Erebos - Ursula Poznanski (Parte 2)


Segunda parte

Capítulo 27

Por fin llegó el sábado. Y por fin llegó una invitación de Victor. Todos iban a pasar la noche en su estudio, como él lo llamaba.
—Jugar, charlar, tomar té —dijo por teléfono—. Tienes que venir no importa cómo. ¡Ha encontrado algunas cosas muy in­teresantes!
—Me alegro de que vuelvas a salir con gente —dijo su ma­dre cuando Nick le contó sus planes—, últimamente ha sido muy difícil apartarte de tu mesa.
Nick emprendió el camino con un saco de dormir, una col­choneta aislante y una enorme provisión de comida basura. Debía de tener un aspecto muy extraño. En cada cruce, en cada esquina, miraba a su alrededor para cerciorarse de que nadie lo seguía. Además, dio muchos rodeos y tomó varias lí­neas del metro para sacudirse a los perseguidores invisibles.
—¡Bienvenido, amigo! —Victor abrió la puerta y le cogió las cosas—. ¡Hace mucho que no hago una fiesta de pijamas! ¡Espero que digas sí al té y hola a Emily!
Emily estaba sentada en el mismo lugar que la última vez. Cuando Nick entró, alzó la mirada, como disculpa hizo señas hacia su portátil y se entregó al juego. Detrás de ella, en la pa­red, estaba apoyada una mochila roja de camping. «¿Ella se quedará a pasar la noche?».
Sobre el rechinante sofá de la habitación de al lado se encon­traban Speedy y una chica con el cabello teñido de negro aza­bache y uno de los lados de la cabeza completamente rasurado.
—Kate —la presentó Speedy —, mi novia.
—Mucho gusto.
Kate sonrió y dejó al descubierto unos incisivos con adornitos baratos.
—Ya es tu hora, Speedy —dijo Victor—. Sabes que no se puede dejar colgado al campeón.
—No soy idiota —gruñó Speedy y se fue.
Se sentó ante un ordenador distinto al de la última vez.
—Así tiene que ser —explicó Victor, a quien no le pasó in­advertida la mirada de Nick—. Seguramente, lo que primero revisa el programa es la dirección IP. Si la reconoce, no te deja ver el más diminuto arbolito de la secuencia de apertura.
Nick no iba tan desencaminado con la idea de usar el portá­til de Finn.
—¿Cómo te fue con tu grafiti?
—Ah, bien, todo es ponerse —Victor dejó ante Nick una taza con la figura de un pulpo, dos de sus tentáculos se entrela­zaban para formar el asa—. Encontré la papeleta, fui a la direc­ción, hice los trazos con el aerosol y nadie me descubrió.
Quitó algunas revistas de informática y sacó una foto: sobre el muro de una casa, en letras de color azul oscuro, es­taba muy bien escrito «Quien nos roba nuestros sueños nos da la muerte».
—Es una cita de Confucio —explicó Victor—. Quien­quiera que sea el programador de Erebos, le gustan mucho las citas.
Nick debió de poner cara de desconcierto, pues Victor sonrió satisfecho.
—Hazte a la idea de que Erebos no se inventó a sí mismo. Alguien escribió el código fuente, como en todos los progra­mas. Solo que este es el campeón de los programas… Una cosa inconcebiblemente buena.
Nick habría jurado que a Victor le lloraban los ojos.
—¿Sabes cuántos años se ha intentado escribir un programa que piense y hable como un ser humano? ¿Cuánto crees que vale este desarrollo? ¡Millones, Nick! ¡Miles de millones! Pero nosotros recibimos el juego gratis, ¡como el regalito que viene en una caja de cereales! ¿Por qué?
Nick no lo había visto desde esa perspectiva. Desde el prin­cipio, el juego le pareció una persona viva, y no se le ocurrió pensar en su valor financiero.
—Porque… ¿persigue un objetivo? —retomó la pregunta de Victor y fue compensado con una mirada exultante.
—¡Premio! ¡Es una herramienta, la herramienta más cara e ingeniosa del mundo! En mi mente me arrodillo con humil­dad y adoración ante su creador —tomó un trago de té—. Quienquiera que sea su programador, no se anda con chiqui­tas. ¿Qué nos está diciendo, o mejor dicho, qué le está diciendo pues al desconocido dueño del garaje?
«Quien nos roba nuestros sueños nos da la muerte».
—¿Que quiere matarle? ¿O que el otro lo amenaza de muerte?
—Exacto. A mí me suena a un toque de atención. En todo caso, no es una cita cualquiera, así como no era una dirección cualquiera.
Victor desmenuzó una galleta mientras Nick casi reventaba de impaciencia.
—¿Y? ¿Quién vive allí?
—Bueno, por desgracia eso no es tan emocionante… Un contable, divorciado, sin hijos, con un cargo directivo medio en una compañía exportadora de alimentos. Casi no puede imaginar nada más trivial que eso. Aunque claro, en su vida privada puede ser un verdadero diablo.
«Un contable». La verdad, no era muy emocionante.
—Y tú ¿encontraste piezas del rompecabezas? —preguntó Victor.
—Me temo que no. Solo encontré a una ex jugadora con ganas de hablar —Nick le informó sobre los encargos de Darleen: el robo de los ordenadores, los documentos fotocopiados y la tarjeta para el móvil.
Victor lo anotó todo.
—Quién sabe, quizá algún día comprendamos —dijo—. Va­mos a concentrarnos en las pistas escondidas en el juego. Tal vez nos revelen algo más. ¿Cómo eres de bueno en historia del arte?
«¡Ay, ay, ay!». Nick sacudió la cabeza.
—Lo siento, diste en la dirección equivocada.
—Bueno, está bien. Entonces comencemos con ornitología. ¿Qué te dice el término Ortolan?
—Es el enemigo contra el que luchan los jugadores de Ere­bos —dijo Nick, contento de saber una respuesta.
—Muy bien —Victor retorció una de las puntas de su bigo­te entre los dedos, y ahora parecía un mago antes de sacar el conejo de la chistera—. Te puedo enseñar una imagen de Or­tolan, ¿quieres?
«¿Hay una imagen?».
—Claro que quiero —dijo Nick.
Victor cogió otro ordenador portátil de la habitación de al lado.
—Este no tiene nada de Erebos. Quiere decir que podemos movernos en Internet sin que el programa se dé cuenta o nos dé una colleja —levantó la tapa del ordenador—. Bien, ahora busca «Ortolan».
Nick lo escribió en la página de Google. El primer resultado llevaba a Wikipedia e hizo clic en el link.
—Pero esto es ridículo —exclamó.
Ortolan solo era el nombre del escribano hortelano, un pá­jaro cantor de Francia e Italia. «Esto es una estupidez».
—Muy desconcertante, ¿no te parece? —murmuró Victor—. Por desgracia tampoco he podido descubrir qué nos quiere decir con esto el señor programador. Porque de que nos quiere decir algo no me cabe la menor duda. He descu­bierto otra cosa, y estoy seguro de que te gustará.
Victor aplaudió como un niño ante su pastel de cumplea­ños, puso los dedos cubiertos de anillos con calaveras sobre el teclado, pero cambió de opinión.
—No, primero quiero preguntarte algo. ¿Estuviste en algu­no de los combates en la arena? Mañana por la noche habrá otro, y todos los héroes se mean de emoción en los pantaloncitos de malla de sus armaduras.
Nick sonrió.
—Sí, estuve en un combate en la arena. Me fastidió mucho no participar en el segundo. ¡Es emocionante, ya verás!
—Excelente. Lo más seguro es que tuvieras que inscribirte, ¿verdad? Dime con quién.
Victor amaba las adivinanzas, sin duda.
—La segunda vez, directamente en la arena, con el maestro de ceremonias. La primera, con uno de los soldados que se encontraban en la taberna de Átropos.
La sonrisa de Victor dejó lugar a una expresión graciosa, pero perpleja a un tiempo.
—¿Has dicho Átropos?
—Sí. ¿Pasa algo?
—Adonde van a ir a parar estos tiempos —dijo el otro con fingida desesperación—. ¡Los niños ya no aprenden nada en el instituto! Por lo menos dime si algo te llamó la atención en el maestro de ceremonias.
—No parecía que encajase con el juego. No era como las otras figuras, sino que parecía… falso, de alguna manera. Siempre lo llamé «el grandullón de los ojos saltones».
Victor se divertía de lo lindo.
—Muy bien, muy atinado. Pero ¿no te recordaba a nada que ya conocieras?
Victor abrió los ojos e intentó imitar la expresión del rostro del personaje.
—No. Lo siento.
—Entonces mira esto.
Tecleó una dirección en el servidor y se abrió la página prin­cipal de los museos del Vaticano. Dos clics más y giró el portátil para que Nick viera la pantalla.
—Aquí tienes a tu Ojos Saltones. Pintado personalmente por Miguel Ángel.
Pasaron unos momentos antes de que Nick comprendiera de qué se trataba. Lo que Victor le estaba mostrando era una enor­me pintura en la que se amontonaban cientos de personajes. En el centro se hallaban Jesús y María, y en torno a ellos —sobre varias nubes— estaban de pie o sentados hombres y mu­jeres semidesnudos. Más abajo, unos ángeles tocaban sus trompetas y otros alzaban con energía a los humanos desde el suelo hacia el cielo. En la parte más baja de la pintura se retorcían personajes en el lodo y, más allá, un poco a la derecha del centro… estaba él. El maestro de ceremonias, tal como Nick lo había conocido en Erebos. Desnudo salvo por el ta­parrabos, con el extraño mechón de cabello sobre la cabeza y el largo bastón que aquí balanceaba como si quisiera golpear a los humanos que estaban sentados en su barca.
—Sí, ¡es él! —gritó Nick, emocionado.
—¿Sabes cómo se llama?
—No.
Victor se puso de pie y adoptó una expresión de importancia.
—Es Caronte… El barquero que en la mitología griega transporta a los muertos en su barca sobre el río Estigia al rei­no de los muertos.
Nick observó la imagen con detenimiento y se estremeció sin querer. Aquí Caronte más bien molía a palos a los muer­tos al otro lado del río.
—Quizá valga la pena mencionar a los padres de tu grandu­llón de los ojos saltones: Caronte es hijo de Nyx, la diosa de la noche… y de Erebos.
A Nick le zumbaba la cabeza.
—¿Y qué significa todo esto?
—Difícil de decirlo. Pero tal vez nos acerquemos a la respuesta si vemos el título de la obra maestra de Miguel Ángel. ¡Mira! —dirigió el cursor hacia las palabras que estaban al pie de la foto.


Miguel Ángel Buonarroti
El Juicio Final
Capilla Sixtina

—En el Juicio Final, Dios separa a los que han sido salvados de los condenados —dijo Victor—. No es un panorama espe­cialmente agradable. Y me pregunto si el juego hace algo se­mejante… Una selección. ¿Por qué razón elimina de forma tan despiadada a los que fracasan en sus encargos?
—¿No está un poco desquiciado?
Dando unos cuantos clics, Victor agrandó la imagen de tal manera que pudieran ver el gesto de Caronte.
—Puede ser que esté un poco desquiciado, pero pensó hasta en el último detalle. ¿Qué acabas de decirme? ¿El sitio donde te inscribiste para los combates en la arena se llamaba La Ta­berna de Átropos?
—En realidad, se llamaba El Último Corte —precisó Nick.
—Oh, mi niño, ¡mi pobre niño ciego! —espetó Victor teatralmente y tecleó otra vez algo nuevo—. Mira: Átropos es una de las tres moiras, es una de las diosas griegas del destino, la más vieja, la más desagradable, su labor consiste en cortar el hilo de la vida de los hombres. El último corte —con un sus­piro bajó la tapa del portátil—. El programador tiene debili­dad por la mitología griega. Eso por un lado. Cada uno de los símbolos que utiliza tiene que ver con la perdición y la muer­te. Eso por otro. Sumado a la genialidad del programa y el factor de adicción… un barril de dinamita bajo el trasero me inquietaría menos.
Sin embargo, Victor no parecía inquieto; al contrario, pare­cía muy contento. Volvió a llenar su taza y se apoyó contra el respaldo.
—Bonito y bueno —dijo Nick, después de que ambos guardasen silencio por un rato—. Pero ¿qué hacemos ahora con lo que sabemos?
—Disfrutemos por ser tan inteligentes —dijo Victor—. Y ahora tratemos de encontrar otras pistas… En algún mo­mento aparecerá alguna con la que podremos hacer algo.
Nick se pasó la siguiente media hora observando a Speedy mientras se transformaba en Quox, el bárbaro. Victor le dio una libreta y un bolígrafo y él anotó cada uno de los detalles que descubrió en la torre. Las placas eran de cobre, «¿esto sig­nifica algo?». Anotó cada frase que pronunció el gnomo y buscó mensajes ocultos. Kate le ayudó buscando raspaduras en la pared de la torre y Nick las dibujó. «¿Hay alguna imagen escondida en ellas, un plan, un nombre… algo?».
Victor permanecía sentado ante su ordenador y conducía a Squamato blandiendo la espada sobre un árido paraje. A cada par de pasos que daba saltaban víboras del tamaño de un hombre, intentaban atraparlo y desaparecían bajo tierra. Pero Victor parecía poseer un sexto sentido, pues siempre las es­quivaba y no se dejó morder ni una sola vez.
Mientras tanto, Hemera estaba de pie ante la hoguera junto con cuatro combatientes, entre ellos Nurax, y hablaban sobre las próximas luchas en la arena. Nurax le explicaba que se ha­bía propuesto ascender por lo menos dos niveles más y, si todo funcionaba como lo tenía planeado, tal vez hasta lucha­ría por obtener un sitio en el círculo privilegiado.
Emily se mecía inquieta sobre su silla. Nick supuso que la ponía nerviosa que la mirara por encima del hombro, así que se retiró con sus anotaciones a la habitación de al lado, se sen­tó en el sofá con rosas y barcos de vela y abrió el portátil que Victor le dijo que estaba limpio. La idea de que su ordenador quizá ya no lo estuviese le ponía los nervios de punta. «¿Por esa razón me insistió Emily en que no debía enviarle mails?».
Si Erebos no vigilaba este ordenador, ¿qué pasaría si Nick consultara a Google sobre Erebos?
Escribió «Erebos» y encontró el link «Erebos: el juego»… Ese fue el que le llamó la atención en su última búsqueda.
Luego hizo clic en el link y el texto que apareció era completa­mente distinto.

¡Alegría, hermoso destello de los dioses,
hija del Elíseo!
¡Ebrios de entusiasmo entramos,
diosa celestial, en tu santuario!
Tu hechizo une de nuevo
lo que la acerba costumbre había separado;
todos los hombres vuelven a ser hermanos
allí donde tu suave ala se posa.

Mientras sacudía la cabeza, Nick cerró la página. Eso ya lo co­nocía: era parte de una sinfonía de Beethoven. El texto no tenía ningún sentido. Solo estaba ahí para reservar un espacio para los jugadores no registrados que por casualidad entraran a la pá­gina. «No importa». Había que continuar con la investigación.
Abrió Google y escribió «placa de cobre». Solo encontró un montón de proveedores y fabricantes de placas y láminas de cobre; además, le quedó claro que las placas de cobre tenían algo que ver con la impresión de ilustraciones en los libros antiguos. Eso era, al parecer, un fracaso total.
Lo siguiente que buscó fue la combinación entre «serpientes» y «mitología griega». Allí estaba Hidra con sus nueve cabezas. Pero las serpientes de Victor solo tenían una. Había una ser­piente que estaba enrollada en el bastón de Asclepio y otra más que vigilaba el oráculo de Delfos. Ninguna que saliera del sue­lo. «Hasta el momento, muy mal. ¿Qué más?».
Echó una mirada a la habitación contigua a través de la puerta entreabierta. Todos estaban concentrados en el juego, solo Kate hacía ruido en la cocina. Se dirigió allí para ver si podía ayudarla en algo, pero las dos bandejas de pizza ya ha­bían desaparecido dentro del horno.
—Dime, ¿cómo se apellida Victor? —preguntó Nick.
—Lansky —Kate puso el regulador de temperatura del horno un milímetro más alto, suspiró y volvió a bajarlo—. Los hornos extranjeros son horribles, mis pizzas van a salir crudas o quemadas… solo me queda esperar que te guste el jamón italiano y un montón de cebolla.
—Oh, sí, claro que sí. Gracias —Nick volvió a su sofá y escribió en Google «Victor Lansky». Encontró un Victor Lansky en Canadá y otro en Londres. «Lotería». Victor era una persona con muchos antecedentes en el mundillo de los juegos de ordenador: hasta publicaba una pequeña re­vista sobre juegos que, aunque no salía con regularidad, te­nía buena reputación en el medio. «Ah», y aquí había algo más: un tal Zobbolino escribió en su página web que él era buen amigo de Victor Lansky, quien gozaba de buena y mala fama.

Victor y yo compartimos valiosísimos recuerdos de la época en que no había ningún muro y ninguna vía de escape segura para nuestro arte. Pintar con aerosol o no pintar con aerosol, esa nunca fue la pregunta. Nosotros éramos los coloridos dioses del medio del grafiti y, si no nos hubieran pescado esa única vez, aún estaríamos brindando colores a Londres.

Nick leyó el texto completo varias veces. Ahí estaba claramente escrito que Victor alguna vez tuvo que ver con los grafiti y que fue atrapado. Erebos pudo leerlo y por eso exigía que cada uno de los jugadores se registrara con su nombre. Probablemente investigaba a cada uno de los novatos. «¡Vaya!».
«Erebos extrae información de Internet —anotó Nick—. Eso no lo habíamos considerado hasta ahora. ¿De todo Inter­net? Seguro que Erebos analiza con detalle los discos duros y que sigue las páginas que uno visita en la red. De esta manera el juego se vuelve omnisciente».
Si eso era correcto, el juego había leído el protocolo de men­sajes de texto en el ordenador de Nick y había evaluado su diálogo con Finn. «Por eso sabía lo de la camiseta de los Hell Froze Over…».
Le habría gustado compartir sus reflexiones con Victor, pero Squamato estaba muy ocupado escalando una gigantesca mu­ralla. Impaciente, Nick se tomó dos tazas de té que para ese momento ya estaba helado. La tercera la volcó cuando intentaba coger su cuaderno para revisar sus anotaciones.
—¡Mierda! —hizo a un lado el portátil, cinco kilos de revis­tas de informática y sus anotaciones. A estas últimas les había caído bastante té encima.
—Vaya, ¿así que también aquí hay problemas?
Emily estaba de pie en la puerta con una sonrisa cansada y los ojos irritados.
—Sí, soy un torpe, espera, voy rápido a por un trapo.
Nick corrió a la cocina, rebuscó y encontró un rollo de pa­pel de cocina y regresó a toda prisa. Mientras tanto, Emily in­tentaba impedir con unos pañuelos desechables que el té se derramara al suelo.
—¿Cómo está Hemera? —preguntó Nick, mientras limpia­ba a la carrera.
—Tiene una herida en el abdomen y otra en la pierna. El chi­rrido que escuchaba por los auriculares era casi insoportable —Emily se dejó caer en el segundo sofá más feo y bostezó—. Necesito un café urgentemente, pero Victor no tiene café en casa… y todavía tengo que cumplir un encargo… Nada com­plicado, por suerte. Aunque se trata de algo que no haré encan­tada —volvió a bostezar.
—Voy al Starbucks y te traigo un café —le ofreció Nick.
—Está muy lejos —dijo Emily y con el mismo aliento agre­gó—, te acompaño. De todos modos necesito aire fresco. Y una cabina telefónica.
—¿Para el encargo?
Ella asintió.
—Cualquier cabina. Lo que quiere decir que, al menos, no tengo que recorrer todo Londres.
Nick no escatimó precauciones para asegurarse por la venta­na de que nadie acechaba en la oscuridad. No encontró nada sospechoso. En el umbral de la casa volvió a mirar exhaustiva­mente a su alrededor.
—Si alguien nos está espiando, por lo menos anda muy bien escondido.
Caminaron a lo largo de Cromer Street y giraron en Gray's Inn Road que a esa hora aún estaba animada. Cada vez que cualquier grupo de jóvenes se cruzaba en su camino, Emily miraba sobre sus hombros. La inquietud los hacía avanzar más rápido. Lle­garon a la estación King's Cross, las primeras cabinas telefónicas estaban a la vista y Emily se detuvo un poco antes de llegar.
—No puedo hacerlo —exclamó con claridad.
—¿El qué?
—Una amenaza telefónica —se volvió hacia Nick con una mirada suplicante, como si esperara que él la sacara de su dilema—. Ni siquiera puedo tratar de decirlo con un tono suave porque me han dado el texto por escrito.
—Eso sí que es una faena —dijo Nick, bien consciente de que estas palabras las había dicho con mucha lentitud—. Pero míralo así, es para propósitos de investigación. Tú no tienes ma­las intenciones. Lo haces para que podamos seguir la huella de Erebos.
—Pero mi víctima no lo sabe —murmuró Emily.
—Piensa en Victor y su cita de Confucio.
—Me temo que mi mensaje no es de Confucio, seguro que no.
Con cara de rabia, Emily se dirigió hacia la primera cabina telefónica.
—Me lo voy a quitar de encima —murmuró y sacó de su mochila unas monedas sueltas, su iPod y un papelito.
—¿Para qué el iPod?
—Tengo que grabar la conversación. Y luego subirla a la red. Como si esto no fuera lo bastante horrible.
Nick observó cómo marcaba mientras le brindaba algo pare­cido a una sonrisa desesperada. Encendió el iPod y lo sostuvo ante el auricular.
Apenas empezó a escucharse el sonido de que no estaba ocupada la línea, cerró los ojos. Nick escuchó que alguien contestaba.
—Esto no ha terminado —dijo Emily con voz sepulcral—. Su tranquilidad ha terminado para siempre. El no ha olvidado nada. Él no le ha perdonado nada. Usted no saldrá de esto sano y salvo.
—¿Quién es? —Nick escuchó a un hombre gritar en el otro extremo—. ¡Os voy a mandar a la policía a todos vosotros, malditos criminales!
Después no se escuchó nada, solo un ahogado «¡maldita sea!» y la señal de ocupado. Emily colgó el auricular con las manos temblorosas.
—Creo que tengo náuseas —dijo con voz áspera—. Qué mierda tan asquerosa. No lo vuelvo a hacer nunca más. Y ahora necesito un café.
Encontraron un rincón acogedor en el Starbucks de Pentonville Road. Emily pidió un capuchino doble con un chorrito de café exprés. Nick pidió lo mismo, además de varios pastelillos con topping de chocolate y le encantó que ella le permitiera invitarla.
—¿De qué conoces a Victor? —preguntó después de haber comido la mitad de los pastelillos. Soplaban en sus tazas, el café estaba hirviendo.
—Era amigo de Jack —sonrió meditabunda—. Claro, Victor dice que él es amigo de Jack, la amistad no pudo haberse ahogado así como así.
Antes de que saber realmente qué estaba haciendo, Nick puso su mano sobre la de Emily. Ella no la retiró; al contrario, entrelazó sus dedos con los de él.
—Victor me ha ayudado mucho. Me adoptó como hermana pequeña.
—Es fantástico —dijo Nick de todo corazón.
No pudo decir más, tenía la sensación de que en cualquier momento saldría volando y flotaría. Para disimular su timi­dez, dio un sorbo al café, que por fin tenía una temperatura tolerable.
—Vamos a tener problemas con Kate —explicó—. Estamos llenándonos de pastelillos y ella está horneando unas pizzas.
—Puedo comer pastelillos y pizza sin ningún problema —dijo Emily—. Y Victor también puede hacerlo. No te preocupes. Pero de todos modos debemos regresar pronto. Primero, porque esta zona no me inspira mucha confianza a esta hora y, segundo, para meter el teléfono de mi víctima en Google.
Afuera, Emily tomó la mano de Nick como si fuera lo más nor­mal. La zona no se prestaba realmente para paseos románticos aunque, si fuera por Nick, este paseo podría durar toda la noche.
Cuando regresaron al apartamento de Victor solo quedaban unos pedazos de pizza.
Kate levantó los brazos con un gesto de disculpa.
—Victor dice que un genio necesita alimento. Mucho ali­mento. Todavía queda la mitad de una pizza. Podría cocina­ros pasta, si queréis.
Ellos hicieron un ademán negativo, se comieron el resto de la pizza y abrieron una lata de cacahuetes. A partir de ese mo­mento, el sofá con las rosas y los barcos se volvió el lugar más hermoso del mundo. Nick abrió el ordenador y tecleó en el buscador el número que Emily le dictaba.
—Sin resultados, lo siento.
—Casi contaba con eso —dijo Emily—. Supongo que es un número secreto. Qué pena que no haya contestado el telé­fono con su nombre, sino únicamente con un «hola».
La palabra secreto hizo que unas cuerdas vibraran dentro de Nick. Tenía que decirle algo a Emily. En ese mismo instante.
Ojalá que no se esfumara inmediatamente la sonrisa de su rostro.
—Quisiera confesarte algo. Desde hace unos meses he estado leyendo lo que escribes en tu blog en deviantART. También tus poemas. Son hermosos, lo mismo que tus dibujos.
Ella tomó aire.
—¿Cómo supiste que esa era mi cuenta?
—A alguien se le escapó sin querer. No te enfades, por favor. No debe avergonzarte, de verdad.
Ella miró hacia un lado.
—Lástima.
—¿Por qué dices «lástima»?
—Porque me hubiera gustado enseñártela yo misma. Algún día —recostó su cabeza en el hombro de Nick y bostezó.
Nick, que de tanto alivio sintió cómo bailaba en sus adentros, se dio cuenta de que Victor estaba de pie en la puerta.
—Alrededor de la hoguera los jugadores se están haciendo mimos —dijo—. Así que pensé en venir para saber cómo an­dabais. Pero también aquí toca mimos, ¿eh?
Se dejó caer en el sofá de enfrente.
Emily le informó de su encargo.
—Amenacé a un completo desconocido. Quién sabe qué estará pensando ahora. Supongo que no tiene ni idea de lo que se trataba.
—¿Qué tenías que decirle exactamente? ¿Lo sabes?
Emily le entregó a Victor el papelito.
—Esto no ha terminado. Su tranquilidad ha terminado para siempre. Él no ha olvidado nada. Él no le ha perdonado nada. Usted no saldrá de esto sano y salvo.
Victor vibraba de tanta agitación.
—Esto es una locura. Bien, déjame atar cabos: un tal él está muy cabreado con tu interlocutor. Apostaría que le encanta­ría tenerlo en la barca de Caronte o dejar que Átropos se diera un homenaje cortando el hilo de su vida.
Emily parecía confundida, y eso le dio a Victor la oportuni­dad de fanfarronear con su cultura.
—Es una lástima que este teléfono no sea del dueño del garaje, podría hacerle una amigable advertencia —Victor buscó más té en la tetera, pero ya no encontró y comenzó a retorcerse la barba—. Si me lo preguntan, para mí Erebos solo tiene un objetivo: vengarse de alguien. De Ortolan, nuestro pájaro cantor.
—Pero hablamos de garajes grafiteados y llamadas intri­gantes. Yo me imagino la venganza de otro modo —replicó Nick.
—Me sorprendería mucho que las cosas se quedaran como están —dijo Victor—. Me parece recordar que me habías contado algo sobre una pistola en una caja de puros.
Nick tuvo la sensación de que le daba frío, luego calor y lue­go otra vez frío.
—¿Pretendes decir que Erebos quiere que matemos a alguien?
—Es posible. Si no me equivoco, el juego está intentando formar una tropa de élite para llevar a cabo encargos especia­les —Victor sonreía, pero esta vez no se le veía contento—. Estaría bien saber quiénes son los miembros del círculo privi­legiado.
Durante la siguiente media hora, a Nick le dio vueltas en la cabeza el círculo privilegiado como si fuera una rueda en lla­mas. «Una tropa de élite. Una orden de venganza. Pero ¿con qué misión?».
Después de que Victor regresara al juego, Nick y Emily fue­ron a la cocina para poner agua a hervir y preparar más té.
—Vas a volver a entrar, ¿no es así? —preguntó él—. Ahora que ya has cumplido con tu encargo.
—Lo antes posible. Quiero estar presente en la lucha en la arena… quizá pueda obtener alguna clave. Qué pena que no sepamos quién se esconde detrás de los demás jugadores —sir­vió agua hirviendo sobre las valiosas hojas de té de Victor—. Por cierto, en el juego anda merodeando uno que se parece mucho a ti.
—Ya lo sé. No me hizo maldita la gracia ni un segundo, pero ¿qué puedo hacer?
Emily sonrió.
—Me parece que tiene la mirada cada vez más alegre.
Al regresar a la habitación del sofá, le habló a Emily sobre Sarius.
—Era muy eficiente, ¿sabes? Muy rápido con la espada y podía caminar muchísimo. A partir del quinto nivel se había quitado a todos de encima.
—Y entonces ¿por qué te expulsaron?
—Por el señor Watson y su termo —Nick le habló sobre su encargo y que estuvo a punto de llevarlo a cabo—. De verdad que estuve muy cerca, estuve muy tentado.
Emily se sacudió como si estuviera helada por el frío.
—El juego se defiende muy bien de sus adversarios… ¿Crees que la historia de Aisha y Eric surgió por la misma causa?
Nick la miró de reojo, pero no descubrió nada más que un sincero interés.
—Es muy posible. Hasta casi parece cierto.
—Debemos tener mucho cuidado, Nick. Sobre todo tú. Hace poco Colin hizo un comentario muy extraño: «Ya es hora de pararle los pies a Nick». Eso fue poco después de que os pelearais delante de toda la cafetería. No lo eches en saco roto.
«Sí —pensó Nick—, pero a Colin le gusta mucho hablar de más».
Sirvió té en la taza de Victor y se la llevó al ordenador. Squamato conversaba con Beroxar sobre las ventajas de las hachas en comparación con las espadas.
Beroxar. Nick cogió un bolígrafo y una hoja de papel. «Beroxar estaba en el círculo privilegiado antes de que lo desbancara BloodWork», escribió.
Victor alzó uno de sus pulgares.
La noche ya había avanzado. Emily deshizo su mochila y se envolvió en su saco de dormir. Conversaban sobre sus compa­ñeros del colegio e intentaban ponerse de acuerdo en quiénes se ocultaban tras cada personaje. Pero casi siempre tenían opiniones contrarias.
Poco después de medianoche, Victor entró dando tumbos en la habitación.
—Por hoy es suficiente. Estoy muerto. ¿Alguien tiene algo de comer?
Emily sacó de su mochila una barra de chocolate y Victor tomó la mitad lanzándole una mirada de disculpa.
—Aquí hay gato encerrado —dijo mordiendo el chocolate—. Los gnomos hablan y hablan sin cesar, todos cuentan tonterías so­bre una gran batalla y que se acerca el momento de la prueba final.
—Supongo que mañana habrá una lucha tremenda para obte­ner un lugar en el círculo privilegiado —dijo Nick—. Yo lo ha­bría intentado, si no me hubieran expulsado. El mensajero me dijo que podría nombrarme el combatiente más débil dentro del círculo privilegiado. Seguramente lo habría hecho, si… hu­biera cumplido su encargo.
Victor asintió con la boca llena y alzó un dedo.
—¡Correctísimo! Te hubiera dado consejos para mantenerte allí. Pregunta: ¿por qué habría querido tenerte allí? Respuesta: porque tú demostraste que pasarías por encima de cadáveres con tal de ascender en Erebos. O que estabas dispuesto a ir a la cárcel.
Nick y Emily intercambiaron una mirada. A alguien no le había importado pasar por encima del cadáver de Jamie. ¿Ma­ñana estaría en el estrado dorado?
—Por lo demás, pasar por encima del cadáver de un maes­tro no es cosa del otro mundo —murmuró Victor y tomó el resto de la barra de chocolate—. En otro tiempo yo habría teni­do ganas de hacerlo… varias veces, y sin que un mensajero me hubiera motivado.
En un momento dado, Victor se retiró a su habitación. En un momento dado, Speedy dejó de jugar y extendió un enorme colchón inflable en la sala de los ordenadores.
En un momento dado, Nick y Emily juntaron dos de los sofás para formar un espacio enorme donde acostarse, los res­paldos los protegían del resto del mundo.
—Buenas noches —susurró Emily, y le dio un increíblemen­te suave y delicado beso en los labios. Sus dedos acariciaron el cuello de Nick—. Buenas noches, Cuervo.
Luego reposó la cabeza en el hombro de Nick y cerró los ojos. El sintió el roce del cabello de Emily en su cuello y escuchó cómo su respiración cada vez se hacía más profunda. Quería que todo se quedara así, como estaba en ese instante. Quería quedar­se ahí, acostado para siempre. Quería que el mundo se detuviese.

Capítulo 28

«Pan tostado, mermelada y té». A la mañana siguiente, Victor les llevó el desayuno a la cama.
—Fortalecimiento para la siguiente pelea —dijo.
Emily agradeció entre bostezos. Nick no supo si su parálisis se debía a su brazo dormido o al efecto que le había causado el albornoz de Victor: iba con estampado de Snoopy.
Nick vivió los combates en la arena como si estuviera en trance. Cambió los puestos de observación corriendo entre Emily, Vic­tor y Speedy, que ya estaban ubicados con sus respectivos pue­blos. Como siempre, la zona asignada a los humanos estaba casi vacía. Sin embargo, LordNick aguardaba con Hemera en el mismo recinto, y Emily le guiñó el ojo a Nick de manera expresiva.
Por su parte, los bárbaros eran una gran multitud: Quox pa­recía el más débil de todos. Todavía era un uno, pero gracias a las habilidades de Speedy, Nick no se preocupaba mucho por su futuro. Lo mismo valía para Victor y Squamato. Aunque el hombre lagarto entró a la arena como un tres, probablemente la abandonaría con algunos niveles más. Entonces hizo su aparición el grandullón de los ojos saltones. Ahora que Nick conocía su procedencia, lo encontraba mucho más lúgubre. «Un enviado del inframundo».
Esperó con la mayor impaciencia la llegada del círculo pri­vilegiado; se quedó sin aire cuando los vio entrar sobre la plataforma dorada.
BloodWork aún seguía ahí y parecía más grande que nun­ca. También estaba ahí la elfa negra, Wyrdana, a la que Nick conoció durante la pasada lucha en la arena. Otro bárbaro más llamado Harkul, un hombre lobo de nombre Telkorick, «¡y Drizzel! ¡Drizzel logró entrar al círculo privilegia­do!». Impactado, pero no sorprendido, Nick vio balancear­se en su cuello el redondo símbolo dentro de una cadena al cuello.
Antes de que comenzaran las luchas, el maestro de ceremo­nias se ubicó en el centro de la arena.
—Observad a los combatientes del círculo privilegiado. Aún tenéis oportunidad de arrebatarles sus lugares, si demos­tráis habilidad y si al final queréis ser iniciados en los más profundos arcanos de Erebos. Hoy algunos triunfarán y otros morderán el polvo. ¡Que comiencen los duelos!
Nick no recordaba que las cosas ocurrieran tan rápido. Lu­chador tras luchador eligieron sus contrincantes. Así le llegó el turno a Quox, retado por un bárbaro que también tenía ni­vel uno. Speedy trabajó con rapidez y precisión y venció a su adversario en un visto y no visto.
Hemera venció a una mujer lobo pero resultó herida; Emily sufría por el ruido que le penetraba por los auriculares.
Squamato tuvo que esperar bastante tiempo y peleó muy duro, pues retó a un fuerte adversario y apenas pudo vencerlo por un pelo. Aunque Nick se esforzaba, no era capaz de descubrir nin­gún mensaje en los acontecimientos: nada de los combatien­tes, nada de las palabras del gran ojos saltones, nada en los rostros de los espectadores. Tampoco descubrió más persona­jes fuera de lo común en la galería. El combate en la arena era una carnicería muy común, nada más y nada menos. En definitiva, no le aportaría más conocimientos.
Ya bien avanzada la tarde, después de que los duelos se deci­dieran, Nick y Emily hicieron sus mochilas y tomaron rumbo a casa. Hemera había alcanzado el nivel seis, Victor el siete y Speedy había ganado tres niveles más y ahora era un cuatro, sin que hasta entonces hubiera tenido que cumplir ningún encargo.
—Estamos atascados —señaló Victor mientras acompañaba a Emily y Nick a la puerta—. Las cosas se nos dieron bien en el juego, pero aún no comprendemos el fondo de su enigma. Si hubiera más tiempo, intentaría integrarme al círculo privilegiado. Pero presiento que esa dichosa batalla final de la que todos hablan no tardará mucho en ocurrir… Nos queda muy poco tiempo.
Mientras iban de pie en el metro y viajaban en dirección a sus casas, Nick no apartó la mirada de Emily.
—¿Cómo será a partir de mañana? —preguntó—. ¿Podría­mos… bueno, también nos veremos cuando estemos en el ins­tituto? ¿Comemos juntos? ¿O seguiremos haciendo como si no tuviéramos nada que ver?
Emily le cogió de la mano.
—Lo último, me temo… pero solo hasta que todo esto se haya arreglado. Solo como camuflaje, ¿vale?
—De acuerdo. ¿Me mantienes al tanto por sms? Creo que con los móviles no corremos peligro, siempre y cuando nadie les ponga las manos encima.
—Lo haré. Y el miércoles por la tarde nos volvemos a ver en casa de Victor.

A pesar de que lo hablaron, y aunque Nick ya lo esperaba, le dolía la ostentosa y clara indiferencia de Emily. Sobre todo porque se comportaba con especial alegría con Colin, Alex, Dan, Aisha y hasta con Helen. Se colgaba del cuello de Colin y pasaba los descansos con Aisha. Nick casi moría de tanto echarla de menos. Una vez observó cómo Eric hablaba con Emily y cómo ella, después de dos frases, lo dejaba plantado. A él tampoco le iba mejor, «por lo menos».
En la hora libre después de la clase de Matemáticas, Brynne irrumpió en los sentimientos encontrados de Nick.
—¿Puedo hablar contigo un momento?
Él miró su rostro pálido, lleno de ansiedad, y suspiró para sus adentros.
—Claro.
—Lo he dejado —susurró ella.
«Eso sí que es una sorpresa».
—¿Por qué?
—Porque es… malvado. Creo yo. Y… me persigue día y noche —se dio la vuelta hacia un lado—. Tú también has de­jado de jugarlo, ¿verdad?
Se resistía a hablar con Brynne.
—¿Cuál es la diferencia?
—Una enorme. Podríamos ir a ver al señor Watson y con­tarle nuestras experiencias. Sé que él se muere por saberlas… Podríamos formar un movimiento en su contra.
«Oh, no. Brynne y Nick contra el resto del mundo, eso no va a suceder».
—Búscate a otro, ya hay suficientes ex jugadores.
Con el rabillo del ojo, Nick vio que Dan ralentizaba el paso conforme se acercaba. Estaban llamando la atención.
—¿Qué quieres decirle a Watson? —susurró Nick—. ¿Que Erebos es responsable de los acontecimientos del instituto, aun­que eso ya lo sabe desde hace tiempo? Necesitaría los nombres de los que hicieron algo malo. Si los tienes, ve a verle. A mí dé­jame fuera del asunto.
Ahora Brynne parecía perdida.
—Ya no aguanto más.
—¿Por qué? Ya estás fuera, fin del problema.
Dan estaba quieto con marcada indiferencia a tres pasos de ellos, supuestamente concentrado en el cartel que anunciaba las clases de ballet. Nick tenía que irse, no quería continuar siendo un blanco. Cuanto menos llamara la atención, mejor para su equipo de investigaciones.
Brynne aceptó su rechazo, aunque no se fue sin replicar.
—Nicky es un cobarde —dijo ella, tan fuerte que Dan tuvo que haberlo escuchado sin lugar a dudas. Y también otros alumnos más al final del pasillo.
—Óyeme, conmigo no cuentes —dijo y la dejó.
—¡Muy bien! —le gritó—. ¡Entonces lo haré yo sola! ¡Y lo lograré! ¡Y lo haré pese a todos vosotros!
Aunque no quería hacerlo, Nick giró sobre sus talones y regresó.
—¡Cállate! ¿Quieres tener problemas?
Ella se rió y esa risa fue horrible. Sonaba como si estuviera loca o a punto de perder la razón.
—¿Problemas? Nick, no tienes ni idea… Ni la menor idea. No puede ser peor, para nada.
El resto del día, Nick tuvo la sensación de que caminaba con la cabeza gacha, a la espera de que en cualquier momento sucediera una catástrofe. Pero no pasó nada. Las cosas estaban más tranquilas que de costumbre. El cansancio se deslizaba en el instituto como un velo gris.
Sin embargo, en la clase de Literatura inglesa el señor Watson llegó con una novedad.
—El estado de Jamie ha mejorado tanto que los doctores le despertarán en los próximos días. Aún no saben cómo evolu­cionará una vez esté consciente. Hay que seguir esperando para hacerle una visita.
Por un rato muy breve, la noticia levantó el ánimo del gru­po. Cosa rara, a Nick lo dejó impasible, tenía muy clavada en la carne, como un garfio, la palabra no pronunciada: minusvalía. No era fácil alegrarse.
«Van a despertar a Jamie y lo único que podrá hacer es bal­bucear. No volverá a reconocerme. No volverá a hablar. Jamás volverá a gastar una broma».
Nick se frotó el rostro con las manos hasta que le quedó ca­liente.
«Eso no pasará. Punto».
Por la tarde, se quedó en su casa, mirando su móvil como hipnotizado. Victor le dijo que le enviaría un sms, y también Emily. ¿Por qué ninguno le escribía? Qué lástima que no hu­bieran quedado de verse hoy por la tarde. Faltaba una eterni­dad hasta el miércoles.
  
El martes transcurrió tan gris y sin alegría como el lunes; Nick no pudo quitarse la impresión de que el tiempo había dejado de fluir, que estaba atascado y que muy lentamente se desga­jaba en pequeños trozos. Sin embargo, todo cambió cuando poco antes de las doce le llegó un mensaje de texto:
¡Alarma! Necesitamos tu consejo. Ven aquí lo más rápido que puedas. Victor.
Con esta noticia, la clase de la tarde quedó totalmente olvida­da. «Rápido, eso quiere decir ahora mismo… claro, dentro de lo posible». Iría antes del almuerzo. ¿Debía informar a Emily? La buscó y la encontró en el patio: estaba oprimiendo las te­clas de su móvil. Cosa rara, se encontraba sola. Nick arriesgó un rapidísimo intercambio de información.
—¿También has recibido un mensaje de Victor?
—Sí.
—¿Sabes qué ha pasado?
—No.
—Voy para allá. Ahora mismo.
—Está bien.
—¿Nos alcanzas?
—Aún no lo sé. Tal vez.

Victor abrió la puerta. En su rostro no había ni rastro de ale­gría, y tampoco le ofreció una taza de té.
—Te voy a enseñar algo y espero que no pierdas la cabeza. Probablemente sea mentira… pero Speedy y yo no sabemos qué hacer.
Los tres se sentaron en la sala de los sofás, y el hermoso re­cuerdo del fin de semana se apoderó de Nick.
—¿Qué ha pasado?
—A Speedy le dieron un encargo… Esta madrugada tiene que pegar unos carteles en tu instituto… Por lo menos diez y deben ser tan grandes como sea posible. «Hasta ahora no suena tan grave».
—¿Y luego? —preguntó Nick.
—El problema es el texto. Es… Bueno, yo tampoco sé. En el mejor de los casos es una difamación… En el peor, un asunto para la policía.
Speedy le entregó a Nick un trozo de papel doblado.
—Eso es lo que tengo que poner en los carteles. Por lo menos no me toca hacer grafitis —añadió con una sonrisa forzada.
Nick desplegó el pedazo de papel. Lo leyó, pero no atinó a entender. Volvió a leer.
—¿Crees que es verdad? —preguntó Victor.
«No. O sí. Probablemente. Tiene sentido». Con una ira lle­na de desamparo, Nick fijó su mirada en el papel: «Brynne Farnham manipuló los frenos de la bicicleta de Jamie Cox».
—Si pego esto en tu instituto, la tal Brynne Farnham está perdida, sin importar si realmente fue o no la culpable —se­ñaló Victor—. Speedy y yo discutimos desde hace horas qué podemos hacer… Si no se pega los carteles, seguramente sal­drá volando del juego, ¿cierto?
Nick estaba como sedado, también sentía los labios ador­mecidos y casi no podía formular un sí. «Brynne. Por eso es­taba tan echa polvo. Por eso se salió del juego». Él deseó no haberse enterado. Deseó que Emily estuviera allí y no tener que decidir solo.
—Voy a hablar con ella por teléfono. Pero ahora está en el instituto.
Nick sacó su móvil y tecleó un mensaje de texto: «Llámame al móvil, es urgente».
—Me llamará tan pronto como pueda, o al menos eso creo. Mientras tanto, ¿podría tener una taza de té?
Victor se deslizó rápidamente hacia la cocina.
—Por cierto, pude reclutar a Kate como novata —le infor­mó Speedy—. Lo hace muy bien. Es una elfa negra, igual que tú antes.
Nick sonrió, hasta eso le costaba trabajo. No era capaz de sostener una conversación. En su cabeza se cruzaban los pensa­mientos tan rápido que casi no podía seguirlos. Si Brynne fue la responsable, entonces se merecía los carteles, eso estaba cla­ro. Por eso actuaba como si estuviera a punto de volverse loca. «El instituto tiene siete pisos». De pronto, Nick se imaginó a Brynne saltando desde el último…
Si Speedy no cumplía con su encargo, entonces quedaría fuera del juego. De la gran multitud de testigos que había en el insti­tuto de Nick, ninguno podría informar sobre los carteles.
«Quox o Brynne. Brynne o Quox».
Nick enterró la cabeza entre sus manos. ¿Por qué no estaba allí Emily? No quería ser el único responsable de lo que le pasa­ra a Brynne. Le daba lástima pero, en cuanto empezaba a pensar en Jamie, la odiaba. ¿Cómo podría tomar una decisión?
Victor regresó con una bandeja llena de tazas de colores y una humeante tetera.
—Ayer fue un día muy revelador. Estábamos en una bode­ga localizada bajo las sombras de un templo, y un montón de gnomos nos dijeron que debíamos estar preparados por­que estábamos muy cerca de la fortaleza de Ortolan. Enton­ces, de pronto, saltaron desde los arbustos todo tipo de cria­turas y se lanzaron sobre nosotros: orcos, zombis, gigantes y cualquier tipo de especies. A algunos les fue muy mal —sir­vió té en las tazas; el aroma se esparció por toda la sala—, tengo la impresión de que las cosas están llegando a su térmi­no. Pero todavía no soy capaz de dilucidarlas. Es como para echarse a llorar. Mañana intentaré…
Sonó el móvil de Nick. Respiró profundamente. Era Brynne.
—¡Hola, Nick! ¿Has cambiado de opinión?
—No.
¿Por qué de pronto se le llenó la boca de saliva?
—¿Dónde estás?
—En el parque que hay enfrente del instituto.
—¿Sola?
—Sí.
—Acabo de enterarme de algo y tengo que hablar contigo.
—Está bien.
¿Advirtió la amenazante desgracia en la voz de Nick? ¿O de verdad era una ingenua?
—Se trata de Jamie. Acabo de enterarme de que su accidente no fue un accidente… alguien manipuló su bicicleta. Dime, Brynne, ¿fuiste tú?
La pausa fue larga. Nick escuchó la respiración de Brynne.
—¿Qué? —acabó por musitar—. ¿Por qué?… ¿Por qué yo?
—Simplemente di sí o no.
—¡No! ¿Cómo se te puede ocurrir algo así? Yo… no —su voz temblaba y Nick sintió cómo se llenaba de rabia. Estaba furioso y ya no podía parar.
—Estás mintiendo. ¡Puedo notar que estás mintiendo!
—¡No! ¿De dónde sacas todo esto? Solo quieres acabar conmigo, ¡y yo no te he hecho nada!
Nick intercambió una mirada con Victor, que tenía el as­pecto de un oso de peluche afligido.
—Al contrario… quiero advertirte. Es muy probable que mañana por la mañana haya carteles pegados en todo el insti­tuto, en ellos se podrá leer que fuiste tú quien saboteó los fre­nos de la bicicleta de Jamie. Y que por eso tuvo un accidente.
—¿Qué?
Ahora era ella quien tragaba saliva, a pesar de que Nick po­día oír cómo intentaba contenerse.
—P-p-pero eso no es c-c-cierto.
—Claro —dijo él y al mismo tiempo se sorprendió de cuán seguro estaba de que ella fue la culpable—. Anda. Dilo. Ma­ñana todos lo sabrán de todas formas.
—¡No! ¡Yo no fui!… ¿Por qué dices eso?
El pánico en su voz era denso como el jarabe.
—Lo dice el juego y ¿quién puede saberlo mejor? Él quiere que todos lo sepan.
Nick se había preguntado cómo sabría la victoria. El placer de coger por el cuello al responsable del estado de Jamie. Pero no sentía eso, solo compasión y un poco de asco.
—¡Pero no quería hacerlo! —ahora era ella la que gritaba—. Como mucho pensé que se habría ido al suelo de cara, quizá una muñeca rota, ¡pero nada más! De verdad que no —dijo cortante. Nick supuso que Brynne tenía en la cabeza la mis­ma imagen que él: Jamie con las extremidades retorcidas en un charco de sangre—. Bajó la calle a toda velocidad, y yo le grité que tuviera cuidado, pero él no me escuchó, y aceleró más…
«Esa es mi parte en la catástrofe», pensó Nick.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó con voz más seca.
—Porque el mensajero quería. Me describió la bicicleta y me dijo cómo cortar los frenos. Hasta me dio una hoja de instruc­ciones con imágenes —se le escapó una breve risa—. No te puedes imaginar cuántas veces he deseado que todo esto no pasara nunca. Ahora solo tengo miedo, día y noche. Siempre sue­ño con que él se muere. Y, después, que viene a visitarme.
Otra vez se echó a reír, una aguda e incontrolable risa que le puso a Nick la piel de gallina. Miró a Speedy y a Victor.
—Escucha —dijo él—, quizá pueda impedir que se cuel­guen los carteles.
Speedy asintió.
—Claro —susurró él—. Quox obtendrá un rinconcito en el cementerio. Un verdadero héroe se sacrifica con gusto por una dama.
—Bueno —Nick se frotó la frente—, escúchame muy bien, ¿de acuerdo? Vas a aclarar las cosas… con la policía o con el señor Watson, como tú quieras. Pero sobre todo con Jamie, en cuanto esté despierto… Eso será menos trágico para ti.
Brynne no dijo nada durante un largo rato, y cuando pro­nunció su respuesta, casi no se escuchó.
—No sé si puedo hacerlo. Tengo que pensarlo.
—Una cosa está clara… le diré a Jamie lo que pasó.
«Si su cerebro está lo suficientemente intacto como para en­tenderme».
—Sí, claro —ahora casi sonaba razonable—. Por allá viene gente, Rashid y Alex, creo. Mejor cuelgo. ¿Nick?
—¿Sí?
—Yo no quería que todo esto pasara. Cuando te di el juego, solo quería alegrarte.
—Lo sé.
—¿Puedes decirme quién eras? Es decir, ¿qué jugador eras?
—¿Para qué?
—Me lo pregunté muchas veces.
—Sarius.
—¿En serio? No se me hubiera ocurrido —suspiró otra vez—. Yo era Arwen's Child.
  
Dos horas más tarde llegó Emily. Se la veía muy cansada, pero sonrió cuando Nick la estrechó entre sus brazos. La puso al día y se sintió feliz cuando ella aprobó su manera de actuar.
—Obviamente, puede ocurrir que alguien más tenga el en­cargo de los carteles —dijo—. Pero, por lo menos, Brynne ha ganado algo de tiempo. Quizá sea inteligente y vaya a la poli­cía. ¿Por qué el juego le hizo algo tan cruel?
—Ella decidió luchar contra Erebos, y ayer lo pregonó en el instituto.
—Mal momento… Aquí hay gato encerrado. Algunas perso­nas cuchichean constantemente sobre el gran objetivo y so­bre su cercanía. Alex, por ejemplo. Colin, por el contrario, se hace el misterioso. A ratos la vida se me hace muy pesada.
Mientras tanto Nick, volvió a descubrir que, desde que Emily estaba allí, todo era mucho más bello.
Antes de despedirse, ambos observaron durante una hora más cómo jugaba Victor.
—Despídete de Quox —suspiró Speedy—. Le fue otorgado un temprano final. ¡Qué pena!, era un buen tipo.
—Mañana nos vemos aquí, ¿verdad? —preguntó Nick en la puerta para asegurarse.
—Tan pronto como hayáis cumplido con las obligaciones escolares… El tío Victor no quiere tener la culpa de que ter­mines fregando baños.

Capítulo 29

Al día siguiente no se encontró ningún cartel y tampoco Brynne apareció por allí. No era muy difícil entender la razón por la cual había preferido quedarse en casa. «No haría ninguna tontería, ¿verdad?». Nick consideró la posibilidad de llamarla por teléfono, pero decidió que lo mejor era dejarle esa desagradable tarea al se­ñor Watson, por eso se reunió con él durante el descanso.
—En los últimos días Brynne Farnham no se sentía bien que digamos… Solo quería hacérselo saber, quizá usted pueda hablar con ella.
—Lo que usted no me quiere decirme también es importan­te: esta mañana, la madre de Brynne me llamó por teléfono y justificó su ausencia por dos semanas. Está muy mal, tiene pro­blemas psicológicos. Al parecer piensa cambiarse de instituto —la cara del señor Watson estaba seria y mostraba cierto repro­che, como si supiera que Nick solo le había contado una parte de la historia.
«Claro que esa también es una posibilidad —pensó Nick—. Maldita sea. ¿Brynne le habrá confesado a su madre lo que hizo?».
  
Emily parecía confundida y estaba más cansada que ayer. Esquivaba las miradas llenas de curiosidad de Nick, aunque un poco más tarde encontró un mensaje de texto en su móvil:

Jugué hasta las 3 am. Recibí un encargo insoportable. Pron­to me echarán, lo presiento. Hasta luego, ¡tengo muchas ganas de verte! Emily.

Nick leyó las últimas cinco palabras por lo menos veinte veces. «Tiene muchas ganas de verme».
Se esforzó para no mostrar una sonrisa el resto de la jorna­da, pero la verdad es que se sentía liviano, muy liviano. Pron­to llegaría la tarde, y entonces habría té en casa de Victor, po­siblemente también algunas teorías y, por encima de todo, allí estaría Emily. A veces era como si la vida fuese un círculo perfecto. Cuando acabó la última hora de clases, Nick corrió al metro. Acortaría su recorrido lleno de rodeos y solo haría trasbordo en dos estaciones, tres como mucho. Después cambiaría de tren y de alguna manera llegaría a King's Cross atravesando el centro de la ciudad.
Todo iba viento en popa, nadie lo seguía: ponía mucha atención en todo lo que ocurría a su alrededor. También tuvo suerte con las conexiones y no esperó mucho en cada trans­bordo. «Pronto», pensó.
Se hallaba de pie en medio de los apretujones del andén de Oxford Circus y escuchó que se acercaba el tren. «Pronto estaré allí».
Solo tres estaciones lo separaban de Emily y la colección de tazas de té de Vic…
El empujón fue fuerte y llegó por la espalda. En un primer momento, Nick no pudo entender qué pasaba: solo vio que el símbolo del metro que estaba frente a él se le venía encima. Escuchó los gritos de la gente, y sintió cómo el suelo desapa­recía bajo sus pies.
Luego, como a cámara lenta, observó cómo su pie perdía apoyo.
Vio los raíles. Comprendió que iba a caer a las vías del tren.
Escuchó el metro. Luchó por mantener el equilibrio, y solo se encontró con el aire. Los faros del metro brillaban en la os­curidad del túnel. La gente gritaba.
«Pronto». El pensamiento que había tenido retumbó en su cabeza con un significado completamente nuevo.
Algo tiró de él.
«¿El metro? No, una mano».
Una mano tiró de él hacia atrás y lo arrojó al suelo mientras el tren entraba retumbando a la estación.
Gente a su alrededor, muchas, muchas voces.
—¡Lo han empujado!
—No, yo lo habría visto.
—Eso le ha pasado por los apretujones.
—No, ¡fue adrede! ¡El tipo se escapó!
Nick se levantó con mucho esfuerzo. Un espigado hombre con uniforme de trabajo azul lo ayudó a ponerse en pie.
—Ha estado cerca —jadeó—. Dios mío, ya te veía bajo las ruedas del tren.
Nick no podía pronunciar palabras. Se tambaleó, el hombre lo sostuvo. Se agarró fuertemente de las mangas y descubrió unas manchas blancas sobre la tela azul.
El tren se fue. Entonces apareció un policía que llevaba un chaleco amarillo de seguridad y le hizo algunas preguntas.
Nick recobró su voz con esfuerzo: sí, creía que le habían empu­jado. No, no vio quién lo hizo. Sí, el hombre con el uniforme de trabajo le había salvado. No, no necesitaba ayuda médica.
El policía tomó nota, también apuntó los nombres y direccio­nes de los testigos. A uno le pareció haber visto que un chico escapaba con el rostro oculto bajo una capucha y prometió es­tar en contacto con la autoridad, claro, si es que las cámaras de vigilancia mostraban las imágenes que le permitieran recono­cerlo.
Nick se subió en el siguiente tren. Apenas sentía las piernas. Con cuidado, ponía un pie delante del otro. Tenía que dejar de pensar. Ya lo haría después. Ahora era mejor inspirar y expirar. Fijó la mirada en el mapa de metro que había en la pared del vagón. Agradeció la distracción.
La imagen le dio tranquilidad y le recordó el juego de pre­gunta y respuesta al que jugaba con su padre. ¿Central Line? Rojo. ¿Circle Line? Amarillo. ¿Piccadilly Line? Azul marino. ¿Victoria Line? Azul claro. ¿Hammersmith & City? Rosa.
Sintió cómo su corazón se tranquilizaba y su respiración se volvía más profunda. No estaba muerto. Tampoco estaba en coma. Más tarde pensaría en todo lo demás.

—¿Que alguien ha intentado qué? —Victor tiró de Nick ha­cia la habitación de los sofás. Su retorcida barba temblaba y Nick, a pesar de todo, estuvo a punto de reírse.
—No pasó nada —miró el rostro de Emily, blanco como la cal—, pero todavía estoy un poco mareado. ¿Podríais darme algo de beber?… ¿Algo frío?
Victor corrió a la cocina, donde obviamente algo se le cayó de las manos y se estrelló haciendo tintineos en el sue­lo. Se le escuchó maldecir y hablar en voz baja, luego se le oyó barrer.
—Deberíamos haber venido juntos —dijo Emily.
Se sentó muy cerca de Nick y le rodeó con los brazos.
—No, tu camuflaje se habría echado a perder… Me alegro de que no te tengan en el punto de mira.
—De todos modos, mi camuflaje se acabará muy pronto. Estoy segura de que no podré cumplir con el próximo encargo.
—¿De qué se trata?
—Nada de lo que quiera hablar ahora. Todavía estoy espantada.
Victor regresó con un enorme vaso de té helado.
—¿Pudiste ver quién fue? —preguntó.
—No… Tampoco creo que lo reconociera, todo el tiempo anduve con mucho cuidado y buscaba gente conocida.
Estuvieron sentados un rato sin cruzar palabra. Nick vio cómo esto inquietaba a Victor y habría querido tranquilizarlo. «No me va a pasar nada». Pero ¿podía sostenerlo con certeza?
Para distraer un poco a los demás, preguntó por el ausente Speedy.
—Está bien, solo está esperando a que Kate necesite un novato para volver a registrarse. Bajo un nombre falso, claro —Victor señaló con su índice lleno de anillos la habitación de las ordena­dores—. Tengo seis identidades falsas distintas de Internet… Speedy puede elegir una. Tiene que funcionar, porque mis otros yos virtuales tienen direcciones registradas —alzó las cejas—. Nick, si tú quieres, también puedes usar una de ellas… Podrías volver a jugar, solo tienes que esperar hasta que Speedy II reclute a alguien…
«¿Quería hacerlo?», Nick escuchó su interior. La respuesta fue un no rotundo. Erebos ya no le tentaba, al contrario. Se alegraba de ser solo un observador.
—Mejor déjalo, Victor. Creo que no quiero volver a jugar, pero me gustaría mucho saber si hay novedades. ¿Cómo van las cosas?
—Inquietantes… Tengo la impresión de que todo está alcan­zando su punto álgido. Anoche hubo una batalla contra mons­truos terrestres que disparaban cabezas con sus cañones, mucha gente salió herida. Eso significa un montón de nuevos encargos.
—Como el mío —añadió Emily—, pero yo no estuve en la cosa esa de los cañones, tuve que defender una fortificación de los fantasmas fluviales.
«Monstruos terrestres y fantasmas fluviales. Cañones que dis­paran cabezas. Cañones». Nick sintió una presión en las sienes y un cosquilleo en la cabeza. Ahí había algo. Algo que había pasado por alto durante todo el tiempo. La última vez había es­tado cerca, lo sabía, y hoy también, aunque de otra forma.
—¿Te gustaría jugar un poco? —lo invitó Victor—. Me gustaría mucho mirar… Claro, no existe «un poco» en Ere­bos. Una vez que empiezo me quedo colgado varias horas, ya lo sabes. Así que no habrá más conversaciones agradables con té y galletas —un resplandor cruzó por su rostro—, aunque, por otro lado, ¡podríais darme de comer! Eso sería el paraíso terrenal: ¡jugar y mientras tanto ser alimentado!
Llegaron a la conclusión de prepararle el paraíso y dispusie­ron bolsas de cacahuetes, galletas, ositos de goma y llenaron la gran tetera, mientras que Victor «despertaba» a Squamato, como él solía decir.

El hombre lagarto estaba solo, parado en medio de una amplia pradera cuya hierba parecía reseca. Por ningún lado había ad­versarios. A través de los auriculares de Victor penetraba una música tenue. Nick escuchó con atención; la melodía no era la misma que él conocía de su juego con Sarius. «Cosa extraña».
Squamato se dirigió hacia un seto, lo que seguramente era una buena idea. Siempre que uno encontraba un seto y lo seguía, conducía a interesantes parajes; algo parecido pasaba con los ríos. A Nick, el seto le resultaba familiar. «Sarius también caminó por ahí, y no hace mucho». Era de noche. Las flores amarillas con forma de embudo brillaban y solo crecían de un lado del seto. «Exactamente igual que aquí». Nick frunció el ceño.
—¡Ositos, por favor! —Victor interrumpió sus pensamien­tos y abrió la boca para que Emily se la atiborrara con una horda de ositos de goma.
Squamato siguió caminando. Allí delante había algo grande, blanco, se movía, se trans…
—Ahí también he estado —exclamó Nick—. Es una escul­tura… tres hombres estrangulados por unas serpientes… Por lo visto es muy famosa.
En ese momento Victor clavó en él la mirada.
—Es el grupo de Laocoonte, amigo mío. De nuevo algo de la antigüedad griega. Muy oportuno, por cierto.
En esta ocasión, algunos combatientes estaban parados alrede­dor del monumento. Nick reconoció a BloodWork con su círcu­lo rojo brillante alrededor del cuello y, a poca distancia, Nurax.
—Esto es una advertencia, supongo —dijo Victor—. Laocoon­te no quería que introdujeran el gran caballo de madera en Troya. Espero que conozcas la historia —añadió con una mirada de re­ojo hacia Nick—. Por ese motivo, Poseidón envió unas serpientes marinas que no solo mataron a Laocoonte, sino también a sus hijos. El juego tiene mucho del caballo de Troya… me parece.
Nick hizo una mueca y Emily le dio a Victor un puñado de nueces para interrumpir su palabrería.
Eso fue cuando el mensajero le dijo algo antes de enviarle allí. La escena le pareció muy divertida, sus ojos amarillos bri­llaban más claro que de costumbre. ¿Fue la alusión a Troya lo que encontró tan gracioso?
Nick volvió a concentrar su atención en el grupo de Laocoonte. Los gestos desgarradores de los hombres, sus intentos desesperados por zafarse de las serpientes… más allá estaba el seto, verde y amarillo, con las flores plantadas en línea recta, que ningún jardinero jamás habría podido crear. De nuevo, Nick vio al mensajero ante él.
«Si sigues por el lado oeste del seto, te toparás con un mo­numento; en realidad es una estatua».
Por un instante, a Nick se le nubló la vista.
«Era eso… podía ser      estatua…».
—¡Ya lo sé! —gritó Nick, pero su voz bajó de tono, y cuan­do se puso de pie de un salto también se vino abajo su silla—. Ahora lo sé. Ya lo sé.
Victor lo miró con los ojos bien abiertos y se quitó los auri­culares.
—¿Cómo? ¿Qué es lo que ya sabes?
—¡El código! ¡Ya sé dónde estamos! Es… mira… ¡amarillo y verde y la estatua!
Emily y Victor intercambiaron una mirada de desconcierto.
—¿Qué quieres decir exactamente? —preguntó Emily con voz tenue.
—Ya sé dónde estamos. Ya he entendido el código. Verde y amarillo, rojo y azul.
Ellos todavía no sabían de qué hablaba.
—Los colores representan las líneas del metro. Esta es Monument Station, por ahí pasan las líneas Circle y District. Amarillo y verde. Como el seto. ¿Os dais cuenta?
La mirada desconcertada de Victor se dirigió a la pantalla y al rostro de Nick.
Pero claro susurró—. Claro… Maldita sea.
Con un gesto solemne, extendió la mano hacia Nick.
Me retracto de todo lo que dije sobre tu cerebro. ¡Eres un genio!
En los siguientes minutos, Victor sufrió como un animal herido porque, mientras Emily y Nick buscaban en todos los cajones un mapa del metro, él cuidaba a Squamato.
Que no haya ninguna pelea, ¡por favor! ¿Creéis que aún puedo salirme rápidamente? Por el momento no se mueve nada. ¡Nada! Pero si un gnomo me quiere enviar a la si­guiente batalla, me quedaré colgado durante horas. Pero qué digo… el mensajero puede irse a freír espárragos.
Hizo clic varias veces y se levantó de un salto.
Mientras tanto, Emily había encontrado el mapa y lo había extendido sobre una de las mesitas de la sala de los sofás.
Tienes razón dijo absorta y tomó la mano de Nick—. La primera de las luchas que tuve fue a orillas de un río rojo, donde estaban los molinos de viento derruidos. Primero pensé en don Quijote, pero eso fue una tontería, es Holland Park en la Central Line del metro.
Puso el dedo sobre ese lugar del mapa y siguió buscando.
«El río rojo». Nick recordó su odisea en el inframundo y que el río le había guiado a la Ciudad Blanca.
—White City dijo—. Después continué avanzando… siguiendo el seto color rosa, y luego seguí la línea Hammers­mith & City. Allí, la primera estación: Shepherd's Bush, «el arbusto del pastor» alzó la mirada—. No llegasteis a ver a esas ovejas tan asquerosas. Ya casi no quedaba nada que sa­car de ellas continuó buscando con el dedo—. Goldhawk Road, «el camino del halcón de oro»… que por cierto casi me elimina.
—El seto rosa —exclamó Emily—. ¡Yo también estuve allí! Allí también había un árbol enorme con la corona del rey en­cima —y tocó el mapa varias veces con el dedo—. Royal Oak, «el roble real». Creo que me volveré loca.
Victor aún no había dicho nada, pero vibraba lleno de emo­ción.
—Ayer, y también los días anteriores —empezó a decir—, nos explicaron varias veces que estábamos cerca de la fortaleza de Ortolan, allí donde tendrá lugar la batalla decisiva —su dedo índi­ce trazó círculos sobre las líneas Circle y District.
—Temple —dijo—. En Temple el nerviosismo de los gnomos estaba al máximo. Hoy nos subimos en Monument. Y mirad: Cannon Street, «calle Cañón», está justo al lado. Sin embargo, ¿por qué dispararon cabezas los cañones?, eso no lo entiendo.
Entre los tres miraron el colorido mapa de las líneas del metro.
«La estación de Knightsbridge —pensó Nick—. Ese fue mi final. Caballeros gigantescos que te empujan del puente… ¿por qué no me di cuenta?».
—Cerca de Temple está la fortaleza de Ortolan —pensó en voz alta—. En el centro de la ciudad de Londres.
—Seguro que no es una fortaleza en el sentido tradicional —di­jo Emily—. ¿Alguien tiene alguna idea de cómo podremos en­contrarla?
Ese problema mantuvo a Nick ocupado toda la noche. Solo estaban ellos tres. ¿Cómo podrían tener bajo control la zona de influencia de cinco estaciones de metro? ¿Qué debían buscar? Y el tiempo se acababa, si es que Victor estaba en lo cierto.

Capítulo 30

Esa mañana, Nick recibió un importante mensaje de Victor: «Los gnomos hablan de Ortolan y sus hermanos oscuros. Quizá no nos equivocamos con la estación Blackfriars[1]».
El mensaje también lo recibió Emily.
«¿Qué hay de especial en Blackfriars?», le preguntó Emily a Nick en un mensaje.
«Blackfriars. Ahí no hay nada… claro, sin contar el Black­friars Bridge, el teatro y la gran estación de trenes. ¿La estación es la fortaleza? No, seguro que no. Además de eso solo hay edi­ficios de oficinas, restaurantes y… ¡el aparcamiento donde hice las fotos! El lugar está cerca de la estación de Blackfriars. Posi­blemente fue una coincidencia, pero… ¡quizás no lo sea».
Nick sopesó sus opciones. El aparcamiento y el Jaguar eran los únicos puntos de referencia. Eran las siete y media. ¿Y si vigilaba todo el día en el aparcamiento?
«Debes de estar chiflado».
Lo estúpido era que no se le ocurriese nada mejor. Envió a Emily un mensaje para decirle que no iría al instituto y prepa­ró su mochila.
Cuando llegó al aparcamiento eran las ocho y cuarto. El área no estaba preparada para ponerse a esperar. Por ningún lado veía una esquina o un rincón donde pudiera esconderse. Ca­minó por aquí y por allá. Dentro de lo posible, intentó no llamar la atención mientras mantenía a los coches vigilados. Obviamente, el aparcamiento era un lugar muy concurri­do por los empleados de oficina de la zona: un coche tras otro cruzaba la barrera con rayas amarillas y negras. Pero no había ningún Jaguar.
«No te hagas el sorprendido, Dunmore —se sermoneó Nick a sí mismo—. Era una idea descabellada. El solo hecho de que el hombre haya aparcado aquí su coche una vez no signi­fica que lo haga de nuevo».
Sin embargo, el mensajero había dicho que tenía que venir a este lugar hasta obtener las fotos, y el mensajero sabía muy bien de lo que hablaba.
De nuevo caminó calle arriba y abajo. «Un Ford, un Toyota, un Suzuki, otra vez un Toyota. Un Golf». Nick se dio cuenta de que su atención se esfumaba. Trató de mantener el control sobre sí mismo. Intentó dejar de divagar. Allí venía un Merce­des. «Un Honda, otro Honda».
Media hora más tarde, empezaba a sentirse desgastado. Ya no le parecía sensato el propósito inicial de pasar ahí todo el día. Además, comenzaba a congelarse y maldijo por no haber­se puesto una cazadora de más abrigo. Pero sí podría soportar una hora más, él era culpable de lo que pasaba…
Un Jaguar gris plateado se detuvo ante la barrera. «¿Es el mío?». Nick entrecerró los ojos para mirar bien: LP60HNR.
Ese era el número de matrícula. La barrera se levantó y el Ja­guar continuó su avance.
«¡Victor tiene razón, soy un genio, un genio, un genio!».
Ahora solo tenía que permanecer alerta para no perder de vista al dueño del Jaguar cuando abandonara el aparcamiento. «¿Dónde está la salida de peatones?». Encontró la salida para vehículos, pero «¿y la salida de peatones?».
Se quedó quieto durante un instante, volvió a mirar en derre­dor y le vio. Sin duda era el hombre al que había fotografiado, y este emprendió su camino rumbo a New Bridge Street. «Bien, ahora lo único que tengo que hacer es seguirle el rastro». Fue tras él manteniendo cierta distancia, pero casi no se atrevía a parpadear por miedo de perderlo entre la multitud.
Caminaron por New Bridge Street. «¿Se dará cuenta de que le estoy siguiendo?». Nick daba la impresión de sentirse inquieto, muy inquieto; cada dos pasos volvía la mirada sobre sus hom­bros o giraba a los lados. Como alguien que tuviera miedo. Tomó más distancia, aunque eso le causó dolor de estómago. No podía distraerse por nada del mundo, ni siquiera con la parejita de turistas japoneses, que sonrientes le preguntaron cómo podían llegar a la catedral de Saint Paul. Sin decir palabra, les indicó la dirección que le pareció más correcta y siguió avanzando.
Llegaron a Bridewell Place. El hombre entró en un edificio de oficinas recién restaurado. Gran parte del frente era de vi­drio y la fachada blanca aún estaba obstruida por un anda­mio. Indeciso, Nick se detuvo. Su primer impulso fue entrar, pero por nada del mundo quería llamar la atención. Solo si­guió con la mirada a su objetivo, vio cómo saludaba al porte­ro y se dirigía a uno de los relucientes ascensores de latón.
Eso quería decir que su oficina estaba en uno de los pisos superiores. «Claro, un automóvil caro, un traje caro y una oficina cara». De inmediato descartó la idea de preguntarle algo al portero. Pero en el vestíbulo del edificio había placas que daban información sobre las compañías que tenían ahí sus oficinas… posiblemente fuese de utilidad.
«Una consultoría, una inmobiliaria». Las dos casaban sin nin­gún problema con el aspecto del hombre. «Una compañía de productos farmacéuticos y además…». Nick tomó aire profun­damente. La cuarta compañía era el tiro que daba en el blanco:

Soft Suspense
Videojuegos para ordenador, móviles y consolas
Hacemos todo para su diversión

Para asegurarse, Nick hizo una foto de la placa de la compa­ñía con su móvil. ¿Debía comunicárselo a Emily? «No, toda­vía está en clase. ¡Victor!». Tenía que contárselo a Victor. Pero no contestaba el teléfono. «Maldición». Entonces tendría que ir a su casa.
Tomó el camino de regreso a la estación del metro. Gracias a sus sentidos agudizados por la manía persecutoria, advirtió la presencia de Rashid al otro lado de la acera.
¿También lo habría visto él? No. Rashid caminaba, como siempre, arrastrando los pies por la calle con la cabeza gacha y ni siquiera se giraba a mirar a izquierda o derecha. Pegada a su pecho traía una especie de maletita color gris verdoso, cuyo contenido despertó el interés más ardiente de Nick.
Por supuesto que Rashid se dirigía al edificio de oficinas. Nick se ocultó entre las sombras del acceso a un edificio. Ras­hid se detuvo, miró hacia arriba para ver la fachada y sacó una cámara fotográfica del bolsillo de su pantalón. Hizo fotos del edificio, de cerca, de lejos y desde distintos ángulos.
Él había sacado fotos al automóvil del hombre y ahora Ras­hid fotografiaba el edificio donde estaban sus oficinas. Giró a la izquierda, siempre con la cámara preparada. Seguramente quería hacer una foto de la vista lateral del inmueble.
Nick esperó que volviera a aparecer, pero no ocurría nada. Inquieto, lo buscó desde su entrada del edificio. Si seguía a Rashid, podría toparse con él. Y no quería correr ese riesgo. Esperó cinco minutos, se reprendió llamándose idiota y se largó. Aunque Rashid se le había escapado, lo que había des­cubierto era de gran importancia.

—Espero que tengas una buena razón para sacarme de la cama a medianoche.
Victor, enfundado en su albornoz de Snoopy, estaba de pie en el umbral. Bostezaba y tenía los ojos medio abiertos.
—Voy a prepararte un té, después hablaremos —dijo Nick.
—Suenas como mi ex.
Victor caminó soñoliento hacia la cocina y se apoyó en la nevera.
—Por cierto, estuve peleando hasta las cuatro y media de la mañana alrededor del templo. Mi equipo ya es de oro y com­bina perfectamente con mis escamas de lagarto color violeta.
Nick puso el agua a hervir y llenó el colador con hojas de té.
—¿Te dice algo el nombre de Soft Suspense?
—Claro —dijo Victor bostezando—. «Hacemos todo para su diversión». Ellos crearon, por ejemplo, Los Malditos de la Noche, First Shot y Halcón Real… Son juegos excelentes.
—Pues tienen sus oficinas cerca de Blackfriars. En Bridewell Place.
—Vaya —Victor frunció el ceño—. Lo siento, pero no entien­do qué me quieres decir con eso.
Nick le habló sobre su encargo fotográfico, sobre el Jaguar y sobre el dueño del automóvil.
—Mientras fui jugador, ese fue el único encargo que tuvo que ver con Blackfriars: por eso decidí ir y esperar fuera del aparcamiento. El hombre apareció, le seguí y ya te puedes imaginar hacia dónde se dirigía.
—A las oficinas de Soft Suspense —las arrugas de la frente de Victor se hicieron más profundas—. Sigo sin entender. Es­toy seguro de que Soft Suspense no ha desarrollado Erebos. Me habría enterado. Habría salido en los medios de comunicación. Todo el mundillo de los juegos de ordenador lo espe­raría y lo habría recibido con los brazos abiertos.
—¿Qué más sabes de la compañía?
—En realidad nada… Solo conozco sus juegos. Y sé que han absorbido a otras compañías pequeñas que desarrollaban programas, algo muy habitual en el ramo. Les va muy bien en el negocio. Eso es todo lo que puedo decirte.
Pensativo, Nick vertió el agua hirviendo sobre las hojas de té y aspiró el aroma que ascendía de ellas.
—Tiene que haber alguna conexión entre la compañía y Erebos. Uno de mis compañeros de clase también estaba en Bridewell Place… Haciendo fotos del edificio.
—¿De verdad? ¿También estaba siguiendo al tipo del Ja­guar? —Victor sacudió fuertemente la cabeza—. Eso es bas­tante confuso para mí… A estas horas mi cerebro aún no fun­ciona. Necesita dormir un poco más.
—Pero… por fin tenemos una pista, tengo que saber quién es ese tipo.
—Sí, estaría bien —murmuró Victor y cerró los ojos.
Nick se rindió en su intento de obtener oraciones con senti­do. Le dejó acostarse en uno de los sofás, le hizo beber un poco de té y se sacó de los bolsillos todas las monedas que te­nía para comprar el desayuno.
Mientras esperaba en la cola de la panadería, no pudo resistir las ganas de enviarle un mensaje de texto a Emily: «Tengo noti­cias emocionantes. Estoy en Cromer Street, ojalá estuvieras aquí».
Cuando regresó, Victor lo esperaba pálido, aunque muy despabilado.
—No puedo comer nada ahora.
—¿Por qué?
—Mientras estuviste fuera de compras consulté en Google. No te lo vas a creer.
Esperó hasta que Nick colocó sus cruasanes sobre la mesa y lo llevó ante el portátil.
—Ahí está. Tú solo mira.
El sitio de Internet de Soft Suspense estaba abierto: en la pri­mera página había publicidad sobre un nuevo juego llamado Sangre de los Dioses. Los dioses no tenían parecido alguno con los griegos, más bien se veían de acero, y su diseño gráfico nada recordaba al de Erebos.
—¿Y luego?
Victor puso una mano en el hombro de Nick.
—Esta es solo la página de inicio. Tienes que entrar a los comunicados de prensa.
Nick hizo clic en «Noticias» y leyó:

Soft Suspense se congratula por el récord de ventas de Halcón Real. Tan solo en el primer mes se vendieron 600.000 copias del juego.

Abajo, una fotografía que mostraba al conductor del Jaguar: posaba sentado en un sofá de piel de oficina y sonreía ante la cámara. «Eso es —pensó Nick—, mi pista es correcta». Des­pués vio el pie de foto e intercambió una mirada con Victor.
—No, ¿es posible?
—Sí. Encontraste una mina de oro. La cámara del tesoro de Aladino. Diablos, Nick, tenemos que prevenirle.
—Sí. Tienes razón.
Nick contempló la cara sonriente y despreocupada, pero el texto que había debajo de la imagen reclamaba todo el tiempo su atención.

«Hemos invertido todo nuestro esfuerzo y creatividad en Hal­cón Real y estamos muy satisfechos de que nuestro juego haya sido tan bien aceptado», afirmó el director de Soft Suspense, Andrew Ortolan.

«Un pájaro cantor, ¡ya! Para nada».
—Teníamos que haber investigado mejor —murmuró Nick—, lo habríamos encontrado mucho antes.
—O no. Hay muchísima gente con ese mismo apellido. Bueno, en realidad no tanta gente pero sí bastante.
Andrew Ortolan sonreía impasible en su fotografía.
«¿De verdad habían creado Erebos… para eliminarlo, como había dicho el mensajero? ¿Y por qué? ¿Cómo podrían poner­le sobre aviso? ¿Y, sobre todo, de qué?».
—Yo lo hago —dijo Victor y tecleó el número que encon­tró en la página de la compañía—. ¿Sí? ¿Hola? ¿Podría hablar con el señor Ortolan? Sí…, por favor, póngame con él.
Pausa.
—¿Sí? Mire, mi nombre es Victor Lansky —dijo Victor, pero era evidente que hablaba con otra persona—. No, no espera mi llamada.
Nick no entendía nada de lo que decía la secretaria, pero sí escuchó su voz aguda y negativa.
—Como usted vea —continuó Victor en un segundo inten­to—, soy de la prensa y hay algo muy importante que tengo que decir al señor Ortolan.
De nuevo se oyó una rápida y estridente respuesta de la secretaria.
—Escúcheme bien —dijo Victor con manifiesta paciencia—, estoy seguro de que su jefe quiere escuchar lo que tengo que decirle… No, no puede darle ningún mensaje… ¿Cómo? Lan- sky. L-A-N-S-K-Y. Sí, me puede devolver la llamada. ¡Y debe darse prisa!
Colgó y dio un soplido.
—Está claro que no va a llamarme. La vaca de la antesala ni siquiera me ha pedido el número de teléfono.
—¿Quizá lo haya visto en la pantalla del teléfono?
—No lo creo —Victor sacó un cruasán de chocolate de la bolsa de papel—. Mi número es secreto. No sale nada.
Nick reflexionó durante un momento y presionó la tecla de repetición automática de la última llamada.
—Buenos días, quisiera hablar con el señor Ortolan.
—Le pongo con la oficina de su secretaria particular.
Se escuchó que del auricular salía una música de saxofón hasta que del otro lado alguien contestó la llamada.
—Oficina del señor Andrew Ortolan, mi nombre es Anne Wisbourn —era la desagradable voz de hacía un rato.
—Hola. Mi nombre es Nick Dunmore y me gustaría hablar con el señor Ortolan. ¡Es urgente! Cosa de vida o muerte.
—¿Cómo ha dicho, perdón?
—¡De vida o muerte! ¡Lo digo en serio! —de tanto nervio­sismo, Nick tenía la boca reseca. ¿Cómo podría explicarle a Ortolan la situación sin que lo tomara por un lunático?
Salió ruido del auricular, Nick escuchó algunas palabras pronunciadas en voz baja. Seguramente, la secretaria tapaba el auricular con la mano. Después se escuchó un ruido como si algo estallara, los tonos de voz se volvieron cada vez más ní­tidos y un hombre gritó al teléfono:
—¡Voy a instalar un dispositivo de intercepción! ¡Esto es acoso telefónico! ¡Voy a cogeros, desgraciados, y acabaréis entre rejas! Esta es mi última advertencia, ¿ha quedado claro?
Clac. Colgó el teléfono.
El corazón de Nick martilleaba como si hubiera corrido una carrera de cien metros.
—Se ha creído que le estaba amenazando.
—Sí, lo he escuchado. Lo dijo con bastante fuerza.
Eso estaba tan claro como una mañana estival.
—Apuesto a que ha estado recibiendo llamadas aterradoras.
—Sí, de parte de Emily, por ejemplo —dijo Victor.
El desayuno que compartieron pasó en silencio. Ambos se hallaban demasiado concentrados en sus pensamientos. Nick rumiaba las posibilidades que les quedaban. Podía volver a Blackfriars y llamar a la puerta de la oficina de Ortolan, hasta que lo escuchara.
«Pero no sabes por qué le odia tanto Erebos. Tiene que ha­ber una razón».
—¿Victor? Tú conoces el mundillo de los videojuegos de or­denador.
—De arriba abajo.
—¿Tienes alguna explicación? ¿Cualquiera que tenga algún sentido?
—Cero pistas. Ando a tientas en la oscuridad más absoluta. Creo que debemos obtener más información sobre el señor Ortolan.

Cuando Emily llegó, mucho más temprano de lo esperado, Nick y Victor no habían avanzado un paso más: sabían que Or­tolan era miembro del Club Wimbledon Park Golf, que de tanto en tanto organizaba cenas de caridad para Unicef y que muy rara vez concedía entrevistas.
Emily, que se quedó de una pieza al enterarse de la verda­dera identidad de Ortolan, reinició la búsqueda con nuevos bríos.
—Quizá no sea nada personal. Quizá tenga que ver con la compañía —giró el ordenador portátil hacia ella y escribió «Soft Suspense» en Google.
—Estás buscando una aguja en un pajar —predijo Vic­tor—. Para cuando hayas hurgado en todas las reseñas y críti­cas sobre los juegos y las subastas en Ebay, ya estaremos cerca de Navidad.
—Tienes razón —entrecerró los ojos hasta que se convirtie­ron en rendijas.
Escribió «enemigos de Ortolan» y le apareció un montón de información sobre pájaros cantores y halcones peregrinos devoradores de pájaros cantores.
—Mierda. Pero vale. Intentémoslo de otra manera.
Los términos buscados «Soft Suspense» y «víctima» arrojaron sobre todo descripciones de juego de Halcón Real. El nombre de la compañía junto con «competencia» lanzó datos de econo­mía sobre el ramo de los videojuegos de ordenador.
Emily soltó un juramento muy poco femenino.
—No entiendo nada de nada. Si es un competidor que quie­re eliminar a Soft Suspense, nunca lo entenderemos —caviló sobre la enumeración de las distintas compañías de juego—. Quizá la compañía haya hecho algo malo —dijo, y escribió algo nuevo: «Delito Soft Suspense».
La lista de resultados no era tan larga: solo tenía cuatro pági­nas. Las primeras decían que hacer copias piratas era un delito y que poco tiempo atrás Soft Suspense había mejorado la pro­tección contra la reproducción de sus juegos. Emily recorrió el texto de la pantalla de arriba abajo y siguió dando clics.
Se detuvo en un comunicado judicial de hacía dos años.

… fue declarado culpable por fraude y robo y sentenciado a seis años de prisión. El juego que dispone de recientes e innova­doras tecnologías proviene de la casa Soft Suspense, cuyos…

Emily pinchó en el link. Era una noticia de la hemeroteca del Independent. Nick y Emily solo tuvieron que leer las primeras líneas para darse cuenta de que no tenían que seguir buscan­do. Ahí estaba con toda claridad y, peor aún, lo que Nick jamás habría imaginado.

Desarrollador de videojuegos sentenciado
Después de dos años, el proceso judicial por la autoría del videojuego de ordenador Destello de los Dioses finalmente desembocó en un juicio. Larry McVay, titular y director eje­cutivo de la compañía desarrolladora de software Vay Too Far, fue declarado culpable por fraude y robo y sentenciado a seis años de prisión. El juego, que dispone de una reciente e inno­vadora tecnología, proviene de la casa Soft Suspense. Su di­rector ejecutivo Andrew Ortolan celebró la sentencia.
«Se han invertido años de trabajo y millones de libras esterli­nas —sostuvo Ortolan—. No es algo que se pueda robar así como así. McVay afirmó desde el comienzo del juicio que él había sido el programador de Destello de los Dioses, y que Soft Suspense se lo había robado. Pero nunca fue capaz de aportar las pruebas correspondientes, cosa que excusó con aparentes ro­bos y manipulaciones por parte de Soft Suspense».
El director ejecutivo de Ortolan rechazó algunas recrimina­ciones en su contra. «Somos una empresa que siempre ha sido honesta, no una organización delictiva, y nos alegramos de que esto haya sido reconocido. Alguien ha intentado darle la vuelta a las cosas sin tener la menor prueba». McVay anunció que agotará todos los recursos legales, y que «no se dará por vencido».

Nick abrió la boca, pero no pudo pronunciar palabra. Vio a Emily: estaba pálida y apretaba los labios con fuerza.
Victor, que también lo leyó, aplaudía con las manos.
—¡Muy bien, Emily!, tienes el olfato de Sherlock Holmes y Philip Marlowe juntos. ¡Excelente!
En el pensamiento de Nick solo predominaba el caos. ¿La­rry McVay era el padre de Adrian? El apellido no era co­mún… no podía imaginar otra posibilidad.
—¿Qué pasa? —preguntó Victor sorprendido—. ¿Estáis mudos? Hemos dado un gran paso hacia delante: Larry McVay puede ser una pieza del rompecabezas, al fin y al cabo perdió un juicio contra Ortolan. Seguro que está muy ca­breado con él. Quizá sepa algo sobre Erebos. Tenemos que ir a verle.
Con un poco de esfuerzo, Nick recuperó la voz.
—No va a ser posible… se suicidó.
Pusieron a Victor al corriente, le hablaron sobre Adrian y su extraño comportamiento en las últimas semanas.
—Siempre quería saber lo que tenía el DVD, y después, cuando se dio cuenta de que era un videojuego, me suplicó que dejara de jugarlo.
Nick aún no entendía por qué el juego del juicio no se lla­maba Erebos, sino Destello de los Dioses.
«Alegría, hermoso destello de los dioses», pensó furioso.
Victor tomó el portátil y volvió a leer el artículo.
—Creo que recuerdo el caso… Lo interesante era que nin­guna de las dos partes quería explicar con detalle qué era lo que hacía del juego algo tan extraordinario… Solo se pelea­ron por él como perros por un hueso, por eso no ha salido al mercado.
Mientras Victor se concentraba cada vez más en la lectura, Nick y Emily discutían su siguiente paso.
—Tenemos que hablar con Adrian —suspiró Emily profun­damente—. Es un chico muy simpático, hablamos mucho y muy a gusto, es maduro para su edad y vaya si es inteligente.
—Vamos a hablar con él —Nick le dio la razón y recordó lo que Adrian le había dicho: él no tenía permiso para coger el DVD, pero debía saber de qué se trataba.
Visto desde la distancia, aquello tenía sentido, pero Nick no podía definirlo con precisión. Cuando se encontraran con él, le diría la verdad a Adrian, le contaría todo lo que sabía y como compensación…
—¡No! —el grito de Victor hizo que ambos se giraran de gol­pe y al mismo tiempo—. Mierda, esto se está poniendo cada vez más inquietante.
—¿Qué pasa?
—El programador sí se suicidó —leyó Victor en voz alta—. La noche del 13 de septiembre, en la azotea de su casa en el norte de Londres, se encontró ahorcado a L. McVay, propie­tario de una compañía de software. Tras las primeras investi­gaciones, la policía descarta que hubiera influencia externa, todo apunta a que él mismo puso fin a su vida. La razón que se dio fue la sentencia en un juicio por fraude fallado hace tres semanas, según la cual McVay fue condenado a seis años de prisión. Estaba libre bajo fianza y había anunciado que in­terpondría un recurso de apelación.
—Eso ya lo sabemos —dijo Nick.
Victor le lanzó una oscura mirada.
—¿Y conocías a Larry McVay? ¿Alguna vez te cruzaste con él?
—No, Adrian entró en nuestro instituto después de que muriera.
—Eso suponía. Entonces prepárate para una sorpresa —Vic­tor giró la pantalla.
A Emily se le escapó un grito y tomó la mano de Nick.
—Eso es… Eso no es…
—Sí —susurró Nick.
Miró a McVay a la cara y reconoció los ojos, el rostro delga­do, la boca pequeña… Larry McVay era el hombre muerto.


Capítulo 31

Victor apagó el ordenador.
—¿Quién programó a ese tipo? —preguntó con voz dé­bil—. ¿A quién se le pudo ocurrir una idea tan macabra?
Ninguno respondió.
Nick echó un vistazo al reloj, y se dio cuenta de que era poco más de la una de la tarde. Seguramente Adrian estaba almor­zando. Después tendría dos o tres horas de clase, así que quizá no tenía ningún sentido ir al instituto.
—Tenemos que hablar con él hoy mismo —dijo Emily, como si le hubiera leído el pensamiento.
—Vamos, a lo mejor le encontramos en uno de los descan­sos. No, qué tontería… nadie puede enterarse de que queremos algo de él.
—¿Por qué no? —exclamó Emily—. Nadie va a sospechar de mí. Oficialmente soy adicta a Erebos.
Era verdad. Ahora solo necesitaban un punto de encuentro donde pudieran tener la certeza de que nadie los vería juntos.
—¡Aquí! —gritó Victor.
—No, es demasiado peligroso… Si alguien nos sigue, te descubrirán, y tú eres nuestro último enlace con el juego. Eres el único que puede decirnos lo que pasa en Erebos —objetó Emily.
—Un momento. ¡Tú también estás dentro!
—Pero solo en teoría —sonrió y miró su reloj de pulsera—. En diecisiete minutos tendría que encontrarme con el señor Watson para ponerlo en una situación embarazosa. Y no pienso hacerlo, así que ¡adiós, Hemera!
—Está bien —gruñó Victor—, pero es muy desconsiderado que al final solo se fíen de mí. ¿Qué pasaría si el juego me pide que seduzca al señor Watson? ¿Tendré que hacerlo para que no perdamos el acceso?
Se echaron a reír, el ambiente era liberador.
—Además, todavía nos queda Kate, aunque ella no es tan brillante como tú —dijo Nick—. Por cierto, deberías ponerte a jugar. Están tan cerca de Blackfriars, que todo puede suce­der en cualquier minuto, y debemos saberlo, ¿de acuerdo?
Victor hizo pucheros y se dirigió a la habitación de los orde­nadores.
—¿Así que no me enteraré de lo que te diga Adrian McVay?
—Claro que sí. Te enviaremos una paloma mensajera a prueba de intercepción —dijo Emily con un gesto de afecta­da seriedad—. Nick, ¿dónde nos encontramos? En un café es muy inseguro, ¿quizá en un parque? ¿En algún lugar en Hyde Park donde podamos tener una buena vista de los al­rededores?
—No, allí pueden vernos —una idea cruzó la mente de Nick. Le escribió una dirección a Emily en un pedazo de papel—. Aquí estaremos seguros. Cien por cien seguros. Allí os esperaré.

Fue Becca la que le echó primero los brazos al cuello, y des­pués Finn hizo lo mismo.
—¡Enano! ¡Qué sorpresa! ¿Quieres café? ¿Vienes a por el portátil?
Nick respondió con un no a ambas preguntas.
—Necesito un lugar tranquilo para una especie de… re­unión. He quedado aquí con dos amigos que llegarán en una hora. ¿Está bien?
Finn le puso un brazo sobre los hombros, lo que no resulta­ba nada fácil porque Nick era más alto: le sacaba una cabeza.
—Estás nervioso. ¿Tienes problemas? ¿Tu reunión trata de algo que tal vez no sea del todo legal?
—¿Cómo dices? ¡No, para nada! —Nick sacudió con vehe­mencia la cabeza—. No. Todo lo contrario. Es muy complicado, pero te aseguro que no es ilegal.
—Ah, bueno, entonces…
Finn le condujo a uno de sus tres estudios. Las paredes estaban llenas de fotografías de tatuajes recién dibujados en todas las partes del cuerpo.
—¿Te parece bien aquí? Hoy necesito el estudio más grande y Becca tiene dos citas para poner piercings.
—Aquí está perfecto.
—Vale. ¿Todo va bien con papá y mamá?
—Sí, todo genial.
Finn alzó las cejas, en las que ya se había puesto seis pier­cings. Nick se asombró por la inusual parquedad de su herma­no. Le dejó solo pero regresó tres minutos más tarde con zumo de naranja y galletas.
—Nadie podrá reprochar a un Dunmore el ser un mal anfi­trión.
—Gracias.
Los minutos pasaban lentamente. Nick intentó distraerse analizando la galería de Finn. Una espalda vestida de rosas trepadoras, un bíceps con una vista alpina y un tobillo con unos delfines besándose.
«¿Logrará Emily convencer a Adrian para que venga? Aun­que, pensándolo bien, ¿por qué no querría hacerlo? Él tenía mucha curiosidad por saber algo del juego».
«¡Ha llegado alguien!»
Las campanillas que Becca había colocado sobre la puerta del establecimiento estaban sonando. «¿Clientes? ¿O Emily?».
—Hola, hemos quedado aquí con Nick Dunmore.
Era Emily. Finn los condujo a ella y a Adrian adonde él estaba.
Nick no podía dejar de observar cómo Emily examinaba a su hermano con interés. Era el prototipo de los que no madu­ran nunca.
—Hola.
Ella le plantó un beso en los labios que le dejó levitando por un momento. Detrás de ella se encontraba un Adrian son­riente. En un lado de la cabeza llevaba de punta su cabello rubio, lo que le daba un aspecto de duende.
—Están muy bien las fotos —dijo mientras señalaba las pa­redes—. Lo mismo hasta me deje hacer un tatuaje.
Finn resplandeció.
—Pues entonces vienes y te hago un descuento… Bueno, os dejo en vuestra reunión secreta. Si alguien tiene alguna ne­cesidad, la cocina está dos puertas más allá a la izquierda, y el bañó justo enfrente —y luego se fue.
Adrian se sentó en lo que Nick llamaba la «silla de trata­miento» y lo miró con cara de expectativa.
—Emily dice que tenéis que hablar algo conmigo. ¿Se trata de Erebos?
En todo caso no se podía reprochar a Adrian el andarse con rodeos.
—Sí —respondió Nick—, primero quiero decirte que ni Emily ni yo seguimos en el juego. Así que no tienes nada que temer por nuestra parte.
—Está bien.
A Nick le costó trabajo encontrar el comienzo adecuado. Estaba a punto de abrir una vieja herida en Adrian y, además, pondría el dedo en la llaga. Hizo como si se quitara un me­chón inexistente de los ojos.
—De alguna manera Erebos tiene que ver con tu padre —ob­servó cómo los ojos de Adrian se agrandaban y lamentó ha­berlo soltado de golpe. «Qué sensible eres, idiota».
—¿Cómo lo sabes? —susurró Adrian—. No por mí. Yo no delaté a nadie.
Nick y Emily intercambiaron una mirada.
—Estoy un poco sorprendida de que lo sepas —dijo Emily.
—Claro que lo sé, solo que durante mucho tiempo no com­prendía de qué se trataba —sonrió, y pareció como si quisiera disculparse—. Claro que me imaginaba que se trataba de un juego. Mi padre solo había programado juegos, pero no esta­ba seguro.
Nick no entendía una palabra. Debían volver a empezar desde el principio.
—Hace poco me dijiste que tenías prohibido aceptar ningún DVD, pero que necesitabas saber cuál era su contenido. ¿Por qué?
—Tenía prohibido aceptar ninguno porque mi padre me lo prohibió —de nuevo Nick y Emily intercambiaron una mirada.
—Eso no lo entiendo… —dijo Emily—. Tu padre… ya ha muerto.
—Claro —Adrian dejó de mirarlos y se puso a contemplar las puntas de sus zapatos—. Mi padre me lo dejó por escrito, me dejó por escrito absolutamente todo.
—¿Qué? ¿Qué te dejó por escrito?
Sin levantar la mirada, Adrian sacudió la cabeza.
—No, primero hablad vosotros, quiero saber qué tipo de juego es Erebos.
Nick se escuchó a sí mismo dar un profundo suspiro.
—Es magnífico, emocionante. Una vez que empiezas difí­cilmente puedes soltarlo.
Adrian miró el suelo con ojos radiantes.
—Así eran todos los juegos de mi padre.
—Entonces ¿estás seguro de que tu padre lo programó? —to­mó la palabra Emily.
En ese momento Adrian alzó la mirada, en sus ojos se nota­ba una ligera indignación.
—Por supuesto. Si no lo hubiera hecho, nunca habría dicho que ese era su legado.
—¿Eso fue lo que dijo?
—Lo escribió. En esa carta afirmó que ese era su legado y que yo tenía que distribuirlo —Adrian posaba su mirada en Nick y en Emily una y otra vez, y luego se dio cuenta de que su expli­cación no bastaba para que ellos pudieran comprender.
—Papá murió hace dos años —dijo—. Dos días después de su muerte me llamó su notario y me dijo que tenía una carta para mí, en el sobre había un mensaje de mi padre… y dos DVD.
Nick tomó aire.
—¿Tú distribuíste el juego en el instituto?
—¿Distribuir? Bueno, no exactamente, yo le entregué un DVD a alguien de mi grupo. El segundo se lo di a un chico que conozco de antes y va a otro instituto. Mi padre no quería que los dos DVD terminaran en el mismo lugar. Además, quería que yo pensara muy bien a quién se los regalaría: «Dáselos a personas cuyas vidas creas que está vacía», me escribió, «y pro­méteme que tú no verás los DVD. Son una parte de mi legado pero esta parte no está dirigida a ti».
Algo en el interior de Nick latió dolorosamente.
—¿Y eso fue lo que hiciste?
—Claro —susurró Adrian—. Eso fue lo último que supe de mi padre. No contaba con volver a ver o a leer algo de él… ¡Estaba tan contento! —dijo mientras le corrían lágrimas por sus mejillas.
«Te utilizó».
—Y ahora es vuestro turno. ¿De qué va el juego?
Para tranquilidad de Nick, Emily respondió por él.
—Visto por encima se trata de un mundo oscuro en el que uno tiene que cumplir todo tipo de encargos y correr muchos peligros. Los encargos que tienes que llevar a cabo no se limi­tan al mundo del juego, sino que se extienden hasta la reali­dad. Por ejemplo… tienes que hacer fotografías de alguien o escribir una tarea de instituto para alguien.
Adrian los miraba extático.
—Ese es el Destello de los Dioses. El proyecto favorito de papá. Él quería que los jugadores se hicieran regalos entre sí o que de una u otra manera se prestaran ayuda en la vida real. Que no estuvieran solo sentados ante el ordenador, que se establecieran amistades. Me lo había contado tantas veces, antes de… —Adrian dirigió su mirada hacia un lado—, bueno, an­tes de que alguien se lo quisieran robar. ¿Os habéis dado cuenta de que es un poco distinto para cada uno de los juga­dores? Por ejemplo, la música se orienta según los archivos mp3 que tengas en tu disco duro o según las canciones que escuchas en YouTube. Cuando el juego ya te conoce un poco, sabe qué retos te gustan más y te los pone. Papá integró un programa psicológico que adapta el juego a sus usuarios.
Era obvio que Adrian se deleitaba a más no poder con sus recuerdos.
Nick sintió tal rabia hacia Larry McVay que quiso hacer añicos todo lo que los rodeaba.
—¿Puede ser entonces… es decir, crees posible que tu pa­dre cambiase la programación del juego? ¿Que introdujese unos cuantos nuevos y bonitos detalles? Lo que quiero decir es que ya no se llama Destello de los Dioses. Se llama Erebos.
—¿Cómo dices? Sí, es muy posible —se apagó el resplandor en el rostro de Adrian—. Tenéis que saber que alguien inten­to robarle el Destello de los Dioses. Después hubo un juicio que se prolongó una eternidad… En los últimos dos años papá estaba… bueno, había cambiado. Ya no hablaba tanto conmigo, así que no sé si cambió algo. De todas maneras, tra­bajaba como un loco. En realidad, era lo único que hacía: se encerraba en el sótano, casi no comía, ni se tomaba suficien­te tiempo para asearse.
Miró a Emily y a Nick con cara de disculpa.
—Mi madre dice que desde que empezó el juicio papá ya no fue el mismo. No pudo aguantar que lo acusaran de robo y fraude. En realidad, fue a nosotros a los que intentaron ro­bar. Cuatro veces. En la oficina, en casa, hasta los coches nos robaron.
No era agradable la explicación que Nick extrajo del rostro de Adrian. Iba así: Soft Suspense se había enterado del nue­vo desarrollo de McVay y había tratado de apropiarse del pro­grama. Eso no había funcionado, por lo menos no en dimen­siones satisfactorias, de modo que la compañía demandó a McVay. Y lo llevó a juicio. «¿Eso es posible?».
—Escucha —dijo—. Voy a contarte cuál es el objetivo del juego de Erebos, ¿te parece bien? —aunque sintió la mirada de Emily encima, ya no podía contenerse—. Hay que elimi­nar a un monstruo. Para hacerlo se busca a los mejores, los combatientes más fuertes y los más amorales. Tienen que im­ponerse a cualquiera que desee detener a Erebos y deben rea­lizar preparativos para la última batalla. Esta última batalla tendrá lugar muy pronto. ¿Y sabes cómo se llama el monstruo que debe ser eliminado en la batalla?
Vio en los ojos de Adrian que ya se lo imaginaba.
—Exacto —dijo Nick—, se llama Ortolan.
Se escuchó cómo Adrian soltaba su aliento con fuerza. En un principio lanzó una carcajada. Pero otra vez se puso serio.
—¿De verdad?
—Lo juro.
En la cara de Adrian se reflejaban muchos sentimientos: sa­tisfacción, tristeza y odio.
—Quieres decir —dijo con voz ronca—, ¿que alguien va a matar a Ortolan?
—Tal vez. Ocurrirá algo parecido, eso creo.
—Algunas veces me imaginé que yo mismo lo hacía. Des­pués de que mi padre cambiase tanto, y… después de todo lo que pasó.
De nuevo miró el suelo con una sonrisa.
—Una vez entregué los DVD y la gente empezó a cambiar, tuve miedo de que mi padre hubiera cometido un error. Un juego que destruye a los jugadores, ¿me entendéis? Al final él estaba… bueno, no importa. Cambió completamente. Igual que vosotros. Por eso me dio miedo —entonces levan­tó la mirada—, pero no quería hacerle daño a nadie. Solo a Ortolan.
Cuando Emily habló, lo hizo con voz baja y mucha cautela.
—Pero eso no funciona, Adrian. El juego ha llevado a los jugadores a hacer cosas horribles. Alguien saboteó los frenos de la bicicleta de Jamie.
Adrian alzó la cabeza de golpe.
—¿Cómo?
—No fue un accidente. Han pasado un montón de cosas malas solo para que el plan de venganza de tu padre no co­rriera peligro. Ayer alguien intentó empujar a Nick a las vías cuando llegaba el metro.
Con el rostro pálido y perplejo, Adrian sacudió la cabeza.
—Si alguno de los jugadores mata a Ortolan, también des­troza su vida —continuó Emily—. Eso te tiene que quedar claro. Y seguramente también le quedó claro a tu padre.
Adrian esquivó la mirada de Emily.
—¿Habló el juego con vosotros? ¿Le preguntasteis y él res­pondió? ¿O al revés?
—Sí —dijo Emily.
—Eso era lo que Ortolan quería tener a toda costa. La IA que papá había desarrollado. Inteligencia artificial —explicó ante el gesto de duda de Nick—. Había desarrollado un programa que podía aprender como un ser humano. También idiomas. Mi padre dijo que cuando estuviera terminado y maduro, gana­ría el Premio Nobel. Estaba orgulloso a más no poder y se esfor­zó muchísimo para mantener su descubrimiento en secreto.
Allí estaba una vez más esa sensibilidad, ese sentimiento de vulnerabilidad que tanto le llamaba la atención de Adrian.
—Pero uno de los contables en la compañía de papá se dejó corromper. Ortolan siempre orientaba su radar hacia los desa­rrollos de otros, y en cuanto supo que papá había dado un gran paso en la creación de la inteligencia artificial, ya no lo dejó en paz.
Nick estaba casi seguro de que ese contable tenía un garaje pintado con grafiti.
—Ortolan se propuso comprar la idea a mi padre, pero él se negó. Tenía su propia compañía y quería sacar a la venta su programa. A partir de ese momento empezó el terror.
Emily se levantó de su sitio y se sentó junto a Adrian.
—Todo eso es horrible. Tan injusto que uno podría ponerse a gritar. Pero, a pesar de esto, nadie debe volverse un asesino, ¿cierto?
—No —susurró Adrian—, tienes razón.
—Por eso vamos a tratar de impedirlo.
—De acuerdo. ¿Necesitáis mi ayuda? —sonaba a súplica y Nick creyó entender a Adrian. No quería volver a ser degra­dado a mero espectador.
—Por supuesto —dijo—, tú eres algo así como la llave del secreto.
  
Mientras esperaba el tren, Nick llamó a Victor, que contestó al primer tono.
—¡Por fin me llamas! ¿Qué dice el pequeño McVay?
—Que Ortolan es un cabrón.
—¿En serio? Bueno, no sé, en el ramo hay muchos de ellos.
—Parece que así es. También dijo que su padre había desarro­llado un tipo de inteligencia artificial que había integrado a su juego. Algo muy nuevo que Ortolan quería tener como fuera.
—Ah. Eso no me sorprende. Dios mío, eso lo convirtió en un hombre espantosamente rico.
Inteligencia artificial. Una vez en casa encendió el ordenador portátil de Finn e intentó extraer más información sobre el asunto. Al parecer, había legiones de especialistas concentra­dos en encontrar un camino para enseñar a los ordenadores el pensamiento humano en toda su complejidad. El padre de Adrian lo había logrado. Su software aprendió, podía leer y valorar lo leído. Analizaba al usuario del ordenador y le daba lo que más deseaba en su más íntimo fuero. Qué locura. No era de sorprender que ninguno de ellos pudiera abandonar sin más el mundo de Erebos. Ahora el juego era un arma que se valía por sí misma.
Nick siguió leyendo, se informó sobre la prueba de Türing, el Premio Loebner y sobre la IA neuronal y simbólica. Des­pués de dos horas empezó a tener dolor de cabeza y se dio por vencido. No habría podido comprender para nada lo que Larry McVay había llevado a cabo.


Capítulo 32

El mensaje de texto de Victor llegó de madrugada. El aviso del móvil sacó a Nick del sueño más profundo. La pantalla era una mancha resplandeciente en la habitación oscura. Saltó de la cama tan rápido que sintió cómo se mareaba y tuvo que apoyarse en su escritorio.
Un nuevo sms.
Pulsó la tecla de «Leer».
Parece que ya le ha llegado la hora a Ortolan. Están preparan­do al círculo privilegiado para la batalla. Antorchas, juramen­tos, togas blancas y demás. Creo que será hoy. Por el momento vamos a sitiar la fortaleza. PD: hace un segundo encontré un cristal mágico (amarillo). Cuando todo haya pasado, puedo guardármelo y hacer con él lo que quiera, ¿o no?
Victor le había enviado el mensaje a las 3.48 de la madruga­da, y en ese momento eran las 3.50. Junto con su móvil gateó hasta la cama y le llamó por teléfono.
—¿Qué significa eso de que vais a sitiar la fortaleza?
—¡Hola! Bueno… pues… que vamos a estar por ahí en plan ocioso. La fortaleza es un gran bloque blanco que brilla en la oscuridad y del que chorrea sangre. ¡Es verdaderamente repugnante!
Nick no pudo responder porque tuvo que bostezar muy fuerte.
—Te he despertado, ¿verdad? Lo siento, pero quería poner­te al tanto como fuera. Podía haber sido que… ¡Rayos, otra vez están disparando cabezas!
Nick lo escuchó teclear con vigor.
—Vale, problema resuelto. Lo que quería decirte era otra cosa: podría ser que tú quisieras emprender algo… ahora, por supuesto.
—No sé. ¿Como qué? ¿Ya sabes qué tienen que hacer los que pertenecen al círculo privilegiado? ¿Hay algún punto de referencia del que podamos partir?
—Deben destruir a Ortolan. Cuando lo hayan logrado, su torre caerá en pedazos y todos seremos recompensados, eso fue lo único que explicó el mensajero. De momento, aquí hay sentada mucha gente a la espera de que esa cosa se venga aba­jo, aunque… los del círculo privilegiado acaban de irse.
—Lo que más me gustaría es ir a Blackfriars.
—Todavía no ha abierto el metro y los autobuses noctur­nos… Mejor olvídalo. Además, ¿qué quieres hacer allí? Mejor vete a la cama.
Eso parecía una broma. Pero Victor tenía razón, por lo me­nos necesitaban el esbozo de un plan.
—Iré a verte a tu casa en el primer tren, luego pensamos qué podemos hacer.
—De acuerdo. La cosa se está poniendo fea… Creo que ahora sí va en serio.
—Si ocurre algo importante, dímelo.
—Claro… mantendré la posición nocturna, solo y solitario. Bueno, si exceptuamos a los trescientos combatientes exte­nuados que están a mi alrededor.
Nick se sentó en la cama y miró fijamente las agujas de su reloj. Todavía faltaba más de una hora para que pasara el pri­mer convoy del metro.
«¡Maldita sea! ¿Y si la torre se derrumba mientras espero?».
No aguantó mucho tiempo sentado y empezó a caminar por la habitación de un lado a otro; estaba haciendo demasia­do ruido teniendo en cuenta el silencio que reinaba en la casa. Y no quería despertar a nadie. Le pareció prudente ir a la co­cina y escribir una nota en la que diría que se había ido a correr con Colin antes de entrar al instituto. Eso fue lo mejor que se ocurrió. Con un poco de suerte, sus padres le creerían dentro de dos horas y media cuando se levantaran.
Cuando se deslizó a hurtadillas fuera de casa faltaban quin­ce minutos para las cinco. Llevaba consigo su mochila para que su madre no la viese por allí, pero inmediatamente la dejó atada en el sótano de bicicletas. En esos momentos no necesitaba una carga innecesaria.
Las calles estaban oscuras y desiertas; en la estación aún no habían quitado los candados. Nick se envolvió fuertemente en su abrigo y se puso a contar los minutos. ¿Qué podía hacer? Podría esperar a que pasara Ortolan y obligarlo a que lo escuchara. O quizá podría hablar con la policía: «Vera, es que existe un juego de ordenador en el que todo apunta a que hoy será asesinado un repugnante directivo empresarial. Sí, cómo no. ¡Gran idea!».
En esas estaba cuando sonó su móvil para anunciar un nue­vo mensaje de texto:

Ahora estoy segurísimo. Será hoy. Me asignaron un encargo que así lo indica. ¡Llámame!

Inmediatamente llamó a Victor.
—Si alguien me pregunta, debo mantener que hoy, entre las ocho y las diez de la mañana estuve desayunando con un tal Colin Harris.
Nick no lo entendió a la primera.
—¿Por qué tienes que desayunar con Colin?
—Tengo que proporcionarle una coartada, ¿entiendes? Cla­ro, con la condición de que no lo atrapen en el momento de los hechos… ¿Conoces a Colin Harris?
—Por supuesto.
—No importa. Escucha, esto me está poniendo muy nervioso.
—Voy de camino hacia tu casa. ¿Qué pinta tiene la torre? ¿Sigue intacta?
—Sí, sí. Todavía está en pie… brilla y sangra.
Cuando por fin se levantaron los barrotes de la estación del metro, Nick bajó corriendo las escaleras como si lo estuviera persiguiendo el mismísimo mensajero.
«Nada de rodeos, directamente a Kings Cross». No tardaría ni veinte minutos en llamar a la puerta de Victor.

—Míralo tú mismo —dijo Victor.
Allí seguía la torre. Era enorme y relucía con un blanco lívi­do entre las tinieblas. Le escurría sangre y goteaba desde las ventanas, las troneras y las ranuras de sus muros. En la oscuri­dad, por todos lados, se encontraban —de pie o sentados— cientos de combatientes de todos los pueblos y todos los nive­les. Esperaban. Nick podía imaginarse la curiosidad que los animaba. También sabía cuánta curiosidad tendría de no ser porque conocía la historia del juego. Por esta razón el panora­ma le provocó un poco de asco.
—Voy a ver a Ortolan y le pondré sobre aviso. No me im­porta si es un malnacido. Si no me toma en serio, por lo menos lo habré intentado —dijo.
—O bien —añadió Victor— nos dirigimos al edificio donde están sus oficinas y nos ponemos al acecho… en cuanto aparez­ca cualquiera de los jugadores, lo detenemos. Y damos aviso a la policía.
Eso sonaba bien. Eso funcionaría.
—De acuerdo —dijo Nick—. ¿Quiénes están en este mo­mento en el círculo privilegiado?
Victor los contó con los dedos.
—Wyrdana, BloodWork, Telkorick, Drizzel y… espera… Ubangato, un bárbaro. Se integró en el último torneo. ¿Tienes alguna idea de quiénes son en la vida real?
—No —dijo Nick—, pero cada vez me parece más probable que BloodWork sea Colin.
Un poco pasadas las seis se pusieron en marcha. Nick le en­vió a Adrian un sms. Lo hizo a regañadientes, pero le había prometido que lo tendría al tanto. Victor se comunicó con Emily, y Nick intentó arrancarle el móvil.
—¿Estás loco? ¿Qué pasa si esto es peligroso?
—Me obligó a prometérselo. Me va a estrangular si no la llamo —oprimió en «Enviar»—. Además, ella también tiene derecho a estar allí, como tú y yo. Y Adrian.

Blackfriars. Se bajaron del metro y caminaron hacia Bridewell Place. Ahí se reunirían con Emily y Adrian.
Lloviznaba. Nick caminaba en silencio junto a Victor y bus­caba rostros conocidos. Al mismo tiempo rumiaba y rumiaba sus pensamientos. «¿Qué pasa si no aparece nadie? ¿Si todo es una falsa alarma? ¿Si la torre no es el edificio de Bridewell Place, sino otro?».
Caminaron por New Bridge Street. Por lo menos había sido lo bastante inteligente para traer una chaqueta con capucha, así podría esconder su cola de caballo; su estatura no era tan fácil de disimular. Por nada del mundo quería que los jugadores le descubriesen antes de tiempo.
Por ese motivo no podían quedarse parados en Bridewell Place. Tras ellos había un pub, pero solo se abriría a las once de la mañana.
—Estate atento —dijo Victor, cuando tuvieron a la vista el edificio de oficinas—. Para empezar tú te quedas aquí y espe­ras… Sin llamar la atención, claro. Yo me voy a dar una vuelta y vigilaré sin problemas… A mí nadie me conoce.
Victor se lanzó a su recorrido y Nick no le quitó ojo al edifi­cio. El andamio limitaba la vista de las ventanas. «¡Qué lata! —Nick observó con más atención—. ¿Se ha movido algo? ¿O alguien? No, solo me lo he imaginado». Y si había alguien allí, lo más seguro es que fuera un albañil.
Echó un vistazo al reloj. Apenas pasaban unos segundos de las siete y media. «Maldita sea, esto puede durar una eterni­dad». Nuevamente fijó la vista en el andamio y, en ese instante, el corazón le dio un brinco cuando una mano se posó en su hombro.
—Dije que sin llamar la atención, señor Dunmore. Eres tan discreto como el faro de Alejandría —Victor estaba tras él y en su rostro refulgía una amplia sonrisa.
—¿Por qué me has dado un susto?
—Oye, regálale a un extravagante solitario un poco de ale­gría. Vamos… Ahora, tenemos que acercarnos un poco más.
Durante un buen rato, ambos observaron la entrada sin que apareciera nadie familiar. Entonces sonó el móvil de Nick y casi saltó delante de un automóvil.
—Hola, soy yo, Emily. Adrian y yo ya estamos cerca, estamos comprando sándwiches. ¿Quieres uno?
—¿Sándwiches? ¿Ahora? No, gracias.
—Yo siempre tengo que comer cuando estoy nerviosa. ¿Dón­de estás?
—Justo enfrente del edificio de Soft Suspense. Victor ya ha llegado, aún no ha pasado nada.
—A lo mejor estáis llamando la atención. ¡En un momento estamos con vosotros!
Nick tiró de Victor detrás de una camioneta estacionada. «Por supuesto que Emily tenía razón». No deberían echarlo todo a perder.
Cuando diez minutos más tarde Emily y Adrian se reunieron con ellos, aún no había pasado nada. Aunque la gente no deja­ba de entrar al edificio, no habían visto a ningún estudiante.
—Es hoy, con toda seguridad —insistió Victor—. Ya han enviado al círculo privilegiado y Nick y yo vimos la torre que derrama sangre.
Pasaron otros diez minutos. «Nada». A Nick empezó a dolerle la espalda por permanecer agachado tras la camioneta para no llamar la atención. «¿Les entró miedo a los del círculo privilegiado? ¿De verdad la cosa iba en serio?».
—Ahí viene Ortolan —dijo Adrian.
A pesar de que lo dijo con aparente tranquilidad, Nick vio cómo los músculos de su mandíbula se contraían y cómo cris­paba los puños.
Ahora era el turno de los combatientes del círculo privilegia­do. «¿Cuándo, si no ahora?». Pero no aparecía nadie. Evidente­mente, nadie podría permanecer parado durante mucho tiempo en un lugar visible. Al paso de cada minuto, crecía en Nick la sensación de que algo no marchaba bien. ¿Se habrían lanzado directamente a la tarea? ¿Estaban en el lugar adecuado? ¿Estaría alguien poniendo una bomba en el Jaguar de Ortolan?
Apenas terminó con estos pensamientos, y escuchó cómo algo rechinaba. El ruido provenía del edificio de oficinas, desde muy arriba. «¿Un cristal?».
Nick dirigió su mirada a las alturas, no pudo ver nada por el maldito andamio… pero se escuchó otro rechinar, no, más bien un estallido… ¡Clac! No fue muy fuerte, apenas si se dis­tinguió del ruido de la calle.
—Qué idiotas somos —murmuró—. Ya están adentro.
Se miraron unos a otros y echaron a correr como si alguien les hubiera dado la orden. Cruzaron la calle, atravesaron la plaza frente la entrada y entraron al vestíbulo.
—Ahora vayamos despacio —dijo Victor—. Si no, no nos van a dejar pasar… Hay que subir por la escalera, no el ascensor.
Había mármol gris, columnas, mucho cristal y una recep­ción con una mujer que les sonreía. Y ahí estaba Rashid, casi invisible, escondido en un rincón del vestíbulo, esperando en un sillón de piel negra.
—¿Soft Suspense es aquí? —preguntó Victor mostrando su identificación de periodista.
—Está en el quinto piso, permítame un momento, lo voy a anunciar.
Rashid miró inseguro a Nick, era obvio que no esperaba que alguien apareciera y causara problemas. Entonces tomó una decisión: se apresuró a levantarse y caminó hacia ellos.
—Es usted muy amable, pero no es necesario que me anun­cie —dijo Victor.
Más allá estaban las escaleras. Se apresuraron hacia ellas, Nick ya no pudo escuchar lo que la recepcionista les gritaba, solo se preguntaba si Rashid tenía una pistola.
«Primer piso». Hasta ese momento no se habían encontra­do con nada que les llamara la atención, nadie presa del pá­nico, ningún ruido. Pero en este piso solo había una empresa inmobiliaria.
«Segundo piso. ¿Dónde está Rashid?». Nick miró hacia atrás. A su espalda solo había una escalera desierta. A pesar de esto, se sentía intranquilo, muy intranquilo.
Pasaron el tercero y el cuarto piso, donde no había más que oficinas normales y corrientes. Durante un breve lapso Nick esperó, contra toda razón, que se hubieran equivocado y que no pasara nada. Se aferró a esa esperanza mientras subían las escaleras al quinto piso.
En cuanto llegaron, Rashid los interceptó en su camino.
—Quedaos donde estáis, esto no os importa.
«Por lo menos no tiene una pistola en la mano». Pero sí llevaba una lata de aerosol que sacó a modo de amenaza. Gas lacrimógeno.
La mano temblaba, la voz de Rashid también.
—Que os quedéis ahí donde estáis, os he dicho. No quiero haceros daño. Quedaos ahí… o mejor aún, regresad por don­de habéis venido y no le pasará nada a nadie.
Cuando Emily le respondió, su voz estaba muy tranquila.
—No tienes por qué hacerlo, Rashid. Puedes bajar las es­caleras y salir a la calle. Nadie te hará daño. Nosotros no, el mensajero tampoco, ninguno de los demás jugadores. Te lo juro.
El rostro de Rashid se contrajo.
—Cállate, tú no tienes la más mínima idea de lo que está pasando. Largaos de aquí.
Emily hizo un nuevo intento.
—Si te das prisa, estarás lejos antes de que llegue la policía. Llegará pronto, lo presiento, y entonces podrías meterte en verdaderas dificultades.
El dedo de Rashid se movió sobre el botón del aerosol. Nick tiró de Emily hacia atrás.
—No te estamos amenazando —dijo Nick—. Al contrario, te estamos ayudando. ¡Corre!
—Pero… entonces…
—Entonces, ¿qué?, ¿te echarán del juego? Para ser sinceros, creo que después de hoy ya no existirá el juego.
La mano con el aerosol de pimienta bajó unos centímetros.
—El mensajero me va a matar.
—¿Ves por algún lado al mensajero? ¿Un orco? ¿Un trol? ¡Esto es real!, y tú vas a terminar con tus huesos en la cárcel, ¡como cómplice de homicidio!
En ese momento dejó caer el brazo. Nick titubeó, ¿debía arrojarse sobre Rashid para arrancarle el aerosol?, probable­mente ya no fuera necesario.
—¿No me vais a acusar? —preguntó en voz muy baja.
—No, te lo prometo.
Les echó una última mirada huidiza y empezó a bajar las es­caleras, primero lenta y después de rápidamente.
—¡Rashid! —gritó Nick—. ¿Cuántos más hay aquí?
—No sé —respondió con un grito—, los dos vigilantes de fuera tal vez ya se hayan ido. De todas maneras, dentro están los cinco del círculo privilegiado.
Después de esto, dejaron de oírse sus pasos.
—Cinco personas y algunas armas —gimió Victor—. Por lo menos podíamos haberle quitado el aerosol lacrimógeno a ese chaval.
Nick le dio la razón en silencio, pero ya era muy tarde.
Empujaron la pesada puerta de vidrio que separaba la esca­lera del área de oficinas. Allí estaba la recepción, sin ninguna persona que la atendiera. No había nadie en los pasillos y todas las puertas estaban cerradas.
—¿Por qué no hay nadie?
Caminaron a hurtadillas y abrieron una puerta con cautela. Encontraron dos lugares de trabajo pero allí no había nadie. «¿En la siguiente oficina?». Allí tampoco. Nick abrió una puerta tras otra, cada vez más aterrado, pues podría encon­trarse con un montón de cadáveres tras alguna de ellas.
—¿Qué, todos se han cogido el día libre? —preguntó Victor.
—Allí detrás escucho algo —dijo Adrian.
Señaló hacia el final del pasillo, hacia una puerta de madera con herrería de latón que claramente se diferenciaba de los otros espacios. Escucharon con atención y oyeron algo: un golpe hueco y una voz apagada que gritaba.
—De acuerdo, por lo menos sabemos dónde están —com­probó Victor—. ¿Entramos?, ¿llamamos a la policía?
Nick no lo pensó mucho tiempo.
—Adrian, ve a una de las oficinas y llama a la policía. Noso­tros nos mantenemos en posición.
Después de titubear durante un instante, Adrian hizo lo que Nick le había ordenado. Emily, Victor y él se agruparon cerca de la puerta de madera.
—Podríamos entrar y apostar por el efecto sorpresa —opi­nó Victor.
Nick sacudió la cabeza.
—Creo que no quiero sorprender a nadie que tenga una pistola en la mano.
Apretó la oreja contra la puerta y, aunque escuchó voces, no entendió qué decían.
—Desearía haberle preguntado a Rashid quiénes eran los miembros del círculo privilegiado —dijo Emily—, así po­dríamos calcularlo mejor…
A mitad de la frase de Emily, la puerta se abrió con fuerza y un personaje vestido de negro salió corriendo. Sobre el rostro tenía una máscara, la cara blanca y deformada de Scream.
—Voy por agua —gritó el enmascarado, pero de repente se quedó inmóvil al descubrir a Nick, Emily y Victor—. ¡Aquí hay… gente! ¡Mierda! ¿De dónde han salido?
Dio media vuelta y corrió hacia dentro de la oficina que es­taba abierta.
—Quedaos quietos —exclamó Nick, nervioso.
«Dios mío, esto ha salido de pena». Allí había uno… dos, no, tres enmascarados con pistolas. Nick había logrado echar un vistazo al interior. Un cuarto tipo con una máscara de dia­blo se retorcía gimiendo en el suelo. «Colin, no hay duda». Junto a él había un bate de béisbol, y daba la impresión de que había recibido dos golpes. «Una pelea». Dos de los crista­les de las ventanas estaban rotos. El quinto tipo, el que había salido por agua, no estaba armado, pero eso, en realidad, era un mal consuelo.
—Dunmore —dijo una voz grave bajo una máscara de cala­vera—, asqueroso pedazo de mierda.
Nick retrocedió un paso. Había reconocido tanto la voz como la maciza presencia. «Helen». Su arma apuntaba direc­tamente a Andrew Ortolan, quien con el rostro blanco como la cal permanecía sentado en su silla giratoria. Tenía las mu­ñecas amarradas sobre el escritorio. Junto a él yacían en el suelo dos mujeres y tres hombres, sus manos también estaban atadas a la espalda. Alcanzó a oír cómo una mujer sollozaba.
Ortolan se giró hacia la puerta.
—¿Y ahora quiénes son estos? ¿Refuerzos?
Sus palabras tenían un tono despectivo. Nick descubrió en su frente un rasguño sangrante.
—Cierra la boca —lo reprendió Helen—. ¡Y ahora haz lo que te digo o te meto un tiro en la pierna!
La pierna estaba debajo del escritorio… no era un blanco ideal. Ortolan sonrió apenas.
«No la subestimes —pensó Nick—. Va a disparar. Está loca».
—Quizá deba hacer lo que ella le dice —aconsejó cuidado­samente.
—¡Tú también te callas! —gruñó Helen—. ¡Y que alguien traiga agua! ¡Ahora!
El tipo de Scream salió disparado, pasó apretujándose contra Nick al cruzar la puerta y corrió por el pasillo. «Ojalá Adrian haya sido lo bastante inteligente para mantenerse oculto».
Salvo la mujer que sollozaba, todos guardaban silencio. Nick sintió cómo le bajaba el sudor por el cuello. Colin gimió detrás de la máscara de diablo. Junto a él había una persona arrodillada, una chica, cosa que no podía ocultar a pesar de su máscara de Gollum.
—Creo que ya se siente mejor —dijo ella.
El último en la pandilla era muy alto y fornido, tenía dedos regordetes y llevaba puesta una máscara de extraterrestre. A Nick no le resultó familiar. Lo que sostenía entre las manos parecía una escopeta recortada. Aun así, se diría que era He­len quien tenía la sartén por el mango. Debían entenderse con ella.
Hasta ese momento, Nick no se había percatado de que ella llevaba algo colgado alrededor del cuello: el símbolo del cír­culo privilegiado, rojo, con la punta dirigida hacia el centro. Ella era la única que lo llevaba; Nick supuso que lo había construido con alambre grueso.
El de la cara blanca regresó con el agua. Se la tendió a la chi­ca arrodillada sin decir una palabra. Eso significaba que no había visto a Adrian.
Colin le dio la espalda a Nick, Emily y Victor cuando se levantó un poco la máscara de diablo. Medio se enderezó, bebió varios tragos de agua y tosió.
—¿Todo bien? —preguntó Helen.
—Sí. Ya puedo.
—Bueno, entonces continuemos con el texto. Levántate, Ortolan.
Lo hizo de muy mala gana, se le notaba. A Nick no le re­sultó sencillo determinar si Ortolan tenía o no mucho mie­do. Las dos veces que lo había observado le había parecido que tenía más miedo que ahora. «Debía de presentir que algo se estaba cerniendo a su alrededor, pero no había nada en concreto. Ahora ya ha llegado el momento y está relaja­do».
—Vas a pagar por lo que hiciste —dijo Helen, de seguro que el texto lo tenía preparado—, por tu codicia, por tu des­consideración, por tus mentiras.
A una indicación de Helen, el extraterrestre dio un salto ha­cia delante y abrió de golpe la ventana. Enfrente de ellos se encontraba Bridewell Place. Y la tabla más alta del andamio.
Ortolan comprendió.
—Yo juraría que ya pagué lo que debía —dijo—. Y eso a pesar de que no soy codicioso, ni desconsiderado, ni mentiro­so. Sabéis de sobra todo lo que me habéis hecho. Ya es sufi­ciente, ¿me oís?
Probablemente Ortolan, al igual que Nick, hubiera dado una buena cantidad con tal de ver las reacciones de los rostros de los enmascarados.
—Sal —dijo Helen.
Su pistola apuntaba a Ortolan. Ningún temblor en su voz, ningún temblor en su mano.
—Escuchad —exclamó Victor—. No nos conocemos y lo que voy a decir va a sonar muy trillado… pero estáis come­tiendo un grave error. ¿Qué vais a conseguir si salta por la ventana?… ¡Iréis a la cárcel! ¡Dejadlo en paz!
En ese momento la chica Gollum dijo algo.
—¿Eres amigo de Ortolan? ¿Su cómplice?
—No, eso es una estupidez, no conozco a este tipo —excla­mó Victor—, pero sí conozco Erebos. Y os lo puedo asegurar: Erebos os ha engañado… sin importar qué os haya podido prometer el mensajero… esto, no vais a lograrlo. Dejadlo… Marchaos.
—Hasta ahora hemos conseguido todo —dijo la máscara de Scream—. Todas y cada una de las veces. Así que, si no sa­bes, no hables de cosas que no entiendes.
—Exactamente —completó el robusto extraterrestre—. Vo­sotros no sois nada. Nosotros somos el círculo privilegiado. Ahora salta por la ventana, Ortolan.
El inmenso miedo en los ojos del hombre saltaba a la vista.
—No, no puedo hacerlo.
—Entonces voy a tener que disparar —dijo Helen.
Alzó la pistola y disparó a la pared casi rozándolo.
—¡Está bien! —berreó Ortolan—. Voy a hacerlo… Voy a hacerlo, ¿de acuerdo? No vuelvas a disparar.
La mujer que estaba en el suelo empezó a llorar más fuerte, «Ojalá que no ponga nervioso a ninguno de los del círculo pri­vilegiado». Nick tenía vértigo por el nerviosismo. «Seguro que alguien ha oído el disparo y aparecerá en cualquier momento para ver qué pasa, y eso empeorará las cosas».
Andrew Ortolan se subió al alféizar. La ventana era alta, pero él también tenía una estatura elevada y tuvo que agacharse para pasar. Con las manos atadas le costaba trabajo sostenerse con firmeza. Echó una mirada de súplica hacia su oficina.
—Continúa —dijo Helen.
—Por favor, no.
Ella volvió a levantar la pistola, y el extraterrestre hizo lo mismo.
—No tenemos que atinarle, basta un roce para que salga volando —exclamó.
Ortolan ya estaba en el umbral de la ventana y subía la pier­na izquierda a la tabla del andamio que se encontraba un poco más arriba.
«Súbete a ella y después bájate —pensó Nick—. Debe fun­cionar. Llegarás ileso hasta la calle si mantienes la calma».
Sin embargo, a Ortolan le temblaban las piernas. Se agarró con fuerza del marco de la ventana. Se le notaba que sabía de sobra lo que tenía que hacer. Sujetarse, agarrar los tubos de metal del andamio lo más rápido posible. Pero parecía que no sería capaz de hacerlo.
—Nada de pedir auxilio. Si lo haces, disparo —dijo el ex­traterrestre.
Las manos atadas de Ortolan tomaron los tubos del andamio como las tenazas de un cangrejo. Era un tormento obser­var cómo se arrastraba por encima del andamio con las extre­midades entumecidas y el rostro blanco.
En el momento en que logró arrodillarse en su tabla más o menos seguro, Nick escuchó un ruido detrás de él. Adrian se les unió.
Su presencia desató una serie de reacciones.
—¿Tú? —jadeó Ortolan y casi perdió el equilibrio.
Helen, evidentemente sorprendida, bajó el arma durante un instante.
—¿Qué haces aquí? —increpó ella—. Desaparece.
—¿Le dejas escapar? —preguntó Colin tras la máscara de diablo—. ¿Has perdido un tornillo?
La pistola se dirigió hacia Colin.
—Él es tabú.
—¿Quién lo dice?
—¡El mensajero! ¿Quién si no?
Si empezaban a pelearse, Nick aprovecharía la oportunidad para escapar con Emily, Adrian y Victor.
—¿Has llamado a la policía? —susurró en dirección a Adrian.
Pero no recibió respuesta. Toda la atención de Adrian estaba centrada en el hombre subido al andamio.
—Buenos días, señor Ortolan.
Ortolan se agarró con más fuerza de los tubos al descubrir la presencia de Adrian.
—¿Eres tú quien está detrás de todo esto? —preguntó.
—No —Adrian se acercó más a la ventana y miró hacia el vacío—. Por ahí se va hacia abajo.
—¿Sí? No me digas —por un momento la rabia de Ortolan se impuso—, diles a estos fantoches enmascarados que me dejen volver a entrar.
—¿Por qué tendrían que escucharme?
—Tú tienes algo que ver con esto. No me tomes por imbécil. Basta con ver lo que trae la chica colgando alrededor del cuello.
Adrian se volvió hacia Helen, vio a qué se refería Ortolan y caminó hacia ella sin titubear. Tomó el símbolo del círculo privilegiado y lo contempló.
—¿Por qué lo traes?
—¡Desaparece, no entiendes nada!
La cercanía de Adrian le dificultó mantener a Ortolan en la mira.
—Te lo hiciste tú, ¿verdad? ¿Por qué?
—Porque pertenezco al círculo privilegiado y este es su sím­bolo.
Empujó a Adrian; solo era un movimiento de mano que pare­cía pedir disculpas, pero imprimió la suficiente fuerza como para hacer que él se tambaleara. Emily lo detuvo antes de que cayera.
—En realidad es el logotipo de Vay Too Far… La compañía de mi padre.
—Exactamente —dijo Ortolan.
La palabra terminó en un grito: un fuerte viento sacudió el andamio e hizo que los soportes rechinaran. Además, el viento trajo consigo un ruido. «Sirenas. ¿Son patrullas de policía?». Era muy posible y cada vez se escuchaban más cerca.
En la cara de Ortolan se dibujó un gesto de alivio.
—Salta —dijo Helen.
—¿Qué dices?
—Que saltes.
Ella se acercó a la ventana, levantó la pistola y dirigió la boca del arma hacia el pecho de Ortolan.
—Salta o te disparo.
Las sirenas se acercaban, el extraterrestre y la chica Gollum intercambiaron una ansiosa mirada.
—Debemos huir —dijo la chica—. Alguien ha llamado a la policía. ¡Vamos, rápido!
—Salta, maldito cerdo —dijo Helen detrás de su máscara de calavera.
La imagen se grabó a fuego en la memoria de Nick… Era como si la mismísima muerte hablara.
—Tus amigos tienen razón, la policía está en camino —el mie­do hizo que la voz de Ortolan aumentara progresivamente—. Te van a atrapar en un asesinato, ¿eres consciente de ello? Si dis­paras, serás una asesina… Irás a la cárcel por el resto de tu vida.
No podía quitarle los ojos de la pistola. Helen estaba muy cerca de él, si apretaba el gatillo le atinaría y él caería, viva o muerto.
Ortolan imploró por su vida.
Al parecer, sus palabras tuvieron efecto en uno de los cinco enmascarados. El tipo de Scream empezó a caminar lentamente hasta la puerta y se largó corriendo. El extraterrestre y la chica Gollum parecían querer seguir sus pasos. Con poco entusiasmo, mantenían en jaque a los que estaban en la oficina.
Victor observó lo que sucedía.
—Marchaos en silencio —trató de motivarlos a los dos—. ¿Y sabéis qué? Os voy a contar un secreto: el juego se acabó. No importa lo que hagáis, el mensajero ya no os recompensa­rá. Al contrario, un juzgado os va a condenar. Erebos se aca­bó, se ac…
—¡Cierra el pico, no sabes lo que estás diciendo! —gritó Helen.
La pistola apuntó a Victor por unos segundos; y así perma­neció hasta que recordó su encargo y volvió a tener a Ortolan en el punto de mira.
—¡Salta! —gritó y dio otro paso hacia él.
Durante un momento pareció que la obedecería. Echó un vistazo hacia abajo como si quisiera medir la altura o sus oportunidades de bajar escalando.
Entonces Adrian se colocó entre Helen y la ventana.
Victor y Nick saltaron pero se contuvieron casi al mismo tiempo. Helen tenía que estar tranquila, no debía disparar por nada del mundo.
—Quítate de ahí, Adrian —dijo Nick.
Adrian no se movió un milímetro. Nick advirtió que Helen se ponía nerviosa, se ladeaba a un lado y al otro para no per­der de vista a Ortolan, no bajaba la pistola.
—No vas a disparar a Adrian, ¿verdad? —preguntó Nick—. Él no tiene la culpa de esta locura.
Una sirena lo interrumpió. Gollum y el extraterrestre se es­caparon. Nick solo los vio con el rabillo del ojo. Se precipita­ron en su salida como si acabaran de darse cuenta de la grave­dad de la situación.
—No —les gritó Colin cuando se iban—. ¡No me dejéis aquí! ¡Llevadme con vosotros, cobardes!
Intentó incorporarse, gritó de dolor y volvió a derrumbarse en el suelo. La máscara de diablo se movió un poco y descu­brió su piel oscura.
—Señor Ortolan —dijo Adrian—. Por favor, diga que us­ted intentó robar a mi padre el Destello de los Dioses… Si no lo hace, me haré a un lado.
—¿Por qué ninguno le quita el arma a esa loca? —gritó Or­tolan—. ¡No puede ser tan difícil!
Se oyó el chirrido de las llantas delante del edificio. Una luz azul titiló en la pared del edificio de enfrente.
—¡Estoy aquí arriba! —chilló Ortolan—. ¡Aquí! ¡Bájenme por favor! —de nuevo se volvió hacia la ventana—. ¡Ya es su­ficiente, ahora voy a entrar, terminemos con esta locura!
Adrian se hizo a un lado tal como lo había avisado. La boca de la pistola de Helen apuntó directamente a la cabeza de Ortolan.
—¡No¡ ¡Por favor! —se agachó en el andamio, pero se tam­baleó, gritó y volvió a sostenerse.
—Dígalo —repitió Adrian.
—¿Para qué? ¡Ningún juzgado del mundo lo daría por válido! ¡Me obligan a hacerlo bajo amenazas!
—Eso no me importa… Dígalo. Ambos sabemos que es verdad.
Cada vez había más ruido delante del edificio.
Alguien gritó en tono imperativo, se escuchó cómo cerra­ban de golpe puertas de automóviles.
Los oficinistas atados se movían inquietos. Nick rezó para que ninguno perdiera los estribos: la paciencia de Helen parecía haber llegado a su límite. Bajo la máscara de calavera corría el sudor que se deslizaba por el cuello. Nick sintió su creciente rabia como si fuera propia.
Adrian se colocó una vez más frente a Ortolan y le miró.
—Tu padre era un maldito genio —gritó Ortolan—, pero no tenía ni idea de negocios. Habríamos podido revolucionar todo este ramo comercial, pero él quería hacerlo solo como fuera.
—¿Usted robó el programa?
—¡Sí! ¡Sí, demonios! E hice bien, ¿entiendes?
—¿Lo extorsionó? ¿Le robó? ¿Le aterrorizó?
—Sí, si lo quieres decir así. Pero no funcionó, ¿estamos? En ningún lado encontré una versión completa del Destello de los Dioses. Nada con lo que pudiera hacer algo. Así que qué­date tranquilo.
Adrian se dio la vuelta.
—Helen, déjalo ir.
—¡No, solo le dejaré saltar! Quítate de en medio.
Adrian no se movió ni un milímetro. Helen ladeó su másca­ra de calavera.
—Lo siento mucho, de verdad —dijo y le soltó un puñeta­zo a Adrian que lo hizo llegar hasta la pared al otro extremo de la habitación.
Nick y Victor reaccionaron al mismo tiempo, y se lanzaron sobre Helen. Victor la derribó con todo su peso contra el suelo, mientras Nick intentaba llegar a la mano de la pistola.
Helen se defendía con toda su fuerza.
—¡Dejadme! ¡Soy la última combatiente que puede ganar la batalla!
—No hay ninguna batalla —dijo Victor entre jadeos—, no hay ningún mensajero y ninguna misión más. ¡Detente, Helen! ¡Por favor!
—¡Traidores! —gritó ella.
Entonces se escuchó un disparo. En un primer instante, Nick pensó que había caído muerto. Que había recibido un tiro. En los siguientes segundos se dio cuenta de que el dis­paro de Helen solo había atinado en la pared. Por el miedo soltó un poco a su presa. Helen se dio la vuelta y disparó ha­cia Ortolan que estaba a punto de entrar por la ventana con mucho esfuerzo.
Le dio en un costado. Por un momento se quedó inmóvil, como congelado, con la mitad del cuerpo dentro y la otra mi­tad fuera, y luego se desplomó hacia atrás.
Nick vio cómo una sombra negra saltaba a toda velocidad y le cogía del brazo. Tiró del hombre por la ventana hasta meterlo, y lo acostó en el suelo. La camisa de Ortolan se tiñó de rojo.
—Misión cumplida —dijo Helen con un jadeo desde atrás de la máscara—. Sabía que funcionaría.
La rigidez causada por la conmoción se disipó en la cabeza de Nick, pero tardó unos cuantos latidos en recuperar el con­trol de su cuerpo. Le arrancó el arma de la mano a Helen y se la dio a Victor.
—¿Qué hacemos ahora? Mira cómo sangra… Necesitamos una ambulancia.
Uno de los dos hombres atados levantó las manos.
—Cortad la tela adhesiva para que pueda hacerme cargo de la herida. ¡Rápido!
Nick hizo lo que el hombre decía. De alguna manera se sen­tía extraño, un poco mareado. Como si fuera a desmayarse en ese instante.
—Necesitamos una ambulancia —repitió.
Sentarse se volvió importante. Ante los ojos de Nick baila­ban puntos blancos y negros; los negros cada vez eran más numerosos. A tientas se fue a la silla más cercana, se inclinó hacia delante y esperó a que el mareo se pasara.
Cuando volvió a alzar la mirada, Helen estaba sentada junto a él. Contemplaba sus manos. «Alguien debe sujetarla —pen­só Nick—, aunque no está tratando de escapar».
Pasos en la escalera. Uno de los ascensores zumbó. Pronto vendría ayuda, para algunos por lo menos… para otros…
—¿Helen? —preguntó Nick mientras le quitaba la máscara de calavera.
Bajo la máscara se vislumbró su rostro ancho y bañado en sudor, aunque alegre.
—No me llames Helen —dijo ella—. Soy BloodWork.

Policía, doctores y paramédicos. La oficina se llenó de perso­nas que hablaban entre sí. Primero se llevaron a Ortolan y se ocuparon de Colin, de quien se presumía que tenía las costi­llas rotas y quizá un desgarre en el bazo. «Ortolan le arrebató el bate y lo golpeó varias veces en el abdomen», dijo uno de los empleados. Nick estaba sorprendido de que Helen no hu­biera asesinado inmediatamente a Ortolan. Quizá ello se de­bía a que nunca había podido soportar a Colin.
Antes de llevárselo, Colin quiso hablar con Nick. Este se in­clinó hacia él. Colin lo tomó de la mano.
—¿Vas a declarar a mi favor, Nick? Seguro que me llevan a juicio y me meterán en el mismo saco que a Helen… Pero yo nunca habría disparado, yo me decidí por los bates. Por favor.
A Nick le costó trabajo liberarse de la mano de Colin.
—Eso es… Demasiado pronto por ahora. Quizá. Sí. Déjame, por favor.
—Tampoco fui yo el del incidente de Jamie. ¡Te lo juro!
—Lo sé —dijo Nick.
Se llevaron a Colin a la ambulancia y Nick siguió a los policías al interrogatorio en la comisaría.
Liberarse es muy fácil, si uno ha decidido hacerlo. Vuelvo la mi­rada y lo que más me gustaría es reír. Todo esto será cosa del pasa­do y yo mismo solo seré un recuerdo, para algunos doloroso y para otros vergonzoso.
Mi trabajo se ha completado. Lo que suceda a partir de ahora, ya no lo sé. Qué bien. Así no caeré en la tentación de intervenir y dar volantazos.
El futuro guarda un sinnúmero de posibilidades que pueden rea­lizarse. No tengo ninguna curiosidad. Si fuera curioso, ¿me queda­ría? No lo sé. Estoy cansado. También esto hace fácil soltarse.


Capítulo 33

Bajo la densa lluvia, el hospital Whittington se veía como un enorme bloque de color café grisáceo. Nick se cubrió casi todo el rostro con la capucha, pero aun así se mojó. En el bol­sillo de su cazadora impermeable había guardado un pequeño paquete con las chocolatinas favoritas de Jamie.
La habitación estaba en el tercer piso. Al verse frente a la puerta, Nick hubiera preferido retroceder, alejarse. «Está despier­to, pero aún no se ha recuperado», fueron las palabras del señor Watson. Nadie preguntó los detalles de su condición.
Nick llamó a la puerta. Volvió a llamar. Ninguna respuesta. Lleno de un mal presentimiento, la abrió.
Había dos camas, una estaba vacía. En la otra yacía Jamie; se veía pequeño, frágil. Nick respiró profundamente.
—Hola, Jamie. Soy yo, Nick. He oído que te sentías mejor, y pensé que sería buena idea venir a verte.
Jamie no se movió. Su cabeza estaba girada hacia la pared, y una parte de ella estaba rasurada. Se parecía a la de Kate, solo que la de él tenía una sutura a lo largo de la parte calva.
—Te he traído algo —Nick sacó el paquetito de su cazadora y se acercó lentamente. Entonces vio el rostro de Jamie. Yacía con la boca medio abierta y tenía la mirada fija en la pared.
«Así que es cierto». Sintió cómo algo le apretaba la parte su­perior de la laringe y de inmediato dejó de mirarlo.
—Emily te manda saludos. También vendrá a visitarte… Han pasado muchas cosas en las últimas semanas.
La mirada de Jamie seguía clavada en la pared. Aunque Nick creyó que un músculo de su rostro se movía, se convenció de que solo era su imaginación.
—Jamie. Me gustaría tanto saber cómo estás. Siento muchí­simo haberme portado mal contigo aquel día. Muchas veces he deseado haberme comportado de otra manera. Pero ya se acabó… lo del juego, quizá eso te alegre. No solo por mí, sino en general.
¿Jamie sonreía? No.
—Si me escuchas, aunque solo entiendas una palabra de lo que digo, haz algo. ¡Por favor! Parpadea o mueve el dedo gor­do del pie, lo que sea.
«¿Reaccionaba? ¿Reaccionaba de verdad?».
Nick se mordió los labios mientras observaba cómo Jamie deslizaba muy poco a poco la mano sobre la manta, luego la levantó apenas y estiró los dedos.
—Lo haces muy bien, Jamie —balbuceó Nick—. Vas a es­tar muy bien, estoy seguro.
La mano de Jamie flotaba en el aire. Sus dedos temblaban. Luego los fue doblando, uno después del otro, con excepción del dedo corazón. Giró la cabeza, miró a Nick y sonrió.
—¡Cox, maldito desgraciado, me has dado un sustó de muer­te! —gritó Nick y debió contenerse para no golpearlo en las costillas o por lo menos lanzársele al cuello—. Estás muy bien, ¿verdad? Eh, cómo me alegro. En serio creía que… te habías ido.
—¿Qué si estoy bien? ¿Estás loco? Mis dolores de cabeza son de otro mundo y no tienes ni idea de lo bien que se siente uno con la cadera rota —Jamie se rió, pero al mismo tiempo cerró los ojos con fuerza por el dolor—, aunque me dan unas magníficas pastillas analgésicas, solo por eso ha valido la pena.
—Idiota. Te vi tirado sobre la calle y pensé que te habías muerto. No podré nunca quitarme esa imagen de la cabeza.
Una vez más sonrió Jamie sin inhibiciones.
—Mándame una copia, por favor.
Resultó que él recordaba todo menos los dos días anteriores al accidente. Su rabia contra el juego no lo había abandonado.
—Se acabó —dijo Nick—. Nadie puede ingresar al juego. Una vez se perdió la batalla todo se volvió oscuro, para todos, al mismo tiempo. Se acabó. Se terminó. Fin. Claro, algunos están todavía destrozados.
—¿Cómo, así sin más? ¿Alguien apagó el servidor?
—No —Nick tuvo que recordar que Jamie no tenía ni idea de lo que había sido Erebos y de todo de lo que era capaz—, era un juego fuera de lo común. Podía leer y entender lo que leía. Mi teoría es que durante las batallas, no dejó de examinar Internet un segundo a la espera del aviso de que… ¿cómo podría de­cirlo?, bueno de que su enemigo estuviera muerto. Ese aviso nunca llegó, y en su lugar llegó otro. Así que se desconectó.
Jamie estaba impresionado.
—Eso es de locos.
—Sí.
El pálido rostro de Jamie mostraba su perplejidad. ¿Era de­masiado pronto para decirle la verdad? «No —pensó Nick—, cuanto más rápido lo superemos, mucho mejor».
—Escucha —empezó—, tu accidente no fue un accidente. Alguien cortó los frenos de tu bicicleta y por eso te fuiste a toda velocidad directamente hacia el cruce —respiró hondo—. Sé quién lo hizo. Si quieres, puedo decírtelo.
El rostro de Jamie dejó entrever una total incredulidad. Abrió la boca, volvió a cerrarla y giró la cabeza hacia la pared.
—No puedo acordarme del accidente. Tampoco de los días anteriores. Me gustaría saber qué fue lo que pasó —se tocó la cicatriz en la cabeza—. ¿El juego tuvo que ver con esto?
—Sí.
—Entiendo. Deja que lo piense… Quizá quiera saberlo más tarde —mostró una sonrisa picara—. Lo que me interesa es una sola cosa: ¿podría ocurrir que me encontrase al susodi­cho en el patio del colegio y que le ofreciese la mitad de mi sándwich?
Nick negó con la cabeza.
—No.
De hecho, Brynne se había cambiado de instituto. Hasta donde Nick sabía, no había ido a la policía.
—¿Cuánto tiempo más tienes que estar aquí? —le preguntó.
—Un poco, después tengo que ir a la rehabilitación con las otras ancianas que se han roto la cadera. Estoy a la expectativa de si les gustará mi corte de pelo.
Por lo visto, el cerebro de Jamie y su centro de bromas esta­ban ilesos. Nick habría deseado ponerse a cantar muy fuerte.
—Cuando estés cien por cien restablecido tengo que pre­sentarte a alguien. Os vais a caer muy bien.
—¿Una chica?
—No exactamente, alguien con un humor semejante al tuyo y a quien le gusta beber más té que a ti.
El otro encuentro ocurrió dos días más tarde. Emily lo orga­nizó porque pensaba que ya era hora de dar por terminadas las cosas.
—Para muchos es difícil —dijo—. El juego se acabó tan de repente que dejó un gran vacío.
Nick, que aún podía recordar su enorme vacío, asintió. Además, había una reflexión, un plan, que solo él podría lle­var a cabo junto con los demás ex jugadores.
Gracias a la ayuda del señor Watson, reservaron el espacio de reunión en un centro juvenil y colgaron avisos en todos los institutos en donde sabían —o al menos suponían— que hubo jugadores.
Aun así, Nick no contaba con una audiencia tan grande. Cuando entró al lugar ya estaban ocupadas todas las sillas y había mucha gente sentada en el suelo. Intentó contar a los asistentes, pero antes de llegar a la mitad se dio por vencido… Eran más de ciento cincuenta. A pesar de la fría noche de no­viembre, pronto tendrían que abrir las ventanas, si querían tener suficiente aire.
Nick se colocó ante el resto y esperó hasta que la mayoría de las conversaciones se apagaron.
—Hola —dijo—, me llamo Nick Dunmore y muchos de vosotros me conocéis del instituto. Al igual que vosotros, yo también jugué en Erebos y también me encantó, sinceramen­te. Aun así, y tenéis que creerme, es bueno que el juego se haya acabado. Pero antes de que os explique lo que se escon­de tras él, creo que debemos presentarnos como es debido. Las reglas de Erebos ya no valen: en el juego yo era Sarius, un elfo oscuro, y fui expulsado cuando era un ocho.
Algunas personas rieron.
—¿Sarius, venga, en serio? ¿Tú eras Sarius?
Al instante, los primeros empezaron a contar sus experien­cias y anécdotas. Nick logró contenerlos con mucho esfuerzo.
—¡Un momento! Antes debemos hablar de algo muy im­portante. Seguramente leísteis en la prensa lo que ocurrió: Ortolan no era ningún monstruo, sino una persona de carne y hueso. No una persona simpática, pero sí una persona. Pronto le darán de alta en el hospital y supongo que conti­nuará con sus mismas actividades —ellos le escuchaban, «ex­celente»—. Erebos solo tenía un objetivo: hacer que Ortolan pagara por una de sus canalladas. No funcionó, lo que es bue­no por un lado, aunque por otro no está bien que salga in­demne de esto.
Algunos de los presentes asintieron, pero la mayoría lo mi­raban como si no comprendieran ni un ápice.
—Lo importante es lo siguiente —continuó Nick—, cum­plisteis con algunos encargos. Me gustaría hacer una recopila­ción. Sobre todo de aquellos que no tenían nada que ver con gente de vuestro instituto. Escribid todo lo que os preguntaron al hacerlo y a quién le serviría, si hicisteis fotografías, fotocopias o escaneasteis documentos y, si aún los tenéis, dádmelos.
Ahora parecían escépticos.
—Nadie los utilizará en vuestra contra, lo prometo. Pero debemos tratar de utilizarlos en contra de Ortolan si se com­prueba que tiene las manos sucias. Y a mí me parece bastan­te posible. Nos encontraremos nuevamente aquí en una se­mana, ¿estáis de acuerdo? Y ahora me gustaría mucho saber quiénes erais.
Pareció como si se hubiera roto un dique. Nick se empeñó en mantener un orden en las intervenciones, pero pronto todos hablaban unos con otros. Todos querían contar su historia y sa­ber quién se escondía detrás de los demás combatientes. Nick se dio por vencido en su papel de moderador y se mezcló con los demás.
Al poco se habían formado pequeños grupos, pero algunos se quedaron solos, de pie, como Rashid. A diferencia de los miembros del círculo privilegiado, a él no le habían echado el guante, pero Nick notaba su malestar. Aún temía que alguien lo delatara.
Se acercó a él y le sonrió.
—Hace mucho que me pregunto quién eras. ¿Blackspell?
Avergonzado se encogió de hombros.
—Aún se me hace raro que hablemos de nuestros persona­jes. No me acostumbro.
—Déjalo ya. Anda, dime. ¿Blackspell?
Una pequeña sonrisa se insinuó en los labios de Rashid.
—Cerca. Yo era Nurax.
—¡El hombre lobo! Nunca lo habría pensado. ¿Cómo era jugar siendo un hombre lobo? ¿Te gustó?
Conversaron sobre las ventajas de las distintas especies, so­bre las aventuras que vivieron en conjunto o separados. Otros más se acercaban y hablaban sobre su personaje y sus viven­cias. La sala zumbaba como un panal de abejas.
Nick se abrió camino entre la multitud en busca de las perso­nas con las que más había jugado. Quería saber quién era Sapujapu y Xohoo, o Galaris, cuyo nombre vio escrito en la caja de madera. En algún momento, Aisha lo tocó con el dedo en el hombro desde atrás.
—Hola, Sarius. Esto me ha sorprendido mucho, ¿sabes? Yo pensaba que eras LordNick. La mayoría lo pensaba.
—Lo sé —dijo con un suspiro—, es a él a quien quiero en­contrar, tengo que preguntarle qué se creía. Avísame si lo encuentras, ¿vale?
Lo miró ofendida.
—¿Y no te interesa saber quién era yo?
«Me interesaría más saber si has resuelto la historia del acoso sexual».
—Claro que sí —dijo—. ¿Nos conocimos?
—Sí, sí —dijo sonriendo—. Pero no nos soportábamos. Me quitaste dos grados en la arena.
—¿Feniel?
—Exacto.
Después de dos horas, Nick tenía una considerable lista con las ecuaciones y esta vez sí cuadraban. Detrás de Blackspell se escondía Jerome; detrás de LaCor, el otro vampiro, se escon­día el silencioso Greg. Xohoo se descubrió como Martin Garibaldi, al que Nick observó un día después de que lo expulsaron. Nick se tragó su decepción. En Xohoo esperaba encontrar a un amigo para la vida real.
Un poco más tarde encontró a Sapujapu, que no tenía ni por asomo la apariencia de un enano: resultó ser un tipo alto y larguirucho llamado Eliott, estaba en su último año en el instituto y después quería estudiar Literatura inglesa. Inter­cambiaron sus números de móvil, hablaron sobre películas y música, y comprobó que Eliott también era fan de Hell Froze Over.
—Perdí mi camiseta, lamentablemente —dijo con un sus­piro—. La sacrifiqué por uno de los grados de Erebos. Ni idea de por qué…
A Nick se le fue el aire de tanto reír, por eso tardó un poco más en poner a Eliott al corriente de todo.
—Creo que esa es una buena razón para que dentro de poco nos vayamos juntos al pub Äxte —bromeó Eliott y añadió que Nick se parecía increíblemente a LordNick.
—Lo sé —dijo Nick irritado—. A mí también me gustaría saber quién tomo prestado mi rostro.
Alguien detrás de él carraspeó.
—Yo puedo ayudarte, creo.
Nick se volvió. Era Dan, la abuelita tejedora número 1.
—Ah, sí. ¿Y quién era?
Dan miró hacia el suelo abochornado.
—No lo comentes, ¿de acuerdo? Estoy casi seguro de que era Alex. Él… te admira desde hace algunos años. Durante un tiempo intentó imitarte, ¿no te dabas cuenta?… ¿No? Bueno, yo sí —Dan se rascó el trasero—. Cuando apareció el clon de Nick Dunmore, poco después de haberle dado el jue­go a Alex, inmediatamente pensé en él.
«¿Quién dice que no eras tú?».
—¿Por qué me cuentas esto?
Dan se rascó con más intensidad.
—Bueno, Alex es mi mejor amigo. Y la verdad es que lleva fa­tal que lo llames abuelita tejedora. Pensé que si te lo contaba, se­rías más simpático con él. A propósito, no quiso venir. Le daba mucha vergüenza, y eso también habla en favor de mi teoría.
El informe de Dan sensibilizó a Nick de una extraña manera. Se había imaginado todas las intenciones posibles tras la exis­tencia de LordNick, pero la admiración no estaba entre ellas.
—¿Y tú? —le preguntó—. ¿Quién eras?
—¡Caray! —sonrió Dan—. Esto no me hará sumar ningún punto a mi favor. Yo era Lelant, y lo siento… pero ya no pue­do devolverte tu cristal mágico.
Mucho se había aclarado, pero no todo. No pudo averiguar quién era Aurora, la mujer gato que murió en el laberinto en su lucha contra el escorpión. Pero, en lugar de eso, descubrió que detrás de Galaris se escondía una chica delgada, pálida y con gafas de primero de secundaria. Ella tenía tan poca idea sobre el contenido de la caja como Nick, pero, a pesar de eso, la transportó de un sitio a otro. Tyrania, la bárbara con la minifalda extremadamente corta, era la tímida Michelle. De ella provinieron las pildoras con las que Nick tendría que envene­nar al señor Watson. Las robó del botiquín de su abuelo, cla­ro, sin que nadie notara su intento, pues su abuelo siempre guardaba un segundo frasco, en caso de emergencia. Henry Scott, el único novato de Nick, se había transformado en Bracco, el hombre lagarto.
—¿Quiénes eran los del círculo privilegiado? —preguntó a Nick una chica regordeta con rasgos asiáticos, cuando ya se había ido la mayoría de los asistentes.
—Helen era BloodWork —dijo Nick—. Ahora mismo lo está pasando mal. El señor Watson me ha dicho que está bajo tratamiento psiquiátrico.
—¿YWyrdana? ¿Drizzel?
Nick no conocía el verdadero nombre de Wyrdana. Para sí, solo la llamaba Gollum. Iba a otro instituto como el tipo de Scream y el extraterrestre. Uno de los dos fue el que intentó lanzar a Nick a las vías del metro, pero ya no era importante conocer al culpable. A Nick le había pasado lo mismo que a Jamie con el sabotaje de los frenos de su bicicleta.
—Drizzel —dijo Nick— seguramente era Colin. ¿Lo cono­ces? Alto, moreno, jugador de baloncesto.
«Y anteriormente, en algún momento, mi amigo».



Capítulo 34

Este era el primer fin de semana desde hacía mucho tiempo en el que Nick solo quería relajarse. «Tranquilidad. Dormir. Ir al cine con Emily».
Por desgracia, a Victor no le pareció que sus planes tuvieran importancia. Se le había metido una idea en la cabeza y no había forma de sacársela. Durante casi media hora discutieron por teléfono.
—Eso es absurdo.
—Para nada… Es lo más correcto.
—Con eso vas a hacer daño a Adrian.
—No lo creo.
Nick luchó por encontrar las palabras.
—Además, no funcionará.
—Claro que sí. Funcionará… ya lo he probado.
—Entonces hazlo, pero no quiero estar ahí en ese momento.
Victor no contaba con eso, era obvio.
—Por favor, todos debemos estar presentes, se lo debemos a Adrian. Emily dice que sí viene.
Al final, Nick cedió. Sobre todo por Emily. Pero para él era un asunto muy desagradable.

Victor se había superado a sí mismo. Tres tipos de té en tres te­teras diferentes, galletas y porciones de pizza. Holgazanea­ban en la habitación de los sofás mientras comían y charlaban. Emily ya había visitado a Colin en el hospital, tendría que comparecer en el juzgado como Helen y los demás miembros del círculo privilegiado.
—Quizá nos citen como testigos —dijo Emily—. El pro­blema es que el juego ya no está funcionando, para el juez va a ser muy difícil comprender lo que sucedió realmente.
—Pero cientos de personas podrían hablarle al respecto, to­dos ellos lo vieron y lo vivieron —dijo Nick.
—El único que no lo viví fui yo —dijo Adrian en voz baja.
Victor no podría recibir una mejor entrada.
—Es verdad. Lo siento mucho, pero… ¿sabes?, creo que gran parte de él no te habría gustado… aunque sí hay algo más que debes ver.
Levantó a Adrian del sofá y lo dirigió al cuarto de ordena­dores. Colocó la mejor silla ante la pantalla más grande.
—Siéntate.
El rostro de Adrian solo mostraba una incógnita.
—El principio funciona sin problemas —dijo Victor, luego se acercó un taburete y se sentó junto a Adrian.
Nick y Emily hicieron lo mismo: formaron un pequeño se­micírculo alrededor de Adrian como si quisieran protegerlo.
Victor encendió la pantalla.
El claro de un bosque, el pálido brillo de la luna: en medio, el sin nombre se acurrucaba en el suelo.
Como en un trance, Adrian tomó el ratón y giró la perspectiva.
—Esto lo conozco… Es cerca de Wye Valley —dijo—. Veis, por allí detrás está el árbol con forma de V. Allí es donde col­gábamos las mochilas cuando íbamos de excursión.
Dirigió a su sin nombre hacia ese lugar y lo detuvo. Dejó que se inclinara hacia delante y levantara algo que parecía un pedazo de madera pintado de azul. Nick vio cómo una lágrima solitaria corría por el rostro de Adrian.
—¿Qué es eso?
—Mi navaja. La perdí en el bosque cuando tenía siete años y lloré el resto del día.
Nick y Emily intercambiaron una mirada. Esto podía vol­verse mucho más duro de lo que habían imaginado. Emily rodeó los hombros de Adrian con su brazo.
El sin nombre buscó y encontró un camino que lo alejaba del claro de bosque, más bien era una senda que se perdía en­tre los árboles. Pero Adrian, Nick lo comprendió, sabía per­fectamente hacia dónde iba. Pocas veces se detuvo para orien­tarse, aunque ponía mucha atención en su resistencia. Después de un breve rato llegó a un riachuelo angosto donde dejó que su sin nombre se detuviera.
—Aquí vimos… Allí está —susurró Adrian.
Nick no sabía a qué se refería, pero inmediatamente descu­brió dos puntos brillantes en la oscuridad y después a todo el animal.
—¿Visteis un zorro por aquí?
Adrian asintió. No duró mucho, pues el zorro huyó entre los arbustos.
El sin nombre siguió caminando a lo largo del riachuelo. En un sitio donde había tres piedras, formó una suerte de peque­ño puente y lo cruzó. Después, el camino continuaba hacia abajo. A Nick le habría gustado quitar a Adrian del ordena­dor: allá, abajo, se veía el centelleo de la hoguera.
Esta vez el hombre muerto no estaba sentado y tampoco te­nía la mirada fija en las llamas. Estaba erguido y miraba al sin nombre con grandes expectativas.
—¿Adrian?
—Papá —susurró Adrian.
Nick vio cómo la mano de Adrian se adhería al ratón. El sin nombre se tambaleó, pero permaneció de pie.
—Has seguido nuestro camino, dime si eres Adrian.
Adrian colocó sus manos en el teclado.
—Sí. Soy yo.
El hombre muerto sonrió.
—Eso está bien, tenía la esperanza de que vinieras cuando todo hubiera acabado.
—¿Quieres que nos salgamos? —preguntó Nick.
Adrian negó con un movimiento de cabeza. Varias veces se preparó para escribir algo, pero al parecer no sabía cómo empezar.
—¿Cómo estás? —tecleó por fin.
—Mi plan fracasó. Si lo hubiera vivido, probablemente esta­ría furioso.
De la boca de Adrian salió un ruido que parecía algo entre resuello y risa.
—Yo también estoy furioso. Contigo. ¿Por qué lo hiciste?
—¿Qué hice?
Los dedos de Adrian flotaban sobre las teclas.
—Bueno ¿qué crees? ¡Simplemente te largaste! ¿Sabes lo ho­rrible que fue? Los primeros días mamá estuvo bajo el efecto de tranquilizantes… Te encontró ella. No nos dejaste una carta. Nada. ¿Por qué?
Primero parecía como si el hombre muerto titubeara.
No hubiera sabido qué escribir. Erebos estaba termina­do y era perfecto. Había creado algo único. Tú mismo sabes lo bueno que es, ¿no es cierto? Todo lo que podía llegar des­pués eran pleitos, juicios y probablemente la cárcel. Una vida echada a perder. Erebos era perfecto, pero yo no. Sobre todo me daba asco lo que había fuera de él.
Pero tú no sabías qué podría haber fuera de Erebos es­cribió Adrian. En su rostro se desbordaron las lágrimas y las dejó correr como si no las notara—. No saliste en casi dos años.
Sí, ya no podía soportar el mundo. Solo encontraba ca­sualidades, frivolidad. Por eso me alejé de él, pero mi legado fue Erebos, lo mejor que jamás pude haber creado.
Lo más brutal que pudieras haber creado. Un amigo mío está en el hospital y estuvo a punto de morir, y algunos de mis compañeros tal vez vayan a la cárcel, querían matar a Orto­lan. Tú sabías que todo esto sucedería, ¿no es cierto?
Lo dejé abierto.
¿Cómo pudiste hacerlo? No son mucho mayores que yo y no tienen nada que ver con tu plan de venganza.
El hombre muerto se sentó en una piedra ante el fuego.
Erebos era la moneda que había lanzado, mientras ella giraba en el aire yo me había ido. Los jugadores siempre tu­vieron la posibilidad de elegir, en cualquier momento pudie­ron haberlo dejado. Al inicio, siempre tenían que pasar ante mí y yo siempre les advertí. A cada uno.
Se encendieron los fulgores que se reflejaron en los ojos verdes de Larry McVay, eran muy parecidos a los de su hijo.
Quien tuviera escrúpulos estaba a salvo. Solo utilicé a los que no los tenían, pero ellos también tuvieron una oportunidad. Como todos los demás.
Nick recordó lo cerca que estuvo de envenenar al señor Watson. Después pensó en el rostro feliz y sudoroso de Helen y quiso llorar.
—Nada de eso era justo, papá. Influiste en ellos, los transfor­marte y los utilizaste para una venganza de la que ya no sabes nada.
El hombre muerto sacudió muy despacio la cabeza.
—Les advertí a todos.
—Pero no les advertiste correctamente, no de manera en que te hubieran creído, ¿verdad?
—Les advertí a todos.
Los dedos de Adrian se deslizaban por el teclado.
Un golpe de viento tiró hacia atrás la capucha del hombre muerto y desgreñó su escaso cabello rubio. Se hizo una pausa. Adrian no quitaba la mirada del rostro de su padre. Parecía como si un diálogo sin palabras tuviera lugar entre ellos, y nin­guno de los demás lograba comprenderlo. Adrian sintió un ti­rón en todo el cuerpo.
—No lo hiciste por mí, solo para que quede claro. No estoy de acuerdo con eso y no entiendo cómo pudiste exigirme que distribuyera el juego.
Una sonrisa se dibujó en los labios de Larry McVay.
—Tú no tienes la culpa, no te lo eches en cara.
—¡No lo hago! Te lo echo en cara a ti. Yo fui uno de tus per­sonajes.
El hombre muerto retiró la mirada y observó el fuego.
—Te protegí.
Adrian soltó una carcajada.
—Si me hubieras querido proteger, no te habrías suicidado. ¡Eso fue cobarde, muy cobarde!
—Lo siento mucho, ya no puedo cambiarlo.
—No. Y yo tampoco puedo arreglarlo.
—No.
Adrian alzó una mano del teclado. Durante un momento, Nick pensó que quería acariciar la pantalla, allí donde se en­contraba la frente del hombre muerto. Pero el chico contuvo su movimiento y dejó caer el brazo.
—¿Papá?
—¿Sí?
—Tú preparaste todo lo que me estás diciendo por si se daba el caso de que viniera. Pensaste que responderías a mis pregun­tas, según cómo hubiera terminado el juego, ¿cierto?
—Sí.
—¿Cuándo?
—¿Quieres decir qué día?
—Sí.
—Fue el 12 de septiembre a la 1.46 de la mañana.
Emily sujetó con fuerza a Adrian cuando empezó a sollozar y escondió su rostro entre las manos. Lo sostuvo más de un minuto mientras que el hombre muerto los miraba a través de la pantalla con cara amigable.
McVay se había colgado el 13 de septiembre, según recorda­ba Nick. Muy poco después.
—En ese momento, pudo haberlo cambiado. Todo, habría podido cambiarlo todo —susurró Adrian.
Tomó el pañuelo desechable que Victor le ofrecía y se lim­pió la nariz sin retirar la mirada de la cara de su padre. Sus manos encontraron el camino al teclado.
—El juego era más importante que nosotros, ¿no es cierto? Ortolan era más importante.
—Lo siento.
—No te despediste de mí, eso fue casi lo peor. Ni siquiera dejaste ninguna nota.
—Lo siento.
—Te he echado mucho de menos. Ya van dos años.
—Lo siento.
Como se veía, el hombre muerto había llegado a las claves centrales de su mensaje. Adrian asentía enmudecido. De nue­vo se miraron durante largo rato. Tardó un poco hasta que Nick se percató de que en realidad solo uno miraba de ver­dad, pero eso no convertía la situación en algo más soporta­ble. El fuego crepitaba y el viento soplaba en las copas de los árboles del bosque donde Larry McVay y su hijo Adrian ha­bían encontrado un zorro.
—Que te vaya bien, papá.
—¿Ya te vas?
—Creo que sí. Sí.
—Que te vaya bien, Adrian. Cuídate.
El hombre muerto sonrió, alzó la mano y se despidió. Adrian le devolvió el saludo. Después desconectó el ordenador, se inclinó sobre el hombro de Emily y lloró hasta quedarse dormido.

La víspera de la Navidad llegó a Londres con relucientes ale­grías: pinos brillantes, copos de nieve, velas y estrellas que bri­llaban sobre las calles comerciales. Daba igual a qué negocio se entrara, el visitante se quedaba electrizado con Jingle Bells y Last Christmas.
Nick y Emily se encontrarían en Muffínski's, cerca de Covent Garden. Cuando llegó, ella ya estaba allí.
Su saludo fue callado y tierno. Nick nunca podría acostum­brarse a la idea de que Emily estaba con él, cada vez que se be­saban se hundía en una ola de felicidad.
—Hay buenas noticias —dijo y le retiró un mechón de la frente—. Ayer recibí un montón de material que recopilaron los de aquel entonces, hay pruebas de una conversación entre Ortolan y un tal Garsh, un tipo recibió el encargo de Ortolan para asaltar una compañía de la competencia.
—Suena bien.
—Además, tenemos fotos que muestran a Ortolan y Garsh juntos. Victor se puso a investigar: Garsh ya ha estado en la cárcel tres veces por asalto.
—Bueno, pero eso todavía no es una prueba.
—No, pero las piezas encajan poco a poco.
Pidieron café y pastelillos. Have yourself a merry little Christmas, cantó Judy Garland.
—¿Ya sabes qué pretendía tu encargo, cuando le fotografiaste con alguien en el aparcamiento? —le preguntó Emily.
—Creo que la mujer que estaba con Ortolan no era su espo­sa. Pero con esas fotografías no podemos hacer nada: su esposa ya le ha abandonado. Creo que el plan de venganza de Ere­bos se cumplió en parte.
—Sí —dijo Emily—, pero por lo menos sigue vivo.
—Por lo menos.
Cuando se fueron comenzaba a nevar tenuemente. Camina­ban despacio a través de los callejones, de repente se detenían, se besaban, reían y continuaban caminando.
—No tengo ningún regalo para Victor —exclamó Emily mientras contemplaba el escaparate de una tienda de cómics, donde junto a distintos cuadernos y personajes también había tazas—. ¿Has visto la de allí, al fondo?
Señaló una taza amarilla con el asa redonda que parecía como si alguien la hubiera cortado de un queso suizo.
—Atinaste —dijo Nick—, le va a encantar.
Emily invirtió cinco libras esterlinas en el monstruo amarillo.
—¿Tú también quieres una? —preguntó sonriendo—. ¿O mejor un vale para ir al estilista?
Nick la tomó por los hombros e hizo como si quisiera vapu­learla.
—Ya tengo mi regalo —dijo al salir de la tienda.
Ella metió la mano bajo la cola de caballo de Nick y la dejó allí.
—Para mí has sido un regalo —dijo él—. El más bello que pudiste haberme hecho jamás. Mejor que el anillo rojo del círculo privilegiado.
Le sonrió.
—Sí y más difícil de perder.
—Claro.
Emily se inclinó sobre él, hizo a un lado su cabello y besó el cuervo que llevaba tatuado en la nuca.


FIN