Rainbow Rowell
Ya no intentaba evocar su recuerdo.
Ella
volvía cuando quería, en sueños, en mentiras y en sensaciones vagas de algo ya
vivido.
A
veces, por ejemplo, cuando se dirigía al trabajo, veía a una pelirroja en una
esquina cualquiera y por un sobrecogedor instante habría jurado que era ella.
Enseguida
advertía que su pelo era más bien rubio que rojo.
Además,
sostenía un cigarrillo… Y llevaba una camiseta de los Sex Pistols.
Eleanor
odiaba a los Sex Pistols.
Eleanor…
Escondida
tras su espalda hasta que él se vuelve. Tendida a su lado hasta que él se
despierta. Siempre hace que los demás parezcan insulsos y superficiales, nunca
lo suficientemente interesantes...
Eleanor,
que lo estropeaba todo.
Eleanor,
perdida.
Ya
no intentaba evocar su recuerdo.
Agosto, 1986
1
park
XTC
no bastaba para ahogar el escándalo que armaban los idiotas de las últimas
filas.
Park
se ajustó los auriculares a los oídos.
Al
día siguiente se llevaría Skinny Puppy o los Misfits. O quizás grabase una
cinta especial para el autobús escolar con la música más cañera que encontrase.
Ya
volvería a escuchar new wave en
noviembre, cuando se sacara el carné de conducir. Sus padres le habían dicho
que podría coger el Impala, y Park llevaba un tiempo ahorrando para un
radiocasete nuevo. En cuanto fuera al instituto en coche, podría escuchar lo
que le viniera en gana o nada en absoluto, y además dormiría veinte minutos más
por las mañanas.
—Te
lo has inventado —gritó alguien a su espalda.
—Que
no, joder —respondió Steve a voz en grito—. El estilo del mono borracho, tío.
Te digo que existe. Hasta te puedes cargar a alguien…
—No
dices más que chorradas.
—Eres
tú el que no dice más que chorradas —replicó Steve—. ¡Park! ¡Eh, Park!
Park
lo oyó, pero no se dio por aludido. De vez en cuando, si no le hacías caso,
Steve cambiaba de víctima. Saber eso te salvaba un ochenta por ciento de las
veces cuando tenías la desgracia de que Steve viviera en la puerta de al lado.
El otro veinte por ciento te limitabas a agachar la cabeza…
Algo
que Park acababa de olvidar. Una bola de papel le golpeó la coronilla.
—Eran
mis apuntes de educación sexual, gilipollas —protestó Tina.
—Lo
siento, nena —replicó Steve—. Yo te daré clases de educación sexual. ¿Qué
quieres saber?
—Enséñale
la postura del mono borracho —dijo alguien.
—¡PARK!
—gritó Steve.
Park
se quitó los auriculares y se volvió a mirar. Steve se erguía imponente en la
zona del fondo. Incluso sentado rozaba el techo del autobús con la cabeza. Los
objetos que rodeaban a Steve parecían siempre sacados de una casa de muñecas.
Parecía un hombre hecho y derecho desde séptimo, antes incluso de que se dejara
crecer la barba. Muy poco antes.
A
veces Park se preguntaba si saldría con Tina para tener una pinta aún más
monstruosa. Casi todas las chicas de la zona de Flats eran bajitas, pero Tina
apenas llegaba al metro y medio. Incluida la permanente.
Una
vez, en primaria, un chaval se metió con Steve. Le dijo que sería mejor que no
dejase embarazada a Tina porque, si lo hacía, los bebés serían tan enormes que
la matarían. «Le reventarán la barriga como si fueran aliens», dijo el chico.
Steve le atizó con tanta fuerza que se rompió el dedo meñique.
Cuando
se enteró de lo sucedido, el padre de Park comentó: «Alguien debería enseñarle
al hijo de los Murphy a dar puñetazos como Dios manda». Park esperaba que nadie
lo hiciera. El chaval pasó una semana sin poder abrir los ojos.
Le
lanzó a Tina sus deberes arrugados. Ella los cogió al vuelo.
—Park
—gritó Steve—. Explícale a Mikey en qué consiste el estilo del mono borracho en
kárate.
—No
tengo ni idea —se escaqueó Park.
—Pero
existe, ¿verdad?
—Creo
que lo he oído nombrar.
—¿Lo
ves? —dijo Steve. Buscó algo que tirarle a Mikey. Al no encontrar nada, lo señaló
con el dedo—. Te lo he dicho, joder.
—¿Y
qué cojones sabe Sheridan de kung-fu? —preguntó Mikey.
—¿Eres
idiota o qué? —respondió Steve—. Su madre es china.
Mikey
miró a Park con respeto. Este sonrió y entornó los ojos.
—Sí,
ya lo veo —dijo Mikey—. Siempre había creído que eras mexicano.
—Mierda,
Mikey —observó Steve—. Eres un puto racista.
—No
es china —intervino Tina—. Es coreana.
—¿Quién?
—preguntó Steve.
—La
madre de Park.
La
madre de Park llevaba cortándole el pelo a Tina desde primaria. Ambas lucían el
mismo peinado idéntico, largos rizos tipo tirabuzón con el flequillo desfilado.
—Es
una tía buena, eso es lo que es —dijo Steve partiéndose de risa—. No te
ofendas, Park.
Él
esbozó otra sonrisa y se arrellanó en el asiento a la vez que se ponía los
cascos y subía el volumen. Seguía oyendo a Steve y a Mikey cuatro filas por
detrás.
—¿Y
qué más da? —preguntaba Mikey.
—Tío,
a nadie se le ocurriría luchar con un mono borracho. Son enormes. O sea, como
en Duro de pelar. ¿Te imaginas que se
te caga encima?
Park
reparó en la recién llegada a la vez que todos los demás. Estaba de pie al
principio del pasillo, junto al primer sitio libre.
Había
un chico sentado al otro lado de aquel asiento doble, uno de primero. Este
colocó la mochila en el espacio vacío y apartó la vista. A lo largo del
pasillo, todos los que disfrutaban de un asiento para ellos solos se deslizaron
hacia la parte exterior. Park oyó que Tina ahogaba una risilla. Se lo pasaba en
grande con aquellas situaciones.
La
nueva inspiró profundamente y siguió avanzando. Nadie la miraba. Park intentó
hacer lo mismo, pero la chica atraía su mirada como lo haría un accidente
ferroviario o un eclipse.
Tenía
pinta de ser la típica a la que siempre le pasan ese tipo de cosas.
No
solo era nueva; también gorda y patosa. Con el pelo alborotado, rojo además de
rizado. E iba vestida como… como si le gustase dar la nota. O quizás no se
diera cuenta de lo mucho que cantaba. Llevaba una camisa lisa, de hombre, media
docena de collares estrafalarios y unos cuantos pañuelos enrollados a las muñecas.
A Park le recordó a un espantapájaros o a una de esas muñecas quitapenas que su
madre guardaba en la cómoda. Algo que no sobreviviría mucho tiempo a la
intemperie.
El
autocar volvió a detenerse para recoger a otro puñado de chicos. Los recién
llegados empujaron a la pelirroja a un lado y ocuparon sus asientos.
Ese
era el problema: todo el mundo tenía ya un sitio asignado. Se lo habían
apropiado el primer día de clase. La gente como Park, que tenía la suerte de
haber conseguido uno doble, no pensaba compartirlo. Sobre todo, no con alguien
como ella.
Park
volvió a mirarla. La nueva seguía en el mismo sitio, de pie.
—Eh,
tú —gritó el chófer—, siéntate.
Ella
echó a andar hacia el fondo del autocar. Hacia las fauces del lobo. Ay, madre, pensó Park, detente. Da media vuelta. Casi podía oír
cómo Steve y Mikey se relamían a medida que la nueva se acercaba.
En
aquel momento, ella divisó un espacio libre, cerca de Park. Su cara se iluminó
y avanzó hacia allí, aliviada.
—Eh
—la avisó Tina.
La
otra siguió avanzando.
—Eh
—repitió Tina—. Tarada.
Steve
se echó a reír. Sus amigos lo imitaron al momento.
—No
te puedes sentar ahí —la informó Tina—. Es el sitio de Mikayla.
La
chica se detuvo, miró a Tina y luego otra vez al asiento vacío.
—Siéntate
—gritó el conductor.
—Tengo
que sentarme en alguna parte —protestó la chica con voz firme y tranquila.
—Y
a mí qué me cuentas —le espetó la otra.
El
autocar dio una sacudida y la nueva se echó hacia atrás para no caer. Park
intentó subir el volumen del Walkman pero ya lo tenía al máximo. Volvió a mirar
a la chica; parecía a punto de echarse a llorar.
Casi
sin darse cuenta de lo que hacía, Park se deslizó hacia la ventanilla.
—Siéntate
—dijo. Lo soltó en tono brusco. La nueva se volvió a mirarlo, como si se
preguntara si se las estaba viendo con otro capullo o qué—. Joder —insistió
Park en voz baja, señalando con un gesto el espacio libre que tenía al lado—.
Siéntate.
Ella
se sentó. No dijo nada (afortunadamente, no le dio las gracias) y dejó quince
centímetros de separación entre ambos.
Park
se giró hacia la ventana de plexiglás y esperó a que le echaran encima la
caballería.2
eleanor
Eleanor
sopesó sus opciones:
• Volver
a casa andando. Pros: ejercicio, mejillas sonrosadas, tiempo para ella.
Contras: aún no conocía su nueva dirección, ni siquiera sabía hacia dónde
tirar.
• Llamar
a su madre para que fuera a buscarla. Pros: muchos. Contras: su madre no tenía
teléfono. Ni coche.
• Llamar
a su padre. Ja, ja, ja.
• Llamar
a la abuela. Solo para saludar.
Estaba
sentada en las escaleras de cemento que precedían a la entrada del instituto,
mirando la fila de autobuses amarillos. El suyo estaba allí mismo. Número 666.
Aunque
Eleanor evitara coger el autobús aquel día, aunque un hada madrina apareciera
con una carroza de calabaza, de todos modos tendría que encontrar la manera de
llegar al instituto por la mañana.
Y
estaba claro que la secta satánica no se iba a despertar con el pie derecho al
día siguiente. En serio. A Eleanor no le habría sorprendido que las cabezas les
empezaran a dar vueltas la próxima vez que los viera. En cuanto a aquella chica
rubia de los asientos del fondo, la de la cazadora lavada al ácido… Habría
jurado que tenía cuernos debajo del flequillo. Seguro que su novio era miembro
de los Nefilim.
La
rubia —y todos los demás en realidad— habían detestado a Eleanor antes de verla
siquiera. Como si se la tuvieran jurada de una vida anterior.
Eleanor
no sabría decir si el chico asiático que al final le había dejado sentarse era
uno más o sencillamente un cretino integral. (Pero no cretino lo que se dice
cretino, puesto que asistía con Eleanor a dos clases avanzadas.)
La
madre de Eleanor se había empeñado en matricularla en varias clases avanzadas
en el nuevo centro. Casi le da un ataque cuando vio sus notas de tercero. Eran
pésimas. «No entiendo de qué se sorprende, señora Douglas», le había dicho el
orientador. Ja, había pensado
Eleanor. Alucinarías con las cosas que
sorprenden a mi madre a estas alturas.
Daba
igual. Eleanor podía dedicarse a mirar por la ventana tanto en las clases
avanzadas como en cualquier otra. Al fin y al cabo, había ventanas en todas las
aulas, ¿no?
Eso
si alguna vez volvía a aquel instituto.
Y
si antes conseguía llegar a casa.
De
todas formas, no le podía contar a su madre el problema del autobús, porque
esta ya le había dicho que no hacía falta que cogiera el transporte escolar. La
noche anterior, mientras la ayudaba a deshacer el equipaje…
—Richie
ha dicho que te llevará al instituto de camino al trabajo —le había comentado
su madre.
—¿Y
dónde piensa meterme? ¿En la caja de la camioneta?
—Quiere
llevarse bien contigo, Eleanor. Y me has prometido que tú también harías un
esfuerzo.
—Prefiero
llevarme bien con él a distancia.
—Le
he dicho que estás dispuesta a formar parte de esta familia.
—Ya
soy parte de esta familia. Aunque sea un miembro de segunda clase.
—Eleanor
—la reprendió su madre—. Por favor.
—Cogeré
el autobús —había respondido ella—. No es para tanto. Haré amigos.
Ja,
ja, ja, pensaba Eleanor ahora. Tres espeluznantes carcajadas.
El
autobús estaba a punto de partir. Unos cuantos vehículos habían arrancado ya.
Alguien bajó corriendo las escaleras y, sin querer, le dio una patada a la
mochila de Eleanor al pasar. Ella apartó la bolsa y se dispuso a disculparse…
pero descubrió que quien había tropezado con ella era el cretino del asiático. Él
frunció el ceño al reconocerla. Eleanor le hizo una mueca y el otro salió
corriendo.
En
fin, pensó Eleanor. Los chicos del infierno no pasarán hambre por mi culpa.
3
park
Durante
el trayecto de vuelta a casa, ella no le dirigió la palabra.
Park
se había pasado todo el día intentando discurrir cómo librarse de la nueva.
Tendría que cambiar de asiento. No había más remedio. Pero ¿dónde se sentaría?
No quería imponer su presencia a nadie. Además, el mero gesto de trasladarse a
otro sitio llamaría la atención de Steve.
Park
había supuesto que Steve se cebaría con él en cuanto la nueva se sentase a su
lado, pero este había retomado el tema del kung-fu. Park, por cierto, sabía
mucho de kung-fu. No porque su madre fuera coreana sino porque su padre estaba
obsesionado con las artes marciales. Park y su hermano pequeño, Josh, llevaban
asistiendo a clases de taekwondo desde que sabían andar.
Cambiar
de asiento, pero ¿cómo?
Seguramente
podría encontrar algún sitio libre en las primeras filas, con los nuevos, pero
sentarse allí sería una terrible muestra de debilidad. Y muy en el fondo
tampoco le hacía gracia dejar a aquella notas a su suerte en las últimas filas.
Se
odiaba a sí mismo por estar pensando en darle esquinazo.
Si
su padre llegara a enterarse de que se estaba planteando sentarse en otra
parte, lo llamaría nenaza. En voz alta, además. Y si su abuela lo supiese, le
daría una colleja. «¿Dónde está tu educación? —le diría—. ¿Te parece bonito
tratar así a alguien que no tiene tu suerte?».
Park,
por desgracia, no tenía la suerte suficiente —ni tampoco el estatus— como para
que lo dejaran en paz. Y sabía que era un mierda por pensar así, pero daba
gracias de que hubiera personas como ella. Porque también existían personas
como Steve, Mikey y Tina, que necesitaban carnaza. Si no la tomaban con la
pelirroja, se buscarían a otra víctima. Y esa otra víctima sería Park.
Steve
lo había dejado tranquilo por la mañana, pero la paz no duraría eternamente.
Park
casi podía oír a su abuela diciendo: «Por Dios, hijo mío, ¿tan mal te sienta
haber sido amable con una chica en público?».
Ni
siquiera había sido realmente amable, pensó Park. La había dejado sentarse a su
lado, sí, pero también le había hablado mal. Cuando la vio en clase de
literatura por la tarde, Park habría jurado que estaba allí para atormentarlo…
—Eleanor
—había dicho el señor Stessman—. Tiene usted un nombre muy poderoso. Es nombre
de reina, ¿sabe?
—Es
el nombre de la ardilla gorda —susurró alguien detrás de Park. El compañero le
rio la gracia.
El
señor Stessman señaló un pupitre vacío de las primeras filas.
—Hoy
vamos a leer poesía, Eleanor —dijo el profesor—. Dickinson. ¿Nos haría el favor
de empezar?
El
señor Stessman le abrió el libro por la página del poema y se lo señaló.
—Adelante
—sugirió—. Alto y claro. Continúe hasta que yo le diga.
La
nueva miró al profesor como si no se pudiera creer que hablara en serio. Cuando
comprendió que sí —el señor Stessman casi nunca bromeaba— empezó a leer.
—Había
sentido hambre, largos años —leyó.
Unos
cuantos alumnos se echaron a reír. Qué fuerte, pensó Park, solo al señor
Stessman se le ocurriría pedirle a una chica rellenita que leyera un poema
sobre el hambre el primer día de clase.
—Continúa,
Eleanor —dijo el señor Stessman.
Ella
volvió a empezar, lo que Park consideró una pésima idea.
—Había
sentido hambre, largos años —leyó Eleanor, ahora en voz más alta.
pero mi mediodía llegó, y su comida,
temblando acerqué la mesa
y toqué el curioso vino.
Era lo que había visto sobre las mesas
cuando volviendo a casa hambrienta
miraba tras las ventanas la abundancia
que no podía imaginar siendo mía.
El
señor Stessman la dejó continuar y ella acabó leyendo el poema completo con
aquella voz fría y desafiante. El mismo tono que había empleado para hablar con
Tina.
—Ha
sido maravilloso —la elogió el señor Stessman cuando hubo terminado. Sonreía de
oreja a oreja—. Sencillamente maravilloso. Espero que se quede con nosotros,
Eleanor, al menos hasta que lleguemos a Medea.
Tiene usted la clase de voz que uno imagina surgiendo de un carro tirado por
dragones.
Cuando
la nueva apareció en clase de historia, el señor Sanderhoff no hizo ninguna
escena, pero al ver su nombre en una redacción comentó:
—Ah,
como la reina Leonor, o Eleanor, de Aquitania.
Eleanor
se había sentado unas cuantas filas por delante de Park y, por lo que él pudo
ver, se pasó toda la clase mirando las musarañas.
Park
no daba con la manera de librarse de ella en el autobús. O de librarse de sí
mismo. Así que se puso los auriculares antes de que ella se sentara y subió el
volumen a tope.
Gracias
a Dios, la nueva no le dirigió la palabra.4
eleanor
Aquella
tarde Eleanor llegó a casa antes que sus hermanos pequeños. Se alegró, porque
no estaba preparada para volver a verlos. Todo había sido tan raro cuando
Eleanor había entrado la noche anterior…
Había
dedicado muchas horas a fantasear con el recibimiento que le dispensarían
cuando por fin volviese a casa y a imaginar cuánto la habrían echado de menos.
Pensaba que sus hermanos tirarían confeti, que le lloverían abrazos y gestos de
cariño.
En
cambio, nadie dio muestras de haberla reconocido.
Ben
se limitó a mirarla, y Maisie… Maisie estaba sentada en el regazo de Richie.
Eleanor habría vomitado allí mismo de no ser porque le había prometido a su
madre que se portaría como un ángel durante el resto de su vida.
Solo
Mouse corrió a abrazar a Eleanor. Ella lo cogió en brazos, agradecida. El niño
ya tenía cinco años y pesaba mucho.
—Eh,
Mouse —le dijo.
Lo
llamaban así desde que era un bebé, Eleanor no recordaba por qué. Pero no se
parecía a un ratón sino más bien a un cachorro grande y desaliñado; siempre
nervioso, siempre intentando trepar a tu regazo.
—Mira,
papá, es Eleanor —dijo Mouse saltando arriba y abajo—. ¿Conoces a Eleanor?
Richie
se hizo el despistado. Maisie los miraba chupándose el pulgar. Hacía años que
Eleanor no la veía hacerlo. Maisie ya había cumplido los ocho, pero con el dedo
en la boca parecía un bebé.
El
más chiquitín no recordaba a Eleanor en absoluto. Debía de andar por los dos años…
Allí estaba, sentado en el suelo junto a Ben. Este, de once, tenía la mirada
fija en la pared, más allá de la tele.
La
madre de Eleanor llevó el equipaje de su hija a un dormitorio contiguo a la
salita. Eleanor la siguió. El cuarto era minúsculo. Solo cabían un armario y
unas literas. Mouse entró al dormitorio corriendo tras ellas.
—Tú
dormirás en la litera de arriba —explicó— y Ben tendrá que dormir en el suelo
conmigo. Nos lo ha dicho mamá, y Ben se ha echado a llorar.
—No
te preocupes —la tranquilizó su madre—. Todos tendremos que readaptarnos.
En
aquel cuarto no había espacio para readaptarse. (Algo que Eleanor prefirió no
mencionar.) Se fue a la cama lo antes posible para no tener que volver a la
sala.
Cuando
despertó en mitad de la noche, sus tres hermanos dormían en el suelo. Eleanor
no podía levantarse sin pisar a alguno de los críos. Ni siquiera sabía dónde
estaba el baño…
Lo
encontró. La casa constaba solo de cinco estancias, y el baño apenas se podía
considerar como tal. Estaba anexado a la cocina; o sea, literalmente anexado,
sin una puerta que lo separase de esta. Aquella casa había sido diseñada por
trasgos, pensó Eleanor. Alguien, seguramente su madre, había colgado una
cortina floreada entre la nevera y el retrete.
Cuando
llegó a casa del instituto, Eleanor abrió con su propia llave. La vivienda le
pareció aún más deprimente a la luz del día —sórdida y vacía—, pero al menos
tendría la casa, y a su madre, para ella sola.
Le
resultaba muy raro volver a su hogar y encontrar allí a su madre, en la cocina,
como… como siempre. Esta cortaba cebollas para una sopa. Eleanor se habría
echado a llorar allí mismo.
—¿Qué
tal el cole? —preguntó la mujer.
—Bien
—dijo Eleanor.
—¿Ha
sido agradable para ser el primer día?
—Claro.
O sea, sí, lo normal.
—¿Te
costará mucho ponerte al corriente?
—No
creo.
La
madre de Eleanor se secó las manos en la parte trasera del pantalón y se recogió
el pelo por detrás de las orejas. Por enésima vez, Eleanor se sintió
sobrecogida ante su belleza.
Cuando
era pequeña, pensaba que su madre era tan hermosa como la reina de un cuento de
hadas.
No
como una princesa; las princesas solo son guapas. La madre de Eleanor era
hermosa, alta y majestuosa, con los hombros anchos y la cintura elegante. Los
huesos de su cuerpo parecían más firmes que los del resto del mundo, como si no
estuvieran ahí solo para mantenerla en pie sino también para afirmar su
presencia.
Tenía
la nariz prominente, la barbilla afilada, los pómulos altos y marcados. Mirabas
a la madre de Eleanor y te la imaginabas tallada en un barco vikingo o quizás
pintada en el lateral de un avión…
Eleanor
se parecía a ella.
Pero
no lo suficiente.
Mirar
a Eleonor era como ver a su madre a través de un acuario. Más redondeada y
fofa. Menos definida. Si la madre era escultural, la hija era corpulenta. Si la
madre tenía curvas marcadas, Eleanor tenía formas difusas.
Después
de cinco embarazos, la mujer conservaba los pechos y las caderas de una modelo
sacada de un anuncio de cigarrillos. A los dieciséis, Eleanor recordaba a una
tabernera medieval.
Le
sobraba carne por todas partes y le faltaba altura para disimularlo. Los pechos
le nacían justo debajo de la barbilla y sus caderas eran… una parodia. Incluso
la melena castaña de la madre, larga y ondulada, ponía en evidencia los
brillantes rizos rojos de la hija.
Cohibida,
Eleanor se llevó la mano a la cabeza.
—Tengo
que enseñarte una cosa —le dijo su madre a la vez que tapaba la sopa—, pero no
quería hacerlo delante de los críos. Ven.
Eleanor
la siguió al dormitorio de los niños. La mujer abrió el armario y extrajo un
montón de toallas y un cesto de la ropa lleno de calcetines.
—No
me pude traer todas tus cosas cuando nos mudamos —explicó—. Aquí no hay tanto
sitio como en la otra casa, salta a la vista… —sacó del armario una bolsa negra
de basura—. Pero me traje todo lo que pude.
Le
tendió la bolsa a Eleanor y dijo:
—Siento
que no esté todo.
Eleanor
había dado por supuesto que un año atrás, a los diez segundos de echarla de
casa, Richie habría tirado todas sus cosas a la basura. Cogió la bolsa con los
dos brazos.
—No
te preocupes —respondió—. Gracias.
Su
madre le rozó apenas el hombro.
—Los
niños llegarán dentro de unos veinte minutos —informó a su hija—. Cenaremos
hacia las cuatro y media. Me gusta que todo esté listo cuando Richie llega a
casa.
Eleanor
asintió. Abrió la bolsa en cuanto su madre abandonó la habitación. Quería ver
lo que quedaba de sus cosas.
Lo
primero que vio fueron las muñecas recortables. Estaban sueltas en la bolsa,
arrugadas; algunas pintarrajeadas con ceras. Hacía años que Eleanor no jugaba
con ellas, pero se alegró de encontrarlas de todos modos. Las alisó y las colocó
amontonadas.
Debajo
de las muñecas había libros, una docena más o menos, que al parecer su madre
había escogido al azar; no debía de saber cuáles eran los favoritos de Eleanor.
Allí estaban Garp y La colina de Watership, descubrió
contenta. Oliver’s Story había pasado
la criba pero Love Story, por
desgracia, no. También estaba Hombrecitos,
pero no Mujercitas ni Los muchachos de Jo.
La
bolsa contenía también muchos papeles. Eleanor tenía un armario archivador en
su antigua habitación, y por lo visto su madre había cogido casi todos los
documentos. Intentó ordenarlo todo en montón; las notas, las fotos escolares y
las cartas de sus compañeros.
Se
preguntó qué habría sido del resto de las cosas. No solo de las suyas sino del
contenido de la casa. Los muebles, los juguetes, las plantas y los cuadros de
su madre. Los platos del ajuar de la abuela danesa… El pequeño caballo rojo que
pendía sobre el fregadero.
Puede
que lo hubieran guardado todo en alguna parte. A lo mejor la madre de Eleanor
confiaba en que la casa de los trasgos solo fuese temporal.
Eleanor
aún albergaba esperanzas de que Richie también fuese temporal.
Al
fondo de la bolsa de basura encontró una caja. Cuando la reconoció, le dio un
brinco el corazón. Cada Navidad, su tío de Minnesota les enviaba una suscripción
al club Fruta del Mes, y los hermanos siempre se peleaban por las cajas. A lo
mejor no era para tanto, pero eran unas cajas muy chulas; resistentes, con las
tapas bonitas. Eleanor se había quedado la de pomelos, y ahora ya estaba
desgastada por la zona de los bordes.
La
abrió con cuidado. No habían tocado el contenido. Allí estaba su papel de
cartas, sus lápices de colores y sus rotuladores Prismacolor (otro regalo de su
tío). Contenía también un montón de muestras del centro comercial que aún olían
a perfumes caros. Y su Walkman. Intacto. Sin pilas, pero allí de todas formas.
Y donde hay un Walkman siempre existe la posibilidad de escuchar música.
Eleanor
apoyó la cabeza en la caja. Olía a Chanel N.º 5 y a virutas de lápiz. Suspiró.
No
podía hacer nada con sus pertenencias después de haberlas examinado. Ni
siquiera su ropa cabía en el armario. Separó la caja y los libros, y devolvió
el resto de cosas a la bolsa de basura, con cuidado. Luego empujó la bolsa al
fondo del estante más alto, detrás de las toallas y del humidificador.
Trepó
a la litera superior y la encontró ocupada por un gato desaliñado.
—Fuera
—lo empujó Eleanor.
El
gato saltó al suelo y abandonó el cuarto.5
park
El
señor Stessman les había propuesto que memorizasen un poema, el que quisieran.
Un poema de su elección.
—Van
ustedes a olvidar prácticamente todo lo que les enseñe —declaró el profesor
acariciándose el bigote—. De principio a fin. A lo mejor retienen que Beowulf
luchó contra un monstruo. Quizá recuerden que «Ser o no ser» es una frase de Hamlet y no de Macbeth… Pero ¿todo lo demás? Ni en sueños.
Recorría
el pasillo despacio, arriba y abajo. Al señor Stessman le encantaba montar el número
al estilo del teatro redondo. Se detuvo junto al pupitre de Park y apoyó la
mano en el respaldo de su silla con ademán distraído. Park dejó de dibujar y se
irguió en el asiento. De todos modos, dibujaba fatal.
—Así
que van ustedes a memorizar un poema —prosiguió el señor Stessman. Hizo una
pausa para obsequiar a Park con una sonrisa digna de Gene Wilder en la fábrica
de chocolate—. El cerebro adora la poesía. Tiende a retenerla. Vais a memorizar
un poema y dentro de cinco años, cuando nos encontremos por casualidad en el
restaurante de comida rápida, me dirán: «¡Señor Stessman, aún me acuerdo de “El
camino no tomado”! Escuche… “Dos caminos divergían en un bosque amarillo”…».
Avanzó
hacia el siguiente pupitre. Park se relajó.
—Que
nadie escoja «El camino no tomado», por cierto. Estoy harto de ese poema. Y
nada de Shel Silverstein. Es uno de los grandes, pero ahora están ustedes en
cuarto. Ya somos adultos. Escojan un poema adulto… Elijan un poema romántico,
ese es mi consejo. Les será de gran utilidad.
Se
acercó al pupitre de la nueva, pero ella siguió mirando por la ventana.
—Depende
de ustedes, por supuesto. A lo mejor escogen «Un sueño diferido»… ¿Eleanor? —la
chica se volvió a mirarlo sin cambiar de expresión. El señor Stessman se inclinó
hacia ella—. Usted bien podría elegirlo. Es conmovedor y sincero. Pero ¿cuántas
veces tendrá la oportunidad de pronunciarlo?
»No.
Escojan un poema que les diga algo. Un poema que les ayude a hablar con los demás.
Park
tenía pensado elegir un poema que rimase; así le costaría menos memorizarlo. Le
caía bien el señor Stessman, de verdad que sí; sin embargo, habría preferido
que se cortase un poco. Cada vez que soltaba uno de sus discursos, Park sentía
vergüenza ajena.
—Nos
encontraremos mañana en la biblioteca —concluyó el señor Stessman, ahora desde
su escritorio—. Mañana, como Herrick, saldremos a coger las rosas.
Sonó
el timbre. En el momento exacto.
6
eleanor
—Cuidado,
Mocho.
Tina
empujó a Eleanor a un lado y subió al autobús.
Había
conseguido que la clase de gimnasia al completo llamase a Eleanor «Tarada»,
pero últimamente Tina se había decantado por «Mocho», «Masa Roja» o «Bloody
Mary».
—Porque
tu cabeza parece una fregona —le había aclarado aquel mismo día en los
vestuarios.
Era
lógico que Tina y Eleanor fueran juntas a clase de gimnasia. Al fin y al cabo,
el gimnasio parecía una extensión del infierno y Tina era el mismísimo demonio.
Una diablesa pequeña y viciosa. Como una especie de súcubo de juguete. Y encima
contaba con su propio séquito de diablos menores, todos ataviados con idénticos
equipos de gimnasia.
En
realidad, todas las chicas llevaban la misma ropa para hacer deporte. Si a
Eleanor, en el otro centro, ya le disgustaba el pantalón corto de gimnasia
(odiaba sus piernas aún más que el resto de su anatomía), el equipo de North la
horrorizaba. Era un mono de poliéster, con la parte inferior roja, la superior
a rayas rojas y blancas, y cremallera por delante.
—El
rojo no te sienta bien, Tarada —le había dicho Tina la primera vez que había
visto a Eleanor con él.
Las
otras chicas le habían reído la gracia, incluso las negras, que odiaban a Tina.
Por lo visto, burlarse de Eleanor se consideraba el colmo de la diversión por
allí.
Después
de que Tina la empujara, Eleanor prefirió no subir al autobús de inmediato,
pero de todos modos acabó llegando antes que el cretino del asiático. O sea,
que tendría que levantarse para cederle el asiento de la ventanilla. Una
situación incómoda. Tan incómoda como todo lo demás. Cada vez que el autobús
pasaba por un bache, Eleanor prácticamente lo aplastaba.
A
lo mejor alguien cambiaba de medio de transporte o se moría o algo así. Entonces
Eleanor podría cambiar de asiento.
Por
suerte, él nunca le dirigía la palabra. Ni la miraba siquiera.
Bueno,
o eso creía ella; jamás se le ocurriría comprobarlo.
A
veces, Eleanor se fijaba en el calzado del chico. Llevaba zapatos muy chulos. Y
de vez en cuando miraba en su dirección para averiguar qué leía.
Siempre
cómics.
Eleanor
nunca leía nada en el autobús. No quería que Tina, u otra persona, la pillase
desprevenida.
park
No
le parecía bien eso de compartir asiento con alguien a diario y no dirigirle la
palabra. Aunque fuera una notas. (Y vaya si lo era. Aquel día parecía un árbol
de Navidad, con todas aquellas cosas pegadas a la ropa, trozos de tela
recortados, cintas…) El viaje en autobús se le hizo eterno. Park estaba
deseando perderla de vista, perder de vista a todo el mundo.
—¿Aún
no te has puesto el dobok?
Park
intentaba cenar a solas en su habitación, pero su hermano pequeño no lo dejaba
en paz. Josh estaba plantado en el umbral, con el kimono puesto y olisqueando
una pata de pollo.
—Papá
está a punto de llegar —dijo Josh sin dejar de oler el pollo— y se va a cabrear
de la leche cuando vea que no estás listo.
La
madre de Park apareció por detrás de Josh y le dio una colleja.
—Esa
lengua, malhablado.
Tuvo
que ponerse de puntillas para hacerlo. Josh era el niño de papá; ya le pasaba a
su madre quince centímetros y siete a Park como mínimo.
Qué
horror.
Echó
a Josh de su cuarto y cerró de un portazo. De momento, la estrategia de Park
para conservar su estatus de hermano mayor a pesar de la diferencia de altura
consistía en hacerle creer a Josh que aún podía propinarle una buena patada en
el culo.
Park
todavía lo vencía en los combates de taekwondo, pero solo porque Josh no se
esforzaba; le aburría cualquier deporte en el que su altura no le proporcionase
una clara ventaja. El entrenador de fútbol universitario ya se dejaba caer por
los partidos del pequeñajo.
Se
puso el dobok mientras se preguntaba
en qué momento empezaría a heredar los kimonos de su hermano. No tardaría
mucho. A lo mejor podía aprovechar también sus camisetas de fútbol cambiando el
nombre de Josh Husker por el de Hüsker Dü. O quizás ni siquiera eso. Tal vez
Park nunca pasase del metro sesenta y cinco que medía ahora. A lo mejor ya no
hacía falta que se comprara más ropa.
Se
calzó las zapatillas de deporte y se llevó la cena a la cocina para comer en la
encimera. La madre de Park frotaba con un trapo el kimono blanco de Josh, que
se había manchado.
—¿Mindy?
Cada
noche, al llegar a casa, el padre de Park saludaba así a su esposa, como el
marido de una telecomedia. («¿Lucy?») Y su madre gritaba desde dondequiera que
estuviese:
—¡Aquí!
En
realidad decía: «¡Allí!». Por lo que parecía, jamás dejaría de hablar como si
acabara de llegar de Corea. En ocasiones, Park pensaba que su madre hablaba mal
a propósito, porque sabía que a su padre le gustaba. Sin embargo, la mujer se
esforzaba tanto por encajar en todo lo demás…. Si fuera capaz de hablar como si
se hubiera criado a la vuelta de la esquina, lo haría.
El
padre de Park entró disparado en la cocina y cogió a su mujer en brazos. También
repetían eso mismo cada noche. Muestras públicas de afecto, sin importarles quién
hubiera delante. Era como ver a Paul Bunyan dándole un morreo a la Nancy asiática.
Park
estiró la manga de su hermano.
—Venga,
vamos.
Mejor
esperaban en el Impala. El padre saldría al cabo de un momento, en cuanto se
enfundara su enorme dobok.
eleanor
No
se acostumbraba a cenar tan temprano.
¿Desde
cuándo habían adoptado esa costumbre? En la otra casa, cenaban todos juntos,
Richie incluido. Eleanor no se quejaba por no cenar con Richie, pero tenía la
sensación de que su madre prefería librarse de ellos antes de que su marido
llegase a casa.
Incluso
le preparaba algo distinto para cenar. Esa misma noche, los niños comerían
queso gratinado y Richie, un bistec. Eleanor tampoco se quejaba del queso
gratinado; agradecía cenar algo que no fuese sopa de judías, judías con arroz o
huevos con frijoles.
Después
de cenar, Eleanor se encerraba en el cuarto a leer, pero los niños siempre salían
a jugar al jardín. ¿Qué harían cuando empezase a refrescar y anocheciera temprano?
¿Se apiñarían todos en el dormitorio? Era una locura. Una locura al estilo El diario de Ana Frank.
Eleanor
trepó a su cama y sacó la caja con sus cosas. Encontró a aquel estúpido gato
gris durmiendo otra vez allí. Lo ahuyentó.
Abrió
la caja de pomelos y hojeó el papel de cartas. Tenía pensado escribir a sus
amigos del otro instituto. No había podido despedirse de nadie cuando se marchó.
La madre de Eleanor se había presentado en el centro y la había sacado de clase
en plan «Coge tus cosas, te vienes a casa».
Aquel
día, su madre estaba muy contenta.
Y
Eleanor también.
Fueron
directamente a North para empadronarla y luego pasaron por el Burger King de
camino a la casa nueva. La mujer no paraba de apretarle la mano y Eleanor había
fingido no reparar en los morados que tenía en la muñeca.
La
puerta de la habitación se abrió y apareció la hermana pequeña de Eleanor con
el gato en brazos.
—Mamá
quiere que dejes la puerta abierta —dijo Maisie—, para que corra el aire.
Todas
las ventanas de la casa estaban abiertas, pero no corría ni pizca de aire. A
través del hueco de la puerta, Eleanor atisbó a Richie sentado en el sofá. Se
acurrucó en la cama lo más posible.
—¿Qué
haces? —le preguntó Maisie.
—Escribir
una carta.
—¿A
quién?
—Aún
no lo sé.
—¿Puedo
subir?
—No.
De
momento, Eleanor prefería mantener su caja a buen recaudo. No quería que Maisie
viera los lápices de color y el papel en blanco. Además, una parte de ella aún
quería castigar a su hermana por haberse sentado en el regazo de Richie.
Antes
nunca lo habría hecho.
Antes
de que Richie echara a Eleanor de casa, todos los hermanos estaban aliados
contra él. Puede que fuera ella quien más lo odiara, y más abiertamente, pero
todos estaban de parte de Eleanor; Ben, Maisie e incluso Mouse. El niño le
robaba cigarrillos a Richie y se los escondía. Y fue Mouse a quien enviaron a
llamar a la puerta de su madre cuando oyeron chirridos en el dormitorio…
Cuando
los chirridos se convirtieron en gritos y llantos, se acurrucaban los cinco en
la cama de Eleanor. (En la otra casa todos tenían cama propia.)
Maisie
se sentaba a la derecha de Eleanor. Mientras Mouse lloraba y Ben se quedaba
como alelado, Maisie y Eleanor se miraban a los ojos.
«Le
odio», decía Eleanor.
«Le
odio tanto que me gustaría que se muriese», respondía Maisie.
«Ojalá
se caiga de una escalera mientras trabaja».
«Ojalá
lo atropelle un camión».
«Un
camión de la basura».
«Sí
—decía Maisie, apretando los dientes—. Y ojalá toda la basura le caiga encima».
«Y
que luego un autobús lo aplaste».
«Sí».
«Y
ojalá que yo vaya dentro».
Maisie
dejó el gato en la cama de Eleanor.
—Le
gusta dormir aquí —dijo.
—¿Tú
también le llamas papá? —preguntó Eleanor.
—Ahora
es nuestro padre —repuso Maisie.
7
park
—Voy
a pedirle para salir a Kim —dijo Cal.
—No
le pidas para salir a Kim —respondió Park.
—¿Por
qué no?
Estaban
sentados en la biblioteca, buscando poemas supuestamente. Cal ya había escogido
uno corto sobre una chica llamada Julia y «la licuefacción de su ropa». («Qué
soez», había dicho Park. «No puede ser soez —arguyó Cal—. Tiene trescientos años».)
—Porque
es Kim —replicó Park—. No puedes pedirle para salir. Mírala.
Kim
estaba sentada a la mesa de al lado con otras dos chicas tan pijas como ella.
—Mírala
—repitió Cal—. Es un Bollicao.
—Por
favor —dijo Park—. Pareces idiota.
—¿Qué?
La gente lo dice.
—Lo
has sacado de la revista Thrasher o
algo así, ¿no?
—Así
es como se aprenden palabras nuevas, Park —Cal dio unos golpecitos en un libro
de poesía—. Leyendo.
—Pues
no leas tanto.
—Es
un Bollicao —volvió a decir Cal.
Asintió
mirando a Kim y se sacó de la mochila una bolsa de tiras de cecina.
Park
volvió a mirar a Kim. Rubia, con media melena y el flequillo moldeado hacia los
lados, era la única de todo el instituto que tenía un Swatch. Kim iba siempre
de punta en blanco. No respondió al saludo de Cal. Seguro que temía mancharse
si lo miraba.
—De
este año no pasa —declaró enérgico Cal—. Voy a tener novia.
—Pero
no será Kim.
—¿Y
por qué no? ¿Crees que debería conformarme con menos?
Park
alzó la vista para mirarlo a la cara. Cal no era feo. Recordaba un poco a Pablo
Mármol, solo que más alto. Ya tenía trozos de cecina entre las palas.
—Búscate
a otra —insistió Park.
—Y
un cuerno —respondió Cal—. Quiero probar con lo mejorcito. Y te voy a buscar
novia a ti también.
—Gracias,
pero no, gracias —replicó su amigo.
—Una
cita doble —prosiguió Cal.
—No.
—En
el Impala.
—No
te hagas ilusiones.
El
padre de Park había decidido ponerse en plan fascista respecto al carné de
conducir; la noche anterior había anunciado que su hijo tendría que aprender a
conducir un coche con marchas antes de coger el automático. Park abrió otro
libro de poesía. Trataba de la guerra. Lo cerró.
—Pues
me parece que hay una chica a la que le podrías echar la caña —dijo Cal—.
Alguien de por aquí siente la llamada de la selva.
—Ese
comentario no llega ni a racista —replicó Park, alzando la vista.
Cal
estaba señalando con la cabeza la esquina más alejada de la biblioteca. La
nueva, allí sentada, los miraba fijamente.
—Está
un poco gorda —prosiguió Cal—, pero en el Impala hay sitio de sobra.
—No
me está mirando. Solo mira al vacío, eso es todo. Ya verás.
Park
saludó a la chica, pero ella no parpadeó.
Solo
una vez había establecido contacto visual desde aquel primer día en el autobús.
Había sucedido la semana anterior durante la clase de historia, y ella prácticamente
le había arrancado los ojos con la mirada.
Si
no quieres que la gente te mire, había pensado Park en aquel momento, no te
cuelgues cebos de pesca en el pelo. El joyero de aquella tía debía de parecer
un basurero. Aunque no siempre iba tan horrible…
Tenía
unas Vans que no estaban mal, con un estampado de fresas. Y una chaqueta de
cuero que se habría puesto él mismo si hubiese pensado que le iba a quedar
bien.
¿Pensaría
ella que le quedaba bien?
Cada
mañana, Park se preparaba para lo peor justo antes de que ella subiera al autobús,
pero nada podía prepararte para aquello.
—¿La
conoces? —preguntó Cal.
—No
—repuso Park al instante—. Se sienta a mi lado en el autobús. Es una notas.
—La
llamada de la selva. La gente lo dice, ¿no? —dijo Cal.
—Se
dice de los negros. O más bien de la gente que se siente atraída por los
negros. Y me parece que no es un cumplido.
—Tus
antepasados proceden de la selva —observó Cal señalando a Park—. Apocalipsis Now, tío.
—Deberías
pedirle a Kim para salir —contestó Park—. Me parece muy buena idea.
eleanor
Eleanor
no pensaba pelearse por un libro al estilo E. E. Cummings como si fuese la última
muñeca repollo. Encontró una mesa vacía en la sección de literatura
afroamericana.
Ese
era otro problema de aquel puto colegio… de aquel maldito colegio, se corrigió
a sí misma.
Casi
todos los alumnos eran negros, pero la mayoría de los que asistían a las clases
avanzadas eran blancos. Los traían en autobús desde Omaha oeste. Y los chicos
blancos de los suburbios, los alumnos desaventajados, llegaban en autobús desde
el otro lado.
Eleanor
habría dado cualquier cosa por asistir a más clases avanzadas. Ojalá hubiera
gimnasia avanzada…
Ni
en sueños la iban a admitir en gimnasia avanzada. Si acaso, la incluirían en
gimnasia correctiva. Con todas las gordas incapaces de hacer abdominales.
Qué
más daba. Los estudiantes de avanzado, ya fueran negros, blancos o de Asia
Menor, solían ser más amables. Puede que por dentro fueran igual de mezquinos,
pero no querían meterse en líos. O quizás les habían enseñado a comportarse con
educación; a ceder los asientos a las personas mayores y a las chicas.
Eleanor
asistía a clases avanzadas de literatura, historia y geografía, pero pasaba el
resto del día en el manicomio. En serio, aquel instituto parecía sacado de Semilla de maldad. Tendría que
esforzarse más en las clases para listos o acabarían por expulsarla.
Empezó
a copiar un poema llamado «Pájaro enjaulado» en su cuaderno… Era bonito. Y
rimaba.
8
park
Ella
leía sus cómics.
Al
principio, Park creyó que se lo estaba imaginando. Se sentía observado todo el
tiempo, pero cuando se volvía a mirarla la encontraba siempre con la cabeza
gacha.
Por
fin comprendió que le miraba el regazo. No en plan grosero. Leía los cómics;
Park la veía mover los ojos.
No
sabía que un pelirrojo pudiera tener los ojos marrones. (No sabía que una
persona pudiera ser tan pelirroja. Ni tan pálida.) Los ojos de la nueva eran aún
más negros que los de la madre de Park, muy oscuros, casi como dos orificios en
su rostro.
Dicho
así, parecía algo malo, pero no. Tal vez la mirada fuera su rasgo más bonito. A
Park le recordaba a los dibujos que algunos artistas hacían de Jean Grey en
pleno proceso telepático, con unos ojos como velados y extraños.
Aquel
día la nueva llevaba una enorme camisa de hombre adornada con conchas marinas.
Las solapas debían de ser enormes, como las de una camisa disco, porque las había
cortado y se estaban deshilachando. Llevaba una corbata de hombre enrollada a
la coleta, como si fuera una gran cinta de poliéster. Tenía una pinta absurda.
Y
estaba leyendo los cómics de Park.
Park
sintió que debía decirle algo. Siempre tenía la sensación de que debía
dirigirle la palabra, aunque solo fuera para saludar o disculparse. Sin
embargo, no había vuelto a decirle nada desde aquel día que le habló mal, y
ahora la situación se había vuelto irreversiblemente rara. Durante una hora al día. Treinta minutos de ida
y treinta de vuelta.
Park
no dijo nada. Se limitó a abrir más el cuadernillo y a pasar las páginas más
despacio.
eleanor
Su
madre parecía cansada cuando Eleanor llegó a casa. Más de lo normal. Tensa, a
punto de desmoronarse.
Más
tarde, cuando los críos entraron como una tromba después de las clases, la
madre perdió los nervios por una tontería —Ben y Mouse se peleaban por un
juguete— y los mandó a todos al jardín por la puerta trasera, Eleanor incluida.
Esta
se quedó tan perpleja que permaneció un momento plantada en la escalera,
mirando el rottweiler de Richie. Se llamaba Tonya, en honor a la ex del hombre.
Se suponía que Tonya —Tonya, la perra— era una «devora hombres», pero Eleanor
siempre la veía medio dormida.
Llamó
a la puerta.
—¡Mamá!
Déjame entrar. Aún no me he bañado.
Normalmente
se bañaba al volver del instituto, antes de que Richie llegase a casa. Así se
libraba de andar angustiada por la falta de puerta en el baño, sobre todo desde
que alguien había arrancado la cortina.
Su
madre no le hizo caso.
Los
niños ya estaban en el parque. La casa nueva estaba pegada a un colegio —el
cole al que asistían Ben, Mouse y Maisie— y el jardín trasero daba al patio de
juegos de la escuela.
Eleanor
no sabía qué hacer, así que caminó hacia Ben, que jugaba junto a los columpios,
y se sentó en uno. El tiempo empezaba a cambiar. Ojalá se hubiera llevado una
chaqueta.
—¿Y
qué haréis cuando haga demasiado frío para jugar aquí fuera? —le preguntó a
Ben, que se sacaba coches Matchbox del bolsillo para hacer una fila en el
suelo.
—El
año pasado —repuso él— papá nos mandaba a dormir a las siete y media.
—Jo.
¿Tú también? ¿Por qué lo llamáis así?
Eleanor
hizo esfuerzos por no hablar con demasiada brusquedad.
Ben
se encogió de hombros.
—Pues
porque está casado con mamá, ¿no?
—Sí,
pero… —Eleanor recorrió las cadenas del columpio con las manos. Luego se las
olió—. Nunca lo hemos llamado así. ¿Tú tienes la sensación de que es tu padre?
—No
sé —dijo Ben sin inmutarse—. ¿Qué sensación es esa?
Como
ella no respondió, Ben siguió ordenando los coches. El niño necesitaba un corte
de pelo. Los rojizos bucles le llegaban casi hasta los hombros. Llevaba una
vieja camiseta de Eleanor y unos pantalones de pana que la madre había cortado
a la altura del muslo. Empezaba a ser demasiado mayor para todo aquello, para
los coches y los columpios. Tenía once años. Los chicos de su edad jugaban al
baloncesto o se reunían en algún rincón del parque. Eleanor tenía la esperanza
de que su hermano tardase aún un tiempo en hacer el cambio. En aquella casa no
había espacio para ser adolescente.
—Le
gusta que le llamemos papá —aclaró Ben, añadiendo coches a la fila.
Eleanor
miró hacia el parque. Mouse jugaba al fútbol con un grupo de niños. Maisie debía
de haberse llevado al más pequeño a alguna parte con sus amigas…
Antes,
era Eleanor la encargada del bebé. No le habría importado ocuparse ahora, al
menos estaría distraída, pero Maisie no quería que la ayudara.
—¿Y
qué tal estuviste? —preguntó Ben.
—¿Qué
tal estuve cuándo?
—En
casa de esa gente.
Eleanor
se quedó mirando el sol, que estaba a punto de hundirse en el horizonte.
—Bien
—respondió. Fatal. Muy sola. Mejor que aquí.
—¿Tenían
hijos?
—Sí.
Muy pequeños. Tres.
—¿Tenías
una habitación para ti?
—Más
o menos.
Estrictamente
hablando, no había tenido que compartir la salita de los Hickman con nadie más.
—¿Eran
simpáticos?
—Sí…
sí. Eran muy simpáticos. No tanto como tú.
Al
principio fueron simpáticos. Pero luego se cansaron.
Se
suponía que Eleanor solo se iba a quedar unos días, una semana quizás. Solo
hasta que Richie se calmase y la dejase volver a casa.
—Será
como una fiesta pijama —le dijo la señora Hickman a Eleanor la noche de su
llegada mientras le preparaba el sofá.
La
señora Hickman —Tammy— conocía a la madre de Eleanor del instituto. Había una
foto de la boda de los Hickman encima de la tele. La madre de Eleanor era la
dama de honor. Llevaba un vestido verde oscuro y una flor blanca en el pelo.
Al
principio, su madre la llamaba casi cada día después de las clases. Al cabo de
unos cuantos meses, las llamadas cesaron. Resultó que Richie no había pagado la
factura del teléfono y se lo habían cortado. Eleanor no lo supo hasta varias
semanas más tarde.
—Llamaremos
a los servicios sociales —le decía el señor Hickman a su esposa. Pensaban que
Eleanor no los oía, pero la habitación donde dormía estaba pegada al salón—.
Esto no puede continuar, Tammy.
—Andy,
ella no tiene la culpa.
—Yo
no digo que tenga la culpa, solo digo que nadie nos ha preguntado.
—No
es ningún engorro.
—No
es nuestra hija.
Eleanor
se esforzó en causar las mínimas molestias posibles. Aprendió a dominar el arte
de estar en una habitación sin dejar el menor rastro de su paso por ella. Nunca
encendía el televisor ni pedía que le dejaran llamar por teléfono. Jamás repetía
a la hora de la cena. No les pedía nada a Tammy y al señor Hickman. Y como
ellos nunca habían tenido un hijo adolescente, no se les ocurrió que Eleanor
pudiera necesitar nada. Ella se alegró de que no conocieran la fecha de su
cumpleaños…
—Pensábamos
que te habías marchado —decía ahora Ben mientras empujaba un coche por la
tierra. Se diría que hacía esfuerzos por no llorar.
—Hombre
de poca fe —bromeó Eleanor, dándose impulso para columpiarse.
Echó
un vistazo a su alrededor buscando a Maisie y la vio sentada junto a los chicos
que jugaban al baloncesto. Eleanor los conocía a casi todos del autobús. Aquel
asiático tan cretino estaba con ellos y saltaba más de lo que Eleanor hubiera
podido imaginar. Llevaba un pantalón negro hasta la rodilla y una camiseta en
la que se leía «Madness».
—Me
largo —le dijo Eleanor a Ben. Bajó del columpio y le empujó la cabeza con cariño—,
pero solo a casa. No te preocupes.
Volvió
a entrar en la vivienda y cruzó la cocina antes de que su madre pudiera protestar.
Richie estaba en la sala. Eleanor pasó por delante del televisor, mirando
directamente al frente. Le habría gustado llevar chaqueta.9
park
Había
pensado decirle a la nueva que le había gustado su poema.
Y
eso no era nada comparado con lo que pensaba. La pelirroja era la única de toda
la clase que no había recitado el poema como si estuviera leyendo los deberes.
Lo hizo como si el poema tuviera vida propia. Como si los versos expresasen
algo que llevaba dentro. Mientras duró la lectura, Park no pudo apartar la
vista de ella. (Aún menos que de costumbre. Park, por lo general, no podía
dejar de mirarla.) Cuando hubo terminado, varias personas aplaudieron y el señor
Stessman la abrazó. Lo cual contravenía todas las normas del código de conducta.
«Eh.
Buen trabajo. En la clase de literatura». Eso le diría.
O
quizás: «Vamos juntos a clase de literatura. Me ha encantado tu poema».
O:
«Vas a clase del señor Stessman, ¿verdad? Sí, ya me parecía».
El
miércoles, después de taekwondo, Park recogió los cómics que había encargado,
pero esperó al jueves por la mañana para empezar a leerlos.
eleanor
Aquel
asiático tan cretino se había dado cuenta de que leía sus cómics. Incluso
miraba a Eleanor de vez en cuando antes de pasar la página, como si fuera muy
educado o algo así.
Definitivamente
no pertenecía a la secta satánica. No hablaba con nadie. (Y menos con ella.)
Pero al parecer gozaba de cierto respeto, porque cuando Eleanor se sentaba a su
lado todos la dejaban en paz. Incluida Tina. Ojalá pudiera pasarse el día
pegada a él.
Esa
mañana, cuando Eleanor subió al autobús, tuvo la sensación de que el chico la
estaba esperando. Él sostenía un cómic llamado Watchmen y le pareció tan malo a simple vista que Eleanor decidió
no molestarse en espiar. O en leer a hurtadillas. O lo que fuera.
(Se
lo pasaba mejor leyendo La patrulla X,
aunque no pillase casi nada; el argumento de La patrulla X era más complicado que Hospital general. Eleanor tardó dos semanas en descubrir que Scott
Summers y Cíclope eran la misma persona, y seguía sin estar segura de quién era
Fénix.)
Pese
a todo, Eleanor no tenía nada mejor que hacer, así que echó un vistazo a aquel
cómic tan horrible. La historia la atrapó al instante. Y de repente se dio
cuenta de que ya estaban en el instituto. Fue muy raro, porque no habían
llegado ni a la mitad del cuadernillo, cuando normalmente los devoraban en un
viaje.
Vaya
rollo… Ahora él leería el resto del cómic entre clases y sacaría algo cutre
como ROM para el camino de vuelta.
Pero
no lo hizo.
Cuando
Eleanor subió al autobús aquella tarde, el asiático abrió Watchmen justo por la página donde lo habían dejado.
Aún
leían al llegar a la parada de Eleanor (pasaban tantas cosas que se quedaban
mirando la misma viñeta durante minutos), y cuando ella se levantó para
marcharse, el chico le tendió el cómic.
Se
quedó tan sorprendida que intentó devolvérselo, pero él ya no la miraba.
Eleanor se metió el fascículo entre los libros como si fuera algo clandestino y
luego se bajó del autobús.
Lo
leyó tres veces más aquella noche, tendida en la litera de arriba, acariciando
al mismo tiempo a aquel gato viejo y pringoso. Cuando terminó, metió el cómic
en la caja de los pomelos para que no se estropeara.
park
¿Y
si no se lo devolvía?
¿Y
si no podía acabar la primera entrega de Watchmen
porque se la había prestado a una chica que no se la había pedido y que ni
siquiera debía de saber quién era Alan Moore?
Si
ella no le devolvía el cómic, estarían en paz. Eso pondría fin al mal rollo que
había entre ellos desde que le dijera: «Joder, siéntate».
Mierda…
No, no lo haría.
¿Y
si se lo devolvía? ¿Qué se suponía que debía decirle en ese caso? ¿Gracias?
eleanor
Cuando
Eleanor llegó al asiento que compartían, el asiático estaba mirando por la
ventana. Ella le tendió el cómic y el chico lo guardó.
10
eleanor
Al
día siguiente, cuando Eleanor subió al autobús, encontró un montón de cómics en
su asiento.
Los
cogió y se sentó. Él ya estaba leyendo.
Eleanor
guardó los cómics entre los libros y miró por la ventanilla. Por alguna razón,
no quería leerlos delante de él. Sería como comer delante de él. Como… admitir
algo.
Sin
embargo, no podía dejar de pensar en los cómics. En cuanto llegó a casa, se
encaramó a su litera y empezó a leerlos. Todos llevaban el mismo título: La cosa del pantano.
Eleanor
cenó sentada en su cama. Llevó muchísimo cuidado de no manchar los tebeos
porque estaban como nuevos; no tenían ni una esquina doblada. (Asiático cretino
y perfeccionista.)
Aquella
noche, cuando sus hermanos se durmieron, Eleanor volvió a encender la luz para
poder leer un poco más. Aquellos críos eran las personas más escandalosas del
mundo cuando dormían. Ben hablaba en sueños y tanto Maisie como el chiquitín
roncaban. Mouse se meaba en la cama y aunque no hiciera ruido perturbaba
igualmente el bienestar general. La luz, sin embargo, no los despertaba.
Eleanor
solo era consciente a medias de la presencia de Richie, que veía la televisión
en la habitación contigua, y estuvo a punto de caer de la cama cuando la puerta
se abrió de repente. Por la expresión del rostro de Richie, se diría que
esperaba encontrar una fiesta en el dormitorio, pero cuando descubrió que solo
Eleanor estaba despierta, gruñó y le dijo que apagara la luz para no molestar a
los pequeños.
Cuando
Richie cerró la puerta, Eleanor bajó de la cama y apagó la luz. (Había
aprendido a levantarse sin pisar a nadie. Menos mal, porque siempre era la
primera en levantarse.)
Habría
podido dejar la luz encendida, pero no merecía la pena correr el riesgo. No
quería volver a ver a Richie por allí.
Tenía
cara de rata. Como una rata en versión humana. Parecido al villano de una película
de Don Bluth. A saber lo que su madre había visto en ese tipo; el padre de
Eleanor también tenía una pinta rara.
Muy
ocasionalmente —cuando Richie se las ingeniaba para darse un baño, ponerse ropa
limpia y mantenerse sobrio todo al mismo tiempo— Eleanor casi podía entender
que su madre lo encontrara guapo. Gracias a Dios, eso no pasaba muy a menudo.
Cuando sucedía, a Eleanor le entraban ganas de ir al baño y meterse los dedos
en la garganta.
En
fin. Daba igual. Podía leer un poco más. Entraba algo de luz por la ventana.
park
Ella
leía los cómics de un día para otro. Y cuando se los devolvía a la mañana
siguiente, se comportaba siempre como si le estuviera entregando algo muy
delicado. Un tesoro. Se diría que no los había tocado siquiera, salvo por el
olor.
Cuando
la chica nueva le devolvía los cómics a Park, los libros siempre emanaban un
olor como a perfume. Pero aquel perfume no se parecía al que usaba su madre
(Imari). Ni tampoco al de ella, que olía a vainilla.
Cuando
la nueva se los devolvía, los cómics desprendían un aroma a rosas. A todo un
jardín.
La
nueva había tardado menos de tres semanas en leer todos los Alan Moore. Ahora
Park le estaba dejando los X de cinco
en cinco, y sabía que a ella le gustaban porque escribía los nombres de los
personajes en sus libros, entre nombres de grupos y letras de canciones.
Seguían
sin dirigirse la palabra, pero el silencio se había vuelto menos hostil. Casi
amigable (aunque no del todo).
Hoy
Park no tendría más remedio que hablar con la nueva. Debía disculparse, porque
no le había traído nada. Se había dormido y, con las prisas, había olvidado
coger el montón de cómics que había dejado preparados para ella la noche
anterior. Ni siquiera había desayunado ni se había lavado los dientes. Qué
fastidio, tener que ir tanto rato a su lado en esas condiciones.
Pese
a todos sus planes, cuando la nueva subió al autobús y le devolvió los cómics
de la víspera, Park se limitó a encogerse de hombros. Ella desvió la vista.
Ambos bajaron la mirada.
La
chica se había vuelto a poner aquella corbata tan fea, esta vez atada a la muñeca.
Tenía muchísimas pecas por los brazos y las muñecas, capas y capas en distintos
tonos de oro y rosa. También en el dorso de las manos. Parecen manos de niño,
habría dicho la madre de Park, con esas uñas tan cortas y las cutículas sin
arreglar.
Ella
se quedó mirando sus propios libros. A lo mejor pensaba que Park se había
enfadado con ella. Park también posó los ojos en los libros de la chica.
Estaban todos pintarrajeados y llenos de garabatos al estilo art nouveau.
—Y
qué —empezó a decir él sin saber cómo iba a continuar—. ¿Te gustan los Smiths?
Tuvo
cuidado de no soplarle el aliento.
Ella
alzó la vista, sorprendida. Confusa, quizás. Park señaló el libro, donde la
nueva había escrito «How Soon Is Now?» en grandes letras verdes.
—No
lo sé —contestó ella—. Nunca los he oído.
—Entonces,
¿quieres que los demás piensen que te gustan los Smiths?
Park
lo dijo con desdén. No pudo evitarlo.
—Sí
—asintió ella mirando a su alrededor—. Intento impresionar a la gente de por
aquí.
Park
no sabía si la nueva se empeñaba a propósito en hablar como una sabelotodo,
pero desde luego no pensaba ponerle las cosas fáciles. El ambiente se enrareció
entre los dos. Park se apoyó contra el costado del autobús. Ella miró hacia el
otro lado del pasillo.
En
la clase de literatura, Park intentó captar su mirada, pero ella la desvió. El
chico tenía la sensación de que Eleanor se esforzaba tanto en ignorarlo que no
abriría la boca en clase.
El
señor Stessman hacía lo posible por sacarla de su ensimismamiento. Se había
convertido en su blanco favorito cuando la clase se apagaba. Aquel día tocaba
comentar Romeo y Julieta, pero nadie
quería intervenir.
—Se
diría que sus muertes no la apenan, señorita Douglas.
—¿Perdón?
—preguntó Eleanor. Miró al profesor con los ojos entornados.
—¿No
le parece triste? —insistió el señor Stessman—. Dos jóvenes enamorados que
yacen sin vida. «Jamás se oyó una historia tan doliente». ¿No la conmueve?
—Me
parece que no —respondió ella.
—¿Tan
fría es usted? ¿Tan indiferente?
Echado
sobre el pupitre de Eleanor, fingía suplicar clemencia.
—No
—repuso ella—, pero no creo que sea una tragedia.
—Es
la gran tragedia —afirmó el señor Stessman.
La
nueva puso los ojos en blanco. Llevaba dos o tres collares de perlas falsas,
como los que se ponía la abuela de Park para ir a la iglesia, y los retorcía
mientras hablaba.
—Ya,
pero salta a la vista que se burla de ellos —replicó.
—¿Quién?
—Shakespeare.
—Cuéntenos…
Ella
volvió a poner los ojos en blanco. A esas alturas, conocía de sobra el juego
del señor Stessman.
—Romeo
y Julieta solo son dos niños ricos que están acostumbrados a salirse con la
suya. Y ahora se han encaprichado el uno del otro.
—Están
enamorados… —dijo el señor Stessman con las manos en el corazón.
—Ni
siquiera se conocen —replicó Eleanor.
—Fue
amor a primera vista.
—Más
bien fue: «Oh, pero mira qué mono es». Si Shakespeare hubiera querido hacernos
creer que estaban enamorados, no nos habría informado en la primera escena de
que Romeo estaba colado por Rosaline… Shakespeare se está burlando del amor —explicó
ella.
—Y
entonces ¿por qué ha sobrevivido hasta nuestros días?
—Pues
no sé. ¿Porque Shakespeare era un gran escritor?
—¡No!
—exclamó el profesor—. Otro, alguien que sí tenga corazón. Señor Sheridan, ¿qué
late dentro de su pecho? Díganos, ¿por qué Romeo
y Julieta ha sobrevivido a lo largo de cuatrocientos años?
Park
detestaba hablar en clase. Eleanor lo miró enfurruñada y luego desvió la vista.
Él se sonrojó.
—Porque…
—dijo Park con voz queda y la mirada clavada en el pupitre—. ¿Porque todo el
mundo quiere recordar lo que significa ser joven? ¿Y estar enamorado?
El
señor Stessman se apoyó de espaldas a la pizarra y se frotó la barba.
—¿Tengo
razón? —preguntó Park.
—Ya
lo creo que sí —respondió el señor Stessman—. No sé si eso explica por qué Romeo y Julieta se ha convertido en la
obra más aplaudida de todos los tiempos. Pero sí, señor Sheridan. Acaba de
decir usted una verdad como un templo.
Ella
no le saludó en clase de historia, pero nunca lo hacía.
Cuando
Park subió al autobús por la tarde, Eleanor ya estaba allí. Se levantó para
dejarle pasar a su sitio de la ventana y luego, para su sorpresa, le dirigió la
palabra. En voz baja. Casi en susurros. Pero le habló.
—En
realidad, es una lista de deseos —dijo.
—¿Qué?
—Son
las canciones que me gustaría oír. O grupos que me gustaría escuchar. Cosas que
parecen interesantes.
—Si
nunca has oído a los Smiths, ¿de qué los conoces?
—No
sé —replicó ella a la defensiva—. De comentarios de mis amigos, los del otro
instituto. De revistas. No sé. De por ahí.
—¿Y
por qué no los escuchas?
Eleanor
lo miró como si pensase que, decididamente, estaba hablando con un cretino.
—No
ponen a los Smiths en Los 40 Principales.
Y
luego, al ver que Park no respondía, levantó sus profundos ojos marrones al
cielo.
—Por
favor —dijo.
No
volvieron a hablar durante todo el trayecto de vuelta.
Aquella
noche, mientras hacía los deberes, Park grabó una cinta con todas sus canciones
favoritas de los Smiths, además de unos cuantos temas de Echo and the Bunnymen
y de Joy Division.
Guardó
la cinta y cinco cómics de X en la
mochila antes de meterse en la cama.
11
eleanor
—¿Por
qué estás tan callada? —preguntó la madre de Eleanor.
Ella
se estaba bañando y su madre estaba preparando sopa de judías de sobre. «Tres
judías para cada uno», había bromeado Ben hacía un rato.
—No
estoy callada. Me estoy bañando.
—Normalmente
cantas en la bañera.
—No
es verdad —replicó Eleanor.
—Sí.
Casi siempre cantas «Rocky Raccoon».
—Ya
te digo. Bien, gracias por decírmelo. No lo haré más. Por Dios.
Eleanor
se vistió a toda prisa e intentó pasar junto a su madre. Esta la cogió por las
muñecas.
—Me
gusta oírte cantar —le dijo.
La
mujer cogió una botella de la encimera y le aplicó un par de gotas de esencia
de vainilla detrás de las orejas. Eleanor levantó los hombros como si le
hiciera cosquillas.
—¿Por
qué siempre haces eso? Huelo igual que una muñeca Tarta de Fresa.
—Lo
hago —le explicó su madre— porque la vainilla es más barata que el perfume y
huele igual de bien.
Se
aplicó unas gotas detrás de sus propias orejas y se rio.
Eleanor
se echó a reír también. Se quedó allí unos instantes, sonriendo. Su madre
llevaba unos vaqueros viejos y camiseta. Se había recogido el pelo en la nuca.
Casi parecía la de antes. En una vieja foto —tomada en una fiesta de cumpleaños
de Maisie, mientras preparaba cucuruchos de helado— aparecía con una coleta como
aquella.
—¿Te
encuentras bien? —preguntó la mujer.
—Sí…
—dijo Eleanor—. Sí, solo estoy cansada. Voy a hacer los deberes y a meterme en
la cama.
La
madre de Eleanor presentía que algo iba mal, pero no la presionó. Antes, la
obligaba a contárselo todo. «¿Qué pasa por ahí dentro —le decía, golpeándole la
cabeza con los nudillos—. ¿Ya te estás comiendo el coco?». Eleanor no había
vuelto a oírlo desde su regreso, como si su madre fuera consciente de que había
perdido el derecho a irrumpir en su intimidad.
Eleanor
se encaramó a la litera y empujó al gato a los pies. No tenía nada para leer.
Nada nuevo, cuando menos. ¿Se habría hartado él de llevarle cómics? ¿Y por qué
se los había empezado a prestar, en primer lugar? Pasó los dedos por encima de
aquellos títulos de canciones que la habían puesto en apuros: «This Charming
Man» y «How Soon Is Now?». Le habría gustado tacharlos, pero si lo hacía, él se
daría cuenta y le haría algún comentario.
Estaba
cansada, no había mentido. Se había tirado varias noches leyendo hasta las
tantas. En cuanto cenó, se quedó dormida.
La
despertaron los gritos. Los gritos de Richie. Eleanor no distinguía las
palabras.
Oyó
el llanto de su madre por debajo de las voces. Se diría que llevaba mucho rato
llorando; debía de estar completamente desquiciada si ni siquiera era capaz de
llorar en silencio.
Eleanor
advirtió que sus hermanos se habían despertado también. Se asomó y clavó la
vista en la oscuridad, hasta que las siluetas de los críos cobraron forma.
Estaban los cuatro apiñados en el suelo, entre una maraña de mantas. Maisie mecía
al más pequeño casi con frenesí. Eleanor bajó de la cama y se acurrucó con
ellos. Al instante, Mouse buscó el regazo de su hermana mayor. Mojado y
tembloroso, rodeó a Eleanor con los brazos y las piernas como un monito. Cuando
oyeron a la madre chillar en la habitación del fondo, todos dieron un respingo
a la vez.
Si
la escena se hubiera producido hacía dos veranos, la propia Eleanor habría
corrido a llamar al dormitorio. Le habría gritado a Richie que parara. Como
ultimísimo recurso, habría marcado el número de emergencias. Ahora, sin
embargo, aquella conducta le parecía propia de un niño. O de un necio. Solo podía
rezar para que el pequeñín no se echara a llorar. Gracias a Dios, no lo hizo.
Incluso él parecía comprender que cualquier intento de detener aquello solo
serviría para empeorarlo.
Al
día siguiente, cuando sonó el despertador, Eleanor fue incapaz de recordar en
qué momento se había dormido. Ni tampoco cuándo había cesado el llanto.
Se
levantó presa de un terrible presentimiento. Tropezando con los niños y las
mantas, abrió la puerta del dormitorio. Llegó hasta ella el aroma del beicon.
Eso
significaba que su madre seguía viva.
Y
que su padrastro aún estaba desayunando.
Eleanor
inspiró profundamente. Toda ella apestaba a pis. Qué horror. No tenía nada
limpio, y si se ponía la ropa del día anterior, seguro que la maldita Tina le
hacía algún comentario porque, para colmo de males, aquel día tocaba gimnasia.
Cogió
la ropa y salió a la salita con determinación, decidida a no mirar a Richie a
la cara si acaso seguía en casa. Allí estaba. (Ese demonio. Ese cerdo.) La madre de Eleanor se movía ante los
fogones, más silenciosa que de costumbre. Era imposible no reparar en el morado
que se extendía a un lado de su cara. O en el chupetón que llevaba bajo la
barbilla. (Cabrón, cabrón, cabrón.)
—Mamá
—susurró Eleanor en tono apremiante—. Tengo que lavarme.
Los
ojos de su madre la enfocaron con dificultad.
—¿Qué?
Eleanor
señaló con un gesto el fardo de ropa que llevaba en las manos. A primera vista,
solo debía de parecer arrugada.
—He
dormido en el suelo con Mouse.
La
madre de Eleanor echó un vistazo nervioso a la sala; Richie castigaría a Mouse
si se enteraba.
—Vale,
vale —dijo mientras empujaba a Eleanor al baño—. Dame la ropa. Vigilaré la
puerta. Y procura que no se dé cuenta. Solo me faltaba eso esta mañana.
Como
si hubiera sido Eleanor la que se hubiera meado por todas partes.
Se
lavó la parte superior del cuerpo; luego la inferior, para no tener que
desnudarse del todo. A continuación cruzó la sala, vestida con la ropa del día
anterior, haciendo todo lo posible por no oler a pis.
Tenía
los libros en el dormitorio, pero Eleanor no quería abrir la puerta por si el
tufo rancio del cuarto se filtraba hasta la sala, así que los dejó allí.
Llegó
a la parada del autobús con quince minutos de adelanto. Aún estaba alterada y
asustada. Y por si fuera poco, gracias al beicon, le gruñía el estómago.
12
park
Cuando
Park subió al autobús dejó los cómics y la cinta de los Smiths en el asiento
contiguo, para que ella los encontrara allí. Así no tendría que decirle nada.
Al
ver llegar a Eleanor pocos minutos después, Park advirtió enseguida que algo
iba mal. La chica caminó hacia su sitio con cara de sentirse derrotada y
perdida. Llevaba la misma ropa que el día anterior —lo cual no era tan raro,
pues siempre se ponía una versión distinta de lo mismo— pero aquel día parecía
diferente. No se había adornado el cuello ni las muñecas y su melena era una
maraña de rizos rojos.
Se
detuvo ante el asiento que compartían y miró el montón de cosas que Park había
dejado allí para ella. (¿Por qué no llevaba libros?) Lo cogió todo, tan
cuidadosa como siempre, y se sentó.
Park
quería mirarla a los ojos, pero no pudo. En cambio, le miró las muñecas.
Eleanor cogió la cinta. Él había escrito How
Soon Is Now y otras en la etiqueta adhesiva.
La
chica le tendió el casete.
—Gracias…
—dijo. Bueno, era la primera vez que le daba las gracias—. Pero no me la puedo
quedar.
Park
no la cogió.
—Es
para ti, quédatela —susurró. Ahora le miraba la barbilla.
—No
—repitió Eleanor—. O sea, gracias, pero es que… no puedo.
Intentó
devolverle la cinta, pero él seguía sin cogerla. ¿Cómo se las arreglaba esa
chica para complicar hasta las cosas más sencillas?
—No
la quiero —replicó Park.
Ella
apretó los dientes y lo fulminó con la mirada. Debía de odiarlo con toda su
alma.
—No
—insistió Eleanor, ahora sin molestarse en bajar la voz—. En serio, no puedo.
No tengo equipo. Venga, cógela.
Él
la cogió. Ella se tapó la cara. El chico del otro lado del pasillo, un pijo de
bachillerato llamado Junior, los estaba observando.
Park
lo miró de mala manera hasta que el otro desvió la vista. Entonces se volvió
hacia ella.
Se
sacó el Walkman del bolsillo de la gabardina y extrajo una cinta de los Dead
Kennedys. Introdujo la cinta nueva, pulsó la tecla de reproducir y —con cuidado—
le colocó a Eleanor los auriculares por encima del pelo. Fue tan cuidadoso que
ni siquiera la tocó.
A
los oídos de Eleanor llegó la turbia guitarra del principio y luego el primer
verso de la canción: I am the son… and
the heir…
Ella
alzó la cabeza un poco pero no lo miró. No apartó las manos de la cara.
Cuando
llegaron al instituto, se quitó los auriculares para devolvérselos a Park.
Bajaron
juntos del autobús y ya no se separaron. Fue muy raro. Normalmente, en cuanto
pisaban la acera echaban a andar en direcciones opuestas. Y eso era lo más
extraño de todo, pensó Park. Hacían el mismo camino cada día, la taquilla de
Eleanor estaba a pocos pasos de la de Park… ¿cómo se las ingeniaban para tomar
caminos distintos cada mañana?
Cuando
llegaron a la altura de la taquilla de Eleanor, Park se detuvo un momento. No
se acercó, pero dejó de andar. Ella también.
—Bueno
—dijo él, mirando hacia el pasillo—, ahora ya has oído a los Smiths.
Y
ella…
Eleanor
se rio.
eleanor
Tendría
que haberse limitado a coger la cinta.
No
hacía ninguna falta que todo el mundo supiera lo que tenía y lo que no. Y no
hacía ninguna falta que le confesara nada a ningún asiático rarito.
A
aquel asiático rarito en concreto.
Estaba
bastante segura de que era asiático, aunque no al cien por cien. Tenía los ojos
verdes. Y la piel del color del sol a través de la miel.
A
lo mejor era filipino. ¿Pertenecía Filipinas a Asia? Seguramente. No controlaba
todos los países de Asia. Ese continente es enorme.
Eleanor
solo había conocido a un asiático en toda su vida: Paul, que iba con ella a
clase de mates en el otro instituto. Paul era chino. Sus padres se habían
trasladado a Omaha huyendo del gobierno. (Le parecía una decisión un tanto
extrema. Como si hubieran cogido el globo terráqueo y hubieran dicho: «Sí. Eso
está en la otra punta del mundo».)
Había
sido Paul quien le había enseñado a decir «asiático» en vez de «oriental».
—«Oriental»
se usa para hablar de la comida —le había dicho.
—Lo
que tú digas, Jackie Chan —había respondido ella.
Eleanor
no se explicaba qué hacía una persona asiática en aquellos suburbios de Omaha.
El resto de la población era rigurosamente blanca. O sea, hacían alarde de su
condición de blancos. Eleanor jamás había oído hablar de los negros con términos
despectivos antes de trasladarse allí, pero los chicos del autobús los
utilizaban como si fuera la única forma de referirse al color de la piel.
Ella
nunca lo hacía, ni siquiera en su cabeza. Ya era bastante desgracia que,
gracias a la influencia de Richie, se hubiera acostumbrado a referirse
mentalmente a los demás como «hijos de puta». (Ironía.)
En
el nuevo instituto había tres o cuatro asiáticos más aparte de su compañero de
asiento. Eran primos. Uno de ellos había escrito una redacción sobre lo que se
sentía siendo un refugiado de Laos.
Y
luego estaba ojitos verdes.
A
ese paso, iba a acabar por contarle la historia de su vida. Quizás de camino a
casa le dijese que no tenía teléfono ni lavadora ni cepillo de dientes.
Estaba
pensando en comentar esto último con la orientadora del centro. El día de su
llegada, la señora Dunne le había hecho sentar y le había largado un rollo
sobre la importancia de que se sintiera libre para hablarle de cualquier cosa.
Durante su perorata, no paraba de apretar el brazo de Eleanor por la parte más
gorda.
Si
Eleanor se lo contara todo a la señora Dunne —acerca de Richie, de su madre, todo—, a saber lo que pasaría.
En
cambio, si le decía lo del cepillo de dientes… a lo mejor la señora Dunne le
proporcionaba uno. Y entonces Eleanor ya no tendría que meterse en el baño
después de cenar para frotarse los dientes con sal. (Lo había visto hacer en
una película del Oeste. Seguramente ni siquiera funcionaba.)
Sonó
el timbre. Las diez y doce.
Solo
dos sesiones más antes de la clase de literatura. Eleanor se preguntó si él le
dirigiría la palabra. A lo mejor se hablaban a partir de ahora.
Seguía
oyendo aquella voz en su cabeza; no la del chico, la del cantante. El de los
Smiths. Se le notaba su acento inglés hasta cuando cantaba. Su voz parecía un lamento.
I am the sun…
and the air…
En clase de
gimnasia, Eleanor tardó un poco en darse cuenta de que la gente no la trataba tan
mal como de costumbre. (Aún tenía la cabeza en el autobús.) Tocaba voleibol, y
Tina le había dicho:
—Tú
sacas, zorra.
Pero
eso fue todo, y prácticamente podía considerarse una broma, teniendo en cuenta
la personalidad de Tina.
Cuando
Eleanor llegó al vestuario, comprendió por qué Tina la había dejado más o menos
en paz; estaba esperando. La rubia y sus amigas —y las chicas negras también,
todo el mundo quería su trozo del pastel— la miraban desde el fondo del
pasillo, aguardando a que Eleanor llegase a su taquilla.
La
habían forrado con compresas. Toda una bolsa, al parecer.
Al
principio, Eleanor creyó que las compresas estaban sucias, pero cuando se acercó
descubrió que solo las habían pintarrajeado con rotulador rojo. Alguien había
escrito «Mocho» y «Dubble Bubble» en unas cuantas, pero eran de las caras y ya
habían absorbido buena parte de la tinta.
Si
la ropa de Eleanor no hubiera estado dentro de la taquilla, si hubiera llevado
encima algo que no fuera el equipo de gimnasia, se habría marchado sin más.
En
cambio, pasó junto a sus compañeras con la barbilla bien alta y empezó a quitar
las compresas una a una. Incluso había unas cuantas por la parte de dentro,
pegadas a su ropa.
Eleanor
derramó algunas lágrimas, no pudo evitarlo, pero lo hizo de espaldas a todo el
mundo para no dar un espectáculo. Todo terminó en pocos minutos en cualquier
caso porque nadie quería llegar tarde a comer. Las chicas aún tenían que
cambiarse y arreglarse el pelo.
Cuando
todas se fueron yendo, dos chicas negras se quedaron atrás. Se acercaron a
Eleanor y la ayudaron a quitar compresas de la pared.
—No
te preocupes —susurró una a la vez que estrujaba una compresa.
Se
llamaba DeNice y parecía demasiado joven para estar en cuarto. Era bajita y
llevaba trenzas.
Eleanor
hizo un gesto negativo con la cabeza pero no respondió.
—Esas
tías no valen nada —prosiguió DeNice—. Son unas pobres desgraciadas.
—Ajá
—asintió la otra.
Eleanor
creía que se llamaba Beebi. Esta última era lo que la madre de Eleanor llamaría
«una chica gruesa». Mucho más que Eleanor. Incluso su equipo de gimnasia era de
otro color, como si lo hubieran confeccionado especialmente para ella. La idea
hizo que Eleanor se sintiera culpable de encontrarse tan a disgusto en su
propio cuerpo… y también que se preguntara por qué la habían nombrado a ella
gorda oficial de la clase.
Tiraron
las compresas a la basura y pusieron encima toallas de papel mojadas para que
nadie las viera.
Si
DeNice y Beebi no hubieran estado allí, Eleanor se habría guardado unas
cuantas, las que no estaban pintadas, porque, por el amor de Dios, menudo
desperdicio.
Llegó
tarde a comer y también a literatura. Y de no haber sabido ya que el cretino
del asiático le gustaba, lo habría comprendido entonces.
Porque
después de todo lo sucedido durante los últimos cuarenta y cinco minutos —y
durante las últimas veinticuatro horas— no pensaba en nada más que en volver a
ver a Park.
park
Cuando
subieron al autobús, Eleanor aceptó el Walkman sin poner objeciones. Ni
siquiera hizo falta que él lo pusiera en marcha. Y en la parada anterior a la
suya, Eleanor se lo devolvió.
—Te
lo dejo si quieres —dijo Park con voz queda—. Así podrás oír la cinta entera.
—¿Y
si lo rompo? —preguntó ella.
—No
lo vas a romper.
—¿Y
si te gasto las pilas?
—No
te preocupes por las pilas.
En
aquel momento, ello lo miró a los ojos, quizá por primera vez desde que se
conocían. Iba aún más despeinada que por la mañana, el pelo aún más crespo y
rizado, como si se hubiera hecho un gigantesco peinado afro de color rojo. Sin
embargo, tenía una expresión mortalmente seria, fría y formal. Cualquiera de
los tópicos que emplea la gente para hablar de Clint Eastwood habría servido
para describir la expresión de Eleanor.
—¿De
verdad? —preguntó ella—. ¿No te importa que las gaste?
—Solo
son pilas —repuso Park.
Eleanor
sacó las pilas y la cinta del Walkman y le devolvió el aparato a Park. Luego se
bajó del autobús sin mirar atrás.
Jo,
qué rara era.
eleanor
Las
pilas empezaron a fallar a la una de la madrugada, pero Eleanor siguió oyendo música
una hora más, hasta que dejó de oír las voces.
13
eleanor
A
la mañana siguiente Eleanor se puso ropa limpia y se llevó los libros consigo.
Había tenido que lavar los vaqueros a mano la víspera, así que estaban aún un
poco húmedos… Pero en conjunto se sentía mil veces mejor que el día anterior.
Incluso se arregló un poco el pelo. Se hizo un moño y lo sujetó con una goma.
Vería las estrellas cuando la retirase pero el peinado se mantendría en su
sitio.
Y
lo que era aún mejor: tenía las canciones de Park en la cabeza; también en el
pecho, por decirlo de algún modo.
La
música que Park le había grabado poseía una cualidad especial. Sonaba distinta.
O sea, te dejaba como sin aliento. Había algo emocionante en ella y también enérgico.
Cuando la escuchaba, Eleanor tenía la sensación de que todo, el mundo entero,
no era como ella había creído hasta entonces. Y eso era bueno. Eso era genial.
Cuando
cogió el autobús por la mañana enseguida alzó la vista buscando a Park. Él
también miraba hacia arriba, como si la estuviera esperando. Eleanor no pudo
evitarlo; sonrió. Solo un instante.
Nada
más sentarse, se hundió cuanto pudo en el asiento por si los malditos bellacos
del fondo advertían lo contenta que estaba por la posición de su coronilla o
algo así.
Notaba
la presencia de Park en su propia piel, aunque los separaba un mínimo de quince
centímetros.
Eleanor
le tendió los cómics y se toqueteó nerviosa la cinta verde que llevaba
enrollada a la muñeca. No se le ocurría nada que decir. ¿Y si no era capaz de
decir nada? ¿Y si no se atrevía a darle las gracias siquiera?
Park
tenía las manos inmóviles sobre el regazo. Inmóviles y perfectas. De color
miel, las uñas rosadas y limpias. Todo en él era grácil y fuerte. No movía ni
un dedo sin motivo.
Estaban
a punto de llegar al instituto cuando él rompió el silencio.
—¿La
has oído?
Alzando
la vista solo hasta la altura de los hombros del chico, Eleanor asintió.
—¿Te
ha gustado? —preguntó Park.
Ella
puso los ojos en blanco.
—Oh,
por favor. Es… no sé… —abrió las manos— alucinante.
—¿Lo
dices con sarcasmo? No lo tengo claro.
Eleanor
lo miró a los ojos, aunque sabía perfectamente cómo se iba a sentir: como si le
abrieran el pecho para arrancarle las entrañas.
—No.
Es alucinante. La estuve oyendo durante horas. Esa canción… ¿«Love Will Tear Us Apart»?
—Sí, Joy Division.
—Qué
fuerte, es el mejor principio de canción del mundo.
Él
imitó el sonido de la guitarra y la batería.
—Sí,
sí, sí —se emocionó Eleanor—. Me pasaría la vida escuchando esos tres segundos.
—Podrías
hacerlo.
Los
ojos de Park sonreían, la boca solo a medias.
—No
quería gastar las pilas —dijo ella.
Él
negó con la cabeza, como si Eleanor fuera boba.
—Además
—añadió Eleanor—, también me encanta todo lo demás, la parte aguda, la melodía,
el naa, naa-ni-naa, ni-naa, naa, ni-naa.
Park
asintió.
—Y
la voz de la última parte —continuó ella— cuando canta un pelo demasiado agudo.
Y luego muy al final, cuando la batería suena como enfadada, como si no
quisiera que la canción terminase…
Park
imitó el sonido de la batería:
—Ta-ta-ta,
ta-ta-ta.
—Me
entran ganas de romper esa canción en pedacitos —dijo Eleanor— y disfrutar de
ellos hasta reventar.
El
comentario hizo reír a Park.
—¿Y
qué me dices de los Smiths? —preguntó.
—No
sabía qué canciones eran suyas —se disculpó Eleanor.
—Te
escribiré los títulos.
—Me
gusta todo.
—Bien
—repuso él.
—Me
encanta.
Él
sonrió, pero desvió la vista hacia la ventanilla. Eleanor bajó la mirada.
El
autocar entraba ya en el aparcamiento. Eleanor no quería que aquella relación
recién instaurada —una charla de verdad, con preguntas, respuestas y sonrisas—
llegase a su fin.
—Y…
—se apresuró a decir—, me encanta La
patrulla X. Pero odio a Cíclope.
Park
echó la cabeza hacia atrás.
—No
puedes odiar a Cíclope. Es el capitán.
—Es
aburrido. Aún peor que Batman.
—¿Qué?
¿No te gusta Batman?
—Por
favor. Es un muermo. No consigo leerlo ni aunque me esfuerce. Siempre que traes
un cómic de Batman, me sorprendo a mí misma escuchando a Steve, mirando por la
ventanilla o deseando con todas mis fuerzas entrar en estado de hibernación.
El
autobús se detuvo.
—Ya
—caviló Park a la vez que se levantaba. Lo dijo en un tono muy crítico.
—¿Qué?
—Ahora
ya sé qué piensas cuando miras por la ventanilla.
—No,
no lo sabes —replicó ella—. Pienso en varias cosas.
La
gente ya avanzaba por el pasillo hacia la puerta. Eleanor se levantó también.
—Te
traeré El regreso del caballero oscuro
—dijo Park.
—¿Y
eso qué es?
—La
historia de Batman menos aburrida del mundo.
—La
historia de Batman menos aburrida del mundo, ¿eh? ¿Qué pasa?, ¿es que esta vez
Batman levanta las dos cejas?
Park
volvió a reír. La cara le cambiaba totalmente cuando sonreía. No tenía hoyuelos
exactamente, pero se le hacían dos pliegues en las mejillas y sus ojos
desaparecían casi por completo.
—Espera
y verás —dijo él.
park
Aquella
mañana, en clase de literatura, Park advirtió que el pelo de Eleanor se
transformaba en una suave pelusa roja en la zona de la nuca.
eleanor
Aquella
tarde, en clase de historia, Eleanor reparó en que Park mordisqueaba el lápiz para
concentrarse. Y en que la chica que tenía detrás (cómo se llama, Kim, la de las
tetas grandes y la bolsa Esprit de color naranja) estaba colada por él.
park
Aquella
noche, Park grabó una y otra vez la canción de Joy Division en una cinta.
Sacó
las pilas de todos sus videojuegos portátiles y de los coches de control remoto
de Josh. Luego llamó a su abuela para decirle que, como regalo de cumpleaños,
en noviembre, solo quería pilas de larga duración.
14
eleanor
—¿No
pretenderá en serio que salte por encima de esa cosa? —dijo DeNice.
Últimamente,
DeNice y Beebi, hablaban mucho con Eleanor en clase de gimnasia. (Porque sufrir
un ataque con compresas maxi es un sistema excelente para hacer amigos y tener
influencias.)
En
la clase de aquel día, la profesora de gimnasia, la señora Burt, les había enseñado
a saltar un potro de mil años de antigüedad. Dijo que en la próxima sesión todo
el mundo tendría que intentarlo.
—Lo
tiene claro —dijo DeNice después de clase, en el vestuario—. ¿Acaso tengo pinta
de Nadia Comaneci?
Beebi
soltó una risita.
—Tú
dile que no te has tomado el colacao.
En
realidad, pensó Eleanor, DeNice tenía bastante pinta de gimnasta, con aquel
flequillo de niña pequeña y las trenzas. Parecía demasiado joven para ir al
instituto y la ropa que se ponía no hacía sino agravar la impresión. Camisas de
mangas abullonadas, petos, coleteros a juego… El mono de gimnasia le hacía
bolsas, como si fuera un pelele.
A
Eleanor no le asustaba el potro, pero no quería correr por las colchonetas
delante de toda la clase. No quería correr y punto. Cuando corría, los pechos
le rebotaban tanto que le daba miedo que se le desprendiesen.
—Le
voy a decir a la señora Burt que mi madre no me deja hacer nada que ponga en
peligro mi himen —dijo Eleanor—. Por razones religiosas.
—¿Eso
va en serio? —preguntó Beebi.
—No
—repuso la otra riendo—. Aunque la verdad…
—Qué
bruta —replicó DeNice mientras se abrochaba el peto.
Eleanor
se pasó la camiseta por la cabeza y luego se quitó el mono de gimnasia usando
la primera prenda para cubrirse.
—¿Vienes?
—preguntó DeNice.
—Claro,
no voy a empezar a saltarme clases por culpa de la gimnasia —dijo Eleanor, que
ahora daba saltitos para subirse los vaqueros.
—No,
que si vienes a comer.
—Ah
—dijo Eleanor alzando la vista. Las chicas la esperaban al final de las
taquillas—. Sí.
—Pues
dese prisa, señorita Jackson.
Se
sentó con DeNice y Beebi a la mesa que solían ocupar las dos amigas, junto a la
ventana. Estando con ellas, vio pasar a Park.
park
—Podrías
sacarte el carné antes de la fiesta de bienvenida —le propuso Cal a Park.
El
señor Stessman los había hecho sentar por parejas. En teoría, deberían estar
comparando a Julieta con Ofelia.
—Sí,
si fuera capaz de alterar el espacio-tiempo —replicó Park.
Eleanor
estaba sentada al otro lado de la clase, junto a las ventanas. La habían
emparejado con un chico llamado Eric, un jugador de baloncesto. Él hablaba y
ella lo miraba con el ceño fruncido.
—Si
tuvieras el coche —siguió diciendo Cal—, podríamos invitar a Kim.
—Tú
podrías invitar a Kim —repuso Park.
Eric
era uno de esos chicos altos que siempre caminan con los hombros treinta centímetros
por detrás de las caderas. Como si bailara el limbo. Como si temiera darse un
golpe contra la jamba de la puerta.
—Quiere
ir en grupo —insistió Cal—. Además, creo que le gustas.
—¿Qué?
No quiero ir a la fiesta de bienvenida con Kim. Ni siquiera me gusta. Bueno… te
gusta a ti.
—Ya
lo sé. Es un plan perfecto. Vamos todos juntos a la fiesta. Se da cuenta de que
no estás por ella, se siente desgraciada y adivina quién está allí mismo
dispuesto a sacarla a bailar.
—No
quiero hacer desgraciada a Kim.
—O
ella o yo, tío.
Eric
dijo algo más y Eleanor volvió a fruncir el ceño. Luego se volvió a mirar a
Park… y el ceño se borró de su rostro. Park sonrió.
—Un
minuto —avisó el señor Stessman.
—Mierda
—dijo Cal—. ¿Qué tenemos? Ofelia estaba pirada, ¿vale? Y Julieta era… ¿qué?, ¿una
criaja?
eleanor
—¿Entonces
Mariposa Mental es otra telépata?
—Ajá
—respondió Park.
Cada
mañana, al llegar al autobús, Eleanor temía que Park no se quitara los
auriculares. Que dejara de hablarle tan de repente como había empezado… Y si
algo así llegase a suceder —si una mañana Eleanor subiese al autobús y él no
alzase la vista—, no quería que Park se diese cuenta de la catástrofe que
provocaría.
De
momento, todo iba bien entre ellos.
De
momento, no habían dejado de hablar. Literalmente. Aprovechaban para charlar
hasta el último segundo que pasaban juntos. Y casi todas sus conversaciones
empezaban igual: «¿Qué piensas de…?».
¿Qué
pensaba Eleanor del álbum de U2? Le encantaba.
¿Qué
pensaba Park de la serie Corrupción en
Miami? Le parecía aburrida.
«Sí»,
decían cuando estaban de acuerdo en algo. Una y otra vez. «Sí. Sí. ¡Sí!».
—Ya
lo sé.
—Exacto.
—¿Verdad?
Estaban
de acuerdo en lo principal y discutían acerca de todo lo demás. Y hasta eso era
genial, porque cada vez que discutían Park se partía de risa.
—¿Y
para qué necesita la patrulla X otra chica telépata? —preguntó Eleanor.
—Bueno,
esta tiene el pelo lila.
—Me
parece todo tan sexista…
Park
abrió unos ojos como platos. Bueno, más o menos. A veces Eleanor se preguntaba
si Park veía las cosas de otro modo a causa de sus ojos. Seguramente era la
duda más racista del mundo.
—La
patrulla X no es sexista —arguyó él moviendo la cabeza de lado a lado—.
Representa la tolerancia; han jurado proteger un mundo que los odia y los teme.
—Sí
—dijo Eleanor—, pero…
—No
hay peros que valgan —la cortó Park riendo.
—Pero
—insistió ella— todas las chicas responden a un estereotipo y tienen un papel
pasivo. La mitad de ellas ni siquiera hacen nada salvo esforzarse en pensar.
Como si ese fuera su superpoder:
pensar. Y el poder de Gata Sombra es aún peor: desaparece.
—Se
vuelve intangible —objetó Park—. Es distinto.
—Sigue
siendo algo que cualquiera podría hacer en mitad de una fiesta —replicó
Eleanor.
—No
si vas disfrazada de gato. Además, te olvidas de Tormenta.
—No
me olvido de Tormenta. Controla el clima con el pensamiento; o sea, que se
limita a pensar. Claro que no podría hacer mucho más con esas botas.
—Lleva
una cresta muy chula.
—Irrelevante
—respondió Eleanor.
Sonriendo,
Park apoyó la cabeza contra el respaldo y miró el techo.
—La
patrulla X no es sexista.
—Acéptalo.
Ninguna mujer X tiene poderes importantes —afirmó Eleanor—. Mira Dazzler; es
una bola de discoteca andante. ¿Y la Reina Blanca? Le da al coco mientras se
ajusta su preciosa lencería.
—¿Y
qué superpoder te gustaría tener a ti? —preguntó Park para cambiar de tema. Se
volvió a mirarla sin levantar la cabeza del respaldo. Sonreía.
—Me
gustaría volar —dijo Eleanor con la mirada perdida—. Ya sé que no es un
superpoder muy útil pero… volar.
—Sí
—asintió Park.
park
—Jo,
Park, ¿eres un ninja en plena misión?
—Los
ninjas van de negro, Steve.
—¿Qué?
Park
tendría que haberse cambiado después de taekwondo, pero su padre le había
pedido que estuviera en casa antes de las nueve y tenía menos de una hora para
pasar por la de Eleanor.
Steve
estaba en la calle, reparando el Camaro. Él tampoco se había sacado el carné
todavía pero quería tener el coche a punto.
—¿Vas
a ver a tu novia? —le gritó.
—¿Qué?
—¿Te
has escapado para ir a ver a tu novia? ¿A Bloody Mary?
—No
es mi novia —replicó Park, y tragó saliva.
—Vas
por ahí como un ninja en misión secreta —dijo Steve.
Park
negó con la cabeza y echó a correr. Qué
pasa, no lo es, se dijo mientras atajaba por el callejón.
No
sabía dónde vivía Eleanor exactamente. Sabía dónde cogía el autobús y le había
dicho que su casa estaba situada junto al colegio…
Debe de ser esta, pensó. Se detuvo ante
una casa pequeña, pintada de blanco. Había unos cuantos juguetes rotos en el jardín
y un enorme rottweiler dormitando en el porche.
Park
se acercó a la casa despacio. El perro levantó la cabeza para mirarlo y luego
siguió durmiendo. No se movió, ni siquiera cuando Park subió la escalera de
entrada y llamó a la puerta.
El
tipo que abrió parecía demasiado joven para ser el padre de Eleanor. Park
estaba seguro de haberlo visto por el barrio. No sabía a quién esperaba
encontrar al otro lado de la puerta. A alguien más interesante. A alguien más
parecido a ella.
El
hombre no dijo ni pío. Se quedó en la puerta, esperando.
—¿Está
Eleanor en casa? —preguntó Park.
—¿Y
quién pregunta por ella?
Aquel
tipo tenía una nariz afilada como un cuchillo y miraba a Park con cara de pocos
amigos.
—Vamos
juntos a clase —explicó Park.
El
otro se lo quedó mirando un instante antes de cerrar la puerta. Park no sabía
qué hacer. Esperó unos minutos, y justo cuando estaba pensando en marcharse,
Eleanor se asomó.
Al
verlo, abrió los ojos de par en par con expresión alarmada. En la penumbra del
atardecer, el iris de sus ojos se confundía con la pupila.
Park
supo que había metido la pata nada más verla. Tuvo la sensación de que en el
fondo se lo temía. Pero le hacía tanta ilusión pasar por su casa…
—Hola
—dijo.
—Hola.
—Yo…
—…
¿has venido a retarme a un combate cuerpo a cuerpo?
Park
se palpó la pechera del dobok y sacó
el segundo número de Watchmen de
entre los pliegues. El rostro de Eleanor se iluminó; tenía una tez tan pálida y
brillaba tanto a la luz de las farolas que su expresión fue algo más que un
mero gesto.
—¿Lo
has leído? —le preguntó ella.
Park
negó con la cabeza.
—He
pensado que podíamos leerlo… juntos.
Eleanor
volvió la vista hacia su casa y descendió rápidamente los pocos peldaños. Park
la siguió por el camino de grava hasta la escalera de entrada del colegio. Había
una gran luz de emergencia sobre la puerta. Eleanor se sentó en el último escalón
y Park se acomodó a su lado.
Tardaron
el doble de lo normal en leer Watchmen,
en parte porque les resultaba muy raro estar juntos en un sitio que no fuera el
autobús. Incluso verse fuera del instituto. Eleanor llevaba el pelo mojado. La
melena le caía en largos rizos oscuros alrededor de la cara.
Cuando
llegaron a la última página, Park habría querido comentar el cómic con ella.
(Le habría gustado quedarse allí charlando con Eleanor.) Sin embargo, ella ya
se había levantado y miraba hacia su casa una vez más.
—Tengo
que irme.
—Ah
—dijo Park—. Yo también, claro.
Cuando
Eleanor se marchó, él seguía sentado en la escalera del colegio. Antes de que
Park pudiera despedirse siquiera, ella ya había entrado en casa.
eleanor
Cuando
Eleanor llegó a casa, encontró la salita a oscuras pero la tele encendida. Vio
a Richie sentado en el sofá y a su madre de pie en el umbral de la cocina.
Solo
unos pasos la separaban de su habitación…
—¿Es
tu novio? —preguntó Richie antes de que Eleanor alcanzase la puerta. El hombre
lo dijo sin apartar la vista del televisor.
—No
—respondió Eleanor—. Solo es un chico del instituto.
—¿Qué
quería?
—Comentar
un trabajo de clase.
Eleanor
aguardó ante la puerta de su cuarto. Luego, al ver que Richie no le hacía más
preguntas, entró y cerró la puerta a su espalda.
—Ya
sé lo que te propones —dijo él alzando la voz justo cuando la puerta se cerraba—.
Solo eres una perra en celo.
Eleanor
dejó que aquellas palabras la golpearan de pleno. Como un puñetazo directo a la
barbilla.
Se
encaramó a la litera, cerró los ojos, apretó los dientes y los puños; permaneció
en esa postura hasta que pudo volver a respirar sin ponerse a gritar.
Hasta
ese momento, había guardado a Park en un espacio de su mente al que Richie no
podía acceder. Completamente aislado de aquella casa y de cuanto sucedía en
ella. (Era un lugar alucinante. Como una especie de altar privado.)
Ahora,
sin embargo, el hombre había irrumpido en aquel espacio para fastidiarlo todo.
Para convertir los sentimientos de Eleanor en algo tan nauseabundo y podrido
como el propio Richie.
Ya
no podía pensar en Park.
En
su manera de mirarla en la oscuridad, todo de blanco, como un superhéroe.
En
su aroma a sudor y a jabón en pastilla.
En
su manera de sonreír cuando algo le gustaba, con la comisura de los labios una
pizca fruncida…
Sin
intuir la sonrisa lasciva de Richie.
Echó
al gato de la cama, de puro rencor. El animal se quejó pero cayó de pie.
—Eleanor
—susurró Maisie desde la litera de abajo—, ¿era tu novio?
La
otra apretó los dientes.
—No
—susurró rabiosa—. Solo es un chico.
15
eleanor
Al
día siguiente, mientras Eleanor se arreglaba, su madre entró en el baño.
—Ven
—le susurró.
Cogió
el cepillo y le hizo una coleta sin cepillarle los rizos.
—Eleanor
—dijo.
—Ya
sé por qué estás aquí —replicó ella, apartándose.
—Escúchame.
—No.
Ya lo sé. No volverá, ¿vale? No le invité, pero le diré que no vuelva y no lo
hará.
—Bueno,
pues… vale —repuso la madre de Eleanor, aún en susurros. Se cruzó de brazos—.
Es solo que… eres demasiado joven.
—No
—dijo Eleanor—, no es eso. Pero da igual. No volverá, ¿vale? Ni siquiera va de
eso.
La
mujer la dejó sola. Richie seguía en casa. Eleanor salió corriendo por la
puerta principal cuando le oyó abrir el grifo del baño.
Ni siquiera va de eso, pensó mientras
caminaba hacia la parada del autobús. Y solo de pensarlo estuvo a punto de
echarse a llorar porque sabía que era verdad.
Y
sus propias ganas de llorar la enfurecieron.
Porque
si lloraba, quería que fuera porque su vida era una mierda, no porque un chico
mono e interesante pasara de ella en ese sentido.
Sobre
todo teniendo en cuenta que la amistad con Park era, de largo, lo mejor que le
había pasado en la vida.
Su
expresión debió de delatarla al subir al autobús porque Park no la saludó.
Eleanor
miró al pasillo.
Al
cabo de un momento, él le tironeó el viejo pañuelo de seda que Eleanor se había
atado a la muñeca.
—Perdona
—dijo.
—¿Por
qué? —preguntó ella en tono hosco. Jo, era una idiota.
—No
sé —repuso él—. Tengo la sensación de que ayer por la noche te metí en un lío.
Park
volvió a tirarle del pañuelo y ella lo miró. Intentó suavizar su expresión;
pero prefería que la viera enfadada a que supiera que se había pasado toda la
noche pensando en esos preciosos labios.
—¿Era
tu padre? —preguntó él.
Eleanor
echó la cabeza hacia atrás, horrorizada.
—No.
No, es mi… el marido de mi madre. No es nada mío. Mi problema, supongo.
—¿Te
riñó?
—Más
o menos.
No
quería hablar de Richie con Park. Casi había conseguido expulsarlo del espacio
que ocupaba Park en su mente.
—Lo
siento —volvió a disculparse él.
—No
pasa nada —dijo Eleanor—. Tú no tuviste la culpa. De todas formas, gracias por
traer el cómic de Watchmen. Me alegro
de haberlo podido leer.
—Es
muy bueno, ¿a que sí?
—Ya
lo creo. Un poco bestia. Me refiero a esa parte con el Comediante…
—Sí…
Lo siento.
—No,
no quería decir eso. Quería decir que… tendría que volver a leerlo.
—Yo
lo volví a leer dos veces más al llegar a casa. Llévatelo.
—¿Sí?
Gracias.
Park
no había soltado la punta del pañuelo. Frotaba la seda despacio con los dedos.
Eleanor le miró la mano.
Si
Park hubiera alzado la vista en ese instante, se habría dado cuenta de que tenía
delante a una mema. Eleanor era consciente de que se le caía la baba. Si Park
la hubiera mirado en aquel momento, lo habría adivinado todo.
Él
no levantó los ojos. Se enrolló la seda a los dedos hasta que la mano de
Eleanor quedó colgando en el espacio que los separaba.
Entonces
Park deslizó la seda y sus propios dedos en la palma abierta de ella.
Y
Eleanor se desintegró.
park
Sostener
la mano de Eleanor era como sujetar una mariposa. O un latido. Como tener en la
mano algo completo y vivo.
En
cuanto la tocó, Park se preguntó por qué había tardado tanto tiempo en hacerlo.
Pasó el dedo por la palma de Eleanor y luego por los dedos, hacia arriba. Entre
tanto, percibía todas y cada una de las respiraciones de ella.
Park
había hecho manitas con otras chicas anteriormente. En la pista de patinaje.
Con una chica de su clase en el baile del año anterior. (Se habían besado
mientras esperaban a que el padre de ella fuera a buscarlos.) Incluso le había
cogido la mano a Tina, cuando «salían» juntos en sexto.
Y
siempre, antes del momento presente, le había parecido agradable. No muy distinto
de sostener la mano de Josh cuando cruzaban la calle de niños. O de darle la
mano a la abuela cuando lo llevaba a la iglesia. Quizás un poco más dulce,
menos incómodo.
Cuando
había besado a aquella chica el año anterior, con la boca seca y los ojos
abiertos, Park se había preguntado si acaso le pasaba algo raro.
Incluso
se había planteado —en serio, mientras la estaba besando lo había considerado—
si no le gustarían los chicos. Aunque tampoco le apetecía besar a ninguno de
sus amigos. Y cuando pensaba en Hulka o en Tormenta (en lugar de pensar en
ella, Dawn) los besos resultaban mucho más interesantes.
A lo mejor no me atraen las chicas de carne
y hueso, había pensado en aquel entonces. Debo de ser una especie de fetichista del cómic.
O
tal vez, se decía ahora, no fue capaz de reconocer a aquellas otras chicas,
igual que un ordenador escupiría un disco si no reconociera el formato.
Cuando
tocó la mano de Eleanor, la reconoció. Sin lugar a dudas.
eleanor
Desintegrada.
Como
si el teletransporte a la nave Enterprise
hubiera fallado.
Por
si alguien se pregunta lo que se siente, no es como fundirse… sino mucho más
violento.
Y
aun disuelta en un millón de fragmentos, Eleanor notaba el contacto de Park.
Sentía el pulgar de él explorándole la palma. Se quedó inmóvil porque no podía
hacer el menor movimiento. Intentó recordar qué animales paralizan a sus presas
antes de devorarlas.
Puede
que Park la hubiera paralizado con su magia ninja, con su toque vulcano, y
estuviera a punto de engullirla.
Sería
alucinante.
park
Cuando
el autobús llegó a su destino, se separaron. Un baño de realidad inundó a Park,
que miró nervioso a su alrededor para ver si alguien los estaba observando.
Luego, igual de nervioso, miró a Eleanor, por si le había visto hacerlo.
Ella
miraba al suelo, y siguió así cuando recogió sus libros y salió al pasillo.
Si
alguien los hubiera estado mirando, ¿qué habría visto? Park no quería ni pensar
en la cara que debió de poner al tocar a Eleanor. La misma cara que ponen los
modelos cuando dan el primer trago en los anuncios de refrescos. Cara de éxtasis
supremo.
Salió
al pasillo tras ella. Eleanor era casi tan alta como él. Llevaba el pelo
recogido en un moño, y tenía el cuello rojizo y pecoso. Resistió la tentación
de apoyar la mejilla contra su nuca.
Acompañó
a Eleanor hasta su taquilla y se apoyó de espaldas contra la pared mientras
ella la abría. Eleanor guardaba silencio. Dejó unos cuantos libros en el
estante y cogió otros. No había respondido a su gesto. Ni siquiera le había
mirado. Seguía sin mirarle. Madre mía.
Llamó
suavemente a la puerta de la taquilla.
—Eh
—dijo.
Eleanor
cerró la puerta.
—¿Qué
pasa?
—¿Todo
va bien? —quiso saber Park.
Ella
asintió.
—¿Te
veo en literatura? —volvió a preguntar él.
Eleanor
asintió y se alejó.
Madre mía.
eleanor
Durante
las primeras tres horas de clase, Eleanor se dedicó a acariciarse la palma de
la mano.
No
notó nada.
¿Cómo
era posible que hubiera tantas terminaciones nerviosas en tan poca piel?
¿Estaban
siempre ahí o se activaban a su antojo? Porque, si estaban siempre ahí, ¿cómo
era posible girar un picaporte sin desmayarse?
A
lo mejor por eso tanta gente prefería los coches con marchas.
park
Madre mía. ¿Es posible violar una mano?
Eleanor
no miró a Park durante la clase de literatura ni tampoco en la de historia. Él
se acercó a las taquillas al finalizar el día pero no la encontró allí.
Cuando
subió al autobús, Eleanor ya estaba sentada, esta vez en el sitio de Park,
junto a la ventanilla. Él estaba demasiado cortado como para decir nada. Se
sentó junto a ella y dejó las manos colgando entre las rodillas…
Eleanor
tendría que alargar la mano para tocarle la muñeca o cogerle la mano. Y lo
hizo. Le entrelazó los dedos y le tocó la palma con el pulgar.
Le
temblaba la mano.
Park
se revolvió en el asiento y se colocó de espaldas al pasillo.
—¿Todo
va bien? —susurró Eleanor.
Él
inspiró profundamente y asintió. Luego los dos se miraron las manos.
Madre mía.
16
eleanor
El
sábado era el peor día.
Los
domingos, Eleanor podía pasarse el día esperando el lunes. Los sábados, en
cambio, se le hacían eternos.
Ya
había terminado los deberes. Algún degenerado le había escrito te mojas pensando en mi? en el libro de
geografía y Eleanor había dedicado mucho rato a taparlo todo con boli negro. Lo
convirtió en una especie de flor.
Vio
los dibujos animados con los pequeños hasta que pusieron por la tele un partido
de golf, y entonces jugó un doble solitario con Maisie hasta que las dos se
aburrieron como ostras.
Más
tarde, estuvo escuchando música. Eleanor había reservado las dos últimas pilas
que le había dado Park para poder usarlas el día que más lo añoraría. Ya tenía
cinco cintas grabadas; si las pilas no se agotaban, podría pasar cuatrocientos
cincuenta minutos pensando en Park e imaginando que hacían manitas.
A
lo mejor era una boba, pero Eleanor no hacía nada más con Park, ni siquiera en
sus fantasías… ni siquiera en ese territorio donde todo es posible. Según
Eleanor, eso demostraba lo alucinante que era hacer manitas con Park.
(Además,
hacían algo más que manitas. Park le acariciaba las manos como si tocara algo
precioso, como si los dedos de Eleanor estuvieran íntimamente conectados con el
resto de su cuerpo. Y así era, por supuesto. No sabía cómo explicarlo. Park le
hacía sentir algo más que la suma de las partes.)
La
única pega de su nueva rutina en el autobús es que sus conversaciones se habían
reducido al mínimo. Eleanor apenas podía mirar a Park cuando él le acariciaba
las manos. Y Park, por su parte, parecía incapaz de acabar las frases. (Eso
significaba que ella le gustaba, ¿no? Ja.)
El
día anterior, de camino a casa, el autobús había tenido que tomar un desvío a
causa de una cañería rota. Steve se había puesto a maldecir diciendo que llegaría
tarde a su nuevo empleo en la gasolinera. Y Park había dicho:
—Guau.
—¿Qué
pasa?
Últimamente
Eleanor ocupaba el asiento de la ventana porque así se sentía más segura, menos
expuesta. Casi podía fingir que tenían todo el autobús para ellos solos.
—Puedo
reventar cañerías con la mente —explicó Park.
—Como
mutación genética, no es gran cosa —replicó Eleanor—. ¿Y te conocen por el
nombre de…?
—Me
llaman… mmm…
Park
se echó a reír y le tiró del pelo.
(Eso
de tocarse el pelo era un avance alucinante. A veces Park llegaba por detrás
después de las clases y le tiraba de la coleta o le daba unos toques en el moño.)
—Pues…
no sé cómo me llaman —dijo.
—A
lo mejor Obras Públicas —repuso ella, posando una mano sobre la suya, dedo
contra dedo.
Las
manos de Eleanor eran más cortas que las del chico. Le alcanzaban solo hasta la
segunda falange. Todo el resto de su cuerpo debía de ser más grande que el de
Park.
—Eres
una cría —dijo él.
—¿Por
qué lo dices?
—Tus
manos. Parecen… —le tomó la mano entre las suyas—. No sé… vulnerables.
—Maestro
de Tubas —susurró ella.
—¿Qué?
—Ese
es tu nombre de superhéroe. No, espera… el Flautista. Ya sabes: «¡Pagadle al
Flautista!».
Park
se echó a reír y volvió a tirarle del pelo.
No
habían hablado tanto en dos semanas. Eleanor había empezado a escribirle una
carta —la había comenzado un millón de veces— pero se le antojaba algo propio
de una chica de primero. ¿Qué iba a decirle?
Querido Park:
Me gustas. Tu pelo es muy gracioso.
Era
verdad que su pelo era muy gracioso. Precioso. Corto por detrás pero más bien
largo y desfilado por delante. Lacio y prácticamente negro, algo que, en el
caso de Park, parecía una declaración de principios. Iba siempre de negro, casi
de la cabeza a los pies. Camisetas negras de grupos punk encima de prendas térmicas
de manga larga, también negras. Zapatillas de deporte negras. Vaqueros azules.
Casi todo negro, casi a diario. (Tenía una camiseta blanca pero en el pecho ponía
«Black Flag» en grandes letras negras.)
Si
alguna vez Eleanor se vestía de negro, su madre le decía que parecía que fuese
a un funeral… dentro del ataúd. Daba igual, su madre siempre le hacía ese tipo
de comentarios las pocas veces que reparaba en su atuendo. Eleanor había cogido
todos los imperdibles del costurero para tapar lo agujeros de los vaqueros con
seda y terciopelo, y su madre no había protestado.
A
Park le quedaba bien el negro. Le daba un aspecto como de retrato al
carboncillo. Cejas largas, negras, arqueadas. Pestañas cortas y negras. Pómulos
altos y brillantes.
Querido Park:
Me gustas mucho. Tienes unos pómulos
preciosos.
Lo
único en lo que no le gustaba pensar, acerca de Park, era en qué podría ver él
en ella.
park
La
camioneta se calaba una y otra vez.
El
padre de Park no decía nada, pero el chico sabía que se estaba cabreando.
—Vuelve
a intentarlo —le decía—. Escucha el motor y cambia de marcha.
Era
la simplificación más desvergonzada del mundo. Escucha el motor, pisa el
embrague, cambia de marcha, da gas, suelta, conduce, mira los retrovisores, pon
el intermitente, vigila las motos…
Lo
más triste era que Park ya estaría conduciendo de no tener a su padre a su
lado, rabiando. Mentalmente, Park lo hacía todo a la perfección.
En
taekwondo le pasaba lo mismo. Park nunca conseguía dominar nada nuevo si se lo
enseñaba su padre.
Embrague,
marcha, gas.
La
camioneta se caló.
—Piensas
demasiado —le recriminó el hombre.
Siempre
le decía lo mismo. Cuando Park era pequeño, intentaba discutírselo.
—No
puedo evitarlo —decía Park durante las clases de taekwondo—. No puedo
desconectar el cerebro.
—Si
luchas así, alguien te lo desconectará.
Embrague,
marcha, chirrido.
—Vuelve
a empezar. Ahora no pienses, limítate a cambiar de marcha… He dicho que no
pienses.
La
camioneta volvió a calarse. Park se cogió al volante y hundió la cabeza entre
las manos de puro agotamiento. Su padre irradiaba frustración por los cuatro
costados.
—Maldita
sea, Park, no sé qué hacer contigo. Llevamos un año con esto. Tu hermano
aprendió a conducir en dos semanas.
Si
la madre de Park hubiera estado allí, se habría puesto furiosa. «Tú no haces
eso —le habría dicho—. Dos chicos. Distintos».
Y
el hombre habría apretado los dientes.
—Seguro
que a Josh le cuesta bien poco dejar de pensar —dijo Park.
—Llámalo
tonto si quieres —replicó el padre—. Él sí sabe conducir un coche con marchas.
—Pero
si cogeré el Impala —musitó Park en dirección al salpicadero— y es automático.
—Esa
no es la cuestión —repuso el padre casi a gritos.
Si
la madre de Park hubiera estado allí, habría dicho: «Eh, tú, de eso nada. Vas
fuera y gritas al cielo, si eres tan enfadado».
¿Y
qué significaba el hecho de que Park estuviera allí soñando con que su madre
saliera en su defensa?
Que
era un nenaza.
Eso
pensaba su padre. Seguramente lo estaba pensando en aquel mismo instante. Y hacía
esfuerzos por no decirlo en voz alta.
—Vuelve
a intentarlo —insistió el padre de Park.
—No.
Se acabó.
—Se
acabará cuando yo lo diga.
—No
—repitió Park—. Ya he terminado.
—Muy
bien, pues yo no pienso conducir hasta casa. Vuelve a intentarlo.
Park
arrancó la camioneta. Se caló. Su padre estampó una manaza contra la guantera.
Park abrió la portezuela y se apeó. El hombre lo llamó, pero él siguió andando.
Solo estaba a un par de kilómetros de casa.
Si
su padre lo adelantó, Park no se dio cuenta. Cuando llegó al vecindario, al
anochecer, giró por la calle de Eleanor en vez de enfilar por la suya. Había
dos niños de pelo rojizo jugando en el jardín, aunque el tiempo era fresco.
Desde
la calle no se veía el interior de la casa. A lo mejor si se quedaba un rato
esperando, Eleanor se asomaría por la ventana. Park solo quería ver su rostro.
Sus grandes ojos marrones, sus labios llenos y rosados. La boca de Eleanor le
recordaba a la del Joker —en función del dibujante— grande y curva. Sin la
mueca psicótica, claro… Sería mejor que Park se lo guardase para sí. Desde
luego, no sonaba a cumplido.
Eleanor
no se asomó a la ventana. Los niños, sin embargo, se habían fijado en él, así
que Park se dirigió a su propia casa.
El
sábado era el peor día.
17
eleanor
El
lunes era el mejor día.
Por
la mañana, cuando Eleanor subió al autobús, Park le sonrió. O sea, sonrió al
verla y siguió sonriendo mientras ella recorría el pasillo.
Eleanor
no se atrevió a responder abiertamente a su sonrisa, no delante de todo el
mundo. Sin embargo, no pudo sino esbozar una sonrisa a su vez, de modo que
mantuvo la cabeza gacha, alzándola cada pocos segundos para comprobar si él la
seguía mirando.
Sí.
Tina
también la observaba, pero Eleanor pasó de ella.
Park
se levantó para dejarla pasar. En cuanto ella se sentó, le tomó la mano y se la
besó. Sucedió tan deprisa que Eleanor no tuvo tiempo de morirse de gusto o de
vergüenza.
Apoyó
la cara unos instantes contra el hombro de su gabardina negra. Park le apretó
la mano con fuerza.
—Te
he echado de menos —susurró él.
Eleanor
se volvió hacia la ventanilla. Se le saltaban las lágrimas.
Guardaron
silencio durante el resto del camino. Park acompañó a Eleanor hasta la taquilla
y se quedaron allí en silencio, apoyados de espaldas a la pared casi hasta que
sonó el timbre. El vestíbulo estaba prácticamente vacío.
Entonces
Park alargó la mano y se enrolló al dedo color miel un rizo de Eleanor.
—Y
ahora también te echaré de menos —dijo al soltarlo.
Eleanor
llegó tarde a tutoría y no oyó al señor Sarpy cuando le dijo que tenía que ir a
ver a la orientadora. El profesor le estampó el aviso contra el pupitre.
—¡Eleanor,
despierta! Tu orientadora te está esperando.
Jo,
el tío era un capullo. Eleanor se alegraba de no tenerlo de profesor. Mientras
se acercaba al despacho, arrastró los dedos por la pared de ladrillos
tarareando una canción que Park le había grabado.
Estaba
tan contenta que hasta sonrió a la señora Dunne.
—Eleanor
—la saludó dándole un abrazo. La señora Dunne siempre abrazaba a todo el mundo.
Había abrazado a Eleanor el día de su llegada—. ¿Cómo estás?
—Muy
bien.
—Tienes
buen aspecto —comentó la señora Dunne.
Eleanor
se miró el jersey (algún gordinflón debía de habérselo comprado para jugar al
golf allá por 1968) y los vaqueros rotos. Vaya, ¿tan mal aspecto tenía normalmente?
—Pues
gracias.
—He
hablado de ti con tus profesores —prosiguió la señora Dunne—. ¿Sabes que has
sacado excelente en casi todas las asignaturas?
Eleanor
se encogió de hombros. No tenía tele por cable ni teléfono y se sentía como si
estuviera viviendo en el sótano de su propia casa… Le sobraba tiempo para hacer
los deberes.
—Bien,
pues así es —dijo la señora Dunne—. Estoy muy orgullosa de ti.
Eleanor
se alegró de que hubiese un escritorio entre las dos. La señora Dunne parecía a
punto de volver a abrazarla.
—Pero
no es por eso por lo que te he avisado. Estás aquí porque esta mañana te han
llamado por teléfono, antes de que empezaran las clases. Ha llamado un hombre.
Ha dicho que era tu padre y que te llamaba aquí porque no tenía el número de tu
casa…
—La
verdad es que no tengo teléfono —explicó Eleanor.
—Ah
—dijo la señora Dunne—. Ya veo. ¿Y tu padre lo sabe?
—Seguramente
no —reconoció Eleanor. Le sorprendía hasta que su padre supiese a qué instituto
iba…
—¿Quieres
llamarlo? Puedes hacerlo desde aquí.
¿Quería
llamarlo? ¿Y por qué la habría llamado él? Tal vez hubiera ocurrido alguna
desgracia (una auténtica desgracia). Puede que la abuela hubiera muerto. Qué
horror.
—Claro…
—respondió Eleanor.
—¿Sabes?
—prosiguió la señora Dunne—, puedes usar mi teléfono siempre que quieras.
Se
levantó y se sentó en el borde del escritorio, con la mano apoyada en la
rodilla de Eleanor. Ella estuvo a punto de pedirle un cepillo de dientes, pero
pensó que una petición como esa provocaría una maratón de abrazos y caricias en
la rodilla.
—Gracias
—prefirió contestar.
—Muy
bien —dijo la señora Dunne con una inmensa sonrisa—. Vuelvo enseguida. Voy a
retocarme el pintalabios.
Cuando
la orientadora se marchó, Eleanor marcó el teléfono de su padre, sorprendida al
descubrir que aún se lo sabía de memoria. El hombre contestó al tercer
timbrazo.
—Hola,
papá. Soy Eleanor.
—Eh,
nena, ¿cómo estás?
Consideró
un instante la idea de decirle la verdad.
—Bien
—respondió.
—¿Cómo
están todos?
—Bien.
—Nunca
me llamáis.
No
tenía sentido decirle que no tenían teléfono. U observar que él nunca les
devolvía las llamadas cuando sí lo tenían. O comentar siquiera que él debería
haber encontrado un modo de contactar con ellos, puesto que tenía teléfono,
coche y una vida propia.
No
tenía sentido hacerle ningún reproche. Eleanor lo sabía desde hacía tanto
tiempo que ya ni siquiera recordaba cuándo lo había averiguado.
—Oye,
quiero proponerte algo que a lo mejor te interesa —siguió diciendo él—. Había
pensado que a lo mejor te apetecía venir el viernes por la noche.
La
voz de su padre recordaba a la de un presentador de televisión, a la de alguien
que quiere venderte una colección de discos. Los grandes hits de los setenta o Las canciones de tu vida.
—Donna
quiere que la acompañe a una boda —siguió diciendo— y le he dicho que no te
importaría cuidar de Matt. He pensado que te vendría bien hacer de canguro.
—¿Quién
es Donna?
—Ya
sabes, Donna… Donna, mi prometida. La conocisteis la última vez que estuvisteis
en casa. Hace casi un año.
—¿Tu
vecina? —preguntó Eleanor.
—Sí,
Donna. Puedes pasar la noche aquí. Le echas un vistazo a Matt, comes pizza,
hablas por teléfono… Serán los diez pavos más fáciles que has ganado en tu vida.
Y
los primeros.
—Vale
—dijo Eleanor—. ¿Nos recogerás? ¿Sabes dónde vivimos ahora?
—Te
recogeré en el instituto. Solo a ti esta vez. No quiero que tengas que cuidar a
un montón de críos. ¿A qué hora sales?
—A
las tres.
—Genial.
Te veo el viernes a las tres.
—Muy
bien.
—Vale,
bien. Te quiero, nena, estudia mucho.
La
señora Dunne la esperaba en el umbral con los brazos abiertos.
Bien, pensó Eleanor mientras salía al
pasillo. Todo va bien. Todo el mundo está
bien. Se besó el dorso de la mano, solo por saber qué se sentía en los
labios.
park
—No
voy a ir a la fiesta de bienvenida —dijo Park.
—Claro
que no irás… al baile —repuso Cal—. O sea, ya es demasiado tarde para alquilar
un esmoquin.
Habían
llegado temprano a clase de literatura. Cal se sentaba dos filas por detrás de
Park, y este no paraba de mirar por encima del hombro de su amigo para
comprobar quién cruzaba la puerta.
—¿Vas
a alquilar un esmoquin? —preguntó Park.
—Eh,
sí —dijo Cal.
—Nadie
alquila un esmoquin para la fiesta de bienvenida.
—Ya,
¿y quién será el más elegante de la fiesta? Además, ¿tú qué sabes? Tú ni
siquiera vas… al baile, quiero decir. Ahora bien, ¿al partido de fútbol? Eso es
otra historia.
—Ni
siquiera me gusta el fútbol —protestó Park mientras echaba un vistazo a la
puerta.
—¿Te
importaría no ser el peor amigo del mundo durante cinco minutos como mínimo?
Park
miró el reloj.
—Vale.
—Por
favor —insistió Cal—. Hazlo por mí. Irá un montón de gente guay y, si tú vas,
Kim se sentará con nosotros. Eres un imán para Kim.
—Y
eso no te molesta…
—Qué
va. Eres justo el anzuelo que necesito para pescar a Kim.
—Deja
de pronunciar así su nombre.
—¿Por
qué? Aún no ha llegado, ¿o sí?
Park
miró por encima del hombro.
—¿Y
por qué no te buscas una chica que esté por ti?
—Ninguna
está por mí —dijo Cal—. ¿Y qué más da, si la que me gusta es Kim? Venga, por
favor. Ven al partido del viernes… Hazlo por mí.
—No
sé —dudó Park.
—Hala,
mírala. Cualquiera diría que acaba de matar a alguien.
Park
volvió la cabeza a toda prisa. Era Eleanor. Y le sonreía.
Lucía
una de esas sonrisas que ves en los anuncios de dentífrico, con todos los
dientes al descubierto. Debería estar siempre sonriendo, pensó Park; su rostro
cruzaba el límite que separa lo extraño de lo bello. Park quería hacerla sonreír
así constantemente.
Cuando
el señor Stessman entró, fingió caer de espaldas contra la pizarra.
—Dios
mío, Eleanor, déjelo ya. Me está deslumbrando. Ahora entiendo por qué guarda
esa sonrisa a buen recaudo; los pobres mortales no podrían soportarla.
Eleanor
bajó la vista con timidez y su sonrisa se convirtió en una mueca.
—¡Pst!
—susurró Cal.
Kim
se había sentado entre los dos amigos. Cal unió las manos en ademán de súplica.
Park suspiró y asintió.
eleanor
Estaba
esperando a que la invadiese el mal humor. (Las conversaciones con su padre
eran como latigazos. No siempre dolían al instante.)
Sin
embargo, no fue así. Nada podía amargarla. Nada podía borrar las palabras de
Park de su pensamiento.
La
echaba de menos…
¿Y
qué añoraba exactamente? ¿Su gordura? ¿Lo rara que era? ¿El hecho de que nunca
le hablara como una persona normal? Qué más daba. Fuera cual fuese la perversión
que lo había inducido a fijarse en ella, era problema de Park, no suyo.
Ella
le gustaba, estaba segura.
Al
menos de momento.
Por
ahora.
Ella
le gustaba. La echaba de menos.
Estaba
tan distraída en clase de gimnasia que se olvidó de pasar desapercibida.
Jugaban al baloncesto y Eleanor, al coger la pelota, chocó con una amiga de
Tina, una chica delgada y nerviosa llamada Annette.
—¿Te
las quieres ver conmigo? —le gritó Annette a la vez que le hundía a Eleanor la
pelota en el pecho—. ¿Eh? Venga, vamos pues. Venga.
Eleanor
retrocedió unos pasos para salir del campo de juego y aguardó a que la señora
Burt tocara el silbato.
Annette
siguió enfadada durante el resto del partido, pero Eleanor ni se inmutó.
Esa
sensación que siempre la envolvía cuando estaba junto a Park, una sensación de
aplomo, de estar a salvo de momento… ahora podía reclamarla a placer. Como un
campo de fuerza. Como si fuera la Chica Invisible.
En
cuyo caso Park sería Míster Fantástico.
18
eleanor
La
madre de Eleanor se negaba a que su hija hiciera de canguro.
—Tiene
cuatro hijos —le dijo. Estaba amasando pasta para hacer tortas de maíz—. ¿Acaso
se le ha olvidado?
Eleanor,
como una boba, le había hablado a su madre de la llamada delante de sus hermanos.
Ellos se habían emocionado mucho. Y Eleanor les había dicho que no estaban
invitados, que solo iba a hacer de canguro y que, en cualquier caso, su padre
no estaría allí.
Mouse
se había echado a llorar y Maisie se había puesto furiosa. Ben le había pedido
a Eleanor que lo llamara y le preguntara si podía acompañarla para echarle una
mano.
—Dile
que tengo mucha experiencia cuidando niños —dijo Ben.
—Tu
padre es un caso —observó la madre de Eleanor—. Siempre se las arregla para
romperos el corazón. Y espera que yo esté allí para recoger los pedazos.
Recoger
los pedazos, barrer a un lado… ambas cosas venían a ser lo mismo en el mundo de
su madre. Eleanor no discutió.
—Por
favor, déjame ir —suplicó.
—¿Y
por qué quieres ir? —le preguntó la mujer—. ¿A ti qué más te da? Él nunca se ha
preocupado por ti.
Qué
fuerte. Aunque fuera verdad, dicho así dolía horrores.
—Me
da igual —replicó Eleanor—. Es que necesito salir de aquí. Hace dos meses que
no voy a ninguna parte que no sea al instituto. Además, ha prometido pagarme
algo.
—Si
tiene dinero, podría empezar por pagar la pensión.
—Mamá…
son diez dólares. Por favor.
La
madre de Eleanor suspiró.
—Muy
bien. Hablaré con Richie.
—No.
¿Qué dices? No hables con Richie. Dirá que no. Además, él no me puede prohibir
que vea a mi padre.
—Richie
es el cabeza de familia —insistió la madre—. Es él quien trae la comida a la
mesa.
¿Qué
comida?, quiso preguntar Eleanor. Y, ya puestos, ¿qué mesa? Comían en el sofá,
en el suelo o sentados en las escaleras traseras, en platos de papel. Además,
Richie diría que no solo por darse el gusto. Se sentiría el rey del mambo. Y
seguramente por eso mismo se lo quería preguntar su madre.
—Mamá
—Eleanor se llevó la mano a la cara y se apoyó en la nevera—. Por favor.
—Bueno,
vale —accedió la madre con amargura—. Muy bien. Pero si te da dinero, compártelo
con tus hermanos. Es lo mínimo que puedes hacer.
Por
ella, como si se lo quedaban todo. Solo quería tener la oportunidad de hablar
por teléfono con Park. Hablar con él sin que toda la prole satánica del barrio
estuviese escuchando.
A
la mañana siguiente en el autobús, mientras Park acariciaba el interior de la
pulsera de Eleanor, esta le pidió su número de teléfono.
Park
se echó a reír.
—¿Qué
te hace tanta gracia? —preguntó Eleanor.
—Es
que… —repuso él con voz queda. Lo decían todo en voz baja, aunque reinase el
escándalo en el autobús e hiciera falta un megáfono para hacerse oír por encima
de las palabrotas y las idioteces—. Ha sonado como si me tiraras los tejos —dijo.
—A
lo mejor no debería pedirte el teléfono —replicó ella—. Tú nunca me has pedido
el mío.
Park
levantó la vista y la miró a través del flequillo.
—Suponía
que no te dejaban hablar por teléfono… después de lo que pasó la otra noche con
tu padrastro.
—Lo
más probable es que no me lo dejasen… si lo tuviera.
Eleanor
no solía hacer aquel tipo de comentarios delante de Park. O sea, nunca le
mencionaba lo que no tenía. Esperó a que él respondiera, pero no lo hizo. Se
limitó a acariciarle las venas de la muñeca con el pulgar.
—¿Entonces
para qué quieres mi número?
Por Dios santo, pensó Eleanor, da igual.
—No
hace falta que me lo des.
Park
puso los ojos en blanco y se sacó un boli de la mochila. Luego cogió un libro
de Eleanor.
—No
—susurró ella—. No quiero que mi madre lo vea.
Él
miró el libro con el ceño fruncido.
—¿Y
no te preocupa más que vea eso?
Eleanor
bajó la vista. Mierda. Quienquiera que hubiese escrito aquella porquería en su
libro de geografía, lo había hecho en el de historia también. chupamela, escrito en letras azules y
feas.
Eleanor
cogió el boli de Park y empezó a tachar la inscripción.
—¿Por
qué has escrito eso? —preguntó Park—. ¿Es el título de una canción?
—Yo
no lo he escrito —contestó Eleanor. Notó el rubor que ascendía cálido por su
cuello.
—¿Y
quién ha sido?
Ella
lo miró con la expresión más enojada que fue capaz de adoptar. (Le costaba muchísimo
mirarlo con una expresión que no fuera de completa adoración.)
—No
lo sé —dijo.
—¿Por
qué iba alguien a escribir algo así?
—No
lo sé.
Eleanor
se apretó los libros contra el pecho y los rodeó con los brazos.
—Eh
—la consoló Park.
Eleanor
lo ignoró y miró por la ventanilla. ¿Cómo había permitido que Park viera eso en
su libro? Una cosa era dejar que se asomara de vez en cuando a su absurda vida…
Pues sí, mi padrastro es horrible, no tengo teléfono y a veces, cuando nos
quedamos sin jabón para los platos, me lavo el pelo con champú antipiojos…
Y
otra era recordarle quién era ella. ¿Por qué no lo invitaba a clase de
gimnasia, ya puestos? ¿Por qué no le entregaba una lista de todos los motes que
le habían puesto, por orden alfabético?
A:
amorfa
B:
babosa
Seguro
que Park detestaba recordar quién era Eleanor.
—Eh
—repitió Park.
Eleanor
negó con la cabeza.
No
serviría de nada decirle que Eleanor no siempre había sido esa chica que ahora
era. Sí, en el otro instituto se metían con ella de vez en cuando. Siempre hay
gamberros —y nunca faltan las chicas que hacen comentarios desagradables— pero
allí tenía amigos. Se sentaba con sus compañeros en la cafetería y le pasaban
notitas en clase. La gente la escogía en sus equipos porque la consideraban
simpática y divertida.
—Eleanor
—dijo Park.
Pero
no había nadie como Park en su antiguo instituto.
No
había nadie como Park en ninguna parte.
—¿Qué?
—respondió Eleanor sin apartar la vista de la ventana.
—¿Cómo
me vas a llamar si no te doy mi número?
—¿Quién
ha dicho que te iba a llamar?
Eleanor
abrazó los libros con más fuerza.
Park
se inclinó hacia ella y le dio un toque con el hombro.
—No
te enfades conmigo —dijo, suspirando—. No lo soporto.
—Yo
nunca me enfado contigo —repuso Eleanor.
—Ya.
—No
estoy enfadada.
—Solo
te enfadas cerca de mí.
Eleanor
le dio un toque a Park a su vez y sonrió a su pesar.
—El
viernes por la noche haré de canguro en casa de mi padre —explicó—. Y me ha
dicho que puedo usar el teléfono.
Park
giró la cara hacia ella, contento. Lo tenía tan cerca que le dolía. Habría
podido besarlo —o darle un cabezazo— sin que él pudiera apartarse.
—¿Sí?
—preguntó él.
—Sí.
—Sí
—repitió Park sonriente—. Pero no me dejas que te escriba el número.
—Dímelo
—propuso Eleanor—. Lo memorizaré.
—Deja
que te lo escriba.
—Lo
memorizaré con la melodía de una canción, así no se me olvidará.
Park
empezó a cantar su número con la melodía de «867-5309/Jenny». Eleanor se partía
de risa.
park
Estaba
intentando recordar lo que había pensado la primera vez que la vio.
Aquel
día había visto lo mismo que todos los demás. Recordaba haber pensado que ella
se lo estaba buscando…
¿No
le bastaba con tener el pelo rojo y rizado… con tener la cara como una
bombonera…?
No,
no había pensado eso exactamente. Había pensado…
¿No
le basta con tener millones de pecas y la cara gordinflona…?
Qué
fuerte. Pero si sus mejillas eran preciosas. Con hoyuelos además de pecas, algo
que debería estar prohibido, y redondas como manzanas silvestres. Le sorprendía
que la gente no intentara pellizcarle los mofletes constantemente. Seguro que
la abuela de Park le pellizcaría las mejillas cuando la conociera.
Pero
Park no había pensado nada de eso el primer día que la vio en el autobús.
Recordaba haberse preguntado si no le bastaba con tener ese aspecto…
Además,
¿tenía que vestirse así? ¿Y comportarse así? ¿Y esforzarse tanto en ser
distinta?
Recordaba
haber sentido vergüenza ajena.
Y
ahora…
Ahora
la rabia le subía por la garganta solo de pensar que la gente se burlaba de
ella.
Solo
de pensar que alguien hubiera escrito algo tan grosero en su libro. Se sentía
como Bill Bixby antes de convertirse en Hulk.
Le
había costado muchísimo, en el autobús, fingir que la inscripción no le había
afectado. No quería agobiarla aún más. Park se había metido las manos en los
bolsillos y había apretado los puños. Y no había dejado de apretarlos en toda
la mañana.
A
lo largo del día, había reprimido las ganas de pegar un puñetazo a cualquier
cosa. O de dar una patada. Había tenido clase de gimnasia después de comer y
había corrido tan deprisa durante el calentamiento que había estado a punto de
vomitar el bocadillo de atún.
El
señor Koenig, el profesor de gimnasia, lo había mandado a la ducha.
—A
refrescarse, Sheridan. Ahora. Esto no es el puto Carros de fuego.
Park
habría dado cualquier cosa por que su ira fuera legítima. Deseaba con todas sus
fuerzas experimentar ese mismo instinto de protección sin sentir… todo lo demás.
Sin
tener la sensación de que también se reían de él.
En
ciertos momentos —no solo ese día sino desde que se conocían— cuando intuía que
los demás hablaban de ellos a sus espaldas, le incomodaba estar junto a
Eleanor. Como cuando la gente del autobús estallaba en risas y Park sabía que
se estaban burlando de ellos.
En
esos instantes, se planteaba la idea de alejarse de ella.
No
pensaba en cortar con ella. Nunca había llegado siquiera a considerar la
posibilidad. Solo… en poner algo de distancia. Recuperar los quince centímetros
que los separaban.
Lo
consideraba hasta que volvía a verla.
En
clase, sentada detrás del pupitre. En el autobús, esperándole. Leyendo sola en
la cafetería.
Cada
vez que volvía a verla, desechaba el pensamiento. Cuando la veía, no podía
pensar en nada.
Salvo
en tocarla.
Salvo
en hacer cuanto pudiera o fuera necesario para verla feliz.
—¿Cómo
que no vienes esta noche? —dijo Cal.
Estaban
en la sala de estudio. Cal se estaba comiendo una crema de caramelo. Park
procuró no alzar la voz.
—Me
ha surgido algo.
—¿Algo?
—dijo Cal, dejando caer la cucharilla en la crema—. ¿Y qué es ese algo, pasar
de mí? ¿Es eso lo que te ha surgido? Porque ese algo es muy frecuente últimamente.
—No.
Algo. O sea, una chica y tal.
Cal
se echó hacia delante.
—Vaya,
que tienes novia y tal.
Park
se sonrojó.
—Más
o menos. Sí. No te lo puedo contar.
—Pero
teníamos planes —se lamentó Cal.
—Tú
tenías planes —le espetó Park— y eran un asco.
—El
peor amigo del mundo —sentenció el otro.
eleanor
Estaba
tan nerviosa que ni siquiera tocó la comida. Le cedió a DeNice el pavo a la
crema y a Beebi la macedonia.
Park
le había obligado a repetir su número de teléfono durante todo el trayecto de
vuelta a casa.
Y
luego se lo escribió en el libro de todas formas. Lo camufló con títulos de
canciones.
—«Forever
Young».
—4-ever,
eso es un cuatro —dijo Park—. ¿Te acordarás?
—No
hará falta —le aseguró Eleanor—. Ya me sé tu número de memoria.
—Y
esto solo es un cinco —dijo él—, porque no se me ocurre ninguna canción con el
cinco, y luego «Summer of 69». Acuérdate del seis pero olvida el nueve.
—Odio
ese tema.
—Por
favor, eso espero… Oye, no se me ocurre ninguna canción con el dos.
—«Two of Us» —apuntó Eleanor.
—¿«Two of Us»?
—Es
una canción de los Beatles.
—Ah…
por eso no la conozco.
La
escribió.
—Me
sé tu número de memoria —repitió Eleanor.
—Es
que me da miedo que se te olvide —dijo Park. Se apartó el pelo de los ojos con
el boli.
—No
se me va a olvidar —lo tranquilizó ella. Nunca. Seguramente gritaría el número
de Park en el lecho de muerte. O se lo tatuaría en el pecho cuando él se
hartase de ella—. Se me dan bien los números.
—Pues
como no me llames el viernes por la noche —volvió él a la carga— porque se te
ha olvidado el número…
—Mira,
te daré el número de mi padre, y si a las nueve no te he llamado, me llamas tú.
—Me
parece una gran idea —afirmó Park—, en serio.
—Pero
no me puedes llamar en ningún otro momento.
—Me
siento como… —se echó a reír y desvió la mirada.
—¿Como
qué? —preguntó Eleanor. Le dio un codazo.
—Me
siento como si tuviéramos una cita —dijo él—. Qué tontería, ¿no?
—No
—respondió Eleanor.
—Aunque
nos vemos cada día…
—En
realidad, nunca estamos solos —terminó ella.
—Como
si nos vigilaran cincuenta carabinas.
—Carabinas
hostiles —susurró Eleanor.
—Sí
—asintió él.
Park
se guardó el bolígrafo en el bolsillo. Luego tomó la mano de Eleanor y la
sostuvo contra su pecho unos instantes.
Era
el gesto más bonito que Eleanor podía imaginar. En ese momento se lo habría
dado todo, hasta hijos y sus dos riñones.
—Una
cita —dijo él.
—Prácticamente
—añadió ella.19
eleanor
Cuando
despertó por la mañana, Eleanor se sintió como si fuera su cumpleaños; o más
bien como se sentía el día de su cumpleaños cuando aún existía la remota
posibilidad de comer helado.
A
lo mejor el padre de Eleanor tenía helado… De ser así, seguro que lo tiraba
antes de que ella llegara. Siempre le estaba lanzando indirectas sobre su peso.
Bueno, le lanzaba. A lo mejor, cuando dejó de preocuparse por ella, la cuestión
del peso pasó a segundo plano también. Eleanor se puso una vieja camisa de
hombre a rayas y le pidió a su madre que le atara una corbata —o sea, que le
hiciera un nudo de corbata— al cuello.
La
madre le dio un beso de despedida en la puerta y le dijo que se divirtiera, y
también que llamara a los vecinos si su padre le organizaba alguna escena.
Muy bien, pensó Eleanor, me aseguraré de llamarte si la novia de papá
me llama puta y luego me obliga a usar un baño sin puerta. Ay, no, espera…
Estaba
un poco nerviosa. Llevaba un año, como mínimo, sin ver a su padre, un poco más
en realidad. El hombre no la había llamado ni una sola vez mientras vivía con
los Hickman. A lo mejor no sabía que Eleanor estaba allí. Ella nunca se lo
dijo.
Cuando
Richie empezó a aparecer por casa, Ben se enfadaba mucho y amenazaba con irse a
vivir con su padre. Era la amenaza más cutre del mundo y todo el mundo lo
sabía. Incluido Mouse, que solo era un bebé por aquel entonces.
Su
padre no los aguantaba, ni siquiera unos días. Cuando aún iba a buscarlos, los
recogía en casa de su exesposa y luego los llevaba al hogar de la abuela
mientras él se iba a hacer lo que quiera que hiciese los fines de semana.
(Seguramente, fumar marihuana como loco.)
Park
se partió de risa cuando vio la corbata de Eleanor. Fue aún mejor que verlo
sonreír.
—No
me avisaste de que teníamos que vestirnos de gala —dijo cuando Eleanor se sentó
a su lado.
—Esperaba
que me llevaras a un sitio bonito —repuso ella con voz queda.
—Lo
haré —prometió Park. Le cogió la corbata con las dos manos y se la arregló—.
Algún día.
Por
lo general, Park solía hacer aquel tipo de comentarios de camino al instituto
más que de vuelta a casa. A veces Eleanor se preguntaba si no sería porque aún
estaba medio dormido.
Él
se sentó casi de lado.
—Entonces
te vas en cuanto acaben las clases.
—Sí.
—Y
me llamarás en cuanto llegues allí.
—No,
te llamaré en cuanto acueste al niño. Tengo que estar con él.
—Te
pienso hacer un montón de preguntas personales —dijo él, echándose hacia
delante—. Tengo una lista.
—Tus
listas no me dan miedo.
—Es
larguísima —la amenazó Park—. Y extremadamente personal.
—Supongo
que no esperarás que te responda.
Park
volvió a arrellanarse en el asiento y la miró.
—Ojalá
ya te hubieras ido —susurró— para que pudiéramos charlar por fin.
Eleanor
aguardó en las escaleras de entrada. Esperaba ver a Park antes de que subiera
al autobús, pero debía de haber salido pronto.
No
estaba segura de qué tipo de coche buscar; su padre siempre se compraba coches
clásicos para luego venderlos cuando iba justo de dinero.
Empezaba
a temer que no apareciese —que se hubiera equivocado de instituto o que hubiera
cambiado de idea— cuando oyó un claxon.
El
padre de Eleanor llegó en un viejo Karmann Ghia descapotable. Parecía el coche
en el que había muerto James Dean. Llevaba un brazo colgando por fuera de la
ventanilla, con un cigarrillo en la mano.
—¡Eleanor!
—gritó.
Ella
se acercó al auto y se montó. No vio ningún cinturón de seguridad.
—¿No
has traído nada más? —le preguntó su padre mirando la cartera de Eleanor.
—Solo
es una noche —repuso ella, y se encogió de hombros.
—Muy
bien —dijo él.
Dio
marcha atrás por el aparcamiento a toda velocidad. Eleanor había olvidado lo
mal conductor que era. Lo hacía todo muy deprisa y con una mano.
Eleanor
se cogió al salpicadero. Hacía fresco, y una vez en marcha el frío se hizo
insoportable.
—¿Podemos
poner la capota? —gritó.
—Aún
no la he arreglado —respondió él, y se rio.
Seguía
viviendo en el dúplex al que se había trasladado tras el divorcio. Era una gran
casa de ladrillo a unos diez minutos en coche del instituto de Eleanor.
Cuando
entraron, su padre se la quedó mirando.
—¿Así
se visten las chicas modernas de hoy en día? —preguntó.
Eleanor
se miró la enorme camisa, la ancha corbata estampada y los pantalones de pana
que se caían a pedazos.
—Sí
—dijo con indiferencia—. Más o menos este es nuestro uniforme.
La
novia de su padre —la prometida—, Donna, no salía de trabajar hasta las cinco y
luego tenía que ir a recoger a su hijo a la guardería. Mientras la esperaban,
padre e hija se sentaron en el sofá a ver los deportes.
Él
fumaba un cigarrillo detrás de otro y tomaba whisky en un vaso achatado. De vez
en cuando sonaba el teléfono, y entonces el hombre se enzarzaba en una
conversación muy larga y generosa en risas acerca de un coche, una venta o una
apuesta. A juzgar por su actitud, habrías jurado que todos los que le llamaban
eran sus mejores amigos del mundo. El padre de Eleanor era rubio, con una cara
redonda y aniñada. Cuando sonreía, algo que hacía constantemente, el rostro
entero se le iluminaba como una valla publicitaria. Si Eleanor prestaba
demasiada atención, empezaba a odiarlo.
El
dúplex había cambiado desde la última vez que ella había estado allí, y no solo
por la caja de juguetes Fisher Price que había en la sala o por el maquillaje
del baño.
Cuando
empezaron a visitarlo —después del divorcio pero antes de Richie— la casa de su
padre era un picadero sin amueblar. Ni siquiera contaba con platos soperos
suficientes para todos sus hijos. Una vez le había servido a Eleanor sopa de
almejas en un vaso de tubo. Y solo tenía dos toallas.
—Una
mojada —decía— y una seca.
Ahora
Eleanor podía ver pequeños lujos diseminados por toda la casa. Paquetes de
cigarrillos, diarios, revistas… Cereales de marca y papel de váter acolchado.
La nevera estaba atiborrada de productos de esos que echas al carro de la
compra por puro capricho. Yogur con sabor a natillas. Zumo de pomelo. Quesitos
redondos envueltos en cera roja.
Eleanor
estaba deseando que su padre se marchara para empezar a atiborrarse. Había
montones de refrescos en la nevera. Pensaba pasarse la noche bebiendo
Coca-Cola, a lo mejor hasta se lavaba la cara con ella. Y además encargaría
pizza. A menos que le tocara pagarla a ella con el dinero del canguro. (Eso era
típico de su padre. Si no leías la letra pequeña, te dejaba sin blanca.) A Eleanor
le daba igual si se cabreaba al descubrir que su hija se había puesto las
botas, o si Donna se ponía histérica. De todas formas no volvería a verlos…
Deseó
haber llevado una bolsa de viaje consigo. Podría haber mangado unas latas de
conservas y de pasta con pollo Campbell para los críos. Se habría sentido como
Papá Noel al volver a casa…
No
quería pensar en sus hermanos en aquel momento. Ni en la Navidad.
Quiso
cambiar de canal para ver la MTV, pero su padre la miró frunciendo el ceño.
Volvía a estar al teléfono.
—¿Puedo
poner música? —susurró Eleanor.
Él
asintió.
Se
había llevado una cinta vieja para grabarle a Park unas cuantas canciones, pero
descubrió un paquete de cintas Maxwell vírgenes sobre el tocadiscos de su
padre. Eleanor le mostró una y él asintió mientras sacudía la ceniza del
cigarrillo en un cenicero con forma de africana desnuda.
Eleanor
se sentó delante de los cajones que contenían los viejos álbumes.
Eran
los discos que sus padres compartían cuando vivían juntos. A lo mejor su madre
no los había querido. O puede que su padre los hubiera cogido sin preguntar.
A
su madre le encantaba el álbum de Bonnie Raitt. Eleanor se preguntó si su padre
lo escucharía alguna vez.
Se
sintió como si volviera a tener siete años, rebuscando entre los discos.
Antes
de que la dejaran sacarlos de las fundas, Eleanor los colocaba en el suelo y
miraba las portadas. Cuando tuvo la edad suficiente, su padre le enseñó a
quitarles el polvo con un cepillo de terciopelo.
Eleanor
recordaba que su madre prendía incienso y escuchaba sus discos favoritos —Judee
Sill y Judy Collins y Crosby, Stills and Nash— mientras limpiaba la casa.
También
recordaba a su padre poniendo discos —Jimi Hendrix, Deep Purple y Jethro Tull—
cuando sus amigos venían de visita y se quedaban hasta la madrugada.
Eleanor
se tumbaba boca abajo en la vieja alfombra persa, bebiendo zumo de uva en un
tarro de mermelada. Sin hacer ruido, porque su hermano dormía en la habitación
contigua, se dedicaba a observar los discos, uno a uno. Dejaba que los nombres
se deslizasen por su boca, una y otra vez. Cream. Vanilla Fudge. Canned Heat.
Los
discos seguían oliendo como entonces. Igual que la habitación de su padre.
Igual que el abrigo de Richie. A hierba, comprendió Eleanor. Cómo no. Rebuscó
entre los álbumes ahora con más decisión. Tenía un propósito. Buscaba Rubber Soul y Revolver.
A
veces tenía la sensación de que nada de lo que le ofreciese nunca a Park
estaría a la altura de lo que él le había dado. Le cedía sus tesoros cada
mañana como si nada, como si no les concediese ningún valor.
Jamás
se lo podría pagar. Ni siquiera podía darle las gracias como era debido. ¿Cómo
puedes darle las gracias a alguien que te ha descubierto a los Cure? ¿O a La patrulla X? A veces tenía la sensación
de que siempre estaría en deuda con él.
Y
entonces se enteró de que Park no conocía a los Beatles.
park
Park
acudió al parque a jugar al baloncesto después de clase. Por matar el tiempo,
más que nada. Por desgracia, no se pudo concentrar en el juego. No paraba de
mirar el jardín trasero de Eleanor.
Cuando
llegó a casa, llamó a su madre.
—¡Mamá!
¡Estoy en casa!
—¡Park!
—gritó ella—. ¡Allí! ¡En garaje!
Cogió
un polo de cereza del congelador y se dirigió hacia allí. Notó el tufo de la
permanente en cuanto abrió la puerta.
El
padre de Park había transformado el garaje en una peluquería cuando Josh había
empezado a acudir al parvulario y la madre de Park se había apuntado a clases
de belleza. Incluso habían colgado un letrero en la puerta lateral: «Mindy:
peluquería y manicura».
«Min-Dae»
ponía en su carné de conducir.
Todas
las mujeres del barrio que se lo podían permitir acudían a la peluquería de la
madre de Park. Cuando se acercaban la fiesta de bienvenida o el baile de graduación,
su madre se pasaba el día entero en el garaje. De vez en cuando reclutaba a
Park y a Josh para sostener rulos calientes.
Aquel
día Tina estaba sentada en la butaca. Llevaba rulos en el pelo, y la madre de
Park los estaba empapando con el líquido que sacaba de una botella de plástico.
El olor era tan fuerte que a Park le empezaron a llorar los ojos.
—Hola,
mamá —saludó—. Hola, Tina.
—Hola,
cielo —dijo la madre de Park. Pronunció «sielo».
Tina
obsequió al recién llegado con una gran sonrisa.
—Cierra
ojos, Tina —ordenó la mujer—. Deja cerrados.
—¿Qué,
señora Sheridan? —empezó a decir Tina mientras se colocaba un paño sobre los
ojos—. ¿Ya conoce a la novia de Park?
La
madre de Park siguió trabajando como si nada.
—Nooo
—respondió esta en tono de incredulidad—. No novia. Park no.
—Ajá
—repuso Tina—. Díselo, Park. Se llama Eleanor y es nueva de este año. En el
autobús, no se separa de ella ni un momento.
Park
se quedó mirando a Tina sin dar crédito a la traición que acababa de sufrir. Alucinaba
de que hubiera aireado tan alegremente las intimidades del autobús. Y le
sorprendía que le prestara atención siquiera, no solo a él sino también a
Eleanor. La señora Sheridan miró un momento a Park, pero enseguida devolvió la
vista a su trabajo. El pelo de Tina estaba en una fase crítica.
—Yo
no sé nada de novias —dijo la madre de Park.
—Seguro
que la ha visto por el vecindario —prosiguió Tina, insistente—. Tiene un
precioso pelo rojo. Rizado natural.
—¿Es
verdad? —preguntó la madre.
—No
—replicó Park. La rabia y todos aquellos sentimientos confusos le revolvían el
estómago.
—Eres
un caballero, Park —dijo Tina por detrás del paño—. Estoy segura de que es
natural.
—No
—repitió Park—. No es mi novia. No tengo novia —le dijo a su madre.
—Vale,
vale —lo tranquilizó ella—. No hablamos más de chicas. No hablamos más de
chicas, Tina. Ve a mirar cena —le dijo a Park.
Park
salió del garaje con ganas de seguir discutiendo. Las negativas se amontonaban
en su garganta. Cerró de un portazo. Luego fue a la cocina y siguió dando
golpes a lo primero que pilló. El horno. Los armarios. La basura.
—¿Qué
diablos te pasa? —le preguntó su padre a Park al entrar en la cocina.
Park
frunció el ceño. Aquella noche, no podía meterse en líos.
—Nada
—dijo—. Perdona. Lo siento.
—Por
Dios, Park, desahógate con el saco…
Tenían
un viejo saco de boxeo colgado en el garaje, demasiado alto para Park.
—¡Mindy!
—gritó el padre de Park.
—¡Allí!
Eleanor
no llamó durante la cena, de lo que Park se alegró. Su padre se ponía histérico
si sonaba el teléfono mientras cenaban.
Por
desgracia, tampoco llamó después de cenar. Park pululaba por la casa, cogiendo
cosas al azar y volviéndolas a dejar. Aunque la idea carecía de lógica, le
preocupaba que Eleanor hubiera decidido no llamarle porque se sentía
traicionada. Que se hubiera enterado de algún modo de su deserción, que hubiera
notado una perturbación en «la Fuerza».
El
teléfono sonó a las siete y cuarto; la madre de Park respondió. Él adivinó
enseguida que era la abuela quien estaba al otro lado de la línea.
Park
hizo tamborilear los dedos en un estante. ¿Por qué sus padres no tenían llamada
en espera? Todo el mundo tenía llamada en espera. Incluso sus abuelos. ¿Y por
qué su abuela no pasaba por casa, si tenía ganas de charlar? Vivían puerta con
puerta.
—No,
no creo —decía su madre—. Fantástico
en domingo. ¿No dices Esta noche?
¿No? ¿… John Stossel? ¿No? ¿Geraldo Rivera? ¿Dianne Sawyer?
Park
estampó la cabeza suavemente contra la pared de la sala.
—Maldita
sea, Park —ladró su padre—. Pero ¿qué te pasa?
Josh
y su padre intentaban ver El equipo A
en la tele.
—Nada
—dijo Park—. Nada. Lo siento. Es que estoy esperando una llamada.
—¿Una
llamada de tu novia? —preguntó Josh—. Park sale con Dubble Bubble.
—No se llama… —Park
se dio cuenta de que estaba gritando y apretó los puños—. Si vuelves a llamarla
así delante de mí, te mataré. En serio, te mataré. Iré a la cárcel durante el
resto de mi vida, y a mamá se le romperá el corazón, pero lo haré. Te mataré.
El
padre de Park lo miró como hacía siempre, como si intentase adivinar qué
cojones le pasaba.
—¿Park
tiene novia? —le preguntó a Josh—. ¿Por qué la llaman Dubble Bubble?
—Creo
que es porque tiene el pelo rojo como el chicle y dos tetas enormes —explicó
Josh.
—Esa
lengua, malhablado —los interrumpió la madre. Tapó el auricular con la mano—.
Tú —señaló a Josh—. A tu cuarto. Ahora.
—Pero
mamá… Están echando El equipo A…
—Ya
has oído a tu madre —intervino el padre—. En esta casa no hablamos así.
—Pues
tú sí que hablas así —protestó Josh a la vez que se levantaba del sofá a
regañadientes.
—Tengo
treinta y nueve años —replicó su padre— y soy veterano de guerra condecorado.
Hablaré como me salga de los cojones.
Su
esposa lo señaló con una larga uña y volvió a tapar el auricular.
—A
ti también te mandaré a tu cuarto.
—Por
mí encantado, cielo —respondió el padre tirándole un almohadón al mismo tiempo.
—¿Hugh Dawns? —dijo ella en dirección al
auricular. El cojín cayó en el suelo y la mujer lo recogió—. ¿No?… Vale, sigo
pensando. Vale. Te quiero. Vale, adiós.
En
cuanto colgó, sonó el teléfono. Park se incorporó de golpe. El padre lo miró
esbozando una sonrisa burlona. La madre de Park cogió el teléfono.
—¿Sí?
—dijo—. Sí, un momento, por favor —miró a Park—. Para ti.
—¿Puedo
cogerlo en mi cuarto?
Su
madre asintió. El padre vocalizó en silencio:
—Dubble
Bubble.
Park
corrió a su habitación y se detuvo un momento para recuperar el aliento antes
de coger el teléfono. No pudo. Lo cogió de todos modos.
—Ya
lo tengo, mamá, gracias.
Park
aguardó a oír el chasquido.
—¿Sí?
—Hola
—dijo Eleanor.
Toda
la tensión lo abandonó de golpe. De repente, apenas se podía tener en pie.
—Hola
—musitó.
Eleanor
soltó una risilla.
—¿Qué?
—preguntó Park.
—No
sé —respondió ella—. Hola.
—Pensaba
que ya no llamarías.
—No
son ni las siete y media.
—Ya,
bueno… ¿se ha dormido tu hermano?
—No
es mi hermano —repuso Eleanor—. O sea, aún no. Creo que mi padre está prometido
con su madre. Pero no, no está dormido. Estamos viendo Los Fraguel.
Park
cogió la base del teléfono con cuidado y se la llevó a la cama. Se sentó
despacio. No quería que Eleanor pudiera oír nada. No quería que ella supiera
que tenía una cama doble con un colchón de agua y un teléfono en forma de
Ferrari.
—¿A
qué hora llegará tu padre a casa? —preguntó.
—Tarde,
espero. Me han dicho que casi nunca contratan canguros.
—Guay.
Ella
volvió a reírse.
—¿Qué?
—repitió Park.
—No
sé —respondió ella—. Tengo la sensación de que me estás susurrando al oído.
—Siempre
te estoy susurrando al oído —dijo a la vez que se apoyaba contra las almohadas.
—Sí,
pero normalmente me estás hablando de…, no sé, Magneto o algo así.
La
voz de Eleanor sonaba más alta por teléfono, y más sonora, como si la estuviera
escuchando a través de unos auriculares.
—No
pienso decir nada esta noche que no te diría en el autobús o durante la clase
de literatura —declaró Park.
—Y
yo no pienso decir nada que un niño de tres años no pueda oír.
—Genial.
—Es
broma. Está en la otra habitación y pasa muchísimo de mí.
—Pues…
—empezó Park.
—Pues…
—dijo Eleanor a su vez—. A ver, cosas que no podemos decir en el autobús.
—Cosas
que no podemos decir en el autobús. Tú primero.
—Odio
a esos tíos —declaró Eleanor.
Park
se echó a reír, pero enseguida pensó en Tina y se alegró de que Eleanor no
pudiera verle la cara.
—Yo
también, a veces. O sea, supongo que estoy acostumbrado a ellos. Los conozco de
toda la vida. Steve es mi vecino de al lado.
—¿Y
cómo?
—¿A
qué te refieres?
—Quiero
decir que no pareces de aquí…
—¿Porque
soy coreano?
—¿Eres
coreano?
—En
parte.
—Creo
que no sé lo que significa eso.
—Yo
tampoco —dijo Park.
—¿Qué
quieres decir? ¿Eres adoptado?
—No.
Mi madre es coreana. No habla mucho de su país.
—¿Y
cómo acabó en Omaha?
—Por
mi padre. Fue a la guerra de Corea, se enamoraron y se la trajo consigo.
—Hala,
¿en serio?
—Sí.
—Qué
romántico.
Eleanor
no tenía ni idea de hasta qué punto; sus padres seguramente lo estaban haciendo
en aquel mismo instante.
—Supongo
que sí —asintió Park.
—Pero
no me refería a eso. O sea… eres distinto a la gente de por aquí, ¿sabes?
Claro
que lo sabía. Llevaba oyéndolo toda su vida. Cuando Tina escogió a Park en vez
de a Steve, este le había dicho:
—Creo
que se siente segura contigo porque eres como una chica.
Park
odiaba el fútbol. Lloraba cuando su padre lo llevaba a cazar faisanes. Y en
Halloween, nadie sabía nunca de qué iba disfrazado. («Soy el doctor Who». «Soy
Harpo Marx». «Soy el conde Floyd».) Incluso había considerado la idea de
pedirle a su madre que le hiciera mechas rubias. Park sabía que era distinto.
—No
—dijo—. No lo sé.
—Eres…
—le aclaró Eleanor—. Eres muy interesante.
eleanor
—¿Interesante?
—preguntó Park.
Qué
fuerte. Eleanor no se podía creer que hubiera dicho eso. Qué comentario tan
patético. Justo lo contrario de interesante. O sea, si buscases interesante en el diccionario,
encontrarías una foto de una persona muy guay diciendo: «Pero ¿en qué narices
estás pensando, Eleanor?».
—No
soy interesante —dijo Park—. Tú eres interesante.
—Ya
—se burló Eleanor—. Ojalá estuviera bebiendo leche, y ojalá tú estuvieras aquí
para poder ver cómo la escupo por la nariz al oír eso.
—¿Me
tomas el pelo? —le dijo Park—. Eres Harry el Sucio.
—¿Que
soy qué?
—Ya
sabes, Clint Eastwood.
—No.
—No
te importa lo que la gente piense de ti —le explicó Park.
—¿De
qué hablas? —se extrañó ella—. Me preocupa muchísimo lo que la gente piense de
mí.
—No
se nota —señaló Park—. Siempre eres tú misma, hagan lo que hagan los demás. Mi
abuela diría que te sientes cómoda en tu propia piel.
—¿Y
por qué iba a decir eso?
—Porque
dice ese tipo de cosas.
—Estoy
atrapada en mi propia piel —lo corrigió Eleanor—. Además, ¿por qué hablamos de
mí? Estábamos hablando de ti.
—Prefiero
hablar de ti —dijo Park.
Había
bajado un poco la voz. A Eleanor le gustaba eso de oír la voz de Park sin
ningún ruido de fondo. (Nada aparte de Los
Fraguel en la habitación de al lado.) Tenía la voz más profunda de lo que
Eleanor había advertido nunca, pero tirando a cálida. Le recordaba un poco a la
de Peter Gabriel. Sin las melodías, claro. Y sin el acento inglés.
—¿Y
tú de dónde sales? —preguntó él.
—Del
futuro.
park
Eleanor
tenía respuesta para todo… y sin embargo, se las arreglaba para eludir casi
todas las preguntas de Park.
No
hablaba de su familia ni de su casa. No le contaba nada de su vida antes de
llegar al barrio ni de lo que pasaba cuando se bajaba del autobús escolar.
Cuando
el hermanastro o lo que fuera de Eleanor se durmió, hacia las nueve, ella le
pidió a Park que la llamara transcurridos quince minutos para poder llevarlo a
la cama.
Park
corrió al baño con la esperanza de no cruzarse con su padre o su madre. De
momento, habían optado por dejarlo en paz.
Volvió
a su habitación. Miró el reloj… aún faltaban ocho minutos. Puso una cinta en el
equipo. Se cambió la ropa de calle por un pantalón del pijama y una camiseta.
La
llamó otra vez.
—No
han pasado quince minutos —objetó Eleanor.
—No
podía esperar. ¿Quieres que te llame más tarde?
—No
—Eleanor hablaba con voz aún más queda.
—¿Sigue
dormido?
—Sí
—asintió ella.
—¿Dónde
estás ahora?
—¿En
qué parte de la casa?
—Sí,
dónde.
—¿Por
qué? —preguntó Eleanor, en un tono que no llegaba a ser desdeñoso, pero casi.
—Porque
estoy pensando en ti —repuso él, exasperado.
—¿Y?
—Porque
quiero tener la sensación de que estoy contigo —aclaró Park—. ¿Por qué me lo
pones todo tan difícil?
—Seguramente
porque soy una chica interesante —replicó ella.
—Ja,
ja, ja.
—Estoy
tendida en el suelo de la sala —dijo Eleanor con suavidad—. Delante del
tocadiscos.
—¿A
oscuras? Hablas como si estuvieras a oscuras.
—A
oscuras, sí.
Park
volvió a tenderse en la cama y se tapó los ojos con el brazo. La veía.
Mentalmente. Imaginó las luces verdes del equipo de música. La luz de las
farolas a través de la ventana. Imaginó que le brillaba el rostro con la luz
más irreal de toda la habitación.
—¿Estás
escuchando a U2? —preguntó Park. Le parecía oír «Bad» de fondo.
—Sí,
me parece que ahora mismo es mi canción favorita. No paro de rebobinarla. La
pongo una y otra vez. Es genial no tener que preocuparse por las pilas.
—¿Qué
parte es tu favorita?
—¿De
la canción?
—Sí.
—Toda
entera —dijo Eleanor—. Sobre todo el estribillo. O sea, el estribillo.
—I’m wide awake —canturreó él.
—Sí… —dijo Eleanor
con mucha suavidad.
Park
siguió cantando. Porque no estaba seguro de qué debía decir a continuación.
eleanor
—¿Eleanor?
—dijo Park.
Ella
no respondió.
—¿Estás
ahí?
Estaba
tan ensimismada que asintió con la cabeza.
—Sí
—asintió en voz alta cuando reaccionó.
—¿En
qué piensas?
—Pienso
en… No pienso en nada.
—¿No
piensas en nada en el buen sentido? ¿O en el malo?
—No
sé —dijo Eleanor. Se puso boca abajo y hundió la cara contra la alfombra—. Las
dos cosas.
Park
guardó silencio. Eleanor lo oía respirar. Quería pedirle que se colocara el
teléfono más cerca de la boca.
—Te
echo de menos —le dijo.
—Estoy
aquí.
—Ojalá
estuvieras aquí. O yo allí. Me gustaría que pudiéramos hablar así algún otro
día, que pudiéramos vernos. En plan, vernos. Estar solos, juntos.
—¿Y
por qué no? —preguntó Park.
Eleanor
se rio. Entonces se dio cuenta de que estaba llorando.
—Eleanor…
—Basta.
Para de decir mi nombre. Aún lo empeoras más.
—¿Empeoro
qué?
—Todo
—respondió ella.
Park
guardó silencio.
Eleanor
se sentó y se secó la nariz con la manga.
—¿Tienes
un diminutivo? —preguntó Park. Era uno de los trucos que usaba cuando Eleanor
estaba triste o enfadada: cambiar de tema del modo más dulce posible.
—Sí
—dijo ella—. Eleanor.
—¿No
te llaman Nora? ¿O Ella? O… Lena, podrías llamarte Lena. O Lenny o Elle…
—¿Me
estás buscando un diminutivo?
—No,
me encanta tu nombre. No quiero privarme de pronunciar ni una sola sílaba.
—Qué
tonto eres.
Eleanor
se secó los ojos.
—Eleanor
—volvió a decir él—. ¿Por qué no podemos vernos?
—Jo
—protestó ella—. Para. Casi había dejado de llorar.
—Dímelo.
Háblame.
—Porque…
—empezó a decir Eleanor—. Porque mi padrastro me mataría.
—¿Y
por qué le molesta?
—No
le molesta. Está buscando una excusa para matarme.
—¿Por
qué?
—Deja
de preguntar —se enfadó Eleanor. Ya no podía contener las lágrimas—. Siempre
preguntas eso. Por qué. Como si hubiera respuestas para todo. No todos tenemos
una vida como la tuya, ¿sabes?, ni una familia como la tuya. En tu mundo, las
cosas suceden por una razón concreta. Las personas actúan con lógica. Pero no
en mi mundo. En mi mundo nada tiene sentido.
—¿Ni
siquiera yo? —preguntó Park.
—Ja.
Tú menos que nada.
—¿Por
qué dices eso?
Parecía
herido. Como si tuviera motivos.
—Por
qué, por qué, por qué… —se impacientó Eleanor.
—Sí
—insistió Park—. Por qué. ¿Por qué estás siempre tan enfadada conmigo?
—Nunca
me enfado contigo.
Eleanor
lo dijo casi sollozando. Park parecía tonto.
—Sí
que te enfadas —repuso Park—. Ahora mismo estás enfadada conmigo. Siempre te
pones a la defensiva cuando empezamos a llegar a alguna parte.
—¿A
llegar adónde?
—A
alguna parte —dijo Park—. Tú y yo. O sea, hace un minuto has dicho que me
echabas de menos. Y quizás por primera vez desde que te conozco, no lo has
dicho en plan sarcástico, ni a la defensiva, ni dando a entender que soy un
bobo. Y ahora la tomas conmigo.
—No
la tomo contigo.
—Estás
enfadada —insistió Park—. ¿Por qué estás enfadada?
Eleanor
no quería que él la oyera llorar. Contuvo el aliento. La cosa empeoró.
—Eleanor
—dijo Park.
Todavía
peor.
—Deja
de decir eso.
—¿Y
qué quieres que diga? Pregúntame tú por qué. Prometo contestar.
Parecía
frustrado, pero no enfadado. Solo una vez le había hablado de mala manera. El
día que se conocieron, en el autobús.
—Pregúntame
por qué —repitió Park.
—¿Sí?
—Eleanor se sorbió la nariz.
—Sí.
—Vale.
Eleanor
miró su propio reflejo en la tapa tintada de la platina. Parecía un fantasma
con la cara gordinflona. Cerró los ojos.
—¿Por
qué te gusto siquiera?
park
Park
abrió los ojos.
Se
sentó y empezó a recorrer su cuarto. Se plantó delante de la ventana, la que
daba a casa de Eleanor, aunque estaba a una manzana de distancia y ella ni
siquiera se encontraba allí. Sostenía la base del teléfono contra la barriga.
Eleanor
le había pedido que le explicara algo que él mismo no sabía cómo explicarse.
—No
me gustas —le dijo—. Te necesito.
Park
supuso que Eleanor le pegaría un corte. Que le diría «Ja, ja, ja» o «Por favor»
o «Eso parece sacado de una canción de Bread».
Pero
Eleanor guardó silencio.
Park
volvió a la cama, sin preocuparse ya por el susurro del agua.
—Pregúntame
si quieres por qué te necesito —susurró. Ni siquiera tuvo que decirlo. Por
teléfono, en la oscuridad, le bastaba con mover los labios y respirar—. Pero no
lo sé. Solo sé que es así…
»Te
echo de menos, Eleanor. Quiero estar contigo todo el tiempo. Eres la chica más
inteligente que he conocido jamás, la más divertida, y todo lo que haces me
sorprende. Y me gustaría poder decir que esas son las razones de que me gustes,
porque eso me haría sentir como un ser humano mínimamente evolucionado…
»Pero
creo que lo que siento por ti se debe también al color rojo de tu pelo y a la
suavidad de tus manos… y a tu aroma, como a pastel de cumpleaños casero.
Park
aguardó a que ella dijera algo. No lo hizo.
Alguien
llamó con suavidad a la puerta.
—Un
momento —susurró él al teléfono—. ¿Sí? —dijo.
La
madre de Park abrió la puerta, lo justo para asomar la cabeza.
—No
muy tarde —dijo.
—No
muy tarde —asintió él.
La
mujer sonrió y cerró la puerta.
—Ya
está —dijo Park—. ¿Estás ahí?
—Estoy
aquí —respondió Eleanor.
—Di
algo.
—No
sé qué decir.
—Di
algo para que no me sienta tan bobo.
—No
te sientas bobo, Park.
—Guay.
Guardaron
silencio.
—Pregúntame
por qué me gustas —pidió Eleanor por fin.
Una
sonrisa asomó a los labios de Park. Notó una corriente cálida en el corazón.
—Eleanor
—empezó, solo porque le gustaba pronunciar su nombre—, ¿por qué te gusto?
Park
esperó. Y siguió esperando.
Luego
se echó a reír.
—Eres
mala —le dijo.
—No
te rías, que entonces me entran ganas de serlo.
Él
notó por su tono de voz que Eleanor sonreía también. Podía verla. Sonriendo.
—No
me gustas, Park —volvió a decir—. Yo… —se detuvo—. No puedo hacerlo.
—¿Por
qué no?
—Es
embarazoso.
—De
momento, solo para mí.
—Me
da miedo hablar demasiado —confesó ella.
—No
será demasiado.
—Me
da miedo decirte la verdad.
—Eleanor…
—Park…
—No
te gusto… —apuntó Park mientras se apretaba la base del teléfono contra la
costilla inferior.
—No
me gustas, Park —repitió Eleanor en un tono que, por un instante, sonó como si
hablara en serio—. Yo… —su voz casi se esfumó— creo que vivo por ti.
Park
cerró los ojos y dejó caer la cabeza contra la almohada.
—Ni
siquiera puedo respirar cuando no estamos juntos —susurró ella—. Y eso
significa que, cuando te veo los lunes por la mañana, tengo la sensación de que
llevo sesenta horas sin coger aire. Seguramente por eso refunfuño tanto y te
contesto mal. Cuando estamos separados, me paso el tiempo pensando en ti, y
cuando estamos juntos me invade el terror. Porque cada segundo cuenta. Y siento
que he perdido el control. No soy dueña de mí misma, soy tuya. ¿Qué pasa si de
repente te das cuenta de que ya no te gusto? ¿Cómo voy a gustarte tanto como tú
me gustas a mí?
Park
guardó silencio. Hubiera querido que aquellas palabras fueran las últimas.
Deseaba dormirse con aquel «me gustas» en los oídos.
—Qué
horror —dijo Eleanor—. Sabía que debía cerrar la boca. Ni siquiera he
respondido a tus preguntas.
eleanor
Ni
siquiera le había dicho nada bonito. No le había dicho que era más guapo que
cualquier chico o que tenía la piel del color del sol bronceado.
Y
por eso exactamente se lo había callado. Porque los sentimientos que Park le
inspiraba —tan ardientes y hermosos en su corazón— se convertían en un
galimatías cuando intentaba expresarlos.
Metió
una cinta en el equipo, pulsó la tecla de reproducir y esperó a que Robert
Smith empezara a cantar antes de sentarse en el sofá de cuero marrón de su
padre.
—¿Por
qué no podemos vernos? —preguntó Park. Su voz sonaba desgarrada y pura. Como
recién nacida.
—Porque
mi padrastro está loco.
—¿Y
tiene que enterarse?
—Mi
madre se lo dirá.
—¿Y
ella tiene que enterarse?
Eleanor
pasó los dedos por el borde del cristal de la mesa baja.
—¿Qué
quieres decir?
—No
sé lo que quiero decir. Solo sé que necesito verte. Hablar como ahora.
—Ni
siquiera me dejan hablar con chicos.
—¿Hasta
cuándo?
—No
sé, nunca. Es una de esas cosas que no tienen lógica. Mi madre no quiere hacer nada
que pueda molestar a mi padrastro. Y mi padrastro disfruta torturándonos. Sobre
todo a mí. Me odia.
—¿Por
qué?
—Porque
yo le odio.
—¿Por
qué?
Eleanor
deseaba con toda su alma cambiar de tema, pero no lo hizo.
—Porque
es mala persona. Créeme. Es de esas personas que se empeñan en destruir todo lo
bueno que hay a su alrededor. Si supiera que existes, haría lo posible por
separarte de mí.
—No
puede separarme de ti —dijo Park.
Ya lo creo que puede, pensó Eleanor.
—Puede
separarme a mí de ti —le explicó—. La última vez que se puso furioso conmigo,
me echó de casa y no me dejó volver hasta al cabo de un año.
—Qué
fuerte.
—Sí.
—Lo
siento.
—No
lo sientas —dijo Eleanor—. Sencillamente, no le pongas a prueba.
—Podríamos
vernos en el parque.
—Mis
hermanos se chivarían.
—Podríamos
vernos en otra parte.
—¿Dónde?
—Aquí
—propuso Park—. Podrías venir a mi casa.
—¿Y
qué dirían tus padres?
—Encantados
de conocerte, Eleanor, ¿te quieres quedar a cenar?
Ella
se echó a reír. Quería decirle que no saldría bien, pero quizás sí. A lo mejor.
—¿Estás
seguro de que quieres que me conozcan?
—Sí
—asintió Park—. Quiero que todo el mundo te conozca. Eres la persona que me cae
mejor del mundo entero.
Con
Park, Eleanor sentía que no corría peligro al sonreír.
—No
quiero ponerte en evidencia… —dijo.
—No
podrías ni aunque quisieras.
La
luz de unos faros se coló por la ventana.
—Maldición
—exclamó Eleanor—. Me parece que mi padre ha vuelto.
Se
levantó y miró por la ventana. Su padre y Donna estaban saliendo del Karmann
Ghia. Donna iba toda despeinada.
—Maldición,
maldición, maldición —repitió—. No he llegado a decirte por qué me gustas y
ahora te tengo que dejar.
—No
pasa nada —dijo Park.
—Me
gustas porque eres amable —empezó Eleanor—. Y porque pillas todos mis chistes…
—Vale
—se rio él.
—Y
eres más listo que yo.
—No
es verdad.
—Y
tienes pinta de protagonista —Eleanor hablaba a toda velocidad—. Pareces el
típico ganador. Eres muy guapo y muy bueno. Tus ojos son mágicos —susurró—. Y
despiertas mi instinto caníbal.
—Estás
loca.
—Tengo
que irme.
Eleanor
se inclinó hacia delante para colocar el auricular muy cerca de la base del
teléfono.
—Eleanor…
espera —dijo Park.
Ella
podía oír a su padre en la cocina y el golpeteo de su corazón por todos sitios.
—Eleanor…
espera… Te quiero.
—¿Eleanor?
El
padre de Eleanor estaba de pie en el umbral. Se movía en silencio, por si su
hija estaba durmiendo. Ella colgó el teléfono y fingió que respiraba muy
profundamente.20
eleanor
A
la mañana siguiente, Eleanor se sentía como en una nube.
Su
padre se quejó de que se había comido todo el yogur.
—No
me lo he comido yo, se lo he dado a Matt.
El
hombre solo llevaba siete dólares en la cartera, así que no le dio más. Cuando
se disponía a llevarla a casa, Eleanor dijo que tenía que ir al baño. Miró en
el armario del vestíbulo, encontró tres cepillos de dientes nuevos y se los
encajó en la cintura, junto con una pastilla de jabón Dove. Puede que Donna la
hubiera visto (estaba allí mismo, en el dormitorio), pero no dijo nada.
Eleanor
compadecía a Donna. Su padre jamás reía los chistes de nadie salvo los suyos
propios.
Cuando
su padre la dejó en casa, los niños salieron corriendo a saludarlo. Los llevó a
pasear en el coche nuevo por el barrio.
Eleanor
habría dado algo por tener un teléfono a mano para llamar a la poli. «Hay un
tío raro en los suburbios de Omaha dando vueltas por el vecindario con un
montón de críos en un descapotable. Estoy segura de que ninguno lleva puesto el
cinturón de seguridad y de que él se ha pasado toda la mañana bebiendo whisky.
Ah, y ya que estamos, hay otro tipo en el jardín trasero fumando porros. En una
zona escolar».
Cuando
el padre de Eleanor se marchó por fin, Mouse no dejaba de hablar de él. Al cabo
de unas horas, Richie les dijo a todos que se pusieran los abrigos.
—Nos
vamos al cine. Todos —dijo mirando directamente a Eleanor.
Eleanor
y los niños se montaron en la parte trasera de la camioneta y se acurrucaron
contra la cabina, haciendo muecas al nene, que viajaba dentro. Richie enfiló
por la calle de Park para salir del barrio, pero él no estaba en el jardín,
gracias a Dios. En cambio, Tina y su novio Neanderthal estaban en la calle,
cómo no. Eleanor ni siquiera intentó esconderse. Para qué. Steve le silbó.
Nevaba
cuando salieron del cine. (Cortocircuito.)
Richie conducía despacio y la nieve los empapaba, pero al menos nadie salió
volando de la camioneta.
Eh, pensó Eleanor. No estoy fantaseando con la idea de caer de un vehículo en marcha. Qué
raro.
Cuando
pasaron por delante de casa de Park, ya de noche, Eleanor se preguntó cuál
sería su ventana.
park
Se
arrepentía de haberlo dicho. No porque fuera mentira. La quería. Claro que sí.
No había otra explicación para… todo lo que Park sentía.
Sin
embargo, hubiera deseado no decírselo así. Tan pronto. Y por teléfono. Sobre
todo sabiendo la opinión que tenía Eleanor de Romeo y Julieta.
Park
estaba esperando a que su hermano pequeño se vistiese. Los domingos se
arreglaban con pantalones y jerséis formales para ir a comer a casa de sus
abuelos. Aquel día, sin embargo, Josh estaba jugando a Super Mario y no quería
interrumpir la partida. (Estaba a punto de llegar a la tortuga infinita por
primera vez.)
—Me
voy —les gritó Park a sus padres—. Nos vemos allí.
Atravesó
el jardín corriendo porque no tenía ganas de ponerse el abrigo.
La
casa de sus abuelos olía a pollo con patatas fritas. El repertorio dominical de
su abuela constaba solo de cuatro platos: pollo con patatas fritas, filete de
pollo frito, guisado y carne en conserva, pero todos estaban muy buenos.
El
abuelo de Park veía la tele en la sala de estar. Park se detuvo allí para
abrazarlo y luego siguió hasta la cocina para abrazar a su abuela. Era tan
bajita que hasta Park parecía altísimo en comparación. Todas las mujeres de la
familia eran minúsculas mientras que los hombres destacaban por su tamaño. Solo
el ADN de Park se había saltado el rasgo. A lo mejor los genes coreanos
dominaban a todos los demás.
Sin
embargo, eso no explicaba la envergadura de Josh. Cualquiera diría que los
genes coreanos habían pasado de largo en su caso. Tenía los ojos marrones y
solo una pizca almendrados, el cabello oscuro pero no negro, ni mucho menos.
Josh parecía un muchacho alemán o polaco cuyos ojos se achinasen apenas cuando
sonreía.
Su
abuela era irlandesa por los cuatro costados. O quizás Park la viese así porque
la familia de su padre se enorgullecía muchísimo de sus orígenes irlandeses.
Cada año, por Navidad, le regalaban a Park una camiseta con una inscripción que
decía: «Bésame, soy irlandés».
Puso
la mesa en casa de sus abuelos sin que nadie se lo pidiera; siempre lo hacía.
Cuando llegó su madre, Park remoloneó en la cocina para escuchar los cotilleos
que las dos mujeres compartían.
—Me
ha dicho Jamie que Park va en serio con una de las chicas de Richie Trout —dijo
la abuela.
Park
ya debería haberse imaginado que su padre correría a contárselo a la abuela. El
padre de Park era incapaz de guardar un secreto.
—Todos
hablan de novia de Park —dijo su madre—. Menos Park.
—He
oído que es pelirroja —continuó diciendo la abuela.
Park
fingía leer el periódico.
—No
deberías hacer caso a los chismes, abuela.
—Bueno,
no tendría que hacerlo —replicó la anciana— si tú nos la presentaras.
Él
puso los ojos en blanco, un gesto que le recordaba a Eleanor. Estuvo a punto de
hablarles de ella, solo por tener una excusa para pronunciar su nombre.
—Bueno,
se me encoge el corazón solo de pensar en esos niños —prosiguió la abuela—. Ese
Trout siempre ha sido un mal bicho. Nos aplastaba el buzón cuando tu padre
estaba en el ejército. Sé que era él porque nadie más de por aquí tenía un El
Camino. Vivió en esa casa hasta que sus padres se mudaron a una zona aún más
paleta. Creo que a Wyoming. Seguro que se marcharon para librarse de él.
—Tishhh
—la reprendió la madre de Park. A veces la abuela tenía la lengua demasiado
larga para el gusto de su madre.
—Pensábamos
que él también se había mudado —dijo la anciana—, pero hace poco volvió con una
mujer mayor más guapa que una estrella de cine y un montón de hijastros
pelirrojos. Gil le dijo a tu abuelo que tienen un perrazo también. Yo nunca…
Park
sintió el impulso de defender a Eleanor. Pero no sabía cómo hacerlo.
—No
me sorprende que tengas debilidad por las pelirrojas —prosiguió la abuela—. Tu
abuelo se enamoró de una pelirroja. Por suerte para mí, ella le dio calabazas.
¿Qué
diría la abuela de Park si le presentaba a Eleanor? ¿Qué les diría a los
vecinos?
¿Y
qué diría su madre?
La
miró. Trituraba las patatas con un pasapuré más grande que su brazo. Llevaba
vaqueros lavados a la piedra, un jersey con cuello de pico y unas botas de piel
con flecos. Lucía un ángel de oro al cuello y pendientes con cruces, también de
oro. Ella habría sido la chica más popular del autobús. No se la imaginaba
viviendo en ningún otro lugar que no fuera aquel.
eleanor
Nunca
le había mentido a su madre. Como mínimo, no respecto a nada importante. El
domingo por la noche, sin embargo, mientras Richie estaba en el bar, Eleanor le
dijo a su madre que a lo mejor pasaba por casa de una amiga del insti al día
siguiente.
—¿Por
casa de quién? —quiso saber la madre.
—De
Tina —respondió Eleanor. Había dicho el primer nombre que le había venido a la
cabeza—. Vive aquí cerca.
La
madre de Eleanor estaba distraída. Richie llegaba tarde y el bistec se estaba
resecando en el horno. Si lo sacaba, le diría que estaba frío. Pero si lo
dejaba allí, se quejaría de que parecía una suela de zapato.
—Muy
bien —accedió—. Me alegro de que por fin hayas hecho amigos.
21
eleanor
¿Se
comportaría Park de un modo distinto?
¿Ahora
que le había dicho que la quería? (O más bien que la quiso, como mínimo durante
un par de minutos, el viernes por la noche. Al menos el tiempo suficiente para
decírselo.)
¿Se
comportaría de un modo distinto?
¿Desviaría
la mirada?
Estaba
distinto. Más guapo que nunca. Cuando Eleanor cogió el autobús, vio a Park
sentado al fondo. Estaba muy tieso para que ella pudiera verlo. (O quizás para
ver a Eleanor cuando subiera.) Y después de dejarla pasar, volvió a acomodarse
pegado a ella. Se acurrucaron juntos.
—Ha
sido el fin de semana más largo de mi vida —dijo Park.
Eleanor
se rio y se apoyó contra él.
—¿Pasas
de mí? —le preguntó Park.
Ojalá
Eleanor pudiera decir cosas así. Ojalá pudiera preguntarle cosas así, aunque
fuera en broma.
—Sí
—respondió ella—. Paso muchísimo.
—¿Sí?
—¿Tú
qué crees?
Eleanor
se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y deslizó la cinta de los
Beatles en el de Park. Él le cogió la mano y se la llevó al corazón.
—¿Qué
es esto?
Se
sacó la cinta con la otra mano.
—Las
mejores canciones que se han compuesto jamás. De nada.
Park
se frotó la mano de Eleanor contra el pecho. Solo un poco. Lo suficiente para
hacerla sonrojar.
—Gracias
—dijo.
Eleanor
esperó a estar en las taquillas para darle el segundo notición del día. No
quería que nadie la oyera. De pie a su lado, Park le golpeteaba el hombro con
la mochila.
—Le
he dicho a mi madre que a lo mejor paso por casa de una amiga después de clase.
—¿En
serio?
—Sí,
pero no hace falta que sea hoy. No creo que cambie de idea.
—No,
mejor hoy. Ven hoy a casa.
—¿No
le vas a pedir permiso a tu madre?
Park
negó con la cabeza.
—No
le importará. Incluso me deja llevar chicas a mi habitación, siempre y cuando
deje la puerta abierta.
—¿Chicassss?
¿Has llevado a tantas chicas a tu habitación como para tener normas al
respecto?
—Claro
—asintió Park—. Ya me conoces.
No, pensó Eleanor. En realidad, no.
park
Por
primera vez desde hacía semanas, Park no terminó las clases con un nudo en el
estómago, como si tuviera que empaparse de Eleanor lo suficiente para
sobrevivir hasta el día siguiente.
Lo
invadía otro tipo de ansiedad. Ahora que iba a presentársela a su madre, no
podía evitar verla con otros ojos.
Su
madre era esteticista y vendía productos Avon. Jamás salía de casa sin ponerse
máscara de pestañas. Al ver a Patti Smith en la tele, la madre de Park se había
enfadado.
—¿Por
qué viste como hombre? Qué triste.
Aquel
día, Eleanor llevaba una americana de piel y una vieja camisa vaquera. Tenía
más en común con el abuelo de Park que con su madre.
Y
el problema no solo era la pinta. También ella.
Eleanor
no era… simpática.
No
se podía negar que fuera buena persona. Honrada y sincera. Habría ayudado a una
abuelita a cruzar la calle sin dudarlo un instante. Pero nadie —ni siquiera esa
misma abuelita— habría dicho de ella: «¿Conoces a Eleanor Douglas? Qué mona
es».
A
la madre de Park le gustaba la gente agradable. Le encantaba. Adoraba sonreír,
charlar del tiempo y mirar a los ojos… Todo aquello que Eleanor detestaba.
Además,
su madre no pillaba el sarcasmo. Y Park estaba seguro de que no se debía a sus
dificultades lingüísticas. Sencillamente, no lo pillaba. Llamaba a David
Letterman «el feo antipático después de Johnny».
Park
se dio cuenta de que le sudaban las manos y soltó las de Eleanor. Le puso la
mano en la rodilla. La sensación fue tan agradable, tan nueva, que dejó de
pensar en su madre durante unos minutos.
Cuando
llegaron a la parada de Park, él se puso en pie para esperarla, pero Eleanor
negó con la cabeza.
—Nos
vemos allí —le dijo.
Lo
inundó el alivio. Y luego el sentimiento de culpa. En cuanto el autobús se
alejó, echó a correr hacia su casa. El hermano de Park aún no habría llegado,
gracias a Dios.
—¡Mamá!
—¡Allí!
—gritó ella desde la cocina. Se estaba pintando las uñas en un rosa nacarado.
—Mamá
—repitió Park—. Hola. Oye, Eleanor vendrá a casa dentro de un rato. Mi, esto,
mi Eleanor. Ahora. ¿Te parece bien?
—¿Ahora?
La
madre de Park agitó el frasco. Clic,
clic, clic.
—Sí,
no hagas muchos aspavientos, ¿vale? Solo… sé guay.
—Vale
—dijo ella—. Soy guay.
Park
asintió. Echó un vistazo a la cocina y a la sala para asegurarse de que todo
estuviera en orden. Luego comprobó su habitación. Su madre le había hecho la
cama.
Abrió
la puerta antes de que Eleanor tocara el timbre.
—Hola
—lo saludó. Parecía nerviosa. Bueno, parecía enfadada, pero Park estaba seguro
de que solo estaba aterrada.
—Hola
—dijo Park a su vez. Por la mañana, solo podía pensar en cómo pasar más rato
con Eleanor, pero ahora que ella estaba allí… empezó a preguntarse si todo
aquello había sido buena idea—. Entra —la invitó—. Y sonríe —susurró en el
último instante—, ¿vale?
—¿Qué?
—Sonríe.
—¿Por
qué?
—Da
igual.
La
madre de Park los esperaba en el umbral de la cocina.
—Mamá,
esta es Eleanor —la presentó.
La
mujer sonrió de oreja a oreja.
Eleanor
intentó sonreír también, pero se hizo un lío. Más parecía que estuviera
deslumbrada o que se dispusiera a dar una mala noticia.
Park
creyó advertir que las pupilas de su madre se dilataban, pero seguramente
fueron imaginaciones.
Eleanor
le tendió la mano a la mujer y esta agitó las suyas en el aire como diciendo:
«Lo siento, me acabo de pintar las uñas», un gesto que dejó perpleja a la otra.
—Encantada
de conocerte, Eleanor.
E-la-no.
—Encantada
de conocerla también —respondió Eleanor, todavía rara y bizqueando.
—¿Vives
cerca? —preguntó la madre de Park.
Eleanor
asintió.
—Muy
bien —dijo la mujer.
La
otra volvió a asentir.
—¿Queréis
palomitas? ¿Patatas fritas?
—No
—la cortó Park—. O sea…
Eleanor
negó con la cabeza.
—Solo
vamos a ver la tele —dijo él—. ¿Te parece bien?
—Claro
—asintió la madre—. Sabes dónde encontrarme.
La
mujer volvió a la cocina y Park se acercó al sofá. Habría dado algo por vivir
en una casa de dos plantas o con el sótano terminado. Cada vez que iba a casa
de Cal, en Omaha oeste, su madre los enviaba abajo y los dejaba en paz.
Park
se sentó en el sofá. Eleanor se acomodó en la otra punta. Ella miraba al suelo
y se mordisqueaba las cutículas.
Él
puso la MTV e inspiró profundamente.
Al
cabo de unos minutos, Park se deslizó hacia el centro del sofá.
—Eh
—dijo. Eleanor miraba la mesa baja, donde descansaba un frutero repleto de
uvas. A la madre de Park le encantaban las uvas—. Eh —volvió a decir Park.
Se
acercó más a ella.
—¿Por
qué me has pedido que sonriera? —susurró Eleanor.
—No
lo sé —respondió Park—. Porque estaba nervioso.
—¿Por
qué estás nervioso? Esta es tu casa.
—Ya
lo sé, pero nunca había traído a nadie como tú.
Eleanor
clavó la vista en el televisor. Ponían un vídeo de Wang Chung.
Se
levantó de repente.
—Nos
vemos mañana.
—No
—exclamó Park. Se levantó también—. ¿Qué dices? ¿Por qué?
—Lo
que has oído. Nos vemos mañana —repitió Eleanor.
—No
—repitió él. Le cogió los brazos por los codos—. Acabas de llegar. ¿Qué pasa?
Ella
lo miró desolada.
—¿A
nadie como yo?
—No
he querido decir eso —se explicó Park—. Me refería a que nunca he traído a
nadie que me importase tanto como tú.
Eleanor
inspiró y negó con la cabeza. Las lágrimas corrían por sus mejillas.
—Da
igual. No debería estar aquí. No quiero ponerte en evidencia. Me voy a casa.
—No
—Park la atrajo hacia sí—. Tranquilízate, ¿vale?
—¿Y
si tu madre me ve llorar?
—Pues…
sería bastante incómodo, pero no quiero que te vayas —Park temía que, si la
dejaba marchar, ella no volviera nunca—. Venga, siéntate a mi lado.
Park
se sentó y tiró de Eleanor para obligarla a acomodarse a su lado. Él se había
sentado en la parte del sofá que quedaba más cerca de la cocina.
—Odio
conocer gente —susurró ella.
—¿Por
qué?
—Porque
no caigo bien.
—A
mí me caíste bien.
—No,
no te caí bien. Nos hicimos amigos por puro agotamiento.
—Ahora
me caes bien —la rodeó con el brazo.
—No
lo hagas. ¿Y si entra tu madre?
—No
le importará.
—A
mí sí —dijo Eleanor, y lo empujó—. Estoy agobiada. Me estás poniendo nerviosa.
—Vale
—accedió Park, separándose de ella—. Pero no te vayas.
Eleanor
asintió y se quedó mirando la televisión.
Al
cabo de unos veinte minutos, volvió a levantarse.
—Quédate
un rato más —le pidió Park—. ¿No quieres conocer a mi padre?
—Lo
último que me apetece es conocer a tu padre.
—¿Volverás
mañana?
—No
lo sé.
—Ojalá
pudiera acompañarte a casa.
—Puedes
acompañarme a la puerta.
Park
lo hizo.
—¿Le
dirás adiós a tu madre de mi parte? No quiero que piense que soy una maleducada
ni nada.
—Sí.
Eleanor
salió al porche.
—Eh
—dijo Park. Su voz sonó seca y frustrada—. Te he pedido que sonrieras porque
estás preciosa cuando sonríes.
Ella
bajó las escaleras y se volvió a mirarlo.
—¿Qué
tal si me dijeras que estoy preciosa cuando no?
—No
quería decir eso —intentó explicarse Park, pero Eleanor ya se alejaba.
Cuando
Park entró, su madre salió sonriente.
—Tu
Eleanor parece simpática —dijo.
Él
asintió y se metió en su cuarto. No,
pensó mientras se dejaba caer en la cama. No
lo parece.
eleanor
Seguro
que Park cortaba con ella al día siguiente. ¿Y qué? Al menos así no tendría que
conocer a su padre. Jo, ¿qué pinta tendría? Idéntico a Tom Selleck; Eleanor
había visto un retrato familiar en el mueble del televisor. En cuanto a Park de
pequeño… Era monísimo. En plan Arnold.
Toda la familia era mona. Incluido el hermano blanco.
La
madre de Park parecía una muñeca. En El
Mago de Oz —el libro, no la película— Dorothy llega a un lugar llamado «el
delicado país de porcelana», cuyos habitantes son todos minúsculos y perfectos.
Cuando Eleanor era pequeña y su madre le leía el libro, Eleanor había creído
que los habitantes del delicado país eran chinos, por la porcelana china. Pero
no, solo eran de porcelana, o más bien se convertían en tal si intentabas
llevártelos a Kansas.
Eleanor
se imaginaba al padre de Park, Tom Selleck, guardándose a su delicada muñeca en
la chaqueta ignífuga y sacándola de Corea de extranjis.
Comparada
con la madre de Park, Eleanor se sentía una giganta. No debía de ser mucho más
alta que ella, unos cuatro o cinco centímetros, pero sí muchísimo más grande.
Si un extraterrestre bajara a la Tierra a estudiar sus formas de vida, daría
por supuesto que la madre de Park y ella no pertenecían a la misma especie.
Cuando
Eleanor estaba entre chicas así —como la madre de Park, como Tina, como casi
todas las chicas del barrio— se preguntaba dónde metían los órganos. O sea,
¿cómo alguien que tiene estómago, intestinos y riñones se puede enfundar unos
vaqueros tan estrechos? Eleanor sabía que estaba gruesa, pero no se sentía
gorda hasta tal punto. Notaba los huesos y los músculos justo debajo de la
piel, de modo que eran muy grandes también. La madre de Park podría haberse
puesto la caja torácica de Eleanor como chaleco y le habría quedado holgada.
Seguro
que Park cortaba con ella al día siguiente, y no por que fuera inmensa.
Cortaría con ella porque era un desastre. Porque no sabía relacionarse con
gente normal sin ponerse histérica.
Todo
aquello la sobrepasaba. Conocer a la madre de Park, tan preciosa y perfecta.
Ver su casa, normal y perfecta. Eleanor no concebía siquiera que existieran
casas así en aquel barrio infecto; viviendas enmoquetadas, con cestas de
popurrí por todas partes. No concebía que existieran familias como aquella. Era
la ventaja de vivir en una zona tan penosa: sus habitantes hacían honor al
sitio. Por más que sus compañeros la detestaran por considerarla una tía enorme
y rara, nadie la despreciaría nunca por vivir en un hogar roto y en una casa
destartalada. En ese sentido, Eleanor era una más.
Era
la familia de Park la que no encajaba. Parecían los Ingalls en versión urbana.
Y Park le había dicho que sus abuelos vivían en la casa de al lado, que tenía
jardineras y todo. Por Dios santo. Ni que fueran los Rockefeller.
La
familia de Eleanor ya era un desastre antes de que llegara Richie y lo mandara
todo directamente al infierno.
Nunca
se sentiría a gusto en la sala de Park. Jamás estaría cómoda en ninguna parte
salvo allí, en su cama, fingiendo encontrarse muy lejos.
22
eleanor
Cuando
Eleanor subió al autobús al día siguiente, Park no se levantó para cederle el
paso. Se limitó a hacerle sitio. Por lo visto, no quería ni mirarla; le tendió
unos cómics y apartó la vista.
Steve
armaba un gran escándalo. O tal vez fuera el follón de costumbre. Cuando Park
le cogía la mano, Eleanor ni siquiera oía sus propios pensamientos.
La
gente de las últimas filas entonaba el himno de guerra del Nebraska. El próximo
fin de semana se celebraba un gran partido, contra Oklahoma u Oregón o algo
así. El señor Stessman había prometido subirles la nota si se ponían algo rojo
aquella semana. Cualquiera habría jurado que el señor Stessman estaba por
encima de toda aquella basura hincha, pero al parecer nadie era inmune.
Excepto
Park.
Park
llevaba una camiseta de U2 con la foto de un niño en el pecho. Eleanor no había
dormido en toda la noche pensando que Park iba a dejarla y quería pasar aquel
trance cuanto antes.
Le
tiró de la manga.
—¿Sí?
—dijo Park con suavidad.
—¿Pasas
de mí? —preguntó Eleanor. No lo dijo en tono de broma. Porque no lo era.
Él
negó con la cabeza pero siguió mirando por la ventanilla.
—¿Estás
enfadado conmigo? —siguió preguntando ella.
Park
tenía los dedos entrelazados sobre el regazo, como si estuviera a punto de
ponerse a rezar.
—Algo
así.
—Lo
siento —se disculpó Eleanor.
—Ni
siquiera sabes por qué estoy enfadado —objetó él.
—Aun
así lo siento.
Él
la miró y esbozó una pequeña sonrisa.
—¿Quieres
saberlo? —preguntó.
—No.
—¿Por
qué no?
—Porque
seguramente estás enfadado por algo que no puedo evitar.
—¿Como
qué? —siguió preguntando Park.
—Como
ser rara —dijo ella—. O como ponerme histérica en tu sala de estar.
—Creo
que en parte fue culpa mía.
—Lo
siento —repitió Eleanor.
—Eleanor,
basta. Escucha. Estoy enfadado porque tengo la sensación de que decidiste
marcharte en cuanto pusiste un pie en mi casa, puede que antes.
—Allí
me sentía fuera de lugar —reconoció Eleanor. No lo dijo en voz tan alta como
para hacerse oír por encima del escándalo. (En serio. Aquellos cretinos del
fondo armaban aún más jaleo cuando cantaban que cuando gritaban)—. Tuve la
sensación de que no estabas cómodo —dijo, en un tono más alto.
Por
la expresión de Park, que la miraba mordiéndose el labio inferior, supo que al
menos en parte estaba en lo cierto.
Quería
estar completamente equivocada.
Quería
oírle decir que se sentía a sus anchas en su compañía, que volviera cuando
quisiera y lo intentaran de nuevo.
Park
respondió algo, pero Eleanor no le oyó porque el grupo del fondo coreaba una
consigna. Steve se había plantado en mitad del pasillo y agitaba sus brazos de
gorila como un director de orquesta.
¡Masa Roja, ra, ra, ra!
¡Masa Roja, ra, ra, ra!
¡Masa Roja, ra, ra, ra!
Eleanor
echó un vistazo a su alrededor. Todo el mundo gritaba lo mismo.
¡Masa Roja, ra, ra, ra!
¡Masa Roja, ra, ra, ra!
Se
quedó helada. Volvió a mirar a la gente del autobús y se dio cuenta de que
todos la estaban observando.
¡Masa Roja, ra, ra, ra!
Comprendió
que la consigna iba por ella.
¡Masa Roja, ra, ra, ra!
Miró
a Park. Él también se había percatado. Con la mirada fija al frente, apretaba
con fuerza los puños a los costados. Eleanor tuvo la sensación de que no lo
conocía.
—No
pasa nada —dijo ella.
Park
cerró los ojos y negó con la cabeza.
El
autobús ya estaba aparcando delante del instituto y Eleanor no veía el momento
de apearse. Se obligó a sí misma a seguir en el sitio hasta que el vehículo
dejó de moverse. Luego avanzó con tranquilidad. La consigna cesó con una
carcajada general. Park caminaba tras ella, pero se detuvo nada más bajar del
autobús. Tiró la mochila al suelo y se quitó el abrigo.
Eleanor
se paró en seco.
—Eh
—exclamó—. Espera, no. ¿Qué estás haciendo?
—Voy
a poner fin a esto.
—No.
Venga. No vale la pena.
—Sí
—replicó él, furioso—. Tú vales la pena.
—No
lo hagas por mí —le suplicó ella. Quería detenerlo, pero tenía la sensación de
que no podría—. No quiero que lo hagas.
—Estoy
harto de que te pongan en evidencia.
Steve
se apeaba ahora del autobús, y Park volvió a cerrar los puños.
—¿De
que me pongan en evidencia a mí? —dijo Eleanor—. ¿O a ti?
Park
la miró sorprendido. Y ella supo que había vuelto a dar en el clavo. Maldita
sea. ¿Por qué siempre acertaba en las cosas más cutres?
—Si
haces esto por mí —dijo Eleanor con toda la intensidad que fue capaz de
transmitir—, escúchame bien. No quiero que lo hagas.
Park
la miró fijamente. Sus ojos eran de un verde tan claro que parecían amarillos.
Respiraba con dificultad y tenía el rostro congestionado bajo la piel dorada.
—¿Es
por mí? —preguntó Eleanor.
Él
asintió. La escudriñó con la mirada. Se diría que le estaba suplicando.
—No
pasa nada —dijo ella—. Por favor. Vamos a clase.
Park
cerró los ojos y, por fin, asintió. Ella se inclinó para coger el abrigo. En
ese momento, Steve le dijo:
—Muy
bien, pelirroja. Enséñalo bien, que lo veamos todos.
Y
Park perdió la cabeza.
Cuando
Eleanor se volvió a mirar, ya estaba empujando a Steve hacia el autobús.
Parecían David y Goliat, si David se hubiera acercado tanto como para recibir
un buen mamporro de Goliat.
La
gente gritaba: «¡Pelea!» y acudía corriendo de todas partes. Eleanor echó a
correr también. Oyó que Park decía:
—Te
vas a tragar tus comentarios.
Y
que Steve replicaba:
—No
estarás hablando en serio.
Steve
empujó a Park con fuerza, pero el otro no perdió el equilibrio. Park retrocedió
unos pasos y, colocándose de lado, saltó en el aire y pateó a Steve en toda la
boca. El público al completo ahogó un grito.
Tina
chilló.
Steve
saltó hacia delante en cuanto Park aterrizó y, blandiendo un enorme puño, le
asestó un puñetazo en la cabeza.
Por
un momento, Eleanor pensó que Park iba a perder la vida.
Corrió
para interponerse entre ambos, pero Tina ya estaba allí. Enseguida llegó un
conductor. Y un ayudante del director. Todos intentaban separarlos.
Park
jadeaba con la cabeza entre las rodillas.
Steve
se sujetaba la boca. Un reguero de sangre le corría por la barbilla.
—Joder,
Park, pero ¿qué cojones…? Creo que me has arrancado un diente.
Park
levantó la cabeza. Tenía toda la cara llena de sangre. Cuando intentó avanzar
tambaleándose, el ayudante del director lo sujetó.
—Deja…
a mi novia… en paz.
—No
sabía que lo vuestro fuera en serio —gritó Steve. Más borbotones de sangre
brotaron de su boca.
—Tío,
eso da igual.
—No
da igual —escupió Steve—. Eres mi amigo. No sabía que fuera tu novia.
Park
apoyó las manos en las rodillas y sacudió la cabeza. La acera se llenó de
salpicaduras de sangre.
—Bueno,
pues lo es.
—Vale
—dijo Steve—. Joder.
Habían
acudido varios adultos, que empujaban a los alumnos hacia el edificio. Eleanor
se llevó consigo el abrigo y la mochila de Park. No sabía qué hacer con ellos.
Tampoco
sabía qué hacer consigo misma. Ni cómo sentirse.
¿Debía
alegrarse de que Park hubiera dado por supuesto que eran novios? Ni siquiera le
había preguntado al respecto. Y tampoco parecía muy contento al decirlo. Lo
había declarado con la cabeza gacha y la cara manchada de sangre.
¿Seguro
que Park se encontraba bien? ¿No tendría una conmoción cerebral, aunque hablara
y estuviera consciente? ¿Y si se desmayaba de repente y entraba en coma? Cuando
Eleanor se peleaba con sus hermanos, su madre siempre gritaba: «¡En la cabeza
no! ¡En la cabeza no!».
Y
por último, ¿y si a Park le quedaban marcas en el rostro? ¿Estaba mal
preocuparse por eso?
Steve
tenía una de esas caras que no cambian demasiado con un diente más o menos.
Unos cuantos huecos en la sonrisa de Steve contribuirían a aumentar ese aire de
matón que tanto se esforzaba en cultivar.
El
rostro de Park, en cambio, era puro arte. Y no arte abstracto precisamente.
Park tenía el tipo de facciones que se trasladan a un lienzo para que pasen a
la historia.
¿Se
suponía que debía seguir enfadada con él? ¿Debería mostrarse indignada?
¿Debería gritarle en clase de literatura: «¿Lo has hecho por mí? ¿O por ti?».
Eleanor
colgó el abrigo de Park en su propia taquilla y hundió la cara en la prenda
para inspirar su aroma. Notó un efluvio a jabón aromático —Irish Spring,
primavera irlandesa—, a popurrí y a algo que solo se podía describir como olor
a chico.
Park
no acudió a literatura y tampoco cogió el autobús después de clase. Igual que
Steve. Tina pasó junto al asiento de Eleanor con la cabeza muy alta; ella
desvió la mirada. Los demás no paraban de hablar de la pelea. «El puto Kung Fu,
el puto David Carradine». Y «el puto David Carradine, el puto Chuck Norris».
Eleanor
se bajó en la parada de Park.
park
Lo
habían expulsado dos días.
A
Steve lo expulsaron dos semanas porque era su tercera pelea en un año. Park se
sentía culpable al respecto —había sido él quien había empezado— pero luego
pensó en todas las estupideces que Steve cometía a diario y que quedaban
impunes.
La
madre de Park estaba tan furiosa que ni siquiera fue a buscarlo al instituto.
Llamó a su marido al trabajo. Cuando el padre de Park se presentó en el centro,
el director lo confundió con el padre de Steve.
—En
realidad —dijo el padre de Park señalando a su hijo—, el mío es este.
La
enfermera afirmó que no hacía falta llevar a Park al hospital pero el chico no
tenía buen aspecto. Llevaba un ojo a la funerala y seguramente se había roto la
nariz.
A
Steve sí hubo que llevarlo al hospital. Había perdido un diente y la enfermera
estaba segura de que se había fracturado un dedo.
Con
una bolsa de hielo en la cara, Park aguardaba en el despacho mientras su padre
hablaba con el director. La secretaria le trajo Sprite de la sala de
profesores.
El
hombre no pronunció ni una palabra hasta llegar al coche.
—El
taekwondo es el arte de la autodefensa —declaró con gravedad.
Park
no respondió. Le dolía toda la cara; la enfermera no tenía permitido
administrar Paracetamol.
—¿De
verdad le has dado en la cara? —preguntó el padre a continuación.
Park
asintió.
—¿Un
salto con patada?
—Una
patada lateral con gancho —gimió Park.
—No
hablas en serio.
Park
intentó mirar a su padre de soslayo pero el mero intento de mover la cabeza,
fuera como fuese, le dolía como una pedrada en la cara.
—Pues
ha tenido suerte de que te pongas zapatillas de tenis hasta en pleno invierno
—comentó el padre—. ¿En serio? ¿Una patada lateral con gancho?
Park
asintió.
—Vaya…
Bueno, tu madre se va a subir por las paredes cuando te vea. Estaba llorando en
casa de la abuela cuando me ha llamado.
No
mentía. Cuando Park llegó a casa de sus abuelos, la mujer parecía incapaz de
articular dos palabras seguidas.
Lo
cogió por los hombros y lo miró a los ojos meneando la cabeza al mismo tiempo.
—¡Luchando!
—dijo a la vez que le clavaba el dedo índice en el pecho—. Luchando como bobo
barriobajero…
Park
había visto a su madre verdaderamente furiosa con Josh —una vez le había tirado
una cesta de flores de seda a la cabeza— pero nunca con él.
—Calamidad
—le dijo—. ¡Calamidad! ¡Luchando! Tu cara se debería caer de vergüenza.
Su
marido intentó ponerle la mano en el hombro, pero ella lo apartó.
—Tráele
un bistec al chico, Harold —dijo la abuela mientras hacía sentar a Park en la
mesa de la cocina y le inspeccionaba la cara.
—No
pienso malgastar un bistec en eso —repuso el abuelo.
El
padre de Park fue a buscar Paracetamol al botiquín y luego le llenó un vaso de
agua.
—¿Puedes
respirar? —le preguntó la abuela.
—Por
la boca —dijo Park.
—Tu
padre se rompió la nariz tantas veces que solo puede respirar por un orificio.
Por eso ronca como un tren de carga.
—¡Ya
no más taekwondo! —gritó la madre de Park—. ¡Ya no más peleas!
—Mindy…
—intervino el padre—. Solo ha sido una pelea. Se han metido con una chica y
Park ha salido en su defensa.
—No
es una chica —gimió Park. La voz le retumbaba tanto en el cráneo que cuando
hablaba veía las estrellas—. Es mi novia.
O
como mínimo eso esperaba.
—¿La
pelirroja? —preguntó la abuela.
—Eleanor
—dijo Park—. Se llama Eleanor.
—Nada
de novias —dijo su madre cruzándose de brazos—. Castigado.
eleanor
Cuando
Eleanor llamó al timbre, Magnum en persona abrió la puerta.
—Hola
—dijo ella, tratando de sonreír—. Voy a clase con Park. He traído sus libros y
sus cosas.
El
padre de Park la miró de arriba abajo, pero no como si le diese un repaso,
gracias a Dios. Más bien como si la estuviera evaluando. (Lo que también
resultaba incómodo.)
—¿Eres
Helen? —preguntó.
—Eleanor
—dijo ella.
—Eleanor,
eso… Un momento.
Antes
de que pudiera objetar que solo había pasado a dejar las cosas del chico, el
hombre se alejó. Dejó la puerta abierta, y Eleanor lo oyó hablar con alguien,
seguramente con la madre de Park.
—Venga,
Mindy…
Y
luego:
—Solo
unos minutos…
Después,
antes de regresar a la puerta:
—Pues
no es tan grande como para ser la Masa.
—Solo
he venido a dejarle esto —explicó Eleanor cuando el hombre le abrió la puerta
de malla.
—Gracias
—respondió él—. Entra.
La
chica le tendió la mochila.
—Venga,
chiquilla —insistió el padre de Park—. Entra y dáselo tú misma. Estoy seguro de
que quiere verte.
Yo no lo tendría tan claro, pensó ella.
Pese
a todo, lo siguió por la sala hasta el pequeño vestíbulo que conducía al cuarto
de Park. El hombre llamó suavemente y se asomó al interior.
—Eh,
Cassius Clay. Tienes visita. ¿Quieres empolvarte la nariz primero?
Le
cedió el paso a Eleanor y se alejó.
El
cuarto de Park era pequeño pero estaba atestado. Montones de libros, cintas y
cómics. Maquetas de aviones. Maquetas de coches. Juegos de mesa. Un sistema
solar giratorio colgado sobre la cama, como los móviles que se ponen sobre las
cunas.
Park
estaba en la cama, tratando de incorporarse, cuando Eleanor entró.
Ella
ahogó un grito al verle la cara. Su aspecto había empeorado muchísimo.
Se
le había hinchado el ojo y tenía la nariz deformada y amoratada. A Eleanor le
entraron ganas de echarse a llorar. Y de besarlo. (Porque, por lo que parecía,
le entraban ganas de besarlo por cualquier motivo. Park hubiera podido decirle
que tenía piojos, lepra y parásitos en la boca y ella de todos modos se habría
puesto bálsamo labial Chapstick, lista para un beso. Patético.)
—¿Te
encuentras bien? —le preguntó.
Park
asintió mientras se recostaba contra el cabecero. Eleanor dejó la mochila y el
abrigo del chico antes de acercarse a la cama. Él le hizo sitio, de modo que se
sentó.
—Uy
—exclamó Eleanor cuando zarandeó a Park al hundirse en la cama. Él gimió y la
cogió por el brazo—. Perdona —se disculpó—. Oh, Dios mío, lo siento. ¿Estás
bien? No me esperaba un colchón de agua.
El
mero hecho de hablar de ese tipo de colchón le provocó una risilla. Park
también se rio. Sonó como un ronquido.
—Lo
compró mi madre —explicó Park—. Dice que son buenos para la espalda.
Él
tenía los ojos casi cerrados, incluso el bueno, y no abría la boca para hablar.
—¿Te
duele cuando hablas? —preguntó Eleanor.
Park
asintió. No le había soltado el brazo, aunque ella ya había recuperado el
equilibrio. Si acaso, se lo sujetaba con más fuerza.
Eleanor
alargó la otra mano y le acarició el pelo con suavidad. Se lo apartó de la
cara. Lo notó suave y áspero al mismo tiempo, como si pudiese distinguir cada
una de las fibras bajo los dedos.
—Perdóname
—dijo Park.
Ella
no preguntó qué tenía que perdonarle.
Las
lágrimas inundaban el párpado inferior de Park y le caían por las mejillas.
Eleanor hizo ademán de enjugárselas pero prefirió no tocarlo.
—No
pasa nada —respondió.
Dejó
la mano apoyada en el regazo de Park.
Se
preguntó si aún querría cortar con ella. De ser así, no se lo reprocharía.
—¿Lo
he estropeado todo? —preguntó Park.
—¿Todo…
el qué? —susurró Eleanor, como si a Park también le doliesen los oídos.
—Lo
nuestro.
Ella
dijo que no con un movimiento de la cabeza, aunque seguramente Park no podía
verla.
—Qué
va —dijo.
Park
le acarició el brazo y le apretó la mano. Eleanor observó la tensión en los
músculos del antebrazo, justo bajo la manga de la camiseta.
—Pero
puede que te hayas estropeado la cara —bromeó.
Park
gimió.
—No
te preocupes —prosiguió ella— porque eras demasiado mono para mí, de todas
formas.
—¿Te
parezco mono? —preguntó él con voz espesa a la vez que atraía la mano de
Eleanor hacia sí.
Ella
se alegró de que Park no pudiera ver su expresión.
—Me
pareces…
Hermoso.
Arrebatador. Como esas bellezas de los mitos griegos capaces de hacer que un
dios renuncie a su condición divina.
Por
alguna razón, los cardenales y la hinchazón no hacían sino realzar la belleza
de Park. Como si su rostro estuviera a punto de irrumpir de una crisálida.
—Seguirán
burlándose de mí —afirmó Eleanor—. Esta pelea no va a cambiar nada. No puedes
ir repartiendo patadas por ahí cada vez que alguien se meta conmigo. Prométeme
que no lo harás. Prométeme que intentarás que no te afecte.
Él
le estrechó la mano otra vez y negó con la cabeza.
—Porque
a mí me da igual, Park. Si te gusto a ti —continuó—, juro por Dios que nada más
me importa.
Park
se apoyó en el cabecero y atrajo la mano de Eleanor contra su pecho.
—Eleanor,
cuántas veces tengo que repetirte —dijo entre dientes— que no me gustas…
Park
estaba castigado y no acudiría al instituto hasta el viernes.
Sin
embargo, nadie se metió con Eleanor al día siguiente en el autobús. En
realidad, nadie se metió con ella en todo el día. Después de la clase de
gimnasia, encontró otro comentario obsceno en su libro de química, abrete de piernas, escrito en lila. En
vez de tachar la frase, Eleanor arrancó el forro y lo tiró. Tal vez fuera
patética y estuviera sin blanca, pero encontraría por ahí otra bolsa de papel
marrón.
Cuando
Eleanor llegó a casa después de clase, su madre la siguió al cuarto de los
niños. Había dos pares de vaqueros sin marca plegados en la litera de arriba.
—Encontré
dinero al hacer la colada —explicó la mujer—. Richie debió de dejárselo
olvidado en los pantalones. Si viene a casa borracho, no me lo pedirá; dará por
supuesto que se lo ha gastado en el bar.
Siempre
que su madre encontraba dinero se lo gastaba en cosas que Richie no pudiera
ver. Ropa para Eleanor. Calzoncillos nuevos para Ben. Latas de atún o paquetes
de harina. Cosas que pudiera esconder en cajones y armarios.
La
madre de Eleanor se había convertido en una especie de agente doble desde que
estaba con Richie. Cualquiera habría pensado que se las ingeniaba para mantener
a sus hijos con vida a espaldas del hombre.
Eleanor
se probó los vaqueros antes de que sus hermanos llegaran a casa. Le quedaban un
poco anchos, pero eran mucho más bonitos que nada de lo que tenía. Todos sus
pantalones tenían algún defecto —la cremallera rota o un desgarrón en la
costura—, alguna tara que procuraba ocultar bajándose la camiseta. Estaba
encantada con unos vaqueros cuya única imperfección fueran las bolsas.
El
regalo de Maisie era una bolsa llena de Barbies medio desnudas. Cuando la niña
llegó a casa, las colocó todas en la litera de abajo e intentó reunir dos
atuendos completos.
Eleanor
se subió a la cama con ella y la ayudó a peinar y a trenzar las enredadas
melenas.
—Ojalá
hubiera también un Ken —dijo Maisie.
El
viernes por la mañana, cuando Eleanor llegó a la parada del autobús, Park ya
estaba allí esperándola.
23
park
Su
ojo mudó del lila al azul y luego del verde al amarillo.
—¿Cuánto
va a durar el castigo? —le preguntó a su madre.
—Lo
suficiente para tú lamentas pelear —repuso ella.
—Lo
lamento —dijo Park.
Pero
no era verdad. La pelea había marcado un antes y un después en el autobús. Park
estaba más tranquilo; más relajado. Quizás porque le había plantado cara a
Steve. Tal vez porque ya no tenía nada que ocultar…
Además,
ninguno de sus compañeros, había visto nunca una patada como aquella en la vida
real.
—Fue
alucinante —dijo Eleanor de camino al instituto, a los pocos días del regreso
de Park—. ¿Dónde has aprendido a hacer eso?
—Mi
padre me obliga a ir a clases de taekwondo desde parvulario. En realidad, fue
una patada muy tonta, en plan espectacular. Si Steve hubiera pensado un poco,
me habría cogido la pierna o me habría empujado.
—Si
Steve hubiera pensado un poco —se burló Eleanor.
—Pensaba
que te había parecido patético —dijo Park.
—Pues
sí.
—¿Patético
y alucinante?
—Son
tu segundo y tercer nombres…
—Quiero
volver a intentarlo.
—¿A
intentar qué? ¿Tu exhibición rollo Karate
Kid? Eso ya no sería tan fantástico. Hay que saber retirarse a tiempo.
—No,
quiero que vengas a mi casa otra vez. ¿Qué dices?
—Da
igual —repuso Eleanor—. Estás castigado.
—Sí…
eleanor
Todo
el instituto sabía que Eleanor había sido la causa de que Park Sheridan patease
a Steve Dixon en la boca.
Ahora,
el paso de Eleanor por los pasillos provocaba un nuevo tipo de susurros.
Un
compañero le preguntó en geografía si era verdad que se estaban peleando por
ella.
—¡No!
—se horrorizó Eleanor—. Por Dios santo.
Más
tarde se arrepintió de haberlo negado, porque si el rumor hubiera llegado hasta
Tina, jo, se habría puesto furiosa.
El
día de la pelea, DeNice y Beebi le habían pedido a Eleanor que les contara
hasta el último detalle escabroso. Sobre todo los detalles escabrosos. DeNice
incluso había invitado a Eleanor a un cornete helado para celebrarlo.
—Todo
aquel que patee con fuerza el culo de Steve Dixon se merece una medalla
—declaró DeNice.
—Yo
no llegué ni a acercarme al culo de Steve —objetó Eleanor.
—Pero
fuiste la causa de la patada —dijo DeNice—. He oído que tu amigo le pegó tan
fuerte que Steve lloró sangre.
—No
es verdad —repuso Eleanor.
—Nena,
tienes que aprender un par de cosas sobre lo que significa brillar con luz
propia —afirmó DeNice—. Si mi Jonesy le atizara a Steve en el culo, me pasearía
por aquí cantando la canción de Rocky.
Na-na, naaa, na-na, naaaa…
Beebi
estalló en risillas. Se partía de risa con todo lo que decía DeNice. Eran
amigas íntimas desde primaria y, cuanto más las conocía, más convencida estaba
Eleanor de que era un honor pertenecer a su club.
Por
más que fuera un club muy raro.
Aquel
día, DeNice llevaba el peto de siempre con una camisa rosa, cintas para el pelo
en tonos rosa y amarillo y una badana fucsia atada a la pierna. Mientras hacían
cola para comprar un helado, un chico pasó junto a ellas y le dijo a DeNice que
parecía una Punky Brewster negra.
DeNice
se quedó tan pancha.
—Lo
que diga esa chusma no me afecta —le confesó a Eleonor—. Yo tengo a mi chico.
Jonesy
y DeNice estaban prometidos. Él había terminado los estudios y trabajaba como
director adjunto en unos grandes almacenes. Se casarían en cuanto DeNice
tuviera la edad legal.
—Y
tu chico es un sol —dijo Beebi entre risas.
Cuando
Beebi se echaba a reír, Eleanor se reía también. Así de contagiosa era la risa
de Beebi. Y siempre exhibía una mirada entre maníaca y sorprendida; esa
expresión que adopta la gente cuando intenta no estallar en carcajadas.
—A
Eleanor no le parecería un sol —se burló DeNice—. A ella solo le interesan los
asesinos a sangre fría.
park
—¿Cuánto
va a durar el castigo? —le preguntó Park a su padre.
—No
depende de mí. Eso lo decidirá tu madre.
El
padre de Park estaba sentado en el sofá, leyendo la revista Soldados de la Fortuna.
—Ella
dice que para siempre.
—Pues
entonces será para siempre.
Se
acercaban las vacaciones de Navidad. Si Park seguía castigado durante las
fiestas, tardaría tres semanas en volver a ver a Eleanor.
—Papá…
—Tengo
una idea —le propuso su padre dejando a un lado la revista—. En cuanto aprendas
a conducir con marchas, te perdonaré el castigo y podrás traer a tu novia a
casa en coche.
—¿Qué
novia? —los interrumpió la madre de Park.
Acababa
de llegar en aquel momento, cargada con la compra. Park se levantó para
ayudarla. Su marido se puso en pie también y le dio la bienvenida con un
morreo.
—Le
he dicho a Park que si aprende a conducir, le levantaré el castigo.
—Ya
sé conducir —gritó Park desde la cocina.
—Aprender
a conducir un coche automático es como hacer una flexión de chica.
—Nada
de chicas —dijo la madre de Park—. Castigado.
—Pero
¿cuánto tiempo? —insistió Park, volviendo a entrar en la sala. Sus padres estaban
sentados en el sofá—. No me podéis castigar para siempre.
—Ya
lo creo que podemos —replicó el padre.
—¿Por
qué? —preguntó él.
Su
madre parecía nerviosa.
—Tú
estás castigado hasta que olvidas esa chica problemática.
Tanto
Park como su padre dejaron de lado sus diferencias para volverse a mirarla.
—¿Qué
chica problemática? —preguntó Park.
—¿Dubble
Bubble? —añadió el hombre.
—No
me gusta —declaró la madre en tono terminante—. Ella viene a mi casa y llora,
es muy rara, y dos días después pegas tus amigos y me llaman de instituto, tu
cara destrozada… Y todos, todos, dicen que esa familia mejor lejos. Solo
problemas. No.
Park
inspiró y retuvo el aire. Le ardía el pecho demasiado como para soltarlo.
—Mindy…
—intercedió el padre de Park levantando una mano para hacer callar al chico.
—No
—repitió la mujer—. No. No quiero blancas raras en casa.
—A
lo mejor no te has dado cuenta, pero no tengo más opción que salir con blancas
raras —replicó Park alzando un poco la voz. Ni siquiera furioso como estaba
podía gritarle a su madre.
—Hay
otras chicas —le dijo su madre—. Buenas chicas.
—Es
una buena chica —objetó Park—. Ni siquiera la conoces.
El
padre de Park se había puesto en pie y empujaba a su hijo hacia la puerta.
—Vete
—le dijo muy serio—. Ve a jugar al baloncesto o lo que sea.
—Buenas
chicas no visten como chicos —replicó la madre.
—Vete
—repitió su padre.
Park
no tenía ganas de jugar al baloncesto y hacía mucho frío para quedarse allí
plantado sin abrigo. Esperó un momento y luego echó a andar indignado hacia la
casa de sus abuelos. Llamó y luego abrió la puerta; nunca la cerraban.
Estaban
los dos en la cocina, viendo Guerra de
familias. La abuela de Park preparaba salchichas a la plancha.
—¡Park!
—exclamó—. Debo de haber presentido que venías. He preparado muchísimos
buñuelos de patata.
—Pensaba
que estabas castigado —le dijo el abuelo.
—Calla,
Harold, los abuelos no cuentan. ¿Te encuentras bien, cielo? Pareces
congestionado.
—Es
que tengo frío —dijo Park.
—¿Te
quedas a cenar?
—Sí
—aceptó el chico.
Después
de cenar, se sentaron a ver El abogado
Matlock en la tele. La abuela de Park
hacía ganchillo. Estaba tejiendo una manta para el nieto de una amiga suya.
Park miraba la televisión pero no se enteraba de nada.
La
pared de detrás del televisor estaba llena de fotografías enmarcadas. Había
fotos del padre de Park y de su tío, que murió en Vietnam, y también fotos de
Josh y del mismo Park tomadas a lo largo de sus años escolares. Había también
una foto más pequeña de la boda de sus padres. El padre de Park iba de uniforme
y la madre llevaba una minifalda rosa. Alguien había escrito «Seúl, 1970» en
una esquina. Su padre tenía veintitrés años en aquel entonces. Su madre
dieciocho, solo dos más que Park.
Todo
el mundo supuso que estaba embarazada, le había contado su padre. Pero no lo
estaba. «Prácticamente embarazada —había dicho—, pero eso es otra cosa.
Sencillamente estábamos enamorados».
Park
no esperaba que a su madre le cayera bien Eleanor; al menos, no enseguida. Pero
tampoco imaginaba que se negaría a aceptarla. La madre de Park era encantadora
con todo el mundo. «Tu madre es un ángel», decía siempre la abuela. Todo el
mundo lo decía.
Después
de Canción triste de Hill Street, los
abuelos mandaron a su nieto a casa.
La
madre de Park se había ido a dormir, pero el padre lo esperaba sentado en el
sofá. Park intentó pasar de largo.
—Siéntate
—ordenó el hombre.
Park
se sentó.
—Ya
no estás castigado —le informó su padre.
—¿Por
qué no?
—Da
igual por qué. El caso es que ya no estás castigado, y tu madre lamenta
muchísimo todo lo que te ha dicho.
—Eres
tú quien lo dice —protestó Park.
Su
padre suspiró.
—Bueno,
puede que sí, pero da igual. Tu madre quiere lo mejor para ti, ¿vale? ¿No ha
querido siempre lo mejor para ti?
—Supongo…
—Y
ahora está preocupada por ti. Cree que te puede ayudar a elegir novia igual que
te ayuda a escoger asignaturas o ropa.
—Ella
no escoge mi ropa.
—Por
el amor de Dios, Park, ¿quieres callarte y escuchar?
Park
permaneció sentado y en silencio en el sillón azul.
—Todo
esto nos coge de nuevas, ¿sabes? Tu madre lo siente mucho. Lamenta haber herido
tus sentimientos y quiere que invites a tu novia a cenar.
—¿Para
hacer que se sienta rara y mal?
—Bueno,
un poco rara sí que es, ¿no?
Park
no tenía ya fuerzas para enfadarse. Suspiró y dejó caer la cabeza contra el
respaldo. El padre siguió hablando.
—¿Es
por eso por lo que te gusta?
Sabía
que debería seguir enfadado.
Park
sabía que en toda aquella situación aún había desajustes y malos rollos.
Sin
embargo, ya no estaba castigado y podría pasar más tiempo con Eleanor. Puede
que incluso encontrasen la manera de estar solos. Park no veía el momento de
decírselo. Apenas podía esperar al día siguiente.
24
eleanor
Le
costaba mucho admitirlo, pero la verdad era que a menudo se dormía en plena
bronca.
Al
cabo de un par de meses de su regreso, Eleanor se acostumbró. Si tuviera que
despertarse cada vez que Richie se enfadaba… Si se asustara cada vez que lo oía
gritar en la habitación del fondo…
De
tanto en tanto, cuando Maisie se encaramaba a su cama, se despertaba. Maisie no
dejaba que Eleanor la viera llorar durante el día, pero se estremecía como una
niña pequeña y se chupaba el pulgar por la noche. Los cinco habían aprendido a
llorar en silencio. «No pasa nada —le decía Eleanor a su hermana mientras la
abrazaba—. No pasa nada».
Esa
noche, cuando Eleanor se despabiló, supo que aquella no era una bronca más.
Oyó
que la puerta trasera se abría de golpe. Y antes de despertarse del todo,
comprendió que había oído voces en el exterior. Hombres que maldecían.
Sonaron
golpes en la cocina… y luego disparos. Eleanor supo que eran disparos aunque
era la primera vez que los oía.
Delincuentes,
pensó. Camellos. Violadores. Delincuentes violadores que traficaban con drogas.
Seguro que abundaban los maleantes que tenían cuentas pendientes con Richie;
incluso sus amigos daban miedo.
Eleanor
debió de levantarse en cuanto oyó los disparos. Ahora estaba en la litera
inferior, acurrucada sobre Maisie.
—No
te muevas —le susurró, sin saber si estaba despierta.
Eleanor
abrió la ventana lo suficiente para deslizarse al exterior. Saltó y se alejó en
silencio del porche. Se detuvo en la casa de al lado; un hombre de avanzada
edad llamado Gil vivía allí. Llevaba camiseta con tirantes y les lanzaba
miradas asesinas cuando barría la acera.
Gil
tardó siglos en abrir la puerta. Cuando lo hizo, Eleanor se dio cuenta de que,
al llamar, había agotado sus reservas de adrenalina.
—Hola
—dijo en voz baja.
El
tipo provocaba escalofríos. Habría sido capaz, con una sola de sus miradas
asesinas, de obligar a Tina a esconderse bajo la mesa; luego le habría dado una
patada.
—¿Me
deja usar el teléfono? —preguntó Eleanor—. Tengo que llamar a la policía.
—¿Qué?
—ladró Gil.
Tenía
el pelo aceitoso y llevaba tirantes hasta con el pijama.
—Tengo
que llamar a emergencias —explicó ella. Lo dijo como si le estuviera pidiendo
una taza de azúcar—. O si no, podría llamar usted. Hay unos hombres en mi casa…
armados. Por favor.
Gil
no parecía impresionado, pero la dejó entrar. Por dentro, la casa era muy
bonita. Eleanor se preguntó si alguna vez habría estado casado… o si
sencillamente le gustaban los volantes. El teléfono se hallaba en la cocina.
—Creo
que ha entrado gente a mi casa —le dijo Eleanor al telefonista de emergencias—.
He oído disparos.
Gil
no le pidió que se fuera, así que Eleanor esperó a la policía en su cocina.
Tenía toda una bandeja de brownies en el mármol, pero no le ofreció. Toda clase
de imanes en forma de mapas cubrían la puerta de la nevera, y sobre la encimera
había un temporizador que imitaba a un pollito. El hombre se sentó a la mesa de
la cocina y encendió un cigarrillo. Tampoco le ofreció.
Cuando
llegó la policía, Eleanor salió de la casa. De repente, se sentía una boba con
sus pies descalzos. Gil cerró la puerta tras ella.
Los
polis no salieron del coche.
—¿Ha
llamado usted al 911? —le preguntó uno.
—Creo
que hay alguien en mi casa —explicó ella con voz temblorosa—. He oído gritos y
disparos.
—Muy
bien —dijo el policía—. Espere un momento, entraremos con usted.
Conmigo, pensó Eleanor. Ni en sueños
pensaba volver allí dentro. ¿Qué les iba a decir a los Ángeles del Infierno que
campaban a sus anchas por la salita?
Los
agentes de policía —dos hombretones calzados con botas negras— aparcaron el
auto y la acompañaron al porche.
—Adelante
—dijo uno—. Abra la puerta.
—No
puedo. Está cerrada con llave.
—¿Y
cómo ha salido?
—Por
la ventana.
—Pues
entre por la ventana.
La
próxima vez que llamara a emergencias solicitaría polis que no la obligaran a
entrar sola en una casa allanada. ¿Los bomberos también hacían eso? «Eh, guapa,
entra tú primero y abre la puerta».
Saltó
por la ventana, pasó por encima de Maisie (que seguía durmiendo), corrió a la
sala, abrió la puerta y volvió corriendo a su habitación. Luego se sentó a
esperar en la litera de abajo.
—Policía
—oyó.
A
continuación escuchó la voz de Richie.
—Pero
¿qué cojones…?
Y
la de su madre:
—¿Qué
pasa?
—Policía.
Sus
hermanos se fueron despertando y se acurrucaron todos juntos, frenéticos.
Alguien pisó al nene, que empezó a llorar.
Eleanor
oyó los pasos de los policías, que recorrían la casa. Richie gritaba. La puerta
del cuarto se abrió cediendo el paso a la madre de Eleanor, que entró como la
esposa del señor Rochester, con un camisón blanco, largo y desgarrado.
—¿Los
has llamado tú? —le preguntó a Eleanor.
Ella
asintió.
—He
oído disparos —explicó.
—Chist
—la hizo callar su madre, que corrió a la cama y le apretó la mano contra la
boca—. No digas nada más —cuchicheó—. Si te preguntan, di que te has
confundido. Todo ha sido un error.
La
puerta se abrió y la madre de Eleanor apartó la mano. Dos haces de luz
recorrieron el cuarto. Todos los pequeños estaban despiertos, llorando. Les
brillaban los ojos como a los gatos.
—Solo
están asustados —explicó la mujer—. No entienden a qué viene esto.
—Aquí
no hay nadie —dijo el policía, enfocando con la linterna en dirección a Eleanor—.
Hemos inspeccionado el jardín y el sótano.
Más
parecía una acusación que un intento de tranquilizarla.
—Lo
siento —dijo ella—. Me había parecido oír algo…
Las
luces se apagaron y Eleanor oyó que los tres hombres hablaban en la sala de
estar. Luego los policías salieron al porche, haciendo mucho ruido con sus
pesadas botas, y por fin el coche se alejó. La ventana seguía abierta.
Richie
entró en el cuarto de Eleanor… Nunca entraba en su habitación. La adrenalina
volvió a inundarla.
—¿En
qué estabas pensando? —dijo el hombre con suavidad.
Ella
no respondió. Su madre le tomó la mano y Eleanor se cerró en banda.
—Richie,
la niña no lo sabía —intercedió su madre—. Ha oído disparos.
—Qué
cojones —replicó él dando un puñetazo a la puerta. El contrachapado se astilló.
—Solo
quería protegernos, ha sido un error.
—¿Intentas
deshacerte de mí? —gritó él—. ¿Pensabas que podías deshacerte de mí?
Eleanor
escondió la cara en el hombro de su madre. Menuda protección. Era como
esconderse tras un objeto que tenía todos los números de recibir un golpe.
—Ha
sido un error —repitió la madre de Eleanor—. Solo quería ayudar.
—No
vuelvas a llamarlos —le ordenó Richie a Eleanor con voz apagada y ojos de
loco—. Nunca.
Y
luego añadió, gritando:
—Puedo
librarme de todos vosotros en cuanto quiera.
Cerró
la puerta a su espalda de un portazo.
—A
la cama —ordenó la madre—. Todos.
—Pero
mamá… —susurró Eleanor.
—A
la cama —repitió esta, y ayudó a Eleanor a trepar por la escalera hasta la
litera de arriba. Luego se inclinó hacia ella, con la boca pegada al oído de su
hija—. Ha sido Richie —susurró—. Había unos chicos jugando al baloncesto en el
parque, armando escándalo. Solo quería asustarlos. Pero no tiene permiso de
armas y hay otras cosas en casa que… podrían haberlo arrestado. Ya basta por
hoy. Ni una palabra más.
Se
arrodilló con los niños un rato, acariciándolos y tranquilizándolos. Luego
salió de la habitación como un fantasma.
Eleanor
habría jurado que oía el latido de cinco corazones. Todos estaban ahogando un
sollozo. Llorando hacia dentro. Eleanor descendió a la cama de Maisie.
—No
pasa nada —susurró a todos los presentes—. No pasa nada.
25
park
Eleanor
parecía ausente aquella mañana. No dijo ni una palabra mientras esperaban el autobús.
Cuando subieron, se dejó caer en el asiento y se apoyó en la pared.
Park
le tiró de la manga y ella ni siquiera esbozó una sonrisa.
—¿Estás
bien? —le preguntó.
Ella
alzó la vista.
—Ahora
sí —dijo.
Park
no la creyó. Volvió a tirarle de la manga.
Eleanor
se dejó caer contra él y escondió la cara en su hombro.
Él
le apoyó la cabeza en el pelo y cerró los ojos.
—¿Bien?
—le preguntó.
—Casi
—respondió ella.
Cuando
el autobús se detuvo, Eleanor se apartó. Nunca le dejaba que le cogiera la mano
una vez habían bajado del autobús. Jamás lo tocaba en los pasillos. «La gente
nos mirará», decía.
Park
no se podía creer que aún la afectara ese rollo. Las chicas que quieren pasar
desapercibidas no se atan borlas de cortina en el pelo. No llevan zapatos de
golf con tacos y todo.
Aquel
día, permaneció junto a la taquilla de Eleanor, soñando con tocarla. Quería
darle las buenas noticias, pero ella parecía tan distante que seguramente ni le
oiría.
eleanor
¿Adónde
iría esta vez?
¿De
nuevo a casa de los Hickman?
«Eh,
¿os acordáis de que una vez mi madre os pidió que me acogierais unos días y me
dejó allí un año entero? Os agradezco muchísimo que no llamarais a los
servicios sociales. Fue muy caritativo por vuestra parte. Por cierto, ¿está
libre el sofá cama?».
Joder.
Antes
de la llegada de Richie, Eleanor solo conocía aquella palabra de los libros y
de las pintadas de los baños.
Jodida tía. Jodidos niños. Jódete, zorra.
¿Quién ha tocado mi equipo, joder?
La
última vez, Eleanor no lo vio venir. La vez que Richie la echó de casa.
No
lo vio venir porque jamás se le había pasado por la cabeza que pudiera hacerle
eso. Nunca se le ocurrió que lo intentaría. Y jamás en la vida pensó que su
madre accedería. (Richie debió de darse cuenta antes que Eleanor de que la
mujer había cambiado de bando.)
Le
abochornaba recordar cómo sucedió (fue bochornoso además de muchas otras cosas)
porque la verdad es que Eleanor se lo buscó. Lo estaba pidiendo a gritos.
Se
encontraba en su cuarto, pasando letras de canciones con la vieja máquina de
escribir que su madre había comprado de segunda mano. La cinta estaba gastada
(Eleanor tenía una caja llena de cartuchos para otros modelos) pero funcionaba.
Le encantaba aquella máquina: el tacto de las teclas, el crujido y el chasquido
que hacían al estamparse contra el papel. Incluso le gustaba el olor, una
mezcla de metal y betún.
Aquel
fatídico día, Eleanor se aburría.
Tenía
demasiado calor como para hacer nada que no fuera tumbarse a leer o a ver la tele.
Richie descansaba en la sala. No se había levantado hasta las dos o las tres de
la tarde y saltaba a la vista que estaba de mal humor. La madre de Eleanor
andaba nerviosa de acá para allá, ofreciéndole a Richie limonada, bocadillos o
aspirinas. Ella odiaba que su madre se arrastrase. No la aguantaba cuando se
ponía en plan sumiso. Eleanor se sentía humillada solo de presenciarlo.
Así
que estaba en el piso de arriba pasando a máquina letras de canciones.
«Scarborough Fair».
Oyó
las protestas de Richie.
—¿Qué
cojones es ese ruido?
Y
luego:
—Joder,
Sabrina, ¿no puedes hacerla callar?
La
madre de Eleanor subió las escaleras de puntillas y asomó la cabeza.
—Richie
no se encuentra bien —dijo—. ¿Puedes hacer otra cosa?
Estaba
pálida y nerviosa. Eleanor detestaba verla así.
Esperó
a que su madre llegara abajo. Después, sin saber por qué, pulsó una tecla.
A
Crunch-tac.
Le
temblaban los dedos sobre el teclado.
RE
Crunch-crunch-tac-tac.
No pasó nada. Nadie
se movió. El aire era pesado y caliente. La casa estaba tan callada como una
biblioteca en el infierno. Eleanor cerró los ojos y levantó la barbilla.
YOU
GOING TO SCRABOROUGH FAIR PARSLEY SAAGE ROSEMAYRY AND THYME
Richie
subió las escaleras tan deprisa que, de confiar en sus recuerdos, Eleanor
juraría que llegó volando. De confiar en sus recuerdos, diría que abrió la
puerta con una bola de fuego.
Entró
en la habitación como una tromba, sin que Eleanor tuviera tiempo a reaccionar.
Le arrancó la máquina de las manos y la estrelló contra la pared con tanta
fuerza que el yeso se rompió y el cacharro se quedó un momento colgando entre
los listones de madera. Eleanor estaba demasiado horrorizada para distinguir
los insultos. GORDA y PUTA y ZORRA.
Nunca
lo había tenido tan cerca. Tenía miedo de que le partiera la espalda. No quería
mirarlo a los ojos así que se tapó la cara con el almohadón.
GORDA
y PUTA y ZORRA y TE LO ADVERTÍ, SABRINA.
—Te
odio —susurró Eleanor a la almohada.
Oía
fuertes golpes por el cuarto. Oía a su madre, que hablaba con suavidad desde la
puerta, como si quisiera tranquilizar a un niño para que se volviera a dormir.
GORDA
y PUTA y ZORRA, y LO ESTÁ PIDIENDO A GRITOS, ES QUE LO ESTÁ PIDIENDO A GRITOS,
JODER.
—Te
odio —repitió Eleanor, ahora en voz más alta—. Te odio, te odio, te odio.
PUTA
MIERDA.
—Te
odio.
QUE
OS JODAN A TODOS.
—Que
te jodan.
PUTAS
ZORRAS.
—Que
te jodan, que te jodan, que te jodan.
¿QUÉ
ACABA DE DECIR?
En
el recuerdo de Eleanor, la casa había temblado.
Su
madre había tirado de ella para arrancarla de la cama. Eleanor quería seguirla
pero tenía tanto miedo que las piernas no la sostenían. Quería tirarse al suelo
y salir a gatas. Quería fingir que la habitación estaba llena de humo.
Richie
gritaba como un loco. La madre de Eleanor la llevó hasta las escaleras y la
hizo bajar a toda prisa. Él les pisaba los talones.
Eleanor
se estrelló contra la barandilla y prácticamente corrió a gatas hacia la
puerta. Salió y siguió corriendo hasta llegar a la acera. Ben estaba sentado en
el porche, jugando con los coches Hot Wheels. Dejó de jugar y se quedó mirando
a Eleanor.
Ella
se preguntó si debía seguir corriendo, pero ¿hacia dónde? Ni siquiera de
pequeña había fantaseado con la idea de escapar de casa. No se imaginaba a sí
misma más allá del jardín. ¿Adónde iría? ¿Quién la acompañaría?
Cuando
la puerta principal volvió a abrirse, Eleanor se alejó unos cuantos pasos.
Era
su madre, que la cogió del brazo y echó a andar rápidamente hacia la casa del
vecino.
Si
Eleanor hubiera sabido entonces lo que iba a pasar, habría corrido a casa para
despedirse de Ben. Habría buscado a Maisie y a Mouse y les habría dado un beso
a cada uno. A lo mejor habría pedido que la dejaran ver al bebé.
Y
si se hubiera cruzado con Richie, quizás le habría suplicado de rodillas que la
dejara quedarse. Puede que le hubiera dicho todo lo que quería oír.
Y
si era eso lo que Richie pretendía ahora —si buscaba que le implorara perdón,
que le pidiera clemencia, si ese era el precio que debía pagar para quedarse—
lo haría.
Esperaba
que Richie no se diera cuenta.
Esperaba
que ninguno de ellos supiese lo que quedaba de ella.
park
Eleanor
ignoró al señor Stessman en clase de literatura.
En
historia, se dedicó a mirar por la ventana.
De
camino a casa, no parecía de mal humor, porque ni siquiera estaba allí.
—¿Va
todo bien? —le preguntó Park.
Eleanor
asintió con un movimiento de la cabeza.
Cuando
ella llegó a su parada, Park aún no le había comunicado la noticia. Así que se
apeó a su vez y la siguió, aunque sabía que no era buena idea.
—Park
—dijo Eleanor, mirando nerviosa hacia su casa.
—Ya
lo sé —repuso él—, pero quería decirte que… ya no estoy castigado.
—¿No?
—Ajá.
—Es
genial —dijo Eleanor.
—Sí…
Ella
volvió a desviar la mirada.
—Eso
significa que puedes venir a casa —aclaró él.
—Ah
—repuso Eleanor.
—Si
quieres, claro.
Las
cosas no estaban saliendo como Park se las había imaginado. Eleanor no lo veía
ni siquiera cuando lo miraba.
—Ah
—repitió.
—¿Eleanor?
¿Va todo bien?
Ella
asintió.
—¿Aún…?
—Park se cogió las tiras de la mochila—. O sea, ¿te apetece? ¿Aún me echas de
menos?
Eleanor
asintió otra vez. Parecía a punto de echarse a llorar. Park esperaba que no
volviera a llorar en su casa… si alguna vez volvía. Tenía la sensación de que
se le escapaba entre los dedos.
—Es
que estoy muy cansada —se disculpó Eleanor.
26
eleanor
¿Que
si lo echaba de menos?
Quería
perderse en él. Rodearlo con los brazos como un torniquete.
Si
Eleanor le demostraba lo mucho que lo necesitaba, él saldría corriendo.
27
eleanor
Al
día siguiente, Eleanor se sintió mejor. Las mañanas sacaban lo mejor de ella.
Aquel
día, Eleanor despertó con aquel gato tan pesado acurrucado a su lado como si
aún no se hubiese enterado de que no lo aguantaba, ni a él ni a ningún gato del
mundo.
Luego
su madre le dio un sándwich de huevo frito que a Richie no le había apetecido y
le prendió una flor de cristal algo cascada a la solapa de la chaqueta.
—La
encontré en la tienda de segunda mano —le dijo—. Maisie la quería, pero te la
he guardado.
Le
aplicó unas gotas de esencia de vainilla detrás de las orejas.
—A
lo mejor voy a casa de Tina después de clase —mencionó Eleanor.
—Muy
bien —respondió la madre—. Que te diviertas.
Eleanor
tenía la esperanza de que Park la estuviera esperando en la parada, pero
entendería perfectamente que hubiera pasado de ella.
Estaba.
La aguardaba en la penumbra, ataviado con una gabardina gris y unas tobilleras
negras, y la buscaba con la mirada.
—Buenos
días —dijo Eleanor empujándolo con ambas manos.
Park
se rio y retrocedió un paso.
—¿Quién
eres?
—Soy
tu novia —respondió ella—. Pregúntale a quien quieras.
—No…
mi novia es una chica triste y callada que me tiene sin pegar ojo toda la noche
pasándolo fatal.
—Qué
mal rollo. Deberías cambiar de novia.
Park
sonrió y negó con la cabeza.
Hacía
frío y estaban casi a oscuras. Eleanor veía el aliento de Park. Resistió el
impulso de aspirarlo.
—Le
he dicho a mi madre que iría a casa de una amiga después de clase —dijo.
—¿Sí?
Eleanor
no conocía a nadie, aparte de Park, que llevara la mochila a los hombros y no
colgando a un lado. Además, siempre se cogía las tiras, como si acabara de
saltar de un avión o algo así. Era un gesto encantador. Sobre todo cuando se
ponía en plan tímido y bajaba la cabeza.
Le
tiró del flequillo.
—Sí.
—Guay
—repuso Park sonriendo, todo mejillas brillantes y labios llenos.
No le muerdas la cara, se dijo Eleanor. Te tomaría por una tía rara e insegura.
Además, nadie hace cosas así en las comedias de la tele ni en las películas que
acaban bien.
—Perdona
por lo de ayer —se disculpó.
Él
cogió con fuerza las tiras de la mochila y se encogió de hombros.
—Cosas
que pasan.
Ay,
madre, como siguiera así le mordería la cara hasta el hueso.
park
Estuvo
a punto de contarle las cosas que había dicho su madre.
No
le parecía bien tener secretos con Eleanor.
Sin
embargo, le parecía aún peor compartir un secreto como ese. Eleanor se pondría
más nerviosa si cabe. Puede que se negase a ir a casa de Park…
Y
se la veía tan contenta… Como si fuera otra persona. Le apretaba la mano cada
dos por tres. Incluso le mordió el hombro cuando bajaban del autobús.
Además,
si se lo contaba, como mínimo querría pasar por casa para cambiarse. Aquel día
llevaba un jersey a rombos de color naranja, muy grande, con la corbata verde
de seda y unos vaqueros anchos.
Park
no sabía si Eleanor tenía siquiera alguna prenda de chica; y le daba igual. En
parte prefería que vistiera como lo hacía. A lo mejor sí que tenía un ramalazo
gay, pero no lo creía, porque Eleanor no podría pasar por un chico ni aunque se
cortara el pelo y llevara bigote. Todas esas prendas masculinas no hacían sino
realzar su feminidad.
No
le contaría lo de su madre. Ni le pediría que sonriera. Ahora bien, si volvía a
morderle, no respondía de sí mismo.
—¿Quién
eres? —le preguntó al ver que ella seguía sonriendo en clase de literatura.
—Pregúntale
a quien quieras —respondió ella.
eleanor
En
clase de español, les encargaron que escribieran una carta a un amigo. La
señora Bouzon les puso un episodio de Qué
pasa, USA?, una serie bilingüe, mientras la redactaban.
Eleanor
intentó escribirle una carta a Park. No le salió muy larga.
Estimado señor Sheridan:
Mi gusta comer su cara.
Besos,
Leonor
Durante
el resto del día, cada vez que Eleanor se ponía nerviosa o se asustaba, se
ordenaba a sí misma esforzarse en seguir contenta. (La estrategia no le servía
para sentirse mejor, pero al menos impedía que se sintiera peor.)
Se
dijo que la familia de Park debían de ser buenas personas si habían criado a
alguien como él. Daba igual que el principio no pudiera aplicarse en el caso de
Eleanor. Además, no tendría que enfrentarse a ellos sola. Park estaría a su
lado. Todo se reducía a eso. No podía existir en el mundo ningún lugar tan
horrible como para que renunciase a la compañía de Park.
Se
encontró con él por casualidad después de la séptima hora en un sitio en el que
nunca le había visto antes. Park iba cargado con un microscopio por el pasillo
del tercer piso. Cruzarse allí con él le hizo muchísima más ilusión que cuando
se veían en los lugares acostumbrados.
28
park
Llamó
a su madre a la hora de comer para decirle que Eleanor lo acompañaría aquella
tarde. La orientadora le dejó usar el teléfono. (A la señora Dunne le encantaba
prestar ayuda en casos de crisis, así que Park solo tuvo que dar a entender que
se trataba de una emergencia.)
—Solo
quería decirte que Eleanor irá a casa después de clase —informó Park a su
madre—. Papá dijo que no había problema.
—Vale
—respondió ella, sin molestarse siquiera en aparentar que le parecía bien—. ¿Se
quedará a cenar?
—No
lo sé —dijo Park—. Seguramente no.
La
mujer suspiró.
—Procura
ser simpática con ella, ¿vale?
—Soy
simpática con todos —repuso la madre de Park—. Lo sabes.
En
el autobús, Park notó que Eleanor estaba nerviosa. Guardaba silencio y se
mordía el labio inferior con tanta fuerza que mudaba del rojo al blanco.
Entonces advirtió que también tenía pecas en los labios.
Park
trató de distraerla hablando de Watchmen;
acababan de leer el cuarto capítulo.
—¿Qué
te parece la historia de piratas? —le preguntó.
—¿Qué
historia de piratas?
—Ya
sabes, hay un personaje que siempre está leyendo un cómic de piratas. La
historia dentro de la historia, la historia de piratas.
—Siempre
me salto esa parte —explicó Eleanor.
—¿Te
la saltas?
—Es
un rollo. Bla, bla, bla… ¡Piratas! Bla, bla, bla.
—Nada
de lo que escribe Alan Moore se puede describir como un bla, bla, bla —declaró
Park con solemnidad.
Eleanor
se encogió de hombros y se mordió el labio.
—Empiezo
a pensar que no debería haberte iniciado en los cómics con una historia que
prácticamente deconstruye los últimos cincuenta años del género —dijo Park.
—Solo
he oído: bla, bla, bla, género.
El
autobús se detuvo a pocos metros de la casa de Eleanor. Ella miró a Park.
—¿Qué
te parece si bajamos en mi parada? —preguntó él.
Eleanor
volvió a encogerse de hombros.
Se
apearon en la parada de Park, junto con Steve, Tina y casi todos los que se
sentaban al fondo. Cuando Steve no estaba trabajando, la gente de la clase se
reunía en su garaje, incluso en invierno.
Park
y Eleanor echaron a andar tras ellos.
—Hoy
parezco un poco boba. Lo siento —se disculpó Eleanor.
—Estás
como siempre —repuso Park.
Eleanor
se había colgado la cartera del brazo. Park intentó cogérsela, pero ella no le
dejó.
—¿Siempre
parezco boba?
—No
he querido decir eso…
—Pues
es lo que has dicho —murmuró ella.
Lo
último que quería Park en aquel preciso instante era que Eleanor se enfadase. O
sea, en cualquier momento menos ahora. Que se pasase todo el día siguiente de
morros si quería.
—Sabes
cómo hacer que una chica se sienta especial —se burló ella.
—Nunca
he dicho que supiera nada de chicas —objetó Park.
—Pues
no es eso lo que me han dicho —arguyó ella—. Por lo que yo sé, te dejan llevar
chicasss a tu cuarto.
—Han
estado ahí —reconoció Park—, pero no he aprendido nada.
Se
detuvieron al llegar al porche. Park le cogió la cartera e hizo esfuerzos por
no parecer nervioso. Eleanor miraba la acera, como si estuviera a punto de
salir corriendo.
—Lo
que quería decir es que hoy tienes el mismo aspecto de siempre —le explicó él
en voz baja, por si su madre estaba al otro lado de la puerta—. Y siempre estás
guapa.
—Nunca
estoy guapa —replicó ella. Como si Park fuera un cretino.
—A
mí me gusta tu aspecto —afirmó él. Su tono era más de reproche que de cumplido.
—Eso
no significa que sea bueno.
Eleanor
también susurraba.
—Vale,
pues tienes pinta de vagabundo.
—¿De
vagabundo?
Eleanor
frunció el ceño.
—Sí,
de nómada —aclaró él—. Pareces sacada de Godspell.
—Ni
siquiera lo conozco.
—Es
un musical malísimo.
Eleanor
dio un paso hacia él.
—¿Tengo
pinta de vagabundo?
—Peor
aún —replicó Park—. De payaso vagabundo.
—¿Y
a ti te gusta?
—Me
encanta.
Nada
más oírlo, Eleanor sonrió. Y cuando Eleanor sonreía, algo se rompía dentro de
Park.
Algo
se rompía siempre.
eleanor
Menos
mal que la madre de Park abrió la puerta en aquel momento, porque Eleanor
estaba a punto de besar a Park, y de haberlo hecho se habría metido en camisa
de once varas; Eleanor no sabía nada de besos.
Bueno,
claro, había visto millones de besos por la tele (gracias, Días felices), pero la televisión nunca mostraba el meollo del
asunto. Si Eleanor hubiera intentado besar a Park, habría hecho lo mismo que
hacen las niñas cuando fingen que Barbie y Ken se morrean: estamparle la cara.
Además,
si la madre de Park hubiera abierto la puerta en pleno beso, por penoso que
fuera, la habría odiado aún más si cabe.
Y
la madre de Park la odiaba, saltaba a la vista. O puede que solo odiase el
concepto de Eleanor, la idea de que una chica sedujera a su primogénito en su
propia sala de estar.
Eleanor
siguió a Park hasta la salita y se sentó. Actuó con muchísima educación. Cuando
la madre de Park les ofreció merienda, ella dijo:
—Me
encantaría, muchas gracias.
La
mujer miraba a Eleanor como si fuera un manchurrón en el sofá azul cielo. Les
llevó galletas y luego los dejó solos.
Park
parecía contentísimo. Eleanor trató de concentrarse en lo agradable que era
estar allí con él; pero el mero hecho de no perder los nervios le requería toda
la concentración.
Eran
los pequeños detalles de la casa de Park los que la sacaban de quicio. Como los
adornos de cristal que colgaban por todas partes. Y las cortinas a juego con el
sofá y con los tapetes extendidos bajo las lámparas.
Cualquiera
habría jurado que en una casa tan agradable y aburrida como aquella no podía
vivir nadie interesante. Sin embargo, Park era el chico más inteligente y
divertido que Eleanor había conocido jamás, y aquel era su planeta natal.
Eleanor
quería sentirse superior a la madre de Park y a su hogar de mujer de Avon. En
cambio, no dejaba de pensar en lo increíble que debía de ser vivir en una casa
como aquella. Tener tu propia habitación. Y tus propios padres. Y seis tipos de
galletas distintos en el armario.
park
Eleanor
tenía razón. No era guapa exactamente. Emanaba algo artístico, y el arte no
busca ser bonito; busca despertar tus sentimientos.
A
Park, la presencia de Eleanor en el sofá le hacía sentir que se había abierto
una ventana en mitad de la sala. Como si todo el aire de la habitación hubiera
sido reemplazado de repente por otro más fresco y puro.
Junto
a Eleanor, tenía la sensación de que sucedían cosas. Incluso allí, sentados en
el sofá.
Eleanor
no dejó que le cogiera la mano, no en casa de Park, y tampoco se quedó a cenar.
Pero aceptó volver al día siguiente… si a sus padres les parecía bien, como así
fue.
De
momento, la madre de Park se había mostrado amable. No había desplegado su
encanto, como hacía con sus clientes y con los vecinos, pero tampoco había sido
brusca. Y si quería esconderse en la cocina cada vez que Eleanor fuera de
visita, pensó Park, estaba en su derecho.
Eleanor
volvió el jueves por la tarde y luego el viernes. El sábado, mientras jugaban a
la Nintendo con Josh, el padre de Park la invitó a cenar.
Park
alucinó cuando ella aceptó. El padre añadió la extensión a la mesa del comedor
y Eleanor se sentó junto a Park. Estaba nerviosa, se le notaba. Apenas tocó el
sándwich de carne con chile y al cabo de un rato su sonrisa empezó a parecer
una mueca.
Después
de cenar, vieron todos juntos Regreso al
futuro en la HBO. La madre de Park hizo palomitas. Eleanor se sentó con
Park en el suelo, de espaldas contra el sofá, y cuando él le cogió la mano a
hurtadillas, no la retiró. Park le acarició la palma porque sabía que a ella le
gustaba. Eleanor entrecerró los ojos como si se estuviera durmiendo.
Cuando
acabó la película, el padre de Park se empeñó en que su hijo acompañara a
Eleanor a casa.
—Gracias
por invitarme, señor Sheridan —se despidió ella—. Y gracias por la cena, señora
Sheridan. Estaba deliciosa. Me lo he pasado muy bien.
No
había ni sombra de sarcasmo en su voz.
Desde
la puerta, volvió a gritar:
—¡Buenas
noches!
Park
cerró la puerta tras ellos. Casi podía ver cómo la tensión la abandonaba.
Sintió deseos de abrazarla, para escurrirle las últimas gotas de ansiedad.
—No
me puedes acompañar a casa —le espetó ella en el tono brusco de costumbre—. Lo
sabes, ¿verdad?
—Ya
lo sé. Pero te puedo acompañar un trozo.
—No
sé…
—Venga
—insistió Park—. Es de noche. Nadie nos verá.
—Vale
—aceptó Eleanor, pero se metió las manos en los bolsillos. Echaron a andar
despacio—. Tu familia es fantástica —dijo ella al cabo de un momento—. De
verdad.
Park
la cogió del brazo.
—Eh,
quiero enseñarte una cosa.
La
arrastró hacia el camino de entrada a una casa, entre un pino y una
autocaravana.
—Park,
esto es allanamiento.
—No
lo es. Mis abuelos viven aquí.
—¿Y
qué me quieres enseñar?
—En
realidad, nada. Solo quería estar un momento a solas contigo.
La
llevó hacia el fondo del camino, donde los árboles, la caravana y el garaje los
ocultaban casi por completo.
—¿En
serio? —dijo Eleanor—. Qué cutre.
—Ya
lo sé —reconoció él, volviéndose a mirarla—. La próxima vez, me limitaré a
decir: Eleanor, sígueme a este callejón oscuro, que quiero besarte.
Ella
no puso los ojos en blanco. Inspiró profundamente y cerró la boca. Park estaba
aprendiendo a pillarla desprevenida.
Eleanor
hundió aún más las manos en los bolsillos, así que Park la cogió por los codos.
—La
próxima vez —prosiguió— me limitaré a decir: Eleanor, escóndete tras esos
arbustos conmigo, porque me voy a volver loco si no te beso.
Como
ella no se movió, Park juzgó que podía acariciarle la cara. Su piel era tan
suave como había imaginado, blanca y lisa como porcelana pecosa.
—Me
limitaré a decir: Eleanor, sígueme a la madriguera del conejo…
Le
pasó el pulgar por los labios para ver si Eleanor se apartaba. No lo hizo. Park
se inclinó hacia ella. Quería cerrar los ojos, pero temía que lo dejara allí
plantado.
Cuando
sus labios empezaban a rozarse, Eleanor hizo un gesto negativo con la cabeza.
Frotó la nariz de Park con la suya.
—Nunca
lo he hecho —dijo.
—No
pasa nada —la tranquilizó él.
—Sí
que pasa. Será un desastre.
Él
negó con un gesto.
—No.
Eleanor
meneó la cabeza un poco más. Solo una pizca.
—Te
vas a arrepentir —insistió.
Park
se echó a reír al oírla, así que tuvo que esperar aún un instante antes de
besarla.
No
fue un desastre. Los labios de Eleanor eran suaves y cálidos. Notaba el pulso
de ella en la mejilla. Park se alegró de que estuviera tan nerviosa. Eso lo
obligaba a permanecer tranquilo. Sentir su temblor lo relajaba.
Park
se apartó antes de lo que habría querido. Aún no había aprendido a respirar en
pleno beso.
Cuando
se separaron, vio que Eleanor tenía los ojos casi cerrados. Había luz en el
porche delantero de los abuelos de Park, y el rostro de ella capturaba hasta el
último reflejo. Debería estar casada con el hombre de la Luna.
Al
cabo de un momento, ella agachó la cara y Park le posó la mano en el hombro.
—¿Va
todo bien? —susurró.
Eleanor
asintió. Park la atrajo hacia sí y le besó la coronilla. Trató de encontrarla
bajo todo aquel pelo.
—Ven
aquí —dijo—. Quiero enseñarte una cosa.
Ella
se rio. Él le levantó la barbilla.
La
segunda vez fue aún menos desastrosa.
eleanor
Salieron
juntos al callejón. Escondido entre las sombras, Park se quedó mirando cómo
Eleanor se alejaba hacia su casa, sola.
Ella
tuvo que hacer esfuerzos para no volverse a mirar.
Richie
estaba en casa. Y todos salvo la madre de Eleanor veían la tele. No era tan
tarde; Eleanor trató de comportarse como si cada día llegara a casa después del
anochecer.
—¿Dónde
has estado? —preguntó Richie.
—En
casa de una amiga.
—¿Qué
amiga?
—Ya
te lo he dicho, cariño —intervino la madre de Eleanor. Entró en la salita
secando una sartén—. Eleanor ha hecho una amiga en el barrio. Lisa.
—Tina
—la corrigió Eleanor.
—Una
amiga, ¿eh? —se burló Richie—. ¡Pues sí que renuncias pronto a los hombres!
Se
rio mucho de su propio chiste.
Eleanor
entró en su cuarto y cerró la puerta. No encendió la luz. Subió a la cama
vestida como estaba, descorrió las cortinas y retiró el vapor de la ventana. No
veía la calle, ni nada que se moviera en el exterior.
La
ventana volvió a empañarse. Eleanor cerró los ojos y apoyó la frente contra el
cristal.
29
eleanor
El
lunes por la mañana, cuando vio a Park plantado en la parada del autobús
escolar, se le escapó una risilla. En serio, una risilla. Se sintió como un
personaje de dibujos animados, roja como un tomate y sacando corazoncitos por
las orejas.
Qué
boba.
park
Cuando
vio a Eleanor caminando hacia él, sintió el impulso de correr hacia ella y
levantarla en vilo. Como los protagonistas de los culebrones que veía su madre.
Cogió las tiras de la mochila para contenerse…
En
cierto modo, fue maravilloso.
eleanor
Park
y ella medían lo mismo pero él parecía más alto.
park
Las
pestañas de Eleanor eran del mismo color que sus pecas.
eleanor
De
camino al instituto, hablaron del Álbum Blanco, pero solo fue una excusa para
mirarse los labios. Cualquiera habría pensado que sabían leerlos.
Tal
vez por eso Park no podía parar de reír, ni siquiera cuando hablaban de «Helter
Skelter», que no es precisamente la canción más divertida de los Beatles. No lo
era ni aun antes de que Charles Manson se apropiara de ella.
30
park
—Eh
—le dijo Cal a Park, dando un mordisco al bocadillo de carne ahumada de su
amigo—. Deberías venirte al partido de baloncesto del jueves. Y no me vengas
con que no te gusta el baloncesto, Magic.
—No
sé…
—Kim
estará allí.
Park
gimió.
—Cal…
—Sentada
a mi lado —prosiguió Cal—. Porque estamos juntos, colega.
—¿Cómo?
¿En serio? —Park se tapó la boca para no rociar al otro con trozos de pan—.
¿Hablamos de la Kim que yo conozco?
—¿Tan
increíble te parece? —Cal abrió el cartón de leche y dio un trago como si bebiera
de una taza—. Ni siquiera le gustabas, ¿sabes? Se aburría, y le parecías
misterioso y callado. Ya sabes: «Cuanto más hondo es el río, menos ruido». Yo
le dije que no todos los ríos silenciosos son tan hondos.
—Gracias.
—Pero
ahora está por mí, así que te puedes venir si quieres. Los partidos de
baloncesto son un desmadre. Venden nachos y de todo.
—Me
lo pensaré —dijo Park.
No
pensaba ir. No iría a ninguna parte sin Eleanor. Y no se la imaginaba en un
partido de baloncesto.
eleanor
—Eh,
guapa —llamó DeNice a Eleanor después de la clase de gimnasia. Estaban en los
vestuarios, poniéndose la ropa de calle—. He pensado que deberías venir a
Sprite Nite esta semana con nosotras. Jonesy ha arreglado el coche y este
jueves tiene la noche libre. Disfrutaremos a tope, tope, tope, durante toda la
noche, noche, noche.
—Ya
sabes que no me dejan salir por ahí —objetó Eleanor.
—Tampoco
te dejan ir a casa de tu novio —replicó DeNice.
—Di
que sí —terció Beebi.
Eleanor
no debería haberles hablado de sus visitas a casa de Park, pero se moría por
contárselo a alguien. (Por eso los asesinos acababan entre rejas tras cometer
el crimen perfecto.)
—Ay,
madre —exclamó Eleanor—. Baja la voz.
—Deberías
venir —insistió Beebi. Tenía la cara completamente redonda, con unos hoyuelos
tan profundos que, cuando sonreía, parecían los botones de un cojín—. Nos
divertiremos muchísimo. Seguro que nunca has ido de fiesta.
—No
sé… —dudó Eleanor.
—¿Lo
dices por tu chico? —preguntó DeNice—. Porque él también puede venir. No ocupa
mucho espacio.
Beebi
se rio y Eleanor soltó una risilla también. No se imaginaba a Park bailando.
Seguro que se le daba bien, si antes no le estallaban los oídos con Los 40
Principales. Park era un as en todo.
Sin
embargo… No se veía a sí misma saliendo con Park en compañía de DeNice y Beebi.
Ni en compañía de nadie, en realidad. La idea de salir con Park en público se
le antojaba tan descabellada como la de quitarse el casco en mitad del espacio.
park
La
madre de Park le dijo que si pensaban verse cada día después de clase, como así
era, tendrían que hacer los deberes.
—Tiene
razón —observó Eleanor en el autobús—. Llevo toda la semana haciendo cuento en
literatura.
—¿Hacías
cuento hoy? ¿En serio? No lo parecía.
—Estudiamos
a Shakespeare el año pasado en el otro instituto… Pero no puedo hacer cuento en
mates. Ni siquiera puedo… ¿qué es lo contrario de hacer cuento?
—Te
puedo ayudar con las mates, ¿sabes? Ya voy por el álgebra.
—¿Ah,
sí, listillo? Pues a ver si es verdad.
—Pensándolo
mejor —replicó él—, me parece que no te voy a ayudar con las mates.
La
sonrisa de Eleanor lo volvía loco, por más maliciosa que fuera.
Intentaron
estudiar en la sala de estar, pero Josh quería ver la tele, así que se llevaron
las cosas a la cocina.
La
madre de Park les aseguró que por ella no había inconveniente; luego alegó que
tenía algo que hacer en el garaje. Mejor.
Eleanor
movía los labios cuando leía.
Park
le dio una puntapié suave por debajo de la mesa y luego le tiró bolitas de
papel a la cabeza. Casi nunca los dejaban solos y ahora que prácticamente lo
estaban, ansiaba su atención.
Le
cerró el libro de álgebra con el boli.
—¿De
qué vas?
Eleanor
intentó volver a abrirlo.
—No
—protestó Park, atrayéndolo hacia sí.
—Pensaba
que estábamos estudiando.
—Ya
lo sé —repuso Park—. Es que… estamos solos.
—Más
o menos.
—Pues
deberíamos hacer las cosas que se hacen a solas.
—Ahora
mismo me das miedo.
—Me
refiero a hablar.
Park
no sabía muy bien a qué se refería. Se quedó mirando la mesa. El libro de
álgebra de Eleanor estaba todo pintarrajeado; la letra de una canción se
entrelazaba con el título de otra. Park vio su nombre escrito en letra cursiva
(uno nunca pasa por alto su propio nombre), oculto entre el estribillo de un
tema de los Smiths.
Una
sonrisa se extendió por su rostro.
—¿Qué
pasa? —preguntó Eleanor.
—Nada.
—Qué
Park
volvió a mirar el libro. Pensaría en ello más tarde, cuando Eleanor se fuera a
su casa. Imaginaría a Eleanor sentada en clase, pensando en él y escribiendo el
nombre de Park con cuidado en un lugar que solo ella pudiera ver.
En
aquel momento, descubrió algo más. Era una inscripción tan pequeña como la
otra, escrita con el mismo cuidado, toda en minúsculas. eres una puta hueles a coño
—¿Qué?
—dijo Eleanor, tratando de arrebatarle el libro.
—¿Por
qué no me has dicho que seguía sucediendo?
—¿A
qué te refieres?
Park
no quería decirlo en voz alta, no quería señalar las palabras. No quería posar
los ojos en aquella frase.
—A
esto —dijo con un gesto vago.
Eleanor
miró… y de inmediato empezó a tachar el insulto con el boli. Estaba blanca como
el papel pero tenía el cuello congestionado.
—¿Por
qué no me lo has dicho? —repitió él.
—No
sabía que estaba ahí.
—Pensaba
que eso había terminado.
—¿Y
por qué lo pensabas?
¿Por
qué lo había pensado? ¿Porque ahora Eleanor estaba con él?
—Es
que… ¿por qué no me lo has contado?
—¿Y
por qué te lo iba a contar? —preguntó ella—. Es desagradable y embarazoso.
Eleanor
seguía rayando el libro. Park le cogió la muñeca.
—A
lo mejor te puedo ayudar.
—¿Ayudarme
cómo? —Eleanor empujó el libro hacia él—. ¿Quieres darle una patada?
—¿Sospechas
de alguien? —preguntó Park.
—¿Les
vas a dar una patada a los sospechosos?
—Puede…
—Pues
bien… —dijo Eleanor—, sospecho de todos los que me tienen manía.
—No
creo que sea cualquiera. Ha de ser alguien que tiene acceso a tus libros sin
que lo sepas.
Hacía
un momento, Eleanor estaba furiosa como una mona. Ahora parecía resignada, hundida
sobre la mesa con los dedos en las sienes.
—No
sé… —negó con la cabeza—. Tengo la impresión de que casi siempre aparecen los
días que hay clase de gimnasia.
—¿Dejas
los libros en los vestuarios?
Eleanor
se frotó los ojos con ambas manos.
—¿Te
estás haciendo el tonto adrede o qué? Eres el peor detective del mundo.
—¿Alguien
de la clase de gimnasia te tiene manía?
—Ja
—Eleanor no se había destapado la cara—. ¿Que si alguien de la clase de
gimnasia me tiene manía?
—Deberías
tomártelo en serio —la reprendió Park.
—No
—replicó ella con firmeza, cerrando los puños—. Estas son justo las cosas que
no debería tomarme en serio. Eso es exactamente lo que Tina y sus secuaces
quieren que haga. ¿Qué pasará si se dan cuenta de que me afecta? Que nunca me
dejarán en paz.
—¿Qué
tiene que ver Tina con esto?
—Tina
es la reina de las hordas que me odian.
—Tina
nunca haría algo tan horrible.
Eleanor
lo fulminó con la mirada.
—¿Lo
dices en serio? Tina es un monstruo. Si el demonio tuviera un hijo con la bruja
mala y lo rebozaran en crueldad rallada, el resultado sería Tina.
Park
pensó en la Tina que lo había delatado en el garaje y se burlaba de la gente en
el autobús… pero luego recordó las muchas veces que Steve se había metido con
él y Tina lo había defendido.
—Conozco
a Tina de toda la vida —objetó Park—. No es tan mala. Antes éramos amigos.
—No
os comportáis como amigos.
—Bueno,
ahora sale con Steve.
—¿Y
eso qué tiene que ver?
Park
consideró cómo responder a esa pregunta.
—¿Qué
tiene que ver?
Los
ojos de Eleanor se habían convertido en dos rendijas negras. Si le decía una
mentira, ella jamás se lo perdonaría.
—Ahora
ya nada —dijo—. Son bobadas… Tina y yo estuvimos saliendo cuando íbamos a
sexto. Aunque nunca fuimos a ninguna parte ni hicimos nada.
—¿Tina?
¿Saliste con Tina?
—En
sexto. No fue nada.
—Pero
¿erais novios? ¿Os dabais la mano?
—No
me acuerdo.
—¿La
besaste?
—Todo
eso da igual.
Pero
sí que importaba. Porque Eleanor lo estaba mirando como si no lo conociera. Le
hacía sentirse como un extraño. Park sabía que Tina tenía un ramalazo de
crueldad, pero también estaba seguro de que jamás llegaría tan lejos.
¿Y
qué sabía de Eleanor? Poca cosa. A menudo tenía la sensación de que ella no
quería que llegase a conocerla. Eleanor le inspiraba fuertes sentimientos, pero
¿qué sabía de ella en realidad?
—Tú
siempre escribes en minúsculas… —apenas hubo pronunciado las palabras, Park se
dio cuenta de que había metido la pata, pero siguió hablando de todos modos—.
¿No lo habrás escrito tú?
La
palidez de Eleanor mudó en un tono ceniciento, como si estuviera a punto de
desmayarse. Lo miró con la boca abierta.
Luego,
acto seguido, reaccionó. Empezó a amontonar los libros.
—Si
me diera por escribirme a mí misma una nota para llamarme puta asquerosa —dijo
sin inmutarse—, a lo mejor prescindía de las mayúsculas, tienes razón. Pero sin
duda habría puesto un punto. Soy una fanática de la puntuación.
—¿Qué
haces? —le preguntó Park.
Eleanor
negó con la cabeza y se levantó. A Park no se le ocurría manera humana de
detenerla.
—No
sé quién escribe esas cosas en mis libros —prosiguió ella con frialdad—, pero
acabo de averiguar por qué Tina me odia tanto.
—Eleanor…
—No
—dijo ella, con la voz quebrada—. No quiero seguir hablando.
Salió
de la cocina justo cuando la madre de Park volvía del garaje. La mujer lo miró
con una expresión que él empezaba a reconocer. «Pero ¿qué ves en esa blanca tan
rara?».
park
Por
la noche, tumbado en la cama, Park se imaginaba a Eleanor pensando en él y
escribiendo su nombre en el libro.
Seguramente
lo había tachado también.
Trató
de discernir por qué había defendido a Tina.
¿Por
qué le importaba tanto si Tina era buena o mala persona? Eleanor tenía razón,
Tina y él no eran amigos. Llevaban desde sexto sin hablar apenas.
Tina
le había pedido a Park para salir, y él había dicho que sí… porque era la chica
más popular de la clase. Salir con Tina suponía un capital social tan
importante que Park aún vivía de él.
Ser
el primer novio de Tina había impedido que Park se convirtiera en un marginado.
Aunque todos lo consideraban un bicho raro y nunca había encajado… No podían
llamarlo tarado ni amarillo ni marica porque… bueno, primero porque su padre
era un tiarrón y veterano de guerra, y además de todo eso se había criado en el
barrio. Segundo porque ¿en qué lugar habría dejado eso a Tina?
Y
Tina jamás había criticado a Park ni había fingido que nunca habían salido
juntos. De hecho… Bueno. De vez en cuando, tenía la sensación de que aún sentía
algo por él.
O
sea, de tanto en tanto aparecía por casa de Park fingiendo que había confundido
la cita con su madre para cortarse el pelo; y acababa en el cuarto del chico,
buscando temas de conversación.
La
noche del baile de bienvenida, cuando había acudido a peinarse, había pasado
por la habitación de Park para preguntarle qué le parecía el vestido azul sin
tirantes. Le había pedido que le retirara el pelo de la nuca, con el pretexto
de que se le había enredado con el collar.
Park
siempre fingía que no se percataba.
Steve
lo mataría si se liaba con Tina.
Además,
Park no quería enredarse con ella. No tenían nada en común —o sea, nada de
nada—, ni siquiera era el tipo de «nada» que puede resultar emocionante; se
aburrían juntos.
Ni
siquiera creía que Tina, en el fondo, se sintiera atraída por él. Más bien
quería que siguiera pendiente de ella. Y no tan en el fondo Park tampoco quería
que Tina pasara de él.
Era
agradable que la chica más popular del insti se te insinuara de vez en cuando.
Park
se puso boca abajo y hundió la cara en la almohada. Creía que había dejado de
importarle lo que la gente pensara de él. Pensaba que su amor por Eleanor era
prueba más que suficiente.
Por
desgracia, no paraba de encontrar nuevas vetas de banalidad en su interior. No
dejaba de idear nuevos modos de traicionarla.
31
eleanor
Solo
faltaba un día para las vacaciones de Navidad. Eleanor no fue a clase. Le dijo
a su madre que se encontraba mal.
park
Cuando
llegó a la parada del autobús el viernes por la mañana, Park estaba dispuesto a
disculparse. Pero Eleanor no apareció. Se le quitaron las ganas de pedir
perdón.
—¿Y
ahora qué? —preguntó en dirección a la casa de Eleanor.
¿Iban
a cortar por eso? ¿Iban a pasar tres semanas sin hablarse?
Sabía
que Eleanor no tenía la culpa de que en su casa no hubiera teléfono y que aquel
lugar era la Fortaleza de la Soledad pero… venga. Qué fácil le resultaba
desaparecer del mapa cada vez que le venía en gana.
—Lo
siento —dijo mirando su casa, en voz demasiado alta. En el jardín que Park
tenía detrás, un perro empezó a ladrar—. Lo siento —le susurró al animal.
El
autobús dobló la esquina y se paró. Tina lo miraba desde la ventanilla trasera.
Lo siento, pensó, ahora sin volver la
vista atrás.
eleanor
Como
Richie estaba en el trabajo, Eleanor no tenía que quedarse en su cuarto, pero
lo hizo de todos modos. Como un perro escondido en su caseta.
Se
le acabaron las pilas. Se le acabó la lectura…
Pasó
acostada tanto tiempo que cuando se levantó el domingo por la tarde para cenar,
se mareó. (Su madre le dijo que tendría que salir de la cripta, si tenía
hambre.) Eleanor se sentó en el sofá junto a Mouse.
—¿Por
qué lloras? —le preguntó el niño.
Sostenía
un burrito de judías que le goteaba por la camiseta y el suelo.
—No
lloro —dijo Eleanor.
Mouse
levantó el burrito para lamer las gotas.
—Sí
lloras.
Maisie
miró a Eleanor y luego devolvió la vista a la tele.
—¿Es
porque odias a papá? —preguntó Mouse.
—Sí
—dijo Eleanor.
—Eleanor
—la reprendió su madre, que salía de la cocina.
—No
—se corrigió Eleanor, negando con la cabeza—. Ya te lo he dicho, no lloro.
Volvió
a su cuarto y se acostó. Frotó la cara contra la almohada.
Nadie
la siguió para preguntarle qué le pasaba.
Tal
vez su madre se hubiera dado cuenta de que había perdido el derecho a hacerle
preguntas por toda la eternidad cuando la había mandado a casa de unos extraños
durante un año entero.
O
puede que le diese igual.
Eleanor
se tumbó de espaldas y cogió el agotado Walkman. Sacó la cinta y la sostuvo
contra la luz mientras hacía girar las ruedas con el dedo y miraba la letra de
Park, escrita en la etiqueta.
Never mind the Sex Pistols… Canciones
para Eleanor.
Park
pensaba que había sido ella misma quien había escrito aquellas groserías en sus
propios libros.
Y
se había puesto de parte de Tina contra ella. De Tina, nada menos.
Volvió
a cerrar los ojos y recordó aquel primer beso. Eleanor se había echado hacia
atrás y había separado los labios. Había creído a Park cuando le había dicho
que la consideraba especial.
park
Llevaban
ya una semana de vacaciones cuando el padre de Park le preguntó a su hijo si
Eleanor y él habían roto.
—Más
o menos —respondió Park.
—Es
una pena —dijo el hombre.
—¿Ah,
sí?
—Bueno,
debe de serlo, porque pareces un niño de cuatro años perdido en unos grandes
almacenes.
Park
suspiró.
—¿Y
no puedes pedirle que vuelva? —le preguntó su padre.
—Ni
siquiera quiere hablar conmigo.
—Ojalá
pudieras hablar de esto con tu madre. La única estrategia que conozco para
ligar es fardar de uniforme.
eleanor
Llevaban
ya una semana de vacaciones cuando la madre de Eleanor la despertó antes del
alba.
—¿Te
vienes de compras conmigo?
—No
—dijo Eleanor.
—Venga,
necesitaré ayuda para llevar las cosas.
La
madre de Eleanor tenía las piernas muy largas y caminaba a paso vivo. Ella se
veía forzada a corretear un poco para no quedarse atrás.
—Hace
frío —dijo.
—Ya
te he dicho que te pusieras un gorro.
También
le había sugerido que se pusiera calcetines, pero quedaban fatal con las Vans
de Eleanor.
La
caminata duró cuarenta minutos.
Cuando
llegaron a la tienda, la madre de Eleanor compró un cuerno de crema de oferta y
un café de veinticinco centavos para cada una. Eleanor se echó crema en polvo y
sacarina en el suyo. Luego siguió a su madre a la cubeta de saldos; tenía la
manía de ser la primera en rebuscar entre las cajas de cereales aplastadas y
las latas abolladas.
Después
se dirigieron a la tienda de segunda mano. Eleanor encontró un montón de
revistas Analog y se acomodó en el
sofá menos mugriento que encontró de la sección de muebles.
Cuando
llegó la hora de marcharse, la madre de Eleanor se acercó por detrás con una
gorra horripilante y se la plantó en la cabeza.
—Genial
—dijo Eleanor—. Ahora tendré piojos.
Se
sintió mejor de camino a casa. (Aquella, seguramente, había sido la finalidad
de aquel viaje.) Seguía haciendo frío, pero brillaba el sol y la madre de
Eleanor tarareaba una canción de Joni Mitchell sobre nubes y circos.
Eleanor
estuvo a punto de contárselo todo.
De
hablarle de Park, de Tina, del autobús y de la pelea, acerca de aquel lugar
entre la casa de los abuelos de Park y la autocaravana.
Las
palabras le quemaban la garganta, como si tuviera una bomba a punto de estallar
—o un tigre a punto de saltar— en la base de la lengua. Le costó tanto
guardárselas para sí que se le saltaron las lágrimas.
Las
bolsas de plástico se le clavaban en las palmas. Eleanor negó con la cabeza y
tragó saliva.
park
Una
mañana, Park se dedicó a pasar en bici por delante de la casa de Eleanor una y
otra vez hasta que la camioneta del padrastro partió y un niño salió a jugar en
la nieve.
Era
el mayor, Park no recordaba su nombre. El chico subió las escaleras a toda
prisa cuando Park se detuvo delante de la vivienda.
—Eh,
espera —lo llamó Park—. Perdona, oye… ¿está tu hermana dentro?
—¿Maisie?
—No,
Eleanor…
—No
te lo pienso decir —replicó el niño mientras se metía corriendo en casa.
Park
se dio impulso y se alejó pedaleando.
32
eleanor
La
caja con la piña llegó en Nochebuena. A juzgar por la reacción de los hermanos,
cualquiera habría pensado que el mismísimo Papá Noel había aparecido en persona
con un saco de regalos para cada uno.
Maisie
y Ben ya se estaban peleando por la caja. Maisie la quería para las Barbies.
Ben no tenía nada que guardar, pero Eleanor albergaba la esperanza de que se la
quedase él.
Ben
acababa de cumplir doce años y Richie había declarado que se había hecho
demasiado mayor para compartir dormitorio con chicas y niños pequeños. Trajo a
casa un colchón y lo llevó al sótano. Ahora Ben tenía que dormir allí abajo,
con el perro y las pesas de Richie.
En
la otra casa, Ben no bajaba al sótano ni para hacer la colada; y eso que aquel
no tenía humedades y estaba casi acabado. Ben tenía miedo de los ratones, de
los murciélagos, de las arañas y de cualquier cosa que empezara a moverse en
cuanto apagabas la luz. Richie ya le había gritado dos veces por tumbarse a
dormir en lo alto de las escaleras.
La
piña llegó con una carta del tío y de su esposa. La madre de Eleanor fue la
primera en leerla, y se emocionó mucho.
—Oh,
Eleanor —exclamó nerviosa—. Geoff quiere que vayas a visitarlos en verano. Dice
que la universidad de la zona organiza un campamento para los estudiantes de
secundaria que sacan buenas notas…
Antes
de que Eleanor pudiera considerar siquiera lo que aquello implicaba —Saint
Paul, un campamento donde nadie la conocía, pero también sin Park—, Richie
empezó a poner pegas.
—No
puedes enviarla sola a Minnesota.
—Mi
hermano vive allí.
—¿Y
él qué sabe de adolescentes?
—Ya
sabes que yo vivía con él cuando iba al instituto.
—Sí,
y te quedaste embarazada.
Ben
se había tumbado encima de la caja y Maisie le daba patadas a su hermano en la
espalda. Los dos gritaban.
—Es
una puta caja —gritó Richie—. De haber sabido que queríais cajas para Navidad,
me habría ahorrado una pasta.
Aquella
explosión hizo callar a todo el mundo. Nadie esperaba que Richie comprara
regalos de Navidad.
—Tendría
que haber esperado a mañana —dijo—, pero estoy harto de esto.
Se
llevó un cigarrillo a la boca y se puso las botas. Lo oyeron abrir la
portezuela de la camioneta. Poco después llegó con una gran bolsa de los grandes
almacenes. Empezó a tirar cajas al suelo.
—Mouse
—dijo.
Un
camión monstruo con control remoto.
—Ben.
Un
gran circuito de coches.
—Maisie…
para ti, porque te gusta cantar.
Richie
sacó un teclado, un teclado electrónico de verdad. Seguro que no era de marca
ni nada, pero aun así. No lo tiró al suelo. Se lo tendió a Maisie.
—Y
para el pequeño Richie… ¿Dónde está el pequeño Richie?
—Está
haciendo la siesta —dijo la madre de Eleanor.
Richie
se encogió de hombros y tiró al suelo un oso de peluche. La bolsa estaba vacía,
y Eleanor respiró aliviada.
Entonces
Richie se sacó un billete de la cartera y se lo tendió a Eleanor.
—Toma,
Eleanor, cógelo. Cómprate algo de ropa normal.
Eleanor
miró a su madre, que lo observaba todo con cara de póquer desde la puerta de la
cocina. Luego se acercó a coger el dinero. Era un billete de cincuenta dólares.
—Gracias
—dijo en el tono más neutro posible.
A
continuación se sentó en el sofá. Los niños ya estaban abriendo sus regalos.
—Gracias,
papá —repetía Mouse—. ¡Jo, gracias, papá!
—Claro
—dijo Richie—. De nada. Esto son unas Navidades como Dios manda.
Richie
se quedó en casa todo el día viendo a los niños jugar con sus regalos. A lo
mejor el Broken Rail no abría en Nochebuena. Eleanor se encerró en su cuarto
para alejarse de él (y del teclado nuevo de Maisie).
Estaba
harta de añorar a Park. Quería verlo. Aunque la considerara una pervertida
psicópata que se escribía a sí misma amenazas mal puntuadas. Aunque se hubiera
pasado la adolescencia morreándose con Tina. Nada de todo aquello era tan
terrible como para quitarle las ganas de ver a Park. (¿Qué atrocidad tendría
que cometer para que las perdiera?, se preguntó.)
A
lo mejor debería plantarse en su casa en ese mismo instante y fingir que no había
pasado nada. Y de no haber sido Navidad, tal vez lo hubiera hecho. ¿Por qué ni
siquiera Dios estaba de su parte?
Más
tarde, la madre de Eleanor entró en su cuarto para decirle que se iban al
supermercado a comprar víveres para la cena de Navidad.
—Saldré
a echar un vistazo a los niños —dijo Eleanor.
—Richie
quiere que vayamos todos —le explicó la mujer, sonriendo—, en familia.
—Pero
mamá…
—Nada
de «peros», Eleanor —le advirtió su madre con suavidad—. No estropees un día
estupendo.
—Venga,
mamá… Se ha pasado todo el día bebiendo.
La
mujer negó con la cabeza.
—Richie
está perfectamente, nunca ha tenido problemas con el coche.
—¿Me
estás diciendo que como está acostumbrado a conducir borracho no tengo que
preocuparme?
—No
soportas vernos contentos, ¿verdad? —preguntó la madre de Eleanor con rabia
contenida—. Mira —prosiguió en un tono más suave—, ya sé que estás pasando por…
—miró a Eleanor y volvió a negar con la cabeza— lo que sea. Pero el resto de la
familia está pasando un gran día. Todos los demás nos merecemos disfrutar.
»Somos
una familia, Eleanor. Todos. También Richie. Y lamento que eso te haga tan
infeliz. Lamento que las cosas no siempre sean de tu agrado… Pero es la vida
que tenemos. No puedes continuar enfadada por toda la eternidad. No puedes
seguir haciendo lo posible por hundir a esta familia. No te dejaré.
Eleanor
apretó los dientes.
—Tengo
que pensar en todo el mundo —siguió diciendo la madre—. ¿Lo entiendes? Tengo
que pensar en mí misma. Dentro de pocos años, tú te marcharás de casa, pero
Richie es mi marido.
Hablaba
casi con sentido común, pensó Eleanor. Si no supieras de antemano que toda
aquella sensatez se apoyaba en un delirio.
—Levántate
—le dijo a Eleanor su madre— y ponte el abrigo.
Tras
ponerse el abrigo y el gorro nuevo, Eleanor acompañó a sus hermanos y hermanas
a la caja del Isuzu.
Cuando
llegaron al supermercado, Richie aguardó en el coche mientras todos los demás
entraban. Nada más perderlo de vista, Eleanor puso el billete arrugado de cincuenta
dólares en la mano de su madre.
Ella
no le dio las gracias.
park
Habían
salido a comprar la cena de Navidad y estaban tardando siglos porque a la madre
de Park la ponía muy nerviosa cocinar para la abuela.
—¿Qué
relleno prefiere? —preguntó.
—El
precocinado de Pepperidge Farm —respondió Park, que estaba usando el carrito
como patinete.
—¿Clásico
o pan de maíz?
—No
sé, el clásico.
—Si
no sabes, mejor no dices nada… Mira —indicó la madre de Park a la vez que
miraba por encima del hombro de su hijo—. Allí está tu Eleanor.
E-la-no.
Park
se dio media vuelta y vio a Eleanor de pie junto al expositor de la carne con
sus cuatro hermanos, todos pelirrojos. (Solo que ninguno de ellos tenía el pelo
tan rojo como Eleanor. Nadie lo tenía como ella.)
Una
mujer se acercó al carro y metió un pavo.
Debe de ser la madre de Eleanor, pensó
Park. Era idéntica a ella. Pero más angulosa y con más sombras. Como Eleanor,
pero más alta. Como Eleanor, pero cansada. Como Eleanor después del declive.
La
madre de Park también los estaba mirando.
—Mamá,
vamos —susurró Park.
—¿No
vas a saludar? —preguntó ella.
Park
negó con la cabeza, pero no se movió del sitio. No creía que a Eleanor le
hiciera gracia y, aunque así fuera, no quería meterla en líos. ¿Y si su
padrastro andaba por allí?
Eleanor
parecía distinta, más apagada que de costumbre. No llevaba ningún adorno en el
cabello ni trapos atados a las muñecas…
Seguía
estando preciosa. Los ojos de Park la echaban tanto de menos como el resto de sí
mismo. Quería correr hacia ella para decírselo: disculparse con ella y
confesarle lo mucho que la necesitaba.
Eleanor
no le vio.
—Mamá
—volvió a susurrar Park—. Vamos.
Park
pensó que su madre haría algún comentario crítico en el coche, pero la mujer
guardó silencio. Cuando llegaron a casa, dijo que estaba cansada. Le pidió a
Park que metiera la compra y se pasó el resto de la tarde en su habitación con
la puerta cerrada.
Hacia
la hora de la cena, el padre de Park fue a preguntarle a su mujer qué tal se
encontraba. Una hora después, cuando por fin salieron los dos del dormitorio,
el hombre anunció que irían a cenar a Pizza Hut.
—¿En
Nochebuena? —protestó Josh.
Siempre
preparaban gofres y veían películas en Nochebuena. Ya habían alquilado Billy el Defensor.
—Al
coche —ordenó el hombre.
La
madre de Park tenía los ojos enrojecidos y no se molestó en retocarse el
maquillaje antes de salir.
Cuando
volvieron a casa, Park se dirigió directamente a su habitación. Quería estar a
solas para pensar en su encuentro con Eleanor. Sin embargo, su madre entró unos
minutos después. Se sentó en la cama sin provocar ni una ola en el colchón.
Le
tendió un regalo de Navidad.
—Es…
para tu Eleanor —dijo—. De mi parte.
Park
miró el regalo. Lo cogió pero negó con la cabeza.
—No
sé si tendré la ocasión de dárselo.
—Tu
Eleanor —afirmó la mujer— procede de gran familia.
Park
agitó el regalo con suavidad.
—Yo
procedo de gran familia —continuó su madre—. Tres hermanas pequeñas. Tres
hermanos pequeños.
Tendió
la mano y la movió como si fuera tocando cabezas sucesivamente.
Se
había tomado un refresco de vino con la cena y se le notaba. Casi nunca hablaba
de Corea.
—¿Cómo
se llamaban? —preguntó Park.
La
madre de Park devolvió la mano al regazo.
—En
grandes familias —dijo—, todo… todo se hace muy fino. Como papel, ¿sabes? —hizo
un gesto como de romper un papel—. ¿Entiendes?
Dos
refrescos de vino quizás.
—No
estoy seguro —respondió Park.
—Nadie
tiene bastante —dijo—. Nadie tiene lo que necesita. Siempre tienes hambre, el
hambre se mete en tu cabeza —se tocó la frente—. ¿Entiendes?
Park
no sabía qué decir.
—Tú
no entiendes —concluyó ella, meneando la cabeza de lado a lado—. Es mejor tú no
entiendes. Lo siento.
—No
lo sientas —dijo Park.
—Siento
cómo he recibido a tu Eleanor.
—Mamá,
no pasa nada. Tú no tienes la culpa.
—Me
parece que no explico esto bien.
—No
pasa nada, Mindy —intervino el padre de Park desde el umbral—. Ven a dormir,
cariño —se acercó a la cama de Park y ayudó a su esposa a levantarse. Luego la
rodeó con el brazo como si quisiera protegerla —. Tu madre solo quiere que seas
feliz —le dijo a Park—. No te rajes a nuestra costa.
La
madre de Park frunció el ceño, como si no supiera si aquel comentario contaba
como palabrota.
Park
esperó hasta que la televisión dejó de oírse en el dormitorio de sus padres.
Luego aguardó media hora más. Transcurrido ese rato, cogió el abrigo y salió
por la puerta trasera, que estaba situada en la otra punta de la casa.
Corrió
hasta llegar al final del callejón.
Eleanor
dormía a dos pasos de allí.
Vio
la camioneta del padrastro aparcada en el camino de entrada. Quizás fuera una
suerte; Park no quería que llegara mientras él estaba allí plantado, frente al
porche. Las luces estaban apagadas, por lo que Park podía ver, y no parecía que
el perro anduviese cerca…
Subió
la escalera sin hacer el menor ruido.
Sabía
cuál era la habitación de Eleanor. Ella le había dicho una vez que dormía junto
a la ventana, y recordaba que ocupaba la litera de arriba. Se quedó junto al
cristal, pegado a la pared para no proyectar ni una sombra. Golpearía la hoja
con suavidad y, si alguien que no era Eleanor se asomaba, correría como alma
que lleva el diablo.
Park
llamó a la ventana. Nada. La cortina, la sábano o lo que fuera no se movió.
Eleanor
debía de estar dormida. Volvió a golpear el cristal, con más fuerza esta vez, y
se dispuso a salir pitando. Alguien apartó una pizca el lateral de la sábana,
pero Park no vio quién era.
¿Debía
echar a correr? ¿Esconderse?
Se
colocó delante de la ventana. La sábana se desplazó aún más. Park vio el rostro
de Eleanor. Parecía aterrorizada.
—Vete
—vocalizó sin voz.
Él
negó con la cabeza.
—Vete
—volvió a vocalizar. Luego señaló a lo lejos—. Al colegio —dijo o, como mínimo,
eso le pareció a Park.
Echó
a correr.
eleanor
Cuando
oyó ruidos, Eleanor solo atinó a pensar que, si alguien entraba en casa por su
ventana, ¿cómo escaparía para llamar a emergencias?
Aunque
seguro que, después de lo sucedido la última vez, la policía ni siquiera se
molestaba en acudir. Eso sí, despertaría al capullo de Gil y se comería sus
malditos brownies.
Park
era la última persona que se esperaba encontrar al otro lado del cristal.
Cuando
lo vio, el corazón se le desbocó en el pecho. Conseguiría que los matasen a los
dos. En aquella casa se habían repartido tiros por mucho menos.
En
cuanto Park desapareció, Eleanor echó de la cama a aquel estúpido gato y, a
oscuras, se puso el sujetador y las deportivas. Llevaba una camiseta grande y
unos viejos pantalones de pijama de su padre. Tenía el abrigo en la salita, así
que cogió un jersey.
Maisie
se había quedado dormida delante de la tele, de modo que no le costó nada bajar
a la litera inferior y salir por la ventana.
Esta vez me va a matar a palos, pensó
Eleanor mientras cruzaba el porche de puntillas. Richie pasaría la mejor
Navidad de su vida.
Park
la esperaba sentado en la escalera del colegio. Justo en el sitio donde se
habían sentado a leer Watchmen
aquella noche. En cuanto la vio, se levantó y echó a correr hacia ella. Echó a
correr, literalmente.
Corrió
hacia ella y le tomó el rostro entre las manos. Antes de que Eleanor pudiera
negarse, la besó. Y Eleanor le devolvió el beso sin pararse a pensar que había
decidido no volver a besar a nadie nunca, y menos a él, después de todo lo que
la había hecho sufrir.
Eleanor
estaba llorando y también Park. Cuando ella le cogió la cara a su vez, advirtió
que tenía las mejillas mojadas. Y calientes. Qué cálido era.
Echó
la cabeza hacia atrás y lo besó como nunca lo había hecho. Al cuerno la
inexperiencia.
Park
la apartó para decirle cuánto lo sentía, pero Eleanor hizo un gesto negativo
con la cabeza, porque si bien quería que se disculpase, aún deseaba más que la
besase.
—Perdóname,
Eleanor —Park pegó el rostro al de ella—. Estaba equivocado en todo. En todo.
—Yo
también lo siento —dijo Eleanor.
—¿Qué?
—Haberme
enfadado tanto contigo.
—No
pasa nada —la tranquilizó Park—. A veces me gusta.
—Pero
no siempre.
Él
negó con la cabeza.
—Ni
siquiera sé por qué lo hago —explicó Eleanor.
—Da
igual.
—Pero
no lamento haberme enfadado por lo de Tina.
Park
apretó la frente contra la de Eleanor con tanta fuerza que se hizo daño.
—Ni
siquiera pronuncies su nombre —dijo—. Ella no es nada y tú lo eres… todo. Lo
eres todo para mí, Eleanor.
Volvió
a besarla. Eleanor abrió los labios.
Se
quedaron allí hasta que Park ya no pudo calentarle las manos. Hasta que a
Eleanor se le entumecieron los labios del frío y los besos.
Park
quería acompañarla a casa, pero ella le dijo que hacerlo sería suicida.
—Ven
a mi casa mañana —propuso él.
—No
puedo. Es Navidad.
—Pues
pasado mañana entonces.
—Pasado
mañana —accedió Eleanor.
—Y
al otro.
Ella
se echó a reír.
—A
tu madre no le hará gracia. Me parece que no le caigo bien.
—Te
equivocas —arguyó Park—. Ven.
Eleanor
subía las escaleras de entrada cuando le oyó susurrar su nombre. Se volvió,
pero las sombras lo ocultaban.
—Feliz
Navidad —dijo Park.
Ella
sonrió, pero no respondió.
33
eleanor
La
mañana de Navidad, Eleanor durmió hasta el mediodía, hasta que su madre entró y
la despertó.
—¿Te
encuentras bien? —le preguntó.
—Tengo
sueño.
—Pareces
resfriada.
—¿Eso
quiere decir que puedo seguir durmiendo?
—Supongo
que sí. Eleanor… —la mujer dio unos pasos hacia ella y bajó la voz—. Voy a
hablar con Richie sobre lo de este verano. Creo que podré convencerlo de que te
deje ir al campamento.
Eleanor
abrió los ojos.
—No.
No, no quiero ir.
—Pero
pensaba que estabas deseando salir de aquí.
—No
—repitió la hija—. No quiero tener que dejaros a todos… otra vez —se sintió una
imbécil integral al pronunciar la frase, pero diría lo que hiciera falta con
tal de no separarse de Park durante el verano. (Aunque lo más probable era que
a esas alturas ya se hubiera cansado de ella)—. Quiero quedarme en casa —dijo.
Su
madre asintió.
—Vale
—accedió—. Entonces no lo mencionaré. Pero si cambias de idea…
—No
lo haré —le aseguró Eleanor.
Cuando
la madre de Eleanor salió del dormitorio, ella fingió que se volvía a dormir.
park
La
mañana de Navidad, Park durmió hasta el mediodía, hasta que Josh lo roció con
agua de un pulverizador de la peluquería.
—Dice
papá que, si no te levantas, dejará que me quede con todos tus regalos.
Park
golpeó a Josh con una almohada.
Los
demás lo estaban esperando, y el aroma del pavo asado se filtraba por toda la
casa. La abuela de Park quería que abriera su regalo en primer lugar: otra
camisa con la inscripción: «Bésame, soy irlandés». Le había comprado una talla
más que la del año pasado, así que le iría una talla grande.
Sus
padres le dieron una tarjeta regalo de cincuenta dólares para la tienda de
punk-rock Drastic Plastic. (A Park le sorprendió que se les hubiera ocurrido.
También le sorprendió que Drastic Plastic vendiera tarjetas regalo. No era muy
punk, que digamos.)
También
le regalaron dos jerséis negros que no estaban mal, agua de colonia Avon en un
frasco en forma de guitarra eléctrica y un llavero vacío que su padre se
encargó de exhibir.
El
decimosexto cumpleaños de Park había quedado atrás y ya ni siquiera le
importaba sacarse el carné para ir a clase. No pensaba renunciar al único rato
en que la compañía de Eleanor estaba garantizada.
Ella
ya le había dicho que, por muy alucinante que hubiera sido la noche anterior —y
ambos estaban de acuerdo en que había sido alucinante— no podía correr el
riesgo de volverse a escapar.
—Mis
hermanos podrían haber despertado (aún podrían despertar), y se chivarían. No
tienen muy claras sus lealtades.
—Pero
si no haces ruido…
Fue
entonces cuando Eleanor le reveló que compartía cuarto con sus hermanos. Con
todos. En un dormitorio del tamaño del de Park, le explicó ella, sin contar la
cama de agua.
Estaban
sentados contra la puerta trasera del colegio, en una pequeña alcoba que no se
veía desde la calle a menos que te fijaras bien, al resguardo de la nieve que
caía. Se colocaron el uno al lado del otro, mirándose y con las manos
entrelazadas.
Ya
nada se interponía entre ellos. Ni el egoísmo ni las estupideces les
arrebataban espacio.
—Así
pues, ¿tienes dos hermanos y dos hermanas?
—Tres
hermanos y una hermana.
—¿Cómo
se llaman?
—¿Por
qué?
—Por
curiosidad —respondió Park—. ¿Es información confidencial?
Eleanor
suspiró.
—Ben,
Maisie…
—¿Maisie?
—Sí.
Luego está Mouse… Jeremiah. Tiene cinco años. Y el nene. El pequeño Richie.
Park
se echó a reír.
—¿Lo
llamáis «pequeño Richie»?
—Bueno,
su padre es el «gran Richie», aunque tampoco es que sea muy grande…
—Ya
lo sé pero ¿pequeño Richie? ¿Como Little Richard? ¿El de «Tutti-Frutti»?
—Ay,
madre, no lo había pensado. ¿Por qué nunca se me habrá ocurrido?
Park
atrajo las manos de Eleanor contra su pecho. Aún no se había atrevido a tocarla
por debajo de la barbilla o por encima del codo. No creía que ella lo detuviese
si lo intentaba, pero ¿y si lo hacía? Sería horrible. En cualquier caso, se
conformaba con la cara y las manos.
—¿Os
lleváis bien?
—A
veces… Están todos locos.
—¿Cómo
va a estar loco un niño de cinco años?
—¿Quién,
Mouse? Es el peor de todos. Siempre lleva un martillo o una bomba o algo en el
bolsillo trasero, y se niega a ponerse camisa.
Park
se rio.
—¿Y
Maisie? ¿Por qué está loca?
—Pues
verás, es mala. Eso para empezar. Y pelea como una barriobajera. En plan
«quítate los pendientes».
—¿Cuántos
años tiene?
—Ocho.
No, nueve.
—¿Y
Ben?
—Ben…
—Eleanor desvió la mirada—. Ya has visto a Ben. Tiene casi la edad de Josh.
Necesita un corte de pelo.
—¿Y
Richie también los odia?
Eleanor
le empujó las manos.
—¿Por
qué quieres hablar de esto?
Park
se las empujó a su vez.
—Porque…
es tu vida. Porque me interesa. Pones un montón de barreras absurdas, como si
solo me dejaras acceder a una pequeña parte de ti.
—Sí
—dijo Eleanor, cruzándose de brazos—. Barreras. Cinta de seguridad. Te estoy
haciendo un favor.
—Pues
no lo hagas —replicó él—. Podré soportarlo —Park trató de borrarle el ceño con
el pulgar—. Los secretos fueron la causa de esta estúpida pelea.
—Los
secretos sobre tu malvada exnovia. Yo no tengo malvados ex nada.
—¿Richie
también odia a tus hermanos?
—Deja
de pronunciar su nombre.
Eleanor
lo dijo en susurros.
—Lo
siento —susurró Park a su vez.
—Me
parece que odia a todo el mundo.
—A
tu madre, no.
—Sobre
todo a ella.
—¿La
trata mal?
Eleanor
puso los ojos en blanco y se frotó la mejilla con la manga del pijama.
—Ejem.
Sí.
Park
volvió a cogerle las manos.
—¿Por
qué no se marcha?
Ella
negó con la cabeza.
—No
creo que pueda… No creo que quede gran cosa de ella.
—¿Le
tiene miedo? —preguntó Park.
—Sí…
—¿Y
tú le tienes miedo?
—¿Yo?
—Ya
sé que temes que te eche de casa pero ¿le tienes miedo a él?
—No
—Eleanor levantó la barbilla—. No… Solo tengo que ser cuidadosa, ¿sabes? Mientras
no me interponga en su camino, todo va bien. Solo tengo que ser invisible.
Park
sonrió.
—¿Qué?
—preguntó ella.
—Tú.
Invisible.
Eleanor
sonrió también. Park le soltó las manos y le tomó la cara. Tenía las mejillas
frías, los ojos insondables en la oscuridad.
Park
solo la veía a ella.
Al
final, hacía demasiado frío para permanecer a la intemperie. Tenían la boca
helada, por fuera y por dentro.
eleanor
Richie
declaró que Eleanor tendría que salir de su cuarto para la cena de Navidad.
Bueno. Era verdad que se estaba resfriando. Como mínimo, nadie pensaría que se
había pasado el día echándole cuento.
La
cena fue alucinante. La madre de Eleanor cocinaba de maravilla cuando disponía
de materia prima. (Aparte de las judías, claro.)
Comieron
pavo relleno y puré de patatas rebosante de eneldo y mantequilla. Para postre
había pudin de arroz y galletas a la pimienta, dos dulces que la mujer siempre
reservaba para la Navidad.
O
como mínimo los reservaba antes, cuando cocinaba todo tipo de platos durante el
resto del año. Los más pequeños no sabían lo que se perdían. Cuando Eleanor y
Ben eran niños, su madre usaba el horno constantemente. Eleanor llegaba a casa
del cole y siempre encontraba galletas recién hechas en la cocina. Y tomaban un
desayuno de verdad por las mañanas… Huevos con beicon, tortitas con salchichas
o avena con crema y azúcar moreno.
En
aquel entonces, Eleanor solía pensar que estaba gorda a causa de tanto
banquete. Pero se equivocaba. Ahora se moría de hambre a diario y seguía siendo
inmensa.
La
noche de Navidad comieron como si fuera su última cena, y de hecho lo sería, al
menos durante un tiempo. Ben se zampó las dos patas del pavo y Mouse, un plato
entero de puré de patatas.
Richie
llevaba todo el día bebiendo, así que estaba la mar de contento. Se reía mucho,
con fuertes carcajadas. En verdad, no podías alegrarte de su buen humor, porque
era de esos que no presagian nada bueno. Todos esperaban que saltase de un
momento a otro.
Y
lo hizo, en cuanto supo que no había pastel de calabaza.
—¿Qué
cojones es esto? —exclamó, dejando caer la cuchara en el risalamande.
—Pudin
de leche —respondió Ben, medio atontado de tanta comida.
—Ya
sé que es pudin de leche —replicó Richie—. ¿Dónde está el pastel de calabaza,
Sabrina? —gritó en dirección a la cocina—. Te pedí que prepararas una auténtica
cena de Navidad. Te di dinero para poder disfrutar una cena de Navidad como
Dios manda.
La
madre de Eleanor se quedó plantada en la puerta de la cocina. Aún no se había
sentado a comer.
—Es…
Es un postre tradicional danés, típico de
las Navidades, pensó Eleanor. Mi
abuela lo preparaba, y la abuela de mi abuela, y es mucho mejor que el pastel
de calabaza. Es especial.
—Es
que… he olvidado comprar calabaza —se disculpó la mujer.
—¿Cómo
es posible que hayas olvidado comprar una puta calabaza el día de Navidad?
—gritó Richie, que arrojó a lo lejos el cuenco de pudin. Se estrelló contra la
pared, junto a su esposa, y lo llenó todo de grandes pegotes.
Todos
los presentes salvo Richie guardaban silencio.
El
hombre se levantó de la silla tambaleándose.
—Voy
a comprar pastel de calabaza… para que esta puta familia pueda celebrar una
auténtica cena de Navidad.
Se
dirigió a la puerta trasera.
En
cuanto oyeron que la camioneta arrancaba, la madre de Eleanor recogió el cuenco
con lo que quedaba del pudin y añadió la parte superior del montón que había en
el suelo.
—¿Quién
quiere salsa de cerezas? —preguntó.
Todos
quisieron.
Eleanor
limpió los restos del estropicio y Ben encendió la tele. Vieron El Grinch, Frosty el muñeco de nieve y Cuento
de Navidad.
Hasta
su madre se sentó a ver películas con ellos.
Eleanor
pensó, sin poder evitarlo, que al fantasma de las Navidades pasadas le
horrorizaría aquella situación si apareciese por allí. Pero Eleanor se fue a
dormir satisfecha y feliz.