hablara con él. Quizá debería volver a abrir la página para cerciorarse de que se había equivo­cado. «Seguro que sí…».
Sonó el móvil y a Nick casi le da un infarto. «¿No debería haber cerrado la página?». Leyó un nombre familiar en la pantalla del móvil —«Jamie»— y respiró aliviado.
—¡Hola! ¿Interrumpo? Suenas agitado.
—No. Todo bien.
—Vale. Oye, ¿tienes ganas de salir al campo con la bici? Hace años que no lo hacemos y parece que vamos a tener buen tiempo.
Nick necesitó un instante para dar con un pretexto aceptable.
—Es muy buena idea pero… estoy liado con el trabajo de Química. Quiero entregar un buen ensayo, no quiero arriesgarme.
—Oh —Jamie sonó decepcionado—. ¿Sabes qué te digo? Yo te ayudo. Vente mañana a mi casa y juntos investigamos en Internet, ¡seguro que así terminas antes!
«Mierda».
—No lo sé… Creo que me centro más cuando estoy solo. Y eso… bueno, también es importante.
Nick apretó los ojos. «Dios, eso sí que ha sonado como una bola». Y absurda además. Del otro lado de la línea escuchó un si­lencio desconcertante; podía oír el ruido de la televisión de fondo.
—¿Estás hablando en serio? —preguntó Jamie después de una larga pausa—. Hasta hace poco tenías otra idea. Aun así podemos… ¡ah, vaya! —prorrumpió en carcajadas—. Nick, ¿por qué no me lo dices de una vez? Lo que pasa es que tienes una cita y temes que tu amigo Jamie se burle de ti todo el tiem­po si me lo dices.
—Tonterías.
—Anda, no pasa nada. Diviértete y el lunes me cuentas to­dos los detalles. Antes del próximo fin de semana voy a ligarme a Darleen… Podríamos salir juntos los cuatro.
—¿Darleen? —preguntó Nick, interesado pese a su voluntad.
—Sí, la rubia de la orquesta del instituto. Es un año más pequeña que nosotros, toca el clarinete, le gusta ponerse minifaldas vaqueras. Darleen. ¿Te suena?
—Vagamente. Oye, tengo que colgar. Mi madre me está lla­mando.
La mentira le resbaló de los labios sin ningún problema: el reloj del ordenador marcaba las nueve menos cinco. En un momento podría continuar con el juego.

La habitación era austera, apenas tenía una pequeña ventana que no se podía abrir. La cama rechinaba cada vez que se mo­vía. Sarius temió que se rompiera en cualquier momento y el posadero se la cobrara.
Comprobó con satisfacción que su poder de resistencia y su sa­lud no dejaban nada que desear. El descanso le había hecho bien.
Sin embargo, al acercarse a la puerta, se dio cuenta de que no se hallaba solo en el cuarto: un gnomo tan blanco y sucio como la pared estaba sentado en un banquito con los brazos apretados en torno a sus rodillas.
—¡Jo, Sarius, jo! —graznó y sonrió—. Tengo noticias del mensajero. Se puede decir que yo soy el mensajero del men­sajero.
Sarius examinó a su visitante de arriba abajo: su rostro, con la nariz torcida, brillaba de alegría; sin embargo, el elfo no presintió nada bueno.
—Mi amo no aprueba tu curiosidad —empezó a decir el gnomo—, creo que sabes de qué estoy hablando. Naturalmen­te entiende que quieras saber más sobre Erebos, pero no le gus­ta que te andes informando a sus espaldas —se hurgó entre los dientes con una de sus largas uñas, encontró algo verde y lo examinó con detenimiento—. No obstante, está dispuesto a responder a tus preguntas. ¡Imagínate! Claro, también quiere hacerte algunas…
Con cierto asco, Sarius observó cómo su interlocutor volvió a meterse la cosa verde en la boca para masticarla con deleite.
—¿Qué preguntas?
—Ah, muy sencillas… Por ejemplo, ¿Nick Dunmore conoce a alguien que se llama Rashid Saleh?
Sarius se sorprendió. «¿De qué va esto?». Aunque, si las pre­guntas del mensajero iban a ser tan sencillas, podía alegrarse.
—Sí, Nick lo conoce.
—Bien. ¿Nick sabe qué le gusta hacer a Rashid?
«Esa es muy fácil».
—Le encanta andar en patinete, escucha hip-hop y admira a Stephen King.
El gnomo asintió contento sin dejar de masticar.
—Nick está muy bien informado. ¿Por casualidad sabe a qué le tiene miedo Rashid?
«No. ¿Cómo podría saberlo? —pero había algo que una vez le llamó la atención: Rashid le tenía miedo a las alturas—. Es verdad, un día fuimos los del grupo del instituto al London Eye, a inmensa noria junto al Támesis, y Rashid se puso blan­co como la nieve. Además, estaba a punto de vomitar».
—No le gustan las alturas. Evita las torres y esas cosas.
El gnomo chasqueó la lengua.
—Eso coincide con lo que acabamos de saber. Gracias, Sa­rius. Mi amo acepta disculpar tu exagerada curiosidad. Y, ahora, como compensación, te voy a contar un secreto —se inclinó un poco hacia delante y le hizo un guiño a Sarius—: Encontrarás la lista de participantes de los combates en la are­na en la taberna de Átropos. Saluda a la vieja de mi parte.
El gnomo saltó del banco, hizo una reverencia exagerada­mente cortés y se largó. Sarius se puso su casco y se colgó el escudo a la espalda. Mientras caminaba rumbo a la puerta, algo le vino a la mente: el gnomo blanco no había respondido a ninguna de sus preguntas. El elfo ni siquiera había podido ha­cerle una.

Las calles de la ciudad estaban muy animadas aunque ya era muy tarde. Sarius se mantuvo en las vías más anchas y evitó los callejones oscuros que le recordaban los pasadizos del la­berinto. En cada esquina había farolas que daban un tono do­rado a las paredes color crema. Por aquí y por allá, se topó con algún que otro combatiente; a algunos los conocía: a Sapujapu, por ejemplo, o a LaCor. Sin embargo, le gustaría saber si Drizzel, Blackspell y Lelant habían logrado encontrar el ca­mino a la ciudad. «Seguro que sí. No pueden haber tardado tanto tiempo en toparse con el río rojo». Aunque también era posible que una horda de escorpiones gigantes los hubiera matado. La idea no le disgustó.
Lástima que ya no tuviera oportunidad de preguntarle al gnomo por el camino a la taberna de Átropos: aunque andu­vo arriba y abajo por las principales calles de la ciudad, no podía encontrarla. Necesitaba que alguien le diese informa­ción. Pronto comprobó que las farolas no equivalían a las fo­gatas de la selva: solo servían para alumbrar, no se prestaban para entablar una conversación.
Hasta que vio a un enano agobiado que intentaba abrir una pesada puerta de madera no se le ocurrió que podría entrar a cualquiera de las tiendas que se hallaban a los lados del cami­no. «Carnicería», vio escrito en letras grandes en el tablón de madera clavado en la parte superior.
Algunos minutos después, Sarius entraba en una tienda de cachivaches cuyos estantes estaban atiborrados de rarezas. Su mirada se fijó en el cráneo de un vampiro que pendía de la pared, sus colmillos tenían colgados unos ovillos de hilo. «Este es el lugar correcto. Seguramente los ovillos también se pueden montar en los aguijones de los escorpiones». Del rin­cón más oscuro del almacén salió arrastrando los pies un hombre con barba gris.
—¿Quieres comprar o vender? —preguntó sin saludarlo.
—Vender —respondió Sarius.
Abrió el paquete de sus pertenencias y sacó las dos tenazas, las planchas dorsales y el aguijón, y los puso sobre el mostra­dor. El paquete volvió a encenderse, quizá podría comprar uno de los cristales mágicos.
—Ah. Un bicho en pedacitos, ¿no? —constató el comercian­te—. No se paga mucho por él. Tal vez solo por las tenazas, si todavía tienen veneno.
Examinó el aguijón negro y retorcido con una lente de au­mento.
—¿Cuánto me da por él? —preguntó Sarius—. Me interesaría un cristal mágico, por ejemplo.
El vendedor levantó la mirada.
—Los cristales mágicos no se pueden comprar. Se encuen­tran. O se regalan. Por el aguijón te daré tres monedas de oro; por el resto, otras dos.
No sonó a una buena cantidad… Tras la pelea contra las hermanas de agua, Tyrania había recibido cuarenta monedas de oro.
—Es muy poco —dijo, pero después tuvo una idea—. Quiero diez monedas de oro, si no puede dármelas, me llevo mis cosas.
El comerciante miró los pedazos de escorpión y a Sarius una y otra vez.
—Máximo seis.
Acordaron siete y Sarius salió emocionado pensando que había logrado un buen arreglo. Sin embargo, muy pronto perdió la emoción al ver que, dos escaparates más allá, un aguijón de escorpión se vendía por cincuenta y cinco mone­das de oro. Además, en el calor de la negociación, se le había olvidado preguntar por el camino a la taberna.
Por suerte, en la siguiente tienda, una zapatería en donde se vendían botas a prueba de venenos —que tintineaban y relu­cían listas—, le dieron información de buena gana.
Como le recomendaron, tomó la tercera bifurcación hacia la izquierda, y se quedó inmóvil frente a una puerta destartalada y con el barniz ajado. El letrero tenía unas tijeras abiertas y deba­jo habían escrito: El Ultimo Corte.

Dentro estaba un poco más oscuro que en la calle. Los quin­qués sobre las mesas apenas alumbraban estas y las manos de quienes se hallaban allí sentados. Los rostros se encontraban ocultos en la oscuridad.
Sarius se paró frente a la barra, tras la cual había una mujer muy anciana que no le prestó atención. Recorría las vetas de la madera con sus torcidos dedos y murmuraba para sus adentros.
—Me gustaría inscribirme en los combates en la arena —dijo Sarius. La anciana se giró a verlo durante un instante, pero no le respondió—. ¿Dónde encuentro la lista para inscribirme en las luchas? —volvió a preguntar—. Usted es Átropos, ¿verdad?
La mención de su nombre pareció despertar a la vieja me­sonera.
—Sí, esa soy yo. La lista está en el sótano —examinó a Sarius de arriba abajo—. ¿De verdad quieres apuntarte al combate?
—Sí.
—¿Siendo un dos? Eso no es muy inteligente que digamos. Pero hazlo… si así lo quieres. A mí me da igual —dijo y de nuevo se puso a examinar las vetas de la madera de la barra.
Sarius encontró una escalera que conducía a la parte de aba­jo. En el sótano había más luz que arriba, pues en la chimenea ardía un buen fuego que iluminaba los arcos de la bóveda. No le resultó difícil encontrar la lista: estaba pegada en la pared y un soldado la custodiaba. Cuando el elfo se acercó, el hombre se dirigió a él:
—¿Vienes a inscribirte?
—Sí.
—¿Cómo te llamas?
—Sarius.
Levantó la cabeza por encima del soldado para echar un vis­tazo a la lista y pudo reconocer algunos de los nombres: BloodWork, Xohoo, Keskorian, Sapujapu, Tyrania. «Ningún Lelant, por lo que puedo ver». Tampoco estaba ninguno de los que coincidieron con él en el laberinto.
—¿Con qué arma quieres presentarte en las luchas?
—Con espada.
El soldado escribió algo en un libro.
—Por lo visto, eres un dos.
Sarius estaba harto de que siempre le dijeran lo mismo.
—Sí, ¿hay algún problema? No hace mucho que comencé. Por eso quiero participar en las luchas. Para ganar terreno.
En la parte trasera de la bóveda del sótano se movió algo. Un hombre de elevada estatura con cabello largo y negro se levantó de su silla y se puso a la luz del fuego que iluminaba la sala.
—Si tienes tanta prisa por ganar terreno, enfréntate conmigo. Batámonos en duelo.
La mirada de quien lo desafiaba lo turbó de una manera ex­traña. Había algo muy raro en él. ¿A quién le recordaba? El escalofrío que le recorrió de arriba abajo le permitió descubrir que el extraño combatiente se parecía mucho a un Nick Dunmore diez años mayor. El mismo pelo oscuro y liso, los ojos pequeños, el hoyuelo del mentón. Era su rostro, solo que más maduro y cubierto con una ligera sombra de barba. El nom­bre del combatiente era LordNick. «Es imposible que se trate de una casualidad».
—¿Y bien? ¿Aceptas o no?
—Si está permitido aquí…
«Es ridículo que no conozca el nivel de LordNick. ¿Qué pasa si es un siete o un ocho? A lo mejor solo es un tres, y quizá Sarius tenga alguna posibilidad». Entonces recordó cómo había acabado con el escorpión y sintió que se llenaba de optimismo.
—Se permiten los duelos en las tabernas —aclaró el solda­do, a quien la perspectiva de una pelea le bastó para des­atender su lista—. Pero es el más débil el que debe retar al más fuerte…
Eso significaba que el requerimiento del duelo debía proce­der de Sarius.
Y este no estaba seguro de que quisiera hacerlo. Hasta ahora solo había luchado contra monstruos, nunca contra otros combatientes. Por otro lado, si quería enfrentarse en la arena, no perdía nada por tener una pelea de prueba.
—Vale. Reto a un duelo a LordNick.
—¡Excelente, pequeño! —dijo su adversario.
«Bien puede reírse —pensó Sarius—, a fin de cuentas ve que solo soy un dos». Así que retrocedió ante LordNick, que lo tenía justo en la mira.
—¿Qué apostamos en la pelea? A mí me gusta tu casco de lobo, ¿qué te parece jugártelo? Yo apuesto mi escudo, que tie­ne treinta puntos de defensa.
—Ni de broma voy a arriesgar el casco.
«Ni siquiera si me revelas quién eres y por qué te pareces a mí».
—Entonces ¿qué?
Sarius repasó a toda velocidad su listado de objetos.
—Cuatro monedas de oro.
—¿Qué? Eso no vale la pena.
El personaje que le pareció tan poco digno de confianza re­gresó a su mesa.
—Claro que vale la pena —objetó el soldado—. En cual­quier lucha en que se obtenga la victoria se gana experiencia y energía vital. No debéis olvidar eso.
LordNick, que estaba a punto de sentarse, se detuvo en seco.
—Está bien, me vale, que sean cuatro monedas de oro.
Se pusieron en posición ante la chimenea. Sarius no podía quitarle la mirada de encima al rostro de LordNick: era como si tuviese que pelear consigo mismo. No fue de extrañar que el primer golpe de su contrincante resultara certero. El elfo negro levantó su escudo con rapidez, pero ya era demasiado tarde: la espada de LordNick le hirió en un costado. De inmediato, el chirrido cobró intensidad.
No tuvo tiempo de examinar su cinturón. Sarius debía con­fiar en que sobreviviría a otro ataque. Se lanzó sobre su adver­sario y le asestó un primer tajo en el casco y un segundo en el muslo. «¡Ahí!». El cinturón de LordNick ya tenía una parte negra. Aun así, el triunfo de Sarius no duró mucho. Su adver­sario lo golpeó cruzando el escudo a la altura del pecho y le dio una estocada en el estómago. Sarius cayó al suelo. El chi­rrido de la herida dolía, dolía mucho, muchísimo.
—¡Alto!
Una sombra surgió entre ambos. Era el soldado.
—Sarius tiene una grave lesión. Ha de decidir si continúa luchando o si se rinde.
Ya no había mucho que decidir. El elfo apenas podría man­tenerse en pie, el chirrido en su cabeza resonaba como una sierra de carpintero. Aunque le gustaría detenerlo, no se atre­vió porque podría perder alguna advertencia. Alguna indica­ción, algo importante.
—Me rindo.
LordNick se irguió triunfante sobre él.
—Entonces saca las cuatro monedas de oro.
Sarius abrió su bolsa de pertenencias, sabiendo que no de­bía hacer ningún movimiento en falso que pudiera causarle más dolor. Entregó la suma requerida. Ahora solo le queda­ban tres monedas. Muy pronto tendría que dar un valor monetario a los objetos que consiguió de los ladrones de sarcófa­gos, si es que podía lograrlo. El último resto de rojo en su cinturón era ridículamente pequeño.
Miró hacia donde se encontraban algunas mesas y sillas, semiocultas en la penumbra. LordNick se volvió a sentar ahí. De una de las mesas se levantó un personaje con un solo mo­vimiento. Bajo la capucha que ensombrecía al rostro, Sarius descubrió los bien conocidos ojos amarillos.
—Lección uno —instruyó el mensajero—: Nunca desa­fíes a un contrincante del que no sabes nada. Solo debes pelear con aquellos a quienes ya hayas visto guerrear algu­na vez.
Caminó hacia Sarius, se arrodilló y le puso una mano sobre la cabeza. El ruido atroz de la sierra de carpintero empezó a disminuir.
—Lección dos: pelea solo por cosas que valgan la pena. Cuatro monedas de oro es algo ridículo. Y ahora levántate.
Le acercó su mano huesuda, esa mano cuyos dedos recorda­ron a Sarius las patas de los escorpiones, pero de todas maneras se aferró a ella.
—Tenemos algo de qué hablar. Acompáñame.
El mensajero le condujo a una habitación cercana; en el centro, una mesa redonda y, sobre ella, una única vela. Se sentaron.
—Otra vez necesitas curación —dijo el mensajero—. Segu­ramente recuerdas muy bien las reglas que rigen este mundo: aquí solo tienes una vida, una sola vida. Me parece que no prestas mucha atención a esto.
Sarius no encontró ninguna respuesta apropiada y guardó silencio. Parecía que no era tan fácil quedar bien con el mensajero: reprendía tanto a los que se protegían como a los que lo arriesgaban todo.
—No me malinterpretes, valoro tu coraje —dijo el mensa­jero como si hubiera escuchado los pensamientos de Sarius—. Por eso estoy aquí, para ayudarte.
Colocó una pequeña botella con un líquido amarillo intenso sobre la mesa. El elfo reconoció la pócima curativa que había recibido tras la pelea contra los troles.
—Me gustaría dártela con mucho gusto. Sabes que mañana comienzan los combates en la arena. No los hay todos los días. Quien quiere seguir adelante debe estar ahí.
—Yo también quiero —respondió Sarius.
—Bien.
El mensajero se inclinó hacia delante como si pretendiera contarle un secreto y, al mismo tiempo, evitar que alguien más lo escuchara.
—Los combates comienzan a mediodía. Quien se ha regis­trado debe estar a esta hora en la arena. ¡Pon mucho cuidado en no perderte el comienzo porque, si lo haces, no te dejarán entrar más tarde!
—Muy bien —respondió Sarius y estiró la mano para tomar la botellita.
—Espera un momento.
Los ojos amarillo pálido del mensajero centellearon. Puso la mano sobre el brazo de Sarius y en un instante el doloroso chirrido se volvió más fuerte.
—Dije que quería dártelo, no que debieras tomarlo.
Sarius retiró su mano, obediente. El mensajero tardó un instante en hablar de nuevo.
—Creo que es mejor que luches en las peleas como un tres y no como un dos.
—¿Como un tres? Sí, sería genial.
—Entonces, vamos a hacer como si este fuera el tercer ri­tual. Te voy a encomendar algo, Sarius —ensimismado, el mensajero jugó con la pócima curativa entre sus largas manos cadavéricas—. Supongo que guardaste el disco plateado que te permitió entrar a Erebos, ¿no?
Sarius necesitó un momento para entender lo que el mensa­jero quería decir.
—Sí. Claro.
—Bien. Mi encargo es el siguiente: recluta a otro guerrero para nosotros. Copia el disco plateado y dáselo a quien creas que lo merece. ¡Pero ateniéndote a las reglas! —un resplandor rojo se fundió en su mirada ambarina—. No reveles nada so­bre Erebos. Ni lo más mínimo. Explícale al novato que le es­tás haciendo un gran regalo, pues eso es lo que harás: al fin y al cabo le regalarás un mundo. Asegúrate de su silencio. Explícale que no debe mostrar a nadie este regalo. Explícaselo de tal modo que lo crea. Aclárale que debe entrar a Erebos solo y sin ningún testigo. Así como tú lo hiciste. Procura que él lle­gue pronto hasta aquí. O ella.
El mensajero agitó con suavidad la botellita que contenía el brebaje.
—Hasta que el nuevo guerrero esté aquí, tú no podrás en­trar… y no quieres perderte el comienzo de los juegos en la arena.
Sarius tragó saliva.
—¡Pero ahora es medianoche, y mañana es domingo! Cómo podría tan rápido…
—Ese no es asunto mío. Eres un guerrero listo, y quieres al­canzar el nivel tres. Si tardas más, las peleas tendrán lugar sin tu presencia.
Sarius se sintió como si lo hubieran molido a palos. ¿Cómo lo conseguiría tan deprisa? Por nada del mundo que­ría perderse los combates. ¡Si estaba a punto de volverse un tres y, si hacía un buen papel en la arena, quizá mañana po­dría ser un cuatro!
—¿Se te ha ocurrido alguien? —quiso saber el mensajero.
—Tal vez.
—¿De quién se trata?
—Es un amigo mío. Jamie Cox. Creo que todavía no está en Erebos.
—Ah. Jamie Cox. Bien. Y si no es él, ¿entonces quién?
«Emily —pensó Sarius—. Con nadie me gustaría tanto compartir un secreto como con Emily».
—También hay una chica a la que podría preguntarle —dijo.
—¿Cómo se llama?
No quería decirlo. No quería.
—¿Se trata de Emily Carver? —el mensajero hizo la pregunta como por casualidad. Estupefacto, Sarius lo miró fijamente—. Pues si es ella, solo puedo desearte mucha suerte y que tengas más éxito que los otros tres que ya lo han intentado.
El tono enervante, el inexplicable conocimiento que po­seía el mensajero, la presión del plazo, todo eso le imposibi­litaba tener la mente clara. Para aclarar las ideas, Sarius in­tentó concentrarse en lo esencial: la resolución del encargo para el tercer ritual.
«Jamie, Emily… ¿Quién más habría? Dan y Alex están al tanto desde hace tiempo, Brynne sin duda, Colin, Rashid, Jerome…».
Su mejor carta seguramente estaba con las chicas. Quizá po­dría preguntarle a Michelle, tal vez a Aisha o a Karen. Si no, le tocaría dirigirse a los más jóvenes…
—Adrian McVay también es una opción —dijo al mensa­jero—. Todavía no participa, creo, y seguro que le gustaría Erebos.
Casi de forma imperceptible, el de los ojos amarillos negó con la cabeza.
—Tampoco lo aceptará.
Pasó un tiempo durante el cual el mensajero no apartó la mirada de Sarius. Silencioso, agitaba la botellita en su mano; el amarillo brillante del brebaje, el amarillo purulento de sus ojos y el amarillo pálido de la llama de la vela eran las únicas manchas claras que había en el lugar.
—Quisiera intentarlo con Adrian —dijo al fin Sarius—. Creo que siente curiosidad por el juego.
—Entonces inténtalo. Así que están Jamie Cox, Emily Carver y Adrian McVay. De acuerdo. Espero a uno de ellos. Si tienes que decidirte por alguien más, avísame.
Colocó el frasco ante Sarius, esperó hasta que lo bebió del todo y solo entonces se encaminó hacia la habitación trasera. De inmediato, el elfo notó que su cinturón recobraba sus co­lores y que desaparecían los chirridos de dolor antes del golpe de la puerta y la oscuridad total.


Capítulo 10

Un vistazo al reloj del ordenador le reveló a Nick que ya casi era la una menos cuarto y, por lo tanto, demasiado tarde para llamar a Jamie. Su amigo tenía un ordenador a su completa disposición, eso estaba bien. No lo usaba con mucha frecuen­cia, pero Nick le dejaría bien claro que no se podía perder Erebos.
Aunque por un momento le pasó por la cabeza la idea de ponerse a estudiar Química, era ridícula. Los combates en la arena podían durar mucho tiempo, y si escribía algo por ade­lantado al menos tendría margen de maniobra. Ahora lo importante, lo más importante, era hacer una copia del juego. Nick hurgó en su cajón. Estaba seguro de que aún tenía unos DVD vírgenes. «Pero… ¿dónde?».
Le llevó muy poco tiempo encontrar un disco debajo de un montón de papeles y libros. Ahora tenía que cruzar los dedos por que el peso no lo hubiera roto.
El proceso de copiado se prolongó mucho más de lo que Nick había pensado. La barra del indicador de avance caminaba muy despacio, con demasiada lentitud. Se quedó mirán­dola fijamente, como si de ese modo pudiera acelerarla. Pero ¿qué podía ganar si iba más rápido? Tenía que esperar hasta mañana, debía dormir, aunque ni siquiera podía imaginarse dando una cabezada. El cerebro casi le reventaba, repleto de preguntas.
Ante todo: ¿a quién se le ocurrió darle a ese personaje, LordNick, su propio aspecto? ¿Por qué alguien haría eso? Aún re­cordaba perfectamente la escena en la torre derruida, lo que pasó mientras creaba a Sarius. Ni siquiera por un momento quiso hacerlo parecido a nadie… mucho menos a alguien de su entorno.
«Estoy cien por cien seguro de que es alguien que me cono­ce… alguien a quien yo conozco —ese pensamiento resultaba a un tiempo halagador e incómodo—. ¿Es uno de mis ami­gos? ¿Colin? ¿No se esconde detrás de Lelant, sino detrás de LordNick?».
La barra azul del indicador de avance ni siquiera había lle­gado a la mitad y el flujo de pensamientos de Nick discurría con lentitud. Los jugadores que lo conocían creerían que él era LordNick. Seguro que pensaban que habían identificado, por lo menos, a uno de los combatientes. O a uno de sus ad­versarios, según como se quisiera ver. Ninguno haría la equi­valencia «Sarius igual a Nick». No sabía si eso le parecía bien o si le molestaba.
Su ordenador copiaba, copiaba y copiaba.
«¿Qué nombre se pondría Jamie? ¿Y qué pueblo?». De mane­ra espontánea, Nick se inclinó a pensar que se sumaría a los enanos, pero de inmediato se dio cuenta de que eso sería injus­to: Jamie no era bajito, tenía una estatura en la media. Sin em­bargo, lo realmente decisivo era saber cómo quería ser Jamie.
«¿Sombrío y misterioso como un vampiro? ¿Elegante como un elfo negro? ¿Voluminoso y amenazante como un bárbaro?».
Ninguno le quedaba muy bien que digamos. Él simple­mente era él. Punto. Pero fuera cual fuese la nación por la que se decidiera, Nick estaba convencido de que podría re­conocerlo en todas las presentaciones, ya fuese como Cunegunda, como la dama lagartija o cualquier otra. Sonrió. ¿No debería llamar a Jamie? Él lo entendería y, además, su móvil no despertaría a nadie. «Ojalá».
¿Y un mensaje de texto? Pero ¿qué le escribiría? «Me urge verte. Si se puede ahora mismo, mejor. Si no, mañana tem­prano, a las siete». No, eso era imposible. Nick sabía cuánto le gustaba a Jamie dormir hasta tarde los domingos. No se le­vantaría antes de las nueve. «¡Las nueve!». Eso era demasiado tarde, porque… ¿quién le aseguraba que empezaría a jugar de inmediato?
Por fin, el DVD terminó de copiarse. Nick lo sacó de la uni­dad de disco, escribió con un rotulador la palabra Erebos y volvió a meterlo con cuidado en su funda.
«Ahora, a la cama», se dijo a sí mismo. De todas formas, sus pensamientos continuaron dando vueltas sin cesar: al lavarse los dientes, al salir del baño y, por último, cuando se metió bajo el edredón que olía a suavizante.
¿Qué pasaría si no lograba hacerlo a tiempo? Pues que se perdería los combates en la arena, ¿y entonces?
Aquello le importaba de verdad. Por fin tenía una oportuni­dad de avanzar. El mensajero estaba de su lado, Nick lo pre­sentía: le dio consejos y, además, tenía razón… era más inteli­gente buscarse adversarios que ya hubiera visto en acción. LordNick no pertenecía a esos, y BloodWork mucho menos.
Pero le daría una paliza a Lelant en cuanto lo tuviera delante, igual que a Feniel. Siempre y cuando ambos encontraran el camino a la ciudad.
Hundió profundamente la cabeza en la almohada. Iría a casa de Jamie a primera hora; a las nueve estaría llamando a su puerta. Así no perdería tiempo y podría empezar ense­guida. «Perfecto». Nick sabía que su amigo estaría entusias­mado con la idea.

—No lo dices en serio.
A través de la rendija de la puerta se asomaron dos ojos en­treabiertos. Jamie llevaba puesto un extraño albornoz a rayas y dos calcetines distintos. Debió de ponerse cualquier cosa encima, por las prisas de abrir la puerta.
—Por mí, entra. Pero no hagas ruido, mis padres están dor­midos.
El remordimiento de Nick tan solo era una pálida sombra que intentaba cubrir su euforia. Todo lo hizo de la manera co­rrecta: despertó a Jamie con el móvil y no con el timbre para evitar que el señor y la señora Cox tuvieran que levantarse de la cama. Con mayor razón se esforzó por no hacer ruido para no poner en peligro el éxito de su misión. Rápidamente se quitó los zapatos y siguió a Jamie a la cocina que aún olía a grasa de asado. Sobre la estufa, una sartén donde alguien ha­bía intentado raspar los restos de carne quemada.
Jamie se sirvió un vaso de agua y se sentó enfrente de Nick en la mesa de la cocina. Al ver su mirada, supo que aún no estaba del todo presente.
—Y a todas estas… ¿qué hora es? —murmuró.
—Casi las ocho.
—En serio, estás chiflado —dijo Jamie sorprendido y bebió el vaso de un trago—. Si mal no recuerdo —continuó—, ayer te propuse que nos viéramos, y tú me dijiste que no tenías tiempo. Y me pareció bien. Entonces ¿por qué?… ¿Por qué diablos te presentas aquí casi de madrugada?
Nick esperaba que su gesto misterioso y prometedor tuviera algún efecto.
—Tengo algo para ti —dijo, y extrajo el DVD del bolsillo de su chaqueta—. Pero antes de dártelo, tenemos que ponernos de acuerdo en algunos puntos.
—¿Qué es eso? —aún soñoliento, Jamie se frotó los ojos con las manos y cogió el estuche.
Nick se lo arrebató con un rápido gesto.
—Un momento. Primero tenemos que aclarar las cosas.
—¿Qué? ¿Qué tonterías son estas? —Jamie frunció el ceño de manera involuntaria—. ¿Me estás tomando el pelo? Prime­ro me despiertas, porque por lo visto se trata de algo impor­tante, y luego empiezas a jugar al ratón y al gato.
Nick se dio cuenta de que la cosa había comenzado bastante mal. ¿Por qué tenía tan mala suerte? Y, además, ¿por qué le die­ron el encargo en fin de semana?… Todo hubiera sido mucho más fácil en un día de instituto.
—De acuerdo, otra vez desde el principio. Quiero darte algo, algo verdaderamente fantástico, en el sentido estricto de la palabra. Vas a alucinar, pero tienes que escucharme un minuto —en la cara de su amigo no se leían ni curiosidad ni entusiasmo—. Se trata del DVD que anda de boca en boca desde hace semanas…
—¿Esa copia pirata?
—Bueno, es que, de alguna forma…
—¿Y quién dice que me interesa?
—¡Te va a interesar, confía en mí! Está genial. Al principio yo no lo creía, pero es increíblemente fantástico —dijo y se dio cuenta de que estaba utilizando las mismas palabras que Brynne hace algunos días. Entonces se contuvo.
—Ajá —Jamie bostezó—. ¿Y de qué se trata exactamente?
—No puedo decírtelo.
—¿Por qué no?
—¡Porque no se puede! —Nick buscó a la desesperada las palabras exactas que no revelaran mucho, pero que sí desper­taran la curiosidad de su amigo—. ¡Esto es así! No te puedo decir nada y tú tampoco puedes decir nada. Te lo doy… pero solo si no se lo enseñas a nadie.
Antes de que terminara de hablar, tenía claro que la conversa­ción había fracasado. El ceño fruncido de Jamie se transformó en cráteres.
—¿Quién dice que no puedes revelar nada?
Nick sacudió la cabeza para quitarse la imagen de los ojos amarillos. Estuvo a punto de perder los estribos. Aunque hu­biera ignorado las indicaciones del mensajero, no podía expli­carle el contexto a Jamie. No podía explicar qué era lo que hacía único a Erebos. Tenía que aprenderlo por sí solo.
Además, no se atrevió a romper las reglas del mensajero, como se confesó sin querer. El mensajero descubriría su in­fracción. El mensajero había adivinado incluso que estaba pensando en Emily Carver.
—No tiene importancia quién lo dijo o no lo dijo. No te puedo decir nada, es parte de las reglas.
—¿Qué reglas? Mira, Nick, poco a poco esto me va dando mala espina. Quiero decir, tú me conoces, sabes que tengo curiosidad y que de verdad me gustaría saber de qué va ese misterioso DVD, pero todo lo que tiene que ver con él me re­sulta completamente tonto. O me das el DVD así sin más, o te piras de una vez. Me parece estúpido poner condiciones.
—Bueno, pero… —Nick buscó las palabras.
¡Con él fue tan fácil! Brynne no necesitó ni siquiera tres mi­nutos para engatusarlo.
—Entiéndelo, los demás se ciñen a las reglas y a nadie le pasa nada por hacerlo.
—¡Vaya, vaya! —Jamie se levantó, volvió a llenar su vaso de agua y de nuevo se la tomó de un solo trago—. Te estás comportando de una manera completamente distinta de lo normal, ¿te das cuenta? ¡Los demás! Antes te importaban muy poco.
Se sentó otra vez a la mesa con los ojos más despiertos.
—¿Sabes qué? Dámelo de una vez. Ahora sí quiero saber de qué se trata.
—¿Vas a respetar las reglas? ¿No hablarás con nadie de esto? ¿No se lo enseñarás a nadie?
Jamie, divertido, se encogió de hombros.
—Tal vez, depende.
—Entonces no puedo dártelo.
—Bueno, pues si es así, me importa un bledo. Entonces me puedo ir a dormir.
—Eres un idiota, ¿lo sabías? —a Nick se le escapó antes de que pudiera darse cuenta. Por un momento le ganó la decep­ción de que su plan fracasara por la intransigencia de Jamie. Pero la verdad es que era el colmo: ¿por qué ni siquiera quería probarlo? Y, sobre todo: ¿cómo lograría cumplir con el encar­go a tiempo?
La palabra idiota provocó un efecto inmediato en la expre­sión de Jamie. Ya no tenía fruncido el ceño, estaba liso como una pared.
—Sabes, Nick —dijo—, me temo que el señor Watson tiene razón. Piensa que algo peligroso está pasando en nuestro insti­tuto, y ahora yo también lo creo. Quizá lo mejor hubiera sido aceptar el DVD, así habría sabido por fin de qué se trata.
«Qué tontería», quiso decir Nick, pero se mordió los labios. La rabia lo ahogó y la pose soberbia de Jamie le pareció repulsiva.
—Algo peligroso, cielo santo.
—Lo interesante —continuó Jamie— es que aparentemen­te la gente se atiene, ¿cómo dijiste?, a las reglas. Nadie dice nada. Pero el señor Watson dice que poco a poco se va filtran­do alguna información. Oyó hablar de que se trata de un juego llamado Erebos.
—¿Ah, sí? ¿Y si te digo que lo que andan diciendo es pura palabrería?
—Pues entonces lo dirás —replicó Jamie—. Pero a mí no me importa, definitivamente yo me quedo fuera. Por cierto, tam­bién hay otros a quienes les llama la atención lo mismo que a mí —por un momento brilló la picara sonrisa de siempre—. Nick, colega, déjalo, ¿vale? Esto es una moda pasajera que ter­minará por desaparecer. Tengo la impresión de que la gente se deja convencer muy rápido y se lo toma demasiado a pecho.
—Gracias por la advertencia, papá —bromeó Nick y vio con mucha satisfacción cómo desaparecía la sonrisa del rostro de su amigo—. El pequeño Nick tendrá cuidado. Oye, si supieras qué ridículo te estás poniendo.
Se levantó y se dirigió a la puerta. Esta vez no puso tanto cuidado en no hacer ruido. ¿Ahora qué debería hacer? El plan B era llamar a Emily. La idea hizo que el estómago se le enco­giera hasta el tamaño de una nuez. ¿No debería intentarlo primero con Adrian? Pero no tenía su número, «Maldita sea», ¿por qué ayer no pensó en eso?
—Cuando estés harto de esa basura, avísame —dijo Jamie antes de cerrar con llave la puerta detrás de Nick.

Nunca volvería a cruzar palabra con Jamie. Qué idiota. No sabía lo que se perdía y pensaba que debía hacerse el listo en­frente de Nick en lugar de alegrarse.
Y, bueno, ahora tendría que darle su regalo a otra persona. Nervioso, buscó su móvil en el bolsillo del abrigo.
«¿Cómo te va, Emily?», diría. O más relajado: «Hola, Emily. Soy Nick. ¿Tienes un rato para mí? ¿Puedo ir a tu casa?».
Solo con pensar en esas palabras se le llenaron de sudor las palmas de las manos. Sabía que Emily ya había rechazado a tres, él mismo fue testigo de la negativa a Rashid. Pero Nick lo haría de otra manera. De repente, supo lo que le diría. Ya lo tenía y, además, no atentaba contra las reglas.
—¿Hola? —la voz de Emily se oía ronca, soñolienta o res­friada.
Nick no había pensado en la hora, «Maldita sea, maldita sea». Su primer impulso fue colgar pero eso aún sería más es­túpido.
—Hola, Emily —dijo aclarándose la garganta—. Siento molestarte tan temprano, pero tengo que hablar contigo.
—¿Ahora? —su voz no mostró mucho entusiasmo.
—Bueno, pues, ahora estaría… bien.
—¿Qué pasa?
Nick tomó impulso para dar la explicación que culminaría con las palabras «quiero regalarte un mundo», pero Emily si­guió hablando.
—Ah, ya sé, se trata de esos molestos CD, ¿verdad? ¿Ya has conseguido información más concreta? Ayer se me acercaron tres para intentar endilgarme uno. Y todos se hicieron los misteriosos.
El discurso tan cuidadosamente elaborado de Nick se que­bró en un santiamén. De pronto, ya no sabía qué decir.
—¿Nick? ¿Sigues ahí?
—Sí, aquí estoy, pero… ¿por qué has dicho que no todas las veces?
—Por la misma razón que tú, supongo. No me gusta nada de lo que pasa con ese juego. Además, siempre se trata de ti­pos repugnantes. Se me acercan con eso y de ellos no quiero recibir ningún regalo.
Nick cerró los ojos. Por un pelo estuvo a punto de formar en la fila de los tipos repugnantes.
—¿Y bien? —continuó Emily—. ¿De qué te has enterado?
—De nada. Lo siento. Se trataba de otra cosa, algo muy di­ferente…
—¿Ah, sí?, ¿qué?
El cerebro de Nick estaba completamente vacío. Deses­perado, recurrió al primer pensamiento que le pasó por la cabeza.
—Es por… Adrian. Adrian McVay. ¿Por casualidad no ten­drás su número?
El silencio al otro lado de la línea solo reveló incompren­sión. El muchacho se odió por su torpeza.
—¿Te refieres al rubio flaco que siempre parece un poco asustado? ¿El del padre suicida?
Nick se quedó mudo por un momento. «Suicida, ¿desde cuándo Emily se expresa de esa manera?».
—Sí, su padre se mató.
—Conozco a Adrian de pasada, solo de vista. ¿Cómo se te ha ocurrido que yo pueda tener su número?
«Sí, ¿verdad, cómo?». Nick apoyó la frente contra la pared más cercana de su casa, estaba tentado a golpearse con fuerza.
—No sé, solamente porque sí. Pensé que os conocíais. Quizá fue un error por mi parte. Disculpa.
La conversación podría terminar ahora mismo, lo que por un lado sería un gran alivio, porque no había sido una buena conversación. Hizo otro intento por salvarla.
—¿Y cómo estás? ¿Ya has terminado tu trabajo de Química?
Silencio. Probablemente Emily había interpretado el repen­tino cambio de tema justo como lo que era: una salida de emergencia.
—Dímelo, Nick, de verdad, ¿qué es lo que quieres?
«Regalarte Erebos. O por lo menos escuchar tu voz».
—Ya te lo he dicho, el número de Adrian —«Madre mía, ¿no ha sonado muy borde?»—. Lo siento, creía que le habías dado clases particulares, pero me equivoqué.
—Sí —Emily sonaba como si le creyera.
«Qué suerte». De repente escuchó rumores en el fondo, se oían ruidos, como si estuviera tapando el micrófono de su móvil. Luego volvió a hablar.
—Oye, Nick, tengo que colgar. Mi padre viene a recogerme en media hora y tengo que ayudar a mi madre en algo.
—Oh, sí, claro. Que pases un buen domingo.

No había podido lograr nada de nada. A mediodía tenía que estar en la arena y ya eran casi las nueve. «Adrian», tenía que encontrarlo.
Abrió la agenda de teléfonos de su móvil y buscó nombre por nombre; quizá alguno de sus amigos tenía contacto con Adrian. Se detuvo en el nombre de Henry Scott. Él tam­bién jugaba al baloncesto, e iba al mismo curso que Adrian. «Lotería».
Después de que sonara dos veces, Henry cogió el teléfono.
—Hola. Oye, ¿me puedes dar el número de teléfono de Adrian McVay?
—Claro que sí. Espera —Henry le dictó el número de un fijo, lo que no era tan bueno, pero no importaba—. ¿Para qué le buscas?
Después de que Henry se mostrase tan bien dispuesto, Nick no podía decirle que se metiera su curiosidad por donde mejor le entrara.
—Bueno, tengo algo que me gustaría darle.
Entonces percibió un verdadero interés en Henry.
—¿Es algo que también me podrías dar a mí?
«Bravo». Nick sonrió.
—Bueno, pues, en teoría…
—¿Es algo que por fuera es cuadrado y por dentro redondo y plateado?
Súbitamente, Nick soltó una carcajada.
—Sí, así es.
—Entonces estará mejor conmigo. Adrian ya ha dicho algu­nas veces que no. Con él pierdes el tiempo.
El mensajero tenía razón de nuevo. ¿Podía ser verdad que todos los candidatos que Nick seleccionó no le daban impor­tancia a Erebos? ¿Por qué? Si ni siquiera conocían el juego.
—Bueno, está bien, si tú lo dices. Entonces voy a dártelo. ¿Dónde vives?
—En Gillingham Road. ¡Pero podemos encontrarnos a me­dio camino! —Henry sonó sumamente entusiasmado.
—De acuerdo, quedamos en la estación Golders Green, te queda muy cerca, ¿no?

Media hora más tarde, la copia de Erebos  de Nick cambió de manos. Henry estaba dispuesto a contestar con un sí a todas las condiciones: silencio absoluto, guardar el secreto y discre­ción; ninguna pregunta, ninguna duda, solo asintió con la ca­beza de manera obediente. Era dueño de un portátil y se mo­ría por echarlo a andar. Nick no pudo borrarse la impresión de que Henry tenía cierta idea de lo que se trataba, pero no se lo preguntó. En realidad le daba lo mismo, lo principal era que él ganó un novato. Henry se divertiría, y cada vez que Nick se topara con un uno, se preguntaría si ese era su uno.


Capítulo 11

Eran las once en punto cuando Sarius regresó a la taberna de Átropos. El mensajero estaba sentado a la mesa. Con sus dedos huesudos rascaba los restos de cera que estaban adhe­ridos a la tabla.
—¿Cumpliste tu encargo?
—Sí, misión cumplida —respondió Sarius—. Pero no le en­tregué Erebos a ninguna de las tres personas que te dije ayer, se lo di a otro.
Los dedos del mensajero dejaron de rascar. Sarius creyó re­conocer la desaprobación en sus ojos amarillos.
—¿A quién se lo diste?
—Se llama Henry Scott, tiene catorce años. Va a mi instituto.
—Háblame de él.
«¿Más?». De Henry no sabía casi nada, solo algunas cosas sin importancia.
—Tiene el pelo rubio y es bastante alto para su edad. Tam­bién juega al baloncesto. Vive en Gillingham Road. Se moría por conocer Erebos, creo que ya sabía de qué se trata.
El mensajero tardó un rato en responder. Y, antes de hacer­lo, arrimó la cera que había rascado de la plancha de la mesa y formó un montoncito.
—Está bien. Demos por cumplido tu encargo. Pero de todas maneras dime… ¿por qué no me trajiste a ninguno de los otros tres? ¿Jamie Cox? ¿Emily Carver? ¿Adrian McVay?
«¿Por qué me entretiene el mensajero? Sarius debe encontrar la arena, quién sabe dónde está. Si tiene mala suerte, otra vez habrá un laberinto en el camino o se topará con unos troles que lo detendrán. Todo es posible». Además, en su fuero in­terno ansiaba obtener un nuevo equipamiento, justo como lo recibió la última vez que ascendió de nivel. Ahora, a tan poco tiempo de los combates, le vendría como anillo al dedo.
—Jamie y Emily no quisieron, y no hablé con Adrian, por­que antes pude entregárselo a Henry —explicó.
Los ojos del mensajero destellaron como brasas encendidas por el viento.
—¿Por qué lo rechazó Jamie Cox?
«¿Acaso importa?». Sarius quería continuar ya. Quería ver la lista definitiva de los luchadores inscritos, quería pensar con­tra quién tenía posibilidades. No tenía intención de discutir sobre Jamie.
—Porque no le pareció bien la idea de mantener el secreto, por eso.
—¿Dijo algo más? —insistió el mensajero.
«Ay, por Dios, ¿tendría que haber tomado nota de toda la conversación?».
—Sí, me dijo que la idea del secreto le parecía una estupi­dez, que pensaba que me estaba comportando como un im­bécil, y que algunos de nuestros profesores creen que algo pe­ligroso anda circulando por el instituto.
El mensajero se inclinó hacia delante con calma y dejó re­posar su barbilla en la mano.
—¿Qué profesores?
Sarius titubeó. «¿Por qué le interesa esto al mensajero?». Esa pregunta parecía atraerlo, pero el elfo no quería prolon­gar innecesariamente la conversación. Además, daba lo mis­mo: al señor Watson, Erebos no le interesaría en lo más mí­nimo, y el hecho de que le bloquearan el acceso al juego no le haría ni cosquillas.
—En realidad es solo un profesor. Se llama Watson, nos da Literatura inglesa.
Asintiendo con la cabeza, el mensajero tomó nota de sus palabras.
—¿Y por qué no funcionó con Emily Carver?
El recuerdo de la conversación con Emily era como un puñe­tazo para Sarius.
—Un par de veces dijo que no y… no quiso que le regalaran nada.
—No quiso que le regalaran nada —repitió el mensajero, pensativo.
«¿Entonces era eso?», le gustaría haber preguntado. Pero ya era tarde, tenía que darse prisa y el rostro del mensajero le in­quietaba más que de costumbre. Quería irse.
—Bien, contamos con que Henry Scott no se haga esperar demasiado. Contamos con que nos hayas traído un digno no­vato —el mensajero se levantó sin dejar de mirarlo a los ojos—. Es tu primera lucha contra tus semejantes, ¿cierto?
—Sí —dijo Sarius, ávido de buenos consejos.
—Tengo ganas de ver cómo vas a batirte. Cómo escogerás a tu adversario. Aquí hay algunos de los mejores guerreros y los cinco del círculo privilegiado.
Por fin había llegado la hora de que el mensajero le respon­diera una pregunta a cambio.
—¿Qué es el círculo privilegiado?
El mensajero sonrió. Siempre que lo hacía, Sarius se estre­mecía.
—El círculo privilegiado son los mejores de los mejores. Es­tos luchadores van a pelear por el último y más grande reto. Si salen triunfantes, serán muy bien recompensados.
El elfo no necesitó preguntar cómo acceder al círculo privi­legiado, ya lo sabía. Ser más astuto que los demás, ser más fuerte. Conquistar victorias, encontrar cristales mágicos. Era obvio que aún estaba muy lejos de conseguirlo.
Se abrió la puerta que llevaba hacia la taberna, la luz en­tró. En los rayos de color amarillo claro se veían motas de polvo danzando.
Sarius se volvió hacia el mensajero.
—¿No recibiré un nuevo equipo?
—Lo hubieras tenido de haber traído a Jamie Cox —res­pondió el mensajero, aún sonriente—. Mucha suerte en el torneo. Estoy deseando verte, ¿ya te lo había dicho?

Ante la taberna se apresuraba mucha más gente que el día anterior por la noche. Sarius siguió a un grupo de bárbaros fuertemente armados que sin duda iban en dirección a la arena. Algunos minutos después se les unieron dos hombres lagarto, tres vampiros, tres elfos negros y un enano. El ena­no era un viejo conocido: Sapujapu, que había logrado ar­marse con una enorme alabarda y un escudo, tras el cual po­día cubrirse por completo. Sarius no reconoció su nivel, seguro que era superior a tres. Entre los vampiros caminaba un dos y entre los elfos negros había un uno. El elfo sonrió ligeramente.
—¡Hola, Sarius! —lo saludó Sapujapu.
—Hola —Sarius, desconcertado, le devolvió el saludo—. No sabía que podríamos conversar sin estar frente a una hoguera.
El enano se cambió de hombro la alabarda.
—En las ciudades rigen otras reglas, distintas de las del campo abierto. ¿También vas a los combates en la arena?
La verborrea de Sapujapu era un inesperado caso de buena suerte. Sarius lo aprovechó para tratar de aclarar algunas de sus dudas.
—Este es el camino correcto, ¿no?
—Sí, anoche estuve aquí y la vi: la arena es enorme. Una magnífica vista, ya lo verás.
—¿Es tu primer torneo? —quiso saber Sarius.
—¿Qué? ¡No, claro que no! Ya he estado dos veces en la are­na de la tumba del rey. ¿Tú no has participado?
«Es más inteligente decir la verdad si uno quiere averiguar más».
—No, esta es mi primera vez. Estoy deseando saber cómo se desarrollan los combates.
Xohoo pasó junto a ellos, después vieron a Nurax mostran­do su dentadura de hombre lobo a modo de saludo o de ame­naza, quién sabe. «Mira —pensó Sarius—, ellos también han conseguido llegar».
—¿Cómo se desarrollan? Puedes retar a otros o dejar que te reten, y después hay un único duelo. A tu alrededor hay muchísimo ruido, todos gritan de júbilo, aplauden, patean en el suelo.
BloodWork caminaba pesadamente y con grandes pasos ha­cia ellos; al pasar a su lado le dio un empujón a Sapujapu y el enano perdió el hilo de la conversación. Él y Sarius siguieron con la mirada al bárbaro, que se alejó cargando una enorme espada de verdugo en la espalda. Sobre ella se balanceaba su negra trenza.
«¿Dónde se habían quedado?». Sarius aún debía obtener la información más importante.
—¿Qué se puede ganar? ¿Y cómo?
—Eso se acuerda por anticipado. Lo pactas con tu contrin­cante: mi espada a cambio de tu escudo, mi cristal mágico a cambio de uno o dos de tus niveles. Así es más o menos. Esta vez estoy muy preocupado: mi alabarda no es la mejor y tengo que blandiría con ambas manos, lo que significa que no puedo utilizar el escudo.
El arma de Sapujapu parecía realmente pesada. El mango era tan largo que daba la impresión de ser el hacha menos práctica del universo, aunque la afilada hoja en la punta bri­llaba como acero pulido.
—Pero cuando das en el blanco, lo normal es que causes le­siones mortales —le consoló.
—Sí, si es que doy en el blanco.
Torcieron una esquina y, al final de una larga calzada, Sarius divisó la arena. Era circular, blanca como la cal, con muchos ar­cos elevados como el Coliseo romano. Contemplarla le infundió respeto… ¿o era la música que desde hace un instante lo envol­vía de nuevo? Nunca se daba cuenta de en qué momento empe­zaba, solo se percataba de que estaba ahí y que lo acompañaba como un poderoso hechizo. O lo llamaba, como ahora. Le acla­raba todo, sin palabras, por eso le pareció perfectamente claro que la arena, para bien o para mal, era su destino.
Sobre una imponente placa cobriza justo sobre la entrada de la arena se hallaba un listado de todos los luchadores. Sarius se encontraba entre un tal Nodhaggr y una vieja conocida: Tyrania, la que fue su compañera contra las mujeres de agua.
Mientras un gnomo de piel verde registraba su asistencia al combate, Sarius echó un vistazo a la lista en busca de más nombres conocidos. Rápido encontró a Keskorian, Nurax, Sapujapu y Xohoo. Samira y LordNick también estaban ins­critos, así como los combatientes del laberinto: Arwen's Child, Blackspell, Drizzel, Feniel y Lelant. «Maldita sea… en­contraron el camino a la Ciudad Blanca en lugar de convertirse en alimento para escorpiones».
—Sarius está registrado, Sarius debe dirigirse al área de los el­fos negros y esperar el comienzo de los combates —graznó el gnomo.
Por suerte, el interior de la arena estaba repleto de pizarras con indicaciones. Los recintos de preparación de los elfos ne­gros se encontraban junto a los de los hombres gato. Por pri­mera vez, Sarius vio ejemplares masculinos: pesados y ágiles como tigres.
Como era de esperar, la sala en donde los elfos negros aguar­daban el inicio de los juegos estaba hasta arriba. Sarius se bus­có un lugar junto a la pared y siguió la conversación entre un elfo pelirrojo con orejas especialmente largas y un dos con el cabello color arena. ¡Un dos!
—¿Qué pasa si voy perdiendo? —preguntó el dos.
—Ríndete pronto, porque puede suceder que tu contrin­cante te mate. Ya lo he visto antes.
—Y entonces ¿qué pasa? ¿Quedo fuera?
—Sí, claro. Solo di que has olvidado las reglas.
—¿Ah, sí? Ya entiendo.
Sarius se empujó aún más entre la multitud. Había descu­bierto a Xohoo en el otro extremo de la sala. De todos los el­fos negros que conocía, él era su preferido. En el camino con­tinuó escuchando fragmentos de conversaciones.
—… he oído que BloodWork quiere intentarlo hoy.
—Está loco. Vale que es fuerte, pero de todas maneras…
La muchedumbre se volvía cada vez más densa.
—… mi última oportunidad, por eso es urgente que gane un cristal mágico.
—Yo quiero ascender dos niveles. Si supieras qué duro fue mi encargo en el último ritual… No quiero volver a pasar por eso.
Sarius ya casi llegaba a su objetivo. Xohoo estaba de pie, solo en una esquina mientras se acomodaba el casco.
—Eh, Xohoo.
—Hola, Sarius.
—¿Nervioso?
—Sí, un poco. ¿Y tú?
—Yo también. Este es mi primer torneo.
—Ah, ya. Bueno, ya verás. No es cosa fácil, la arena.
Sarius miró hacia lo alto, hacia el abovedado techo de la sala.
Allá arriba se escuchaban rumores. Se podían oír voces, car­cajadas y ruidos de pasos. «Es el público —pensó Sarius con un palpitante nerviosismo—, quizá hubiera sido mejor ver las luchas antes de lanzarme sin saber de qué se trataba. ¿Qué haré si LordNick vuelve a retarme? O si tengo que pelear con­tra BloodWork… Podría acabar el día en la tumba».
—¿Contra quién peleaste la última vez? —preguntó a Xohoo.
—Primero contra Duke, y lo derroté. Después contra Drizzel, pero eso fue una tontería por mi parte. Es un tramposo.
—¡Vaya! ¿Eso quiere decir que uno puede elegir a sus adver­sarios?
—La mayoría de las veces sí, pero no siempre. Ah… creo que ya va a comenzar.
¡Bam, bam, bam!
Sobre sus cabezas se escuchó un rítmico pataleo. El público mostraba su impaciencia pateando contra el suelo. Se alcanza­ban a percibir algunas voces, otras más se les unieron y un coro multitudinario gritó una y otra vez la misma palabra:
—Sangre, sangre, sangre.
—¡Los luchadores a la arena! —gritó una voz desde fuera.
El júbilo estalló.
Mudo, Sarius se quedó inmóvil en la esquina, y cedió el paso a los demás. Pero ellos también temblaban. Nadie quería ser el primero.
—¡Andad, héroes! —gritó un enorme soldado de la guar­dia. Unos cuernos de búfalo se alzaban a los lados de su casco, y su látigo tronó una, dos veces—. ¡Vosotros mismos os ins­cribisteis, así que mostrad lo que traéis adentro!
Empujó a los primeros por el arco del portón, los demás los siguieron vacilantes.
—Sangre, sangre, sangre —se oía gritar desde fuera.
«Yo no soy ningún héroe —pensó Sarius—. Yo solo soy un espectador. Preferiría estar sentado en las gradas y gritar y patalear».
Los demás lo arrastraron y lo empujaron hacia la salida. Ca­minaron a través de un pasillo, una oscura garganta que al final los condujo a la luz y el griterío, a un enorme círculo.
—¡Los elfos negros! —gritó el público.
Se escuchó el batir de las palmas. Sarius observó en derredor y deseó que la arena se lo tragase. Miles y miles de espectado­res llenaban las hileras de asientos del edificio circular que pa­recía llegar hasta el cielo. El público estaba integrado por personajes de todos los aspectos; entre ellos, algunos que Sarius nunca había visto. En una de las filas de abajo, un poco hacia la derecha, se hallaba sentado un hombre con cabeza de ara­ña. Las ocho patas que le crecían del cráneo en lugar de orejas se movían agitadas. Sarius se dio la vuelta y contempló el ros­tro de un ser con aspecto de serpiente que se burló y dejó ver la lengua bífida; dos lugares más allá descubrió a una mujer en cuya frente sobresalía un gran ojo saltón. Entre la muche­dumbre se apretujaban enanos, elfos, vampiros y criaturas translúcidas cuya piel solo parecía contener un gas claro. Du­rante un momento, Sarius tomó aire; las hileras de espectado­res más altas y en forma de anillo parecían un lazo corredizo de ruidos y cuerpos que se cerró tan pronto como estuvo en el centro de la arena.
Para distraerse, dirigió su atención a los otros dos grupos de osados luchadores que ya se encontraban en la arena: hombres gato y hombres lagarto. Eran pocos en compara­ción con los elfos negros.
—¡Los enanos! —gritó la multitud cuando una cuadrilla completa de pequeñas figuras, musculosas y de cortos brazos, apareció dando tropezones. Cinco ordenanzas envueltos en mantos negros se encargaron de que se quedaran en el sitio que se les había asignado.
Sarius notó que Sapujapu sostenía su alabarda como si fuera un talismán contra los horribles rostros que lo rodeaban. Des­pués, el elfo atisbo a tres enanas. Casi no se diferenciaban de los hombres, solo les faltaban las barbas.
Los vampiros fueron anunciados con estruendo y se enca­minaron hacia la parte más sombreada de la arena. Su grupo era muy numeroso, tan grande como el de los elfos negros. Drizzel y Blackspell se pusieron al frente, como si no pudie­ran esperar al inicio de la pelea. Sarius tuvo la impresión de que Blackspell lo estaba mirando. «No quieres retarme, ¿ver­dad?». En ese instante, todos los combatientes le parecieron más fuertes, más diestros, más experimentados. «Voy a morir —pensó—, todo esto continuará sin mí y nunca me enteraré de cuál es la gran tarea que nos espera, porque nadie me ha­blará de ella. Probablemente estos sean mis últimos momen­tos en Erebos. A menos que el mensajero esté por ahí… y vuelva a salvarme».
Miró a su alrededor buscando la escuálida figura que, a pe­sar de ser espantosa, ya le resultaba familiar, pero su mirada se perdió en la masa de espectadores. Además, los hombres estaban entrando en la arena. Tan solo eran tres y LordNick se hallaba entre ellos: era el único al que Sarius conocía. Des­pués, acompañados por un bullicio ensordecedor, siguieron los bárbaros que fueron ovacionados como ninguno de los grupos anteriores.
«Pues ahí están, ahí vienen los vencedores —pensó Sa­rius—, ¿para qué nos esforzamos tanto?».
Los bárbaros parecían enormes mientras marchaban hacia el lugar de la arena que estaba alumbrado por el sol. Sus armas eran gigantescas. Sarius dudó si podría levantar alguna, y mu­cho menos pelear con ellas. El hacha que traía Keskorian casi era del tamaño del elfo. Los bárbaros tomaron su posición y comenzó un redoble de tambores.
«En un instante yo estaré muerto. En un instante comien­zan los combates y yo estaré muerto».
El expectante cuchicheo en las filas de espectadores empezó a ahogarse. Sin embargo, la ausencia de ruido no marcó el ini­cio de los duelos. Se abrió un portón más grande que el resto. Cuatro titanes de piel broncínea y altos como árboles metieron una plataforma circular y dorada sobre la cual se hallaban inmóviles cinco luchadores. Dos bárbaros, una elfa negra, un ser humano y un hombre gato. Los gritos de júbilo de los espectadores ahogaron cualquier otro sonido, incluso la músi­ca que narraba sin necesidad de palabras las hazañas, los secre­tos, las aventuras que los combatientes normales nunca po­drían imaginar. Los porteadores se quedaron quietos en el centro de la arena: el oro brillaba con la luz del día como si fuera un sol.
—Saluden a los combatientes del círculo privilegiado —dijo una voz que parecía provenir de todos lados—. Son los mejo­res, los más fuertes, los más osados. Cuando vayáis a luchar no lo olvidéis: cualquiera de vosotros puede pertenecer al cír­culo privilegiado si demuestra ser digno de él.
Pocas veces algo le pareció tan deseable a Sarius. Los cinco elegidos sobre la plataforma parecían invulnerables, sin du­darlo se cambiaría por cualquiera de ellos. Menos mal que ha­bía una elfa negra y no solo bárbaros, quizá podría tener una oportunidad. Quizá podría estar de pie allí arriba. Pero, por supuesto, nunca como un tres.
La plataforma tenía un lugar de honor a un costado de la arena, los miembros del círculo privilegiado tomaron asiento y enseguida todo quedó en silencio. Solo se percibía un mur­mullo, un susurro de impaciencia y una leve música que ace­leraba el corazón de Sarius.
Entonces, de la nada, salió un hombre. Solo traía puesto un taparrabos, su piel era morena como cuero viejo y su consti­tución física, musculosa. Tenía un largo bastón en la mano con el que dio dos breves golpes en el suelo, como si fuera un maestro de ceremonias en la corte. La atención de Sarius se detuvo en algunos detalles curiosos: las largas, muy largas y puntiagudas orejas eclipsaban las de cualquier elfo negro. Te­nía dos mechones de pelo como ovillos de lana gris sobre las orejas y, justo en la frente, un bigote horizontal de pelos pei­nados a los lados. Todo era muy extraño, pero lo que más le irritó fueron sus ojos saltones, redondos y claros. Grandes ca­nicas blancas que parecían a punto de caerse de su cabeza.
Con los ojos que casi se salían de las órbitas, el hombre ob­servó a su alrededor. Parecía que todos esquivaban su mirada. «Algo anda mal con él». Sarius examinó con intensidad al maestro de ceremonias y descubrió más rarezas. ¡Los pies! Pies humanos con garras de ave de rapiña. Pero eso no era todo: el espeluznante hombre araña también mostraba detalles muy raros. Sarius trató de esquivar su mirada, mientras que él, a pesar de las asquerosas y crispadas patas en su cabeza, trataba de mostrarse de la manera más natural. Sus grandes ojos sal­tones le daban una apariencia espeluznante, como si alguien lo hubiera abandonado por error en el mundo de Erebos.
Cuando el hombre habló, su voz se escuchó como si fuera un rumor de agua.
—Ya conocéis las reglas. Convoco a los luchadores. No está permitido enfrentarse a un adversario que haya avanzado me­nos que el mismo retador. Empezaré por los enanos. ¡Bahanior!
El convocado tardó varios segundos en llegar al centro. Sa­rius no pudo ver ningún número marcado a fuego en su ropa: Bahanior, por lo menos, era un tres.
—Elige a tu contrincante —le exigió el de los ojos saltones.
Entonces Bahanior vaciló aún más. Giró en círculo una vez, dos veces, y luego miró fijamente la horda de elfos negros.
«Si me escoge, tiene que ser un tres, mi grado no puede ser inferior al suyo —pensó Sarius—. No estaría tan mal. Puedo despacharme a un enano de nivel tres».
Sin embargo, Bahanior continuó dando vueltas, se detuvo un buen rato ante los hombres gato y luego frente a los vam­piros. Impaciente, el maestro de ceremonias golpeó con su bastón en la arena.
—Decídete.
De nuevo volvieron a pasar varios segundos. El público comenzó a impacientarse, se escucharon algunos gritos cada vez más fuertes:
—¡Debilucho!, ¡flojo!, ¡cobarde!
Sarius agradeció al destino no estar en el lugar de Bahanior.
—Reto a Blackspell —se decidió al fin el enano.
Por la velocidad con que Blackspell salió de entre las filas de los vampiros y se situó frente a Bahanior, Sarius se dio cuen­ta de que el retador no había hecho una buena elección. Era probable que el vampiro fuese dos o tres niveles superior a él, y que se alegrara de poder despedazarlo. El elfo apenas recor­daba lo que el ladrón del sombrero grande le había contado: alguna vez Drizzel había vencido a Blackspell y por eso perdió tres niveles. «Seguro que ya los ha recuperado. Comoquiera que sea Drizzel, debe ser espantosamente fuerte». Sarius de ninguna manera lo retaría.
Blackspell desenvainó la espada que Sarius le envidiaba por­que parecía fundida con cristal rojo, mientras que Bahanior, dando impetuosos saltos, pareció querer escaparse entre las fi­las de los espectadores. Su espada era como un cuchillo para untar mantequilla comparada con el arma de su adversario.
—¿Qué queréis apostar en esta lucha?
Indeciso, Bahanior apoyaba el peso en una pierna, luego en la otra.
—Si gano, recibo de Blackspell un grado y… veinte mone­das de oro.
—Eso es muy poco —contestó el vampiro—. Dos grados y treinta monedas de oro.
Bahanior no respondió. Se notaba que se arrepentía horro­res de haber elegido a ese contrincante.
—¿Estás de acuerdo? —quiso saber el maestro de ceremo­nias.
—Solo tengo veinticinco monedas de oro —confesó Bahanior.
Llegaron a un acuerdo: dos grados y veinticinco monedas de oro. Sarius estaba convencido de que eso era mucho más de lo que Bahanior podía permitirse.
—¡Luchad! —ordenó el de los ojos saltones.
Al instante, Bahanior retrocedió tres pasos. Blackspell lo persiguió moviendo su escudo hacia un lado, como si quisiera provocar el ataque del enano.

¡Toc, toc, toc!
Un sonido de otro mundo.
—¿Nick?
«¡Mierda, ahora no! ¡Ay, no, por favor!».
Sin quitarse los auriculares, Nick saltó de su silla y vio por encima de su hombro cómo giraba el pomo de la puerta. Era su padre, ¿por qué no podía dejarle en paz?
Intentó ocultar la pantalla con su cuerpo mientras se percata­ba de su propio aspecto. Gracias a una repentina idea, apagó el monitor y abrió el libro de Química al azar, en cualquier pági­na. En sus oídos aún resonaba el choque de las espadas.
—A tu madre y a mí nos gustaría ir al cine. Todavía llega­mos a la sesión de tarde antes de mi turno de noche. ¿Quieres venir? Hace mucho que no salimos juntos.
A través de los auriculares se escuchaban los lamentos llenos de dolor. Seguro que eran de Bahanior. Enseguida se oyó un zumbido y un golpe.
—¡Muchacho, te he hecho una pregunta! Por lo menos quí­tate esas cosas de las orejas, ¿o piensas que me voy a creer que estás estudiando cuando te vibran los oídos de música? —la cara de su padre empezaba a encenderse.
«Maldita sea, maldita sea, maldita sea».
Nick se quitó los auriculares.
—Eso está mejor. Bueno, ¿vienes o no?
—Creo que no, papá. Aún tengo que estudiar; es más difícil de lo que pensaba.
Sin creer una sola palabra, William Dunmore sacudió la cabeza.
—¿Es que no puedes hacer una pausa de dos horas? Vamos, ni siquiera me has preguntado qué película vamos a ver.
«Fijo que ya ha terminado la pelea. Seguramente ganó Blackspell». Pero ¿quién podría saberlo con certeza? ¿Y qué pasaría si el de los ojos saltones lo llamaba para que fuese el siguiente retador y él se quedaba inmóvil en el grupo? ¿Qué sucedería entonces? A Nick le hubiera encantado mandar al diablo a su padre.
—No importa cuál sea la película. Me quedo en casa, ¿vale?
La mirada escéptica de su padre recorrió el escritorio, el or­denador y el libro.
—Ya te crees muy mayorcito para ir al cine con tus padres, ¿no?
«Pero nosotros debemos pagarlo todo», sería la siguiente frase, «gastar y gastar y gastar y nunca recibimos nada a cam­bio». A veces, su padre andaba con ese humor. «Pero ¿por qué hoy, por qué precisamente hoy?».
Nick sonrió, le costó más trabajo que de costumbre.
—Créeme, iría al cine con vosotros encantado en lugar de agobiarme con el puto trabajo de Química… pero está la hos­tia de difícil. Anoche casi no pequé ojo.
«La pura verdad».
Tal vez fueron las palabrotas las que hicieron que su padre le creyera. «Quien maldice no miente», solía decir.
«Bueno, un error desagradable».
De acuerdo. Entonces, si es tan serio, tengo que decir que estoy sorprendido. Ojalá que tu esfuerzo también se note en el resultado.
«Por desgracia es improbable».
Yo también lo espero.
Bueno, que te diviertas.

Bahanior había desaparecido de la arena y no había ni rastro de Blackspell. «Pero alguno de los dos tiene que haber ganado, ¿no?». Ahora peleaban un elfo negro contra una mujer lagar­to; Sarius no conocía a ninguno. Estaba inmóvil en el mismo lugar, junto a Xohoo, y le gustaría preguntarle al respecto de lo que se había perdido. Lo intentó, pero no funcionaba. Pa­recía que no se permitía ninguna conversación en la arena. «Tal vez sea mejor así». Si nadie se había dado cuenta de su ausencia, tampoco podrían quejarse.
La mujer lagarto no peleaba con armas, sino que lanzaba rayos contra su adversario elfo. «¿Una maga?». El elfo negro pudo esquivarla dos veces y la lagarto también logró retroce­der, ya no tenía fuerzas y necesitaba una pausa. El elfo se dio cuenta y la atacó con su lanza, pero, en ese momento, la mu­jer lagarto ya había acumulado suficiente magia para lanzar otro rayo, con el que derribó a su adversario.
La vencedora es Dragoness. Obtiene de Zajquor un gra­do más y quince monedas de oro.
Se escuchó un breve rumor y, de repente, Sarius vio que so­bre la armadura de Zajquor aparecía un dos. En la de Dragoness no cambió nada, por lo menos nada de lo que Sarius pu­diera darse cuenta. «Seguro que los elegidos sobre la plataforma logran ver algo. Por ejemplo: un cuatro que se convierte en un cinco».
—¡Xohoo! —llamó el personaje de los grandes ojos saltones.
De entre los elfos negros que estaban junto a Sarius, uno dio un paso al frente. Vaciló un momento antes de ajustarse la espada y el escudo y avanzar. Los demás le abrieron el paso, y Xohoo llegó al centro de la arena.
«Mucha suerte», pensó Sarius.
—Elige a tu contrincante.
Por lo visto, Xohoo ya había pensado en su estrategia: de inmediato dirigió su mirada hacia el pequeño grupo de los seres humanos.
—Reto a LordNick.
«¿Por qué él, idiota? ¡No lo vas a vencer nunca!». Pero, quién sabe. Su percepción podía engañarlo, puesto que no tenía ni idea de cuál era el grado de Xohoo. «¿Por qué estoy tan tenso?». ¿Detrás de Xohoo se escondía alguien a quien Nick conocía? ¿Alguien que tal vez sabía que Nick no llevaba mucho tiempo deambulando en el mundo de Erebos y que ahora estaba seguro de que no podía haber ascendido tan vertiginosamente?
LordNick posó por un segundo su mirada sobre Xohoo antes de salir a escena. Sarius tenía la misma sensación desagradable que la noche previa: la mirada del luchador le confundió. Era tan familiar como su propio retrato, solo que no tenía control sobre ella.
«¿Quién eres, eh?». De pronto, Sarius cayó en la cuenta de que todos los combatientes con los que se había topado fuera de Erebos estaban seguros de tener a LordNick frente a ellos.
Cualquier metedura de pata de este que se hacía llamar Lord se la iban a cargar a Nick. «Cabrón, ¿quién te ha dado permiso?».
—¿Qué queréis apostar en esta lucha?
—Un grado y veinte monedas de oro —dijo Xohoo.
—No es suficiente.
«Ahora mismo, Xohoo debe de estar sospechando», pensó Sarius.
Parecía inseguro, esperaba la oferta de su adversario. No hizo ninguna, y el elfo ofreció algo más tentador.
—¿Un grado y veinticinco monedas de oro?
—De ninguna manera —aclaró LordNick—, dos grados y veinticinco monedas de oro. Pero, en cualquier caso, dos grados.
—Es demasiado para mí.
—Mala suerte. No haberme retado. Si puedes perder dos grados sin morir, entonces tienes que pelear. Y tú puedes ha­cerlo.
«Si por lo menos este canalla no fuera tan arrogante —pen­só Sarius—. Y si pudiera revelar en el instituto que no tengo nada que ver con él. Pero eso va contra las reglas».
El de los grandes ojos saltones levantó su bastón.
—¡Luchad!
Como un relámpago, LordNick se arrojó sobre Xohoo, que evidentemente no esperaba un ataque tan rápido. La larga espada del combatiente humano le alcanzó la cadera, la san­gre empezó a manar de la herida y los espectadores comenza­ron a gritar:
—¡Sangre, sangre, sangre!
«Cerrad el pico y dadles una oportunidad», deseaba gritarles Sarius, pero estaba obligado a guardar silencio y, además, su grito no tendría ningún sentido.
El ataque que Xohoo intentó estaba condenado al fracaso. Arrastró una pierna y su cinturón mostró el color negro a más de la mitad.
«Di adiós a tus grados —pensó Sarius con compasión—. Si yo pudiera hacerlo mejor, también retaría a LordMierda y le rompería la cara».
Conforme pasaba el tiempo, Xohoo se fue debilitando más y más. Perdía sangre por las sucesivas heridas y trataba de pro­tegerse de los continuos ataques de LordNick. Al final, con un solo golpe en su escudo, el elfo cayó al suelo.
—El vencedor es LordNick —anunció el de los ojos sal­tones—. Obtiene dos grados y veinticinco monedas de oro.
Sobre la coraza de Xohoo apareció un número dos romano. Como si la conmoción de notarlo le hubiera dado nuevas fuer­zas, se incorporó en el acto y encajó su espada en la pierna de LordNick. El atacado, que no contaba con ello, reculó dejan­do una amplia mancha de sangre en la arena. Después de recu­perarse de la sorpresa, tomó impulso con su arma y le lanzó una estocada al estómago. Dos. Ya no se veía ningún rastro de rojo en el cinturón del elfo negro. Se desvaneció inmóvil en la arena del coliseo. Los espectadores comenzaron un bullicio en­sordecedor. LordNick dio un paso atrás, su pecho se elevaba y se contraía con pesadas respiraciones.
«¿Xohoo está muerto? —el frío invadió a Sarius—. Seguro que no, seguro que tiene que haber aunque sea una pizca de color en el cinto de Xohoo, para curarlo».
Solo tienes una oportunidad para jugar este juego, susurró al­guien al oído de Sarius.
¿Lo había escuchado de verdad? ¿Su percepción le estaba haciendo una jugarreta?
Daba igual, Xohoo no se movía, tampoco lo hizo cuando el maestro de ceremonias lo tocó con su bastón: primero con un golpe suave y después con uno fuerte. Una sonrisa irrumpió en su rostro. Se giró hacia el público y se llevó la mano iz­quierda al cuello indicando por gestos que acababa de morir.
«¿Dónde está el mensajero?». No sentado en la fila detrás de los bárbaros, tampoco cerca de los lagartos… «¿Y si ha encon­trado un sitio detrás de los elfos negros?». Sarius miró a su es­palda, registró cada uno de los asientos y retrocedió al sentir la mirada del hombre araña. Entonces se giró con rapidez y lo vio de golpe. En la tercera fila, la familiar figura escuálida se hallaba sentada entre una mujer con cabellera de serpientes y un hombre con tres ojos. La sombra de la capucha le cubría la cara; sin embargo, los ojos amarillos brillaban intensamen­te como delgadas y centelleantes luces sepulcrales. El mensa­jero no movió ni un dedo por Xohoo.
Se lo llevaron. Dos guardias le cogieron de las piernas y arrastraron el cadáver a través de la arena para sacarlo. A su paso solo quedó una ancha huella sanguinolenta.
Perturbado, Sarius los siguió con la mirada. «Todo es tan real. Tremendamente real». El miedo de no poder salir vivo de la arena regresó a él con fuerzas redobladas y, cuando el maes­tro de ceremonias se detuvo en medio, casi rezó para no ser llamado. Su deseo se hizo realidad. Cuando el de los ojos sal­tones dio el nombre del siguiente luchador, se pudo escuchar perfectamente cómo todos contuvieron la respiración.
—BloodWork.
El convocado cargaba un hacha, una espada y un escudo atravesados sobre la espalda. En un momento de locura, Sa­rius se preguntó qué podría hacer si el bárbaro lo elegía, pero no, eso no era posible. Él solo era un tres, y BloodWork probablemente era un maldito noventa y cinco o algo así.
El bárbaro y el semidesnudo maestro de ceremonias casi eran del mismo tamaño. BloodWork estaba a punto de explo­tar de tanta energía, no podía quedarse ahí parado ni un instante más. Las armas temblaban en sus manos como si tuvieran vida propia.
—Elige a tu contrincante.
BloodWork no vaciló un segundo.
—Reto a Beroxar. Exijo su lugar en el círculo privilegiado.
El coliseo contuvo la respiración como si fuera un enorme animal en forma de anillo. «Si no hubiera tanta arena, se po­dría escuchar el ruido de una aguja al caer». Sobre la platafor­ma dorada se levantó uno de los dos bárbaros.
«No es lógico —pensó Sarius—. Yo habría elegido al hom­bre gato o a la elfa negra».
Los contrincantes eran casi del mismo tamaño. Beroxar portaba una espada curva y un escudo tan inmenso como el tablón de una mesa. Su casco recordaba la cabeza de un tibu­rón y se extendía hasta los hombros, e incluso le protegía una parte de la espalda.
—¿Qué exiges de BloodWork, si llegara a ser derrotado?
—Servicios de esclavo durante dos semanas y seis de sus grados de avance.
«¡Seis!». Aunque BloodWork estuviera impresionado, no lo dio a notar. Asintió rápidamente y se puso en posición de pe­lea. Haciendo una prueba, Beroxar partió el aire frente a él con un tajo de su espada que zumbó como un enjambre de abejas.
En los siguientes minutos, Sarius no pudo tener pensamien­tos claros. La lucha le hizo olvidarlo todo, hasta su miedo. Se diría que ninguno de los bárbaros mostraba debilidad. Ambos giraban, uno en torno al otro, se lanzaban estocadas cortas con la velocidad del rayo y se defendían con mucha destreza. La espada curva de Beroxar dibujaba líneas de plata alrededor de su adversario, y el hacha de BloodWork trazaba círculos en torno a su cabeza, mientras que con su espada buscaba pun­tos débiles en el cuerpo de Beroxar. «Parece que no los hay». La lucha era como una danza en la cual se turnaban la con­ducción, hasta que, en un momento, BloodWork se giró y le dio la espalda a Beroxar. La espada curva sonó y avanzó hacia los hombros de BloodWork, donde el poderoso acero abrió un profundo corte en la madera del escudo. Con un rápido giro, atrapó la espada y se la quitó a Beroxar.
Sin arma, el gigante no tenía oportunidad alguna. Lo derribó con un hachazo en la pierna y una estocada en el costado.
—El ganador es BloodWork.
El bárbaro alzó los brazos y giró acompañado de una es­plendida música y del júbilo del público, que en un santia­mén dejó de estar como petrificado. Los espectadores aclama­ban el nombre de BloodWork con aplausos y patadas en el suelo.
El personaje de los grandes ojos saltones se situó en el cen­tro de la arena y silenció a la masa con un movimiento de la mano. Se inclinó sobre el caído y le quitó su collar. Una cade­na de hierro de cuyo extremo colgaba un anillo rojo, como rubí del diámetro de un fondo de botella. En su interior tenía una punta cuya forma recordaba la espina de una rosa o una V ondeante que apuntaba hacia el centro del anillo. El maes­tro de ceremonias puso la joya en el cuello de BloodWork. El júbilo del público estalló y no disminuyó cuando Beroxar volvió a ponerse de pie y, por órdenes del maestro de ceremo­nias, se reintegró al grupo de los bárbaros.
Sarius no se percató de cómo el mensajero llegó al centro de la arena, pero allí estaba y estrechaba su huesuda mano con la de BloodWork.
—Bienvenido al círculo privilegiado. Todos esperamos que muestres ser digno de la condecoración.
BloodWork hizo una reverencia y se dirigió a la plataforma dorada donde se sentó en el lugar de Beroxar. El círculo rojo en su pecho brillaba como la marca reciente de una quema­dura. El mensajero se dirigió hacia los bárbaros.
—Para Beroxar aún vale el voto que pronunció. De ningún modo puede ser olvidado. Los traidores mueren rápido. Si lle­ga a darse la oportunidad, podrá reconquistar su sitio en el círculo privilegiado. Así como cada uno de vosotros —su am­puloso ademán casi envolvió a todos los reunidos— tiene la posibilidad de luchar por un lugar en el círculo privilegiado.
El siguiente luchador se tomó esas palabras de ánimo al pie de la letra y retó a Wyrdana, la elfa negra del círculo privilegiado. Ella, más que derrotarlo lo hizo pedazos. Su granizada de bolas de fuego, sus descargas eléctricas y sus certeras lanzadas ni siquie­ra duraron lo que un estornudo. El retador cayó sobre el suelo y abandonó la arena con el rango de un triste uno.
«Qué es eso de que los elfos negros no sirven para nada. Pues quien lo crea debería haber visto esto —Sarius casi sintió cómo le entraba una especie de orgullo—. No me extraña que Blood haya preferido retar a uno de los otros idiotas musculosos».
Las siguientes tres luchas no fueron espectaculares y Sarius comenzó a divagar. Por un momento prestó atención cuando se presentó un cristal mágico. Ni LaCor, el vampiro, ni Maimai, la mujer gato, poseían uno, pero ambos morían por ga­narlo. El de los ojos saltones hizo aparecer uno por arte de magia, lo ofreció como recompensa y la gata lo obtuvo sin merecerlo, mientras que LaCor perdió un grado. «¿Ante quién? Ante nadie. Así nada más».
—¡Feniel!
Hasta ese momento no la había visto en el grupo de los el­fos, pero ahora se paseaba orgullosa frente a él. Qué lástima que los escorpiones no la hubieran atrapado, con su estúpi­da cara de muñeca y su nariz respingona. Sarius observó cómo se colocaba en el centro de la arena y confió en que hi­ciera una pésima elección. «Tal vez Drizzel o algún otro que le quite de golpe el grado».
—Elige a tu contrincante.
Antes de que ella respondiera, Sarius sintió un ataque al co­razón. Ya sabía cuál sería su elección.
—Reto a Sarius.
Durante un instante, volvieron el miedo y la imagen de Xohoo muerto y de cómo lo sacaron a rastras de la arena. Pero ya no había tiempo. No podía ver el grado de Feniel, y ella tam­poco el suyo, de otra manera no podría retarlo. «Entonces es una tres. Sarius debe lograrlo». La impaciente protesta del pú­blico le hizo ver que seguía quieto, petrificado entre los elfos negros. «¡Bueno, allá vamos!».
Feniel no podía saber que él era un tres. Entonces ¿por qué le había elegido? ¿Porque logró desplazarlo en la pelea por el escorpión? Probablemente.
Sin mirar ni a izquierda ni a derecha, se abrió camino entre los elfos. Necesitaba una táctica para hacer frente a la alabarda de Feniel. Sin duda, con esta lo mantendría alejado. Se imagi­nó a sí mismo pataleando en el aire sin haber tenido éxito con su espada, mientras que su adversaria le encajaba la punta de su arma entre las costillas.
—¿Qué queréis apostar en esta lucha?
Feniel no lo pensó mucho.
—Un grado y veinte monedas de oro.
Todos tenían oro menos Sarius. Él, en cambio, aún tenía la bandeja y los platos de los ladrones de sarcófagos que no ha­bía vendido, y que ya casi había olvidado. ¿Por qué no se había dado cuenta hasta ese momento, ahora, cuando ese pensa­miento representaba un obstáculo?
—No tengo oro y preferiría luchar por un cristal mágico —di­jo sin esperanzas.
La fealdad del personaje de los ojos saltones casi era inso­portable. La piel marrón parecía tener grietas y rajaduras como si se hubiera resquebrajado la pintura de un antiguo lienzo. La sensación de que el maestro de ceremonias no tenía nada que hacer en este caso se volvió una certeza en la mente de Sarius.
—No se puede apostar un cristal mágico —explicó el hom­bre—. Pelearéis por un grado de avance. Con eso basta.
Levantó su brazo musculoso para dar la señal de inicio.
El truco tenía que ser esquivar la lanza de Feniel. Sarius brincó de un lado al otro. Lo único que tenía que hacer era moverse rápido. No debía ser un blanco fácil. Por desgracia, sus saltos no pusieron nerviosa a Feniel, ni siquiera un poco, parecía disponer de todo el tiempo del mundo. Estaba ergui­da, muy tranquila, con la alabarda aferrada con ambas manos y el extremo punzante, por supuesto, apuntando hacia su ene­migo. Sarius intentó hacer como que se caía y saltó fuera de su alcance. No sucedió nada, tan solo que la punta de la alabarda estuvo a un centímetro de herirlo. No fue sino hasta el mo­mento en que bajó su espada, no tanto por cansancio sino más bien por desconcierto, cuando Feniel explotó de ira. Con dos pasos llegó junto a él, con la punta de su arma apuntando directamente a su pecho. El levantó su escudo cuando ya era demasiado tarde… ella lo tocó y comenzó a escucharse el chi­rrido de dolor, pero Sarius logró desviar la alabarda con un golpe de su espada.
«Tiza sobre pizarra, tenedor sobre porcelana, sierra en el nervio auditivo». Esta vez el chirrido solo despertó en Sarius un intenso coraje. Sin prestar atención a su defensa, volvió a golpear su espada contra la alabarda, fuerte, tan fuerte como pudo. Dejó caer el escudo, agarró el largo mango del arma de su contrincante y lo apartó de sí.
¡Sarius, Sarius, Sarius!
¿Lo estaban vitoreando? Parecía más un susurro que una llamada, de muchas voces, como de fantasmas. ¿Lo estarían hipnotizando?
Se detuvo sobre el escudo que había tirado al suelo y casi se tropezó, pero no soltó el arma de Feniel. Su cuerpo estaba desprotegido, si titubeaba, sería un idiota, ella obtendría más sangre y el chirrido le destrozaría el tímpano como si fuera de cristal…
Clavó su arma en el pecho de Feniel, volvió a sacarla y la cla­vó de nuevo en su abdomen. Por ambas heridas manaba san­gre, la alabarda se escurrió entre las manos de la elfa y cayó a la arena. Sarius continuó, ya casi no había rojo en su cinturón, un golpe más y una estocada y…
—El vencedor es Sarius.
La voz lo sacó de su frenesí de combate. Feniel no se movía nada, ni un poco. Bajó el acero y en ese mismo instante cesó el chirrido de dolor, y la música sonó de nuevo.
Grandiosa música, como en una película, cuando el héroe gana la batalla decisiva. Así había sido con BloodWork, pero con ningún otro combatiente. «¿Por qué? Porque solo yo pue­do escucharla, porque ella es parte de mi recompensa, igual que el cuatro, que seguro ya está grabado en mi coraza, y el dos que aparece de repente en el chaleco de cuero de Feniel».
Sacaron a la contrincante sin cogerla de las piernas como a Xohoo: lo hicieron con cuidado y con celeridad. Era muy probable que estuviese con vida y que le esperase una exhaus­tiva conversación con el mensajero.
Él, por el contrario, ya era un cuatro. Un victorioso e ileso cuatro. Sarius regresó a la esquina de los elfos negros. Echó un vistazo en derredor; ahora ya podía reconocer claramente a los treses y había un montón de ellos. Por ejemplo, la mujer lobo, que el maestro de ceremonias llamó en ese preciso instante.
—¡Galaris!
Un momento, Sarius conocía ese nombre. «La caja de ma­dera. Totteridge. El viaducto Dollis Brook». ¿Había escondido Galaris la siniestra caja bajo el tejo?
No podía preguntárselo, pues en este instante estaba ocupa­da en la elección de un contrincante. Además, Sarius tenía la certeza de que ni el mensajero ni sus gnomos verían con bue­nos ojos su curiosidad. Galaris, cuyo cabello marrón oscuro relucía bajo el sol como chocolate líquido, se decidió por una bárbara llamada Rahall-LA. «Valiente. O tonta». Al final valió la pena: ella peleaba con arco y flecha y Rahall-LA, también un tres, ni llegó a acercársele.
Después combatieron algunos de los grados más altos unos contra otros, los duelos duraron mucho y fueron dis­putados con gran vehemencia. Sarius intentó memorizar los nombres y reconocer las debilidades de los contrincantes, pero pronto se dio por vencido. Alrededor se percibía que el público iba perdiendo interés. Algunos de los que ya ha­bían ganado una victoria en la arena se retiraron. Sarius los  siguió hacia el interior tras haber sido testigo de la lucha en­tre Drizzel y Keskorian, en la que el bárbaro perdió tres grados. «Drizzel es un tramposo», recordó Sarius.
En la sala de espera de los elfos negros se encontró con Lelant y Arwen's Child.
—… naturalmente que es un idiota si vuelve a pelear des­pués de haber perdido —decía Lelant.
—Xohoo me gustaba —aclaró Arwen's Child después de una corta pausa—. Qué lástima que ya esté muerto. Me pare­ce que se merecía otra oportunidad.
Sarius también lo pensaba. Xohoo, por lo menos, era simpá­tico. «¿Por qué no habrá tenido ese destino Lelant, este cobarde bocazas?».
—¿No vas a pelear? —le preguntó Sarius.
—¿Y a ti qué te importa? —refunfuñó Lelant.
—Él nunca pelea en los duelos, siempre espera hasta el final la gran batalla. Así uno arriesga menos y puede ganar más —señaló Arwen's Child en su lugar.
—Oye, ¿hace falta que lo cuentes todo? —se quejó el otro.
Aún traía colgando las mismas armas que en el laberinto, ninguna nueva adquisición, hasta donde Sarius pudo notar. ¿Y si todavía tenía el cristal mágico? ¿Y si Sarius podría echár­sele encima y hurgar en sus posesiones? Probablemente no.
—¿La gran batalla? —preguntó dando la espalda a Lelant de manera evidente.
—Chaval, tú de verdad que no tienes ni la menor idea —la­dró antes de que Arwen's Child pudiera responder.
—Sí, al final de cada torneo hay una gran pelea, todos con­tra todos. Es bastante peligrosa, porque en ella te pueden dar palizas los grados más altos. En cambio puedes quitarles a los demás sus cosas más preciadas.
—¿Cristales mágicos? —preguntó Sarius mirando de reojo a Lelant.
—Hombre, si alguien se carga a alguien… Es más bien im­probable.
Para ser sinceros, en ese momento no le iba bien una gran batalla. Acababa de ganar un grado más y podía perderlo rá­pidamente. Por otro lado, ¿quién decía que aquí y ahora no había otros dos o tres más?
—En serio, genial que Xohoo ya esté bajo tierra —Lelant cambió el tema.
«Sencillamente este idiota no nos deja en paz. Espera un poco, Colin».
—Era un estúpido. Todo el tiempo dándole a la lengua. Como de todas maneras nunca hubiera logrado estar entre los últimos, bien podía también haber renunciado. Era exac­tamente igual de blandengue que tú, Sarius. Así que creo que mejor te liquido de una vez cuando comience la batalla en la arena. Vete despidiendo de Arwen.
—Me llamo Arwen's Child, perro.
—¿Y a quién le importa?
Parecía como si todos estuvieran esperando el disparo para comenzar una competición de carreras en distintas di­recciones, y de alguna forma era justo eso. El grandullón de los ojos saltones se colocó en posición en un extremo de la arena y sostuvo en lo alto su bastón. Sarius volvió a con­templar a la multitud con detenimiento. No muy lejos de él se encontraba un dos, un vampiro, que sería presa fácil, y muy cerca de él estaba LordNick, que aguardaba impacien­te. Sarius debía eludirlo. El maestro de ceremonias lo dejó bien claro: «Nadie puede atacar a quien ya esté metido en una pelea».
Tenía que encontrar a una víctima que valiera la pena, una víctima fácil, y rápido, antes de que a algún nueve se le ocu­rriera que Sarius podría ser una buena presa.
El vampiro dos era ideal y estaba muy cerca. El de los ojos sal­tones bajó el bastón, Sarius echó a correr, pero inmediatamente apareció Lelant en su campo visual por la derecha. Había bajado la visera de su casco verde brillante y a Sarius le recordó a una rana de acero de pie a dos patas. La punta de la espada de Lelant iba dirigida contra él, pero como iba corriendo no logró apuntar bien y no pudo asestarle una buena, sino que apenas le rozó el brazo. El golpe no produjo nada más que un leve crujido, co­mo haría una puerta de jardín muy oxidada. Sin embargo, hizo que se encendiera la cólera de Sarius como un ardiente sol rojo.
Si así lo quería Lelant, entonces se las vería con él. Sarius consiguió golpearle con el escudo al tiempo que le trabajaba las costillas como un ariete y, sobre todo, pudo atinarle con la espada: primero al casco, luego contra la coraza. Lo princi­pal era que no tuviera tiempo de recuperar el equilibrio.
En esa ocasión, Sarius no necesitó música para sentirse como un victorioso capitán. Le bastó con observar cómo Lelant re­trocedía, cómo perdía torpemente el equilibrio, cómo se trope­zaba, cómo perdía el escudo. Observó cómo se caía y se queda­ba tendido con la espada hacia arriba como el aguijón de una abeja. Lelant tenía la esperanza de que Sarius se clavara en ella.
Después de dos formidables tajos, también perdió la espada. Sarius miró con satisfacción la sangre en el hombro y el pecho de Lelant. Las heridas deberían bastar para un chirrido verda­deramente horrible.
Presionó su acero contra el cuello de Lelant, justo en el bor­de de la coraza, y se resistió a la tentación de hundirla hasta la empuñadura. «Pero ¿y qué pasará ahora?». Eso no lo sabía.
La solución la traía un gnomo. Una gran sonrisa apareció sobre su rostro azul.
—En efecto, Sarius ha ganado —espetó y abrió las perte­nencias de Lelant—. Elección libre para el vencedor.
Naturalmente, lo primero que buscó Sarius era su cristal mágico. Sin embargo, ya no estaba, era obvio.
«Quién sabe qué hizo Lelant con él. Quién sabe lo que se puede hacer con él».
Al menos, Lelant había almacenado ciento treinta monedas de oro. «Grandioso». Sarius iba a cogerlas, pero de inmediato el gnomo lo detuvo.
—Solo la mitad.
También estaba bien. Sesenta y cinco monedas de oro eran un dineral. Aparte de ellas, Sarius encontró un par de botas llenas de esmeraldas, un puñal y una botella de pócima cura­tiva. Todo eso se lo llevó sin que el gnomo protestara. Única­mente volvió a tomar la palabra después de que Sarius hubie­se guardado muy bien el botín.
—Bastante ansioso, el joven caballero. Es obvio que en los grados de avance ya no podrá elegir como él quisiera. Puede lograr dos si se permite dejarle su armamento al derrotado.
Sarius prefirió los grados a quedarse con el equipamiento y las armas de Lelant. Para su satisfacción, en la coraza del ven­cido apareció el número cinco. «Así que era un siete y yo, como un cuatro, era presa fácil para él. Pero ya has visto que no. Mal cálculo, Lelant, idiota». Le había mostrado a Lelant, al idiota, cómo se las gastaba.
Observó fijamente cómo Lelant se ponía de pie y se iba co­jeando, tal y como otros vencidos se habían retirado. Ahora él mismo era un seis. Sarius obtuvo un mejor panorama: ahora podía reconocer el grado de casi un tercio de los combatien­tes. Por desgracia, entre ellos no se encontraban muchas de las caras conocidas. Blackspell, LordNick, Keskorian y Arwen's Child tenían un nivel igual o mayor a su propio seis. «Lásti­ma». En cambio, Sapujapu resultó ser un cinco igual que Nurax. Ambos continuaban aún enredados en sus respectivas pe­leas. En el otro extremo de la arena, Sarius descubrió a Drizzel, que intentaba bajar a BloodWork de la plataforma del círculo privilegiado.
—¿Estás listo para otra pelea? —quiso saber el gnomo con la piel azul.
¿Era a él? No lo sabía con exactitud. Sería muy tentador ga­nar más grados, pero tampoco quería abusar de su buena suerte. «Comenzar el día como un tres y terminarlo como un seis no está nada mal».
—No. Por hoy es suficiente.
—Entonces abandona la arena.
Y eso fue lo que hizo. Volvió a pasar por el mismo portón por el que había entrado, echó un vistazo a la sala de los elfos negros, donde no encontró a nadie —a nadie en absoluto—, y se marchó hacia la salida. ¿Cuándo fue la última vez que se sintió tan bien? No lo sabía. Tenía que haber sido mucho tiempo atrás: un año, dos tal vez. Lleno de ímpetu, con un puñado de oro en la bolsa, Sarius salió a la calle.
«Vamos a ver qué otras cosas nos brinda la Ciudad Blanca».

Capítulo 12

Afuera estaba oscuro, el telediario de la noche resonaba desde el salón. Nick se masajeó las sienes doloridas. Sarius había cam­biado todos sus tesoros por oro, incluyendo el puñal de Lelant que, para su sorpresa, le hizo ganar muchas monedas. Después de esto se fue caminando a El Ultimo Corte, donde Átropos, sin andarse con rodeos, lo echó sin miramientos. No supo por qué y Átropos no estaba dispuesta a explicarle sus razones.
Poco a poco, la oscuridad cayó sobre la Ciudad Blanca, en todos lados se encendieron antorchas y braseros. La noche era un tiempo promisorio en el mundo de Erebos. La noche era el tiempo del mensajero. Pero él no se dejaba ver por ningún lado.
A Nick le ardían los ojos como si hubiera nadado muchas horas en agua con cloro. Probablemente estaban tan rojos como los rubíes del puñal de Lelant.
Hacer una pausa le pareció una buena idea.
Comer le pareció una buena idea.
Se levantaría, saldría de su cuarto e iría a dar una vuelta a la cocina. «Seguro que mamá ya ha cocinado algo». Sin embar­go, antes de salir de su habitación miró fijamente la pantalla, las calles de la ciudad, su yo virtual. No podía irse. Tenía el presentimiento de que algo podía ocurrir en cualquier instan­te: un ataque de orcos, un encargo del mensajero, un reto, un acertijo. Algo que se perdería si se desconectaba.
«¿Qué tal una horita? Una hora para comer, para hablar un poco con mamá y papá y… para ir al baño —solo entonces se percató de las ganas tremendas que tenía de ir y de cómo se retorcía en su silla para soportar la presión en la vejiga—. Hale andando». Pero tenía que apagar el programa. Nick hizo clic con la flecha del cursor en la pantalla. «¿Dónde pue­do salvar y cerrar el juego?». En ese momento cayó en la cuen­ta de que nunca lo había hecho. El juego lo había sacado o lo había obligado a hacer una pausa, pero él nunca lo había abandonado. «Probablemente no está previsto».
Nick sopesó sus posibilidades. Podía limitarse a apagar el ordenador, pero eso era muy arriesgado. Si al mensajero no le gustaba, quizá le quitaba los grados que se había ganado con tanto esfuerzo. O lo mismo podría ocurrirle algo peor.
Otra posibilidad era dejar encendido el ordenador y apagar solo el monitor. Entonces Sarius se quedaría quieto en la ca­lle, como si estuviera inerte, y cualquiera de los unos que pa­saran por ahí le podría quitar sus pertenencias. Tampoco era una buena idea.
Nick se sintió como si su vejiga fuera a explotar. Necesitaba ir al baño, no había más remedio. Solo tenía que poner rápi­do a resguardo a Sarius. Pero ¿dónde?
La idea le vino como caída del cielo, ¡había alquilado una habitación! Hizo caminar a Sarius por las oscuras calles de la Ciudad Blanca, como si el maestro de ceremonias de los gran­des ojos saltones lo siguiera. «¿Era por aquí?». Recordaba una escalera angosta a un costado de una panadería; allí tenía que continuar hacia arriba y luego doblar a la derecha. Pero… «¿dónde está esa maldita escalera?».
Hizo que Sarius caminara, caminara y caminara. La barra azul de resistencia se acortaba a ojos vistas, ¡y eso que era un seis! Si no lograba orientarse, tendría que darse por vencido y, sencillamente, largarse a mear. «Pero no aquí, no en esta oscura esquina, donde rondan figuras sospechosas».
Panadería. Escalera. «Por fin». Apresuró a Sarius sobre el umbral de la posada, sobre la angosta y empinada escalera que rechinó hasta llegar a su habitación. Puerta cerrada. Monitor apagado. «Y ahora rápido, oh, por favor, rápido…».
Nick se levantó de un salto, salió corriendo de su cuarto como si lo persiguiera un perro salvaje y entró en el baño. Ape­nas logró llegar a tiempo.
—¿Nick? —lo llamó su padre desde el salón—. Si vuelves a dar portazos, vas a ver cómo te va a ir.

Había lasaña de verduras con tofu en lugar de carne, sin em­bargo, esta vez Nick no se quejó. La comida apenas le supo a nada. Sus padres hablaban sobre la película que acababan de ver y se quedaron conformes con sus esporádicos «ajá» o «ah, sí». Sin embargo, estaban asombrados por la cantidad de co­mida que Nick tragaba casi sin masticar. Él también se sor­prendió, hasta que se dio cuenta de que no había comido nada desde el desayuno.
Tenía que darse prisa. Había dejado a Sarius en la posada, solo, desprotegido y con el juego en marcha. «¿Qué pasa si hay un incendio? ¿O un asalto? ¿Qué pasa si Lelant descubre su paradero? Tenía que haber cortado la conexión a Internet —pensó Nick—. Aunque no tengo ni la más remota idea de lo que podría pasarme. ¿Les sentará mal a los gnomos y se lo dirán al mensajero?».
Ya casi de pie tomó el último bocado con su tenedor.
—¡Gracias, estaba buenísimo! —sonrió a su madre y ella le devolvió la sonrisa.
Todo estaba en orden, solo su padre hizo una mueca.
—No me digas que te vuelves a ir a estudiar. No me lo puedo creer.
—No, por hoy ya basta —dijo Nick y bostezó ostensible­mente—. Voy a leer un rato y luego me voy a la cama, estoy muerto.
—La última vez que te fuiste a dormir a esta hora tenías ocho años.
—¡Ya he dicho que antes quiero leer un rato! —replicó Nick con más intensidad de la que quería—. Perdóname, por favor. Química me pone de malas.
Su padre masculló algo incomprensible. Nick no preguntó más. Tenía que ocuparse de Sarius.

La luna que brillaba a través de la ventana de la posada estaba justo en la misma fase menguante que la de Londres. Pero Londres se encontraba muy lejos.
Sarius estaba acostado en la cama, con los brazos cruzados tras la cabeza y la mirada fija en el techo. En algún momento, alguien le había llevado una carta: el lacre amarillo que la ce­rraba tenía forma de ojo. Antes de abrirla comprobó que aún tenía las pertenencias que había ganado. Se quedó tranquilo: todo estaba ahí… el oro, la pócima curativa. Desgarró el so­bre de la carta, y notó que era breve y no muy alentadora:

Los demás ya se han ido. Fuiste requerido, pero te negaste a colaborar. Estamos decepcionados, Sarius. Tu negligencia no quedará sin consecuencias, ¿está claro?

Al pie de la carta, otra mancha amarilla con forma de ojo, pero tampoco es que hiciera falta… Sarius había metido la pata.
En cuanto dejó la carta, se apagó el candelabro que estaba so­bre su mesa y, al siguiente instante, se ocultó la luna. El mundo de Erebos se volvió tenebroso y silencioso. El elfo estaba ence­rrado y, por algunos segundos, fue presa del pánico. «Esta vez es la definitiva», pensó. Sin embargo, eso no tenía sentido, hoy había combatido de maravilla. Y el mensajero le había dicho que buscaba a los mejores de los mejores. Sarius podía pertene­cer a este grupo. Lo sabía. Lo sentía.

A Nick le sentó como un tiro la lasaña. «Si hubieras comido menos, si hubieras comido más rápido, entonces no te habrías perdido el reto. Esto es para volverse loco». Miraba fijamente la pantalla del monitor. Era muy injusto. Pero, como siempre, la negrura era implacable y resistente a cualquier reinicio, a cual­quier súplica, a cualquier maldición.
¿Dónde demonios estaban los demás? ¿Estaría Lelant entre ellos? ¿Lo habrían superado en esta noche? «Maldita sea, mal­dita sea, maldita sea». Y solo porque Nick no había sabido cómo suspender correctamente el juego.
Sin muchas ganas, revisó sus mails y no halló nada que lo pusiera de mejor humor. Más por costumbre que por necesi­dad, Nick entró en la página de Emily en deviantART y en­contró un nuevo poema.

NOCHE
Permanezco despierta
en mi cama
detrás de una empalizada
de almohadas y mantas.
Con los ojos bien abiertos
acecho criaturas susurrantes,
que huyen de la luz del día,
oscuras mellizas de mis pensamientos.
Con los brazos estirados
busco a tientas algo de confianza
y no me encuentro ni a mí misma.
Solo traquetea en mi cabeza un molino de plegarias
regulares, incomprensibles, desquiciadas,
y rezo por un armisticio
entre la noche y el día,
por unos granos de arena en los ojos
y por la primera luz de la mañana,
que es tan pálida como tu rostro.

Algo había en el poema que, por un instante, distrajo a Nick de su frustración. Se quedó pensando en que, quizá, en algún momento debería hablar con Emily. Preguntarle, por ejem­plo, si le estaba yendo bien o si tenía problemas. Lo pensó durante unos segundos y desechó la idea. No se conocían lo bastante bien y quedaría en ridículo.
«Hola, Emily. Solo quería preguntarte si todo va bien. O si… eh… si tienes problemas». «No. ¿Por qué?».
«Solo lo pensé, así nada más, porque leí ese poema tuyo…». «Ah. ¿Dónde?».
«En deviantART».
«Vaya, ¿y tú por qué conoces mi contraseña?».
«Bueno, alguna vez te oí decírsela a Michelle. Lo siento. De verdad».
«Y yo lo siento más. Aléjate de mí, Nick. En Internet y en la vida real».
Así sucedería y no de otra forma. Probablemente el poema solo era arte y no tenía nada que ver con la vida privada de Emily.

Nick le dio un golpecito al ratón de su ordenador y el cursor recorrió toda la pantalla. Se ajustó la cola de caballo. Por lo me­nos podría intentar que Erebos reiniciara. Ya habían pasado unos diez minutos, lo más probable es que fuese suficiente para el mensajero, quizá solo quería saber si Nick era perseverante.
No funcionó ni a la primera, ni a la segunda, ni a la quinta vez. «Maldita sea, no es justo». La noche se echó a perder. El único rayo de esperanza fue el rostro atónito del padre de Nick, quien, al echar un rápido vistazo en la habitación, des­cubrió que su hijo de verdad estaba leyendo.

El despertador de la radio mostró con brillantes números rojos que ya eran las 21.34. Hacía diez minutos que Nick había to­mado la decisión de irse a dormir. Quería recuperar sueño, mañana podría jugar durante toda la noche y rescatar todo lo perdido. También había una segunda posibilidad: fingirse en­fermo y no ir al instituto. «Eso es lo que hizo Colin, bueno, casi seguro. Y lo mismo hicieron Helen, Jerome, Alex y, ¡vaya!, quizá todos los demás».
Pero Nick sabía que no faltaría a clase, al menos no maña­na. Era su primer día de instituto después del viernes en que Brynne le entregó el DVD. Mañana vería con otros ojos al res­to de sus compañeros. A sus contrincantes de carne y hueso. Quería hablar con Colin para intentar descubrir quién se es­condía detrás de cada personaje. Tenía que saber quién era LordNick.
«Quién sabe lo que estarán haciendo ahora. Tal vez están te­niendo el mejor reto. Sin mí. Mierda».
Nick se acostó sobre su costado derecho, luego sobre el iz­quierdo, pero no lograba conciliar el sueño. En cuanto cerraba los ojos, le volvían a pasar por la mente todas las peleas: el per­sonaje de los grandes ojos saltones balanceaba su bastón y se acercaba amenazante, Xohoo saliendo a rastras de la palestra, su cuerpo tirado y esa huella ensangrentada sobre la arena…
Suspirando profundamente, Nick cruzó los brazos detrás de la cabeza. El reloj marcaba las 22.13. Ya se acercaba la hora en que acostumbraba acostarse, sin embargo, estaba tan despier­to como pocas veces. «¿Qué tal habrá llevado Xohoo la derro­ta? ¿Le reconoceré mañana?». Claro, eso solo sería posible si él estaba en el mismo instituto que Nick. «Por supuesto qué no, qué pensamiento más estúpido». Era un hecho que no todos los combatientes de Erebos podían ser sus compañeros. Vol­vió a cerrar los ojos.
«¿Cuántos había hoy en la arena? Unos cuarenta o cincuenta elfos negros, treinta vampiros, veinte enanos. ¿Bárbaros? Tam­bién como veinte o así. Hombres lobo, algo menos, ¿quince? Sí, más o menos. La cantidad de seres gato y lagarto era más o menos la misma. Además, también había tres humanos. Bien, pues eso da aproximadamente… ciento sesenta o ciento setenta luchadores. Vale… ese es el resultado total». Un gran número pero, claro, en comparación con el número de jugadores de otros videojuegos virtuales, era una bicoca. Sin embargo, no to­dos los jugadores de Erebos estaban en la arena, aunque segu­ro que ahí se encontraba la mayor parte. Y este ominoso círculo privilegiado. Los campeones. ¿Había logrado Drizzel derribar con malas artes a alguno de ellos de su estrado de oro? Nick es­bozó una sonrisa. «No creo. Probablemente Drizzel solo recibió una fuerte bofetada. Y bien merecida».

22.21. «¿Y si lo vuelvo a intentar?». Podría ser que la expulsión ya hubiera sido revocada. De todas maneras, Nick no podía dormirse. Tenía que intentarlo por lo menos una vez más.
Encendió la lámpara del escritorio, se dirigió hacia el ordena­dor y lo encendió con cierta opresión en el pecho. «No estés nervioso, idiota».
Hizo doble clic sobre la E roja. «Nada». Otra vez. De nuevo nada. Sin pensarlo mucho, Nick entró en Google. Si se informa­ba más sobre el juego, seguro que encontraría alguna manera para echar a andar el programa. Pero el mensajero se enteró del primer intento de Nick «No sé cómo lo hizo». Posiblemente, un segundo intento lo fastidiaría.
De pronto se le ocurrió abrir la página de Amazon. Si el jue­go era una copia pirata, debía existir un original. Escribió «Ere­bos» en el espacio de búsqueda, presionó enter y esperó recibir otra llamada de atención que alumbraría al rojo vivo su oscuro cuarto: «Esa no fue buena idea, Sarius. Fue una idea tonta, para ser exactos. Una idea mortal».
Sin embargo, Amazon desplegó una lista de CD de ópera: Orfeo y Eurídice en diferentes versiones. «¿Por qué? Ah, ya, es un aria con el título Chi mai dell'Erebo, que quién sabe qué quiere decir».
Lamentablemente, averiguar esto no le hizo avanzar un solo paso. No existía un juego llamado Erebos. Ni siquiera un anun­cio de un próximo lanzamiento. «¿Cómo es posible que exista una copia? ¿Y quién, por todos los demonios, tenía el original?».
Nick contempló las distintas carátulas de los CD de ópera. La ma­yoría eran fragmentos de pinturas y algo le recordaban a Nick. Tar­dó unos minutos en acordarse. Le recordaban el gran ojo saltón.

22.57. Otra vez de regreso en la cama. A decir verdad, Nick ya había tenido suficiente. Si ya no podía jugar, por lo menos quería dormir. Estaba desalentado.
«Un juego que no se puede comprar. Un juego que habla contigo. Un juego que te observa, que te recompensa, que te amenaza, que te encarga tareas».
«A veces creo que está vivo», le había dicho Colin. Colin no era ningún candidato al Nobel… pero tampoco era ingenuo, para nada. «No, claro que este juego no está vivo». Y aun así era extraordinario. Demasiado.

Sarius yacía en el suelo, LordNick estaba de pie frente a él y su rostro tan espantosamente familiar le sonreía.
—Yo llegué primero —dijo—, tú no eres más que un imbécil.
Luego le mostraba una bolsa llena de cabezas: la de Jamie, la de Emily, la de Dan y la de su hermano.
—Elige una, ¿o quieres seguir deambulando con tu hocico de elfo para siempre?
Sarius odiaba a LordNick, quería levantarse de un salto y sacar la espada pero no podía moverse. Además, el lugar estaba tan oscuro como una cripta.
—Podemos luchar, ¿qué te parece? —dijo con mucho es­fuerzo—. Luchemos por dos grados, pero tienes que dejar que me levante.
—¿Por grados? De ninguna manera, Sarius. Luchemos por años… diez años de vida, ¿qué te parece?
Sarius cayó en la cuenta de que, por vez primera, realmente escuchaba la voz de uno de sus contrincantes. «¿Por qué? ¿Y por qué años de vida? No podía estar hablando en serio, eso no era posible». El pensamiento le dio miedo.
—Paso, es una mala apuesta.
También escuchó su voz… era llorica y aguda.
—Está bien —dijo LordNick, y arrojó a un lado la bolsa con las cabezas—, estás eliminado.
Tomó su espada con ambas manos, la levantó y se la hundió en el pecho. El elfo quedó clavado en el suelo como si fuera una mariposa.
Sarius gritó y berreó. No quería morir…

Nick se despertó por sus gemidos. El corazón le latía a toda prisa, como si hubiera estado corriendo. La oscuridad del sueño aún lo envolvía, quizá no había despertado.
Por suerte, ahí estaba el despertador de la radio. 3.24 AM. Nick se dejó caer sobre la almohada y respiró profundamente. Su grito siguió retumbándole en los oídos y confió en que solo hubiera gritado en el sueño, o habría despertado a todos en casa.
Sin embargo, el silencio era el dueño del apartamento. Ni su madre ni su padre irrumpieron en el cuarto para averiguar por qué gritaba de esa manera. Había tenido mucha suerte.
Cerró los ojos y los abrió de nuevo. Pensar en volver a dormirse era algo que lo ponía nervioso. Podía imaginar a LordNick listo para otro ataque en el mundo de los sueños con su espada y una bolsa llena de cabezas.
«Ir a mear es una mejor idea». Caminó lentamente hacia el baño, poniendo mucho cuidado en no despertar a sus padres. Intentó recordar la voz de LordNick, pero solo era una voz cualquiera; no podía relacionarla con nadie. «¿Por qué no podemos charlar en vivo durante el juego, conver­sar unos con otros, como en otros videojuegos virtuales?». La respuesta fue evidente a esa hora de la noche: los jugadores no debían reconocerse entre sí. No debían saber con quién tenían que ver en realidad. Pero ¿todos guardarían el secreto?
Nick tiró de la cadena con muchísimo cuidado y regresó a hur­tadillas a su habitación. No tenía ganas de dormir. «Nada de nada». Podía volver a intentar que Erebos arrancara. Si llegaba a funcionar, en unas horas podría irse al instituto con una bue­na sensación.
En el completo silencio de la noche, los sonidos de inicio del ordenador le parecieron tremendamente fuertes. Tan solo el zumbido del disco duro y el rumor del ventilador ya podían despertar a sus padres.
Sin grandes esperanzas —aunque con un gran anhelo— hizo clic sobre la E roja. Con increíble sorpresa, descubrió que el mundo de Erebos volvía a abrirse ante él.

Sarius ya no se encontraba en la habitación de la posada, sino en mitad del bosque. La situación era muy similar a la del principio, cuando era un sin nombre. El bosque estaba oscu­ro, y Sarius, solo. Una tenue melodía zumbaba en el aire, como si anunciara una próxima desgracia.
Entre los árboles serpenteaba un angosto sendero que ape­nas podía verse por la oscuridad. El elfo no tuvo que andar mucho rato a tientas entre las sombras, pues el camino lo condujo a una zona iluminada.
Desde el primer momento reconoció lo que era: un ce­menterio rodeado por una alta cerca de hierro. Las lápidas brillaban con intensidad a la luz de la luna. Algunas estaban ladeadas; otras, cubiertas de hiedra. Se diría que lo estaban es­perando.
A pesar de que preferiría dar media vuelta, Sarius avanzó hacia la luz. Un mochuelo o quizá un búho cantaba, y la mú­sica cambió: se escuchó una voz femenina que entonaba sin palabras un melancólico lamento.
«El mensajero siempre recompensa la valentía —pensó Sa­rius, y avanzó otros dos pasos—. Puede ser que los demás an­den por aquí cerca. O que tenga un encargo solo para mí. Tal vez en este cementerio haya algún secreto oculto».
Se acercó a la primera lápida y leyó el epitafio:

Aurora, mujer gato
murió por falta de atención

«¿Aurora?». No tardó nada en recuperar la imagen: la mujer gato que fue herida en el laberinto. Detrás de ella apareció el escorpión con el aguijón alzado, pero ella no lo vio, no lo es­cuchó. Sarius lo obligó a huir cuando ya la había pinchado. «No sabía que iba a morir. Pensé que el mensajero habría… Falta de atención ¿significa mala vigilancia? ¿Falta de aten­ción? Eso no está escrito en la lápida». Se sacudió el remordi­miento de conciencia y siguió adelante.

Rabelar, elfo negro
murió por hablar de más

Sarius no había conocido a ningún Rabelar, pero «hablar de más» parecía ser una frecuente causa de muerte. La vampiro Charmalia y el bárbaro Vhahox también fueron víctimas de este delito.
Los lamentos se volvieron cada vez más opresivos. En la mente de Sarius irrumpió la imagen de una mujer arrodillada y con las manos en la cara, balanceándose hacia delante y ha­cia atrás. Escondía el rostro tras un velo negro y cantaba…
Se sacudió la imagen y siguió adelante, en busca de una lá­pida específica. Se detuvo frente a la siguiente.

Kaskaar, vampiro
murió por traidor

La lápida era una de las que estaban ladeadas. Alguien había pintado un muñeco abominable y sarcástico sobre ella.
La hierba crujió bajo los pasos de Sarius, pero él siguió ade­lante.

Ogalfur, enano
murió por ser perezoso

Berenalis, elfa negra
murió por hablar de más

Julano, humano
murió por desobediencia

Trojabas, vampiro
murió por falta de atención

Y después, a pesar de que tenía la esperanza de que no fuera así:

Xohoo, elfo negro
murió por no saber controlarse

«Entonces es cierto que Xohoo está muerto. Cuánto lo siento. Lo siento mucho».
La oscuridad y la voz de mujer sollozante, el hecho de que nadie más lamentara la pérdida de Xohoo, todo eso le resultaba insoportable. Sarius dejó de mirar la lápida y siguió adelante.

Airdee, elfa negra
murió por ser curiosa


«Esta es una forma de morir que podría ser peligrosa para mí», pensó Sarius con amargura. Sin proponérselo aceleró el paso mientras recorría la hilera de lápidas. Jostaban, hombre lobo, falta de atención. Grunalfia, enana, curiosidad. Ruggor, enano, pereza. Grotok, bárbaro, desobediencia.
Sarius ya había tenido suficiente. Aquí no había ninguna aventura que superar ni ningún reto que resolver. El cemente­rio era lúgubre. Por su cabeza pasó que, en cualquier momen­to, unas manos cadavéricas saldrían de la tierra removida y lo agarrarían de las piernas. Quiso largarse de allí.
No pudo continuar leyendo los siguientes epitafios, no le importaba si había nombres conocidos, «aunque encontrar a Drizzel o a LordNick valdría la pena».
Sin embargo, querer irse y poder hacerlo son dos cosas dis­tintas. Tras las hileras de lápidas se vislumbraban los arcos de hierro forjado de un portón de salida, pero más allá de ellos no había nada salvo un bosque. Un bosque cualquiera. Probablemente a kilómetros de distancia de la Ciudad Blanca.
El viento fresco sopló y despertó nuevos ruidos a la vida. Las ramas de los árboles que se mecían le hicieron señas a Sa­rius para que se acercara. ¿O para que se alejase? No sabía. Lo que más deseaba era aovillarse y hundir su rostro entre los bra­zos, aunque estaba seguro de que alguien lo observaba.
«Murió por cobardía, por miedo a nada. De acuerdo, eso no está bien». Debía controlarse y no permitir que la oscuridad o el lamento desesperanzado lo volvieran loco. Tendría que bus­car una salida. El portón era un buen comienzo.
Se dirigió hacia él y pasó ante más lápidas. Algunos de los epitafios estaban completamente cubiertos o en tal grado de deterioro que no pudo descifrarlos. «No importa. Vámonos de aquí». El canto se fue atenuando conforme cruzaba el portón. «Gracias a Dios». Solo que ¿hacia dónde iría? No se atrevió a abandonar Erebos sin más ni más. A saber dón­de se encontraría la próxima vez… si es que de alguna manera volvería a encontrarse.
Entonces escuchó algo. Latidos. Golpes. Como si vinieran de una mina. Desenvainó su espada. El ruido era espantosa­mente fuerte en el bosque nocturno, así como cada uno de sus pasos. Cuanto más se acercaba Sarius, más atronadores y claros retumbaban los golpes en su dirección y, por suerte, ve­nían acompañados de un rayo de luz.
Por supuesto: otra vez se trataba de uno de los gnomos vasa­llos del mensajero. Se encontraba sentado de espaldas a Sa­rius, bajo un cobertizo de madera, con una placa de mármol en la que trabajaba con martillo y cincel. Ahora Sarius sabía de dónde venían las lápidas.
«Si me pongo detrás de él y miro por encima de su hombro, probablemente martillee en este preciso instante mi nombre sobre una lápida, solo para espantarme».
Sarius se acercó a hurtadillas y miró por encima de los hom­bros del gnomo. «Error». La lápida tenía otro nombre: Shiyzo. «Mucho mejor». El elfo no lo conocía. De pronto, cuando estaba de pie justo detrás de él, el gnomo giró su horrible ros­tro para mirarlo.
—Qué hora tan extraña para una visita, Sarius.
—Lo sé. En realidad tampoco quiero estar aquí.
El gnomo se rió burlón.
—¿Y quién lo quiere?
—¿Puedes decirme cómo regreso?
—¿Regresar, adónde?
«Sí, ¿adónde?». Sarius eligió sus palabras con mucho cui­dado.
—Me gustaría salir de Erebos por un tiempo breve, pero no quiero que eso me cause ningún daño.
El gnomo martilleó la lápida y simuló meditar.
—No es tan fácil.
«Si lo fuera, no te necesitaría». Sarius se cuidó mucho de pronunciar estas palabras. Esperó con paciencia mientras el gnomo se rascaba detrás de su fibrosa oreja.
—Está bien, entonces vete. Esperamos que regreses mañana por la tarde. Está en ti no decepcionarnos.
—Sí. Claro —dijo Sarius, aliviado.
—Y tienes que informar a Nick Dunmore lo siguiente: no debe olvidar las reglas, porque nos enteraríamos. Y ha de mantener los ojos abiertos.
—Sí. Muy bien. A fin de cuentas no quiero que tengas que hacer una de esas para mí —dijo Sarius mientras señalaba la lápida que el gnomo estaba labrando.
—¡Oh!, ya la hice. Hace mucho. Para todos vosotros. La ma­yoría necesitará una, ¿no es cierto?
El gnomo siguió sonriendo mientras la pantalla empezaba a oscurecerse.

4:42 AM. Demasiado temprano para levantarse, demasiado tarde para caer rendido. Sin muchas esperanzas de volver a dormirse, Nick se acostó de nuevo, se cubrió con la colcha las orejas y cerró los ojos. Intentó respirar lentamente, pero en sus pensamientos bailaron las lápidas.
«¿Los demás estarían en el camino?». En algunas horas po­dría preguntárselo a Colin. Pero no lo haría porque no está permitido. «Maldita sea». Sin embargo, podría leer la frustra­ción en la cara de Colin después de que Sarius le hubiese dado una buena paliza a Lelant. Con esta sensación de consuelo, Nick logró conciliar el sueño.



Capítulo 13

La accidentada noche, incluyendo la visita al cementerio, no pasó sin dejar huella. Durante el camino al instituto, Nick sin­tió una ligera presión en las sienes, como si se fuera a resfriar. Esa sensación lo acompañó todo el día, pese a que, de vez en cuando, pasaba a segundo término por otras razones. Por ejem­plo, el aspecto que tenían Jamie, Emily y Eric Wu: estaban quietos frente a la puerta del instituto y cuchicheaban.
Eric se inclinó hacia Emily y casi le habló con insolencia. Ella no retrocedió y solo sonrió. Jamie estaba ahí, de pie, con los brazos cruzados, y asintiendo con la cabeza. Nick fingió que buscaba algo en su mochila mientras observaba de re­ojo al grupito. En ese momento, Eric debió de decir algo muy gracioso, pues los tres se rieron. Nick cayó en la cuenta de que casi nunca había visto reírse a Emily… A él le gustaría ser la causa de su risa, ese privilegio no le correspondía a Eric.
«Si por lo menos Eric no fuera tan amanerado —pensó Nick y casi se olvidó de seguir hurgando en su mochila—. ¿Este es el tipo de hombre por el que se vuelve loca Emily?
¿Larguirucho, con rasgos asiáticos, con pelo tazón y gafas de sabiondo? ¿Un bicho raro de club literario? No, es asqueroso, no, no puede ser, ella no aceptaría regalos de él. ¡Cielo santo!»
Nick renunciaría a dos… no, a uno de sus niveles con tal de escuchar lo que hablaban. Si no se hubiera peleado con Jamie, fácilmente se habría podido unir a ellos.
—¡Dunmore, no te quedes parado en mitad del paso como un idiota!
Jerome lo empujó al pasar junto a él con tanta fuerza que la mochila de Nick estuvo a punto de caérsele de las manos.
—¡Por lo menos pide perdón! —le gritó Nick.
Le hubiera encantado ir tras él para cogerle por las solapas y darle un puñetazo en la nariz, porque aquello atrajo hacia él la atención de Emily, Eric y Jamie. Este le dedicó un vistazo y se dio media vuelta. Emily alzó la mano y le mandó un saludo un tanto seco. Curiosamente, Eric fue el que se mostró más amistoso.
Nick se volvió y caminó hacia el instituto. ¿De dónde le venía esa rabia? Seguro que de la noche que había pasado casi en vela.

Para ser lunes por la mañana, el aula de Matemáticas estaba muy tranquila, pero Brynne interceptó a Nick en el umbral de la puerta.
—¿Y bien? —le susurró—. ¿Y bien?
Se llevó un dedo a los labios. Menos mal que estaba prohi­bido hablar sobre el juego. La expresión de Brynne cambió de radiante a una de comprensión y complicidad.
—Sabía que te iba a encantar —dijo.
Nick rió de manera forzada.
Brynne también se veía exhausta. Nick lo constató sin pro­blemas: se había esforzado demasiado en maquillar su cansan­cio. Un intento que no tenía ningún sentido con Helen. Su as­pecto nunca había sido agradable, cierto, pero su imagen actual destruyó todo lo que hasta ese momento había visto: llevaba el pelo muy despeinado, los ojos casi se le cerraban y su boca estaba entreabierta… un minuto y empezaría a babear. Jerome y Colin no le quitaban ojo e imitaban la expresión de su rostro, y al hacerlo se desternillaban de risa.
Helen no se había dado cuenta de nada. Tenía la mirada perdida y había comenzado a balancearse ligeramente. Den­tro de Nick despertó algo parecido a la compasión. «Quizás era una de los del cementerio. A lo mejor era Aurora, la que sucumbió en el laberinto».
Se acercó a ella.
—¿Helen?
Apenas reaccionó, se limitó a enarcar apenas las cejas. Colin y Jerome se morían de la risa.
—¿Helen? ¿Todo bien?
Entonces ella miró hacia arriba. Alrededor de sus ojos había sombras marrón oscuro.
—¿Qué?
—Que si estás bien. Es que pareces… —hubiera querido decir «una loca», pero se mordió los labios—, enferma.
De la garganta de Helen salió una voz rasposa.
—¡Ocúpate de tus asuntos, Dunmore!
—Si eso es lo que quieres… sigue babeando y poniéndote en ridículo —señaló en dirección a Colin y Jerome—. Ellos por lo menos se están divirtiendo.
¿Por qué tendría que estar haciendo de buen samaritano, y precisamente con Helen? «Bien sabes por qué —le dijo una maliciosa vocecita en su interior—. Ella podría contarte algo interesante. Por ejemplo, sobre la noche anterior. O sobre su muerte. Y luego le habrías preguntado cuál era su nombre, ¿no? Y entonces habrías podido borrar de la lista a uno de los muchos desconocidos».
Se frotó la cara con las manos. «Madre mía, estoy muerto». Por lo menos logró que Helen fingiera ser un poco más normal. Se sentó erguida con la boca cerrada y los puños apretados.
—Nick, eres un aguafiestas —lo saludó Colin—. ¿Qué te traes con Helen?
—Cállate. La he notado muy demacrada y por eso me ha acercado a ella… No te comportes como si tuvieras doce años.
—Vale. ¿Y qué más? ¿Novedades?
—No.
Nick examinó a Colin de arriba abajo. Por supuesto que no parecía pálido, su piel tenía un enfermizo tono gris.
—Ayer fue un día estupendo —dijo Colin.
—Podría decirse que sí. Y una noche espléndida.
Al menos podía fingir que lo había sido, al menos podía fin­gir que había estado ahí en lugar de en el cementerio donde solo se cagó en los pantalones.
—Sí, la noche —caviló Colin—. Estuvo genial. Nunca pensé que fuera a ser así. ¿Y tú?
—No, tampoco yo.
«¡Oh, vamos, dame algunos detalles!».
—Y eso ha sido solo el principio —dijo Colin—. Puedes estar seguro.
—Sí. Claro. Tengo curiosidad por saber qué viene ahora. ¿Tú qué piensas?
Colin se encogió de hombros.
—¿Crees que soy adivino?
«No tiene sentido». Nick no podría sacarle a su amigo más que indirectas. Aunque, posiblemente, tendría ganas de hacer algunas suposiciones.
—Me encantaría saber detrás de qué nombre se esconde Helen —susurró con voz tan baja que nadie salvo Colin podría escucharlo.
—Bueno, eso sería interesante. No todos andan por ahí con el mismo rostro. Yo tampoco lo haría si fuera Helen —Nick entendió la alusión y abrió la boca, pero la volvió a cerrar a toda velocidad. Colin sonrió—. No tienes de qué preocuparte. Sé que no eres tú. Él ya lleva mucho tiempo en el juego. Pero creo que solo unos cuantos se han dado cuenta de ello.
Guardó silencio al ver acercarse a Jerome.
—¿Conversaciones confidenciales? —preguntó.
—¿Estás loco? —replicó Colin—. ¿Crees que no conozco las reglas?
—Podría ser.
Jerome rió con sarcasmo. Helen lo siguió con una mirada triste.
—Tiene razón —dijo Colin—. Lo mejor es mantener el pico cerrado. Pero Jerome ya se ha ido de la lengua y no nos puede hacer nada —sonrió—. Además, a mí no me echarán.
En cuanto sonó el timbre para la primera hora de clase, Nick empezó a contar a todos. Alex estaba, faltaba Dan. Aisha estaba, faltaba Michelle. Después de un examen más aten­to vio que Aisha parecía pálida: traía un pañuelo mal atado a la cabeza y parpadeaba todo el tiempo.
Allí estaba Jamie, claro, y Emily. Faltaba Rashid. El silencio­so Greg estaba allí y evidentemente hacía lo mismo que Nick: observaba cada una de las filas y tomaba notas mentales. Des­pués empezó la clase de Matemáticas del señor Fornary y Nick tuvo que posponer sus investigaciones.
La máquina de café era la última salvación, pero desde lejos Nick pudo ver la larga fila que se formó ante ella. «Maldi­ción». Necesitaba con urgencia algo que le ayudara a soportar tres horas de clase.
Jerome estaba de pie frente a la ventana y aplastaba con la mano una lata vacía de Red Bull. «Chico inteligente, Jerome». Al siguiente día Nick también se aprovisionaría de bebidas ener­géticas. Entre bostezos, se dejó caer en una de las bancadas del aula. Era la primera vez desde hacía tiempo que no se pasaba un descanso entre clase y clase completamente solo. Jamie hablaba con Eric Wu; por lo menos Emily no estaba con ellos en esta ocasión. Colin se esforzaba en llamar la atención con su silencio, y caminaba observando a través de los pasillos. Cuando Nick lo vio por última vez, una chica de algún grupo inferior se había convertido en objeto de su interés. Se llamaba Laura, si Nick no se equivocaba. E iba cargando con un pequeño paquete.
Miró el reloj. Todavía faltaban cinco minutos para la si­guiente hora, tiempo suficiente para ir al retrete.
El baño era escenario de una acalorada discusión. Nick, que ya tenía en la mano el pomo de la puerta, dio un paso atrás.
—… no puedo hacerlo y punto. Déjame en paz.
—¡Pero no es lógico! Copíamelo otra vez y así por lo menos podré intentarlo; tampoco se lo diré a nadie.
—He dicho que no.
—¡Oye, qué pesado eres! ¡No pasa nada y lo sabes!
—Que no. ¿Por qué tengo que romper las reglas por ti? Sa­bes que él lo averiguaría. Siempre lo averigua.
De golpe se abrió la puerta y un chico, cuyo nombre Nick desconocía, salió corriendo. Justo detrás apareció uno de los alumnos más jóvenes, Martin Garibaldi, con las gafas ladea­das y la cara roja como un tomate.
—¡Espera por lo menos! —lo llamó y corrió detrás de él.
Nick observó cómo los que discutían se abrían paso entre los alumnos en el patio del instituto. Era muy fácil reconocer quién era jugador y quién no: los no jugadores parecían aton­tados, los jugadores sonreían y se encogían de hombros. Cuando Nick se dio la vuelta, descubrió que Adrian McVay estaba a su lado, aguardando a que advirtiese su presencia.
—Hola, Adrian.
El aspecto del muchacho hizo que se conmoviera de una forma muy especial. La vida lo había tratado muy mal y eso se dejaba ver a la legua. Le hacía falta un muro protector, una fachada más tranquila. Algo en Nick hacía que cada vez que se topaba con Adrian lo recibiera con los brazos abiertos.
—¿Puedo preguntarte algo, Nick?
—Por supuesto.
—¿Qué hay en los DVD que os andáis intercambiando todo el tiempo?
Nick tomó aire y dijo lo primero que le vino a la mente.
—No andamos intercambiándonos nada.
«Eso es cierto. Copiamos y distribuimos, que es muy distin­to, ¿no?».
—Bueno, está bien. Pero la gente se anda pasando DVD unos a otros. ¿Podrías decirme qué tienen?
—¿Y por qué me lo preguntas justamente a mí?
—Tampoco lo sé —Adrian alzó las comisuras de la boca, esbozando una sonrisa—. La verdad es que no eres el primero a quien le pregunto.
—Pero ¿los demás no te han dado ninguna respuesta?
Negó con la cabeza.
—Y por lo visto tú tampoco me la darás, ¿no?
—No puedo. Lo lamento mucho. Lo siento.
Colin se acercó con un ademán de saludo y las cejas alzadas e interrogantes. «No pensó Nick—, no me estoy yendo de la lengua». ¡Cielos!, ¿estaba Colin vigilándolo? ¿Se imaginaría que en cada conversación que tuviera con cualquier otro esta­ría rompiendo las reglas?
Adrian contempló pensativo sus manos.
Todos decís que no podéis. ¿Es verdad? ¿O simplemente no queréis?
He escuchado por ahí que alguien ya te había ofrecido el DVD. ¿Por qué no lo cogiste, si tanta curiosidad tienes?
La pregunta borró la sonrisa de la cara de Adrian.
Porque conmigo no se puede. Eso es lo que pasa.
¿Aunque ni siquiera sepas de qué se trata, qué contiene? Perdona, pero no me lo trago.
Transcurrieron algunos segundos hasta que Adrian respon­dió. Habló en voz baja.
Lástima que no pueda explicártelo. Es de locos, lo sé. No puedo aceptar el DVD, pero realmente sería importante para mí saber qué contiene.
Sonó el timbre que anunciaba la siguiente clase. «Qué suer­te». La conversación se iba volviendo cada vez más incómoda y a Nick le alegraba poder irse con una sonrisa y algunas pala­bras que no decían nada.

Casi se quedó dormido en Física y también en Psicología.
¿Qué quería el pequeño McVay que le dijeras? pregun­tó Colin en la pausa anterior a la clase de Literatura inglesa.
Nada en especial mintió Nick, otra vez con el inexpli­cable impulso de obligarse a proteger a Adrian. Y a sí mismo, por supuesto, dicho sea de paso—. Solo quería hablar.
Colin se quedó satisfecho, aunque con las escépticas cejas levantadas, pero no importaba. Nick no tenía que rendirle cuentas, por ningún motivo, mucho menos si se creía que te­nía el papel de protector de las reglas, «el muy idiota».
Cuando se mencionó el nombre de McVay, Emily se giró rápidamente y miró a Nick de hito en hito. Casi con despre­cio. ¿Por qué hacía eso, así, de repente?
Entonces comprendió. «Claro, Jamie le habrá dicho que ya pertenezco a los poseedores de los misteriosos DVD». Ella habría entendido por qué la llamó ayer y se habría dado cuenta de que sus palabras nada tenían que ver con el nú­mero de Adrian. «Mierda. ¿Por qué Jamie no puede callarse la boca?».
El señor Watson entró en el aula con un montón de libros bajo el brazo. Su mirada también era escrutadora y a Nick le pareció que contaba los lugares vacíos y asentía con la cabeza como si conociera la situación.
—¿Cómo les va? —preguntó y no se dio por satisfecho con el vago murmullo generalizado que obtuvo como respuesta—. Faltan seis alumnos, si no me equivoco. ¿Alguno de ustedes tie­ne una idea de por qué? En las otras clases también ha faltado mucha gente por una extraña enfermedad. Pero, según el médi­co del instituto, no hay ninguna epidemia gripal ni de gas­troenteritis.
—Ni idea —respondió Jerome.
—Sin embargo, usted mismo estuvo enfermo la semana pa­sada, ¿no es cierto? ¿Qué fue lo que le pasó?
Jerome, sorprendido, se quedó callado.
—Dolor de cabeza —dijo después de pensarlo un poco.
—Ah, sí, dolor de cabeza. ¿Y ya se le ha pasado?
—Sí, señor.
—En ese caso saquen sus libros. Esperemos que hayan leído el soneto número dieciocho como acordamos: Shall I compare thee to a summer's day…
Buscaron en sus mochilas. Nick obviamente había olvidado leer el poema y esperaba que Watson no lo llamara. No po­dría sacarse de la manga ninguna interpretación con la cabeza tan revuelta como la traía en ese momento.
El grito le sobresaltó como una descarga eléctrica y no solo a él, sino que todo el grupo dio un salto como si hubiera reci­bido un latigazo.
Aisha se llevó las manos temblorosas a la boca, tenía la tez tan blanca que parecía a punto de desmayarse.
—¿Qué ha pasado?
El señor Watson, igual de asustado que los demás, se dirigió a ella. Eso hizo que Aisha saliera de inmediato de su asombro. A toda velocidad, extrajo algo de entre las páginas de su libro y lo estrujó en sus manos.
—No es nada —dijo rápidamente—. Creí haber visto una araña. Pero todo está bien —su voz temblorosa y las lágrimas que se limpió de la comisura del ojo la traicionaron.
—¿Me podría usted enseñar lo que tiene en la mano?
El señor Watson se encaminó directamente hacia Aisha.
Muda, sacudió la cabeza. Y, entonces, comenzaron a correr ríos de lágrimas por sus mejillas.
—Aisha, por favor. Quiero ayudarte.
—No pasa nada. Solo me ha dado un susto. De verdad.
—Enséñamelo.
—No puedo.
El señor Watson extendió la mano.
—Quedará solo entre nosotros. Lo prometo.
Sin embargo, Aisha se empecinó en su negativa.
El señor Watson cambió de táctica y dejó a Aisha en paz, para dirigirse a todo el grupo.
—Aisha no quiere hablar del tema, de lo que la trastorna, pero quizá alguno de ustedes podría hacerlo. La ayudarían si, por alguna razón que desconozco, está obligada a callar —fijó la mirada en cada uno de ellos—. Somos una comunidad. Si uno de nosotros tiene algún problema, debe importarnos.
Al principio nadie respondió. La clase estaba silenciosa como pocas veces, Aisha sorbió sus mocos haciendo ruido. Greg le ofreció un pañuelo desechable que ella cogió sin gi­rarse a verlo.
—A lo mejor está en «esos días» —dijo Rashid.
Sonaron unas risas sueltas por aquí y por allá.
Rashid sonrió.
—Podría ser.
El señor Watson le lanzó una mirada larga e inexpresiva, hasta que el chico bajó los ojos. Fue en ese momento cuando Nick entendió por qué algunas de las jovencitas se pintaban los labios antes de la clase de Literatura inglesa.
—Ya veo que fue una tontería el preguntarles —dijo el pro­fesor—. Pero, para ser justos, quiero que sepan que haré todo lo necesario para descubrir por qué razón Aisha está tan alte­rada. De verdad espero que ninguno de ustedes tenga algo que ver con esto.
Se sentó ante su escritorio y abrió el libro.
—Señor Saleh, por favor, lea el soneto número dieciocho y denos su interpretación de lo que haya leído. Una vez que haya terminado de plantearnos su explicación, solo espero que alguien más quiera hablar sobre el soneto.
Al final de la clase, Jamie salió al paso de Nick en la puerta del pasillo.
—¿Tienes alguna idea de lo que ha pasado con Aisha?
—No, ¿por qué? Tengo tan poca idea como tú sobre lo que la asustó.
—No estoy hablándote de eso. Me refiero a todo lo que tie­ne que ver con este asunto. Se trata de lo del DVD, ¿no crees? Con el juego ese.
—Ni idea —masculló Nick e intentó pasar de largo a Jamie para alejarse. Pero este lo detuvo por la manga.
—Es que hay algo realmente muy extraño en toda esta si­tuación —dijo—. Vamos, Nick. ¿No podemos hablarlo? Aisha no es la única a quien he visto llorar hoy. A una chica de primero de secundaria le pasó algo muy parecido. Encontró no sé qué en su mochila y eso la dejó completamente deshe­cha, y por ningún motivo quiso hablar del tema o enseñárselo a alguien.
—Sí, ¿y qué? —preguntó Nick.
Se sacudió la mano de Jamie de la manga, pero de todas maneras permaneció ahí parado. Colin y Rashid no estaban cerca, y el barullo de la clase era tan escandaloso, que nadie hubiera podido escucharlos.
—Sinceramente, ¿crees que Aisha dice la verdad? —el ros­tro de Jamie mostraba más regodeo que preocupación—. Una araña, sí, cómo no. Tú también la viste, igual que yo: escon­dió un papel en su mano.
—Quizá era un dibujo de una araña —bromeó Nick, pero al instante se sintió estúpido y negó su chiste con la mano—. Está bien, también vi el papel. Pero no tengo ni idea de qué pue­da tratar. A lo mejor su novio la ha dejado por carta.
Jamie sonrió indulgente.
—Ya, hablando en serio, deja de comportarte como un idiota. Desde hace unos diez días están pasando cosas muy raras. Desde que el juego anda rondando por todos lados. Tienes que haberte enterado.
—Oye, en serio, lo tuyo es manía persecutoria.
Jamie lo miró pensativo.
—Qué lástima —dijo—. Ayer debería haber aceptado tu ofrecimiento y quedarme con ese DVD. Y así ahora tendría algo en las manos para poder ir a ver al señor Watson.
—Bueno, pues mala suerte. Pero ¿sabes qué? Te estás imagi­nando cosas que no son —dijo Nick. «El juego es realmente mucho más astuto que tú, Jamie Cox, y te hubiera engañado sin ningún problema».

La cafetería del instituto estaba repleta, a pesar de los muchos casos de enfermedad. Gracias a su estatura y porque hoy no estaba de humor para ser cortés, en un lapso menor de cinco minutos Nick consiguió un plato de ensalada y una bandeja de pasta indefinible. «¿Y ahora?». En una situación normal, se habría sentado con Jamie o con Colin, pero en este momento eso estaba fuera de toda consideración.
Miró en derredor y se tambaleó un poco al descubrir a Emily en una de las pequeñas mesas. Ella lo saludaba agitando la mano, y casi deja caer la bandeja para devolverle el saludo, pero hubiera sido un desperdicio: no le saludaba a él sino a Eric, quien de inmediato puso rumbo hacia su mesa. En cues­tión de segundos, se hallaban inmersos en una conversación como si apenas la hubieran interrumpido.
Nick perdió el apetito. Soltó de mala gana su bandeja en el primer sitio libre que encontró y fijó la mirada en la comida. «Alimento escolar de porquería». Tendría que arrojárselo a Eric a la cabeza.
—¿Está libre este sitio?
El universo tenía algo contra Nick Dunmore, eso seguro. Con una sonrisa afectada, Brynne colocó su plato de ensalada sobre la mesa y junto a este puso un vaso de agua.
—¡Oh, espagueti! —dijo, como si nunca hubiera visto algu­no—. Buen provecho.
Al parecer la comida no estaba tan mal. Nick pudo metérse­la en la boca y de esta manera ahorrarse las respuestas a sus preguntas tontas.
—¡Qué numerito montó Aisha! ¿Pudiste ver lo que tenía en la mano?
Nick negó con la cabeza y envolvió más espaguetis en su tenedor. La salsa blanca en la que nadaban distaba mucho de saber a champiñones.
—No tiene la menor importancia. Aunque yo, por lo me­nos, no me habría comportado de esa manera.
La chica esperaba una señal de aprobación, pero Nick estaba completamente concentrado en su ensalada bañada en vinagre.
¿Por qué no podía ser como Colin? Él se habría limitado a decir: «¿Sabes qué, colega?, ¿por qué no te esfumas?», y se ha­bría quedado tan tranquilo. Sin embargo, Nick habría llevado fatal la expresión de dolor que vería en el rostro de Brynne y su remordimiento de conciencia.
—¡Hola! ¿Hay alguien en casa?
La mano de Brynne hizo movimientos de lado a lado ante los ojos de Nick.
—Sí. Lo siento. ¿Qué has dicho?
«Soy un cobarde de mierda».
—Te he hecho una pregunta —dijo, poniendo énfasis en la última palabra.
—Ah, discúlpame, estoy hecho polvo. ¿Qué quieres saber?
—Que si no hay algo que me tengas que decir.
«¿Cómo, perdón?». ¿Que si él tenía algo que decirle a ella?
—¿Quieres decir que tengo que darte las gracias? ¿Por eso? De acuerdo, gracias. ¿Satisfecha?
La sonrisa de Brynne se desvaneció lentamente. Se echó el pelo hacia atrás y apretó los labios. ¿Y ahora qué pasaba? ¡Ha­bía sido amable con ella!
—Me he estado preguntando qué pasa entre Jamie y tú —em­pezó a decir Brynne tras unos segundos de silencio.
—¿Qué va a estar pasando? Nada. Nada de nada.
Ella le lanzó una mirada de complicidad.
—Sí, cómo no. Os habéis enfadado por… ya sabes, por eso. ¿No es cierto?
Nick no respondió, y Brynne lo tomó por un sí.
—Que no te importe tanto. Tienes un montón de amigos que no necesitas. En realidad, él no es una de las personas más popula­res por aquí, que digamos. ¿Has visto los zapatos que lleva puestos?
Se rió medio en serio. Lo estaba enredando, también con toda seriedad, en una conversación sobre el feo estilo de vestir de su mejor amigo. Nick lanzó el tenedor sobre la pasta aguada y echó su silla para atrás.
—Creo que ya tengo suficiente. Si por casualidad quieres seguir hablando mal de Jamie, búscate a otro.
—Oye, no es para tanto…
No escuchó más, ya estaba en camino hacia la salida pero aún tenía que pasar por donde estaba Emily, que ni siquiera se ha­bía percatado de su presencia. Con la barbilla apoyada en sus manos y la cabeza ligeramente inclinada, escuchaba a Eric, que hablaba como si le hubieran dado cuerda.
«A casa —pensó Nick—. A golpear contrincantes hasta que se queme el disco duro».
Solo que, después del mediodía, aún le quedaban dos horas de clase. Si pudiera escabullirse. Dio vueltas en la cabeza a las posi­bles ventajas que estarían obteniendo los que habían faltado al instituto. Sin embargo, si aguantaba hasta el final quizá podría darse el lujo de fingir una enfermedad mañana. «No, maldita sea». Mañana debía entregar el trabajo de Química. «¡Mañana!».
Bueno, por lo menos hoy ya estaba claro cómo pasaría su pausa del mediodía. Cogió la mochila y buscó un lugar tran­quilo en la biblioteca, junto al ventanal.
Sacó dos libros de la estantería y empezó a copiar, aunque cambiando las palabras de las oraciones tanto como podía. «¡Ya ves! No era para tanto». Ya había logrado escribir medio folio. Había una gráfica que podría incorporar y que le daría un aspecto más profesional a su trabajo.
Copió, continuó escribiendo y logró redactar dos páginas. Seguro que no eran muy buenas pero ya estaban disponibles. Satisfecho, Nick miró a través de la ventana hacia el patio del instituto mojado por la lluvia, como si pudiera encontrar ahí la inspiración para escribir dos páginas más. Pero lo único que vio fue a Dan, quien por cierto había faltado a clase. Y ahora estaba ahí quieto como si nada, solito. «¿Por qué no está la abuelita tejedora ante su ordenador?».
Nick observó cómo Dan se agazapaba tras el seto que separaba el patio del instituto del aparcamiento. Tenía algo en la mano. ¿Unos prismáticos? No, era una cámara de fotos. Apretó los ojos para poder ver mejor. Dan hizo una foto a algo que se encontra­ba en el aparcamiento. Por desgracia, Nick no pudo reconocer qué era: el ala derecha del edificio del instituto lo tapaba.
Un instante después, la abuelita tejedora bajó la cámara y miró a su alrededor. Deambuló en medio del patio y escrutó las ventanas de la clase que estaba a ras del suelo.  Se quedó parado ante una de ellas y de nuevo tomó varias fotos antes de entrar al instituto y desaparecer del campo visual de Nick.
A él le habría encantado saltar rápidamente de la silla y des­lizarse por la barandilla de la escalera para interceptar a Dan y preguntarle sobre lo que estaba haciendo. Solo que este no soltaría la lengua.
«Pero no sería ningún problema quitarle la cámara y echar un vistazo a las últimas fotografías que había hecho». No, no lo haría. No.
En lugar de eso, Nick giró la hoja en la que quería conti­nuar trabajando.
En la página de la izquierda escribió DAN, y enseguida dibujó un signo de igual. Un cuarto de hora más tarde ya había anotado un montón de ecuaciones. A decir verdad, no tenían ninguna base matemática, pero sin duda eran mucho más interesantes.

DAN = ¿Sapujapu? No, es demasiado simpático. ¿Drizzel? Es posible. Tal vez hasta Blackspell.
ALEX = Ni idea. ¿Quizá un lagarto? ¿Gagnar? O un elfo negro: ¿Vulcanos? Podría ser cualquiera. Todo es posible.
COLIN =  Lelant. Aunque para serlo hoy estaba muy contento. Se siente invulnerable. Pero quién sabe lo que pasó por la noche. ¿Puede ser entonces BloodWork? ¿O Nurax?
HELEN = ¿Aurora? Entonces está muerta. ¿Tyrania? Sería posible. ¿Arwen's Child? Me parto de la risa.
JEROME = ¿LordNick? Pero ¿por qué?
BRYNNE = Feniel, probablemente, porque es una estúpida antipática. O Arwen's Child. O Tyrania.
AISHA = Probablemente muerta y por eso está deshecha. ¿Aurora?
RASHID = ¿Drizzel? ¿BloodWork? ¿Blackspell? ¿Xohoo?

Nervioso, Nick arrojó su bolígrafo sobre la mesa. Cada una de estas suposiciones debía hacerse entre signos de interrogación. No podía clasificar inequívocamente a ninguno de los persona­jes del juego. También era muy posible que no se hubiera encontrado a Colin ni una sola vez en Erebos, ni a mucha gente que yacía en el cementerio, ni a los miembros del círculo privi­legiado. ¿Quiénes eran, por ejemplo, Beroxar y Wyrdana?
No, no tenía ningún sentido. Debía dejar de romperse la cabeza. Era mejor trabajar un poco y después, con la concien­cia tranquila, sumergirse otra vez en Erebos.
Nick cogió otra hoja de papel y continuó escribiendo sin entender completamente de lo que se trataba. Ya tenía tres hojas y media terminadas cuando sonó el timbre para entrar a clase. No estaba tan mal, el resto lo sacaría por la noche y lue­go lo pasaría en dos minutos al ordenador. «Seguro que fun­ciona. De alguna manera».

Cada día que pasa mi realidad vale menos. Es intensa y sin or­den, es imprevisible y ardua.
¿Qué puede hacer la realidad? Dar hambre, sed, insatisfacción. Provocar dolor, transmitir enfermedades, obedecer leyes ridículas. Pero, ante todo, es finita. Siempre lleva a la muerte.
Lo que cuenta y da fuerza son otras cosas: las ideas, las pasiones e, incluso, la locura. Todo lo que se eleva por encima de la razón.
Yo le retiro mi beneplácito a la realidad. Yo le niego mi colabo­ración. Yo me entrego a las tentaciones de los que aspiran a algo que está más allá de este mundo y me lanza con todo el corazón a la infinitud de lo irreal.

Capítulo 14

—Te estaba esperando.
Cuando Sarius regresó, el mensajero estaba sentado en una de las sillas de la habitación de la posada. El sol se hallaba cer­ca del horizonte y lanzaba sus rayos color miel a través de los cristales de la ventana.
—Dicen que fue un día interesante. Cuéntame, Sarius. ¿Pasó algo fuera de lo habitual?
Era evidente que el mensajero no aceptaría un «no» como respuesta.
—Aisha, una compañera, tuvo algo parecido a un ataque de nervios.
—¿Sabes por qué?
—No exactamente: encontró algo en su libro de Literatura inglesa y se asustó. No pude ver qué era.
La respuesta pareció complacer al mensajero.
—¿Qué más sucedió?
—Vi cómo Dan Smythe hacía unas fotos a hurtadillas… de algo que estaba en el aparcamiento.
—Bien, ¿qué más?
Sarius meditó. «¿Qué más debía contar?».
—Infórmame sobre Eric Wu. O sobre Jamie Cox —el men­sajero le dio una rápida indicación.
«Ya lo sabe todo —comprendió Sarius—. Y me está ponien­do a prueba».
—Estuvieron hablando entre sí.
—¿Sobre qué?
—Ni idea.
—Lástima.
Con un ágil movimiento, el mensajero se levantó de la silla. En la pequeña habitación parecía tener una estatura sobrehu­mana. Cuando llegó a la puerta miró hacia atrás, como si se le hubiera ocurrido algo.
—Me preocupo —dijo—. Erebos tiene enemigos y se están volviendo más fuertes. Tú conoces a algunos, ¿no es cierto?
Los pensamientos chocaron en la cabeza de Sarius. No esta­ba dispuesto a hablar de Emily ni de Jamie. «No, para nada. ¿Tal vez sobre Eric?». No, tampoco lo haría. Pero debía decir algo, rápido, pues el mensajero parecía impacientarse.
—Creo que el señor Watson no aprueba Erebos… Aunque es un hecho que no sabe gran cosa, pero le está haciendo mu­chas preguntas a la gente.
—Es una información muy valiosa, gracias —la sonrisa del mensajero se mostró casi cálida—. Anda, pues, date prisa. Quien me traiga una pluma del halcón de oro recibirá una buena recompensa.
—¿Qué halcón de oro? —quiso saber Sarius, sin embargo, el mensajero ya le había dado la espalda y, sin añadir una pa­labra más, abandonó la habitación.
Sarius empezó a hacer averiguaciones. Con el panadero se ente­ró de que tenía que dirigirse hacia el sur y cuidarse de las ovejas. «El primer defecto de este mundo —pensó Sarius—. ¡Ovejas!».
Una pedigüeña a la que regaló una moneda de oro le dijo que debía encontrar un arbusto color rosa. La búsqueda resul­tó muy laboriosa y ardua. Pero, después de poco más de una hora, Sarius ya había recabado suficiente información para to­mar el camino correcto. Cuando menos lo esperaba. De pron­to, algo lo interrumpió y, como siempre, era el mundo exte­rior el que lo molestaba.
Su móvil.
«Jamie».
Sarius lo ignoró. Tenía mucho que hacer, debía salir de la ciudad. Ojalá su espada fuera lo bastante sólida para resistir el ataque del halcón de oro.
Después de otra hora comenzó a mostrarse más perspicaz. Había estado caminando en la dirección que el vigilante de la puerta de la ciudad le había mostrado ante la muralla. «Hacia el sur». Caminó y caminó pero no encontró ni las ovejas ni el halcón. Al contrario: fue el halcón quien lo encontró a él.
Sin previo aviso se dejó caer del cielo una enorme y res­plandeciente ave de oro, que brillaba como un meteorito. Sarius trató de ponerse a resguardo, pero no tuvo oportuni­dad. Estaba quieto en mitad del campo y el halcón lo atra­pó con sus garras, lo levantó un poco en el aire y luego lo dejó caer. La mayor parte de su cinturón se volvió gris y luego negro.
Tenía que arrastrarse y alejarse, rápido, antes de que fuera demasiado tarde. El estridente chillido del ave y el tormento­so chirrido que sus heridas le provocaron incrementaron su tormento. El elfo apretó los dientes. Aún tenía algo de pócima curativa, solo debía sacarla de su talega antes de que el halcón volviera a atraparlo.
Sin embargo, su adversario no le dio tiempo: voló en círculo muy en lo alto del cielo como un dragón resplandeciente y se lanzó en picado. Sarius desenvainó su espada mientras veía cómo el halcón caía sobre él con ganas de destrozarlo en un instante. No podría soportar una herida más.
El choque fue duro y metálico, el chirrido que provocó la herida se volvió insoportable, pero aún seguía sonando; eso era bueno, significaba que aún estaba vivo. Al siguiente ins­tante, el halcón preparó su tercera embestida, y sería la últi­ma. Una picadura de mosquito, en el estado en que se encon­traba, bastaría para matar a Sarius.
«No, por favor, por favor no». Apresurado, revolvió su tale­ga; tenía que encontrar la pócima curativa, pues el ave atacaba de nuevo, aunque quizá tuviera tiempo suficiente, claro, si se daba prisa…
La pócima hizo efecto con gran lentitud. Poco a poco le vol­vió el color, el chirrido fue disminuyendo, y cada vez se fue aligerando más y más. Mientras tanto, el halcón nuevamen­te tomó altura y se preparó en posición de ataque. Aunque ya no tenía sentido, Sarius intentó subirse al árbol más cercano al tiempo que el ave se le lanzaba encima y ocupaba gran par­te de su campo visual.
El mensajero salió de la nada como era su costumbre, y ha­bló:
—¿Debo detenerlo?
—¡Sí, rápido, por favor!
Era sorprendente. Sarius sobreviviría y sabría que contaba con el mensajero.
—Sin embargo, tienes que hacer algo para mí.
—Claro. Encantado.
Sarius habría aceptado de cualquier manera, entonces ¿por qué el de los ojos amarillos no espantaba a la bestia? El halcón se precipitaba hacia él a toda velocidad…
—¿Lo prometes?
—¡Sí¡ ¡Sí! ¡Sí!
Con un ligero movimiento, el mensajero alzó el brazo y el halcón dio un vertiginoso giro a la izquierda, agitó las alas va­rias veces, ascendió aún más alto y, poco a poco, desapareció de la vista del elfo.
—Entonces, sígueme.
El efecto de la pócima curativa comenzaba a sentirse. La se­ñal del cinturón de Sarius casi estaba recuperada, y el chirrido ya solo era un zumbido. El mensajero lo llevó a un árbol que se hallaba a unos pasos y ambos se detuvieron bajo su sombra.
—Cuanto más asciendas de grado, más exigentes se volve­rán los encargos que te haga. Es obvio, ¿verdad?
—Sí.
Esta vez se trataba de una tarea que Nick Dunmore tenía que cumplir.
—Si haces bien las cosas, pasarás a ser un siete. Así podrías formar parte de la alta sociedad.
—Qué bien.
—Este es el encargo: Nick Dunmore debe invitar a Brynne Farnham a salir. Tiene que encargarse de que ella se sienta bien y pase una buena noche. Tiene que hacerle creer que ella le gusta.
«¿Brynne? Pero ¿por qué? ¿Qué tiene que ver eso con Ere­bos?». Sarius titubeó antes de responder. No entendía la razón del encargo y el solo hecho de imaginárselo le revolvió el estó­mago. «Todos van a enterarse. Sin duda Emily va a enterarse, porque Brynne se lo contará a todos…».
—¿Y bien? ¿Por qué no respondes?
—No estoy seguro de haberlo entendido. ¿Por qué Brynne? ¿Cuál es la razón?
Parecía como si una nube tapara el sol. El mundo se tornó gris.
—No estás negociando con inteligencia, Sarius. Detesto la curiosidad.
—Bueno, está bien —se apresuró a decir—, lo haré… De acuerdo.
—No regreses antes de haber cumplido con tu encargo.
De la misma manera como espantó al halcón, el mensajero levantó la mano y la oscuridad descendió sobre el horizonte.

«¡Brynne! —Nick se frotó la cara con las manos y se lamen­tó—. ¿Por qué no podía ser Michelle, por lo menos? ¿O Gloria? Alguna de las simpáticas, de las que no llaman la atención. No, debo lidiar con Brynne y sus poses».
Si hacía lo que el mensajero le había exigido, no se la quita­ría de encima, eso le quedaba perfectamente claro. Además, Brynne se lo contaría a todo el mundo, como siempre hacía, y Emily se alejaría de él. Aunque para eso antes debería habér­sele acercado en alguna ocasión.
Confuso, Nick fijó la mirada en la negra pantalla del orde­nador. ¿Qué podría ganar el mensajero al encomendarle una tarea tan disparatada y molesta? ¿Quería amonestarlo? ¿O solo poner a prueba su obediencia?
Tuvo que aceptar. «¿Qué tipo de cita será? ¿Ir a sentarse a un café y hablar de tonterías? ¿Comerse unas hamburguesas en McDonald's? ¿Pasear por la orilla del Támesis cogidos de la mano? Oh no, Dios me libre». Tampoco debía ir al cine, ahí quedaría privado de cualquier posibilidad de escape y perdería la conciencia a causa de los efluvios del perfume de Brynne.
«Está bien: café y tonterías. Por lo menos habrá una mesa entre los dos». La dejaría hablar a tontas y a locas, y asentiría, y tal vez hasta sonreiría. «Para que ella se sienta bien y pase una buena noche».
A Nick le pareció que un grado era muy poca recompensa por esta tarea. Sacó su móvil y comprobó sorprendido que te­nía grabado el número de Brynne. Presionó la tecla de marcar, pero decidió colgar en el preciso instante en que se estaba ini­ciando la conexión. No tenía ganas de hablar con ella. Con hacerlo mañana estaría bien. ¿Por qué debía arruinarse la noche?
«¿Y si mejor llamo a Jamie?». Exacto, podría echarle en cara sus preocupaciones por Erebos. «No».
Lo único que verdaderamente quería hacer era jugar, el resto podía dejarlo a un lado una vez más por hoy.
Nick tomó su iPod, se puso los auriculares y pensó en Emily. «Una cita con ella, ese sí que sería un encargo».

El asunto con Brynne nubló los pensamientos a Nick hasta tal punto que el trabajo de Química pasó a segundo plano. No fue sino hasta después de la cena cuando recordó que te­nía que entregarlo a la mañana siguiente. Se sentó frente el ordenador, transcribió las páginas que había escrito a mano, buscó el resto de la información y consiguió algunas fotogra­fías en Internet para añadirlas al resto. Después imprimió el trabajo completo y confió en que por alguna razón la señora Ganter considerara que su galimatías merecía un diez. Odia­ba la Química.
Y no había que olvidarse de Brynne. A ella también la odiaba.
Al día siguiente, después de la clase de Química, le salió al paso con cautela, poniendo mucho cuidado en que Emily no estuviera a la vista.
—Hola —dijo. Toda la cara le dolía por sus falsas sonri­sas—. Quería preguntarte algo.
Los ojos de Brynne eran dos grandes reflectores azules lle­nos de expectativas.
—¿Sí? —susurró.
—¿Qué te parece si hoy… después del instituto… salimos juntos? Podríamos ir, no sé, a tomar un café.
—¡Oh, sí, claro! Increíble.
Brynne pronunció esta última palabra, según la impresión de Nick, más para sus adentros que dirigiéndose a él.
—Por ejemplo, en el Café Bianco. Podríamos ir ahí en cuan­to salgamos de clase —propuso Nick.
—Bueno, en realidad me gustaría ir a casa para cambiarme y esas cosas.
«Qué infierno, tardaría dos horas en pintarse las uñas y en meterse en la falda más estrecha y corta que pueda encon­trar».
—¿Sabes, Brynne? —dijo y trató de sonreír de oreja a ore­ja—, creo que no necesitas hacerlo, para nada. Vámonos di­rectamente desde aquí. Si paso por casa —embizcó los ojos—, puede ser que caiga en la cama muerto de cansancio. La ver­dad es que no estoy durmiendo mucho en los últimos días.
«¿Lo habrá tomado como una excusa? No, seguro que no».
Ella rió a medias y le guiñó un ojo con complicidad.
—¿Y tú crees que yo sí? Para mí, la palabra dormir en estos tiempos está en otro idioma.
Acordaron encontrarse después de la clase de Arte en la estación de metro. Nick tenía la esperanza de que nadie los viera juntos.
Tres minutos después, descubrió que Brynne hablaba con grandes gestos con Gloria y Sarah en la puerta de la clase de Física. También era obvio de qué se trataba… Se giraba a mi­rarle constantemente.
Más tarde, cuando Nick se encontraba sentado en el rincón más apartado del comedor del instituto, tragándose un sándwich de atún sin mucho apetito, Jamie se le acercó. No ha­bían cruzado palabra y, si Nick era honesto, tendría que acep­tar que era por su culpa. El trabajo de Química y la cita con Brynne le sentaron tan mal a su estómago que no tenía mu­chas ganas de pelear con Jamie.
Sin embargo, ¿quién podría decir a ciencia cierta que habría una pelea? Eran amigos desde hacía mucho y solo estaban en desacuerdo en un punto, eso no tenía por qué arruinar la amistad. «Exacto, eso se lo aclararé ahora».
Jamie estaba pálido y parecía muy serio.
—Qué lástima que ayer no me devolvieses la llamada —dijo.
—Tenía mucho que hacer.
—Sí, claro.
—Y entonces… ¿qué hay de nuevo? —Nick intentó desviar la conversación de un terreno peligroso—. ¿Ya has hablado con Darleen? Lo tenías pensado.
—No. Nick, quiero enseñarte algo.
«¿Enseñar?». Sonaba bien. No sonaba a que Jamie lo quisiera disuadir del juego.
—Está bien. ¿Qué es?
Del bolsillo de su pantalón, Jamie sacó un pedazo de papel doblado en dos y se lo entregó a Nick en la mano.
—Ayer lo encontré pegado en la canastilla de mi bicicleta.
Nick desdobló el pedazo de papel y, por un momento, tuvo la sensación de haber vivido esa situación. Sobre el papel ha­bían dibujado una lápida, no muy bien hecha, pero claramen­te reconocible. El epitafio decía:

JAMIE GORDON COX
murió por curioso y por meterse donde no era bienvenido.
Descanse en paz.

Junto a las letras, el autor había pintado unas manchas de sangre, unas gruesas gotas de sangre que escurrían lápida abajo.
—Qué broma tan estúpida —dijo Nick—. ¿Tienes idea de quién fue?
—No. Creo que tú te sientes más a tus anchas en ese am­biente.
No iba a caer en las indirectas de Jamie.
—La letra no me parece conocida; ni siquiera podría decir si es de una chica o de un…
—Esto es una amenaza, ¿te das cuenta? —lo interrumpió Jamie—. Una amenaza de muerte y, además, una bastante clara. No debo entrometerme y no debo andar metiendo las narices en este juego suyo, si no… —hizo un movimiento con el dorso de la mano como si se cortara la cabeza.
—¿No te lo estás tomando demasiado en serio? —preguntó Nick—. ¡Es una broma de mal gusto! ¿Quién querría matar­te, por favor?
Jamie se encogió de hombros. Parecía realmente contrariado.
—¿Quién asegura que, en todo caso, tiene que ver con… bueno, ya sabes con qué? No puedes estar seguro de nada.
Qué estúpido era que Nick estuviera tan seguro de sí mis­mo. La dudosa obra de arte con toda probabilidad había sali­do de la mano de alguien que había dado un paseo nocturno por el cementerio de Erebos.
—No soy idiota —resopló Jamie—. ¿De qué otra cosa puede tratarse si no? ¿No te das cuenta?, ¿a qué se refiere con eso de que se metió «donde no era bienvenido»?, ¿a que me quejé en la cocina del instituto porque habían puesto muy poca sal en el agua de hervir la pasta?
—De acuerdo, pero ¿vas a tomártelo en serio? Es una tonte­ría, ¡nada más! Alguien quiere espantarte y tú te estás dejando asustar. No es necesario, honestamente.
Jamie lo miró un buen rato antes de decir algo.
—¿Qué le pasó a Aisha? ¿Por qué se puso a chillar hace poco? ¿Y la alumna de primero de secundaria, Zoe? ¿Qué le ocurrió a ella?
—Ni idea. Pregúntales.
Jamie sonrió con amargura.
—Eso es justo lo que acabo de hacer. He hablado con las dos y les he preguntado qué fue aquello que las asustó tanto. ¿Y qué crees? Adivina: no dicen nada. Mudas como los peces.
—Probablemente ya han entendido que alguien les quiso gastar una broma pesada.
—No. Tienen miedo. Ayer me encontré a dos que fueron ex­pulsados del dichoso juego. Tampoco quieren hablar de eso, al menos no ahora. Aunque creo que uno de ellos se lo está pen­sando. Quizá vaya a ver al señor Watson, o por lo menos eso es lo que le propuse.
«No me lo cuentes —pensó Nick—, por favor, cállate. ¿Qué podré hacer si el mensajero me pregunta por ti?».
Miró nervioso por encima de su hombro. Tal vez alguien po­dría estar escuchándolos. No, las mesas cercanas estaban desier­tas y la gente sentada más lejos se concentraba en sus propias conversaciones.
—Ya ves, ¡tú también tienes el cuadro completo de manía persecutoria! —dijo Jamie—. ¿Por qué? ¡Explícamelo!
—¡No hables tan alto! —Nick siseó de manera involunta­ria—. No tengo ninguna manía persecutoria. Lo que pasa es que tú no lo entiendes. Todo es muy complejo… muy emocio­nante, pero es fácil que se vaya al traste y sería una lástima. Por eso, cuando alguien quiere echarles a perder la diversión, puede ser que algunos compañeros reaccionen de forma exagerada.
—¿A esto le llamas diversión? —susurró Jamie y puso ante la nariz de Nick el dibujo—. ¿Esto una diversión? —volvió a doblar el pedazo de papel y se lo metió en el bolsillo del pan­talón—. Se lo daré al señor Watson. Desde lo que pasó con Aisha está muy preocupado, ya ha hablado con algunos alumnos y quiere contactar con los padres. A lo mejor este papelucho le ayuda a descubrir de qué se trata. Quizá reconozca la letra.
—¡Ya!, ¡no exageres!
¿Por qué no entendía Jamie que todo era un juego? Precisa­mente resultaba fascinante porque de vez en cuando miraba la realidad, pero no le tocarían un pelo a ninguno de los jugadores por su culpa.
—Quisiera saber si podré contar contigo a la hora de la ver­dad —dijo Jamie—. ¿Aún somos amigos?
—Por supuesto que somos amigos. Pero esta alarma de páni­co contra uno o dos idiotas que escriben cartas con supuestas amenazas es una auténtica idiotez. Puedes creerme. Si le das el papel al señor Watson, va a exagerar las cosas sin necesidad y entonces solo habrá problemas.
Jamie metió una mano en el bolsillo del pantalón.
—Si los problemas les llegan a las personas adecuadas, en­tonces está bien —dijo y se levantó. Antes de irse, se acuclilló junto a Nick—. ¿No preferirías abandonarlo? Déjalo. No te aporta nada bueno, de algún modo lo presiento.
Nick negó con la cabeza.
—Estás haciendo mucho más teatro del necesario por… esto. Para mí es una aventura, algo que me divierte, ¿lo en­tiendes?
—Pero no puedes decir abiertamente que solo se trata de un juego.
Nick le lanzó una mirada enfurecida, aunque no dijo una sola palabra. «¿Qué sabe Jamie de las reglas? ¡Ser discreto es parte importante del juego! Si hubiera aceptado Erebos y por lo menos le hubiera echado un vistazo, ¡también estaría entu­siasmado!».
—Emily también estaría contenta cuidando a Eric, si lo permitiera —dijo.
Jamie respiró ruidosamente.
—Maldita sea, Nick —dijo, se dio la vuelta y se fue.

Capítulo 15

En el Café Bianco solo había tres mesas ocupadas, y entre los clientes no había ningún rostro conocido. Nick suspiró hondo. Desde que se habían juntado en el metro, la situa­ción había sido pesada porque Brynne no había dejado de hablar. Ahora iban a tomar algo juntos. Nick pagaría su re­fresco de cola e inmediatamente después se iría a casa. El si­guiente reto lo asumiría como un siete.
—… ayer tenía los nervios destrozados. Me da que no le fue bien en alguna pelea.
«¿De quién está hablando?». Nick se lo preguntó y Brynne le lanzó una mirada ardiente.
—¿No me estás escuchando? Hablo de Zoe, la gorda de primero de secundaria. Seguro que estuvo llorando por­que le chorreaban los mocos en la cara —Brynne hizo un gesto de asco—, pero Colin le dijo algo al oído y ella se tran­quilizó.
«Parece que Colin últimamente está metiendo la nariz en todos lados». Una camarera con tres piercings en los labios les tomó nota. Para sorpresa de Nick, Brynne pidió una cerveza.
—A mí me gusta la cerveza, ¿a ti no? —coqueteó ella.
—Mmm —dijo Nick y apartó la mirada a su lado.
«¿Cuánto tengo que estar aquí sentado para que el mensa­jero considere que cuenta como una verdadera cita?». Los cinco minutos que se habían cumplido eran muy pocos. «Maldición».
—De verdad, Colin es un encanto —dijo Brynne en un fin­gido estado de meditación—. Casi tanto como tú.
A Nick se le escapó un atormentado suspiro que intentó compensar con una gran sonrisa. Ella debía sentirse bien, ese era el trato. Pero quizá Brynne también se sintiese bien estan­do en aprietos.
Una vez más se cercioró de que entre los clientes no hubiera ningún rostro conocido. «No». Aquel sería un buen intento.
—A mí lo que de verdad me gustaría saber —dijo muy des­pacio— es con qué nombre está jugando Colin. ¿Tienes alguna idea?
—Ay —dijo Brynne y puso su mano caliente y húmeda so­bre el brazo de Nick—, no soy tan tonta como para hacer eso.
—¿A qué te refieres?
—No quiero romper las reglas. Siempre se arruina todo, y si lo hago, la cosa se pondrá muy fea. Ya sabes…
Nick resistió el impulso de apartar el brazo.
—Pero aquí nadie nos escucha.
—Uno nunca sabe.
Llegaron las bebidas y Nick pudo retirar discretamente su brazo del alcance de Brynne.
—¿Qué quieres decir con eso de que todo se pondrá feo y se arruinará? Sería una tremenda tontería, pero…
—¿Alguna vez has estado presente cuando atrapan a un traidor? —lo interrumpió Brynne—. Yo sí: lo agarraron y… lo ejecutaron. Eso le ocurre a cualquiera que se pasa del lado de Ortolan.
Sorbió su cerveza sin quitarle los ojos de encima. Nick fijó la mirada en el fondo oscuro de su refresco.
—¿Sabes quién es Ortolan? —preguntó él—. De eso pode­mos hablar, ¿no?
—¿Ves un fuego por ahí?
Al parecer se había vuelto loca.
—¿Fuego? ¿De qué estás hablando?
En lugar de darle una respuesta, sacó de su bolsillo un peda­zo de papel arrugado.
—Casi siempre traigo las reglas conmigo. ¿Ves?, aquí está: puedes cambiar impresiones con los jugadores ante un fuego.
La chica sacó un mechero y lo encendió.
—Ahora podemos jugar —murmuró, y con su dedo le aca­rició la palma de la mano. La sensación era placentera siem­pre y cuando Nick pensara que no era Brynne quien se la pro­vocaba. Cerró los ojos—. Podría imaginarme que Ortolan es un mago —le cuchicheó ella al oído—. O un dragón con tres cabezas. Pero quienquiera que sea es muy poderoso. Los juga­dores del círculo privilegiado reciben capacitación especial para que puedan tener una oportunidad de enfrentarlo.
De no ser por el perfume en que se bañaba Brynne, Nick podría imaginarse que era Emily quien le acariciaba la mano. Pero ese pensamiento le hizo daño, porque tenía la imagen de Emily llevando a Eric a todos lados. Nick abrió los ojos. El mechero aún ardía y Brynne lo miraba con cara de expec­tación.
«No, no te voy a besar».
—Bueno, dejémonos sorprender —dijo él en voz alta y tomó su vaso.
Por un momento Brynne pareció insegura, pero inmediata­mente se controló.
—¿Qué ha pasado con Jamie? Andaba de un lado a otro con una cara… Bueno, tampoco es que tenga nunca buen aspec­to, pero hoy… —miró a Nick con picardía—. ¿Te ha conta­do cuál era su problema?
—No.
—¡Vaya! Yo creía que erais grandes amigos. Pero no es así, ¿verdad? Me parece bien. Jamie saca de quicio a cualquiera.
«Brynne debe sentirse bien, a gusto —pensó Nick—. Sen­tirse a gusto, la estúpida esta».
—Tampoco es un jugador. ¿No te has dado cuenta de que va con Eric todo el tiempo? Colin siempre le llama Sushi, y yo ya le aclaré que sushi es una palabra japonesa, no china, pero de todas maneras a él le parece algo para morirse de la risa. Al parecer Eric anda con Emily, la bruja aburrida. De hecho, Co­lin también me dijo que nunca ha habido sobre la faz de la tie­rra una mosquita muerta como ella. Jamás abre la boca y siem­pre parece que se le acaba de morir su mascota —Brynne soltó una carcajada.
«Sentirse a gusto, debe sentirse a gusto».
—Seguramente es cuestión de gustos pensar que alguien es una mosquita muerta —dijo Nick, y forzó una sonrisa—. La mayoría de las veces, a Colin y a mí nos gustan chicas muy diferentes.
Brynne le debía una respuesta. Nick dio por sentado que ella ya lo sabía, pero por ahora no podía ocuparse de ello. Tenía que digerir la información sobre el hecho de que Eric y Emily salían juntos. ¿Era así? Y de ser verdad, ¿cómo lo sabía Brynne? Sería de idiotas no preguntárselo. Ya lo había sido tratar de atraer a Emily a Erebos. La situación le puso los pelos de punta.
—¿Y si nos estamos perdiendo algo importante? —murmu­ró Nick cuando el silencio empezó a resultar desagradable.
—Siempre hay algo importante —dijo Brynne—. Lo mis­mo da que estés entrando o que estés saliendo, de todas ma­neras siempre te pierdes algo. A mí también me ponen ner­viosa esas cosas. Esperemos que ahora mismo no estén dando a conocer la fecha para el siguiente combate en la arena.
—¿Estuviste presente la última vez?
Brynne frunció los labios.
—¿Estás intentando engañarme para delatarme? Conoces bien las reglas. Si te digo que sí, que estuve ahí, que peleé dos veces y gané un grado, entonces no te costaría nada deducir quién soy. O quién no soy. El mensajero me lo explicó. Tiene muy malas pulgas.
—Sí, sí, está bien.
—¿Te alegras de que te haya dado Erebos? —preguntó sin mirarle.
—Claro, por supuesto. Es impresionante.
Con manifiesta lentitud, Brynne se echó un mechón de pelo detrás de la oreja.
—¿No te parece que a veces es tenebroso?
«Infernalmente tenebroso».
—Más o menos. Así se supone que debe ser, creo yo.
—Sí —Brynne giró su vaso entre las manos, primero a la derecha, luego a la izquierda y luego otra vez a la derecha—. Solo me gustaría, solo quisiera comprender cómo puede leer mis pensamientos.
«Leer los pensamientos, eso es un poco exagerado», pensó Nick mientras regresaba a casa en el metro. Brynne se había bajado en la estación anterior, no sin antes darle un abrazo y plantarle un beso en la comisura de la boca.
«El juego no puede leer mis pensamientos, para nada. Por lo menos no todos». Descontando el inconcebible hecho de que por sus leales servicios le había regalado una camiseta de Hell Froze Over. Y había hablado con él sobre Emily sin que Nick la hubiera mencionado.
Las puertas del tren se abrieron deslizándose hacia los lados y se bajó. Afuera, se ponía el sol. «Ojalá que en casa haya algo de comer». De ningún modo podía esperar más, había des­cuidado demasiado tiempo a Erebos.

—Un siete, Sarius. Has cumplido con mi encargo. Aquí está tu recompensa.
El mensajero señaló con uno de sus huesudos dedos un rin­cón de la bóveda donde se encontraban. El lugar se parecía al sótano de la taberna El Último Corte, aunque era algo más estrecho y se diría que nadie había estado ahí desde hacía años. Las telarañas colgaban entre los arcos del muro, y en las esquinas crecían pequeños hongos verdes.
En el sitio señalado por el mensajero Sarius encontró una nueva espada y unas botas altas con puntas metálicas. La es­pada relumbró como el oro; Sarius casi tuvo la impresión de que emanaba un rayo de luz.
—Gracias.
—Soy yo quien te lo agradece a ti. ¿Quieres contarme algu­na novedad?
Sarius titubeó. De los planes de Jamie con el señor Watson no le hablaría de ninguna manera. ¿Debía mencionar la amenazante carta con la lápida dibujada? «Mejor no». Entonces recordó algo que tanto Jamie como Brynne le habían contado.
—Al parecer una chica llamada Zoe perdió la cabeza hace poco. Pero no sé mucho más acerca de lo que haya sucedido.
—Me interesaría saber qué anda haciendo Eric Wu —dijo el mensajero—. Me alegraría si Nick Dunmore pusiese más atención en sus andanzas. Después de todo de lo que me he enterado, no creo que tenga buenas intenciones. Y, ahora, vete.
Con sentimientos encontrados, Sarius tomó el camino ha­cia el exterior: un pasillo tubular que conducía fuera del sóta­no. No tenía ganas de ver cómo Eric se le pegaba a Emily. ¿Qué más le podía pasar? Había salido con Brynne y eso ya era lo bastante terrible. 
El pasaje oscuro se volvía cada vez más ancho y terminaba en una pared alumbrada por antorchas con una gran puerta abier­ta que conducía al aire libre.
«Por fin —pensó Sarius y se quedó un momento inmóvil, como si sus pies hubiesen echado raíces—. ¡La pared!». Retro­cedió un par de pasos para asegurarse. No, no había ningún error.
Alguien había pintado una imagen en el muro, una imagen que ocupaba prácticamente toda la superficie. Le recordó un viejo mural, como los que a menudo se encontraban en las iglesias: un fresco. La imagen mostraba a dos personas sentadas ante una mesa y con las cabezas muy juntas. La chica te­nía en la mano un mechero encendido y la otra se hallaba so­bre la mano del chico. Era muy alto y llevaba sujeto su largo cabello negro en una coleta que caía sobre su espalda…
«Alguien debió de hacernos una foto. De otra manera es imposible —pensó Sarius—. Y, además, parecemos una pareja de enamorados».
Se dio la vuelta, se tropezó al cruzar el umbral del exterior. Se sentía raro, como si estuviera desnudo y amenazado. Pero solo se trataba de una imagen. Sin embargo, parte de él temía que esa pintura acabase colgando en el pasillo de su instituto.

—LordNick encontró un cristal mágico.
—¡Excelente! ¿Dijo qué pensaba hacer con él?
—Claro que no. No está loco.
El grupo sentado alrededor de la hoguera solo estaba forma­do por caras conocidas: Drizzel, Feniel, Blackspell, Sapujapu, Nurax y, como invitado de honor y algo apartado de los de­más, BloodWork. Un inmenso anillo rojo rubí se balanceaba en el collar que pendía de su cuello y lo identificaba como miembro del círculo privilegiado.
El crepúsculo sobre el horizonte se extendía en líneas azules y rojas; en breve caería la noche. Sarius se unió a los demás ante la hoguera y tomó nota de dos nuevos: Sharol, una elfa negra de nivel uno, y Bracco, un hombre lagarto que tenía nivel dos. Se mantenían al margen mientras Drizzel y Blacks­pell sostenían una conversación vampiresca.
—Yo podría darle un buen uso a un cristal mágico. Los dos que he encontrado hasta ahora valían su peso en oro —dijo Blackspell.
—Cállate —interrumpió BloodWork—. Aquí hay princi­piantes que aún deben tener sus propias experiencias, y con tus bobadas vas a confundirlos. ¿Estamos?
—Claro. ¿Desde cuándo eres tan cuidadoso, Blood?
—A ti qué te importa —respondió el enorme bárbaro. Lle­vaba un yelmo nuevo que le cubría la cara hasta la nariz y cu­yas rendijas para los ojos lo hacían parecer más endemoniado que nunca—. Solo atente a lo que digo. Se está hablando mu­cho, demasiado. El mensajero no está contento.
—Oh, el mensajero no está contento —repitió Blackspell, burlón—. Tampoco yo lo estaría si fuera un esqueleto con los ojos amarillos.
BloodWork se incorporó un poco y estiró la mano para to­mar su hacha, pero luego pareció cambiar de opinión.
—Ya conocía a varios idiotas que se juegan constantemente la vida por darle a la lengua y ahora conozco a otro más.
—¡Uy, qué miedo! —dijo Blackspell.
La conversación sacó a Sarius de sus casillas, y también per­dió los estribos porque, al parecer, ellos ya había encontrado un cristal mágico y él nunca lo había conseguido.
—A ver, decidme, ¿tenemos alguna misión, o solo estamos haciendo el vago? —preguntó.
—Por fin alguien con la actitud correcta —dijo BloodWork.
—Estamos esperando noticias. No pueden tardar mucho.
Sin embargo, la noticia no llegó. En su lugar, de entre los arbustos saltó una tropa de orcos armados hasta los dientes. Estaba claro que contaban de su lado con la ventaja del nú­mero y el factor sorpresa. Sarius se puso de pie de un salto y lanzó un formidable tajo en derredor con su espada de oro. En poco tiempo dio muerte a tres orcos sin recibir un rasgu­ño. BloodWork estaba hecho un energúmeno y no le costó hacer trizas a sus enemigos. Drizzel trabajó una vez más con magia de fuego. A Bracco, uno de los novatos, le fue muy mal: tenía una horrible herida en la cabeza que le sangraba a rau­dales y yacía inmóvil en el suelo.
La hoja de la espada de Sarius zumbaba cuando la hacía gi­rar en círculo. Nunca fue tan hermoso combatir. Desde que era un siete se sentía más fuerte, más diestro, más ágil. Era una fiesta.
Cuando se anunció la victoria ya había matado a seis orcos, y continuaba ileso como nunca, no tenía ni siquiera un rasgu­ño. El mensajero lo comprobó lleno de satisfacción cuando apareció un poco más tarde.
—Sarius, estás dando muy buenos resultados. Te recompen­so con cincuenta monedas de oro.
Los demás recibieron esto y aquello. Bracco, el lagarto cu­bierto de sangre, se arrastró sobre los cadáveres de los orcos y el de los ojos amarillos lo levantó y lo subió a los lomos de su ca­ballo.
—Quienes aún tengan fuerzas deben ir a buscar unas ovejas que escaparon —ordenó el mensajero—. Ya han muerto cuatro pastores.
Después de decir estas palabras, espoleó a su montura y par­tió al galope con el vacilante Bracco sobre la silla de montar.
—Voy a buscar ovejas —informó Sarius.
—Yo también.
—Y yo.
Sapujapu y Nurax lo acompañaron. Ambos eran seises: eso significaba que, desde los combates en la arena, cada uno ha­bía ganado un grado, pero Sarius tenía un nivel más alto. Driz­zel también caminó tras ellos sin decir palabra. Su pálido cuerpo de vampiro aventajaba en estatura al de Sarius, lo supe­raba por poco más de una cabeza.
—BloodWork, ¿vienes con nosotros? —preguntó el elfo, por­que el bárbaro ni siquiera se inmutó, sino que, callado, mante­nía la mirada fija en las llamas de la hoguera—. ¿Blood?
—Déjalo —dijo Drizzel—. Seguramente se ha quedado dor­mido.
Caminaron sobre la pradera. La noche había caído de golpe y cada vez se veía menos, pero como casi no había obstáculos en el camino, avanzaban a buen ritmo. A Sarius le habría gustado conversar con los otros —por ejemplo, ¿qué tipo de reto era ese de ir a buscar ovejas?—, pero sin un fuego no podía entablarse una conversación. En su memoria vio cómo se iluminaba un mechero, y se estremeció.
Caminaron a lo largo de un seto lleno de flores de color rosa claro. Pudieron distinguir el color a pesar de la oscuridad; sin embargo, antes de que Sarius fuese capaz de asombrarse como era debido, descubrió algo distinto, algo que colgaba del seto y que hacía que las flores pasaran a un segundo plano.
«Un muerto».
Como obedeciendo una orden silenciosa, el grupo se detuvo y, en ese momento, Sarius se percató de que Feniel y Blackspell también iban con ellos. Así, por lo menos eran seis, lo que le supuso cierto alivio a la vista del cadáver horriblemente mutila­do que pendía del seto.
El muerto colgaba como si lo hubieran puesto a secar. Algo se lo había estado comiendo. No, más bien, algo casi lo había devorado por completo. Apenas quedaba carne adherida a sus huesos. En el suelo, bajo el cadáver, un cayado curvado.
«Aquí tenemos a uno de los pastores muertos», pensó Sarius y en ese instante descubrió la primera oveja: un animal fuerte con lana blanca y sucia que pacía debajo de un árbol enjuto.
Por experiencia, Sarius sabía que era absurdo cederle el paso a los demás. Esa era su oveja, su presa. La atraparía, como ordenó el mensajero, solo que no veía ningún prado cercado donde pudiera acorralarla.
La oveja continuó paciendo tranquilamente mientras Sarius se fue acercando con sigilo entre la oscuridad; la noche le faci­litaba las cosas. Al aproximarse descubrió algo extraño: unas manchas rojas y marrones sobre la lana, como de sangre fresca y seca a la vez. «Seguramente son del pastor», pensó el elfo, y no se dio cuenta del peligro hasta que la oveja se percató de su presencia y alzó la cabeza.
Una cabeza de pesadilla. El hocico de la oveja era ancho y pronunciado. La bestia replegó los labios como un tiburón antes del ataque, y descubrió unos dientes metálicos afilados como agujas y largos como cuchillos para cortar carne.
Sarius, que no estaba preparado para la pelea, ni siquiera ha­bía desenvainado su espada. Lo hizo tarde, cuando ya la oveja corría hacia él. Entre sus dientes, Sarius descubrió un trozo de tela del manto del pastor.
Su primera estocada no atinó en el blanco. La oveja hizo un quiebro repentino e intentó atrapar su brazo izquierdo… «Maldita sea». Sarius había olvidado descolgar el escudo de su hombro y tenía desprotegido el costado izquierdo.
Detrás de él, escuchó los primeros tajos y oyó cómo zumba­ban los golpes que quizá procedían del hacha de Sapujapu. Tal vez habían aparecido más ovejas, pero no tenía tiempo para comprobarlo: la horripilante oveja con la que se enfrentaba le exigía toda su concentración. Su velocidad era tan escalofriante y su dentadura tan terrorífica que casi no le podía apartar la mirada de encima. Por fin logró atinarle una estocada, pero solo se llevó por delante un trozo de lana. De nuevo, la oveja atacó su descubierto costado izquierdo. Sarius se mantuvo a distancia, asestó una estocada en la bestia y le atinó en una ore­ja, que de inmediato empezó a sangrar. Sin embargo, se dio cuenta de que no podía concentrarse. Ni los escorpiones ni los orcos ni los troles lo supusieron tanto desgaste como esa oveja que luchaba de una manera tan extraordinaria. Lo volvió a ata­car. La sangre de la oreja lesionada le llegaba al hocico, donde brillaba su dentadura de acero.
Como Sarius ya no la quería ver, porque solo deseaba alejarla con la esperanza de que no lo persiguiera ni siquiera en sueños, optó por recurrir a cualquier estrategia disponible. Corrió hacia el animal y le hundió la espada en el lomo; los afilados dientes casi lo muerden en la cadera. Arrancó la espada del cuerpo de la oveja y volvió a clavársela una y otra vez. Un tenue chirrido le reveló que la bestia había logrado herirle, aunque solo un poco.
La oveja se tambaleó, aún no estaba muerta. «Porque no es una oveja —comprendió Sarius—, sino un monstruo, una bestia infernal, un demonio». Entonces levantó su espada tan alto como pudo y la enterró en la nuca de la criatura. Necesi­tó asestarle otros tres golpes para que la cabeza rodara sobre la hierba.
Sintió asco. Deseó que la tierra se tragara el cadáver sin dejar rastro. Pero la tierra solo absorbió la sangre. Y la hoja de oro de su espada estaba embadurnada de ella. Sangre y lana de oveja. De nuevo sintió náuseas y asestó golpe tras golpe sobre el cuer­po de la oveja, con todas sus fuerzas, como si así pudiera hacer­la desaparecer.
Al darse la vuelta, Sarius lo vio. Un resplandor verde surgió entre las costillas de su aniquilado adversario. Superó su aver­sión y se agachó. Metió la mano en el cuerpo y sacó una pie­dra grande que brillaba por dentro. «Por fin».
Rápido como un relámpago, giró sobre su eje para mirar a su alrededor, no a la búsqueda de más ovejas, sino para cerciorarse de que ninguno de los otros combatientes lo había descubierto. «No, nadie». Aún estaban ocupados con sus escaramuzas. Es­condió la piedra en la bolsa de sus posesiones, y la sensación de haberla encontrado le libró del asco que sentía.
Drizzel también logró vencer y despedazó sistemáticamente a la oveja que acababa de matar. «En vano», pensó Sarius lle­no de satisfacción.
Blackspell y Nurax aún peleaban, luchaban juntos contra un adversario, mientras Sapujapu, con su hacha de mango largo, mantenía a raya por el pescuezo a una oveja negra como la noche.
Tras él, en el suelo, yacía inmóvil una elfa negra. Era Feniel. «Por fin han dado contigo —pensó Sarius con malicia—. Eso te pasa por ser una trepa».
Lo único que quedaba en la faja de Feniel era una línea roja y delgada como una aguja, nada más. El chirrido de dolor se­guramente era mortal. Durante un instante, Sarius pensó en sus poderes curativos, que por ningún motivo dejaría que Feniel aprovechara. A Sapujapu sí lo ayudaría. Quizá. «Pero no a esta elfa de pacotilla».
Se giró y observó cómo Drizzel y Nurax remataban a su oveja. «Por fin», ya casi no podía esperar a que apareciera el mensajero. Cambiaría su cristal mágico por quién sabe cuántos grados. Justo a tiempo, cuando la última oveja ex­haló su último aliento, escuchó los golpes de las pezuñas de un caballo.
—Os felicito. No fue una tarea fácil —dijo el mensajero a modo de saludo.
—Fue una pequeñez —se pavoneó Drizzel.
—En ese caso, una pequeñez te debe bastar como recom­pensa. Tres piezas de carne de rata para Drizzel.
Sarius no pudo dejar de sentir la alegría que solo se puede experimentar por el mal ajeno. Primero Feniel, ahora Drizzel, no podía ser mejor.
—Sapujapu, como recompensa voy a mejorar tu equipamien­to —continuó el mensajero y le entregó al enano una especie de casco vikingo de metal negro con resplandecientes cuernos rojos. Al parecer, esa cosa poseía la magia de los relámpagos.
Uno tras otro obtuvieron oro, pócimas o armas. El mensaje­ro solo se detuvo en Sarius en penúltimo lugar.
—A ti te voy a reforzar la magia de fuego. Desde ahora no solo podrás prender fuego sino también pelear con él. Aunque la más grande recompensa la obtuviste tú mismo, ¿no es cierto?
Sarius guardó silencio, algo molesto. En realidad, no quería divulgar nada sobre el cristal mágico, pero al parecer al men­sajero le daba igual lo que él pensase.
—Sí —contestó el elfo después de unos segundos.
—Bien, entonces ve pensando en un deseo para tu cristal.
Por último el mensajero se dirigió a Feniel.
—¿Quieres morir o seguirme?
Titubeante, alzó la cabeza.
—Seguirte.
—Eso imaginaba. En tal caso, ven conmigo.
La levantó de un tirón, la puso sobre el caballo y partieron al galope, sin que el de los ojos amarillos se girara hacia ellos.
«¿Y mi cristal?», quiso preguntar Sarius, pero ya era muy tarde para hacerlo. Decepcionado, se puso junto a los otros frente al fuego.
—Sari se encontró un cristal mágico y no abrió la boca. Algo tímido, ¿no creéis? —dijo burlón Drizzel.
—Yo nunca me he encontrado ninguno —se quejó Sapuja­pu—. ¿Qué estoy haciendo mal?
—Tienes que despedazar por completo a tu adversario muerto —le explicó Sarius—. Es asqueroso, lo sé. También es mi primer cristal mágico. Una vez estuve a punto de conseguir uno, pero el desgraciado de Lelant me lo quitó delante de mis narices.
«No ocurrió justo así, pero no importa. Lelant es un desgra­ciado. Esa es la pura verdad».
—¿Cuál va a ser tu deseo? —preguntó curioso Blackspell.
—Todavía no lo sé. Además, no esperes que te lo diga a ti.
—¿Nos lo enseñas? —Nurax estiró su garra de hombre lobo, y aquello hizo que Sarius retrocediera un paso.
—Ni lo sueñes.
Fin de la conversación. Todos permanecieron alrededor de la hoguera y esperaron.
—Quizá lo mejor sea que me vaya a dormir —comentó Sapujapu de repente—. Estoy muerto de cansancio.
Justo entonces, mientras Sapujapu pronunciaba estas pala­bras, Sarius advirtió lo propio, como si este fuera un animal al que llaman y alza la cabeza. Aun así, no se iría a dormir, no antes de saber qué podía hacer con su cristal mágico.
—Te vas a perder de todo si paras ahora —dijo Nurax—. ¡Los desafíos más interesantes siempre vienen de noche!
—Eso no me sirve de nada si me quedo dormido, se me echan encima y me exterminan —replicó el enano—. En serio, estoy destrozado.
Apenas Sapujapu terminó su oración, de entre la maleza sal­taron dos gnomos, inquietos como siempre.
—¡Alarma, alarma! Ortolan nos está acosando sin piedad con nuevos monstruos. ¡Están asaltando a los herreros en el sur! Necesitamos refuerzos, ¡seguidnos!
Drizzel empezó a caminar de inmediato y Nurax fue tras él. Blackspell no le quitaba la mirada a Sarius. «¿Qué espera? ¿Una oportunidad de robarme el cristal mágico?». Por si acaso, el elfo de­senvainó su espada; el vampiro se apartó y corrió a alcanzar al resto.
—¿De verdad no vienes con nosotros, Sapujapu?
Sarius y el enano eran los últimos que aún permanecían frente a la hoguera.
—No, lo siento. Ya no puedo mantener los ojos abiertos y me preocupa que uno de estos monstruos me aniquile, de verdad. A lo mejor nos vemos mañana, ¿hecho?
Sapujapu dirigió sus pasos hacia el rosal cuyos retoños pare­cían claros y brillantes puntos en el paisaje nocturno. Sarius lo siguió con una mirada de compasión. Era una lástima, porque comparado con el resto el enano le caía realmente bien. Ahora tenía que seguir a los otros imbéciles para bien o para mal.
Echó a andar. Los demás hacían tanto ruido que los enemi­gos no tardarían en rastrear sus huellas. Y, si se apresuraba un poco, quizá hasta podría alcanzarlos.
Un ronco chillido lo hizo sobresaltarse. En el oscuro cielo nocturno descubrió una clara mancha dorada que describía círculos como una enorme estrella fugaz. Al siguiente grito agudo, comprendió que se trataba del halcón de oro y se en­cogió sin pensarlo.
—No te preocupes, no está de caza.
El elfo gritó asustado. Ante él se encontraba el mensajero, que lo saludó alzando su huesuda mano y le hizo señas para que se acercara.
—¿Cuál es tu deseo más anhelado, Sarius? Si has hallado uno de los cristales mágicos, sácale el partido más inteligente. ¿Cuál es tu deseo?
«Todo lo que pueda obtener», pensó Sarius. Y dirigió su mirada a su interlocutor, justo hacia la luz amarilla de sus ojos.
—¿Podría convertirlo en varios grados, por ejemplo? ¿O un lugar en el círculo privilegiado?
El mensajero se rió.
—Un lugar en el círculo privilegiado es una de las cosas que uno tiene que conquistar. Igual que el amor de una persona o la confianza de un amigo. Pero, más allá de estos deseos, hay otros cientos, probablemente más de los que te puedas imaginar.
El interior de Sarius meditó cada una de aquellas palabras. Disponía de un deseo, como en los cuentos de hadas. Solo que el hada era horrenda.
—¿Quizá tenga Nick Dunmore alguna petición? —propu­so el mensajero—. ¿Una petición especial?
«A Nick Dunmore le gustaría transformarse en un genio en Química —pensó Sarius con amargura—. Le encantaría sacar todo dieces en sus exámenes sin tener que esforzarse mucho. Pero lo más seguro es que este tipo de deseos pertenezca al grupo de los que hay que conquistar».
Aunque, para ser sinceros, ese no era su mayor deseo. Por encima de todas las cosas estaba… Emily. Bueno, solo que eso no podía pedirlo. «Emily debía enamorarse de Nick. ¡Qué risa! Esto ya lo había descartado el mensajero. Pero… ¿podría funcionar en sentido contrario? Si uno no podía desear el co­mienzo de un amor, entonces ¿podía pedir el final de otro? ¿Debería arriesgarse Sarius?». Titubeó. No era correcto. De todas maneras no funcionaría. ¿Quizá debería elegir mejor algo más fácil? «No».
—Nick Dunmore desea que Emily Carver se separe de Eric Wu. Nick desea que dejen de ser una pareja.
Silencio. El mensajero colocó sus largos dedos sobre su rodi­lla para meditarlo durante un buen rato.
«¡Venga!, ¡Vamos! Dilo ya, ¡di que no puedes cumplir eso!».
El mensajero no se inmutó. «¿Estará dándole vueltas? No, está tardando demasiado. Además, todo se oscurece, cada vez está más y más oscuro, ¿por qué? ¿He fastidiado algo?
¡Por favor, no, ahora no!». Sarius intentó moverse, pero eso tampoco le resultó fácil. Se sentía como si se moviera dentro de un bol de gelatina.
El mensajero le respondió finalmente, cuando Sarius ya no creía en la posibilidad de que se cumpliera el deseo de Nick.
—Hablas de Emily Carver. Bien. Voy a ocuparme de que Emily Carver y Eric Wu ya no sean pareja.
Las palabras del mensajero despertaron en el elfo un mar de emociones encontradas. Sobre todo era incredulidad, se­guida de una alegría triunfal en cuya sombra se escondía el remordimiento de conciencia.
—¿De verdad?
—Ya lo verás, Sarius. Y ahora vete. Los demás ya te llevan mucha ventaja.

Capítulo 16

—¿Nick? ¡Nick! Dios mío, ¿te encuentras bien? ¡Despierta!
Nick abrió los párpados. El trabajo que le costó enfocar la mirada fue inmenso, pero no nada en comparación con el es­fuerzo que hizo para enderezarse. Algo sonaba sobre el escri­torio: era el teclado protestando por el peso de su mejilla. Nick lanzó una mirada rápida a la pantalla. «Todo está negro, por suerte».
—¿Te quedaste dormido ahí? ¿En la silla?
—Mmm… puede ser. Probablemente.
Nick tenía la boca reseca y sentía cómo le retumbaba la sien.
—Óyeme, ¿no te estarás volviendo un adicto al ordenador? Por todos los cielos, hijo, ¿qué has estado haciendo todo este tiempo?
«Cortándoles las patas a unas enormes arañas».
—Estuve chateando. Estaba tan entretenido que perdí la noción del tiempo. Lo siento mucho, de verdad, mamá. No volverá a pasar.
Su madre le apartó un mechón de la frente.
—Pero ¿así vas a ir al instituto? Debes de estar muerto de cansancio. ¿Por qué haces esto? Creía que podía confiar en ti. Nicky, necesitas dormir, sabes de sobra que el instituto es muy exigente…
—No tanto, estoy bien —la interrumpió—. Me voy a dar una ducha de agua fría y después estaré listo.
Aunque no lo dijo de manera explícita, el ofrecimiento de fal­tar al instituto que se escondía en la verborrea de su madre era muy atractivo, pero, por desgracia, no era el día adecuado. Las arañas habían supuesto tanto trabajo para Sarius, que tuvo que recurrir a la ayuda del mensajero y aceptó otro encargo. «Nada de jugar en vez de ir al instituto». Además, se moría de curio­sidad. Quería ver a Eric y a Emily. Quería saber qué había pasado. Si es que había pasado algo.
En el espejo del cuarto de baño, Nick observó las profun­das marcas que el teclado le había dejado en la cara. ¿Cuándo se quedó dormido? Aún recordaba su encargo y también cómo buscó con los ojos escocidos un pedazo de papel para anotar las indicaciones del mensajero. Después de eso, se quedó dormido.
Tomó un baño de agua caliente, luego de agua fría y luego otra vez recurrió a la caliente. Así y todo, seguía sintiéndose mareado. El aroma de café de la cocina se mezclaba con el olor del gel de baño. La combinación le revolvió el estómago. Tal vez quedarse en casa fuera la mejor opción. Pero los días libres valían su peso en oro.
Dobló el trozo de papel donde había escrito su nuevo encar­go y lo guardó en la cartera. Después metió la cámara en la mochila. No entendía el sentido del encargo, en esos momen­tos era casi tan indescifrable para él como la noche previa. «No importa». Después de eso sería un ocho.
El recuerdo del deseo que había pedido lo acompañó todo el camino al instituto. A pesar de que era una tontería: dentro de unos días el mensajero le llamaría y le ordenaría que desea­ra otra cosa. Nick debía estar preparado, tenía que pensar en algo que fuera bueno. «Algo con sentido, claro». No le hacían falta los remordimientos de conciencia.
Con ese pensamiento torció para entrar en la calle que daba al colegio. Se encontraba insólitamente silenciosa. Como si al­guien hubiera cogido un control remoto y hubiese bajado el volumen. Si bien algunos alumnos aislados o en pequeños gru­pos mataban el tiempo fuera del edifico, el nivel de ruido era mínimo. Los que conversaban lo hacían en voz baja. Nick des­cubrió a dos chicas más jóvenes que estaban paradas junto al portón del instituto y claramente esperaban hacer contacto vi­sual con cualquiera que entrara. Su lenguaje corporal era in­confundible: todavía no lo tenemos.
Emily se hallaba de pie bajo un castaño con hojas de un ro­jizo pálido. Eric no estaba con ella. El corazón de Nick palpi­tó hasta retumbarle en el cuello. «No hagas el ridículo. Esto no tiene nada que ver con tu deseo. Nada». No estaba sola: hablaba con Adrian. El pequeño McVay tenía los brazos cru­zados sobre el pecho y no miraba a Emily mientras hablaba. Ella le escuchaba, asentía con la cabeza, de repente se limpió la cara y apartó la mirada.
Aunque no podía resistir el impulso de acercarse, Nick sabía sin lugar a dudas que ambos interrumpirían su conversación en el preciso instante en que se aproximara.
Mientras tanto, una de las jóvenes que se encontraban junto al portón del instituto tuvo éxito. La llamó un chico que to­caba el saxofón en la orquesta del instituto —si la memoria de Nick no le fallaba—, y le susurró algo al oído; ella asintió, él continuó hablándole en murmullos y sacó enseguida un objeto plano de su mochila…
—¿Nick?
El silencioso Greg se había acercado casi de puntillas por detrás. Nick se dio la vuelta, de nuevo con el corazón marti­lleándole como si estuviera desbocado. ¿Por qué estaba tan nervioso?
—Tienes que ayudarme, Nick… por favor —el labio infe­rior de Greg temblaba ligeramente, al igual que su mano, que sostenía un DVD cerrado—. Ayer por la noche me sacaron. Pero fue un error, de verdad, tengo que hablar de inmediato con el mensajero y tú debes copiarme el juego, ¡por favor!
De manera involuntaria, Nick dio un paso atrás, poniendo distancia con el DVD que Greg sostenía. Al instante, el otro se lo acercó de nuevo.
—Ya estaba muy avanzado, era un…
—¡No quiero oírlo! —exclamó Nick.
Algunos alumnos que se encontraban a unos cuantos pasos se giraron para mirarlos. Nick caminó sin decir una palabra hacia la entrada. Sin embargo, apenas llegó al vestíbulo, Greg lo agarró de la manga.
—¡Estoy diciendo que fue un error! Hice todo lo que él quería, solo que llegué un poquito tarde y allí simplemente me… —Greg se mordió los labios—. De todas formas fue un error. Cópiame el juego, por favor. ¡Por favor!
«Murió por impuntual», pensó Nick, agobiado.
—No puedo. En realidad deberías saberlo —dijo. ¿Estaba Colin por ahí? ¿Se habría girado a verlos?—. Las reglas son claras: solo puedes jugar una vez. Lo siento.
—¡Sí, sí! ¡Pero conmigo fue un error! Por eso es distinto. Oye, la próxima vez yo te ayudo, ¿estamos? Estudiaré Química contigo. O te pago la copia, ¿hecho? ¿Veinte libras? ¿Te pa­rece bien?
Nick lo dejó ahí, parado. Colin permanecía recostado contra la pared, con gesto desenfadado; había visto toda la escena.
—Cabrón —gritó Greg, perdiendo la calma y yendo tras Nick—. ¡Maldito cabronazo!
Colin sonrió cuando Nick pasó enfrente de él.
—¿Para qué te quería Greg?
—Qué te importa.
—Cualquiera diría que no lo ha logrado.
—Metomentodo.
«Más me valía haberme quedado en casa», pensó Nick ante su taquilla y de pronto se dio cuenta de que ya no sabía qué necesitaba para la siguiente clase. ¿Eran los libros de Biología? ¿O los de Literatura inglesa? «De hecho, ¿qué día es hoy?».
Bostezó y saludó a Aisha, que al pasar le miró sin un solo parpadeo. «Por lo visto, alguien más ha dormido mal». La chi­ca intentó varias veces introducir la llave en la cerradura de su taquilla, y cuando por fin pudo abrir la puerta para coger sus cosas, una hilera de libros cayó al suelo y todos ellos que­daron esparcidos por el pasillo. Alguien soltó una risa burlona.
Aisha dejó los brazos colgando a sus costados, sin dar seña­les de querer arreglar aquel caos.
—Oye —dijo Nick—. ¿Te ayudo?
Ella negó bruscamente con la cabeza y se inclinó muy des­pacio hacia los libros, pero no volvió a levantarse: se quedó en cuclillas en el suelo, con un libro apretado contra el pecho. Sus hombros temblaban.
—¿Te encuentras mal? —le preguntó Nick en voz baja.
No recibió respuesta.
Levantó la mirada para buscar ayuda. ¿Dónde estaban los demás? Por ejemplo, Jamie. O Brynne, que siempre andaba por ahí en medio.
Como no supo qué otra cosa podía hacer, Nick juntó los li­bros y los metió en la taquilla.
Rashid se acercó bostezando, pero ni siquiera se giró para mi­rar a Aisha: continuó su camino con los libros de Biología bajo el brazo.
«Entonces sí, Biología». Por última vez, Nick buscó la mira­da de Aisha, pero la muchacha tenía los ojos cerrados. Tan angustiado como aliviado, cogió rápidamente sus libros y car­petas y corrió tras Rashid.
Fue muy difícil mantenerse despierto, muy difícil. Nick apoyó el mentón sobre su mano izquierda y fijó la mirada en la pizarra hasta que los ojos le lloraron. No solo no debía mirar hacia la de­recha, donde Greg estaba sentado y lo taladraba con la mirada. Sino tampoco a la izquierda, donde Emily y Jamie compartían bancada y cuchicheaban sin cesar. Aisha también estaba allí, pa­recía que había recuperado el control de sí misma. «¡Lo sabía!».
Los ojos solo dejaban de arderle si los cerraba. Pero solo un poco. Le hacía bien cerrarlos. «Muy bien. Muy…».
Un doloroso golpe en las costillas casi lo tiró de la silla.
—No te duermas, idiota —siseó Colin—. Tenemos que comportarnos con discreción. ¿Lo has olvidado?
—¿Qué? No…
—Da igual. Compórtate.
—No vuelvas a darme, ¿entendido?
Colin alzó las cejas, divertido.
—Sí, señora.
Nick pudo aguantar esa y la siguiente clase. En el descanso se colocó en la fila del expendedor automático de café. Alguien le tocó suavemente la espalda. Era Brynne y, en cuanto se dio la vuelta, le plantó un sonoro beso en la mejilla.
—Lo de ayer por la tarde estuvo genial —susurró.
—Sí. Genial —Nick bostezó de forma bien visible para hacerle creer que su falta de emoción era en realidad un fuerte cansancio. Aun así, se desvaneció la sonrisa de Bryn­ne—. ¿A ti también te hace falta un café con urgencia? —pre­guntó esforzándose en dar con un tema nada comprometedor, pero ella no respondió.
Un grito penetrante hizo que todas las conversaciones en­mudecieran.
Rodeada por un creciente número de personas, Aisha estaba de pie en medio del vestíbulo y se pegaba a Emily. Frente a ellas se encontraba Eric Wu, con cara de enorme perplejidad.
—¡No me toques! ¡No vuelvas a tocarme! —chillaba Aisha.
Nick dejó su lugar en la fila de la máquina de café y se sumó al cada vez más apretado grupo de espectadores, como si fuera un médico con prisa por llegar al sitio del accidente. Tenía la boca seca.
Aisha había escondido su cara en el hombro de Emily y so­llozaba.
—Estoy segura de que te equivocas —decía Emily en voz muy baja. Acariciaba la cabeza de Aisha. Sin querer, había desplazado la cinta del pelo hasta la nuca—. Tuvo que ser otra persona.
—No. Estoy segura. Fue él. Después del club de literatura quiso acompañarme al metro y dijo que el camino a través del parque era mucho más bonito… —sus sollozos eran cada vez más fuertes.
Con los dedos temblorosos, Emily trató de devolver la cinta del pelo de Aisha a su lugar original, pero pronto se dio por vencida.
—Me romp-pió la blu-usa y me to-tocó por to-odos la-dos —las sílabas salían entrecortadas de la boca de Aisha. Se subió las mangas y enseñó un cardenal a la altura del codo—. ¡Mira! —espetó.
Nick se mordió los labios hasta hacerse daño. «Eso no tiene nada que ver conmigo. Por supuesto que no. Imposible tan rápido».
—Nada de eso es cierto —exclamó Eric. Estaba pálido y casi no podía dejar de sacudir la cabeza de izquierda a dere­cha, negándolo—. Simplemente no es cierto.
—Yo vi cómo se iban juntos —dijo Rashid.
—Yo también —afirmó Alex.
Emily, con ojos entrecerrados, fijó la mirada en la abuelita tejedora.
—Qué interesante… Ninguno de vosotros está en el club de literatura.
—¿Y qué pasa con eso? Hay muchas cosas en el instituto de las que uno puede enterarse —replicó Alex.
La mirada de Emily iba de un lado al otro entre Alex, Eric y la sollozante Aisha.
—Está mintiendo —dijo Eric en voz alta.
Aisha se giró hacia él a toda velocidad.
—Eso dicen siempre los hombres, ¿no?
—¿Qué dicen siempre los hombres?
El señor Watson se abrió camino entre la aglomeración mientras le entregaba deprisa un termo y un sándwich mordi­do a Alex.
—¿Aisha? ¿Qué ha pasado? —le puso la mano sobre los hombros, pero ella se apartó y se abrazó con más fuerza a Emily.
—No me toque.
—Como tú quieras, discúlpame. El resto de ustedes, ¿podrían marcharse a sus respectivas clases? Está a punto de comenzar la siguiente materia.
Nadie se movió del lugar, solo Eric dio un paso al frente.
—Aisha dice que yo, que ayer en el parque la… manoseé. Tiene un cardenal en el codo que supuestamente lo hice yo, pero nada de eso es cierto.
La chica lloró más fuerte.
—Intentó v-v-violarme. Me arrancó la falda y me tiró al suelo…
—Sencillamente no me puedo imaginar que eso que cuentas sea verdad —susurró Emily.
Con delicadeza, pero con clara determinación, soltó los de­dos contraídos de Aisha de su camiseta y tomó distancia de la chica que sollozaba.
Al ser despojada de su escudo humano, Aisha se puso en cuclillas y se cubrió el rostro con las manos.
«Yo no quería esto —Nick cerró sus puños helados—. De ningún modo quería algo así. Con esto no tengo nada que ver, en serio».
¿Y qué pasaba si era verdad? Podría ser que Eric realmente hubiera acosado a Aisha y que el mensajero se hubiese entera­do ayer por la noche. Eso aclararía la facilidad a la hora de hacer grandes promesas.
El señor Watson, que se había quedado sin habla, volvió a recuperarse poco a poco.
—Es una acusación muy grave, Aisha.
—¡Nada de lo que ha dicho es verdad! ¡Lo juro! —por pri­mera vez se escuchaba un tono de desesperación en la voz de Eric—. ¡Todo esto es una completa locura!
—En todo caso, no lo vamos a aclarar aquí delante de todo el mundo —dijo el señor Watson—. Aisha, Eric, venid conmigo.
Los dos le siguieron, cada uno cuidando de tomar la ma­yor distancia posible uno del otro. Su marcha fue el pistole­tazo de salida para las ruidosas conversaciones en el patio del recreo.
—Creo que ella está mintiendo.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Eric no es ningún angelito, yo siempre lo había sospechado.
—Quiso meter mano a la turca por debajo de la falda.
—Tonterías, está loca.
—¡Vaya movida, en serio!
—¿Y si Watson llama a la policía? Ya vinieron hace días.
Mientras tanto, Nick no le quitaba ojo a Emily. Estaba quieta, ensimismada y trataba de limpiarse la húmeda man­cha de lágrimas que le quedó en el hombro.
«Ahora debo ir hacia ella —pensó Nick—. Debo tener una conversación. Consolarla». Pero antes de reunir el suficiente valor para dar el primer paso, vio cómo Jamie se acercaba y trababa conversación con ella. Intercambiaron varias palabras, y subieron juntos por la escalera.
La siguiente clase era Matemáticas. Eso era lo único que le faltaba a Nick. Por lo menos lo había recordado de golpe y ya no se sentía cansado. La actuación de Aisha le hizo más efecto que un café solo doble.

En la pausa del mediodía, Jamie lo esperaba fuera del co­medor.
—¿Cómo estás?
«Ahora sí». Esa era la primera frase normal que Jamie le diri­gía desde hacía días. «Es una trampa», habría puesto la mano en el fuego.
—Muy bien. ¿Y a ti cómo te va?
—Estoy preocupado —dijo Jamie y puso cara de estarlo de veras. Tenía la frente repleta de arrugas—. Lo que hoy con Eric… ¿Por qué le hizo eso Aisha? Está deshecho, el señor Watson lo mandó a casa.
Nick reprimió el impulso de largarse.
—¿Que por qué lo hizo? Déjame pensar… ¿A lo mejor por­que él le metió las manos debajo de la falda?
—No puedes creértelo en serio.
—¡Vaya! ¿Piensas que Aisha iba a hablar tan mal de él así porque sí? ¿Viste cómo lloraba? ¿Y el cardenal?
—Creo que alguien está interesado en sacar a Eric del mapa —le dijo Jamie—. Él no es aficionado a vuestro juego, ¿lo re­cuerdas?
—¡Qué tontería! —a codazos, apartó a Jamie de su camino en la cafetería—. Desde la notita de la lápida tienes manía persecutoria.
Cogió una bandeja de la pila y de repente sintió una mano sobre el hombro. Jamie lo había seguido y parecía al borde de las lágrimas.
—¿Sabes qué más pasó? Alguien escondió una pistola y mu­niciones en el patio del instituto. Detrás de los cubos de la basura. El director dice que no fue ninguno de los alumnos, pero que no quiere la prensa en casa.
A Nick le sirvieron una porción de pescado con patatas. Tanto el pescado como las patatas estaban pálidos y aguados.
—Pero Jamie lo sabe todo, ¿no? Claro que sí —le replicó—. Jamie sabe que ese videojuego maldito está detrás de todo esto.
Se mordió el labio inferior y puso una botella de refresco de cola sobre su bandeja. Lo hizo con fuerza. «Fin de la charla.»
—No, yo solo encuentro algunas cosas muy raras —respon­dió Jamie con énfasis pero tranquilo—. Hablé con el señor Watson y me dijo que un profesional lo habría hecho con más cuidado. Habría camuflado mejor la pistola y no se habría li­mitado a esconderla en una caja de puros detrás de los conte­nedores de basura.
—Ajá. Quizá el señor Watson sea en realidad el doctor Watson. Y tú eres Sherlock Holmes. Déjame en paz, Jamie. No sé nada de pistolas y tampoco de violaciones.
—Alguien escribió un tipo de código o un mensaje en la caja —continuó Jamie, como si no le hubiera escuchado—. Eso encaja con este tipo de juegos… varios números y una extraña palabra, no era Galaxis pero sí algo por el estilo.
¡Tarabum!
Nick se asustó con el estruendo igual que el resto de la cafe­tería. No se dio cuenta de que la bandeja se le había caído de las manos.
Galaris.
Todo concordaba. La caja, la palabra y los números de su fecha de cumpleaños. «No, por favor».
La caja era bastante pesada y el objeto dentro de ella era pe­queño… ¿Podía ser una pistola? «Sí. Seguro que sí».
—¿No puedes tener más cuidado? —exclamó la cocinera que había tras la barra—. ¡Ahora vas tú a limpiar el estropicio! ¡Dios mío!
—Por supuesto —susurró Nick y recibió una escoba y un recogedor. Sentía la mirada de Jamie como una mano pegada a su nuca, pero no se giraría.
«¿Una pistola? ¿Por qué?». ¿Por qué el mensajero le había orde­nado que escondiera una pistola en el viaducto de Dollis Brook?
—Tú sabes algo —afirmó Jamie detrás de él.
—No. No sé nada.
¿Habría alguna fotografía de eso? ¿Algo como la foto de él y Brynne en el café? Se arrodilló en el suelo y empujó las pata­tas fritas hacia el recogedor, siguió barriendo, aunque ya no había nada que barrer, pero no podía parar. Ante sus ojos veía puntos negros.
—Yo lo he visto, Nick. Te has llevado un susto de muerte. Tú sabes algo.
—Cállate —murmuró Nick e intentó levantarse a duras pe­nas.
Los puntos negros se condensaban en una pared aguada. Le devolvió el recogedor a la cocinera y dejó caer todo su peso sobre la barra.
—Ven, vamos con el señor Watson. Arrojarás algo de luz a todo el incidente y después te sentirás mucho mejor. Lo que está pasando aquí es vergonzoso…
—¡Cierra la boca! —gritó Nick.
«Emily, Eric, una pistola, Aisha, Galaris…». Ya era demasiado. No fue con él. Los olores de la cocina de la cafetería le revolvieron el estómago, y estaba a punto de vomitar delante de todo el mun­do. Si había una foto y todo el instituto la tenía en sus manos, entonces le expulsarían. «Tan seguro como que el cielo es azul».
Salió corriendo de la cafetería, empujó de derecha a izquierda a la gente que indignada le devolvía el empujón, encontró una ventana abierta y sacó la cabeza. «Aire fresco, gracias a Dios».
Tenía que pensar. Quizá hablar con el mensajero. Seguro que se mostraba agradecido si Nick le ofrecía esta información. Puede que hasta le aclarase de qué iba aquello de la pistola. Pero antes le esperaba el encargo que aún tenía que cumplir. «Este inconcebible y absurdo encargo».

Capítulo 17

Casi eran las cinco de la tarde cuando Nick se bajó en la esta­ción Blackfriars y echó a andar por New Bridge Street. El apar­camiento estaba en Ludgate Hill; encontrarlo no fue un pro­blema. Entrar sin que lo vieran resultó mucho más difícil. Nick fingió que era mayor de lo que en realidad era e hizo so­nar su manojo de llaves como si estuviera a punto de sacar la de su coche. Sin embargo, no había motivos para el miedo. Nadie le molestó al entrar al aparcamiento; ni siquiera estaba seguro de que el vigilante que leía el periódico en su caseta lo hubiera visto.
Sacó el papel arrugado del bolsillo de su pantalón. La matrí­cula del automóvil que debía buscar era LP60HNR.
—Si no lo encuentras —le había dicho el mensajero—, ten­drás que regresar una y otra vez, todos los días entre las cinco y las seis de la tarde hasta que hayas cumplido el encargo.
Al llegar al segundo piso, Nick tuvo suerte. Contempló el automóvil y silbó entre dientes. La matrícula LP60HNR era de un Jaguar gris plata que resaltaba entre los demás vehículos aparcados: brillaba como las joyas de la Corona. Por ningún lado se veía presencia inquietante alguna.
Nick sacó la cámara e hizo varias fotos. No iban a ser sufi­cientes, lo sabía, pero estaban bien para empezar.
Ahora necesitaba un lugar para permanecer oculto. Tenía que mantener el coche vigilado, pero sin ser visto. Lo me­jor que encontró fue un hueco diminuto entre un viejo Ford y el muro del aparcamiento. Si se acostaba en el suelo y nadie miraba hacia allí, sería prácticamente invisible. Nick desactivó el flash de la cámara y puso al máximo la función de sensibilidad a la luz. Luego se acomodó tanto como le fue posible en el frío suelo del garaje. 17:12h La calma im­peraba.
De repente su móvil empezó a sonar a todo volumen: había recibido un mensaje. Por poco no le da un infarto. No había si­lenciado el timbre del móvil. «¿Cómo he podido ser tan ton­to?». Al verse en una posición tan incómoda entre el muro y el coche, casi no podía meter la mano en el bolsillo del panta­lón. Cuando finalmente lo logró y vio de quién venía el men­saje, su corazón empezó a latir: «Emily».

¡Hola, Nick! Me gustaría mucho que nos viéramos y aprovechar la oportunidad para presentarte a alguien. Se llama Victor, a lo mejor puede ayudarnos a todos nosotros. Llámame, por fa­vor. Emily.

El nombre de Victor no le decía nada. Podía vivir sin saberlo. Aunque ¿qué significaba que él podría ayudarnos «a todos no­sotros»? Quizá Emily quería ayuda para Eric, que ya estaba metido hasta el cuello en dificultades. Pero ella quería verle a él. «Emily». No importaba por qué, ella quería verle.
¡Bum! Una puerta que se cerró de golpe. Unos pasos que se acercaban.
Nick contuvo la respiración e intentó pegarse más aún al suelo de cemento. Sostenía la cámara en dirección al Jaguar para dispararla en cuanto apareciera el dueño. Un par de pier­nas enfundadas en unos pantalones negros se hizo visible, quienquiera que fuese pasó junto al Jaguar y se fue aproxi­mando. ¿Un vigilante le había descubierto gracias a la cámara de vídeo? «¡No, por favor!». Y también deseó que no fuera el conductor del Ford que le servía de escondite.
Cuando el tipo pasó junto a él sin mirar hacia su escondite, Nick respiró aliviado. Poco tiempo después, un Mazda rojo aceleraba en dirección de la salida. La calma regresó.
Apenas habían pasado cinco minutos. Nick transfirió todo su peso lo mejor que pudo al otro lado de su cuerpo y deposi­tó la cámara en el suelo con mucho cuidado. Volvieron a sen­tirse pasos cerca, pero se detuvieron mucho antes de llegar a la altura de Nick. Tronó la puerta de un coche y se encendió un motor.
Cinco minutos más tarde, la pierna derecha de Nick empe­zó a dormirse. Intentó ignorar el cosquilleo y se concentró en el ruido del aparcamiento. El sonido del ventilador que se oía en el ambiente. El tenue ruido de la calle. Volvieron a abrir y cerrar una puerta metálica. Una mujer rió, la secundó un hombre. Unos zapatos de tacón golpetearon el suelo de cemento. La cerradura del coche que se había abierto respon­diendo al disparo de un control remoto estaba a solo unos cuantos metros de Nick. Se habían encendido las luces del Jaguar.
Los latidos del corazón de Nick se aceleraron. Levantó la cámara y dirigió la lente hacia el vehículo. El hombre y la mujer se aproximaban. Estaban en su objetivo. El hombre ema­naba nerviosismo como la temperatura de los altos hornos. ¡Clic!
La mujer podría ser la estrella de una serie vespertina de te­levisión. Pendientes relucientes, abrigo de piel, cabello rubio recogido. El hombre era alto y tenía el cabello oscuro, aunque ya peinaba sienes plateadas. Vestía traje y corbata. «Quizá un doctor. O un abogado».
¡Clic!
El hombre abrió la puerta del automóvil y colocó una bolsa en el asiento trasero.
¡Clic! ¡Clic!
—La próxima vez vamos al Refettorio —dijo la mujer—. Vivian dice que allí la carne de cordero es magnífica.
—Si eso es lo que quieres, querida.
¡Clic!
La mujer se subió al Jaguar.
¡Clic!
El hombre se detuvo de pronto y miró a su alrededor. «¿Ha­bía escuchado el sonido de la cámara?». Nick intentó fundirse con su oscuro rincón.
—¿Qué ocurre, cariño?
—Nada —el hombre se pasó la mano por la frente—. Ab­solutamente nada. Debo de haberme equivocado. Sabes, estos últimos días…
Nick no escuchó el resto, el hombre se subió al coche y ce­rró la puerta. Sacudió la cabeza y se encogió de hombros con ademán desvalido, después encendió el motor. Medio minuto más tarde, el Jaguar abandonaba el aparcamiento.
«Misión cumplida —Nick presionó la cámara contra su pe­cho—. Ahora vámonos, rápido. No, primero tengo que comprobar si las fotografías merecen la pena. Un poco borrosas, bueno, y con muy mala definición, pero no podían salir mejor sin flash».
Aun así todo era reconocible: la mujer, el hombre, la matrícula del automóvil. Doce fotos aceptables.
Entre la multitud del metro Nick sacó su móvil del bolsillo y volvió a leer el mensaje de texto de Emily. «Victor… ayu­darnos a todos nosotros». No sonaba a una cita romántica. Más bien sonaba como si quisiera ayudar a Eric a salir de su aprieto. Nick empezó a teclear una respuesta, le pareció bas­tante tonta, la borró y cerró los ojos.
Si se sabía que él tenía algo que ver con la caja de Galaris, también Emily estaría al tanto. Nadie creería que él no estaba enterado de lo que había escondido. Los periódicos escribirían sobre cómo se había logrado evitar la matanza en un instituto. O algo así. Su padre lo mataría.
Nick volvió a abrir los ojos y observó las caras de cansancio que lo rodeaban. Todos verían su foto en el periódico.
Emily vería su foto en el periódico. Volvió a teclear un mensaje de texto para ella, pero una vez más lo borró antes de enviarlo. ¿Y si ese Victor era policía?
Nick cerró los ojos. Debía asegurarse de que Erebos seguía estando de su parte.

—Ya he recibido las fotografías —dijo el mensajero. Estaba sentado sobre un peñasco a la orilla del pantano, estiró sus largas piernas e hizo un gesto de satisfacción.
Sarius se tranquilizó. Subir las fotografías al servidor que le había indicado no fue tan fácil: hasta dos veces se cayó la co­nexión.
—¿Ya has cenado?
—Sí.
«¿Desde cuándo le interesaban este tipo de cosas al mensajero?»
—¿Has hablado con tus padres? ¿Parecías contento al hablar con ellos?
—Creo que sí.
«Hablé y hablé como si me hubieran dado cuerda, para que no se les ocurriera la idea de preguntarme sobre mis deberes».
—Bien. Tenemos que ser muy cautelosos. Se habla mucho sobre Erebos fuera de Erebos. Nuestros enemigos se están agrupando. Hemos de poner mucha atención para que no nos puedan atacar por ningún lado. Por eso quiero que vayas todos los días al instituto y que te comportes con discreción. No des pie para que se sospeche de tu comportamiento.
—De acuerdo.
—Ahora bien, ya eres todo un ocho. Aumentó tu fuerza vi­tal y tu magia de fuego. Antes de que te vayas, infórmame: ¿ya ha empezado a surtir efecto tu cristal mágico?, ¿obtuviste lo que habías deseado?
«No lo sé —pensó Sarius—. Eso no tuvo nada que ver con­migo. No creo que esa horripilante escena fuera cosa mía».
—¿No quieres darme ninguna respuesta?
—Es que no estoy seguro. Es posible. Puede ser que esté dando resultado. Que comience a surtir efecto.
El mensajero asintió satisfecho.
—¿Lo ves? Aguarda. Seguirá surtiéndolo y el resto quedará en tus manos, Sarius.
«No puede darse cuenta de que tengo miedo, ¿o sí? Es im­posible que me lo note».
Esperó a que el mensajero por fin lo dejara ir; sin embargo, este continuó mirándole y desplegó sus huesudos dedos.
—No estaría mal que Aisha contara con un testigo —dijo—. Alguien que pudiera confirmar sus acusaciones. ¿Se te ocurre al­guien, Sarius?
«No puede estar hablando en serio —pensó el elfo—. No voy a hacerlo. Maldita sea, ¿por qué me pide eso?».
—Ayer a esa hora estaba en el café con Brynne. Eso quiere decir que no puedo ser testigo.
—Lo sé. Te he preguntado si se te ocurre alguien, no que tú lo seas.
—Ah, bueno. Lo siento, pero tampoco se me ocurre nadie.
—Entonces vete.
El mensajero lo despidió y Sarius, contento de escapar de la mirada de los ojos amarillos, siguió su indicación. No hablaron de la caja de Galaris, pero sin duda el mensajero ya lo sabía todo sobre ella.

Sarius pudo ver desde lejos el resplandor de la enorme hogue­ra. A la derecha estaba el pantano; a la izquierda, una cons­trucción circular se elevaba contra el cielo nocturno. En me­dio se extendía un prado con apenas unos cuantos arbustos espinosos y algún que otro árbol mutilado.
—¡Hola, Sarius! —Arwen's Child fue la primera en descu­brir su presencia.
Estaba sentada junto a LordNick ante la fogata que se refle­jaba sobre su nueva coraza. Advirtió que ambos le superaban en grado, pues no alcanzaba a ver los suyos. Lelant se había sentado "un poco más allá; se había recuperado de su última pelea y de nuevo era un siete.
—¿Te has inscrito para el siguiente combate en la arena? ¡Allí, en aquel sitio! —Arwen's Child señaló hacia el edificio redondo—. Prácticamente eso es lo único que puedes hacer por el momento. No está pasando nada. Llevamos como me­dia hora aquí sentados.
Sarius no había oído nada acerca de un nuevo combate en la arena, pero por supuesto que quería participar. Con lo que no contaba era con que el ser de los grandes ojos saltones reci­biría su inscripción. Se hallaba de pie sobre la arena de la pa­lestra bajo la noche, estaba rodeado de gnomos y aparentaba ser enorme, casi el doble de alto que Sarius. Nuevamente le irritó la rara apariencia del gigante, no se parecía a ninguno de los presentes. Y estaba semidesnudo.
—Regístrate aquí —dijo al tiempo que señalaba con su extraño bastón la lista que colgaba de la pared—. Los duelos comenzarán dentro de siete días, dos horas antes de la me­dianoche.
Sarius escribió su nombre bajo el de Bracco. «Mira, aún si­gue vivo». Blackspell también se hallaba en la lista, y lo mis­mo pasaba con BloodWork, Lelant, LordNick y Drizzel. No pudo leer más, pues el maestro de ceremonias lo echó de allí.
—No seas curioso, pequeño elfo. Regresa con los demás.
Al salir de la arena, vio que Feniel venía en su dirección. Debía de haber jugado día y noche, porque cuando Sarius y ella coincidieron por última vez era un cuatro malherido y ahora ni siquiera podía ver su grado. «Así que como mínimo es un ocho». Todo su armamento era nuevo y traía dos espa­das. Algo le dijo a Sarius que esta vez perdería si se volvían a enfrentarse.
Alrededor de la hoguera reinaba un ambiente de tertulia. Sapujapu estaba sentado en medio de una horda de enanos que comparaban hachas, pero saludó a Sarius en cuanto le vio llegar.
—¿Ninguna misión para hoy?
—Al parecer no.
—Para variar no está mal.
Conversaron acerca de la lucha en la arena, sobre lo que Sapujapu también trataba de discutir, y después de esto el elfo continuó su camino. Observó a BloodWork sentado solo sobre el tronco de un árbol con la mirada fija en las llamas. El anillo que llevaba colgado en el collar alrededor del cuello brillaba como un rojo rubí ante el resplandor de la hoguera. Sarius titu­beó un instante, y después decidió hablar con el bárbaro.
—¿Sabes qué va a pasar?
—No.
—Vale. Lo siento. Que pases una buena noche.
BloodWork alzó la cabeza.
—Estoy muy cansado.
—No me extraña. Creo que últimamente hemos podido dormir muy poco.
—No tienes ni la menor idea.
Sarius podía prescindir de las fanfarronerías.
—Entonces déjalo todo por hoy y échate en tu piel de bárba­ro —dijo, pero BloodWork no estaba de humor para bromas.
—Lárgate de aquí, elfo de mierda —contestó al tiempo que alzaba su enorme cuerpo para acercarse al hombre gato y a los otros bárbaros que se hallaban cerca de ellos. También tenían círculos rojos en el cuello.
El hombre gato no formaba parte del círculo privilegiado durante el último combate en la arena, de eso Sarius estaba seguro.
—No te hagas ilusiones.
Drizzel apareció junto a Sarius y bruscamente lo empujó a un lado.
—Nunca pertenecerás al círculo privilegiado, debilucho. Yo sí, ¿te apuestas algo? Ten cuidado y espera hasta la siguiente arena.
Mostró sus largos colmillos.
Sarius quiso sacar su espada por si acaso, pero algo distrajo su atención. Un gnomo de piel verde clara se había plantado sobre una roca que había cerca de la hoguera.
—Se espera que los combatientes del círculo privilegiado se reúnan en un sitio secreto. Hay novedades.
BloodWork, sus dos interlocutores y la maga elfa llamada Wyrdana se levantaron y se encaminaron a la parte occidental del bosque que parecía un muro de sombras. No veía al quin­to elegido. Sin embargo, de repente Blackspell se desprendió de la oscuridad junto a la arena y siguió a los otros cuatro. La medalla roja resplandeció sobre su negra capa.
—¿Blackspell pertenece al círculo privilegiado? —preguntó Sarius sorprendido.
—Mierda. Tampoco lo sabía —replicó Drizzel—. Pero así es mucho mejor. ¡Le voy a hacer papilla en la arena!
Sarius pensó para sí que se alegraría de verlo. No le importa­ba quién hacía papilla a quién; la verdad era que no soportaba a ninguno de esos vampiros.
Blackspell desapareció igual que los otros en la oscuridad del bosque y Sarius tuvo que hacer de tripas corazón para quedarse en la fogata. Le gustaría saber de qué se hablaba en el círculo privilegiado.
Mientras tanto, el gnomo de piel verde permaneció sentado sobre el peñasco, y dio otro anuncio.
—¡Combatientes! —comenzó—. La última pelea está cerca. Aún no ha empezado, pero hoy más que nunca se cuenta con que en estas fechas se separe el grano de la paja.
Hizo una pausa considerable.
—Este campamento no está muy lejos de la fortaleza de Ortolan. Nos vamos a acercar a él paso a paso. Mi amo dice que Ortolan ya puede sentirnos. Pero no nos atacará. No puede ata­carnos, porque no tiene ni idea de quién somos.
Otra vez hizo una larga pausa.
—No obstante, hay otros que intentan hacernos fracasar en nuestra misión. Nos espían, nos calumnian, tratan de perju­dicarnos. Y si no nos unimos, se infiltrarán entre nosotros. Van a destruir nuestro mundo. Más que nunca vale el propó­sito de guardar silencio. Mantener la calma. Guardar secretos. Tratar a los enemigos como a enemigos.
Tras esto, el gnomo se bajó del peñasco y con sus piernas torcidas regresó a la arena.

En las siguientes horas, los combatientes permanecieron sen­tados juntos. Primero esperaron que pasara algo, pero nadie les encomendó nada, nadie los atacó, ningún monstruo de Orto­lan se les lanzó encima. De modo que buscaron cómo entrete­nerse con tranquilidad. Jugaron a los dados por monedas de oro y piezas de carne, el ambiente era relajado, nadie tenía ga­nas de lanzarse sobre el vecino. Sarius no se dio cuenta de cómo pasaba el tiempo. Cuando se despidió de los demás, ya eran las dos de la madrugada y sentía un cansancio agradable. Nunca antes se había sentido en Erebos tan protegido, tan en casa.


Capítulo 18


de: Frank Betthany <fbetthany@gmail.co.uk>
para: Nick Dunmore <nickl803@aon.co.uk>
asunto: Entrenamiento
Nick, no sabes lo decepcionado que estoy conti­go. Con todos vosotros. Has faltado a los últimos entrenos y ni siquiera te pareció oportuno avisarme. Por desgracia, no has sido el único. La última vez entrené solo con cuatro en el gimnasio.
Por mi parte, podéis iros a tomarle el pelo a otro. Una falta injustificada más y estás fuera del equipo.
F. Betthany

—¿Qué te ha pasado?
—¿Estuviste en el hospital?
—No tienes buen aspecto.
Brynne y algunas de sus amigas rodeaban al silencioso Greg, que trataba de sacar sus libros de la taquilla con evidente esfuerzo.
—Me caí de las escaleras mecánicas —Greg sonrió con cla­ras muestras de cansancio. Por el tono de su voz podía pensarse que esa no era la primera vez que contaba la misma histo­ria—. Me resbalé y luego me fui de boca, pero no es tan grave como parece —se tocó la costra del rasguño en la nariz, al tiempo que esbozaba una sonrisa torcida.
«Aunque no es tan grave, sigue siendo grave», pensó Nick. Greg tenía la muñeca izquierda vendada y cojeaba ligeramente.
—¿Quieres que te lleve la mochila? —le ofreció, pero Greg le hizo una rápida seña para rechazarlo.
—No. Puedo hacerlo yo. No es tan grave. Hasta luego.
Nick vio cómo se iba e intentó reprimir el pensamiento que se negaba a abandonar su cabeza desde la aparición de Greg.
«Tonterías. Greg dijo que se había tropezado». Como si a Nick nunca le hubiera pasado. En más de una ocasión, después de un choque en el baloncesto, se tiró dos semanas caminando con las costillas vendadas. «Sí. A veces pasa».
—¿Nick?
Era Emily, estaba sola. Ni Eric ni Jamie, ni siquiera Adrian, se encontraban cerca de ella.
—Hola, Emily. Siento mucho no haber respondido tu sms.
—Está bien. No era tan importante —le sonrió.
—¿Quién es ese Victor del que me escribiste?
—Tampoco es tan importante, ¿puedo preguntarte algo?
—Claro.
—Vamos allí —con un movimiento de cabeza le indicó las escaleras del edificio, donde podían conversar sin interrup­ciones.
Nick la siguió. Sintió la mirada de Brynne en la espalda, le lanzó una sonrisa rápida y mentalmente se insultó por ser tan cobarde.
—¿Tú crees que es cierto lo que Aisha dijo de Eric? —co­menzó Emily, sin rodeos.
«Lo sabe —pensó Nick y sintió cómo se ponía rojo—. Sabe lo de mi cristal mágico». Sin embargo, en los ojos de Emily no se veía ninguna huella de reproche, solo un sincero interés en su opinión.
Encogió los hombros dando a entender que no tenía ni idea.
—A saber. Puede ser. Quiero decir, no lo conozco tan bien… así que… yo… —dijo, y empezó a tartamudear mien­tras ella lo observaba.
—Conocer es siempre algo relativo —trató de echarle un cable—. ¿Sabes?, desde ayer no dejo de preguntarme si no ha­brá algo tras esa acusación de Aisha. Primero me pareció muy absurda… pero quién sabe.
Nick se sintió casi ofendido.
—¿Crees que Aisha…?
—No. Tal vez. No lo sé. La gente hace cosas inimagina­bles… cosas que ni uno mismo se creía capaz de hacer.
Impacto total. Nick sintió que su cara ardía; seguramente se le había puesto roja, a fuego vivo.
«Sí, lo sabe».
Si Emily advirtió su vergüenza, lo escondió con enorme ha­bilidad. Pensativa, se giró hacia los vestuarios donde Brynne seguía parada y sin quitarles ojo de encima.
—Yo tampoco conozco tan bien a Eric. A los dos nos en­canta la literatura, de eso es de lo que hablamos la mayoría de las veces. Es muy inteligente, eso me gusta. En realidad, es demasiado inteligente para hacer algo así, pero ya hay un tes­tigo que se supone que le vio…
—¿Quién?
Emily se encogió de hombros.
—Ni idea, el señor Watson se lo contó esta mañana a Jamie y él no daba crédito, estaba hecho una furia… piensa que al­guien está amañándolo todo.
—No estaría mal que Aisha tuviera un testigo —Nick cerró los ojos—. ¿Por qué me cuentas todo esto?
Emily miró hacia el suelo.
—¿Qué querías darme el domingo por la mañana, cuando me llamaste por teléfono?
Nick se rió sin ganas.
«Quería regalarte un mundo —pensó—. Un mundo muy divertido, increíble y excitante. Emocionante. Místico. Horri­pilante. De pesadilla. Todo junto».
—Seguramente te lo puedes imaginar, ¿no es cierto? No quería el número de teléfono de Adrian, era por…
—Ya lo pillo —asintió con la cabeza—. Estaba muy cerra­da, lo sé. Pero no era nada personal. Lo más probable es que hoy reaccionara de otro modo. ¿Sabes?, si a ti te convence, entonces debe de tener algo interesante.
Emily volvió a sonreírle y se fue.
Nick se quedó sin palabras, viendo cómo ella se iba. Si ese era el efecto del cristal mágico, empezaba a darle miedo de verdad. Algo así no podía suceder. Además, «¿Emily y Erebos? ¿Por qué así, tan de repente?». Se pasó la mano por la cabeza, sorprendido porque esa idea le gustara tan poco. ¡Pero si eso era lo que quería! Una Emily gato o una Emily elfo, quizá in­cluso una Emily vampiro a su lado. Sin embargo, ya había copiado el juego para Henry Scott y no había marcha atrás. No podría ofrecérselo a Emily, aunque ella lo quisiera.
—¡Qué tremendamente comprensivo de tu parte estar co­queteando con Emily cuando yo estoy ahí al lado!  —Brynne se plantó detrás de él. La rabia hizo que subiera la voz hasta alcanzar tonos muy desagradables.
—¿Cómo?, ¿perdón?
—¿Nuestra cita no significó nada para ti?
—Pero… yo…
«Maldita sea». Volvió a tartamudear.
—¿Crees que puedes ligarte a una nueva cada día? ¿Crees que no tengo sentimientos?
—¡Pero si no estaba ligando con Emily! —dijo Nick, indig­nado—. ¡Solo estábamos hablando!
—¡Y a mí no me haces caso! ¿Crees que no me doy cuenta de cómo la miras, casi con la boca abierta? —dijo Brynne y con un gesto teatral se echó el pelo a la espalda—. ¡Estoy tan decepcionada contigo, Nick!
Lo dejó ahí, petrificado. El chico se frotó los ojos y suspiró. Era un idiota. Realmente se había puesto en evidencia al ha­blar con Emily.
 Ese era el día de las conversaciones extrañas, por lo menos así estaba resultando. En una de las horas libres, el señor Watson se acercó a él y le pidió que le acompañase a charlar en una de las aulas vacías. A Nick el corazón le latió a un ritmo vertiginoso.
«La pistola. Sabe que tengo algo que ver con la pistola».
—Quiero hablar contigo porque te considero una persona inteligente —le explicó el señor Watson. Luego puso su ter­mo sobre la mesa y miró meditabundo a través de la venta­na—, creo que te has metido en algo que no te hace bien.
«Enseguida mencionará la pistola».
—En las últimas semanas me he enterado de que un grupo de alumnos de nuestro instituto está jugando a un videojuego llamado Erebos… Confío en que me entiendas: no tengo nada en contra de los videojuegos. Incluso he encargado a los alumnos de uno de mis grupos que escriban redacciones basadas en World of Warcraft. Pero esto es algo distinto. Es peligroso y debo hacer algo para detenerlo.
Nick lo observó mientras guardaba silencio. Lo más probable era que Colin, Rashid y otros más ya se hubiesen enterado de que Watson le había hecho llamar. No podría ocultárselo al mensajero.
—Me gustaría mucho que me ayudaras, Nick. Quiero ser completamente sincero contigo: hasta ahora no he tenido mu­cho éxito en mi lucha. Varios alumnos que ya fueron expulsa­dos del juego han venido a hablar conmigo. Sin embargo, el juego ya no está en sus ordenadores. Tal vez si se encargasen los especialistas de la policía, tendrían más éxito a la hora de averi­guarlo, pero solo podré dar parte a la policía cuando haya algo ocurrido —Watson suspiró—. Y tengo mucho miedo de que ocurra, ¿tú no?
Nick hizo un ruido indefinible, algo entre un resoplido y una tos.
—¿Qué podría ocurrir? —dijo, pues era evidente que el se­ñor Watson esperaba una respuesta.
—No lo sé, dímelo tú.
—Bueno, yo no lo sé.
Watson lo examinó de hito en hito.
—A mí me parece que lo que le pasó a Eric ya es bastante malo. Por supuesto, ahora puedes decir que si acosó a Aisha, es culpable. Pero Aisha no quiere ir a la policía. Bajo ningún concepto. Es extraño, ¿no?
Nick volvió a encogerse de hombros, esta vez abatido.
—Imagino que le da vergüenza, podría entenderlo. Y es cosa suya.
—Sí, claro. Aquí todos se ocupan solo de sus cosas, ¿no? Con la excepción de tu amigo Jamie, que decidió tomar car­tas en el asunto. ¿No te has dado cuenta?
—¿Puedo irme ya? La verdad es que no sé cómo podría ayudarle.
El señor Watson asintió con la cabeza, resignado.
—Si necesitas ayuda, puedes venir a verme cuando quieras, ¿de acuerdo? Tú y todos los demás.
Nick abandonó el aula. Se esforzó en aparentar seguridad y tranquilidad, que al menos eso quedase claro. Aunque no le importaba. El señor Watson no había mencionado la pistola. Era lo principal.

—¿Hay alguna novedad de la que puedas hablarme?
Sarius se encontraba enfrente del mensajero en un lugar com­pletamente desconocido. Nunca había estado allí antes. Era una colina dominada por una torre casi derruida. La torre ejercía una poderosa atracción sobre Sarius. Transmitía la magnitud de la fortaleza de la que debió haber formado parte otrora, pero, al mismo tiempo, parecía que se vendría abajo en cualquier momento. El resto, un panorama austero dominado por un ex­traño seto que dividía el campo en dos partes: una mitad era verde; la otra, amarilla. El amarillo provenía de las flores en for­ma de embudo que crecían con increíble abundancia en el lado izquierdo del seto, mientras que en la derecha no había rastro de ellas. De manera involuntaria, Sarius imaginó a un jardinero de­mente que, riendo para sus adentros y medio confundido, plan­taba sus extraños vegetales en mitad del campo gris y pedregoso.
No quería mencionar la conversación con el señor Watson si no estaba obligado a hacerlo. Intentó hablar de otra cosa. Algo positivo que no pudiera comprender el mensajero.
—Tengo la impresión de que Emily Carver comienza a in­teresarse por Erebos. Hasta ahora no estaba muy convencida que digamos, pero hoy me ha dejado entrever que ha cambia­do de idea.
—Bien, Sarius. Es suficiente por hoy, es mejor que te vayas. Nos acercamos al fuerte de Ortolan, debes saberlo. Es preferi­ble tener muchas precauciones. Si sigues por el lado oeste del seto, te toparás con un monumento; en realidad es una esta­tua —rió a medias y Sarius sintió escalofríos—. Allí encontra­rás combatientes amistosos, pero es posible que también te encuentres algunos enemigos. Mucha suerte.
«El seto brilla en la oscuridad, qué práctico». Era recto, como una línea que recorría todo el paisaje. Por un momento, Sarius creyó reconocer algo en él, como si fuera una de esas pintu­ras que enseñan una cara oculta. «Una verdad que se esconde detrás de lo aparente». Sin embargo, la impresión desapareció tan rápido como llegó.
El camino se le hizo eterno. Aunque debía estar en la ruta co­rrecta, pues el seto luminoso no dejaba duda alguna al respecto.
Después de un rato, vio algo enorme a la distancia: proba­blemente era el monumento. Solo que se movía. Al acercarse, Sarius reconoció qué era. Se trataba de una famosa escultura griega: un hombre, cuyo nombre no recordaba, y sus dos hi­jos, apresados y casi asfixiados por los anillos de unas podero­sas serpientes marinas. Arriba, en su pedestal, luchaban por su vida los tres personajes de piedra, mientras que las serpientes se retorcían entre sus cuerpos.
En torno al pedestal había un grupo de combatientes. Allí estaban Drizzel, LordNick, Feniel, Sapujapu. Un poco más allá aguardaban Lelant, Beroxar y Nurax. Todos aguardaban lo que estaba a punto de suceder.
Sarius se colocó al lado de Sapujapu y observó junto con los demás la tormentosa acción que tenía lugar por encima de sus cabezas. Quería preguntarle a Sapujapu de qué iba todo aque­llo; sin embargo, solo vio un pequeño fuego encendido a lo lejos. De momento trabar una conversación no era posible. La llama apenas bastaba para alumbrar de manera escalofrian­te la retorcida estatua.
¿Quizá la misión consistía en matar a las serpientes? Pero ¿cómo podría Sarius subir al pedestal? Los demás tampoco lo in­tentaban, al menos no por ahora.
Los movimientos de las figuras de piedra tenían algo hipnó­tico. A Sarius le daba la impresión de que se le iba el aire cada vez que las serpientes apretaban sus cuerpos alrededor de los hombres.
De pronto apareció un gnomo con la piel tan blanca como la nieve. Era uno de los mensajeros del mensajero.
—Bonita vista, ¿no es cierto? —dijo mostrando los dien­tes—. ¿Comprendéis lo que significa?
No contestó nadie.
«¿Se trata de una adivinanza? ¿Hay alguna recompensa por la respuesta?».
—No, no entendéis nada. Eso es justo lo que mi amo pensa­ba. Entonces id, corred hacia el bosque y destrozad a los orcos. Quien me traiga tres cabezas será recompensado.
Contento de haber escapado de la lúgubre actuación, Sarius salió a la carrera. Como muchas veces, empezó a escuchar la maravillosa música que le daba la certeza de ser invencible.
«Tres cabezas, ¡bah!, eso es pan comido».

Capítulo 19

¡Pum! La pelota chocó a más de treinta centímetros del aro. Betthany maldijo y Nick lanzó un puntapié a la pared. «Mier­da, todo es una mierda». No le apetecía ni lo más mínimo estar corriendo de acá para allá en la cancha del gimnasio; quería estar en su casa y cuidar de que Sarius por fin ascendiera.
Los últimos cuatro días habían sido decepcionantes. Una lucha contra un dragón con nueve cabezas, otra contra enormes cochinillas venenosas y, ayer, una batalla contra es­queletos bastante vivos en una cripta muy oscura. Sarius ha­bía sobrevivido sin problemas, aunque no había destacado especialmente. Aún era un ocho. A pesar de sus esfuerzos, no obtuvo ningún provecho más allá de un poco de oro, algo de pócima curativa y unos guantes nuevos. Ningún en­cargo del mensajero. Ninguna oportunidad para demostrar lo que era capaz de hacer,
Nick corrió tras Jerome, le robó la bola y fue botando de lado a lado de la cancha. Apuntó. Tiró a canasta. ¡Pum! Otra vez dio en el aro.
—¿Tengo que subirte a hombros hasta la canasta, Dunmore, o necesitas una escalera? —gritó Betthany.
«No». Necesitaba una espada nueva y un ascenso de grado que correspondiera a sus habilidades especiales. El combate en la arena estaba cada día más cerca y, mientras los demás se fortalecían, Sarius no avanzaba. Si por lo menos el mensa­jero le diera una oportunidad, un encargo con el que demos­trar su valía.
Jerome le robó la pelota y corrió junto a Nick, dando gran­des zancadas. De manera automática intentó identificar la posible identidad del jugador tras Jerome. «¿Lelant? ¿Nurax? ¿Drizzel? ¿Más fuerte que Sarius? ¿Más débil?».
—¿Te has quedado dormido, Dunmore? —gritó Betthany—. ¿Quieres hacer abdominales hasta que despiertes?
Nick agradeció en el alma que terminara el entrenamiento. «A casa». Todavía le faltaba escribir un ensayo de Literatura in­glesa, pero eso no le quitaría tiempo. ¿Para qué estaba Internet? Transcribiría un par de páginas y listo. Después le daría al juego un nuevo giro, para acabar con su racha de mala suerte. Tenía el presentimiento de que esa noche podría lograrlo.

La oscuridad cayó opresiva sobre el campo, como si tuviera masa y peso. Los combatientes marchaban veloces. Tenían que conquistar un puente, cumplir con la misión que los gnomos les habían encargado. El camino que recorrían era azul oscuro, un color que le hacía pensar en aguas profundas.
Sarius intentó ser más rápido que los demás y rebasó a tres de sus compañeros: Drizzel, Nurax y Arwen's Child. A su lado —y de la misma estatura— corría LordNick y, un poco más atrás los seguían Sapujapu, Gagnar y Lelant. Los que iban a la zaga eran unos novatos, y el elfo ni siquiera se tomó la moles­tia de considerar cómo se llamaban. Eran unos y doses, que nada podrían hacerle en la arena.
Tenía la intuición de que se estaban acercando a su destino, Estaba tenso, pero era una tensión agradable, llena de curiosi­dad y sed de sangre. ¿Sería a orcos, a escorpiones o a arañas a quienes tenían que arrebatarles el puente? A él todo le parecía bien. En esta ocasión pelearía de tal forma que el mensajero tendría que recompensarlo. Para las luchas en la arena aún falta­ban tres días. Tras ellas, como mínimo, quería ser un diez.
Caminar ya no le molestaba desde hacía mucho. Vagamente recordaba el tiempo en que tenía que detenerse y descansar después de cada colina. Ahora podía andar a máxima velocidad cuesta arriba o cuesta abajo sin la menor muestra de cansan­cio. «Es una maravilla tener fuerza. Es una maravilla alcanzar un grado superior».
Una pendiente uniforme y fácil se alzó frente a él. «Dema­siado uniforme para ser de origen natural». Sarius la observó con detenimiento y comprobó que el camino se elevaba desde el suelo para extenderse como un arco iris translúcido por toda la oscuridad. «Así que ese es el puente».
Más adelante, en la oscuridad, se escuchó el ruido de metal contra metal. «¿Ya estarán peleando?». Sarius desenvainó su es­pada y vio que LordNick lo imitaba. «Si por lo menos se pudie­ra ver al enemigo»; sin embargo, allí solo se veían unas siluetas gigantes. ¡Tong! Un sonido semejante a una campanada. Algo hizo que el puente se derrumbara. «¿Algo o alguien?».
Los ruidos de la batalla se volvieron cada vez más fuertes y una serie de contornos brillantes destacaron en el cielo. Unos gigantescos caballeros con corazas plateadas defendían el puente.
El entusiasmo de Sarius menguaba. ¿Cómo podría vencer­los? Redujo su velocidad y observó cómo Drizzel esquivaba la espada de uno de los caballeros; larga como un árbol, bailo­teaba de un lado a otro pero no lograba atinarle un golpe. Nurax estaba en las mismas. «Tiene que haber un truco —pen­só Sarius—. Un punto vulnerable, cualquier cosa. Cuando esté más cerca, lo veré».
LordNick pasó delante de él, se abalanzó contra el siguiente acorazado y le enterró la espada en una de las corvas. El gi­gante ni se estremeció y LordNick pronto tuvo que hacer mu­chos esfuerzos para que no lo partiera en dos de un solo golpe.
«Podría intentar pasar entre ellos y dejarlos atrás. Conquis­tar el puente, así decía la misión, no vencer a los caballeros».
Al observarlos de cerca descubrió que los adversarios eran tan altos como torres. Sus movimientos tenían una fuerza in­superable, pero no eran muy rápidos. Sarius dejó atrás al pri­mero, también al segundo. El tercero intentó detenerlo y bajó la espada. Sarius logró esquivarlo: allí estaba la orilla del puen­te, había que tener mucho cuidado. ¡Tong! El caballero avanzó un paso hacia él, intentó clavarle su arma y la enorme espada logró tocar a Sarius, pero muy ligeramente. No llegó a herirle, aunque le hizo perder el equilibrio. El elfo sabía que no lo lo­graría. No había nada en lo que pudiera apoyarse, ninguna barandilla, ni siquiera un borde del puente.
Cayó. «Adiós a los caballeros», adiós al puente que ahora, azul, se arqueaba sobre él. «Adiós a su sueño de ser un nueve en esta ocasión». No tenía la mínima idea de lo que había debajo de él. Estaría genial que fuese agua o, por lo menos, hierba mu­llida. Sin embargo, en su interior Sarius solo imaginaba rocas afiladas y espinas. El aire a su alrededor silbaba. Aún no había tocado el suelo.
«Murió de estupidez».
«No puede ser, ahora no, por favor. Así no. Solo por hacer un movimiento en falso».
Al impactar contra el suelo comenzó a sonar el chirrido que daba aviso de sus heridas con tal intensidad que hizo gemir a Sarius. Por un instante no deseó otra cosa salvo que parara, de inmediato. Sin embargo, el chirrido era una señal de que se­guía con vida, significaba que tenía una oportunidad. Solo debía esperar. Tenía que aguantar.
Entonces esperó, esforzándose en moverse lo menos posi­ble. Pronto comenzó a dolerle la cabeza, el chirrido era un verdadero tormento que se sobreponía a todos los ruidos de la pelea del puente. «¿Por qué dura tanto? ¿Seguirán pelean­do en el puente? Probablemente». Nadie aparte de él había caído.
Esa acción no fue ninguna obra maestra, Sarius. «Por fin». Nunca había estado tan contento de ver los ojos amarillos.
Supongo que necesitas mi ayuda.
Sí. Por favor.
Comprenderás que, tal y como van las cosas, empieza a resultarme algo aburrido tener que sacarte las castañas del fuego.
Sarius se quedó callado. ¿Qué podía decir al respecto? Sin embargo, al parecer, el mensajero esperaba una respuesta y no quiso que se aburriera más.
Lo siento. No he sido muy hábil.
Te doy la razón. Ser poco hábil es algo excusable en un dos, pero en un ocho resulta vergonzoso.
«Ahora mismo me va a degradar pensó Sarius, afligido—. Como mínimo».
—Hasta ahora siempre has podido contar conmigo, ¿no es cierto?
—Sí.
—¿Aún puedo confiar en ti, Sarius? ¿Aunque lo que te encar­gue sea muy difícil?
—Claro.
—Bien. Entonces quiero volver a ayudarte. Pero debes cum­plir un encargo para mí y esta vez no puedes ser tan torpe.
El chirrido empezó a aplacarse y Sarius se incorporó poco a poco. «Ha estado cerca». La próxima vez se concentraría más, jamás volvería a sucederle algo así. En dos días comenzarían los combates en la arena y quería estar en forma.
—Cumpliré el encargo. Aunque sea difícil. No hay problema.
El mensajero asintió con la cabeza, pero con mesura.
—Me alegra escucharlo. Déjame preguntarte algo. ¿Es el se­ñor Watson tu profesor de Literatura inglesa?
—Así es.
—Se dice por ahí que a menudo lleva consigo un termo. ¿Es cierto?
Sarius lo pensó durante un momento.
—Sí. Creo que lleva té.
—Bien. Mañana, cinco minutos después del comienzo de la tercera clase, vas a ir al baño del primer piso. A ese que tiene un espejo rajado sobre el lavabo. En el cubo de basura encon­trarás una pequeña botella. Has de verter su contenido en el termo del señor Watson. De qué tipo de contenido se trata no es algo que deba importarte. Pero sí se espera toda tu destreza: nadie debe verte cuando lo hagas.
Sarius siguió la explicación del mensajero con una incre­dulidad creciente. Durante un segundo, simplemente con­sideró la posibilidad de huir, de hacer como si no hubiera escuchado una palabra. Pero solo podía seguir allí, tendido en el suelo, y tenía que esperar a que el mensajero se retractara y le dijera que era una broma de mal gusto. Sin embargo, su interlocutor se limitó a cruzar los brazos sobre su pecho huesudo.
—¿Y bien? ¿Lo has entendido todo?
Sarius hizo un esfuerzo.
—Sí.
—¿Lo harás? Como la misión es de tan ardua naturaleza, tu recompensa será abundante: un nuevo poder mágico y tres grados. Una vez lo hagas serás un once, Sarius. Como tal, ten­drás la oportunidad de pertenecer al círculo privilegiado.
Sarius tomó aire. «Es un juego, ¿no? Lo más probable es que el mensajero solo esté exigiéndome una prueba de valentía y en la botella solo haya leche. O glucosa».
—Lo haré.
—Excelente. Mañana espero tu informe.
Esta vez la oscuridad llegó con gran rapidez y dejó a Sarius en un desconcierto que nunca antes había vivido.

Lograr. Obtener. Destruir.
Los hindúes tienen una divinidad para cada una de estas mi­siones. Yo lo llevaré a cabo solo.
He logrado lo que nadie ha logrado antes de mí, pero el mundo no es mi testigo ni lo será nunca.
Después intentaré cuidar lo logrado, con toda mi fuerza, con toda mi voluntad. Con dolor, a veces con lágrimas, pero de todas maneras con considerable sacrificio de víctimas.
Entonces destruiré. ¿Quién puede recriminármelo? Si es que hay justicia, por lo menos se tiene que lograr esta última.
Hubiera preferido ser creador y me alegraría por mi creación, me gustaría cuidarla, compartirla con los demás. Pero a partir de la destrucción también brotan aspectos interesantes. Su atractivo radica en que es su última parada.

Capítulo 20

Nick no era capaz de recordar cuándo fue la última vez que durmió tan mal como la víspera. En su interior le daba vuel­tas al encargo una y otra vez, en algunos momentos con tran­quilidad y otros acosado por el pánico, y muchas veces intentó imaginar la escena que tendría lugar al día siguiente. Se había esforzado en trazar un guión, pero la película siempre se inte­rrumpía cuando llegaba el momento de abrir el termo para verter la sustancia desconocida.
No obstante, la hora ya había llegado. Hacía dos minutos que había sonado el timbre para entrar a la tercera clase. Nick subió las escaleras que llevaban al primer piso con el corazón palpitando con fuerza.
Tenía una hora libre. Una de las muchas ventajas de llegar a sexto año. Los demás que no tenían clase estaban en la biblio­teca o en la sala de descanso; Nick no creía que alguien lo si­guiera. Aun así, miraba a su alrededor a cada rato. En secreto esperaba que Dan, Alex o algún otro lo estuviera filmando con una cámara. Se detuvo frente a la puerta del baño. Le gustaría estar en otro lugar, muy lejos. Pero ahora, eso no le servía de nada.
«Pues nada, manos a la obra».
Abrió la puerta. Echó un rápido vistazo al espejo rajado y solo encontró un rostro pálido con profundas ojeras.
Ahí, a la izquierda del lavabo, estaba el cubo de basura. Me­dio lleno de toallas de papel usadas, latas de refresco vacías, una cáscara de plátano, un sándwich mordido y algunas hojas de cuaderno arrugadas.
Con la punta de los dedos, Nick apartó el papel. «Falsa alar­ma». Bajo la primera lata tampoco había nada.
No tenía más remedio que hurgar más adentro. Había más papel arrugado. Un dibujo nada logrado de una chica desnu­da. Nick metió la mano un poco más abajo. Si no encontraba nada, cogería el cubo de basura, le daría la vuelta y hurgaría en­tre la basura como un puerco. O, en el mejor de los casos, po­dría explicarle al mensajero que allí no había ninguna botellita. Apenas se estaba perfilando esta esperanza cuando la observó: una pequeña caja azul y blanco.
«Digotan", 50 tabletas, 0,2 mg», leyó Nick. Sacó la cajita, se cercioró de que no estuviera vacía. «Maldita sea». Se encerró en el último retrete y abrió la caja. Frente a sus ojos quedó ex­puesta una botellita de color marrón, llena hasta las tres cuar­tas partes con cápsulas blancas.
Nick abrió la botella, olió el contenido y no notó nada raro. Las cápsulas parecían inofensivas; eran pequeñas, como pedacitos de gris con una ranura en medio.
Recordaba muy bien las palabras del mensajero: debía de­sentenderse del contenido de la botella, pero nada impedía a Nick echar un vistazo al prospecto.
La sustancia activa de las cápsulas blancas se llamaba β-acetildigoxina y actuaba, según la descripción, contra la in­suficiencia cardiaca.
Digotan® mejora el rendimiento cardiaco, ralentizando y forta­leciendo el latido del corazón; asimismo mejora la circulación sanguínea corporal.
Hasta ahí parecía que inspiraba confianza. Nick giró la hoja y leyó las reacciones adversas.

Advertencia: los medicamentos con glucósidos cardiacos pueden causar un rápido e incrementado efecto si sufren al­teraciones en sus componentes minerales o interactúan con otros medicamentos. ¡La sobredosis constituye un peligro de muerte! Por este motivo, si sufre cualquiera de los siguientes efectos secundarios consulte inmediatamente a su médico: náuseas, vómito, trastornos visuales, alucinaciones, arritmia cardiaca.

«Peligro de muerte». El prospecto tembló ligeramente en su mano. La sustancia podía causar un rápido e incrementado efecto. ¿Qué pasaría si vaciaba todo el contenido de la bote­lla en el termo del señor Watson? ¿Bastaría un trago de té para envenenarle?
Con los ojos cerrados, Nick se apoyó en la pared del retrete. Era imposible que hiciera eso. No podía matar a nadie. Tendría que pedirle al mensajero que le asignara un nuevo encargo, como hacer más fotos, por ejemplo. «Esto es una locura». En todo caso, tal vez fuera un error de programación; el mensajero se alegraría si Nick se lo hacía notar.
«Eso no te lo crees ni tú».
Recordó lo que el gnomo de piel blanca le había dicho dos días atrás ante la hoguera: tenían que tratar a sus ene­migos como enemigos. A los que quisieran destruir el mundo de Erebos. «¿En serio hablaba de matarlos?».
Nick sacudió el frasquito que tenía en la mano. Por un instante pensó en volcar el contenido por el retrete, pero no se atrevió. Quizás aún podría necesitar las cápsulas. Tenía que ocurrírsele algo.

El resto de la hora merodeó inquieto por todo el instituto como un fantasma. Necesitaba una idea, pero no una cual­quiera, sino una buena. Una idea que permitiera que Watson y Sarius conservaran la vida.

En el siguiente descanso, Watson tenía que encargarse de la supervisión de los alumnos que estaban en el recreo. Nick lo observaba, no podía apartar la mirada del termo de cromo que llevaba con desenfado bajo el brazo.
Así Nick no podría lograrlo. «Completamente descartado». La única posibilidad era esperar a que Watson lo dejase en al­gún sitio. Y probablemente lo haría en la sala de profesores, donde siempre había un montón de gente. Ahí no podría en­trar con facilidad y mucho menos tendría posibilidad alguna de echar las cápsulas en el té.
«¡No va a funcionar nunca!».
Tocó la botellita en el bolsillo de su pantalón. No era justo. El encargo no podía realizarse, aun cuando Nick arrojara toda su conciencia por la borda, aun cuando…
—¿Nick?
Se le escapó un grito que reprimió al instante.
—Joder, Adrian, ¿qué necesidad tienes de acercarte tan si­lenciosamente?
—Lo siento.
Sin embargo, no parecía lamentarlo. Se le veía decidido, aunque parecía pálido y se lamía los labios una y otra vez.
—¿Qué quieres?
—¿Es cierto que en los DVD hay un juego? ¿Un juego de or­denador?
Adrian lo miró con cara suplicante, pero Nick no le respondió.
En ese momento, el señor Watson dejó el termo en el alféi­zar de una ventana para intentar apaciguar una pelea que se había desatado entre dos de las chicas más jóvenes. Por des­gracia, el gimnasio estaba lleno de gente, y Nick no podía acercarse… ¡Y además, aunque pudiera tampoco lo haría! ¡Te­nía que dejar de pensar en eso!
—¡Nick! ¿Es cierto?
Se giró y vio cómo Adrian se mordía la uña del pulgar. Per­dió los nervios de repente.
—¿Por qué no me dejas en paz? ¿Por qué no lo averiguas tú mismo? ¡No puedo decirte nada y tampoco quiero! ¡Lárgate!
Colin estaba cerca de la escena, y un poco más allá se encon­traba Jerome. Los dos se giraron hacia ellos. En el rostro de Co­lin se esbozó una sonrisa delgada y Nick se arrepintió de su arrebato. Tampoco quería que Adrian cayera dando tumbos por las escaleras mecánicas.
—Déjame en paz, ¿vale? —dijo Nick con más calma—. Si te interesa, consigue tú mismo un DVD. No es difícil. Si no puedes, olvídate de esto.
—Si se trata de un juego —susurró Adrian—, deja de ju­garlo. En serio… Deja de jugarlo.
Nick lo miró sin comprender nada.
—¿Podrías explicarme qué quieres decir, por favor?
—No, solo créeme. Es una pena que los demás no lo hagan, ni siquiera los que van en mi grupo.
—¿Y por qué deberían hacerlo? —Nick observó cómo el señor Watson regresaba al alféizar de la ventana y cogía su termo.
«Mierda».
De nuevo se volvió hacia Adrian.
—¡Dilo! ¿Por qué deberían dejar de jugarlo? ¡Tú no tienes ni idea de lo que se trata! ¿Por qué quieres aguarles a los demás un rato de diversión?
«Diversión». Acababa de decir diversión.
—No es eso lo que quiero. Pero tengo un presentimiento…
—Un presentimiento —interrumpió Nick—. Ahora te voy a dar un buen consejo: deja de molestar a los demás por tus presentimientos. Solo te dará problemas y, además, de los que más duelen.
«Estupendo», le había dado una advertencia a Adrian ante los otros jugadores. Si se corría la voz, seguramente el mensa­jero no lo encontraría muy gracioso, por lo menos eso lo tenía claro. Y luego estaba la cuestión de las cápsulas. Aún no se le había ocurrido ninguna idea brillante.
Sin decir una palabra más, dejó a Adrian allí quieto.
  
Una hora más tarde Nick iba camino de la cafetería. No tenía ganas de comer, pero tenía que entretenerse con algo. Solo el hecho de estar allí sentado y sobrellevar la pausa del mediodía lo volvía loco.
Eric se encontraba allí. Nick vio que estaba quieto en un rincón en compañía de tres personas del club literario. Discu­tían acaloradamente. Al acercarse él, bajaron la voz, pero Nick escuchó con toda claridad el nombre de Aisha.
«Y de Emily, ni rastro».
También notó que el señor Watson se hallaba de pie ante la ventana de la clase de Biología junto con Jamie y una chica gorda. Nick examinó al maestro con detenimiento. No lleva­ba su termo, tampoco estaba sobre el alféizar.
Sin pensar mucho en lo que estaba haciendo, se dirigió a la sala de profesores. No cumpliría con el encargo, claro que no, pero necesitaba saber si en teoría era posible. Así podría expli­carle al mensajero por qué no había funcionado. Si es que en verdad no funcionaba.
La puerta de la sala de profesores estaba entreabierta. Nick se asomó por la rendija. Solo había dos profesores sentados ante las largas mesas dispuestas en U y ni siquiera alzaron la cabeza cuando dio un paso dentro de la habitación. Uno esta­ba corrigiendo los ejercicios de los cuadernos de sus alumnos y el otro leía el periódico mientras le daba mordiscos a su sándwich. Ni rastro del termo del señor Watson.
Un tanto decepcionado, pero también aliviado, se dio me­dia vuelta y se marchó. «¿Y ahora qué?». Por lo menos debería fingir que había intentado cumplir con el encargo, porque se­guramente alguien lo observaba y había tomado nota de sus acciones. En ese momento apareció Dan por el pasillo y, aun­que no volvió la mirada en su dirección, Nick tuvo la certeza de que había pasado por allí para saber qué estaba haciendo.
Lentamente, Nick regresó por donde había venido, pero después de unos pasos un pensamiento lo detuvo. «¿En dónde más, aparte de la sala, guardan sus cosas los profesores? En el vestuario, claro». La pequeña habitación estaba justo frente a él y, antes de accionar el picaporte, lo supo. Inmediatamente vio el termo como si atrajera su mirada como un imán. Aso­maba desde una mochila de piel que colgaba de un gancho entre las cazadoras y los abrigos.
Rápido como un rayo, Nick entró al vestuario y cerró la puer­ta. Ese hecho podría acarrearle graves problemas, puesto que nin­gún alumno tenía por qué andar por ahí. Sin embargo, tampoco nadie podría observarlo, ¡vaya!, ni Dan ni Colin ni Jerome.
Nick alzó un poco el termo de la mochila. Todavía borbo­teaba un poco, debía de estar medio lleno. Mientras lo abría sentía cómo su corazón impulsaba la sangre hasta el cuero ca­belludo. «Té de hierbabuena». El frasco de cápsulas en el bol­sillo de su pantalón le apretaba como si quisiera decirle algo.
«Podría hacerlo —pensó Nick—. Ahora mismo. Rápido».
No. ¡No estaba loco! ¿Qué diablos estaba haciendo allí?
Con mucha más prisa que al abrirlo, Nick cerró el termo, limpió con la sudadera las huellas digitales de la superficie cromada y volvió a meterlo en la mochila.
Pero había estado allí. Seguro que alguien le había visto en­trar. Eso era lo más importante.
Salir del vestuario de profesores le costó un gran esfuerzo. ¿Qué pasaría si echaba a correr directamente a los brazos del se­ñor Watson? Sin embargo, nadie le prestó mucha atención cuando salió del cuarto y cerró la puerta tras él. Solo Helen pa­saba por ahí, y lo taladró con una mirada insondable.
Después de las clases arrojó el frasco de pastillas a un cubo de basura cerca de la estación de metro y de inmediato sintió un alivio sorprendente. Había actuado con inteligencia, y te­nido en cuenta hasta el mínimo detalle. En el vestuario po­dría haber hecho todo al pie de la letra, y nadie podría de­mostrar lo contrario. El señor Watson viviría, al igual que Sarius. Prácticamente ya era un once.



Capítulo 21

«Una catedral de las tinieblas», pensó Sarius, de pie frente al mensajero. Se encontraban en un enorme recinto con venta­nas ojivales por ellas no entraba el mínimo rayo de luz a pesar de que el vidrio brillaba con colores mortecinos. Entre los ventanales se erguían unas estatuas de piedra, dos veces más altas que Sarius. Tenían rostros demoniacos, alas de án­geles y miraban al vacío.
El mensajero estaba sentado en una silla de madera tallada de manera exquisita, tan bella que parecía una especie de tro­no. Algo se abría tras el asiento, algo más oscuro que el resto del recinto: una hendidura en la tierra, un abismo que Sarius no podía mesurar desde su posición.
El mensajero mantenía juntos sus largos dedos bajo la bar­billa y observaba a Sarius en silencio. Alrededor había cientos de velas grises que alumbraban desde sus candelabros.
—Tenías un encargo —dijo el mensajero.
—Sí.
—¿Lo has cumplido?
—Sí.
El mensajero se apoyó contra el respaldo de su silla y cruzó las piernas.
—Cuéntame, ¿cómo fue?
Sarius hizo una breve descripción sin omitir ningún detalle importante. Informó sobre el hallazgo de las pastillas, sobre la búsqueda del termo y acabó contándole cómo las había vertido en su interior.
—¿Todas? —preguntó el mensajero.
—Sí.
—Bien. ¿Qué hiciste con el frasco vacío?
—Me deshice de él. Lo tiré en un cubo de basura cerca de la estación de metro.
—Bien.
De nuevo reinó el silencio. Se extinguió la llama de una vela con un silbido y se levantó una columna de humo que dibujó un cráneo. El mensajero se inclinó hacia delante, y el amarillo de sus ojos se tornó rojizo.
—Explícame una cosa.
«Fui un estúpido, lo sabe, él lo sabe todo…».
—Uno de mis espías encontró el frasco. Estaba lleno.
Sarius ardió de pánico.
«Una explicación, rápido…».
—Quizás el espía encontró un frasco distinto.
—Mientes. Otros espías me informaron de que el señor Watson goza de una salud envidiable. Que aún sigue asistien­do al instituto.
—Es posible que el señor Watson no se haya tomado su té —re­plicó Sarius a toda prisa—. O que lo tirase porque le supo amar­go, por las cápsulas.
—Mientes. Ya no veo de qué modo puedes serme útil.
—¡No! Un momento, ¡aquí hay un error!
Sarius buscó desesperado más argumentos para convencer al mensajero. Había sido tan hábil que nadie podría demostrar que no había querido cumplir su misión.
—Hice todo lo que acordamos, lo pactado. Si el señor Watson no se tomó su té, no es culpa mía. Hice…
—No se quieren indecisos ni faltos de convicción, no habrá miedosos ni moralistas al servicio de mi amo. Ellos no sirven para exterminar a Ortolan. Que tengas suerte.
«¿Que tenga suerte?».
Con un ademán del mensajero, dos de los demonios de pie­dra abandonaron su descanso y extendieron las alas.
—¡No! Espera, ¡es un error! —exclamó Sarius—. ¡Es injus­to! ¡Yo hice todo lo que se me indicó!
Los demonios lo cogieron por los hombros con las garras de sus patas y lo levantaron por los aires.
Sarius se defendió con todas las fuerzas de que disponía, se retorció para sacudirse las garras de los gigantes de piedra. «¿Por qué hace esto el mensajero?». Hasta ahora siempre le había ayudado… y ahora, solo por esta única vez, por este único encargo…
—Espera, todo esto es un malentendido. Lo intentaré de nuevo —gritó Sarius—. Esta vez lo haré mejor, esta vez fun­cionará, ¡lo prometo!
El mensajero bajó la capucha sobre su cara y la cubrió casi por completo.
—No comentarás nada sobre Erebos. No te pondrás en nuestra contra. Dejarás en paz al resto de los combatientes. No te pondrás del lado de nuestros enemigos o lo lamentarás.
—¡Detente, por favor! ¡Sí lo haré!, ¡esta vez lo haré correcta­mente!
Lo transportaron a la hendidura que se abrió en el suelo de­trás del trono del mensajero. La hendidura significaba su muer­te, Sarius podía verlo con claridad. Luchó con todas sus fuerzas contra las garras de los demonios de piedra, pero fue en vano.
—Nick Dunmore. NickDunmore. Nick. Dunmore —se escuchó tenuemente en toda la catedral.
Después lo dejaron caer. El aire cantaba a su alrededor, todo el tiempo le pareció escuchar su nombre. Siguió cayendo, ca­yendo y cayendo. Aún quedaba un resto de luz, aún podía ver el contorno de sus manos, que estiraba aterrorizado.
Luego vino el golpe tremendo.
El chirrido de dolor sonó corto y agudo, con una intensidad que nunca antes había sentido.
Después siguió el silencio. La negrura. El fin.

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Nick golpeó el teclado, aporreó el ratón. Golpeó la pantalla, el ordenador, el escritorio.
«¡Sarius no está muerto, no puede estar muerto!».
«De acuerdo, con calma, despacio». Primero apagó el orde­nador. Volvió a encenderlo. Miró cómo se iniciaba el sistema. «Mientras tanto, no desesperes», reflexionó.
¿Quién le había delatado? ¿Quién había sacado el maldito frasco del cubo de basura? Nick no había visto a nadie, aun­que tampoco había puesto atención para descubrir si alguien lo había seguido al salir del instituto.
«Soy un idiota». Cualquier jugador pudo haber seguido sus pasos. «Probablemente se haya ganado una buena cantidad de oro como recompensa… o un grado más».
De todas maneras, el mensajero no tenía forma de compro­bar que Nick se había negado a cumplir con su encargo. ¡No podía expulsarlo sin pruebas! No había pasado ni siquiera un día desde que le dijo que Sarius era un candidato para el círculo privilegiado.
Pensar en eso le dolió en el alma. «¡Mañana era el combate en la arena!». Quería ir, debía estar allí. Lo lograría… solo ne­cesitaba una oportunidad para hablar con el mensajero y acla­rar el malentendido.
Pensó en Greg.
«Otro malentendido. Solo que conmigo no había habido ninguno».
Pero él no era Greg. No se dejaría expulsar así como así. Ha­bía una forma de regresar, de eso estaba seguro. «Segurísimo». Nick únicamente necesitaba una segunda oportunidad. Solo debía entrar al juego una vez más.
Impaciente, tabaleó con los nudillos sobre el escritorio. ¿Por qué tardaba tanto su ordenador en iniciar el sistema?
Suponiendo que el mensajero le fuera a hacer el mismo encargo. ¿Lo haría en esta ocasión? ¿Envenenaría al señor Watson? ¿Se arrepentía de no haber aprovechado la opor­tunidad?
«Sí, maldita sea. Sí».
¿Qué era el señor Watson en comparación con Sarius?
Nick cerró los ojos. Probablemente no hubiera pasado nada. Watson habría probado el té, lo habría encontrado as­queroso y lo habría escupido. «¿Y luego? No habría sido gran cosa». Quizás esa era la segunda intención del mensaje­ro: si todas las pastillas se disolvieran en el té, ya no sería bebi­ble. «Todo era cien por cien inofensivo». Pero el idiota de Nick tuvo escrúpulos.
Por fin terminó el ordenador; allí estaba la típica imagen del escritorio.
Automáticamente, Nick deslizó el cursor hacia el icono de Erebos. O hacia donde alguna vez estuvo. La E roja había desaparecido.
«Mierda».
Apresurado, Nick sacó el DVD de Erebos de su caja y lo inser­tó en la unidad del disco. Apareció la ventana de instalación.
«Vale. Perfecto. Instalar».
Tardó tanto como la primera vez. Pero no le importó, tuvo paciencia.
«Venga. Ahora. ¿Dónde está el icono?».
No lo encontró, tampoco encontró el programa recién insta­lado. Buscó en todo el disco duro, dos veces, tres veces. «Nada. Instalar nuevamente».
«Un momento, ¿puede ser que tenga que copiar el DVD pri­mero?». Así lo había hecho cuando le entregaron el juego.
Copió e instaló, dos veces, tres veces. Durante todo ese tiem­po sacudió el ordenador con desesperación. Lo intentó siete ve­ces, con todas las variaciones posibles. Simplemente no funcio­nó. Y sabía que tampoco funcionaría aunque no podía dejar de intentarlo. Si dejaba de intentarlo, sería algo definitivo. Enton­ces se acabaría de verdad. Contuvo las lágrimas que estaban a punto de brotar de sus ojos. Sarius era una parte de él. Nadie debía tener derecho a quitarle una parte de sí mismo.
«Instalar otra vez».
«Otra vez».
Después de tres horas, Nick se dio por vencido. Todo se había ido al traste. Sacrificó a Sarius por ese inútil profesor de Litera­tura inglesa, por ese tipo que siempre andaba metiendo las na­rices donde nadie la había llamado. Le habría ido de perlas un buen toque de atención. Pero Nick fue demasiado cobarde.
«¿Murió por cobardía?».
Pensar en su lápida hizo que se le saltaran las lágrimas. ¿En serio estaría la inscripción de «cobardía» en su tumba?
¿O sería desobediencia? ¿Indecisión?
Ni siquiera eso llegaría a saberlo.

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—Nick, ¿lasaña?
Mamá balanceaba un recipiente de aluminio con la mano dentro de un guante de cocina. Olía a queso y condimentos italianos, pero Nick no tenía hambre.
—Sí, genial, pero no mucho —dijo de todas maneras.
El mensajero le había ordenado que se comportase sin lla­mar la atención. Aunque… un momento. Eso ya no tenía vi­gencia para él. Reposó la cabeza entre las manos. Los ojos le ardían.
—¿Te encuentras bien?
—Sí… Solo estoy un poco cansado.
—Debe de ser el clima. La señora Bricker casi se queda dor­mida mientras le hacía la permanente…
Dejó que mamá le contara. De vez en cuando se reía y en dos ocasiones se dejó contagiar por su sonrisa, aunque hacía rato que había perdido el hilo de sus palabras.
Después de dejar de llorar se le había ocurrido una idea: se­guramente podría volver a instalar el juego en otro ordenador. Podría registrarse como si fuera la primera vez, pero no lo ha­ría como Sarius. ¿De verdad quería eso? Era mejor que nada.
«Demonios, se me había olvidado que al comienzo tuve que meter mi nombre verdadero». La última vez el juego no le dejó mentir. Le daba igual, debía intentarlo cómo fuera. El mensajero vería que Nick Dunmore se tomaba las cosas en serio, y volvería a aceptarlo.

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Sarius estaba quieto en el centro de la arena. Alrededor de su cuello se balanceaba un anillo rojo: no era un rubí, sino fuego.
El público jaleaba, esta vez solo estaba compuesto por hom­bres araña cuyas temblorosas patas salían de sus cabezas. Sa­rius se dio la vuelta, y descubrió que junto a él se hallaba LordNick… tenía una lanza clavada en el cuerpo.
—¿Y ahora qué? —dijo mientras encogía los hombros.
En ese instante, la lanza se convirtió en una serpiente que se retrajo en la herida de LordNick, como si fuera una cueva. La herida se curó. «Magia».
Sarius buscó a Sapujapu, pero no vio ningún rastro. Lelant sí estaba allí y le hizo un gesto absurdo, al tiempo que le mostraba el dedo medio. En su cinturón llevaba colgando un termo.
—Luchad —gritó el grandullón de los ojos saltones.
Golpeó con su bastón en el suelo y una grieto empezó a abrirse en la tierra.
«No, otra vez no —pensó Sarius—, si acabo de regresar».
Miró hacia arriba. Ahí estaba el halcón de oro dando vuel­tas, y junto a él los dos demonios de piedra que no debían verlo.
La grieta de la tierra se fue abriendo cada vez más y más. Algunos saltaron voluntariamente en ella pero Sarius no que­ría hacerlo, no estaba loco. Cada vez se iba reculando más pa­sos, pero el hoyo pronto cubrió toda la arena. Tenía que saltar la barrera para adentrarse en la tribuna, pero ahí estaban los hombres araña, que estiraban los brazos como si él fuera un delicioso manjar…
De nuevo volvió a caer, a caer sin cesar. «No importa —pen­só—, por lo menos ya sé cómo puedo regresar».
El sonido del despertador salvó a Nick de la caída. Durante un momento se sintió feliz como un niño porque otra vez Erebos le abría las puertas. Pero, al instante siguiente, con grandes es­fuerzos, la realidad logró recuperar su lugar en su cabeza y Nick escondió el rostro en la almohada… Quería recuperar el sueño.

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¿Se le notaría en la cara? Nada más cruzar el umbral del ins­tituto, Nick tuvo la impresión de que le observaban. Le pare­ció que Colin lo examinaba de manera burlona, mientras que Rashid lo miraba como si fuera transparente.
Ninguno de los dos le ayudaría, eso estaba claro. Necesitaba a alguien como Greg. Alguien que hubiera experimentado la caída en el abismo y que ahora anduviera buscando el camino para regresar al mundo de Erebos.
En cuanto no se sintió observado, lo intentó con Greg; para lograrlo, tuvo que seguirlo casi hasta el baño.
—¿Puedo hacerte una pregunta rápida?
Greg levantó los hombros con disgusto. Los rasguños en su cara eran más oscuros y aún tenía una venda en la muñeca iz­quierda.
—Si no hay más remedio.
—¿Ya encontraste una… solución a tu problema?
Greg frunció el ceño, y luego esbozó una sonrisa. Era fácil descubrir las intenciones de Nick.
—Dilo de una vez, a ti también te expulsaron. Y bueno, mala suerte, Dunmore. Igual que tú no estabas dispuesto a ayudar­me, yo tampoco te revelaría la manera de regresar… aunque la supiera.
Y cerró la puerta del baño frente a Nick.
Recurrir a Greg no había sido muy inteligente. Pero ¿quién le había dicho que ya le habían expulsado? Nadie. ¿Parecía es­pecialmente deprimido o retraído? Helen le vino a la mente.
Helen, que todo el tiempo andaba ensimismada y hablaba to­davía menos que antes. Le preguntaría a Helen, aunque ella no le tenía una especial simpatía… en realidad no tenía sim­patía por casi nadie.
«Y qué más da». En el peor de los casos le restregaría su estu­pidez y le propinaría una patada verbal en el trasero. Eso podía soportarlo sin problemas. No tenía tiempo para ser exigente. «Cuanto más tiempo esté muerto Sarius, más difícil será devolverlo a la vida. Todavía es posible», o al menos eso sentía Nick. Quizá Sarius ni siquiera estaba en el cementerio y uno podría traerlo de vuelta para que continuase sin problemas. Solo de­bía convencer al mensajero. Tenía que haber alguna forma.
Encontró a Helen en la siguiente hora libre. Estaba sentada en el patio bajo un tilo y daba vueltas a la hoja amarilla con forma de corazón que tenía entre los dedos. Parecía extraña­mente tranquila y Nick titubeó antes de interrumpir su paz. «Seré amable con ella».
Se sentó a su lado en el banco.
—¿Helen?
Ella no se inmutó, solo torció una comisura de la boca como si le hubiera pasado por la cabeza un pensamiento molesto.
—Me gustaría hacerte una pregunta. Tú… tú también has estado jugando, ¿verdad?
—Vete al diablo.
—Es solo porque… —buscó las palabras adecuadas—. Ten­go un problema. Ya no puedo entrar y me preguntaba si tal vez tú podrías ayudarme.
Ella tocó con el dedo índice el borde dentado de la hoja de tilo.
—Tenía la impresión —continuó Nick con cautela— de que tú habías pasado por lo mismo. Por eso…
Ella se giró a mirarlo. Tenía unas ojeras impresionantes y los ojos sumamente irritados. «Habrá jugado toda la noche —pen­só Nick—. Está dentro. Pero ¿todavía o de nuevo?».
—Todo ha terminado —dijo Helen y tiró la hoja—. Es mejor que me dejes en paz.
—Pero necesito tu ayuda.
Al parecer eso lo encontró gracioso.
—¿Por qué se te ocurrió que yo podría ayudarte?
«Porque siempre he sido más amable contigo que los demás».
—Porque sí, nada más. Pero está bien —respondió.
Sin embargo, nada estaba bien. En algunas horas comenza­ría la lucha en la arena y quería estar ahí, como fuera tenía que estar ahí.

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Durante la clase de Literatura inglesa estuvo ahí, sentado y mirando como hipnotizado el termo que el señor Watson ha­bía dejado sobre su mesa. Parecía una burla. De vez en cuan­do se servía un trago en el vaso y lo bebía a sorbitos. Poco a poco, Nick cobró conciencia de que ya lo había hecho varias veces.
Emily estaba sentada en diagonal respecto a Nick. Tenía el pelo suelto y, aunque la encontrara hermosa, su atención esta­ba ocupada en otros asuntos. Ella podía lograr que le regala­ran el juego. Aún no había echado todo a perder. La gran aventura todavía estaba por delante.
Debió de sentir la mirada de Nick, pues movió la cabeza para mirarle y le sonrió. Él le devolvió la sonrisa. ¿Ya sabía que lo habían expulsado? Jamie también le había mirado con una actitud desacostumbradamente amigable. ¿Lo sabían? ¿Cómo podrían saberlo?
En la pausa del mediodía llamó a su hermano, que contestó el teléfono solo después de que sonara diez veces.
—Lo siento, hermanito, pero tengo un cliente ahora mismo. ¿Qué pasa?
—Finn, ¿podrías prestarme tu viejo portátil? ¿Por unas se­manas?
—¿Por qué? ¿Se ha roto tu ordenador?
—No, pero… necesito otro, por favor.
—Claro. A Becca no le hará mucha gracia, lo usa de vez en cuando para sus diseños. Pero está bien. Cuenta con él.
—Gracias —dijo Nick, aliviado—. ¿Podría pasar a por él esta tarde?
—Oh, eso es muy precipitado —dijo Finn—. Hoy cerramos la tienda a las tres y saldremos fuera, a Greenwich, a visitar a unos amigos. ¿Quizá mañana?
«No, la arena es hoy», pensó Nick, desesperado.
—De acuerdo. Mañana. Hasta entonces.
El resto de las clases las pasó cavilando con la sensación de que el tiempo se le estaba yendo. Tenía que hacer algo. Tenía que en­contrar una solución.
Al regresar a su casa, Jamie detuvo la bicicleta junto a él y se apeó.
—¿Ha pasado algo? Se te ve cansadísimo. ¿Es algo serio o solo tiene que ver con Erebos?
Nick reprimió el impulso de darle un puñetazo.
—Creía que tú mismo te tomabas Erebos tan en serio que le habías declarado la guerra —dijo.
Si Jamie quería pelea, la tendría. «Y encantado». Nick nece­sitaba urgentemente a alguien para descargar su frustración.
—Cierto… pero yo me tomo más en serio las consecuen­cias que el juego —como en los viejos tiempos, Jamie empujó la bicicleta junto a Nick, que actuaba como si no hubiera un mundo entre ellos.
—¿Cómo está Eric? —le preguntó Nick esperando que la respuesta fuera «mal».
—Más o menos. Está intentando hablar con Aisha, pero ella le evita. No quiere hablar con ninguna psicóloga, no quiere nada. Pero sí mantiene su acusación. La cosa no está tan fácil para Eric —Jamie dirigió a Nick una mirada de re­ojo—. Por suerte ahora tiene una novia guapísima que sigue con él sin importar lo que está pasando. El otro día la conocí, estudia Economía. Es muy simpática. Te gustaría.
«Una novia. Una estudiante universitaria».
Nick sintió como si le cayera una piedra ardiente en el estó­mago. Tragó saliva, pero la piedra siguió ahí. Le puso fácil al mensajero hacer grandes promesas.
Pero ¿por qué había ocurrido el incidente de Aisha? ¿Era un premio adicional? ¿Todo pasó para que Nick se convenciera? ¿O Aisha simplemente era la cápsula en el té de Eric? Mientras lo pen­saba, soltó una carcajada, que Jamie malinterpretó enseguida.
—Estaba seguro de que te alegraría. Se llama Dana y nos ayuda contra el juego… a reunir material informativo para los padres de familia y otras cosas por el estilo. Podría habér­telo contado antes, si me hubieras escuchado solo unos minutos como una persona normal.
Nick no soportó la crítica.
—Normal, ¿no? ¿Quién es el que tiene manía persecutoria? ¡Al diablo con lo normal!
Habían llegado a la entrada del metro. Nick corrió escaleras abajo sin despedirse y sin girarse.
«¡Material informativo para los padres de familia!». Jamie tenía suerte de que solo hubiera hablado con Nick sobre eso.
Un jugador activo de inmediato le habría transmitido esa in­formación al mensajero.

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22:00h Nick estaba en la cama con los brazos cruzados detrás de la cabeza. Había pasado dos horas tratando de acceder al juego: había copiado dos veces el DVD y también intentó ins­talarlo otras tres. Sin cambios.
Cerró los ojos. «Ahora están todos en la arena, cada pueblo en su espacio: los bárbaros, los vampiros, los hombres gato, los elfos negros…».
Muy pronto los presentarían, el público gritaría en señal de júbilo, el maestro de ceremonias pronunciaría el primer nom­bre. Y Sarius no estaba allí.
«¿Retaría Drizzel a Blackspell? ¿Quién ganaría? ¿Volvería a morir alguien como Xohoo?». Ni siquiera se enteraría y eso lo dejaba desolado.
Lástima que Nick nunca supiese quién era Xohoo. Con él hubiera tenido una agradable conversación. Nunca se había sentido tan solo.
Pasó una pésima noche. Deseaba ser Sarius en sus sueños, pero cuanto más se esforzaba por lograrlo, más despierto se sentía.

Capítulo 22

El día siguiente comenzó radiante y dorado. Aunque el mun­do real quería seducir a Nick con los encantos del otoño, él solo lo interpretó como una suerte de provocación: la nie­bla, la lluvia y por supuesto la oscuridad estaban mucho más acordes con su humor. Sin embargo, y a pesar de todo, esa tarde iría a recoger el portátil que Finn le había prestado. De nuevo instalaría el juego y después averiguaría qué pasos tendría que dar. En caso necesario, comenzaría desde el principio.
«Esta vez quizá como vampiro. O como bárbaro».
Toda la jornada escolar la pasó vagando.
«Viernes, por suerte». El fin de semana podría crear a su nuevo personaje y acelerar su ascenso. «Por lo menos debe ser un cuatro», pues ya tenía experiencia.
La última clase terminó y guardó sus cosas en la mochila. Tenía prisa, la tienda de Finn estaba en la otra punta de la ciudad y el trayecto sería muy lento. Los viernes el metro se llenaba más que de costumbre. Aun así, como era de esperar, Jamie lo entretuvo cuando se disponía a salir del instituto.
—Dicen que estás fuera del juego, ¿es cierto?
—¿Quién te lo ha dicho?
—No importa.
—A mí sí.
Nick vio cómo se dibujaba la alegría en el rostro de Jamie, con gusto le habría dado un puñetazo. Obviamente eso no era justo, pero nadie era justo con Nick. Y si Jamie se alegraba de algo que lo hacía infeliz, «entonces… entonces…».
—He prometido no decir quién me lo ha dicho. Pero si es verdad, ¡a mí me alegraría! No sabes cuánto has cambiado en las últimas semanas… Lo que quiero decir es que… ¡eres mi mejor amigo!
Nick estaba literalmente rojo.
—¿Que soy qué? ¿Qué? No has parado ni un segundo de meterte en mis asuntos y ahora celebras una gran fiesta por­que algo me ha salido mal. ¡Claro, siempre y cuando alguien no te haya ido contando patrañas!
Jamie se quedó pasmado.
—Estás entendiendo mal las cosas…
—¿Yo? ¡Claro que no! ¡Tú estás mosqueado porque me es­toy ocupando de algo que a ti no te interesa! Como si yo te hubiera prohibido participar.
El color empezó a abandonar la cara de Jamie.
—Nick, estás diciendo tonterías. Sencillamente me alegro de que hayas quedado fuera de un juego que es malo y peligroso.
—¡Sí, cómo no, Jamie se las sabe de todas todas! Jamie es tan inteligente, Jamie está por encima todas las cosas, ¿no? Y Nick es un tonto, ¡hay que reconocerlo! Vete a la mierda, en serio. ¡Largo de aquí!
Sin decir una palabra más, Jamie dio media vuelta y caminó hacia su bicicleta.
Nick vio cómo se alejaba, aún estaba furioso: no había di­cho todo lo que pensaba. Pero, al mismo tiempo, se sintió mal, «porque… porque…», tampoco sabía exactamente por qué. ¿Porque Jamie ya no estaba de su lado?
Respiró hondo y emprendió su camino al metro mientras observaba de reojo a su amigo. Jaime también estaba bastante enfadado; y aun así pedaleaba a toda velocidad y bajaba por la calle zumbando.
Nick tomó su camino en dirección contraria y no se dignó a girarse para mirarlo. Pronto estaría con Finn para recoger el portátil y poner todo en orden.
En un primer momento ni siquiera escuchó el golpazo, y mucho menos se dio cuenta de que tocaban el claxon. Hasta que los automóviles se quedaron parados junto a él y uno de los conductores se bajó, no comprendió que algo malo estaba pasando. Entonces echó a andar sobre sus pasos.
El atasco llegaba desde el cruce que había a unos trescientos metros del instituto hasta un poco antes de la entrada del me­tro, el lugar donde Nick estaba a punto de llegar.
—Ha habido un accidente —dijo el tipo que estaba de pie junto al automóvil.
Nick no supo por qué lo supo. Sus entrañas recibieron un golpe tan frío como el hielo. Sin darse cuenta, empezó a co­rrer. Su mochila se le resbaló del hombro y cayó en la acera. Corrió a toda velocidad como si estuviera en un túnel… solo veía la calle, el cruce y la multitud que se congregaba.
—… ni siquiera intentó frenar.
—¡El semáforo estaba en rojo!
—… no entiendo.
—¡Qué mala pinta tiene!
—Mejor ni lo toques por si acaso, Debbie.
Se abrió paso empujando a cuantos se hallaban en la parada del autobús. Se golpeó el hombro en el poste de una farola, continuó corriendo a toda velocidad, escuchó las voces pre­ocupadas como si fueran ruidos sordos, su respiración lo acallaba todo y era más fuerte que las sirenas de las ambulancias que se acercaban.
Ahí estaba el cruce. Allí estaba la bicicleta. Y allí estaba, «oh, Dios mío», allí estaba…
—¡Jamie!
Se abrió paso a través de la multitud, debía pasar, debía llegar hasta Jamie, debía acomodar su pierna en la dirección correcta…
—¡Jamie!
«Tanta sangre». De repente, el cuerpo de Nick se vino abajo y cayó de rodillas junto a su amigo. «Jamie».
—Apártate, está llegando la ambulancia.
—Pero…
Cada respiración de Nick venía acompañada de bruscos so­llozos.
—Pero…
—No puedes hacer nada. ¡No le toques! ¡Que alguien se lle­ve a este chico!
Unas manos lo sujetaron por los hombros. Lo sacudieron. Otras manos lo levantaron con firmeza.
Golpeó a su alrededor. Dio patadas. Gritó.
Llegó la ambulancia. Percibieron el centelleo de luz azul y las chaquetas amarillo neón.
—Respiración débil.
Trajeron una camilla.
—¡Por favor… por favor, no puede morirse!
—Me parece que este también necesita ayuda, está en esta­do de shock.
—Por favor.
Se escuchó un lloriqueo en la ambulancia. Jamie estaba dentro. «Por favor».
Sintió unas manos sobre los hombros. Lo sacudieron.
Sintió que le acariciaban el pelo.
Alzó la mirada.
«Emily».

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Le dieron a beber algo y se lo tragó. Emily estaba sentada a su lado, y su mano temblaba un poco cuando le quitó la botella. En repetidas ocasiones trató de preguntarle algo, pero de su garganta solo salían sollozos secos.
Se dobló sobre sí mismo, solo se escuchaba gimotear. Sintió la mano de Emily sobre el hombro. Ella no dijo nada, solo lo estrechó con afecto.
«Jamás lo haría si supiera la verdad».
Cuando Nick volvió a percibir su entorno, los mirones ya se habían dispersado. Emily aún estaba sentada junto a él. Con lo que le quedaba de fuerza, le dirigió una sonrisa.
Solo sentía culpa. Había provocado que Jamie se enfadase tanto que no había frenado en el cruce. Nick se odió a sí mismo.
No quería ir a casa. La idea de estar sentado sin hacer nada le resultaba insoportable. Tampoco podía quedarse allí. Correr y estrellar la cabeza contra la pared le pareció más atractivo.
—Aquí tengo tus cosas, espero que no falte nada.
«¿De dónde ha salido Adrian?».
El muchacho le extendía su mochila sucia. Nick la miró sin comprender. No quería la mochila, tampoco quería beber nada. Solo quería una cosa: volver atrás en el tiempo y con­versar de nuevo con Jamie. Esta vez no dejaría que se subiera a la bicicleta. No sería un maldito cabrón.
—Gracias —dijo Emily en lugar de Nick y recibió la mo­chila que le extendía Adrian.
—¿Sabéis cómo está Jamie? —susurró—. ¿Alguien ha dicho algo?
Nick no pronunció una sola palabra, aunque pudo sentir cómo Emily negaba con la cabeza.
—La policía está allí enfrente y ya está interrogando a los testigos —dijo Adrian—. Si visteis cómo pasó, seguramente agradecerán la información.
—No lo vi —susurró Nick—, solo lo escuché y después…
Dejó de hablar porque de nuevo se le saltaron las lágrimas.
Adrian asintió. Resultaba difícil interpretar su mirada, era comprensiva y al mismo tiempo… era profesional, como la de un psicólogo.
—Yo tampoco he visto nada —dijo Emily en voz baja—. Pero creo que Brynne estaba parada ahí, muy cerca. Aún no han podido interrogarla, le han dado una inyección sedante y casi no se le puede hablar.
«Tengo miedo. Tanto miedo».
Nick subió las manos y empezó a clavarse las uñas en el cue­ro cabelludo. El dolor le hizo bien, era mucho mejor que el otro dolor que casi resultaba insoportable. El buen dolor le dio una idea.
—¿Alguien sabe adónde se han llevado a Jamie?
—Creo que al Whittington —dijo Emily—. Sí, alguien men­cionó el Whittington. Pero a lo mejor ha sido solo un rumor.
Sin decir una palabra más, Nick se puso de pie de un salto, se tambaleó durante unos instantes porque todo lo vio negro, y entonces sintió que el brazo de Emily lo sostenía.
—Voy a ver a Jamie —dijo con voz muy ronca—. Tengo que saber cómo está.

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Emily lo acompañó. Se bajaron del metro en la estación de Archway. Nick se congelaba, el camino al hospital le pareció eterno. Agradecía que Emily no le dijera ni le preguntara nada: necesitaba todas sus fuerzas para ir dando un paso tras otro, «con cuidado». A cada paso su miedo aumentaba. Llega­rían al hospital y alguien les diría que por desgracia no habían podido salvar a Jamie. Que había muerto en la ambulancia. De pronto, Nick tuvo la sensación de que le faltaba el aire. Se detuvo ante la fachada de vidrio de la entrada y apoyó las ma­nos en las rodillas. Estaba mareado.
—Deben de haberlo llevado a la sala de urgencias —opinó Emily—. Está más allá.
—Pero la ventanilla de información está ahí… Voy a pre­guntar.
Nick entró en el vestíbulo. El camino hacia la ventanilla era como un pasillo al patíbulo. La delgada mujer rubia que esta­ba ahí decidiría cómo continuaría su vida. La idea le revolvió el estómago.
—Buenas tardes. ¿Han traído al hospital a Jamie Cox?
Ella lo miró de arriba abajo a través de unas gafas estrechas.
—¿Es su pariente?
—Jamie Cox. Fue un accidente de tráfico. Tengo que saber cómo se encuentra, ¿me entiende?
La rubia perfiló una delgada sonrisa.
—Solo podemos darle información a la familia. ¿Es usted pariente del señor Jamie Cox?
—Somos amigos.
«Mi mejor amigo».
—En tal caso… lo siento mucho.
Nick cargó consigo mismo hasta la salida del hospital. Su sentencia había sido pospuesta. ¿Cómo podría soportarlo? ¿Cómo se suponía que podría soportarlo?
Emily lo condujo a la pequeña área de jardines que se en­contraba un poco más allá del hospital. El suelo estaba frío y algo húmedo; Nick se quitó el abrigo, lo puso como cojín y se sentaron.
—No puedo ir a casa —dijo—. Tengo que saber cómo está Jamie.
Guardaron silencio durante un rato, solo viendo pasar los automóviles.
—Podríamos llamar al instituto —propuso Emily—. Quizá ellos sepan lo que sucede.
—No, al instituto no —otra vez se le revolvió el estóma­go—. ¿Ya lo sabrán sus padres?
—Por supuesto. Seguro que ya los han llamado por teléfono… Si aún vive.
Emily arrancó una brizna de hierba y miró sin parpadear hacia la parada del autobús que estaba frente a ellos.
—Solo pueden pasar cuando alguien ha muerto. Entran por parejas, probablemente no lo tolerarían si estuvieran so­los. Entonces te preguntan tu nombre y luego te dicen que cuánto lo sienten…
Nick la miró de reojo sin poder musitar palabra. Ella son­rió, una sonrisa triste.
—Mi hermano. Pero fue hace mucho tiempo.
—¿También un accidente?
La cara de Emily se endureció.
—Sí. Un accidente. La policía dijo que fue suicidio, pero eso es una estupidez.
Otro brizna de hierba cayó víctima de los dedos de Emily. Nick se mordió los labios. No sabía si debía preguntar o guar­dar silencio. Probablemente ambas cosas estarían mal.
—Era un buen nadador —dijo Emily en voz baja—. Nunca habría saltado al agua para matarse.
Nick le rodeó los hombros con su brazo, sin miedo a que lo rechazara. Ninguno se rechazaría. Se abrazaron, no como ena­morados, sino como dos personas que necesitan sostenerse.

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Emily vio al padre de Jamie salir del hospital. Estaba tan ape­sadumbrado que Nick tuvo miedo de dirigirse a él; sin em­bargo, Emily entendió la situación de otra manera. Corrió a su encuentro y le detuvo. Nick vio cómo conversaban, aun­que no pudo escuchar lo que se decían. El señor Cox se frotó varias veces los ojos y extendió los brazos con un deje de im­potencia. A Nick se le rompió el corazón. Emily asentía una y otra vez y luego dio un fuerte y largo apretón de manos al pa­dre de Jamie antes de regresar con él.
—Está vivo. En la ambulancia sufrió un paro cardiaco y tu­vieron que reanimarlo, pero ya está más o menos estable, al menos eso es lo que ha dicho su padre.
La expresión paro cardiaco le provocó arritmia.
—Estable, eso es bueno.
—En realidad, no tan bueno. Está en coma inducido… y también muy malherido, con varias fracturas en la pierna iz­quierda y en la cadera. Además, ha tenido un traumatismo  craneoencefálico apartó la vista de Nick—. Podría ser que queden secuelas… si es que sobrevive.
¿Qué quiere decir eso de que queden secuelas? ¿A qué te refieres con que queden secuelas?
Emily se apartó el pelo de la frente.
Que podría tener algún daño cerebral.
La ola de alivio que Nick había sentido durante algunos se­gundos cedió por completo. «Daño cerebral. No. De ninguna manera». Quiso expulsar de sí semejante idea. Eso no podía ocurrir porque sencillamente no debería haber ocurrido.
¿Podemos verle?
Me temo que no. Está en cuidados intensivos. Ni si­quiera está consciente y no se daría cuenta de que estamos allí. Tenemos que esperar.

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Nick esperó durante los siguientes días sin dejar de sentirse un segundo como si estuviera en el infierno. Ininterrumpida­mente. No importaba lo que estuviese haciendo: comer, estu­diar, hablar con alguien; en realidad, solo esperaba escuchar la noticia de que Jamie había despertado y que recuperaría la sa­lud. Solo en algunas ocasiones se desviaban sus pensamientos, y entonces aparecían imágenes en forma de flashes… la arena y el grandullón de ojos saltones, BloodWork y su enorme ha­cha, pero con más frecuencia el mensajero. Siempre aparecía como la última vez, cuando sus ojos amarillos se volvieron ro­jos. Eso le atormentaba. No podía permitirse pensar en Erebos mientras Jamie siguiera en coma. Sin embargo, las imágenes volvían a su mente de manera inexorable.
Era fin de semana y por eso ni siquiera el instituto le ofrecía una distracción. Cada vez que sonaba el teléfono, se estremecía y se debatía entre el pánico y la esperanza. Largo de aquí eran las últimas palabras que le había dicho a Jamie; cada vez que las recordaba, se retorcía por dentro.
«No te largues, Jamie, por favor, no te largues».
Como era natural, el lunes Jamie fue el principal tema de conversación en el instituto. Todos habían visto o escuchado algo y querían contarlo. Solo los que de verdad estuvieron cerca del accidente guardaron silencio. Brynne era la más silenciosa, pero casi nadie la reconocía sin su maquillaje. El día del acci­dente también la llevaron al hospital, y se rumoraba que necesi­tó ayuda psicológica.
Ya nadie hablaba sobre Eric y Aisha.
Nick tuvo la impresión de que el alivio de Aisha era mayor que el de Eric.
A primera vista, la tarde frente al hospital no había cambia­do absolutamente nada entre Nick y Emily. No se sentaron juntos en clase y tampoco compartieron mesa en el almuer­zo. Pero sí había algo distinto del pasado: pequeñas miradas, una sonrisa más prolongada o un saludo entusiasta con la ca­beza. Emily jamás le había hecho a Nick ese tipo de señas. Para él eran los únicos destellos en un desértico e infinito mar de espera.
El martes, por fin, tuvieron noticias: el señor Watson las anunció en la clase de Literatura inglesa.
—Los padres de Jamie han llamado por teléfono, y han dicho que ya está fuera de peligro, aunque lo mantendrán en coma inducido. Cuánto tiempo, los doctores no lo saben. Sin embar­go, es una gran noticia. No puedo decirles lo contento que me siento.
En la clase, el alivio se sintió como si fuera una brisa. Algu­nos aplaudieron, Colin se puso de pie de un saltó y dio unos pasos de baile. Nick se habría lanzado al cuello de Emily, pero se limitó a intercambiar con ella una larga mirada. Sentía una alegría inmensa, pero con un resabio de inseguridad. El señor Watson no había dicho una palabra sobre su posible minusvalía


Capítulo 23

Todo ocurrió en la hora libre. Nick estaba sentado a solas en una de las aulas de estudio e intentaba memorizar unas fór­mulas químicas. La puerta al pasillo se encontraba abierta, y alzó la mirada justo cuando Colin pasaba por delante. Iba muy sigiloso, con gran cautela. Con tanta que terminó por despertar la curiosidad de Nick. Echó su silla hacia atrás, y se levantó casi sin hacer ruido. Siguió a Colin, le vio caminar a hurtadillas por el pasillo. Torció a la izquierda. Nick fue tras él. «¿En algún lado hay una reunión secreta?».
Colin bajó las escaleras: parecía como si estuviera yendo ha­cia los vestuarios. A esa hora no era un mal sitio para un en­cuentro. Nick se quedó tras él, guardando cierta distancia; lo perdió de vista, pero, como suponía, lo volvió a encontrar en la escalera que conducía a los vestuarios de alumnos. Vio cómo Colin, a la búsqueda de algo, caminaba a lo largo de la hilera de cazadoras y abrigos colgados y cómo finalmente se detenía. Desde donde estaba, Nick no podía distinguir muy bien sus movimientos entre las distintas prendas y tampoco podía acercarse sin que le descubriera. Entrecerró los ojos y vio cómo se movía una tela verde. Solo un instante. Segundos más tarde, Colin emprendía el regreso y Nick se esfumaba a toda velocidad: se escondió en el baño que había al lado y se puso a contar hasta cincuenta. Después de eso, fijo que Colin ya se había ido.
Nick encontró inmediatamente la prenda verde. Era una gabardina que pertenecía a una chica. «¿Qué es lo que Colin ha hecho con ella?».
Observó con cuidado a su alrededor antes de meter la mano en el bolsillo de la gabardina. Sintió un pedazo de papel do­blado con esmero. «¿Una carta de amor?». En tal caso a Nick no tendría por qué interesarle. Pero quizás era un mensaje. Igual daba, tenía demasiada curiosidad como para ahora echarse atrás. Sacó el papel y lo desdobló.
Una lápida:
Darleen Pember
murió por carecer de raciocinio
Descanse en paz.

Fue como si de pronto todo encajase. Jamie también había recibido una carta como esa. «Quizás…». Nick se sacudió ese pensamiento, pero no tardó en regresar como si fuera un glo­bo inflado que se intenta mantener bajo el agua.
Tal vez Jamie no atravesó el cruce sin frenar por rabia y des­piste. Quizá sí había frenado, o por lo menos lo había inten­tado. Él le enseñó la carta con la lápida. Una amenaza que no se había tomado en serio. En cambio, Jamie sí. Y ahora…
Entre cortar los frenos de la bicicleta y poner una sobredosis de Digotan en el té no había gran diferencia.
«Colin». Colin repartía esquelas. ¿También tenía a su cargo las muertes?
Sin pensarlo mucho, subió las escaleras de tres en tres, co­rrió por el pasillo que conducía a la cafetería y, un poco más adelante, descubrió que Colin deambulaba como si no hubie­ra pasado nada.
—¡Hijo de puta!
Nick se le lanzó encima y lo hizo tambalearse. Los dos caye­ron al suelo.
—¿Nick? Nick, ¡estás loco!
En lugar de una respuesta, Nick le puso la carta ante la cara y se la restregó en las mejillas, en la nariz, en los ojos.
—¿Conoces esto? ¿Sí? ¿Lo habías visto antes?
—¡Déjame, idiota! ¿Qué es eso?
—¡Cabrón!
Estaban montando demasiado alboroto y la gente comenzaba a salir de la cafetería. Nick soltó a Colin. Los dos se levantaron forcejeando.
—Darleen Pember, ¿no?, ¿pronto tendrá un accidente?
Colin fijó la mirada en la carta. Estaba claro que había com­prendido.
—¡Dámela!
—Ni lo sueñes.
—No puedes llevártela así como así… Tengo que…
Se abalanzó sobre Nick pero él ya contaba con ello y lo esqui­vó. Con deleite rompió la carta por la mitad, después la hizo pedacitos y por último se la apretó a Colin en la mano.
—Aquí tienes. Puedes volver a meterla en el abrigo de Dar­leen. Yo me encargo de decirle de parte de quién viene.
El rostro de Colin proyectó odio y desconcierto al mismo tiempo.
—No puedes hacerlo.
—Ahora tienes miedo, ¿verdad? Tu amigo de los ojos amari­llos no va a estar nada contento.
—¡Cállate!
—Y pronto se perderán algunos grados.
Con el rabillo del ojo, Nick vio cómo se aproximaban las abuelitas tejedoras, seguramente atraídas por la pelea como si fueran buitres en busca de carroña. Dan sonreía de oreja a oreja mientras que Alex parecía inseguro.
—Le hiciste lo mismo a Jamie. Acéptalo. Eres culpable, yo mismo vi tu cartita. ¿Valió la pena, por lo menos? ¿Obtuviste a cambio un par de botitas fenomenales?
Las aletas nasales de Colin temblaron. Dio un paso hacia Nick. Crispó las manos con tanta fuerza que Nick vio cómo empezaban a marcársele las venas de los brazos.
—Lo vas a lamentar —dijo, dio media vuelta y se fue.

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Solo por la tarde, cuando Nick regresó a casa, cayó en la cuenta de la gravedad del error que había cometido. Debería haberse contenido, y ahora se había declarado enemigo de Erebos. Y ni siquiera había podido demostrar que el accidente de Jamie tu­viera que ver con el juego.
«Coge las pinzas que encontrarás bajo el banco del parque junto al portón del instituto y corta los cables de freno de la bicicleta azul marino. La que tiene la calcomanía del Manchester United en la barra de en medio».
Podía verlo claramente ante sus ojos. Clac, clac, «ya está. Un nivel más». Se podía demostrar con facilidad que no había sido Colin; y también podía ser que el saboteador no supiera a quién pertenecía la bicicleta que estaba frente a él.
Esa noche, Nick se sentó ante el ordenador, revisó sus correos electrónicos y pensó qué debería decirle a Darleen Pember. Si debería hablarle de lo que estaba ocurriendo.
Pensativo, dio vueltas con el cursor del ratón en el lugar del escritorio donde solía encontrarse la E roja. ¿Le gustaría estar en una de las cuevas, ante una de las fogatas? «Sí. No. Sí». ¿Le gus­taría charlar con los otros? «Sí. No. Sí». Pero, sobre todo, tenía muchísimas ganas de despedazar al mensajero en pequeñas par­tes huesudas.

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En la hora libre del miércoles, Emily detuvo a Nick delante de la biblioteca. Estaban prácticamente solos: los demás holgaza­neaban fuera, disfrutando uno de los últimos días de otoño.
—Tengo noticias —dijo Emily.
—¿De Jamie?
—No.
A cierta distancia, las abuelitas tejedoras iban pasando. No hablaban entre sí, más bien parecía como si estuvieran ha­ciendo ronda. Cuando Alex descubrió a Nick, le sonrió y alzó la mano para saludarlo, mientras que Dan reveló un gesto de ira en su cara de cerdito.
Nick condujo a Emily a la biblioteca, ahí se escurrieron ha­cia el rincón más apartado. Emily temblaba como si tuviera mucha energía.
—Venga, dilo.
Ella sonrió, abrió la mochila y sacó una caja de DVD sobre la que alguien había escrito «Erebos» con letras redondas.
Nick empezó a sentir emociones encontradas que luchaban dentro de él. Rechazo. Preocupación. Avidez.
—¿En serio quieres entrar?
—Sí. Creo que es el momento justo.
Nick observó el DVD que hasta hacía poco deseaba como el aire. Emily exploraría en Erebos, recorrería los paisajes extra­vagantemente horripilantes y bellos a la vez, viviría aventuras. El poderoso anhelo que sintió en su estómago empezaba a extenderse. De manera involuntaria, sacudió la cabeza.
—Jamie tenía razón, tú ya no estás dentro, ¿verdad que no?
Solo asintió.
—Fui expulsado —dijo con voz ronca.
—Bueno… lástima. Entonces no podremos jugar juntos.
—No.
Nick se mordió los labios. «Está bien». Sabía que estaba bien. Toda la adrenalina, la tensión, el cosquilleo nervioso… ya no los necesitaba.
—¿Y por qué ahora?… ¿por qué razón has cambiado de opinión al respecto? Al principio no querías saber nada.
—Es cierto. Pero quiero entender lo que tanto os fascina a todos —miró pensativa hacia un lado—. Jamie estaba conven­cido de que este juego no era un simple juego. Tenía su teoría.
Con cierto nerviosismo giraba el paquete entre sus manos y seguía hablando.
—Jamie creía que había algo más detrás de un juego como este. Un objetivo, ¿me entiendes? Alguien tiene que sacar algún provecho de las cosas que suceden en la realidad, ¿no crees? Pero solo puedo descubrirlo si exploro Erebos. Por eso hice algunos comentarios diciendo que estaba interesada en tener una copia.
Nick lo recordó. Él mismo le había dado la noticia al mensa­jero y seguramente también otros jugadores lo habían hecho.
—Bueno, que yo conozca, el único objetivo del juego es aniquilar a un malvado que se llama Ortolan —dijo Nick—.Lo que sucede en la vida real únicamente sirve para proteger el juego de los que tienen algo en su contra.
—¿Como Jamie? Entonces debemos intentar detenerlo.
«Detenerlo». Nick pensó en el accidente y en el charco de sangre. Supo que Emily tenía razón. Aunque él supiera que nunca más caminaría por la Ciudad Blanca o que jamás po­dría hallarse en los combates en la arena, dio un suspiro.
—No tengo ni idea de cómo hacerlo, pero podríamos in­tentarlo.
Alguien abrió la puerta de la biblioteca y volvió a cerrarla con cuidado. Nick le dio a entender a Emily que se quedaran quietos, pero era solo el señor Bolton, el profesor de Religión.
—Debemos ser muy precavidos —susurró Nick—. Si se dan cuenta, es posible que… bueno, entonces las cosas pueden volverse verdaderamente peligrosas. El juego tiene una inteli­gencia asombrosa. Aunque no estoy del todo seguro de que haya querido quitar de en medio a Jamie, sé lo que tenía pen­sado respecto del señor Watson.
Emily levantó las cejas de manera inquisitiva.
—Otro día te lo cuento —dijo Nick—. Engañarlo es mu­cho más difícil de lo que te puedes imaginar. Y en cuanto eres sospechoso o fallas, te echa afuera antes de que puedas contar hasta cinco.
En su cabeza, un demonio de piedra extendió sus alas. Nick lo ahuyentó.
Emily se rió con picardía, una expresión que Nick nunca le había visto.
—Claro que tendré cuidado. Y me pregunto… —esta vez se giró a mirar con más precaución y bajó su voz a un susu­rro—, si tal vez podrías ayudarme. No conozco nada de jue­gos de ordenador, al único al que juego es al solitario.
De inmediato le vino a la mente la regla número dos: cuando juegues, debes estar solo. ¿Qué pasaría si jugaran en pareja? ¿El juego se daría cuenta? Nick respiró hondo. Debía permitirse aceptar el intento.
—Claro que te ayudo, encantado. Avanzarás mucho más rá­pido si te voy dando consejos.
—Perfecto —ella resplandeció—. Ven a mi casa después de la hora del té, ¿de acuerdo? A las cinco y media estaría bien.

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Nick era muy puntual. Diez minutos antes de la hora acorda­da ya estaba frente a la casa de Emily en Heathfield Gardens y se preguntaba cuál podría ser su ventana.
Había sido muy cauteloso. Después de lo ocurrido con Co­lin, supuso que alguien lo seguiría, pero no fue así. Nick miró a su alrededor. En la calle casi no había gente. Nadie sabía dónde estaba.
No quiso llamar a la puerta, parecería impaciente. Así que decidió dar una vuelta por las calles de las inmediaciones, que resultaron muy bonitas y bien cuidadas.
Se dio cuenta de que no llevaba nada consigo: traer un deta­lle habría sido aprovechar una buena ocasión para mostrar que era un tipo original, con buenas intenciones. Pero para eso ya era demasiado tarde. Si no se comportaba como un idiota, podría haber una siguiente ocasión.
A las cinco y media en punto tocó el timbre. Emily abrió la puerta. Resultó que su habitación era la que estaba bajo la bu­hardilla. No era uno de esos cuartos de muñecas con animalitos de peluche afelpado y rosa sobre la cama, y carteles de estrellas de cine en la pared. A Nick le pareció la habitación de una persona bastante madura. Dos estanterías, una cama y un rincón, donde uno podía sentarse en un sofá cama sobre el que también había hileras de libros. Bajo el techo inclinado se hallaba un escritorio perfectamente ordenado con un portátil en espera. Si algún día Emily le hiciera una visita, Nick ten­dría que ponerse las pilas para ordenar y limpiar su cuarto.
—Debemos evitar hacer ruido… Mi madre acaba de acos­tarse hace media hora. Puede que hoy ya no tenga que salir de su cuarto.
Nick no hizo ninguna pregunta, aunque le pareció extraño que una mujer adulta estuviera acostada a esas horas de la tarde. De todas maneras, era ideal para su propósito.
—No haremos ruido. Al comenzar, el juego es silencioso. Después tendrás que usar auriculares. Por muchas razones… He visto morir a alguien porque oía muy poco.
—Auriculares.
Emily asintió.
—De acuerdo. ¿Podemos empezar?
Sacó el DVD de la mochila y lo insertó en la unidad de disco.
—Instalo el juego como cualquier otro en mi archivo de programas, ¿no? ¿Hay algo que deba tener en cuenta?
—No. Aún no.
La ventana de instalación se abrió. Allí estaba todo como la primera vez: la torre derruida, la tierra abrasada. Clavada en la tierra seca, la espada con el pedazo de tela rojo en la empu­ñadura. En el cielo estaba escrita en rojo la palabra Erebos.
Nick sintió que el nerviosismo le palpitaba en el estómago. Se frotó las manos húmedas en el pantalón.
—¿Debo? —preguntó Emily.
—Claro.
Hizo clic en «instalar». La barra azul empezó a avanzar len­tamente, como siempre.
—Ahora tardará —dijo Nick, sin apartar los ojos del indicador de avance.
«¿Cómo funcionaba? En el bosque. Sí, exacto, y enseguida lo vi».
Cada avance de la barra acercaba a Nick a Erebos. Era como si estuviera sentado en un tren rumbo a casa.
Emily le miró de reojo.
—¿Te incomoda algo?
—¿Cómo? ¡No! Solo estoy… a la expectativa por ver qué te parecerá.
—Hasta ahora solo lento —dijo Emily y apoyó el mentón en sus manos.
Durante un buen rato la chica esperó en silencio. Nick ob­servaba de forma alternativa el recipiente de lápices del escri­torio, la pantalla del portátil y el perfil de Emily. Por ningún lado de la habitación pudo ver sus dibujos. «Qué estúpido», podrían haber hablado de eso.
—¿Tu madre siempre se va a dormir tan temprano? —pre­guntó, después de convencerse de que el silencio ya estaba du­rando demasiado. En ese mismo instante pensó que había sido descortés y deseó retractarse de su pregunta.
—Ahora mismo está pasando una mala racha… Duerme mucho, come poco y todavía habla menos —Emily miró con más intensidad y con mayor esfuerzo el indicador de avan­ce—. Está así desde que murió Jack. Esto es cíclico, y me he acostumbrado tanto como a las estaciones del año.
—¿Y tu padre?
—Se volvió a casar, tiene dos hijos, Derek y Rosie. Nuevo juego, nueva felicidad —movió el ratón como esperando que así la instalación fuera más rápida—. No me malinterpretes, no estoy enfadada con él. La situación era insoportable y él ya no la aguantaba. Me alegro mucho de que existan los dos pe­queños. Solo quisiera largarme como él.
Nick necesitó un poco de tiempo para digerir la información.
—Nunca has hablado de esto en el instituto.
—No contigo, es cierto.
«Pero seguro que sí con Eric».
Durante un momento los viejos celos centellearon. Sin em­bargo, Emily estaba allí, sentada junto a él. Hablando con él.
—¿Tienes hermanos? —quiso saber.
—Sí. Uno. Me saca cinco años y ya se ha marchado de casa.
—¿Os lleváis bien?
—Sí, bastante bien.
Nick pensó en Finn e intentó imaginar cómo sería todo si lo perdiera, pero inmediatamente desechó esa idea. No sabía cómo era capaz Emily de soportar su situación.
—Por desgracia está peleado con mis padres. Con mi padre, para ser más exactos. Ya no se hablan.
—¿Por qué?
Nick tomó aire.
—Bueno, mi padre siempre quiso ser médico, pero mis abuelos no podían pagarle la universidad. Ahora es enfermero en el hospital Princess Grace. No sé si algún día se resignará. De todas maneras, era un hecho que Finn debía ser doctor.
—Pero él no quería.
—Al principio sí, se mató estudiando y es probable que sus notas fueran lo bastante buenas. Pero después cambió de opi­nión, conoció a Becca y, de repente, ya no hubo más medicina.
Emily lo miró de reojo.
—¿Qué pasó?
—A Becca le traspasaron un estudio de tatuaje. Finn estaba muy entusiasmado. Hizo varios cursos y ahora tatúa y hace piercings como el mejor. Mi padre dijo que nunca más volve­ría a dirigirle la palabra.
En la cara de Emily se delineó una sonrisa, pero al segundo se esfumó.
—¿Y ahora tú tienes que ser doctor?
Había calado a su padre sin conocerlo.
—Bueno, le daría una alegría y a mí me interesa.
Por fin Emily se giró hacia él y lo miró, como si quisiera comprobar que decía la verdad.
—¿Eso significa que estás enfadado con tu hermano porque ahora eres tú quien cumplirá los deseos de tu padre?
En lugar de responder, Nick se dio la vuelta y se alzó la cola de caballo del cuello.
—No. No estoy enfadado con él.
Aunque casi nunca los miraba, sabía exactamente qué aspecto tenían los cuervos en vuelo que Finn le había tatuado en el na­cimiento del cuero cabelludo. Como un vientecillo, Nick sintió las puntas de los dedos de Emily sobre el tatuaje. Y tragó saliva.
—¿Por qué cuervos?
—Al principio fue porque los dos tenemos el pelo tan oscu­ro, que mamá siempre nos llamaba «los hermanos cuervo». Pero Finn también dice que traen buena suerte y los dos po­demos necesitarla. Además, son algo así como… un sello. Una señal de que formamos parte del mismo equipo.
Emily apartó la mano con suavidad, demasiado pronto para desgracia de Nick.
Su cola de caballo volvió a deslizarse al lugar de costumbre.
—Tu hermano tiene talento. Están genial.
La instalación se acercaba lentamente a su fin. Emily fue a la cocina a por una botella de ginger ale y dos vasos. Justo cuando regresó, la pantalla se puso negra.
—¿Eso es normal?
—Sí. Yo también pensé primero que algo no iba bien. Espe­ra un poco.
«Negrura. Negrura. Negrura. Luego aparecen las letras rojas y palpitantes».

Entrada.
O Salida.
Esto es Erebos.

—Pues entonces —dijo Emily e hizo clic en «Entrada».
Un bosque oscuro, el brillo de la luna. En el centro del claro está encogido el sin nombre. Era exactamente igual al personaje de Nick antes de que se convirtiera en Sarius. Nick luchó con­tra un nuevo asomo de nostalgia, mientras veía cómo Emily se familiarizaba con el manejo de su sin nombre.
—Es muy fácil hacerle andar —dijo ella—. ¿Puede hacer otra cosa?
—¡Sí! Escalar, luchar… ¡todo! Después hay combinaciones de teclas para otras habilidades especiales, pero esas son para más tarde.
Emily dejó que su sin nombre anduviera por aquí y por allá en el claro. Observó con precisión antes de decidirse por una ruta precisa.
—Yo creo que voy para allá, donde el bosque es menos frondoso, no tengo que hacerme las cosas más difíciles de lo necesario.
Se oían crujir las ramas, el viento susurraba entre las copas de los árboles. Si fuera por Nick, Emily tendría que hacer avanzar más rápido a su personaje durante esta secuencia, pero se esforzó por ocultar su impaciencia. Pese a todo, ella era muy diestra teniendo en cuenta que era novata en los juegos de ordenador. A diferencia de Nick, no apresuraba a su sin nombre hasta que su indicador de resistencia llegaba al lími­te, administraba sus fuerzas. Solo después de unos veinte minutos de andar vagando, volvió a dirigirse a Nick.
—¿Hay alguna meta? ¿O es una prueba de paciencia?
—Hay una meta. En algún lado hay una fogata y alguien con quien puedes conversar.
Lo que para Nick fue un árbol, para Emily fue un alto pe­ñasco. El sin nombre lo escaló, y por primera vez se redujo un poco la barra de resistencia. Sin embargo, la vista fue una compensación suficiente. A su alrededor había un mar de co­pas arbóreas; a la derecha, una colina con puntitos de luz que indicaban una aldea.
—¡Allí! —gritó Nick y señaló con el dedo hacia una tenue luz de un amarillo dorado entre los árboles—. ¡Allí debes ir!
Hasta que Emily mostró una mirada de sorpresa y alegría, Nick no cobró conciencia de cuán emocionado se mostraba.
—Bueno… allí detrás continúa. Por si te interesa.
En el camino hacia la pequeña hoguera, Emily también se topó con un obstáculo. A diferencia de Nick, no era una falla en la tierra sino una muralla que no se podía escalar, pues cada vez que el sin nombre intentaba sostenerse para auparse hacia arriba, se derrumbaban piedras y tierrilla.
—¿Y ahora? —preguntó ella después del quinto intento en vano.
—Tienes que aprender a resolver estos problemas. Te hará falta con mucha frecuencia. Tienes que imaginar que es real. ¿Qué harías entonces? —Nick se sintió un estúpido maestro, pero quería que Emily entendiera lo sensacional que era el juego y lo mucho que se parecía a la realidad.
Emily lo captó al vuelo. Hizo que el sin nombre cargara ro­cas pequeñas mientras controlaba el indicador de resistencia, le otorgaba pequeñas pausas y, por fin, escaló la muralla sin problemas.
Del otro lado vio el centelleo de la hoguera. Nick también reconoció la sombra oscura que se dibujaba junto a ella. Sus latidos se aceleraron. Ya no le iba a dar más consejos a Emily, tenía que ver por sí misma lo que podía hacer Erebos.
Mientras el sin nombre se acercaba lentamente, el hombre de la hoguera permanecía inmóvil. Sin embargo, las palabras rutilantes de color plateado aparecieron en el margen inferior de la pantalla.
—Te saludo, sin nombre. Estaba esperándote.
No fue eso lo que le dijo a Nick cuando fue su turno. A él lo había alabado por su velocidad. Y por su gran ingenio.
Emily dirigió a su personaje un poco más cerca del hombre, e intentó asomarse bajo la capucha negra. Pero, en ese mo­mento, él mismo alzó la cabeza. Nick casi había olvidado la cara delgada con la boca chica; el hombre jamás volvió a apa­recer en el juego.
—Tienes curiosidad. Eso puede ayudarte o eliminarte, sin nombre. Has de ser consciente de ello.
Emily miró a Nick, desconcertada.
—¿Quieres continuar? —preguntó el hombre—. Solo si te unes a Erebos, podrás comenzar con Erebos. Tienes que estar seguro.
Todavía desorientada, Emily se giraba a ver a Nick y la pantalla.
—Está esperando una respuesta —dijo él, y señaló el teclado.
—¿En serio?
—Sí. Inténtalo, ya verás.
Emily puso los dedos sobre el teclado y, tras titubear un poco, empezó a teclear.
—¿Qué significa unirme a Erebos?
El hombre escarbaba con su cayado en el fuego. Saltaron chispas relucientes que volaron en el aire.
—Significa sobrepasar fronteras, superar fronteras. Lo que verdaderamente signifique al final depende de ti.
Emily retiró los dedos del teclado y miró a Nick, sorprendida.
—Me acaba de dar una respuesta. ¿Cómo funciona?
—Ni idea —dijo Nick—. Esta es una de las peculiaridades del juego.
Reprimió una sonrisa al ver que Emily se entusiasmaba.
Entonces empezó a sonar una delicada melodía, algo con flauta y violín, muy suave, muy seductora. Lo sorprendente era que se trataba de una melodía que Nick nunca había escu­chado en Erebos. «Ni una sola vez».
—¿Me recomendarías unirme a Erebos? —escribió Emily—. ¿Me recomendarías continuar?
El hombre miró a Emily larga y fijamente.
—No.
—¿Por qué no?
—Porque la oscuridad está repleta de trampas y abismos. De algunos, uno no sale sano y salvo. Otros te devoran para siempre.
A Nick le dio la impresión de que Emily había olvidado su presencia. La chica observaba con atención las palabras del hombre, sus manos levitaban sobre el teclado y al final hizo la misma pregunta que Nick.
—¿Quién eres?
El hombre ladeó la cabeza pensativamente sin perder de vis­ta a Emily.
—Soy un muerto. Nada más.
Pudo oír cómo Emily cogía aire.
—Si estás muerto, entonces ¿qué haces aquí?
—Espero y vigilo. ¿Y bien? ¿Quieres continuar? ¿O retro­ceder?
Nick advirtió que los ojos del hombre eran verdes. Eran tan reales que juraría haberlos visto en alguna ocasión. En una cara de carne y hueso.
—Continúo —escribió Emily—. Eso imaginabas, ¿no?
—Todos continúan —dijo el hombre muerto—. En ese caso, gira a la izquierda y sigue el curso del arroyo hasta llegar a una quebrada. Crúzala. Después… ya verás cómo continuar.
«Eso también me lo dijo», recordó Nick, pero aquello no era todo.
—Y presta atención al mensajero de ojos amarillos.

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Nick advirtió a Emily sobre los agresivos sapos que tanto lo molestaron, pero cuando ella llegó a la quebrada, el enemigo se acercó por lo alto. Unos murciélagos pequeños pero muy mordedores revoloteaban alrededor del sin nombre, y con sus filosos dientes le lanzaban dentelladas. La barra roja del indi­cador de vida se reducía a toda velocidad.
—¡Tienes que usar el cayado! ¡Presiona el lado izquierdo del ratón! —Nick tuvo que contenerse para no quitárselo de la mano a Emily y matar a los murciélagos—. Con escape te los sacudes. Con la barra espaciadora saltas.
Tardó un poco y al sin nombre le costó mucha sangre, pero, al final, Emily eliminó a todos los murciélagos.
—Puedes llevarte la carne —le dijo Nick—. Después la venderás en la ciudad.
Encogiéndose de hombros, Emily guardó los restos.
—¿Y ahora?
Su pregunta se fundió con el sonido del trote que se acerca­ba. Nick se agachó de manera involuntaria. ¿Qué diría el mensajero si lo viera aquí? Enseguida se dio cuenta de que sa­cudía la cabeza. «No puede verme. Solo ve al sin nombre. Realmente estoy alucinando».
Emily hizo que su personaje continuara avanzando a lo lar­go de la quebrada. Allá, adelante, estaba la pared rocosa en medio de la que se abría la cueva. Sobre el saliente que se ha­llaba justo delante aguardaba la familiar figura del mensajero a lomos de su montura acorazada.
—Cielos, qué horrible es —susurró Emily.
El mensajero vio venir al sin nombre. No se movió, aunque el caballo parecía inquieto, pues piafaba y bufaba.
—Te saludo, sin nombre. Para ser la primera vez, has sido hábil.
—Me alegro —escribió Emily.
—Sin embargo, deberías ejercitarte más en la pelea. Si no lo haces, no se te concederá una larga vida.
—De acuerdo.
El mensajero apartó la mirada del sin nombre y se giró ha­cia Emily, que automáticamente arrastró la silla hacia atrás.
—Es tiempo de que obtengas un nombre. Es tiempo para el primer rito.
—¿Qué debo hacer?
El mensajero indicó con su dedo la cueva que estaba a su espalda.
—Entra en ella. Lo demás se irá viendo. Te deseo suerte y que tomes las decisiones correctas. Volveremos a vernos.
Tiró de su caballo para que volviera grupas y partió al galope sobre un camino angosto y casi invisible.
—Supongo que tengo que subir estas escaleras, ¿verdad? —preguntó Emily.
—Sí. Sube la escalera y entra en la cueva.
El sin nombre desapareció en las tinieblas de la montaña y la pantalla del ordenador quedó sumergida en la oscuridad.
—Esto también durará su tiempo —dijo Nick—. Uno no debe ponerse nervioso.
Emily movió el ratón de arriba abajo, pero el cursor no se veía por ningún lado.
—Es tremendamente real —dijo después de un rato—. He tenido la sensación de que el mensajero me miraba de verdad. Como si quisiera enseñarme que sabe de sobra que el juego no depende del personaje, sino de quien lo dirige.
—Eso va a seguir pasando.
Observaron sus reflejos en la pantalla.
—¿Es complicado este primer rito? ¿Algo así como con los murciélagos?
—No, muy distinto. Ya lo verás.
¡Pum pum! ¡Pum pum!
—Suena como un latido. ¿Qué es?
—Significa que está continuando. Pulsa enter.
En la pantalla negra aparecieron unas letras rojas.
—Yo soy Erebos. ¿Quién eres tú?
«¿Emily debería mentir? ¿Va a dar un nombre falso?».
—Soy Emily.
—Dame tu nombre completo.
—Emily Carver.
Susurro misterioso.
—Emily Carver. Emily. Emilycarver. Emily Carver.
«Así te dan la bienvenida antes de lanzarte al abismo», pensó Nick con nostalgia. Emily buscó su mirada y él le sonrió.
—Bienvenida, Emily. Bienvenida al mundo de Erebos. Antes de que comiences el juego, debes conocer las reglas. Si no te gus­tan, puedes poner fin al juego en cualquier momento. ¿Está claro?
—Nunca lo hubiera pensado —murmuró Emily mientras escribía «está bien»—. En cualquier momento. Suena bastante justo, en realidad.
—Bien. Esta es la primera regla: solo tienes una oportuni­dad para jugar con Erebos. Si la desaprovechas, se termina. Si muere tu personaje, se termina. Si violas las reglas, se termina. ¿De acuerdo?
—Sí.
—Segunda regla: cuando juegues, asegúrate de estar sola. Nunca digas tu nombre durante el juego. Nunca menciones el nombre de tu personaje fuera del juego.
Emily quitó los dedos del teclado y miró a Nick.
—Eso quiere decir que ahora debería echarte de aquí, ¿verdad?
—Tú solo escribe «sí» —dijo Nick—. Por el momento pue­de irte bien un poco de ayuda.
¿Lo echaría de verdad? Él no quería irse. Quería estar en el primer rito. Quizá hasta en su primera pelea.
Alrededor de los labios de Emily se delineó una sonrisita cuando escribió «de acuerdo».
—Bien. Tercera regla: el contenido del juego es secreto. No hables con nadie al respecto. Sobre todo con los que no se han registrado. Mientras juegues, puedes intercambiar impresio­nes ante la hoguera. No divulgues ninguna información a tus amistades ni a tu familia. Tampoco en Internet.
—Poco a poco me quedan claras algunas cosas —dijo Emily.
—Cuarta regla: guarda muy bien el DVD de Erebos. Lo ne­cesitarás siempre que comiences el juego. Por ningún motivo lo copies, solo si el mensajero te lo pide.
—De acuerdo.
Una luz brilló en toda la pantalla, y casi se irradió fuera de ella. En el soleado claro se hallaba sentado el sin nombre, y tras él esperaba la torre derruida en la que se desarrollaría el primer rito.
Tan pronto como Emily tocó su personaje con la flecha del cursor, este se enderezó, se quitó el rostro de la cabeza y tomó el camino hacia la torre.

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—Ahora se trata de decisiones importantes —dijo Nick—. No debes precipitarte. Yo te ayudaré.
El sin nombre se hallaba ante la primera placa de cobre.
«Elige tu sexo».
—No es tan importante qué elijas, aunque los hombres son un poco más fuertes…
Emily ya había elegido «Mujer». El cuerpo del sin nombre cambió, se volvió más delgado y se pronunciaron los pechos y la cadera.
—Lo siento, Nick, pero este será mi personaje —dijo Emily.
«Elige un pueblo».
—Vale, no me meto más, pero los bárbaros son buenísimos —dijo Nick—. La verdad es que son muy fuertes y tienen mucha resistencia. Si otra vez tuviera la elección, elegiría un bárb…
Sin embargo, Emily ya había decidido.
«¿Humano? —decepcionado, la miró de reojo—. ¿Por qué ha elegido un humano?».
—¿Sabes?, me conozco mejor en mi propia especie —replicó ella a la pregunta no pronunciada—. Me gusta ser humana.
«Elige tu aspecto físico».
Emily puso a la cabeza de su mujer una cabellera roja, corta y erizada, y la vistió completamente de negro: botas, pantalo­nes, camisa y chaqueta. Solo el cinturón era rojo, pero así era el de todos los demás.
«Elige una ocupación».
—No todo suena tentador —expresó Emily—. Si me deci­do por el bardo, ¿tendré que cantar?
Nick no lo sabía. El fue un caballero y durante el juego no tuvo que resolver muchas tareas de caballeros.
—Yo creo que la ocupación no es tan importante —explicó y Emily se decidió por bardo.
En ese momento entró un gnomo a la torre. Nick había ol­vidado por completo esa visita tan desagradable.
—Un humano, no, qué gracioso. Y ridículo, ¿no crees? —opi­nó a manera de saludo.
—No, para nada.
—Oh, oh, oh. Y además una barda. ¿No te van mucho las peleas? ¿Prefieres tararear cancioncillas por ahí?
Emily ignoró el gnomo y buscó la siguiente placa de cobre.
«Elige tus habilidades».
—Curar es basura —dijo Nick de inmediato—. Va contra tu fuerza vital. Yo la elegí y fue un error.
El cursor daba vueltas en torno a las palabras: fuerza, resis­tencia, maldición de muerte, avanzar sigilosamente, hacer fuego, piel de hierro, escalar…
—Curar me parece la mejor de todas —opinó Emily des­pués de un rato durante el cual el gnomo estuvo dando brincos de derecha a izquierda mientras hacía muecas sal­vajes—. Uno juega con otros, ¿verdad? Si curo a alguien, la siguiente vez alguien me curará a mí. Lo encuentro muy práctico.
—¡Pero así no es la cosa! —gritó Nick—. Sobre todo tie­nes que poner atención en que tú avances. Si te debilitas, no funcionará.
El gnomo giró la cabeza.
—¿Estás sola, humana? ¿Estás obedeciendo la segunda regla? ¡Responde!
—Claro que estoy sola. ¿Por qué no habría de estarlo? —es­cribió Emily.
En ese mismo instante se puso pálida y Nick empezó a tem­blar. ¿Cómo era posible que al gnomo se le ocurriera pregun­tar algo así? El gnomo no podía verla ni escucharla, de ninguna manera. El mensajero tampoco podía hacerlo.
—Estoy tardando mucho —murmuró Emily—. Si estuviera sola podría tomar decisiones más rápidamente. Por eso pregun­ta, eso creo.
Ella se apresuró a responder. Eligió curar, rapidez, hacer fuego, piel de hierro y fuerza para saltar. Después de una bre­ve pausa, agregó vista a distancia, resistencia, caminar sobre el agua, escalar y avanzar con sigilo.
—No elegiste nada mal —explicó el gnomo—. Claro, para un humano. Qué lástima que no vayas a vivir mucho tiempo.
—El destino —respondió Emily y se concentró en la elec­ción de armas. Del baúl tomó un sable delgado y curvo, con esmeraldas en la empuñadura. Después, un escudo pequeño de bronce.
—Muy bonito, pero lamentablemente son juguetes —criti­có el gnomo.
La última placa.
«Elige tu nombre».
—Será un verdadero y horrible nombre de humano —espe­tó el gnomo—. ¿Petronila, Bathildis, Aldusa o Berthegund?
¿Y bien? ¡Estoy esperando! ¡Estamos esperando! ¡Seguro que sabes un nombre!
Emily titubeó un momento.
—De hecho ya he pensado en uno. Vamos a ver qué opina de este.
«Hemera», escribió.
Nick se sintió algo decepcionado. «Hemera» no le sonaba a nada especial. En sus oídos sonaba a aparatos electrónicos para cocina. El gnomo, por el contrario, quedó impresionado.
—Alguien se ha pasado de listo, ¿eh? Puede llegar a ser algo. ¡Hemera! No hagas que mi amo te pierda la simpatía, peque­ña humana.
Entonces el gnomo dio un salto y se fue cojeando hasta la sa­lida de la torre. Nick casi esperaba que volviera a sacar su in­creíblemente larga y verde lengua, pero, al parecer, en esta oca­sión no estaba de humor. Sin musitar una palabra, cerró la puerta detrás de él. A toda prisa se escurrió entre los muros de la torre para irse.
—¿A qué se refiere con «pasarse de listo»? —preguntó Nick.
—Descúbrelo tú mismo —Emily se deleitó a ojos vistas—, así como yo quiero descubrir lo que sigue. Nos vemos maña­na, ¿de acuerdo? A partir de aquí seguiré jugando sola.
«¡Pero si apenas acaba de empezar lo bueno!». La decepción le cayó tan pesada en el estómago como un pedazo de plomo.
—Escucha, lo estás subestimando. Vas a avanzar más rápido si te ayudo y te harás menos daño. Solo confía en mí, ¿vale?
Emily sacó el enchufe de los auriculares de su iPod y lo co­nectó a su ordenador.
—Ese fue uno de tus consejos, ¿no es así? Cuando me los ponga, no voy a escuchar nada de lo que me digas.
—Pero…
—Ya vale, Nick. Tú mismo has visto cómo se puso el gnomo hace un momento de desconfiado. Lo lograré, ¿de acuerdo? Así que voy a atenerme a las reglas como los demás y jugaré sola.
Nick se dio por vencido.
—Si tienes problemas, te recomiendo que te cuides —le dijo. No perdía nada con un último comentario críptico—. Y si te quedas atrapada o necesitas ayuda, yo te ayudo. En serio.
—Es bueno saberlo —dijo Emily sonriendo—. Gracias, Nick.
En casa, Nick consultó Wikipedia y resultó que Hemera era la hija de Erebos y el completo contrario de su padre. Hemera era la diosa del día, de la mañana, de la luz.

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Algunos dicen que es necesario haber nacido para triunfar. Cuanto más lo pienso, más tiendo a estar de acuerdo. La decep­ción de no pertenecer a los elegidos la superé hace ya tiempo, pero no me siento capaz de soportar otra derrota. Si logro triunfar, al final no estaré allí. Eso es evidente. No se requirió mi presencia en la final, y los actores serán otros. Ellos tratarán de conseguir mi meta con todas sus fuerzas.
Pronto llegará la final. Entonces mi parte habrá acabado y podré irme. En resumen: habrá solo ganadores y perdedores. No importa quiénes sean los ganadores. En definitiva, son los perdedores los que importan, y rezo por que sean los que lo merecen..

Capítulo 24

En cuanto sonó el despertador, Nick pensó en Hemera, la dio­sa de la mañana. Se moría de ganas de escuchar lo que le con­taría Emily. Quería saber lo que había vivido, cómo le había ido, si ya le habían encomendado una misión. Le ayudaría, y pronto volvería a observarla mientras jugaba. Si él ya no parti­cipaba, tal vez le sería más fácil reconocer los enigmas. «El guía». Silbó en la ducha y cantó mientras se vestía. «Hoy va a ser un buen día».
Por lo general, Emily se encontraba frente al instituto, quieta con algunas de sus amigas, o con Eric, pero esta vez no la vio por ningún lado. Al contrario, solo divisó a Eric hablando con chicas de primero de bachillerato. Parecía más relajado que los días anteriores. La conmoción de Aisha ya se diría superada. Sin embargo, Nick dudaba que Eric siguiera en contra de Ere­bos. Presumiblemente, Eric estaba contento al no ser el centro de atención.
Entonces llegó Emily. Caminaba rápido, como si tuviera prisa. Eric le hizo un gesto, la llamó, pero ella se limitó a devolverle el saludo con una mínima inclinación de cabeza y si­guió andando.
Nick la interceptó un poco antes de que alcanzase la puerta del instituto.
—¡Hola, Emily!
—Hola.
Era obvio que no podía hablar sobre Erebos delante de la gente, pero un guiño, una sonrisa de complicidad… algo de­bería salir de ella. Nick buscó alguna señal en su rostro, pero era tan inexpresivo como una pared blanca.
—¿En la cuarta hora en la biblioteca? —le susurró Nick algo decepcionado.
Emily se encogió de hombros.
—Ya veremos.
Sin decir una palabra más, lo dejó ahí, parado.
Más adelante estaban Rashid y Alex. Emily se dirigió hacia ellos. «¿Qué querrá de esos dos?». Nick no entendió nada. In­crédulo, observó cómo Emily se quedaba absorta cuando Alex comenzó a contar algo con gestos exagerados y muecas misteriosas. «¿De qué va todo esto?», se preguntaba. Alex no podía revelar detalles del juego en la conversación.
Durante todo el día no le quitó ojo a Emily; sin embargo, ella lo esquivaba: no se giraba a mirarle o hacía como si no es­tuviera presente. En ningún momento pudo interceptarla a solas.
Seguramente se debió al hecho de estar tan centrado en Emily. El caso es que hasta esa tarde Nick no se dio cuenta de que Colin le seguía. Daba igual dónde se encontrara Nick, Colin andaba cerca. No podía asegurar que le estuviera vigi­lando, pero ahí estaba como una sombra oscura. Se preguntó si debería acercarse a Colin para hablar y dar por zanjada la pelea del día previo. A fin de cuentas, una vez fueron amigos, y de eso no hacía tanto. Pero cuando imaginó que Colin le había dado la carta de amenaza a Jamie, y que tal vez había saboteado su bicicleta, se vio obligado a contenerse. «Al pri­mer mal comentario le romperé la nariz».
Cuanto más duraba el día que tanto prometía por la maña­na, más perdido se sentía. Su mejor amigo estaba en coma, Colin y él ya no se tenían confianza y Emily hacía como si él no existiera. La gente con la que tenía poca amistad, como Jerome, lo miraba con suspicacia. Los que habían sido expul­sados del juego intentaban hacerse invisibles y no le conce­dían ningún valor a las conversaciones, justo como sucedía con Greg.
En algún momento de la tarde, Nick se cruzó en el patio del instituto con la chica de la gabardina verde. Debía de ser Darleen Pember. Solo la conocía de vista, pero recordaba que Ja­mie le había echado el ojo. Y él le debía a Jamie un montón de favores.
Nick miró en derredor, intentaba descubrir la presencia de Colin. De ninguna manera hablaría con Darleen si su persegui­dor estaba cerca. Sin embargo, no vio ni rastro de él. «Venga, vamos, rápido».
La apartó de las dos chicas con las que conversaba.
—Oye, Darleen, ¿encontraste ayer una nota en el bolsillo de tu gabardina? ¿O en algún otro lado… en uno de tus libros, por ejemplo?
Ella lo observó con una mezcla de miedo y curiosidad.
—No, ¿por qué?
—Por nada. Si llegaras a encontrar alguna, guárdala. Dásela al señor Watson pero de tal manera que nadie se entere.
Ella se mordió el labio inferior.
—¿Es una nota como la que recibió Mohamed? ¿O Jeremy?
«¿Quiénes son Mohamed y Jeremy?».
—¿Qué tipo de notas eran?
Ella se encogió de hombros.
—No pude verlas bien. De todas formas, no estaban escri­tas a mano… Eran una impresión de ordenador, eso es lo que puedo decirte. Mohamed avisó que estaba enfermo, y hace dos días que falta a clase. ¿Sabes qué es lo que está escrito?
Nick negó con la cabeza.
—No exactamente. ¿Puedo preguntarte algo más?
La sonrisa de Darleen estaba llena de expectación y Nick confió en que no lo tuviera a él como objetivo. Volvió a mirar a su alrededor.
—¿Dentro? ¿O fuera?
En un primer momento, la chica no comprendió. Nick le insinuó un par de movimientos de esgrima.
—¡Oh! Fuera, me temo. Pero no debería estarlo, no pueden hacérmelo, y eso que ya he intentado conseguir el juego. He recorrido algunas tiendas y además…
—Mejor apártate —dijo Nick—. Todo lo que tiene que ver con esto… Haz como si el juego nunca hubiera existido.
—Pero…
—Lo sé. Aun así.
Ella lo miró con intensidad. Nick intentó imaginarse a ella y a Jamie juntos en el banco de un parque, en el cine, en un prado lleno de flores. «Bonitas imágenes». Esperaba que quizá ella le preguntara por Jamie. Mas no lo hizo.
Por la noche estaba sentado en su habitación y no sabía qué hacer. Lo único seguro era que no soportaba la incertidumbre. Emily había actuado con toda la lógica del mundo al ig­norarle. Claro. «A menos… a menos que el juego le haya ha­blado mal de mí». La imagen se había clavado en su mente y lo acompañó durante todo el día: el mensajero le contaba a Emily que él la había espiado virtualmente, que ayudó a introducir un arma en el instituto. Y, para colmo de males, ha­bría visto su foto con Brynne, y Emily ya no querría saber nada de él.
«Todo eso son tonterías. Emily pasó de mí porque se está tomando en serio su camuflaje». La llamaría para aclararlo. «Ahora mismo».
Sin embargo, la chica no contestó al móvil y ni siquiera le saltó el buzón de voz. Después de diez minutos, Nick volvió a intentarlo, y de nuevo media hora más tarde. El resultado fue exactamente el mismo.
«Pues nada, imagino que estará jugando». Él tampoco ha­bría cogido el teléfono si estuviera en Erebos.
¿Y si iba a buscarla?
Sí, lo único que faltaba es que llamase a la puerta y desper­tara a su depresiva madre, porque fijo que Emily no escucha­ría el timbre ni el sonido del móvil. Posiblemente era eso lo que sucedía.
Se sentó ante el ordenador y meditó. Navegó por deviantART y buscó nuevas anotaciones en la página de Emily. Pero desde «Noche», el poema que ya conocía, no había subido nada nuevo.
El resto de la noche la pasó con sus padres frente al televisor. No fue capaz de recordar cuándo fue la última vez que lo ha­bía hecho. Su padre se alegró de ello, se le notaba.
—Matarse estudiando no tiene sentido —dijo, y le dio a Nick unas palmaditas en la nuca.
Esa noche, Nick soñó con el cementerio de Erebos: desespera­do, buscó la lápida de Sarius, pero los epitafios estaban escritos en unos enredados signos que no conocía.

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Durante varios días, Emily no asistió al instituto. Nick estaba sentado en la clase de Química y fijaba la mirada en el sitio de ella. Lo que más deseaba era llorar. Conocía cómo se las gas­taba el juego. Erebos se había apoderado de ella como lo había hecho con los demás.
«No debí dejarla sola. ¿Por qué tendría Emily que ser inmu­ne?». Pero ya era demasiado tarde. No se podía hacer nada, no quería hablar con él, ya no le dejaría acercarse, solo querría cumplir sus encargos. Tenía que haberle hablado más sobre el juego, pero en lugar de hacerlo había permitido que se metie­ra en la boca del lobo.
En la pausa la llamó por teléfono, pero ella no le respondió. «Está bien». Entonces iría a su casa al salir de clase.
Después de tomar esa decisión se sintió mucho mejor. Ha­blaría con Emily y le recordaría su plan: detener a Erebos. A fin de cuentas, la idea fue de ella.
La intensa emoción lo acompañó hasta la clase de Literatura inglesa, cuando abrió su libro y encontró una nota doblada. El no la había puesto allí.
Su corazón se aceleró. Desdobló la nota.
«Hay una cama libre junto a la de Jamie», habían escrito con letras mal trazadas.
Nick respiró hondo. Confió en que nadie advirtiera que se ha­bía asustado. Con el rabillo del ojo buscó a alguien que le ob­servara o que espiara su reacción, pero todos aparentaban estar centrados en sus asuntos. Helen bostezaba y se rascaba ausente el cuello. ¿Colin? Leía. Dan y Alex cuchicheaban. «¿Han sido ellos?». Alex sonrió a Nick con ostentosa simpatía, pero, tal vez, esa era su manera de camuflarse.
Volvió a doblar la nota y la guardó en el bolsillo de su pan­talón. «Así que hay una cama libre al lado de la de Jamie… Malnacidos». Con esto, prácticamente lo estaban admitien­do. El accidente había sido planeado y alguien había sabo­teado los frenos de Jamie. «Por un puto juego».
En ese momento se llenó de un odio tal, que deseó saltar de su silla, cogerla y romperles la cabeza. «Para que se hagan una idea de lo divertido que es sufrir un traumatismo craneoencefálico». Volvió a ver a Colin y, de repente, tuvo la incontenible necesidad de lanzarse a su garganta. Saltó de su silla.
—¿Sí? —preguntó el señor Watson—. ¿Ocurre algo, señor Dunmore?
«Me estoy volviendo loco».
—No me encuentro bien… Algo me ha sentado como una patada en el estómago.
Nick estaba seguro de que el señor Watson había entendido el doble sentido de sus palabras. Se lo notó en el gesto, por eso no siguió preguntando.
—Entonces tal vez debería usted irse a casa.
—Sí. Gracias.
A Nick no le importaba que alguien pensara que el miedo que le había causado la nota de amenaza lo perseguiría fuera del instituto. No era relevante. Lo importante era Emily, tenía que hablar con ella, Emily aún no se había adentrado tanto en el juego como para no poder influir de algún modo en ella con ciertas explicaciones. Solo debía recordarle la teoría de Ja­mie y enseñarle la nota. «Ahora. Rápido».
Sacó el móvil de la mochila, por última vez intentaría llamarla.
«Mensaje nuevo» le reveló la pantalla.
Oprimió la tecla Leer.

Bajo ningún concepto me mandes mails ni me busques x msn o Skype. Si puedes, ven a las 4 de la tarde a Bloomsbury, Cromer St. 32. No digas nada a nadie y asegúrate de que nadie te sigue. Emily.

Tragó saliva, y miró inquieto a su alrededor. Volvió a observar la pantalla. Ningún mail, nada de msn, ¿por qué? «¿Emily sabe algo que yo desconozco?». Tomó aliento con fuerza y tra­tó de ordenar sus pensamientos. Por lo menos en el sms aún parecía como si Emily estuviera en sus cabales. ¡Y quería verle! Pero todavía faltaban tres horas para las cuatro. Nick no tenía ni idea de cómo podría dominar su impaciencia hasta entonces.
Al final, ocupó su tiempo en asegurarse de que de verdad, de verdad, no lo seguía nadie. Nadie habría tomado un cami­no tan largo para llegar a Cromer Street ni se habría subido a tantas líneas del metro.

Capítulo 25

Frente a la casa marcada con el número 32 se hallaba un tipo de aspecto estrafalario. Tenía la barba color rojo fuego, el mis­mo que su largo cabello. Llevaba trenzas en ambos. Debía de estar esperando a Nick, pues avanzó hacia él tan pronto como reconoció su rostro.
—Tú eres Nick, ¿verdad? La joven te describió muy bien. Yo soy Speedy. Ven.
Speedy condujo a Nick por una estrecha escalera hacia el segundo piso del edificio. Allí abrió una puerta de madera verde.
—Entra, por favor. ¿Te apetece un refresco, una cerveza o un Ginseng Oolong? Victor considera que el té es bueno para la mente… A él le funciona.
Nick, que además de un breve saludo no había abierto la boca, pidió un vaso de agua. «¿Por qué me ha dicho Emily que venga hasta aquí? ¿Ha venido ella?».
Siguió a Speedy desde la extravagante y atiborrada cocina hacia la amplia habitación colmada de zumbidos. Nick contó doce ordenadores, aparte del portátil de Emily, que estaba sentada en un rincón frente a la ventana con los auriculares puestos. Miraba muy concentrada su pantalla.
—Es mejor no molestar —dijo Speedy—, por ahora hay muchísimo movimiento. Ven, te voy a llevar con Victor.
Speedy condujo a Nick junto a un enorme montaje de di­versos aparatos electrónicos, tras los cuales se escondía un hombre corpulento y vestido de negro. Nick lo observó solo un instante, al segundo atrajo su mirada una pantalla de al menos veintidós pulgadas y en la que un hombre lagarto de color lila tornasol estaba derribando a un monstruo con for­ma de gusano. Había sido muy diestro con la espada y fulmi­nante con sus movimientos. Los rechonchos dedos del juga­dor volaban sobre el teclado y dirigía el ratón con la misma precisión que si manejara un escalpelo. El colosal gusano no tenía ninguna oportunidad, a pesar de sus dientes afilados como agujas. De un solo tajo quedó partido en dos mitades. La parte delantera, la dentada, continuó peleando hasta que el lagarto le cortó la cabeza.
Speedy retiró de la oreja del hombre uno de los auriculares.
—¡Ha llegado Nick!
—¡Ah, justo a tiempo! ¿Me sustituyes?
—Claro. Por cierto, Nick solo está tomando agua.
—Eso no puede ser —el hombre se puso de pie y se estiró. Como mucho, le llegaba a Nick a la barbilla—. Por lo menos tienes que probar mi té. Me llamo Victor.
—Mucho gusto.
—Vamos a la habitación de al lado, allí podremos charlar tranquilamente.
Hizo tomar asiento a Speedy, quien ya tenía al acecho más enemigos, le puso los auriculares y señaló hacia una puerta cubierta de grafiti. Nick ya tenía el picaporte en la mano, y en ese momento se le ocurrió algo.
—Despedaza al gusano —gritó a Speedy—. Córtalo en trocitos, tan pequeños como puedas. ¡Quizá encuentres algo!
Speedy levantó el dedo gordo y comenzó a desmenuzar a su contrincante.
—No tan rápido —dijo Victor—. Si no, se va a dar cuenta de la diferencia. Tienes que mantener el ritmo que llevaba yo.
Del pecho de Speedy escapó un profundo suspiro. El hom­bre lagarto lo despedazó con mayor lentitud, aunque de todas maneras tenía la rapidez y la destreza de un cocinero japo­nés de sushi.
—Ve tú delante —dijo Victor—. Yo voy por té.
Detrás de la puerta llena de grafiti había tres sofás enormes y otras tantas mesitas. Ningún mueble combinaba. Nick no era quisquilloso, pero esa combinación de colores le provoca­ba un ligero dolor de cabeza. Se sentó en el más feo de los sofás, uno verde oliva con botones de rosas amarillas y bar­quitos de vela azules… Así podría verlo lo menos posible. Segundos más tarde, Victor entró por la puerta con una ban­deja, y con la mirada le dio a entender a Nick que detrás de esa mezcla de estilos se escondía un sistema.
—¿Porcelana victoriana color violeta o la de los Simpson?
—Como tú eres Victor… te cedo la victoriana —dijo Nick y aceptó la taza en la que Homer posaba sobre la inscripción «Intentarlo es el primer paso hacia el fracaso».
Mientras Victor daba sorbitos a su abombada taza con los ojos cerrados y cierto embeleso, Nick tuvo ocasión de exami­narlo más atentamente: le echó unos veintidós o veintitrés años. A primera vista parecía mayor, tal vez por la barba. Te­nía un largo y retorcido bigote de mosquetero y una puntiaguda perilla. Victor parecía un Portos. Un gótico con pendientes en forma de calavera, grandes como doblones, y al menos un anillo de plata en cada dedo. En los anillos, las ca­laveras habrían obtenido la mayoría parlamentaria, seguidas por las serpientes. Para compensar, un solitario ángel pendía de un collar.
—Tómate tu té —dijo Victor.
Nick lo probó como mandaba la educación y quedó sorpren­dido por su sabor. Estaba buenísimo.
—Emily nos ha traído algo insólito —exclamó Victor des­pués de otro sorbo de té—. Sé un poco de juegos de ordena­dor, debes saber. Pero nunca había tenido en las manos algo como Erebos.
—¿Te lo dio así, sin más?
—Sin darme ninguna pista. Muy obediente en el marco del tercer ritual. Soy su novicio —se retorcía entre los dedos el bigote y sonreía—. También soy novato, he empezado a jugar esta mañana —y le hizo una reverencia a modo de saludo—. Squamato, hombre lagarto. En realidad quería llamarme Brócoli, pero el encantador gnomo de la torre habría saltado encima de mi escudo de bronce. Me explicó que a Erebos no le agradan las bromas. El sentido del humor no es el fuerte de este juego.
Colocó su taza en la mesita.
—¡Pero es tan interactivo! ¡Dios mío!
—Habla contigo, ya lo sé —dijo Nick—. Uno pregunta y obtiene respuestas lógicas y auténticas. ¿Tienes una idea de cómo funciona?
—Cero. En realidad, primero pensé que habría alguien sen­tado ante una terminal central haciéndose pasar por el mensa­jero o ese tipo muerto. Pero eso no puede explicarlo todo. Emily dice que hay una multitud de gente jugando. ¿Cuántos crees que son?
Nick pensó en los combates en la arena. Y esa vez faltaba gente.
—Más o menos trescientos o cuatrocientos. Quizá incluso más.
—Claro. Se necesitaría todo un ejército de mensajeros que, además, deberían tener en mente cada una de las misiones y conexiones cruzadas. Una capacidad de retentiva de este tipo puede dominarla un ordenador miles y miles de veces mejor que cualquier ser humano, pero no es habitual en su campo el llevar una conversación compleja.
La taza de té de Victor estaba vacía, volvió a servirse y a llenar la taza de Nick.
—Háblame más sobre los encargos. Ayer Emily tuvo que observar cómo una chica de trece años iba a comprar un aero­sol de pimienta. Ni Emily conocía a la chica, ni la chica a ella… Probablemente era de otro instituto. Pero el mensajero le proporcionó a Emily una foto y el nombre de la chica, ade­más de la hora de la compra y la dirección de la tienda. Qué curioso, la verdad. ¿En qué consistieron tus encargos? ¿Hay algo que pueda darnos un patrón?
Nick se esforzó en pensar.
—No, lo siento. Una vez tuve que llevar una caja de madera de Totteridge al viaducto Dollis Brook. La caja apareció des­pués en nuestro instituto, y dentro había una pistola. Luego, en otra ocasión tuve que sacar fotos de un tipo y de su coche y también tuve que… invitar a alguien a un café.
Victor resopló sonriente.
—No suena muy amenazante. ¿Alguna idea de por qué tuviste que hacer todo eso?
No. Solo en el último encargo, de eso estoy seguro. De­bía poner Digotan en el té de nuestro profesor de Literatura inglesa. A él le parece que Erebos es… bueno, peligroso, e in­tenta alejar a la gente de él. Uno de los gnomos me dijo una vez que debemos tratar a los enemigos como enemigos y creo que es eso lo que el juego imagina.
Victor observó preocupado su taza.
¿En el té? preguntó, como si eso fuera lo más reprobable del encargo.
Sí. Pero me dio miedo y me expulsaron del juego a Nick le sorprendió cuánto bien le hacía hablar de eso. De repente, todo parecía menos amenazante.
¿En algún momento te has preguntado por qué el juego exige lo que exige? quiso saber Victor después de una breve pausa.
No, no lo había hecho. No en serio. Bueno, un par de veces se le había cruzado por la cabeza una pregunta similar, sobre todo con lo de la cita con Brynne y aquello de las fotos. «¿Quién sacaría provecho de todo esto?».
El pensamiento pasó rápidamente a segundo término. Eran simples tareas. Obstáculos que uno debía superar para seguir avanzando, como en uno de esos juegos en los que hay que se­guir las pistas ocultas en papelitos que es necesario encontrar.
Pensaba que solo se trataba de hacer el juego interesante, emocionante dijo y entendió por fin, una vez puesto en pa­labras, lo improbable que eso era.
Si no me equivoco, en ese caso el juego hace que sus ju­gadores interactúen como una máquina bien engrasada dijo Victor, pensativo—. Uno esconde algo, el siguiente lo recoge y lo lleva a otro lugar. Uno compra algo, el siguiente lo observa mientras tanto e informa para que el juego planee sus si­guientes movimientos. Eso me quedó claro después de que Emily me contase que trabajáis en algo que nadie puede en­tender a ciencia cierta, porque cada uno conoce solo una pe­queña parte. Una o dos teselas del gran mosaico —asintió—. Y ahora ya estoy dentro, pero quiero ver todo el cuadro, ¡maldita sea!
«Todo el cuadro». Por una fracción de segundo, un cuadro completo vibró en la cabeza de Nick, una imagen colorida y de fiar, pero se esfumó antes de que supiera qué había sido.
—¿Sabes qué me ayudaría? Escuchar más historias como la tuya. Conocer qué misiones ha ordenado el juego. Entonces podríamos armar el rompecabezas de los encargos, y ¿quién sabe? —Victor se frotó las manos—, quizá al final resulta que estamos buscando el Santo Grial o algo así, ja ja ja.
El buen humor de Victor era contagioso.
—Si quieres, intento tantear a los antiguos jugadores —pro­puso Nick—. Pero puede ser que nadie me cuente nada… Cuando a uno lo expulsan del juego se le da la orden de no abrir la boca.
—Vale la pena intentarlo. Aquí, mientras tanto, haremos nuestra propia labor de investigación a pequeña escala. Es­pero que pronto llegue mi hora de subir al siguiente nivel. Mi tornasolado Squamato todavía es un uno, es para echarse a llorar.
—Tienes que meterle en dificultades. Cuando está a punto de morir, llega el mensajero y te salva, te da un encargo y cuando la has cumplido, pasas al siguiente nivel.
Victor se golpeó la frente con la mano.
—¿Me estás diciendo que juego demasiado bien como para avanzar? Eso es perverso… Espera, tengo que decirle a Speedy que cometa unos cuantos errores…
Victor salió a toda prisa y regresó un minuto más tarde rién­dose a medias.
—Speedy está peleando con un esqueleto de dimensiones sobrehumanas. ¿Quieres verlo?
La vieja emoción se hizo presente en el estómago de Nick. Sí, quería verlo, estar allí, por supuesto.
Se colocaron a cierta distancia tras Speedy. Este hizo que Squamato se lanzara directamente hacia el esqueleto más fuerte, cuya cabeza estaba adornada con una corona. No po­dían escuchar lo que pasaba: los auriculares estaban reserva­dos para Speedy. Sin embargo, vieron cómo el cinturón de Squamato cada vez se ponía más y más gris. Un golpe del rey esqueleto que no pudo detener del todo, otro más… y ahí ya­cía con un último resto de vida apenas visible mientras el com­bate continuaba a su alrededor.
Nick se clavó las uñas en la palma de la mano. No conocía a muchos de los combatientes participantes, solo a los de la are­na. «¡Un momento! ¡Ahí está Sapujapu!». Así que seguía con vida, eso estaba bien. Más allá peleaba Lelant, eso le gustó menos. Nick siguió centrado en la pantalla y de pronto des­cubrió que estaba buscando a Sarius. «Qué ridículo». Ridícu­lo también que además echara tan horriblemente de menos a su otro yo.
Minutos más tarde concluyó la batalla y apareció el mensa­jero.
Sin quererlo, Nick retrocedió un paso, se dio cuenta de que había reaccionado como un idiota y volvió a colocarse detrás de Speedy. Las palabras del mensajero aparecieron en un pla­teado familiar con fondo negro.
—Lelant ha combatido como un héroe, a él le corresponde la mayor recompensa.
Entregó al elfo negro un costal de oro y un escudo que bri­llaba como una estrella. Sapujapu, algo herido, obtuvo tres frascos de pócima curativa. «Eso es mucho». Nick se alegró por él. A los otros los despachó con cosas mediocres hasta que el mensajero finalmente se dirigió a Squamato.
—Al principio has sido magistralmente diestro. Luego, de pronto, muy débil. Eso no me gusta.
—Mira tú por dónde —dijo Victor.
—Lo siento, me distraje. No volverá a pasar —tecleó a toda prisa Speedy.
—Eso espero por tu propio bien. Estás prácticamente muerto. Si te quedas aquí morirás. Si me sigues, te salvaré. ¿Qué decides?
—Voy contigo.
—Bien.
El mensajero cargó a Squamato en su montura y partieron cabalgando. Nick lamentó no poder escuchar la música que acompañaba el galope.

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Después pasó lo que siempre pasaba: en una cueva, el mensaje­ro puso las cartas sobre la mesa: Squamato vivirá y se convertirá en un dos si cumplía un encargo.
—Ve hoy a las siete de la tarde al Cavalry Memorial en Hyde Park. Detrás del monumento hay unos bancos blancos. Debajo del tercero por la derecha encontrarás un sobre con una dirección y unas cuantas palabras. Luego ve a esa dirección y copia esas palabras como un grafiti en la pared del garaje. Después fotografía tu obra y Erebos te dará la bienvenida como un dos.
—No es cualquier cosa —murmuró Nick.
Speedy reaccionó con absoluta corrección, haciéndose el sorprendido.
—Creo que no estoy entendiendo bien. No tiene nada que ver con el juego.
—Claro que sí, Squamato… Más de lo que te imaginas.
—¿Hablas del auténtico Hyde Park y el auténtico Cavalry Memorial?
—Así es.
—¿Y si no encuentro nada debajo del banco? ¿Si no hay nada?
—Entonces regresas y me lo haces saber. Pero no mientas. Me daría cuenta.
Speedy intercambió una mirada con Victor, que parecía in­cómodamente desconcertado.
—El encargo no es muy legal —tecleó Speedy—. ¿Qué pasa si alguien me pilla?
El mensajero se cubrió la cara con la capucha, y los ojos amarillos brillaron desde la oscuridad.
—Hasta ahora solo te han pillado una vez. Pon toda tu des­treza en esto y no me vengas con lamentos. Nos vemos cuando hayas cumplido con tu misión.
Y la oscuridad se adueñó de Erebos.
—A lo mejor esto es absurdo —exclamó Victor.
Le hizo señas a Nick y Speedy para que fueran a la habita­ción de al lado, porque parecía que Emily había llegado a una parte difícil del juego. Escuchaban cómo hacía clics y más clics con inquietud.
—¿Qué quería decir con eso de «solo te han pillado una vez»? —Nick estaba verdaderamente sorprendido—. ¿En qué te han pillado?
—Hace unos años tuve una breve carrera como vándalo grafitero —dijo Victor—. Pero cómo se ha enterado el de los ojos amarillos… no tengo ni idea. Qué putada. Hubiera pre­ferido transportar cajas de madera por todo Londres en vez de arriesgarme a una denuncia por daños materiales.
—Pero ¿lo habéis notado? —mencionó Speedy—. No se ha dado cuenta de que estaba jugando yo en lugar de Victor. Solo le ha molestado que al final mostrara poca habilidad.
—Sí, eso ha funcionado. De todas maneras, no vamos a arriesgarnos. El juego es tremendamente inteligente. Mien­tras no podamos averiguar algo más, nos mantendremos en el lado seguro. Además, dentro de muy poco serás mi novicio. De acuerdo, ¿verdad?
Speedy se pasó la mano sobre su roja cabellera.
—Eso espero. Llámame en cuanto estés listo, ahora me voy. Seguro que Kate me está esperando.
Después de que Speedy se marchase, Victor empezó a revol­ver en sus armarios. «Está buscando viejas latas de spray», pensó Nick. Emily seguía sentada en su rincón y continuaba completamente concentrada en su juego.
¿Debería irse? ¿Debería quedarse y esperar a Emily? Indeci­so, hojeó una de las revistas sobre ordenadores que se amon­tonaban por todos lados en las mesas. Aún no lograba entender a Victor. ¿Ese era su apartamento? ¿Su oficina? ¿Ambas cosas? En resumidas cuentas, ¿a qué se dedicaba?
No era momento para preguntas: Victor luchaba contra montañas de papel que querían abrirse camino fuera de los armarios.
¿Contra qué luchaba Emily?
Nick se acercó casi de puntillas para no molestarla y echó un ojo por encima de su hombro. Hemera corría por una es­pecie de túnel. Para ser una tres, poseía una muy buena coraza y una espada decente.
Delante y detrás de ella corrían personajes familiares: Drizzel, Feniel y Nurax. Hemera había caído en los mismos círculos en los que Sarius se movió en el pasado.
Se oyó un fuerte ruido. Un par de carpetas con documentos cayeron de golpe sobre el suelo. Victor había dado al traste con el precario equilibrio de su armario, y todo su contenido le había caído encima. Algunos cartuchos de tinta para im­presora vacíos saltaron de una repleta caja de zapatos hasta su cabeza.
Emily se giró y echó un vistazo rápido, pero al segundo vol­vió a concentrarse en su juego. Había salido del túnel a la luz, y ahora estaba quieta debajo de un árbol enorme que tenía entre las hojas una corona dorada. Bajo este ardía una hogue­ra y tenía lugar una pausada conversación.
¿Había novedades? No, la discusión giraba en torno a la di­ficultad de encontrar cristales mágicos.
Una mirada al reloj hizo saber a Nick que pronto serían las seis. Era mejor que se fuese ahora. Victor también se iría pronto si quería llegar puntual a Cavalry Memorial.
La última luz del día se reflejó en el cabello de Emily. No habían cruzado palabra desde que Nick entró por la puerta, pero estaba bien, no debía distraerla. Estaba preciosa. No po­día irse así como así, tenía que llevarse un recuerdo. Y si no eran palabras, entonces sería una imagen. Sacó su móvil del bolsillo del pantalón y sacó una foto de Emily ante su portá­til. Ella ni siquiera se dio cuenta. Nick guardó con sigilo el móvil, como un tesoro. Ahora sí la llevaría consigo.
Victor finalmente había encontrado sus latas de aerosol.
—Espero que no estén secas —murmuró, y sacudió una con etiqueta verde.
—Ya me voy —dijo Nick.
—Está bien. Recuerda que no debes enviarnos ni a Emily ni a mí mails embarazosos. No estoy muy seguro, pero no me sorprendería mucho si el juego tuviera acceso a tus mensajes. Y entiende lo que escribimos, no lo olvides.
Nick prometió recordarlo. Maldita sea, ya no podía dejar de pensar en ello. ¿Leería el mensajero su correo?
En el camino de regreso a su casa, contempló en el metro una y otra vez la fotografía que le había hecho a Emily. Le ha­bría encantado besar la pantallita del móvil, pero decidió es­perar hasta estar a solas.

Capítulo 26

—Ni lo pienses, olvídalo —dijo Greg.
Aunque apenas habían pasado dos semanas desde su caída, las quemaduras en la piel aún podían verse con claridad.
—Solo los encargos —le pidió Nick por segunda vez—. No necesito saber quién ni qué eras, solo lo que el mensajero te encargó. Es importante.
—¿Para qué? Estás fuera. Tampoco podrás volver a entrar, da igual lo que intentes, créeme.
¡Era para volverse loco! Desde el inicio de la semana, Nick intentaba encontrar ex jugadores para interrogarlos, pero los resultados obtenidos eran deplorables. Justo en ese momento, Greg intentaba largarse de ahí, pero Nick lo detuvo con firme­za por las mangas.
—¡Por favor! No nos ve nadie… yo también puedo contarte lo que hice. Anda, dímelo.
—¿Y qué gano con eso? Pasaron cosas de las que no estoy muy orgulloso, y no voy a contártelas, Dunmore. Y ahora deja que me vaya.
Liberó sus mangas y desapareció en una de las clases.
Nick lanzó un estruendoso juramento, miró a su alrededor y vio que Adrian pasaba por ahí a toda prisa. «Como la mala conciencia en persona». Nick se lanzó tras él a la carrera.
—¡Eh! ¡Espérame! ¿Nos estabas espiando?
Adrian lo miró con su pálido rostro.
—No he oído nada. ¿Qué era lo que Greg no quería contarte?
Cierto, era injusto que Nick descargara su frustración con Adrian, pero no había nadie más por allí cerca.
—¡Deja de andar espiando! Ya verás, algún día te vas a llevar tal golpe, que no sabrás ni por dónde andas.
—Deja al chaval en paz —dijo una profunda voz a la espal­da de Nick.
Helen. Ahora sí que ya no entendía nada.
—¿Qué pintas en esto? —le gritó Nick.
—He dicho que le dejes en paz. Si vuelvo a enterarme de que le estás amenazando, no volverás a reconocer tu cara de perro en el espejo.
La mirada de Nick fue de Adrian a Helen y vuelta. Estaba perplejo.
—No le he amenazado —exclamó—. Le he informado. ¡Y tú sí estás amenazando, y además a mí!
—Veo que te has enterado. Ahora lárgate.
A Adrian se le notaba tan estupefacto como Nick por la in­tervención de Helen.
—Está bien, Helen, en realidad no me ha hecho nada.
—Bueno —dijo Nick—. Eso lo sabes tú y lo sé yo, pero está claro que ella piensa que necesitas una niñera.
Nick los dejó ahí, parados.
En la siguiente hora, tenía clase de Literatura inglesa. Ob­servó al señor Watson, sin poner atención en su discurso sobre el teatro isabelino. Llevaban varios días sin novedades sobre Jamie, y eso era mucho mejor que tener malas noticias. Pero ¿alguien se atrevería a darles malas noticias?
Al final de la clase se dirigió con determinación y sin escon­derse a la mesa del señor Watson. No quería que nadie pensara que Nick tenía algo que ocultar.
—¿Sabe cómo sigue Jamie? —preguntó con la boca seca—. Quería llamar a sus padres pero no he podido hacerlo. Había pensado que tal vez usted podría decirme…
—Aún sigue en coma inducido —dijo el señor Watson—. Aunque al parecer no está tan mal. La cadera va sanando bien. La mayor preocupación es la herida en la cabeza… Puede te­ner consecuencias que lamentar, pero supongo que eso ya lo sabes.
«Nada nuevo». Nick le dio las gracias y abandonó el aula mientras le lanzaba una mirada rápida a Emily. Ella no se la de­volvió: estaba hablando con Gloria, le envió un saludo a Colin y a él lo ignoró por completo. Hacía días que ya no cruzaban palabra, y Victor tampoco le llamaba. Nick revisaba su móvil a cada rato con la esperanza de encontrar un mensaje de texto con una invitación a Cromer Street. «Nada».
La siguiente hora era libre. El abundante tiempo libre entre clase y clase era algo de lo que se habría alegrado al principio del sexto año, pero ahora le disgustaba. No había nadie con quien estar. Aunque tampoco eso era del todo cierto. Había miles de temas aparte de Erebos sobre los cuales podría con­versar con otros, fueran jugadores o no. Por ejemplo, Jerome, que estaba sentado más adelante y se aferraba a su lata de Red Bull.
—Hola, Jerome. ¿Cómo andas?
—¡Mmm!
—¿Fuiste el último día al entreno de baloncesto? Yo no, pero le envié un mail a Betthany para que no se pusiese otra vez como loco.
—Muy inteligente de tu parte —Jerome cerró los ojos y dio un sorbo a la bebida.
—¿Entonces sí fuiste?
—Sip.
—Estuvo bien.
Nick se dio por vencido. Hablar precisamente con Jerome no había sido una buena idea, era de esos que no hablan mu­cho que digamos. «Cualquiera diría que cada palabra le cuesta dinero».
—Bueno, pues hasta la vista —dijo Nick y se fue de allí. Todavía tenía que hallar una forma de matar el tiempo.
Cuando se dirigía hacia la biblioteca, Eric lo detuvo.
—¿Tienes un momento?
Nick no pudo evitarlo, la mirada de Eric volvió a despertar sus celos. «Esa apariencia tan prudente, tan adulta…».
—¿Sí? —preguntó Nick.
—Estoy preocupado por Emily. ¿Crees que está jugando a ese juego que os traéis entre manos?
Nick sonrió. Emily no había iniciado a Eric.
—No tengo ni idea. De hecho, yo ya no estoy dentro, ¿sa­bes?
—¿Y eso? —dijo Eric alzando las cejas—. Me alegro por ti.
Nick estuvo a punto de soltarle una bordería. «¿Y a ti qué te importa?». Se la tragó, tal vez Eric podría serle de ayuda.
—Sí, últimamente también pienso lo mismo. El problema es que me gustaría hablar con algunos de los… implicados. Sé que no soy el único ex jugador aquí, pero no tengo acceso al resto.
Eric frunció los labios.
—¿Te sorprende? ¿Por qué habrían de confiar en tí? Ni siquie­ra puedes demostrar que ya estás fuera de Erebos.
Había algo de cierto en ello. Pero…
—Si tú les dijeses que pueden confiar en mí, seguramente lo harían.
—Puede ser. Pero mira, Nick, casi no te conozco. Sé por Jamie que has cambiado mucho. No puedo poner la mano en el fuego por ti.
«Increíble». Eric era simpático hasta cuando te rechazaba. Nick comenzó un nuevo intento.
—Quiero hacer algo contra Erebos. Yo he jugado, conozco los mecanismos. La mayoría por lo menos. Pero detrás del juego hay algo más. Tengo que descubrir qué es y para eso necesito más información.
Eric se encogió de hombros de forma compasiva.
—Puedo entenderlo muy bien. Pero he prometido a la gen­te que ha hablado conmigo no dar ninguna información. Y voy a cumplirlo, como imagino que entenderás.
«Todos están cerrados como ostras, no importa de qué lado se encuentren», pensó Nick.
—De acuerdo —dijo—. Entonces cada cual tendrá que arreglárselas por su cuenta.
Le causó ansiedad la mera idea de presentarse a Victor con las manos vacías. ¿A quién más podía dirigirse? «A Darleen». Ya estaba fuera. Además, había mencionado a un tal Mohamed y a un tal Jeremy, que recibieron cartas de amenaza, pero eso no significaba nada. Aisha también había recibido una y continua­ba en el juego. Greg estaba fuera, pero no soltaba prenda.
Nick se dirigiría a Darleen. No daba la impresión de estar intimidada o cerrada en banda. Después de buscarla un rato, la encontró en la cafetería y, entre las risitas de sus amigas, le pidió que lo acompañara fuera, al pasillo, donde había más calma y podía tener la situación bajo control. Ni Colin ni Dan ni Jerome.
—Otra vez tú —dijo ella sonriente—, Nelly y Tereza tienen mucha envidia.
«La verdad es que haría buena pareja con Jamie», pensó Nick.
—Oye, Darleen —tanteó con precaución—, tú dijiste que ya no estabas jugando. Hazme un favor: cuéntame algunas de las cosas que te pasaron cuando aún estabas dentro.
Parecía insegura.
—Pero si tú mismo me dijiste que debía hacer como si el juego no existiera.
Nick miró en derredor.
—Solo necesito que hables esta única vez al respecto. Con­migo.
Oyó que se acercaba gente, así que cogió a Darleen de la mano y la condujo a una clase vacía. En cuanto entraron, ce­rró la puerta y se apoyó en ella.
—¿Qué quieres que te cuente?
—¿Qué encargos tuviste que cumplir, por ejemplo? ¿Algo en especial?
Se quedó pensando mientras observaba de reojo a Nick, como si no estuviera segura de si debía confiarle a él ese tipo de cosas.
—¿Recuerdas los ordenadores portátiles que robaron?
—Sí, claro.
—Yo estuve involucrada. Hice de espía. Si se acercaba al­guien, tenía que dar la alarma por móvil. Pero no se lo digas a nadie, de todas formas lo negaré todo.
A Nick le costó trabajo asimilar la información.
—¿Sabes qué fue de los portátiles?
—No. Pero puedo imaginármelo. Estaban pensados para los que no podían entrar en el juego porque no tenían un or­denador propio. Creo que Aisha recibió uno.
Eso tenía sentido, pero no le serviría a Victor como pieza del rompecabezas.
—¿Algo más?
—¡Dios mío, qué curioso eres! —dijo ella con un suspi­ro—. Sí, fotocopié unos documentos que saqué de un cubo de basura en Kensington Gardens. Pero no me preguntes de qué se trataba exactamente. Cosas jurídicas, todo un montón de papeles. No entendí ni una sola palabra.
Nick habría dado un brazo por poder echar un ojo a esos asuntos jurídicos.
—¿Algo más? ¿Has amenazado de algún modo a alguien o… has destruido algo?
En ese momento desvió la mirada.
—No. Pero sé a qué te refieres. No, no lo hice. El resto de mis encargos fueron cosas insignificantes. Escribirle a alguien un trabajo de clase, comprar una tarjeta de móvil y dejarla en algún sitio, cosas así.
—¿Y por qué te echaron?
—Porque la loca de mi madre me castigó tres días sin In­ternet. Después el mensajero consideró que yo ya no tenía ningún valor para él. ¿No es una desfachatez? ¡Todavía se me saltan las lágrimas de pura rabia! ¡Como si hubiera sido culpa mía!
—Vale. Gracias —dijo Nick—, me has ayudado mucho, pero creo que es mejor que te vayas antes de que alguno de los vigilantes de las reglas nos encuentre aquí.
Ella asintió.
—La verdad es que es una cosa de locos, ¿no? ¿Crees que nos hemos cruzado en algún momento en el juego?
Nick sonrió.
—No sé. ¿Cómo te llamabas?
En un primer instante, Darleen titubeó un poco, luego se encogió de hombros.
—Samira.
—¡Eh, entonces sí que nos encontramos de verdad! Eras una mujer gato, ¿no? ¡Y ya estabas dentro cuando yo empecé!
—¿En serio? ¿Tú quién eras?
En algún punto, muy dentro de sí, sintió Nick una punzada al pensar en ese otro yo que había sido en el pasado.
—Sarius —respondió—. Yo era Sarius.



Parte 2