Ursula Poznanski
En
un instituto de Londres circula un misterioso juego informático llamado Erebos.
Copias piratas pasan secretamente de un alumno a otro provocando una fuerte
adicción entre los estudiantes. Las reglas son muy estrictas: debes jugar
siempre solo, tienes una única oportunidad y no puedes hablar con nadie sobre
ello. Quien no las cumple o no termina una misión se queda fuera y no puede
volver a intentarlo. Solo hay un pequeño inconveniente: Erebos es mucho más que
un simple juego informático y las misiones que exige no deben ser realizadas en
ese escenario sino en la vida real. El límite entre la realidad y el mundo
virtual empieza a desaparecer peligrosamente…
Erebos
es un juego.
Siempre comienza de noche. La oscuridad alimenta
mis planes. Y, si algo me sobra, es oscuridad. Ella es el suelo donde únicamente
florecerá lo que satisfaga mis deseos.
Si pudiera elegir, siempre preferiría la noche al
día, el sótano al jardín. Solo después del atardecer, la esencia de mis ideas
puede salir de su escondite para respirar el aire helado que le da una belleza
grotesca a su cuerpo deforme. La carnada debe ser apetitosa para que la presa
mire el anzuelo que se hundirá con fuerza en su carne. Mi presa. Aún no la
conozco y casi deseo abrazarla. De alguna manera lo haré: ambos seremos uno en
mi espíritu.
No necesito ir en busca de la oscuridad: siempre me
rodea y yo la exhalo como si fuera mi aliento. Como si fuera el sudor de mi
cuerpo. Mientras tanto, ella me esquiva, y eso es bueno. Todos me acechan y
cuchichean, están incómodos, angustiados. Piensan que la peste los mantiene
lejos, pero yo sé que es la oscuridad.Capítulo 1
Son las tres
y diez y no hay rastro de Colin. Nick botaba la pelota de baloncesto contra el
suelo, la atrapaba con la mano derecha, luego con la izquierda y después volvía
a su diestra. Un corto y sonoro golpe retumbaba con cada bote. Se esforzaba
para mantener el ritmo. Veinte veces más la bola tendría que cambiar de mano.
Si no llegaba Colin, le tocaría ir solo al entrenamiento.
«Cinco,
seis». No podía comprender por qué no aparecía. Sabía de sobra que era muy
fácil que te echaran del equipo de Betthany. Tampoco tenía encendido el móvil,
seguro que se le olvidó cargar la batería. «Diez, once». A cualquiera se le
olvida enchufar el teléfono, pero… ¿también se le habían olvidado el
baloncesto, sus amigos, el equipo? «Dieciocho. Diecinueve. Veinte». Ni rastro
de Colin. Nick suspiró y cogió la pelota bajo el brazo.
El
entrenamiento fue extenuante. Después de dos horas, Nick estaba bañado en
sudor. Con las rodillas doloridas caminó cojeando hacia la ducha, se puso bajo
el chorro y cerró los ojos. Colin no había aparecido y Betthany —por no variar—
estaba furioso. Había descargado toda su rabia contra Nick, como si él fuera
culpable de la desaparición de Colin.
Nick se
echó champú y lavó su larga cabellera (al menos así le parecía al entrenador
Betthany), que después recogió en una coleta con una goma desgastada. Fue el
último en irse del gimnasio.
Afuera ya
era de noche. Mientras bajaba por las escaleras mecánicas para llegar al
metro, sacó su móvil y presionó la tecla de marcación rápida con el número de
Colin. Después de sonar dos veces saltó el buzón de voz y colgó sin dejar un
mensaje.
Su madre
estaba recostada en el sofá, leía una de sus revistas de peluquería y veía la
televisión.
—Hoy
cenaremos perritos calientes —le dijo a Nick en cuanto cerró la puerta—. Estoy
muerta. ¿Me traes una aspirina de la cocina?
El chico
dejó caer su mochila en el rincón y echó una aspirina efervescente con
vitamina C en un vaso de agua. «Perritos, genial». Se moría de hambre.
—¿Y papá?
—No está,
hoy llegará tarde… Es el cumpleaños de uno de sus compañeros.
Sin muchas
esperanzas, Nick hurgó en la nevera en busca de algo sabroso: unas salchichas o
el resto de la pizza de ayer, por ejemplo. No encontró nada.
—¿Cómo ves
el asunto de Sam Lawrence? —gritó su madre desde el salón—. Qué locura, ¿no?
«¿Sam
Lawrence?». El nombre le sonaba, pero no le ponía cara. Las confusas noticias
de su madre siempre le sacaban de quicio cuando llegaba hecho polvo. Le sirvió
el anhelado cóctel contra el dolor de cabeza y se preguntó si también él debería
tomarse uno.
—¿Vosotros
estabais ahí cuando se lo llevaron? Me lo ha contado hoy la señora Gillinger
mientras le retocaba las mechas; trabaja en la misma empresa que la madre de
Sam.
—¡No te
entiendo! ¿Sam Lawrence va a mi instituto?
Su madre
le observó con el ceño fruncido.
—¡Pues
claro que sí! Va dos cursos por detrás de ti. Lo expulsaron. ¿No te has
enterado del escándalo?
No, Nick
no se había enterado, pero su madre le puso al corriente.
—¡Encontraron
armas en su taquilla! ¡Armas! Se supone que eran una pistola y dos navajas de
muelle. ¿De dónde sacó un muchacho de quince años una pistola? ¿Sabes dónde
las consiguió?
—No —dijo
Nick sin ganas de mentir.
A él le
daba igual el escándalo (como lo llamaba su madre). Sin embargo, pensó en los
estudiantes que cometían asesinatos en los institutos estadounidenses y se
estremeció sin querer. ¿De verdad había tipos tan enfermos en su colegio? Tuvo
ganas de hablar con Colin, quizá él supiese más acerca de lo que había pasado,
pero el muy holgazán no contestaba al teléfono. Tal vez fuese lo mejor,
seguramente su madre estaba exagerando, como siempre, y Sam Lawrence solo
tenía una pistolita de agua y una navaja de boy scout.
—Es
horrible la de cosas que pueden salir mal cuando los niños crecen —afirmó ella,
y lo observó con una mirada que decía: «Mi precioso, mi pequeño, mi bebé,
¿verdad que tú no harías algo así?».
Esa era la
expresión que le llevaba a plantearse si no debería mudarse con su hermano.
—¿Estabas
enfermo? ¡Betthany nos dio caña como nunca!
—No. Todo
va bien.
Los ojos
de Colin, enrojecidos, se fijaron en la pared del pasillo del instituto.
—¿Estás
seguro? Tienes una pinta espantosa.
—Seguro.
Anoche casi no pegué ojo.
La mirada
de Colin recorrió a toda prisa la cara de Nick y después volvió a clavarse en
la pared. Nick reprimió un suspiro. A Colin nunca le había importado dormir
poco.
—¿Saliste?
Su amigo
negó con la cabeza y las rastas se balancearon de un lado al otro.
—Vale.
Pero si fue tu padre el que…
—No fue mi
padre, ¿de acuerdo?
Colin le apartó
a un lado y se dirigió a clase. No se sentó en su sitio de siempre, sino que
fue al lado de Dan y de Alex, que estaban de pie junto a la ventana, metidos en
su charla.
¿Dan y
Alex? Nick parpadeó con incredulidad. Esos dos eran tan aburridos que
Colin siempre los llamaba «las abuelitas tejedoras». La abuelita tejedora uno
(Dan) no había terminado de dar el estirón y se diría que intentaba compensarlo
con un culo gordísimo, que le encantaba rascarse. A la abuelita tejedora 2
(Alex) el color de la cara le cambiaba a la velocidad de la luz en cuanto uno
le dirigía la palabra: del blanco harina al rojo semáforo. ¿Colin quería
convertirse en la tercera abuelita tejedora?
—Eso no me
cabe en la cabeza —murmuró Nick.
—¿Hablando
solo?
Jamie
apareció detrás de Nick: le dio una palmada en el hombro y arrastró su
estropeada mochila por toda la clase. Al sonreír, mostró la hilera de dientes
más torcida que podía encontrarse en el instituto.
—Hablar
solo es muy mala señal. Uno de los primeros síntomas de la esquizofrenia.
¿También oyes voces?
—No seas
idiota —dijo Nick mientras le daba un amistoso empujón—. Pero, mira, Colin se
está haciendo amigo de las abuelitas tejedoras.
Volvió a
mirarlo y se quedó de piedra. Alto. Lo que ocurría no era el comienzo de una
amistad sino un sometimiento. Colin tenía pinta de estar rogando. Sin
pensarlo, Nick se acercó un poco más.
—No
entiendo qué pasa, ¿me lo explicas? —escuchó decir a Colin.
—No se
puede. Déjate de tonterías, ya sabes lo que está pasando —le dijo Dan y cruzó
los brazos sobre su barriga gelatinosa. En la corbata de su uniforme tenía
restos de yema de huevo del desayuno.
—¡No es
nada del otro mundo! Y tampoco te voy a delatar.
Mientras
Alex miraba algo escamado a Dan, este parecía feliz ante la escena.
—Olvídalo
—reiteró Dan—. No seas tan creído. A ver cómo sales de esta.
—Por lo
menos…
—¡No!
¡Cállate ya, Colin!
A punto. A
punto estuvo Colin de agarrar a Dan de los hombros y arrastrarlo por el
pasillo. A punto. Pero se limitó a bajar la cabeza y mirar las puntas de sus
zapatos.
Algo
andaba mal. Nick caminó hacia la ventana y se unió al trío.
—Oye, ¿qué
pasa con vosotros?
—¿Necesitas
algo? —preguntó Dan con tono agresivo.
Nick lo
miró de arriba abajo.
—De ti,
nada —respondió—. Solo de Colin.
—¿Es que
no lo ves? Ahora está hablando con nosotros.
A Nick se
le fue el aire. ¿Cómo era posible que Dan le hablara de esa manera?
—¡Ah! ¿En
serio, Dan? —dijo muy despacio—. ¿De qué podría hablar contigo? ¿Del punto de
cruz?
Colin le
dirigió una rápida mirada, pero no dijo una sola palabra. Si su piel no fuera
tan morena, Nick habría jurado que se había puesto rojo.
¡Aquello
no podía estar pasando! ¿Colin era responsable de algo y Dan lo sabía? ¿Le
estaba chantajeando?
—Colin
—dijo Nick con voz bien alta—, Jamie y yo nos encontraremos con los demás en el
Camden Lock a la salida de clase. ¿Te vienes?
Pasó un
buen rato antes de que Colin respondiera.
—No sé
—dijo con la mirada fija más allá de la ventana—. Mejor no contéis conmigo.
La mirada
de complicidad que Dan y Alex cruzaron logró que a Nick se le revolviera el
estómago.
—¿Qué
pasa? —dijo mientras tomaba a su amigo de los hombros—. ¿Colin?, ¿qué pasa?
Fue Dan,
el ridículo albondigón, quien apartó las manos de Nick de los hombros de Colin.
—Nada que
te importe. Nada que puedas entender.
A las seis
y media la Northern Line estaba abarrotada. Camino del cine, Nick y Jamie iban
de pie, apretados entre la gente cansada y sudorosa. Menos mal que Nick pudo
alzarse por encima de la multitud para respirar aire fresco; Jamie no tuvo más
remedio que quedarse atrapado entre un tipo trajeado y una matrona con pechos
exuberantes.
—Ya te
digo, algo anda mal —insistió Nick—. Dan trató a Colin como si fuera su
recadero. Y a mí como a un mocoso. La próxima vez…
Se
contuvo. ¿Qué haría la próxima vez? ¿Darle a Dan un puñetazo en la nariz?
—La
próxima vez le voy a enseñar quién manda aquí —y terminó su frase.
Jamie se
encogió de hombros. No había lugar para más movimiento.
—Creo que
son imaginaciones tuyas —dijo impasible—. A lo mejor Colin espera que Dan le
eche una mano en español; da clases particulares a mucha gente.
—No. No
iba por ahí. ¡Deberías haberlos escuchado!
—Lo mismo
está tramando algo —dijo Jamie mientras sonreía de oreja a oreja—. Se está
burlando de los dos, ¿me entiendes? Como aquella vez que trató de convencer a
Alex de que Michelle estaba colada por él. ¡De aquello nos estuvimos riendo
semanas!
Nick
sonrió en contra de su voluntad. Colin se aseguró de que Alex no diese tregua a
la tímida Michelle. Claro, todo salió mal, y al pobre Alex no le cambió el
color del rostro en varios días. Todo ese tiempo estuvo rojo como un tomate.
—Eso pasó
hace dos años, solo teníamos catorce —dijo Nick—. Y fue una bobada infantil.
Las
puertas del vagón se deslizaron para abrirse y salieron algunas personas, pero
eran más las que intentaban meterse. Una mujer joven con tacones altos pisó a
Nick con todo su peso. El dolor lo alejó durante algunos minutos de cualquier
idea sobre el extraño comportamiento de Colin.
No fue
sino después, cuando estaban sentados en la oscura sala del cine viendo los
anuncios proyectados en la enorme pantalla, cuando Nick volvió a recordar la
imagen de Colin al lado de ese par de inútiles. La mirada afanosa y brillante
de Alex y la arrogante sonrisa de Dan. El bochorno de Colin.
No se
trataba de clases particulares, eso fijo.
Durante
todo el fin de semana Colin no dio señales de vida, y el lunes apenas si cruzó
palabra con Nick. Siempre parecía con prisa. En una de las pausas, Nick vio
cómo le enseñaba algo a Jerome. Algo fino de plástico brillante. A Jerome se le
veía poco interesado, mientras que Colin se lo entregaba entre gestos
nerviosos para luego irse.
—Oye,
Jerome —Nick se acercó a él con tono de buen humor—. Dime, ¿qué te ha dado
Colin?
El otro se
encogió de hombros:
—Nada
especial.
—Entonces,
enséñamelo.
Durante un
momento, Jerome hurgó en el bolsillo de su chaqueta, pero cambió de opinión.
—¿Por qué
te interesa tanto?
—Por nada
en especial. Es solo curiosidad.
—No es
nada importante. Y, a fin de cuentas, pregúntale a Colin.
Jerome se
dio la vuelta y se acercó a un par de chicos que discutían sobre los resultados
de fútbol.
Nick sacó
los libros de Inglés de la taquilla y caminó hacia clase, en donde —como
siempre— su mirada se quedó prendida de Emily. Dibujaba concentrada y con la
cabeza gacha. Su oscura melena llegaba hasta el papel.
Apartó la
vista de ella y se dirigió al pupitre de Colin, pero ahí estaba Alex, la
majestuosa abuelita tejedora. Él y Colin acercaron sus cabezas y empezaron a
cuchichear.
—¡Me las
vas a pagar! —murmuró Colin con tono sombrío.
Al día
siguiente, no fue al instituto.
—Aquí hay
gato encerrado. ¡Normalmente desconfía de mí y no de ti! —dijo Jamie mientras
cerraba de golpe la puerta de su taquilla—. ¿No has pensado si Colin está
enamorado de alguna? A la mayoría se les va la cabeza. De Gloria, por ejemplo,
¿quién sabe? O a lo mejor de Brynne. No, ella se muere por ti, Nick,
rompecorazones.
Nick solo
lo escuchó a medias: en el pasillo donde estaban, enfrente de los baños, se encontraban
dos muchachos de secundaria. Dennis y… uno de cuyo nombre Nick no se acordaba
en absoluto. Dennis hablaba un poco inquieto mientras sostenía algo frente a la
nariz de su compañero: un paquetito cuadrado y fino. Esa escena ya le resultaba
muy familiar. El otro sonrió y lo hizo desaparecer discretamente en su
bolsillo.
—A lo
mejor Colin está enamorado de la maravillosa Emily Carver —repuso Jamie con
buen humor—. Y como lo tiene muy complicado con ella, no me sorprendería su mal
humor. O tal vez de nuestra preferida: ¡Helen! —dijo mientras le daba una
fuerte palmada en el trasero a la chica gordita que caminaba hacia clase.
Helen se
giró y le dio un golpe que lo hizo tambalearse por medio pasillo.
—¡No me
toques, animal! —le espetó en voz baja pero amenazante.
Después de
unos segundos, Jamie consiguió recuperar el equilibrio.
—Pero sí,
así es. Aunque me parece difícil no admirar tu aspecto: ¡me vuelvo loco por
los granos y los puntos negros!
—Déjala en
paz —dijo Nick.
Jamie se
quedó de una pieza.
—¿Se puede
saber qué te pasa? ¿Te acabas de apuntar a Greenpeace? ¡Salvad a las ballenas!,
¿o algo así?
Nick no
respondió. Las bromas de Jamie a costa de Helen siempre le daban la impresión
de que alguien hacía estallar fuegos artificiales sobre un tanque de gasolina.
En la
televisión ponían Los Simpson. Con el pantalón de chándal, Nick se sentó
en el sofá y empezó a comer directamente de una lata de raviolis tibios. Su
madre todavía no estaba en casa. Seguro que tenía mucha prisa y guardó sus
cosas sin fijarse: la mitad de sus «herramientas de trabajo» estaban esparcidas
por el suelo. Al entrar en casa, Nick había pisado uno de los rulos de su madre
y casi se cae de boca. Era un caos.
Su padre
roncaba en la habitación. Había puesto en la puerta el cartel de «Por favor, no
molestar: recuperando fuerzas».
La lata de
raviolis ya estaba vacía y Homer Simpson había estrellado su coche contra un
árbol. Nick bostezó. Ya sabía lo que iba a pasar y, además, tenía que irse al
entrenamiento. Sin mucho entusiasmo, metió sus cosas en la mochila. Quizá hoy
sí aparecería Colin, después de haber faltado al último entreno. De todos
modos, llamarlo y recordárselo no estaba de más. Tres veces lo intentó, pero
solo respondía el buzón de voz y —como todo el mundo sabía— Colin casi nunca lo
escuchaba.
—¡Quienes
no se tomen en serio el entrenamiento no tienen nada que hacer en el equipo!
—el vozarrón de Betthany llenó sin dificultad el pabellón.
Los
miembros del equipo, claramente diezmado, se miraron los zapatos. Betthany
vociferaba contra las personas equivocadas: por lo menos ellos sí habían ido
al entrenamiento. Pero solo eran ocho y con ese número no se pueden armar dos
equipos y tampoco pueden hacerse cambios. Por supuesto, Colin no había
aparecido. Y tampoco Jerome. Curioso.
—¿Qué les
pasa a esos perdedores? ¿Se han puesto enfermos? ¿Hay una epidemia de
debilidad cerebral aguda?
Nick
confiaba en que Betthany se quedara afónico más pronto que tarde.
—Si va a
estar siempre de malas, la próxima vez yo me quedo en casa —murmuró, y como
recompensa tuvo que hacer veinticinco abdominales.
Camino de
casa Nick llamó otras dos veces a Colin, sin éxito. «¡Maldita sea!».
¿Por qué
estaba tan inquieto? ¿Solo porque Colin se comportaba como un loco? No, se
dijo después de pensarlo un poco. Comportarse como un loco estaría bien. El
problema era que, como pintaban las cosas, de un día para otro Colin había
decidido borrar por completo a Nick de su vida y él, por lo menos, se merecía
una explicación, un porqué.
Al llegar
a casa, se sentó en la silla giratoria y coja; que estaba frente su escritorio.
Encendió su ordenador y abrió su correo.
de: Nick Dunmore <nickl803@aon.co.uk>
para: Colin Harris <colin.harris@hotmail.com>
asunto: ¿Todo bien contigo?
¡Hola! ¿Estás enfermo?, ¿algo va mal?, ¿he hecho
algo que te haya molestado? Si es eso, no ha sido a propósito. Y oye, ¿qué pasa
entre Dan y tú? Ese tipo es verdaderamente extraño, y nosotros nos llevábamos bien… ¿Vas a ir mañana al
instituto? Si hay algún problema, vamos a hablarlo.
Un saludo,
Nick
Dio al
botón de enviar, abrió su buscador y entró al chat de la Asociación de
Jugadores de Baloncesto. No había nadie, así que navegó hacia el deviantART.
Hacia Emily. Ahí buscó si había subido un nuevo manga o un poema. Esa chica era
puro talento.
Encontró
dos nuevos bocetos que bajó a su disco duro, y una entrada de blog. Dudó si
leerla. Siempre tenía que superar un límite invisible, porque sabía que no
estaba dirigida a él. Emily trataba de permanecer en el anonimato, pero tenía
amigas muy chismosas.
Se sacudió
esos pensamientos de la cabeza. Allí, en esa página, estaba cerca de ella.
Como si la tocara en la oscuridad.
Emily
había escrito en su blog que sentía la cabeza vacía. Decía que le gustaría irse
al campo, salir del gigantesco Moloch de Londres. A Nick, esas palabras le
parecieron puñaladas. Era impensable que Emily abandonara su ciudad y su vida.
Tres veces lo leyó antes de cerrar la página.
Una vez
más, revisó los correos electrónicos. Ni una palabra de Colin. Llevaba días sin
recibir siquiera un tweet. Nick suspiró, golpeó con el ratón sobre la
mesa con más fuerza de la necesaria y apagó el ordenador.
La clase
de Química era un castigo del destino. Con una desesperación creciente, Nick
se apoyó en su libro y trató de entender el problema que la señora Ganter les
había dado para resolver durante la clase. Si por lo menos le bastara con un
seis al final del año. Pero, por desgracia, ni un ocho le serviría de nada; en
realidad necesitaba un diez. Las facultades de Medicina no admiten a inútiles
en Química.
Levantó la
mirada. Delante de él estaba sentada Emily, su oscura cola de caballo se
extendía sobre su espalda. No tenía dorso de sílfide, sino uno en el que se
podían apreciar las horas de natación. Y, además, sus piernas eran largas y
musculosas y… Sacudió
la cabeza para dirigir sus pensamientos en la dirección correcta. «Maldición.
Otra vez, ¿a cuántos moles equivalían diecinueve gramos de CH4?».
El timbre
sonó muy rápido indicando el final de la clase. Nick, convencido de que la
señora Ganter no estaría contenta, fue uno de los últimos en entregar su hoja.
Emily ya se había ido. Nick la buscó con la vista y la descubrió un par de
metros más allá en el pasillo. Hablaba con Rashid, cuya enorme nariz proyectaba
sobre la pared una sombra picuda. Nick dio unos pasos para acercarse y simuló
que buscaba algo en su carpeta.
—No puedes
decírselo a nadie, ¿entiendes? —Rashid le extendió algo a Emily, un paquetito
plano, envuelto en periódico. Otra vez cuadrado—. Tiene lo suyo. Te vas a
llevar una sorpresa, está genial.
El rostro
de Emily mostraba a las claras su escepticismo.
—No tengo
tiempo para tonterías.
Nick
permaneció un poco apartado y fingió que estudiaba el tablón de anuncios del
Club de Ajedrez.
—¿Que «no
tienes tiempo»?, ¡por favor! ¡Inténtalo! Toma.
Una mirada
de reojo le bastó para distinguir cómo Rashid le entregaba a Emily el paquetito
envuelto en periódico, y cómo ella lo rechazaba. La chica dio un paso atrás,
negó con la cabeza y se marchó.
—Regálaselo
a otra persona —gritó a Rashid mirándolo por encima del hombro.
«Eso,
regálamelo a mí», pensó Nick. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué nadie hablaba de
estos paquetitos? ¿Y por qué demonios él no tenía ninguno? ¡Él, que siempre
estaba al tanto de todo!
Nick
observó a Rashid, que metió el paquetito en el bolsillo de su abrigo y se fue
arrastrando los pies a lo largo del pasillo. Luego se dirigió a Brynne, quien
se despedía de una amiga. Sacó el paquete del bolsillo y habló con ella.
—¿Por qué
estás tan concentrado? —una mano le dio un fuerte golpe en la espalda. Era
Jamie—. ¿Cómo fue la espantosa clase de Química?
—Un horror
—balbuceó Nick—. ¿Qué esperabas?
—Solo
quería escucharlo de primera mano.
Unas
cuantas personas permanecían quietas en mitad del pasillo y le impedían ver a Brynne y Rashid.
Nick se acercó, pero la negociación ya había terminado. Rashid se esfumó
arrastrándose como siempre, y Brynne desapareció tras la esquina.
—Mierda
—maldijo Nick.
—Oye, ¿qué
pasa?
—Pues aquí
sí hay gato encerrado. El otro día, Colin metió algo en la mochila de Jerome y
se hicieron los misteriosos. Ahora mismo lo acaba de intentar Rashid con Emily,
pero ella le ha mandado al diablo, así que se lo ha dado a Brynne —Nick se pasó
la mano por el cabello recogido—. El resto me lo he perdido. Tengo que saber
qué está pasando.
—Unos CD —dijo Jamie con tono sombrío—.
Copias pirata, supongo. Hoy ya he visto dos veces cómo alguien arrastraba a
otra persona a un rincón y le endilgaba un CD. Da lo mismo, ¿no crees?
Un CD. Eso podría justificar el tamaño
del paquetito de Rashid. Una copia pirata que va de mano en mano, tal vez
música que estaba en el índice de discos prohibidos. De ser eso, no le
extrañaría que Emily no quisiera saber nada al respecto. Sí, podía ser.
Naturalmente, este pensamiento tranquilizó un poco la curiosidad de Nick… Sin
embargo, si solo era un CD o
un DVD, ¿por qué nadie
hablaba sobre él? La última vez que una película prohibida pasó de mano en
mano, fue el chisme de varios días. Los que la habían visto la ponían por las
nubes, mientras que los demás escuchaban con envidia.
Pero ¿y
ahora? Era como si se estuviese jugando al teléfono estropeado, como si una
consigna secreta pasara de boca en boca. Los iniciados callaban, cuchicheaban,
se ocultaban.
Nick,
pensativo, echó a andar hacia su clase de Inglés. La siguiente hora fue
bastante aburrida, se puso a rumiar sus pensamientos, y veinte minutos después
se dio cuenta de que no solo había faltado Colin, sino también Jerome.
Una cálida
luz otoñal caía sobre el escritorio de Nick y proyectaba un color dorado sobre
el caótico montón de libros, cuadernos y hojas de trabajo arrugadas. El
trabajo de inglés, sobre el que Nick meditaba desde hacía más de media hora,
apenas tenía tres renglones, pero, eso sí, el margen estaba repleto de
círculos, relámpagos y series de bolitas. «Maldita sea», sencillamente no era
capaz de concentrarse, sus pensamientos divagaban mucho.
Escuchaba
a su madre trastear en la cocina mientras cambiaba la emisora de radio.
Whitney Houston cantaba I will always love you, ¿qué había hecho para
merecer eso?
Arrojó con
fuerza el bolígrafo sobre el escritorio, se puso en pie de un salto y cerró la
puerta. No podía continuar así, no podía sacarse los CD de la cabeza. ¿Por qué todavía no
tenía uno? ¿Por qué nadie le contaba nada? Una vez más intentó llamar a Colin,
pero este, ¡sorpresa!, no contestó. Nick le dejó unos cuantos insultos en el
buzón de voz, desplazó el dedo hasta encontrar el número de Jerome y pulsó
marcar. La señal de llamada sonó una, dos, tres veces, y luego se cortó la
conexión.
«Maldita
sea, otra vez». Nick respiró hondo. Aquello era ridículo. Se movió para
guardar su móvil en la mochila, pero de repente se detuvo. Una idea peregrina
empezaba a formarse en su cabeza: también tenía guardado el número de Emily.
Antes de
que se le ocurriera el sinfín de razones por las cuales no debería hacerlo, ya
había marcado. De nuevo penetraba en su oído la señal de llamada, una, dos
veces…
—¿Sí?
—¿Emily?
Eh… Soy yo, Nick. Solo llamaba para preguntarte una cosa… Se trata de hoy… en
el instituto —apretó los ojos y respiró profundamente.
—¿Es por
el examen de Química?
—No… no es
eso. Es que vi por casualidad que Rashid quería darte algo. ¿Podrías decirme
qué era?
Pasaron
algunos segundos hasta que Emily respondió.
—¿Por qué?
—Bueno,
porque… últimamente algunas personas se están comportando de forma muy extraña.
Además, muchos están faltando a clase, ¿no te has dado cuenta? —por fin podía
formar oraciones completas—. Creo que tiene que ver con esas cosas que se
andan pasando. Por eso… ya sabes… me gustaría mucho saber de qué se trata.
—Yo
tampoco tengo ni idea.
—¿Rashid
no te dijo nada?
—No, solo
hacía preguntas. Quería saber cosas sobre mi familia que no le importan. Que
si deben darme más libertad y eso —dejó escapar una risa breve, sin alegría—.
También quería saber si tengo un ordenador propio.
—Ah, ya
—en vano trató Nick de entender lo que escuchaba—. ¿Te dijo para qué ibas a
necesitarlo?
—No. Solo
que me daría algo único, mejor que nada de lo que haya recibido, y que debía
verlo a solas —en el tono de voz de Emily se notaba que no confiaba de
las palabras de Rashid—. Estaba muy inquieto, muy pesado… pero tú también lo
notaste, ¿o no?
Al decir
esto último, su voz sonó seca. Nick sintió cómo se ruborizaba.
—Sí, lo
noté —contestó.
Una pausa.
—¿Qué
crees que será? —preguntó Emily.
—No se me
ocurre nada. Le preguntaré a Colin cuando vaya otra vez al instituto. O… tal
vez tú tengas una idea mejor.
Se hizo un
silencio en la línea.
—No —dijo
Emily—. Sinceramente, no le he dado muchas vueltas.
Nick tomó
aire antes de formular la siguiente pregunta.
—Si me
entero de algo, ¿te gustaría saberlo? Solo si es interesante, claro.
—Sí, claro
—dijo Emily—. Pero tengo que colgar ya. Tengo mucho que hacer.
Después de
esta llamada su día se salvó. Colin podía irse al diablo. Había logrado
establecer contacto con Emily, y tenía un pretexto para volver a llamarla tan
pronto como supiera algo.
Colin
reapareció. Como si nada hubiera pasado, se apoyó en su taquilla, sonrió a Nick
y se echó las rastas sobre los hombros.
—Tuve las
peores anginas de mi vida —dijo señalándose la bufanda—. Ni siquiera podía
hablar por teléfono, estaba completamente afónico.
Nick le
buscó la mentira en la cara, pero no la encontró.
—Betthany
se cabreó más que de costumbre. ¿Por qué no dijiste que estabas enfermo?
—Me sentía
mal, y el entrenador no es quién para mosquearse.
Nick
valoró sus palabras con mucho cuidado.
—Lo tuyo
debe de ser muy contagioso. Anteayer solo fuimos ocho, un récord de
inasistencia.
Si Colin
estaba sorprendido, no dio muestras.
—A veces
pasa.
—Jerome
también faltó —el leve movimiento de pestañas de Colin le reveló que ahora sí había
despertado su interés. Insistió—: Hablando de Jerome, ¿qué le diste el otro
día?
La
respuesta le impactó como un balazo.
—El nuevo
álbum de Linkin Park. Lo siento, también debería haberte hecho a ti una copia.
Mañana te lo traigo, ¿hecho?
Colin
cerró de golpe la puerta de su taquilla, se metió los libros de Matemáticas
bajo el brazo y lanzó una mirada a Nick, como invitándolo.
—¿Y bien?
¿Vamos?
En un
santiamén se sacudió la tensión que le había provocado la respuesta de Colin.
¡Linkin Park! ¿Solo se había imaginado una conspiración? ¿Y si su fantasía le
había jugado una mala pasada y una simple epidemia de gripe era la responsable
de tantas faltas de asistencia entre los alumnos? Bien visto, en realidad no
eran tantos. Nick los contó rápidamente antes de que sonara el timbre para
entrar a clase. La abuelita tejedora 2 había faltado y también Jerome, Helen y
el silencioso Greg. Los otros estaban medio adormilados en sus sillas.
«Muy bien
—pensó Nick—. Así que me lo inventé todo. No hay ningún secreto, solo Linkin
Park». Se rió de sí mismo y se giró hacia Colin para describirle el ataque de
rabia de Betthany. Pero Colin no le hizo caso. Concentrado, miraba a Dan, que
estaba de pie en su lugar de siempre junto la ventana. Dan levantó cuatro
dedos medio escondidos en su barriga; Colin alzó las cejas en señal de
asentimiento y levantó tres.
Nick los
miró una y otra vez, pero —antes de poder preguntar a Colin de qué iba todo
aquello— el señor Fornary entró a clase. Pasaron la hora entera resolviendo
problemas de matemáticas tan difíciles que, al final, Nick no tuvo tiempo de
pensar en cosas tan insulsas como levantar tres o cuatro dedos.Capítulo 2
Sobre la mesa de la cocina estaban el dinero y una lista de la compra
asombrosamente larga. Su madre tenía por delante muchísimas permanentes: en
Londres, el otoño parecía haber despertado en las mujeres la imperiosa
necesidad de rizarse el pelo. Con el ceño fruncido, Nick revisó la lista: mucha
pizza congelada, además de lasaña, croquetas de pescado y bandejas de pasta
precocinada. Todo apuntaba a que su madre no tenía pensado cocinar en los
próximos días. Suspiró, cogió tres de las bolsas grandes para las compras y
puso rumbo al supermercado. En el camino volvieron a su mente las señas de Dan
y la silenciosa respuesta de Colin. ¿Eran imaginaciones suyas? De hecho, esa
era la opinión de Jamie: «Lo que pasa es que estás aburrido —le dijo—, necesitas
un pasatiempo, una novia. ¿Te preparo una cita con Emily?».
Nick tomó un carrito del súper y trató de olvidar sus pensamientos
sobre el instituto. Jamie tenía razón: lo mejor era preocuparse por problemas
reales. Por ejemplo: cómo diablos iba a cargar las veinte botellas de agua que
su madre había anotado en la lista.
Al día siguiente, cuando entró en el instituto, el aire vibraba por la
excitación. En el vestíbulo había más alumnos que de costumbre, la mayoría
formaba pequeños grupos. Cuchicheaban, murmuraban, sus conversaciones se
desvanecían en un fluido del que Nick no podía entender una sola palabra. Toda
la atención estaba concentrada en los dos agentes de policía que caminaban con
determinación por el pasillo rumbo a la oficina del director.
En un rincón, no lejos de la escalera, Nick vio que Jamie sostenía una
acalorada conversación con Alex, la abuelita tejedora; a Rashid lo descubrió
discutiendo con otro muchacho cuyo nombre no podía recordar, aunque… claro, se
llamaba Adrian, tenía trece años y casi nunca se juntaba con los mayores. Nick
sabía quién era porque todo el mundo conoció la historia de su familia cuando
llegó al instituto dos años atrás: al parecer, su padre se había ahorcado.
—¡Oye! —grito Jamie a Nick mientras hacía una seña exagerada—. ¡Ahora
sí que hay movida!
—¿Qué hacen aquí esos policías?
Jamie sonrió de oreja a oreja.
—Entre nosotros hay delincuentes, malvados, una banda del crimen
organizado: han robado nueve ordenadores nuevecitos que compraron para la clase
de Informática. Y esos tipos van a buscar huellas en el aula de ordenadores.
Adrian asintió.
—Pero estaba cerrada —aseguró con timidez—. Eso le dijo el señor Garth
a los policías, yo escuché exac…
—Cállate, baboso —ordenó Alex.
Sus espinillas brillaban, «seguramente por la excitación», pensó
Nick. Cuando volvió a mirar al imbécil de Alex, tuvo ganas de darle un golpe.
Para no hacerlo, se concentró en Adrian.
—¿Echaron abajo la puerta?
—No, qué va —le respondió nervioso—. La abrieron con llave.
Alguien robó la llave, pero el señor Garth dice que eso es imposible: las tres
están en su sitio, y una de ellas siempre la trae…
—¿Nick? —un susurro interrumpió la verborrea de Adrian.
Una mano con esmalte de uñas transparente se posó sobre su hombro.
«Emily», pensó Nick por un instante, pero inmediatamente rechazó la idea:
Emily no llevaba tres anillos en cada dedo ni olía… como a comida china.
Volvió la cabeza y vio los ojos azul claro, casi acuosos, de Brynne.
—Nicky, ¿podrías…? Quiero decir, ¿podríamos… hablar un segundo, en
privado?
Alex soltó una risita sarcástica y se relamió los labios; aquello
hizo que Nick apretara los puños.
—Claro —le dijo a Brynne—, pero solo unos minutos.
Brynne ni siquiera advirtió el gesto de Alex o, en caso de haberlo
advertido, no dio muestras de ello. Era guapa, sin duda, pero sobre todo era
una cotilla y, en opinión de Nick, muy tonta. La chica echó a caminar con sus
tacones altos, balanceando la cadera frente a él y lo condujo a la escalera que
llevaba a las clases de gimnasia. A esa hora no había nadie por ahí.
—Mira, Nick —susurró—. Me haría mucha ilusión darte una cosa. Está
genial, de verdad —Brynne hurgó con la mano en su mochila, la mantuvo dentro y
luego la sacó. Nick clavó su mirada en ella. Empezaba a darse cuenta de qué se
trataba y poco faltó para que le sonriese—. Pero antes tengo que preguntarte
algo.
Con aire teatral, se apartó muy despacio un rizo teñido de la frente.
«Si quieres hacerte un favor, no me preguntes qué pienso de ti».
—Dime.
—¿Tienes ordenador? Uno propio, es muy importante. En tu cuarto.
«¡Por fin, eso es!».
—Sí, tengo uno.
Ella asintió satisfecha.
—Oye, ¿y tus padres husmean en tus cosas?
—Mis padres no se meten en mis asuntos.
—Eso está muy bien —reflexionó arrugando la frente con cierto
esfuerzo—. Espera, hay otra cosa. Exacto.
Se acercó un poco más y puso su cara frente a la de Nick. Su aliento a
chicle y el intenso perfume formaban una combinación muy extraña.
—No puedes enseñárselo a nadie; si lo haces, no funciona. Guárdalo
ahora mismo y no le digas a nadie que te lo he dado yo. ¿Me lo prometes?
Todo sonaba un poco ridículo. Nick torció el gesto.
—¿Por qué?
—Esas son las reglas —insistió Brynne—. Si no me lo prometes, no
puedo dártelo.
Nick suspiró con fuerza para mostrar su irritación.
—Está bien, prometido.
—Pero recuérdalo, ¿eh? Si no, tendré problemas —le tendió la mano y él
la aceptó. La sintió muy caliente. Caliente y un poco húmeda—. Bien —susurró
Brynne—. Confío en ti.
En ese momento le lanzó una mirada seductora, tal y como Nick
sospechaba que haría, y luego sacó de su mochila una envoltura de plástico
estrecha y cuadrada. Se la puso en la mano.
—Que te diviertas —dijo y se fue.
No la siguió con la mirada. Su atención estaba concentrada en el
objeto que tenía en la mano: un DVD
con una funda sin título. Nick la abrió lleno de curiosidad.
«Qué Linkin Park ni qué nada».
El lugar casi estaba a oscuras y dirigió el DVD hacia la luz para reconocer lo que
Brynne había escrito con letra cursi.
Solo era una palabra completamente desconocida para Nick: «Erebos».
El resto del día, Jamie se lo pasó burlándose de él por su encuentro
con Brynne. Eso era típico de él, aunque no era grave. Lo más grave era luchar
contra la tentación de sacar el DVD
del bolsillo de su abrigo para enseñárselo a su amigo. Aun así, cada vez que lo
intentaba, decidía no hacerlo. Primero lo vería a solas, para saber qué era y
por qué todos se ponían tan misteriosos. Pero por ningún motivo se uniría a ese
chismorreo que lo sacaba de quicio.
El día en el instituto transcurría con una lentitud horrible. Nick
casi no lograba concentrarse, toda su atención se dirigía una y otra vez al
insignificante objeto que guardaba en su abrigo. Podía sentirlo a través de las
capas de tela. Su peso, sus contornos.
—¿Te encuentras mal? —le preguntó Jamie un poco antes de que sonara el
timbre de la última clase.
—No, ¿por?
—Tienes una cara muy rara.
—No, estoy pensando.
Jamie frunció la comisura de los labios con gesto burlón.
—Déjame adivinar… ¿En Brynne? ¿Vais a salir juntos?
Nick nunca podría entender cómo era posible que Jamie pensara que a él
le gustaba esa chica. Sin embargo, hoy no tenía ganas de contradecirlo.
—¿Y si así fuera? —respondió mientras ignoraba la cara de «ya lo
sabía» de Jamie.
—Entonces espero que mañana me cuentes todos los detalles.
—Sí, tal vez.
Capítulo 3
Cuando Nick entró al apartamento, estaba vacío, helado. Seguramente a
su madre le entraron las prisas y se le olvidó cerrar las ventanas. No se quitó
el abrigo, cubrió todas las rendijas y puso la calefacción a tope en su cuarto.
Después sacó el paquete de su bolsillo y lo abrió: Erebos.
Nick hizo una mueca. Erebos sonaba muy parecido a Eros. «¿A lo
mejor es un programa para encontrar pareja? Eso encajaría bien con Brynne»,
pero esta idea desapareció inmediatamente de su cabeza.
Encendió el ordenador. Mientras el sistema se iniciaba fue al salón a
por una manta de lana y se la puso sobre los hombros.
Por lo menos le quedaban cuatro horas sin que lo molestaran. Por
costumbre, pero también para hacerlo un poco más emocionante, primero abrió sus
mails (tres anuncios publicitarios, cuatro correos basura y una amarga
notificación de Betthany que amenazaba: quien faltara otra vez al entrenamiento
que se atuviese a las consecuencias). Cuando estaba a punto abrir su Facebook,
Finn se conectó por el chat.
—¡Hola, hermano del alma! ¿Todo bien?
Nick no pudo evitar reírse.
—Sí, todo muy bien.
—¿Cómo está mamá?
—Tiene mucho que hacer pero está bien. Y tú, ¿qué tal?
—Bien. Los negocios van de maravilla.
—Genial —Nick se contuvo para no preguntar más detalles.
—Nicky, la camiseta que te había prometido… Ya sabes a cuál me
refiero, ¿verdad?
Y cómo iba a olvidarlo: una camiseta de Hell Froze Over, el mejor
grupo de rock del mundo, si uno le preguntaba a Finn.
—¿Qué pasa con ella?
—No encuentro de tu talla. No en las siguientes cuatro semanas. Es
que, sencillamente, eres muy largo, hermanito. Ya la han pedido a la tienda de
fans pero tardará en llegar. ¿Está bien?
Por un instante, Nick no supo por qué sonaba su hermano tan
decepcionado. Seguramente porque tenía grabada la imagen de ambos en el
concierto que tendría lugar dentro de dos semanas; los dos con la camiseta de
los HFO, con una cabeza
del diablo azul en el pecho, gritando al unísono Down the line.
—No es para tanto —tecleó Nick.
—La conseguiré, lo prometo. ¿Vendrás otra vez a casa?
—Claro.
—Te echo de menos, hermanito. Lo sabes, ¿no?
—Y yo a ti —«no sabes cuánto». Pero eso no se lo diría a Finn
abiertamente, le provocaría remordimientos.
Después de chatear con su hermano, entró en la página de dibujos de
Emily en deviantART, pero nada había cambiado desde ayer. «Lógico»,
pensó un poco avergonzado y se desconectó.
La voz de la conciencia le dijo que más le valía escribir su ensayo de
Inglés antes de dedicarse a Erebos. No pudo hacerlo: la curiosidad era más
fuerte. Abrió la caja, hizo una mueca al ver la letra de Brynne y lo metió en
la unidad de disco. Pasaron unos segundos hasta que se abrió la ventana.
Ni película, ni música. Un juego.
La ventana de instalación mostraba una imagen sombría: en el fondo se
veía una torre derruida en medio de un paisaje asolado por las llamas. Frente a
la torre, una espada clavada en la tierra desnuda; en el mango tenía atado un
listón rojo que ondeaba con el viento, como si fuera la última señal de vida en
un mundo inerte. Encima, también en rojo vivo, se hallaba la palabra «Erebos».
A Nick le dio un vuelco el estómago. Subió el volumen pero no había
música, solo se escuchaba un profundo retumbar, como si se acercara un
temporal.
Dejó flotar el cursor sobre el botón de instalación; tenía una
sensación de inseguridad, de haber olvidado algo… Claro, el antivirus. Con dos
programas revisó los archivos del DVD y suspiró con alivio cuando indicaron que no había peligro.
«Manos a la obra».
La barra azul de instalación comenzó a avanzar terriblemente despacio.
A saltos ínfimos. Muchas veces parecía como si el sistema se hubiera caído, no
se movía nada. Para asegurarse Nick desplazó el ratón de un lado a otro. Por
lo menos la flecha del cursor se movía, aunque también lenta y trémula.
Impaciente, se revolvió en su asiento. «Apenas veinticinco por ciento, ¡no
puede ser verdad!». Le daba tiempo a ir a la cocina y traer algo para beber.
Cuando regresó unos minutos más tarde, llevaba solo un treinta y uno
por ciento. Se dejó caer en su silla renegando un poco y se restregó los ojos.
«Qué pesadez».
Una hora después alcanzó el cien por cien. Nick se alegró mucho, pero
en ese instante la pantalla se puso negra. Y se quedó totalmente negra. Ni
dándole golpes al monitor, ni probando combinaciones de teclas, ni
encolerizándose logró que cambiara: la pantalla solo mostraba una oscuridad
inexorable.
Cuando Nick estaba a punto de darse por vencido y se planteaba hacer
clic en la función de Reiniciar, algo pasó: unas letras rojas irrumpieron
como gajos de la oscuridad. Eran palabras pulsantes, como si un corazón
escondido las alimentara de sangre y vida.
Entrada.
O Salida.
Este es Erebos.
«¡Por fin!». Lleno de excitación, eligió «Entrada».
Para un leve cambio de intensidad, la pantalla volvió a ponerse negra
durante varios segundos. Nick se recostó en su silla. «Ojalá que el juego no
vaya tan lento». No dependía de su ordenador: era tan bueno como los mejores,
el procesador y la tarjeta de vídeo eran muy potentes, y todos los juegos que
tenía corrían sin problemas.
Poco a poco volvió a aclararse la pantalla para mostrar la imagen
nítida de una luz muy realista en mitad de un bosque, sobre ella se veía la
luna. En el centro se hallaba un personaje con la camisa desgarrada y los
pantalones deshilachados. Sin ninguna arma, solo con un cayado en la mano. En
apariencia, este debería ser su personaje del juego. Probando, Nick hizo
clic a la derecha de la figura, y esta saltó y se movió al sitio indicado.
«Muy bien», el control de movimiento estaba hecho para idiotas y el resto lo
descubriría rápidamente. A fin de cuentas, no era su primer juego.
«Manos a la obra. Pero ¿en qué dirección?». No había ningún camino o
señal. ¿Tal vez un mapa de orientación? Nick trató de buscar un inventario o un
menú, pero no había nada. Ninguna indicación de búsqueda de algo o de algún
objetivo, ninguna otra figura en la pantalla. Solo una barra roja para la señal
de vida y abajo una
azul, que con toda probabilidad mostraba el grado de resistencia. Probó con
varias combinaciones de teclas que le habían funcionado en otros juegos, pero
aquí no surtieron ningún efecto.
«Probablemente esta cosa está llena de errores de programación»,
pensó malhumorado. Otra prueba: hizo clic sobre la figura andrajosa. Las
palabras Sin Nombre aparecieron sobre su cabeza.
—Está bien… el misterioso Sin Nombre —murmuró Nick.
Movió su harapienta figura hacia delante, luego hacia la izquierda
y finalmente a la derecha.
Ninguna de las direcciones parecía conducir a ningún lado y no vino nadie a
quien le pudiera preguntar.
«Está genial, de verdad», imitó en su pensamiento la voz de Brynne.
Sin embargo, se diría que a Colin le había encantado el juego. Y Colin no era
ningún idiota.
Nick decidió hacer que su personaje caminara hacia delante. De
haberse perdido, eso es justo lo que él haría: mantener un rumbo fijo. Con algo
tendría que toparse, todos los bosques tienen una salida.
Se concentró en su sin nombre: esquivaba con destreza los árboles y
con su cayado echaba a un lado las fastidiosas ramas. Cada paso que daba se
escuchaba con total claridad, la madera resonaba y las hojas marchitas
crujían. Cuando el personaje subió a un peñasco, pudo oír cómo las piedrecitas
rodaban hasta el fondo.
Pasado el peñasco, el suelo se encontraba húmedo. El sin nombre ya no
avanzaba tan rápido, sus pies se sumergían hasta los tobillos. Nick estaba
impresionado. Todo era extraordinariamente real, ni siquiera faltaba el sonido
viscoso al caminar por el lodo.
El sin nombre seguía esforzándose y empezaba a jadear. La barra azul
había disminuido a un tercio de su longitud. Al llegar al siguiente peñasco,
Nick concedió una pausa al personaje: la figura apoyó las manos sobre los
muslos y agachó la cabeza; era obvio que estaba agotado, necesitaba tomar aire.
«En algún lugar tiene que haber un arroyo». Nick lo escuchó correr y
puso fin a la pausa. Dirigió al sin nombre un poco a la derecha, donde
descubrió un pequeño manantial. Su personaje, aún agitado, se quedó inmóvil
frente al agua.
—Anda, bebe —dijo Nick. Oprimió la tecla con la flecha hacia abajo y
quedó encantado cuando el sin nombre se inclinó, hizo un cuenco con la mano,
tomó agua y la bebió.
Después avanzó con más rapidez. El suelo ya no estaba húmedo y los
árboles tampoco eran tan frondosos. Sin embargo, aún le faltaba un punto de
orientación y Nick, poco a poco, se percató de que su táctica de avanzar hacia
delante era un disparo en la oscuridad. Si por lo menos pudiera abarcar más
espacio con la mirada, si tuviera un mapa o algo…
«¡Una vista mejor!». Nick sonrió. ¡Tal vez su yo virtual no solo podía
inclinarse, sino también ascender! Escogió un árbol sólido, con ramas largas y
robustas, situó a su personaje enfrente y apretó la tecla de la flecha hacia
arriba.
Con mucho cuidado, el sin nombre depositó su cayado en el suelo y
comenzó a trepar por las ramas. En cuanto Nick soltaba la tecla, la figura se
detenía, y seguía escalando en cuanto Nick volvía a pulsarla. El chico la mandó
tan arriba como pudo, hasta las ramas más delgadas y ligeras, y hasta que el personaje casi se
resbalaba. Cuando encontró un punto de apoyo, se atrevió a contemplar a su
alrededor. La vista era impresionante: la luna llena estaba muy alta en el
cielo e iluminaba un infinito mar de árboles color verde plata. A la izquierda
se reconocían las estribaciones de una cadena arbórea; a la derecha continuaba
la planicie. Hacia delante, el paisaje se dispersaba entre las colinas. Sobre
algunas de ellas, unos puntitos que parecían aldeas.
«Claro —pensó Nick triunfante—. El camino correcto es seguir de
frente».
Ya tenía su dedo sobre la tecla con la flecha hacia abajo cuando le
llamó la atención un cálido rayo de luz amarillenta entre los arbustos, estaba
muy cerca. Parecía bastante prometedor. Si corregía sus pasos un poco a la
izquierda, en un par de minutos debería toparse con la fuente de luz. «¿Quizá
es una casa?». Impaciente, devolvió al suelo a su personaje, que volvió a coger
su cayado para continuar la marcha. Nick se mordía el labio inferior y
esperaba recordar el rumbo.
No pasó mucho tiempo antes de que comenzara a reconocer los primeros
atisbos de la luz que se vislumbraba entre las ramas. Justo entonces se
encontró con un obstáculo: una grieta en la tierra. Era demasiado ancha para
que el personaje pudiera saltarla. «¡Maldita sea!». La grieta se iba
ensanchando cada vez más y más hasta perderse en la negrura entre los árboles.
Al sin nombre le llevaría mucho tiempo sortearla, y lo más probable era que
perdiese la orientación.
Nick distinguió un árbol caído después de maldecir durante un rato.
«Si pudiera ponerlo en la posición correcta…».
La barra espaciadora era la clave para el éxito: el personaje trepó,
tiró y empujó el tronco en todas las direcciones que se le indicaban. Cuando
logró que el árbol atravesara la grieta, el sin nombre se agitó y el indicador
de vida disminuyó.
Con todo cuidado, Nick dejó que su héroe se balanceara sobre el
tronco, que parecía un puente muy inseguro, y que de hecho se vino abajo al
quinto paso. Apenas pudo salvar a su personaje con un arriesgado salto.
El rayo de luz era más intenso y titilaba. Ante Nick se abría una
pequeñísima vereda y en medio de ella ardía una hoguera. Un hombre solitario se
encontraba sentado frente al fuego con la mirada clavada en las llamas. Nick
quitó los dedos del ratón y el sin nombre se detuvo al instante.
El hombre que estaba sentado frente al fuego no se inmutó. No se veía
que llevara un arma, pero eso no significaba nada. Quizá fuese un mago, como
presagiaba ese manto largo y negro. Tal vez podía saber más si hacía clic
en la figura. En cuanto el cursor de Nick tocó al hombre, este levantó la cabeza
y mostró una cara alargada con una boca pequeña. En ese instante se abrió una
ventana de diálogo en la parte inferior de la pantalla.
—Te saludo, Sin Nombre —las letras se elevaban desde el fondo negro en
color gris plata—. Fuiste rápido.
Nick acercó su personaje, pero el otro no reaccionó: se limitaba a
remover con una larga vara las brasas de la hoguera. Le decepcionó: por fin se
encontraba con alguien en ese bosque desolado y apenas le dedicaba un seco
saludo.
Solo cuando descubrió que el cursor palpitaba en el siguiente renglón
de la ventana de diálogo se dio cuenta de que el personaje aguardaba una
respuesta.
—También yo te saludo —tecleó.
El hombre del manto negro asintió.
—Trepar por el árbol fue una buena idea. No muchos caminantes sin
nombre han sido tan inteligentes. Eres una gran esperanza para Erebos.
—Gracias —escribió Nick.
—¿Qué piensas, te gustaría continuar?
La pequeña boca del hombre se agrandó en una sonrisa que abría muchas
expectativas. Nick quiso escribir: «¡Por supuesto!», pero su interlocutor aún
no había terminado.
—Solo si te unes a Erebos, podrás comenzar con Erebos. Tienes que
estar seguro.
—De acuerdo —respondió Nick.
El hombre bajó la cabeza y dirigió su vara a la profundidad de las
brasas de la hoguera. Crepitaba. «Se ve real, muy real».
Nick esperó, pero el otro ni se inmutó ni intentó seguir la
conversación. Seguramente ya había desplegado todo el texto que tenía.
Para averiguar si reaccionaba cuando uno le hablaba, Nick tecleó
«p#434<3xxq0jolk-<fi0e8r» en la ventana de texto. Al parecer, aquello
divirtió a su interlocutor, pues levantó un poco la cabeza y le sonrió.
«Me está mirando directamente a los ojos —pensó Nick y reprimió su
malestar—. Me ve como si pudiera mirar a través de la pantalla».
Por fin, el hombre volvió del fuego.
Solo entonces se percató el muchacho de que sonaba una música a un
volumen muy bajo, una filigrana, pero con una melodía muy penetrante que le
hacía sentirse incómodo.
—¿Quién eres? —tecleó en su ventana de texto.
Obviamente no hubo respuesta. El hombre ladeó la cabeza como si
estuviera pensando. Pero, para sorpresa de Nick, un par de segundos después
aparecieron unas palabras en la ventana de diálogo:
—Soy un muerto.
Nick volvió a mirar como si quisiera corroborar lo que había leído.
—Solo un muerto, y tú, al contrario, eres un vivo. Un sin nombre, pero
que no durará mucho. Pronto podrás elegir un nombre, una vocación y una vida
completamente nueva.
Los dedos de Nick se resbalaban del teclado. Eso era inusual, no
alarmante. El juego había dado una respuesta razonable a una pregunta
cualquiera.
Quizá era una coincidencia.
—No es común que los muertos hablen —escribió y se echó hacia atrás en
su silla. Esa no había sido una pregunta, más bien era una objeción. El hombre
de la hoguera no estaría programado para una réplica apropiada.
—Tienes razón. Ese es el poder de Erebos.
El personaje sostuvo la vara en la llama y la sacó ardiente.
Un tanto inquieto, pese a que no quería admitirlo, Nick comprobó que
su ordenador realmente estaba desconectado, que no había nadie gastándole una
broma. No. No había conexión a Internet. La vara en la mano del hombre muerto
ardía y el reflejo bailaba en sus ojos.
Nick tecleó la siguiente oración casi sin pensarlo.
—¿Qué se siente al estar muerto?
El hombre rió con una risa jadeante, fatigosa.
—¡Eres el primer sin nombre que me lo pregunta! —con un movimiento
distraído, el personaje aventó el resto del palo en las llamas—. Me siento
solitario. O solo lleno de espíritu. ¿Quién podría decirlo? —el muerto se pasó
la mano por la frente—. Si te preguntara qué se siente al estar vivo, ¿qué
responderías? Cada uno vive a su manera. Así, cada uno tiene su propia muerte.
Como si quisiera subrayar sus palabras, el muerto sacó la capucha de
su manto y se cubrió con ella la cabeza, una sombra se posó sobre sus ojos y
nariz. Solo la pequeña boca resultaba visible.
—Sin duda, lo sabrás algún día.
«Sin duda». Nick se secó las manos húmedas en los pantalones. El tema
ya no le angustiaba.
—¿Cómo debo continuar mi camino? —tecleó y comprobó divertido que
contaba con una respuesta razonable.
—Entonces ¿quieres continuar? Te lo advierto: mejor no lo hagas.
—Claro que quiero.
—En ese caso, gira a la izquierda y sigue el curso del arroyo hasta
llegar a una quebrada. Crúzala. Después… ya verás cómo continuar.
El hombre se encogió bajo su manto, como si tuviera frío.
—Y presta atención al mensajero de ojos amarillos.
Capítulo 4
El personaje caminaba siguiendo el curso del arroyo, manteniendo
siempre a la izquierda su gutural gorgoteo. Llevaba un paso moderado para no
agotar la barra azul. Nick comprobó que la resistencia no era el punto fuerte
de su sin nombre: jadeaba tras subir una leve pendiente, y por ese motivo tuvo
que detenerse hasta que la barra volvió a quedar completamente azul. Solo
entonces continuó. Escaló las piedras, saltó obstáculos, buscó con la vista el
paso entre montañas. Por ningún lado veía mensajeros con ojos amarillos.
Poco a poco se fue elevando la tierra a ambos lados del riachuelo, el
oscuro piso del bosque se alejaba del suelo pedregoso, y a cada momento se
encontraba con más cantos rodados que dificultaban el avance del sin nombre.
Varias veces se cayó por su causa. Cuando el terreno alcanzó la estatura de su
personaje, Nick se dio cuenta de que se hallaba en medio de la quebrada. No
estaba solo. En la seca maleza del camino crujía algo, algo se movía, y en ese
momento —como obedeciendo una orden inaudible— unos pequeños seres con forma de
sapo saltaron hacia el personaje, se lanzaron contra él. Sus patas no solo
tenían membranas natatorias, sino también garras, con las que infligieron
varias heridas al sin nombre de Nick. El susto le duró algunos segundos, hasta
que recordó el cayado que su personaje tenía entre las manos: entonces comenzó
a defenderse.
Dos sapos huyeron, otro murió a los pies del sin nombre a resultas del
golpe.
—Dale —murmuró Nick.
Un último sapo se colgó de la pierna izquierda del sin nombre y una
mancha de sangre empezó a resbalar por sus garras. Asustado, Nick se percató de
que la señal de vida apenas ocupaba algo más de la mitad de la barra. Oprimió
la barra espadadora e hizo que su personaje saltara, pero eso no impresionó al
sapo.
La tecla de escape le dio la victoria. El sin nombre se dio la vuelta
con la rapidez de un relámpago, se sacudió al sapo y, por orden de Nick, lo
mató con el palo.
Mientras tanto, la señal de vida ya había bajado a menos de la mitad.
Nick se aseguró de que no hubiera más agresores, deslizó la flecha del cursor
sobre los cadáveres de los sapos y apareció la información: «Cuatro unidades de
carne».
—Menos mal —refunfuñó.
Puso en pie a su agotado personaje y le hizo recoger la carne antes de
continuar el camino por el paso. Andaba con cuidado y estaba listo para golpear
con su palo a cualquier sapo con garras que le saliera al cruce, pero no
aparecieron más enemigos. Solo se oía un ruido rítmico de fondo, un sonido que
retumbaba contra las paredes de la quebrada. Los cascos de un caballo.
Nick hizo que el sin nombre caminara más despacio y entrara con mucho
cuidado en la siguiente curva, tras la que nada se escondía: solo más paredes
de áspera piedra y más cantos rodados.
Unos instantes después, cesaron las pisadas de caballo. Nick hizo que
su personaje caminara pegado a la pared rocosa, así pasó junto a unos arbustos
espinosos del tamaño de un hombre. Continuó su marcha hasta que volvió a
encontrarse otra pared de piedra. A la mitad de su altura, por encima de la cabeza
del sin nombre, distinguió un saliente y más adelante se abría la angosta
entrada de una cueva. Ante este pasaje, a lomos de un enorme caballo
acorazado, se hallaba un flaco personaje de atuendo gris: hacía señas a Nick,
al sin nombre. Nick observó en un primer vistazo el cráneo calvo y puntiagudo,
y los dedos exageradamente largos y huesudos del personaje. Sin embargo,
concentró toda su atención en los ojos pálidos y amarillentos.
—Fuiste muy diestro.
—Gracias.
—Mas tu fuerza de vida ya no está del todo bien.
—Lo sé.
—En lo que sigue, habrás de poner más atención.
La forma de hablar del mensajero, fría e impersonal, casaba bien con
su escalofriante aspecto.
—Llegó la hora de que tengas un nombre —continuó—. Llegó la hora del
primer ritual —con un movimiento parsimonioso, señaló la cueva que se abría a
su espalda—. Te deseo suerte y que tomes las decisiones correctas. Volveremos
a vernos.
Tras estas palabras, hizo que su montura volviese grupas y partió al
galope.
Nick esperó a que el ruido de los cascos se perdiera en la lejanía
antes de hacer avanzar a su personaje. Una escalera empinada y tallada en la
roca conducía a la meseta. «Llegó la hora del primer ritual». ¿Por qué le
sudaban otra vez las manos? Al alcanzar la boca de la cueva, hizo clic
en el botón izquierdo del ratón. El sin nombre entró y desapareció. De inmediato,
la pantalla se tornó negra.
Oscuridad total. Silencio. Nick se balanceaba en su silla. «¿Por qué
tarda tanto?». Probó golpeando un poco el teclado por todos lados, pero nada
cambió.
—¡Eh, vamos! —dijo dando golpecitos al monitor—. No te duermas.
La oscuridad continuó, el nerviosismo de Nick aumentaba. Podía sacar
el DVD de la unidad de
disco y volver a insertarlo; también podía oprimir la tecla de Reiniciar, pero
eso era muy arriesgado. Lo mismo tendría que empezar desde el principio o quizá
el juego ya no se reiniciaría.
De repente escuchó un sonido. ¡Toc toc! Parecía un latido de
corazón.
Nick abrió el cajón superior de su escritorio, sacó sus auriculares y
los conectó al ordenador. Ahora escuchaba mejor y pudo percibir algo más en la
lejanía: cuernos que emitían una serie de tonos. Recordaba a las señales de una
partida de caza. Sonaba prometedor. Era como si, en el fondo, el juego se hallara
en su apogeo pero sin su presencia. Subió el volumen y le molestó que no se le
hubiera ocurrido antes ponerse los auriculares. Quizá se había perdido
información relevante: advertencias, indicaciones… Quizá no había escuchado la
pista decisiva de cómo continuar con el juego.
Nick presionó la tecla enter más por impaciencia que con la
esperanza de que se aceleraran las cosas.
El latido cesó y de nuevo empezaron a aparecer, como por gajos, letras
rojas del fondo negro.
—Yo soy Erebos. ¿Quién eres tú?
Nick no lo pensó demasiado. Volvería a emplear el mismo nombre que
utilizaba en otros juegos de ordenador.
—Soy Gargoyle.
—Dime cómo te llamas.
—¡Gargoyle!
—Tu verdadero nombre.
Nick se sorprendió. «¿Para qué?». Muy bien, le daría un nombre y un
apellido para que el juego siguiera adelante.
—Simon White.
El nombre estaba ahí, rojo sobre negro, y no pasó nada durante
algunos segundos. Solo el cursor palpitaba.
—Dije tu verdadero nombre.
Incrédulo, Nick fijó la vista en la pantalla y tuvo la sensación de
que alguien lo miraba fijamente. Respiró con cierta angustia y volvió a intentarlo.
—Thomas Martinson.
De nuevo, el nombre permaneció estático durante unos segundos, sin
comentarios, antes de que el juego respondiera:
—«Thomas Martinson» es falso. Si quieres jugar, dime cuál es tu
nombre.
No había ninguna explicación razonable. Posiblemente se tratara de un
error del software y el
juego no aceptase ningún nombre. Las letras desaparecieron y el cursor
continuó palpitando en rojo. De pronto, Nick temió que el programa se cayese o
que se bloqueara automáticamente una vez hubiese escrito la respuesta
incorrecta en tres ocasiones, igual que un móvil se bloquea si uno teclea tres
veces el PIN incorrecto.
—Nick Dunmore —tecleó con cierta esperanza de que la verdad también
fuese rechazada.
Sin embargo, en lugar de que esto ocurriera, el programa le susurró su
nombre:
—Nick Dunmore. NickDunmore. Nick. Dunmore .
Las palabras se repetían como una consigna que pasaba de un ser
susurrante a otro. Como el saludo de bienvenida de una comunidad invisible.
La sensación de sentirse observado le dio miedo, y se quitó los
auriculares. Para entonces, tanto las letras como las voces ya se habían
desvanecido, y una seductora melodía comenzaba a escucharse: una promesa de
secretos y aventuras.
—Bienvenido, Nick. Bienvenido al mundo de Erebos. Antes de que
comiences el juego, debes conocer las reglas. Si no te gustan, puedes poner fin
al juego en cualquier momento. ¿Está claro?
Nick volvió a fijar la mirada en la pantalla. El juego le había
pillado escribiendo mentiras. Erebos supo cuál era su verdadero nombre.
Parecía que ahora aguardaba impaciente una respuesta. El cursor parpadeaba cada
vez más rápido.
—Sí —tecleó con el temor impreciso de que toda la pantalla se pusiera
negra si tardaba demasiado. Luego, podría pensar, luego.
—Bien. Esta es la primera regla: solo tienes una oportunidad para
jugar con Erebos. Si la desaprovechas, se termina. Si muere tu personaje, se
termina. Si violas las reglas, se termina. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Segunda regla: cuando juegues, asegúrate de estar solo. Nunca digas
tu nombre durante el juego. Nunca menciones el nombre de tu personaje fuera del
juego.
«¿Y eso por qué?», pensó Nick. Y entonces recordó que Brynne, que no
era nada discreta, tampoco le había dicho una sola palabra sobre Erebos: «Está
genial, de verdad», eso fue todo.
—De acuerdo.
—Bien. Tercera regla: el contenido del juego es secreto. No hables con
nadie al respecto. Sobre todo con los que no se han registrado. Mientras
juegues, puedes intercambiar impresiones ante la hoguera. No divulgues ninguna
información a tus amistades ni a tu familia. Tampoco en Internet.
«Como si te fueras a enterar», pensó Nick y tecleó:
—De acuerdo.
—Cuarta regla: guarda muy bien el DVD de Erebos. Lo necesitarás siempre que comiences el juego. Por
ningún motivo lo copies, solo si el mensajero te lo pide.
—De acuerdo.
En cuanto oprimió la tecla enter, amaneció. Por lo menos eso parecía. La negra pantalla se
desvaneció en un tenue rojo y un poco después cambió a tonos amarillos y
dorados. El sin nombre de Nick apareció como una sombra, pero lentamente empezó
a cobrar forma, al igual que su entorno: un claro en el bosque, donde crecían
altas hierbas y serpenteaba un sendero desgastado.
Lo condujo hacia una torre cubierta de musgo cuya puerta colgaba de un
solo gozne. Sobre un asiento de roca, un poco a la izquierda de la torre, el sin
nombre se sentó con los ojos cerrados y la cara hacia el sol. Nick sintió una
pizca de envidia, como si estuviera viendo las fotografías de unas grandiosas
vacaciones. Durante un momento pensó que podía oler la resina de los árboles y
las abundantes hierbas que rodeaban la torre. Sonaba el cricrí de los grillos y
el viento soplaba con suavidad sobre la hierba.
El ladeado portón de la torre golpeó con estrépito el muro y el
personaje del juego, aún con ropa harapienta, se irguió y se puso en pie. Se
llevó una mano a la cara y se arrancó el rostro como una máscara. Tras ella
solo había una piel lisa, brillante como un cascarón de huevo.
Un nuevo golpe de viento hizo ondear la bandera situada en el vértice
de la torre: mostraba un borroso número uno.
«Por aquí se llega al primer nivel», supuso Nick, y condujo a su
personaje a la torre. La ausencia de rostro le molestaba más de lo que podía
aceptar.
En el interior todo estaba tranquilo: el viento callaba y el portón ya
no daba golpes. Entre la paja y los huesos dispersos se hallaban unos baúles
de madera con herrajes oxidados. En las paredes colgaban siete placas de cobre
enmohecidas en las que se podía leer palabras labradas. La primera era siempre
la misma: elige.
Nick las inspeccionó una a una.
«Elige un sexo», pedía la primera.
Sin vacilar, optó por hombre. Apenas tomó esta decisión, pensó que el
juego podría ser muy atractivo si fuera mujer. «No importa, demasiado tarde».
«Elige un pueblo», leyó en la segunda.
Esta elección le tomó más tiempo. Desechó al bárbaro y al vampiro,
aunque se metió en sus cuerpos a modo de prueba. Al contemplar los musculosos
hombros del bárbaro, que brillaban como si estuvieran cubiertos de aceite,
Nick torció el gesto. Examinó varios minutos al hombre lagarto: su cuerpo escamado
relucía seductor y cambiaba de color según incidiese en él la luz. También
podía elegir un humano, pero eso no le interesaba. «Demasiado cotidiano.
Demasiado débil».
El enano, el hombre lobo, el hombre gato o el elfo negro. Las últimas
cuatro opciones resultaban muy tentadoras. Se probó el cuerpo del enano:
pequeño, nudoso y fuerte. Le atraía la idea de tener corta estatura. Sin
embargo, las piernas torcidas y la amargada expresión de su rostro le gustaron
menos.
Al final se decidió por el elfo negro: tenía una estatura media, pero
era muy diestro, elegante y misterioso. Esa opción era digna de considerarse.
«Elige tu aspecto físico», pedía la tercera placa de cobre.
Quería parecerse lo menos posible a sí mismo. Es decir: cabello
rubio, corto y con el pelo de punta como espinas, nariz respingona y pequeños
ojos verdes. Nick observó a su recién creado personaje, que nada tenía que ver
con el aspecto del sin nombre. Con mucho cuidado, buscó su vestimenta: una
chaqueta verde olivo, pantalones oscuros y botas con bordes acampanados. Una
gorra de piel que lo protegería como ninguna, aunque hubiera preferido un
casco. Lamentablemente, no había cascos para los elfos negros.
Continuó trabajando en los rasgos faciales. Agrandó los ojos y la
distancia entre nariz y boca. Situó las cejas más arriba. Resaltó los pómulos y
entonces pensó que su aspecto era el del hijo pródigo de un rey.
«Elige una ocupación», estaba escrito en la cuarta placa.
Asesino, bardo, mago, cazador, explorador, vigilante, caballero o ladrón.
Una buena selección. Nick ponderó las ventajas de cada una. Y observó que los
hombres lobo eran especialmente buenos magos, mientras que los vampiros
poseían el talento de ser buenos asesinos y ladrones. También los elfos negros,
como él, podían resultar buenos ladrones.
Titubeó un poco. De pronto, el rechinar del gozne del portón le
sobresaltó, se hizo a un lado y escuchó que alguien entraba en la torre. Una
sombra se acercaba. Un gnomo con joroba y piernas arqueadas; tenía la nariz
roja y chata como de boxeador y, en el cuello, un moretón azul marino. Se
aproximó cojeando, se sentó a horcajadas en uno de los baúles y se lamió los
labios.
—Otro elfo oscuro, claro. Parece una especie muy cotizada.
Eso no le gustó al elfo negro recién creado. No deseaba ser uno entre
muchos.
—¿De verdad?
—Por supuesto. ¿Y ya te has decidido por alguna profesión?
Contempló las listas.
—Posiblemente ladrón. O vigilante. Tal vez caballero.
—¿Qué te parece mago? Los hechiceros son poderosos.
Antes de descartarla, reflexionó sobre esta posibilidad por un
instante. A él no le iban las hechicerías sino los combates con espada.
—No, mago no. Caballero.
—¿Estás seguro?
Ese era él: caballero suena como noble, casi como un príncipe.
—Caballero —insistió.
«Elige tus habilidades», solicitaba la quinta placa de cobre. Debajo
se vislumbraba una larga lista de cualidades, no demasiado clara.
Nick escogió poder ver a larga distancia. Fuerza, resistencia y la
habilidad de adaptarse al entorno. Hacer fuego. Celeridad y versatilidad. Sin
embargo, fue cauteloso. No sabía cuántas destrezas le correspondían: cualquier
decisión tendría como consecuencia que se le cerraran otras posibilidades. Al
optar por «ligera fuerza curativa», se borró la habilidad «maldición letal». Al
elegir «escudo de fuerza», desapareció «piel de acero».
Después de elegir diez veces, terminó el interrogatorio. Las palabras
desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos, justo en el momento en que pensaba
que podría continuar para siempre.
—Algunas de las cualidades que desdeñaste vas a echarlas de menos muy
pronto —le dijo el gnomo, y se rió.
—Puede ser.
Nick se preguntó qué hacía ahí ese tipo tan feo. En realidad,
preferiría estar a solas. La sexta placa lo estaba esperando.
«Elige tus armas».
Bajo la placa se abrió un enorme baúl: espadas, lanzas, escudos y
otras maravillas de distintos tamaños. Algunos horripilantes cuchillos con
garfios, látigos con garras, mazas con púas.
—¿Quieres un consejo? —preguntó el gnomo.
«¿Para que puedas tenderme una trampa?».
—No, gracias.
Deseaba encontrar lo correcto a solas. Nick extrajo de sus fundas una
espada tras otra con mucho cuidado y las puso en hilera contra la pared. Luego
las fue probando para ver cómo se levantaban y surcaban el aire. Al final,
eligió una larga espada con fina hoja y mango con envoltura escarlata, que zumbaba
al blandirla.
Los escudos eran de madera y no parecían muy de fiar. Además, cuanto
mayores eran, más pesados y más lentos de manejar. Decidió quedarse con el
escudo más pequeño que pudo encontrar: redondo con realces de bronce y pinturas
azules enmarañadas sobre la madera.
—Puedes atártelo a la espalda —sugirió el gnomo mientras se balanceaba
con agilidad sobre sus arqueadas piernas, como si quisiera espolear el baúl.
El elfo negro no le contestó y avanzó hacia la séptima y última
placa.
«Elige tu nombre».
Un poco sorprendido, Nick recordó que hacía poco había decidido
llamarse Gargoyle. Pero ese nombre ya no le pegaba. Echó un vistazo en derredor
para intentar descubrir si se abría otro baúl que contuviera pergaminos con
sugerencias. Nada. Para elegir su nombre debía arreglárselas solo, pues el
gnomo tenía sus propias ideas de cómo ayudarlo a tomar decisiones.
—¡Cola de elfo, piel de elfo, diminuto pedazo de masa oscura!
¡Duendecillo con orejas puntiagudas, cara de zorro! ¿O más clásicos? Momos,
Eris, Ker o Ponos, ¡y no olvidemos a Moros! ¿Cuál prefieres?
Por un momento jugó con la idea de tomar su espada y acabar con el
gnomo. No podía ser tan difícil. Después de eso podría pensar con más tranquilidad.
Sin embargo, lo detuvo el pensamiento de los agudos gritos de los gnomos
moribundos, y lo mismo le ocurrió al pensar en el charco de sangre sobre el
suelo de la torre.
«Algo clásico sería una buena entrada teatral —se dijo—. Algo clásico
romano. Marius. No, Sarius».
No lo pensó más, ese nombre era exactamente lo que estaba buscando. Lo
tecleó.
—Sarius, Ssssarius, Sa-ri-us —se escuchó en la torre—. Bienvenido,
Sarius.
—¿Sarius? ¡Qué aburrido! Los aburridos mueren más rápido. ¿Lo sabías,
Sarius?
El gnomo saltó del baúl y, en un último gesto, sacó su puntiaguda y
verde lengua que le llegaba hasta el pecho.
Sarius salió de la torre y se encaminó al prado lleno de luz. Cuando
vio que el gnomo se perdía en el bosque, se ató el escudo a la espalda.
Capítulo 5
Brillaban como pequeños rubíes entre hojas aterciopeladas. Al llegar a
la linde del bosque, Sarius descubrió las bayas que crecían a la sombra de los
árboles. ¿Podía recolectarlas? «Sí, sí puede». Para su satisfacción, comprobó
que tenía un inventario donde se almacenaban sus posesiones: ahí estaba la
carne de sapo que recogió cuando aún era un sin nombre. Fuera de eso, se
hallaba vacío. Todavía tenía suficiente espacio para las bayas.
Al escuchar los ruidos se levantó con rapidez. «¿Hay serpientes en la
maleza? —echó un vistazo rápido—. No, no hay nada. No hay nadie». Sarius se
concentró en las bayas. «Seguramente crecen aquí para que consiga alimentos».
El ataque fue tan rápido que solo pudo asustarse cuando terminó: dos
hombres lo derribaron y lo sujetaron con fuerza en el suelo. El primero le puso
la rodilla en la espalda, le dobló los brazos hacia atrás y los anudó con
fuerza. El otro le puso el puñal en el gaznate: el arma estaba manchada con
sangre seca, tenía cabellos pegados.
Sarius no podía defenderse. Lo intentó, pero solo logró patalear. El
más grande de los agresores lo levantó y se lo cargó al hombro como si fuera un
costal.
Eso fue todo. Sarius, elfo negro y caballero, fue sorprendido y
secuestrado mientras recogía bayas. «¡Qué desgracia!». El hombre del puñal
estaba dispuesto a matarlo y con eso se terminaría el juego. No podía ser más
tonto, ni sentirse más miserable: que lo atrapasen de una manera tan imbécil
era el colmo. «Fijo que a nadie le han capturado de una forma tan estúpida».
Caminaban por el bosque y el tipo que cargaba a Sarius no dejaba de
acomodárselo sobre sus hombros. No quería que se le cayera por un descuido.
Aunque no le importó hacerlo adrede: al llegar al borde de una pendiente se
detuvo, lo arrojó al suelo y con una patada lo empujó ladera abajo.
Sarius dio dos vueltas antes de quedarse tumbado.
Allá abajo lo esperaban tres personajes que se parecían mucho a sus
secuestradores: su ropa era harapienta, tenían la piel cubierta de costras de
mugre, de cicatrices. A uno le faltaba un ojo; otro era jorobado. Solo sus
armas resplandecían.
—¿De dónde lo habéis sacado? —preguntó el jorobado.
—Se estaba arrastrando por la torre. Fue más fácil que robarle a un
niño.
El jorobado tomó a Sarius por el cuello y lo enderezó contra un
tronco.
—¿Qué opináis?, ¿podría ser un bandido?… ¿Nos lo quedamos?
El tuerto se giró para mirarlo con cierta atención.
—No. Este no tiene nada que ver con nosotros… Mira, se le nota en la
ropa. Es de los que están en contra de Ortolan.
—Pues entonces… ¡matémoslo! —dijo el jorobado regodeándose.
Sarius hubiera querido replicar algo; por ejemplo, que no conocía a
ningún Ortolan y que se uniría al instante a cualquier grupo de bandidos con
tal de que le permitieran conservar la vida. Pero no pudo. Si antes podía
hablar con el gnomo, ahora estaba mudo. Su vida transcurría como si fuera una
película antigua.
Hasta ese momento, el tercer hombre —cuya cara se hallaba cubierta
por la sombra de un gran sombrero— no había dicho nada, pero en ese instante
dio un paso al frente.
—No, no vamos a matarlo. No es como los otros.
Se inclinó y revisó los bolsillos de Sarius.
—¿Veis? No trae veneno, tampoco hay indicios de que sea un
cazarrecompensas. No tiene oro. A este podemos perdonarle la vida.
—¿Así? ¿Así sin más? —replicó el jorobado, había decepción en su
voz—. ¡Pero esto no tiene sentido! ¡No es divertido!
El hombre del sombrero hizo señas con la mano.
—Quisiera que alguien como él lograra la victoria. Lamentablemente,
Sarius, los pequeños casi siempre son los perdedores. Pierden los que son como
tú… Por eso no los ataco.
Sus palabras espantaron al jorobado, que aún intentaba saber qué
guardaba Sarius en los bolsillos.
—En lugar de eso te doy un consejo. ¿Sabes qué sería lo mejor para
ti?
«No», habría dicho Sarius de poder hacerlo. Aun así, su interlocutor
no esperaba que le respondiera. Lo tomó de los brazos y le soltó las ataduras.
—Deberías irte de Erebos. Vete, no regreses nunca. Haz como si jamás
hubieras estado aquí. Olvídate de este mundo. ¿Lo harás?
«Por supuesto que no», pensó Sarius mientras intentaba reconocer la
cara que se ocultaba bajo el ala del enorme sombrero. Ni siquiera podía verle
los ojos.
—Si quieres irte de Erebos, corre. Regresa a la torre. Ahora.
¿Se trataba de una oportunidad para huir o era una trampa? ¿Erebos se
cerraría si aprovechaba la oportunidad de liberarse de sus secuestradores?
Indeciso, se quedó inmóvil y el bandido tomó su actitud como respuesta.
—Lo suponía —suspiró—. Entonces escúchanos bien: aquí nadie es tu amigo,
aunque lo parezca. Nadie te ayudará, todos desean entrar al círculo
privilegiado y solo algunos lo logran.
Sarius no entendía sus palabras. «¿Qué círculo privilegiado?».
—Al final solo quedan unos cuantos: los elegidos que pueden pelear con
Ortolan. Ellos pueden matar al monstruo y encontrar el tesoro. Y no cualquiera
posee la habilidad para lograrlo.
Resultaba casi imposible saber si el bandido bromeaba o hablaba en
serio, Sarius no podía preguntarle nada.
—No le cuentes a nadie una sola palabra de lo que te estoy diciendo.
Cuida tu ventaja, es pequeña. Trata de encontrar los cristales mágicos, te
facilitarán la vida. La vida… ¿me entiendes?
—No le digas nada de los cristales mágicos —interrumpió el jorobado.
—¿Por qué no? Los va a necesitar. ¿Sabes? Los cristales mágicos son
uno de los mayores secretos de Erebos. Existen para ayudarte. Hacen posible lo
imposible. Hacen que tus sueños se vuelvan realidad.
—Si el mensajero se entera de lo que le has susurrado al jovencito, te
va a cortar la cabeza —graznó el jorobado.
—De todos modos, lo hará en cuanto me tenga en sus manos.
El hombre con sombrero grande… —«Es el cabecilla, debe serlo», pensó
Sarius— le dio la espalda y se escurrió lentamente entre la maleza. Los otros
lo siguieron; antes de irse, el tuerto le escupió a la cara. Los demás no le
tocaron un pelo. Sin embargo, ninguno le reveló lo que tenía que hacer.
Volvió a escalar la cuesta, intentó orientarse. La torre debía estar a
la izquierda, pero no quería regresar a ella. Miró a su alrededor para
encontrar un punto de referencia. De repente, escuchó un tintineo que venía de
la zona más oscura del bosque.
Sarius siguió el sonido, que se hacía más claro a cada paso que daba:
hierro golpeando sobre hierro, sobre madera, sobre piedra. Se oían voces roncas
y algo que se asemejaba a gritos de dolor. «Una batalla». Siguió los ruidos con
una sensación de calor que quizá era una señal de curiosidad, o de miedo, o tal
vez de ambas cosas. Así continuó hasta que de pronto se topó con un obstáculo.
Disminuyó el ritmo y, sorprendido, fijó la mirada en la negra muralla que
abarcaba todo el espacio y sobresalía por encima de los árboles. Era negra
como el alquitrán.
Resultaba imposible saltarla, tenía que encontrar una entrada o
descubrir el final del obstáculo. Giró a la izquierda, hacia el lugar de donde
procedía el ruido de la batalla. Caminó hasta donde se lo permitió su
resistencia. «Ninguna puerta». Lleno de furia, golpeó con su espada la
muralla. El color negro se quebró un poco y pudo vislumbrar dos letras: re. Tras
la brillante capa había un mensaje. Siguió golpeando con su acero, tenía la
esperanza de que la muralla no se hiciera añicos.
Aquello funcionó: unos minutos más tarde, Sarius descubrió una oración
completa. Una oración con un sentido extraño: VE A LA RED.
Sonrió para sus adentros. «Soy una buena presa», pensó, y abrió la
conexión a Internet.
En ese instante se desgajó un trozo de la muralla y Sarius pudo
atisbar el combate. Dos bárbaros, una mujer gato, un hombre lobo, varios
enanos, tres vampiros y dos elfos negros peleaban contra cuatro troles
horripilantes. Uno tenía tres flechas clavadas en el cuello, seguramente se las
lanzó la mujer gato, pues era la única que tenía un arco. Otro se balanceaba
sobre una roca mientras el hombre lobo se lanzaba contra él. Sin embargo, se
puso a salvo con un gran salto. Dos enanos hundían sus hachas en las piernas
del tercer trol ayudados por el bárbaro más grande, que le golpeaba la espalda
con su maza.
Sobre ellos flotaba un óvalo azul. Resplandecía como un enorme zafiro
que giraba sobre su eje. «¿Un cristal mágico?». No, era demasiado grande como
para cogerlo sin problemas. Los otros, los que luchaban, no prestaban la más
mínima atención al objeto centrados como estaban en el combate.
Sarius tomó su espada. Durante un instante le pareció muy pequeña,
casi insignificante. Probablemente debería participar en el combate, pero no se
atrevía.
A uno de los enanos le escurría sangre desde el casco hasta la barba y
ahí se perdía, pero él continuaba luchando como un campeón.
Sarius respiró hondo. Ninguna herida podría dolerle de verdad, daba
igual cuán reales parecieran. Dio un paso hacia delante, pero se contuvo para
decidir su estrategia: el cuarto trol estaba libre, tenía acorralada a una
mujer vampiro que, con su larga y delgada espada, trataba de mantenerse lejos
del atacante y su mangual. No había advertido la presencia de Sarius.
«Entonces, contra el trol». Con un rápido movimiento, Sarius cogió el
escudo, levantó la espada y se lanzó a la batalla. Durante un segundo le
avergonzó el no ser absolutamente valiente.
Su acero impactó contra la piel del trol como unos minutos atrás lo
había hecho contra la muralla, pero esta vez no dejó huella alguna. El trol
rugió con sarcasmo. Asió a la mujer vampiro con una mano y la zarandeó en el
aire. Ella lanzaba tajos, pero perdió su espada y cayó al suelo con un ruido
espeluznante. Un color gris oscuro empezó a cubrir la banda escarlata que
tenía alrededor de su talle, solo restaba un diminuto vestigio de rojo. «La
señal de vida», comprendió Sarius. En ese momento se dio cuenta de que cada uno
de los luchadores llevaba algo rojo en su equipamiento: la mayoría una banda
en el pecho o en el cinturón, como él mismo.
La mujer vampiro sabía que se encontraba en peligro de muerte. Se
arrastró hacia la maleza, su pierna izquierda estaba torcida de manera grotesca
y la arrastraba como si fuera un cuerpo extraño.
El trol perdió todo interés en su enemiga. Se dio la vuelta y se
enfrentó a Sarius. Tenía los ojos opacos y una espuma viscosa le goteaba del
hocico. Sin poder evitarlo, Sarius dio un paso atrás. «Solo puedes jugar una
vez», no lo había olvidado. De ninguna manera pretendía terminar tan pronto.
El trol se le acercó y Sarius dio vueltas a su alrededor con la velocidad
del relámpago. Tan rápido como le fuera posible, debía herirlo en alguna parte.
Apuntó a los tendones de las piernas y lanzó un tajo. El trol volvió a rugir,
pero esta vez lleno de dolor. La sangre roja, oscura y espesa como jarabe,
manó de la herida. Sorprendido, el elfo negro contempló la sangre. Demasiado
tarde: el mangual de su adversario giraba sobre su cabeza. Lo vio dirigiéndose
contra él, e instintivamente se hizo a un lado.
La esfera con picos le raspó el hombro. Se escuchó un chillido ensordecedor
y los oídos le punzaron como si le hubieran metido un alambre candente en el
cerebro.
Cayó. Frente a él, de pie, se alzaba el trol; lo miraba de arriba
abajo con ojos gris piedra. Una vez más levantó su arma. Y entonces, a través
del doloroso zumbido, Sarius comenzó a escuchar los truenos. El trol se
tambaleó y Nick vio que el más grande de los dos bárbaros surgía de la nada
para intentar romperle la columna vertebral al trol con su maza.
El golpe fue atinado, el adversario de Sarius perdió el control y,
tras otro golpe, cayó de rodillas. Ya no rugía, solo gemía. Bastó un último
mazazo en el cuello para que se quedara inmóvil.
Sarius quiso incorporarse, pero cada vez que lo intentaba el horrible
chirrido aumentaba. Era mejor que se moviera despacio. Su cinturón todavía
tenía como un cuarto de rojo. «¿Y si el rojo aumenta si me quedo quieto?».
Permaneció tendido sobre la maleza. Lo que había visto era suficiente para
quedarse tranquilo. La batalla ya casi había acabado. Dos troles más cayeron
rendidos, y el tercero huyó. El cuarto aún se mantenía en pie, pero los
bárbaros lo atacaban con dureza. Los que todavía eran capaces de caminar se
unieron en la matanza. El trol no podía hacer nada contra tal superioridad de
fuerzas; se tambaleaba y volvió a lanzar mandobles en derredor, pero terminó
cayendo con el hacha de uno de los enanos profundamente enterrada entre los
omóplatos.
—Hemos ganado —susurró una voz incorpórea.
Enseguida apareció el mensajero de los ojos amarillos en la linde del
bosque y detuvo su caballo ante los combatientes.
—Habéis conquistado el óvalo —dijo y tocó el cristal irisado con sus
dedos huesudos—. Se os otorga una recompensa. ¡BloodWork!
«¿BloodWork?». Sarius no entendió nada hasta que el bárbaro
gigantesco dio un paso al frente e hizo una reverencia al mensajero.
—Tu contribución resultó decisiva en la batalla. Te recompenso con un
casco de fuerza 27. Te protegerá de los venenos, los rayos y los encantamientos
que causan fiebres.
El mensajero le entregó a BloodWork el casco dorado con cuernos de
carnero. Con presteza, el bárbaro se quitó su sencillo casco de hierro y se
puso el brillante yelmo, con el que parecía aún más grande.
—Keskorian —continuó el mensajero y el bárbaro de menor estatura se
adelantó un paso—. Has dado cuanto has podido, sin embargo, titubeas a menudo.
Aun así te has ganado una recompensa: toma el viejo casco de BloodWork, es
mucho mejor que el tuyo.
Keskorian hizo lo que se le ordenó.
—¡Sarius! —llamó el mensajero.
«¿Tan pronto?». Se sorprendió: había llegado tarde a la pelea y no se
había lucido gran cosa. Con un sorprendente esfuerzo, consiguió levantarse. A
cada movimiento aumentaba el chirrido que lo torturaba. Su hombro volvió a
sangrar y una pequeña parte de su cinturón empezó a ponerse negra.
—Fue tu primera batalla y mostraste valentía en lugar de conformarte
con mirar. Yo valoro la valentía, por eso obtendrás lo que más necesitas: curación.
Toma esta pócima, te reestablecerá la salud y aumentará tu resistencia. Salud,
amigo.
Sarius miró la reluciente botella de un color áureo como el sol que
flotaba enfrente de él, la tomó y la abrió. Bebió.
Las manchas de sangre en su hombro desaparecieron al instante, su
cinturón brilló pleno de rojo y, «qué alivio», el sonido chirriante que salía
por su herida se esfumó. En ese momento regresó la música que había escuchado
en la torre. La melodía estaba repleta de promesas. De todo lo que siempre
había querido.
—Tengo una nueva hacha para Sapujapu, que por primera vez aguantó
hasta el final.
El enano dio un paso hacia delante, asió el arma y de inmediato dio
un paso atrás. Se hizo una pausa. El mensajero los miró a los ojos como si
estuviera pensando.
—¡Golor! —llamó a uno de los vampiros y le regaló veinticinco minutos
de invisibilidad; al segundo vampiro, LaCor, lo recompensó con veinticinco
monedas de oro.
Nurax, el hombre lobo, recibió un elogio y un arnés para el pecho;
Samira, la mujer gato, una espada doblemente fortificada. El mensajero
repartió pequeños y grandes obsequios a todos: al segundo enano le dio un
escudo hechizado con runas, un puñal ponzoñoso a Vulcanos, el elfo negro. Solo
faltaban el otro elfo negro y la mujer vampiro herida que yacía sobre la maleza
junto a Sarius.
—Lelant, te quedaste a la zaga. Fuiste cobarde, apenas diste tres
mandobles que no tuvieron efecto. No te ganaste ninguna recompensa y creo que
debo degradarte.
Lelant, el elfo negro de cabello oscuro, permaneció al borde del
claro, un poco oculto entre los árboles tras los que se escondió durante el
combate.
Sarius sintió una satisfacción extraña: no había sido especialmente
bueno, lo sabía, pero hubo otro peor que él.
—Te lo advierto, Lelant. El miedo no se paga. En la próxima batalla
espero tu voluntad, tu fuerza, tu corazón.
Hasta al final, el mensajero no se dirigió a la mujer vampiro.
—Jaquina. Estás casi muerta. Si te dejo aquí, fallecerás muy pronto.
Si eso es lo que deseas, prepárate para morir. Si no, sígueme.
Con gran esfuerzo, la mujer vampiro se puso de rodillas. La sangre que
manaba de sus heridas era negra. Se arrastró hacia el mensajero. Cuando estuvo
cerca, este la levantó y la cargó a lomos del caballo.
—Tenéis derecho a hacer una hoguera.
Emprendió el galope y se adentró en la oscuridad.
Sapujapu era el más rápido. Bastaron tres ramas y unas chispas rojas,
que lanzó con los dedos, para que la leña comenzara a arder en mitad del claro
del bosque. Inmediatamente, todos rodearon el fuego.
—¿Qué hará Jaquina? —preguntó Nurax.
—Lo de siempre —dijo Keskorian—. ¿A quién le preocupa? Cuando regrese
estará en cuarto nivel.
—Si regresa —replicó Sapujapu.
Se sentaron uno tras otro. Sarius estaba indeciso. Se sentía extraño,
no se encontraba a gusto. Aunque era muy probable que conociese a alguno, quizá
a todos, pero quién sabe…
—Tenemos a uno nuevo: Sarius —dijo Samira.
—Sí, otra vez un elfo negro —se burló BloodWork, que hasta ese momento
había permanecido callado—. Son como las moscas.
—Pero tienen mejor aspecto que los bárbaros —dijo Lelant.
—Cállate, fracasado.
Lelant guardó silencio y BloodWork le dedicó toda su atención a
Sarius.
—¿Por qué un elfo negro? ¿Nadie te dijo que ya teníamos suficientes?
—¿Y a ti qué te importa?
—Seguro que también eres un espía —continuó el bárbaro—, como todos
los de tu calaña.
—Soy un caballero. ¿Qué te parece si te llamo maldito?
El vampiro LaCor se deleitaba con sus palabras.
—¡Un caballero! Morirás antes de lo que imaginas. Sobre todo si
permites que BloodWork te ponga apodos —le dijo.
«¿Qué tiene de malo ser un caballero?». A Sarius le hubiera gustado
preguntárselo, pero no quería exponerse. Quizá el gnomo se lo habría dicho,
claro, si él le hubiera pedido consejo.
—¿Adonde se ha llevado el mensajero a Jaquina? —preguntó.
—Ya te enterarás —contestó Sapujapu con tono desdeñoso.
—¿Por qué no me lo dices?
—No puedo. Estás en nivel uno.
«Nivel uno, claro». Acababa de empezar, por eso los otros se
regodeaban viendo cómo se iba de bruces. O cómo mordía el polvo, en palabras de
LaCor. Observó con atención a Sapujapu y Samira, pero no encontró información
alguna sobre su nivel. ¿Por qué todos sabían que era un principiante?
Para ese momento, el tema de conversación ya había cambiado.
—¿Alguien sabe dónde está Drizzel?
—Ni idea. Quizás anda con otro grupo.
—O tiene que dar un salto de nivel.
—Yo creo que tiene cosas que hacer fuera.
El interés en Sarius se desvaneció. Aquello le alegró, aunque comenzó
a preguntarse quién era Drizzel y qué significaba tener que hacer algo
«fuera». Aunque no entendía todo lo que se estaba hablando, poco a poco empezó
a relajarse, envuelto con la embriagadora música que —como si fuera miel— lo
iba colmando lentamente. Se sentía cansado pero, al mismo tiempo, contento,
como si la siguiente contienda estuviera dispuesta para él.
Durante todo el tiempo Samira estuvo muy cerca de él. Sarius no podía
evitar la sensación de que ella quería decirle algo, pero no sabía cómo
abordarlo.
—El viejo sombrero de Blood es una porquería —protestó Keskorian,
malhumorado—. Hubiera preferido una espada mejor.
—Debiste hacer más —replicó Nurax.
—Sí, ya lo sé, pero mejor alégrate por tu arnés. Aunque te advierto,
también es una porquería. ¿Cuántos puntos de defensa te ganaste? ¿Catorce?
Hasta podrías hacerte uno de papel.
—¡Sí, cómo no! —se indignó Nurax—. Catorce resisten las flechas de
orcos… ¡Ayer me habrían costado casi toda la energía!
Sarius abandonó la discusión. Había comprendido que su jubón era un
problema: solo cinco puntos de defensa. «Esperemos que no haya orcos cerca».
—¡Por favor, mira el arnés de Blood! ¿Cuántos puntos de fuerza tiene?
BloodWork se tomó su tiempo para responder.
—Cincuenta y dos.
—No quiero saber lo que tuvo que hacer para obtenerlos —opinó
Sapujapu.
—Eso te importa un bledo —dijo el enorme bárbaro.
—¡Cuidado! El mensajero ya regañó a alguien por maldecir… a un enano,
yo vi cómo lo hacía.
Mientras Nurax hablaba, un nuevo personaje apareció ante la hoguera:
una elfa negra, con un arco largo cruzado a la espalda. A Sarius le recordó la
oscura y apretada trenza de Emily. La llamaron por su nombre: Arwen's Child.
—Hola, AC —saludó Nurax—. ¡Vaya, ya estás en el nivel tres!
Felicidades.
—Gracias, fue sencillo. ¿Hubo pelea?
—Acabamos de terminar —le informó Keskorian—. Cuatro troles, no fue
nada divertido. ¿Los conoces a todos? Seguro que a BloodWork sí, ¿o no?
—Sí, nos enfrentamos en un verdadero pandemónium. Hola, Blood.
El bárbaro no respondió. Permaneció inmóvil con la mirada fija en el
fuego.
—Aunque a LaCor no lo conozco, ni a Sapujapu, Samira y Sarius. Todos
los nombres empiezan por «sa», ¿está de moda?
—Son mejores que si los hubiéramos copiado de El señor de los
anillos —replicó Sarius, y se ganó la aprobación de Samira.
Arwen's Child se acercó a él.
—Tú eres un uno.
—Sí.
—¿Hay más unos por aquí?
—Hoy vi a cuatro —dijo Lelant.
Sarius ya casi se había olvidado del pequeño elfo negro. Lelant se
había tomado lo de «negro» en sentido estricto: su ropa era negra, su cabello
también y su cara tenía el color de un café con leche muy cargado. De manera
involuntaria, Sarius se preguntó si Colin no se escondería detrás de ese
personaje.
—Cada vez hay más unos. Aparte de Sarius, hoy vi a dos elfos negros,
una mujer lobo y un humano.
—Casi nunca hay humanos —dijo Sapujapu.
—Y son innecesarios —completó BloodWork.
A Sarius le habría encantado interrumpir y hacer algunas preguntas.
¿La piedra ovalada y giratoria era un cristal mágico? ¿Qué debería hacer para
que su frágil equipamiento pudiera sobrevivir a la próxima pelea? ¿Cómo podría
pasar más rápido al siguiente nivel? Porque siendo un uno, era como si fuese un
cero a la izquierda.
—¿Tenéis algún consejo que darme? —preguntó.
—Sí, intenta mantenerte con vida —dijo Nurax—. En la
pelea y mientras seas tan débil, lo mejor es que te quedes cerca de uno de los
personajes más fuertes.
—Pero luego uno no se los quita de
encima —dijo BloodWork—. Malditos elfos.
—¿Para qué diablos le das consejos al
nuevo? —rezongó Keskorian—. Somos enemigos, ¿ya se te ha olvidado? ¿Quieres
ganarte la recompensa o que se la gane él? Por mí que todos los nuevos se
mueran, ya somos demasiados.
—Es cierto —dijo BloodWork.
—¿Demasiados para qué? —preguntó
Sarius.
Después de la reprimenda, Nurax se quedó callado; pero Sapujapu ignoró
las objeciones de los bárbaros.
—Bueno, para la última pelea: el
combate contra Ortolan. Solo cinco o seis pueden sacar ventaja y ganarán, no
sé… algo así como la lotería. No te imaginas hasta qué punto BloodWork se
muere por conseguirla.
Con un solo golpe, el bárbaro mandó al suelo a Sapujapu. Una parte del
cinturón del enano se puso negra.
—A callar, idiotas. No tenéis ni idea
de lo que estáis diciendo.
BloodWork se apartó del fuego y se encaminó al límite del bosque.
Keskorian lo siguió como un perro tras su amo.
—¿Puede hacerlo? ¿Está permitido? —preguntó
Nurax algo alterado mientras Sapujapu se incorporaba tambaleándose.
—Eso parece. Si no lo estuviera, ya
habría aparecido uno de los gnomos del mensajero para advertírselo. Se
presentan por cualquier violación de las reglas —explicó Arwen's Child.
En ese preciso instante, algo salió cojeando de entre la maleza. Un
gnomo con piel color naranja que se parecía al de la torre.
«Ah —pensó Sarius—, hay problemas para el cachas».
Sin embargo, el gnomo no dijo ni una sola palabra sobre la tosquedad
de BloodWork.
—Noticias de su amo: los ladrones de sarcófagos saquearon los lugares
santos. Si los matáis, el botín será vuestro. ¡Comenzad, rápido!
Con una sacudida de manos apagó el fuego y se escondió entre los
arbustos.
«¿Y ahora qué hacemos?», quiso preguntar Sarius, pero ya no había
manera de conversar frente al fuego. ¿Los demás sabían dónde estaban los lugares
santos? Al parecer no,
pues caminaban en distintas direcciones: BloodWork se dirigió hacia la izquierda
entre la maleza, con Keskorian pegado a él. LaCor y Arwen's Child corrieron
hacia la derecha. Nurax, Golor y Lelant también desaparecieron como los bárbaros.
Para no quedarse atrás, Sarius permaneció cerca de Sapujapu. El enano
no podía caminar muy bien y el elfo contaba con la rapidez entre las
habilidades que había elegido. Se encaminaron directos hacia el bosque, donde
los recibieron la oscuridad y los ruidos amenazantes. Sarius se mantuvo junto a
Sapujapu; sin embargo, su resistencia disminuía con cada paso que daba.
¿Dependía de que fuera un uno? Parsimonioso, pero sin bajar el paso, Sapujapu
iba a trote. Si el elfo tuviera que descansar, el enano no lo esperaría. «¿Por
qué habría de hacerlo?».
Su barra de resistencia se hacía cada vez más corta. Sarius jadeaba,
la respiración cada vez era más rápida, empezó a tropezarse. «Si pudiera
descansar un poco…», pero el otro continuaba como una locomotora y Sarius no
quería quedarse atrás, solo. Siguió caminando sin quitar ojo a la barra azul.
Luego apareció una cuesta, no muy larga, apenas empinada, pero era
demasiado para él. Cayó al suelo. Su pecho se inflaba y desinflaba a toda
velocidad, mientras Sapujapu se perdía entre la maleza.
A lo lejos comenzaban a oírse ruidos de pelea —«Mira, BloodWork
encontró el camino correcto y le está haciendo un verdadero elogio a su
nombre»—. Poco a poco, Sarius empezó a levantarse. Se tambaleaba, estaba
exhausto. Comoquiera que fuese, ya conocía la dirección: seguiría los ruidos
de la contienda. Tal vez aún quedaban algunos ladrones de sarcófagos. «Bien».
Si no era así, no habría mucho que hacer.
Con enorme cuidado y sabiendo que tenía que preservar fuerzas, reanudó
la marcha. No pasó mucho tiempo antes de que, a su izquierda, apareciera la
negra muralla. Hizo una pausa, golpeó las piedras brillantes del muro con su
espada: ojalá hubiese un texto que lo pudiera ayudar.
El negro brillante se desmoronó, pero nada detrás, solo había
negrura. Sarius caminó a lo largo de la muralla que se adentraba en el bosque y
volvió a intentarlo. Solo encontró piedra negra, nada más. Con cierta
frustración, golpeó el tronco de un árbol y algo salió volando para alejarse
con lentos aletazos.
Al parecer, el pájaro no era la única criatura a la que Nick podía
asustar. En el follaje, un par de pasos más adelante, algo crujía y echaba
chispas. Espada en mano, corrió hacia la hojarasca lanzando tajos. Se escuchó
un grito y algo vibró.
Un ser tipo duende —con piel amarilla y arrugas de pergamino— saltó
entre las ramas. El hombro le sangraba horriblemente, pero no dejó de aferrar
los objetos brillantes que cargaba entre los brazos. Sarius fue tras él y
trató sin éxito de darle otra estocada. De pronto, el gnomo tiró algo que parecía
una bandeja de plata y siguió corriendo. Con el siguiente tajo, Sarius abrió
una herida profunda en la pierna del ladrón de sarcófagos, y este empezó a
gritar hasta caerse, aún sin soltar el botín. Sarius no esperó. Comenzó a
asentar al duende golpes con su espada hasta que este…
—¿Nick?
… ya no se movió más. Los brazos cayeron inertes a los lados: un
casco rodó al suelo, un pequeño puñal, un…
—¿Nick? ¿A qué juegas?
—Luego te explico.
… un amuleto y algo que parecía una greba. Apresurado, Sarius empezó
a recoger todo, pero había algo, había algo más…
—¿Es nuevo? ¿De dónde lo has sacado?
—Ya voy, ¿vale? ¡Dame un minuto!
… exacto. La bandeja que había dejado caer. ¿Dónde se habría quedado?
«Se le cayó, maldita sea, se le cayó». Pero tenía que encontrarla. Rebuscó
entre los arbustos…
—¿Ya has cenado?
—Demonios, mamá, ¿no puedes dejarme un minuto en paz?
… ahí está la bandeja. Había rodado contra un árbol. A su espalda se
escuchó un ruido tan fuerte que casi dolía. Se dio la vuelta.
Su madre había abierto la puerta.
Capítulo 6
El agua hervía en una gran olla. Su madre apoyaba los codos sobre la
encimera y hojeaba una revista de mujeres. A su vaso de vino tinto solo le
quedaba el último sorbo.
—Perdona por lo de antes —dijo Nick.
Con cierta calma, examinó a su madre: se había puesto dos mechas
anaranjadas en el cabello teñido de negro. Acababa de hacérselas y a él no le
gustaban.
—Hay pasta con salsa del supermercado —dijo ella sin levantar la
vista—. Hoy no puedo hacer más. ¿Qué era eso que estabas haciendo, como para
que te molestase tanto y te pusieras tan delicado? —preguntó después de
bostezar.
—Ah, nada. Lo siento, me porté como un idiota.
—Exacto —su madre se giró a mirarlo y le sonrió—. ¿Estaba
emocionante?
—Sí —se sintió obligado a contar algún detalle—. Ha sido la
adquisición de hoy, una aventura gráfica. No está nada mal, la verdad.
Su madre echó la pasta en el agua hirviendo.
—Espero que también hayas hecho los deberes.
—Claro —contestó mientras escondía su remordimiento tras una sonrisa.
23.00. El zumbido de la bombilla sobre el escritorio. Un coche que se
detiene en la siguiente calle. En el apartamento que huele a salsa de tomate
con ajo en polvosa tranquilidad es agobiante.
Después de la cena, Nick garabateó a toda prisa el ensayo de Inglés.
Luego encendió el ordenador e inició Erebos. Presa del nerviosismo, esperó
varios minutos a que desapareciera la pantalla negra y a que emergieran las
letras rojas. Se sintió aliviado al ver que comenzaba el juego; solo entonces
fue consciente de que había estado aguantando la respiración.
El paisaje nocturno le pareció extraño. No era el bosque donde hirió
al ladrón de sarcófagos, tampoco el escenario de la lucha contra el trol. Se
trataba de un paraje de arbustos con escasas colinas; por aquí y por allá, unos
cuantos árboles.
«¡El ladrón de sarcófagos!». Sarius se dio cuenta de que no había
comprobado si aún conservaba los tesoros robados. Observó su equipaje y suspiró
con alivio: ahí estaban la bandeja, el casco, el puñal y el amuleto. Quiso
ponerse el casco de inmediato pero, para su fastidio, no le valía.
Avanzó un tramo sobre el pasto crepitante. No tenía indicación de
ningún objetivo. Deseaba escuchar la música o voces, sin embargo solo se sentía
el leve hálito del viento nocturno y…
un lejano bisbiseo. En esta ocasión no vaciló y siguió el rumor hasta
encontrarse con un río que brillaba con un color azul claro un tanto irreal.
Sarius buscó una hoguera: sin hogueras no hay conversaciones y sin conversaciones
no hay información. El mismo podría encender una, ¿acaso no tenía la habilidad
para hacerlo? Quizá la luz atraería a alguien y entonces podrían conversar.
Sarius casi reventaba por las preguntas que no podía hacer. Pero entonces
recordó que Sapujapu prendió el fuego solo después de que el mensajero de ojos
amarillos se lo permitiese. «Mejor no saltarse las reglas».
Caminó mucho rato hasta que, en la lejanía, le pareció distinguir un
destello de luz. Se alegró pero, al mismo tiempo, sintió un malestar: «Sarius
está solo en el bosque». Se sentía muy vulnerable. Desenvainó su espada, un
segundo después se sintió ridículo y volvió a envainarla. Le parecía que se
delataba a cada paso que daba.
Cuando el fuego ya estaba a la vista, respiró con tranquilidad. El
ambiente parecía pacífico. Solo dos personajes estaban ante la luz
centelleante: un elfo negro y un vampiro. No conocía a ninguno de los dos.
—Hola, ¿tenéis sitio para alguien más?
El elfo negro, que se llamaba Xohoo, se movió un poco.
—Claro que hay sitio, hasta para un nivel uno. ¿Cómo te llamas…
Sarius? Mierda, eso suena a latín.
—No des información del mundo que está fuera de Erebos —le advirtió el
vampiro, cuyo nombre era Drizzel—. Si lo haces, el mensajero te dará tal
estacazo que ya no podrás volver a levantar una espada.
«Drizzel». A Sarius, el nombre le resultó familiar, pero no podía
recordar a cuenta de qué diablos lo había oído antes. Pensativo, contempló el
reluciente río azul.
—¿Puedo preguntaros algo?
Drizzel mostró los colmillos.
—Claro… pero ya veremos si recibes una respuesta.
Sarius se lo pensó antes de formular la pregunta.
—¿Por qué vosotros podéis ver que soy un uno y yo no puedo ver
vuestro nivel?
—Porque estamos más avanzados —le respondió Xohoo—. Uno siempre ve el
nivel de los más débiles.
—Entonces, ¿si fuera un dos reconocería a los unos?
—Exacto.
«Por fin una información útil». Contento, hizo la siguiente pregunta.
—¿Cómo puedo convertirme en un dos? En ningún lado puedo ver mi
puntuación o un marcador de avance.
—La cosa no va así. Tienes que esperar hasta que él piense que ya has
madurado lo suficiente.
—¿Él?
Esta vez Xohoo no respondió, y Drizzel asintió complacido.
—Vaya, por fin cierras la boca. Sabes que no debemos hablar demasiado.
—Pero no he descubierto ningún secreto —se defendió Xohoo mientras
comenzaban a oírse pasos al fondo.
Una bárbara se unió al pequeño grupo. Era mucho más alta que Sarius y
su faldita, que le llegaba por encima de los musculosos muslos, resultaba
absurdamente corta. Sobre los hombros cargaba un hacha enorme. Sarius examinó
su nombre: Tyrania. «Muy revelador».
—Aquí no pasa nada —dijo a modo de saludo—. ¿No tenemos ninguna
misión?
—No, ¿es que no lo ves? —respondió Xohoo.
—Bueno, ¿alguien tiene ganas de un duelo? —Tyrania tomó el hacha de
sus hombros y la hizo zumbar en el aire hasta formar un semicírculo, muy cerca
del pecho de Sarius.
Drizzel se mofó de su propuesta.
—¿Estás loca? ¡No estamos en la ciudad y mucho menos en la arena de
combate! Además, habría que ser imbécil para enredarse en un duelo con una
bárbara de tu calaña. Peléate con uno de los musculosos descerebrados. Algún
día se darán cuenta de que la energía vital no cae de los árbo…
El ataque llegó de repente y sin que el agua los advirtiera. Peor aún,
el agua los atacaba. La corriente, azul y brillante, se alzó en olas tan altas
como torres y formó enormes figuras de mujeres que saltaron a la orilla. Todo
quedó envuelto en una fantasmagórica luz azul.
Sarius desenvainó rápidamente su espada, aunque hubiera preferido
huir. «Es solo agua, solo agua». Por desgracia, sus estocadas hendían los
cuerpos de las atacantes como si fueran agua. Eran siete y mostraban una
tremenda superioridad sobre Tyrania, Drizzel y él. Xohoo había huido, ya no se
le veía.
El elfo decidió pelear contra la mujer de agua más pequeña. Blandió su
espada contra el cuerpo buscando una parte vulnerable, pero no la encontró. Su
acero, que solo producía chasquidos, traspasaba piernas, estómago y pecho. Por
mucho que quisiera no podía llegar más arriba. «Por lo menos no nos estamos
haciendo daño —pensó—: Yo no la hiero y ella tampoco a mí».
Al instante, la mujer dio un gran paso hacia Sarius. No, más bien
sobre él, y se quedó inmóvil. Su pierna lo envolvió como una brillante columna
de agua azul.
El penetrante chirrido regresó a sus oídos y le taladró el cerebro.
Sarius veía cómo se le iba la vida. «Me estoy ahogando», comprendió.
Dio un paso, uno más. Sin ningún esfuerzo, la giganta lo alcanzó. Lo
tenía rodeado, no podía escapar pese a los más desesperados tajos que lanzaba
en derredor. Tyrania también estaba acorralada, mientras que Drizzel intentaba
ponerse a resguardo escondiéndose entre los árboles. Sarius vio cómo
desaparecía en la oscuridad. Le hubiera gustado seguirlo, pero eso ya era
imposible. Las cinco atacantes que no encontraron adversarios volvieron a las
aguas. El chirrido en su cabeza ascendió a niveles insoportables.
«Magia de fuego —pensó Sarius—. Fuego contra agua». Tenía que pensar
cómo hacerlo; nunca había prendido fuego. Pero tenía que hacerlo, rápido: su
cinturón estaba casi completamente negro. «¡Rápido!».
El fuego siseaba, humeaba. Con un ruido de olas azotadas por un
temporal, la gigante de agua lo dejó libre y, derramándose, se perdió en el
río. Unos segundos después, lo mismo pasó con la de Tyrania. «Seguro que ha
copiado mi truco», pensó Sarius un poco ofendido.
Para su disgusto, el indicador de vida de Tyrania estaba mucho mejor
que el suyo: no había perdido ni siquiera la mitad de su energía vital. Él
tenía tan poca vida que ya no se atrevía a moverse. De todos modos, el agudo
sonido lo paralizaba, igual que había ocurrido durante el combate. Tal vez su
personaje desapareciera cuando se agotara la última franja roja de su cinturón.
«Eso no puede pasar por nada del mundo». No debía correr más riesgos. Sarius se
mantuvo de pie, inmóvil. Quién sabe, quizá bastaba con un tropezón para que
muriera.
Sin embargo, según todas las apariencias, no tenía derecho al
descanso. Alguien se acercaba, Sarius escuchó cascos de caballo. «¿Es solo
uno?, ¿o son varios?». Entonces decidió moverse, sacó su espada y a
hurtadillas se dirigió al límite del bosque. Por ahí había desaparecido
Drizzel, y él quería hacer lo mismo: no podía permitirse más valentía. «Maldita
sea, ¿por qué no puedo ser prudente?».
Cuando llegó a la sombra de los árboles reconoció el caballo acorazado
del mensajero.
—Sarius —le susurró una voz—. Acércate.
El mensajero detuvo su montura en el mismo lugar donde se había
extinguido la hoguera. Los ojos amarillos bajo la capucha observaban el
escondite de Sarius.
Titubeante, salió del amparo que le brindaban los árboles.
—Las hermanas de agua os atacaron con fuerza —dijo el mensajero.
—Sí.
—¿Tyrania y tú fuisteis los únicos que las hicieron frente?
—Sí.
—¿No había otro combatiente?
Sarius permaneció callado, fue Tyrania quien dio más información.
—Drizzel y Xohoo también estaban aquí, pero se largaron.
—¿De verdad?
El mensajero se giró hacia el bosque en el que ambos se habían
ocultado. Luego metió la mano bajo su capa y sacó una pequeña bolsa.
—Para ti, Tyrania. Son cuarenta monedas de oro, con las que deberías
comprarle un equipo mejor al comerciante más cercano. Si sigues el cauce del
río, llegarás a una pequeña aldea. Da igual si llegas muy tarde, despierta al
comerciante y dile que yo te envío. Para reponer tu salud, busca en la orilla
las hierbas con hojas rojas.
Tyrania cogió la bolsa con el oro y se esfumó.
—¿Sarius? —el mensajero se inclinó sobre su silla y estiró su mano
huesuda—. Para ti la cosa pinta más difícil… Tendrás que venir conmigo.
El gesto del mensajero llenó al elfo de desazón. De alguna manera le
pareció que pretendía algo.
—¿Quieres ayudarme? —preguntó, pero al segundo se arrepintió de sus
palabras. Le sonaron infantiles y tontas.
—Nos ayudaremos mutuamente —respondió el mensajero al tiempo que
estiraba su mano un poco más.
Como no tenía alternativa y era evidente que el mensajero no traía
ninguna pócima reparadora, tomó los huesudos dedos que se le ofrecían. El
mensajero lo subió al caballo que relinchaba, volvió grupas y partió al
galope.
Pronto Sarius se sintió mejor. El chirrido desapareció y escuchó de
nuevo la deliciosa música. Esta le decía que todo iba a ir bien y que nada
podía pasarle. Él era el héroe de la epopeya, aquí todo giraba a su alrededor.
Le alegraba haberse lanzado a la batalla contra las siete gigantas de agua en
vez de huir como Drizzel y Xohoo.
El corcel del mensajero era veloz. Galopaban a lo largo de un sendero
del bosque que se iba elevando poco a poco. Del margen derecho, los árboles
—que eran oscuros como agua sucia— se apartan de las grandes peñas. El
mensajero desvió su cabalgadura del camino y la dirigió hacia las rocas. Cuando
se encontraban cerca, el elfo descubrió en la piedra algunos dibujos tallados,
mensajes que era incapaz de descifrar.
Se detuvieron ante una cueva y desmontaron. El mensajero le señaló la
entrada y Sarius se adentró en ella. La inquietud que había hecho presa en él
al montar el caballo acorazado había desaparecido y no creyó que fuese a
regresar al entrar en la cueva, que era espaciosa como una catedral y donde
cada paso resonaba hasta perderse.
—Peleaste con valor —le dijo el mensajero.
—Gracias. Por lo menos lo intenté.
—Es una pena que hayas resultado tan malherido. No sobrevivirás otra
batalla.
No es que Sarius no lo supiera, pero por la forma en que lo dijo el
mensajero parecía como si el destino fuese ineludible. Todo parecía indicar
que Sarius estaba condenado a muerte. Tardó en responder y, al final, decidió
contestar con una pregunta.
—¿Nos ayudaremos mutuamente?
—Sí, esa era mi propuesta. Creo que ya no eres un novato y debes
prepararte para el segundo ritual.
Eso era más de lo que Sarius esperaba. «Después del ritual ascenderé
al nivel dos», supuso.
—Te voy a curar y te voy a dar más fuerza, más resistencia y un mejor
armamento —continuó el mensajero—. ¿Te interesa?
—Por supuesto —respondió Sarius.
Ahora solo faltaba la petición del mensajero, el precio que tendría
que pagar. Sin embargo, el mensajero guardó silencio y entrecruzó las larguísimas
falanges de sus dedos. Esperó.
—¿Y qué puedo hacer por ti? —preguntó el elfo, cuando la pausa le
pareció muy larga.
Los ojos amarillos de su interlocutor se iluminaron.
—Solo una bagatela, pero es importante: un recado.
Sarius, que esperaba verse obligado a vencer a un monstruo o a pelear
contra un dragón, no sabía si sentirse aliviado o decepcionado.
—Lo haré encantado.
—Me alegro. Mañana ve a Totteridge y entra en la iglesia de Saint
Andrew. Ahí encontrarás un antiquísimo tejo. Muy cerca descubrirás una caja
con la palabra Galaris. Está cerrada. No puedes abrirla… limítate a
guardarla en una bolsa. De ahí irás a la avenida que cruza sobre Dollis Road.
Al llegar, colocarás la caja en el matorral que se encuentra bajo uno de los
arcos cercanos a esa calle. Escóndela bien, nadie debe verla. Después vete sin
mirar atrás. ¿Has entendido lo que te he dicho?
Sarius miró al mensajero. No, no había entendido nada. ¿Totteridge y Dollis Road? «Están en Londres, no en el mundo de
Erebos. ¿O sí?». Titubeó, pensó y de nuevo preguntó para asegurarse:
—¿Tengo que hacer tu encargo en Londres? ¿En la realidad?
—Exactamente eso es lo quise decir… Aunque, claro, depende de qué
entiendas por «realidad».
El mensajero lo miró con ojos expectantes, pero a Sarius no se le
ocurrió ninguna respuesta. «Eso es una tontería. No voy a encontrar ninguna
caja en Saint Andrew, ¿cómo funciona el juego?». Por supuesto, podría afirmar
cualquier cosa, por ejemplo: mentir, asegurar que haría el encargo al pie de
la letra.
—De acuerdo. Lo haré.
—Me alegro. No esperes mucho tiempo. Nos vemos mañana antes del
mediodía. Para entonces ya debes haber cumplido mi encargo. Pero si me
decepcionas…
Por primera vez desde que se lo encontró, Sarius observó que el
mensajero sonreía. Parecía saber lo que pensaba el elfo.
—… si me decepcionas, este será nuestro último encuentro en
condiciones amistosas.
Con un gesto de despedida, el mensajero se dio la vuelta y partió.
Tras él se cerró el acceso a la cueva. Ninguna luz se filtraba por las
rendijas. Oscuridad. La negrura era tan impenetrable que Sarius ya no supo si
formaba parte de esa tiniebla o si ya había dejado de hacerlo.
Al final, todos moriremos. Qué raro que la
mayoría monte tanto escándalo por algo que pasará tarde o temprano. El tiempo
fluye como el agua y nosotros con él, por mucho que intentemos nadar contra la
corriente.
Qué bien se siente uno al darse por
vencido. Dejar pasar los días y las noches y no ver ni oír, ni sentir el andar
del mundo. Vivir en mi mundo, donde solo valen las reglas que yo impongo. No
tratar de perseguir innumerables objetivos sino solo tener uno, y seguirlo
firme y consecuentemente.
Ah, sí, consecuente. Yo ya no lo soy tanto,
bueno, sí soy consecuente. Lo que de mí se origina es bueno; es mucho mejor
que lo que soy. Una de las pocas cosas en la vida que para mí tiene sentido es
crear algo que lo sobrepase a uno mismo. Y que crezca. Que crezca.
Casi no me di cuenta. Fui desconsiderado cuando
dije que me daba igual cuánto durase la vida de las personas a mi alrededor. No
se trata de eso. Lo que sí es cierto es que a mí no me importa prolongarla, por
el contrario. Estoy aquí, sentado, puliendo mis herramientas con las que
acortaré lo que se tenga que acortar.Capítulo 7
Cualquier combinación de teclas resultó inútil. Con un suspiro, Nick
oprimió reset y el
ordenador se reinició. El tiempo que transcurrió antes de que se desplegara la
imagen del escritorio y
todo estuviera listo para el juego le pareció indescriptiblemente largo. Movió
los pies y miró el reloj:
1.48 AM. Por suerte,
mañana era sábado y
podría jugar con calma. «Claro, en caso de que Erebos abra… pero seguro que lo
hará». Si fuera necesario, podría crear un nuevo personaje. Le pareció una
buena idea. «Quizás un bárbaro o un vampiro». Los bárbaros tenían una
resistencia envidiable.
Buscó el icono de Erebos, una simple E, e hizo clic. En una
fracción de segundo, el cursor se convirtió en un reloj de arena pero después
recobró su forma de flecha. Eso fue todo. Nick hizo doble clic sobre la
E, extrajo el DVD y volvió a meterlo. Nada.
Dos veces reinició el ordenador antes de darse por vencido. Los demás
programas funcionaban sin problemas; Erebos era el único que no daba señales de
vida. «Maldita sea».
Se sentía demasiado nervioso como para irse a dormir. Ahí estaba,
sentado, perdiendo el tiempo… A la orilla del río azul o en la muralla negra se
iniciaban las batallas más emocionantes. Y, si no era así, por lo menos podría
estar frente a la hoguera y conversar con los otros.
Pero, al parecer, su copia del juego tenía un fallo grave, un
problema.
Entonces recordó a Colin pidiéndole consejos a Dan. Nick miraba cómo
su amigo se sometía a la voluntad de la abuelita tejedora y, a pesar de eso,
Dan no se los dio. «¿Su juego dejó de funcionar sin remedio en el mismo
punto?».
Molesto, abrió el Buscaminas y jugó tres partidas del tirón mientras
maldecía en voz alta. «Después de esto me iré a dormir. ¿Y si entro a la página
de Emily?». No, no tenía ánimo para hacerlo. No estaba lo suficientemente
relajado, ni romántico, ni curioso.
Contra su costumbre, Nick se despertó a las siete. Estaba nervioso,
como antes de un examen. Sintió los ojos pegados, ardientes. El solo hecho de
pensar en levantarse lo adormilaba. En realidad, no tenía por qué hacerlo. No
todavía. Escondió la cabeza bajo la almohada y trató de no pensar en nada,
pero se sorprendió repitiendo las combinaciones que había descubierto en
Erebos: ctrl+f para encender fuego, b para bloquear, space
para saltar, esc para escapar. Se preguntó si Colin estaría jugando en
ese momento. «No seas estúpido, está durmiendo. ¿Cuál será su alias? —Nick tuvo
una sospecha—. ¿Cómo se llamaba el elfo negro que se escondió durante el
combate contra los troles? Lelant… Sí, Lelant se quitó de en medio en la
batalla y Colin hace justo lo mismo cuando da por perdido el partido: se sale
del juego y no mueve un dedo».
En su mente, Nick registró a Colin como Lelant. «Bien». Pero todavía
era más interesante saber quién se escondía tras BloodWork… Probablemente uno
de los matones que merodeaban por los cubos de basura en el patio del
instituto para asustar a los chicos de once años. A casi ninguno lo conocía por
su nombre.
«¿Dan?». Fijo que Dan era un enano gordo como Sapujapu. O igual se
presentaba delgado y con buena planta, como vampiro, por ejemplo. O tal vez era
uno de los elfos negros, que eran demasiados, muy a pesar de Nick. Cualquiera
que fuese, lo reconocería por su fastidiosa manera de hablar, por su
fanfarronería y, en ese momento le daría un golpe con la espada.
Nick suspiró. No podía volver a conciliar el sueño con el juego
dándole vueltas en la cabeza. Se estiró, se sentó y balanceó sus piernas más
allá del borde de la cama.
Totteridge no estaba lejos. La Northern Line era su ruta de casa al
instituto. Aunque solo fuera para mantener las buenas maneras y a pesar de que
el juego ya no corría, podría ir a la iglesia de Saint Andrew.
Nick se sentó frente al ordenador y volvió a intentarlo. Obtuvo el
mismo resultado que antes de irse a dormir: Erebos no abrió.
Por suerte, la conexión a Internet funcionaba. En pocos minutos
encontró en los mapas de Google la ubicación de la iglesia de Saint Andrew,
también halló la imagen del tejo que por lo visto tenía dos mil años y que,
justo por eso, era el ser vivo más antiguo de Londres. «¡Vaya!». Sus ramas
estaban tan entramadas que en la pantalla parecían un enorme arbusto.
Hacía media hora que su padre se había ido a trabajar y su madre
seguramente dormiría hasta las diez. Nick se cepilló el pelo, lo sujetó en la
nuca y se puso la misma ropa del día anterior. Podía aprovechar la oportunidad
y traer el desayuno. Su madre iba a agradecer que apareciese con unos
pastelitos con topping de chocolate. Cogió una vieja bolsa de tela, la
metió en el bolsillo de su cazadora y le dejó una nota a su madre sobre la mesa
de la cocina: «Voy a llevarle algo a Colin, no tardo».
Cerró la puerta con tanto cuidado que ni siquiera él pudo escucharla.
Su madre no llamaría a Colin para comprobar que era cierto lo que había
escrito. Y, aunque lo hiciera, su amigo llevaba varios días sin contestar al
teléfono.
Nick se bajó en Totteridge & Whetstone y tuvo que esperar diez
minutos el autobús que lo llevaría a la iglesia siguiendo Totteridge Lane.
El tejo se veía a kilómetros de distancia. Pero, por desgracia, no se
encontraba tan solo como Nick lo imaginó a partir de la foto de Internet; por
el cementerio paseaba mucha gente: una pareja de ancianos, dos mujeres con
cochecitos de bebé, un jardinero. Ninguno de ellos se preocupó por Nick, aunque
se sentía estúpido por tener que buscar algo que estaba al pie del enorme
árbol, o algo que seguramente no estaba.
De pronto cobró conciencia de lo absurda que era su situación. ¿Por
qué estaba ahí?, ¿porque un personaje de una aventura gráfica le había ordenado
que buscara algo debajo de un árbol? «Dios mío, esto es ridículo». Al fin y al
cabo, nadie sabía lo que estaba haciendo. Podía limitarse a regresar a casa y
olvidarse de todo; podía desayunar con mamá y después salir a dar una vuelta
con Jamie. O jugar a un juego de ordenador más amigable.
Solo que el juego ya no arrancaba. «Ese maldito juego de mierda».
Para distraerse y darle algún sentido a su excursión matutina, Nick
dio una vuelta alrededor de Saint Andrew. Contempló el edificio de ladrillo
rojo con su blanca y cuadrada torre, y tomó una decisión: era estúpido regresar
a casa sin examinar el tejo.
A la sombra del árbol se erguían unas lápidas antiquísimas, estaban
ladeadas. «Qué animado», pensó Nick. Casi con respeto puso la mano sobre el
imponente tronco. ¿Cuántas personas harían falta para poder rodearlo?,
¿cuatro?, ¿quizá cinco? No costaba ningún esfuerzo esconder cosas en el
interior. Sin embargo, no había nada, al menos no a simple vista. Nick hundió
la mano en una oquedad del tronco y tocó la tierra que se había acumulado en el
interior. Dirigió su mirada hacia el suelo. Ahí tampoco había nada. «¿Y ahora
qué?».
Siguió caminando, se colocó bajo las pesadas ramas y miró la parte
trasera de la hendidura del árbol. Se agachó.
Un objeto cuadrado y de color café claro asomaba entre las plantas que
se arremolinaban contra la agrietada corteza del árbol. Nick revolvió los
tallos.
La caja tenía el tamaño de un libro grueso y el borde de sus esquinas
estaba envuelto con cinta adhesiva negra. Incrédulo, Nick la levantó, era
pesada. Ensimismado limpió la tierra que se le había adherido. Sobre la madera,
con letra manuscrita, se leía una sola palabra: «Galaris» y, abajo, una fecha:
18/03. Nick luchó contra la sensación de irrealidad.
El 18 de marzo era su cumpleaños.
Con la bolsa que contenía la caja sobre las piernas, Nick miró más
allá de la ventanilla del tren. Una parte de él estaba concentrada en no
pasarse de estación. Otra más importante, esencial, intentaba explicarse lo que
estaba pasando. Casi eran las dos de la mañana cuando el mensajero le pidió que
buscara la caja. ¿Ya estaba bajo el árbol en ese momento? Y, más importante:
¿cómo diablos llegó allí? ¿Por qué tenía escrita la fecha de su cumpleaños?
¿Qué significaba Galaris?
Más que nunca deseó aclarar sus dudas con Colin. Seguro que él conocía
mejor Erebos, claro, si también lo habían mandado al viejo tejo.
Se bajó en West Finchley. Tenía por delante unos quince minutos de
caminata, pero podía hacerla por la pradera. Conocía la zona, con cierta
frecuencia iban a pasear por allí. Era un paraíso para los corredores y los
dueños de perros. Mientras cruzaba un pequeño puente sobre el Dollis Brook,
sacó su móvil y marcó.
Antes de que sonara dos veces, Colin ya le había contestado. Nick estaba tan
sorprendido que por un momento olvidó para qué había llamado.
—¡Estoy ocupado! —le dijo Colin—. Si quieres hablar, podemos hacerlo
en el instituto. ¿Te parece?
—¡Espera! Quiero preguntarte algo sobre Erebos. Se trata… Me
encomendaron una tarea tan rara, he tenido que…
—Cállate, ¿quieres? —lo interrumpió—. Conoces las reglas, ¿o no? ¡No
divulgues ninguna información, ni siquiera entre tus amigos! No hables sobre el
contenido del juego. ¿Eres idiota, o qué?
Por un instante, Nick levantó los ojos hacia el cielo.
—Pero… es que… ¿te lo tomas tan en serio?
—Es serio. Guárdate
tus comentarios o te expulsarán antes de que puedas contar hasta tres.
Nick calló un instante. Pensar en que lo expulsarían lo incomodaba.
Lo humillaba.
—Yo… pensaba que… Olvídalo —dijo.
Cuando Colin le respondió, su tono sonaba conciliador.
—Lo siento, chaval, son las reglas. Y créeme, vale la pena seguirlas.
El juego es genial. Y cada vez se pone mucho mejor.
La bolsa con la misteriosa caja pesaba mucho para las manos de Nick.
—Estupendo. Bueno, pues…
—Aún llevas poco tiempo en el juego —Colin sonaba animado—. Pero ya
verás. Solo cumple las reglas… eso significa que nada de rumores.
Nick aprovechó el cambio de humor de su amigo para hacerle una última
pregunta.
—¿Alguna vez se te ha bloqueado el juego?
Colin se rió.
—¿Bloquearse? No. Pero sé a qué te refieres —bajó la voz como si
presintiera que alguien pudiera escucharlo—. A veces… simplemente no quiere.
Espera. Te pone a prueba. ¿Sabes algo?, a veces creo que está vivo.
Nick dejó atrás los pequeños parterres multicolores a ambos lados del
camino. El Dollis Brook corría sosegado junto a él, casi sin hacer ruido.
«"A veces creo que está vivo", muy gracioso, Colin».
El sol salió entre las nubes justo cuando entró al bosque. Se quedó
parado y giró la cara hacia los cálidos rayos. ¿Y si buscaba un lugar
tranquilo donde pudiera quitarle la cinta adhesiva a la caja con mucho
cuidado?, solo para echarle un ojo. «¿Solo para saber qué es lo que pesa
tanto?».
Nick dejó pasar a tres personas que iban trotando y miró a su
alrededor. Nadie lo veía.
Con una sensación de cosquilleo, Nick sacó la caja de la bolsa. Apenas
era del tamaño de una cajetilla de cigarrillos, pero pondría la mano en el
fuego por que no tenía nada que ver con el tabaco. Sostuvo la caja inclinada:
lo que estaba dentro resbaló hacia la izquierda. Era probable que fuese de
metal y no especialmente grande. Considerando el tiempo que necesitaba para
deslizarse de un extremo a otro, no ocupaba la mitad del recipiente.
Para probar, Nick metió una uña en uno de los bordes de la cinta
adhesiva. Estaba bastante pegada. Tardaría mucho en quitársela y podría dejarle
huellas. No era buena idea.
Unos ladridos furiosos distrajeron a Nick de sus pensamientos. Un
labrador y un pequeño perro cazador color canela aparecieron un par de metros
detrás de él y, por lo visto, no simpatizaban entre sí. Sus dueños tiraban de
las correas para separarlos.
Nick metió la caja en la bolsa y entró en el bosque acompañado por
los ladridos de uno de los perros.
No fue difícil encontrar Dollis Road: resaltaba por encima del bosque
y la calle; además, las vías de la Northern Line pasaban sobre ella. Un vagón
del metro corría bajo la luz del sol casi veinte metros por encima del suelo.
Bajo el puente, por el contrario, era terreno de sombras, húmedo.
El mensajero había hablado de uno de los arcos cercanos a la calle.
Cerca es relativo. Nick se decidió por la segunda columna de los arcos y
ocultó la caja bajo el pasto que crecía en exceso al pie del pilar de piedra.
Ahí podrían encontrarla, pero nadie se tropezaría con ella por casualidad.
Satisfecho, miró a su alrededor hasta que recordó las palabras del
mensajero. «Vete sin mirar atrás».
«¿Qué puede pasar?». Desde el punto de vista lógico, no podía ocurrir
nada: el juego no podía saber si había llevado a cabo su encargo y cómo lo
había hecho. Aunque, pensándolo bien, conocía su nombre, el escondite de la
caja y la palabra Galaris.
El paso de un tren provocó un gran estruendo sobre su cabeza. No debía
girarse. Aunque, en realidad, no existía la mínima razón para hacerlo. Quizá
solo era un delirio de persecución y Nick no había sentido que lo siguieran.
Dobló la pequeña bolsa de tela y la metió en su abrigo. Luego se fue
sin mirar hacia atrás.
Ya era casi mediodía cuando Nick regresó a su casa, traía una bolsa de
papel con cuatro pastelillos. Su madre ya iba por el segundo café.
—Nos quedamos de charla —murmuró Nick y dispuso los pastelillos en un
plato. Se moría de hambre.
—¿Quieres café?
—Sí, si se hace pronto.
La cafetera sacaba de quicio a su madre, pero ella, de reojo, miraba
con gula el plato de pastelillos.
—¿Son de topping de chocolate?
—Sí, los dos oscuros. Los de coco son míos.
Su madre le puso frente a la nariz una taza tamaño gigante de
capuchino con espuma. Nick devoró el primer pastelillo como si se estuviera
muriendo de hambre, y de un solo trago bebió la mitad del café.
—Por la tarde voy a ir a casa del tío Hank, está redecorando. Me iría
bien que vinieras conmigo. Papá tiene que sustituir a un compañero: tú eres el
único que puede subir la escalera hasta el techo, alguien tiene que pintarlo.
Nick tenía la boca llena, y aprovechó la circunstancia durante
algunos segundos.
—Me encantaría, en serio —dijo, con voz de lamento—. Pero en unos días
tengo que entregar un trabajo de Química… Es dificilísimo. Me sentiría fatal
si no estudio. Había pensado que hoy tendría tiempo…
La mirada de mamá era divertida y curiosa.
—¿Quieres estudiar Química? ¿No vas a ir al polideportivo ni al cine?
—Lo juro. Ni el polideportivo ni el cine entran en mis planes —Nick
sonrió a su madre con la conciencia tan limpia como la nieve inmaculada. Su
última frase, palabra por palabra, era una verdad absoluta.
Capítulo 8
Ordenador encendido, DVD
insertado. Auriculares puestos. Largos segundos de espera hasta que el programa
se puso en marcha.
—Sarius —le susurró una voz espectral.
Se hallaba en la misma cueva donde se encontró con el mensajero. Pero,
a diferencia de ayer, en esta ocasión la luz emana de las paredes, claras y
esmeriladas como cristal. «¿Cristal mágico?».
Cuando Sarius se agachó para recoger algo que parecía una moneda de
oro, el acceso a la cueva se abrió para dar paso al mensajero. El hombre
examinó al elfo con sus ojos amarillos.
—¿Cumpliste con el encargo?
—Sí.
—Solo por curiosidad: además de Galaris, ¿qué había escrito sobre la
caja?
—Números… 18/03.
—Bien, muy bien. Ahí está tu nuevo equipo: una coraza, un casco y una
espada decente. Sarius, estoy satisfecho contigo —dijo mientras señalaba hacia
una roca empotrada que tenía forma de mesa.
La curiosidad llevó a Sarius hacia allí. Su casco cobrizo resplandecía,
estaba adornado con el relieve de una cabeza de lobo que enseñaba los dientes.
Se sentía contento, los lobos eran uno de sus animales favoritos. Se puso la
coraza —«¡Nueve puntos de fuerza!»— y tomó la espada: era más larga y de un
metal más oscuro que la que tenía. «¡Esto ya es otra cosa!». Como una suerte de
coronación, se puso el casco de lobo.
—¿Estás satisfecho? —preguntó el mensajero.
Sarius asintió de todo corazón. Ya era un dos y tenía un aspecto
estupendo.
Pero eso no era todo. El mensajero ciñó su manto a su cuerpo enjuto.
—Esto es Erebos. Ya verás que los servicios bien cumplidos son
recompensados.
Dile a Nick
Dunmore que debe ocuparse de que ningún no iniciado invada este territorio,
después debe ir al patio interior de la casa de sus vecinos. La reja del pozo
de ventilación está suelta. Si la quita y mete la mano, encontrará algo.
«¿Encontrar algo?». Sarius no quería ir a ningún lado, solo anhelaba
comenzar y probar su nueva espada.
—¿Ahora mismo? —preguntó.
—Claro. Yo esperaré lo que sea necesario.
El mensajero se recostó contra la pared cristalina y cruzó los brazos
sobre su pecho.
Aplazamientos, solo aplazamientos. Nick se quitó los auriculares. Por
si acaso, cerró su habitación con llave. Si su madre lo descubría, le haría
preguntas incómodas. Y, para colmo, tendría que pasar frente a ella. Si le
preguntaba adónde iba, no podría darle ninguna respuesta razonable.
Lo mejor era acabar pronto. Salió a hurtadillas, abrió con muchísimo
cuidado la puerta y aguzó los oídos para distinguir los ruidos en el
apartamento. Alcanzaba a escuchar a medias las palabras de mamá en la cocina.
Estaba hablando por teléfono. Era una suerte inesperada. Nick caminó con
disimulo hacia la puerta del piso, a toda velocidad se puso las zapatillas de
deporte, cogió su abrigo y salió.
El patio interior de la casa vecina lucía un descuido acogedor. Varios
años atrás, alguien intentó plantar flores en la verde superficie, la mayoría
se habían marchitado. Lo que sobrevivió proliferaba sin ton ni son.
Frente a él había tres rejillas de ventilación, todas a la altura de
la rodilla. La primera estaba firmemente sujeta. Nick la sacudió un poco pero
no se movió un milímetro. Se asomó por uno de los huecos cuadrados: solo se
veía oscuridad y olía a humedad de sótano.
Por su parte, la segunda rejilla fue todo un descubrimiento: se veía
desprendida del muro y, cuando Nick intentó quitarla, no opuso resistencia. En
ese momento se preguntó qué le esperaba tras la abertura. ¿Otra vez una caja
con la fecha de su cumpleaños? ¿Otro encargo? ¿La recompensa que el mensajero
había mencionado?
«Chocolate —pensó Nick—. Ositos de goma como provisión para las largas
noches de Erebos». Palpó la abertura del lado derecho pero quitó su mano
inmediatamente. «Cobarde —se dijo—. ¿Qué te pasa? ¿Miedo a las ratas?
¡Contrólate, lo que está aquí pertenece al mundo real!».
Pese a sus pensamientos, sintió un escalofrío en la nuca cuando volvió
a meter la mano en el hueco. Al principio solo encontró suciedad, pero después
sintió un plástico. Lo cogió y sacó una bolsa amarilla de los grandes almacenes
Selfridges, que tenía algo blando dentro. Durante un instante, Nick pensó que
podía ser un uniforme de Erebos, como el que los jugadores portaban a partir
del segundo nivel; pero eso era a todas luces ridículo, aunque resultaba más
convincente que lo que en realidad extrajo de la bolsa: sobre la camiseta negra
estaba impreso en azul «Hell Froze Over» y, debajo, sonreía la cabeza del
diablo cubierta de hielo.
Durante unos segundos imperó el silencio. «Esto no puede estar
pasando», HFO era algo
que solo conocían él y su hermano; solo Finn y él sabían de la camiseta. Nick
estaba seguro de que no le había dicho una palabra de esto al mensajero, ni lo
había hablado delante de nadie. Echó un vistazo a la etiqueta de la talla: XXL. «Entonces sí podía conseguirse».
Llamaría a Finn. Seguro que había una explicación, probablemente fue
su hermano quien escondió la camiseta. Nick se la puso bajo la nariz. ¿A qué
olía?, ¿a la casa de Finn? No, solo a detergente y un poco a sótano húmedo.
¿Era posible que Finn jugara Erebos? Claro, ¿por qué no? A veces
ocurrían las casualidades más locas.
—¿Dónde te habías metido? —preguntó su madre cuando entró por la
puerta.
Por suerte, había sido lo bastante listo como para esconder la
camiseta dentro del abrigo.
—Fui a comprar chicles.
Hasta tenía un paquete abierto en el bolsillo, pero su madre no quiso
verlo.
Al regresar a su cuarto, Nick se aseguró de que el mensajero aún
estaba en su lugar. Lo miró antes de coger el móvil de la mesita de noche y
marcar el número de Finn.
—¡Hola, enano! Me alegro de oírte. ¿Qué pasa?
—Finn, ¿has recibido ya la camiseta de HFO?
Solo se escuchó una breve pausa.
—No, ya te lo dije. Por el momento es imposible, pero voy a seguir
intentándolo, ¿de acuerdo? No sabía que era tan importante.
—No, no, está bien. No te preocupes.
Finn no mentía, claro que no, ¿por qué iba a hacerlo?
—No te enfades, Nicky, pero tengo que colgar, hay mucha gente en la
tienda.
—Está bien. Espera, una cosa más: ¿últimamente estás jugando al
ordenador? ¿Alguna aventura gráfica?
—No, para nada. No tengo tiempo. ¡Inconvenientes de ser empresario!
—Finn se rió, colgó y dejó a Nick con más incertidumbre que antes de la
llamada.
El mensajero no parecía impaciente, al contrario. Despacio, como si
tuviera todo el tiempo del mundo, se apartó de la pared, y Sarius empezó a
moverse de nuevo.
—¿Encontraste tu recompensa?
—Sí, gracias.
—Espero que te haya gustado.
—Claro, cómo no. ¿Puedo preguntar algo?
Parecía que el mensajero vacilaba un poco.
—Dime.
—¿Cómo sabe él qué es lo que deseo? Nadie puede saberlo si yo no lo
digo.
—Ese es el poder de Erebos. Debes alegrarte de tenerlo de tu lado.
El mensajero inclinó la cabeza, una sonrisa desfiguró sus demacradas
facciones.
—Mientras no nos decepciones, estará de tu parte. Ahora dime, ¿qué te
apetece? Podrías ayudar a destruir una aldea de orcos, allí hay mucho oro que
recoger. También podrías buscar el pasaje secreto de la Ciudad Blanca, mañana
habrá combates en la arena. Es una oportunidad estupenda de convertir a un dos
en un tres. O tal vez hasta en un cuatro.
—¿Se puede?
—¡Por supuesto que se puede! En la arena se demuestra de qué madera es
el combatiente. Allí puedes ganar o perderlo todo. Claro, es mejor que ganes.
Cristales mágicos, armas, nivel. La última vez, en una sola pelea, un vampiro
llamado Drizzel le hizo perder tres niveles a otro vampiro llamado Blackspell.
—¿Se puede? —volvió a preguntar Sarius, contento de todas las
posibilidades que se le presentaban.
—Por supuesto.
La decisión de Sarius fue firme. «Al diablo con la aldea de los
orcos».
—Quiero ir a la Ciudad Blanca.
—Buena elección. Solo queda esperar que la encuentres a tiempo. La
inscripción para los combates termina mañana, cuando el reloj de la torre dé
las tres. Mucha suerte.
El mensajero se despidió haciéndole señas con sus largos y huesudos
dedos, y Sarius salió de la cueva a un florido prado bañado por el sol.
Nuevamente tendría que arreglárselas solo.
Árboles frondosos, arbustos floridos. Dio una vuelta pero no vio
ninguna señal de una ciudad blanca. Para no quedarse así, inmóvil, caminó hacia
delante. Una vez le dio buen resultado.
El gorjeo de los pájaros lo sacó de sus casillas. Aquello se parecía
más a un paseo campestre que a una atmósfera de aventuras. No vio ningún
pasaje secreto. Ni el montículo de un topo.
Sin embargo, allá, a lo lejos, algo yacía sobre la hierba: quizá era
un pedazo de tela, quizá una bandera. Se acercó, se agachó y se quedó helado.
Levantó un trozo de tela ensangrentada que aún goteaba. Una camisa.
A la distancia escuchó un ruido, semejante a un gruñir contenido.
Sarius dejó caer la camisa y echó a correr. Quiso alejarse del gruñido que no
sonaba ni a animal ni a humano, sino a una espantosa mezcla de ambos. Mientras
corría sobre una pequeña elevación descubrió que su resistencia era más
duradera.
Solo por casualidad le hizo frenar justo antes de caer en un cráter
que surgió de pronto en el borde de la colina. Sarius echó un vistazo a la
profundidad escabrosa, abrupta y nada tentadora. Tras él se escuchaba el
gruñido, cada vez era más fuerte y, a pesar de la curiosidad, no quiso saber
quién o qué lo originaba. Un poco más adelante encontró una escalera oxidada
que no inspiraba confianza alguna; sin embargo, era una seductora posibilidad
de escapar del ser que gruñía. Pensó en la camisa ensangrentada y, con mucho
cuidado, puso un pie en el primer escalón. Rechinó, pero súbitamente empezó a
sonar la deliciosa música y acopió el valor necesario para convencerse a sí
mismo de que iba por el camino correcto. Nada había que pudiera hacerle mal.
Siguió adelante, sin titubear, acompañado por la melodía, lleno de emoción por
lo que podría esperarlo al final de la escalera. Con cada peldaño que
descendía, todo se iba haciendo más oscuro. Cuando llegó al fondo solo
reconoció lo que las antorchas de las paredes alumbraban con luz crepitante:
muros, caminos, pasadizos y bifurcaciones abiertas en la áspera roca. Se
encontraba en un laberinto. Empezó a caminar al azar y, en unos cuantos
segundos, perdió la orientación.
Entre sus aparejos no tenía nada con lo que pudiera marcar las
paredes. Ni una tiza, ni un hilo. Lo único que podía hacer era raspar la roca
pero con mucho cuidado. «No con la espada nueva».
Cuando miró hacia arriba se percató de que la hendidura por donde
había entrado estaba muy lejos. La luz del día casi no llegaba hasta allí,
pero había antorchas prendidas en las paredes a intervalos irregulares. Entre
ellos, distintos niveles de oscuridad.
Sarius siguió caminando, sus pasos retumbaban. ¿Solo eran los suyos?
Se detuvo, el eco se agotó.
La música le dio fuerza para continuar adelante. En la primera bifurcación
optó al azar por el camino de la izquierda, pero inmediatamente se arrepintió:
la siguiente antorcha estaba demasiado lejos. Apresuró el paso para alcanzar
la luz pero se quedó inmóvil a unos cuantos pasos de ella. Algo brillaba en la
pared rocosa. «¿Un cristal mágico?». Sarius tocó el muro con ansiedad y al
hacerlo la cosa brillante se deshizo y se escurrió como una huella viscosa.
Asqueado, solo pudo girar el rostro. Por fin llegó a la siguiente antorcha.
Tras ella lo esperaba otra bifurcación. «¿A la derecha o la izquierda?».
Hacia la izquierda había más claridad. Torció la esquina con cautela,
con la espada bien agarrada. Cada paso retumbaba. Si aquí abajo había
monstruos, ya lo habían escuchado.
Sarius llegó a otro cruce de caminos. Una especie de intranquilidad
se apoderó de él. Desde luego, aún le sobraba mucho tiempo para inscribirse en
los combates en la arena; sin embargo, todo se veía igual. Rocas oscuras,
antorchas, charcos de agua. Nada más. «Ni siquiera hay un luchador por ningún
lado», pensó.
Al atravesar un cruce se tropezó con un cuerpo. El susto le llegó
hasta la punta de los dedos, saltó atrás tan rápido como pudo, volvió a ponerse
de pie, desenvainó su espada y la apuntó hacia el obstáculo que lo había hecho
tropezar.
«Una mujer gato». Sarius examinó su nombre: Aurora. Su cinturón solo
mostraba los últimos puntos rojos, el resto se hallaba negro como el carbón.
«No está muerta del todo». Al tocarla, movió ligeramente la mano. El elfo tardó
en entender lo que quería decirle. Prendió fuego.
—Gracias. Estoy a punto de morir. ¿Puedes ayudarme?
—¿Qué te ha pasado?
—Un escorpión gigante. Hay cuatro o cinco por aquí. Escoria; si te
pican, estás perdido.
«Un escorpión gigante». A Sarius la amenaza no le pareció pequeña.
—¿Somos los únicos aquí abajo?
—No… Hay un montón de gente. ¿Sabes curar?
Sarius reflexionó un momento. El escorpión debió de picarla tan fuerte
que su doloroso lamento era casi insoportable.
—Puedo… pero nunca lo he hecho.
—¡Maldita sea! Yo no puedo y tampoco sé cómo se hace.
«Debe hacerse igual que cuando prendí fuego», pensó Sarius y lo
intentó. No pasó mucho tiempo antes de que se viera un relámpago rojo. El
cinturón de Aurora comenzó a recobrar su color, pero el poder vital de Sarius
disminuyó de forma considerable. No contaba con eso, necesitaba cada chispa de
energía para no morir en el laberinto.
—Podías habérmelo dicho —reprendió a Aurora.
—¿Qué pasa? —la mujer gato ya estaba tan recuperada que pronto se
incorporó y tomó su arma: un látigo de nueve colas. «Qué apropiado».
—¡Que te has curado a mi costa!
—Tranquilízate. Te vas a recuperar. Es distinto a las heridas de
verdad.
Aún furioso, Sarius miró su cinturón: algo se movía. Milímetro a
milímetro, el gris se transformaba en rojo.
—¿También estás buscando la ciudad? —preguntó Aurora.
—Sí. No tenía ganas de pelearme con orcos.
—Yo tampoco. Aunque tal vez sean más agradables que los escorpiones.
Me dio tanto miedo que no te lo puedes ni imaginar.
De manera involuntaria, Sarius se preguntó si ya conocía a Aurora.
Claro, fuera de Erebos.
—¿Escuchaste el gruñido? Arriba, en la colina.
—Sí —dijo.
—¿Sabes de qué tipo de bichos se trata?
—No era ningún bicho, eran zombis. Me tocó deshacerme de dos de ellos
antes de bajar la escalera. Fue asqueroso, se deshacen cuando los golpeas.
Sarius no se arrepintió de no haber visto un zombi. Estaba seguro de
que haber bajado la escalera era lo correcto, solo así podía continuar con su
búsqueda. Sin embargo, en ese momento creyó escuchar algo: los resonantes
pasos de varias patas sobre el duro suelo de piedra.
—¿Aún eres un dos? —preguntó Aurora.
—¿Sí, y qué? ¿Tú qué eres?
Algo rugió sobre ellos como si se aproximara una tormenta.
—No puedo decirlo, conoces las reglas.
Los cortos pasos cada vez se aproximaban más. ¿Acaso ella no los escuchaba?
¿No le importaba lo que se oía?
—Por lo menos podías decirme quién está aquí abajo.
—Los verás muy pronto. Algunos que no conozco y otros que siempre han
estado aquí. Hace un rato vi a Nodhaggr, Duke y Nurax, además de a una tal Samira, con la que nunca me había
topado, y algún que otro
vampiro.
—A Samira la conozco —se apresuró a decir Sarius.
—Sí, ¿y qué? De todas formas se largó cuando…
El escorpión negro se movió como un rayo en el rincón que estaba
detrás de Aurora: era enorme y el golpeteo de sus patas era muy intenso.
Haciéndose a un lado, Sarius logró esquivar su curvado aguijón y blandió su
espada. «Si se acercara un poco, podría intentar cortarle las tenazas». Pero no
lo hizo, el animal estaba muy entretenido con Aurora. Ella lo descubrió
demasiado tarde, cuando se puso en posición de ataque y la pinchó. La mujer
gato cayó al suelo. «¿Aún tiene algo de rojo en su cinturón?». Sarius no tenía
tiempo para comprobarlo, ni ganas de volver a perder energía vital con ella. En
ese momento, creyó escuchar que el escorpión venía por el otro lado. La bestia
le cortaría el paso y él tendría que regresar…
No lo pensó demasiado tiempo. Ondeó su espada y asestó un golpe a la
tenaza izquierda. El sonido era idéntico al choque de metal contra metal. El
escorpión retrocedió un poco. Sarius enterró la espada en la diminuta cabeza,
el animal le lanzó golpes con sus tenazas y sacudió su aguijón por los aires.
Algo empezó a gotear de la punta; en el suelo había sangre, veneno o ambas
cosas que formaba un humeante charco en el piso de piedra.
Entonces, Sarius apuntó hacia el aguijón que se cernía muy cerca de su
cabeza. Al segundo intento le atinó. El escorpión se estremeció, reculó y huyó
por uno de los oscuros pozos del laberinto.
El elfo echó un último vistazo a la inmóvil Aurora y se alejó. «Ya la
ayudé una vez, con eso debe ser suficiente». Mientras corría miraba con mucha
atención a lo que había a su alrededor. «¿Por qué no escuchó al escorpión?».
Apenas tenía una vaga idea: estaba herida y quiso ahorrarse el doloroso
chillido en su cabeza. «Grave error». Por ese motivo, Sarius decidió escuchar
atentamente cualquier sonido. No se dejaría sorprender. No moriría como un
dos.
Había sentido un escorpión a su espalda. Hasta había podido oírlo. No
renunciaría a ninguno de sus sentidos, pero tampoco tenía una estrategia para
salir ileso del laberinto.
Respiró profundamente y aguzó el oído. Ningún ruido de pelea. Tampoco
se escuchaba el ruido de los pasos del escorpión que lo seguía. Estaba
nervioso. Poco a poco Sarius continuó, tomó el camino de la derecha y se
detuvo ante una bifurcación. ¿Alguien se podría morir de hambre en este laberinto?
Siguió a su instinto y se dirigió a la izquierda. Ahí, suspendido en
el muro, se encontraba un escorpión de aspecto arácnido: sus planchas dorsales
reflejaban la luz de la antorcha. Era más grande que el anterior. El bicho
movió su aguijón como si quisiera hipnotizarlo. Sarius no blandió su acero:
apuntó y lo clavó en el centro del cuerpo acorazado, ahí donde se unían las
planchas dorsales…
Se escuchó un ruido, un chillido horripilante. La espada desapareció
en la profundidad del cuerpo del animal, que intentaba como loco atrapar a
Sarius con sus tenazas. Era en vano: no se podía mover, la espada estaba muy
clavada. Los brazos del elfo temblaban. Sostener un escorpión era más pesado
que subir laderas. No quiso pensar en lo que pasaría cuando su resistencia se
agotara.
«Muérete —pensó—. Muérete de una vez».
En algún momento se detuvieron los estertores del animal, se desmayó,
su cola llena de púas cayó hacia un lado. Por fin logró sacar su arma. Lo que
no había tenido en cuenta es que los escorpiones muertos no pueden sostenerse
en las paredes. Cuando se percató de ello, casi fue demasiado tarde: tuvo que
saltar a un lado antes de que el animal le cayera encima y lo aplastara con
todo su peso. Yacía inmóvil, solo una de sus patas se sacudía de cuando en
cuando.
Sarius se sentó, apoyó la espalda contra la pared y miró fijamente al
escorpión. Puso atención para descubrir si otro ser de este tipo se acercaba,
pero —aunque se esforzó por escuchar— no oyó ningún eco. En cambio, volvía a
sonar la música en un tono tan bajo que apenas resultaba audible.
Era nueva, pero al mismo tiempo conocida. La música convenció a
Sarius de que no corría ningún peligro. Podía tomarse un tiempo para
contemplar a su contrincante derrotado y descubrió que podía desmembrarlo sin
mayor esfuerzo. «Quitarle las tenazas, por ejemplo». Las guardó junto con una
de las planchas dorsales. Dudó un poco sobre el aguijón venenoso. Quién sabe,
quizá le hiriese con solo tocarlo. Lo que menos deseaba era que volviera el
horrible y estridente quejido de dolor.
Tocó el aguijón con mucho cuidado, solo en el extremo. No pasó nada.
Con enorme cautela, lo desprendió y lo guardó entre sus pertenencias.
Una vez que retomó el camino, a unos cuantos pasos se encontró con un
elfo negro y lo reconoció nada más verlo: era Lelant, y desde la última vez que
se encontraron ya se había ganado un nuevo equipo. Balanceaba un mangual con
unos alarmantes y largos picos. Los dos se examinaron por un momento. Ninguno
prendió una hoguera. Sarius no quiso dar el primer paso. Todavía se sentía un
novato, apenas un simple dos. Además, solo había una cosa que le gustaría saber
de Lelant: si él era Colin. Pero si era o no Colin, jamás se lo revelaría, ni
aunque prendiera diez fuegos.
El escorpión tenía una pinta horrible: casi estaba deshecho. Sarius ni
siquiera deseaba tocar su carne rosa y grisácea, brillante y húmeda. Dio un
paso hacia Lelant, que permanecía inmóvil, como una sombra, recostado contra la
pared.
«¿A qué espera? ¿Quiere continuar el camino junto con Sarius? No
estaría mal, no debe de quedar mucho para la próxima batalla». Gritos, truenos
y golpes de metal resonaban en los pasillos del laberinto.
Sarius examinó su fuerza vital. No iba mal; ya había recuperado la
mayor parte de lo que le supuso curar a Aurora. Superó la pelea contra el
escorpión casi sin bajas, y nada como dirigirse a la siguiente contienda.
Lanzó una última mirada a Lelant, que se apartó de la pared y caminó alrededor
del escorpión que yacía en el suelo. Lo miró con atención. Tenía que
abastecerse con esas asquerosas provisiones. El escorpión le ofrecía siete
unidades de carne, pero Sarius no había querido ninguna de ellas.
El ruido de la lucha atrajo su atención. Se dejó guiar por el
estruendo y encontró un truculento y bajo pasaje sumido en la oscuridad, llegó
a un camino más ancho cuyas paredes parecían aterciopeladas, como si
estuvieran cubiertas de moho azul marino. En el siguiente cruce de caminos giró
a la derecha y se topó con un callejón. «Maldito laberinto». Contuvo su enfado
y en cuanto pudo cogió otra vez la vía de la derecha. El pasaje no tenía ni
siquiera una pequeña antorcha. Si algún escorpión andaba husmeando por ahí,
Sarius solo se daría cuenta de su presencia cuando le encajara el aguijón en la
espalda.
Sin embargo, todo parecía indicar que esa bifurcación era la correcta:
el sonido de la lucha le llegaban con más claridad que antes. También se oía el
golpeteo de las patas de un escorpión. Dio un paso en la oscuridad y sintió
una amenaza omnipresente. Levantó la espada y se giró de golpe. ¿Había algo
ahí, junto a él, detrás de él? No.
No había otro remedio: si quería seguir avanzando, debía decidirse a
hacerlo. Sostuvo el escudo muy cerca del cuerpo y desenvainó la espada; se
movía a tientas por la oscuridad.
Cuanto más se adentraba en el pasadizo, más parecía que se le echaban
encima las paredes. Al cabo de un rato, muy lejos de él, Sarius distinguió un
pequeño resplandor. Hacia allá tenía que ir. Con la sensación de casi haberlo
logrado, aceleró el paso… y se cayó. Reaccionó a la sensación de pánico blandiendo
su arma en la nada, y esperó que en cualquier momento lo atacaran, le hirieran
o llegara a sus oídos el ruido atormentador, pero nada de eso sucedió. Volvió a
ponerse de pie. La escasa luz le indicó que estaba solo, completamente solo.
Eso, por supuesto, sin contar con la cosa con la que había tropezado.
Se agachó. Reconoció huesos, unos mechones de cabellos rojizos, un
arco largo y dos flechas rotas. El cráneo que perteneció al esqueleto rodó un
poco más allá y se detuvo junto a la pared de piedra.
«¿Es uno de nosotros? No importa, solo hay que irse de aquí». Con desagrado
echó otra mirada al esqueleto y continuó su marcha hacia donde había más ruido
y luz. Más adelante había una pelea: enfrentarse a ella era mejor que la
incertidumbre y mucho mejor que la desierta oscuridad.
«¿Dónde se ha metido la luz?». Era imposible que desapareciera, ¿por
qué estaba inmóvil ante la pared? Se dio la vuelta. «Nunca vas a salir de
aquí». Volvió a pensar en la camisa ensangrentada que encontró en la hierba…
Si se hubiera quedado arriba, habría tenido que pelear con zombis, pero, por
lo menos habría sido bajo el sol.
Parecía que algo irradiaba una luz, una luz que dibujaba una sombra en
la pared. Al golpear con su espada se dio cuenta de que esa sombra era la suya
propia. El eco del golpe se perdió en la oscuridad de los pasajes.
El fragor de la batalla se escuchaba tan cerca, que los otros debían
encontrarse detrás del siguiente muro. Caminó a tientas siguiendo la pared,
contra la que rechinaba su coraza. De pronto, la pared desapareció. Sarius se
topó con un nicho y en él, por fin, un portón. Obviamente estaba cerrado. Lo
examinó, descubrió el cerrojo y lo abrió. Empujó la madera con todas sus fuerzas,
logró entreabrir la hoja y la luz entró a raudales por la rendija. El fragor
de la batalla era tan fuerte como nunca antes: frente a sus ojos aparecieron
piernas enfundadas en botas de piel, así como negras patas de escorpión que
golpeteaban contra el suelo.
Una parte de él, una gran parte, quería volver a cerrar el portón y
esperar hasta que todo se hubiera acabado. Nadie lo había visto, ¿o sí? Quizá
solo el mensajero que todo lo ve y todo lo sabe…
A Sarius le bastó con pensar en los ojos amarillos. Abrió el portón y
se lanzó hacia delante. Vio tres escorpiones y a seis, no, a siete
combatientes. ¿Conocía a alguno? No tuvo tiempo para detenerse a mirar, pues
uno de los escorpiones se apartó de su contrincante y corrió hacia él.
Retrocedió y se cercioró de que su espada apuntase en dirección del
agresor, cuya cola con su aguijón se hallaba bien erguida y se movía de aquí
para allá en busca de un punto vulnerable donde clavarse. Sarius asestó un
fuerte tajo al cuerpo del escorpión, y se escuchó un crujido. El segundo golpe
atinó en el ponzoñoso aguijón; aquello había ahuyentado al primer escorpión,
pero por desgracia no tuvo la misma suerte con este. Quizá Sarius no había dado
un buen golpe, pero aun así su adversario retrocedió un paso, solo para volver
al ataque con renovados bríos.
El elfo negro saltó a la derecha, y el aguijón pasó junto a él sin
tocarlo. Entonces aprovechó la oportunidad y una vez más lo atacó con su acero.
Por fin el bicho empezaba a tambalearse. Con un poco de suerte, Sarius podría
hundirle la espada como al otro escorpión que quedó atrás de la pared. Una de
las afiladas tenazas pasó zumbando alarmantemente cerca, y el elfo se agachó a
la espera del horripilante chirrido, pero el escorpión falló. Un empujón con el
arma y el caparazón cedió. El animal cayó a la derecha, Sarius persistió en su
ataque y le hundió la espada en la panza descubierta. Dio en el blanco. De
pronto, alguien apareció junto a él y clavó su alabarda en el escorpión.
Así como hacía un momento deseaba compañía, ahora ya no la quería. Era
una estúpida elfa negra quien pretendía ahora entrometerse en sus asuntos,
justo cuando ya había pasado la peor parte y lo que faltaba era tan fácil como
comer pastelillos. Su compañera de batalla no quería abandonar la presa. Su
arma debía de ser mucho más fuerte que la de Sarius, pues tres golpes bastaron
para que el escorpión quedara inmóvil sobre el suelo.
En su interior, el elfo se sentía furioso. Su espada estaba embadurnada
de esa sustancia gris y viscosa, y le asaltó el deseo de mezclarla con la
sangre de la elfa negra que se había entrometido en su combate y había
aprovechado para consumar la parte fácil. Como si hubiera necesitado ayuda.
Como si no lo hubiera logrado él solo.
Buscó su nombre. «Feniel, ¡vaya! Entrometida de pacotilla. ¿A qué
viene aquí en este momento?». A abalanzarse contra el escorpión ya muerto para
hacerlo carne picada. A diferencia de Sarius, ella no había tenido que
enfrentarse con el aguijón ni con las tenazas, y ahora —evidentemente— prefería
hurgar en lo que podía sacar del cadáver. «En serio, esto es de locos».
Victoria, susurró una voz
al oído de Sarius. Miró para todos lados. Había vencido en la lucha, pero los
otros combatientes de Erebos aún estaban muy ocupados. Al igual que Feniel,
descuartizaban a los escorpiones en trocitos y el elfo tuvo la sensación de que
se le estaba escapando algo.
Cuando escuchó los cascos del caballo supo perfectamente lo que le
esperaba. En ese instante entró al galope el corcel acorazado del mensajero, y
su jinete alzó la mano a modo de saludo.
—Habéis hecho un buen trabajo y una vez más recibiréis vuestra
recompensa. Creo que empezaré por Drizzel.
El vampiro, que aún escarbaba con los brazos hasta los codos en el
abdomen del escorpión, se levantó. Sarius se esforzó en no pensar en qué era lo
que escurría de las manos de Drizzel.
—Combatiste muy bien, aunque no con excelencia. Te daré un nuevo
escudo. También muy bueno. No excelente.
Drizzel cogió el escudo con sus manos pegajosas y lanzó el viejo a uno
de los pasajes del laberinto.
—Feniel.
La elfa negra se abrió paso delante de Sarius, echándolo a un lado.
—Veo con agrado que no lo piensas dos veces, tienes arrojo y consigues
lo que quieres obtener. Por eso has de hacer lo mismo con tu equipamiento. Aquí
tienes cincuenta monedas de oro. Decide libremente qué quieres comprar con
ellas.
Sarius tuvo que hacer un esfuerzo para no lanzar un tajo a Feniel. Esa
elfa se metió en su combate cuando casi había terminado y ahora la
recompensaban por hacerlo. «Esto es una tomadura de pelo».
—Sarius.
Dio un paso al frente. «Estuve magnífico, anda, acéptalo. Vamos,
admite que lo hice de coña para ser un dos».
—Saliste ileso de la batalla. Mi enhorabuena. Sin embargo, llegaste
tarde a la lucha y no mataste al escorpión tú solo. Aun así quiero
recompensarte. Voy a reforzar tu magia curativa. Ahora puedes dar más poder a
los demás.
Le molestó un poco que aquello fuera todo. «¿Y ya está? —Sarius miró
perplejo al mensajero—. ¿Qué tipo de recompensa es esa? Cuando uno cura
debilita su propia fuerza, ¿y ahora me voy a boicotear a mí mismo todavía
más?». No iba a usar esa estúpida magia, no estaba loco.
—Blackspell —el mensajero llamó al que le seguía. Un vampiro, al que
puso por las nubes, y al que regaló una espada de color rojo intenso y
traslúcida como vino oscuro. Sarius quería una de esas. Pero no, acababa de
recibir una nueva y maravillosa pócima mágica para curar y reforzar. «Me la ha
hecho buena».
¿Por qué estaba tan enfadado? También se sentía furioso con Nurax, el
hombre lobo, a quien el mensajero regaló un par de resistentes botas, y con
Grotok, el primer ser humano que se encontró en Erebos, quien recibió unos
rollos de pergamino.
Así como conocía a Nurax, Sarius también reconoció a la siguiente persona
que fue recompensada: Arwen's Child. Aunque tenía leves lesiones, recibió un
poco de pócima curativa y diez monedas de oro. Todo era mejor que la porquería
que le habían dado a él.
—¡Gagnar! —llamó el mensajero. Un hombre lagarto, envuelto en
andrajos y visiblemente malherido, salió arrastrándose de detrás de uno de los
escorpiones muertos—. Estuvo cerca, Gagnar. Si te quedas aquí, morirás. Ven
conmigo.
Gagnar intentó levantarse. En su desarrapado jubón y en su manchada
capucha Sarius reconoció con claridad el número uno. Estaba marcado en la tela
como si hubiera sido grabado a fuego. No podía quitarle la mirada de encima.
Por fin alguien que tenía menos idea que él. El hombre lagarto se dejó ayudar
para montar a lomos del caballo.
—Tenéis permitido hacer una hoguera —notificó el mensajero, luego
partió al galope.
El fuego de Sarius ya estaba ardiendo antes de que cualquiera pudiera
reaccionar. Arwen's Child y Blackspell se acercaron lentamente, los otros
volvieron hacia los cadáveres y hurgaron en ellos.
—¿Qué buscáis? —preguntó Sarius para empezar la conversación.
Blackspell guardó silencio, pero Arwen's Child dio la información de
buena gana.
—Cristales mágicos, claro.
—¿En los escorpiones muertos?
Sarius se quedó estupefacto. Ese era el último lugar donde los
buscaría. Aquello explicaba todo el alboroto que se traían Drizzel y
acompañantes. Sarius casi estuvo tentado a unírseles.
—¿Alguna vez has encontrado alguno? —preguntó a la elfa negra.
—Hasta ahora no. Son muy escasos, lo más preciado que puedas obtener
aquí. Una vez estuve presente cuando BloodWork sacó uno de una araña gigante.
Era azul. No tengo ni idea de lo que hizo con él.
Pensativo, Sarius contempló las altas llamas de la hoguera. ¿Cuándo
volvió a sonar la música? No se había dado cuenta, pero ahora estaba ahí y eso
le reconfortaba. Podría hacer frente a la siguiente batalla, así de fuerte se
sentía y en esta ocasión no permitiría que Feniel le hiciera a un lado.
—¿Sabes qué se puede hacer exactamente con los cristales?
Arwen's Child se tomó su tiempo antes de responderle.
—Los cristales pueden cumplir tus más grandes deseos. Incluso,
probablemente, devolver a la vida a los muertos. Y también te permiten entrar
al círculo privilegiado.
—¿Qué es eso del círculo privilegiado? —preguntó Sarius. Su ignorancia
no le molestaba en lo más mínimo. Eso era por la música; cada nota le hacía
sentirse como un rey. «Aquí eres el protagonista, los demás son solo actores de
reparto». Sin embargo, no obtuvo lo que buscaba: Blackspell intervino en la
conversación.
—Tienes que encontrar la respuesta por ti mismo. También nosotros
tuvimos que hacerlo.
—Está bien, solo era una pregunta.
Drizzel y Nurax se dieron por vencidos, abandonaron los cuerpos de los
escorpiones y se acercaron al fuego.
—Por lo menos podrían haberse lavado, llevan una pinta terriblemente
asquerosa —dijo Arwen's Child al tiempo que les daba la espalda.
Drizzel se situó a su derecha.
—Oye, Sarius, pensaba que ya estabas muerto. Que las gigantes azules
te habían liquidado en el río.
—Pues ya ves, aquí estoy.
—¿Y qué tal fue la carnicería?
—Lo sabrías si no te hubieras largado.
—Vaya, estás muy crecidito para ser solo un dos.
El elfo se quedó callado. Los demás podían ver cuál era su nivel, pero
él no podía ver el de ellos. De pronto se sintió indefenso.
—Déjale en paz o le contaré unas cuantas cosas que sé sobre ti —dijo
Arwen's Child.
—Hazlo. Ya sabes cuánto le gustan los cotillas al mensajero —replicó
el vampiro.
En ese instante Lelant apareció por la esquina. Se detuvo en seco y
con la rapidez de un relámpago sacó su mangual del cinto.
—Ay, maldita sea, una invasión de elfos —se lamentó Blackspell.
—Cállate —dijo Sarius.
Le gustó que Lelant anduviera por ahí. «Sé quién eres, amigo». Con un
gesto de invitación, se hizo a un lado para que Lelant se sentase junto a él.
Pero, al parecer, el otro no quería. Se mantuvo alejado de la fogata. Después
miró a Feniel y a Grotok, que aún estaban muy ocupados con los escorpiones
muertos. Se les acercó un poco, aunque volvió a cambiar de opinión y, así,
acabó acercándose al fuego. Sin embargo, se quedó tan lejos de Sarius como le
fue posible.
—Qué hay, Lelant —le saludó este.
—¿Esos dos buscan cristales mágicos? —preguntó el elfo en lugar de
saludar.
—Claro —dijo Blackspell—. Pero no tienen mucha suerte. Los bichos no
llevan nada dentro.
—Ajá, mala suerte. Conmigo fue distinto —Lelant escarbó con la mano en
su bolsillo y sacó un cristal que despedía una luz verde—. Genial, ¿no?
—¿De dónde la has sacado? —preguntó Arwen's Child.
—A ti qué te importa.
Sarius miró fijamente la piedra luminosa y sintió cómo empezaba a
enfurecerse. No tenía que preguntar de dónde procedía ese cristal. Ese era
su escorpión, su botín, se lo había dejado a Lelant y este se había aprovechado de él.
Era muy desagradable, y punto.
—Eres consciente de que esa piedra en realidad me pertenece, ¿verdad?
—No veo por qué.
—Porque solo yo aniquilé al escorpión, por eso. Si fueras justo,
renunciarías a ella.
—Sigue soñando. No estoy borracho.
Sarius ni siquiera supo cómo había desenvainado la espada. Ahora
estaba ahí, de pie, desconcertado. En realidad no quería atacar a Lelant, solo
quería recuperar el cristal que le pertenecía. «Si supieras quién soy,
sencillamente me lo darías».
—¡Eh, oye, no queremos duelos fuera de la ciudad! —exclamó Drizzel.
—¡Uy, qué miedo! ¡El dos quiere atacarme! —se burló Lelant—. Un roce
con la espada y el mensajero se cebará contigo. Anda, dame. Hazme el favor.
Por mera formalidad, Sarius apuntó con su espada el pecho de Lelant
durante algunos segundos antes de volver a envainarla. En el fondo, estaba
contento de haberse librado de la pelea.
—Sabes de sobra que el cristal no te pertenece.
—¿Por qué? ¿Tengo yo la culpa de que te hayas largado y solo te hayas
llevado el aguijón y las tenazas? ¡Deberíais haberlo visto! Le cortó las
tenazas al bicho y recargó su bolsa de adquisiciones con ellas. ¿Para qué las
quieres? ¿Para hacer manualidades?
Sarius clavó una mirada a Lelant. Su rostro era marrón oscuro, tenía
el pelo revuelto y los ojos negros relucían. «Me las vas a pagar, imbécil».
—Entonces quédatelo. Eres un gorrón cobarde.
—Pero un gorrón cobarde con un cristal mágico. ¿Alguien sabe en qué
dirección queda la ciudad?
—Pregúntale a tu cristal —dijo Sarius con acritud—. O, para variar,
esfuérzate un poco.
No aguardó la réplica de Lelant, solo dio la espalda a la hoguera,
echó a caminar hacia el primer pasaje del laberinto que vio ante sí y, sin más,
entró en él. Era mejor continuar solo que rodearse de idiotas.
Estuvo muy cerca de encontrar un cristal mágico, ¡muy cerca! En los
pasajes siempre está oscuro, pero cuando pensó en Lelant se sintió con fuerza
para continuar avanzando. Si se le aparecía un escorpión, lo haría papilla.
«Continúa, continúa». Aún tenía mucho tiempo para llegar a su destino y se
había propuesto librarse de los demás.
Para su total desconcierto, todos los pasillos se veían iguales. No
había ninguna señal para ir a la Ciudad Blanca. No se encontró con nadie, y
nadie lo atacó. Después de un rato que le pareció interminable, se detuvo. Su
furia se había reducido a la mínima expresión.
«¿Y ahora qué?». Se podría dar de bofetadas por su imprudencia. ¿Por
qué no le pidió por lo menos a Arwen's Child que lo acompañara? Ella estaba de
su lado, no debió haberla dejado plantada con los otros. Ahora podría hacer una
fogata y no se las tendría que arreglar solo.
Una vez más intentó orientarse. Debía de haber alguna señal. Quizá
piedrecitas blancas en las desviaciones correctas o las campanadas que resuenan
a cada hora. Aguzó el oído. Observó en todas las direcciones. Puso atención en
cada bifurcación. Y ahí, en el tercer desvío escuchó algo, no una campana,
sino un ruido de fondo. Solo que era casi silencioso, un punto de referencia.
Algo que se podía perseguir.
Cuanto más se fijaba en él, más claro le parecía a Sarius que lo
seguía. A pesar de su previsión, algo le dijo que no había peligro. Por un
momento se detuvo para intentar aclarar de dónde venía su certeza. Reconoció
que provenía de la música. Suavemente y sin que se diera cuenta, le cambió el
carácter; las notas le dieron consuelo y no le quedó duda de que se hallaba en
el camino correcto.
Minutos después, Sarius descubría de dónde provenía el murmullo: un
río subterráneo cuya agua apenas se vislumbraba negra a la luz de las
antorchas, pero que al acercarse parecía roja como la sangre.
Involuntariamente, empezó a imaginarse lo peor: campos de batalla,
gigantescos montones de cadáveres, rituales de sacrificio. De algún lado tenía
que venir la sangre. «¡Si es que es sangre!». Aún no podía saberlo a ciencia
cierta. El color del agua quizá se debiera a las piedras del fondo… pero eso no
importaba. De todos modos no iba a beber de allí, aunque un refuerzo no le
vendría nada mal.
Se detuvo en el borde pedregoso, justo ante la orilla del agua que
corría con regularidad y constancia como si fuera lineal, como si avanzara por
un canal. «Muchas veces, las ciudades se construyen a orillas de los ríos». Se
decidió a seguir ese camino como si fuera un hilo de Ariadna. Pero ¿río arriba
o río abajo? Examinó su alrededor en busca de alguna indicación, y al no
encontrar ninguna optó por continuar río arriba.
Al poco empezó a clarear. En la orilla del río relucían a distancias
regulares los rescoldos del fuego. «Parece un juego de niños». Sarius aceleró
el paso, agrandó la zancada al descubrir la ancha escalera que lo conduciría
hacia arriba, solo se detuvo un momento para revisar su barra de resistencia.
Tomó aire y comenzó a subir, la música a su alrededor lo festejaba, y la luz
diurna caía reparadora sobre él.
Cuando por fin llegó al monte, el paisaje que descubrió era
majestuoso. Muros, torres y níveos arcos marmóreos brillaban con la luz del
sol. Incluso las calles que conducían a la ciudad relumbraban.
Sarius ya no tenía prisa. Parecía que la ciudad solo lo esperaba a
él, que guardaba esa perspectiva solo para él, y caminó lentamente hacia ella.
A su llegada y delante del portón, los cuatro guardias bajaron sus
lanzas a modo de saludo, sonó una fanfarria, el heraldo barrigón que se
hallaba en lo alto de la muralla de la ciudad anunció la nueva:
—Sarius ha llegado. El caballero Sarius, perteneciente a la casta de
los elfos negros, entra en la Ciudad Blanca.
Capítulo 9
—¿Quieres más arroz? —su madre cogió el cucharón y sirvió con mucho
ánimo una abundante ración en el plato de Nick.
—No, gracias.
—¿No te gusta?… Qué raro en ti que solo estés revolviendo los pedazos
de carne.
Nick no podía concentrarse en las palabras de su madre. Sarius se
acababa de instalar en una de las posadas de la Ciudad Blanca, y el mesonero que estaba a cargo de
ella le ordenó que descansara durante tres horas. Tras ello, la pantalla volvió
a quedarse negra.
—¡Oye, tu madre te ha hecho una pregunta!
—Sí, papá, lo siento. Está buenísimo, es que estoy un poco cansado.
Su padre bebió un trago de cerveza y frunció el ceño.
—¡Pero si hoy ni siquiera has tenido clase!
—No, pero ha estado estudiando Química —dijo su madre para echarle una
mano—. Deberías alegrarte de que se tome los estudios en serio. Ayer hablé con
la señora Falkner; su hijo ya no aparece por casa y en el colegio no hace otra
cosa más que causar problemas…
De nuevo, el pensamiento de Nick voló a otra parte: aún no se había
inscrito en los combates en la arena. Ni siquiera sabía a qué lugar debía
acudir. ¿Qué pasaría si no encontraba el sitio correcto o si antes tenía que
llevar a cabo algún encargo? En ese caso tendría muy poco tiempo. Pero, de
momento, debía esperar casi una hora para cumplir el plazo de descanso. Su
madre se quedaría dormida frente al televisor, y su padre se iría a tomar su
tercera cerveza al bar. Le habría ido mejor que Sarius descansase más tarde,
después de medianoche, cuando Nick seguramente ya estaría muy cansado. Se
preguntó si los otros ya habrían encontrado el río rojo o si todavía estaban
perdidos en el laberinto.
Se frotó los ojos, le escocían. Mientras examinaba su equipamiento,
el mesonero le había hablado sobre las magníficas fraguas de armas que tenía la
Ciudad Blanca. Sin embargo, Sarius no tenía oro ni cristales mágicos, tampoco
sabía cómo iba a pagar la habitación de la posada, pero debía coger una. Fue
una orden explícita del mensajero.
«Maldito Lelant». El lunes Nick agarraría a Colin del cuello, «a ese
tramposo de mierda».
—¿… ya la próxima semana?
El repentino silencio que siguió a la pregunta le hizo saber a Nick
que era él quien debía responderla.
—Ay, lo siento, ¿qué decías?
—Te acabo de preguntar si tienes que entregar la próxima semana el
trabajo de Química. Por Dios, Nick, ¿qué te pasa?
La considerable barriga de su padre quedó contra el borde de la mesa
cuando, enfadado, se inclinó hacia delante.
—No me parece bien que te andes distrayendo en la conversación. Sobre
todo si estamos hablando de ti.
—Sí, lo siento —no hubo ninguna pregunta de por qué, a causa de qué,
con qué motivo—. Tengo que entregarlo la próxima semana, pero lo tengo bajo
control. ¿Qué tal te ha ido hoy en el trabajo?
Preguntarle a su padre sobre su trabajo era ir a lo seguro. Siempre
tenía algo que comentar: esta vez, un paciente le había metido al enfermero
Dunmore cinco libras en el bolsillo para que le llevara un pescado con patatas
fritas del restaurante más cercano.
—Pero el tipo tiene unos niveles de colesterol altísimos —explicó su
padre al tiempo que volvía a servirse del cocido de pollo—. Uno da por hecho
que la gente se da cuenta de cuando ha comido hasta reventar y acaba en el
hospital, pero nada de eso.
Nick sonrió automáticamente, solo deseaba regresar a la Ciudad Blanca.
—¿Puedo levantarme de la mesa?
—Claro —dijo la mujer.
—Antes ayuda a tu madre a recoger los platos —masculló su padre entre
bocado y bocado.
Con la velocidad de un rayo, Nick se levantó de la mesa, metió los
platos y los vasos en el lavavajillas a la carrera y subió de tres en tres las
escaleras para ir a su habitación. Ahí pasó lo que ya temía: intentó comenzar
con el juego y, obviamente, no funcionó. Le quedaban tres cuartos de hora que
podía aprovechar para estudiar Química, pero, al pensar en ello, se le erizó la
piel. «Vamos —trató de convencerse a sí mismo—. Aunque sea unas cuantas
fórmulas».
Sin embargo, justo en el momento en que abrió el libro y comenzaba a
luchar contra la oleada de mal humor que lo inundaba, su padre entró en su
cuarto.
—Olvidé por completo preguntarte si mañana puedes… ¡Oye, pero si es
verdad que estás estudiando!
—Pues sí.
—¿Difícil?
—Puedes jurarlo.
Su padre se quedó de pie, a su espalda, y lanzó una ojeada al libro
con un interés benévolo que se desvaneció en cuestión de segundos. No es que el
hombre fuese un genio en las cosas del instituto.
—¡Madre mía! En esto sí que no te puedo echar una mano, Nick.
—Está bien, papá. Tampoco tienes por qué hacerlo, yo me apaño.
Su padre le puso una mano sobre el hombro.
—Siento mucho haberte interrumpido. Estoy muy orgulloso de ti… ¿lo
sabías? Al menos uno de mis hijos llegará a ser alguien en la vida.
Nick reprimió el impulso de sacudirse la mano de encima y se mordió el
labio inferior. Justo después sintió cómo se retiraba el peso de su hombro.
—Voy al bar. No estudies hasta muy tarde.
Cerró la puerta tras de sí.
Faltaban cuarenta y tres minutos. Se frotó la cara con las manos antes
de inclinarse sobre el libro y concentrarse en las fórmulas. Si por lo menos
fuese capaz de redactar unos cuantos párrafos para su trabajo, sería
suficiente. Nick cerró los ojos y repasó lo que acababa de leer. «Qué lástima
que en la vida real no existan los cristales mágicos»; de verdad, él los
hubiera utilizado para aprobar Química. Jamás lograría un diez, nunca, nunca
podría hacerlo en esa asignatura.
Tomó un folio y escribió el título: «La identificación de aminoácidos
mediante la cromatografía de película fina».
—Vale —el primer paso ya estaba dado. Ahora necesitaba una
introducción. Aunque así no valía la pena trabajar. Si iba a escribir, por lo
menos tendría que hacerlo bien. Esto le llevaría mucho tiempo, lo mejor sería
intentarlo mañana, después del desayuno. Así no le estarían pasando escorpiones
por la cabeza y, tal vez, su enfado con Colin ya se habría apaciguado.
Nick echó un último vistazo a su libro y encendió el ordenador. Como
era habitual, navegó en la página deviantART de Emily, pero no había
nada nuevo. Por un momento se sintió decepcionado, pero luego se le ocurrió
algo. «¿Por qué no lo había pensado antes?». Abrió la página de Google y escribió
«Erebos» en el campo de búsqueda. Tenía que existir una página de la compañía
que lo creó, un foro, o tal vez hasta las actualizaciones para descargarlo,
consejos, trucos y todo lo demás.
En la primera posición, Nick encontró una notificación de Wikipedia.
«Ahí está, el juego es famoso». Hizo clic en el vínculo y leyó:
En la mitología griega, Erebos (Ἔρεϐος, del griego ἔρεβος, «oscuro») es el dios de la oscuridad y su
personificación. Según dice de manera explícita el poeta Hesíodo, Erebos surgió
del Caos al mismo tiempo que Gaia, Nyx, Tártaro y Eros. Como afirma Hesíodo,
primero fue el Caos (espacio absolutamente vacío), del cual emanaron las densas
tinieblas de la oscuridad, Erebos. Nyx y Erebos se aparearon y crearon junto
con el dormir y los sueños y el mal en el mundo: la perdición, la vejez, la
muerte, la discordia, la ira, la miseria y la renuncia; la némesis, las moiras
y las hespérides que aparecían como aspectos amenazantes de la diosa lunar,
pero también la alegría, la amistad (Filotes) y la compasión.
En
leyendas posteriores, Erebos era una parte del inframundo, el lugar a donde los
muertos tenían que ir nada más fallecer. Erebos se consideró asimismo sinónimo
del Hades, el dios griego del inframundo.
Nick leyó el texto dos veces y lo cerró. Seguramente sería muy
interesante para aquel a quien le gustase la mitología griega, pero para él no
tenía valor. «Por ningún lado hay un consejo». Continuó la búsqueda. Solo
encontraba vínculos sobre mitología griega; algunos sobre un grupo de Death
Metal. No fue sino el último vínculo el que arrebató a Nick un grito de
triunfo: «Erebos, el videojuego». Nada más. Esperanzado, hizo clic en la
página. Tardó un momento en abrirse. Letras rojas sobre un fondo negro:
Sarius, esta no ha sido una buena idea.
«¿Por qué no?», estuvo tentado de preguntar en un primer momento,
pero luego se percató de lo aterrador de la situación, cerró la ventana y cerró
el buscador como si pretendiera con ello cerrarle la puerta a alguien. No era
real, se lo había imaginado. No podía ser que la red hablara con él. Quizá
debería volver a abrir la página para cerciorarse de que se había equivocado.
«Seguro que sí…».
Sonó el móvil y a Nick casi le da un infarto. «¿No debería haber
cerrado la página?». Leyó un nombre familiar en la pantalla del móvil —«Jamie»—
y respiró aliviado.
—¡Hola! ¿Interrumpo? Suenas agitado.
—No. Todo bien.
—Vale. Oye, ¿tienes ganas de salir al campo con la bici? Hace años que
no lo hacemos y parece que vamos a tener buen tiempo.
Nick necesitó un instante para dar con un pretexto aceptable.
—Es muy buena idea pero… estoy liado con el trabajo de Química. Quiero
entregar un buen ensayo, no quiero arriesgarme.
—Oh —Jamie sonó decepcionado—. ¿Sabes qué te digo? Yo te ayudo. Vente
mañana a mi casa y juntos investigamos en Internet, ¡seguro que así terminas
antes!
«Mierda».
—No lo sé… Creo que me centro más cuando estoy solo. Y eso… bueno,
también es importante.
Nick apretó los ojos. «Dios, eso sí que ha sonado como una bola». Y
absurda además. Del otro lado de la línea escuchó un silencio desconcertante;
podía oír el ruido de la televisión de fondo.
—¿Estás hablando en serio? —preguntó Jamie después de una larga
pausa—. Hasta hace poco tenías otra idea. Aun así podemos… ¡ah, vaya!
—prorrumpió en carcajadas—. Nick, ¿por qué no me lo dices de una vez? Lo que
pasa es que tienes una cita y temes que tu amigo Jamie se burle de ti todo el
tiempo si me lo dices.
—Tonterías.
—Anda, no pasa nada. Diviértete y el lunes me cuentas todos los
detalles. Antes del próximo fin de semana voy a ligarme a Darleen… Podríamos
salir juntos los cuatro.
—¿Darleen? —preguntó Nick, interesado pese a su voluntad.
—Sí, la rubia de la orquesta del instituto. Es un año más pequeña que
nosotros, toca el clarinete, le gusta ponerse minifaldas vaqueras. Darleen. ¿Te
suena?
—Vagamente. Oye, tengo que colgar. Mi madre me está llamando.
La mentira le resbaló de los labios sin ningún problema: el reloj del
ordenador marcaba las nueve menos cinco. En un momento podría continuar con el
juego.
La habitación era austera, apenas tenía una pequeña ventana que no se
podía abrir. La cama rechinaba cada vez que se movía. Sarius temió que se
rompiera en cualquier momento y el posadero se la cobrara.
Comprobó con satisfacción que su poder de resistencia y su salud no
dejaban nada que desear. El descanso le había hecho bien.
Sin embargo, al acercarse a la puerta, se dio cuenta de que no se
hallaba solo en el cuarto: un gnomo tan blanco y sucio como la pared estaba
sentado en un banquito con los brazos apretados en torno a sus rodillas.
—¡Jo, Sarius, jo! —graznó y sonrió—. Tengo noticias del mensajero. Se puede
decir que yo soy el mensajero del mensajero.
Sarius examinó a su visitante de arriba abajo: su rostro, con la nariz
torcida, brillaba de alegría; sin embargo, el elfo no presintió nada bueno.
—Mi amo no aprueba tu curiosidad —empezó a decir el gnomo—, creo que
sabes de qué estoy hablando. Naturalmente entiende que quieras saber más sobre
Erebos, pero no le gusta que te andes informando a sus espaldas —se hurgó
entre los dientes con una de sus largas uñas, encontró algo verde y lo examinó
con detenimiento—. No obstante, está dispuesto a responder a tus preguntas.
¡Imagínate! Claro, también quiere hacerte algunas…
Con cierto asco, Sarius observó cómo su interlocutor volvió a meterse
la cosa verde en la boca para masticarla con deleite.
—¿Qué preguntas?
—Ah, muy sencillas… Por ejemplo, ¿Nick Dunmore conoce a alguien que se
llama Rashid Saleh?
Sarius se sorprendió. «¿De qué va esto?». Aunque, si las preguntas
del mensajero iban a ser tan sencillas, podía alegrarse.
—Sí, Nick lo conoce.
—Bien. ¿Nick sabe qué le gusta hacer a Rashid?
«Esa es muy fácil».
—Le encanta andar en patinete, escucha hip-hop y admira a Stephen
King.
El gnomo asintió contento sin dejar de masticar.
—Nick está muy bien informado. ¿Por casualidad sabe a qué le tiene
miedo Rashid?
«No. ¿Cómo podría saberlo? —pero había algo que una vez le llamó la
atención: Rashid le tenía miedo a las alturas—. Es verdad, un día fuimos los
del grupo del instituto al London Eye, a inmensa noria junto al Támesis, y
Rashid se puso blanco como la nieve. Además, estaba a punto de vomitar».
—No le gustan las alturas. Evita las torres y esas cosas.
El gnomo chasqueó la lengua.
—Eso coincide con lo que acabamos de saber. Gracias, Sarius. Mi amo
acepta disculpar tu exagerada curiosidad. Y, ahora, como compensación, te voy a
contar un secreto —se inclinó un poco hacia delante y le hizo un guiño a
Sarius—: Encontrarás la lista de participantes de los combates en la arena en
la taberna de Átropos. Saluda a la vieja de mi parte.
El gnomo saltó del banco, hizo una reverencia exageradamente cortés y
se largó. Sarius se puso su casco y se colgó el escudo a la espalda. Mientras
caminaba rumbo a la puerta, algo le vino a la mente: el gnomo blanco no había
respondido a ninguna de sus preguntas. El elfo ni siquiera había podido hacerle
una.
Las calles de la ciudad estaban muy animadas aunque ya era muy tarde.
Sarius se mantuvo en las vías más anchas y evitó los callejones oscuros que le
recordaban los pasadizos del laberinto. En cada esquina había farolas que
daban un tono dorado a las paredes color crema. Por aquí y por allá, se topó
con algún que otro combatiente; a algunos los conocía: a Sapujapu, por ejemplo,
o a LaCor. Sin embargo, le gustaría saber si Drizzel, Blackspell y Lelant
habían logrado encontrar el camino a la ciudad. «Seguro que sí. No pueden
haber tardado tanto tiempo en toparse con el río rojo». Aunque también era
posible que una horda de escorpiones gigantes los hubiera matado. La idea no le
disgustó.
Lástima que ya no tuviera oportunidad de preguntarle al gnomo por el
camino a la taberna de Átropos: aunque anduvo arriba y abajo por las
principales calles de la ciudad, no podía encontrarla. Necesitaba que alguien
le diese información. Pronto comprobó que las farolas no equivalían a las fogatas
de la selva: solo servían para alumbrar, no se prestaban para entablar una
conversación.
Hasta que vio a un enano agobiado que intentaba abrir una pesada
puerta de madera no se le ocurrió que podría entrar a cualquiera de las tiendas
que se hallaban a los lados del camino. «Carnicería», vio escrito en letras
grandes en el tablón de madera clavado en la parte superior.
Algunos minutos después, Sarius entraba en una tienda de cachivaches
cuyos estantes estaban atiborrados de rarezas. Su mirada se fijó en el cráneo
de un vampiro que pendía de la pared, sus colmillos tenían colgados unos
ovillos de hilo. «Este es el lugar correcto. Seguramente los ovillos también se
pueden montar en los aguijones de los escorpiones». Del rincón más oscuro del
almacén salió arrastrando los pies un hombre con barba gris.
—¿Quieres comprar o vender? —preguntó sin saludarlo.
—Vender —respondió Sarius.
Abrió el paquete de sus pertenencias y sacó las dos tenazas, las
planchas dorsales y el aguijón, y los puso sobre el mostrador. El paquete
volvió a encenderse, quizá podría comprar uno de los cristales mágicos.
—Ah. Un bicho en pedacitos, ¿no? —constató el comerciante—. No se
paga mucho por él. Tal vez solo por las tenazas, si todavía tienen veneno.
Examinó el aguijón negro y retorcido con una lente de aumento.
—¿Cuánto me da por él? —preguntó Sarius—. Me interesaría un cristal
mágico, por ejemplo.
El vendedor levantó la mirada.
—Los cristales mágicos no se pueden comprar. Se encuentran. O se
regalan. Por el aguijón te daré tres monedas de oro; por el resto, otras dos.
No sonó a una buena cantidad… Tras la pelea contra las hermanas de
agua, Tyrania había recibido cuarenta monedas de oro.
—Es muy poco —dijo, pero después tuvo una idea—. Quiero diez monedas
de oro, si no puede dármelas, me llevo mis cosas.
El comerciante miró los pedazos de escorpión y a Sarius una y otra
vez.
—Máximo seis.
Acordaron siete y Sarius salió emocionado pensando que había logrado
un buen arreglo. Sin embargo, muy pronto perdió la emoción al ver que, dos
escaparates más allá, un aguijón de escorpión se vendía por cincuenta y cinco
monedas de oro. Además, en el calor de la negociación, se le había olvidado
preguntar por el camino a la taberna.
Por suerte, en la siguiente tienda, una zapatería en donde se vendían
botas a prueba de venenos —que tintineaban y relucían listas—, le dieron
información de buena gana.
Como le recomendaron, tomó la tercera bifurcación hacia la izquierda,
y se quedó inmóvil frente a una puerta destartalada y con el barniz ajado. El
letrero tenía unas tijeras abiertas y debajo habían escrito: El Ultimo Corte.
Dentro estaba un poco más oscuro que en la calle. Los quinqués sobre
las mesas apenas alumbraban estas y las manos de quienes se hallaban allí
sentados. Los rostros se encontraban ocultos en la oscuridad.
Sarius se paró frente a la barra, tras la cual había una mujer muy
anciana que no le prestó atención. Recorría las vetas de la madera con sus
torcidos dedos y murmuraba para sus adentros.
—Me gustaría inscribirme en los combates en la arena —dijo Sarius. La
anciana se giró a verlo durante un instante, pero no le respondió—. ¿Dónde
encuentro la lista para inscribirme en las luchas? —volvió a preguntar—. Usted
es Átropos, ¿verdad?
La mención de su nombre pareció despertar a la vieja mesonera.
—Sí, esa soy yo. La lista está en el sótano —examinó a Sarius de
arriba abajo—. ¿De verdad quieres apuntarte al combate?
—Sí.
—¿Siendo un dos? Eso no es muy inteligente que digamos. Pero hazlo… si
así lo quieres. A mí me da igual —dijo y de nuevo se puso a examinar las vetas
de la madera de la barra.
Sarius encontró una escalera que conducía a la parte de abajo. En el
sótano había más luz que arriba, pues en la chimenea ardía un buen fuego que
iluminaba los arcos de la bóveda. No le resultó difícil encontrar la lista:
estaba pegada en la pared y un soldado la custodiaba. Cuando el elfo se acercó,
el hombre se dirigió a él:
—¿Vienes a inscribirte?
—Sí.
—¿Cómo te llamas?
—Sarius.
Levantó la cabeza por encima del soldado para echar un vistazo a la
lista y pudo reconocer algunos de los nombres: BloodWork, Xohoo, Keskorian,
Sapujapu, Tyrania. «Ningún Lelant, por lo que puedo ver». Tampoco estaba
ninguno de los que coincidieron con él en el laberinto.
—¿Con qué arma quieres presentarte en las luchas?
—Con espada.
El soldado escribió algo en un libro.
—Por lo visto, eres un dos.
Sarius estaba harto de que siempre le dijeran lo mismo.
—Sí, ¿hay algún problema? No hace mucho que comencé. Por eso quiero
participar en las luchas. Para ganar terreno.
En la parte trasera de la bóveda del sótano se movió algo. Un hombre
de elevada estatura con cabello largo y negro se levantó de su silla y se puso
a la luz del fuego que iluminaba la sala.
—Si tienes tanta prisa por ganar terreno, enfréntate conmigo.
Batámonos en duelo.
La mirada de quien lo desafiaba lo turbó de una manera extraña. Había
algo muy raro en él. ¿A quién le recordaba? El escalofrío que le recorrió de
arriba abajo le permitió descubrir que el extraño combatiente se parecía mucho
a un Nick Dunmore diez años mayor. El mismo pelo oscuro y liso, los ojos
pequeños, el hoyuelo del mentón. Era su rostro, solo que más maduro y cubierto
con una ligera sombra de barba. El nombre del combatiente era LordNick. «Es
imposible que se trate de una casualidad».
—¿Y bien? ¿Aceptas o no?
—Si está permitido aquí…
«Es ridículo que no conozca el nivel de LordNick. ¿Qué pasa si es un
siete o un ocho? A lo mejor solo es un tres, y quizá Sarius tenga alguna
posibilidad». Entonces recordó cómo había acabado con el escorpión y sintió que
se llenaba de optimismo.
—Se permiten los duelos en las tabernas —aclaró el soldado, a quien
la perspectiva de una pelea le bastó para desatender su lista—. Pero es el más
débil el que debe retar al más fuerte…
Eso significaba que el requerimiento del duelo debía proceder de
Sarius.
Y este no estaba seguro de que quisiera hacerlo. Hasta ahora solo
había luchado contra monstruos, nunca contra otros combatientes. Por otro lado,
si quería enfrentarse en la arena, no perdía nada por tener una pelea de
prueba.
—Vale. Reto a un duelo a LordNick.
—¡Excelente, pequeño! —dijo su adversario.
«Bien puede reírse —pensó Sarius—, a fin de cuentas ve que solo soy un
dos». Así que retrocedió ante LordNick, que lo tenía justo en la mira.
—¿Qué apostamos en la pelea? A mí me gusta tu casco de lobo, ¿qué te
parece jugártelo? Yo apuesto mi escudo, que tiene treinta puntos de defensa.
—Ni de broma voy a arriesgar el casco.
«Ni siquiera si me revelas quién eres y por qué te pareces a mí».
—Entonces ¿qué?
Sarius repasó a toda velocidad su listado de objetos.
—Cuatro monedas de oro.
—¿Qué? Eso no vale la pena.
El personaje que le pareció tan poco digno de confianza regresó a su
mesa.
—Claro que vale la pena —objetó el soldado—. En cualquier lucha en
que se obtenga la victoria se gana experiencia y energía vital. No debéis
olvidar eso.
LordNick, que estaba a punto de sentarse, se detuvo en seco.
—Está bien, me vale, que sean cuatro monedas de oro.
Se pusieron en posición ante la chimenea. Sarius no podía quitarle la
mirada de encima al rostro de LordNick: era como si tuviese que pelear consigo
mismo. No fue de extrañar que el primer golpe de su contrincante resultara
certero. El elfo negro levantó su escudo con rapidez, pero ya era demasiado
tarde: la espada de LordNick le hirió en un costado. De inmediato, el chirrido
cobró intensidad.
No tuvo tiempo de examinar su cinturón. Sarius debía confiar en que
sobreviviría a otro ataque. Se lanzó sobre su adversario y le asestó un primer
tajo en el casco y un segundo en el muslo. «¡Ahí!». El cinturón de LordNick ya
tenía una parte negra. Aun así, el triunfo de Sarius no duró mucho. Su adversario
lo golpeó cruzando el escudo a la altura del pecho y le dio una estocada en el
estómago. Sarius cayó al suelo. El chirrido de la herida dolía, dolía mucho,
muchísimo.
—¡Alto!
Una sombra surgió entre ambos. Era el soldado.
—Sarius tiene una grave lesión. Ha de decidir si continúa luchando o
si se rinde.
Ya no había mucho que decidir. El elfo apenas podría mantenerse en
pie, el chirrido en su cabeza resonaba como una sierra de carpintero. Aunque le
gustaría detenerlo, no se atrevió porque podría perder alguna advertencia.
Alguna indicación, algo importante.
—Me rindo.
LordNick se irguió triunfante sobre él.
—Entonces saca las cuatro monedas de oro.
Sarius abrió su bolsa de pertenencias, sabiendo que no debía hacer
ningún movimiento en falso que pudiera causarle más dolor. Entregó la suma
requerida. Ahora solo le quedaban tres monedas. Muy pronto tendría que dar un
valor monetario a los objetos que consiguió de los ladrones de sarcófagos, si
es que podía lograrlo. El último resto de rojo en su cinturón era ridículamente
pequeño.
Miró hacia donde se encontraban algunas mesas y sillas, semiocultas en
la penumbra. LordNick se volvió a sentar ahí. De una de las mesas se levantó un
personaje con un solo movimiento. Bajo la capucha que ensombrecía al rostro,
Sarius descubrió los bien conocidos ojos amarillos.
—Lección uno —instruyó el mensajero—: Nunca desafíes a un
contrincante del que no sabes nada. Solo debes pelear con aquellos a quienes ya
hayas visto guerrear alguna vez.
Caminó hacia Sarius, se arrodilló y le puso una mano sobre la cabeza.
El ruido atroz de la sierra de carpintero empezó a disminuir.
—Lección dos: pelea solo por cosas que valgan la pena. Cuatro monedas
de oro es algo ridículo. Y ahora levántate.
Le acercó su mano huesuda, esa mano cuyos dedos recordaron a Sarius
las patas de los escorpiones, pero de todas maneras se aferró a ella.
—Tenemos algo de qué hablar. Acompáñame.
El mensajero le condujo a una habitación cercana; en el centro, una
mesa redonda y, sobre ella, una única vela. Se sentaron.
—Otra vez necesitas curación —dijo el mensajero—. Seguramente
recuerdas muy bien las reglas que rigen este mundo: aquí solo tienes una vida,
una sola vida. Me parece que no prestas mucha atención a esto.
Sarius no encontró ninguna respuesta apropiada y guardó silencio.
Parecía que no era tan fácil quedar bien con el mensajero: reprendía tanto a
los que se protegían como a los que lo arriesgaban todo.
—No me malinterpretes, valoro tu coraje —dijo el mensajero como si
hubiera escuchado los pensamientos de Sarius—. Por eso estoy aquí, para
ayudarte.
Colocó una pequeña botella con un líquido amarillo intenso sobre la
mesa. El elfo reconoció la pócima curativa que había recibido tras la pelea
contra los troles.
—Me gustaría dártela con mucho gusto. Sabes que mañana comienzan los
combates en la arena. No los hay todos los días. Quien quiere seguir adelante
debe estar ahí.
—Yo también quiero —respondió Sarius.
—Bien.
El mensajero se inclinó hacia delante como si pretendiera contarle un
secreto y, al mismo tiempo, evitar que alguien más lo escuchara.
—Los combates comienzan a mediodía. Quien se ha registrado debe estar
a esta hora en la arena. ¡Pon mucho cuidado en no perderte el comienzo porque,
si lo haces, no te dejarán entrar más tarde!
—Muy bien —respondió Sarius y estiró la mano para tomar la botellita.
—Espera un momento.
Los ojos amarillo pálido del mensajero centellearon. Puso la mano
sobre el brazo de Sarius y en un instante el doloroso chirrido se volvió más
fuerte.
—Dije que quería dártelo, no que debieras tomarlo.
Sarius retiró su mano, obediente. El mensajero tardó un instante en
hablar de nuevo.
—Creo que es mejor que luches en las peleas como un tres y no como un
dos.
—¿Como un tres? Sí, sería genial.
—Entonces, vamos a hacer como si este fuera el tercer ritual. Te voy
a encomendar algo, Sarius —ensimismado, el mensajero jugó con la pócima
curativa entre sus largas manos cadavéricas—. Supongo que guardaste el disco
plateado que te permitió entrar a Erebos, ¿no?
Sarius necesitó un momento para entender lo que el mensajero quería
decir.
—Sí. Claro.
—Bien. Mi encargo es el siguiente: recluta a otro guerrero para
nosotros. Copia el disco plateado y dáselo a quien creas que lo merece. ¡Pero
ateniéndote a las reglas! —un resplandor rojo se fundió en su mirada ambarina—.
No reveles nada sobre Erebos. Ni lo más mínimo. Explícale al novato que le estás
haciendo un gran regalo, pues eso es lo que harás: al fin y al cabo le
regalarás un mundo. Asegúrate de su silencio. Explícale que no debe mostrar a
nadie este regalo. Explícaselo de tal modo que lo crea. Aclárale que debe
entrar a Erebos solo y sin ningún testigo. Así como tú lo hiciste. Procura que
él llegue pronto hasta aquí. O ella.
El mensajero agitó con suavidad la botellita que contenía el brebaje.
—Hasta que el nuevo guerrero esté aquí, tú no podrás entrar… y no
quieres perderte el comienzo de los juegos en la arena.
Sarius tragó saliva.
—¡Pero ahora es medianoche, y mañana es domingo! Cómo podría tan
rápido…
—Ese no es asunto mío. Eres un guerrero listo, y quieres alcanzar el
nivel tres. Si tardas más, las peleas tendrán lugar sin tu presencia.
Sarius se sintió como si lo hubieran molido a palos. ¿Cómo lo
conseguiría tan deprisa? Por nada del mundo quería perderse los combates. ¡Si
estaba a punto de volverse un tres y, si hacía un buen papel en la arena, quizá
mañana podría ser un cuatro!
—¿Se te ha ocurrido alguien? —quiso saber el mensajero.
—Tal vez.
—¿De quién se trata?
—Es un amigo mío. Jamie Cox. Creo que todavía no está en Erebos.
—Ah. Jamie Cox. Bien. Y si no es él, ¿entonces quién?
«Emily —pensó Sarius—. Con nadie me gustaría tanto compartir un
secreto como con Emily».
—También hay una chica a la que podría preguntarle —dijo.
—¿Cómo se llama?
No quería decirlo. No quería.
—¿Se trata de Emily Carver? —el mensajero hizo la pregunta como por
casualidad. Estupefacto, Sarius lo miró fijamente—. Pues si es ella, solo puedo
desearte mucha suerte y que tengas más éxito que los otros tres que ya lo han
intentado.
El tono enervante, el inexplicable conocimiento que poseía el
mensajero, la presión del plazo, todo eso le imposibilitaba tener la mente
clara. Para aclarar las ideas, Sarius intentó concentrarse en lo esencial: la
resolución del encargo para el tercer ritual.
«Jamie, Emily… ¿Quién más habría? Dan y Alex están al tanto desde hace
tiempo, Brynne sin duda, Colin, Rashid, Jerome…».
Su mejor carta seguramente estaba con las chicas. Quizá podría
preguntarle a Michelle, tal vez a Aisha o a Karen. Si no, le tocaría dirigirse
a los más jóvenes…
—Adrian McVay también es una opción —dijo al mensajero—. Todavía no
participa, creo, y seguro que le gustaría Erebos.
Casi de forma imperceptible, el de los ojos amarillos negó con la
cabeza.
—Tampoco lo aceptará.
Pasó un tiempo durante el cual el mensajero no apartó la mirada de
Sarius. Silencioso, agitaba la botellita en su mano; el amarillo brillante del
brebaje, el amarillo purulento de sus ojos y el amarillo pálido de la llama de
la vela eran las únicas manchas claras que había en el lugar.
—Quisiera intentarlo con Adrian —dijo al fin Sarius—. Creo que siente
curiosidad por el juego.
—Entonces inténtalo. Así que están Jamie Cox, Emily Carver y Adrian
McVay. De acuerdo. Espero a uno de ellos. Si tienes que decidirte por alguien
más, avísame.
Colocó el frasco ante Sarius, esperó hasta que lo bebió del todo y
solo entonces se encaminó hacia la habitación trasera. De inmediato, el elfo
notó que su cinturón recobraba sus colores y que desaparecían los chirridos de
dolor antes del golpe de la puerta y la oscuridad total.
Capítulo 10
Un vistazo al reloj del ordenador le reveló a Nick que ya casi era la
una menos cuarto y, por lo tanto, demasiado tarde para llamar a Jamie. Su amigo
tenía un ordenador a su completa disposición, eso estaba bien. No lo usaba con
mucha frecuencia, pero Nick le dejaría bien claro que no se podía perder
Erebos.
Aunque por un momento le pasó por la cabeza la idea de ponerse a
estudiar Química, era ridícula. Los combates en la arena podían durar mucho
tiempo, y si escribía algo por adelantado al menos tendría margen de maniobra.
Ahora lo importante, lo más importante, era hacer una copia del juego. Nick hurgó
en su cajón. Estaba seguro de que aún tenía unos DVD vírgenes. «Pero… ¿dónde?».
Le llevó muy poco tiempo encontrar un disco debajo de un montón de
papeles y libros. Ahora tenía que cruzar los dedos por que el peso no lo
hubiera roto.
El proceso de copiado se prolongó mucho más de lo que Nick había
pensado. La barra del indicador de avance caminaba muy despacio, con demasiada
lentitud. Se quedó mirándola fijamente, como si de ese modo pudiera
acelerarla. Pero ¿qué podía ganar si iba más rápido? Tenía que esperar hasta
mañana, debía dormir, aunque ni siquiera podía imaginarse dando una cabezada.
El cerebro casi le reventaba, repleto de preguntas.
Ante todo: ¿a quién se le ocurrió darle a ese personaje, LordNick, su
propio aspecto? ¿Por qué alguien haría eso? Aún recordaba perfectamente la
escena en la torre derruida, lo que pasó mientras creaba a Sarius. Ni siquiera
por un momento quiso hacerlo parecido a nadie… mucho menos a alguien de su
entorno.
«Estoy cien por cien seguro de que es alguien que me conoce… alguien
a quien yo conozco —ese pensamiento resultaba a un tiempo halagador e
incómodo—. ¿Es uno de mis amigos? ¿Colin? ¿No se esconde detrás de Lelant,
sino detrás de LordNick?».
La barra azul del indicador de avance ni siquiera había llegado a la mitad
y el flujo de pensamientos de Nick discurría con lentitud. Los jugadores que lo
conocían creerían que él era LordNick. Seguro que pensaban que habían
identificado, por lo menos, a uno de los combatientes. O a uno de sus adversarios,
según como se quisiera ver. Ninguno haría la equivalencia «Sarius igual a
Nick». No sabía si eso le parecía bien o si le molestaba.
Su ordenador copiaba, copiaba y copiaba.
«¿Qué nombre se pondría Jamie? ¿Y qué pueblo?». De manera espontánea,
Nick se inclinó a pensar que se sumaría a los enanos, pero de inmediato se dio
cuenta de que eso sería injusto: Jamie no era bajito, tenía una estatura en la
media. Sin embargo, lo realmente decisivo era saber cómo quería ser Jamie.
«¿Sombrío y misterioso como un vampiro? ¿Elegante como un elfo negro?
¿Voluminoso y amenazante
como un bárbaro?».
Ninguno le quedaba muy bien que digamos. Él simplemente era él.
Punto. Pero fuera cual fuese la nación por la que se decidiera, Nick estaba
convencido de que podría reconocerlo en todas las presentaciones, ya fuese
como Cunegunda, como la dama lagartija o cualquier otra. Sonrió. ¿No debería
llamar a Jamie? Él lo entendería y, además, su móvil no despertaría a nadie.
«Ojalá».
¿Y un mensaje de texto? Pero ¿qué le escribiría? «Me urge verte. Si se
puede ahora mismo, mejor. Si no, mañana temprano, a las siete». No, eso era
imposible. Nick sabía cuánto le gustaba a Jamie dormir hasta tarde los
domingos. No se levantaría antes de las nueve. «¡Las nueve!». Eso era
demasiado tarde, porque… ¿quién le aseguraba que empezaría a jugar de
inmediato?
Por fin, el DVD
terminó de copiarse. Nick lo sacó de la unidad de disco, escribió con un
rotulador la palabra Erebos y
volvió a meterlo con cuidado en su funda.
«Ahora, a la cama», se dijo a sí mismo. De todas formas, sus
pensamientos continuaron dando vueltas sin cesar: al lavarse los dientes, al
salir del baño y, por último, cuando se metió bajo el edredón que olía a
suavizante.
¿Qué pasaría si no lograba hacerlo a tiempo? Pues que se perdería los
combates en la arena, ¿y entonces?
Aquello le importaba de verdad. Por fin tenía una oportunidad de
avanzar. El mensajero estaba de su lado, Nick lo presentía: le dio consejos y,
además, tenía razón… era más inteligente buscarse adversarios que ya hubiera
visto en acción. LordNick no pertenecía a esos, y BloodWork mucho menos.
Pero le daría una paliza a Lelant en cuanto lo tuviera delante, igual
que a Feniel. Siempre y cuando ambos encontraran el camino a la ciudad.
Hundió profundamente la cabeza en la almohada. Iría a casa de Jamie a
primera hora; a las nueve estaría llamando a su puerta. Así no perdería tiempo
y podría empezar enseguida. «Perfecto». Nick sabía que su amigo estaría
entusiasmado con la idea.
—No lo dices en serio.
A través de la rendija de la puerta se asomaron dos ojos entreabiertos.
Jamie llevaba puesto un extraño albornoz a rayas y dos calcetines distintos.
Debió de ponerse cualquier cosa encima, por las prisas de abrir la puerta.
—Por mí, entra. Pero no hagas ruido, mis padres están dormidos.
El remordimiento de Nick tan solo era una pálida sombra que intentaba
cubrir su euforia. Todo lo hizo de la manera correcta: despertó a Jamie con el
móvil y no con el timbre para evitar que el señor y la señora Cox tuvieran que
levantarse de la cama. Con mayor razón se esforzó por no hacer ruido para no
poner en peligro el éxito de su misión. Rápidamente se quitó los zapatos y
siguió a Jamie a la cocina que aún olía a grasa de asado. Sobre la estufa, una
sartén donde alguien había intentado raspar los restos de carne quemada.
Jamie se sirvió un vaso de agua y se sentó enfrente de Nick en la mesa
de la cocina. Al ver su mirada, supo que aún no estaba del todo presente.
—Y a todas estas… ¿qué hora es? —murmuró.
—Casi las ocho.
—En serio, estás chiflado —dijo Jamie sorprendido y bebió el vaso de
un trago—. Si mal no recuerdo —continuó—, ayer te propuse que nos viéramos, y
tú me dijiste que no tenías tiempo. Y me pareció bien. Entonces ¿por qué?… ¿Por
qué diablos te presentas aquí casi de madrugada?
Nick esperaba que su gesto misterioso y prometedor tuviera algún
efecto.
—Tengo algo para ti —dijo, y extrajo el DVD del bolsillo de su chaqueta—. Pero antes de dártelo, tenemos
que ponernos de acuerdo en algunos puntos.
—¿Qué es eso? —aún soñoliento, Jamie se frotó los ojos con las manos y
cogió el estuche.
Nick se lo arrebató con un rápido gesto.
—Un momento. Primero tenemos que aclarar las cosas.
—¿Qué? ¿Qué tonterías son estas? —Jamie frunció el ceño de manera
involuntaria—. ¿Me estás tomando el pelo? Primero me despiertas, porque por lo
visto se trata de algo importante, y luego empiezas a jugar al ratón y al gato.
Nick se dio cuenta de que la cosa había comenzado bastante mal. ¿Por
qué tenía tan mala suerte? Y, además, ¿por qué le dieron el encargo en fin de
semana?… Todo hubiera sido mucho más fácil en un día de instituto.
—De acuerdo, otra vez desde el principio. Quiero darte algo, algo
verdaderamente fantástico, en el sentido estricto de la palabra. Vas a
alucinar, pero tienes que escucharme un minuto —en la cara de su amigo no se
leían ni curiosidad ni entusiasmo—. Se trata del DVD que anda de boca en boca desde hace semanas…
—¿Esa copia pirata?
—Bueno, es que, de alguna forma…
—¿Y quién dice que me interesa?
—¡Te va a interesar, confía en mí! Está genial. Al principio yo no lo
creía, pero es increíblemente fantástico —dijo y se dio cuenta de que estaba
utilizando las mismas palabras que Brynne hace algunos días. Entonces se
contuvo.
—Ajá —Jamie bostezó—. ¿Y de qué se trata exactamente?
—No puedo decírtelo.
—¿Por qué no?
—¡Porque no se puede! —Nick buscó a la desesperada las palabras
exactas que no revelaran mucho, pero que sí despertaran la curiosidad de su
amigo—. ¡Esto es así! No te puedo decir nada y tú tampoco puedes decir nada. Te
lo doy… pero solo si no se lo enseñas a nadie.
Antes de que terminara de hablar, tenía claro que la conversación
había fracasado. El ceño fruncido de Jamie se transformó en cráteres.
—¿Quién dice que no puedes revelar nada?
Nick sacudió la cabeza para quitarse la imagen de los ojos amarillos.
Estuvo a punto de perder los estribos. Aunque hubiera ignorado las
indicaciones del mensajero, no podía explicarle el contexto a Jamie. No podía
explicar qué era lo que hacía único a Erebos. Tenía que aprenderlo por sí solo.
Además, no se atrevió a romper las reglas del mensajero, como se
confesó sin querer. El mensajero descubriría su infracción. El mensajero había
adivinado incluso que estaba pensando en Emily Carver.
—No tiene importancia quién lo dijo o no lo dijo. No te puedo decir
nada, es parte de las reglas.
—¿Qué reglas? Mira, Nick, poco a poco esto me va dando mala espina.
Quiero decir, tú me conoces, sabes que tengo curiosidad y que de verdad me
gustaría saber de qué va ese misterioso DVD, pero todo lo que tiene que ver con él me resulta
completamente tonto. O me das el DVD
así sin más, o te piras de una vez. Me parece estúpido poner condiciones.
—Bueno, pero… —Nick buscó las palabras.
¡Con él fue tan fácil! Brynne no necesitó ni siquiera tres minutos
para engatusarlo.
—Entiéndelo, los demás se ciñen a las reglas y a nadie le pasa nada
por hacerlo.
—¡Vaya, vaya! —Jamie se levantó, volvió a llenar su vaso de agua y de
nuevo se la tomó de un solo trago—. Te estás comportando de una manera
completamente distinta de lo normal, ¿te das cuenta? ¡Los demás! Antes te
importaban muy poco.
Se sentó
otra vez a la mesa con los ojos más despiertos.
—¿Sabes
qué? Dámelo de una vez. Ahora sí quiero saber de qué se trata.
—¿Vas a respetar las reglas? ¿No hablarás con nadie de esto? ¿No se lo
enseñarás a nadie?
Jamie, divertido, se encogió de hombros.
—Tal vez, depende.
—Entonces no puedo dártelo.
—Bueno, pues si es así, me importa un bledo. Entonces me puedo ir a
dormir.
—Eres un idiota, ¿lo sabías? —a Nick se le escapó antes de que pudiera
darse cuenta. Por un momento le ganó la decepción de que su plan fracasara por
la intransigencia de Jamie. Pero la verdad es que era el colmo: ¿por qué ni
siquiera quería probarlo? Y, sobre todo: ¿cómo lograría cumplir con el encargo
a tiempo?
La palabra idiota provocó un efecto inmediato en la expresión
de Jamie. Ya no tenía fruncido el ceño, estaba liso como una pared.
—Sabes, Nick —dijo—, me temo que el señor Watson tiene razón. Piensa
que algo peligroso está pasando en nuestro instituto, y ahora yo también lo
creo. Quizá lo mejor hubiera sido aceptar el DVD, así habría sabido por fin de qué se trata.
«Qué tontería», quiso decir Nick, pero se mordió los labios. La rabia
lo ahogó y la pose soberbia de Jamie le pareció repulsiva.
—Algo peligroso, cielo santo.
—Lo interesante —continuó Jamie— es que aparentemente la gente se
atiene, ¿cómo dijiste?, a las reglas. Nadie dice nada. Pero el señor Watson
dice que poco a poco se va filtrando alguna información. Oyó hablar de que se
trata de un juego llamado Erebos.
—¿Ah, sí? ¿Y si te digo que lo que andan diciendo es pura palabrería?
—Pues entonces lo dirás —replicó Jamie—. Pero a mí no me importa,
definitivamente yo me quedo fuera. Por cierto, también hay otros a quienes les
llama la atención lo mismo que a mí —por un momento brilló la picara sonrisa de
siempre—. Nick, colega, déjalo, ¿vale? Esto es una moda pasajera que terminará
por desaparecer. Tengo la impresión de que la gente se deja convencer muy
rápido y se lo toma demasiado a pecho.
—Gracias por la advertencia, papá —bromeó Nick y vio con mucha
satisfacción cómo desaparecía la sonrisa del rostro de su amigo—. El pequeño
Nick tendrá cuidado. Oye, si supieras qué ridículo te estás poniendo.
Se levantó y se dirigió a la puerta. Esta vez no puso tanto cuidado en
no hacer ruido. ¿Ahora qué debería hacer? El plan B era llamar a Emily. La idea
hizo que el estómago se le encogiera hasta el tamaño de una nuez. ¿No debería
intentarlo primero con Adrian? Pero no tenía su número, «Maldita sea», ¿por qué
ayer no pensó en eso?
—Cuando estés harto de esa basura, avísame —dijo Jamie antes de cerrar
con llave la puerta detrás de Nick.
Nunca volvería a cruzar palabra con Jamie. Qué idiota. No sabía lo que
se perdía y pensaba que debía hacerse el listo enfrente de Nick en lugar de
alegrarse.
Y, bueno, ahora tendría que darle su regalo a otra persona. Nervioso,
buscó su móvil en el bolsillo del abrigo.
«¿Cómo te va, Emily?», diría. O más relajado: «Hola, Emily. Soy Nick.
¿Tienes un rato para mí? ¿Puedo ir a tu casa?».
Solo con pensar en esas palabras se le llenaron de sudor las palmas de
las manos. Sabía que Emily ya había rechazado a tres, él mismo fue testigo de
la negativa a Rashid. Pero Nick lo haría de otra manera. De repente, supo lo
que le diría. Ya lo tenía y, además, no atentaba contra las reglas.
—¿Hola? —la voz de Emily se oía ronca, soñolienta o resfriada.
Nick no había pensado en la hora, «Maldita sea, maldita sea». Su
primer impulso fue colgar pero eso aún sería más estúpido.
—Hola, Emily —dijo aclarándose la garganta—. Siento molestarte tan
temprano, pero tengo que hablar contigo.
—¿Ahora? —su voz no mostró mucho entusiasmo.
—Bueno, pues, ahora estaría… bien.
—¿Qué pasa?
Nick tomó impulso para dar la explicación que culminaría con las
palabras «quiero regalarte un mundo», pero Emily siguió hablando.
—Ah, ya sé, se trata de esos molestos CD, ¿verdad? ¿Ya has conseguido información más concreta? Ayer se
me acercaron tres para intentar endilgarme uno. Y todos se hicieron los
misteriosos.
El discurso tan cuidadosamente elaborado de Nick se quebró en un
santiamén. De pronto, ya no sabía qué decir.
—¿Nick? ¿Sigues ahí?
—Sí, aquí estoy, pero… ¿por qué has dicho que no todas las veces?
—Por la misma razón que tú, supongo. No me gusta nada de lo que pasa
con ese juego. Además, siempre se trata de tipos repugnantes. Se me acercan
con eso y de ellos no quiero recibir ningún regalo.
Nick cerró los ojos. Por un pelo estuvo a punto de formar en la fila
de los tipos repugnantes.
—¿Y bien? —continuó Emily—. ¿De qué te has enterado?
—De nada. Lo siento. Se trataba de otra cosa, algo muy diferente…
—¿Ah, sí?, ¿qué?
El cerebro de Nick estaba completamente vacío. Desesperado, recurrió
al primer pensamiento que le pasó por la cabeza.
—Es por… Adrian. Adrian McVay. ¿Por casualidad no tendrás su número?
El silencio al otro lado de la línea solo reveló incomprensión. El
muchacho se odió por su torpeza.
—¿Te refieres al rubio flaco que siempre parece un poco asustado? ¿El
del padre suicida?
Nick se quedó mudo por un momento. «Suicida, ¿desde cuándo Emily se
expresa de esa manera?».
—Sí, su padre se mató.
—Conozco a Adrian de pasada, solo de vista. ¿Cómo se te ha ocurrido
que yo pueda tener su número?
«Sí, ¿verdad, cómo?». Nick apoyó la frente contra la pared más cercana
de su casa, estaba tentado a golpearse con fuerza.
—No sé, solamente porque sí. Pensé que os conocíais. Quizá fue un
error por mi parte. Disculpa.
La conversación podría terminar ahora mismo, lo que por un lado sería
un gran alivio, porque no había sido una buena conversación. Hizo otro intento
por salvarla.
—¿Y cómo estás? ¿Ya has terminado tu trabajo de Química?
Silencio. Probablemente Emily había interpretado el repentino cambio
de tema justo como lo que era: una salida de emergencia.
—Dímelo, Nick, de verdad, ¿qué es lo que quieres?
«Regalarte Erebos. O por lo menos escuchar tu voz».
—Ya te lo he dicho, el número de Adrian —«Madre mía, ¿no ha sonado muy
borde?»—. Lo siento, creía que le habías dado clases particulares, pero me
equivoqué.
—Sí —Emily sonaba como si le creyera.
«Qué suerte». De repente escuchó rumores en el fondo, se oían ruidos,
como si estuviera tapando el micrófono de su móvil. Luego volvió a hablar.
—Oye, Nick, tengo que colgar. Mi padre viene a recogerme en media hora
y tengo que ayudar a mi madre en algo.
—Oh, sí, claro. Que pases un buen domingo.
No había podido lograr nada de nada. A mediodía tenía que estar en la
arena y ya eran casi las nueve. «Adrian», tenía que encontrarlo.
Abrió la agenda de teléfonos de su móvil y buscó nombre por nombre;
quizá alguno de sus amigos tenía contacto con Adrian. Se detuvo en el nombre de
Henry Scott. Él también jugaba al baloncesto, e iba al mismo curso que Adrian.
«Lotería».
Después de que sonara dos veces, Henry cogió el teléfono.
—Hola. Oye, ¿me puedes dar el número de teléfono de Adrian McVay?
—Claro que sí. Espera —Henry le dictó el número de un fijo, lo que no
era tan bueno, pero no importaba—. ¿Para qué le buscas?
Después de que Henry se mostrase tan bien dispuesto, Nick no podía
decirle que se metiera su curiosidad por donde mejor le entrara.
—Bueno, tengo algo que me gustaría darle.
Entonces percibió un verdadero interés en Henry.
—¿Es algo que también me podrías dar a mí?
«Bravo». Nick sonrió.
—Bueno, pues, en teoría…
—¿Es algo que por fuera es cuadrado y por dentro redondo y plateado?
Súbitamente, Nick soltó una carcajada.
—Sí, así es.
—Entonces estará mejor conmigo. Adrian ya ha dicho algunas veces que
no. Con él pierdes el tiempo.
El mensajero tenía razón de nuevo. ¿Podía ser verdad que todos los
candidatos que Nick seleccionó no le daban importancia a Erebos? ¿Por qué? Si
ni siquiera conocían el juego.
—Bueno, está bien, si tú lo dices. Entonces voy a dártelo. ¿Dónde
vives?
—En Gillingham Road. ¡Pero podemos encontrarnos a medio camino!
—Henry sonó sumamente entusiasmado.
—De acuerdo, quedamos en la estación Golders Green, te queda muy
cerca, ¿no?
Media hora más tarde, la copia de Erebos de Nick cambió de manos. Henry estaba
dispuesto a contestar con un sí a todas las condiciones: silencio absoluto,
guardar el secreto y discreción; ninguna pregunta, ninguna duda, solo asintió
con la cabeza de manera obediente. Era dueño de un portátil y se moría por
echarlo a andar. Nick no pudo borrarse la impresión de que Henry tenía cierta
idea de lo que se trataba, pero no se lo preguntó. En realidad le daba lo
mismo, lo principal era que él ganó un novato. Henry se divertiría, y cada vez
que Nick se topara con un uno, se preguntaría si ese era su uno.
Capítulo 11
Eran las once en punto cuando Sarius regresó a la taberna de Átropos.
El mensajero estaba sentado a la mesa. Con sus dedos huesudos rascaba los
restos de cera que estaban adheridos a la tabla.
—¿Cumpliste tu encargo?
—Sí, misión cumplida —respondió Sarius—. Pero no le entregué Erebos a
ninguna de las tres personas que te dije ayer, se lo di a otro.
Los dedos del mensajero dejaron de rascar. Sarius creyó reconocer la
desaprobación en sus ojos amarillos.
—¿A quién se lo diste?
—Se llama Henry Scott, tiene catorce años. Va a mi instituto.
—Háblame de él.
«¿Más?». De Henry no sabía casi nada, solo algunas cosas sin
importancia.
—Tiene el pelo rubio y es bastante alto para su edad. También juega
al baloncesto. Vive en Gillingham Road. Se moría por conocer Erebos, creo que
ya sabía de qué se trata.
El mensajero tardó un rato en responder. Y, antes de hacerlo, arrimó
la cera que había rascado de la plancha de la mesa y formó un montoncito.
—Está bien. Demos por cumplido tu encargo. Pero de todas maneras dime…
¿por qué no me trajiste a ninguno de los otros tres? ¿Jamie Cox? ¿Emily Carver?
¿Adrian McVay?
«¿Por qué me entretiene el mensajero? Sarius debe encontrar la arena,
quién sabe dónde está. Si tiene mala suerte, otra vez habrá un laberinto en el
camino o se topará con unos troles que lo detendrán. Todo es posible». Además,
en su fuero interno ansiaba obtener un nuevo equipamiento, justo como lo
recibió la última vez que ascendió de nivel. Ahora, a tan poco tiempo de los
combates, le vendría como anillo al dedo.
—Jamie y Emily no quisieron, y no hablé con Adrian, porque antes pude
entregárselo a Henry —explicó.
Los ojos del mensajero destellaron como brasas encendidas por el
viento.
—¿Por qué lo rechazó Jamie Cox?
«¿Acaso importa?». Sarius quería continuar ya. Quería ver la
lista definitiva de los luchadores inscritos, quería pensar contra quién tenía
posibilidades. No tenía intención de discutir sobre Jamie.
—Porque no le pareció bien la idea de mantener el secreto, por eso.
—¿Dijo algo más? —insistió el mensajero.
«Ay, por Dios, ¿tendría que haber tomado nota de toda la
conversación?».
—Sí, me dijo que la idea del secreto le parecía una estupidez, que
pensaba que me estaba comportando como un imbécil, y que algunos de nuestros
profesores creen que algo peligroso anda circulando por el instituto.
El mensajero se inclinó hacia delante con calma y dejó reposar su
barbilla en la mano.
—¿Qué profesores?
Sarius titubeó. «¿Por qué le interesa esto al mensajero?». Esa
pregunta parecía atraerlo, pero el elfo no quería prolongar innecesariamente
la conversación. Además, daba lo mismo: al señor Watson, Erebos no le
interesaría en lo más mínimo, y
el hecho de que le bloquearan el acceso al juego no le haría ni cosquillas.
—En realidad es solo un profesor. Se llama Watson, nos da Literatura
inglesa.
Asintiendo con la cabeza, el mensajero tomó nota de sus palabras.
—¿Y por qué no funcionó con Emily Carver?
El recuerdo de la conversación con Emily era como un puñetazo para
Sarius.
—Un par de veces dijo que no y… no quiso que le regalaran nada.
—No quiso que le regalaran nada —repitió el mensajero, pensativo.
«¿Entonces era eso?», le gustaría haber preguntado. Pero ya era tarde,
tenía que darse prisa y el rostro del mensajero le inquietaba más que de
costumbre. Quería irse.
—Bien, contamos con que Henry Scott no se haga esperar demasiado.
Contamos con que nos hayas traído un digno novato —el mensajero se levantó sin
dejar de mirarlo a los ojos—. Es tu primera lucha contra tus semejantes,
¿cierto?
—Sí —dijo Sarius, ávido de buenos consejos.
—Tengo ganas de ver cómo vas a batirte. Cómo escogerás a tu
adversario. Aquí hay algunos de los mejores guerreros y los cinco del círculo
privilegiado.
Por fin había llegado la hora de que el mensajero le respondiera una
pregunta a cambio.
—¿Qué es el círculo privilegiado?
El mensajero sonrió. Siempre que lo hacía, Sarius se estremecía.
—El círculo privilegiado son los mejores de los mejores. Estos
luchadores van a pelear por el último y más grande reto. Si salen triunfantes, serán muy bien
recompensados.
El elfo no necesitó preguntar cómo acceder al círculo privilegiado,
ya lo sabía. Ser más astuto que los demás, ser más fuerte. Conquistar
victorias, encontrar cristales mágicos. Era obvio que aún estaba muy lejos de
conseguirlo.
Se abrió la puerta que llevaba hacia la taberna, la luz entró. En los
rayos de color amarillo claro se veían motas de polvo danzando.
Sarius se volvió hacia el mensajero.
—¿No recibiré un nuevo equipo?
—Lo hubieras tenido de haber traído a Jamie Cox —respondió el
mensajero, aún sonriente—. Mucha suerte en el torneo. Estoy deseando verte, ¿ya
te lo había dicho?
Ante la taberna se apresuraba mucha más gente que el día anterior por
la noche. Sarius siguió a un grupo de bárbaros fuertemente armados que sin duda
iban en dirección a la arena. Algunos minutos después se les unieron dos
hombres lagarto, tres vampiros, tres elfos negros y un enano. El enano era un
viejo conocido: Sapujapu, que había logrado armarse con una enorme alabarda y
un escudo, tras el cual podía cubrirse por completo. Sarius no reconoció su
nivel, seguro que era superior a tres. Entre los vampiros caminaba un dos y
entre los elfos negros había un uno. El elfo sonrió ligeramente.
—¡Hola, Sarius! —lo saludó Sapujapu.
—Hola —Sarius, desconcertado, le devolvió el saludo—. No sabía que
podríamos conversar sin estar frente a una hoguera.
El enano se cambió de hombro la alabarda.
—En las ciudades rigen otras reglas, distintas de las del campo
abierto. ¿También vas a los combates en la arena?
La verborrea de Sapujapu era un inesperado caso de buena suerte.
Sarius lo aprovechó para tratar de aclarar algunas de sus dudas.
—Este es el camino correcto, ¿no?
—Sí, anoche estuve aquí y la vi: la arena es enorme. Una magnífica
vista, ya lo verás.
—¿Es tu primer torneo? —quiso saber Sarius.
—¿Qué? ¡No, claro que no! Ya he estado dos veces en la arena de la
tumba del rey. ¿Tú no has participado?
«Es más inteligente decir la verdad si uno quiere averiguar más».
—No, esta es mi primera vez. Estoy deseando saber cómo se desarrollan
los combates.
Xohoo pasó junto a ellos, después vieron a Nurax mostrando su
dentadura de hombre lobo a modo de saludo o de amenaza, quién sabe. «Mira
—pensó Sarius—, ellos también han conseguido llegar».
—¿Cómo se desarrollan? Puedes retar a otros o dejar que te reten, y
después hay un único duelo. A tu alrededor hay muchísimo ruido, todos gritan de
júbilo, aplauden, patean en el suelo.
BloodWork caminaba pesadamente y con grandes pasos hacia ellos; al
pasar a su lado le dio un empujón a Sapujapu y el enano perdió el hilo de la
conversación. Él y Sarius siguieron con la mirada al bárbaro, que se alejó
cargando una enorme espada de verdugo en la espalda. Sobre ella se balanceaba
su negra trenza.
«¿Dónde se habían quedado?». Sarius aún debía obtener la información
más importante.
—¿Qué se puede ganar? ¿Y cómo?
—Eso se acuerda por anticipado. Lo pactas con tu contrincante: mi
espada a cambio de tu escudo, mi cristal mágico a cambio de uno o dos de tus
niveles. Así es más o menos. Esta vez estoy muy preocupado: mi alabarda no es
la mejor y tengo que blandiría con ambas manos, lo que significa que no puedo
utilizar el escudo.
El arma de Sapujapu parecía realmente pesada. El mango era tan largo
que daba la impresión de ser el hacha menos práctica del universo, aunque la
afilada hoja en la punta brillaba como acero pulido.
—Pero cuando das en el blanco, lo normal es que causes lesiones
mortales —le consoló.
—Sí, si es que doy en el blanco.
Torcieron una esquina y, al final de una larga calzada, Sarius divisó
la arena. Era circular, blanca como la cal, con muchos arcos elevados como el
Coliseo romano. Contemplarla le infundió respeto… ¿o era la música que desde
hace un instante lo envolvía de nuevo? Nunca se daba cuenta de en qué momento
empezaba, solo se percataba de que estaba ahí y que lo acompañaba como un
poderoso hechizo. O lo llamaba, como ahora. Le aclaraba todo, sin palabras,
por eso le pareció perfectamente claro que la arena, para bien o para mal, era
su destino.
Sobre una imponente placa cobriza justo sobre la entrada de la arena
se hallaba un listado de todos los luchadores. Sarius se encontraba entre un
tal Nodhaggr y una vieja conocida: Tyrania, la que fue su compañera contra las
mujeres de agua.
Mientras un gnomo de piel verde registraba su asistencia al combate,
Sarius echó un vistazo a la lista en busca de más nombres conocidos. Rápido
encontró a Keskorian, Nurax, Sapujapu y Xohoo. Samira y LordNick también
estaban inscritos, así como los combatientes del laberinto: Arwen's Child,
Blackspell, Drizzel, Feniel y Lelant. «Maldita sea… encontraron el camino a la
Ciudad Blanca en lugar de convertirse en alimento para escorpiones».
—Sarius está registrado, Sarius debe dirigirse al área de los elfos
negros y esperar el comienzo de los combates —graznó el gnomo.
Por suerte, el interior de la arena estaba repleto de pizarras con
indicaciones. Los recintos de preparación de los elfos negros se encontraban
junto a los de los hombres gato. Por primera vez, Sarius vio ejemplares
masculinos: pesados y ágiles como tigres.
Como era de esperar, la sala en donde los elfos negros aguardaban el
inicio de los juegos estaba hasta arriba. Sarius se buscó un lugar junto a la
pared y siguió la conversación entre un elfo pelirrojo con orejas especialmente
largas y un dos con el cabello color arena. ¡Un dos!
—¿Qué pasa si voy perdiendo? —preguntó el dos.
—Ríndete pronto, porque puede suceder que tu contrincante te mate. Ya
lo he visto antes.
—Y entonces ¿qué pasa? ¿Quedo fuera?
—Sí, claro. Solo di que has olvidado las reglas.
—¿Ah, sí? Ya entiendo.
Sarius se empujó aún más entre la multitud. Había descubierto a Xohoo
en el otro extremo de la sala. De todos los elfos negros que conocía, él era
su preferido. En el camino continuó escuchando fragmentos de conversaciones.
—… he oído que BloodWork quiere intentarlo hoy.
—Está loco. Vale que es fuerte, pero de todas maneras…
La muchedumbre se volvía cada vez más densa.
—… mi última oportunidad, por eso es urgente que gane un cristal
mágico.
—Yo quiero ascender dos niveles. Si supieras qué duro fue mi encargo
en el último ritual… No quiero volver a pasar por eso.
Sarius ya casi llegaba a su objetivo. Xohoo estaba de pie, solo en una
esquina mientras se acomodaba el casco.
—Eh, Xohoo.
—Hola, Sarius.
—¿Nervioso?
—Sí, un poco. ¿Y tú?
—Yo también. Este es mi primer torneo.
—Ah, ya. Bueno, ya verás. No es cosa fácil, la arena.
Sarius miró hacia lo alto, hacia el abovedado techo de la sala.
Allá arriba se escuchaban rumores. Se podían oír voces, carcajadas y
ruidos de pasos. «Es el público —pensó Sarius con un palpitante nerviosismo—,
quizá hubiera sido mejor ver las luchas antes de lanzarme sin saber de qué se
trataba. ¿Qué haré si LordNick vuelve a retarme? O si tengo que pelear contra
BloodWork… Podría acabar el día en la tumba».
—¿Contra quién peleaste la última vez? —preguntó a Xohoo.
—Primero contra Duke, y lo derroté. Después contra Drizzel, pero eso
fue una tontería por mi parte. Es un tramposo.
—¡Vaya! ¿Eso quiere decir que uno puede elegir a sus adversarios?
—La mayoría de las veces sí, pero no siempre. Ah… creo que ya va a
comenzar.
¡Bam, bam, bam!
Sobre sus cabezas se escuchó un rítmico pataleo. El público mostraba
su impaciencia pateando contra el suelo. Se alcanzaban a percibir algunas
voces, otras más se les unieron y un coro multitudinario gritó una y otra vez
la misma palabra:
—Sangre, sangre, sangre.
—¡Los luchadores a la arena! —gritó una voz desde fuera.
El júbilo estalló.
Mudo, Sarius se quedó inmóvil en la esquina, y cedió el paso a los
demás. Pero ellos también temblaban. Nadie quería ser el primero.
—¡Andad, héroes! —gritó un enorme soldado de la guardia. Unos cuernos
de búfalo se alzaban a los lados de su casco, y su látigo tronó una, dos
veces—. ¡Vosotros mismos os inscribisteis, así que mostrad lo que traéis adentro!
Empujó a los primeros por el arco del portón, los demás los siguieron
vacilantes.
—Sangre, sangre, sangre —se oía gritar desde fuera.
«Yo no soy ningún héroe —pensó Sarius—. Yo solo soy un espectador.
Preferiría estar sentado en las gradas y gritar y patalear».
Los demás lo arrastraron y lo empujaron hacia la salida. Caminaron a
través de un pasillo, una oscura garganta que al final los condujo a la luz y
el griterío, a un enorme círculo.
—¡Los elfos negros! —gritó el público.
Se escuchó el batir de las palmas. Sarius observó en derredor y deseó
que la arena se lo tragase. Miles y miles de espectadores llenaban las hileras
de asientos del edificio circular que parecía llegar hasta el cielo. El
público estaba integrado por personajes de todos los aspectos; entre ellos,
algunos que Sarius nunca había visto. En una de las filas de abajo, un poco
hacia la derecha, se hallaba sentado un hombre con cabeza de araña. Las ocho
patas que le crecían del cráneo en lugar de orejas se movían agitadas. Sarius
se dio la vuelta y contempló el rostro de un ser con aspecto de serpiente que
se burló y dejó ver la lengua bífida; dos lugares más allá descubrió a una
mujer en cuya frente sobresalía un gran ojo saltón. Entre la muchedumbre se
apretujaban enanos, elfos, vampiros y criaturas translúcidas cuya piel solo
parecía contener un gas claro. Durante un momento, Sarius tomó aire; las
hileras de espectadores más altas y en forma de anillo parecían un lazo
corredizo de ruidos y cuerpos que se cerró tan pronto como estuvo en el centro
de la arena.
Para distraerse, dirigió su atención a los otros dos grupos de osados
luchadores que ya se encontraban en la arena: hombres gato y hombres lagarto.
Eran pocos en comparación con los elfos negros.
—¡Los enanos! —gritó la multitud cuando una cuadrilla completa de
pequeñas figuras, musculosas y de cortos brazos, apareció dando tropezones.
Cinco ordenanzas envueltos en mantos negros se encargaron de que se quedaran en
el sitio que se les había asignado.
Sarius notó que Sapujapu sostenía su alabarda como si fuera un
talismán contra los horribles rostros que lo rodeaban. Después, el elfo atisbo
a tres enanas. Casi no se diferenciaban de los hombres, solo les faltaban las
barbas.
Los vampiros fueron anunciados con estruendo y se encaminaron hacia
la parte más sombreada de la arena. Su grupo era muy numeroso, tan grande como
el de los elfos negros. Drizzel y Blackspell se pusieron al frente, como si no
pudieran esperar al inicio de la pelea. Sarius tuvo la impresión de que
Blackspell lo estaba mirando. «No quieres retarme, ¿verdad?». En ese instante,
todos los combatientes le parecieron más fuertes, más diestros, más
experimentados. «Voy a morir —pensó—, todo esto continuará sin mí y nunca me
enteraré de cuál es la gran tarea que nos espera, porque nadie me hablará de
ella. Probablemente estos sean mis últimos momentos en Erebos. A menos que el
mensajero esté por ahí… y vuelva a salvarme».
Miró a su alrededor buscando la escuálida figura que, a pesar de ser
espantosa, ya le resultaba familiar, pero su mirada se perdió en la masa de
espectadores. Además, los hombres estaban entrando en la arena. Tan solo eran
tres y LordNick se hallaba entre ellos: era el único al que Sarius conocía. Después,
acompañados por un bullicio ensordecedor, siguieron los bárbaros que fueron
ovacionados como ninguno de los grupos anteriores.
«Pues ahí están, ahí vienen los vencedores —pensó Sarius—, ¿para qué
nos esforzamos tanto?».
Los bárbaros parecían enormes mientras marchaban hacia el lugar de la
arena que estaba alumbrado por el sol. Sus armas eran gigantescas. Sarius dudó
si podría levantar alguna, y mucho menos pelear con ellas. El hacha que traía
Keskorian casi era del tamaño del elfo. Los bárbaros tomaron su posición y
comenzó un redoble de tambores.
«En un instante yo estaré muerto. En un instante comienzan los
combates y yo estaré muerto».
El expectante cuchicheo en las filas de espectadores empezó a
ahogarse. Sin embargo, la ausencia de ruido no marcó el inicio de los duelos.
Se abrió un portón más grande que el resto. Cuatro titanes de piel broncínea y
altos como árboles metieron una plataforma circular y dorada sobre la cual se
hallaban inmóviles cinco luchadores. Dos bárbaros, una elfa negra, un ser
humano y un hombre gato. Los gritos de júbilo de los espectadores ahogaron
cualquier otro sonido, incluso la música que narraba sin necesidad de palabras
las hazañas, los secretos, las aventuras que los combatientes normales nunca
podrían imaginar. Los porteadores se quedaron quietos en el centro de la
arena: el oro brillaba con la luz del día como si fuera un sol.
—Saluden a los combatientes del círculo privilegiado —dijo una voz que
parecía provenir de todos lados—. Son los mejores, los más fuertes, los más
osados. Cuando vayáis a luchar no lo olvidéis: cualquiera de vosotros puede
pertenecer al círculo privilegiado si demuestra ser digno de él.
Pocas veces algo le pareció tan deseable a Sarius. Los cinco elegidos
sobre la plataforma parecían invulnerables, sin dudarlo se cambiaría por cualquiera
de ellos. Menos mal que había una elfa negra y no solo bárbaros, quizá podría
tener una oportunidad. Quizá podría estar de pie allí arriba. Pero, por
supuesto, nunca como un tres.
La plataforma tenía un lugar de honor a un costado de la arena, los miembros
del círculo privilegiado tomaron asiento y enseguida todo quedó en silencio.
Solo se percibía un murmullo, un susurro de impaciencia y una leve música que
aceleraba el corazón de Sarius.
Entonces, de la nada, salió un hombre. Solo traía puesto un
taparrabos, su piel era morena como cuero viejo y su constitución física,
musculosa. Tenía un largo bastón en la mano con el que dio dos breves golpes en
el suelo, como si fuera un maestro de ceremonias en la corte. La atención de
Sarius se detuvo en algunos detalles curiosos: las largas, muy largas y
puntiagudas orejas eclipsaban las de cualquier elfo negro. Tenía dos mechones
de pelo como ovillos de lana gris sobre las orejas y, justo en la frente, un
bigote horizontal de pelos peinados a los lados. Todo era muy extraño, pero lo
que más le irritó fueron sus ojos saltones, redondos y claros. Grandes canicas
blancas que parecían a punto de caerse de su cabeza.
Con los ojos que casi se salían de las órbitas, el hombre observó a
su alrededor. Parecía que todos esquivaban su mirada. «Algo anda mal con él».
Sarius examinó con intensidad al maestro de ceremonias y descubrió más rarezas.
¡Los pies! Pies humanos con garras de ave de rapiña. Pero eso no era todo: el
espeluznante hombre araña también mostraba detalles muy raros. Sarius trató de
esquivar su mirada, mientras que él, a pesar de las asquerosas y crispadas
patas en su cabeza, trataba de mostrarse de la manera más natural. Sus grandes
ojos saltones le daban una apariencia espeluznante, como si alguien lo hubiera
abandonado por error en el mundo de Erebos.
Cuando el hombre habló, su voz se escuchó como si fuera un rumor de
agua.
—Ya conocéis las reglas. Convoco a los luchadores. No está permitido
enfrentarse a un adversario que haya avanzado menos que el mismo retador.
Empezaré por los enanos. ¡Bahanior!
El convocado tardó varios segundos en llegar al centro. Sarius no
pudo ver ningún número marcado a fuego en su ropa: Bahanior, por lo menos, era
un tres.
—Elige a tu contrincante —le exigió el de los ojos saltones.
Entonces Bahanior vaciló aún más. Giró en círculo una vez, dos veces,
y luego miró fijamente la horda de elfos negros.
«Si me escoge, tiene que ser un tres, mi grado no puede ser inferior
al suyo —pensó Sarius—. No estaría tan mal. Puedo despacharme a un enano de
nivel tres».
Sin embargo, Bahanior continuó dando vueltas, se detuvo un buen rato
ante los hombres gato y luego frente a los vampiros. Impaciente, el maestro de
ceremonias golpeó con su bastón en la arena.
—Decídete.
De nuevo volvieron a pasar varios segundos. El público comenzó a
impacientarse, se escucharon algunos gritos cada vez más fuertes:
—¡Debilucho!, ¡flojo!, ¡cobarde!
Sarius agradeció al destino no estar en el lugar de Bahanior.
—Reto a Blackspell —se decidió al fin el enano.
Por la velocidad con que Blackspell salió de entre las filas de los
vampiros y se situó frente a Bahanior, Sarius se dio cuenta de que el retador
no había hecho una buena elección. Era probable que el vampiro fuese dos o tres
niveles superior a él, y que se
alegrara de poder despedazarlo. El elfo apenas recordaba lo que el ladrón del
sombrero grande le había contado: alguna vez Drizzel había vencido a Blackspell
y por eso perdió tres niveles. «Seguro que ya los ha recuperado. Comoquiera que
sea Drizzel, debe ser espantosamente fuerte». Sarius de ninguna manera lo
retaría.
Blackspell desenvainó la espada que Sarius le envidiaba porque
parecía fundida con cristal rojo, mientras que Bahanior, dando impetuosos
saltos, pareció querer escaparse entre las filas de los espectadores. Su
espada era como un cuchillo para untar mantequilla comparada con el arma de su
adversario.
—¿Qué queréis apostar en esta lucha?
Indeciso, Bahanior apoyaba el peso en una pierna, luego en la otra.
—Si gano, recibo de Blackspell un grado y… veinte monedas de oro.
—Eso es muy poco —contestó el vampiro—. Dos grados y treinta monedas
de oro.
Bahanior no respondió. Se notaba que se arrepentía horrores de haber
elegido a ese contrincante.
—¿Estás de acuerdo? —quiso saber el maestro de ceremonias.
—Solo tengo veinticinco monedas de oro —confesó Bahanior.
Llegaron a un acuerdo: dos grados y veinticinco monedas de oro. Sarius
estaba convencido de que eso era mucho más de lo que Bahanior podía permitirse.
—¡Luchad! —ordenó el de los ojos saltones.
Al instante, Bahanior retrocedió tres pasos. Blackspell lo persiguió
moviendo su escudo hacia un lado, como si quisiera provocar el ataque del
enano.
¡Toc, toc, toc!
Un sonido de otro mundo.
—¿Nick?
«¡Mierda, ahora no! ¡Ay, no, por favor!».
Sin quitarse los auriculares, Nick saltó de su silla y vio por encima
de su hombro cómo giraba el pomo de la puerta. Era su padre, ¿por qué no podía
dejarle en paz?
Intentó ocultar la pantalla con su cuerpo mientras se percataba de su
propio aspecto. Gracias a una repentina idea, apagó el monitor y abrió el libro
de Química al azar, en cualquier página. En sus oídos aún resonaba el choque
de las espadas.
—A tu madre y a mí nos gustaría ir al cine. Todavía llegamos a la
sesión de tarde antes de mi turno de noche. ¿Quieres venir? Hace mucho que no
salimos juntos.
A través de los auriculares se escuchaban los lamentos llenos de
dolor. Seguro que eran de Bahanior. Enseguida se oyó un zumbido y un golpe.
—¡Muchacho, te he hecho una pregunta! Por lo menos quítate esas cosas
de las orejas, ¿o piensas que me voy a creer que estás estudiando cuando te
vibran los oídos de música? —la cara de su padre empezaba a encenderse.
«Maldita sea, maldita sea, maldita sea».
Nick se quitó los auriculares.
—Eso está mejor. Bueno, ¿vienes o no?
—Creo que no, papá. Aún tengo que estudiar; es más difícil de lo que
pensaba.
Sin creer una sola palabra, William Dunmore sacudió la cabeza.
—¿Es que no puedes hacer una pausa de dos horas? Vamos, ni siquiera me
has preguntado qué película vamos a ver.
«Fijo que ya ha terminado la pelea. Seguramente ganó Blackspell». Pero
¿quién podría saberlo con certeza? ¿Y qué pasaría si el de los ojos saltones lo
llamaba para que fuese el siguiente retador y él se quedaba inmóvil en el
grupo? ¿Qué sucedería entonces? A Nick le hubiera encantado mandar al diablo a
su padre.
—No importa cuál sea la película. Me quedo en casa, ¿vale?
La mirada escéptica de su padre recorrió el escritorio, el ordenador
y el libro.
—Ya te crees muy mayorcito para ir al cine con tus padres, ¿no?
«Pero nosotros debemos pagarlo todo», sería la siguiente frase,
«gastar y gastar y gastar y nunca recibimos nada a cambio». A veces, su padre
andaba con ese humor. «Pero ¿por qué hoy, por qué precisamente hoy?».
Nick sonrió, le costó más trabajo que de costumbre.
—Créeme, iría al cine con vosotros encantado en lugar de agobiarme con
el puto trabajo de Química… pero está la hostia de difícil. Anoche casi no
pequé ojo.
«La pura verdad».
Tal vez fueron las palabrotas las que hicieron que su padre le
creyera. «Quien maldice no miente», solía decir.
«Bueno, un error desagradable».
—De acuerdo. Entonces, si es tan serio,
tengo que decir que estoy sorprendido. Ojalá que tu esfuerzo también se note en
el resultado.
«Por desgracia es improbable».
—Yo también lo espero.
—Bueno, que te diviertas.
Bahanior había desaparecido de la arena y no había ni rastro de
Blackspell. «Pero alguno de los dos tiene que haber ganado, ¿no?». Ahora
peleaban un elfo negro contra una mujer lagarto; Sarius no conocía a ninguno.
Estaba inmóvil en el mismo lugar, junto a Xohoo, y le gustaría preguntarle al
respecto de lo que se había perdido. Lo intentó, pero no funcionaba. Parecía
que no se permitía ninguna conversación en la arena. «Tal vez sea mejor así».
Si nadie se había dado cuenta de su ausencia, tampoco podrían quejarse.
La mujer lagarto no peleaba con armas, sino que lanzaba rayos contra
su adversario elfo. «¿Una maga?». El elfo negro pudo esquivarla dos veces y la
lagarto también logró retroceder, ya no tenía fuerzas y necesitaba una pausa.
El elfo se dio cuenta y la atacó con su lanza, pero, en ese momento, la mujer
lagarto ya había acumulado suficiente magia para lanzar otro rayo, con el que
derribó a su adversario.
—La vencedora es Dragoness. Obtiene de
Zajquor un grado más y quince monedas de oro.
Se escuchó un breve rumor y, de repente, Sarius vio que sobre la
armadura de Zajquor aparecía un dos. En la de Dragoness no cambió nada, por lo
menos nada de lo que Sarius pudiera darse cuenta. «Seguro que los elegidos
sobre la plataforma logran ver algo. Por ejemplo: un cuatro que se convierte en
un cinco».
—¡Xohoo! —llamó el personaje de los grandes ojos saltones.
De entre los elfos negros que estaban junto a Sarius, uno dio un paso
al frente. Vaciló un momento antes de ajustarse la espada y el escudo y
avanzar. Los demás le abrieron el paso, y Xohoo llegó al centro de la arena.
«Mucha suerte», pensó Sarius.
—Elige a tu contrincante.
Por lo visto, Xohoo ya había pensado en su estrategia: de inmediato
dirigió su mirada hacia el pequeño grupo de los seres humanos.
—Reto a LordNick.
«¿Por qué él, idiota? ¡No lo vas a vencer nunca!». Pero, quién sabe.
Su percepción podía engañarlo, puesto que no tenía ni idea de cuál era el grado
de Xohoo. «¿Por qué estoy tan tenso?». ¿Detrás de Xohoo se escondía alguien a
quien Nick conocía? ¿Alguien que tal vez sabía que Nick no llevaba mucho tiempo
deambulando en el mundo de Erebos y que ahora estaba seguro de que no podía
haber ascendido tan vertiginosamente?
LordNick posó por un segundo su mirada sobre Xohoo antes de salir a
escena. Sarius tenía la misma sensación desagradable que la noche previa: la
mirada del luchador le confundió. Era tan familiar como su propio retrato, solo
que no tenía control sobre ella.
«¿Quién eres, eh?». De pronto, Sarius cayó en la cuenta de que todos
los combatientes con los que se había topado fuera de Erebos estaban seguros de
tener a LordNick frente a ellos.
Cualquier metedura de pata de este que se hacía llamar Lord se la iban
a cargar a Nick. «Cabrón, ¿quién te ha dado permiso?».
—¿Qué queréis apostar en esta lucha?
—Un grado y veinte monedas de oro —dijo Xohoo.
—No es suficiente.
«Ahora mismo, Xohoo debe de estar sospechando», pensó Sarius.
Parecía inseguro, esperaba la oferta de su adversario. No hizo
ninguna, y el elfo ofreció algo más tentador.
—¿Un grado y veinticinco monedas de oro?
—De ninguna manera —aclaró LordNick—, dos grados y veinticinco monedas
de oro. Pero, en cualquier caso, dos grados.
—Es demasiado para mí.
—Mala suerte. No haberme retado. Si puedes perder dos grados sin
morir, entonces tienes que pelear. Y tú puedes hacerlo.
«Si por lo menos este canalla no fuera tan arrogante —pensó Sarius—.
Y si pudiera revelar en el instituto que no tengo nada que ver con él. Pero eso
va contra las reglas».
El de los grandes ojos saltones levantó su bastón.
—¡Luchad!
Como un relámpago, LordNick se arrojó sobre Xohoo, que evidentemente
no esperaba un ataque tan rápido. La larga espada del combatiente humano le
alcanzó la cadera, la sangre empezó a manar de la herida y los espectadores
comenzaron a gritar:
—¡Sangre, sangre, sangre!
«Cerrad el pico y dadles una oportunidad», deseaba gritarles Sarius,
pero estaba obligado a guardar silencio y, además, su grito no tendría ningún
sentido.
El ataque que Xohoo intentó estaba condenado al fracaso. Arrastró una
pierna y su cinturón mostró el color negro a más de la mitad.
«Di adiós a tus grados —pensó Sarius con compasión—. Si yo pudiera
hacerlo mejor, también retaría a LordMierda y le rompería la cara».
Conforme pasaba el tiempo, Xohoo se fue debilitando más y más. Perdía
sangre por las sucesivas heridas y trataba de protegerse de los continuos
ataques de LordNick. Al final, con un solo golpe en su escudo, el elfo cayó al
suelo.
—El vencedor es LordNick —anunció el de los ojos saltones—. Obtiene
dos grados y veinticinco monedas de oro.
Sobre la coraza de Xohoo apareció un número dos romano. Como si la
conmoción de notarlo le hubiera dado nuevas fuerzas, se incorporó en el acto y
encajó su espada en la pierna de LordNick. El atacado, que no contaba con ello,
reculó dejando una amplia mancha de sangre en la arena. Después de recuperarse
de la sorpresa, tomó impulso con su arma y le lanzó una estocada al estómago.
Dos. Ya no se veía ningún rastro de rojo en el cinturón del elfo negro. Se
desvaneció inmóvil en la arena del coliseo. Los espectadores comenzaron un
bullicio ensordecedor. LordNick dio un paso atrás, su pecho se elevaba y se
contraía con pesadas respiraciones.
«¿Xohoo está muerto? —el frío invadió a Sarius—. Seguro que no, seguro
que tiene que haber aunque sea una pizca de color en el cinto de Xohoo, para
curarlo».
Solo tienes una oportunidad para jugar este juego, susurró alguien al oído de Sarius.
¿Lo había escuchado de verdad? ¿Su percepción le estaba haciendo una
jugarreta?
Daba igual, Xohoo no se movía, tampoco lo hizo cuando el maestro de
ceremonias lo tocó con su bastón: primero con un golpe suave y después con uno
fuerte. Una sonrisa irrumpió en su rostro. Se giró hacia el público y se llevó
la mano izquierda al cuello indicando por gestos que acababa de morir.
«¿Dónde está el mensajero?». No sentado en la fila detrás de los
bárbaros, tampoco cerca de los lagartos… «¿Y si ha encontrado un sitio detrás
de los elfos negros?». Sarius miró a su espalda, registró cada uno de los
asientos y retrocedió al sentir la mirada del hombre araña. Entonces se giró
con rapidez y lo vio de golpe. En la tercera fila, la familiar figura escuálida
se hallaba sentada entre una mujer con cabellera de serpientes y un hombre con
tres ojos. La sombra de la capucha le cubría la cara; sin embargo, los ojos
amarillos brillaban intensamente como delgadas y centelleantes luces
sepulcrales. El mensajero no movió ni un dedo por Xohoo.
Se lo llevaron. Dos guardias le cogieron de las piernas y arrastraron
el cadáver a través de la arena para sacarlo. A su paso solo quedó una ancha
huella sanguinolenta.
Perturbado, Sarius los siguió con la mirada. «Todo es tan real.
Tremendamente real». El miedo de no poder salir vivo de la arena regresó a él
con fuerzas redobladas y, cuando el maestro de ceremonias se detuvo en medio,
casi rezó para no ser llamado. Su deseo se hizo realidad. Cuando el de los ojos
saltones dio el nombre del siguiente luchador, se pudo escuchar perfectamente
cómo todos contuvieron la respiración.
—BloodWork.
El convocado cargaba un hacha, una espada y un escudo atravesados
sobre la espalda. En un momento de locura, Sarius se preguntó qué podría hacer
si el bárbaro lo elegía, pero no, eso no era posible. Él solo era un tres, y
BloodWork probablemente era un maldito noventa y cinco o algo así.
El bárbaro y el semidesnudo maestro de ceremonias casi eran del mismo
tamaño. BloodWork estaba a punto de explotar de tanta energía, no podía
quedarse ahí parado ni un instante más. Las armas temblaban en sus manos como
si tuvieran vida propia.
—Elige a tu contrincante.
BloodWork no vaciló un segundo.
—Reto a Beroxar. Exijo su lugar en el círculo privilegiado.
El coliseo contuvo la respiración como si fuera un enorme animal en
forma de anillo. «Si no hubiera tanta arena, se podría escuchar el ruido de
una aguja al caer». Sobre la plataforma dorada se levantó uno de los dos
bárbaros.
«No es lógico —pensó Sarius—. Yo habría elegido al hombre gato o a la
elfa negra».
Los contrincantes eran casi del mismo tamaño. Beroxar portaba una
espada curva y un escudo tan inmenso como el tablón de una mesa. Su casco
recordaba la cabeza de un tiburón y se extendía hasta los hombros, e incluso
le protegía una parte de la espalda.
—¿Qué exiges de BloodWork, si llegara a ser derrotado?
—Servicios de esclavo durante dos semanas y seis de sus grados de
avance.
«¡Seis!». Aunque BloodWork estuviera impresionado, no lo dio a notar.
Asintió rápidamente y se puso en posición de pelea. Haciendo una prueba,
Beroxar partió el aire frente a él con un tajo de su espada que zumbó como un
enjambre de abejas.
En los siguientes minutos, Sarius no pudo tener pensamientos claros.
La lucha le hizo olvidarlo todo, hasta su miedo. Se diría que ninguno de los
bárbaros mostraba debilidad. Ambos giraban,
uno en torno al otro, se lanzaban estocadas cortas con la velocidad del rayo y
se defendían con mucha destreza. La espada curva de Beroxar dibujaba líneas de
plata alrededor de su adversario, y el hacha de BloodWork trazaba círculos en
torno a su cabeza, mientras que con su espada buscaba puntos débiles en el
cuerpo de Beroxar. «Parece que no los hay». La lucha era como una danza en la
cual se turnaban la conducción, hasta que, en un momento, BloodWork se giró y
le dio la espalda a Beroxar. La espada curva sonó y avanzó hacia los hombros de
BloodWork, donde el poderoso acero abrió un profundo corte en la madera del
escudo. Con un rápido giro, atrapó la espada y se la quitó a Beroxar.
Sin arma, el gigante no tenía oportunidad alguna. Lo derribó con un
hachazo en la pierna y una estocada en el costado.
—El ganador es BloodWork.
El bárbaro alzó los brazos y giró acompañado de una esplendida música
y del júbilo del público, que en un santiamén dejó de estar como petrificado.
Los espectadores aclamaban el nombre de BloodWork con aplausos y patadas en el
suelo.
El personaje de los grandes ojos saltones se situó en el centro de la
arena y silenció a la masa con un movimiento de la mano. Se inclinó sobre el caído
y le quitó su collar. Una cadena de hierro de cuyo extremo colgaba un anillo
rojo, como rubí del diámetro de un fondo de botella. En su interior tenía una
punta cuya forma recordaba la espina de una rosa o una V ondeante que apuntaba
hacia el centro del anillo. El maestro de ceremonias puso la joya en el cuello
de BloodWork. El júbilo del público estalló y no disminuyó cuando Beroxar
volvió a ponerse de pie y, por órdenes del maestro de ceremonias, se reintegró
al grupo de los bárbaros.
Sarius no se percató de cómo el mensajero llegó al centro de la arena,
pero allí estaba y estrechaba su huesuda mano con la de BloodWork.
—Bienvenido al círculo privilegiado. Todos esperamos que muestres ser
digno de la condecoración.
BloodWork hizo una reverencia y se dirigió a la plataforma dorada
donde se sentó en el lugar de Beroxar. El círculo rojo en su pecho brillaba
como la marca reciente de una quemadura. El mensajero se dirigió hacia los
bárbaros.
—Para Beroxar aún vale el voto que pronunció. De ningún modo puede ser
olvidado. Los traidores mueren rápido. Si llega a darse la oportunidad, podrá
reconquistar su sitio en el círculo privilegiado. Así como cada uno de vosotros
—su ampuloso ademán casi envolvió a todos los reunidos— tiene la posibilidad
de luchar por un lugar en el círculo privilegiado.
El siguiente luchador se tomó esas palabras de ánimo al pie de la
letra y retó a Wyrdana, la elfa negra del círculo privilegiado. Ella, más que
derrotarlo lo hizo pedazos. Su granizada de bolas de fuego, sus descargas
eléctricas y sus certeras lanzadas ni siquiera duraron lo que un estornudo. El
retador cayó sobre el suelo y abandonó la arena con el rango de un triste uno.
«Qué es eso de que los elfos negros no sirven para nada. Pues quien lo
crea debería haber visto esto —Sarius casi sintió cómo le entraba una especie
de orgullo—. No me extraña que Blood haya preferido retar a uno de los otros
idiotas musculosos».
Las siguientes tres luchas no fueron espectaculares y Sarius comenzó a
divagar. Por un momento prestó atención cuando se presentó un cristal mágico.
Ni LaCor, el vampiro, ni Maimai, la mujer gato, poseían uno, pero ambos morían
por ganarlo. El de los ojos saltones hizo aparecer uno por arte de magia, lo
ofreció como recompensa y la gata lo obtuvo sin merecerlo, mientras que LaCor
perdió un grado. «¿Ante quién? Ante nadie. Así nada más».
—¡Feniel!
Hasta ese momento no la había visto en el grupo de los elfos, pero
ahora se paseaba orgullosa frente a él. Qué lástima que los escorpiones no la
hubieran atrapado, con su estúpida cara de muñeca y su nariz respingona.
Sarius observó cómo se colocaba en el centro de la arena y confió en que hiciera una pésima
elección. «Tal vez Drizzel o algún otro que le quite de golpe el grado».
—Elige a tu contrincante.
Antes de que ella respondiera, Sarius sintió un ataque al corazón. Ya
sabía cuál sería su elección.
—Reto a Sarius.
Durante un instante, volvieron el miedo y la imagen de Xohoo muerto y
de cómo lo sacaron a rastras de la arena. Pero ya no había tiempo. No podía ver
el grado de Feniel, y ella tampoco el suyo, de otra manera no podría retarlo.
«Entonces es una tres. Sarius debe lograrlo». La impaciente protesta del público
le hizo ver que seguía quieto, petrificado entre los elfos negros. «¡Bueno,
allá vamos!».
Feniel no podía saber que él era un tres. Entonces ¿por qué le había
elegido? ¿Porque logró desplazarlo en la pelea por el escorpión? Probablemente.
Sin mirar ni a izquierda ni a derecha, se abrió camino entre los
elfos. Necesitaba una táctica para hacer frente a la alabarda de Feniel. Sin
duda, con esta lo mantendría alejado. Se imaginó a sí mismo pataleando en el
aire sin haber tenido éxito con su espada, mientras que su adversaria le
encajaba la punta de su arma entre las costillas.
—¿Qué queréis apostar en esta lucha?
Feniel no lo pensó mucho.
—Un grado y veinte monedas de oro.
Todos tenían oro menos Sarius. Él, en cambio, aún tenía la bandeja y
los platos de los ladrones de sarcófagos que no había vendido, y que ya casi
había olvidado. ¿Por qué no se había dado cuenta hasta ese momento, ahora,
cuando ese pensamiento representaba un obstáculo?
—No tengo oro y preferiría luchar por un cristal mágico —dijo sin
esperanzas.
La fealdad del personaje de los ojos saltones casi era insoportable.
La piel marrón parecía tener grietas y rajaduras como si se hubiera
resquebrajado la pintura de un antiguo lienzo. La sensación de que el maestro
de ceremonias no tenía nada que hacer en este caso se volvió una certeza en la
mente de Sarius.
—No se puede apostar un cristal mágico —explicó el hombre—. Pelearéis
por un grado de avance. Con eso basta.
Levantó su brazo musculoso para dar la señal de inicio.
El truco tenía que ser esquivar la lanza de Feniel. Sarius brincó de
un lado al otro. Lo único que tenía que hacer era moverse rápido. No debía ser
un blanco fácil. Por desgracia, sus saltos no pusieron nerviosa a Feniel, ni
siquiera un poco, parecía disponer de todo el tiempo del mundo. Estaba erguida,
muy tranquila, con la alabarda aferrada con ambas manos y el extremo punzante,
por supuesto, apuntando hacia su enemigo. Sarius intentó hacer como que se
caía y saltó fuera de su alcance. No sucedió nada, tan solo que la punta de la
alabarda estuvo a un centímetro de herirlo. No fue sino hasta el momento en
que bajó su espada, no tanto por cansancio sino más bien por desconcierto,
cuando Feniel explotó de ira. Con dos pasos llegó junto a él, con la punta de
su arma apuntando directamente a su pecho. El levantó su escudo cuando ya era
demasiado tarde… ella lo tocó y comenzó a escucharse el chirrido de dolor,
pero Sarius logró desviar la alabarda con un golpe de su espada.
«Tiza sobre pizarra, tenedor sobre porcelana, sierra en el nervio
auditivo». Esta vez el chirrido solo despertó en Sarius un intenso coraje. Sin
prestar atención a su defensa, volvió a golpear su espada contra la alabarda,
fuerte, tan fuerte como pudo. Dejó caer el escudo, agarró el largo mango del
arma de su contrincante y lo apartó de sí.
¡Sarius, Sarius, Sarius!
¿Lo estaban vitoreando? Parecía más un susurro que una llamada, de
muchas voces, como de fantasmas. ¿Lo estarían hipnotizando?
Se detuvo sobre el escudo que había tirado al suelo y casi se tropezó,
pero no soltó el arma de Feniel. Su cuerpo estaba desprotegido, si titubeaba,
sería un idiota, ella obtendría más sangre y el chirrido le destrozaría el
tímpano como si fuera de cristal…
Clavó su arma en el pecho de Feniel, volvió a sacarla y la clavó de
nuevo en su abdomen. Por ambas heridas manaba sangre, la alabarda se escurrió
entre las manos de la elfa y cayó a la arena. Sarius continuó, ya casi no había
rojo en su cinturón, un golpe más y una estocada y…
—El vencedor es Sarius.
La voz lo sacó de su frenesí de combate. Feniel no se movía nada, ni
un poco. Bajó el acero y en ese mismo instante cesó el chirrido de dolor, y la
música sonó de nuevo.
Grandiosa música, como en una película, cuando el héroe gana la
batalla decisiva. Así había sido con BloodWork, pero con ningún otro
combatiente. «¿Por qué? Porque solo yo puedo escucharla, porque ella es parte
de mi recompensa, igual que el cuatro, que seguro ya está grabado en mi coraza,
y el dos que aparece de repente en el chaleco de cuero de Feniel».
Sacaron a la contrincante sin cogerla de las piernas como a Xohoo: lo
hicieron con cuidado y con celeridad. Era muy probable que estuviese con vida y
que le esperase una exhaustiva conversación con el mensajero.
Él, por el contrario, ya era un cuatro. Un victorioso e ileso cuatro.
Sarius regresó a la esquina de los elfos negros. Echó un vistazo en derredor;
ahora ya podía reconocer claramente a los treses y había un montón de ellos.
Por ejemplo, la mujer lobo, que el maestro de ceremonias llamó en ese preciso
instante.
—¡Galaris!
Un momento, Sarius conocía ese nombre. «La caja de madera.
Totteridge. El viaducto Dollis Brook». ¿Había escondido Galaris la siniestra
caja bajo el tejo?
No podía preguntárselo, pues en este instante estaba ocupada en la
elección de un contrincante. Además, Sarius tenía la certeza de que ni el
mensajero ni sus gnomos verían con buenos ojos su curiosidad. Galaris, cuyo
cabello marrón oscuro relucía bajo el sol como chocolate líquido, se decidió
por una bárbara llamada Rahall-LA. «Valiente. O tonta». Al final valió la pena:
ella peleaba con arco y flecha y Rahall-LA, también un tres, ni llegó a
acercársele.
Después combatieron algunos de los grados más altos unos contra otros,
los duelos duraron mucho y fueron disputados con gran vehemencia. Sarius
intentó memorizar los nombres y reconocer las debilidades de los contrincantes,
pero pronto se dio por vencido. Alrededor se percibía que el público iba
perdiendo interés. Algunos de los que ya habían ganado una victoria en la
arena se retiraron. Sarius los siguió
hacia el interior tras haber sido testigo de la lucha entre Drizzel y Keskorian,
en la que el bárbaro perdió tres grados. «Drizzel es un tramposo», recordó
Sarius.
En la sala de espera de los elfos negros se encontró con Lelant y Arwen's
Child.
—… naturalmente que es un idiota si vuelve a pelear después de haber
perdido —decía Lelant.
—Xohoo me gustaba —aclaró Arwen's Child después de una corta pausa—.
Qué lástima que ya esté muerto. Me parece que se merecía otra oportunidad.
Sarius también lo pensaba. Xohoo, por lo menos, era simpático. «¿Por
qué no habrá tenido ese destino Lelant, este cobarde bocazas?».
—¿No vas a pelear? —le preguntó Sarius.
—¿Y a ti qué te importa? —refunfuñó Lelant.
—Él nunca pelea en los duelos, siempre espera hasta el final la gran
batalla. Así uno arriesga menos y puede ganar más —señaló Arwen's Child en su
lugar.
—Oye, ¿hace falta que lo cuentes todo? —se quejó el otro.
Aún traía colgando las mismas armas que en el laberinto, ninguna nueva
adquisición, hasta donde Sarius pudo notar. ¿Y si todavía tenía el cristal
mágico? ¿Y si Sarius podría echársele encima y hurgar en sus posesiones?
Probablemente no.
—¿La gran batalla? —preguntó dando la espalda a Lelant de manera
evidente.
—Chaval, tú de verdad que no tienes ni la menor idea —ladró antes de
que Arwen's Child pudiera responder.
—Sí, al final de cada torneo hay una gran pelea, todos contra todos.
Es bastante peligrosa, porque en ella te pueden dar palizas los grados más
altos. En cambio puedes quitarles a los demás sus cosas más preciadas.
—¿Cristales mágicos? —preguntó Sarius mirando de reojo a Lelant.
—Hombre, si alguien se carga a alguien… Es más bien improbable.
Para ser sinceros, en ese momento no le iba bien una gran batalla.
Acababa de ganar un grado más y podía perderlo rápidamente. Por otro lado,
¿quién decía que aquí y ahora no había otros dos o tres más?
—En serio, genial que Xohoo ya esté bajo tierra —Lelant cambió el
tema.
«Sencillamente este idiota no nos deja en paz. Espera un poco, Colin».
—Era un estúpido. Todo el tiempo dándole a la lengua. Como de todas
maneras nunca hubiera logrado estar entre los últimos, bien podía también haber
renunciado. Era exactamente igual de blandengue que tú, Sarius. Así que creo
que mejor te liquido de una vez cuando comience la batalla en la arena. Vete
despidiendo de Arwen.
—Me llamo Arwen's Child, perro.
—¿Y a quién le importa?
Parecía como si todos estuvieran esperando el disparo para comenzar
una competición de carreras en distintas direcciones, y de alguna forma era
justo eso. El grandullón de los ojos saltones se colocó en posición en un extremo
de la arena y sostuvo en lo alto su bastón. Sarius volvió a contemplar a la
multitud con detenimiento. No muy lejos de él se encontraba un dos, un vampiro,
que sería presa fácil, y muy cerca de él estaba LordNick, que aguardaba
impaciente. Sarius debía eludirlo. El maestro de ceremonias lo dejó bien
claro: «Nadie puede atacar a quien ya esté metido en una pelea».
Tenía que encontrar a una víctima que valiera la pena, una víctima
fácil, y rápido, antes de que a algún nueve se le ocurriera que Sarius podría
ser una buena presa.
El vampiro dos era ideal y
estaba muy cerca. El de los ojos saltones bajó el bastón, Sarius echó a
correr, pero inmediatamente apareció Lelant en su campo visual por la derecha.
Había bajado la visera de su casco verde brillante y a Sarius le recordó a una
rana de acero de pie a dos patas. La punta de la espada de Lelant iba dirigida
contra él, pero como iba corriendo no logró apuntar bien y no pudo asestarle
una buena, sino que apenas le rozó el brazo. El golpe no produjo nada más que
un leve crujido, como haría una puerta de jardín muy oxidada. Sin embargo,
hizo que se encendiera la cólera de Sarius como un ardiente sol rojo.
Si así lo quería Lelant, entonces se las vería con él. Sarius
consiguió golpearle con el escudo al tiempo que le trabajaba las costillas como
un ariete y, sobre todo, pudo atinarle con la espada: primero al casco, luego
contra la coraza. Lo principal era que no tuviera tiempo de recuperar el
equilibrio.
En esa ocasión, Sarius no necesitó música para sentirse como un
victorioso capitán. Le bastó con observar cómo Lelant retrocedía, cómo perdía
torpemente el equilibrio, cómo se tropezaba, cómo perdía el escudo. Observó
cómo se caía y se quedaba tendido con la espada hacia arriba como el aguijón
de una abeja. Lelant tenía la esperanza de que Sarius se clavara en ella.
Después de dos formidables tajos, también perdió la espada. Sarius
miró con satisfacción la sangre en el hombro y el pecho de Lelant. Las heridas
deberían bastar para un chirrido verdaderamente horrible.
Presionó su acero contra el cuello de Lelant, justo en el borde de la
coraza, y se resistió a la tentación de hundirla hasta la empuñadura. «Pero ¿y
qué pasará ahora?». Eso no lo sabía.
La solución la traía un gnomo. Una gran sonrisa apareció sobre su
rostro azul.
—En efecto, Sarius ha ganado —espetó y abrió las pertenencias de
Lelant—. Elección libre para el vencedor.
Naturalmente, lo primero que buscó Sarius era su cristal
mágico. Sin embargo, ya no estaba, era obvio.
«Quién sabe qué hizo Lelant con él. Quién sabe lo que se puede hacer
con él».
Al menos, Lelant había almacenado ciento treinta monedas de oro.
«Grandioso». Sarius iba a cogerlas, pero de inmediato el gnomo lo detuvo.
—Solo la mitad.
También estaba bien. Sesenta y cinco monedas de oro eran un dineral.
Aparte de ellas, Sarius encontró un par de botas llenas de esmeraldas, un puñal
y una botella de pócima curativa. Todo eso se lo llevó sin que el gnomo
protestara. Únicamente volvió a tomar la palabra después de que Sarius hubiese
guardado muy bien el botín.
—Bastante ansioso, el joven caballero. Es obvio que en los grados de
avance ya no podrá elegir como él quisiera. Puede lograr dos si se permite
dejarle su armamento al derrotado.
Sarius prefirió los grados a quedarse con el equipamiento y las armas
de Lelant. Para su satisfacción, en la coraza del vencido apareció el número
cinco. «Así que era un siete y yo, como un cuatro, era presa fácil para él.
Pero ya has visto que no. Mal cálculo, Lelant, idiota». Le había mostrado a
Lelant, al idiota, cómo se las gastaba.
Observó fijamente cómo Lelant se ponía de pie y se iba cojeando, tal
y como otros vencidos se habían retirado. Ahora él mismo era un seis. Sarius
obtuvo un mejor panorama: ahora podía reconocer el grado de casi un tercio de
los combatientes. Por desgracia, entre ellos no se encontraban muchas de las
caras conocidas. Blackspell, LordNick, Keskorian y Arwen's Child tenían un
nivel igual o mayor a su propio seis. «Lástima». En cambio, Sapujapu resultó
ser un cinco igual que Nurax. Ambos continuaban aún enredados en sus
respectivas peleas. En el otro extremo de la arena, Sarius descubrió a
Drizzel, que intentaba bajar a BloodWork de la plataforma del círculo
privilegiado.
—¿Estás listo para otra pelea? —quiso saber el gnomo con la piel azul.
¿Era a él? No lo sabía con exactitud. Sería muy tentador ganar más
grados, pero tampoco quería abusar de su buena suerte. «Comenzar el día como un
tres y terminarlo como un seis no está nada mal».
—No. Por hoy es suficiente.
—Entonces abandona la arena.
Y eso fue lo que hizo. Volvió a pasar por el mismo portón por el que
había entrado, echó un vistazo a la sala de los elfos negros, donde no encontró
a nadie —a nadie en absoluto—, y se marchó hacia la salida. ¿Cuándo fue la
última vez que se sintió tan bien? No lo sabía. Tenía que haber sido mucho
tiempo atrás: un año, dos tal vez. Lleno de ímpetu, con un puñado de oro en la
bolsa, Sarius salió a la calle.
«Vamos a ver qué otras cosas nos brinda la Ciudad Blanca».
Capítulo 12
Afuera estaba oscuro, el telediario de la noche resonaba desde el
salón. Nick se masajeó las sienes doloridas. Sarius había cambiado todos sus
tesoros por oro, incluyendo el puñal de Lelant que, para su sorpresa, le hizo
ganar muchas monedas. Después de esto se fue caminando a El Ultimo Corte, donde
Átropos, sin andarse con rodeos, lo echó sin miramientos. No supo por qué y
Átropos no estaba dispuesta a explicarle sus razones.
Poco a poco, la oscuridad cayó sobre la Ciudad Blanca, en todos lados
se encendieron antorchas y braseros. La noche era un tiempo promisorio en el
mundo de Erebos. La noche era el tiempo del mensajero. Pero él no se dejaba ver
por ningún lado.
A Nick le ardían los ojos como si hubiera nadado muchas horas en agua
con cloro. Probablemente estaban tan rojos como los rubíes del puñal de Lelant.
Hacer una pausa le pareció una buena idea.
Comer le pareció una buena idea.
Se levantaría, saldría de su cuarto e iría a dar una vuelta a la
cocina. «Seguro que mamá ya ha cocinado algo». Sin embargo, antes de salir de
su habitación miró fijamente la pantalla, las calles de la ciudad, su yo
virtual. No podía irse. Tenía el presentimiento de que algo podía ocurrir en
cualquier instante: un ataque de orcos, un encargo del mensajero, un reto, un
acertijo. Algo que se perdería si se desconectaba.
«¿Qué tal una horita? Una hora para comer, para hablar un poco con
mamá y papá y… para ir al baño —solo entonces se percató de las ganas tremendas
que tenía de ir y de cómo se retorcía en su silla para soportar la presión en
la vejiga—. Hale andando». Pero tenía que apagar el programa. Nick hizo clic
con la flecha del cursor en la pantalla. «¿Dónde puedo salvar y cerrar el
juego?». En ese momento cayó en la cuenta de que nunca lo había hecho. El
juego lo había sacado o lo había obligado a hacer una pausa, pero él nunca lo
había abandonado. «Probablemente no está previsto».
Nick sopesó sus posibilidades. Podía limitarse a apagar el ordenador,
pero eso era muy arriesgado. Si al mensajero no le gustaba, quizá le quitaba
los grados que se había ganado con tanto esfuerzo. O lo mismo podría ocurrirle
algo peor.
Otra posibilidad era dejar encendido el ordenador y apagar solo el
monitor. Entonces Sarius se quedaría quieto en la calle, como si estuviera
inerte, y cualquiera de los unos que pasaran por ahí le podría quitar sus
pertenencias. Tampoco era una buena idea.
Nick se sintió como si su vejiga fuera a explotar. Necesitaba ir al
baño, no había más remedio. Solo tenía que poner rápido a resguardo a Sarius.
Pero ¿dónde?
La idea le vino como caída del cielo, ¡había alquilado una habitación!
Hizo caminar a Sarius por las oscuras calles de la Ciudad Blanca, como si el
maestro de ceremonias de los grandes ojos saltones lo siguiera. «¿Era por
aquí?». Recordaba una escalera angosta a un costado de una panadería; allí
tenía que continuar hacia arriba y luego doblar a la derecha. Pero… «¿dónde
está esa maldita escalera?».
Hizo que Sarius caminara, caminara y caminara. La barra azul de
resistencia se acortaba a ojos vistas, ¡y eso que era un seis! Si no lograba
orientarse, tendría que darse por vencido y, sencillamente, largarse a mear.
«Pero no aquí, no en esta oscura esquina, donde rondan figuras sospechosas».
Panadería. Escalera. «Por fin». Apresuró a Sarius sobre el umbral de
la posada, sobre la angosta y empinada escalera que rechinó hasta llegar a su
habitación. Puerta cerrada. Monitor apagado. «Y ahora rápido, oh, por favor,
rápido…».
Nick se levantó de un salto, salió corriendo de su cuarto como si lo
persiguiera un perro salvaje y entró en el baño. Apenas logró llegar a tiempo.
—¿Nick? —lo llamó su padre desde el salón—. Si vuelves a dar portazos,
vas a ver cómo te va a ir.
Había lasaña de verduras con tofu en lugar de carne, sin embargo,
esta vez Nick no se quejó. La comida apenas le supo a nada. Sus padres hablaban
sobre la película que acababan de ver y se quedaron conformes con sus
esporádicos «ajá» o «ah, sí». Sin embargo, estaban asombrados por la cantidad
de comida que Nick tragaba casi sin masticar. Él también se sorprendió, hasta
que se dio cuenta de que no había comido nada desde el desayuno.
Tenía que darse prisa. Había dejado a Sarius en la posada, solo,
desprotegido y con el juego en marcha. «¿Qué pasa si hay un incendio? ¿O un
asalto? ¿Qué pasa si Lelant descubre su paradero? Tenía que haber cortado la
conexión a Internet —pensó Nick—. Aunque no tengo ni la más remota idea de lo
que podría pasarme. ¿Les sentará mal a los gnomos y se lo dirán al mensajero?».
Ya casi de pie tomó el último bocado con su tenedor.
—¡Gracias, estaba buenísimo! —sonrió a su madre y ella le devolvió la
sonrisa.
Todo estaba en orden, solo su padre hizo una mueca.
—No me digas que te vuelves a ir a estudiar. No me lo puedo creer.
—No, por hoy ya basta —dijo Nick y bostezó ostensiblemente—. Voy a
leer un rato y luego me voy a la cama, estoy muerto.
—La última vez que te fuiste a dormir a esta hora tenías ocho años.
—¡Ya he dicho que antes quiero leer un rato! —replicó Nick con más
intensidad de la que quería—. Perdóname, por favor. Química me pone de malas.
Su padre masculló algo incomprensible. Nick no preguntó más. Tenía que
ocuparse de Sarius.
La luna que brillaba a través de la ventana de la posada estaba justo
en la misma fase menguante que la de Londres. Pero Londres se encontraba muy
lejos.
Sarius estaba acostado en la cama, con los brazos cruzados tras la
cabeza y la mirada fija en el techo. En algún momento, alguien le había llevado
una carta: el lacre amarillo que la cerraba tenía forma de ojo. Antes de
abrirla comprobó que aún tenía las pertenencias que había ganado. Se quedó
tranquilo: todo estaba ahí… el oro, la pócima curativa. Desgarró el sobre de
la carta, y notó que era breve y no muy alentadora:
Los
demás ya se han ido. Fuiste requerido, pero te negaste a colaborar. Estamos
decepcionados, Sarius. Tu negligencia no quedará sin consecuencias, ¿está
claro?
Al pie de la carta, otra mancha amarilla con forma de ojo, pero
tampoco es que hiciera falta… Sarius había metido la pata.
En cuanto dejó la carta, se apagó el candelabro que estaba sobre su
mesa y, al siguiente instante, se ocultó la luna. El mundo de Erebos se volvió
tenebroso y silencioso.
El elfo estaba encerrado y,
por algunos segundos, fue presa del pánico. «Esta vez es la definitiva», pensó.
Sin embargo, eso no tenía sentido, hoy había combatido de maravilla. Y el
mensajero le había dicho que buscaba a los mejores de los mejores. Sarius podía
pertenecer a este grupo. Lo sabía. Lo sentía.
A Nick le sentó como un tiro la lasaña. «Si hubieras comido menos, si
hubieras comido más rápido, entonces no te habrías perdido el reto. Esto es
para volverse loco». Miraba fijamente la pantalla del monitor. Era muy injusto.
Pero, como siempre, la negrura era implacable y resistente a cualquier
reinicio, a cualquier súplica, a cualquier maldición.
¿Dónde demonios estaban los demás? ¿Estaría Lelant entre ellos? ¿Lo
habrían superado en esta noche? «Maldita sea, maldita sea, maldita sea». Y
solo porque Nick no había sabido cómo suspender correctamente el juego.
Sin muchas ganas, revisó sus mails y no halló nada que lo pusiera de
mejor humor. Más por costumbre que por necesidad, Nick entró en la página de
Emily en deviantART y encontró
un nuevo poema.
NOCHE
Permanezco
despierta
en mi cama
detrás de una
empalizada
de almohadas y mantas.
Con los ojos bien
abiertos
acecho criaturas
susurrantes,
que huyen de la
luz del día,
oscuras mellizas
de mis pensamientos.
Con los brazos
estirados
busco a tientas
algo de confianza
y no me encuentro
ni a mí misma.
Solo traquetea en
mi cabeza un molino de plegarias
regulares,
incomprensibles, desquiciadas,
y rezo por un
armisticio
entre la noche y
el día,
por unos granos
de arena en los ojos
y por la primera
luz de la mañana,
que es tan pálida como tu rostro.
Algo había en el poema que, por un instante, distrajo a Nick de su
frustración. Se quedó pensando en que, quizá, en algún momento debería hablar
con Emily. Preguntarle, por ejemplo, si le estaba yendo bien o si tenía
problemas. Lo pensó durante unos segundos y desechó la idea. No se conocían lo
bastante bien y quedaría en ridículo.
«Hola, Emily. Solo quería preguntarte si todo va bien. O si… eh… si
tienes problemas». «No. ¿Por qué?».
«Solo lo pensé, así nada más, porque leí ese poema tuyo…». «Ah.
¿Dónde?».
«En deviantART».
«Vaya, ¿y tú por qué conoces mi contraseña?».
«Bueno, alguna vez te oí decírsela a Michelle. Lo siento. De verdad».
«Y yo lo siento más. Aléjate de mí, Nick. En Internet y en la vida
real».
Así sucedería y no de otra forma. Probablemente el poema solo era arte
y no tenía nada que ver con la vida privada de Emily.
Nick le dio un golpecito al ratón de su ordenador y el cursor recorrió
toda la pantalla. Se ajustó la cola de caballo. Por lo menos podría intentar
que Erebos reiniciara. Ya habían pasado unos diez minutos, lo más probable es
que fuese suficiente para el mensajero, quizá solo quería saber si Nick era
perseverante.
No funcionó ni a la primera, ni a la segunda, ni a la quinta vez.
«Maldita sea, no es justo». La noche se echó a perder. El único rayo de
esperanza fue el rostro atónito del padre de Nick, quien, al echar un rápido
vistazo en la habitación, descubrió que su hijo de verdad estaba leyendo.
El despertador de la radio mostró con brillantes números rojos que ya
eran las 21.34. Hacía diez minutos que Nick había tomado la decisión de irse a
dormir. Quería recuperar sueño, mañana podría jugar durante toda la noche y
rescatar todo lo perdido. También había una segunda posibilidad: fingirse enfermo
y no ir al instituto. «Eso es lo que hizo Colin, bueno, casi seguro. Y lo mismo
hicieron Helen, Jerome, Alex y, ¡vaya!, quizá todos los demás».
Pero Nick sabía que no faltaría a clase, al menos no mañana. Era su
primer día de instituto después del viernes en que Brynne le entregó el DVD. Mañana vería con otros ojos al
resto de sus compañeros. A sus contrincantes de carne y hueso. Quería hablar
con Colin para intentar descubrir quién se escondía detrás de cada personaje.
Tenía que saber quién era LordNick.
«Quién sabe lo que estarán haciendo ahora. Tal vez están teniendo el
mejor reto. Sin mí. Mierda».
Nick se acostó sobre su costado derecho, luego sobre el izquierdo,
pero no lograba conciliar el sueño. En cuanto cerraba los ojos, le volvían a
pasar por la mente todas las peleas: el personaje de los grandes ojos saltones
balanceaba su bastón y se acercaba amenazante, Xohoo saliendo a rastras de la
palestra, su cuerpo tirado y esa huella ensangrentada sobre la arena…
Suspirando profundamente, Nick cruzó los brazos detrás de la cabeza.
El reloj marcaba las 22.13. Ya se acercaba la hora en que acostumbraba
acostarse, sin embargo, estaba tan despierto como pocas veces. «¿Qué tal habrá
llevado Xohoo la derrota? ¿Le reconoceré mañana?». Claro, eso solo sería
posible si él estaba en el mismo instituto que Nick. «Por supuesto qué no, qué
pensamiento más estúpido». Era un hecho que no todos los combatientes de Erebos
podían ser sus compañeros. Volvió a cerrar los ojos.
«¿Cuántos había hoy en la arena? Unos cuarenta o cincuenta elfos
negros, treinta vampiros, veinte enanos. ¿Bárbaros? También como veinte o así.
Hombres lobo, algo menos, ¿quince? Sí, más o menos. La cantidad de seres gato y
lagarto era más o menos la misma. Además, también había tres humanos. Bien,
pues eso da aproximadamente… ciento sesenta o ciento setenta luchadores. Vale…
ese es el resultado total». Un gran número pero, claro, en comparación con el
número de jugadores de otros videojuegos virtuales, era una bicoca. Sin
embargo, no todos los jugadores de Erebos estaban en la arena, aunque seguro
que ahí se encontraba la mayor parte. Y este ominoso círculo privilegiado. Los
campeones. ¿Había logrado Drizzel derribar con malas artes a alguno de ellos de
su estrado de oro? Nick esbozó una sonrisa. «No creo. Probablemente Drizzel
solo recibió una fuerte bofetada. Y bien merecida».
22.21. «¿Y si lo vuelvo a intentar?». Podría ser que la expulsión ya
hubiera sido revocada. De todas maneras, Nick no podía dormirse. Tenía que
intentarlo por lo menos una vez más.
Encendió la lámpara del escritorio, se dirigió hacia el ordenador y
lo encendió con cierta opresión en el pecho. «No estés nervioso, idiota».
Hizo doble clic sobre la E roja. «Nada». Otra vez. De nuevo
nada. Sin pensarlo mucho, Nick entró en Google. Si se informaba más sobre el
juego, seguro que encontraría alguna manera para echar a andar el programa.
Pero el mensajero se enteró del primer intento de Nick «No sé cómo lo hizo».
Posiblemente, un segundo intento lo fastidiaría.
De pronto se le ocurrió abrir la página de Amazon. Si el juego era
una copia pirata, debía existir un original. Escribió «Erebos» en el espacio
de búsqueda, presionó enter y esperó recibir otra llamada de atención
que alumbraría al rojo vivo su oscuro cuarto: «Esa no fue buena idea, Sarius.
Fue una idea tonta, para ser exactos. Una idea mortal».
Sin embargo, Amazon desplegó una lista de CD de ópera: Orfeo y Eurídice en diferentes
versiones. «¿Por qué? Ah, ya, es un aria con el título Chi mai dell'Erebo,
que quién sabe qué quiere decir».
Lamentablemente, averiguar esto no le hizo avanzar un solo paso. No
existía un juego llamado Erebos. Ni siquiera un anuncio de un próximo
lanzamiento. «¿Cómo es posible que exista una copia? ¿Y quién, por todos los
demonios, tenía el original?».
Nick contempló las distintas carátulas de los CD de ópera. La mayoría eran
fragmentos de pinturas y algo le recordaban a Nick. Tardó unos minutos en
acordarse. Le recordaban el gran ojo saltón.
22.57. Otra vez de regreso en la cama. A decir verdad, Nick ya había
tenido suficiente. Si ya no podía jugar, por lo menos quería dormir. Estaba
desalentado.
«Un juego que no se puede comprar. Un juego que habla contigo. Un
juego que te observa, que te recompensa, que te amenaza, que te encarga
tareas».
«A veces creo que está vivo», le había dicho Colin. Colin no era
ningún candidato al Nobel… pero tampoco era ingenuo, para nada. «No, claro que
este juego no está vivo». Y aun así era extraordinario. Demasiado.
Sarius yacía en el suelo, LordNick estaba de pie frente a él y su
rostro tan espantosamente familiar le sonreía.
—Yo llegué primero —dijo—, tú no eres más que un imbécil.
Luego le mostraba una bolsa llena de cabezas: la de Jamie, la de
Emily, la de Dan y la de su hermano.
—Elige una, ¿o quieres seguir deambulando con tu hocico de elfo para
siempre?
Sarius odiaba a LordNick, quería levantarse de un salto y sacar la
espada pero no podía moverse. Además, el lugar estaba tan oscuro como una
cripta.
—Podemos luchar, ¿qué te parece? —dijo con mucho esfuerzo—. Luchemos
por dos grados, pero tienes que dejar que me levante.
—¿Por grados? De ninguna manera, Sarius. Luchemos por años… diez años
de vida, ¿qué te parece?
Sarius cayó en la cuenta de que, por vez primera, realmente escuchaba
la voz de uno de sus contrincantes. «¿Por qué? ¿Y por qué años de vida? No podía
estar hablando en serio, eso no era posible». El pensamiento le dio miedo.
—Paso, es una mala apuesta.
También escuchó su voz… era llorica y aguda.
—Está bien —dijo LordNick, y arrojó a un lado la bolsa con las
cabezas—, estás eliminado.
Tomó su espada con ambas manos, la levantó y se la hundió en el pecho.
El elfo quedó clavado en el suelo como si fuera una mariposa.
Sarius gritó y berreó. No quería morir…
Nick se despertó por sus gemidos. El corazón le latía a toda prisa,
como si hubiera estado corriendo. La oscuridad del sueño aún lo envolvía, quizá
no había despertado.
Por suerte, ahí estaba el despertador de la radio. 3.24 AM. Nick se dejó caer sobre la
almohada y respiró profundamente. Su grito siguió retumbándole en los oídos y
confió en que solo hubiera gritado en el sueño, o habría despertado a todos en
casa.
Sin embargo, el silencio era el dueño del apartamento. Ni su madre ni
su padre irrumpieron en el cuarto para averiguar por qué gritaba de esa manera.
Había tenido mucha suerte.
Cerró los ojos y los abrió de nuevo. Pensar en volver a dormirse era
algo que lo ponía nervioso. Podía imaginar a LordNick listo para otro ataque en
el mundo de los sueños con su espada y una bolsa llena de cabezas.
«Ir a mear es una mejor idea». Caminó lentamente hacia el baño,
poniendo mucho cuidado en no despertar a sus padres. Intentó recordar la voz de
LordNick, pero solo era una voz cualquiera; no podía relacionarla con nadie.
«¿Por qué no podemos charlar en vivo durante el juego, conversar unos con
otros, como en otros videojuegos virtuales?». La respuesta fue evidente a esa
hora de la noche: los jugadores no debían reconocerse entre sí. No debían saber
con quién tenían que ver en realidad. Pero ¿todos guardarían el secreto?
Nick tiró de la cadena con muchísimo cuidado y regresó a hurtadillas
a su habitación. No tenía ganas de dormir. «Nada de nada». Podía volver a
intentar que Erebos arrancara. Si llegaba a funcionar, en unas horas podría
irse al instituto con una buena sensación.
En el completo silencio de la noche, los sonidos de inicio del
ordenador le parecieron tremendamente fuertes. Tan solo el zumbido del disco
duro y el rumor del ventilador ya podían despertar a sus padres.
Sin grandes esperanzas —aunque con un gran anhelo— hizo clic
sobre la E roja. Con increíble sorpresa, descubrió que el mundo de Erebos
volvía a abrirse ante él.
Sarius ya no se encontraba en la habitación de la posada, sino en
mitad del bosque. La situación era muy similar a la del principio, cuando era
un sin nombre. El bosque estaba oscuro, y Sarius, solo. Una tenue melodía
zumbaba en el aire, como si anunciara una próxima desgracia.
Entre los árboles serpenteaba un angosto sendero que apenas podía
verse por la oscuridad. El elfo no tuvo que andar mucho rato a tientas entre
las sombras, pues el camino lo condujo a una zona iluminada.
Desde el primer momento reconoció lo que era: un cementerio rodeado
por una alta cerca de hierro. Las lápidas brillaban con intensidad a la luz de
la luna. Algunas estaban ladeadas; otras, cubiertas de hiedra. Se diría que lo
estaban esperando.
A pesar de que preferiría dar media vuelta, Sarius avanzó hacia la
luz. Un mochuelo o quizá un búho cantaba, y la música cambió: se escuchó una
voz femenina que entonaba sin palabras un melancólico lamento.
«El mensajero siempre recompensa la valentía —pensó Sarius, y avanzó otros dos pasos—. Puede ser
que los demás anden por aquí cerca. O que tenga un encargo solo para mí. Tal
vez en este cementerio haya algún secreto oculto».
Se acercó a la primera lápida y leyó el epitafio:
Aurora, mujer
gato
murió por falta de atención
«¿Aurora?». No tardó nada en recuperar la imagen: la mujer gato que
fue herida en el laberinto. Detrás de ella apareció el escorpión con el aguijón
alzado, pero ella no lo vio, no lo escuchó. Sarius lo obligó a huir cuando ya
la había pinchado. «No sabía que iba a morir. Pensé que el mensajero habría…
Falta de atención ¿significa mala vigilancia? ¿Falta de atención? Eso no está
escrito en la lápida». Se sacudió el remordimiento de conciencia y siguió
adelante.
Rabelar, elfo
negro
murió por hablar de más
Sarius no había conocido a ningún Rabelar, pero «hablar de más»
parecía ser una frecuente causa de muerte. La vampiro Charmalia y el bárbaro
Vhahox también fueron víctimas de este delito.
Los lamentos se volvieron cada vez más opresivos. En la mente de
Sarius irrumpió la imagen de una mujer arrodillada y con las manos en la cara, balanceándose hacia delante y hacia atrás. Escondía el rostro
tras un velo negro y
cantaba…
Se sacudió la imagen y
siguió adelante, en busca de una lápida específica. Se detuvo frente a la
siguiente.
Kaskaar, vampiro
murió por traidor
La lápida era una de las que estaban ladeadas. Alguien había pintado
un muñeco abominable y
sarcástico sobre ella.
La hierba crujió bajo los pasos de Sarius, pero él siguió adelante.
Ogalfur, enano
murió por ser
perezoso
Berenalis, elfa
negra
murió por hablar
de más
Julano, humano
murió por
desobediencia
Trojabas, vampiro
murió por falta
de atención
Y después, a pesar
de que tenía la esperanza de que no fuera así:
Xohoo, elfo negro
murió por no
saber controlarse
«Entonces es cierto que Xohoo está muerto. Cuánto lo siento. Lo siento
mucho».
La oscuridad y la voz de mujer sollozante, el hecho de que nadie más
lamentara la pérdida de Xohoo, todo eso le resultaba insoportable. Sarius dejó
de mirar la lápida y siguió adelante.
Airdee, elfa
negra
murió por ser
curiosa
«Esta es una forma de morir que podría ser peligrosa para mí», pensó
Sarius con amargura. Sin proponérselo aceleró el paso mientras recorría la
hilera de lápidas. Jostaban, hombre lobo, falta de atención. Grunalfia, enana,
curiosidad. Ruggor, enano, pereza. Grotok, bárbaro, desobediencia.
Sarius ya había tenido suficiente. Aquí no había ninguna aventura que
superar ni ningún reto que resolver. El cementerio era lúgubre. Por su cabeza
pasó que, en cualquier momento, unas manos cadavéricas saldrían de la tierra
removida y lo agarrarían de las piernas. Quiso largarse de allí.
No pudo continuar leyendo los siguientes epitafios, no le importaba si
había nombres conocidos, «aunque encontrar a Drizzel o a LordNick valdría la
pena».
Sin embargo, querer irse y poder hacerlo son dos cosas distintas.
Tras las hileras de lápidas se vislumbraban los arcos de hierro forjado de un
portón de salida, pero más allá de ellos no había nada salvo un bosque. Un
bosque cualquiera. Probablemente a kilómetros de distancia de la Ciudad Blanca.
El viento fresco sopló y
despertó nuevos ruidos a la vida. Las ramas de los árboles que se mecían le
hicieron señas a Sarius para que se acercara. ¿O para que se alejase? No
sabía. Lo que más deseaba era aovillarse y hundir su rostro entre los brazos,
aunque estaba seguro de que alguien lo observaba.
«Murió por cobardía, por miedo a nada. De acuerdo, eso no está bien».
Debía controlarse y no permitir que la oscuridad o el lamento desesperanzado lo
volvieran loco. Tendría que buscar una salida. El portón era un buen comienzo.
Se dirigió hacia él y pasó ante más lápidas. Algunos de los epitafios
estaban completamente cubiertos o en tal grado de deterioro que no pudo
descifrarlos. «No importa. Vámonos de aquí». El canto se fue atenuando conforme
cruzaba el portón. «Gracias a Dios». Solo que ¿hacia dónde iría? No se atrevió
a abandonar Erebos sin más ni más. A saber dónde se encontraría la próxima
vez… si es que de alguna manera volvería a encontrarse.
Entonces escuchó algo. Latidos. Golpes. Como si vinieran de una mina.
Desenvainó su espada. El ruido era espantosamente fuerte en el bosque nocturno,
así como cada uno de sus pasos. Cuanto más se acercaba Sarius, más atronadores
y claros retumbaban los golpes en su dirección y, por suerte, venían
acompañados de un rayo de luz.
Por supuesto: otra vez se trataba de uno de los gnomos vasallos del
mensajero. Se encontraba sentado de espaldas a Sarius, bajo un cobertizo de
madera, con una placa de mármol en la que trabajaba con martillo y cincel.
Ahora Sarius sabía de dónde venían las lápidas.
«Si me pongo detrás de él y miro por encima de su hombro, probablemente
martillee en este preciso instante mi nombre sobre una lápida, solo para
espantarme».
Sarius se acercó a hurtadillas y miró por encima de los hombros del
gnomo. «Error». La lápida tenía otro nombre: Shiyzo. «Mucho mejor». El elfo no
lo conocía. De pronto, cuando estaba de pie justo detrás de él, el gnomo giró
su horrible rostro para mirarlo.
—Qué hora tan extraña para una visita, Sarius.
—Lo sé. En realidad tampoco quiero estar aquí.
El gnomo se rió burlón.
—¿Y quién lo quiere?
—¿Puedes decirme cómo regreso?
—¿Regresar, adónde?
«Sí, ¿adónde?». Sarius eligió sus palabras con mucho cuidado.
—Me gustaría salir de Erebos por un tiempo breve, pero no quiero que
eso me cause ningún daño.
El gnomo martilleó la lápida y simuló meditar.
—No es tan fácil.
«Si lo fuera, no te necesitaría». Sarius se cuidó mucho de pronunciar
estas palabras. Esperó con paciencia mientras el gnomo se rascaba detrás de su
fibrosa oreja.
—Está bien, entonces vete. Esperamos que regreses mañana por la tarde.
Está en ti no decepcionarnos.
—Sí. Claro —dijo Sarius, aliviado.
—Y tienes que informar a Nick Dunmore lo siguiente: no debe olvidar
las reglas, porque nos enteraríamos. Y ha de mantener los ojos abiertos.
—Sí. Muy bien. A fin de cuentas no quiero que tengas que hacer una de
esas para mí —dijo Sarius mientras señalaba la lápida que el gnomo estaba
labrando.
—¡Oh!, ya la hice. Hace mucho. Para todos vosotros. La mayoría
necesitará una, ¿no es cierto?
El gnomo siguió sonriendo mientras la pantalla empezaba a oscurecerse.
4:42 AM.
Demasiado temprano para levantarse, demasiado tarde para caer rendido. Sin
muchas esperanzas de volver a dormirse, Nick se acostó de nuevo, se cubrió con
la colcha las orejas y cerró los ojos. Intentó respirar lentamente, pero en sus
pensamientos bailaron las lápidas.
«¿Los
demás estarían en el camino?». En algunas horas podría preguntárselo a Colin.
Pero no lo haría porque no está permitido. «Maldita sea». Sin embargo, podría
leer la frustración en la cara de Colin después de que Sarius le hubiese dado
una buena paliza a Lelant. Con esta sensación de consuelo, Nick logró conciliar
el sueño.Capítulo 13
La accidentada noche, incluyendo la visita al cementerio, no pasó sin
dejar huella. Durante el camino al instituto, Nick sintió una ligera presión
en las sienes, como si se fuera a resfriar. Esa sensación lo acompañó todo el
día, pese a que, de vez en cuando, pasaba a segundo término por otras razones.
Por ejemplo, el aspecto que tenían Jamie, Emily y Eric Wu: estaban quietos
frente a la puerta del instituto y cuchicheaban.
Eric se inclinó hacia Emily y casi le habló con insolencia. Ella no
retrocedió y solo sonrió. Jamie estaba ahí, de pie, con los brazos cruzados, y
asintiendo con la cabeza. Nick fingió que buscaba algo en su mochila mientras observaba
de reojo al grupito. En ese momento, Eric debió de decir algo muy gracioso,
pues los tres se rieron. Nick cayó en la cuenta de que casi nunca había visto
reírse a Emily… A él le gustaría ser la causa de su risa, ese privilegio no le
correspondía a Eric.
«Si por lo menos Eric no fuera tan amanerado —pensó Nick y casi se
olvidó de seguir hurgando en su mochila—. ¿Este es el tipo de hombre por el que
se vuelve loca Emily?
¿Larguirucho, con rasgos asiáticos, con pelo tazón y gafas de
sabiondo? ¿Un bicho raro de club literario? No, es asqueroso, no, no puede ser,
ella no aceptaría regalos de él. ¡Cielo santo!»
Nick renunciaría a dos… no, a uno de sus niveles con tal de escuchar
lo que hablaban. Si no se hubiera peleado con Jamie, fácilmente se habría podido
unir a ellos.
—¡Dunmore, no te quedes parado en mitad del paso como un idiota!
Jerome lo empujó al pasar junto a él con tanta fuerza que la mochila
de Nick estuvo a punto de caérsele de las manos.
—¡Por lo menos pide perdón! —le gritó Nick.
Le hubiera encantado ir tras él para cogerle por las solapas y darle
un puñetazo en la nariz, porque aquello atrajo hacia él la atención de Emily,
Eric y Jamie. Este le dedicó un vistazo y se dio media vuelta. Emily alzó la
mano y le mandó un saludo un tanto seco. Curiosamente, Eric fue el que se
mostró más amistoso.
Nick se volvió y caminó hacia el instituto. ¿De dónde le venía esa
rabia? Seguro que de la noche que había pasado casi en vela.
Para ser lunes por la mañana, el aula de Matemáticas estaba muy tranquila,
pero Brynne interceptó a Nick en el umbral de la puerta.
—¿Y bien? —le susurró—. ¿Y bien?
Se llevó un dedo a los labios. Menos mal que estaba prohibido hablar
sobre el juego. La expresión de Brynne cambió de radiante a una de comprensión
y complicidad.
—Sabía que te iba a encantar —dijo.
Nick rió de manera forzada.
Brynne también se veía exhausta. Nick lo constató sin problemas: se
había esforzado demasiado en maquillar su cansancio. Un intento que no tenía
ningún sentido con Helen. Su aspecto nunca había sido agradable, cierto, pero
su imagen actual destruyó todo lo que hasta ese momento había visto: llevaba el
pelo muy despeinado, los ojos casi se le cerraban y su boca estaba
entreabierta… un minuto y empezaría a babear. Jerome y Colin no le quitaban ojo
e imitaban la expresión de su rostro, y al hacerlo se desternillaban de risa.
Helen no se había dado cuenta de nada. Tenía la mirada perdida y había
comenzado a balancearse ligeramente. Dentro de Nick despertó algo parecido a
la compasión. «Quizás era una de los del cementerio. A lo mejor era Aurora, la
que sucumbió en el laberinto».
Se acercó a ella.
—¿Helen?
Apenas reaccionó, se limitó a enarcar apenas las cejas. Colin y Jerome
se morían de la risa.
—¿Helen? ¿Todo bien?
Entonces ella miró hacia arriba. Alrededor de sus ojos había sombras
marrón oscuro.
—¿Qué?
—Que si estás bien. Es que pareces… —hubiera querido decir «una loca»,
pero se mordió los labios—, enferma.
De la garganta de Helen salió una voz rasposa.
—¡Ocúpate de tus asuntos, Dunmore!
—Si eso es lo que quieres… sigue babeando y poniéndote en ridículo
—señaló en dirección a Colin y Jerome—. Ellos por lo menos se están
divirtiendo.
¿Por qué tendría que estar haciendo de buen samaritano, y precisamente
con Helen? «Bien sabes por qué —le dijo una maliciosa vocecita en su interior—.
Ella podría contarte algo interesante. Por ejemplo, sobre la noche anterior. O
sobre su muerte. Y luego le habrías preguntado cuál era su nombre, ¿no? Y
entonces habrías podido borrar de la lista a uno de los muchos desconocidos».
Se frotó la cara con las manos. «Madre mía, estoy muerto». Por lo
menos logró que Helen fingiera ser un poco más normal. Se sentó erguida con la
boca cerrada y los puños apretados.
—Nick, eres un aguafiestas —lo saludó Colin—. ¿Qué te traes con Helen?
—Cállate. La he notado muy demacrada y por eso me ha acercado a ella…
No te comportes como si tuvieras doce años.
—Vale. ¿Y qué más? ¿Novedades?
—No.
Nick examinó a Colin de arriba abajo. Por supuesto que no parecía
pálido, su piel tenía un enfermizo tono gris.
—Ayer fue un día estupendo —dijo Colin.
—Podría decirse que sí. Y una noche espléndida.
Al menos podía fingir que lo había sido, al menos podía fingir que
había estado ahí en lugar de en el cementerio donde solo se cagó en los
pantalones.
—Sí, la noche —caviló Colin—. Estuvo genial. Nunca pensé que fuera a
ser así. ¿Y tú?
—No, tampoco yo.
«¡Oh, vamos, dame algunos detalles!».
—Y eso ha sido solo el principio —dijo Colin—. Puedes estar seguro.
—Sí. Claro. Tengo curiosidad por saber qué viene ahora. ¿Tú qué
piensas?
Colin se encogió de hombros.
—¿Crees que soy adivino?
«No tiene sentido». Nick no podría sacarle a su amigo más que
indirectas. Aunque, posiblemente, tendría ganas de hacer algunas suposiciones.
—Me encantaría saber detrás de qué nombre se esconde Helen —susurró
con voz tan baja que nadie salvo Colin podría escucharlo.
—Bueno, eso sería interesante. No todos andan por ahí con el mismo
rostro. Yo tampoco lo haría si fuera Helen —Nick entendió la alusión y abrió la
boca, pero la volvió a cerrar a toda velocidad. Colin sonrió—. No tienes de qué
preocuparte. Sé que no eres tú. Él ya lleva mucho tiempo en el juego. Pero creo
que solo unos cuantos se han dado cuenta de ello.
Guardó silencio al ver acercarse a Jerome.
—¿Conversaciones confidenciales? —preguntó.
—¿Estás loco? —replicó Colin—. ¿Crees que no conozco las reglas?
—Podría ser.
Jerome rió con sarcasmo. Helen lo siguió con una mirada triste.
—Tiene razón —dijo Colin—. Lo mejor es mantener el pico cerrado. Pero
Jerome ya se ha ido de la lengua y no nos puede hacer nada —sonrió—. Además, a
mí no me echarán.
En cuanto sonó el timbre para la primera hora de clase, Nick empezó a
contar a todos. Alex estaba, faltaba Dan. Aisha estaba, faltaba Michelle.
Después de un examen más atento vio que Aisha parecía pálida: traía un pañuelo
mal atado a la cabeza y parpadeaba todo el tiempo.
Allí estaba Jamie, claro, y Emily. Faltaba Rashid. El silencioso Greg
estaba allí y evidentemente hacía lo mismo que Nick: observaba cada una de las
filas y tomaba notas mentales. Después empezó la clase de Matemáticas del
señor Fornary y Nick tuvo que posponer sus investigaciones.
La máquina de café era la última salvación, pero desde lejos Nick pudo
ver la larga fila que se formó ante ella. «Maldición». Necesitaba con urgencia
algo que le ayudara a soportar tres horas de clase.
Jerome estaba de pie frente a la ventana y aplastaba con la mano una
lata vacía de Red Bull. «Chico inteligente, Jerome». Al siguiente día Nick
también se aprovisionaría de bebidas energéticas. Entre bostezos, se dejó caer
en una de las bancadas del aula. Era la primera vez desde hacía tiempo que no
se pasaba un descanso entre clase y clase completamente solo. Jamie hablaba con
Eric Wu; por lo menos Emily no estaba con ellos en esta ocasión. Colin se
esforzaba en llamar la atención con su silencio, y caminaba observando a través
de los pasillos. Cuando Nick lo vio por última vez, una chica de algún grupo
inferior se había convertido en objeto de su interés. Se llamaba Laura, si Nick
no se equivocaba. E iba cargando con un pequeño paquete.
Miró el reloj. Todavía faltaban cinco minutos para la siguiente hora,
tiempo suficiente para ir al retrete.
El baño era escenario de una acalorada discusión. Nick, que ya tenía
en la mano el pomo de la puerta, dio un paso atrás.
—… no puedo hacerlo y punto. Déjame en paz.
—¡Pero no es lógico! Copíamelo otra vez y así por lo menos podré
intentarlo; tampoco se lo diré a nadie.
—He dicho que no.
—¡Oye, qué pesado eres! ¡No pasa nada y lo sabes!
—Que no. ¿Por qué tengo que romper las reglas por ti? Sabes que él lo
averiguaría. Siempre lo averigua.
De golpe se abrió la puerta y un chico, cuyo nombre Nick desconocía,
salió corriendo. Justo detrás apareció uno de los alumnos más jóvenes, Martin
Garibaldi, con las gafas ladeadas y la cara roja como un tomate.
—¡Espera por lo menos! —lo llamó y corrió detrás de él.
Nick observó cómo los que discutían se abrían paso entre los alumnos
en el patio del instituto. Era muy fácil reconocer quién era jugador y quién no:
los no jugadores parecían atontados, los jugadores sonreían y se encogían de
hombros. Cuando Nick se dio la vuelta, descubrió que Adrian McVay estaba a su
lado, aguardando a que advirtiese su presencia.
—Hola, Adrian.
El aspecto del muchacho hizo que se conmoviera de una forma muy
especial. La vida lo había tratado muy mal y eso se dejaba ver a la legua. Le
hacía falta un muro protector, una fachada más tranquila. Algo en Nick hacía
que cada vez que se topaba con Adrian lo recibiera con los brazos abiertos.
—¿Puedo preguntarte algo, Nick?
—Por supuesto.
—¿Qué hay en los DVD
que os andáis intercambiando todo el tiempo?
Nick tomó aire y dijo lo primero que le vino a la mente.
—No andamos intercambiándonos nada.
«Eso es cierto. Copiamos y distribuimos, que es muy distinto, ¿no?».
—Bueno, está bien. Pero la gente se anda pasando DVD unos a otros. ¿Podrías
decirme qué tienen?
—¿Y por qué me lo preguntas justamente a mí?
—Tampoco lo sé —Adrian alzó las comisuras de la boca, esbozando una
sonrisa—. La verdad es que no eres el primero a quien le pregunto.
—Pero ¿los demás no te han dado ninguna respuesta?
Negó con la cabeza.
—Y por lo visto tú tampoco me la darás, ¿no?
—No puedo. Lo lamento mucho. Lo siento.
Colin se acercó con un ademán de saludo y las cejas alzadas e
interrogantes. «No —pensó Nick—, no me estoy yendo de la lengua». ¡Cielos!, ¿estaba
Colin vigilándolo? ¿Se imaginaría que en cada conversación que tuviera con
cualquier otro estaría rompiendo las reglas?
Adrian contempló
pensativo sus manos.
—Todos decís que no podéis. ¿Es verdad?
¿O simplemente no queréis?
—He escuchado por ahí que alguien ya te
había ofrecido el DVD. ¿Por qué
no lo cogiste, si tanta curiosidad tienes?
La pregunta borró la sonrisa de la cara de Adrian.
—Porque conmigo no se puede. Eso es lo
que pasa.
—¿Aunque ni siquiera sepas de qué se
trata, qué contiene? Perdona, pero no me lo trago.
Transcurrieron algunos segundos hasta que Adrian respondió. Habló
en voz baja.
—Lástima que no pueda explicártelo. Es
de locos, lo sé. No puedo aceptar el DVD, pero realmente sería importante para mí saber qué contiene.
Sonó el timbre que anunciaba la siguiente clase. «Qué suerte». La
conversación se iba volviendo cada vez más incómoda y a Nick le alegraba poder
irse con una sonrisa y algunas palabras que no decían nada.
Casi se quedó dormido en Física y también en Psicología.
—¿Qué quería el pequeño McVay que le
dijeras? —preguntó Colin en la pausa anterior a la clase de Literatura inglesa.
—Nada en especial —mintió
Nick, otra vez con el inexplicable impulso de obligarse a proteger a Adrian. Y a sí
mismo, por supuesto, dicho sea de paso—. Solo quería hablar.
Colin se quedó satisfecho, aunque con las escépticas cejas levantadas,
pero no importaba. Nick no tenía que rendirle cuentas, por ningún motivo, mucho
menos si se creía que tenía el papel de protector de las reglas, «el muy
idiota».
Cuando se mencionó el nombre de McVay, Emily se giró rápidamente y
miró a Nick de hito en hito. Casi con desprecio. ¿Por qué hacía eso, así, de
repente?
Entonces comprendió. «Claro, Jamie le habrá dicho que ya pertenezco a
los poseedores de los misteriosos DVD». Ella habría entendido por qué la llamó ayer y se habría dado
cuenta de que sus palabras nada tenían que ver con el número de Adrian.
«Mierda. ¿Por qué Jamie no puede callarse la boca?».
El señor Watson entró en el aula con un montón de libros bajo el
brazo. Su mirada también era escrutadora y a Nick le pareció que contaba los
lugares vacíos y asentía con la cabeza como si conociera la situación.
—¿Cómo les va? —preguntó y no se dio por satisfecho con el vago
murmullo generalizado que obtuvo como respuesta—. Faltan seis alumnos, si no me
equivoco. ¿Alguno de ustedes tiene una idea de por qué? En las otras clases
también ha faltado mucha gente por una extraña enfermedad. Pero, según el médico
del instituto, no hay ninguna epidemia gripal ni de gastroenteritis.
—Ni idea —respondió Jerome.
—Sin embargo, usted mismo estuvo enfermo la semana pasada, ¿no es
cierto? ¿Qué fue lo que le pasó?
Jerome, sorprendido, se quedó callado.
—Dolor de cabeza —dijo después de pensarlo un poco.
—Ah, sí, dolor de cabeza. ¿Y ya se le ha pasado?
—Sí, señor.
—En ese caso saquen sus libros. Esperemos que hayan leído el soneto
número dieciocho como acordamos: Shall I compare thee to a summer's day…
Buscaron en sus mochilas. Nick obviamente había olvidado leer el poema
y esperaba que Watson no lo llamara. No podría sacarse de la manga ninguna
interpretación con la cabeza tan revuelta como la traía en ese momento.
El grito le sobresaltó como una descarga eléctrica y no solo a él,
sino que todo el grupo dio un salto como si hubiera recibido un latigazo.
Aisha se llevó las manos temblorosas a la boca, tenía la tez tan
blanca que parecía a punto de desmayarse.
—¿Qué ha pasado?
El señor Watson, igual de asustado que los demás, se dirigió a ella.
Eso hizo que Aisha saliera de inmediato de su asombro. A toda velocidad,
extrajo algo de entre las páginas de su libro y lo estrujó en sus manos.
—No es nada —dijo rápidamente—. Creí haber visto una araña. Pero todo
está bien —su voz temblorosa y las lágrimas que se limpió de la comisura del
ojo la traicionaron.
—¿Me podría usted enseñar lo que tiene en la mano?
El señor Watson se encaminó directamente hacia Aisha.
Muda, sacudió la cabeza. Y, entonces, comenzaron a correr ríos de
lágrimas por sus mejillas.
—Aisha, por favor. Quiero ayudarte.
—No pasa nada. Solo me ha dado un susto. De verdad.
—Enséñamelo.
—No puedo.
El señor Watson extendió la mano.
—Quedará solo entre nosotros. Lo prometo.
Sin embargo, Aisha se empecinó en su negativa.
El señor Watson cambió de táctica y dejó a Aisha en paz, para dirigirse a todo el grupo.
—Aisha no quiere hablar del tema, de lo que la trastorna, pero quizá
alguno de ustedes podría hacerlo. La ayudarían si, por alguna razón que
desconozco, está obligada a callar —fijó la mirada en cada uno de ellos—. Somos
una comunidad. Si uno de nosotros tiene algún problema, debe importarnos.
Al principio nadie respondió. La clase estaba silenciosa como pocas
veces, Aisha sorbió sus mocos haciendo ruido. Greg le ofreció un pañuelo
desechable que ella cogió sin girarse a verlo.
—A lo mejor está en «esos días» —dijo Rashid.
Sonaron unas risas sueltas por aquí y por allá.
Rashid sonrió.
—Podría ser.
El señor Watson le lanzó una mirada larga e inexpresiva, hasta que el
chico bajó los ojos. Fue en ese momento cuando Nick entendió por qué algunas de
las jovencitas se pintaban los labios antes de la clase de Literatura inglesa.
—Ya veo que fue una tontería el preguntarles —dijo el profesor—.
Pero, para ser justos, quiero que sepan que haré todo lo necesario para
descubrir por qué razón Aisha está tan alterada. De verdad espero que ninguno
de ustedes tenga algo que ver con esto.
Se sentó ante su escritorio y abrió el libro.
—Señor Saleh, por favor, lea el soneto número dieciocho y denos su
interpretación de lo que haya leído. Una vez que haya terminado de plantearnos
su explicación, solo espero que alguien más quiera hablar sobre el soneto.
Al final de la clase, Jamie salió al paso de Nick en la puerta del
pasillo.
—¿Tienes alguna idea de lo que ha pasado con Aisha?
—No, ¿por qué? Tengo tan poca idea como tú sobre lo que la asustó.
—No estoy hablándote de eso. Me refiero a todo lo que tiene que ver
con este asunto. Se trata de lo del DVD, ¿no crees? Con el juego ese.
—Ni idea —masculló Nick e intentó pasar de largo a Jamie para
alejarse. Pero este lo detuvo por la manga.
—Es que hay algo realmente muy extraño en toda esta situación —dijo—.
Vamos, Nick. ¿No podemos hablarlo? Aisha no es la única a quien he visto llorar
hoy. A una chica de primero de secundaria le pasó algo muy parecido. Encontró
no sé qué en su mochila
y eso la dejó completamente deshecha, y por ningún motivo quiso hablar del
tema o enseñárselo a alguien.
—Sí, ¿y qué? —preguntó Nick.
Se sacudió la mano de Jamie de la manga, pero de todas maneras
permaneció ahí parado. Colin y Rashid no estaban cerca, y el barullo de la
clase era tan escandaloso, que nadie hubiera podido escucharlos.
—Sinceramente, ¿crees que Aisha dice la verdad? —el rostro de Jamie
mostraba más regodeo que preocupación—. Una araña, sí, cómo no. Tú también la
viste, igual que yo: escondió un papel en su mano.
—Quizá era un dibujo de una araña —bromeó Nick, pero al instante se
sintió estúpido y negó su chiste con la mano—. Está bien, también vi el papel.
Pero no tengo ni idea de qué pueda tratar. A lo mejor su novio la ha dejado
por carta.
Jamie sonrió indulgente.
—Ya, hablando en serio, deja de comportarte como un idiota. Desde hace
unos diez días están pasando cosas muy raras. Desde que el juego anda rondando
por todos lados. Tienes que haberte enterado.
—Oye, en serio, lo tuyo es manía persecutoria.
Jamie lo miró pensativo.
—Qué lástima —dijo—. Ayer debería haber aceptado tu ofrecimiento y
quedarme con ese DVD. Y
así ahora tendría algo en las manos para poder ir a ver al señor Watson.
—Bueno, pues mala suerte. Pero ¿sabes qué? Te estás imaginando cosas
que no son —dijo Nick. «El juego es realmente mucho más astuto que tú, Jamie
Cox, y te hubiera engañado sin ningún problema».
La cafetería del instituto estaba repleta, a pesar de los muchos casos
de enfermedad. Gracias a su estatura y porque hoy no estaba de humor para ser
cortés, en un lapso menor de cinco minutos Nick consiguió un plato de ensalada
y una bandeja de pasta indefinible. «¿Y ahora?». En una situación normal, se
habría sentado con Jamie o con Colin, pero en este momento eso estaba fuera de
toda consideración.
Miró en derredor y se tambaleó un poco al descubrir a Emily en una de
las pequeñas mesas. Ella lo saludaba agitando la mano, y casi deja caer la
bandeja para devolverle el saludo, pero hubiera sido un desperdicio: no le
saludaba a él sino a Eric, quien de inmediato puso rumbo hacia su mesa. En cuestión
de segundos, se hallaban inmersos en una conversación como si apenas la
hubieran interrumpido.
Nick perdió el apetito. Soltó de mala gana su bandeja en el primer
sitio libre que encontró y fijó la mirada en la comida. «Alimento escolar de
porquería». Tendría que arrojárselo a Eric a la cabeza.
—¿Está libre este sitio?
El universo tenía algo contra Nick Dunmore, eso seguro. Con una
sonrisa afectada, Brynne colocó su plato de ensalada sobre la mesa y junto a
este puso un vaso de agua.
—¡Oh, espagueti! —dijo, como si nunca hubiera visto alguno—. Buen
provecho.
Al parecer la comida no estaba tan mal. Nick pudo metérsela en la
boca y de esta manera ahorrarse las respuestas a sus preguntas tontas.
—¡Qué numerito montó
Aisha! ¿Pudiste ver lo que tenía en la mano?
Nick negó con la cabeza y envolvió más espaguetis en su tenedor. La
salsa blanca en la que nadaban distaba mucho de saber a champiñones.
—No tiene la menor importancia. Aunque yo, por lo menos, no me habría
comportado de esa manera.
La chica esperaba una señal de aprobación, pero Nick estaba
completamente concentrado en su ensalada bañada en vinagre.
¿Por qué no podía ser como Colin? Él se habría limitado a decir:
«¿Sabes qué, colega?, ¿por qué no te esfumas?», y se habría quedado tan
tranquilo. Sin embargo, Nick habría llevado fatal la expresión de dolor que
vería en el rostro de Brynne y su remordimiento de conciencia.
—¡Hola! ¿Hay alguien en casa?
La mano de Brynne hizo movimientos de lado a lado ante los ojos de
Nick.
—Sí. Lo siento. ¿Qué has dicho?
«Soy un cobarde de mierda».
—Te he hecho una pregunta —dijo, poniendo énfasis en la última
palabra.
—Ah, discúlpame, estoy hecho polvo. ¿Qué quieres saber?
—Que si no hay algo que me tengas que decir.
«¿Cómo, perdón?». ¿Que si él tenía algo que decirle a ella?
—¿Quieres decir que tengo que darte las gracias? ¿Por eso? De
acuerdo, gracias. ¿Satisfecha?
La sonrisa de Brynne se desvaneció lentamente. Se echó el pelo hacia
atrás y apretó los labios. ¿Y ahora qué pasaba? ¡Había sido amable con ella!
—Me he estado preguntando qué pasa entre Jamie y tú —empezó a decir
Brynne tras unos segundos de silencio.
—¿Qué va a estar pasando? Nada. Nada de nada.
Ella le lanzó una mirada de complicidad.
—Sí, cómo no. Os habéis enfadado por… ya sabes, por eso. ¿No es
cierto?
Nick no respondió, y Brynne lo tomó por un sí.
—Que no te importe tanto. Tienes un montón de amigos que no necesitas.
En realidad, él no es una de las personas más populares por aquí, que digamos.
¿Has visto los zapatos que lleva puestos?
Se rió medio en serio. Lo estaba enredando, también con toda seriedad,
en una conversación sobre el feo estilo de vestir de su mejor amigo. Nick lanzó
el tenedor sobre la pasta aguada y echó su silla para atrás.
—Creo que ya tengo suficiente. Si por casualidad quieres seguir
hablando mal de Jamie, búscate a otro.
—Oye, no es para tanto…
No escuchó más, ya estaba en camino hacia la salida pero aún tenía que
pasar por donde estaba Emily, que ni siquiera se había percatado de su
presencia. Con la barbilla apoyada en sus manos y la cabeza ligeramente inclinada,
escuchaba a Eric, que hablaba como si le hubieran dado cuerda.
«A casa —pensó Nick—. A golpear contrincantes hasta que se queme el
disco duro».
Solo que, después del mediodía, aún le quedaban dos horas de clase. Si
pudiera escabullirse. Dio vueltas en la cabeza a las posibles ventajas que
estarían obteniendo los que habían faltado al instituto. Sin embargo, si
aguantaba hasta el final quizá podría darse el lujo de fingir una enfermedad
mañana. «No, maldita sea». Mañana debía entregar el trabajo de Química.
«¡Mañana!».
Bueno, por lo menos hoy ya estaba claro cómo pasaría su pausa del
mediodía. Cogió la mochila y buscó un lugar tranquilo en la biblioteca, junto
al ventanal.
Sacó dos libros de la estantería y empezó a copiar, aunque cambiando
las palabras de las oraciones tanto como podía. «¡Ya ves! No era para tanto».
Ya había logrado escribir medio folio. Había una gráfica que podría incorporar
y que le daría un aspecto más profesional a su trabajo.
Copió, continuó escribiendo y logró redactar dos páginas. Seguro que
no eran muy buenas pero ya estaban disponibles. Satisfecho, Nick miró a
través de la ventana hacia el patio del instituto mojado por la lluvia, como si
pudiera encontrar ahí la inspiración para escribir dos páginas más. Pero lo
único que vio fue a Dan, quien por cierto había faltado a clase. Y ahora estaba
ahí quieto como si nada, solito. «¿Por qué no está la abuelita tejedora ante su
ordenador?».
Nick observó cómo Dan se agazapaba tras el seto que separaba el patio
del instituto del aparcamiento. Tenía algo en la mano. ¿Unos prismáticos? No,
era una cámara de fotos. Apretó los ojos para poder ver mejor. Dan hizo una
foto a algo que se encontraba en el aparcamiento. Por desgracia, Nick no pudo
reconocer qué era: el ala derecha del edificio del instituto lo tapaba.
Un instante después, la abuelita tejedora bajó la cámara y miró a su
alrededor. Deambuló en medio del patio y escrutó las ventanas de la clase que
estaba a ras del suelo. Se quedó parado
ante una de ellas y de nuevo tomó varias fotos antes de entrar al instituto y
desaparecer del campo visual de Nick.
A él le habría encantado saltar rápidamente de la silla y deslizarse
por la barandilla de la escalera para interceptar a Dan y preguntarle sobre lo
que estaba haciendo. Solo que este no soltaría la lengua.
«Pero no sería ningún problema quitarle la cámara y echar un vistazo a
las últimas fotografías que había hecho». No, no lo haría. No.
En lugar de eso, Nick giró la hoja en la que quería continuar
trabajando.
En la página de la izquierda escribió DAN, y enseguida dibujó un signo de igual. Un cuarto de hora más
tarde ya había anotado un montón de ecuaciones. A decir verdad, no tenían
ninguna base matemática, pero sin duda eran mucho más interesantes.
DAN =
¿Sapujapu? No, es demasiado simpático. ¿Drizzel? Es posible. Tal vez hasta
Blackspell.
ALEX = Ni idea.
¿Quizá un lagarto? ¿Gagnar? O un elfo negro: ¿Vulcanos? Podría ser cualquiera.
Todo es posible.
COLIN = Lelant. Aunque para serlo hoy estaba muy
contento. Se siente invulnerable. Pero quién sabe lo que pasó por la noche.
¿Puede ser entonces BloodWork? ¿O Nurax?
HELEN =
¿Aurora? Entonces está muerta. ¿Tyrania? Sería posible. ¿Arwen's Child? Me
parto de la risa.
JEROME =
¿LordNick? Pero ¿por qué?
BRYNNE =
Feniel, probablemente, porque es una estúpida antipática. O Arwen's Child. O
Tyrania.
AISHA =
Probablemente muerta y por eso está deshecha. ¿Aurora?
RASHID =
¿Drizzel? ¿BloodWork? ¿Blackspell? ¿Xohoo?
Nervioso, Nick arrojó su bolígrafo sobre la mesa. Cada una de estas
suposiciones debía hacerse entre signos de interrogación. No podía clasificar
inequívocamente a ninguno de los personajes del juego. También era muy posible
que no se hubiera encontrado a Colin ni una sola vez en Erebos, ni a mucha
gente que yacía en el cementerio, ni a los miembros del círculo privilegiado.
¿Quiénes eran, por ejemplo, Beroxar y Wyrdana?
No, no tenía ningún sentido. Debía dejar de romperse la cabeza. Era
mejor trabajar un poco y después, con la conciencia tranquila, sumergirse otra
vez en Erebos.
Nick cogió otra hoja de papel y continuó escribiendo sin entender
completamente de lo que se trataba. Ya tenía tres hojas y media terminadas
cuando sonó el timbre para entrar a clase. No estaba tan mal, el resto lo
sacaría por la noche y luego lo pasaría en dos minutos al ordenador. «Seguro
que funciona. De alguna manera».
Cada día que pasa mi realidad vale menos.
Es intensa y sin orden, es imprevisible y ardua.
¿Qué puede hacer la realidad? Dar hambre,
sed, insatisfacción. Provocar dolor, transmitir enfermedades, obedecer leyes
ridículas. Pero, ante todo, es finita. Siempre lleva a la muerte.
Lo que cuenta y da fuerza son otras cosas:
las ideas, las pasiones e, incluso, la locura. Todo lo que se eleva por encima
de la razón.
Yo le retiro mi beneplácito a la realidad.
Yo le niego mi colaboración. Yo me entrego a las tentaciones de los que
aspiran a algo que está más allá de este mundo y me lanza con todo el corazón a
la infinitud de lo irreal.
Capítulo 14
—Te estaba esperando.
Cuando Sarius regresó, el mensajero estaba sentado en una de las
sillas de la habitación de la posada. El sol se hallaba cerca del horizonte y
lanzaba sus rayos color miel a través de los cristales de la ventana.
—Dicen que fue un día interesante. Cuéntame, Sarius. ¿Pasó algo fuera
de lo habitual?
Era evidente que el mensajero no aceptaría un «no» como respuesta.
—Aisha, una compañera, tuvo algo parecido a un ataque de nervios.
—¿Sabes por qué?
—No exactamente: encontró algo en su libro de Literatura inglesa y se
asustó. No pude ver qué era.
La respuesta pareció complacer al mensajero.
—¿Qué más sucedió?
—Vi cómo Dan Smythe hacía unas fotos a hurtadillas… de algo que estaba
en el aparcamiento.
—Bien, ¿qué más?
Sarius meditó. «¿Qué más debía contar?».
—Infórmame sobre Eric Wu. O sobre Jamie Cox —el mensajero le dio una
rápida indicación.
«Ya lo sabe todo —comprendió Sarius—. Y me está poniendo a prueba».
—Estuvieron hablando entre sí.
—¿Sobre qué?
—Ni idea.
—Lástima.
Con un ágil movimiento, el mensajero se levantó de la silla. En la pequeña
habitación parecía tener una estatura sobrehumana. Cuando llegó a la puerta
miró hacia atrás, como si se le hubiera ocurrido algo.
—Me preocupo —dijo—. Erebos tiene enemigos y se están volviendo más
fuertes. Tú conoces a algunos, ¿no es cierto?
Los pensamientos chocaron en la cabeza de Sarius. No estaba dispuesto
a hablar de Emily ni de Jamie. «No, para nada. ¿Tal vez sobre Eric?». No,
tampoco lo haría. Pero debía decir algo, rápido, pues el mensajero parecía
impacientarse.
—Creo que el señor Watson no aprueba Erebos… Aunque es un hecho que no
sabe gran cosa, pero le está haciendo muchas preguntas a la gente.
—Es una información muy valiosa, gracias —la sonrisa del mensajero se
mostró casi cálida—. Anda, pues, date prisa. Quien me traiga una pluma del
halcón de oro recibirá una buena recompensa.
—¿Qué halcón de oro? —quiso saber Sarius, sin embargo, el mensajero ya
le había dado la espalda y, sin añadir una palabra más, abandonó la
habitación.
Sarius empezó a hacer averiguaciones. Con el panadero se enteró de
que tenía que dirigirse hacia el sur y cuidarse de las ovejas. «El primer
defecto de este mundo —pensó Sarius—. ¡Ovejas!».
Una pedigüeña a la que regaló una moneda de oro le dijo que debía
encontrar un arbusto color rosa. La búsqueda resultó muy laboriosa y ardua.
Pero, después de poco más de una hora, Sarius ya había recabado suficiente
información para tomar el camino correcto. Cuando menos lo esperaba. De pronto,
algo lo interrumpió y, como siempre, era el mundo exterior el que lo molestaba.
Su móvil.
«Jamie».
Sarius lo ignoró. Tenía mucho que hacer, debía salir de la ciudad.
Ojalá su espada fuera lo bastante sólida para resistir el ataque del halcón de
oro.
Después de otra hora comenzó a mostrarse más perspicaz. Había estado
caminando en la dirección que el vigilante de la puerta de la ciudad le había
mostrado ante la muralla. «Hacia el sur». Caminó y caminó pero no encontró ni
las ovejas ni el halcón. Al contrario: fue el halcón quien lo encontró a él.
Sin previo aviso se dejó caer del cielo una enorme y resplandeciente
ave de oro, que brillaba como un meteorito. Sarius trató de ponerse a
resguardo, pero no tuvo oportunidad. Estaba quieto en mitad del campo y el
halcón lo atrapó con sus garras, lo levantó un poco en el aire y luego lo dejó
caer. La mayor parte de su cinturón se volvió gris y luego negro.
Tenía que arrastrarse y alejarse, rápido, antes de que fuera demasiado
tarde. El estridente chillido del ave y el tormentoso chirrido que sus heridas
le provocaron incrementaron su tormento. El elfo apretó los dientes. Aún tenía
algo de pócima curativa, solo debía sacarla de su talega antes de que el halcón
volviera a atraparlo.
Sin embargo, su adversario no le dio tiempo: voló en círculo muy en lo
alto del cielo como un dragón resplandeciente y se lanzó en picado. Sarius
desenvainó su espada mientras veía cómo el halcón caía sobre él con ganas de
destrozarlo en un instante. No podría soportar una herida más.
El choque fue duro y metálico, el chirrido que provocó la herida se
volvió insoportable, pero aún seguía sonando; eso era bueno, significaba que
aún estaba vivo. Al siguiente instante, el halcón preparó su tercera
embestida, y sería la última. Una picadura de mosquito, en el estado en que se
encontraba, bastaría para matar a Sarius.
«No, por favor, por favor no». Apresurado, revolvió su talega; tenía
que encontrar la pócima curativa, pues el ave atacaba de nuevo, aunque quizá
tuviera tiempo suficiente, claro, si se daba prisa…
La pócima hizo efecto con gran lentitud. Poco a poco le volvió el
color, el chirrido fue disminuyendo, y cada vez se fue aligerando más y más.
Mientras tanto, el halcón nuevamente tomó altura y se preparó en posición de
ataque. Aunque ya no tenía sentido, Sarius intentó subirse al árbol más cercano
al tiempo que el ave se le lanzaba encima y ocupaba gran parte de su campo
visual.
El mensajero salió de la nada como era su costumbre, y habló:
—¿Debo detenerlo?
—¡Sí, rápido, por favor!
Era sorprendente. Sarius sobreviviría y sabría que contaba con el
mensajero.
—Sin embargo, tienes que hacer algo para mí.
—Claro. Encantado.
Sarius habría aceptado de cualquier manera, entonces ¿por qué el de
los ojos amarillos no espantaba a la bestia? El halcón se precipitaba hacia él
a toda velocidad…
—¿Lo prometes?
—¡Sí¡ ¡Sí! ¡Sí!
Con un ligero movimiento, el mensajero alzó el brazo y el halcón dio
un vertiginoso giro a la izquierda, agitó las alas varias veces, ascendió aún
más alto y, poco a poco, desapareció de la vista del elfo.
—Entonces, sígueme.
El efecto de la pócima curativa comenzaba a sentirse. La señal del
cinturón de Sarius casi estaba recuperada, y el chirrido ya solo era un
zumbido. El mensajero lo llevó a un árbol que se hallaba a unos pasos y ambos
se detuvieron bajo su sombra.
—Cuanto más asciendas de grado, más exigentes se volverán los
encargos que te haga. Es obvio, ¿verdad?
—Sí.
Esta vez se trataba de una tarea que Nick Dunmore tenía que cumplir.
—Si haces bien las cosas, pasarás a ser un siete. Así podrías formar
parte de la alta sociedad.
—Qué bien.
—Este es el encargo: Nick Dunmore debe invitar a Brynne Farnham a
salir. Tiene que encargarse de que ella se sienta bien y pase una buena noche.
Tiene que hacerle creer que ella le gusta.
«¿Brynne? Pero ¿por qué? ¿Qué tiene que ver eso con Erebos?». Sarius
titubeó antes de responder. No entendía la razón del encargo y el solo hecho de
imaginárselo le revolvió el estómago. «Todos van a enterarse. Sin duda Emily
va a enterarse, porque Brynne se lo contará a todos…».
—¿Y bien? ¿Por qué no respondes?
—No estoy seguro de haberlo entendido. ¿Por qué Brynne? ¿Cuál es la
razón?
Parecía como si una nube tapara el sol. El mundo se tornó gris.
—No estás negociando con inteligencia, Sarius. Detesto la curiosidad.
—Bueno, está bien —se apresuró a decir—, lo haré… De acuerdo.
—No regreses antes de haber cumplido con tu encargo.
De la misma manera como espantó al halcón, el mensajero levantó la
mano y la oscuridad descendió sobre el horizonte.
«¡Brynne! —Nick se frotó la cara con las manos y se lamentó—. ¿Por
qué no podía ser Michelle, por lo menos? ¿O Gloria? Alguna de las simpáticas,
de las que no llaman la atención. No, debo lidiar con Brynne y sus poses».
Si hacía lo que el mensajero le había exigido, no se la quitaría de
encima, eso le quedaba perfectamente claro. Además, Brynne se lo contaría a
todo el mundo, como siempre hacía, y Emily se alejaría de él. Aunque para eso
antes debería habérsele acercado en alguna ocasión.
Confuso, Nick fijó la mirada en la negra pantalla del ordenador. ¿Qué
podría ganar el mensajero al encomendarle una tarea tan disparatada y molesta?
¿Quería amonestarlo? ¿O solo poner a prueba su obediencia?
Tuvo que aceptar. «¿Qué tipo de cita será? ¿Ir a sentarse a un café y
hablar de tonterías? ¿Comerse unas hamburguesas en McDonald's? ¿Pasear por la
orilla del Támesis cogidos de la mano? Oh no, Dios me libre». Tampoco debía ir
al cine, ahí quedaría privado de cualquier posibilidad de escape y perdería la
conciencia a causa de los efluvios del perfume de Brynne.
«Está bien: café y tonterías. Por lo menos habrá una mesa entre los
dos». La dejaría hablar a tontas y a locas, y asentiría, y tal vez hasta
sonreiría. «Para que ella se sienta bien y pase una buena noche».
A Nick le pareció que un grado era muy poca recompensa por esta tarea.
Sacó su móvil y comprobó sorprendido que tenía grabado el número de Brynne.
Presionó la tecla de marcar, pero decidió colgar en el preciso instante en que
se estaba iniciando la conexión. No tenía ganas de hablar con ella. Con
hacerlo mañana estaría bien. ¿Por qué debía arruinarse la noche?
«¿Y si mejor llamo a Jamie?». Exacto, podría echarle en cara sus
preocupaciones por Erebos. «No».
Lo único que verdaderamente quería hacer era jugar, el resto podía
dejarlo a un lado una vez más por hoy.
Nick tomó su iPod, se puso los auriculares y pensó en Emily. «Una cita
con ella, ese sí que sería un encargo».
El asunto con Brynne nubló los pensamientos a Nick hasta tal punto que
el trabajo de Química pasó a segundo plano. No fue sino hasta después de la
cena cuando recordó que tenía que entregarlo a la mañana siguiente. Se sentó
frente el ordenador, transcribió las páginas que había escrito a mano, buscó el
resto de la información y consiguió algunas fotografías en Internet para
añadirlas al resto. Después imprimió el trabajo completo y confió en que por
alguna razón la señora Ganter considerara que su galimatías merecía un diez.
Odiaba la Química.
Y no había que olvidarse de Brynne. A ella también la odiaba.
Al día siguiente, después de la clase de Química, le salió al paso con
cautela, poniendo mucho cuidado en que Emily no estuviera a la vista.
—Hola —dijo. Toda la cara le dolía por sus falsas sonrisas—. Quería
preguntarte algo.
Los ojos de Brynne eran dos grandes reflectores azules llenos de
expectativas.
—¿Sí? —susurró.
—¿Qué te parece si hoy… después del instituto… salimos juntos?
Podríamos ir, no sé, a tomar un café.
—¡Oh, sí, claro! Increíble.
Brynne pronunció esta última palabra, según la impresión de Nick, más
para sus adentros que dirigiéndose a él.
—Por ejemplo, en el Café Bianco. Podríamos ir ahí en cuanto salgamos
de clase —propuso Nick.
—Bueno, en realidad me gustaría ir a casa para cambiarme y esas cosas.
«Qué infierno, tardaría dos horas en pintarse las uñas y en meterse en
la falda más estrecha y corta que pueda encontrar».
—¿Sabes, Brynne? —dijo y trató de sonreír de oreja a oreja—, creo que
no necesitas hacerlo, para nada. Vámonos directamente desde aquí. Si paso por
casa —embizcó los ojos—, puede ser que caiga en la cama muerto de cansancio. La
verdad es que no estoy durmiendo mucho en los últimos días.
«¿Lo habrá tomado como una excusa? No, seguro que no».
Ella rió a medias y le guiñó un ojo con complicidad.
—¿Y tú crees que yo sí? Para mí, la palabra dormir en estos
tiempos está en otro idioma.
Acordaron encontrarse después de la clase de Arte en la estación de
metro. Nick tenía la esperanza de que nadie los viera juntos.
Tres minutos después, descubrió que Brynne hablaba con grandes gestos
con Gloria y Sarah en la puerta de la clase de Física. También era obvio de qué
se trataba… Se giraba a mirarle constantemente.
Más tarde, cuando Nick se encontraba sentado en el rincón más apartado
del comedor del instituto, tragándose un sándwich de atún sin mucho apetito,
Jamie se le acercó. No habían cruzado palabra y, si Nick era honesto, tendría
que aceptar que era por su culpa. El trabajo de Química y la cita con Brynne
le sentaron tan mal a su estómago que no tenía muchas ganas de pelear con
Jamie.
Sin embargo, ¿quién podría decir a ciencia cierta que habría una
pelea? Eran amigos desde hacía mucho y solo estaban en desacuerdo en un punto,
eso no tenía por qué arruinar la amistad. «Exacto, eso se lo aclararé ahora».
Jamie estaba pálido y parecía muy serio.
—Qué lástima que ayer no me devolvieses la llamada —dijo.
—Tenía mucho que hacer.
—Sí, claro.
—Y entonces… ¿qué hay de nuevo? —Nick intentó desviar la conversación
de un terreno peligroso—. ¿Ya has hablado con Darleen? Lo tenías pensado.
—No. Nick, quiero enseñarte algo.
«¿Enseñar?». Sonaba bien. No sonaba a que Jamie lo quisiera disuadir
del juego.
—Está bien. ¿Qué es?
Del bolsillo de su pantalón, Jamie sacó un pedazo de papel doblado en
dos y se lo entregó a Nick en la mano.
—Ayer lo encontré pegado en la canastilla de mi bicicleta.
Nick desdobló el pedazo de papel y, por un momento, tuvo la sensación
de haber vivido esa situación. Sobre el papel habían dibujado una lápida, no
muy bien hecha, pero claramente reconocible. El epitafio decía:
JAMIE GORDON COX
murió por curioso y por meterse donde no era bienvenido.
Descanse en paz.
Junto a las letras, el autor había pintado unas manchas de sangre,
unas gruesas gotas de sangre que escurrían lápida abajo.
—Qué broma tan estúpida —dijo Nick—. ¿Tienes idea de quién fue?
—No. Creo que tú te sientes más a tus anchas en ese ambiente.
No iba a caer en las indirectas de Jamie.
—La letra no me parece conocida; ni siquiera podría decir si es de una
chica o de un…
—Esto es una amenaza, ¿te das cuenta? —lo interrumpió Jamie—. Una
amenaza de muerte y, además, una bastante clara. No debo entrometerme y no debo
andar metiendo las narices en este juego suyo, si no… —hizo un movimiento con
el dorso de la mano como si se cortara la cabeza.
—¿No te lo estás tomando demasiado en serio? —preguntó Nick—. ¡Es una
broma de mal gusto! ¿Quién querría matarte, por favor?
Jamie se encogió de hombros. Parecía realmente contrariado.
—¿Quién asegura que, en todo caso, tiene que ver con… bueno, ya sabes
con qué? No puedes estar seguro de nada.
Qué estúpido era que Nick estuviera tan seguro de sí mismo. La dudosa
obra de arte con toda probabilidad había salido de la mano de alguien que
había dado un paseo nocturno por el cementerio de Erebos.
—No soy idiota —resopló Jamie—. ¿De qué otra cosa puede tratarse si
no? ¿No te das cuenta?, ¿a qué se refiere con eso de que se metió «donde no era
bienvenido»?, ¿a que me quejé en la cocina del instituto porque habían puesto
muy poca sal en el agua de hervir la pasta?
—De acuerdo, pero ¿vas a tomártelo en serio? Es una tontería, ¡nada
más! Alguien quiere espantarte y tú te estás dejando asustar. No es necesario,
honestamente.
Jamie lo miró un buen rato antes de decir algo.
—¿Qué le pasó a Aisha? ¿Por qué se puso a chillar hace poco? ¿Y la
alumna de primero de secundaria, Zoe? ¿Qué le ocurrió a ella?
—Ni idea. Pregúntales.
Jamie sonrió con amargura.
—Eso es justo lo que acabo de hacer. He hablado con las dos y les he
preguntado qué fue aquello que las asustó tanto. ¿Y qué crees? Adivina: no
dicen nada. Mudas como los peces.
—Probablemente ya han entendido que alguien les quiso gastar una broma
pesada.
—No. Tienen miedo. Ayer me encontré a dos que fueron expulsados del
dichoso juego. Tampoco quieren hablar de eso, al menos no ahora. Aunque creo
que uno de ellos se lo está pensando. Quizá vaya a ver al señor Watson, o por
lo menos eso es lo que le propuse.
«No me lo cuentes —pensó Nick—, por favor, cállate. ¿Qué podré hacer
si el mensajero me pregunta por ti?».
Miró nervioso por encima de su hombro. Tal vez alguien podría estar
escuchándolos. No, las mesas cercanas estaban desiertas y la gente sentada más
lejos se concentraba en sus propias conversaciones.
—Ya ves, ¡tú también tienes el cuadro completo de manía persecutoria!
—dijo Jamie—. ¿Por qué? ¡Explícamelo!
—¡No hables tan alto! —Nick siseó de manera involuntaria—. No tengo
ninguna manía persecutoria. Lo que pasa es que tú no lo entiendes. Todo es muy
complejo… muy emocionante, pero es fácil que se vaya al traste y sería una
lástima. Por eso, cuando alguien quiere echarles a perder la diversión, puede
ser que algunos compañeros reaccionen de forma exagerada.
—¿A esto le llamas diversión? —susurró Jamie y puso ante la nariz de
Nick el dibujo—. ¿Esto una diversión? —volvió a doblar el pedazo de papel y se
lo metió en el bolsillo del pantalón—. Se lo daré al señor Watson. Desde lo
que pasó con Aisha está muy preocupado, ya ha hablado con algunos alumnos y
quiere contactar con los padres. A lo mejor este papelucho le ayuda a descubrir
de qué se trata. Quizá reconozca la letra.
—¡Ya!, ¡no exageres!
¿Por qué no entendía Jamie que todo era un juego? Precisamente
resultaba fascinante porque de vez en cuando miraba la realidad, pero no le
tocarían un pelo a ninguno de los jugadores por su culpa.
—Quisiera saber si podré contar contigo a la hora de la verdad —dijo
Jamie—. ¿Aún somos amigos?
—Por supuesto que somos amigos. Pero esta alarma de pánico contra uno
o dos idiotas que escriben cartas con supuestas amenazas es una auténtica
idiotez. Puedes creerme. Si le das el papel al señor Watson, va a exagerar las
cosas sin necesidad y entonces solo habrá problemas.
Jamie metió una mano en el bolsillo del pantalón.
—Si los problemas les llegan a las personas adecuadas, entonces está
bien —dijo y se levantó. Antes de irse, se acuclilló junto a Nick—. ¿No preferirías
abandonarlo? Déjalo. No te aporta nada bueno, de algún modo lo presiento.
Nick negó con la cabeza.
—Estás haciendo mucho más teatro del necesario por… esto. Para mí es
una aventura, algo que me divierte, ¿lo entiendes?
—Pero no puedes decir abiertamente que solo se trata de un juego.
Nick le lanzó una mirada enfurecida, aunque no dijo una sola palabra.
«¿Qué sabe Jamie de las reglas? ¡Ser discreto es parte importante del juego! Si
hubiera aceptado Erebos y por lo menos le hubiera echado un vistazo, ¡también
estaría entusiasmado!».
—Emily también estaría contenta cuidando a Eric, si lo permitiera
—dijo.
Jamie respiró ruidosamente.
—Maldita sea, Nick —dijo, se dio la vuelta y se fue.
Capítulo 15
En el Café Bianco solo había tres mesas ocupadas, y entre los clientes
no había ningún rostro conocido. Nick suspiró hondo. Desde que se habían
juntado en el metro, la situación había sido pesada porque Brynne no había
dejado de hablar. Ahora iban a tomar algo juntos. Nick pagaría su refresco de
cola e inmediatamente después se iría a casa. El siguiente reto lo asumiría
como un siete.
—… ayer tenía los nervios destrozados. Me da que no le fue bien en
alguna pelea.
«¿De quién está hablando?». Nick se lo preguntó y Brynne le lanzó una
mirada ardiente.
—¿No me estás escuchando? Hablo de Zoe, la gorda de primero de
secundaria. Seguro que estuvo llorando porque le chorreaban los mocos en la
cara —Brynne hizo un gesto de asco—, pero Colin le dijo algo al oído y ella se
tranquilizó.
«Parece que Colin últimamente está metiendo la nariz en todos lados». Una
camarera con tres piercings en los labios les tomó nota. Para sorpresa
de Nick, Brynne pidió una cerveza.
—A mí me gusta la cerveza, ¿a ti no? —coqueteó ella.
—Mmm —dijo Nick y apartó la mirada a su lado.
«¿Cuánto tengo que estar aquí sentado para que el mensajero considere
que cuenta como una verdadera cita?». Los cinco minutos que se habían cumplido
eran muy pocos. «Maldición».
—De verdad, Colin es un encanto —dijo Brynne en un fingido estado de
meditación—. Casi tanto como tú.
A Nick se le escapó un atormentado suspiro que intentó compensar con
una gran sonrisa. Ella debía sentirse bien, ese era el trato. Pero quizá Brynne
también se sintiese bien estando en aprietos.
Una vez más se cercioró de que entre los clientes no hubiera ningún
rostro conocido. «No». Aquel sería un buen intento.
—A mí lo que de verdad me gustaría saber —dijo muy despacio— es con
qué nombre está jugando Colin. ¿Tienes alguna idea?
—Ay —dijo Brynne y puso su mano caliente y húmeda sobre el brazo de
Nick—, no soy tan tonta como para hacer eso.
—¿A qué te refieres?
—No quiero romper las reglas. Siempre se arruina todo, y si lo hago,
la cosa se pondrá muy fea. Ya sabes…
Nick resistió el impulso de apartar el brazo.
—Pero aquí nadie nos escucha.
—Uno nunca sabe.
Llegaron las bebidas y Nick pudo retirar discretamente su brazo del
alcance de Brynne.
—¿Qué quieres decir con eso de que todo se pondrá feo y se arruinará?
Sería una tremenda tontería, pero…
—¿Alguna vez has estado presente cuando atrapan a un traidor? —lo
interrumpió Brynne—. Yo sí: lo agarraron y… lo ejecutaron. Eso le ocurre a
cualquiera que se pasa del lado de Ortolan.
Sorbió su cerveza sin quitarle los ojos de encima. Nick fijó la mirada
en el fondo oscuro de su refresco.
—¿Sabes quién es Ortolan? —preguntó él—. De eso podemos hablar, ¿no?
—¿Ves un fuego por ahí?
Al parecer se había vuelto loca.
—¿Fuego? ¿De qué estás hablando?
En lugar de darle una respuesta, sacó de su bolsillo un pedazo de
papel arrugado.
—Casi siempre traigo las reglas conmigo. ¿Ves?, aquí está: puedes
cambiar impresiones con los jugadores ante un fuego.
La chica sacó un mechero y lo encendió.
—Ahora podemos jugar —murmuró, y con su dedo le acarició la palma de
la mano. La sensación era placentera siempre y cuando Nick pensara que no era
Brynne quien se la provocaba. Cerró los ojos—. Podría imaginarme que Ortolan
es un mago —le cuchicheó ella al oído—. O un dragón con tres cabezas. Pero
quienquiera que sea es muy poderoso. Los jugadores del círculo privilegiado
reciben capacitación especial para que puedan tener una oportunidad de
enfrentarlo.
De no ser por el perfume en que se bañaba Brynne, Nick podría
imaginarse que era Emily quien le acariciaba la mano. Pero ese pensamiento le
hizo daño, porque tenía la imagen de Emily llevando a Eric a todos lados. Nick
abrió los ojos. El mechero aún ardía y Brynne lo miraba con cara de expectación.
«No, no te voy a besar».
—Bueno, dejémonos sorprender —dijo él en voz alta y tomó su vaso.
Por un momento Brynne pareció insegura, pero inmediatamente se
controló.
—¿Qué ha pasado con Jamie? Andaba de un lado a otro con una cara…
Bueno, tampoco es que tenga nunca buen aspecto, pero hoy… —miró a Nick con
picardía—. ¿Te ha contado cuál era su problema?
—No.
—¡Vaya! Yo creía que erais grandes amigos. Pero no es así, ¿verdad? Me
parece bien. Jamie saca de quicio a cualquiera.
«Brynne debe sentirse bien, a gusto —pensó Nick—. Sentirse a gusto,
la estúpida esta».
—Tampoco es un jugador. ¿No te has dado cuenta de que va con Eric todo
el tiempo? Colin siempre le llama Sushi, y yo ya le aclaré que sushi es
una palabra japonesa, no china, pero de todas maneras a él le parece algo para
morirse de la risa. Al parecer Eric anda con Emily, la bruja aburrida. De
hecho, Colin también me dijo que nunca ha habido sobre la faz de la tierra
una mosquita muerta como ella. Jamás abre la boca y siempre parece que se le
acaba de morir su mascota —Brynne soltó una carcajada.
«Sentirse a gusto, debe sentirse a gusto».
—Seguramente es cuestión de gustos pensar que alguien es una mosquita
muerta —dijo Nick, y forzó una sonrisa—. La mayoría de las veces, a Colin y a
mí nos gustan chicas muy diferentes.
Brynne le debía una respuesta. Nick dio por sentado que ella ya lo
sabía, pero por ahora no podía ocuparse de ello. Tenía que digerir la
información sobre el hecho de que Eric y Emily salían juntos. ¿Era así? Y de
ser verdad, ¿cómo lo sabía Brynne? Sería de idiotas no preguntárselo. Ya lo
había sido tratar de atraer a Emily a Erebos. La situación le puso los pelos de
punta.
—¿Y si nos estamos perdiendo algo importante? —murmuró Nick cuando el
silencio empezó a resultar desagradable.
—Siempre hay algo importante —dijo Brynne—. Lo mismo da que estés
entrando o que estés saliendo, de todas maneras siempre te pierdes algo. A mí
también me ponen nerviosa esas cosas. Esperemos que ahora mismo no estén dando
a conocer la fecha para el siguiente combate en la arena.
—¿Estuviste presente la última vez?
Brynne frunció los labios.
—¿Estás intentando engañarme para delatarme? Conoces bien las reglas.
Si te digo que sí, que estuve ahí, que peleé dos veces y gané un grado,
entonces no te costaría nada deducir quién soy. O quién no soy. El mensajero me
lo explicó. Tiene muy malas pulgas.
—Sí, sí, está bien.
—¿Te alegras de que te haya dado Erebos? —preguntó sin mirarle.
—Claro, por supuesto. Es impresionante.
Con manifiesta lentitud, Brynne se echó un mechón de pelo detrás de la
oreja.
—¿No te parece que a veces es tenebroso?
«Infernalmente tenebroso».
—Más o menos. Así se supone que debe ser, creo yo.
—Sí —Brynne giró su vaso entre las manos, primero a la derecha, luego
a la izquierda y luego otra vez a la derecha—. Solo me gustaría, solo quisiera
comprender cómo puede leer mis pensamientos.
«Leer los pensamientos, eso es un poco exagerado», pensó Nick mientras
regresaba a casa en el metro. Brynne se había bajado en la estación anterior,
no sin antes darle un abrazo y plantarle un beso en la comisura de la boca.
«El juego no puede leer mis pensamientos, para nada. Por lo menos no
todos». Descontando el inconcebible hecho de que por sus leales servicios le
había regalado una camiseta de Hell Froze Over. Y había hablado con él sobre
Emily sin que Nick la hubiera mencionado.
Las puertas del tren se abrieron deslizándose hacia los lados y se
bajó. Afuera, se ponía el sol. «Ojalá que en casa haya algo de comer». De
ningún modo podía esperar más, había descuidado demasiado tiempo a Erebos.
—Un siete, Sarius. Has cumplido con mi encargo. Aquí está tu
recompensa.
El mensajero señaló con uno de sus huesudos dedos un rincón de la
bóveda donde se encontraban. El lugar se parecía al sótano de la taberna El
Último Corte, aunque era algo más estrecho y se diría que nadie había estado
ahí desde hacía años. Las telarañas colgaban entre los arcos del muro, y en las
esquinas crecían pequeños hongos verdes.
En el sitio señalado por el mensajero Sarius encontró una nueva espada
y unas botas altas con puntas metálicas. La espada relumbró como el oro;
Sarius casi tuvo la impresión de que emanaba un rayo de luz.
—Gracias.
—Soy yo quien te lo agradece a ti. ¿Quieres contarme alguna novedad?
Sarius titubeó. De los planes de Jamie con el señor Watson no le
hablaría de ninguna manera. ¿Debía mencionar la amenazante carta con la lápida
dibujada? «Mejor no». Entonces recordó algo que tanto Jamie como Brynne le
habían contado.
—Al parecer una chica llamada Zoe perdió la cabeza hace poco. Pero no
sé mucho más acerca de lo que haya sucedido.
—Me interesaría saber qué anda haciendo Eric Wu —dijo el mensajero—.
Me alegraría si Nick Dunmore pusiese más atención en sus andanzas. Después de
todo de lo que me he enterado, no creo que tenga buenas intenciones. Y, ahora,
vete.
Con sentimientos encontrados, Sarius tomó el camino hacia el
exterior: un pasillo tubular que conducía fuera del sótano. No tenía ganas de
ver cómo Eric se le pegaba a Emily. ¿Qué más le podía pasar? Había salido con
Brynne y eso ya era lo bastante terrible.
El pasaje oscuro se volvía cada vez más ancho y terminaba en una pared
alumbrada por antorchas con una gran puerta abierta que conducía al aire
libre.
«Por fin —pensó Sarius y se quedó un momento inmóvil, como si sus pies
hubiesen echado raíces—. ¡La pared!». Retrocedió un par de pasos para
asegurarse. No, no había ningún error.
Alguien había pintado una imagen en el muro, una imagen que ocupaba
prácticamente toda la superficie. Le recordó un viejo mural, como los que a
menudo se encontraban en las iglesias: un fresco. La imagen mostraba a dos
personas sentadas ante una mesa y con las cabezas muy juntas. La chica tenía
en la mano un mechero encendido y la otra se hallaba sobre la mano del chico.
Era muy alto y llevaba sujeto su largo cabello negro en una coleta que caía
sobre su espalda…
«Alguien debió de hacernos una foto. De otra manera es imposible
—pensó Sarius—. Y, además, parecemos una pareja de enamorados».
Se dio la vuelta, se tropezó al cruzar el umbral del exterior. Se
sentía raro, como si estuviera desnudo y amenazado. Pero solo se trataba de una
imagen. Sin embargo, parte de él temía que esa pintura acabase colgando en el
pasillo de su instituto.
—LordNick encontró un cristal mágico.
—¡Excelente! ¿Dijo qué pensaba hacer con él?
—Claro que no. No está loco.
El grupo sentado alrededor de la hoguera solo estaba formado por
caras conocidas: Drizzel, Feniel, Blackspell, Sapujapu, Nurax y, como invitado de honor y algo apartado de los demás,
BloodWork. Un inmenso anillo rojo rubí se balanceaba en el collar que pendía de
su cuello y lo
identificaba como miembro del círculo privilegiado.
El crepúsculo sobre el horizonte se extendía en líneas azules y rojas;
en breve caería la noche. Sarius se unió a los demás ante la hoguera y tomó
nota de dos nuevos: Sharol, una elfa negra de nivel uno, y Bracco, un hombre
lagarto que tenía nivel dos. Se mantenían al margen mientras Drizzel y Blackspell
sostenían una conversación vampiresca.
—Yo podría darle un buen uso a un cristal mágico. Los dos que he
encontrado hasta ahora valían su peso en oro —dijo Blackspell.
—Cállate —interrumpió BloodWork—. Aquí hay principiantes que aún
deben tener sus propias experiencias, y con tus bobadas vas a confundirlos.
¿Estamos?
—Claro. ¿Desde cuándo eres tan cuidadoso, Blood?
—A ti qué te importa —respondió el enorme bárbaro. Llevaba un yelmo
nuevo que le cubría la cara hasta la nariz y cuyas rendijas para los ojos lo
hacían parecer más endemoniado que nunca—. Solo atente a lo que digo. Se está
hablando mucho, demasiado. El mensajero no está contento.
—Oh, el mensajero no está contento —repitió Blackspell, burlón—.
Tampoco yo lo estaría si fuera un esqueleto con los ojos amarillos.
BloodWork se incorporó un poco y estiró la mano para tomar su hacha,
pero luego pareció cambiar de opinión.
—Ya conocía a varios idiotas que se juegan constantemente la vida por
darle a la lengua y ahora conozco a otro más.
—¡Uy, qué miedo! —dijo Blackspell.
La conversación sacó a Sarius de sus casillas, y también perdió los
estribos porque, al parecer, ellos ya había encontrado un cristal mágico y él
nunca lo había conseguido.
—A ver, decidme, ¿tenemos alguna misión, o solo estamos haciendo el
vago? —preguntó.
—Por fin alguien con la actitud correcta —dijo BloodWork.
—Estamos esperando noticias. No pueden tardar mucho.
Sin embargo, la noticia no llegó. En su lugar, de entre los arbustos
saltó una tropa de orcos armados hasta los dientes. Estaba claro que contaban
de su lado con la ventaja del número y el factor sorpresa. Sarius se puso de
pie de un salto y lanzó un formidable tajo en derredor con su espada de oro. En
poco tiempo dio muerte a tres orcos sin recibir un rasguño. BloodWork estaba
hecho un energúmeno y no le costó hacer trizas a sus enemigos. Drizzel trabajó
una vez más con magia de fuego. A Bracco, uno de los novatos, le fue muy mal:
tenía una horrible herida en la cabeza que le sangraba a raudales y yacía
inmóvil en el suelo.
La hoja de la espada de Sarius zumbaba cuando la hacía girar en
círculo. Nunca fue tan hermoso combatir. Desde que era un siete se sentía más
fuerte, más diestro, más ágil. Era una fiesta.
Cuando se anunció la victoria ya había matado a seis orcos, y
continuaba ileso como nunca, no tenía ni siquiera un rasguño. El mensajero lo
comprobó lleno de satisfacción cuando apareció un poco más tarde.
—Sarius, estás dando muy buenos resultados. Te recompenso con
cincuenta monedas de oro.
Los demás recibieron esto y aquello. Bracco, el lagarto cubierto de
sangre, se arrastró sobre los cadáveres de los orcos y el de los ojos amarillos
lo levantó y lo subió a los lomos de su caballo.
—Quienes aún tengan fuerzas deben ir a buscar unas ovejas que
escaparon —ordenó el mensajero—. Ya han muerto cuatro pastores.
Después de decir estas palabras, espoleó a su montura y partió al
galope con el vacilante Bracco sobre la silla de montar.
—Voy a buscar ovejas —informó Sarius.
—Yo también.
—Y yo.
Sapujapu y Nurax lo acompañaron. Ambos eran seises: eso significaba
que, desde los combates en la arena, cada uno había ganado un grado, pero
Sarius tenía un nivel más alto. Drizzel también caminó tras ellos sin decir
palabra. Su pálido cuerpo de vampiro aventajaba en estatura al de Sarius, lo
superaba por poco más de una cabeza.
—BloodWork, ¿vienes con nosotros? —preguntó el elfo, porque el
bárbaro ni siquiera se inmutó, sino que, callado, mantenía la mirada fija en
las llamas de la hoguera—. ¿Blood?
—Déjalo —dijo Drizzel—. Seguramente se ha quedado dormido.
Caminaron sobre la pradera. La noche había caído de golpe y cada vez
se veía menos, pero como casi no había obstáculos en el camino, avanzaban a
buen ritmo. A Sarius le habría gustado conversar con los otros —por ejemplo,
¿qué tipo de reto era ese de ir a buscar ovejas?—, pero sin un fuego no podía
entablarse una conversación. En su memoria vio cómo se iluminaba un mechero, y
se estremeció.
Caminaron a lo largo de un seto lleno de flores de color rosa claro.
Pudieron distinguir el color a pesar de la oscuridad; sin embargo, antes de que
Sarius fuese capaz de asombrarse como era debido, descubrió algo distinto, algo
que colgaba del seto y que hacía que las flores pasaran a un segundo plano.
«Un muerto».
Como obedeciendo una orden silenciosa, el grupo se detuvo y, en ese
momento, Sarius se percató de que Feniel y Blackspell también iban con ellos.
Así, por lo menos eran seis, lo que le supuso cierto alivio a la vista del
cadáver horriblemente mutilado que pendía del seto.
El muerto colgaba como si lo hubieran puesto a secar. Algo se lo había
estado comiendo. No, más bien, algo casi lo había devorado por completo. Apenas
quedaba carne adherida a sus huesos. En el suelo, bajo el cadáver, un cayado
curvado.
«Aquí tenemos a uno de los pastores muertos», pensó Sarius y en ese
instante descubrió la primera oveja: un animal fuerte con lana blanca y sucia
que pacía debajo de un árbol enjuto.
Por experiencia, Sarius sabía que era absurdo cederle el paso a los
demás. Esa era su oveja, su presa. La atraparía, como ordenó el mensajero, solo
que no veía ningún prado cercado donde pudiera acorralarla.
La oveja continuó paciendo tranquilamente mientras Sarius se fue
acercando con sigilo entre la oscuridad; la noche le facilitaba las cosas. Al
aproximarse descubrió algo extraño: unas manchas rojas y marrones sobre la
lana, como de sangre fresca y seca a la vez. «Seguramente son del pastor»,
pensó el elfo, y no se dio cuenta del peligro hasta que la oveja se percató de
su presencia y alzó la cabeza.
Una cabeza de pesadilla. El hocico de la oveja era ancho y
pronunciado. La bestia replegó los labios como un tiburón antes del ataque, y
descubrió unos dientes metálicos afilados como agujas y largos como cuchillos
para cortar carne.
Sarius, que no estaba preparado para la pelea, ni siquiera había
desenvainado su espada. Lo hizo tarde, cuando ya la oveja corría hacia él.
Entre sus dientes, Sarius descubrió un trozo de tela del manto del pastor.
Su primera estocada no atinó en el blanco. La oveja hizo un quiebro
repentino e intentó atrapar su brazo izquierdo… «Maldita sea». Sarius había
olvidado descolgar el escudo de su hombro y tenía desprotegido el costado
izquierdo.
Detrás de él, escuchó los primeros tajos y oyó cómo zumbaban los
golpes que quizá procedían del hacha de Sapujapu. Tal vez habían aparecido más
ovejas, pero no tenía tiempo para comprobarlo: la horripilante oveja con la que
se enfrentaba le exigía toda su concentración. Su velocidad era tan
escalofriante y su dentadura tan terrorífica que casi no le podía apartar la
mirada de encima. Por fin logró atinarle una estocada, pero solo se llevó por
delante un trozo de lana. De nuevo, la oveja atacó su descubierto costado izquierdo.
Sarius se mantuvo a distancia, asestó una estocada en la bestia y le atinó en
una oreja, que de inmediato empezó a sangrar. Sin embargo, se dio cuenta de
que no podía concentrarse. Ni los escorpiones ni los orcos ni los troles lo
supusieron tanto desgaste como esa oveja que luchaba de una manera tan
extraordinaria. Lo volvió a atacar. La sangre de la oreja lesionada le llegaba
al hocico, donde brillaba su dentadura de acero.
Como Sarius ya no la quería ver, porque solo deseaba alejarla con la
esperanza de que no lo persiguiera ni siquiera en sueños, optó por recurrir a
cualquier estrategia disponible. Corrió hacia el animal y le hundió la espada
en el lomo; los afilados dientes casi lo muerden en la cadera. Arrancó la
espada del cuerpo de la oveja y volvió a clavársela una y otra vez. Un tenue
chirrido le reveló que la bestia había logrado herirle, aunque solo un poco.
La oveja se tambaleó, aún no estaba muerta. «Porque no es una oveja
—comprendió Sarius—, sino un monstruo, una bestia infernal, un demonio».
Entonces levantó su espada tan alto como pudo y la enterró en la nuca de la
criatura. Necesitó asestarle otros tres golpes para que la cabeza rodara sobre
la hierba.
Sintió asco. Deseó que la tierra se tragara el cadáver sin dejar
rastro. Pero la tierra solo absorbió la sangre. Y la hoja de oro de su espada
estaba embadurnada de ella. Sangre y lana de oveja. De nuevo sintió náuseas y
asestó golpe tras golpe sobre el cuerpo de la oveja, con todas sus fuerzas,
como si así pudiera hacerla desaparecer.
Al darse la vuelta, Sarius lo vio. Un resplandor verde surgió entre
las costillas de su aniquilado adversario. Superó su aversión y se agachó.
Metió la mano en el cuerpo y sacó una piedra grande que brillaba por dentro.
«Por fin».
Rápido como un relámpago, giró sobre su eje para mirar a su alrededor,
no a la búsqueda de más ovejas, sino para cerciorarse de que ninguno de los
otros combatientes lo había descubierto. «No, nadie». Aún estaban ocupados con
sus escaramuzas. Escondió la piedra en la bolsa de sus posesiones, y la
sensación de haberla encontrado le libró del asco que sentía.
Drizzel también logró vencer y despedazó sistemáticamente a la oveja
que acababa de matar. «En vano», pensó Sarius lleno de satisfacción.
Blackspell y Nurax aún peleaban, luchaban juntos contra un adversario,
mientras Sapujapu, con su hacha de mango largo, mantenía a raya por el pescuezo
a una oveja negra como la noche.
Tras él, en el suelo, yacía inmóvil una elfa negra. Era Feniel. «Por
fin han dado contigo —pensó Sarius con malicia—. Eso te pasa por ser una
trepa».
Lo único que quedaba en la faja de Feniel era una línea roja y delgada
como una aguja, nada más. El chirrido de dolor seguramente era mortal. Durante
un instante, Sarius pensó en sus poderes curativos, que por ningún motivo
dejaría que Feniel aprovechara. A Sapujapu sí lo ayudaría. Quizá. «Pero no a
esta elfa de pacotilla».
Se giró y observó cómo Drizzel y Nurax remataban a su oveja. «Por
fin», ya casi no podía esperar a que apareciera el mensajero. Cambiaría su
cristal mágico por quién sabe cuántos grados. Justo a tiempo, cuando la última
oveja exhaló su último aliento, escuchó los golpes de las pezuñas de un
caballo.
—Os felicito. No fue una tarea fácil —dijo el mensajero a modo de
saludo.
—Fue una pequeñez —se pavoneó Drizzel.
—En ese caso, una pequeñez te debe bastar como recompensa. Tres
piezas de carne de rata para Drizzel.
Sarius no pudo dejar de sentir la alegría que solo se puede
experimentar por el mal ajeno. Primero Feniel, ahora Drizzel, no podía ser
mejor.
—Sapujapu, como recompensa voy a mejorar tu equipamiento —continuó el
mensajero y le entregó al enano una especie de casco vikingo de metal negro con
resplandecientes cuernos rojos. Al parecer, esa cosa poseía la magia de los
relámpagos.
Uno tras otro obtuvieron oro, pócimas o armas. El mensajero solo se
detuvo en Sarius en penúltimo lugar.
—A ti te voy a reforzar la magia de fuego. Desde ahora no solo podrás
prender fuego sino también pelear con él. Aunque la más grande recompensa la
obtuviste tú mismo, ¿no es cierto?
Sarius guardó silencio, algo molesto. En realidad, no quería divulgar
nada sobre el cristal mágico, pero al parecer al mensajero le daba igual lo
que él pensase.
—Sí —contestó el elfo después de unos segundos.
—Bien, entonces ve pensando en un deseo para tu cristal.
Por último el mensajero se dirigió a Feniel.
—¿Quieres morir o seguirme?
Titubeante, alzó la cabeza.
—Seguirte.
—Eso imaginaba. En tal caso, ven conmigo.
La levantó de un tirón, la puso sobre el caballo y partieron al galope,
sin que el de los ojos amarillos se girara hacia ellos.
«¿Y mi cristal?», quiso preguntar Sarius, pero ya era muy tarde para
hacerlo. Decepcionado, se puso junto a los otros frente al fuego.
—Sari se encontró un cristal mágico y no abrió la boca. Algo tímido,
¿no creéis? —dijo burlón Drizzel.
—Yo nunca me he encontrado ninguno —se quejó Sapujapu—. ¿Qué estoy
haciendo mal?
—Tienes que despedazar por completo a tu adversario muerto —le explicó
Sarius—. Es asqueroso, lo sé. También es mi primer cristal mágico. Una vez
estuve a punto de conseguir uno, pero el desgraciado de Lelant me lo quitó
delante de mis narices.
«No ocurrió justo así, pero no importa. Lelant es un desgraciado. Esa
es la pura verdad».
—¿Cuál va a ser tu deseo? —preguntó curioso Blackspell.
—Todavía no lo sé. Además, no esperes que te lo diga a ti.
—¿Nos lo enseñas? —Nurax estiró su garra de hombre lobo, y aquello
hizo que Sarius retrocediera un paso.
—Ni lo sueñes.
Fin de la conversación. Todos permanecieron alrededor de la hoguera y
esperaron.
—Quizá lo mejor sea que me vaya a dormir —comentó Sapujapu de
repente—. Estoy muerto de cansancio.
Justo entonces, mientras Sapujapu pronunciaba estas palabras, Sarius
advirtió lo propio, como si este fuera un animal al que llaman y alza la cabeza.
Aun así, no se iría a dormir, no antes de saber qué podía hacer con su cristal
mágico.
—Te vas a perder de todo si paras ahora —dijo Nurax—. ¡Los desafíos
más interesantes siempre vienen de noche!
—Eso no me sirve de nada si me quedo dormido, se me echan encima y me
exterminan —replicó el enano—. En serio, estoy destrozado.
Apenas Sapujapu terminó su oración, de entre la maleza saltaron dos
gnomos, inquietos como siempre.
—¡Alarma, alarma! Ortolan nos está acosando sin piedad con nuevos
monstruos. ¡Están asaltando a los herreros en el sur! Necesitamos refuerzos,
¡seguidnos!
Drizzel empezó a caminar de inmediato y Nurax fue tras él. Blackspell
no le quitaba la mirada a Sarius. «¿Qué espera? ¿Una oportunidad de robarme el
cristal mágico?». Por si acaso, el elfo desenvainó su espada; el vampiro se
apartó y corrió a alcanzar al resto.
—¿De verdad no vienes con nosotros, Sapujapu?
Sarius y el enano eran los últimos que aún permanecían frente a la
hoguera.
—No, lo siento. Ya no puedo mantener los ojos abiertos y me preocupa
que uno de estos monstruos me aniquile, de verdad. A lo mejor nos vemos mañana,
¿hecho?
Sapujapu dirigió sus pasos hacia el rosal cuyos retoños parecían
claros y brillantes puntos en el paisaje nocturno. Sarius lo siguió con una
mirada de compasión. Era una lástima, porque comparado con el resto el enano le
caía realmente bien. Ahora tenía que seguir a los otros imbéciles para bien o
para mal.
Echó a andar. Los demás hacían tanto ruido que los enemigos no
tardarían en rastrear sus huellas. Y, si se apresuraba un poco, quizá hasta
podría alcanzarlos.
Un ronco chillido lo hizo sobresaltarse. En el oscuro cielo nocturno
descubrió una clara mancha dorada que describía círculos como una enorme
estrella fugaz. Al siguiente grito agudo, comprendió que se trataba del halcón
de oro y se encogió sin pensarlo.
—No te preocupes, no está de caza.
El elfo gritó asustado. Ante él se encontraba el mensajero, que lo
saludó alzando su huesuda mano y le hizo señas para que se acercara.
—¿Cuál es tu deseo más anhelado, Sarius? Si has hallado uno de los
cristales mágicos, sácale el partido más inteligente. ¿Cuál es tu deseo?
«Todo lo que pueda obtener», pensó Sarius. Y dirigió su mirada a su
interlocutor, justo hacia la luz amarilla de sus ojos.
—¿Podría convertirlo en varios grados, por ejemplo? ¿O un lugar en el
círculo privilegiado?
El mensajero se rió.
—Un lugar en el círculo privilegiado es una de las cosas que uno tiene
que conquistar. Igual que el amor de una persona o la confianza de un amigo.
Pero, más allá de estos deseos, hay otros cientos, probablemente más de los que
te puedas imaginar.
El interior de Sarius meditó cada una de aquellas palabras. Disponía
de un deseo, como en los cuentos de hadas. Solo que el hada era horrenda.
—¿Quizá tenga Nick Dunmore alguna petición? —propuso el mensajero—.
¿Una petición especial?
«A Nick Dunmore le gustaría transformarse en un genio en Química
—pensó Sarius con amargura—. Le encantaría sacar todo dieces en sus exámenes
sin tener que esforzarse mucho. Pero lo más seguro es que este tipo de deseos
pertenezca al grupo de los que hay que conquistar».
Aunque, para ser sinceros, ese no era su mayor deseo. Por encima de
todas las cosas estaba… Emily. Bueno, solo que eso no podía pedirlo. «Emily
debía enamorarse de Nick. ¡Qué risa! Esto ya lo había descartado el mensajero.
Pero… ¿podría funcionar en sentido contrario? Si uno no podía desear el comienzo
de un amor, entonces ¿podía pedir el final de otro? ¿Debería arriesgarse
Sarius?». Titubeó. No era correcto. De todas maneras no funcionaría. ¿Quizá
debería elegir mejor algo más fácil? «No».
—Nick Dunmore desea que Emily Carver se separe de Eric Wu. Nick desea
que dejen de ser una pareja.
Silencio. El mensajero colocó sus largos dedos sobre su rodilla para
meditarlo durante un buen rato.
«¡Venga!, ¡Vamos! Dilo ya, ¡di que no puedes cumplir eso!».
El mensajero no se inmutó. «¿Estará dándole vueltas? No, está tardando
demasiado. Además, todo se oscurece, cada vez está más y más oscuro, ¿por qué?
¿He fastidiado algo?
¡Por favor, no, ahora no!». Sarius intentó moverse, pero eso tampoco
le resultó fácil. Se sentía como si se moviera dentro de un bol de gelatina.
El mensajero le respondió finalmente, cuando Sarius ya no creía en la
posibilidad de que se cumpliera el deseo de Nick.
—Hablas de Emily Carver. Bien. Voy a ocuparme de que Emily Carver y
Eric Wu ya no sean pareja.
Las palabras del mensajero despertaron en el elfo un mar de emociones
encontradas. Sobre todo era incredulidad, seguida de una alegría triunfal en
cuya sombra se escondía el remordimiento de conciencia.
—¿De verdad?
—Ya lo verás, Sarius. Y ahora vete. Los demás ya te llevan mucha
ventaja.
Capítulo 16
—¿Nick? ¡Nick! Dios mío, ¿te encuentras bien? ¡Despierta!
Nick abrió los párpados. El trabajo que le costó enfocar la mirada fue
inmenso, pero no nada en comparación con el esfuerzo que hizo para
enderezarse. Algo sonaba sobre el escritorio: era el teclado protestando por
el peso de su mejilla. Nick lanzó una mirada rápida a la pantalla. «Todo está
negro, por suerte».
—¿Te quedaste dormido ahí? ¿En la silla?
—Mmm… puede ser. Probablemente.
Nick tenía la boca reseca y sentía cómo le retumbaba la sien.
—Óyeme, ¿no te estarás volviendo un adicto al ordenador? Por todos los
cielos, hijo, ¿qué has estado haciendo todo este tiempo?
«Cortándoles las patas a unas enormes arañas».
—Estuve chateando. Estaba tan entretenido que perdí la noción del
tiempo. Lo siento mucho, de verdad, mamá. No volverá a pasar.
Su madre le apartó un mechón de la frente.
—Pero ¿así vas a ir al instituto? Debes de estar muerto de cansancio.
¿Por qué haces esto? Creía que podía confiar en ti. Nicky, necesitas dormir,
sabes de sobra que el instituto es muy exigente…
—No tanto, estoy bien —la interrumpió—. Me voy a dar una ducha de agua
fría y después estaré listo.
Aunque no lo dijo de manera explícita, el ofrecimiento de faltar al
instituto que se escondía en la verborrea de su madre era muy atractivo, pero,
por desgracia, no era el día adecuado. Las arañas habían supuesto tanto trabajo
para Sarius, que tuvo que recurrir a la ayuda del mensajero y aceptó otro
encargo. «Nada de jugar en vez de ir al instituto». Además, se moría de curiosidad.
Quería ver a Eric y a Emily. Quería saber qué había pasado. Si es que había
pasado algo.
En el espejo del cuarto de baño, Nick observó las profundas marcas
que el teclado le había dejado en la cara. ¿Cuándo se quedó dormido? Aún
recordaba su encargo y también cómo buscó con los ojos escocidos un pedazo de
papel para anotar las indicaciones del mensajero. Después de eso, se quedó
dormido.
Tomó un baño de agua caliente, luego de agua fría y luego otra vez
recurrió a la caliente. Así y todo, seguía sintiéndose mareado. El aroma de
café de la cocina se mezclaba con el olor del gel de baño. La combinación le
revolvió el estómago. Tal vez quedarse en casa fuera la mejor opción. Pero los
días libres valían su peso en oro.
Dobló el trozo de papel donde había escrito su nuevo encargo y lo
guardó en la cartera. Después metió la cámara en la mochila. No entendía el
sentido del encargo, en esos momentos era casi tan indescifrable para él como
la noche previa. «No importa». Después de eso sería un ocho.
El recuerdo del deseo que había pedido lo acompañó todo el camino al
instituto. A pesar de que era una tontería: dentro de unos días el mensajero le
llamaría y le ordenaría que deseara otra cosa. Nick debía estar preparado,
tenía que pensar en algo que fuera bueno. «Algo con sentido, claro». No le
hacían falta los remordimientos de conciencia.
Con ese pensamiento torció para entrar en la calle que daba al
colegio. Se encontraba insólitamente silenciosa. Como si alguien hubiera
cogido un control remoto y hubiese bajado el volumen. Si bien algunos alumnos
aislados o en pequeños grupos mataban el tiempo fuera del edifico, el nivel de
ruido era mínimo. Los que conversaban lo hacían en voz baja. Nick descubrió a
dos chicas más jóvenes que estaban paradas junto al portón del instituto y
claramente esperaban hacer contacto visual con cualquiera que entrara. Su
lenguaje corporal era inconfundible: todavía no lo tenemos.
Emily se hallaba de pie bajo un castaño con hojas de un rojizo
pálido. Eric no estaba con ella. El corazón de Nick palpitó hasta retumbarle
en el cuello. «No hagas el ridículo. Esto no tiene nada que ver con tu deseo. Nada».
No estaba sola: hablaba con Adrian. El pequeño McVay tenía los brazos cruzados
sobre el pecho y no miraba a Emily mientras hablaba. Ella le escuchaba, asentía
con la cabeza, de repente se limpió la cara y apartó la mirada.
Aunque no podía resistir el impulso de acercarse, Nick sabía sin lugar
a dudas que ambos interrumpirían su conversación en el preciso instante en que
se aproximara.
Mientras tanto, una de las jóvenes que se encontraban junto al portón
del instituto tuvo éxito. La llamó un chico que tocaba el saxofón en la
orquesta del instituto —si la memoria de Nick no le fallaba—, y le susurró algo
al oído; ella asintió, él continuó hablándole en murmullos y sacó enseguida un
objeto plano de su mochila…
—¿Nick?
El silencioso Greg se había acercado casi de puntillas por detrás.
Nick se dio la vuelta, de nuevo con el corazón martilleándole como si
estuviera desbocado. ¿Por qué estaba tan nervioso?
—Tienes que ayudarme, Nick… por favor —el labio inferior de Greg
temblaba ligeramente, al igual que su mano, que sostenía un DVD cerrado—. Ayer por la noche me
sacaron. Pero fue un error, de verdad, tengo que hablar de inmediato con el
mensajero y tú debes copiarme el juego, ¡por favor!
De manera involuntaria, Nick dio un paso atrás, poniendo distancia con
el DVD que Greg sostenía.
Al instante, el otro se lo acercó de nuevo.
—Ya estaba muy avanzado, era un…
—¡No quiero oírlo! —exclamó Nick.
Algunos alumnos que se encontraban a unos cuantos pasos se giraron
para mirarlos. Nick caminó sin decir una palabra hacia la entrada. Sin embargo,
apenas llegó al vestíbulo, Greg lo agarró de la manga.
—¡Estoy diciendo que fue un error! Hice todo lo que él quería, solo
que llegué un poquito tarde y allí simplemente me… —Greg se mordió los labios—.
De todas formas fue un error. Cópiame el juego, por favor. ¡Por favor!
«Murió por impuntual», pensó Nick, agobiado.
—No puedo. En realidad deberías saberlo —dijo. ¿Estaba Colin por ahí?
¿Se habría girado a verlos?—. Las reglas son claras: solo puedes jugar una vez.
Lo siento.
—¡Sí, sí! ¡Pero conmigo fue un error! Por eso es distinto. Oye, la
próxima vez yo te ayudo, ¿estamos? Estudiaré Química contigo. O te pago la
copia, ¿hecho? ¿Veinte libras? ¿Te parece bien?
Nick lo dejó ahí, parado. Colin permanecía recostado contra la pared,
con gesto desenfadado; había visto toda la escena.
—Cabrón —gritó Greg, perdiendo la calma y yendo tras Nick—. ¡Maldito cabronazo!
Colin sonrió cuando Nick pasó enfrente de él.
—¿Para qué te quería Greg?
—Qué te importa.
—Cualquiera diría que no lo ha logrado.
—Metomentodo.
«Más me valía haberme quedado en casa», pensó Nick ante su taquilla
y de pronto se dio cuenta
de que ya no sabía qué
necesitaba para la siguiente clase. ¿Eran los libros de Biología? ¿O los de
Literatura inglesa? «De hecho, ¿qué día es hoy?».
Bostezó y saludó a Aisha, que al pasar le miró sin un solo parpadeo.
«Por lo visto, alguien más ha dormido mal». La chica intentó varias veces
introducir la llave en la cerradura de su taquilla, y cuando por fin pudo abrir
la puerta para coger sus cosas, una hilera de libros cayó al suelo y todos
ellos quedaron esparcidos por el pasillo. Alguien soltó una risa burlona.
Aisha dejó los brazos colgando a sus costados, sin dar señales de
querer arreglar aquel caos.
—Oye —dijo Nick—. ¿Te ayudo?
Ella negó bruscamente con la cabeza y se inclinó muy despacio hacia
los libros, pero no volvió a levantarse: se quedó en cuclillas en el suelo, con
un libro apretado contra el pecho. Sus hombros temblaban.
—¿Te encuentras mal? —le preguntó Nick en voz baja.
No recibió respuesta.
Levantó la mirada para buscar ayuda. ¿Dónde estaban los demás? Por
ejemplo, Jamie. O Brynne, que siempre andaba por ahí en medio.
Como no supo qué otra cosa podía hacer, Nick juntó los libros y los
metió en la taquilla.
Rashid se acercó bostezando, pero ni siquiera se giró para mirar a
Aisha: continuó su camino con los libros de Biología bajo el brazo.
«Entonces sí, Biología». Por última vez, Nick buscó la mirada de
Aisha, pero la muchacha tenía los ojos cerrados. Tan angustiado como aliviado,
cogió rápidamente sus libros y carpetas y corrió tras Rashid.
Fue muy difícil mantenerse despierto, muy difícil. Nick apoyó el
mentón sobre su mano izquierda y fijó la mirada en la pizarra hasta que los
ojos le lloraron. No solo no debía mirar hacia la derecha, donde Greg estaba
sentado y lo taladraba con la mirada. Sino tampoco a la izquierda, donde Emily
y Jamie compartían bancada y cuchicheaban sin cesar. Aisha también estaba allí,
parecía que había recuperado el control de sí misma. «¡Lo sabía!».
Los ojos solo dejaban de arderle si los cerraba. Pero solo un poco. Le
hacía bien cerrarlos. «Muy bien. Muy…».
Un doloroso golpe en las costillas casi lo tiró de la silla.
—No te duermas, idiota —siseó Colin—. Tenemos que comportarnos con
discreción. ¿Lo has olvidado?
—¿Qué? No…
—Da igual. Compórtate.
—No vuelvas a darme, ¿entendido?
Colin alzó las cejas, divertido.
—Sí, señora.
Nick pudo aguantar esa y la siguiente clase. En el descanso se colocó
en la fila del expendedor automático de café. Alguien le tocó suavemente la espalda. Era Brynne y, en cuanto se
dio la vuelta, le plantó un sonoro beso en la mejilla.
—Lo de ayer por la tarde estuvo genial —susurró.
—Sí. Genial —Nick bostezó de forma bien visible para hacerle creer que
su falta de emoción era en realidad un fuerte cansancio. Aun así, se desvaneció
la sonrisa de Brynne—. ¿A ti también te hace falta un café con urgencia? —preguntó
esforzándose en dar con un tema nada comprometedor, pero ella no respondió.
Un grito penetrante hizo que todas las conversaciones enmudecieran.
Rodeada por un creciente número de personas, Aisha estaba de pie en
medio del vestíbulo y se pegaba a Emily. Frente a ellas se encontraba Eric Wu,
con cara de enorme perplejidad.
—¡No me toques! ¡No vuelvas a tocarme! —chillaba Aisha.
Nick dejó su lugar en la fila de la máquina de café y se sumó al cada
vez más apretado grupo de espectadores, como si fuera un médico con prisa por
llegar al sitio del accidente. Tenía la boca seca.
Aisha había escondido su cara en el hombro de Emily y sollozaba.
—Estoy segura de que te equivocas —decía Emily en voz muy baja.
Acariciaba la cabeza de Aisha. Sin querer, había desplazado la cinta del pelo
hasta la nuca—. Tuvo que ser otra persona.
—No. Estoy segura. Fue él. Después del club de literatura quiso
acompañarme al metro y dijo que el camino a través del parque era mucho más
bonito… —sus sollozos eran cada vez más fuertes.
Con los dedos temblorosos, Emily trató de devolver la cinta del pelo
de Aisha a su lugar original, pero pronto se dio por vencida.
—Me romp-pió la blu-usa y me to-tocó por to-odos la-dos —las sílabas
salían entrecortadas de la boca de Aisha. Se subió las mangas y enseñó un cardenal a la altura del
codo—. ¡Mira! —espetó.
Nick se mordió los labios hasta hacerse daño. «Eso no tiene nada que
ver conmigo. Por supuesto que no. Imposible tan rápido».
—Nada de eso es cierto —exclamó Eric. Estaba pálido y casi no podía dejar de
sacudir la cabeza de izquierda a derecha, negándolo—. Simplemente no es
cierto.
—Yo vi cómo se iban juntos —dijo Rashid.
—Yo también —afirmó Alex.
Emily, con ojos entrecerrados, fijó la mirada en la abuelita tejedora.
—Qué interesante… Ninguno de vosotros está en el club de literatura.
—¿Y qué pasa con eso? Hay muchas cosas en el instituto de las que uno
puede enterarse —replicó Alex.
La mirada de Emily iba de un lado al otro entre Alex, Eric y la
sollozante Aisha.
—Está mintiendo —dijo Eric en voz alta.
Aisha se giró hacia él a toda velocidad.
—Eso dicen siempre los hombres, ¿no?
—¿Qué dicen siempre los hombres?
El señor Watson se abrió camino entre la aglomeración mientras le
entregaba deprisa un termo y un sándwich mordido a Alex.
—¿Aisha? ¿Qué ha pasado? —le puso la mano sobre los hombros, pero ella
se apartó y se abrazó con más fuerza a Emily.
—No me toque.
—Como tú quieras, discúlpame. El resto de ustedes, ¿podrían marcharse
a sus respectivas clases? Está a punto de comenzar la siguiente materia.
Nadie se movió del lugar, solo Eric dio un paso al frente.
—Aisha dice que yo, que ayer en el parque la… manoseé. Tiene un
cardenal en el codo que supuestamente lo hice yo, pero nada de eso es cierto.
La chica lloró más fuerte.
—Intentó v-v-violarme. Me arrancó la falda y me tiró al suelo…
—Sencillamente no me puedo imaginar que eso que cuentas sea verdad
—susurró Emily.
Con delicadeza, pero con clara determinación, soltó los dedos
contraídos de Aisha de su camiseta y tomó distancia de la chica que sollozaba.
Al ser despojada de su escudo humano, Aisha se puso en cuclillas y se
cubrió el rostro con las manos.
«Yo no quería esto —Nick cerró sus puños helados—. De ningún modo
quería algo así. Con esto no tengo nada que ver, en serio».
¿Y qué pasaba si era verdad? Podría ser que Eric realmente hubiera
acosado a Aisha y que el mensajero se hubiese enterado ayer por la noche. Eso
aclararía la facilidad a la hora de hacer grandes promesas.
El señor Watson, que se había quedado sin habla, volvió a recuperarse
poco a poco.
—Es una acusación muy grave, Aisha.
—¡Nada de lo que ha dicho es verdad! ¡Lo juro! —por primera vez se
escuchaba un tono de desesperación en la voz de Eric—. ¡Todo esto es una
completa locura!
—En todo caso, no lo vamos a aclarar aquí delante de todo el mundo
—dijo el señor Watson—. Aisha, Eric, venid conmigo.
Los dos le siguieron, cada uno cuidando de tomar la mayor distancia
posible uno del otro. Su
marcha fue el pistoletazo de salida para las ruidosas conversaciones en el
patio del recreo.
—Creo que ella está mintiendo.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Eric no es ningún angelito, yo siempre lo había sospechado.
—Quiso meter mano a la turca por debajo de la falda.
—Tonterías, está loca.
—¡Vaya movida, en serio!
—¿Y si Watson llama a la policía? Ya vinieron hace días.
Mientras tanto, Nick no le quitaba ojo a Emily. Estaba quieta,
ensimismada y trataba de limpiarse la húmeda mancha de lágrimas que le quedó
en el hombro.
«Ahora debo ir hacia ella —pensó Nick—. Debo tener una conversación.
Consolarla». Pero antes de reunir el suficiente valor para dar el primer paso,
vio cómo Jamie se acercaba y trababa conversación con ella. Intercambiaron
varias palabras, y subieron juntos por la escalera.
La siguiente clase era Matemáticas. Eso era lo único que le faltaba a
Nick. Por lo menos lo había recordado de golpe y ya no se sentía cansado. La
actuación de Aisha le hizo más efecto que un café solo doble.
En la pausa del mediodía, Jamie lo esperaba fuera del comedor.
—¿Cómo estás?
«Ahora sí». Esa era la primera frase normal que Jamie le dirigía
desde hacía días. «Es una trampa», habría puesto la mano en el fuego.
—Muy bien. ¿Y a ti cómo te va?
—Estoy preocupado —dijo Jamie y puso cara de estarlo de veras. Tenía
la frente repleta de arrugas—. Lo que hoy con Eric… ¿Por qué le hizo eso Aisha?
Está deshecho, el señor Watson lo mandó a casa.
Nick reprimió el impulso de largarse.
—¿Que por qué lo hizo? Déjame pensar… ¿A lo mejor porque él le metió
las manos debajo de la falda?
—No puedes creértelo en serio.
—¡Vaya! ¿Piensas que Aisha iba a hablar tan mal de él así porque sí?
¿Viste cómo lloraba? ¿Y el cardenal?
—Creo que alguien está interesado en sacar a Eric del mapa —le dijo
Jamie—. Él no es aficionado a vuestro juego, ¿lo recuerdas?
—¡Qué tontería! —a codazos, apartó a Jamie de su camino en la
cafetería—. Desde la notita de la lápida tienes manía persecutoria.
Cogió una bandeja de la pila y de repente sintió una mano sobre el
hombro. Jamie lo había seguido y parecía al borde de las lágrimas.
—¿Sabes qué más pasó? Alguien escondió una pistola y municiones en el
patio del instituto. Detrás de los cubos de la basura. El director dice que no
fue ninguno de los alumnos, pero que no quiere la prensa en casa.
A Nick le sirvieron una porción de pescado con patatas. Tanto el
pescado como las patatas estaban pálidos y aguados.
—Pero Jamie lo sabe todo, ¿no? Claro que sí —le replicó—. Jamie sabe
que ese videojuego maldito está detrás de todo esto.
Se mordió el labio inferior y puso una botella de refresco de cola
sobre su bandeja. Lo hizo con fuerza. «Fin de la charla.»
—No, yo solo encuentro algunas cosas muy raras —respondió Jamie con
énfasis pero tranquilo—. Hablé con el señor Watson y me dijo que un profesional
lo habría hecho con más cuidado. Habría camuflado mejor la pistola y no se
habría limitado a esconderla en una caja de puros detrás de los contenedores
de basura.
—Ajá. Quizá el señor Watson sea en realidad el doctor Watson. Y tú eres Sherlock Holmes. Déjame en paz, Jamie. No sé nada de pistolas y tampoco de violaciones.
—Alguien escribió un tipo de código o un mensaje en la caja —continuó
Jamie, como si no le hubiera escuchado—. Eso encaja con este tipo de juegos…
varios números y una extraña palabra, no era Galaxis pero sí algo por el
estilo.
¡Tarabum!
Nick se asustó con el estruendo igual que el resto de la cafetería.
No se dio cuenta de que la bandeja se le había caído de las manos.
Galaris.
Todo concordaba. La caja, la palabra y los números de su fecha de
cumpleaños. «No, por favor».
La caja era bastante pesada y el objeto dentro de ella era pequeño…
¿Podía ser una pistola? «Sí. Seguro que sí».
—¿No puedes tener más cuidado? —exclamó la cocinera que había tras la
barra—. ¡Ahora vas tú a limpiar el estropicio! ¡Dios mío!
—Por supuesto —susurró Nick y recibió una escoba y un recogedor.
Sentía la mirada de Jamie como una mano pegada a su nuca, pero no se giraría.
«¿Una pistola? ¿Por qué?». ¿Por qué el mensajero le había ordenado
que escondiera una pistola en el viaducto de Dollis Brook?
—Tú sabes algo —afirmó Jamie detrás de él.
—No. No sé nada.
¿Habría alguna fotografía de eso? ¿Algo como la foto de él y Brynne en
el café? Se arrodilló en el suelo y empujó las patatas fritas hacia el
recogedor, siguió barriendo, aunque ya no había nada que barrer, pero no podía
parar. Ante sus ojos veía puntos negros.
—Yo lo he visto, Nick. Te has llevado un susto de muerte. Tú sabes
algo.
—Cállate —murmuró Nick e intentó levantarse a duras penas.
Los puntos negros se condensaban en una pared aguada. Le devolvió el
recogedor a la cocinera y dejó caer todo su peso sobre la barra.
—Ven, vamos con el señor Watson. Arrojarás algo de luz a todo el
incidente y después te sentirás mucho mejor. Lo que está pasando aquí es
vergonzoso…
—¡Cierra la boca! —gritó Nick.
«Emily, Eric, una pistola, Aisha, Galaris…». Ya era demasiado. No fue
con él. Los olores de la cocina de la cafetería le revolvieron el estómago, y
estaba a punto de vomitar delante de todo el mundo. Si había una foto y todo
el instituto la tenía en sus manos, entonces le expulsarían. «Tan seguro como
que el cielo es azul».
Salió corriendo de la cafetería, empujó de derecha a izquierda a la
gente que indignada le devolvía el empujón, encontró una ventana abierta y sacó
la cabeza. «Aire fresco, gracias a Dios».
Tenía que pensar. Quizá hablar con el mensajero. Seguro que se
mostraba agradecido si Nick le ofrecía esta información. Puede que hasta le
aclarase de qué iba aquello de la pistola. Pero antes le esperaba el encargo
que aún tenía que cumplir. «Este inconcebible y absurdo encargo».
Capítulo 17
Casi eran las cinco de la tarde cuando Nick se bajó en la estación
Blackfriars y echó a andar por New Bridge Street. El aparcamiento estaba en
Ludgate Hill; encontrarlo no fue un problema. Entrar sin que lo vieran resultó
mucho más difícil. Nick fingió que era mayor de lo que en realidad era e hizo
sonar su manojo de llaves como si estuviera a punto de sacar la de su coche.
Sin embargo, no había motivos para el miedo. Nadie le molestó al entrar al
aparcamiento; ni siquiera estaba seguro de que el vigilante que leía el
periódico en su caseta lo hubiera visto.
Sacó el papel arrugado del bolsillo de su pantalón. La matrícula del
automóvil que debía buscar era LP60HNR.
—Si no lo encuentras —le había dicho el mensajero—, tendrás que
regresar una y otra vez, todos los días entre las cinco y las seis de la tarde
hasta que hayas cumplido el encargo.
Al llegar al segundo piso, Nick tuvo suerte. Contempló el automóvil y
silbó entre dientes. La matrícula LP60HNR era de un Jaguar gris plata que
resaltaba entre los demás vehículos aparcados: brillaba como las joyas de la
Corona. Por ningún lado se veía presencia inquietante alguna.
Nick sacó la cámara e hizo varias fotos. No iban a ser suficientes,
lo sabía, pero estaban bien para empezar.
Ahora necesitaba un lugar para permanecer oculto. Tenía que mantener
el coche vigilado, pero sin ser visto. Lo mejor que encontró fue un hueco
diminuto entre un viejo Ford y el muro del aparcamiento. Si se acostaba en el
suelo y nadie miraba hacia allí, sería prácticamente invisible. Nick desactivó
el flash de la cámara y puso al máximo la función de sensibilidad a la luz.
Luego se acomodó tanto como le fue posible en el frío suelo del garaje. 17:12h
La calma imperaba.
De repente su móvil empezó a sonar a todo volumen: había recibido un
mensaje. Por poco no le da un infarto. No había silenciado el timbre del
móvil. «¿Cómo he podido ser tan tonto?». Al verse en una posición tan incómoda
entre el muro y el coche, casi no podía meter la mano en el bolsillo del pantalón.
Cuando finalmente lo logró y vio de quién venía el mensaje, su corazón empezó
a latir: «Emily».
¡Hola, Nick! Me
gustaría mucho que nos viéramos y aprovechar la oportunidad para presentarte a
alguien. Se llama Victor, a lo mejor puede ayudarnos a todos nosotros. Llámame,
por favor. Emily.
El nombre de Victor no le decía nada. Podía vivir sin saberlo. Aunque
¿qué significaba que él podría ayudarnos «a todos nosotros»? Quizá Emily
quería ayuda para Eric, que ya estaba metido hasta el cuello en dificultades.
Pero ella quería verle a él. «Emily». No importaba por qué, ella quería verle.
¡Bum! Una puerta que
se cerró de golpe. Unos pasos que se acercaban.
Nick contuvo la respiración e intentó pegarse más aún al suelo de
cemento. Sostenía la cámara en dirección al Jaguar para dispararla en cuanto
apareciera el dueño. Un par de piernas enfundadas en unos pantalones negros se
hizo visible, quienquiera que fuese pasó junto al Jaguar y se fue aproximando.
¿Un vigilante le había descubierto gracias a la cámara de vídeo? «¡No, por
favor!». Y también deseó que no fuera el conductor del Ford que le servía de
escondite.
Cuando el tipo pasó junto a él sin mirar hacia su escondite, Nick
respiró aliviado. Poco tiempo después, un Mazda rojo aceleraba en dirección de
la salida. La calma regresó.
Apenas habían pasado cinco minutos. Nick transfirió todo su peso lo
mejor que pudo al otro lado de su cuerpo y depositó la cámara en el suelo con
mucho cuidado. Volvieron a sentirse pasos cerca, pero se detuvieron mucho
antes de llegar a la altura de Nick. Tronó la puerta de un coche y se encendió
un motor.
Cinco minutos más tarde, la pierna derecha de Nick empezó a dormirse.
Intentó ignorar el cosquilleo y se concentró en el ruido del aparcamiento. El
sonido del ventilador que se oía en el ambiente. El tenue ruido de la calle.
Volvieron a abrir y cerrar una puerta metálica. Una mujer rió, la secundó un
hombre. Unos zapatos de tacón golpetearon el suelo de cemento. La cerradura del
coche que se había abierto respondiendo al disparo de un control remoto estaba
a solo unos cuantos metros de Nick. Se habían encendido las luces del Jaguar.
Los latidos del corazón de Nick se aceleraron. Levantó la cámara y
dirigió la lente hacia el vehículo. El hombre y la mujer se aproximaban.
Estaban en su objetivo. El hombre emanaba nerviosismo como la temperatura de
los altos hornos. ¡Clic!
La mujer podría ser la estrella de una serie vespertina de televisión.
Pendientes relucientes, abrigo de piel, cabello rubio recogido. El hombre era
alto y tenía el cabello oscuro, aunque ya peinaba sienes plateadas. Vestía
traje y corbata. «Quizá un doctor. O un abogado».
¡Clic!
El hombre abrió la puerta del automóvil y colocó una bolsa en el
asiento trasero.
¡Clic! ¡Clic!
—La próxima vez vamos al Refettorio —dijo la mujer—. Vivian dice que
allí la carne de cordero es magnífica.
—Si eso es lo que quieres, querida.
¡Clic!
La mujer se subió al Jaguar.
¡Clic!
El hombre se detuvo de pronto y miró a su alrededor. «¿Había
escuchado el sonido de la cámara?». Nick intentó fundirse con su oscuro rincón.
—¿Qué ocurre, cariño?
—Nada —el hombre se pasó la mano por la frente—. Absolutamente nada.
Debo de haberme equivocado. Sabes, estos últimos días…
Nick no escuchó el resto, el hombre se subió al coche y cerró la
puerta. Sacudió la cabeza y se encogió de hombros con ademán desvalido, después
encendió el motor. Medio minuto más tarde, el Jaguar abandonaba el
aparcamiento.
«Misión cumplida —Nick presionó la cámara contra su pecho—. Ahora
vámonos, rápido. No, primero tengo que comprobar si las fotografías merecen la
pena. Un poco borrosas, bueno, y con muy mala definición, pero no podían salir
mejor sin flash».
Aun así todo era reconocible: la mujer, el hombre, la matrícula del
automóvil. Doce fotos aceptables.
Entre la multitud del metro Nick sacó su móvil del bolsillo y volvió a
leer el mensaje de texto de Emily. «Victor… ayudarnos a todos nosotros». No
sonaba a una cita romántica. Más bien sonaba como si quisiera ayudar a Eric a
salir de su aprieto. Nick empezó a teclear una respuesta, le pareció bastante
tonta, la borró y cerró los ojos.
Si se sabía que él tenía algo que ver con la caja de Galaris, también
Emily estaría al tanto. Nadie creería que él no estaba enterado de lo que había
escondido. Los periódicos escribirían sobre cómo se había logrado evitar la
matanza en un instituto. O algo así. Su padre lo mataría.
Nick volvió a abrir los ojos y observó las caras de cansancio que lo
rodeaban. Todos verían su foto en el periódico.
Emily vería su foto en el periódico. Volvió a teclear un mensaje de
texto para ella, pero una vez más lo borró antes de enviarlo. ¿Y si ese Victor
era policía?
Nick cerró los ojos. Debía asegurarse de que Erebos seguía estando de
su parte.
—Ya he recibido las fotografías —dijo el mensajero. Estaba sentado
sobre un peñasco a la orilla del pantano, estiró sus largas piernas e hizo un
gesto de satisfacción.
Sarius se tranquilizó. Subir las fotografías al servidor que le había
indicado no fue tan fácil: hasta dos veces se cayó la conexión.
—¿Ya has cenado?
—Sí.
«¿Desde cuándo le interesaban este tipo de cosas al mensajero?»
—¿Has hablado con tus padres? ¿Parecías contento al hablar con ellos?
—Creo que sí.
«Hablé y hablé como si me hubieran dado cuerda, para que no se les
ocurriera la idea de preguntarme sobre mis deberes».
—Bien. Tenemos que ser muy cautelosos. Se habla mucho sobre Erebos
fuera de Erebos. Nuestros enemigos se están agrupando. Hemos de poner mucha
atención para que no nos puedan atacar por ningún lado. Por eso quiero que
vayas todos los días al instituto y que te comportes con discreción. No des pie
para que se sospeche de tu comportamiento.
—De acuerdo.
—Ahora bien, ya eres todo un ocho. Aumentó tu fuerza vital y tu magia
de fuego. Antes de que te vayas, infórmame: ¿ya ha empezado a surtir efecto tu
cristal mágico?, ¿obtuviste lo que habías deseado?
«No lo sé —pensó Sarius—. Eso no tuvo nada que ver conmigo. No creo
que esa horripilante escena fuera cosa mía».
—¿No quieres darme ninguna respuesta?
—Es que no estoy seguro. Es posible. Puede ser que esté dando
resultado. Que comience a surtir efecto.
El mensajero asintió satisfecho.
—¿Lo ves? Aguarda. Seguirá surtiéndolo y el resto quedará en tus
manos, Sarius.
«No puede darse cuenta de que tengo miedo, ¿o sí? Es imposible que me
lo note».
Esperó a que el mensajero por fin lo dejara ir; sin embargo, este
continuó mirándole y desplegó sus huesudos dedos.
—No estaría mal que Aisha contara con un testigo —dijo—. Alguien que
pudiera confirmar sus acusaciones. ¿Se te ocurre alguien, Sarius?
«No puede estar hablando en serio —pensó el elfo—. No voy a hacerlo.
Maldita sea, ¿por qué me pide eso?».
—Ayer a esa hora estaba en el café con Brynne. Eso quiere decir que no
puedo ser testigo.
—Lo sé. Te he preguntado si se te ocurre alguien, no que tú lo seas.
—Ah, bueno. Lo siento, pero tampoco se me ocurre nadie.
—Entonces vete.
El mensajero lo despidió y Sarius, contento de escapar de la mirada de
los ojos amarillos, siguió su indicación. No hablaron de la caja de Galaris,
pero sin duda el mensajero ya lo sabía todo sobre ella.
Sarius pudo ver desde lejos el resplandor de la enorme hoguera. A la
derecha estaba el pantano; a la izquierda, una construcción circular se
elevaba contra el cielo nocturno. En medio se extendía un prado con apenas
unos cuantos arbustos espinosos y algún que otro árbol mutilado.
—¡Hola, Sarius! —Arwen's Child fue la primera en descubrir su
presencia.
Estaba sentada junto a LordNick ante la fogata que se reflejaba sobre
su nueva coraza. Advirtió que ambos le superaban en grado, pues no alcanzaba a
ver los suyos. Lelant se había sentado "un poco más allá; se había
recuperado de su última pelea y de nuevo era un siete.
—¿Te has inscrito para el siguiente combate en la arena? ¡Allí, en
aquel sitio! —Arwen's Child señaló hacia el edificio redondo—. Prácticamente
eso es lo único que puedes hacer por el momento. No está pasando nada. Llevamos
como media hora aquí sentados.
Sarius no había oído nada acerca de un nuevo combate en la arena, pero
por supuesto que quería participar. Con lo que no contaba era con que el ser de
los grandes ojos saltones recibiría su inscripción. Se hallaba de pie sobre la
arena de la palestra bajo la noche, estaba rodeado de gnomos y aparentaba ser
enorme, casi el doble de alto que Sarius. Nuevamente le irritó la rara
apariencia del gigante, no se parecía a ninguno de los presentes. Y estaba semidesnudo.
—Regístrate aquí —dijo al tiempo que señalaba con su extraño bastón la
lista que colgaba de la pared—. Los duelos comenzarán dentro de siete días, dos
horas antes de la medianoche.
Sarius escribió su nombre bajo el de Bracco. «Mira, aún sigue vivo».
Blackspell también se hallaba en la lista, y lo mismo pasaba con BloodWork,
Lelant, LordNick y Drizzel. No pudo leer más, pues el maestro de ceremonias lo
echó de allí.
—No seas curioso, pequeño elfo. Regresa con los demás.
Al salir de la arena, vio que Feniel venía en su dirección. Debía de
haber jugado día y noche, porque cuando Sarius y ella coincidieron por última
vez era un cuatro malherido y ahora ni siquiera podía ver su grado. «Así que
como mínimo es un ocho». Todo su armamento era nuevo y traía dos espadas. Algo
le dijo a Sarius que esta vez perdería si se volvían a enfrentarse.
Alrededor de la hoguera reinaba un ambiente de tertulia. Sapujapu
estaba sentado en medio de una horda de enanos que comparaban hachas, pero
saludó a Sarius en cuanto le vio llegar.
—¿Ninguna misión para hoy?
—Al parecer no.
—Para variar no está mal.
Conversaron acerca de la lucha en la arena, sobre lo que Sapujapu
también trataba de discutir, y después de esto el elfo continuó su camino.
Observó a BloodWork sentado solo sobre el tronco de un árbol con la mirada fija
en las llamas. El anillo que llevaba colgado en el collar alrededor del cuello
brillaba como un rojo rubí ante el resplandor de la hoguera. Sarius titubeó un
instante, y después decidió hablar con el bárbaro.
—¿Sabes qué va a pasar?
—No.
—Vale. Lo siento. Que pases una buena noche.
BloodWork alzó la cabeza.
—Estoy muy cansado.
—No me extraña. Creo que últimamente hemos podido dormir muy poco.
—No tienes ni la menor idea.
Sarius podía
prescindir de las fanfarronerías.
—Entonces déjalo todo por hoy y échate en tu piel de bárbaro —dijo,
pero BloodWork no estaba de humor para bromas.
—Lárgate de aquí, elfo de mierda —contestó al tiempo que alzaba su
enorme cuerpo para acercarse al hombre gato y a los otros bárbaros que se
hallaban cerca de ellos. También tenían círculos rojos en el cuello.
El hombre gato no formaba parte del círculo privilegiado durante el
último combate en la arena, de eso Sarius estaba seguro.
—No te hagas ilusiones.
Drizzel apareció junto a Sarius y bruscamente lo empujó a un lado.
—Nunca pertenecerás al círculo privilegiado, debilucho. Yo sí, ¿te
apuestas algo? Ten cuidado y espera hasta la siguiente arena.
Mostró sus largos colmillos.
Sarius quiso sacar su espada por si acaso, pero algo distrajo su
atención. Un gnomo de piel verde clara se había plantado sobre una roca que
había cerca de la hoguera.
—Se espera que los combatientes del círculo privilegiado se reúnan en
un sitio secreto. Hay novedades.
BloodWork, sus dos interlocutores y la maga elfa llamada Wyrdana se
levantaron y se encaminaron a la parte occidental del bosque que parecía un
muro de sombras. No veía al quinto elegido. Sin embargo, de repente Blackspell
se desprendió de la oscuridad junto a la arena y siguió a los otros cuatro. La
medalla roja resplandeció sobre su negra capa.
—¿Blackspell pertenece al círculo privilegiado? —preguntó Sarius
sorprendido.
—Mierda. Tampoco lo sabía —replicó Drizzel—. Pero así es mucho mejor.
¡Le voy a hacer papilla en la arena!
Sarius pensó para sí que se alegraría de verlo. No le importaba quién
hacía papilla a quién; la verdad era que no soportaba a ninguno de esos
vampiros.
Blackspell desapareció igual que los otros en la oscuridad del bosque
y Sarius tuvo que hacer de tripas corazón para quedarse en la fogata. Le
gustaría saber de qué se hablaba en el círculo privilegiado.
Mientras tanto, el gnomo de piel verde permaneció sentado sobre el
peñasco, y dio otro anuncio.
—¡Combatientes! —comenzó—. La última pelea está cerca. Aún no ha
empezado, pero hoy más que nunca se cuenta con que en estas fechas se separe el
grano de la paja.
Hizo una pausa considerable.
—Este campamento no está muy lejos de la fortaleza de Ortolan. Nos
vamos a acercar a él paso a paso. Mi amo dice que Ortolan ya puede sentirnos.
Pero no nos atacará. No puede atacarnos, porque no tiene ni idea de
quién somos.
Otra vez hizo una larga pausa.
—No obstante, hay otros que intentan hacernos fracasar en nuestra
misión. Nos espían, nos calumnian, tratan de perjudicarnos. Y si no nos
unimos, se infiltrarán entre nosotros. Van a destruir nuestro mundo. Más que
nunca vale el propósito de guardar silencio. Mantener la calma. Guardar
secretos. Tratar a los enemigos como a enemigos.
Tras esto, el gnomo se bajó del peñasco y con sus piernas torcidas
regresó a la arena.
En las siguientes horas, los combatientes permanecieron sentados
juntos. Primero esperaron que pasara algo, pero nadie les encomendó nada, nadie
los atacó, ningún monstruo de Ortolan se les lanzó encima. De modo que buscaron
cómo entretenerse con tranquilidad. Jugaron a los dados por monedas de oro y
piezas de carne, el ambiente era relajado, nadie tenía ganas de lanzarse sobre
el vecino. Sarius no se dio cuenta de cómo pasaba el tiempo. Cuando se despidió
de los demás, ya eran las dos de la madrugada y sentía un cansancio agradable.
Nunca antes se había sentido en Erebos tan protegido, tan en casa.
Capítulo 18
para: Nick Dunmore <nickl803@aon.co.uk>
asunto: Entrenamiento
Nick, no sabes lo decepcionado que estoy contigo. Con todos
vosotros. Has faltado a los últimos entrenos y ni siquiera te pareció oportuno
avisarme. Por desgracia, no has sido el único. La última vez entrené solo con
cuatro en el gimnasio.
Por mi parte, podéis iros a tomarle el pelo a otro. Una falta
injustificada más y estás fuera del equipo.
F. Betthany
—¿Qué te ha pasado?
—¿Estuviste en el hospital?
—No tienes buen aspecto.
Brynne y algunas de sus amigas rodeaban al silencioso Greg, que
trataba de sacar sus libros de la taquilla con evidente esfuerzo.
—Me caí de las escaleras mecánicas —Greg sonrió con claras muestras
de cansancio. Por el tono de su voz podía pensarse que esa no era la primera
vez que contaba la misma historia—. Me resbalé y luego me fui de boca, pero no
es tan grave como parece —se tocó la costra del rasguño en la nariz, al tiempo
que esbozaba una sonrisa torcida.
«Aunque no es tan grave, sigue siendo grave», pensó Nick. Greg tenía
la muñeca izquierda vendada y cojeaba ligeramente.
—¿Quieres que te lleve la mochila? —le ofreció, pero Greg le hizo una
rápida seña para rechazarlo.
—No. Puedo hacerlo yo. No es tan grave. Hasta luego.
Nick vio cómo se iba e intentó reprimir el pensamiento que se negaba a
abandonar su cabeza desde la aparición de Greg.
«Tonterías. Greg dijo que se había tropezado». Como si a Nick nunca le
hubiera pasado. En más de una ocasión, después de un choque en el baloncesto,
se tiró dos semanas caminando con las costillas vendadas. «Sí. A veces pasa».
—¿Nick?
Era Emily, estaba sola. Ni Eric ni Jamie, ni siquiera Adrian, se
encontraban cerca de ella.
—Hola, Emily. Siento mucho no haber respondido tu sms.
—Está bien. No era tan importante —le sonrió.
—¿Quién es ese Victor del que me escribiste?
—Tampoco es tan importante, ¿puedo preguntarte algo?
—Claro.
—Vamos allí —con un movimiento de cabeza le indicó las escaleras del
edificio, donde podían conversar sin interrupciones.
Nick la siguió. Sintió la mirada de Brynne en la espalda, le lanzó una
sonrisa rápida y mentalmente se insultó por ser tan cobarde.
—¿Tú crees que es cierto lo que Aisha dijo de Eric? —comenzó Emily,
sin rodeos.
«Lo sabe —pensó Nick y sintió cómo se ponía rojo—. Sabe lo de mi
cristal mágico». Sin embargo, en los ojos de Emily no se veía ninguna huella de
reproche, solo un sincero interés en su opinión.
Encogió los hombros dando a entender que no tenía ni idea.
—A saber. Puede ser. Quiero decir, no lo conozco tan bien… así que…
yo… —dijo, y empezó a tartamudear mientras ella lo observaba.
—Conocer es siempre algo relativo —trató de echarle un cable—.
¿Sabes?, desde ayer no dejo de preguntarme si no habrá algo tras esa acusación
de Aisha. Primero me pareció muy absurda… pero quién sabe.
Nick se sintió casi ofendido.
—¿Crees que Aisha…?
—No. Tal vez. No lo sé. La gente hace cosas inimaginables… cosas que
ni uno mismo se creía capaz de hacer.
Impacto total. Nick sintió que su cara ardía; seguramente se le había
puesto roja, a fuego vivo.
«Sí, lo sabe».
Si Emily advirtió su vergüenza, lo escondió con enorme habilidad.
Pensativa, se giró hacia los vestuarios donde Brynne seguía parada y sin
quitarles ojo de encima.
—Yo tampoco conozco tan bien a Eric. A los dos nos encanta la
literatura, de eso es de lo que hablamos la mayoría de las veces. Es muy
inteligente, eso me gusta. En realidad, es demasiado inteligente para hacer
algo así, pero ya hay un testigo que se supone que le vio…
—¿Quién?
Emily se encogió de hombros.
—Ni idea, el señor Watson se lo contó esta mañana a Jamie y él no daba
crédito, estaba hecho una furia… piensa que alguien está amañándolo todo.
—No estaría mal que Aisha tuviera un testigo —Nick cerró los ojos—.
¿Por qué me cuentas todo esto?
Emily miró hacia el suelo.
—¿Qué querías darme el domingo por la mañana, cuando me llamaste por
teléfono?
Nick se rió sin ganas.
«Quería regalarte un mundo —pensó—. Un mundo muy divertido, increíble
y excitante. Emocionante. Místico. Horripilante. De pesadilla. Todo junto».
—Seguramente te lo puedes imaginar, ¿no es cierto? No quería el número
de teléfono de Adrian, era por…
—Ya lo pillo —asintió con la cabeza—. Estaba muy cerrada, lo sé. Pero
no era nada personal. Lo más probable es que hoy reaccionara de otro modo. ¿Sabes?,
si a ti te convence, entonces debe de tener algo interesante.
Emily volvió a sonreírle y se fue.
Nick se quedó sin palabras, viendo cómo ella se iba. Si ese era el
efecto del cristal mágico, empezaba a darle miedo de verdad. Algo así no podía
suceder. Además, «¿Emily y Erebos? ¿Por qué así, tan de repente?». Se pasó la
mano por la cabeza, sorprendido porque esa idea le gustara tan poco. ¡Pero si
eso era lo que quería! Una Emily gato o una Emily elfo, quizá incluso una
Emily vampiro a su lado. Sin embargo, ya había copiado el juego para Henry
Scott y no había marcha atrás. No podría ofrecérselo a Emily, aunque ella lo
quisiera.
—¡Qué tremendamente comprensivo de tu parte estar coqueteando con
Emily cuando yo estoy ahí al lado! —Brynne se plantó detrás de él. La
rabia hizo que subiera la voz hasta alcanzar tonos muy
desagradables.
—¿Cómo?, ¿perdón?
—¿Nuestra cita no significó nada para ti?
—Pero… yo…
«Maldita sea». Volvió a tartamudear.
—¿Crees que puedes ligarte a una nueva cada día? ¿Crees que no tengo
sentimientos?
—¡Pero si no estaba ligando con Emily! —dijo Nick, indignado—. ¡Solo
estábamos hablando!
—¡Y a mí no me haces caso! ¿Crees que no me doy cuenta de cómo la
miras, casi con la boca abierta? —dijo Brynne y con un gesto teatral se echó el
pelo a la espalda—. ¡Estoy tan decepcionada contigo, Nick!
Lo dejó ahí, petrificado. El chico se frotó los ojos y suspiró. Era un
idiota. Realmente se había puesto en evidencia al hablar con Emily.
Ese era el día de las conversaciones extrañas, por lo menos así estaba
resultando. En una de las horas libres, el señor Watson se acercó a él y le
pidió que le acompañase a charlar en una de las aulas vacías. A Nick el corazón
le latió a un ritmo vertiginoso.
«La pistola. Sabe que tengo algo que ver con la pistola».
—Quiero hablar contigo porque te considero una persona inteligente —le
explicó el señor Watson. Luego puso su termo sobre la mesa y miró meditabundo
a través de la ventana—, creo que te has metido en algo que no te hace bien.
«Enseguida mencionará la pistola».
—En las últimas semanas me he enterado de que un grupo de alumnos de
nuestro instituto está jugando a un videojuego llamado Erebos… Confío en que me
entiendas: no tengo nada en contra de los videojuegos. Incluso he encargado a
los alumnos de uno de mis grupos que escriban redacciones basadas en World of
Warcraft. Pero esto es algo distinto. Es peligroso y debo hacer algo para
detenerlo.
Nick lo observó mientras guardaba silencio. Lo más probable era que
Colin, Rashid y otros más ya se hubiesen enterado de que Watson le había hecho
llamar. No podría ocultárselo al mensajero.
—Me gustaría mucho que me ayudaras, Nick. Quiero ser completamente
sincero contigo: hasta ahora no he tenido mucho éxito en mi lucha. Varios
alumnos que ya fueron expulsados del juego han venido a hablar conmigo. Sin
embargo, el juego ya no está en sus ordenadores. Tal vez si se encargasen los
especialistas de la policía, tendrían más éxito a la hora de averiguarlo, pero
solo podré dar parte a la policía cuando haya algo ocurrido —Watson suspiró—. Y
tengo mucho miedo de que ocurra, ¿tú no?
Nick hizo un ruido indefinible, algo entre un resoplido y una tos.
—¿Qué podría ocurrir? —dijo, pues era evidente que el señor Watson
esperaba una respuesta.
—No lo sé, dímelo tú.
—Bueno, yo no lo sé.
Watson lo examinó de hito en hito.
—A mí me parece que lo que le pasó a Eric ya es bastante malo. Por
supuesto, ahora puedes decir que si acosó a Aisha, es culpable. Pero Aisha no
quiere ir a la policía. Bajo ningún concepto. Es extraño, ¿no?
Nick volvió a encogerse de hombros, esta vez abatido.
—Imagino que le da vergüenza, podría entenderlo. Y es cosa suya.
—Sí, claro. Aquí todos se ocupan solo de sus cosas, ¿no? Con la
excepción de tu amigo Jamie, que decidió tomar cartas en el asunto. ¿No te has
dado cuenta?
—¿Puedo irme ya? La verdad es que no sé cómo podría ayudarle.
El señor Watson asintió con la cabeza, resignado.
—Si necesitas ayuda, puedes venir a verme cuando quieras, ¿de acuerdo?
Tú y todos los demás.
Nick abandonó el aula. Se esforzó en aparentar seguridad y
tranquilidad, que al menos eso quedase claro. Aunque no le importaba. El señor
Watson no había mencionado la pistola. Era lo principal.
—¿Hay alguna novedad de la que puedas hablarme?
Sarius se encontraba enfrente del mensajero en un lugar completamente
desconocido. Nunca había estado allí antes. Era una colina dominada por una
torre casi derruida. La torre ejercía una poderosa atracción sobre Sarius.
Transmitía la magnitud de la fortaleza de la que debió haber formado parte
otrora, pero, al mismo tiempo, parecía que se vendría abajo en cualquier
momento. El resto, un panorama austero dominado por un extraño seto que
dividía el campo en dos partes: una mitad era verde; la otra, amarilla. El
amarillo provenía de las flores en forma de embudo que crecían con increíble
abundancia en el lado izquierdo del seto, mientras que en la derecha no había
rastro de ellas. De manera involuntaria, Sarius imaginó a un jardinero demente
que, riendo para sus adentros y medio confundido, plantaba sus extraños
vegetales en mitad del campo gris y pedregoso.
No quería mencionar la conversación con el señor Watson si no estaba
obligado a hacerlo. Intentó hablar de otra cosa. Algo positivo que no pudiera
comprender el mensajero.
—Tengo la impresión de que Emily Carver comienza a interesarse por
Erebos. Hasta ahora no estaba muy convencida que digamos, pero hoy me ha dejado
entrever que ha cambiado de idea.
—Bien, Sarius. Es suficiente por hoy, es mejor que te vayas. Nos
acercamos al fuerte de Ortolan, debes saberlo. Es preferible tener muchas
precauciones. Si sigues por el lado oeste del seto, te toparás con un
monumento; en realidad es una estatua —rió a medias y Sarius sintió
escalofríos—. Allí encontrarás combatientes amistosos, pero es posible que
también te encuentres algunos enemigos. Mucha suerte.
«El seto brilla en la oscuridad, qué práctico». Era recto, como una
línea que recorría todo el paisaje. Por un momento, Sarius creyó reconocer algo
en él, como si fuera una de esas pinturas que enseñan una cara oculta. «Una
verdad que se esconde detrás de lo aparente». Sin embargo, la impresión
desapareció tan rápido como llegó.
El camino se le hizo eterno. Aunque debía estar en la ruta correcta,
pues el seto luminoso no dejaba duda alguna al respecto.
Después de un rato, vio algo enorme a la distancia: probablemente era
el monumento. Solo que se movía. Al acercarse, Sarius reconoció qué era. Se
trataba de una famosa escultura griega: un hombre, cuyo nombre no recordaba, y
sus dos hijos, apresados y casi asfixiados por los anillos de unas poderosas
serpientes marinas. Arriba, en su pedestal, luchaban por su vida los tres
personajes de piedra, mientras que las serpientes se retorcían entre sus
cuerpos.
En torno al pedestal había un grupo de combatientes. Allí estaban
Drizzel, LordNick, Feniel, Sapujapu. Un poco más allá aguardaban Lelant,
Beroxar y Nurax. Todos aguardaban lo que estaba a punto de suceder.
Sarius se colocó al lado de Sapujapu y observó junto con los demás la
tormentosa acción que tenía lugar por encima de sus cabezas. Quería preguntarle
a Sapujapu de qué iba todo aquello; sin embargo, solo vio un pequeño fuego
encendido a lo lejos. De momento trabar una conversación no era posible. La
llama apenas bastaba para alumbrar de manera escalofriante la retorcida
estatua.
¿Quizá la misión consistía en matar a las serpientes? Pero ¿cómo
podría Sarius subir al pedestal? Los demás tampoco lo intentaban, al menos no
por ahora.
Los movimientos de las figuras de piedra tenían algo hipnótico. A
Sarius le daba la impresión de que se le iba el aire cada vez que las
serpientes apretaban sus cuerpos alrededor de los hombres.
De pronto apareció un gnomo con la piel tan blanca como la nieve. Era
uno de los mensajeros del mensajero.
—Bonita vista, ¿no es cierto? —dijo mostrando los dientes—.
¿Comprendéis lo que significa?
No contestó nadie.
«¿Se trata de una adivinanza? ¿Hay alguna recompensa por la
respuesta?».
—No, no entendéis nada. Eso es justo lo que mi amo pensaba. Entonces
id, corred hacia el bosque y destrozad a los orcos. Quien me traiga tres
cabezas será recompensado.
Contento de haber escapado de la lúgubre actuación, Sarius salió a la
carrera. Como muchas veces, empezó a escuchar la maravillosa música que le daba
la certeza de ser invencible.
«Tres cabezas, ¡bah!, eso es pan comido».
Capítulo 19
¡Pum! La pelota chocó
a más de treinta centímetros del aro. Betthany maldijo y Nick lanzó un puntapié
a la pared. «Mierda, todo es una mierda». No le apetecía ni lo más mínimo
estar corriendo de acá para allá en la cancha del gimnasio; quería estar en su
casa y cuidar de que
Sarius por fin ascendiera.
Los últimos cuatro días habían sido decepcionantes. Una lucha contra
un dragón con nueve cabezas, otra contra enormes cochinillas venenosas y, ayer,
una batalla contra esqueletos bastante vivos en una cripta muy oscura. Sarius
había sobrevivido sin problemas, aunque no había destacado especialmente. Aún
era un ocho. A pesar de sus esfuerzos, no obtuvo ningún provecho más allá de un
poco de oro, algo de pócima curativa y unos guantes nuevos. Ningún encargo del
mensajero. Ninguna oportunidad para demostrar lo que era capaz de hacer,
Nick corrió tras Jerome, le robó la bola y fue botando de lado a lado
de la cancha. Apuntó. Tiró a canasta.
¡Pum! Otra vez dio en el aro.
—¿Tengo que subirte a hombros hasta la canasta, Dunmore, o necesitas
una escalera? —gritó Betthany.
«No». Necesitaba una espada nueva y un ascenso de grado que
correspondiera a sus habilidades especiales. El combate en la arena estaba cada
día más cerca y, mientras los demás se fortalecían, Sarius no avanzaba. Si por
lo menos el mensajero le diera una oportunidad, un encargo con el que demostrar
su valía.
Jerome le robó la pelota y corrió junto a Nick, dando grandes
zancadas. De manera automática intentó identificar la posible identidad del
jugador tras Jerome. «¿Lelant? ¿Nurax? ¿Drizzel? ¿Más fuerte que Sarius? ¿Más
débil?».
—¿Te has quedado dormido, Dunmore? —gritó Betthany—. ¿Quieres hacer
abdominales hasta que despiertes?
Nick agradeció en el alma que terminara el entrenamiento. «A casa».
Todavía le faltaba escribir un ensayo de Literatura inglesa, pero eso no le
quitaría tiempo. ¿Para qué estaba Internet? Transcribiría un par de páginas y
listo. Después le daría al juego un nuevo giro, para acabar con su racha de
mala suerte. Tenía el presentimiento de que esa noche podría lograrlo.
La oscuridad cayó opresiva sobre el campo, como si tuviera masa y
peso. Los combatientes marchaban veloces. Tenían que conquistar un puente,
cumplir con la misión que los gnomos les habían encargado. El camino que
recorrían era azul oscuro, un color que le hacía pensar en aguas profundas.
Sarius intentó ser más rápido que los demás y rebasó a tres de sus
compañeros: Drizzel, Nurax y Arwen's Child. A su lado —y de la misma estatura—
corría LordNick y, un poco más atrás los seguían Sapujapu, Gagnar y Lelant. Los
que iban a la zaga eran unos novatos, y el elfo ni siquiera se tomó la molestia
de considerar cómo se llamaban. Eran unos y doses, que nada podrían hacerle en
la arena.
Tenía la intuición de que se estaban acercando a su destino, Estaba
tenso, pero era una tensión agradable, llena de curiosidad y sed de sangre.
¿Sería a orcos, a escorpiones o a arañas a quienes tenían que arrebatarles el
puente? A él todo le parecía bien. En esta ocasión pelearía de tal forma que el
mensajero tendría que recompensarlo. Para las luchas en la arena aún faltaban
tres días. Tras ellas, como mínimo, quería ser un diez.
Caminar ya no le molestaba desde hacía mucho. Vagamente recordaba el
tiempo en que tenía que detenerse y descansar después de cada colina. Ahora
podía andar a máxima velocidad cuesta arriba o cuesta abajo sin la menor
muestra de cansancio. «Es una maravilla tener fuerza. Es una maravilla
alcanzar un grado superior».
Una pendiente uniforme y fácil se alzó frente a él. «Demasiado
uniforme para ser de origen natural». Sarius la observó con detenimiento y
comprobó que el camino se elevaba desde el suelo para extenderse como un arco
iris translúcido por toda la oscuridad. «Así que ese es el puente».
Más adelante, en la oscuridad, se escuchó el ruido de metal contra
metal. «¿Ya estarán peleando?». Sarius desenvainó su espada y vio que LordNick
lo imitaba. «Si por lo menos se pudiera ver al enemigo»; sin embargo, allí
solo se veían unas siluetas gigantes. ¡Tong! Un sonido semejante a una
campanada. Algo hizo que el puente se derrumbara. «¿Algo o alguien?».
Los ruidos de la batalla se volvieron cada vez más fuertes y una serie
de contornos brillantes destacaron en el cielo. Unos gigantescos caballeros con
corazas plateadas defendían el puente.
El entusiasmo de Sarius menguaba. ¿Cómo podría vencerlos? Redujo su
velocidad y observó cómo Drizzel esquivaba la espada de uno de los caballeros;
larga como un árbol, bailoteaba de un lado a otro pero no lograba atinarle un
golpe. Nurax estaba en las mismas. «Tiene que haber un truco —pensó Sarius—.
Un punto vulnerable, cualquier cosa. Cuando esté más cerca, lo veré».
LordNick pasó delante de él, se abalanzó contra el siguiente acorazado
y le enterró la espada en una de las corvas. El gigante ni se estremeció y
LordNick pronto tuvo que hacer muchos esfuerzos para que no lo partiera en dos
de un solo golpe.
«Podría intentar pasar entre ellos y dejarlos atrás. Conquistar el
puente, así decía la misión, no vencer a los caballeros».
Al observarlos de cerca descubrió que los adversarios eran tan altos
como torres. Sus movimientos tenían una fuerza insuperable, pero no eran muy
rápidos. Sarius dejó atrás al primero, también al segundo. El tercero intentó
detenerlo y bajó la espada. Sarius logró esquivarlo: allí estaba la orilla del
puente, había que tener mucho cuidado. ¡Tong! El caballero avanzó un paso hacia él, intentó clavarle su arma y
la enorme espada logró tocar a Sarius, pero muy ligeramente. No llegó a
herirle, aunque le hizo perder el equilibrio. El elfo sabía que no lo lograría.
No había nada en lo que pudiera apoyarse, ninguna barandilla, ni siquiera un
borde del puente.
Cayó. «Adiós a los caballeros», adiós al puente que ahora, azul, se
arqueaba sobre él. «Adiós a su sueño de ser un nueve en esta ocasión». No tenía
la mínima idea de lo que había debajo de él. Estaría genial que fuese agua o,
por lo menos, hierba mullida. Sin embargo, en su interior Sarius solo
imaginaba rocas afiladas y espinas. El aire a su alrededor silbaba. Aún no
había tocado el suelo.
«Murió de estupidez».
«No puede ser, ahora no, por favor. Así no. Solo por hacer un
movimiento en falso».
Al impactar contra el suelo comenzó a sonar el chirrido que daba aviso
de sus heridas con tal intensidad que hizo gemir a Sarius. Por un instante no
deseó otra cosa salvo que parara, de inmediato. Sin embargo, el chirrido era
una señal de que seguía con vida, significaba que tenía una oportunidad. Solo debía
esperar. Tenía que aguantar.
Entonces esperó, esforzándose en moverse lo menos posible. Pronto
comenzó a dolerle la cabeza, el chirrido era un verdadero tormento que se
sobreponía a todos los ruidos de la pelea del puente. «¿Por qué dura tanto?
¿Seguirán peleando en el puente? Probablemente». Nadie aparte de él había
caído.
—Esa acción no fue ninguna obra
maestra, Sarius. «Por fin». Nunca había estado tan contento de ver los ojos amarillos.
—Supongo que necesitas mi ayuda.
—Sí. Por favor.
—Comprenderás que, tal y como van las
cosas, empieza a resultarme algo aburrido tener que sacarte las castañas del
fuego.
Sarius se quedó callado. ¿Qué podía decir al respecto? Sin embargo, al
parecer, el mensajero esperaba una respuesta y no quiso que se aburriera más.
—Lo siento. No he sido muy hábil.
—Te doy la razón. Ser poco hábil es
algo excusable en un dos, pero en un ocho resulta vergonzoso.
«Ahora mismo me va a degradar —pensó Sarius, afligido—. Como
mínimo».
—Hasta ahora siempre has podido contar conmigo, ¿no es cierto?
—Sí.
—¿Aún puedo confiar en ti, Sarius? ¿Aunque lo que te encargue sea muy
difícil?
—Claro.
—Bien. Entonces quiero volver a ayudarte. Pero debes cumplir un
encargo para mí y esta vez no puedes ser tan torpe.
El chirrido empezó a aplacarse y Sarius se incorporó poco a poco. «Ha
estado cerca». La próxima vez se concentraría más, jamás volvería a sucederle
algo así. En dos días comenzarían los combates en la arena y quería estar en
forma.
—Cumpliré el encargo. Aunque sea difícil. No hay problema.
El mensajero asintió con la cabeza, pero con mesura.
—Me alegra escucharlo. Déjame preguntarte algo. ¿Es el señor Watson
tu profesor de Literatura inglesa?
—Así es.
—Se dice por ahí que a menudo lleva consigo un termo. ¿Es cierto?
Sarius lo pensó durante un momento.
—Sí. Creo que lleva té.
—Bien. Mañana, cinco minutos después del comienzo de la tercera clase,
vas a ir al baño del primer piso. A ese que tiene un espejo rajado sobre el
lavabo. En el cubo de basura encontrarás una pequeña botella. Has de verter su
contenido en el termo del señor Watson. De qué tipo de contenido se trata no es
algo que deba importarte. Pero sí se espera toda tu destreza: nadie debe verte
cuando lo hagas.
Sarius siguió la explicación del mensajero con una incredulidad creciente.
Durante un segundo, simplemente consideró la posibilidad de huir, de hacer
como si no hubiera escuchado una palabra. Pero solo podía seguir allí, tendido
en el suelo, y tenía que esperar a que el mensajero se retractara y le dijera
que era una broma de mal gusto. Sin embargo, su interlocutor se limitó a cruzar
los brazos sobre su pecho huesudo.
—¿Y bien? ¿Lo has entendido todo?
Sarius hizo un esfuerzo.
—Sí.
—¿Lo harás? Como la misión es de tan ardua naturaleza, tu recompensa
será abundante: un nuevo poder mágico y tres grados. Una vez lo hagas serás un
once, Sarius. Como tal, tendrás la oportunidad de pertenecer al círculo
privilegiado.
Sarius tomó aire. «Es un juego, ¿no? Lo más probable es que el
mensajero solo esté exigiéndome una prueba de valentía y en la botella solo
haya leche. O glucosa».
—Lo haré.
—Excelente. Mañana espero tu informe.
Esta vez la oscuridad llegó con gran rapidez y dejó a Sarius en un
desconcierto que nunca antes había vivido.
Lograr. Obtener. Destruir.
Los hindúes tienen una divinidad para cada
una de estas misiones. Yo lo llevaré a cabo solo.
He logrado lo que nadie ha logrado antes de
mí, pero el mundo no es mi testigo ni lo será nunca.
Después intentaré cuidar lo logrado, con
toda mi fuerza, con toda mi voluntad. Con dolor, a veces con lágrimas, pero de
todas maneras con considerable sacrificio de víctimas.
Entonces destruiré. ¿Quién puede
recriminármelo? Si es que hay justicia, por lo menos se tiene que lograr esta
última.
Hubiera preferido ser creador y me
alegraría por mi creación, me gustaría cuidarla, compartirla con los demás.
Pero a partir de la destrucción también brotan aspectos interesantes. Su
atractivo radica en que es su última parada.
Capítulo 20
Nick no era capaz de recordar cuándo fue la última vez que durmió tan
mal como la víspera. En su interior le daba vueltas al encargo una y otra vez,
en algunos momentos con tranquilidad y otros acosado por el pánico, y muchas
veces intentó imaginar la escena que tendría lugar al día siguiente. Se había
esforzado en trazar un guión, pero la película siempre se interrumpía cuando
llegaba el momento de abrir el termo para verter la sustancia desconocida.
No obstante, la hora ya había llegado. Hacía dos minutos que había
sonado el timbre para entrar a la tercera clase. Nick subió las escaleras que
llevaban al primer piso con el corazón palpitando con fuerza.
Tenía una hora libre. Una de las muchas ventajas de llegar a sexto
año. Los demás que no tenían clase estaban en la biblioteca o en la sala de
descanso; Nick no creía que alguien lo siguiera. Aun así, miraba a su
alrededor a cada rato. En secreto esperaba que Dan, Alex o algún otro lo
estuviera filmando con una cámara. Se detuvo frente a la puerta del baño. Le
gustaría estar en otro lugar, muy lejos. Pero ahora, eso no le servía de nada.
«Pues nada, manos a la obra».
Abrió la puerta. Echó un rápido vistazo al espejo rajado y solo
encontró un rostro pálido con profundas ojeras.
Ahí, a la izquierda del lavabo, estaba el cubo de basura. Medio lleno
de toallas de papel usadas, latas de refresco vacías, una cáscara de plátano,
un sándwich mordido y algunas hojas de cuaderno arrugadas.
Con la punta de los dedos, Nick apartó el papel. «Falsa alarma». Bajo
la primera lata tampoco había nada.
No tenía más remedio que hurgar más adentro. Había más papel arrugado.
Un dibujo nada logrado de una chica desnuda. Nick metió la mano un poco más
abajo. Si no encontraba nada, cogería el cubo de basura, le daría la vuelta y
hurgaría entre la basura como un puerco. O, en el mejor de los casos, podría
explicarle al mensajero que allí no había ninguna botellita. Apenas se estaba
perfilando esta esperanza cuando la observó: una pequeña caja azul y blanco.
«Digotan", 50 tabletas, 0,2 mg», leyó Nick. Sacó la cajita, se
cercioró de que no estuviera vacía. «Maldita sea». Se encerró en el último
retrete y abrió la caja. Frente a sus ojos quedó expuesta una botellita de
color marrón, llena hasta las tres cuartas partes con cápsulas blancas.
Nick abrió la botella, olió el contenido y no notó nada raro. Las
cápsulas parecían inofensivas; eran pequeñas, como pedacitos de gris con una
ranura en medio.
Recordaba muy bien las palabras del mensajero: debía desentenderse
del contenido de la botella, pero nada impedía a Nick echar un vistazo al prospecto.
La sustancia activa de las cápsulas blancas se llamaba β-acetildigoxina
y actuaba, según la descripción, contra la insuficiencia cardiaca.
Digotan® mejora el rendimiento
cardiaco, ralentizando y fortaleciendo el latido del corazón; asimismo mejora
la circulación sanguínea corporal.
Hasta ahí parecía que inspiraba confianza. Nick giró la hoja y leyó
las reacciones adversas.
Advertencia: los medicamentos con glucósidos
cardiacos pueden causar un rápido e incrementado efecto si sufren alteraciones
en sus componentes minerales o interactúan con otros medicamentos. ¡La
sobredosis constituye un peligro de muerte! Por este motivo, si sufre
cualquiera de los siguientes efectos secundarios consulte inmediatamente a su
médico: náuseas, vómito, trastornos visuales, alucinaciones, arritmia cardiaca.
«Peligro de muerte». El prospecto tembló ligeramente en su mano. La
sustancia podía causar un rápido e incrementado efecto. ¿Qué pasaría si vaciaba
todo el contenido de la botella en el termo del señor Watson? ¿Bastaría un
trago de té para envenenarle?
Con los ojos cerrados, Nick se apoyó en la pared del retrete. Era
imposible que hiciera eso. No podía matar a nadie. Tendría que pedirle al
mensajero que le asignara un nuevo encargo, como hacer más fotos, por ejemplo.
«Esto es una locura». En todo caso, tal vez fuera un error de programación; el
mensajero se alegraría si Nick se lo hacía notar.
«Eso no te lo crees ni tú».
Recordó lo que el gnomo de piel blanca le había dicho dos días atrás
ante la hoguera: tenían que tratar a sus enemigos como enemigos. A los que
quisieran destruir el mundo de Erebos. «¿En serio hablaba de matarlos?».
Nick sacudió el frasquito que tenía en la mano. Por un instante pensó
en volcar el contenido por el retrete, pero no se atrevió. Quizás aún podría
necesitar las cápsulas. Tenía que ocurrírsele algo.
El resto de la
hora merodeó inquieto por todo el instituto como un fantasma. Necesitaba una
idea, pero no una cualquiera, sino una buena. Una idea que permitiera que
Watson y Sarius conservaran la vida.
En el siguiente descanso, Watson tenía que encargarse de la
supervisión de los alumnos que estaban en el recreo. Nick lo observaba, no
podía apartar la mirada del termo de cromo que llevaba con desenfado bajo el
brazo.
Así Nick no podría lograrlo. «Completamente descartado». La única
posibilidad era esperar a que Watson lo dejase en algún sitio. Y probablemente
lo haría en la sala de profesores, donde siempre había un montón de gente. Ahí
no podría entrar con facilidad y mucho menos tendría posibilidad alguna de
echar las cápsulas en el té.
«¡No va a funcionar nunca!».
Tocó la botellita en el bolsillo de su pantalón. No era justo. El
encargo no podía realizarse, aun cuando Nick arrojara toda su conciencia por la
borda, aun cuando…
—¿Nick?
Se le escapó un grito que reprimió al instante.
—Joder, Adrian, ¿qué necesidad tienes de acercarte tan silenciosamente?
—Lo siento.
Sin embargo, no parecía lamentarlo. Se le veía decidido, aunque
parecía pálido y se lamía los labios una y otra vez.
—¿Qué quieres?
—¿Es cierto que en los DVD
hay un juego? ¿Un juego de ordenador?
Adrian lo miró con cara suplicante, pero Nick no le respondió.
En ese momento, el señor Watson dejó el termo en el alféizar de una
ventana para intentar apaciguar una pelea que se había desatado entre dos de
las chicas más jóvenes. Por desgracia, el gimnasio estaba lleno de gente, y Nick no podía acercarse… ¡Y además,
aunque pudiera tampoco lo haría! ¡Tenía que dejar de pensar en eso!
—¡Nick! ¿Es cierto?
Se giró y vio
cómo Adrian se mordía la uña del pulgar. Perdió los nervios de repente.
—¿Por qué no me dejas en paz? ¿Por qué no lo averiguas tú mismo? ¡No
puedo decirte nada y
tampoco quiero! ¡Lárgate!
Colin estaba cerca de la escena, y un poco más allá se encontraba
Jerome. Los dos se giraron hacia ellos. En el rostro de Colin se esbozó una
sonrisa delgada y Nick se arrepintió de su arrebato. Tampoco quería que Adrian
cayera dando tumbos por las escaleras mecánicas.
—Déjame en paz, ¿vale? —dijo Nick con más calma—. Si te interesa,
consigue tú mismo un DVD.
No es difícil. Si no puedes, olvídate de esto.
—Si se trata de un juego —susurró Adrian—, deja de jugarlo. En serio…
Deja de jugarlo.
Nick lo miró sin comprender nada.
—¿Podrías explicarme qué quieres decir, por favor?
—No, solo créeme. Es una pena que los demás no lo hagan, ni siquiera
los que van en mi grupo.
—¿Y por qué deberían hacerlo? —Nick observó cómo el señor Watson
regresaba al alféizar de la ventana y cogía su termo.
«Mierda».
De nuevo se volvió hacia Adrian.
—¡Dilo! ¿Por qué deberían dejar de jugarlo? ¡Tú no tienes ni idea de
lo que se trata! ¿Por qué quieres aguarles a los demás un rato de diversión?
«Diversión». Acababa de decir diversión.
—No es eso lo que quiero. Pero tengo un presentimiento…
—Un presentimiento —interrumpió Nick—. Ahora te voy a dar un buen
consejo: deja de molestar a los demás por tus presentimientos. Solo te dará
problemas y, además, de los que más duelen.
«Estupendo», le había dado una advertencia a Adrian ante los otros
jugadores. Si se corría la voz, seguramente el mensajero no lo encontraría muy
gracioso, por lo menos eso lo tenía claro. Y luego estaba la cuestión de las
cápsulas. Aún no se le había ocurrido ninguna idea brillante.
Sin decir una palabra más, dejó a Adrian allí quieto.
Una hora más tarde Nick iba camino de la cafetería. No tenía ganas de
comer, pero tenía que entretenerse con algo. Solo el hecho de estar allí
sentado y sobrellevar la pausa del mediodía lo volvía loco.
Eric se encontraba allí. Nick vio que estaba quieto en un rincón en
compañía de tres personas del club literario. Discutían acaloradamente. Al
acercarse él, bajaron la voz, pero Nick escuchó con toda claridad el nombre de
Aisha.
«Y de Emily, ni rastro».
También notó que el señor Watson se hallaba de pie ante la ventana de
la clase de Biología junto con Jamie y una chica gorda. Nick examinó al maestro
con detenimiento. No llevaba su termo, tampoco estaba sobre el alféizar.
Sin pensar mucho en lo que estaba haciendo, se dirigió a la sala de
profesores. No cumpliría con el encargo, claro que no, pero necesitaba saber si
en teoría era posible. Así podría explicarle al mensajero por qué no había
funcionado. Si es que en verdad no funcionaba.
La puerta de la sala de profesores estaba entreabierta. Nick se asomó
por la rendija. Solo había dos profesores sentados ante las largas mesas
dispuestas en U y ni siquiera alzaron la cabeza cuando dio un paso dentro de la
habitación. Uno estaba corrigiendo los ejercicios de los cuadernos de sus
alumnos y el otro leía el periódico mientras le daba mordiscos a su sándwich.
Ni rastro del termo del señor Watson.
Un tanto decepcionado, pero también aliviado, se dio media vuelta y
se marchó. «¿Y ahora qué?». Por lo menos debería fingir que había intentado
cumplir con el encargo, porque seguramente alguien lo observaba y había tomado
nota de sus acciones. En ese momento apareció Dan por el pasillo y, aunque no
volvió la mirada en su dirección, Nick tuvo la certeza de que había pasado por
allí para saber qué estaba haciendo.
Lentamente, Nick regresó por donde había venido, pero después de unos
pasos un pensamiento lo detuvo. «¿En dónde más, aparte de la sala, guardan sus
cosas los profesores? En el vestuario, claro». La pequeña habitación estaba
justo frente a él y, antes de accionar el picaporte, lo supo. Inmediatamente vio
el termo como si atrajera su mirada como un imán. Asomaba desde una mochila de
piel que colgaba de un gancho entre las cazadoras y los abrigos.
Rápido como un rayo, Nick entró al vestuario y cerró la puerta. Ese
hecho podría acarrearle graves problemas, puesto que ningún alumno tenía por
qué andar por ahí. Sin embargo, tampoco nadie podría observarlo, ¡vaya!, ni Dan
ni Colin ni Jerome.
Nick alzó un poco el termo de la mochila. Todavía borboteaba un poco,
debía de estar medio lleno. Mientras lo abría sentía cómo su corazón impulsaba
la sangre hasta el cuero cabelludo. «Té de hierbabuena». El frasco de cápsulas
en el bolsillo de su pantalón le apretaba como si quisiera decirle algo.
«Podría hacerlo —pensó Nick—. Ahora mismo. Rápido».
No. ¡No estaba loco! ¿Qué diablos estaba haciendo allí?
Con mucha más prisa que al abrirlo, Nick cerró el termo, limpió con la
sudadera las huellas digitales de la superficie cromada y volvió a meterlo en
la mochila.
Pero había estado allí. Seguro que alguien le había visto entrar. Eso
era lo más importante.
Salir del vestuario de profesores le costó un gran esfuerzo. ¿Qué
pasaría si echaba a correr directamente a los brazos del señor Watson? Sin
embargo, nadie le prestó mucha atención cuando salió del cuarto y cerró la
puerta tras él. Solo Helen pasaba por ahí, y lo taladró con una mirada
insondable.
Después
de las clases arrojó el frasco de pastillas a un cubo de basura cerca de la
estación de metro y de inmediato sintió un alivio sorprendente. Había actuado
con inteligencia, y tenido en cuenta hasta el mínimo detalle. En el vestuario
podría haber hecho todo al pie de la letra, y nadie podría demostrar lo
contrario. El señor Watson viviría, al igual que Sarius. Prácticamente ya era
un once.
Capítulo 21
«Una catedral de las tinieblas», pensó Sarius, de pie frente al
mensajero. Se encontraban en un enorme recinto con ventanas ojivales por ellas
no entraba el mínimo rayo de luz a pesar de que el vidrio brillaba con colores
mortecinos. Entre los ventanales se erguían unas estatuas de piedra, dos veces
más altas que Sarius. Tenían rostros demoniacos, alas de ángeles y miraban al
vacío.
El mensajero estaba sentado en una silla de madera tallada de manera
exquisita, tan bella que parecía una especie de trono. Algo se abría tras el
asiento, algo más oscuro que el resto del recinto: una hendidura en la tierra,
un abismo que Sarius no podía mesurar desde su posición.
El mensajero mantenía juntos sus largos dedos bajo la barbilla y
observaba a Sarius en silencio. Alrededor había cientos de velas grises que
alumbraban desde sus candelabros.
—Tenías un encargo —dijo el mensajero.
—Sí.
—¿Lo has cumplido?
—Sí.
El mensajero se apoyó contra el respaldo de su silla y cruzó las
piernas.
—Cuéntame, ¿cómo fue?
Sarius hizo una breve descripción sin omitir ningún detalle
importante. Informó sobre el hallazgo de las pastillas, sobre la búsqueda del
termo y acabó contándole cómo las había vertido en su interior.
—¿Todas? —preguntó el mensajero.
—Sí.
—Bien. ¿Qué hiciste con el frasco vacío?
—Me deshice de él. Lo tiré en un cubo de basura cerca de la estación
de metro.
—Bien.
De nuevo reinó el silencio. Se extinguió la llama de una vela con un
silbido y se levantó una columna de humo que dibujó un cráneo. El mensajero se
inclinó hacia delante, y el amarillo de sus ojos se tornó rojizo.
—Explícame una cosa.
«Fui un estúpido, lo sabe, él lo sabe todo…».
—Uno de mis espías encontró el frasco. Estaba lleno.
Sarius ardió de pánico.
«Una explicación, rápido…».
—Quizás el espía encontró un frasco distinto.
—Mientes. Otros espías me informaron de que el señor Watson goza de
una salud envidiable. Que aún sigue asistiendo al instituto.
—Es posible que el señor Watson no se haya tomado su té —replicó
Sarius a toda prisa—. O que lo tirase porque le supo amargo, por las cápsulas.
—Mientes. Ya no veo de qué modo puedes serme útil.
—¡No! Un momento, ¡aquí hay un error!
Sarius buscó desesperado más argumentos para convencer al mensajero.
Había sido tan hábil que nadie podría demostrar que no había querido cumplir su
misión.
—Hice todo lo que acordamos, lo pactado. Si el señor Watson no se tomó
su té, no es culpa mía. Hice…
—No se quieren indecisos ni faltos de convicción, no habrá miedosos ni
moralistas al servicio de mi amo. Ellos no sirven para exterminar a Ortolan.
Que tengas suerte.
«¿Que tenga suerte?».
Con un ademán del mensajero, dos de los demonios de piedra
abandonaron su descanso y extendieron las alas.
—¡No! Espera, ¡es un error! —exclamó Sarius—. ¡Es injusto! ¡Yo hice
todo lo que se me indicó!
Los demonios lo cogieron por los hombros con las garras de sus patas y
lo levantaron por los aires.
Sarius se defendió con todas las fuerzas de que disponía, se retorció
para sacudirse las garras de los gigantes de piedra. «¿Por qué hace esto el
mensajero?». Hasta ahora siempre le había ayudado… y ahora, solo por esta única
vez, por este único encargo…
—Espera, todo esto es un malentendido. Lo intentaré de nuevo —gritó
Sarius—. Esta vez lo haré mejor, esta vez funcionará, ¡lo prometo!
El mensajero bajó la capucha sobre su cara y la cubrió casi por
completo.
—No comentarás nada sobre Erebos. No te pondrás en nuestra contra.
Dejarás en paz al resto de los combatientes. No te pondrás del lado de nuestros
enemigos o lo lamentarás.
—¡Detente, por favor! ¡Sí lo haré!, ¡esta vez lo haré correctamente!
Lo transportaron a la hendidura que se abrió en el suelo detrás del
trono del mensajero. La hendidura significaba su muerte, Sarius podía verlo
con claridad. Luchó con todas sus fuerzas contra las garras de los demonios de
piedra, pero fue en vano.
—Nick Dunmore. NickDunmore. Nick. Dunmore —se escuchó tenuemente en
toda la catedral.
Después lo dejaron caer. El aire cantaba a su alrededor, todo el
tiempo le pareció escuchar su nombre. Siguió cayendo, cayendo y cayendo. Aún
quedaba un resto de luz, aún podía ver el contorno de sus manos, que estiraba
aterrorizado.
Luego vino el golpe tremendo.
El chirrido de dolor sonó corto y agudo, con una intensidad que nunca
antes había sentido.
Después siguió el silencio. La negrura. El fin.
Nick golpeó el teclado, aporreó el ratón. Golpeó la pantalla, el
ordenador, el escritorio.
«¡Sarius no está muerto, no puede estar muerto!».
«De acuerdo, con calma, despacio». Primero apagó el ordenador. Volvió
a encenderlo. Miró cómo se iniciaba el sistema. «Mientras tanto, no
desesperes», reflexionó.
¿Quién le había delatado? ¿Quién había sacado el maldito frasco del
cubo de basura? Nick no había visto a nadie, aunque tampoco había puesto
atención para descubrir si alguien lo había seguido al salir del instituto.
«Soy un idiota». Cualquier jugador pudo haber seguido sus pasos.
«Probablemente se haya ganado una buena cantidad de oro como recompensa… o un
grado más».
De todas maneras, el mensajero no tenía forma de comprobar que Nick
se había negado a cumplir con su encargo. ¡No podía expulsarlo sin pruebas! No
había pasado ni siquiera un día desde que le dijo que Sarius era un candidato
para el círculo privilegiado.
Pensar en eso le dolió en el alma. «¡Mañana era el combate en la
arena!». Quería ir, debía estar allí. Lo lograría… solo necesitaba una
oportunidad para hablar con el mensajero y aclarar el malentendido.
Pensó en Greg.
«Otro malentendido. Solo que conmigo no había habido ninguno».
Pero él no era Greg. No se dejaría expulsar así como así. Había una forma
de regresar, de eso estaba seguro. «Segurísimo». Nick únicamente necesitaba una
segunda oportunidad. Solo debía entrar al juego una vez más.
Impaciente, tabaleó con los nudillos sobre el escritorio. ¿Por qué
tardaba tanto su ordenador en iniciar el sistema?
Suponiendo que el mensajero le fuera a hacer el mismo encargo. ¿Lo
haría en esta ocasión? ¿Envenenaría al señor Watson? ¿Se arrepentía de no haber
aprovechado la oportunidad?
«Sí, maldita sea. Sí».
¿Qué era el señor Watson en comparación con Sarius?
Nick cerró los ojos. Probablemente no hubiera pasado nada. Watson
habría probado el té, lo habría encontrado asqueroso y lo habría escupido. «¿Y luego? No
habría sido gran cosa». Quizás esa era la segunda intención del mensajero: si
todas las pastillas se disolvieran en el té, ya no sería bebible. «Todo era
cien por cien inofensivo». Pero el idiota de Nick tuvo escrúpulos.
Por fin terminó el ordenador; allí estaba la típica imagen del
escritorio.
Automáticamente, Nick deslizó el cursor hacia el icono de Erebos. O
hacia donde alguna vez estuvo. La E roja había desaparecido.
«Mierda».
Apresurado, Nick sacó el DVD de Erebos de su caja y lo insertó en la unidad del disco.
Apareció la ventana de instalación.
«Vale. Perfecto. Instalar».
Tardó tanto como la primera vez. Pero no le importó, tuvo paciencia.
«Venga. Ahora. ¿Dónde está el icono?».
No lo encontró, tampoco encontró el programa recién instalado. Buscó
en todo el disco duro, dos veces, tres veces. «Nada. Instalar nuevamente».
«Un momento, ¿puede ser que tenga que copiar el DVD primero?». Así lo había hecho
cuando le entregaron el juego.
Copió e instaló, dos veces, tres veces. Durante todo ese tiempo
sacudió el ordenador con desesperación. Lo intentó siete veces, con todas las
variaciones posibles. Simplemente no funcionó. Y sabía que tampoco funcionaría
aunque no podía dejar de intentarlo. Si dejaba de intentarlo, sería algo
definitivo. Entonces se acabaría de verdad. Contuvo las lágrimas que estaban a
punto de brotar de sus ojos. Sarius era una parte de él. Nadie debía tener
derecho a quitarle una parte de sí mismo.
«Instalar otra vez».
«Otra vez».
Después de tres horas, Nick se dio por vencido. Todo se había ido al
traste. Sacrificó a Sarius por ese inútil profesor de Literatura inglesa, por
ese tipo que siempre andaba metiendo las narices donde nadie la había llamado.
Le habría ido de perlas un buen toque de atención. Pero Nick fue demasiado
cobarde.
«¿Murió por cobardía?».
Pensar en su lápida hizo que se le saltaran las lágrimas. ¿En serio
estaría la inscripción de «cobardía» en su tumba?
¿O sería desobediencia? ¿Indecisión?
Ni siquiera eso llegaría a saberlo.
—Nick, ¿lasaña?
Mamá balanceaba un recipiente de aluminio con la mano dentro de un
guante de cocina. Olía a queso y condimentos italianos, pero Nick no tenía
hambre.
—Sí, genial, pero no mucho —dijo de todas maneras.
El mensajero le había ordenado que se comportase sin llamar la
atención. Aunque… un momento. Eso ya no tenía vigencia para él. Reposó la
cabeza entre las manos. Los ojos le ardían.
—¿Te encuentras bien?
—Sí… Solo estoy un poco cansado.
—Debe de ser el clima. La señora Bricker casi se queda dormida
mientras le hacía la permanente…
Dejó que mamá le contara. De vez en cuando se reía y en dos ocasiones
se dejó contagiar por su sonrisa, aunque hacía rato que había perdido el hilo
de sus palabras.
Después de dejar de llorar se le había ocurrido una idea: seguramente
podría volver a instalar el juego en otro ordenador. Podría registrarse como si
fuera la primera vez, pero no lo haría como Sarius. ¿De verdad quería eso? Era
mejor que nada.
«Demonios, se me había olvidado que al comienzo tuve que meter mi
nombre verdadero». La última vez el juego no le dejó mentir. Le daba igual,
debía intentarlo cómo fuera. El mensajero vería que Nick Dunmore se tomaba las
cosas en serio, y volvería a aceptarlo.
Sarius estaba quieto en el centro de la arena. Alrededor de su cuello
se balanceaba un anillo rojo: no era un rubí, sino fuego.
El público jaleaba, esta vez solo estaba compuesto por hombres araña
cuyas temblorosas patas salían de sus cabezas. Sarius se dio la vuelta, y
descubrió que junto a él se hallaba LordNick… tenía una lanza clavada en el
cuerpo.
—¿Y ahora qué? —dijo mientras encogía los hombros.
En ese instante, la lanza se convirtió en una serpiente que se retrajo
en la herida de LordNick, como si fuera una cueva. La herida se curó. «Magia».
Sarius buscó a Sapujapu, pero no vio ningún rastro. Lelant sí estaba
allí y le hizo un gesto absurdo, al tiempo que le mostraba el dedo medio. En su
cinturón llevaba colgando un termo.
—Luchad —gritó el grandullón de los ojos saltones.
Golpeó con su bastón en el suelo y una grieto empezó a abrirse en la
tierra.
«No, otra vez no —pensó Sarius—, si acabo de regresar».
Miró hacia arriba. Ahí estaba el halcón de oro dando vueltas, y junto
a él los dos demonios de piedra que no debían verlo.
La grieta de la tierra se fue abriendo cada vez más y más. Algunos
saltaron voluntariamente en ella pero Sarius no quería hacerlo, no estaba
loco. Cada vez se iba reculando más pasos, pero el hoyo pronto cubrió toda la
arena. Tenía que saltar la barrera para adentrarse en la tribuna, pero ahí
estaban los hombres araña, que estiraban los brazos como si él fuera un
delicioso manjar…
De nuevo volvió a caer, a caer sin cesar. «No importa —pensó—, por lo
menos ya sé cómo puedo regresar».
El sonido del despertador salvó a Nick de la caída. Durante un momento
se sintió feliz como un niño porque otra vez Erebos le abría las puertas. Pero,
al instante siguiente, con grandes esfuerzos, la realidad logró recuperar su
lugar en su cabeza y Nick escondió el rostro en la almohada… Quería recuperar
el sueño.
¿Se le notaría en la cara? Nada más cruzar el umbral del instituto,
Nick tuvo la impresión de que le observaban. Le pareció que Colin lo examinaba
de manera burlona, mientras que Rashid lo miraba como si fuera transparente.
Ninguno de los dos le ayudaría, eso estaba claro. Necesitaba a alguien
como Greg. Alguien que hubiera experimentado la caída en el abismo y que ahora
anduviera buscando el camino para regresar al mundo de Erebos.
En cuanto no se sintió observado, lo intentó con Greg; para lograrlo,
tuvo que seguirlo casi hasta el baño.
—¿Puedo hacerte una pregunta rápida?
Greg levantó los hombros con disgusto. Los rasguños en su cara eran
más oscuros y aún tenía una venda en la muñeca izquierda.
—Si no hay más remedio.
—¿Ya encontraste una… solución a tu problema?
Greg frunció el ceño, y luego esbozó una sonrisa. Era fácil descubrir
las intenciones de Nick.
—Dilo de una vez, a ti también te expulsaron. Y bueno, mala suerte,
Dunmore. Igual que tú no estabas dispuesto a ayudarme, yo tampoco te revelaría
la manera de regresar… aunque la supiera.
Y cerró la puerta del baño frente a Nick.
Recurrir a Greg no había sido muy inteligente. Pero ¿quién le había
dicho que ya le habían expulsado? Nadie. ¿Parecía especialmente deprimido o
retraído? Helen le vino a la mente.
Helen, que todo el tiempo andaba ensimismada y hablaba todavía menos
que antes. Le preguntaría a Helen, aunque ella no le tenía una especial
simpatía… en realidad no tenía simpatía por casi nadie.
«Y qué más da». En el peor de los casos le restregaría su estupidez y
le propinaría una patada verbal en el trasero. Eso podía soportarlo sin
problemas. No tenía tiempo para ser exigente. «Cuanto más tiempo esté muerto
Sarius, más difícil será devolverlo a la vida. Todavía es posible», o al menos
eso sentía Nick. Quizá Sarius ni siquiera estaba en el cementerio y uno podría
traerlo de vuelta para que continuase sin problemas. Solo debía convencer al
mensajero. Tenía que haber alguna forma.
Encontró a Helen en la siguiente hora libre. Estaba sentada en el
patio bajo un tilo y daba vueltas a la hoja amarilla con forma de corazón que
tenía entre los dedos. Parecía extrañamente tranquila y Nick titubeó antes de
interrumpir su paz. «Seré amable con ella».
Se sentó a su lado en el banco.
—¿Helen?
Ella no se inmutó, solo torció una comisura de la boca como si le
hubiera pasado por la cabeza un pensamiento molesto.
—Me gustaría hacerte una pregunta. Tú… tú también has estado jugando,
¿verdad?
—Vete al diablo.
—Es solo porque… —buscó las palabras adecuadas—. Tengo un problema.
Ya no puedo entrar y me preguntaba si tal vez tú podrías ayudarme.
Ella tocó con el dedo índice el borde dentado de la hoja de tilo.
—Tenía la impresión —continuó Nick con cautela— de que tú habías
pasado por lo mismo. Por eso…
Ella se giró a mirarlo. Tenía unas ojeras impresionantes y los ojos
sumamente irritados. «Habrá jugado toda la noche —pensó Nick—. Está dentro.
Pero ¿todavía o de nuevo?».
—Todo ha terminado —dijo Helen y tiró la hoja—. Es mejor que me dejes en paz.
—Pero necesito tu ayuda.
Al parecer eso lo encontró gracioso.
—¿Por qué se te ocurrió que yo podría ayudarte?
«Porque siempre he sido más amable contigo que los demás».
—Porque sí, nada más. Pero está bien —respondió.
Sin embargo, nada estaba bien. En algunas horas comenzaría la lucha
en la arena y quería estar ahí, como fuera tenía que estar ahí.
Durante la clase de Literatura inglesa estuvo ahí, sentado y mirando
como hipnotizado el termo que el señor Watson había dejado sobre su mesa.
Parecía una burla. De vez en cuando se servía un trago en el vaso y lo bebía a
sorbitos. Poco a poco, Nick cobró conciencia de que ya lo había hecho varias
veces.
Emily estaba sentada en diagonal respecto a Nick. Tenía el pelo suelto
y, aunque la encontrara hermosa, su atención estaba ocupada en otros asuntos.
Ella podía lograr que le regalaran el juego. Aún no había echado todo a
perder. La gran aventura todavía estaba por delante.
Debió de sentir la mirada de Nick, pues movió la cabeza para mirarle y
le sonrió. Él le devolvió la sonrisa. ¿Ya sabía que lo habían expulsado? Jamie
también le había mirado con una actitud desacostumbradamente amigable. ¿Lo
sabían? ¿Cómo podrían saberlo?
En la pausa del mediodía llamó a su hermano, que contestó el teléfono
solo después de que sonara diez veces.
—Lo siento, hermanito, pero tengo un cliente ahora mismo. ¿Qué pasa?
—Finn, ¿podrías prestarme tu viejo portátil? ¿Por unas semanas?
—¿Por qué? ¿Se ha roto tu ordenador?
—No, pero… necesito otro, por favor.
—Claro. A Becca no le hará mucha gracia, lo usa de vez en cuando para
sus diseños. Pero está bien. Cuenta con él.
—Gracias —dijo Nick, aliviado—. ¿Podría pasar a por él esta tarde?
—Oh, eso es muy precipitado —dijo Finn—. Hoy cerramos la tienda a las
tres y saldremos fuera, a Greenwich, a visitar a unos amigos. ¿Quizá mañana?
«No, la arena es hoy», pensó Nick, desesperado.
—De acuerdo. Mañana. Hasta entonces.
El resto de las clases las pasó cavilando con la sensación de que el
tiempo se le estaba yendo. Tenía que hacer algo. Tenía que encontrar una
solución.
Al regresar a su casa, Jamie detuvo la bicicleta junto a él y se apeó.
—¿Ha pasado algo? Se te ve cansadísimo. ¿Es algo serio o solo tiene
que ver con Erebos?
Nick reprimió el impulso de darle un puñetazo.
—Creía que tú mismo te tomabas Erebos tan en serio que le habías
declarado la guerra —dijo.
Si Jamie quería pelea, la tendría. «Y encantado». Nick necesitaba
urgentemente a alguien para descargar su frustración.
—Cierto… pero yo me tomo más en serio las consecuencias que el juego
—como en los viejos tiempos, Jamie empujó la bicicleta junto a Nick, que
actuaba como si no hubiera un mundo entre ellos.
—¿Cómo está Eric? —le preguntó Nick esperando que la respuesta fuera
«mal».
—Más o menos. Está intentando hablar con Aisha, pero ella le evita. No
quiere hablar con ninguna psicóloga, no quiere nada. Pero sí mantiene su
acusación. La cosa no está tan fácil para Eric —Jamie dirigió a Nick una mirada
de reojo—. Por suerte ahora tiene una novia guapísima que sigue con él sin
importar lo que está pasando. El otro día la conocí, estudia Economía. Es muy
simpática. Te gustaría.
«Una novia. Una estudiante universitaria».
Nick sintió como si le cayera una piedra ardiente en el estómago.
Tragó saliva, pero la piedra siguió ahí. Le puso fácil al mensajero hacer
grandes promesas.
Pero ¿por qué había ocurrido el incidente de Aisha? ¿Era un premio
adicional? ¿Todo pasó para que Nick se convenciera? ¿O Aisha simplemente era la
cápsula en el té de Eric? Mientras lo pensaba, soltó una carcajada, que Jamie
malinterpretó enseguida.
—Estaba seguro de que te alegraría. Se llama Dana y nos ayuda contra
el juego… a reunir material informativo para los padres de familia y otras
cosas por el estilo. Podría habértelo contado antes, si me hubieras escuchado
solo unos minutos como una persona normal.
Nick no soportó la crítica.
—Normal, ¿no? ¿Quién es el que tiene manía persecutoria? ¡Al diablo
con lo normal!
Habían llegado a la entrada del metro. Nick corrió escaleras abajo sin
despedirse y sin girarse.
«¡Material informativo para los padres de familia!». Jamie tenía
suerte de que solo hubiera hablado con Nick sobre eso.
Un jugador activo de inmediato le habría transmitido esa información
al mensajero.
22:00h Nick estaba en la cama con los brazos cruzados detrás de la
cabeza. Había pasado dos horas tratando de acceder al juego: había copiado dos
veces el DVD y también
intentó instalarlo otras tres. Sin cambios.
Cerró los ojos. «Ahora están todos en la arena, cada pueblo en su
espacio: los bárbaros, los vampiros, los hombres gato, los elfos negros…».
Muy pronto los presentarían, el público gritaría en señal de júbilo,
el maestro de ceremonias pronunciaría el primer nombre. Y Sarius no estaba
allí.
«¿Retaría Drizzel a Blackspell? ¿Quién ganaría? ¿Volvería a morir
alguien como Xohoo?». Ni siquiera se enteraría y eso lo dejaba desolado.
Lástima que Nick nunca supiese quién era Xohoo. Con él hubiera tenido
una agradable conversación. Nunca se había sentido tan solo.
Pasó una pésima noche. Deseaba ser Sarius en sus sueños, pero cuanto
más se esforzaba por lograrlo, más despierto se sentía.
Capítulo 22
El día siguiente comenzó radiante y dorado. Aunque el mundo real
quería seducir a Nick con los encantos del otoño, él solo lo interpretó como
una suerte de provocación: la niebla, la lluvia y por supuesto la oscuridad
estaban mucho más acordes con su humor. Sin embargo, y a pesar de todo, esa
tarde iría a recoger el portátil que Finn le había prestado. De nuevo
instalaría el juego y después averiguaría qué pasos tendría que dar. En caso
necesario, comenzaría desde el principio.
«Esta vez quizá como vampiro. O como bárbaro».
Toda la jornada escolar la pasó vagando.
«Viernes, por suerte». El fin de semana podría crear a su nuevo
personaje y acelerar su ascenso. «Por lo menos debe ser un cuatro», pues ya
tenía experiencia.
La última clase terminó y guardó sus cosas en la mochila. Tenía prisa,
la tienda de Finn estaba en la otra punta de la ciudad y el trayecto sería muy
lento. Los viernes el metro se llenaba más que de costumbre. Aun así, como era
de esperar, Jamie lo entretuvo cuando se disponía a salir del instituto.
—Dicen que estás fuera del juego, ¿es cierto?
—¿Quién te lo ha dicho?
—No importa.
—A mí sí.
Nick vio cómo se dibujaba la alegría en el rostro de Jamie, con gusto
le habría dado un puñetazo. Obviamente eso no era justo, pero nadie era justo
con Nick. Y si Jamie se alegraba de algo que lo hacía infeliz, «entonces…
entonces…».
—He prometido no decir quién me lo ha dicho. Pero si es verdad, ¡a mí
me alegraría! No sabes cuánto has cambiado en las últimas semanas… Lo que
quiero decir es que… ¡eres mi mejor amigo!
Nick estaba literalmente rojo.
—¿Que soy qué? ¿Qué? No has parado ni un segundo de meterte en mis
asuntos y ahora celebras una gran fiesta porque algo me ha salido mal. ¡Claro,
siempre y cuando alguien no te haya ido contando patrañas!
Jamie se quedó pasmado.
—Estás entendiendo mal las cosas…
—¿Yo? ¡Claro que no! ¡Tú estás mosqueado porque me estoy ocupando de
algo que a ti no te interesa! Como si yo te hubiera prohibido participar.
El color empezó a abandonar la cara de Jamie.
—Nick, estás diciendo tonterías. Sencillamente me alegro de que hayas
quedado fuera de un juego que es malo y peligroso.
—¡Sí, cómo no, Jamie se las sabe de todas todas! Jamie es tan
inteligente, Jamie está por encima todas las cosas, ¿no? Y Nick es un tonto,
¡hay que reconocerlo! Vete a la mierda, en serio. ¡Largo de aquí!
Sin decir una palabra más, Jamie dio media vuelta y caminó hacia su
bicicleta.
Nick vio cómo se alejaba, aún estaba furioso: no había dicho todo lo
que pensaba. Pero, al mismo tiempo, se sintió mal, «porque… porque…», tampoco
sabía exactamente por qué. ¿Porque Jamie ya no estaba de su lado?
Respiró hondo y emprendió su camino al metro mientras observaba de
reojo a su amigo. Jaime también estaba bastante enfadado; y aun así pedaleaba a
toda velocidad y bajaba por la calle zumbando.
Nick tomó su camino en dirección contraria y no se dignó a girarse
para mirarlo. Pronto estaría con Finn para recoger el portátil y poner todo en
orden.
En un primer momento ni siquiera escuchó el golpazo, y mucho menos se
dio cuenta de que tocaban el claxon. Hasta que los automóviles se quedaron
parados junto a él y uno de los conductores se bajó, no comprendió que algo
malo estaba pasando. Entonces echó a andar sobre sus pasos.
El atasco llegaba desde el cruce que había a unos trescientos metros
del instituto hasta un poco antes de la entrada del metro, el lugar donde Nick
estaba a punto de llegar.
—Ha habido un accidente —dijo el tipo que estaba de pie junto al
automóvil.
Nick no supo por qué lo supo. Sus entrañas recibieron un golpe tan
frío como el hielo. Sin darse cuenta, empezó a correr. Su mochila se le
resbaló del hombro y cayó en la acera. Corrió a toda velocidad como si
estuviera en un túnel… solo veía la calle, el cruce y la multitud que se
congregaba.
—… ni siquiera intentó frenar.
—¡El semáforo estaba en rojo!
—… no entiendo.
—¡Qué mala pinta tiene!
—Mejor ni lo toques por si acaso, Debbie.
Se abrió paso empujando a cuantos se hallaban en la parada del
autobús. Se golpeó el hombro en el poste de una farola, continuó corriendo a
toda velocidad, escuchó las voces preocupadas como si fueran ruidos sordos, su
respiración lo acallaba todo y era más fuerte que las sirenas de las
ambulancias que se acercaban.
Ahí estaba el cruce. Allí estaba la bicicleta. Y allí estaba, «oh,
Dios mío», allí estaba…
—¡Jamie!
Se abrió paso a través de la multitud, debía pasar, debía llegar hasta
Jamie, debía acomodar su pierna en la dirección correcta…
—¡Jamie!
«Tanta sangre». De repente, el cuerpo de Nick se vino abajo y cayó de
rodillas junto a su amigo. «Jamie».
—Apártate, está llegando la ambulancia.
—Pero…
Cada respiración de Nick venía acompañada de bruscos sollozos.
—Pero…
—No puedes hacer nada. ¡No le toques! ¡Que alguien se lleve a este
chico!
Unas manos lo sujetaron por los hombros. Lo sacudieron. Otras manos lo
levantaron con firmeza.
Golpeó a su alrededor. Dio patadas. Gritó.
Llegó la ambulancia. Percibieron el centelleo de luz azul y las
chaquetas amarillo neón.
—Respiración débil.
Trajeron una camilla.
—¡Por favor… por favor, no puede morirse!
—Me parece que este también necesita ayuda, está en estado de
shock.
—Por favor.
Se escuchó un lloriqueo en la ambulancia. Jamie estaba dentro. «Por
favor».
Sintió unas manos sobre los hombros. Lo sacudieron.
Sintió que le acariciaban el pelo.
Alzó la mirada.
«Emily».
Le dieron a beber algo y se lo tragó. Emily estaba sentada a su lado,
y su mano temblaba un poco cuando le quitó la botella. En repetidas ocasiones
trató de preguntarle algo, pero de su garganta solo salían sollozos secos.
Se dobló sobre sí mismo, solo se escuchaba gimotear. Sintió la mano de
Emily sobre el hombro. Ella no dijo nada, solo lo estrechó con afecto.
«Jamás lo haría si supiera la verdad».
Cuando Nick volvió a percibir su entorno, los mirones ya se habían
dispersado. Emily aún estaba sentada junto a él. Con lo que le quedaba de
fuerza, le dirigió una sonrisa.
Solo sentía culpa. Había provocado que Jamie se enfadase tanto que no
había frenado en el cruce. Nick se odió a sí mismo.
No quería ir a casa. La idea de estar sentado sin hacer nada le resultaba
insoportable. Tampoco podía quedarse allí. Correr y estrellar la cabeza contra
la pared le pareció más atractivo.
—Aquí tengo tus cosas, espero que no falte nada.
«¿De dónde ha salido Adrian?».
El muchacho le extendía su mochila sucia. Nick la miró sin comprender.
No quería la mochila, tampoco quería beber nada. Solo quería una cosa: volver
atrás en el tiempo y conversar de nuevo con Jamie. Esta vez no dejaría que se
subiera a la bicicleta. No sería un maldito cabrón.
—Gracias —dijo Emily en lugar de Nick y recibió la mochila que le
extendía Adrian.
—¿Sabéis cómo está Jamie? —susurró—. ¿Alguien ha dicho algo?
Nick no pronunció una sola palabra, aunque pudo sentir cómo Emily
negaba con la cabeza.
—La policía está allí enfrente y ya está interrogando a los testigos
—dijo Adrian—. Si visteis cómo pasó, seguramente agradecerán la información.
—No lo vi —susurró Nick—, solo lo escuché y después…
Dejó de hablar porque de nuevo se le saltaron las lágrimas.
Adrian asintió. Resultaba difícil interpretar su mirada, era
comprensiva y al mismo tiempo… era profesional, como la de un psicólogo.
—Yo tampoco he visto nada —dijo Emily en voz baja—. Pero creo que
Brynne estaba parada ahí, muy cerca. Aún no han podido interrogarla, le han
dado una inyección sedante y casi no se le puede hablar.
«Tengo miedo. Tanto miedo».
Nick subió las manos y empezó a clavarse las uñas en el cuero
cabelludo. El dolor le hizo bien, era mucho mejor que el otro dolor que casi
resultaba insoportable. El buen dolor le dio una idea.
—¿Alguien sabe adónde se han llevado a Jamie?
—Creo que al Whittington —dijo Emily—. Sí, alguien mencionó el
Whittington. Pero a lo mejor ha sido solo un rumor.
Sin decir una palabra más, Nick se puso de pie de un salto, se
tambaleó durante unos instantes porque todo lo vio negro, y entonces sintió que
el brazo de Emily lo sostenía.
—Voy a ver a Jamie —dijo con voz muy ronca—. Tengo que saber cómo
está.
Emily lo acompañó. Se bajaron del metro en la estación de Archway.
Nick se congelaba, el camino al hospital le pareció eterno. Agradecía que Emily
no le dijera ni le preguntara nada: necesitaba todas sus fuerzas para ir dando
un paso tras otro, «con cuidado». A cada paso su miedo aumentaba. Llegarían al
hospital y alguien les diría que por desgracia no habían podido salvar a Jamie.
Que había muerto en la ambulancia. De pronto, Nick tuvo la sensación de que le
faltaba el aire. Se detuvo ante la fachada de vidrio de la entrada y apoyó las
manos en las rodillas. Estaba mareado.
—Deben de haberlo llevado a la sala de urgencias —opinó Emily—. Está
más allá.
—Pero la ventanilla de información está ahí… Voy a preguntar.
Nick entró en el vestíbulo. El camino hacia la ventanilla era como un
pasillo al patíbulo. La delgada mujer rubia que estaba ahí decidiría cómo continuaría
su vida. La idea le revolvió el estómago.
—Buenas tardes. ¿Han traído al hospital a Jamie Cox?
Ella lo miró de arriba abajo a través de unas gafas estrechas.
—¿Es su pariente?
—Jamie Cox. Fue un accidente de tráfico. Tengo que saber cómo se
encuentra, ¿me entiende?
La rubia perfiló una delgada sonrisa.
—Solo podemos darle información a la familia. ¿Es usted pariente del
señor Jamie Cox?
—Somos amigos.
«Mi mejor amigo».
—En tal caso… lo siento mucho.
Nick cargó consigo mismo hasta la salida del hospital. Su sentencia
había sido pospuesta. ¿Cómo podría soportarlo? ¿Cómo se suponía que podría
soportarlo?
Emily lo condujo a la pequeña área de jardines que se encontraba un
poco más allá del hospital. El suelo estaba frío y algo húmedo; Nick se quitó
el abrigo, lo puso como cojín y se sentaron.
—No puedo ir a casa —dijo—. Tengo que saber cómo está Jamie.
Guardaron silencio durante un rato, solo viendo pasar los automóviles.
—Podríamos llamar al instituto —propuso Emily—. Quizá ellos sepan lo
que sucede.
—No, al instituto no —otra vez se le revolvió el estómago—. ¿Ya lo
sabrán sus padres?
—Por supuesto. Seguro que ya los han llamado por teléfono… Si aún
vive.
Emily arrancó una brizna de hierba y miró sin parpadear hacia la
parada del autobús que estaba frente a ellos.
—Solo pueden pasar cuando alguien ha muerto. Entran por parejas,
probablemente no lo tolerarían si estuvieran solos. Entonces te preguntan tu
nombre y luego te dicen que cuánto lo sienten…
Nick la miró de reojo sin poder musitar palabra. Ella sonrió, una
sonrisa triste.
—Mi hermano. Pero fue hace mucho tiempo.
—¿También un accidente?
La cara de Emily se endureció.
—Sí. Un accidente. La policía dijo que fue suicidio, pero eso es una
estupidez.
Otro brizna de hierba cayó víctima de los dedos de Emily. Nick se
mordió los labios. No sabía si debía preguntar o guardar silencio.
Probablemente ambas cosas estarían mal.
—Era un buen nadador —dijo Emily en voz baja—. Nunca habría saltado al
agua para matarse.
Nick le rodeó los hombros con su brazo, sin miedo a que lo rechazara.
Ninguno se rechazaría. Se abrazaron, no como enamorados, sino como dos
personas que necesitan sostenerse.
Emily vio al padre de Jamie salir del hospital. Estaba tan apesadumbrado
que Nick tuvo miedo de dirigirse a él; sin embargo, Emily entendió la
situación de otra manera. Corrió a su encuentro y le detuvo. Nick vio cómo
conversaban, aunque no pudo escuchar lo que se decían. El señor Cox se frotó
varias veces los ojos y extendió los brazos con un deje de impotencia. A Nick
se le rompió el corazón. Emily asentía una y otra vez y luego dio un fuerte y
largo apretón de manos al padre de Jamie antes de regresar con él.
—Está vivo. En la ambulancia sufrió un paro cardiaco y tuvieron que
reanimarlo, pero ya está más o menos estable, al menos eso es lo que ha dicho
su padre.
La expresión paro cardiaco le provocó arritmia.
—Estable, eso es bueno.
—En realidad, no tan bueno. Está en coma inducido… y también muy
malherido, con varias fracturas en la pierna izquierda y en la cadera. Además,
ha tenido un traumatismo craneoencefálico
—apartó la vista de Nick—. Podría ser que queden secuelas… si es que
sobrevive.
—¿Qué quiere decir eso de que queden
secuelas? ¿A qué te refieres con que queden secuelas?
Emily se apartó el pelo de la frente.
—Que podría tener algún daño cerebral.
La ola de alivio que Nick había sentido durante algunos segundos
cedió por completo. «Daño cerebral. No. De ninguna manera». Quiso expulsar de
sí semejante idea. Eso no podía ocurrir porque sencillamente no debería haber
ocurrido.
—¿Podemos verle?
—Me temo que no. Está en cuidados
intensivos. Ni siquiera está consciente y no se daría cuenta de que estamos
allí. Tenemos que esperar.
Nick esperó durante los siguientes días sin dejar de sentirse un
segundo como si estuviera en el infierno. Ininterrumpidamente. No importaba lo
que estuviese haciendo: comer, estudiar, hablar con alguien; en realidad, solo
esperaba escuchar la noticia de que Jamie había despertado y que recuperaría la
salud. Solo en algunas ocasiones se desviaban sus pensamientos, y entonces
aparecían imágenes en forma de flashes… la arena y el grandullón de ojos
saltones, BloodWork y su enorme hacha, pero con más frecuencia el mensajero.
Siempre aparecía como la última vez, cuando sus ojos amarillos se volvieron rojos.
Eso le atormentaba. No podía permitirse pensar en Erebos mientras Jamie
siguiera en coma. Sin embargo, las imágenes volvían a su mente de manera
inexorable.
Era fin de semana y por eso ni siquiera el instituto le ofrecía una distracción.
Cada vez que sonaba el teléfono, se estremecía y se debatía entre el pánico y
la esperanza. Largo de aquí eran las últimas palabras que le había dicho
a Jamie; cada vez que las recordaba, se retorcía por dentro.
«No te largues, Jamie, por favor, no te largues».
Como era natural, el lunes Jamie fue el principal tema de conversación
en el instituto. Todos habían visto o escuchado algo y querían contarlo. Solo
los que de verdad estuvieron cerca del accidente guardaron silencio. Brynne era
la más silenciosa, pero casi nadie la reconocía sin su maquillaje. El día del
accidente también la llevaron al hospital, y se rumoraba que necesitó ayuda
psicológica.
Ya nadie hablaba sobre Eric y Aisha.
Nick tuvo la impresión de que el alivio de Aisha era mayor que el de
Eric.
A primera vista, la tarde frente al hospital no había cambiado
absolutamente nada entre Nick y Emily. No se sentaron juntos en clase y tampoco
compartieron mesa en el almuerzo. Pero sí había algo distinto del pasado:
pequeñas miradas, una sonrisa más prolongada o un saludo entusiasta con la cabeza.
Emily jamás le había hecho a Nick ese tipo de señas. Para él eran los únicos
destellos en un desértico e infinito mar de espera.
El martes, por fin, tuvieron noticias: el señor Watson las anunció en
la clase de Literatura inglesa.
—Los padres de Jamie han llamado por teléfono, y han dicho que ya está
fuera de peligro, aunque lo mantendrán en coma inducido. Cuánto tiempo, los
doctores no lo saben. Sin embargo, es una gran noticia. No puedo decirles lo
contento que me siento.
En la clase, el alivio se sintió como si fuera una brisa. Algunos
aplaudieron, Colin se puso de pie de un saltó y dio unos pasos de baile. Nick
se habría lanzado al cuello de Emily, pero se limitó a intercambiar con ella
una larga mirada. Sentía una alegría inmensa, pero con un resabio de
inseguridad. El señor Watson no había dicho una palabra sobre su posible
minusvalía
Capítulo 23
Todo ocurrió en la hora libre. Nick estaba sentado a solas en una de
las aulas de estudio e intentaba memorizar unas fórmulas químicas. La puerta
al pasillo se encontraba abierta, y alzó la mirada justo cuando Colin pasaba
por delante. Iba muy sigiloso, con gran cautela. Con tanta que terminó por
despertar la curiosidad de Nick. Echó su silla hacia atrás, y se levantó casi
sin hacer ruido. Siguió a Colin, le vio caminar a hurtadillas por el pasillo.
Torció a la izquierda. Nick fue tras él. «¿En algún lado hay una reunión
secreta?».
Colin bajó las escaleras: parecía como si estuviera yendo hacia los
vestuarios. A esa hora no era un mal sitio para un encuentro. Nick se quedó
tras él, guardando cierta distancia; lo perdió de vista, pero, como suponía, lo
volvió a encontrar en la escalera que conducía a los vestuarios de alumnos. Vio
cómo Colin, a la búsqueda de algo, caminaba a lo largo de la hilera de
cazadoras y abrigos colgados y cómo finalmente se detenía. Desde donde estaba,
Nick no podía distinguir muy bien sus movimientos entre las distintas prendas y
tampoco podía acercarse sin que le descubriera. Entrecerró los ojos y vio cómo
se movía una tela verde. Solo un instante. Segundos más tarde, Colin emprendía
el regreso y Nick se esfumaba a toda velocidad: se escondió en el baño que
había al lado y se puso a contar hasta cincuenta. Después de eso, fijo que
Colin ya se había ido.
Nick encontró inmediatamente la prenda verde. Era una gabardina que
pertenecía a una chica. «¿Qué es lo que Colin ha hecho con ella?».
Observó con cuidado a su alrededor antes de meter la mano en el
bolsillo de la gabardina. Sintió un pedazo de papel doblado con esmero. «¿Una
carta de amor?». En tal caso a Nick no tendría por qué interesarle. Pero quizás
era un mensaje. Igual daba, tenía demasiada curiosidad como para ahora echarse
atrás. Sacó el papel y lo desdobló.
Una lápida:
Darleen Pember
murió por carecer
de raciocinio
Descanse en paz.
Fue como si de pronto todo encajase. Jamie también había recibido una
carta como esa. «Quizás…». Nick se sacudió ese pensamiento, pero no tardó en
regresar como si fuera un globo inflado que se intenta mantener bajo el agua.
Tal vez Jamie no atravesó el cruce sin frenar por rabia y despiste.
Quizá sí había frenado, o por lo menos lo había intentado. Él le enseñó la
carta con la lápida. Una amenaza que no se había tomado en serio. En cambio,
Jamie sí. Y ahora…
Entre cortar los frenos de la bicicleta y poner una sobredosis de
Digotan en el té no había gran diferencia.
«Colin». Colin repartía esquelas. ¿También tenía a su cargo las
muertes?
Sin pensarlo mucho, subió las escaleras de tres en tres, corrió por
el pasillo que conducía a la cafetería y, un poco más adelante, descubrió que
Colin deambulaba como si no hubiera pasado nada.
—¡Hijo de puta!
Nick se le lanzó encima y lo hizo tambalearse. Los dos cayeron al
suelo.
—¿Nick? Nick, ¡estás loco!
En lugar de una respuesta, Nick le puso la carta ante la cara y se la
restregó en las mejillas, en la nariz, en los ojos.
—¿Conoces esto? ¿Sí? ¿Lo habías visto antes?
—¡Déjame, idiota! ¿Qué es eso?
—¡Cabrón!
Estaban montando demasiado alboroto y la gente comenzaba a salir de la
cafetería. Nick soltó a Colin. Los dos se levantaron forcejeando.
—Darleen Pember, ¿no?, ¿pronto tendrá un accidente?
Colin fijó la mirada en la carta. Estaba claro que había comprendido.
—¡Dámela!
—Ni lo sueñes.
—No puedes llevártela así como así… Tengo que…
Se abalanzó sobre Nick pero él ya contaba con ello y lo esquivó. Con
deleite rompió la carta por la mitad, después la hizo pedacitos y por último se
la apretó a Colin en la mano.
—Aquí tienes. Puedes volver a meterla en el abrigo de Darleen. Yo me
encargo de decirle de parte de quién viene.
El rostro de Colin proyectó odio y desconcierto al mismo tiempo.
—No puedes hacerlo.
—Ahora tienes miedo, ¿verdad? Tu amigo de los ojos amarillos no va a
estar nada contento.
—¡Cállate!
—Y pronto se perderán algunos grados.
Con el rabillo del ojo, Nick vio cómo se aproximaban las abuelitas
tejedoras, seguramente atraídas por la pelea como si fueran buitres en busca de
carroña. Dan sonreía de oreja a oreja mientras que Alex parecía inseguro.
—Le hiciste lo mismo a Jamie. Acéptalo. Eres culpable, yo mismo vi tu
cartita. ¿Valió la pena, por lo menos? ¿Obtuviste a cambio un par de botitas
fenomenales?
Las aletas nasales de Colin temblaron. Dio un paso hacia Nick. Crispó
las manos con tanta fuerza que Nick vio cómo empezaban a marcársele las venas
de los brazos.
—Lo vas a lamentar —dijo, dio media vuelta y se fue.
Solo por la tarde, cuando Nick regresó a casa, cayó en la cuenta de la
gravedad del error que había cometido. Debería haberse contenido, y ahora se
había declarado enemigo de Erebos. Y ni siquiera había podido demostrar que el
accidente de Jamie tuviera que ver con el juego.
«Coge las pinzas que encontrarás bajo el banco del parque junto al
portón del instituto y corta los cables de freno de la bicicleta azul marino.
La que tiene la calcomanía del Manchester United en la barra de en medio».
Podía verlo claramente ante sus ojos. Clac, clac, «ya está. Un
nivel más». Se podía demostrar con facilidad que no había sido Colin; y también
podía ser que el saboteador no supiera a quién pertenecía la bicicleta que
estaba frente a él.
Esa noche, Nick se sentó ante el ordenador, revisó sus correos
electrónicos y pensó qué debería decirle a Darleen Pember. Si debería hablarle
de lo que estaba ocurriendo.
Pensativo, dio vueltas con el cursor del ratón en el lugar del
escritorio donde solía encontrarse la E roja. ¿Le gustaría estar en una de las
cuevas, ante una de las fogatas? «Sí. No. Sí». ¿Le gustaría charlar con los
otros? «Sí. No. Sí». Pero, sobre todo, tenía muchísimas ganas de despedazar al
mensajero en pequeñas partes huesudas.
En la hora libre del miércoles, Emily detuvo a Nick delante de la
biblioteca. Estaban prácticamente solos: los demás holgazaneaban fuera,
disfrutando uno de los últimos días de otoño.
—Tengo noticias —dijo Emily.
—¿De Jamie?
—No.
A cierta distancia, las abuelitas tejedoras iban pasando. No hablaban
entre sí, más bien parecía como si estuvieran haciendo ronda. Cuando Alex
descubrió a Nick, le sonrió y alzó la mano para saludarlo, mientras que Dan
reveló un gesto de ira en su cara de cerdito.
Nick condujo a Emily a la biblioteca, ahí se escurrieron hacia el
rincón más apartado. Emily temblaba como si tuviera mucha energía.
—Venga, dilo.
Ella sonrió, abrió la mochila y sacó una caja de DVD sobre la que alguien había escrito
«Erebos» con letras redondas.
Nick empezó a sentir emociones encontradas que luchaban dentro de él.
Rechazo. Preocupación. Avidez.
—¿En serio quieres entrar?
—Sí. Creo que es el momento justo.
Nick observó el DVD
que hasta hacía poco deseaba como el aire. Emily exploraría en Erebos,
recorrería los paisajes extravagantemente horripilantes y bellos a la vez,
viviría aventuras. El poderoso anhelo que sintió en su estómago empezaba a
extenderse. De manera involuntaria, sacudió la cabeza.
—Jamie tenía razón, tú ya no estás dentro, ¿verdad que no?
Solo asintió.
—Fui expulsado —dijo con voz ronca.
—Bueno… lástima. Entonces no podremos jugar juntos.
—No.
Nick se mordió los labios. «Está bien». Sabía que estaba bien. Toda la
adrenalina, la tensión, el cosquilleo nervioso… ya no los necesitaba.
—¿Y por qué ahora?… ¿por qué razón has cambiado de opinión al
respecto? Al principio no querías saber nada.
—Es cierto. Pero quiero entender lo que tanto os fascina a todos —miró
pensativa hacia un lado—. Jamie estaba convencido de que este juego no era un
simple juego. Tenía su teoría.
Con cierto nerviosismo giraba el paquete entre sus manos y seguía
hablando.
—Jamie creía que había algo más detrás de un juego como este. Un
objetivo, ¿me entiendes? Alguien tiene que sacar algún provecho de las cosas
que suceden en la realidad, ¿no crees? Pero solo puedo descubrirlo si exploro
Erebos. Por eso hice algunos comentarios diciendo que estaba interesada en
tener una copia.
Nick lo recordó. Él mismo le había dado la noticia al mensajero y
seguramente también otros jugadores lo habían hecho.
—Bueno, que yo conozca, el único objetivo del juego es aniquilar a un
malvado que se llama Ortolan —dijo Nick—.Lo que sucede en la vida real
únicamente sirve para proteger el juego de los que tienen algo en su contra.
—¿Como Jamie? Entonces debemos intentar detenerlo.
«Detenerlo». Nick pensó en el accidente y en el charco de sangre. Supo
que Emily tenía razón. Aunque él supiera que nunca más caminaría por la Ciudad
Blanca o que jamás podría hallarse en los combates en la arena, dio un
suspiro.
—No tengo ni idea de cómo hacerlo, pero podríamos intentarlo.
Alguien abrió la puerta de la biblioteca y volvió a cerrarla con
cuidado. Nick le dio a entender a Emily que se quedaran quietos, pero era solo
el señor Bolton, el profesor de Religión.
—Debemos ser muy precavidos —susurró Nick—. Si se dan cuenta, es
posible que… bueno, entonces las cosas pueden volverse verdaderamente
peligrosas. El juego tiene una inteligencia asombrosa. Aunque no estoy del
todo seguro de que haya querido quitar de en medio a Jamie, sé lo que tenía pensado
respecto del señor Watson.
Emily levantó las cejas de manera inquisitiva.
—Otro día te lo cuento —dijo Nick—. Engañarlo es mucho más difícil de
lo que te puedes imaginar. Y en cuanto eres sospechoso o fallas, te echa afuera
antes de que puedas contar hasta cinco.
En su cabeza, un demonio de piedra extendió sus alas. Nick lo
ahuyentó.
Emily se rió con picardía, una expresión que Nick nunca le había
visto.
—Claro que tendré cuidado. Y me pregunto… —esta vez se giró a mirar
con más precaución y bajó su voz a un susurro—, si tal vez podrías ayudarme.
No conozco nada de juegos de ordenador, al único al que juego es al solitario.
De inmediato le vino a la mente la regla número dos: cuando juegues,
debes estar solo. ¿Qué pasaría si jugaran en pareja? ¿El juego se daría cuenta?
Nick respiró hondo. Debía permitirse aceptar el intento.
—Claro que te ayudo, encantado. Avanzarás mucho más rápido si te voy
dando consejos.
—Perfecto —ella resplandeció—. Ven a mi casa después de la hora del
té, ¿de acuerdo? A las cinco y media estaría bien.
Nick era muy puntual. Diez minutos antes de la hora acordada ya
estaba frente a la casa de Emily en Heathfield Gardens y se preguntaba cuál
podría ser su ventana.
Había sido muy cauteloso. Después de lo ocurrido con Colin, supuso
que alguien lo seguiría, pero no fue así. Nick miró a su alrededor. En la calle
casi no había gente. Nadie sabía dónde estaba.
No quiso llamar a la puerta, parecería impaciente. Así que decidió dar
una vuelta por las calles de las inmediaciones, que resultaron muy bonitas y
bien cuidadas.
Se dio cuenta de que no llevaba nada consigo: traer un detalle habría
sido aprovechar una buena ocasión para mostrar que era un tipo original, con
buenas intenciones. Pero para eso ya era demasiado tarde. Si no se comportaba
como un idiota, podría haber una siguiente ocasión.
A las cinco y media en punto tocó el timbre. Emily abrió la puerta.
Resultó que su habitación era la que estaba bajo la buhardilla. No era uno de
esos cuartos de muñecas con animalitos de peluche afelpado y rosa sobre la
cama, y carteles de estrellas de cine en la pared. A Nick le pareció la
habitación de una persona bastante madura. Dos estanterías, una cama y un
rincón, donde uno podía sentarse en un sofá cama sobre el que también había
hileras de libros. Bajo el techo inclinado se hallaba un escritorio
perfectamente ordenado con un portátil en espera. Si algún día Emily le hiciera
una visita, Nick tendría que ponerse las pilas para ordenar y limpiar su
cuarto.
—Debemos evitar hacer ruido… Mi madre acaba de acostarse hace media
hora. Puede que hoy ya no tenga que salir de su cuarto.
Nick no hizo ninguna pregunta, aunque le pareció extraño que una mujer
adulta estuviera acostada a esas horas de la tarde. De todas maneras, era ideal
para su propósito.
—No haremos ruido. Al comenzar, el juego es silencioso. Después
tendrás que usar auriculares. Por muchas razones… He visto morir a alguien
porque oía muy poco.
—Auriculares.
Emily asintió.
—De acuerdo. ¿Podemos empezar?
Sacó el DVD de
la mochila y lo insertó en la unidad de disco.
—Instalo el juego como cualquier otro en mi archivo de programas, ¿no?
¿Hay algo que deba tener en cuenta?
—No. Aún no.
La ventana de instalación se abrió. Allí estaba todo como la primera
vez: la torre derruida, la tierra abrasada. Clavada en la tierra seca, la
espada con el pedazo de tela rojo en la empuñadura. En el cielo estaba escrita
en rojo la palabra Erebos.
Nick sintió que el nerviosismo le palpitaba en el estómago. Se frotó
las manos húmedas en el pantalón.
—¿Debo? —preguntó Emily.
—Claro.
Hizo clic en «instalar». La barra azul empezó a avanzar lentamente,
como siempre.
—Ahora tardará —dijo Nick, sin apartar los ojos del indicador de
avance.
«¿Cómo funcionaba? En el bosque. Sí, exacto, y enseguida lo vi».
Cada avance de la barra acercaba a Nick a Erebos. Era como si estuviera sentado en un tren rumbo
a casa.
Emily le miró de reojo.
—¿Te incomoda algo?
—¿Cómo? ¡No! Solo estoy… a la expectativa por ver qué te parecerá.
—Hasta ahora solo lento —dijo Emily y apoyó el mentón en sus manos.
Durante un buen rato la chica esperó en silencio. Nick observaba de
forma alternativa el recipiente de lápices del escritorio, la pantalla del
portátil y el perfil de Emily. Por ningún lado de la habitación pudo ver sus
dibujos. «Qué estúpido», podrían haber hablado de eso.
—¿Tu madre siempre se va a dormir tan temprano? —preguntó, después de
convencerse de que el silencio ya estaba durando demasiado. En ese mismo
instante pensó que había sido descortés y deseó retractarse de su pregunta.
—Ahora mismo está pasando una mala racha… Duerme mucho, come poco y
todavía habla menos —Emily miró con más intensidad y con mayor esfuerzo el
indicador de avance—. Está así desde que murió Jack. Esto es cíclico, y me he
acostumbrado tanto como a las estaciones del año.
—¿Y tu padre?
—Se volvió a casar, tiene dos hijos, Derek y Rosie. Nuevo juego, nueva
felicidad —movió el ratón como esperando que así la instalación fuera más
rápida—. No me malinterpretes, no estoy enfadada con él. La situación era
insoportable y él ya no la aguantaba. Me alegro mucho de que existan los dos pequeños.
Solo quisiera largarme como él.
Nick necesitó un poco de tiempo para digerir la información.
—Nunca has hablado de esto en el instituto.
—No contigo, es cierto.
«Pero seguro que sí con Eric».
Durante un momento los viejos celos centellearon. Sin embargo, Emily
estaba allí, sentada junto a él. Hablando con él.
—¿Tienes hermanos? —quiso saber.
—Sí. Uno. Me saca cinco años y ya se ha marchado de casa.
—¿Os lleváis bien?
—Sí, bastante bien.
Nick pensó en Finn e intentó imaginar cómo sería todo si lo perdiera,
pero inmediatamente desechó esa idea. No sabía cómo era capaz Emily de soportar
su situación.
—Por desgracia está peleado con mis padres. Con mi padre, para ser más
exactos. Ya no se hablan.
—¿Por qué?
Nick tomó aire.
—Bueno, mi padre siempre quiso ser médico, pero mis abuelos no podían
pagarle la universidad. Ahora es enfermero en el hospital Princess Grace. No sé
si algún día se resignará. De todas maneras, era un hecho que Finn debía ser
doctor.
—Pero él no quería.
—Al principio sí, se mató estudiando y es probable que sus notas
fueran lo bastante buenas. Pero después cambió de opinión, conoció a Becca y,
de repente, ya no hubo más medicina.
Emily lo miró de reojo.
—¿Qué pasó?
—A Becca le traspasaron un estudio de tatuaje. Finn estaba muy
entusiasmado. Hizo varios cursos y ahora tatúa y hace piercings como el
mejor. Mi padre dijo que nunca más volvería a dirigirle la palabra.
En la cara de Emily se delineó una sonrisa, pero al segundo se esfumó.
—¿Y ahora tú tienes que ser doctor?
Había calado a su padre sin conocerlo.
—Bueno, le daría una alegría y a mí me interesa.
Por fin Emily se giró hacia él y lo miró, como si quisiera comprobar
que decía la verdad.
—¿Eso significa que estás enfadado con tu hermano porque ahora eres tú
quien cumplirá los deseos de tu padre?
En lugar de responder, Nick se dio la vuelta y se alzó la cola de
caballo del cuello.
—No. No estoy enfadado con él.
Aunque casi nunca los miraba, sabía exactamente qué aspecto tenían los
cuervos en vuelo que Finn le había tatuado en el nacimiento del cuero
cabelludo. Como un vientecillo, Nick sintió las puntas de los dedos de Emily
sobre el tatuaje. Y tragó saliva.
—¿Por qué cuervos?
—Al principio fue porque los dos tenemos el pelo tan oscuro, que mamá
siempre nos llamaba «los hermanos cuervo». Pero Finn también dice que traen
buena suerte y los dos podemos necesitarla. Además, son algo así como… un
sello. Una señal de que formamos parte del mismo equipo.
Emily apartó la mano con suavidad, demasiado pronto para desgracia de
Nick.
Su cola de caballo volvió a deslizarse al lugar de costumbre.
—Tu hermano tiene talento. Están genial.
La instalación se acercaba lentamente a su fin. Emily fue a la cocina
a por una botella de ginger ale y dos vasos. Justo cuando regresó, la pantalla
se puso negra.
—¿Eso es normal?
—Sí. Yo también pensé primero que algo no iba bien. Espera un poco.
«Negrura. Negrura. Negrura. Luego aparecen las letras rojas y
palpitantes».
Entrada.
O Salida.
Esto es Erebos.
—Pues entonces —dijo Emily e hizo clic en «Entrada».
Un bosque oscuro, el brillo de la luna. En el centro del claro está
encogido el sin nombre. Era exactamente igual al personaje de Nick antes de que
se convirtiera en Sarius. Nick luchó contra un nuevo asomo de nostalgia,
mientras veía cómo Emily se familiarizaba con el manejo de su sin nombre.
—Es muy fácil hacerle andar —dijo ella—. ¿Puede hacer otra cosa?
—¡Sí! Escalar, luchar… ¡todo! Después hay combinaciones de teclas para
otras habilidades especiales, pero esas son para más tarde.
Emily dejó que su sin nombre anduviera por aquí y por allá en el
claro. Observó con precisión antes de decidirse por una ruta precisa.
—Yo creo que voy para allá, donde el bosque es menos frondoso, no
tengo que hacerme las cosas más difíciles de lo necesario.
Se oían crujir las ramas, el viento susurraba entre las copas de los
árboles. Si fuera por Nick, Emily tendría que hacer avanzar más rápido a su
personaje durante esta secuencia, pero se esforzó por ocultar su impaciencia.
Pese a todo, ella era muy diestra teniendo en cuenta que era novata en los
juegos de ordenador. A diferencia de Nick, no apresuraba a su sin nombre
hasta que su indicador de resistencia llegaba al límite, administraba sus
fuerzas. Solo después de unos veinte minutos de andar vagando, volvió a
dirigirse a Nick.
—¿Hay alguna meta? ¿O es una prueba de paciencia?
—Hay una meta. En algún lado hay una fogata y alguien con quien puedes
conversar.
Lo que para Nick fue un árbol, para Emily fue un alto peñasco. El sin nombre lo escaló, y
por primera vez se redujo un poco
la barra de resistencia. Sin embargo, la vista fue una compensación suficiente. A su
alrededor había un mar de copas
arbóreas; a la derecha, una colina con puntitos de luz que indicaban una aldea.
—¡Allí! —gritó Nick y señaló con el dedo hacia una tenue luz de un
amarillo dorado entre los árboles—. ¡Allí debes ir!
Hasta que Emily mostró una mirada de sorpresa y alegría, Nick no cobró
conciencia de cuán emocionado se mostraba.
—Bueno… allí detrás continúa. Por si te interesa.
En el camino hacia la pequeña hoguera, Emily también se topó con un obstáculo. A
diferencia de Nick, no era una falla en
la tierra sino una muralla que no se podía escalar, pues cada vez que el sin nombre intentaba sostenerse para auparse hacia arriba, se derrumbaban
piedras y tierrilla.
—¿Y ahora? —preguntó ella después del quinto intento en vano.
—Tienes que aprender a resolver estos problemas. Te hará falta con mucha frecuencia.
Tienes que imaginar que es real. ¿Qué
harías entonces? —Nick se sintió un estúpido maestro, pero quería que Emily entendiera lo sensacional que era el juego y lo mucho que se
parecía a la realidad.
Emily lo captó al vuelo. Hizo que el sin nombre cargara rocas
pequeñas mientras controlaba el indicador de resistencia, le otorgaba pequeñas
pausas y, por fin, escaló la muralla sin problemas.
Del otro lado vio el centelleo de la hoguera. Nick también reconoció
la sombra oscura que se dibujaba junto a ella. Sus latidos se aceleraron. Ya no
le iba a dar más consejos a Emily, tenía que ver por sí misma lo que podía
hacer Erebos.
Mientras el sin nombre se acercaba lentamente, el hombre de la hoguera
permanecía inmóvil. Sin embargo, las palabras rutilantes de color plateado
aparecieron en el margen inferior de la pantalla.
—Te saludo, sin nombre. Estaba esperándote.
No fue eso lo que le dijo a Nick cuando fue su turno. A él lo había
alabado por su velocidad. Y por su gran ingenio.
Emily dirigió a su personaje un poco más cerca del hombre, e intentó
asomarse bajo la capucha negra. Pero, en ese momento, él mismo alzó la cabeza.
Nick casi había olvidado la cara delgada con la boca chica; el hombre jamás
volvió a aparecer en el juego.
—Tienes curiosidad. Eso puede ayudarte o eliminarte, sin nombre. Has
de ser consciente de ello.
Emily miró a Nick, desconcertada.
—¿Quieres continuar? —preguntó el hombre—. Solo si te unes a Erebos,
podrás comenzar con Erebos. Tienes que estar seguro.
Todavía desorientada, Emily se giraba a ver a Nick y la pantalla.
—Está esperando una respuesta —dijo él, y señaló el teclado.
—¿En serio?
—Sí. Inténtalo, ya verás.
Emily puso los dedos sobre el teclado y, tras titubear un poco, empezó
a teclear.
—¿Qué significa unirme a Erebos?
El hombre escarbaba con su cayado en el fuego. Saltaron chispas
relucientes que volaron en el aire.
—Significa sobrepasar fronteras, superar fronteras. Lo que
verdaderamente signifique al final depende de ti.
Emily retiró los dedos del teclado y miró a Nick, sorprendida.
—Me acaba de dar una respuesta. ¿Cómo funciona?
—Ni idea —dijo Nick—. Esta es una de las peculiaridades del juego.
Reprimió una sonrisa al ver que Emily se entusiasmaba.
Entonces empezó a sonar una delicada melodía, algo con flauta y
violín, muy suave, muy seductora. Lo sorprendente era que se trataba de una
melodía que Nick nunca había escuchado en Erebos. «Ni una sola vez».
—¿Me recomendarías unirme a Erebos? —escribió Emily—. ¿Me
recomendarías continuar?
El hombre miró a Emily larga y fijamente.
—No.
—¿Por qué no?
—Porque la oscuridad está repleta de trampas y abismos. De algunos,
uno no sale sano y salvo. Otros te devoran para siempre.
A Nick le dio la impresión de que Emily había olvidado su presencia.
La chica observaba con atención las palabras del hombre, sus manos levitaban
sobre el teclado y al final hizo la misma pregunta que Nick.
—¿Quién eres?
El hombre ladeó la cabeza pensativamente sin perder de vista a Emily.
—Soy un muerto. Nada más.
Pudo oír cómo Emily cogía aire.
—Si estás muerto, entonces ¿qué haces aquí?
—Espero y vigilo. ¿Y bien? ¿Quieres continuar? ¿O retroceder?
Nick advirtió que los ojos del hombre eran verdes. Eran tan reales que
juraría haberlos visto en alguna ocasión. En una cara de carne y hueso.
—Continúo —escribió Emily—. Eso imaginabas, ¿no?
—Todos continúan —dijo el hombre muerto—. En ese caso, gira a la
izquierda y sigue el curso del arroyo hasta llegar a una quebrada. Crúzala.
Después… ya verás cómo continuar.
«Eso también me lo dijo», recordó Nick, pero aquello no era todo.
—Y presta atención al mensajero de ojos amarillos.
Nick advirtió a Emily sobre los agresivos sapos que tanto lo
molestaron, pero cuando ella llegó a la quebrada, el enemigo se acercó por lo
alto. Unos murciélagos pequeños pero muy mordedores revoloteaban alrededor del
sin nombre, y con sus filosos dientes le lanzaban dentelladas. La barra roja
del indicador de vida se reducía a toda velocidad.
—¡Tienes que usar el cayado! ¡Presiona el lado izquierdo del ratón!
—Nick tuvo que contenerse para no quitárselo de la mano a Emily y matar a los
murciélagos—. Con escape te los sacudes. Con la barra espaciadora
saltas.
Tardó un poco y al sin nombre le costó mucha sangre, pero, al final,
Emily eliminó a todos los murciélagos.
—Puedes llevarte la carne —le dijo Nick—. Después la venderás en la
ciudad.
Encogiéndose de hombros, Emily guardó los restos.
—¿Y ahora?
Su pregunta se fundió con el sonido del trote que se acercaba. Nick
se agachó de manera involuntaria. ¿Qué diría el mensajero si lo viera aquí?
Enseguida se dio cuenta de que sacudía la cabeza. «No puede verme. Solo ve al
sin nombre. Realmente estoy alucinando».
Emily hizo que su personaje continuara avanzando a lo largo de la
quebrada. Allá, adelante, estaba la pared rocosa en medio de la que se abría la
cueva. Sobre el saliente que se hallaba justo delante aguardaba la familiar
figura del mensajero a lomos de su montura acorazada.
—Cielos, qué horrible es —susurró Emily.
El mensajero vio venir al sin nombre. No se movió, aunque el caballo
parecía inquieto, pues piafaba y bufaba.
—Te saludo, sin nombre. Para ser la primera vez, has sido hábil.
—Me alegro —escribió Emily.
—Sin embargo, deberías ejercitarte más en la pelea. Si no lo haces, no
se te concederá una larga vida.
—De acuerdo.
El mensajero apartó la mirada del sin nombre y se giró hacia Emily,
que automáticamente arrastró la silla hacia atrás.
—Es tiempo de que obtengas un nombre. Es tiempo para el primer rito.
—¿Qué debo hacer?
El mensajero indicó con su dedo la cueva que estaba a su espalda.
—Entra en ella. Lo demás se irá viendo. Te deseo suerte y que tomes
las decisiones correctas. Volveremos a vernos.
Tiró de su caballo para que volviera grupas y partió al galope sobre
un camino angosto y casi invisible.
—Supongo que tengo que subir estas escaleras, ¿verdad? —preguntó
Emily.
—Sí. Sube la escalera y entra en la cueva.
El sin nombre desapareció en las tinieblas de la montaña y la pantalla
del ordenador quedó sumergida en la oscuridad.
—Esto también durará su tiempo —dijo Nick—. Uno no debe ponerse
nervioso.
Emily movió el ratón de arriba abajo, pero el cursor no se veía por
ningún lado.
—Es tremendamente real —dijo después de un rato—. He tenido la
sensación de que el mensajero me miraba de verdad. Como si quisiera enseñarme
que sabe de sobra que el juego no depende del personaje, sino de quien lo
dirige.
—Eso va a seguir pasando.
Observaron sus reflejos en la pantalla.
—¿Es complicado este primer rito? ¿Algo así como con los murciélagos?
—No, muy distinto. Ya lo verás.
¡Pum pum! ¡Pum pum!
—Suena como un latido. ¿Qué es?
—Significa que está continuando. Pulsa enter.
En la pantalla negra aparecieron unas letras rojas.
—Yo soy Erebos. ¿Quién eres tú?
«¿Emily debería mentir? ¿Va a dar un nombre falso?».
—Soy Emily.
—Dame tu nombre completo.
—Emily Carver.
Susurro misterioso.
—Emily Carver. Emily. Emilycarver. Emily Carver.
«Así te dan la bienvenida antes de lanzarte al abismo», pensó Nick con
nostalgia. Emily buscó su mirada y él le sonrió.
—Bienvenida, Emily. Bienvenida al mundo de Erebos. Antes de que
comiences el juego, debes conocer las reglas. Si no te gustan, puedes poner
fin al juego en cualquier momento. ¿Está claro?
—Nunca lo hubiera pensado —murmuró Emily mientras escribía «está
bien»—. En cualquier momento. Suena bastante justo, en realidad.
—Bien. Esta es la primera regla: solo tienes una oportunidad para
jugar con Erebos. Si la desaprovechas, se termina. Si muere tu personaje, se
termina. Si violas las reglas, se termina. ¿De acuerdo?
—Sí.
—Segunda regla: cuando juegues, asegúrate de estar sola. Nunca digas
tu nombre durante el juego. Nunca menciones el nombre de tu personaje fuera del
juego.
Emily quitó los dedos del teclado y miró a Nick.
—Eso quiere decir que ahora debería echarte de aquí, ¿verdad?
—Tú solo escribe «sí» —dijo Nick—. Por el momento puede irte bien un
poco de ayuda.
¿Lo echaría de verdad? Él no quería irse. Quería estar en el primer
rito. Quizá hasta en su primera pelea.
Alrededor de los labios de Emily se delineó una sonrisita cuando
escribió «de acuerdo».
—Bien. Tercera regla: el contenido del juego es secreto. No hables con
nadie al respecto. Sobre todo con los que no se han registrado. Mientras juegues,
puedes intercambiar impresiones ante la hoguera. No divulgues ninguna
información a tus amistades ni a tu familia. Tampoco en Internet.
—Poco a poco me quedan claras algunas cosas —dijo Emily.
—Cuarta regla: guarda muy bien el DVD de Erebos. Lo necesitarás siempre que comiences el juego. Por
ningún motivo lo copies, solo si el mensajero te lo pide.
—De acuerdo.
Una luz brilló en toda la pantalla, y casi se irradió fuera de ella.
En el soleado claro se hallaba sentado el sin nombre, y tras él esperaba la
torre derruida en la que se desarrollaría el primer rito.
Tan pronto como Emily tocó su personaje con la flecha del cursor, este
se enderezó, se quitó el rostro de la cabeza y tomó el camino hacia la torre.
—Ahora se trata de decisiones importantes —dijo Nick—. No debes
precipitarte. Yo te ayudaré.
El sin nombre se hallaba ante la primera placa de cobre.
«Elige tu sexo».
—No es tan importante qué elijas, aunque los hombres son un poco más
fuertes…
Emily ya había elegido «Mujer». El cuerpo del sin nombre cambió, se
volvió más delgado y se pronunciaron los pechos y la cadera.
—Lo siento, Nick, pero este será mi personaje —dijo Emily.
«Elige un pueblo».
—Vale, no me meto más, pero los bárbaros son buenísimos —dijo Nick—.
La verdad es que son muy fuertes y tienen mucha resistencia. Si otra vez
tuviera la elección, elegiría un bárb…
Sin embargo, Emily ya había decidido.
«¿Humano? —decepcionado, la miró de reojo—. ¿Por qué ha elegido un
humano?».
—¿Sabes?, me conozco mejor en mi propia especie —replicó ella a la
pregunta no pronunciada—. Me gusta ser humana.
«Elige tu aspecto físico».
Emily puso a la cabeza de su mujer una cabellera roja, corta y erizada, y la vistió completamente
de negro: botas, pantalones, camisa y chaqueta. Solo el cinturón era rojo,
pero así era el de todos los
demás.
«Elige una ocupación».
—No todo suena tentador —expresó Emily—. Si me decido por el bardo,
¿tendré que cantar?
Nick no lo sabía. El fue un caballero y durante el juego no tuvo que
resolver muchas tareas de caballeros.
—Yo creo que la ocupación no es tan importante —explicó y Emily se
decidió por bardo.
En ese momento entró un gnomo a la torre. Nick había olvidado por
completo esa visita tan desagradable.
—Un humano, no, qué gracioso. Y ridículo, ¿no crees? —opinó a manera
de saludo.
—No, para nada.
—Oh, oh, oh. Y además una barda. ¿No te van mucho las peleas?
¿Prefieres tararear cancioncillas por ahí?
Emily ignoró el gnomo y buscó la siguiente placa de cobre.
«Elige tus habilidades».
—Curar es basura —dijo Nick de inmediato—. Va contra tu fuerza vital.
Yo la elegí y fue un error.
El cursor daba vueltas en torno a las palabras: fuerza, resistencia,
maldición de muerte, avanzar sigilosamente, hacer fuego, piel de hierro,
escalar…
—Curar me parece la mejor de todas —opinó Emily después de un rato
durante el cual el gnomo estuvo dando brincos de derecha a izquierda mientras
hacía muecas salvajes—. Uno juega con otros, ¿verdad? Si curo a alguien, la
siguiente vez alguien me curará a mí. Lo encuentro muy práctico.
—¡Pero así no es la cosa! —gritó Nick—. Sobre todo tienes que poner
atención en que tú avances. Si te debilitas, no funcionará.
El gnomo giró la cabeza.
—¿Estás sola, humana? ¿Estás obedeciendo la segunda regla? ¡Responde!
—Claro que estoy sola. ¿Por qué no habría de estarlo? —escribió
Emily.
En ese mismo instante se puso pálida y Nick empezó a temblar. ¿Cómo
era posible que al gnomo se le ocurriera preguntar algo así? El gnomo no podía
verla ni escucharla, de ninguna manera. El mensajero tampoco podía hacerlo.
—Estoy tardando mucho —murmuró Emily—. Si estuviera sola podría tomar
decisiones más rápidamente. Por eso pregunta, eso creo.
Ella se apresuró a responder. Eligió curar, rapidez, hacer fuego, piel
de hierro y fuerza para saltar. Después de una breve pausa, agregó vista a
distancia, resistencia, caminar sobre el agua, escalar y avanzar con sigilo.
—No elegiste nada mal —explicó el gnomo—. Claro, para un humano. Qué
lástima que no vayas a vivir mucho tiempo.
—El destino —respondió Emily y se concentró en la elección de armas.
Del baúl tomó un sable delgado y curvo, con esmeraldas en la empuñadura.
Después, un escudo pequeño de bronce.
—Muy bonito, pero lamentablemente son juguetes —criticó el gnomo.
La última placa.
«Elige tu nombre».
—Será un verdadero y horrible nombre de humano —espetó el gnomo—.
¿Petronila, Bathildis, Aldusa o Berthegund?
¿Y bien? ¡Estoy esperando! ¡Estamos esperando! ¡Seguro que sabes un
nombre!
Emily titubeó un momento.
—De hecho ya he pensado en uno. Vamos a ver qué opina de este.
«Hemera», escribió.
Nick se sintió algo decepcionado. «Hemera» no le sonaba a nada
especial. En sus oídos sonaba a aparatos electrónicos para cocina. El gnomo,
por el contrario, quedó impresionado.
—Alguien se ha pasado de listo, ¿eh? Puede llegar a ser algo. ¡Hemera!
No hagas que mi amo te pierda la simpatía, pequeña humana.
Entonces el gnomo dio un salto y se fue cojeando hasta la salida de
la torre. Nick casi esperaba que volviera a sacar su increíblemente larga y
verde lengua, pero, al parecer, en esta ocasión no estaba de humor. Sin
musitar una palabra, cerró la puerta detrás de él. A toda prisa se escurrió
entre los muros de la torre para irse.
—¿A qué se refiere con «pasarse de listo»? —preguntó Nick.
—Descúbrelo tú mismo —Emily se deleitó a ojos vistas—, así como yo
quiero descubrir lo que sigue. Nos vemos mañana, ¿de acuerdo? A partir de aquí
seguiré jugando sola.
«¡Pero si apenas acaba de empezar lo bueno!». La decepción le cayó tan
pesada en el estómago como un pedazo de plomo.
—Escucha, lo estás subestimando. Vas a avanzar más rápido si te ayudo
y te harás menos daño. Solo confía en mí, ¿vale?
Emily sacó el enchufe de los auriculares de su iPod y lo conectó a su
ordenador.
—Ese fue uno de tus consejos, ¿no es así? Cuando me los ponga, no voy
a escuchar nada de lo que me digas.
—Pero…
—Ya vale, Nick. Tú mismo has visto cómo se puso el gnomo hace un
momento de desconfiado. Lo lograré, ¿de acuerdo? Así que voy a atenerme a las
reglas como los demás y jugaré sola.
Nick se dio por vencido.
—Si tienes problemas, te recomiendo que te cuides —le dijo. No perdía
nada con un último comentario críptico—. Y si te quedas atrapada o necesitas
ayuda, yo te ayudo. En serio.
—Es bueno saberlo —dijo Emily sonriendo—. Gracias, Nick.
En casa, Nick consultó Wikipedia y resultó que Hemera era la hija de
Erebos y el completo contrario de su padre. Hemera era la diosa del día, de la
mañana, de la luz.
Algunos dicen que es necesario haber nacido
para triunfar. Cuanto más lo pienso, más tiendo a estar de acuerdo. La decepción
de no pertenecer a los elegidos la superé hace ya tiempo, pero no me siento
capaz de soportar otra derrota. Si logro triunfar, al final no estaré allí. Eso
es evidente. No se requirió mi presencia en la final, y los actores serán
otros. Ellos tratarán de conseguir mi meta con todas sus fuerzas.
Pronto llegará la final. Entonces mi parte
habrá acabado y podré irme. En resumen: habrá solo ganadores y perdedores. No
importa quiénes sean los ganadores. En definitiva, son los perdedores los que
importan, y rezo por que sean los que lo merecen..
Capítulo 24
En cuanto sonó el despertador, Nick pensó en Hemera, la diosa de la
mañana. Se moría de ganas de escuchar lo que le contaría Emily. Quería saber
lo que había vivido, cómo le había ido, si ya le habían encomendado una misión.
Le ayudaría, y pronto volvería a observarla mientras jugaba. Si él ya no participaba,
tal vez le sería más fácil reconocer los enigmas. «El guía». Silbó en la ducha
y cantó mientras se vestía. «Hoy va a ser un buen día».
Por lo general, Emily se encontraba frente al instituto, quieta con
algunas de sus amigas, o con Eric, pero esta vez no la vio por ningún lado. Al
contrario, solo divisó a Eric hablando con chicas de primero de bachillerato.
Parecía más relajado que los días anteriores. La conmoción de Aisha ya se diría
superada. Sin embargo, Nick dudaba que Eric siguiera en contra de Erebos.
Presumiblemente, Eric estaba contento al no ser el centro de atención.
Entonces llegó Emily. Caminaba rápido, como si tuviera prisa. Eric le
hizo un gesto, la llamó, pero ella se limitó a devolverle el saludo con una
mínima inclinación de cabeza y siguió andando.
Nick la interceptó un poco antes de que alcanzase la puerta del
instituto.
—¡Hola, Emily!
—Hola.
Era obvio que no podía hablar sobre Erebos delante de la gente, pero
un guiño, una sonrisa de complicidad… algo debería salir de ella. Nick buscó
alguna señal en su rostro, pero era tan inexpresivo como una pared blanca.
—¿En la cuarta hora en la biblioteca? —le susurró Nick algo decepcionado.
Emily se encogió de hombros.
—Ya veremos.
Sin decir una palabra más, lo dejó ahí, parado.
Más adelante estaban Rashid y Alex. Emily se dirigió hacia ellos.
«¿Qué querrá de esos dos?». Nick no entendió nada. Incrédulo, observó cómo
Emily se quedaba absorta cuando Alex comenzó a contar algo con gestos
exagerados y muecas misteriosas. «¿De qué va todo esto?», se preguntaba. Alex
no podía revelar detalles del juego en la conversación.
Durante todo el día no le quitó ojo a Emily; sin embargo, ella lo esquivaba:
no se giraba a mirarle o hacía como si no estuviera presente. En ningún
momento pudo interceptarla a solas.
Seguramente se debió al hecho de estar tan centrado en Emily. El caso
es que hasta esa tarde Nick no se dio cuenta de que Colin le seguía. Daba igual
dónde se encontrara Nick, Colin andaba cerca. No podía asegurar que le
estuviera vigilando, pero ahí estaba como una sombra oscura. Se preguntó si
debería acercarse a Colin para hablar y dar por zanjada la pelea del día
previo. A fin de cuentas, una vez fueron amigos, y de eso no hacía tanto. Pero cuando
imaginó que Colin le había dado la carta de amenaza a Jamie, y que tal vez
había saboteado su bicicleta, se vio obligado a contenerse. «Al primer mal
comentario le romperé la nariz».
Cuanto más duraba el día que tanto prometía por la mañana, más
perdido se sentía. Su mejor amigo estaba en coma, Colin y él ya no se tenían
confianza y Emily hacía como si él no existiera. La gente con la que tenía poca
amistad, como Jerome, lo miraba con suspicacia. Los que habían sido expulsados
del juego intentaban hacerse invisibles y no le concedían ningún valor a las
conversaciones, justo como sucedía con Greg.
En algún momento de la tarde, Nick se cruzó en el patio del instituto
con la chica de la gabardina verde. Debía de ser Darleen Pember. Solo la
conocía de vista, pero recordaba que Jamie le había echado el ojo. Y él le
debía a Jamie un montón de favores.
Nick miró en derredor, intentaba descubrir la presencia de Colin. De
ninguna manera hablaría con Darleen si su perseguidor estaba cerca. Sin
embargo, no vio ni rastro de él. «Venga, vamos, rápido».
La apartó de las dos chicas con las que conversaba.
—Oye, Darleen, ¿encontraste ayer una nota en el bolsillo de tu
gabardina? ¿O en algún otro lado… en uno de tus libros, por ejemplo?
Ella lo observó con una mezcla de miedo y curiosidad.
—No, ¿por qué?
—Por nada. Si llegaras a encontrar alguna, guárdala. Dásela al señor
Watson pero de tal manera que nadie se entere.
Ella se mordió el labio inferior.
—¿Es una nota como la que recibió Mohamed? ¿O Jeremy?
«¿Quiénes son Mohamed y Jeremy?».
—¿Qué tipo de notas eran?
Ella se encogió de hombros.
—No pude verlas bien. De todas formas, no estaban escritas a mano…
Eran una impresión de ordenador, eso es lo que puedo decirte. Mohamed avisó que
estaba enfermo, y hace dos días que falta a clase. ¿Sabes qué es lo que está
escrito?
Nick negó con la cabeza.
—No exactamente. ¿Puedo preguntarte algo más?
La sonrisa de Darleen estaba llena de expectación y Nick confió en que
no lo tuviera a él como objetivo. Volvió a mirar a su alrededor.
—¿Dentro? ¿O fuera?
En un primer momento, la chica no comprendió. Nick le insinuó un par
de movimientos de esgrima.
—¡Oh! Fuera, me temo. Pero no debería estarlo, no pueden hacérmelo, y
eso que ya he intentado conseguir el juego. He recorrido algunas tiendas y
además…
—Mejor apártate —dijo Nick—. Todo lo que tiene que ver con esto… Haz
como si el juego nunca hubiera existido.
—Pero…
—Lo sé. Aun así.
Ella lo miró con intensidad. Nick intentó imaginarse a ella y a Jamie
juntos en el banco de un parque, en el cine, en un prado lleno de flores.
«Bonitas imágenes». Esperaba que quizá ella le preguntara por Jamie. Mas no lo
hizo.
Por la noche estaba sentado en su habitación y no sabía qué hacer. Lo
único seguro era que no soportaba la incertidumbre. Emily había actuado con
toda la lógica del mundo al ignorarle. Claro. «A menos… a menos que el juego
le haya hablado mal de mí». La imagen se había clavado en su mente y lo
acompañó durante todo el día: el mensajero le contaba a Emily que él la había
espiado virtualmente, que ayudó a introducir un arma en el instituto. Y, para
colmo de males, habría visto su foto con Brynne, y Emily ya no querría saber
nada de él.
«Todo eso son tonterías. Emily pasó de mí porque se está tomando en
serio su camuflaje». La llamaría para aclararlo. «Ahora mismo».
Sin embargo, la chica no contestó al móvil y ni siquiera le saltó el
buzón de voz. Después de diez minutos, Nick volvió a intentarlo, y de nuevo
media hora más tarde. El resultado fue exactamente el mismo.
«Pues nada, imagino que estará jugando». Él tampoco habría cogido el
teléfono si estuviera en Erebos.
¿Y si iba a buscarla?
Sí, lo único que faltaba es que llamase a la puerta y despertara a su
depresiva madre, porque fijo que Emily no escucharía el timbre ni el sonido
del móvil. Posiblemente era eso lo que sucedía.
Se sentó ante el ordenador y meditó. Navegó por deviantART y buscó
nuevas anotaciones en la página de Emily. Pero desde «Noche», el poema que ya
conocía, no había subido nada nuevo.
El resto de la noche la pasó con sus padres frente al televisor. No
fue capaz de recordar cuándo fue la última vez que lo había hecho. Su padre se
alegró de ello, se le notaba.
—Matarse estudiando no tiene sentido —dijo, y le dio a Nick unas
palmaditas en la nuca.
Esa noche, Nick soñó con el cementerio de Erebos: desesperado, buscó
la lápida de Sarius, pero los epitafios estaban escritos en unos enredados
signos que no conocía.
Durante varios días, Emily no asistió al instituto. Nick estaba
sentado en la clase de Química y fijaba la mirada en el sitio de ella. Lo que
más deseaba era llorar. Conocía cómo se las gastaba el juego. Erebos se había
apoderado de ella como lo había hecho con los demás.
«No debí dejarla sola. ¿Por qué tendría Emily que ser inmune?». Pero
ya era demasiado tarde. No se podía hacer nada, no quería hablar con él, ya no
le dejaría acercarse, solo querría cumplir sus encargos. Tenía que haberle
hablado más sobre el juego, pero en lugar de hacerlo había permitido que se
metiera en la boca del lobo.
En la pausa la llamó por teléfono, pero ella no le respondió. «Está
bien». Entonces iría a su casa al salir de clase.
Después de tomar esa decisión se sintió mucho mejor. Hablaría con
Emily y le recordaría su plan: detener a Erebos. A fin de cuentas, la idea fue
de ella.
La intensa emoción lo acompañó hasta la clase de Literatura inglesa,
cuando abrió su libro y encontró una nota doblada. El no la había puesto allí.
Su corazón se aceleró. Desdobló la nota.
«Hay una cama libre junto a la de Jamie», habían escrito con letras
mal trazadas.
Nick respiró hondo. Confió en que nadie advirtiera que se había
asustado. Con el rabillo del ojo buscó a alguien que le observara o que
espiara su reacción, pero todos aparentaban estar centrados en sus asuntos.
Helen bostezaba y se rascaba ausente el cuello. ¿Colin? Leía. Dan y Alex
cuchicheaban. «¿Han sido ellos?». Alex sonrió a Nick con ostentosa simpatía,
pero, tal vez, esa era su manera de camuflarse.
Volvió a doblar la nota y la guardó en el bolsillo de su pantalón.
«Así que hay una cama libre al lado de la de Jamie… Malnacidos». Con esto,
prácticamente lo estaban admitiendo. El accidente había sido planeado y
alguien había saboteado los frenos de Jamie. «Por un puto juego».
En ese momento se llenó de un odio tal, que deseó saltar de su silla,
cogerla y romperles la cabeza. «Para que se hagan una idea de lo divertido que
es sufrir un traumatismo craneoencefálico». Volvió a ver a Colin y, de repente,
tuvo la incontenible necesidad de lanzarse a su garganta. Saltó de su silla.
—¿Sí? —preguntó el señor Watson—. ¿Ocurre algo, señor Dunmore?
«Me estoy volviendo loco».
—No me encuentro bien… Algo me ha sentado como una patada en el
estómago.
Nick estaba seguro de que el señor Watson había entendido el doble
sentido de sus palabras. Se lo notó en el gesto, por eso no siguió preguntando.
—Entonces tal vez debería usted irse a casa.
—Sí. Gracias.
A Nick no le importaba que alguien pensara que el miedo que le había
causado la nota de amenaza lo perseguiría fuera del instituto. No era
relevante. Lo importante era Emily, tenía que hablar con ella, Emily aún no se
había adentrado tanto en el juego como para no poder influir de algún modo en
ella con ciertas explicaciones. Solo debía recordarle la teoría de Jamie y
enseñarle la nota. «Ahora. Rápido».
Sacó el móvil de la mochila, por última vez intentaría llamarla.
«Mensaje nuevo» le reveló la pantalla.
Oprimió la tecla Leer.
Bajo
ningún concepto me mandes mails ni me busques x msn o Skype. Si puedes, ven a
las 4 de la tarde a Bloomsbury, Cromer St. 32. No digas nada a nadie y
asegúrate de que nadie te sigue. Emily.
Tragó saliva, y miró inquieto a su alrededor. Volvió a observar la
pantalla. Ningún mail, nada de msn,
¿por qué? «¿Emily sabe algo que yo desconozco?». Tomó aliento con fuerza y trató
de ordenar sus pensamientos. Por lo menos en el sms aún parecía como si Emily
estuviera en sus cabales. ¡Y quería verle! Pero todavía faltaban tres horas
para las cuatro. Nick no tenía ni idea de cómo podría dominar su impaciencia
hasta entonces.
Al final, ocupó su tiempo en asegurarse de que de verdad, de verdad,
no lo seguía nadie. Nadie habría tomado un camino tan largo para llegar a
Cromer Street ni se habría subido a tantas líneas del metro.
Capítulo 25
Frente a la casa marcada con el número 32 se hallaba un tipo de
aspecto estrafalario. Tenía la barba color rojo fuego, el mismo que su largo
cabello. Llevaba trenzas en ambos. Debía de estar esperando a Nick, pues avanzó
hacia él tan pronto como reconoció su rostro.
—Tú eres Nick, ¿verdad? La joven te describió muy bien. Yo soy Speedy.
Ven.
Speedy condujo a Nick por una estrecha escalera hacia el segundo piso
del edificio. Allí abrió una puerta de madera verde.
—Entra, por favor. ¿Te apetece un refresco, una cerveza o un Ginseng
Oolong? Victor considera que el té es bueno para la mente… A él le funciona.
Nick, que además de un breve saludo no había abierto la boca, pidió un
vaso de agua. «¿Por qué me ha dicho Emily que venga hasta aquí? ¿Ha venido
ella?».
Siguió a Speedy desde la extravagante y atiborrada cocina hacia la
amplia habitación colmada de zumbidos. Nick contó doce ordenadores, aparte del
portátil de Emily, que estaba sentada en un rincón frente a la ventana con los
auriculares puestos. Miraba muy concentrada su pantalla.
—Es mejor no molestar —dijo Speedy—, por ahora hay muchísimo
movimiento. Ven, te voy a llevar con Victor.
Speedy condujo a Nick junto a un enorme montaje de diversos aparatos
electrónicos, tras los cuales se escondía un hombre corpulento y vestido de
negro. Nick lo observó solo un instante, al segundo atrajo su mirada una
pantalla de al menos veintidós pulgadas y en la que un hombre lagarto de color
lila tornasol estaba derribando a un monstruo con forma de gusano. Había sido
muy diestro con la espada y fulminante con sus movimientos. Los rechonchos
dedos del jugador volaban sobre el teclado y dirigía el ratón con la misma
precisión que si manejara un escalpelo. El colosal gusano no tenía ninguna
oportunidad, a pesar de sus dientes afilados como agujas. De un solo tajo quedó
partido en dos mitades. La parte delantera, la dentada, continuó peleando hasta
que el lagarto le cortó la cabeza.
Speedy retiró de la oreja del hombre uno de los auriculares.
—¡Ha llegado Nick!
—¡Ah, justo a tiempo! ¿Me sustituyes?
—Claro. Por cierto, Nick solo está tomando agua.
—Eso no puede ser —el hombre se puso de pie y se estiró. Como mucho,
le llegaba a Nick a la barbilla—. Por lo menos tienes que probar mi té. Me
llamo Victor.
—Mucho gusto.
—Vamos a la habitación de al lado, allí podremos charlar
tranquilamente.
Hizo tomar asiento a Speedy, quien ya tenía al acecho más enemigos, le
puso los auriculares y señaló hacia una puerta cubierta de grafiti. Nick ya
tenía el picaporte en la mano, y en ese momento se le ocurrió algo.
—Despedaza al gusano —gritó a Speedy—. Córtalo en trocitos, tan
pequeños como puedas. ¡Quizá encuentres algo!
Speedy levantó el dedo gordo y comenzó a desmenuzar a su contrincante.
—No tan rápido —dijo Victor—. Si no, se va a dar cuenta de la
diferencia. Tienes que mantener el ritmo que llevaba yo.
Del pecho de Speedy escapó un profundo suspiro. El hombre lagarto lo
despedazó con mayor lentitud, aunque de todas maneras tenía la rapidez y la
destreza de un cocinero japonés de sushi.
—Ve tú delante —dijo Victor—. Yo voy por té.
Detrás de la puerta llena de grafiti había tres sofás enormes y otras
tantas mesitas. Ningún mueble combinaba. Nick no era quisquilloso, pero esa
combinación de colores le provocaba un ligero dolor de cabeza. Se sentó en el
más feo de los sofás, uno verde oliva con botones de rosas amarillas y barquitos
de vela azules… Así podría verlo lo menos posible. Segundos más tarde, Victor
entró por la puerta con una bandeja, y con la mirada le dio a entender a Nick
que detrás de esa mezcla de estilos se escondía un sistema.
—¿Porcelana victoriana color violeta o la de los Simpson?
—Como tú eres Victor… te cedo la victoriana —dijo Nick y aceptó la
taza en la que Homer posaba sobre la inscripción «Intentarlo es el primer paso
hacia el fracaso».
Mientras Victor daba sorbitos a su abombada taza con los ojos cerrados
y cierto embeleso, Nick tuvo ocasión de examinarlo más atentamente: le echó
unos veintidós o veintitrés años. A primera vista parecía mayor, tal vez por la
barba. Tenía un largo y retorcido bigote de mosquetero y una puntiaguda perilla. Victor parecía un
Portos. Un gótico con pendientes en forma de calavera, grandes como doblones, y
al menos un anillo de plata en cada dedo. En los anillos, las calaveras
habrían obtenido la mayoría parlamentaria, seguidas por las serpientes. Para
compensar, un solitario ángel pendía de un collar.
—Tómate tu té —dijo Victor.
Nick lo probó como mandaba la educación y quedó sorprendido por su
sabor. Estaba buenísimo.
—Emily nos ha traído algo insólito —exclamó Victor después de otro
sorbo de té—. Sé un poco de juegos de ordenador, debes saber. Pero nunca había
tenido en las manos algo como Erebos.
—¿Te lo dio así, sin más?
—Sin darme ninguna pista. Muy obediente en el marco del tercer ritual.
Soy su novicio —se retorcía entre los dedos el bigote y sonreía—. También soy
novato, he empezado a jugar esta mañana —y le hizo una reverencia a modo de
saludo—. Squamato, hombre lagarto. En realidad quería llamarme Brócoli, pero el
encantador gnomo de la torre habría saltado encima de mi escudo de bronce. Me
explicó que a Erebos no le agradan las bromas. El sentido del humor no es el
fuerte de este juego.
Colocó su taza en la mesita.
—¡Pero es tan interactivo! ¡Dios mío!
—Habla contigo, ya lo sé —dijo Nick—. Uno pregunta y obtiene
respuestas lógicas y auténticas. ¿Tienes una idea de cómo funciona?
—Cero. En realidad, primero pensé que habría alguien sentado ante una
terminal central haciéndose pasar por el mensajero o ese tipo muerto. Pero eso
no puede explicarlo todo. Emily dice que hay una multitud de gente jugando.
¿Cuántos crees que son?
Nick pensó en los combates en la arena. Y esa vez faltaba gente.
—Más o menos trescientos o cuatrocientos. Quizá incluso más.
—Claro. Se necesitaría todo un ejército de mensajeros que, además,
deberían tener en mente cada una de las misiones y conexiones cruzadas. Una
capacidad de retentiva de este tipo puede dominarla un ordenador miles y miles
de veces mejor que cualquier ser humano, pero no es habitual en su campo el
llevar una conversación compleja.
La taza de té de Victor estaba vacía, volvió a servirse y a llenar la
taza de Nick.
—Háblame más sobre los encargos. Ayer Emily tuvo que observar cómo una
chica de trece años iba a comprar un aerosol de pimienta. Ni Emily conocía a
la chica, ni la chica a ella… Probablemente era de otro instituto. Pero el
mensajero le proporcionó a Emily una foto y el nombre de la chica, además de
la hora de la compra y la dirección de la tienda. Qué curioso, la verdad. ¿En
qué consistieron tus encargos? ¿Hay algo que pueda darnos un patrón?
Nick se esforzó en pensar.
—No, lo siento. Una vez tuve que llevar una caja de madera de
Totteridge al viaducto Dollis Brook. La caja apareció después en nuestro
instituto, y dentro había una pistola. Luego, en otra ocasión tuve que sacar
fotos de un tipo y de su coche y también tuve que… invitar a alguien a un café.
Victor resopló sonriente.
—No suena muy amenazante. ¿Alguna idea de por qué tuviste que hacer
todo eso?
—No. Solo en el último encargo, de eso
estoy seguro. Debía poner Digotan en el té de nuestro profesor de Literatura
inglesa. A él le parece que Erebos es… bueno, peligroso, e intenta alejar a
la gente de él. Uno de los gnomos me dijo una vez que debemos tratar a los
enemigos como enemigos y creo que es eso lo que el juego imagina.
Victor observó
preocupado su taza.
—¿En el té? —preguntó, como si eso fuera lo más
reprobable del encargo.
—Sí. Pero me dio miedo y me expulsaron
del juego —a Nick le sorprendió cuánto bien le hacía hablar de eso. De repente,
todo parecía menos amenazante.
—¿En algún momento te has preguntado
por qué el juego exige lo que exige? —quiso saber Victor después de una
breve pausa.
No, no lo había hecho. No en serio. Bueno, un par de veces se le había
cruzado por la cabeza una pregunta similar, sobre todo con lo de la cita con
Brynne y aquello de las fotos. «¿Quién sacaría provecho de todo esto?».
El pensamiento pasó rápidamente a segundo término. Eran simples
tareas. Obstáculos que uno debía superar para seguir avanzando, como en uno de
esos juegos en los que hay que seguir las pistas ocultas en papelitos que es
necesario encontrar.
—Pensaba que solo se trataba de hacer
el juego interesante, emocionante —dijo y entendió por fin, una vez puesto en palabras,
lo improbable que eso era.
—Si no me equivoco, en ese caso el
juego hace que sus jugadores interactúen como una máquina bien engrasada —dijo Victor, pensativo—. Uno
esconde algo, el siguiente lo recoge y lo lleva a otro lugar. Uno compra algo,
el siguiente lo observa mientras tanto e informa para que el juego planee sus
siguientes movimientos. Eso me quedó claro después de que Emily me contase que
trabajáis en algo que nadie puede entender a ciencia cierta, porque cada uno
conoce solo una pequeña parte. Una o dos teselas del gran mosaico —asintió—. Y
ahora ya estoy dentro, pero quiero ver todo el cuadro, ¡maldita sea!
«Todo el cuadro». Por una fracción de segundo, un cuadro completo
vibró en la cabeza de Nick, una imagen colorida y de fiar, pero se esfumó antes
de que supiera qué había sido.
—¿Sabes qué me ayudaría? Escuchar más historias como la tuya. Conocer
qué misiones ha ordenado el juego. Entonces podríamos armar el rompecabezas de
los encargos, y ¿quién sabe? —Victor se frotó las manos—, quizá al final
resulta que estamos buscando el Santo Grial o algo así, ja ja ja.
El buen humor de Victor era contagioso.
—Si quieres, intento tantear a los antiguos jugadores —propuso Nick—.
Pero puede ser que nadie me cuente nada… Cuando a uno lo expulsan del juego se
le da la orden de no abrir la boca.
—Vale la pena intentarlo. Aquí, mientras tanto, haremos nuestra propia
labor de investigación a pequeña escala. Espero que pronto llegue mi hora de
subir al siguiente nivel. Mi tornasolado Squamato todavía es un uno, es para
echarse a llorar.
—Tienes que meterle en dificultades. Cuando está a punto de morir,
llega el mensajero y te salva, te da un encargo y cuando la has cumplido, pasas
al siguiente nivel.
Victor se golpeó la frente con la mano.
—¿Me estás diciendo que juego demasiado bien como para avanzar? Eso es
perverso… Espera, tengo que decirle a Speedy que cometa unos cuantos errores…
Victor salió a toda prisa y regresó un minuto más tarde riéndose a medias.
—Speedy está peleando con un esqueleto de dimensiones sobrehumanas.
¿Quieres verlo?
La vieja emoción se hizo presente en el estómago de Nick. Sí, quería
verlo, estar allí, por supuesto.
Se colocaron a cierta distancia tras Speedy. Este hizo que Squamato se
lanzara directamente hacia el esqueleto más fuerte, cuya cabeza estaba adornada
con una corona. No podían escuchar lo que pasaba: los auriculares estaban
reservados para Speedy. Sin embargo, vieron cómo el cinturón de Squamato cada
vez se ponía más y más gris. Un golpe del rey esqueleto que no pudo detener del
todo, otro más… y ahí yacía con un último resto de vida apenas visible
mientras el combate continuaba a su alrededor.
Nick se clavó las uñas en la palma de la mano. No conocía a muchos de
los combatientes participantes, solo a los de la arena. «¡Un momento! ¡Ahí
está Sapujapu!». Así que seguía con vida, eso estaba bien. Más allá peleaba Lelant,
eso le gustó menos. Nick siguió centrado en la pantalla y de pronto descubrió
que estaba buscando a Sarius. «Qué ridículo». Ridículo también que además
echara tan horriblemente de menos a su otro yo.
Minutos más tarde concluyó la batalla y apareció el mensajero.
Sin quererlo, Nick retrocedió un paso, se dio cuenta de que había
reaccionado como un idiota y volvió a colocarse detrás de Speedy. Las palabras
del mensajero aparecieron en un plateado familiar con fondo negro.
—Lelant ha combatido como un héroe, a él le corresponde la mayor
recompensa.
Entregó al elfo negro un costal de oro y un escudo que brillaba como
una estrella. Sapujapu, algo herido, obtuvo tres frascos de pócima curativa.
«Eso es mucho». Nick se alegró por él. A los otros los despachó con cosas
mediocres hasta que el mensajero finalmente se dirigió a Squamato.
—Al principio has sido magistralmente diestro. Luego, de pronto, muy
débil. Eso no me gusta.
—Mira tú por dónde —dijo Victor.
—Lo siento, me distraje. No volverá a pasar —tecleó a toda prisa
Speedy.
—Eso espero por tu propio bien. Estás prácticamente muerto. Si te
quedas aquí morirás. Si me sigues, te salvaré. ¿Qué decides?
—Voy contigo.
—Bien.
El mensajero cargó a Squamato en su montura y partieron cabalgando.
Nick lamentó no poder escuchar la música que acompañaba el galope.
Después pasó lo que siempre pasaba: en una cueva, el mensajero puso
las cartas sobre la mesa: Squamato vivirá y se convertirá en un dos si cumplía
un encargo.
—Ve hoy a las siete de la tarde al Cavalry Memorial en Hyde Park.
Detrás del monumento hay unos bancos blancos. Debajo del tercero por la derecha
encontrarás un sobre con una dirección y unas cuantas palabras. Luego ve a esa
dirección y copia esas palabras como un grafiti en la pared del garaje. Después
fotografía tu obra y Erebos te dará la bienvenida como un dos.
—No es cualquier cosa —murmuró Nick.
Speedy reaccionó con absoluta corrección, haciéndose el sorprendido.
—Creo que no estoy entendiendo bien. No tiene nada que ver con el
juego.
—Claro que sí, Squamato… Más de lo que te imaginas.
—¿Hablas del auténtico Hyde Park y el auténtico Cavalry Memorial?
—Así es.
—¿Y si no encuentro nada debajo del banco? ¿Si no hay nada?
—Entonces regresas y me lo haces saber. Pero no mientas. Me daría
cuenta.
Speedy intercambió una mirada con Victor, que parecía incómodamente
desconcertado.
—El encargo no es muy legal —tecleó Speedy—. ¿Qué pasa si alguien me
pilla?
El mensajero se cubrió la cara con la capucha, y los ojos amarillos
brillaron desde la oscuridad.
—Hasta ahora solo te han pillado una vez. Pon toda tu destreza en
esto y no me vengas con lamentos. Nos vemos cuando hayas cumplido con tu
misión.
Y la oscuridad se adueñó de Erebos.
—A lo mejor esto es absurdo —exclamó Victor.
Le hizo señas a Nick y Speedy para que fueran a la habitación de al
lado, porque parecía que Emily había llegado a una parte difícil del juego.
Escuchaban cómo hacía clics y más clics con inquietud.
—¿Qué quería decir con eso de «solo te han pillado una vez»? —Nick
estaba verdaderamente sorprendido—. ¿En qué te han pillado?
—Hace unos años tuve una breve carrera como vándalo grafitero —dijo Victor—.
Pero cómo se ha enterado el de los ojos amarillos… no tengo ni idea. Qué
putada. Hubiera preferido transportar cajas de madera por todo Londres en vez
de arriesgarme a una denuncia por daños materiales.
—Pero ¿lo habéis notado? —mencionó Speedy—. No se ha dado cuenta de que
estaba jugando yo en lugar de Victor. Solo le ha molestado que al final
mostrara poca habilidad.
—Sí, eso ha funcionado. De todas maneras, no vamos a arriesgarnos. El
juego es tremendamente inteligente. Mientras no podamos averiguar algo más,
nos mantendremos en el lado seguro. Además, dentro de muy poco serás mi
novicio. De acuerdo, ¿verdad?
Speedy se pasó la mano sobre su roja cabellera.
—Eso espero. Llámame en cuanto estés listo, ahora me voy. Seguro que
Kate me está esperando.
Después de que Speedy se marchase, Victor empezó a revolver en sus
armarios. «Está buscando viejas latas de spray», pensó Nick. Emily seguía
sentada en su rincón y continuaba completamente concentrada en su juego.
¿Debería irse? ¿Debería quedarse y esperar a Emily? Indeciso, hojeó
una de las revistas sobre ordenadores que se amontonaban por todos lados en
las mesas. Aún no lograba entender a Victor. ¿Ese era su apartamento? ¿Su
oficina? ¿Ambas cosas? En resumidas cuentas, ¿a qué se dedicaba?
No era momento para preguntas: Victor luchaba contra montañas de papel
que querían abrirse camino fuera de los armarios.
¿Contra qué luchaba Emily?
Nick se acercó casi de puntillas para no molestarla y echó un ojo por
encima de su hombro. Hemera corría por una especie de túnel. Para ser una
tres, poseía una muy buena coraza y una espada decente.
Delante y detrás de ella corrían personajes familiares: Drizzel,
Feniel y Nurax. Hemera
había caído en los mismos círculos en los que Sarius se movió en el pasado.
Se oyó un fuerte ruido. Un par de carpetas con documentos cayeron de
golpe sobre el suelo. Victor había dado al traste con el precario equilibrio de
su armario, y todo su contenido le había caído encima. Algunos cartuchos de
tinta para impresora vacíos saltaron de una repleta caja de zapatos hasta su
cabeza.
Emily se giró y echó un vistazo rápido, pero al segundo volvió a
concentrarse en su juego. Había salido del túnel a la luz, y ahora estaba
quieta debajo de un árbol enorme que tenía entre las hojas una corona dorada.
Bajo este ardía una hoguera y tenía lugar una pausada conversación.
¿Había novedades? No, la discusión giraba en torno a la dificultad de
encontrar cristales mágicos.
Una mirada al reloj hizo saber a Nick que pronto serían las seis. Era
mejor que se fuese ahora. Victor también se iría pronto si quería llegar
puntual a Cavalry Memorial.
La última luz del día se reflejó en el cabello de Emily. No habían
cruzado palabra desde que Nick entró por la puerta, pero estaba bien, no debía
distraerla. Estaba preciosa. No podía irse así como así, tenía que llevarse un
recuerdo. Y si no eran palabras, entonces sería una imagen. Sacó su móvil del
bolsillo del pantalón y sacó una foto de Emily ante su portátil. Ella ni
siquiera se dio cuenta. Nick guardó con sigilo el móvil, como un tesoro. Ahora
sí la llevaría consigo.
Victor finalmente había encontrado sus latas de aerosol.
—Espero que no estén secas —murmuró, y sacudió una con etiqueta verde.
—Ya me voy —dijo Nick.
—Está bien. Recuerda que no debes enviarnos ni a Emily ni a mí mails
embarazosos. No estoy muy seguro, pero no me sorprendería mucho si el juego
tuviera acceso a tus mensajes. Y entiende lo que escribimos, no lo olvides.
Nick prometió recordarlo. Maldita sea, ya no podía dejar de pensar en
ello. ¿Leería el mensajero su correo?
En el camino de regreso a su casa, contempló en el metro una y otra
vez la fotografía que le había hecho a Emily. Le habría encantado besar la
pantallita del móvil, pero decidió esperar hasta estar a solas.
Capítulo 26
—Ni lo pienses, olvídalo —dijo Greg.
Aunque apenas habían pasado dos semanas desde su caída, las quemaduras
en la piel aún podían verse con claridad.
—Solo los encargos —le pidió Nick por segunda vez—. No necesito saber
quién ni qué eras, solo lo que el mensajero te encargó. Es importante.
—¿Para qué? Estás fuera. Tampoco podrás volver a entrar, da igual lo
que intentes, créeme.
¡Era para volverse loco! Desde el inicio de la semana, Nick intentaba
encontrar ex jugadores para interrogarlos, pero los resultados obtenidos eran
deplorables. Justo en ese momento, Greg intentaba largarse de ahí, pero Nick lo
detuvo con firmeza por las mangas.
—¡Por favor! No nos ve nadie… yo también puedo contarte lo que hice.
Anda, dímelo.
—¿Y qué gano con eso? Pasaron cosas de las que no estoy muy orgulloso,
y no voy a contártelas, Dunmore. Y ahora deja que me vaya.
Liberó sus mangas y desapareció en una de las clases.
Nick lanzó un estruendoso juramento, miró a su alrededor y vio que Adrian pasaba por ahí a
toda prisa. «Como la mala conciencia en persona». Nick se lanzó tras él a la
carrera.
—¡Eh! ¡Espérame! ¿Nos estabas espiando?
Adrian lo miró con su pálido rostro.
—No he oído nada. ¿Qué era lo que Greg no quería contarte?
Cierto, era injusto que Nick descargara su frustración con Adrian,
pero no había nadie más por allí cerca.
—¡Deja de andar espiando! Ya verás, algún día te vas a llevar tal
golpe, que no sabrás ni por dónde andas.
—Deja al chaval en paz —dijo una profunda voz a la espalda de Nick.
Helen. Ahora sí que ya no entendía nada.
—¿Qué pintas en esto? —le gritó Nick.
—He dicho que le dejes en paz. Si vuelvo a enterarme de que le estás
amenazando, no volverás a reconocer tu cara de perro en el espejo.
La mirada de Nick fue de Adrian a Helen y vuelta. Estaba perplejo.
—No le he amenazado —exclamó—. Le he informado. ¡Y tú sí estás
amenazando, y además a mí!
—Veo que te has enterado. Ahora lárgate.
A Adrian se le notaba tan estupefacto como Nick por la intervención
de Helen.
—Está bien, Helen, en realidad no me ha hecho nada.
—Bueno —dijo Nick—. Eso lo sabes tú y lo sé yo, pero está claro que
ella piensa que necesitas una niñera.
Nick los dejó ahí, parados.
En la siguiente hora, tenía clase de Literatura inglesa. Observó al
señor Watson, sin poner atención en su discurso sobre el teatro isabelino. Llevaban varios días sin novedades sobre
Jamie, y eso era mucho mejor que tener malas noticias. Pero ¿alguien se
atrevería a darles malas noticias?
Al final de la clase se dirigió con determinación y sin esconderse a
la mesa del señor Watson. No quería que nadie pensara que Nick tenía algo que
ocultar.
—¿Sabe cómo sigue Jamie? —preguntó con la boca seca—. Quería llamar a
sus padres pero no he podido hacerlo. Había pensado que tal vez usted podría
decirme…
—Aún sigue en coma inducido —dijo el señor Watson—. Aunque al parecer
no está tan mal. La cadera va sanando bien. La mayor preocupación es la herida
en la cabeza… Puede tener consecuencias que lamentar, pero supongo que eso ya
lo sabes.
«Nada nuevo». Nick le dio las gracias y abandonó el aula mientras le
lanzaba una mirada rápida a Emily. Ella no se la devolvió: estaba hablando con
Gloria, le envió un saludo a Colin y a él lo ignoró por completo. Hacía días
que ya no cruzaban palabra, y Victor tampoco le llamaba. Nick revisaba su móvil
a cada rato con la esperanza de encontrar un mensaje de texto con una
invitación a Cromer Street. «Nada».
La siguiente hora era libre. El abundante tiempo libre entre clase y
clase era algo de lo que se habría alegrado al principio del sexto año, pero
ahora le disgustaba. No había nadie con quien estar. Aunque tampoco eso era del
todo cierto. Había miles de temas aparte de Erebos sobre los cuales podría conversar
con otros, fueran jugadores o no. Por ejemplo, Jerome, que estaba sentado más
adelante y se aferraba a su lata de Red Bull.
—Hola, Jerome. ¿Cómo andas?
—¡Mmm!
—¿Fuiste el último día al entreno de baloncesto? Yo no, pero le envié
un mail a Betthany para que no se pusiese otra vez como loco.
—Muy inteligente de tu parte —Jerome cerró los ojos y dio un sorbo a
la bebida.
—¿Entonces sí fuiste?
—Sip.
—Estuvo bien.
Nick se dio por vencido. Hablar precisamente con Jerome no había sido
una buena idea, era de esos que no hablan mucho que digamos. «Cualquiera diría
que cada palabra le cuesta dinero».
—Bueno, pues hasta la vista —dijo Nick y se fue de allí. Todavía tenía
que hallar una forma de matar el tiempo.
Cuando se dirigía hacia la biblioteca, Eric lo detuvo.
—¿Tienes un momento?
Nick no pudo evitarlo, la mirada de Eric volvió a despertar sus celos.
«Esa apariencia tan prudente, tan adulta…».
—¿Sí? —preguntó Nick.
—Estoy preocupado por Emily. ¿Crees que está jugando a ese juego que
os traéis entre manos?
Nick sonrió. Emily no había iniciado a Eric.
—No tengo ni idea. De hecho, yo ya no estoy dentro, ¿sabes?
—¿Y eso? —dijo Eric alzando las cejas—. Me alegro por ti.
Nick estuvo a punto de soltarle una bordería. «¿Y a ti qué te
importa?». Se la tragó, tal vez Eric podría serle de ayuda.
—Sí, últimamente también pienso lo mismo. El problema es que me
gustaría hablar con algunos de los… implicados. Sé que no soy el único ex
jugador aquí, pero no tengo acceso al resto.
Eric frunció los labios.
—¿Te sorprende? ¿Por qué habrían de confiar en tí? Ni siquiera puedes
demostrar que ya estás fuera de Erebos.
Había algo de cierto en ello. Pero…
—Si tú les dijeses que pueden confiar en mí, seguramente lo harían.
—Puede ser. Pero mira, Nick, casi no te conozco. Sé por Jamie que has
cambiado mucho. No puedo poner la mano en el fuego por ti.
«Increíble». Eric era simpático hasta cuando te rechazaba. Nick
comenzó un nuevo intento.
—Quiero hacer algo contra Erebos. Yo he jugado, conozco los
mecanismos. La mayoría por lo menos. Pero detrás del juego hay algo más. Tengo
que descubrir qué es y para eso necesito más información.
Eric se encogió de hombros de forma compasiva.
—Puedo entenderlo muy bien. Pero he prometido a la gente que ha
hablado conmigo no dar ninguna información. Y voy a cumplirlo, como imagino que
entenderás.
«Todos están cerrados como ostras, no importa de qué lado se
encuentren», pensó Nick.
—De acuerdo —dijo—. Entonces cada cual tendrá que arreglárselas por su
cuenta.
Le causó ansiedad la mera idea de presentarse a Victor con las manos
vacías. ¿A quién más podía dirigirse? «A Darleen». Ya estaba fuera. Además,
había mencionado a un tal Mohamed y a un tal Jeremy, que recibieron cartas de
amenaza, pero eso no significaba nada. Aisha también había recibido una y
continuaba en el juego. Greg estaba fuera, pero no soltaba prenda.
Nick se dirigiría a Darleen. No daba la impresión de estar intimidada
o cerrada en banda. Después de buscarla un rato, la encontró en la cafetería y,
entre las risitas de sus amigas, le pidió que lo acompañara fuera, al pasillo,
donde había más calma y podía tener la situación bajo control. Ni Colin ni Dan
ni Jerome.
—Otra vez tú —dijo ella sonriente—, Nelly y Tereza tienen mucha
envidia.
«La verdad es que haría buena pareja con Jamie», pensó Nick.
—Oye, Darleen —tanteó con precaución—, tú dijiste que ya no estabas
jugando. Hazme un favor: cuéntame algunas de las cosas que te pasaron cuando
aún estabas dentro.
Parecía insegura.
—Pero si tú mismo me dijiste que debía hacer como si el juego no
existiera.
Nick miró en derredor.
—Solo necesito que hables esta única vez al respecto. Conmigo.
Oyó que se acercaba gente, así que cogió a Darleen de la mano y la
condujo a una clase vacía. En cuanto entraron, cerró la puerta y se apoyó en
ella.
—¿Qué quieres que te cuente?
—¿Qué encargos tuviste que cumplir, por ejemplo? ¿Algo en especial?
Se quedó pensando mientras observaba de reojo a Nick, como si no
estuviera segura de si debía confiarle a él ese tipo de cosas.
—¿Recuerdas los ordenadores portátiles que robaron?
—Sí, claro.
—Yo estuve involucrada. Hice de espía. Si se acercaba alguien, tenía
que dar la alarma por móvil. Pero no se lo digas a nadie, de todas formas lo
negaré todo.
A Nick le costó trabajo asimilar la información.
—¿Sabes qué fue de los portátiles?
—No. Pero puedo imaginármelo. Estaban pensados para los que no podían
entrar en el juego porque no tenían un ordenador propio. Creo que Aisha
recibió uno.
Eso tenía sentido, pero no le serviría a Victor como pieza del
rompecabezas.
—¿Algo más?
—¡Dios mío, qué curioso eres! —dijo ella con un suspiro—. Sí,
fotocopié unos documentos que saqué de un cubo de basura en Kensington Gardens.
Pero no me preguntes de qué se trataba exactamente. Cosas jurídicas, todo un
montón de papeles. No entendí ni una sola palabra.
Nick habría dado un brazo por poder echar un ojo a esos asuntos
jurídicos.
—¿Algo más? ¿Has amenazado de algún modo a alguien o… has destruido
algo?
En ese momento desvió la mirada.
—No. Pero sé a qué te refieres. No, no lo hice. El resto de mis
encargos fueron cosas insignificantes. Escribirle a alguien un trabajo de
clase, comprar una tarjeta de móvil y dejarla en algún sitio, cosas así.
—¿Y por qué te echaron?
—Porque la loca de mi madre me castigó tres días sin Internet.
Después el mensajero consideró que yo ya no tenía ningún valor para él. ¿No es
una desfachatez? ¡Todavía se me saltan las lágrimas de pura rabia! ¡Como si
hubiera sido culpa mía!
—Vale. Gracias —dijo Nick—, me has ayudado mucho, pero creo que es
mejor que te vayas antes de que alguno de los vigilantes de las reglas nos
encuentre aquí.
Ella asintió.
—La verdad es que es una cosa de locos, ¿no? ¿Crees que nos hemos
cruzado en algún momento en el juego?
Nick sonrió.
—No sé. ¿Cómo te llamabas?
En un primer instante, Darleen titubeó un poco, luego se encogió de
hombros.
—Samira.
—¡Eh, entonces sí que nos encontramos de verdad! Eras una mujer gato,
¿no? ¡Y ya estabas dentro cuando yo empecé!
—¿En serio? ¿Tú quién eras?
En algún punto, muy dentro de sí, sintió Nick una punzada al pensar en
ese otro yo que había sido en el pasado.