Eleanor & Park - Rainbow Rowell (Parte 2)

Parte 2

34

 

 

            eleanor
            La madre de Park no dio muestras de sorpresa al ver a Eleanor al día siguiente. Debían de haberla avisado de que iría.
            —Eleanor —la saludó la mujer—. Feliz Navidad. Entra.
            Cuando Eleanor pasó a la sala de estar, Park acababa de salir de la ducha. Sin saber por qué, eso la incomodó. Park llevaba el pelo mojado y la camiseta algo pegada al cuerpo. Estaba encantado de verla. Eso era evidente. (Y bonito.)
            Eleanor no sabía qué hacer con el regalo que había traído para él, así que cuando Park se acercó, se lo plantó delante.
            El chico sonrió, sorprendido.
            —¿Esto es para mí?
            —No —dijo Eleanor—, es… —no se le ocurrió ninguna respuesta ingeniosa—. Sí, es para ti.
            —No tenías que traerme nada.
            —Y no es nada. De verdad.
            —¿Puedo abrirlo?
            Eleanor seguía sin discurrir nada gracioso, así que asintió. Por suerte, la familia del chico estaba en la cocina, de modo que nadie los estaba mirando.
            El regalo iba envuelto en papel de carta. El papel de carta favorito de Eleanor, con dibujos de hadas y flores a la acuarela.
            Park retiró el papel con cuidado y miró el libro. Era El guardián entre el centeno. Una edición muy rara. Eleanor había decidido dejarle la camisa porque era bastante bonita, aunque llevaba el precio de la tienda de segunda mano escrito con lápiz de cera.
            —Ya sé que es un poco pretencioso —se excusó—. Te iba a regalar La colina de Watership, pero trata de conejos y no a todo el mundo le gusta leer sobre conejos…
            Park miró el libro sonriendo. Por un horrible instante, Eleanor pensó que iba a mirar el interior. No quería que leyera la dedicatoria. (No delante de ella.)
            —¿Es tuyo?
            —Sí, pero ya lo he leído.
            —Gracias —dijo Park, encantado. Cuando estaba muy contento, los ojos se le hundían dentro de las mejillas—. Muchas gracias.
            —De nada —respondió Eleanor mirando al suelo—. Ahora no vayas a matar a John Lennon o algo parecido.
            —Ven aquí —dijo él cogiéndola por la chaqueta para atraerla hacia sí.
            Eleanor lo siguió a su habitación pero se detuvo a la puerta como si hubiera una verja invisible. Park dejó el libro sobre la cama y cogió dos cajitas de un estante. Ambas estaban envueltas en papel de regalo con motivos navideños y decoradas con grandes lazos rojos.
            Caminó hacia el umbral y se detuvo frente a Eleanor. Ella se apoyó de espaldas contra el marco.
            —Este es de mi madre —dijo él tendiéndole una caja—. Es perfume. Por favor, no te lo pongas —desvió la vista un instante y luego volvió a mirarla—. Este es mío.
            —No tenías que hacerme un regalo —protestó Eleanor.
            —No seas tonta.
            Como ella no lo cogía, Park le tomó la mano y le puso la caja en la palma.
            —Quería regalarte algo que pudiera pasar desapercibido —explicó a la vez que se apartaba el flequillo de la cara—. Para que no tuvieras que darle explicaciones a tu madre… Había pensado en comprarte un boli muy bonito, pero luego…
            La miró mientras ella abría el regalo. Eleanor estaba tan nerviosa que rompió el papel sin querer. Park se lo cogió y ella abrió una cajita gris.
            Contenía un colgante. Una fina cadena con un pequeño pensamiento de plata.
            —Si no te lo puedes quedar, lo entenderé —dijo Park.
            Eleanor no habría debido aceptarlo, pero deseaba quedárselo.
             
             
            park
            Tonto. Habría debido regalarle el boli. Las joyas son tan llamativas… y personales. Precisamente por eso la había comprado. No podía regalarle a Eleanor un bolígrafo. Ni un punto de libro. Un punto de libro no expresaba lo que sentía por ella.
            Park había gastado en el collar casi todo el dinero que tenía ahorrado para el equipo del coche. Lo había encontrado en una joyería del centro comercial a la que solía ir la gente a probarse anillos de boda.
            —He guardado el tique —dijo.
            —No —repuso Eleanor, alzando la vista hacia él. Parecía nerviosa, pero Park no sabía si en el buen sentido o en el malo—. No. Es precioso. Gracias.
            —¿Te lo pondrás? —preguntó Park.
            Ella asintió.
            Park le recogió el pelo y se lo sostuvo por la parte de la nuca. Hacía esfuerzos por controlarse.
            —¿Ahora?
            Eleanor lo miró a los ojos y luego volvió a asentir. Park sacó el colgante de la caja y se lo abrochó con cuidado al cuello. Tal como había imaginado cuando lo compró. Puede que lo hubiera comprado por eso. Para experimentar la sensación de posar unas manos cálidas en su nuca, debajo del pelo. Recorrió la cadena con los dedos y le dejó caer el colgante sobre la garganta.
            Ella se estremeció.
            Park quería tirar de aquella cadena, atraerla a su pecho y anclarla allí.
            Apartó las manos con timidez y apoyó la espalda en el marco a su vez.
             
             
            eleanor
            Estaban sentados en la cocina, jugando a las cartas. Al rápido. Eleanor enseñó a jugar a Park. Le ganó las primeras partidas pero enseguida perdió rapidez. (Maisie también ganaba a Eleanor después de unas cuantas partidas.)
            Preferían jugar a las cartas en la cocina, aunque la madre de Park estuviera presente, a quedarse en la sala pensando en todas las cosas que harían si estuvieran solos.
            La madre de Park le preguntó a Eleanor qué tal le había ido la Navidad y esta respondió que muy bien.
            —¿Qué cenasteis? —preguntó la mujer—. ¿Pavo o jamón?
            —Pavo —respondió Eleanor— con patatas al eneldo. Mi madre es danesa.
            Park dejó de jugar para mirarla. Ella le hizo una mueca. «Sí, soy danesa, qué pasa», le habría dicho de no haber estado la otra delante.
            —Por eso tienes ese precioso pelo rojo —comentó la madre de Park en plan muy entendida.
            Park sonrió. Eleanor puso los ojos en blanco.
            Cuando la mujer salió a hacer un recado para los abuelos de Park, él le dio a Eleanor un puntapié por debajo de la mesa. Iba descalzo.
            —No sabía que fueras danesa —dijo.
            —Ahora que ya no tenemos secretos el uno para el otro, ¿vamos a tener siempre conversaciones tan fantásticas como esta?
            —Sí. ¿Tu madre es danesa?
            —Sí —asintió Eleanor.
            —¿Y tu padre?
            —Un capullo.
            Park frunció el ceño.
            —¿Qué pasa? ¿No querías sinceridad e intimidad? Estoy siendo mucho más sincera que si te dijera que es escocés.
            —Escocés —dijo Park, y sonrió.
            Eleanor había estado pensando en el acuerdo que él le había propuesto. Ser totalmente sinceros el uno con el otro. No creía que pudiera empezar a contarle la triste verdad de la noche a la mañana.
            ¿Y si Park se equivocaba? ¿Y si no podía asumirla?
            ¿Y si se daba cuenta de que tras todo aquel misterio, Eleanor ocultaba una vida sencillamente… deprimente?
            Cuando Park le preguntó qué había hecho el día de Navidad, Eleanor le habló de las galletas de su madre y de las películas, y le contó que Mouse pensaba que El Grinch trataba de «esas personas tan buenas que vivían en Villabién».
            Casi esperaba que le dijera: «Ya, pero ahora cuéntame los detalles desagradables».
            Él, en cambio, se echó a reír.
            —¿Crees que a tu madre le parecería bien que salieras conmigo? —le preguntó—. Ya sabes, si no fuera por tu padrastro.
            —No sé —respondió Eleonor. Aferraba con fuerza el pensamiento de plata.
             
            Eleanor pasó el resto de las vacaciones en casa de Park. A la madre del chico no parecía importarle, y el padre le insistía en que se quedase a cenar.
            La madre de Eleanor, por su parte, daba por supuesto que su hija estaba en casa de Tina. En una ocasión, le comentó:
            —Espero que no estés abusando de la hospitalidad de esa gente, Eleanor.
            Y otro día dijo:
            —Tina también podría venir aquí de vez en cuando, ¿no?
            Ambas sabían que aquello era un chiste.
            Nadie llevaba a amigos a casa de Eleanor. Ni siquiera los críos. Ni tan solo Richie. Y la madre de Eleanor ya no tenía amigas.
            Antes sí.
            Cuando sus padres estaban juntos, la casa estaba llena de gente. Hombres con el pelo largo. Mujeres con vestidos largos. Vasos de vino tinto por todas partes. Era una fiesta constante.
            Y cuando el padre de Eleanor se marchó, seguían acudiendo mujeres. Madres solteras que traían consigo a sus hijos y todo lo necesario para preparar daiquiris de plátano. Despiertas hasta las tantas, charlaban en voz baja de sus ex e intercambiaban cotilleos sobre sus nuevos novios mientras los niños jugaban al parchís en la habitación contigua.
            Al principio, Richie no era más que una de aquellas historias. Decía así:
            La madre de Eleanor acudía al supermercado a primera hora de la mañana, mientras los niños dormían. En aquel entonces, tampoco tenían coche. (La madre de Eleanor no había vuelto a tener coche propio desde que acabó los estudios.) El caso es que Richie la veía pasar andando cuando conducía de camino al trabajo. Un día paró el auto y le pidió el teléfono. Le dijo que era la mujer más hermosa que había visto jamás.
            Cuando Eleanor oyó hablar de Richie por primera vez, estaba tendida en el viejo sofá, leyendo un ejemplar de la revista Life y bebiendo un daiquiri de plátano sin alcohol. Apenas escuchaba la conversación de las mujeres; a las amigas de su madre les gustaba que Eleanor anduviera por allí. Cuidaba de los pequeños sin protestar y todas decían que era muy madura para su edad. Si Eleanor guardaba silencio, prácticamente se olvidaban de que estaba presente. Y si bebían demasiado, les daba igual.
            —¡Nunca confíes en un hombre, Eleanor! —le gritaban en un momento u otro.
            —¡Sobre todo si no le gusta bailar!
            Cuando la madre de Eleanor les contó que Richie la encontraba más bonita que un día de primavera, todas suspiraron y pidieron más detalles.
            Por supuesto que la consideraba la mujer más guapa del mundo, pensó Eleanor. Sin duda lo era.
            Eleanor tenía doce años por aquel entonces y no concebía que ningún hombre pudiera ser aún más capullo que su padre.
            Ignoraba que hay defectos peores que el egoísmo.
             
            En fin. Eleanor nunca se quedaba a cenar con Park, por si su madre tenía razón con lo de abusar de la hospitalidad ajena. Además, si llegaba a casa temprano, había más probabilidades de no encontrar a Richie allí.
            Desde que pasaba tanto tiempo con Park, su rutina de higiene se había ido al traste. (Jamás se lo diría, por muchos secretitos que compartiesen.)
            Solo si se bañaba al volver del instituto podía hacerlo sin peligro. Ahora bien, si Eleanor pasaba por casa de Park después de clase, tenía que confiar en que Richie seguiría en el Broken Rail cuando ella llegara a casa. Y entonces tenía que bañarse muy deprisa porque la puerta trasera estaba pegada al baño y se podía abrir en cualquier momento.
            Sabía que tanto pudor ponía nerviosa a su madre, pero Eleanor no tenía la culpa. Había considerado la posibilidad de ducharse en los vestuarios del instituto, pero el peligro habría sido aún mayor. Tina y las demás.
            Hacía unos días, a la hora del almuerzo, Tina se lo había dejado muy claro. Se había acercado a la mesa de Eleanor y le había dirigido con voz inaudible la frase más grosera del mundo. Q-T-F. (Ni siquiera Richie la empleaba, lo que indica hasta qué punto es asquerosa.)
            —¿De qué va? —dijo DeNice. Era una pregunta retórica.
            —Se cree el no va más —observó Beebi.
            —Pues no es para tanto —afirmó DeNice—. Parece un niño pequeño en minifalda.
            Beebi soltó una risilla.
            —Y ese peinado le queda fatal —añadió DeNice, sin dejar de mirar a Tina—. Debería levantarse más temprano para decidir si quiere parecerse a Farrah Fawcett o a Rick James.
            Beebi y Eleanor se partían de risa.
            —O sea, escoge uno, nena —prosiguió DeNice, sacándole jugo al chiste—. Escoge. Uno.
            —Eh, guapa —exclamó Beebi a la vez que palmeaba la pierna de Eleanor—. Allá va tu chico.
            Las tres volvieron la vista hacia la cristalera de la cafetería. Park pasaba por el otro lado junto con unos cuantos chicos. Llevaba vaqueros y una camiseta con el nombre del grupo Minor Threat estampado en el pecho. Echó un vistazo a la cantina y sonrió al reconocer a Eleanor.
            Beebi rio.
            —Es mono —dijo DeNice. Como si fuera un hecho constatable.
            —Ya lo sé —asintió Eleanor—. Tengo ganas de morderle la cara.
            Las tres estallaron en risas hasta que DeNice las llamó al orden.
             
             
            park
            —Así que… —dijo Cal.
            Park seguía sonriendo, aunque ya habían dejado atrás la cafetería.
            —Eleanor y tú, ¿eh?
            —Eh… Sí —reconoció Park.
            —Ya —asintió Cal—. Todo el mundo lo sabe. O sea, hace siglos que lo sabemos.
            Lo sabía por tu forma de mirarla en clase de literatura. Estaba esperando a que me lo dijeras.
            —Ah —repuso Park, y miró a Cal—. Perdona. Salgo con Eleanor.
            —¿Por qué no me lo habías dicho?
            —Creí que ya lo sabías.
            —Lo sabía —dijo Cal—. Pero es que se supone que somos amigos. Se supone que hablamos de esas cosas.
            —Creí que no lo entenderías.
            —Y no lo entiendo. No te ofendas. Esa tía me pone los pelos de punta. Pero si vas, ya sabes, si vas en serio, quiero un informe completo.
            —¿Lo ves? —replicó Park—. Por eso no te lo había dicho.



35

 

 

            eleanor
            La madre de Park le pidió a su hijo que pusiese la mesa. Era el momento que Eleanor solía escoger para marcharse. Ya casi había anochecido. Eleanor bajó las escaleras a toda prisa antes de que Park pudiera detenerla… y estuvo a punto de darse de bruces con el padre de Park.
            —Eh, Eleanor —la llamó.
            Ella se sobresaltó. El hombre trasteaba en el motor de la camioneta.
            —Hola —respondió Eleanor, sin detenerse.
            El padre de Park se parecía muchísimo a Magnum. Una nunca se acostumbra a algo así.
            —Espera, ven un momento —dijo él.
            A Eleanor se le encogió el estómago, solo un poco. Se detuvo y dio unos pasos hacia la camioneta.
            —Mira —empezó el padre de Park—. Estoy un poco cansado de pedirte que te quedes a cenar.
            —Ya… —asintió Eleanor.
            —Lo que quiero decir es que te puedes quedar cuando quieras. Nos gusta tenerte aquí, ¿vale?
            Parecía incómodo, y la estaba incomodando a ella. Se sentía mucho más violenta de lo que solía en su presencia.
            —Vale… —dijo ella.
            —Mira, Eleanor… Conozco a tu padrastro.
            Aquello podía tomar un millón de rumbos distintos. Todos horribles.
            El padre de Park siguió hablando con una mano en el motor de la camioneta y la otra en la nuca, como si le doliesen las cervicales.
            —Nos criamos juntos. Soy mayor que Richie, pero este barrio es pequeño, y he pasado algún que otro rato en el Rail…
            Estaba demasiado oscuro como para verle la cara. Eleanor aún no estaba segura de lo que el hombre intentaba decirle.
            —Ya sé que tu padrastro no es una persona fácil —afirmó el padre de Park por fin dando un paso hacia ella—. Lo que quiero decir es que, si te resulta más fácil estar aquí que en tu casa, deberías pasar más tiempo con nosotros. Mindy y yo nos sentiríamos mucho mejor, ¿vale?
            —Vale —respondió Eleanor.
            —Así que no volveré a pedirte que te quedes a cenar.
            Eleanor sonrió, él sonrió a su vez y por un segundo recordó mucho más a Park que a Tom Selleck.
             
             
            park
            Eleanor en el sofá, con la mano entre las suyas. Al otro lado de la mesa de la cocina, haciendo los deberes…
            Eleanor cargando con Park las compras de la abuela. Dando cuenta de la cena con educación, aunque fuera algo tan asqueroso como el hígado encebollado.
            Siempre estaban juntos y sin embargo a Park no le bastaba.
            Aún no se atrevía a rodearla con los brazos. Y seguía sin tener muchas oportunidades de besarla. Eleanor no quería entrar en el dormitorio de Park.
            —Podemos oír música —le decía él.
            —Tu madre…
            —No le importa. Dejaremos la puerta abierta.
            —¿Y dónde nos sentaremos?
            —En la cama.
            —¿Estás loco? Ni hablar.
            —En el suelo entonces.
            —No quiero que me considere una fresca.
            Park no estaba seguro de que la considerara una chica siquiera.
            Sin embargo, a su madre le caía bien Eleanor. Mucho más que antes. El otro día sin ir más lejos, había comentado que sus modales eran excelentes.
            —Es muy callada —dijo como si fuera una virtud.
            —Porque es nerviosa —explicó Park.
            —¿Por qué?
            —No sé —respondió él—. Lo es.
            Park sabía que su madre aún odiaba la forma de vestir de Eleanor. Siempre la miraba de arriba abajo y meneaba la cabeza de lado a lado cuando creía que la otra no lo veía.
            Eleanor trataba a la madre de Park con muchísima deferencia. Incluso se esforzaba por entablar conversación. Un sábado por la noche, después de cenar, la mujer empezó a ordenar sus productos Avon en la mesa del comedor mientras ellos dos jugaban a las cartas.
            —¿Cuánto tiempo hace que es usted esteticién? —preguntó Eleanor.
            A la madre de Park le encantó aquella palabra.
            —Desde que Josh empezó colegio. Saqué título, fui a escuela de belleza y conseguí mi permiso.
            —Guau —se sorprendió Eleanor.
            —Yo siempre he cortado pelo —prosiguió la mujer—. Antes también —abrió un frasco de color rosa y olisqueó la loción—. De pequeña… cortaba pelo de muñecas y ponía maquillaje.
            —Igual que mi hermana —comentó Eleanor—. Yo sería incapaz.
            —No es difícil —repuso la madre de Park, alzando la vista hacia ella. Se le iluminó la mirada—. Tengo buena idea —dijo—. Hacemos sesión de maquillaje.
            Eleanor la miró de hito en hito. Seguramente se estaba imaginando a sí misma con el pelo cardado y pestañas postizas.
            —Oh, no… —replicó—. Yo no…
            —Sí —insistió la madre de Park—. Será divertido.
            —Mamá, no —intervino Park—. Eleanor no quiere que la maquilles… No necesita maquillaje —se corrigió.
            —Ponemos poco maquillaje —propuso la mujer. Ya estaba palpando la melena de Eleanor—. Y no cortamos. Todo se puede quitar después.
            Park le lanzó a Eleanor una mirada suplicante. Le pedía que complaciese a su madre, no que se maquillase para estar más guapa. Esperaba que lo entendiera.
            —¿No me lo cortará? —preguntó Eleanor.
            La madre de Park ya tenía un rizo enrollado al dedo.
            —Mejor luz en garaje —dijo—. Vamos.
             
             
            eleanor
            La madre de Park obligó a Eleanor a sentarse en la butaca de lavado e hizo chasquear los dedos para llamar a su hijo. Para horror de Eleanor —para su creciente horror— Park se acercó y procedió a llenar de agua la pila. Cogió una toalla rosa de un gran montón y, levantándole el pelo con cuidado, se la fijó alrededor del cuello con movimientos expertos.
            —Lo siento —le susurró—. ¿Quieres que me vaya?
            —No —respondió ella con voz inaudible a la vez que lo cogía por la camisa.
            Sí, pensó. Quería que la tragase la tierra. No notaba la punta de los dedos.
            Pero si Park se marchaba, no habría nadie para echarle un cable si la mujer decidía cortarle un gran flequillo desfilado o hacerle una permanente de tirabuzones. O ambas cosas.
            Eleanor no pensaba detenerla, hiciera lo que hiciese; era la invitada en aquel garaje. Se había comido su comida y había hecho sufrir a su hijo. No estaba en posición de discutir.
            La mujer empujó a Park a un lado y obligó a Eleanor a colocarse en el reposacabezas.
            —¿Qué champú usas?
            —No sé —dijo Eleanor.
            —¿No sabes? —preguntó la madre de Park mientras le palpaba el pelo—. Tienes muy seco. Pelo rizado es seco, ¿sabes?
            Eleanor dijo que no con un gesto.
            —Mmm… —musitó la mujer. Echó la cabeza de Eleanor hacia atrás para mojarle el pelo y le dijo a Park que metiera una bolsa de aceite en el microondas.
            Le producía una sensación rarísima que la madre de Park le estuviera lavando el pelo. Estaba prácticamente encima de Eleanor; el colgante de ángel que llevaba la mujer pendía junto a su boca. Además, las cosquillas la estaban matando. Eleanor no sabía si Park estaba mirando. Esperaba que no.
            Unos minutos después, tras untarle el aceite y enjuagarle la melena, la madre de Park envolvió la cabeza de Eleanor con una toalla horriblemente prieta. Park estaba sentado frente a ella, intentando sonreír pero con cara de sentirse casi tan violento como Eleanor.
            La mujer inspeccionaba caja tras caja de muestras de Avon.
            —Está aquí, en alguna parte —dijo—. Canela, canela, canela… ¡Ajá!
            Hizo rodar el taburete hasta Eleanor.
            —Vale. Cierra ojos.
            Eleanor la miró de hito en hito. La madre de Park llevaba en la mano un lapicillo marrón.
            —Cierra ojos —repitió esta última.
            —¿Por qué? —preguntó Eleanor.
            —Tranquila. Todo se quita.
            —Pero yo no llevo maquillaje.
            —¿Por qué no?
            Tal vez Eleanor debería haber dicho que porque no la dejaban. Habría sido una respuesta más amable que: «Porque maquillarse se parece a mentir».
            —No sé —dijo al fin—. No va conmigo.
            —Sí va —opinó la madre de Park, mirando el lápiz—. Muy buen color para ti, ya verás. Canela.
            —¿Es pintalabios?
            —No, lápiz de ojos.
            Eleanor no se ponía lápiz de ojos. Nunca.
            —¿Y para qué sirve?
            —Es maquillaje —replicó la mujer, exasperada—. Para estar guapa.
            Eleanor se sintió como si le hubiera entrado algo en los ojos. Como si le ardieran.
            —Mamá… —intervino Park.
            —Mira —dijo la madre—. Yo te enseñaré.
            Se volvió hacia Park, y antes de que ni él ni Eleanor adivinasen lo que se proponía, colocó el pulgar en el rabillo del ojo de su hijo.
            —Canela muy pálido —murmuró. Escogió otro lápiz—. Ónice.
            —Mamá… —protestó Park, pero no se movió.
            Esta se sentó de forma que Eleanor pudiera ver lo que hacía y luego trazó hábilmente una línea a lo largo de las pestañas de Park.
            —Abre —él lo hizo—. Muy bien… Cierra —pintó el otro ojo. Luego añadió otra línea en el párpado inferior y se lamió el pulgar para limpiar un borrón—. Muy guapo.
            Park no estaba guapo. Estaba peligroso. Como Ming el Inclemente. O como un miembro de Duran Duran.
            —Te pareces a Robert Smith —observó Eleanor. Solo que… sí, pensó, más guapo.
            Park bajó la vista. Eleanor no podía dejar de mirarlo.
            La madre de Park se colocó entre ambos.
            —Vale, ahora cierra ojos —le dijo a Eleanor—. Abre. Bien… Cierra otra vez.
            Eleanor tuvo la misma sensación exacta que si le estuvieran pintando el ojo con un lápiz. De repente todo terminó, y la madre de Park le frotaba algo frío en las mejillas.
            —Es muy fácil —dijo—. Base, polvos, lápiz de ojos, sombra, máscara de pestañas, lápiz de labios, pintalabios, colorete. Ocho pasos, quince minutos máximo.
            La madre de Park hablaba en un tono muy profesional, como el presentador de un programa de cocina en la PBS. Acto seguido, desenvolvió el pelo de Eleanor y se colocó tras ella.
            Eleanor quería volver a mirar a Park, ahora que podía, pero no quería que él la viese a ella. Notaba la cara dura y pegajosa. Seguro que parecía sacada de Las chicas de oro.
            Park acercó la silla y empezó a golpearle la rodilla con el puño. Eleanor tardó un segundo en comprender que la estaba retando a una partida de piedra, papel o tijera.
            Aceptó el desafío. Cómo no. Cualquier excusa era buena para tocarlo. Cualquier excusa era buena para no mirarlo a los ojos. Park se los había frotado, así que ya no los llevaba pintados, pero seguía teniendo un aspecto que Eleanor no sabía cómo expresar.
            —Así distrae Park a niños cuando estoy cortando su pelo —explicó la madre—. Debes parecer asustada, Eleanor. Tranquila. Prometo que no cortaré.
            Tanto Eleanor como Park sacaron tijeras.
            La mujer le untó medio frasco de espuma del cabello y luego se lo secó con un difusor (algo de lo que Eleanor nunca había oído hablar pero que, al parecer, era importantísimo).
            Según la madre de Park, todo lo que se hacía en el pelo —lavarlo con cualquier cosa, cepillarlo, atarse cuentas y flores de seda— era un error.
            Debería usar difusor, estrujárselo para darle forma y dormir, si podía, con una almohada satinada.
            —Creo que te queda muy bien flequillo —opinó la mujer por fin—. Probaremos próxima vez.
            No habría una próxima vez, juró Eleanor ante Dios.
            —Muy bien, ya está —la madre de Park era toda sonrisas—. Muy guapa. ¿Lista? —giró la butaca para que Eleanor se mirara al espejo—. ¡Tachán!
            Ella se miró el regazo.
            —Tú tienes que mirar, Eleanor. Mira en espejo, eres muy guapa.
            No podía. Eleanor notaba las miradas de madre e hijo clavadas en ella. Quería que la tragara la tierra. Todo aquello había sido un error. Una malísima idea. Se iba a echar a llorar, iba a montar una escena. La madre de Park volvería a odiarla.
            —Eh, Mindy —el padre de Park abrió la puerta y se asomó al garaje—. Te llaman por teléfono. Eh, oye, mírate, Eleanor, pareces una bailarina de un programa de televisión. Como el ballet Zoom.
            —¿Ves? —le dijo la madre de Park—. Lo que yo digo… muy guapa. No miras en espejo, hasta yo vuelvo, ¿eh? Mirarse en espejo es lo más emocionante.
            Entró en casa a toda prisa y Eleanor se tapó la cara con las manos, procurando no estropear nada. Notó las manos de Park en las muñecas.
            —Lo siento —se disculpó él—. Ya me imaginé que todo esto no te haría ninguna gracia pero no sabía que te sentaría tan mal.
            —Es que me da mucha vergüenza.
            —¿Por qué?
            —Porque… todos me estáis mirando.
            —Yo siempre te estoy mirando.
            —Ya lo sé, y ojalá no lo hicieras.
            —Solo quiere conocerte mejor. Es su forma de conectar contigo.
            —¿Parezco una bailarina del ballet Zoom?
            —No…
            —No, maldita sea, lo parezco.
            —No, pareces… Mírate.
            —No quiero.
            —Mírate ahora —le propuso Park—, antes de que vuelva mi madre.
            —Solo si cierras los ojos.
            —Vale, están cerrados.
            Eleanor se destapó la cara y se miró en el espejo. No resultó tan bochornoso como esperaba, porque se sentía como si estuviera mirando a otra persona. Alguien con pómulos altos, largas pestañas y labios brillantes. Seguía teniendo el cabello rizado, más rizado que nunca, pero como más sereno. Menos alocado.
            El conjunto le pareció horrible, hasta el último detalle.
            —¿Puedo abrir los ojos? —preguntó Park.
            —No.
            —¿Estás llorando?
            —No.
            Claro que sí. Iba a estropear aquella careta, y la madre de Park volvería a odiarla.
            Park abrió los ojos y se sentó frente a ella en el tocador.
            —¿Tanto te horroriza? —le preguntó.
            —No soy yo.
            —Pues claro que eres tú.
            —Es que me siento como si estuviera disfrazada. Como si quisiera hacerme pasar por alguien que no soy.
            Como si quisiera ser guapa y popular. Lo que de verdad le dolía era aquel «quisiera».
            —El peinado te queda muy bien —opinó Park.
            —No es mi pelo.
            —Lo es…
            —No quiero que tu madre me vea así. No quiero herir sus sentimientos.
            —Bésame.
            —¿Qué?
            Park la besó. Eleanor notó que se le relajaban los hombros y se le deshacía el nudo del estómago. Luego su estómago volvió a anudarse en el sentido opuesto. Se apartó.
            —¿Me besas porque parezco otra persona?
            —No pareces otra persona. Además, eso es absurdo.
            —¿Te gusto más así? —quiso saber Eleanor—. Porque nunca volveré a tener esta pinta.
            —Me gustas de todas formas… Aunque echo de menos tus pecas —le frotó la mejilla con la manga—. Ya está.
            —Tú pareces otra persona —observó Eleanor— y solo llevas lápiz de ojos.
            —¿Te gusto más así?
            Eleanor puso los ojos en blanco, pero notó que estaba a punto de ruborizarse.
            —Estás distinto. Inquietante.
            —Tú pareces tú —dijo él—. A más volumen.
            Ella volvió a mirarse al espejo.
            —Lo más curioso es —comentó Park— que estoy seguro de que mi madre se ha contenido. Te ha aplicado lo que ella considera un maquillaje natural.
            Eleanor se rio. La puerta que comunicaba con la casa se abrió.
            —Nooo, os he pedido vosotros esperáis —los riñó la madre de Park—. ¿Te has sorprendido?
            Eleanor asintió.
            —¿Has llorado? ¡Oh, qué pena! ¡Me lo he perdido!
            —Siento haberlo estropeado —se disculpó Eleanor.
            —No estropeas nada —replicó la mujer—. Es máscara a prueba de agua y maquillaje de larga duración.
            —Gracias —dijo Eleanor con tacto—. La diferencia es increíble.
            —Prepararé un estuche —propuso la madre del chico—. Son colores que nunca uso de todas formas. Ven, siéntate, Park. Cortaré puntas mientras estamos aquí. Tienes greñas.
            Eleanor se sentó a su lado y lo retó a una partida de piedra, papel o tijera.
             
             
            park
            Eleanor parecía una persona distinta y Park no sabía si le gustaba más maquillada. O si le gustaba, sin el «más».
            No entendía por qué se había disgustado tanto. A veces, Park tenía la sensación que ella procuraba ocultar su belleza. De que intentaba parecer fea.
            Era el tipo de comentario que habría hecho su madre. Por eso no le había dicho nada a Eleanor al respecto. (¿Contaría como secreto?)
            Podía entender por qué Eleanor se esforzaba en parecer distinta. Más o menos. Lo hacía porque era distinta… porque no le asustaba ser diferente. (O quizás porque aún le daba más miedo ser como todo el mundo.)
            A Park, aquella actitud le parecía estimulante. Le gustaba formar parte de ello, de esa postura loca y transgresora. «¿Inquietante en qué sentido?», había querido preguntarle.
            Al día siguiente, Park se llevó al baño el lápiz de ojos color ónice y se lo aplicó. Las líneas no le quedaron tan limpias como a su madre, pero el resultado le gustó aún más. Era más masculino.
            Se miró al espejo. «Resalta tus ojos», les decía siempre su madre a las clientas, y era verdad. El lápiz le resaltaba los ojos. Y le daba un aspecto aún más exótico.
            Luego Park se peinó como de costumbre: con el pelo encrespado y de punta, como electrificado por la parte de arriba. Normalmente ensayaba el peinado y volvía a alisarse el pelo al instante.
            Aquel día se lo dejó revuelto.
             
            El padre de Park alucinó en el desayuno. Alucinó de verdad. Park intentó escabullirse sin que lo viera, pero su madre no le permitía marcharse sin comer nada. Park clavó la mirada en el cuenco de cereales.
            —¿Qué le pasa a tu pelo? —le preguntó su padre.
            —Nada.
            —Espera un momento, mírame… He dicho que me mires.
            Park levantó la cabeza pero desvió la vista.
            —Pero ¿qué cojones, Park?
            —¡Jamie! —protestó su esposa.
            —¡Míralo, Mindy, se ha maquillado! ¿Te burlas de mí, Park?
            —No hay excusas para palabrotas —lo reprendió la mujer.
            Miró a Park con expresión nerviosa, como si se sintiera culpable. Puede que con razón. Quizás no debería haber usado a Park como conejillo de Indias para probar los pintalabios cuando este iba al parvulario. Y conste que Park no pensaba pintarse los labios…
            De momento.
            —Y una mierda —rugió el padre—. Ve a lavarte la cara, Park.
            El chico no se movió.
            —Ve a lavarte la cara. Park.
            Park tomó una cucharada de cereales.
            —Jamie… —dijo su madre.
            —No, Mindy. No. Normalmente, estos chicos hacen lo que les da la maldita gana. Pero no. Park no saldrá de esta casa con pinta de chica.
            —Muchos chicos se maquillan —objetó él.
            —¿Qué? ¿De qué hablas?
            —David Bowie —dijo Park—. Marc Bolan.
            —No pienso escucharte. Lávate la cara.
            —¿Por qué?
            Park apretó los puños contra la mesa.
            —Porque lo digo yo. Porque pareces una chica.
            —No es nada nuevo.
            Park apartó el cuenco de cereales.
            —¿Qué has dicho?
            —He dicho que no es nada nuevo. ¿Acaso no piensas eso?
            Park notó que le corrían las lágrimas por las mejillas, pero no quería tocarse los ojos.
            —A clase, Park —le sugirió su madre con suavidad—. Perderás tu autobús.
            —Mindy… —dijo el padre, que apenas podía contenerse—, lo van a hacer pedazos.
            —Tú dices que Park ya es mayor, casi un hombre, toma sus propias decisiones. Pues deja él toma sus propias decisiones. Deja él se va.
            El padre de Park no respondió; nunca le levantaba la voz a su esposa. Park aprovechó la ocasión y se marchó.
             
            Acudió a su propia parada, no a la de Eleanor. Quería afrontar la reacción de Steve antes de verla. Si Steve iba a ponerlo de vuelta y media, Park prefería que Eleanor no formara parte del público.
            Steve, sin embargo, apenas mencionó el tema.
            —Eh, Park, pero ¿qué coño, tío? ¿Te has maquillado?
            —Sí —dijo Park. Se cogió las tiras de la mochila.
            Los presentes se rieron por lo bajo, deseosos de presenciar qué pasaría a continuación.
            —Te pareces a Ozzy, tío —comentó Steve—. Cualquiera diría que estás a punto de arrancarle la cabeza a un murciélago de un mordisco.
            Todo el mundo se echó a reír. Steve le enseñó los dientes a Tina y gruñó. Eso fue todo.
            Cuando subió al autobús, Eleanor estaba de buen humor.
            —¡Has venido! Pensaba que tal vez estuvieras enfermo. Como no te he visto en la parada…
            Park alzó la vista. Eleanor puso cara de sorpresa. Luego se sentó en silencio y se miró las manos.
            —¿Parezco una bailarina del ballet Zoom? —preguntó Park por fin, cuando no pudo soportar más el silencio.
            —No —dijo Eleanor, mirándolo de reojo—. Pareces…
            —¿Inquietante?
            Ella se rio y asintió.
            —¿Inquietante en qué sentido? —preguntó él.
             
            Eleanor le dio un beso con lengua. En el autobús.


36

 

 

            park
            Park le dijo a Eleanor que mejor no lo acompañara a casa después de clase. Suponía que estaba castigado. Se lavó la cara en cuanto llegó. Luego se encerró en su cuarto.
            Su madre entró a charlar.
            —¿Estoy castigado? —preguntó Park.
            —No lo sé —repuso ella—. ¿Qué tal tus clases?
            En realidad, le estaba preguntando: «¿Alguien ha intentado hundirte la cabeza en el retrete?».
            —Bien —respondió él.
            Un par de chicos lo habían insultado en los pasillos, pero Park no se había sentido tan mal como esperaba. Mucha gente le había dicho que tenía una pinta muy guay.
            La madre se sentó en la cama. Se diría que había tenido un día muy largo. Se le marcaba el delineador alrededor de los labios.
            La mujer se quedó mirando las figurillas de La guerra de las galaxias que se amontonaban en un estante. Park llevaba años sin tocarlas.
            —Park —dijo ella—. Tú… ¿quieres parecer chica? ¿Es por eso? Eleanor viste como chicos. ¿Tú quieres parecer chica?
            —No —respondió Park—. Es que me gusta. Me siento bien.
            —¿Maquillado como chica?
            —No —dijo Park—. Como yo mismo.
            —Tu padre…
            —No quiero hablar de él.
            La madre de Park se quedó allí sentada un minuto. Luego se marchó.
            Park permaneció en su cuarto hasta que Josh lo llamó. La cena estaba lista. El padre no alzó la vista cuando Park se sentó.
            —¿Dónde está Eleanor? —le preguntó.
            —Pensaba que estaba castigado.
            —No estás castigado —respondió el hombre, concentrado en el rollo de carne.
            Park miró a su alrededor. Solo Josh le devolvió la mirada.
            —¿No vamos a hablar sobre lo que ha pasado esta mañana? —preguntó Park.
            Su padre tomó otro bocado de carne, lo masticó a conciencia y se lo tragó.
            —No, Park, en este momento no se me ocurre nada que decirte.

 
 37

 

 

            eleanor
            Park tenía razón. Nunca estaban solos.
            Pensó en volver a escaparse, pero hacerlo suponía un riesgo inconcebible y en el exterior hacía un frío tan espantoso que seguramente Eleanor perdería una oreja por congelación. Algo que su madre no podría dejar de advertir.
            Ya se había fijado en la máscara de pestañas. (Aunque era de un tono marrón claro y en la caja rezaba «sutil y natural».)
            —Me la ha dado Tina —explicó Eleanor—. Su madre vende productos Avon.
            Si cambiaba el nombre de Park por el de Tina cada vez que mentía, tenía la sensación de estar contando una gran mentira en vez de un millón de mentiras pequeñas.
            Le divertía imaginarse a sí misma yendo cada día a casa de Tina para charlar de sus cosas mientras se pintaban los labios y se hacían la manicura.
            No quería ni imaginar lo que pasaría si su madre llegara a conocer a Tina, pero le parecía improbable; la madre de Eleanor nunca hablaba con nadie. Si no habías nacido en aquella zona de los suburbios (si tu familia no se remontaba a diez generaciones, si tus padres no compartían tatarabuelos con todos los vecinos), te consideraban forastero.
            Park siempre decía que por eso la gente lo dejaba en paz, aunque fuera un bicho raro y asiático para colmo. Porque su familia ya poseía tierras allí cuando en la zona solo había campos de maíz.
            Park. Eleanor se sonrojaba cada vez que pensaba en él. Seguramente siempre había sido así, pero ahora la cosa había empeorado. Porque antes ya era guapo e interesante, pero últimamente se estaba superando.
            Hasta DeNice y Beebi se habían dado cuenta.
            —Parece una estrella de rock —decía DeNice.
            —Parece El DeBarge —asentía Beebi.
            Parece él mismo, pensaba Eleanor, pero más duro. Parece Park a más volumen.
             
             
            park
            Nunca estaban solos.
            Se entretenían cuanto podían en el trayecto del autobús a casa y a veces se quedaban un rato en las escaleras de entrada… hasta que la madre de Park abría la puerta y les decía que se iban a quedar helados allí fuera.
            Tal vez las cosas mejorasen en verano. Podrían pasar más rato en el exterior. A lo mejor daban paseos. Puede que Park se sacase el carné de conducir de una vez.
            No. Desde el día de la discusión, su padre no le dirigía la palabra.
            —¿Qué le pasa a tu padre? —le preguntó Eleanor.
            Estaban de pie en la escalera de entrada, ella un peldaño más abajo.
            —Está enfadado conmigo.
            —¿Por qué?
            —Porque no me parezco a él.
            Eleanor lo miró con expresión escéptica.
            —¿Lleva dieciséis años enfadado contigo?
            —Más o menos.
            —Pero siempre me ha parecido que os llevabais bien —observó ella.
            —No —repuso Park—, nunca nos hemos llevado bien. O sea, últimamente las cosas habían mejorado entre nosotros porque me metí en una pelea y porque mi padre pensaba que mi madre no te estaba tratando bien.
            —¡Sabía que le caía mal!
            Eleanor le dio un codazo.
            —Bueno, ahora le caes bien —señaló Park—, así que mi padre ha vuelto a enfadarse conmigo.
            —Tu padre te quiere —afirmó Eleanor. Parecía muy preocupada.
            Park negó con la cabeza.
            —Porque no tiene más remedio. Le he decepcionado.
            Eleanor le posó la mano en el pecho. En ese momento, la madre de Park abrió la puerta.
            —Adentro, adentro —dijo—. Hace frío.
             
             
            eleanor
            —Tu cabello muy bonito, Eleanor —afirmó la madre de Park.
            —Gracias.
            Eleanor no usaba el difusor, pero sí el acondicionador que la mujer le había dado. Además, había encontrado una funda de almohada de satén entre la ropa blanca del armario de su cuarto, que prácticamente era una señal divina, como si Dios quisiera que cuidase mejor su pelo.
            La madre de Park parecía haberle cogido cariño. Eleanor no había accedido a otra sesión de maquillaje, pero la otra siempre le estaba probando sombras de ojos o toqueteándole el pelo cuando Park y ella se sentaban a la mesa de la cocina.
            —Debería tener chica —decía la madre de Park.
            Debería tener una familia como esta, pensaba Eleanor. Y no siempre se sentía una traidora por pensarlo.






 38

 

 

            eleanor
            La noche del miércoles era la peor.
            Los miércoles, Park tenía clase de taekwondo, así que Eleanor volvía directamente a casa después de clase, se bañaba e intentaba pasar el resto de la noche recluida en su cuarto, leyendo.
            Como hacía demasiado frío para salir a jugar, los niños se subían por las paredes. Cuando Richie llegaba a casa, no había espacio para esconderse.
            Ben tenía tanto miedo de que Richie lo mandara al sótano antes de tiempo que se escondía en el armario del dormitorio a jugar con sus coches.
            Cuando Richie se puso a ver Mike Hammer en la tele, la madre de Eleanor envió a Maisie al dormitorio, aunque él la dejaba quedarse.
            Maisie entró en la habitación, aburrida e irritable. Se dirigió a la litera.
            —¿Puedo subir?
            —No.
            —Por favor…
            Las camas eran de tamaño infantil, más pequeñas de lo normal, apenas lo bastante amplias para Eleanor. Y Maisie no era precisamente una niña esquelética.
            —Vale —gruñó la mayor.
            Se hizo a un lado con cuidado, como si estuviera sentada sobre una capa de hielo, y empujó la caja de los pomelos a un rincón.
            Maisie subió y se sentó en la almohada de Eleanor.
            —¿Qué estás leyendo?
            —La colina de Watership.
            Maisie no prestaba atención. Se cruzó de brazos y se inclinó hacia su hermana.
            —Sabemos que tienes novio —le susurró.
            A Eleanor le dio un vuelco el corazón.
            —No tengo novio —replicó con indiferencia… y de inmediato.
            —Ya lo sabemos —dijo Maisie.
            Eleanor miró a Ben, que seguía sentado en el armario. El niño le devolvió la mirada sin inmutarse. Gracias a Richie, todos eran expertos en poner cara de póquer. Deberían presentarse a un torneo familiar…
            —Bobbie nos lo ha dicho —siguió diciendo Maisie—. Su hermana mayor va a clase con Josh Sheridan, y Josh dice que su hermano tiene novia. Ben dijo que no eras tú y Bobbie se rio de él.
            Ben ni siquiera parpadeó.
            —¿Se lo vais a decir a mamá? —preguntó Eleanor. Quería acabar con aquello cuanto antes.
            —Aún no se lo hemos dicho —replicó Maisie.
            —¿Se lo vais a decir? —Eleanor reprimió el impulso de tirar a Maisie de la cama de un empujón. Su hermana tendría una rabieta—. Me echará de casa, lo sabes, ¿no? —prosiguió con intensidad—. Eso con suerte.
            —No se lo vamos a decir —susurró Ben.
            —Pero no es justo —protestó Maisie, apoyándose contra la pared.
            —¿Qué no es justo?
            —No es justo que desaparezcas cuando te da la gana —explicó la niña.
            —¿Y qué queréis que haga? —preguntó Eleanor.
            Sus dos hermanos la miraron, desesperados y casi… casi esperanzados.
            Todas las palabras que se pronunciaban en aquella casa tenían un tono desesperado.
            En lo que concernía a Eleanor, la desesperación solo era una interferencia. Fue la esperanza lo que le estrujó el corazón con sus deditos sucios.
            Debía de tener los cables cruzados o algún defecto de fábrica, porque en vez de conmoverse —en vez de mostrar ternura— respondió con mezquindad.
            —No voy a llevaros conmigo —dijo—, si es eso lo que estáis insinuando.
            —¿Por qué no? —preguntó Ben—. Nos quedaríamos jugando con los otros niños.
            —No hay otros niños —replicó Eleanor—. Las cosas no son así.
            —No nos quieres —se lamentó Maisie.
            —Sí que os quiero —cuchicheó Eleanor—. Es que… no os puedo ayudar.
            La puerta se abrió y Mouse entró a toda prisa.
            —Ben, Ben, Ben, ¿dónde está mi coche, Ben? ¿Dónde está mi coche? ¿Ben?
            Se abalanzó sobre Ben sin motivo. Era difícil saber, hasta que ya lo tenías encima, si Mouse venía a abrazarte o a matarte.
            Ben trató de apartarlo sin hacer ruido. Eleanor le tiró un libro. (Uno de bolsillo. El que faltaba.)
            Mouse salió corriendo del cuarto, y Eleanor se inclinó desde la cama para cerrar la puerta. Prácticamente podía abrir el armario sin bajar de la litera.
            —No os puedo ayudar —dijo. Se sintió como si los hubiera dejado caer en aguas profundas—. Ni siquiera puedo ayudarme a mí misma.
            La niña la miró con expresión implacable.
            —Por favor, no te chives —le suplicó Eleanor.
            Maisie y Ben volvieron a intercambiar una mirada. Luego Maisie, fría como un témpano, se volvió hacia su hermana.
            —¿Nos dejarás coger tus cosas?
            —¿Qué cosas? —preguntó Eleanor.
            —Tus cómics —dijo Ben.
            —No son míos.
            —Tu maquillaje —añadió Maisie.
            Seguramente tenían todas sus cosas catalogadas. La caja de los pomelos estaba atiborrada de productos de contrabando, casi todos de Park. Los tenían controlados del primero al último, seguro.
            —Pero tenéis que esconderlas en cuanto acabéis de usarlas —accedió Eleanor—. Y los cómics no son míos, Ben, me los han dejado. Cuídalos mucho.
            »Y si os pillan —Eleanor se volvió a mirar a Maisie—, mamá nos lo quitará todo. Sobre todo el maquillaje. Nos quedaremos sin nada.
            Los niños asintieron.
            —Os habría dejado mis cosas de todos modos —le dijo a Maisie—. Solo teníais que pedirlas.
            —Mentirosa —replicó su hermana.
            Y tenía razón.
             
             
            park
            El miércoles era el peor día.
            Sin Eleanor. Y encima su padre lo había ignorado durante toda la cena y luego en taekwondo.
            Park se preguntaba si su padre se había disgustado solo por el lápiz de ojos o si el maquillaje era la gota que colmaba el vaso. Parecía como si el padre de Park llevase dieciséis años soportando estoicamente las cursiladas de su hijo. Y que un día, cuando a Park le había dado por maquillarse, había decidido pasar de él por completo.
            Tu padre te quiere, le había dicho Eleanor. Y tenía razón. Pero daba igual. Esa era una apuesta mínima. Su padre lo quería porque era su obligación, igual que Park quería a Josh.
            En realidad, su padre no lo soportaba.
            Park siguió pintándose los ojos para ir a clase. Y continuó retirando la pintura al llegar a casa. Y su padre siguió comportándose como si Park no existiera.
             
             
            eleanor
            Era cuestión de tiempo. Si Maisie y Ben lo sabían, su madre se enteraría antes o después. O bien los niños se lo dirían, o bien encontraría algo que Eleanor había pasado por alto. No había escapatoria.
            No tenía un escondite donde guardar sus secretos. Solo la caja y la cama. Y la casa de Park, a una manzana de distancia.
            Sus días con él estaban contados.

 
 39

 

 

            eleanor
            El jueves, después de la cena, la abuela de Park pasó por casa del chico para arreglarse el pelo, y la madre se metió con ella en el garaje. El padre estaba cambiando el triturador de basura del fregadero. En el salón, Park le hablaba a Eleanor de su nuevo descubrimiento. Elvis Costello. Estaba lanzado.
            —Hay un par de temas que a lo mejor te gustan, dos baladas. El resto es supercañero.
            —¿Rollo punk?
            Eleanor arrugó la nariz. Toleraba alguna que otra canción de Dead Milkmen, pero aparte de eso odiaba los grupos punk que tanto gustaban a Park.
            —Tengo la sensación de que me gritan —le decía cuando Park se empeñaba en incluir temas punk en las recopilaciones—. ¡Deja de gritarme, Glenn Danzig!
            —Ese es Henry Rollins.
            —Todos suenan igual cuando me gritan.
            Últimamente, a Park le había dado por la new wave. O el postpunk o algo parecido. Andaba siempre a la caza de grupos igual que Eleanor buscaba libros.
            —No —dijo Park—. Elvis Costello es más melódico. Más suave. Te grabaré una copia de la cinta.
            —También podría escucharlo. Ahora.
            Park ladeó la cabeza.
            —Para eso tendríamos que ir a mi cuarto.
            —Vale —repuso ella en un tono no del todo inocente.
            —¿Vale? —preguntó Park—. ¿Llevas meses negándote y ahora me dices que vale?
            —Vale —repitió Eleanor—. Siempre dices que a tu madre no le importa…
            —A mi madre no le importa.
            —¿Pues?
            Park se levantó de un salto, sonriendo, y tiró de ella. Se detuvo en la cocina.
            —Vamos a oír música en mi habitación.
            —Bien —le dijo su padre con la cabeza bajo el fregadero—. Mientras no dejes a nadie embarazada…
            En otras circunstancias, Eleanor se habría sentido incómoda, pero no podías sentirte incómoda con el padre de Park. Lamentaba que últimamente no les hiciera ni caso.
            Seguramente, si la madre de Park le dejaba llevar chicas a su habitación, era porque desde el salón se veía casi todo el cuarto. Además, tenías que pasar por delante para ir al baño.
            A Eleanor, sin embargo, le pareció un lugar increíblemente privado.
            No podía obviar el hecho de que, en ese espacio, Park casi siempre estaba en posición horizontal. (Solo eran noventa grados de diferencia, pero imaginarlo tumbado le hacía saltar los fusibles.) También era allí donde se cambiaba de ropa.
            No había ningún asiento aparte de la cama, y Eleanor no pensaba sentarse en ella. Se acomodaron en el suelo, entre la cama y el equipo de música, con las piernas dobladas.
            En cuanto se sentó, Park empezó a buscar canciones de Elvis Costello en la cinta. El chico tenía montones y montones de casetes. Eleanor cogió unos cuantos para echarles un vistazo.
            —Eh… —exclamó Park, agobiado.
            —¿Qué?
            —Esas están ordenadas por orden alfabético.
            —Tranquilo. Conozco el alfabeto.
            —Bien —Park parecía avergonzado—. Lo siento. Es que Cal siempre me las desordena cuando viene. Vale, esta es la canción que quería que oyeras. Escucha.
            —¿Cal viene a tu casa?
            —Sí, a veces —Park subió el volumen—. Lleva un tiempo sin venir.
            —Porque ahora solo vengo yo.
            —Y por mí genial, porque tú me gustas mucho más.
            —Pero ¿no echas de menos a tus otros amigos? —quiso saber Eleanor.
            —No estás escuchando —la riñó él.
            —Ni tú tampoco.
            Park pulsó la tecla de pausa, como si no quisiera desperdiciar una canción tan buena dejándola como música de fondo.
            —Perdona —dijo—. ¿Me preguntabas que si echo de menos a Cal? Almuerzo con él casi cada día.
            —¿Y no le importa que pases el resto del tiempo conmigo? ¿A ninguno de tus amigos les importa?
            Park se pasó la mano por el pelo.
            —Los veo en el instituto… No sé, no los echo de menos. En realidad nunca he echado a nadie de menos más que a ti.
            —Pero ahora no me puedes echar de menos —observó Eleanor—. Siempre estamos juntos.
            —¿Hablas en serio? Te echo de menos todo el rato.
            Aunque Park se lavaba la cara en cuanto llegaba a casa, la pintura de los ojos no desaparecía del todo. A causa de eso, cuanto decía últimamente adquiría un tono dramático.
            —Es absurdo —dijo Eleanor.
            Park se echó a reír.
            —Ya lo sé.
            Ella quiso hablarle de Maisie y de Ben, de que sus días estaban contados y todo eso, pero él no lo habría entendido. Además, ¿qué esperaba que hiciera?
            Park pulsó la tecla de reproducir.
            —¿Cómo se llama esta canción? —preguntó Eleanor.
            —Alison.
             
             
            park
            Park puso música de Elvis Costello para ella… y de Joe Jackson, y de Jonathan Richman and the Modern Lovers.
            Ella se burló de que todo fuera tan bonito y melódico, «de la misma cuerda que Hall & Oates», y Park amenazó con echarla de la habitación.
            Cuando entró la madre de Park a comprobar qué hacían, seguían en el suelo con cientos de cintas entre los dos. En cuanto la mujer se alejó, Park aprovechó la ocasión para inclinarse y besar a Eleanor.
            Ella parecía algo distante, así que Park la cogió por la espalda para atraerla hacia sí. Trató de fingir que no estaba cohibido, como si tocar una nueva parte del cuerpo de Eleanor no fuera algo parecido a descubrir el paso del Noroeste.
            Eleanor se acercó. Apoyó las manos en el suelo y se inclinó hacia él. La reacción de ella le pareció tan prometedora que Park le rodeó la cintura con la otra mano. Eso de «abrazarla aunque no del todo» fue demasiado para él; se dejó caer de rodillas y la estrechó con fuerza.
            Media docena de cintas crujió bajo el peso combinado de los dos. Eleanor cayó hacia atrás y Park hacia delante.
            —Lo siento —se disculpó ella—. Jo… mira lo que le hemos hecho a Meat Is Murder.
            Park volvió a sentarse y miró las cintas. Tenía ganas de apartarlas de un manotazo.
            —Casi todo son fundas —dijo—. No te preocupes.
            Empezó a recoger trozos de plástico.
            —Los Smiths y los Smithereens… —leyó Eleanor—. Hasta las hemos roto en orden alfabético.
            Park intentó sonreírle, pero ella no lo miraba.
            —Debería irme —dijo Eleanor—. Son casi las ocho.
            —Ah. Vale, te acompaño.
            Ella se levantó y Park la imitó. Salieron juntos y, cuando llegaron a la entrada de los abuelos, Eleanor no se paró.
             
             
            eleanor
            Maisie olía como una vendedora de Avon e iba maquillada como la puta de Babilonia. Los iban a pillar, estaba claro. Estaban más condenados que un castillo de cartas. Maldición.
            Para colmo, Eleanor no podía siquiera discurrir una estrategia, porque solo podía pensar en las manos de Park en su cintura, en su espalda y en su barriga. Seguro que nunca había tocado nada parecido. En la familia de Park eran todos tan delgados que servirían de modelos para un anuncio de cereales con fibra. Hasta la abuela.
            Eleanor, en cambio, sería ideal para la escena en la que la actriz se pellizca la cintura y luego mira a la cámara como si fuera el fin del mundo.
            E incluso para eso tendría que adelgazar. En el cuerpo de Eleanor había mucho que pellizcar. Seguro que hasta se podía pellizcar la frente.
            No la incomodaba hacer manitas. Las manos no la avergonzaban. Y los besos le parecían seguros porque los labios gruesos se consideran bonitos… y porque Park casi siempre cerraba los ojos.
            Ahora bien, el torso era otra historia. Del cuello a las rodillas, su cuerpo carecía por completo de una estructura discernible.
            En cuanto Park le había tocado la cintura, había metido tripa y se había echado hacia delante, lo que había provocado daños colaterales… Y entonces se había sentido como Godzilla. (Pero ni siquiera Godzilla estaba gordo. Solo era monstruoso.)
            Lo más desesperante de todo era que Eleanor quería que Park volviera a tocarla. Quería que la tocase constantemente. Aunque él acabara concluyendo que le recordaba demasiado a una morsa como para salir con ella… Hasta ese punto le gustaban sus caricias. Eleanor se sentía como uno de esos perros que no pueden dejar de morder una vez han probado la sangre humana. Era una morsa que ha probado la sangre humana.



40

 

 

            eleanor
            Park quería que Eleanor examinara los libros con regularidad, sobre todo al salir de gimnasia.
            —Porque si es Tina —dijo (se notaba que seguía sin creer que fuera ella)—, tienes que decírselo a alguien.
            —¿Decírselo a quién?
            Estaban sentados en la habitación de Park, apoyados contra su cama, intentando fingir que Park no la rodeaba con el brazo por primera vez desde que Eleanor le aplastó las cintas. La rodeaba apenas, casi sin tocarla.
            —Se lo podrías decir a la señora Dunne —propuso Park—. Te tiene cariño.
            —Vale, se lo digo a la señora Dunne, le enseño todas las groserías que Tina ha escrito en mis libros, faltas de ortografía incluidas, y la señora Dunne me pregunta: «¿Y cómo sabes que ha sido Tina?». Se mostrará tan escéptica como tú, pero sin el complicado trasfondo romántico.
            —No hay ningún complicado trasfondo romántico —objetó Park.
            —¿La besaste?
            Eleanor no quería preguntarlo. No en voz alta. Se lo había preguntado mentalmente tantas veces que se le escapó.
            —¿A la señora Dunne? No. Pero nos abrazamos a menudo.
            —Ya sabes a qué me refiero… ¿La besaste?
            Estaba segura de que se habían besado. Y no dudaba de que también habían hecho otras cosas. Tina era tan minúscula que Park podía rodearla con los brazos y estrecharse su propia mano.
            —No quiero hablar de eso —replicó él.
            —Porque lo hiciste —dijo Eleanor.
            —¿Y eso qué importa?
            —Importa. ¿Fue tu primer beso?
            —Sí —reconoció Park—. Y por eso, entre otras razones, no cuenta. Fue como un entrenamiento.
            —¿Y cuáles son las otras razones?
            —Era Tina, yo tenía doce años, ni siquiera me gustaban las chicas aún.
            —Pero siempre lo recordarás —observó Eleanor—. Fue tu primer beso.
            —Recordaré que no tuvo ninguna importancia —afirmó Park.
            Eleanor quería olvidar el tema. La voz del sentido común le gritaba: «¡No sigas por ahí!».
            —Pero… —continuó insistiendo—, ¿cómo pudiste besarla?
            —Tenía doce años.
            —Pero es una persona horrible.
            —Ella también tenía doce años.
            —Pero… ¿cómo pudiste besarla a ella y después besarme a mí?
            —Ni siquiera sabía que existías.
            De repente, el brazo de Park entró en contacto con la cintura de Eleanor, un contacto pleno. La abrazó contra sí y ella se irguió instintivamente para esconder la barriga.
            —Tina y yo somos de dos planetas distintos —dijo Eleanor—. ¿Cómo es posible que te hayamos gustado las dos? ¿Te diste un golpe en la cabeza al llegar al instituto?
            Park la rodeó con el otro brazo también.
            —Por favor. Escúchame. No fue nada. No tiene importancia.
            —Sí que la tiene —susurró Eleanor. Envuelta en los brazos de Park, apenas tenía espacio para moverse—. Porque tú has sido la primera persona a la que he besado. Y es importante.
            Park apoyó la frente contra la de Eleanor. Ella no sabía qué hacer con los ojos ni con las manos.
            —Lo que pasó antes de conocerte no cuenta —afirmó él—. Y no me puedo imaginar un después.
            Ella negó con la cabeza.
            —No digas eso.
            —¿Qué?
            —No hables de después.
            —Quiero decir que… quiero ser el último en besarte… Eso ha sonado mal, como una amenaza de muerte o algo así. Lo que intento decirte es que tú eres la definitiva. Eres la persona con la que quiero estar.
            —No digas eso.
            Eleanor no deseaba oírle decir esas cosas. Había querido presionarlo pero no hasta ese punto.
            —Eleanor…
            —No quiero pensar en un después.
            —A eso me refiero, no tiene por qué haberlo.
            —Claro que lo habrá —Eleanor le apoyó las manos en el pecho para poder apartarlo de ser necesario—. O sea… Por el amor de Dios, claro que lo habrá. No nos vamos a casar, Park.
            —Ahora no.
            —Para.
            Eleanor intentó poner los ojos en blanco, pero casi no podía.
            —No te estoy pidiendo que te cases conmigo —le explicó él—. Lo que digo es que… te quiero. Y no me imagino un final…
            Ella negó con la cabeza.
            —Pero si tienes doce años.
            —Tengo dieciséis… —dijo Park—. Bono tenía quince cuando conoció a su esposa y Robert Smith, catorce…
            —Romeo, dulce Romeo…
            —No es eso, Eleanor, y lo sabes.
            Park la abrazaba con fuerza. El tono jocoso había desaparecido de su voz.
            —No hay razón para pensar que un día dejaremos de querernos —insistió—. Y muchas para pensar que seguiremos juntos.
            Yo nunca he dicho que te quiera, pensó Eleanor.
            Ella no le quitó las manos del pecho, ni siquiera cuando Park la besó.
             
            En fin. El caso es que Park quería que inspeccionara los forros de los libros. Sobre todo al salir de gimnasia. Así que Eleanor esperaba a que todas las chicas se hubieran cambiado y hubieran abandonado el vestuario para examinar los libros en busca de algo sospechoso.
            Todo resultaba muy aséptico.
            DeNice y Beebi solían quedarse con ella. A veces llegaban tarde a comer pero, gracias a eso, se cambiaban en relativa intimidad, algo que deberían haber pensado hacía meses.
            No parecía que hubieran escrito ninguna obscenidad en los libros de Eleanor aquel día. A decir verdad, Tina no le había hecho ni caso durante la clase de gimnasia. Hasta las secuaces de Tina (incluida Annette, la más abusona) parecían haberse hartado de ella.
            —Creo que ya no saben cómo burlarse de mi pelo —le dijo Eleanor a DeNice mientras examinaba el libro de álgebra.
            —Podrían llamarte «Ronald McDonald» —comentó DeNice—. ¿Aún no te han llamado así?
            —O «Pippi» —propuso Beebi—. Soy Pippi Langstrump…
            —Callaos —replicó Eleanor a la vez que miraba a su alrededor—. Las paredes oyen.
            —Se han ido todas —afirmó DeNice—. Todo el mundo se ha ido. Están en la cafetería, comiéndose mis nachos. Date prisa, guapa.
            —Marchaos —les dijo Eleanor—. Id haciendo cola. Aún tengo que cambiarme.
            —Vale —asintió DeNice—, pero deja de mirar esos libros. Tú misma lo has dicho, no hay nada ahí. Vamos, Beebi.
            Eleanor empezó a guardar los libros. Desde la puerta del vestuario, Beebi canturreó:
            —Soy Pippi Langstrump…
            Qué boba. Eleanor abrió la taquilla.
            Estaba vacía.
            Oh.
            Miró en la taquilla de arriba. Nada. Y nada en la de abajo. No…
            Eleanor miró en todas las taquillas de la pared, y luego revisó las de la pared contigua, haciendo esfuerzos por no perder los nervios. A lo mejor le habían escondido la ropa. Ja, ja, ja. Qué gracia. Una broma supergraciosa, Tina.
            —¿Qué estás haciendo? —le preguntó la señora Burt.
            —Buscando mi ropa —respondió Eleanor.
            —Deberías usar siempre la misma taquilla, así te resultaría más fácil recordarla.
            —No, es que alguien… O sea, alguien se la ha llevado.
            —Esas pequeñas zorras… —la señora Burt suspiró. Como si no pudiera imaginar mayor fastidio.
            La profesora se puso a buscar en las taquillas de la otra punta del vestuario. Eleanor miró en la basura y en las duchas. Entonces la señora Burt la llamó desde los lavabos.
            —¡La he encontrado!
            Eleanor entró en el baño. El suelo estaba mojado, y la señora Burt se había subido a un taburete.
            —Iré a buscar una bolsa —dijo, empujando a Eleanor a un lado.
            Eleanor miró en el retrete. Aunque sabía lo que iba a encontrar, le dolió como una bofetada. Sus vaqueros nuevos y su camisa tejana estaban dentro de la taza, los zapatos encajados bajo la tapa. Alguien había tirado de la cadena, y el agua se derramaba por el borde. La vio correr.
            —Toma —dijo la señora Burt tendiéndole una bolsa del supermercado—. Sácala.
            —No la quiero —dijo Eleanor, y retrocedió.
            De todas formas, ya no podría llevar esas prendas. Todo el mundo sabría que las había sacado del retrete.
            —Bueno, pues no la vas a dejar ahí —insistió la señora Burt—. Sácala —Eleanor se quedó mirando su ropa—. Venga —la apremió la profesora.
            Eleanor metió la mano en la taza notando cómo las lágrimas le corrían por las mejillas. La señor Burt abrió la bolsa.
            —Tienes que hacer algo para que dejen de meterse contigo, ¿sabes? —la reprendió—. Con tu actitud, aún las animas más.
            Ya, gracias, pensó Eleanor mientras escurría sus vaqueros sobre el retrete. Quería secarse los ojos, pero tenía las manos mojadas.
            La señora Burt le tendió la bolsa.
            —Venga —dijo—. Te haré un pase.
            —¿Para ir adónde? —preguntó Eleanor.
            —A la oficina de la orientadora.
            Eleanor ahogó una exclamación.
            —No puedo recorrer los pasillos así.
            —¿Y yo qué quieres que haga, Eleanor?
            Naturalmente, era una pregunta retórica. La señora Burt ni siquiera la estaba mirando. Eleanor la siguió al despacho de los entrenadores y aguardó a que le diera el pase.
            En cuanto salió al pasillo, su llanto se intensificó. No podía ir por el instituto con esa pinta. En traje de gimnasia. Delante de los chicos… y de todo el mundo. Delante de Tina. Maldita sea, Tina ya estaría vendiendo entradas a la puerta de la cafetería. Eleanor no podía. No así.
            Y no solo porque el equipo de gimnasia fuera horrible (de poliéster. Una sola pieza. Rojo con rayas blancas y una cremallera superlarga).
            Además, era muy ajustado.
            Se le marcaba la ropa interior y la tela le apretaba tanto el pecho que las costuras parecían a punto de estallar por la zona de las axilas.
            Parecía una tragedia andante. Un choque múltiple.
            Las chicas de la clase siguiente ya empezaban a entrar. Unas cuantas alumnas de primero miraron a Eleanor y se pusieron a cuchichear. La bolsa goteaba.
            Casi incapaz de pensar, Eleanor se equivocó de camino y se dirigió a la puerta que comunicaba con el campo de fútbol. Se comportó como si tuviera motivos para salir del edificio en mitad del día, como si le hubieran encargado que llevara, llorosa y medio vestida, una bolsa empapada a alguna parte.
            La puerta se cerró a su espalda y Eleanor se acuclilló contra la hoja, derrotada. Solo un momento. Maldición. Maldición.
            Había un cubo de basura al otro lado de la puerta. Se levantó y tiró la bolsa al interior. Se secó los ojos con el traje de gimnasia. Muy bien, se dijo mientras inspiraba hondo, anímate. No permitas que te afecte. Sus vaqueros nuevos estaban en la basura. Y sus zapatillas favoritas. Sus Vans. Se acercó a la papelera y, meneando la cabeza, recogió la bolsa. Que te jodan, Tina. Que te jodan mil veces.
            Volvió a inspirar profundamente y echó a andar.
            No había aulas en aquella parte de las instalaciones, así que nadie podía verla, gracias a Dios. Avanzó pegada al edificio y cuando dobló la esquina caminó bajo una fila de ventanas. Pensó en marcharse a casa, pero eso habría sido aún peor. Mucho más complicado.
            Las oficinas de los orientadores estaban a pocos metros de la puerta principal. Si pudiera llegar hasta allí… La señora Dunne la ayudaría. La señora Dunne la consolaría.
            El guardia de seguridad se comportó como si constantemente entrasen y saliesen chicas vestidas para hacer gimnasia. Echó un vistazo al pase de Eleanor y le indicó que entrase.
            Ya casi he llegado, pensó Eleanor. No corras, solo faltan unas cuantas puertas.
            Tendría que haber imaginado que Park saldría por una de ellas.
            Desde el primer día, Eleanor siempre se cruzaba con él en los sitios más insospechados. Se diría que sus vidas se solapaban, que los atraía una mutua fuerza de gravedad. Por lo general, consideraba aquella contingencia el mejor regalo que el universo le había hecho jamás.
            Park cruzó una puerta del otro lado del pasillo. Al verla, se paró en seco. Eleanor intentó desviar la mirada pero no fue lo bastante rápida. Park enrojeció. La miró fijamente. Ella se bajó la orilla de los pantalones cortos y avanzó a trompicones. Corría cuando llegó al despacho de los orientadores.
             
            —No tienes que volver si no quieres —declaró la madre de Eleanor cuando su hija le contó toda la historia. (Casi toda la historia.)
            Eleanor meditó un momento lo que haría si no regresaba al instituto. ¿Quedarse en casa todo el día? ¿Y entonces qué?
            —No pasa nada —la tranquilizó.
            La señora Dunne la había llevado a casa en coche y le había prometido buscar un candado para su taquilla.
            La madre de Eleanor vertió el contenido de la bolsa amarilla en la bañera y se puso a enjuagar la ropa con la nariz arrugada, aunque no olía a nada.
            —Las chicas son tan malas… —se lamentó—. Es una suerte que tengas una buena amiga.
            Eleanor debió de adoptar una expresión de extrañeza.
            —Tina —le dijo su madre—. Eres afortunada de tener a Tina.
            Ella asintió.
            Aquella noche se quedó en casa. Aunque era viernes, y la familia de Park siempre veía películas y hacía palomitas los viernes.
            No podía enfrentarse a él.
            Veía una y otra vez la expresión con que la había mirado en el pasillo. Se sentía como si aún siguiera allí, vestida con el mono de gimnasia.

 
 41

 

 

            park
            Park se fue a dormir temprano. Su madre no paraba de preguntarle por Eleanor.
            —¿Dónde está Eleanor? ¿Viene más tarde? ¿Habéis peleado?
            Cada vez que la mujer la mencionaba, Park se ponía como un tomate.
            —Yo sé que algo va mal —dijo la madre de Park durante la cena—. ¿Habéis peleado? ¿Habéis roto otra vez?
            —No —replicó Park—. Debe de encontrarse mal. No estaba en el autobús.
            —Tengo novia —declaró Josh—. ¿Puedo invitarla a casa?
            —Nada de novias —respondió su madre—. Demasiado joven.
            —¡Tengo casi trece años!
            —Claro que sí —dijo el padre—. Tu novia puede venir a casa. Si renuncias a la Nintendo.
            —¿Qué? —Josh no daba crédito—. ¿Por qué?
            —Porque lo digo yo —contestó el hombre—. ¿Hay trato?
            —¡No! Ni hablar —dijo Josh—. ¿Y Park no tiene que renunciar a la Nintendo?
            —Claro que sí. ¿Te parece bien, Park?
            —Vale.
            —Soy como Billy el Defensor —declaró el padre de Park—. Guerrero y chamán.
            Como conversación no fue gran cosa, pero el hombre no le había dirigido tantas palabras seguidas desde hacía semanas. A lo mejor se temía que el barrio entero asaltara su casa con antorchas y horcas al ver que Park llevaba los ojos pintados…
            Sin embargo, a nadie le importaba. Ni siquiera a los abuelos. (La abuela había comentado que se parecía a Rodolfo Valentino, y el abuelo le había dicho a su padre: «Deberías haber visto el aspecto que tenían los jóvenes mientras tú estabas en Corea».)
            —Me voy a la cama —dijo Park levantándose de la mesa—. Yo tampoco me encuentro bien.
            —Y si Park ya no va a jugar a la Nintendo —preguntó Josh—, ¿me la puedo llevar a mi habitación?
            —Park puede jugar a la Nintendo siempre que quiera —replicó el padre.
            —Jo —dijo Josh—. Qué injusticia.
             
            Park apagó la luz y se metió en la cama. Se tendió boca abajo, porque no se fiaba de la parte frontal de su cuerpo. Ni de sus manos, si a eso vamos. Ni de su cerebro.
            Después de ver a Eleanor, había tardado como mínimo una hora en preguntarse por qué andaba por ahí vestida para hacer gimnasia. Y le había costado una hora más comprender que habría debido decirle algo. Le podría haber dicho: «Eh» o «¿Qué pasa?» o «¿Va todo bien?». En cambio, se la había quedado mirando como si no la conociese de nada.
            Se había sentido como si la viera por primera vez.
            Y no porque nunca se hubiera preguntado qué aspecto tenía Eleanor debajo de la ropa. Pero siempre creaba una imagen incompleta. Las únicas mujeres que se imaginaba desnudas eran las de las viejas revistas de su padre que, de vez en cuando, escondía bajo la cama.
            Aquel tipo de revistas sacaba de quicio a Eleanor. A la mera mención de Hugh Hefner se había pasado media hora perorando sobre la prostitución, la esclavitud y la caída de Roma. Park no le había contado lo de los viejos Playboys de su padre, pero desde que la conocía Park no había vuelto a tocarlos.
            Ahora sí podía completar los detalles. Se imaginaba a Eleanor. No dejaba de imaginarla. ¿Por qué Park nunca se había fijado en lo ajustados que eran aquellos equipos de gimnasia? Y tan cortos…
            ¿Y por qué no se esperaba que Eleanor estuviera tan desarrollada? ¿Ni que tuviera unas curvas tan pronunciadas?
            Cada vez que cerraba los ojos la veía. Un corazón pecoso encima de otro, un cono helado Sandy con la forma perfecta. Como Betty Boop dibujada con trazo duro.
            Eh, pensó. ¿Qué pasa? ¿Va todo bien?
            No debía de estar bien. No la había visto en el autobús de vuelta. Tampoco había pasado por casa de Park después de clase. Y al día siguiente era sábado. ¿Y si no la veía en todo el fin de semana?
            ¿Y cómo iba a mirarla a partir de ahora? No se sentía capaz. No sin arrancarle el mono de gimnasia con el pensamiento. No sin pensar en aquella larga cremallera.
            Madre mía



42

 

 

            park
            La familia de Park iría a la feria de barcos del día siguiente. Comerían por ahí y quizás luego pasasen por el centro comercial…
            Park tardó siglos en desayunar y ducharse.
            —Venga, Park —le dijo su padre en tono brusco—, vístete y píntate los ojos.
            Ni que Park pensara pintarse para ir a la exhibición de barcos.
            —Vamos —intervino su madre, que se retocaba el pintalabios en el espejo del recibidor—. Ya sabes que tu padre odia multitudes.
            —¿Tengo que ir?
            —¿No quieres?
            La madre de Park se estrujó la melena y luego se la ahuecó.
            —No, sí que quiero —repuso Park. No era verdad—. Pero ¿y si Eleanor pasa por aquí? A lo mejor puedo hablar con ella.
            —¿Pasa algo? ¿Seguro que no habéis peleado?
            —No, no hemos peleado. Solo estoy… preocupado por ella. Y ya sabes que no puedo ir a buscarla.
            La madre de Park apartó los ojos del espejo.
            —Bueno —accedió con el ceño fruncido—. Te quedas. Pero pasa aspirador, ¿vale? Y ordena montón de ropa negra de suelo de tu habitación.
            —Gracias —dijo Park. La abrazó.
            —¡Park! ¡Mindy! —el padre aguardaba junto a la puerta principal—. ¡Vámonos!
            —Park queda en casa —lo informó la mujer—. Vamos sin él.
            El padre de Park lanzó una mirada rápida a su hijo, pero no discutió.
             
            Park no tenía costumbre de estar solo en casa. Pasó el aspirador. Guardó la ropa de su cuarto. Se preparó un bocadillo y miró una maratón de Los jóvenes en la MTV. Luego se quedó dormido en el sofá.
            Cuando oyó el timbre, acudió a abrir la puerta aún medio dormido. Le latía el corazón a toda velocidad, como suele pasar cuando te duermes profundamente en mitad del día y te cuesta situarte al despertar.
            Estaba seguro de que era Eleanor. Abrió la puerta sin comprobarlo.
             
             
            eleanor
            No vio el coche en la entrada y Eleanor supuso que la familia de Park estaba ausente. Seguro que habían salido a hacer las cosas que hacen las familias en domingo. Comer en Bonanza y hacerse fotos con jerséis a juego.
            Estaba a punto de marcharse cuando la puerta se abrió. Y antes de que Eleanor se pudiera sentir violenta por lo del día anterior —o fingir que no— Park abrió la pantalla y la cogió de las mangas.
            Ni siquiera había cerrado la puerta cuando la abrazó con fuerza pasándole los brazos por la espalda.
            Normalmente Park se conformaba con cogerla por la cintura como si bailaran un lento. Pero aquello no era un lento. Era… algo más. Los brazos de Park la rodeaban por completo, él le hundía la cara en el pelo y el cuerpo de Eleanor no tenía donde alojarse salvo pegado al de Park.
            Él desprendía calor… Desprendía calor y estaba como adormilado. Como un bebé dormido, pensó Eleanor. (Más o menos. No exactamente.)
            Intentó volver a sentirse violenta.
            Park cerró la puerta de un puntapié y se dejó caer contra la hoja, estrechando a Eleanor con más desesperación si cabe. El pelo, como recién lavado, le caía lacio sobre los ojos, que tenía casi cerrados. Adormilado. Suave.
            —¿Estabas durmiendo? —le susurró Eleanor.
            Park no respondió, sino que le hundió la boca abierta y le cogió la cabeza con la mano. Estaba tan pegado a ella que no había donde esconderse. Eleanor no podía erguirse ni meter tripa ni guardar secreto alguno.
            Park emitió un sonido que procedía de su garganta. Eleanor sentía cada uno de sus dedos. En el cuello, en la espalda… Sus propias manos colgaban inertes. Como si no pertenecieran a la escena. Como si Eleanor no perteneciera a aquella escena.
            Él debió de darse cuenta porque se despegó. Trató de secarse los labios con el hombro de la camiseta y la miró como si viera a Eleanor por primera vez desde que había llegado.
            —Eh —le dijo. Cogió aire y se concentró—. ¿Qué pasa? ¿Va todo bien?
            Eleanor miró la cara de Park, tan empapada de algo que no conseguía ubicar. Él sacaba la barbilla, como si su boca aún la buscara, y sus ojos eran de un verde tan intenso que habrían podido transformar el dióxido de carbono en oxígeno.
            La estaba tocando en todos esos sitios que la asustaban.
            Eleanor intentó una última vez sentirse violenta.
             
             
            park
            Por un instante pensó que había ido demasiado lejos.
            No era su intención, estaba prácticamente sonámbulo. Y llevaba tantas horas pensando en Eleanor, soñando con ella… El deseo le había nublado la razón.
            Eleanor estaba muy quieta. Por un instante pensó que había ido demasiado lejos, que había cruzado el límite.
            Y entonces Eleanor le tocó. Le acarició el cuello.
            Park no habría sabido decir en qué se diferenció aquel contacto de todos los anteriores. Ella era distinta. Estaba quieta y de repente se movía.
            Le tocó el cuello y luego le recorrió el pecho con el dedo. Park deseó ser más alto y más ancho; deseó que no acabara nunca.
            Eleanor procedía con muchísima suavidad. Puede que no lo desease con tanta intensidad como él la deseaba. Pero aunque solo fuera la mitad…
             
            eleanor
            Así acariciaba a Park en su imaginación.
            Desde la barbilla hasta el cuello para bajar luego al hombro.
            La piel de Park era mucho más cálida de lo que ella esperaba; su cuerpo, más duro. Como si sus músculos y sus huesos estuvieran a flor de piel, como si su corazón latiese allí mismo, bajo la camiseta.
            Tocó a Park con suavidad, insegura, por si la traicionaba la inexperiencia.
             
             
            park
            Park se relajó de espaldas a la puerta.
            Notó la mano de Eleanor en la garganta, en el pecho. Le tomó la otra mano y se la llevó a la cara. Se le escapó un gemido como de dolor y decidió que ya se avergonzaría de ello más tarde.
            Si dejaba que la timidez se apoderase de él, no conseguiría nada de lo que quería.
             
             
            eleanor
            Park estaba vivo, ella estaba despierta y aquello estaba permitido.
            Era suyo.
            Podía poseerlo y abrazarlo. Quizás no para siempre —no para siempre, seguro— y tampoco en un sentido figurado. Sino literal. Y ahora. Era suyo. Y él buscaba sus caricias. Como un gato que te hunde la cabeza bajo las manos.
            Eleanor acarició el pecho de Park con los dedos separados y luego le introdujo las manos bajo la camiseta.
            Lo hizo porque quería hacerlo. Y porque nada más empezar a acariciarlo como lo hacía en su imaginación, le costaba parar. Y también porque… ¿y si era su única oportunidad?
             
             
            park
            Cuando notó los dedos de Eleanor en la tripa, volvió a gemir. Estrechó a Eleanor con fuerza y la embistió, empujándola hacia atrás. Se tambalearon junto a la mesa baja hacia el sofá.
            En las películas, esa parte del proceso se lleva a cabo con suavidad o humor. En la sala de Park, solo fue engorrosa. No querían separarse. Eleanor cayó de espaldas y Park se precipitó sobre ella en la esquina del sofá.
            Quería mirarla a los ojos pero le costaba mucho teniéndola tan cerca.
            —Eleanor… —susurró.
            Ella asintió.
            —Te quiero —dijo Park.
            Eleanor lo miró con ojos brillante y negros. Luego desvió la vista.
            —Lo sé —dijo.
            Park desenterró un brazo para reseguir las curvas de ella. Se habría pasado así todo el día, recorriéndole las costillas con la mano, hundiéndola en su cintura, acariciando sus caderas y vuelta a empezar. Si tuviera todo el día, lo haría. Si no hubiera tantos milagros por descubrir.
            —¿Lo sabes? —preguntó él. Eleanor sonrió, así que la besó—. Tú no eres Han Solo en esta relación, ¿sabes?
            —Claro que soy Han Solo —susurró ella.
            Le sentó bien oír su voz. Le sentó bien recordar que era Eleanor quien latía bajo aquella carne nueva.
            —Bueno, pues yo no pienso ser la princesa Leia —dijo él.
            —No te aferres tanto a los estereotipos —repuso Eleanor.
            Park le recorrió con la mano el contorno de la cadera y luego deshizo el camino hasta introducir el pulgar bajo el jersey de ella. Eleanor tragó saliva y levantó la barbilla.
            Park le empujó la prenda hacia arriba. Entonces, sin pensar lo que hacía, se quitó la camiseta también y apretó el vientre desnudo contra ella.
            Cuando Eleanor hizo un gesto de placer, Park perdió la cabeza.
            —Puedes ser Han Solo —dijo él besándole el cuello—, porque yo seré Boba Fett. Cruzaré el cielo por ti.
             
             
            eleanor
            Cosas que había descubierto y que ignoraba hacía dos horas:
             
            •    Park estaba cubierto de piel. Por todas partes. Y era tan suave y melosa como la piel de sus manos. Más gruesa y jugosa al tacto en algunas zonas, más parecida al terciopelo arrugado que a la seda. Pero era toda suya. Y maravillosa.
            •     Ella también estaba cubierta de piel. Y la suya estaba repleta de terminaciones nerviosas supersensibles cuya existencia había ignorado toda su maldita existencia, pero que cobraban vida como hielo, fuego y aguijones de abeja en cuanto Park la acariciaba. Allá donde Park la tocaba.
            •    Por mucho que la avergonzasen su barriga, sus pecas y los dos imperdibles que le unían el sujetador a la espalda, deseaba tanto las caricias de Park que todo lo demás perdía importancia. Y cuando él la acariciaba, no parecía reparar en ninguno de aquellos detalles. Algunos hasta le gustaban. Como las pecas. Le decía que parecían caramelo espolvoreado.
            •    Quería que le palpase todo el cuerpo.
            Park se había detenido al borde del sujetador y solo había hundido los dedos en la cintura de los vaqueros, pero no había sido Eleanor quien lo había detenido. Nunca lo haría. Sus caricias no se parecían a nada que hubiera sentido antes. Jamás en toda su vida. Y quería sentirse así todo el tiempo. Quería empaparse de Park.
            •    Nada era sucio. No con Park.
            No había nada de qué avergonzarse.
            Porque Park era el sol, y a Eleanor no se le ocurría mejor modo de explicarlo.
             
             
            park
            Cuando empezó a oscurecer, Park comprendió que sus padres podían llegar en cualquier momento, que deberían haber llegado hacía rato. No quería que lo encontraran así, con la rodilla entre las piernas de Eleanor, la mano en su cadera y la boca a la altura de su escote.
            Se separó de ella e intentó pensar con claridad.
            —¿Adónde vas? —le preguntó ella.
            —No sé. A ninguna parte. Mis padres llegarán pronto, deberíamos poner un poco de orden.
            —Vale —dijo Eleanor, y se sentó.
            Cuando la vio allí sentada, tan perpleja y hermosa, Park se abalanzó sobre ella y la obligó a tenderse otra vez.
            Media hora más tarde, volvió a intentarlo. Esta vez Park se levantó.
            —Voy al baño —dijo.
            —Ve —repuso Eleanor—. No mires atrás.
            Park dio un paso y miró atrás.
            —Yo iré —decidió ella algunos minutos más tarde.
            Mientras Eleanor estaba en el baño, Park subió el volumen de la tele. Cogió dos refrescos y echó un vistazo al sofá para comprobar si estaba presentable. Eso parecía.
            Ella volvió con la cara mojada.
            —¿Te has lavado la cara?
            —Sí… —dijo Eleanor.
            —¿Por qué?
            —Porque me veía rara.
            —¿Y querías lavar tu expresión?
            Park le dio un repaso igual que había hecho con el sofá. Eleanor tenía los labios hinchados y la mirada más fiera de lo normal. Por otra parte, ella siempre llevaba los jerséis algo deformados y la melena enmarañada.
            —Estás perfecta —le dijo—. ¿Y yo qué tal estoy?
            Eleanor lo miró y luego sonrió.
            —Muy bien —respondió—. Muy, muy bien.
            Park le tendió la mano y la atrajo hacia el sofá. Esta vez con más suavidad.
            Eleanor se sentó a su lado y se miró el regazo.
            Park se inclinó hacia ella.
            —Ahora no te vas cortar, ¿no? —le dijo—. ¿O sí?
            Ella negó con la cabeza y se rio.
            —No —repuso, y luego—: Solo un momento, solo un poquito.
            Park nunca la había visto tan relajada. No fruncía el ceño ni arrugaba la nariz. La rodeó con el brazo y ella le apoyó la cabeza en el pecho sin que él la guiase.
            —Eh, mira —señaló Eleanor—. Los jóvenes.
            —Sí… Oye. Aún no me has dicho. ¿Qué te pasaba ayer? Cuando nos cruzamos.
            Eleanor suspiró.
            —Iba al despacho de la señora Dunne porque me quitaron la ropa durante la clase de gimnasia.
            —¿Quién? ¿Tina?
            —Pues no lo sé, seguramente.
            —Qué fuerte —exclamó él—. Es horrible.
            —No pasa nada —repuso Eleanor. Parecía sincera.
            —¿La encontraste? La ropa, quiero decir.
            —Sí… Mira, de verdad es que no quiero hablar de eso.
            —Vale —respondió Park.
            Eleanor le apretó la mejilla contra el pecho y él la abrazó. Ojalá pudieran seguir así toda la vida. Ojalá Park pudiera protegerla del mundo.
            Puede que Tina fuera realmente un mal bicho.
            —¿Park? —dijo Eleanor—. Otra cosa. O sea, ¿puedo preguntarte una cosa?
            —Me puedes preguntar lo que quieras, ya lo sabes. Tenemos un pacto.
            Ella le posó la mano en el pecho.
            —Tu… forma de comportarte hoy, ¿tiene algo que ver con que me vieras ayer?
            A Park no le apetecía contestar. El extraño deseo que lo había invadido el día anterior le parecía aún más inapropiado ahora que conocía la historia.
            —Sí —reconoció con voz queda.
            Eleanor guardó silencio durante un minuto más o menos. Y luego…
            —Tina se moriría de rabia.
             
             
            eleanor
            Cuando los padres de Park regresaron, se alegraron mucho de encontrar allí a Eleanor. El padre había comprado un rifle de caza nuevo en la feria de barcos y quiso enseñarle cómo funcionaba.
            —¿Puedes comprar armas en una feria de barcos? —se interesó Eleanor.
            —Puedes comprar de todo —asintió el padre—. Todas las cosas que valen la pena, por lo menos.
            —¿Y libros?
            —Libros sobre armas y barcos.
            Como era sábado, Eleanor se quedó hasta muy tarde. De camino a casa, se detuvieron en el jardín de los abuelos de Park, como de costumbre.
            Aquella noche, sin embargo, Park no se inclinó para besarla; la estrechó entre sus brazos.
            —¿Crees que volveremos a tener la casa para nosotros solos alguna vez? —preguntó Eleanor. Se le saltaban las lágrimas.
            —¿Alguna vez? Sí. ¿Pronto? No lo sé…
            Ella lo abrazó con todas sus fuerzas. Luego echó a andar sola hacia su casa.
             
            Richie estaba despierto, viendo Saturday Night Live. Ben dormía en el suelo y Maisie hacía lo mismo en el sofá, junto a Richie.
            Eleanor habría querido meterse en su cuarto, pero tenía ganas de ir al baño. Lo que significaba pasar por delante del tipo. Dos veces.
            Cuando llegó allí, se echó el pelo hacia atrás y se lavó la cara otra vez. Luego pasó junto a la tele sin alzar la vista.
            —¿Dónde has estado? —le preguntó Richie—. ¿Dónde te metes todo el tiempo?
            —En casa de una amiga —repuso Eleanor. Siguió andando.
            —¿Qué amiga?
            —Tina —dijo Eleanor. Cogió el pomo de la puerta.
            —Tina —repitió Richie. Le colgaba un cigarrillo de la boca y sostenía una lata de cerveza—. La casa de Tina debe de ser la puta Disneylandia. Nunca tienes bastante.
            Ella esperó.
            —¿Eleanor?
            Su madre la llamaba desde el dormitorio. Parecía medio dormida.
            —Bueno, ¿y en qué te has gastado el dinero que te di en Navidad, eh? —quiso saber Richie—. Te dije que te compraras algo bonito.
            La puerta del dormitorio se abrió y la madre de Eleanor salió. Llevaba la bata de Richie, un kimono muy hortera de satén rojo con un tigre en la espalda.
            —Eleanor —le dijo la mujer—. Vete a la cama.
            —Le estaba preguntando qué se ha comprado con el dinero que le di en Navidad —insistió Richie.
            Si inventaba cualquier cosa, Richie le pediría que se lo enseñase. Si le decía que aún no había gastado el dinero, le diría que se lo devolviese.
            —Una cadena con un colgante.
            —Un colgante —repitió él.
            Richie le lanzó una mirada turbia, como si tratase de discurrir un comentario desagradable. Por fin dio otro trago y se arrellanó en el sofá.
            —Buenas noches, Eleanor —le dijo su madre.


43

 

 

            park
            Los padres de Park casi nunca se peleaban y cuando lo hacían siempre era por algo relacionado con Josh o con él. Llevaban más de una hora discutiendo en el dormitorio. Cuando llegó el momento de ir a comer a casa de la abuela, la madre de Park salió y les dijo a los chicos que se fueran sin ella.
            —Decid a abuela que tengo dolor de cabeza.
            —¿Qué has hecho? —le preguntó Josh a Park mientras cruzaban el jardín delantero.
            —Nada —repuso Park—. ¿Qué has hecho tú?
            —Nada. Has sido tú. Cuando he ido al baño, he oído a mamá decir tu nombre.
            Park no había hecho nada. No desde lo del lápiz de ojos; un tema que no estaba muerto, pero sí de capa caída. A lo mejor sus padres sabían algo de lo de ayer…
            De todas formas, aunque así fuera, Park tampoco había hecho nada que tuviera prohibido. Su madre ni siquiera hablaba con él de esos temas. Y su padre no había dicho nada más que «Mientras no dejes a nadie embarazada…» desde que le diera aquella charla sobre sexualidad cuando Park iba a quinto. (Se la dio a Josh al mismo tiempo, algo que a Park le pareció insultante.)
            En cualquier caso, no habían llegado tan lejos. No le había tocado nada que no se pudiera mostrar en televisión. Aunque no le faltaron ganas.
            Ojalá lo hubiera hecho. Pasarían meses antes de que volvieran a estar solos.
             
             
            eleanor
            El lunes por la mañana, antes de clase, Eleanor acudió al despacho de la señora Dunne, que le entregó un nuevo candado de combinación. Era rosa fucsia.
            —Hemos hablado con unas cuantas alumnas de tu clase —le explicó la orientadora—, pero se han hecho las tontas. Llegaremos al fondo de esto, te lo prometo.
            No hay fondo, pensó Eleanor. Solo Tina.
            —No pasa nada —le dijo a la señora Dunne—. Da igual.
            Cuando Eleanor había subido al autobús a primera hora, Tina la estaba mirando con la punta de la lengua en el labio superior, como esperando que a Eleanor le diera un telele… o comprobando si llevaba puesta alguna prenda de las que le habían tirado al retrete. Por suerte, Park estaba allí mismo, prácticamente obligando a Eleanor a sentarse en su regazo. No le costó nada hacer caso omiso de Tina y de todos los demás. Park estaba muy mono aquel día. En vez de la típica camiseta negra de algún grupo siniestro llevaba una camisa verde con una inscripción que decía: «Bésame, soy irlandés».
            Park la acompañó al despacho de los orientadores y le dijo que, si alguien volvía a quitarle la ropa, acudiera a él de inmediato.
            Nadie lo hizo.
            Un compañero ya les había contado a Beebi y a DeNice lo sucedido. Eso quería decir que el instituto entero estaba al corriente. Ellas prometieron que nunca más dejarían sola a Eleanor a la hora de comer, al cuerno los nachos.
            —Esas guarras han de saber que tienes amigas —declaró DeNice.
            —Ajá —asintió Beebi.
             
             
            park
            Cuando Park y Eleanor salieron del instituto el lunes por la tarde, la madre de Park estaba esperando en el Impala.
            —Hola, Eleanor, lo siento pero Park tiene recado que hacer. Te vemos mañana, ¿vale?
            —Claro —repuso ella. Miró a Park, que le apretó la mano antes de alejarse.
            Él subió al coche.
            —Venga, venga —lo apremió su madre—. ¿Por qué haces todo tan despacio? Toma —le tendió un folleto. Manual del conductor del Estado de Nebraska—. Examen de prácticas por fin —dijo—. Pon tu cinturón.
            —¿Adónde vamos? —preguntó Park.
            —A sacar tu carné de conducir, bobo.
            —¿Papá lo sabe?
            Cuando conducía, la madre de Park se sentaba sobre un cojín y aferraba con fuerza el volante.
            —Lo sabe, pero tú no dices nada, ¿vale? Es cosa nuestra, tuya y mía. Ahora, mira examen. No es difícil. Yo aprobé en primer intento.
            Park hojeó las últimas páginas del folleto y miró el examen de prácticas. Se había estudiado todo el manual de cabo a rabo cuando había cumplido los quince y lo habían autorizado a que hiciera prácticas.
            —¿Papá se va a enfadar conmigo?
            —¿Qué he dicho?
            —Que es cosa nuestra.
            —Tuya y mía —insistió su madre.
             
            Park pasó el examen a la primera. Incluso aparcó el Impala en paralelo, que era como aparcar un Destructor Estelar. Su madre se secó las pestañas con un pañuelo de papel cuando le hicieron la foto.
            Lo dejó conducir hasta casa.
            —Y si no se lo decimos a papá —preguntó Park—, ¿nunca podré coger el coche?
            Quería llevar a Eleanor a alguna parte. A cualquier parte.
            —Yo hablo con él —replicó la mujer—. Ahora, tienes tu carné por si necesitas. Por si hay emergencia.
            A Park le pareció una excusa muy pobre. En dieciséis años, no había tenido ni una sola emergencia en la que echase un coche en falta.
             
            Al día siguiente, en el autobús, Eleanor le preguntó a qué venía tanto misterio, y Park le tendió su carné.
            —¿Qué? —exclamó Eleanor—. ¡Pero mira esto!
            No quería devolvérselo.
            —No tengo ninguna foto tuya —dijo.
            —Te daré otra —prometió Park.
            —¿Sí? ¿De verdad?
            —Te daré una de las fotos del instituto. Mi madre tiene montones.
            —Tendrás que escribir algo en el dorso —exigió Eleanor.
            —¿Como qué?
            —Como: «Pst, Eleanor, TQCUH, sigue tan mona, BSS, Park».
            —Pero yo no TQ como una hermana —protestó él—. Y tú no eres tan mona.
            —Soy mona —replicó ella en tono ofendido, sin dejarle coger el carné.
            —No… Tienes muchas otras cualidades —objetó él, quitándoselo por fin—, pero no eres mona.
            —¿Ahora viene cuando tú me dices que soy una sinvergüenza y yo te digo que por eso te gusto? Porque eso ya lo habíamos superado. Yo soy Han Solo.
            —Voy a escribir: «Para Eleanor, te quiero, Park».
            —¡No, no escribas eso! ¿Y si mi madre la encuentra?
             
             
            eleanor
            Park le regaló una foto escolar. Se la había hecho en octubre, pero ahora ya tenía otro aspecto. Mayor. Al final, Eleanor no le dejó que escribiera nada en el dorso porque no quería que la estropease.
            Después de cenar (pastel de carne), se habían metido en el cuarto de Park y ahora se las arreglaban para robarse algún que otro beso mientras miraban viejas fotos de Park. Viendo a Park de pequeño aún le entraban más ganas de besarlo. (Sonaba mal, pero qué más daba. Mientras no le diera por besar a niños de verdad, Eleanor no pensaba preocuparse.)
            Cuando Park le pidió a ella una foto, Eleanor se alegró de no tener ninguna para darle.
            —Te haremos una.
            —Mmm… vale.
            —Bien, genial, iré a buscar la cámara de mi madre.
            —¿Ahora?
            —¿Por qué no?
            Eleanor no supo qué contestar.
            A la madre de Park le encantó la idea de hacerle una foto. Requería una Sesión de Maquillaje, segunda parte. Gracias a Dios, Park se opuso en redondo, diciendo:
            —Mamá, quiero una foto en la que Eleanor parezca ella misma.
            La mujer insistió en hacerles una foto juntos también y a Park no le importó. La rodeó con el brazo.
            —¿No sería mejor esperar? —preguntó Eleanor—. ¿A que lleguen las vacaciones o una gran ocasión?
            —Quiero recordar esta noche.
            Qué bobo era.
             
            Eleanor debía de parecer muy contenta cuando llegó a casa porque su madre la siguió al fondo de la casa como si se oliera algo. (La felicidad olía igual que la casa de Park. A aceite hidratante Avon y a los cuatro grupos alimentarios.)
            —¿Te vas a bañar? —le preguntó.
            —Ajá.
            —Vigilaré la puerta.
            Eleanor dejó correr el agua caliente y se metió en la bañera vacía. Hacía tanto frío junto a la puerta trasera que el agua se enfriaba antes incluso de que la bañera estuviera llena. Eleanor se bañaba tan deprisa que para entonces, normalmente, ya había terminado.
            —El otro día me encontré con Eileen Benson en la tienda —le dijo su madre—. ¿Te acuerdas de ella? ¿De la iglesia?
            —No —respondió Eleanor. Su familia llevaba tres años sin ir a la iglesia.
            —Tiene una hija de tu edad. Tracy.
            —Puede ser…
            —Bueno, pues está embarazada —prosiguió la mujer—. Eileen está destrozada. Por lo visto Tracy se lio con un chico de su barrio, un chaval negro. El marido de Eileen está furioso.
            —No los recuerdo —dijo Eleanor. Casi había agua suficiente para lavarse el pelo.
            —Bueno, mientras la escuchaba me he dado cuenta de la suerte que tengo.
            —¿Porque no te liaste con un chaval negro?
            —No —repuso su madre—. Hablo de ti. Tengo suerte de que tú seas más lista.
            —No soy más lista —replicó Eleanor.
            Se secó el pelo rápidamente y se cubrió con una toalla mientras se vestía.
            —Te mantienes alejada de ellos. Eso es ser lista.
            Eleanor quitó el tapón de la bañera y recogió la ropa sucia con cuidado. Llevaba la foto de Park en el bolsillo trasero y no quería que se le mojara. La mujer seguía de pie junto a los fogones, mirándola.
            —Más lista que yo —continuó—. Y más valiente. Yo no he estado sola ni una vez desde secundaria.
            Eleanor abrazó los vaqueros sucios.
            —Hablas como si hubiera dos tipos de chicas —observó—. Las listas y las que tienen éxito con los chicos.
            —No andas muy desencaminada —repuso su madre, que intentó posar la mano en el hombro de Eleanor. Ella retrocedió un paso—. Ya lo verás —añadió—. Ya verás cuando seas mayor.
            Ambas oyeron la camioneta de Richie, que aparcaba en la entrada.
            Eleanor empujó a su madre a un lado y corrió a su habitación. Ben y Mouse se deslizaron tras ella.
             
            A Eleanor no se le ocurría un lugar lo bastante seguro para guardar la foto de Park, así que la metió en la cartera del instituto. Después de mirarla una y otra y otra vez.



44

 

 

            eleanor
            La noche del miércoles era la peor.
            Park tenía taekwondo, pero Eleanor sentía su presencia por todas partes. (Allá donde Park la había acariciado, su piel era intocable. Allá donde la había tocado, territorio seguro.)
            Richie llegaría tarde aquella noche, así que la madre de Eleanor calentó pizza para cenar. Debía de estar de oferta en el súper, porque había montones de pizzas en el congelador.
            Vieron Autopista hacia el cielo mientras cenaban. Luego Eleanor se sentó con Maisie en el suelo de la salita e intentaron enseñarle a Mouse «En la calle veinticuatro».
            No hubo manera. O bien recordaba las palabras o bien las palmadas, pero nunca las dos cosas al mismo tiempo. Maisie se estaba poniendo de los nervios.
            —Vuelve a empezar —le decía.
            —Ven a ayudarnos, Ben —lo llamó Eleanor—. Con cuatro es más fácil.
             
            En la calle-lle-lle veinticuatro-tro-tro
            ha habido-do-do un asesinato-to-to.
            Una vieja-ja-ja mató a un gato-to-to
            Con la punta-ta
             
            Jo, Mouse. Primero la derecha. La derecha. Vale. Empecemos otra vez.
             
            En la calle-lle-lle…
             
            —¡Mouse!

 
 45

 

 

            park
            —No me apetece cocinar —declaró la madre de Park.
            Solo estaban ellos tres: Park, su madre y Eleanor. Sentados en el sofá, veían La ruleta de la fortuna. El padre de Park se había ido de caza y no volvería hasta más tarde, y Josh se había quedado a dormir en casa de un amigo.
            —Podría calentar una pizza —propuso Park.
            —O ir a buscar una —respondió su madre.
            Park miró a Eleanor; no sabía si ella querría salir. Abrió mucho los ojos en ademán de pregunta y ella se encogió de hombros.
            —Sí —dijo Park muy sonriente—. Vamos a buscar pizzas.
            —Estoy cansada —se excusó la madre de Park—. Eleanor y tú id a buscar pizza.
            —¿En coche?
            —Claro —repuso la mujer—. ¿Tienes miedo?
            Jo, ahora era su madre la que lo llamaba nenaza.
            —No, claro que no. ¿Vamos a Pizza Hut? ¿Llamamos primero?
            —Adonde queréis —contestó su madre—. No tengo hambre. Id. Cenad. Vais a cine o algo.
            Eleanor y Park la contemplaron de hito en hito.
            —¿Seguro? —le preguntó su hijo.
            —Sí, claro —insistió ella—. Yo nunca tengo casa para mí sola.
            Se pasaba todo el día en casa, completamente sola, pero Park prefirió no mencionarlo. Eleanor y él se levantaron despacio del sofá. Como si temieran que la madre de Park les fuera a decir «¡Inocentes!» más de tres meses después de la fecha.
            —Llaves están en gancho —les indicó—. Dame mi bolso.
            Sacó veinte dólares de la cartera y luego diez más.
            —Gracias —dijo Park, aún inseguro—. Pues… ¿nos vamos?
            —Todavía no —la madre de Park miró las ropas de Eleanor y frunció el ceño—. Eleanor no puede salir así.
            Si las dos hubieran tenido la misma talla, la habría obligado a ponerse una minifalda lavada a la piedra allí mismo.
            —Pero si he ido todo el día vestida así —objetó Eleanor.
            Llevaba unos pantalones militares y una camisa de hombre de manga corta encima de una camiseta lila de manga larga. A Park le encantaba la pinta que tenía. (En realidad, la encontraba adorable, pero seguro que a Eleanor la asqueaba esa palabra.)
            —Deja yo arreglo tu pelo —se ofreció la madre de Park.
            Se la llevó al baño y le puso unos cuantos pasadores.
            —Abajo, abajo, abajo —dijo.
            Park se apoyó contra el marco para mirarlas.
            —Me resulta raro que estés viendo esto —comentó Eleanor.
            —No es la primera vez —repuso él.
            —Park me ayudará a arreglar tu pelo día de boda —declaró la madre.
            Tanto Park como Eleanor miraron al suelo.
            —Te espero en la sala —dijo Park.
            Pocos minutos después, Eleanor ya estaba lista. Llevaba el pelo perfecto, resplandeciente y en su sitio, los labios de un rosa brillante. Park supo al instante que sabía a fresa.
            —Muy bien —los despidió la madre de Park—. Id. Pasadlo bien.
            Caminaron hacia el Impala, y Park le abrió la portezuela a Eleanor.
            —Puedo abrir sola —protestó ella.
            Cuando Park llegó al otro lado, se echó sobre el asiento del conductor y le abrió a su vez.
            —¿Adónde vamos? —preguntó él.
            —No sé —contestó Eleanor, hundiéndose en el asiento—. ¿No podríamos salir del barrio? Me siento como si fuera a cruzar el Muro de Berlín.
            —Ah —dijo Park—. Sí.
            Arrancó el coche y la miró.
            —Agáchate más. Tu pelo brilla en la oscuridad.
            —Gracias.
            —Ya sabes por qué lo digo.
            Park guio el coche hacia el oeste. No había nada al este del vecindario salvo el río.
            —No pases por delante del Rail —le advirtió Eleanor.
            —¿De dónde?
            —Tuerce aquí a la derecha.
            —Vale…
            Park la miró y se echó a reír. Estaba acuclillada en el suelo.
            —No tiene gracia.
            —Un poco de gracia sí tiene —repuso Park—. Tú estás en el suelo y a mí solo me dejan coger el coche porque mi padre no está en la ciudad.
            —A tu padre no le importa dejarte el coche. Lo único que quiere es que aprendas a conducir con marchas.
            —Ya sé llevar un coche con marchas.
            —¿Y entonces qué problema hay?
            —Yo soy el problema —replicó Park, molesto—. Oye, ya hemos dejado el barrio atrás. ¿Te puedes sentar ahora?
            —Me sentaré cuando lleguemos a la calle 24.
            Se sentó al llegar a la calle 24, pero no hablaron hasta la 42.
            —¿Adónde vamos? —preguntó Eleanor.
            —No sé —respondió Park. Y era verdad. Solo sabía ir al instituto y al centro, eso era todo—. ¿Adónde quieres ir?
            —No sé —dijo Eleanor.
             
             
            eleanor
            Quería ir al «punto de inspiración». Por desgracia, que ella supiese, un lugar así solo existía en la serie de televisión Días felices.
            Y no le apetecía preguntarle a Park: «Oye, ¿adónde vais cuando queréis empañar las ventanillas?». Porque ¿qué pensaría de ella? O aún peor, ¿y si se lo decía?
            Eleanor hacía lo posible por no dejar que las habilidades de Park al volante la impresionaran, pero cada vez que él cambiaba de carril o miraba el espejo retrovisor se sorprendía a sí misma contemplándolo extasiada. No le habría extrañado que encendiera un cigarrillo o pidiera un whisky con hielo. Parecía tan mayor…
            Eleanor aún no tenía permiso para hacer prácticas. Su madre ni siquiera se había sacado el carné, así que el suyo no se consideraba una prioridad.
            —¿Tenemos que ir a alguna parte? —preguntó ella.
            —Bueno, a alguna parte tendremos que ir —repuso Park.
            —Ya, pero ¿tenemos que ir a alguna parte?
            —¿Qué quieres decir?
            —¿No podemos buscar un sitio para estar juntos? ¿Adónde van los demás cuando quieren estar juntos? Por mí, no hace falta ni que bajemos del coche…
            Park la miró y luego devolvió la vista a la carretera, nervioso.
            —Vale —dijo—. Sí. Sí, deja que…
            Entró en un aparcamiento y dio media vuelta.
            —Iremos al centro.
             
             
            park
            Al final, sí que bajaron del coche. Una vez en el centro, Park quiso enseñarle a Eleanor Drastic Plastic, el Anticuario y las demás tiendas de discos. Ella ni siquiera conocía el Mercado Antiguo, que era prácticamente el único sitio al que se podía ir en Omaha.
            Varios chicos y chicas pululaban también por el centro, muchos de ellos con una pinta aún más rara que la de Eleanor. Park la llevó a su pizzería favorita. Y luego a su heladería favorita. Y a la tercera de sus tiendas de cómics de segunda mano favoritas.
            Fingía que tenían una cita, y luego recordaba que en verdad la tenían.
             
             
            eleanor
            Park la llevaba cogida de la mano, como si fueran novios. Porque lo somos, boba, se decía Eleanor una y otra vez.
            Y lo eran, para desesperación de la dependienta de la tienda de discos. Llevaba ocho pendientes en cada oreja, y sin duda consideraba a Park lo más de lo más. Miró a Eleanor como diciendo: «¿Me tomas el pelo?». Y Eleanor la miró en plan de: «Ya lo sé, ¿vale?».
            Recorrieron todas las calles de la zona del mercado, y luego se dirigieron a un parque. Eleanor ni siquiera sabía que todo aquello existiera. No se había dado cuenta de que Omaha fuera un sitio tan bonito. (Mentalmente, le atribuía el mérito a Park. El mundo se reconstruía a su alrededor para convertirse en un lugar mejor.)
             
             
            park
            Acabaron en Central Park. Versión Omaha. Eleanor tampoco había estado allí y aunque abundaban los charcos y seguía haciendo frío, no paraba de decir lo bonito que era.
            —Oh, mira —exclamó—. Cisnes.
            —Creo que son gansos —repuso Park.
            —Pues son los gansos más preciosos que he visto en mi vida.
            Se sentaron en un banco del parque a mirar cómo los gansos se acomodaban a la orilla del estanque. Park la rodeó con el brazo y Eleanor apoyó la cabeza en su hombro.
            —Hagamos esto más veces —propuso Park.
            —¿Qué?
            —Salir.
            —Vale —aceptó ella.
            No le dijo que tendría que aprender a conducir un coche con marchas, para alivio de Park.
            —Deberíamos ir al baile —siguió diciendo él.
            —¿Cómo? —Eleanor levantó la cabeza.
            —El baile. Ya sabes, el baile de graduación.
            —Ya sé lo que es, pero ¿por qué íbamos a ir?
            Porque quería ver a Eleanor llevando un bonito vestido. Porque quería ayudar a su madre a arreglarle el pelo.
            —Porque es el baile de graduación —dijo Park.
            —Y es un asco —replicó ella.
            —¿Cómo lo sabes?
            —Porque el tema del baile es «I Want To Know What Love Is».
            —No es una canción tan mala —arguyó Park.
            —¿Has bebido o qué? Es de Foreigner.
            Park se encogió de hombros y le puso un rizo en su sitio.
            —Ya sé que es un asco —admitió—. Pero si no vas, te lo pierdes. Solo se celebra una vez.
            —Tres veces, en realidad.
            —Vale, ¿irás conmigo al baile de graduación el año que viene?
            Eleanor se echó a reír.
            —Sí —dijo—. Iremos al año que viene. Así mis amiguitos los pájaros y los ratones tendrán tiempo de sobra para hacerme un vestido. Claro. ¿Por qué no? Vayamos al baile de graduación.
            —No te lo crees —le reprochó él—. Pues ya lo verás. No me voy a ir a ninguna parte.
            —Al menos hasta que aprendas a conducir un coche con marchas.
            Eleanor podía ser agotadora.
             
             
            eleanor
            El baile de graduación. Claro. Seguro que irían.
            La cantidad de trolas que tendría que contarle a su madre… no podía ni empezar a pensar.
            Aunque bien pensado, tampoco era tan descabellado. Podía decirle a su madre que iba al baile con Tina. (La buena de Tina.) Y se podía arreglar en casa de Park; a la madre le encantaría. El problema era el vestido…
            ¿Existirían los vestidos de noche de su talla? Tendría que comprarlo en la sección de vestidos para la madre del novio. Y robar un banco. Además, aunque le cayera un billete de cien dólares del cielo, Eleanor jamás se lo gastaría en algo tan absurdo como un traje de fiesta.
            Se compraría unas Vans nuevas. O un sujetador decente. O un radiocasete.
            En realidad, seguramente se lo daría a su madre.
            El baile de graduación. Claro.
             
             
            park
            Después de prometer que sería su pareja en el baile de graduación del año siguiente, Eleanor había accedido a acompañarlo a su primera puesta de largo, a la fiesta de los Oscar y a cualquier baile al que fuera invitado.
            Ella se reía tanto que los gansos protestaron.
            —Graznad, graznad —les dijo—. Os creéis que me intimidáis con vuestro precioso plumaje, pero yo no soy de esas.
            —Por suerte para mí —intervino Park.
            —¿Por suerte para ti? ¿Por qué?
            —Da igual.
            Ojalá no lo hubiera dicho. Pretendía bromear y hacerse la víctima, pero no quería hablar de la atracción que Eleanor ejercía sobre él.
            Eleanor lo miraba con atención.
            —Tú eres la causa de que ese ganso me considere superficial.
            —Creo que es un ánsar, ¿no? —dijo Park cambiando de tema—. ¿Los machos no son ánsares?
            —Vale, muy bien, pues ese ánsar. Le queda bien. Es un chico muy guapo… Bueno, ¿y por qué es una suerte para ti?
            —Porque… —empezó a decir Park, como si le doliese pronunciar cada sílaba.
            —¿Por qué?
            —¿Esa frase no es mía?
            —Pensaba que podía preguntarte cualquier cosa. ¿Por qué?
            —Por mi aspecto típicamente americano.
            Park se pasó la mano por el pelo y miró al suelo.
            —¿Me estás diciendo que no te consideras guapo? —preguntó Eleanor.
            —No quiero hablar de eso —replicó Park, cogiéndose la nuca—. ¿Podemos volver al tema del baile de graduación?
            —¿Te pones en este plan para que te diga lo mono que eres?
            —No —repuso Park—. Me pongo en este plan porque creo que es evidente.
            —No es evidente —dijo Eleanor.
            Se giró en el banco para poder mirarlo a los ojos y lo obligó a bajar la mano.
            —Nadie cree que los asiáticos estén buenos —declaró Park por fin. Tuvo que desviar la mirada para decirlo. No solo miró a otra parte, también apartó la cara—. Por lo menos, no aquí. Supongo que en Asia están mejor considerados.
            —Eso no es verdad —objetó Eleanor—. ¿Qué me dices de tu madre y tu padre?
            —El caso de las chicas es distinto. A los blancos, las asiáticas les parecen exóticas.
            —Pero…
            —¿Estás tratando de pensar en algún asiático buenorro para demostrarme que me equivoco? Porque no los hay. He tenido toda la vida para pensar en ello.
            Eleanor se cruzó de brazos. Park miraba en dirección al lago.
            —¿Y qué me dices de aquella serie? —objetó—. ¿La del tío que hacía kárate?
            —¿Kung Fu?
            —Eso.
            —El actor era blanco, y el personaje era un monje.
            —¿Y qué me dices de…?
            —No hay —repitió Park—. Mira M*A*S*H. La historia transcurre en Corea, y los médicos siempre están tonteando con las coreanas, ¿no? Pero cuando las enfermeras tienen permiso, no se van a Seúl a buscar tíos buenos. Todo lo que en ellas resulta exótico en los hombres se considera afeminado.
            El ánsar aún les estaba graznando. Park cogió un pegote de nieve medio derretida y se la tiró al ganso sin mucha convicción. Seguía sin mirar a Eleanor.
            —No sé qué tiene que ver todo eso conmigo —dijo ella.
            —Pero tiene mucho que ver conmigo —repuso Park.
            —No —Eleanor le cogió la barbilla y lo obligó a mirarla—. No es verdad. Ni siquiera sé qué significa que seas coreano.
            —¿Aparte de lo evidente?
            —Sí —respondió Eleanor—, exacto. Aparte de lo evidente.
            Luego lo besó. A Park le encantaba que ella tomara la iniciativa.
            —Cuando te miro —prosiguió Eleanor, inclinada hacia él—, no sé si me pareces tan mono porque eres coreano, pero estoy segura de que no me lo pareces a pesar de ello. Sencillamente me pareces mono. O sea, eres tan guapo, Park…
            A Park le volvía loco que Eleanor pronunciara su nombre.
            —A lo mejor es que me gustan los coreanos —bromeó Eleanor— y ni siquiera me había dado cuenta.
            —Pues menos mal que soy el único de Omaha —repuso Park.
            —Y menos mal que nunca me voy a marchar de este basurero.
            Empezaba a hacer frío y seguramente se estaba haciendo tarde. Park no llevaba reloj.
            Se levantó y ayudó a Eleanor a hacer lo mismo. Se dieron la mano y atajaron por el parque para llegar al coche.
            —Ni siquiera yo sé lo que significa ser coreano —observó Park.
            —Bueno, yo tampoco sé lo que quiere decir ser danesa y escocesa —replicó ella—. ¿Acaso importa?
            —Yo creo que sí —dijo él—, porque es el rasgo por el que la gente tiende a identificarme. Es mi rasgo principal.
            —Y yo te digo —insistió Eleanor— que tu rasgo principal es lo guapo que eres. Casi, casi adorable.
            A Park, la palabra no lo asqueó en absoluto.
             
             
            eleanor
            Habían aparcado al otro lado del mercado. El callejón estaba casi vacío para cuando llegaron al coche. Eleanor volvía a sentirse tensa e inquieta. Aquel coche tenía algo que…
            Puede que el Impala no fuera un coche sexy a primera vista, no como una furgoneta toda enmoquetada o algo así, pero por dentro la cosa cambiaba. El asiento delantero era casi tan grande como la cama de Eleanor, y el trasero parecía el escenario de una novela de Erica Jong.
            Park le abrió la portezuela y luego rodeó el coche para entrar.
            —No es tan tarde como pensaba —dijo mirando el reloj del salpicadero. Las ocho y media.
            —Sí —asintió Eleanor. Dejó caer la mano junto a Park. Intentó que el gesto pareciese casual, pero resultó bastante explícito.
            Park se la cogió.
            Se trataba de una de aquellas noches. Cada vez que posaba los ojos en él, Park le devolvía la mirada. En cuanto le entraban ganas de besarlo, Park cerraba los ojos.
            Léeme la mente, pensó Eleanor.
            —¿Tienes hambre? —preguntó Park.
            —No.
            —Vale —Park apartó la mano e introdujo la llave de arranque. Eleanor le tiró de la mano antes de que la girara.
            Él dejó caer las llaves y, en un solo movimiento, se dio la vuelta para cogerla en brazos. En serio, la cogió en brazos. Su fuerza siempre pillaba a Eleanor desprevenida.
            Si alguien los hubiera visto en aquel momento (algo del todo posible, porque las ventanillas aún no estaban empañadas) habría pensado que Eleanor y Park hacían aquello constantemente. Jamás se habría imaginado que solo era la segunda vez.
            En esta ocasión, todo fue distinto.
            No avanzaban paso por paso, como cuando juegas a «un, dos, tres, el escondite inglés». Ni siquiera se besaban directamente en la boca. (Hacer las cosas una detrás de otra les habría requerido demasiado tiempo.) Eleanor le levantó la camiseta a Park y se sentó a horcajadas sobre él. Y Park no paraba de tirar de ella, aunque ya no podía acercarla más.
            Eleanor estaba encajada entre Park y el volante. Cuando él le metió la mano por debajo de la camiseta, ella se apoyó en el claxon. Ambos dieron un respingo, y Park le mordió la lengua sin querer.
            —¿Te he hecho daño? —le preguntó a Eleanor.
            —No —replicó ella, que se alegraba de que Park no hubiera retirado la mano. No parecía que le sangrase la lengua—. ¿Tú estás bien?
            —Sí —Park respiraba con dificultad y era maravilloso.
            Está así por mí, se dijo Eleanor.
            —¿Crees que…? —dijo él.
            —¿Qué?
            Seguro que iba a decir que deberían parar. No, gritó Eleanor mentalmente, no. No pienses. No pienses, Park.
            —¿No crees que…? No vayas a pensar que soy un pervertido, ¿vale? ¿No estaríamos mejor en el asiento trasero?
            Eleanor se separó de él y se deslizó al asiento trasero. Madre mía, aquello era inmenso, era maravilloso.
            Apenas un segundo después, Park se dejó caer sobre ella.
             
             
            park
            Era delicioso sentirla bajo su cuerpo, aún mejor de lo que había esperado. (Y había supuesto que la sensación sería como estar en el cielo, en el nirvana y en aquella escena de Charlie y la fábrica de chocolate en la que Charlie echa a volar, todo al mismo tiempo.) Park respiraba tan entrecortadamente que le faltaba el aire.
            Era imposible que Eleanor estuviera sintiendo lo mismo que él, pero a juzgar por su rostro… Ponía las mismas caras que las chicas de los vídeos de Prince. Si Eleanor estaba experimentando sus mismas sensaciones, ¿cómo iban a detenerse?
            Park le quitó la camiseta.
            —Bruce Lee —susurró ella.
            —¿Qué?
            Eso no venía a cuento. Sus manos se paralizaron.
            —Está buenísimo y es asiático. Bruce Lee.
            —Ah —Park se rio, no pudo evitarlo—. Vale, te lo concedo.
            Eleanor arqueó la espalda y Park cerró los ojos. Jamás se saciaba de ella.



46

 

 

            eleanor
            La camioneta de Richie estaba en la entrada, pero en casa de Eleanor reinaba la oscuridad, gracias a Dios. Eleanor estaba segura de que algo la delataría si la veían. El pelo. La camisa. La boca. Se sentía radiactiva.
            Al llegar, Park y ella habían pasado un rato sentados en el coche, haciendo manitas. Se sentían como si les hubieran dado una paliza. Como mínimo, esa sensación tenía Eleanor. No porque Park y ella hubieran llegado demasiado lejos, pero sí mucho más lejos de lo que ella se esperaba. Jamás hubiera imaginado que viviría una escena como sacada de un libro de Judy Blume.
            Park también estaba raro. Dejó pasar dos canciones enteras de Bon Jovi sin cambiar de emisora. Eleanor le había hecho una marca en el hombro, pero ya no se le veía.
            La madre de Eleanor tenía la culpa.
            Si la dejara relacionarse con chicos con normalidad, Eleanor no tendría la sensación de que debía correr un home run la primera vez que se lo montaba en el asiento trasero de un coche. No se habría sentido como si fuera su única oportunidad de batear. (Y no estaría empleando unas metáforas tan patéticas.)
            De todas formas, tampoco se habían anotado un home run. Se habían detenido en la segunda base. (O eso le parecía. No estaba muy segura de cuál era la segunda.) En cualquier caso…
            Había sido maravilloso.
            Tan maravilloso que no podrían sobrevivir sin volver a hacerlo.
            —Debería irme —le dijo a Park cuando llevaban media hora o más sentados en el coche—. Ya tendría que estar en casa.
            Park asintió, pero no alzó la vista ni le soltó la mano.
            —Vale —dijo Eleanor—. Va todo bien, ¿no?
            Park la miró. Se le había aplastado el pelo, que le caía lacio sobre los ojos. Parecía preocupado.
            —Sí —repuso—. Sí, claro. Es que…
            Eleanor esperó.
            Él cerró los ojos y meneó la cabeza de lado a lado, como si le diera vergüenza seguir hablando.
            —Es que… no quiero despedirme de ti, Eleanor. Nunca.
            Park abrió los ojos y la miró directamente. A lo mejor aquella era la tercera base.
            Eleanor tragó saliva.
            —No tienes que despedirte de mí para siempre —dijo—. Solo por esta noche.
            Park sonrió. Luego levantó una ceja. Ojalá ella pudiera hacer eso.
            —Por esta noche… —repitió Park—, pero ¿no para siempre?
            Eleanor puso los ojos en blanco. Park volvía a ser él mismo. Un bobo. Eleanor esperaba que la oscuridad del callejón ocultase el rubor de su rostro.
            —Adiós —le dijo, negando con la cabeza—. Mañana nos vemos.
            Abrió la portezuela del Impala. Pesaba horrores. Luego se volvió a mirarlo.
            —Pero todo va bien, ¿no?
            —De maravilla —repuso Park. Se asomó rápidamente y le dio a Eleanor un beso en la mejilla—. Esperaré a verte entrar.
             
            Al instante de entrar en casa, Eleanor oyó los gritos.
            Richie le chillaba algo a su esposa, que lloraba. Eleanor se deslizó hacia su dormitorio tan silenciosamente como pudo.
            Todos los niños estaban en el suelo, incluida Maisie. Dormían a pesar del jaleo. Me pregunto cuántas veces he hecho lo mismo, pensó Eleanor. Consiguió llegar a su cama sin pisar a nadie pero aplastó al gato. Cuando el animal se quejó, Eleanor lo cogió y se lo subió al regazo.
            —Chist —le susurró a la vez que le rascaba el cuello.
            Richie volvió a gritar —«mi casa»— y tanto el gato como Eleanor dieron un respingo. Algo crujió por debajo de ella.
            Se metió la mano bajo la pierna y sacó un cómic arrugado. Un anuario de La patrulla XMaldita sea, Ben. Trató de alisar el cómic, pero estaba pringoso. La manta también parecía mojada, como de loción o algo así. No, maquillaje líquido. Mezclado con trocitos de cristal roto. Eleanor extrajo con cuidado un fragmento de la cola del gato y se secó los dedos mojados en el pelaje. Descubrió un trozo de cinta, también aceitoso, enredada a la pierna del animal. Eleanor soltó al gato. Miró al suelo y parpadeó hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad…
            Cómics rotos por todas partes.
            Polvos.
            Manchas de sombra verde.
            Millones de cintas.
            Los auriculares del Walkman, partidos por la mitad, colgaban del poste de la cama. La caja de pomelos estaba a los pies, y Eleanor supo antes de cogerla que la notaría ligera como el aire. Vacía. La tapa estaba casi partida por la mitad, y alguien había escrito algo en tinta negra… con un rotulador de Eleanor.
             
            te crees que me vas a poner en ridiculo? esta es mi casa te crees que puedes ir jodiendo por el barrio en mis narices y no me voy a enterar es eso lo que te crees? sé lo que eres y esto se ha acabado!
             
            Eleanor se quedó mirando la tapa, haciendo esfuerzos por descifrar las palabras, pero no podía ver más allá de aquella caligrafía en minúsculas que tan bien conocía.
            En alguna parte de la casa, la madre de Eleanor lloraba como si no fuera a parar nunca.

 
 47

 

 

            eleanor
            Eleanor sopesó sus opciones.
             
            1.

 
 48

 

 

            eleanor
             
            te mojas pensando en mi?
             
            Eleanor retiró la manta sucia y colocó al gato sobre la sábana. Saltó a la litera de abajo. Su cartera estaba junto a la puerta. Abrió la cremallera sin bajar de la cama y sacó la foto de Park del bolsillo lateral. Después de saltar al porche por la ventana, echó a correr calle abajo más deprisa de lo que había corrido nunca en clase de gimnasia.
            No redujo la marcha hasta llegar a la siguiente manzana y solo porque no sabía adónde ir. Casi había llegado a casa de Park… No podía ir a casa de Park.
             
            ábrete de piernas
             
            —Eh, pelirroja.
            Eleanor no se dio por aludida. Miró atrás. ¿Y si alguien la había oído salir? ¿Y si Richie la perseguía? Se metió en un jardín y se escondió detrás de un árbol.
            —Eh, Eleanor.
            Eleanor miró a su alrededor. Se encontraba delante de casa de Steve. La puerta del garaje estaba entornada, sujeta con un bate de béisbol para que no se cerrase del todo. Eleanor vio movimiento en el interior y a Tina, que se acercaba con una cerveza en la mano, en el camino de entrada.
            —Eh —cuchicheó Tina.
            Parecía tan asqueada de ver a Eleanor como siempre. Esta consideró la idea de echar a correr, pero le temblaban las piernas.
            —Tu padrastro te estaba buscando —la informó Tina—. Se ha pasado la noche recorriendo el maldito barrio.
            —¿Qué le has dicho? —le preguntó Eleanor.
            ¿La había delatado Tina? ¿Era así como Richie se había enterado?
            —Le he preguntado si su polla era más grande que su camioneta —replicó Tina—. No le he dicho nada.
            —¿No le has contado lo de Park?
            La otra entornó los ojos. Luego negó con la cabeza.
            —Pero alguien lo hará antes o después.
             
            chúpamela
             
            Eleanor volvió la vista hacia la calle. Tenía que esconderse. Tenía que alejarse de él.
            —¿Y qué te ha pasado?
            —Nada.
            Unos faros iluminaron el cruce. Eleanor se llevó las manos a la cabeza.
            —Vamos —le dijo Tina en un tono que Eleanor nunca había oído: preocupado—. Solo tienes que desaparecer hasta que se le pase.
            Siguió a Tina por el camino y se acuclilló para entrar en el garaje en penumbra.
            —¡Hombre! ¡Pero si es Dubble Bubble!
            Steve estaba sentado en el sofá. Mikey también se encontraba allí, en el suelo, junto a una chica que Eleanor conocía del autobús. Sonaba música heavy, Black Sabbath, procedente de un coche bloqueado en medio del garaje.
            —Siéntate —le dijo Tina señalando el otro extremo del sofá.
            —Te has metido en un lío, Dubble Bubble —comentó Steve—. Tu padre te está buscando.
            Steve sonreía de oreja a oreja. Su boca era tan alargada como la de un león.
            —Es su padrastro —lo corrigió Tina.
            —Tu padrastro —gritó Steve a la vez que lanzaba una lata a la otra punta del garaje—. ¿Tu puto padrastro? ¿Quieres que lo mate? De todas formas, pienso matar al de Tina. Me los podría cargar a los dos el mismo día. Dos por el precio de uno —prosiguió con una risilla tonta—. Compras uno y te llevas otro… gratis.
            Tina abrió una lata de cerveza y se la puso a Eleanor en el regazo. Esta la cogió, pero solo por tener algo en la mano.
            —Bebe —le ordenó Tina.
            Eleanor, obediente, dio un trago. La cerveza sabía fuerte y amarga.
            —Podríamos jugar a las monedas —bostezó Steve—. Eh, pelirroja, ¿tienes alguna moneda?
            Eleanor negó con la cabeza.
            Tina se acomodó en el brazo del sofá, junto a Steve, y encendió un cigarrillo.
            —Teníamos dinero —dijo—. Lo hemos gastado en birras, ¿te acuerdas?
            —Pero no eran monedas —replicó Steve—. Era un billete.
            Tina cerró los ojos y sopló el humo en dirección al techo.
            Eleanor también los cerró. Intentaba discurrir qué hacer a continuación, pero no se le ocurría nada. La canción de Black Sabbath terminó y empezó a sonar una de ACDC o de Led Zeppelin. Steve la cantó con una voz sorprendentemente dulce.
            —Hangman, hangman, turn your head a while
            Al ritmo sordo de su propio corazón, Eleanor lo oyó cantar un tema tras otro. La cerveza se le calentó en la mano.
             
            eres una puta hueles a coño
             
            Eleanor se levantó.
            —Tengo que salir de aquí.
            —Tía —dijo Tina—, tranquilízate. Aquí no te va a encontrar. Seguramente ya está en el Rail. En media hora no se acordará ni de su nombre.
            —No —replicó Eleanor—. Me va a matar.
            Y era verdad, comprendió, aunque no llegara a hacerlo.
            Tina adoptó una expresión implacable.
            —¿Adónde vas a ir?
            —Lo más lejos posible… Tengo que decírselo a Park.
             
             
            park
            Park no podía dormir.
            Aquella noche, antes de volver al asiento delantero del Impala, Park había despojado a Eleanor de las muchas capas de ropa que la cubrían, incluido el sujetador. Luego la había tendido en la tapicería azul. Había creído tener delante una aparición, una sirena. Pálida como el hielo en la oscuridad, las pecas se concentraban en sus hombros y en sus mejillas como grumos de crema que emergen.
            Su imagen. Eleanor aún resplandecía bajo los párpados de Park.
            Sería una tortura constante ahora que conocía el brillo de su piel bajo la ropa; y el futuro cercano no incluía una próxima vez. Lo de aquella noche había sido pura potra, un golpe de suerte, un regalo…
            —Park —oyó decir.
            Park se incorporó y miró a su alrededor, despistado.
            —Park.
            Oyó unos golpes en la ventana. Park avanzó por la cama a rastras y apartó la cortina.
            Era Steve. Detrás del cristal, sonriendo como un maniaco. Debía de haberse cogido de la cornisa. La cara de Steve desapareció y lo oyó aterrizar con fuerza en el suelo. Capullo. Su madre lo oiría.
            Abrió la ventana rápidamente y se asomó. Justo cuando le iba a decir a su amigo que se marchara vio a Eleanor entre las sombras de la casa de Steve, junto a Tina.
            ¿La habían secuestrado?
            ¿Era una cerveza eso que Eleanor tenía en la mano?
             
             
            eleanor
            Nada más verla, Park salió por la ventana y quedó colgando a más de un metro del suelo; se iba a romper los tobillos. Eleanor ahogó un sollozo.
            Él aterrizó en cuclillas como Spiderman y corrió hacia ella. Eleanor dejó caer la lata de cerveza al suelo.
            —Mierda —dijo Tina—. De nada. Era la última birra.
            —Eh, Park, ¿te he asustado? —le preguntó Steve—. ¿Te has creído que era Freddy Krueger? ¿Creías que te ibas a escapar de mí?
            Park llegó a la altura de Eleanor y la aferró por los brazos.
            —¿Qué pasa? —le preguntó—. ¿Estás bien?
            Ella se echó a llorar. Desconsoladamente. Se había sentido ella misma otra vez en cuanto Park la había tocado, y eso era terrible.
            —¿Estás herida? —insistió Park a la vez que le cogía la mano.
            —Un coche —susurró Tina. Sonó como una advertencia.
            Eleanor arrastró a Park contra el garaje hasta que las luces se desvanecieron.
            —¿Qué está pasando? —volvió a preguntar él.
            —Será mejor que volvamos al garaje —propuso Tina.
             
             
            park
            Park llevaba desde primaria sin entrar en el garaje de Steve. Antes jugaban a futbolín allí. Ahora el Camaro ocupaba la estancia, encaramado sobre unos ladrillos. Había también un sofá contra la pared.
            Steve se sentó a un extremo del sofá y se puso a liar un porro. Se lo pasó a Park, que rehusó con un gesto. El garaje apestaba a millones de canutos y cervezas. El Camaro se balanceaba un poco y Steve le dio una patada a la portezuela.
            —Baja el ritmo, Mikey, que lo vas a tirar.
            Park no concebía qué extraña cadenas de acontecimientos podía haber llevado a Eleanor hasta allí; pero ella prácticamente lo había arrastrado al garaje y ahora se acurrucaba contra él. Park seguía pensando que quizás la hubieran secuestrado. ¿Tendría que pagar rescate?
            —Háblame —dijo contra el cabello de Eleanor—. ¿Qué pasa?
            —Su padrastro la está buscando —explicó Tina.
            Se había sentado en el brazo del sofá con las piernas sobre el regazo de Steve. Cogió el porro que él le tendía.
            —¿Es verdad eso? —le preguntó Park a Eleanor.
            Ella asintió contra su pecho. No se despegaba de él lo suficiente para que Park pudiera verle la cara.
            —Putos padrastros —exclamó Steve—. Son todos unos hijos de puta —estalló en carcajadas—. Eh, Mikey, ¿has oído eso? —volvió a patear el Camaro—. ¿Mikey?
            —Tengo que irme —susurró Eleanor.
            Gracias a Dios. Park se apartó y la cogió de la mano.
            —Eh, Steve, nos vamos a mi casa.
            —Ve con cuidado, tío, va de acá para allá en esa Micro Machine color mierda.
            Park se agachó para cruzar la puerta del garaje. Eleanor se detuvo tras él.
            —Gracias —la oyó decir.
            Park habría jurado que se lo decía a Tina.
            La noche se estaba volviendo más y más rara por momentos.
             
            Park guio a Eleanor por el jardín trasero de su casa y luego por detrás de la casa de sus abuelos pasado el rincón junto al garaje donde se besaban antes de despedirse.
            Cuando llegaron a la autocaravana, Park abrió la puerta de malla.
            —Entra —le dijo—. Siempre está abierta.
            Josh y él jugaban allí cuando eran pequeños. Parecía una casa en miniatura, con su cama a un extremo y la cocina al otro. Incluso tenía cocina y nevera, muy pequeñas. Park llevaba bastante tiempo sin entrar en la autocaravana; allí dentro no podía estar de pie sin golpearse la cabeza contra el techo.
            Había una mesa del tamaño de un tablero de ajedrez sujeta contra la pared, con dos asientos a ambos lados. Park se sentó en uno e hizo sentar a Eleanor en el otro. Le cogió las dos manos. Ella tenía la palma derecha manchada de sangre, pero no parecía que le doliese.
            —Eleanor —volvió a decir—. ¿Qué te pasa?
            Su tono era de súplica.
            —Tengo que marcharme —dijo ella. Miraba al frente como si acabara de ver un fantasma. O como si ella fuera un espectro.
            —¿Por qué? —preguntó él—. ¿Tiene que ver con lo de esta noche?
            En la mente de Park, todo guardaba relación con lo sucedido aquella noche, como si nada tan bueno y tan malo pudiera suceder en un mismo día a menos que estuviera relacionado. Fuera lo que fuese.
            —No —repuso ella frotándose los ojos—. No, no tiene nada que ver con nosotros. Bueno…
            La mirada de Eleanor se clavó en la ventanilla de la autocaravana.
            —¿Por qué te busca tu padrastro?
            —Porque se ha enterado. Porque me he escapado.
            —¿Por qué?
            —Porque lo sabe —se le quebró la voz—. Porque es él.
            —¿Qué?
            —Maldita sea, no debería haber venido —se desesperó Eleanor—. Estoy empeorando las cosas. Lo siento.
            Park quería sacudirla, arrancarla de aquel estado; lo que decía no tenía ni pies ni cabeza. Hacía un par de horas, todo era perfecto entre ellos y ahora… Park tenía que volver a casa. Su madre aún estaba levantada y su padre llegaría en cualquier momento.
            Se inclinó sobre la mesa y cogió a Eleanor por los hombros.
            —¿No podríamos empezar de cero? —susurró—. Por favor. No sé de qué estás hablando.
            Eleanor cerró los ojos y asintió con debilidad.
            Empezó de cero.
            Se lo contó todo.
            Y las manos de Park comenzaron a temblar antes de que llegara a la mitad del relato.
             
            —A lo mejor no te hace nada —dijo Park, con la esperanza de que fuera verdad—. Puede que solo quiera asustarte. Ven.
            Intentó enjugar las lágrimas de Eleanor con la manga.
            —No —replicó ella—. Tú no lo entiendes. Tú no sabes… cómo me mira.



 49

 

 

            eleanor
            Cómo me mira.
            Como si se tomara su tiempo.
            No como si me deseara. Como si aplazara el momento. Hasta que no quede nada ni nadie a quien destruir.
            Cómo me espera.
            Cómo me rastrea.
            Y siempre está ahí. Cuando como. Cuando leo. Cuando me cepillo el pelo.
            Tú no lo sabes.
            Porque yo finjo no darme cuenta.

 
 50

 

 

            park
            Eleanor se apartó los rizos de la cara uno a uno, como tratando de ordenar sus pensamientos.
            —Tengo que irme —dijo.
            Ahora hablaba con más coherencia y lo miraba a los ojos, pero Park aún tenía la sensación de que alguien había puesto el mundo boca abajo para agitarlo después.
            —¿Por qué no hablas mañana con tu madre? —propuso él—. Todo se ve distinto por la mañana.
            —Ya viste lo que me escribió en los libros —repuso ella—. ¿De verdad quieres que me quede en casa?
            —No… es que no quiero que te vayas —reconoció Park—. ¿Adónde vas a ir? ¿A casa de tu padre?
            —No, él no me quiere allí.
            —Pero si le explicas…
            —No me quiere.
            —Y entonces… ¿adónde?
            —No lo sé —Eleanor inspiró profundamente e irguió los hombros—. Mi tío me propuso que pasara el verano con él. A lo mejor no le importa que vaya a Saint Paul un poco antes.
            —Saint Paul, Minnesota.
            Eleanor asintió.
            —Pero…
            Park miró a Eleanor a los ojos y ella dejó caer las manos en la mesa.
            —Ya lo sé —sollozó Eleanor, desplomándose hacia delante—. Ya lo sé…
            No había espacio para que Park se sentara junto a ella, así que se arrodilló en el polvoriento suelo de linóleo y la atrajo hacia sí.
             
             
            eleanor
            —¿Cuándo te vas? —preguntó Park. Le apartó el pelo de la cara y se lo sostuvo a la altura de la nuca.
            —Esta noche —contestó Eleanor—. No puedo volver a casa.
            —¿Y cómo vas a llegar hasta allí? ¿Has llamado a tu tío?
            —No. No sé. Pensaba coger un autocar.
            Iba a hacer autoestop.
            Tenía previsto caminar hasta la interestatal y luego sacar el pulgar cuando viera una camioneta o un monovolumen. Coches familiares. Si no la violaban o la asesinaban —si no la vendían para trata de blancas—, llamaría a su tío para cuando llegara a Des Moines. Él iría a buscarla, aunque solo fuera para llevarla de vuelta a casa.
            —No puedes coger un autocar tú sola —dijo Park.
            —No tengo un plan mejor.
            —Yo te llevaré —se ofreció él.
            —¿A la estación de autobuses?
            —A Minnesota.
            —Park, no, tus padres no te dejarán.
            —Pues no les pediré permiso.
            —Pero tu padre te matará.
            —No —repuso Park—, solo me castigará.
            —De por vida.
            —¿Y crees que eso me importa lo más mínimo? —Park rodeó la cara de Eleanor con las manos—. ¿Crees que me importa algo que no seas tú?

 
 51

 

 

            eleanor
            Park le dijo que regresaría en cuanto su padre hubiera llegado a casa y todo el mundo estuviera durmiendo.
            —Puede que tarde un poco. Mejor que no enciendas la luz.
            —No me digas.
            —Y sal cuando veas el Impala.
            —Vale.
            Estaba aún más serio que el día que le atizó a Steve. Más que cuando se conocieron en el autobús y le ordenó a Eleanor que se sentara. Desde aquel día, Park no había vuelto a decir ni una sola palabrota en su presencia.
            Se asomó otra vez al interior de la autocaravana para acariciarle la barbilla a Eleanor.
            —Ten cuidado, por favor —dijo ella.
            Luego Park se marchó.
            Eleanor volvió a sentarse a la mesa. Desde allí, a través de las cortinas de encaje, veía la puerta de Park. De repente, la invadió el cansancio. Lo único que le apetecía era recostar la cabeza. Pasaba ya de la medianoche; Park bien podía tardar horas en volver…
            Pensó que tal vez debería sentirse culpable por haberlo involucrado en todo aquello, pero no era así. Park tenía razón, lo peor que le podía pasar (salvando un terrible accidente) era que lo castigasen. Y ser castigado en aquella casa era como recibir el maletín de El precio justo comparado con lo que le pasaría a Eleanor si la pillaban.
            ¿Debería haber dejado una nota?
            ¿Llamaría la madre de Eleanor a la policía? (¿Estaba bien su madre? ¿Estaban todos bien? Eleanor debería haber comprobado si los críos respiraban.)
            Seguro que su tío no la dejaba quedarse allí cuando descubriera que se había escapado.
            Qué mal. Cada vez que repasaba el plan lo encontraba más endeble. Sin embargo, ya era tarde para echarse atrás. Lo más importante en aquel momento era escapar, adonde fuera, pero lejos de allí.
            Lo conseguiría, y ya pensaría qué hacer a continuación.
            O quizás no…
            A lo mejor se escapaba y luego se detenía.
            Eleanor nunca había contemplado la idea de quitarse la vida —jamás—, pero a menudo pensaba en parar. Correr hasta que su cuerpo no diera más de sí. Saltar desde un lugar tan alto que nunca llegase al fondo.
            ¿La estaría buscando Richie en aquel momento?
            Maisie y Ben le hablarían de Park, si acaso no lo habían hecho ya. No porque Richie les cayera bien, aunque a veces lo pareciera, sino porque los tenía dominados. Como el día que Eleanor había vuelto a casa y Maisie estaba sentada en el regazo de Richie.
            Mierda. O sea… mierda.
            Debería volver a buscar a Maisie.
            Debería volver a buscarlos a todos (encontrar la manera de metérselos en el bolsillo) pero a Maisie más que a ninguno. Ella escaparía con Eleanor. No se lo pensaría dos veces…
            Y el tío Geoff las enviaría a las dos directamente a casa.
            Seguro que la madre de Eleanor llamaba a la policía si se despertaba y Maisie había desaparecido. Llevarse a Maisie consigo lo estropearía todo aún más de lo que ya estaba.
            Si Eleanor fuera la protagonista de un libro como Los niños del furgón u otro parecido, lo intentaría. Si fuera Dicey Tillerman, encontraría el modo.
            Sería noble y valiente, y daría con la manera de rescatarla.
            Por desgracia, no lo era. Eleanor no poseía ninguna de esas cualidades. Se conformaba con sobrevivir a aquella noche.
             
             
            park
            Park entró en su casa de puntillas por la puerta trasera. Nadie de su familia cerraba nunca las puertas.
            La tele seguía encendida en el dormitorio de sus padres. Park fue directamente al baño para darse una ducha. Estaba convencido de que olía a todas aquellas cosas que podían meterlo en líos.
            —¿Park? —su madre lo llamó cuando salió del baño.
            —Estoy aquí —dijo—. Me voy a la cama.
            Park metió la ropa sucia en el fondo del cesto y sacó de la hucha el dinero que le quedaba de Navidad y su cumpleaños. Sesenta dólares. ¿Sería suficiente para pagar la gasolina? Esperaba que sí, pero en realidad no tenía ni idea.
            Si llegaban a Saint Paul, el tío de Eleanor les ayudaría a discurrir qué hacer. Ella no estaba segura de que su tío la dejara quedarse, pero decía que era un buena persona «y su esposa estuvo en el Cuerpo de Paz».
            Park ya les había escrito una nota a sus padres:
             
            Mamá y papá:
            Ha surgido un problema y tengo que ayudar a Eleanor. Mañana os llamaré y volveré dentro de un par de días. Ya sé que me he metido en un lío pero esto es una emergencia y tenía que ayudarla.
            Park
             
            Su madre siempre guardaba las llaves en el mismo sitio: en una placa con forma de llave en el pasillo de entrada en el que ponía: llaves.
            Park pensaba coger las llaves y luego escabullirse por la puerta de la cocina, que era la que estaba más separada del dormitorio de sus padres.
            El padre de Park llegó a casa a la una y media de la madrugada. Park lo oyó trastear por la cocina y luego ir al baño. Escuchó cómo se abría la puerta del dormitorio y luego llegó a sus oídos el sonido de la televisión.
            Tendido en la cama, cerró los ojos. (Era imposible que se quedara dormido.) La imagen de Eleanor seguía brillando detrás de sus párpados.
            Hermosa. Serena… No, serena no, más bien… en paz. Como si se sintiera más cómoda sin la camisa que con ella. Como si estuviera contenta de dentro afuera.
            Cuando abrió los ojos, volvió a verla tal como la había visto la última vez, en la autocaravana: tensa y resignada, tan lejana que aquella luz ni siquiera se reflejaba ya en los ojos.
            Tan distante que ni siquiera pensaba en Park.
             
            Park aguardó hasta que se hizo el silencio en la casa. Después esperó aún otros veinte minutos. Transcurrido ese tiempo, cogió la mochila y fue haciendo las cosas que tenía planeadas.
            Se detuvo un momento en la cocina. Su padre había dejado el rifle nuevo sobre la mesa… Seguramente se proponía limpiarlo al día siguiente. Por un momento, consideró la posibilidad de llevárselo… pero no creía que lo necesitase. No se iban a encontrar con Richie a la salida del pueblo. O eso esperaba.
            Park abrió la puerta. Cuando estaba a punto de salir, la voz de su padre lo detuvo.
            —¿Park?
            Podría haber echado a correr, pero seguro que el hombre lo habría alcanzado. Siempre presumía de que estaba en excelente forma física.
            —¿Adónde crees que vas? —le susurró.
            —Es que… tengo que ayudar a Eleanor.
            —¿Y por qué Eleanor necesita ayuda a las dos de la madrugada?
            —Se va a escapar.
            —¿Y tú te vas con ella?
            —No. Solo pensaba llevarla a casa de su tío.
            —¿Dónde vive su tío?
            —En Minnesota.
            —Dios bendito, Park —exclamó su padre sin alzar la voz—. ¿Hablas en serio?
            —Papá —Park dio un paso hacia él con ademán de súplica—. Tiene que irse. Por culpa de su padrastro. Él…
            —¿La ha tocado? Porque si la ha tocado, llamaremos a la policía.
            —Le escribe notas.
            —¿Qué clase de notas?
            Park se frotó la frente. No quería pensar en esas notas.
            —Obscenas.
            —¿Eleanor se lo ha contado a su madre?
            —Su madre… no está muy bien. Creo que él le pega.
            —Maldito cabrón.
            El padre de Park miró el arma y luego otra vez a su hijo. Se frotó la barbilla.
            —Así que vas a llevar a Eleanor a casa de su tío. ¿La acogerá él?
            —Ella cree que sí.
            —Perdona que te lo diga, Park, pero como plan no es gran cosa.
            —Ya lo sé.
            El padre de Park suspiró y se rascó la nuca.
            —A ver si podemos mejorarlo.
            El chico levantó la cabeza de golpe.
            —Llámame cuando estéis llegando —lo instruyó su padre rápidamente—. A la altura de Des Moines… ¿Tienes un mapa?
            —Pensaba comprar uno en alguna gasolinera.
            —Si te cansas, para en una zona de descanso. Y no hables con nadie a menos que te veas obligado. ¿Tienes dinero?
            —Sesenta dólares.
            —Toma —su padre se acercó al tarro de galletas y sacó un fajo de billetes de veinte—. Si eso de su tío no funciona, no lleves a Eleanor a su casa. Tráela aquí y ya pensaremos qué hacer.
            —Vale… Gracias, papá.
            —No me des las gracias aún. Hay una condición.
            Que no vuelva a pintarme los ojos, pensó Park.
            —Que cojas la camioneta —le dijo su padre.
             
            Plantado en la escalera de entrada con los brazos cruzados, el padre de Park lo observaba. Por supuesto, tenía que quedarse allí mirando. Como si fuera el árbitro de un maldito combate de taekwondo.
            Park cerró los ojos. Eleanor seguía allí. Eleanor.
            Arrancó el motor y dio marcha atrás con suavidad. Salió a la calle, metió la primera y se alejó sin una sola sacudida.
            Pues claro que sabía conducir un coche con marchas. Por el amor de Dios.



52

            park
            —¿Todo bien?
            Eleanor asintió y subió al coche.
            —Agáchate —le dijo Park.
             
            Las dos primeras horas transcurrieron como en sueños.
            Park no estaba acostumbrado a conducir la camioneta y se le caló unas cuantas veces en los semáforos. Luego cogió la interestatal en dirección oeste en vez de tomarla hacia el este y tardó veinte minutos en poder cambiar de sentido.
            Eleanor no protestó. Se limitaba a mirar al frente aferrando el cinturón con ambas manos. Park le puso la mano en la pierna pero ella no se dio por enterada.
            Salieron otra vez de la interestatal en alguna parte de Iowa para poner gasolina y comprar un mapa. Cuando Park entró en la tienda, compró también un refresco y un bocadillo para Eleanor. Al volver a la camioneta, se la encontró dormida contra la portezuela del acompañante.
            Bien, intentó decirse Park. Está agotada.
            Se sentó tras el volante, cogió aire unas cuantas veces y estampó el bocadillo contra el salpicadero. ¿Cómo era posible que se hubiera dormido?
            Si todo iba bien, mañana por la mañana Park estaría volviendo a casa sin ella. A partir de ahora le dejarían conducir cuando quisiera, pero él no quería ir a ninguna parte sin Eleanor.
            ¿Cómo podía dormirse sabiendo que aquellas eran las últimas horas que pasarían juntos?
            ¿Cómo podía dormirse allí sentada…?
            Tenía la melena enmarañada, color vino incluso a aquella luz escasa, y dormía con la boca entreabierta. La chica de fresa. Trató de recordar qué había pensado la primera vez que la vio. Intentó discernir cómo había sucedido; cómo había pasado de ser una desconocida a convertirse en la persona más importante del mundo.
            Y se preguntó… ¿Qué pasaría si no la llevaba a casa de su tío? ¿Y si seguía conduciendo?
            ¿No podía haber pasado todo esto un poco más adelante?
            Si la vida de Eleanor se hubiera hecho añicos un año después, o dos, podría haber buscado refugio en él. En vez de huir de él. Tan lejos.
            Maldita sea. ¿Por qué no se despertaba?
            Park siguió conduciendo durante una hora más, espabilado por el refresco y sus sentimientos heridos. Luego, los nervios de la noche vivida le pasaron factura. No había ninguna zona de descanso a la vista, así que se desvió por una carretera municipal y aparcó en la gravilla que hacía las veces de arcén.
            Se desabrochó el cinturón, retiró el de Eleanor y, atrayéndola hacia sí, apoyó la cabeza en su pelo. Olía igual que hacía unas horas. A sudor y al tapizado del Impala. Lloró sobre su cabello hasta que se quedó dormido.
             
             
            eleanor
            Despertó en los brazos de Park. Su presencia la cogió por sorpresa.
            Otra persona habría pensado que estaba soñando, pero los sueños de Eleanor siempre eran pesadillas. (De nazis, bebés llorando y dientes podridos que se le caían.) Eleanor jamás habría soñado algo tan bonito, algo tan dulce como Park, adormilado y cálido… Cálido de la cabeza a los pies. Algún día, pensó, alguien despertará cada mañana junto a esta calidez.
            El rostro de Park, dormido, reflejaba un tipo de belleza nunca visto. El sol atrapado en una piel de ámbar. La boca llena y lisa. Los pómulos altos y curvados. (Eleanor ni siquiera tenía pómulos.)
            La cogió por sorpresa y se le rompió el corazón sin poder evitarlo. Por Park. Como si su corazón no tuviera nada mejor por lo que romperse.
            Puede que no.
            El sol asomaba ya por el horizonte y el interior de la camioneta se teñía de un rosa azulado. Eleanor besó el semblante nuevo de Park… justo debajo del ojo, no del todo en la nariz. Él se revolvió, y hasta la última fibra de su cuerpo se apretujó contra ella. Eleanor le acarició la nariz y la frente, le besó los párpados.
            Las pestañas de Park aletearon. (Solo las pestañas hacen eso. Y las mariposas.) Sus brazos cobraron vida en torno al cuerpo de ella.
            —Eleanor —suspiró.
            Eleanor tomó entre las manos el precioso rostro de Park y lo besó como si hubiera llegado el fin del mundo.
             
             
            park
            Ya no se sentaría a su lado en el autobús.
            Ya no pondría los ojos en blanco cuando Park interviniese en clase de literatura.
            Ya no discutiría con él solo por divertirse.
            Ya no lloraría en el cuarto de Park por cosas que él no podía arreglar.
            El cielo tenía el mismo tono que la piel de Eleanor.
             
             
            eleanor
            Solo hay uno como él, pensó, y está aquí.
            Él sabe si me gustará una canción antes de que la haya oído. Se ríe de mis chistes antes de que haya terminado de contarlos. Hay un lugar en su pecho, justo debajo de su cuello, que hace que quiera cumplir las promesas que le hago.
            Solo hay uno como él.
             
             
            park
            Los padres de Park nunca contaban cómo se habían conocido, pero a él, de pequeño, le gustaba imaginarlo.
            Le encantaba lo mucho que se querían. Si se despertaba asustado en mitad de la noche, se decía que sus padres se amaban. No que lo amaban a él; eran sus padres, tenían que quererlo a la fuerza. Pero se querían el uno al otro. Y no estaban obligados a ello.
            De todos los padres de sus amigos, solo los de Park seguían juntos, y en todos los casos aquella separación parecía haber causado muchos problemas a sus hijos.
            Los padres de Park, en cambio, se amaban. Se besaban en la boca, sin importarles quién hubiera delante.
            ¿Qué posibilidades hay de conocer a alguien que te inspire esos sentimientos?, se preguntó Park. ¿Una persona a la que amar por siempre, alguien que te quiera por toda la eternidad? ¿Y qué haces si esa persona ha nacido a medio mundo de distancia?
            Las cuentas no salían. ¿Cómo era posible que sus padres hubieran tenido tanta suerte?
            Puede que no siempre se hubieran sentido afortunados. El hermano de su padre murió en Vietnam; por eso enviaron al padre de Park a Corea. Y cuando sus padres se casaron, su madre tuvo que dejar atrás a sus seres queridos y todo aquello cuanto amaba.
            Park se preguntaba si su padre habría visto a su madre en la calle, o desde la carretera, o quizás trabajando en un restaurante. Se preguntaba cómo lo habían sabido…
             
            Park tendría que guardar aquel beso para siempre.
            Aquel beso lo guiaría de vuelta a casa.
            Tendría que evocarlo cuando se despertara asustado en mitad de la noche.
             
             
            eleanor
            La primera vez que Park le cogió la mano, se sintió tan bien que todo lo malo se esfumó. La caricia fue más fuerte que cualquier herida.
             
             
            park
            El cabello de Eleanor capturaba el fuego del alba. Sus ojos eran oscuros y brillantes. Los brazos de Park no albergaban duda alguna.
            La primera vez que tocó la mano de Eleanor, lo supo.
             
             
            eleanor
            Con Park, no hay nada de qué avergonzarse. Nada es sucio. Porque Park es el sol, y no se le ocurría mejor modo de explicarlo.
             
             
            park
            —Eleanor, no, tenemos que parar.
            —No…
            —No podemos hacerlo…
            —No. No pares, Park.
            —Ni siquiera sé cómo… No tengo nada.
            —Da igual.
            —Pero no quiero que te quedes…
            —No me importa.
            —A mí sí, Eleanor…
            —No tendremos otra oportunidad.
            —No. No, no puedo… No, necesito creer que habrá otras oportunidades… ¿Eleanor? ¿Me oyes? Necesito que tú también lo creas.

 
 53

            park

            Eleanor salió de la camioneta y Park se alejó hacia el maizal para hacer pis. (Le dio vergüenza, pero menos que mojar los pantalones.)
            Cuando volvió, ella le esperaba sentada en el capó. Estaba hermosa, salvaje, echada hacia delante como un mascarón.
            Park se sentó a su lado.
            —Hola —dijo él.
            —Hola.
            Park se recostó contra ella y estuvo a punto de llorar de alivio cuando Eleanor apoyó la cabeza en su hombro. Parecía del todo inevitable que Park volviera a llorar aquel día.
            —¿De verdad lo crees? —le preguntó Eleanor.
            —¿A qué te refieres?
            —Eso de que… habrá otras oportunidades. Que habrá una siquiera.
            —Sí.
            —Pase lo que pase —declaró ella con convicción—, no pienso volver a casa.
            —Ya lo sé.
            Eleanor guardó silencio.
            —Pase lo que pase —dijo Park—, te quiero.
            Ella le rodeó la cintura con los brazos y él le abrazó los hombros.
            —No me puedo creer que la vida nos diera esto —siguió diciendo Park— para quitárnoslo después.
            —Yo sí —repuso ella—. La vida es una zorra.
            Park la sujetó con más fuerza y hundió la cara en su cuello.
            —Pero depende de nosotros —afirmó con suavidad—. No tenemos por qué perderlo.
             
             
            eleanor
            Se sentó pegada a él durante el resto del viaje, aunque el cinturón de seguridad no alcanzase y tuviera el cambio de marchas entre las piernas. Supuso que aun así viajaba mucho más segura que en la caja del Isuzu de Richie.
            Se detuvieron en otra área de servicio y Park le compró un refresco de cereza y cecina para comer. Él llamó a sus padres a cobro revertido; aún no se podía creer que no le hubieran puesto pegas.
            —Mi padre está tranquilo —dijo Park—. Creo que mi madre está de los nervios.
            —¿Han tenido noticias de mi madre o… de alguien?
            —No. Como mínimo, no lo han mencionado.
            Park le preguntó si quería llamar a su tío. Aún no.
            —Apesto a garaje de Steve —comentó Eleanor—. Mi tío va a pensar que soy camello.
            Park se rio.
            —Me parece que te derramaste cerveza en la camisa. A lo mejor solo piensa que eres alcohólica.
            Eleanor se miró la camisa. Se le había manchado de sangre cuando se había cortado en la cama y llevaba un pegote en el hombro, seguramente mocos de todo aquel llanto.
            —Toma —dijo Park.
            Se estaba quitando la sudadera. Luego hizo lo mismo con la camiseta. Se la tendió a Eleanor. Era de color verde y en el pecho llevaba escrito «Prefab Sprout».
            —No me la puedo quedar —replicó ella mientras Park se ponía la sudadera sobre el pecho desnudo—. Es nueva.
            Además, seguro que no le cabía.
            —Ya me la devolverás.
            —Cierra los ojos —le ordenó Eleanor.
            —Claro —asintió Park en voz baja. Miró a otra parte.
            No había nadie más en el aparcamiento. Eleanor se agachó y se puso la camiseta de Park debajo de la suya. Luego se quitó la camisa sucia. Así se cambiaba en clase de gimnasia. La prenda le quedaba tan ajustada como el mono de gimnasia… pero olía a limpio, igual que Park.
            —Vale —dijo Eleanor.
            Park abrió los ojos y le cambió la sonrisa.
            —Quédatela.
             
            Cuando llegaron a Minneapolis, pararon en otra gasolinera para pedir indicaciones.
            —¿Es fácil llegar hasta allí? —preguntó Eleanor cuando Park regresó a la camioneta.
            —Coser y cantar —afirmó Park—. Ya casi estamos.

 
 54

            park
            Cuando entraron en la ciudad, Park empezó a agobiarse. El tráfico de Saint Paul no tenía nada que ver con el de Omaha.
            Eleanor era la encargada de interpretar el mapa, pero nunca había leído ninguno fuera de clase. La una por el otro, no paraban de equivocarse en los desvíos.
            —Lo siento —repetía Eleanor.
            —No pasa nada —respondía Park, contento de tenerla al lado—. No tengo prisa.
            Ella le apretó la pierna con la mano.
            —Estaba pensando… —dijo.
            —¿Sí?
            —Prefiero que no entres conmigo cuando lleguemos.
            —¿Quieres hablar con ellos a solas?
            —No… Bueno, sí. Pero quiero decir que… no quiero que me esperes.
            Park intentó mirarla, pero tenía miedo de volver a saltarse el desvío.
            —¿Qué? —exclamó—. No. ¿Y si no te dejan quedarte?
            —Entonces tendrán que buscar la manera de llevarme a casa. Seré su problema. A lo mejor así tengo más tiempo para contárselo todo.
            —Pero…
            No estoy listo para que dejes de ser mi problema.
            Es más lógico, Park. Si te vas enseguida, estarás en casa para cuando anochezca.
            —Pero si me voy enseguida… —Park bajó la voz—. Me voy enseguida.
            —Tendremos que despedirnos de todas formas —arguyó Eleanor—. ¿Qué más da si lo hacemos ahora o dentro de unas horas o mañana por la mañana?
            —¿Bromeas? —la miró con la esperanza de haberse perdido el chiste—. Sí.
             
             
            eleanor
            —Es que es más lógico —insistió Eleanor, y se mordió el labio. La fuerza de voluntad era la única arma con que contaba para superar todo aquello.
            Las casas empezaban a resultarle familiares. Grandes viviendas grises y blancas revestidas con tablillas que se erguían al fondo de los jardines. Eleanor y su familia habían ido allí durante las vacaciones de Semana Santa el año siguiente a la marcha de su padre. El tío de Eleanor y su esposa eran ateos, así que no habían celebrado la Pascua, pero había sido un viaje muy divertido.
            No tenían hijos, seguramente por decisión propia, pensó Eleanor. Tal vez porque sabían que los niños, tan monos ellos, se convierten en adolescentes feos y problemáticos.
            No obstante, el tío Geoff la había invitado a su casa.
            Quería que viviera con ellos, al menos durante unos meses. Puede que no hiciese falta que se lo contase todo de inmediato, a lo mejor su tío pensaba que sencillamente Eleanor había llegado antes de lo previsto.
            —¿Es aquí? —preguntó Park.
            El coche se detuvo delante de una casa pintada de un gris azulado en cuyo jardín delantero crecía un sauce.
            —Sí —asintió Eleanor.
            Se acordaba de la casa. Y se acordaba del Volvo aparcado en el camino de entrada.
            Park pisó el acelerador.
            —¿Adónde vas?
            —A… dar la vuelta a la manzana —repuso él.
             
             
            park
            Dio la vuelta a la manzana. Para lo que le iba a servir… Luego aparcó a unos cien metros de la casa del tío de Eleanor, para que no pudieran verla desde el coche. Eleanor no podía apartar la vista de ella.
             
             
            eleanor
            Tenía que despedirse de Park. Ahora. Y no sabía cómo hacerlo.
             
             
            park
            —Te sabes mi número de teléfono, ¿no?
            —867-5309.
            —En serio, Eleanor.
            —En serio, Park. Nunca en la vida voy a olvidar tu número de teléfono.
            —Llámame en cuanto puedas, ¿vale? Esta noche. A cobro revertido. O, si no te dejan llamar, mándame tu número por carta… Escríbelo en una de las muchísimas cartas que me vas a enviar.
            —¿Y si me devuelve a casa?
            —No —Park soltó el cambio de marchas y le cogió la mano—. No vas a volver allí. Si tu tío te manda a casa, ven a la mía. Mis padres nos ayudarán a buscar una solución. Mi padre ya ha dicho que lo haría.
            Eleanor dejó caer la cabeza hacia delante.
            —No te va a mandar a casa —insistió Park—. Ya verás como te ayuda —Eleanor asintió sin separar los ojos del suelo—. Y te dejará contestar a las largas y frecuentes llamadas de larga distancia que recibirás.
            Eleanor no se movía.
            —Eh —le dijo Park, intentando que levantase la barbilla—. Eleanor.
             
             
            eleanor
            Ese asiático cretino.
            Ese asiático cretino que le quitaba el aliento.
            Menos mal que Eleanor no podía pronunciar ni una palabra, porque de haberlo hecho lo habría inundado de basura melodramática.
            Estaba bastante segura de que le había dado las gracias por haberle salvado la vida. No solo la noche anterior sino, bueno, casi cada día desde que se conocían. Y eso le hacía sentir la chica más patética del mundo. Si no eres capaz de salvarte a ti mismo, ¿acaso tu vida vale la pena?
            No existe el príncipe azul, se dijo.
            No existen los finales felices.
            Alzó la vista para mirar a Park. A esos ojos de un verde dorado.
            Me has salvado la vida, intentó decirle. No para toda la eternidad. Seguramente solo de manera temporal. Pero me has salvado la vida y ahora soy tuya. La persona que soy aquí y ahora es tuya. Para siempre.
             
             
            park
            —No sé cómo despedirme de ti —dijo Eleanor.
            Park le apartó el cabello de la cara. Nunca la había visto tan pálida.
            —Pues no lo hagas.
            —Pero tengo que irme…
            —Pues vete —repuso Park, ahora con la cara de Eleanor entre las manos—, pero no te despidas. No es un adiós.
            Ella puso los ojos en blanco y negó con la cabeza.
            —Menuda cursilada.
            —¿Hablas en serio? ¿No me vas a dar ni cinco minutos de tregua?
            —Es lo que dicen en las películas, «no es un adiós», cuando temen afrontar lo que sienten. No nos vamos a ver mañana mismo, Park. No sé cuándo te volveré a ver. Eso se merece algo más que: «No es un adiós».
            —Yo no temo afrontar lo que siento —objetó Park.
            —Tú no —repuso Eleanor con la voz quebrada—. Yo.
            —Tú —le dijo Park rodeándola con el brazo y prometiéndose a sí mismo que no sería la última vez— eres la persona más valiente que conozco.
            Ella volvió a sacudir la cabeza de lado a lado, como si quisiera ahuyentar las lágrimas.
            —Dame un beso de despedida. Solo eso —susurró.
            Solo por hoy, pensó él, no para siempre.
             
             
            eleanor
            Una cree que si abraza a alguien con todas sus fuerzas, lo tendrá más cerca. Una cree que se puede abrazar a alguien con tanta fuerza como para seguir sintiendo su presencia, grabada en ti, cuando te separas.
            Cada vez que Eleanor se separaba de Park, tenía la misma sensación de pérdida irreparable.
            Cuando por fin se bajó de la camioneta, fue porque pensó que no soportaría seguir tocándolo y perdiéndolo una y otra vez. La próxima vez que se separase de él, se dejaría parte de la piel.
            Park se dispuso a bajar también, pero Eleanor lo detuvo.
            —No —le dijo—. Quédate.
            Miró nerviosa en dirección a la casa de su tío.
            —Todo irá bien —le aseguró Park.
            Eleanor asintió.
            —Claro.
            —Porque te quiero.
            Ella se rio.
            —¿Por eso irá todo bien?
            —Pues sí, la verdad es que sí.
            —Adiós —dijo Eleanor—. Adiós, Park.
            —Adiós, Eleanor. Hasta esta noche. Cuando me llames.
            —¿Y si no están en casa? Jo, eso sería decepcionante.
            —Sería genial.
            —Tonto —susurró con un resto de sonrisa en el rostro.
            Eleanor retrocedió un paso y cerró la portezuela.
            —Te quiero —dijo Park para sí. O quizás en voz alta.
            Ella ya no podía oírle.



55

 park

            Park ya no cogía el autobús. No hacía falta. Su madre le regaló el Impala cuando el padre de Park le compró a ella un Taurus…
            Ya no cogía el autobús porque tenía todo el asiento para él solo.
            Lástima que el Impala estuviera inundado de recuerdos.
            Algunas mañanas, si Park despertaba temprano, se sentaba en el aparcamiento con la cabeza sobre el volante y dejaba que la presencia de Eleanor lo inundase hasta que se quedaba sin aire.
            En el instituto, no se sentía mejor.
            Eleanor no estaba en las taquillas. Ni en clase de literatura. El señor Stessman había dicho que era inútil leer Macbeth en voz alta sin Eleanor.
            —¡Qué vergüenza, señor, qué vergüenza! —se lamentó.
            A la hora de la cena, Eleanor ya no lo acompañaba. Cuando Park veía la tele, Eleanor ya no estaba allí para apoyarse en él.
            Park pasaba casi todas las tardes tendido en la cama porque era el único lugar de la casa en el que Eleanor no había estado.
            Se tumbaba en la cama y nunca encendía el equipo.
             
             
            eleanor
            Eleanor ya no cogía el autobús. Su tío la llevaba al instituto. La había obligado a matricularse, aunque solo quedaban cuatro semanas de clase y todo el mundo estaba estudiando para los finales.
            En el nuevo centro no había ningún chico asiático. Ni tampoco chicas negras.
            Cuando su tío se disponía a viajar a Omaha, le dijo a Eleanor que no hacía falta que lo acompañase. Pasó tres días fuera y a la vuelta trajo consigo la bolsa de basura con las cosas de Eleanor. Ella ya tenía ropa nueva. Y una cartera nueva y un radiocasete. Y un paquete de seis cintas vírgenes.
             
             
            park
            Eleanor no llamó aquella primera noche.
            Bien pensado, no había prometido que lo haría. Ni tampoco que le escribiría, pero Park lo había dado por supuesto. No lo había dudado ni por un momento.
            Cuando Eleanor bajó del coche, Park permaneció a la espera delante de casa de su tío.
            Habían quedado en que se marcharía en cuanto alguien respondiese. Así se aseguraban de que hubiera alguien en la casa. Park, sin embargo, no podía marcharse así como así.
            Una mujer abrió la puerta y le dio a Eleanor un gran abrazo. Park esperó, por si ella cambiaba de idea. Por si al final decidía pedirle que entrara a conocer a sus tíos.
            La puerta se cerró. Park recordó su promesa y arrancó el motor. Cuanto antes llegue a casa, pensó, antes tendré noticias suyas.
            Le envió a Eleanor una postal desde la primera estación de servicio. «Bienvenidos a Minnesota, tierra de los diez mil lagos».
             
            Cuando Park llegó a casa, su madre corrió a abrazarlo.
            —¿Ha ido todo bien? —le preguntó el padre.
            —Sí —respondió el chico.
            —¿Qué tal con la camioneta?
            —Bien.
            El hombre fue a echarle un vistazo de todos modos.
            —Tú —le dijo la madre de Park—. Yo era muy preocupada por ti.
            —No me pasa nada, mamá, solo estoy cansado.
            —¿Y Eleanor? —quiso saber la mujer—. ¿Ella bien?
            —Eso espero. ¿Ha llamado?
            —No. Nadie ha llamado.
            En cuanto su madre lo dejó marchar, Park corrió a su habitación para escribirle una carta a Eleanor.
             
             
            eleanor
            Cuando la tía Susan abrió la puerta, Eleanor ya estaba llorando.
            —Eleanor —repetía la tía Susan una y otra vez—. Oh, Dios mío, Eleanor. ¿Qué haces aquí?
            Eleanor trató de explicar que no pasaba nada grave. Aunque no era verdad. No estaría allí si todo fuera bien. Eso sí, nadie había muerto.
            —Nadie ha muerto —dijo Eleanor.
            —¡Ay, Señor! ¡Geoffrey! —gritó la tía Susan—. Espera aquí, cielo. Geoff…
            Una vez a solas, Eleanor comprendió que no debería haberle pedido a Park que se marchara de inmediato.
            No estaba lista para separarse de él.
            Abrió la puerta principal y salió corriendo a la calle. Eleanor miró a ambos lados, pero Park ya se había ido. Cuando ella se dio media vuelta, sus tíos la observaban desde el porche.
             
            Llamadas telefónicas. Poleo menta. La tía y el tío de Eleanor hablando en la cocina mucho después de que ella se hubiera acostado.
            —Sabrina…
            —Los cinco.
            —Tenemos que sacarlos de allí, Geoffrey…
            —¿Y si no dice la verdad?
            Eleanor se sacó la foto del Park del pantalón trasero y la alisó contra el edredón. No parecía él. Desde octubre había transcurrido una eternidad. Y aquella tarde se le antojó toda una vida también. El mundo giraba tan rápidamente que Eleanor ya no sabía ni dónde estaba.
            La tía Susan le prestó algunos pijamas —usaban más o menos la misma talla— pero Eleanor se puso la camiseta de Park en cuanto salió de la ducha.
            La prenda olía a él. A su casa, a popurrí. A jabón, chico y felicidad.
            Cogiéndose con las manos el hueco que tenía en el estómago, Eleanor se dobló hacia delante en la cama.
            Nadie la creería nunca.
            Eleanor le escribió una carta a su madre.
            Le decía todo lo que había querido expresar a lo largo de aquellos seis meses.
            Le pedía perdón.
            Le suplicaba que pensara en Ben, en Mouse… y en Maisie.
            La amenazaba con llamar a la policía.
            La tía Susan le dio un sello.
            —Están en el cajón de la cocina, Eleanor, coge los que te hagan falta.
             
             
            park
            Cuando se hartaba de estar encerrado en su cuarto, cuando ya no quedaba nada en el mundo que oliera a vainilla, Park se acercaba a casa de Eleanor.
            A veces la camioneta estaba allí, otras no. De vez en cuando, el rottweiler dormía en el porche. Sin embargo, los juguetes rotos habían desaparecido y no se veía niños de cabello rojizo jugando en el jardín.
            Josh le había dicho que el hermano pequeño de Eleanor ya no iba al colegio.
            —La gente dice que se han marchado. Toda la familia.
            —Qué buena noticia —comentó la madre de Park—. Puede que esa mujer tan guapa ha reaccionado por fin. Buena noticia para Eleanor.
            Park se limitó a asentir.
            Se preguntó si las cartas que le enviaba a diario llegaban siquiera al lugar donde ella vivía ahora.
             
             
            eleanor
            Había un teléfono de disco en el cuarto de invitados. La habitación de Eleanor. Cada vez que sonaba, a Eleanor le entraban ganas de cogerlo y decir: «¿Qué hay, comisario Gordon?».
            En ocasiones, cuando estaba sola en casa, descolgaba el auricular de su dormitorio y escuchaba el pitido.
            Fingía marcar el número de Park, dejando que el dedo patinase sobre el disco. A veces, cuando el pitido cesaba, simulaba que estaba hablando con él en susurros.
             
            —¿Alguna vez has tenido novio? —le preguntó Dani.
            Dani era una amiga del campamento de teatro. Comían juntas, sentadas en el escenario con las piernas colgando hacia el foso de la orquesta.
            —No —respondió Eleanor.
            Park no era su novio, era un superhéroe.
            —¿Y te has besado con algún chico?
            Eleanor negó con la cabeza.
            No era su novio.
            Y no romperían. Ni se cansarían el uno del otro. Ni se distanciarían. (Su historia nunca sería el típico romance de instituto.)
            Sencillamente, la habían dejado ahí.
            Eleanor lo había decidido cuando viajaban en la camioneta. Tomó la decisión en Albert Lea, Minnesota. Si no se iban a casar —si su amor no iba a ser eterno—, solo era cuestión de tiempo.
            Iban a dejarlo ahí.
            Park nunca la amaría más que el día de su despedida.
            Y Eleanor no podría soportar que la amara menos.
             
             
            park
            Cuando se hartaba de sí mismo, acudía a la vieja casa de Eleanor. A veces la camioneta estaba allí. Otras no. En ocasiones, Park se quedaba en la acera, detestando todo lo que aquella casa representaba.

 
 56

            eleanor
            Cartas, postales, paquetes que repiqueteaban como las fundas de casete llenas. Todas cerradas, todas sin leer.
            «Querido Park», escribió Eleanor en una hoja limpia.
            «Querido Park», intentó explicarse.
            Sin embargo, las explicaciones se le hacían pedazos en las manos. Le costaba demasiado escribir la verdad; Park era una pérdida demasiado grande. Sus sentimientos hacia él quemaban demasiado para tocarlos.
            «Lo siento», escribió. Enseguida lo tachó.
            «Es que…», volvió a empezar.
            Tiraba a la papelera las cartas a medio escribir. Metía los sobres sin abrir en el último cajón.
            —Querido Park —susurró, con la cabeza apoyada en la cómoda—, para.
             
             
            park
            El padre de Park le dijo que debía buscarse un trabajo de verano para pagarse la gasolina.
            Ninguno de los dos mencionó que Park nunca iba a ninguna parte. Ni que había empezado a emborronarse el lápiz de ojos con el pulgar.
            Tenía tan mala pinta como para trabajar en Drastic Plastic. La chica que lo contrató llevaba dos filas de pendientes en cada oreja.
            La madre de Park dejó de entrar el correo en casa. Seguro que lo hacía porque le dolía muchísimo decirle a su hijo que no había nada para él. El propio Park lo recogía cuando llegaba a casa del trabajo. Siempre rezando para tener noticias.
            Su colección y su apetito de música punk no hacían sino aumentar.
            —No puedo ni pensar —le dijo su padre una noche, después de entrar tres veces seguidas al cuarto de Park para pedirle que bajara la música.
            «No me digas», habría dicho Eleanor.
             
            Eleanor no volvió al instituto al curso siguiente. Por lo menos, no al de Park.
            No dio saltos de alegría al enterarse de que en bachillerato no se hacía gimnasia. No dijo «Esta unión no es legal, Batman» cuando Steve y Tina se fugaron el 1 de mayo.
            Park le había escrito una carta para ponerla al día. Le contaba todo lo que había pasado, y lo que no, desde su partida.
            Siguió escribiendo aunque hacía meses que ya no enviaba las cartas. El día de Año Nuevo, le escribió una diciendo que le deseaba que se hubieran cumplido sus sueños. Luego la metió en el cajón que tenía debajo de la cama.

 
 57

            park
            Ya no intentaba evocar su recuerdo.
            Ella volvía cuando le apetecía, en sueños, en mentiras y en sensaciones vagas de algo ya vivido.
            A veces, por ejemplo, cuando se dirigía al trabajo, veía a una pelirroja en una esquina cualquiera y por un sobrecogedor instante habría jurado que era ella.
            O se despertaba en mitad de la noche, convencido de que Eleanor le estaba esperando fuera. Seguro de que Eleanor necesitaba ayuda.
            Sin embargo, ya no era capaz de evocarla. A veces no recordaba ni su aspecto, ni siquiera cuando miraba la foto. (Puede que la hubiera mirado demasiado.)
            Ya no hacía lo posible por evocarla.
            Así pues, ¿por qué seguía yendo allí? A aquella casucha…
            Eleanor no estaba allí, nunca estuvo realmente allí; y se había marchado hacía mucho tiempo. Casi un año ya.
            Park dio media vuelta para alejarse pero la camioneta marrón dobló hacia el camino de entrada tan deprisa que estuvo a punto de atropellarlo. Él se quedó en la acera, esperando. Se abrió la portezuela del conductor.
            A lo mejor, pensó Park. A lo mejor por eso estoy aquí.
            El padrastro de Eleanor —Richie— bajó despacio de la cabina del conductor. Park lo reconoció de la otra vez que lo había visto, cuando le había llevado a Eleanor la segunda entrega de Watchmen y el hombre había abierto la puerta…
            El último número de Watchmen salió algunos meses después de la partida de Eleanor. Park se preguntaba si ella lo habría leído, si pensaría que Ozymandias era un malvado y qué creía que había querido decir el Doctor Manhattan con su frase final: «Nada termina nunca». Park se preguntaba cada día qué pensaba Eleanor acerca de todo.
            Richie no vio a Park enseguida. El hombre se movía lentamente, con inseguridad. Cuando reparó en el chico, lo miró como si no acabara de creerse que hubiera alguien allí.
            —¿Quién eres? —gritó Richie.
            Park no respondió. Richie se dio la vuelta a trompicones y se tambaleó hacia Park.
            —¿Qué quieres?
            Incluso a casi un metro de distancia se apreciaba el tufo rancio que desprendía. A cerveza y a sótanos.
            Park se quedó donde estaba.
            Quiero matarte, pensó. Y puedo hacerlo, comprendió. Debería.
            Richie no era mucho más alto que Park, y estaba borracho y desorientado. Además, era imposible que tuviera tantas ganas de lastimar a Park como este de hacerle daño a él.
            A menos que Richie fuera armado o que tuviera mucha suerte, Park podía liquidarlo.
            Richie se acercó vacilante.
            —¿Qué quieres? —volvió a gritar.
            La fuerza de su propia voz le hizo perder el equilibrio y cayó hacia delante como un fardo. Park tuvo que retroceder para no frenar su caída.
            —Coño —se lamentó Richie.
            Luego se puso de rodillas e hizo esfuerzos por recuperarse.
            Quiero matarte, pensó Park.
            Y puedo.
            Alguien debería hacerlo.
            Park miró sus Doc Martens con puntera de acero. Se las acababa de comprar en la tienda de discos (rebajadas, con descuento de empleado). Miró la cabeza de Richie, que colgaba allá abajo como una bolsa de cuero.
            Park lo odiaba más de lo que creía posible odiar a nadie. Con una rabia más intensa de lo que jamás hubiera concebido…
            Casi.
            Levantó la bota y dio un pisotón al suelo justo delante de la cabeza de Richie. Hielo, barro y piedras cayeron en la boca abierta del hombre. Richie tosió violentamente y volvió a desplomarse.
            Park aguardó a que se levantara, pero Richie se quedó allí tendido, maldiciendo y quitándose sal y gravilla de los ojos.
            No estaba muerto. Pero no se levantaba.
            Park esperó.
            Luego se fue andando hacia su casa.
             
             
            eleanor
            Cartas, postales, paquetes amarillos acolchados que repiqueteaban cuando los movías. Todos cerrados, todos sin leer.
            Se sentía fatal cuando llegaban cada día. Se sintió aún peor cuando dejaron de llegar.
            De vez en cuando, los extendía sobre la alfombra como cartas de tarot, como tabletas de chocolate Wonka, y se preguntaba si sería demasiado tarde.

 58

            park
            Eleanor no acompañó a Park al baile de graduación.
            Lo hizo Cat.
            Cat, del trabajo. Era delgada y morena, con unos ojos tan azules y pequeños como pastillas de menta para el aliento. Cuando Park le cogió la mano, sintió lo mismo que si tomara la mano de un maniquí y experimentó tal alivio que la besó. Se quedó dormido la noche del baile, con sus pantalones de esmoquin y su camiseta de Fugazi.
            Despertó a la mañana siguiente cuando algo ligero aterrizó en su pecho. Abrió los ojos. Su padre estaba allí de pie.
            —El cartero —le dijo el hombre, casi con suavidad.
            Park se llevó la mano al corazón.
            Eleanor no le había escrito una carta.
            Le había mandado una postal. «Saludos desde la tierra de los diez mil lagos», decía en el anverso. Park le dio la vuelta y reconoció la caligrafía desigual de Eleanor. Mil letras de canciones acudieron a su mente.
            Park se sentó. Sonrió. Algo macizo y alado despegó volando de su pecho.
            Eleanor no le había escrito una carta sino una postal.

            De solo dos palabras.